La Tierra. Un Planeta Diferente - José Luis Comellas

February 6, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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La Tierra. Un Planeta Diferente - José Luis Comellas...

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LA TIERRA UN PLANETA DIFERENTE

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JOSÉ LUIS COMELLAS

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LA TIERRA UN PLANETA DIFERENTE

EDICIONES RIALP, S.A. MADRID

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© 2008 by J OSÉ LUIS COMELLAS © 2008 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

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No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Fotocomposición: M.T., S.L. ISBN eBook: 978-84-321-3978-9 Depósito legal: M-11006-2008 Impreso en España Printed in Spain Impreso en Gráficas Rógar, S.A., Navalcarnero (Madrid)

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ADVERTENCIA FUERA DE CONTEXTO

a verdad es que nunca pensé escribir este libro. Es cierto que amé siempre la Geografía, y me sentí feliz disfrutando de todos los paisajes, muchos, pero menos de los que 7

hubiera deseado, que me ha sido dado conocer y admirar en este mundo. Sin embargo, la Universidad compostelana, en la que estudié por los años cincuenta, no me ofrecía más que la Sección de Historia. Y también es verdad que fui enormemente feliz con la Historia —estudiándola, investigándola, enseñándola— durante toda la vida. También es cierto que mi afición por las cosas todas de la naturaleza y en especial por la astronomía me hicieron traspasar nuevos horizontes cuando conocí a aquel cura pequeñito, extraordinariamente sabio y extraordinariamente bondadoso, que parecía reír con las gafas, que fue don Ramón Aller Ulloa, director del Observatorio Universitario, que hoy lleva su nombre, un nombre que también lleva un cráter de la luna. Él me encaminó por la ruta de las estrellas dobles, a la que hube de dedicar una parte grande de mi vida, y de ahí deambulé a la física estelar y más tarde, conforme los descubrimientos de las sondas espaciales lo hacían necesario, hube de atender a la planetología. Ha sido prácticamente inevitable esta pequeña confesión personal para explicar que el conocimiento cada vez más pormenorizado de los planetas de nuestro sistema solar y después, al filo el cambio de siglo, el todavía muy incompleto, pero sorprendente y sugestivo, de los planetas en otros sistemas, me condujo al descubrimiento de la Tierra. Puedo dar mi palabra de que este descubrimento constituyó la mayor de mis sorpresas. Hasta entonces no había tomado cuenta cabal de la naturaleza del mundo en el que todos los que estamos aquí hemos nacido. Por de pronto, se impone una reflexión perogrullesca. Vivimos en la Tierra porque hemos nacido en la Tierra, no porque hallamos llegado a ella. Luego, hemos viajado, mediante presencia física, mediante robots, o gracias a cámaras de televisión, a todos los planetas de nuestro sistema solar (que no hayamos llegado a Plutón parece todo un curioso prenuncio de la decisión de excluirlo de la lista de «planetas titulares» en 2006). Y en cambio, de ninguno de esos planetas ha llegado a la Tierra una expedición, un robot o una cámara para explorarla. Hace menos de un siglo se hablaba de marcianos, y hasta muchos consideraban a Marte habitáculo relativamente probable de una civilización más elevada que la nuestra. También se comentaban, y no sin fundamento, las posibilidades de Venus, nuestro aparente planeta gemelo. Ahora, a comienzos del siglo XXI, no solo está perfectamente claro que esa civilización en los mundos más cercanos no existe, sino que tampoco existen en nuestro sistema formas de vida desarrollada, como en otro tiempo pudimos suponer. En este aspecto, es la Tierra una llamativa excepción. Vivimos en un planeta, pero hemos llegado a la conclusión de que no vivimos en un planeta cualquiera. La condición de la Tierra no es permutable, y es la toma de conciencia de esa condición especialísima la que nos invita a reflexionar no sobre por qué los restantes planetas son distintos a la Tierra, sino por qué la Tierra es asombrosamente distinta a los demás planetas. Como si fuera «otra cosa». Quedaría fuera de lugar cualquier discusión cuasi metafísica sobre cuál es la «naturaleza» del mundo en que vivimos; pero nada nos impide reparar en la existencia de una serie de elementos maravillosamente encadenados que le confieren unas propiedades que otros mundos poseen en parte, pero ni todos juntos, ni todos coordinados en el mismo orden, ni todos complementados del modo exactamente necesario para que haya podido asumir una función (o un destino) muy 8

peculiar. Me he propuesto compartir con el lector —si el lector quiere o siente que puede compartirla, eso por supuesto— esa sensación de extrañeza que me ha producido, por extraño que parezca a estas alturas, la realidad física de la Tierra. Por eso he sentido en algunos momentos —y me apresuro también a pedir disculpas por ello a quienes deseen exigirlas— la sensación de dialogar con el lector, un lector que no tiene por qué ser en modo alguno un lector científico, geógrafo, astrónomo, físico, sino solamente, que esa cualidad basta y sobra, un lector interesado en un tema que de alguna manera nos atañe a todos. Quizás por eso me he apresurado, quién sabe si indebidamente, a responder a ciertas preguntas más o menos esperables, como aquellas a que debe responder un conferenciante al final de su intervención. Y junto con ese sentido de diálogo amigo, he procurado en todo lo posible ser claro y sencillo. Sin dejación del rigor y la precisión, cuando han sido necesarios, pero con una supresión de modismos y giros técnicos que otros, no digo en absoluto que con peor criterio, solo faltaba, pueden estimar convenientes. Si alguien disfruta con esa pequeña y natural, nada pretenciosa, reflexión conjunta, me daría por más que satisfecho de las horas tan agradables, como en charla con un buen amigo, que he vivido escribiendo este libro. ¿Dónde estamos? Casi nunca tomamos conciencia de que vivimos en un planeta. Tal vez la idea de globalización o la de solidaridad con todos los seres humanos, incluso ese amor a la naturaleza y a la autenticidad de lo «natural» que hoy se nos inculca con cierta insistencia, nos hayan hecho más que nunca habitantes de la Tierra o ciudadanos de la Tierra. Los que nos tenemos por civilizados y avanzados huimos del racismo, de los prejuicios nacionales que nos hacen «distintos» y teóricamente superiores, para permitirnos una más profunda convivencia de las distintas formas de la condición humana de la que todos, aun con nuestras peculiares características, participamos. Pero ni aun así nos hacemos a la idea de que la Tierra, nuestra patria común, sea una enorme esfera que gira en medio del espacio, un espacio enorme, en que existen otros mundos, por lo general muy lejanos, que apenas conocemos. Vemos la Tierra tan enorme, tan firme, tan evidente, que en la vida corriente resulta difícil imaginar nada más. En el fondo, diríase que nuestra estimación común, nuestra mentalidad, nuestra actitud respecto de cuanto nos rodea, ha evolucionado desde los tiempos primitivos mucho menos de lo que a veces nos figuramos. Como si aún no hubiésemos asimilado en nuestro interior la revolución copernicana. Y sin embargo, sabemos muy bien, aunque no reparamos gran cosa en ello, que este mundo nuestro es menos que un átomo impalpable en medio de la realidad avasalladora del Universo que se extiende hasta límites incalculables. Contemplada desde Marte, la Tierra se vería como un puntito en el cielo nocturno, similar a cómo nosotros vemos a Venus, «el lucero de la tarde»; desde Saturno, ni siquiera podríamos distinguirla. Y no hemos rebasado la mitad del sistema solar. Tan difícil o más es hacernos cargo de que viajamos a bordo de un vehículo, un 9

vehículo espacial, no fabricado ciertamente por la mano del hombre, sino un producto más (¿o no es realmente un producto más?) de la Creación. No sentimos que nos movemos, y, sin embargo, viajamos a una velocidad de 30 kilómetros por segundo, que suponen 108.000 kilómetros por hora. Para expresarnos en términos groseros, cabe decir que el lector se encuentra ahora mismo casi a 2.000 kilómetros del punto del sistema solar en que se encontraba cuando ha empezado a leer este párrafo. Nada de esto puede imaginarse fácilmente cuando se pisa la firmeza del suelo que tenemos a nuestros pies. Y es, teóricamente lo sabemos, que todo el conjunto, tierras, mares, montañas, ciudades, el aire mismo que respiramos, se mueve al mismo tiempo por ese camino sin baches que es el vacío absoluto, y se nos hace muy difícil imaginar que nos movemos. Por otra parte, la Tierra, cuando menos ante nuestra apreciación cotidiana, nos parece plana, o, por decirlo mejor, llena de rugosidades, a veces de montañas elevadas, pero que son nada comparadas con las dimensiones del planeta. En el colegio nos enseñaban que las arrugas de la piel de una naranja son más prominentes respecto de la naranja que las montañas respecto de la Tierra. Nuestra patria común planetaria se nos ofrece como una vasta superficie extendida en todas las direcciones hasta los más remotos horizontes. En la mar, sobre todo, es fácil asumir esta idea de una planicie ilimitada. Como tal, la intuyeron muchas personas incultas a lo largo de los tiempos, y hasta ahora mismo. Y, sin embargo, la idea de una Tierra esférica es más antigua de lo que muchas personas, incluso relativamente enteradas, pueden sospechar. Ya lo intuyó Anaximandro, pero Aristóteles, hace 2.400 años, lo demostró con tres argumentos irreprochables. Primero: la sombra de la Tierra, como podemos observar en los eclipses de luna, es en todos los casos circular. Y el único cuerpo cuya sombra es necesariamente circular con independencia de la posición que ocupe, o de la posición del foco de luz que la ilumine, es la esfera. Segundo: conforme avanzamos hacia el Norte, vemos que la estrella Polar brilla cada vez más alta, y las constelaciones aparecen cada vez más al sur. Sin embargo, la figura de estas constelaciones permanece siempre la misma, sin que cambie su aspecto por la perspectiva. Y eso ocurre no porque nos desplacemos respecto de las constelaciones, que con ese desplazamiento quedarían desfiguradas por la perspectiva; sino porque, al ser la Tierra redonda, nuestra cabeza se inclina cada vez más hacia delante, y sentimos la impresión de que las dejamos atrás. Tercero: la Tierra es enorme, su peso es incalculable. Y un cuerpo tan incalculablemente pesado gravita con tal fuerza sobre sí mismo, que no tiene más remedio que adoptar la forma esférica. Con este último argumento, intuye Aristóteles genialmente la equiponderación de la Tierra, y, como consecuencia, su esfericidad. El hombre medieval desconoció a Aristóteles hasta el siglo XIII; pero fue entonces cuando san Alberto Magno repitió de forma más convincente todavía los mismos argumentos. Carece de sentido afirmar, como hacen algunas personas ignorantes, influidas por un extraño tópico, que Colón descubrió la redondez de la Tierra. Ni siquiera la demostró, puesto que, contra lo que esperaba, no llegó por el Atlántico a Extremo Oriente, sino a América. La demostración experimental llegó treinta años más tarde, cuando Juan 10

Sebastián Elcano, después de una de las odiseas más extraordinarias de la historia, con solo diecisiete supervivientes (de un total de 250), logró dar la primera vuelta al mundo y regresar por el otro lado al punto de partida. Por cierto que un supuesto error de los navegantes sirvió para corroborar, por si faltaran otras pruebas, la indiscutible realidad de su aventura: todos los expedicionarios habían llevado cuenta de sus jornadas, y se hacían en viernes; los que les recibieron se consideraban en sábado. Ni unos ni otros entendían una palabra. El misterio se resolvió cuando se dieron cuenta de que, navegando sobre la Tierra esférica hacia el oeste, el sol había pasado una vez menos por encima de sus cabezas. La Tierra es, en efecto, una esfera enorme para lo que suele ser la consideración humana habitual. Y sin embargo, por sorprendente que parezca, su tamaño fue evaluado ya en la antigüedad por los sabios griegos. En este caso fue Eratóstenes el que realizó un cálculo increíble para su tiempo. Supo que en la ciudad de Siena, en un día determinado, equivalente a nuestro 21 de junio, a mediodía las columnas no daban sombra, y la imagen del sol se reflejaba en el fondo de un pozo muy profundo: es decir, el sol estaba exactamente en el cénit. Midió la distancia entre Alejandría y Siena, que era de 4.860 estadios. Y en el día indicado, midió la distancia angular del sol al cénit en Alejandría, que resultó ser de siete grados. Entonces hizo una simple regla de tres: si 7º suponen 4.860 estadios, 360º, o sea la circunferencia entera de la Tierra, serán x estadios. Así llegó a la conclusión de que nuestro mundo tiene una circunferencia de 248.000 estadios. Si asignamos al estadio, como hoy se estima, una longitud de 165 metros, la Tierra tendría 40.920 Km. de circunferencia. Hoy sabemos que tiene 40.000. Fue una hazaña asombrosa, increíble para aquellos tiempos, 40.000 kilómetros en una época en que estamos acostumbrados a las grandes cifras, no nos parece demasiado. Pero recordemos que Elcano y los suyos, en barco de vela y bordeando continentes, tardaron tres años. En automóvil, si el viaje fuera posible, que no lo es, emplearíamos, con los descansos imprescindibles, como mínimo dos meses. Si la Tierra tiene casi exactamente 40.000 kilómetros de circunferencia, no se trata de ninguna casualidad. Bien sabido es que la Comisión de Pesas y Medidas creada en Francia a fines del siglo XVIII, determinó la longitud del metro, el peso del kilo y el volumen del litro. Hoy la mayoría de los países —¡no todos ciertamente!— han adoptado esas unidades de medida. Y todos hemos aprendido en tiempos de niños que «el metro es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre». Un cuadrante, del polo al ecuador, mide 10 millones de metros, o, lo que es lo mismo, 10.000 kilómetros. Pero las medidas de los tiempos de Lavoisier no podían ser exactas. Más tarde se definió el metro como «la longitud de una barra de platino iridiado que se conserva en el Museo de Pesas y Medidas de París». La preciosa barra puede ser admirada por todos los visitantes, pero ya no es exactamente la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano. Por otro lado, esta barra se dilata, por poco que sea, con el calor, y se contrae cuando baja la temperatura. No es un patrón de medida demasiado exacto. Hoy se dan definiciones más precisas del metro, que en este punto no tienen por qué interesarnos demasiado. En España es verdad oficial, puesto que consta en el B.O.E. 11

(consúltese, si se tiene la suficiente curiosidad, el texto de 3 de noviembre de 1989) que «el metro es la longitud del trayecto recorrido en el vacío por la luz durante un tiempo de 1/ 299 792 458 de segundo»: con lo cual el recurso a la fría prosa oficial tampoco nos permite salir ganando gran cosa, aparte de que la definición ahora mismo ya no es la más científica. Nos basta saber que la Tierra es muy grande a escala humana. Algún día podemos subir al Mulhacén, la montaña más alta de la Península. No es una hazaña difícil, sobre todo porque hasta cerca de la arista noroeste llega la carretera más alta de Europa. Desde la cima del Mulhacén, cuando la visibilidad es buena, se divisa un panorama sobrecogedor. Hacia el Norte vemos la vega de Granada y buena parte de las sierras subbéticas. Hacia el Este, las tierras amarillas, alucinantes, de Almería. Hacia el Oeste, la vega del Genil y la serranía de Ronda. Y hacia el Sur, la Costa del Sol, un brazo enorme del Mar de Alborán y, a lo lejos, como agudos perfiles azulados, las montañas de la Yebala y el Rif, en Marruecos. Diríase que estamos contemplando medio mundo. En el mejor de los casos, la superficie que vemos no llega a los 50.000 kilómetros cuadrados, la décima parte de la extensión de la Península Ibérica. Y la Península Ibérica mide casi exactamente la milésima parte de la superficie terrestre. Hoy sabemos que la Tierra no es exactamente una esfera. Platón definió la esfera como la figura perfecta, y todavía hay muchos que mantienen —inconscientemente— resabios platónicos. La Tierra no es una esfera, sino un elipsoide de revolución. Y fue Newton el primero en intuir que tenía que ser así, aunque no pudo medir la diferencia entre el radio polar y el ecuatorial. La Tierra es ligeramente achatada por los polos y abultada por el ecuador, y precisamente por eso costó tanto trabajo averiguar la longitud exacta del metro. Ocurre que nuestro planeta gira sobre su eje, y este movimiento infiere una fuerza centrífuga que explica el abultamiento ecuatorial. Sobre todo si tenemos en cuenta dos hechos: primero, la Tierra giró mucho más deprisa en otros tiempos, y se ha averiguado, por ejemplo, a través de los depósitos de carbonato cálcico de los corales, que hace mil millones de años, el día duraba mucho menos que ahora, aproximadamente 17 horas (J. Ellen Barjnett, 1998), ¡y en tiempos más remotos debió girar todavía más deprisa!; y segundo, que la Tierra primitiva era mucho más fluida, y por tanto más deformable que en la actualidad. De todas formas, la deformación no es mucha. El diámetro ecuatorial mide 12.756 kilómetros, y el diámetro polar, 12.713. Eso significa que nuestro planeta es unos 43 Km. más «ancho» que «alto»»: ha engordado, eso es cierto; pero la verdad es que si pudiéramos ver la Tierra de lejos, como por ejemplo puede verla un astronauta desde la luna, no notaría a simple vista la deformación. Que nuestro planeta no sea exactamente una esfera, sino un elipsoide de revolución (o un «geoide», como dicen ahora los técnicos, porque tampoco es exactamente un elipsoide), no supone en modo alguno una deshonra. No caigamos en prejuicios geométricos. Al fin y al cabo, todos los astros que giran sufren una deformación similar. Cierto, las cosas pesan ligerísimamente más en el polo que en el ecuador, pero la diferencia, salvo para medidas de precisión, es despreciable, y no constituye en absoluto un negocio comprar mercancías en el ecuador para ir a venderlas al polo a su peso. 12

La Tierra tiene una masa enorme. Escribamos un seis, y luego veinticuatro ceros: tendremos representados aproximadamente los kilos que pesa la Tierra. ¿Quién puede imaginarse trillones de toneladas? Esa masa puede ser calculada por la atracción que nuestro planeta ejerce, por ejemplo, sobre la luna. Hay otros métodos, por supuesto. La pregunta ingenua que más de una vez hemos oído: y si pesa tanto, ¿cómo no se cae?, solo admite otra pregunta: ¿hacia dónde va a caer? La Tierra, aislada en el espacio, gravita sobre sí misma, todas sus partes tienden a caer sobre el centro, y como no todas ellas pueden confluir en aquel punto, se distribuyen de forma equidistante, y el planeta adopta una figura esférica. (Técnicamente, cabe decir que la Tierra «cae» sobre el sol, que es el cuerpo que con gran diferencia más la atrae. Si la Tierra y el sol partieran del reposo, nuestra caída en el astro rey sería inevitable, y allí se hubiera acabado todo. Pero como no es así, se opera un proceso vectorial de composición de fuerzas —nada difícil de explicar, pero que aquí no nos interesa demasiado— en virtud del cual la Tierra se mueve alrededor del sol: y ese hecho sí que nos interesa, y a su tiempo será preciso recordarlo). Planeta azul El cielo es azul: qué fácil resulta comprobarlo en un día despejado. De un azul suave y luminoso —«celeste», decimos— que suscita un efecto reconfortante. En realidad, ocurre que la atmósfera dispersa los rayos azules que recibe del sol, y en cambio deja pasar los rojos. Resulta así que el sol nos parece un poco más rojo —amarillo— de lo que realmente es, cuando en realidad su color es el que tiene, más el color del cielo, cuya luz también proviene del sol. Si el astro del día está cerca del horizonte, poco después del orto o poco antes del ocaso, nos parece más rojo todavía, porque su luz tiene que atravesar una capa más extensa de la atmósfera. Además, y eso lo hemos observado muchas veces, el vapor de agua puede influir también sobre la coloración aparente del sol y del cielo mismo. «Ese cielo azul que todos vemos no es cielo ni es azul —dice Argensola con una intuición que sorprende en la época del barroco—: ¡lástima grande que no sea verdad tanta belleza!». Es, con todo, quién lo duda, una belleza que bien podemos agradecer. Recientemente, un grupo de «psicólogos de la visión» americanos se han dado cuenta de que lo que vemos o creemos ver en la campana del cielo no es exactamente una semiesfera, sino algo similar a una cúpula vahída, achatada en el cénit y muy extendida hacia el horizonte. De ello resulta que un astro que vemos cerca del horizonte, tal la luna, nos parezca mucho más grande que cuando está en lo alto del cielo, cuando sabemos bien que su tamaño aparente —treinta y un minutos de arco— es siempre el mismo. Algo similar ocurre cuando contemplamos un objeto lejano, una montaña o un castillo a muchos kilómetros de distancia: los columbramos perfectamente, y hasta nos parecen relativamente grandes. Tiramos una fotografía, y a la hora de revelarla viene la desilusión: el castillo maravilloso es poco más que un puntito, y la montaña imponente y nevada no es más que un diminuto detalle en medio de la enormidad del paisaje. La vista nos engaña, al presentarnos psicológicamente como «grande» lo lejano; la fotografía no 13

nos engaña: pero es por eso mismo más prosaica. Gracias a ese engaño han sido posibles tantos descubrimientos de costas lejanas, y los cazadores han sacado fruto de su acecho. Bien, el cielo es o nos parece azul. También en ocasiones, por obra del efecto que antes comentábamos, y de la humedad, presenta un tono anaranjado o rojizo, sobre todo cerca del horizonte, más fuerte, por lo general anaranjado, en el ocaso; más suave, incluso rosado, en el orto. Cuando Homero llamó a la aurora rododáctilos, «la de los dedos de rosa», escribió una de las metáforas más bellas de la literatura universal. Quién duda de que todos estos efectismos, no falsos en realidad, puesto que se trata de fenómenos físicos, son otros encantos añadidos a la belleza de nuestra Tierra. Tampoco el cielo es una cúpula semiesférica, y, sin embargo, es curioso observarlo, esa suposición abonó la intuición de los filósofos griegos de que la Tierra, concéntrica a esa esfera, es también esférica. Desde el espacio, la Tierra también parece azul. Es uno de los hechos que más maravilló a los primeros astronautas. Yuri Gagarin, el primer hombre que subió al espacio, describió la vista de la Tierra como de «un azul maravilloso». Desde entonces se ha mantenido el tópico, y no sin motivo; aunque bien es sabido que la Tierra no es solamente azul. El efecto se debe, más que a la atmósfera, al reflejo de la atmósfera en el agua de los mares, que es el color que más trasciende hacia el espacio. También los astronautas pueden admirar el blanco deslumbrante de las nubes; desde tierra, las nubes pueden parecernos blancas, grises, oscuras, en ocasiones casi negras. Miradas desde arriba —sin ir más lejos, desde un avión— todas son blancas. Las que mejor reflejan la luz son los cirrus, nubes altas formadas por cristales de hielo. Desde aquí abajo vemos los cirrus como suaves plumillas que dejan pasar sin apenas estorbo la luz del sol. Por eso las fotografías de los satélites meteorológicos pueden inducir a engaño a los profanos: nubes inofensivas parecen cubrir grandes extensiones —por ejemplo en los desiertos—, en tanto que la niebla, una «nube de buen tiempo» (estabilidad) de escaso espesor, apenas se aprecia como un ligero borrón en la fotografía, cuando a nosotros nos viene a fastidiar un día de playa o de montaña, o, en todo caso, nos priva del sol. Quizá los hombres o mujeres del tiempo debieran advertirnos de estos efectos, para nuestra mejor interpretación de las fotografías del satélite. Las nubes son casi siempre blancas, grises o negras, según su espesor; pero en ocasiones aparecen tornasoladas y llegan a ofrecernos tonos de extraordinaria belleza. Más extraordinarias todavía son las nubes estratosféricas, que ofrecen una visión sorprendente, diríase que imposible, de todos los colores, siempre dentro de una delicadísima suavidad. Pueden verse nubes estratosféricas en la Antártida o Groenlandia, pero también en lugares habitados como en el norte de Suecia o de Finlandia. Los astronautas ven en todo caso nubes blanquísimas, pero su contraste con el azul de los mares es en verdad maravilloso. Las tierras ofrecen gradaciones de tonos marrones, pardos, amarillentos, y un verde desvaído. El verde: he ahí el color que un amante de la Tierra se pierde cuando la contempla desde el espacio. El verde, hoy se sabe, es un tono gratificante, produce una sensación de paz y de sosiego: por eso ahora los cirujanos suelen vestir bata verde, y no blanca, como antes. Esa gratificación que experimentamos 14

ante los prados, los bosques, los cultivos, es uno de los premios que nos ofrece nuestro planeta. Desde el espacio, el verde se diluye en un matiz poco definido. Pero el conjunto del planeta es de una belleza inigualable, si lo comparamos con otros cuerpos de nuestro sistema que hemos podido contemplar. En la luna no hay más que gris, gris claro o gris oscuro, aparte del negro intenso de las sombras. Marte es, salvo los casquetes polares, de un color ocre —suele decirse que rojo, pero eso no es exacto—, parecido al de la arcilla, contrastando con otras zonas más oscuras, bien poco sugestivas. Anaranjado es el tono de Titán, el único satélite de Saturno sobre el que han descendido ingenios fabricados por el hombre. Gracias a otros ingenios sabemos que la superficie de Venus es de un gris parduzco nada atrayente. Quisiéramos creer que no es patriotismo telúrico, si de tal cosa puede hablarse, la consideración de la extraordinaria belleza y armonía de nuestro mundo, comparado con otros que empezamos a conocer. La Tierra es también el único planeta en que se da, para el agua y otros muchos cuerpos, la posibilidad de permanecer establemente en los tres estados de la naturaleza, el sólido, el líquido y el gaseoso. En su momento recordaremos el prodigio del agua, ese «elemento» base para la vida y el desarrollo mismo del planeta; es suficiente ahora mismo recordar que esa triplicidad de condiciones no se da ni en Marte, ni en Venus, ni en otro planeta alguno de nuestro sistema, ni de los que vamos conociendo en otros sistemas. Este raro privilegio de la Tierra se debe a su distancia al sol, a su temperatura ambiente y a la densidad de su atmósfera. Las condiciones en que pueden desenvolverse la actividad y la vida misma de la Tierra parecen ser excepcionales. Si al ser humano se le hubiese deparado el privilegio de escoger el mundo ideal para desarrollar de la forma más conveniente su existencia, hubiera elegido la Tierra sin duda de ningún género. No se le ha dado escoger, pero para los efectos es exactamente lo mismo. Se le ha dado la Tierra. Y a bordo de ese planeta viajamos Tan difícil como intuir que la Tierra es redonda lo es admitir de buenas a primeras que la Tierra se mueve. Enorme, pesada, rígida, parece el paradigma de la estabilidad, y se nos presenta como el sistema de referencia con respecto a cualquier movimiento, incluido el propio movimiento de los astros. Se mueven los astros, se mueven las nubes, se mueve el agua de los ríos, los vientos, las aves y los mismos animales que viven en la Tierra: ésta permanece fija, invariable, siempre la misma, siempre en idéntica disposición, siempre cada cosa en el mismo sitio. Se entiende perfectamente que todas las culturas antiguas afirmasen lo que a primera vista parece evidente. Tuvo que venir la revolución copernicana para que todo el sólido edificio de la ciencia clásica empezara a resquebrajarse. Copérnico no demostró, porque no tenía medios para ello, que la Tierra gira sobre su eje cada veinticuatro horas, y en torno al sol cada año, pero sí hizo ver que es mucho más fácil explicarse que las cosas sean así por el movimiento de la Tierra que mediante el complicadísimo y forzado sistema de Ptolomeo, con sus esferas concéntricas, sus círculos secundarios, sus epiciclos y sus deferentes. La resistencia fue tenaz, porque la evidencia de la inmovilidad de nuestro mundo parecía indiscutible; pero 15

poco a poco fue imponiéndose la lógica, y en el siglo XVIII todas las personas cultas estaban convencidas de que la Tierra se mueve. Y para explicar lo que ocurre es preciso admitir dos movimientos: uno de rotación de nuestro planeta, que se completa aproximadamente en veinticuatro horas, y otro de traslación alrededor del sol, que se completa aproximadamente en 365 días. Esos dos movimientos los hemos aprendido desde los primeros tiempos del colegio, y a partir de entonces no nos han ofrecido ninguna duda. No lo vemos, pero lo creemos. Quizá más tarde nos han dicho o hemos leído que la Tierra está animada de otros movimientos, hasta dieciséis como mínimo. Comoquiera que no es objeto de este libro desarrollar el conocimiento de los movimientos de la Tierra, nos limitaremos a comentar algunos aspectos de los dos primeros que de alguna manera puedan interesarnos. La danza de la Tierra se consuma en un doble ritmo: gira sobre su propio eje, y gira alrededor del sol. Los antiguos no podían entender este giro porque aseguraban que en ese caso, un objeto lanzado al aire tendería a «quedar atrás». Una piedra arrojada hacia arriba no volvería a caer en el mismo sitio. Los que tal afirmaban no se daban cuenta de que el aire forma parte de la misma Tierra y gira conjuntamente con ella. El primero en intuirlo así fue Nicolás de Oresme, ya en el siglo XIV: Copérnico lo dejaría mucho más en claro. ¿Cuánto tiempo tarda nuestro planeta en girar sobre sí mismo? La respuesta del ingenuo es siempre la misma: veinticuatro horas. Y le produce un cierto malestar enterarse de que la rotación de la Tierra se completa en solo veintitrés horas, cincuenta y cuatro minutos y tres segundos. ¡Cómo es eso! El profesor tiene que explicar: nuestro día natural no se cuenta por la rotación de la Tierra respecto del espacio, sino respecto del sol. Y es que la Tierra no solo gira sobre sí misma, sino que gira, en el mismo sentido, pero mucho más despacio, en torno al sol, y cada día ha de moverse un poco más hasta que vuelve a dar la misma cara al sol. Sería poco práctico medir el día por cada vuelta, en vez de por el periodo en que volvemos a dar la misma cara al que llamamos «astro del día», y que es el que determina nuestra jornada. Ahora entendemos mejor el afán de Ptolomeo por suponer una gran cantidad de esferas concéntricas alrededor de la Tierra: la esfera más externa es el primum mobile, que, manejado por los dioses, hace girar por fricción a las demás: así las esferas más lejanas giran angular-mente un poco más deprisa que las cercanas. Las estrellas, que están en el «último cielo», giran en veintitrés horas y cincuenta y cuatro minutos; el sol lo hace en veinticuatro, los planetas, que se retrasan un poco respecto del sol, cada uno lo hace en su periodo, algo más largo, según cada caso; la luna, que es el astro más cercano, en veinticuatro horas cuarenta y nueve minutos, que es el periodo de las mareas. La teoría de Ptolomeo todo lo dejaba claro; pero la realidad no es así. El giro de la Tierra explica mucho mejor el movimiento aparente de todos los astros: que es distinto en cada caso por la sencilla razón de que también ellos se mueven. Un hecho que todos hemos aprendido en la escuela, aunque tal vez entonces no comprendimos su importancia, es que el eje terrestre está inclinado 23º 57’ sobre el plano de su órbita. ¡La Tierra no está «derecha», sino «inclinada»! La verdad nos descubre multitud de supuestas «imperfecciones» que si no existieran harían la vida imposible. Las 16

cosas son como deben ser, aunque en un principio no las comprendamos. Si la Tierra no estuviese inclinada, no se daría el ciclo de las estaciones, no tendríamos a su tiempo las cosechas, la temperatura sería la misma todo el año, no habría temporadas de lluvias y temporadas secas, y el decurso del tiempo resultaría mucho más monótono y mucho menos productivo. Un año sin primavera, ese maravilloso impulso de renovación que todos, hombres, animales y plantas, sentimos para hacer que la vida siga adelante, sería mucho más prosaico; pero es que, además, haría prácticamente imposible la vida. Ahora bien: hemos dicho hace unas páginas que unos mil millones de años atrás, la Tierra giraba en diecisiete horas. Y más deprisa debió girar la Tierra primitiva. Hay quien calcula que si nuestro mundo girase en hora y cuarto, los objetos en el ecuador no pesarían. Una teoría defendida hace doscientos años, entre otros por Humboldt, suponía que en los primeros estadios de su vida, la Tierra habría despedido a la luna. Una parte de su masa, impulsada por la fuerza centrífuga, habría sido arrancada y habría salido hacia el espacio, hasta convertirse en satélite del fragmento mayor. La zona de la cual se habría desprendido fue la del océano Pacífico, enorme y redondo, de tamaño similar a la luna; y la cicatriz de aquel cósmico trauma sería el llamado «cinturón de fuego», ese gran margen de áreas volcánicas y zonas sísmicas que pasa de las Aleutianas a Japón, parte de China, Indonesia, y la costa occidental de América, de los Andes a Alaska, que restaría todavía ahora como testigo, como cicatriz de aquella gran catástrofe. Esa sugestiva teoría hoy no puede sostenerse por muchas razones, entre ellas la diversa composición química de la Tierra y de la luna, aunque veremos en su momento que tanto la Tierra como su satélite padecieron un duro trauma conjunto al principio de su existencia. Sea de ello lo que fuere, el movimiento de giro de nuestro mundo va perdiendo muy poco a poco su ritmo. Y no es que la Tierra se canse en su perpetua danza, ni que su movimiento produzca rozamiento alguno: quien la frena es nuestra compañera la luna. También la luna sirve para algo, realmente sirve para mucho, y en su momento no tendremos más remedio que reparar en ello; pero frena, eso es indudable. Imaginemos un trompo de hierro que gira perfectamente; ahora aproximamos a él, sin rozarlo, un potente imán. El giro del trompo irá haciéndose más lento. Ahí tenemos las mareas: las mareas, por efecto de la atracción de la luna, hacen subir varios metros las aguas del mar; en algunos puntos, como en la bahía de Fundy, el desnivel de las mareas es de 15 metros; en el Mediterráneo, que es un mar cerrado, las mareas son muy débiles. Pero, en definitiva, la atracción de la luna provoca un abultamiento en las aguas. Y hay, también, aunque muchos no lo sepan, mareas terrestres. En el ecuador, pueden suponer una elevación del terreno de unos 20 centímetros o a veces más. ¿Cómo no vemos las mareas terrestres? ¿Cómo estas oscilaciones del suelo no suponen terremotos, u otra catástrofe similar? Porque se van operando muy paulatinamente, y la tierra entera, rocas, montañas, árboles, casas, autopistas, sube y baja juntamente, al mismo tiempo, sin provocar tensiones. (Quién lo diría: hoy, sin salir de casa, a las cinco de la tarde estamos veinte centímetros más altos que a las once de la mañana). Pues bien, esta marea terrestre debe ser muy efectiva, a la hora de explicar el paulatino frenado en la rotación de la Tierra. Decíamos que no hay derecho a protestar: en todo caso, nuestro planeta 17

paga sus culpas del pasado. Hace muchísimo tiempo la Tierra frenó la rotación de la luna, hasta obligarle a dirigir siempre la misma cara hacia ella; ahora es la luna, mucho más débil, la que muy poco a poco va tomándose su venganza. Llegará un momento, dentro tal vez de miles de millones de años, en que la Tierra dará siempre la misma cara a la luna. Entonces los días durarán un mes, o más. El problema, para nosotros, es que si la rotación de la Tierra se va haciendo cada vez más lenta, la duración del día se alarga progresivamente. El incremento es pequeñísimo, del orden de una fracción de segundo por siglo. Durante miles de años no nos hemos dado cuenta, pues que no tenemos otros medios primarios de medir el tiempo que el propio movimiento del planeta. De seguir en este plan, todo hubiera consistido en que, muy poco a poco, a lo largo de siglos y siglos, los relojes parecerían adelantar un adarme casi inapreciable; en todo caso, el problema de momento no es para tanto, cada equis miles de años se hubieran construido, inconscientemente, péndulos o volantes un poquitín más largos, y asunto resuelto. Solo en la segunda mitad del siglo XX ha sido posible disponer de relojes de cuarzo o de materiales de oscilación maravillosamente precisa, como el rubidio o el cesio, independientes de los movimientos de los astros. Entonces fue posible medir lapsos de tiempo extraordinariamente cortos: hoy se llega a precisar hasta el nanosegundo, o, lo que es lo mismo, una milmillonésima de segundo. Y hemos podido confirmar lo que ya nos estábamos sospechando: la rotación de la Tierra se hace cada vez más lenta, aunque a un ritmo que a efectos prácticos es inapreciable. La solución a muy largo plazo consistiría en arbitrar otra medida del tiempo, o consentir una pequeña chapuza, como es hacer que los días sigan teniendo 86.400 segundos, aunque los segundos sean cada vez más largos. De vez en cuando, se puede aventurar un pequeño arreglo. Así, por ejemplo, el año más largo de nuestra vida fue 1996, que, además de ser bisiesto, duró un segundo más (añadido al final del 31 de diciembre). Con esas trampas inocentes, podemos ir tirando, aunque de hecho, hoy los especialistas miden el tiempo con una doble contabilidad. La diferencia es tan despreciable, que la inmensa mayoría de los mortales no tenemos motivos para preocuparnos por ella. Tan importante para nuestra vida es la rotación como la traslación, o lo que es lo mismo, los días que los años. Los días suponen la alternancia de día y noche, de actividad y vigilia con momentos de descanso o de sueño; suponen de este modo una pauta de sucesión periódica en nuestra vida y en nuestros hábitos; nos imponen una realidad sucesiva, el día y la noche, con que necesariamente hemos de contar. El tener que contar con los días y las noches, y con las condiciones impuestas por cada uno, nos obliga al mismo tiempo a contar los días y las noches, a numerarlos, a hacernos una idea del paso del tiempo, que nos aconseja, por lo menos en su forma más fundamental, elaborar un calendario. Los años, por su parte, suponen una sucesión de alternancias 365 veces más dilatada, pero igualmente necesaria para nuestro desenvolvimiento, como es, por ejemplo, la rueda de las estaciones, de los días largos y los días cortos, los fríos y los calores, la época de lluvias y la de sequía, la del monzón o la emigración de la pesca, la floración de las plantas, la reproducción de los animales. En otro tiempo, en que los hombres vivían casi exclusivamente de las cosechas y de la caza, esta rueda era todavía 18

más importante. La importancia del año sería mucho menor y no pasaría de ser un hecho anecdótico si el eje de rotación de la Tierra fuera perpendicular al plano de su órbita, es decir, de la Eclíptica. Si así fuese, todos los días y las noches tendrían exactamente doce horas, el sol alcanzaría cada jornada la misma altura, no habría épocas de calor ni épocas de frío, y, en suma, no existirían las estaciones. Todo sería mucho más sencillo, aunque tal vez no existiría la alternancia de los cultivos, la época de las cosechas, las migraciones de los animales, los vientos alisios, la llamada «célula de Ferrel» en la cual se produce la formación de las borrascas y de los frentes de lluvias; ni podríamos contar con otras muchas realidades periódicas repetidas de año en año, capaces de regular los ritmos de nuestra existencia. Las estaciones se deben, como todos sabemos muy bien, y no es preciso recordar aquí, a que el eje de rotación de la Tierra está inclinado aproximadamente 23º,5, de manera que en una época del año el sol ilumina y calienta preferentemente el hemisferio Norte y en la opuesta ilumina y calienta preferentemente el hemisferio Sur. Solo dos días al año, el 21 de marzo y el 23 de septiembre, el sol sale exactamente por el este y se pone por el oeste, de forma que la duración del día y de la noche es exactamente igual en todos los sitios del mundo (equinoccio). De antiguo ha tendido a dividirse el año en cuatro estaciones, primavera, verano, otoño e invierno, de características bien conocidas para cada punto del globo, aunque no idénticas para puntos homólogos: el comportamiento de las estaciones depende de muchísimos factores, no solo astronómicos, sino también meteorológicos. También sabemos muy bien que en el hemisferio Norte el día más cálido no es el más largo del año (el 21 de junio), sino, por término medio, el 25 de julio; como el día más frío no es el 22 de diciembre, sino el 25 de enero. Y es que una comarca de la Tierra se va calentando o enfriando más lentamente que la variación en la posición aparente del sol, y así los calores y los fríos, o las manifestaciones generales de las estaciones, se registran con un cierto retraso. No podemos pedir que el 21 de marzo tenga un encanto primaveral capaz de arrobar a los poetas, o que el día 21 de junio inicie la temporada de vacaciones en la playa; pero la sucesión de las estaciones se opera en líneas generales y sin falta cada año, y sin esta sucesión probablemente no podríamos vivir. Son precisamente las estaciones las que obligaron a calcular desde el primer momento el calendario, y a fijar las temporadas más características de cada una. Ya en el neolítico, aprendieron las primeras culturas a medir la duración del año, y a conocer las actividades más apropiadas para cada época. Hace 5.000 años, los chinos, los caldeos, los egipcios, tenían sus calendarios muy bien organizados, y podían calcular la llegada de cada fecha con una precisión que a nosotros nos parece sorprendente. El problema estaba, y sigue estando en realidad, en que la duración de los años y la de los días no es perfectamente conmensurable. El año dura 365 días y un poco más, no 365 días justos. Tampoco se puede encajar el año en un número entero de lunaciones, porque el periodo sinódico (el de las fases) de la luna, origen del mes, dura 29,55 días. Las culturas primitivas más avanzadas, como la de los caldeos, los chinos o los egipcios —más tarde, en América la de los mayas— contaban un año cada 365 días, pero cada cuatro años añadían un día 19

epagómeno o de propina, para cuadrar el calendario. Los romanos, en cambio, no conocían este arreglo. El calendario romano contaba doce meses de treinta o treinta y un días, alternados, para un total de 365 días al año. Pero resulta que ¡por incómodo que sea!, la traslación de la Tierra en torno al sol se completa en 365,2422 días, es decir, casi un cuarto de día más que los 365 del calendario romano. Así resultó que en tiempos de César el calendario romano, establecido el año 753 a.JC...., se había retrasado unos noventa días, y ya por entonces se daba el caso de que las fiestas de primavera se celebraban en verano, y las de la llegada del verano cuando ya estaba comenzando el otoño. Los romanos no tenían expertos capaces de calcular las causas de esta anomalía. César hizo venir de Alejandría al sabio Sosígenes, que el año -45 aconsejó un cambio del calendario. El año oficial comenzaba con las calendas de marzo. Pues bien: cada cuatro años, al día «sextus calendas martias» se añadía un día «bis sextus», de donde viene la palabra bisiesto. Se aprovechó la ocasión para rendir culto a la personalidad, y el primer mes del verano, «Quintilis» pasó a llamarse Julius, y se quitó un día a febrero. Cuando Augusto se hizo proclamar emperador, se mantuvo la adulación política, que hasta ahí llega la vanidad humana: Sexitilis pasó a llamarse Augustus: naturalmente un mes largo como Julius, de suerte que el desgraciado febrero quedó reducido a 28 días, excepto los bisiestos. El calendario juliano se mantendría bastante satisfactoriamente hasta 1585. El sistema de años bisiestos pareció marchar satisfactoriamente durante siglos. Pero poco a poco se fue operando un ligero desfase, ahora en sentido contrario al advertido en tiempos de César. Si el periodo de 365 días se queda corto, el propuesto por Sosígenes, de 365,25, se pasa un poquitín de largo. La duración del año es, como sabemos, de 365,2422 días. A lo largo de los siglos, el equinoccio (el día de igual duración que la noche) de la primavera se fue adelantando de modo que en el siglo XVI no ocurría el 21, sino el 11 de marzo. ¡Llegaría un momento, andando los siglos, en que las estaciones estarían completamente cambiadas! En 1585, el papa Gregorio XIII decidió poner fin a este desfase. Llamó a una comisión de sabios, entre los que destacaban el alemán Schlüssel (Clavius) y el español Chacón. La comisión propuso dos medidas: primera, saltar diez días en el calendario. Se pasaría del jueves 4 de octubre al viernes 15 de octubre: los días intermedios no existieron. Segunda medida: no serían bisiestos los años terminados en dos ceros cuyas dos primeras cifras no fueran múltiplos de 4. Así el año 1600 fue bisiesto; no lo fueron 1700, 1800 y 1900; lo ha sido 2000, pero no lo será 2100. La reforma gregoriana está admirablemente hecha, y podrá durar miles de años. Con todo, la Comisión Internacional de Medida del Tiempo ha ordenado que el año 4000 no sea bisiesto. Si entonces existen seres humanos y no se ha inventado otro calendario, una reforma que sería de desear, y que podría desagraviar al castigado febrero. Curioso: la reforma gregoriana, como iniciativa dispuesta por un papa, fue aceptada en los países católicos. Pero, por acertada que fuera, los protestantes y los cristianos orientales la rechazaron por ser una medida «papista». Al fin tuvieron que adaptarse a los hechos. Los luteranos lo hicieron en 1700, cuando llevaban once días y medio de retraso. Los ingleses no lo hicieron hasta 1752. En Rusia no se adoptó la reforma papal, curiosamente, hasta el advenimiento del régimen soviético, que no reconocía a la iglesia 20

«ortodoxa»; aunque curiosamente los rusos siguieron celebrando la «Revolución de Octubre» el día de su aniversario, el 7 de noviembre. Y los griegos no pasaron al nuevo calendario hasta 1927, cuando ya marchaban con trece días de retraso. Hoy el calendario gregoriano está aceptado en nuestro globalizado mundo, y solo algunas culturas, como la islámica o la judía siguen compatibilizándolo en ciertos usos con su calendario lunar. Un hecho sobre el que tal vez sea conveniente reparar: la órbita de la Tierra no es del todo circular, sino ligeramente elíptica. La diferencia no es muy sensible, pero cuando se descubrió causó verdadero escándalo. Y todo por la extraña, casi inexplicable persistencia de los paradigmas platónicos, que debieron ser, quizá inconscientemente, seguidos por todos en nuestra cultura de Occidente. Si la figura perfecta es la esfera, la línea perfecta es la circunferencia. A comienzos del siglo XVII, un sabio tan progresista como Galileo le escribía a su amigo Johannes Kepler, descubridor de las leyes que rigen los movimientos del sistema solar: «vuestras elipses me quitan el sueño. Si los astros describen órbitas elípticas y no circulares, habrá que reconocer que el Universo creado es imperfecto, y en cualquier momento puede venirse abajo. Sí, os lo repito: vuestras elipses no me dejan dormir». Hoy nos tiene sin cuidado que los astros describan órbitas elípticas o circulares. Pero lo que esto significa es que el sol está más cercano a la Tierra en diciembre que en junio. La noticia puede sorprender al ciudadano del hemisferio Norte poco documentado: ¿Pero cómo es posible? ¿El sol se encuentra más cerca en invierno que en verano? Es cierto: el factor que determina las estaciones, como sabemos muy bien, es la altura del sol sobre el horizonte y la consiguiente duración de los días, mucho más que la cercanía o la lejanía. Por supuesto, si la órbita de la Tierra fuera tan excéntrica como la de Mercurio, se notaría a ojos vistas la diferencia; pero es mucho menor: si un observador extraterrestre no hubiera advertido el achatamiento polar de la Tierra, apenas se hubiera dado cuenta a primera vista de la excentricidad de su órbita. La Tierra, en enero, está a 147,1 millones de kilómetros del sol, y en julio a 151,8. Hay una diferencia de 4,7 millones de kilómetros, que tampoco son del todo despreciables. Y esa diferencia, aunque porcentualmente no sea exagerada, algo se nota; concretamente, advierte el astrofísico Roy Spencer, en enero la radiación solar que recibe la Tierra es un 7 por 100 mayor que la que recibe en julio; pero esta diferencia tiene también su compensación. El hemisferio Norte encierra más del 70 por 100 de los continentes: es más propicio por ello al clima continental. El hemisferio Sur es eminentemente marítimo. Si el sol estuviera más cerca en junio que en diciembre, los veranos en el Norte serían más ardientes, y los inviernos más insoportablemente fríos. Afortunadamente no lo son porque se compensan el efecto distancia con el efecto continentalidad. Por el contrario, el clima predominantemente marítimo del hemisferio austral dulcifica unos contrastes térmicos que de otra forma hubieran sido más duros. La combinación está bien calculada. No deja de ser un motivo para alegrarnos. Una última inferencia podemos deducir de este hecho: como-quiera que la Tierra está más alejada del sol en los meses centrales del año, ocurre que no solo tiene que recorrer un espacio mayor, sino que va más despacio. Lo contrario ocurre en los meses más cercanos a la época del cambio de año. De ello se deriva que el verano del hemisferio 21

Norte es casi cinco días más largo que el del hemisferio Sur. Suerte que hemos tenido los de este hemisferio. Al fin y al cabo, somos muchos más.

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HISTORIA DE LA TIERRA

urante mucho tiempo no se supo cómo se había formado el mundo. Una interpretación demasiado literal de las Escrituras hizo suponer que la Creación se había operado en siete 23

días, esos días de veinticuatro horas que ahora estamos acostumbrados a vivir. Hoy no nos parece menos maravilloso, sino en todo caso lo contrario, que haya durado miles de millones de años. La grandeza del Cosmos es tan admirable cuando la contemplamos en la inmensidad del espacio como cuando nos obliga a tener en cuenta la inmensidad del tiempo. No solo somos un átomo por razón de nuestras dimensiones, sino también por la duración de nuestra vida. El establecimiento de una cronología cósmica ha sido laborioso, y en esa tarea los científicos no han podido evitar muchos prejuicios, y hasta caer aun en tiempos recientes —¡o ahora mismo!— en lamentables errores. Todavía a fines del siglo XX los astrofísicos no se entendían con los cosmólogos, puesto que según sus cuentas había estrellas —las llamadas enanas rojas— que eran más antiguas que el Universo. Esta increíble contradicción se ha ido limando en los últimos años, y hoy se cree que el Big Bang debió operarse hace unos trece mil ochocientos millones de años; aunque todavía no estamos del todo seguros de la validez de la escala adoptada. El Big Bang fue en todo caso el punto de partida: eso hoy no se discute. Una explosión inicial, en que comenzó a ser y actuar el germen de la materia-energía que constituye el Universo. Cómo pudo operarse esa explosión, y a partir de qué, es cuestión en que los científicos y los filósofos de la ciencia apenas pueden entrar. Muchos creen que ese nacimiento fue puntual e instantáneo (se produjo en un lugar concreto y en un instante concreto). Que fue un proceso instantáneo no lo discute casi nadie. En un abrir y cerrar de ojos se pasó del no ser al ser, con todas sus consecuencias. Y a partir de aquel momento comenzó a desarrollarse la realidad del Universo que nos rodea. La explosión en cuanto tal no ha terminado todavía, puesto que el Universo continúa expandiéndose; pero desde aquel instante primigenio han transcurrido, al parecer, cosa de catorce mil millones de años, y es lógico que en el intervalo, aparte de la propia expansión cósmica, hayan sucedido muchísimas cosas. No es en absoluto nuestro propósito explicar cómo se fue desarrollando la realidad del Universo a partir de sus primeros instantes. Baste saber que los tres primeros minutos fueron decisivos, como en un libro apasionante ha escrito S. Weinberg; que el Universo, en principio absolutamente simétrico y unificado, se fue diversificando; se separaron las cuatro fuerzas fundamentales, se diferenciaron la materia y la energía, y al fin, la materia, empujada por la energía, se dividió en nubes discretas, y todo se diversificó: si queremos decirlo así, aparecieron las «cosas». Pronto surgieron las primeras partículas subatómicas, y después los átomos de los elementos más simples de la naturaleza, sobre todo el hidrógeno y el helio. Las nubes de materia formaron los primeros protosupercúmulos de galaxias, en ellos se produjeron condensaciones secundarias , y en esas condensaciones se formaron nódulos de los que derivaron las primeras estrellas. Hoy se discute aún qué unidades se diferenciaron primero, y de qué forma de aglomeración de materia preexistente se formaron las galaxias. Pero está claro que en el seno de las protogalaxias se iniciaron núcleos de condensación de los que devinieron las estrellas. Las estrellas son así el resultado de un proceso de concentración de materia cósmica, que, requerida por su propia autogravitación, fue reduciendo su volumen, 24

aumentando su densidad y con ello su temperatura, hasta que llegó un momento en que la compresión de la materia en el núcleo desencadenó las primeras reacciones termonucleares. Una estrella no es más que una enorme masa de gases, comprimidos en su centro hasta extremos casi inimaginables, en que se alcanza una temperatura capaz de provocar esas reacciones, que son su fuente primordial de energía. El hombre ha sido capaz, hasta ahora por su desgracia, no sabemos si un día para su provecho, de desencadenar pequeñas reacciones termonucleares: es lo que llamamos una bomba de hidrógeno. Las estrellas son al fin y al cabo enormes bombas de hidrógeno perfectamente estables y autoprotegidas, que están liberando al espacio cantidades ingentes de energía, durante cientos o miles de millones de años. Las primeras estrellas se formaron en un tiempo relativamente rápido. Las más antiguas pueden tener 13.000 millones de años de edad, o incluso algo más; es decir, que pudieron formarse cuando el Universo tenía entre 500 y 700 millones de años. En los primeros estadios de la historia del Cosmos, las cosas se sucedieron con más rapidez que ahora; en estos momentos, la evolución es mucho más lenta, y se irá haciendo más lenta todavía con el tiempo. Ocurre exactamente lo contrario que con la historia de la vida, y, sobre todo, la historia del género humano, que evoluciona de un modo cada vez más rápido: todos hemos oído hablar de una manera u otra de la «aceleración histórica». Y seguramente este contraste entre Universo y Vida no es ninguna casualidad, y puede ser una manifestación muy significativa de la contraposición entre la tendencia al desorden físico —la entropía— que rige el destino del Universo y la tendencia al orden y a la organización creciente que rige la evolución de la vida, y muy especialmente la vida humana: en suma, la contraposición entre lo que se llama el principio entrópico y el principio antrópico, que es uno de los más abismáticos secretos de la Creación. Adentrarnos en un tema tan profundo y a la vez tan tremendamente sugestivo sería en este punto excesivamente aventurado e impropio del carácter de este libro. Bástenos saber que la evolución del Universo, aunque continua, es desde el punto de vista cronológico cada vez más lenta. Pues bien: nuestro sol, la estrella que nos ilumina y con su energía casi inagotable hace posible la vida en este planeta, es mucho más joven que el Universo: los astrofísicos que tratan de estudiar su evolución creen que tiene unos 5.000 millones de años de edad, y la tasa de energía termonuclear que todavía le queda permite suponer que todavía puede vivir 5.000 millones de años más: es decir, se encuentra más o menos en su media edad. No todas las estrellas se formaron al mismo tiempo. Y antes de que naciera el sol, tuvieron que pasar muchas cosas. Jean Guitton, filósofo y científico a un tiempo, comienza uno de sus libros más apasionantes con una meditación sobre un pedazo de hierro. El hierro es un metal pesado muy conocido en la Tierra: el núcleo de nuestro planeta está formado fundamentalmente por hierro; pero también, en virtud de extrusiones procedentes del interior, y sobre todo por la aleación del hierro con otros materiales más ligeros, existe a poca profundidad, y puede extraerse en las minas, y depurarse de su ganga en los altos hornos. El hierro, por su dureza y su gran resistencia, también por prestarse a una relativamente fácil 25

manipulación, es un metal muy útil en la vida. Los pueblos provistos de hierro pudieron derrotar a los que no tenían a su disposición más que el cobre o el bronce, e inauguraron una nueva edad en el mundo. Y la revolución industrial del siglo XIX se operó sobre todo a base del hierro: de aquí que los países más ricos en hierro (y en carbón para fundirlo) se hayan hecho también los más ricos del mundo en todos los aspectos... hasta la aparición de nuevos materiales y nuevas formas de energía, que pueden cambiar la distribución de la riqueza en este planeta. Y el hierro no existe en todo el Universo, ni mucho menos. Existe, eso sí, en el sol, como fácilmente nos muestra el análisis espectral, y precisamente por eso hay también hierro en la Tierra. Pero no lo hay en muchas estrellas, y no puede haberlo en sus correspondientes planetas, si es que existen: como que lo más probable es que una estrella desprovista de hierro no pueda tener planetas en su torno. Ya hemos dicho que las estrellas primitivas, formadas a partir de la nebulosa originaria, apenas contenían más que hidrógeno y helio; a lo sumo, otros materiales ligeros, como el litio o el berilio. Durante mucho tiempo se habló de «poblaciones estelares». La Población I, a la que pertenece nuestro sol, contiene una cierta cantidad de elementos pesados, entre ellos el hierro y el carbono. El sol, aunque formado, como todas las estrellas, fundamentalmente por hidrógeno y helio, contiene casi todos los elementos de la naturaleza, incluso los más pesados. Cuando un día, a comienzos del siglo XX, los periódicos publicaron la noticia de que se había encontrado oro en el sol, millones de seres humanos se sintieron enormemente interesados, como si aquel hallazgo pudiera servirnos para algo. Todas las estrellas de Población I contienen elementos pesados («metales», dicen los astrónomos, aunque no todos sean precisamente metales). Por el contrario, las estrellas de Población II, abundantes en el centro de nuestra Galaxia, o en los llamados cúmulos globulares, no poseen más que elementos ligeros. Solo mucho después de establecerse esta clasificación se descubrió que las estrellas de Población II son mucho más viejas que las de Población I, es decir, que hemos invertido los términos. Las estrellas carentes de elementos pesados se formaron a partir de nebulosas primitivas, y las que los tienen, como el sol, son producto de una nueva generación. Hoy se admiten más generaciones estelares que hace cincuenta años: pudieron existir por lo menos tres, tal vez cuatro. Cuanto más ligeros son los elementos que constituyen una estrella, más simple era la nebulosa que la formó, y por tanto más antiguo su origen; por el contrario, las estrellas con una tasa notable (¡de todas formas muy escasa!) de elementos pesados, proceden de nebulosas más evolucionadas y por ende más modernas. No hace falta saber más. De sobra estamos enterados de que en la Tierra hay elementos pesados. Y si los hay en la Tierra, también los hay en el sol, que procede de la misma materia que formó a nuestro sistema. En efecto, y como ya queda dicho, en el sol se ha podido detectar, por análisis espectral, la presencia de toda clase de elementos pesados. Lo que esto significa es que el sol es una estrella de segunda generación: probablemente, como hoy se cree, de tercera o cuarta. La teoría prevé que las primeras estrellas que se formaron de la nebulosa primitiva eran muy grandes, tremendamente masivas, por lo menos cien veces más voluminosas que el sol, y miles de veces más 26

brillantes1. Las estrellas gigantes, al contrario de lo que suele suceder en la vida orgánica, tienen una vida relativamente muy corta; las enanas, en cambio, pueden permanecer en actividad muchos miles de millones de años. Aquellas estrellas gigantes, primitivas, han desaparecido ya; no queda una sola de ellas para contarlo, y para que 1 Uno de los principios fundamentales de la astrofísica es la relación masa-luminosidad. La luminosidad intrínseca de una estrella está en relación con la cuarta potencia de su masa. Una estrella de doble masa que otra es dieciséis veces más luminosa. Otra tres veces más masiva, es noventa y una veces más luminosa.

nos enteremos de cómo es, por lo menos en las cercanías del Cosmos que nos rodea. Estallaron como supernovas, que es el final sobrecogedor que aguarda a las estrellas enormes. Una de las formas más características de la explosión de una supernova es precisamente la fotodesintegración del hierro, el último elemento que se forma en el proceso de la síntesis termonuclear que da vida a las estrellas. Una explosión de magnitud inimaginable convirtió aquellas estrellas primitivas en polvo cósmico, un polvo que se fue difundiendo por el espacio en forma de una nebulosa de segunda generación. En esta nebulosa existían ya elementos pesados, precisamente hasta el hierro. Y esa nebulosa, en un Universo todavía joven, pudo asociarse a otras masas de gases celestes, de la misma naturaleza, o bien primitivas; la composición de las nebulosas que vemos en el cielo es muy variada, aunque la mayoría delatan que antes formaron parte de una estrella. Y esta nebulosa de gas y polvo, sacudida por movimientos turbulentos, pudo haber generado zonas de condensación, en las que pudieron formarse a su vez nuevas estrellas. Tal es el destino de las estrellas gigantes que mueren: pueden, en los cendales de su inmenso sudario, suscitar en tiempos muy posteriores el nacimiento de estrellas nuevas. También en el inmenso orden del Universo hay una especie de vida, de muerte y de vida nueva. Nuestro sol es una estrella que deriva de una nebulosa formada mucho tiempo antes por una estrella que explotó. En ocasiones los científicos gustan de sorprendernos con frases que nos dejan confundidos. Una de estas frases es: «somos polvo de estrellas». Es una forma de decir las cosas un tanto pretenciosa, pero que en cierto modo responde a la realidad. Nuestro sistema solar está formado por la materia de una estrella que hace muchísimo tiempo se convirtió en polvo. La constitución de nuestra materialidad corporal, como todo lo demás, está formada por átomos que fueron una estrella. En el cuerpo humano hay carbono, que solo puede formarse en una estrella gigante. Y hierro. En la hemoglobina de la sangre existe una cantidad de hierro suficiente para fabricar un clavo de mediano tamaño. Y el hierro solo puede sintetizarse mediante la explosión de la modalidad más aterradora de supernova. Pensar en ello no deja de ser un motivo de profunda meditación. La formación del sistema solar Era una nebulosa mixta, procedente en parte de los jirones de la nebulosa primitiva, formada casi exclusivamente de impalpables átomos de hidrógeno, helio y otros elementos muy ligeros, y en otra parte de la nebulosa remanente de una o varias explosiones de supernova, en una zona que había sido pródiga en estrellas gigantes. 27

Aquella masa de gases se arremolinaba en continuas corrientes de turbulencia, como es frecuente en aquellas maravillosas nubes de materia, que nos asombran cuando las contemplamos a través de un telescopio, y sobre todo en el caso de los llamados «remanentes» (de supernovas). En unas zonas adquiría una máxima densidad, y por tanto se calentaba; en otras, la materia se hacía cada vez más tenue y fría. Pero había algunos jirones en que abundaba el hidrógeno molecular, más denso, y sin embargo frío. Prestemos atención a esa zona de la nebulosa, porque es justamente ahí donde va a formarse el sol, junto con otras estrellas. Los conocimientos que hoy poseemos de la evolución estelar nos permiten suponer que el sol se formó en una época remota, hace entre 5.000 y 4.800 millones de años. Las rocas más antiguas de la Tierra, cuya edad ha sido posible analizar, datan de 4.000 millones de años atrás: otras tal vez más antiguas han sido trituradas, fundidas de nuevo, o no se encuentran a nuestro alcance; sin embargo, sabemos que ciertos meteoritos cuya composición se corresponde con la del núcleo de la Tierra deben tener unos 4.650 millones de años. Y de eso se puede inferir (aunque sin absoluta certeza, por supuesto) que la Tierra se formó casi al mismo tiempo que el sol, o muy poco después. Antes de seguir en el desarrollo de estas ideas, es preciso atender una interrogante que puede formularse un lector juicioso: ¿se formaron la Tierra y los planetas de la misma materia que el sol? El problema que nos hace dudar es de origen muy sencillo. El sol, como gran cuerpo gaseoso, está compuesto fundamentalmente de hidrógeno y helio, que constituyen el 97 por 100 de su realidad química. Los elementos pesados existen en su seno, es cierto, pero en tasas bajísimas. Por el contrario, los planetas, al menos la Tierra y sus hermanos más cercanos, abundan en hierro, silicio, carbono, calcio y otros materiales sólidos y pesados. Por el contrario, aquí apenas encontramos helio (¡como que este elemento se descubrió antes en el sol que en la Tierra!), y las trazas de hidrógeno en estado libre son escasísimas. Se invierten espectacularmente los términos. El sol y los planetas rocosos parecen haberse formado a expensas de materiales muy distintos. Y sin embargo, no es así. Trataremos de explicarlo lo mejor posible, fieles siempre a la consigna de no buscar complicaciones. Desde hace mucho tiempo se ha venido diciendo que el sistema solar se formó de una nebulosa. Kant, que no era precisamente un físico, aunque sí aficionado a la física, ya en el siglo XVIII intuyó que nuestro mundo y los que le rodean proceden de una enorme nube de gases cósmicos que se fue contrayendo. En el siglo XIX, Laplace, que era un extraordinario calculista, estudió más detenidamente la cuestión. La contracción de la nebulosa, por obra de su propia autogravitación, habría provocado tres fenómenos: un aumento de la densidad, al aglomerarse la materia; su calentamiento, porque todo gas que se contrae aumenta su temperatura, y su rotación: Laplace demostró que una masa gaseosa en contracción, si está animada de movimientos turbulentos, acaba girando sobre sí misma. Podemos imaginarnos la nebulosa cada vez más densa, cada vez más caliente y cada vez más rápida en su rotación. Este movimiento de giro la convirtió en un gigantesco disco. Finalmente, el núcleo de la nebulosa, donde la autogravitación predominaba sobre la fuerza centrífuga, habría formado el sol, y el movimiento de 28

rotación cada vez más rápido habría despedido a distancia unos anillos, que, condensándose, en núcleos distintos, habrían formado los planetas. La teoría de Laplace, aunque correctamente planteada desde el punto de vista matemático, no parece que pueda probarse hoy tal como fue expuesta. Se cree que la nebulosa estaba formada por una masa de gas y polvo. La mayor parte de esta masa se contrajo para formar el sol, como que la estrella central que nos alumbra constituye el 97 por 100 del sistema solar: ¡los planetas no son más que una proporción mínima, poco más del dos por ciento, de la masa total! Pero es cierto que se formó un anillo, o más exactamente un gran disco de acreción. Las estrellas nacientes que podemos ver en el cielo están rodeadas de un gran anillo de gas y polvo, que nos puede recordar lejanamente a los anillos de Saturno. Y este anillo o anillos acabaría formando los planetas. Hay estrellas jóvenes en que el anillo ha sido expulsado a gran distancia, y no queda rastro apreciable de él; en otros casos, de este torbellino acabarían formándose cuerpos aislados, que, dotados del mismo movimiento giratorio de la nebulosa, quedarían ligados gravitatoriamente a la estrella como planetas suyos. ¿Es grande el número de estrellas nacientes que acaban desarrollando planetas? He aquí un tema apasionante que los astrofísicos siguen discutiendo. Lo único indiscutible es que que la masa en condensación y cada vez más caliente que estaba destinada a ser nuestro sol, desarrolló ese anillo, y que los fragmentos de ese anillo se condensaron hasta formar planetas bien individualizados. Uno de ellos es ahora el mundo en que vivimos. En principio, la composición del anillo era la misma que la del sol; luego, factores que a su tiempo conoceremos mejor, fueron expulsando a zonas externas los gases ligeros, mientras se mantuvieron los elementos pesados. La forma en que ocurrió esta condensación de materia nebular hasta formar unos cuerpos tan concretos, tan individualizados y relativamente tan separados entre sí como son los planetas, es un misterio que ha dado lugar a cientos de teorías diferentes. En la segunda mitad del siglo XX se fue desarrollando la idea de los «planetesimales» como el germen de un futuro planeta. Un planetesimal es una masa de materia en principio muy pequeña, pero individualizada, formada por un núcleo sólido o fluido, resultado de la condensación de la nebulosa. ¿Cómo llegan a desagregarse las masas nebulares hasta formar esos grumos que son los planetesimales? ¿Por turbulencia? ¿Por una tendencia a la formación de cuerpos individualizados, como la que antes dio origen a cada una de las estrellas? Las teorías son demasiado complejas como para que resulte indicado que las desarrollemos aquí; pero lo cierto es que el modelo más probable de formación de los planetas exige que antes se haya formado una multitud de planetesimales. ¿Cómo se desarrolla un planetesimal hasta llegar a convertirse en un cuerpo muy grande? Este proceso es más fácil de explicar: por coalescencia. Todos hemos visto fenómenos de coalescencia, por ejemplo, durante un día de lluvia, cuando una gota queda en el cristal de la ventana. Luego llega otra gota y coalesce con ella, para formar una gota mayor. Una tercera gota viene a sumarse a las dos anteriores, y entonces la pequeña masa de agua ha adquirido la masa suficiente para resbalar por el cristal y se forma un pequeño reguero. O cuando de niños hemos roto un termómetro de mercurio: ¿qué niño enfermo no ha roto por lo menos uno? El niño se pone a jugar con las gotitas de mercurio, que 29

van coalesciendo, sumándose unas a otras, hasta formar un charquito considerable. Ahora ya no serán posibles esos juegos francamente divertidos, porque las autoridades que dicen velar por la salud de los ciudadanos han prohibido los termómetros de mercurio, pero la experiencia no dejaba de ser una distracción estupenda para un niño dotado de un mínimo de curiosidad. Así es como se produce un proceso de acreción por coalescencia. El planetesimal, en un principio diminuto, se va convirtiendo en un cuerpo cada vez mayor hasta constituirse en un «embrión». Un embrión es ya una especie de maqueta de un planeta futuro: una masa de dimensiones considerables, compuesta de materiales muy diversos y capaz de atraer una parte del gas circundante, que sería el germen de la atmósfera. Un embrión tiene más posibilidades de capturar los planetesimales que pululan en su torno y aún no se han desarrollado. Cada choque supone un calentamiento, porque con la colisión la energía cinética se ha transformado en energía calorífica; así, un planetesimal se mantiene en un estado más o menos viscoso, apto para fundirse con nuevos elementos. El pez grande se come al chico, y el planetesimal que ha tenido la suerte de colisionar más veces con sus congéneres se ha convertido en un embrión, y más probabilidades tendrá de atraer a otros cuerpos vecinos que un diminuto planetesimal. Se va operando así un proceso de selección, en virtud del cual los planetoides más voluminosos son los que más posibilidades tienen de crecer más todavía, mientras que a los pequeños no les cabe sino nutrir de masa a los grandes. Al final de ese proceso, quedan pocos planetas, y de gran tamaño cada uno. El físico ruso Víktor Safronov, allá por 1970, desarrolló por primera vez un programa de ordenador capaz de obtener un modelo sobre cómo puede operarse este crecimiento de los planetas principales. Por extraño que parezca, necesitan muy poco tiempo, a escala cósmica, para devorar a todos sus congéneres más pequeños: pocos cientos de millones de años, tal vez cien o doscientos, nada más. Naturalmente, los planetas se han desarrollado, si cabe decirlo así, a tortazos. Cada colisión supone una suerte de bofetada cósmica, pero puede ser un factor de suma de masas, hasta llegar a constituir un cuerpo de gran tamaño. Ahora bien: las colisiones no significaron casi nunca catástrofes destructoras. Safronov llegó a la conclusión de que los impactos no se debieron casi nunca a choques frontales, sino a alcances, y por tanto a una velocidad relativa no demasiado violenta: suficiente para provocar la coalescencia, no la destrucción. Al fin y al cabo, todos los planetesimales giraban en el mismo sentido, y en direcciones sensiblemente paralelas. Con todo, no cabe hablar solo de encuentros absolutamente «amistosos», dada la enorme velocidad, de muchos kilómetros por segundo, de los planetesimales y los embriones. De estos encuentros derivan todavía los cráteres de impacto que encontramos en otros planetas. Todos conocemos los cráteres o circos lunares, que cubren la faz de nuestro satélite; no son cráteres volcánicos, sino cráteres de impacto. Cada uno de estos agujeros fue abierto por un cuerpo extraño a la luna que colisionó con ella. Cuando la NASA envió al Mariner 10 hasta las cercanías de Mercurio, en marzo de 1974, los técnicos quedaron asombrados ante las fotografías que empezó a enviar: «¡Otra luna!», exclamaron. Algo se sabía ya entonces sobre impactos celestes, pero no se suponía que todos los cuerpos planetarios aparecieran agujereados 30

como un colador. Cuando más tarde los Viking llegaron a Marte, transmitieron imágenes de un mundo lleno de cráteres de impacto, aunque menos marcados que los de la luna o Mercurio. Incluso la superficie de Venus, por más que este planeta posee una atmósfera extraordinariamente densa, muestra cráteres de impacto, a juzgar por lo poco de su superficie sólida que hemos logrado detectar. Y lo mismo podemos imaginar que ocurre en cualquier otro planeta de superficie sólida. Excepto la Tierra, que es un planeta muy especial. Aquí no encontramos cráteres de impacto, excepto aquellos que son, a escala geológica, muy recientes. Por ejemplo, en Arizona, cerca de Winslow, a pocos cientos de metros del Cañón del Diablo, nos sorprende un enorme hoyo de 1.300 metros de diámetro y 160 de profundidad. Fue visto en 1891 por Daniel Barringer, el cual quedó sorprendido por tan extraña formación. No parecía un cráter volcánico, ni el terreno permitía suponerlo así. Barringer se hizo ingeniero de minas, y en 1902 estudió el enorme agujero, llegando a la conclusión de que era el resultado del impacto de un gran meteorito. Preguntados los naturales del lugar, los indios Pueblo, explicaron: «sí, hace varios cientos de veranos cayó fuego del cielo: una vez aquí y otra muy lejos, hacia las montañas». Barringer, que tenía espíritu empresarial, compró el terreno (baratísimo, era improductivo) y buscó el otro cráter, que no encontró. La gente se rió de él, hasta que años más tarde diversas comisiones científicas llegaron a la misma conclusión: el «Meteor Crater», conocido también como Cráter Barringer, es el resultado de la brutal caída de una piedra del cielo de 50 a 100 metros de diámetro. En sus cercanías se encontraron restos de hierro y níquel, hasta de iridio, un metal semiprecioso. Barringer creyó haber encontrado una mina en el más exacto sentido de la palabra, cuando los detectores de metales denunciaron la presencia de hierro a varios cientos de metros de profundidad. Luego, resultó que el meteorito se había despedazado y no quedaban fragmentos grandes capaces de reportar beneficios; y apenas se encontraron restos del tan preciado filón de iridio, pero de todas formas Barringer hizo un buen negocio, como lo siguen haciendo sus herederos: por ser propiedad particular, el más sorprendente cráter de la Tierra no es monumento nacional, ni está especialmente protegido. Es, de todas formas, un espectáculo insólito, y se ha convertido en una atracción turística, a pesar de lo desolado de la zona. Cuenta con numerosos miradores dotados de anteojos panorámicos, un museo, varias cápsulas espaciales cedidas por la NASA, y hasta un restaurante subterráneo. El impacto debió ser un espectáculo pavoroso, si alguien tuvo ocasión de contemplarlo a cierta distancia, aunque parece que no fue así. Hoy los técnicos le atribuyen una antigüedad de 49.000 años, y en ese caso cayó en una época en que el hombre todavía no había llegado a América: sin duda los indios se equivocaron. Pero causó un terremoto de grado 5,5, los fragmentos se dispersaron en un radio de hasta 1.000 Km. de distancia, y el golpe deformó el Cañón del Diablo, que es otro extraño espectáculo, aunque éste de origen terrestre. Otros cráteres similares, pero más envejecidos, podemos encontrar en el oeste de Australia o en el desierto de Namibia; no es una casualidad que todos ellos se encuentren en paisajes desérticos, porque en ellos la erosión es menor. Aun así, al cabo de un tiempo terminan desapareciendo. Las fotografías desde satélite revelan la existencia de un antiguo cráter 31

en la región de Riess, una zona fértil al norte de Baviera, Alemania; si viajamos a ella, no advertiremos rastro alguno de tal formación, en una comarca deliciosa de prados, bosques y pequeños pueblos de casas blancas y tejados rojos; nuestra buena amiga la Tierra se ha encargado de borrarlos. Pero estas cicatrices demuestran que la era de los impactos celestes, aunque hoy sean extraordinariamente raros, no se ha extinguido del todo. Bien: regresemos al modelo de Safronov. Los impactos explican la conversión de los planetesimales en cuerpos cada vez más grandes. Ya no podrían colisionar sino con otros más pequeños y cada vez más pequeños. La acreción por coalescencia se iría deteniendo. Y cuando cada uno de los protoplanetas hubiera devorado a sus congéneres cercanos, habría «limpiado»» su órbita respectiva, de suerte que le sería muy difícil seguir acreciendo. Las órbitas de los planetoides serían lógicamente paralelas, todos se desplazarían en movimientos concéntricos, y los acercamientos no producirían nuevos encuentros. He aquí que el modelo de Safronov, comenzado con tanto éxito, no llega a buen final: los planetoides serían varios miles, cada uno de ellos más pequeño que la luna, y sin posibilidades de llegar a ser lo que hoy conocemos en el sistema solar. Habríamos llegado a un escenario más o menos parecido al de los anillos de Saturno, pequeños cuerpos independientes de roca o de hielo, que giran en órbitas concéntricas y paralelas, cada cual a la velocidad que le confiere su distancia al cuerpo central, en este caso Saturno. Lo mismo habría ocurrido con los planetesimales en torno al sol. En todo caso, podría admitirse la presencia de varios planetoides por la misma órbita, pero todos a idéntica velocidad, como si estuviesen prohibidos los adelantamientos. Se habría llegado así a una situación de estabilidad casi permanente, sin grandes posibilidades de cambios, muy lejos de lo que hoy conocemos como el conjunto de los planetas: como si el disco de acreción fuera algo parecido a una enorme autopista de muchos carriles, con los mismos vehículos corriendo en el mismo sentido; y los de cada carril, moviéndose a velocidades idénticas. La historia del sistema planetario se ha terminado antes de llegar a su previsto fin. Safronov no se sintió desanimado por el fracaso de su «modelo», y siguió trabajando. Lo mismo hicieron varios científicos japoneses, y una serie de físicos americanos, entre ellos George Wetherill, que parece ser el que ha elaborado el modelo más satisfactorio. El sabio ruso no había concedido la debida importancia a dos hechos a primera vista menos decisivos: los rebotes y los acercamientos. Los rebotes —podemos imaginarnos el ejemplo de las bolas de billar— no suponen acreción, pero tampoco destrucción; los asteroides rebotados siguen adelante, ¡pero por órbitas distintas! Estas nuevas órbitas serán cualquier cosa menos paralelas. Los asteroides rebotados tienen ahora muchas más posibilidades de chocar con otros. Y los acercamientos operan en el mismo sentido: los cuerpos no colisionan, pero se desvían, y sus órbitas dejan de ser paralelas. ¿Que eso significa un caos? A la larga, no. La probabilidad de que una nueva colisión se produzca desde «arriba» o desde «abajo», desde la derecha o desde la izquierda, hace que el disco de acreción rehaga una y otra vez su estructura regular. Y como los desvíos a la derecha son los mismos que los desvíos a la izquierda, las órbitas resultantes de los nuevos 32

encuentros, a la larga, no serán más excéntricas. Al fin, y no pretendemos analizar más complicadamente la cuestión, se ha conseguido un modelo capaz de explicar cómo son y cómo se han formado los planetas actuales. El proceso, en su fase principal, se ha operado en un tiempo relativamente corto, para Wetherill de unos trescientos millones de años; al cabo de este tiempo, los planetas, en sus líneas fundamentales, están ya formados. Ello no quiere decir que no existan aún colisiones, pero son cada vez de menor importancia. A la larga, cada planeta ha «limpiado» de forma efectiva el área de su órbita, y por lo mismo ha eliminado peligros. ¿Que no pueden sobrevenir ya colisiones? Nunca estamos a resguardo de un susto, porque siempre quedan asteroides de órbitas oblicuas con respecto a la nuestra. Ahí están esos relativamente recientes cráteres de impacto a que antes nos hemos referido, y no podemos pensar que hemos superado para siempre todos los peligros. Al final de este libro será preciso tocar este inquietante tema. Diferenciación y viento solar En un momento determinado se produjeron dos fenómenos que cambiaron la distribución de la materia en la Tierra naciente. No tuvieron por qué ocurrir al mismo tiempo, aunque muy probablemente en los primeros estadios del proceso de formación de los planetas. Uno de ellos fue la diferenciación, o precipitación de los materiales pesados hacia el fondo. Nuestro planeta era todavía una masa pastosa, semifundida, dotada de una temperatura muy alta que para nosotros resultaría absolutamente insoportable. Es la fase, a la que ya hemos aludido en ocasiones, de la «Tierra Caliente». ¿Qué es lo que la hizo fundirse bajo un calor extraordinario? Tres factores que actuaron independientemente, pero que contribuyeron al mismo efecto. Por un lado, la contracción. La masa de la Tierra, aunque va creciendo por efecto de los impactos, se contrae en su interior por efecto de su propio peso. Y todo cuerpo que se contrae, se calienta. Durante mucho tiempo se pensó que la contracción era el único factor de la Tierra Caliente en aquellas lejanas edades, y aun del tremendo calor —de cinco a seis mil grados ahora mismo— de su núcleo, «allá abajo», en el centro del planeta, un lugar al que no podremos llegar jamás. Pero hoy también se sabe que la Tierra fue calentada por la radiación de los elementos radiactivos, singularmente uranio y torio, que había en su seno. Hoy todavía quedan metales radiactivos, pero como son elementos inestables y su vida es relativamente efímera, ahora se conservan en una cantidad mucho más pequeña que hace miles de millones de años; todavía podemos obtenerlos, y un día, si los utilizamos con la debida prudencia, tal vez puedan resolver el problema de la energía en este mundo; pero, como acabamos de decir, hace miles de millones de años abundaban mucho más y se encontraban en plena actividad, una actividad que genera calor. Y todavía tenemos un factor que al principio fue muy importante: las colisiones. Los choques entre masas de materia cósmica, grandes como montañas, a veces como continentes enteros, tenían, aunque no se tratase más que de «alcances», una brutalidad inimaginable. Es curioso pensar que esta serie de catástrofes sucesivas, que a nuestro 33

