February 4, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
La Sabiduría de Los Salmos - Romano Guardini...
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Edición original alemana: Romano Guardini, Weisheit der Psalmen. Meditationen © Alle Autorenrechte liegen bei der Katholischen Akademie in Bayern 3. Auflage 1987 Verlagsgemeinschaft Matthias-Grünewald-Verlag, Mainz/Ferdinand Schöningh, Paderborn Traducción española: Roberto H. Bernet © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2015 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com
[email protected] EditorialDesclee @EdDesclee Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-330-3735-0
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Al P. Placidus Pflumm OSB, dedicado en vieja amistad
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Nota preliminar
En los salmos, voces elementales tanto humanas como religiosas se conjugan en un fuerte acorde con motivos fundamentales de la Revelación. El hecho de que pertenezcan a una época pasada no hace más que tornar más penetrante su sonido. No en vano se han convertido en la materia básica de los textos litúrgicos. Por eso, ciertamente no será inútil reflexionar sobre algunos de ellos en busca de esos elementos y, así, aproximarlos a la comprensión de nuestro tiempo. No obstante, también ha parecido útil destacar con mayor detalle justamente las diferencias que existen entre ellos y el sentir del Nuevo Testamento, puesto que, de ese modo, se perfila más claramente lo propio de la piedad cristiana. La selección no sigue ninguna perspectiva particular, sino que presenta algunos salmos que se han hecho cercanos al autor sobre todo a través del trato cotidiano con ellos. Estas meditaciones no tienen tampoco una intención sistemática. No quieren exponer el conjunto, sino ofrecer algunos elementos, aunque esenciales, de ese conjunto. Faltan, así, algunos pensamientos que, en realidad, serían importantes para el mundo religioso de los salmos. Otros, en cambio, aparecen con más frecuencia, tal como sucede en el movimiento espiritual de la meditación. Como texto de base utilizamos la traducción de los salmos del autor, publicada por encargo de los obispos alemanes bajo el título de Deutscher Psalter [Salterio alemán] (Múnich 1950ss.).1 En lo que toca a la numeración de los salmos, nuestra selección sigue la de la Vulgata, es decir, la de la traducción latina. Entre esta y la de la Biblia hebrea –y, con ello, también la de las traducciones de los cristianos evangélicos, que se rigen por ella–, existe una diferencia determinada por perspectivas de índole textual. Para una orientación más fácil se indica en cada salmo el número de orden latino y, entre paréntesis, el hebreo.2
1. Las notas a pie de página de esta edición son notas del traductor. Para esta traducción al español se utiliza como base el texto de los salmos publicado en Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2011 (en adelante BCEE). En algún caso se han
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introducido leves modificaciones o agregados, necesarios para guardar la correspondencia con la interpretación de Guardini. En tales casos, se advierte al respecto en nota. 2. A la inversa del modo en que se encabezan los salmos en la BCEE, que, como la gran mayoría de las versiones modernas, sigue la numeración de la Biblia hebrea y coloca entre paréntesis la numeración de la Vulgata.
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El espíritu de los salmos
Los salmos forman un libro del Antiguo Testamento situado entre los escritos de los profetas y los libros sapienciales y que consta de ciento cincuenta poesías religiosas: textos litúrgicos, oraciones personales, meditaciones y poemas didácticos. Se los ha reunido a lo largo de un extenso período de tiempo. Los más antiguos fueron compuestos por el rey David, es decir, datan del paso del segundo al primer milenio antes de Cristo, mientras que los más recientes lo fueron en el tiempo de las luchas de los Macabeos, es decir, en el siglo II antes de Cristo. Su extensión es muy variada. El gran salmo 118 contiene casi ciento ochenta versículos. Poco antes de él se encuentra el más breve, llamado «el punto del salterio», que consta de solo dos versículos. También el contenido de los salmos es variado. Están los que dan gracias por peticiones que se han cumplido; otros rebosan de júbilo por la gloria del mundo divino; en otros, a su vez, se expresa la consciencia de una gran culpa. Algunos surgen de una dificultad inmediata, por ejemplo, del acoso por enemigos o de un golpe del destino que se ha sufrido. Otros, a su vez, tienen carácter meditativo, reflexionan sobre las obras de Dios en la naturaleza, o sobre el poder con el que ha conducido la historia de su pueblo, o sobre la sabiduría de su ley, que ordena la vida de los creyentes. Así pues, reina en los salmos una gran variedad, pero todo está unido por algo común. En primer lugar, por el simple hecho de la tradición, que siempre los ha visto como una unidad. Después, por tratarse de oraciones: son palabras que brotan de un corazón creyente y que ponen en presencia de Dios las cosas que acontecen en la vida. De ese modo, los salmos han desempeñado también un papel de gran importancia en la historia de la piedad cristiana. Ellos forman la materia básica de la oración de la Iglesia. La liturgia está totalmente impregnada de textos del salterio. Los salmos se esconden también detrás de muchos himnos espirituales, y palabras suyas aparecen tanto en el anuncio cristiano como en el habla cotidiana, etc. Nos preguntamos, pues: ¿qué significan los salmos para nosotros, para nuestra vida? Se ha dicho que son poesías maravillosas: que la belleza de su lenguaje, la fuerza de
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sus imágenes, operan aquella elevación del corazón que solo puede suscitar el arte de gran nivel. Es verdad, pero solo hasta cierto punto. Sin duda existen entre los salmos piezas magníficas: pensemos, por ejemplo, en el gran salmo de la creación, el 103; o en el salmo 50, el Miserere, surgido de la consciencia de una profunda culpa. Pero hay también otros salmos, que, desde el punto de vista poético, poseen solo mediano valor. E incluso hay salmos de nivel simplemente artesanal. Esto hay que poder decirlo, y se lo puede decir con tanto mayor facilidad en cuanto la verdadera importancia de los salmos no estriba en su calidad literaria, como tampoco la importancia de las cartas paulinas estriba en que se exprese en ellas una personalidad tan fuerte, o la del Evangelio de Juan en que se eleve a alturas metafísicas. Antes bien, los salmos son palabra de Dios; palabra que él pronuncia en la medida en que un hombre poseído por él dice su propia palabra humana. De ese modo son revelación que conduce a la salvación. Pero lo son de una forma especial: la de la oración. Los salmos no provienen de la vivencia de un espíritu humano, por ejemplo, de la de un profeta, que ha reconocido la verdad divina y dice, entonces: «Así habla el Señor» –a pesar de que este elemento interviene no pocas veces: pensemos, por ejemplo, en salmos que, como el 67, el 104 y el 105, interpretan la historia del pueblo, o en los que, como en el 109, destella la figura del futuro mesías–. Por regla general, los salmos surgen del sobrecogimiento interior de un ser humano que se dirige a Dios en la oración, sea como individuo o en comunidad. Así, la forma en que se deben captar propiamente los salmos no es la de su lectura o de la reflexión sobre ellos, sino la de dejarse introducir en su movimiento hacia Dios. Sin embargo, en esto se tendrá, tal vez, una experiencia peculiar. Se sentirán dudas acerca de si un cristiano puede hacer siempre propias estas oraciones; de si lo terreno no desempeña en ellos un papel que contradice el ánimo cristiano; de si en ellos no se desbordan las pasiones de una manera incompatible con el espíritu de Cristo. Algunos de ellos, los llamados salmos de maldición –por ejemplo, el 68 y el 108–, se expresan incluso en un lenguaje de odio manifiesto. Invocan sobre el enemigo toda desgracia, y hasta la maldición de Dios. Puede ser, pues, que el sentimiento cristiano se resista frente a ellos, y no faltan voces según cuya exigencia esos salmos tendrían que dejarse de lado, y todos los demás tendrían que ser revisados para ver si contienen expresiones chocantes de esa índole. Sin embargo, por el otro lado se da el hecho de que en ellos nos encontramos frente a la palabra de Dios, y el hombre no tiene derecho alguno a juzgar sobre esa palabra o a modificar algo en ella. Si tomamos como punto de partida este hecho –y esto constituye el requisito previo de toda reflexión válida sobre la Revelación–, precisamente aquello
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que amenaza con causar escándalo se convierte para nosotros en una referencia a algo esencial. Muchas son las cosas agudas que se han dicho para despejar las dificultades mencionadas. Naturalmente, hay que celebrar todo aquello que conduzca a una comprensión más profunda. Según creo, sin embargo, hay una perspectiva que nos lleva adelante sin esfuerzo alguno, con la simple fuerza de la verdad. En efecto, ¿quién habla en los salmos? Habla un hombre que ha dejado de ser pagano. La divinidad a la que se dirige no es más la de los mitos y misterios. Aquella divinidad era la hondura misteriosa del universo, la potencia religiosa de la existencia, pero malentendida como divinidad del mundo mismo. Cuando el hombre se movía en el ámbito de los mitos paganos, tomaba el mundo como una realidad única y universal, se entregaba a ella, caía en su poder. Nada tiene que ver el orante de los salmos con una piedad semejante. Aquel a quien se dirigen los salmos es el Dios viviente, que está por encima del mundo entero. No podemos tratar aquí la difícil cuestión acerca de qué son, en verdad, los «dioses». De modo que, para hacerlo simple, hablaremos de ellos como si fuesen realmente «algo». Pero, en cualquier caso, están en dependencia del mundo. No habría Zeus si no existiera la bóveda celeste y el ordenamiento de los astros; ni habría Gaya si no existieran las oscuras y terroríficas profundidades de la tierra. El Dios de los salmos es Aquel que no necesita del mundo. Vive en sí mismo y por sí mismo. El nombre bajo el cual se ha revelado en la hora decisiva del Horeb –Yahvé (Éx 3,13ss.)– es vertida por las traducciones griega y latina y, siguiéndolas, por la traducción al español, con la palabra «el Señor». Pero él no es «Señor» porque domine sobre el mundo, sino porque es dueño de sí mismo. A este Dios se dirige el salmo. La fe en él libera al orante de la proscripción que pesa sobre toda manifestación de piedad pagana, por espléndida que pueda ser en sus detalles. La llamada de este Dios eleva al ser humano a una libertad que este no encuentra a partir del mundo, que no encuentra ni en la metafísica más osada ni en la sabiduría más sublime. Todo eso es verdad. Pero también es verdad que el hombre de los salmos no es todavía un cristiano. No ha escuchado todavía el mensaje de la vida una y trina de Dios y de su propia libertad, que se funda en esa vida. Tampoco ha escuchado el anuncio de que este Dios ama al mundo con un amor personal y libre; de que lo ama tanto que carga sobre sí la responsabilidad por el pecado de su rebelde criatura; de que él mismo expía
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ese pecado y, con ello, crea un comienzo del cual surge una existencia nueva. De todo esto no sabe todavía nada el hombre del Antiguo Testamento. Solo está de camino de lo pagano a lo cristiano. Está por cierto en el camino recto, pero no ha llegado todavía a lo auténtico y propio. En la historia del Antiguo Testamento ha ocurrido algo que se ha grabado profundamente en la memoria del pueblo, algo que ha llegado a ser hasta la forma fundamental de comprender su existencia: el largo éxodo de Egipto –de aquel país en el que el mito y el misterio se habían desplegado de forma tan impresionante– a través de la soledad del desierto, guiado por la presencia personal del Dios viviente hacia la tierra prometida. Esta es la imagen de la existencia del hombre del Antiguo Testamento: él está de camino. Desde este estar de camino hablan los salmos. Así aparecen en ellos todos los poderes y todas las experiencias que mueven a los hombres: las alegrías, las dificultades, los miedos, las pasiones. Pero todo está sostenido por Dios. No aparecen de forma dionisíaca: no en una afirmación universal de la existencia, no como diciendo: ¡vive, cuanto más fuerte y ardientemente, mejor! Ni afirmando que también el odio, la venganza, la imprecación y la maldición son vida y, por eso, son buenos. No, aquí se dice: así es el hombre que aquí habla. Está lleno de voluntad terrena, de hambre de vivir, de pasiones de todo tipo, de odio y afán de venganza. Pero sigue estando en Dios. Se presenta ante él, se le muestra tal cual es. Así, el Santo está por encima de todo lo que se dice, y todo experimenta el juicio de su parte. Tomemos los cánticos más chocantes: los salmos de maldición. Comparémoslos con formas de maldición religiosa como las que aparecen en la magia pagana, y veremos la diferencia. Estas últimas revelan la voluntad de apropiarse de Dios, de forzarlo, por excitación o conjuro, a ejercer una acción aniquiladora. Nada de eso se encuentra en el salmo. La libertad de Dios permanece intacta. Él es siempre el Señor y el Juez. Todas las pasiones, todo odio, son sostenidos por él, y justamente a través de ellos se realiza el discernimiento, se hace la verdad, acontece la liberación. Ahora bien, alguien podría decir: yo ya no estoy de camino. Soy cristiano. A este habrá que responderle: ¿lo eres realmente? ¿Te atreves a decir que has realizado la identidad cristiana? Pues ¿qué significa ser cristiano? Tal vez sea Pablo el que, en la carta a los Gálatas, haya dado la respuesta más exhaustiva: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (2,20). Y el pensamiento continúa: «pero justamente solo de ese modo
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soy yo mismo». ¿Es eso así en tu caso? ¿Puedes decir que vives en la consciencia de la inhabitación de Cristo, que has entrado en su ánimo santo y que, a partir de él, has llegado a ser tú mismo? Basta con plantear esta pregunta para saber en qué situación se está. Sin embargo, lo que vive en el interior del hombre del Antiguo Testamento sigue estando aún en nosotros. No del modo como estaba en los hombres de aquel tiempo, cuando la obra de la Revelación y de la Salvación no habían sido todavía «cumplidas» (Jn 19,30), sino al modo de una realización personal. En efecto, también nosotros estamos solo de camino hacia el ser cristiano. Ciertamente, hemos captado el mensaje, hemos sido bautizados y creemos –nos esforzamos por creer, digamos, mejor–, pero todo es solo un caminar y un abrirse paso en la lucha. También al respecto ha dicho Pablo lo decisivo, cuando, en su carta a los Romanos, dice que el hombre nuevo en nosotros, que «reproduce la imagen de su hijo» (cf. Rom 8,29), tiene que penetrar primeramente a través del hombre viejo, rebelde y confundido; que tenemos que «despojarnos» del hombre viejo, dejarlo atrás, y «revestirnos» del nuevo, pasar de un estado de esclavitud y corrupción a la libertad y a la verdad esencial del que ha nacido de nuevo en Cristo. Pero si alguien quisiese insistir en su razón y decir: ¡He aprendido en la escuela de Cristo, en mí no hay un odio tal como en el salmo!, se le podría responder, una vez más: ¿Es realmente así? ¿O solo es así porque no has tenido la ocasión? ¿No anidan en ti las mismas posibilidades, que despertarían si se diera la ocasión? ¿Tal vez incluso peores? Una objeción que suele hacerse con frecuencia y facilidad contra la Salvación reza: ¿Acaso ha mejorado el mundo después de la muerte y la resurrección de Cristo? Dejemos de lado todo lo que, gracias a él y a su palabra, se ha hecho realmente mejor, diferente, totalmente diferente. Admitamos honestamente la pregunta: ¿Ha mejorado el mundo en su totalidad histórica? Tal vez tengamos que responder que no. Tal vez, su estado inmediato se haya hecho en algunas cosas incluso peor. La persona de Cristo ha revelado la distinción entre el bien y el mal. El bien y el mal han alcanzado su «mayoría de edad». El hombre que vive en el estado mítico de consciencia no sabe todavía realmente de qué se trata en su existencia. Todo se desarrolla todavía en la unidad, como las fuerzas de la naturaleza. La distinción entre el bien y el mal se desplaza una y otra vez a la de lo bello y lo feo, lo noble y lo innoble, o lo sano y lo enfermo. Solo en Cristo se separan realmente los valores y los caminos. Solo él es el «juicio».
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Cuando, a partir de la venida de Cristo, el hombre ha querido el bien, ese bien ha sido ya lo moral y santo, el actuar como él, y ha poseído la seriedad de la cruz. Del mismo modo, a partir de entonces, el mal ha significado la contradicción contra el Hijo del Dios santo hecho hombre, el levantamiento contra Aquel que «vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), sino que lo mataron. De modo que, a partir de entonces, el mal es más terrible que nunca. Por lo visto, de forma consciente y deliberada. Nunca en el tiempo del paganismo han ocurrido cosas como las que han sucedido en los últimos cuarenta años. Pero nosotros pertenecemos a nuestro tiempo y tenemos toda razón para suponer que lo terrible está también en nosotros. Solo depende de la medida en que Dios cumpla la petición: «No nos dejes caer en la tentación». Los salmos pueden adquirir un gran significado para nosotros: que, al pronunciarlos, nos revelemos a nosotros mismos. Que asumamos como propias las palabras que con ellos se pronuncian. Que no veamos nuestro corazón como querríamos que fuese, sino como realmente es. No solo como nos resulta familiar, sino también su lado oculto, también su oscura profundidad. Y que lo llevemos todo ante Dios. Que sepamos: estoy todavía realmente entretejido en los lazos de la existencia. Sigo pensando en cosas terrenas. Odio, deseo el mal a mi enemigo, lo aniquilaría si estuviese dentro de mis posibilidades. Pero entro en tu presencia, Señor, con todo lo que hay en mí. Tú debes verlo. Tú debes juzgar. Sáname tú. Si contemplamos las cosas de este modo vemos qué importantes son estos textos. Se puede decir, tranquilamente: cuanto más nos choca su palabra, tanto más motivo tenemos para pensar que, en ella, somos revelados nosotros mismos. Y que, por tanto, hemos de aceptarla y, rezando con ella, convirtiéndonos, encaminarnos hacia Dios.
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Crecimiento y camino SALMO 1
Consideramos ahora el primero de los salmos, que constituye la puerta de entrada por la que se accede al mundo de estas poesías. Dice el salmo: Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. En el juicio los impíos no se levantarán, ni los pecadores en la asamblea de los justos. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal. Es un salmo muy sencillo. No encontramos en él grandes ascensos a alturas metafísicas ni estremecimientos por los aspectos trágicos de la existencia. Está construido sobre tres imágenes. Estas imágenes provienen de la vida del pueblo en medio del cual ha surgido el salmo, pero, debajo de estas particularidades, bajan hasta la hondura de la existencia. Son imágenes primordiales con las que todo ser humano puede interpretar su vida.
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La primera aparece ya en el primer versículo: la imagen del camino, de la senda. «Camino» es algo que realizamos cada vez que nos dirigimos a alguna parte –y siempre vamos a alguna parte–. «Camino» significa que se avanza desde un punto de partida, que se pasa de un punto a otro, paso a paso. Y sería bueno que dejáramos a un lado el sentimiento de que se trata de cosas evidentes sobre las que no vale la pena reflexionar, y, captáramos, en cambio, la figura primordial que se nos está mostrando. «Camino» significa que cada paso presupone el anterior y prepara el siguiente; que el movimiento tiene dirección, hacia una meta, a la que el caminante finalmente llega; significa que existe la posibilidad de cansarse, pero también de descansar; de ir como es debido, pero también de ir equivocado. «Camino» es una figura fundamental según la cual se comprende todo acontecer. Cuando crece una planta, primeramente es una semilla, pasa después a ser brote, y continúa formándose paso a paso. ¿No es también esto un camino, un camino en el crecimiento y en el cambio de forma? También aquí, lo precedente prepara lo sucesivo. Lo segundo se basa en lo primero y es camino hacia lo que vendrá después. Nada está solo y aislado: todo está inserto en una interrelación. También hay una dirección: la que lleva a convertirse en esta planta y no en otra; y hay amenaza y logro, y así sucesivamente. También en un trabajo hay camino: comienzo a realizarlo, y sigo después, etapa por etapa. No puedo hacer primero lo segundo. Cada etapa es preparada por la anterior y hace posible, a su vez, que se pueda realizar la siguiente. El trabajo tiene también una dirección hacia una meta: la obra acabada. En el trabajo hay un cansarse y descansar, hay peligro y superación. Camino hay también en un encuentro personal. Me encuentro con una persona, y ya hay detrás un largo camino, pues yo provengo de mi propia vida, ella de la suya, y cada uno ha tenido su propia suerte. Entonces, se da el encuentro: los sentimientos reciben una impresión, se despierta un interés, surge una confianza, y se desarrolla, de encuentro a encuentro, lo que haya de surgir: una amistad, una comunidad de trabajo, un amor, con todo lo que hay en ello de crisis y superaciones, de cumplimientos y decepciones. El camino es una imagen primordial: es la forma como lo finito se realiza en el tiempo y en el espacio. Aparece por todas partes, en la literatura sapiencial y en la poesía, en el mito y en el sueño. Esta imagen es la que utiliza el salmo para expresar el actuar del ser humano. Primeramente habla del camino erróneo. Pues, si existe el recto camino, existe también el erróneo. Caminar supone la posibilidad de errar el camino. El ser humano que habla en
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este salmo sabe de ello: vive en Palestina y es vecino del desierto. Pero ¿cómo es el camino erróneo? Consiste en el actuar de aquel hombre que «sigue el consejo de los impíos, entra por la senda de los pecadores, y se sienta en la reunión de los cínicos». Cuando alguien dice al vacilante «no seas tonto, coge tu ventaja, todos lo hacen, y si eres hábil, nadie lo notará», y este hace caso al consejo, va por el camino erróneo… Lo mismo hace el que se cree superior a la verdad sagrada, el que piensa saberlo mejor que ella porque este filósofo o aquel escritor lo dicen de ese modo, el que se burla de los prejuicios anticuados porque, según dice, conoce la vida y es realista. ¿En qué medida es esto un «camino»? Supongamos que alguien acepta la posibilidad de obtener una ganancia deshonesta. La primera vez resulta difícil. Tiene que acallar su conciencia, superar las resistencias construidas por una buena educación y por rectas costumbres profesionales. La vez siguiente ya resulta más fácil, porque se ha generado un marco que consiste en la reducción de la resistencia, en la facilidad para seguir el impulso. Se ha formado una suerte de pendiente hacia la deshonestidad. Esto es un camino. No hay mala acción que esté sola en sí misma en un momento determinado: siempre ha sido precedida por algo y hay algo que le sigue. Hasta la peor caída –en el desorden y la falsedad, en la pasión, en el odio– ha sido precedida por algo; y esto último por algo anterior; y, primero, ha habido un comienzo. Después, todo ha sido dar pasos: cada uno de ellos ha creado el camino, lo ha hecho más ancho, más llano, más despeñadizo. Pero, después, el salmo habla del buen camino. Lo hace diciendo del que por él va que «su gozo es la ley del Señor». Hay una manera de ver el bien que ya contiene en sí la probabilidad de no hacerlo: pensar, solamente, que es debido hacerlo. Comprenderlo solamente como obligación. Por supuesto, hacer el bien es una obligación que se «debe» cumplir, pero esta es solo una cara de su esencia. La otra cara consiste en que lo bueno es algo grande, algo que «puede» hacerse. Los hombres hemos recibido de Dios la posibilidad de hacer el bien, el admirable derecho de poder hacerlo. El saber esto es lo que se quiere significar con el «gozo en la ley del Señor». El que solo comprende la voluntad de Dios como un yugo que hay que cargar no ve cuánto resplandece el bien. Se dice después que el que va por el buen camino es el hombre que «medita la ley del Señor día y noche». Día y noche. Que cada uno de nosotros dé cabida a un pensamiento de sincero examen personal: ¿qué tanto esfuerzo hago por entender el bien? ¿Cuánto tiempo dedico a reconocer qué es correcto y qué erróneo en mi vida? ¿Qué fracción de
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atención le dispenso, aunque solo sea de la que cada día presto al periódico? ¿No tendremos que responder: casi nada? ¿Cómo están las cosas con nuestro camino? Y ahora, las otras dos imágenes, ambas hermosas y grandes. La primera dice: el que va por el buen camino –y ahora se abandona la imagen del camino y se evoca otra– «será como un árbol plantado al borde de la acequia». Pensemos en Oriente, donde el sol quema y destruye todo verdor. Pero, junto a una acequia –que es ya un tesoro para los hombres de aquellos países– se yergue un árbol cuyas raíces alcanzan la profundidad húmeda y absorben rico alimento. El tronco crece como una columna de firmeza; las ramas se despliegan, verdean, florecen y fructifican… También esta es una imagen primordial. Recordemos el árbol de la vida, que aparece en el mito y en los cuentos y significa aquella existencia que tiene estabilidad y forma, que con sus raíces llega hasta donde están las fuentes, que florece y da fruto. Así es el hombre que hunde sus raíces en la verdad de Dios y da abundantes frutos de vida –«con perseverancia», como dirá el Señor, constante e incansablemente–. A esta imagen se contrapone una tercera, para el hombre que va por el camino erróneo: «No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento». Cuando un campesino palestinense ha cosechado el trigo, lo lleva a la era. Esta se encuentra en un sitio elevado, de modo que el viento sople por encima de ella. Se trilla el trigo, se retira la paja, y allí queda el resto, una mezcla de grano y paja ligera. Entonces, el campesino coge el bieldo y aventa la trilla al viento. Los pesados granos se acumulan en un montón, que se hace cada vez más alto, mientras que la paja ligera es arrastrada por el viento, y después se recoge y se quema. Tal es la imagen; y, ahora, su sentido: el que va por camino erróneo no será como un grano maduro, pesado, firmemente formado y lleno de vida, sino como la paja, que está vacía y seca, es arrebatada por cualquier viento y no sirve para nada, salvo para arder con llama efímera. ¡Qué rico es este sencillo salmo! Solo seis versículos lo componen. Pero ¡qué densos son en su forma y qué llenos de sentido! Por supuesto, hay que examinarlo. Hay que preguntar. Solo el que pregunta con perseverancia obtiene respuesta. Sin duda, hay preguntas que no obtienen respuesta –cuando el preguntado no sabe ninguna, como tan a menudo sucede cuando es un ser humano–. Pero, aquí, el que habla es Dios. Cuando la seriedad de la conciencia quiere realmente una respuesta y el corazón está dispuesto a aceptarla, entonces llega.
