La Situación Humana La Luz Del Evangelio: Ciclo C - Adolfo Galeano
January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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LA SITUACION HUMANA A LA LUZ DEL EVANGELIO (Guías homiléticas - Ciclo C)
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ADOLFO GALEANO La situacion humana a la luz del evangelio Guías homiléticas - Ciclo C)
Introducción ¿Qué es predicar la Homilía? Para una Teología de la predicación El Concilio de Trento impuso a los clérigos el deber de la predicación dominical, y luego el Vaticano II insiste todavía con mayor fuerza en esta tarea esencial de la Iglesia. No sólo porque señala que es una facultad propia de todo ministro ordenado, sino también porque coloca las bases para un desarrollo doctrinal nuevo. Recogiendo las enseñanzas del Vaticano II, el nuevo Código de derecho canónico afirma: “Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia” (c.i.c. 767, n.1). Y el documento del Vaticano II sobre los presbíteros enfatiza que “la eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica” (PO 5). De esta manera se señala la íntima y esencial relación que existe entre el sacramento y la homilía, que es “Kerigma”, anuncio del Evangelio. Por esto mismo, la Instrucción Inter Oecumenici (26-XI1964) define la homilía “que ha de hacerse sobre un texto sagrado”, como “la explicación, bien sea de algún aspecto de las lecciones de la Sagrada Escritura, bien sea de otro texto tomado del ordinario o del propio de la Misa del día, teniendo en cuenta tanto el misterio que se celebra como las necesidades peculiares de los oyentes”. No basta que la homilía se inspire en la Sagrada Escritura, es necesario que ella misma sea expresión, comunicación de la Palabra de Dios. Así lo dice san Pablo: “La Palabra de Dios, que vosotros habéis recibido por medio de nuestra predicación, no como palabra de hombre, sino como lo que es verdaderamente, como Palabra de Dios. Y esa Palabra de Dios está activa entre vosotros los creyentes” (1Ts 2, 13). Y en la Carta a los romanos, afirma: “La predicación viene de la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17b).
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La homilía es un discurso humano en el cual y a través del cual Dios mismo habla y, por tanto debe ser escuchada y recibida en la fe. Por esto mismo, nuestro lenguaje humano no puede ser una predicación sino cuando sirve a la Palabra de Dios. Hay predicaciones moralistas, humanistas, religiosas, y kerigmáticas o fundadas en la Palabra de Dios. Las moralistas se basan en una moral natural o sociocultural; las humanistas se fundamentan en ideales de humanidad, y son por tanto ideológicas, responden más a una ideología cultural que al Evangelio. Por ejemplo, las predicaciones establecidas en los ideales y principios del marxismo, que buscan crear un determinado hombre y una determinada sociedad de acuerdo con los postulados de esa ideología. Las predicaciones religiosas se apoyan en el sentimiento religioso natural, hablan de los ideales religiosos del hombre y responden a una determinada concepción de Dios originada en el miedo, pues ordinariamente la religiosidad nace del miedo, de la conciencia de limitación y fragilidad del hombre, de los terribles interrogantes sobre el sentido de la vida, la muerte, el sufrimiento, el más allá. Ninguna de estas predicaciones están inspiradas en la fe y en la Palabra de Dios. Cuando una predicación brota de la fe y de la Palabra de Dios, entonces es verdadera predicación kerigmática, es servicio a la Palabra, porque a la Palabra se le sirve con fe o no se le sirve. ¿Se puede anunciar la Palabra sin tener fe? Pero, ¿cómo se puede tener acceso a la Palabra en la Biblia si no se tiene la fe? Pues la fe es la que nos posibilita el contacto con la Palabra. La Biblia puede ser leída como una obra de literatura universal y se puede tener acceso científico a ella. Pero para tener acceso a la Palabra de Dios que transmite la Biblia se necesita la fe. Una persona puede haber leído toda la Sagrada Escritura sin por eso haber entrado en contacto con la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es un acontecimiento: el acontecimiento pascual, que, a su vez, tiene un transfondo histórico: la vida de Jesús, y el mensaje de Dios que se expresa en la historia del pueblo judío transmitido en el Antiguo Testamento. Todo ese acontecimiento Jesús-Cristo es la Palabra de Dios. Ese acontecimiento se actualiza hoy en la predicación. Fundamentándose en un pasaje de la Sagrada Escritura que se proclama hoy y aquí, según el mandato y la disposición de la Iglesia, la homilía intenta comunicar a quienes la escuchan, el mensaje salvador de Dios, haciéndolo comprensible. Se parte del hecho de que Dios está hablando hoy en los acontecimientos, los cuales se iluminan a la luz de la Sagrada Escritura y de que la Iglesia autoriza y hace competente al predicador para cumplir esta tarea. La homília tiene, en cierto sentido, un carácter sacramental porque es un signo (palabra) sensible que transmite a quien la acoge en la fe un misterio salvífico: “El Evangelio comunica la salvación a todos los que la acogen con fe” (Rm 1,16). La Sagrada Escritura, precisamente, es la que nos enseña, nos advierte, nos guía
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respecto a la manera de actuar de Dios en la historia. La Biblia proclamada es el anuncio y la iluminación de ese actuar de Dios en nuestra historia. La homilía no puede ser un discurso religioso cualquiera ni una exhortación moral de acuerdo con una ética social determinada. Ella debe fundamentarse en la Palabra de Dios contenida en la Escritura. Por lo mismo, la predicación debe hacerse con fe y devoción, con veneración y piedad. Ella es un acto litúrgico, es culto divino: “En el ejercicio sacerdotal que ejerzo mediante la predicación del Evangelio, me esfuerzo en que la oblación de los gentiles sea una ofrenda agradable a Dios” (Rm 15,16). La predicación es un destello del misterio de la Encarnación: la Palabra de Dios aparece aquí y ahora en determinadas circunstancias. Así que la predicación debe revestir las formas humanas del lenguaje y de la expresión actual. El misterio de la predicación se asienta en el misterio de la Palabra eterna que ha querido “encarnarse”. Es engendrada en el misterio de la Encarnación. Toma forma en la predicación de Jesús. Se vigoriza en el misterio pascual y crece y se desarrolla en la obra de la evangelización de la Iglesia. Así que la predicación es un ministerio, un servicio al plan predestinado por el Padre, al misterio de la Encarnación, a la obra evangelizadora de Jesús, al misterio pascual y a la obra de la evangelización de la Iglesia. Puesto que todas estas realidades miran al “Eschaton”, la predicación es una tarea escatológica, con la mirada puesta en el mañana de Dios y alimentada por la esperanza. Pero la predicación es también, como todo el cristianismo, una obra paradójica. El predicador es un hombre limitado, pecador, impuro, siempre inferior al ministerio que se le encomienda: “Dijo Moisés al Señor: ‘¡Oyeme, Señor! Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil, ni aun después de haber hablado Tú con tu siervo; sino que soy torpe de boca y de lengua’. Le respondió el Señor: ‘¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahvé? Así pues, vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir’” (Ex 4, 10-12). Así mismo Jeremías reconoce su incapacidad ante la misión que el Señor le encarga: “‘¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho’. Y el Señor me dijo: ‘No digas: Soy un muchacho, pues a donde quiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo estoy yo para salvarte –oráculo de Yahvé-: Mira que he puesto mis palabras en tu boca’”(Jr 1, 6-9). Por su parte Isaías reconoce su impureza ante la santidad de Dios. Dios, sin embargo, lo purifica y le da la misión profética: “Ve y dile a ese pueblo” (Is 6, 4-9). Amós era pastor y cultivaba higueras, no era ningún profeta profesional, y sin embargo el Señor lo llama y le encomienda su Palabra: “El Señor me agarró y me hizo dejar el rebaño diciendo: Ve a profetizar a mi pueblo Israel” (Am 7, 14-15). La misma particularidad resalta en Pedro, que se reconoce pecador y es denunciado como pecador por el Nuevo Testamento, y, no obstante, el Señor le encarga una
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misión. ¿ Y qué decir de Pablo? El mismo lo confiesa abiertamente: “Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1Co 15, 9-10). La predicación que programa y actualiza la gracia es la que hace que la Iglesia acaezca y crezca. La Iglesia, por tanto, vive de la predicación, aunque no solamente de ella; pero la predicación actualiza la Palabra que engendra la Iglesia y la alimenta, porque engendra la fe y la alimenta”: “la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17). La predicación es sacramento de la Palabra. Ella es un instrumento humano, un símbolo humano que sirve al misterio de la Palabra. Ella es mísera, limitada, caduca, como todas las realidades visibles, pero se hace sacramento al ponerse al servicio de la Palabra del Señor: “El Espíritu del Señor habla por mí, su palabra está en mi lengua” (2S 23, 2). Predicar es ponerse al servicio de la Palabra, abrirse a ella, dejarse embargar por ella: “Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido... La Palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón, algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20, 7-9). “Yo soy Yahvé tu Dios, que agito el mar y hago bramar sus olas; Yahvé Sebaot es mi nombre. Yo he puesto mis palabras en tu boca y te he escondido a la sombra de mi mano” (Is 51,15-16; Cf. 59, 21). Con todo, como lo proclama san Pablo, “Dios ha querido salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación” (1Co 1, 21). ¿Toda la predicación del sacerdote es servicio a la Palabra de Dios ex opere operato? Muchos lo consideran así y por eso no trabajan por comprender el Mensaje ni tampoco oran para que su predicación sea realmente servicio a la Palabra. La oración es necesaria a la predicación de manera esencial. Sin encuentro orante y meditado con la Palabra, sin ruego, petición y súplica al Señor, la palabra humana no llega a ser verdadero servicio o es un servicio muy precario, incompleto y escaso a la Palabra. Cierto que el Señor puede utilizar a un mal ministro para comunicar su Palabra “ex opere operato”, pero esto no necesariamente ocurre y para que el acontecimiento de la predicación sea más pleno y completo debe estar apoyado en la oración. Esto es así para que se pueda hablar de siervos “oficiales” que han sido llamados y ya están consagrados a la ordenación; sin embargo, el Señor sigue respetando la libertad de su siervo que expresa su voluntad y decisión de servirle en la oración. El “ex opere operato” es de Dios que sigue siendo siempre fiel y que no revoca su llamada, pero no es del hombre, que es infiel y veleidoso y por eso tiene que reconfirmar sus decisiones. Sin la oración del siervo, el Señor considera que éste no está dispuesto a servirle. Pues una cosa es ser llamado y consagrado, otra reafirmar la
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respuesta cada día mediante la oración. La vocación se reafirma: “Por tanto, hermanos, esforzaos más y más en consolidar vuestra vocación y elección; si lo haceís así, no fracasaréis”(1P 1,10). En la oración el siervo reafirma su aceptación del llamado que el Señor le ha hecho. No basta una vez haber dicho “sí” al Señor que llama. Es necesario que ese sí sea de toda la vida, de todos los instantes de la vida, y esto se hace de manera especial en la oración. Además de la oración, la predicación exige del predicador un trabajo asiduo de investigación y profundización. Porque la Palabra es una realidad encarnada, y así como la encarnación del Verbo implicó siglos de preparación del pueblo de Israel por parte de Dios hasta la madurez o plenitud de los tiempos cuando apareció Jesús, así el que anuncia la Palabra debe preparar su transmisión. Así como la encarnación del Verbo no fue algo inmediato y ajeno al devenir de la historia, y así como el escultor que encarna una idea en el mármol debe trabajar con intensidad y vehemencia, así mismo la predicación es una tarea que reclama preparación y maduración. La predicación es una tarea que demanda profundo trabajo. Puesto que la Palabra de Dios toma “forma” hoy y aquí al ser predicada, el que anuncia no puede darle cualquier forma, ni mucho menos una forma descuidada. El predicador debe estar muy atento a la “forma” con la que transmite hoy la Palabra. Así que su tarea mira a la Palabra que nos es transmitida en la Escritura, y a la forma como esa Palabra puede ser transmitida hoy de la manera más apropiada. Por eso mismo, la “predicación” es un culto, una acción litúrgica, pues así como en la Liturgia el Misterio de Dios es transmitido en formas visibles, de igual manera, en la predicación el Misterio de la Palabra es administrado en formas audibles: “He llegado a ser el ministro del Evangelio, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder” (Ef 3, 7). Esta tarea de “dar forma” audible a la Palabra de Dios no consiste, como advierte san Pablo, en presentarla “con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia... ni buscando gloria humana” (1 Ts 2,5-6). Lo determinante en la predicación no es la forma humana que ella adquiere sino la Palabra misma que es la que determina “la forma”. Así como en Jesús lo determinante era el Verbo de Dios, así en la predicación es la Palabra de Dios. La “forma” debe dejarse llenar y condicionar por la Palabra: “Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la Palabra o de la sabiduría a anunciaros el testimonio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co 2, 1-5). Al no fundamentarse en la sabiduría de los hombres sino en la Palabra de Dios, la predicación no intenta ser un anuncio o un análisis político, ni filosófico, ni
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ideológico, ni científico, ni moralista. Es decir, no puede tener el prestigio o el poder que viene de las simples ciencias humanas, aunque no rechace sus aportes. Pero su base, su estructura y su fuerza le vienen de la Palabra de Dios. De esta manera, la predicación es un don que se recibe en medio de la comunidad, como el sacramento, y puesto que es don que viene de lo alto mediando el instrumento humano, la predicación se celebra como un acto litúrgico, como un don de Dios que se recibe en la obediencia de la fe y en la acción de gracias. P. Adolfo Galeano, ofm
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ADVIENTO
“Los sufrimientos del mundo son dolores de parto” Domingo 1º de Adviento Jr 33, 14-16; Sal 24; 1Ts 3, 12—4, 2; Lc 21, 25-28.34-36. La Sagrada Escritura denomina “cólera de Dios” a la actual situación del mundo en la que Dios parece que se hubiera alejado y estuviera oculto y por lo cual reinan la violencia, la destrucción y la muerte. Es lo que expresa el mismo Señor por medio de Isaías: “Por un breve instante te abandoné... En un arranque de ira te oculté mi rostro por un instante” (Is 54, 7-8). Cuando Dios se aleja porque el hombre ha pecado, entonces éste queda abandonado a sus propios males. Tal es lo que la Sagrada Escritura denomina cólera de Dios y que El mismo explica a Moisés cuando le dice: “Este pueblo me será infiel y dará culto a los dioses de la tierra en la que vais a entrar. Me abandonará y romperá la alianza que yo he pactado con él. Pero aquel día se encenderá mi cólera contra él, los abandonaré y me esconderé; y le alcanzarán muchos males y desgracias que lo devorarán. Entonces se preguntará: ‘¿No me habrán alcanzado estos males porque mi Dios no está en medio de mí?’. Y ese día yo me esconderé todavía más, por la maldad que han cometido, volviéndose hacia otros dioses” (Dt 31, 16b-18). Sin embargo, y como una gran noticia, en 1Ts 5, 9-10 se nos dice: “Dios no nos ha destinado para la cólera, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros”. No estamos destinados a vivir abandonados de Dios sino a entrar en comunión con El. En consecuencia, el hecho de que no estamos destinados a la cólera quiere decir que no debemos dejarnos dominar por el terror que el hombre trata de sembrar en el mundo para destruir toda esperanza. Los enemigos de la esperanza son muchos y buscan aterrorizar a los demás para que sean esclavos del miedo. Pero el cristiano no es esclavo de la cólera, ni del terror, ni del miedo. El cristiano es aquel que vive en medio del mundo con esperanza. ¿Qué significa aquí la esperanza? La esperanza cristiana se fundamenta, en primer lugar, en que el Señor de la historia es Dios. El mundo no llegará a su fin según el hombre y sus tendencias destructivas lo dispongan, sino que el mundo será transformado según la voluntad de Dios. La esperanza significa que la violencia y el terror no son las fuerzas
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determinantes de la historia. La fuerza última y determinante es el poder salvador de Dios. Dios no ha creado el mundo para destruirlo, dejándolo en el desamparo y presa de las fuerzas destructoras. Dios lo ha creado para transformarlo, dándole una consumación que El mismo ha planeado: “El nos ha dado a conocer el Misterio de su voluntad, lo que ha decidido realizar en Cristo, llevando la historia a su plenitud: haciendo que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 9-10). Lo que ordinariamente se llama fin del mundo es lo que la fuerza violenta del hombre quiere hacer: destruir el mundo que Dios le dio. Pero esto no significa que Dios vaya a destruir su creación. Dios le dará culminación. Es lo que explica san Pablo en la Carta a los romanos: “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. La creación entera espera con gran impaciencia el momento en que los hijos de Dios se manifiesten. Porque la creación fue sometida a la corrupción, no por su propia voluntad sino por voluntad de aquel que la sometió (es decir, el hombre), pero en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8, 18-22). Dice claramente, dolores de parto. Esta misma expresión la utiliza Jesús de esta manera: “La mujer cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21). Todo esto significa que los dolores de la historia son dolores de parto. A través de estos males Dios está operando la transformación del mundo. Los males no los crea ni los provoca Dios, son del hombre. Pero como dice también san Pablo: “Dios saca bienes de los males”, es decir, transforma el mal en bien para la realización de sus planes. Por eso no se trata de dolores de destrucción y aniquilamiento, sino dolores de creación. Por este dominio que Dios tiene sobre los males del mundo y de la historia, podemos decir que ellos son como los dolores de parto por los cuales Cristo está engendrando un cielo nuevo y una tierra nueva. Como dice el libro del Apocalipsis: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios con los hombres...’. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado...” (Ap 21, 1.3-4).
“No puede tener fe el que busca la gloria del mundo” Domingo 2º de Adviento 10
Ba 5, 1-9; Sal 125; Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6. Después de nombrar a los señores y poderosos de su tiempo, Tiberio César, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanias, Anás y Caifás, el evangelista nos presenta a Juan Bautista, un hombre que vivió en los desiertos hasta el día en que le fue dirigida la Palabra del Señor, anunciando que el Señor viene y “todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios”. El profeta Baruc, tal como nos los dice la primera lectura, ya había anunciado que vendría la gloria de Dios y también que todo monte elevado y todo collado serían rebajados. Tanto el Evangelio como Baruc anuncian dos cosas: toda altura será rebajada y los hijos de Dios serán liberados. Estas dos realidades están, efectivamente, relacionadas. Precisamente, Lucas nos ha mostrado los grandes de este mundo, que dominaban en el tiempo cuando iba a nacer Jesús, cuya gloria es una mentira y cuyo poder es causa de esclavitud para las gentes, porque como dice el mismo Señor: “Los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se hacen llamar Bienhechores; pero no así entre vosotros” (Lc 22, 25-26). Sin embargo, los grandes y señores de la tierra están rodeados de una gloria que es meramente humana y que se funda en la mentira. El poder mentiroso de los grandes esclaviza y engaña a la gente. Y la gloria fundada en ese poder es también una mentira, porque la verdadera gloria es la que viene del Señor. Pero si la gloria humana enaltece mentirosamente a unos y humilla a otros, también falsamente, cuando aparezca la gloria de Dios la gente será liberada de esa mentira que la oprime y que crea injusticias y violencias inagotables. Esa gloria comenzó a manifestarse en Jesús que rechazó decididamente la gloria humana para poder así afirmar su libertad y dar a conocer su salvación: “Yo no busco la gloria que viene de los hombres... ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?” (Jn 5, 41. 44). En nuestra sociedad estamos siendo testigos de las calamidades, de la destrucción y muerte que ha sembrado la codicia por esa gloria humana que se ha apoderado de muchos. Esa gloria buscada con ardor en los que quieren elevarse por encima de los demás mediante los ídolos del éxito, la fama, el dinero y el poder. ¡Cuánta mentira! ¡Cuántas injusticias! ¡Cuántas guerras y violencias, que parecen no tener fin, se han producido entre nosotros por querer tener una gloria efímera y mentirosa! Por eso mismo, la liturgia de hoy es un cuestionamiento que nos obliga a preguntarnos a cada uno de nosotros: ¿cuál es la gloria que desea mi corazón, aquella que viene de Dios o la gloria que da el dinero fácil, el éxito mundano y el poder sobre los demás? Toda Eucaristía, por lo demás, es un anuncio de la gloria de Dios y un rechazo
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de la gloria mentirosa que viene de los hombres. En toda Eucaristía, Cristo Jesús sigue su camino de humildad, rebajando todo collado y monte para hacernos a todos hermanos en la participación de una misma mesa. Porque la Eucaristía es el anuncio de que ningún hombre está por encima de su prójimo, sino que todos somos hermanos en el Señor.
“Luchar por una sociedad justa es preparar el camino del Señor” Domingo 3º de Adviento So 3, 14-18a; Is 12, 2-6; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18. Juan Bautista apareció para preparar la venida del Señor, para anunciar su llegada. Al escuchar su mensaje, la gente le preguntaba: ¿qué debemos hacer? Es la pregunta que también nosotros debemos plantearnos, porque los cristianos de hoy también esperamos la venida del Señor y preparamos sus caminos. Pero, ¿cómo preparar el camino del Señor, qué hacer para disponernos a su venida? El Señor vendrá para establecer su Reino, no somos nosotros con nuestros esfuerzos los que estableceremos el Reino. Sin embargo, con nuestro esfuerzo por crear una sociedad justa y fraterna, donde los bienes que Dios nos ha dado para todos sean compartidos, estamos disponiéndonos para la llegada de ese Reino y estamos preparando los caminos del Señor. Por tanto, el mensaje de Juan Bautista sigue resonando en nuestros oídos como hace dos mil años: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo... No exijáis más de lo que os está fijado... No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada”. Los dioses o ídolos de este mundo obligan a la gente a obrar mal, a explotar al prójimo, a robar, a extorsionar, a hacer acusaciones falsas, al peculado o robo de los bienes del erario público. Y es que los ídolos nos crean una falsa perspectiva sobre el futuro, llenándonos de miedo respecto a él. Aquí está la fuente de todos nuestros males, porque el miedo es mal consejero y nos obliga a obrar mal; pero cuando el Señor, el único Dios, venga, “la tierra saltará y exultará de todo corazón... No habrá ya miedo ni temor alguno... porque nuestro Salvador estará en medio de nosotros y nos renovará por su amor” (So 3, 14-18). Esta esperanza es la que nos renueva y fortalece este tiempo de Adviento, y es la que alimentamos en cada Eucaristía que celebramos, porque el tiempo de Adviento y la celebración de la Eucaristía se unen en esto: en que son signos de esperanza porque son como una abertura hacia el futuro en que el Señor vendrá y nos colmará de su gozo y su alegría. Por esto toda celebración eucarística debe ser gozosa, y en ella cantamos y oramos con entusiasmo. Celebremos, pues, más que nunca en este tiempo de Adviento, nuestra Eucaristía y digamos con gozo:
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“¡Ven, Señor Jesús!”.
“Todo se marchita y muere, pero la Navidad es un nuevo comienzo” Domingo 4º de Adviento Mi 5, 1-4a; Sal 79; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45. Hay un hecho fundamental en la vida de cada ser humano y en la de todas las realidades que hay en este mundo: todo está sujeto a la caducidad y al desgaste. Es decir, todo se deteriora, se marchita y muere. Esto, naturalmente, produce desazón y abatimiento porque todos anhelamos tendemos a permanecer, a durar. De hecho, la muerte nos resulta extraña y rechazable aunque es una realidad tan natural como la salida del sol y la caída de la lluvia. A la muerte no nos conformamos, y ella, efectivamente, nos impide ser felices según aspiramos. Por lo mismo, siempre pensamos que la muerte es para los otros, no para mí. Sabemos que somos mortales, pero no nos enfrentamos con el hecho de que “yo moriré”. La muerte, nuestra propia muerte, nos es repulsiva y nos inventamos miles de distracciones para no enfrentarla. Es por esto que un Salmo ruega de esta manera: “Señor, muéstrame lo corta que es mi vida y que mi fin vendrá inevitablemente; hazme consciente del poco tiempo que me queda... Todo hombre no es más que un soplo, nada más una sombra el humano que pasa, se preocupa y se alarma por nada, son un soplo las riquezas que amontona, sin saber quién las heredará” (Sal 39, 5-7). Y otro Salmo clama al Señor: “Tal vez viviremos setenta años, y el más robusto hasta ochenta, y la mayor parte de los años son fatiga inútil porque pasan aprisa y vuelan... Enséñanos a entender cuán corta es nuestra vida para que adquiramos un corazón prudente” (Sal 90, 10.12). Parecería extraño que hablaramos de esto cuando, precisamente, las lecturas que acabamos de escuchar nos invitan al entusiasmo y la alegría. La Sagrada Escritura, que es tan cruda en describir la situación humana sometida al pecado y a la ruina, nos invita también a la esperanza y al regocijo. El profeta Miqueas, en la primera lectura, anuncia que vendrá el Mesías que “será la Paz”. Y en el Evangelio todo es complacencia: “En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó con gran voz: Bendita tú entre las mujeres... Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”. Esto que se le dice a María es para nosotros, para todo cristiano y para todo creyente: “Feliz el que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas
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de parte del Señor”. Es como si dijera: “Feliz el que ha creído en la Palabra de Dios porque acepta las promesas que en ella se contienen”. Recordemos que una vez dijo Jesús: “Feliz el que escucha la Palabra y la pone por práctica”. La Palabra de Dios no son sonidos, la Palabra de Dios son hechos, más aún, se resumen en un solo y grandioso acontecimiento que se llama ¡Jesucristo! Y Jesucristo es Aquel que nos ha liberado del fin al que estamos sometidos y nos ha dado un nuevo comienzo. No deja de ser muy expresivo el hecho de que la Navidad la celebremos cuando termina el año. Sí, todo termina, todo está sometido a la caducidad y a la muerte, pero con Jesucristo todo comienza de nuevo. Con El ha llegado un nuevo nacimiento, una nueva vida, un nuevo futuro. Con El ha nacido la esperanza porque El es nuestra Paz. Celebremos, pues, la Navidad conscientes de nuestros límites, pero también conscientes de lo que hemos recibido en Jesucristo: un nuevo futuro, otro porvenir. Por tanto, no es la tristeza por lo que termina lo que debe embargar nuestro corazón, sino la alegría por lo que empieza.
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NAVIDAD
“María es la imagen perfecta de la creatura recreada por Dios” Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Gn 3, 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11-12; Lc 1, 26-38. En el seno de la Iglesia podemos contemplar multitud de misterios divinos, de acciones extraordinarias de Dios que nos llenan de admiración y regocijo, pero también de temor y reverencia. Todo el año litúrgico, en efecto, está colmado de celebraciones en las que se invocan y recuerdan los misterios salvadores de Dios para con su Iglesia y para con el mundo. Esto lo podemos percibir de manera particular en este tiempo de Adviento y Navidad. Ahora, precisamente, nos preparamos para celebrar el gran misterio de la Inmaculada Concepción. Yo los invito a que reflexionemos un poco sobre el contenido de este misterio y a tratar de asimilar el mensaje y la revelación que nos trae. Es muy significativo que celebremos este misterio el ocho de diciembre, en pleno tiempo de Adviento, cuando nos preparamos para recordar el misterio de la Navidad o de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo. Al colocar esta fiesta en el ciclo de la Navidad, la Iglesia nos quiere mostrar que el misterio de la Inmaculada Concepción está íntimamente vinculado con el misterio de la Encarnación del Señor. En efecto, la Inmaculada Concepción de María presagia la grandeza del que ha de nacer y de la obra que ha de realizar. María Inmaculada es el signo, el anuncio, la proclamación de la inminente llegada del Salvador. ¿Por qué? Inmaculada Concepción significa que María fue preservada del pecado en orden a su maternidad divina. Era necesario que la Madre del Redentor fuera santa y libre de todo mal. María nació sin pecado, fue santificada previamente por Dios para que fuera la Madre del santificador. Pecado original quiere decir que todo hombre, todo ser humano, nace en este
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mundo alejado de Dios. Esto es un hecho del que nos damos cuenta claramente. Dios es el objeto de todos nuestros deseos, pero no lo vemos, no lo percibimos. Lo anhelamos y no sabemos quién es El. Esta es nuestra terrible situación y todo pecado personal que cometemos la reafirma y nos aleja más de El. Pero aunque estemos hundidos en el pecado, en lo íntimo de nuestro corazón queda la nostalgia, el deseo de Dios. Lo contrario de esa situación es la santidad. Cuando Dios está cerca, cuando Dios se comunica al corazón de alguien, esa persona es santa. Santidad, entonces, es la presencia de Dios. Al decir que María fue exenta de pecado, queremos decir que en su ser y en su vida estuvo Dios presente y actuante desde el primer instante de su concepción. Ella no nació en la situación de ruptura y lejanía de Dios en que todos nacemos. Podemos decir que ella nació rodeada toda del infinito amor de Dios. ¿Por qué esta excepción? ¿Por qué este privilegio? Por varias razones. Una, porque si ella iba a ser la Madre del Salvador, de aquel que nos libraría del pecado, que nos acercaría de nuevo a Dios, convenía que gozara anticipadamente de la obra de su Hijo, que percibiera con anterioridad lo que su Hijo iba a realizar en todos los que por la fe habrían de acercarse a Dios. Es decir, puesto que ella habría de ser la Madre del Salvador, Dios quiso que experimentara en sí, previamente, los efectos de la obra salvadora. María, pues, fue santificada desde su concepción, en orden a su maternidad divina. Pero además, en María se muestran anticipadamente los efectos de la obra salvadora para que ella fuera como la precursora de esa obra, la imagen y el anuncio de lo que sería la obra salvadora de Cristo. La Inmaculada Concepción de María es un misterio de amor de Dios que anuncia otros misterios de su infinito amor: los misterios de la Encarnación y de la Redención. Podemos, entonces, decir, que María fue concebida sin pecado para que colaborara con Dios, para que sirviera a Dios en los misterios de la Encarnación y de la Redención. La obra de la Redención, que particularmente celebramos en Pascua, es llamada también en la Sagrada Escritura nueva creación, porque es mediante esa obra salvífica como Cristo Jesús nos recreó para Dios, pues a causa del pecado, de la lejanía que vivimos respecto a Dios, nuestro ser estaba como deteriorado, estropeado. Pero Cristo Jesús ha restaurado esa imagen y nos ha devuelto la amistad con Dios. Pues bien, en María se manifiesta esa restauración, esa criatura nueva querida por Dios de manera singular. Ella es la criatura de Dios preservada de caer en el deterioro del pecado, y por lo tanto, es la imagen de la nueva criatura sin el contagio del mal y del pecado. Sin embargo, el misterio de la Inmaculada Concepción, como todo el misterio de María, no es posible entenderlo fuera de la Iglesia, porque ella es la imagen perfecta de la Iglesia. Quien no sea cristiano, quien no pertenezca a la Iglesia considerará toda nuestra devoción mariana y todo el misterio de María que
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nosotros los cristianos celebramos con tanto regocijo, como algo extraño y, por demás, exagerado. Y es que el misterio de María, así como está dependiente de los misterios de la Encarnación y de la Redención de Cristo, es un misterio en función de la Iglesia. Es decir, María es la imagen de lo que debe llegar a ser la Iglesia. Ella, en efecto, es la Iglesia llegada a su perfección. Esto se entiende si tenemos en cuenta que la obra redentora se manfiesta en la Iglesia, y dentro de la Iglesia, y María es, por una parte, el primer fruto de la redención, y además, la máxima expresión de esa redención o salvación. Así que María Inmaculada es la imagen de la santidad plena de la Iglesia, es el límite hasta donde ha podido llegar la santidad de la Iglesia, hasta donde llega la inmensidad del amor salvador y santificador de Dios. No ha habido ni habrá criatura de Dios que llegue al extremo de la santidad de María. Si queremos conocer el amor que Dios nos tiene, consideremos, por tanto, a la Inmaculada Virgen María. Ella fue redimida anticipadamente, como una oferta amorosa de Dios. En ella nos comunica Dios a nosotros que de la misma manera somos redimidos sin mérito alguno de nuestra parte, simplemente porque Dios nos ama, y nos da como oferta amorosa esa salvación y santificación que brillan tan esplendorosamente en María. Sin embargo, no pensemos que por ser predestinada María no fue libre, que Dios la obligó a que fuera santa y colaborara con El. El la predestinó con un amor singular y una gracia excepcional, pero María debió responder libremente, durante toda su vida, a esa gracia que se le daba. De hecho, ella acogió libremente el don de la Inmaculada Concepción como también el don de la Encarnación del Verbo y la consecuente maternidad divina. Su respuesta al Angel y su cántico del Magníficat expresan la aceptación de amor y de confianza al don y a la obra del “Santo y Poderoso, cuya misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen... y que se acuerda de su misericordia... en favor de Abraham y su descendencia por los siglos”. Considerar, pues, el misterio de la Inmaculada Concepción de María, es considerar el misterio de la acción salvadora de Dios para con todos nosotros de generación en generación.
“En Belén empezó un nuevo futuro para el mundo” Natividad de nuestro Señor Jesucristo Noche: Is 9, 1-6; Sal 95; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-14; Aurora: Is 62, 11-12; Sal 96; Tt 3, 4-7; Lc 2, 15-20; Día: Is 52, 7-10; Sal 97; Hb 1, 1-6; Jn 1, 1-18. Hay misterios que nos fascinan y nos asombran. Hay misterios de amor y de gozo ante los que sólo cabe el silencio porque las palabras son pobres para
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expresar lo que sentimos. Entonces descubrimos el lenguaje del silencio; pero también nos damos cuenta de que hay silencios de horror y de angustia, y hay silencios de gozo y de ternura. Esta noche toda la Iglesia está colmada por este gozoso silencio, porque hoy recordamos uno de los dos más grandes misterios de nuestra fe: Dios, sublime por su fuerza, el Omnipotente creador de todo cuanto existe, el que afianzó la tierra y la creó habitable, el que despliega su infinita sabiduría en mundos inmensos e incontables, que puso sus límites al mar y leyes a los cielos, el que manifiesta su sabiduría en todas sus criaturas, el Dios por quien existen todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles, en quien fuimos elegidos antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo, en quien fuimos destinados a ser hijos de Dios, y en quien toda la creación y la historia humana alcanzarán su plenitud, ese Dios en quien vivimos, nos movemos y existimos, se hizo hombre, nació en este mundo como un niño. Si los misterios de la creación nos seducen y los misterios de la historia nos desconciertan, este misterio de Dios hecho hombre nos hace callar de asombro y nos hace cantar de felicidad. Si supieramos leer el silencio del universo nos daríamos cuenta de que todo él está cantando esta noche con la Iglesia, regocijándose con ella, orando y alabando a Dios con ella por toda la tierra. Quisiera tener un lenguaje lo más claro y expresivo posible para poder decirles a ustedes cuál es ese misterio que estamos celebrando, para invitarlos a mirar qué es lo que se esconde en Belén, qué fue lo que empezó en el vientre santísimo de María. Porque con el nacimiento de Jesús en Belén se inició un movimiento en el universo que sólo culminará al final de los siglos y que va creciendo con los tiempos. Permítanme que les recuerde las etapas de este misterio que se llama Jesucristo: Jesús anunciado por los profetas de Israel durante mil años, Jesús en el vientre santísimo de María, Jesús en la pobre y humilde cuna de Belén, Jesús que muere redimiendo al mundo en la Cruz, Jesús que duerme en el silencio terrible de la tumba, Jesús que resucita para llenar totalmente el universo con su poder y con su gracia, Jesús que habita silencioso y activo en el corazón de todo creyente, y lo va haciendo parte de sí y sigue creciendo de siglo en siglo construyéndose su cuerpo con todos los que lo acogen y se dejan irradiar por su fuerza y su poder, irradiación que llega hasta los límites de toda la creación. Hoy celebramos el nacimiento como niño en Belén de Aquel que vendrá, porque es el “Primero y el Ultimo; el que vive. El que estuvo muerto, pero ahora vive para siempre y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo” (Ap 1, 17-18), el Veraz que juzga y combate con justicia, el Rey de Reyes y Señor de los Señores. Por eso, esta noche misteriosa recordamos no sólo lo que pasó hace unos dos mil años; hoy recordamos también lo que está pasando: el misterio insondable de Jesucristo. Contemplemos, hermanos, este misterio asombroso e infinito. Es un misterio que recorre los siglos; que empezó callado y humilde en Belén, que
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nos ha asumido a nosotros en su torrente y que va impetuoso y firme hasta la culminación en el Cristo total, el Cristo cósmico, el Cristo universal, el Cristo del final de los siglos. Navidad es el Cristo que está naciendo y creciendo con el pasar de los siglos. Navidad es el Cristo que empezó a nacer en Belén y sigue naciendo hoy y siempre en todo corazón en cuya profundidad brota la fe. Porque el que un día nació en el corazón de María por la esperanza y se encarnó en su vientre, también sigue naciendo por la fe en el corazón de todos los que lo aceptan, lo siguen y se unen a su obra, la del Cristo total, el Cristo consumado en el gozo del Padre. Así que cada Navidad que celebramos es un paso más y una señal nueva en el caminar hacia el Cristo universal, nuestra plenitud, nuestra consumación. Una noche de Navidad, en una aldea de Israel que se llama Belén, empezó un futuro nuevo para el mundo, que habría de asumir y transformar todo lo antiguo. Pues así como toda venida de un niño a un hogar es un futuro nuevo que arriba y cambia todas las perspectivas de aquella casa, así el nacimiento de Jesús en Belén ha significado la donación por Dios de un futuro insólito para el mundo. El mundo dormía, María miraba sin comprender y todo lo guardaba en su corazón, José atónito contemplaba y oraba, y en el cielo los ángeles cantaban. Era sólo un niño, pobre y desconocido, pero El lo transformaría todo. El era el comienzo de algo tan grande y terrible como una nueva creación. Todo empezó en el silencio y la humildad, así como pequeña, humilde y silenciosa es la semilla en las entrañas de la tierra y luego brota y llega a ser un inmenso árbol en el que anidan las aves del cielo. Por eso el profeta Isaías pudo decir: “¿No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo? Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Is 43, 18-19). San Pablo nos dice que el “plan secreto que Dios ha tenido escondido durante siglos y generaciones y que ahora ha revelado a los que creen en El” es que Cristo habita en nosotros (Col 1, 26-27). Ese Cristo que nació en Belén sigue naciendo y creciendo hoy en los corazones de los creyentes. Este es el gran misterio de Dios, este es el gran secreto. ¡Adoremos este misterio!, ¡agradezcamos a Dios por lo que hace brotar en nuestros corazones! ¡Consideremos con fe esta fascinante obra de Dios y dejemos que El nos realice plenamente en Cristo! Así entenderemos que Navidad es también la fiesta de nuestro nacimiento: en Cristo, con Cristo y por Cristo.
“La familia es la base de una civilización del amor” Fiesta de la Sagrada Familia 19
Si 3, 2-6.12-14; Sal 127; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52. El papa Juan Pablo II define así lo que es la familia: “La familia es una comunidad de personas, para las cuales lo propio de existir y vivir juntos es la comunión”. Fuimos creados para ser una comunión; y en esto, precisamente, nos ayuda la familia, esto lo aprendemos en la familia. Ella tiene su origen en el mismo amor con el que el Creador ama todo lo creado, y su modelo último está en el mismo misterio trinitario de Dios. Decimos último o más profundo, porque también tenemos el modelo histórico de la familia en la familia de Nazaret, ese misterio que hoy festejamos. Antes de crear al hombre, parece como si el Creador hubiera entrado dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el “Nosotros” divino. La “comunidad” familiar se origina en la comunión de los cónyuges, porque el matrimonio es una alianza de personas en el amor. Es del misterio del “Nosotros” trinitario del que también se deriva, en cierto modo, la comunión de las personas y, por lo tanto, la “comunión conyugal” se refiere también a este misterio. Pero además, y teniendo en cuenta que la comunión humana que buscamos en el matrimonio, en la familia, en la sociedad y en la Iglesia es algo deficiente porque está en proceso, la comunión de las personas en la familia debe ser preparación para la “comunión de los Santos”, que es la perfección de la comunión que anhelamos. Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. El “nosotros” de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el “nosotros” de la familia. Si en el dar la vida los padres colaboran en la obra creadora de Dios, mediante la educación participan de su pedagogía paterna y materna a la vez. Sobre la base de la comunión matrimonial, la familia está llamada a ser comunidad de personas. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo “tú” humano se inserta en la órbita del “nosotros” de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo. Así que la Iglesia defiende y promueve el valor de la familia porque ella nos ayuda y enseña a ser imagen y semejanza de Dios, es decir, nos educa para ser comunidad, como Dios que es una comunidad de personas. Y puesto que la Iglesia debe ser también una comunidad y una comunión, los Padres de la Iglesia y la tradición cristiana, han hablado de la familia como “iglesia doméstica”, como “pequeña iglesia”. Por lo mismo, la familia es el primero y más importante de los caminos de la Iglesia en este mundo. Es “célula vital de la grande y universal familia humana. Es la más pequeña y primordial comunidad humana”. Dios Creador llama al hombre a la existencia en el seno de la familia, y aquí comienza su gran aventura, la aventura de la vida. El hombre debe llegar a ser comunidad; y al
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servicio de este plan de Dios está la Iglesia. La familia existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables. Sin embargo, la civilización actual parece haber renunciado en muchos casos a ser una civilización del amor. La Iglesia encuentra muchas formas de oposición por parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso. Si por un lado existe la “civilización del amor”, por otro está la posibilidad de una “anticivilización” destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho. El desarrollo de la civilización contemporánea está vinculado a un progreso científico-tecnológico que se verifica de manera muchas veces unilateral, presentando como consecuencia características puramente positivistas. Como se sabe, el positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el utilitarismo a nivel práctico y ético. El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las “cosas” y no de las “personas”; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. Vivimos una civilización consumista y hedonista. En el contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Basta examinar ciertos programas de educación sexual, o las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado “derecho de elección”. Un “amor no hermoso”, o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia, o a un recíproco “uso” del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades. Una civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca una civilización del amor. El individualismo de la sociedad actual supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, estableciendo él mismo la verdad de lo que le gusta o le resulta útil. En la base del utilitarismo ético está la búsqueda constante del máximo de felicidad: una felicidad utilitarista, entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata del individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero bien. Para la cultura de la satisfacción el “fruto bendito de tu vientre” llega a ser, en cierto modo, un “fruto maldito”. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en “civilización de la muerte” recibe una preocupante confirmación.
“Todo año nuevo es un don de Dios y no depende del destino” Treinta y uno de diciembre 1Jn 2, 18-21; Sal 95; Jn 1, 1-18. Estamos esta noche congregados en este templo para dar gracias al Señor por
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todos los bienes que nos concedió en el año que ahora termina y para entregarle confiadamente el futuro que nos ofrece con el nuevo año. Como cristianos, despedimos el año que se va con agradecimiento y recibimos el que viene con fe y esperanza. Pero al mismo tiempo que hacemos esto, los invito a que reflexionemos en una de las realidades de nuestra fe que Dios nos ha concedido en Cristo Jesús. Estoy hablando de la libertad que Cristo nos da respecto a los poderes que rigen este mundo tenebroso. San Pablo nos dice: “Dios nos libró del poder de las potencias tenebrosas que rigen este mundo y nos trasladó al Reino de su Hijo querido” (Col 1, 13). ¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué hablar de esto hoy treinta y uno de diciembre? Hablamos de esto precisamente hoy, porque estamos despidiendo un año y saludando otro nuevo y porque mucha gente, los que no tienen fe y aun algunos cristianos, viven sometidos a esos poderes tenebrosos que rigen este mundo, son esclavos y no han conocido la libertad que Cristo nos da. En otro lugar nos dice san Pablo: “¿Por qué vivís vosotros como si todavía dependierais de las potencias cósmicas? Lo que las gentes dicen sobre los poderes cósmicos, no tiene nada que ver con Cristo. Cristo Jesús es Señor de todas las fuerzas y poderes de este mundo y vosotros no estáis ya sometidos a esos poderes” (Col 2, 2022). ¿De qué poderes o potencias se trata? Bueno, pues se trata de esas quimeras o fantasías en cuyas manos pone mucha gente su futuro, toda su vida. Mucha gente habla de la suerte, del destino, de la fatalidad, de los astros, del sino, de la fortuna, como si la vida de ellos dependiera de esas cosas. ¿Y qué son esas cosas? ¿Qué es el destino, qué es la fatalidad, qué es la suerte? Pues fuerzas oscuras que la gente cree que rigen sus vidas y determinan su futuro. ¿Pero qué nos dice la Sagrada Escritura? Ya lo hemos dicho, pero lo repito: “Cristo Jesús es señor de todas las fuerzas y poderes de este mundo y vosotros no estáis ya sometidos a esos poderes”. Y en otro lugar agrega san Pablo: “Dios ha quitado todo poder a los principados y potestades de este mundo tenebroso” (Col 2, 15). Como consecuencia, la vida del mundo, la vida de cada uno de nosotros no depende de ninguna fuerza misteriosa o tenebrosa, no depende de ningún destino ciego, o de una fatalidad, o de los astros. Nuestra vida, nuestro futuro depende de Cristo. El nos ha liberado. Por eso mismo nos dice la Primera Carta a los tesalonicenses: “Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas” (1Ts 5, 5). Es lo mismo que con otras palabras nos dice la Carta a los gálatas: “Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Ga 5, 1). ¿De cuál esclavitud? Pues de la esclavitud de las tinieblas, del miedo, de las tales fuerzas ocultas o tenebrosas. Si perteneces a Cristo, ¿por qué te llenas de terror y miedo como si fueras esclavo? ¿Por qué piensas que tu
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destino depende de esas tales fuerzas ocultas y no de Cristo a quien le perteneces por el bautismo y por la fe? En la Carta a los colosenses nos vuelve a decir san Pablo: “Dios les ha dado una nueva vida mediante la unión de ustedes con Cristo por la fe. Por tanto, pongan su corazón y sus pensamientos en esa nueva realidad” (Col 2, 6-7) y no se sometan a las fuerzas y poderes de que tantas gentes hablan con el fin de reducirlos nuevamente a la esclavitud. No vivan en la angustia, no vivan en el miedo, sino en la libertad y en la alegría de los hijos de Dios. Nuestro futuro, nuestro año nuevo, no nos lo da las fuerzas ocultas, ni la suerte, ni el destino. Nuestro nuevo año es un don de Dios, porque pertenecemos a Cristo, es El quien nos guía, es El quien nos lleva hacia el Reino del Padre, es El quien cuida de nosotros. ¿Por qué entregas el cuidado de tu vida, por qué entregas tu futuro y tu mañana a tales fuerzas ocultas que Cristo ha reducido a la nada? Mira, pues, el nuevo año como un don de Dios, mira el futuro como obra de Cristo en tu vida, y por tanto, míralo con alegría, con esperanza. Lo malo que te pueda suceder no es porque Cristo quiera dártelo, sino porque mientras caminamos por este mundo el mal tratará de atraparnos, de destruirnos, de acabar con nuestra fe, de amilanarnos para aniquilar nuestra esperanza. El mal que te pueda suceder lo afrontarás si tienes las fuerzas de la fe y de la esperanza. Pero si te llenas de miedo y de angustia, si caminas por el mundo como esclavo de las potencias de este mundo tenebroso y no afirmas la libertad que Cristo te ha dado, entonces no caminas hacia el Reino de Cristo, hacia la Casa donde el Padre te espera para hacer una fiesta por tu llegada. ¿Se dan cuenta ustedes de que para nosotros los cristianos un nuevo año no significa hundirnos en un abismo oscuro? ¿Se dan cuenta ustedes de que para nosotros los cristianos un año nuevo es un don de Dios, un camino que el Señor nos abre para que avancemos hacia su Reino de luz, de paz y de verdad? El sentimiento que, como personas de fe, debemos tener esta noche y en el año nuevo, está maravillosamente expresado en el salmo 23 (22), que yo recomiendo orar en estos días, sobre todo a las personas que se sientan tentadas por la angustia o el miedo ante el futuro. El salmo dice: “El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me apacienta, hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma. Me guía por senderos de justicia, por amor de su nombre. Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré... Tú preparas para mí una mesa, frente a mis enemigos... Sí, la dicha y la alegría me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor, por años sin término”.