sentido común merecerían el calificativo de espantosas, destructivas, contribuyeron, sin embargo, a la edificación de los mundos, entre ellos el nuestro. Algunos de aquellos encontronazos pudieron costarnos caros; entre ellos el choque de la Tierra con un cuerpo similar a Marte, que estuvo a punto de despedazarla. Una colisión a velocidades cósmicas, pongamos por caso a la velocidad de desplazamiento de la Tierra, treinta kilómetros por segundo, hubiera reducido a nuestro planeta entero a una inmensa nube de vapores y polvo. Imaginemos lo que hubiera sido un choque frontal, con velocidades sumadas: ¡sesenta kilómetros por segundo! Evidentemente, no estaríamos ahora aquí para contarlo, ni siquiera para imaginarlo. Pero las trayectorias de los planetoides eran paralelas o casi paralelas, todos avanzaban a muy parecidas velocidades. Si nuestro vehículo avanza por la carretera a 60 kilómetros por hora y es alcanzado por otro vehículo que rueda a 62, el choque no es más violento que si, en un taller, empujamos uno de ellos a la modestísima velocidad de dos kilómetros por hora, solo un tercio de nuestra velocidad cuando paseamos a pie; la única precaución que hemos de tomar en un alcance de este tipo en carretera, es mantener el control de nuestro vehículo, para evitar alteraciones inesperadas en la dirección. Se nos puede contradecir: ¿fueron los choques brutales o sumamente educados? Parece como si estuviéramos cambiando de criterio al describirlos. No tiene por qué ser así. Un choque puede calificarse de suave si la velocidad del alcance es la vigésima parte de la velocidad real; pero un choque a uno o dos kilómetros por segundo es de una grandeza apocalíptica para nuestra apreciación humana. Otra circunstancia favorable: tanto el cuerpo que chocó con la Tierra como la Tierra misma se encontraban en estado pastoso. Si unimos de un fuerte manotazo dos pellas de barro, se fundirán entre sí en una única masa; si hacemos la misma fuerza con dos vasijas de barro cocido y ya duro, seguramente destrozaremos las dos. Así aquel choque entre dos masas inmensas, operado sin duda en los primeros tiempos de la Creación, sumó nueva masa a nuestro planeta, y al tiempo arrancó una parte de ella, que unida al cuerpo de nuestro visitante, quedó girando a su alrededor. Así, la colisión, tal vez la más violenta de la historia de nuestro planeta, no solo no destruyó la Tierra, sino que nos dio una pacífica compañera, la Luna. Pues bien, después de aquel suceso, cuya espectacularidad difícilmente llegaremos a imaginar, la Tierra, en un principio dotada de un chichón considerable, que desfiguró su aspecto, recobró en poco tiempo su forma esférica: siguió siendo una enorme bola, sin duda mayor, y muy fluida, seguramente más que antes de la colisión. No sabemos si fue entonces, aunque las circunstancias fueron extraordinariamente favorables por varios motivos, cuando se operó el fenómeno de la diferenciación. Los materiales más pesados, como el hierro y el níquel, probablemente también los metales radiactivos, cayeron por su propio peso hacia el fondo, desalojando de él a los materiales más ligeros. Se operó así una distribución de la materia que hizo a la Tierra primitiva más parecida a la Tierra actual. Mientras grandes masas de materia pesada basculaban hacia abajo, otras masas más ligeras eran impulsadas hacia arriba, y las más ligeras de todas quedaron en la superficie. De las entrañas de la tierra surgieron los «diapiros», rocas o montañas enteras, sobrealzadas por aquella violenta expulsión, en que parecen haber jugado un 34

papel preponderante los empujes laterales, algo así como la presión que hace salir una colada de crema de un tubo de pasta dentífrica. La mezcla, un poco caótica, de materias que constituían la Tierra juvenil resultó así mucho mejor distribuida, de acuerdo con su peso. El gran planeta quedó dispuesto en capas estratificadas, parecidas a las que hoy conocemos. Hay teóricos que especulan con la posibilidad de que la diferenciación, con la acumulación en el centro de la Tierra del 80 por 100 de todo el hierro, aceleró el movimiento de rotación del planeta, que pudo llegar a ser de ocho horas, con días y noches de cuatro. Es, repetimos, una teoría que puede deducirse de la física teórica, pero no tenemos pruebas de la existencia de esa rotación tan vertiginosa, como sí las tenemos de la duración del día hace cosa de mil millones de años. Sea lo que fuere, es un hecho que la diferenciación se produjo, aunque por suerte para nosotros, el proceso no fue completo. Sería una pena que no hubiese quedado una cierta cantidad de hierro cerca de la superficie, y afortunadamente quedó, la que hoy seguimos extrayendo de las minas. El plan meticuloso que fabricó la Tierra no podía olvidar este detalle ciertamente tan beneficioso. Y es que el hierro ha sido un mineral maravillosamente útil para el hombre; más o menos desde el año 1500 a.JC., hasta el siglo XX, y aún lo sigue siendo en la actualidad, aunque la importancia que le concedemos va disminuyendo muy lentamente. No lo encontramos en estado puro, ¡ni siquiera nos interesa en estado puro, porque aunque durísimo, es sumamente quebradizo! Hemos de fundirlo en nuestros altos hornos para librarlo de su ganga; pero nunca para purificarlo del todo. La forma del hierro más práctica y eficaz para la industria es el acero, que mantiene una considerable ganga, especialmente de carbono; pero conservando una dureza todavía muy grande, posee una cualidad de que el hierro carece: la flexibilidad. Un puente de hierro puro se derrumbaría al paso del primer tren; el acero resiste la presión, cede, se deforma ligeramente, y enseguida recupera su estado. Sin acero no tendríamos puentes, ni barcos, ni rodamientos a bolas, ni máquinas de todas clases. En el fondo, lo que ocurrió es lo más favorable para el desarrollo del hombre. Al menos, concretamente, en un planeta, en la Tierra. Es posible que si hace ciento cincuenta años el hombre dispusiera de los mismos medios de navegación por el espacio que en nuestros días, hubiera planificado la colonización de Marte con más premura que nosotros, porque entonces el hierro era considerado un metal semiprecioso, y «la base de nuestra civilización». Ahora bien, parece que los marcianos no hubieran podido obtener de ello gran ventaja, porque la intensa oxidación del hierro en aquel planeta —que es la que le confiere su característico color rojizo— ha acaparado la casi totalidad del oxígeno existente en Marte, de suerte que el que en forma de gas queda en su atmósfera es extraordinariamente escaso. Los marcianos no podrían respirar. El segundo hecho a que nos referíamos al principio de este apartado no ocurrió en la Tierra, sino en el sol; pero repercutió sobre la Tierra de manera tan decisiva o más que la diferenciación. Todavía no sabemos del todo bien cómo nacen las estrellas, porque ese maravilloso proceso de condensación de un fragmento de nebulosa para transformarse en un sol queda oculto en un enorme cascarón de gas y polvo que envuelve la estrella 35

naciente hasta que está desarrollada. Solo sabemos que, dentro del cendal de gas y polvo se detectan dos movimientos: uno de recesión (la masa de la estrella que se contrae y se calienta), otro de expansión, la de la masa de gas y polvo empujada por la energía cada vez más fuerte del cuerpo central que se está formando. Llega un momento en que la estrella naciente se ha calentado tanto, que en su centro arrancan las reacciones termonucleares, que la convierten en una enorme fuente de luz y calor, y la van a mantener viva durante cientos o miles de millones de años: ¡es en ese momento cuando puede decirse que la estrella ha nacido! Entonces, un fabuloso derroche de energía empuja violentamente la capa de gas y polvo circundante, y la expulsa de su entorno; a veces hasta dispersarla por el espacio, otras hasta dejarla convertida en un anillo gigante, que puede evolucionar hasta la forma de un disco de acreción. La estrella, roto su cascarón de gas y polvo, se hace visible, se anuncia gloriosamente como un nuevo faro en el cielo. Y su energía es tan grande, que afecta a ese anillo o disco. Muchas estrellas nacientes pasan por la fase «T Tauri». Aún no han alcanzado su plena estabilidad energética, las reacciones termonucleares que se operan en su centro son todavía irregulares, y por eso el brillo de esa estrella es variable: unas veces es más luminosa que otras. La estrella T de la constelación de Tauro es una variable de esta clase, y de aquí que se haya adoptado su nombre como prototipo. ¿Pasan todas las estrellas, en su primera juventud, por la fase T Tauri?. No lo sabemos, por la sencilla razón de que es una fase muy breve dentro de lo que es la vida de una estrella, y por tanto es una casualidad dar con un astro de este tipo. Además de su variabilidad, las estrellas T Tauri se caracterizan por ser fuentes de un fortísimo viento solar. El viento solar es un flujo de partículas subatómicas, preferentemente protones, que a grandes velocidades salen de una estrella e interfieren con la materia circundante. La palabra «viento», aunque se emplea en sentido metafórico, no es del todo inadecuada. El viento solar empuja a los gases que se encuentra, como el viento atmosférico empuja las velas de un navío o las aspas de un molino. Como que la Agencia Europea del Espacio, la ESA, ha inventado unas ligeras naves espaciales, que, provistas de una especie de velas, son movidas por el viento solar. Una de estas naves ha llegado en 2007 a las cercanías de la luna. Y, por supuesto, este viento empuja las colas de los cometas. Ya Séneca observó hace 2.000 años una particularidad curiosa: comae radios solis effugiunt «las colas de los cometas huyen de los rayos del sol». Siempre la cola de un cometa se extiende en dirección opuesta al sol, sus tenues gases nos recuerdan a un penacho de humo empujado por el viento. Es posible que nuestro sol, en su primera juventud, haya sido una T Tauri. Si, como parece, en el caso de nuestro sistema solar los fragmentos del disco de acreción se habían transformado ya en planetesimales, el fortísimo viento solar respetó las masas considerables de los planetas nacientes, pero arrastró hasta las lejanías del espacio los materiales más ligeros. Los planetas rocosos, como Mercurio, Venus, la Tierra o Marte, perdieron toda su atmósfera primitiva, que pudo estar formada principalmente por inmensas masas de hidrógeno y helio, los gases originarios de la nebulosa. Estas atmósferas, se dice, eran enormes, pero muy ligeras. Otros muchos materiales, gaseosos o polvo, pudieron ser lanzados también a enormes distancias. Los 36

planetas gigantes, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, salvaron en parte su atmósfera de hidrógeno gracias a su gran masa, y también al hecho de estar situados muy lejos del sol. ¿Qué es lo que ocurrió primero, la formación de los planetesimales o la entrada del sol en la fase T Tauri, o cuando menos la exhalación de un viento solar de gran actividad? No lo sabemos exactamente, y quién sabe si de que las cosas hayan sido de una manera u otra depende la formación de un sistema solar como el nuestro, o la dispersión de los gases circundantes sin consecuencias demasiado fecundas, como ocurre con las estrellas no dotadas de planetas. Muchas estrellas no tienen astros acompañantes, otras son dobles, o tienen a su alrededor discos de acreción desde hace largo tiempo, esto es, que no parecen haber prosperado, o están acompañadas de estrellas «enanas marrones», que no son verdaderas estrellas, sino una especie de abortos estelares que no han llegado a desencadenar reacciones termonucleares; y algunas recientemente descubiertas tienen una suerte de planetas, gigantes y gaseosos, muy distintos de los planetas de nuestro sistema. De todo ello tendremos que hablar con más calma en los capítulos finales. Pero la pregunta clave sigue en pie, y es esta: ¿nuestro sistema solar, tal como lo conocemos, es un caso único o francamente raro en el Universo, u ocurre simplemente que aún no hemos descubierto nada parecido en nuestras exploraciones del Cosmos? La importancia de esta pregunta se infiere fácilmente. Por desgracia, no estamos todavía en disposición de dar una respuesta. Bien: por efecto de un poderoso viento solar, los planetas rocosos, de Mercurio a Marte, quedaron mondos y lirondos, privados de su envoltura gaseosa. Mercurio, poco masivo y demasiado cercano a nuestra estrella central, sigue así, desprovisto de atmósfera. Los demás formaron ellos mismos una atmósfera nueva, en un proceso de desgasificación de las materias que surgieron de su interior. Tremendas erupciones abrieron brechas y volcanes, y por aquellas aberturas fueron saliendo gases calientes, nubes ardientes, materias volátiles que fueron rodeando el planeta en formación. Si el pequeño Mercurio expulsó gases de su interior, estos gases tuvieron que ser barridos de nuevo por el viento solar. Venus, la Tierra y Marte conservaron esta nueva atmósfera hasta ahora mismo, pero solo en la Tierra esta masa de gases se transformó hasta hacerse respirable: precisamente por eso estamos nosotros aquí. Mucho tiempo habría de transcurrir hasta que esa atmósfera adquiriera su composición actual. Inicialmente se parecía a la que hoy tiene Venus: nitrógeno, dióxido de carbono, metano, gases sulfurosos. Posiblemente, en Venus pudo existir vapor de agua, aunque los expertos dudan de que pudiera formarse. En la Tierra sí; el vapor de agua es un componente esencial de los gases expulsados por un volcán, y el hecho fue tremendamente decisivo. Llegó un momento en que la radiación ultravioleta solar descompuso una parte de las moléculas de H2O y de CO2, liberando el oxígeno; de este oxígeno, muy parco en los primeros momentos, se valieron las primeras moléculas orgánicas, se generó la vida (¡es el único caso que hasta ahora conocemos!), y la vida, por fotosíntesis u otros procedimientos, se encargaría de obtener nuevas, enormes cantidades de oxígeno puro. Otros, antes que nosotros, han hecho el trabajo. Los seres vivos organizados, y muy 37

especialmente el más organizado de todos, el ser humano, hemos nacido en un planeta rico en oxígeno, plenamente apto para una vida compleja y desarrollada. Los últimos capítulos A lo largo del siglo XIX nació la ciencia de la geología, que trataba de estudiar las distintas épocas vividas por nuestro planeta desde su formación a expensas de una masa primitiva hasta su estado actual, con sus tierras sólidas, sus mares, sus montañas, su atmósfera. Entre 1860 y 1880 discutían vivamente los catastrofistas y los gradualistas. Los primeros estaban convencidos de que hubo una época o unas épocas, en que el mundo había cambiado muy rápidamente: grandes movimientos orogénicos habían plegado violentamente las montañas, erupciones volcánicas de magnitud desconocida habían hecho surgir continentes enteros del fondo de los mares, las transgresiones y regresiones de los océanos habían modificado drásticamente el mapa de la Tierra. Luego, se había llegado a una época más apacible, aquella en que ahora nos toca vivir, en que los cambios, aunque siguen operándose, lo hacen con enorme lentitud. Transcurren siglos y siglos, y la faz de la Tierra es similar a la de los tiempos de los asirios, o de Alejandro Magno, o de Cristóbal Colón. No siempre pudo ser así, si no queremos admitir para el mundo una edad desmesurada. ¿Y cómo es posible que formaciones titánicas de extremada violencia, como las de los Alpes o el Himalaya, se hayan generado con la calma armoniosa de nuestros tiempos? Los gradualistas, en cambio, entendían que los extensos terrenos sedimentarios que se ven en nuestras llanuras se habían formado por aportes progresivos que exigían miles de siglos, o que los continentes y los mares no habían podido luchar a brazo partido. Los procesos son por fuerza muy lentos. La obra de Charles Lyell, por los años 60 del siglo XIX, pareció dar la razón a los gradualistas. Los posteriores trabajos de Agassiz o de Suess, aunque reconocieron en un remoto pasado fenómenos muy violentos, dejaron en claro que la historia de la Tierra exige tiempos de longitud impresionante, aunque por entonces era imposible admitir las duraciones de miles de millones de años que hoy nos proporcionan los geólogos. Por lo menos quedaba claro el lento paso de unas épocas a otras. En 1881 se reunió en Bolonia un Congreso Internacional Geológico, en el cual expertos de todos los países trataron de ponerse de acuerdo para designar las «eras» por las que había pasado la Tierra. Primero había existido la Era Arcaica, larguísima y misteriosa, de la cual apenas se sabía nada; luego se sucedían la Primaria, Secundaria, Terciaria, y finalmente, más en honor al hombre que otra cosa, la Cuaternaria, muy reciente, en la cual nos encontramos ahora. Más tarde cada era fue dividida en periodos: Cámbrico, Silúrico, Devónico, Carbonífero... Hoy día muchas de estas denominaciones han sido sustituidas por otras, y la división en eras hace más mención de la vida que de la realidad física del planeta. Hay una larga y oscura era Azoica («sin vida»), y luego vienen la proterozoica (en que se van operando las condiciones favorables a la vida), la paleozoica, mesozoica, cenozoica. Como en absoluto nos proponemos escribir un tratado de geología ni de paleobiología, trataremos de prescindir de estos nombres, un tanto 38

tediosos para los escolares, y describir de una manera sencilla y lo más sugestiva posible la evolución de la Tierra hasta los tiempos actuales. En todo caso, y solo para información del lector curioso, valga el cuadro siguiente para fijar las épocas y la cronología de nuestro planeta. Nadie está obligado a su lectura. Los valores han de leerse como «hace tantos millones de años» Antigüedad de la Tierra primitiva, 4.500 Era Azoica 3.800-2.500 Era Proterozoica 2.500-550 Era Paleozoica o Primaria 550-250 Cámbrico 550-505 Ordovídico 505-440 Silúrico 440-410 Devónico 410-360 Carbonífero 360-286 Pérmico 286-248 Era Mesozoica o Secundaria 248-65 Triásico 248-213 Jurásico 213-145 Cretácico 145-65 Era Cenozoica o Terciaria 65-1,8 Paleoceno 65-55 Eoceno 55-34 Oligoceno 34-24 Mioceno 24-5 Plioceno 5-1,5 Era Neozoica o Cuaternaria 1,5 Pleistoceno 1,5-10.000 años Holoceno 10.000 años

Las primeras rocas que se formaron, hace más de cuatro mil millones de años no dejaron evidencias de su paso, porque se volvieron a fundir. Cada erupción interna de materia ígnea, cada impacto con un cuerpo planetario de tamaño considerable, significaba una nueva fusión. De vez en cuando, el enfriamiento permitía, al menos en algunos puntos, la formación de una delgada corteza sólida, que no solía durar mucho tiempo. Sin embargo, el enfriamiento progresivo era un hecho, y acabaría ganando la partida. Se fue generalizando la costra sólida, siempre inquieta, no solo porque los impactos de planetoides no cesaron su bombardeo, sino porque las fuerzas ígneas que se encerraban en las entrañas de la Tierra hacían lo posible por salir al exterior. Las calderas o bolsas que los retenían, reventaron, y aquellos gases salieron por chimeneas volcánicas o grietas; y así se fue formando la «nueva atmósfera», en la cual existía una buena proporción de vapor de agua. Muchas personas no saben que el 90 por 100 del material que arrojan los volcanes es... agua. Parece un contrasentido: el fuego arroja agua; pero nada más fácil para los vulcanólogos que analizar esa composición. Aquella atmósfera, en la que también abundaban el nitrógeno y el dióxido de carbono, más varios gases tóxicos, era mucho más densa que la actual. Desde la superficie sólida era imposible ver el cielo; dominaba una especie de noche perpetua, el aire era oscuro y opaco, no se podía 39

imaginar el sol. Conforme el enfriamiento lo permitió, gran parte del agua contenida en la atmósfera se condensó y cayó en lluvias continuas y torrenciales sobre la tierra: fue un verdadero diluvio como hoy resulta difícil imaginar. Pero no se formaron charcos ni mares, la tierra seguía seca, porque aquellas masas de agua caliente, al encontrarse con un terreno más caliente todavía, a cientos de grados, se evaporaban al instante y regresaban a la atmósfera. El enfriamiento, con todo, llevaba las de ganar. El Universo entero lleva trece mil millones de años enfriándose: de los cientos de miles de millones de grados que pudieron registrarse en los momentos inmediatos al Big Bang, hemos pasado a una temperatura media de -270º, cercana al cero absoluto. La Tierra no podía ser una excepción. Llegó un momento en que la Tierra, por efecto de las torrenciales lluvias, se cubrió de agua, primero en grandes lagos, luego en extensos mares. Los arqueogeólogos piensan que el mar primitivo debió de ser de color verde, por la alta proporción de minerales de hierro que aquella agua llevaba disueltos. Agua verdosa, y sobre todo caliente: tenía una temperatura de al menos 60 grados; algunos piensan que pudo pasar de 100 grados. Pregunta del lector: ¡cómo!, ¿no hierve el agua a más de 100 grados? Respuesta: no, si la presión es muy fuerte. El punto de ebullición depende de la presión atmosférica. Tampoco nos extrañemos de que en el Himalaya, los montañeros que solo pueden utilizar como tónico un poco de te, no consigan un buen te porque el agua hierve a 60º, y esa temperatura es insuficiente. Con todo, la conquista de la cumbre bien vale una infusión apestosa. Tierra ardiente, agua a una temperatura insoportable, masas de gas tóxico que se desprenden de las grietas, volcanes activísimos vomitando fuego, terremotos, lluvias torrenciales, vientos furiosos, terreno inestable y estéril. Si por un momento un ser humano pudiera ser llevado, como Dante, a aquel infierno, exclamaría asustado: ¡este horrible planeta jamás será para mí!... si no hubiera perecido en el primer instante. Hay que saber esperar, podría decirle el guía Virgilio. Todo es cuestión de tiempo, pero la Tierra estaba ya en camino de lo que llegaría a ser. Al fin, perdida gran parte del agua atmosférica en beneficio de los mares, las nubes se abren, y entre sus jirones asoma por primera vez el sol. Del océano caliente emergen algunos islotes. Estamos a 3.800 millones de años de aquel momento. Desde entonces hay tierras permanentemente emergidas, aunque los lentos movimientos orogénicos y epirogénicos suponen continuos cambios. Pero ya no deja de salir el sol, se sienten las estaciones del año (un año de la misma duración que el actual, pero con más días, porque los días son más cortos), y la corteza de la tierra, aunque más delgada que hoy, se va consolidando. Hacia el año -2.500 millones, se forman dos «escudos» continentales, constituidos por rocas duras, que son ya la base de los actuales. Por cambios en la composición de la atmósfera o por causas cósmicas no bien conocidas, la temperatura, siempre en lento descenso, experimenta variaciones bruscas, y surgen las primeras glaciaciones. En 1998 un equipo de geólogos, dirigido por Paul Hoffman, lanzó la teoría de la «Tierra Blanca», una tierra en gran parte helada, con excepción de las zonas ecuatoriales: la teoría es enormemente sugestiva, y ha sido desde entonces objeto 40

de enconadas polémicas, en que no tenemos aquí por qué meternos. Pero en aquel larguísimo periodo hubo también etapas de «verano climático» y en algún momento del proterozoico surgen los primeros compuestos orgánicos complejos, también un curioso mineral sedimentario con elementos orgánicos (estromatolitos) y un buen día, no sabemos cuándo, aparecen las primeras células, de momento muy sencillas, sin duda bacterias. ¡Ha surgido la vida!, un hecho prodigioso que diferencia el tercer planeta del sistema solar de todos los demás hasta ahora conocidos. Probablemente, los primeros organismos algo desarrollados son algas que proliferan en mares poco profundos, y realizan un proceso de fotosíntesis, tomando carbono del CO2 y aumentando progresivamente la tasa de oxígeno en estado libre. Nuevas formas de vida más evolucionadas serán posibles en adelante. La vida primitiva se desarrolla exclusivamente en los mares; las tierras están formadas de momento por rocas duras y estériles. J. Lovelock imagina una playa de la era arcaica, en la cual las olas baten sobre la arena. «El sol, en lo alto, tiene un color rojizo... El cielo parece rosáceo, y el mar ofrece sombras marrones. No hay conchas, ni rastros de seres moviéndose por la arena... Tierra adentro, se ven aguas estancadas con manchas verdes y negras correspondientes a espesas proliferaciones bacterianas. Aparte del viento y las olas, el único sonido audible es tal vez el ‘plaf’ de las burbujas de metano explotando al romper su encierro en el barro....». Los vestigios de la vida son apenas perceptibles, pero ya empiezan, aunque ningún ser vivo sea visible para un ojo como el nuestro, a modificar muy ligeramente el entorno. Luego, en el llamado «fanerozoico» («manifestación de la vida») descubriríamos realidades más sorprendentes. Hemos llegado, hacia el año -650 millones, a la era primaria. Desde entonces los fósiles que en aquellas capas profundas podemos encontrar nos permiten datar mejor la evolución de los tiempos. En la tierra afloran rocas de tipo eruptivo, que nos recuerdan al granito o al basalto, y son abundantes los seísmos y los fenómenos volcánicos. Más tarde las rocas fundidas por las erupciones se mezclan con minerales de tipo más blando, y surgen las rocas metamórficas, como la pizarra. Lo más probable, cuando vemos superficies pizarrosas en las montañas, es que se trate de rocas cámbricas. Había por entonces tres grandes islas continentes: Laurentia en el Norte, que incluía el escudo siberiano, parte de América del Sur, y la Gondwana, de que luego derivarían la India, Australia y la Antártida. En los mares aparecen seres vivos, cada vez más complejos, moluscos tipo trilobites, corales, y al fin los primeros peces. Hacia el año -500 millones, podríamos encontrar ya moluscos de gran tamaño, y cefalópodos, pulpos primitivos. La atmósfera se iba pareciendo cada vez más a la actual. Andrew Watson cree que por el año -500 millones la tasa de oxígeno es ya de un 21 por 100, esto es, muy parecida a la de ahora. La abundancia de oxígeno hace posible la proliferación de la vida. Watson estima que por entonces es ya posible un hecho hoy bien conocido: el incendio de materiales orgánicos: cuando el incendio no es un episodio tan fácil. Un incendio amplio no puede declararse sin una proporción de oxígeno del orden del 15 por 100 cuando menos. Por el contrario, en un mundo con un oxígeno por encima del 25 por 100, los 41

incendios serían tan fáciles y tan devastadores, que hasta las selvas más profundas serían fácilmente pasto de las llamas hasta producir en el mundo «una conflagración espantosa». Por suerte, la abundancia de oxígeno no ha llegado nunca a ese nivel. La tesis de Andrew Watson puede ser para muchos geólogos exagerada, y debemos dejarle la responsabilidad de sus afirmaciones, con la que otros no están de acuerdo. Lo cierto es que hace 500 millones de años, el oxígeno, ese gas vital y necesario, puede haber alcanzado ya su tasa óptima. El periodo Devónico, a partir más o menos del año -400 millones, es conocido como «la edad de los peces», por la gran cantidad de animales marinos, algunos francamente desarrollados, que por entonces aparecen, entre ellos los precedentes de los actuales tiburones; pero tanto o más importante es la aparición de vida, de momento vegetal, en los continentes, hasta entonces desérticos; la formación de terrenos blandos facilita el surgimiento de plantas leñosas, líquenes y helechos. La tierra, hasta entonces parduzca o grisácea, comienza a hacerse verde. Y ya en el carbonífero, hace unos 360 millones de años, encontraríamos grandes bosques, que cubrían una buena parte de la tierra. Al cabo de un tiempo, morirían, o se quemarían por efecto de rayos, y la tierra, fecundada por sus restos, alumbraría más tarde árboles nuevos, cada vez más frondosos. Muchos de aquellos árboles, sepultados y comprimidos por movimientos de tierra, se han convertido en carbón mineral. (Este carbón, durante siglos y siglos, aparecido ya el hombre, apenas sería utilizado, ya que resultaba mucho más fácil hacer carbón de leña; y además una vieja superstición lo suponía venenoso; solo en tiempos relativamente recientísimos, a fines del siglo XVIII y durante el XIX, se comprendería su alto valor energético, y de la mano del carbón de piedra sobrevendría la Revolución Industrial). Bosques densísimos, en una era que parece haber sido cálida, e insectos gigantes, como hoy apenas podemos imaginarlos, algunos de más de medio metro de tamaño, propios de una película terrorífica de ciencia ficción, podrían verse, si poseyéaramos catalejos capaces de traspasar el tiempo. Y es que el pasado de la Tierra es tan variado e increíble como la más fascinante película de un guionista de imaginación calenturienta. En el periodo Pérmico (desde hace unos 285 millones de años), aparecen ya las grandes coníferas, que multiplican la extensión de los bosques; el clima, hasta entonces francamente húmedo, se hace más seco, pero pemite el desarrollo de nuevas especies vegetales. Sin embargo vino después en el Pérmico un periodo de climas muy extremados, fríos en invierno, cálidos en verano, seguidos al fin de una gran aridez. No sabemos si fue esta dureza climática, u otro factor desconocido lo que provocó una de las extinciones de la vida más tremendas que parecen haberse operado en la historia de nuestro planeta. Los expertos discuten acaloradamente cuál fue la causa de la «extinción del Pérmico», y parece que para los profanos lo más prudente resulta no participar en la discusión. El hecho es que apenas hay fósiles de este periodo. Curioso: de los animales grandes, uno de los pocos supervivientes fue un mamífero, que nos podría recordar a un intermedio entre el cerdo y el rinoceronte pequeño, el Lystrosaurus, una bestezuela poco importante hasta entonces, y que, por esos misterios que nos reserva la vida, se convirtió por largo tiempo en el rey de la Creación. 42

Uno de los hechos que más nos sorprenderían hace unos 250 millones de años es la existencia de un solo gran continente, que Alfred Wegener bautizó con el nombre solemne de Pangea («toda la Tierra»), palabra que todavía se usa para designarlo. Es posible que en tiempos más remotos hubiese otras Pangeas, y así se habla de un gran supercontinente primitivo, la Rodinia; pero el hecho todavía se encuentra en discusión, porque tenemos muy débiles certezas acerca de la distribución de tierras y mares en los momentos primitivos del planeta. Parece ser que la alternancia entre «Pangeas» y continentes aislados se sucedió varias veces, como si las tierras tuviesen una especie de tendencia a fundirse y separarse alternativamente, pero es preferible no entrar en detalles de lo que son, más que nada, hipótesis. Ahora, en el Pérmico, sí que existen abundantes pruebas de la Pangea, un continente enorme y redondeado, ligeramente curvado en forma de C, que al parecer comenzó a girar, rodeado de un único océano, la Panthalasa. Los empujes dieron lugar a los primeros plegamientos, el herciniano y el caledoniano, con la formación de cordilleras que pudieron ser tan altas como hoy el Himalaya o los Andes; tan viejas y erosionadas están hoy estas montañas, que nos parecen modestas y redondeadas, en comparación con las grandes cordilleras jóvenes. Posiblemente hacia el año -200 millones, la Pangea empezó a fragmentarse: primero en dos grandes bloques, Laurasia al Norte y Gondwana al Sur. En medio, y aparte de la Panthalasa o gran océano, surgió un mar entre las dos tierras, el Tethis, del cual parece que apenas queda otra cosa que el Mediterráneo, y posiblemente el Mar de los Sargazos. Más tarde, la Gondwana se fragmentó en cuatro continentes, que hoy llamamos África, Sudamérica, India y Australia-Antártida, por más que no se encontrasen en el lugar en que están ahora. El hecho es importante, porque estos continentes, de una forma u otra, y debidamente transformados, se conservan aún en sus líneas generales. En un periodo posterior, Norteamérica se separaría de Eurasia, y la Antártida de Australia. Desde entonces, aunque todavía restaban muchísimos cambios, sería posible adivinar los continentes que hoy conocemos. Entretanto, había comenzado la era secundaria (-250 -65 millones de años). No se caracteriza por grandes movimientos orogénicos, sino por una activa epirogenia (avances y retrocesos de las costas), combinada con el fenómeno a que acabamos de referirnos, la fragmentación de la Pangea en varios continentes. Lo característico de la «edad de oro del secundario», el jurásico y el cretácico, son los enormes depósitos de caliza. Si en un paisaje nos sorprenden grandes paredones de creta, coronados por cresterías, agujeros extraños, perfiles de rocas muy recortadas y caprichosas, de color claro, «ciudades encantadas» como la de Cuenca, el Torcal de Antequera, o los caprichos casi imposibles de los Dolomitas, tenemos motivos para intuir que nos encontramos en terrenos secundarios (del Jurásico o del Cretácico). Entre estas piedras caprichosas no es difícil encontrar fósiles, señal evidente de una vida primitiva, que ya comienza a influir en la naturaleza: las infinitas conchas y caparazones de los moluscos contribuyen, (aunque no solo ellos), a lo largo de millones de años, a crear estos inmensos depósitos; una vez que el mar se retira de estos fondos calizos, quedan en seco, y resultan visibles. Por regla general, las calizas jurásicas son oscuras, a veces azuladas; las cretácicas, blancas y de 43

formas muy caprichosas: torcas, dolinas, montones de rocas superpuestas. Los paisajes cretácicos figuran entre los más pintorescos del mundo, y los distinguimos con facilidad. También proceden de seres vivos los grandes depósitos de petróleo y gas, restos fosilizados en estado líquido, que se conservan en bolsas subterráneas: muchas de estas bolsas proceden de la era secundaria o mesozoica. El clima es cálido, no excesivamente húmedo, y gran parte de la tierra se cubre de grandes bosques de coníferas. Y sobre todo, es ahora cuando aparecen los grandes animales terrestres vertebrados, especialmente los reptiles. Al principio, en el triásico, encontraríamos especies de lagartijas, cada vez más grandes. En el jurásico y cretácico se imponen los gigantescos reptiles, que conocemos en términos generales como dinosaurios. Aquellos monstruos, de diez, quince, hasta veinte metros de largo, piel formada por escamas duras, cuello muy prolongado y torpes extremidades, que en ocasiones parecen patas, en otras parecen alas, adquieren variedades muy diversas: tengamos en cuenta que dominan el mundo durante 150 millones de años, y evolucionan de muy diversas maneras; unos caminan sobre la tierra, otros nadan con facilidad, otros, como el Archeopterix, vuelan, y pueden constituir el precedente de las aves. A nuestra vista parecen monstruosos, y lo son, por su tamaño, por su fuerza, por su constitución exótica; pero son los vivientes mejor organizados de su tiempo, las patas salen de la parte inferior de su cuerpo y no de los costados, como en los lagartos; es decir, andan, no reptan, y algunos de ellos pueden correr a 40 kilómetros por hora; cualquier otro animal terrestre tiene que ser muy rápido y muy ágil si quiere escapar de estos monstruos, muchos de los cuales son tremendos depredadores, y por su enorme volumen necesitan una buena alimentación, máxime que una parte de ellos, cuando menos, tienen sangre caliente y por consiguiente consumen una energía proporcional a su peso, que es en ocasiones de cincuenta toneladas y más (cien veces mayor que el de un toro de lidia). Hoy, gracias a la novela de Michael Crichton y al cine, el interés por los dinosaurios ha crecido de tal modo, que hasta muchos niños saben distinguir entre un Tyranosaurus Rex y un Velocirraptor. Aquellos monstruosos animales (monstruosos al menos para nuestra forma actual de entender las cosas) se reproducen por huevos, pero en su mayoría son carnívoros, dotados de poderosos dientes. Ahora sí que no cabe duda de que en el jurásico y el cretácico son ellos los verdaderos reyes de la Creación, y resulta muy difícil que con su enorme fuerza y velocidad hubiesen podido permitir la aparición de un ser como el hombre, del mismo modo que tampoco permitieron el de la mayoría de los animales terrestres: como que los únicos mamíferos que fueron sus contemporáneos eran del tipo de los conejos. Ningún ser de un tamaño apreciable, en tierra, pudo competir con ellos. En suma, nunca se habían visto hasta entonces tan poderosos animales en el mundo, ni era fácil que en adelante pudieran aparecer otras fieras capaces de hacerles frente. ¿Culminaría con ellos la historia de la vida? A finales del cretácico, se registra un notable aumento de la temperatura; los hielos polares quedan según se cree disueltos, hace calor notablemente repartido por todo el globo, de suerte que de las temperaturas más cálidas a las más frías la diferencia promedio no pasa de 25º. Como consecuencia de la fusión de los hielos el nivel del mar 44

sube docenas o cientos de metros. Posiblemente, hubo un incremento de los gases invernadero, o bien se produjeron condiciones cósmicas favorables al ascenso térmico. Entonces no había hombres a los que pudiéramos acusar de responsables del calentamiento global, ni tampoco parece que haya motivos para suponer que los culpables fueran los dinosaurios u otra especie cualquiera. Con todo, la vida siguió adelante, y fue entonces cuando surgieron una serie de especies de árboles parecidos a los de nuestras selvas. Un día cualquiera, cuando todo parecía marchar sin grandes novedades sobre una Tierra, que parecía definitivamente asentada, se abatió la gran catástrofe. Conmociones, terremotos, olas gigantescas que invadieron territorios hasta entonces secos, y que quedaron cubiertos por los mares; se abrieron las entrañas de la tierra, una nube ardiente se elevó a cientos o miles de kilómetros de altura, y desapareció durante mucho tiempo la luz del sol. Aquella nube se tornó oscura, el polvo lo llenaba todo, apenas se diferenciaban los días y las noches, y un largo invierno de muchos años se abatió sobre los continentes y los mares. Las temperaturas se hicieron gélidas, apenas era posible apreciar la diferencia de las estaciones, y los ciclos de la naturaleza se interrumpieron. Gran parte de las especies animales se extinguieron, y entre ellas desaparecieron los dinosaurios. Hoy existen multitud de teorías para explicar la catástrofe, y hasta se piensa que las catástrofes fueron dos. No todas las extinciones fueron inmediatas ni el avance de la muerte fue total, pero el desastre revistió una magnitud como no se recordaba en millones de años. En 2007, un equipo de paleontólogos americanos se ha dedicado a estudiar las actitudes de los dinosaurios en el momento de morir: la mayoría parecen dar muestras de una terrible inquietud, como si estuvieran sometidos a una temperatura insoportable, o se estuvieran ahogando en una atmósfera letal; aparecen con la boca abierta y sus extremidades crispadas. ¿Qué factor provocó la Gran Catástrofe? La hipótesis más probable apunta al impacto de un asteroide que hace unos 65 millones de años chocó con la Tierra. La era de las grandes colisiones había pasado mucho tiempo antes, pero aún quedaban en el espacio grandes fragmentos de materia cósmica capaces de golpear nuestro planeta. ¡Ahora mismo el peligro es mucho menor todavía, pero aún quedan planetoides que pueden provocar una hecatombe casi impensable! Al final de este libro habremos de ocuparnos de la cuestión. La vida quedó gravemente herida, pero no desapareció del planeta Tierra. La nube de polvo se fue aclarando, salió de nuevo el sol, subió la temperatura, los movimientos sísmicos y marinos se aquietaron. Del subsuelo surgieron pequeños animales, como los roedores, que solían vivir bajo tierra: olfatearon el aire con ansiedad, y se dieron cuenta de que la vida seguía siendo posible. De ellos derivarían los demás mamíferos. Las aguas volvieron a llenarse de peces y los aires de aves: muchos de ellos se multiplicaron con rapidez en forma de especies nuevas. La vida había triunfado. Estaba comenzando el terciario. La era terciaria se extiende más o menos desde hace 65 millones de años hasta hace cosa de un millón. El mapa de la Tierra tendía a hacerse cada vez más parecido al actual. 45

Podríamos distinguir claramente Europa y América, aunque la del Norte y la del Sur no se habían unido todavía. El Atlántico era más estrecho que en la actualidad, pero con similar dibujo. Hace unos 50 millones de años, la Antártida se separó de África y Australia, y ocupó un lugar cercano al polo Sur; las corrientes marinas aislaron la Antártida de las zonas de vientos templados, y aquel continente quedó cubierto por una gran masa de hielo. Hace como 40 millones de años, otro continente derivado de la Gondwana, la India, se deslizó hacia el N. y chocó con Asia: el encuentro entre las dos grandes placas continentales fue tan fuerte, que provocó el alzamiento de las dos cordilleras más altas del globo, el Himalaya y el Karakorum, coronadas de picachos impresionantes. Casi al mismo tiempo, Norteamérica se separaba de Groenlandia, que quedaba convertida en un pequeño continente aislado. Por su parte, la placa africana avanzó sobre la europea, y estrechó el mar de Tethys, convertido en el Mediterráneo. El empuje generó nuevas cordilleras: hace 35 millones de años quedaron formados los Alpes, provistos de audaces cimas juveniles. El último acto fue la formación de un gran arco de montañas en el norte de África y el suroeste de Europa, lo que son hoy los Pirineos y el Atlas; este arco se fue doblando violentamente hasta que quedó convertido en una C muy curvada, que llegado un momento, se partió en dos, como una vara cuya curvatura cerramos cada vez más; en ese momento se abrió el estrecho de Gibraltar, y el Mediterráneo, que se había convertido en un lago cada vez más estrecho y medio reseco, recibió, hay quien dice en cascada, las aguas del Atlántico, que le permitieron recuperar el nivel. La apertura del Mediterráneo fue uno de los últimos hechos importantes del plioceno, hace no más que unos cinco millones de años. El clima se había hecho más fresco. Gran parte del mundo estaba cubierta de bosques y praderas. Por ellos pululaban grandes mamíferos, entre ellos los gigantes mamuts y mastodontes, elefantes lanudos de enormes colmillos curvados y tan largos como la mitad de su cuerpo; y otros herbívoros como los équidos, no muy distintos de los caballos actuales; fieras cazadoras, los félidos, leones y tigres, dueños de selvas y praderas; más tarde los simios. El mundo se nos iría haciendo cada vez más familiar. Vino entonces la era de las glaciaciones; en la que suelen colocarse los inicios del cuaternario. ¿A qué se debe aquella etapa de frío? ¿Fue una disminución del CO2, y por tanto del efecto invernadero? ¿Fue un fenómeno cósmico, relacionado con la actividad solar? ¿Fue un pequeño cambio en la órbita terrestre o en la inclinación del eje de rotación? Como de costumbre, los sabios no se ponen de acuerdo, y hemos de esperar a que lleguen a una conclusión definitiva. El hecho es que la glaciación no fue un hecho aislado, sino que se produjeron cuatro glaciaciones, separadas cada una por docenas de miles de años. Gran parte de Europa y de Norteamérica se vio cubierta por las nieves, y enormes glaciares descendieron de las montañas, aunque la vida siguió de todas formas, adaptada a las condiciones del clima. Y fue durante una de estas glaciaciones cuando se produjo la aparición de una especie nueva, la que conocemos como Homo Sapiens. El hecho ocurrió a lo que parece en el este o sureste de África, que gozaba entonces de un clima benigno. El Homo Sapiens, aparentemente, no se diferenciaba gran cosa de otras especies de homínidos que habían surgido antes; pero alumbraba en él una chispa 46

especial, que le permitía pensar, superar hasta las inclinaciones ciegas de su propio instinto, y expresar mediante sonidos cada vez mejor articulados lo que pensaba; el hombre, a diferencia de los demás animales, podía progresar. Comenta Ortega y Gasset que un tigre de hoy es exactamente igual que un tigre de hace 15.000 años: el hombre no solo ha progresado, sino que supo legar a sus descendientes esos progresos, para que pudiesen unir sus logros a los suyos propios, y seguir avanzando. Qué duda cabe de que la aparición de esta especie maravillosa es el hecho más importante de la historia de la Tierra. No sabemos aún si del Universo entero, puesto que, de momento, y que sepamos, el hombre es el único ser vivo capaz de estudiar y admirar el Universo. Las glaciaciones La era cuaternaria, la más breve de todas, se divide en dos periodos: pleistoceno y holoceno. En el pleistoceno sobrevinieron hasta cuatro glaciaciones, conocidas por los nombres de Günz, Mindel, Riss y Würm, separadas por periodos interglaciares. Se sabe que hubo glaciaciones en otras épocas geológicas, aunque no es posible datarlas con seguridad. Ocurrió una en el precámbrico, hace aproximadamente 2.500 millones de años; hubo otra hace unos 1.000 millones y otra en el pérmico, que pudo ser muy dura y acabar con muchos primitivos seres vivos, hace unos 300 millones. Glaciaciones tan seguidas y tan periódicas como en el pleistoceno, no se sabe que las hubiera, y por ello se estudia qué es lo que pudo provocar estas cuatro ofensivas consecutivas del frío... y si, estando como estamos, en una interglaciación, no es de esperar a relativamente corto plazo la quinta arremetida, que de acuerdo con una cronología que ya conocemos bastante bien, debiera estar a las puertas. Las glaciaciones del pleistoceno fueron cuatro, y fue la última, conocida como Würmiense, la más dura de todas. Prácticamente Europa entera, y lo mismo Norteamérica, estaban cubiertas de una enorme capa de hielo. No debió ser demasiado agradable la vida en aquel páramo gélido. El hombre surgió, según todos los indicios, durante una glaciación, pero en África, que disfrutaba de un clima templado y húmedo, y hay vestigios de que humanos primitivos cazaron rumiantes en el Sahara, que era entonces una sabana o pradera. Posiblemente en alguna interglaciación, los humanos pasaron por el istmo de Suez a Asia y Europa. El nivel del mar estaba entonces de 75 a 100 metros más bajo que el actual. En un momento determinado, la temperatura aumentó —se estima que en el plazo de pocos siglos— y los hielos se fueron derritiendo, hasta recobrar su nivel anterior. Se llegó entonces al «óptimo climatérico», un largo y cálido verano, que con altibajos se ha mantenido hasta la actualidad: según los estudios de B. Fayajn, en 2004, esta transición fue extraordinariamente rápida, y se operó en solo dos o tres centurias; comenzó entonces el periodo holoceno, en el cual nos encontramos. El profesor Chris Turney, de la universidad británica de Exeter, junto con su equipo, en que trabajan también investigadores australianos, ha publicado en 2007 las conclusiones de un trabajo en que se estudian las consecuencias de la fusión de una 47

inmensa masa de hielo en el Ártico (más o menos entre Groenlandia y Norteamérica), que pudo ser el fenómeno más importante de agregación de agua dulce a los océanos desde hace unos 100.000 años. El hecho ocurrió entre el año -8600 y -8300, y habría provocado un ascenso de nivel en las aguas del mar, con grandes repercusiones incluso en el Mediterráneo y decisivas en el mar Negro, que por un tiempo había sido un lago. Grandes inundaciones se habrían producido en zonas bajas costeras, provocando la emigración masiva de miles de seres humanos. El hecho pudo tener su importancia, pero muy probablemente no tuvo la trascendencia que intentan atribuirle Turney y sus colaboradores..., que hablan de «un cambio social acelerado» y hasta el advenimiento de la revolución neolítica. Todas las grandes transformaciones del paisaje y consiguientemente de la vida por entonces fueron evidentes, pero no se deben solo a la fusión de aquella enorme masa de hielo, sino a todos los fenómenos provocados entonces por el cambio climático. Disminuyeron las nubes, en gran parte del mundo se hizo frecuente que luciera con frecuencia el sol, y en las zonas subtropicales, tanto del hemisferio Norte como del Sur, la sequía provocó la aparición de grandes desiertos: el Sahara, Kalahari, el Gobi en Asia Central, Arizona y Atacama en las dos Américas. Por el contrario, las latitudes intermedias o templadas disfrutaron de un clima delicioso. Los glaciares del pleistoceno quedaron reducidos a las altas montañas, y su desembocadura se convirtió en bellos fiordos, como los de Noruega o de Chile. El clima conoció a partir de aquel momento una estabilidad como no se había registrado por lo menos en el último millón de años. Los equipos que trabajan en los hielos de Groenlandia, estudiando la sucesión de etapas cálidas y frías han quedado sorprendidos del contraste entre el clima «caótico» del pleistoceno y la soberbia estabilidad del holoceno, durante los últimos ocho o diez mil años. Fue entonces cuando, históricamente, el hombre pasó al neolítico, se estableció en lugares fijos, edificó sus moradas, sustituyó en gran parte la recolección espontánea por la agricultura y la caza por la domesticación, y por consiguiente la ganadería. Aparecen las sociedades complejas, la propiedad, las formas de poder y organización, la justicia promulgada, la arquitectura, la economía basada en el intercambio, los sistemas de escritura y de numeración. Y, con todo ello, las ciudades. De la rudimentaria cultura paleolítica se pasó a la «civilización», esto es, la forma de cultura propia de la ciudad, compartida por colectividades numerosas. El hombre hubiera progresado de todas formas, eso es indudable, pero las facilidades proporcionadas por el óptimo climatérico y la regular sucesión de las estaciones posibilitaron un más amplio y generalizado progreso. Con todo, no puede decirse que la regularidad del clima fuese desde entonces tan absoluta como algunos pretenden. E. Le Roy Ladurie ha estudiado con cierto detalle la presencia de etapas más cálidas y más frías en nuestra era, al menos en el hemisferio Norte, que es el que mejor conocemos. Hacia el siglo I, se echa de ver un calentamiento bastante general. Durante los siglos IV y V, la temperatura se hizo más fría. No podemos pretender que este cambio impulsase a los pueblos germánicos a establecerse en el ámbito del imperio romano, y a pueblos rusos y asiáticos a establecerse en Europa central o meridional, porque existen otros factores que pueden explicar estas migraciones; 48

pero el cambio climático bien puede haber influido de una forma u otra en ellas. La contraofensiva del calor vino en los siglos IX y X: la mayoría de los historiadores están convencidos de que sin esta mejoría térmica hubiese sido imposible la expansión de los vikingos por los mares del Norte. Tal vez el nombre de Groenlandia, «tierra verde», obedezca un poco a razones propagandísticas, pero la colonización de este semicontinente por aquellos audaces navegantes solo pudo verificarse al amparo de un retroceso de los hielos. Los vikingos llegaron sin duda a tierras americanas, al menos Terranova y Labrador: el nombre de Vinland, «tierra del vino» pudo tener también un carácter «comercial», pero el hecho es que mares llenos más tarde por bloques de hielo —sin ir más lejos, donde en 1909 se hundió el Titanic—, eran fácilmente navegables. Si los vikingos se vieron obligados a abandonar sus colonias no fue tal vez por las condiciones climáticas, sino por la hostilidad de los skraelinger, no sabemos si indios americanos o esquimales. Los siglos XI, XII y por lo menos gran parte del XIII fueron en general de temperatura muy agradable en la mayor parte de Europa, y lluvias bien repartidas. No sabemos, y toda elucubración de tipo determinista resulta siempre aventurada, si estas excelentes condiciones tienen alguna relación con ese amable corazón de la Edad Media, bien caracterizado por sus reyes ejemplares, sus catedrales góticas, sus universidades, su prosperidad económica afianzada en unas buenas comunicaciones y la celebración de grandes ferias periódicas; y una paz casi generalizada en Europa. Toda esta amabilidad se quebró en el crispado siglo XIV, con su terrible Peste Negra, sus cismas, la ruina del Mediterráneo y la interminable guerra de los Cien Años. Las olas de frío que entonces vinieron a interrumpir la bonanza térmica probablemente nada tuvieron que ver con la nueva complicación de los tiempos, pero conviene recordar también este hecho. La época del Renacimiento (siglos XV y XVI) fue en Europa de cierta normalidad climática, evidentemente más fría que hoy, pero sin grandes calamidades meteorológicas. El frío volvería más tarde, hasta el punto de que se habla del periodo 1645-1730 como de «la pequeña edad del hielo». No puede hablarse de una glaciación en sentido estricto, pero sí de una época de temperaturas anormalmente bajas. Comarcas que habitualmente no conocían la nieve se vieron cubiertas con frecuencia por el blanco manto. El Támesis se helaba todos los inviernos, un hecho que hoy no ocurre nunca. Hubo inviernos rigurosos en la mayor parte de Europa, grandes contrastes, temporales sin precedentes y riadas desastrosas que inundaron ciudades situadas a la orilla de grandes ríos, y en más de un lugar empezó a hablarse del «siglo del fin del mundo». Cierto que el barroco suele mostrar un talante exagerado, pero no todo fueron exageraciones. En el Renacimiento se pusieron de moda las bebidas granizadas de hielo y los sorbetes helados. Había que ir a buscar la nieve tal vez a cientos de kilómetros de distancia, y se la trasladaba en carros cubiertos de anchos envoltorios de paja; en el siglo XVII, por las noticias que tenemos, sabemos que los pozos de nieve estaban mucho más cerca que en el XVI de las grandes ciudades, y el transporte ofrecía menos problemas. Es interesante resaltar que por primera vez ha podido relacionarse esta «pequeña edad del hielo» con un mínimo de actividad solar. Desde los tiempos de Galileo, a comienzos del siglo XVII, se 49

descubrieron las manchas solares, y desde muy poco después, el observatorio de Greenwich, cerca de Londres, llevó un registro continuo de estas perturbaciones en el sol. Y la etapa 1650-1730 muestra una falta llamativa de manchas solares. El primero que advirtió este paréntesis fue Edward Maunder, y de aquí que suela hablarse del «Mínimo de Maunder». Durante un tiempo la coincidencia entre la «pequeña Edad del Hielo» y el «Mínimo de Maunder» pasó desapercibida, y ambos hechos fueron considerados como fenómenos independientes. Pero ahora en que estamos preocupados por el cambio climático, la mayoría de los observadores están convencidos de que un hecho y otro guardan una misteriosa relación entre sí, de suerte que nos preguntamos: ¿será la actividad solar uno de los reguladores del clima en la Tierra? No estamos todavía seguros de esta relación, pero es preciso seguir investigando en ese sentido. En el siglo XIX la temperatura alcanzó las medias del XVI, y, aunque en la primera mitad del XX —incluso por los años 1970— se registran algunos fenómenos de frío anormal, el calentamiento a fines del siglo XX y comienzos del XXI es francamente marcado, y no sabemos a dónde puede conducirnos. Un hecho alarmante: se dice que por primera vez este calentamiento se debe a la acción del hombre, y muy principalmente al incremento de la tasa de CO2 como consecuencia del empleo masivo de combustibles fósiles. Si es así, hemos de apresurarnos a encontrar fuentes alternativas de energía antes de que sea demasiado tarde. En su momento, no habrá más remedio que volver sobre el tema.

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LA ESTRUCTURA DE LA TIERRA

n 1864 publicó Julio Verne una de sus más fantásticas novelas, Viaje al centro de la Tierra. En ella, un científico alemán, el profesor Otto Liddenbrock, junto con su sobrino 51

y un guía, penetran en las entrañas de la Tierra por la chimenea de un cráter en Islandia y se sumergen en un mundo subterráneo lleno de increíbles sorpresas, encuentran cavidades inmensas y dan al fin con civilizaciones avanzadas, que cuentan —en aquellos tiempos— con adelantos sorprendentes, incluida la luz eléctrica; y después de las más inesperadas aventuras, cuando creen al fin haber atravesado el corazón del planeta, logran encontrar una salida que les conduce al volcán Strómboli, cerca de las costas de Italia, por el que regresan a la superficie. La novela es de las más imaginativas de Verne, y también de las menos científicas; el autor que predijo tantos adelantos del siglo XX cae aquí, voluntariamente o no, en continuos errores. Entre otras cosas, no tiene en cuenta las temperaturas de miles de grados que hay en las interioridades de la Tierra ni las presiones de miles de atmósferas que sería preciso soportar. (Por otra parte, el viaje tampoco es al centro de la Tierra, pues que el trayecto se consuma por debajo de Europa.) Pero muy posiblemente, un lector culto de la época, preguntado sobre qué logro maravilloso sería posible en el siglo XX, llegar a la luna o al centro de la Tierra, respondería sin vacilar que el segundo. Y sin embargo, no ha sido así. Hemos llegado seis veces a la luna, y apenas hemos profundizado en el interior de nuestro planeta. Es cierto: hoy el hombre conoce al dedillo todos los kilómetros cuadrados de la Tierra, ha volado por su atmósfera a todas las alturas posibles, y conoce muy bien la dinámica del aire, ha explorado los abismos submarinos, se ha elevado hasta el espacio, y en él ha realizado recorridos que parecían fantásticos. Ingenios humanos han llegado a numerosos planetas y satélites o a sus inmediatos alrededores. Incluso dos de esas naves espaciales, los Voyager, han salido ya del sistema solar, y dentro de miles o millones de años llegarán a las cercanías de otras estrellas. Por el contrario, el hombre no ha conseguido llegar de ninguna manera a las entrañas de nuestro propio mundo; y hasta puede parecer una vergüenza que el pozo más profundo que ha logrado excavar mida... 12 kilómetros. Conocemos mejor la luna o un satélite de Saturno, Titán, que el interior de nuestro propio planeta. Es más fácil construir una nave espacial que una perforadora capaz de penetrar cientos de kilómetros bajo tierra. A las dificultades de perforar rocas de gran dureza se unen unas temperaturas de miles de grados, que funden los instrumentos hasta convertirlos en otros tantos minerales subterráneos. El hombre ha conseguido bajar, en una mina de Sudáfrica, hasta tres kilómetros de profundidad, padeciendo temperaturas insoportables. La mayor hazaña, la perforación de 12 kilómetros bajo la península de Kola, en el Norte de Rusia, se realizó con instrumentos especiales (no, en absoluto, por la presencia humana), hace treinta años, y no ha sido igualada. Actualmente, se busca más bien perforar el terreno submarino, en el fondo de los mares, porque allí la corteza terrestre es más delgada, y se espera alcanzar una capa a la que nunca hemos llegado, el manto. El año 2000, miembros del Programa Integrado de Perforación del Océano, IOP, abrieron un agujero en el fondo del Atlántico Sur, que llegó a 1.416 metros de profundidad, y, según creyeron, llegaron a solo 300 metros del manto, pero no dieron con él. Uno de sus colaboradores, el profesor Jay Miller, de la Universidad de Texas, hizo después esta observación: «cada vez que perforamos el interior del planeta, 52

comprobamos que la estructura de la Tierra es más compleja de lo que habíamos supuesto». Lo cual significa que lo que sabemos no es mucho, que podemos estar equivocados en unos cuantos puntos, y que probablemente nos aguardan inesperadas sorpresas. Los japoneses han estrenado en 2007 el buque perforador Chikyu, destinado a estudiar focos inestables de movimientos sísmicos; esperan horadar siete kilómetros en un fondo oceánico situado a 4 de profundidad: lo cual supone un progreso total de 11 Km. bajo la superficie de la Tierra, menos de lo que han alcanzado los rusos, aunque tal vez los resultados prácticos sean más interesantes. Entretanto, los chinos anuncian que han llegado a 8.000 metros de profundidad. No es, de momento, para sentirnos orgullosos. La temperatura sube conforme profundizamos hasta un grado muy difícil de soportar. En algunos puntos llega a 50º en solo un kilómetro; a 9 ó 10 Km. debe ser superior a 100º, a 100 km. puede llegar a 500 o más, a 1.000 Km. debe alcanzar los 1.500, y a 3.000 Km. los 3.000º. No se conoce ni por aproximación la temperatura del centro de la Tierra: se han calculado valores que oscilan entre los 5.000 y los 7.300º. Últimamente, científicos del Instituto Max Planck, en Mainz (Maguncia, Alemania) están realizando simulaciones con masas de hierro a altas temperaturas y presiones para calcular la realidad del centro de la Tierra. A lo que parece, se había exagerado un tanto, y a comienzos de 2008 se cree más probable que las entrañas de nuestro planeta se encuentren a unos 4.700 grados, aunque es preciso esperar a que terminen las pruebas: por supuesto, una medida directa es absolutamente imposible. Las causas de tan altas temperaturas son varias; entre ellas, la creciente densidad de las capas profundas, su mejor conservación del calor primitivo, y la tasa relativamente alta de elementos radiactivos. La densidad de la Tierra es de 5,5 (5,5 veces más pesada que el agua), un valor que resulta ser el más alto de todo el sistema solar, y el hecho no puede menos de resultar significativo: ¡Cuanto más conocemos nuestro planeta, más nos damos cuenta de que es un mundo muy especial! Fue Newton el primero que pudo calcular, por la atracción que la Tierra ejerce, esta densidad. Comoquiera que en la superficie, las tierras y rocas que nos rodean tienen una densidad de solo 2,7, es evidente que en zonas profundas este valor es mucho mayor; sin duda en el centro del planeta existen presiones del orden de millones de atmósferas. Sabido es que existen fuentes termales, algunas tan calientes que parte del agua, al salir a la superficie, se evapora. Las más espectaculares son los géyseres, verdaderos surtidores intermitentes de agua hirviente. Encontramos una buena cantidad de ellos en Islandia, en Yellowstone (California), en Kamtchatka (Siberia oriental). Los guías, que entienden un poco del asunto, avisan a los turistas que se retiren a una distancia prudencial, porque pueden quedar abrasados: por fortuna, los géyseres suelen avisar a tiempo. Estas aguas supercalientes son el mensaje que nos llega desde varios kilómetros de profundidad. Más espectaculares son, por supuesto, los volcanes, cuyos materiales ígneos proceden de las profundidades del manto, y forman bolsas a presión, que buscan salida hacia la superficie; y a veces, a través de grietas que se abren en las entrañas de la tierra, la encuentran; se conocen unos 550 volcanes activos, más de la mitad de ellos en 53

los bordes del Pacífico, desde Indonesia y Filipinas hasta los Andes. Solo un 5 por 100 se encuentran en actividad permanente, pero nunca sabemos cuándo cualquiera de ellos puede comenzar a dar muestras de inquietud. Los únicos materiales del manto que conocemos son los que arrojan los volcanes; ya hemos comentado con anterioridad la sorprendente paradoja: el 90 por 100 de la materia que sale de los volcanes es... agua. Vapor de agua concretamente. También otros muchos materiales, sólidos, líquidos, gaseosos, piedras, polvo, lava o rocas fundidas, gases sulfurosos, dióxido de carbono, metano, sales. Los gases y piedras ardientes proceden de profundidades situadas entre 4 y 100 Km. La lava, roca fundida, se encuentra por término medio, a una temperatura comprendida entre 700 y 1.200º. Esta especie de regalo que recibimos de las entrañas de la Tierra —un regalo que hemos de recibir con muchísima precaución— nos ilustra un poco sobre lo que hay en el interior, bien entendido que esos materiales nunca proceden de más allá que unos pocos cientos de kilómetros: lo que está más profundo hemos de adivinarlo. Hoy hemos avanzado mucho en el estudio de las ondas sísmicas (la llamada tomografía sísmica). Los terremotos pueden originarse a 500 ó 600 Km. de profundidad, y se propagan por ondas que son recogidas por nuestros sismógrafos. Unas son ondas verticales, como las de un muelle que se estira y encoge; otras, ondas horizontales, como las de una cuerda que se hace culebrear. Estudiando la combinación de ambas, se conoce el punto y la profundidad a que se producen, y es posible analizar una serie de particularidades: por ejemplo, se sabe que las ondas se propagan a mayor velocidad a través de cuerpos sólidos que de cuerpos líquidos o viscosos. Una transición brusca del terreno provoca una modificación de las ondas. Quizá —ahora nos damos cuenta— no hemos progresado tanto como se creía hace unos años: hemos descubierto que en algunos puntos estábamos equivocados. Pero vamos avanzando en el conocimiento de las capas interiores de nuestro planeta. Los modelos de ordenador nos ayudan a buscar soluciones satisfactorias. E instrumentos muy sofisticados, como el yunque de diamante, nos permiten reconstruir las condiciones que imperan en las capas más profundas de la Tierra. Nos queda mucho por aprender, pero ya podemos precisar algunas cosas. El ardiente núcleo de la Tierra Hace cien años se hablaba de tres grandes capas en la Tierra, una interna, NIFE, formada principalmente por hierro y níquel; una intermedia, SIMA, constituida por silicatos magnésicos, y una última, superficial, SIAL, cuyo principal componente serían los silicatos alumínicos, más ligeros. Hoy estas denominaciones han quedado desusadas, y se habla de muchas capas superpuestas, lo mismo por lo que se refiere a su composición química que por lo que respecta a su papel funcional en la física del globo. Pero se sigue admitiendo una triple división en capas fundamentales, el núcleo, el manto y la corteza, y a esta división nos limitaremos para evitar innecesarias complicaciones. Iremos de las capas interiores a las más externas, por más que también parezca congruente viajar en sentido contrario. 54

No ha cambiado nuestra concepción de que en el centro de la Tierra existe un núcleo formado fundamentalmente por hierro y níquel. También probablemente por otros metales pesados, como el plomo o el oro. Si la tasa de plomo no es tan grande como en principio, por su peso, pudiéramos imaginar, es porque este metal aparece mezclado con otros minerales más ligeros que se han conservado cerca de la superficie; en cuanto al oro, que no es de todas formas un metal abundante, es posible que si no hubiera precipitado en su mayor parte hasta el fondo, no seríamos ricos, sino que el oro, por su relativa abundancia, sería mucho menos valorado (el oro vale en virtud tal vez de una estúpida convención humana, seguramente porque se conserva siempre igual y no se oxida; por lo demás, es quebradizo, inútil para la mecánica y mal conductor del calor y la electricidad. Por lo que se refiere al uranio y otros minerales radiactivos, si bien aparecen asociados a otros más ligeros, deben haber ido en buena proporción al centro de la Tierra, si tenemos en cuenta que la radiactividad parece ser una de las fuentes principales del calor interno de nuestro planeta. Ahora bien, la discusión más apasionada sobre la naturaleza del centro de la Tierra no se refiere a su composición química, sino a su estado físico. El núcleo supercaliente y sometido a presiones tremendas, ¿es sólido o líquido? La alta temperatura, de miles de grados, muy superior al punto de fusión de todos los metales, abona la hipótesis de un estado líquido, pero la tremenda presión a que allí está sometida la materia (¡alrededor de cuatro millones de atmósferas!) aconseja pensar en un estado sólido. Las teorías, a lo largo del siglo XX, oscilaron entre una opción y otra. Al fin, la destacada sismóloga danesa Inge Lehmann razonó una solución que contentó a casi todos: existe un núcleo interno, sólido, y un núcleo externo, líquido. Es la única forma de que se expliquen todas las cosas, y hoy la idea de la existencia de dos núcleos superpuestos se acepta de manera generalizada. El núcleo sólido está formado, en un 80 por 100, de hierro a una temperatura del orden de los 5.000º, que lo mantienen en un estado especial; parece fundido, pero no puede estarlo a causa de la enorme presión a que está sometido; se dice que puede encontrarse en cierto modo cristalizado. Este núcleo, denso y caliente, no parece cumplir función dinámica alguna, y sin embargo es la principal fuente de calor de nuestro planeta, la base de todos los movimientos del interior de la Tierra. Con un radio que se estima en unos 1.220 Km., gira angularmente un poco más deprisa que el resto de la Tierra, y este hecho tiene una importancia fundamental. En su torno, el núcleo líquido, que puede llegar hasta una altura de 3.400 Km., es un océano de metal ardiente en el que se registran fuertes corrientes de convección y turbulencia. Por lo que se deduce —aunque todavía pudiéramos estar equivocados—, en el núcleo líquido hay verdaderas tempestades, desviaciones por el efecto Coriolis (para efecto Coriolis, vid. págs. 131132), y una serie de movimientos y torbellinos que recuerdan —«mutatis mutandis», por supuesto— los movimientos de la atmósfera. El núcleo sólido calienta al líquido y lo mantiene a una alta temperatura, y a su vez el núcleo líquido, con su rotación, su fuerte fricción y su contacto con el manto, funciona como una verdadera máquina que condiciona el resto de la Tierra: la temperatura interior, los movimientos de las masas 55

subterráneas, los campos magnéticos, el desplazamiento de las placas tectónicas, las auroras polares, las capas magnéticas atmosféricas que protegen a nuestro mundo de radiaciones peligrosas para la vida: todo procede de aquel poderoso núcleo: allá abajo está, dice N. Skrotzy, «la caldera que hace funcionar toda la máquina de la Tierra». Una de las consecuencias de la acción del núcleo es la convección del manto. Las masas que constituyen el interior de la Tierra se mueven impulsadas por el calor. El desigual calentamiento que provoca el núcleo líquido, origina «plumas» o «cilindros» de materia del manto que suben y se acercan a la superficie, mientras otras masas, más frías bajan, para calentarse a su vez. Ocurre en las entrañas de la Tierra, aunque con una lentitud cósmica, lo mismo que en una olla de agua puesta a cocer, con burbujas que suben y otras corrientes que bajan; todo el interior del planeta está en movimiento, aunque por lo general ese movimiento sea solo de unos centímetros al año; pero el hecho es importante, y exclusivo de la Tierra entre los planetas rocosos. He aquí que la Tierra es, digámoslo, en metáfora, un planeta «vivo», que palpita, se mueve y se renueva; y eso no ocurre en los demás mundos que conocemos. No menos importante, aunque resulte más difícil de apreciar, es el efecto magnético. El núcleo gira un poco más deprisa que el resto del planeta, y en 2005 un grupo de físicos publicó un artículo en la revista Science explicando este mecanismo. La rotación diferencial y la fricción provocan un efecto dinamo, que convierte a la Tierra en un gigantesco imán. El magnetismo terrestre fue descubierto por W. Gilbert hacia el año 1600: aunque, naturalmente, no pudo profundizar sobre la cuestión. Bien sabido es que las brújulas apuntan al Norte y al Sur, y sus indicaciones han sido durante siglos indispensables a los navegantes o a los exploradores. Pero —de eso se dio cuenta ya Colón— no apuntan exactamente al Norte geográfico, sino en una dirección muy parecida, pero algo desviada. Así es como se fue descubriendo la existencia de los polos magnéticos. Si, como se dice, los polos magnéticos están encima de los polos de la dinamo terrestre, resulta que el eje de giro del núcleo líquido no coincide exactamente con el eje de giro de la Tierra. Y lo que es más sorprendente: los polos magnéticos se desplazan, no ocupan siempre el mismo lugar. En tiempos de Colón las brújulas se desviaban muy ligeramente hacia el NE, y en el siglo XX lo hacían hacia el NO. Ahora mismo, en la primera década del XXI, esta desviación se está corrigiendo, y pronto, tal vez por 2015 o 2020, las brújulas en Europa marcarán exactamente el Norte. Si ahora compramos, para orientarnos o por distraernos, una brújula, es posible que veamos en la esfera una flechita un poco a la izquierda del punto señalado con una N (el Norte). Hace pocos años había que colocar la punta oscura de la brújula (la que marca el Norte) encima de la flechita, para que las indicaciones N. S. E. O. fuesen precisas. No hagamos caso de la flecha: la fecha de fabricación de la brújula es un poco antigua. Ahora, concretamente en España, las brújulas señalan casi exactamente el Norte, y probablemente en 2050 o 2060 señalen el NNE, como en los tiempos de Colón. ¿Qué significa todo eso?. Que el polo magnético se está desplazando. A mediados del siglo XX, el polo Norte magnético se encontraba al N. de la bahía Baffin, en Canadá; el 56

polo Sur magnético, en un punto de la Antártida, debajo de Australia. En 1980, el polo Norte estaba ya cerca de la isla Ellef Rignes, en el Ártico canadiense. Y lo más asombroso de todo: ¡últimamente está acelerando! Si en 1970 se desplazaba unos 10 Km. al año, desde comienzos del siglo XXI lo hace a 40, cuatro veces más deprisa. Lo que significa todo eso, no lo sabemos exactamente. Pero hoy los satélites geomagnéticos Oersted y Magsat miden su deriva con gran precisión. Si las cosas continúan a esta marcha, para 2050 el polo Norte magnético estará encima de Siberia. Larry Newitt piensa que para que se opere esta aceleración, en el núcleo líquido de la Tierra tienen que estar agitándose algo así como «furiosos huracanes», capaces de desviar los campos magnéticos. Otro fenómeno que hasta puede resultar inquietante: el cambio de polaridad de los polos magnéticos. Hace cientos de miles de años el polo Norte tenía polaridad Sur, y el Sur tenía polaridad Norte. Estos cambios se producen por periodos muy largos. Y en 2002 el geofísico Gauthier Hulot detectó un debilitamiento del campo magnético terrestre en el Ártico, cerca de Noruega, y en Sudáfrica. Y este debilitamiento puede tener que ver con el cambio de polaridad. Parece ser que la intensidad magnética de la Tierra desciende un 7 por 100 al año. De seguir así este proceso, las consecuencias no serán nada deseables: las brújulas no marcarán nada útil, las aves migratorias y las ballenas tomarán el rumbo equivocado, las radiaciones de alta energía penetrarán en la atmósfera de la Tierra y serán frecuentes los casos de cáncer. Incluso los satélites artificiales quedarán expuestos a radiaciones letales y dejarán de funcionar. La noticia provocó la alarma consiguiente, pero hoy (a 2008) se comprueba que el proceso no es tan rápido como se creía: el cambio de polaridad no se va a registrar, en el peor de los casos, hasta dentro de varios siglos, tal vez de mil años o más, y para entonces es posible que los hombres ya estén bien preparados para arrostrar las consecuencias. Quizás todo se deba a una falsa alarma. Por otra parte, siempre se mantendrá un cierto grado de magnetismo remanente. Eso, sí, los fenómenos magnéticos pueden ser cada vez más débiles. Hemos aludido a la atmósfera exterior, y aunque el tema corresponda a un apartado a que aún no hemos llegado, quizá sea congruente terminar aquí la referencia a los fenómenos magnéticos suscitados por la rotación y la agitación del núcleo terrestre. Por encima de la atmósfera está la magnetosfera, una zona muy amplia alrededor de la Tierra, dotada de un campo magnético que desvía la mayor parte de las partículas cargadas que llegan del sol (viento solar), y en todo caso cualesquier otras radiaciones que pudieran ser perjudiciales para la vida. Sin la protección de la magnetosfera la vida sobre la Tierra sería prácticamente imposible. A 500 kilómetros de altura se encuentra el primero de los cinturones de Van Allen; vienen luego otros, cuya función es igualmente benéfica, hasta alcanzar una altura de por lo menos 60.000 kilómetros en dirección al sol; en dirección opuesta llega hasta 200.000 kilómetros, una distancia que es la mitad de la que hay a la luna. Una parte de las partículas cargadas que consiguen pasar estas barreras se desvían hacia los polos y allí, si su intensidad es grande, pueden hacerse luminosas, y originan las bellas auroras polares, un espectáculo que están acostumbrados a contemplar los habitantes de las altas 57

latitudes; en todo caso, solo en una pequeña proporción llegan a la superficie de la Tierra, y representan un peligro prácticamente nulo, por más que provoquen interferencias en las comunicaciones por radio o televisión. Se piensa incluso que la magnetosfera permite la existencia del agua, y del oxígeno libre en la atmósfera; de otra forma, el oxígeno del agua sería capturado, y las moléculas de oxígeno del aire serían disociadas. Un papel distinto, pero igualmente protector tiene la capa de ozono. El ozono es una molécula que contiene tres átomos de oxígeno, O3. Hay dos capas principales de ozono, una a 23 kilómetros de altura, otra entre 32 y 35. El ozono absorbe los rayos ultravioleta procedentes del sol. Una radiación ultravioleta moderada puede ser incluso beneficiosa; pero si alcanza niveles elevados, provoca daños en la piel que acaban degenerando en formas de cáncer cutáneo. Si no contáramos con una defensa adecuada contra la entrada masiva de radiaciones ultravioleta, la vida sería muy difícil, cuando no imposible en este mundo. De aquí la preocupación que se suscitó a fines del siglo XX cuando mediciones realizadas en la Antártida detectaron un enorme agujero en la capa de ozono. Este «agujero», precisémoslo, no significa una transparencia total a las radiaciones, ni mucho menos, pero sí una disminución de los niveles de protección que pueden ponernos en peligro. El descubrimiento causó una vasta conmoción, y fue uno de los primeros peligros de naturaleza ecológica que llegaron a ser conocidos por la mayoría de los seres humanos. Curiosamente, parece comprobado que la destrucción de la capa de ozono fue provocada involuntariamente por el hombre. Y no deja de ser paradoja que el factor principal radica en la presencia de los CFC o clorofluorocarburos, que se utilizaban como propelentes de los aerosoles (plaguicidas, insecticidas, desodorantes). Irónicamente, los CFC fueron empleados porque forman un compuesto que no se combina con otros elementos, y por tanto es inocuo. Sin embargo, cuando algunas partículas de CFC alcanzan la estratosfera, el cloro, ávido de oxígeno, se apropia de un átomo del O3 dejándolo convertido en O2, es decir, oxígeno corriente. El ozono tiende a desaparecer. El agujero de ozono no solo se extendió sobre la Antártida, sino que se detectaron nuevos agujeros en el Ártico, e incluso un déficit de ozono en latitudes medias: de aquí que se aconseje la máxima prudencia en las exposiciones prolongadas al sol, por ejemplo en las playas. Hoy los CFC están prohibidos, y los agujeros de ozono se han estabilizado o tienden a disminuir. Si dejamos obrar a la naturaleza, ella se encargará de reanudar su función protectora. El inquieto manto interior Antes se llamaba el SIMA, ahora se le conoce simplemente como el manto. Es la capa intermedia de la Tierra comprendida entre el núcleo y la corteza. De un grosor de unos 3.000 Km. (se calculan exactamente 2.890), ocupa más o menos el 80 por 100 del volumen total de nuestro planeta. Está formado por rocas más densas que la corteza, aunque al parecer de naturaleza no demasiado diferente: silicatos, olivino, peridotita, basaltos, serpentina: este último mineral es muy ávido de agua, y se piensa que en el manto hay una cantidad de agua similar a tres veces la de los océanos. También se calcula que existe una cierta cantidad de magnesio, oxígeno, hierro, calcio y aluminio. La 58

composición del manto nos interesa extraordinariamente, porque en él se operan los fenómenos térmicos y de convección que provocan el desplazamiento de las placas tectónicas, y de ese movimiento depende esencialmente la corteza en la cual vivimos. Ya hemos indicado que el equipo del IOPD, operando en una zona profunda del Atlántico Sur, trató de perforar la corteza submarina hasta el manto, y no lo logró, al parecer por pocos cientos de metros. Continuarán las prospecciones, por supuesto. De momento, hemos de contentarnos con los resultados que nos proporciona la tomografía sísmica. Una buena divulgadora, Rosanna L. Hamilton, comenta que «al igual que un niño agita un regalo sin abrir en un intento de descubrir su contenido, así también el hombre ha aprendido a «escuchar» las agitaciones del interior de la Tierra para averiguar lo que está escondido debajo de la corteza». Las ondas sísmicas se desplazan a velocidades comprendidas entre los 3 y los 15 kilómetros por segundo, y cada variación de velocidad nos denuncia una discontinuidad en el interior de la Tierra, ya sea de su densidad, de su viscosidad, de su composición o incluso de su temperatura. Las diferencias de temperatura en el seno del manto son enormes: la zona más interna, en contacto con el núcleo se encuentra a unos 3.000º, mientras que la superior no debe pasar de 100, similar —¡o un poco más baja en ocasiones!— que las capas más profundas de la corteza. Ahora bien, los análisis sísmicos no son todo lo precisos que hubiéramos deseado. En la mayoría de los tratados leemos que en la parte superior del manto está la capa de Mohorovic, descubierta por el geólogo croata Andrija Mohorovic cuando estudiaba zonas sísmicas en los Balcanes. Por comodidad —los americanos, sobre todo, son muy amigos de abreviar— esta capa se llamaba Moho. Se suponía que la Moho era una zona de alta viscosidad, sobre la cual resbalaba la corteza terrestre, y este deslizamiento explicaba la deriva de los continentes y más tarde el movimiento de las placas tectónicas. Esta suposición abonaba la existencia de una más amplia zona viscosa, la estenosfera —o astenosfera—, entre el manto y la corteza. Pero en los últimos años del siglo XX Giuliano Panza y Stephan Müller comenzaron a poner en entredicho la existencia de la estenosfera, y otros autores, como Lay o Tackler establecieron nuevas precisiones. No necesitamos en absoluto adentrarnos en la polémica para comprender el papel del manto en la dinámica de la Tierra; lo cierto es que hay motivos para dudar de la existencia de una capa de alta viscosidad. ¿Significa eso que hemos de renunciar a la idea de que en el seno del manto no se producen grandes movimientos de convección? En absoluto. El manto es una inmensa olla a presión, en la cual las masas de materia terrestre se están moviendo por efecto de la diferencia de temperaturas; pero nuestro concepto de viscosidad debe hacerse un poco más amplio. Todos sabemos que tanto la miel como la mantequilla son viscosas. Ahora bien, si depositamos sobre un plato una cucharada de miel y otra de mantequilla, veremos cómo la miel se deforma enseguida y adopta una figura redondeada y plana, de poco espesor, mientras la mantequilla mantiene de momento la forma que tenía en la cuchara: se irá deformando con el tiempo, sobre todo si la temperatura ayuda. Quizá tengan que transcurrir varios días hasta que adopte una disposición similar a la de la miel. Todo es cuestión de tiempo. Pues bien; en esa enorme olla que es el manto de la Tierra, los 59

desplazamientos de masas son muy importantes, pero muy lentos, por lo general del orden de pocos centímetros al año. A esa velocidad se formaron las montañas o los continentes. Si no tenemos en cuenta el elemento tiempo, difícilmente comprenderemos la acción de las fuerzas titánicas que han formado y siguen formando la Tierra. Aunque tiende a prescindirse del concepto de estenosfera, sí se sigue concibiendo que existen en el manto dos niveles; uno inferior, más rígido, y otro exterior, bastante delgado —comienza a una profundidad de unos 670 Km.— de mayor movilidad. Perece que los fenómenos sísmicos y las bolsas de magma volcánico están a esta profundidad. Esta es la capa del manto que mejor conocemos: no solo porque es la más cercana y la de más activa sismicidad, sino porque nos regala una parte de sus rocas: son las que nos llegan por las chimeneas volcánicas. En esas bolsas a alta presión y temperatura, las rocas se funden hasta formar el magma, que asciende por las chimeneas volcánicas y se desborda en forma de lava. Naturalmente que el magma es un compuesto de varias rocas, y normalmente no se encuentra mezclado en el manto como la lava que recibimos; pero su composición conjunta nos ayuda muchísimo a averiguar lo que se esconde a cien, doscientos, trescientos kilómetros de profundidad. Ahora bien: aunque no todo el manto es igualmente viscoso, el movimiento convectivo se produce en la totalidad de esta enorme masa de la Tierra; el núcleo calienta el manto y provoca corrientes ascendentes, como las columnas de agua de una olla en ebullición: solo que incomparablemente más lentas. Estas columnas, se cree, tienen un radio de unos 150 Km., y en ellas la materia caliente asciende, mientras que por otras zonas más frías otro tanto de materia baja. Las rocas calientes, semifundidas, forman a veces esas calderas o bolsas magmáticas de que hemos hablado; otras veces ascienden lentamente, pero constituyen «puntos calientes» debajo de la corteza, y de ahí pueden surgir volcanes, islas, o simplemente dorsales submarinas que están renovando continuamente la corteza terrestre. Zonas como las Azores, por ejemplo, son relativamente recientes: hace pocos cientos de millones de años estaban bajo el mar. Algún geólogo ha encontrado en el fondo del mar Rojo corrientes de materia caliente que surgen espectacularmente por grietas del fondo marino, y pasan a engrosar la corteza terrestre: no son volcanes, ni géyseres, sino, simplemente, zonas de convección de rápida actividad: este geólogo se emocionó al comprobar cómo de las entrañas de la Tierra llegan nuevas masas de materia para formar el fondo de los mares. Y es que el mar Rojo es una de las regiones de más rápida convección. Nueva materia surge continuamente del subsuelo, y va ensanchando el fondo marino. Efectivamente, Arabia se está separando con bastante rapidez de África: llegará un día, dentro de pocos millones de años, en que el estrecho brazo de mar se habrá convertido en un amplio golfo. Otras zonas del manto, por el contrario, más frías o más densas, se hunden en las profundidades, y sustituyen a las masas que ascienden. Son las llamadas zonas de subducción. Últimamente se ha comprobado, no sin sorpresa, que la subducción se prolonga hasta muy cerca del núcleo, en un descenso a los abismos de miles de kilómetros, hasta que esas columnas de materia que desciende se calientan y vuelven de nuevo a ascender. Así funciona, sin prisa, pero sin pausa, la enorme maquinaria del 60

manto, renovando una y otra vez la faz de la Tierra. Nuestra casa: la corteza terrestre La corteza es la capa exterior de la Tierra sólida. Es tan delgada, que apenas significa el 0,5 por 100 de la masa total del planeta; sin embargo, para nosotros es importantísima, puesto que vivimos en ella. Y justamente en ella encontramos todo lo que nos es necesario. La composición de la corteza es por tanto muy rica y variada: contiene la mayor parte de los elementos de la naturaleza. Si la analizamos, veremos, sin embargo, que la casi totalidad está compuesta por ocho elementos, en esta proporción: Oxígeno 47 por 100 Silicio 28 " " Aluminio 8 " " Hierro 5" " Calcio 4" " Sodio 3" " Potasio 3 " " Magnesio 2 " "