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Tan pronto como se oye el salmo vienen a la mente recuerdos del Nuevo Testamento. Por ejemplo, lo que dice Juan el Bautista sobre el Mesías: «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y después: «Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga» (Mt 3,11s.). ¡La imagen del salmo! Cristo es aquel que separa el fruto y lo pesa, que lleva lo que está bien de peso a la eternidad, y abandona al viento lo vano. Del mismo Cristo se dice también otra imagen –o, mejor dicho, él mismo dice–: «¡Yo soy el camino!». Esto significa, por una parte: «Yo muestro el camino», a través de mis mandamientos y orientaciones. Pero, además, significa también que él mismo es el camino, que, en lo tocante a la salvación, él es lo que en el tránsito son la calle y el sendero. Por eso, todo aquel que se coloque en contra de Cristo pierde la dirección correcta, la que conduce al Padre. Dios, el Padre viviente, no está en el mercado de tal modo que cualquiera pudiese examinarlo y cogerlo. No está simplemente a disposición: no lo está para las necesidades religiosas ni para el pensamiento que pretende dominio propio. «Nadie va al Padre sino por mí». Al Padre vamos solamente a través de aquel que el mismo Padre nos ha enviado: viviendo con él, entrando él en nosotros y nosotros en él, siendo él nuestra luz, fuerza y alimento. Él es el camino. Quien no quiera recorrerlo, terminará en un lugar distinto del que ha querido. A la pregunta por el Dios verdadero responde Pablo diciendo que es el «Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,6). No hay divinidad a la que pueda llegarse a partir de la propia vivencia y del propio pensamiento libre, sino aquella a la que Jesús se refiere cuando dice: «Mi Padre». Él, y solo él. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre», dijo Cristo. Él es epifanía del Padre y da ojos para ver al Padre (Jn 14,9). Todo lo demás extravía. Es así, nos guste o no. Cualquiera consideraría una necedad querer llegar a una ciudad situada en el Sur dirigiéndose al Norte. La inexorabilidad que determina el camino hacia el Padre es de un rigor totalmente distinto, de un rigor absoluto.
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El Dios viviente SALMO 113 (114-115)
El salmo 113 está dominado por un acontecimiento que se grabó profundamente en la memoria del pueblo elegido: la liberación de la esclavitud en Egipto y la larga marcha por el desierto hacia la tierra prometida. Comienza diciendo: Cuando Israel salió de Egipto, los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente, Judá fue su santuario, Israel fue su dominio. Antes, Israel era propiedad de sus tiranos y había tenido que realizar para ellos servicios de esclavo, participar en la construcción de las ciudades y fortificaciones de Egipto, de los templos de sus dioses y de las pirámides de sus soberanos. Ahora, se convertía en «santuario de Dios», en reino y morada de aquel que lo había llamado. La liberación y la marcha por el desierto se grabaron de forma imborrable en la consciencia del pueblo. Una y otra vez encontramos sus huellas en los escritos del Antiguo Testamento. Pero ¿qué hizo que estas cosas le llegaran tan hondo al corazón? Ese tiempo significa sobre todo la época heroica de su historia, la unificación de las diferentes tribus en la unidad del pueblo, rodeado de peligros, luchas y grandes gestas… Pero hay todavía otra cosa, y tenemos que tener muy clara su importancia, pues, de otro modo, no comprenderemos la modalidad propia de existir de este pueblo. En el Sinaí, donde «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo», dice este hombre llamado por Dios, con profunda consciencia de tal gracia: «Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí; pues, ¿en qué se conocerá que yo y tu pueblo hemos obtenido tu favor, sino en el hecho de que tú vas con nosotros?». Pero Dios le responde: «También esto que me pides te lo concedo, porque has obtenido mi favor y te conozco personalmente» (Éx 33,11.15-16.17). Por eso se dice siempre de nuevo que el Señor «iba delante de ellos», y este ir delante de su pueblo por parte de Dios tenía un signo misterioso y majestuoso: la nube santa.
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Dice el mismo libro del Éxodo: «Entonces la nube cubrió la Tienda del Encuentro y la gloria del Señor llenó la Morada. Moisés no pudo entrar en la Tienda del Encuentro, porque la nube moraba sobre ella y la gloria del Señor llenaba la Morada. Cuando la nube se alzaba de la Morada, los hijos de Israel levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero cuando la nube no se alzaba, ellos esperaban hasta que se alzase. De día la nube del Señor se posaba sobre la Morada, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel» (40,34-38). Dios mora en medio de ellos. En una tienda, igual que ellos. Por supuesto, al resguardo de toda aproximación sacrílega mediante un estricto precepto. Pero la «nube» es signo de un poder conductor. Ahora bien, ¿qué significa cuando se dice que Dios marchaba con este pueblo, que vivía en medio de él, que daba sus instrucciones y administraba justicia por la boca de Moisés, y que sostenía sus luchas y cuidaba de sus necesidades vitales? Si se hubiese objetado a alguien que hubiera estado presente en aquel entonces diciéndole: Dios está en todas partes, ¿cómo puede haber morado en medio de vosotros y haber marchado delante de vosotros?, probablemente, el interpelado hubiese respondido: sé que él gobierna el mundo, y que lo que ocurre en todas partes ocurre gracias a él. Pero él estaba junto a nosotros como junto a nadie más, y marchó con nosotros, y administró justicia para nosotros, y cuando teníamos que luchar, era él quien vencía al enemigo. Esto es lo que hemos experimentado, y era algo tan real como que el sol recorría su trayectoria por el cielo y el suelo sostenía nuestros pies. He aquí un misterio que se extiende a lo largo de toda la historia de la Revelación: Dios, que simplemente es, y que, por eso, está en todas partes y en todo tiempo, puede irrumpir en una hora determinada de la historia, y realmente lo ha hecho. Esto significa no solamente que se lo haya experimentado como cercanía, o que su ayuda haya sido eficaz: tales explicaciones solo harían borroso aquello de lo que realmente se trata. Antes bien, lo que se quiere decir es justamente lo que choca a todo racionalista: una entrada expresa de Dios en la finitud, en el lugar y la hora, una entrada que se hizo plena más tarde, «en la plenitud de los tiempos», a través de la encarnación del Hijo de Dios, de modo que se podía decir –o, mejor, había que decir–, que ocurrió en este lugar y no en otra parte, en este año y no en uno anterior o posterior; y que él anduvo por este camino y habló a estas determinadas personas… Un gran misterio, pero un misterio que pertenece al núcleo de la fe cristiana. Comenzó cuando Dios se acercó a su pueblo en una venida expresa, admirable y terrible, y selló
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con él su alianza en el Sinaí. Se realizó en la larga marcha por el desierto. Y, cuando la marcha había llegado a su meta, se realizó en el templo de Jerusalén. En él habitaba Dios: no solo se lo experimentaba psicológicamente, sino que él moraba allí realmente, de forma viva y personal. Esta presencia de Dios fue la causa por la cual la marcha por el desierto y lo que aconteció en ella se grabaron tan profundamente en la memoria del pueblo de Israel. Esa tremenda realidad lo rodeó misteriosamente todo y lo llenó de significación eterna. Ahora entendemos la atmósfera de los versículos que siguen: El mar, al verlos, huyó; el Jordán se echó atrás; los montes saltaron como carneros; las colinas, como corderos. ¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? ¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros; colinas, que saltáis como corderos? En presencia del Señor, estremécete, tierra, en presencia del Dios de Jacob; que transforma las peñas en estanques, el pedernal en manantiales de agua. El objeto del relato es el paso a través del mar Rojo al comienzo de la marcha y el cruce sobre el Jordán al final. Después se habla de fenómenos sísmicos, tal vez del temblor del Sinaí durante la teofanía, tal como se lo relata en el capítulo 19 del libro del Éxodo. Finalmente, se refiere una experiencia de sed en el desierto, para la que Moisés, por indicación de Dios, hizo brotar agua de la roca (Éx 17,2ss.). Todo está rodeado de la atmósfera del misterio: el mar «huye»; el Jordán «se echa atrás»; los montes «saltan». No son solo imágenes poéticas, sino expresión de lo tremendo que estaba actuando en esos momentos. Por eso se eleva la alabanza: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu bondad, por tu lealtad.
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¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace. Lo sucedido en esos acontecimientos debe tener su debido lugar. El autor del salmo no quiere escribir una poesía épica. Su interés no es la grandeza nacional o la celebridad de personalidades descollantes de la historia de Israel: de Moisés, Saúl, o David, aunque, por supuesto, todo eso tiene también que ver, pues él es hombre y narra la historia de los hombres. Pero lo esencial que él anuncia es la gloria de Dios, y lo que dice es oración y confesión. Israel desempeña un papel peculiar en la historia de los pueblos. El destino que se le había asignado –de ese destino se habla en otro lugar de estas meditaciones– era grande y duro al mismo tiempo. No se apoyaba en su propia fuerza, y tampoco en amistades y alianzas con otras naciones. Entre él y todos los demás pueblos, por afines que fuesen a él en sus disposiciones, se erigía siempre la frontera inexorable de haber sido llamado por aquel que no era una deidad de pueblos históricos, sino el que había rechazado en el Horeb todo nombre puesto por el mundo y respondido a la pregunta de Moisés acerca de su nombre con la frase: «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). Israel era su pueblo. No debía tener ninguna otra determinación esencial. Todos los demás pueblos eran «paganos» que, para confirmación religiosa de su historicidad natural, se creaban sus diferentes divinidades –egipcias y babilonias, persas y sirias, griegas, romanas y germánicas–. Estas estaban vinculadas, para ser o no ser, a la vida de sus fieles. Si el pueblo egipcio sucumbe, desaparecen también sus dioses. Si sucumbe el pueblo asirio, todos los templos y ámbitos sagrados se vacían. En cambio, el Dios de Israel reina «en el cielo», más allá de las cosas de la tierra, aun cuando él, mientras conduce la historia santa, marcha «en persona» con su pueblo, el pueblo al que ha llamado y al que ha constituido en pueblo a través de su propia inhabitación. Los dioses de los paganos «subsisten» y «quieren», como tienen que hacerlo, porque no son más que la expresión religiosa de poderes mundanos. Pero él es el Señor, Señor de sí mismo y, por eso, Señor de todo ser, y «hace» lo que a él le place. En el tiempo del que habla el salmo sucedió algo especial al pueblo llamado. Emigró del sojuzgamiento político, pero lo hizo también espiritualmente: emigró del mundo del paganismo. Cuando le llegó el llamado de Dios, se desprendió del entorno acostumbrado de siglos y se internó en los peligros del desierto, experimentó también quién era el
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Misterioso y Poderoso por cuyas órdenes era conducido y de cuya cercanía estaba rodeado. Verdaderamente, Israel había tenido la ocasión de ver qué son los «dioses»: en Egipto, con sus antiquísimas mitologías, con sus enormes templos, con sus incontables imágenes, creaciones gloriosas de la maestría humana, pero al mismo tiempo también una única negación del verdadero Señor del mundo. Había experimentado el poder mágico de este mundo, y ahora experimentaba la realidad soberana del Viviente, la incandescente santidad de su cercanía. Ahora sabía la diferencia. La existencia creyente comienza con la distinción entre los poderes de la naturaleza y la obra humana por un lado, y aquel «que es» por el otro. Esta distinción es la que se realiza aquí. Y se realiza de forma tan tajante, cortando de tal modo toda ambigüedad, que se expresa en palabras de grandiosa ingenuidad: Sus ídolos, en cambio, son plata y oro, hechura de manos humanas: Tienen boca, y no hablan; tienen ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen; tienen nariz, y no huelen; tienen manos, y no tocan; tienen pies, y no andan; no tiene voz su garganta. Estas figuras, a menudo espléndidas desde el punto de vista artístico, poseedoras, para el sentimiento inmediato, de un poder mágico, pasan a estar como desnudas a los ojos de aquel que habla: «hechura de manos humanas». Con respecto a los dioses hay en los profetas una frase que, de algún modo, los hace desaparecer: son «nadas», la nada hecha figuras. Dice Isaías: «Su país está lleno de ídolos… y los ídolos desaparecerán» (2,8.18). Y Jeremías: «¿Cambia de dioses un pueblo? –y eso que no son dioses–; pues mi pueblo cambió su Gloria por dioses que no valen nada» (2,11). Ciertamente, no son algo nulo: en sus imágenes cobra forma un poder religioso sobre el mundo y, a menudo, una profunda experiencia del mundo. Pero la visión que otorga el encuentro con el Dios viviente llega hasta la médula. Esta visión atraviesa todo lo que el hombre convierte en imagen divina en el campo de lo religioso, filosófico, estético, político y el campo que fuese, y ve que no es nada que tenga existencia real en sí mismo: «desaparece».
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Tan grotesca se hace la contradicción entre la arrogada majestad y la real impotencia, entre el despliegue de pensamiento, de arte, de solemnidad, y el vacío interior de las figuras divinas a las que tal despliegue se dedica, que el salmo comienza a burlarse de ellas: tienen ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen –¡son nada!–. El hombre instruido de la actualidad se indigna de tales discursos. Siente en ellos ausencia de cultura, fanatismo. Sin duda, no cualquiera tiene derecho a hablar de ese modo. Pero, el que aquí habla ha hecho la gran experiencia de la que nada sabe el incrédulo hombre de la cultura, una experiencia que, sin embargo, lo decide todo. A partir de esa experiencia, el que habla en el salmo tiene divinamente razón. La historia entera del pueblo llamado está dominada por esta experiencia fundamental. Tal experiencia no significa todavía que todos hayan sido piadosos y obedientes. Unos lo eran, otros no, tal vez muchos no. Ha habido entre ellos situaciones terribles, ha regido la ley del más fuerte, ha habido discordia, corrupción de las costumbres, impiedad: los profetas tiemblan de indignación por ello. Pero, para el conjunto de la consciencia histórica del pueblo, Dios era una realidad viva, mientras que, a su alrededor, el mundo estaba lleno de figuras y mitos divinos, plasmados a menudo con gran arte, interpretados por una profunda sabiduría, pero que, en definitiva, eran una nada. Dice el salmo, a continuación: Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos. De este versículo nos ocuparemos todavía en especial al final de nuestra meditación, de modo que, por el momento, lo dejamos fuera de consideración. Continúa diciendo el salmo: La casa de Israel1 confía en el Señor: él es su auxilio y su escudo. La casa de Aarón confía en el Señor: él es su auxilio y su escudo. Los que temen al Señor confían en el Señor: él es su auxilio y su escudo. Frente a los dioses e ídolos vanos se levanta el Viviente, el que se ha revelado en el Sinaí al pueblo llamado; «el Señor», que no necesita de cosa alguna, que no depende de ningún pueblo, pero que, por libre gracia, ha llamado a uno de ellos para que sea su
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pueblo y él, su Dios, y para llevar, desde ese pueblo, a través de la historia santa, la salvación a todos los pueblos. En él confían la «casa de Israel» y la «casa de Aarón», dos tribus del pueblo mencionadas en representación de todas las demás. En él confían todos «los que temen al Señor». Esto no significa tener miedo de él, sino experimentar en él al Santo; al Inaccesible que, sin embargo, se ha hecho cercano; al único real que, por gracia, vuelve hacia los suyos su terrible poder. Por eso, significa retroceder ante todo lo que está en contradicción con él, pero, al mismo tiempo, confiar en él, ilimitadamente, más allá de todos los poderes finitos. De él procede también la «bendición». Solo puede bendecir realmente el que ha creado. La bendición de Dios es como una continuación de la creación dentro del tiempo. La bendición hace que lo que ha llegado a existir tenga subsistencia; que lo que está en proceso prospere; que lo viviente tenga fruto. Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga, bendiga a la casa de Israel, bendiga a la casa de Aarón; bendiga a los que temen al Señor, pequeños y grandes. Esta bendición proviene de una profundidad sagrada, de la interioridad de Dios –si se permite hablar de esta manera–, del ánimo que él tiene hacia los suyos, de quienes él se «acuerda», a quienes no olvida, sino que los tiene inmutablemente presentes. Y ahora, al discurso meditativo y orante se contrapone un discurso diferente. Como puede suponerse, este brota de la acción. Un titular de potestad, tal vez un sacerdote, asume de alguna manera la bendición de Dios entre sus atribuciones y la pronuncia en palabras litúrgicas: Que el Señor os acreciente, a vosotros y a vuestros hijos. Benditos seáis del Señor, que hizo el cielo y la tierra. A ella responde el coro de sus destinatarios: El cielo pertenece al Señor, la tierra se les ha dado a los hombres. Los muertos ya no alaban al Señor,
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ni los que bajan a las profundidades2. Nosotros, los que vivimos, bendeciremos al Señor ahora y por siempre. Una vez más aparece aquí la referencia a la inaccesible majestad de Dios: el cielo es el reino que le está reservado, pero él ha dado también a los hombres un reino: la tierra. Nace un sentimiento profundo: tener en la tierra espacio y derecho para vivir y trabajar. Los que aquí hablan toman consciencia de las raíces de su ser. Estas raíces están en la tierra. Dios las ha hundido en ella. El sentimiento es tanto más profundo en cuanto el ser humano que aquí habla no tiene todavía verdadera consciencia de la vida eterna. Si bien la muerte no aniquila, significa, sin embargo, un «bajar a las profundidades», a un reino de sombras bajo la tierra. Así se acumula todo el sentimiento de existencia, de vida, de comprensión del mundo, de labor en el tiempo concedido a uno sobre la tierra. Huelga insistir aquí de forma especial en que esto no tiene nada que ver con materialismo. Antes bien, tiene un significado especial en el contexto del orden salvífico, sobre el que aquí no podemos hablar. Pero regresemos ahora al versículo que habíamos reservado y que dice, acerca de los dioses y los ídolos: Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos. Una frase tremenda –especialmente frente al esteticismo y la ligereza con la que hoy se habla de «dioses»–. Tenemos que comprenderla sobre el trasfondo de las palabras que constituyen el acta de fundación de la naturaleza humana. Están en el Génesis, en el capítulo primero, y rezan: «Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”» (1,26). Dios, que está por encima de toda imagen, creó a un ser en el que aparece su gloria. Él vierte –si se permite hablar de esta manera– la plenitud infinita e indescriptible de su esencia en una imagen finita, y eso es el hombre. El hombre es imagen y semejanza de Dios, pero: ¿en qué consiste esa condición? La Escritura la determina diciendo que Dios mismo ejerce el señorío, y que él concedió también al ser humano hacer lo propio. Pero este «también» tiene que entenderse correctamente: Dios ejerce el señorío por esencia, porque él es Dios; el hombre lo ejerce por gracia, porque Dios le regala poder ejercerlo. El hombre está en relación de obediencia con Dios; por eso el mundo le obedece. Conociendo, juzgando, actuando y
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plasmando, él da forma al mundo como su reino; y como él mismo se encuentra al servicio del Señor supremo, su reino se convierte en reino de Dios. Esta es la condición de imagen y semejanza. Si el hombre hubiese perseverado en esa condición, se habría hecho cada vez más «semejante» a Dios. Se habría apropiado de forma cada vez más perfecta del mundo y lo habría devuelto con un amor cada vez más puro a Dios. Pero se rebeló, quiso ejercer el señorío por su propia gracia, poseer el mundo para sí. El resultado fue su caída en sometimiento al mundo. Traicionó al verdadero Señor y, por eso, el mundo pasó a ser su dios. Los dioses son expresión de esto mismo: concentraciones de aquel poder que el mundo adquirió sobre el hombre cuando este apostató de Dios. Así, el hombre, que debía ser imagen y semejanza de Dios, se hizo semejante a los dioses. Lo que esto significa podrá hacerse más claro pensando no solo en Apolo y Atenea, sino contemplando también las figuras oscuras, terribles y repugnantes a las que los hombres han dado gloria. Entonces, la mirada se habrá desencantado lo suficiente como para ver también en los dioses olímpicos más brillantes la vacua frialdad, el anónimo «ello». Tenemos que dejar que esta verdad nos interpele de cerca. Lo que es el hombre no se determina, en última instancia, por él mismo, sino por la divinidad en la que cree. Los racionalistas suelen decir que el hombre piensa lo divino según el deseo de su carácter, de su temperamento, de sus necesidades vitales. Sin duda, esto interviene también. Pero, en lo esencial, es a la inversa: según la índole que tenga lo divino en que el hombre cree, así se hará también él. Y si no cree en ningún ser divino, entonces lo que determine su interioridad más íntima será esa nada absoluta. Por ejemplo, si un hombre es consciente de que Dios lo ha creado por su llamamiento, de modo que, por esencia, es un ser llamado, si ve las diferentes situaciones de su vida como formas en las que ese llamamiento se hace urgente, y su propio actuar humano como respuestas suyas a tal llamamiento, entonces el núcleo de su persona se hará cada vez más firme, seguro y libre, su esencia, más rica y más llena de eternidad. Pero si piensa a Dios a la manera del panteísmo, como el espíritu universal o el misterio primordial, o como el fondo esencial del mundo, entonces no existe un tú puro y comprometedor, sino solo una indeterminación difusa. Entonces, la indeterminación se introduce también en su ser más íntimo y él pierde la capacidad de decir claramente, en las cuestiones decisivas de la existencia, «sí» o «no», «así, y no de otro modo»… Y si quiere regresar de nuevo a lo mítico, como en los doce años de locura en que debían revivir los dioses germánicos,3 o como en filósofos y estetas, que afirmaban que
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los dioses griegos eran para ellos una realidad vigente, entonces hace su entrada en el ser humano la falta absoluta de seriedad, pues los dioses son «nadas», cualquiera sea la forma en que aparezcan –política, filosófica o estética–. Pero si se niega lo divino de forma general y absoluta y se lo extirpa, si impera el positivismo o el materialismo radical, surge en lo hondo del ser humano un fiero vacío. Y aunque sea tapado por la coacción del poder, por el ruido del progreso, por la apariencia del bienestar, ese vacío está presente, torna al hombre indefenso en lo más íntimo, de lo cual puede aprovecharse el poder del Estado. El Dios en el que creemos, el Dios vivo y libre, es nuestro apoyo y nuestra protección. No lo olvidemos. En la medida en que él desaparece de la consciencia del ser humano, la esencia humana se corrompe, el hombre no sabe ya quién es. Por exacta que sea su ciencia, avanzada su técnica y refinada su cultura, en verdad quedará sin lugar y sin apoyo, expuesto a toda mentira y toda violencia. Así nos lo dice, exactamente, el salmo: el hombre se vuelve como el Dios en el que cree. Esta es la tremenda experiencia que se expresa en nuestro salmo. El pueblo que estaba en Egipto y experimentó allá lo que son los dioses, reconoce quién es el Dios viviente. ¡Y esto nos atañe! La decisión fundamental de nuestra vida consiste en que reconozcamos quién es él frente a las divinidades e impiedades en la política, en la cultura, en la poesía, y dondequiera. Solo porque Dios ha puesto los fundamentos de su ser es el hombre lo que es. Solo percibiéndose a sí mismo de Dios seguirá estando seguro de sí mismo. Solo en el ser llamado por Dios podrá decir, absolutamente hablando: yo. Pues toda su existencia no es otra cosa que la respuesta a la llamada creadora: ¡tú!, ¡existe!