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“Las apariciones de la Sma. Virgen María no son dogma de fe” Octava de la Navidad del Señor Solemnidad de Santa María, Madre de Dios Nm 6, 22-27; Sal 67; Ga 4, 4-7; Lc 2, 16-21. La liturgia de la Iglesia que signa y orienta el paso del tiempo mediante la celebración de los misterios cristianos, enseñando así a los cristianos el sentido de la vida y de la historia humana, está toda envuelta en una belleza realmente espléndida. Pero particularmente la liturgia de este tiempo de Navidad es como si fuera todo poesía. Hoy aparece en su grandeza y misterio la figura humana más destacada de este ciclo navideño: María, la Madre del Señor. La Iglesia le da el título de Madre de Dios para expresar su excelsa dignidad. ¿En qué consiste esa grandeza de María y por qué “todas las ge-neraciones la llaman bienaventurada” y la Iglesia le tiene un culto superior al de todos los santos? “Cuando hace dos mil años su vientre fue tocado por la eternidad, la Virgen María de Nazaret exclamó: ‘Todas las generaciones me llamarán bienaventurada’. Entre todas las mujeres que han vivido, la madre de Jesucristo es la más celebrada, la más venerada, la más representada en cuadros y pinturas, la más honrada al darse su nombre a niñas y a iglesias. Hasta el Corán de los musulmanes alaba su fe y su virginidad. Entre los católicos, la Sma. Virgen es reconocida no sólo como la Madre de Dios sino también, de acuerdo con los últimos Papas, como la Reina del Universo, la Reina del Cielo, el Trono de la Sabiduría y aun como la Esposa del Espíritu Santo. Para darnos una idea de los títulos que la Iglesia le ha dado, basta pensar en la cantidad incalculable de advocaciones con las que se le invoca, o recordar, simplemente, las letanías marianas. También María es la mujer más controvertida de la historia. Por siglos los protestantes se han opuesto con vehemencia a su exhaltación. Y las maravillas sobre María se presentan hoy más que nunca. En una época en que los científicos debaten las causas del nacimiento del universo, tanto la veneración como el conflicto en torno a María han alcanzado niveles extraordinarios. Una reviviscencia de la fe en María se está extendiendo por todo el mundo. Millones de creyentes están fluyendo hacia los santuarios. Aún más notable es el número de visiones de la Virgen que han proclamado en los últimos cinco años, desde
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Yugoslavia hasta Colorado en los EE. UU. Multitudes de gentes en todo el mundo están viajando a grandes distancias para demostrar personalmente su veneración a la Sma. Virgen. El siglo XX se ha convertido en la era de las peregrinaciones marianas. Algunos ejemplos: “Lourdes, que es el más grande de los 937 santuarios que tiene Francia, ha recibido en los dos últimos años 5 millones y medio de peregrinos. Fátima, en Portugal, ha recibido 4 millones y medio de peregrinos en un solo año. Czestochowa, en Polonia, ha recibido otros 5 millones de peregrinos en un año. El santuario de Knock en Irlanda recibe 1 millón y medio de peregrinos cada año. El santuario de Maryland en EE. UU., uno de los 43 grandes santuarios marianos de ese país, recibió medio millón de peregrinos recientemente, y el santuario de Medjugorje en Croacia —antigua Yugoslavia— ha recibido más de 10 millones de peregrinos desde 1981”. ¿Qué debemos decir nosotros a todo esto? ¿Qué actitud debemos tomar como católicos ante este fenómeno? 1) Hay un hecho: María tiene una misión para con la Iglesia y el mundo, misión de protección e intercesión ante Dios. 2) Sus manifestaciones, unas son ciertas, otras son falsas. Unas llevan a la verdadera fe, otras son histerismo colectivo. ¿Cómo saber? María no revela nada nuevo respecto a la Revelación. Ella no da ningún secreto. No pretende enseñar algo desconocido. Ella simplemente mueve a la fe y a la piedad. Su tarea es promover la fe. Ella invita a la oración y a la penitencia. 3) No hay obligación de creer en las apariciones, ni siquiera en aquellas más aceptadas generalmente. No porque una persona no crea en las apariciones de la Sma. Virgen en Fátima o en Lourdes, por eso está en pecado o deja de ser católico. Deja de ser católico si no acepta la revelación que nos ha dado el Señor, o si no venera a María, como Madre de Jesús y Madre de Dios. Las apariciones de la Sma. Virgen no son dogma de fe. Los católicos visitamos los santuarios marianos, ante todo, para venerar y honrar a María la Madre del Señor, la Madre de Dios, independientemente de si es cierta o no su aparición en ese determinado lugar. La fe no se fundamenta en apariciones y los católicos debemos recordar lo que Jesús dijo a Tomás: “¿Crees porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20, 29). Lo que está al origen de todo es el designio misterioso de Dios, la elección que El ha hecho de María para realizar su obra salvífica. Nosotros los católicos la veneramos inmensamente, como lo estamos haciendo hoy, sobre todo por ese título sin-igual: Madre de Dios. María supo responder a la oferta de Dios. Su respuesta de fe la llevó a realizarse como la Madre de Dios. Ese misterio es una revelación del plan de Dios, de su actitud para con su creatura y de la forma como nosotros debemos responderle. En esto, María es nuestra guía y maestra. Por esto también le damos gracias en este día, al iniciar el nuevo año. “Hay personas que frustran el plan de Dios para con ellas” La Epifanía del
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Señor Is 60, 1-6; Sal 72; Ef 3, 1-3a.5-6; Mt 2, 1-12. Los profetas del Israel habían anunciado la venida del Mesías, e Israel lo esperaba ansiosamente, pero cuando vino no lo reconocieron ni lo aceptaron. Esta es una gran tragedia y una terrible ironía. ¿Por qué no lo aceptaron si tan ardientemente lo esperaban? No lo aceptaron porque no vino como ellos querían. Ellos esperaban un gran Rey, revestido de fuerza, poder y riqueza, que utilizaría ese poder para destruir a los enemigos de su pueblo y darle las libertades políticas y económicas que ellos deseaban. El Mesías, el Salvador, no nació según la gente quiere y desea que debe ser un Rey: ¡deslumbrante, lleno de lujo, de poder, que subyugue, que impresione y maraville! Jesús, en cambio, nació en una pesebrera, sin riqueza, sin poder, sin lujo. Frustró las esperanzas del Rey-Mesías tal como lo esperaba Israel. ¿Por qué? Porque Dios no actúa como nosotros pensamos que debe actuar. La Sagrada Escritura nos lo repite de muchas maneras. Recuerden ustedes esto que Jesús dijo a los fariseos: “En realidad, lo que parece valioso para los hombres es despreciable para Dios” (Lc 16, 15), y en Isaías nos dice el Señor: “Porque mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos, oráculo del Señor. Cuanto dista el cielo de la tierra, así mis caminos de los vuestros, mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9). Por esto, precisamente por esto, el Evangelio de san Lucas nos dice: “Los fariseos y los doctores de la ley frustraron el plan de Dios para con ellos” (Lc 7, 30). Que esto sea así, que muchos se equivocan sobre la obra de Dios y frustran el plan de El para con ellos, lo reafirma el mismo Jesús cuando dice con tono amargo: “¿Con quién compararé a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a esos muchachos que se sientan en la plaza y, unos a otros, cantan esta copla: ‘Os hemos tocado la flauta y no habéis danzado; os hemos entonado lamentaciones y no habéis llorado’. Porque vino Juan el Bautista, que no comía ni bebía, y dijisteis: ‘Está endemoniado’. Viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de los publicanos y pecadores’” (Lc 7, 31-34). El texto del Evangelio que hoy hemos escuchado nos muestra también esta terrible ironía: nace Jesús; Herodes, el rey, y toda Jerusalén se sobresaltan. En cambio, unos sabios de Oriente, unos paganos que no conocían las Escrituras ni los oráculos de los profetas, vienen a adorarlo. Israel no lo reconoció, no lo aceptó y, sin embargo, desde entonces, los otros pueblos del mundo han ido reconociéndolo cumpliéndose así la profecía de Isaías, que escuchamos en la primera lectura: “A tu luz caminarán los pueblos y los reyes al resplandor de tu aurora. Alza la vista y mira a tu alrededor: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos”. Los sabios de Oriente son también un símbolo y una profecía: ellos significan los reyes de la tierra que en
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el transcurso de los tiempos adorarían al Señor. San Pablo se planteó este mismo problema, y oigan lo que dice en la Carta a los romanos: “¿Qué concluir de esto? Pues que los paganos, que no se esforzaban en buscar la salvación, recibieron esa salvación a la que se llega por medio de la fe. Israel, en cambio, afanándose por cumplir una ley que debía llevar a la salvación, ni siquiera cumplió la ley. ¿Sabéis por qué? Pues porque, al prescindir de la fe y apoyarse en sus obras, tropezaron en aquella piedra puesta como prueba” (Rm 9, 30-32). Y más adelante agrega: “Pregunto todavía: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que sucumban definitivamente? ¡De ninguna manera! Por el contrario, con su caída ha llegado la salvación a los paganos, quienes a su vez han provocado la emulación de Israel. Y si su caída y su fracaso se han convertido en riqueza para el mundo y para los paganos, ¡qué no sucederá cuando alcancen la plenitud!” (Rm 11, 11-12). Esta fiesta de la Epifanía nos invita a reflexionar sobre un gran misterio que se está desarrollando en la historia y que todavía no ha alcanzado su plenitud. Ese misterio es que Cristo Jesús debe ser conocido y reconocido en el mundo entero. Sin embargo, aunque mucho se ha avanzado, aún falta más. Lo cual significa que el mundo no se va a acabar todavía como tantos profetas falsos están gritando por ahí. Además, Dios está actuando en la historia, pero recordemos, actúa de una manera misteriosa, callada, escondida, pero firme y definitiva. Así como Herodes y la gente de Jerusalén se alborotaron e hicieron un gran escándalo, no por eso lograron acabar con ese niño aparentemente tan débil, en brazos de una mujer aparentemente también muy delicada. ¿Y quién triunfó? La causa de Jesús sigue en el mundo mientras que Herodes y sus secuaces pasaron como tantos tiranos de la historia. Por último, el triunfo de Jesús será el triunfo de la verdad, del bien, de la vida, del amor, de la justicia y de la paz. No se entiende, pues, cómo es que algunos estén anunciando una venida catastrófica de Cristo. El vendrá para consumar su obra, no para destruirla. Destruirá sí la mentira, el mal, la muerte, y esto ¿no debe alegrarnos? Pienso que debemos tomar muy en serio las palabras de san Pablo en la Carta a los romanos: “Si el rechazo que los judíos hicieron de Jesús tuvo como consecuencia que la salvación llegara al mundo entero y se convirtiera en riqueza para el mundo y para los paganos, ¡qué no sucederá cuando alcancen la plenitud!”, es decir, ¡qué no sucederá cuando El vuelva! (Rm 11, 12). El libro del Apocalipsis expresa esta consumación de la obra que empezó en Belén de esta manera: “Después de esto, oí en el cielo algo así como la voz potente de una inmensa muchedumbre que cantaba: ‘¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, que juzga con verdad y con justicia. El ha condenado a la gran prostituta, la que corrompía la tierra con sus prostituciones...’. Oí luego algo así como la voz de una inmensa muchedumbre, como la voz de aguas caudalosas, como la voz de truenos fragorosos. Y decían:
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‘¡Aleluya! El Señor, Dios nuestro, el todopoderoso, ha comenzado a reinar. Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria’” (Ap 19, 1-2.6-7).
“En el Bautismo recibimos, como Jesús, un don y una misión” Domingo después de Epifanía Fiesta del Bautismo del Señor Is 42, 1-4.6-7; Sal 29; Hch 10, 34-38; Lc 3, 15-16.21-22. El Bautismo es el sacramento de la iniciación cristiana, y el Bautismo fue para Jesús, según nos lo presenta hoy el Evangelio de Lucas, la iniciación de su tarea evangelizadora. Sabemos que Dios actúa constantemente en el mundo y en la vida de los creyentes, pero los signos que nos anuncian esa acción de Dios de modo particular y concreto son los sacramentos. Precisamente eso es lo que nos cuenta el Evangelio de hoy: Dios Padre proclama su acción especial en la vida de Jesús en el momento en que El recibe su Bautismo de parte de Juan. De manera que su Bautismo en el Jordán fue un signo concreto de la presencia y de la acción de Dios Padre en su vida: el Espíritu Santo descendió sobre El y el Padre lo proclamó su Hijo amado. De igual manera, cuando nosotros recibimos el Bautismo fuimos constituidos hijos de Dios y recibimos el Espíritu Santo que nos hace llamar Padre a Dios. Si, pues, el Bautismo de Jesús fue el signo que anunciaba la especial relación que El tenía con Dios Padre, así también, nuestro Bautismo es el signo que nos recuerda y proclama la especial relación que Dios ha querido tener con cada uno de nosotros: somos sus hijos y somos amados por El. En la lectura del libro de los Hechos, san Pedro nos dice de igual manera que a “Jesús de Nazaret Dios lo ungió con el Espíritu Santo y lo llenó de su fuerza”, y agrega: “El pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el mal”. Con esto nos está indicando que de la misma manera que Jesús recibió el don del Espíritu así también recibió una misión. Y esto se aplica de igual modo a nosotros: en el Bautismo recibimos la fuerza de Dios para que hagamos el bien. De ahí que el Bautismo no sea sólo una gracia que Dios nos da; es también una tarea, una misión que nos encomienda. Desde el momento del Bautismo nos constituimos seguidores de Jesús y debemos imitarlo. Pues bien, lo imitamos haciendo el bien como El lo hizo, particularmente a los pobres y afligidos, a los que están en las tinieblas del error
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y del mal. Hay cristianos que no han activado su Bautismo. Viven como cristianos pasivos que sólo esperan que Dios les dé bendiciones y les haga milagros, pero no piensan que deben ser cristianos activos, que deben seguir a Jesús haciendo el bien, proclamando y enseñando el bien como El lo hizo. El Bautismo nos dio una gracia, un don de Dios que tenemos que poner a producir, porque de lo contrario, nos pasa como a aquel que recibió un talento y lo guardó, no lo puso a producir y después vino el Señor a pedirle el fruto de lo que El le había dado. La fiesta del Bautismo del Señor nos invita a reflexionar en nuestro propio Bautismo: ¿qué hemos hecho de él? ¿Somos de verdad seguidores de Jesús? ¿Hacemos el bien como El lo hizo? ¿Servimos a los más pobres y afligidos, tratando de liberarlos de sus males? ¿O somos cristianos meramente pasivos, como aquel que guardó el talento o como las vírgenes necias que no tenían el aceite de sus buenas obras para cuando viniera el Señor? Es gracias al Bautismo que recibimos, seguramente en la niñez, por lo que nos congregamos a celebrar la Eucaristía, porque es gracias al Bautismo que podemos participar en ella y alimentarnos del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pero también la Eucaristía nos recuerda que el Señor nos reúne y nos fortifica para después enviarnos al mundo a llevar el bien que El nos ha otorgado.
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I-ORDINARIO
“El matrimonio católico anuncia que es posible el amor” Domingo 2º del Tiempo Ordinario Is 62, 1-5; Sal 96; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-11. El Evangelio nos presenta hoy al Señor asistiendo a una boda en Caná de Galilea, donde fue invitado con su Madre María. ¿Por qué la Palabra de Dios nos presenta este hecho?, ¿qué sentido tiene? Eso es lo que vamos a tratar de ver. Pero para poder entender lo que este Evangelio quiere decirnos, recordemos ese texto tan hermoso tomado del profeta Isaías. Aquí Dios nos revela el inmenso amor que tiene a su pueblo, y esto lo expresa con una comparación admirable: “Como un joven se desposa con una doncella, así se desposa contigo tu Creador. Como la joven esposa es el gozo de su marido, así tú serás el gozo de tu Dios” (62, 5). Como ustedes se dan cuenta, las dos lecturas hacen referencia a una realidad humana y cristiana fundamental, es la realidad del matrimonio. Y la enseñanza central está en lo que nos dice san Pablo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo; antes bien, lo alimenta y lo cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia... Gran misterio es éste, y yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 25.28-32). Tengamos esto muy presente y vamos a tratar de profundizarlo: el matrimonio cristiano es un signo que anuncia el amor que Cristo le tiene a su Iglesia, a nosotros que somos su pueblo. Por eso la Iglesia da tanta importancia al matrimonio. Veamos. El valor y la importancia que la Iglesia concede al matrimonio lo podemos percibir claramente al ver la diferencia que existe entre la ceremonia matrimonial católica y cualquiera otra, particularmente la del matrimonio civil. Esta que se hace ante un juzgado es fría, escueta, rápida, despojada de todo ceremonial. El matrimonio católico se prepara, se exige un curso, y en la ceremonia hay música, cantos, flores, oraciones y gestos que son ritos sagrados. Hay expresiones de amor, de alegría, de participación, hay dignidad y belleza. ¿Por qué? Para entenderlo, démonos cuenta de que el matrimonio católico no es un simple compromiso social, legal o jurídico. El matrimonio católico es mucho más que
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eso. Es un sacramento. ¿Qué quiere decir que es un sacramento? Bueno, bien sabemos que un sacramento es una realidad visible, un rito o alguna cosa, por medio de la cual Dios se hace presente, nos habla y nos comunica sus dones. Por ejemplo, miren la Eucaristía: el pan y el vino se transforman en Cuerpo y Sangre de Cristo, es decir, en expresión de su presencia y mediante ellos y en ellos Cristo se nos da como alimento espiritual. Pues bien, así es el matrimonio. El compromiso que hacen los esposos de amarse, de ayudarse, de servirse el uno al otro es un signo que expresa el amor que Dios le tiene a su Iglesia. O sea, así como un hombre y una mujer son capaces de amarse y ayudarse el uno al otro, con mayor razón Dios ama y salva y ayuda a su pueblo, con el que está comprometido. ¡Piensen ustedes si la Iglesia no tiene aquí la base de su alegría, de su seguridad, de su esperanza! Al ser signo de esa realidad trascendente, que es el amor de Dios, el matrimonio católico expresa otras muchas realidades. En un mundo donde reinan la agresividad, la violencia, el individualismo y la soledad, el matrimonio cristiano tiene la misión de anunciar que el amor es posible, que el egoísmo y la soledad pueden ser vencidos, que son posibles el perdón mutuo y la convivencia. Sin embargo, todos sabemos que esta es la meta y que, por tanto, el Matrimonio es una tarea, no es algo ya hecho, sino que los dos esposos, al comprometerse ante Cristo en la Iglesia, se comprometen a cultivar el amor, el perdón y la ayuda mutua, a construir un hogar donde se respiren la paz y la alegría. ¿Es esto posible? Bueno, puesto que el matrimonio es una tarea, no podemos decir que sea algo fácil y mucho menos hoy. ¿Acaso no vemos cómo se desbaratan matrimonios todos los días? Ciertamente que el matrimonio está atravesando por una crisis profunda. Pero hay algo que las parejas cristianas deben tener en cuenta. No porque un hombre o una mujer cristianos se equivocaron y su vida matrimonial fracasó, esa persona deba considerarse frustrada ante Dios y fuera de la Iglesia. El descalabro es siempre una posibilidad humana, aun en el matrimonio. Pero el cristiano no está vencido por la frustración. El amor de Dios es superior a todos los fracasos. Siendo el pecado el mayor tropiezo, Dios lo supera con su perdón si una persona está dispuesta a buscar y aceptar su perdón. Hoy existen muchos matrimonios fracasados, pero eso no quiere decir que esas personas estén perdidas para Dios. San Pablo nos dice: “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con El, también viviremos con El;... si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tm 2, 11.13). Todo lo cual quiere decir, que si bien el matrimonio católico es inmensamente bello y noble, y además es signo del amor de Dios por su pueblo, ningún matrimonio logra expresar ese amor plenamente, y algunos fallan en su intento. Pero no por eso están excluidas de la Iglesia ni del amor de Dios. Otro aspecto importante en la realidad del matrimonio, es que lo fundamental
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es el amor de los dos esposos. Los hijos son secundarios; primero está el amor que los dos se tienen. Porque los dos se comprometen, ante todo, para amarse; secundariamente para traer hijos. Además, los hijos vienen y se van, pero quedan los dos esposos, que deben renovar su amor y amarse también en la vejez y ayudarse a vivirla plenamente, con alegría y entusiasmo. Por último, pensemos esto: los esposos tienen el don de la procreación. Este es un don de Dios que debe ser administrado con responsabilidad. Lo cual significa que no se pueden traer niños al mundo como se traen perritos o pollitos. Es un ser humano, que empieza a ser tal desde el momento de la gestación y que, por tanto, debe ser respetado, acogido y amado. Un ser humano conoce el amor en el hogar; si el hogar no ha sido construido sobre el amor, entonces los hijos serán unos subalimentados afectivamente y por tanto unos seres subdesarrollados humanamente. Así como hay niños que crecen con un cerebro mal dispuesto porque no han recibido el suficiente alimento material, así hay otros que crecen con un corazón escuálido porque no tuvieron un hogar donde reinaran el amor, la alegría y la paz.
“Comulgamos escuchando la Palabra y recibiendo el Cuerpo de Cristo” Domingo 3º del Tiempo Ordinario Ne 8, 2-4a.5-6.8-10; Sal 19; 1Co 12, 12-30; Lc 1, 1-4; 4, 14-21. Lo que acabamos de oír en la primera lectura, y luego en el Evangelio es lo que siempre hacemos los cristianos cuando celebramos la Eucaristía. Hacemos lo que hacía el pueblo de Israel y lo que hizo Jesús: la primera parte de todas nuestras celebraciones eucarísticas es escuchar la Palabra de Dios. Los domingos hacemos tres lecturas: una del AT a la que sigue un salmo; luego, una lectura del NT, de alguna de las cartas de los apóstoles, y la tercera lectura es siempre tomada del Evangelio. Después de estas lecturas viene la explicación, que se llama homilía. En estas lecturas y reflexiones ocupamos la primera parte de toda celebración eucarística. La segunda parte viene después que ha terminado la homilía y se llama Liturgia de la Eucaristía. Hoy nos vamos a detener en la consideración particular de la primera parte, que se llama Liturgia de la Palabra. He dicho “liturgia”. Esta palabra significa culto. O sea, la liturgia de la Palabra es el momento de culto que tributamos a la Palabra de Dios. ¿Cómo es que le tributamos ese culto? Pues escuchándola. Escuchamos la Palabra de Dios como el pueblo de Israel, desde hace casi tres mil años ha venido escuchándola, y la escuchamos como el pueblo reunido en la sinagoga de Nazaret escuchó a Jesús. Nuestro culto es, pues, y ante todo “un escuchar”. Una persona que sabe escuchar, decimos en la vida ordinaria, es una persona culta. Bien sabemos todos
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lo importante que es esto: una persona que no sabe escuchar es una persona que no sabe dialogar y el que no sabe dialogar es una persona inculta, o inmadura. No saber escuchar es no saber aceptar al otro, sus razones, sus opiniones; es, en suma, no respetarlo. Pues bien, nuestro culto católico implica saber escuchar. De hecho estamos aquí para escuchar al Señor que nos reúne para hablarnos y revelarnos su voluntad y sus misterios. Los profetas del AT exhortaban siempre al pueblo de Israel, diciéndole: “Escucha Israel”. Sin embargo, tengamos bien en cuenta que este escuchar no es como escuchar la radio o la televisión o cualquier mensaje que nos dan los medios de comunicación. Aquí se trata de escuchar con fe. ¿Qué quiere decir esto? Que cuando abres tus oídos para escuchar la Palabra de Dios debes tener en cuenta que quien te habla es el mismo Señor Dios, tu Creador. Así que vienes al templo a escuchar qué te dice el Señor. Esto también significa que no vienes al templo simplemente a que Dios te escuche. Cuando te dispones para venir al templo a decirle algo al Señor, El ya, con anterioridad, sabe lo que tú le vas a decir. El lee tu corazón, basta que tú lo abras. Lo dice muy claro Jesús en el Evangelio: “Al orar no charléis mucho, como los hipócritas, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mt 6, 7-8). Ya por el hecho de que te dispongas a venir al templo a celebrar la Eucaristía, ya le estás abriendo tu corazón al Señor, y El ya está leyendo en tu corazón lo que quieres decirle. Prepárate, entonces, no tanto a decirle sino a escucharlo, porque en la Palabra que se lee en la celebración eucarística hay un mensaje del Señor para ti. Ya hemos dicho que cuando el Señor nos habla en la Eucaristía nos revela su voluntad y sus misterios. Si quieres entender el misterio de tu propia vida y entender para dónde te lleva el Señor a través de los acontecimientos de tu vida; si quieres saber el valor de lo que te ocurre y cómo el Señor lo orienta todo para tu bien; si quieres llenarte de esperanza y confianza ante el futuro y alejar de ti los miedos y las angustias; si quieres sentir en tu corazón el consuelo que Dios da y quieres sentir tu espíritu iluminado, reconfortado y pacificado, entonces escucha la Palabra de Dios. Tengamos presente también esto: escuchar la Palabra de Dios es tan importante como comulgar. De hecho, cuando tú escuchas con atención y con fe la Palabra del Señor estás comulgando con el Señor, estás recibiéndolo en tu espíritu. El Concilio Vaticano II nos dice, precisamente, que la Iglesia le da igual veneración a la Palabra como al sacramento de la Eucaristía. Uno de los más grandes maestros del cristianismo, un hombre llamado Orígenes, decía a los cristianos en el siglo III: “Ustedes, a quienes está permitido acercarse a los santos misterios, recuerden cuán cuidadosa y reverentemente reciben el Cuerpo del Señor, teniendo cuidado de que ni siquiera la más mínima partícula caiga al suelo,
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y que nada del don consagrado se pierda. Si ustedes tienen tal precaución con su cuerpo... ¿cómo pueden pensar que sea menor falta tratar irrespetuosamente la Palabra de Dios?”. Por tanto, no se puede decir que adorar el Santísimo es más importante que adorar la Palabra de Dios. Ambos son igualmente importantes. Y comulgar con la Palabra de Dios es tan importante como comulgar con el Santísimo. Es cierto que la Iglesia ha reglamentado que no se puede tener el Santísimo en casas particulares, sino en los templos de toda la comunidad. Pero todo cristiano puede tener en su casa un sagrario donde le tribute al Señor su reconocimiento y su adoración, donde reconozca su presencia y desde donde irradien en su casa los dones de Dios. Esto lo puedes hacer teniendo en tu casa la Sagrada Escritura. Y si a esto agregas que diariamente la lees, unos tres, cinco o diez minutos, entonces diariamente estás comulgando con el Señor, porque a diario lo estás escuchando. En el Evangelio de hoy nos ha dicho Jesús: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se cumple hoy entre vosotros”. Esto no es la afirmación de algo que ocurrió, sino la proclamación de algo que ocurre siempre que la Palabra de Dios se lee con fe. Ella se cumple en la vida de quien la escucha. La Carta a los hebreos nos dice: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos” (Hb 4, 12). Y el profeta Isaías nos explica cómo es de eficaz la Palabra de Dios, diciéndonos: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55, 10-11). Luego, la Palabra de Dios, cuando es escuchada con fe realiza algo en la vida de quien la escucha. No olvidemos que fue por su Palabra que Dios lo creó todo: “Habló Dios... y así fue”. Cuando Dios habla y su Palabra penetra tu corazón algo nuevo se realiza en tu vida.
“La exigencia de la madurez en las relaciones humanas” Domingo 4º del Tiempo Ordinario Jr 1, 4-5.17-19; Sal 71; 1Co 12, 31—13, 13; Lc 4, 21-30. Si consideramos un poco el mundo o la sociedad en la que estamos viviendo, nos damos cuenta de los muchos conflictos y tensiones que estamos experimentando. Esto no es un gran descubrimiento, ciertamente. Sin embargo, en el análisis de las causas y la búsqueda de las soluciones es en lo que la Palabra de Dios nos da una respuesta que es definitiva. Cuando inaguró el
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Concilio Vaticano II, el papa Juan XXIII dijo que la sociedad humana había entrado en una nueva etapa de relaciones. Esto se puede entender de muchas maneras, y una de ellas es que el Papa indicaba algo que todos experimentamos diariamente. Estamos pasando por una gran crisis en las relaciones humanas, porque la convivencia con los otros nos está exigiendo más madurez. Esto lo vemos en la comunicación entre los esposos, entre los padres con los hijos y de éstos con los padres, y en las relaciones en los lugares de trabajo. El hombre y la mujer ya no pueden tratarse partiendo del concepto, aún inconsciente, de que la mujer es un ser inmaduro y casi infantil, como la cultura machista estaba enseñada a considerarla. Los padres no pueden ya ver a sus hijos desde una perpsectiva paternalista como si ellos fueran propiedad suya. Tampoco los empresarios pueden considerar a sus subalternos desde una perspectiva paternalista y explotadora o dominadora. El ser humano está madurando como persona, consciente de sus derechos y de su dignidad como ser humano y este es un proceso que se irá acelerando, según los analistas sociales. Ahora bien, surge una pregunta: ¿cómo poder coexistir humanamente en este contexto social que estamos viviendo? Son muchos los que optan por encerrarse en su propia soledad cuando han fracasado sus relaciones humanas. Por ejemplo, fíjense el caso de los matrimonios: muchos optan por romper el vínculo, sufrir una terrible crisis y replegarse en su yo, en su soledad. Otros matrimonios optan por vivir juntos, pero sin amarse. Es decir, aceptan ser dos soledades juntas por condicionamientos sociales, económicos o simplemente de rutina. Son muchos, miles de miles, los que optan por la violencia: incapaces de tener relaciones humanas, se deciden por destruirse o destruir a las otras personas. Muchos recurren al licor, a la droga, o al suicidio. Ustedes bien saben que el Evangelio siempre nos ha predicado el amor como el único y definitivo medio de relacionarnos humanamente. Aquí tocamos el punto focal de la respuesta cristiana. La segunda lectura que hemos escuchado hoy, tomada de la primera Carta de san Pablo a los corintios, nos habla de lo que es el amor en su pleno sentido. Sin embargo, para entenderlo bien, para captar mejor lo que es el amor del que nos habla la Palabra de Dios, hagamos algunas distinciones. Una cosa es el amor simplemente natural y otra muy distinta es el amor cristiano. No se necesita ser cristiano para amar. El amor simplemente natural es la atracción que una persona siente por otra y que comporta una gran carga de sentimientos. El amor cristiano, sin embargo, es eminentemente práctico. Observen ustedes la descripción que hace san Pablo: “El amor es paciente, es cortés, no tiene envidia, ni es rudo ni arrogante, no se goza en el mal, sino que goza con la verdad”. El amor cristiano no está determinado por los sentimientos sino por el mandato de hacer el bien. Como el mismo Jesús nos lo explica en el Evangelio de san Mateo: “¿Si amáis a los que os aman, qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los paganos?” (5, 46). Amar, en el sentido cristiano, va más allá de los propios sentimientos, porque
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aunque una persona pueda serte antipática o pueda ser tu enemigo, en el sentido de que te ha hecho el mal, y tú eres capaz de hacerle el bien, entonces has tenido una experiencia cristiana fundamental. Es bueno que nos preguntemos, los que estamos aquí reunidos como cristianos, ¿hemos tenido esa experiencia cristiana básica de haber hecho el bien a una persona que nos repugna, que nos es antipática o que se ha constituido en nuestro enemigo? Pero en el amor hay otra distinción: uno es el amor maduro, otro es el amor inmaduro. Amor inmaduro es el de aquel que sólo quiere ser amado, reconocido, valorado, halagado, es decir, amor inmaduro es el de aquel que ama en cuanto él es el centro. Como ustedes bien saben así es el amor de un niño, así es el amor infantil. Un niño es terriblemente egoísta: como dice la lectura de hoy: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas del niño”. Esto debería ser así, pero los psicólogos nos dicen que hay muchas personas que pueden tener 30, 40 ó 50 años, biológicamente hablando, pero desde el punto de vista del amor, ser terriblemente infantiles: no han salido de sí, no han tenido la experiencia de salir de su propio yo y reconocer el tú de los otros. Amor maduro, en cambio, es el que nos propone san Pablo en la lectura de hoy y que la oración franciscana expresa maravillosamente de esta manera: “¡Oh Divino Maestro! Concédeme que no busque ser consolado, sino consolar; que no busque ser comprendido, sino comprender; que no busque ser amado, sino amar; porque dando recibo y perdonando es como tú me perdonas”. Hay muchos matrimonios que no han madurado en el amor, donde uno de los dos quiere ser el centro. Y nadie es el centro de nadie, todos somos complementarios. El único centro es Cristo, pero ningún ser humano, ni el esposo, ni la esposa, ni los padres, ni los hijos, ni los patrones, ni los obreros son eje central de nadie. Todos somos complementarios y nos necesitamos unos a otros. Pero para establecer relaciones maduras de complementariedad es necesario, como nos dice san Pablo, que haya paciencia y cortesía, que no haya envidia, ni arrogancia, que no haya soberbia ni rudeza, que haya perdón, bondad, verdad y justicia en las relaciones. Una persona que se relaciona con los demás de esta manera, es una persona que sabe lo que es el amor, el amor decisivo, el amor cristiano, el amor de Dios, el amor eterno. Porque también nos dice san Pablo hoy: “El amor nunca termina. Desaparecerán las profecías. Desaparecerá el don de hablar lenguas. Cesará la ciencia. Pasarán la fe y la esperanza y sólo quedará el amor”.
“La evangelización es obra del poder de Dios con hombres pecadores” Domingo 5º del Tiempo Ordinario
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Is 6, 1-2a.3-8; Sal 138; 1Co 15, 1-11; Lc 5, 1-11. La Palabra del Señor nos habla aquí de una de las realidades fundamentales de nosotros como cristianos y de toda la Iglesia. Para que podamos concentrarnos en la comprensión del mensaje, hagámonos esta pregunta: ¿cuál es la función de la Iglesia? ¿Por qué y para qué existe la Iglesia? ¿Cuál es la tarea fundamental que la Iglesia tiene que realizar en el mundo? No sé si todos los que están aquí presentes se habrán hecho esta pregunta. Y no sé qué respuesta se habrán dado muchos. Sin embargo, la respuesta está en la Palabra de Dios que hoy hemos escuchado. Jesús le ordena a los discípulos que echen la redes y pesquen; y luego que hicieron una gran pesca, Jesús le dice a Pedro y a todos que, desde ese momento, serán pescadores de hombres. Pues bien, ¿qué significa, en el lenguaje evangélico, ser pescador o pescar? Todos ustedes, seguramente, habrán escuchado la palabra ¡evangelizar! Pues bien, pescar o ser pescador, en el lenguaje del Evangelio, significa ser evangelizador, ser servidor del Evangelio. Y esta es, precisamente, la tarea esencial, fundamental de la Iglesia y de todos los cristianos. La Iglesia existe para evangelizar, para ser evangelizadora. Esa es su vocación, su tarea, su misión en el mundo. ¿Pero qué es evangelizar? Pues lógicamente comunicar, difundir, transmitir al mundo entero el Evangelio o Mensaje de Jesús. ¿Por qué?, dirá alguno, ¿cuál es la importancia de ese Mensaje? Ese mensaje es la salvación misma. Quien escucha, acoje y vive este Mensaje del Señor encuentra la salvación, encuentra la vida eterna, encuentra el Reino de Dios, es liberado del mal, del pecado y de la muerte y descubre el sentido de su vida y de todo lo creado. Es liberado de una vida sin sentido y de una vida de tinieblas. Descubre a Dios que se le presenta como un Padre amoroso que es su Creador que intenta llevarlo a su Reino. Descubre la paz, la libertad de los hijos de Dios, el amor, la esperanza para vivir. Pero no vamos a detenernos en la consideración de las inagotables riquezas que nos comunica el Evangelio. El Evangelio, por otra parte, no es meramente un mensaje intelectual o afectivo. El Evangelio es una realidad nueva que nos es comunicada. ¿Y por qué comunicar esta realidad se llama pescar? Pues porque quien lo escucha y lo acoge deja de ser lo que era y se transforma. Deja de ser uno más de los millones y millones de seres que se mueven en el mar del mundo sin rumbo, sin sentido, que nacen y mueren sin saber de dónde vienen y para dónde van. El que escucha el Evangelio es conquistado por él y empieza a vivir en una realidad nueva: la Iglesia, el Reino de Dios, la paz de Cristo. En otras palabras, el que se deja pescar por el Evangelio es liberado del tenebroso mar del mundo y trasladado al Reino del Hijo de Dios. Y para esto fue instituida la Iglesia, esa es su tarea y su razón de ser, para eso está en el mundo, para pescar, o sea, para lanzar en el mundo el mensaje del Evangelio y pescar gente, sacarla de las tinieblas, de una vida sin sentido, de un andar sin rumbo por el mar del mundo, y trasladarla a la verdad de Dios.
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Es preciso tener presente esto: la encargada de esta labor es toda la Iglesia, es decir, todos los bautizados. Desde el momento en que fuiste bautizado has sido llamado, como fue llamado Pedro, como fue llamado Pablo, como fue llamado Isaías. Hay algo muy importante en las lecturas que acabamos de escuchar. Isaías es llamado por Dios, y ¿qué dice?: “Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito”. Pablo es llamado, y ¿qué dice?: “Soy el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios, soy lo que soy”. A Pedro el Señor lo llama y le ordena tirar las redes, hace una gran pesca, y ¿qué dice?: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Todos reconocen su pecado y su indignidad para la obra que el Señor los ha llamado, pero todos reconocen también que Dios los equipa con su gracia, con su poder. Como quien dice: ellos reconocen que humanamente nada pueden hacer, pero es que la obra evangelizadora es poder de Dios. Dios sólo te pide que quieras colaborarle, El te dará el poder. Perfectamente lo que expresó san Pablo: “He trabajado más que todos los demás. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”. Hace un tiempo estuvimos celebrando, en todos los países de América, los quinientos años del encuentro de la cultura europea-española con las culturas indígenas de este Continente. La Iglesia se preparó cuidadosamente para esto y el 12 de octubre de 1992, el Papa llegó a Santo Domingo para dar inicio a la Cuarta Conferencia de todo el episcopado latinoamericano. El tema que se trató fue la Nueva Evangelización de este Continente. Nueva porque la Iglesia tiene hoy nuevos retos que afrontar. Y con esto se conmemoró, no la conquista española, no la obra de los conquistadores con toda su tragedia de violencia, muerte y destrucción de las culturas indígenas, sino los quinientos años de la Evangelización. Nosotros, los cristianos, le dimos gracias a Dios por habernos enviado el Evangelio a este Continente. En el primer viaje de Colón no vinieron misioneros, pero ya en el segundo vinieron tres franciscanos, y luego en los siguientes viajes vino una inmensa multitud de evangelizadores. Sólo franciscanos llegaron más de ocho mil, y luego dominicos, agustinos, mercedarios y posteriormente jesuitas y capuchinos. Y no solamente religiosos evangelizadores, también miles y miles de hombres y mujeres, realmente cristianos, que no traían la sed de oro y de poder que dominaba a muchos conquistadores, sino que traían su fe para comunicarla y para vivirla en este Continente. Es por ese Evangelio, es por esa fe, es por la realidad misma de Jesucristo, es por la esperanza y los inmensos dones espirituales que con el Evangelio nos llegaron por lo que la Iglesia da gracias. En definitiva, es por la obra de Dios, no por la obra de conquista, de rapiña, de destrucción, de matanzas que tan horriblemente se cometieron. Contra eso la Iglesia protestó desde el principio. El mismo Colón fue destituido por influencia del cardenal franciscano Cisneros porque había llevado unos 300 indígenas como esclavos a
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España y porque intentó establecer un comercio de esclavos en las islas por él descubiertas. La Iglesia protestó y siguió protestando durante todo el siglo XVI. Los documentos son incontables, las cartas que se enviaban a España, por parte de la Iglesia contra los abusos son innumerables. El primer obispo de tierra firme en América se llamaba fray Juan de Quevedo, obispo de Santa María la Antigua del Darién, y él ya desde el principio se queja ante el rey Carlos V de la conducta cruel de los conquistadores. Lo mismo el que fue primer obispo de Cartagena, Tomás Toro, quien protesta ante Carlos V la esclavización de los indios por parte de los conquistadores. Pensemos sólo en la protesta del padre Montesinos en 1515, en fray Bartolomé de las Casas, en fray Juan de Zumárraga, en el obispo de Popayán, Juan del Valle. Fray Jerónimo de San Miguel, primer superior franciscano en Colombia, le escribe al rey hacia 1550: “Yo y mis frailes en los púlpitos no dejamos de hacer lo que a nuestro oficio toca, y decir y reprender los agravios que a los indios hacen, y como la verdad es odiosa y nunca ellos (los oidores y encomenderos) han sido reprendidos de ello, paréceles mal y aborrécenos y empiezan ya a perseguir y amenazar”. Eso, pues, no lo podemos celebrar. Pero sí vamos a darle gracias a Dios que a pesar de tantos crímenes, que a pesar del pecado del hombre, y aún por medio de hombres pecadores, nos envió su mensaje, su Evangelio, su gracia salvadora. La evangelización es lo que la Iglesia celebra, no la conquista de América. “Dichosos los que tienen esperanza” Domingo 6º del Tiempo Ordinario Jr 17, 5-8; Sal 1; 1Co 15, 12.16-20; Lc 6, 17.20-26. La Palabra de Dios hoy debe resultar escandalosa para muchos porque sus afirmaciones son terriblemente fuertes: “¡Maldito quien confía en el hombre, y se apoya en los mortales, apartando su corazón del Señor!”. Nos dice el profeta Jeremías. En el Evangelio Jesús mismo pronuncia palabras fuertes que causan desazón. Para que entendamos esto y los contrastes que el mismo Señor plantea en el Evangelio, es necesario que consideremos una realidad propia del ser humano. Esa realidad consiste en que hay millones de seres humanos sin esperanza. No tienen esperanza y no quieren tenerla. Unos viven arraigados en el pasado que se les fue y viven con melancolía, añoranza y tristeza de lo que fue y de lo que pudo haber sido y no fue. De estas personas el Señor mismo ha dicho: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9, 62). Y san Pablo lo explica destacando su propia actitud: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3, 1314). Para algunos la felicidad está en lo que se quedó atrás. Lógicamente, esa es una actitud irreal porque la vida está determinada por el paso del tiempo y nos va llevando irremediablemente hacia el mañana. Siempre tenemos un mañana ante nosotros, del cual no somos dueños y al cual recibimos como un don cada
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día. Otras personas prefieren arraigarse en el hoy, no quieren caminar, se tiran cansados y derrotados a la vera del camino. Cuando una persona no quiere caminar más, cuando intenta estancarse en el hoy, es porque ha renunciado a la esperanza, rechaza el futuro que Dios le da, se niega a caminar hacia la meta que Dios mismo nos ha señalado y protesta queriendo arraigarse en el presente, como si él fuera todo. En la segunda lectura de hoy, nos dice san Pablo, precisamente: “Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres”. Si entendemos esta actitud que se da en muchas personas, entendemos entonces por qué Jesús ha dicho: “Dichosos son los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre (de justicia), porque Dios os saciará. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis... Dichosos seréis cuando los hombres os odien, y cuando os excluyan, os injurien y maldigan vuestro nombre a causa del Hijo del hombre...”. Pobre es el que nada de lo que hay en este mundo lo sacia, nada de las realidades materiales es su plenitud, ni su gozo, ni su paraíso. Tiene hambre el que no se acomoda a las injusticias que reinan en el mundo, al modo como está organizada la sociedad, a las mentiras sociales, y un anhelo insaciable de justicia lo inquieta profundamente. El que llora es el que no se resigna a la situación de mentira, injusticia y violencia en la que vive en el mundo. Al contrario, lucha por un mundo de paz y de verdad. Precisamente, una persona así, es odiada, calumniada, perseguida, porque su actitud misma es un reproche contra los satisfechos con sus bienes, de los cuales han hecho sus dioses; porque no se acomoda a las injusticias, no las aplaude y mucho menos las imita, y porque protesta contra los falsos paraísos que a la gente le gusta inventarse. Una persona así, está siempre inquieta por el mañana en el que pone la esperanza, camina cada día tratando de avanzar por las sendas de la paz, la justicia y la verdad. Lo contrario es la persona que no quiere caminar hacia el futuro porque le da miedo perder lo que tiene y que él considera su plenitud, su felicidad y su meta. Por eso dice el Señor: “¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de los que ahora estáis satisfechos, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, que lo mismo hacían sus antepasados con los falsos profetas!”. Hay otra clase de personas que aunque no tengan los bienes materiales que ambicionan ansiosamente, se resignan y se refugian en un mundo de mentiras, fantasías y fugas de la realidad. En el fondo guardan una terrible envidia hacia los ricos de este mundo y los adulan o los combaten con violencia, pero sólo con el objeto de apoderarse de sus bienes, porque creen también que esos bienes son la meta, la felicidad y la realización del hombre. Pero hay todavía otras personas que se niegan a la esperanza porque han tenido un gran desengaño. Pusieron su esperanza, no ya en los bienes materiales, sino en una determinada o en determinadas personas. Hicieron de
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una persona su seguridad, su esperanza, creyeron que determinada persona podría darles la felicidad plena. Y esto es también una mentira. Por eso el profeta Jeremías nos dice en la primera lectura: “¡Maldito aquel que pone su confianza en el hombre, y se apoya en los mortales, apartando su corazón del Señor!”. Aquí, maldito, significa malaventurado o equivocado porque está cometiendo un grave error. ¿Por qué un grave error? Pues porque ningún ser humano es Dios y puede, por tanto, darle la plenitud a nadie. En ese mismo texto, pero más adelante, el profeta nos dice una de las razones: “Nada más traidor y perverso que el corazón del hombre; ¿quién llegará a conocerlo?”. Pero no sólo por eso, también porque el ser humano es limitado, como nos lo explica el Salmo 146: “No pongas tu confianza en los poderosos, en seres mortales que no pueden salvar; exhalan su aliento y retornan al polvo, y ese día perecen todos sus planes” (vv. 3-5). Al contrario: “Bendito el hombre que confía en el Señor, y pone en El su confianza”. Y de aquí surge la pregunta decisiva que nos plantea hoy la Palabra de Dios: ¿tú, en qué o en quién tienes puesta tu confianza, hacia dónde apunta tu esperanza, si es que la tienes, y cuál es la plentitud que buscas?