Naturalmente, estos elementos están combinados. En la tierra sólida no hay oxígeno libre, pero sí una cantidad enorme de óxidos. Es muy difícil obtener silicio puro, pero todas las piedras, desde las rocas hasta las arenas de las playas están formadas por silicatos. El aluminio es un metal muy ligero, y de ahí el nombre que se daba hace años a la corteza: SIAL, por los silicatos alumínicos que se encuentran en ella; pero no podríamos obtener aluminio para los aviones o los trenes ligeros si no supiéramos tratar la bauxita. El calcio abunda en las rocas calizas, el sodio y el potasio se encuentran en forma de sales..., y así sucesivamente. Todo lo que el hombre puede apetecer lo tiene a su disposición en la corteza de la Tierra, ya sea en la superficie, ya a poca profundidad, en yacimientos que es capaz de alcanzar, pero ha de esforzarse para extraer de los minerales aquello que realmente quiere. Hay algo más todavía en la superficie de la Tierra: existe vida, y para que la vida sea y se propague, es preciso el carbono. No hay vida sin carbono, o, si cabe decirlo más exactamente, sin complejísimas moléculas compuestas de las que el carbono forma necesariamente parte. El carbono no es un elemento abundante en la Tierra, pero sí existe el suficiente, y su existencia es fundamental. El carbono, combinado con el oxígeno, el calcio, el sodio, el nitrógeno, el potasio, un cuerpo poco abundante, pero elemental, el hidrógeno, y otros muchos elementos, constituyen la estructura fundamental de los seres vivos. Y entre los terrenos de la superficie sólida, en que nunca falta el silicio, encontramos suelos blandos, fértiles, lo que llamamos humus, de que se alimentan las plantas, ricos en carbono y en óxidos o sales que necesitan para su alimentación todos los vegetales. Sin humus, la Tierra no sería verde, no se renovarían los bosques y las plantas, y el planeta entero sería un desierto estéril. Y, por supuesto, sí es preciso que recordemos aquí un hecho tan elemental, sin agua, ese líquido susceptible de disolver los compuestos de que se 61

alimentan las plantas, las raíces no serían capaces de absorberlos y transformarlos en savia. Y si las plantas no se reprodujeran en forma de frutos sobreabundantes, que no solo permiten su perpetuación, sino la alimentación de las especies animales, el sustento de muchos seres vivos no sería posible. Sirva esta digresión, que hemos intentado hacer lo menos extensa posible, para comprender la complejidad de la superficie de la Tierra, que proporciona todo lo necesario para la vida y su reproducción a lo largo de los tiempos. ¿Cómo es posible la existencia de tantos elementos y compuestos químicos precisamente en esa capa delgada e insignificante que es la corteza de la Tierra? ¿Cómo encontramos, por ejemplo, hierro, un metal pesado que sabemos que hace unos 4.000 millones de años se precipitó por obra de la «diferenciación» para ir a parar al centro del planeta? Hay que tener en cuenta que no encontramos en la superficie hierro puro, sino minerales compuestos de hierro, piritas, magnetita, limonita, hematites, oligistos, más ligeros por lo general, que se han conservado entre otros cuerpos que lograron mantenerse cerca de la superficie. Y que los materiales que vemos en nuestros suelos no siempre estuvieron allí. La convección, esa lentísima pero incesante corriente de ascenso provocada por el calor interno, ha hecho subir materiales que un tiempo estuvieron a grandes profundidades. La convección ascendente crea nueva corteza en la superficie de la Tierra a razón de 17 kilómetros cúbicos por año (por regla general, estos materiales «nuevos» ascienden hacia los fondos marinos; otros movimientos horizontales se encargarán más tarde de transportarlos a donde nos interesan). Se calcula que en las zonas activas de la superficie de la Tierra no hay minerales que lleven allí más de 300 millones de años. Cierto que una roca de granito, de basalto, una costra de caliza, pueden ser más antiguas; pero formaron un día parte de los fondos marinos, y, por supuesto, de capas más profundas. La superficie de la Tierra está siendo transformada continuamente por la erosión y por la sedimentación; pero hay otro factor que normalmente no tenemos en cuenta, y es la convección. Observábamos en el capítulo anterior que en la Tierra apenas se conservan cráteres de impacto, como los que convierten la superficie de la luna, de Mercurio, de Marte, y, a lo poco que sabemos, de Venus, en auténticos coladores: y decíamos que la erosión se encarga de borrarlos. Es cierto; pero también ocurre que un impacto, por enorme que sea, por catastrófica que haya sido la herida que provocó en la superficie de la Tierra hace miles de millones de años, ha sido absorbido por la subducción, sumergido tal vez en el magma semifluido, y elevado de nuevo por la convección millones de años más tarde, cuando de aquella horrible cicatriz ya no quedaba absolutamente nada. Es así como la convección nos proporciona en todo momento una superficie de la Tierra nuevecita, rica en compuestos, y de aspecto amable. Y nos aporta cosas que de otro modo no hubieran llegado hasta nosotros: metales, compuestos difíciles de combinar a la intemperie, gases necesarios, amén del reciclaje de determinadas materias o componentes del suelo o del aire. A fines del siglo XIX, el geólogo suizo Louis Agassiz, quedó asombrado al encontrar en los Alpes fósiles de moluscos y otros animales marinos, aunque no supo explicarse el misterio. Algo más tarde, E. Suess, autor de un precioso libro, La faz de la Tierra, escrito hace más de cien 62

años, supuso que las montañas más altas de Europa estuvieron en tiempos muy remotos sumergidas en el fondo de los mares, de los que habrían surgido por movimientos orogénicos o epirogénicos, tan asombrosos eran los movimientos de la superficie de la Tierra, aunque no era capaz de explicarse el mecanismo. Hoy se han encontrado conchas marinas en el Himalaya, o fósiles de especies tropicales en la Antártida; pero ya no nos extraña el hecho, por asombroso que de todas formas nos resulte. La Tierra es mucho más amena y variada que cualquier otro planeta porque se está renovando continuamente. Hay dos clases de corteza terrestre: la oceánica y la continental. La oceánica está formada por materiales más densos, entre ellos rocas oscuras, como el basalto o los gabros. Durante un tiempo se pensaba que los fondos del océano eran inmensas y tristes llanuras fangosas; C. Wyville-Thompson, el oceanógrafo que dirigió la famosa expedición del Challenger, en 1872-76, descubrió con sorpresa que en los abismos oceánicos hay rocas duras, montañas, cordilleras y barrancos, porque también allí la superficie sólida de la Tierra se renueva, se retuerce y se reforma: por fin se explicó el misterio de que se rompieran con tanta frecuencia los cables submarinos. La corteza oceánica es más pesada, pero más delgada: no suele pasar de 10 kilómetros de espesor. En algunos puntos muy concretos, incluso, parece que ese espesor es prácticamente nulo, es decir, que en los fondos más profundos de los océanos aflora el manto prácticamente hasta las aguas: ¡ahí es donde están buscando el manto los científicos del IOP, sabedores de que es más fácil explorar mediante batiscafos los fondos de los mares que perforar las rocas de la superficie terrestre! Por el contrario, la corteza continental está formada por materiales más ligeros, pero es mucho más profunda: tiene un grosor medio de 35 Km., pero en algunos puntos, tales el Himalaya, o los altiplanos de América del Norte o del Sur alcanza los 75. He aquí un fenómeno curioso, expresivo del soberbio equilibrio con que está concebida la Tierra. Hay zonas de altas montañas, algunas de las cuales se elevan más de 8.000 metros por encima del nivel del mar; y hay fosas submarinas, donde la corteza se hunde en profundos abismos de más de 11.000 metros por debajo de las aguas. Debería, por tanto, haber zonas más pesadas que otras, el manto debería estar soportando pesos muy distintos, y sin embargo no es así. No solo el material que constituye las montañas es más ligero que el que forma el fondo de los mares, sino que la corteza continental es allí más profunda, y bajo los mares más delgada. Cuanto más ligera, más gruesa; cuanto más pesada, más fina. Las montañas se elevan sobre una especie de montañas al revés, que hunden en el manto sus rocas de bajo peso; por el contrario, las llanuras tienen a un nivel más cercano las rocas más pesadas, y no digamos los fondos marinos, que son pesados por naturaleza. El resultado es un reparto igualitario en peso de la corteza. En la luna, y por lo que sabemos en Marte, hay «mascones», concentraciones de masa, que hacen que los satélites que giran alrededor sean atraídos con mayor o menor fuerza según los casos, y por tanto aceleran y deceleran. En la Tierra no hay mascones; la masa está perfectamente repartida, lo mismo en las zonas montañosas que en las deprimidas. El movimiento de los satélites es casi exactamente isócrono. Qué soberbio equilibrio. No sabemos por qué es así, pero sabemos que es así, 63

y probablemente no sin sentido. Reparemos por un momento en la faz de la Tierra. Hay montañas altísimas, de orgullosas cumbres cubiertas de nieve; hay valles suaves y feraces llenos de vegetación. Hay llanuras cómodas cruzadas por ríos anchurosos y solemnes. Hay zonas de bosques, que renuevan mediante la fotosíntesis la tasa necesaria de oxígeno. Hay paisajes bellísimos enriquecidos por las más caprichosas formas de la naturaleza. Hay costas recortadas y rebordes llenos de armonía. Hay horizontes extensos donde se pierde la vista hasta las más remotas lejanías, y otros ricos en accidentes caprichosos, que en cada recodo ofrecen continuas sorpresas. No toda la Tierra es grata en su feracidad, en su clima, en las posibilidades de su suelo; pero ciertamente hay tierras para todos los gustos, en las que pueden vivir sin agobio miles de millones de pobladores inteligentes. No faltan motivos para pensar que la superficie del mundo en que nos ha tocado vivir podría ser un paraíso si no nos empeñásemos a veces en convertirla en un infierno.

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LA HIDROSFERA

a corteza de la Tierra es sólida, pero la mayor parte de la superficie de la Tierra está cubierta por las aguas: concretamente el 72 por 100, quedando solo el 28 para los 65

continentes y las islas. Así es la Tierra, ese «planeta azul» que describió Yuri Gagarin en el primer viaje del hombre al espacio, y que sigue sugestionando a todos los astronautas. Esta sobreabundancia del agua en los mapas del mundo nos ha sorprendido alguna vez: ¿no hubiera sido más útil una preponderancia de la tierra firme?, podemos preguntar con cierta ingenuidad. Sin embargo, existen motivos para suponer que resulta preferible que las cosas sean así. También puede extrañarnos que, de los 1.360 millones de kilómetros cúbicos de agua que existen en nuestro planeta, el 97 por 100 sean agua salada, y solo el 3 por 100 agua dulce. Con todo, el agua dulce es, al menos de momento, suficiente para la vida, y el agua salada, aunque nos resulte más difícil comprenderlo, también cumple su función. Por ejemplo, y solo es un caso, el agua salada se mantiene en estado líquido con bajas temperaturas; los mares resultan navegables incluso a unos pocos grados bajo cero. Es una ventaja para la navegación. La Tierra es el único planeta de todos los conocidos en que el agua se encuentra en sus tres estados: sólido, líquido y gaseoso; y cada uno de ellos resulta absolutamente indispensable. El agua sólida es mucho menos abundante que el agua líquida; ocupa unos 28 millones de kilómetros cúbicos, apenas un 2 por 100 del total: se encuentra sobre todo en los casquetes polares —en la Antártida, en Groenlandia, en torno al polo Norte—, y en una proporción mucho menor en las altas montañas y en los glaciares que descienden de ellas. La Antártida es todo un continente, tan grande o un poco mayor que Australia, con montañas que llegan a los 5.000 metros; pero no todo el casquete polar antártico es continental: las expediciones que llegan a las regiones australes han de atravesar grandes extensiones de bancos de hielo flotantes, y solo después de cientos o miles de kilómetros de caminata llegan a la Gran Barrera: la zona continental. E incluso hay zonas del continente que están cubiertas por gruesas placas de hielo: es preciso perforar a veces dos o tres kilómetros de profundidad para encontrar rocas. Si el hielo antártico desapareciese (lo cual representaría una catástrofe irreparable) descubriríamos que el quinto continente es mucho menor y más bajo de lo que suponíamos, con grandes lagos en su interior. Menos voluminosa es la cantidad de hielo que está presente en Groenlandia, por más que se encuentran también capas muy espesas, o en torno al polo. Mucho hielo, en suma, aunque no tanto, tal vez, como nos habíamos figurado. Si se derritiesen los hielos polares, el nivel del agua del mar subiría 150 metros, o no mucho más. Y hay también agua en estado gaseoso, en forma de vapor, aunque es la que se encuentra en menor cantidad: solo unos 13.000 kilómetros cúbicos, suponiendo que la hubiéramos medido en estado líquido. En este aspecto, quizá convenga aclarar un punto en que muchas personas, incluso de un cierto nivel cultural, cometen un error muy extendido. En la atmósfera hay siempre una cierta cantidad de vapor de agua, y este vapor que no vemos es absolutamente incoloro, invisible, y está proporcionando al aire la necesaria humedad; (la tasa de humedad se mide en tantos por ciento, desde cero hasta 100 en el punto de saturación). En las zonas templadas, este porcentaje suele oscilar entre el 30 y el 70. Cuando se alcanza el 100 por 100, hay niebla. ¡Pero la niebla ya no es vapor de agua! Como tampoco son de vapor las 66

nubes. ¡Cómo!, ¡si siempre hemos dicho que las nubes están formadas por vapor! Pues hemos dicho mal. Las nubes están formadas por gotitas microscópicas de agua líquida. Nueva pregunta del lector curioso, que tiene todo el derecho del mundo a serlo: y entonces, cuando llueve, ¿no es que el vapor de las nubes se condensa en agua líquida? No: lo que ocurre es que cuando las gotitas de agua, en principio casi microscópicas, alcanzan un determinado grado de grosor, coalescen unas con otras hasta formar gotas más grandes; y llega un momento en que su peso supera la corriente de convección del aire que sube (en una nube el aire siempre está subiendo), y caen. (Si la temperatura es baja, se forman cristalitos de hielo, que alcanzado un cierto peso, caen también, y entonces nieva.) Cuando hablemos del ciclo del agua, habremos de ampliar un poco estos puntos. Finalmente, hay agua también en el subsuelo. Es difícil calcular la cantidad de agua subterránea que existe, pero por lo menos ocupa de 500 a 1.000 kilómetros cúbicos, en forma de bolsas o acuíferos. La tierra es porosa, y el agua se filtra por ella: así disuelve las sustancias del suelo y permite que las raíces de las plantas las absorban para su alimentación. Sin agua subterránea, de nada nos serviría sembrar semillas útiles, ni tampoco horadar pozos. En lugares muy secos, tal los desiertos, apenas existe agua líquida más que en el subsuelo. Los oasis son lugares donde el agua subterránea está a poca profundidad. En la Gran Bahía del sur de Australia, a lo largo de 2.000 kilómetros de costa, no desemboca ningún río. Los primeros exploradores de aquella región caminaron a orillas del mar, sin encontrar; inexplicablemente, una gota de agua dulce, hasta que fueron muriendo de sed, excepto uno de ellos, John King, que estaba en las últimas cuando tuvo la suerte de ser recogido por un ballenero. Sin embargo, el desierto australiano contiene una buena cantidad de agua subterránea, y hoy se extrae mediante pozos movidos por molinos: es la Gran Cuenca Artesiana. El milagro del agua El agua siempre fue considerada, y no sin razón, como uno de los cuerpos más importantes de la naturaleza. Para Tales de Mileto, uno de los primeros sabios de Grecia, que vivió en el siglo VI a. JC., era la base de todos los elementos: el mundo entero había surgido del agua. Más tarde, Empédocles formuló la teoría de los cuatro elementos fundamentales, la tierra, el agua, el aire y el fuego, y esta teoría se mantuvo bien que mal hasta el siglo XVIII. Fue en esa centuria cuando el inglés Cavendish intuyó que el agua era un cuerpo compuesto, y poco después el padre de la química, Lavoisier, la identificó como una combinación de oxígeno e hidrógeno. Sean cuales sean nuestros conocimientos químicos, todo el mundo sabe que el agua es una molécula compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, H2O. Su nombre técnico es «protóxido de hidrógeno», pero a nadie se le ocurre mencionarla de esta manera, ni falta que hace. El hecho de que sea un cuerpo compuesto y no un elemento —aunque se la sigue llamando simbólicamente «el líquido elemento»— no ha disminuido en absoluto su importancia. Es un cuerpo tan especial y dotado de unas propiedades tan extraordinarias, que tanto el biofísico Anthony 67

Corpy como el alemán Peter Gross, quizá el mayor especialista del mundo en el tema del agua, coinciden en el mismo título: «el líquido milagroso». Vamos a citar brevemente algunas de esas propiedades para darnos cuenta de su extraordinario papel en la naturaleza. Ante todo, la molécula de agua posee una estructura que le proporciona un poder de cohesión muy fuerte, y por tanto una gran estabilidad. El agua líquida tiende a permanecer líquida mucho más tiempo que otros cuerpos aparentemente similares; el alcohol o el amoníaco se evaporan rápidamente. Un vaso de agua se conserva con una evaporación mínima durante meses, tal vez un año. Por otra parte, bien sabido es que el agua sólida, el hielo o la nieve, apenas se calienta con el sol: es tan blanca, que despide casi todos los rayos solares que recibe. En agosto funcionan las estaciones de esquí de los Alpes, aunque los deportistas suden a causa del fuerte calor del verano. Lo que derrite la nieve o el hielo no es el sol, sino el contacto con otro cuerpo caliente, sobre todo la tierra y en menor grado el aire. A veces nos extraña observar que la nieve se derrite «por abajo», y los hilillos de agua líquida salen de la parte inferior de la capa de nieve, no de la expuesta al sol. Como un banco de hielo o un iceberg se funden por abajo, en contacto con el agua caliente. Tampoco es fácil que el vapor se condense en agua líquida: un aire purísimo haría casi imposible la lluvia, porque una gota necesita formarse en torno a un núcleo de condensación: basta un granito ínfimo de polvo. La estabilidad del agua se debe en gran parte a su estructura polar y a los llamados «puentes de hidrógeno». No hace falta que entremos aquí en detalles que pudieran resultar enojosos para muchos. Lo cierto es que el átomo de oxígeno tiene carga negativa y los dos de hidrógeno tienen carga positiva: por tanto se atraen. Y adoptan una disposición más o menos triangular. Con ello, los dos hidrógenos pueden atraer a la vez a un nuevo átomo de oxígeno de otra molécula de agua: el agua tiende a unirse, y en cambio no es fácil disociarla. Un hecho curioso de la polaridad del hidrógeno lo encontramos en un electrodoméstico hoy muy difundido, el microondas. El microondas no calienta: hace que se caliente el agua. Si introducimos por error una cuchara en un microondas (se nos aconseja que no lo hagamos), no se calentará. Pero se calienta el agua o cualquier cuerpo que contenga agua, así sea café con leche, una compota de manzana o una tortilla. Las ondas que emite el aparato, hacen girar rápidamente las moléculas de agua: y ya sabemos que el calor no es otra cosa que el movimiento molecular. Hemos inventado un instrumento para calentar que no emite calor. La estabilidad del agua se relaciona también con su elevada tensión superficial. La tensión superficial hace que una pequeña masa de agua adopte una forma de gota (si no está sometida a ninguna fuerza, la gota es esférica), una frontera bien definida entre el agua y lo que no es agua: como si la gota tuviera una corteza, que realmente no la tiene. Una aguja depositada suavemente sobre una superficie de agua tranquila no se hunde: no es que flote, que no flota, sino que es sostenida por la tensión superficial. También pueden sostenerse sobre la superficie del agua determinados insectos de poco peso. Y sin embargo, aquí está la aparente paradoja, el agua posee un alto grado de capilaridad: se 68

cuela por los conductos más pequeños, así sean los capilares de nuestro cuerpo que reciben el riego necesario de la sangre, como los diminutos vasos de los vegetales, o las delgadas pajillas de los vegetales, por donde sube el agua con asombrosa facilidad. Sin esa propiedad, apenas hace falta decirlo, no existiría la vida, al menos tal como la conocemos. El agua se cuela por todas partes, empapa, moja, cala. Y lo más curioso de todo es que, una vez introducida en un conducto capilar, puede conservarse líquida bajo temperaturas de hasta 20 grados bajo cero: otra cualidad providencial. El agua, al colarse por todas partes, lava muy bien, es por sí sola un detergente; pero al mismo tiempo lo disuelve todo: sales, azúcares, óxidos, otros líquidos, hasta gases: es conocida como el «disolvente universal». Si no disolviera las sales u otros cuerpos, no podría formar la savia que alimenta a los vegetales. Naturalmente, al disolver todas las sales, el agua lleva siempre sales disueltas. Solo mediante la destilación es posible obtener agua pura. ¿Que es esto un inconveniente? Todo lo contrario. El cuerpo necesita sales para fijar el agua al organismo. Si bebemos solo agua destilada, la eliminaremos sin apenas provecho: acabaríamos deshidratados. Lo mismo ocurre si bebemos agua de lluvia, o nieve. Los montañeros saben muy bien que beber nieve no sirve de nada, y llevan un poco de sal para mezclarla con el elemento blanco. De aquí que determinadas aguas minerales pobres en sales, indicadas para ciertas enfermedades, necesitan ingerirse en mayores cantidades que el agua del grifo, porque hidratan menos. También hay, por supuesto, aguas minerales ricas en una sal determinada que poseen propiedades saludables: incluso las que son poco sabrosas, como suelen ser las mineromedicinales. La verdad es que hay aguas de todas clases y para todos los gustos. Si decimos que determinada agua es sabrosa no es por el agua misma, que es perfectamente insípida, sino por las sales u otros compuestos que lleva disueltos. Conviene recordar que el agua del mar contiene tantas sales, que no es potable: no sienta bien al organismo y produce más sed que otra cosa. También conviene añadir que el agua reacciona con casi todo: con óxidos, con metales, con metaloides, con sales, produciendo hidratos y las más diversas formas de compuestos: en una enorme cantidad de reacciones químicas interviene el agua. También es indispensable para los cambios iónicos que se precisan para que surja la vida. Una cualidad muy conocida del agua es su muy elevado calor específico: puede absorber o desprender grandes cantidades de calor sin experimentar grandes cambios de temperatura. Todos sabemos muy bien que cuando el grado de humedad es fuerte, basta un poco de frío para que sintamos frío, o, viceversa, que sintamos calor cuando la temperatura es un poco más alta de lo ordinario. Soportamos muy bien un ambiente de catorce grados, al aire libre, pero si nos duchamos o nos sumergimos en agua a catorce grados, sentiremos un frío intenso. Por ello es el agua un termostato formidable; comoquiera que se calienta o enfría mucho más lentamente que otros cuerpos, la temperatura del mar evoluciona mucho menos que la de la tierra; por eso, en las cercanías de las costas, la temperatura es mucho más agradable que en las regiones continentales: hace más fresco en verano y mejor temple en invierno. Las islas Canarias están a la altura del Sahara, pero si en un mediodía de verano en el desierto se alcanzan 69

temperaturas de cuarenta a cincuenta grados, las Islas Afortunadas no suelen llegar a treinta; los veranos en Las Palmas o en Tenerife son mucho más suaves que en Córdoba o Sevilla, pese a la diferencia de latitud; por el contrario, en el interior de Andalucía puede helar en las noches de enero, mientras en Canarias una mínima de 15º es bastante infrecuente. Un hecho que mucha gente ignora: en el desierto sahariano, son muchas las noches de helada: suponer que en el desierto siempre hace calor significa no conocerlo; en las costas tropicales, por el contrario, las heladas son completamente desconocidas. Si no hubiera agua, las temperaturas en la Tierra serían mucho más extremadas, y en una buena cantidad de países, francamente insoportables. El elevado calor específico del agua explica que la utilicemos lo mismo como elemento de calefacción que de refrigeración. Por supuesto, nadie acudiría a la playa. Y aún nos queda por mencionar la cualidad más asombrosa del agua: en estado sólido pesa menos que en estado líquido: lo que esto significa es que ¡el hielo flota! Todos los cuerpos, cuando se solidifican, pesan más: con el agua ocurre exactamente lo contrario. Observemos la temperatura del agua en la mar: en la superficie, está aproximadamente a temperatura ambiente: en todo caso más fresca que el aire durante el día y más caliente durante la noche. Conforme profundizamos, la temperatura disminuye. A 100 metros puede estar a doce grados; a 1.000 metros, a seis grados, y a grandes profundidades desciende hasta cuatro grados; más exactamente, hasta 3,8º. En capas más profundas no se enfría más, o se encuentra tal vez a más elevadas temperaturas. ¿Significa esto que el agua no se congela? Todos sabemos que sí: pero no se congela en el fondo, sino en la superficie, en contacto con un aire muy frío. ¿Y qué ocurre entonces? Que el agua, al solidificarse, cristaliza en un sistema hexagonal. Esta forma podemos admirarla en los bellísimos cristales de nieve. Estos cristales ocupan más espacio que los que ocupaba el agua cuando estaba líquida, y por tanto tienen menos densidad: así es como el hielo flota. En las regiones polares o donde las temperaturas son muy bajas, el agua de los mares — o en su caso de los ríos— se hiela en la superficie; en determinados casos, llega a helarse una capa relativamente gruesa: así se forman los bancos de hielo, o los icebergs: pero siempre debajo de ellos hay agua líquida. De aquí que la única embarcación que puede llegar con seguridad al Polo Norte sea un submarino. En una novela del siglo XIX, escrita por Emilio Salgari, se describe esta hazaña extraordinaria; en realidad, no se llevó a cabo hasta 1958, cuando el submarino atómico «Nautilus», dirigido por el comandante William R. Anderson, llegó al polo bajo los bancos helados. Los esquimales pescan abriendo agujeros en el hielo, e introduciendo por ellos sus sedales. Y como ya indicábamos en páginas anteriores, los bancos de hielo, cuando llega el verano, comienzan a deshelarse no en su superficie, sino debajo del agua. Bien: supongamos por un momento que el agua, lo mismo que los demás cuerpos, es más pesada cuando se encuentra en estado sólido. ¿Qué ocurriría? Que cada invierno se formaría sobre las regiones polares una masa de hielo, que inmediatamente se iría al fondo; el invierno siguiente se repetiría la historia, y así sucesivamente, hasta que las capas de hielo superpuestas llegasen hasta la superficie. El hielo enfriaría las regiones circundantes, y a cada invierno se ensancharía la zona helada, que emergería con el 70

tiempo hasta la superficie, ampliando cada vez más el casquete polar. Como el hielo es el cuerpo que absorbe menos calor del sol, y lo despide casi totalmente, iría ganando terreno de forma progresiva hacia latitudes más bajas; ni siquiera las regiones ecuatoriales serían capaces de interrumpir el proceso. Al cabo de siglos, la Tierra entera sería una enorme esfera de hielo, a muchos grados bajo cero; la vida sería absolutamente imposible. Si esto no ocurre es porque el agua es un cuerpo de costumbres muy extrañas. Gracias a eso precisamente estamos nosotros aquí para contarlo. Los mares El planeta azul está cubierto en casi sus tres cuartas partes por aguas azules. Otros planetas tienen también zonas bajas, oscuras, llamadas por lo general «mares», pero en ellas no hay una gota de agua. Además, el mapa de Venus, de Marte, de Titán, satélite de Saturno, que sí puede tener pequeños mares de metano, es mucho menos armónico que el de la Tierra. Aquí, los entrantes y salientes, los mares secundarios que prolongan los océanos, las penínsulas, los cabos y golfos, los estrechos que comunican unos mares con otros dibujan un mapa caprichoso, diríase que lleno de imaginación y belleza, que proporciona a nuestro planeta una infinita variedad. Hay costas recortadas y costas rectilíneas, costas acantiladas y otras que descienden suavemente hacia las aguas. Los ríos forman estuarios navegables y bien protegidos, y en casi todas las costas existen puertos excelentemente abrigados, en cuya orilla se alzan casi siempre ciudades de tradición marinera. El mar, cerca de las costas, suele ser poco profundo, es frecuente una «plataforma continental», que desciende poco a poco hasta los 200 metros, y a este nivel se mantiene, a veces durante cientos o miles de kilómetros. Las plataformas continentales son por tanto fondos marinos llanos o casi llanos, de una profundidad no superior a 200 metros, poco accidentados, y por lo general ricos en pesca. En este aspecto, los españoles no hemos tenido suerte. Las costas de Europa cuentan con una enorme plataforma continental al oeste de Escandinavia, el mar del Norte, el Báltico, el Atlántico oriental y los inicios del Cantábrico. Es curioso: el Cantábrico está dividido por un escalón de noroeste a sureste: la parte francesa cuenta con plataforma continental, y la española, no. La Península Ibérica está rodeada de mares que pronto alcanzan profundidades de mil metros o más, y escasas en pesca. La plataforma continental solo se hace extensa de nuevo frente a las costas de Marruecos y el Sahara. España, que es uno de los países del mundo que consumen más pescado, ha de buscar este sabroso recurso a aguas extranjeras: al rico banco frente al canal de la Mancha llamado «Grand Solle» —los españoles solemos decir «Gran Sol»— o bien el banco sahariano, reclamado por Marruecos: con los consiguientes inconvenientes administrativos. Los pesqueros españoles también han de navegar al banco de Angola, al de Patagonia o al de Terranova, siempre frente a tierras extranjeras, que, aunque apenas consuman pescado, siempre reclaman sus derechos, y cobran si los ceden. La plataforma continental termina en una zona de transición en que la profundidad 71

del agua desciende a 1.000 o 2.000 metros, a veces con una complicada orografía submarina. Hasta que se llega a un escalón brusco y muy bien marcado, que desciende a un nuevo nivel de 4.000 o 5.000, por lo general casi llano y monótono: tal es la profundidad más frecuente en el centro de los océanos. Solo en puntos muy precisos el fondo marino se hunde hasta abismos impresionantes: son las fosas, por lo general no muy extensas, siempre en zonas de subducción, allí donde la corteza terrestre se hunde en el manto. Durante un tiempo, se estimó que la fosa más profunda era la Emden, frente a las costas de Filipinas, a 10.793 metros de profundidad; nuevas mediciones efectuadas por el batiscafo «Trieste» del famoso Dr. Piccard, más tarde por el «Alvin» o por el «Challenger», nos han abierto un nuevo panorama. Hoy, la fosa más profunda conocida es el «abismo Challenger», al sur de la isla de Guam, perteneciente a la larga fosa de las Marianas, con 11.033 metros de profundidad; siguen la de Tonga, al NE de Nueva Zelanda, con 10.822 metros; la Emden, con 10.793; la del Japón (al este de Hondo), con 10.554, la de las Kuriles, con 10.542 y la de Mindanao, con 10.497. Aún no se descarta que puedan existir fosas más profundas. El fondo de los océanos es mucho más difícil de medir que la cima de las montañas: hoy el sistema de ondas sonoras que se reflejan en los fondos marinos es una sonda francamente fiable; pero no sabemos exactamente dónde hay que buscar. Como vemos, las máximas profundidades del mar alcanzan valores más elevados que los de las más altas cordilleras (el Everest mide 8.882 metros de altura), por más que las pendientes submarinas sean menos pronunciadas. Si no es posible el «viaje al centro de la Tierra», tampoco es practicable otro de los más audaces imaginados por Julio Verne: «Veinte mil leguas de viaje submarino», en que el capitán Nemo y el profesor Aronnax visitan los fondos abisales protegidos por trajes muy resistentes, pero finos y elásticos, que permiten todos los movimientos. Ya lo quisiéramos: en las fosas marinas reinan presiones de 110.000 hectopascales, cien veces más fuertes que en la superficie terrestre: nos triturarían sin piedad. Por eso aún no se conocen del todo bien los abismos del fondo del mar, que todos los años, últimamente, nos están proporcionando las más inesperadas sorpresas. La mar es salada, demasiado salada para que podamos beberla. Su salinidad es, por término medio de un 35 por mil. Hay mares casi cerrados en que desembocan muchos ríos, de aguas más dulces, como el Báltico, con un promedio del 10, y en el golfo de Bothia solo el 6 por 100. Por el contrario, mares más secos y calurosos, como el Mediterráneo, alcanzan el 37 por 1.000. Y el Rojo, el más extremo de todos, llega a un 40. Todavía hay un «mar» más salado, aunque no pase de ser un lago: es el Mar Muerto, entre Palestina y Jordania, que ocupa la depresión terrestre más profunda del globo a 355 metros bajo el nivel del mar2. Es extraño aquel mar oscuro y casi inimaginable, en un paraje de paredes calizas y tierras del más árido desierto. Se imagina uno en un lago de otro mundo. La salinidad alcanza allí un 326 por 1.000: diez veces superior al de los océanos. En el Mar Muerto es casi imposible ahogarse; los nadadores sacan los hombros por encima del agua, y parte del pecho. Una fotografía publicada por la prensa nos presenta un individuo haciendo «el muerto» y leyendo tranquilamente el 72

periódico con los brazos muy levantados: ¿quién es capaz de hacer lo mismo en la mar? Tampoco es fácil nadar con soltura, y lo más difícil allí es justamente el buceo. La sal más abundante en aquel mar es el cloruro sódico, la llamada sal común; le siguen el bicarbonato cálcico, y otras muchas sales, algunas exclusivas de él, pues no existen en estado natural en ninguna otra masa de agua. Se considera al Mar Muerto un balneario natural, pues varias de esas sales son excelentes para la piel: pero que a nadie se le ocurra meterse en aquella agua salada y tibia si tiene alguna herida, porque el escozor que se siente es insoportable. Con todo, existe un turismo bastante socorrido que acude al Mar Muerto. ¿Por qué es salada el agua del mar? Fue Halley el primero que trató de explicarlo, aunque la explicación más completa es de Humboldt; y esta explicación viene a decir lo siguiente: el agua que los ríos aportan al mar es salada, ligeramente salada, como lo es siempre el agua potable; y esa sal se queda en el mar. Pero el agua de los ríos se está renovando continuamente y no aumenta su salinidad; el agua del mar, por el contrario, no se renueva, simplemente se evapora. Ahora bien, la sal no se evapora, se mantiene: y como continuamente está afluyendo nueva agua ligeramente salada, la cantidad total de sal que se acumula en el Un pequeño monumento situado en la orilla sur anuncia: «el lugar más bajo del mundo: 394 m. bajo el nivel del mar»: la información parece exagerada, pero ahora todo es posible, porque la extracción de sal y otros minerales está desecando el Mar Muerto, hasta el punto de que para llegar a él hace falta atravesar extensos barrizales. 2

mar es cada vez mayor. (Nota breve para el lector interesado: la explicación de Humboldt es tan ingeniosa y convincente, que merece ser verdadera, y la mayoría de la gente se la sigue creyendo. No lo es del todo. Las sales que aportan los ríos son preferentemente de calcio y magnesio, mientras que la sal del mar es ante todo de sodio —la mejor para salar los alimentos—. Este cloruro sódico procede en gran parte de los fondos marinos, allí donde existen «fosas hidrotermales» procedentes del manto de la Tierra, abundantes en sodio). La mar es llana, cuando no hace viento, lisa como un espejo; todos sabemos muy bien que es el viento el que levanta las olas, y proporciona todas esas formas de oleaje que conocen perfectamente los marinos: mar llana, mar rizada, marejadilla, marejada, fuerte marejada, mar gruesa, mar arbolada: esta última, muy peligrosa para la navegación, levanta olas de hasta doce o aun quince metros. Diríamos que la forma más deliciosa es la mar llana; justamente la que durante siglos los marinos han temido más, porque los barcos de vela quedaban inmóviles. Los navegantes a vela procuraban evitar en lo posible las calmas ecuatoriales. En el anticiclón subtropical existen las llamadas «latitudes de los caballos», caracterizadas también por sus calmas persistentes; el nombre viene del hecho de que los navegantes que viajaban a América, retenidos durante semanas enteras por las calmas, habían de sacrificar lo más precioso que tenían, los caballos, para poder subsistir, puesto que se les habían agotado las provisiones. Sin viento, los europeos no hubieran llegado jamás al Nuevo Mundo, ni los malayos a las islas del Pacífico. 73

Con todo, la superficie de la mar no es absolutamente llana. En muchos municipios españoles se lee una placa indicativa: «altura sobre el nivel del mar en Alicante, 469,0 metros. Altura sobre el nivel del mar en Santander, 468,3 metros. Santander y Alicante fueron los dos puntos de referencia adoptados en el siglo XIX por el gobierno español para medir la altura sobre el nivel del mar. Y en Santander el mar está alrededor de medio metro más alto que en Alicante, porque allí llueve más y la evaporación es menor. El estrecho de Gibraltar supone una continua fluencia de aguas del Atlántico hacia el Mediterráneo: pero este aporte no es del todo suficiente. No hace falta decir que el mar de nivel más bajo es el Rojo. En fin, quizá lo dicho tampoco sea demasiado cierto. Hoy se puede medir de manera muy precisa el nivel de las aguas mediante satélites. Y existen zonas donde la fuerza de la gravedad es más fuerte que en otras. Ya hemos dicho que la tendencia a la isostasia reparte muy bien el peso de la corteza terrestre, pero de todas formas existen diferencias muy pequeñas. Por ejemplo, la abundancia de minerales ligeros bajo el Himalaya, para compensar el peso de las montañas, se contrapone con otra zona en que la corteza submarina es más densa en el océano Índico, unos 2.000 kilómetros al sur de la península del Dekán. Allí la gravedad es más fuerte; y posiblemente este punto es aquel en que el nivel del mar es más bajo. De todas formas, este hecho no tiene mayor importancia. Sí merece recordarse un fenómeno de todos conocido que hace oscilar el nivel del mar. Nos referimos a las mareas, provocadas por la atracción de la luna. Todos sabemos muy bien lo que es la pleamar y lo que es la bajamar: una especie de onda muy suave, de miles de kilómetros de ancho, que al circular da la vuelta al mundo y hace subir o bajar el nivel de las aguas marinas. La diferencia de altura entre la pleamar y la bajamar es por término medio de unos cuatro metros. Nos hemos referido ya a las mareas (vid. pág. 10). Sería, por tanto, cuestión de dejar pasar el tema de largo, si no nos encontrásemos con la pregunta de un lector avisado, pregunta que agradecemos profundamente, porque nos proporciona la ocasión de tocar un extremo que no encontramos explicado casi por ningún profesor, casi en ningún libro de geografía. Es la siguiente: la luna pasa una vez al día frente a cada hemisferio de la Tierra; sin embargo, todos los que hemos vivido alguna vez a orillas del mar sabemos muy bien que hay dos pleamares al día: ¿Como es posible, si solo hay una luna? Lo mismo hemos visto en muchos dibujos de los atlas o de los libros de geografía: se ven en la Tierra dos abultamientos de pleamar, uno en el hemisferio que mira hacia la luna, otro en el hemisferio opuesto. ¿Cómo puede abultarse la mar justo cuando la luna la atrae desde el lado contrario? Vamos a buscar una explicación intuitiva, aunque no sea tal vez la más académica. Todos hemos aprendido en el colegio que la luna es un satélite de la Tierra, que gira alrededor de ella. Es casi así pero no es exactamente así. En todo el sistema solar — sobre todo ahora que Plutón ha sido borrado de la lista de los planetas principales— no tenemos ningún caso de pareja planeta-satélite comparable al sistema Tierra-Luna. Los satélites son ridículamente más pequeños que los planetas; los de Marte semejan dos granitos de arena en torno a un melocotón; Júpiter y sus satélites podrían compararse a 74

un melón y unas pepitas de ese melón. Por el contrario, la Tierra y la Luna vienen a ser algo así como una naranja y una ciruela. Tanto, que si existieran habitantes en Venus o en Marte, darían al tercer planeta del sistema solar un nombre en plural: «las Tierras...» o algo así. Y si toda masa provoca atracción, es evidente que la Tierra atrae a la luna y la luna atrae a la Tierra; cada astro hace moverse al otro. Ni la luna gira del todo alrededor del centro de la Tierra, ni la Tierra alrededor de la luna, sino ambas en torno a su centro común de gravedad. ¿Dónde está ese centro? Imaginemos que planeta y satélite están unidos por una barra rígida de hierro; ¿en qué punto habría que sostener esa barra para que el sistema, obrando como una balanza, no se inclinase en un sentido ni en otro? Ahí estaría justamente el centro de gravedad3. Tanto la Tierra como la luna giran en torno a ese centro. Y por tanto, la Tierra, como todo cuerpo que gira, tiende a caer sobre la luna (fuerza de atracción o centrípeta), pero al mismo tiempo tiende a salir disparada lejos de la luna, como la piedra sale disparada de la honda de los pastores (fuerza centrífuga). La Tierra es solicitada al mismo tiempo por dos fuerzas: puesto que ni cae sobre la luna ni sale disparada en dirección opuesta, esas dos fuerzas son equipolentes. Una es la fuerza que levanta la marea en el hemisferio que mira hacia la luna, y otra es la que levanta la marea en el hemisferio opuesto. Recordemos por último, si parece necesario hacerlo, que no todas las pleamares ni todas las bajamares alcanzan el mismo nivel: hay «mareas vivas», muy pronunciadas, y «mareas muertas» mucho más suaves. La razón es muy sencilla: las aguas del mar son atraídas especialmente por la luna, pero también por el sol; cuando la luna y el sol se encuentran aproximadamente en la misma o bien en opuesta dirección (lo que ocurre con la luna nueva o la luna llena), las mareas son vivas; cuando la luna apa 3 Hemos cometido una pequeña trampa, porque ese centro se encuentra ligeramente embutido en la misma masa de la Tierra. Pero, a efectos dinámicos, es lo mismo, puesto que el centro de gravedad se encuentra entre el centro de la Tierra y el de la luna.

rece más o menos a 90º del sol, concretamente en cuarto creciente o cuarto menguante, se registran mareas muertas. Para la navegación, o simplemente para darse un buen baño en la playa, es bueno conocer el horario de las mareas: la prensa de las ciudades portuarias suele anunciarlo. ¿Cuándo está el agua más templadita? Cuando la marea está subiendo, una o dos horas antes de la pleamar, sobre todo si tenemos mareas vivas. Lo que calienta el agua no es el sol, sino la arena previamente calentada por el sol. Las corrientes marinas Las aguas del mar no se están quietas. No solo se mueven las olas y las mareas, sino que se registran transgresiones y regresiones (sustituciones de unas masas de agua por otras, según las estaciones), y corrientes, como si en el seno de los océanos existieran verdaderos ríos. Una corriente marina puede tener cien, doscientos kilómetros de anchura; más aún en la parte final de su curso, cuando se dispersa en abanico; por el contrario, su longitud puede prolongarse por muchos miles de kilómetros: de ahí esa 75

cierta similitud con un río. Las corrientes marinas pueden estar provocadas por muy diversas causas, entre ellas cuatro principales, enlazadas entre sí: diferencia de densidad, diferencia de temperatura, diferencia de salinidad, y dirección predominante del viento. El agua fría es más densa que la caliente, e invade su espacio; pero a su vez el agua caliente suele ser más salina, y este hecho aumenta su densidad. De aquí que haya corrientes calientes y frías. Puesto que el agua posee un alto calor específico, una corriente puede cambiar el clima de un país, o de muchos países. Bien conocida es la Corriente del Golfo, o Gulf Stream. El Golfo de Méjico es una zona de aguas calientes y fuerte evaporación: por eso mismo sus aguas son muy saladas. Se cuelan entre la península de Florida y Cuba hacia el Atlántico a una velocidad de unos 6 Km. por hora, de modo que una embarcación lenta encuentra dificultades para introducirse en el golfo de Méjico por el estrecho de Florida. Comoquiera que la corriente tiene un ancho de más de 100 Km. y una profundidad de varios cientos de metros, su caudal equivale a ¡unas 200 veces el del Amazonas! Luego, disminuye su velocidad, y engrosa su anchura a más de 1.000 kilómetros, porque se dispersa. La Corriente del Golfo es la principal responsable del suave clima de los inviernos de Europa, sobre todo en las Islas Británicas y Escandinavia. El mar de Barents, al norte de Noruega, permanece deshelado casi todo el año: un fenómeno así no se da en ninguna otra latitud similar del mundo: tales son los beneficios del Gulf Stream en nuestro viejo continente. En 2005, un estudio realizado por especialistas de la universidad de Southampton, en Inglaterra, cree haber detectado un debilitamiento de la corriente; si esto se confirmara, la temperatura bajaría unos 5º en Inglaterra y unos 8º en Noruega: ¡se acabaría el paraíso europeo! Y esto, en la época del «calentamiento global». Pero no es seguro que vaya a ser así. Otra corriente templada es el Kuro Shivo, que garantiza un clima casi tropical al Japón. Por el contrario, hay corrientes frías. Una corriente fría se forma por lo general en regiones profundas, pero puede subir a la superficie al chocar con una costa. Una de las más conocidas es la de Canarias. El agua que procede del oeste va descendiendo hasta llegar al fondo en la costa de Marruecos; allí rebota, y sube fría a la superficie. Tal es el secreto del clima delicioso de las Canarias frente al tórrido del cercano Sahara Occidental. La corriente de Canarias se prolonga frente a la costa mauritana, que es poco profunda, y un auténtico paraíso para los peces. Existe la equivocada creencia de que los peces prefieren las aguas frías, y no es exactamente así: lo que ocurre es que las corrientes frías proceden del fondo, y arrancan nutrientes apetecidos por la fauna marina: de aquí que casi todos los bancos de pesca coincidan con aguas frías poco profundas. Otra corriente fría de naturaleza muy similar, y también rica en pesca es la de Angola. En ambos casos, las dos corrientes frías discurren frente a costas desérticas: el Sahara y Kalahari. No es ninguna casualidad; el agua fría no favorece la formación de nubes al ser baja su capacidad de evaporación. No menos importante es la de Labrador y Terranova, el coto preferido por el bacalao. Aunque sin duda la corriente fría más famosa es la de Humboldt, que procedente de las cercanías de la Antártida sube por toda la costa de Chile y de Perú hasta la altura de las islas Galápagos: es una de las corrientes marinas más largas del globo, y también responsable de otro desierto, el de Atacama. Pero la 76

corriente de Humboldt tiene en su tramo final desenlaces inesperados y decisivos en el clima. Todos los años, por Navidad, se debilita, a causa del verano austral y del avance de la Corriente Ecuatorial del Sur. Los peruanos dieron a este fenómeno el nombre de El Niño, por su coincidencia con las fechas navideñas. El Niño, en sí, es un fenómeno normal y previsible, y no tiene efectos nefastos; pero en ocasiones excepcionales se mantiene gran parte del año, y hasta dura, con breves interrupciones, varios años. Entonces, la corriente de Humboldt se detiene, la temperatura media sube cuatro o cinco grados sobre lo normal, en Perú y Ecuador se producen lluvias torrenciales ¡hasta en los desiertos!, y en otras partes devastadores ciclones. Por el contrario, en Australia e Indonesia se registran largas sequías y se pierden las cosechas. En 1982, el año más espectacular del fenómeno de El Niño, fallaron las lluvias en gran parte de Australia, se produjeron devastadores incendios, y se perdieron millones de cabezas de ganado lanar: hasta se decidió fusilar en masa a las ovejas, para evitar su lenta agonía. Desde entonces, se viene hablando de El Niño y de su frecuente aparición en los últimos años, relacionado, se dice, con el fenómeno del calentamiento global. Hasta que las aguas calientes se retiran de Perú para emigrar a Indonesia, y la corriente de Humboldt llega de nuevo al ecuador: es el fenómeno conocido como «la Niña», es decir, la restauración del régimen normal. Hoy menudean los estudios sobre esta y otras corrientes, que parecen influir de forma decisiva sobre los climas del mundo. Los mares están en continuo movimiento, se agitan, se mueven, sus aguas se mezclan, pero no siempre es así. Hay mares que permanecen prácticamente invariables durante millones de años. Cuando E. Le Danois, a mediados del siglo XX, proclamó el principio de la inmiscibilidad de las aguas, causó una auténtica revolución en la oceanografía. Hoy se admite la inmiscibilidad solo en algunos casos muy concretos, sobre todo en zonas de aguas inmóviles. Un caso llamativo es el del mar de los Sargazos, en el Atlántico Norte, entre las Azores y las Bermudas. Es una zona que coincide casi exactamente con el anticiclón de las Azores, circundada por la corriente del Golfo y la Ecuatorial del Norte; constituye, por tanto, una suerte de remanso: lo que va a parar allí, difícilmente vuelve a salir, tanto por falta de viento como por falta de corriente. De aquí el temor de los navegantes a vela. Las algas —el sargassum bacciferum— constituyen una especialidad peculiar, con sus ramificaciones (herederas, se piensa, de antiguas especies de árboles) y sus ampollas mucilaginosas. Los tripulantes de las carabelas de Colón creyeron con terror que iban a quedar atrapados por ellas. También se dan especies de cangrejos, como el nautilograpsus minutus, que no existen en otros mares. La salinidad del mar de los Sargazos es muy superior a la del resto del Atlántico, y también es muy distinta la tasa de oxígeno disuelto en el agua. El Mar de los Sargazos es una especie de mar fósil, se piensa que es lo que queda, junto con el Mediterráneo, del Tethys, el mar que circundaba la Tierra cuando la Pangea se dividió en dos. Otro hecho curioso: el mar Negro es, geográficamente, un subsidiario del Mediterráneo, con el que se comunica por los Dardanelos, el mar de Mármara y el Bósforo; sin embargo, no pueden imaginarse dos mares más distintos: el Mediterráneo es muy salado; el Negro figura entre los más dulces; el Mediterráneo es un mar caliente, el Negro, aunque está en una zona 77

soleada y templada, es frío (hay que ser ruso para atreverse a bañarse en sus playas). El mar Negro tiene la misma composición y casi la misma temperatura que el mar Blanco, casi 4.000 kilómetros más arriba, allá en el Ártico. Y es que en el mioceno el océano glacial se prolongaba hacia el sur por el centro de Rusia, ocupando lo que ahora es la cuenca del Volga, y comprendía el mar Negro: de aquí que dos mares tan lejanos (¡y hasta de nombres opuestos!) posean características tan similares. Casos de perduración como estos hay unos cuantos en los mares del mundo. El agua dulce en la Tierra Existe agua dulce en los lagos, en los ríos, en los charcos formados por la lluvia, en los acuíferos subterráneos. Algunos lagos son de agua salada y generalmente muy salada: el mar Muerto, el mar de Aral, el Gran Lago Salado, el lago Tchad. El mayor lago del mundo, el mar Caspio es de agua de escasa salinidad, pero no apta para la bebida. De agua dulce son los lagos de Europa, los Grandes Lagos entre Estados Unidos y Canadá, los Grandes Lagos africanos, y por supuesto todos los lagos de montaña. Los cinco Grandes Lagos norteamericanos (Superior, Michigan, Huron, Erie, Ontario) son en su conjunto la mayor superficie de agua dulce en el mundo (entre los cinco, suman la superficie de la España peninsular), y se encuentran casi conectados entre sí: concretamente entre el Erie y el Ontario se encuentran las poderosas cataratas del Niágara. Sin embargo, el lago más voluminoso del globo (no el más extenso) es el Baikal, en Siberia, no lejos de Irkutsk, gracias a su enorme profundidad. El Baikal llena una larga superficie hundida por una falla tectónica, que parece que en otro tiempo tuvo 7.000 metros de hondura. Es aún hoy uno de los fenómenos más curiosos de Asia, y contiene la quinta parte del agua dulce del planeta. Agua, por otra parte, de extraordinaria transparencia, que permite ver los peces a 60 metros de distancia. El Baikal, durante muchos años apenas conocido, es hoy un atractivo turístico, aunque ese hecho está provocando el comienzo de su proceso de contaminación. El tercer lago de agua dulce del mundo es el Victoria, en África central, que sirve de cabecera al Nilo. Hay infinitos lagos pequeños; en Finlandia, según cuidadosas estadísticas, existen 187.888. Los lagos suizos, entre las montañas nevadas de los Alpes, figuran entre los más bellos del mundo; todas las grandes ciudades, excepto Berna, justamente la capital, están a orillas de uno. Los ríos cumplen un papel fundamental, animan el paisaje, hacen circular grandes cantidades de agua dulce a lo largo de cientos o miles de kilómetros, sirven como vías de comunicación, o las facilitan por sus llanas orillas; riegan valles fértiles y con sus sedimentos tienden amplias terrazas apropiadas para cultivos de huerta o intensivos. La mayor parte de los regadíos artificiales aprovechan el agua de los ríos. Grandes civilizaciones aparecieron desde el neolítico a orillas de ríos importantes: el Yang-tsé, el Indo, el Éufrates y el Tigris, el Nilo. A sus orillas se han edificado las grandes ciudades del mundo: es imposible imaginar Londres sin el Támesis, París sin el Sena, Viena o Budapest sin el Danubio, Córdoba o Sevilla sin el Guadalquivir. Y algo que parece asombroso: la estabilidad del 78

agua, su resistencia a evaporarse, permite a muchos grandes ríos atravesar los desiertos: el Nilo en Nubia, Sudán y Egipto, el Éufrates y el Tigris en Mesopotamia, el Indo en la parte más árida de Pakistán, el Colorado en Arizona. Los ríos son una auténtica joya de la Tierra: muchos de los paisajes más bellos y pintorescos del planeta se reflejan en sus aguas. Todos tienen una riquísima historia que contarnos. Los caprichos de los ríos son legendarios. El Rin nace a pocos kilómetros de la Suiza italiana, y aseguraríamos que su vocación es el Mediterráneo; pero se dirige hacia el este; atraviesa luego Lietchestein de sur a norte, para pasar a muy pocos kilómetros del nacimiento del Ródano; rechaza este otro destino, se va al lago de Constanza, torna a occidente, se desploma por las ruidosas cataratas de Schaffhausen, y al fin alcanza Basilea, donde de pronto decide marchar al Norte, y se abre camino por entre los abetos de la Selva Negra. Su destino ya está señalado. Ha descendido lo suficiente para transformarse en un río navegable de llanura, aunque atraviesa un paisaje montañoso, por entre los macizos de Renania, coronados de históricos castillos. En Bonn se despide de las montañas y cruza anchuroso las llanuras renanas, por entre los parajes de más densa población de Europa. El río muestra una circulación tan densa de embarcaciones que no tiene que envidiar a una autopista. Luego se introduce en Holanda, y ocurre que el río más famoso del continente... no desemboca, o, por mejor decirlo, ninguno de los muchos ríos que desembocan en la costa holandesa se llama Rin: el curso se divide en infinitud de corrientes derivadas, de las cuales las más importantes son el Waal y el Lek. A pocos kilómetros del Rin, cerca de Andermatt, nace el Ródano, cuyo destino germano parece asegurado; pero se desvía al oeste por los valles del Valais, entre las dos cordilleras más elevadas de los Alpes, y va a dar al lago Leman. En Ginebra decide salir del lago por el punto más difícil: ha de atravesar tremendos cañones hasta una profunda falla, que le lleva hasta Lyon, y de allí toma decididamente rumbo al Sur, atraviesa toda Provenza y va a desembocar al Mediterráneo cerca de Marsella. Más extraordinario todavía, casi increíble, es el comportamiento del Danubio. A diferencia de sus parientes más cercanos, no nace en los altos neveros de los Alpes, sino en la placidez de la Selva Negra. Como que el nacimiento «oficial» del Danubio está en los jardines de un palacio. Naturalmente, hay que pagar entrada para verlo. Aquel punto se encuentra justamente en el vértice interior del recodo del Rin, que pasa a no muchos kilómetros por el sur, por el oeste, por el norte. Hubiéramos apostado cualquier cosa a que aquel modesto río juvenil está destinado a convertirse en un satélite del Rin; y hubiéramos perdido la apuesta. El Danubio tuerce de pronto hacia el este, parece que va a lanzarse al lago de Constanza, ¡donde le espera de nuevo el Rin!, pero en un gesto esquivo, huye hacia el Norte, atraviesa luego toda Baviera, se introduce en Austria por terrenos difíciles, hasta llegar a Viena, la capital imperial del Danubio Azul, por más que el Danubio nunca es azul, sino parduzco o amarillento. Sigue terco hacia el Este, convertido en un río enorme y caudaloso; en Sopron describe el famoso Codo del Danubio, único del mundo en un río de su magnitud, dobla al sur, pasa majestuoso por Budapest, donde mantiene su rumbo sur por una llanura infinita, que parece definitiva. ¿Va al Mediterráneo? ¿Al Adriático tal vez? No, elige entrar en Yugoslavia, por el camino 79

más difícil, encuentra un buen terreno cerca de Belgrado, pero luego se empeña en penetrar en Rumania, para lo cual ha de atravesar las montañas de los Cárpatos. Heroico comportamiento en las imponentes Puertas de Hierro, en los escabrosos y oscuros bosques de Transilvania, donde tiene su castillo el temible conde Drácula. Cruza enteramente Rumania, sirve de frontera con Bulgaria, y al fin alcanza su desembocadura, mediante un amplio delta... en el mar Negro, el más lejano posible a su lugar de nacimiento. Este absurdo comportamiento le permite atravesar Europa entera —diez naciones— de oeste a este. Causa cierta sensación encontrarse en Viena con barcos rusos, que han llegado hasta allí sin dificultad por el Danubio. No es el Danubio el único río cuyos caprichos le obligan a comportamientos heroicos. El Colorado ha de abrirse camino a lo largo del Gran Cañón en un trabajo increíble, abriendo una de las brechas más impresionantes de la Tierra. Es curioso, pero los ríos casi nunca eligen el camino fácil. No menos absurdos son los ríos africanos. En 1827, René Caillé, el marinero francés que fue el primer explorador del Níger, imaginó que su nacimiento en las montañas de Guinea-Conakry le llevaría por un corto camino al Atlántico; sin embargo, el río se empeñaba contra toda lógica en internarse tierra adentro. Caillé quedó fascinado por aquella extraña corriente, y se dispuso a seguirlo, cambiando con un indígena su paraguas por una piragua. El guineano sintió que había hecho un buen negocio, y fue el primer individuo de raza negra que abrió un paraguas, ante la admiración de sus compañeros, en tanto que Caillé logró lo que más deseaba: seguir el curso del río a lo largo de miles de kilómetros. El Níger sale de la selva, se interna en la sabana, atraviesa regiones cada vez más áridas, y Caillé se vio sorprendido ante ese fenómeno extraordinario que es el Delta Interior del Níger. El río se divide en una serie de brazos, todos ellos sin salida, excepto uno; a veces se convierten en grandes charcas. Caillé se desesperó, pero encontró el brazo bueno, por el que pudo seguir navegando, ¡ahora por el desierto!, hasta Tombuctú, una ciudad sagrada y prohibida, de la que salían las caravanas que atravesaban el Sahara. Sin embargo, los naturales le permitieron vivir unos meses en aquella insólita región, de la cual hizo curiosos dibujos. Al fin le admitieron en una caravana y consiguió regresar a Europa, donde se hizo célebre con sus relatos y sus dibujos. El Níger está a punto de suicidarse en el Sahara, hasta que el brazo útil tiene la buena idea de torcer hacia el sur: encuentra de nuevo la selva y las lluvias, y desemboca en Nigeria, en el golfo de Guinea. Otro río desconcertante de África es el Zambeze, que nace entre Angola y Zambia, y parece destinado al Atlántico. Sin embargo, sigue tercamente hacia el este, y atraviesa todo el sur del continente, para desembocar en el Índico. David Livingstone lo siguió intrigado. En plena selva se encontró con un ruido ensordecedor y una nube blanca que parecía subir al cielo. Sus guías se negaron a seguirle; fue Livingstone solo el que encontró las cataratas Victoria, una de las maravillas del mundo. Entusiasmado por el hallazgo, cometió dos actos de los que el gran explorador, médico y misionero, amante como nadie de la naturaleza, se arrepintió después: bautizar a las cataratas con el nombre de la reina de Inglaterra, y escribir con su navaja en la corteza de un árbol, sus iniciales, D. L. Después de infinitas aventuras, pudo llegar por el Zambeze a Mozambique. 80

Livingstone fue uno de los exploradores fascinados por el misterio del Nilo. Desde los tiempos de Heródoto, en el siglo IV a. JC., este misterio había permanecido indescifrable. El Nilo es un gran río que, procedente del desierto de Nubia, atraviesa Egipto y lo convierte en un país extraordinariamente fértil, a pesar de que allí no llueve casi nunca. Y por si esto fuera poco, el río ¡se desborda en verano! Tiene toda la razón del mundo Heródoto cuando afirma que «Egipto es un don del Nilo». ¿Cuál es su secreto? Durante siglos fue buscado, el mismo Livingstone exploró la zona de los Grandes Lagos, pero no dio con las fuentes. Lo hicieron poco después con éxito Burton y Speke. El Nilo es el único río del mundo que nace en el hemisferio Sur y desemboca en el Norte. Su fuente está en el río Kagera, que surge de las misteriosas montañas Ruwenzori y va a dar al lago Victoria, el mayor de África. De allí vuelve a salir la corriente en una tumultuosa cascada (Ripon). Desde entonces sigue rumbo norte. Atraviesa selvas, luego se introduce en la sabana y finalmente en el desierto. En Jartum recibe su principal afluente, el Nilo Azul, nacido en el lago Tana, en las montañas etíopes, que aumenta su caudal justamente en una de las regiones más secas del mundo. En principio parecía destinado al Índico, luego diríase que es inevitable inevitable su desembocadura el Rojo, y finalmente, después de salvar otras muchas cataratas, llega al Mediterráneo por Egipto: nadie lo hubiera adivinado. Sin este milagro, no hubiera existido una de las más grandes civilizaciones de la antigüedad, con sus pirámides, sus sabios y sus 32 dinastías. Su desbordamiento se explica por dos causas sumadas: la fusión de las nieves en las montañas abisinias, y la estación de las lluvias en los Grandes Lagos. Hoy el Nilo ya no se desborda, gracias a la construcción de la presa de Assuán, la mayor del mundo, que los egipcios llaman lago Nasser: con ello los cultivos del bajo Nilo han sufrido un cambio espectacular después de una tradición de más de cinco mil años. Otro río que se niega a desembocar en el mar más próximo es el más caudaloso del globo, el Amazonas. El Amazonas no atraviesa desierto alguno, y a lo largo de su curso discurre por regiones muy lluviosas. Salta alegre en cascadas por los Andes, y en lugar de buscar el muy cercano Pacífico, atraviesa Sudamérica de oeste a este, para desembocar en unas amplísimas bocas, al norte de Brasil. Su anchura es tan enorme en el tramo más bajo, que desde una orilla no se divisa la otra. Es un verdadero mar, un mar en movimiento y de agua dulce. Lleva al Atlántico un promedio de 120.000 metros cúbicos por segundo; en la estación de las lluvias, alcanza los 300.000. Endulza las aguas del Atlántico en una zona de más de mil kilómetros. Un río cercano, no tan caudaloso, pero también soberbio, el Orinoco, endulza el golfo de Paria, entre la costa de Venezuela y la isla Trinidad. Fue esta constatación sorprendente la que permitió a Colón darse cuenta de que había descubierto un Nuevo Mundo: «y tengo para mí que esto del agua dulce y un grandísimo río significa que hay grandes tierras hacia el Austro, de las que jamás ha habido noticia». Lo comprendió dos años antes que Américo Vespucio. Lo malo del caso fue que no quiso valerse de este descubrimiento para mantener sus derechos a las Indias, a las cuales no había llegado ni llegaría nunca. En fin, estábamos hablando del capricho de los ríos. Un ejemplo doméstico y significativo, y muy a mano, podemos contemplarlo 81

desde el pico Tres Mares (Peña Labra), en Cantabria, a donde se puede acceder por carretera. Allí vemos el inicio de tres ríos. Uno de ellos, el Nansa, va al Cantábrico. Otro, el Pisuerga, afluente del Duero, al Atlántico; el tercero, el Ebro, nace casi allí mismo, en Fontibre, pero no se dirige al mar más cercano, sino al más distante e improbable de todos, el Mediterráneo. El Ebro nace casi maduro en una pequeña laguna llena de surgideros ondulantes; y desde el primer momento va decididamente hacia el sudeste, y atravesando Cantabria, Burgos, la Rioja, Navarra, Zaragoza y Tarragona, no terminará hasta el Mediterráneo: nos dan ganas de preguntarle por qué escoge el camino más complicado. En fin, podríamos estar hablando hasta el infinito de los incomprensibles y casi siempre maravillosos caprichos de las corrientes de agua, y no terminaríamos nunca. Para terminar de alguna manera, sirva por una vez una experiencia personal. En cierta ocasión subí a una montaña de los Andes de Colombia, y ví allá abajo cuatro ríos caudalosos, en lugares muy distintos y en direcciones totalmente diferentes. Más tarde me enteré de que se trata del mismo río. El ciclo del agua En fin, hay también agua en la atmósfera. No es una cantidad realmente grande; se piensa que, reducida a estado líquido, ocuparía unos 23.000 kilómetros cúbicos. Pero es preciso tener en cuenta que la cantidad de agua implicada es mucho mayor, puesto que se está evaporando y precipitando continuamente: una buena proporción de agua que hoy está en la atmósfera no lo estaba ayer. Como que se piensa que en solo diez días la totalidad del agua de la atmósfera se intercambia con la de los mares o la de la superficie de la Tierra, líquida o húmeda. Y su papel es fundamental. Sin el agua atmosférica no podríamos vivir. En unas regiones muy húmedas, su presencia se percibe al instante; hay otras muy secas, pero en todas está presente, poca o mucha, una cierta cantidad de agua en el aire. Encontramos agua en el aire, en estado gaseoso, en estado líquido o hasta en estado sólido. El vapor de agua, queda precisado ya, es transparente, no lo vemos. Si lo vemos es porque se condensa en agua líquida, ya a nivel del suelo, en forma de niebla, ya en la atmósfera a cierta altura, en forma de nubes. La niebla y las nubes no son formas tan distintas como parece a primera vista. Si viajamos en un avión, y penetramos en una nube, nos sentiremos envueltos en niebla; lo mismo sucede cuando subimos a una montaña y alcanzamos el nivel de las nubes que veíamos bien formadas allá arriba: es niebla también. Las nubes son bellas y pintorescas cuando las contemplamos de lejos, pero se nos presentan como la pura monotonía difusa cuando nos encontramos inmersos en ellas. Las nubes, ya lo sabemos, están formadas por pequeñísimas gotitas líquidas, que no caen, porque las sostiene la corriente de convección: allí donde hay una nube, no lo dudemos, el aire está subiendo. Solo cuando las gotas coalescen unas con otras y se engrosan, hasta aproximadamente medio milímetro de diámetro, su peso supera la corriente de convección y caen en forma de lluvia. Realmente, en una nube está «lloviendo» continuamente, pero cuando las pequeñas gotitas bajan, llegan a niveles más calientes y se evaporan; el vapor sube entonces por efecto de la corriente convectiva, y 82

vuelven a formarse las pequeñas gotitas. Realmente, una nube no es «un objeto», es una zona donde la condensación del vapor forma gotas microscópicas, y esta zona está cambiando continuamente. Las gotas que la forman no estaban allí hace un momento, tampoco estarán dentro de un momento; por eso la forma de una nube varía sin cesar: tan pronto nos recuerda una mariposa como parece transformarse en un camello. La forma de las nubes es caprichosa y en ocasiones muy bella: sobre todo los cúmulos, que semejan navíos celestes: los cúmulos blancos y redondeados, o «cumulus uncinus» son nubes de buen tiempo; los cúmulos más gruesos, blancos y negros, con sus bullones, son los más espectaculares de todos («cumulus congestus»), pero pueden convertirse en nubes de tormenta (degeneran en «cumulunimbus»). Las nubes de formas más extraordinarias son las del trópico: zona del Caribe, islas del Pacífico: todo un espectáculo de auténtica fantasía que vale la pena disfrutar. La mayoría de la gente sabe distinguir bastante bien los tipos de nubes, y también sabe que los cirrus, esas delicadas plumillas que parecen casi inmóviles, muy altas, no están formados por gotas, sino por cristalitos de hielo. Por consiguiente, en la atmósfera conviven masas de agua en los tres estados de la naturaleza. Es costumbre hablar de «buen tiempo» cuando luce el sol y de «mal tiempo» cuando el cielo está nublado y cae la lluvia. Se trata tal vez de un prejuicio en que hemos caído casi todos. No se puede calificar al tiempo de «bueno» o «malo», en todo caso cabe considerarlo agradable o desagradable, oportuno o inoportuno, según nuestras necesidades, preferencias o proyectos. El sol como luminaria en el cielo es una necesidad, y sin él no podríamos vivir; tampoco podríamos vivir sin la lluvia. Las nubes templan los ardores caniculares, y constituyen un deseable cobertor aéreo en las noches de mucho frío. Todas las formas de tiempo son benéficas a su modo, aunque es cierto que nunca llueve a gusto de todos. En la Tierra, eso es cierto también, disponemos de climas para todos los gustos; unos son frescos, otros calurosos, unos soleados, otros cubiertos casi siempre de nubes, unos secos, otros extraordinariamente lluviosos. Nada en demasía, decían los griegos, y es cierto que los climas suelen en algunos casos exagerar; pero todos ellos son susceptibles de ser soportados por los hombres; hasta puede resultar increíble que los esquimales residan con absoluta naturalidad en terrenos helados y los tuaregs bajo calores que juzgaríamos intolerables: ¡y todos, sin embargo, aceptan vivir donde viven! El punto más caluroso del mundo, al menos por lo que se refiere a los registros oficiales, es el oasis de Azizia, en Libia, con una temperatura máxima de 57º,8 (a la sombra, por supuesto). En el Valle de la Muerte, desierto del interior de California, llegaron a 56º,6, concretamente el 10 de julio de 1913. Desde entonces, no ha vuelto a registrarse una temperatura tan alta. Por el contrario, en la base antártica de Vostok se ha alcanzado una temperatura de -89º: cierto que allí solo viven — y se reemplazan periódicamente— unos cuantos técnicos, generalmente rusos. Pero en las poblaciones siberianas de Verkoiansk y Oimiakon llegan a superar los -70º, y allí sí que viven valientes yakutos, que sobrellevan las gélidas temperaturas con estoicismo, aunque, eso sí, celebran la Fiesta de la Primavera con verdadera locura. El lugar más lluvioso de la Tierra es probablemente Lloró, en la zona de Chocó, costa pacífica de 83

Colombia, con un registro de 13.299 litros por metro cuadrado al año: en ocasiones caen verdaderas cataratas, que los naturales saben soportar con bastante buen espíritu. Muy lluviosas son también las poblaciones de Chena Yuni, en Assam, Bangladesh, con 11.400 litros: eso sí, la mayor parte de estas lluvias caen durante el monzón, es decir, solo en una época del año. Es preciso tener en cuenta el reparto anual de la lluvia para que no nos engañe la estadística. Suele decirse, y muchas veces es verdad, que el récord de lluvia en España lo ostenta Grazalema, en la sierra de Cádiz, con una media en el siglo XX de 2.153 litros al año; pero en Grazalema pueden transcurrir hasta noventa días consecutivos sin una gota de agua, cosa que no sucede jamás en Santiago de Compostela o en San Sebastián, donde las cifras absolutas son en cambio mucho más modestas. De modo que conviene matizar nuestros criterios sobre lo que es o no es un clima lluvioso: no es lo mismo cantidad de lluvia que horas al año durante las cuales está lloviendo (o bien número de días lluviosos). Suele decirse que el lugar más seco del globo es el desierto de Ata-cama, en Chile, con comarcas en las que transcurren hasta quince años consecutivos sin una gota de agua caída del cielo. En algunos de esos puntos no solo no hay vegetación, sino ni siquiera microorganismos. Y hay lugares en el Sahara que no les van a la zaga. Por lo que se refiere al asoleamiento, en Yuma, Arizona, se registran hasta 4.127 horas de sol al año, marca de la que no se conocen registros iguales en el mundo. Sin salir de Estados Unidos, Seattle solo disfruta, si vale el verbo, de 550 horas de sol; en Glasgow apenas alcanzan las 700, aunque los naturales afirman que la ciudad es muy soleada comparada con otros lugares de Escocia. En España solemos presumir de las 3.000 horas de nuestras playas del Sur y mediterráneas, ¡o de las 3.500 de algunos lugares de Canarias! Hemos citado casos extremos, porque es conveniente a todas luces tomar conciencia de las más categóricas diferencias climáticas del globo; pero es preciso añadir que los valores extremos son más la excepción que la regla, y en la mayor parte del mundo habitado las condiciones son mucho más «normales», aun con las consabidas diferencias que conocemos todos. Sigue siendo válida la afirmación de que el planeta Tierra es por lo general un mundo apto para vivir, y hasta para hacerlo en una mayoría de espacios naturales con cierto confort. Volvamos a nuestro discurso inicial. En la Tierra luce el sol, soplan los vientos, suaves o fuertes, hay nubes, llueve con cierta frecuencia, se registran temperaturas altas o bajas, pero por lo general soportables para la vida, y variadas de acuerdo con las estaciones: los biólogos entendidos en la cuestión estiman que estas diferencias estacionales son más convenientes que inconvenientes para nuestra existencia y desarrollo. El sol es una imprescindible fuente de luz y calor. La luz solar origina la fotosíntesis o función clorofílica, que permite que las plantas absorban dióxido de carbono para alimentarse, y, de paso, purifiquen el aire liberando oxígeno. El calor favorece la vida en todos sus órdenes. También el sol, al calentar desigualmente las distintas zonas de la Tierra, provoca el movimiento del aire: el aire recalentado asciende, mientras otras masas más frías ocupan su lugar. A esta convección vertical responde inmediatamente el traslado horizontal del aire: el viento. Sin sol, no habría viento. El ciclo del agua comienza con la evaporación. El calor solar evapora el agua de los 84

océanos; también, en menor grado, la de los lagos, los ríos o la tierra húmeda. El agua líquida se torna gaseosa, vapor. El vapor, empujado por los vientos, lo invade todo; por doquier existe vapor de agua, por más que sea en muy diversas proporciones. Cuando el vapor se acumula, y sobre todo, cuando se enfría, se condensa. Se enfría por el encuentro de masas de aire cálido y húmedo con otras más frías, o bien porque el aire se ve obligado a ascender, por convección, o por encontrarse con una barrera montañosa: ¿no nos hemos fijado que en las montañas abundan más las nubes que en la llanura? Al condensarse el vapor, se forman las nubes; y las nubes, empujadas por el viento, pueden recorrer miles de kilómetros, llevando el agua a donde no la hay. Cuando la condensación aumenta, las gotas, por su propio peso, caen, a veces con fuerza. Reconozcámoslo, aunque nos veamos obligados a abrir el paraguas: la lluvia es una verdadera bendición. El agua de los ríos no llega a todas partes, por mucho que la canalicemos; el agua de la lluvia puede beneficiar a miles o millones de kilómetros cuadrados. Una borrasca puede tener mil kilómetros o más de diámetro, y en gran parte de ese espacio está lloviendo: y comoquiera que el viento transporta la borrasca a través de continentes enteros, la lluvia bendice a docenas de naciones. Luego se forma otra borrasca, y otra, y otra. Cae agua pura, destilada. Recordemos, por si conviene, que si el agua del mar contiene muchas sales en disolución, la que se evapora es solo agua. La lluvia puede arrastrar partículas de polvo; sobre todo al principio, después de una prolongada sequía, puede venir acompañada de barro. ¡Bien que lo acusa la carrocería de nuestro automóvil! Luego el agua se hace cada vez más pura, limpia y lava la tierra y la naturaleza. La lluvia penetra sobre el terreno, lo fertiliza, disuelve las sales y nutrientes que necesitan los vegetales, forma parte de la savia que sube por hierbas y hojas. Bastan unos cuantos litros por metro cuadrado para encharcar varios centímetros de profundidad. Según la naturaleza del terreno, el agua profundiza más o menos. En tierras silíceas y arenosas penetra fácilmente; en las arcillosas, se detiene por más tiempo y forma charcos, que pueden permanecer varios días; en las calizas, encuentra grietas por donde deslizarse, se mezcla o combina con las sales, y forma con facilidad ríos subterráneos. Muchos de estos ríos dan lugar a vastas cavernas. Las más espectaculares cuevas, con sus caprichosas formas y con la maravilla multiforme de las estalactitas y estalagmitas, se generan en terrenos calcáreos. Al fin, las aguas se encuentran con capas impermeables y no pueden descender más. En unos casos, se depositan en bolsas subterráneas, y pueden obtenerse mediante pozos. Qué útiles son los pozos allí donde no llegan los ríos. En su mayor parte, las aguas subterráneas acaban por encontrar salida y surgen por manantiales. Las que no pueden empapar la tierra, ya saturada, discurren en escorrentías, y cuando encuentran una vaguada, se convierten en ríos. Los ríos cubren vastas cuencas, en una red de corrientes principales y afluentes. Ya hemos observado el capricho curioso de los ríos, que con sorprendente frecuencia recorren miles de kilómetros, hasta llegar tal vez a regiones donde apenas cae la lluvia, o hasta a desiertos, que gracias a ellos se tornan fértiles. Tarde o temprano, los ríos acaban desembocando en el mar, y le devuelven el agua dulce que aquél por evaporación había perdido. Un filósofo utilitarista de fines del siglo XVII, Mallebranche, sufrió terribles dudas de fe al 85

pensar que llueve sobre el mar. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene eso? ¿Es un error de la Providencia? Hoy la pregunta de Mallebranche no nos suscita más que una suave sonrisa. Pero podríamos responderle. Si no lloviera sobre el mar, éste iría aumentando progresivamente su tasa de salinidad hasta tornarse malsano y hacer imposible la vida. Gracias a la lluvia, mantiene, no aumenta, su nivel de salinidad. En fin, esta historia es bien sencilla pero maravillosa. Llueve sobre el mar, esta agua vuelve a evaporarse, los vapores forman nubes, las nubes producen nuevas lluvias, las lluvias caen sobre la tierra, los ríos la conducen por doquier hasta desembocar de nuevo en los mares. Así se consuma el extraordinario mecanismo del ciclo del agua, uno de los procesos más completos y más hermosos que conducen y renuevan la vida sobre la Tierra.