1. «La casa de» no figura en BCEE. 2. «A las profundidades»; BCEE: «al silencio». 3. Referencia del autor a los doce años que duró el régimen nazi en Alemania (1933-1945).
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Júbilo por el Rey SALMO 95 (96)
Un grupo característico dentro de los salmos es el de los salmos reales o, dicho más exactamente, de los salmos de «Dios, el rey». Para comprenderlos hay que considerar qué es lo que constituía el núcleo de la consciencia religiosa de los fieles en el Antiguo Testamento: el hecho de que Dios había hecho historia con ese pueblo de una forma especial, como no se reitera en ningún otro lugar. ¿Cómo se dio esto? El Antiguo Testamento relata en el capítulo 12 del libro del «Génesis» cómo Dios llama a un hombre llamado Abrán –a quien más tarde se da el nombre de Abrahán– a salir de su tierra natal, y lo lleva a Canaán. El clan y sus miembros crecen en número y en bienestar material, pero, más tarde, sobreviene un tiempo difícil de sequía y hambre, y migran al país que, en aquel entonces, servía de refugio: Egipto. Primeramente, gozan de favor, pero más tarde, la actitud de los soberanos y del pueblo cambia, y son esclavizados. Tras largo tiempo, Dios llama de nuevo a un hombre, a Moisés, y, por medio de él, conduce al pueblo a la libertad. Pero en la península del Sinaí ocurre algo que solo acontece esa única vez en la historia: Dios sella con el pueblo una alianza. Esta alianza se expresa en una idea que reaparece con frecuencia, por ejemplo en el libro del Levítico: «Me pasearé en medio de vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (26,12). La frase tiene que entenderse en un sentido especial. No en el de que todo pueblo sea pueblo de Dios por ser él Creador y Señor de todos. Tampoco según el modo en que la consciencia mítica hablaba de la divinidad de un pueblo como de su fundamento vital. Aquí se inicia algo extraordinario: Dios llama a este pueblo y quiere hacer con él historia, una historia cuyo contenido es la salvación de los hombres, que se realiza en el reino de Dios. Al pueblo de Israel se le habían concedido a la vez que impuesto grandes cosas: ser un pueblo entre otros, poseer una tierra, tener una constitución, crear una cultura, superar guerras, todo ello como cualquier otro pueblo. Pero no bajo la conducción que tenían todos los demás pueblos, o sea, guiados por la sabiduría de soberanos, por la prudencia de legisladores, por la pericia de estrategas, etcétera, es decir, a partir de las iniciativas
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normales de las cuales surge la historia en los demás casos, sino bajo la conducción inmediata de Dios, proclamada por aquellos a quienes él llamaba. No es fácil explicarse qué significaba esto. No era lo que la historia de la cultura entiende por «teocracia». Esta significa una forma de gobierno que se encuentra en un estadio primitivo de desarrollo. En ella, un pueblo que no conoce todavía los valores políticos naturales y las correspondientes formas de vida es dirigido en nombre de una divinidad por sacerdotes, para avanzar después a formas oligárquicas o monárquicas. Aquí se trata de algo diferente. Toda la vida de este pueblo debía ser una vida a partir de la fe. Pero de una fe que no tenía por objeto verdades situadas en el ámbito trascendente del misterio, fuese en la altura o en la interioridad, sino en realidades de la tierra, de la historia. Una fe, una confianza de una dureza que uno estaría tentado de calificar de sobrehumana, siempre en peligro de quebrarse frente a las pruebas a las que se veía constantemente sometida. De esta exigencia tenía que brotar un conflicto tras otro. Por ejemplo: Saúl, el estratega, juzga que ya es hora de lanzarse contra el ejército filisteo. Pero, en contra de ello, el profeta Samuel ha anunciado la orden de Dios: Saúl debe esperar hasta que él mismo, Samuel, haya ofrecido el sacrificio. Sin embargo, Samuel no llega, y el ejército comienza a dispersarse (1 Sam 13,4ss.)… O el rey Joaquín juzga que es políticamente prudente aliarse con la potencia de Egipto en contra de los babilonios, bajo cuya soberanía se encuentra el Estado judío. Pero la orden de Dios por medio del profeta Jeremías reza: no, sino permaneced en alianza con los últimos, a pesar de que os han hecho sufrir amargas humillaciones (Jer 27)… Se está recogiendo la cosecha, cada día es necesario para la labor, pero el mandamiento del sabbat prohíbe el trabajo. Y hasta llegar a aquellos mandamientos que parecen contradecir toda razón, como el del año sabático, que se reitera cada seis años, y en el que «la tierra gozará de descanso», no se cultivará el campo, no se podará la viña, pero se promete que todos tendrán suficiente alimento con lo que crece espontáneamente (Lev 25,1ss.). Si después la razón natural decía que era una insensatez, la respuesta era: Dios lo manda y él garantiza que todo saldrá bien. Un último eco de esta característica lo escuchamos todavía hoy en la promesa aneja al cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra» 1 –«en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar», decía originalmente (Éx 20,12)–. Pero para que una existencia semejante sea posible, este pueblo tiene que haber tenido
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una experiencia religiosa especial, es decir, la consciencia viva e inmediata de que Dios está con él. Y no como cualquiera cree en Dios y en su Providencia, sino en un sentido especial. Una vez dictada la ley en el monte Sinaí, y habiendo llegado el tiempo de partir a la larga marcha por el desierto, Moisés dice a Dios una extraña frase: «Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí» (Éx 33,15). Moisés no quiere decir que Dios tiene que acompañarlos con su gracia, sino de forma expresa y personal, como un estratega acompaña a su ejército. No se entiende la existencia en el Antiguo Testamento si no se ve en su núcleo la consciencia de una presencia inmediata de Dios con su poder, gobernando, actuando, conduciendo la historia. En especial durante la larga marcha por el desierto tiene que haberse producido una y otra vez que el pueblo se sintiera inundado por la percepción de esta presencia y estallara el júbilo por el rey: por el Dios-rey, que se manifestaba a su pueblo. De esta vivencia surgieron los salmos reales. Uno de ellos, el número noventa y cinco en el libro de los Salmos, reza así: Cantad al Señor un cántico nuevo cantad al Señor, toda la tierra: cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación2. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones; porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son hechura de manos humanas3, mientras que el Señor ha hecho el cielo; majestad y belleza4 lo preceden, poder y esplendor5 están en su templo. Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor; aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas. Postraos ante el Señor en santo ornato6,
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tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey: él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente». Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega para regir la tierra: regirá el obre con justicia y los pueblos con fidelidad. Si detrás de estas palabras sentimos la vivencia de la cual hablábamos, si percibimos el estallido del júbilo por el Dios-rey, ¡cuánta vida cobrarán entonces! Se ha de cantar «un cántico nuevo». ¿Qué circunstancia arruina la más santa de las oraciones? Que la palabra se vuelva «vieja», gastada. El salmista dice que el cántico debe ser «nuevo». Dejemos en suspenso la cuestión de si tal novedad significa que el salmo haya surgido en ese momento o que a, partir de la fuerte vivencia del momento, produzca la sensación de no haber sentido nunca antes algo semejante o de que nunca antes se lo haya dicho como ahora. El cántico debe entonarlo «toda la tierra». El señorío de Dios en este pueblo debe irradiarse a todos los pueblos. «Su nombre» ha ser bendecido, y el nombre de Dios es él mismo. Todos deben dar testimonio de la «salvación» que él regala y que experimentan sus fieles… Deben contar «sus maravillas a todas las naciones»: la liberación de Egipto, la conducción por el desierto, la victoria en algunas batallas, el bienestar en la tierra que les fue concedida. «Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses». Como vemos, aquí «los dioses» son simplemente nada. Sus templos e imágenes, sus mitos y cultos llenan el mundo circundante: Egipto, Babilonia, Asiria, Persia. Figuras de magnitud y belleza religiosa, que tienen que haber sido imponentes. El mundo está lleno de ellas. En medio de ese mundo vive este pequeño pueblo y da testimonio de que todos esos dioses son en sí mismos «nada», viven solamente por la ceguera de los hombres, pero en virtud de eso mismo tienen poder, un poder grande, a
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veces arrollador. Sin embargo, solo uno es real, él, el Señor de la alianza del Sinaí. «Pues los dioses de los gentiles son hechura de manos humanas», concentraciones del misterio de la naturaleza por obra de la imaginación del hombre. «Mientras que el Señor ha hecho el cielo». Él no necesita del mundo para existir; no necesita del espíritu poético del hombre para vivir. Él existe a partir de sí mismo y antes que toda otra realidad. «Majestad y belleza lo preceden, poder y esplendor están en su templo»: los atributos del rey del cielo se condensan en figuras que lo rodean. Por tanto afán de libertad y tanto culto a la personalidad hemos olvidado la naturaleza de la majestad: santidad que vive y reina. Y «belleza, poder y esplendor» designan la gloria luminosa de Dios de la que hablan los profetas con palabras tan conmovedoras (cf. Is 6). A este Dios deben alabar las «familias de los pueblos» de la tierra; deben entrar en el lugar sagrado «en santo ornato», traerle su ofrenda con vestiduras festivas. Desde allí, la alabanza al Dios-rey tiene que pasar a la creación entera. También ella tiene que incorporarse al júbilo por el rey. La tierra debe estremecerse en un éxtasis universal; el cielo, brillar de alegría; el mar, bramar a voces con la inconmensurable vida que contiene; deben resplandecer los campos, animales y árboles. Lo que tiene vigencia constante, pero dormita en la envoltura cotidiana –el hecho de que han sido creados por Dios, de que él los habita y gobierna por entero–, eso mismo debe desvelarse en una epifanía de Dios a través de todo lo que existe. Este es el júbilo real. Pero ¿qué ha pasado con la posibilidad de que Dios ejerciera su dominio en un constante milagro, y de que el pueblo le obedeciese en una fe que trasciende la razón? Cosas inefables podrían haber surgido de ello, pero no se dio. No debemos olvidar que nuestra existencia creyente se basa en una oscura tragedia: al comienzo, la destrucción del paraíso y de sus inimaginables posibilidades… Después, en el Sinaí, el pueblo llamado acepta, por cierto, el reinado de Dios, pero se rebela constantemente «con dura cerviz» contra él, de modo que el relato de la marcha por el desierto es el de una lucha constante de Moisés contra la resistencia del pueblo. En tiempos del último de los «jueces», el pueblo exige un rey terreno «como se hace en todas las naciones». Y cuando Samuel se indigna por esa obcecación, Dios le dice: «Escucha la voz del pueblo en todo cuanto te digan. No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que no reine sobre ellos. Según han actuado, desde el día que los hice subir de Egipto hasta hoy, abandonándome y sirviendo a otros dioses, así hacen también contigo (1 Sam 8,6-8). La historia de los reyes, que deberían haber sido procuradores de Dios, es
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un constante alternar entre fidelidad y apostasía, y los que apostatan son más que los que mantienen la fidelidad… Cuando, finalmente, entra en la historia aquel a quien habían anunciado los profetas, el Mesías, el Hijo de Dios, y quiere instaurar el reino de Dios en la plenitud de la gracia, es procesado por arrogarse dignidad real y clavado en la cruz… Así sucedió. A veces hay que considerar todo esto. No debemos darnos por contentos con algunas sentencias del catecismo. Vivimos en referencia a un tremendo contexto, a un acontecimiento que se extiende desde los inicios del género humano hasta la hora actual, y hacia una meta de la que el Señor ha dicho: nadie sabe cuándo se alcanzará, «el día ni la hora». En medio de este acontecimiento vivimos nosotros. Los poderes del mundo se han separado del Señor divino y se han emancipado de forma cada vez más decidida. Y ahora vivimos una nueva época de este proceso: grandes Estados, casi la mitad de la Tierra, no dicen solamente: ¡sin Dios!, sino también: ¡fuera Dios! No solo liberalizan la negación de Dios, no solo la alientan, sino que persiguen la fe, la destruyen con tal perfección metódica en los adultos, en el espíritu y el corazón de los niños, que, en comparación, la hostilidad del Imperio romano parece casi inofensiva. Sí, el signo bajo el que se encuentra todo no es solo el anuncio de que Dios «ha muerto», es decir, que no actúa más como vivencia, como motivo histórico, sino la voluntad de «matarlo», de destruir el órgano religioso, la voluntad de asesinar a Dios. De ese modo se plantea, acuciante, la pregunta: ¿Qué podemos hacer? La respuesta nos la da Cristo. La primera frase que de él se relata dice: «Está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). «Entonces –continúa tácitamente la frase–, el reino llegará». No en el sentido del reino escatológico al fin de los tiempos, cuando Cristo venga nuevamente para el juicio, sino de inmediato, dentro de la historia, cambiando las condiciones de la existencia creyente. Esto no ha sucedido, pues los llamados por el mensaje de Jesús «no lo recibieron» (Jn 1,11). Pero su palabra no ha sido eliminada. El reino de Dios no está «ahí», pero está continuamente «llegando»: en cada uno de nosotros, cuando «nos convertimos» y «creemos», en cada comunidad, en cada obra, en cada etapa histórica, cuando se abre al llamamiento. Por supuesto, llega con esfuerzo, atribulado desde dentro y desde fuera, en la esperanza de que, una vez, el Señor vendrá victorioso, cuando llame a la historia entera a presentarse en su juicio, y la victoria se haga manifiesta.
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Es una idea maravillosa pensar que, a mí, a toda mi pobreza, puede llegar el reino de Dios. El reino de Dios puede llegar a mí tal como soy, tal como vivo, tal como ejerzo mi profesión, tal como es mi familia, tal como llevo mi destino. Puede llegar en cada pensamiento, en cada acción que obedece a la llamada. Este es el misterio de la nobleza de Dios: que él no impone su reino, sino que lo hace dependiente de nosotros, de nuestra aceptación. Él, el Omnipotente, confía su honor de rey a nuestra disponibilidad. Si no lo queremos, ese honor no obtendrá en nosotros el reconocimiento que le corresponde. Si solo lo queremos con voluntad tibia, se dará con dificultad y ensombrecido. Constantemente somos nosotros los que le abrimos o le cerramos la puerta: en cada pensamiento, acción, omisión y sufrimiento.
1. Formulación catequética tradicional alemana del cuarto mandamiento. El autor menciona aquí la diferencia con el texto bíblico, donde aparece la referencia a la tierra prometida. La respectiva formulación tradicional en español reza: «Honrarás a tu padre y a tu madre». 2. «Su salvación»; BCEE: «su victoria». 3. «Son hechura de manos humanas»; BCEE: «no son nada». 4. «Majestad y belleza»; BCEE: «honor y majestad» 5. «Poder y esplendor»; BCEE: «fuerza y esplendor». 6. «En santo ornato»; BCEE: «en el atrio sagrado».
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La creación del mundo SALMO 103 (104)
La primera frase de la Sagrada Escritura reza: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra», es decir, el mundo, todas las cosas. Estas palabras se dicen fácilmente, pero, ¿comprendemos desde dentro de lo que dicen? Intentemos pensar lo siguiente: nada que sea finito «es». Pero Dios «es», simplemente. No es posible que él no sea. Ser: ese es su nombre. Así se reveló cuando, en el monte Horeb, dijo: «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). En pura libertad, desde la inescrutable profundidad de su propia decisión, Dios quiere que el mundo llegue a ser, y el mundo adquiere ser. El mundo no es sin más, no es por esencia, sino en virtud de la voluntad de Dios. Este paso al ser no podemos comprenderlo con el pensamiento, pero procuremos aproximarnos a él con el sentimiento y vislumbrar el misterio de esta acción omnipotente de Dios. Se trata de un acontecimiento que está más allá de las medidas de todo acontecer. Algo para cuya realización, hablando humanamente, no solo hace falta sabiduría y poder, sino también magnanimidad, osadía, entusiasmo. Pero ¿qué significan estas palabras cuando se refieren a Dios? Aquí está actuando ya aquel que hace posibles las cosas primordiales, el impetuoso y ardiente, el Espíritu Santo. Las dos frases siguientes del comienzo de la Escritura dicen: «La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas», o, en otra traducción: «el viento huracanado del espíritu soplaba sobre las aguas». «Mundo» es inmensidad inabarcable de energías y formas, tejido de interrelaciones que se extiende a una magnitud cada vez más imponente y se contrae en dimensiones cada vez más diminutas. Todo eso ha sido pensado, querido, realizado por Dios. Nada estaba previamente dado para él: no tuvo modelos ni materiales. Todas estas formas y ordenamientos, tan llenos de verdad, en cuya penetración la ciencia trabaja sin cesar, para reconocer, una y otra vez, que se siguen extendiendo hacia lo aún desconocido; esta plétora de valor y de sentido por la que el corazón del hombre se siente impactado siempre de nuevo sin poder acabar nunca de hacer esta experiencia… todo eso ha sido
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creado por Dios. Esto no puede ser solamente el resultado de una realización de adusta, aunque grandiosa sobriedad. No: hay allí una profundidad que se abre, hay pensamiento, llama y poder creadores. Busquemos para ello un símil en los diferentes ámbitos de las realizaciones humanas. Cuando a un hombre genial le llega la inspiración, siente que el fruto no es el mero resultado de su pequeño cálculo y acción, sino que viene de otra parte, aunque es él quien lo produce. Siente que es una cosa mayor que él, pero sabe que, sea con felicidad o con tribulación, es él mismo el que está actuando. De Beethoven se cuenta que, cuando percibía que se anunciaba en él una nueva obra, sentía frente a lo que, entonces, iba a tener que atravesar, un espanto que le llegaba hasta lo hondo del corazón… ¡Cómo ha de ser esto en Dios! ¡Cómo ha de ser para él el acto de crear! Y realmente «crear», pues, en realidad, el hombre no debería utilizar en ningún caso esta expresión para designar su propia acción. Él no puede hacer surgir lo más mínimo de la nada al ser, sino solo trabajar con lo que ya existe, convertir algo ya formado en material para nuevas formaciones. Pero Dios crea. No existe nada, y él hace que algo exista. No hay esencias, pero él concibe la inconmensurable plenitud de formas llenas de sentido que se llama «mundo». No lo hace con seca habilidad, no porque quiera alcanzar con ello objetivo alguno, sino en soberana libertad, con liberal sobreabundancia y, al mismo tiempo, con la más fina precisión. Y – hablamos con humana insensatez, pero ¿cómo habríamos de hacerlo, de otro modo?– ¡qué huracán de éxtasis tiene que haberlo embargado al hacerlo! Pero, después de haber intentado encontrar palabras que sugirieran lo tremendo que allí sucede, la conciencia nos llama al orden: ¿qué estás haciendo? ¿Crees realmente que puedes aproximarte a él por medio de imágenes de aquello que excede toda magnitud? Por eso, coloquemos todo lo dicho dentro de aquello que expresa, por vez primera, la verdadera omnipotencia: la ausencia total de esfuerzo del puro mandato que dice: «¡Exista!». También esto, la libertad fácil, que no sabe de esfuerzo ni de ruido, también ella está en el Espíritu Santo, para quien la secuencia del oficio de Pentecostés tiene una palabra de tan pura experiencia: lux beatissima, «luz beatísima». Él es el Creator Spiritus, el «Espíritu creador». Todo ha sido creado en él. Por eso, lo creado es «nuevo». La obra humana, en el fondo, es siempre «vieja». Ya lo es al surgir, pues da forma a algo preexistente. Lo que Dios crea es nuevo, nuevo desde el puro comienzo, sin antecesores.