“El Evangelio libera del círculo vicioso de la violencia” Domingo 7º del Tiempo Ordinario 1S 26, 2.7-9.12-13.22-23; Sal 103; 1Co 15, 45-49; Lc 6, 27-38. Una de las realidades más trágicas y tristes, de la cual nos lamentamos diariamente, porque cotidianamente la experimentamos, la percibimos, la sufrimos o la ejercemos, es la violencia. Hay violencia en los hogares, hay violencia contra los niños. Las calles están llenas de violencia, y en los buses, en los lugares de trabajo, en todas nuestras relaciones descubrimos la violencia. Y a pesar de que es una realidad común y cotidiana, no nos resignamos a ella. Con respecto a la violencia hay como una esquizofrenia social. En un mismo periódico en el que leemos editoriales, artículos, cartas y comentarios contra la violencia, aparecen títulos de películas en las que los héroes son los violentos y los violentos aparecen en grandes imágenes, pintados como las personas que triunfan y que, al fin y al cabo, deben ser imitados, alabados y seguidos. La misma televisión que nos presenta magníficas invitaciones contra la violencia, como aquella en la que un grupo de niños señalan sus golpes y chichones, uno de ellos manifiesta que ha sido su propio padre quien lo ha azotado, esa misma televisión, digo, presenta películas en las que los héroes, que presumiblemente los niños deben imitar, son los violentos. Las autoridades se quejan de la violencia, pero permiten pancartas de cine en las que aparecen unos supuestos
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héroes que son pistoleros y matones. Nos quejamos de la violencia, pero por todas partes se hace la apología de los violentos. Y lo peor es que la violencia empieza en los hogares. Es allí donde padres y madres inoculan en el corazón de sus hijos la violencia, porque no afrontan los problemas o los errores de sus hijos con madurez, con respeto, con paz, sino con rabia, con histerismo, con violencia. Es lo mismo de nuestras cárceles. Son verdaderos antros donde los violentos se vuelven más violentos. No se les re-educa, porque su problema de violencia quiere solucionarse con más violencia. Y la verdad es que la violencia no puede ser la respuesta a la violencia. Eso, precisamente, es lo que quiere decirnos el Evangelio de hoy. ¿Tiene, entonces, solución la violencia? ¿Podemos desarraigarla? ¿Es posible que vivamos en el respeto mutuo de unos para con otros y que creamos una sociedad donde reine la paz? Este es el anhelo que está en el corazón de todo hombre. Hasta los violentos de profesión ansían la paz. De hecho, son violentos para buscar la paz. Consideren a los violentos de nuestros campos. Ellos hacen una violencia con la esperanza de establecer su paz. Buscan la paz. Se equivocan porque nos quieren imponer su paz. Como quien dice, nos quieren imponer su paz con violencia. Pero, al fin y al cabo, es la paz lo que buscan. ¿Y la violencia de los mercaderes de la droga? Ellos son violentos buscando en el dinero la paz. Esperan hacerse ricos para poder gozar de la paz. Se equivocan porque el dinero tampoco da la paz. Un ladrón, un atracador, un delincuente cualquiera no quiere que se le violente y protesta porque se le hace violencia, a pesar de que él la ha ejercido. Es que nadie quiere la violencia, ni siquiera los violentos, pero todos, sin embargo, nos dejamos encerrar en su espantoso círculo. La violencia tiene eso, que se convierte en un círculo vicioso. Si tú buscas la paz mediante la violencia, te encierras en un círculo de violencia del que no podrás salir. La violencia conlleva en sí una maldición de la que no es posible escapar. Todo violento se encierra en el círculo de la violencia y no puede salir de allí. ¿Qué hacer? La respuesta está en la Palabra que el Señor nos dirige hoy: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltratan”. En otras palabras, sal del círculo de la violencia respondiéndole con el bien.
“Al juzgar a los demás estamos revelando algo de nosotros mismos” Domingo 8º del Tiempo Ordinario Si 27, 5-8; Sal 91; 1Co 15, 54-58; Lc 6, 39-45. Muy comúnmente las relaciones humanas están determinadas por la
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agresividad porque muchas personas se arrogan el derecho de juzgar a su prójimo. Hay personas cuya única forma de dirigirse a los demás es condenándolos, censurándolos, reprochándoles. Bien sabemos que esta actitud es la que destruye muchas relaciones familiares y acaba con muchos matrimonios. Las consecuencias negativas son evidentes. Pero debemos mirar más al fondo y examinar por qué estas actitudes son tan destructivas. El Señor nos ha dicho hoy: “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?”. Es decir, ¿cómo es que te atreves a juzgar a tu hermano y no ves lo que hay en ti? Porque es casi una ley psicológica que cuando alguien está juzgando a otra persona está revelando algo de sí mismo, pues ordinariamente en juicios que emitimos sobre los demás reflejamos nuestro propio interior. Por eso mismo nos dice el Señor: “De la abundancia del corazón habla la boca”. Pero sobre todo con estas palabras, el Señor nos está enseñando lo que es la libertad cristiana, porque el cristiano está llamado a ser libre respecto al juicio humano, por una razón muy clara: el juicio de cada uno sólo pertenece a Dios. Esto último nos lo aclara la Carta de Santiago cuando nos dice: “No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano y se erige en su juez, está criticando y juzgando a la Ley. Y si te eriges en juez de la Ley, ya no eres cumplidor de la Ley, sino su juez. Pero uno solo es el legislador y el juez: el que puede salvar y condenar. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?” (St 4, 11-12). Y san Pablo nos advierte: “Así, pues, no juzguéis antes de tiempo. Dejad que venga el Señor. El iluminará lo que se esconde en las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones del corazón. Entonces cada uno recibirá de Dios su merecido” (1Co 4, 5). Si por una parte, el Señor condena a los que se arrogan el derecho de juzgar al prójimo, por otra parte nos advierte a todos: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden quitar la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mt 10, 28). ¿Y quiénes son los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden quitar la vida? Pues los que juzgan a su prójimo. En cambio, sólo hay uno que es el juez verdadero de quien depende realmente nuestra salvación. Pero por otra parte, hay una diferencia abismal entre el juicio humano y el juicio de Dios. El juicio humano es condenatorio; el juicio de Dios es salvífico. Mirémoslo bien en los juicios que la gente emite sobre los demás. Es como si estuvieran mandando a la persona juzgada a los mismos infiernos. Se refieren a los demás como unos perdidos, un don-nadie, un pobre infeliz. En realidad, nadie es un perdido o un don-nadie porque así lo juzguen los demás. El valor de una persona no depende del juicio humano sino del amor que Dios le tiene a cada una de sus criaturas, y esto es lo que definitivamente cuenta, porque el juicio humano es tan efímero como los mismos seres humanos, que hoy somos
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y mañana dejamos de existir. En cambio, ¿cómo es el juicio de Dios? Lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio, pero uno que es particularmente notable es aquel en el que a Jesús le presentan una mujer que ha sido sorprendida en adulterio. El juicio humano está representando por aquellos que la condenan y piden que muera lapidada. El juicio de Dios aparece en la actitud de Jesús: “Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra”, con lo que destruye la pretensión humana de juzgar a quien sea. Por eso mismo en el Evangelio de hoy ha preguntado: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?”. Es como si dijera: ¿puede un ser humano juzgar a otro ser humano? ¿Puede un pecador juzgar a otro pecador? Después pregunta Jesús a la mujer: “¿Dónde están? ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Entonces Jesús añadió: “Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar”. El no condena, El salva. Y así es el juicio de Dios. Una última consecuencia podemos sacar de lo que venimos considerando: hay muchas personas que sufren abrumadas por el juicio de los demás. Se sienten agobiadas por un terrible tormento porque los demás dicen que son esto o son aquello. En realidad, hay muchas personas esclavas del juicio humano. Tanto en el sentido positivo como en el negativo, es decir, tanto si dicen bien como si dicen mal. Ahora bien, la verdad es que ni el juicio positivo ni el juicio negativo que sobre una persona emitan los demás es valioso. San Pablo nos dice: “La alabanza verdadera no es la que viene de los hombres, sino la que viene de Dios” (Rm 2, 29b). Y en el Evangelio de san Juan, Jesús hace este reproche: “¿Cómo váis a creer vosotros, si lo que os preocupa es la alabanza que viene de los demás, y no os interesáis por la verdadera alabanza que viene sólo de Dios?” (Jn 5, 44). Por tanto, el cristiano ha sido liberado por Cristo del juicio humano para que no viva en la esclavitud de lo que la gente pueda pensar de él: “Para ser libres nos ha liberado Cristo, no te hagas pues esclavo de nadie”, dice san Pablo, y uno se puede hacer esclavo de aquel que lo juzga si se somete a su juicio.
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CUARESMA
“¿Qué son las tentaciones?” Domingo 1º de Cuaresma Dt 26, 4-10; Sal 91; Rm 10, 8-13; Lc 4, 1-13. El miércoles pasado iniciamos la Cuaresma con la ceremonia de recepción de la ceniza. El Evangelio que acabamos de escuchar nos dice que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, durante cuarenta días, y allí fue tentado por el demonio. Así como la ceniza que recibimos el miércoles pasado es un símbolo por el cual expresamos que queremos pertenecer al Señor y convertirnos a El, también los cuarenta días o la Cuaresma son un símbolo. Recuerden esto: cuarenta años estuvo Israel peregrinando por el desierto hacia la Tierra Prometida; y cuarenta días estuvo Jesús en el desierto cuando fue tentado. Pues bien, durante cuarenta días los cristianos nos preparamos para celebrar el principal acontecimiento de nuestra fe: la Pascua, el paso de Jesús de este mundo al Padre mediante la Pasión y la muerte en cruz. Este gran sacrificio de Cristo es el que nos ha traído la salvación y esto es lo que vamos a celebrar en la Semana Santa y en la Pascua. Nos preparamos durante cuarenta días intensificando la oración, las obras de misericordia y los sacrificios. Nos preparamos con cuarenta días porque ellas son un símbolo de la vida de Cristo y un símbolo de nuestra vida. Y así como Cristo en su vida fue tentado, así también nosotros tenemos que vencer muchas tentaciones para llegar al Reino de Dios. Ahora bien, las tentaciones que Cristo Jesús sufrió son las mismas que todos nosotros debemos sufrir y debemos vencer. De tres géneros son esas tentaciones: 1) Jesús dijo al demonio: “No sólo de pan vive el hombre”. Continuamente somos tentados por los bienes materiales, por el dinero. Y ese apego al dinero nos puede llevar a cometer toda clase de delitos y maldades. ¿No lo hemos comprobado, no lo estamos experimentando en nuestro país? Por la fascinación del dinero se están cometiendo entre nosotros los crímenes más horrendos. Hace algunos días, en una de nuestra ciudades, unas personas, seducidas por el dinero, se hicieron criminales liquidando a una pobre gente que recogía basuras. La valoraron menos de lo que se valora un animal. La convirtieron en mercancía y le quitaron la vida. Además del horrendo crimen, fíjense lo que allí va implicado: ¿Podemos nosotros, puede nuestra sociedad
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fiarse de unos médicos formados en semejante moral? ¿Podemos llegar a pensar que los médicos que salgan de aquel centro universitario donde se cometieron esos crímenes tratarán a los enfermos como seres humanos? ¿Podremos confiar nuestras enfermedades a semejantes médicos? ¿A dónde puede llevar el atractivo del dinero? ¿Y no es acaso el ídolo del dinero, la seducción del dinero la que está causando crímenes sin medida a lo largo y ancho de nuestro país? Ten cuidado con esa terrible tentación que te puede llevar a cometer crímenes, te puede volver un asesino y un malhechor. Recuerda, por tanto, la respuesta de Jesús: “No sólo de pan vive el hombre”. En la segunda tentación el demonio le dice: “Te daré todos los reinos de la tierra”. Es lo que san Juan llama “concupiscencia de los ojos”, es decir, el atractivo por las apariencias, por la vanidad, que en último término es el atractivo de la hipocresía y la mentira. ¡Cuánta gente vive de la apariencia, la mentira y la hipocresía! ¡Y qué mezquinos, qué falsos, qué infelices son! Hay gente que se pasa la vida aparentando lo que no es porque se ha dejado cautivar por la vanidad. Y por eso mienten, engañan, destruyen y se destruyen a sí mismos. Pues el que vive de apariencias se obliga a vivir en la falsedad y destruye: su alegría, su paz, la confianza en sí mismo, la seguridad. Vive del miedo a que le descubran su falsedad. No olvidemos tampoco que el pecado que Jesús más atacó fue la hipocresía, porque esto va ligado con la mentira y se opone directamente a Dios que es la verdad. La tercera tentación nos llega mucho a nosotros los cristianos: es el tentar a Dios, querer manipularlo. La gente dice que reza mucho, pero no para buscar a Dios, no para conocer su voluntad, sino para obligar a Dios a que haga lo que ellos quieren. Por eso le piden a Dios signos, milagros externos, cosas sensacionales. Y las cosas sagradas las utilizan como talismanes o amuletos. Portan medallas o cruces, no para confesar que son cristianos, sino para que les traiga suerte o los libre en medio de sus fechorías, como el caso de esos llamados sicarios que se llenan de medallas para ir a cometer un crimen. Eso es querer manipular a Dios. El problema es que quienes tienen unas relaciones falsas con Dios, también tienen relaciones falsas con su prójimo, y así como intentan manipular a Dios también quieren manipular a su prójimo. Cómo, entonces, orar, cómo pedir a Dios, dirá alguno. En el salmo que hemos recitado después de la primera lectura, tenemos el ejemplo de cómo orar.
“Tener fe es tener la firmeza de una roca” Domingo 2º de Cuaresma Gn 15, 5-12.17-18; Sal 27; Flp 3, 17—4, 1; Lc 9, 28b-36.
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La Iglesia, mediante la liturgia, nos coloca este tiempo de Cuaresma como símbolo de nuestra vida. Bien sabemos que la Cuaresma, precisamente, es el símbolo de los cuarenta años que Israel peregrinó por el desierto, o de los cuarenta días que también Jesús pasó en el desierto. Pero, además, Cuaresma es el símbolo de nuestra vida, como hemos dicho. Cuarenta es un número que en la Sagrada Escritura significa totalidad, cualquier número que ello implique. Es decir, se dice que tu vida aunque dure 60 ó 70 u 80 años, está simbolizada en el número 40. El Salmo 90 dice lo siguiente respecto a nuestra vida: “Aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan... Enséñanos a calcular nuestros días, para que adquiramos un corazón sensato” (vv. 10.12). No vamos, sin embargo, a detenernos en la consideración de ese espacio de tiempo que es nuestra vida. Vamos a considerar el contenido de esa vida, según lo que la Palabra de Dios nos quiere indicar hoy. El domingo pasado, el Evangelio nos hablaba de las tentaciones que Jesús sufrió durante los 40 días en el desierto, es decir, durante toda su vida. El Evangelio de hoy, en cambio, nos muestra a Jesús en el monte transfigurado ante sus discípulos. Pero, ¿qué significa la transfiguración para Jesús y para nosotros? Tengamos presente que la transfiguración aconteció unos días antes de la Pasión. Y es un anuncio que el Padre hace a Jesús: tendrás que afrontar una tormenta terrible y despiadada. Pero, “espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 27(26), 14). Y para nosotros, ¿qué nos quiere decir la transfiguración de Jesús? Para entenderlo tengamos en cuenta lo siguiente: en la Sagrada Escritura se representa o simboliza esta vida nuestra con la imagen del desierto o con la imagen del mar. Es decir, caminamos por esta vida como por un desierto o navegamos por ella como por el mar. Pues bien, a veces el desierto y el mar están en calma y podemos mirar a lo lejos y tener un horizonte. El caminar o el navegar son tranquilos y sabemos qué queremos y para dónde vamos. Pero, a veces, en el desierto o en el mar se originan huracanes, borrascas o tormentas que parecen querer arrasar con todo. Y así es la vida de todo ser humano y de toda sociedad en este mundo. Toda persona sabe, ha experimentado, que su vida se ha visto, se ve ahora o se podrá ver mañana amenazada por un huracán más o menos violento. Eso fue lo que le pasó a Jesús: todo, todo el mundo se le vino encima: las autoridades políticas y religiosas judías, las autoridades romanas, su propio pueblo al que tanto bien le hizo sanando enfermos, curando ciegos, dando pan a los hambrientos, etc.; sus discípulos lo abandonaron o lo negaron o lo entregaron, su familia lo dejó solo, y su soledad y abandono fue tal que hasta llegó a gritar desde la Cruz: “¿Padre, por qué me has abandonado?”.
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Es posible que a ninguno de nosotros nos sobrevenga una tempestad de las dimensiones que le sobrevino a Jesús, pero que nos han de sobrevenir borrascas y tempestades es un hecho. Sin embargo, he aquí lo que se te anuncia: debes saber que si tienes fe, el Padre de las misericordias está contigo. En la tempestad debes saber ser firme. Para ti vuelve a resonar lo que hemos dicho en el salmo responsorial: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”. He ahí la clave del mensaje de hoy. Hay personas que cuando las tempestades sobrevienen se dejan llevar como la caña mecida por el viento, o como la débil barcarola llevada y traída por las olas. Pero hay personas que tienen fuerza interior, que tienen fortaleza de roca. ¿Qué quiere decir fortaleza de roca? Roca en la Sagrada Escritura es lo mismo que fe. Es decir, lo que la Palabra de Dios te dice es que tengas fe en medio de las tempestades. Si sabes ser firme alcanzarás el triunfo, la transfiguración.
“Las tragedias no son castigo de Dios sino obra humana” Domingo 3º de Cuaresma Ex 3, 1-8a.13-15; Sal 103; 1Co 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9. En los tiempos de Jesús, como en nuestro tiempo y como en todos los tiempos, ocurren tragedias de orden natural o tragedias causadas directamente por la maldad humana. En el Evangelio de hoy nos habla Jesús de dos tragedias que ocurrieron en sus tiempos. Una fue que mientras estaban realizando los sacrificios en el templo de Jerusalén, el gobernador romano Pilatos mandó matar a un gran número de galileos, allí mismo en el templo, en plena ceremonia, de tal manera que la sangre de estas víctimas se mezcló con la sangre de los animales sacrificados. La otra tragedia fue que, por esos días, se cayó una torre en Jerusalén y mató dieciocho personas. Como hoy, también en ese tiempo se daba esta explicación: les pasó eso como castigo de Dios por sus pecados. Y esta explicación es la que rechaza Jesús. Ciertamente que El no entra en explicaciones, pero dice muy claro: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. Nótese bien: Jesús destruye la idea de que las tragedias vengan como castigo de Dios por los pecados, porque si así fuera, entonces Dios tendría que acabar con toda la tierra, porque en toda parte se peca. Apliquemos esto a nuestra sociedad y preguntémonos: los pobres indigentes que son asesinados por grupos que se autodenominan de limpieza social, o la cantidad enorme de campesinos que son asesinados en los campos, ¿sufren esto porque son pecadores y, por lo tanto, su muerte es un castigo? Agreguemos: la cantidad enorme
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de gente que muere en accidentes de tráfico, en accidentes aéreos, o por accidentes naturales como terremotos e inundaciones, ¿mueren así porque son más pecadores que los demás? Les aseguro que no, nos diría Jesús. Acaso ¿quién tiene más pecado: los pobres indigentes o los asesinos de ellos? ¿Los pobres indígenas o quienes los asesinaron por robarles sus tierras? ¿Quién causa las tragedias, Dios que castiga o el hombre que es injusto y asesina a su prójimo? Veamos bien claro que no es Dios quien castiga. El en realidad no castiga a nadie, El es salvador, no castigador. ¿Quieren una prueba de la Sagrada Escritura? Oigan lo que nos dice el Evangelio de san Juan: “Dios no envió su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17). Luego, las tragedias y los males que sufrimos en este mundo no ocurren por voluntad de Dios, más aún, están en contra de la voluntad de Dios. Ocurren por causa del hombre, es el hombre el que causa el mal, las tragedias y la muerte. Tenemos que decir, que Dios está tratando de salvarnos de nosotros mismos, porque por todas partes se ve un desconcertante afán de destruir a los demás y de destruirse a sí mismo. Sin embargo, hay otros males. Los males naturales que no son producidos por el hombre sino que sobrevienen por fenómenos naturales. ¿No serán ellos castigo de Dios? A eso da respuesta también Jesús. Una torre se cayó en Jerusalén y mató dieciocho personas. ¿Quién produjo esa caída? Nadie, fue un fenómeno natural. Pero ¿por qué? En realidad lo que Jesús quiere decirnos es que por todas partes en el mundo, bien sea por causa del hombre o por fenómenos naturales, el mal y la muerte están rondando y nadie, absolutamente nadie, está libre de que le sobrevenga una tragedia. En el mundo no reina aún el bien, y el mal se difunde por doquiera. ¿Por qué? Porque a causa del pecado el mal se introdujo en el mundo, y la misma naturaleza no es amiga del hombre sino muchas veces su enemiga. Eso nos lo dice el libro del Génesis. Después de que el hombre pecó Dios le dice: “Maldita sea la tierra por tu causa: con fatiga sacarás de ella el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gn 3, 17-19). Tengamos en cuenta esto. No es que Dios mande un castigo; es que el hombre al pecar creó el desorden en sus relaciones con Dios, en sus relaciones con su prójimo, y en sus relaciones con la naturaleza. Por eso dice san Pablo que “la naturaleza entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto”. ¿Por qué? “Porque ella quedó sujeta a la corrupción... por causa de quien la sometió” (Rm 8, 20-22), es decir, el hombre. Es por tanto el pecado del hombre el que ha traído el mal y todos somos responsables de él. Pensemos solamente esto: si la mentalidad de que los indigentes son deshechables se difunde, ¿se imaginan ustedes la valoración del ser humano que se está creando? ¡Según eso, se podría matar toda clase de menesterosos porque a
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la sociedad no le sirven! ¿Se imaginan ustedes la cantidad de crímenes y de tragedias que podrán sobrevenirle a nuestra sociedad si semejante mentalidad llega a imponerse? De ahí la advertencia de Jesús en el Evangelio: “¿Creen ustedes que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. Pienso que el Evangelio es muy claro, toca a cada uno sacar las consecuencias para su propia vida. Recuerden que convertirse, en el Evangelio, es ante todo, cambiar de mentalidad. Pasar de una mentalidad de desprecio y desvalorización del prójimo, cualquiera que sea, a una mentalidad de valorización y respeto.
“Toda reconciliación produce gozo y ganas de vivir” Domingo 4º de Cuaresma Jos 5, 9a.10-12; Sal 34; 2Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32. Seguramente todos ustedes conocen la experiencia de una ruptura y han sentido el dolor y el abatimiento que con ella se experimenta. Pongamos, por caso, la ruptura de una relación en el amor o en la relación matrimonial. Cuando se ha dado una ruptura de éstas el corazón se siente oprimido, sobreviene la soledad, muchas veces el miedo, el desconcierto y el futuro aparece sombrío, como que se pierde la esperanza. Además, una ruptura repercute terriblemente en el trabajo. Una persona que ha tenido la experiencia de la ruptura no puede trabajar con ánimo, con entusiasmo. Lo contrario se da cuando se tiene la experiencia de la reconciliación. El corazón se llena de alegría, parece como si un nuevo futuro se abriera ante la persona, hay proyectos para el mañana, hay entusiasmo para vivir. La persona se siente nueva. La ruptura y la reconciliación son experiencias personales que son definitivas en la vida de todo ser humano. Consideren esta realidad y comprenderán mejor lo que nos quiere decir san Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar y que está tomada de la Segunda Carta a los corintios. Dice san Pablo: “El que vive en Cristo, el que se ha reconciliado con Cristo, es una criatura nueva: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo ha nacido”. Consideremos bien esto para que podamos entender lo que la Palabra de Dios nos quiere decir: el ser humano tiene tres relaciones esenciales que determinan su vida, su bienestar, su alegría de vivir: la relación con Dios, la relación con el prójimo y la relación consigo mismo. Las tres relaciones están íntimamente ligadas, de tal manera que si falla una de ellas, fallan todas. Por ejemplo, una
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persona que no se acepta a sí misma, que no se perdona a sí misma y no se valora a sí misma, no será capaz de relacionarse con los demás, no podrá valorar a nadie ni amar a nadie, y por tanto, tampoco podrá relacionarse con Dios. De la misma manera, una persona que desprecia a los demás, que no es capaz de perdonar y relacionarse con su prójimo es porque vive mal consigo mismo y es porque no ha conocido a Dios. Esto lo dice muy claro san Juan: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor... El que dice: ‘Amo a Dios’, y no ama a su hermano, es un mentiroso” (1Jn 4, 8. 20). De esto se sigue que quien no es capaz de reconciliarse con los demás tampoco va a ser capaz de reconciliarse con Dios ni consigo mismo, vivirá como agazapado en su egoísmo, su soledad, su desconfianza y sus miedos. En cambio, una persona que es capaz de reconciliarse, que vive esa experiencia, ¡qué gozo, qué desborde de alegría, qué liberación la que logra! Ahora bien, tengamos presente que todo ser humano vive muchas rupturas, ése es el pan de cada día, pero la reconciliación es un milagro, es como un nuevo amanecer, es un empezar de nuevo. No nos asustemos de las rupturas, son un hecho que debemos afrontar, pero sí nos debemos asustar y preocupar si no se dan las reconciliaciones. Y debemos aprender a reconciliarnos con nosotros mismos, con el prójimo, cualquiera que sea, y con Dios. Y si tú quieres poder reconciliarte con tu prójimo y contigo mismo, reconcíliate con Dios. ¿Has tenido tú, cristiano que estás aquí presente celebrando este misterio de Cristo Jesús, la experiencia de reconciliarte con Dios? Pues mira, esa es una reconciliación que da un goce mayor, un desborde de alegría más grande, una liberación superior a todas las que tú hayas conocido hasta ahora. Y no sólo eso, cuando una persona se reconcilia con Dios llena a Dios mismo de un gozo inexpresable. Esa alegría de Dios por la reconciliación con un hijo suyo es lo que precisamente nos cuenta la parábola que acabamos de escuchar. El hijo que vuelve al hogar de Dios produce en Dios una alegría tal que El mismo hace fiesta. Pero sigamos con la Carta de san Pablo. Dice él: “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres”. Dice muy claro: en Cristo y con Cristo es como nosotros nos reconciliamos con Dios y, además, reconciliación significa que Dios olvida tus pecados. Hay cristianos que viven atormentándose por los pecados pasados, pero deben tener en cuenta que si se han reconciliado con Dios, El mismo ya ha olvidado esos pecados. Lo dice también la parábola del Evangelio mediante la cual Jesús nos explica cómo Dios se reconcilia con el hijo que estaba perdido y ha sido hallado. Y es que no hay reconciliación verdadera si no hay perdón. Cuando dos novios y dos esposos se reconcilian, si nuevamente vuelven a reprocharse sus faltas y su pasado, la reconciliación se destruye y todo vuelve a ser angustia, dolor, amargura.
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San Pablo, nos dice algo más: no sólo Dios se ha reconciliado con nosotros, es que El nos hace a todos nosotros “ministros o embajadores de su reconciliación con todos los demás”. Yo te pregunto, cristiano que estás aquí presente: ¿has pensado que tú tienes la tarea de lograr que muchos se reconcilien con Dios, que acepten la reconciliación que Dios les ofrece? Dios no ofrece rechazo para nadie, a todo el mundo le ofrece su reconciliación. Hay personas que han llevado gran alegría a otras porque han servido de intermediarias para reconciliar a alguien con su esposo o su esposa, su novio o su novia. ¡Qué gran obra! ¡Qué gran servicio! Pero también, ¡qué gran obra, qué obra tan extraordinaria la de aquel que logra que alguien se reconcilie con Dios, su Creador, su Padre y Salvador! San Pablo termina diciéndonos: “Les suplicamos en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios”. Esto también lo debemos decir nosotros a muchos, si es que ya nos sentimos reconciliados con Dios, si es que ya tenemos ese gozo, esa paz, esa alegría inexpresable que da la reconciliación. Sobre esta doctrina de san Pablo, creo que ya pueden ustedes entender claramente lo que nos quiere decir Jesús con la parábola del hijo pródigo, que se fue del hogar y gastó todos los bienes llevando una vida licenciosa. San Pablo nos habla de la reconciliación con Dios usando conceptos; Jesús nos dice lo mismo con imágenes. Son dos formas mediante las cuales la Palabra de Dios nos invita a reconciliarnos con Dios, a tener esa experiencia única e indescriptible, que no sólo nos llena de gozo a nosotros, también le da gozo a Dios mismo.
“Jesús nos salva de la condenación, del pecado y de sus consecuencias” Domingo 5º de Cuaresma Is 43, 16-21; Sal 126; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11. Estamos ante una de las páginas más bellas, impactantes y profundas del Nuevo Testamento. Pudiéramos decir también, es uno de los capítulos más escandalosos. Jesús defiende a una mujer, y propiamente a una mujer adúltera. Los escribas y fariseos se la presentaron, de hecho, para ponerlo a prueba ante la Ley judía que mandaba que tales mujeres debían ser condenadas a morir apedreadas. Claro que la Ley judía decía que también el hombre sorprendido en el adulterio debía morir, sin embargo, los acusadores en este caso no presentan al hombre. Se había impuesto injustamente una discriminación contra la mujer: ella es la pecadora. Tal costumbre, como ustedes saben, es frecuente todavía en algunos países de Africa y Asia. Jesús aparece, “sereno, recogido, pensativo”, y dice: “El que no tenga pecado,
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que arroje la primera piedra”. E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Es decir: esta mujer no es ella solamente la pecadora. Todos son pecadores y por tanto nadie tiene derecho a condenar a otra persona. Sólo Dios es el juez. Lo dice la Carta de Santiago: “Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla en contra de un hermano o lo condena, habla en contra de la Ley y la condena... Y no hay más que un solo legislador y juez, aquel que tiene poder de salvar o de condenar. En cambio tú, ¿quién eres para condenar a tu prójimo?” (St 4, 11-12). Jesús pone al descubierto la gran hipocresía humana, la cual es un pecado todavía superior, porque el hipócrita miente ante Dios y ante los demás. En cambio, el que reconoce su pecado y se arrepiente, alcanza misericordia porque se reconcilia con la verdad. Jesús, además, salva. Salvó a esta mujer de la condenación, la salvó de las consecuencias de su pecado, como también salvó a una prostituta, y como salvó a la mujer samaritana que llevaba una vida bastante desarreglada, habiendo vivido con varios hombres. De la prostituta dijo Jesús ante el fariseo Simón que la miraba con desprecio y la condenaba: “Se le perdonan muchos pecados porque ha manifestado mucho amor viniendo a buscar el perdón ante mí”. En cambio, el fariseo Simón se cree superior a los demás y por eso juzga y condena, por eso poco se le perdona, porque ama poco. Y a la samaritana, la hizo la primera evangelizadora, la primera mujer que anunció a Cristo a sus compatriotas, los samaritanos, y fue también la primera que anunció la resurrección a los propios discípulos de Jesús. Aquí aparece plenamente manifestada la salvación que ha traído el Señor. El nos libera del pecado, El nos justifica, El nos quita la carga de nuestras culpas, El nos reconcilia con Dios y con nosotros mismos. Haciendo esto manifiesta cuál es la actitud de Dios y cuál es la actitud humana. Hay gente que le tiene miedo al juicio de Dios y no se atreve a acercársele y no le confiesa sus pecados porque piensa que Dios la va a condenar. Hay un hecho: Dios no condena a nadie, a cada persona la condenan sus propias culpas. Dios salva y nos salva de nuestros pecados. Además, es el hombre el que pretende condenar a los demás. Obsérvese el contraste que hay en la escena que nos presenta el Evangelio: los escribas y los fariseos condenan a esta mujer y pretenden que Jesús también la condene. Jesús, en cambio, la salva. ¡Qué terriblemente cruel es el hombre con su prójimo! ¡Qué terriblemente cruel es la gente para condenar a los demás! Por eso David dijo: “Caigamos en manos del Señor que es grande su misericordia. No caiga yo en manos de los hombres” (2S 24, 14). Y es que el Señor no es como el hombre. El hombre es cruel, inmisericorde y duro en sus juicios, pero Dios, ¿cómo es el Señor? Ya no los ha dicho la escena que nos narra el Evangelio, pero oigan cómo lo describe el Salmo 103(102): “El perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias. El rescata tu vida de la muerte, te rodea de amor y de ternura. El llena de bienes tu existencia, y hace que se renueve tu
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juventud... El Señor es clemente y compasivo, tardo a la cólera y lleno de amor; no se enoja eternamente ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestras culpas, ni nos paga conforme a nuestros pecados” (vv. 3-4.8-10). Es el hombre el que juzga, el que condena, el que se encoleriza y se llena de rencor contra su prójimo. Es el hombre el que espera ver quién comete un error o una falta para condenarlo, para hundirlo, para despreciarlo. Más aún, es el hombre el que ha creado el infierno para mandar allí a los demás. Este contraste es terrible en el Evangelio y es a la luz de esta verdad que podemos entender lo que nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar: “Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor... Todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo y estar unido a El... con la justicia que viene de Dios. Así podré conocerlo a El, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a El en la muerte, a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos”. Si quieres ser liberado de las consecuencias de tus pecados, si quieres ser perdonado, si quieres encontrar misericordia y bondad, si quieres saber lo que es el amor y la bondad, si quieres alcanzar compasión y ser curado de tus dolencias, acércate a Jesús, conviértete a El, trata de conocerlo y entonces dejarás de sentir desesperación y abatimiento, dejarás de ser tan pesimista y negativo, superarás la depresión y el miedo, y conocerás la esperanza y la alegría de vivir; vencerás el mal y el pecado. La mujer adúltera tuvo la gracia sublime de ser llevada ante el tribunal de Cristo, El la salvó. Si hubiera sido llevada ante el tribunal judío hubiera sido condenada irremediablemente y hubiera muerto apedreada.
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SEMANA SANTA
“La respuesta cristiana al sufrimiento se llama Jesucristo” Domingo de Ramos Is 50, 4-7; Sal 22; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14—23, 56. Durante esta semana celebraremos el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué significa esto? ¿O qué relación tienen la Pasión y Muerte de Jesús con nosotros? ¿Por qué los cristianos recordamos ese sufrimiento y esa muerte? Por una razón muy decisiva: todos nuestros males, nuestros sufrimientos y nuestra misma muerte fueron afrontados, acogidos y transformados por el Señor. Es lo que dice san Pedro en su Primera Carta: “En su propio cuerpo El llevó nuestros pecados a la cruz... En sus heridas fuimos curados” (1P 2, 24). Pero ¿por qué cargó El con nuestros males? También responde san Pedro: “La razón por la cual Cristo murió por los pecadores, el justo por los injustos, fue la de poder llevarnos a Dios” (1P 3, 18). Consideremos esto más en detalle. Todos saben que no tenemos una respuesta fácil al problema del sufrimiento. Vemos el sufrimiento y la muerte por doquiera en el mundo. Más aún, todos tenemos que pasar por el sufrimiento. Y el sufrimiento y la muerte toman muchas veces un cariz tan absurdo y desconcertante que nos quedamos atónitos. A veces el dolor y el sufrimiento nos golpean tan inmisericordemente que hasta parece que fueramos a perder el sentido. ¿Por qué eso? ¿Por qué el dolor y la muerte? Una señora me comentaba que no volvería a orar ni a creer en Dios porque no podía aceptar que si El era bueno permitiera tanta maldad y tanto sufrimiento y dolor en este mundo. ¿Tiene razón esta señora? ¿Es verdad que Dios es el causante del mal del mundo? Pues bien, la respuesta de Dios al mal y al sufrimiento, a eso que nos parece tan absurdo, se llama Jesucristo. En El y sólo en El se nos puede aclarar el enigma del dolor y de la muerte y de tantas cosas absurdas y terribles que hay en este mundo. El cargó con nuestros pecados al afrontar el sufrimiento y la muerte. El era el
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justo por excelencia, El se pasó la vida haciendo el bien a todo el que se lo pedía. ¿Quién ha hecho lo que El hizo: Curar paralíticos, ciegos, leprosos, perdonar los pecados y resucitar muertos? Y sin embargo, sobre El cayeron todas las infamias: la traición, la cobardía, el desperecio, el odio, la burla, la injusticia y la muerte. ¿Merecía El eso? Todos sabemos que no. Y al recordar su Pasión recordamos que su condena ha sido la más injusta de la historia. Sin embargo, lo decisivo está en que nos preguntemos: ¿quién le causó todo eso? ¿Fue Dios? ¿Fue Dios, su Padre, el que mintió, lo despreció, lo negó, lo odió y lo condenó injustamente? ¿Fue Dios, su Padre, quien lo llevó a la Cruz? Sabemos muy bien quiénes fueron porque lo hemos oído en la lectura de la Pasión. El sufrimiento del mundo, el mal del mundo, la muerte que ronda por doquiera no viene de Dios sino de nosotros mismos. Es el hombre el que miente, traiciona, odia, comete infamias y vilezas, injusticias y asesinatos de toda clase. Y esto, que se llama pecado, es la causa del dolor, del sufrimiento y de la muerte. Porque desde el principio, el hombre ha venido pecando contra Dios, negándolo, rebelándose contra El, pecando contra su prójimo, despreciándolo y negándolo, por esto existen el sufrimiento y la muerte. No es Dios quien manda los sufrimientos, ellos vienen como consecuencia del mal y del pecado que realiza el hombre. Así como cuando dañamos los ríos, talamos los árboles y destruimos la naturaleza que Dios nos dio se producen enfermedades y desgracias, así también cuando pecamos contra Dios y contra el prójimo, producimos dolor y muerte.
“En toda Eucaristía brotan las fuerzas nuevas de la resurrección” Jueves Santo Ex 12, 1-8.11-14; Sal 116; 1Co 11, 23-26; Jn 13, 1-15. Todos saben muy bien que el principal misterio que celebra la Iglesia, que viene celebrando desde hace dos mil años todos los días, pero de manera muy particular los domingos, y que seguirá celebrando hasta que el Señor Jesús vuelva, es la Eucaristía. La Iglesia lo celebra porque El mismo lo mandó. De manera que la Iglesia lo hace para obedecerle, porque esa fue su última voluntad. Pero ¿por qué Jesús le mandó esto a su Iglesia? ¿Por qué quiere que nosotros celebremos esta cena hasta que El vuelva? ¿Saben por qué? Porque El ha querido invitar a todo el mundo, a la gente de todos los tiempos a su banquete. Así como a sus discípulos les dijo aquella noche anterior a su sacrificio en la cruz: “Con ansia he deseado comer con vosotros esta Pascua”, así nos lo dice hoy a nosotros. Jesús quiere comer con nosotros, Jesús nos invita a participar en su cena. ¿A quién invitas tú a cenar? ¿No es acaso a las personas que quieres y
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valoras? Pues bien, eso es lo que nos quiere decir Jesús, que nos invita a su cena porque nos quiere y nos valora, y porque nos ama nos quiere comunicar sus dones. Por tanto, piensa esto: la Eucaristía que celebramos es la misma que Jesús celebró con sus discípulos antes de partir del mundo. Es esa misma cena que por su poder y por su amor El mismo actualiza en todos los siglos para invitar a aquellos que El ama y quiere hacer partícipes de sus dones. Hay algo más: El mismo se hace presente en toda celebración eucarística como estuvo presente con sus discípulos esa noche misteriosa que la instituyó. Y así como sus discípulos tuvieron que tener fe para reconocer en ese hombre Jesús a Dios mismo, así también a nosotros nos exige fe para reconocer en ese pan y en ese vino su presencia santísima. Piensa, pues, cristiano, que tú hoy puedes encontrarte con Jesús de Nazaret como se encontraron sus discípulos y sus contemporáneos, y que a ti te exige la misma fe que a ellos. Por eso decimos de la Eucaristía que es el sacramento de nuestra fe, porque sin fe no puedes en ella encontrarte con Jesús, no lo puedes percibir presente en ella. Sin embargo, no es sólo su presencia misteriosa la que está en este sacramento. Aquí está presente toda la obra salvadora de El por nosotros, es decir, su sacrificio, su muerte, la entrega que El hizo de sí mismo al Padre. Por eso dijo: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros, esta es mi sangre derramada por vosotros”. ¿Dónde y cuándo entregó Jesús su cuerpo y derramó su sangre? En la Cruz, evidentemente, y ese es el misterio que vamos a celebrar el Viernes Santo. Ese fue su sacrificio. Su Cuerpo y su Sangre son su vida que en la Cruz, en medio de padecimientos indescriptibles, entrega al Padre para liberarnos a nosotros del mal, del pecado, de las tinieblas, de la muerte. Por tanto, en cada celebración eucarística Cristo vuelve a ofrecer, a sacrificar su vida al Padre. Y toda vez que tú participas con fe en una Eucaristía estás entregándote también con Cristo al Padre. Por tanto, toda Eucaristía es un Sacrificio, es decir, una ofrenda en la que Cristo se entrega al Padre y también tú que participas en ella, al unirte a Cristo, te ofreces al Padre. ¿Te das cuenta de que no existe mayor Sacrificio en este mundo que la Eucaristía? ¿Hay algo más grande que Cristo para ofrecérselo al Padre? ¿Y tú tienes algo más que tú mismo para ofrecerle a Dios? Pues bien, eso es lo que los cristianos hacemos en toda Eucaristía: un Sacrificio, la máxima ofrenda que podamos darle a Dios: Jesucristo, su Hijo, por quien y para quien existen todas las cosas, y nosotros mismos, sus hijos que para El fuimos creados. Dirá alguno: ¿cómo es posible que Cristo esté aquí en esta Eucaristía y también en todas las otras que se celebran en todo el mundo? ¿Cómo es posible? Pues bien, es posible porque el Cristo que está presente en toda Eucaristía es el Cristo que ha vencido a la muerte, es el Cristo resucitado, el que no está determinado por nada sino que reina con la omnipotencia de Dios. Por eso puede irradiar su
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presencia y su fuerza salvadora en toda Eucaristía y estar con todos los que creemos y esperamos en El en todos los lugares del mundo y en todos los tiempos de la historia. Hemos dicho también que la Eucaristía es un banquete. Un banquete es un acto social en el que se recibe un alimento. ¿Qué alimento recibimos en la Eucaristía? Jesús mismo nos lo dijo. Ustedes deben recordar el Evangelio de san Juan donde El nos dice: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed...Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51ss). Los judíos de su tiempo se escandalizaron por estas palabras y discutían entre sí: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne? Hasta algunos discípulos protestaron: es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo? Hemos dicho antes que para participar en la Eucaristía se necesita fe, para reconocer allí al Señor. Se necesita fe para comprender que, además de esta vida, hay una superior, que una es la vida que tiene Dios en su Reino eterno y otra es esta vida mortal que nosotros llevamos en este mundo. La fe nos permite levantar los ojos del corazón y reconocer esa realidad superior que nos trasciende. Y cuando uno comprende eso, entiende también que Cristo hace brotar desde ese Reino de Dios esa vida y la hace penetrar en nuestro mundo. Por eso cuando estamos celebrando la Eucaristía, las fuerzas nuevas de la Resurrección fluyen en nuestro mundo, en esa humilde y sencilla hostia, en ese simple cáliz. Allí empieza a brotar una vida que no es la vida perecedera de este mundo, sino que es la vida eterna, la que Cristo tiene en su Reino, y puesto que El nos ama, nos hace a nosotros, ya, desde ahora, partícipes de esa vida divina. Por eso al acercarte a comulgar recuerda que te vas a alimentar con una vida que es más fuerte que la muerte, es la vida misma del Cristo Resucitado que tendremos plenamente cuando El, a nosotros, a quienes invita a su banquete, nos reconozca y nos llame de la muerte, como llamó a Lázaro de su tumba. Consideremos por tanto, el misterio asombroso y prodigioso que estamos hoy celebrando. Estamos recordando esa tarde cuando Jesús estableció este misterio para que nosotros hoy, y todos los cristianos en todo el mundo y en todos los tiempos, podamos celebrar un sacrificio y participar de un banquete ante el cual los demás misterios del mundo son secundarios. “Del caos original Dios creó el mundo, del caos de la muerte Cristo hizo brotar la salvación” Viernes Santo Is 52, 13—53, 12; Sal 31; Hb 4, 14-16; Jn 18, 1—19, 42. Esta tarde bendita y misteriosa del Viernes Santo, los cristianos en el mundo entero volvemos nuestra mirada al monte del Calvario para entender algo más del gran misterio de Cristo y de nuestra salvación, para crecer en el conocimiento del misterio de Cristo. Y es que de allí manaron sobre el caos del mundo las palabras salvadoras de Cristo, como en el origen brotaron sobre el caos original
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las palabras creadoras del Padre. El Sábado Santo en la noche oiremos la voz creadora de Dios que hizo brotar los seres de en medio de la nada, pero hoy Viernes Santo nos reunimos para escuchar desde el Calvario la voz salvadora de Jesús que en la Cruz recuperó para el Padre la creación entera, recuperó su criatura, al hombre que El había sacado de la nada y que por el pecado estaba volviéndose al caos. Dios había creado la luz, y el hombre creó las tinieblas del alma. Dios había creado la vida, y el hombre creó el pecado. Dios todo lo hizo bueno, pero el hombre creó el mal con su pecado. Dios había creado un paraíso, y el hombre quería hacer del mundo un infierno de violencia, de mentira, de odios, y de muerte. ¿Era posible detener esa carrera hacia el precipicio? ¿Era posible salvar al hombre de su locura? ¿Era posible recuperar la obra maravillosa de la creación de Dios? Para hacerlo había que vencer a las tinieblas, había que vencer a la violencia, al odio y a la muerte. Por eso y para eso Jesús se dejó llevar al monte de la Calavera, se dejó arrojar a las tinieblas, se sometió al mal del mundo. Asumió el odio y la mentira, la destrucción y el pecado, el sufrimiento y la muerte. Las asumió en sí mismo, para con su poder, infinitamente bondadoso, poder vencerlas. Como predijo Isaías: “El llevó nuestros dolores, soportó nuestros sufrimientos. Nuestras rebeliones lo transpasaron, y nuestas culpas lo trituraron. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó. El Señor cargó sobre él todas nuestras culpas” (Is 53, 4-6). Desde que es levantado en alto en la Cruz empieza a manifestar su triunfo. El Padre omnipotente había mostrado su poder creador sacando todos los seres de en medio de las tinieblas del caos original. Ahora, el Hijo de Dios revela ese mismo poder creando el bien en el infierno de mal que el hombre había creado. Y si en el origen Dios venció a la nada, ahora en el Calvario, su Hijo eterno venció nuestra maldad, toda la maldad humana, y demostró que por grande que sea el mal del mundo no es superior a su amor y a su bondad. Gracias a las palabras de perdón en la Cruz ya no estamos condenados al infierno, ya el mundo tiene esperanza, ya podemos volver al paraíso, ya es posible pensar que el mundo será mejor, que la violencia será vencida y el odio se acabará, y que la paz, la verdad y el amor reinarán en este mundo. Porque el Crucificado sigue clamando al Padre y de El siguen surgiendo perdón y vida eterna para todos los que se le acercan, como nosotros hoy. ¿Cuántas veces el hombre ha intentado destruir el mundo y acabar con la vida? Pensemos solamente en nuestro siglo: ¿cuántas veces la orgía de la muerte se ha apoderado de los corazones humanos? ¡Hace solamente 55 años esa orgía de destrucción y aniquilamiento se apoderó de los corazones de millones de seres humanos, que cruelmente trataron de acabar con la vida de otros millones de
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seres! Entre las dos llamadas guerras mundiales, más de 70 millones de sere humanos fueron exterminados. Acaso al mismo pueblo que Dios escogió en los siglos anteriores a Cristo, y sobre el cual sigue el misterio de los designios divinos, ¿no se intentó liquidar completamente? ¿Por qué? Porque el hombre tiene un poder de muerte que es, en el fondo, una rebelión contra Dios y sus designios. Y las guerras continúan y la violencia humana sigue destruyendo vidas. ¿Y qué o quién nos ha salvado de la fuerza de muerte que hay en el propio corazón humano? ¿Acaso no es Cristo Jesús que siempre nos está sacando del abismo en que queremos precipitarnos? El dejó que los hombres lo arrojaran en ese abismo, para implantar allí la salvación. La Cruz que hoy adoramos es el signo de esa salvación que tenemos en medio de las tinieblas y la violencia del mundo. Al caer de la tarde, lo bajaron de la Cruz, “lo envolvieron en una sábana y lo pusieron en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido sepultado todavía” (Lc 23, 53). Fue puesto en el sepulcro como la semilla es sembrada en la tierra y muere y produce mucho fruto, por eso: “Jamás reposo alguno fue más fecundo” (Renán). Lo que allí germinó es nuestra salvación, la salvación del mundo entero. Lo que de allí brotó es la Iglesia que sigue naciendo en el mundo. Lo que de allí surgió es una vida nueva, que llena de esperanza los corazones de los que tienen fe porque saben que su herencia es la vida eterna.