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LA ATMÓSFERA, EL GRAN OCÉANO AÉREO

a esfera sólida de la Tierra está en gran parte cubierta por una capa líquida, los mares y los océanos. Y encima de la corteza sólida o de la capa líquida hay una gran masa 87

gaseosa, el aire o atmósfera. Así es como, en un paso de no muchos kilómetros de abajo arriba, se pasa del estado sólido al líquido, y de este al gaseoso. La capa líquida no ocupa toda la superficie de la Tierra, sino aproximadamente las tres cuartas partes. La capa gaseosa envuelve por completo nuestro planeta, y se extiende tanto sobre la tierra firme como sobre los mares. Fue Alfred Wallace, colaborador de Darwin, el primero que habló de la atmósfera como «el gran océano aéreo», y la expresión se viene repitiendo desde entonces con cierta frecuencia. La atmósfera es, efectivamente, un océano por su extensión y su totalidad, por su carácter dinámico, con sus movimientos y corrientes, y por su fluidez, en que todo se mezcla. A. Weart ha calculado, en un trabajo realizado en 2003, que el CO2 que espiramos cada pocos segundos en nuestra respiración, se expande por toda la atmósfera en un periodo de meses. No es fácil precisar la altura de este océano aéreo. La troposfera, la zona del aire que más nos interesa, aquella en que se operan los fenómenos meteorológicos, tiene aproximadamente 11 kilómetros de altura; y concentra el 75 por 100 de la totalidad de la atmósfera; pero el aire, cada vez menos denso y más impalpable, se extiende a cientos de kilómetros por encima de nuestras cabezas; y todavía a mil de altura es posible encontrar trazas de atmósfera. A su tiempo, precisaremos un poco el papel de las capas superiores. Nos detendremos sobre todo en la troposfera, porque es aquella en que vivimos, y la que más servicios nos presta, aunque, ¡no lo olvidemos!, toda la atmósfera, hasta las capas más tenues y aparentemente despreciables, realizan funciones que resultan de incalculable utilidad. En líneas generales, y sin descender a más detalles, la atmósfera nos sirve para respirar y por tanto para purificar nuestra sangre y mantener el organismo. La máquina humana se sostiene mediante un proceso de oxidación y combustión, y la totalidad de ese oxígeno lo obtiene de la atmósfera. En segundo lugar, la atmósfera se mueve, los vientos transportan los pólenes que necesitan los vegetales para reproducirse, calentados por el sol (o por la tierra, calentada por el sol), crean a nuestro alrededor un ambiente grato, de temperatura tolerable, que nos permite vivir. El viento hizo posible la navegación desde los tiempos más primitivos, y empuja las corrientes marinas. El aire es transparente, y nos permite ver a través de él, pero tamiza ligeramente las imágenes que llegan algo desdibujadas a nuestros ojos, tanto más cuanto más lejanas, permitiéndonos una intuición muy clara de las distancias: cuanto más turbio es lo que vemos, por lo general más lejano. El aire transporta el vapor de agua y por consiguiente la humedad, como transporta las nubes, y por tanto el agua que nos cae del cielo, garantiza las cosechas y alimenta los ríos. El aire reduce considerablemente las diferencias térmicas entre día y noche, de suerte que ni nos abrasamos ni nos helamos mortalmente, como ocurriría en un planeta desprovisto de atmósfera (sin ir más lejos, nuestra compañera la luna, que alcanza durante el día temperaturas de 120º, y de noche 230º bajo cero. Las capas superiores de la atmósfera absorben radiaciones nocivas, que serían mortales de necesidad; y el mismo aire, en el que podemos movernos con tanta soltura, es un escudo protector casi inexpugnable contra el bombardeo de meteoritos y pequeños cuerpos cósmicos que alcanzan la Tierra y son volatilizados en las capas atmosféricas antes de 88

que lleguen a nosotros: de lo contrario, este bombardeo resultaría a la larga mortal. Si nos pusiéramos a considerar los beneficios, a veces de lo más inesperados, que nos presta la atmósfera, no terminaríamos jamás. Como ya se ha destacado en capítulos anteriores, la atmósfera no ha sido siempre la misma. Suele hablarse de la «primera atmósfera», o atmósfera primitiva, la que rodeaba el mundo en formación, cuando todavía era un planetesimal o un embrión en crecimiento; y la «segunda atmósfera», resultado de la desgasificación de materiales existentes en el interior de la tierra y arrojados a la superficie por los volcanes, por géyseres o por grietas que dejaron colarse a esos gases sometidos a fuerte presión. Sería quizá más preciso hablar de atmósfera primitiva, de origen cósmico, atmósfera derivada, de origen telúrico, y atmósfera actual, que es la respirable. Nada se parece la atmósfera actual a la del precámbrico, por más que ambas sean igualmente la «segunda atmósfera»; pero es que ésta evolucionó de manera muy espectacular. La primera atmósfera estaba formada principalmente de hidrógeno y helio, muy abundantes en la nebulosa primitiva. Estos gases todavía abundan particularmente en el sol, y son también los principales componentes de los planetas gigantes, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, que han sido capaces de retenerlos, gracias a su gran masa, y también al hecho de encontrarse lejos del sol. Los planetas pequeños y rocosos, Venus, la Tierra, Marte, los asteroides, perdieron toda la atmósfera primitiva, barrida por un fortísimo viento solar. Pudo existir un momento en que ninguno de estos planetas tuvo atmósfera alguna, como no la tienen esos cuerpos desiertos e inertes que son Mercurio o la luna. Luego, la desgasificación de materiales internos dio lugar a la «segunda atmósfera», que, al parecer, fue muy similar en Venus, la Tierra y Marte: nitrógeno, dióxido de carbono (CO2), dióxido de azufre (SO2), metano, argón, etc. Una atmósfera que nosotros no hubiéramos podido respirar. Un proceso hoy todavía no bien explicado hizo que en la Tierra casi todo el CO2 desapareciera, en parte absorbido por el agua, en otros casos disociado por radiaciones de alta energía, que originaron los primeros átomos de oxígeno libre: y a partir de entonces, por los primeros seres vivos, como los microorganismos, las algas y finalmente los vegetales. También descendió la tasa de azufre. La vida favoreció la vida, esto es, fue produciendo cada vez mayor proporción de oxígeno en el aire. Por el contrario, en Venus prevaleció sin remedio el CO2, y en Marte la mayor parte del oxígeno fue absorbida por las rocas. En la Tierra todo fue distinto, y porque fue distinto, aquí estamos para, entre otras cosas, analizar la composición de la atmósfera. La verdad es que la tasa de oxígeno y la de nitrógeno apenas se alteró: lo prodigioso fue la liberación del oxígeno como gas exento, que en otros planetas siguió formando parte de cuerpos compuestos. Hoy, el nitrógeno sigue siendo el elemento más importante en la atmósfera, casi cuatro veces más considerable que el oxígeno; pero eso es justamente lo que nos conviene: porque si en el aire no hubiera más que oxígeno, nuestras células se quemarían rápidamente, la vida no podría ser durable: tenemos justamente la tasa de oxígeno que más nos conviene. La falta de oxígeno, por el contrario, nos haría ahogarnos en un gas no respirable. La composición de la atmósfera, como casi todo el mundo más o menos sabe, es la siguiente: 89

Nitrógeno 78,8 por 100 Oxígeno 20,99 " Argón 0,94 " Dióxido de carbono 0,035 " Neón 0,001 " Vapor de agua Variable (de 0 a 2,5) También existen indicios de helio, kriptón, metano, y otros gases raros.

El principal componente del aire es, por tanto, el nitrógeno. Lavoisier fue el primero que demostró que el aire y el agua no son elementos. Con una diferencia: el agua es un cuerpo compuesto, resultado de la combinación del oxígeno y el hidrógeno, mientras que el aire no es una combinación sino una mezcla de oxígeno y nitrógeno. Llamó al oxígeno con este nombre, porque produce óxidos, lo oxida casi todo (el oxígeno del agua también contribuye a la oxidación de muchos cuerpos). En cambio, el nitrógeno era para Lavoisier un gas inerte. Observó que no era venenoso, pero si en una cámara cerrada se consume por combustión todo el oxígeno, el gas que queda, aunque abundante, no sirve para la respiración, y una persona inmersa en este gas se ahoga. Por eso Lavoisier llamó a este gas ázoe, «sin vida». (Todavía en francés, nitrógeno se dice azote). En realidad, el nitrógeno no es tan inerte como Lavoisier suponía. Se combina con otros elementos, y forma ácido nítrico o nitratos. Y al rebajar la tasa del oxígeno, convierte al aire en un gas ideal para la respiración. Por supuesto, el oxígeno, aunque no tan abundante, es el elemento vital por excelencia de la atmósfera, y absolutamente necesario para la vida. Nuestro organismo necesita oxigenarse sin cesar. Un ser humano normal puede estar de diez a quince días sin comer; puede resistir cinco días sin beber; pero no puede estar ni cinco minutos sin respirar. De los otros componentes de la atmósfera, el argón, el neón y el helio son «gases nobles» (una expresión clasista: no se casan con cualquiera), y al no combinarse son inertes. El argón sirve como propulsor, el neón es empleado, a muy baja densidad, encerrado en tubos, para producir fluorescencia. Puede extrañarnos que el agua y el dióxido de carbono figuren como componentes casi despreciables del aire, con la importancia que les concedemos... y que realmente tienen. El vapor de agua es un gas que realmente forma parte de la atmósfera, aunque, como veíamos en el cuadro anterior, alcanza valores muy variables, se dice que del 0 al 2,5 por 100. Sin embargo, y precisamente por esta variabilidad, no suele incluírsele en los porcentajes. Aludimos solo al vapor de agua, no a las nubes. El aire es un conjunto de gases, y el vapor es un gas. Por el contrario, las nubes, como son un conjunto de gotas líquidas, no forman parte del aire. Ahora bien, el vapor forma parte de las ventajas de la atmósfera: suaviza las temperaturas y distribuye la humedad por el globo, mientras, el CO2, que solo está presente en 300 ó 400 partes por millón, (tres o cuatro moléculas por cada 10.000 de aire) deja pasar el calor del sol, pero no lo deja salir, provocando un importantísimo «efecto invernadero». Hoy tendemos a suponer, porque nos lo repiten mil veces, que el efecto invernadero es esencialmente perverso. Realmente no es así. C. Fourier calculó, ya en el siglo XIX, que si no existiera dióxido de carbono en la atmósfera, la Tierra sería un carámbano helado, con una temperatura de por lo menos 20º bajo cero. Lo que 90

ocurre es que si aumenta por encima de sus tasas normales la proporción de CO2, la temperatura se dispara. Weart ha calculado (2003) que solo con que el CO2 constituyese el 1 por 100 de la atmósfera, la temperatura alcanzaría el punto de ebullición, y la Tierra, por supuesto, sería un mundo tórrido e inhabitable. En otro tiempo, mucho antes de la existencia del hombre, el CO2 fue sobreabundante, y la temperatura de la Tierra insoportable: alcanzaba cientos de grados. Afortunadamente, el dióxido de carbono fue en gran parte absorbido por las aguas, también por las rocas, y los vegetales se aprovecharon de su carbono, dejando libre el oxígeno para la respiración de los seres animales: todo está perfectamente calculado para que nuestra vida sea posible... si no nos empeñamos en alterar el equilibrio que nos depara la naturaleza. Roger Revelle ha estudiado el «ciclo del carbono», que funciona, como tantas cosas en este mundo, como una máquina perfecta. El carbono contenido en la atmósfera (principalmente en forma de dióxido) penetra en los océanos, principalmente en latitudes medias y altas. En gran parte se va al fondo del mar, en compuestos carbonados, especialmente carbonatos. Lo que queda, tiende a subir en latitudes bajas, y torna a la atmósfera: una proporción del que sale es utilizada por los seres vivos, y otra se mantiene en el aire, para provocar un suave efecto invernadero. Si el ciclo del carbono no recibe alteraciones, la tasa de COse mantiene inalterable, y el equilibrio queda perfectamente 2 autorregulado. De aquí la incuestionable importancia que tiene para nosotros no perturbar esa autorregulación. Las capas de la atmósfera En 1642 el Gran Duque de Toscana, Fernando de Médicis, había decidido construir una nueva fuente decorativa en los jardines de su palacio, y los obreros estaban abriendo un profundo pozo. Conforme aparecía el agua, la extraían por medio de una bomba. Sin embargo, al llegar a poco más de 10 metros de profundidad, el agua dejó de subir por el tubo, por afanosamente que trabajara la bomba. Nadie se explicaba el fenómeno. La idea vigente desde los tiempos de Aristóteles era la de que el agua, o cualquier fluido, sentía «horror al vacío», y tendía a llenar todo espacio que se dejase vacío de aire. Así funcionaban las bombas, y nadie discutía tal principio. ¿Por qué el extractor de agua dejaba de sentir «horror al vacío» a partir de diez metros de desnivel? Paradójicamente, la inexplicable falta de horror del agua llenó de horror a los entendidos. Nadie se explicaba aquella falta flagrante a las leyes de la naturaleza. El Gran Duque consultó con el matemático de la corte, Evangelista Torricelli, que se propuso resolver el misterio. Torricelli era ya un científico reconocido. Había sido secretario de Galileo en la última etapa de su vida, y por eso precisamente fue su sucesor en la corte de los Médicis. Intuyó que alguna fuerza empujaba al agua a subir por un tubo cuando en él se hacía el vacío, pero esta fuerza no era ilimitada: no podía con el peso del agua cuando esta llegaba a más de diez metros de altura. No cabía pensar en el horror al vacío. Y a Torricelli se le ocurrió la idea de que el agua subía por el tubo vacío porque estaba empujada por el aire. Probó con un líquido más pesado que el agua, el más pesado de 91

todos: el mercurio. Encontró un tubo de cristal de metro y medio de longitud. Llenó el tubo de mercurio, lo invirtió con la boca hacia abajo, y lo sumergió en una cubeta llena del mismo metal. El mercurio descendió hasta una altura de 76 centímetros por encima del nivel de la cubeta. En la parte superior del tubo se había hecho el vacío. ¡Y el peso de una columna de mercurio de 76 centímetros de altura es igual al de una columna de agua de 10,13 metros! El aire pesa, esa fue la deducción de Torricelli. Y es ese peso el que hace subir un fluido por un tubo en el que se ha hecho el vacío. Pero no indefinidamente: el peso de ese fluido nos indica cuál es el peso del aire. Es falso que el aire no pesa, como se creía por entonces. Presiona sobre todas las cosas, sobre nosotros mismos. Y si no somos aplastados es sencillamente porque las partes huecas de nuestro cuerpo no están vacías... están llenas también de aire. Torricelli inventó el barómetro, un instrumento para medir el peso o presión del aire. Aquel instrumento iba a ser fundamental en el mundo de la física, y dejó en claro que los gases también pesan: unos más que otros. El aire pesa. Ese peso se midió durante mucho tiempo en milímetros de mercurio. Un barómetro, al nivel del mar y bajo una presión normal, marca 760 mm. Ahora se prefiere tomar como unidad el agua, y se habla de que esa presión normal es de 1013 milibares. 1013 milibares equivalen a 760 mm. de mercurio. Últimamente, los científicos, que gustan cambiar de nombres, hablan de hectopascales. Un hectopascal vale exactamente lo mismo que un milibar. Vamos a tratar de complicarnos la vida lo menos posible. En condiciones normales, el peso del aire equivale al de 760 mm. de mercurio o 1013 cm. de agua, es decir, poco más de 10 metros. Sin embargo, el barómetro varía. Varía porque en unas zonas el aire es más denso que otras, o varía porque ese peso es menor cuanto más nos elevemos. Fue ese precisamente el experimento de Pascal: en 1648, con un amigo más experimentado, Florin Perier, subió a la cima de un volcán apagado, el Puy de Dôme, de 1.500 metros de altura, barómetro en mano, y comprobó que conforme ascendía, el barómetro marcaba cada vez menos presión. Pascal lo comprendió enseguida: ¡conforme subimos, menos cantidad de aire queda sobre nosotros! Así creyó poder calcular el espesor de la atmósfera sobre la tierra: aunque pronto comprobó que la operación es menos sencilla de lo que parece. Ahora, como queda dicho, la unidad de presión de un gas se llama pascal (un milibar equivale a 100 pascales o hectopascal). Una experiencia más emocionante fue la que vivió en 1804 otro gran físico, J. L. GayLussac, acompañado de otro profesor de física, F. Biot: subieron en un globo aerostático hasta la entonces descomunal altura de 7.010 metros; ¡casi como las montañas más elevadas del mundo! Desde los 4.000, comenzaron a sentir mareos, pero con evidente valor siguieron adelante. En los momentos finales, ateridos bajo una temperatura de 20º bajo cero, se dieron cuenta de que se estaban ahogando, bajo una presión que era poco más de un tercio de la normal sobre el nivel del mar. Un poco más, y hubieran muerto. Pero en ningún momento dejaron de medir las indicaciones del barómetro. Aunque mareados, consiguieron regresar a tierra. Aquellas medidas, y otras que se hicieron con posterioridad fueron incalculablemente útiles. En general, el aire desciende un mm. de presión por cada 11 metros que se suben; o 92

lo que es lo mismo, desciende un milibar por cada 8 metros. Claro está que después esta tasa no es siempre la misma, y de ahí la dificultad de medir el espesor de la atmósfera. Pero el hecho está claro: cuanto menos aire tenemos encima, menos peso hemos de soportar. Otro hecho que se advierte enseguida es que, en cuanto se sube, la temperatura baja. Esta realidad la observó ya san Alberto Magno, al contemplar las montañas nevadas. Y dedujo que si la temperatura baja con la altura, el sol no tiene nada que ver en el asunto. Si el sol estuviera cerca, el aire estaría tanto más caliente cuanto más alto. Pero el sol está tan inmensamente lejos, que nada importa que subamos mil metros o no. Lo que ocurre es que el aire es diatérmano, deja pasar el calor del sol sin calentarse él mismo. Lo que se calienta es la tierra, y la tierra caliente calienta el aire. Un cuadro muy sencillo de las variaciones de la presión y temperatura del aire es el que ofrecemos a continuación. ALTURA (en metros) 0 1.000 2.000 3.000 4.000 5.000 10.000

PRESIÓN (en milibares) 1.013 899 795 700 616 540 264

TEMPERATURA (en grados) 15 8,5 2 -4,5 -11 -17,5 -50

(La temperatura se expresa en valores promedio. Varía, como es bien sabido, a lo largo del día y del año). Esto significa que 5,5 Km. de altura, la presión se ha reducido a la mitad; es decir, tenemos por encima solo el 50 por 100 de la masa total de la atmósfera. En el Everest, a 8.848 metros, disponemos de solo un tercio del aire que respiramos acá abajo: la respiración se hace difícil, los montañeros jadean, y no pueden permanecer mucho tiempo en el glorioso techo del mundo, porque se ahogarían. Algunos se ahogan, en efecto. Sus primeros conquistadores, Edmund Hillary y Tenzing Norgay, en 1953, subieron provistos con botellas de oxígeno, y aun así a duras penas pudieron llegar a la cumbre. Hoy se ha impuesto, como norma deportiva subir sin oxígeno (solo se llevan botellas para casos de extrema necesidad), pero la hazaña encierra sus riesgos. Aparte de eso, las bajísimas temperaturas que imperan a aquellas alturas, los fortísimos vientos, y el peligro de terribles tempestades de nieve hacen que la aventura del himalayismo sea un casi constante juego con la muerte. A 15 kilómetros de altura, ya tenemos por debajo el 95 por 100 de toda la atmósfera, con una temperatura del orden de los 60 grados bajo cero. A veces, cuando viajamos en avión (los aviones comerciales no superan jamás esa altura), los pilotos se entretienen asustando a los viajeros con noticias sobre la temperatura exterior. Por fortuna, el aire acondicionado que llevamos a bordo nos permite un viaje confortable, con una presión en cabina, que siempre es más baja que la presión en tierra, pero nunca llamativamente escasa. Ni notamos siquiera la baja barométrica. Si por un desgraciado accidente el avión sufriera un desgarrón en su estructura, la despresurización sería muy rápida, la succión 93

del aire nos arrastraría por la cabina, la temperatura descendería hasta niveles insoportables, y sería preciso respirar con las mascarillas de oxígeno, mientras los pilotos descenderían a toda velocidad hasta niveles «humanos» para evitar la muerte de los pasajeros. De todas formas, es preferible no correr la aventura. Hasta ahí, hasta ocho, diez, doce, quince kilómetros, llega la troposfera, la capa atmosférica que conocemos mejor, y en la cual con mayor o menor facilidad, según los casos, podemos vivir. En la troposfera ocurren los fenómenos atmosféricos a los que estamos acostumbrados: los vientos, las nubes, las lluvias, las tormentas, las borrascas, los anticiclones, las subidas y bajadas de presión, las estaciones, y los fenómenos que permiten la vida y su desarrollo. Es tal su importancia, que a la troposfera hemos de dedicar un apartado especial. Ahora bien: con las troposfera no se acaba el aire, como suponía Pascal, sino que nuevas capas se elevan por encima, dotadas de características físicas sorprendentes, que a veces parecen desafiar las leyes de la lógica: quizá, aventurémoslo, porque nuestra lógica, aunque sea una máquina maravillosa para pensar, no tiene en cuenta todas las circunstancias de la realidad; y las leyes físicas sí las tienen. No hablaremos de las altas capas de la atmósfera sino lo indispensable, recayendo sobre todo en las circunstancias que —inesperadamente— influyen también en nosotros mismos. Las capas de la atmósfera, a diferencia de las capas marinas, no dependen solo del desnivel, sino de unas condiciones físicas muy especiales. Tengamos en cuenta que la atmósfera es la última capa —o la última serie de capas— que envuelve nuestro planeta. Después... el vacío, el misterio del espacio. Digamos que las más admitidas son las siguientes: a) la troposfera b) la estratosfera c) la mesosfera d) la ionosfera e) la exosfera f) la magnetosfera

de 0 a 12 Km. de 12 a 50 Km. de 50 a 90 Km. de 90 a 400 Km. También «termosfera» de 400 a 1.000/ 2.000 ? Km hasta 60.000 / 150.000 Km.

En general, estas capas están bien separadas entre sí por sus características físicas y hasta químicas, al punto de que se les reconocen también fronteras: la tropopausa, la estratopausa, la mesopausa, etc. De la troposfera hemos de tratar más detenidamente enseguida. Es de saber que su límite, aunque muy bien definido (la tropopausa) está a diferentes niveles, según la latitud. En el ecuador es más abultada —puede llegar hasta 15 Km.—, mientras sobre los polos es bastante más baja, de 8 a 9 Km. Esta deformación tiene la misma causa que el abultamiento ecuatorial de la esfera sólida: la rotación de la Tierra y la fuerza centrífuga que genera; como la atmósfera no es rígida, es lógico que se abulte por el ecuador mucho más. Pero se da una circunstancia que puede parecer curiosa: puesto que la temperatura 94

desciende con la altura, y la troposfera es mucho más alta en el ecuador, es allí donde se registran las temperaturas más bajas: hasta 60 grados bajo cero, mientras que por encima del polo pasan poco de los -40º. Curiosa paradoja: a gran altura, las temperaturas más gélidas se dan por encima del ecuador y no por encima del polo. En la troposfera se mantiene constante la composición de la atmósfera, excepto por lo que se refiere al vapor de agua: hay zonas en que la humedad es abundante y otras muy secas. La troposfera tiene un límite muy claro: la tropopausa: es allí justamente donde la temperatura deja de descender. La tropopausa es una pequeña lámina en que no se registran corrientes ascendentes, ni turbulencias, ni fuertes vientos: por tanto suele ser el nivel elegido por los aviones comerciales para realizar sus rutas intercontinentales, gracias precisamente a su estabilidad. Para vuelos más cortos, es más barato elegir cotas algo más bajas. La estratosfera se extiende aproximadamente entre los 12 y los 50 Km. de altura. Allí deja de bajar la temperatura, y este hecho tiene una importancia física colosal: es como una especie de tejado o tapadera que ni las tormentas ni los movimientos convectivos pueden traspasar: allí termina por tanto el «tiempo atmosférico»: no hay nubes, ni lluvias, ni frentes o depresiones: el cielo está siempre despejado, la sequedad en esas capas es absoluta. Eso sí, si no hay movimientos verticales del aire, sí se registran vientos horizontales muy fuertes: a veces de 200 Km. por hora. No pensemos que esa corriente es perjudicial para la navegación aérea, si un avión se decide a penetrar hasta allí: la presión del aire es tan tenue, que sentiríamos poco o más que una leve caricia. Pero el fenómeno más asombroso de la estratosfera es que la temperatura no solo deja de descender, sino que, después de una fase en que se mantiene aproximadamente a 10º, comienza a crecer, y puede llegar a los 70º. ¿Por qué se calienta el aire en la estratosfera? En aquellos altos niveles se acumulan, como sabemos, las capas de ozono, es decir, la molécula O3. Esta molécula captura la mayor parte de las radiaciones ultravioleta que nos llegan del sol: solo un 5 por 100, una proporción nada peligrosa, llega a la superficie de la Tierra. La función del ozono es por tanto providencial, puesto que no permite llegar hasta las capas bajas de la atmósfera los rayos más letales para la salud. Sin la capa de ozono, moriríamos pronto. Pero esta captura desarrolla un fuerte movimiento molecular que se traduce en una alta temperatura. Cuanto más densa es la capa de ozono, mayor es el calor. El ozono es un gas azul, y francamente inestable; con frecuencia pierde su átomo de oxígeno adicional. Pero nuevas moléculas de oxígeno, O2, son activadas por los rayos ultravioleta y se convierten en ozono. El equilibrio se mantiene, por suerte para nosotros. Ahora bien, todos hemos oído hablar del «agujero del ozono», y este hecho fue descubierto en la Antártida por el científico japonés Shigeru Chubachi, y confirmado en 1985 por el británico Joseph Farman y el mejicano Mario Molina. No se trata, entendamos, de un agujero formado por ozono, sino de una región en que el ozono escasea. El hecho, divulgado inmediatamente, puso en alarma al mundo. Por primera vez comenzó a decirse que el hombre está alterando el equilibrio de la naturaleza. ¿Cómo es posible semejante alteración? Los científicos tuvieron que discutir mucho sobre el tema, que aquí podemos simplificar hasta el extremo. Decíamos hace un momento que los gases de la estratosfera no pueden atravesar la barrera de la tropopausa, y ahora 95

descubrimos que eso no es del todo cierto. Hay grandes tormentas tropicales que ejercen tan tremendos empujes hacia arriba, que una parte de los gases troposféricos llegan a la estratosfera. En una proporción insignificante, pero la penetración se produce. Otra penetración completamente distinta, pero igualmente efectiva es el «vórtice polar». En el invierno se forma en torno a los polos un anticiclón fortísimo que llega a constituir una cúpula gigantesca, que a veces, sobre todo en la Antártida, perfora la tropopausa. Es la fuerza de este anticiclón lo que genera las bellísimas nubes tornasoladas, a que ya nos hemos referido (vid. pag. 16). Bien, estas penetraciones excepcionales son las responsables del mal, aunque la responsabilidad primera corresponde al hombre, si bien, todo hay que decirlo, fue una calamidad provocada con la mejor voluntad del mundo. Hoy se sabe que la destrucción de la capa de ozono está provocada por átomos de cloro, y este cloro procede de los clorofluorocarburos, CFC, empleados en propelentes, plaguicidas y aerosoles. ¿Cómo es posible, si estos compuestos fueron inventados precisamente porque son inertes y por tanto no contaminantes? Ocurre que las tormentas tropicales arrojan a la estratosfera una cantidad pequeña, pero significativa, de CFC. Siguen siendo inocuos; pero en la estratosfera, si bien no hay corrientes verticales, sí circulan fuertes vientos horizontales, que distribuyen su contenido en las más diversas direcciones. Una parte del CFC llega al círculo polar, y allí se encuentra con las nubes estratosféricas, nubes compuestas por cristalitos de hielo, en estado sólido. ¡Y allí y nada más que allí es donde pueden operarse las «reacciones heterogéneas» (entre dos cuerpos en distinto estado), que liberan átomos de cloro! Y el cloro es tremendamente ávido de oxígeno. Su víctima favorita es el ozono, que ya sabemos que es sumamente inestable. El cloro arranca un átomo del ozono, y éste queda convertido en oxígeno corriente, O2. Así es como se va destruyendo el ozono en las zonas polares —especialmente en la Antártida— y a lo largo del tiempo, en toda la estratosfera. La destrucción de la capa de ozono fue el primer problema provocado por el hombre en la naturaleza que se estudió. Costó averiguar la causa, bien compleja, ciertamente, pero el protocolo de Montreal en 1987 comenzó a dictar normas contra la producción de CFC, que fue confirmada en Kioto diez años más tarde. Hoy día, han desaparecido, según creemos, las causas que provocan la destrucción de la molécula de ozono. Todavía existe un «agujero» peligroso sobre los polos, incluso en latitudes medias es más peligroso que antes exponerse al sol durante varias horas —por ejemplo en las playas—; pero el problema parece ya controlado, y aunque el proceso de reconstrucción de la tasa perdida de ozono puede tardar décadas, es de esperar que el peligro mayor haya pasado. La estratosfera mantiene y es de esperar que nunca interrumpa su benéfica labor, y un día, si no fallan nuestras previsiones, se repondrá íntegramente la tasa de ozono estratosférico. —A una altura de aproximadamente 50 kilómetros, y hasta un nivel máximo de 80, se extiende la mesosfera, que algunos consideran que es, simplemente, la estratosfera superior. La diferencia, sin embargo, es bien clara: la temperatura deja de subir, y baja a niveles no alcanzados en otras regiones de la atmósfera; llegando a cotas de frío de hasta -100º. El motivo es muy sencillo: en esa zona ya no hay ozono, y como quiera que en 96

aquellas alturas queda ya muy lejos la corteza terrestre, el efecto de calentamiento resulta prácticamente nulo. Estamos en regiones donde la densidad del aire es escasísima. Pero aún quedan niveles superiores. —A una altura comprendida más o menos entre los 80 y 400 kilómetros se extiende la ionosfera o termosfera, dos nombres distintos, alusivos también a hechos diferentes, pero ambos muy merecidos. El primero, (ionosfera) porque por efecto de la radiación solar, los átomos se ionizan o disocian en partículas subatómicas (protones, electrones), formando un «plasma» cuya naturaleza exacta no debe interesarnos excesivamente aquí. Lo importante es que la materia ionizada refleja las ondas radio otra vez hacia abajo. Las emisoras de radio transmiten sus ondas a través del aire; pero no atraviesan la tierra: ocurre el mismo fenómeno cuando intentamos comunicarnos a través de nuestro teléfono móvil y nos encontramos con que «no tenemos cobertura»: es decir, no existe una antena repetidora cerca que recoja nuestra señal y la transmita por encima de las montañas a su lugar de destino. Desde Europa no podemos escuchar por radio una emisora americana, porque la curvatura de la tierra nos lo impide. Pero las ondas se reflejan en la ionosfera, vuelven hacia la superficie, y si es preciso suben de nuevo y vuelven a reflejarse, hasta vencer la distancia necesaria. Ahora ya existen satélites de comunicaciones, pero durante mucho tiempo no hubiera sido posible comunicarse por radio —o televisión— con otros lugares lejanos de la tierra si no fuera por este papel tan útil de la ionosfera. Y el nombre de «termosfera» es igualmente bien merecido, puesto que a aquellos altos niveles la temperatura, precisamente por la ionización de la materia, vuelve a elevarse: alcanza nada menos que 100º. Cierto que esa temperatura es ya, a efectos meramente térmicos, muy poco relevante, puesto que la densidad de la atmósfera es bajísima, inferior a la que puede obtenerse en un tubo de vacío. Pero otras funciones físicas de fundamental importancia cumple la alta atmósfera: es allí donde las partículas cargadas —también iones— del viento solar se manifiestan en extrañas luminescencias que llamamos auroras polares. En Suecia, Noruega, Finlandia, están muy habituados a estos bellos efectos, semejantes a nubes luminosas de los más diversos colores, que como cortinas se despliegan en continuos movimientos allá en las alturas de la noche. Cuando el sol se encuentra en un máximo de actividad, son muy frecuentes las auroras polares. Algunas de ellas son tan intensas, que llegan a verse en latitudes medias, como la de 1938, la mayor quizás que se recuerda, bien visible desde la Península; hubo otra, no tan intensa, en 1949. Estas «tormentas magnéticas» llegan a dificultar las comunicaciones por radio, o por televisión —ahora también por teléfono mediante satélite—, pero no son peligrosas para los que vivimos en la superficie de la Tierra. Estamos bien defendidos por la propia naturaleza. —Y aún podemos hablar, y lo haremos brevísimamente, de la exosfera y la magnetosfera. La exosfera es la capa más exterior de la atmósfera, y se extiende desde los 400 a los 1.000 Km. de altura: según algunos, aún hay vestigios de atmósfera a 2.000 Km. ¡Es tan difícil precisar hasta dónde se extienden las últimas partículas del aire! Allí el concepto térmico desaparece, de modo que no vale la pena referirse a la temperatura, los escasos restos de gas no pueden ser retenidos por la atracción terrestre, debido a sus 97

rápidos movimientos, y se escapan o pueden escaparse libremente al espacio exterior. No temamos, sin embargo, que esta escapatoria pueda significar que un día nos quedemos sin atmósfera. La cantidad de partículas que perdemos es absolutamente despreciable en comparación con la que hay. Todavía más: la magnetosfera, a la que ya nos hemos referido en su lugar (vid. pág. 74) no es exactamente una capa de la atmósfera, sino una zona alrededor de la Tierra influida por el campo magnético terrestre, que nos protege de las radiaciones peligrosas: no solo del viento solar, sino, por ejemplo, los llamados rayos cósmicos. Sin esta protección, nuestra salud y aun nuestra vida se encontrarían en peligro. Sobre todo los cinturones de Van Allen y de Appleton constituyen una defensa insustituíble. Solo una proporción relativamente pequeña de partículas cargadas del viento solar desciende por encima de los polos a la ionosfera, y allí provoca las bellas auroras, pero apenas desciende más. La magnetosfera alcanza una altura de 60.000 Km, y aun en algunos puntos pasa de los 200.000: constituye como una especie de «cola magnética». Esta referencia a una suerte de «cola» de la Tierra nos sugiere un fenómeno que, aunque tampoco estrictamente atmosférico, merece una referencia, porque casi nadie lo conoce. Nos referimos al Gegenschein. Esta palabra alemana, que viene a significar algo así como «resplandor en sentido contrario», se ve de noche como una especie de tenue luminosidad en el cielo. Durante un tiempo, se interpretó el Gegenschein como una cola de polvo, similar a la de los cometas, aunque muy tenue, que tenía la Tierra. En realidad no es tal. Se trata, simplemente, de que nuestra atmósfera actúa como una lente, que concentra los rayos del sol en un foco que se encuentra, lógicamente, en dirección opuesta al astro del día. Para encontrar este débil resplandor hay que escoger una noche muy oscura, lejos de toda luz artificial. A veces son preferibles unos prismáticos, y el que tenga habilidad con la fotografía puede obtener buenos resultados. Hemos de buscar siempre en dirección opuesta al sol, para lo cual es necesario un conocimiento muy elemental de la astronomía de posición. Si estamos en junio, y el sol brilla en Tauro, debemos mirar cerca de la medianoche, en dirección a Escorpio: si estamos en otoño, y el sol se encuentra en Libra, debemos mirar hacia Aries... y así sucesivamente. En realidad el Gegenschein no es una cola de la Tierra ni siquiera de la atmósfera: es el polvo cósmico iluminado por la lente atmosférica. Es como la firma de la Tierra en el espacio. Aunque no sea más que por su significado simbólico, vale la pena que alguna vez intentemos verlo. Para terminar: ese polvo cósmico no es peligroso. La Tierra choca, a una velocidad media de 30 kilómetros por segundo, con infinidad de partículas de ese polvo, más fino que las arenas de una playa. Esa partícula de polvo se incendia inmediatamente, y lo que vemos es una estrella fugaz. A mediados de agosto, son, por ejemplo, muy abundantes, y la gente las conoce como las «lágrimas de san Lorenzo». Las estrellas fugaces no tienen significado astrológico alguno, ni revisten el menor peligro. Sí puede revestirlo el encuentro con cuerpos cósmicos de mayor tamaño; pero a ello nos referiremos en un capítulo posterior.

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Cómo se mueve el aire Volvamos a la troposfera, que es aquella zona de la atmósfera en que vivimos y aquella en que tienen lugar los fenómenos propios del tiempo atmosférico. No es en modo alguno exagerado decir que vivimos en la troposfera, puesto que por lo habitual solo apoyamos en la litosfera las plantas de los pies. La mayor parte de nuestro cuerpo reside, al menos mientras estamos despiertos, en el aire, y lo está atravesando y respirando sin cesar. Realizamos unas 24.000 respiraciones en un día; que a un promedio de medio litro por respiración, suponen unos 12.000 litros diarios. Y esa es una tasa relativamente pobre, porque, en virtud de una especie de pereza inconsciente, tendemos a respirar solo la cantidad indispensable. Los médicos nos aconsejan realizar de vez en cuando inspiraciones y espiraciones fuertes. Por supuesto, cuando nos movemos o hacemos ejercicio, respiramos mucho más que en reposo. Si tenemos en cuenta que para vivir necesitamos solo dos o tres litros de agua al día, podemos establecer comparaciones. En conclusión, y teniendo en cuenta lo que rodea por casi todas partes nuestro cuerpo, y lo que de ese gas participamos, somos en cierto modo ciudadanos de la atmósfera. Y ese aire que nos rodea es una realidad eminentemente dinámica, se mueve sin cesar. Las situaciones de calma absoluta son más bien excepcionales. Nos damos cuenta de que el aire se mueve porque sentimos el viento en la cara, porque vemos cómo una bandera flamea o se mueven las ramas de los árboles; lo percibimos también en el movimiento de las olas o de las nubes. A veces las nubes no se mueven en la misma dirección del viento que señalan las veletas, porque reinan otros vientos en altura. Las veletas gozan de una especial mala fama de caprichosas, cuando en realidad, si están bien fabricadas, reflejan con admirable fidelidad la dirección del viento: lo que ocurre es que la dirección del viento varía con frecuencia, y tampoco por capricho, puesto que sigue las leyes de la naturaleza. El viento no solo varía de dirección, sino de fuerza. Un viento que se mueve a cinco kilómetros por hora (la velocidad de un hombre a la marcha) es una brisa suave; un viento de quince a veinte kilómetros por hora es ya un «viento fresquito». Un viento que circula a cien kilómetros por hora es propio de una tempestad. Solamente en regiones del mundo en que se registran ciclones, tormentas tropicales y otros fenómenos parecidos, el viento alcanza los doscientos kilómetros por hora, o incluso más, en situaciones de excepción. También en las regiones polares y sobre todo en la Antártida, y no precisamente por tormentas, sino a causa de potentes anticiclones, pueden soplar vientos huracanados. En la mayor parte de nuestro mundo habitual, la fuerza del viento es casi siempre soportable. Este intercambio de aire de unas regiones a otras es por muchos motivos benéfico. En las grandes ciudades nuestra salud padecería grandemente si no soplara el viento. Por otra parte, el aire caliente procedente de regiones cálidas templa las frías, mientras el aire frío refresca otras más calientes. La tendencia a la compensación obedece a motivos relacionados con la dinámica de los gases y los fenómenos convectivos. Un centro de aire cálido tiende a buscar expansión, lógicamente hacia áreas más frías, y un centro de aire frío invade con preferencia zonas 99

más cálidas. Si no existiera esta transferencia natural de temperaturas de unas regiones a otras, las más cercanas al ecuador serían cada vez más calurosas, y las próximas a los polos cada vez más frías. El intercambio por medio del viento no basta, por supuesto, para equilibrar las temperaturas, ni sería eso lo deseable; pero impide que se incrementen las diferencias y mantiene una conveniente estabilidad. El aire se mueve por razones térmicas o por razones mecánicas, aunque en el fondo todo obedece a la formidable máquina térmica que es el calentamiento de la Tierra por el sol. Allí donde el terreno se calienta más que en zonas vecinas, el aire se hace más ligero y sube a niveles más altos, donde se desparrama; entretanto, otras masas de aire más frío vienen a llenar el hueco y sustituyen a las que han subido. Cómo agradecemos en un día de calor estas aportaciones, por la tarde, del viento refrescante. En las zonas costeras es frecuente el «régimen de brisas», también llamado de «terrales y virazones». Ocurre que la tierra se calienta más rápidamente que el mar. A la hora del calor, salta la brisa del mar, y el aire refresca. Por la noche, se enfría más rápidamente la tierra que el mar. Entonces sopla la brisa de tierra, muy visible a primera hora de la mañana.... hasta que la tierra se calienta más, y así sucesivamente. También se mueve el aire de las zonas en que es más denso a aquellas en que es menos denso. Los anticiclones tienden a rellenar la depresión de las borrascas; si no lo consiguen del todo, ello se debe a la fuerza centrífuga del aire que se mueve en torno al centro de una borrasca. Por suerte, añadiremos, porque de lo contrario siempre llevaría las de ganar el aire denso, el anticiclón, y las lluvias serían casi inexistentes. Pero esta lucha entre aire denso y aire ligero no concluye jamás. Por lo que se refiere a la circulación general del aire, el modelo establecido por los teóricos —quizá demasiado simplista— sería el siguiente: el aire recalentado en el ecuador, se haría más ligero, ascendería a las alturas, y emigraría hacia los polos, donde se enfriaría cada vez más. Cerca de los polos, frío y pesado, descendería, y establecería una corriente de retorno a ras de tierra, hasta regresar al ecuador. En el hemisferio Norte, el aire subiría y ascendería hacia el polo Norte, para regresar luego a nivel del suelo: soplaría viento sur en las alturas, y norte en la superficie. En el hemisferio Sur ocurriría exactamente lo contrario. Si esto fuera así, el régimen de vientos sería muy aburrido, todo muy previsible, y apenas habría choques de masas de aire a diferentes temperaturas; es decir, no habría «tiempo» y hasta probablemente no habría lluvias. La realidad es muy distinta, por la sencilla razón de que la Tierra gira: gira de oeste a este (y por eso nos parece que los astros «se quedan atrás» de este a oeste), y desvía el viento. ¿Por qué? Porque el viento tiende a conservar su valor angular, o lo que es casi lo mismo, a mantener su propia inercia, y no todas las partes de la Tierra giran a la misma velocidad. Este hecho tiene una importancia fundamental. Expliquémoslo de la manera más sencilla, y probablemente se comprenderá sin dificultad. La Tierra, como cuerpo rígido que es, gira a la misma velocidad angular: da una vuelta con respecto a los astros cada veintitrés horas cincuenta y seis minutos; con respecto al sol, que es lo que a efectos prácticos nos interesa, cada veinticuatro horas justas. Gira quince grados cada hora, y por tanto trescientos sesenta grados cada veinticuatro horas. Eso lo sabemos todos muy bien. ¡Pero como es una esfera, no toda la Tierra gira a la misma velocidad 100

real! El ecuador gira muy rápidamente, nada menos que a 1.700 kilómetros por hora. Sin embargo, a otras latitudes, como los paralelos son cada vez más cortos, gira más despacio. Por ejemplo, Madrid gira solo a 1.200 kilómetros por hora; a 60º de latitud, a la altura de Escocia o de Estocolmo, va a 850... y en el polo rota como el eje de la rueda de un molino: da vueltas, pero permanece siempre en el mismo sitio: es decir, su velocidad de desplazamiento es cero. Lo que esto significa es que el aire, recalentado en el ecuador, es impulsado hacia el Norte, pero también va dotado del efecto de inercia, que le hace ir moviéndose, como el propio ecuador, hacia el este: y resulta que va cruzando zonas de la Tierra que giran cada vez más lentamente que él, con lo cual se desplaza hacia el N.E. No nos estrujemos la mollera tratando de comprenderlo: pero es posible intuirlo con un poco de buen sentido. Lo que ocurre no necesitamos calcularlo nosotros, lo calculó en 1835 el ingeniero y matemático francés Gaspard-Gustave de Coriolis. El aire que se mueve hacia el Norte, se va desviando hacia la derecha, es decir, cada vez más hacia el este, hasta que llega un momento en que no puede desviarse más, sopla finalmente casi al este; queda detenido y apelmazado en un área de alta presión. En el hemisferio Sur ocurre lo mismo, solo que se desvía hacia su izquierda, es decir hacia el sureste, y se repite la misma historia. El efecto Coriolis es una tendencia a la desviación que se registra en todo cuerpo esférico que gira, y constituye un principio universal. Se da en el sol, en Marte, en Júpiter; se nota incluso en el curso de los ríos o hasta en el desgaste de uno y otro lado de una vía de ferrocarril. Para pequeños trayectos norte-sur o sur-norte es poco efectivo, pero constante. Los ingenieros han de tenerlo en cuenta. No necesitamos profundizar más en la cuestión: el hecho es que el aire caliente que asciende desde el ecuador, desviado por la fuerza de Coriolis, no completa su ciclo, sino que se ve detenido hacia el paralelo 30º, es decir, hacia el trópico: la célula teórica no llega hasta el polo, sino que se detiene más o menos a la altura de las Canarias o de Florida. Esta faja entre el ecuador y más o menos el paralelo 30º, es lo que constituye la «célula de Hadley». El aire caliente circula en altura hacia el norte, después hacia el noreste, luego casi hacia el este, y, como desorientado, deja de circular, formando una acumulación o área de altas presiones. Tal es, por ejemplo, el caso del anticiclón de las Azores. Casi todo el mundo, incluidos los canarios, también los antillanos, saben que esa zona es la de los vientos alisios. El viento, a nivel del mar, es del NE, o de ENE, y sopla la mayor parte del año. Casi todas las islas de Polinesia tienen sus ciudades en la costa oeste, porque sus habitantes saben muy bien que las olas baten siempre la costa este, que es la menos accesible (y los corales también lo saben). La región de los alisios tiene algo de paradisiaco: la temperatura es relativamente fresca, para latitudes tropicales, el tiempo casi siempre bueno y estable. Solo al oeste de los continentes (el Sahara, Atacama, Namibia) la sequía es tan constante que el terreno es un desierto. En cambio, solo algunas personas saben —y a veces solo necesitan subir al Teide para experimentarlo— que en las capas superiores de la atmósfera sopla el «contraalisio» del S.O... Bien, la célula general, imaginada por los teóricos, ha fracasado: solo se opera en un cinturón de 60º al N. y S. del ecuador. ¿Y en el resto del globo? La solución es mucho más complicada; 101

solo nos basta saber que en latitudes templadas, N. y S., hay otra célula, la célula de Ferrel, en que el aire circula en sentido inverso que la célula de Hadley, y en superficie tienden a predominar los vientos del oeste. Aquí es donde se forman los típicos frentes de lluvia, la lucha de las borrascas con los anticiclones, el tiempo variable, propio de las regiones templadas y —quizá no por casualidad más adelantadas— del mundo: Europa, Estados Unidos, China, Sudáfrica, Argentina, Uruguay y Chile, el sur de Australia, Nueva Zelanda. Al norte y sur de la zona templada existe una última célula, la célula polar, en que los términos de nuevo se invierten: los vientos predominantes son del norte, las presiones altas y las lluvias escasas. Casi nadie sabe que la Antártida es el continente más seco de la Tierra: si está cubierto de miles de metros de capas de hielo, es porque estas capas se han ido acumulando durante miles y millones de años. Casi nunca nieva. Y eso no es una ventaja, porque infinitamente más desagradable es el bombardeo de miles de fragmentos diminutos de hielo, que hacen volar vientos huracanados y crueles. Los pocos pioneros que —por lo general con intenciones científicas— se adentran en la Antártida, han de cubrirse la cara si no quieren terminar con ella destrozada. Vientos provocados no por borrascas, sino por el fuerte gradiente barométrico del anticiclón más poderoso del mundo. Anticiclones y borrascas Centrémonos en las regiones templadas, que son no solo las más interesantes desde el punto de vista de los fenómenos atmosféricos, sino aquellas en que vive un mayor número de seres humanos. En ellas el tiempo es, no más categórico, sí más variado y rico en formas, que en las otras zonas de la Tierra. Los anticiclones, eso lo sabe todo el mundo, son regiones en que la presión es superior a la normal. Los anticiclones suelen ser amplios, ocupan un espacio de cientos de miles o más bien millones de kilómetros cuadrados, más sobre los mares que en las tierras, sin que deje de haber anticiclones continentales, sobre todo en la estación del invierno. Un anticiclón no es una masa de aire inmóvil, ni mucho menos, pero tiende a fijarse en torno a una posición geográfica lo suficientemente definida como para merecer un nombre: el anticiclón de las Azores, el de Angola, el de Perú, el de Australia, etc. En su mayoría, se encuentran cerca del límite de los alisios, y en su vertiente que mira al ecuador suelen darse esos vientos. Suponen por lo general buen tiempo, estabilidad. Hay anticiclones estacionales, como el siberiano en invierno, o el canadiense —nada digamos del antártico—, que suelen coincidir con los lugares más fríos del mundo. No suelen verse en el seno de un anticiclón nubes de gran desarrollo, pero sí nieblas persistentes, sobre todo en la época invernal. El centro de un área de altas presiones, donde la presión es muy elevada, registra vientos flojos o encalmados. Por lo demás, el movimiento de los vientos en un área anticiclónica es el giro propio de las agujas de un reloj, en el hemisferio Norte, y en sentido contrario en el hemisferio Sur. No esperemos grandes aventuras de un anticiclón; el tiempo es estable o monótono, repetido día a día, sobre todo en la zona de los alisios. Pero con frecuencia —¡no siempre!—, es delicioso. Los anticiclones se mueven lentamente, su centro no está siempre en el mismo sitio, aunque 102

tiene una tendencia innata, como una querencia, a volver a él. Los anticiclones subtropicales se encuentran más cerca del ecuador en invierno que en verano. Nuestro conocido anticiclón de las Azores alcanza gran parte de la Península Ibérica —o incluso la envuelve toda— en junio, julio y agosto. Suele garantizar el buen tiempo en España, con dos excepciones que conocemos muy bien: el predominio del calor en determinadas zonas de la Península suele acabar en tormentas de verano; y en el Cantábrico —sobre todo en la situación de «anticiclón entrante»—, con vientos del norte, provoca abundante nubosidad estratiforme, con posibles lloviznas. Los veraneantes suelen rezongar tanto contra el anticiclón entrante como contra una borrasca, por más que el régimen de tiempo sea técnicamente muy distinto. Más interesantes son las borrascas, por supuesto. En el siglo XIX se las llamaba «ciclones», un nombre que hoy reservamos para las muy fuertes que soplan en determinadas zonas tropicales; en cambio, se ha mantenido la palabra «anticiclón» para designar las áreas de altas presiones: ¿no hay en ello, diríamos, una cierta incoherencia terminológica? Las borrascas suelen originarse en la zona de la célula de Ferrel más próxima a la célula polar, es decir, a latitudes cercanas a los 60º. Allí, donde a gran altura se mueve ondulante la «corriente en chorro», el frente polar lanza con frecuencia agresivos ataques contra el aire templado, y penetra en la célula en forma de cuña: se ha formado un frente frío. Un frente es una zona de la atmósfera en que se produce un encuentro de aire cálido y aire frío. Este encuentro, por lo general, si la humedad es suficiente, produce lluvias. Por su parte, el aire cálido penetra en el frío, y se entabla la batalla en forma de remolino. Este remolino, como ya sabemos, es una borrasca. Una borrasca suele ser menos extensa que un anticiclón, pero puede tener mil o más kilómetros de amplitud. En el centro de la borrasca, la presión es baja o muy baja y el viento sopla con fuerza. Dos frentes, cálido y frío, señalan las zonas donde la lluvia cae con más frecuencia. El frente cálido y el frente frío avanzan en la misma dirección, por lo general de oeste a este; pero el frío es más rápido, y llega un momento en que alcanza a su contrario: se forma entonces lo que se llama un frente ocluido. En un frente ocluido sigue lloviendo, pero la borrasca se encuentra ya en la fase final de su evolución. Todos hemos visto mapas del tiempo, y sabemos que los frentes cálidos se representan de color rojo, y los fríos en azul. Hoy, gracias a las informaciones que recibimos a través de la prensa, la radio, la televisión o internet, estamos bastante bien informados, por poco que sea nuestro interés, de la marcha de los anticiclones y las borrascas, y la evolución probable del tiempo en los próximos días. No es posible dar reglas generales sobre estas evoluciones, porque son distintas en cada zona del mundo. Incluso, sin salir de España, sabemos que en la zona cantábrica apenas llueve más que con vientos del noroeste y norte, es decir, con frentes fríos, que eso sí, son muy activos, mientras los frentes cálidos apenas baten, y se caracterizan por temperaturas suaves. En la cuenca del Ebro son largos los periodos interfrontales, de forma que diríase que vienen dos borrascas en vez de una; eso sí, las lluvias son relativamente poco frecuentes y sobre todo poco duraderas. En la vertiente mediterránea, las borrascas llegan muy debilitadas, y solo son activas —cuando lo son— en su fase 103

final. Las formas más lluviosas en la España mediterránea se dan cuando llega un mínimo de presión o una gota fría procedente, por lo general, del norte de los Pirineos. A Andalucía apenas llegan los frentes cálidos, que son más cortos que los fríos; y estos, allí, por supuesto, no son tan fríos como en el Norte. Y con frecuencia llueve más con una depresión secundaria en el golfo de Cádiz. Hay que traducir, por tanto, las formas del tiempo a la modalidad propia de cada región, y eso lo recoge la experiencia mucho mejor que la teoría. Por si puede ser útil una información general: la cercanía de una borrasca se hace notar porque desciende el barómetro, aparecen en el cielo esas plumillas delicadas blancas y fibrosas que son los cirrus; y en el hemisferio Norte sopla viento de componente sur (en el hemisferio Sur sopla de componente norte). Más tarde, los cirrus se transforman en cirroestratos, un tejido de nubes altas y fibrosas que cubre ya gran parte del cielo; mientras el barómetro sigue bajando. Después, a los cirroestratos suceden los altoestratos, nubes grises, altas, monótonas, a través de las cuales apenas se adivina el sol como un resplandor borroso. La gente, que suele tener un cierto instinto, observa: «parece que va a llover». Llueve cuando los altoestratos se transforman en nimboestratos; nubes más bajas y espesas, esponjosas; el viento sopla más fuerte, de componente suroeste (en el hemisferio Sur del noroeste), y llueve de forma bastante continua, tal vez suave, y con temperatura relativamente agradable. El barómetro está francamente bajo. Al fin ha pasado el frente cálido. Tal vez una fase interfrontal nos despista un poco; el cielo se abre, sale a ratos el sol, y parece venir la mejoría; el barómetro, sin embargo, sigue bajo, y eso nos hace desconfiar. Y, efectivamente, llega luego el frente frío, las nubes adquieren formas caprichosas, la temperatura desciende, el viento sopla del noroeste (en el hemisferio Norte; en el Sur, del suroeste), el barómetro empieza a ascender, pero caen chubascos, menos continuados, pero más fuertes —con frecuencia aguaceros intermitentes—, y la temperatura se hace más fresca. Solo un día o dos más tarde, la mejoría se confirma, continúan las nubes adoptando formas pintorescas, pero las lluvias desaparecen o se hacen menos frecuentes, hasta que el barómetro sobrepasa el «variable» y regresa, si regresa, el buen tiempo. Es posible que hayamos caído en un área de una «familia de borrascas», y se sucedan casi en el mismo orden unas tras otras. El cuadro es demasiado tópico como para que se cumpla con rigor. Puede haber solo un frente ocluido, puede durar el mal tiempo por borrascas entrelazadas, puede haber amagos de empeoramiento que no se confirman, porque la borrasca pierde fuerza o se desvía... Pero con un poco de lógica podemos hacer de «hombres del tiempo», si tenemos un mínimo de sentido de observación. Los anticiclones, decíamos, pueden desplazarse en movimientos lentos, y regresan al fin a su ubicación «típica». Las borrascas, en cambio, se desplazan siempre: van de oeste a este, y pueden hacer recorridos de miles de kilómetros, llevando el agua a donde tal vez nunca de otra forma hubiera caído. En el Atlántico Norte suele ser activo el frente polar a la altura de Islandia; las borrascas, sobre todo en invierno, nacen una tras otra, y en procesión recorren las Islas Británicas, Escandinavia, Alemania, Europa Central, hasta Rusia; las hay que sin agotarse llegan a Siberia. En América penetran por Canadá, o, en 104

Estados Unidos por el estado de Washington (¡no lo confundamos con la ciudad de Washington, distrito de Columbia!), en el N.O. del país, o por Oregon; se debilitan en las regiones centrales, pero se reavivan prodigiosamente al llegar al Atlántico, y entonces llueve en Boston, en Nueva York, en Washington, hasta en Virginia. En América del Sur, las borrascas son muy activas en la costa sur de Chile (hasta Valparaíso más o menos); quedan medio detenidas por los Andes (la Patagonia argentina es más bien seca), pero se rehacen de nuevo en el Atlántico: llueve ahora en Buenos Aires, La Plata, Montevideo. En el hemisferio Sur, como son menos frecuentes los continentes, las borrascas recorren trayectorias larguísimas por el Atlántico, el Índico, el Pacífico, casi sin interrupción. Los marinos temen a las latitudes –50 y –60º sur, donde casi siempre hace mal tiempo, y los vientos son muy fuertes. No hay continente o barrera montañosa que los detenga. Cierto que no existe un lugar en la Tierra tan hostil que impida que en ocasiones amaine el temporal y luzca amablemente la sonrisa del sol. Al fin y al cabo, es cierto —en unas partes más, en otras menos—, que después de la tempestad viene la calma. Otras manifestaciones peculiares del tiempo No en todas partes llueve con borrascas o luce el sol sin estorbo bajo el anticiclón. Existen formas de tiempo local que no parecen de acuerdo con el mapa meteorológico, y donde una visión demasiado generalizada hace que falle muchas veces el pronóstico. El espacio mediterráneo, por ejemplo, es pródigo en formas de tiempo local, que los naturales conocen muy bien (si se fijan un poco), que no responde a situaciones generalizadas. Hemos aludido líneas más arriba al viento del norte que provoca el anticiclon entrante en las costas del Cantábrico. Teóricamente reina el buen tiempo, pero sin embargo el viento húmedo procedente del mar provoca nublados permanentes con frecuentes lloviznas, o «sirimiri». En gran parte de la Península, y muy especialmente en el área mediterránea, las lluvias más copiosas, a menudo torrenciales, no coinciden con el paso de borrascas, sino con situaciones de «inestabilidad». ¿Qué es la inestabilidad? Veamos: la temperatura, ya debemos saberlo, desciende con la altura. Unas veces desciende más rápidamente que lo normal (por ejemplo, dos grados por cada cien metros que ascendemos): entonces existe inestabilidad en la atmósfera. Sin necesidad de frentes, se forman nubes tormentosas (de amplio desarrollo vertical, en forma de bullones, hongos, torres) y tarde o temprano acaba desatándose la tormenta. Bajo un régimen tormentoso los aguaceros, aunque temporales, suelen ser más copiosos que bajo un frente de lluvias. Apenas hace falta que baje el barómetro: la culpa de todo la tiene la dichosa inestabilidad. Paradójicamente, estas situaciones son más frecuentes en verano, la estación típica de buen tiempo, pero en la cual el terreno se calienta más rápidamente, en contraste con el aire más fresco que reina en las alturas. La tormenta pasa, pero suele repetir al día siguiente o en los días siguientes, a la misma hora, si se mantiene la inestabilidad. Un régimen tormentoso típico es frecuente en Cataluña y Levante, más que en verano, en el otoño: no falla casi nunca: tanto en Barcelona como en Alicante el otoño es la estación más lluviosa del año. Y no es que llueva durante mucho tiempo, sino que, 105

cuando lo hace, el aguacero es muy fuerte, y puede provocar ingratas riadas. Lluvias de otoño también son frecuentes en Italia y Grecia. La causa es muy sencilla: el mar permanece caliente, mientras la tierra, y con ella el aire, se enfrían; hay situación de inestabilidad, o, como se decía antes, «gota fría en altura». Estas diferencias térmicas entre mar y tierra también provocan fuertes lluvias en zonas tropicales, y, en general, allí donde el agua permanece muy caliente bajo el aire más frío. Todo lo contrario ocurre allí donde la tierra está más caliente que el agua: tal en el Sahara o en el nortre de Chile: allí no llueve casi nunca. Tampoco llueve casi nunca durante el verano en el valle del Guadalquivir: los fuertes calores apenas son acompañados por las tormentas, porque el agua circundante está más fría, y el aire, sobre todo en altura, está relativamente caliente. Lo contrario de la «inestabilidad» es lo que se llama «subsidencia». Se registra subsidencia cuando la temperatura del aire baja muy lentamente con la altura: por ejemplo, un grado cada trescientos metros. Bajo un régimen de subsidencia, la sequía está garantizada. Los vientos de levante en Portugal, de poniente en el cuerno de África, del norte en la India, son símbolo de prolongadas sequías. En las regiones ecuatoriales, el tiempo experimenta variaciones que tampoco tienen mucho que ver con las borrascas clásicas, y sí un carácter preferentemente estacional. Si nos detenemos a examinar una fotografía amplia del satélite, nos familiarizaremos con la presencia de una faja de nubes densas cerca del ecuador, que oscila lentamente de norte a sur de acuerdo con las estaciones: en julio alcanza su máxima expansión hacia el norte, y en enero su máxima expansión hacia el sur: es decir, tiende a balancearse hacia donde alcanza el sol su máxima altura. Esta faja está compuesta por nubes muy compactas que descargan fuertes lluvias durante una parte del año, justamente la que debiera representar el verano, mientras la otra temporada es seca. Es curioso que en algunos países de habla española, así Venezuela o Colombia, se llama «verano» a la estación seca, aunque coincida con el invierno astronómico; e «invierno» al verano: Para los habitantes de aquellos países, lo que define las estaciones es que llueva o no, con independencia de la temperatura o la duración del día, que por otra parte varían muy poco de una época a otra. Un ejemplo muy especial de este régimen de alternancia lo encontramos en los monzones. El monzón es un fenómeno específico del sur asiático. Se da allí la circunstancia de que Asia es el continente más grande del mundo, y su límite sur coincide sensiblemente con el ecuador y con un gran océano, el Índico. De modo que el contraste temporada húmeda-temporada seca se ve espectacularmente reforzado por el hecho del desigual calentamiento de la tierra y el mar. En junio, el calor en la India es ya francamente tórrido, y provoca una fuerte baja en la presión. Esta baja se extiende a gran parte del continente asiático. Así, el aire muy húmedo y caliente del océano Índico se ve atraído hacia tierra, las montañas le obligan a subir, y las lluvias se hacen torrenciales, como que en algunos puntos de la India se producen algunos de los fenómenos de pluviosidad más espectaculares del globo. El monzón puede provocar fuertes inundaciones y a veces resulta catastrófico; sin embargo suele ser en términos generales un fenómeno benéfico, porque riega los campos secos y refresca el ambiente, no porque 106

el aire que llega sea más frío, sino porque las nubes forman una barrera contra los rayos del sol, y con tiempo nublado son más suaves los mediodías. Los hindúes están esperando el cambio con ansiedad, y hasta Rabindranath Tagore dedicó al monzón alguna de sus mejores poesías. Las lluvias no solo alcanzan a India, sino a todas las regiones vecinas, como Pakistán, Bangla Desh, Nepal, gran parte del sudeste asiático y hasta parte de África oriental; aunque suele ser la península indostánica el área más afectada. En invierno ocurre todo lo contrario: un fuerte anticiclón ocupa el centro de Asia, los vientos soplan del norte, y el tiempo es seco, aunque más fresco. El monzón no es por tanto un régimen especial, sino un régimen general que se opera en el sur de Asia en unas condiciones que sí son especiales. En otras zonas, las lluvias de verano adquieren caracteres más catastróficos. En el Caribe y en Asia oriental se forman los ciclones, tifones o tormentas tropicales. La violencia desencadenada de los elementos tiene mucho que ver con la elevada temperatura de las aguas del mar. Un nódulo de inestabilidad, que viene ya engastado en el alisio, se encuentra de pronto con aguas muy calientes; la coincidencia del calor y la humedad produce corrientes de convección muy potentes, que en un plazo de pocos días convierten una borrasca corriente en una depresión terrorífica, como no suele darse en otras partes del mundo. Grandes masas de aire caliente y húmedo son lanzadas con violencia a miles de metros de altura, y el remolino se profundiza más y más en forma de cono. Un ciclón no es mayor que una borrasca ordinaria; al contrario, no suele alcanzar un ámbito de más de 1.000 kilómetros, con frecuencia de 500 o menos; pero en ese reducido espacio el desnivel barométrico es enorme, recuerda un embudo; y por tanto la fuerza del viento adquiere caracteres de huracán, con velocidades de entre 200 y 250 kilómetros por hora: arranca árboles, derriba casas, arrasa comarcas enteras, levanta olas gigantescas, hunde a los buques que no han podido escapar a tiempo, y causa gran número de víctimas. Todo el mundo recuerda el huracán Katrina, que el 29 de agosto de 2005 arrasó la ciudad de Nueva Orleans, causando miles de muertos y daños incalculables, se dice que sin precedentes en la historia de Estados Unidos. Otros huracanes fueron menos devastadores en cuanto que no causaron tantos daños, puesto que cruzaron por zonas menos pobladas; pero no por eso fueron menos violentos. Un carácter muy específico tiene el comportamiento de un ciclón tropical: la velocidad del viento es terrorífica, pero la velocidad con que avanza es en cambio muy baja: 10, 15, 20 kilómetros por hora. En este sentido, puede prevenirse con anterioridad, y cabe tomar precauciones o evacuar a la población antes de que la catástrofe se abata sobre la zona. Por desgracia, la trayectoria del huracán no es del todo predecible, porque puede sufrir ligeras desviaciones, capaces de salvar a la ciudad amenazada y asolar la vecina: el escaso radio de la parte verdaderamente peligrosa de un ciclón lo convierte en una verdadera lotería: de la incidencia sin daños a la hecatombe no hay más que unos kilómetros. Otro detalle llamativo es el «ojo del huracán»: hubiéramos jurado que es la zona más peligrosa, y sin embargo, en el mismo centro de la borrasca, allí donde la presión es más baja, no sopla viento, se rasgan las nubes, luce por momentos el sol, y diríamos que hemos entrado en una franca mejoría. ¡Qué trágica equivocación! Estamos 107

solamente en la mitad de la catástrofe, y el huracán se desencadena de nuevo no muchos minutos después, si bien con vientos en dirección opuesta. Los ciclones de las Antillas y los tifones del sudeste de Asia no se diferencian gran cosa: el mecanismo es el mismo, y sus manifestaciones muy similares. Los tifones asaltan sobre todo las costas de China, y Taiwan, pero pueden asolar Filipinas, grandes zonas de Indonesia y alcanzan también a Japón. La temporada de tifones suele ser más prolongada que la de ciclones; pues se inician en junio, para terminar en octubre; mientras que en el Caribe el mes más temible es agosto. En cambio, aunque pueden producir efectos devastadores, la proporción de catástrofes de primera magnitud es menos frecuente. En ambos casos, los huracanes son fenómenos esencialmente marítimos; en cuanto la depresión se adentra en tierra, pierde intensidad, porque se alimenta del agua caliente, y cuando ésta falta el huracán se debilita. De aquí que sufran mucho más las poblaciones costeras que las del interior. Quizá China sea la que menos se beneficie, porque la geografía de la costa hace que parte del tifón se mantenga sobre el mar y parte de él haya penetrado en tierra; pero en ningún caso se alcanzan zonas claramente continentales. Uno de estos grandes huracanes es una experiencia única en la vida, una demostración espectacular de hasta dónde pueden llegar los elementos desencadenados de la naturaleza. ¿Vale la pena contemplarlo o no? Ello depende del interés científico o personal de cada uno, pero también de su valor... y de su prudencia: una virtud no debe coartar a la otra: al contrario, ambas deben complementarse.