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De esta alegría de Dios por su acto creador habla el salmo. No tanto por medio de palabras explícitas –aunque tampoco faltan; pronto las oiremos– como por la fuerza de las imágenes, la vibración de las frases, el movimiento interior que lo atraviesa todo. Comienza con la invocación de la magnificencia de Dios: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. Extiendes los cielos como una tienda, construyes tu morada sobre las aguas; las nubes te sirven de carroza, avanzas en las olas del viento; los vientos te sirven de mensajeros; el fuego llameante, de ministro. Nos encontramos aquí con la imagen temprana del mundo. En ella, la tierra es una realidad firmemente fundada, que nada sabe de las leyes de la rotación cósmica. Sobre ella se eleva aquello que todavía hoy llamamos «el firmamento»: la bóveda elevada y clara que lo abarca todo. Aquí, en el lenguaje del pueblo pastoril, se lo llama «tienda». Una vez más resplandece la «morada» de Dios, el lugar inaccesible en que él reina… Esta representación ha sido superada hace mucho tiempo por la ciencia. Pero no debemos olvidar que es la imagen que se ofrece a la vista, en la que vivimos cuando simplemente vivimos. En el concepto del mundo propio del Antiguo Testamento tenemos que tener presentes dos cosas. Por un lado, que no hay en él nada de panteísmo. El panteísmo es impureza del espíritu. Donde habla el Espíritu de Dios no hay lugar para él. Solo Dios es Dios; el mundo es solo criatura. Justamente en ello el mundo es real, tiene esencia y sentido. Esta es la primera claridad que coloca todo en su lugar correcto. Pero Dios está presente en todo. Se manifiesta en todo. La mirada creyente ve en la amplitud del espacio su grandeza, en la claridad de la altura su manto. Y qué luminoso será él mismo, luz sobre toda luz, si los rayos del sol y de la luna son para él un velo que lo cubre como un manto. En todo acontecer ejerce él su conducción. Cuando en la tormenta pasan veloces las
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cargadas nubes, es él quien vuela en ellas haciendo resonar oscuramente sus truenos. Y la tormenta es, a su vez, un poderoso pájaro que lleva sobre sus alas al Señor. Y los vientos son sus mensajeros, el «fuego llameante» del rayo, su ministro. Para nosotros, los vientos se han convertido en meras corrientes de aire en las que se compensan las diferencias de temperatura y presión; el rayo, una descarga eléctrica, diferente de la chispa que se produce en el juguete solo en cuanto al tamaño. La ciencia ha determinado los procesos y los ha hecho transparentes, y esto ha sido correcto y ha estado bien. Pero ¿es esto todo? Si no hubiese nada más, ¿no sería el mundo tenue y pobre? ¿No han vislumbrado los hombres desde siempre que, en todas las manifestaciones, está hablando el misterio de la obra de Dios? El salmo continúa ahora su relato del surgimiento de las cosas: Asentaste la tierra sobre sus cimientos, no vacilará jamás: la cubriste con el manto del océano, y las aguas se posaron sobre las montañas; pero a tu bramido huyeron, al fragor de tu trueno se precipitaron, mientras subían los montes y bajaban los valles: cada cual al puesto asignado. Trazaste una frontera que no traspasarán, y no volverán a cubrir la tierra. Primeramente, Dios crea el fundamento: la tierra. En efecto, el mundo del salmo no es el cósmico-natural, sino el mundo de la existencia, en el que vive el hombre, en el que se desarrolla la historia, en el que se decide la salvación. Así, el Creador funda primeramente el lugar firme para este acontecimiento: la tierra. Al comienzo hay en ella caos, aguas primordiales, campo de las potencias originarias. Pero también ellas tienen un Señor: él. Él «brama» conminando su despliegue incontrolado, y ellas sienten temor de su ademán. Él les pone límite y orden, y surge el ámbito para la vida humana. Nuevamente se hace presente la imagen de la tormenta: las aguas se precipitan «al fragor de su trueno». Se escucha aquí el eco de un remoto pasado, tal vez del diluvio, tal vez de algo más antiguo aún, de sucesos primordiales… En la imagen del presente, que todos pueden ver –una tormenta, un terremoto– se hace eco el oscuro pasado y llena de
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temblor. Los salmos se expresan a menudo de esta forma: hay algo en el presente, pero, detrás de él, están incidiendo cosas del pasado remoto, o del futuro. Ambas cosas son profecía, para la cual se hacen transparentes los tiempos. Después, la superficie de la tierra se articula, y con qué grandeza se traducen en movimiento sus formas: los montes se levantan, los valles se abajan, cada cosa halla su «puesto asignado». El caos desaparece y surge el orden: en él puede vivir el hombre. De los manantiales sacas los ríos, para que fluyan entre los montes; en ellos beben las fieras de los campos, el asno salvaje apaga su sed; junto a ellos habitan las aves del cielo, y entre las frondas se oye su canto. Desde tu morada riegas los montes, y la tierra se sacia de tu acción fecunda. Para valorar correctamente estos versos tenemos que pensar en el hombre de las tórridas tierras del Sur, para el que el agua que corre es de indecible valor. Esas aguas son las que Dios hace brotar de los manantiales, correr por los ríos, y todo ser viviente vive de ellas. Los árboles crecen, animales de toda especie prosperan, y el polifónico canto de las aves llena la fronda. Del acto creador de Dios viene lo que se desarrolla en la tierra… Recordamos lo meditado anteriormente. Para la imagen antigua del mundo no hay energías ni leyes de la naturaleza. Todo acontecer proviene inmediatamente de la iniciativa de Dios. Del mismo modo sucede en las inscripciones antiguas. El rey dice: «He erigido esta y aquella ciudad, y construido tantas y tantas naves, librado esta y aquella guerra», pero los constructores que planearon, los esclavos que movieron las piedras, los guerreros que lucharon, desaparecen. Solo se nombra al soberano y la obra que ha ordenado. De ese modo se piensa también la relación de Dios con el mundo. Todo lo que sucede es inmediata obra suya. Haces brotar hierba para los ganados, y forraje para los que sirven al hombre. Él saca pan de los campos, y vino que le alegra el corazón; aceite que da brillo a su rostro,
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y el pan que le da fuerzas. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó: allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. Los riscos son para las cabras, las peñas son madriguera de erizos. Es la vida en la tierra en la riqueza de sus formas, de plantas y animales. La Escritura no conoce una naturaleza abandonada, que girara solo en torno a sí misma. La naturaleza está siempre relacionada con el hombre. La historia natural desemboca en la historia de los hombres. Hiciste la luna con sus fases, el sol conoce su ocaso. Pones las tinieblas y viene la noche, y rondan las fieras de la selva; los cachorros del león rugen por la presa, reclamando a Dios su comida. Cuando brilla el sol, se retiran y se tumban en sus guaridas; el hombre sale a sus faenas, a su labranza hasta el atardecer. Entonces, el corazón del salmista se estremece: ¡Todo es tan grande! ¡Tan lleno de vida! ¡Tantas formas por todas partes! Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. Ahí está el mar: ancho y dilatado, en él bullen, sin número, animales pequeños y grandes; lo surcan las naves, y el dragón,1 que modelaste para que retoce. En la antigua traducción latina, el que habla se encuentra en espíritu a orillas del mar:
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Ecce mare, spatiosum manibus, dice: «¡He ahí el mar, tan espacioso para las manos!». Percibimos el ademán de abrirse para abrazar la amplitud. Pero es demasiado grandiosa como para que el hombre pueda medirla. Y, en el mar, el número de seres y formas es incontable. Así es: en sus profundidades comienza la vida de los animales. Dice el relato de la creación: «Dijo Dios: “Bullan las aguas de seres vivientes, y vuelen los pájaros sobre la tierra frente al firmamento del cielo”. Y creó Dios los grandes cetáceos y los seres vivientes que se deslizan y que las aguas fueron produciendo según sus especies, y las aves aladas según sus especies. Y vio Dios que era bueno. Luego los bendijo Dios, diciendo: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad las aguas del mar; y que las aves se multipliquen en la tierra”» (Gén 1,20-22). Este mar es también el ambiente para el hombre, para sus naves, camino que une países y pueblos. Y en él, enorme e inquietante, «el dragón». Tal vez se hace referencia con él al mayor de los seres vivientes, la ballena; tal vez sea también un animal misterioso, el Leviatán. Es difícil decirlo. En cualquier caso, tampoco este sería un ser del mundo mítico del paganismo, sino creado por aquel para quien también ese monstruo es fruto de su arbitrio soberano. ¡Y qué grandiosidad de pensamiento: el Señor, en su altura, lo ha creado «para que retoce» en el mar. Casi se estaría tentado de pensar que, sobre esa enorme imagen, pasa algo así como un destello de humor. Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo: se la echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes. Cualquiera sea el alimento que tome el animal, sean plantas o la presa apropiada para él, siempre es la mano de Dios la que se lo alcanza. Y si el favor divino es negado, por ejemplo, cuando llega la sequía y decae el crecimiento, cuando una tormenta lo destruye, o cuando se desata una enfermedad, todo eso significa siempre que Dios oculta su rostro con rencor, y no hay vida que pueda sostenerse. Pero, después, las cosas vuelven a su estado positivo, se suscita nuevo crecimiento, y crías jóvenes comienzan a vivir, pues Dios es benévolo. Escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran
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y vuelven a ser polvo; envías tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. El surgir, perecer y renacer de la vida no son para el salmista un acontecimiento meramente natural, sino una acción constante del señorío divino. Su poder despierta la vida y la hace prosperar; su poder determina el fin de la vida y la llama a surgir de nuevo. En este contexto aparece nuevamente con claridad cuál es la clave de comprensión: el «espíritu» de Dios, su hálito creador. Al comienzo decíamos que, en el fondo, todo el salmo habla acerca del Espíritu Santo, el Autor, el Señor de las figuras de sentido. Decíamos que el Espíritu Santo se hace perceptible a través del movimiento que vibra en todas las frases, de la emoción de realizar, de la medida superabundante de magnificencia. Tal dimensión se hace patente a través de la palabra «espíritu». La historia de la palabra muestra que se unen en ella varios significados. En primer lugar, el de la respiración, esa realidad misteriosa que no se puede ver pero que se siente, que entra y sale constantemente del pecho, que hace posible la voz y el habla y hace que exista la vida. Después, el viento, el aliento del mundo, también él invisible pero real, desde la brisa hasta el huracán: de él no se sabe «de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). Después, el alma, lo interior, que no puede aprehenderse pero es muy intenso, que siente el dolor, la alegría y el deseo, que sabe y quiere, y tiene un existir enigmático en el sueño. Así, el concepto pasa al del espíritu, sobre todo de aquel espíritu que vislumbra y ve, que despierta en la inspiración del profeta… Todo ello confluye en el concepto del Espíritu de Dios. O, dicho más exactamente, se convierte en material a través del cual se expresa la experiencia de su infinito poder creador. Ese poder se manifiesta de forma avasalladora en Pentecostés, cuando la entrada del Pneuma en la historia se hace visible a través del poder de los elementos del viento y de la llama, a través del anuncio profético y del renacimiento interior. El hálito de Dios es el que obra en todo. Él es el que se manifiesta en el movimiento interior del salmo. Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Versículos magníficos, interiormente llenos de reverencia y cercanía al mismo tiempo: La «gloria» de Dios es su creación, las «obras», de las que él afirma que son «buenas»
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y «muy buenas». No solo lo son en el sentido de una plenitud natural, sino también por el hecho de que, a través de ellas, se irradia la gloria propia de Dios. El creyente del Antiguo Testamento no ve el mundo desde la perspectiva científiconatural, tampoco desde la estética, sino proféticamente, como rostro desde el cual lo contempla Aquel que, en sí, habita en lo inaccesible. Nosotros, sin embargo, deberíamos preguntarnos si en este punto no tendríamos que recuperar algo. En el curso del desarrollo moderno, nuestros ojos se han debilitado. No los ojos naturales –a pesar de que tampoco estos ven lo suficiente, pues, de otro modo, no podrían decir, por ejemplo, tantas necedades sobre el ser humano como es el caso–, sino los de la fe: véase Rom 1,18ss. ¿No han desaprendido acaso el ver el mundo como «obra» y, con ello, a aquel que la ha realizado? ¿Como figura que vela al mismo tiempo que deja traslucir? ¿No habría aquí motivo para pedir a Dios que él los ilumine? Pero, después, el salmo desea a Dios que «goce con sus obras». ¡Qué profunda es la coincidencia de este hombre con Dios, como para poder hablar de esta manera! ¡Qué cerca llega del misterio en el cual el eterno Señor, en el señorío de sí mismo, ha querido que el mundo le incumba de tal manera que él pueda alegrarse de él –y cargar con su culpa, más aún, asumirlo bajo su propia responsabilidad y expiar por él…–. ¿Comprendemos todas estas cosas, que exceden toda razón, y ante las que solo queda la alternativa de asumir el escándalo y abandonar la fe, o bien reconocer la misteriosa realidad de Dios justamente a partir de aquello que parece imposible, y hacerla objeto de fe como una realidad mayor? Pero una vez más se nos recuerda que el mundo ha sido creado a partir del espíritu, no de mudas necesidades naturales. La gloria de la creación no podría llegar nunca al corazón de un hombre si solo fuese efecto de causalidades inertes. Ciertamente existen fuerzas naturales y las leyes que les son propias, pero estas son más que solo aquello que la ciencia y la cultura general ven en ellas. Cada forma de la naturaleza es una escritura secreta, comprensible solo para aquel que tenga los ojos abiertos. Desde todo acontecimiento de la naturaleza interpela al hombre de la Biblia aquel que realiza todas las cosas: Cuando él mira la tierra, ella tiembla; cuando toca los montes, humean. Un terremoto, o la erupción de un volcán, todo es, en el fondo, revelación del ejercicio de su señorío.
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Cantaré al Señor, tocaré para mi Dios mientras exista: que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. Que se acaben los pecadores en la tierra, que los malvados no existan más. ¡Bendice, alma mía, al Señor! Pero en este mundo que es fruto del actuar divino existe una terrible disonancia: la existencia de los «pecadores» y de los «malvados». Los «pecadores» son los que creen poder hacer lo que quieren: mentir, robar, destruir… Pero un ser humano que hizo la experiencia –Agar, en el desierto– dijo sobre Dios: él es «el que me ve», y, un día, llegará el juicio. «Los malvados» son los que dicen: «No hay Dios» (Sal 13,1). Tanto ayer como hoy, afirman que el mundo está fundado sobre sí mismo, que es un entramado de energías y leyes de la naturaleza. Piensan que con ello se alcanza claridad, cuando, en verdad, tornan el mundo desnudo y oscuro. En una existencia comprendida de este modo, sería imposible para el hombre traer un poco de luz con las reducidas fuerzas de su espíritu. Una vez transcurridos el par de miles o de millones de años, y estando ya la Tierra helada, todo quedaría mudo y muerto. ¿Cómo puede proponerse una imagen semejante y pensar que tiene el máximo rango, el rango de ciencia? Se ha mencionado la palabra «ciencia». El que la ha escrito espera que el lector no interprete a partir de ello una desestimación de la labor científica. La auténtica investigación es algo grande, que, con la fuerza del conocimiento natural, se empeña por comprender aquello que puede alcanzarse: las leyes de la naturaleza, el curso de la historia, la estructura de la lengua, el ordenamiento del derecho. Pero, a pesar de su importancia y de la gran cantidad de sus contenidos, nada de ello alcanza el rango de lo último. Detrás de ello está el misterio, y de él habla la fe. Y las cosas se vuelven funestas cuando la ciencia reclama poder hablar acerca de lo último, discurso que no es capaz de respaldar. Del mismo modo es funesto cuando uno que habla sobre la Revelación y la fe reivindica poder emitir juicio, desde allí, sobre cosas de la ciencia natural. No le corresponde hacerlo. Hay que respetar los órdenes. Entonces, todo sirve a Dios.
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1. «El dragón»; BCEE: «el Leviatán».
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La alabanza del mundo a Dios SALMO 148
Entre los salmos hay un grupo de carácter especialmente alegre: los denominados salmos de alabanza. Su poeta siente la gloria de las obras de Dios y, a través de ellas, la grandeza de aquel que las ha creado. Aquello que le embarga el corazón se lo dice a Dios con palabras llenas de solemnidad. Los salmos de alabanza aparecen a lo largo de todo el Salterio. En el salmo 148, o sea, ya hacia el final del libro, la creación entera de las cosas y del hombre es resumida como en un gran acorde final y llevada hacia Dios. Dice el salmo: Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto. Alabadlo todos sus ángeles; alabadlo todos sus ejércitos. Alabadlo, sol y luna; alabadlo, estrellas lucientes. Alabadlo, espacios celestes y aguas que cuelgan en el cielo. Alaben el nombre del Señor, porque él lo mandó y existieron. Les dio consistencia perpetua y una ley que no pasará. Alabad al Señor en la tierra, cetáceos y abismos del mar, rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado que cumple sus órdenes, montes y todas las sierras, árboles frutales y cedros, fieras y animales domésticos,
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reptiles y pájaros que vuelan. Reyes del orbe, y todos los pueblos, príncipes y jueces del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los ancianos junto con los niños, alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra; él acrece el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, el pueblo que le está cerca.1 ¿Cómo habría que encararlo si se quisiera resumir toda la existencia de tal modo que aparecieran con claridad tanto su profusión como su unidad, y que se pudiese llevar todo ante la presencia de Dios en una alabanza conjunta? Tal vez, buscando un punto exterior a nuestro mundo vivo desde el cual pudiese visualizarse y sentirse el conjunto entero en sus interrelaciones. Para eso podría sernos de ayuda la idea de los polos del mundo –no la de los polos astronómico-físicos, sino los de nuestro mundo vital–. Estos polos no están arriba ni abajo, sino arriba y adentro, en lo sublime y en lo interior. Son los «lugares» en los que el alma encuentra a Dios: su grandeza y su cercanía. De ese modo –para mencionar en primer término el segundo camino–, se podría arrojar una mirada al interior, a lo hondo del corazón, como lo hace Agustín cuando, en el relato sobre su primera experiencia religiosa, decisiva en muchos sentidos, dice: «Y por esto, amonestado por aquellos libros –se refiere a san Pablo– de que volviese a mí mismo, penetré en mi intimidad guiado por ti; y lo pude hacer porque tú me ayudaste» (Confesiones VII, 10; trad. de P. Tineo). Y hasta lo último, donde, si se permite la expresión, nuestro ser limita desde dentro con la nada, donde la mano de Dios nos sostiene. Este sería un punto semejante del cual podría decirse: más allá no llego. Después se podría avanzar desde allí hacia el exterior, estrato por estrato: internarse en las convicciones, las representaciones, los pensamientos; después, en la palabra que sale de dentro; y a continuación, en las relaciones con los hombres, con los allegados y los alejados, grupo tras grupo, hasta el conjunto de los hombres sobre la tierra. Después podría pensarse más allá de la tierra, en el espacio cósmico, con sus órdenes, y obtener así una impresión del enorme conjunto que se amplía desde el centro interior hacia la
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amplitud del universo. Este sería un buen camino. Pero se puede seguir también otro: elevarse hasta la mayor altura alcanzable y, después, desde allí, descender hasta el propio yo y su vida cotidiana. Así lo hace nuestro salmo. Ya el primer versículo se eleva hacia la altura: «Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto». Estas no deben ser meras palabras. Si queremos entenderlas tenemos que sentir algo de lo que constituye «lo más alto». Tiene que cumplirse en nosotros algo del tipo de impulso que empuja al hombre a ir de las zonas bajas hacia las montañas, ascendiendo hasta estar en la cumbre y, desde allí, mirar hacia la lejanía y hacia abajo. En efecto, toda cumbre terrena es un augurio de la altura sin más, que nunca se alcanza pero que está significada en cada altura montañosa. Los que allí se encuentran deben alabar a Dios. Se trata de los «ejércitos» de Dios, los ángeles, el mundo de los seres espirituales que Dios ha creado antes que las cosas y que prestan servicio a su voluntad. Sin embargo, en la palabra «ejércitos» resuena un segundo sentido. Se refiere, en efecto, a los ángeles, pero también a los astros. El que aquí habla vive en el Sur, donde las brillantes formaciones del espacio celeste son mucho más claras y corpóreas que aquí entre nosotros, y que, por eso, se adentran con mucha más fuerza en el sentir de los hombres. No debemos olvidar que, para el hombre de la Antigüedad, los astros no son solamente cuerpos astronómicos, como para nosotros. Él los siente como poderes que, con misteriosa majestad, ejercen una acción de gobierno y de guía. Al contemplarlos los asocia a los ángeles, una idea que ha tenido ecos hasta en nuestra Modernidad. Estos relucientes poderes son los que aquí se invoca: ángeles y astros deben alabar a Dios. «Alabadlo, espacios celestes». Para el que habla en el salmo, la tierra es un gran disco plano, la base firme de su mundo. Sobre ella se eleva la altura del cielo. Esta da al que eleva la mirada un sentimiento de altura inalcanzable y de vastedad interminable. Tal enormidad está, a su vez, articulada: en el centro hay una bóveda firme, una imagen de la cual todavía se escucha un eco en la palabra «firmamento». Bajo la bóveda se encuentra el mar de aire, que se mueve. Por encima de la bóveda está el mar de las alturas, del que proviene la lluvia. Y aún más arriba se levanta la sala del trono de Dios. Estas regiones de altura suprema son las invitadas a alabar a Dios. «Porque él lo mandó y existieron»: he aquí la palabra decisiva. Lo que el salmo entiende por «alabanza» solo es posible si el mundo es obra de Dios. Si el mundo es
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«naturaleza», como interpreta este vocablo la Edad Moderna, entonces no hay alabanza. Entonces no hay nada que ascienda desde el mundo hacia un origen eterno y santo. El mundo ya no anuncia verdad ni respira alegría, ni lleva tampoco su esencia con gratitud hacia su autor. Lo que dicen filósofos y poetas de este tipo es un desvanecido espíritu de fe o retórica sin contenido. En verdad, todas las cosas están dadas y nada más, todo es pesado y mudo. La alabanza solo brota del conocimiento de lo indecible, de que, «primeramente» –no en cuanto al tiempo, pues el tiempo todavía tiene que llegar a ser cuando Dios cree el mundo, sino en cuanto al sentido de la expresión–, no hay nada. «Después», él da la orden, y, «finalmente», el mundo llega a ser y, ahora, en el espíritu y el corazón de aquel que sabe en la fe, se despierta el asombro, la bienaventurada gratitud de poder ser gracias a la magnanimidad del Creador. Si solo es naturaleza, el espíritu sincero no puede «alabar», como tampoco «pedir» o «dar gracias». En caso de hacerlo, se trata de palabras indebidamente apropiadas y utilizadas solo en un sentido a medias. La naturaleza no espera alabanza ni la percibe tampoco. «Les dio consistencia perpetua». Dios ha creado el mundo con la profusión de sus esencias y en el entramado de sus órdenes. De ese modo, el mundo es algo lleno de sentido, que contemplamos y reconocemos, donde vivimos y podemos realizar nuestra obra. Y esto es bueno. Pensemos en las palabras del Génesis: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era bueno» y «muy bueno»: válido en sí mismo y digno de existir. Este fue el primer movimiento de la sinfonía santa que se despliega en el salmo: la alabanza a Dios desde lo alto. Después, la alabanza desciende: «Alabad al Señor en la tierra, cetáceos y abismos del mar». Tras la primera gran impresión que tenía que recibir el habitante de Palestina, la de la «enorme cantidad de estrellas», la segunda fue la proveniente de la misteriosa plenitud del mar. A los hombres familiarizados con el mar, este les ha parecido siempre el seno primordial de la vida. Cuando el Génesis habla de la creación de los animales, menciona primeramente a los peces –una verdad que se ve confirmada por la ciencia–. El seno primordial de la vida en la profundidad del mar y en la altura del cielo, donde se encuentran las estrellas y los ángeles: dos ámbitos insondables que se llaman y responden mutuamente, y ambos deben entonar la alabanza divina. Una vez que se ha invitado a la altura y a la profundidad, el camino de la alabanza se
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dirige al ámbito aéreo: «rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado que cumple sus órdenes», todos ellos deben entonarla. Después, los convocados son los «montes y todas las sierras», las formaciones del ámbito vital del hombre, en las que la tierra se eleva hacia arriba, arranques en dirección hacia aquello que constituye «lo alto». ¿Y acaso no ha tenido lugar la revelación del nombre de Dios en el Horeb? ¿No se ha realizado la ratificación de la alianza y la proclamación de la ley en el mismo monte, que también se llama Sinaí? ¿No ascendía Jesús siempre de nuevo «al monte, solo», para mantener un diálogo santo con el Padre? «Árboles frutales y cedros»: los seres misteriosos, tan silenciosos y, sin embargo, tan llenos de vida, que crecen desde la hondura de la tierra hacia la amplitud del espacio, verdean, florecen y dan fruto. Entre ellos, los que el hombre planta y cultiva, y de cuyos frutos come, pero también aquellos que crecen espontáneamente. En especial se mencionan los cedros, criaturas magníficas que en la Escritura aparecen como símil de la fuerza vital y de la belleza. Todos ellos deben alabar a aquel que los ha creado. Y lo mismo los animales de la tierra: los libres, «salvajes», del mismo modo que los domesticados y cercanos al hombre, los rebaños. Todo lo que vuela y repta, todo debe alabar a aquel por el que existe cada cosa. Por fin, la andadura del canto llega al ser humano. Primeramente a los grandes seres vivientes, llamados «pueblos», que se constituyen en torno a sus «reyes»; después, a los «jueces», que administran justicia, para bajar a continuación a «los jóvenes y también las doncellas, los ancianos junto con los niños». Todos ellos, el hombre en la multiplicidad de sus modos de ser, de sus órdenes y atribuciones, de sus obras y destinos, deben alabar el nombre de Dios y llevar, en la alabanza, su existencia de regreso al Creador. Se nos ha enseñado que Dios tiene un nombre. Él mismo lo ha nombrado en el Horeb: «el que soy» (Éx 3,14). Una historia jasídica narra acerca de un discípulo que termina su aprendizaje y, dejando a su maestro, parte a su propia vida. Un día lo visita de nuevo y llama, al caer la tarde, al postigo de la ventana, que estaba cerrada. El maestro pregunta: «¿Quién está ahí fuera?, y el recién llegado responde: «Soy yo». Entonces, se produce un largo silencio. Finalmente, dice el maestro con grave seriedad: «¿Quién puede decir “soy yo” fuera del Único, Dios?». Nadie, sabiendo lo que hace, debe decir, simplemente: «Yo soy», ni tampoco «yo soy este y aquel». Solo él, Dios, puede hacerlo. Ser es su esencia; y su nombre, en forma de palabra, es él mismo: es a él a quien deben alabar los hombres, que solo son porque él ha querido que sean.