“La historia humana se condensa y significa en el drama de la Cruz” Las Siete Palabras Introducción Ayer no más, cuando llegó la Navidad, la Iglesia colmó al mundo con sus cantos de gozo celebrando el misterio por el que el Señor del Universo vino a este mundo. Hoy, Viernes Santo, la Iglesia pone su corazón en el Calvario y pregona a todo el mundo el misterio de la Cruz. ¿Qué encierra ese misterio, qué significan la Pasión y la Cruz? Es lo que trataremos de entender adentrándonos en el Calvario y meditando las palabras que pronunció el Señor desde la Cruz. ¿Por qué el Hijo de Dios asumió la iniquidad, la injusticia y el desprecio? ¿Por qué el Hijo de Dios, Aquel por quien y para quien “fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles” (Col 1, 16), afrontó la muerte y se sometió a ella? Pero además, ¿por qué existe el mal en el mundo? ¿Por qué reinan la mentira, la injusticia, el sufrimiento y la muerte? Cuando nosotros los cristianos evocamos el misterio del Calvario no lo
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hacemos por que nos deleitemos pensando en lo tenebroso y mortal. No lo hacemos tampoco porque estemos pensando que el cristianismo es la religión del dolor. No, al contrario; si lo hacemos es porque sabemos que sólo a la luz del misterio de la Cruz se nos ilumina el misterio del dolor. Más aún, sólo de la Cruz brota la fuerza que vence al dolor y a la muerte. Pero todavía más. En la Cruz se jugó el misterio de la humanidad. Allí fue asumido nuestro dolor y nuestro sufrimiento, nuestra iniquidad y nuestra muerte. Y puesto que el mal y la muerte son una realidad que atañe a todo hombre sin distinción, entonces podemos comprender que en la Cruz se jugó el destino de toda la humanidad y todo hombre está allí comprometido. Millones de seres humanos viven como si nada, como si la vida fuera una ilusión. Viven engañosamente de quimeras, eludiendo realidades fundamentales de su vida: el mal, el dolor y la muerte. No las quieren aceptar y pretenden no aceptarlas, porque queramos o no, estas realidades se nos imponen en uno u otro momento de nuestra vida. Las Palabras de Jesús en la Cruz nos descubren, precisamente, el sentido y la verdad de esas realidades que nos atormentan. Hacia el Gólgota confluye todo lo tenebroso y triste de la vida humana, toda la desgracia y la desolación, la aflicción y la pesadumbre del mundo entero, todo el sin sentido de la vida humana. Porque Cristo Jesús lo tomó sobre sí para darnos la luz y la alegría, la gracia y la salvación, el consuelo y la paz que tanto anhelamos. La Carta a los hebreos resume esto diciendo que Cristo Jesús “gustó la muerte en beneficio de todos” (Hb 2, 9). La Cruz, por tanto, es una paradoja, la paradoja más grande de la historia humana. Si miramos la vida, la vida de cada uno y la vida entera de la humanidad, nos damos cuenta de que está llena de contrasentidos. Por eso, muchos se vuelven cínicos y desesperados, otros se llenan de amargura y rebelión, mientras que otros viven sin paz y sin alegría. Y sin embargo, ¡qué mayor contrasentido puede haber que el que podemos contemplar en el Calvario: el Hijo de Dios muere como un cualquiera, marginado y despreciado; el que pasó toda su vida haciendo el bien, muere como un malhechor; el que todo lo puede con su Palabra, no tiene poder para bajarse de la Cruz; Aquel para quien todo fue creado muere sin nada, como el más indigente de todos los humanos! ¿Por qué? ¿Cómo se explica un hecho tan insólito? Para el que no tiene fe, para el que no comprende el misterio fascinante de la fe cristiana, esto es una prueba determinante de que El no puede ser el Hijo de Dios. Y sin embargo, para el que puede mirar con fe este misterio, allí se concentra todo el absurdo de la vida humana y allí se explica y se aclara. El Hijo de Dios realiza el supremo acto de amor de la historia humana: abraza todo el dolor y el suplicio que torturan a la humanidad y a cada ser humano en particular, para llenarlos de sentido y redimirlos.
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El lo hace porque es el Hijo de Dios, el único que podía hacerlo, que podía vencer el mal. Nadie fuera de El tenía tanto amor y tanto poder; nadie, sino El, podía darle sentido al dolor, vencer la muerte y redimir la humanidad. Reverentes y en adoración nos acercamos también nosotros esta tarde a contemplar tal misterio, en cuya luz se iluminan y se redimen nuestra historia, nuestros sufrimientos y todo el mal del mundo. 1) “De la cruz brota el poder omnipotente del perdón” Primera Palabra: “Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera, crucificaron a Jesús y también a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 33-34). Jesús pronuncia la palabra salvadora por excelencia, la palabra del perdón. Ya desde la tierra El ha realizado como hombre esa obra salvífica. Ahora invoca el perdón del Padre, para que la salvación sea eficaz y el cielo se encuentre con la tierra. El mundo está lleno de odios y venganzas, de violencias y resentimientos y en medio de este caos que se han vuelto las relaciones humanas, Jesús clama perdón. El experimentó plenamente lo que son el odio y el desprecio, supo cómo las relaciones humanas están así arruinadas. Pudo sentir que los hombres no somos hermanos sino que nos comportamos como enemigos unos de otros, y que por eso las relaciones están manchadas de desconfianza y agresividad. El, que se pasó haciendo el bien y que vino al mundo para darnos la paz, fue objeto de desconfianza y la violencia se le vino encima. La Sagrada Escritura nos dice que El “tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser ante Dios sumo sacerdote misericordioso y digno de crédito, capaz de obtener el perdón de los pecados” (Hb 2, 17). Se hizo en todo semejante a nosotros porque no hubo violencia humana que El no experimentara. Pero ¿cómo la afrontó? Todos, ordinariamente, ante la agresión y la crueldad respondemos devolviendo mal por mal y de esta manera nos encerramos en un círculo de eterno retorno de lo mismo; por lo cual nunca podemos extirpar el mal y terminamos cometiendo la misma injusticia de la que nos quejamos, porque el odio siempre quiere alimentarse de odio, la violencia de más violencia, tratando de despertar la venganza en el que hiere. Pudiéramos decir que esta ha sido la historia del mundo en este siglo, y en todos los siglos: a una violencia sucede otra, a una matanza le sobreviene la venganza. Y así estamos en este círculo infernal de la autodestrucción. Jesús no se dejó seducir por el mal y le respondió con el bien. Eso lo hizo durante toda su vida, pero le dio culminación en la Cruz pronunciando esta plegaria al Padre, que era expresión de su mismo poder omnipotente de perdón. El, pues, nos trajo la fuerza omnipotente del perdón liberador. Cuando alguien tiene esta benevolencia vence el mal. Fue así como Jesús nos enseñó a vencer el mal que carcome al mundo, así fue como nos enseñó a ser libres y así fue como en la Cruz hizo brotar una fuente que acalla la violencia del mundo y le da una
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esperanza de amor a la humanidad. ¿Es posible superar el desastre que aflije al mundo? La Cruz que se levanta en el Calvario nos está diciendo que sí, que el poder del bien es superior al mal y que el poder del amor es más fuerte que el de la violencia. Por eso, nuestro país fue recorrido hace poco por una Cruz, para decirnos a todos que tenemos esperanza y que los violentos no son los dueños de nuestro futuro, que el futuro es de los hombres de paz que la beben en la Cruz y la dispensan a sus semejantes. Los violentos son los vencidos, los hombres del mundo que pasa y que no tiene un mañana. Porque el futuro le pertenece a lo que saben mirar con fe la Cruz, a los que acogen el perdón que desde allí fluye, y a los que viven la esperanza que las palabras de Jesús engendran. Ante el Padre, El nos presentó diciendo: “No saben lo que hacen”. No se dan cuenta del mal que hacen, de la muerte que crean, de lo infelices que son en medio de tanta violencia. Así que “Dios rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó, cuando estábamos muertos por nuestros pecados” (Ef 2, 4) nos obsequió esta plegaria que nos saca de nuestra triste situación, nos da un nuevo horizonte y nos regala la esperanza: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Ahora la plegaria de Jesús nos pertenece. El Jesús crucificado es nuestro, es nuestra su oración al Padre. La agresión y la crueldad siguen haciendo de las suyas en el mundo, pero ya saben quién es el que las aniquila. Todos aquellos que sufren violencia: los niños maltratados, las mujeres degradadas, los obreros explotados, las personas secuestradas, los campesinos atropellados, perciben que su situación no es definitiva y que no están determinados por un destino infernal. La Cruz nos dice que el destino fatal no existe y que sólo a la libertad pertenece el porvenir definitivo para toda la humanidad. 2) “En la cruz Jesús afrontó los horrores de la historia” Segunda Palabra: “Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: ‘¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros’. Pero el otro intervino para reprenderlo, diciendo: ‘¿Ni siquiera temes a Dios, tú que estás en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos, pero éste no ha hecho nada malo’. Y añadió: ‘Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey’. Jesús le dijo: ‘En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso’” (Lc 23, 39-43). La verdad de lo que dijimos, de que la libertad definitiva es el futuro del mundo, nos la ratifica esta segunda palabra en la que Jesús dice con autoridad a un bandido que ha sido vencido por la Cruz: tu futuro es el Paraíso. Los violentos quieren que el futuro sea el infierno, por eso siembran la desgracia y la opresión. Pero Jesús, que vino a darnos la salvación, nos abre las puertas de su Reino.
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En los dos malhechores está representada toda la humanidad, todos nosotros. Porque todos somos pecadores y ninguno puede tirar la primera piedra. Pero hay unos que se arrepienten, se convierten y suplican la salvación, y hay otros que se endurecen en su maldad y se niegan a entrar en el Reino de Dios que empieza en la Cruz. El Calvario es el gran teatro del mundo, donde se representa toda la tragedia de la humanidad y todo el drama de la salvación. Allí estamos todos representados como malhechores y violentos y allí somos perdonados y salvados. Allí aparece toda nuestra crueldad y nuestra mentira, pero también todo el poder de Dios que nos saca de ella. El Calvario es un sitio de horrores y sufrimientos, como es el mundo entero. ¿Pues a dónde podemos ir, donde no haya desgracia y muerte? Sin embargo, “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” y sobre el Gólgota, donde se concentró todo el mal del mundo, allí mismo empezó a manar la fuente que da la vida. En el Gólgota chocaron dos poderes: el poder de las tinieblas y el poder de la luz. Aún era la hora de las tinieblas cuando Jesús habló como triunfador y prometió al delincuente: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Y por eso mismo, por la seguridad del triunfo, san Pablo proclama: “Nos regocijamos en medio de nuestros sufrimientos” (Rm 5, 3). He aquí otra de las paradojas prodigiosas del cristianismo. Para anunciar esta maravilla al mundo está puesta la Iglesia y la prueba la tiene en el Calvario y en su propia historia. Ni el dolor, el sufrimiento, o la muerte, ni el mal, ni el poder de los violentos, ni las tinieblas son absolutas. Todo esto ha sido vencido por el poder del Crucificado. En el Gólgota y desde la Cruz resplandece un poder nuevo para el mundo. Si en el mundo parece dominar el poder de la muerte que difunden sus vasallos, desde el Crucificado fluye el poder de la vida. Hay muchos que creen que son dueños de la vida de otros seres humanos y los tratan como si fueran mercancía: los que secuestran personas porque piensan que el ser humano es una cosa que se puede negociar; los que trafican con el sexo vendiendo y comprando seres humanos como si fueran objetos para ser usados; los que pagan para matar a una persona, pensando que porque tienen dinero pueden disponer de la vida de otro; los que compran las conciencias, porque tienen poder e influencia, como si compraran aparatos; los que negocian con niños como si éstos fueran animalitos. Es verdad, vivimos en un mundo donde la violencia hace de las suyas. Y fue esa misma violencia la que se desató con todo su furor sobre el Crucificado. Pero El la venció y por eso se puede anunciar al mundo que es cierto el triunfo sobre el mal. En el Calvario, donde parecen haberse concentrado todos los horrores de la historia: el odio, la violencia, la mentira y la muerte, Jesús abre un nuevo horizonte para la humanidad.
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Así que cuando nosotros volvemos nuestra mirada al Calvario y a la Cruz es para alimentar nuestra esperanza y llenarnos de fortaleza ante un panorama desalentador como el que el mundo nos presenta. 3) “María compartió en la fe los padecimientos de su Hijo” Tercera Palabra: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: ‘Mujer, he ahí a tu hijo’. Después dijo al discípulo: ‘Hijo, he ahí a tu madre’. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya” (Jn 19, 25-27). Al pie de la Cruz se halla con Jesús una mujer discreta y silenciosa, circundada de un misterio luminoso. Es una mujer frágil y fuerte a la vez; la envuelve el horror, pero la sostiene la esperanza; la oprimen las tinieblas, pero la ilumina la fe. Esa mujer es María, pero esa mujer es también la Iglesia. Ella comparte los padecimientos de Cristo desde el Calvario hasta el final de la historia, porque no hay sufrimiento humano que no deba ser asumido en la fe, valorado y enriquecido por Cristo. Pues es una verdad que la Pasión del Señor se prolonga en los siglos mientras haya sufrimiento en esta tierra. María no está allí como la mujer que se lamenta por su suerte, sino al contrario, como la mujer que desde la Anunciación dijo “sí” como colaboradora de la obra de Dios. Desde que el ángel la proclamó llena de gracia en su casita de Nazaret, ella estuvo dispuesta a unirse a los sufrimientos de su Hijo, cargar con su oprobio, ofrecer el sacrificio de alabanza y participar en su muerte. Y puesto que la obra de Dios es redimir el dolor y vencer el mal, por eso ella está allí, ofreciéndose a Dios, como quien ha sido llevada de la muerte a la vida por ese Hijo que en la Cruz triunfa sobre la muerte. María entiende ahora, en el Calvario, al pie de la Cruz, que el dolor y el sufrimiento se vencen asumiéndolos, no huyendo, sino afrontándolos, y por eso está allí “compartiendo los padecimientos de su Hijo” (1P 4, 13) que son todos nuestros padecimientos. Así colaboró ella con El en el suplicio redentor, en la obra de la transformación de los dolores del mundo, haciéndolos fecundos. Entonces también comprendió algo que había dicho Jesús: “La mujer, cuando da a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21). Pues el drama del Calvario es un alumbramiento, se está cumpliendo lo que también había dicho Jesús: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Allí estaba brotando un fruto nuevo, allí estaba naciendo la salvación del mundo, la luz que brilla en las tinieblas, el triunfo sobre el mal y sobre la muerte. Así que el dolor y la tristeza de María no son algo desesperado y sin futuro. Al contrario, ella descubre en la Cruz de Jesús que todo el sufrimiento humano se llena de esperanza y se vuelve fecundo, pues el Señor había dicho: “Vosotros estáis
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tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría” (Jn 16, 22). María está al pie de la Cruz, bebiendo la sabiduría de la Cruz, aquella que le permite experimentar regocijo en medio de los sufrimientos (Rm 5, 3), “gloriarse en las tribulaciones, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias” (2Co 12, 10), porque en la debilidad del humillado y ofendido, del secuestrado y abandonado, del que sufre violencia e injusticia, habita la fuerza de Cristo; aquella que triunfa por el perdón, la esperanza y la vida eterna. Tú, cristiano, tú, hombre o mujer de fe, cualquiera que seas y que ahora estás sufriendo: mira fijamente a la Cruz, trae a tu memoria el Calvario, para que comprendas que no estás solo con tu dolor y que tu sufrimiento no es algo carente de sentido. Más aún, tu tormento y tu angustia están allí, en la Cruz, en el corazón de Cristo Jesús. No son sólo tuyos, son también de El. El mismo Hijo de Dios ha asumido tus tormentos y está contigo en tu aflicción. La Madre del Señor, al pie de la Cruz, está contigo en tu dolor y también te ayuda, y la Iglesia toda comparte tu padecimiento. Piensa la dimensión extraordinariamente grande y el valor maravilloso de tu sufrimiento. Comprende, como comprendió María, que todas las angustias y dolencias vividas en la fe tienen esperanza, y que el Hijo de Dios asumió todo el mal del mundo, las tristezas y dolores de la humanidad, para transformarlos dándole valor a lo que no tenía y un horizonte a lo que parecía absurdo. María también pasó por la oscuridad y las sombras de la muerte, vivió en el dolor de Jesús toda la amarga tragedia de la humanidad y por eso desde allí, desde el lugar de la Crucifixión, ella colabora en la obra salvadora de Jesús. No, no es posible, después del suplicio de la Cruz, que los violentos, los injustos, los destructores, los mentirosos, los explotadores, los terroristas y tiranos logren destruir la obra de Dios. ¡No, no es posible, que el drama de la Pasión y de la Cruz hayan sido en vano! Eso pregona María a la humanidad. Así, serenamente, apaciblemente, dulcemente, con esa claridad y fuerza que tienen la luz y la verdad. Cierto que algunos quieren convertirla en mensajera de desgracias y anunciadora de catástrofes, pero es porque no la conocen y no entienden lo que ella tuvo que pasar para vencer toda desgracia y superar toda catástrofe, y para alcanzar la sabiduría que se obtiene después de un sufrimiento indescriptible. Todo es fracaso y sin sentido en la Cruz del Gólgota. Todo es un dolor absurdo. Pero María cree contra toda evidencia y espera contra toda esperanza, porque sabe en quién ha puesto su confianza: en Aquel que tiene un amor más grande que todos los odios del mundo juntos y que nada ni nadie podrá arrebatar de El a los que ama: “Ni la tribulación, la angustia, o la persecución, ni el hambre, la enfermedad, los dolores o la muerte, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni la altura ni la profundidad, ni las mayores potencias del mal, ni el poder destructor de todos los violentos de la tierra” (Rm 8, 35.38-39).
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Agradecida la Iglesia te recuerda hoy, santa Madre de Dios, María, y te mira para sentirse fuerte y seguir caminando por la historia difundiendo el Evangelio salvífico de la Cruz de tu Hijo, y nosotros, aquí congregados te proclamamos bienaventurada y te rogamos que nos enseñes a valorar nuestros dolores y sufrimientos uniéndolos como tú a la pasión de tu Hijo. 4) “El poder de muerte se agazapa en el corazón humano” Cuarta Palabra: “A eso de las tres gritó Jesús con fuerte voz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34) El sentido de este grito desgarrador de Jesús es tan misterioso y tan profundo que sólo podemos balbucear algo del misterio que esconde. ¿Por qué el Padre abandonó a Jesús? ¿Por qué lo dejó experimentar la aterradora soledad que se evidencia en esta cuarta palabra? Podríamos dar respuesta a este interrogante si pudiéramos recoger todas las soledades de los corazones que van por el mundo, sin que nadie los mire compasivo y se les acerque con bondad. Podríamos dar respuesta a estas preguntas si pudiéramos reunir todo el dolor de los que se enferman en la soledad, confinados en lugares que nadie mira; o los que mueren abandonados, sin nombre y sin reconocimiento, como si no fueran seres humanos; o aquellos que se hunden desamparados en las noches tenebrosas. En la soledad de Jesús se concentró toda la soledad y el abandono de millones y millones de seres que nunca han conocido el amor, de millones y millones de niños que al nacer son tirados en las calles y crecen sin que nadie los reconozca; allí, en el grito de Jesús, está el abandono de millares de personas que deambulan por las calles de nuestras ciudades, y no tienen historia, ni tienen futuro, ni poseen un lugar donde poder vivir, y mueren sin dejar recuerdos. Este grito desolador de Jesús recoge el lamento de toda la humanidad y el gemido de toda la creación que “espera ansiosamente ser liberada de la servidumbre de la corrupción” a la que fue sometida por el hombre (Rm 8, 2021). Jesús “gustó la muerte por todos nosotros” (Hb 2, 9), vivió nuestro infortunio y desolación. Y allí en la Cruz nos dice lo que nosotros no queremos decirnos y nos muestra lo que nosotros no queremos ver: todos nuestros males vienen de la tragedia de que estamos lejos de Dios. Puesto que no aceptamos la realidad nos mentimos y mentimos a los demás intentando crear una ilusión. Pero la Sagrada Escritura, que no se hace ilusiones con el hombre, nos describe así la situación: “El hombre, nacido de mujer, corto de días y lleno de tormentos. Como la flor, brota y se marchita, y huye como una sombra sin pararse...” (Jb 14, 1-2). “Penosa tarea se ha impuesto a todo hombre, pesado yugo a los humanos, desde el día en que salen del seno de su madre... El tema de sus reflexiones, el temor de su corazón, es la espera angustiosa del día de la muerte. Desde el que se sienta en trono elevado hasta el que yace postrado en el polvo y la ceniza... todos sienten furor, envidia, turbación, inquietud, miedo a la muerte, rivalidades y
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discordias... Esto sucede a toda creatura, hombres y animales...: muerte y sangre, pelea y espada, calamidades, hambre, tribulación y desventura...” (Si 40, 1-3.8-9). Mas también en la Escritura está la respuesta inmediata al grito de Jesús: “Al que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros” (2Co 5, 21), y “fue entregado a la muerte por nuestros pecados” (Rm 4, 25); “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El graciosamente todas las cosas?” (Rm 8, 32). Sin embargo, allí subyace también otra pregunta: ¿por qué, Padre, has abandonado la humanidad y la has dejado en poder de la mentira, de la violencia y de la muerte? ¿Por qué el Padre nos ha abandonado? Porque nosotros lo hemos rechazado, y este es el gran pecado, raíz de todos los demás pecados y de todos los males. Por eso Jesús vino al mundo, para reconciliarnos con el Padre. San Pablo nos explica así este acontecimiento: “Cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con El por medio de la muerte de su Hijo, y ahora que ya hemos sido reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que nos regocijamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual hemos recibido la reconciliación” (Rm 5, 10-11). El Padre abandonó al Hijo para reconciliarse con todos nosotros y convertirse en nuestro Padre. Lo abandonó en el pecado para que desde el mundo de pecado, desde la lejanía total, lejos de la casa paterna, el Hijo lograra lo que nadie más podía lograr: ser escuchado por el Padre. Su grito, fue un grito redentor, pues el Padre, que no nos escuchaba a nosotros, lo escuchó a El. “Su grito llegó hasta Dios” y así conmovió las entrañas del Padre y abrió su corazón. ¿Por qué podía El ser escuchado? Porque El, “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia” (Hb 5, 7-8). Porque El “no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca, porque al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia” (1P 2, 22-23). No se dejó encerrar en ese círculo del eterno retorno del mal y la mentira que el hombre ha creado. De esta manera nos sacó de él también a nosotros y nos abrió el acceso al Padre. 5) “La Pasión del Señor se prolonga en los siglos” Quinta Palabra: “Después, Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que también se cumpliese la Escritura, exclamó: ‘Tengo sed’. Había allí una jarra con vinagre. Los soldados colocaron en la punta de una caña una esponja empapada con vinagre y se la acercaron a la boca” (Jn 19, 28-29). Hemos estado viendo que la Cruz es un drama de vida y muerte, de amor y de odio, donde combaten el poder salvador de Dios y el poder de muerte que se agazapa en el corazón humano. Pero hemos visto también que en el Calvario se
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revela toda la triste situación humana. Las tinieblas que cubren la tierra y que hacen que los hombres caminen a tientas por esta vida, como si vivieran “sin Dios y sin esperanza en este mundo”. La penuria y la indigencia que afligen a la humanidad se revelan de modo particular en esta quinta palabra. La sed de Jesús es la miseria que aqueja a la humanidad, es la sed que padece porque los hombres no son hermanos, es el hambre de multitudes de seres que no tienen qué comer porque otros les han quitado su trabajo, o su salario, o sus tierras, o sus esperanzas, o su alegría de vivir. Porque la tierra que el Señor nos dio se la robaron unos pocos que la malgastan sin compartir lo que es de todos. Porque los que administran los bienes que a todos nos pertenecen, la tierra, el agua, la luz, los alimentos, lo hacen pensando sólo en sus intereses egoístas y no en el beneficio de todos. Las relaciones entre los hombres son un conflicto de mentiras incontables y de violencias sin fin, a pesar de que nos necesitamos unos a otros porque fuimos creados para la comunión. Por eso en lugar del amor reina el odio, y en lugar de la verdad se impone el engaño. Por eso la historia humana es una tragedia. ¿No es acaso el drama de la Pasión como un bosquejo de esta historia humana? Allí están toda la arrogancia del poder del hombre que cree que tiene dominio sobre otros hombres, la ceguera de la justicia humana que tanto se equivoca, la cobardía de Pedro y la perfidia de Judas, la infidelidad de los otros discípulos que huyen y se esconden, la veleidad del pueblo que ayer no más aclamaba a Jesús como rey y hoy pide su muerte a cambio de la vida de un malhechor. Allí hay de todo lo que ocurre en la historia de los hombres, que es rechazo de Dios y altivez humana, insolencia y vanidad. Por eso las tinieblas cubren la tierra y la muerte se pavonea por el mundo. La Pasión del Señor es una revelación de nuestro mal. El nos lo muestra para curarnos. Pero ¿la humanidad ha querido ver? ¿Reconocemos los males que nos aquejan, somos conscientes de la sed que nos tortura? ¡No! porque queremos acallar esa sed en aguas equivocadas. Así se lamenta Dios mismo en el profeta Jeremías: “Continuaré pleiteando contra vosotros, oráculo del Señor, y hasta con los hijos de vuestros hijos pleitearé... Pues mi pueblo ha cambiado su Gloria por la vanidad. Pasmaos de ello, cielos, temblad llenos de espanto. Que mi pueblo ha cometido doble crimen: me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jr 2, 9-13). La revelación de la verdadera fuente de agua que sacia el corazón humano está también allí, en el Calvario, desde la Cruz, en el Crucificado. Cuando después de la séptima Palabra, “uno de los soldados le abrió el costado con una lanza”, “al punto, brotó de su costado sangre y agua” (Jn 19, 34). He ahí la fuente que salta hasta la vida eterna. Por eso, antes de sufrir la Cruz ya había dicho lo que entonces se cumplía: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba” (Jn 7, 37b). El triste espectáculo de la humanidad que se revela en el Calvario lo hemos
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venido viendo en nuestro país de manera particular hace algunos años, cuando la sed de dinero fácil se apoderó de nuestra sociedad: una lucha sin cuartel que termina en la muerte, con corazones insaciados, frustrados y llenos de resentimiento. ¿O es que acaso no vemos cómo la muerte devoradora merodea por todos los ámbitos de nuestro país a causa de la codicia que se apoderó de los corazones? La Carta de Santiago describe así este siniestro panorama: “¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que os han convertido en un campo de batalla? Codiciáis y no poseéis; asesináis y envidiáis, pero no podéis conseguir nada; os enzarzáis en guerras y contiendas, pero no obtenéis nada” (St 4, 1-2). 6) “Abrazando la muerte fue como Jesús la venció” Sexta Palabra: “Jesús gustó el vinagre y dijo: ‘todo está cumplido’” (Jn 19, 30). La Cruz ha sido una trampa para el mal del mundo. El Señor dejó “que nuestras rebeliones lo transpasaran y que nuestras culpas lo trituraran, pues cuando era maltratado, se sometía y no abría la boca” (Is 53, 5.7).”Cargó con nuestros pecados, llevándolos en su cuerpo hasta el madero” (1P 2, 24). Y fue, abrazando la muerte como la venció, y dejando que el mal lo quebrantara, fue como lo apabulló con el poder de su amor omnipotente. Logró lo que nadie más podía lograr, venció el desprecio, derrotó al odio, aniquiló la injusticia y la mentira, exterminó la muerte, que es la consecuencia de todo ello. Todo está allí realizado y presentado como una ofrenda a la humanidad para su redención. La sexta Palabra de Jesús en la Cruz es un canto de triunfo anticipado. El Señor que inclina la cabeza sobre su costado aparece ante el universo y la historia como el vencedor. Desde entonces tenemos esperanza porque sabemos que las tinieblas no son absolutas, que el mal no es omnipotente y que la muerte no es el límite definitivo. La lucha sigue, pero la batalla decisiva se ha realizado y el triunfo se ha logrado. Así que en la fe podemos proclamar: “Ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza... Pero todos estamos aguardando con perseverancia” (Rm 8, 2425). El mundo puede transformarse y es posible lograr una sociedad mejor. Los violentos, que siembran la destrucción y son ministros de la muerte, no son los dueños del mundo ni del futuro de la sociedad. Las puertas del paraíso están abiertas, aunque el camino es largo. Pero tenemos la esperanza que brota como luz fortificante de las llagas del Crucificado. “Todo está cumplido”, el Señor Jesús ha realizado la obra que el Padre le encomendó: bajó a nuestro infierno de desorden, terrorismo y crueldad y nos enseñó el amor. Bebió el cáliz del sufrimiento hasta las heces, porque era el sufrimiento de toda la humanidad. Recuperó la creación que el hombre, por su pecado, había sometido a la corrupción y a la muerte. “Todo está cumplido” porque lo que hasta entonces era absurdo e insensato, ahora está lleno de sentido y de valor. El sufrimiento es ahora meritorio, pues no termina en la nada
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sino que alcanza la gloria. De ahora en adelante, los padecimientos de la creación y de todos los que trabajan por la paz, la verdad y la justicia son como dolores de parto que anuncian una transformación gloriosa. Para renovar el mundo y lograr una sociedad justa necesitamos esperanza y decisión, y esto es lo que nos da la Cruz de Cristo. No nos dejemos, pues, robar la esperanza que el Crucificado nos ha dado y que se difunde desde la Cruz, aunque los secuaces del odio y de la muerte la quieran sofocar. Si en cincuenta años de empecinamiento, los violentos no han logrado destruir nuestra esperanza y por todos los medios han tratado de aniquilar este país, es porque la fe cristiana aún sigue engendrando la esperanza en nuestros corazones. ¿Es posible un futuro mejor para el mundo y para nuestro país? El Crucificado nos está diciendo que sí, porque su obra está cumplida y en ella podemos alimentar nuestro espíritu y ser fuertes frente a la adversidad, la violencia, la mentira, la corrupción y la muerte. En la Cruz podemos nutrirnos de esperanza para vencer el miedo, la negligencia o la cobardía que nos paralizan y no nos dejan actuar. Cuando Jesús dijo que todo estaba cumplido, empezó un restaurado futuro para la creación de Dios y nació de nuevo la esperanza. Se ha cumplido el culmen y el sentido de la historia humana, ha llegado a su plenitud el plan salvífico de Dios. Por su obediencia perfecta, Jesús ha dado un nuevo giro a la historia. De historia de perdición sujeta al mal y al fracaso, ha hecho una historia de salvación. El mundo ya no va a la ruina definitiva, el mundo ya no puede vivir en la desesperanza total. Jesús ha salvado la obra del Padre. 7) “La muerte de Jesús es una manera nueva de morir” Séptima Palabra: “Hacia el mediodía las tinieblas cubrieron toda la región hasta las tres de la tarde. El sol se oscureció, y el velo del Templo se rasgó por medio. Entonces Jesús lanzó un grito y dijo: ‘Padre, a tus manos confío mi espíritu’. Y dicho esto, expiró” (Lc 23, 44-46). El evangelista san Juan dice esto mismo en forma todavía más sublime y delicada: “Inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 30). Jesús se abandona apaciblemente, no a la muerte destructora, sino a la muerte que ha sido despojada de su aguijón. Ha realizado su obra de recuperación y salvación, ha cumplido lo que el Padre le mandó. Ahora se abandona en su infinito amor. Esta muerte de Jesús es una manera nueva de morir que le es ofrecida a la humanidad. Por Jesucristo nuestro Señor “ahora tenemos paz con Dios”, pues “hemos sido justificados por su sangre” (Rm 5, 1.9). La muerte también, como el
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sufrimiento, tiene un nuevo sentido y una nueva orientación. Ella es la hermana que nos lleva a la casa del Padre y todo el que “se une a El en su muerte” porque “ha sido crucificado con El” en su vida (Rm 6, 5-6), se entrega seguramente, sosegadamente, apaciblemente en las manos del Padre que lo amó y lo creó, pues “Dios hace que todas las cosas concurran para el bien de aquellos que lo aman” (Rm 8, 28) “que El predestinó” y que por eso llamó (Rm 8, 30). Siempre la muerte ha sido un monstruo que llena de terror el corazón de los hombres. Siempre los hombres han vivido esclavos del pavor a la muerte. Pero desde ahora ella deja de ser siniestra y sombría y se amansa y se inunda de luz. La muerte está en poder de Aquel que la abrazó y la venció. Por eso la Escritura proclama: “Cristo murió y retornó a la vida para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14, 9). Así que “nosotros ya no vivimos para nosotros mismos y no morimos para nosotros. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivos o muertos, del Señor somos” (Rm 14, 8). ¿Quién tiene miedo ante el Crucificado? ¿No ves la placidez que irradia su presencia? ¿Y sabes una cosa, tú, cristiano que celebras la muerte del Señor en este día? ¡En ese Cristo Crucificado está tu muerte! Por tanto, mira tu futuro en el Crucificado, mira tu muerte en El, pues como cristiano tu morir será un morir en Cristo. ¿Y has visto un muerto más lleno de vida? ¿Has visto, acaso, un muerto que irradie más paz que el Crucificado? Así será tu muerte si tú como creyente mueres en Cristo. Jesús vivió nuestro infierno de violencia y murió nuestra muerte cargada de espantos y terrores. Ahora nosotros, si vivimos en El como cristianos, moriremos su muerte triunfadora. El compartió nuestra situación “para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo, y liberar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida” (Hb 2, 14b-15). Del Getsemaní al Calvario, Jesús fue atrapado por un torbellino de violencia que se fue acelerando hasta llegar a la cúspide en la Cruz, cuando Jesús lanza un grito de angustia que parece recoger todo el gemido de la creación. Pero todo el odio del mundo, toda la rabia del infierno no logran vencer su amor, y alzando la mirada al Padre, Jesús inclina su cabeza abandonándose confiadamente en El. Todo empezó en el horror y la angustia y todo termina ahora apaciblemente en el regazo del Padre. Ahora el cristiano canta: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado... Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Co 15, 54-57). El poder de los violentos y destructores es la muerte, pero a la muerte Cristo le ha arrancado su aguijón y ahora sirve a sus planes y no a los planes de los terroristas y los violentos. Esta victoria la viene cantando el cristiano, con el libro del Apocalipsis, cuando le dice al Señor:
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“Eres digno de recibir el libro y abrir sus sellos, porque has sido degollado y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y los has constituido en reino para nuestro Dios, y en sacerdotes que reinarán sobre la tierra” (Ap 5, 9-10). La noche de la cruz, noche de desdicha, cuando Dios se inmoló padeciendo por nosotros, se transforma en noche dichosa iluminada por una secreta luz, más cierta que la luz del mediodía. Y en esa noche bienaventurada, la muerte cambió de condición para toda criatura. La muerte ha sido vencida por el amor de Dios.
“El futuro no pertenece a los traficantes de la muerte” Solemne Vigilia Pascual Gn 1, 1—2, 2; Sal 104; Gn 22, 1-8; Sal 16; Ex 14, 15—15, 1; Sal Ex 15, 12ab.2cd.3-4. 5-6.17-18; Is 54, 5-14; Sal 30; Is 55, 1-11; Sal; Is 12, 2-3. 4bcd.5-6; Ba 3, 9-15.32; 4, 4; Sal 19; Ez 36, 16-17a.18-28; Sal 42; Rm 6, 3-11; Sal 118; Lc 24, 1-12. El Viernes Santo la creación entera se puso triste, la Iglesia toda entró en el silencio; un silencio sobrecogedor y profundo. El Señor había muerto. Pero ahora, esta noche se llena de alegría porque ha nacido la luz, y la creación entona un canto de júbilo y alabanza, porque así como el sol vence las tinieblas, así Cristo vence al mal y a la muerte. Esta noche los cristianos en todos los lugares de la tierra nos congregamos, y a nosotros se une la creación entera, para proclamar que es posible la esperanza, que es posible construir un mundo nuevo, que es factible vencer la soledad, el odio y la violencia porque Cristo, el Señor, los ha vencido; ha vencido a la muerte y ha resucitado. Todos los símbolos de esta noche expresan lo que es Cristo, nuestro Señor: El es la luz del mundo y quien lo sigue no camina en la oscuridad sino que tiene la luz de la vida. El es la Palabra que desde el principio está con Dios y que resonando sobre el abismo de la nada ha creado todas las cosas. El es el agua viva. Quien la bebe tiene en su alma una fuente que brota para la vida eterna y lo purifica de todo pecado. El es el pan y el vino que se vuelven pan bajado del cielo, para que quien lo coma, nunca más tenga hambre, y el que crea en El nunca más tenga sed. Esta noche hemos caminado en tinieblas hacia la luz, que es Cristo, y con esto hemos recordado la noche de la creación cuando fuimos sacados de la nada; la noche de la liberación, cuando fuimos sacados de la esclavitud del mal y del pecado y llevados a la tierra que mana leche y miel, a su Reino que El ya ha
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establecido en nuestro corazón; y recordamos también la noche de la resurrección, cuando El se levantó del sepulcro y sepultó a la muerte. Por eso esta noche resuena en todo el universo el canto de la Iglesia universal que dice: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?... ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!”. Recordemos bien que estamos celebrando la victoria de Cristo, una victoria que es también la nuestra, porque El nos ha hecho partícipes de ella. El nos ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). Así que nos llenamos de gozo, del gozo mismo de Dios, del gozo de la creación, del gozo indecible de la Iglesia, porque el triunfo de Cristo, su resurrección, es también el nuestro. Por eso, esta noche nace la esperanza. En todos los ritos que estamos celebrando se significa muy explícitamente qué es, en qué consiste nuestra fe: es seguimiento de Cristo, es luz en medio de las tinieblas que envuelven al mundo, es escucha de su Palabra, y es también participación en la muerte y la resurrección del Señor. El bautismo que recibimos nos ha hecho partícipes de su muerte y de su resurrección. Pero la fe también es, como lo diremos en la cuarta parte de esta celebración, alimentarnos de Cristo, ser hijos de Dios y tener unas relaciones nuevas con el prójimo. No ya las relaciones de recelo, agresividad, violencia, mentira, sino las relaciones de paz y de ayuda mutua, de respeto y de acogida. Porque Cristo resucitado presente en la Iglesia hasta el fin del mundo ha hecho posible que todo sea nuevo para el que tiene fe. El es una fuerza, un poder, una energía nueva que penetra en el corazón del que cree y lo hace nacer de nuevo. Por eso, esta noche los cristianos en el mundo entero proclamamos que es posible la esperanza, que es posible construir un mundo diferente, que es posible vencer el odio y la violencia porque Cristo ha vencido la muerte. ¿Podemos soñar con una sociedad mejor? ¿Podemos aspirar a tener una vida de paz y de alegría en nuestro país y en todo el mundo? ¿Será posible vencer la pobreza y la injusticia? ¿Es posible que podamos hacer de este mundo, de este país nuestro, tan lleno de maravillas porque Dios lo ha enriquecido con toda clase de bienes naturales, un sitio en la tierra donde haya justicia, paz, alegría, respeto por la vida y fraternidad entre la gente? Esta noche, nosotros aquí reunidos decimos que sí es posible porque Cristo ha vencido al peor enemigo que es la muerte, y si la muerte, el máximo enemigo, ha sido vencido, ¡cómo no va a ser posible vencer a enemigos que son más débiles que la muerte misma! Entonces no somos ya esclavos del miedo a la muerte, ni del fatalismo, ni de la derrota, no somos esclavos del mal ni del pecado, no estamos sometidos a las tinieblas y a la muerte. Como cristiano no debes pensar que el futuro nuestro, el futuro de nuestro
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país y del mundo, sea el que dicen los violentos, los resentidos, los traficantes de la muerte, los que van difundiendo olor de muerte con sus palabras y sus acciones. ¡No! El futuro no nos lo impondrán ellos. Ellos tendrán el futuro que se han buscado para sí mismos. Nosotros tenemos el futuro de Cristo. Nuestro futuro es el que El nos ha conquistado esta noche de la resurrección. Al iniciar las celebraciones de esta noche bendita hemos entrado en el templo en medio de las tinieblas, guiados por la luz del cirio pascual, cantando y afirmando con nuestra fe que caminamos hacia el futuro que Cristo nos ha conquistado, no hacia el futuro de los destructores, asesinos y servidores de la muerte. Porque en este mundo existen los lacayos de la muerte y los servidores de la vida, los ministros del mal y las tinieblas y los ministros de la luz y de la paz. Puede ser que ellos hagan mucho escándalo, puede ser que ellos sean arrogantes y altaneros, pero todos esos son gestos de vencidos y desesperados. Sólo los serenos y alegres, pacientes y amables tienen futuro y esperanza. Nos lo dijo muy claro Jesús: “Felices los mansos porque ellos poseerán la tierra; felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia; felices los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Estos son los que siguen a Cristo, a quien el Viernes Santo veíamos morir en paz abandonado en los brazos del Padre, y hoy resucita para proclamar que la vida es superior a la muerte, que la paz está muy por encima de la violencia, que el amor vence al odio, y la luz a las tinieblas. ¡Levanta el ánimo cristiano! Apresúrate, camina con entusiasmo siguiendo la luz de Cristo. El, solamente El, nadie más que El, es el dueño del futuro del mundo y de la historia. Sólo El es dueño de tu futuro. Con El no hay tinieblas ni muerte porque El las ha aniquilado.
“Pascua es saber avizorar en el mañana un mundo mejor” Domingo de Resurrección Hch 10, 34a.37-43; Sal 118; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-19. De todos los domingos del año, este es el principal, este es el mayor domingo. En efecto, todos los domingos nacieron de este domingo y fue para recordar este domingo de Resurrección que la Iglesia estableció los otros domingos. ¿En qué radica la importancia, entonces, de este día? Pues que el domingo de Pascua el Señor Jesús, que había sido crucificado y había muerto, se levantó de la tumba, se manifestó a sus discípulos, originó la fe cristiana y dio inicio a la Iglesia y a los sacramentos. En otras palabras, la Iglesia nació el día de Pascua porque ese día nació la fe. San Pablo dice, en efecto, que si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe.
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Piensen ustedes por unos momentos lo que es la Iglesia, lo que ha sido la Iglesia durante dos mil años, lo que es la fe cristiana, lo que son esos millones y millones de creyentes en Cristo, ¡esparcidos por toda la tierra! Todo ese fenómeno humano e histórico tiene su origen en la Resurrección de Cristo. Pero, hay algo más. Ustedes como cristianos saben lo que es la esperanza. Saben lo que es tener un futuro, saben lo que es mirar hacia adelante, más allá del dolor y del sufrimiento, más allá de la muerte. Ese poder levantar la cara y mirar de frente hacia el mañana, con alegría, con entusiasmo, eso se llama esperanza. Todavía más, ese avizorar en el horizonte una realidad nueva, superior, en la que el mal, el dolor y la muerte serán vencidos, eso se llama esperanza, la esperanza cristiana. ¿Y por qué es posible la esperanza? Pues, porque Cristo resucitó. Por eso hoy, día de Pascua, los cristianos en todo el mundo nos congregamos en nuestros templos para orar, cantar y proclamar que son posibles la fe y la esperanza, que ha nacido un futuro nuevo para el mundo, que el destino de fatalismo y muerte ha sido vencido. Cristo Jesús al resucitar nos ha hecho posible un mundo nuevo. A un mundo dominado por las tinieblas y el miedo a la muerte, por el terror y la violencia, dice la Carta a los hebreos, que vino Cristo “para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía el dominio de la muerte, es decir, el demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte” (Hb 2, 14-15). Si la esperanza es posible es porque la muerte ha sido vencida, pues la muerte es la destructora de todas las esperanzas, de todos los sueños, de todos los proyectos que hay en el corazón humano. Hoy los cristianos proclamamos que es posible la esperanza porque Cristo ha vencido a la muerte. Y si es posible la esperanza es posible construir un mundo diferente, es posible vencer el odio y la violencia. ¿Podemos soñar con una sociedad mejor? ¿Será posible que lleguemos a una justa distribución de tantos bienes que Dios nos dio para todos y no para unos pocos? ¿Será posible que algún día tengamos políticos, dirigentes y administradores honestos, justos y servidores reales de la sociedad? ¿O más bien debemos desistir de todo empeño y considerar que definitivamente este mundo y este país es sólo para los violentos, los injustos y los deshonestos? ¿Que, por lo tanto, los pobres no tienen, definitivamente esperanza? Este glorioso día de Pascua, nosotros aquí congregados decimos que sí es posible la transformación de nuestra sociedad porque es posible la esperanza, que es posible un futuro mejor porque Cristo ha vencido al peor enemigo que es la muerte, y si la muerte, el máximo enemigo, ha sido vencido, ¡cómo no va a ser posible vencer a enemigos que son más débiles que la muerte misma! Anoche, en la celebración de la Vigilia Pascual, hicimos una procesión entrando
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en el templo en medio de las tinieblas, guiados por la luz del cirio pascual, cantando y afirmando con nuestra fe que caminamos hacia el futuro que Cristo nos ha conquistado. Estos son los que siguen a Cristo, a quien el Viernes Santo veíamos morir abandonándose con infinita paz en los brazos del Padre, y hoy resucita para proclamar que la vida es superior a la muerte, que la paz está muy por encima de la violencia, que el amor vence al odio, y la luz a las tinieblas, y que el futuro, el futuro de Dios pertenece a los que aman, a los pacíficos, a los que sirven a su prójimo, a los que comparten y a los que luchan por la paz y la justicia.