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LA MÁQUINA TIERRA

a impresión que puede producirnos el análisis de cuanto en los capítulos anteriores hemos expuesto sobre el conjunto de la Tierra, sólido, líquido, gaseoso, es la de que todo 109

constituye una realidad múltiple y al mismo tiempo oportunamente entrelazada, como si cada elemento estuviera correspondido por los otros, como si todo estuviera de alguna manera relacionado, de tal suerte que uno cualquiera de esos elementos no funcionaría, o no funcionaría satisfactoriamente sin la presencia y la cooperación de los demás. Podemos atribuir esa correspondencia conveniente o necesaria a las causas o motivos o casualidades que consideremos más pertinentes en cada caso; pero la sensación de que el planeta que habitamos es una suerte de maquinaria bien dispuesta para funcionar como un todo de una manera al mismo tiempo conveniente y necesaria desde un punto de vista funcional es difícil de negar. De tal suerte que la negación o la hipótesis del fallo de uno solo de esos elementos hubiera supuesto un fallo del conjunto, y con él la imposibilidad o la dificultad de que los seres que habitamos el planeta nos encontremos en él y precisamente en él. Fácilmente se nos ocurre pensar, en un orden más o menos arbitrario de suposiciones tomadas a voleo, simplemente para que puedan servir de ejemplo, que el panorama de la Tierra, vista en su conjunto desde el espacio exterior, se diferencia del aspecto de los demás planetas cercanos a nosotros en la carencia de cráteres de impacto; y si esto es así, y el mundo —sorprendentemente— no es, como los demás, una esfera agujereada, es porque existen una serie de condiciones especiales, desde la naturaleza de la atmósfera hasta la erosión o la subducción de capas, que lo han hecho incomparablemente más armónico y atractivo. —Que la presencia cercana de un satélite desproporcionadamente grande y cercano en relación con el planeta principal ha conferido a la Tierra una estabilidad en el eje de su rotación de que no disponen los planetas vecinos, y por consiguiente asegura la continuidad durante un tiempo indefinido de la sucesión de las estaciones y la periodicidad de las formas de tiempo y de condiciones climáticas que los seres vivos necesitamos. Apenas hemos tenido que referirnos hasta ahora a este extremo, que tocaremos en nuestra breve, aunque necesaria visita a la luna. —Que sin la fuerte densidad de nuestro planeta, la mayor del sistema solar, el fenómeno de la convección sería mucho menos activo, y la subducción hasta las proximidades del núcleo sería mucho menos profunda y eficaz. —Que sin el núcleo sólido y supercaliente, el núcleo líquido no experimentaría fenómenos de turbulencia, y que si este núcleo no girase a una velocidad angular ligeramente superior a la del manto, no funcionaría como una dinamo. No existiría el electro-magnetismo terrestre, ni siquiera su consecuencia más asombrosa: que el campo magnético generado por el núcleo interior de la Tierra gobernase incluso un espacio exterior a la Tierra misma —la magnetosfera—, capaz de protegernos de radiaciones letales procedentes del espacio. —Que sin la emigración a la zona del núcleo de la mayor parte de los materiales radiactivos la temperatura interna del planeta no sería suficiente para asegurar la compleja maquinaria de los movimientos de convección en el manto, y por consiguiente la fundamental estructura de la tectónica de placas. —Que sin activos movimientos internos de desplazamiento vertical sería muy difícil 110

que se encontrasen al alcance del hombre multitud de materiales pesados indispensables para su desarrollo. —Que sin la combinación del movimiento de rotación y la oblicuidad del eje terrestre, no existiría el efecto Coriolis, ni las células del movimiento atmosférico, con la frontogénesis, podrían garantizar la periodicidad y la continua variedad de las manifestaciones del tiempo meteorológico. —Que sin la tropopausa, la actividad atmosférica se malgastaría inútilmente —como en Venus— en las capas más externas de la atmósfera, y la regularidad de las formas de tiempo justamente en los niveles que más nos convienen no quedaría garantizada. —Que sin las grietas en el manto que hacen y en otro tiempo hicieron en mayor grado posible la existencia de los volcanes, apenas tendríamos agua en la superficie de la Tierra, y difícilmente existirían los océanos. —Que sin la fuerte superioridad de la presencia del agua en la superficie de la esfera terrestre, no hubiera sido posible la existencia de grandes corrientes oceánicas, ni una tasa suficiente de evaporación, y por consiguiente la transferencia del líquido necesario y del diferencial térmico que la propia dinámica de la Tierra necesita para su vida y mantenimiento, tal como existe. —Que, por su parte, sin el diferencial térmico en el manto, la convección hubiera sido incapaz de garantizar la tectónica de placas y los empujes necesarios para la formación de los continentes y las grandes cadenas de montañas. La Tierra se parecería a otros planetas que conocemos, en los cuales apenas existen otros accidentes que los tan monótonos que se derivan de la extensión y la contracción. En un momento, y en una sucesión improvisada de reflexiones, hemos encontrado diez «casualidades» que son exclusiva expresa e irrepetida de nuestro planeta. El lector interesado puede encontrar sin dificultad otras diez, o, si de ello se trata, con un poco más de tiempo, un centenar. Las reflexiones sobre la naturaleza y el funcionamiento de esa compleja y delicadísima maquinaria que es la Tierra nos llevan de momento a dos conclusiones nada difíciles de obtener: a), que esta máquina está muy bien dispuesta, muy ordenada, con una sabia y oportuna interacción entre todos y cada uno de sus componentes «dinámicos»; b) que la Tierra es un planeta «vivo»: no, entendamos, en sentido biológico, aunque la forma tan peculiar de la «vida» del planeta haga posible precisamente la existencia en ella del hecho biológico; sino en cuanto que es un mundo nada inerte, activo, funcional y funcionante, en que tanto la parte sólida, como la líquida o la gaseosa se están moviendo sin cesar, y justamente en el sentido que a los seres vivos más nos conviene. De esta forma metafóricamente «viva» del planeta Tierra será preciso hablar, sin exagerar los términos, pero al mismo tiempo sin ocultarlos, en el próximo capítulo. Fuerzas titánicas, pero sin prisa La Máquina Tierra se mueve, fundamentalmente, por la acción de dos grandes 111

fuentes de calor que transforman su energía térmica en energía cinética, esto es, en movimiento. De estas dos fuentes de calor, una es incomparablemente más poderosa, pero está muchísimo más lejos, el sol; la otra se encuentra en el mismo corazón de la Tierra y es la responsable de los movimientos de la parte sólida; la energía procedente del sol es, en cambio, la causa fundamental del movimiento de las partes líquida y gaseosa. Existe así un curioso reparto de funciones, sin el cual sería imposible el funcionamiento armónico de tan compleja maquinaria. Cumple ante todo referirnos a la fuente de los movimientos de las capas internas de la Tierra y de su corteza sólida. La tierra sólida, tal como podemos contemplarla en el fastuoso cuadro de la naturaleza, se nos presenta, paradójicamente, como una muestra a primera vista incomprensible de solidez estática e insobornable y de fuerza poderosa dotada de una energía dinámica propia de un titán. Impresionan los músculos de la Tierra y nos sobrecogen los esfuerzos de grandeza cósmica que han sido capaces de desarrollar. Cuando contemplamos el espectáculo fascinante del Gran Cañón del Colorado, la arquitectura imposible, pero que está ahí, de las Catedrales del Baltoro, en el Karakorum, la vertiginosa pared Sur del Rupal, en el Nanga Parbat —cuatro mil metros en vertical—, la escultura airosa, increíblemente bella como tal vez ninguna obra de arte, de la pirámide del Cervino, la formación más fotografiada de la Tierra; la monstruosidad del Fitz Roy y las Torres del Paine, en los Andes australes; el desfiladero de Khyber en Afganistán o hasta los increíbles «tolmos» del desierto australiano, tomamos conciencia de la fuerza titánica que modeló las formas más audaces de nuestro planeta. No hace falta, por supuesto, llegar tan lejos para sentirnos admirados ante la audacia de una falla inversa, o los estratos retorcidos con rabia hasta el extremo, plegados en forma de herradura o de horquilla, violentamente inclinados, dislocados, invertidos, partidos, que parecen testigos de una furiosa batalla telúrica. Y tratamos de imaginarnos, sin conseguirlo, las fuerzas inmensas que fueron empleadas para retorcer y moldear aquella épica de las rocas. Y, sin embargo, ahora las paredes, los promontorios audaces, las cimas agudas, los cañones vertiginosos permanecen inmutables, como lejanísimos recuerdos de algo que sucedió hace millones de años. Comprendemos sin la menor dificultad a los «catastrofistas» del siglo XIX, que concebían una edad de cambios brutales que habían atormentado a nuestro planeta durante un tiempo, como un cataclismo desencadenado con furia, una tempestad cósmica que había levantado y arrastrado montañas, valles, terrazas, mares e islas..., para llegar más tarde a una edad geológica, la actual, caracterizada por la estabilidad, el equilibrio, los cambios casi inexistentes en la faz de la Tierra. En un principio nos negamos a creer que estaban equivocados, e intuimos como evidente una historia de nuestro mundo que se operó en dos —por lo menos en dos— capítulos, uno frenético, de tremendas fuerzas desencadenadas, y otro estático, apacible, en que se ha hecho posible la existencia de la vida, incluida la vida de seres inteligentes. Y, sin embargo, hoy sabemos muy bien que no fue así. Los accidentes de la corteza terrestre, la construcción de los océanos y los continentes, el arrastre de masas de cientos de miles de millones de toneladas a través de las entrañas del planeta exigieron fuerzas hercúleas, que superan toda nuestra capacidad de imaginación; pero esos cambios 112

espectaculares, lo mismo que la particularidad concreta de cada flexión, de cada buzamiento, de cada falla en el terreno, se operaron a lo largo de procesos que duraron millones de años; no hubo una época de catástrofes o de violenta orogenia que en un abrir y cerrar de ojos edificara los continentes o las cadenas de montañas. Tal vez esas montañas siguen plegándose ahora, creciendo a razón de centímetros por año, a una velocidad no muy distinta que en el corazón de la orogénesis de los Alpes o del Himalaya: un hipotético observador de hace cuarenta millones de años hubiera encontrado aquellas dinámicas formaciones, en el momento cumbre de su surgimiento, tan inmóviles como ahora mismo. Es el misterio del tiempo. La larguísima duración de un proceso no disminuye la fuerza espectacular, los empujes inmensos que hicieron posible la realidad poderosa y las energías incalculables que forjaron la Tierra; la duración no anula la fuerza, la lentitud no constituye una limitación de la fabulosa dinámica en la construcción del planeta; únicamente es una cuestión de escala cronológica a que necesitamos acostumbrarnos. Tan admirable es la edificación del mundo en unas horas como en millones de años; el trabajo requerido para obtener ese resultado es al fin y al cabo el mismo. Tal vez ocurre que las edades geológicas no son demasiado lentas, sino que nuestra vida de hombres mortales es demasiado corta a escala cósmica. La duración de un proceso no altera las fuerzas puestas en juego ni disminuye el dramatismo de la lucha que fue necesaria para que el panorama de la Tierra sea el que, asombrado, contempla hoy el geólogo. Si renunciamos a comprender el «tiempo largo» —largo a nuestra escala cronológica habitual— de los fenómenos que han configurado la faz de la Tierra, renunciaremos a comprender el dramatismo de las fuerzas que contribuyeron a tan espectaculares resultados. Hay, ciertamente, episodios rápidos, y por lo mismo fatales para nosotros los hombres: por ejemplo, una erupción volcánica, un terremoto o un tsunami. Pero estos movimientos en la edificación y evolución de la Tierra son la excepción, no la regla. Podemos recordar, si así queremos, algunos fenómenos no tan terribles, pero más rápidos que lo habitual. En la provincia de Michoacán, México, tenemos el volcán Paricutín, que es el más moderno del mundo, y nació de repente el 20 de febrero de 1943. Aquella mañana un agricultor, Dionisio Pulido, estaba trabajando con su arado en una plantación en terreno llano a cosa de un kilómetro del pueblo. De pronto, la tierra comenzó a temblar, columnas de humo y racimos de piedras brotaron de la tierra a solo cien metros de donde se encontraba. El fenómeno fue cobrando tal intensidad, que Pulido, asustado, corrió a Paricutín para informar al pueblo de lo que estaba sucediendo. Cientos de personas acudieron con la debida prudencia a contemplar el peregrino espectáculo. Minerales semifundidos salían del interior de la tierra, y formaban una aglomeración que pronto se fue elevando. Al cabo de una semana se había formado una pequeña montaña de la que seguían brotando nubes ardientes y corrientes de lava. Era, sin duda alguna, un volcán que acababa de emerger. Al cabo de varias semanas había alcanzado una altura de 350 metros. Las autoridades ordenaron la evacuación del pueblo, no sin que el municipio hubiese redactado la partida de nacimiento del volcán, documento único en el mundo, que todavía se conserva. Otras dos pequeñas poblaciones 113

hubieron de ser abandonadas, y la lava ocupó una extensión de unos 10 kilómetros. La actividad fue decreciendo al cabo de un año, aunque el volcán se mantuvo activo, y alcanzó una altura de 500 metros: es la única montaña del mundo que el hombre ha visto crecer. El Paricutín cesó su actividad en 1952, y desde entonces es un cerro cónico y pacífico, que se ha convertido en una curiosidad natural, que compensa a los vecinos de las pérdidas sufridas, gracias a las frecuentes visitas que recibe. Desde entonces no ha dado muestras de inquietud sísmica, y los entendidos dudan que pueda volver a ella en un plazo razonable. La falla de San Andrés, en California, sufre deformaciones frecuentes, algunas de ellas relativamente espectaculares. Es una fisura, a veces muy visible en forma de grieta profunda, que separa dos territorios que se mueven en sentido inverso, aunque con cierta lentitud. Se da el caso curioso de que dos grandes ciudades, San Francisco y Los Ángeles, que se encuentran en bloques distintos, se están acercando entre sí a razón de 6,5 cm. al año, es decir, más de seis metros por siglo. El movimiento no se aprecia a simple vista, pero provoca cada cierto tiempo rotura de cañerías, deformación de vías fluviales y hasta cortes de carreteras, que es preciso reparar con cierta frecuencia. Los californianos están acostumbrados a estos percances, que no han revestido proporciones catastróficas desde el famoso terremoto de 1906, que produjo centenares de muertos y derrumbamiento de edificios. La falla de San Andrés continúa desplazándose, y en modo alguno cabe descartar nuevos fenómenos violentos. La península de Idu, en Japón, se desplaza también a razón de varios centímetros por año, aunque no ha provocado hasta el momento incidencias catastróficas. Movimientos como estos no son frecuentes en la Tierra, pero tampoco puede decirse que exista una inmovilidad absoluta. América y Europa, un día unidas, se siguen separando a razón de dos a seis centímetros al año, según los lugares; la cordillera del Himalaya se eleva a una velocidad similar, y los Alpes no han dejado de crecer, aunque la tasa de diez centímetros por año de la época del mioceno se ha reducido hoy a la décima parte. ¡Pero los Alpes siguen creciendo! No así el Pirineo, que parece haber cesado su fase de desarrollo. La deriva de los continentes Que la Tierra experimenta movimientos internos, en virtud de los cuales los continentes avanzan sobre los mares, o los mares sobre los continentes; y que estos movimientos se manifiestan también en sentido vertical, como el que se descubre en la elevación de las cadenas de montañas o en la formación de grandes fosas marinas, es un punto que ya admitían los geólogos del siglo XIX. Los movimientos de avance o retroceso de las costas obedecían a fenómenos de epirogenia, mientras que los movimientos verticales de alzamiento de montañas o formación de fosas pertenecían a la orogenia. Los movimientos orogénicos y epirogénicos explicaban que el mapa del mundo no haya sido siempre como el actual. El hallazgo de fósiles marinos y de conchas de moluscos en las montañas eran la mejor demostración de que zonas tal vez muy alejadas del mar y muy elevadas sobre su nivel, habían estado en otro tiempo en el fondo de los océanos, del mismo modo que las montañas submarinas que empezaron a descubrirse a 114

partir de la expedición del Challenger (vid. pag. 86) sugerían que aquellos fondos oceánicos habían sido mucho tiempo atrás airosas cordilleras. El avance y retroceso de los mares se explicaban por fenómenos de alzamiento y hundimiento de grandes zonas; así, las rías gallegas o los fiordos de Noruega eran antiguos valles de ríos y glaciares, respectivamente, sumergidos por hundimiento bajo las aguas. La formación de las grandes cordilleras, de las montañas en general, parecía una consecuencia de la contracción de la Tierra. El calor de las capas profundas, manifiesto en la excavación de las minas, y sobre todo en el fenómeno de los volcanes, se explicaba por la contracción del planeta: todo cuerpo que se contrae se calienta. Y así como una uva que se contrae al secarse en forma de pasa arruga su superficie, la corteza de la Tierra mostraba las cadenas de montañas, que no eran más que grandes arrugas en la superficie sólida del planeta. Imaginemos un papel o una tela que contraemos mediante empujes horizontales: se arrugan inmediatamente. Un proceso de similar naturaleza, aunque mucho más lento y a la vez más grandioso se había verificado sobre la complicada superficie terrestre. Estas ideas necesitaban todavía una explicación física más convincente: ¿es que podemos suponer que la Tierra, al enfriarse y envejecer, se arrugó o tal vez se sigue arrugando? Este proceso, ¿continuará registrándose en el futuro, y así habitaremos un planeta cada vez más pequeño y cada vez más accidentado? ¿Ha terminado para siempre la era de los grandes plegamientos, y por qué? ¿Qué tipo de empujes horizontales pueden explicar los movimientos epirogénicos? Los hechos en sí no ofrecían dudas, aunque necesitaban de nuevas y más sólidas interpretaciones. Lo que nadie podía suponer era que los continentes emigrasen de un lado para otro, como grandes casquetes flotantes sobre los fondos oceánicos. Cierto que algunos geólogos habían llamado la atención sobre el paralelismo de las costas a uno y otro lado del mar, o sobre la similitud de determinadas formaciones geológicas en puntos muy distantes del globo; pero la teoría de la deriva de los continentes no tuvo un defensor serio hasta los tiempos de Wegener: y aquella teoría vino a significar en su tiempo una verdadera revolución. Alfred Wegener (1880-1930) nació en Berlín y estudió astronomía, aunque, curiosamente, casado con la hija de un famoso meteorólogo, pasó a la meteorología, y realizó en este campo importantes hallazgos. Se interesó por la formación de los frentes de lluvias, la mezcla de masas de aire a distinta temperatura, y, en suma, por los factores que determinan la evolución de los fenómenos atmosféricos. Se especializó sobre todo en la observación de estos fenómenos por medio de globos aerostáticos, un hecho que significó un notable avance metodológico para su tiempo. Intuyó por primera vez lo que hoy llamamos «corriente en chorro», decisiva en la formación y desviación de borrascas. En una de aquellas arriesgadas expediciones murió en Groenlandia cuando acababa de cumplir los cincuenta años. Sin embargo, la teoría que le hizo famoso derivó de otra de sus aficiones, la geología. A Wegener siempre le había llamado la atención el notable paralelismo entre las costas euroafricanas y las americanas. Los entrantes y salientes parecían coincidir. Lo mismo ocurría en el mar Rojo y el Cuerno de África, en el Golfo Pérsico o entre la península de Malaca y la isla de Sumatra. La coincidencia había sido resaltada por otros geógrafos o geólogos, pero ninguno había llegado a la misma 115

conclusión que Wegener. Quizá el hecho que impulsó definitivamente su teoría fue el hallazgo, en 1911, de fósiles idénticos para capas geológicas similares en Brasil y el centro de África: ¿Es que los dos continentes habían estado unidos una vez? Y otro hecho sorprendente, pero en sentido contrario: la fauna de Norte y de Sudamérica fue durante mucho tiempo completamente distinta, como si ambos continentes hubiesen estado separados; solo desde tiempos geológicos muy recientes se descubren especies comunes, o emigración de especies de un continente a otro. En 1912 intuyó Wegener la existencia de la Pangea, un único supercontinente que habría existido por lo menos desde el periodo pérmico (vid. pág. 55), y que se habría dividido más tarde para formar los continentes actuales. Para explicar la deriva de los continentes habría que reconstruir cuidadosamente este proceso de disgregación, como quien resuelve un puzzle a base de encontrar la coincidencia entre todas sus piezas. Una figura metafórica muy empleada por el geólogo germano fue la comparación de los distintos continentes con los trozos de un libro despedazado: una cuidadosa labor de reconstrucción permite unir los fragmentos de modo que las letras y palabras coincidan, y el texto pueda leerse correctamente con pleno sentido: esta exacta coincidencia es la prueba más concluyente de que un día esas piezas estuvieron unidas. Wegener fue movilizado durante la primera guerra mundial, pero, herido, fue evacuado a la retaguardia, y en aquellas difíciles circunstancias escribió en 1915 El origen de los continentes y de los océanos, un libro que causó sensación, y desde los primeros momentos fuertes polémicas. Wegener imaginaba que los continentes «flotan», como masas más ligeras que son, sobre las capas más densas de la corteza oceánica. Invocó no sin cierto fundamento, pero con una dosis muy fuerte de audacia, el Principio de Arquímedes, una idea que hizo que muchos físicos se rieran de él. Trató de explicar la disgregación de la Pangea por obra de la fuerza centrífuga. (Ahora se sabe, curiosamente, que la Pangea giró sobre sí misma antes de dividirse). Por otra parte, muchos hallazgos de Wegener demostraron muy pronto que tenía razón: por ejemplo, el principio de la isostasia (vid., si se desea, pág. 96), que explicaba el distinto grosor de la corteza continental y la corteza oceánica en las diversas zonas de la Tierra. Wegener también intuyó el parentesco tanto en la estructura geológica como en las especies vivas entre Madagascar y la India: Madagascar es una gran isla casi pegada al S.E. de África, en tanto la India es un subcontinente pegado a Asia; sin embargo, la India nada tiene en su estructura de asiática, como Madagascar nada tiene de africana: ¿no es lógico suponer que ambos países estuvieron unidos (en la antigua Gondwana), y que luego India emigró hacia Asia, mientras Madagascar se mantuvo pegada a África? ¡Qué teoría tan audaz, y al mismo tiempo qué sugestiva! Hoy los geólogos dan la razón a Wegener, aunque la mayor parte de sus contemporáneos le combatieron por imaginativo en exceso... y qué duda cabe de que lo fue. Un hecho que revalorizó la teoría del alemán fue el descubrimiento del paleomagnetismo: las rocas, al formarse, adquirieron una carga magnética, cuya orientación coincide con el campo magnético que existía en el tiempo de su formación: y así quedaba claro que muchas rocas antiguas se habían formado en regiones de la Tierra 116

muy distintas a las que ahora ocupan. Hoy día los estudios paleomagnéticos resultan imprescindibles en geología. También intuyó Wegener la existencia de lo que hoy se llaman dorsales oceánicas, un descubrimiento que iba a conducir a la teoría de la tectónica de placas. Al lado de estos aciertos, el meteorólogo alemán cometió imprudencias tales como considerar a los continentes como una especie de navíos con «proa» y «popa», es decir, con una parte delantera y otra de espaldas a su dirección de marcha. En la «proa» se formaban unas olillas como las que preceden a los barcos en marcha: estas olas serían las cordilleras. Así, América del Sur avanza hacia el oeste, y en su borde oeste ha levantado una gran cordillera, los Andes. Australia avanza hacia el sudeste, y en ese extremo están los Alpes australianos. En la «popa», en cambio, los continentes dejan islas: así América deja las Antillas, la India Ceilán (Sri Lanka); Asia, Japón y el archipiélago de Indonesia. Entre 1930, fecha de su muerte y 1950, Alfred Wegener fue considerado por algunos como uno de los sabios más geniales de su tiempo, y la teoría de la deriva de los continentes aceptada y enseñada como una gran novedad. Hoy, esta deriva, como principio general, no es negada por los geólogos, pero se han establecido importantísimas modificaciones. Por los años 80, Christopher Scotese, de la universidad de Texas, realizó una animación por ordenador de la disociación de la Pangea y la emigración de los continentes que hoy apenas se discute. En 1988, Rosen hizo otra reconstrucción muy interesante. Ahora bien: lo que no se acepta es la deriva de los continentes en sí como si fueran una especie de tablas flotantes, sino una teoría mucho más compleja, como es la de la tectónica de placas. No es posible concebir a las tierras como una suerte curiosa de navíos, que se destrozarían necesariamente en su deriva, sino como masas trasladadas de un lugar a otro por cintas transportadoras que están debajo de ellas: las placas. Es así como la teoría de Wegener en cuanto tal se ha quedado anticuada; pero a él corresponde el mérito de haber encontrado el camino definitivo. Dorsales y rampas de subducción Antes de recaer definitivamente en el tema de las placas tectónicas, volvamos por última vez a los desplazamientos verticales provocados por el gran horno interno de la Máquina Tierra. El núcleo sólido posee la más alta temperatura y calienta al núcleo líquido, en el cual se registran fuertes movimientos de convección, como en una caldera que hierve. No pensemos en velocidades de vértigo, sino en fuerzas inmensas que mueven masas enormes de metal fundido. El núcleo líquido, que genera los campos magnéticos que ya conocemos, calienta a su vez las capas inferiores del manto, las empuja tal vez con sus impulsos irregulares, y pone en movimiento la gran maquinaria de convección. Parte del manto sube, por efecto del calor; otra parte regresa a los abismos después de haberse enfriado. No conocemos aún en grado suficiente la disposición de las columnas de convección, ni hasta que punto es ridículo comparar este movimiento con el interior de un puchero en que un líquido hierve. Hoy hemos superado las limitaciones que antes nos harían suponer que los movimientos del interior de la Tierra se operan tan 117

solo en las capas más cercanas a la superficie, y sobre todo el prejuicio de suponer que la convección solo es posible en zonas viscosas. Todo el interior de la Tierra tiene un cierto grado de viscosidad, si admitimos el «tiempo largo», los desplazamientos que hay que medir por siglos, por miles de años, hasta por millones de años, pero que pueden transportar masas inmensas de magma y rocas a través de miles de kilómetros. Hablábamos de columnas de convección, y recordábamos en otro lugar (vid. pág. 77), que los geólogos les atribuyen un radio de alrededor de 150 kilómetros. Ahora bien: estas columnas se distribuyen a lo largo de un frente que puede tener miles de kilómetros de longitud. ¿Ocurre esa alineación de las columnas ya en las capas profundas, o es propio de niveles más superficiales? No lo sabemos todavía: ¡cuántos secretos de las entrañas de la Tierra ignoramos, o no podemos expresar más que a través de suposiciones! Lo que sí podemos afirmar es que las corrientes de convección que arrastran magma semifundido y materiales de las zonas profundas de la Tierra se manifiestan, en las proximidades de la corteza o litosfera, en forma de dorsales oceánicas. Seguramente hemos visto alguna vez un mapamundi en relieve, en que las líneas de nivel aparecen marcadas en distintos colores. Algunos de estos mapas, los más completos, indican los niveles no solo de las tierras emergidas, sino del fondo de los mares. Las zonas más profundas aparecen señaladas en azul oscuro, y las menos profundas en azul claro. No nos extraña encontrar colores claros cerca de las costas. Es evidente: se trata de masas de agua poco profunda, como las llamadas plataformas continentales (vid. pág. 92). Pero tal vez, contemplando un mapa del Atlántico, nos ha extrañado ver una delgada franja sinuosa en su zona central, representada en color claro. Nos recuerda a una cordillera sumergida, y lo más curioso de todo es que tiene una suave forma de S, como el Atlántico mismo, guardando un cierto paralelismo con las costas de Euráfrica por un lado y las de América por el otro. Quizá esta cordillera sumergida nos ayude a comprender mejor la teoría de Wegener. ¡En medio del Atlántico se levanta una especie de línea de separación que divide al océano en dos! Y esta línea nos sugiere que el Antiguo y el Nuevo Continente pudieron un día muy lejano estar pegados. La existencia de esta cordillera sumergida está fuera de toda duda. De norte a sur se extiende a lo largo de más de diez mil kilómetros; de este a oeste, solo tiene unos pocos cientos. Es curioso: llegamos a la conclusión de que si pudiéramos viajar de Europa a América en un submarino capaz de ir a pocos metros del fondo, atravesaríamos primero la plataforma continental europea, no más profunda que 200 metros, en un recorrido bastante monótono, tal vez de 1.000 kilómetros. Luego, un talud nos llevaría a capas cada vez más profundas, hasta llegar a zonas situadas entre 4.000 y 5.000 metros bajo las olas. Estamos ya en el centro del Atlántico. Y he aquí que, cuando nos imaginamos en sus capas más profundas, con la emoción que siempre presentan las simas abisales, nos encontramos con rocas, laderas, pendientes sumergidas que casi parecen propias de un país accidentado, y que van elevando el terreno cada vez más. En algunos lugares, la profundidad no pasa de los 2.000 metros. O emergen islas, como las Azores. Diríase que estamos a punto de toparnos con la Atlántida, el continente sumergido de que nos habla Platón. Y cuando nos imaginamos al borde del prodigio, comprobamos que la cordillera 118

desciende de nuevo, y al cabo de varias docenas de kilómetros, las aguas tienen otra vez 5.000 metros de profundidad, como corresponde al centro del Atlántico. Realmente, una dorsal es algo más que una cordillera sumergida. Si la seguimos con cuidado, observaremos que con frecuencia se divide en dos, con un valle intermedio en forma de V. El alzado, en su conjunto, puede representarse como una M. Y en algunos puntos de ese valle intermedio distinguiremos aguas turbias, torbellinos, rocas de magma reciente, que hace poco que ha emergido y aún conserva una temperatura más alta que el resto. Antes se pensaba que una dorsal era activa en toda su longitud; hoy se sabe que está jalonada de «puntos calientes» separados entre sí, y no continuos4. Tan pronto se encuentra en actividad un punto caliente como otro. Pero, en definitiva, una dorsal es como un parto de la tierra, es una grieta por donde la materia del interior, empujada por el diferencial térmico, aflora a la superficie. Y así se crea una nueva costra oceánica, a razón, se calcula, de unos 17 kilómetros cúbicos al año. Casi todas las dorsales se encuentran en el fondo de los océanos, y son por tanto difícilmente observables, aunque ya están bastante bien estudiadas, y nos vamos penetrando de sus misterios. Con todo, hay una dorsal que en gran parte emerge de un continente, y que podemos ver con nuestros ojos: es el Gran Rift Africano, una falla enorme que va de Mozambique a Eritrea, con desniveles de hasta varios miles de metros, zonas inestables, volcanes cerca de los labios (Kilimanjaro, monte Kenya), y hundimientos centrales que ocupan los Grandes Lagos, como el Tanganyka, Nyassa, Victoria, 4 Hoy, la moderna geología menciona como «puntos calientes» a la terminal de columnas muy profundas, no en el sentido genérico que aquí empleamos. Para mejor comprensión de todos los lectores, seguimos empleando el término en todos los casos, sin pretensión de detenernos muy extensamente en la cuestión.

Alberto y otros. Esta grieta es relativamente reciente, encierra particularidades fascinantes para los geólogos, y, de acuerdo con un estudio publicado en 2007 por expertos de la Universidad de Addis Abeba, puede encontrarse en aceleración, de suerte que en un periodo geológicamente tan corto como diez millones de años, África quedará dividida en dos, de norte a sur, con un mar intermedio. Esta dorsal, realmente, se prolonga hacia el norte por el mar Rojo, uno de los más activos del globo (vid. pág. 78), cuyas costas se están separando con relativa rapidez, y más allá vuelve a tierra, al este del Sinaí, y la tremenda depresión del Mar Muerto (vid, pág. 94), con la cuenca del Jordán, hasta Siria. Lo que significan las dorsales es que una parte del manto de la Tierra aflora hasta la corteza. Es así como la corteza terrestre está recibiendo continuamente materiales que proceden de cientos o miles de kilómetros de profundidad: se renueva sin cesar, aunque con calma cósmica. En una dorsal, la fosa central o sea el ángulo central de la «M», está ocupada por rocas magmáticas que al salir se desplazan hacia los lados, ya que por la fosa central de la «M» no pueden caer, por la presión continua hacia arriba, y forman los dos vértices superiores de la «M», abultamientos provocados por el exceso de materia emergida. Debido a su peso, esta materia cae hacia los lados, las patas exteriores de la «M», que es la única dirección hacia la que puede caer. De modo que las dorsales amplían la corteza terrestre, y, aumentando la extensión de los océanos, separan 119

progresivamente los continentes. Ya se ha dicho que Europa y América se están separando, a razón de un centímetro a dos centímetros por año. El alejamiento entre África y Sudamérica (Sudamérica avanza muy rápidamente hacia el oeste, y así se forman los Andes) es todavía más rápido, unos seis centímetros anuales. Wegener no estaba en este punto equivocado. Es un movimiento imperceptible a escala de la vida humana, pero no por eso menos apasionante y significativo. Que el Nuevo Mundo estuviera unos ocho o diez metros más cerca en tiempos de Colón que en estos momentos, no facilitó en absoluto la hazaña del descubrimiento. Pero a escala geológica, y aun para nuestra propia concepción del mundo, el hecho tiene algo de sorprendente. ¡Y casi nadie lo sabe! Y en este punto es donde el lector inteligente tiene derecho a una pregunta perfectamente lógica: si las dorsales están añadiendo continuamente extensión a la corteza terrestre, y sin embargo la extensión de la corteza terrestre permanece invariable, ¿qué es lo que ocurre? Simplemente, que los movimientos de convección no se consuman solo con las dorsales, sino que hay un movimiento de contrapartida, la subducción. La subducción es el hundimiento en el manto de una parte de la corteza. El hundimiento se opera en el mismo grado que la emersión, y la masa de la corteza terrestre se mantiene invariable. La subducción se produce allí donde la corteza oceánica se acumula, aumenta de espesor, llega a sobrepasar en densidad al manto sobre el que subyace y se precipita hacia abajo en un ángulo más o menos pronunciado. Este ángulo de descenso puede ser importante en el proceso de formación de las cordilleras. Si la estructura de las dorsales es bastante complicada, lo es más aún la de las zonas de subducción: la materia pesada que intenta descender forma una fosa (las grandes fosas marinas son zonas de subducción), empuja y aparta grandes masas de la corteza para abrirse camino, se arruga en una serie de pliegues, provoca terremotos o formas de vulcanismo muy activo. En las dorsales hay algunos volcanes, activos o no (en Canarias, Azores, Hawaii etc.); pero no son corrientes los terremotos. Cerca de las zonas de subducción, en cambio hay violentos volcanes, fuertes movimientos de tierra y terribles tsunamis, o maremotos: son las zonas más activas e inquietas de la Tierra. Y, aunque hace no muchos años se estimaba que el proceso de subducción, es decir, de hundimiento de capas de la litosfera en el manto terrestre, solo alcanzaba unos cuantos cientos de kilómetros de profundidad —hasta los niveles de sismicidad activa—, a comienzos del siglo XXI se cree que las corrientes de subducción se prolongan de una forma u otra hasta el fondo del manto, hasta muy cerca del núcleo terrestre: ¡es un descenso a los abismos de miles de kilómetros de profundidad! La inmensa caldera de la Tierra hierve: lo hace, ciertamente, con gran lentitud si la contemplamos con la escala del tiempo propia de la vida humana; pero lo hace incesantemente, lo viene haciendo desde hace cientos o miles de millones de años, y supone el desplazamiento de miles de millones de toneladas de la masa de nuestro mundo. Unas zonas del manto ascienden desde regiones muy profundas hasta alcanzar la corteza, y sumarse a los materiales que todos los días vemos en ella; otras zonas se hunden hasta alcanzar regiones no menos profundas: hay, por tanto, movimientos 120

verticales de ascenso y descenso. ¿Y cómo se traslada el material desde las zonas de ascenso hasta las de descenso? Es lógico: se traslada en movimiento horizontal. Este movimiento horizontal es el que provoca la deriva de los continentes: pero no como suponía Wegener, con zonas poco densas que flotan, como icebergs, sobre otras capas más densas, sino arrastrados por las placas, que actúan como cintas transportadoras. Así se explica hoy la tectónica de placas. La tectónica de placas La teoría, que ya estaba en gestación, se desarrolló por los años 60 y 70 del siglo XX. En 1960, el geólogo norteamericano Harry Hamond Hess intuyó que las cordilleras submarinas son afloraciones de magma procedente del interior de la Tierra, y en 1962, R. S. Dietz dejó en claro la naturaleza y la función de las dorsales. Poco después, en 1963, los geofísicos británicos Frederick Vince y Drumond Matthews, en un famoso artículo publicado en la revista Nature, consagraron el método del paleomagnetismo como un sistema de datación de rocas antiguas y un indicativo de su procedencia; y relacionando todo lo descubierto hasta entonces, comenzaron a desarrollar una teoría unificadora, capaz de explicar los terremotos, los volcanes, la formación de montañas y la deriva de los continentes como resultado de un mismo y único proceso general. En 1968, B. Isaac y otros teorizaron la tectónica global, y en 1970 Xavier Le Pichon demostró que el movimiento de la litosfera no basta para explicar la deriva, y que el material que se desplaza sobre la superficie terrestre debe ser más grueso. A este material que se desplaza, arrastrando consigo a los continentes y al propio fondo de los océanos denominó placas. En diez años, la teoría de la tectónica de placas había quedado establecida, aunque sus detalles han ido completándose hasta ahora mismo. Para no entrar en más detalles precisaremos que una placa tectónica es un fragmento de la corteza terrestre y una parte superficial del manto, que se mueve sobre un medio un poco más fluido, a una velocidad de algunos centímetros por año, y que constituye un bloque rígido, que no experimenta deformación interna. Una placa es algo así como una baldosa, o si se quiere, una cinta transportadora, que se mueve y sobre la cual se desplazan trozos concretos de la corteza terrestre, ya sea submarina, ya continental. Hay placas oceánicas, formadas casi exclusivamente por corteza submarina, sobre la cual a lo sumo se pueden formar algunas islas, y placas mixtas, que ocupan parte del fondo de los océanos y parte de los continentes: la mayoría de las placas son mixtas. Por qué la corteza terrestre se dividió en esta especie de baldosas suavemente deslizantes no está definitivamente aclarado, aunque existen multitud de teorías al respecto. Es un fenómeno propio del planeta Tierra, que no se ha apreciado en ningún otro planeta conocido, en virtud del cual el mundo en que vivimos es como es —tan rico, caprichoso y variado—, y no se parece a ningún otro. Hoy el movimiento de las placas se puede medir con precisión por el Sistema Global de Posicionamiento (GPS) y otras medidas por satélite. Hay siete grandes placas mixtas: la mayor es la Euroasiática, sobre la que se levantan parte del fondo del océano Atlántico, casi toda Europa y la mayor parte de Asia; siguen la 121

placa Norteamericana, la Sudamericana, la Africana, la Australiana, la Antártica y la India, que es la más pequeña de las «mayores». Placas oceánicas, pero también muy grandes son la Nazca, en el Pacífico, frente a la costa sudamericana, la Pacífica, que comprende gran parte de este enorme océano, y la Cocos, junto a estas islas, que deriva de la Pacífica, pero es independiente de ella. Otras placas menos extensas son la del Caribe, la Filipina, la Scotia (en el Índico), o la de Juan de Fuca, frente a la costa californiana, toda ella bajo el mar. Es extraña la enorme extensión de la placa Euroasiática, que solo admite comparación con la también enorme, pero sumergida del Pacífico. En otro tiempo, parece que fueron dos placas diferenciadas Asia y Europa: de su soldadura quedan como testigos los avejentados montes Urales. Si imaginamos las placas como cintas transportadoras o como «baldosas» que «se mueven libremente», como suele decirse, podemos pensar que hay grandes espacios sin placas. Y no es así: donde termina una placa empieza otra, el mundo entero está cubierto de placas. De modo que, como no pueden desplazarse libremente, una de ellas tiene que ceder, y en la zona en conflicto se sumerge en el manto interior: se produce el fenómeno que ya conocemos como subducción. Hay por tanto dos clases de fronteras o líneas interplacas: las divergentes, que corresponden a las dorsales de las cuales sale materia del manto que enriquece la corteza exterior, y las convergentes, allí donde chocan dos placas y una de ellas queda debajo de la otra, hasta sumergirse de nuevo en el manto. Son estos frentes interplacas las zonas más activas de la Tierra. Lógicamente, las colisiones pueden revestir tres formas distintas: a) continental-continental: así se interpreta (aunque con ciertas reservas) el choque entre la placa India y la Asiática, de la que derivó el imponente alzamiento del Himalaya; b) continental-oceánica: como el choque entre la placa Sudamericana y la sumergida de Nazca, que ha dado lugar a la cordillera de los Andes; y c), oceánica-oceánica como es el caso de la colisión entre la placa Pacífica y la de Nueva Guinea: de este encuentro han surgido los archipiélagos del Pacífico occidental. En las zonas de encuentro entre placas oceánicas suelen abrirse grandes fosas submarinas, como la de Filipinas o la de las Marianas. Los encuentros violentos entre los bordes de placas provocan fenómenos orogénicos, volcánicos y sísmicos: todos relacionados, y no independientes, como antes se pensaba. Los bordes divergentes, correspondientes a las dorsales, tienen relativamente poca actividad: al fin y al cabo las dos placas no se oponen, sino que se alejan cada cual por su lado: con todo, suelen provocar el surgimiento de islas, volcanes poco o medianamente activos, y raras veces terremotos; los bordes convergentes, con el correspondiente choque y subducción de una de las dos placas, son zonas de formación de cordilleras, abismos submarinos, volcanes y terribles terremotos, entre ellos los terremotos submarinos que provocan el fenómeno de los tsunamis. Cómo se formaron las grandes cordilleras Que las cadenas de montañas se formaron por plegamientos o arrugas en la corteza terrestre se suponía hace ya mucho tiempo; pero la teoría no 122

encontró una explicación concreta hasta que se conoció la tectónica de placas. La idea de que la Tierra se había arrugado como una pasa como consecuencia del envejecimiento y enfriamiento (vid. pág. 149) caducó pronto; pero se mantuvieron las teorías sobre presiones laterales que provocaban los alzamientos de montañas por el mismo efecto mecánico que se opera cuando empujamos por sus extremos una tela o un papel. Wegener ideó la teoría ingeniosa de que las cordilleras se forman en la «proa» de los continentes que avanzan, y levantan una especie de olas (vid. pág. 152): se estaba acercando a la realidad; pero ¿sobre qué material se levantan estas olas? ¿Qué es lo que, ante la deriva de los continentes ofrece resistencia? La tectónica de placas ofrece al fin una explicación coherente, por más que esa aventura maravillosa de la Tierra que es la formación de las grandes cadenas de montañas resulta demasiado compleja como para exponerla pormenorizadamente en este lugar. Las cordilleras se forman siempre en los encuentros convergentes entre placas. O bien chocan dos placas continentales y provocan grandes rugosidades en la litosfera, o bien un fenómeno de subducción, que aunque termina doblando una de las placas hacia el interior del planeta, provoca también la suficiente inestabilidad —las suficientes arrugas — como para alterar espectacularmente la orografía. Se dice que el Himalaya es el resultado del encuentro entre la placa India, que se desplazaba rápidamente hacia el norte, y la enorme placa Euroasiática; aunque algún fenómeno de subducción fue posible cuando la placa intrusa fue obligada a subducir bajo su gigante vecina. En el segundo caso, la subducción de una placa marina sobre otra continental que avanza sobre ella provoca monstruosas deformaciones. Imaginemos una azada que penetra diagonalmente sobre la tierra. Abre una gran grieta, en la cual se hunde; pero al mismo tiempo levanta un montículo entre el punto del azadonazo y nuestros pies. Esta combinación de una fosa y un monte (una cordillera) es típica de las zonas de subducción. Además, la placa que se ve obligada a descender se arruga, se dobla, se quiebra con violencia, mientras la placa continental que avanza sobre ella se ve obligada a subir sobre la pendiente de subducción que el choque ha provocado. Los Andes, resultado del avance de la placa Sudamericana sobre la submarina placa Nazca, son un buen ejemplo de este tipo de colisión. El Himalaya es la cordillera más alta de la Tierra, testigo de una inmensa catástrofe que no ha terminado todavía: algunos expertos en orogenia afirman que tiene que alcanzar los 11.000 metros de altura antes de llegar a su punto de equilibrio, aunque «tengamos» que esperar bastantes millones de años para «verlo». Como es sabido, la enorme cordillera del Himalaya se formó como resultado de la colisión de la placa India, que, desprendida de la Gondwana, y dejando abandonada a su paso Madagascar, avanzó muy rápidamente hacia el norte y chocó con la placa Euroasiática en el sur de Asia. Por eso se considera a la India —y con ella a Pakistán y Bangla Desh— como un subcontinente. El Himalaya es una inmensa y soberbia formación montañosa que abarca espacios de India, Pakistán, Nepal (donde se encuentran las montañas más altas), Bhutan y China. Tiene una longitud de 2.600 Km. de este a oeste, y una anchura de 350 de norte a sur. Al noroeste del Himalaya, separada de éste por la profunda falla del Indo, se extiende la cordillera del Karakorum, de 1.000 Km. de longitud, diferente en su 123

estructura, pero formada como consecuencia del mismo choque. Entre el Himalaya y el Karakorum se reparten las catorce cimas de más de 8.000 metros de altura que existen en el mundo. El Himalaya es más extenso y macizo; el Karakorum, más intenso y atormentado, con formas imposibles como la Torre sin Nombre, la Torre Muztagh o las célebres Catedrales del Baltoro, inmensas formaciones de roca viva. Hoy los geólogos chinos, que tras la ocupación del Tibet tienen acceso directo al Himalaya (y han construido un ferrocarril, que permite llegar a sus pies), se han dedicado a estudiar la cordillera, y han llegado a conclusiones sorprendentes, que otros especialistas no comparten del todo, como que el Himalaya ha alcanzado su altura actual hace solo uno o dos millones de años, y sigue creciendo en algunos puntos a razón de tres metros por año. Sea lo que fuere, parece evidente que es la cordillera más joven del mundo, y que sigue creciendo. En el siglo XIX, lord Everest descubrió la montaña más alta del planeta, y poco después Godwin Austen vio otra similar en el Karakorum, el K 2; las discusiones sobre cuál ocupa el primer puesto han durado hasta fines del siglo XX, e incluso las ha dilatado una defectuosa medida del satélite geodésico. Hoy se sabe que el Everest, en el centro del Himalaya, mide 8.848 metros, y el K2, 8.611. El primero, aunque imponente, está rodeado de otras montañas altísimas, en tanto que el K 2 se yergue orgulloso como una magnífica pirámide aislada. Es una de las formaciones más hermosas de la Tierra. Aunque intentado el Everest por famosos escaladores de la primera mitad del siglo XX, como Mummery o Mallory (¿llegó éste realmente?: no lo sabemos, no regresó), realmente la conquista de los famosos «ochomiles» no llegó hasta después de la segunda guerra mundial. En 1950 llegaron los franceses, dirigidos por Maurice Herzog, en un expedición ligera, a la cima del Annapurna, el primer ochomil conquistado por el hombre, en una tremenda aventura en que los triunfadores cayeron en una fosa de hielo; tanto ellos como quienes les auxiliaron perdieron por congelación algunos dedos. Herzog fue considerado héroe nacional en Francia, y terminó siendo Secretario de Estado para la Juventud y el Deporte. El 29 de mayo de 1953, una expedición británica, dirigida por un militar, el coronel Hunt, mejor organizador que montañero, pero que supo llevar la empresa con gran acierto logístico, consiguió uno de los más caros deseos del hombre del siglo XX, llegar a la cima del Everest, el «techo del mundo», en que tantos habían fracasado; hazaña que lograron el neozelandés Edmund Hillary y el «sherpa» nepalí Tensing Norgay después de muchas heroicas jornadas. Comoquiera que la fecha coincidió con la de la coronación de la reina Isabel II, la hazaña pasa por ser la última conquista del imperio británico. (Hillary, enamorado del pueblo sherpa, ha vivido en Nepal hasta los 88 años, organizando fundaciones culturales y benéficas, y contemplando sus maravillosas montañas). En junio del mismo año 1953, una expedición alemana alcanzaba la cumbre de la montaña maldita, el Nanga Parbat, la mole que había costado hasta entonces más vidas humanas. El héroe fue el austríaco Hermann Buhl, el primer hombre que conquistó un ochomil en solitario, pues su compañero Otto Kempter hubo de desistir. Buhl, un tirolés sencillo, envejeció en pocos días diez años. El K2 fue conquistado en julio de 1954 por la expedición italiana dirigida por Ardito Desio: los 124

primeros en llegar a la segunda cumbre del mundo fueron Lacedelli y Compagnoni. El último de los más grandes gigantes en caer fue el Kangchenjunga en 1955, a cuya cumbre5 llegaron G. Band y J. Brown, en una expedición dirigida por uno de los conquistadores del Everest, Charles Evans. En los años siguientes fueron alcanzados los restantes «ochomiles» de la Tierra. Costaron unas cuantas vidas, pero, por más que el himalayismo haya sido califi Una leyenda del Assam pretende que la cumbre del Kangchenjunga, morada de los dioses, no puede ser hollada por los hombres. Las autoridades locales pidieron a los ingleses que no llegaran a la cumbre, y efectivamente, Band y Brown se detuvieron a pocos metros. El Kanchenjunga es una única gran montaña del mundo cuya cumbre no fue pisada. El hecho, técnicamente, no tiene mayor importancia. 5

cado como «la conquista de lo inútil», es frecuente, como en todos los logros humanos, la opinión de que la hazaña mereció la pena. También es una pena que la cima del Everest esté llena, aparte del trípode montado por los chinos, de botes de plástico y latas de conserva. Hasta el techo del mundo ha llegado la contaminación. La cordillera de los Alpes es la más alta de Europa, salvado el caso del Cáucaso, que se encuentra en la frontera misma entre Europa y Asia. Es, con gran diferencia, la cadena de montañas más visitada por el hombre, y la mejor dotada de medios para acercarse a las cumbres. Los guías de Chamonix se ofrecen a llevar a su cliente, si es preciso a cuestas, hasta la cima del Mont Blanc (4.880 metros), siempre que aquél cargue con toda la responsabilidad. El núcleo de los Alpes (Alpes Peninos) es granítico, mientras que las cadenas laterales (Alpes de Saboya, Tirol, Dolomitas) son de estructura calcárea y formas extremadamente pintorescas. La mayor elevación, el Mont Blanc, es una grandiosa cúpula, aunque desde la cumbre se descubre como una arista. El Matterhorn o Cervino es una de las montañas más bellas del mundo, y ciertamente el objeto más fotografiado del planeta: pirámide airosa de increíble esbeltez, coronada por los hielos, ofrece tres aristas de escalada, de las cuales la Hornli, que arranca de Zermatt, está continuamente frecuentada por montañeros de todos los países. En pocas partes el mundo se escuchan tantos idiomas como en la arista Hornli. Curiosamente, en la zona granítica de los Alpes Peninos, el Cervino es la excepción; está formado por una roca negruzca relativamente blanda y quebradiza, que se desprende fácilmente y obliga a grandes precauciones en la escalada: el material más feo para la montaña más hermosa. Un amanecer desde Zermatt o desde Zmutt, en que la pirámide cimera se tiñe de todos los colores del iris, es uno de los espectáculos más difícilmente creíbles de la Tierra. Los Alpes, en su conjunto, son una maravillosa obra de artesanía de la naturaleza, por la riqueza de sus formas y sus impecables proporciones, en que con absoluta armonía cada detalle se encuentra en su punto exacto. Los Andes, en cambio, son una cordillera enorme, de 5.000 Km. de longitud que abarca toda la costa sudamericana del Pacífico. El montañero europeo se encuentra con que todo es muy grande, y a veces desproporcionado; en unas zonas —Colombia, Ecuador, Perú— se dan tres cordilleras paralelas; en otras, como en Bolivia o el Norte argentino, la cordillera alterna con mesetas altísimas y heladas de escaso relieve, el «altiplano» o la «puna», para convertirse más al sur en una sola cordillera relativamente 125

estrecha, pero con las cumbres más altas (Mercedario, Aconcagua, Tupungato). En Patagonia la altura de las montañas es relativamente modesta —apenas pasa de 3.000 metros—, pero reviste las formas más impresionantes y audaces, como el Fitz Roy y las Torres del Paine. Como corresponde a una zona de fuerte subducción, los Andes son una cordillera enorme y desigual. Su disimetría es evidente: desde el este las montañas se van elevando poco a poco, y por el flanco oeste se despeñan sobre el Pacífico, en una de las caídas más extraordinarias del mundo. También en América del Norte las cordilleras que dan al Pacífico han formado tres alineaciones montañosas sucesivas: las Montañas Rocosas, la Cordillera de las Cascadas y Sierra Nevada: testigos impresionantes del progresivo avance hacia el oeste de la placa norteamericana. El resultado más espectacular del movimiento de las placas sobre la Tierra es la formación de los accidentes orográficos, tan ricos, variados y bien combinados entre sí como no es posible encontrar en ningún otro planeta de superficie sólida, al menos de los hasta ahora conocidos. Cabe, por supuesto, la posibilidad de que exista una tectónica de placas en algún mundo ignoto que gire alrededor de una estrella conocida o desconocida: simplemente, no lo sabemos.

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LA MÁQUINA EXTERNA

a parte sólida de la Tierra se mueve, se autocoordina, funciona, por obra de la máquina interna, cuya fuente de energía es el calor del núcleo del planeta. Toda la actividad de esa 127

parte sólida, hasta el movimiento de los continentes y la formación de las montañas, depende del calor interno. Por el contrario, el movimiento, la actividad, la no menos maravillosa coordinación de la parte líquida y gaseosa, depende de otra fuente de calor que se encuentra muy lejos de nosotros, el sol. Es curioso observar este estricto reparto de funciones, en que tal vez muchas veces, ¡aun conociéndolo!, no habíamos reparado. El núcleo terrestre y el sol son las dos grandes calderas que hacen funcionar coordinadamente, como si fueran una sola, la Máquina Tierra, aunque esas dos fuentes de energía sean tan independientes y estén situadas tan lejos una de la otra. Quizá lo más asombroso sea justamente ese reparto de funciones y la inesperable pero perfecta complementariedad entre las dos. A lo sumo, podríamos citar un tercer motor de la máquina: la luna, por más que su papel sea mucho más modesto. A la fuerza de la luna se deben las mareas, terrestres y oceánicas: sería, en ese caso, el único elemento que interviene conjuntamente sobre la parte sólida y la parte líquida —y aun gaseosa— de la Tierra. Tal vez otros fenómenos de repetición, como algunos de naturaleza meteorológica, tengan algo que ver con la luna. Y el sorprendente parecido del ciclo menstrual de la mujer con el ciclo sinódico lunar: ¿es una simple coincidencia? No tendremos más remedio que dedicar en su momento un breve apartado a la luna; pero es evidente que la Máquina Tierra funciona primordialmente por efecto de dos fuentes de calor: el núcleo terrestre y el sol. Hemos expuesto los principales fenómenos propios de los océanos y de la atmósfera en otro lugar (vid. págs. 91 y ss., y págs. 113 y ss.), porque los mares y la atmósfera son dos realidades físicas eminentemente móviles, y no cabe tratar de su naturaleza sin tratar también de sus movimientos: y no es cuestión aquí de repetir todo lo dicho. Creemos que la distribución que hemos adoptado era necesaria, o por lo menos conveniente. En este apartado, más breve, vamos a explicar los elementos más indispensables del horno solar, y a recordar los aspectos más significativos de la acción coordinada de las partes líquida y gaseosa de la Tierra en el funcionamiento conjunto de la máquina. El horno solar Expresado de la forma más breve posible, el sol es el cuerpo más importante del sistema solar-planetario a que pertenecemos: él solo acapara el 98 por 100 del conjunto del sistema. Los planetas, considerados uno a uno, no son más que diminutos adminículos: aparte de que sin el sol, el sistema mismo no existiría como tal, y cada planeta, falto de un sistema de referencia común, marcharía en el espacio por su cuenta. El sol es una inmensa esfera gaseosa que tiene un diámetro de 1.399.500 Km., de suerte que harían falta 108 Tierras puestas en fila para cubrir ese diámetro. Ello significa que, en volumen, el sol es 1.301.000 veces mayor que la Tierra, aunque, al estar formado fundamentalmente por elementos menos densos, su masa es «solo» 333.000 veces mayor. El primer rasgo que distinguimos en el sol es que es un cuerpo muy luminoso y muy caliente. La temperatura de la fotosfera, es decir, la de la superficie solar que vemos —¡durante una fracción de segundo, no nos atrevamos a sostener la mirada 128

frente al sol!— es de 5.800 grados. No parece una temperatura excesiva, pero tengamos en cuenta el tamaño. Un horno, a esa temperatura, tan grande como Madrid sería suficiente para abrasar en pocos segundos, y fundir en no muchos minutos la capital de España. Y esa es la temperatura exterior, porque en su corazón reinan valores del orden de quince millones de grados. En el sol, lo mismo que en la Tierra, el calor es incomparablemente más intenso en el núcleo que en la superficie. Pero aun así, la energía que el sol irradia al exterior es fabulosa, del orden de 3,86 x 1023 kilovatios. No nos entretengamos en imaginar ese valor, porque es absolutamente inútil. Si no nos abrasa (como que nos llega exactamente la dosis de energía que más nos conviene) es porque se encuentra a 149,6 millones de kilómetros de distancia. El sol está compuesto por todos los elementos, pero los que más abundan, con enorme diferencia, son el hidrógeno y el helio. El hidrógeno está presente en un 73 por 100, el helio en un 25; y luego vienen el oxígeno (0,77 por 100); el carbono, 0,29; el hierro (0,16), el neón (0,12); el nitrógeno (0,09), el silicio (0,07)... etc. Los elementos son los mismos que encontramos en la Tierra, pero su distribución proporcional es completamente distinta. ¿Por qué?, tenemos derecho a preguntar: porque el fortísimo viento solar de los instantes primigenios barrió de las cercanías de la Tierra casi todos los elementos ligeros. Solo los pesados siguieron aquí, y la Tierra, por algún motivo que desconocemos, es especialmente pesada, en el sentido de que su densidad es la mayor del sistema solar. El sol gira sobre su eje en un periodo de 25,03 días en su ecuador, (en 25,4 a una latitud de 15º; 26,5 a una latitud de 30º; 28,0 a 60º, y 30 días —es decir, un mes—, a 75º). Es un cuerpo gaseoso, y gira más rápido en su ecuador que cerca de los polos. A los planetas gaseosos, como Júpiter o Saturno, les ocurre exactamente lo mismo. El sol es una estrella, eso lo sabemos todos. Quizá los profesores y los libros han recalcado con demasiada insistencia en que «es una estrella como otra cualquiera», y una afirmación de tal naturaleza resulta tan exacta o tan inexacta, según queramos entenderlo, como la de que «un pez es un animal como otro cualquiera», aunque no se parezca mucho a un elefante o a una hormiga. Hay estrellas millones de veces más voluminosas que otras, miles de veces más brillantes que otras; las hay rojas, azules, simples, dobles, múltiples, variables, invariables, con planetas, sin planetas. El sol no es de las estrellas más luminosas ni de las más débiles; no es gigante ni enana: en ese sentido podría afirmarse que es «una estrella cualquiera»... si no fuera precisamente porque en su torno gira un planeta tan singular y tan distinto a los demás como —hasta ahora, que sepamos — es la Tierra. La energía del sol se genera en su núcleo, que ocupa aproximadamente el 25 por 100 de su diámetro. Es allí donde se produce el proceso de fusión termonuclear, mediante el cual por cada segundo que pasa, 600 millones de toneladas de hidrógeno se transforman en helio, y 4,5 millones de toneladas de materia se convierten en energía. Parece que con tan fabuloso derroche el sol debiera agotarse rápidamente, pero conserva hidrógeno suficiente para mantener el proceso por lo menos durante 5.000 millones de años más. Una pared gaseosa, homogénea y estable, de cientos de miles de kilómetros de espesor, envuelve el horno solar como en una cámara de seguridad, y evita el peligro de una 129

disipación excesiva hacia el exterior. Cada fotón de rayos gamma o partícula energética recién formada, se mueve a la velocidad de luz, pero a cada centímetro que recorre, interfiere con otra partícula y se reorienta al azar. Solo ocurre que, como la densidad disminuye del centro a la periferia, es un poco más probable que, después de un número casi infinito de interacciones, tienda a desplazarse hacia el exterior. Del núcleo, la energía pasa a la zona radiante, y de esta a la zona convectiva, desde donde la energía llega a la superficie del sol o fotosfera: en todo este viaje, cada partícula energética tarda en llegar al espacio libre cientos de miles de años. Es así como el sol, aunque inmensamente pródigo en la producción de energía, es relativamente cicatero en su liberación, y por eso el desgaste del horno solar es tan lento. Con todo, los miles de millones de fotones liberados cada segundo son suficientes para iluminar todo el sistema solar y para abastecer a nuestro planeta de toda la energía que necesita. El ciclo solar Galileo descubrió en 1610 manchas en el sol. Comoquiera que se consideraba al astro del día como un símbolo de lo inmaculado, hubo agrias disputas sobre la cuestión. A mediados del siglo XVII, Huygens dejó en claro su existencia, y desde entonces no han dejado de observarse con asiduidad. Las «manchas» son regiones del sol menos brillantes que el resto, de modo que por contraste parecen oscuras, cuando realmente no lo son. Se trata de grandes perturbaciones magnéticas que inhiben en parte la liberación de la energía solar. Han servido para precisar la rotación del sol, ya que se mueven día a día, desaparecen en el limbo poniente, y al cabo de trece días vuelven a presentarse en el limbo del hemisferio visible. En principio se pensó que la abundancia de manchas disminuía la tasa de energía del sol. Desde hace tiempo sabemos que es todo lo contrario: las manchas son perturbaciones, verdaderas tormentas magnéticas, que denuncian una especial actividad en nuestra estrella. Al mismo tiempo que las manchas importantes se producen fáculas brillantes, fulguraciones y otros fenómenos que representan una vitalidad desusada en la superficie solar. Un hecho que fue descubierto relativamente pronto es el de que existe un período de actividad solar de aproximadamente once años: en un máximo se observan multitud de manchas, algunas de ellas enormes —como que con un cristal ahumado pueden distinguirse a simple vista—, así como otras muchas perturbaciones electromagnéticas. Durante un máximo, la radiación que recibimos del sol es muy ligeramente más elevada que en un mínimo, cuando las perturbaciones son muy escasas, o incluso inexistentes. En 2008 nos encontramos en un mínimo de actividad, y se espera un máximo —según algunos expertos muy importante— para 2012. ¿Influye esta variable tasa de radiación en la temperatura o en las manifestaciones del tiempo atmosférico? La cuestión se discute desde hace cien años, y aún no nos hemos puesto de acuerdo sobre ella. Por ejemplo, en 1930, G. Shaw estableció una relación muy clara entre la actividad solar y el nivel del lago Victoria, en África central. Sin embargo, actualmente, esta relación parece inexistente. ¿Es que ha dejado de producirse, o es que las medidas anteriores a 1930 fueron incorrectas? Tampoco estamos tan seguros sobre la 130

influencia de la actividad solar en la época de floración de los cerezos en Bremen, que un día creyeron establecer miembros de aquel observatorio. Hoy se sigue pensando que en épocas de máxima actividad son más frecuentes las lluvias en la región ecuatorial, y en cambio más escasas en latitudes del orden de 40º; pero las diferencias son tan pequeñas, que todavía hacen falta estudios más generalizados para poder asegurarlo. En cambio, la influencia de la radiación del sol en la temperatura terrestre no parece que se manifieste de un modo sistemático, excepto para periodos muy largos de falta de actividad. Edward W. Maunder se dio cuenta de que entre 1645 y 1715 la actividad solar se había mostrado enormemente disminuida, hasta el punto de que en los máximos fueron observadas muy pocas manchas en el sol, y durante años enteros no aparecieron en absoluto. Esta escasez de actividad es un fenómeno cuyas causas permanecen hoy en el misterio. Pero lo que sí puede constatarse es que en la segunda mitad del siglo XVII y en los primeros años del XVIII las temperaturas fueron anormalmente bajas. Como que el Támesis se helaba todos los inviernos, y la nieve caía donde antes y después no fue normal que lo hiciera. El fenómeno está constatado por lo menos tanto en Europa como en Norteamérica. Se le llama la «pequeña edad del hielo» (vid. pág. 64). Esta relación parece confirmar que, cuando menos a largo plazo, la actividad solar influye en el clima terrestre, y hoy, en que estamos más preocupados que nunca por el cambio climático, los estudios se han multiplicado. ¿Qué nos espera en 2012? ¿Un máximo sin precedentes? Un grupo de expertos, reunidos en California en la primavera de 2007, se dividió en dos bandos. Uno de ellos predice un máximo espectacular. Otro, por el contrario, cree que, tal como van las cosas, será relativamente modesto. Los sabios, en las convenciones, casi nunca se ponen de acuerdo. Será preciso esperar a 2012 y 2013 para dar una respuesta segura. Algún día conoceremos con certeza el influjo de la actividad solar en el clima de la Tierra. El destino de la energía solar Solo un valor equivalente a las 400.000 millonésimas de la energía liberada por el sol llega a la Tierra. Es una cantidad ridícula comparada con la totalidad, pero, para nuestros valores habituales sigue representando un valor fabuloso. El 45 por 100 de esta energía es absorbida, tanto por la atmósfera como por el suelo. El resto, o sea más de la mitad, es devuelto al espacio por las nubes o por la propia Tierra. No olvidemos que uno de los factores más reflectantes de nuestro mundo son las nubes, que, vistas desde arriba, son blanquísimas. Las nubes devuelven, pues, una buena parte de la radiación recibida, pero no podemos olvidar que la propia Tierra también irradia: irradia de día, pues devuelve parte de la luz recibida, y sobre todo irradia de noche, cuando no recibe luz alguna, pero sigue devolviendo una parte del calor que le ha llegado durante el día. Sin este mecanismo de recepción y devolución no comprenderíamos la diferencia de temperaturas en las distintas partes de la jornada, y lo que esta alternancia significa. Tengamos en cuenta, por de pronto, que solo la mitad de la Tierra recibe en un momento dado la energía solar; la otra mitad, la nocturna, no la recibe, pero sigue irradiando, no en la parte 131

luminosa del espectro (el «visible»), sino en el infrarrojo (en forma de calor). De esta energía, un valor similar a 2 x 1017 vatios calienta (más bien se dedica a evaporar) el agua, produciendo vapor atmosférico (y cuando este vapor se condensa, nubes); 7 x 1016 calienta la tierra seca; 3 x 1016 calienta el aire, produciendo los vientos y la dinámica atmosférica. Hay que añadir otros valores más bajos: 4 x 1014 son empleados por las plantas marinas para la fotosíntesis, o disociación del CO2 , con devolución de oxígeno puro a la atmósfera y aprovechamiento del carbono para alimentación de la propia planta; y 4 x 1013 es empleada por las plantas terrestres para la misma función. La «constante solar» equivale a 1,95 calorías por cm2 al minuto. Toda la humanidad consume, según Kieczec, una energía que es solo la docemilésima de la que nos llega del sol. Hoy hemos aprendido a aprovechar una parte de la energía solar, pero las posibilidades potenciales, si somos capaces de dar con los métodos adecuados, son inmensamente mayores. La energía del sol es limpia, la recibimos en principio gratis, y no contamina. Para terminar, otro dato: para un punto de la superficie terrestre situado al nivel del mar, la energía infrarroja (en forma de calor) es del orden del 49 por 100; la visible o luminosa del 42; solo un 9 por 100 de la ultravioleta llega a la superficie, gracias a que el ozono de la estratosfera se encarga de absorberla: un favor que hacemos bien en agradecerle. En fin, y eso es lo que ante todo nos interesa: la Tierra recibe constantemente una buena cantidad de energía del sol, una energía que, a efectos prácticos, se traduce principalmente en luz y calor. ¿La recibe constantemente? Maticemos, como una y otra vez hemos tratado de hacer. No toda la Tierra recibe al mismo tiempo luz y calor del sol. En la Tierra hay día y noche, y como la Tierra gira, ese regalo celeste se va repartiendo por las distintas regiones del planeta: pero nunca alcanza a todas a la vez. Aquellas a donde llega la luz solar, es decir, donde es de día, reciben energía. El máximo se alcanza cuando el sol está a la mayor altura posibe sobre el horizonte (a mediodía, en el verano). Evidentemente, a donde es de noche, no llega energía: en ese momento, la energía acumulada se pierde en el espacio, es decir, la Tierra en su hemisferio nocturno, irradia energía al exterior: pierde, que no gana. Por eso cuando es de noche la temperatura es más baja que en ese mismo lugar cuando es de día. Sin embargo, es falso, como puede suponer algún ingenuo, que de día la Tierra no irradia energía al espacio. Refleja luz, envía calor hacia afuera. Pero es mayor lo que recibe que lo que devuelve. Por el contrario, el hemisferio nocturno no recibe, simplemente irradia. Si no hubiera atmósfera, y si la Tierra no girara, la pérdida de energía del hemisferio nocturno sería continua, y ese hemisferio terminaría más frío que un carámbano. Sin embargo, el movimiento de rotación, y también el volteo de las estaciones terminarán por equilibrar la situación. También habremos oído alguna vez que toda la energía que recibe la Tierra es irradiada al espacio; y el hecho es rigurosamente cierto, pero probablemente requiere otra matización. Si la Tierra, que no es un cuerpo caliente en su superficie, pierde todo lo que recibe, se queda en cero, como se queda una persona indigente que recibe un millón de euros y devuelve un millón de euros: ocurre como si no recibiera nada. Y si de hecho no 132

recibe nada desde el primer momento, se queda en el cero absoluto, o sea a 273 grados bajo cero. Algo nos dice que no puede ser así, aunque tal vez la repetida afirmación de que perdemos cuanto ganamos pueda sumirnos en una cierta e indefinida perplejidad. El pretendido problema queda resuelto quizá mejor que de otra manera con un ejemplo absolutamente casero: un recipiente, supongamos un cubo, recibe un chorro continuo de agua procedente de un grifo. El cubo se llena de agua hasta que llega un momento en que, una vez lleno, desborda. A partir de ese momento y solo a partir de él, el cubo vierte tanta agua como recibe: no contiene una cantidad de agua infinita, porque no tiene capacidad para ello, pero tampoco está vacío. Y mantendrá indefinidamente, mientras el grifo funcione, la misma cantidad de agua. El cubo tiene una cierta capacidad, y ha recibido agua de acuerdo con esa capacidad; también la Tierra, que en su superficie no tiene calor propio, es calentada por el sol en la medida de su capacidad: a partir de ese momento, devuelve cuanto recibe, y se mantiene en equilibrio. Este equilibrio tiene que ver no solo con la capacidad, sino también con lo que se llama albedo. Albedo equivale a reflectividad, a posibilidad de reflejar lo que recibe. Un espejo azogado devuelve casi toda la luz que recibe, tiene un albedo muy alto. Un cuerpo negro y mate absorbe casi toda la luz y el calor que recibe, tiene un albedo muy bajo. En una escala de 0 a 100, la nieve limpia muestra un albedo de 86; las nubes en su parte superior, tiene un albedo de 78; los desiertos, aproximadamente de 21; la tierra parda de un 13, los bosques, un 8, los océanos, un 6 o un 7. De los planetas, a Mercurio se le atribuye un albedo de 8 (roca oscura); Venus, cubierto de nubes claras, llega a 68: es el más reflectivo de todos; la Tierra llega a 33; Marte a solo 16; Júpiter a 51, Saturno a 42, la luna a 10 (si la luna tuviese una atmósfera como Venus, las noches de luna llena serían tan brillantes como una tarde nublada, podríamos leer por la calle y no necesitaríamos luz artificial. Hay asteroides cuyo albedo no pasa de 5. No entremos en detalles, pero comprenderemos que un cuerpo nos muestra un brillo que está en función de su tamaño aparente, su distancia y su albedo. Ahora bien: una cosa es el albedo y otra la temperatura en la superficie de un planeta. Así, Venus refleja el 68 por 100 de la energía que recibe: debiera ser un planeta más frío que la Tierra: de aquí la sorpresa de los astrónomos cuando pudieron medir la temperatura de la superficie venusiana y encontraron 560º. ¡Increíble! Y es que la atmósfera de Venus posee un tremendo efecto invernadero. De acuerdo con la distancia al sol y el albedo, la temperatura media de la Tierra debiera ser de 20 grados bajo cero: un auténtico carámbano; para muchas formas de vida, y sobre todo la del hombre, sería un planeta inhabitable, o solo incómodamente habitable en las regiones cercanas al ecuador. Todos sabemos que no es así. ¿Y por qué? Porque de la radiación que despide la Tierra, el vapor de agua y el dióxido de carbono absorben una parte y la reexpiden hacia la Tierra. Este triple viaje, ida, vuelta, ida, hace que una parte del calor que debiera devolver la Tierra al espacio se quede en ella. Es lo que se llama «efecto invernadero». Los invernaderos son grandes espacios cubiertos de cristal o material plástico. El cristal, que es diatérmano, deja pasar la luz, pero en cambio retiene el calor (en un invernadero, además, retiene el aire ya caliente); de manera parecida, los gases de la atmósfera dejan 133

pasar los rayos del sol, porque son transparentes; pero como lo que devuelve la Tierra en su mayor parte no es luz, sino simplemente calor (radiación infrarroja), queda retenido por los citados gases. Así es como la temperatura media de la Tierra no es de veinte grados bajo cero, sino de quince grados sobre cero. El efecto invernadero, tal como se produce espontáneamente en la naturaleza, es por tanto beneficioso, y resulta ser una de tantas casualidades que hacen posible la vida en este mundo. Si actualmente existe cierto temor a ese efecto es porque el hombre, al emplear carbón y combustibles fósiles para producir energía, está aumentando en exceso la tasa de dióxido de carbono, y este gas, aunque muy escaso todavía en la atmósfera, contribuye de un modo inesperadamente desmesurado a ese efecto. Es cada vez más probable que el hombre esté provocando una ruptura en el bien previsto orden natural, ruptura de la cual puede ser el mismo hombre el primer perjudicado. En el próximo capítulo nos veremos obligados a tratar, siquiera de pasada, este punto. La Tierra se calienta, pero desigualmente, por la sencilla razón de que el albedo de las distintas regiones de su superficie es sorprendentemente distinto. La tierra sólida se calienta —y se enfría: es decir, absorbe y devuelve— más rápidamente el calor que los mares. Es fácil comprobar cómo una laja oscura se calienta mucho más que una de mármol. Los terrenos arbolados registran un aumento y una disminución de las temperaturas muy suave: un bosque es más templado en invierno y más fresco en verano que una paramera. La arena se calienta y enfría mucho más rápidamente que las rocas: muchos tenemos la desagradable experiencia de que en un mediodía soleado la arena seca de una playa nos quema los pies; si pisamos solamente una serie de lajas de piedra colocadas sobre la arena, notaremos que están calientes, pero no nos queman: la diferencia es enorme. Tanto la arena como las piedras están formadas por silicatos, pero su capacidad para almacenar calor y para liberarlo es muy distinta... Por el mismo motivo, la arena se enfría mucho más rápidamente que las rocas: de noche es francamente fría, y no es extraño que entre las dunas del desierto se produzcan heladas nocturnas, cuando a mediodía están a sesenta o más grados. El muy diferente albedo de las distintas partes de la Tierra es el principal responsable de las contrastadas temperaturas que se alcanzan en latitudes muy similares: y de aquí el régimen de vientos y otros fenómenos meteorológicos. Los factores de contraste dependen de la rotación del planeta (distinta temperatura en el día y en la noche, y durante las diferentes horas del día); de la inclinación del eje (más calentamiento en verano, menor en invierno) y del albedo (unas zonas se calientan y se enfrían más que otras, a iguales condiciones). Los demás fenómenos de contraste (corrientes cálidas y frías, frentes, formación de zonas de inestabilidad) son consecuencia de esos tres factores. Las corrientes marinas (vid págs. 98 ss.) y el complejo ciclo del agua (vid. págs. 107 ss.) son el resultado conjunto, a veces de una complejidad admirable, del desigual calentamiento de la Tierra. ¿Fallos en la máquina? Las iras de la naturaleza 134

No hay máquinas perfectas, y tampoco tenemos derecho a pedir que nuestra Tierra lo sea, cuando la mayoría de los seres humanos andamos bastante lejos de la perfección. Quizá convenga tomar en serio la afirmación de Zubiri de que el Universo, intencionadamente, no es del todo perfecto, para evitar que caigamos en el panteísmo. Por otra parte, tampoco tenemos una idea clara de lo que es o debe ser perfecto, por ejemplo, cuando los sabios antiguos no encontraban una correspondencia alícuota entre la duración del día y la del año, cuando los alejandrinos se quejaban de que las órbitas no fuesen coplanares, o cuando los barrocos no entendían la superioridad dinámica de la elipse sobre la circunferencia. Nosotros mismos hemos experimentado tal vez una desagradable sorpresa al descubrir que los planetas se formaron a tortazos, aunque el resultado fuese tan satisfactorio como ha sido. ¿Tiene sentido que algunas estrellas terminen su vida en la cósmica tragedia de una supernova, cuando solo de una supernova puede derivarse una alta tasa de carbono, y de ahí los compuestos orgánicos complejos, y por tanto vida? Una consideración de qué sentido tienen las catástrofes, o para qué sirven los grandes procesos destructores nos llevaría a un terreno filosófico en el cual no tenemos la menor intención de adentrarnos. Lo cierto es que nuestro mundo, pese a su organización y su amabilidad, tiene también arrebatos de indignación o respuestas que no parecen en absoluto convenientes, al menos no convenientes para nosotros. Hemos hablado en su lugar de ciclones, tifones y tornados, cuyos rasgos negativos, al menos para nuestra integridad, parecen superiores a los positivos. a) Volcanes Aquí nos limitaremos a las furias de la parte sólida de la Tierra, como son los fenómenos volcánicos y sísmicos. Durante mucho tiempo, los volcanes fueron una auténtica necesidad para la Tierra, en cuanto que sirvieron para transportar materiales útiles del manto a la corteza, y proporcionaron grandes cantidades de agua. Hoy un volcán nos parece un monstruo amenazador capaz de poner en peligro nuestra pacífica convivencia con el planeta; aunque, contemplado y estudiado a prudente distancia, sea también uno de los más formidables espectáculos de la naturaleza. Un volcán es el mejor, más rápido y más eficaz medio de conectar el manto terrestre con la litosfera. La actividad volcánica procede de zonas muy profundas, relacionadas con el calor interno de nuestro planeta; gran parte de las cámaras magmáticas a presión se encuentran a 300, 500, 700 kilómetros de profundidad. Cuando esa presión supera un límite, el magma ardiente busca salida desesperadamente, hasta que la encuentra: por grietas, hasta labrarse una chimenea. De niños nos extrañaba que un tubo de comunicación con las entrañas de la tierra terminase precisamente en la cima de una montaña. Ahora ya sabemos todos que no es la chimenea la que busca el camino más largo, sino que los materiales que salen de ella acaban construyendo la montaña. Por regla general, las montañas o «cadenas de montañas» en la Tierra se deben a plegamientos, y por tanto el relieve se arruga en ondas perpendiculares a la dirección del empuje: si el Pirineo es el resultado de una lucha entre Norte y Sur, las montañas pirenaicas son ondulaciones 135

paralelas que van de Este a Oeste. Por el contrario, el volcán no es el resultado de una arruga de la piel de la Tierra, sino una abertura por la cual sale materia del interior. Esta materia se distribuye de forma equitativa en todas direcciones, y por eso un volcán suele adoptar una figura cónica. Y no forma necesariamente parte de una cadena montañosa: hay volcanes casi aislados en zonas de escaso relieve, o en islas pequeñas puntiagudas, que apenas son otra cosa que un volcán. Ahora bien: si su forma, con gran frecuencia, adopta una figura cónica, la chimenea desemboca al exterior en un cono hueco invertido, como un embudo: el cráter. El hueco que al principio imaginábamos existe en todos los casos. Un volcán arroja materiales fundidos —lava—; sólidos, rocas, piedras, «lapilli», cenizas, polvo; y gases, dióxido y monóxido de carbono, compuestos sulfurosos, o vapor de agua. En algunos casos, las mayores catástrofes no las provoca la lava, sino las cenizas ardientes y los aludes de fango, lachar, que todo lo arrasan. Un volcán no siempre está en actividad, algunos llevan siglos dormidos, y es difícil adivinar cuándo van a despertarse. Otros hacen gestos de malhumor de vez en cuando, pero son relativamente pacíficos. Algunos, cuando se enfadan, resultan tremendamente destructores. No siempre los más activos —el Etna, por ejemplo— son los que causan más catástrofes. Todo depende de la resistencia que encuentren el gas y el magma que sube: cuanto mayor es la resistencia, más tardías, pero más violentas y terribles son las erupciones. Por eso el tipo de volcán más peligroso es el explosivo. Son muchas las erupciones históricas que causaron grandes catástrofes. Por desgracia, sabemos poco de la que se produjo en el Egeo en el siglo XVII a. J.C. En el archipiélago de las Cícladas, a solo 75 Km. de la Grecia continental, se encontraba la isla de Thera, hoy más conocida como Santorín (los griegos dicen Santorini). Allí floreció, como en todo el Egeo, la civilización cretomicénica. Un mal día (algunos arqueólogos lo fechan entre los años –1628/1627) estalló la caldera del volcán que dominaba la isla, y ésta saltó en pedazos. Hoy solo quedan algunas islas alargadas y curvas en el lugar que ocupaban los bordes: el volcán en sí fue literalmente volatilizado. Se calcula que 63 kilómetros cúbicos de materia fueron expelidos violentamente al exterior. La población de la isla desapareció totalmente, la explosión fue oída a centenares de kilómetros de distancia, y parece ser que en Egipto «se oscureció el sol», por obra de las cenizas. Un tremendo «tsunami» se abatió sobre la isla de Creta, y destruyó todas las ciudades de la costa norte. Los cultivos fueron seriamente dañados, hubo una época de hambre, y se produjeron pillajes y motines que degeneraron en guerras y violencias. Posiblemente fue la catástrofe la que acabó con la civilización micénica, que justo por aquella época entró en una fase de decadencia. Entonces los griegos sustituyeron a aquella civilización y crearon una nueva cultura. He aquí que un fenómeno volcánico pudo haber provocado un radical cambio histórico, aunque no podamos estar seguros de ello. Otra explosión probablemente aún más catastrófica fue la que el 27 de agosto de 1883 hizo volar por los aires la isla Krakatoa, en el estrecho de la Sonda, entre Java y Sumatra, Indonesia. Es aquella, por la colisión de tres placas, una de las más inquietas del mundo: por desgracia lo sigue siendo hoy. La isla estaba coronada por un volcán de 136

cerca de mil metros de altura. Las erupciones comenzaron en marzo de 1883, aunque nadie pudo predecir la catástrofe. El 27 de agosto reventó el volcán, y la isla voló en pedazos: posiblemente fue la mayor catástrofe natural en miles de años. Se calcula que la energía de la explosión fue del orden de 100 megatones (es decir, cinco mil veces más potente que la bomba nuclear de Hiroshima). Un ruido «ensordecedor» se oyó en Yakarta, a 160 Km., de distancia, y hasta fue percibido, dicen, en Madagascar, al otro extremo del océano Índico. La trepidación fue recogida por los sismógrafos de Europa. Se desencadenó un enorme «tsunami» con olas de hasta 50 metros, que barrieron toda la costa norte de Java. Millares de casas fueron literalmente borradas en un radio de doscientos kilómetros. Perecieron, según se calcula, 36.000 personas, aunque el alcance real de la hecatombe es imposible de calcular. El capitán Lindemann, que cruzó con su navío frente a las costas de Java semanas después, relata que «por todas partes dominaba el mismo gris y lúgubre color; los pueblos y los árboles habían desaparecido, y ni siquiera pudimos ver sus ruinas, porque las olas habían arrasado habitantes, casas y cultivos. Era, realmente, una escena del Juicio Final». La nube de humo y cenizas fue lanzada a los aires con tal fuerza, que perforó la troposfera y se elevó hasta 50 kilómetros o más de altura. En Europa el cielo cobró por largo tiempo un color gris, y el observatorio de Greenwich registró una disminución en la radiación solar. Hubo zonas en que el sol parecía verde. La temperatura del mundo descendió cerca de un grado, y la normalidad en la atmósfera no se restableció hasta tres años más tarde. Epílogo: en 1952 nació la pequeña isla de Anak Krakatau, «hija de Krakatoa», que desde entonces no ha dejado de extenderse. No ha sido poblada. De momento, aparece tranquila, aunque es posible que corra la misma suerte que su madre. Ahora mismo semeja un pequeño paraíso. Una explosión menos planetaria, pero igualmente famosa y terrible fue la que asoló en 1902 la ciudad de St. Pierre al estallar el volcán Mont Pelé, en Martinica, pequeñas Antillas francesas. Desde días antes, la montaña había entrado en erupción, y se habían registrado varias explosiones. Sin embargo, no se atisbó el peligro y no se dictó orden de evacuar la ciudad de St. Pierre. A las dos de la madrugada del 8 de mayo reventó el volcán, varios «lachares» bajaron de las laderas, asolando cuanto encontraban a su paso, y a las 8 una espantosa nube ardiente abrasó toda la ciudad, con un saldo de 30.000 víctimas. Se acusó a los políticos de no ordenar la evacuación, porque el 11 de mayo se iban a celebrar elecciones generales, y se deseaba una buena afluencia a las urnas. Todo pudo ser, aunque la verdad es que la evacuación espontánea fue muy escasa hasta aquella fatídica madrugada, y entre las víctimas figuró el mismo gobernador; las personas que viven en la vecindad de un volcán se acostumbran a él y a sus erupciones esporádicas. Nadie piensa en un desastre: es una historia que se ha repetido muchas veces. La más famosa erupción destructiva, aunque no vino precedida de una explosión propiamente dicha, fue sin duda la que el año 79 d.JC. destruyó las ciudades de Pompeya y Herculano, cerca de Nápoles. El Vesubio es el único volcán activo de Europa continental, y constituye una joya más de la bellísima bahía napolitana. Entonces 137

figuraba un cono perfecto y tenía unos 1.500 metros de altura. Un fresco pompeyano nos lo pinta tal como era antes de la catástrofe. Hoy, de aquel monte queda un cono truncado, el Somma, en cuyo centro se levanta un pequeño cono reciente, sin vegetación. El Vesubio es por tanto un volcán doble o compuesto: ahora la altura total apenas rebasa los 1.200 metros. Entre los dos conos hay una fascinante cinta de lava, el Atrio del Caballo, que por el lado contrario se llama Valle del Infierno. El conjunto es todo un atractivo turístico, al que se puede acceder por una carretera apta para vehículos con tracción a las cuatro ruedas. Quien no disponga de permiso puede utilizar varias líneas de autobuses desde Herculano y Pompeya, que suben a 1.000 metros de altura; el resto hay que hacerlo a pie, por una pista muy aceptable, aunque larga y zigzagueante, que vale la pena. Es posible asomarse al cráter y percibir olor a azufre. Una estación vulcanológica vigila al monstruo. El Vesubio fue siempre un volcán muy activo. Después de la catástrofe del 79, se registraron erupciones importantes en 472, 512, 1036, 1631, 1767, 1794, 1822, 1839, 1855, 1868, 1906, 1929 y 1944. Pero el número de erupciones secundarias fue mucho mayor, con frecuencias entre 7 y 20 años. En 79 reinaba el emperador Tito, y Pompeya era una hermosa ciudad de recreo. En agosto comenzó una de tantas erupciones. Los naturales estaban acostumbrados a ellas y no temieron. Pero el día 24 de agosto se levantó una tremenda nube ardiente, formada por polvo y cenizas. Plinio el Viejo, político y naturalista, que mandaba una flota en las cercanías, se acercó a Pompeya, por razones de curiosidad científica y también por motivos humanitarios, ante la posibilidad de evacuar por mar a algunos de sus habitantes. Fue alcanzado por las cenizas y falleció súbitamente. Unas 30.000 personas perdieron la vida en la catástrofe. Las ciudades de Pompeya y Herculano quedaron sepultadas por varios metros de cenizas. Las ruinas no fueron halladas hasta el siglo XVIII. Pompeya es un caso extraordinario de una ciudad del siglo I, cuyas calles y casas (por lo general solo queda la planta baja) han estado guardadas durante casi mil setecientos años por el mismo material que la destruyó: han podido reconstruirse hasta el ajuar de las cocinas, escenas domésticas y costumbres. Los pompeyanos murieron abrasados y ahogados. Pocos lograron huir a tiempo. El sobrino de Plinio, Cayo Plinio («el Joven»), interesado como su tío por los fenómenos naturales, nos describe el espectáculo, tal como lo contempló a 32 kilómetros de distancia, con una capacidad de observación que también tiene mucho de científica: «... la nube se elevaba en forma más parecida a la de un pino que a la de ningún otro árbol, pues ascendía como un enorme tronco, y luego se desparramaba como si fuesen ramas, lo que, en mi opinión, se debía a que disminuía el fuerte viento que la había hecho ascender, o bien a causa de su propio peso... Las cenizas caían sobre las naves, más espesas y más calientes a medida que se acercaban; caían también trozos de piedras ennegrecidas, quebradas y partidas por el fuego...» . En suma, Plinio describe muy bien la forma de hongo de la nube, que hoy conocemos a través de las fotografías de las explosiones atómicas; y trata de explicar con buen razonamiento aquella forma, debida más bien a la inversión térmica de la tropostera. «Al fin se extendió una horrible nube negra, desgarrada por relámpagos zigzagueantes, que dejaba al descubierto enormes 138