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«Su majestad sobre el cielo y la tierra; él acrece el vigor de su pueblo». Él está «sobre» todo, por el hecho de que es más poderoso, más sabio, más permanente que todo, Creador y Señor de todas las cosas. Entre los muchos pueblos hay uno que es «su pueblo». Él lo ha elegido, lo ha llamado y lo ha hecho propiedad suya por la fiel unión de la alianza. A él le ha conferido la alabanza: le ha concedido poder alabarlo como gracia y como prerrogativa especial. ¿Qué significa, entonces, alabar? Regresemos a la realidad más simple. Cuando alabamos a un ser humano ¿qué decimos? Decimos, por ejemplo: «Lo has hecho bien» – una alabanza dirigida a su obra–. O: «Eres inteligente» –una alabanza a su persona–. De modo que alabar significa que lo capaz, lo bueno, lo bello, es reconocido y estimado en cuanto tal, y se lo manifiesta también a la persona a la que pertenece. Es una alegría para quien lo escucha, al igual que para quien lo expresa con corazón desinteresado. ¿Puede darse esto también frente a Dios? Al parecer, sí. Y él mismo lo ha hecho. En el relato de la creación (Gén 1) dice, cada vez que concluye un día y la obra realizada se yergue en su perfección y grandeza: «Vio Dios que era bueno». Pero, al final: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno». Con ello aprueba lo que ha surgido de su acción creadora, le da derecho a ser. Declara que es bueno que exista, y haberlo creado es honra para Dios. Su honra es la gloria que proviene de que él es el que es, de haber creado lo que ha creado. «No cedo mi gloria a ningún otro», ha dicho él (Is 42,8). Nunca se debe decir que alguien distinto de él ha creado el mundo, ni tampoco que el mundo sea increado y subsista por derecho propio. Nunca se debe decir que el mundo carece de sentido o está trastocado en la esencia que él ha creado, del mismo modo como Dios pedirá cuentas a todo aquel que, por culpa o desidia, pervierta su obra. Cuando el hombre alaba, asume en libertad esa honra de Dios. Reconoce la magnificencia de la obra de Dios y se la presenta por la palabra. En realidad, el mundo debería alabar. Pero no puede: los árboles y animales, el mar y las estrellas son mudos. Deben ser conocidos y sentidos en el espíritu y en el corazón del hombre, y, por los labios del hombre, deben ser llevados a Dios. ¿Nos resulta fácil a los hombres de hoy considerar estos pensamientos? ¿Nos parece «justo y necesario, nuestro deber y salvación» alabar a Dios por el cielo, la tierra y el mar, por el árbol y el animal? Difícilmente. Pero ¿por qué? Algo lo obstaculiza, algo que determina desde hace algunos siglos la consciencia del hombre moderno: el concepto de naturaleza. Esta es para el hombre moderno lo simplemente dado, lo obvio, lo que tiene validez en sí mismo y está fundado en sí
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mismo, aquello para lo cual no puede pensarse comienzo ni fin y por cuyo fundamento no tiene sentido preguntar. Quien tenga el espíritu dominado por esta visión solo podrá decir: ¡qué grandioso es el mundo! Podrá sentir su plenitud y exclamar: ¡Qué bueno es que exista! Podrá sentirse exaltado de entusiasmo. Nada de esto es la alabanza de los salmos, pues el mundo, pensado de este modo, reivindica existir por gracia de sí mismo. Pero el mundo no es «naturaleza», sino «obra». Por supuesto, en este concepto está contenido también todo aquello que la filosofía, la poesía y la ciencia han dicho siempre sobre la naturaleza, pero eso mismo adquiere un carácter diferente. El concepto de obra devuelve el mundo a las manos de Dios. Quien intente pensar realmente este concepto, experimentará también qué difícil es hacerlo. Pero hay que hacerlo, pues, de otro modo, caemos en dependencia de la incredulidad, vivimos en las ideas de una generalidad que nada sabe de Dios y nos limitamos a colocarle algunos acentos cristianos. Solo en la medida en que pensemos el mundo como su obra podemos rezar el salmo en su verdadero sentido.
1. «El pueblo que le está cerca»; BCEE: «su pueblo escogido».
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Nuevamente: la alabanza del mundo a Dios Y EL SALMO 148
Ya hemos meditado el salmo 148. No obstante, no se ha agotado con ello –¿cómo podría agotarse?–, de modo que queremos meditarlo una vez más. Al hacerlo regresaremos a algunos de los pensamientos de la primera meditación, pero, en el nuevo contexto, estos adquirirán un significado nuevo. Recordemos nuevamente el texto: Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto. Alabadlo todos sus ángeles; alabadlo todos sus ejércitos. Alabadlo, sol y luna; alabadlo, estrellas lucientes. Alabadlo, espacios celestes y aguas que cuelgan en el cielo. Alaben el nombre del Señor, porque él lo mandó y existieron. Les dio consistencia perpetua y una ley que no pasará. Alabad al Señor en la tierra, cetáceos y abismos del mar, rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado que cumple sus órdenes, montes y todas las sierras, árboles frutales y cedros, fieras y animales domésticos, reptiles y pájaros que vuelan. Reyes del orbe, y todos los pueblos,
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príncipes y jueces del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los ancianos junto con los niños, alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra; él acrece el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, el pueblo que le está cerca.1 En el salmo se desarrolla un acto fundamental de la vida religiosa: la alabanza a Dios. Pero ¿qué es la alabanza? Mientras preguntemos de forma indeterminada, quedará claro rápidamente lo que se quiere decir: se trata de algo basado en un conocimiento, algo elevado, festivo. Se eleva respecto de las cosas y se dirige hacia aquel que las ha creado. Pero queremos preguntar de forma más precisa: ¿a qué se refiere el hombre de este salmo, que habla desde la atmósfera del Antiguo Testamento, cuando habla de alabanza? Primeramente nos figuramos que la belleza y grandeza del mundo le ha llegado al corazón. Tal vez, nosotros mismos hayamos experimentado ya algo semejante, por ejemplo, después de pasar un tiempo enfermos, en que hemos vivido un período prolongado de aislamiento en una habitación de enfermo. En ese período, los sentidos se han afinado, el sentimiento se ha hecho más vivo. Y, al salir fuera por primera vez, la belleza de una hoja, de una flor, de un árbol, ha podido tener un fuerte impacto en nosotros y buscar expresarse con palabras. Pero hay otra cosa que se expresa en el salmo: el sentimiento de que, detrás de esta obra que es el mundo, se encuentra una libertad. Lo que sucede por necesidad, lo que se desarrolla de acuerdo a leyes cualesquiera, no despierta ese sentimiento. Pero lo magnífico ante lo cual se eleva el canto de este salmo no existe por necesidad. Dios «lo mandó, y existió». El ánimo que rigió la acción fue la generosidad. La generosidad de Dios, su soberana liberalidad. Por tanto, lo que este hombre ve y experimenta no es naturaleza «natural», nada que pueda captarse con los simples sentidos o con el mero entendimiento: desde esa realidad habla Dios. Él da allí testimonio de sí mismo. Al hombre que ha escrito estas palabras, tal percepción le ha llegado desde el mundo. En estas grandes manifestaciones –el mar, el sol, los astros, el crecimiento– sintió a Dios. Todo estaba dominado por el misterio de
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Dios. Eso es lo que se apoderó de él, lo llenó de asombro, de gratitud, y él lo resume todo en la palabra: alabado sea el que ha hecho esto. Pero, si observamos más de cerca, notaremos algo más. El texto no dice: Dios, te alabo porque has creado todo esto, sino: ¡Tú, sol; tú, luna; tú, cielo; tú, mar, alabad a Dios! Las criaturas son invitadas a entonar la alabanza. El que tiene propiamente competencia para alabar a Dios por el ser humano es cada cual, el mismo que habla. Soy yo quien debe alabar. Ahora me imagino por un momento que yo fuese creado en este momento… Que sintiera: he llegado a existir por la omnipotencia de Dios… O, más correctamente: se me concede ser, se me ha habilitado para el ser, para la vida, para el pensamiento, el sentimiento y el habla. Todo eso puedo hacer y se me concede hacerlo ahora… Si pudiese sentir esta dichosa novedad de tener permitida la existencia, estallaría con la fuerza de los elementos la alabanza: «Alabado seas por eso, Señor». En esa frase se articularía la voz fundamental de mi vida. Pero aquí son convocados el cielo, la tierra y las estrellas: son ellos los que deben alabar. Ahora bien, ellos no puede hacerlo: no tienen consciencia, libertad ni palabra. En ellos, la palabra está atada, duerme. Entonces viene el hombre, absorbe todo en su corazón y confiere voz a todo aquello que, hasta el momento, era mudo. Dice: sol, deberías alabar al Señor. Pero no puedes hacerlo. Así, pues, yo intervengo en tu lugar, en este momento soy «sol» en tu lugar y, con mi palabra, llevo la alabanza de tu ser hacia Dios. Este es el ministerio humano: hacer que la alabanza del ser que se encuentra en todas las cosas se torne en palabra de alabanza. Por supuesto, esto no puede hacerse en todo tiempo. Por eso, para el poeta del salmo, ha sido seguramente un momento de gran elevación cuando pudo hacerlo; y su palabra ha sido dada a nuestra cotidianidad para que ella se adentre en esa palabra y pueda pronunciarla. Ya el primer versículo comienza con aliento poderoso: «Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto» –referencia a los ángeles, que deben alabar a Dios–. Después que el pensamiento se ha elevado inmediatamente hasta la mayor altura, desciende lenta y gradualmente. «Sol y luna» deben alabarlo, las «estrellas lucientes», los «espacios celestes»… El Antiguo Testamento veía el cielo articulado en diferentes niveles: está el firmamento, la bóveda cristalina a la que están adheridos los astros. Sobre él se encuentra el mar de arriba; debajo de él, el ámbito de las nubes y tormentas. Por encima de todo está la morada de Dios, en la que él está sentado en su trono, rodeado por sus ángeles. Todas
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estas grandiosas realidades deben alabar el nombre del Señor, «porque él lo mandó y existieron». Esto entraña la revelación, fundamental para todas las cosas, de que nada es eterno, nada es evidente, sino que todo es obra, obra de Dios. La obra de la creación del mundo –creación que pensamos como nos lo sugieren los conocimientos de la ciencia– es tan perfecta que puede malentenderse como naturaleza autónoma. El hecho de que algo ha sido hecho se impone con tanta mayor fuerza cuanto peor haya sido realizado. Pero, cuanto más perfecto es, tanto más queda, por así decirlo, liberado del vínculo al hombre que lo hace, y parece bastarse a sí mismo. Esta misteriosa propiedad tiene el mundo, y esto es lo que entendemos mal cuando hablamos de «la naturaleza». «Les dio consistencia perpetua». No es como la obra humana, que hoy se hace y mañana se deshace, sino que permanece. No se está hablando aquí del cambio, que también forma parte de lo que se llama «naturaleza»: los ritmos de la luz, los movimientos de los astros, las estaciones de la vida, el surgir y perecer de los distintos seres. Todo eso se encuentra dentro de un orden que también permanece. A lo que aquí se hace referencia es a la estructura del conjunto, a la impresión de realidad fundada, auténtica, fiable que produce cada elemento de la creación. Y, más profundamente aún, a que ningún poder demoníaco de destrucción adquiere predominio sobre el ser del mundo. El firmamento y los astros se encuentran ya debajo del ámbito de los ángeles, que rodean de forma inmediata el trono de Dios; ahora, el pensamiento desciende al ámbito de nuestra vida. Allí está la tierra… Está el mar con su profundidad, el viejo ámbito de misterio del que proviene toda vida… Están los rayos, el granizo, la nieve y la bruma, el viento huracanado, los montes y sierras… Están los árboles frutales y los cedros, los enormes cedros del Líbano… las fieras y los rebaños que pertenecen al hombre… los reptiles y los pájaros. El cántico llega al hombre: se convoca a los pueblos de la tierra y a los reyes en torno a los que están constituidos. Príncipes y jueces que los gobiernan… jóvenes y doncellas, ancianos y niños, todos «alaben el nombre del Señor». El «nombre del Señor» es él mismo, él en la manifestación de la palabra. Pero lo que suscita la alabanza es la «majestad» de Dios: el hecho de que grandeza y gloria en él son persona, y que, por eso, pueden recibir y valorar la alabanza. Esta majestad es mayor que la «tierra» y que el «cielo». No es lo creado, sino que solo se manifiesta en lo creado como aquello que supera todo lo creado.
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Por fin, el último ámbito, aquel que pone por obra la alabanza, el pueblo de Dios que le está «cerca», que está unido a Dios por la alianza y que, por la inhabitación divina, es el lugar histórico de Dios. Un enorme descenso, y, en cada escalón de ese descenso, una nueva fuerza para la alabanza. Pero ¿se ha extinguido esa alabanza una vez que se compusieron los salmos? Ciertamente no. Los salmos han sido cantados en el culto del Antiguo Testamento y rezados en la vida religiosa individual; más aún: han dado forma a esa oración personal. Jesús los rezó: escuchamos su resonancia en las palabras de Jesús en la cruz (Mt 27,46); y el Magníficat (Lc 1,46ss.) es un eco de ellos. Todavía hoy siguen constituyendo el elemento principal, el material fundamental, se diría, de la oración de la Iglesia, de la liturgia. Pero esta forma de alabanza divina que se hace voz de la creación muda y, de ese modo, hace de la «alabanza muda» de la creación alabanza «elocuente» se ha despertado también más tarde. En la poesía cristiana la percibimos en ciertos lugares: de la forma más pura, tal vez, en el «Cántico del hermano sol» de san Francisco. Comienza así: Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.2 Y continúa diciendo: A ti solo, Altísimo, te corresponden y ningún hombre es digno de pronunciar su nombre. Loado seas, mi Señor, con todas las criaturas, especialmente el señor hermano sol, él es el día y por él nos alumbras; y es bello y radiante con gran esplendor… Una vez más, la mirada del poeta se pasea por los diferentes ámbitos de la creación. También se invoca a la tierra: Loado seas, mi Señor, por […] la madre tierra… Escuchamos el sonido antiguo del mito, pero renacido desde la fe.
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Sin embargo, se escucha después un tono que el Antiguo Testamento no conocía aún: Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor y sufren enfermedad y tribulación. Aquí se expresa la incandescencia del corazón, que hace objeto de alabanza incluso aquello que resulta difícil: Bienaventurados aquellos que las sufren en paz… —como si sintiera: ¡Qué admirable es el hombre que así obra!…–. Finalmente, la alabanza da un paso de gran audacia: Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal… En realidad, y a pesar de las declamaciones idealistas y materialistas, la muerte es para los vivos el horror sin más. Aquí, la unión con Dios es tan ilimitada que es capaz de transformar la imagen de la muerte y llamarla «hermana». El hombre que pronuncia una alabanza semejante está cerca de todas las cosas. No lo está de forma panteísta; también para él rige la frase: «Tú lo mandaste, y existieron». No hay mezcla de Dios y mundo: la cercanía que el hombre experimenta proviene de que comparte la condición de criatura. En esa condición, todas las cosas son «hermanos y hermanas». Desde esta intimidad, el hombre puede liberar la palabra que en ellas está atada y hacer que se eleve. De alguna manera, desde los labios del hombre que cree en él y lo ama, Dios recibe de regreso la gloria de la obra, esa gloria que él ha puesto en el ser de las cosas. La palabra de alabanza ha desaparecido ampliamente de nuestros labios –del mismo modo como hoy parece desaparecer la alegría por la belleza, y los poetas se superan unos a otros en expresiones de desgarro y de angustia–. Solo raras veces aparece uno, como el español Jorge Guillén, que habla de la luz y la alegría. Pero tenemos que reconquistarnos la capacidad de alabar. No hacer nada artificial, por cierto. Pero, por ejemplo cuando estamos fuera, en medio de la naturaleza, podemos adentrarnos, lenta y cuidadosamente en este pensamiento: esto ha sido creado por Dios… El hombre actual piensa que un acto religioso tiene que surgir espontáneamente desde el interior, pues, de otro modo, no es sincero. Quien así se expresa no sabe lo que significa orar. Está la oración que surge de forma espontánea, y están aquellos a quienes
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se les concede. Pero está también la oración del servicio, de la práctica, y esta es la regla general. Pensar «el mundo ha sido creado –el cielo, el fulgor del sol, la montaña, el árbol, han sido todos creados–, y alabado sea aquel que los ha creado», todo eso ya es oración, y tenemos que conquistárnosla de nuevo.
1. «El pueblo que le está cerca»; BCEE: «su pueblo escogido». 2. Aquí y en lo que sigue, el «Cántico del hermano sol» o «Cántico de las criaturas» de Francisco de Asís se cita según la traducción de Julio Herranz y José Antonio Guerra (San Francisco de Asís, Escritos, biografías, documentos de la época, Madrid 2006, 56s.).
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El conocimiento de Dios SALMO 138 (139)
El gran salmo 138 es el cántico sobre el saber de Dios. Pero, antes de leerlo, y como hacemos a menudo en nuestras meditaciones, vamos a aproximarnos a él desde nuestra propia experiencia. Y queremos hacerlo a través de esta pregunta: ¿Qué relación guarda, para el hombre actual, el mundo con el conocimiento, con la verdad? La naturaleza contiene una inmensa profusión de formas, cosas y acontecimientos en número y variedad incalculables. Estas realidades llegan a magnitudes inalcanzables y se dan también en dimensiones de pequeñez indistinguible, se encuentran en relaciones y órdenes de la más variada índole, están determinadas por leyes y están llenas de sentido. Todo esto ¿existe con conocimiento? Tal vez, la pregunta resulte extraña para quien vive en la actualidad. Para este, el mundo existe, pero no tiene saber alguno sobre sí mismo, ni se encuentra presente por principio en una consciencia conocedora. Esencial y originalmente, el mundo no tiene nada que ver con verdad, sino solo con realidad. De la verdad solo puede hablarse cuando el hombre conoce el mundo: es él quien, por vez primera, introduce la verdad en el mundo. Pero ¿cuánto hace que existe el hombre? La ciencia dice: aproximadamente un millón de años. ¿Y por cuánto tiempo más existirá? La misma ciencia puede intentar una estimación: tanto tiempo cuanto el enfriamiento de la tierra no la lleve a helarse por completo… O, como tenemos que decir hoy según el curso de la historia: mientras la voluntad de poder de la política, el hambre de saber de la investigación y el laborioso impulso de la técnica no hayan destruido las condiciones necesarias para la vida… Durante ese lapso de tiempo –¡qué breve en comparación con la duración del universo!–, la luz del conocimiento que encuentra la verdad destella y llega hasta donde llega la existencia del hombre. Pero ¿qué es esto sobre el trasfondo de la oscuridad de espíritu que reinaba antes y que reinará después? Además, ¿dónde hay hombres? En el corpúsculo de la Tierra, que desaparece en el universo. Y allí, solo en las partes habitables y habitadas de su superficie. ¿Y en los demás cuerpos celestes? ¿En los espacios inimaginablemente grandes y vacíos que se
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abren entre los astros? ¡Y qué débil es el conocimiento cuando afirma haber conocido! Si alguien ha trabajado honestamente al servicio de la verdad y ha sido capaz de formarse un juicio, y escucha a su alrededor de cuántas cosas realmente esenciales se habla en las conversaciones de la gente, en los artículos de los periódicos, en los discursos, las conferencias y los informes, ¿con qué se encuentra? ¿Quién lo hace y no se siente a continuación desanimado, ofendido y hasta asqueado por la liviandad con la que se afirma que hay verdad donde no la hay? ¿Qué sabe el hombre de aquello que él mismo debería conocer sobre todo? Primeramente parece ser muchísimo. La antropología, tomando la expresión en su sentido más amplio, avanza incesantemente, y la cantidad de los hallazgos se hace inabarcable. Pero ¿tiene ella claro qué es «el hombre»? A veces parecería que, a mayor ciencia antropológica, menor penetración hay en la verdadera esencia del hombre. ¿Qué sabemos, cada uno de nosotros, sobre los demás? Lo suficiente como para poder tratar con ellos en la calle, en la vida profesional y en la sociedad, en lo superficial, de forma aproximativa, y cuántas veces ni siquiera eso, pues, de otro modo, las cosas andarían de forma diferente. Y además: ¿sabemos más profundamente qué hay en los que van por la calle, junto a los cuales estamos en los talleres, en las oficinas, en los despachos oficiales? ¿Sabemos acerca de su vida interior? ¿De su destino? Un poco de la superficie, algunos rasgos del carácter, algunas costumbres… y, debajo de eso, oscuridad. Sin duda, el que tiene un vínculo de mayor cercanía a otra persona ve más: el padre, la madre, el que ama, el amigo. Pero ¿penetra su mirada hasta la interioridad real, hasta la intención del corazón, hasta la profundidad de las convicciones, hasta las dificultades ocultas? ¿Y no sucede que, a veces, justamente el amor yerra en su visión, porque es egoísta y quiere tener al otro como le parece bien, porque es sensible, negligente, cobarde, y no quiere ver? En el fondo, no hay mirada que llegue hasta aquella dimensión donde el ser humano es persona y donde se anuda su destino. Si así están las cosas, el «conocimiento» constituye en el mundo una pequeña isla de claridad mental. Pero nos rodea una inmensa oscuridad. ¿Piensa así la Revelación? ¿Piensa que el mundo es una tiniebla sin fin de una realidad que nadie conoce, una realidad en la que, donde vive un ser humano, se forma un poco de luz, esforzada y vacilante, pero en poco tiempo se extingue, y todo está de nuevo
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mudo y oscuro? No. La Revelación dice: el mundo es conocido. Todo en él es conocido. Cada cosa individual, cada interrelación, y también el conjunto. Se conoce su plenitud de esencia y de valor, su ser y su sentido, su surgimiento y subsistencia. No existe ese mundo del que habla la incredulidad y que consiste en la oscuridad del mero existir. Es un concepto de rebeldía. Por el contrario: el mundo es conocido desde el comienzo y desde el fondo, pues es creado. Es conocido por aquel que lo creó. Su conocimiento no se agrega a su ser, de modo que, primero, el mundo existiese y, después, la mirada de Dios se dirigiese a él, sino que es conocido incluso antes de ser. Más aún: cuando llegó al ser, el acto de omnipotencia que lo creó fue al mismo tiempo un acto de omnisciencia que lo sostuvo en la luz. Absolutamente hablando, el mundo solo existe a partir del conocimiento de Dios. Dice el primer capítulo del Evangelio de san Juan: «En el principio existía la Palabra». No dice: «la acción», como piensa Fausto, en su postura de rebelión. Tampoco señala el oscuro impulso del que habla el idealismo, sino la verdad que se abre en la palabra. Pero «palabra», logos, es solo otro nombre para designar al Hijo eterno de Dios. Él es la verdad en esencia, pues, en él, el Padre se hace manifiesto a sí mismo. «Y la Palabra estaba hacia Dios», el Hijo eterno está vuelto hacia el Padre, ha sido engendrado como verdad y da respuesta como verdad. «Y la Palabra era [ella misma] Dios», existiendo eternamente. «Por medio de ella se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de cuanto se ha hecho». Frases poderosas, insondables, inagotables. Pero cada chispa que recibimos de ellas esclarece el espíritu e ilustra el corazón. En ellas se dice que, desde el «principio», desde la primera realidad del mundo, no hay tiniebla alguna, porque todo se encuentra en la luz del conocimiento de Dios. Y que está en el hombre asumir en su consciencia esa luz u olvidarla. Pero justamente eso es lo que puede suceder, y por completo, si la obra del Logos se transforma en la oscura impenetrabilidad de la «naturaleza» tal como la concibe la Edad Moderna. También nosotros mismos somos luz, pues hemos sido creados por el poder de Dios, que es uno y lo mismo con su verdad. También nosotros estamos penetrados del conocimiento de Dios, lo estamos desde el fondo de nuestra condición de criaturas, sepámoslo o lo hayamos olvidado, querámoslo o nos rebelemos contra ello. ¡Qué pensamiento! Todo lo que es, es conocido. Todo se mueve dentro del espacio de la luz de Dios. Todo expresa a través de su esencia y subsistencia la imagen de verdad que Dios, al crear, ha proyectado en todo con su pensamiento.