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PASCUA
“No hemos recibido un espíritu de esclavos para vivir en el miedo” Domingo 2º de Pascua Hch 5, 12-16; Sal 118; Ap 1, 9-11a.12-13. 17-19; Jn 20, 19-31. ¡Qué hermosas manifestaciones del Señor las que aparecen en estas lecturas que acabamos de escuchar! ¡Qué hermosas y cuán llenas de bondad y misericordia! En el texto del Apocalipsis, el autor nos cuenta: “Vi... como a un Hijo de hombre... su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Cuando le vi, caí a sus pies como muerto. El, poniendo su mano derecha sobre mí, dijo: ‘No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el Viviente; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo...”. Como podemos ver, el Señor se revela para manifestar que El tiene el poder sobre la muerte y se revela consolando y animando. Al vidente le dice, poniendo la mano derecha sobre él: “No temas”. Es la misma forma como Jesús animaba a sus discípulos cuando vivía sobre la tierra. Recuerden cuando Jesús iba en una barca con sus discípulos y en medio del mar se desató una terrible tempestad. Jesús les dijo: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8, 26). Otra vez, estaban los discípulos en medio del mar, con la barca zarandeada por las olas y con viento contrario. Entonces, de madrugada, viene Jesús caminando sobre el mar. “Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se asustaron y decían: “Es un fantasma”, y de miedo se pusieron a gritar. Pero al instante les habló Jesús y les dijo: ‘Animo, que soy yo; no temáis’” (Mt 14, 2627). Y recuerden estas manifestaciones de Jesús resucitado que hemos escuchado en el Evangelio de hoy. Los discípulos estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Pero “se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con vosotros’... Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: ‘La paz con vosotros’. Como el Padre me envió, también os envío yo. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos...’. Ocho días después (...) se presentó Jesús en medio y dijo: ‘La paz con vosotros’. Luego dijo a Tomás: no seas incrédulo sino creyente... Dichosos los que creen sin haber visto’”. La aparición de Jesús los llenó de alegría, de paz y de
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Espíritu Santo. Por tanto, una conclusión podemos sacar: donde Cristo Jesús se revela o se manifiesta echa fuera el temor. Donde hay fe no hay miedo. San Pablo nos lo aclara cuando dice: “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 15). Es necesario que contrastemos esta revelación con las de mucha gente cuyo corazón está lleno de miedos y terrores y que vienen propagando terremotos, temblores, castigos, y cosas por el estilo. Hoy estamos acercándonos al fin de un siglo, más todavía, al fin de un milenio. Y son muchos los aterrorizados que le tienen miedo al futuro. Lo peor es que, algunos utilizan el cristianismo para proyectar sus terrores. Muchos pertenecen a sectas conformadas por gente aterrorizada, otros son católicos y utilizan a la misma Madre de Dios para proyectar sus terrores en ella y hacerla mensajera de calamidades. Hay gente que se la da de vidente para anunciar siniestros, pero los videntes del Evangelio lo que ven es al Salvador y su obra de salvación. Es preciso que distingamos bien la fe del fanatismo. Una persona fanática cree en cuanta cosa rara se presenta y que confirme sus miedos. Una persona de fe es la que ha conocido a Jesucristo y ha gustado y visto lo bueno que es el Señor, más aún, que ha gustado el consuelo de Dios. El mundo, ciertamente, está lleno de terrores, pero son terrores creados por el hombre. El Salmo 10, por ejemplo, dice: “Tú Señor, escuchas los deseos de los humildes, y confortas sus corazones... para que el hombre, salido de la tierra, deje de sembrar su terror” (vv. 17-18). Hay un terror en el corazón humano, un terror a la muerte, un miedo al mañana, miedo a los demás. Y lo sorprendente es que esas personas que llevan el terror agazapado en su corazón se vuelven terroristas, es decir, difunden su terror; unos sembrando miedos, otros destruyendo y queriendo acabar con toda vida. Si se examina de cerca la psicología de los terroristas, los violentos y los asesinos, se puede descubrir que aquello que los impulsa a destruir es el miedo, un pavor espantoso los domina, un pavor que quizá se ha aposentado en ellos desde hace mucho tiempo. Son como los animales que cuando se sienten amenazados se vuelven fieras. Para desahogar esos miedos no sólo se valen de los actos violentos ordinarios que vemos. Se valen también de la religión. Fíjense en esto. Puesto que un miedo horrendo los domina, no pueden conocer al Dios que nos libera del miedo, sino que se lo imaginan como un monstruo. Lógicamente tampoco han sabido lo que es la fe, porque ella, además de que nos pone en una relación de paz con Dios, nos quita todo temor. Es lo que el mismo Señor nos dice en el Evangelio de san Juan: “No se turbe vuestro corazón ni tengáis miedo. Creéis en Dios, creed también en mí” (Jn 14, 1). Y la Carta a los hebreos nos dice que Cristo se hizo hombre “para aniquilar mediante su muerte al señor de la muerte... y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2, 14-15). Hoy estamos viviendo una situación de miedo para muchos, y por eso hay
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tantos terroristas o sembradores de terror. Esto no es extraño; lo que no deja de causar estupor es ver a católicos que, como dice la Carta a los hebreos, “han sido iluminados, han gustado los dones celestiales, han recibido el Espíritu Santo consolador, han saboreado lo bueno de la Palabra de Dios y los poderes del mundo futuro” (Hb 6, 4-5), y sin embargo, están difundiendo terror, o mejor, están llenos de terror en sus corazones. ¿Cómo puedes tú, cristiano hijo de Dios, tener miedo, cuando el Señor mismo te ha llamado y está en tu vida? Más aún, ¿cómo puedes tú proyectar tus terrores en María la Madre de Jesús, la primera servidora del Evangelio, que es la buena noticia de la salvación, ella a quien el ángel le dijo: “No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios”? El cristiano es el que por la fe ha sido liberado de los terrores que la gente difunde; es el que tiene en su corazón la paz y la alegría que comunica el Señor, la esperanza que lo hace caminar con fortaleza hacia el futuro. El cristiano es el que reconoce la presencia salvadora del Señor en su vida y reconoce a María, la Madre del Señor, ¡como mensajera de salvación y no de destrucción! Lo primero que necesitamos para tener la paz social es liberar a nuestros hermanos de los terrores que los dominan y comunicarles la paz de Cristo.
“El trabajo es un don de Dios que debe ser respetado” Domingo 3º de Pascua Hch 5, 27b-32.40b-41; Sal 30; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19. El Evangelio que acabamos de escuchar nos habla del trabajo que el Señor le encargó a la Iglesia: ser pescadora de hombres. ¿Qué quiere decir ser pescadora de hombres? Pues que la Iglesia tiene la tarea de difundir el Evangelio y la salvación de Cristo por toda la tierra. La narración del Evangelio nos dice que los apóstoles pescaron 153 peces. Se dice esta cifra precisa porque los antiguos consideraban que en los mares había en total 153 especies de peces. Se ve claro entonces que con esta cifra se quiere decir que la Iglesia es enviada al mundo entero y que en ella tienen cabida todas las personas que hay en el mundo, sin distinción de pueblo, raza o nación. Para este trabajo, que es difundir el mensaje y la obra de Cristo por todo el mundo, los cristianos estamos llamados y somos colaboradores de Cristo en ella. Sin embargo, hay otra forma de trabajo mediante el cual somos colaboradores con Dios en su obra creadora. Es decir, hay dos formas de trabajo: uno es el trabajo diario, en la naturaleza o en la sociedad el cual nos hace colaboradores con Dios en su obra creadora. Hay otro trabajo, que es el que llamamos apostolado, y que es propio exclusivamente de la Iglesia y de los cristianos, y con el cual somos colaboradores con Cristo en su obra salvadora. Pero hoy no
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vamos a detenernos en este segundo. Vamos, más bien, a reflexionar en el primero. Hemos dicho que el trabajo ordinario que todo ser humano realiza, bien sea en la naturaleza, bien sea en la sociedad, es una colaboración con Dios en su obra creadora. La creación todavía no está terminada. Dios la continúa y quiere que nosotros seamos sus colaboradores. La Sagrada Escritura nos dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y le dio el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad. Ahora bien, todo ser humano colabora con Dios en esta tarea mediante su trabajo, aun el que se considera más humilde, más sencillo. Pongo un ejemplo: una madre de familia que barre y asea la casa está realizando un trabajo que procura el bienestar y la salud de quienes viven en esa casa, y de esa manera está colaborando con la obra creadora de Dios. Una persona que barre las calles o asea un lugar público, un restaurante o una cafetería, por ejemplo, está contribuyendo a la salud y al bienestar de los que forman esa sociedad y de esa manera contribuye a la obra creadora de Dios. Pero aún más, el trabajo contribuye al desarrollo y a la orientación de las energías y capacidades que una persona tiene y contribuye a su realización personal. Es decir, el trabajo es un bien personal. Esto lo vemos en el que no trabaja: se siente frustrado, limitado, siente que no es él mismo. En tercer lugar, el trabajo es un servicio al prójimo, a la sociedad, al desarrollo de todos. En cuarto lugar, y no el último ni el menor, el trabajo, por lo que es una colaboración con la obra creadora de Dios es una alabanza a El. En el cristiano, ¡esto sí que se hace realidad! porque él mediante la fe y la oración, ofrece a Dios su trabajo, y entonces ya no es algo meramente natural, sino que le da una dimensión más vasta de lo que pueda pensarse, le da una dimensión divina o sobrenatural. Fíjate bien, cristiano, tu trabajo, en sí mismo, tiene un valor sobrenatural desde que lo haces por el bien tuyo, por tu desarrollo personal y por el bien de la sociedad. Cierto que todo trabajo tiene también un valor económico, y esto lo veremos un poco más adelante, pero ante todo tiene un valor que el Creador te reconoce, aunque la sociedad y el mundo no te lo recompence. Y no estoy hablando sólo del trabajo del profesional, por ejemplo, el que realizan los médicos y las enfermeras; estoy hablando también del obrero: todo trabajo, ese simple trabajo que tú haces para ganarte la vida, tiene en sí un gran valor que Dios mismo te reconocerá porque desde ahora con El estás contribuyendo al crecimiento tuyo y de la humanidad. Tu trabajo es un bien que te hace crecer humanamente, desarrolla tus capacidades, tu inteligencia, tu libertad, tu creatividad, afirma tu personaldiad. Además con él contribuyes al bien social. Primero de los tuyos, los que están más cerca de ti. Si tienes un hijo, tú bien sabes que tu trabajo lo beneficia porque gracias a tu trabajo él puede alimentarse y crecer, y con esto estás colaborando con Dios en la realización de un ser humano. Todo trabajo es digno y ser un trabajador es una de las mayores fuentes de dignidad que Dios nos ha dado. Tan digno es el trabajo de los
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senadores en el Congreso, si lo hacen bien, como digno es el trabajo de quien recoge las basuras o prepara las comidas en una casa. Todos están contribuyendo al bien social, y si esas personas son cristianas y lo hacen con fe, están glorificando a Dios con su trabajo. El trabajo es, pues, un bien inmenso que Dios nos ha dado a todos los seres humanos, y por lo mismo un derecho humano fundamental. Cuando una sociedad niega a algunos el derecho al trabajo, no ofreciéndole la oportunidad de trabajar, entonces esa es una sociedad injusta, y esta injusticia social la paga esa misma sociedad con violencia social. El trabajo es un don de Dios, es un derecho humano fundamental y, por lo mismo, debe ser justamente remunerado. No basta que la gente tenga trabajo, es necesario que le sea remunerado justamente. Cuando alguien le da un trabajo a una persona no piense nunca que le está dando una limosna. El trabajo nunca es una limosna y por eso debe ser recompensado justamente. Pagar justamente el trabajo es un mandato divino y es una ley natural. Nos lo dice muy claro la Sagrada Escritura, en el libro del Deuteronomio: “No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que resida dentro de tus puertas. Le darás cada día su salario, sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda; porque es pobre, y para vivir necesita de su salario. Así no apelará por ello al Señor contra ti, y no te cargarás con un pecado” (Dt 24, 14-15). Y la Carta de Santiago advierte: “Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos” (St 5, 4). ¿No creen ustedes que la violencia que padecemos en nuestro país tenga raíces en la injusticia social que campea entre nosotros? ¿Cuántos de nuestros campesinos, cuánta gente que habita nuestras ciudades no sólo no tienen el derecho elemental del trabajo, sino que a los que se les da un trabajo, como si fuera una limosna, se les niega el salario justo, o se lo retienen? ¿Quién dijo que la tierra, este inmenso mundo, o este inmenso país lleno de toda clase de bienes naturales, Dios se la entregó a unos pocos, o que sólo a unos pocos llamó a colaborar con El en la obra creadora mediante el trabajo? No es que Dios esté mandando castigos, pero la violación de sus leyes tienen unas consecuencias fatales porque crea un desorden y todo desorden en la obra de Dios origina el dolor y la muerte. ¡Qué gran don! ¡Qué inmensa dignidad nos da Dios mediante el trabajo! Y si es un don de Dios para todos, ¿por qué hay gente que no tiene trabajo? ¿Y por qué hay personas que le roban el fruto de su trabajo a otros? ¿Y por qué hay personas a las cuáles se las explota mediante el trabajo? No nos engañemos, si no luchamos por la justicia social no tendremos la paz social que tanto anhelamos.
“Dios se nos comunica hoy por medio de su Palabra”
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Domingo 4º de Pascua Hch 13, 14.43-52; Sal 100; Ap 7, 9. 14b-17; Jn 10, 27-30. La primera lectura que hemos escuchado está tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, el cual nos cuenta cómo fue que empezó la Iglesia. El relato de hoy nos dice precisamente que la Iglesia se fue formando gracias a que por todo el mundo se anunciaba la Palabra de Dios. En el Evangelio Jesús aparece como el buen Pastor y nosotros, los que tenemos fe en El, los cristianos, somos sus ovejas. Ustedes comprenden que esta es una imagen mediante la cual el Señor quiere explicarnos una realidad profunda de fe. Vamos, por tanto, a tratar de entender esta imagen del buen Pastor para ver qué es lo que Jesús nos quiere decir. En el Evangelio nos ha dicho: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”. Consideremos bien lo que ha dicho: “Mis ovejas escuchan mi voz”. ¿Acaso no es eso lo que estamos haciendo ahora aquí reunidos? ¿Por qué es que los cristianos nos reunimos todos los domingos en el templo? En primer lugar para esto, para escuchar la Palabra del Señor. Si venimos al templo y escuchamos atentamente la Palabra del Señor es porque somos sus ovejas, somos su Iglesia. La Palabra de Dios resuena en el mundo, resuena en nuestros oídos y en nuestros corazones. Es posible oír la voz de Dios. ¿Cómo? El Señor nos habla de tres maneras particulares. Primero, mediante el Espíritu Santo. Cada uno de nosotros ha recibido en el Bautismo y en el sacramento de la Confirmación el Espíritu de Dios, y ese Espíritu nos inspira, nos ilumina, nos consuela, nos conforta y nos guía hacia la Verdad plena. San Pablo, a propósito, nos dice: “El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). Y Jesús dijo a sus discípulos antes de partir de este mundo: “El Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14, 26). De manera que cada uno de nosotros, como cristianos que somos, debemos aceptar esta realidad y vivirla: el Espíritu de Dios está en nuestros corazones y nos habla, no con sonidos, sino con inspiraciones e iluminaciones. A veces algunos no entienden claramente este hablar del Espíritu en su corazón. Pues bien, para que entendamos mejor la voz de Dios, El mismo nos ha dado su Palabra. Esa Palabra resuena en nuestros oídos y en nuestros corazones, y el Espíritu que habita en nosotros nos ayuda a que entendamos lo que esa Palabra quiere decirnos. Por eso he dicho que nos reunimos en el templo los domingos para escuchar la Palabra del Señor. Es para hablarnos que el Señor nos reúne. Pero no sólo aquí en el templo podemos escuchar su voz, su Palabra. Cada uno de
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nosotros, como cristianos, debemos tener en nuestro hogar o en nuestro cuarto esa misma Palabra, la Sagrada Escritura. Siempre Dios está hablando, pero hay que estar atento a escucharlo. Por eso es necesario que tengas, en tu casa o en tu cuarto, la Sagrada Escritura. Si la tienes es como si allí tuvieras un sagrario en el que está Dios presente. Tu vida como cristiano no es la de un solitario. Tú nunca estás solo: en tu corazón habita el Espíritu de Dios y en tu cuarto está Dios presente en su Palabra y si abres ese libro y lo lees con fe, entonces escucharás a tu Dios, a tu Pastor, a tu Creador, a tu Salvador que te habla. No pienses jamás que eres un solitario, recuerda que el Señor siempre te está hablando. Y te habla a ti solo, pero también te habla a ti en la Iglesia. Porque también debes recordar esto: como cristiano perteneces a una sociedad que se llama Iglesia. En el templo te reúnes con tus hermanos para cantar, alabar, bendecir, agradecer a Dios, pero también para oírlo. Porque Dios te habla a ti en tu intimidad, pero también te habla en la Iglesia. ¿Comprenden ahora cómo es que el Señor, que es nuestro Pastor, nos guía? Lo hemos dicho: mediante el Espíritu Santo y mediante su Palabra. También nos guía mediante los pastores que ha puesto en la Iglesia. El Papa, los obispos y los presbíteros los ha puesto el Señor para que sean instrumentos de su pastoreo, para que sean sus medios en la guía de su pueblo. Y por eso la labor de ellos es ante todo explicar la Palabra de Dios. Digo “ante todo”, porque es como se ha expresado el Concilio Vaticano II: los presbíteros, los obispos y el Papa están puestos en primer lugar para ser servidores de la Palabra de Dios. Esto precisamente es lo que quiere decirnos la primera lectura que hemos escuchado tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles y que nos ha contado como Pablo y Bernabé iban por todas partes proclamando la Palabra de Dios. Por eso hoy vamos a orar particularmente por los servidores del pastoreo del Señor, porque haya verdaderos servidores de la Palabra de Dios, porque esa Palabra mediante la cual el Señor nos guía y nos ilumina, sea anunciada, predicada y explicada por aquellos que para eso han sido puestos en la Iglesia. Hay un salmo que es una esplendida oración mediante la cual podemos reconocer y alabar a Dios por esa obra maravillosa de ser El nuestro Pastor. Dice así: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta; hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma. Me guía por senderos de justicia, por amor de su nombre. Aunque pase por valles tenebrosos, no temeré ningún mal; pues tú estás junto a mí. Tu vara y tu cayado me consuelan”. Es el salmo 22. “Dios está creando un cielo nuevo y una tierra nueva” Domingo 5º de Pascua Hch 14, 21-27; Sal 145; Ap 21, 1-5; Jn 13, 31-33a.34-35. En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, el profeta nos dice que vio un cielo nuevo y una tierra nueva, y oyó la voz del Cristo que dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas”. Esto de por sí es una promesa; una promesa que nos da la Palabra de Dios de que El renovará toda la creación. Pero, ¿por qué
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renovarla? ¿Qué es lo viejo y qué es lo nuevo? Bueno, la Palabra de Dios considera viejo este mundo como está, donde reinan el sufrimiento, el dolor, el odio, la mentira, y la muerte. Donde las relaciones humanas están muchas veces determinadas por el engaño, la violencia, y la injusticia. Si ustedes miran la sociedad ¿qué es lo que vemos que reina en ella? Violencia, injusticia y muerte. Eso es lo viejo para la Sagrada Escritura, eso es lo que debe ser vencido, y cuando hayan desaparecido, entonces el mundo será nuevo. ¿Quién de nosotros, qué ser humano no aspira, no sueña con un mundo donde haya paz, y donde la muerte haya sido vencida? ¿Es posible una sociedad así? ¿Es posible que lleguemos un día a vivir esa realidad nueva? Pues bien, eso es lo que nos anuncia la Palabra de Dios. Recordemos nuevamente lo que nos ha dicho el libro del Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén... Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’”. ¿Hacia allá va el mundo? ¿Es ese el futuro? Sí, ese es el futuro querido por Dios, ese es el futuro que esperamos nosotros los cristianos porque somos los que creemos en Cristo y tenemos nuestra esperanza puesta en El. Sin embargo, viendo uno el mundo, no parece que fuera hacia allá. ¿No hay cada día más violencia? No aumenta cada día la criminalidad? ¿Y las injusticias no son cada vez mayores? ¿Cómo podemos esperar esto que nos dice la Palabra de Dios cuando el futuro se ve tan oscuro, y cuando la muerte amenaza por doquier? Una cosa muy clara nos ha dicho el libro del Apocalipsis: es Cristo mismo quien hará nuevas todas las cosas. Sin embargo, en el Evangelio Jesús nos ha dicho también: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros”. Ha dicho “un mandamiento nuevo”. ¿Por qué lo llama nuevo? Si ustedes recuerdan lo dicho en el libro del Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Yo hago nuevas todas las cosas”, comprenden que hay una relación muy estrecha. Mundo viejo es el mundo de la violencia, del odio, de la injusticia y de la muerte. Ese mundo tiene que pasar, tiene que acabarse. Mundo nuevo es aquel en el que reinan la paz, la justicia y el amor. O sea, hay dos cosas en las lecturas de hoy: una promesa de Cristo de un mundo nuevo, y un mandato que El mismo llama nuevo. Lo llama nuevo porque el que ama a su prójimo no pertenece al mundo que se pierde, sino al mundo del mañana, al mundo que será creado. Y además, al mandarnos esto, Cristo nos está invitando a colaborar con El en la creación de ese mundo nuevo. Es decir, que si tú te esfuerzas por ser justo y trabajas por la justicia, si tratas de tener relaciones de paz con tu prójimo y luchas por la paz, si estableces relaciones fundadas en la verdad y el respeto a los demás, y sirves y ayudas a los otros, especialmente a los necesitados, entonces tú estás colaborando con Cristo en la construcción del mundo nuevo. De esta manera estás afirmando que no quieres pertenecer al mundo viejo, al mundo que tiene que desaparecer, al mundo del
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odio, de la injusticia, de la violencia, de la mentira y de la muerte. Eso tiene que acabarse y Cristo acabará definitivamente con eso, pero tú personalmente manifiestas que de verdad tienes esta esperanza, que de verdad quieres ese mundo nuevo, cuando desde tu situación personal y tus circunstancias propias luchas por la paz, la justicia, y la verdad, porque así estás amando a tu prójimo. ¡Piensa bien esto! Si tú de verdad aceptas la promesa de Cristo y esperas en ella, entonces ya desde ahora debes empezar a colaborar con Cristo, a manifestarle que quieres lo que El definitivamente hará, y eso lo haces si desde ahora amas a tu prójimo, es decir: eres justo con él, creas relaciones de paz con los demás, y ayudas a los más necesitados. El que establece con su prójimo unas relaciones de violencia, de mentira, de hostilidad, de despotismo, entonces ése tal está demostrando que no cree en el cielo nuevo y la tierra nueva de Cristo, no cree y no quiere participar de eso. Ya, desde ahora, con su conducta se está marginando de la obra de Cristo. Gravemos, por tanto, en nuestra mente y en nuestro corazón, qué es lo que Cristo quiere, qué es lo que El nos promete, y qué es lo que nos manda para que alcancemos lo que promete, y tratemos de darle la respuesta con nuestras obras. Y recordemos otra cosa: toda celebración eucarística es como un signo de ese cielo nuevo y esa tierra nueva que Cristo nos promete, porque en toda Eucaristía nos reunimos como hermanos, escuchamos la Palabra del Señor, ofrecemos un mismo sacrificio, nos alimentamos del mismo Pan de vida, nos damos un mismo saludo de paz. El reino de Cristo será una Eucaristía llegada a su plenitud.
“La fuerza y la vitalidad de la Iglesia es el Espíritu Santo” Domingo 6º de Pascua Hch 15, 1-2.22-29; Sal 67; Ap 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29. El próximo domingo celebraremos la fiesta de la Ascensión del Señor, y dentro de quince días celebraremos otro de los más grandes misterios de nuestra fe cristiana: Pentecostés. Es por esto que las lecturas de hoy ya nos hablan del Espíritu Santo, como preparándanos a recordar ese gran misterio de la Iglesia. Pienso que ustedes se habrán dado cuenta de que durante todo este tiempo posterior a la fiesta de la Pascua, que celebramos ya hace seis semanas, hemos venido leyendo en los templos el libro de los Hechos de los Apóstoles. La primera lectura de hoy está, precisamente, tomada de este libro. Pues bien, ese libro cuenta nuestros orígenes. ¿Por qué digo nuestros orígenes? Porque cuenta los comienzos de la Iglesia, y la Iglesia somos nosotros. Es muy importante que todos leamos diariamente, aunque sea sólo cinco minutos, la Sagrada Escritura, y
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es muy importante que leamos este libro porque al mismo tiempo que nos permite entender nuestros inicios como Iglesia del Señor, como pueblo suyo, también nos permite entender un poco lo que es la Iglesia. Notemos que la segunda lectura está tomada del libro del Apocalipsis, y aquí se nos cuenta que apareció la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo y venía de Dios resplandeciente como la más preciosa de las perlas. Ustedes comprenden que al hablar de Ciudad Santa y nueva Jerusalén se está refiriendo a la Iglesia, ese pueblo que Dios se ha escogido, que está edificando en la historia y que aquí, en el libro del Apocalipsis, aparece en su culminación final. No nos vamos, sin embargo, a detener en el principio ni en el fin de la Iglesia. Vamos a considerar algo que nos dice muy claramente la Palabra de Dios hoy y que da respuesta a muchas dudas e interrogantes que la gente se hace sobre la Iglesia. ¿Cuál es la fuerza de la Iglesia, de dónde brota su vitalidad? ¿Qué hace que esté siempre viva y fuerte aunque sea odiada, rechazada, perseguida? Aunque existan muchos malos cristianos, ¿por qué la Iglesia no se derrumba? ¿Por qué a pesar de sus grandes divisiones y de los enemigos tan poderosos que tiene y ha tenido en la historia, ella permanece, y sus enemigos pasan? Pues bien, la respuesta nos la da el libro de los Hechos de los Apóstoles: la fuerza de la Iglesia, la vida de ella, su energía, su vitalidad, se llama Espíritu Santo. La Iglesia no saca su fuerza del espíritu religioso o de la piedad de la gente, la Iglesia saca su fuerza del Espíritu de Dios que habita en ella. Es muy importante comparar la Iglesia con las sectas para entenderla mejor. Muchas de las sectas nacen de sentimientos religiosos humanos, en sí mismos muy positivos, pero como todo lo humano se acaba. Además, por todas partes surgen sectas que nacen, hacen un gran estruendo y luego desaparecen. A lo largo de sus dos mil años de historia, la Iglesia ha visto nacer, crecer y desaparecer miles y miles de sectas que se le han opuesto y la han atacado encarnizadamente. Consideren bien esto, porque aquí está una diferencia esencial que nos permite distinguir la verdadera Iglesia de las sectas. Las sectas son algo particular. Tienen algunas verdades, como es el amor a la Sagrada Escritura, pero no predican toda la verdad, no viven toda la verdad. Además, las caracteriza el sectorialismo y la dispersión. Es decir, no sólo toman una parte, un sector de la verdad de Cristo sino que también se repliegan en un particularismo, no son universales. Responden a las teorías, ideas e inquietudes de determinado pastor o predicador, pero les falta la unidad universal de la Iglesia. Por eso son dispersas. Es decir, les falta la universalidad y la unidad. Miren no más en nuestro país: cuántas sectas pululan por todas partes, todas distintas, todas rivales entre sí, aunque unidas en su enemistad contra la Iglesia. Comparen cualquier secta con la Iglesia: ella es universal, está en todos los pueblos de la tierra y en todas las eras de la historia. Las sectas viven 50 ó 100 años, cuando más, y luego desaparecen completamente y las suceden otras nuevas. ¿Qué secta hay que pueda contar una historia de dos mil años como la Iglesia? Pero además,
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consideren la unidad de la Iglesia católica: es realmente un solo rebaño bajo un solo pastor. Las sectas se cuentan por miles, no tienen un solo pastor sino miles de pastores independientes, porque cada pastor interpreta la Palabra del Señor como a él le parece. En la Iglesia no se puede dar eso porque todos seguimos las orientaciones que los pastores universales nos dan. Nosotros como cristianos católicos podemos decir que somos la Iglesia de Cristo, la que viene desde san Pedro y san Pablo, la de san Agustín, san Francisco, san Ignacio, santa Teresa de Jesús, san Juan Bosco, la del Concilio de Trento y la del Vaticano II, la del papa Juan XXIII y la del papa Juan Pablo II, la de la madre Teresa de Calcuta y la de Monseñor Romero. Es católica porque está en todas las épocas de la historia y en todos los lugares de la tierra. Está en Rusia y en China, en el Japón y en Alemania, en el Africa y en los más apartados rincones de América Latina. Si uno va al centro de Nueva York o de París o de Londres, allí encuentra una comunidad cristiana de la Iglesia católica. Por eso es católica, porque el Espíritu que la anima la lleva a todos los rincones de la tierra y la hace peregrinar por todas las etapas de la historia humana. Las sectas son particularismos cristianos que están guiados por puros sentimentalismos religiosos o por algunas verdades parciales de la fe, les falta la unidad y la universalidad. En la Iglesia aunque haya muchos grupos y movimientos, como por ejemplo, grupos carismáticos, catecumenales, grupos de oración, comunión y liberación, movimientos laicales y órdenes religiosas como franciscanos, dominicos, jesuitas, carmelitas, agustinos, redentoristas, etc., focularines, Opus Dei, movimientos mariales, etc., toda esa inmensa variedad de movimientos religiosos no son sectas, son Iglesia, son prueba de la vitalidad de la Iglesia, pero son tan católicos como cualquiera de nosotros porque pertenecen a nuestra misma unidad, obedecen a un mismo Pastor y son universales como todo católico. Hay muchas personas que se dejan desconcertar por el entusiasmo religioso de las sectas, pero miren bien: dense cuenta de su disgregación, de su parcialidad, de su fanatismo, de lo pasajeras que son; porque apenas acaban de surgir y dentro de poco desaparecerán arrastradas por los conflictos y por la falta de raíz. No es que las sectas no tengan verdades, no es que no haya allí devoción por el Señor, es que solamente toman algunas verdades no toda la Verdad, es que no tienen la universalidad y la unidad que debe tener la Iglesia del Señor. En la Iglesia hay muchos grupos y movimientos, hay muchas diferencias de opiniones, hasta hay conflictos y luchas internas; más aún, en la Iglesia también hay pecados, pero sobre todo esto está la unidad católica. Pongo un ejemplo. Muchos pueden o no estar de acuerdo con el Opus Dei o con los carismáticos, o con los catecúmenos, pero son hermanos nuestros y son tan católicos como nosotros, ellos y nosotros obedecemos al mismo Pastor, celebramos los mismos sacramentos, oramos al mismo Padre, escuchamos la misma Palabra del Señor y tenemos las mismas esperanzas. No olvides esto: la fuerza de la Iglesia, su
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vitalidad, nace del Espíritu Santo que la anima y la hace más fuerte que los tiempos y que las divisiones, que los conflictos y que los problemas.
“El hombre hace muchos proyectos, pero es Dios quien tiene la palabra” Ascensión del Señor Hch 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53. Al celebrar el misterio de la Ascensión del Señor estamos celebrando el misterio de nuestro futuro. Es decir, este misterio de la Ascensión nos invita a pensar en nuestro futuro, el futuro de todos los que estamos reunidos aquí, de todos los cristianos dispersos por el mundo, el futuro de la Iglesia y de la creación entera. Pues hemos de tener en cuenta que todos y cada uno de los misterios del Señor que celebramos durante el año litúrgico no tienen que ver solamente con El, sino que todos nosotros estamos implicados en ellos. Basta que consideremos este misterio de la Ascensión para que nos demos cuenta de que nos incumbe a todos, pues en la Ascensión de Jesús se nos revela nuestro futuro. Si hay alguna realidad sobre la cual ningún ser humano, ni nosotros, ni el presidente de los Estados Unidos, ni los personajes más poderosos y ricos del mundo, tenga control, es el futuro. ¿Quién puede decir que es dueño de los meses que tiene por delante, si es que los tiene y la muerte no está agazapada en cualquier recodo de los días de este año? Es el mismo Señor quien nos alerta sobre esto en el Evangelio de san Lucas: “Había un hombre rico, nos dice, cuyos campos dieron una gran cosecha. Entonces empezó a pensar: ‘¿Qué puedo hacer?’. ¡Ahora ya tienes bienes almacenados para muchos años. ‘Descansa, come, bebe y ¡pásala bien! Pero Dios le dijo: ¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién va a ser todo lo que has acaparado?’. Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios” (Lc 12, 16-21). Por esto mismo, la Carta de Santiago advierte: “En cuanto a los que decís: ‘Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allí tanto tiempo; traficaremos y nos enriqueceremos’. ¿Sabéis acaso lo que será mañana de vosotros? Pues sois vapor de agua que por un instante es perceptible y al punto se disipa. Haríais mejor en decir: ‘Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o lo otro’” (St 4, 13-15). Y el libro de los Proverbios aconseja: “No te gloríes del día de mañana, pues no sabes lo que un día puede traer” (Pr 27, 1). Es un hecho que no somos dueños del futuro, éste nos es dado como un don de Dios. Nosotros podemos hacer proyectos, pero no podemos disponer con seguridad de los días que están delante de nosotros. Esto hace que muchas personas se aferren al pasado, a sus recuerdos, a sus ilusiones de ayer. Otras
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personas viven completamente de quimeras o fantasías sobre el futuro. Pero, como a causa de esto sufren terribles fracasos porque la realidad o el futuro no es como uno lo sueña sino como es en sí, entonces esas personas se vuelven angustiosamente tristes y quejumbrosas. Tienen el corazón lleno de frustraciones, de desengaños y desilusiones, y se pasan la vida rumiando lo que pudo haber sido y no fue. No aceptan la realidad, no admiten el futuro que les ha llegado. El misterio que estamos celebrando hoy nos invita a reconocer el futuro que Dios nos ofrece, porque El sí es el dueño del futuro, de tu futuro, del futuro de la Iglesia, del futuro del mundo, del futuro de los buenos y de los malos. Recordemos cómo lo expresa la segunda lectura que acabamos de escuchar y que ha sido tomada de la Carta a los efesios. El autor nos dice que pide a Dios que nos dé el espíritu de sabiduría para que podamos conocer la esperanza o el futuro hacia el cual hemos sido llamados, las riquezas de la gloria de las cuales somos herederos y el poder que manifestó en Cristo cuando lo resucitó y lo llevó a su gloria, por encima de toda autoridad, poder y dominio que pueda haber hoy o en el futuro. Y Dios colocó todas las cosas bajo su poder. Cuando dice “todas las cosas”, se entiende que también el futuro le pertenece y que todo irá hacia donde El lo determine. El libro de los Proverbios nos dice: “El hombre hace muchos proyectos en su corazón, pero es el Señor quien tiene la palabra” (Pr 16, 1); “En su corazón el hombre planea muchas cosas, pero es el Señor quien determina sus pasos” (Pr 16, 9); “Muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan del Señor se realiza” (Pr 19, 21). Ahora bien, ¿cuál es el plan del Señor? ¿Cuál es el futuro que El nos promete? Es mucho más grande de lo que nosotros nos alcanzamos a imaginar. Nos lo asegura la misma Palabra de Dios. Oigan lo que nos dice san Pablo: “Hablamos de una sabiduría divina, misteriosa, escondida; una sabiduría que Dios destinó para nuestra gloria antes de los siglos y que ninguno de los poderosos de este mundo ha conocido... Para nosotros es lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tenerlo preparado para los que lo aman” (1Co 2, 7-9). De esto se deduce que quien tiene fe no puede tenerle miedo al futuro. Si lo miramos a corto plazo podemos angustiarnos, porque analizando la sociedad y viendo que está dominada por las fuerzas de la muerte, la violencia, la mentira, la hipocresía, la injusticia, entonces tendríamos motivos para ser pesimistas. Pero no, el cristiano, puesto que tiene fe en el Señor, tiene una esperanza que le muestra un futuro mayor, más definitivo hacia el cual asciende y que le viene, no de los violentos o los poderosos o los que se creen dueños de este mundo, sino del Señor mismo, amo y dueño del futuro. Piensen, entonces, en el gran misterio que estamos proclamando hoy: el Señor Jesucristo es el dueño del futuro, un futuro que es de gloria y salvación. Con su
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Resurrección triunfó sobre la muerte. Hoy, con la Ascensión, proclama que el futuro no le pertenece a la muerte sino a la vida, porque El es el Señor de la vida y del futuro y que a todos nosotros, que creemos en El, nos llama a compartir ese futuro. No coloques, pues, tu futuro en cualquiera, piensa que tu futuro no depende ni de tu carrera, ni de tu prestigio social, ni de tus riquezas, ni tampoco de otra persona. Tu futuro depende única y exclusivamente de Aquel que sí es el dueño del futuro. Este misterio es el que estamos celebrando en esta Eucaristía.
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POS - PASCUA
“Las sectas son un reguero de grupos y grupitos, la Iglesia es una” Solemnidad de Pentecostés Hch 2, 1-11; Sal 104; 1Co 12, 3b-7.12-13; Jn 20, 19-23. La fiesta que estamos celebrando nos habla del misterio del Espíritu Santo. Esta fiesta se llama Pentecostés porque ocurre exactamente 50 días después de la fiesta de la Resurrección del Señor. Con este domingo culmina el tiempo Pascual, y es el segundo domingo más importante del año, después del de Resurrección. ¿Pero quién es el Espíritu Santo, qué significa este misterio, y cómo podemos nosotros hoy percibir la acción del Espíritu? Para dar respuesta a estos interrogantes basta que nos detengamos en considerar más atentamente las lecturas que acabamos de escuchar. La primera lectura nos dice que los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar cuando de pronto vino como una ráfaga de viento impetuoso y aparecieron como unas lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos, quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, de tal manera que gentes de todas las naciones podían entenderlos en su propia lengua. Indudablemente hay aquí una primera indicación sobre la obra del Espíritu Santo: El hace que la Iglesia hable todas las lenguas de la tierra, que el Evangelio se difunda y sea entendido en todos los pueblos. Si miramos hoy a la Iglesia nos damos cuenta de que ella habla todas las lenguas de la tierra. Sobre esto es muy significativo que el Papa, el domingo de Resurrección, cuando da el saludo de Pascua lo hace en el mayor número de lenguas posibles porque la Iglesia está en todos los rincones de la tierra. Pero fíjense en algo muy revelador: la Iglesia habla en todas las lenguas, pero lo que dice es el mismo mensaje a los mismos creyentes que en diferentes lenguas y países confiesan la misma fe. Por ejemplo, nosotros aquí estamos oyendo estas lecturas y celebrando esta Eucaristía. Nosotros lo hacemos en español, pero lo mismo están haciendo millones de creyentes por todos los rincones del mundo: están oyendo el mismo mensaje y están celebrando el mismo misterio. Esto es lo que diferencia a la Iglesia de las sectas: mientras nosotros estamos unidos en la celebración del mismo misterio y la proclamación
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del mismo Evangelio, las sectas todas están divididas entre sí y cada una celebra una cosa y dice una cosa distinta. Esto significa que el Espíritu Santo en la Iglesia crea la unidad, y las sectas son como un reguero de partes, sin unidad, sin comunión. El Espíritu Santo, pues, hace que la Iglesia hable todas las lenguas de la tierra y crea la unidad en la Iglesia. Pero hay algo más. La segunda lectura nos ha dicho que nadie puede decir “Jesús es el Señor si no es movido por el Espíritu Santo”. O sea, es el Espíritu Santo quien crea la fe. Si nosotros estamos aquí congregados confesando la misma fe en el Señor y reconociéndolo a El como nuestro Salvador, es porque a ello nos ha movido el Espíritu Santo. Cuando fuimos bautizados lo recibimos y El sopla en nosotros y nos mueve a reconocer a Jesús, nos mueve a orar, nos hace hijos de Dios y nos impulsa para que clamemos “Abbá, ¡Padre!”. Ciertamente que el Espíritu Santo lo recibimos, según nos ha dicho la primera lectura, como una especie de fuego. Pues bien, san Pablo nos advierte que no apaguemos el Espíritu. Porque si El es como el fuego, necesita espacio y oxígeno para crecer. Hay muchos bautizados que tienen el Espíritu Santo casi como un rescoldo que se apaga en sus almas, pero en otros es un fuego que los hace vivir. Después dice la segunda lectura que “hay diversidad de dones o carismas pero que el Espíritu es el mismo”. En otra parte nos explica san Pablo que la Iglesia es como un cuerpo que tiene diversos miembros pero que cada miembro tiene una diversa actividad. Pues bien, esta es otra de las realidades que podemos percibir muy concretamente en nuestra época. Ustedes se dan cuenta de que hoy en la Iglesia surge por todas partes multitud de grupos y movimientos apostólicos de laicos: grupos carismáticos, catecumenales, comunión y liberación, Opus Dei, Lumen Dei, focolares, movimiento familiar cristiano, grupos de oración, grupos bíblicos, equipos de nuestra Señora, Ordenes terceras, sociedades de san Vicente de Paul, etc. ¿Qué es todo esto y por qué se presenta? Pues porque el Espíritu sopla en la Iglesia, está actuando en ella y mueve a muchas personas a unirse en distintos grupos para cumplir determinadas actividades en bien de la Iglesia y de la sociedad. Si ustedes examinan esos grupos se darán cuenta de que todos cumplen distintas actividades, unos buscan animar la vida de oración, otros promueven el compromiso cristiano en la política, algunos estudian intensamente la Palabra de Dios, hay quienes tienes obras sociales realmente maravillosas, algunos reúnen los matrimonios cristianos, otros los jóvenes, etc. Todos tienen distintas actividades, pero es el mismo Espíritu el que los mueve. ¿Cómo sabemos que es el mismo Espíritu? Pues porque aunque sean diversos tienen la misma fe, celebran la misma Eucaristía, escuchan la misma Palabra y se organizan bajo los mismos pastores que todos tenemos. Aquí también radica la diferencia con las sectas. Ellas, como hemos dicho, son un reguero de grupos y grupitos que tiene cada uno su jefe y su distinta celebración de la fe. Son innumerables, algunas con 100 ó 200 miembros, todas distintas entre sí y en
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continua lucha unas con otras. A las sectas las distingue la división, a los grupos impulsados por el Espíritu Santo los caracteriza la comunión con la misma Iglesia del Señor. Es el Espíritu Santo el que unifica a la Iglesia, pero es El también el que la mantiene viva. Porque los dones o carismas que El reparte no son sólo de grupos, también individualmente hay carismas. De hecho, si consideramos a la Iglesia de cerca nos daremos cuenta de que hay multitud de personas que tienen distintos dones que ponen al servicio de ella. Hay personas que tienen una inmensa capacidad de consolar a los afligidos, otras sirven a los enfermos, hay quienes se dan al bien de los marginados, otras personas enseñan la fe y la propagan, no faltan los que trabajan intensamente por la paz o por la justicia o por la verdad. Son tantas y tantas las personas que la Iglesia tiene completamente dadas al trabajo del bien que realmente es admirable. Pues bien, todo eso viene del Espíritu que continuamente está enriqueciendo a la Iglesia.
“Si entiendes el amor puedes entender a Dios”Fiesta de la Santísima Trinidad Pr 8, 22-31; Sal 8; Rm 5, 1-5; Jn 16, 12-15. Mucha gente piensa que la Eucaristía que los católicos realizamos es simplemente un acto ritual como cualquier otro, es una obligación meramente exterior o es una costumbre. Pero la gente que así piensa no conoce la grandeza de lo que hacemos cada ocho días. Y es que cada domingo, de manera especial, nos reunimos los católicos en nuestros templos para realizar uno de los actos más sublimes y más profundos que pueda realizar un ser humano. Estamos aquí reunidos para adorar un misterio, el misterio insondable, incomprensible, pero luminoso y salvador de Dios. Ustedes bien saben que la vida está llena de misterios. Hay misterios oscuros, tenebrosos, que llenan de terror y angustia. Son los misterios del mal. ¿Quién puede entender un corazón malvado? ¿Por qué hay gente empeñada en matar, en destruir, en sembrar ruina y muerte? ¿Podemos entender eso? San Pablo lo llama “el misterio de la iniquidad”. Pero hay también misterios luminosos, que nos llenan de gozo y esperanza. No los entendemos plenamente, pero nos dan vida y alegría. Piensen ustedes en el misterio del amor o en el misterio de Jesucristo. Hay muchos esposos que se lamentan de llevar muchos años con su esposa y pasados 20, 30 años, ella sigue siendo un misterio incomprensible. Pero así también muchas esposas se lamentan de sus esposos que les resultan inasequibles, incomprensibles. Si esto
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se puede decir de un ser humano, ¡qué podemos decir del misterio de Dios! Es un misterio de luz, de alegría y de esperanza, aunque no lo entendamos. Por eso, cada domingo, más aún, cada día, los cristianos nos reunimos en nuestros templos para alabar, bendencir, adorar, reconocer y agradecer ese misterio insondable y admirable, que nos desborda y nos consuela, que nos asombra y nos ilumina. Jesús nos reveló que Dios en su ser mismo son tres Personas. El, de hecho, nos habló del Padre, de su Padre, del que dijo que era también nuestro Padre porque los que tuviéramos fe en El seríamos hijos adoptivos de su Padre. Y nos habló del Espíritu Santo, del que dijo que era el Consolador, el Espíritu de la Verdad que nos llevará a la verdad plena. ¿Qué quiere decir que el Espíritu Santo nos llevará a la verdad plena? Pues que nos llevará a conocer más y más ese misterio infinito y adorable de Dios. Por tanto, es mucho lo que nos falta por conocer de Dios y la felicidad plena será cuando los misterios inagotables nos sean revelados, misterios que aun para la misma Iglesia están ocultos. Si como cristiano que eres piensas esta insondable e infinita realidad de Dios, que es tu Creador, que es tu Padre, que es tu Salvador, que habita en tu corazón y que te llama a su Reino eterno de Paz y de Verdad, entonces comprenderás que adorar a Dios no es el mero cumplimiento de un deber externo que te impone la Iglesia. Adorar a Dios es una necesidad íntima del ser, de la persona, una necesidad mayor que el mismo alimento natural. Oigan cómo habla de este asombroso misterio de Dios el Salmo 138: “Señor, tú me escrutas y me conoces; sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, penetras mis pensamientos; conoces todas mis sendas. No está aún la palabra en mi lengua, y ya, Señor, la conoces toda; me cubres por detrás y por delante, y tienes tu mano puesta sobre mí. Es esto una ciencia misteriosa para mí, es sublime y no la alcanzo. ¿A dónde iré lejos de tu espíritu? ¿A dónde podré huir de tu rostro? Si subo a los cielos allí estás tú, si bajo a los abismos allí te encuentro... Tú me has formado en el vientre materno, y yo te doy gracias por tan grandes maravillas” (vv. 1-14). Dios es, pues, un misterio maravilloso en sí mismo, y cuando nosotros decimos “Misterio de la Santísma Trinidad” estamos hablando de un misterio de Dios que nos reveló Jesucristo, pero que no comprendemos plenamente, y sin embargo, sabemos algo: que si Dios es Trinidad es porque es una comunión de amor entre tres Personas, y que cuando se nos dice que nosotros fuimos creados a imagen y semejanza de Dios es porque Dios quiere que seamos una comunión a imitación de El. San Pablo nos dice: “Sean imitadores de Dios, como hijos suyos muy amados” (Ef 5, 1). ¿Qué quiere decir que imitemos a Dios? Imediatamente después agrega san Pablo: “Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros”. Es decir, practicar el amor, amar al prójimo es imitar a Dios porque El es amor, y cuando hay amor hay unidad, hay comunión, hay paz, hay alegría. Piensen esto: ¡dos personas que de verdad se aman, o tres o diez o veinte! Cuando esto se da encontramos allí una verdadera imagen de
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Dios. Dios es una Trinidad, es decir, una comunión de Tres Personas que se aman infinitamente entre sí, de tal manera que hacen una unidad de amor, de paz, de verdad, de alegría. Y es a esto a lo que nosotros estamos llamados. Imitemos, por tanto, a Dios, busquemos que reine el amor, que haya unidad, que haya paz. A esto se oponen todas las fuerzas del mal, pero el poder de Dios es superior. Ser imagen de Dios es nuestra tarea, es decir, crear comunidadades unidas por el amor, la verdad y la paz. Si nos ponemos en este camino entenderemos un poco más quién es Dios, porque a Dios se le entiende por el camino del amor. ¿Haz entendido el amor? ¡Aún no! Por eso mismo, aún no has entendido a Dios.