masas de llamas». Se calcula que las cenizas salieron del cráter a unos 700º de temperatura, y que alcanzaron Pompeya y Herculano a 350º: lo suficiente para abrasarlo todo. Si el viento hubiera soplado en dirección contraria, probablemente hubiera alcanzado a Nápoles. En la primera mitad del siglo XX hubo cuatro erupciones, la más importante de ellas en 1944, en plena guerra mundial: como que la nube ardiente «derribó» varios bombarderos americanos. Desde entonces, extraño silencio. ¡En los últimos 500 años no se ha registrado una pausa tan larga! Los vulcanólogos han observado que cuanto más prolongado es el descanso de un volcán habitualmente activo, más violenta es la erupción que sigue. En este sentido, hay motivos para temer precisamente ahora por la integridad de aquella comarca, poblada ya por más de tres millones de habitantes. Con todo, los napolitanos son alegres y divertidos, y viven de espaldas a esa posibilidad. En las faldas del Vesubio, pese a su declaración como parque natural, hay ricas viñas, con numerosas casas de campo y residencias de lujo. ¿Temeridad o rutina? El gobierno italiano tiene preparado un plan de emergencia para evacuar a toda aquella gente en un plazo de ocho días. No sabemos lo que puede pasar si el volcán decide ser más rápido. El volcán St. Helens, que ahora mide 2.550 metros, en el estado de Washington, al NO. de Estados Unidos (a unos 150 kilómetros al S. de Seattle), y hasta entonces perfectamente cónico, sufrió una explosión violenta el 18 de mayo de 1980, que ha sido hasta el momento la mayor registrada en Norteamérica. La caldera del volcán reventó, y abrió una enorme abertura que ahora da al monte una monstruosa forma de herradura. Las fotografías, dadas a conocer por todo el mundo, son impresionantes. Las medidas de seguridad evitaron que el número de víctimas mortales pasara de 57. Quedaron destruidas miles de casas, 24 Km. de vía férrea, y 300 Km. de autopistas. El monte ha vuelto a entrar en espectacular actividad en 1998, y promete nuevas erupciones. Citemos, para no alargarnos más, el caso del Nevado del Ruiz, en la Cordillera Central de Colombia, entre los ríos Magdalena y Cauca, a unos 200 Km. al oeste de Bogotá. Tiene 5.321 metros de altura, y por tanto cuenta con campos de nieves perpetuas. El 13 de noviembre de 1985 experimentó una erupción violenta, con lavas y flujos piroclásticos (piedras ardientes) que fundieron las nieves y provocaron una inmensa riada, que, mezclada con barro —el típico «lachar»— arrasó muchos kilómetros de tierras habitadas, entre ellas la ciudad de Armero, que fue borrada del mapa. Murieron 21.000 de sus 25.000 habitantes, y en total hubo más de 30.000 víctimas. Fue tremendamente dramático y humano el caso de la niña Omaira Sánchez, que sosteniéndose como pudo en el lodo, logró resistir sesenta horas, y murió ahogada justo cuando se disponían a salvarla... ante millones de telespectadores. —En España no se recuerdan erupciones violentas. Según datos facilitados a la prensa por el director del área de Geofísica del Instituto Español de Oceanografía, Carlos Palomo, el Teide pudo tener hace un millón de años una altura de 9.000 metros: ¡más que el Everest! Incapaz la zona de soportar semejante masa, gran parte del Teide se desplomó hacia el norte para formar el valle de La Orotava. Bajo el mar existen enormes 139

rocas, que se estiman testigos de la catástrofe, y que han sido detectadas hace poco tiempo. Debió tratarse de una convulsión a escala planetaria, de la cual, naturalmente, no existe testimonio alguno. Los únicos volcanes de España que se han mostrado activos en el siglo XX son los de la isla de La Palma: el San Juan en 1949, y el Teneguía en 1971. El único español que murió víctima de una erupción volcánica fue un pescador que se acercó a la playa y fue alcanzado por los gases venenosos. Por lo demás, la erupción de Teneguía fue un motivo de atracción turística, con vuelos especiales para contemplar el espectáculo. Los volcanes de La Palma pueden entrar de nuevo en actividad, y, más que los humanos, peligran las instalaciones del observatorio del Roque de los Muchachos, donde radica en estos momentos el mayor telescopio del mundo. Se han preparado normas de seguridad, y probablemente el precioso complejo podrá ser preservado. Ojalá no sea necesario hacerlo. b) Terremotos Si queremos evitar el riesgo de una erupción volcánica, basta que permanezcamos lejos de un volcán. Más difícil es evitar el riesgo de un movimiento sísmico, porque las zonas sísmicas son mucho más extensas y no tienen un centro determinado. De todas formas, sabemos que en la mayor parte de las regiones del mundo, el peligro de un terremoto es nulo. Las zonas sísmicas, como las volcánicas, se encuentran en las áreas de colisión de placas. Es bien conocido el «anillo de fuego»del Pacífico, que afecta lo mismo a Japón e Indonesia que a California o los Andes. Casi nadie sabe que la zona más abundante en volcanes y seísmos es la de las islas Aleutianas. Están tan lejanas y son tan poco pobladas, que apenas les echamos cuenta. Los colisiones entre las placas provocan en una zona determinada una tensión, que puede durar años, hasta que en un momento dado esta tensión se resuelve con un reajuste de posiciones. La tensión en un puente que no puede soportar el peso que gravita sobre él puede durar un tiempo; la resolución —el hundimiento del puente— se opera en segundos. Lo mismo ocurre con placas que se presionan mutuamente, que se doblan y se fuerzan; la resolución, la rotura o desplazamiento brusco de masas enormes de rocas en capas subterráneas, se opera en un punto y en un instante: y es muy difícil precisar cuándo y dónde esa ruptura se va a producir, aunque se sabe que tarde o temprano tiene que producirse. La medida por satélite de los movimientos de placas ha avanzado mucho, pero de momento son muy difíciles las previsiones a largo plazo. Cuando se produce una de estas rupturas o desplazamientos bruscos, se forman una serie de ondas en las capas del interior de la Tierra (vid. pág. 69). Estas ondas subterráneas se trasladan a una velocidad de 5 a 10 kilómetros por segundo. Una vez en la superficie, se convierten en ondulaciones de desplazamiento horizontal, que se mueven a menor velocidad, de 3 a 4 kilómetros por segundo. Casi todos sabemos que el lugar en que se produce la sacudida se llama hipocentro, y puede estar de 30 a 300 kilómetros de profundidad: algunos están más profundos todavía. El punto en que las ondas alcanzan la superficie se llama epicentro, y 140

a partir de allí las ondas horizontales se propagan en círculos, como las ondas que provocamos en un estanque cuando arrojamos una piedra. Por lo general, el riesgo de sufrir daños es tanto mayor cuanto más cerca nos encontramos del epicentro. La intensidad de un terremoto suele definirse mediante una escala fijada en 1935 por Christopher Richter, del Instituto Tecnológico de California. Un seísmo de fuerza 1 es inapreciable por la sensibilidad humana, y pasa por completo desapercibido. Es detectado por muchas personas a partir de fuerza 3, y los de fuerza 4 suelen provocar alarmas generalizadas. Un movimiento de fuerza 8 es siempre catastrófico. No hay límite superior: puede haber terremotos de fuerza 10 o fuerza 12, pero no se recuerda ninguno. En cuanto a su duración, suele ser sorprendentemente breve: por lo general unos segundos. Se dice que un movimiento que azotó el sur de Italia en la Edad Media duró media hora, pero tiene que haber en ello mucho de exageración. El de 1844 en Andalucía, según personas versadas, se mantuvo durante 20 segundos, y el de Calabria en 1905, 40 segundos, aunque probablemente fueron dos seísmos consecutivos. A uno que se registró en México en 1985 se atribuye una duración de dos minutos; y el asolador que se produjo en Ica, Perú, en agosto de 2007, se prolongó tres minutos, aunque se sigue discutiendo si fueron uno o dos movimientos enlazados. No es agradable recordar catástrofes, pero existen terremotos históricos de los cuales se conserva memoria. Se dice que el que asoló regiones del Oriente Medio —en el actual Irán— el año 1201 se saldó con un millón de muertos, aunque la cifra es inverificable. En 1556 hubo en China un movimiento sísmico que causó más de 800.000 víctimas mortales. Otros han pasado a la historia por la destrucción de ciudades importantes, aunque su balance no sea tan trágico. En 1746 un terremoto hizo temblar a Santiago de Chile y El Callao. Esta última población quedó completamente reducida a ruinas, y de sus 5.000 habitantes sobrevivieron 250. Nueve años después, en 1755, se produjo un movimiento submarino cerca del cabo San Vicente, que destruyó gran parte de Lisboa, y todavía se le recuerda con impresión. En total produjo 70.000 víctimas. El marqués de Pombal reconstruyó el barrio bajo de Lisboa con solemnes calles neoclásicas. En Sevilla el temblor fue francamente grande, y cayeron hasta los pináculos de la catedral, pero solo provocó seis muertos, y esa inesperada fortuna fue atribuida a un milagro (monumento del Triunfo). El que en 1868 se produjo en Arica (Perú, hoy Chile) causó 25.000 muertos y un maremoto o tsunami hundió todos los buques sur-tos en puerto. El de San Francisco, el 18 de abril de 1906, figura entre los más famosos, y ha sido reconstruido por el cine varias veces. El número de fallecidos no llegó a 1.000, pero 28.000 edificios fueron destruidos, y 250.000 personas quedaron sin hogar. Memorable también fue el de Messina, Sicilia, el 28 de diciembre de 1908, con 120.000 víctimas mortales. El que se registró en Japón en septiembre de 1929 destruyó en gran parte Tokio y Yokohama, con 150.000 víctimas. En Valdivia, Chile, se produjo el 22 de mayo de 1960 el terremoto más fuerte de todos aquellos cuya intensidad pudo ser medida: ¡9,6 en la escala de Richter! Provocó un «tsunami» que recorrió todo el Pacífico, con un total de dos millones de personas damnificadas. Tremendo parece que fue el seísmo que en julio de 1976 asoló la zona de Tang Shan, en China. Las 141

autoridades comunistas declararon 150.000 víctimas, pero la cifra real parece haber sido mayor. Por último, el 15 de agosto de 2007, cuando ya había comenzado la redacción de este libro, un terremoto destruyó toda la ciudad de Ica y parte de Pisco, en Perú. Las víctimas mortales no pasaron de mil, pero cuando menos 35.000 edificios fueron destruidos. Aún se discute si conviene reconstruir Ica o es preferible llevarla a otro sitio. Habremos advertido que no existe una relación lineal entre el grado de un terremoto, el número de muertos y el de edificios destruidos. Todo depende del tipo del terremoto, de la naturaleza del terreno, de la solidez de los edificios y de la facilidad para abandonarlos. En California o Japón se practica una arquitectura antisísmica que reduce considerablemente los daños: sacudidas que en otras partes hubieran provocado un desastre son aquí llevaderas. Por otro lado, viviendas bajas y livianas pueden evacuarse en un plazo de segundos, en tanto un edificio enorme no admite esa posibilidad. ¡Pero esos edificios endebles se vienen abajo con gran facilidad! ¿También hay aquí actitudes temerarias? Los sismólogos se cansaron de anunciar que antes de que acabara el siglo XX San Francisco sufriría un espantoso cataclismo, y la previsión no se cumplió. Ahora dicen que la catástrofe es inevitable en el siglo XXI, por el movimiento de la falla de San Andrés. Los californianos, aunque han adoptado sus precauciones, se ríen de los agoreros y dicen vivir más felices que el resto de los americanos. c) Tsunamis Antes se llamaban maremotos. Desde un congreso celebrado en 1963, los sismólogos, para evitar confusiones de términos, decidieron adoptar la denominación actual, que se nos antoja más exótica. En japonés «tsu» significa «ola», y «nami», «puerto». Sería más adecuado hablar de costa que de puerto. La denominación es acertada en cuanto que las olas sísmicas solo se manifiestan de forma destructiva al llegar a las costas. En los últimos años se han estrenado dos películas cinematográficas en las que aparece un gran transatlántico volcado en alta mar por las olas gigantescas de un tsunami. El hecho, lo sabemos hoy, es imposible. Un tsunami es provocado por un movimiento sísmico en un fondo submarino: es necesario que el desplazamiento del fondo sea vertical para que el fenómeno se produzca; de aquí que solo algunos terremotos submarinos provoquen tsunamis. Las aguas del fondo son violentamente impelidas, o caen en una profunda fosa de la que salen rebotadas con enorme fuerza. Este movimiento provoca una columna de agua dotada de la tremenda energía que ha provocado la catástrofe; pero en aguas profundas, del orden de 4.000 ó 5.000 metros, esta energía se reparte a lo largo de toda la columna, de modo que en la superficie solo se manifiesta por una ola de algunos centímetros de altura, casi nunca de un metro. Estas olas de gran profundidad se desplazan a una velocidad increíble: 600 a 800 kilómetros por hora: es decir, la propia de un avión. Este hecho es suficiente para denunciarnos la enorme energía acumulada. Ahora bien, en aguas profundas, los barcos difícilmente distinguen las olas de un tsunami de las olas corrientes, que son con frecuencia más altas. ¡Pero su naturaleza es distinta, y su energía total es fabulosa! De aquí que un tsunami pase inadvertido hasta que alcanza 142

la costa. En 1895 se produjo un tsunami frente al Japón, que no fue detectado por un grupo de pescadores que faenaban a veinte millas de la costa. Solo a un kilómetro de la playa las olas comenzaron a realzarse, hasta adquirir una altura de 40 metros. Las poblaciones cercanas fueron arrasadas, con un saldo de 28.000 víctimas. Conforme la columna que transmite la energía va encontrando menos fondo, esa energía se concentra en una longitud cada vez más reducida, ¡pero es la misma energía! Cuando la profundidad del agua tiene solo pocos metros, la ola se levanta amenazadora a diez, veinte, treinta, cincuenta metros de altura. Y no solo eso, sino que hay que contar que la energía que encierra una ola de tsunami es mucho mayor que las olas levantadas por el viento: de aquí que su comportamiento sea completamente distinto, e incomparablemente más temible. Destroza todo lo que encuentra, y penetra, si la costa es llana, varios kilómetros tierra adentro, cosa que no ocurre en absoluto con las olas de las tempestades, por furiosas que sean. De aquí que no sea posible huir de un tsunami, aunque se lo vea venir, a no ser que pueda subirse desesperadamente a una loma de por lo menos treinta o cuarenta metros... cuando la hay cerca de la costa. Un fenómeno que permite adivinar lo que viene con un poco de anticipación es una bajada de la marea fuera de lo corriente: el nivel del agua desciende de manera espectacular, hasta dejar al descubierto zonas del fondo que nunca habíamos visto. Es la absorción previa. El fenómeno llama la atención, pero no vale la pena pararse a contemplarlo, porque ha llegado el momento de echar a correr, por si aún hay tiempo de salvar la vida. La catástrofe de Santorini (vid. pág. 178) fue provocada por la explosión de un volcán, pero la destrucción de las costas de Creta fue obra del tsunami que se formó a continuación. Sus efectos fueron sin duda más desastrosos que los de la explosión en sí, por el área que abarcaron. Al tsunami cabe atribuir el arrasamiento de la fastuosa ciudad de Knossos. El terremoto de Lisboa provocó también un tsunami, que, previamente, hizo bajar el nivel del mar, hasta dejar a la vista varios navíos que años antes se habían hundido. Luego fue la ola la que arrasó la parte baja de la ciudad. La catástrofe del Krakatoa (pág. 179) provocó olas de 45 metros. La ciudad de Messina fue destruida en 1908 por una ola sísmica, que causó 70.000 muertos: hubo que reedificarla por completo. En 1958 se produjo en Alaska un seísmo de grado 8,3, que provocó el derrumbamiento de un alto acantilado. La ola que se formó pudo superar los 100 metros de altura: fue la mayor que se conoce. Todos tenemos noticias del espantoso tsunami que se produjo en Indonesia el 26 de diciembre de 2004. Un movimiento sísmico provocó una fosa marina a unos 160 kilómetros de la costa NO. de Sumatra. Las olas arrasaron la región, hasta penetrar cinco kilómetros tierra adentro, pero también afectaron a la isla de Java y a otras de Indonesia, Thailandia, Sri Lanka, la India, el oeste de Australia, y llegaron hasta las costas africanas de Somalia, Kenya y Tanzania; incluso en Chile resultaron visibles. Perdieron la vida 250.000 seres humanos, millares de viviendas fueron arrasadas y los daños resultan incalculables. Se estima que fue la mayor catástrofe natural desde los tiempos de Krakatoa: y con más víctimas por la densidad de población existente en la zona en el siglo XXI. Desde entonces se estableció un sistema de alarma contra tsunamis en el 143

mundo entero. Es prácticamente imposible avisar a tiempo a los habitantes de las zonas inmediatas, si el seísmo se registra cerca de la costa: la ola tarda solo unos minutos. Las costas lejanas cuentan con varias horas para montar una evacuación de emergencia. La catástrofe de 2004 revela cuán indefensos seguimos estando los humanos de nuestro tiempo ante las furias de la naturaleza. Amenazas desde el exterior Era un triceratops; a primera vista nos hubiera parecido un híbrido de búfalo y rinoceronte; pero su tamaño de casi diez metros y su piel acorazada nos obligan a incluirlo entre los grandes saurios del secundario. Los triceratops figuraban entre los últimos representantes de los dinosaurios, y abundaban especialmente en lo que hoy es América del Norte. Nuestro triceratops ramoneaba tranquilamente por entre un macizo de helechos arborescentes; la manada, pues aquellos animales eran eminentemente gregarios, había escogido, a menos de doscientos metros, un bosquecillo de árboles enanos. Un poco más allá, en una ciénaga oscura, chapoteaban unos animales que hubiéramos dudado en calificar entre serpientes y anguilas. El triceratops se movía lentamente; sus tres cuernos, dos más largos sobre la frente, otro más grueso y corto sobre el morro, le proporcionaban un aspecto imponente. Sus fauces terminadas en una especie de pico le permitían cavar la tierra y arrancar ramas; sobre su cuello destacaba una poderosa coraza. Pese a ello, era, como sus congéneres, un animal herbívoro y de costumbres más bien pacíficas, excepto cuando tenía que defenderse. Los restos de triceratops son los que menos traumas por heridas presentan. Otros lagartos más menudos se movían agilmente por entre las piedras. El terreno era llano, en algunos lugares pantanoso, sin duda no lejos del mar. La mañana era tranquila, y el cielo de finales del cretácico, presentaba un tono rosado. Todo iba bien en el mundo. De pronto, el triceratops levantó la cabeza: en lo alto había surgido un resplandor nuevo, tan brillante como el sol. Fue lo último que vio. En 1978, un joven geólogo americano, Walter Álvarez, hijo de un famoso físico nuclear, premio Nobel6, se encontraba en Gobbio, en los Apeninos de Italia, junto con dos compañeros, F. Asaro y H. Michel. Estaba interesado en el estudio de la delgada capa KT, que señala el límite entre el cretácico y el paleoceno. De pronto, entre las arcillas, dejó de encontrar fósiles: parecía como si en aquel momento geológico, hace ahora 65 millones de años, hubiera desaparecido la vida. Y un hecho curioso: en el límite mismo de la capa, encontró una fina película de arcilla, de 5 milímetros de grosor, en que la tasa de iridio, un metal muy raro en la Tierra, era 160 veces superior a la normal. Más allá, volvió a encontrar fósiles, aunque muchos de ellos de especies completamente distintas. Y recordó haber visto la misma película de iridio en otras excavaciones, justo en el mismo límite cretácico-terciario. (Finalmente, comprobó la existencia de esa misma película en 40 lugares distintos de la Tierra). Sabía que el iridio es frecuente en los meteoritos. Y fue entonces cuando relacionó la desaparición de los fósiles con un impacto sobre la Tierra 144

de catastróficas proporciones. Algunos sedimentos de cenizas reforzaron sus sospechas. ¿Un incendio de alcances universales?. De regreso en California, consultó con su padre, y ambos coincidieron en considerar posible la hipótesis de la gran colisión; en 1980 ambos publicaron en la revista Science (nº 208) un artículo proponiendo la posibilidad de una colisión cósmica cuya consecuencia sería la extinción de los seres vivos en grandes proporciones, al final del periodo cretácico. Durante diez años, Walter Álvarez se dedicó a buscar por todas partes vestigios de su «maldito cráter», sin encontrar ninguno que coincidiese con la fecha buscada. Hasta que en 1990 un estudio del geólogo Alan Hildebrand denunciaba el hallazgo en las costas de Haití de una gran cantidad de tectitas, esférulas de minerales fundidos por altísimas temperaturas; y sugería que habían sido provocadas por la gran colisión cuyas cicatrices se estaban buscando. Fue entonces cuando los ingenieros de la compañía Petromex, que estaban perforando fondos marinos en el golfo de Mejico, en busca de yacimientos de petróleo, anunciaron que desde 1978 habían estado encontrando sedimentos y rocas en situación Los Álvarez gozan fama de ser descendientes de mexicanos. Realmente, su abuelo, médico, había nacido en Asturias. 6

inconsecuente cerca de la localidad de Chicxulub, en la costa de Yucatán. Inmediatamente acudieron los geólogos —entre ellos Walter Álvarez— e identificaron los restos desfigurados de un cráter de 180 kilómetros de diámetro, en su mayor parte en fondos marinos, cuya edad coincidía con la era geológica que se estaba estudiando7. Hoy es famoso el cráter de Chixchulub. Otros restos de cráteres, hallados en Ucrania y el Báltico, parecen tener el mismo origen y la misma edad. Una hipótesis vigente en 2008 pretende que hace más de cien millones de años, chocaron dos asteroides, que se despedazaron; uno (¡o tal vez más de uno!) de los fragmentos fue el que se estrelló contra la Tierra hace 64,98 millones de años. Este fragmento no tenía más allá de diez u once kilómetros de diámetro, pero fue capaz de provocar una catástrofe global. Su parte delantera estaba ya bajo el mar cuando la trasera penetraba todavía en la tropósfera: es fácil imaginar la hecatombe. El impacto pudo provocar un hueco de hasta veinte kilómetros de profundidad, con un diámetro de cerca de 200 kilómetros, que es el que tienen los restos del cráter. Miles de millones de toneladas de agua del mar fueron lanzadas a la alta atmósfera mientras se originaba un gigantesco «tsunami» del cual hay restos en varias zonas del Caribe. Se produjeron devastadores terremotos en muchas regiones de la Tierra, los bosques ardieron por efecto de altísimas temperaturas, enormes bloques de rocas fueron arrancados y cayeron después, dice el propio Álvarez, «como una monstruosa lluvia de fuego» que multiplicó por doquier los incendios; seguida más tarde por la lluvia de las cantidades ingentes de agua momentaneamente vaporizada, que pudo afectar a continentes enteros. La colisión pudo provocar también la ruptura de la corteza terrestre por muchos puntos, con la salida de inmensas coladas de lava; el profesor D. Alt piensa que las capas de lava que inundaron la meseta del Dekán, en la India, que no es una zona volcánica, se debieron a afloraciones masivas de lava similares a las que formaron los «mares» de la luna. Las nubes de polvo y de vapor cubrieron la 145

Tierra por espacio de meses o tal vez de años, ocultando totalmente el sol, y provocando una forma de lo que se llamaba entonces «invierno nuclear», con una Un extracto de este estudio puede verse en la edición española de Scientific American, «Investigación y Ciencia» nº 171, 1990. 7

bajada drástica de las temperaturas, que muchos seres no pudieron soportar. Algunos autores suponen que la fotosíntesis de muchas plantas no pudo operarse, con desaparición o mengua drástrica de muchas especies vegetales; por lo que se refiere a los animales, las estimaciones sugieren la extinción de entre el 60 y el 80 por 100 de las especies, especialmente la de los individuos de gran tamaño, incluidos los dinosaurios, entonces la más poderosa de la Tierra. La catástrofe no terminó allí, porque, aunque al cabo de un tiempo salió de nuevo el sol, la combustión de millones de toneladas de carbono supuso la liberación de nuevas cantidades de dióxido de carbono, hasta superar en cinco veces la que hoy existe: es decir, que después del larguísimo «invierno» surgió un más largo «verano» por obra del efecto invernadero que pudo durar siglos; muchas de las especies supervivientes no pudieron soportarlo. Tal es el estremecedor panorama que los geólogos nos ofrecen de aquella catástrofe de dimensiones planetarias. Según otras visiones, la hecatombe no llegó a tanto, sin dejar de ser una tragedia de dimensiones cósmicas. Por lo que se refiere a la extinción de los dinosaurios, se han dado hasta cuarenta y cinco explicaciones, de las que el choque del asteroide sigue siendo la más probable, pero en absoluto la única: muchos paleontólogos piensan que la extinción no llegó a ser total, aunque la historia de los dinosaurios estaba ya muy cerca de su final. Recientemente, el profesor Eustoquio Molina, de la universidad de Zaragoza, que ha estudiado con su equipo los desmontes de Agost, en Alicante, ha encontrado una capa de iridio en la zona KT más gruesa que la que observó Walter Álvarez en Gobbio; otras muchas capas han sido detectadas en otros lugares del planeta, correspondientes a la misma época. Molina estima que la catástrofe no fue solo global, sino que, tal como se produjo, no tuvo más remedio que provocar la extición de los dinosaurios y de otras muchas especies. Por supuesto, la polémica continúa, y probablemente no se terminará nunca. ¿Desapareció la vida de la Tierra? En absoluto. Desaparecieron los dinosaurios y tal vez todos los seres vivos que pesaban más de cinco kilos: eso es lo que piensan los especialistas. Quedaron los pequeños roedores, refugiados en sus madrigueras subterráneas. Pero pronto, con una rapidez sorprendente, aparecerían los grandes mamíferos, y la vida se haría más esperanzada y más desarrollada que nunca. Hubo incluso —antes de la catástrofe a que acabamos de aludir— extinciones más espantosas, como la que se produjo en el periodo final del Pérmico (vid. pág 55), que se atribuía a un brutal cambio climático, hasta que el profesor L. Becker. de la Universidad de California relacionó la catástrofe con el cráter Bedout, de más de 250 Km., sumergido cerca de las costas noroccidentales de Australia. Este cráter pudo ser el responsable de la hecatombe más devastadora que ocurrió desde la aparición de la vida, como que según los paleontólogos provocó la extinción del 90 por 100 de las especies entonces existentes. 146

También se relaciona con aquella catástrofe otro cráter hallado en la Tierra de Wilkes, en la Antártida. Son hechos tremendos, de los cuales sabemos muy pocas cosas, y por ello quizá resulte preferible no extendernos más aquí en ellos, y evitar las muchas y contradictorias especulaciones que circulan al respecto. El hecho es que la vida siempre ha subsistido. Tan frágil, tan delicada, y ninguna catástrofe ha acabado con ella en cuanto tal. Un hecho muy difícil de explicar, sobre todo si mantenemos el principio de la evolución tal como la concebía Darwin, esto es, como un proceso lento y continuado, es que, destruidas casi todas las especies, haya sobrevenido muy poco después una verdadera explosión de vida, con el surgimiento en periodos a nivel cósmico casi instantáneos, de especies nuevas y mucho más desarrolladas. Lo mismo sucedió después del Pérmico como después del Cretácico, y en otras ocasiones también. Estos saltos tienen que proceder de mutaciones específicas, no de simple evolución; y aun así son muy difíciles de explicar. Dejemos estos interrogantes a los especialistas, y sigamos adelante. ¿Qué nos espera en el futuro? Allá por los años ochenta surgió casi de pronto la hipótesis de Némesis, un astro asesino que nos visita cada 32 ó 33 millones de años. Puesto que hubo una gran extinción hace 65 millones, y otra menos importante, pero comprobada, hace 32 ó 33, parecía defendible la existencia de un cuerpo desconocido ligado gravitacionalmente al sol, que nos visita más o menos cada 32,5 millones de años, y que provoca espantosas catástrofes. Que unas sean más mortíferas que otras depende, más que de la naturaleza de Némesis, de su distancia al lugar que ocupa la Tierra en el momento de su aproximación. Comoquiera que el periodo de Némesis es de unos 32,5 millones de años, se infiere que su próxima visita es inminente... millón de años más, millón menos. Sin embargo, hoy está comprobado que la última gran extinción ha tenido dos máximos muy separados entre sí (uno hace 33 millones de años, que afectó principalmente a los animales marinos, y otro hace 28, que dañó más a los animales terrestres), y esta discordancia, que hace pensar en dos causas distintas, ha echado un poco por tierra la hipótesis de Némesis; aunque de vez en cuando aparecen científicos imaginativos o sensacionalistas que la resucitan. R. A. Muller y Mark Davis, en 1984, identificaron a Némesis con una enana marrón, que solo se dejaría ver cuando estuviese en nuestras cercanías; en 1985, Whitmire y Matese, de la universidad de South Louisiana, apuntaron una teoría todavía más monstruosa: Némesis es un pequeño agujero negro, que no podremos ver ni aunque se aproxime, y solo será detectable por las perturbaciones gravitatorias que, ya cerca de nosotros, produzca. La teoría va perdiendo partidarios, e incluso en 2002 Muller confesó sus dudas sobre la existencia de Némesis. ¿Que ha desaparecido todo peligro? Todavía no. Ya no quedan en el sistema solar cuerpos de gran envergadura que puedan atravesar la órbita de la Tierra y colisionar con ella: hay motivos para pensar que los riesgos de un desastre total han pasado ya; pero no podemos descartar peligros secundarios que pueden acabar con la humanidad o cuando 147

menos con una parte de la misma (vid. págs. 42-43). Un cuerpo de 20 kilómetros de diámetro, si bien no destrozaría nuestro planeta, provocaría una catástrofe capaz de acabar con casi todos los seres vivos; pero no parece que ninguno de ellos pueda cruzarse con nuestra órbita. Sí hay asteroides de 10 kilómetros que pasan muy cerca de nosotros; y si bien ahora mismo no pueden chocar, están continuamente sometidos a interacciones gravitatorias capaces de provocar una ligera modificación de su trayectoria. El asteroide que provocó el cráter de Chicxulub tenía unos 10 kilómetros de diámetro, y ya sabemos lo que según casi todas las versiones sucedió con los dinosaurios y otros animales grandes. No nos apetece en absoluto que se repita una historia como aquella, por espectacular que parezca a los amantes del thriller. Incluso un asteroide de dos kilómetros podría dejar reducido a escombros un país como España y causar grandes daños en un continente como Europa. Otro de un kilómetro arrasaría regiones enteras y posiblemente se dejaría sentir de alguna forma en todo el mundo. No podemos descartar un desastre de esa naturaleza, pero sí tenemos motivos para afirmar que las probabilidades de que tal cosa ocurra pueden calificarse de muy remotas. Probablemente el mayor peligro cósmico del siglo XX ocurrió cuando un cuerpo celeste cuya naturaleza aún se discute estalló por encima de la cuenca del río Tunguska, en Siberia, a las 7,15 de la mañana del 30 de junio de 1908. Por fortuna, aquella zona está completamente despoblada. La aldea más cercana, Vanavara, está a unos 400 kilómetros del lugar en que teóricamente se produjo la explosión, y varias casas o cabañas resultaron destruidas. Uno de los pocos testimonios, de un tal S. Semenov relata que «a la hora de desayunar, ví de repente que el cielo se abrió en dos, hacia el Norte...; luego todo se cubrió de fuego...; algo más tarde fui arrojado a varios metros de distancia. Perdí el sentido, y mi mujer me llevó a casa... sobrevino un tremendo ruido, la tierra tembló, y un viento ardiente pasó entre las casas, destruyendo muchas de ellas...». El relato es inconexo, aunque permite distinguir entre los fenómenos ópticos, la onda de choque y la llegada del ruido. Varios pastores que se encontraban a 300 kilómetros del lugar fueron derribados y cuando volvieron en sí, hallaron que sus barbas se habían quemado. Hubo quemaduras y heridas, por fortuna ni un solo muerto. Lo solitario del lugar permitió este afortunado desenlace. Eso sí, los cazadores encontraron más tarde una buena cantidad de re-nos muertos. Desde el lago Baikal y la ciudad de Irkutsk, a cosa de mil kilómetros, se vio una luz «tan brillante como el sol», y más tarde llegaron el temblor y el estruendo. El tren transiberiano se detuvo, porque el maquinista pensó en un descarrilamiento, luego en un movimiento de tierra. Tampoco hubo víctimas. La explosión fue detectada en estaciones sismográficas de gran parte del mundo, hasta en San Francisco. A su tiempo se supo que no había ocurrido un terremoto, sino «otra cosa». Hasta el observatorio de Londres advirtió una fluctuación en la presión atmosférica, provocada por la onda de choque. Los cálculos hacen suponer hoy que la explosión desarrolló una energía equivalente a entre diez y quince megatones, mil veces superior a la que destruyó Hiroshima. No es preciso advertir que, si se hubiera registrado en una zona poblada, hubiera costado la vida a cientos de miles o tal vez millones de personas. Una consecuencia inesperada; las noches de Europa se hicieron luminosas, 148

más que cuando brilla la luna llena; según algunos periódicos de Londres, se podía leer sin necesidad de luz artificial. El color del cielo mantuvo una extraña turbiedad durante varios meses, y hasta las temperaturas promedio bajaron sensiblemente. Es difícilmente explicable que el gobierno ruso no hiciese indagaciones, o si las hizo, se mantuvo todo en secreto. Solo trece años más tarde la Academia de Ciencias soviética envió una misión científica, presidida por el geólogo Leonid Kulik. En el río Tunguska los exploradores encontraron fragmentos de iridio y de níquel, y poco después descubrieron asombrados que en un radio de 200 kilómetros los árboles habían sido derribados y estaban por el suelo; en cada región, adoptaban una orientación distinta, denunciando claramente el punto del centro de la catástrofe. «Sentí la más extaña sensación —escribe Kulik— al contemplar estos árboles de 50 y hasta 80 centímetros de grueso, trochados como si fueran débiles cañas....». Llegaron al punto central, y entonces sobrevino la desilusión. Los rusos esperaban encontrar un cráter, por lo menos como el de Arizona, y nada descubrieron. Desde aquel momento se viene suponiendo una explosión a gran altura, no un impacto. F. Whipple e I. Artapovich supusieron que el causante había sido un cometa, porque de lo contrario el cráter de impacto hubiera sido inevitable. Justamente Whipple definió al núcleo de un cometa como «una bola de nieve sucia»: la nieve o el hielo, al penetrar en la atmósfera a una velocidad de muchos kilómetros por segundo, se volatilizan en una enorme explosión. No pueden llegar enteros a la superficie terrestre. Por entonces el cometa Encke se encontraba cerca de la Tierra, y pudo ser un fragmento suyo, desprendido, tal vez de algunos cientos de metros, el que penetró en la atmósfera y se desintegró. En contra de la teoría se aducen los fragmentos de níquel que se encontraron; si bien la zona de Tunguska es abundante en níquel, y esos fragmentos podían ser de origen terrestre. Otros suponen la explosión de un gran pedrusco asteroidal de unos 80 metros de diámetro. Por supuesto, no faltan hipótesis especulativas: pudo ser una nave espacial extraterrestre, impulsada por energía nuclear, que estalló. O bien una masa de antimateria que se desintegró en rayos gamma. Todas ellas resultan claramente anticientíficas. Nuevas expediciones exploran la zona de Tunguska. Los italianos aseguran haber encontrado un lago que puede ocupar el lugar del cráter....; pero no se encuentra en el centro del punto de la explosión. La hipótesis cometaria sigue siendo hoy la más consistente, aunque el misterio de Tunguska subsiste. —En lo que va de siglo, se habla de una explosión de gran magnitud ocurrida el 6 de junio de 2002. Los servicios de vigilancia norteamericanos advirtieron el hecho, y se declaró el estado de alerta. Comoquiera que existía una fuerte tensión entra India y Pakistán por la cuestión de Cachemira, se temió que una de las dos potencias hubiese empleado armas nucleares. Poco más tarde, medidas posicionales localizaron el lugar entre la isla de Creta y la costa de Libia. Que se sepa, nadie vio nada. Lo más lógico es suponer que un meteorito de notable masa estalló sobre el mar a gran altura. De momento, nos vamos librando de peligros exteriores. Hoy disponemos de servicios de vigilancia bastante sofisticados, pero a veces nos llevamos todavía pequeños sustos. Así, el menudo asteroide 2003 SQ 222 pasó el 27 de septiembre de 2003 a solo 88.000 kilómetros de la Tierra —¡cuatro veces y media más cerca que la luna!— sin que nadie 149

lo hubiera advertido. El asteroide fue descubierto once horas después de su aproximación. Sustos como este sobrevienen de vez en cuando, porque los sistemas de vigilancia no pueden detectar nada en los «puntos ciegos», generalmente en la dirección del sol. Por supuesto, ninguno de estos pequeños cuerpos pudo originar una catástrofe planetaria, aunque sí daños locales de cierta consideración. En enero de 1989, el francés Chistian Pallas descubrió el asteroide Tutatis, extraño cuerpo alargado (2,2 x 5 Km.) que consta de dos núcleos: sin duda producto de una coalescencia que no llegó a fundirlos más que en parte. Lo peor del caso es que Tutatis puede cruzarse con la Tierra: por eso se le asignó el nombre de un dios galo que amenazaba a los terrestres con hundir el cielo sobre su cabeza8 . Una información errónea difundida por algunos órganos de prensa anunció una colisión de Tutatis con la Tierra el 13 de octubre de 1992: ¡un día después de la ce La cultura del lector está probablemente bien informada del caso, gracias a los conocidísimos «comics» de Asterix. 8

lebracion del Quinto Centenario del descubrimiento de América! La noticia era falsa. La máxima aproximación del Tutatis ocurrió el 29 de septiembre de 2004, y el asteroide pasó a millón y medio de kilómetros de distancia. Las sucesivas aproximaciones serán cada vez menos peligrosas. Habrá que tener cuidado dentro de 600 años, pero para entonces aún queda un buen trecho. Hoy se conocen unos mil NEOS (Near-Earth Objects), que pueden colisionar con la Tierra; ninguno tan imponente como Tutatis. Los servicios de vigilancia renuevan sus métodos, aunque se quejan de que los presupuestos asignados por los estados son insuficientes. A todas luces, los objetos más peligrosos son los aún no descubiertos, porque pueden pillarnos por sorpresa. Hoy los mayores temores —sin que debamos en absoluto despertar la alarma— se refieren al pequeño asteroide Apophis (WN 42004), un cuerpo de 320 metros de envergadura, descubierto por David Tholen y colaboradores a fines de 2004, que se calcula que pasará muy cerca de la Tierra el 13 de abril de 2029. Si colisionara con nuestro mundo, alguna comarca relativamente grande quedaría aniquilada, pero no parece ser ese el caso. Por un tiempo se plantearon dudas dramáticas, pero cálculos más afinados permiten suponer que pasará a unos 60.000 Km. de distancia: lo suficiente para que lo veamos a primera hora de la noche desde Europa, norte de África y oeste de Asia, como una brillante estrella que se mueve lentamente por el cielo, alcanzando su máxima cercanía cuando atraviese frente a la constelación de Cáncer. Solo entonces se podrá calcular qué ocurrirá en la aproximación de 2036, que también puede ser peligrosa: todo depende de la desviación de su trayectoria inferida por la propia Tierra en el encuentro de 2029. En todo caso, por entonces se espera disponer de los medios necesarios para desviar ligeramente la trayectoria de Apophis, si fuera necesario. Ya existen varios proyectos de defensa, uno de ellos, denominado Hidalgo, presentado por España. En todo caso, podemos adelantar que ni en 2029 ni en 2036 ocurrirá, por obra de esta pequeña roca planetaria, nada parecido al fin del mundo.

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GAIA Y SUS PELIGROS

ste libro ha sido escrito tal vez por obra de una impresión de su autor, que éste se ha propuesto exponer con la mayor sencillez posible, huyendo de toda explicación filosófica: 152

no porque esa explicación no exista o no pueda existir, sino porque no pretende tocar extremos teoréticos o interpretaciones ensayísticas, que otros podrán invocar con mejores recursos y mayor disposición para su desarrollo. No hemos pretendido aquí otra cosa que una exposición de algunos aspectos notables que parecen distinguir al planeta Tierra (conjeturalmente podrían distinguir también a otros planetas, muy lejanos, que no conocemos) de los astros que lo rodean. Y esos aspectos, que están al alcance de cualquier inteligencia, pueden ser considerados como un conjunto muy complejo y organizado de cualidades que nos llaman la atención en cuanto que parecen —y nunca hemos pretendido desbordar de esta sensación, ni interpretarla— dispuestos para que la Tierra albergue ese fenómeno sin duda más extraordinario que ella misma, al que llamamos vida, sea cual fuere el significado exacto de la palabra «vida», un significado que deben descifrar mejor los biólogos o los filósofos que los científicos que apenas se atreven a mostrar de alguna manera los hechos que observan y que, una vez observados con atención, constatan. Cada uno de esos aspectos, considerado individualmente, puede ser admitido como un dato aleatorio que no tiene por qué llamarnos la atención. Todos esos aspectos, considerados en su conjunto, y por lo que se refiere a la relación que guardan unos con respecto a otros, pueden sugerirnos algo similar a «una casualidad improbable», y tanto más improbable cuantos más aspectos y más relaciones entre ellos descubrimos. El objeto de este libro no es la interpretación profunda de esos hechos cuyo conjunto puede llamar nuestra atención, o hasta tal vez sorprendernos; sino únicamente el enunciado de su realidad. Es el lector el que, en uso de su libertad plena, puede buscar una explicación a ese conjunto de coincidencias o casualidades, o no buscar ninguna: en cualquiera de los casos está en uso de su pleno derecho. No hubiéramos pasado de este punto, ni hubiéramos aludido siquiera a él, puesto que estimamos más que suficiente haberlo esbozado en la Introducción, si no fuese por el hecho de que en los últimos años se ha desarrollado una teoría que ha adquirido una extraordinaria difusión, y que, aunque insiste en lo anómalo de las «casualidades» que se dan en nuestro mundo respecto de los demás, concede una suerte de prioridad a la vida sobre las condiciones que la hacen posible; o, para decirlo de otro modo, entiende que las condiciones favorables a la vida han sido impuestas y programadas por la vida misma. La Tierra habría sido un planeta tan inhabitable como Venus o Marte si no se hubiera registrado el caso de que en él (cómo, si era inhabitable, o en virtud de qué circunstancia diferencial, en principio irreconocible, es un asunto que no se toca) apareció de pronto la vida, y la vida fue estableciendo circunstancias cada vez más favorables a su desarrollo. La idea de «un maravilloso conjunto de casualidades» no se modifica en cuanto tal, pero el protagonismo de esa maravilla cambia el orden que en principio hubiera parecido más lógico. La vida no existe en el planeta Tierra porque éste haya reunido unas condiciones excepcionales para su desenvolvimiento, sino que la vida existe porque, una vez establecida sobre la Tierra, ha configurado y mejorado progresivamente esas condiciones. La hipótesis —para muchos tesis— Gaia ha venido a revolucionar nuestras concepciones sobre la realidad de este mundo y a establecer un paradigma radicalmente 153

distinto al que durante mucho tiempo era frecuente sustentar. No son los biólogos o solo los biólogos quienes de una forma u otra han modificado su concepción de la realidad planetaria en la cual existimos, sino los mismos geólogos. No es extraño observar cómo determinados geólogos —entre ellos algunos de los más eminentes— han sustituido la expresión «historia de la Tierra» por la de «biografía de la Tierra», que resulta un título por sí mismo significativo, o parecen conceder más importancia a los estromatolitos o a las paleobacterias que a los volcanes o a las placas tectónicas. Y hasta (vid. por ejemplo, pag. 53) han sustituido los nombres de los periodos que hacen mención de los estadios de la evolución de la Tierra (Arcaico, Primario, Secundario, Terciario) por los que hacen mención de los estadios de evolución de la vida (Proterozoico, Paleozoico, Mesozoico, Neozoico). Estas nuevas expresiones parecen estar relacionadas con un cambio de mentalidad, de actitud científica o incluso con un nuevo paradigma. No es del caso criticar este cambio, cuyos fundamentos pueden resultar de vital importancia, ni mucho menos menospreciar la excelencia del fenómeno de la vida, que constituye el hecho más extraordinario y admirable de cuantos existen y han existido en este mundo, y en caso de que ese fenómeno no se extienda de hecho a otros mundos, destacaría hasta valores extremos su carácter excepcional (y si se extiende a otros mundos hoy por descubrir, seguiría constituyendo muy probablemente el hecho más extraordinario del Universo). Ocurre, simplemente, que el autor de este libro no es, ni por formación ni por vocación, biólogo, y por respeto a esa maravillosa realidad que es la vida —una realidad de la que él mismo, no se olvide, participa y disfruta— no desea entrar en un campo que a su modesto juicio no le corresponde. El hecho de que la Tierra sea un planeta muy bien dispuesto para albergar la vida es en sí compatible con las condiciones que, a posteriori la misma vida puede haber configurado, con la misma admirable capacidad de «autorregulación», en su propio beneficio. Queremos dar a entender con lo que estamos diciendo que por importante que sea el fenómeno Gaia y por decisiva que haya de resultar su introducción en la historia de la ciencia, pasaremos con cierta rapidez sobre él; y lo haremos porque hacerlo constituye de por sí una estricta obligación, o, más, una absoluta necesidad, en el contexto de los planteamientos que aquí nos hemos propuesto; pero al mismo tiempo no le dedicaremos más atención que la que precisa su enunciado, y, en consecuencia, sin venir armados de la menor pretensión de profundizar en el tema (que tiene y merece tener sus propios especialistas), y sin abandonar el tono sencillo y al alcance de los más variados linajes de lectores que ha sido desde el primer momento su propósito. Por supuesto, tampoco dejaríamos de atender el interés de esos lectores sin una información complementaria sobre los peligros en que parece encontrarse nuestro mundo, al parecer por obra —es ciertamente una paradoja, ¿verdad?— de la especie más inteligente y capacitada de sus pobladores. Y a ese tema complementario —los «peligros»— se dedicará el segundo epígrafe de este capítulo. a) La personalidad de James Lovelock La idea de que la biosfera, el conjunto de seres vivos que puebla el planeta, y el 154

mismo entorno que les rodea, es un todo que se autorregula tuvo ciertos precedentes, que se citan con frecuencia para destacar la antigüedad de la idea; pero en sentido estricto, la teoría Gaia es fruto prácticamente exclusivo de un científico inglés que se ha convertido en uno de los sabios más famosos y al mismo tiempo más controvertidos de los últimos años. James E. Lovelock nació en Letchworth, en el centro de Inglaterra, el 26 de julio de 1919. Estudió Química en la Universidad de Manchester, y más tarde se doctoró en medicina, aunque apenas llegó a practicar su profesión. Prefería la ciencia teórica; y, hábil para la construcción y manejo de aparatos, se dedicó también a un campo aparentemente tan distante como el invento de instrumentos científicos. Viajó a Estados Unidos, donde perfeccionó sus conocimientos médicos, pero al mismo tiempo se aficionó a la biología. Trabajando en la Universidad de Yale, ideó el más famoso de sus inventos, el detector de captura de electrones, que permitía localizar los más mínimos vestigios de pesticidas, óxido nitroso, clorofluorocarburos, etc., es decir, de sustancias importantes en orden de la detección de peligros para la salud. Más tarde estuvo en la Universidad de Harvard, donde se especializó en geobiología. Tal vez su ingenio y sus originales ideas le llevaron a un destino inesperado: la NASA le contrató para programar y analizar los instrumentos de la nave «Viking» que iba a viajar a Marte para realizar la primera exporación «in situ» de aquel planeta. Fue allí donde Lovelock tuvo una genial intuición: la atmósfera de Marte es estable, no sufre variación alguna; por tanto, Marte es un planeta muerto. Por el contrario, la atmósfera de la Tierra es inestable y se encuentra en continuo cambio, revelando así que es un planeta que alberga vida. Esta intuición le llevó a publicar un trabajo científico en que desarrollaba la idea de que la vida conforma de modo especial la realidad de nuestro planeta, la modifica, e influye en ella para hacerla cada vez más habitable. La Tierra es así un planeta ligado indisolublemente a la vida, con la cual constituye un todo. Un novelista, William Golding, ideó un nombre para este principio, Gaia, la Tierra o la diosa de la Tierra para los griegos (nosotros empleamos la versión latina, Gea). La teoría fue mal recibida por la mayoría de los científicos, tanto los geólogos como los biólogos, y Lovelock fue objeto de duras críticas por su ensayismo y sus conclusiones aparentemente disparatadas. Solo le apoyó casi desde el primer momento una bióloga audaz, Lynn Margulis, que se convirtió muy pronto en su principal colaboradora. En 1979 se decidió Lovelock a publicar como libro Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra. Los años ochenta fueron difíciles: la teoría llamaba la atención, pero era rechazada en la mayor parte de los medios científicos. Se calificaba a Lovelock de quimerista; no se rechazaban muchas de sus constataciones, pero se criticaba el exceso de subjetivismo y de elementos imaginativos con que establecía sus sensacionales inferencias. No parecía un sabio digno de crédito. Las cosas fueron cambiando por los años noventa. En 1988 publicó Lovelock una nueva versión de su libro, Las edades de Gaia, más maduro y al mismo tiempo más seguro de sus tesis. No solo los datos y ejemplos aportados por el autor, sino, muy probablemente un notable cambio de actitud, o una cierta nueva mentalidad visiblemente apreciable en ciertos medios de la comundidad científica, en líneas generales más «progresistas» (si es correcto aquí el recurso a esta palabra un tanto peligrosa), fueron 155

proporcionando a Lovelock y a su teoría una aceptación y una fama que hasta entonces no había tenido. En pocos años pasó de ser un biólogo sensacionalista y poco serio a ser un científico reconocido y un genial innovador, aunque la polémica en su torno nunca desapareció. Al mismo tiempo o muy poco después, la idea de que el soberbio autoequilibrio de Gaia estaba siendo modificado por una especie de seres vivos dotada de iniciativas propias —el ser humano—, y de que esta modificación podía entrañar un peligro cierto para el entorno y para la vida misma en el planeta, le ganó la adhesión entusiasta de los medios ecologistas. La obra de Lovelock se difundió por doquier, se le permitió pronunciar conferencias en los más acreditados foros, las mejores revistas del mundo le concedieron espacios y entrevistas, y comenzó a decirse que la obra de Lovelock había cambiado nuestra visión de la Tierra al punto de constituirse en una de las aportaciones científicas más decisivas de los últimos tiempos. El autor recibió premios internacionales de alta categoría y pasó a ser una de las personalidades más prestigiosas de la comunidad científica en el mundo entero. El año 2000 publicó James Lovelock su tercer libro importante, Homenaje a Gaia, una obra que hubiera podido interpretarse en cierto modo como un homenaje a sí mismo, puesto que constituye quizá más que nada una autobiografía. Las revistas mundiales dieron en publicar fotografías sonrientes de Lovelock, convertido ya en un anciano respetable, al lado de estatuas de Gaia o Gea, la diosa de la Tierra. Con todo, una salida inoportuna, en que acusaba a los ecologistas militantes de «ignorantes, maniáticos y anticientíficos» le ganó multitud de críticas, y sobre todo fue violentamente censurada su tesis de que la solución más realista, y hasta la única posible para conjurar los efectos de los gases invernadero es el regreso a las centrales nucleares, ahora ya seguras y dotadas de todas las garantías contra una posible catástrofe de naturaleza radiactiva. «Hacen mucho más daño al medio ambiente los humos del Este [se refería a Europa oriental] que todas las centrales nucleares de Francia». «La oposición sistemática a la energía nuclear es efecto de una reacción histérica e irracional». Palabras como estas pueden tener sus puntos de defensa, pero produjeron como resultado la indignación de muchos ecologistas, que vieron en Lovelock una suerte de traidor a la causa. Ya fuera para resarcirse, o más bien por un impulso personal sentido más tarde, el científico británico publicó su obra más terrible, La venganza de Gaia (2006), en que acusa al hombre de haber roto de una vez para siempre, y quizás ya sin posibilidades de salvación, un equilibrio ecológico que la vida se ha encargado de mantener durante millones de años. Es el ser humano, teóricamente el más noble de los miembros de esa totalidad que es Gaia, quien, en su propio provecho, ha roto las reglas del juego y está desajustando las condiciones en que durante tanto tiempo se ha desarrollado la vida. En el curso de su trabajo se hace eco de las previsiones más pesimistas sobre los efectos del calentamiento global. Así, por ejemplo, estima que hacia el año 2050, se habrán deshelado totalmente los casquetes polares; como consecuencia, subirá como mínimo cien metros el nivel de las aguas. Muchas ciudades costeras desaparecerán, Londres quedará totalmente sepultado por el mar, y un país extenso y poblado como Bangla Desh habrá de ser evacuado a toda prisa, provocando tal vez guerras con los países vecinos, 156

incapaces de soportar tan masiva inmigración. En declaraciones posteriores, Lovelock ha suavizado un tanto sus previsiones, confesando que el ascenso de los mares no es tan predecible a corto plazo como la elevación de las temperaturas: eso sí, tarde o temprano, la inundación de las zonas más bajas de la Tierra se producirá. Al final —última profecía — una población de solo quinientos millones de seres humanos subsistirá precariamente en las zonas del Ártico. En septiembre de 2007, Lovelock, en un trabajo publicado conjuntamente con Chris Rapley, en la revista Nature, propone una solución que permitiría que la propia naturaleza resuelva el problema: se trata de instalar en los océanos una serie de tubos verticales que faciliten el ascenso de las aguas frías, ricas en nutrientes, hasta la superficie: su presencia enriquecería la proliferación de las algas, y sabido es que la función clorofílica o foto-sintética de las algas es cinco veces más activa que la de los vegetales terrestres; por tanto, el exceso de CO2 sería absorbido y eliminado. Esta receta está siendo muy discutida por los científicos, y aún no sabemos si podrá ser puesta en práctica ni cuáles serán exactamente sus efectos: a ella nos referiremos pocas páginas más adelante. b) Algunos aspectos de la teoría Gaia La hipótesis le fue sugerida a Lovelock cuando fue llamado a colaborar con la NASA en la misión Viking, destinada a la exploración del planeta Marte. Uno de los objetivos más trascendentales de esta misión consistió en averiguar si en el planeta vecino existía o no vida. Sin duda la especialización de Lovelock en temas de paleobiología y su ingenio para idear aparatos capaces de obtener sorprendentes resultados influyeron en el encargo que recibió, cuando su relación con la Agencia Espacial había sido nula hasta entonces. Los ingenios Viking fueron lanzados en 1975 y aterrizaron en Marte en 1976. Enviaron impresionantes fotografías de un desierto seco y pedregoso de color naranja, o arcilla. Marte es un mundo desolado, tal vez menos tétrico que la luna, donde no existen más tonos que el blanco y el negro, o su mezcla, el gris; pero nada prometedor. Las pruebas en busca de rastros de vida resultaron en líneas generales negativas. Todas las formas previsibles arrojaron un claro «no». Solo se hicieron tímidas especulaciones sobre la posibilidad, muy remota, de que hubiera formas biológicas desconocidas e imprevisibles en la Tierra, y, por supuesto, en sus niveles más rudimentarios: al no haberse programado su detección, pudieran existir en Marte sin que nosotros todavía lo sepamos. Lovelock, aparte de su colaboración en el programa, hizo una observación de tipo general: la tasa de oxígeno en estado libre, de nitrógeno, y de CO2, es en Marte invariable, mientras en la Tierra es variable: por tanto Marte es un mundo muerto. Fue, comentábamos antes, una intuición más que una demostración, pero sirvió de base a toda su teoría. La Tierra es un mundo vivo, no solo porque en él hay vida, sino porque la vida está modificando siempre, y en su propio beneficio, sus cualidades naturales. Ahí está esa elevada tasa de oxígeno en estado libre, un hecho muy difícil de explicar de otro modo. Otra observación que invita a reflexionar: hace dos o tres mil millones de años, la 157

energía del sol era un 30 por 100 inferior a la de hoy; las temperaturas en la Tierra debieron ser conjeturalmente de 50 a 100 grados bajo cero, y, sin embargo, no fue así: está claro que comenzaron a existir formas de vida en condiciones favorables para ella. ¿Quién puede haber modificado estas condiciones, sino la misma vida? La salinidad de los mares debería ser cada vez mayor, y sin embargo se ha mantenido sensiblemente constante: no hay otra explicación sino que la vida ha aportado las bases para el mantenimiento de esa proporción de sales. Las idea del logro de una temperatura favorable para la vida encontró una expresión muy gráfica en la famosa «parábola de las margaritas», una de las ideas más populares de Lovelock, expuesta en un artículo de la revista «Tellus». Supongamos y se trata simplemente de un suponer, dos clases de margaritas, unas blancas y otras negras, cuya simiente existe en la Tierra. Si la temperatura, como parece haber ocurrido hace miles de siglos, fue muy fría, lógicamente germinarían y se reproducirían mejor las margaritas negras, que tienen más capacidad para extraer energía procedente del sol. Esta superioridad les conferiría una evidente ventaja sobre las blancas, y se reproducirían mucho mejor. Al cabo de un tiempo, el mundo estaría cubierto de margaritas negras. Su capacidad para aprovechar y mantener energía iría calentando progresivamente el planeta. Llegaría un momento en que la capacidad para almacenar calor en este mundo iría haciéndose mayor. Ahora bien, un aumento continuo de la temperatura provocaría un cambio de circunstancias, irreparable si no existiera un mecanismo regulador. Llegaría un momento en que las margaritas negras estarían rodeadas de un ambiente en exceso caluroso, se agostarían fácilmente, se reproducirían peor. Las margaritas blancas, incapaces antes de progresar en un clima frío, verían ahora llegada su hora; su capacidad de devolver una parte de la energía recibida les proporcionaría ventaja, y el mundo tendería a cubrirse de margaritas blancas; la temperatura, gracias al mayor albedo de la Tierra, bajaría a su vez hasta extremos soportables: la combinación de las condiciones favorecidas por las margaritas blancas y las margaritas negras tendería así a regular la temperatura dentro de unos límites muy razonables. Nunca se rebasarían los valores extremos y el mecanismo en su conjunto favorecería las condiciones más deseables. Es así como «el crecimiento y la extension de cada variedad de margaritas poseería una virtualidad natural para regular en su sentido más conveniente la temperatura de la Tierra». No se trata de una experiencia concreta, sino de una suposición, «una parábola». Pero su sentido se infiere si admitimos que la vida tiene la facultad de regular las condiciones de la propia vida. Naturalmente, podríamos preguntar al biólogo inglés cómo y por qué se generan margaritas blancas y negras, cómo cada variedad es capaz de sobrevivir a las condiciones más adversas, y si una simple cubierta vegetal es capaz de modificar de modo tan decisivo la temperatura del planeta; nos contestaría que se trata de un simple símil, de un ejemplo simbólico, de una manera simplista de explicar cosas que son en realidad infinitamente más complicadas; pero nos sirve para sugerir que existen en la naturaleza viva infinidad de factores con potencialidad suficiente para regular sus propias condiciones. La hipótesis Gaia, en sus líneas más elementales, puede ser defendida con 158

cierto éxito; la idea de que la vida —haciendo abstracción total de cuál puede haber sido su origen— posee una capacidad para crear por sí misma un mundo habitable puede parecer a muchas mentes una tesis exagerada y aún una monstruosa petición de principio. Sobre todo cuando Lovelock pretende convertir su teoría en un principio total y necesario que lo condiciona absolutamente todo. Las rocas son como son gracias a la vida (a las bacterias que las modifican o las colorean); e incluso la mismísima tectónica de placas puede ser un resultado de la misma vida, favorecida, por ejemplo (tal vez), por la abundancia de calcio generada por los organismos vivos. Así, concluye nuestro autor, «toda la biosfera —desde las bacterias a los elefantes, las ballenas, las secoyas, tú y yo— puede ser considerada como un único organismo a escala planetaria, en que todas sus partes están casi tan relacionadas y a su vez son tan independientes, como las células de nuestro cuerpo». De aquí ya solo hay un paso a la afirmación de que la no vida, el reino mineral, los gases, el agua, forma parte del mismo organismo «vivo», aunque biológicamente no pueda ser considerado como tal. La Tierra, como conjunto, es una realidad viva «en el sentido de que es un sistema autoorganizado y autorregulado». Quizá la conclusión más discutible, sea esta: «no hay en ningun sitio de la Tierra una distinción clara entre materia viva y no viva. Solo hay una jerarquía de intensidades desde el medio ambiente “material” de las rocas y de la atmósfera a las células vivas». Todo, en un cierto sentido, forma parte de un conjunto armónico, y este conjunto está «vivo» en todas sus formas, cuando menos en un sentido funcional. GEA, la Tierra, vive, y de esa vida participamos. c) Implicaciones filosóficas y religiosas Alfred Lovelock es un científico de ideas originales y de brillante imaginación. Su obra posee un alcance indiscutible, y en el futuro habrá de ser tenida en cuenta, con indiferencia absoluta de la validez que vaya a concederse en lo porvenir a esa teoría. Probablemente basta la exposición enunciada en el apartado anterior para comprobar la amplitud de sus concepciones, que desbordan los aspectos meramente científicos, y sugieren desarrollos de muy amplio alcance fuera del ámbito de la ciencia misma. Lovelock, a la hora de considerar estos desarrollos no tiene inconveniente en tocar sus derivaciones filosóficas, y en la exposición integral de la teoría Gaia, tal como la ve, tampoco tiene inconveniente en comportarse como un filósofo. El hecho, en sí, no es censurable. También se comportó como un filósofo Einstein, a la hora de extrapolar el enunciado de sus concepciones. ¿No podría decirse lo mismo de otro hombre tan original como Stephen Hawking? El problema con que tropieza consiste en que no desea abandonar en ningún momento el terreno exclusivamente científico que le permite formular su desenvolvimiento, sin dejar por eso de pisar terrenos tradicionalmente ajenos a la ciencia positivista, tal como ahora mismo se la concibe. No nos extenderemos en este asunto, que nos hemos propuesto desarrollar de la forma más breve posible y sin fatiga de ningún lector. El hecho es que una consideración de un conjunto de relaciones que parecen estar «programadas» con una determinada y bien visible finalidad cae 159

irremisiblemente en la esfera de lo teleológico. Teleología es la ciencia filosófica que estudia las causas y la finalidad de que las cosas sean como son; es decir, se refiere a las cosas o los hechos como «algo para...». Ahora bien, una interpretación teleológica de los fenómenos está hoy rigurosamente prohibida por la concepción científica positivista que actualmente domina en muchos ámbitos de la comunidad científica como una actitud — si se quiere paradójicamente— «dogmática». No se puede hablar de teolología, o de que las cosas estén hechas o dispuestas «para algo» sin caer en una especie de herejía. Lovelock, tal vez temeroso de una persecución por este motivo, niega que su teoría sea en realidad teleológica; y afirma que precisamente para dejar en claro que no es así, ha ideado su famosa parábola de las margaritas. No consigue del todo su propósito, eso parece claro. La comparación de las margaritas resulta sumamente expresiva, todo el mundo la comprende. Pero también puede preguntarse: ¿quién o qué ha dispuesto que existan precisamente margaritas blancas y negras? ¿No pueden haber llegado de alguna forma a existir justo para que operen como un regulador de la temperatura atmosférica? Si Lovelock quiere convertir su teoría Gaia en una ciencia onmicomprensiva de la realidad fáctica de la Tierra, tiene que correr estos riesgos. También se queja Lovelock de que su obra haya sido tomada como un libro religioso. Pero en este caso, admite una relación con lo religioso que parece haber negado respecto de lo teleológico. Si se quiere, se trata de otra contradicción, aunque el lenguaje sutil del científico inglés resulte susceptible de muy diversas interpretaciones. Declara que nada tiene contra los creyentes, y hasta recuerda con nostalgia sus tiempos infantiles y la impresión que todavía ahora le producen las expresiones y actos religiosos. Para acabar concluyendo que «para mí, Gaia es un concepto religioso y científico a la vez, y es manejable en las dos esferas». Al fin y al cabo, «la vida de un científico que es un filósofo de la naturaleza puede ser profundamente religiosa» 9. Lovelock trata con un evidente respeto las concepciones religiosas, por más que, cuando entra en materia, se maneja con su peculiar forma de ver las cosas, que, en cuestiones concretas, pudiera escandalizar tanto a lectores creyentes como no creyentes. Hasta cierto punto, la debilidad de los científicos surge siempre cuando se sienten en la necesidad de abordar cuestiones trascendentes que desbordan su esfera. Libros sugestivos pero tremendamente discutibles y discutidos son por ejemplo, el de Erich Jantsch, The Self Organizing Universe, Oxford, 1980, y el todavía más atrevido Intelligent Universe, del que fue durante mucho tiempo «enfant terrible» de la ciencia, Fred Hoyle (Cambridge, 1983). El Universo parece «preparado» para algo; su orden y la forma en que se disponen las cosas, unas para con otras, desbordan todas las posibilidades previsibles por la casuística o por el cálculo estadístico abstracto, en campos tan diversos como la cosmología o la biología avanzada. De ahí han surgido principios como el del «ajuste fino» o el «diseño inteligente», que son hoy objeto de feroces contiendas entre los científicos. Tal vez es inevitable que el intento de comprensión del por qué de las cosas conduzca a estas controversias, habida cuenta de la actitud reduccionista de determinados científicos. No nos detendremos aquí en el análisis de estas cuestiones. Con todo, antes de terminar este capítulo, intencionadamente breve, 160

será indispensable Todas las citas de las dos últimas páginas están tomadas de Las edades de Gaia, Barcelona, Tusquets, 2007. Es el texto que más detenidamente se extiende sobre esta cuestión. 9

tocar un punto que preocupa de modo especial a nuestra generación, soslayando en lo posible cuanto pueda tener de polémico. Y en el capítulo siguiente trataremos de continuar la exposición sencilla de la realidad que nos rodea. Algo sobre el cambio climático Centenares de veces le han preguntado a uno si es verdad que está cambiando el clima. La respuesta es más o menos siempre la misma: sí, está cambiando, como tiene por costumbre. Durante mucho tiempo se ha venido creyendo de una manera simplista que el «tiempo» —los avatares meteorológicos, el viento que sopla, la lluvia que cae, la borrasca que viene— son cambiantes, mientras que el «clima» —la media aritmética de temperaturas, lluvias, nubosidad, vientos dominantes— era una realidad invariante, válida para un lugar determinado en cualquier época histórica. Hoy está comprobado hasta la saciedad que el clima cambia también, aunque a más largo plazo. En épocas geológicas de gran duración, estos cambios fueron espectaculares: hubo eras de temperaturas sofocantes, que difícilmente hubieran podido soportar los humanos, y otras de bajas temperaturas o glaciaciones, que pudieron durar miles de años. Hubo eras de lluvias torrenciales, y otras caracterizadas por la persistencia de largas sequías. En intervalos más cortos de tiempo los cambios climáticos fueron menos espectaculares, pero los hubo sin el menor género de dudas. El siglo X fue particularmente caluroso en Europa, y el XVII especialmente frío. La primera mitad del siglo XX fue más fresca que la segunda. Ahora seguimos estando en una fase de calentamiento. La diferencia entre el fenómeno actual y los de pasados siglos es que el cambio es atribuido ahora a la acción del hombre. La creciente población del globo, el desarrollo tecnológico y el recurso a fuentes de energía como el carbón o los combustibles fósiles está provocando un aumento del efecto invernadero, a causa del incremento de la tasa de dióxido de carbono, aunque pueden existir también y probablemente existen otras causas. Estudios recientes dejan en claro que el hombre siempre ha influido en el clima. Por ejemplo, un estudio del geólogo William F. Rudiman en un artículo publicado en el Scientific American en marzo de 2005, estima que hechos como la tala de bosques para proceder a la roturación del terreno, ya en Mesopotamia hace 8.000 años, el desarrollo de la ganadería, la quema de pastizales, etc., cambió el clima de la Tierra desde hace muchos siglos. Pero estos cambios fueron durante largo tiempo poco significativos. Solo a partir del empleo masivo del carbón en la época de la Revolución Industrial en el siglo XIX, y el recurso al petróleo propio del siglo XX incrementaron de forma espectacular esta influencia. Cuando en 1870 John Davidson Rockefeller fundó la Standard Oil Company para la extracción y beneficio del petróleo, gastando en la empresa toda su 161

fortuna, muchos le tildaron de loco. El petróleo tenía entonces muy pocas aplicaciones y era difícil augurarle un buen porvenir. Sin embargo, en años sucesivos se descubrió el horno de petróleo, el motor de explosión, el sistema de combustión interna o Diesel, el aprovechamiento de los asfaltos como forma de pavimento liso y estable, la rueda de caucho. En 1900, Rockefeller era uno de los hombres más ricos del mundo. Cuando en la primera década del siglo XXI hablamos de degradación del medio ambiente, del cambio climático o de los peligros de la destrucción del equilibrio ecológico por obra del hombre, casi siempre pensamos en el dióxido de carbono, cuando realmente pueden existir otras causas. Tampoco hemos de caer en una exageración por el extremo opuesto (hay quien afirma que Platón fue el primer ecologista cuando se quejaba de la pérdida de los bosques del Ática). La palabra ecología aparece por primera vez en un texto de Ernest Haeckel, en 186910 , referida a la relación del hombre con su medio próximo, o, como decimos hoy, con el medio ambiente. Pero el planteamiento del problema en cuanto tal es muchísimo más reciente. Cierto que ya a fines del siglo XIX se criticaba la destrucción de los árboles (y se instauró la «fiesta del árbol»), y más tarde preocupó la extinción de las especies. En la segunda mitad del siglo XX la desazón se hizo mucho más viva, como consecuencia de la superpoblación de muchas zonas del mundo, el desarrollo tecnológico, que supone la utilización momentánea de muchos materiales que Haeckel alude al empleo de la palabra ecología por el naturalista americano Henry D. Thoreau, en una carta particular, lo cual indica que la palabra ya existía, aunque era muy poco empleada. 10

luego solo sirven para el desecho, o la aparición de los plásticos, que no son degradables. (Un papel arrojado sobre la naturaleza dura pocos días, una lata se conserva pocos meses, un bote de plástico, aunque cada vez más sucio, deformado y descolorido, puede durar siglos). Se hablaba de conservar la naturaleza, de mantenerla limpia y aseada, de no contaminar los prados y los ríos, de no arrojar los desperdicios al campo o al agua. Ecología era y sigue siendo en cierto modo conservación consciente y amorosa de la naturaleza. En ese sentido, lógico es que la causa tuviera muchos simpatizantes. Más tarde la preocupación se centró principalmente en los excesos del capitalismo industrial, en las lluvias ácidas que dañan los árboles, en las urbanizaciones que rompen la armonía de las zonas rurales, en los abonos que envenenan los pozos, en los pesticidas que eliminan al mismo tiempo insectos. Por los años 80 se hablaba sobre todo de la conservación de las especies animales y vegetales, o lo que es lo mismo, el mantenimiento de la «biodiversidad». Muy poco después la preocupación principal recayó sobre los peligros que para el hombre puede acarrear el propio progreso humano. En su lugar (vid. espec. pag. 75) nos hemos referido al descubrimiento del «agujero» en la capa de ozono y el daño inmenso que la desaparición de este gas podría acarrear. Por fortuna, la psicosis del ozono se extinguió casi totalmente a finales del siglo XX con la prohibición de producir clorofluorocarburos. Pero la preocupación pasó muy poco después al descubrimiento de los efectos perniciosos que supone la proliferación de los gases de efecto invernadero, en especial el dióxido de carbono. Y es que se descubrió 162

que el dióxido de carbono, aunque existe en cantidades pequeñísimas en la atmósfera (menos de cuatro moléculas por cada 10.000 de aire) retiene la liberación de la radiación infrarroja al exterior y un muy pequeño incremento puede provocar un aumento alarmante de la temperatura. Tim Flannery, un naturalista convertido en defensor a ultranza del ecologismo, calcula que por el año 1800 el CO2 era de 280 partes por millón; en 2000, había subido a 380 partes (para 2007, el IPCC, o Panel Internacional para el estudio del Calentamiento Global, evalúa que esta tasa es ya de 430 partes por millón, aunque esta cifra es muy probablemente exagerada). Un incremento que sigue resultando aritméticamente ridículo puede estar dando como resultado un aumento de las temperaturas realmente amenazador; y los más alarmistas añaden que, una vez rebasado un punto crítico, el problema ya no tendrá remedio, hágase lo que se haga. La conclusión se infiere: o tomamos a la mayor urgencia medidas drásticas, o estamos condenando a la humanidad a una muerte cierta. De aquí el dramatismo que ha adquirido en muy poco tiempo el planteamiento de la cuestión. El Intergovernamental Panel of Climate Change (IPCC) fue creado en 1988 por la Oficina Meteorológica Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Nunca llegó a tener, por desgracia, una estructura muy rigurosa. Está formado por grupos de políticos y de «expertos» nombrados por procedimientos no muy claros. Con el fin de abarcar todos los países y culturas, lo forman personas de la más diversa extracción. Puede sorprender que, de acuerdo con sus estatutos, su finalidad no consiste en «investigar», sino en «leer», se infiere que informes de revistas y publicaciones científicas, que tampoco se concretan. Consta de nada menos que 2.500 miembros, que deben reunirse una vez al año; la asistencia de la décima parte de esta nómina se considera ya un éxito, y muchos de los documentos que emite llevan tan solo de veinte a cuarenta firmas. La idea responde a un deseo bienintencionado de averiguar los peligros del cambio climático; los procedimientos, no parecen ser —con todos los respetos que puedan merecernos— los más adecuados. Se reúnen en Ginebra. Hasta ahora el IPCC ha emitido tres informes, fechados en 1990, 1995 y 2003. El previsto para 2007 ha sido reducido a un resumen, y su desarrollo pospuesto para 2008. Es fácil deducir que en un equipo tan numeroso y poco estructurado son grandes las diferencias de criterio. Por regla general, los informes son redactados por un grupo, al cual se adhieren los que así lo desean. Es fácil suponer (aunque no conviene dar este supuesto por comprobado) que los informes siguen el criterio de los más decididos, y una buena parte de los miembros no lo suscriben. Sería de desear que acabara formándose una comisión concreta y no excesivamente numerosa de técnicos y expertos de reconocido y general prestigio, cuyas conclusiones pudieran estar revestidas de la máxima autoridad. En las condiciones actuales, resulta muy difícil establecer cuál ha sido la tasa de incremento del CO2, y cuál el aumento real de la temperatura en el mundo. Faltan datos, en efecto, y cuantas conclusiones puedan establecerse ahora mismo serán inevitablemente parciales. El aumento de la tasa de CO2 oscila entre 370 y 430 partes por millón. Por lo que se refiere a las temperaturas, se admite para el siglo XX un calentamiento promedio entre 0º5 y 1º. Un artículo publicado 163

en la revista Nature estima este aumento en 0º65, y es esta tasa la generalmente más aceptada. Bien entendido que la mayor parte de este incremento se ha registrado en la segunda mitad de la centuria. Por lo que se refiere a las predicciones sobre el siglo XXI, se admite un calentamiento comprendido, según los criterios, entre 2 y 6 grados: francamente grande, incluso para el valor más bajo, cuyas consecuencias podrían ser más graves de lo que a simple vista se infiere. Pero por el momento, si algo está claro, es que resulta muy arriesgado hacer profecías. Los mayores peligros para una correcta interpretación de lo que está sucediendo son los subjetivismos y partidismos. Si la indiferencia puede resultar extremadamente peligrosa, tampoco es la mejor fórmula la exageración sensacionalista. Ahí está el caso de Bjorn Lomborg, que tanta sensación despertó en el mundo germano y anglosajón. Lomborg es profesor de Estadística en la universidad danesa de Aarhus. Preocupado por los problemas del medio ambiente, se hizo miembro de una conocidísima asociación ecologista. Periódicamente, iba recibiendo datos, que le preocupaban cada vez más. Un buen día, pensó someter aquellos datos a su sistema de análisis estadístico. Su decepción fue inmensa. Los datos estaban trucados, los universos mal elegidos, tendentes siempre a la misma dirección, las conclusiones falseadas. Lomborg publicó Skeptical Environmentalist (un ecologista escéptico), denunciando la manipulación de los datos. La polémica generada fue ruidosa. Miles de ecologistas radicales lo denunciaron como traidor y embustero. A la salida de una conferencia, le arrojaron una tarta a la cara. Lomborg lo pasó muy mal, pero no desistió de sus tesis. Eso sí, también es preciso decir que nunca dejó de ser un sincero ecologista, que sigue denunciando los peligros que corre el medio ambiente y la necesidad de conjurarlos. Hoy casi nadie le hace caso. Lo que puede deducirse de aquel escándalo, ya cada vez más olvidado, es que hacen un flaco servicio a la causa del medio ambiente quienes exageran o falsean los datos por puro sensacionalismo o con el en principio laudable fin de conseguir una más activa respuesta de la sociedad. Al fin y al cabo, pueden fomentar el escepticismo tanto como los indiferentes. Hoy casi nadie duda de que la temperatura del mundo se está elevando, y de que el hombre es causante —en todo o en parte— del fenómeno que estamos sufriendo. También, entre muchos analistas sensatos, predomina el convencimiento de que el proceso de calentamiento no es tan fuerte como usualmente se dice, y de que el mal, aunque digno de estudiarse sin demora, tiene remedio. También se dice que el calentamiento no es global. Mientras se derriten los hielos en torno al polo Norte y en Groenlandia (en 2006 a una tasa de un millón de kilómetros cuadrados), P. T. Doran, valiéndose de medidas por satélite, estima que en la Antártida ha aumentado el grosor de la capa de hielo, excepto precisamente en la pequeña Península Antártida, la más cercana a América, que sí participa del calentamiento (vid. revista Science, nº 415). Más recientemente, ha insistido sobre este punto Kurt Davies, de la universidad de Missouri. El mismo Flannery reconoce que en la India no se produce un aumento sensible de las temperaturas. Por desgracia, no se ha llegado a una medida «global» del fenómeno del calentamiento, y de aquí que los casos concretos sean tan discordantes. 164