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Pero nuestro propio conocimiento no constituye un esclarecimiento del mundo desde un pretendido señorío propio sobre él, sino que se esfuerza por seguir las líneas de sentido que el conocimiento de Dios ha trazado con su pensamiento y su acción creadora. Del mismo modo, nuestro autoconocimiento es el esfuerzo por evocar con nuestro propio pensamiento lo que Dios sabe de nosotros. Mi verdad está en su saber, y lo que realmente sé de mí es lo que sé a partir de él. Se trata de un pensamiento que brinda paz. Paz y amplitud. ¡Qué magnífico es que todo esté en la verdad! Que la ausencia de verdad sea solo una capa de sombras entre mí y «el que es». Que, en realidad, y desde la esencia, todo se encuentre en la verdad: las cosas, y también yo. Mi espíritu y mi cuerpo, mis fuerzas y mis cualidades, mi obra y mi destino, todo está en la luz de Dios. Pero, entonces, puede producirse un vuelco en el sentimiento: que todo lo mío sea conocido, que sea sabido todo lo que soy, hago y pienso, ¿no es acaso de temer? De esta lucha de sentimientos proviene el salmo 138, del que hemos de ocuparnos. Es extenso, no podemos meditarlo por entero ni en todos sus detalles. Escuchemos la primera parte: Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda. Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma. Tanto saber me sobrepasa, es sublime, y no lo abarco. ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
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allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día, la tiniebla es como luz para ti. Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras: mi alma lo reconoce agradecida, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis ser aún informe, todos mis días estaban escritos en tu libro, estaban calculados antes que llegase el primero. Si hemos escuchado atentamente las palabras del salmo, habremos percibido un poder: un poder de luz que lo ha penetrado todo. Solo entenderemos la piedad del Antiguo Testamento si tenemos presente que, en él, todo está penetrado por la experiencia de la realidad de Dios. Para aquellos hombres, Dios no era una mera idea, un ser indeterminado, ni tampoco solamente una vivencia: era para ellos más real que el suelo en el que se afirmaban. Y real no solo en general, sino en cada caso concreto, aquí, ahora, en la hora que se vive, porque toda su historia no debía ser sino historia a partir de la presencia actuante de Dios. Y esta presencia significa ser conocido. En el Génesis hay un pasaje magnífico que narra cómo Agar, la criada de Sara, huye de su señora al desierto. Allí se sienta junto a una fuente, sin saber qué es lo que ha de hacer. Entonces se le aparece Dios y le dice que debe regresar a su lugar de pertenencia. Dice después el texto: «Agar invocó al Señor, que le había hablado, con el nombre de El Roi (Dios que me ve), pues se dijo: “¿No he visto aquí al que me ve?”». Por eso se denominó aquel pozo Beer Lajay Roi (Pozo del Viviente que me ve). Está entre Cadés y
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Bared» (Gén 16,13-14). Sentimos el poder que se esconde en las palabras: «El que me ve». Es el poder de la verdad, y nada puede detenerlo. De este poder habla nuestro salmo. En el silencio de una hora propicia queremos meditar sus palabras, hacernos uno con el hombre que en él se expresa. Tal vez se nos regale vislumbrar la mirada de los grandes ojos silenciosos. El poeta ha tomado consciencia de que Dios lo conoce, y este pensamiento de despliega de forma cada vez más potente. ¿Sería posible resistirse a ese conocimiento? Pero lo penetra todo… ¿O huir de él, por ejemplo, a lo alto de los cielos? Pero allí está Dios desde siempre. ¿O a lo hondo del abismo? «¡Allí estás tú!»… O bien, el poeta podría volar «hasta el margen de la aurora». Si el sol se eleva en el aire claro del Oriente, la claridad se desplaza de una vez por sobre el territorio: si acaso pudiese huir muy lejos y tan rápido como corre por las mañanas la luz sobre el territorio, o «hasta el confín del mar» –y no del mar con el que linda Palestina, sino del mar universal, que no tiene orilla opuesta—… También allí «me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha». No podría dar un solo paso sin que él lo sostuviera. Caería fuera de todo lugar si así no fuese, pues solo se puede ir de camino porque Dios da el camino y el caminar. El reflexivo salmista procura entonces medir qué tan hondo llega el conocimiento de Dios, y tiene que decirse que Dios no ve solamente el cuerpo, sino también el alma. Y, en el alma, el curso de los pensamientos, y estos pensamientos ya «de lejos», es decir, cuando todavía van de camino, ascendiendo desde el fondo del alma hasta la claridad de la consciencia, cuando todavía están lejos en ese camino: ya allí, Dios los ha conocido. Y una vez más, con mayor osadía aún: cuando él todavía no había nacido, cuando se «iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra» –la imagen de la madre de este hombre, y la de la madre de todos los vivientes, la tierra, se funden en una sola–, ya entonces los ojos de Dios veían lo que el ser en ciernes habría de hacer después en su vida. No hay distancia en el espacio, lejanía del espíritu ni ocultamiento en lo aún no sucedido que sea capaz de sustraer cosa alguna a la mirada de Dios. Según la forma en que uno se sitúe frente a Dios, la verdad del saber divino será para él consuelo, o bien temor, pues ese saber es por sí mismo también juicio. Si Dios lo sabe todo, sabe también mi actuar, el bueno y el malo. Y no solo lo que hago, sino también la razón: por qué motivos y con qué fines, manifiestos y ocultos. Él sabe todo eso, y no solo lo sabe, sino que lo juzga, lo compara con su medida, y la medida es válida, sin
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fallos ni inseguridad. De modo que no solamente estoy expuesto a la luz de su mirada, sino también a la sentencia de su juicio. En él se manifiesta con claridad cómo están las cosas conmigo, con independencia de la postura que los hombres tengan hacia mi persona o de lo que yo mismo pueda pensar de mí. En esto estriba la seriedad última de la existencia, ¡y cuánto puede pesar en nuestra interioridad! Pero no solo existe el amargo fracaso ante el juez a quien no puede influenciarse, sino también la concordancia con aquel que es todo bondad. En esta concordancia dice el hombre: Señor, sé que no me sostengo frente a ti. A dondequiera que mires en mi persona, encontrarás cosas malas. Yo mismo lo veo. ¡Cuánto más las encontrarás tú, ante quien «están abiertos los corazones de los hombres»! Y, sin embargo, estoy de acuerdo en que me veas. Quiero estar a la luz de tu mirada. Todo lo que soy lo hago lo deposito en el seno de tu verdad. No hay saber que sea solo saber, solo constatación de hechos y de conjuntos de sentido. Tal cosa es despiadada. Pensemos en el modo en que un investigador orienta sus aparatos hacia el objeto que investiga, o cómo un juez sin compasión averigua lo que ha hecho el acusado. El conocimiento de Dios no es así: está en unidad con su amor. Pues aquello a lo que se dirige ha sido creado por él mismo, y él mismo lo sostiene continuamente en el ser. La verdad de Dios es pensamiento, pero también corazón; es luz, pero también ardor. El hombre que se une con Dios, cree –y «creer» significa comprometerse solemnemente con él–; el que así actúa, dice: tú debes saberlo todo. Mi ser, mi actuar y mi pensar. Mi alegría y mi dolor. Lo logrado y lo malogrado. Lo que soy, como también lo que he perdido. Lo bueno y noble, pero también lo malo, feo, vil y vergonzante. Todo tiene que entrar en el ámbito de tu luz. Allí estará a buen recaudo. Todo, también lo peor. Su luz es amor y salvación. Él conducirá todo rectamente.
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Los cuidados de pastor de Dios SALMO 22 (23)
Algunos de los salmos surgen de la historia del pueblo llamado; otros, de la vida personal de un individuo. Entre estos resulta especialmente impresionante el salmo 22. Pero, antes de considerarlo, queremos aproximarnos al ámbito vital del que proviene: el del pastor. Ese ámbito se nos ha hecho extraño. Ya no sabemos nada del mundo en el que el hombre convive con sus animales, a los que conoce y ama, de los que obtiene alimento y vestido; y las más de las veces en la soledad, con sus peligros y su misterio. Entre él y su rebaño hay como una corriente de conocimiento y de cuidado siempre vigilantes. El pastor lleva su rebaño a los pastos y al abrevadero, lo atiende cuando sufre enfermedades, lo protege de ladrones y fieras salvajes. Para aquella época, comparar la relación entre Dios y el hombre con la que existe entre el pastor y su rebaño no tiene nada que pudiese lesionar el sentimiento de dignidad del hombre. Desde ese tiempo habla nuestro salmo. Según la tradición, fue compuesto por el mismo David, que, habiendo sido pastor de los rebaños de su padre, pasó a integrar el ejército del rey Saúl llevando la honda en el zurrón y el cayado en la mano. El pueblo llamado era un pueblo de pastores. El Génesis relata cómo la orden de Dios llega a Abrahán, su antepasado, en Mesopotamia. Obediente a la llamada, Abrahán parte con su clan y sus rebaños a la tierra prometida, y la familia crece hasta alcanzar un número considerable. El relato bíblico narra cómo, en tiempos de una fuerte hambruna, la familia huye a Egipto, cae allí en larga y dura esclavitud, y es finalmente liberada por Moisés; y cómo, conducido por él, el pueblo se abre paso por el desierto con sus rebaños y, finalmente, al mando de Josué, toma posesión de la tierra prometida. El pastor con su rebaño es para este pueblo una imagen antigua y familiar, y lo que acontece entre pastor y rebaño se convierte para él directamente en una parábola de las cosas de la vida. Dice el salmo:
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El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia aguas vivas1 y conforta mi alma;2 me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con ungüento,3 y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me siguen4 todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. El poema está dominado por un sentimiento muy entrañable. El hombre que se expresa en él se siente miembro del rebaño de Dios, y tiene una confianza cierta en su pastor. Su pastor es el Señor: «nada le falta». Pues, con cuánta facilidad «falta» algo en una tierra que consiste en gran parte en estepa pedregosa. Poco es lo que crece en ella, y, a menudo, el rebaño tiene que buscar por mucho tiempo hasta encontrar pastos. ¡Qué valiosa es una «verde pradera», cuando realmente la encuentra! A aquel que tiene a Dios por pastor se le concede siempre esta verde abundancia, símil de todos los dones buenos. «Me conduce a aguas vivas». En la tierra de la Biblia, el agua es escasa. Por eso, se convierte en imagen de la vida y de lo que es valioso. Y se trata de «agua viva», a diferencia de la de cisterna, donde solo se recoge agua de lluvia, que pronto se vuelve salobre. Se trata de una fuente que mana de continuo y que calma deliciosamente la sed. Para decir qué maravilloso era el paraíso, el Génesis hace referencia a sus ríos, de los cuales cuatro, con sus torrentes de aguas frescas, hacen fecunda la tierra. Quien se confía a los cuidados de Dios es conducido a una riqueza cuya abundancia inagotable no sacia solamente de vez en cuando, sino que da una seguridad
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tranquilizadora, brinda bebida en abundancia, sobreabundancia de vida. Allí su «alma» – la palabra se refiere a toda su humanidad viva– es confortada. «Me guía por el sendero justo». Pensemos de nuevo en Tierra Santa, en gran parte yerma, donde no había muchos caminos trazados. Con cuánta facilidad podía equivocar sus pasos un pastor, ir hacia regiones sin agua, donde el rebaño moría de sed, o peligrosas, donde era presa de ladrones. Dios «guía por el sendero justo». Pero lo hace «por el honor de su nombre». El «nombre» es la revelación en la que Dios ha manifestado quién es él: el poderoso, pero también el bondadoso y solícito. Aquel que se ha vinculado a este pueblo en santa alianza. No porque sea, como las deidades paganas, la concentración mítica de la vida de un pueblo, sino porque ha elegido en la libertad de su gracia a ese pueblo y lo ha hecho portador de la historia de salvación. «Aunque camine por cañadas oscuras» –en otra traducción: «en cañadas de muerte»– «nada temo, porque tú vas conmigo». En la montaña puede suceder que el sol se ponga, rápidamente, casi de repente, como es el caso generalmente en el Sur, y que el pastor tenga que pasar por una garganta. Allí, el entorno resulta inquietante. Pueden saltar animales predadores, aparecer de pronto salteadores de caminos. El rebaño avanza siguiendo muy de cerca al pastor, pero no tiene temor, pues «tu vara y tu cayado me sosiegan». El «cayado» designa el bastón de pastor, expresión de la vigilancia, de la experiencia y de la serena seguridad del hombre que está entrelazado con su rebaño y conoce los indicios. El rebaño confía en ello. Tal vez podamos pensar también que el caminante golpea cada dos pasos el suelo con su alto bastón, de modo que sus animales escuchan el golpe y, también en medio de la oscuridad, siguen estando seguros de su presencia conductora. Pero con «vara» se designa la porra que el pastor lleva para defenderse y con la que protege a su rebaño. Por eso, el orante dice a Dios: «junto a ti estoy cobijado». A la imagen del pastor sigue una segunda, también tomada de la realidad de este mundo: la de la hospitalidad. «Preparas una mesa ante mí». El caminante ha recorrido un largo camino. Ahora llega a la casa de su amigo y es bien atendido, pues el huésped es sagrado y su anfitrión responde por él con todo lo que tiene. Pero prepara la mesa al caminante «enfrente de sus enemigos». El caminante tiene enemigos: tal vez lo han perseguido, pero ahora está cobijado, y el anfitrión, seguro de su poder, afronta gallardo a todos los malévolos. Que vean qué bien lo pasa su protegido, y
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se sientan impotentes por no poder hacerle daño. «Me unges la cabeza con ungüento». Era una antigua costumbre que encontramos también en la vida de Jesús, en la que se relata cómo es invitado a casa del fariseo y enrostra a este su descortesía: «He entrado en tu casa y […] no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio –María Magdalena– me ha ungido los pies con perfume» (Lc 7,44-46). El ungüento alisa el cabello cuando se lleva largo. Se prepara mezclando aceite con especias y exhala un perfume de fiesta. Deparar al recién llegado esta alegría forma parte de las costumbres de hospitalidad. «Y mi copa rebosa». No se le sirve con escasez, a medias, sino de modo que rebose. «Te lo concedo todo», dice el anfitrión que así actúa. «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida». Habitualmente, el hombre corre tras la felicidad y procura atraparla, pero esta huye, y él se queda con las manos vacías. Felizmente, aquí es diferente: son la «bondad» y la «misericordia» las que «siguen», verdaderamente «persiguen» al hombre, revelando así una bondad inagotable. «Y habitaré en la casa del Señor». Seguramente no se hace aquí referencia al templo, sino que la «casa del Señor» es el país entero, que pertenece a Dios, y en el que es huésped quien confía en él. Dondequiera que esté el hombre de fe, se encuentra en la casa de Dios, recibido con hospitalidad, protegido y obsequiado con abundantes dones. Aquí reina una cercanía entrañable. Una confianza incondicional, que se entrega en manos del santo y poderoso. Para comprenderlo tenemos que retornar a la experiencia religiosa fundamental del pueblo llamado: Dios lo ha unido expresamente a sí. No nos referimos con esto a la Providencia que Dios tiene para con todo lo que ha creado, sino al acontecimiento del que hablan los primeros capítulos del libro del Éxodo: Dios ha venido a este pueblo y lo ha atraído misteriosamente a sí. Él, que no necesita del mundo –ni tampoco de ese pueblo, al que constantemente juzga–, ha hablado, y lo que ha dicho lo ha realizado en libertad, lo ha consolidado en fidelidad: «Me pasearé en medio de vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev 26,12). De esta relación surge la consciencia que se expresa en la imagen del pastor y su rebaño. De ella proviene aquella confianza que no conoce dudas. Los libros del Antiguo Testamento están llenos de acontecimientos que muestran cómo la historia de este pueblo se realiza a partir de la fuerza de la alianza que Dios ha sellado
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con él. No del arte de gobernar de sus reyes, ni de la valentía de sus guerreros, ni de la laboriosidad de sus trabajadores –por más importante y natural que esto sea–, sino del constante y clemente actuar de Dios. Tomemos solo un ejemplo del libro de los Jueces. En él se relata cómo Gedeón marcha contra los madianitas, las rapaces tribus árabes que incursionan una y otra vez desde el desierto: «Jerubaal, es decir Gedeón, y todo el pueblo que estaba con él madrugaron y acamparon en En Jarod […] El Señor dijo a Gedeón: “Te acompaña una tropa demasiado numerosa para que Madián sea puesto en sus manos; no vaya a ser que Israel se gloríe frente a mí diciendo: ‘Me he salvado con mis propias fuerzas’. Ahora, pues, pregona a oídos del pueblo: ‘Quien tenga miedo y tiemble, vuelva y márchese por el monte Galaad’”. Se volvieron veintidós mil del pueblo y quedaron diez mil. Mas el Señor dijo a Gedeón: “Es todavía mucha gente. Haz que bajen a la fuente y allí los seleccionaré. Y del que yo te diga: ‘Ese ha de ir contigo’, ese irá contigo; y del que te diga: ‘Ese no ha de ir contigo’, ese no irá contigo”. Gedeón hizo que el pueblo bajara a la fuente y el Señor le dijo: “A todo el que beba lamiendo el agua con su lengua, como lame el perro, lo pondrás aparte, y lo mismo a cuantos doblen la rodilla para beber”. El número de los que lamieron el agua llevándola con las manos a la boca fue de trescientos. El resto de la gente dobló la rodilla para beber agua. El Señor declaró a Gedeón: “Os salvaré con los trescientos hombres que han lamido y entregaré a Madián en tu mano” […]» (Jue 7,1-17). No es el pueblo natural el que conduce aquí su propia historia, sino Dios. Él actúa, y, al actuar, se revela. La imagen del salmo encuentra un eco magnífico en el Nuevo Testamento. Allí aparece Jesús como el verdadero pastor. Por ejemplo, donde dice: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen pastor”» (Mt 9,35s.). O en la parábola de la oveja que se perdió del rebaño, y él va detrás de ella por el desierto hasta que la encuentra, y lleva sobre sus hombros al cansado animal hasta el rebaño (Mt 12,11s.). Y de igual modo en otros frecuentes pasajes. De forma especialmente persuasiva habla en el capítulo 10 del Evangelio de Juan. Dice allí Jesús: «El ladrón [—como podría haber acechado, por ejemplo, en la cañada de muerte—] no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante. Yo soy el Buen Pastor». Y continúa diciendo: «El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye […]; y es que a un asalariado no le
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importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,10-15). ¡Qué profundidad adquiere aquí la imagen! Cristo ha «venido», en la libertad del amor, para conducirlas a la vida, a la plenitud de la vida, una vida abundante como un torrente de agua. Él «conoce» a las que creen en él, y ellas lo conocen. Es el conocimiento desde aquella relación de máxima interioridad que se establece entre el Salvador y el salvado. Una relación estrecha, tal vez más estrecha aún, por el amor que «amó hasta el extremo» (Jn 13,1), que la relación entre Creador y criatura. Ellas le incumben, pues «son suyas», suyas en la unidad que se establece por la expiación. Y ahora viene una frase inaudita: él «conoce» a sus ovejas «igual que el Padre eterno conoce al Hijo, y como el Hijo conoce al Padre». ¿Vemos aquí cómo la relación entre Pastor y rebaño es introducida en el abismo de Dios? Es imposible abarcar con el pensamiento lo que aquí se irradia desde la intimidad de la vida de Dios al hombre que se une por la fe a él. Pero dice más aún: «Yo doy mi vida por las ovejas». La unión de Jesús con los suyos pasa por lo último, por la muerte. Es una alianza de muerte, del mismo modo como la donación de sí por parte de Jesús, la eucaristía, es un sacramento que surge de la muerte de Jesús. Fue instituido en la víspera de su pasión, como su «cuerpo, entregado por nosotros… su sangre, derramada por nosotros» (Mt 26,26ss.). Y Pablo dice: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor» (1 Cor 11,26). La unidad que aquí se realiza es tan profunda como la que se establece entre el que muere por otro y aquel por quien él muere cuando el que eso hace es el Dios omnipotente. Pero esta relación, como toda auténtica relación, va también en la dirección inversa. Solo ahora alcanza la imagen del caminar por cañadas oscuras su sentido último, pues la cañada de la muerte es nuestra propia muerte. En esa circunstancia no hay nadie más junto a nosotros: ni el padre, ni la madre, ni los hermanos, ni la persona amante o amiga. Aquí ya no valen tampoco la ciencia, ni el arte, ni la cultura. Solos atravesamos la oscura cañada. Pero Cristo está presente: solo él, porque ha muerto por nosotros después de haber vivido antes por nosotros, y ha vencido después a la muerte al surgir de la tumba. Así ha establecido una profunda unidad entre sí y nosotros. Ha entrado con tanto poder divino en nuestro destino que, en cada creyente, vive su propia vida. Como dice Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Dondequiera
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que un creyente diga «yo», Cristo dice «yo» en él. Dondequiera que un creyente experimente en sí el destino, es Cristo el que lo experimenta en él. Del mismo modo como, una vez más en una santa inversión del sentido, el Padre regala lo que Pablo pide para los suyos: «Que Cristo habite por la fe en vuestro corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios» (Ef 3,17-19). Tal vez hemos presentido alguna vez la propia muerte, hemos presentido la hora en que habrá una soledad absoluta, en que todo cae, todo queda atrás. Y cuanto mayores fueron las palabras que antes hemos pronunciado, tanto más se desvanece en lo insustancial lo que ellas prometían: bienestar, progreso, cultura. Solo sigue teniendo razón una única confianza, la confianza en Cristo. Él permanece. Él acompaña. Él muere la muerte de cada ser humano que cree en él. Y él «lo resucitará en el último día» (Jn 6,39).
1. «Aguas vivas»; BCEE: «fuentes tranquilas». 2. «Conforta mi alma»; BCEE: «repara mis fuerzas». 3. «Ungüento»; BCEE: «perfume». 4. «Me siguen»; BCEE: «me acompañan».
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La voz del Señor SALMO 28 (29)
En los salmos aflora la vida humana con sus alegrías y dificultades, pero también lo hace la naturaleza. Sin embargo, tenemos que distinguir el modo en que esto se da en los salmos de la forma en que la lírica habla de la naturaleza. La naturaleza no tiene espacio alguno por sí misma en el Antiguo Testamento: siempre tiene un carácter religioso. O, dicho más exactamente: está siempre en relación con el Dios personal, al igual que con el destino del hombre llamado por él. Solo entonces alcanza su sentido pleno. La naturaleza es obra de la creatividad de Dios, revelación de su gloria, instrumento de su poder. En todo domina su palabra. Todo aquello que llamamos ley de la naturaleza está todavía ausente. El Antiguo Testamento no sabe aún nada de ello. El conocimiento de las leyes de la naturaleza se forma solo a comienzos de la Edad Moderna. En el Antiguo Testamento, todo lo que sucede es realizado de forma inmediata por Dios. Se diría casi que, donde para el hombre moderno se encuentra la ley de la naturaleza, se encuentra para el creyente del Antiguo Testamento la palabra de Dios, su mandato de existencia, su voluntad ordenadora, donante y punitiva. Cuando llueve, es él quien hace llover; cuando el mar entra en movimiento, es él quien remueve las aguas; cuando los árboles crecen, es su poder el que los impulsa hacia lo alto; cuando el trigo madura, es él quien da a los hombres el pan. No hay duda de que, en última instancia es realmente Dios el que obra todo. Pero lo hace a través de causas intermedias: las energías de la naturaleza, el vigor de crecimiento de la semilla, los órganos de la vida. Pero estas causas intermedias desaparecen para la visión del Antiguo Testamento, y Dios obra todo de forma inmediata, hasta el último de los resultados. De ahí proviene la intensidad religiosa del discurso, de ahí también ciertas dificultades, por ejemplo la pregunta por el mal. ¿Es el mal también obra de Dios? El Antiguo Testamento no pudo realmente nunca con esta pregunta. No obstante, a diferencia de lo que sucede en el mito, en el Antiguo Testamento todo está lleno de Dios, pero él no es nunca la naturaleza misma. Tampoco es su orden ni su alma. La cercanía de Dios al mundo es grande, pero nunca se da una fusión entre ambos.