“Todas las criaturas llevan significación de su Creador” Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor Gn 14, 18-20; Sal 110; 1Co 11, 23-26; Lc 9, 11b-17. Hoy estamos celebrando uno de los misterios más cotidianos de nuestra vida cristiana. Estoy hablando del misterio de la Eucaristía. Cuando en la Iglesia hablamos de misterios no estamos hablando de misterios en sentido ordinario sino de signos que expresan y comunican realidades de fe, realidades mediante las cuales Dios mismo nos habla. Veamos, por ejemplo, este misterio de hoy. Cuando miramos un cuadro o cualquier obra de arte nos damos cuenta de que está expresando una realidad a la que ordinariamente no le ponemos cuidado y de la que la pintura, por ejemplo, nos hace caer en cuenta. Podemos decir que toda obra de arte nos está hablando, nos está comunicando algo de la realidad que a veces ni siquiera hemos percibido. Pues bien, para que veamos lo que en el misterio de la Eucaristía nos quiere decir el Señor, pensemos en la multitud inmensa de signos o símbolos que nos comunican misterios de Dios en la creación. Para el que mira con fe la tierra, el sol, la luna, las estrellas, para quien sabe ver el profundo significado que esconden la luz, el agua, las flores y la variedad casi infinita de plantas y animales, puede pensar que solamente un ser inagotable en su sabiduría, en su bondad y en su poder podía dar origen a semejante obra. Por eso san Francisco de Asís alababa a Dios diciendo: “Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, el cual es día y por el cual nos alumbras. Y él es bello y radiante con gran esplendor: de ti, Altísimo, lleva significación”. San Pablo nos declara que “lo invisible de Dios, su eterno poder, y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas” (Rm 1, 20). A su vez, el libro de la Sabiduría nos expresa: “Totalmente insensatos son todos los hombres... que por medio de las cosas
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visibles no fueron capaces de conocer a Aquel-que-es, ni por la consideración de sus obras han reconocido al Artífice. En cambio, tomaron por dioses... al fuego, al viento y al aire; a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo. Embelesados con su hermosura los tuvieron por dioses, sin comprender cuán hermoso es el Señor de todo eso... Y si tal poder y energía los llenó de admiración, debieron entender cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador” (Sb 13, 1-5). Así que las cosas creadas son signos que nos hablan de los misterios de Dios. Pero no sólo hay signos en la naturaleza. Jesús mismo antes de morir nos dejó uno, que pervive en la Iglesia, según nos cuenta san Pablo en la segunda lectura de hoy: “El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía’. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía’ (1Co 11, 23-25). Por tanto, así como el sol, la luna y las estrellas y todas las demás creaturas nos hablan del poder y la sabiduría de Dios, la Eucaristía nos habla de la obra de Cristo, la expresa. Y así como nos embelesamos ante los misterios de la creación, así mismo adoramos el misterio de la Eucaristía, que es el mismo misterio del Señor Jesús. San Pablo saca esta conclusión: “Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El vuelva” (1Co 11, 26). Una persona experta en arte, al mirar diversos cuadros sabe distinguir a qué autor pertenece cada uno. Así mismo, una persona que sabe ver la creación descubre al autor, y una persona que tiene la capacidad de la fe sabe ver el misterio que esconde la Eucaristía. Por eso precisamente lo llamamos “el misterio de nuestra fe”. Se necesita esa penetración de la fe para percibir lo que allí se esconde, se significa y se anuncia. El misterio de la Eucaristía es demasiado rico para que podamos ahora considerar todas sus dimensiones. Vamos sólo a detenernos en una de ellas. Todos los domingos nos reunimos los cristianos en el mundo entero para celebrar este misterio. Aquí venimos con nuestras preocupaciones, nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestros triunfos y nuestros fracasos, es decir, aquí venimos con lo que hemos vivido en la semana. Y venimos a ofrecerlo al Señor. ¿Por qué a ofrecérselo? Pues, porque la Eucaristía es ofrenda o sacrificio. ¿Cómo puedo yo, cómo puede cualquier persona hacerle llegar a Dios las inquietudes de su vida? Nadie puede lograrlo por sus propias fuerzas, nadie puede llegar por sí mismo hasta Dios. Es Jesús, el único bueno y santo, el que con el sacrificio u ofrenda de su vida en la Cruz ha podido llegar al Padre. Y en cada Eucaristía se actualiza esa ofrenda. Por eso san Pablo nos ha dicho: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Pues bien, todos sabemos que su muerte fue su ofrenda, la
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ofrenda de su vida. Cuando nosotros en la Eucaristía ponemos nuestra vida de la semana, estamos ofreciéndonos con Cristo al Padre. Lo que no podemos por nuestras propias fuerzas lo podemos con Cristo. Por eso, después de la consagración decimos: “Por Cristo, con El y en El”. Es así como nuestro sacrificio u ofrenda adquiere todo su valor y todo su sentido. San Pablo dice que el cristiano “muere con Cristo”. Esto significa que con Cristo se ofrece al Padre. Personas de sectas, bastante ignorantes de nuestra fe, van diciendo que nosotros los católicos pretendemos repetir el sacrificio de Cristo. En realidad no entienden lo que dice la Iglesia. No se trata de repetir, se trata de actualizar. Cristo, que en la Cruz se ofreció al Padre, nos acoge en cada Eucaristía en esa ofrenda suya que nunca termina y nos hace llegar hasta el Padre. Por eso, nada de nuestra vida, ni nuestros dolores ni nuestros triunfos, ni nuestros trabajos ni nuestras angustias de la semana se han perdido; al celebrar la Eucaristía y ofrecernos nosotros con Cristo al Padre, todo lo que hemos hecho adquiere un valor y unas dimensiones que por sí mismas no tendrían y cuyos frutos recogerá el Señor mismo.
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II- ORDINARIO
“La identidad del cristiano” Domingo 12º del Tiempo Ordinario Za 12, 10-11; 13, 1; Sal 63; Ga 3, 26-29; Lc 9, 18-24. Hoy en día se utiliza la sigla N.N. para calificar a una persona que no tiene identidad, es decir, para decir que alguien es como un trozo de madera lanzado al mar y es víctima de los flujos y reflujos de las olas, que van de aquí para allá sin ninguna orientación. También se utiliza la expresión “don nadie” para calificar de manera insultante a una persona, queriéndole decir que no vale nada porque no tiene ninguna identidad. Muchas personas colocan su identidad en cosas, por ejemplo, el capital que tienen, o los títulos universitarios, o algún puesto que desempeñan. Hay quienes colocan su identidad en el carro que poseen o en las apariencias. Y creen, tontamente, que los que no tienen aquello de lo que ellos alardean, son un “don un nadie”. Sin embargo, la Palabra de Dios nos plantea hoy una identidad más profunda y definitiva, más aún, nos señala aquello que es la verdadera identidad del ser humano. La segunda lectura, de la Carta de san Pablo a los gálatas, nos señala lo que es la identidad del cristiano, es decir, nuestra identidad. San Pablo nos ha dicho: “Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... Todos los bautizados os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos de la Promesa”. Un día se presentó en mi parroquia una madre de familia pidiendo el bautismo para su hijo de 22 años, pues él permanentemente le reclamaba porque en el lugar donde trabajaba la gente le decía que era un “N.N.”, que no tenía partida de bautismo, que no tenía una fe que lo identificara. El no se sentía cristiano porque no estaba bautizado y de esta manera se sentía como un tronco de madera lanzado al mar del mundo, sin ninguna claridad sobre sí mismo. Este joven estaba experimentando la ausencia de lo que muchos cristianos no valoran porque les parece que es algo dado por sí mismo. San Pablo nos ha dicho que la fe, aquella que nos hace estar aquí congregados, aquella que nos lleva a reconocer a Dios en nuestra vida y a orar,
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es la que nos dice que somos hijos de Dios. Pero ¿qué significa ser hijo de Dios? La Escritura sobre esto es muy clara: ser hijo de Dios significa que ya no eres esclavo, significa que eres libre. ¿Esclavo de qué? Fíjate bien, si no crees en Dios, ¿tu vida en manos de quién está? ¿De ti mismo? Pues si no eres capaz de saber qué será de ti mañana, si no puedes disponer cuántos años vas a vivir, si no eres dueño de tu destino ¿cómo puedes decir que tu vida está en tus manos? Si tu vida no está en las manos de Dios, ni está mucho menos en tus propias manos, ¿de quién depende tu vida? Necesariamente de las circunstancias. Entonces sí eres como ese leño de madera abandonado en el mar del mundo traído y llevado por las corrientes, entonces de verdad sí no tienes identidad. Oigan ustedes cómo nos lo explica la misma Carta a los gálatas en algunos versículos posteriores a los que oímos hoy: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama Abbá, ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. Pero en otro tiempo, cuando no conocíais a Dios, servíais a los que en realidad no son dioses, a los elementos del mundo (es decir, a las circunstancias de la vida)” (Ga 4, 6-8). En otras palabras, el cristiano por ser hijo de Dios es libre, y al contrario, una persona que no tiene fe, que no es hijo de Dios, que no ha recibido el Espíritu del Señor, que no espera en las Promesas de Dios, que no camina hacia el futuro que el Señor le ofrece, es un esclavo, esclavo de las circunstancias, esclavo de la suerte, esclavo de las tinieblas de la vida. Pero tú, que eres hijo de Dios, que tienes en tu corazón el Espíritu Santo que te mueve a llamar a Dios Padre, a buscarlo, a dialogar con El, a encontrarte con El, a escuchar su Palabra, no tienes un futuro incierto ni vagas sin rumbo por este mundo. Tú caminas hacia la casa del Padre. Y fíjate bien que esta identidad no te la da ningún capital que tengas, ni ningún puesto que desempeñes, ni ningún certificado que poseas. Esta identidad te la da una realidad espritual que vives: la fe, que certifica que eres hijo de Dios y heredero de las Promesas. Esta identidad cristiana brota también del hecho de que reconoces que tu Señor y Salvador es Cristo Jesús. Y sobre esto nos habla el Evangelio. Noten ustedes que Jesús preguntó a sus discípulos sobre su identidad ante la gente: “‘¿Quién dice la gente que soy yo?... Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas antiguos, que ha resucitado’... ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’. Pedro le contestó: ‘El Mesías de Dios...”’. Pedro reconoce quién es Jesús y de aquí brota la misma identidad de Pedro. Nosotros nos confesamos como cristianos, es decir, como pertenecientes a Cristo. Ese es nuestro apellido, esa es nuestra identidad. Pero somos cristianos porque reconocemos a Cristo. Por eso, precisamente estamos aquí celebrando este misterio. Cristo Jesús es quien nos da la identidad; El ha hecho que no seamos leños abandonados en el mar de las circuntancias de la vida, sino que
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nos ha llamado y nos ha destinado para caminar con El hacia la plenitud. San Pablo saca esta maravillosa conclusión: “Sabemos que en todas las cosas Dios interviene para bien de los que le aman; de aquellos que El ha llamado según sus designios, porque a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo... Y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, los puso en camino de salvación...” (Rm 8, 28-30).
“Donde hay miedo no hay libertad” Domingo 13º del Tiempo Ordinario 1R 19, 16b.19-21; Sal 16; Ga 5, 1.13-18; Lc 9, 51-62. En la Sagrada Escritura, milagro es una acción salvadora de Dios. Hay personas que a toda hora están buscando milagros “aparatosos” para poder creer. Sin embargo, sabemos que al Señor no le gusta hacer esa clase de milagros; El está obrando milagros diariamente, pero, no obstante, discretos y silenciosos. Con todo, son milagros más grandes y profundos que los milagros espectaculares que muchos quieren ver. Uno de esos milagros cotidianos, y no espectaculares del Señor, es el que nos reúne aquí, es el que hace vivir a la Iglesia, porque acaece en todos los rincones de la tierra. Ese milagro consiste en que Dios continuamente está llamando a millones de personas para que lo sigan. En otras palabras, estamos hablando del milagro de la llamada de Dios. Si la Iglesia crece es porque el Señor constantemente está llamando seguidores suyos, si tú estás aquí es porque el Señor te convocó, y si eres cristiano es porque El te ha llamado. Y ese es el gran milagro de tu vida, la prueba de que Dios te ama y está actuando en ti para salvarte. Pero vamos a ver todavía otro milagro más que actúa el Señor. Hemos dicho que su llamada es un gran milagro. Sin embargo, nos preguntamos: ¿para qué nos requiere el Señor? ¿Para qué te ha llamado a ti, que estás aquí celebrando este misterio? La respuesta nos la da la segunda lectura que escuchamos; allí se nos dice: “Habéis sido llamados a ser libres”. Bien pudieramos nosotros decir como le dijeron los judíos a Jesús cuando les habló en el mismo sentido: “Nosotros... nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: ‘Os haré libres’?”. Pero antes de que respondamos esto, consideremos la afirmación de Jesús que dio pie a esta pregunta. Jesús mismo afirmó: “Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres...”. En otra parte, en el Evangelio de san Lucas, El declara que su misión fue venir a hacernos libres: “El Espíritu del Señor está sobre mí... Me ha
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enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4, 18). De manera que el Señor nos ha llamado para liberarnos, pues al llamarnos nos da a conocer la buena noticia y ésta nos hace libres porque nos da a conocer la verdad. ¿Entonces no somos libres? Basta que examinemos las relaciones humanas para que podamos dar una respuesta a este interrogante. Las relaciones humanas o son relaciones de opresión y servidumbre, o son relaciones fundadas en la libertad. ¡Y cuántas son las personas esclavas de otras! ¿Cómo sabemos que determinadas relaciones humanas son de esclavitud? La misma Palabra de Dios nos da la respuesta. Oigan esto que nos dice la Carta a los romanos: “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en temor” Rm 8, 15. Es que la característica del esclavo es el miedo, el temor. ¡Y cuántas personas viven con miedo a otras! En las empresas, oficinas o lugares de trabajo se ven muy a menudo esas relaciones fundadas en el miedo. ¿Y qué decir de los hogares? Cuántos hogares parecen cuevas donde se agazapa el miedo: hijos que no aman a su padre o a su madre porque le tienen miedo, esposos o esposas cuyas relaciones mutuas están determinadas por el miedo. Y puesto que esas relaciones están determinadas por el miedo, lo están también por la mentira, por la agresividad, y por lo tanto, son relaciones de esclavos, no son relaciones fundadas en la libertad. Y no sólo las relaciones con el prójimo pueden estar determinadas por el miedo, también las relaciones con el mundo, con las cosas. Cuántas personas viven esclavas de un miedo terrible al mañana, a la suerte, al destino. Bueno, pudieramos decir que tienen razón en tenerle miedo a la suerte y al destino, que son ciegos, porque si uno ha abandonado su vida a esas fuerzas impersonales, tiene por qué espantarse. Pero si tu vida está en las manos de Dios, no tienes nada que temer. Escuchen esto que nos dice san Pedro: “Descarga en el Señor todas tus ansiedades, pues El cuida de ti” (1P 5, 7). Y el Salmo 117 proclama: “En la angustia clamé al Señor y El me escuchó y me dio respiro; El Señor está conmigo y no tengo miedo, ¿qué podrán hacerme los hombres? El Señor está conmigo, El es mi auxilio, triunfaré de mis adversarios. Mejor es refugiarse en el Señor que confiar en un ser humano; mejor es refugiarse en el Señor que confiar en los poderosos” (vv. 5-9). A la luz de esto que acabamos de decir oigamos nuevamente lo que nos ha dicho san Pablo en la Carta a los gálatas: “Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud... Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados... Pero si os mordéis y os devoráis unos a otros, acabaréis por aniquilaros mutuamente”. El Señor vino a liberarnos de tantas esclavitudes que se manifiestan en unas relaciones humanas equivocadas porque están caracterizadas por el miedo. Vino
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a liberarnos del destino y de las fuerzas ciegas de la vida en las que muchos confían; vino a darnos la alegría de ser libres porque sólo El puede darnos la libertad como lo anuncia El mismo en el Evangelio de san Juan: “Si, pues, el Hijo os da la libertad seréis realmente libres” (Jn 8, 36). “Es el hombre quien ha llenado la historia con sus terrores” Domingo 14º del Tiempo Ordinario Is 66, 10-14c; Sal 65; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20. Hace algunos días, un autobús, repleto de pasajeros, empezó a competir con otro corriendo por la calle como si fuera un caballo desbocado trotando por un potrero. De pronto, un señor se paró de su puesto y se dirigió al conductor pidiéndole que respetara a los pasajeros, que lo que él llevaba en el bus eran personas y no animales. El conductor le contestó de manera grosera, y entonces el pasajero que le hacía el reclamo sacó un revolver y se lo puso en el cuello, diciéndole: “Yo le he pedido decentemente el favor de respetarnos y usted me contesta con grosería, pues ahora lo voy a matar para que deje de ser tan salvaje”. Lógicamente, el griterío de la gente impidió que esto se hiciera. Coloquemos este suceso a la luz de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar. Jesús nos ha dicho: “En la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros... En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca...’”. El Señor nos manda ser difusores de su paz, llevar su paz. Es lo mismo que nos dice san Pablo con otras palabras: “En cuanto de vosotros dependa, tened paz con todo el mundo”. Un director de cine sueco, de apellido Bergman, ha dicho que el esquema de nuestras relaciones humanas está completamente equivocado, y si miramos la forma como se plantean las relaciones en los buses, en las oficinas, en los lugares de trabajo, en los campos, en los hogares mismos, dentro de los matrimonios y las familias le damos la razón a esta afirmación. Porque las relaciones, muy comúnmente, son fundadas en la violencia y no en la paz. El suceso del autobús que he narrado es uno entre miles y nos muestra que las relaciones, y, por tanto, la valoración que hacemos de los demás, es terriblemente violenta. Y así mismo las soluciones. El procedimiento a seguir no es matar sino educar. Indudablemente que ese conductor demostró ser una persona que vive en la ciudad como si viviera en el monte, pero lógicamente ustedes comprenden que el remedio para ese mal exige una política más amplia que tiene que ver con la educación y muchos otros problemas de orden económico y social. Pero no es en esto en lo que nos vamos a adentrar. En las relaciones humanas muy comúnmente al que es violento le respondemos con violencia y de esta manera le estamos haciendo el juego y nos
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estamos dejando meter en su círculo de violencia. Por eso Jesús nos ha dicho: “Yo os digo que no resistáis al mal”. Palabras que san Pablo nos aclara de la siguiente manera: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal a fuerza de bien”. Y agrega: “No devolváis a nadie mal por mal; procurad el bien ante todos los hombres; en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, tened paz con todo el mundo; no tomando la justicia por cuenta vuestra, sino dejad que Dios castigue, pues dice la Escritura: A mí me corresponde hacer justicia; yo daré su merecido a cada uno. Por tanto, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza (Rm 12, 17-21). Muchas personas piensan que con la fuerza de la violencia van a cambiar a otra, pero debemos darnos cuenta de que la violencia no es solución a la violencia. Tú como cristiano tienes el deber de ofrecer la paz, pero si tú paz no es aceptada sigue tu camino, sacude hasta el polvo de tus pies, no te empeñes en hacer que te acepte quien no te quiere aceptar, ni en que reciba tu paz quien no la quiere recibir. Esta fue la actitud de Jesús y esto enseñó El a sus discípulos. Hay otra enseñanza que nos da el Señor en este Evangelio y que no debemos dejar pasar. El Evangelio nos ha referido que: “Regresaron los setenta y dos discípulos alegres, diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. El les dijo: ‘Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre toda potencia enemiga, y nada os podrá hacer daño, pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos’”. Una de las armas que siempre se ha utilizado para esclavizar a la gente es la de sembrar terror y miedo. Esa arma la utilizan muchos vividores y explotadores que con el cuento del diablo chantajean a muchas personas y las meten en cultos o sectas donde las explotan. Eso está ocurriendo en nuestro país. Hermanos, démonos cuenta de que no hay peor satanás o diablo que el hombre mismo, que se encarga de sembrar sus terrores para meter a los demás en el propio infierno en que ellos están metidos. Las páginas del Evangelio donde Jesús aparece liberando endomoniados y desterrando demonios son de las más hermosas que aparecen en los Evangelios, porque nos revelan todo su extraordinario poder. Pero lo maravilloso es lo que nos dice hoy: El ha comunicado a los que creen en El el poder para vencer el mal. Jesús vino a liberarnos de los terrores de la historia que el hombre mismo siembra y desparrama, empezando por el terror del diablo. Oigan esto que nos dice el libro del Apocalipsis, el libro que proclama el triunfo cristiano sobre los espantos de la historia: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos... la gran serpiente, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero. Ellos le vencieron gracias a la sangre
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del Cordero” (Ap 12, 10-11). Tú que eres cristiano, que has sido llamado por el Señor, que participas de su triunfo sobre el pecado y el mal, ¿cómo es que te dejas asustar por todos esos cuentos que estafadores, embaucadores y traficantes de violencia tratan de difundir para dominar a la gente? Es tal el triunfo del Señor sobre el mal, que hoy nos ha dicho: “No es porque los demonios se les sometan por lo que ustedes deben alegrarse, es porque sus nombres están escritos en el cielo”. Con acción de gracias celebremos, pues, este banquete al que el Señor nos ha invitado.
“Jesús es el buen samaritano y nosotros el hombre herido” Domingo 15º del Tiempo Ordinario Dt 30, 10-14; Sal 69; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37. Una de las experiencias más dolorosas y tristes que toda persona experimenta a través de su vida es cuando descubre las rupturas que hay en sus relaciones. Por ejemplo: unos novios se han amado intensamente, se casan y después de un tiempo descubren que entre los dos hay un alejamiento, una ruptura, que no están tan unidos como pensaban. Y hay esposas o esposos que después de muchos años descubren que a pesar de estar casados han vivido completamente solos y que la otra persona les es totalmente desconocida. Y no sólo entre los esposos, los mismos padres descubren que sus hijos le son lejanos, extraños, incomprensibles. Más aún, a través de la vida vamos descubriendo que Dios mismo, el Dios en quien creemos, está lejos de nosotros, que entre El y nosotros hay un distanciamiento. Es el lamento que aparece constantemente en los Salmos: “¿Por qué ocultas tu rostro, Señor y olvidas nuestra miseria y opresión?” (Sal 43, 25). Todavía más, en nosotros mismos, en nuestro propio interior descubrimos como una fractura, un rompimiento. Esto lo expresa maravillosamente san Pablo de la siguiente manera: “No me comprendo a mí mismo, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco... Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco... En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero experimento en mí otra ley que lucha contra el dictado de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está en mí. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7, 15-24). ¿A qué se debe esta terrible situación humana? ¿Por qué vemos antagonismo y discordia por doquier? Pues bien, cuando la Sagrada Escritura y la Iglesia nos hablan del pecado que reina en el mundo nos están hablando de esta situación. Vivimos una situación de pecado porque vivimos una situación de división, de ruptura. Estamos lejos de Dios y lejos unos de otros y lejos de nosotros mismos. Esta situación es la que Jesús describe de manera muy plástica en la parábola
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que acabamos de escuchar: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado, golpeado y despojado”. Esto como sabemos es el pan de cada día, es la situación que vive nuestra sociedad. Luego dice Jesús “casualmente, bajaba un sacerdote y dio un rodeo, luego un levita y dio otro rodeo”. Pero un samaritano, perteneciente a un pueblo despreciado y rechazado por los judíos, “se acercó al herido, tuvo compasión de él, vendó sus heridas y lo llevó a una posada donde cuidó de él”. ¿Qué es lo que ha hecho el samaritano? Pues se acercó al herido, eliminó la distancia que había entre él y el hombre malherido y le hizo el bien. Es decir, se comportó como el prójimo del otro. Porque eso es lo que quiso decirle Jesús al maestro de la Ley, cuando éste le preguntó: “¿Quién es mi prójimo?”. Jesús simplemente le dice: “Hazte prójimo del otro”. En otras palabras, acércate al otro, compórtate con bondad con el otro. Construye un puente entre tú y el que tú ves como ser lejano y extraño, pero que necesita tu auxilio. He ahí en qué consiste la caridad cristiana: en construir puentes hacia los otros, pues todos somos como islas, cada uno encerrado en su propio egoísmo, su pretendida autosuficiencia, sus mentiras, su soledad. Cada uno se encierra en sí para defenderse de los otros y esta es la causa de la separación y la discordia entre los seres humanos. En último término, el buen samaritano es el mismo Jesucristo que vino a curar nuestras heridas. Porque el hombre asaltado, despojado y herido somos nosotros, cada uno de nosotros. Y es El quien se acerca a nosotros para curarnos. Esto, precisamente, es lo que nos ha dicho la segunda lectura que acabamos de escuchar: “Dios quiso reconciliar por Cristo y para Cristo todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos”. Si no reconocemos nuestra propia situación de ruptura y soledad, de mentira y egoísmo en la que nos encerramos, no podremos ser nunca curados, no podremos salir de nuestra desdicha y miseria. Pero, además, estamos llamados a imitar al Señor, a actuar como El actúa teniendo compasión y curando las heridas del prójimo. En esto consiste ser cristiano: en actuar como el buen samaritano que es el mismo Jesucristo. Miren ustedes que Jesús termina preguntándole al maestro de la ley: “¿Quién te parece que fue prójimo del que fue asaltado?”. El maestro de la ley respondió: “El que tuvo misericordia de él”. Y Jesús agregó: “Vete y haz tú lo mismo”. Por tanto, nuestro deber no es preguntarnos quién es mi prójimo sino hacernos prójimos o próximos, acercarnos con misericordia al que yace tirado en el camino por las miles rupturas que lo aquejan. Pero, además, ¿quién puede decir que no lo aquejan heridas, rupturas, discordias con Dios o con su prójimo? Por tanto, debemos ser misericordiosos, que en últimas, no es otra cosa que reconocer nuestra propia miseria, pues misericordioso quiere decir estar de corazón en la miseria del otro, y estando
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todos en la miseria con mayor razón debemos compadecernos de la miseria del otro. Si Dios que no tiene miserias, que reina en su gloria ha tenido misericordia de nosotros y se ha abajado como el buen samaritano, con mayor razón todo hombre debe ser misericordioso porque todo hombre vive en la miseria. La Carta a los filipenses nos cuenta esta actitud misericordiosa de Dios de esta manera: “Cristo Jesús, siendo de condición divina... se despojó de sí mismo, tomó la condición de siervo, haciéndose semejante a nosotros... y se humilló a sí mismo” (Flp 2, 6-8). Ser misericordioso es imitar a Cristo Jesús, al buen samaritano, despojarse de su propia mentira y, reconociendo la propia miseria, acercarse con compasión a la miseria del otro.
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III- ORDINARIO
“Hay hogares, oficinas y lugares de trabajo que son el infierno” Domingo 16º del Tiempo Ordinario Gn 18, 1-10a; Sal 15; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42. Para entender mejor lo que la Palabra de Dios nos quiere decir, pensemos un poco en la situación que estamos viviendo en la sociedad. Hoy, en efecto, tenemos el gran peligro, y millones de personas han caído en él, de establecer con los demás unas relaciones cosificadas. Veamos. En muchos hogares, los padres andan tan atareados en conseguir cosas, en trabajar para conseguir objetos, miles de cosas que la sociedad de consumo nos está ofreciendo, a tal punto que se olvidan de sí mismos y de sus hijos. Trabajan intensamente, un trabajo que se vuelve maniático o compulsivo, pero no se encuentran ni consigo mismos ni con sus hijos, ni con los demás. Por vivir obsesionados por muchas cosas terminan tratando a los demás como si fueran cosas. Les dan muchas cosas a sus hijos, ropa, juegos, dinero, pero no les dan lo más importante: amor, diálogo, comprensión. En realidad esas personas ni saben trabajar, porque el trabajo no nos lo dio Dios como castigo ni para ser esclavos, nos lo dio como colaboración en su obra creadora, como medio de realización personal. Si el trabajo es una droga para huir de la realidad, para huir de sí mismo y de los otros, entonces el trabajo se ha desviado y ha perdido todo su sentido, y en lugar de ser algo satisfactorio, se convierte en una cárcel. Este trabajo compulsivo convierte a la misma persona que lo ejecuta en una máquina, es decir, en una cosa. Y una persona cosificada mira también a los demás como objetos. Por lo tanto, sus relaciones son cosificadas, carentes de diálogo, de valoración, de respeto, de libertad, de alegría, de auténtica participación. La persona cosificada cree que los demás seres humanos son manipulables, como las cosas que ella maneja. Y aquí viene la tragedia. Muchos esposos terminan manipulándose el uno al otro, esto quiere decir, desvalorizándose e irrespetándose. Tras de lo cual vienen la agresividad y la violencia en las relaciones. ¿Saben ustedes por qué? Porque ningún ser humano, por degradado que esté, permitirá jamás ser tratado como una cosa; tarde o temprano
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reaccionará violentamente. ¿Acaso no lo vemos en muchos hogares donde los padres no han tenido tiempo para sus hijos y los han dejado solos en sus casas o apartamentos, porque ellos, los padres, tienen muchas cosas que hacer? ¿Y qué ocurre a la larga? Pues el estallido violento de sus propios hijos. ¿Y qué decir de las oficinas, empresas y lugares de trabajo, con aquellos empleados que han sido manipulados y explotados como si fueran cosas? Pues la explosión de rabia, callada o abierta, de quienes han sido cosificados y tratados como tal. Y entre los esposos mismos, ¿acaso no vemos, tarde o temprano, el estallar violento de uno de los dos porque no soporta más ser considerado como una cosa que se utiliza? Estas personas cosificadas ellas mismas y que, por lo mismo, establecen relaciones cosificadas, son también incapaces de dialogar, porque son incapaces de escuchar. Como consideran al otro como un objeto, creen que el otro sólo tiene que escucharlos a ellos. Entonces, en vez del diálogo tenemos la cantaleta fastidiosa, el continuo reproche. Por eso vemos que tantos hogares, oficinas o empresas son un infierno, o cuando menos una tumba fría, donde no hay vida. ¿Cómo va a haber vida donde todo está cosificado? En esas tumbas sombrías y frías, que son muchos hogares, no hay amor, porque entre las cosas no hay amor, ni alegría, porque donde no hay amor no hay alegría, ni libertad, ni paz, ni esperanza. Si consideramos esto, entendemos perfectamente las palabras de Jesús a Marta: “Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; cuando en realidad una sola es necesaria...”. Es decir, Marta se preocupaba por las cosas, mientras María escuchaba a Jesús: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchas cosas”. Démonos cuenta de que la persona cosificada en sus relaciones, también tiene unas relaciones cosificadas con Dios. Más aún, hay personas que buscan un Dios-cosa, al que puedan manipular. Esas personas no escuchan al Señor que habla, como no escuchan ni intercambian diálogo con nadie. Y así como su hablar es un cantaleteo, su oración es una rezadera, un mascullar palabras, creyendo que porque ellos las dicen Dios tiene que oírselas, pero esas personas nunca han escuchado al Dios que habla. Por eso, el Evangelio nos ha dicho: “María escuchaba la Palabra del Señor”. Ella acogía al Señor, y esto es lo decisivo. Sabía tener relaciones personales y no cosificadas. Y aquí hay algo muy decisivo: quien es capaz de tener relaciones personales con Dios, de dialogar con Dios, de encontrarse con El como con un “tú”, esa persona es capaz de tener relaciones personales y no cosificadas con su prójimo, es capaz de dialogar con los demás, de compartir con los demás, de dar y de recibir. El cosificado es un ser maquinizado, solitario, duro, tenso, agresivo y sumamente triste. El que tiene relaciones personales es una persona capaz de escuchar y valorar a los demás, capaz de compartir y, por lo tanto, un ser que sabe lo que es el amor, la libertad y la esperanza. A esto, a ser personas en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo, es a lo que Jesús nos está invitando en este Evangelio.
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“El Señor no nos trata como merecen nuestros pecados” Domingo 17º del Tiempo Ordinario Gn 18, 20-32; Sal 138; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13. Un día encontré recostada, contra una de las puertas del templo, sin atreverse a entrar, a una señora que oraba muy devotamente cargando un niñito. Le pregunté por qué no entraba y oraba dentro de la iglesia. Me respondió que ella era indigna de entrar, pues era una mujer pecadora. Le respondí: Mire, si usted se reconoce como pecadora, usted más que nadie necesita del médico que es el Señor. El no vino a buscar sanos sino enfermos, y a quienes El está esperando es a los pecadores. Así que entre, pues la Iglesia no es para los que se creen justos sino para los que reconocen su pecado. Pues bien, la primera lectura que hemos escuchado nos cuenta cómo Abraham estuvo orando por unas ciudades, Sodoma y Gomorra, que Dios iba a destruir abandonándolas a su suerte, a causa de su terrible pecado que clamaba al cielo. Abraham rogó al Señor poniéndole en consideración que podría haber 50 justos, después 45, después 40, y así siguió hasta pensar que podría haber sólo 10. Y el Señor le respondía que en consideración a esos justos le perdonaría. Un rabino judío hace la exégesis del texto y dice que Abraham ha debido seguir y llegar hasta 5, y luego hasta uno, y el Señor le habría respondido que en consideración a ese solo justo le perdonaría a esas ciudades su maldad. De hecho, eso es lo que dice el Señor a Jeremías: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad y considerad, buscad por sus plazas. Si podéis encontrar una sola persona que practique la justicia y busque la verdad, yo la perdonaría” (Jr 5, 1). Más aún, hubiera llegado a darse cuenta de que no había ni siquiera uno solo, y le habría dicho: Señor, no hay tan siquiera un solo justo, pero yo te suplico, ¡perdónale! El Señor le habría respondido: Porque me lo pides, le perdono aunque no hay un solo justo allí. Aquí está el meollo de lo que nos quiere decir el Señor en esta Palabra que nos dirije hoy: la verdad es que no hay uno solo justo. Ya lo dice en el Evangelio: “Si ustedes siendo malos son capaces de dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre celestial”. San Pablo, por su parte, nos dice estas asombrosas palabras en la Carta a los romanos: “No hay ni siquiera uno justo, no hay uno solo... Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay quien obre el bien, no hay siquiera uno... Sus pies son ligeros para derramar sangre, ruina y miseria son sus caminos. No conocen el camino de la paz, ni hay temor de Dios ante sus ojos” (Rm 3, 10-18). Y el Salmo 13 reconfirma: “El Señor mira desde los cielos a los hombres, para ver si queda alguien juicioso que busque a Dios. Pero todos se
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obstinan en su rebeldía, ninguno hace el bien” (vv. 2-3). Como ven, Dios no se hace ilusiones con el ser humano. El Salmo 102 dice: “El sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo. Los días del hombre son como la hierba: florecen como la flor del campo, pero cuando sopla el viento deja de existir, ni el lugar donde estuvo lo vuelve a conocer” (vv. 1416). Y el Salmo 89 agrega: “Aunque uno dure setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan” (vv. 10). Por eso, el Señor “no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas... Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente El ternura por sus fieles”. Ya de por sí, mirando Dios la miseria en que se debate el ser humano, que sin embargo se rebela contra El, lo olvida, no lo tiene en cuenta, lo niega y vive como si Dios no existiera, tiene compasión. Sin embargo, la razón profunda, la causa y el motivo por el cual Dios tiene misericordia de su criatura el hombre, el móvil que lo hace tener misericordia es Jesucristo. Dios hubiera podido abandonar el hombre a su suerte, a la suerte que el hombre mismo se ha forjado al abandonar a Dios. Eso lo vemos en lo que hemos hecho de este mundo: un verdadero infierno donde reinan el odio, la mentira, la injusticia y la muerte. Oigan estos datos. Se calcula que durante el período de 125 años que culminó con la Segunda Guerra Mundial, los seres humanos dieron muerte a 58 millones de personas, un promedio de casi una persona muerta por su prójimo cada minuto. Y desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el año de 1991, se desataron cerca de cien conflictos armados con la pérdida de 20 millones de vidas humanas. Se calcula también que hay 150 millones de niños huérfanos o abandonados, que cada minuto se destruyen en la tierra 21 hectaréas de bosques, de ellas 600 mil hectáreas cada año en Colombia, y que cada hora se producen 60 casos de cáncer a causa de la degradación de la ozonosfera. Dios nos podría abandonar a nuestro afán autodestructivo, y sin embargo, está empeñado en salvarnos y en salvar esta tierra que nos dio, salvarla del hombre al que se la entregó. Sodoma y Gomorra es este mundo que Dios está salvando, no ya por la oración de Abraham sino por los ruegos de Cristo Jesús. Cuando nosotros oramos, nos estamos uniendo a la oración de Cristo y, por eso, nuestra oración es inmensamente eficaz. Es por esto mismo que Jesús nos dice hoy: “Yo os digo: ‘Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá...’”. Tu oración como cristiano, es como la oración de Abraham y puede ser más atrevida que la de él, porque cuando tú, como cristiano oras, estás orando con Cristo al Padre, ¿y qué le niega el Padre a Cristo? El mundo no se ha hundido en el infierno de la desesperación y de la aniquilación gracias a la oración de Cristo, de la Iglesia, de los cristianos. A esto es a lo que nos invita hoy la Palabra de Dios, a imitar a Abraham orando por esta tierra que muchos quieren destruir, no en razón de 50, 40 ó 10 justos, sino en razón del único justo: Jesucristo, nuestro
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Señor y Salvador.
“¿Por qué Dios distribuyó tan mal las riquezas del mundo?” Domingo 18º del Tiempo Ordinario Qo 1, 2; 2, 21-23; Sal 39; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21. A menudo se escucha la queja de mucha gente: “¿Por qué Dios distribuyó tan mal los bienes del mundo? Otros dicen: ¿Por qué Dios no nos dio tanta plata como le dio a ese tal? Más aún, se oyen expresiones tales como: Si yo pudiera, distribuiría mejor los bienes de la tierra, o si me ganara la lotería le daría plata a tantos pobres que no tienen qué comer. Que Dios distribuye los bienes entre los hombres, eso no lo dice la Sagrada Escritura. Y es por eso que Jesús en el Evangelio, a uno que le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia”, le respondió: “Amigo, ¿quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros?”. Lo que sí afirma la Sagrada Escritura es que le entregó la tierra al hombre para que la administrara con justicia y rectitud. A los hombres (a Adán) desde el principio les manifestó: “Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra... y todos los árboles... y todos los animales del campo, a las aves del cielo y a todos los seres vivos que se mueven por la tierra” (Gn 1, 29-30). A Noé le señaló también: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra, y dominadla” (Gn 9, 1). Dios no hizo distinciones: a todo hombre y a todos los hombres entregó la tierra y es el hombre el que debe administrarla. Si unos pocos la explotan para su propio beneficio, están actuando con pecado y no según la voluntad de Dios. El pecado es otra historia que desde el principio nos cuenta la Sagrada Escritura. Y esa historia se caracteriza porque el hombre deja de ser hermano del hombre y se convierte en homicida. Y esta historia que se traduce en injusticias, crímenes y crueldades sin fin se prolonga durante todos los siglos. La Sagrada Escritura, que no se hace ninguna ilusión sobre el ser humano, es en gran parte el relato de las atrocidades humanas. Y algo realmente asombroso: la Sagrada Escritura cuenta cómo Dios orienta todos los horrores de la historia para la realización de sus planes salvíficos. Un hecho queda claro: el mundo que Dios le entregó al hombre está mal administrado porque éste no es hermano sino lobo para su prójimo. Pero, además, Dios otorgó al hombre el don de trabajar. Este no es un castigo en cuanto tal sino algo que el hombre debe hacer con todos los dones que Dios le ha dado. Por eso, en los Proverbios se nos dice: “Vete a ver a la hormiga, perezoso, observa sus costumbres, y aprende... ¿Hasta cuándo dormirás,
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perezoso? ¿Cuándo te levantarás de tu sueño?... Y te llega la miseria del vagabundo y la indigencia del mendigo” (Pr 6, 6. 9. 11). Cierto, los bienes están mal distribuidos porque los hombres no somos hermanos, pero también porque hay muchos que no trabajan como Dios quiere que lo hagan. Viven de quimeras, esperando que todos se les dé. Por eso mismo el libro de los Proverbios afirma: “El que cultiva su tierra se saciará de pan, el que persigue quimeras se hartará de necesidad” (Pr 28, 19). De todos modos, tanto porque no somos hermanos y unos pocos se han apoderado mezquinamente de los bienes que pertenecen a todos, como porque otros no ponen a trabajar los dones que Dios les ha dado, la tierra, con todos sus bienes, está mal administrada. Hay, sin embargo, una tercera causa para que no regentemos bien la tierra que Dios nos dio, y es la advertencia que hace el Señor en el Evangelio: “Tened mucho cuidado con toda clase de avaricia; que aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas”. En realidad no sólo no miramos al otro como hermano, sino que miramos las riquezas materiales como absolutas, poniendo en ellas toda nuestra seguridad y nuestro orgullo. El libro de los Proverbios increpa de esta manera: “Quien confía en su riqueza, ése caerá; los justos (que confían en el Señor) reverdecerán como las hojas” (Pr 11, 28). Nuestras relaciones humanas están falseadas, pero lo están también nuestras relaciones con las riquezas materiales. Por eso el mundo está mal administrado y reinan la injusticia y la violencia entre los hombres.
“A veces experimentamos el sin sentido de la vida, como Jesús” Fiesta de la Transfiguración del Señor Dn 7, 9-10.13-14; Sal 96; 2P 1, 16-19; Mc 9, 1-9. Una de las experiencias más estremecedoras que el ser humano padece es la de sentir que todos los cimientos de su vida se derrumban. Tanto la sociedad como cada persona individual pasa por esta experiencia. La hemos vivido de alguna manera en nuestro país estos días, en que nuestra sociedad no parece tener bases, carecer al sentir de líderes u orientadores y está avocada al caos. Algunos llaman a esto la experiencia de la nada o del caos, o del vértigo, o del sin-sentido de la vida. Alguna vez en su vida la persona pasa por este sufrimiento, cuando todo se le desquicia; entonces queda presa de la angustia: todo se ha desmoronado, el trabajo, un negocio, quizás el matrimonio, la salud, algún éxito que se esperaba alcanzar, la vida de un ser querido. La persona parece ir de tumbo en tumbo o
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parece precipitarse en un abismo sin fondo. Viene entonces la pregunta: ¿qué sentido tiene la vida? ¿Vale la pena vivir? ¿No es mejor arrojarse a la muerte? Muchos, de hecho, acuden al suicidio, o a la droga, o al licor, o se abandonan a una muerte lenta al no querer vivir. De verdad que ésta es la pregunta que debemos hacernos: ¿tiene la vida un futuro? ¿Tiene la vida un fundamento, algo que la sostenga? La Sagrada Escritura nos cuenta esta experiencia vivida por algunos personajes bíblicos. Por ejemplo, oigan lo que dice el profeta Jeremías cuando sintió que se quedaba sin piso: “¡Maldito el día en que nací!, ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito!... ¡Oh, que no me haya hecho morir en el vientre, y hubiese sido mi madre mi sepultura, con seno preñado eternamente! ¿Por qué haber salido del seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?” (Jr 20,14. 17-18). A su vez, Job cuando perdió todo: sus bienes, sus hijos, su salud, exclamó: “Perezca el día en que nací, y la noche que se dijo: ‘¡Un varón ha sido concebido!’... ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir de vientre?... ¿Por qué no fui un aborto oculto, como los niños que no vieron la luz?... ¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega... Porque si de algo tengo miedo, me acaece, y me sucede lo que temo. No hay para mí tranquilidad, ni calma, ni descanso: me invade la turbación” (Jb 3, 3.11-12.20.25-26). Algunas personas pueden admirarse si les digo que Jesús mismo, el Hijo de Dios, pasó por esta experiencia. Se vio abandonado de todos, rechazado, humillado, despreciado. Y lo peor, sintió que hasta su Padre mismo lo dejaba en las tinieblas y en el sin-sentido de la vida, sintió que el caos intentaba devorarlo. Precisamente, para consolarlo frente a lo que iba a experimentar, para que a pesar de las tinieblas por las que iba a pasar mantuviera la fortaleza, por eso fue consolado con la transfiguración. Pensemos primero lo que significa esta palabra. Trans-figurar quiere decir cambiar de figura, o sea, trans-formación, cambio de forma. También se puede traducir por resurrección. Jesús, en el monte Tabor, fue consolado con la promesa de la resurrección para que se fortaleciera frente a la experiencia del caos, de la nada y de la muerte por la que iba a pasar. Pero esto se nos cuenta y se nos anuncia no sólo para decirnos por lo que pasó Jesús, sino porque con esto Dios quiere consolarnos y darnos a nosotros también la esperanza. La Palabra de Dios hoy quiere decirnos que, aunque a veces nos amenace el caos y el sin-sentido de la vida y nos invada la angustia y la náusea de vivir, no es verdad que nuestra vida no tenga fundamento y que estemos carentes de futuro. La transfiguración del Señor es la revelación de un futuro nuevo que Dios nos ofrece porque lo que le acaeció a Jesús es una oferta de Dios para todos nosotros. Así como Dios nos sacó de la nada y así como venció el caos original
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creando el cosmos, así también nos sacará de la muerte dándonos la resurrección. Por esto, nuestra fe engendra la esperanza, que nos convida a mirar el futuro nuevo ofrecido por Dios. Como consecuencia el cristiano no puede ser un eterno derrotado, un permanente amargado. Al contrario, si la fe engendra la esperanza, esta esperanza nos da una fuerza inmensa para caminar aun al filo del caos, porque vamos hacia un futuro que es obra de Dios mismo. Por esto, san Pablo exclama, describiendo la actitud del cristiano de esta manera: “Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados” (2Co 4, 8-9). Y agrega algo que confirma lo que acabamos de decir: la transfiguración o promesa de resurrección que fue hecha a Jesús es también para nosotros: “Poseyendo aquel espíritu de fe como dice la Escritura: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos, y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante El juntamente con vosotros... Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día” (2Co 4, 13-14). Es por esta esperanza fundada en la promesa de Dios, que el cristiano no es vencido por las experiencias negativas del mal, del caos y de la muerte, y en medio de las tribulaciones levanta animoso la cabeza y camina con decisión hacia el mañana de Dios.