Curiosamente, una encuesta realizada en España en el otoño de 2007 sobre si los ciudadanos son conscientes del cambio climático, ha encontrado como una de las respuestas más frecuentes esta: «Sí, está cambiando el clima; este verano ha sido más fresco que lo normal». Lo cual responde a un hecho cierto, pero por desgracia no generalizado. Por el contrario en zonas del Mediterráneo oriental y la Europa eslava, ese mismo verano ha sido anormalmente tórrido: en Atenas se han registrado tantos días de 40º como en Sevilla, un hecho que hasta ahora nunca había ocurrido. En la Norteamérica oriental las temperaturas han batido todas las marcas (temperaturas diariamente superiores a 37º en Nueva York y Washington, y hasta increíblemente cálidas en Montreal; por el contrario, en el Oeste se han batido las marcas en sentido contrario: si en Los Ángeles las máximas suelen alcanzar los 40º, en julio-agosto de 2007 apenas llegaron unos días a 30, siendo lo más frecuente valores de 27. En América del Sur han sufrido por esos mismos meses el invierno más frío que se recuerda en mucho tiempo: en Buenos Aires ha nevado por primera vez desde hace 70 años, y en Santiago de Chile han tenido 42 noches de helada, un hecho sin precedentes. Pero los datos puntuales son anécdotas en el conjunto del mundo y de los años. No cabe duda de que, aun admitiendo la certeza del calentamiento del globo, no podemos fiarnos de cifras localizadas ni en el tiempo ni en el espacio: es preciso un estudio más extendido, generalizado. Se acusa como culpable del fenómeno del calentamiento al uso creciente de combustibles fósiles, y el hecho no parece que pueda tener discusión posible; pero se olvida con frecuencia otro fenómeno (quizá porque en este caso los culpables son preferentemente países del tercer mundo) de muy altas repercusiones: la deforestación del planeta, especialmente en el área intertropical. Se calcula que en África Central y en Amazonia se están perdiendo 23 millones de hectáreas de selva por año. Y son justamente los bosques de la zona ecuatorial los que absorben más dióxido de carbono. Hoy se sabe que los bosques de zonas templadas cumplen una tarea muy mediocre, y los de las zonas polares son inútiles en este aspecto. De nada sirve que los finlandeses cuiden con tanto mimo sus bosques; la fotosíntesis de aquellos árboles —en gran parte coníferas — es muy modesta, en tanto su color oscuro absorbe calor, y puede contribuir al calentamiento global. También se ha descubierto que la fotosíntesis es mucho más enérgica en un árbol joven que en uno viejo. Plantar árboles nuevos —y de hojas grandes— es fundamental, sin duda vital, tanto en África como en Brasil: y eso es lo que no se está haciendo. Otra idea bastante extendida es la de que el calentamiento de la Tierra está provocado por el hombre, pero no solo por él. Entre otros muchos testimonios, podemos recordar el muy reciente de Juan Pérez Mercader, director del Centro de Astrobiología, que estima que el cambio climático «esta provocado con casi toda certeza por los seres humanos... ; aunque probablemente esté coincidiendo con algún otro tipo de ciclo natural, en la misma dirección...». La teoría de una doble causalidad se está extendiendo en los últimos años, por cuanto los cálculos más sensatos proporcionan unos valores que superan lo que es posible inferir de incremento de CO2. ¿Qué es lo que ocurre en el Cosmos para que la Tierra se caliente más de lo esperado?. Lo más lógico es atribuir la influencia a la energía 165

del sol. Ahora tienden a resucitarse los ciclos de Milankovicht. Milutin Milankovicht fue una astrofísico serbio que en 1920 teorizó un cambio de climas en la Tierra causados por pequeñas diferencias en sus movimientos. Los tres ciclos más importantes son: a) las variaciones de excentricidad de la órbita terrestre, con un periodo de unos 100.000 años, aunque pueden existir subperiodos; James Croll calcula que en momentos de gran excentricidad se producen glaciaciones; en momentos de escasa excentricidad, como ahora mismo, interglaciaciones o periodos calientes; b) la inclinación del eje de rotación: aunque el eje de la Tierra es, con el de Júpiter, de los más estables, se cree que cuando la inclinación alcanza los 24º, tanto los veranos como los inviernos son más rigurosos; cuando solo es de 22º, las temperaturas son más suaves; el periodo de inclinación del eje terrestre se reproduce cada 42.000 años; c) la precesión; el fenómeno de precesión es conocido de muy antiguo, y consiste fundamentalmente en que el eje de la Tierra, sin necesidad de variar su inclinación, va apuntando a un lugar distinto del cielo: un fenómeno de precesión ocurre en un trompo que hacemos girar, y cuyo eje apunta hacia la derecha, luego hacia adelante, más tarde hacia la izquierda, después hacia atrás, al fin de nuevo a la derecha, etc: como si describiera un círculo. Lo que esto significa es que la estrella Polar no es siempre la misma; en tiempos de los fenicios hacía de polar la estrella Alfa del Dragón; hacia el siglo VI, la Beta de la Osa Menor, Kochab, que en árabe significa «polar»; ahora es el Alfa de la Osa Menor, y dentro de 13.000 años lo será la brillante estrella Vega, Alfa de la Lira. Entonces, se calcula, los veranos serán más rigurosos. El periodo de precesión es de 26.000 años. Lo interesante, se estima ahora, es la confluencia de dos o tres de estos factores. Pero aún estamos muy lejos de fijar en qué medida los ciclos de Milankovitch influyen en el clima. Probablemente es más decisiva la tasa de actividad solar (vid. por ejemplo, pág. 67); pero tampoco se sabe si fases como el mínimo de Maunder son la única causa de las glaciaciones. En definitiva, por lo que se refiere a factores externos, nuestras dudas son aún mayores que en lo que se refiere a los gases invernadero. Un hecho constatado últimamente que tal vez pueda resultar significativo: medidas de temperaturas en Marte parecen revelar que en los últimos treinta años el planeta rojo se ha calentado dos grados: ¡si es así hay motivos para pensar que el calentamiento global afecta a varios «globos» y no solo a la Tierra! Naturalmente que una constatación de este tipo absolvería en todo o en parte de culpabilidad al hombre, pero resultaría infinitamente más alarmante, por cuanto no podemos hacer nada para evitar el cambio. Los remedios El protocolo de Kioto, firmado en 1997 por 55 países, prevé reducir entre 2008 y 2012 un 5 por 100 de los gases invernadero que se emitían en 1990. Fue un acuerdo difícil, al que se opusieron dos grandes potencias, Estados Unidos y Rusia, aunque los rusos se adhirieron en 2004. Los países europeos, sin duda los más preocupados por el problema, son los que mejor lo están cumpliendo, en tanto que los Estados Unidos, por más que buscan soluciones alternativas, operan por su cuenta y siguen sin tomar en consideración el acuerdo. Tampoco se puede asegurar que otros muchos de los países 166

signatarios, pese a su teórico apoyo, estén cooperando como hace falta. Por lo general, no cooperan. Entretanto, dos potencias emergentes, China e India, están contaminando mucho más que en 1990. Los acuerdos de Kioto no son despreciables, pero a muchos se antojan demasiado modestos. La solución en la medida en que el problema sea en realidad urgente, (¿lo es o no lo es?: ¡averiguarlo sí que es urgente!) exige un esfuerzo mucho mayor, y, sobre todo, una iniciativa en la búsqueda de energías alternativas, en la cual no se ha avanzado todo lo que hubiera sido deseable. No parece este el lugar para extenderse en la exposición de los intentos que se están realizando para la obtención de las llamadas «energías renovables», capaces de sustituir con éxito a la combustión del carbón y de los derivados de los crudos petrolíferos, que son los factores que producen una más alta tasa de dióxido de carbono. Hubo un tiempo, allá por la primera mitad del siglo XX, en que se confió ciegamente en la energía hidroeléctrica, a la que se llamaba «hulla blanca». La electricidad, ciertamente, es una forma de energía no contaminante; pero, por desgracia, para producir electricidad es preciso contaminar. En este sentido, soñar, por ejemplo, con el «automóvil eléctrico» no es en absoluto una solución, pues que para producir la electricidad que necesita un motor de la misma potencia que el automóvil es preciso forzar la producción de centrales eléctricas movidas por combustibles contaminantes. Solo el agua, el símbolo mismo de la limpieza, pareció ser por un tiempo la solución ideal. Las centrales hidroeléctricas, una vez construidas, utilizaban el agua de los embalses y su fuerza de caída movía las turbinas, y éstas las dinamos, sin emisión de gases de ninguna clase. Por desgracia, la producción hidroeléctrica está limitada a la existencia de grandes desniveles en los ríos, y casi todos los tramos aprovechables del mundo están ya utilizados. El consumo de energía, en tanto, sigue creciendo imparablemente. Por los años setenta y ochenta empezó a pensarse en la energía eólica. El aire, lo mismo que el agua, es limpio, y posee una fuerza utilizable. Hoy existe ya una buena cantidad de complejos eólicos, formados por baterías enlazadas de aerogeneradores movidos por aspas: son los molinos del siglo XXI, visibles ya en los paisajes de muchos países. El mayor productor del mundo es Alemania, y el segundo puesto se lo disputan España y Estados Unidos. El esfuerzo de España, especialmente en algunas autonomías —Galicia, Navarra, Aragón, las dos Castillas— ha sido realmente encomiable. Otro país destacado en producción eólica es, pese a su pequeñez, Dinamarca. Otros, en cambio, apenas se han iniciado en el método. Hoy cunde un cierto desaliento, al comprobar que la producción de energía eólica no aumenta a un ritmo mayor que el consumo de energía en el mundo, lo cual significa que el recurso a los combustibles sigue siendo tan necesario como en 1990. Los aerogeneradores son caros, no rinden todo lo que se deseara, y solo pueden colocarse en puntos muy concretos del paisaje, que no molesten otras actividades y estén abiertos al viento. ¡Y hace falta que sople viento! Cuando no sopla, es inevitable recurrir a energías convencionales. Otra fuente de la que se espera aún mucho es la solar. La constante solar, a la altura de la Tierra, es teóricamentre de 1.360 watios por metro cuadrado, de la que aproximadamente solo la mitad llega al suelo. Un metro cuadrado recibe por tanto menos de un kilovatio. Si toda esta energía pudiese ser aprovechada 167

estaríamos más que suficientemente abastecidos, pese a otra limitación: no recibimos rayos solares durante la noche ni cuando está el cielo nublado. Y es que además no podemos cubrir la tierra de paneles solares. Hoy se fabrican paneles solares en forma de placas de silicio u otros materiales, que absorben la radiación recibida. Bien sabido es que un cuerpo no puede calentarse por encima de la radiación que recibe. Las placas solares se utilizan para la calefacción, duchas y otros servicios domésticos, pero difícilmente pueden calentar el agua al punto de ebullición (que la calienten hasta unos 60 o 70 grados ya se considera un éxito); de suerte que nunca pueden alcanzarse por simple calentamiento solar niveles industriales. Por otra parte, hace falta una buena extensión de campos de placas para obtener una energía que difícilmente puede superar la de las centrales convencionales. Hay factorías solares tan grandes como varios campos de fútbol, o incluso como una ciudad, pero no pueden surtir a una ciudad del mismo tamaño. Si se quiere aumentar la temperatura, es preciso disminuir las dimensiones de la caldera de agua (por ejemplo, una sombrilla parabólica de placas solares del tamaño de un gran árbol calienta un bidón de una tonelada de agua por encima de los 100º). Por lo demás, el aumento del número de placas solares permite utilizar una mayor cantidad de calor (puede aumentarse el número de radiadores de calefacción), pero no la temperatura (nunca se alcanzarán los 100 grados). Naturalmente, existen otros métodos que sí lo consiguen. En el desierto de Mohave, en California, se ha construido una especie de canal formado por espejos de sección parabólica, de varios kilómetros de extensión. Una tubería de agua corre a lo largo del foco de la parábola. El agua se va calentando progresivamente a lo largo del recorrido y llega al final a varios cientos de grados de temperatura: se ha obtenido así un nivel de energía totalmente industrial. Hoy se están construyendo varios de estos canales parabólicos. Aparte de los paneles calentados por el sol, existen también células fotovoltaicas; en este caso, la radiación solar no se convierte en calor, sino directamente en electricidad: los fotones son transformados en electrones. Esta técnica tiene sin duda un mejor porvenir, aunque de momento es bastante costosa. No hace falta decir que las posibilidades de aprovechamiento son mayores en países muy soleados, circunstancia que hasta el momento apenas ha sido aprovechada. El país en que más se está utilizando energía solar es Japón; el segundo, no muy abundante en sol, es Alemania, donde radica la planta solar más grande del mundo. España ocupa un notable sexto puesto: por su clima, tiene posibilidades muy grandes. En general, la energía solar, enorme en su conjunto, está muy repartida por toda la Tierra, y resulta caro y difícil construir colectores de gran superficie. Tanto la energía eólica como la solar tropiezan con esta dificultad: la amplitud que requieren las instalaciones para alcanzar el rendimiento necesario. En general, la explicación del por qué del lento avance de las energías alternativas consiste en que, a pesar de todo, cuestan más caras que las tradicionales. Una tercera fuente de energía cuyo uso se está ensayando —no todavía aporovechando— es la combustión del hidrógeno. El hidrógeno puede obtenerse por descomposición del agua; es un gas muy ligero y extraordinario combustible. Y el residuo de esta combustión es el menos contaminante que se puede imaginar: ¡agua! El problema 168

es ingeniar unas «células de combustible» manejables y seguras, ya que es fácil una explosión. La marca japonesa Toyota ha presentado un modelo de automóvil movido por combustión del hidrógeno; pero pasará algún tiempo antes de que se puedan fabricar modelos de serie. Estados Unidos ha logrado ya varios tipos de células. En Europa hubo un grán interés por el tema a comienzos de siglo, («Programa Blanco» o Programa VIPM 2004), que últimamente parece haber sufrido cierto retraso; con todo, varios países, entre ellos España, están logrando prometedores avances. Tal vez la concesión del premio Nobel de Química 2007 a Gerhardt Ertl, descubridor del método de funcionamiento de las células de hidrógeno, pueda ser un acicate. La generalización de este tipo de energía representaría una profunda revolución en muy diversos aspectos del reparto de la riqueza mundial... y ahí radica, por paradójico que parezca, uno de los mayores obstáculos para su desarrollo. Hasta ahora tienen ventaja los países productores de crudo y los transformadores (dotados de refinerías: Irán exporta crudo, pero tiene que importar fuel y gasolina). El hidrógeno puede obtenerse —generalizada la técnica— en cualquier país del mundo. Sería una bendición librarnos de un artículo tan sucio y ensuciante como el carbón, y de otro tan asqueroso como el crudo, ese líquido viscoso y rojizo, de olor repugnante que conocen tan bien los trabajadores de los pozos, los tripulantes de los petroleros y los empleados de las refinerías. Otra posibilidad infinitamente mayor que la anteriormente tratada ofrece la fusión del hidrógeno. Las estrellas, entre ellas el sol, poseen una fuente de energía enorme y de duración prácticamente ilimitada en términos humanos: la fusión termonuclear (vid pág. 30 y pág 169). El hombre ha conseguido, por asombroso que parezca, obtener esta energía en forma de bomba de hidrógeno, o bomba termonuclear. Por desgracia, solo lo ha logrado en forma de un explosivo de descomunal potencia, aunque podríamos añadir que, por suerte, nunca la ha utilizado para acciones bélicas. El aprovechamiento de la fusión termonuclear del hidrógeno como forma de energía controlada requiere todavía el dominio de recursos técnicos hoy apenas a nuestro alcance. Los físicos aseguran que han dicho la última palabra al respecto; ahora la pelota está en el tejado de los ingenieros. Aunque las predicciones más optimistas estiman que el empleo de esa energía primordial será posible en la segunda mitad del siglo XXI, cabe suponer que habrá que esperar todavía más. Cuando la técnica requerida esté plenamente disponible, cabrá decir que el problema energético habrá desaparecido para siempre. No pongamos plazos. Cierto: siempre se podrá recurrir a una forma de energía atómica ya disponible, la simplemente nuclear, o de fisión. Tal vez tenga razón Lovelock cuando afirma que es el histerismo y no la razón lo que ha interpuesto un obstáculo al uso de esta energía. Pero sea de ello lo que fuere, y es difícil pronunciarse claramente sobre la cuestión, está claro que en tanto no se logre convencer de ello a buena parte de la sociedad, el recurso siempre generará desconfianza. Francia dispone de sesenta centrales nucleares —aunque no por ello suficientes—, pero otros países han suspendido sus programas o incluso han clausurado centrales. El futuro dirá si está por este camino la solución de un problema que tanto nos preocupa. 169

Bien: otro camino —uno no obstaculiza al otro, más bien ambos son necesarios— consiste en utilizar a la propia naturaleza para reducir la tasa de dióxido de carbono. Debemos potenciar la repoblación de los bosques y selvas intertropicales de árboles jóvenes: nada teóricamente más fácil, aunque poquísimo se esté haciendo en la práctica. Árboles jóvenes, de hojas amplias, cercanos al ecuador; otra política forestal será a todas luces conveniente, pero no resolverá el problema del exceso de gases invernadero. Y más aún que los árboles, hay que potenciar la proliferación de las algas. Las algas realizan una muy activa función de fotosíntesis, y su extensión por la enormidad de los océanos supera en esta tarea a los vegetales terrestres. Se han identificado eras geológicas frescas con eras abundantes en algas. Existen muchos proyectos para incrementar la proliferación de estos vegetales marinos, que no se encuentran ahora mismo —probablemente debido en parte también a la contaminación— en su mejor momento. En el Instituto de Ciencias del Mar del Consejo Superior de Investigaciones Científicas se están realizando estudios para fortalecer las algas. Cabe la posibilidad de «fertilizarlas» con compuestos de hierro para que aumente su superficie y su capacidad de absorción de gases invernadero. Y no solo esto, sino que las algas contribuyen a potenciar el «ciclo del azufre». Los océanos se defienden de la radiacion solar liberando azufre a la atmósfera. El plancton marino emite sulfuro de dime-tilo, que al oxidarse forma minúsculas partículas sobre las que el vapor de agua se condensa y favorece la formacion de nubes. El artículo de Lovelock y Chris Rapley en la revista Nature a que aludimos en la pág. 205 marcha en el mismo sentido. Sea o no decisivo, el favorecimiento de vegetales capaces de absorber dióxido de carbono puede contribuir al efecto que todos deseamos. No conviene perdernos en consideraciones catastrofistas, sino desarrollar en la medida de nuestras fuerzas tanto el recurso a formas de energía no contaminantes como ayudar a la propia naturaleza a restablecer el equilibrio. Cualquier actitud cabe a comienzos del siglo XXI, excepto desentenderse del problema o bien pensar que ya nada puede hacerse. Si el hombre ha sido capaz de alterar, probablemente al principio sin mala voluntad, los factores que hacen posible la vida en la Tierra, será capaz también de poner en marcha los factores que pueden operar en sentido contrario. Cualquier cosa cabe a principios del siglo XXI, excepto no hacer nada, o perder las esperanzas.

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NUESTROS VECINOS

ejamos la Tierra, el Planeta Azul pródigo en belleza y en tantos aspectos maravilloso. Podríamos pensar, con esa cierta dosis de educación y de generosidad de que a veces 171

hacemos gala los humanos, que los marcianos tienen el mismo derecho que nosotros a opinar sobre las excelencias de su planeta; pero ocurre que no hay marcianos. Más imposible todavía es que existan venusianos o jovianos. Estamos solos en el sistema planetario, y, a lo que parece, no precisamente por casualidad. Reconocerlo así no resulta un acto de presunción o de falso patrioterismo terrícola, sino un hecho físico y biológico que es preciso admitir. Dejamos la Tierra, pero nunca la abandonaremos del todo, no podremos dejar de tenerla en cuenta. Porque conocer la realidad de los planetas que nos rodean —o, por lo que hasta ahora sabemos, la de otros más alejados—, nos ayuda indirectamente a conocer mejor el nuestro. Cuántas veces ocurre que al dejar nuestra casa por visitar otras ajenas, descubrimos con sorpresa las ventajas de la nuestra, o lo bien que nos encontrábamos en ella. Por otra parte, explorar otros mundos es al fin y al cabo extender nuestra mirada hacia un más allá que nos enriquece y nos permite alcanzar, con una visión más general, nuevos horizontes. No pretendemos con ello un curso de planetología, que hubiera exigido una extensión mucho mayor, sino tan solo, al tiempo que esa apertura necesaria a otras realidades, establecer y valorar más satisfactoriamente la naturaleza de la nuestra. Un rato en la Luna Casi la tenemos en casa. Por eso, y porque constituye un sistema bien definido con la Tierra, podemos considerarla algo nuestro. Nos resulta extraordinariamente familiar. El sol presenta un tamaño aparente similar a la luna, pero, extraña paradoja, a causa de su fulgor deslumbrante, resulta en la práctica «invisible». ¿Quién es capaz de sostener la mirada frente al sol? Nos parece lejano, poderoso, inabordable. Muchos pueblos primitivos lo hacían objeto de adoración, y, ciertamente, de entre los astros que vemos en el cielo, ninguno tan imponente como él. La Luna, en cambio, es pacífica, amiga, suave, quizá para muchos un tanto tristona y meditabunda; pero está a nuestro alcance, se presta a una plácida contemplación. Unas veces se nos presenta solo en parte, un octante, un semicírculo, al fin un círculo completo: cómo nos hemos familiarizado todos con las fases de la Luna. Y cuando se encuentra en fase «llena», podemos contemplar de un solo golpe de vista su faz gris y melancólica, manchas claras, manchas oscuras, que son siempre las mismas, porque la luna nos ofrece a los terrestres sempiternamente la misma cara. La expresión «cara» no la empleamos a humo de pajas: para muchos pueblos, entre ellos los españoles, tiene dos ojos desiguales y una boca absorta, siempre abierta. Los árabes hablan del «hombre de la Luna», seguramente por el aspecto de su faz. Los ingleses ven en ella un conejo, los alemanes dos niños jugando con un cubo: la imaginación es en cada caso distinta, pero los manchones gris claro y gris oscuro, porque en la Luna no hay colores, son los mismos. Las zonas claras son montañosas y accidentadas; las oscuras —tradicionalmente llamadas «mares», aunque en la luna no hay una gota de agua— son depresiones llanas y polvorientas. El aspecto de la luna en cuarto menguante es más lánguido, más suave, quizá más sereno, que el del cuarto creciente; y este contraste no es una simple sensación psicológica: ocurre que la luna, en 172

su cuarto creciente, nos muestra sus partes más brillantes, mientras que la mayoría de las regiones oscuras son visibles en el menguante: el resplandor del creciente es un 30 por 100 más intenso que el menguante; por más que en ambos casos veamos exactamente media luna. El ciclo aparente de cuatro fases (tal como vemos la Luna desde la Tierra) se repite una y otra vez con solemne monotonía, y fue uno de los factores que impulsaron al hombre a aprender a contar el tiempo: cada fase dura una semana, y cada ciclo completo un mes. En inglés, la palabra «month», mes, y la palabra «moon», Luna, vienen de la misma raíz. Es más fácil de intuir la semana o el mes, no solo porque no obligan a contar muchos días, sino porque la duración del año resulta muy difícil de evaluar para una cultura primitiva: todos sabemos que en verano el sol está más alto que en invierno, que los días duran más; pero resulta difícil reconstruir el recorrido del sol por el cielo a lo largo del año, porque su brillo deslumbrante nos impide fijar puntos de referencia con respecto a él. De aquí que, aunque admitiendo siempre el año como unidad fundamental, muchos calendarios primitivos hayan sido de naturaleza lunar. La Luna es así, de todos los astros que el hombre puede contemplar a simple vista —unos cinco mil en total— el único que puede ser contemplado en su forma y en los accidentes de su superficie; el sol es demasiado cegador, y tanto las estrellas como los planetas se distinguen como simples puntos en el cielo. La Luna fue siempre un objeto digno de contemplación. Y su melancolía singular movió a los poetas mucho más que astro alguno. ¿No es cierto que hay muchas más poesías dedicadas a la Luna que al deslumbrante sol? Especialmente los románticos encontraron un peculiar motivo de inspiración en aquel astro pálido de faz cadavérica y fría languidez, solitario en el cielo, porque a su alrededor dificilmente se ven estrellas, que ilumina las noches con un resplandor que sugiere misterios y leyendas lejanas. Los poetas acertaron a describir lo que sugiere la Luna quizá mejor que los astrónomos, cuya sensibilidad apunta en otras direcciones. Pero los poetas no son científicos. Cuántas veces hemos leído poemas que pretenden haber sido escritos a la luz de la Luna. No es cierto: el claro de luna posee un hálito especial, lleno de las más profundas sugerencias, pero no es posible leer ni mucho menos escribir bajo su luz, menos intensa de lo que cree recordar nuestra apreciación memorística. Contemplada a través del telescopio, la Luna pierde en gran parte su aspecto plácido y resulta ser mucho más atormentada: ante nuestra sorpresa surgen millares de cráteres (aún suelen llamarse así), producto de innumerables impactos. La Luna, mundo muerto, sin erosión, sin sedimentación, sin movimientos orogénicos, sin tectónica de placas, conserva estas cicatrices de cuerpos que la golpearon durante millares de millones de años. Estos cráteres pueden medir desde doscientos cincuenta kilómetros a pocos metros, cuando pueden contemplarse de cerca. Los grandes son llamados a veces «llanuras amuralladas», porque su fondo es oscuro y llano, como el de los mares; y en torno se levanta el poderoso anillo circular de vivas aristas. Aparte de los cráteres, un telescopio distingue cordilleras de montañas claras, provistas de agudos picos: los Apeninos son sin duda la cordillera más grandiosa y salvaje de nuestro satélite; la visión 173

de la sombra de los montes Cáucaso proyectada sobre las lúgubres llanuras del Palus Nebularum —hacia el sexto día después del novilunio— es uno de los espectáculos más sobrecogedores que nos ofrece la observación telescópica de la Luna. En algunos puntos, y sobre todo en la zona del Mare Imbrium —después del cuarto creciente— se levantan sobre las llanuras oscuras agudos y blanquísimos pitones individuales, como islas cónicas, o como colmillos, que constituyen los puntos más brillantes de la superficie lunar. En conjunto, todo el laberinto de «mares», cordilleras, aristas, picos aislados, barrancos, grietas de profundidad que parece insondable, escarpas y escalones, todo destrozado, como partido a martillazos, produce en la visión telescópica de la Luna una sensación de violencia y desasosiego que estábamos muy lejos de imaginar en nuestra contemplación a simple vista. Todavía contamos con una última visión: la que es posible obtener desde la propia Luna. Doce hombres llegaron a las desoladas llanuras de nuestro satélite a lo largo de la misión Apolo, entre 1969 y 1972. Puede parecer extraño que sólo en ese espacio de cuatro años, seres humanos hayan podido hollar las superficie de un mundo distinto al de su planeta natal; desde entonces, no han vuelto a realizarse más intentos, aunque existen proyectos para dentro de no muchos años. El primer alunizaje (Apolo 11, el 20 de julio de 1969) significó uno de los grandes hitos de la historia del progreso humano: «este es un paso muy pequeño para un hombre, pero un salto muy grande para la humanidad», transmitió Neil Armstrong, el primer ser vivo que pisó la Luna. Es curioso: las pulsaciones de Armstrong y su compañero Aldrin alcanzaron el máximo no en el dramático momento del descenso, sino cuando ya se encontraban en la Luna, y se dieron cuenta de que estaban en otro mundo. «Es un paisaje de magnífica desolación», dijo luego Armstrong, pese a ser hombre de pocas palabras. La Luna, vista de cerca, es efectivamente desolada, extraña, falta de colores, sin el menor rastro de vida. La superficie está cubierta de una capa de polvo —regolito—, consecuencia del impacto de innumerables pequeños cuerpos sobre la superficie de la Luna durante millones de años. El cielo es absolutamente negro, y el terreno carece de color, pero aquella soledad de muerte impresiona al espectador más frío. Los astronautas, enfundados en sus trajes espaciales, no se encuentran a gusto en la Luna. La escasa gravedad (un hombre de 80 kilos en la Tierra pesa solo 14 en el satélite) impide caminar como hacemos nosotros, y es preciso moverse a pequeños saltos. Cuando un astronauta le arroja a otro un instrumento, se cae de espaldas. Y a cada paso levanta una pequeña nube de polvo: un polvo fino y pegajoso. Afortunadamente, los trajes espaciales llevan botellas de oxígeno y protegen contra las espantosas temperaturas lunares: hasta 150º al sol y casi -200º a la sombra. Quizá los paisajes más espectaculares fueron los que pudieron contemplar los astronautas Scott e Irwin, en julio de 1971, junto a un gran barranco al pie de los montes Apeninos. Las montañas (el monte Hadley y el Hadley Delta) ofrecían un aspecto desgarrador, blanco en las zonas expuestas al sol, y negro absoluto, como si no existieran, a la sombra. El barranco ofrecía un aspecto tétrico. También fueron los primeros en poder recorrer un trecho a bordo de un vehículo, el Lunar Rover, movido por baterías 174

eléctricas. Con todo, las montañas lunares no son tan escarpadas como parece al telescopio. Los airosos Apeninos son relieves redondeados y un tanto rechonchos. En la Luna no hay, decíamos, erosión, ni sedimentacion, ni vientos que levanten el polvo: las huellas que dejaron los astronautas con sus botas permanecerán durante miles o millones de años. Pero aun así, la Luna produce el aspecto de un mundo decrépito y gastado; no hay una pared lisa, ni una llanura absolutamente regular: no solo por el golpeteo de los meteoritos y micrometeoritos, sino por la acción de desgaste del viento solar y las partículas de alta energía que degradan las formas del paisaje; por supuesto, se trata de un envejecimiento operado en muchos millones de años. El Apolo XIII fue la única misión destinada al alunizaje que no pudo conseguir su objetivo. La explosión de un tanque de oxígeno en el viaje de ida condujo a los astronautas a una situación desesperada: no podían gobernar el módulo, ni resistir mucho tiempo en él. El mundo entero siguió con enorme expectación la tremenda aventura. Siguiendo las instrucciones de tierra, los tres astronautas hubieron de continuar viaje, y, utilizando la atraccion de la Luna como única fuerza impulsora, consiguieron dar la vuelta al satélite y emprender el regreso a la Tierra. Todo terminó felizmente, cuando el trágico desenlace parecía casi inevitable. El último viaje, realizado por el Apolo XVII, llevó a los astronautas a la zona relativamente accidentada de Taurus-Littrow, en diciembre de 1972. Schmitt y Cernan vieron las luminosas y desconcertantes montañas, un conjunto descompuesto, y cerca de ellos, un cráter monstruoso, que parecía sin fondo, pues hasta él no llegaba el sol. Schmitt fue el primer y único geólogo que pisó la Luna, y sus observaciones fueron de una importancia decisiva. En total, los astronautas de la misión Apolo trajeron a la Tierra 280 kilos de piedras y material lunar. Los expertos tardaron años en estudiarlos. Si decimos que en la Luna hay basaltos, gabros, silicatos calizos y magnésicos, podemos caer en la simplificación de pensar que son los mismos materiales que conocemos en la Tierra. ¡Y no es exactamente así! Todos esos minerales son, desde luego, parecidos a los «nuestros», pero no son iguales, porque la disposición de los componentes o su cristalización son distintas. Y la abundancia de elementos es también muy distinta: en la luna hay menos hierro, menos sodio, menos potasio, y en cambio más silicio, más magnesio, más titanio y más calcio. La abundancia de titanio es sobre todo sorprendente. Quizá la creciente revalorización del titanio, ese metal ligero como el aluminio pero resistente como el acero, aconseje un día la colonización de la Luna. Parecida, pero no idéntica composición química: hay que desechar definitivamente la hipótesis de que Tierra y Luna se formaron de la misma masa, o que la Luna es una excrecencia de la Tierra, vomitada por ésta en los tiempos en que era una masa pastosa. Tampoco parece un planetoide vagabundo que fue capturado por el nuestro, porque entonces las diferencias serían mucho mayores. La hipótesis a que ya hemos aludido en su momento, según la cual un cuerpo casi del tamaño de Marte chocó brutalmente con la Tierra en formación, y de aquel encuentro tremendo una parte de ese cuerpo pasó a integrarse en la Tierra, y una parte de la Tierra pasó a integrarse en ese cuerpo, que ahora es la Luna... resulta la más probable, aunque no deja de ofrecer dificultades. 175

Se atribuye a la Luna una edad de 4.550 millones de años, casi tantos como la Tierra, de modo que la espantosa colisión debió ocurrir en tiempos muy primitivos. Durante un lapso bastante duradero, fue una gran masa supercaliente y semifundida, que siguió recibiendo por su parte nuevos impactos. Hubo un proceso de diferenciación, no tan intenso como el de nuestro planeta. La corteza de la Luna es más gruesa que la nuestra, de 60 a 120 Km., y también más rígida: nada que recuerde al vivo dinamismo del planeta en que vivimos. El manto no es de composición muy distinta, a la de la corteza, y está formado por peridotitas. Y el núcleo, si existe, o es muy pequeño, o no es abundante en hierro: de aquí que la densidad de nuestro satélite sea de 3,3, similar a la de Marte. La estructura lunar es, por tanto, menos variada que la terrestre, y absolutamente estática. En cuanto a la historia de la Luna, parece que se fue estructurando, a base de impactos y fusiones sucesivas, hasta quedar convertida en una esfera estable hace unos 4.000 millones de años. Hacia el año -3.800 millones sobrevino el «Gran Bombardeo Tardío», en que grandes masas de cuerpos de cierto tamaño abrieron enormes zanjas en la Luna, hasta dejarla casi irreconocible. Apenas sabíamos nada de este Bombardeo Tardío hasta que hemos comenzado el estudio de la Luna «in situ». En otros planetas parece que ocurrió lo mismo, y sin duda también en la Tierra; pero gracias a la singular estructura y evolución de ésta, no se conservan ni las cicatrices. No sabemos qué catástrofe, cercana o lejana, originó este nuevo periodo de inestabilidad. El hecho fue que la Luna, maltrecha, experimentó una inundación de lava procedente del interior que rellenó las cuencas: es lo que se conoce como periodo «imbriano» (la cuenca más profunda y oscura es el Mare Imbrium : si imaginamos la imagen de la Luna como una cara, es el «ojo» de la izquierda). Ahora bien, y aquí está uno de los grandes misterios de la historia de la Luna: el desbordamiento de lava no se debe a volcanes, de los cuales no se conservan restos, sino a una avalancha procedente del interior; y esta avalancha no fue consecuencia inmediata del bombardeo, sino que ocurrió muchos millones de años después. ¿Fue un resultado tardío, o fue otra cosa? La inundación de lava dejó como depósito el basalto que hoy cubre las zonas deprimidas y oscuras de nuestro satélite. Más tarde, hacia el año -2.000 millones sobrevino otro bombardeo de cuerpos más pequeños, que señala el periodo eratosteniano. Los cráteres que vemos en el seno de los mares son más modernos que ellos, y datan del periodo eratosteniano. Y aún sobrevino el periodo copernicano, que provocó los cráteres más recientes, algunos de ellos provistos de estrías radiantes (Tycho, Copérnico, Kepler). Quizá el gran cráter más reciente es el alucinante Aristarco, de fondo blanco deslumbrante: es el único que puede verse con prismáticos en la zona oscura de la Luna (antes del cuarto creciente), debido a su fondo de llamativo material vítreo. Los tripulantes de las misiones Apolo detectaron en Aristarco una fuente radiactiva cuya naturaleza aún se desconoce. Desde entonces, es decir, desde hace 600 u 800 millones de años, absolutamente nada se ha modificado en la luna... hasta 1969, en que unos seres inteligentes procedentes de la Tierra dejaron allí huellas y más de mil kilos de extraños instrumentos. No sabemos si existen extraterrestres; pero los selenitas, si existiesen, tendrían desde entonces noticia cierta de la existencia de extraselenitas... 176

En suma, sabemos que la Luna fue testigo, como todos los planetas, de grandes impactos en otro tiempo; pero es en sí un mundo muerto, sin variación alguna, excepto la salida y puesta del sol, en un periodo de 29,5 días terrestres. En una triste película en blanco y negro, pues que no presenta colores, nos deja ver montañas lánguidas, barrancos destrozados, cráteres yertos para siempre, llanuras oscuras y polvorientas. No hay actividad volcánica, ni orogénica, ni tectónica. Todo es desolado, lúgubre. Un poema de Nicomedes Pastor Díaz, el romántico español que más cantó a la Luna, lo veía como «el cadáver de un sol que, endurecido, yace en la eternidad...». No es el cadáver de un sol, sí el cadáver de un pequeño planeta que nunca tuvo asomo de vida, pero cumple el destino de ser por siempre nuestra compañera. Para terminar, recordemos algunos de los servicios que nos presta. Entre otros, las mareas (vid. pág. 21). Probablemente también un cierto ritmo en los ciclos terrestres. Las formas de tiempo atmosférico en las zonas de mayor actividad de la célula de Ferrel — por ejemplo, las costas atlánticas europeas— suelen ofrecer, aunque no siempre, un ciclo de 29 días, que parece relacionado con el ciclo sinódico lunar. Y probablemente otros varios ciclos también. Sin luna, es probable que el hombre primitivo no pudiera cazar animales grandes, aprovechándose de la noche: el ser humano puede ver a la luz de la luna: los bóvidos no ven nada en absoluto. Pero el servicio más grande que nos presta la Luna, aunque la mayoría de la gente no lo sepa, es la estabilidad del eje de rotación de nuestro planeta. Otros planetas sufren grandes variaciones en su inclinación respecto del sol; la Tierra se mantiene entre 22 y 24 grados inclinada sobre la eclíptica. Hay, por tanto, estaciones —sin ellas no viviríamos, o la vida tendría que ser muy distinta—, pero estas estaciones son asombrosamente regulares desde hace miles de millones de años: y el hecho es mucho más decisivo de lo que la mayoría de la gente puede pensar. Gracias a la Luna. Una observación que casi parece frívola: el Sol mide cuatrocientos diámetros lunares, pero está cuatrocientas veces más lejos. El resultado es que el Sol y la Luna nos parecen exactamente del mismo tamaño. Completamente distintos, pero asombrosamente similares en sus dimensiones aparentes. ¡Otra curiosísima casualidad! Y si no es casualidad, no tenemos la menor idea de por qué es así. Venus, del amor al infierno De todos los planetas es Venus el más cercano a nosotros. Cuando pasa a su mínima distancia, se encuentra a apenas 40 millones de kilómetros. Si exceptuamos a nuestra compañera la luna, que hasta cierto punto forma parte de nuestra casa, es el astro que más se nos aproxima. Y por ello disfruta de algunos privilegios: por ejemplo, es el más brillante que vemos en el cielo, después del sol y la propia luna; es el único planeta que podemos distinguir de día, si contamos con un buen punto de referencia para ello; es el único, si nos encontramos en una noche oscura, que hace que los objetos despidan una suave sombra; ¡la sombra de Venus!; y es también el único cuyo tamaño y cuya forma pueden ser apreciados, en determinados casos favorables, por una vista aguda. En 177

efecto, Venus, como planeta interior que es, tiene fases, lo mismo que Mercurio. Si está más allá del sol, lo vemos (a través del telescopio) «lleno», aunque por la citada circunstancia, muy pequeño; pero cuando se encuentra entre el sol y nosotros —y cuanto más cerca angularmente del sol, mejor—, aparece como una delgada hoz, lo mismo que la luna recién nacida, y ofrece un tamaño similar a un minuto de arco: el ángulo más agudo que es capaz de resolver la vista humana. De aquí que personas de buena capacidad visual puedan apreciar si se nos presenta «creciente» o «menguante», o, concretamente, en qué dirección apuntan sus «cuernos» o su convexidad. De ningún otro planeta puede decirse nada parecido. Es natural que Venus haya llamado la atención de los humanos desde la prehistoria, y hasta que los mayas hayan elaborado un calendario sagrado basado en el periodo venusiano. Su sorprendente resplandor blancoazulado, dotado de una belleza especial, como no tiene ningún otro astro, le ha merecido la consideración de «lucero» (de la mañana o de la tarde, según el momento de su aparición), y le ha otorgado el nombre de la diosa de la belleza y del amor. Para quien lo contempla a simple vista o a través de un telescopio, diríase que este nombre está admirablemente bien elegido. Sin embargo, durante siglos ha figurado entre los planetas menos conocidos. En el siglo XVII se descubrieron los accidentes de Marte, las bandas de Júpiter, los anillos de Saturno; pero por lo que se refiere a Venus, salvo sus fases, bien explicables, no cabía destacar más que su fulgor y su belleza. No era posible distinguir ningún detalle en él. A mediados del siglo XX, parecía claro que la superficie de Venus estaba cubierta por una capa sempiterna de nubes, que impedían ver todo lo que estaba debajo. Ni siquiera se podía fijar con claridad el periodo de rotación de un planeta tan cercano y tan velado a nuestros ojos, aunque daba en decirse por débiles indicios que ese periodo era muy similar al de la Tierra, unas veinticuatro horas. Además, el tamaño y la masa de Venus eran muy parecidos a los de nuestro planeta, y el mismo hecho de que estuviera cubierto de una constante capa de nubes podía indicar que, a pesar de su mayor cercanía al sol, la temperatura en la superficie sólida no era mayor que en nuestro mundo; de suerte que nada impedía suponer que bajo aquellas nubes existían tierras ricas y fértiles, grandes océanos, y tal vez una humanidad feliz, aunque estuviera condenada a no ver jamás el sol. Eso sí, crecía el convencimiento de que aquella atmósfera estaba formada fundamentalmente por dióxido de carbono; pero, en definitiva, la realidad física de la superficie sólida era todo un misterio. Marte se aparecía ya como un desierto amarillento escaso en agua o carente de ella; Venus conservaba todas sus posibilidades. En febrero de 1961 sobrevoló Venus la nave soviética Venera 1; en agosto de 1962, lo hizo el ingenio americano Mariner 2, que pasó a 35.000 del planeta: demasiado lejos. Los soviéticos se acercaron más con el Zond 1, en abril de 1964. Y desde entonces se adelantaron: visitaron Venus hasta 16 Venera; siguieron dos Veha. Tenían un interés especial por llegar a Venus: por una parte interés científico, pero también, qué duda cabe, interés propagandístico. Venus, símbolo de la belleza, del amor y de la paz, era un buen objetivo. Los americanos tuvieron que resignarse a explorar el belicoso Marte. Ironías de la suerte: Venus resultó ser un mundo horrible, de temperaturas tórridas, vientos 178

huracanados, tensiones entre nubes con descargas eléctricas que provocan una tormenta continuada, ¡y hasta lluvias de ácido sulfúrico! Aquel planeta, comentó Lovelock, es «una sucursal del infierno». Por el contrario, Marte resultó ser un planeta relativamente plácido, de costumbres tranquilas, casquetes polares cubiertos de hielo, y esperanzas de encontrar agua en el subsuelo. Hasta 1990 fue Venus el planeta más visitado; desde entonces lo es Marte, hasta ahora mismo. La exploración de Venus tropezó desde el primer momento con su densísima atmósfera. La primera nave que consiguió penetrar en ella, la Venera 4, fue literalmente aplastada. Los ingenios humanos se fundían, reventaban, se incendiaban. La Venera 6 llegó a 11 kilómetros de la superficie antes de quedar triturada. La Venera 7, en diciembre de 1970, llegó por fin a suelo venusiano, en el cual pudo sobrevivir durante 23 minutos. Las Venera 9 y 10, en 1975, pudieron enviar las primeras fotos y resistieron algunas horas. Las Venera 13 y 14, en 1982, enviaron fotos en color. Las restantes se dedicaron a explorar la atmósfera, en vista de que el suelo de Venus era absolutamente insoportable. Por los años 90, aquel planeta fue casi abandonado. Actualmente lo sobrevuela el ingenio europeo Venus Explorer, que está obteniendo nuevos datos sobre la atmósfera. Por de pronto, ocurre que esa atmósfera posee una densidad impresionante, como noventa o cien veces la nuestra, equivalente a la que existe en el mar a un kilómetro de profundidad: como es sabido, ningún submarino ha podido descender tan hondo, pues quedaría triturado. Esta atmósfera está compuesta en un 96 por 100 de dióxido de carbono, que es el principal responsable de un mortal efecto invernadero; el resto son nitrógeno, argón, y gases deletéreos, como los compuestos de azufre. Por si fuera poco, estas masas gaseosas se mueven a velocidades increíbles, del orden de 360 kilómetros por hora (o sea de cien metros por segundo); las pocas sondas que consiguieron atravesarla fueron zarandeadas brutalmente, y lanzadas de forma inesperada y casi instantánea cientos de metros hacia arriba o hacia abajo; qué enormes baches aéreos. En 1978 se detectó dióxido de azufre; este gas puede combinarse con las escasas moléculas de agua que hay en Venus, provocando lluvias de ácido sulfúrico. Así como los fenómenos meteorológicos se registran en la Tierra en una capa inferior, la troposfera, las nubes venusianas se elevan a grandes alturas, empujadas por vientos huracanados; por lo que se sabe, existen tres capas de nubes superpuestas, muy densa cada una, por lo que la luz que puede llegar al suelo es francamente escasa. Los venusianos, si existieran, verían alternar —muy lentamente, porque los días son interminables— el crepúsculo con la noche. Las nubes más altas dan la vuelta a Venus en cosa de cuatro días y medio; es lo que se llama la «superrotación». En efecto, Venus, aparte de que gira en sentido inverso, al revés de los demás planetas, lo hace de un modo lentísimo: da una vuelta cada 243 días (terrestres): es una anomalía única en el sistema planetario, una rotación lan lenta, y por si fuera poco «al revés». No se conocen las causas de que sea así, y el misterio sigue sin ser explicado. Pues bien: las nubes en su capa superior giran en solo 4,5 días. Un buen telescopio capaz de distinguir detalles en aquellas masas gaseosas tan difusas hubiera creído descubrir que el planeta gira en cuatro días y medio: de aquí que este movimiento, cuyas causas tampoco han sido explicadas, reciba el nombre de 179

superrotación. Una atmósfera tan densa, y formada fundamentalmente por CO2 provoca, eso lo sabemos hoy muy bien, un descomunal efecto invernadero. Es más, en 2007 la sonda europea «Venus Express» ha descubierto la existencia en Venus de una variedad isotópica del dióxido de carbono capaz de potenciar ese efecto. Así se explica que en el planeta vecino se registren temperaturas de hasta 470 grados: un calor capaz de fundir el plomo o el zinc. Así se explica que tantos ingenios terrestres quedaran fundidos antes de alcanzar la superficie; y todos los instrumentos de a bordo quedaran inutilizados, por lo general en pocos minutos. No cabe duda de que este mundo, aparentemente tan bello, ofrece el medio más hostil que cabe imaginar. El terreno, por lo poco que han podido ofrecernos las rudimentarias fotografías que los rusos consiguieron obtener, es eminentemente pedregoso, formado por lajas desiguales de rocas amarillentas o parduzcas, se piensa que ricas en hierro y muy oxidadas. No hay en Venus una gota de agua. ¿La hubo alguna vez? La pregunta está intima-mente relacionada con otro interrogante mucho más dramático: ¿es normal o frecuente que en un planeta tipo terrestre se forme agua en cantidad similar a la que existe en la Tierra? Ciertas constataciones de tipo químico, como el estudio de las proporciones de gases nobles no reactivos, permiten suponer que Venus tuvo en otro tiempo una cantidad significativa de agua. Y en ese caso ¿a dónde ha ido a parar? Tal vez el hierro y el azufre de las rocas «secuestraron» el oxígeno del agua, y el hidrógeno remanente, por su bajísimo peso, habría escapado al espacio. O bien la radiación ultravioleta separó el oxígeno del hidrógeno. Recientemente la «Venus Express» ha descubierto que, al faltar en Venus un campo magnético, su atmósfera deja penetrar fácilmente el viento solar y partículas de alta energía; este hecho permite la disociación del oxígeno y el hidrógeno, y la fácil salida de estos gases al exterior. Tal disociación, que pudo en principio y en corta tasa haber iniciado en la Tierra el camino de las posibilidades de la vida, fue muy posiblemente la causa de que en Venus las rocas se oxidasen —de aquí su color rojizo o parduzco—, y el hidrógeno se escapase. La falta de agua y la falta de oxígeno en estado libre son dos hechos que pueden estar íntimamente relacionados, por más que parezcan marchar en direcciones opuestas. Sea lo que fuere, en Venus nunca hubo una cantidad apreciable de oxígeno libre; y, por lo que se refiere al agua, aunque pudo haber existido, no queda ahora mismo una cantidad significativa. La falta de cauces de antiguas corrientes, como las que es posible encontrar en Marte, no permiten sospechar que el líquido precioso haya existido tampoco en épocas pasadas, o se dio en proporciones mínimas. Que hay restos de coladas de lava en Venus parece muy probable; pero los cauces de lava son de una naturaleza completamente distinta a los de agua, con su red de afluentes, y las detecciones por radar no han revelado la existencia de nada parecido a lechos de ríos. Las pocas fotografías que los rusos pudieron obtener en Venus reflejan un terreno pedregoso, pero llano. No se distinguen accidentes montañosos. Y sin embargo, los mapas basados en topografía radar, que de otro tipo no pueden hacerse, por el programa americano Pioneer Venus y ahora por el europeo Venus Express, aunque reconocen la existencia de grandes llanuras, han constatado dos grandes macizos y mesetas, Isthar 180

Terra en el hemisferio norte, tan grande como Australia; y Aphrodita Terra. quizá tan grande como Sudamérica, en el ecuador y hemisferio sur. Estas mesetas, levantadas abruptamente sobre la llanura circundante, parecen revelar un origen muy distinto a las formas propias de la orogenia terrestre, y seguramente son debidas a grandes empujes volcánicos, que desencajaron la corteza y provocaron esta especie de grandes losas salientes. En Isthar existe una especie de cordillera, los Maxwell Montes, que alcanzan alturas muy considerables, y llegan en un punto a los 11.000 metros de elevación (más que el Everest). Cierto que esta altura, medida sobre el nivel medio de Venus, no es efectiva sobre el territorio circundante, puesto que todos los montes se alzan sobre altísimas mesetas. Y por desgracia para el montañero venusiano, las distancias son enormes, y sin embargo la forma de las montañas, rechoncha. No hay nunca o casi nunca grandes pendientes. El volcán más alto es Maat Mons, en Aphrodita Terra: tiene 8.000 metros de altura, y es el único de los hasta ahora conocidos, que destaca sobre los relieves vecinos, de suerte que podría verse —caso de que la visibilidad, hasta ahora mal conocida, lo permitiera— desde cientos de kilómetros de distancia. La NASA publicó una preciosa reproducción por ordenador de este volcán, que por su belleza asombró al mundo. Pero es preciso confesar que la escala vertical de esta reproducción fue multiplicada por 22 respecto de la horizontal: Maat Mons es por tanto más imponente que airoso. En la cumbre tiene una caldera de 30 Km. de diámetro, que cuenta con cinco cráteres. Anchas coladas de lava —según otros analistas, de ceniza— se extienden por suaves pendientes hasta distancias de 150 Km. Parece probable que la actividad volcánica sea ahora muy escasa, tal vez incluso nula, en Venus; pero todo permite sugerir que fue muy fuerte en otras épocas. También la Tierra fue un infierno de volcanes hace miles de millones de años; pero si el vulcanismo fue en Venus más fuerte todavía, pudo ser la causa de su infortunio actual; en efecto, la actividad volcánica habría elevado las temperaturas en la atmósfera al punto de haber hecho imposible la formación de los océanos. La falta de agua en estado líquido habría quebrado el camino que en nuestro planeta condujo a un futuro más venturoso. Todo son, por desgracia, conjeturas, y no es mucho lo que vamos a avanzar antes de que la investigación pueda proporcionarnos datos más completos. Pero si algo falló hace muchísimo tiempo, resultaría más fácil explicar la esterilidad de Venus en estos momentos, y probablemente en lo que le resta de historia. En fin. Si pudiéramos trasladarnos a Venus, en condiciones muy especiales todavía no imaginables, es muy dudoso que bajo el cielo eternamente nublado y en una relativa penumbra, pudiésemos contemplar demasiados paisajes. Tierras grises parduzcas o amarillentas, sembradas de piedras, de suelo desigual, pero sin otros accidentes que mesetones escalonados cortados por tajos. Todo desordenado, sin la armónica composición que es fácil advertir en la Tierra. Sin aire respirable, sin agua, sin cubierta vegetal, aquellos monótonos parajes no estarían en consonancia con el paradisíaco mundo que en otros tiempos se creía adivinar en Venus. De vez en cuando, un volcán apagado, surcado de arrugas. ¿O alguno en actividad esporádica? En 1978, el Pioneer Venus apreció un incremento de la tasa de dióxido de azufre. El hallazgo fue estudiado 181

por el profesor Larry M. Exposito, de la universidad de Colorado, que lo atribuyó a la erupción momentánea de un volcán, probablemente, se piensa hoy, el gigantesco Maat Mons. También puede decirse que en 1985 los sensores de infrarrojos de los Venera 15 y 16 detectaron algunos «puntos calientes» a una temperatura de 700 grados. Como ningún otro punto de la superficie venusiana alcanza los 500 —que ya es una temperatura que asusta— hay motivos para pensar que se trata de calderas volcánicas recalentadas, estén o no en erupción. Las imágenes por radar revelan unas formaciones extrañas, que han sido bautizadas como «aracnoides», porque nos sugieren complejas telas de araña, con curvas cerradas y otras divergentes. Se supone que son formaciones volcánicas, con sus correspondientes líneas de lava o cenizas; pero aún no se ha llegado a una interpretación segura de tan enigmáticas figuras. Nada nuevo se ha apreciado desde hace años sobre la superficie venusiana, aunque, la verdad sea dicha, las investigaciones sobre el suelo de aquel planeta tan cercano marchan muy atrasadas. Puede haber algún volcán activo, o lo ha habido en tiempos recientes. Es cuanto se puede decir. Y ya que «estamos en Venus», conviene hacer una precisión en que muchos no han caído. Sabemos que Venus gira en sentido retrógrado con una llamativa lentitud angular: como que da una vuelta cada 243 días, un caso realmente único dentro del sistema planetario. De aquí que con cierta ligereza se haya afirmado que el día en Venus dura 243 de los nuestros. ¡No es así, ni mucho menos! Una cosa es la rotación, y otra la duración del día, que está referida no al espacio, sino al sol. Lo comprenderemos mejor si recordamos (ver pág. 23) que la Tierra gira sobre su eje en 23 horas 56 minutos, pero con respecto al sol en 24 horas. Venus gira sobre su eje en sentido retrógrado, y por tanto el mediodía se adelanta en cada rotación. Por demás, la velocidad de traslación de Venus es más rápida, porque está más cerca del sol, y también su órbita es más corta. Como reultado de todas estas circunstancias, para un observador situado en Venus, el sol sale —o se pone— cada 127 días terrestres, no cada 243. De todas formas, los días duran allí 1.450 horas, y las noches otras tantas. Qué interminable espera hasta que amanezca. Parece que, a escala humana, la vida sería muy monótona. Cierto que en aquel planeta el día poco importa, puesto que los venusianos jamás verían el sol, y las noches, a causa del efecto invernadero y la continua mezcla de masas de aire, serían prácticamente tan cálidas como los días. ¡Y no sería esa precisamente la mayor dificultad!. Por cierto, que si apenas hay días, apenas hay estaciones, por la escasa inclinación del eje venusuano, el hecho de que el año tiene apenas dos días.... y la temperatura permanece prácticamente constante durante todo el tiempo.... Por cierto, mientras escribíamos estas páginas, la «Venus Express» ha detectado cierta fluorescencia nocturna, debida a la vibración de determinadas moléculas... ¿Qué son allí el día y la noche? Y para terminar nuestro anticipo de lo que quién sabe si alguna vez —¿existirá esa vez?— podríamos ver en Venus, aludiremos a un efecto que sin duda nos sorprendería en aquel mundo tan poco hospitalario. Creeríamos encontrarnos en el fondo de una gran depresión. Todas las direcciones a nuestro alrededor nos parecerían cuesta arriba. Si pudiéramos alejarnos del lugar y buscar otro paraje más atractivo, el enorme hoyo se habría trasladado con nosotros. Siempre creeríamos encontrarnos en el lugar más bajo, y 182

todo el horizonte, dondequiera que apuntáramos nuestra vista, aparecería más elevado. Es un simple efecto visual provocado por la fortísima refracción de la densa atmósfera de Venus: todo el paisaje aparece falsamente desfigurado. ¿Qué es entonces lo que de aquel extraño mundo podríamos ver, y cómo lograríamos interpretarlo? Venus es, pues, por todo lo que hasta ahora hemos logrado averiguar, un lugar inhóspito, con temperaturas de centenares de grados, sempiternamente nublado, en cuyas alturas se desencadenan tempestades desatadas y lluvias de ácido sulfúrico, gases irrespirables, sin asomo de vida, paisajes resecos y más bien monótonos, pedregosos, abarrancados, distorsionados a nuestra vista por la refracción... Nuestra Tierra nos parecería más que nunca el más acogedor de los paraísos. Marte, poco guerrero y muy frío De nuestros dos vecinos inmediatos, Marte es el más pequeño. Sin embargo, cuando se encuentra en oposición con el sol —circunstancia que se da por término medio cada dos años y cincuenta días—, es uno de los astros más brillantes del cielo y llama la atención por su color rojizo, que es sin duda el que le ha valido su nombre, propio del dios de la guerra. Sin embargo, la mayoría de la gente no es capaz de identificarlo, como sí identifica a Venus como «el lucero» —de la mañana o de la tarde, según su posición— por su brillo deslumbrante y su papel característico durante el crepúsculo. Sin embargo, el nombre de Marte como planeta resulta más familiar que el de Venus. Enseguida se relaciona a Marte con los marcianos. Por algo será. Marte tiene un diámetro de 6.700 Km., poco más de la mitad del de la Tierra o Venus. Sobre su superficie cabrían justamente todos los continentes terrestres, y no habría lugar para los mares. Bien es verdad que no tiene mares. Su densidad es solo de 3,92, seguramente por falta o escasez de un núcleo de hierro, y esa circunstancia explica que su masa sea solo 0,37 (siendo la de la Tierra igual a 1); un hombre de 80 kilos en la Tierra pesaría 29 kilos en Marte: se sentiría menos incómodo que en la luna, tal vez no necesitaría andar a saltos, pero tampoco se movería a gusto. Dos datos que se parecen sorprendentemente a los nuestros: Marte gira sobre su eje en 24 horas 37 minutos, de modo que los días son casi iguales que los terrestres, y es probable que ni siquiera nos diéramos cuenta de la diferencia; y la inclinación de ese eje es de 24º 52´ con lo que las cuatro estaciones se operan de modo muy similar a las nuestras; eso sí, son más largas, puesto que el año, por ser la órbita marciana más extensa que la nuestra y su velocidad menor, dura 686 días terrestres. En estas condiciones, y si no hubiera otras diferencias, la vida no resultaría demasiado extraña en Marte. Después de la invención del telescopio, Huygens descubrió en la superficie marciana zonas claras y oscuras; casi desde el primer momento, las claras se interpretaron como tierras o desiertos amarillentos, y las oscuras como mares. Observando detenidamente estas zonas, Cassini estimó con bastante exactitud el periodo de rotación (en 1666), y tuvo atisbos de la existencia de una atmósfera. No fue hasta 1837 cuando Beer y Mädler hicieron un completísimo mapa de Marte, y dieron a los «mares» y a las «tierras» las 183

denominaciones que aún hoy llevan. Un descubrimiento por demás sugestivo: en los polos marcianos se descubrieron sendos casquetes blancos, que bien pronto fueron interpretados como campos de hielo. La atención se aguzó cuando pudo comprobarse que los casquetes se derretían parcialmente en verano y aumentaban su extensión en invierno. ¡Marte podía ser un planeta muy parecido a la Tierra! El interés por Marte creció sensacionalmente el año 1877, cuando el astrónomo italiano Schiaparelli descubrió unas líneas oscuras sobre los continentes claros, y las denominó «canales», por su aspecto, no por suponer que pudieran ser obra de seres inteligentes. Pero muy pronto se difundió esta especie, que alcanzó a fines del siglo XIX una enorme difusión social. El célebre astrónomo y publicista Camille Flammarion fue el máximo defensor de la habitabilidad de Marte. En esta sugestiva coyuntura, el aristócrata y millonario norteamericano Percival Lowell se entusiasmó con la idea y gastó casi toda su fortuna en edificar sobre una de las dos empinadas montañas que cercan la ciudad de Flagstaff (Arizona, EEUU) un magnífico observatorio, dotado del telescopio más grande del mundo. Allí trabajó Lowell muchos años, y dibujó con detalle lo que creía ver en la superficie de Marte, surcada de canales oscuros perfectamente rectos. El italiano Antoniadi vio más o menos lo mismo. Ya era casi seguro: Marte estaba habitado por una civilización inteligente, más avanzada que la nuestra, y los canales serían una grandiosa obra de ingeniería destinada a dotar de agua a una población sedienta, porque en Marte no había más que desiertos y pequeños lagos. La opinión se dividió en dos bandos: unos predicaban la necesidad de viajar a Marte cuanto antes para salvar a una raza supercivilizada, pero en peligro de perecer por falta de agua; mientras otros, admitiendo o no este problema, se dejaban llevar por la sugerencia del dios de la guerra, y temían una inminente invasión de los marcianos. La idea fue recogida por el novelista británico H. G. Wells, que en 1898 escribió La guerra de los mundos, que relataba una invasión de la Tierra por los habitantes de Marte. Todavía en una fecha tan tardía como 1938, el director cinematográfico Orson Welles escribió un guión radiofónico basado en la novela de su casi homónimo británico, dotado de tal dramatismo, que provocó escenas de pánico en Nueva York y otras ciudades. El sensacionalismo perduró en gran parte del siglo XX, aunque las primeras fotografías telescópicas de Marte revelaban que los famosos canales eran producto de una confusión óptica. Nuestra vista nos engaña, o quizá más bien nuestra imaginación. Una lejana cadena de montañas nos recuerda un monstruo, una mujer muerta (en Segovia), o cerca de Roma, la cara de Mussolini. Una nube nos parece un camello o una mariposa. Varias manchas oscuras en Marte más o menos alineadas pueden parecer canales. Aún por los años 50 y 60 se desató la psicosis de los «platillos volantes», atribuidos por lo general a nuestros vecinos marcianos. Solo las misiones espaciales, emprendidas casi siempre por los norteamericanos, acabaron con aquellas leyendas. Resumamos, para no alargarnos demasiado, la historia de aquellas misiones. En 1965 llegó cerca de Marte la nave Mariner 4. Los Mariner 6, 7 y 9 enviaron desde su órbita fotografías muy detalladas. Llegó entonces la desilusión: la mayor parte de aquellas fotografías revelaban cráteres de impacto, ¡lo mismo que en Mercurio o en la luna! En 184

suma, el paisaje propio de un mundo muerto. Pero también mostraron detalles interesantes: volcanes gigantescos como Olympus Mons o cañones vertiginosos como Valles Marineris. A mediados de los años 70 llegaron los Viking, primero en órbita, después dotados de un módulo de aterrizaje que fue la primera obra humana en descender sobre Marte. Las fotografías que pudieron enviar revelaron un mundo reseco y frío, de arenas amarillentas y pedruscos oscuros. Se hicieron los primeros análisis químicos, en demanda de seres vivos; las pruebas dieron resultados ambiguos, más bien negativos. El Mars Global Surveyor, en 1997, envió nuevas fotografías en órbita y creyó descubrir trazas de agua. Ese mismo año, el Mars Pathfinder aterrizó en un paisaje un poco más sugestivo, a la vista de dos colinas (los «Picos Gemelos») y montañas lejanas. Un pequeño rover fue el primer vehículo que rodó por Marte, y envió nuevas imágenes, aunque tropezó con un pedrusco y se estropeó una rueda. El «Mars climate Orbiter», lanzado en 1998, se perdió. El «Mars Polar Lander» posiblemente consiguió aterrizar, pero no emitió señales, y nada se sabe de su suerte. Más éxito tuvo el «Mars Odyssey», que llegó a órbita en 2001, para tomar imágenes por emisión térmica (sistema TEMIS), cuyo espectrómetro de rayos gamma encontró zonas abundantes en átomos de hidrógeno. Como la existencia de hidrógeno en estado libre es prácticamente imposible en Marte, se interpreta lógicamente que donde hay hidrógeno hay agua: en los polos abunda, pero también parece existir en muchas depresiones de la zona templada, e incluso en ese gran cañón que es Valles Marineris. El «Mars Exploration Rovers» dejó caer dos vehículos muy sofisticados en 2004, en dos puntos opuestos de Marte: han enviado fotografías de todas clases, desde panorámicas hasta imágenes casi microscópicas, capaces de reproducir objetos de fracciones de milímetro. Los rovers «Spirit» y «Opportunity» han corrido innumerables aventuras en Marte, han realizado excavaciones, y han localizado minerales que tienen que haberse formado en presencia de agua; han descendido a numerosos cráteres y ascendido a montañas, mucho más de lo que se esperaba, como que, calculados para una vida mínima de 90 días, han sobrevivido hasta 2008, superado dos duros inviernos, y hasta han resistido fuertes tormentas de polvo, como la de julio de 2007, que casi ha nublado el sol; y los ha inutilizado por falta de carga en los paneles solares durante varios meses; pero se han recuperado satisfactoriamente. La nave europea «Mars Express», lanzada en 2003, busca agua en el subsuelo, y ha obtenido notabilísimas fotografías en tres dimensiones, que nos permiten adquirir una idea muy gráfica de los relieves de Marte; por primera vez ha conseguido separar los dos tipos de hielos marcianos, los acuosos y los carbónicos. Sigue prestando servicio. La «Mars Global Surveyor», con su cámara MOC, está en órbita de Marte desde 2006, y continúa enviando datos de gran valor sobre la topografía, el agua y el clima del planeta vecino. a) La atmósfera de Marte Con todos los datos recogidos además de los enviados por el Telescopio Espacial 185

«Hubble», cuyas imágenes de alta definción han sido una sorpresa en la observación planetaria, es mucho lo que hoy sabemos de Marte; aunque, como es frecuente que ocurra en los más apasionantes campos del conocimiento, cada descubrimiento provoca interrogantes nuevos. Las grandes preguntas, por supuesto, siguen sin contestar; pero estamos más cerca de las respuestas que hace pocos años. Marte es un planeta con una débil atmósfera, no cubierto perennemente de nubes, como Venus, ni siquiera preponderantemente como la Tierra; pero el aspecto positivo de esa atmósfera es que su transparencia ha permitido observar muchos detalles desde hace tiempo. La atmósfera marciana está formada sobre todo, como la de Venus, por dióxido de carbono (un 95,3 por 100), nitrógeno (2,7 por 100), argón (1,6), trazas de oxígeno (0,15), monóxido de carbono (0,07) y vapor de agua (0,03). Extraña la pérdida de nitrógeno, sobre la cual se han formulado todas las teorías; no es extraño, si la vida no se ha desarrollado, que el oxígeno en estado libre sea tan escaso; la Tierra partió de una situación tal vez similar... pero tuvo otra fortuna. El agua es muy escasa en la atmósfera, pero existe sin embargo en cantidad suficiente para ocasionar nubes, en forma de pequeños cristales de hielo (cirrus); las nubes marcianas son frecuentes cerca de los polos, pero también sobre las montañas más altas, y en algunos casos ocupan extensiones considerables. Hay una capa de ozono a 40 Km. de altura, pero su cantidad es insuficiente para capturar las radiaciones de alta energía procedentes del sol: una dificultad para la vida dificil-mente superable. Sin embargo, las nubes que más estorban la visión en Marte —y la visión de Marte desde orbitadores o por telescopios— suponen polvo en suspesión; un polvo tan fino, que es arrastrado por los vientos y alcanza a veces alturas de 80 kilómetros. De aquí que el cielo de Marte presente un curioso color salmón: no es el color natural de la atmósfera, sino el color del polvo. En ocasiones se forman tormentas de polvo que cubren enormes extensiones, a veces el planeta entero, y disminuyen la luz del sol durante días, semanas y hasta meses. Una de estas tormentas fue la que inutilizó durante mucho tiempo el funcionamiento de las placas solares que alimentan de energía a los «rover» marcianos, a que hace un momento nos hemos referido. Hay que tener en cuenta que en Marte reinan vientos muy fuertes, con frecuencia superiores a 100 kilómetros por hora, y que pueden alcanzar los 200: son estos temporales los que levantan masas inmensas de polvo. El polvo marciano no debe ser nada agradable, pero contribuye ligeramente a un efecto invernadero: por término medio eleva las temperaturas en unos 5º. Antes de su avería temporal, el «Spirit» tuvo ocasión de transmitir el insólito espectáculo de varios tornados. Son columnas giratorias de polvo de extraordinaria potencia, que, lo mismo que los torna-dos terrestres, se van desplazando con cierta lentitud sobre el terreno: a unos tres metros por segundo, mientras el viento que levanta el polvo se mueve a cien o doscientos kilómetros por hora. Los tornados marcianos arrancan material del suelo, hasta el punto de que dejan un rastro de color claro a su paso. Cuando el remolino pasa por encima de piedras grandes o de rocas, cesa su acción, porque ya no tiene polvo ligero que levantar. Los torna-dos son uno de los fenómenos más violentos que hemos presenciado hasta ahora en Marte. Por todo lo que acabamos de decir, puede suponerse que la atmósfera en Marte es 186

extraordinariamente activa, y en cierto modo lo es: pero si imaginamos que es tan densa como la venusiana o tan siquiera como la terrestre, nos equivocamos de medio a medio. Es extraordinariamente liviana, unas cien veces menos densa que la nuestra, como que un barómetro no alcanzaría casi nunca los diez hectopascales. Naturalmente, la presión es más fuerte en las hondonadas y muy ligera en lo alto de las montañas. Es un dato que hay que tener en cuenta en un mundo de niveles tan variados como Marte. Curioso: a 100 km. de altura, la presión de aquella atmósfera es similar —en todo caso debilísima— a la de la Tierra: ocurre que en nuestra atmósfera, retenida por una gravedad muy fuerte, disminuye la presión atmosférica muy pronto con la altura; Marte es un mundo donde las cosas pesan menos de un tercio que en nuestro planeta, la atmósfera está menos comprimida, y lo que llamaríamos la troposfera —si cabe esta denominación— es una capa mucho más alta que en la Tierra. También se puede utilizar el barómetro en Marte: ocurre que también la presión es más alta por la mañana que por la tarde, y las oscilaciones son bastante fuertes. Estas diferencias están provocadas, es fácil deducirlo, por el calentamiento del suelo: ¡lo mismo que en la Tierra! Probablemente, pueden predecirse las tempestades de polvo por una rápida bajada del barómetro. Hay más todavía, y el hecho no puede menos de asombrarnos: el telescopio espacial ha podido ver, cerca de los polos, grandes formaciones nubosas en forma de espiral: ¡borrascas! El efecto Coriolis, que se hace ver con las tormentas de polvo, puede manifestarse también en formaciones cerradas muy amplias, como son los ciclones, capaces de arrastrar nubes (aunque, por supuesto, no llueve). Es más de lo que podíamos imaginar. Pero no nos quedemos solo con las semejanzas puesto que, aunque la presión alcanzara niveles convenientes, que no los alcanza ni por asomo, sería tan irrespirable como la de Venus: de nuevo la superabundancia de CO2. La Tierra es la solemne excepción. b) El agua de Marte El fuerte vulcanismo marciano debió proporcionar una buena cantidad de agua, pero aún no sabemos a ciencia cierta por qué hay tan poca en la atmósfera. La mayoría del agua, y aun así en muy modesta cantidad, está en los casquetes polares o bien en el subsuelo, permanentemente helada. Las bajas temperaturas la mantienen en estado sólido; a lo sumo, un buen día de sol, el hielo se puede sublimar (convertir en vapor), porque a tan baja presión el agua no puede mantenerse en estado líquido, y contribuye a formar esas nubes tipo cirrus que se ven con cierta frecuencia en los cielos de Marte, por lo general cerca de regiones montañosas. Michael Mc Elroy, de la Universidad de Harvard, ha estudiado cómo el agua atmosférica de Marte puede escaparse al espacio. En Marte no hay capas aéreas diferenciadas como en la Tierra, ni nada parecido al «tapón» de la tropopausa. Y el agua que no está en la atmósfera se encuentra en el subsuelo en forma de «permafrost» (hielo permanente, como hay también bajo tierra en Siberia). Por degracia, según los estudios de Michael Carr, los cristalitos de hielo están muy mezclados con la arena o el polvo, y va a ser muy difícil obtener agua excavando el terreno en Marte. O más que agua, salmuera, porque está claro que esa agua llevó 187

disuelta una enorme cantidad de sal... y hasta de azufre. Ahora bien: el terreno marciano está lleno de cauces resecos, con multitud de afluentes, que muy difícilmente cabe confundir con coladas de lava. Aunque la discusión continúa, parece bastante claro que un día, hace tal vez 3.500 millones de años, corrieron sobre la superficie de Marte ríos de agua. Esos cauces desaparecen cuando llegan a una llanura monótona: sin duda el lugar de la desembocadura en el mar o en un lago. Justamente, el paraje a donde fue a parar el rover «Opportunity», en el Sinus Medii, por la composición de su suelo, parece haber sido en otro tiempo una zona de costa. En Marte, hoy, no puede haber agua líquida; si la hubo en otro tiempo es preciso suponer una atmósfera más densa, rica en dióxido de carbono u otros gases invernadero, que permitió una temperatura más alta. Ahora no hay más que un poco de vapor de agua y porciones de hielo (hielo de agua, y también hielo de CO2) en los polos y bajo tierra. c) Los terrenos sólidos de Marte Las temperaturas en Marte son bajas, pero no tan exageradas como a veces se dice. En zonas del ecuador es fácil que lleguen a 20º: la temperatura más alta que ha medido el detector infrarrojo es de 27, propia de un verano terrestre. Y la más baja en el ecuador, a media noche, llega a -80º. Mucho frío, ciertamente, pero no mucho más que el que los yakutos tienen que soportar en Verkoiansk u Oimiakon. Marte, como planeta seco, sin la acción termorreguladora del agua, tiene que soportar unas diferencias térmicas entre día y noche realmente brutales: diríamos un clima supercontinental. Por supuesto, en las regiones templadas, las temperaturas al amanecer pueden ser inferiores a -100. La más baja medida hasta el momento es de -130, aunque es seguro que se batirá esa marca. Bajo estas temperaturas, la superficie de Marte ofrece, sin embargo, el aspecto de un desierto: es fácil imaginarse un calor sahariano, que, sin embargo, no se registra. Desiertos color arcilla (qué difícil es definir el color de Marte: no es «rojizo», como suele decirse, tampoco anaranjado) cubren la mayor parte del territorio. No hay desiertos de este color que no tengan piedras; algunas son verdaderas rocas, otras tienen el tamaño de un pedrusco, las hay que no pasan de gravilla, y, por supuesto, la mayor parte del suelo es arena, por lo general muy fina, como que es preferible hablar de polvo. Es este material tan ligero el que puede ser levantado por las ventoleras de Marte para formar los tornados o las grandes tormentas de polvo. Siempre hay polvo en suspensión, y de aquí el color tan característico del cielo marciano. En este caso sí que es fácil encontrar la palabra: cielo color salmón. Otra parte del terreno es más oscuro. La visión telescópica permite verlo casi azulado, por contraste óptico con el resto: y por eso se ha sostenido hasta bien entrado el siglo XX que podía corresponder a grandes mares. Luego, comprobada la sequedad y la temperatura del planeta, se dio otra solución: son rocas basálticas, y por tanto las zonas oscuras corresponden a regiones montañosas. Otra explicación coherente con esta idea: las regiones oscuras son escarpadas, y por eso no permiten que permanezca sobre ellas la arena. Ahora, tan sugestiva suposición ha demostrado ser completamente falsa: al contrario, las zonas oscuras son llanuras 188

deprimidas, tal vez el fondo de antiguos mares o lagos. El «Opportunity» ha podido medir el grosor del polvo oscuro: los granos no llegan a una centésima de milímetro. Sin embargo, es un polvo relativamente compacto, que no se desagrega fácilmente: las huellas de las ruedas del rover quedan fijamente marcadas, y así permanecen durante años. En Marte no todo son llanuras. El paisaje es tal vez bastante parecido al de Venus, con grandes diferencias de nivel, pero pendientes poco fuertes. Los modestos «Picos Gemelos» (no pasan de 200 metros de altura) que hemos podido fotografiar gracias al «Mars Pathfinder» son hasta el momento los relieves más airosos de Marte. Eso no indica que no existan montañas altísimas. Ante todo, hemos de recordar el «Gran Escalón», una formación en cierto modo virtual, pero que también en cierto modo existe: el hemisferio Norte es bajo y llano; debe ser más joven, puesto que tiene muchos menos cráteres de impacto. Por el contrario, el hemisferio Sur es alto, escarpado y de terrenos viejos, con muchos cráteres. Con frecuencia, se pasa de uno a otro salvando un escalón; en otras partes no es así, puesto que las más elevadas montañas se encuentran justamente en el ecuador. La mayor depresión de Marte es la cuenca Hellas, una región casi redonda de 2.000 Km. de diámetro y unos 6 Km. de profundidad. Se piensa que es una enorme cuenca de impacto. Pero más cerca del ecuador se encuentra su contraparte, la imponente cúpula Tharsis, una meseta convexa casi tan grande como Hellas, y tan saliente, que llama la atención. Su altura media es de 8 Km., y como está coronada por enormes volcanes que pasan de los 25 de altura (¡como tres veces el Himalaya!) constituye la región más sobresaliente de Marte, como un abultamiento gigantesco muy difícil de explicar, porque en la Tierra no tenemos nada parecido. Quizá nos recuerda a las «losas levantadas» de Venus, pero en este caso con mayor fuerza todavía, en un planeta tan pequeño como Marte. Es de suponer un empuje tremendo del magma interior. Allí no hay placas continentales ni capas que ofrezcan grietas o divisiones: parece que el magma o el gas a presión ejerció una fuerza enorme, hasta que por fin la corteza reventó por un punto, y las fuerzas internas pudieron desahogar por los enormes volcanes: el Olympus Mons, de 27 kilómetros de altura, es la máxima eminencia conocida del sistema planetario. Es curioso: se levanta sobre una pared circular, casi vertical y de rocas claras, de unos cuatro a siete kilómetros de desnivel: también es la muralla más impresionante que se conoce. La montaña en sí es oscura y enorme, tan grande como toda la meseta castellana; de modo que a pesar de su impresionante altura, la pendiente es francamente suave, de unos 3 a 5º. Los himalayistas que en el siglo XXII —supongamos— quieran ascender a la montaña más alta conocida, después de salvar una pared de cinco kilómetros casi en vertical, tendrán que caminar más de 300 kilómetros de suave pendiente, por entre cenizas volcánicas. Desde abajo no han visto más que la pared clara; desde arriba no verán más que la pendiente oscura, tan penillana que no les dejará ver lo que hay más allá. ¡Qué impresionante hazaña, y qué relativo premio! En el centro, una caldera de 70 Km. de diámetro y 2,5 de profundidad contiene seis cráteres que parecen corresponder a otras tantas erupciones distintas. El mayor volcán conocido en varios cientos de millones de kilómetros a la redonda pudo haber 189

cubierto de cenizas a Marte, cambiar la temperatura, expulsar una cantidad fabulosa de agua... No lo sabemos exactamente, pero su papel debió ser decisivo. Lo más extraño es que el Olympus parece haber tenido periodos de actividad hasta tiempos geológicamente muy recientes, como, por ejemplo, hasta hace 100 millones de años. Y más aún: las trazas de metano que todavía existen en Marte (donde este hidrocarburo no puede perdurar mucho tiempo) sugieren una actividad todavía posterior. Un misterio que de momento no se puede resolver. Pero en esa enorme cúpula que es Tharsis hay otros varios volcanes, de los cuales otros tres son casi tan monstruosos: Ascraeus Mons, Pavonis Mons y Arsia Mons, amén de algunos otros menos importantes. Algún día llegaremos a saber más de esta desconcertante zona. Muy cerca de la meseta de Tharsis está otra formación no menos impresionante: Valles Marineris, el barranco más grande de cuantos se conocen. Se encuentra al sureste de la cúpula Tharsis, y probablemente está relacionada con ella, tal vez por un desgarrón del terreno. Es producto de una gigantesca falla de la corteza, que abrió una brecha de más de 3.000 Km. de longitud por 500 a 700 de anchura y una profundidad que puede llegar en algunos puntos a 10 kilómetros. No se conoce nada parecido: en las fotografías por satélite se muestra como una enorme y sangrienta (por el rojo) cicatriz que abarca casi la cuarta parte del ecuador de Marte. Arranca del Noctis Labyrinthus, una zona de orografía más caótica de cuanto se pueda imaginar, y va a dar después de su largo recorrido de precipicios, a veces superpuestos y con paredes intermedias, a Ares Valllis, una región llana y hundida, cerca de donde aterrizó el Pathfinder. Frente a una brecha como esa, el Gran Cañón del Colorado parece una simple miniatura. ¿Qué catástrofe provocó ese brutal desgarrón? ¿Fue un «tirón» de Tharsis o una rotura por tirones opuestos, como cuando con las dos manos desgarramos un periódico? Tharsis y Valles Marineris son dos monstruosidades que no podemos comparar con ningún otro fenómeno planetario. Contemplar el abismo desde uno de sus bordes tiene que ser un espectáculo sobrecogedor... aunque —cosas de la cerrada curvatura de Marte— desde una orilla no podríamos ver la otra. Parece que un río fluyó por Valles Marineris en toda su longitud, con muchos afluentes: no es que el río haya excavado el inmenso cañón, sino que fue el cañón el que actuó como receptor del agua. En suma, Marte nos recuerda un poco más a la Tierra; tiene una atmósfera bastante diáfana, aunque tremendamente rarificada, una muy pobre cantidad de agua, que sin embargo puede formar algunas nubes; temperaturas muy frías, pero que en algunos momentos podrían resultar soportables; volcanes, montañas, (como en Venus, más enormes que escarpadas), llanuras arenosas o polvorientas por las que cauces resecos parecen revelar una cantidad apreciable de agua en lejanos tiempos geológicos, y cañones brutales, como brechas abiertas en el terreno por empujes de singular violencia. Y una cantidad no del todo despreciable de hielo carbónico (de CO2,) y también de hielo acuoso que tal vez, debidamente filtrado o destilado, se podría beber... Por lo demás, paisajes amarillentos o anaranjados, por momentos oscuros, bien poco acogedores. Marte no encierra vida actualmente. ¿La tuvo un día? No una vida abundante y organizada, eso está claro; pero si la atmósfera fue en otros tiempos más densa, la temperatura más 190