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Siempre es él el Señor. Señor de la naturaleza, por ser señor de sí mismo. Su mano se encuentra sobre todo ser, su palabra obra todo acontecimiento. Él no necesita nunca de la naturaleza, ni ella ejerce tampoco acción alguna sobre él. Ella nunca llega a ser él ni se convierte en parte suya en sentido alguno. Él siempre se eleva por encima de ella, o, mejor dicho, está sustraído a ella, bastándose a sí mismo, intangible en su majestad. A la modalidad en la que Dios se sitúa en los salmos frente a la naturaleza corresponde también la relación del creyente con ella. El creyente necesita de la naturaleza, es alcanzado por ella en su alma, la admira, siente sus amenazas, pero nunca se hunde en ella o se hace uno con ella. Ni siquiera en el mayor sobrecogimiento se da algo de tipo dionisíaco. El hombre es señor de la naturaleza, o está destinado a llegar a serlo. Por supuesto, lo es por gracia, mientras que Dios lo es por esencia. El hombre experimenta su señorío justamente por el hecho de que está frente a Dios en una relación personal con él. Esto le evita quedar entretejido en la naturaleza. Tampoco en las horas en que siente con más fuerza la naturaleza es ella el destinatario de su voz: su discurso se dirige siempre al Señor primordial del mundo. Este es el secreto de los salmos de la naturaleza. Por el modo en que hablan del cielo radiante y de la tormenta enfurecida, de la montaña y del campo, de la fecundidad y la sequía, hablan siempre del Dios de la Revelación, que dijo en el Horeb: «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). Queremos meditar uno de estos salmos, el vigésimo octavo. Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en santo ornato.1 La voz del Señor sobre las aguas, el Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica la voz del Señor descuaja los cedros, el Señor descuaja los cedros del Líbano. Hace brincar al Líbano como un novillo,
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al Sarión como a una cría de búfalo. La voz del Señor lanza llamas de fuego, la voz del Señor sacude el desierto, el Señor sacude el desierto de Cadés. La voz del Señor retuerce los robles, el Señor descorteza las selvas. En su templo, un grito unánime: «¡Gloria!». El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio, el Señor se sienta como rey eterno. El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz. Sigamos ahora los pensamientos del salmo. Comienza con el llamamiento: «Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor». Estos «hijos de Dios» son los seres sublimes del cielo, los ángeles. Ellos contemplan la gloria de Dios, ven y comprenden lo que él obra en el mundo. Aquí se trata del poderoso fenómeno de una tormenta. Los seres angélicos lo ven, contemplan en él la obra de Dios, se estremecen y transforman su sobrecogimiento en un acto de adoración. Estamos tentados de decir que aquí se desarrolla una liturgia del mundo. En las alturas, alrededor del trono de Dios, están los ángeles. Ellos experimentan lo que sucede «abajo», en la tierra, se postran ante Dios y lo alaban. Lo hacen «en santo ornato», en vestiduras sagradas, como liturgos celestes, una imagen que se despliega después en el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis. Y entonces comienza la vivencia. El poeta que compone el salmo se encuentra, tal vez, en el campo –hay quienes piensan en David, que está con sus ovejas–, e inicia su canto diciendo: «La voz del Señor». Esta expresión atraviesa como tónica el salmo entero. La expresión designa ante todo el trueno con su fuerza elemental, que retumba en todo el mundo. Pero, más allá del trueno, se refiere a todos los poderosos fenómenos que allí ocurren: la tormenta, el rayo. «Voz del Señor» es simplemente el poder de Dios en la medida en que no crea y construye, sino que amenaza, hace sentir que Dios podría romper, y hasta aniquilar, todo lo que subsiste por su gracia. «La voz del Señor sobre las aguas». La expresión podría designar ante todo las aguas de lluvia que se precipitan. Pero después se reitera: «El Dios de la gloria ha tronado, el
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Señor sobre las aguas torrenciales». Algo más poderoso se abre paso en la imagen: se trata de aquella lluvia de la que el Génesis dice: «[…] se reventaron las fuentes del gran abismo y se abrieron las compuertas del cielo, y estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (7,11-12). El texto se refiere a las aguas que, una vez, inundaron la tierra cuando las maldades de los hombres se hicieron tan grandes que Dios quería «borrar de la superficie de la tierra» al hombre y a todos los seres vivientes (Gén 6,5-7), o sea, se refiere al diluvio. Se trata, primeramente, de un acontecimiento de la historia de la tierra. Pero detrás de eso parece acechar otro pensamiento: el mundo no tiene por qué existir. No es «necesario por naturaleza»: depende del libre albedrío divino. El hombre es la última expresión del mundo. Su comportamiento decide acerca del sentido de su ser. Si se hace culpable, se acerca la posibilidad de que Dios revoque el designio de su creación –«el Señor se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra y le pesó de corazón», dice el Génesis (6,6)– y de que el mismo poder que creó, arroje a la nada la obra malograda. Esto es lo que aparece en la imagen apocalíptica de la tormenta. «La voz del Señor descuaja los cedros» –los imponentes árboles del Líbano, que tienen hasta cuatro metros de diámetro y que casi se han extinguido por la codicia de los hombres. Que «la voz del Señor» los descuaje es una prueba suprema de su poder. La voz del Señor «hace brincar al Líbano como un novillo»: el retumbar del trueno hace temblar las montañas; la firmeza de las montañas, que se yergue hacia lo alto, se diluye en la imagen de una cría de animal que retoza. «La voz del Señor lanza llamas de fuego»: el trueno en el que Dios habla y conmina hace saltar el rayo del mismo modo como el hombre que golpea el pedernal hace saltar las chispas. «La voz del Señor retuerce los robles», como si fuese una mano colosal que coge los árboles y los retuerce como se hace con una rama de mimbrera. «El Señor descorteza las selvas»: el rayo cae, descorteza los árboles y deja al descubierto la albura. «En su templo un grito unánime: “¡Gloria!”»: no lo dan los liturgos de abajo, en la tierra, sino los ángeles en el templo superior, en el cielo. «El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio», del gran diluvio del pasado, «el Señor se sienta como rey eterno». Pero, después, el pensamiento retorna a la tierra: «El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz». Es admirable cómo se interpenetran los ámbitos. Todo se contempla desde la altura, donde están los ángeles. Sucede en la tierra, pero es introducido en el quehacer propio de los ángeles: conocer y dar gloria a Dios.
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Los hombres de hoy ¿somos todavía capaces de vivir lo que sucede en este salmo: que las criaturas de Dios, los ángeles, pero también el hombre que ora y compone poesía, ven el acontecer del mundo y lo llevan a la adoración? Una pregunta que puede inquietarnos, ciertamente. Para el hombre medieval no era, todavía, algo difícil. Él seguía viendo el mundo como lo había visto la Antigüedad: como un cosmos. Si abrimos, por ejemplo, La divina comedia, de Dante, encontramos en ella la visión más perfecta. El mundo aparece como una enorme esfera, totalmente atravesada y plasmada por los poderes de Dios. El mundo era obra de Dios y, con algunas modificaciones, habría cabido sin más trámite en una oración como nuestro salmo. Basta que pensemos en el Cántico de las criaturas, de san Francisco. Pero después se abrió paso el trabajo de la ciencia exacta y creó la representación moderna de «naturaleza». El hombre medieval no habría comprendido nunca lo que esta designa. Para él, todo desembocaba en lo simbólico, todo revelaba a Dios. La catedral medieval expresa este simbolismo de lo divino presente en cada cosa y en cada relación. Por el contrario, la ciencia pregunta por el cómo y el porqué naturales. Ella encuentra en todas partes los hechos que son y tal como son, hechos irrevocablemente firmes, demostrados por medio de experimentos y expresados en una ley que dice qué tiene que suceder, cómo y por qué. Al mismo tiempo, en el sentir del hombre el mundo se hace no solo grande, sino infinito. ¿Dónde ha quedado Dios? Por así decirlo, el hombre ya no tiene un espacio propio para la representación de Dios. De modo que procura introducirlo en el mundo, y surge el panteísmo moderno, que concibe a Dios como el alma del mundo. En nuestro tiempo se disipa la embriaguez de infinitud, el mundo se ve de nuevo como realidad finita. Pero la ciencia le confiere cada vez más el carácter de fría exactitud, de una tremenda interconexión de energías y leyes, mientras que la técnica ve en él el material para sus obras, cada vez más grandiosas. Así están las cosas hoy, y este sentimiento del mundo se impone también al hombre creyente. Resulta difícil introducir el mundo en el acto que se dirige a Dios, en la oración. No obstante, hacerlo es tarea del hombre. ¿Cómo llevarla a cabo? Seguramente, ya se nos ha planteado esa pregunta. Por ejemplo, al leer las poesías sobre la naturaleza de Goethe, llenas de divinidad panteísta, hemos notado que no podíamos acompañarlas interiormente. Nos hemos vuelto demasiado sobrios, sobrios en un sentido grande y, por supuesto, también negativo. No podemos recorrer este camino.
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Tal vez tengamos que buscarlo a través de la idea de que Dios es «el que es», sin más: el ser por sí mismo. Y ahora quisiera decir algo que, en sí, es absurdo. Pero tal vez ayude a poner ante la mirada interior, a introducir en el sentimiento algo que no está disponible para la afirmación «racional». Santa Teresa de Ávila dijo una vez: «Solo Dios basta». Con ello quiso expresar que solo Dios puede saciar el anhelo del hombre en su totalidad y en su última profundidad. Es verdad. Pero yo quisiera relacionar la frase con otra cosa y decir: si Dios es, eso «basta». Supongamos –y esto representa lo «absurdo»– que existiese la exigencia absoluta de que todo lo que fuese posible en cuanto a ser y sentido, en cuanto a vida y valor, en cuanto a obra y dicha, tuviese que hacerse realidad, pues, de otro modo, el vacío gritaría. Tal exigencia se cumpliría por el hecho de que Dios existe. Él bastaría. No haría falta nada más. Pero este Dios ha creado el mundo, ha creado a los hombres, ha creado a cada uno. No forzado por necesidad alguna, sino por pura libertad. Lo ha querido porque lo ha querido. Nosotros decimos: por amor. Ahora bien, aquello que implica para el hombre el hecho de que Dios, que es en sí mismo el amor infinito y posee fecundidad, tenga «amor» por lo finito, por el ser humano, excede toda razón. El problema no es Dios – que exista o no, y cómo sea– sino lo finito: cómo puede ser, y por qué, y con qué sentido. Lo cuestionable no es Dios, sino el hombre: él y el mundo. De ese modo, se invierte –en una conversión, una metanoia del pensamiento que tenemos que realizar desde el puro sentido de la Revelación– la pregunta que habíamos planteado, y también la respuesta. El ateísmo, que se propaga cada vez más y se realiza de forma cada vez más decidida, dice lo contrario: el hombre, la naturaleza, la obra humana a partir de los materiales de la naturaleza, son lo único existente y suficiente para la exigencia planteada. «Dios» es un producto del hombre, necesario y lleno de sentido mientras el hombre es menor de edad. Pero, ahora, el hombre ha alcanzado la mayoría de edad, o bien está dando el paso definitivo hacia ella. Ya no necesita de «Dios». El hombre y su mundo lo son todo. Esto se ve confirmado en ciertas cosas por el sentimiento que el hombre actual tiene de sí mismo, pero, en realidad, es la rebelión contra la verdad sin más. Creer significa decidirse por la verdad. El creyente ve la grandeza del mundo, supera la aparente y presunta independencia del mundo, y, en la fe y la oración, devuelve el mundo a las manos de Dios.
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1. «En santo ornato»; BCEE: «en el atrio sagrado».
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El anhelo de Dios SALMO 62 (63)
Hay un sentimiento religioso que parece ser muy infrecuente, a pesar de que, en realidad, tendría que surgir con fuerza elemental desde el fondo de la esencia del hombre: el anhelo de Dios. En realidad, ese anhelo debería dominar toda nuestra vida interior. En efecto, la condición de criatura no es algo que haya sido importante solo en otro tiempo, al comienzo de las cosas, sino el carácter fundamental que determina todo lo humano. Independientemente de lo que el hombre sea, él es como criatura. Independientemente de lo que haga, lo hace desde el fondo de su creaturidad. Así, ese anhelo tendría que ser la expresión elemental de este hecho. Que así no sea revela a la reflexión muchas cosas acerca de nuestra historia más profunda. Sin duda, al crear al hombre, Dios lo ha dejado en libertad. Lo ha puesto en la auténtica realidad y sobre sus propios pasos, a pesar de que es un misterio cómo es posible que exista algo finito y contingente, cómo puede tener espacio y fuerza para existir «junto» a lo infinito y absoluto. Tomamos como evidente que lo finito exista: cada uno de nosotros lo toma como lo más evidente que él mismo exista, que se sienta como el centro de todo ser. A tal punto que el hombre actual está trabajando en la creación de una imagen y de un sentimiento existenciales en los que solo existen el hombre y el mundo. Es metafísicamente grotesco, puesto que la verdad es al revés: Dios es el evidente, el «suficiente» sin más, mientras que es pura gracia, un prodigio de la benévola voluntad del Creador, que el mundo, el hombre, yo mismo y el mundo existamos. Así es, y el hecho de que Dios no sea despótico sino generoso, no aplastante sino creador, revela de qué índole es su condición de ser absoluto. La condición de criatura es un lazo más real entre Dios y mi ser que el lazo que se da entre el hijo y el seno materno. Por tanto, este lazo tendría que pasar al sentimiento, y no solo en momentos de necesidad, sino siempre de nuevo, y con tanto mayor fuerza cuanto más intensa sea la percepción de la existencia. Pero Dios crea de forma tan perfecta, tan generosa, que el hombre puede olvidar este hecho y pensar que está en sí mismo, o que, en todo caso, proviene del conjunto del mundo, de la «naturaleza».
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Sin embargo, en algunos salmos el anhelo de Dios prorrumpe poderosamente; tal vez, de la forma más fuerte en el salmo 62. Es un salmo antiguo: algunos lo atribuyen incluso al rey David. En él se expresa el sentimiento con tal fuerza que nos llega al corazón. Dice el salmo: Oh Dios, tú eres mi Dios, con anhelo te busco,1 mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Por eso ansío contemplarte en el santuario para ver tu fuerza y tu gloria.2 Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo. Mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene. Pero los que intentan quitarme la vida vayan a lo profundo de la tierra; sean pasados a filo de espada, sirvan de pasto a los chacales. Mas el rey se alegrará en Dios, el que jura por él se felicitará, cuando tapen la boca a los mentirosos. El lector atento notará la fuerza de estas palabras. Tiempos remotos se expresan en ellas. Más de dos milenios y medio han pasado desde que fuera compuesto el salmo.
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Ya desde el comienzo dice: «Oh Dios, tú eres mi Dios». No es un Dios prescrito en sentido general, sino «su» Dios, el Dios que él ha experimentado, que es el sentido de su vida, de la suya propia como de la de ningún otro… «Con anhelo te busco»: el salmista no habla exteriormente, siguiendo una costumbre, de modo que pudiese hacerlo de otra manera o dejar de hacerlo, sino desde el impulso más íntimo. Necesita a su Dios. Pero ¿tiene que «buscarlo»? ¡Si Dios está ahí, en todas partes, en nosotros mismos! Sin duda, pero las cosas están ahí, como una pared entre él y nosotros. No por su propia esencia, pues él mismo las ha creado, pero el hecho de que la atención y el deseo se aten a ellas hace que se presenten de ese modo. También el hombre es una pared entre el Dios que está en él y su propia vida, porque se cierra en sí mismo por su voluntad egoísta. Así, pues, el hombre tiene que «buscar», atravesar con empeño todo aquello que se interpone como obstáculo. Y ahora viene este magnífico versículo: «Mi alma está sedienta de ti». No malentendamos las palabras. «Alma» no es la espiritualidad abstracta, sino lo más vivo en nosotros, lo que crece, respira, siente. Las palabras que siguen lo aclaran por completo: «Mi carne tiene ansia de ti». ¡Qué espléndidamente concreta es la expresión de estas frases! «Como tierra reseca, agostada, sin agua», así se siente el hombre que habla en estos versos. Sabe cómo es cuando los pozos se han secado y toda la tierra está agostada por el sol. Así estoy yo, dice. Mi cuerpo, mi alma, todo mi ser tiene sed de ti, Dios. ¡Hombre dichoso!, pensaremos nosotros, que lo necesitas tanto como la tierra la lluvia. «Por eso ansío contemplarte en el santuario» –continúa diciendo– «para ver tu fuerza y tu gloria!». El hombre se encuentra en el templo y espera que se le conceda aquello por lo cual está allí. Pues el templo es la casa de Dios, está lleno de él, y quien traspone los santos umbrales puede experimentar cómo desciende sobre él la gloria de Dios. Para tener una percepción sensible de lo que se trata vamos a escuchar los versículos de Isaías que hablan de la gran teofanía: «El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Junto a él estaban los serafines […] y se gritaban uno a otro diciendo: “¡Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloria!”. Temblaban las jambas y los umbrales al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo» (Is 6,1-4). Esta es la visión que ha de fortalecer al profeta para su difícil obra. Pero también la fe sencilla podía experimentar lo que iba en la misma dirección, la epifanía: que la gloria de Dios se le hiciera visible resplandeciendo en el misterio del ámbito del templo; que esa gloria
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descendiera sobre él por gracia y reconfortara «más» su cuerpo y su alma de lo que la bebida hace «revivir» al sediento. Sin experiencias como esta, la vida religiosa del Antiguo Testamento sería incomprensible. «Me saciaré como de enjundia y de manteca» al estar cerca de ti: una vez más, una realidad de admirable densidad. No solo pensamientos pálidos buscan aquí a Dios, no solo sentimientos tenues, sino un deseo elemental, para el cual el Santo y Viviente es tan real como la comida del cuerpo cuando él se sienta a la mesa en el banquete sacrificial y sacia su apetito. Para este hombre, el contacto con Dios es totalmente real, aun cuando se dirija a Dios fuera del templo: «En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti». Cuando de noche no puede dormir, comienza a pensar y, como atraído por un poder interior, dirige su pensamiento hacia Dios. Entonces, una experiencia se derrama sobre él y sacia su anhelo: «porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo» –la antigua imagen del águila, que con sus enormes alas cubre a su polluelo–. «Pero los que intentan quitarme la vida vayan a lo profundo de la tierra». No es el Nuevo Testamento el que habla aquí, sino el Antiguo. Este no extinguía el odio: su esfuerzo se centraba en separarlo de lo meramente personal y asociarlo al destino del pueblo. Quien pertenecía al pueblo llamado y luchaba por su causa sentía que, de ese modo, sus cosas quedaban santificadas: si alguien acometía contra ellas, atacaba al pueblo de Dios. Tal vez, esto pueda hacer más comprensible la vehemencia de este sentimiento en el contexto de la oración: que los enemigos «sean pasados a filo de espada, sirvan de pasto a los chacales». Es la cara opuesta del fuerte sentimiento que antes se había dirigido hacia Dios. El anhelo de Dios no quiere solo conocerlo, limitarse a cumplir sus mandamientos, sino tener participación en él mismo. ¿Es panteísmo? ¿Qué habría que asociar con esta palabra? Una confusión de los sentimientos y pensamientos. En el panteísmo, el sentimiento se ensancha, deja de distinguir entre espíritu y materia, entre yo y tú, entre Dios y criatura. Todo queda subsumido en una unidad indeterminada que no es auténtica ni lícita porque mezcla cosas que no pueden mezclarse. Por el contrario, el salmo se encuentra bajo la majestad de Dios, el único que puede decir: «Yo soy el que soy», el que no necesita del mundo pero lo ha llamado a la existencia porque así lo quiso. Con él quiere tener comunión este hombre; su deseo no es hundirse en el fondo primordial del mundo, no es disolverse en
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las ondas del mar de la existencia, sino tener comunidad en la dignidad de una persona libre. El yo subsiste ante el tú eterno; pero siente un poderoso impulso hacia él a fin de tener participación en él. El lector preguntará, tal vez: ¿por qué hablas de estas convicciones y sentimientos si ya no las tenemos; si, aunque se yerguen ante nosotros en su magnitud, no podemos realizarlas? Pero observemos con más detalle: el sentimiento primordial del hombre, ese afecto que brota de su creaturidad, es el anhelo de tener participación en Dios. Agustín dijo en el capítulo primero de sus Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (trad. de P. Tineo). Prestemos atención a las palabras: Dios nos ha creado «para él». No nos ha puesto como un trozo de realidad abandonada, sino que nos ha creado de tal modo que la condición de criatura es un impulso hacia él. Nos ha creado colocándonos en un proceso, en un acontecer: en el movimiento hacia Dios. Si así es, esta tendencia se encuentra también en cada uno de nosotros, solo que intimidada a menudo por las críticas, sepultada por lo cotidiano. Somos una parte del mundo: el mundo quiere aprehendernos, atrae nuestra atención hacia sí, nuestros sentimientos y nuestro apetito. Esto recubre la dimensión profunda, ahoga la voz fundamental. Por eso, desde la fe tenemos que decir: él es, él está disponible para mí, y yo tengo que esforzarme por él. Tengo que liberarme para que la dimensión interior pueda abrirse paso. Crear silencio a mi alrededor para poder percibir la tenue voz. De la vida natural sabemos que un órgano que no se ejercita se atrofia. En nosotros está depositada la posibilidad de estar cerca de Dios, de tener participación en él. Agustín definió el alma humana diciendo que es capax Dei, es decir, «capaz de captar a Dios». No dejemos, pues, que esa capacidad se atrofie. ¿Para qué hay iglesias, esos espacios elevados en los que impera algo que en todos los demás lugares se destruye –el silencio–, si no para entrar en ellas, sentarse, recogerse? Después de un tiempo, ya no se está más sentado, sino de rodillas, pues Su Presencia se ha hecho manifiesta… O también en casa, como dice el salmo: de noche, cuando no se puede conciliar el sueño. Alrededor está todo en silencio. Si no se recurre a un libro, o a un somnífero, sino que uno se confía al silencio, se recoge, aguza la atención, puede suceder que se despierte en uno esta consciencia: él está aquí. Estoy en su presencia. Tengo anhelo de él, y ese anhelo se sacia. Se sacia y crece al mismo tiempo. Pues esto es lo maravilloso: el anhelo de Dios, cuanto más se sacia, más fuerte se hace.
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Por supuesto, hay algo que no se ha de olvidar y que constituye el punto más difícil de la existencia cristiana del hombre actual: que el sentimiento religioso, el sentir religioso que responde de manera inmediata a la existencia, se está haciendo cada vez más débil. Este es uno de los motivos que llevan a tantas personas a considerar lo divino como un valor ficticio y la fe como algo innecesario. Este decrecimiento de la capacidad religiosa es un fenómeno histórico sobre el que la persona no tiene poder alguno. Por eso, no se trata de que intente tener un sentimiento de anhelo de Dios que no pueda tener auténticamente, sino de realizar el acto de voluntad de alcanzar la «participación en Dios» de la manera en que le está dado hacerlo: en los actos espirituales de la atención, de la obediencia moral, de la confianza, de la fidelidad, del vencimiento de sí por amor de Dios.
1. «Con anhelo te busco»; BCEE: «por ti madrugo». 2. «Por eso ansío contemplarte en el santuario, para ver tu fuerza y tu gloria»; BCEE: «¡Cómo te contemplaba en el santuario, viendo tu fuerza y tu gloria!».