“La injusticia de la mala distribución de los bienes” Domingo 19º del Tiempo Ordinario Sb 18, 6-9; Sal 33; Hb 11, 1-2.8-19; Lc 12, 32-48. La segunda lectura tomada de la Carta a los hebreos nos dice lo que es un cristiano: es una persona de fe, que por tener fe busca un mundo mejor. Es decir; el cristiano es la persona que no se resigna a la situación del mundo. Un mundo donde los bienes están mal distribuidos, donde reinan la violencia, la injusticia y la mentira no puede ser algo a lo que nos resignemos. Pero, puesto que el cristiano tiene fe puede esperar una patria mejor. Si ustedes miran con atención los Evangelios se darán cuenta de que todos emanan la nostalgia por un futuro mejor. En la misma oración que Jesús nos enseñó decimos: “Venga tu Reino”, y las bienaventuranzas, que para muchos son como el meollo del Evangelio, dicen: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados; dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados... Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 5ss). Esto lo podemos compendiar diciendo: dichosos los que aspiran a
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un mundo mejor, porque ellos serán saciados. Y a éstos se les puede aplicar perfectamente las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino”, entendiendo que el Reino de Dios es la realización del mundo mejor, de la patria celeste, del mundo de paz y de justicia a que aspiran. Es lo mismo que dice la segunda lectura respecto a quienes tienen fe: “Esperaban una ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios... A lo que aspiraban era a una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no se avergüenza de llamarse su Dios, porque les ha preparado una ciudad...”. También podemos compendiar lo que dice el Evangelio de hoy, diciendo que el mundo está mal administrado y precisamente por eso, los cristianos, no podemos estar satisfechos, porque aspiramos a una patria mejor. La Sagrada Escritura repite constantemente que este mundo es un don que Dios nos dio para que lo administraramos con justicia y rectitud (Sb 9, 3). Es lo que expresa el Evangelio de hoy, cuando Jesús nos dice: “Vosotros, estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre”. Dijo Pedro: “¿Señor, dices esta parábola para nosotros o para todos?”... “Vosotros, sed como el administrador fiel y prudente a quien el dueño puso al frente de su servidumbre... A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se confió mucho, se le podrá pedir más”. En otra parte del Evangelio de san Lucas, Jesús utiliza otra parábola donde nos acaba de ilustrar sobre este tema: “Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: ‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración’” (Lc 16, 1-2). En otras palabras, Dios ha entregado al hombre el mundo para que lo administre, pero El llegará un día a pedirnos cuenta de cómo hemos administrado los bienes que son de El. En primer lugar, son de El. De hecho, nada de lo que tenemos lo ha creado ninguno de nosotros. Ni a nosotros mismos nos hemos dado la vida, ni el mundo en que vivimos lo hemos escogido nosotros. Nada trajimos, nada nos llevaremos. Así que lo que tenemos es porque lo hemos recibido, y si lo hemos recibido no nos pertenece. Pero hay otra cosa: Dios no entregó sus bienes a unos pocos. Todo lo creó para todos. Oigan ustedes como lo expresa el papa Juan Pablo II: “Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos. Este es pues el cuadro: están aquellos —los pocos que poseen mucho— que no llegan verdaderamente a ser, porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del ‘tener’; y están los otros —los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al
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carecer de los bienes indispensables” (SRS 28). Esta realidad dice claramente que el mundo está mal administrado. Apliquemos esto a nuestro país. Un país rico en todos los bienes naturales, bienes que son para todos, pero que sólo disfrutan unos pocos que son dueños de la mayor parte. ¿Hemos administrado bien estas inmensas riquezas, las estamos administrando bien? ¿Qué clase de administradores tenemos? Más aún, ¿qué clase de administradores somos cada uno de nosotros? Porque la responsabilidad de administrar la tenemos todos. ¿Cómo administramos el agua que tenemos a raudales? ¿La tierra, rica para todos los cultivos, los mares y los peces que servirían para alimentar toda la población si estuvieran bien administrados? Pero no sigamos. Tan sólo pensemos en esta riqueza de que hablan hoy los periódicos: el petróleo. En cinco años se derramaron, es decir, se perdieron, 660 mil barriles de petróleo, en gran parte por sabotaje de la guerrilla. Son millonadas que se hubiera podido emplear en construcción de carreteras, escuelas, hospitales y centros de salud, alcantarillados, etc. Los guerrilleros dirán: de todas maneras se hubiera perdido esa plata porque hubiera caído en manos de unos pocos que la malgastarían comprando propiedades en el extranjero y gozando ellos sólos de un bien que debería ser para todos en obras de servicio social. Y si no, miremos los lugares donde está la riqueza del petróleo: ¿el nivel de vida de la mayoría de la población ha crecido? ¡Muchos son pobres pueblos que ni siquiera tienen agua potable! ¿Entonces qué? ¿Cómo estamos administrando lo que el Señor nos entregó? Más bien nos enfrascamos en una guerra donde nadie tiene la razón porque nadie parece tener la autoridad moral necesaria para salir del atolladero. A nuestro país se puede aplicar perfectamente la parábola aquella: “Había un hombre rico, que tenía un administrador a quien acusaron de malversar los bienes...”. El hombre rico es Dios que nos ha llenado de bienes, y los malos administradores somos nosotros que no hemos sabido distribuir lo que El nos dio. Con todo, El un día nos pedirá cuentas.
“¿Por qué el Señor no actúa en la hora de angustia?” Domingo 20º del Tiempo Ordinario Jr 38, 4-6.8-10; Sal 40; Hb 12, 1-4; Lc 12, 49-53. Jesús vino al mundo a traer la paz, su paz, que es muy distinta de la paz del mundo. Pero su mensaje produce la oposición y el rechazo de aquellos que tiene que renunciar a su falsa paz y seguridad para aceptar la paz de Dios que aporta Jesús. Por eso trae la división. En la primera lectura se nos habla de la persecución que tuvo que sufrir Jeremías por anunciar la voluntad de Dios. El denunció las ilusiones de su pueblo
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que buscaba la seguridad por medios violentos. La segunda lectura, tomada de la Carta a los hebreos, reafirma lo que aparece en el Evangelio: que Jesús tuvo que sufrir el odio, la hostilidad, y la persecución de aquellos que no querían aceptar su mensaje. Y esclarece todavía más el Evangelio cuando nos dice: hay que llegar hasta la muerte, hasta la entrega de la propia vida en la lucha contra el mal. A reflexionar sobre la lucha contra el mal es a lo que nos invita el Evangelio. La Palabra de Dios nos presenta el caso de Jeremías, que fue uno de los más grandes profetas de Israel. Pero él fue odiado y parece que asesinado por aquellos que no aceptaban su mensaje y se dolían de que él denunciara su pecado: el pecado de la violencia, el pecado de buscar la seguridad mediante la violencia. Aclaremos antes algo. Mucha gente se pregunta por qué Dios no envía un castigo contra los violentos, destructores y asesinos, por qué Dios no los elimina. Pues bien, es preciso darse cuenta de que el mal es una creación del hombre; no es creación de Dios ni de ningún ser extraterrestre. Todos los días vemos cómo el ser humano difunde el mal y crea nuevos males. Cristo vino al mundo precisamente a traernos la paz de Dios y a enseñarnos a luchar contra el mal que nosotros creamos y que intenta destruirnos. Ese mal toma muchas formas, pero una de las más comunes y evidentes es la violencia. Mediante ella muchos buscan imponer su voluntad a los demás, pretenden aplicar su paz a los otros, la paz de los cementerios, obligándolos así a que hagan su voluntad. Pero, entonces, preguntará alguno, ¿es que Dios no interviene? ¿Dios, entonces, no actúa? Una de las enseñazas más claras y repetidas a través de toda la Sagrada Escritura es que Dios actúa en el mundo, que a El le repugnan los violentos y que a lo último los destruye. Pero Dios no interviene a la fuerza en la vida de nadie, ni en la vida de una sociedad, si no se lo piden. Es por eso por lo que hay que orar. Hay una oración bellísima que es el Salmo 10 y que explicita lo que venimos diciendo: “¿Por qué Señor te quedas lejos, por qué te escondes en la hora de la angustia? El malvado persigue con altanería al desdichado. El malvado se jacta de sus propios deseos... El malvado es insolento y dice: ‘No hay Dios’. No hay quien me pida cuentas. Esto es lo que piensa y tiene éxito en lo que hace. Se burla de sus enemigos, y piensa que nadie lo hará caer, que jamás tendrá problemas. Su boca está llena de maldiciones, de mentiras y de ofensas; sus palabras ocultan opresión y maldad. Se pone al acecho y a escondidas mata al inocente. El malvado cree que Dios se olvida, que se tapa la cara y que nunca ve nada. Levántate Señor, levanta tu brazo. No olvides a los afligidos. ¿Por qué, Dios mío, han de burlarse los malvados, pensando que no habrás de pedirles cuentas? Levántate Señor... que el hombre, hecho de tierra, no siga sembrando el terror”.
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Y el profeta Isaías proclama: “Ay de los que se esconden del Señor para ocultar sus planes, y ejecutan sus obras en las tinieblas. En el día del Señor... los pobres volverán a alegrarse y los hombres más pobres, en el Santo de Israel se regocijarán. Se acabarán los arrogantes, dejarán de existir los tiranos y desaparecerán los que sólo piensan en hacer violencia” (Is 29, 15.19-20). Los que tiene la fuerza de la violencia y del crimen no son omnipotentes. No por el hecho de que engendren la muerte son los dueños del mundo. La muerte a la que sirven y que ellos difunden no es el máximo poder. Dios, el Dios de la vida les pedirá cuentas y los destruirá. Esto es un anuncio que se lee a través de toda la Biblia. Pero también es cierto que Dios no actúa en el mundo si no se lo pedimos y si no colaboramos con El. El hombre es colaborador de Dios en la lucha contra el mal. No basta, pues, que oremos y pidamos. Esto es lo primero, pero también tenemos que actuar. Los cristianos tenemos el deber de orar y orar mucho para que Dios haga reinar su paz por sobre la voluntad de los violentos. Pero también tenemos que hacer cada uno lo que tiene que hacer la sociedad y quienes dirigen la sociedad. Los gobiernos están puestos no para que la gente les haga reverencias y honores, sino para que organicen y dirijan la sociedad. Violentos y criminales hay en toda sociedad humana, desde las más primitivas hasta las más desarrolladas. Pero hay sociedades que los controlan más y otras menos. Y hay sociedades que son víctimas, esclavas de los violentos. Dios nos ayuda, pero los gobiernos tienen que actuar. Ellos tienen una responsabilidad que no pueden soslayar. Si los gobiernos no actúan, están faltando a un deber fundamental: velar por la paz social.
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IV- ORDINARIO
“Dios no salva a la fuerza a nadie” Domingo 21º del Tiempo Ordinario Is 66, 18-21; Sal 116; Hb 12, 5-7.11-13; Lc 13, 22-30. Una experiencia estremecedora que el ser humano conoce en esta vida es la experiencia del fracaso, de la ruina, de que todo fundamento parece vacilar. Todo ser humano siente la amenaza de la muerte y la amenaza de la frustración total. A veces en lo íntimo se percibe el sin sentido de la vida, es como si no se tuviera ningún horizonte y todo fuera vano. Es la experiencia del hastío, del tedio mortal, del cansancio de vivir. Podemos muy bien decir que esto es la vivencia del infierno. Esto lo puede sentir todo ser humano, porque el infierno es una posibilidad para cada persona. Pero aunque no se experimentara esta situación, sí es un hecho que a menudo se vive la amenaza de la muerte. Entonces surge acuciante la pregunta: ¿me salvaré o me condenaré? Es decir, ¿quedaré esclavo de las garras de la muerte o podré llevar una vida más plena más allá de la muerte? A menudo, muchas personas se preguntan ansiosas lo mismo que alguien le preguntó a Jesús: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. ¿Qué será de mí, me salvaré o me perderé para siempre? Hay personas que no se plantean estas preguntas porque creen que la vida del hombre acaba con la muerte y punto. Otros no se las plantean porque les da miedo y prefieren vivir en la inconciencia. Hay quienes se pasan la vida buscando una fuga ilusoria de la realidad en toda clase de distracciones. Otros se dan respuestas fáciles: Dios es infinitamente bueno y, por tanto, no condena a nadie. Esta última es una respuesta fácil porque elude un problema. Es verdad que Dios es infinitamente bueno, pero también es cierto que Dios ha dado al ser humano la libertad. Y aquí está el meollo de la cuestión: salvarse o condenarse depende de la libertad humana. Por lo que a Dios se refiere, su Palabra nos repite por todos los medios que El quiere la salvación de todos los hombres, que El ama a todos los seres que creó y que no quiere que alguno se pierda. Esta es la voluntad de Dios, pero El no salva a la fuerza a nadie, no obliga a nadie.
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Aquí viene un segundo punto fundamental: la salvación o la condenación tienen que ver con un acto pleno de aceptación o rechazo de Dios, porque la salvación consiste en aceptar a Dios y la condenación en rechazarlo. El no te va a imponer su gloria o su cielo a la fuerza. No porque Dios te ame te va a llevar a su plenitud a la fuerza. El amor no coacciona; nace y se expresa en la libertad. Si el cielo es la plenitud de las relaciones personales con Dios y con el prójimo, Dios no te va a imponer que lo aceptes y que tengas en El tu plenitud. Decir que todos se salvan es afirmar que la libertad humana no existe. Puesto que vivimos en un mundo donde se irrespeta tanto la libertad y las decisiones de una persona, por eso creemos que Dios actúa de la misma manera. Dios no nos trata como nosotros tratamos a los demás, irrespetando su independencia. Hay cristianos que intentan imponerle el cielo a los otros. Se dice: esa persona rechaza completamente a Dios y lleva una vida de total incredulidad. Sin embargo, Dios la salvará. Como si Dios actuara de la misma manera que nosotros. Si una persona rechaza a Dios, rechaza sus promesas, sus dones y el futuro que El le ofrece, ¿por qué vamos nosotros, los cristianos, a querer obligarlo a que acepte a Dios y se someta a vivir en la gloria que El le ofrece? Así como Jesús no obligó a nadie a que lo aceptara a El, a su doctrina y lo siguiera, así mismo tampoco Dios obliga a nadie a que acepte su gloria y su Reino. A través de los Evangelios vemos constantemente que Jesús invita siempre a una decisión y la respeta profundamente. Recuerden ustedes el texto donde aparece un joven rico, al que Jesús le dice: “Ven y sígueme”. El joven se fue muy triste, siguió su camino. Jesús no le reclamó, no lo coaccionó. Respetó su decisión (Cf. Mt 19, 16ss). Quejándose de Jerusalén, el Señor dice: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de sus alas, y tú no has querido!” (Mt 23, 37). La voluntad de Dios era salvar a Jerusalén de la desgracia, pero Jerusalén no quiso. Además, cuando llama dice: “El que quiera seguirme... que me siga” (Lc 9, 23). Aun para curar a una persona, Jesús le pregunta: “¿Quieres curarte?” (Jn 5, 6). Al planteamiento de hoy en el Evangelio, cuando alguien pregunta: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”, Jesús no respondió directamente. Simplemente dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”. Como quien dice: esforzaos por tomar una decisión positiva, esforzaos por decidiros por mí y por el Evangelio, porque el que no toma ninguna decisión está diciendo no. Muchos toman esa posición cómoda: no me decido. Pero es que no es posible vivir sin tomar una decisión definitiva sobre nuestro hoy y sobre nuestro futuro. La vida exige tomar decisiones constantemente, aunque nos cueste. Sería muy cómodo, y es lo que muchos hacen, no tomar decisiones, pero si la vida y los demás nos exigen constantemente decisiones, cuánto más nos lo exige Dios mismo.
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Ustedes han visto que el Señor no respondió directamente. Es como si dijera: la respuesta a esa pregunta depende de cada uno. Dios ha creado al hombre libre para decidirse por El o contra El, para aceptar su salvación o rechazarla. “¿Qué diferenciaba al comunismo del cristianismo?”
Domingo 22º del Tiempo Ordinario Si 3, 19-21.30-31; Sal 68; Hb 12, 18-19. 22-24a; Lc 14, 1.7-14. El Evangelio de hoy tiene una doble advertencia: no te privilegies a ti sobre los demás y no te rodees de los privilegiados. Busca el último lugar y busca a quienes están en el último lugar. Los comunistas se asemejaban a los cristianos en que buscaban a los oprimidos con la intención de liberarlos, luchaban contra la injusta distribución de los bienes, que según la voluntad de Dios pertenecen a todos. Pero se distinguían en esto: buscaban el poder, y por tanto, los primeros puestos, aunque fueran los primeros puestos entre los pobres e indigentes de la tierra. Estaban contra los privilegiados que tenían el capital, para quitarles los primeros puestos e instalarse ellos allí utilizando la fuerza de los pobres. Por eso mismo, una vez dueños del poder, pasaban a ser unos nuevos opresores. Buscaban la recompensa del poder no la de la comunión. El cristiano, por el contrario, no busca los primeros puestos, no busca el poder, busca la comunión, y no la comunión de clase, sino la comunión universal, la comunión con todos. Porque aquí está otra diferencia fundamental del cristiano con el comunista. Este tiene una opción de clase; el cristiano no está condicionado por las clases sociales. El verdadero cristiano, como Jesús, tiene la libertad de entrar en la casa del publicano rico o del fariseo, del humilde pescador o del campesino. Porque al cristianismo no lo mueve el odio a nadie, como al comunista lo impulsaba el odio o el resentimiento de clase. Y esto nos da una tercera diferencia fundamental: el comunista creía que era necesaria la lucha violenta para lograr su ilusión. El cristiano rechaza radicalmente la violencia y lucha con la fuerza de la fe, la paz y la esperanza, porque sabe que el mal no se vence con el mal, ni a la violencia se le puede devolver con la violencia. La violencia opresora de los ricos no se vence con la violencia desesperada de los pobres. El cristiano, en la casa del rico o en la casa del pobre es el hermano. El comunista, en la casa del rico es el enemigo y en la casa del pobre terminaba por ser el dominador. Pero no se necesita ser comunista para querer ser dominador sirviendo a los necesitados. Son muchos quienes, vayan donde vayan, quieren siempre los primeros puestos y si no los logran en las casas de los ricos se van a las casas de los pobres para alcanzarlos.
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Al advertirnos Jesús que no busquemos los primeros puestos nos está alertando sobre un mecanismo que malogra las relaciones humanas: el que busca el primer puesto pretende dominar a los otros y el que esto procura desvaloriza a los otros reduciéndoles a cosas, pues los demás, como personas, no pueden ser dominados. El dominio se ejerce sobre las cosas, no sobre las personas. Con éstas establecemos relaciones de comunión y participación, nunca de sometimiento u opresión. Jesús termina diciéndonos: “Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos”. Con lo cual nos invita a no buscar la recompensa del poder, que se puede lograr siendo el primero y el dominador entre los pobres. Busca única y exclusivamente la recompensa que viene del Señor, que no cabe en ninguna gratificación terrena porque todo lo terreno está sometido a la muerte, sino que sólo es plena en la resurrección, en el triunfo sobre la muerte. Esta es otra diferencia radical del cristianismo con el comunismo. Este anhelaba un paraíso en la tierra, sometido a la muerte. El cristianismo camina hacia el paraíso que Dios le ha prometido en el que lo definitivo no será la posesión de las cosas sino el encuentro personal del amor, como lo dice el libro del Apocalipsis: “Dios habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido” (Ap 21, 3-4).
“El cristianismo es rebelión contra la opresión del hombre” Domingo 23º del Tiempo Ordinario Sb 9, 13-18; Sal 90; Flm 9b-10.12-17; Lc 14, 25-33. Seguramente que al escuchar el Evangelio muchas personas han podido pensar: pero ese Evangelio es irrealizable, a no ser para los sacerdotes y religiosos que renuncia a formar una familia, a tener mujer e hijos. Sin embargo, Jesús no está hablando aquí de sacerdotes o religiosos sino de todo seguidor suyo, es decir, de todo cristiano. Pero puesto que Jesús no vino al mundo a destruir la familia y el matrimonio, es preciso que nos esforcemos en entender qué es lo que quiere decir. Una iluminación grande sobre esto nos la da la segunda lectura, tomada de la Carta de san Pablo a Filemón. Este señor era un hombre rico que tenía muchos esclavos, pero Pablo lo había convertido al cristianismo. Uno de sus esclavos, llamado Onésimo, escapó un día y se refugió donde Pablo, quien estaba
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prisionero. Pablo lo convirtió también a la fe cristiana y por eso se lo envía con la carta que hemos leído diciéndole: “Te abandonó por breve tiempo, precisamente para que ahora lo recuperes de forma definitiva, pero no ya como esclavo, sino como algo más, como un hermano muy querido...”. Lo impactante en esta carta es, sin embargo, que Pablo se atreva a afirmar que un esclavo ha pasado ahora que es cristiano a la condición de hermano. Tal vez para nosotros, después de veinte siglos de cristianismo, esto no nos impresiona, pero es preciso colocarse en ese contexto del imperio romano donde la esclavitud era algo natural. Esta afirmación de Pablo ponía en entredicho toda la organización social, política y económica del imperio. Con todo, sus repercusiones no se sentirían sino poco a poco. El cristianismo necesitó cuatro siglos para imponerse en el imperio romano y cambiar todas las estructuras de organización social. Hemos dicho que en la afirmación: “El que era esclavo es ahora tu hermano” está el meollo del mensaje de hoy porque nos da a entender que lo que el Evangelio quiere cambiar son las relaciones humanas. Y a esto, precisamente, es a lo que se refiere Jesús en el Evangelio. Un pensador alemán llamado Federico Nietzsche, quien pasa por ser el profeta de los tiempos de la llamada postmodernidad que estamos viviendo, afirma que el cristianismo no sólo derribó las estructuras sociales del mundo antiguo, sino que transmutó todos los valores de la cultura antigua porque les enseñó a los hombres que todos eran iguales. Y él se queja amargamente de esto. Oigan ustedes lo que afirma: “El cristianismo ha hecho una guerra a muerte a todo sentimiento de respeto y de distancia entre los hombres... con el resentimiento de las masas ha forjado su arma capital contra... los seres aristocráticos... El cristianismo es una rebelión de todo lo que se-arrastra-por-el suelo, los plebeyos y miserables, los humillados y ofendidos de la sociedad, contra lo que tiene altura... contra los privilegiados, dominadores y aristocráticos” (El Anticristo). El se declara abiertamente anticristiano, pero con una agudeza genial pudo entender lo que el cristianismo pretende y se rebeló contra esto. El cristianismo pretende cambiar las relaciones humanas, pretende que pasemos de relaciones de dominio a relaciones de fraternidad. Y si tenemos en cuenta esto, comprendemos, entonces, lo que nos quiere decir Jesús en el Evangelio de hoy: “Si alguno quiere seguirme y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío... Aquel de vosotros que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Este llamado de Jesús es un llamado a que tengamos relaciones fundadas en la libertad. Se terminó la esclavitud económica, social o política, al menos en la mayoría de los países de la tierra, pero todavía hay mucha esclavitud psicológica. Muchas relaciones humanas están determinadas por el dominio, la opresión, y
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la esclavitud. Hay lugares de trabajo donde los empleados o trabajadores son esclavos de un jefe o administrador que es un tirano. Hay esposas o esposos que no tienen entre sí relaciones fundadas en el amor, el respeto mutuo y la libertad, sino relaciones de dependencia, de sometimiento. Hay muchas personas que no se atreven a ser ellas mismas porque dependen de otra que las avasalla y reprime. Quien les determina la vida es un opresor que puede ser su padre o su madre, su esposo o su esposa, su hermano o su hermana, su amigo o su jefe. Y nadie, absolutamente ningún ser humano puede determinarle la vida a otro. Por eso es necesario posponer cualquier otra relación a la que tenemos con el Señor. Oigan ustedes este maravilloso texto de san Pablo: “La llamada del Señor convierte en libre al esclavo, y de modo semejante, al que era libre lo convierte en esclavo de Cristo. Habéis sido comprados a buen precio (por Cristo); no os hagáis esclavos de ningún ser humano” (1Co 7, 22-23). Esclavitud es depender de una persona, pero el cristiano no depende de nadie, sólo de Cristo y si dependes de Cristo eres realmente libre. Pero oigan hasta dónde llega la libertad y la igualdad de los cristianos. Dice san Pablo en la Carta a los gálatas: “Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (v. 28). Por tanto, posponer padre o madre, esposa o hijos, hermanos o hermanas, es dejar de depender de un ser humano cualquiera que sea y vivir únicamente del Señor. Alguno podrá decir, yo no dependo de nadie sino de mí mismo. Pues Jesús agrega: “Incluso a sí mismo”, porque si tú crees depender de ti eres esclavo de ti mismo. Sólo es libre quien depende del Señor; éste es el gran anuncio cristiano que san Pablo resume de esta manera: “Todo es vuestro... el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vuestro. Pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios” (1Co 3, 21-23).
“El dios dinero siembra injusticia y violencia” Domingo 24º del Tiempo Ordinario Ex 32, 7-11.13-14; Sal 51; 1Tm 1, 12-17; Lc 15, 11-32. La parábola que acabamos de escuchar es llamada por algunos la parábola del Padre misericordioso; por otros, la parábola del hijo pródigo. De todos maneras, con esta parábola el Señor intenta revelarnos dos cosas: primero, lo que es el pecado y segundo, la inmensa misericordia de Dios. ¿Qué es el pecado? Pecado es ante todo la ruptura que el hombre ha hecho con Dios, el rechazo de Dios por parte del hombre. Esta realidad es lo que nos describe la primera lectura que nos cuenta la conducta del pueblo de Israel para con el Dios que lo sacó de Egipto. Estaba Moisés en el monte Horeb orando, y
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Dios le dijo: “¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado del camino que yo les había prescrito. Se han hecho un toro chapado en oro y se han postrado ante él”. El Salmo 105, recuerda así este hecho: “Se fabricaron un becerro, se postraron ante un metal fundido, y cambiaron la gloria del Señor por la imagen de un toro que come hierba. Olvidaron a Dios, su salvador, al que hizo portentos en Egipto... Dios pensaba ya en aniquilarlos, pero Moisés... se mantuvo ante El, para apartar su furia destructora” (vv. 19-23). Algunos podrían decir: ¿pero cómo es posible que ese pueblo haya olvidado a Dios y lo haya reemplazado por la imagen de un toro revestido de oro? Pues bien, la Sagrada Escritura nos repite a través de todas sus páginas que en esto consiste el pecado del hombre: le da la espalda a Dios y adora las cosas. Oigan ustedes a san Pablo explicando esta actitud humana: “Lo que se puede conocer de Dios, lo tienen los hombres claro ante sus ojos... Y es que lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas. Así que no tienen excusa, porque, habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado, ni le han dado gracias, sino que han puesto sus pensamientos en cosas sin valor y se ha oscurecido su insensato corazón... Han trocado la gloria del Dios incorruptible por representaciones de hombres corruptibles, e incluso de aves, de cuadrúpedos y de reptiles... A consecuencia de haber cambiado la verdad de Dios por la mentira, y de haber adorado y dado culto a la criatura en lugar de al creador... Dios los ha entregado a las consecuencias de sus propias culpas” (Rm 1, 20-24). Fíjense ustedes bien: la Sagrada Escritura habla de castigo de Dios en el sentido de que Dios abandona al hombre a las consecuencias de sus pecados. Esa es la ira de Dios. ¿Y cuáles son las consecuencias de los pecados? Basta que miremos a nuestro país. El dios dinero se apoderó de forma insaciable de muchos y con ello nos vino una violencia que parece no terminar nunca. El dios del poseer ha llevado a otros a una injusticia tan devastadora que la destrucción y la muerte recorren nuestros campos y ciudades. Esto mismo es lo que Jesús ha querido explicar con la parábola del hijo pródigo. Este le da la espalda a su Padre, se aleja de El y despilfarra todos los bienes. ¿Y qué pasa? Que viene una gran hambre sobre el lugar donde vivía y lo único que le queda es la comida de los cerdos. El hombre no puede impunemente abandonar a Dios, adorar los ídolos y malgastar los bienes que Dios le ha dado. Si ustedes consideran atentamente la situación de nuestro país, eso es lo que nos ha pasado: hemos vuelto la espalda a Dios, hemos adorado el ídolo de la riqueza por todos los medios, y hemos malgastado los bienes que Dios nos dio a manos llenas. ¿Y cuáles son las consecuencias?: que estamos recibiendo comida de cerdos: violencia, destrucción, inseguridad, venganzas, muerte.
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No se trata de ninguna mala suerte, ni de ninguna maldición, o de algún diablo o espíritu malo que se haya apoderado de este país. Se trata simple y llanamente de que hemos administrado mal los bienes que Dios nos ha dado, los hemos explotado mal. Esos bienes están en manos de unos pocos y otros violentamente quieren agarrarlos para ellos. Y todo porque adoramos los ídolos y no a Dios. No es un castigo de Dios esta violencia sin fin, sino la consecuencia de la injusticia, la codicia, la avaricia, la sed desaforada de riqueza que se ha enseñoreado de mucha gente en este país. Sin embargo, no termina aquí el mensaje de la Palabra de Dios. Dios puede alejarse, pero nunca abandona definitivamente. Y eso también es lo que nos quiere mostrar la parábola del Padre misericordioso. El espera pacientemente hasta que su hijo retorne a El para hacer una gran fiesta. Tal es lo que nos dice san Pablo en la segundo lectura que escuchamos: “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad... A mí, que primero fui blasfemo, perseguidor y violento, y que hallé misericordia...”. Es decir, no todo está perdido, no estamos condenados a vivir eternamente en la violencia, la destrucción y las matanzas. Hay una esperanza que nace del amor que Dios nos tiene a pesar de nuestros pecados. Ciertamente, no debemos esperar que un ser humano determinado vaya a ser el salvador. Salvador no es sino Dios, y es de El de quien debemos esperar la justicia, la verdad y la paz. Ahora parecen reinar la injusticia, la mentira y la violencia. Esto hace de la sociedad un infierno. Pero en el Señor que nos habla tenemos la esperanza de algo distinto y a lo que todos aspiramos desde el fondo del alma, aun los más violentos y corruptos: la justicia, la verdad y la paz.
“La responsabilidad política del cristiano” Domingo 25º del Tiempo Ordinario Am 8, 4-7; Sal 113; 1Tm 2, 1-8; Lc 16, 1-13. La Sagrada Escritura nos enseña de muchas maneras que Dios nos entregó la tierra y nos dio multitud de bienes para que los administráramos con rectitud. Por ejemplo, en el libro de la Sabiduría se nos dice que Dios formó al hombre “para que dominase sobre la creación, para que administrase el mundo con santidad y justicia, y ejerciese el mando con rectitud de espíritu” (Sb 9, 2-3). Pero al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos dice que Dios nos tomará cuenta de esa administración, tal como lo hemos escuchado en el Evangelio de hoy: “Había un hombre rico que tenía un administrador, a quien acusaron ante su amo
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de despilfarrar sus bienes. El amo lo llamó y le dijo: ‘¿qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración...’”. Hoy, sin embargo, vamos a considerar este mandato no invidualmente sino social o comunitariamente. Es decir, vamos a considerar no cómo cada uno ha administrado los bienes que el Señor le ha dado, sino la responsabilidad social o comunitaria en la administración de los bienes que Dios nos ha encomendado a todos. En otras palabras, vamos a considerar las responsabilidades sociales o políticas que nos competen, teniendo también en cuenta lo que nos dice la segunda lectura de hoy: “Te recomiendo ante todo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres: por los jefes de estado y todos los que tienen autoridad...”. En 1971 el papa Pablo VI constataba que “por todo el mundo se eleva el deseo y la aspiración de mayor justicia y de una paz más segura”. Porque, decía el Papa, el problema social se ha hecho mundial. Así que es necesario situar los problemas sociales y políticos en el contexto más amplio de una civilización nueva. “En ninguna otra época la llamada a la imaginación social había sido tan explícita... La civilización urbana que se nos vino encima es un verdadero desafío a la capacidad de organización y a la imaginación. La urbanización está sacudiendo los modos de vida y las estructuras habituales de la existencia. El hombre enfrenta un nuevo reto, no ya con la naturaleza que debe dominar, sino con la masa anónima que lo envuelve y dentro de la cual se siente como extranjero, y lo atormentan la indiferencia en que cae en medio de la masa y las discriminaciones. Multitud de miserias nuevas atentan contra la dignidad del hombre: delicuencia, criminalidad, droga, erotismo, la promiscuidad. Pero al mismo tiempo, el hombre se da cuenta de que ha administrado mal la naturaleza y que una explotación inconsiderada amenaza destruir el hábitat humano. Y no sólo ha administrado mal la naturaleza, sino que no ha sabido crear una sociedad urbana que responda a las nuevas condiciones. Aquí es donde se impone el aporte que el cristiano debe dar. Se impone una educación para la vida en sociedad, se exige una responsabilidad política más madura”. He aquí la clave de nuestra reflexión de hoy: aceptar que todos tenemos responsabilidades sociales y políticas, porque vivimos condiciones nuevas y formas nuevas de relacionarnos con los demás. En general, hemos estado sometidos, desde los años 70, a unos cambios tan vertigionosos que no hemos logrado asimilarlos. Pasamos de ser una sociedad rural a ser una sociedad urbana. Pero no hemos logrado crear los mecanismos de relación social que la vida en la ciudad nos exige. Mucha gente vive en la ciudad como si todavía estuviera en el campo. Basta que miren la forma de conducir los carros. Muchos los conducen como si estuvieran en los campos montando caballos o mulas. Así mismo, muchos de los que manejan los buses creen que todavía están en áreas rurales y llevan a la gente como si estuvieran conduciendo carga.
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En el documento de 1971 del papa Pablo VI, el Santo Padre invitaba a construir la ciudad, a establecer nuevas formas de relaciones sociales fundadas en la justicia, la igualdad, y el respeto mutuo, y de mayor participación en las responsabilidades comunes. Esto último implica asumir las responsabilidades políticas. Pero esto también conlleva para nosotros hoy pasar de un cierto infantilismo en la política a una práctica más adulta, es decir, más activa y responsable. El Papa afirma: “La política es una manera exigente de vivir el compromiso cristiano al servicio de los otros... ella se esfuerza por aportar soluciones a las relaciones de los hombres entre sí... La política exige una más grande participación de las responsabilidades y de las decisiones” (n. 46). El infantilismo en la política se da cuando no asumimos las responsabilidades sociales que tenemos y cuando no entablamos con las autoridades nombradas un diálogo sincero. Cuando los políticos nos manipulan, nos mienten y nos explotan, en gran parte los responsables somos nosotros mismos porque si nuestra actitud hacia ellos es infantil, entonces ellos nos tratan como si fueramos niños. No basta que gritemos, cantemos y hagamos jolgorio en las elecciones. Tampoco vayamos a caer en la actitud agresiva de los adolescentes que le dan patadas a sus padres para hacerse sentir. Pero sí debemos exigir de aquellos que hemos elegido, con respeto y seriedad, que cumplan con lo que la sociedad les ha encomendado. Esto también es caridad, porque todos tenemos unas responsabilidades sociales y políticas. Sabemos que en nuestro país hay una terrible apatía política y que de la política y de los políticos se habla muy mal, pero en esto todos somos responsables porque las responsabilidades políticas y sociales son de todos. Recuerden ustedes que la palabra política viene de la palabra griega “polis” que significa ciudad. Con lo cual se quiere indicar que la política es el arte de construir la sociedad urbana o la ciudad. Es cierto que todavía nosotros no hemos logrado construir una ciudad realmente humana y fraterna, pero no olviden que nosotros los cristianos somos llamados de manera muy especial a dar nuestro aporte porque a nosotros se nos ha dado el don de la caridad, del servicio mutuo y de la fraternidad. El Señor nos pedirá cuentas de la administración de la creación y de manera particular de los bienes sociales que nos permiten y ayudan a vivir con los otros, particularmente en la ciudad.
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V- ORDINARIO
“La Iglesia enseña que los pobres tienen los mismos derechos que los ricos” Domingo 26º del Tiempo Ordinario Am 6, 1a.4-7; Sal 146; 1Tm 6, 11-16; Lc 16, 19-31. A menudo es muy interesante escuchar lo que dicen los enemigos del cristianismo porque eso, por reflejo o por contraste, nos ayuda a comprender mejor lo que somos. A fines del siglo pasado un pensador alemán llamado Federico Nietzsche, que está muy de moda, y que fue un enemigo acérrimo de nuestra fe, dijo que el cristianismo había realizado una transmutación de todos los valores naturales. Según él, era natural que hubiera ricos y pobres, poderosos y débiles, explotadores y explotados, nobles y plebeyos. Pero el cristianismo cometió el delito de enseñarle a los humillados, pobres y miserables que ellos valían y que tenían los mismos derechos que los nobles y ricos. De esta manera, el cristianismo le enseñó a las masas de indigentes y desdichados a rebelarse contra los privilegiados por la naturaleza y la fortuna. Oigan esta afirmación literal del autor: “El Evangelio es la noticia de que la felicidad está abierta para los pobres y los humildes, y de la guerra contra los nobles y poderosos... El cristianismo crece entre los difamados y los condenados, entre los leprosos de todas clases, entre los ‘pecadores’, los ‘publicanos’ y las prostitutas, entre el pueblo más ignorante... Lo que no me gusta... en aquel Jesús de Nazaret o en su apóstol Pablo, es el hecho de que metieran tantas cosas en la cabeza de la pequeña gente” (La voluntad de poderío, nn. 205-209). Que este autor tenga razón en algo de lo que dice, lo vemos claramente en la parábola de hoy. Allí Jesús subvierte lo que el mundo piensa que es ser feliz o desgraciado. El rico Epulón sale condenado y el pobre Lázaro es salvado. Con todo, hagamos algunas precisiones para compreder mejor lo que la Palabra de Dios quiere decirnos. 1) Dios no nos creó para sufrir en esta vida y después darnos el Paraíso. El nos creó para que fuéramos felices. La prueba está en que después de crear todas las
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cosas buenas, Dios crea el Paraíso. Esta es la voluntad de Dios para el hombre. El sufrimiento viene después, cuando el hombre se vuelve Caín de su hermano. Dios creó una tierra exuberante en toda clase de bienes. Si se producen pobres y viene el sufrimiento no es porque Dios lo quisiera, sino porque el hombre se hace enemigo del hombre y unos pocos quieren tener todo para sí sin dejarle nada a los otros. Eso es hacerse Caín y no hermano y despreciar a Dios, como lo dice el libro de los Proverbios: “Quien oprime al débil, ultraja a su Hacedor; mas el que se apiada del pobre, le da gloria” (Pr 14, 31). 2) Por tanto, no es por voluntad de Dios que hay pobres. Si los hay es por culpa del hombre mismo, que no es hermano sino enemigo del prójimo. Nadie puede decir que su destino es ser pobre. No es el destino ni la suerte la que hace ricos y pobres a algunos, tampoco es Dios. Es el hombre quien ha organizado injustamente el mundo que Dios le dio y lo administra de forma perniciosa. Muchos son pobres y miserables por su propia culpa o por culpa del prójimo. Y muchos son ricos porque roban, explotan y engañan. 3) La voluntad de Dios es que volvamos al Paraíso que originalmente nos dio, pero volveremos allí cuando seamos hermanos, cuando reconozcamos que todos los bienes de la tierra son para todos y no para unos pocos, y así, siendo hermanos, seamos capaces de compartir los bienes. Lo que Jesús condenó en el rico Epulón era que malgastara en el lujo en y la crápula los bienes y no fuera capaz de compartirlos con el pobre Lázaro. Ustedes saben que muchas ideologías han querido crear un paraíso en la tierra. La última fue el marxismo, pero fracasó totalmente, porque intentó realizar ese paraíso utilizando la mentira, la violencia y el odio. Entre nosotros la guerrilla pretende o pretendía justicia en la repartición de los bienes en nuestro país, pero lo ha buscado por medios violentos, y allí unos pocos tienen millonadas mientras los peones de brega siguen tan pobres como siempre. El cristianismo fundado en el Evangelio afirma que se llegará a ese paraíso por el camino de la verdad, la paz y el amor, y sobre todo aceptándolo como un don de Dios. Hay una última anotación que debemos hacer sobre la parábola del Señor. Hay mucha gente que vive preocupada tratando de oír voces del más allá, mensajes de ultratumba, avisos de seres extra-terrestres. Pero observen que en la parábola, Lázaro le ruega a Abraham: “Te ruego, padre, que envíes a Lázaro a mi casa paterna, para que diga a mis cinco hermanos la verdad y no vengan también ellos a este lugar de tormento”. Pero Abraham le respondió: ‘¡Ya tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen!’. El insistió: ‘No, padre Abraham; si se les presenta un muerto, se convertirán’. Abraham le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco harán caso aunque resucite un muerto’. Es decir, el Señor nos advierte que la Palabra de Dios que tenemos es más importante que esas tales voces o mensajes de ultratumba que muchos tratan de obtener y con las cuales intentan asustar a los demás y hacerles creer en nuevas
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revelaciones. La Sagrada Escritura y lo que en ella tenemos es más importante que posibles mensajes venidos de cualquier ser del otro mundo. Esto lo reafirma san Pablo cuando nos dice: “Aunque un ángel del cielo os anuncie un evangelio distinto del que yo os anuncié, sea maldito” (Ga 1, 8).
“¿Por qué Dios no acaba con los violentos y criminales?” Domingo 27º del Tiempo Ordinario Ha 1, 2-3; 2, 2-4; Sal 95; 2Tim 1, 6-8.13-14; Lc 17, 5-10. Al considerar la situación de nuestra sociedad y escuchar todos los días noticias de matanzas, masacres, crímenes y violencias de todo orden, es muy común oír la queja que también, precisamente, hemos escuchado del profeta Habacuc: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a ti: ¡No hay más que violencia! sin que tú vengas a salvar? ¿Por qué me haces ver la maldad, mientras tú miras impasible la opresión? ¡Ante mí no hay más que robo, violencia, pleitos y contiendas! La ley no se aplica, no se hace justicia; el malvado acorrala al justo; la justicia está pervertida”. Este profeta vivió en el siglo VII antes de Cristo, pero al percibir lo que dice podríamos pensar que está hablando de nuestro tiempo y de nuestra sociedad. Más todavía cuando oímos que pregunta a Dios por qué permanece impasible, por qué no actúa y pone fin a este imperio de los violentos y criminales. Lo más grave es que esta queja del profeta Habacuc atraviesa toda la Sagrada Escritura. El Salmo 54 profiere un clamor parecido: “Oh Dios, escucha mi oración, no te cierres a mi súplica... Tengo el corazón encogido, me asaltan pavores de muerte, el temor y el terror me invaden, me abruma el espanto. Y me digo: ¡Quién me diera alas de paloma para volar y hallar reposo! Me marcharía lejos... Porque veo violencia y discordia en la ciudad... Dentro de ella hay opresión y maldad, sólo crímenes hay en su interior” (vv. 2.5-8.11-12), y el profeta Jeremías se lamenta: “¡Quién me diera posada en el desierto, para abandonar a mi pueblo y apartarme de él!... Se engañan unos a otros, no dicen la verdad, entrenan su lengua para la mentira, están corrompidos, depravados sin remedio. ¡Fraude sobre fraude, engaño sobre engaño!” (9, 1.4-5). Mucha gente afirma: bueno, ¿pero Dios por qué permite esto? ¿Dónde está su justicia? ¿Por qué no destruye a los malvados? Lo peor de todo esto es que al leer la Sagrada Biblia nos encontramos con que es el mismo Dios el que se queja de la maldad humana, y, peor aún, leemos que Dios se arrepintió de haber creado al hombre. Escuchen esto que aparece en el capítulo 6 del libro del Génesis: “Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra (5-7). La tierra estaba co-
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rrompida en la presencia de Dios: la tierra se llenó de violencia (11). Y, profundamente afligido, dijo Dios: ‘Borraré de la superficie de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado’. Pero Noé alcanzó el favor del Señor” (8). Lo peor es que muchas personas se valen de este aparente silencio de Dios para sostener que El no existe. Razonan de esta forma: si existiera Dios, que debería ser infinitamente bueno, no permitiría la existencia del mal. Ahora bien, no permitir la existencia del mal es no permitir que el hombre peque y, por tanto impedir que haya pecadores. Pero con eso están deseando que Dios no nos diera libertad, y al querer rechazar la libertad, están rechazando la existencia del ser humano. Veamos la respuesta de la Sagrada Escritura. El libro del Eclesiástico afirma: “Dios al principio hizo al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos; permanecer fiel es cosa tuya. El te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual se le dará” (Si 15, 1417). Y en la primera lectura escuchamos lo que dice el profeta, que fue la respuesta de Dios a sus clamores: “Y el Señor me respondió: ‘El malvado sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad’”. San Pablo es quien nos explica estas palabras del profeta. Dice san Pablo: “El justo vivirá por la fe” (Rm 1, 17), es decir, el justo vivirá siendo fiel a Dios en medio de la maldad que reina en el mundo, mientras el malvado sucumbirá. Es verdad que, tal como aparece a simple vista, quienes siembran el terror, la injusticia y la violencia en el mundo son los que triunfan. Pero ¿en qué se apoyan ellos? En su propia fuerza, evidentemente. Y el justo ¿en quién se apoya? En la fe nos ha dicho san Pablo, es decir, en la fuerza salvadora de Dios. Miremos no más la suerte de los grandes asesinos de la humanidad: Hitler causó la muerte de cerca de 50 millones de personas, y de Stalin se dice que es el responsable de la muerte de 40 millones. Son cifras que dejan a cualquiera paralizado de angustia y desconcierto. ¿Cómo es que puede haber gente tan perversa? Ese es el hecho. La televisión nos presenta a menudo personas de esa clase que han asesinado 100, 200, 300 personas y así hasta llegar a esas cifras espeluznantes de millones. ¿Qué fue de ellos? Perecieron y son una vergüenza para la humanidad. Alguno dirá: ¡pero, bueno, también han perecido tantos miles y miles de personas inocentes que confiaban en Dios y hacían el bien! Sí, es cierto, pero recordemos lo que nos dice la Escritura: El malvado perecerá, pero el justo vivirá, “las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. Los insensatos creyeron que habían muerto... pero ellos están en la paz... Los que confían en el Señor entenderán la verdad y los que son fieles permanecerán junto a El en el amor, porque sus elegidos hallan gracia y misericordia. En cambio, los impíos recibirán el castigo que sus pensamientos merecen” (Sb 3, 1-2. 9-10).