elevada, y los cauces hoy resecos, estuvieron llenos de corrientes de agua, pudo contener, y esto no es más que una hipótesis, algunas formas de vida primitiva. No es la primera vez que se habla de microorganismos fósiles. El caso más llamativo se encontró, paradójicamente, en la Tierra. En noviembre de 1984 los científicos tropezaron con un meteorito (ALH 84.001) al pie de las colinas Allan Hills, en la Antártida. No fue mucha la importancia que se le concedió hasta que en 1996 fue analizado. Es una piedra amarillenta o parduzca, de algo menos de dos kilos de peso. Puede tener aproximadamente 3.900 millones de años de antigüedad. Por su composición y sus burbujas de gases nobles, bien pudiera proceder de Marte. ¿Cómo ha podido llegar hasta nosotros? Muy sencillo: fue arrancada por el impacto rasante de un meteorito que se dice pudo haber golpeado Marte hace (¡aunque todo son suposiciones lógicas, pero suposiciones!) unos 16 millones de años; desde entonces ha estado vagando por el espacio hasta que hace unos 13.000 años (otra suposición lógica, pero suposición) cayó sobre la Tierra, concretamente sobre la Antártida. De modo que aquí tenemos una piedra que, a lo mejor, es marciana. Lo más interesante del caso es que los analistas dscubrieron en esa piedra lo que puede ser un microfósil, esto es, el fósil de un microorganismo bastante primitivo... El descubrimiento, publicado en la revista Science en agosto de 1996, fue recibido con verdadera conmoción. Sería, de poder confirmarse, la primera forma de vida encontrada fuera de la Tierra. David Mc Kay, uno de los expertos más interesados en el asunto, declaró que el pretendido fósil era «posible, pero no seguro». Los amigos de Marte, que siempre los ha habido, declararon que el planeta había tenido vida hace menos de 4.000 millones de años; otros lo negaron, aduciendo, entre otros motivos, que las estructuras del supuesto fósil eran demasiado pequeñas para corresponder a los restos de un organismo vivo. A otros pareció más probable que la piedra hubiera sido contaminada por microorganismos terrestres, considerado el tiempo que llevaba ya en nuestro planeta... Nada se ha aclarado desde entonces. Eso sí, la conmoción momentánea que provocó la noticia fue utilizada inteligentemente por el presidente Clinton para lograr que se aprobase un nuevo programa destinado a la exploración de Marte... en vísperas de unas elecciones presidenciales. Para esto por lo menos sirven las noticias, cuando son difundidas con cierto sensacionalismo. No hace falta decir que, entre la posible constatación de que hace 4.000 millones de años hubo diminutos microorganismos en Marte y la de que «hay marcianos», sin concretar más, existe una distancia inmensa; pero para mucha gente viene a resultar casi lo mismo. Hoy no sabemos aún a qué atenernos, y lo más probable es que a la hora de explorar Marte no vamos a encontrar mucho más. Pero la aventura ya está emprendida, y una aventura de este género siempre vale la pena. A modo de resumen Venus, la Tierra, Marte. Tres planetas consecutivos, los únicos comprendidos en la llamada «zona habitable», aquella en que puede existir agua en los tres estados y la 191

temperatura oscila entre niveles soportables para un ser vivo. La zona habitable es una franja relativamente muy reducida, lo mismo en nuestro sistema solar que en otro sistema cualquiera. Naturalmente que existen otras muchas, innumerables condiciones para el desarrollo de organismos, entre ellas la presión atmosférica necesaria, la existencia de una cantidad suficiente de oxígeno, un albedo capaz de colectar la cantidad de calor más conveniente, la formación de escudos atmosféricos contra las radiaciones perniciosas, o la presencia de gases invernadero que puedan hacer falta para moderar las condiciones. Ya hemos visto que sin ese efecto, Venus podría disfrutar de una temperatura simplemente veraniega, y la Tierra sufriría un frío del orden de -20º que haría imposible la presencia permanente de agua líquida; pero el exceso de dióxido de carbono en Venus convierte aquel planeta en un horno insoportable, mientras en la Tierra mantiene una tasa ideal, al menos hasta ahora. Venus gozó, como la Tierra, de una radiación ultra-violeta, que separó el oxígeno del hidrógeno; pero si este proceso fue suficiente para crear aquí unas tan siquiera mínimas posibilidades de mantenerse, en Venus el oxígeno fue absorbido por las rocas, que se encuentran fuertemente oxidadas, en perjuicio tanto de la posibilidad de vida como de la misma agua, que tal vez no llegó a formarse en la cantidad suficiente para formar océanos; o bien, aventuran otros, el fuerte vulcanismo provocó unas temperaturas tales, que el agua nunca o casi nunca pudo prevalecer en estado líquido... y aquí sí: esta es la diferencia; y aunque no sepamos exactamente por qué, la historia de Venus es distinta a la de la Tierra, si no es preferible decir que la de la Tierra fue distinta a la de Venus... y a la de Marte, y por supuesto, a la de todos los planetas que no se encuentran en la «zona habitable». La historia de Marte siguió una dirección diametralmente opuesta: pequeño y más alejado del sol, se enfrió rápidamente: el agua no duró en estado líquido el tiempo suficiente, o, como estiman muchos, se perdió parcialmente en el espacio. La escasa masa del planeta no supo mantener la atmósfera creada por un vulcanismo que parece haber sido tan activo como en la Tierra o Venus, y parte de esta atmósfera se disipó; ¿o es que el vulcanismo de Marte fue demasiado tardío, como parece, al menos por el testimonio geológico del domo de Tharsis? Tal vez hubo por un tiempo una atmósfera densa, con buena cantidad de dióxido de carbono para provocar temperaturas benignas, pero no duró el lapso necesario para que las cosas hubieran ido —para los marcianos, se entiende— por el buen camino. Ciertamente que, aun con agua suficiente, si la proporción de dióxido de carbono fue siempre excesiva, hubiera sido de esperar una situación propia de un «Venus frío», pero tampoco demasiado optimista, si no se dieron todas las demás condiciones para iniciar un proceso que hiciera posible la existencia de seres vivos de alguna clase. La falta de oxígeno supone al mismo tiempo la falta de una capa estratosférica de ozono, como la falta de un campo magnético tampoco hubiera permitido una magnetosfera capaz de proteger el planeta de radiaciones letales. En suma, y a lo que parece, Venus, la Tierra y Marte, los tres planetas de la Zona Habitable de nuestro sistema solar, partieron de una situación inicial bastante parecida, pero solo la conjunción de una serie de circunstancias coincidentemente favorables ha 192

hecho posible que, por mecanismos o causalidades en que es muy difícil entrar, solo uno de los tres planetas «habitables» esté de hecho habitado. De esto último podemos dar fe. ¿Terrificación? Por los años 80 se puso de moda la palabra «terraformación», derivada de la inglesa «terraforming», que a su vez hubo de ser traducida para comprensión de los anglosajones como «earth-shaping». La palabra es lo de menos; y su significado responde más a un proyecto especulativo que a una posibilidad real en los tiempos actuales. Fue, al parecer, inventada por Jack Williamson, más cerca de la ficción que de la ciencia, y adoptada por otros escritores del género. Pero también la utilizaron científicos reconocidos, aunque imaginativos, como Carl Sagan, que propuso bombardear Venus con algas azules, un vegetal muy propenso a la proliferación y muy ávido de dióxido de carbono; o el mismo J. Lovelock, que en colaboración con M. Allaby publicó The Greening of Mars, un proyecto para hacer a Marte habitable. Terraformación o terrificación vendría a ser el conjunto de operaciones de «ingeniería planetaria» —la expresión es también de entonces— para adaptar los planetas cercanos, Venus o Marte, a las condiciones ecológicas propicias a la vida, es decir, crear en ellos una biosfera. Hoy la especie sigue en pie aunque produce la impesión de haber caído progresivamente en el terreno de la ficción, razón por la cual apenas parece merecer en estas páginas más que unas pocas líneas. El proyecto implica transformaciones en la temperatura, la atmósfera y la tasa de agua; frecuentemente se olvidan cuestiones como la masa del planeta y su gravedad, o la necesaria presencia de algo equivalente a la estratosfera o a la ionosfera, para que sirvan de escudo a las radiaciones letales. Y también, naturalmente, sería preciso aludir a la composición de tierras sólidas capaces de producir la germinación de sustancias orgánicas. Hay parámetros que ni la más osada ciencia-ficción puede proponer, como cambiar la masa del planeta y por consiguiente su gravedad, la rotación sobre su eje y la inclinación de ese eje, la traslación orbital con la consiguiente duración del año, etc. Por lo que se refiere a la temperatura, se ha aventurado la posibilidad de colocar en órbita alrededor del planeta espejos reflectantes para potenciar la acción del sol (caso de Marte) o bien una especie de sombrillas o «cometas artificiales» para disminuirla (caso de Venus). También propone Sagan para Marte cambiar su albedo, por ejemplo sembrando hollín en los casquetes polares, para evitar la disipación de calor. También se sugiere la posibilidad de aumentar el efecto invernadero en Marte inyectando los aquí indeseables CFC, que retienen la radiación infarroja diez veces más eficazmente que el mismo CO2 (Lovelock y otros). Las demás soluciones son todavía más simplistas o imaginativas que estas. Por lo que respecta a la atmósfera, se impone eliminar la mayor parte del abundantísimo dióxido de carbono en Venus, y aumentarlo en Marte, proporcionando a ambos el necesario oxígeno, aunque casi nunca se acierta con el método. Pueden desoxigenarse las rocas (peligro: ¿y si se reoxigenan de nuevo?), o disociar el dióxido de carbono; ambas operaciones son muy difíciles. Para que el agua se 193

mantenga estable en los tres estados es precisa una temperatura conveniente y una presión adecuada. Tampoco es fácil aumentar la tasa de gases atmosféricos y obtener un contrapeso del oxígeno (como el que en la Tierra ejerce el nitrógeno) para evitar que el gas fundamental, formidable comburente, provoque fáciles incendios en todo el planeta, o queme prematuramente los tejidos en los seres vivos. Y hay modificaciones absolutamente imposibles, como la de la masa-gravedad (en Marte demasiado ligera), la duración del día (en Venus excesivamente lenta para la organización de la vida). Marte con la masa de Venus o Venus con la rotación de Marte serían una solución ideal: pero no hay forma de imaginar ni calenturientamente semejante intercambio. Por otra parte, aún no se conocen las posibilidades de crear escudos atmosféricos a las radiaciones que impiden el desarrollo de la vida (frecuencias de alta energía, rayos cósmicos, rayos ultravioleta), ni tampoco un método tan «ingenioso» para reciclar el dióxido de carbono y otros gases por medio de la tectónica de placas. Robert Zubrin, fundador de la Mars Society (una sociedad que ha tenido gran éxito en Estados Unidos), asegura que Marte tiene todos los elementos necesarios para su terraformación, excepto el nitrógeno, que habría que sustituir por otro gas neutro (¿quién y cómo los transporta en cantidades similares a todo lo que hay en la Tierra?), y que en el plazo de dos generaciones, antes de terminar el siglo XXI, si se obra con presteza e inteligencia, Marte puede ser un planeta habitable, incluso para el hombre. La teoría es tan quimerista y tan falta de un proyecto concreto y factible, que no parece que convenga discutirla siquiera. Marte es, efectivamente, al menos por lo que hasta ahora sabemos, un planeta más «simpático» por lo que se refiere a su lejano parecido a la Tierra. Pero, aparte de que las transformaciones que son necesarias están inmensamente lejos de las posibilidades del hombre del siglo XXI, hay realidades marcianas que no se pueden modificar, como su escasa gravedad (la atmósfera que se «llevara» allí, o que por procesos químicos se generara allí, volvería a escaparse al espacio tarde o temprano), o su falta de un núcleo de hierro capaz de inferir una magnetosfera protectora. El error de tan sugestivas como imaginativas suposiciones es doble: por un lado, pensar que lo teóricamente formulado por la ciencia y la técnica es ya susceptible de ser puesto en marcha, cuando su instrumentación está todavía por idear; y por otro, que nadie sabe cómo sufragar el coste inmenso que supondrían las operaciones que se proponen, muy superiores a la suma de todos los presupuestos del mundo. ¿Cómo podemos ilusionarnos con bombardear Venus con algas (con el peligro de contaminar para siempre el planeta, pues el proceso no es controlable) cuando aún no hemos aprendido a utilizar las algas para reducir en menos de cien partes por millón la tasa de dióxido de carbono que hay en la Tierra? Soñar no cuesta nada, se puede decirnos, y es posible que al hombre le convenga soñar un poco... solo de vez en cuando. Pero siempre que no se mezcle ficción con ciencia y que no perdamos nuestro tiempo útil con soluciones puramente especulativas. Si en este libro nos hemos propuesto exponer y comentar hechos, no simples teorías —y parece que ha sido inevitable caer en la teoría para no dejar al margen la tesis Gaia, de la que tanto se habla—, el prometido corto apartado sobre la terrificación de nuestros vecinos ha 194

terminado aquí. Si al término de mil años la humanidad ha progresado sensatamente y ha adquirido una tecnología inimaginable, como hace mil años era inimaginable la nuestra, en buena hora habrá llegado el momento de empezar a pensar en un proceso de terrificación de los planetas vecinos, probablemente por métodos muy distintos a los tan ingenuos que hoy se nos ocurren; pero se impone una espera de siglos, y, entonces... otra espera de siglos, porque procesos tan vastos no se logran a plazo breve. En tanto, ocupémonos de nuestro planeta y de nuestro comportamiento en él y con él, que buena falta nos está haciendo. ¿Quiere significar todo ello que hemos de abandonar a su suerte a los planetas vecinos? ¿Detener la investigación? No es preciso llegar a tanto. El hombre posee, ha poseído siempre, un ansia insaciable de saber. Y uno de los saberes que más nos puede sorprender en este tiempo es el que nos proporcionan las exploraciones espaciales. Han contribuido a incrementar de un modo en verdad apasionante nuestro conocimiento de cuanto rodea a nuestro mundo, y que hasta ahora no podíamos soñar en alcanzar. Y sería del todo improcedente suspender nuestras exploraciones, sirvan o no sirvan algún día para satisfacer un objetivo práctico, sea cual sea el sentido que estemos dispuestos a conferir a la palabra «práctico», que en absoluto se limita a lo productivo o crematístico. Cuando menos, esas exploraciones sirven para satisfacer nuestro conocimiento. Y más todavía. El hombre es un ser eminentemente explorador, lo viene siendo desde la prehistoria, y a sus exploraciones debe en gran parte sus progresos y logros, incluidos, por supuesto, los más legítimos. No le basta con enviar robots a Venus o a Marte. Necesita de alguna manera difícilmente explicable su presencia corporal. Este afán siempre ha existido, y difícilmente dejará de existir. Doce seres humanos han estado en la luna. En el siglo XXI es probable que algunos lleguen a Marte, después de una hazaña que seguirá el mundo entero con indecible emoción, y que no tiene precedentes. Que encuentren allá algo que realmente valga la pena, —y algo encontrarán—, es tal vez una cuestión menos importante que poder decir: hemos estado allí. La danza de los planetas No constituye en absoluto nuestro propósito, una vez aceptado como objetivo el tema de la singularidad de la Tierra, referirnos al resto de los planetas, los situados, al menos en teoría, fuera de la Zona Habitable. Puede que se mantenga válida la idea que se sugería al comienzo del apartado anterior: vivimos en un planeta, y la realidad física de un planeta puede interesarnos en cuanto se parece o se diferencia de aquel que habitamos. Evidentemente, el hecho de que los planetas de nuestro sistema sean diferentes del nuestro, y tanto más diferentes cuanto más alejados, puede poseer un cierto valor didáctico, o, en todo caso, permitirnos comprobar cada vez con mayor claridad en qué sentido la Tierra es un «planeta diferente». Pero un recorrido detallado a través del cortejo de planetas alargaría la extensión de este libro y desvirtuaría su primordial objetivo. Quizá sea procedente, con todo, dedicar unas líneas a la estructura conjunta del sistema planetario, por lo menos desde que a mediados de 2006 se 195

enzarzaron los miembros de la Unión Astronómica Internacional en una polémica que aún no se ha zanjado del todo, y que llegó un tanto desfigurada a la opinión pública. Se dice —y la idea se ha difundido extraordinariamente por el mundo— que los astrónomos han eliminado de la lista de los planetas a Plutón, y ese hecho, que puede parecer de lejos una injusticia y hasta un crimen científico, ha desorientado a mucha gente. ¿Qué es un planeta, y en qué se diferencia un planeta de lo que no lo es? La palabra planetés significa más o menos «errabundo», que vaga o marcha por su cuenta entre una multitud más organizada. Y fue empleada por los griegos para designar a aquellos astros que se mueven entre las estrellas, y no guardan como ellas, la misma e invariable posición. Las estrellas dibujan constelaciones en el cielo, y la figura de estas constelaciones se mantiene por años y siglos. Los planetas, por el contrario, cambian de lugar y parecen responder a una naturaleza distinta a la de las estrellas. Los hombres antiguos no podían precisar más, pero supieron distinguir perfectamente entre estrellas y planetas, y atribuyeron a estos últimos un papel singular en el Universo. Ahora bien: la condición de errabundos no suponía en los planetas un comportamiento arbitrario e impredecible: al contrario, todos ellos se movían a lo largo de una franja del cielo de la cual no salían nunca. Así se conoció la Eclíptica, esa especie de autopista que da una vuelta completa a la bóveda celeste, y que marca una dirección obligatoria para todos los planetas, ¡y también, sorprendentemente, para el sol y la luna! De aquí que el sol, la luna y los planetas parecieran desempeñar un papel especial en el mecanismo de los cielos, y que se les atribuyeran poderes o influencias más importantes que las que poseían las «estrellas fijas». Todas las astrologías antiguas —y por desgracia también las astrologías modernas — conceden una relevancia peculiar a lo que ocurre en el camino de la Eclíptica. Y no solo siguen un camino prefijado, sino que lo recorren con una perfecta periodicidad. Es posible, combinando observación y experiencia, predecir el punto exacto del cielo que un planeta ocupará en un momento determinado. Hagamos historia solo por unas líneas: al llegar los tiempos modernos se conocían cinco planetas, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno. Después de Copérnico o de Kepler, se descubrió sorprendentemente un sexto miembro: ¡la Tierra!, que hasta entonces nadie podía imaginar como planeta, pues era el centro de los mundos. Luego, en 1781 Herschel, con gran sorpresa de todo el mundo, descubrió un nuevo planeta, que pronto se llamaría Urano; y en 1846, Leverrier y Adams, mediante el cálculo, y por estudio de las interacciones gravitatorias sobre Urano (¡formidable tarea!), dedujeron la existencia de un nuevo planeta hasta entonces desconocido, y dijeron dónde se le podía encontrar. Y efectivamente, aquel planeta descubierto simplemente por el cálculo fue observado semanas más tarde por Galle y bautizado como Neptuno. Este nuevo hallazgo no sorprendió más que el de Urano, pero provocó un movimiento de admiración hacia los métodos matemáticos de los sabios, que se difundió por todo el mundo civilizado. Una nueva mentalidad científica, el positivismo, se estaba abriendo paso en la historia. ¿Podrían encontrarse más planetas? Los movimientos de Neptuno tampoco parecían enteramente regulares, y abonaban la posiblidad de un nuevo astro perturbador. Sin embargo, todas las búsquedas, obra ya de científicos muy preparados y dotados de 196

espléndido instrumental, resultaron vanos. Hasta que en 1930 un ranchero de Arizona, aficionado a la astronomía, Clyde Tombaugh, logró colocarse en el observatorio de Flagstaff, aquel centro creado por Percival Lowell para descubrir señales de una civilización inteligente en Marte. Y, lo que son las cosas, el objetivo propuesto por Lowell no cuajó en nada práctico, y hasta sería desacreditado por otros científicos menos soñadores que él: pero aquel magnífico observatorio serviría a Tombaugh, convertido ya en eminente astrofotógrafo, para descubrir al fugitivo en el lugar en que se lo buscaba: Géminis. Un poco de desilusión: el nuevo astro era diminuto, apenas mayor que los asteroides, cuando se esperaba un nuevo planeta enorme. Con todo, se lo consideró el último de los planetas y se le dio el nombre de Plutón. Otro hecho muy curioso: Plutón no tenía masa suficiente para perturbar a nadie, pero estaba donde se suponía. Todo fue bien hasta que al llegar el siglo XXI comenzaron a descubrirse nuevos planetas, pequeños, lejanos y helados, lo mismo que Plutón, situados a distancias más remotas todavía: algunos de ellos como Sedna y Xena (hoy conocido como Eris), ¡eran mayores que Plutón mismo! Hoy se conocen unos doscientos. ¿Qué hacer entonces? O elaboramos una lista de más de doscientos planetas o expulsamos de ella (de la lista, no en absoluto de la condición de planeta) a Plutón. La reunión de septiembre de 2006 de la Unión Astronómica Internacional, convocada en Praga, fue tormentosa. Muchos astrónomos se oponían a la postergación de Plutón. Semejante medida significaría que la lista que hemos aprendido en el colegio tendría que ser modificada; Plutón estaba consagrado, ¡y precisamente semanas antes se había descubierto su segundo satélite! «¿Cómo vamos ahora a decir a los niños que Plutón no existe?», preguntó un ilustre profesor. Los más partidarios de mantenerlo a toda costa eran los americanos, pues no en balde Plutón fue el único planeta descubierto por un estadounidense. De momento se llegó a un consenso de compromiso, admitiendo como planetas al asteroide Ceres, Plutón, Sedna y Xena-Eris11; los demás serían simplemente asteroides o «cuerpos transneptunianos». Pero las discusiones continuaron con un acaloramiento digno tal vez de mejor causa. Al final se llegó a la decisión por votación, ya que el consenso era imposible, que definía lo que es un planeta; una definición en que no vamos a entrar, porque, además, sigue siendo discutida. De acuerdo con ella, Plutón pasa a ser un «planeta menor», junto con Ceres, Sedna y Xena. Los demás quedan relegados a una categoría todavía inferior. ¿Resuelta la cuestión? En absoluto. Algunos americanos se retiraron de las sesiones y no participaron en la votación. Y ahora preparan la venganza para el Congreso de Río de Janeiro, en que puede pasar cualquier cosa. Por de pronto, en Estados Unidos se celebró una encuesta, en que casi el 90 por 100 de los preguntados se mostró partidario de devolver a Plutón su máxima categoría. Tal vez se está concediendo una importancia desmesurada a un tema banal. Por de pronto, parece que se hace ne 11 Significativamente, y no sin sentido del humor, se bautizó al mayor de los planetas recién descubiertos con el nombre de Eris («Discordia»).

cesaria una definición clara y definitiva, más completa que la arbitrada en Praga, de lo 197

que es un planeta. Hecho esto, será más fácil una correcta clasificación de tipos de planetas. Ya tiende a distinguirse desde hace tiempo entre planetas rocosos y planetas gaseosos. Mercurio, Venus, la Tierra y Marte están constituidos fundamentalmente por rocas, dispongan o no de una atmósfera incomparablemente menos masiva que la parte sólida. Su diámetro no pasa de 12.000 kilómetros. Los planetas gaseosos, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno son gigantes, con diámetros mínimos de 50.000 kilómetros, están formados fundamentalmente por hidrógeno y helio, poseen nubes opacas que impiden conocer su núcleo, distribuidas en bandas, un fuerte campo magnético, uno o varios anillos de acreción, y una gran cantidad de satélites, no inferior a veinte en cada caso: son un conjunto perfectamente definido. ¿Y después? Una gran cantidad de pequeños planetas, helados por temperaturas que rozan o superan hacia abajo los 200 grados bajo cero, de órbitas un tanto excéntricas, y todos ellos muy lejos del sol. No sabemos aún si hay planetas de este último tipo que rozan la condición de cometas, circunstancia que crearía sin duda un nuevo problema clasificatorio. En cuanto a los cometas propiamente dichos, cuerpos de escasa masa, helados, provistos de gases enrarecidos, capaces de desplegarse cerca del sol en largas colas, y dotados de órbitas mucho más excéntricas que los planetas, son otro género bien definido por su naturaleza y cualidades físicas. Está todavía por averiguar si existe un límite claro en las zonas más remotas del sistema solar entre lo que es un planeta helado y un cometa. ¿Y los asteroides? Los descubiertos en el siglo XIX son todos objetos rocosos, de diámetros entre 300 y 1000 Km., situados en órbitas muy parecidas, entre las de Marte y Júpiter. Hasta ahí, todo bien. Pero a comienzos del siglo XXI están clasificados más de 160.000 asteroides, algunos de los cuales son simples rocas, se encuentran muy lejos del anillo primitivo, incluso cerca de la órbita de la Tierra. ¿Dónde cerramos la lista?. Quizá la polémica no se aclare nunca, aunque todos esos cuerpos cumplen la condición de «planetas» en su sentido más etimológico: son astros que vagan por el firmamento con independencia de las estrellas, y que describen órbitas cerradas en torno al sol. La última palabra la tienen los especialistas, si son capaces de ponerse de acuerdo.

198

Y MUCHO MÁS ALLÁ

o ha terminado todavía la teoría de los planetas. Mucho más allá de nuestro sistema planetario están las estrellas. Las distancias interestelares son incomparablemente 199

mayores que las distancias interplanetarias. El sol está a ocho minutos luz (la luz liberada por el sol tarda ocho minutos en llegar a la Tierra); Plutón está mucho más allá: a más de cinco horas luz. Pero la estrella más cercana, Alfa del Centauro, está a 4,3 años luz; y la Polar, a 300 años luz. ¡Qué inmensa diferencia! Es, por consiguiente, muy difícil saber con exactitud qué es lo que rodea a las estrellas, incluso a las más cercanas. Durante mucho tiempo, sin duda por razón de su analogía con el sol, se daba por supuesto que todas las estrellas están acompañadas de sus respectivos planetas: hace cien años, incluso cincuenta, la hipótesis no era rechazada por nadie. Luego, conforme avanzaba el siglo XX, sin que hubiera el menor indicio de ningún planeta exterior a nuestro sistema, y también conforme se fue conociendo la particularidad un poco extraña del sistema solar, comenzó a considerarse la posibilidad de que nuestro caso, sin ser necesariamente una excepción, tenía algo de anómalo. Cierto que no todas las estrellas pueden tener planetas; las de Población II —o más antiguas incluso—, formadas casi exclusivamente por hidrógeno y helio, no pueden generar discos de polvo o cuerpos de composición compleja; dentro de nuestra Población I, las estrellas gigantes hubieron de provocar un viento solar tan intenso, que probablemente expulsó toda suerte de posibles cuerpos acompañantes. Las estrellas de tipos O, B y A, muy luminosas y energéticas, liberan tal tasa de radiaciones de alta energía, que muy probablemente tampoco están acompañadas. Luego empezaron a descubrirse anillos de acreción en torno a algunas estrellas relativamente cercanas, como Beta Pictoris o la brillante Vega, Alfa Lyrae, esta última de tipo A. ¿Son esos anillos germen de futuros planetas o testigo de un aborto planetario que ya nunca podrá acrecer hasta formar cuerpos de gran tamaño? En 1983 se detectaron masas de cierta consideración en el disco de Beta Pictoris. En 1993 el telescopio espacial Hubble detectó ocho discos en torno a estrellas muy jóvenes en la nebulosa de Orión, M 42. Nuestras opiniones empezaron a cambiar lentamente. Cierto que en un principio no se pensó que un disco de acreción significase necesariamente formación de cuerpos discretos de cierto tamaño. El modelo de Safronov (vid. pags. 37 ss.) parecía de todas formas el más probable. Los anillos o discos, o bien eran todavía la simple envoltura de estrellas nacientes, que aún no se habían disipado, o bien eran testigos del aborto de un sistema planetario. Nuestro sistema, como ya sabemos, se formó, a escala cósmica, con una rapidez increíble: entre 100 y 300 millones de años, un tiempo muy breve para los miles de millones de años que puede vivir una estrella. Un sistema planetario, si no son falsos nuestros modelos de ordenador, o se forma muy pronto, o los cuerpos del disco alcanzan el «estado de relajación», en que ya no pueden acrecer: algo por el estilo de lo que acaece en los anillos de Saturno, que nunca podrán convertirse en satélites grandes. A la caza de planetas extrasolares Pero las ideas fueron desmentidas una vez más por los hechos. En 1995, los astrónomos Michel Mayor y Didier Queloz, del observatorio de Ginebra, anunciaron en 200

un comunicado a la revista Nature (publicado en el número 378) el probable hallazgo de un cuerpo opaco que orbitaba en torno de una estrella bastante cercana, 51 Pegasi: esta estrella es de casi la misma masa que el sol y de muy parecido tipo espectral, es decir, una réplica prácticamente exacta de nuestro astro del día. La noticia cundió rápidamente: ¡se había descubierto un planeta que circulaba en torno a una estrella muy semejante al sol! Un astrónomo muy entusiasta, Geoffrey Marcy, de la Universidad de San Francisco (ahora en Berkeley) tomó con gran interés el hallazgo, y lo confirmó con medidas muy precisas al año siguiente. Es cierto que la estrella 51 Pegasi es muy parecida al sol, pero el planeta descubierto junto a ella no se parecía en nada a la Tierra: su masa es similar a la de Júpiter, su naturaleza es necesariamente gaseosa, y lo que más nos extraña es que dista solo unos 8 millones de kilómetros de la estrella principal, en torno a la que gira ¡en cuatro días y medio! La noticia era tan sensacional como imposible, puesto que todos los modelos de formación de planetas están en contradicción con esos datos: no hay más remedio que suponer que aquel cuerpo gaseoso se formó a gran distancia de su estrella, y más tarde emigró junto a ella, con la que a poco más se funde. Por supuesto, su temperatura es altísima: del orden de 1.000º. Un planeta extraordinariamente raro, pero de todas formas un planeta. A partir de 1995 por fin conocemos la existencia de planetas que giran en torno a otros soles. El entusiasta Dr. Marcy emprendió desde entonces una activísima búsqueda de planetas extrasolares, o exoplanetas. Muchas veces, en sus deseos de descubrir, se equivocó; o bien el astro detectado era una diminuta estrella enana roja, o bien otra estrella más débil todavía (una «enana marrón», que ya no se considera una verdadera estrella, a pesar de su temperatura, unos 2.000 grados). Pero, inasequible al desaliento, Marcy prosiguió su campaña, ayudado por un equipo cada vez más numeroso de observadores, y tiene en su haber el hallazgo de más de cien exoplanetas comprobados con un notable grado de seguridad. Más tarde, el descubridor del compañero de 51 Pegasi, Michel Mayor, se sintió herido en su amor propio, y acompañado de un equipo igualmente numeroso, apostado en el observatorio europeo de La Silla, en los Andes (Chile), mantiene una competencia denodada con Marcy: se trata de dos equipos de «cazadores de planetas» que trabajan con un entusiasmo increíble en la caza de estos nuevos y elusivos cuerpos celestes: entre ambos se reparten algo así como el 80 de los éxitos obtenidos hasta ahora. Y a pesar de la enorme dificultad de la hazaña y de las horas de observación minuciosa que exige cada caso, hasta comienzos del año 2008 están constatados 275 descubrimientos que se consideran seguros (por más que aún no se ha demostrado que una buena cantidad de ellos no son «enanas marrones»). Cualquier lector no muy versado en el tema puede preguntarse cómo es posible detectar un planeta a una distancia tan enorme como la que nos separa de las demás estrellas. Por supuesto, 51 Peg b y sus demás compañeros no fue visto nunca ni se puede ver: su existencia fue determinada por otros métodos, pero no por eso puede discutirse. La forma de buscar planetas lejanos puede realizarse de las siguientes maneras: a) (la más lógica, pero desechada por imposible), desdoblando por medio de la 201

observación con instrumentos muy avanzados, como el satélite artificial HIPARCOS, estrella y planeta. El sistema, que ha permitido medir con gran precisión la separación entre estrellas dobles, no ha dado hasta el momento, según estábamos diciendo, el menor resultado con exoplanetas: la relativamente insignificante distancia entre planeta y estrella, y sobre todo la enorme diferencia de brillo entre ambos, impide cualquier determinación eficaz. Quizá algún día, con instrumentos ópticos que hoy no están al alcance del hombre, pueda intentarse la hazaña (especialmente si se observa desde fuera de la atmósfera, con telecopios espaciales), pero hoy por hoy no puede abrigarse ninguna esperanza. Hay que recurrir a métodos indirectos. b) por métodos astrométricos. Hoy existen instrumentos muy perfectos para medir con admirable exactitud la posición de una estrella. Todas ellas se desplazan muy lentamente en el cielo describiendo trayectorias rectilíneas. Si una estrella describe una línea ligeramente ondulada, está denunciando que es atraída por un cuerpo que gravita ya a un lado, ya a otro de ella: ese cuerpo es otra estrella, o bien un planeta, que gira a su alrededor. El movimiento nos revela el periodo de traslación, y de acuerdo con la intensidad del desvío, también su masa. Puede tratarse, naturalmente de otra estrella, tan débil que resulta invisible; de una «enana marrón», (una estrella de baja masa que no llega a desarrollar energía termonuclear)...; pero si la masa es más baja todavía que la de propia de una enana marrón, tiene que ser necesariamente un planeta. c) por desplazamiento Doppler. El análisis espectral nos dice si un cuerpo luminoso se acerca o se aleja de nosotros. Si una estrella se acerca y luego se aleja, (o se aleja o se acerca unas veces más rápidamente que otras), repitiendo sus movimientos relativos con cierta periodicidad, revela que es atraída y circula con respecto a otro cuerpo que no vemos. El periodo y la intensidad de los movimientos nos permiten calcular también la masa del cuerpo perturbador: si no se trata de una estrella muy pequeña o de una enana marrón, hemos descubierto un planeta que gira en torno a la estrella. Es el sistema que ha permitido descubrir hasta el momento el mayor número de planetas extrasolares: y se comprende, porque resulta más fácil medir desplazamientos radiales (de acercamiento o alejamiento) que trayectorias ligeramente sinuosas. Se comprenderá enseguida que, tanto por medidas astro-métricas como espectroscópicas, solo sea posible detectar planetas de gran masa y cercanos a la estrella. Concretamente, un observador situado en otro sistema estelar, provisto de los mismos medios que nosotros, no hubiera adivinado que nuestro sol tiene planetas: cierto que Júpiter, colocado a pequeña distancia del sol, hubiese provocado un desplazamiento significativo..., pero Júpiter está demasiado lejos. Por desplazamiento Doppler se ha encontrado un buen número de planetas extrasolares. d) Por tránsito de un planeta por delante de una estrella. En este caso, tenemos que echar mano de un fotómetro de muy alta precisión. En el momento en que un planeta pasa por delante de una estrella, oculta una parte de su luz, tal vez solo una millonésima, pero lo suficiente para ser detectada por fotómetros de extraordinaria sensibilidad. Naturalmente, este sistema exige también que el planeta que «transita» sea de gran tamaño. Si la Tierra pasara por delante del sol, nuestro amigo extraterrestre no se hubiera enterado del hecho. Además tiene que darse una enorme casualidad: que el planeta se 202

encuentre en la misma visual que la estrella: de lo contrario, no se producirá el eclipse, como no se produce un eclipse cada vez que la luna pasa, para un observador terrestre, por delante del sol: qué más quisiéramos que disfrutar de un eclipse de sol al mes. A pesar de esta enorme improbabilidad, el sistema de tránsitos ha permitido descubrir 21 planetas extrasolares: no porque el fenómeno sea el más frecuente, sino porque es el más fácil de detectar. Tampoco hace falta decirlo: el planeta tiene que ser relativamente muy grande como para que al pasar por delante de una estrella, haga disminuir la luz de ésta. e) por análisis de las frecuencias emitidas. Este método solo ha dado resultados desde el año 2007, cuando el ingenio espacial de infrarrojos «Spitzer» analiza la luz de una estrella. En el momento del tránsito, algunas de las frecuencias captadas desaparecen, señal de que uno de los astros emisores ha quedado oculto por el otro. Este sistema solo ha podido emplearse con éxito, hasta ahora una vez. Es de esperar que en el futuro produzca resultados. ¿Qué es lo que se ha logrado hasta el momento? Los éxitos son en verdad sensacionales. A pesar de la dificultad extrema que presenta la detección de un exoplaneta, el hecho de que en solo doce años se hayan descubierto 275 no puede menos de asombrarnos. Es cierto que muchos casos son todavía dudosos, y que el fogoso entusiasmo de los equipos se contagia a los periodistas, de tal suerte que casi todos los días se nos sorprende con noticias sensacionales, que, transcurrido algún tiempo, resulta que no son tanto, o incluso que no son ciertas. Quizá en ningún otro momento de la historia fue tan fuerte esta alianza entre unos cuantos científicos entusiastas, ansiosos de notoriedad y la mayor parte de los medios de comunicación, que buscan sensacionalismo y noticias atractivas. Esta mutua conjunción resulta positiva para la ciencia en el sentido de que el gran público se interesa como pocas veces por los avances de la investigación, pero adolece también de un factor negativo en cuanto que tiende a exagerar la importancia de los datos y a hacer creer como seguro lo que todavía no ha logrado su plena confirmación. Es cierto que algo muy importante se ha conseguido en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI: la constatación de que existen planetas que giran alrededor de otros soles. Esta posibilidad, es cierto, nunca fue descartada, pero no se suponía que fuese tan fácil de comprobar. Ahora nos encontramos ante un escenario nuevo, y es explicable que los protagonistas de los hallazgos busquen obtener el máximo partido de su éxito. Y ciertamente, la constatación nos ha abierto las puertas a perspectivas que, andando el tiempo, pueden tener una excepcional importancia, si es que se cumplen a la medida de los deseos que en estos momentos están en juego. Un hecho que, por otra parte, aparece constatado una y otra vez es que la gran mayoría de los exoplanetas descubiertos hasta hoy poseen unas características no tan atractivas como en principio hubiéramos podido adivinar: son astros gigantes, gaseosos, poseen una temperatura desmesuradamente alta y giran en torno a su sol describiendo órbitas muy excéntricas. Quizá el hecho más sorprendente —en función, por supuesto, 203

de su cercanía a la estrella principal— sea su cortísimo periodo de revolución, es decir, la duración de su «año». Algunos dan una vuelta completa a su estrella respectiva en dos días, o en día y medio. Es más, se ha comunicado un periodo de revolución de 0,42 días (algo así como 11 horas) de uno de estos exoplanetas: un dato de que muchos científicos sensatos dudan todavía; como no se trate de una secundaria enana marrón, no de un planeta. De momento, nada parecido a la Tierra, o tan siquiera a Marte o al mismo Venus, que, en el fondo, dígase o no se diga, es lo que todos los embarcados en la aventura pretenden. Sin duda alguna, hay que tener paciencia. La paciencia es en estas empresas mucho más útil que la prisa. Y es que, aunque lo logrado hasta ahora mismo no nos satisfaga demasiado, hay que tener en cuenta que estamos empezando, y que hemos descubierto justamente lo que cabía esperar del primer paso; es decir, los ejemplares más fáciles. Un planeta gigante muy cerca de una estrella enana es lo más sencillo de encontrar: no porque esta tipología sea de hecho la más frecuente, que aún no lo sabemos, sino porque nuestros métodos, todavía rudimentarios, apenas permiten otra cosa. La fuerte masa de un planeta gigante atrae a una estrella enana (y cercana) en grado suficiente para que podamos apreciar esa atracción, ya sea por astrometría, ya por fotometría, ya por análisis espectroscópico o por contraste de frecuencias emitidas. Un planeta de gran volumen —con independencia de su masa— es capaz de revelarnos su existencia al transitar por delante de una estrella no muy luminosa, y provocar una disminución de su luz susceptible de ser medida por nuestros fotómetros. Por el contrario, el tránsito de un planeta pequeño por delante de una estrella gigante es ahora mismo absolutamente indetectable; e incluso el caso de un planeta como la Tierra orbitando alrededor de una estrella como nuestro sol está todavía fuera del alcance de los instrumentos de que disponemos. Todo se andará, si es que esos planetas existen, que todavía no lo sabemos; pero conjeturalmente nada se opone a que un día, cercano o lejano, podamos encontrarlos. El único modelo de exoplaneta que casi exclusivamente hasta ahora conocemos es el de un «Júpiter caliente» (hot Jupiters: en español es difícil construir el plural de Júpiter: habría que decir «Jupíteres»). Lo que eso significa es un planeta gigante y gaseoso. En nuestro sistema solar, los planetas tipo Júpiter (el propio Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno) son «fríos», porque todos ellos están a gran distancia del sol. Y de acuerdo con los modelos de formación de planetas que hasta ahora han sido formulados (vid. págs. 37 y 41), lo más probable es que los planetas enanos se formen en las cercanías del sol, y los gigantes en regiones mucho más alejadas; y ahora resulta que lo que estamos viendo es precisamente lo contrario: algo que no podíamos ni adivinar. Los japoneses han formulado modelos de planetas que nacen lejos del sol, y luego son atraídos hasta sus cercanías. Y sea lo que fuere, la mayoría de los astrofísicos opinan que los «Júpiter calientes» no se formaron donde ahora están, sino que se han aproximado con posterioridad a su estrella (y es probable, de acuerdo con ese modelo, que acaben siendo tragados por ella). ¿Estamos viendo solo excepciones o es que las cosas son distintas a lo que imaginábamos? Todo es posible. De todas formas, apenas podemos encontrar hoy día más que cuerpos muy grandes o muy pesados; pero no tenemos obligación de admitir 204

que eso es la regla general. Un observador que vuele sobre las selvas o praderas de África central a 1.000 metros de altura no podrá ver más que elefantes, hipopótamos, jirafas, rinocerontes. ¿Acierta si dice que en esas regiones no hay más que animales gigantescos? Única solución: tener paciencia —acompañada de mucha prudencia—, y esperar. Quizá alguno de los últimos hallazgos esté en camino de proporcionarnos resultados más optimistas... si bien el tramo que resta por recorrer es todavía muy grande. Una idea que se va abriendo camino, que trastorna nuestras ideas previas y cuya importancia se infiere, es la de que son frecuentes los planetas gigantes y gaseosos muy cercanos a su estrella; pero no se ha descubierto hasta la fecha un «gigante frío», como Júpiter o Saturno; cuando, como se ha destacado recientemente en una rueda de prensa de miembros del Instituto Max Planck, con los medios a nuestra disposición ya deberíamos haberlos descubierto. Un equipo formado por el Dr. Martin Boer y el profesor Andrew King, de la Universidad de Leicester, y el Dr. Mario Livio del Instituto de Ciencias del Telescopio Espacial y el Dr. Jim Pringle, de la Universidad de Cambridge, creen haber llegado a la desconcertante conclusión de que no es cierto que los sistemas solares hasta ahora descubiertos sean raros o exóticos: el que es «distinto a todos» es precisamente nuestro sistema solar. O, como dice por su parte Steve Vogt, un conocido especialista en exoplanetas, «tenemos suerte de que el Sistema Solar sea tan raro; si fuera como los demás, no tendría vida». Sería sorprendente llegar a la conclusión de que no solo la Tierra es un planeta muy distinto a los demás, sino que el sistema en el cual se encuentra sea también —quizá no por casualidad— distinto a los otros. Algunos casos concretos La estrella 51 Pegasi era ya bien conocida: un pequeño punto amarillo que se distingue en una región especialmente pobre del cielo, un poco al oeste de las dos estrellas occidentales (Beta y Alfa) del popular cuadrado de Pegaso. La 51 es una estrella de un tamaño y una masa muy parecidas a las del sol: podría pasar como una réplica casi perfecta de nuestro astro del día, y si apenas logramos columbrarla a simple vista es porque se encuentra a una distancia de 50 años-luz. Desde el planeta situado en sus inmediaciones podría verse nuestro deslumbrante astro central como una estrella igualmente mortecina: que tal es el efecto impresionante de las distancias estelares. Nada de particular se encerraba en la 51 Pegasi, hasta que en octubre de 1995 un equipo invitado en el observatorio de Haute-Provence, en el oeste de Francia detectó por el método de desplazamiento radial —acercamiento y alejamiento— la existencia de un cuerpo que parecía girar a su alrededor. Como ya sabemos desde hace unas páginas, el director del equipo, Michel Mayor, de Ginebra, hizo circular la noticia de que se había descubierto un planeta perteneciente a un lejano sistema solar: era la primera constatación de un hecho del que se había dudado muchos años, y por eso el acontecimiento causó sensación en la comunidad científica. Al principio se dijo incluso que se trataba de un planeta sólido, como la Tierra o los demás planetas rocosos. Pronto 205

hubo que reconocer que su fuerte masa, comprendida entre la de Júpiter y Saturno obligaba a suponer un cuerpo gaseoso. ¿Cómo era posible que un objeto tal provocase movimiento en la estrella? Muy sencillo: estaba cerquísima de ella, a solo ocho millones de kilómetros de distancia (Mercurio está a 55 millones de kilómetros del sol). Y giraba en torno a la estrella en solo cuatro días; el «año» más corto que cabe imaginar. A punto de despedazarse por centrifugación. No podía ser, todos los modelos se venían abajo. Pero era preciso aceptar los hechos. El planeta era un gigante gaseoso, un «Júpiter caliente» —como que está a una temperatura de más de 1.000 grados—, y sin embargo no se desintegra, no se dispersa, aunque es de suponer que adopta una forma alargada, monstruosa, y que sus gases se encuentran excitados al máximo. En vez de la figura de un sugestivo planeta habitable, un bicho sumamente raro y casi imposible. No tardaron en surgir competidores. En 1996 se encontró un planeta junto a 70 Vírginis, una estrella amarilla relativamente pequeña. Aunque —¡como de costumbre!— se dijo al principio que podía ser un mundo habitable, pronto se supo que tiene una masa casi ocho veces la de Júpiter, dista de la estrella solo 26 millones de kilómetros y gira a su aldededor en 116 días. En suma, otro «Júpiter caliente», mucho más gigante todavía. Muy poco después se encontró otro planeta gaseoso orbitando en torno a la 47 de la Osa Mayor, una estrella amarilla parecida a nuestro sol. El tal planeta es muy grande, tiene una masa como 2,6 la de Júpiter, pero en absoluto se trata de un «Júpiter caliente», porque se encuentra a 320 millones de kilómetros de su estrella, y su órbita, cosa extraña en un exoplaneta, es casi circular; tarda en re-correrla 1.083 días. Aunque los más optimistas imaginaron volcanes capaces de derretir lagos helados, que serían otros tantos paraísos, la hipótesis es más que aventurada en un mundo de tan enorme masa. Parece ser un gigante gaseoso, aunque frío. Se sabía que en torno a la estrella Rho Coronae Borealis había un disco de acreción, pero lo que nadie se pudo figurar es que en la parte interior de este anillo circulase otro planeta gigante: fue descubierto en 1997, y resultó tener una masa similar a la de Júpiter, es gaseoso, se encuentra a 30 millones de kilómetros de su estrella, y gira a su alrededor en 40 días. En suma, un «Júpiter caliente», aunque no tan caliente como otros. Comoquiera que existe a mayor distancia un anillo de polvo (¿con o sin acreción?), se supuso que se encontrarían en él otros planetas; pero aunque los impacientes buscadores denunciaron varias sospechas, nada se ha podido confirmar hasta ahora. En 1998 se encontró un planeta muy parecido alrededor de Épsilon Cancri (también conocida como 55 Cnc). Épsilon Cancri es una estrella doble; la principal se parece bastante al sol, o es un poco menor; la secundaria es una enana roja muy débil y situada a miles de millones de kilómetros de la principal; se supone que gira a su alrededor en miles de años. Pero muy cerca de la principal, a solo 16 millones de kilómetros, se encontró otro «Júpiter caliente», que da una vuelta a su alrededor en unos 15 días. Más tarde, no sin sorpresa, se descubrió que 55 Cnc está muy bien acompañada: no solo es una estrella doble, sino que tiene cinco (¡no, últimamente se ha descubierto un sexto!) planetas en órbita: es el sistema planetario, después del nuestro, más poblado que se conoce hasta el momento; todos los planetas son del tipo «Júpiter caliente», excepto uno, ¡que se encuentra en la 206

zona habitable! Enseguida comenzaron a formularse las más imaginativas especulaciones, hasta que se comprobó que este último planeta es del tamaño de Neptuno, y como todos, gaseoso: digamos un «Júpiter templado». No por eso se desanimaron los optimistas; es cierto que este planeta no puede estar habitado, pero, como apunta astutamente J. Vizdon, si tuviese un satélite tan grande como la Tierra, rodeado de atmósfera y dotado de agua... y, en fin, de todo lo demás... soñar no cuesta nada. De momento es rigurosamente imposible dar con ese satélite ideal. El de 55 Cnc. no es el único sistema múltiple que se conoce. Upsilon de Andrómeda, una estrella algo mayor que el sol, tiene tres planetas, todos ellos «Júpiter caliente», y uno de hasta cuatro masas de Júpiter. Gliese 876, estrella enana roja, tiene tres planetas, dos tipo Júpiter, y otro... Hablaremos de él enseguida. HD 188753 cuenta con otros tres, todos muy próximos a ella. Lal 2185 dispone de dos: uno de la masa de Júpiter y otro bastante más pequeño, pero por desgracia muy cercano a la estrella, circunstancia que le proporciona temperaturas de más de mil grados. En fin, no hace falta decirlo, lo que se buscan son «planetas terrestres», lo más parecidos posible a nuestro mundo. Por razón de su tamaño, es muy difícil encontrarlos. La ya mencionada estrella Gliese 87612 tiene por lo menos tres planetas, uno de los cuales ha sido calificado con cierto optimismo como «terrestre». Este hallazgo hizo dar un salto de alegría a Marcy: «¡Por fin hemos encontrado la gran respuesta!» Pero veamos: el planeta tiene una masa equivalente a seis o siete Tierras; si su naturaleza es rocosa y los materiales están, como puede suponerse, más comprimidos que aquí, el peso de un hombre podría superar los 200 kilos, y es evidente que, en el mejor de los casos, no nos sentiríamos cómodos sobre su superficie: tal vez, si el peso es todavía mayor, tendrían que llevarnos tendidos en camilla, en el caso de que nuestra anatomía y nuestra fisiología pudieran resistir semejante gravedad; es evidente que no podríamos andar, y nos costaría trabajo realizar cualquier movimiento. No pensemos que podríamos sentirnos relativamente satisfechos, como algunos humanos superobesos que aparecen en el libro Guiness, porque nuestro volumen seguiría siendo el mismo. Pero lo peor del caso es que ese planeta se encuentra extraordinariamente cerca de la estrella: ¡a solo tres millones de kilómetros!, y su «año» dura menos de dos días. Aunque Gliese 876 es una estrella enana roja, el planeta debe estar sometido a una temperatura de al menos doscientos grados. El principal problema no estriba en nuestra dificultad para movernos, sino en que quedaríamos asados al instante. La gran expectativa es Gliese 581c, descubierto, como el anterior, en 2007. La estrella Gliese 581 es una enana roja muy débil, pero es posible que disponga de las gamas de energía más indispensables. Eso sí, apenas irradiaría en el ultravioleta, y prácticamente nada en frecuencias más cortas: cabe suponer que no puede inferir en sus planetas nada parecido a una magnetosfera, pero también es verdad que sus radiaciones en el visible y en el infrarrojo difícilmente serían peligrosas. Si son suficientes para permitir la vida, no habría en este sentido más que pedir. Dos de sus planetas son gigantes gaseosos, pero el descubierto en 2007 parece ser rocoso. Tiene una masa equivalente a cinco Tierras, pero comoquiera que su diámetro es de unos 18.000 207

kilómetros, el peso no resultaría tan tremendo como si tuvera el tamaño de la Tierra: concretamente, según Stéphane Udry, 12

El catálogo Gliese es un repertorio de las estrellas más cercanas, todas ellas enanas rojas.

colaborador de Mayor, el valor de la gravedad en su superficie sería de 2,2, de suerte que un hombre de 80 kilos pesaría allí 176, que es un valor reativamente aceptable, aunque para nosotros nada cómodo. La distancia de Gliese 581c a su sol es de solo 11 millones de kilómetros, y su año dura solo 13 días; pero aquel planeta no estaría abrasado ni mucho menos, porque ese sol es incomparablemente menos energético que el nuestro: se calcula que la temperatura media en la superficie del planeta puede oscilar entre –2 y +40º, perfectamente soportable, y capaz de garantizar agua en estado líquido, siempre que la haya y que la presión lo permita (naturalmente, estos datos pueden estar modificados por el albedo y por la presencia de gases invernadero pero son sumamente sugestivos). Uno de sus descubridores, Xavier Bonfils, ha dicho que el planeta «puede ser rocoso», y otro de ellos, el ya citado Stéphane Udry (ambos del observatorio de Ginebra, y del equipo de Mayor), que «puede estar cubierto de océanos». Naturalmente que «puede». Tal vez un día más o menos lejano se compruebe si tal posibilidad se verifica o no. Un inconveniente es que el planeta está animado de una rotación sincrónica, es decir, que, como la luna respecto de la Tierra, da siempre la misma cara a su estrella. Conscuencia: un hemisferio está permanentemente iluminado y el otro permanece siempre a oscuras. Días y noches eternos... Las diferencias de temperatura entre un hemisferio y otro tienen que ser tremendas; y si aquel mundo cuenta con atmósfera, estas diferencias deben originar vientos huracanados. Tampoco es una circunstancia afortunada que a solo 4,4 millones de kilómetros se encuentre otro planeta tan grande como Neptuno, que puede provocar importantes interferencias gravitatorias. Y tercer inconveniente: la estrella Gliese 581 es ya desde hace tiempo una conocida variable tipo BY Draconis. ¿Qué significa esto? Que en su superficie aparecen unas manchas tan grandes, que en ocasiones pueden reducir su brillo en más de un tercio: en el famoso planeta pueden estar experimentando un continuo cambio climático, en ocasiones insoportable. Con todo, el entusiasmo por Gliese 581 no ha decrecido, aunque la inmensa mayoría de los científicos siguen pensando que no ha llegado la hora de echar las campanas al vuelo; son muchas las variables que restan por resolver, y en estas cuestiones tan debatidas y propensas a sensacionalismos es preciso obrar con mucha cautela. (El único planeta importante descubierto con posterioridad es Gliese 436b (en noviembre de 2007), un astro similar a Neptuno, y menos promisorio que el anterior. Según Marcy está rodeado de una atmósfera de hidrógeno, pero podría contener agua en su superficie: un «agua muy distinta de la nuestra, por la fuerte presión a que está sometida». De momento, queda casi todo envuelto en el misterio). Y los tres descubiertos en las primeras semanas de 2008 son del tipo «Júpiter caliente». Bien. Algunos interrogantes han empezado a descifrarse, pero nos resta todavía mucho para encontrar el planeta ideal. Entre los proyectos que hoy se barajan figura el 208

programa Discovery emprendido por la NASA, cuyo primer intento es la misión Kepler, destinada a buscar «planetas terrestres» desde telescopios espaciales. Concretamente, el Kepler llevará incorporado un instrumento de casi un metro de diámetro, capaz de realizar fotometría diferencial de alta precisión. En el espacio no hay interferencias de ninguna clase, y si el brillo de una estrella desciende solamente una cienmilésima, es que un objeto opaco pasa por delante de ella. El sistema es el mismo que ya se practica en la Tierra, pero con una exactitud que aquí es imposible. El fotómetro tiene además un ancho campo de observación, que le permite estar midiendo muchas estrellas a la vez. Se espera que en cuatro años pueda estudiar entre cien mil y ciento treinta mil estrellas, y sus constructores confían en detectar unos 640 tránsitos de planetas, por pequeños que sean. Uno de los responsables, David Koch, ha dicho: «si se encuentran muchos planetas, entonces la vida puede estar generalizada en nuestra Galaxia. Si se encuentran pocos, la vida será escasa, y quizá estemos solos». La relación entre la abundancia de planetas y la abundancia de vida no deja de ser una especulación, pero hasta ahí llega el optimismo de ciertos investigadores. El Kepler iba a ser lanzado en 2005, pero problemas técnicos y presupuestarios hicieron retrasar la prueba hasta 2007. Ahora se promete realizarla en 2009. Por su parte, la agencia espacial europea, ESA, proyecta la Misión Darwin, con ocho ingenios espaciales capaces de examinar miles de estrellas cada uno: primero detectarán tránsitos de posibles planetas, y luego analizarán la composición de su atmósfera, si es que la tienen. La operación es enormemente sofisticada. Preparada para 2007, ahora se nos dice que se pondrá en marcha en 2009. Hay que dar tiempo al tiempo, y analizar con mucho cuidado los resultados. Entretanto, es posible que se haya descubierto algún nuevo método para encontrar «planetas terrestres». Bien entendido que un «planeta terrestre» no significa «precisamente igual a la Tierra», y en sus mismas condiciones. Pero es evidente que el interés de algunos miembros de la comunidad científica, y especialmente los vinculados a las agencias espaciales, por hallar exoplanetas en las remotas lejanías del espacio resulta en verdad infatigable. Planetas habitables Nos equivocaríamos de medio a medio si supusiéramos que ese apasionado interés se limita a constatar que nuestro sistema solar no es único en el Universo, y por tanto que hay planetas por doquier. La desilusión que en principio suscitó el hallazgo de cuerpos tipo «Júpiter caliente» no apagó el entusiasmo por dar con «planetas terrestres», que era en el fondo lo que se trataba de encontrar; y ya se ha adelantado que al mencionar la expresión «planetas terrestres» se estaba pensando en mucho más todavía: planetas semejantes a la Tierra, en los cuales fuesen posibles las condiciones propias de la Tierra, entre ellas, apenas hace falta decirlo, la posible existencia de seres vivos, y algo más todavía, seres vivos inteligentes. La diferencia entre simples planetas y planetas habitados por seres vivos es, desde un punto de vista conceptual y filosófico, casi infinita; y la diferencia entre seres vivos y seres vivos inteligentes es a su vez tan grande —o todavía 209

más— que la anterior. Desde un punto de vista estrictamente lógico, podemos establecer la siguiente gradación: 1º, planetas existentes fuera del sistema solar. Esta existencia está más que demostrada, por muy diferentes que sean esos astros respecto de los que vemos en nuestro sistema. 2º, planetas «terrestres» en el sentido de similares a la Tierra: no gaseosos, sino rocosos, estables, de dimensiones y masa suficientes para retener una atmósfera, y temperatura capaz de garantizar la presencia de agua líquida. Hay quien pretende que planetas de este tipo, por lo que ahora hemos averiguado, pueden ser el 5 por 100 del total. La cifra real es verdaderamente incierta. 3º, planetas «habitables», que deben ser aquellos que se encuentren en la «zona habitable» y cumplan todas las demás condiciones para que en ellos sea posible la vida. Por consiguiente, habrá que exigirles que, además de estar en la «zona habitable», cumplan una cantidad muy grande de requisitos. Frank Drake, a quien nos referiremos enseguida, piensa que un 1 por 100 de los comprendidos en el apartado anterior puede incluirse entre los agraciados. 4º, planetas habitados de hecho. Entre la posibilidad y la realidad cabe un intervalo absolutamente indeterminado. No sabemos en absoluto si un planeta en que es posible la vida «tiene» que contener vida, o si la vida es un privilegio que solo unos pocos (¡o solo un caso!) disfrutan. 5º, planetas habitados por seres vivos desarrollados. La Tierra, durante miles de millones de años no tuvo otra forma de vida que la de las bacterias y otros microorganismos. La posibilidad de seres desarrollados es incomparablemente más escasa que la de formas de vida embronarias. 6º, planetas habitados por seres vivos inteligentes, sean más o menos parecidos a nosotros —y capaces en un momento dado de entenderse de manera válida con nosotros—, o muy distintos, con los cuales sería muy difícil o imposible obtener un grado válido de entendimiento. Este último grado es, a todas luces, solo una fracción (no sabemos en qué proporción) del grado anterior, y por consiguiente su posibilidad es mucho o muchísimo más reducida... o no existe en absoluto. Con todo, no podemos renunciar definitivamente a esa posibilidad, por remota que resulte. Sobre el grado de probabilidades de toda esta compleja serie de elementos con una tasa, a cada paso consecutivo, más difícil de verificarse, la formulación más conocida es la expuesta en 1961 por Frank Drake, un radioastrónomo preocupado por la vida en otros planetas, y entonces miembro del Observatorio de Radioastronomía de Green Bank, en West Virginia. Suele llamársele la «ecuación de Drake», por más que no se trata exactamente de una ecuación, sino del enunciado de una serie de variables, cada una de las cuales se convierte en factor de la que sigue. No tenemos intención de alargar este tema más de lo indispensable, pero en consideración a la importancia que se ha concedido a las especulaciones de Drake, recordemos aquí sus términos más fundamentales. Suele enunciarse así: N = R x f x n x fx fx f x L 210

p elic

N es el número de planetas habitados por seres inteligentes y capaces de comunicarse con nosotros. R es el ritmo de formación de estrellas en la galaxia; fp es la fracción de estrellas que tiene planetas en órbita; nees el número de planetas que se encuentran en la «zona habitable»; fl es la fracción de esos planetas en que hay realmente vida; fi es la fracción de planetas con vida en que ésta es inteligente; fc es la fracción de planetas con vida inteligente capaces de comunicarse con un mundo exterior; L es el lapso de tiempo en que esa inteligencia tiene de hecho medios para establecer comunicaciones con otras inteligencias exteriores. (No olvidemos que Drake era radioastrónomo, interesado en captar mensajes extraterrestres, y para él lo fundamental no era que existieran seres inteligentes en otros planetas, sino que fueran capaces de comunicarse con nosotros... y nosotros con ellos). No nos extrañe el término L. Corrían los tiempos de guerra fría. Los científicos de entonces —entre ellos Carl Sagan— estaban convencidos de que una supercivilización capaz de comunicarse con otras supercivilizaciones lejanísimas no podía durar mucho tiempo: terminaría destruida por una guerra nuclear. ¡Qué perspectiva más horrorosa! ¿Convendría dar un valor muy grande al término L? En fin: La llamada ecuación de Drake es simplemente un instrumento metodológico, pero no sirve para llegar a ninguna conclusión. Bien es verdad que podría contener otras variables que en ella no se tienen en cuenta. De hecho, lo mismo vale para defender que existen inteligencias en todos los planetas habitables (que pueden ser muchísimos) que para sospechar que no hay ninguna. Como puede verse, es suficiente que uno de los 211

factores sea igual a cero para que el resultado final sea cero. Drake, aunque entusiasta de la habitabilidad planetaria, insinuó que el número de planetas con seres inteligentes y dotados de suficiente tecnología podía ser de diez, un número francamente modesto para los doscientos o trescientos mil millones de sistemas planetarios que pueden existir en la galaxia. La distancia probable a cualquiera de estos sistemas podría ser superior a diez mil años-luz: y por tanto un supuesto mensaje tardaría diez mil años en llegarnos (y otro tanto tardaría en llegar «allá» nuestra respuesta). Una revista especializada considera «optimista» la siguiente serie de factores: 20 x 0,5 x 0,1 x 1 x 1 x 1 x 100 = 100. En que se da por supuesto que una inteligencia desarrollada mantiene por un tiempo considerable su capacidad de comunicación. De todas formas, el optimismo no es grande si suponemos que solo hay cien sociedades inteligentes-comunicables en doscientos mil millones de estrellas: es decir, una por cada dos mil millones de estrellas. La serie «pesimista» pretende que el valor final es: 20 x 0,5 x 0,1 x 1 x 10-8 x 100 = 10-6. Es decir, el número de planetas habitados por seres inteligentes y comunicables es igual a una millonésima, casi cero. Para otros, el valor de N es exactamente 0. ¡Los pesimistas también se equivocan! Y es que, después de tantos esfuerzos, tantas búsquedas y tantos millones gastados en la empresa, resulta que en realidad hemos descubierto un planeta habitado por seres inteligentes, capaces de comunicarse con el exterior. Y de este fantástico descubrimiento tenemos una seguridad absoluta. Ese planeta maravilloso se llama Tierra, y los seres inteligentes capaces de comunicarse con el exterior son los seres humanos. Un descubrimiento que en modo alguno resulta irrelevante, no nos engañemos. Es de por sí importantísimo. No nos vaya a ocurrir como a los diez enanitos del cuento, que creían ser nueve, porque cada uno de ellos se olvidaba de contarse a sí mismo. Las hipótesis «pesimistas» están relacionadas con la llamada paradoja de Fermi (Enrico Fermi sí fue un científico de valía unanimemente reconocida). La observación de Fermi podría formularse así: si hay un número razonable de civilizaciones posibles en un sistema solar, el número de estrellas en la Galaxia es tan inmensamente grande, que resulta absolutamente necesario que alguna de ellas, desde hace muchísimo tiempo, se haya puesto en contacto con nosotros. Si no lo ha hecho, es que, o no hay otras civilizaciones en la galaxia, o que no hemos sabido darnos cuenta de su presencia o de sus mensajes. O no hay otros seres inteligentes, o somos más incapaces de lo que suponemos. (Fermi, que tuvo que ver con la bomba nuclear, también estaba convencido de la probabilidad de una autodestrucción). Basilio Ruiz Cobos, del Instituto de Astrofísica de Canarias, ofrecía en 2007 algunas posibles matizaciones. Por ejemplo: a los extraterrestres no se les ha ocurrido comunicarse con nosotros. No tienen interés en ello, porque sus intereses van en otras direcciones. No quieren comunicarse, aunque pueden. Se comunican por sistemas que nosotros no conocemos o no hemos sabido interpretar. Han enviado mensajes, pero estos mensajes no han llegado todavía hasta la Tierra. Este último punto resulta en verdad una dificultad casi suprema. Según la concepción einsteniana, no existe ni puede existir una velocidad superior a la de la luz. 212

Las comunicaciones mediante radiaciones electromagnéticas alcanzan esa misma velocidad. En cualquier caso, no es admisible una velocidad mayor. Un mensaje desde un planeta de la estrella Polar tardaría en llegar 300 años; un mensaje desde un planeta de Rigel tardaría 1.000 años; un mensaje desde otras espiras de la Galaxia tardaría 100.000 años. Y un mensaje desde otra galaxia tardaría entre dos millones y doce mil millones de años. Por eso Drake no tiene siquiera en cuenta lo que ocurre en otras galaxias. Los entusiastas de la existencia de inteligencias extraterrestres, a pesar de todo, no descansan. Frank Drake fue uno de los impulsores del movimiento. Otro, muy importante, fue Carl Sagan, buen científico, pero sobre todo extraordinario divulgador. Sagan, que desde niño se ilusionaba con poder comunicarse un día con los marcianos, poseyó una facultad de relaciones públicas y de influencia extraordinaria. Sus libros encontraron millones de lectores. Y sus charlas de temas astronómicos a través de las cadenas de televisión americanas lograron una audiencia igual o superior a la del acto de concesión del premio Oscar en Hollywood o de presentación de los Beatles en Estados Unidos. Él fue, muy posiblemente, el que consiguió cambiar la moda. En el campo de la astronomía, como en el del arte o el de los gustos, hay modas, y estas modas se imponen hasta hacerse casi obligatorias, o «políticamente correctas», como hoy se dice. Quien estas líneas escribe, tan entusiasta en sus tiempos infantiles de los marcianos como pudo serlo Carl Sagan, conoce muy bien cómo todavía a mediados del siglo XX la comunidad científica se burlaba a carcajada limpia de los famosos «platillos volantes», más tarde OVNIS, o de los «pequeños hombrecillos verdes», y despreciaba a cualquier científico que se atrevía a insinuar la posibilidad de vida extraterrestre. Ahora ocurre todo lo contrario. Muchos hombres de ciencia se oponen a esa posibilidad, o la consideran casi absolutamente improbable, pero temen declararlo así, porque las corrientes (no necesariamente mayoritarias, pero corrientes dominantes) van en sentido contrario. Sagan y Drake figuraron entre los máximos impulsores del proyecto SETI (Search for Extra Terrestrial Intelligence). Es difícil imaginar cómo Sagan logró introducirse en la NASA, pero lo hizo. Ni tampoco se sabe cómo consiguió que se incluyeran en las sondas «Pioneer» (lanzadas en 1972 y 1973) sendos mensajes dirigidos a posibles inteligencias extraterrestres grabados en placas de oro mediante un sistema muy ingenioso, pero que no se sabe si podrán ser interpretados al cabo de cientos de miles o millones de años por otras inteligencias . El hecho es que la NASA se decidió antes que la mayoría de la comunidad científica por la idea de búsqueda de extraterrestres, y preparó el proyecto SETI. Con todo, los políticos no fueron más comprensivos que la mayoría de los científicos. El senador Richard Bryan decidió el debate. «Se nos pide que concedamos esa exorbitante cantidad de millones para encontrar inteligencia extraterrestre —dijo—, cuando nuestro primer esfuerzo ha de estar encaminado a encontrar inteligencia en Washington. Sí, señores, en Washington. ¿Creen ustedes que la encontraremos?» La ácida indirecta contra el ejecutivo despertó una salva de aplausos, como es frecuente en el Senado. El presupuesto del programa SETI fue rechazado. Con todo, Sagan prosiguió su cruzada 213

con admirable tenacidad. Al fin, el radiotelescopio de Arecibo en Puerto Rico, el de mayor envergadura del mundo, accedió a dedicar los dos tercios de su tiempo al programa SETI. Los posibles mensajes extraterrestres que recibe son comunicados a la universidad de Berkeley, desde donde son distribuidos a los cuatro millones de miembros que entretanto ha logrado el programa SETI. Por desgracia para los entusiastas, en treinta años no se ha constatado ningún mensaje que pueda considerarse procedente de inteligencias extraterrestres. Recordemos por un instante que este mensaje lo mismo puede ser relativamente reciente que enviado hace realmente hace una gran cantidad de siglos; de modo que el número de mensajes, de existir, debe ser altísimo. Por otra parte, ya lo comentábamos, una relación habitual —ni procede hablar siquiera de un contacto fisico— requeriría tiempos muy por encima de la existencia de cada ser humano. Nuestros amigos podrían estar a diez, cien, mil, diez mil años de distancia temporal. Supongamos que el planeta menos improbable (con todo muy improbable) de cuantos han sido detectados, Gliese 581c cuenta con seres inteligentes. Nuestro mensaje tardaría veinte años y medio en llegar allá. Suponiendo que nuestros imaginarios amigos supiesen recibir e interpretar de alguna manera el mensaje, y contasen con los medios y con la voluntad necesarios para contestar, la respuesta nos llegaría al cabo de cuarenta y un años. Tardaríamos siglos en ponernos de acuerdo para la elaboración de un código válido para ambas partes, en el cual unos y otros supieran y pudieran cursar mensajes significativos válidos. Una pregunta habría de ser contestada por la generación siguiente. La emoción suprema llegaría, por supuesto, con el primer mensaje, en el caso de que fuéramos capaces de identificarlo como tal desde el primer momento. ¡Existen seres inteligentes en un lejano lugar del Universo! El hecho constituiría, de ser cierto, uno de los acontecimientos más grandes de la historia universal, concebida la palabra en su más literal sentido. Pero una conversación con aquellos seres inteligentes no solo resultaría imposible a corto plazo, sino que cabría atribuirla más al género humano —y al otro «género»— más que a cada ser humano en concreto. Se explica el desaliento de muchos en principio ilusionados. Un destacado miembro de SETI enviaba el siguiente comunicado a fines de 2007: «Los primeros esfuerzos de SETI estuvieron marcados por unas estimaciones demasiado optimistas sobre el probable número de civilizaciones en nuestra Galaxia. A la luz de los nuevos hallazgos, parece apropiado dejar que descanse esta excesiva euforia... La Tierra puede ser mucho más especial y la inteligencia mucho más rara de lo que en principio habíamos pensado...» Los proyectos en marcha continuarán, probablemente, a pesar de todo. Es posible que un día hasta los más optimistas se descorazonen y los altos presupuestos sean rechazados por las agencias espaciales y los respectivos estados. Todo depende de unos resultados inciertos... y de la moda, que cambia. Nunca nos arrepentiremos de haber explorado horizontes lejanos. Pero sin duda lo más razonable consiste en reconocer que lo mejor y más noble de nuestros esfuerzos hemos de dedicarlo a convivir en paz, en amor, en alegría y en esperanza, en el planeta en que, por rara y admirable fortuna, nos ha tocado vivir.

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REGRESO

a siendo hora de regresar a casa. En una larga excursión hemos visitado centenares de planetas de todas clases. Unos son rocas abrasadas por el sol; otros, mundos asfixiantes 216

con temperaturas capaces de fundir muchos metales, atmósferas irrespirables y lluvias de ácido sulfúrico. Otros, mundos sin masa suficiente, cuya atmósfera, no menos irrespirable, se ha escapado en su mayor parte, están sometidos a temperaturas gélidas, y carentes de defensas contra las radiaciones más peligrosas. Hay planetas gigantes, gaseosos, azotados por vientos que alcanzan centenares de kilómetros por hora y temperaturas por debajo de los 100 grados bajo cero. Hay planetas de formas irregulares, helados, de gravedad insuficiente, sin estaciones, sometidos a temperaturas cada vez más cercanas al cero absoluto. La mayoría de los planetas que, mucho más allá todavía, hemos visitado, son enormes masas gaseosas, tan cerca de sus soles, que se han deformado de modo monstruoso y son calentados hasta niveles de cientos o miles de grados. Por su constitución y naturaleza, apenas merecen el nombre de planetas, y posiblemente la mayoría de ellos están más cerca de la consideración de estrellas enanas marrones. Y los pocos planetas rocosos que hemos podido encontrar son, o muy calientes, o muy pesados, y, en todo caso carentes de rotación: días eternos, noches eternas, sin otras estaciones que las erráticas vacilaciones de un sol de energía variable. Hemos aprendido realidades nuevas, nos hemos adentrado en lo hasta ahora desconocido, hemos vagado por las lejanías del Universo en viajes tan atractivos como desconcertantes. Hemos trabado conocimiento con planetas de géneros inesperados, tan diferentes de lo que cabía imaginar, que su conocimiento nos proporciona más preguntas que respuestas, nos sugiere más hipótesis que certidumbres. Y ninguno, hasta hora al menos, nos ha hecho gestos acogedores. Por esa razón justamente estamos deseando regresar a un mundo de certezas, de realidades contrastadas, de manifestaciones y fenómenos comprobables, capaces de ser enunciados con claridad y con una sencillez perfectamente comprensible, como los que encontrábamos en los primeros capítulos de este libro. El planeta que ahora tenemos delante, al final de nuestro viaje, es mucho más prometedor. Por de pronto, se encuentra en la zona habitable de un sol absolutamente normal. Gracias precisamente a su normalidad, ese sol emite también en altas energías, tan convenientes y necesarias en muchos aspectos, como peligrosas para una vida desarrollada. Pero este planeta, a lo que podemos advertir desde larga distancia, está dotado de una magnetosfera, que detiene la mayor parte de esas radiaciones, y solo deja pasar las aprovechables. Qué casualidad, a la superficie del planeta solo llegan radiaciones en la gama del visible y en la de las ondas radio. Desde su superficie se puede ver... hasta las mayores lejanias del Universo: y se puede oír cualquier mensaje lejano. Gracias a la penetración del visible, nos sorprende a quienes contemplamos desde lejos este planeta la belleza y armonía de sus tonalidades, entre las que predominan el blanco y el azul. Nuestro espectrómetro revela —otra increíble casualidad— que estos colores que vemos se deben a la presencia de agua en sus tres estados. Es una coincidencia en verdad excepcional, que no hemos encontrado en todo nuestro viaje. Y otra asombrosa coincidencia: la tasa de gases en la atmósfera garantiza una temperatura siempre soportable. La atmósfera no solo tiene una capa protectora, sino una serie de capas superpuestas, 217

todas incomunicadas, cada cual con su función. Y, cosa rara, las nubes de agua se localizan solo en la capa inferior; un tapón invisible impide que el agua se escape a las alturas. Las nubes circulan por doquier, impulsadas por los vientos, y las diferencias térmicas hacen que gran parte del agua que contienen se condense y precipite hacia la superficie, regando incluso las zonas más secas. Es una circunstancia en verdad asombrosa, y sobre todo extraordinariamente beneficiosa. Y el agua se desliza sobre las capas impermeables, formando corrientes que regresan a las grandes masas líquidas de los mares. Ahora se aprecia perfectamente esa realidad inesperada que es el ciclo completo del agua. Por su parte, el efecto Coriolis no provoca bandas paralelas como en tantos otros planetas, sino células que garantizan la formación de zonas de precipitación y vientos que las trasladan de un lado a otro. La parte sólida está armoniosamente repartida entre las grandes masas líquidas azules. Y sus colores no son menos armónicos; predomina el verde, hay también zonas claras, amarillentas, pardas, rojizas, oscuras, qué portentosa variedad. Y ahora vamos descubriendo una topografía no menos variada. Las montañas no se distribuyen aleatoriamente, ni forman bloques dislocados por la presión interna, como en otros planetas, sino que ocupan zonas muy homogéneas, que alternan con suaves llanuras. Y algo sorprendente: en la esfera sólida no hay mascones; la densidad, a lo que parece, aumenta progresivamente con la profundidad, sin irregularidades. Y algo más sorprendente todavía: debajo de los más abultados relieves hay capas de baja densidad, y debajo de las zonas más deprimidas capas mucho más densas: así queda asegurado un portentoso equilibrio. Y de pronto, en este sorprendente planeta, descubrimos, por posicionamiento global de alta precisión, un desplazamiento de masas internas, de clara naturaleza convectiva. ¡Cómo!, ¿en la esfera sólida hay desplazamientos internos? No puede ser. Pues es: masa sólida, pero que opera con el tiempo como si fuese líquida o viscosa. Sorprendente en verdad. Y este desplazamiento asegura la renovación de la corteza, y algo absolutamente inesperado: que lleguen hasta ella materiales procedentes de los cuerpos más pesados. Es verdad: en la superficie o el inmediato subsuelo de este planeta encontramos todos los elementos de la escala periódica: ¿quién hubiera podido imaginarlo? No solo la tasa de oxígeno alcanza el nivel óptimo; es que también el carbono aflora a la superficie. Un elemento tetravalente que admite todas las combinaciones, desde el monóxido... al diamante. Diez millones de cuerpos compuestos. Cada constatación nos hace ver algo extraordinario. A ese planeta solo le falta albergar vida. Y la alberga. La vida utiliza las casi infinitas posibilidades de los enlaces covalentes de ese carbono para reproducirse en las más variadas especies. Y se vale del oxígeno para consumir y asimilar por combustión lenta materiales ajenos. Vida organizada hasta sus extremos más admirables. ¿También vida inteligente? ¡También vida inteligente! Esa cantidad de radiaciones electromagnéticas en todas las frecuencias imaginables que llega a nuestros receptores tiene un origen muy ingenioso, artificial. ¡Qué descubrimiento acabamos de hacer!: ¡al fin un planeta como la Tierra! Es maravilloso. —No, no has descubierto nada. Ese planeta no es como la Tierra. ¡Es la 218

Tierra!... —¡Pero la Tierra es maravillosa!

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Índice PORTADILLA 1 PORTADILLA 2 CREDITOS ADVERTENCIA FUERADE CONTEXTO HISTORIA DE LA TIERRA LA ESTRUCTURA DE LA TIERRA LA HIDROSFERA LA ATMÓSFERA, EL GRANOCÉANO AÉREO LA MÁQUINA TIERRA LA MÁQUINA EXTERNA GAIA Y SUS PELIGROS NUESTROS VECINOS Y MUCHO MÁS ALLÁ REGRESO

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2 3 5 7 23 51 65 87 109 127 152 171 199 216

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