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“La bondad de Dios es infinitamente más grande que nuestro pecado” Domingo 28º del Tiempo Ordinario 2R 5, 14-17; Sal 98; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19. En otra parte del Evangelio, concretamente en el evangelio de Mateo, el Señor nos dice: “El Padre celestial es bueno para con los ingratos y malos... El hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). Nos está mostrando el Evangelio la bondad de Dios que podemos percibir por toda la creación. Así mismo, el Evangelio de hoy nos cuenta la bondad de Jesús que cura a diez leprosos. Ciertamente, hay una proclamación: la misericordia y la bondad de Dios para con todos los que le suplican. Sin embargo, el Evangelio quiere contrastar esta actitud de Dios con nosotros y mostrar cómo ordinariamente son muy pocos los que le agradecen. La actitud de los diez leprosos es paradigmática con respecto a toda la humanidad. Dios es bueno y misericordioso para con todos, pero cuántos se lo agradecen: de diez uno, quiere decir el Evangelio. Lo que hoy, pues, pretende manifestarnos el Evangelio es que la bondad de Dios es infinita y se desborda abundantemente por todas partes; su generosidad en hacer el bien es excesiva, y el mundo está lleno de los milagros de Dios, más aún, la vida de cada uno de nosotros, si sabemos mirar, está llena de bondades de parte de Dios. Con todo, hay personas que mantienen con Dios una relación angustiada: viven pidiéndole milagritos y no reconocen sus grandes milagros. Por eso son desagradecidos. Hay otras personas que intentan manipular a Dios: se empeñan en que Dios les dé lo que ellos quieren y no buscan que se haga la misericordia de Dios. La segunda lectura que acabamos de escuchar reafirma lo que estamos diciendo, pero nos advierte: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos... Si con El morimos, viviremos con El; si con El sufrimos, reinaremos con El; si lo negamos, también El nos negará; si somos infieles, El permanece fiel...”. Acuérdate de Jesucristo; esto precisamente es lo que hizo el leproso que se devolvió a darle gracias una vez había sido curado. Pero observen ustedes las paradojas sorprendentes que agrega: “Si con El morimos, viviremos con El”. Aquí está afirmado algo que es una de las declaraciones centrales de nuestra fe: esta vida no es todo, esta vida es tan sólo un proceso, como el proceso de la mariposa que pasa por el estado de oruga, después es crisálida, para llegar finalmente a ser mariposa. Por eso mismo Jesús anuncia: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá” (Jn 11, 25-26). ¡Palabras realmente asombrosas! La
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muerte no es el absoluto y la persona que sabe morir con Cristo o sabe afrontar la muerte con la fe en Cristo, aunque muera, vivirá. Pero sigue otra paradoja: “Si con El sufrimos, reinaremos con El”. El sufrimiento, como la muerte, es una realidad cotidiana, visible y palpable en la vida de todo ser humano. Hay gente que sufre con rabia y desesperación, experimenta el sufrimiento como algo sin sentido y sin valor. Sin embargo, el cristiano tiene la posibilidad de darle un horizonte y un sentido nuevo a su sufrimiento: sufrir con Cristo es ponerse en el camino de reinar con Cristo. Es lo que reafirma la Primera Carta de Pedro que nos dice: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4, 13). También aquí hay algo que debemos considerar: hay personas que se pasan la vida negando el sufrimiento y huyéndole. Lo cual es imposible. El sufrimiento es parte de la vida como el sol y el aire. La diferencia está en que hay personas que afrontan el sufrimiento con desesperación o miedo, y otros, los que tienen fe, lo afrontan con fe y esperanza, sabiendo que todo sufrimiento tiene un valor si se vive en Cristo y con Cristo. Luego viene algo que no es una paradoja sino una advertencia: “Si lo negamos, también El nos negará”. Oigan ustedes cómo dice lo mismo Jesús en el Evangelio de Lucas: “Yo os digo: Por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios. Pero el que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios” (12, 8-9). No tomemos esto como una amenaza, sino como lo que es: una consecuencia lógica. ¿Cómo podemos pensar que tanta gente que reniega del Señor, que no reconoce sus beneficios, que no le agradece sus dones, que lo desconoce ante los demás, cómo podemos pensar, digo, que tales personas puedan ser reconocidas por Cristo ante el Padre? La misericordia de Dios es infinita, pero también Dios es inmensamente respetuoso de la decisión del hombre: a quien no lo acepta, El le respeta su decisión. San Pablo termina diciendo: “Si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tm 2, 13), porque: “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11, 29). Esto quiere decir algo realmente pasmoso en la misericordia de Dios: muchos reniegan de El, muchos lo desconocen, muchos le son infieles, pero El sigue esperando su conversión, El sigue ofreciéndoles sus dones, El sigue amándolos y llamándolos. Esto significa que el pecado del hombre puede ser inmenso, pero la bondad de Dios es todavía más grande; el mal que reina en el mundo puede ser exorbitante, pero la bondad de Dios es todavía más copiosa.
“Orar es ante todo escuchar al Señor” Domingo 29º 135
del Tiempo Ordinario Ex 17, 8-13; Sal 121; 2Tm 3, 14—4, 2; Lc 18, 1-8. Uno de los rasgos más evidentes que distingue a un cristiano es que ora. ¿Pero qué es orar? Para entender bien lo que es la oración distingámosla de lo que son los rezos. Hay personas que rezan y rezan, pero nunca oran. ¿Por qué? Porque los rezos son como la cantaleta. Hay personas que cantaletean y cantaletean, pero no dialogan. En realidad el que hace rezos y el que cantaletea son personas quienes no les interesa la otra persona sino que los oigan; lo que pretenden es imponer su voluntad. En cambio quien ora y dialoga es quien sabe escuchar. Con esto estamos diciendo que la oración es ante todo saber escuchar. Saber escuchar al Dios que habla. Todavía más: orar es querer hacer la voluntad de Dios; en cambio la persona que hace rezos busca que Dios haga su voluntad. Rezan y rezan, como esos brujos que hacen muchos ritos y dicen palabras que ellos creen mágicas y nadie entiende, para que se realice lo que están deseando. Observen a la persona que cantaletea: habla y habla sin dejar que el otro se exprese, porque lo que quiere es ser oída y que su voluntad sea hecha. Cree que cuanto dice es la verdad y toda la verdad quiere imponerla al otro. En realidad no le importa el otro, lo que quiere es dominarlo y manipularlo exigiéndole que haga la voluntad suya. En cambio, la persona que sabe dialogar reconoce que ella no tiene toda la verdad, que el otro tiene algo de verdad y que la verdad se comparte, no es posesión de uno solo. Puesto que reconoce esto, presta atención al otro. Lo mismo podemos ver en la relación con Dios: dialogar con a través de la oración implica, en primer lugar, escuchar a Dios. Si en otro ser humano, cualquiera que sea, debemos respetar su parte de verdad, ¿cuánto más debemos decir esto de Dios? Escucharlo a El es alimentarnos de la verdad plena. Y sin embargo, El nos escucha, pero Dios no permite que intentemos manipularlo con la cantaleta. Así como la cantaleta es una falta de respeto a la otra persona, así los rezos mágicos son una falta de respeto a Dios. Hay personas que se quejan de los rezos, y tienen toda la razón. Los rezos son cansones, áridos y rutinarios, son la repetición de la repetidera. ¿Cómo puede una persona tal creer que Dios la escucha? Cuando Jesús en el Evangelio de hoy nos dice: “Es preciso orar siempre sin desfallecer”, no nos está diciendo que le hagamos, a Dios, rezos sin sentido. Nos está diciendo que nos encontremos con El continuamente, que lo busquemos sin cesar, que lo escuchemos, que dialoguemos constantemente con El. Cuando dos personas se aman no se cantaletean, se encuentran, y sólo con la presencia y la mirada se están hablando, es decir, están compartiendo la verdad
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de cada uno; en otras palabras, se están comunicando, y para ellos todo encuentro es un motivo de alegría. Así es la oración: ante todo un encuentro en el que se comparte. Dios nos acoge, nos acepta, nos escucha, y nosotros nos dejamos iluminar, consolar, fortalecer, vivificar. La oración no es meramente que yo vine al templo o en algún lugar y le dije a Dios lo que quería decirle. La oración es un encuentro en el que salgo enriquecido en mi ser porque la Persona con que he encontrado me ha llenado de su realidad, pero también en la oración Dios me acoge y deja que yo me exprese tal cual soy ante El. Oigamos lo que nos dice el mismo Señor en el Evangelio de san Mateo, que confirma lo que venimos diciendo: “Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (6, 7-8). Más que pedir cosas la oración es un encuentro con Dios, un encuentro en el que hay intercambio: simplemente preséntate ante Dios, sé tú mismo ante El, ábrele tu corazón y El actuará. Escúchalo y deja que El te comunique su presencia. Nos lo dice el Salmo 36: “Pon tu complacencia en el Señor y El te dará lo que tu corazón desea. Encomiéndale tu suerte, confía en El, que El actuará; hará brillar como la aurora tu justicia y tu rectitud como el sol de mediodía. Descansa en el Señor y espera en El” (vv. 4-7). Es algo así como cuando te colocas ante el fuego o ante el sol, y su luz y su calor te compenetran. Ahora bien, este encuentro debe ser constante, perseverante, persistente. ¿Por qué? Porque la relación con Dios no puede ser de ocasiones. La relación con Dios, como toda relación auténtica, debe ser una continuidad. Nadie puede relacionarse con una persona solamente porque la necesita para utilizarla. Mucho menos con Dios: la relación con Dios no puede ser para pretender manipular a Dios, sino para encontrarse con El para poder vivir, crecer y enriquecerse humanamente. La oración debe darse porque Dios quiere encontrarse con nosotros y nosotros necesitamos encontrarnos con El. Es algo así como la luz: necesitamos la luz física para poder vivir; si nos alejamos de ella y nos replegamos en las tinieblas, enfermamos. Dios es la luz del espíritu, y si no nos dejamos iluminar y dar calor por esa luz, enfermamos espiritualmente, caemos víctimas de las tinieblas espirituales y empezamos a vivir de mentiras, de miedos, de odios y de angustias, porque sin luz reinan las tinieblas. Es como quien deja de relacionarse con su prójimo; se vuelve un ser antisocial, misántropo, solitario y sombrío, es decir, un enfermo espiritual. En otras palabras, necesitamos encontrarnos con Dios en la oración para poder vivir en la verdad, en la paz y en la alegría, que es lo mismo que vivir en la luz.
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VI- ORDINARIO
“El hombre ideal de hoy frente al hombre querido por Dios” Domingo 30º del Tiempo Ordinario Qo 35, 12-14.16-18; Sal 34; 2Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14. Jesús nos confronta en este Evangelio con dos imágenes de hombre: una que responde a la voluntad de Dios y otra que le es contraria. Una es la del hombre que desprecia a los demás porque se cree superior a ellos por considerarse mejor. Se trata del hombre altanero, autosuficiente, arrogante ante Dios y ante el prójimo. Ante el prójimo, pues la parábola nos dice que despreciaba a los demás, y ante Dios porque se presenta ante El demasiado lleno de sí mismo y de sus obras. El otro hombre es un publicano, un recaudador de impuestos, perteneciente a una clase de personas muy despreciada en Israel. Este, se presenta ante Dios reconociendo su pecado e implorando su misericordia. Y Jesús nos dice que Dios se reconcilió con el publicano y el otro no alcanzó la reconciliación. O sea, que a Dios le agrada la actitud del humilde y desprecia la actitud del soberbio; se hace amigo de los humildes que reconocen su pecado, y rechaza a los soberbios que se creen justos y superiores a los demás. San Agustín dice magníficamente: “El fariseo ‘se mostraba soberbio en las buenas obras’, el publicano ‘humilde en las malas’. Ved, hermanos, cómo agradó más a Dios la humildad en las malas obras que la soberbia en las buenas” (Comentarios a los Salmos 93, 15). Una cosa es muy clara: el juicio de Dios no es como el juicio humano y lo que la gente, los medios de comunicación, la opinión pública pregonan sobre una persona que vale, que está por encima de los otros, que se justifica socialmente, no es lo mismo que piensa Dios. De hecho, el Evangelio nos dice que lo que para los hombres es admirable, para Dios es despreciable, porque Dios no mira a las apariencias sino al corazón. Es, pues, importante que confrontemos la imagen del hombre que se nos pregona en los medios de comunicación y que parece ser el ideal del mundo de hoy, con la imagen que Jesús nos presenta. Si atendemos a los medios de comunicación, al cine, a la radio, a las telenovelas, a la propaganda en general, el hombre y la mujer que hoy se justifican, el hombre y la mujer realizados que
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valen para la sociedad actual son todos los son famosos, ricos, poderosos, orgullosos y muy seguros de sí mismos. Si miramos bien esa imagen nos damos cuenta de cuánta dosis de violencia conllevan; su mirar es altanero, su hablar es despectivo, sus gestos son violentos. De hecho es violenta toda actitud que implique desprecio a los demás. Los tales ricos, famosos, influyentes, poderosos y violentos, son los ideales de la sociedad actual, a cuya imagen y semejanza tenemos que adecuarnos todos los demás si queremos realizarnos, sentirnos felices y plenos. Pues bien, contra esa imagen se rebela la persona de fe; el cristiano auténtico se niega a asimilarse a esa clase de persona que quiere imponérsele. El cristiano auténtico siempre se ha distinguido porque no adora y no se doblega ante lo que se nos quiere imponer en los medios de comunicación. ¿Se han fijado ustedes que tales personajes, héroes de las películas y de las telenovelas, son terriblemente violentos y crueles? ¿Cuán arrogantes y despectivos se presentan para con su prójimo? Noten, por otra parte, la contradicción de esta sociedad y su terrible hipocresía: vive clamando por la paz, vive diciendo que necesitamos la paz, y lo que le predica a la juventud, los ideales y la imagen de hombre y mujer que les presenta son seres violentos que pretenden autojustificarse imponiéndose. ¿Creen ustedes que vayamos algún día a tener la paz cuando lo que se le está diciendo a la juventud, por todos los medios de comunicación, es que ellos tendrán un puesto en la sociedad, serán valorados, se justificarán socialmente si imitan a los héroes de hoy: los pretenciosos, egoístas, insolentes, que consiguen el dinero a cualquier precio y así se hacen ricos y famosos? Y de hecho, ¿cuál es la moral imperante hoy en nuestro país? Pues la que afirma que una persona, si quiere justificarse y hacerse valer, debe volverse rica y famosa de cualquier es requisito manera. Y mientras esta moral siga imperando no podremos tener paz, porque para conseguir lo que pretenden se necesita ser violento. Sólo falta que nos digan que esos son los escogidos de Dios, los privilegiados de Dios, para que tengamos la mentira más plena y el engaño más grande. Bueno, de hecho, muchos lo dicen. La Palabra que el Señor nos dirige hoy es un llamado para que no nos dejemos desconcertar. Consideren, por lo demás, cómo la Iglesia, guiada por el Espíritu de Dios, proclama unos héroes muy distintos. Ante el mundo y contra el mundo la Iglesia dice: los verdaderos héroes son los mártires que dan su vida por el Evangelio, quienes mantienen una relación íntima, profunda y fuerte con Dios siguiendo a Cristo Jesús; quienes tratan de ser mansos, es decir, los que afrontan las situaciones con paz y no con violencia; quienes se reconocen pecadores y limitados ante Dios y buscan su perdón y su justificación, no la justificación engañosa que dan la riqueza, el poder, las influencias o la fama; los que sirven a los pobres y necesitados.
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“¿Pueden salvarse los ricos?” Domingo 31º del Tiempo Ordinario Sb 11, 23—12, 2; Sal 144; 2Ts 1, 11—2, 2; Lc 19, 1-10. Zaqueo era jefe de publicanos, un grupo de gente rechazado por los israelitas. En Israel se había creado una ideología que declaraba justas y superiores a determinadas personas y excluía y condenaba a otras. Los fariseos se consideraban los elegidos, los buenos, la gente decente. Ellos despreciaban a los publicanos, recaudadoras de impuestos. Por otra parte, Zaqueo representa al rico que conseguía el dinero extorsionando y robando, exigiendo intereses a usura, despojando al huérfano y a la viuda. Jesús entra en la casa de Zaqueo, demostrando que para El no existían esas barreras sociales. Si para el común de los judíos era una impureza entrar en casa de un pecador, Jesús muestra que a El no lo limitan las ideologías y que para la gracia salvadora de Dios tampoco existen barreras de ningún orden. Algo que llama particularmente la atención en los Evangelios respecto a Jesús, es su asombrosa libertad frente a todos y a todo. Ni ideologías, ni poderes humanos, ni condicionamientos sociales, ni prejuicios de ningún orden lo limitan. Para la salvación que El ha traído al mundo no hay escollos si el hombre acepta esa salvación y se convierte. No hay nadie, absolutamente nadie que esté excluido del perdón de Dios. Es sólo el hombre quien a sí mismo se excluye al no aceptar esa salvación, pero no Dios; El no descarta a nadie. El mismo Evangelio dice que es más fácil a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de los cielos. Y, sin embargo, hoy nos presenta el caso de un rico que ha entrado en el Reino de los cielos. Esto quiere decir que es difícil, pero no imposible, pues el rico que ha sido explotador, extorsionista y engañador, si se convierte, puede alcanzar misericordia. Observemos, con todo, que aquí la dificultad no viene de Dios sino del hombre. Es el hombre quien pone obstáculos al amor salvador de Dios.
“La Navidad nos libera de la nostalgia del ayer” Domingo 32º del Tiempo Ordinario 2M 7, 1-2.8c-14; Sal 16; 2Ts 2, 16—3, 5; Lc 20, 27-38.
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Pasados dos domingos empezaremos el tiempo de Adviento, con el que nos preparamos a la gran fiesta de la Navidad. El tiempo corre velozmente y se acerca este momento feliz, el más bello de todo el año. No obstante, al aproximarse la Navidad y el fin del año, muchas personas se llenan de nostalgia, melancolía y tristeza. Ven con angustia cómo el tiempo se acaba y por eso miran aferrados al pasado: ante el mañana que se nos viene encima, se vuelven con añoranza al pasado. Pese a ello, la Palabra de Dios nos habla del mañana y nos invita a volvernos al futuro. La segunda lectura nos ha dicho: “Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado... consuele vuestros corazones... Que el Señor guíe vuestros corazones hacia el amor de Dios y a la perseverancia en la espera de Cristo”. La Navidad nos invita a mirar al futuro porque en él se realizará la venida de nuestro Señor Jesucristo. Cierto que en la Navidad miramos al pasado, recordamos ese ayer maravilloso cuando Jesús vino al mundo, pero para la Sagrada Escritura y para el cristianismo el ayer está siempre cuajado de futuro, es decir, para la Sagrada Escritura todo ayer nos anuncia un mañana. Ejemplarmente vemos esto realizado en la Navidad del Señor: su primera venida al mundo nos anunciaba su venida definitiva. Celebrar la Navidad no es simplemente recordar el ayer, es más bien recordar el futuro, mirar al futuro, nuestro futuro y el futuro del mundo entero. Esa es una de las razones por las que la Navidad es tan hermosa: porque está rebosante de futuro. Ella abre nuestros corazones al mañana, cuando el Señor vendrá y con El la plenitud que esperamos para nosotros y para el mundo. Cuando una persona tiene esta esperanza, entonces sabe afrontar todos los sufrimientos, los conflictos y las tribulaciones con fortaleza. Miremos no más el caso que nos presenta la primera lectura: los niños Macabeos. Ellos afrontaron la muerte mirando al futuro y por eso tuvieron semejante coraje. Uno le dice al rey que lo mandaba matar: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo... nos resucitará a una vida eterna”. Y el otro agrega: “Es preferible morir a manos de hombres, con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por El; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida”. He aquí otro aspecto del futuro que los cristianos vemos cuando volvemos la mirada hacia él: la resurrección. La Navidad definitiva, la venida decisiva del Señor será la transformación total del actual estado de cosas de este mundo y de nosotros mismos. Ser transformados es lo mismo que decir: resucitaremos. Recordemos cómo habla el mismo Jesús de esa transformación en el Evangelio que acabamos de escuchar: “Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en el otro mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para El todos viven”.
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Esta gran transformación está como presentida en la Navidad. De hecho, en la Navidad todo se transforma: hay música y cantos, regalos y festejos, adornos y luces. Hasta la naturaleza misma parece que se uniera al gozo cristiano porque el clima parece ser mejor y más hermoso. La Navidad es el anuncio de que hay un futuro nuevo que se avizora, un futuro que significa la transformación total de las actuales condiciones en que reinan la mentira, la violencia y la muerte. Hay personas que afrontan estas realidades, si es que podemos decir que las afrontan, con miedo, angustia y desesperación, porque no ven un futuro ante ellos y se vuelven alarmistas y pesimistas. El cristiano no niega estas realidades, pero las afronta relativizándolas ante el futuro nuevo y absoluto de Dios, que es lo definitivo. Muchos textos de la Sagrada Escritura nos anuncian este futuro, pero me voy a permitir citar uno, del profeta Isaías, que volveremos a oír en el tiempo de Adviento. Dice el profeta, y Dios por medio de él: “La oscuridad cubre la tierra, la noche envuelve a las naciones, pero el Señor brillará sobre ti y sobre ti aparecerá su gloria... Haré que la paz te gobierne y que la rectitud te dirija. En tu tierra no se volverá a oír el ruido de la violencia, ni volverá a haber destrucción y ruina en tu territorio... Ya no necesitarás que el sol te alumbre de día, ni que la luna te alumbre de noche, porque yo, el Señor, seré tu luz eterna... Miren, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva. Lo pasado quedará olvidado, nadie se volverá a acordar de ello. Llénense de gozo y alegría para siempre por lo que voy a crear” (60, 2.17b-19; 65, 17-18). La Iglesia, pues, nos invita hoy a que nos dispongamos a celebrar la Navidad con esperanza y gozo, contemplando lo que ella significa.
“No tengáis miedo de lo que la gente teme” Domingo 33º del Tiempo Ordinario Ml 3, 19-20a; Sal 97; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19. Nos dice el Señor en el Evangelio de hoy: “Cuando oigáis hablar de guerras y de revueltas, no os asustéis, porque es preciso que eso suceda, pero el fin no vendrá inmediatamente... Se levantará nación contra nación y reino contra reino...”. Al hablarnos así, el Señor nos está mostrando lo que es la historia humana: un sucederse de violencias sin fin. Basta que ustedes lean el Antiguo Testamento: a una guerra sucede otra, y los asesinatos se multiplican sin fin. El Salmo 54 resume esta situación cuando exclama: “¡Quién me diera alas de paloma para volar y hallar reposo! Me marcharía lejos, viviría en el desierto... Porque veo violencia y discordia en la ciudad... Dentro de ella hay opresión y maldad, sólo crímenes hay en su interior; jamás se ausentan de sus plazas la
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tiranía y el engaño” (vv. 7-12). O si no leamos cualquier historia, la de cualquier país del mundo o la de nuestro país: todo es una historia de violencias. De manera que la situación de hoy es lo mismo que ha habido y que habrá hasta el fin. Aunque, de todas maneras, hay épocas en las que la violencia se agudiza. Ante esta realidad, y teniendo presente lo que nos dice el Señor en el Evangelio, debemos estar alertas frente a los falsos profetas. ¿Quiénes son los falsos profetas? Vamos a identificarlos por lo que la misma Palabra de Dios nos señala. Pero antes, tengamos en cuenta esto: los terrores de que está llena la historia son sembrados por el hombre, no por Dios. El Salmo 10 dice: “Cuando tú escuches las súplicas de los humildes... entonces, el hombre salido de la tierra no volverá a sembrar el terror” (v. 18). E Isaías advierte: “No tembléis, ni tengáis miedo de lo que esa gente tiene miedo” (8, 12b). Y el profeta Jeremías exclama: “No imitéis el proceder de las naciones paganas, no os asustéis de las señales del cielo, como se asustan ellas, pues las costumbres que tienen son tontas” (10, 23). Y oigan lo que nos dice el Señor por boca de Isaías: “¿Por qué tienes miedo de un ser mortal, de un hombre que pasa como la hierba?” (51, 12). En el Evangelio de Juan nos asegura Jesús: “No tenga miedo vuestro corazón ni se acobarde” (14, 27). ¿Cómo es que el hombre siembra el terror en la tierra? Las guerras y revueltas, las pestes y las matanzas de todo género son hechas por el hombre: seres aterrorizados exterminan a sus semejantes porque, cuando el espanto llena el corazón, se siente la necesidad de defenderse de todo cuanto lo rodea, todas las personas se vuelven peligrosas y sospechosas para el que está despavorido. Un asesino es una persona dominada por el terror; por eso mata. Pero, además, una de las estrategias que muchos utilizan para dominar a la gente e imponerle su voluntad es crearle miedo. Muchos lo hacen porque tienen el corazón repleto de terrores, y quieren proyectarlos sobre los demás: de esta manera enredan a los otros en sus propios espantos. Por eso no hay mayor equivocación que tenerle miedo a un ser humano; esto es hacerle el juego a sus terrores y caer en su propia trampa. Así que la Sagrada Escritura constantemente repite: “No tengáis miedo”. La Segunda Carta a Timoteo nos declara: “No nos dio el Señor un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza” (v. 1, 7). A su vez, san Juan dice: “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1Jn 4, 18). Los falsos profetas, pues, son personas llenas de espantos que anuncian estos terrores como si fueran la voluntad de Dios, en contra de lo que nos dice la Escritura. Con lo que se demuestra que predican sus espantos y alucinaciones y no la voluntad de Dios. Es por eso que Jesús nos dice hoy: “Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. “No vayáis detrás de ellos”. Y en el Evangelio de san Mateo advierte: “Si alguno os dice: ‘Mirad, el Cristo está aquí o allí, no le creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios,
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capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!’” (24, 23-24). Hay dos clases de terroristas: los terroristas antisociales y los terroristas religiosos. Respecto a los primeros, tengamos en cuenta que el mayor peligro que nuestra sociedad tiene actualmente es el de dejarse aterrorizar por los violentos. Si a los violentos les perdemos el miedo los podemos apaciguar; si les tenemos miedo nos hemos dejado atrapar en sus redes y nos veremos envueltos en una violencia sin salida y sin fin. Lo que buscan es volvernos a todos violentos contagiándonos sus miedos. De los terroristas religiosos es de los que hemos venido hablando y el problema es que se dan, no sólo en esa cantidad de sectas que pescan en el río revuelto de los miedos sociales, sino también dentro de nuestra Iglesia católica. Estos anuncian supuestas revelaciones, apariciones, o mensajes de Dios o de María Santísima que anuncian catástrofes, guerras, temblores, epidemias o cosas por el estilo. Es decir, manipulan hasta la misma Madre de Dios para hacerla mensajera del terror. Sobre tal cosa tengamos muy en cuenta el Evangelio de hoy, pero también esto: María es la primera servidora del Evangelio y lo que el Evangelio comunica es el mensaje de paz, la salvación de Dios. Cuando el ángel saludó a María le dijo: ‘Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo’. Ella se asustó y el Angel le dijo: ‘No temas, María, pues has hallado gracia ante Dios’ (Lc 1, 28-30). Esto que ella recibió es lo que sigue anunciando y comunicando. No es un mensaje de terror ni intenta crear miedo. Al contrario, como Jesús, como el Evangelio, lo que busca es liberarnos de los terrores de la historia, estos pánicos que el hombre siembra y de los cuales la fe nos libera. Por eso mismo el profeta Jeremías nos amonesta: “¿Qué pretenden estos profetas que profetizan mentiras y anuncian sus propias imaginaciones?... Aquí estoy para hacer frente a esos profetas de sueños engañosos, oráculo del Señor, que al contarlos extravían a mi pueblo con sus mentiras y sus fanfarronadas. Yo no los mandé ni los envié; son inútiles para este pueblo, oráculo del Señor” (23, 26. 32).
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SOLEMNIDADES
“Los Santos son ante todo ejemplos vivos del Evangelio, no milagreros” “Fiesta de todos los Santos” Ap 7, 2-4.9-14; Sal 23; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12. ¿Es posible vivir el Evangelio? ¿Es posible ser un auténtico cristiano? Sobre esto no se trata de especular sino de ser muy concretos, porque el Evangelio es ante todo para ser vivido. Gracias a Dios, la historia de la Iglesia está llena de hombres y mujeres que han vivido plenamente el Evangelio y han acentuado, en su modo de vivir, uno de sus aspectos. Son miles de miles los que realmente, en todas y cada una de las épocas de la historia y en los más diversos países del mundo, han vivido ejemplarmente la fe cristiana. Por eso, precisamente, la primera lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis, dice: “Vi una muchedumbre enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; estaban de pie delante del trono y del Cordero”. A muchas de estas personas la Iglesia las ha canonizado, es decir, las ha declarado oficialmente como dignas de imitación para todos nosotros, los que nos llamamos cristianos. La Iglesia ha canonizado a algunos santos pero no todos están canonizados. O sea, no todos los santos han sido declarados tales por la Iglesia, pues el número de los santos sobrepasa enormemente a quienes aparecen oficialmente reconocidos como tales. Es preciso tener en cuenta que la santidad es propia única y exclusivamente de Dios. El es el único santo. Esta peculiaridad de Dios es anunciada de manera particular en los libros del Levítico y en el libro del profeta Isaías. Pero ahí mismo y, luego, en el Nuevo Testamento, se nos dice que Dios comunica su santidad al hombre cuando lo acerca a El. Así lo proclama el Levítico: “Sed para mí santos, porque santo soy yo, el Señor, que os ha separado de los demás pueblos para que seáis míos” (20, 26). Por eso san Pablo habla a los cristianos que han sido llamados por Dios, “los santos en Cristo”, “los llamados a ser santos”, o en forma general “los santos”. El cristiano, todo cristiano, puesto que ha sido escogido y llamado por Dios en
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Cristo, puesto que pertenece a Cristo y “vive en Cristo” gracias a la fe, es “santo”, participa de la santidad de Dios. De esto, precisamente, nos habla la segunda lectura de hoy, tomada de la Primera Carta de san Juan, que dice: “Somos ya hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos... Todo el que tiene en El esta esperanza se purifica a sí mismo, como El es puro”. A veces caemos en una gran confusión y pensamos que para ser santo se necesita macerar terriblemente el cuerpo y hacer milagros deslumbrantes. En realidad, no es el hombre por su esfuerzo el que se hace santo; es Dios, es Cristo quien lo hace santo. Más aún, todo cristiano ya es santo, sólo que debe crecer en la santidad que ha recibido. En otras palabras, debe crecer en su relación con Dios y perseverar en su seguimiento de Jesús. Lógicamente, esa santidad debe expresarse en su conducta, pero lo que se le pide no es que tenga visiones, éxtasis y bilocaciones. No se le pide que realice prodigios asombrosos. Lo que se le pide es lo que expresa Jesús en el Evangelio: que libere su espíritu de toda codicia y vanagloria, que no se resigne a las injusticias y mentiras que reinan en el mundo, que camine humildemente con el Señor, que se esfuerce y busque sin descanso hacer la voluntad de Dios, que sea misericordioso con su prójimo, que purifique su corazón con la verdad y se libere de la mentira, que luche por la paz. Si a esto se agrega que es perseguido, injuriado y calumniado y eso lo afronta con alegría y paz, entonces esa persona está realizando los verdaderos prodigios evangélicos. Esa persona es santa y por eso mismo es “bienaventurada”, ha descubierto en qué consiste la verdadera felicidad, que no está en las riquezas, el poder, la vanagloria, en satisfacer sus propios caprichos. Pero, además, para tener levitaciones, mortificarse sádicamente y hacer prodigios fantásticos, para eso no se necesita ser santo ni tampoco cristiano. El mismo Jesús lo advierte: “Surgirán falsos mesías y falsos profetas y harán grandes señales y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, aun a los mismos elegidos” (Mt 24, 24).
“Jesucristo guía la historia y sostiene el universo” Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo 2S 5, 1-3; Sal 122; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43. Celebramos hoy el último domingo del año litúrgico, esto quiere decir que el próximo domingo iniciaremos el tiempo de Adviento o de preparación a la celebración del misterio de la Navidad. Al terminar el año litúrgico, la Iglesia coloca la solemnidad de Cristo Rey para recordarnos que el Señor es quien dirige
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el tiempo y todas las cosas. Vamos a tratar de reflexionar, a la luz de este misterio, lo que nos dice la Palabra de Dios sobre esta profunda realidad de fe. El Señor es Rey, se proclama en los Salmos y a través de toda la Sagrada Escritura. ¿Pero qué significa esto? El problema está en que la palabra rey suena anticuada, porque ya casi no hay reyes y los pocos que aún quedan ya no gobiernan como los antiguos. Por otra parte, y esto es ventajoso, lo que la palabra de Dios entiende por rey no tiene el mismo sentido que se le ha dado a los reyes de la tierra. Es decir, cuando nosotros decimos que Jesucristo es Rey, no lo estamos afirmando en la misma forma como se proclama de los reyes de este mundo. Podemos muy bien traducir hoy la palabra rey por dirigente, guía, orientador, conductor. O sea, cuando nosotros anunciamos que Jesucristo es el Rey del universo, estamos indicando que El dirige y orienta la realidad de este mundo y de toda la creación. Es muy común oír a la gente decir: ¿para dónde va este mundo? ¿Para dónde va nuestro país? O como acostumbran preguntar los periodistas: ¿qué va a pasar? ¿Tiene este mundo, la sociedad humana, un fundamento, un sustento y una orientación? ¿Y nuestra vida? ¿La vida de cada uno de nosotros, de la Iglesia, de nuestro país? Al mirar uno la inmensidad deslumbrante del universo y ver que la tierra es algo minúsculo en ese cosmos desmesurado e ilimitado, viene la pregunta: ¿qué o quién sostiene la tierra? ¿Qué o quién orienta ese pasmoso dinamismo que posee la creación? O como se lo planteaba un pensador del siglo XVII: “Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí, porque no existe ninguna razón para estar aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este lugar y este tiempo han sido destinados para mí?” (Pascal, Frag. 68). Esto es lo que ha querido respondernos la segunda lectura de hoy. Recordemos: “Cristo Jesús es el primogénito de toda la creación, porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades, todo fue creado por El y para El, El existe con anterioridad a todo, y todo tiene en El su consistencia”. Al decir que todo lo creado tiene en El su consistencia nos quiere decir que todo tiene su fundamento y su solidez en El. Pero no sólo esto; es Cristo quien conduce todo lo creado, el cosmos inconmensurable, nuestra tierra, la naciones, nuestra sociedad y la vida de cada uno de nosotros. Esto quiere decir que El es Rey. Alguien dirá: si eso es así, ¿por qué vemos, entonces, este caos, esta falta de dirección, esta incertidumbre y este aparente capricho en todo? En realidad, ni la suerte ni la fatalidad existen. Un poder superior, infinitamente bondadoso, lo
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orienta todo, pero ocurre que así como a todos nosotros, a simple vista, se nos escapa la realidad casi infinita del universo y se necesitan aparatos ultratecnificados para lograr captarla, así, a quien no tiene los ojos de la fe, se le escapa la realidad del poder de Cristo actuante en el mundo y dirigiéndolo todo. Sobre esto, la Sagrada Escritura es muy clara y enfática. Oigan lo que dice el libro de los Proverbios: “Muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan del Señor se realiza” (19, 21) y el Salmo 32 proclama: “El Señor desbarata los planes de las naciones, deshace los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor se mantiene siempre, los proyectos de su corazón subsisten por todos los siglos” (vv. 10-11). A su vez, por boca de Isaías nos dice: “Yo, el Señor, lo hice todo; desplegué el cielo yo solo, y por mi cuenta afiancé la tierra; yo frusto los presagios de los magos, y muestro la necedad de los adivinos; hago retroceder a los sabios, y muestro la falsedad de su ciencia. Yo realizo la palabra de mi siervo y cumplo el plan de mis mensajeros” (44, 24-26). Esto no es una mera proclamación piadosa. La historia nos muestra que esto es un hecho que ha deteminado la historia. Piensen solamente en lo que ha pasado con la Iglesia: ¿cuántos poderes han querido exterminarla? Primero el Imperio romano: desapareció, mientras la Iglesia sigue viva. Después otros imperios y reinos, hasta llegar a nuestro siglo, cuando Hitler pensó levantar un reino de mil años y acabar con la Iglesia. Su reino duró unos cuantos años y fue exterminado. Los comunistas pensaron edificar el paraíso en la tierra después de haber aniquilado el cristianismo. Todos sus planes se desplomaron como se desploma una pared que no tiene cimientos, y hoy la Iglesia conquista sus antiguos fortines. Es como dice el Señor por boca del profeta Isaías: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis planes son vuestros planes, oráculo del Señor” (55, 8). A la vez, el Salmo 2 pregona: “¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos traman inútiles proyectos? Los reyes de la tierra se sublevan, los príncipes conspiran contra el Señor y su Ungido... Pero el Señor de los cielos se sonríe, el Señor se burla de ellos. Luego en su cólera les habla, y en su furor los llena de terror” (vv. 1-5). Jesucristo es Rey porque El guía la historia y sostiene el universo, conduce la vida de sus fieles y realiza los planes de Dios. Este gran misterio, que sólo el ojo de la fe logra entrever, es el que hoy estamos celebrando. Así que podemos terminar nuestra reflexión con esta recomendación de la Carta de san Pedro: “Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que, llegado el momento, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues El cuida de vosotros” (1P 5, 6-7).
“Jesús enfrentó a la muerte, le quitó el aguijón y la
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domó” La muerte del cristiano Nos congregamos para despedir de este mundo a un(a) hermano(a) nuestro(a) que mucho hemos querido. Su partida nos duele porque nos deja un gran vacío, pero con todo estamos llenos de inmenso consuelo y una luz profunda e intensa penetra nuestros corazones porque el(la) hermano(a) que ha partido ha entrado en la casa del Padre. Estamos seguros de esto, porque vivió en la fe y murió en la fe. En su vida se esforzó por buscar al Señor, por serle fiel, por adorarlo y reconocerlo. Y también su enfermedad la vivió en esta fe. Por eso su muerte ha sido una muerte en el Señor. San Pablo nos dice: “Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos”. Puesto que nuestro(a) hemano(a) fue del Señor en su vida, estamos seguros de que también lo es ahora en su muerte. Bien sabemos que el cristiano no muere en la soledad y en el abandono. El cristiano muere en Cristo y con Cristo. Felices, por tanto, los que mueren en el Señor. Así que esta despedida está llena de un consuelo profundo. Nuestro hermano(a) no ha muerto en la soledad y en el abandono. Ha muerto en el Señor y en el seno de la Iglesia. Esa Iglesia a la que le fue fiel y tanto amó. Por eso, como Iglesia, como pueblo de Dios, venimos a decirle al Señor: Recibe en tu Reino a este hermano(a) nuestro que con nosotros creyó en ti, con nosotros oró, con nosotros escuchó tu Palabra y te buscó y te amó. Una lamentable enfermedad le ha traído la muerte, esa horrible realidad que ha todos nos deja perplejos y ante la cual nada podemos nosotros. La muerte, ciertamente, es cruel e implacable. La muerte es despiadada. Es el gran enemigo que sólo Cristo Jesús ha podido vencer. Por eso, aunque la muerte nos destruye, el Señor la destruye a ella y nos libera a nosotros dándonos una vida nueva, una vida que ya comenzamos a alimentar desde aquí, pero que se manifiesta plenamente cuando la muerte nos asalta para liberarnos de sus garras. El mismo Jesús, que sintió terror ante la muerte y la llamó “copa de amargura”, proclama en el Evangelio de san Juan: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, no morirá jamás” (11, 25-26). ¿Qué ha pasado para que el que fue crucificado, murió y fue sepultado, hable así? Y ¿cómo es posible que san Pablo, que nos dice que la muerte es el enemigo, la rete, se burle de ella y le diga: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?... Damos gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”? (1Co 15, 54b-57). ¿Qué ha pasado? Pues lo inaudito e insólito: que Cristo Jesús afrontó la muerte, la asumió, luchó con ella y la venció, le quitó el aguijón, la domó, y como dice Francisco de Asís, la hizo nuestra hermana. De ser nuestro enemigo, la muerte pasó a ser nuestra hermana. Ahora ella es un monstruo domado, un abismo al que le llega la fuerte luz del poder
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salvador de Cristo y en cuyo fondo se ciernen las manos omnipotentes del Padre para acoger a sus hijos con infinito amor. Así que la muerte, en Cristo, ha dejado de ser un misterio angustioso de sombras y es ahora un misterio de luz que nos fascina. ¿Por qué decimos esto, si la muerte es una oscuridad infranqueable, si nuestros ojos, que pueden mirar al abismo sin fondo del universo, no son capaces de ver tan siquiera un poco más allá de la muerte? ¿Si no tenemos ni siquera la capacidad de mirarla de frente? Y sin embargo, volvemos a repetir, la muerte es un monstruo tenebroso y cruel, pero es un monstruo domado. El libro del Apocalipsis proclama que Jesús es “el Primero y el Ultimo, el que vive. Estuvo muerto, pero ahora vive para siempre y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo” (1, 17-18). Y el mismo Jesús nos dice en el Evangelio: “Yo os aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis...; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. Cuando una mujer va a dar a luz, siente tristeza, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño ha nacido, su alegría le hace olvidar el sufrimiento pasado y está contenta por haber traído un niño al mundo. Pues lo mismo vosotros: de momento estáis tristes; pero volveré a veros y de nuevo os alegraréis con una alegría que nadie os podrá quitar. Cuando llegue ese día, ya no tendréis necesidad de preguntarme nada” (Jn 16, 20-23). Al decirnos esto, Jesús nos está revelando algo más sobre la muerte. El la domó, le quitó el aguijón, pero además la transformó. La convirtió en vientre de un nuevo nacimiento, porque en ella caemos como cae la semilla en la tierra para que brote un nuevo ser. Ya no es el abismo de tinieblas donde nos perdemos. En su fondo está el poder creador y salvador de Dios que nos acoge con infinito amor. Y este misterio asombroso es el que ahora estamos celebrando en nuestro(a) hermano(a). El(ella) seguramente ya no tiene necesidad de preguntarle nada al Señor; el(ella) ha caído sí, segado(a) por la muerte, pero no ha caído en un abismo sin fondo. Ha sido recibido(a) por las manos omnipotentes del Dios que lo(a) creó y del Señor que lo(a) bautizó y lo(a) alimentó con su Cuerpo y con su Sangre. Entra ahora en una gloria que el Señor le prometió y en la que esperó, así como su cuerpo inerte ha entrado en este templo para ser entregado en la Eucaristía al mismo Señor y en la misma Iglesia a la que perteneció mientras vivió, para que así como fue suyo(a) en la vida lo sea también en la muerte. Celebremos, pues, con profunda fe y uniéndonos al sacrificio de Cristo en intensa oración, este misterio de su muerte que es participación en la muerte de Jesús, pero también en su triunfo y en su gloria.
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Índice la situacion humana a la luz del evangelio Adolfo Galeano Introducción
2 3 3
Adviento
9
“Los sufrimientos del mundo son dolores de parto” “No puede tener fe el que busca la gloria del mundo” Domingo 2º de Adviento “Luchar por una sociedad justa es preparar el camino del Señor” Domingo 3º de Adviento “Todo se marchita y muere, pero la Navidad es un nuevo comienzo”
Navidad
9 10 12 13
15
“María es la imagen perfecta de la creatura recreada por Dios” Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María “En Belén empezó un nuevo futuro para el mundo” Natividad de nuestro Señor Jesucristo “La familia es la base de una civilización del amor” Fiesta de la Sagrada Familia “Todo año nuevo es un don de Dios y no depende del destino” Treinta y uno de diciembre “Las apariciones de la Sma. Virgen María no son dogma de fe” Octava de la Navidad del Señor Solemnidad de Santa María, Madre de Dios “En el Bautismo recibimos, como Jesús, un don y una misión” Domingo después de Epifanía Fiesta del Bautismo del Señor
I-Ordinario
15 17 19 21 24 28
30
“El matrimonio católico anuncia que es posible el amor” Domingo 2º del Tiempo Ordinario “Comulgamos escuchando la Palabra y recibiendo el Cuerpo de Cristo” Domingo 3º del Tiempo Ordinario “La exigencia de la madurez en las relaciones humanas” Domingo 4º del Tiempo Ordinario “La evangelización es obra del poder de Dios con hombres pecadores” Domingo 5º del Tiempo Ordinario “El Evangelio libera del círculo vicioso de la violencia” Domingo 7º del Tiempo Ordinario “Al juzgar a los demás estamos revelando algo de nosotros mismos”
Cuaresma
30 32 34 36 41 42
45 151
“¿Qué son las tentaciones?” Domingo 1º de Cuaresma “Tener fe es tener la firmeza de una roca” Domingo 2º de Cuaresma “Las tragedias no son castigo de Dios sino obra humana” Domingo 3º de Cuaresma “Toda reconciliación produce gozo y ganas de vivir” Domingo 4º de Cuaresma “Jesús nos salva de la condenación, del pecado y de sus consecuencias”
Semana Santa
45 46 48 50 52
55
“La respuesta cristiana al sufrimiento se llama Jesucristo” Domingo de Ramos “En toda Eucaristía brotan las fuerzas nuevas de la resurrección” Jueves Santo “La historia humana se condensa y significa en el drama de la Cruz” Las Siete Palabras “El futuro no pertenece a los traficantes de la muerte” Solemne Vigilia Pascual “Pascua es saber avizorar en el mañana un mundo mejor” Domingo de Resurrección
Pascua
55 56 60 73 75
78
“No hemos recibido un espíritu de esclavos para vivir en el miedo” Domingo 2º de Pascua “El trabajo es un don de Dios que debe ser respetado” Domingo 3º de Pascua “Dios se nos comunica hoy por medio de su Palabra” Domingo 4º de Pascua “La fuerza y la vitalidad de la Iglesia es el Espíritu Santo” Domingo 6º de Pascua “El hombre hace muchos proyectos, pero es Dios quien tiene la palabra” Ascensión del Señor
Pos - Pascua
78 80 82 86 89
92
“Las sectas son un reguero de grupos y grupitos, la Iglesia es una” Solemnidad de Pentecostés “Si entiendes el amor puedes entender a Dios”Fiesta de la Santísima Trinidad “Todas las criaturas llevan significación de su Creador” Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor
II- Ordinario
92 94 96
99
“La identidad del cristiano” Domingo 12º del Tiempo Ordinario “Donde hay miedo no hay libertad” Domingo 13º del Tiempo Ordinario “Jesús es el buen samaritano y nosotros el hombre herido” Domingo 15º del Tiempo Ordinario
III- Ordinario
99 101 105
108
“Hay hogares, oficinas y lugares de trabajo que son el infierno” Domingo 16º del 108 Tiempo Ordinario 152
“El Señor no nos trata como merecen nuestros pecados” Domingo 17º del Tiempo Ordinario “¿Por qué Dios distribuyó tan mal las riquezas del mundo?” Domingo 18º del Tiempo Ordinario “A veces experimentamos el sin sentido de la vida, como Jesús” Fiesta de la Transfiguración del Señor “La injusticia de la mala distribución de los bienes” Domingo 19º del Tiempo Ordinario “¿Por qué el Señor no actúa en la hora de angustia?” Domingo 20º del Tiempo Ordinario
IV- Ordinario
110 112 113 115 117
120
“Dios no salva a la fuerza a nadie” Domingo 21º del Tiempo Ordinario Domingo 22º del Tiempo Ordinario “El cristianismo es rebelión contra la opresión del hombre” Domingo 23º del Tiempo Ordinario “El dios dinero siembra injusticia y violencia” Domingo 24º del Tiempo Ordinario “La responsabilidad política del cristiano” Domingo 25º del Tiempo Ordinario
V- Ordinario
120 122 123 125 127
130
“La Iglesia enseña que los pobres tienen los mismos derechos que los ricos” Domingo 26º del Tiempo Ordinario “¿Por qué Dios no acaba con los violentos y crimina-le-s?” Domingo 27º del Tiempo Ordinario “La bondad de Dios es infinitamente más grande que nuestro pecado” Domingo 28º del Tiempo Ordinario “Orar es ante todo escuchar al Señor” Domingo 29º del Tiempo Ordinario
VI- Ordinario
130 132 134 135
138
“El hombre ideal de hoy frente al hombre querido por Dios” Domingo 30º del Tiempo Ordinario “¿Pueden salvarse los ricos?” Domingo 31º del Tiempo Ordinario “La Navidad nos libera de la nostalgia del ayer” Domingo 32º del Tiempo Ordinario “No tengáis miedo de lo que la gente teme” Domingo 33º del Tiempo Ordinario
Solemnidades
138 140 140 142
145
“Los Santos son ante todo ejemplos vivos del Evangelio, no milagreros” “Fiesta 145 de todos los Santos” “Jesucristo guía la historia y sostiene el universo” Nuestro Señor Jesucristo, Rey 146 153
del universo
146
“Jesús enfrentó a la muerte, le quitó el aguijón y la domó” La muerte del cristiano
148
154
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