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El temor del Señor SALMO 110 (111)
Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea. Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman. Esplendor y belleza son su obra, su justicia dura por siempre. Ha hecho maravillas memorables, el Señor es piadoso y clemente. Él da alimento a los que lo temen recordando siempre su alianza. Mostró a su pueblo la fuerza de su obrar, dándoles la heredad de los gentiles. Justicia y verdad son las obras de sus manos, todos sus preceptos merecen confianza: son estables para siempre jamás, se han de cumplir con verdad y rectitud. Envió la redención a su pueblo, ratificó para siempre su alianza. Su nombre es sagrado y temible. Principio de la sabiduría es el temor del Señor, tienen buen juicio los que lo practican; la alabanza del Señor dura por siempre. Para comprender mejor los pensamientos del salmo queremos hacer una observación previa: cuando el creyente del Antiguo Testamento procura descubrir la verdad de la Revelación, el mensaje divino que le ha llegado, dirige la mirada hacia el pasado, hacia la
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historia de su pueblo. En el Antiguo Testamento, fe no significa considerar verdadera una doctrina o un ordenamiento de vida comprensibles en sí mismos, sino estar dentro de una historia en la que actúa Dios. El centro de esta historia se menciona en el salmo: la ratificación de la alianza en el Sinaí. Dios ha prometido en ella que va a ser el Dios de este pueblo y que este va a ser su pueblo. Él hace historia con el pueblo. Creer significa vivir en esa historia, ser consciente de las acciones que Dios ha realizado en ella y confiar en las que todavía realizará. Incluso la creación del mundo forma parte de ella. Es el primer comienzo de esa historia, la primera de sus acciones, a la que después sigue una serie de otras, ocurridas dentro del mundo. Desde aquí tenemos que comprender el salmo. Por ejemplo, cuando habla de «justicia», la palabra no designa una forma general de actuar que pudiese describirse, por ejemplo, diciendo que Dios hace con cada persona o le da aquello que corresponde según criterios morales. Justicia es lo que se sigue de la alianza en el Sinaí, de los mandamientos y de las promesas de Dios. Las «obras» y «acciones» de Dios de las que se habla no son solo las obras de la creación y conservación del mundo, que incumben a todos los hombres, sino también y sobre todo lo que Dios ha hecho a lo largo de los siglos con este pueblo desde la vocación de Abrahán hasta el momento en que se encuentra el hablante. Finalmente, por el «justo», que aparece una y otra vez en los salmos, no se entiende al hombre que vive según la ley moral válida para todos y que se presenta frente a Dios gracias a una experiencia religiosa accesible a la generalidad, sino aquel que vive en la obediencia a la ley de la santa alianza. El cristiano no puede ya pensar de esa manera. Su existencia creyente ya no se apoya en un pueblo determinado que es conducido por Dios y que recorre su camino por la historia. Cuando el cristiano habla del hombre, designa al habitante del mundo, y cuando, habiendo venido ya el Salvador, habla del pueblo de Dios, entiende a todos aquellos que creen en él. En nuestro caso el contenido de la fe adquiere fácilmente el carácter de un sistema de sentencias de vigencia universal de las que se está convencido, un sistema semejante al de la filosofía, solo que más elevado, más universal, marcado por el carácter de lo santo y lo salvífico. Fácilmente olvidamos que, no obstante, hoy como ayer, creer significa precisamente estar apoyado, con consciencia y confianza, en las obras y acciones del Dios personal y actuante, solo que tales obras y acciones se realizan ahora en el ámbito de vida de la humanidad, del mismo modo como el Credo, la profesión de fe, correctamente visto, constituye no tanto un esquema de verdades vigentes, sino un relato de «grandes acciones de Dios». Creer significa también para nosotros tener la certeza de que Dios actúa a lo largo de
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todos los tiempos, desde la creación del mundo hasta el fin de este mundo; significa hacer, en la hora presente de ese actuar, lo que él exija, hacerlo con orientación hacia su fin, que es la nueva venida de Jesús y la victoria del reino de Dios. Por eso, haremos bien en romper una y otra vez la apariencia de mero sistema doctrinal y en decir: algo está sucediendo desde Dios, también hoy, también aquí, también conmigo; me coloco en ese contexto, acompaño, actúo y lucho. Solo en ese contexto se hará totalmente manifiesto y vívido lo que significa «esperanza»: la certidumbre confiada de que, a pesar de toda la acción ejercida por la resistencia de la incredulidad y de la desobediencia, y a pesar de la aparente imposibilidad de que se cumpla la promesa del mensaje, el renacimiento a la nueva vida en mí y en la vieja creación se hará realidad. El salmo entero es una representación de lo sucedido en otro tiempo, de las «grandes acciones de Dios», que, respecto del tiempo exterior, pertenecen al pasado, pero que, en la memoria del creyente, están en el presente: son narración, acción de gracias y alabanza, exhortación y enseñanza, signos del ánimo de Dios y prenda para el futuro. No obstante, tal vez se pueda decir algo más, avanzando cuidadosamente en la reflexión: aquellas acciones las realizó Dios en el momento en que, según sus designios, había llegado la hora para cada una de ellas. Pero Dios, que actúa aquí en el tiempo, está a la vez más allá de todo lugar y de todo tiempo. De modo que lo que él hace en la historia santa no se agota o se pierde en el tiempo, sino que trasciende el tiempo y se encuentra en viva eternidad. Por eso puede decirse, ciertamente, que lo sucedido en el pasado ejerce una acción en cada momento del tiempo posterior tan pronto como el creyente lo conmemora. La historia santa tiene para el hombre del Antiguo Testamento una suerte de carácter sacramental: a través de la memoria orante, esa historia se hace viva y eficaz en quien la evoca, bendice el momento presente, ilumina y da fuerza, y sigue actuando en la continuidad del acontecer salvífico hacia el futuro prometido. El modo en que la fe –la fe de la comunidad en la celebración litúrgica del templo, la fe de la familia en su celebración familiar, la fe del individuo en su oración personal– hace presentes las acciones pasadas de Dios señala, podemos decir, hacia aquella memoria que instituirá más tarde el Señor, cuando dice: «Cada vez que hagáis esto, hacedlo en memoria mía» (Mt 26,26-28; 1 Cor 11,23-23). Por eso el salmo evoca las obras del Señor, sus «maravillas», con las que designa especialmente las acciones que realizó en el Sinaí y durante la larga marcha a través del desierto: cuando selló su alianza con el pueblo, más aún, cuando, a través de esa alianza, lo convirtió en pueblo, le dio autoconsciencia, ley y orden, lo condujo desde la columna
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de nube, lo adoctrinó por la palabra de Moisés y, más tarde, de sus profetas, lo fortaleció en la lucha y le regaló la tierra prometida. Esa conmemoración, por la que el pasado es evocado en la hora presente y se anuda la interrelación del acontecer salvífico, se da una y otra vez en los salmos. Pero un versículo de este salmo ha de ocuparnos especialmente. Es el versículo décimo, que dice: «Principio de la sabiduría es el temor del Señor». ¿Qué es el «temor del Señor»? Ciertamente tenemos que comenzar recordando que el concepto se nos ha hecho ajeno. ¿Quién habla todavía hoy de él? Y aunque haya quien hable de él, la ética moderna de la autonomía lo ha convertido en algo de valor inferior para el sentir actual. Después de que ya Nietzsche anunciara el mensaje del reino del hombre, una vez que la conducción de casi la mitad de la tierra procura eliminar a Dios y erigir el Estado como divinidad, ¿qué queda todavía del temor del Señor? Sobre todo tenemos que recordar lo que el temor del Señor no es: no es temor «a» Dios, miedo «a» él. Existe ese miedo: existe, primeramente, en forma enfermiza, cuando Dios se convierte en un «otro» oscuro, y el sentimiento que se tiene de él se convierte en una presión sobre el corazón falto de libertad, o en una sujeción de la conciencia temerosa. También existe el «temor a Dios» cuando se ha formado una imagen de la existencia humana en la que, por así decirlo, Dios ya no cabe, porque su realidad haría saltar esa imagen. De modo que se lo quita de ella. Pensemos –acabamos de decirlo– en la afirmación de Nietzsche: si el hombre quiere realizarse a sí mismo y llevar a cabo su obra, Dios no puede existir. ¡Y cuántos lo repiten! Pensemos en el ateísmo político de nuestro tiempo, cuya voluntad de Estado y de cultura excluye a Dios. Aquí se hace de Dios un ser extraño, que actúa con violencia, que se impone al ser humano y de quien este cree tener que defenderse para obtener su propia libertad. Y, por último, ¿no existe también en el creyente, o en el que ha sido tocado por el mensaje sagrado, aquel temor que proviene de preguntarse a dónde lo llevará si él entra realmente en relación con Dios, con su voluntad y su amor? Todo esto –y otras cosas– es el temor a Dios y, en el fondo, es necio. En efecto, solo puedo tener temor a «otro» que se ponga en mi contra y que quiera lo que me perjudica. Pero Dios no es en absoluto «el otro», mi competidor en la existencia, como lo ve esa filosofía. Todo existe por él, pues él lo ha creado. Yo solo existo porque él me ha llamado al ser y me sostiene en el ser. Soy y digo «yo» porque él me dice «tú» y me sostiene en
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el tú. Si puedo pensar, planificar, decidir en libertad, actuar y crear, es porque él me concede ser imagen y semejanza de su señorío soberano en su mundo. No: en este temor a Dios habla la antigua rebeldía, que no está dispuesta a decir: yo por Dios, sino que afirma: o él o yo. Y como yo quiero ser, Dios no debe ser. Este es el temor más profundo «a» Dios. El «temor de Dios» designa algo muy distinto. Sobre todo designa la consciencia clara de que Dios realmente existe. De que no es una mera idea, un mero sentimiento, sino realidad. Más aún: si preguntamos qué es lo que realmente existe, la verdadera respuesta es: él. Solo después, por él y ante él, existo yo. Solo él podía decir: «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). El hombre ha de saber y confesar: «Yo soy su criatura». Asumir esto en su corazón y estremecerse por la grandeza de este Dios, eso es el temor de Dios. Nuestro versículo dice: «Principio de la sabiduría es el temor del Señor». ¿Qué significa esta frase? La Sagrada Escritura habla a menudo de la «necedad» de los hombres. ¿En qué consiste? ¿De dónde proviene? ¿Dónde se origina todo lo malo, confuso, destructivo en la vida de los individuos y en la historia? En el fondo, proviene de que el hombre se deja resbalar a una actitud que solo podría darse si él fuese dios. Tendría que ser dios para comportarse de forma autocrática decidiendo sobre el bien el mal, para colocar sus objetivos según su propia voluntad y sin tener en cuenta el mandamiento de Dios. Pero él no es Dios, de modo que su actuar es «necio», sin sentido, ficticio, y desemboca en el vacío. El que sabe que solo Dios es el santo y eterno, y que, por el contrario, el hombre es creado y se encuentra bajo el juicio de Dios, obtiene un criterio de medida. Aprende a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal. Durante doce años hemos tenido ya la terrible lección de lo que pasa con la existencia cuando no hay temor del Señor. Ninguno de los que entonces tenían el poder se inclinaba ante Dios –por más que le contaran al pueblo historias de «Providencia» y de «cristianismo positivo», para hacerlo complaciente–. De ese modo podía decirse que estaba bien lo que era útil al «pueblo». Pero el «pueblo» era un concepto para encubrir la propia avidez de poder y, por lo demás, una locura. El crimen se enseñoreó de nuestra tierra, y todo se sumió en el horror. Quien tiene en el corazón el temor del Señor discierne entre lo valioso y lo carente de valor, entre lo permanente y lo caduco, entre lo válido y lo nulo. Cada vez que se acuerda de la diferencia absoluta –la que existe entre el Dios eterno y la caduca criatura–, desaparecen las brumas. Hay filosofías, ideas de Estado, representaciones de cultura,
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conceptos de educación y de formación que se revelan como falsos, engañosos, como una «modorra1 del espíritu», como alguien dijera. La consciencia acerca del Dios viviente actúa como agua fuerte, que separa el ser auténtico de lo inauténtico. Sabiduría es algo diferente del saber. Se puede poseer el saber de todas las bibliotecas y ser un necio. Sabiduría significa poder discernir entre lo que suscita vida y lo que – aunque sea a través de muchos pasos– acarrea muerte. El modo en que alguien conduce su vida depende, en el fondo, de si sabe quién es Dios y si le «teme». Pero ¿dónde se escucha hoy la exhortación del salmo? ¿Se la lee en un libro de filosofía? ¿Vive acaso en la poesía del presente? ¿Tolera que se la pronuncie la atmósfera pública? ¿No sucede acaso que el hombre actual se siente ofendido cuando se lo confronta con algo así como el temor de Dios? ¿Temor? ¿Por qué? –es su respuesta–. El hombre es real; «Dios», por el contrario, es una palabra de los sacerdotes para hacer dóciles a los hombres, una hipótesis que se ha vuelto prescindible, una bruma que se disipará pronto de la tierra. Dejémonos interpelar por la idea del temor de Dios. Ella es la garantía de que nuestra adquisición de mayor saber no será a costa de una pérdida de la verdad de la existencia. A partir de la consciencia de la historia santa se despertaba siempre de nuevo en el creyente del Antiguo Testamento el temor del Señor. Cuando consideraba cómo Dios lo había creado todo, cómo no había abandonado al hombre a la perdición a pesar de su rebeldía en el paraíso, sino que lo había incorporado en el designio de la gracia, cómo había liberado a Israel de la penuria de Egipto y lo había hecho su pueblo a través de la alianza sellada en el Sinaí, lo había conducido a través del desierto y le había dado la tierra prometida, y, a pesar de su incesante infidelidad, le había mantenido su fidelidad divina y, a través de sus mensajeros, lo había llamado siempre de nuevo a la conversión y le había enseñado su santa voluntad… cuando consideraba todo esto, la realidad de Dios se agigantaba en su interior. Dice el salmo 76 (77): Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos, medito todas tus obras y considero tus hazañas. El creyente se reconocía como criatura de Dios y de la experiencia de la grandeza divina obtenía claridad, aun rodeado de tan enormes poderes paganos, para desenmascarar la nulidad de sus dioses y perseverar en la obediencia a su Señor.
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También nosotros haremos bien en renovar, una y otra vez, la consciencia de la historia de nuestra existencia. Marca una gran diferencia el modo en que el ser humano ve su origen: si piensa que proviene de las mudas necesidades de un desarrollo visto como algo puramente natural, o si es consciente de ser pensado por la sabiduría de Dios, llamado por la majestad de Dios y mantenido en una relación de tú personal. Por cierto, con esto no se han de perder de vista los auténticos resultados que produce la ciencia. Pero esto tiene que estar ordenado a la gran afirmación que determina al hombre como hombre: que Dios lo ha creado y ha depositado en él su propia imagen y semejanza. También el fiel cristiano tiene derecho a ver en la historia del Antiguo Testamento la historia de su salvación, solo que la ve continuada en la venida del Salvador anunciado por los profetas, en la vida de Cristo, en su enseñanza, en su muerte y resurrección y en la fundación de la Iglesia por el Espíritu Santo. De ahí surge para él la consciencia de ser, ciertamente, solo un hombre, pero imagen y semejanza de Dios. De vivir su vida bajo la mirada de su Creador y saber que, a través del curso de los tiempos, se encamina hacia la nueva venida de Cristo, hacia el juicio y el surgimiento de la nueva creación. También para él Dios se hace de ese modo grande, y él mismo, ser humano, se hace solo criatura: pero realmente criatura, hijo e hija del Padre, hermano de Cristo y conducido por el Espíritu Santo; y el temor de Dios, que en el fondo no es más que verdad vivida, lo preserva de caer en el engaño, tan sutil como enorme, del yo y de la naturaleza.
1. «Modorra» [«Drehendwerden»], cenurosis o torneo: enfermedad parasitaria que afecta especialmente al ganado lanar y que ataca el cerebro, dando síntomas como el girar sobre sí mismo [alemán: «drehen»]. El autor utiliza la imagen aplicándola a una patología del espíritu.
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Caducidad SALMO 89 (90)
Como una oscura corriente atraviesa el mundo antiguo el sentimiento de la caducidad: la vida es breve, todo pasa. Ni siquiera los bienes más abundantes y las experiencias más dichosas lo suprimen. Este sentimiento atraviesa también el Antiguo Testamento. Para entender mejor qué poderosa es su presencia allí tenemos que tener también presente que, durante largo tiempo, la idea de una vida eterna no desempeñó papel alguno en el Antiguo Testamento. Solo entra en la consciencia tardíamente, en los últimos siglos antes de Cristo. Pero este hecho ha tenido un efecto especial. El Antiguo Testamento quiere entregar la tierra de forma inmediata en manos de Dios, hacerla su reino. De ese modo, la mirada tiene que concentrarse totalmente en esta vida. Es un sentir peculiar, y se lo malentendería si se lo interpretara como una postura centrada en el más acá. El creyente se vuelve hacia la tierra para hacerla propiedad de Dios, para que él sea rey. La mirada no debe ser desviada por la idea de una vida eterna después de la muerte. Ahora entendemos mejor este salmo, con su melancólica seriedad. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios. Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán». Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. Si tú los retiras son como un sueño,
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como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. ¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti, nuestros secretos ante la luz de tu mirada: y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera, y nuestros años se acabaron como un suspiro. Aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan. ¿Quién conoce la vehemencia de tu ira, quién ha sentido el peso de tu cólera? Enséñanos a calcular nuestros años, para que alcancemos la sabiduría del corazón.1 Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos; por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas. Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos. Este cántico es uno de los más hermosos del libro de los Salmos. Está lleno de la vivencia de que todo pasa; sobre todo, de que nuestra vida humana pasa. Pero hemos de prestar atención de inmediato al modo en que se ve esta caducidad. No se la ve como
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diciendo: todo pasa, los seres humanos tenemos que morir, y ¿qué sucede después con nosotros? No: el salmo comienza con una mirada hacia Dios. Dice el salmo a Dios: tú has existido siempre. Has estado ahí para cada generación. Y has estado siempre ahí como su refugio. Nuestra existencia ha estado siempre en tu presencia y orientada hacia ti. Sí: tú existías ya incluso antes de que existiese lo más firme y poderoso, los montes; y antes que toda la tierra, y que el mundo entero. «Desde siempre» –es lo inabarcable del pasado, en el que Dios ya existía siempre– «y por siempre» –lo inabarcable del futuro, en el que Dios siempre existirá–. Y también ahora: «tú eres Dios». Como de un tirón arranca este «eres» el concepto de Dios de todo lo que signifique «tiempo». Simplemente, Dios «es». Como él mismo dijo a Moisés en el Horeb: «Yo soy el que soy», ese es mi nombre (Éx 3,14). Esa palabra lo distingue de todos los dioses míticos, de toda vinculación a la montaña y al mar, a la tierra y al mundo. Él es y vive a su propia manera, diferente de todo lo creado. Frente a esta eternidad se hace inexorablemente clara la temporalidad del hombre. Pero de manera diferente al modo en que el mito hace entrar en la caducidad al hombre, al mundo y a los dioses. El hecho de que el caduco ser humano eleve la mirada hacia el Dios eterno trae de forma misteriosa un vislumbre de lo eterno también a la vida humana. Este Dios es persona, yo eterno. De ese modo desaparece la caducidad del mito, a la que todo está sujeto; desaparece el tenor desesperado, la mortal pesadumbre que hay en él. Aquí, la caducidad se ve desde el Dios viviente. Se la ve querida por Dios, con lo cual se le asegura también un sentido divino y es penetrada por una esperanza que aún no puede expresarse, pero que se sospecha. Si se está en la fe como un tú personal frente a este Dios, la caducidad misma contiene ya algo de eternidad. El eterno ha establecido que los hombres tienen que morir. Pero también quiere que nazcan nuevos hombres. Así, pues, este partir y llegar no sucede en virtud de una muda ley de la naturaleza ni por una mítica reclusión en la muerte, sino como algo que él sabe, que él quiere y de lo que él responde. Y así es a través de los tiempos. Tampoco los períodos más largos de tiempo pesan algo frente al eterno; no pesan absolutamente nada, como lo que fue ayer, es decir, como lo que ya no es. Frente al poder de eternidad de Dios somos algo sobre lo que pasa la marejada y lo arrastra, como un sueño antes del despertar, que se esfuma en un instante, como una hierba que verdea por la mañana y florece, y por la tarde la siegan y se seca.
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Pero, después, se escucha un tono nuevo: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera!». Detrás de la vivencia de la caducidad se encuentra la consciencia de una culpa. El recuerdo evoca, tal vez, un acontecimiento histórico: una desobediencia a la conducción divina que trajo consigo una catástrofe, o una impiedad que despertó la ira de Dios. Nuestra interioridad más íntima sabe que muerte y culpa tienen que ver una con la otra, que no habría muerte para el hombre si los hombres no hubiesen pecado, como dice el mandamiento originario del paraíso: «El Señor Dios dio este mandato al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir”» (Gén 2,1617). Pero a esta primera culpa se agregó seguramente otra: «Pusiste nuestras culpas ante ti, nuestros secretos ante la luz de tu mirada». La ira de Dios ha hecho que los días hayan pasado tan huecos y fugaces. «Nuestros años se acabaron como un suspiro»: no como un soplo de viento, sino como un suspiro que surge de un pecho oprimido. «Aunque uno viva setenta años» –referencia a la medida de la vida del hombre, que aparece en todas las lenguas– «y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil»: así le parece al que arroja una mirada retrospectiva a una larga vida. «Porque pasan aprisa y vuelan»: como pájaros espantados, en un instante se han ido todos. «¿Quién conoce la vehemencia de tu ira?», ¿quién se confronta con todo esto? La mayoría de los hombres no piensa, vive, nada más, y, de ese modo, todo se hace aún más sombrío y vago. Pero después viene un versículo magnífico, que más tarde trataremos con más detalle: «Enséñanos a calcular nuestros años» –a ponderar, a sentir lo que hay en ellos– «para que alcancemos la sabiduría del corazón». Del sentimiento de caducidad, que al incrédulo le trae solo pesadumbre, debe brotar sabiduría, sabiduría «del corazón». Los versos que siguen piden a Dios –con insistencia de niño, se diría– que, por todo lo difícil que se ha vivido, él regale con bondad nueva alegría. Tantos días buenos cuantos han sido los días malos, para que la balanza de la vida se equilibre. Y, al final, encontramos el bello colofón que se levanta como una bóveda por sobre el conjunto: «Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos». Es un salmo magnífico. Habría mucho que decir sobre él, pero queremos detenernos en el versículo 12: «Enséñanos a calcular nuestros años». No a calcular con temor cuántos años quedan; tampoco para desesperar del sentido de la vida con ánimo pesimista, sino para que del «ponderar», del pensar y comparar, brote «sabiduría».
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¿De dónde surge la sabiduría, la sabiduría «del corazón»? De la confrontación de nuestra vida humana con la vida de Dios. De él se nos ha revelado que, simplemente, es. No brevemente, o largamente, o de forma infinitamente larga, sino: simplemente. El ser verdadero y propio, eso es él. Ser y ser él mismo, ese es su nombre. Con esta tremenda realidad, de la que no se dice que dure mil años, o todos los años de la astronomía, sino que, simplemente, «es», con ella confronta el creyente la breve vida humana. De ahí surge sabiduría. Don de discernimiento, don de ponderación. Comprensión de lo que tiene sentido y de lo que no lo tiene. Sabiduría es conocimiento. Sin embargo, hay diferentes tipos de conocimiento. Está, por un lado, el conocimiento de la inteligencia. Este constata un hecho, lo investiga, busca las relaciones, las causas y los efectos, hasta que puede decir: esto es así, ha sucedido así. Tal vez, cuando se trata de cosas en las que interviene la ley de la naturaleza, hasta pueda decir: esto tiene que darse así. Es decir: ciencia. Se pueden saber todas las fórmulas del mundo, ser un gran erudito y, aun así, ser un gran necio. La sabiduría es otra cosa. Está la forma de conocimiento de la prudencia, que el hombre adquiere cuando vive con los ojos abiertos y procura explicarse por qué las cosas de la vida suceden como suceden. La prudencia significa saber cómo hay que comportarse frente al otro cuando se tiene el deseo de pasar junto a él sin desarmonías ni daños; saber cómo se ha de comenzar para que, en esto, en aquello, o en otra cosa de la índole que sea, se logre alcanzar algo. A una persona susceptible o, tal vez, vanidosa no se puede llegar con una simple exigencia moral: hay que interesar su amor propio; a una persona que exige conocimiento intelectual no se la puede captar por el sentimiento: quiere razones. Y así sucesivamente. Esto es prudencia. No es todavía sabiduría. Se puede ser un político experimentado, tener una habilidad infalible, pero seguir siendo un necio frente a Dios. ¿Qué es, pues, sabiduría? En ella se trata de cómo la vida obtiene sentido, participación en lo perdurable. La sabiduría cuida de que, al final, el hombre no se encuentre con las manos vacías. Se basa en el don de saber discernir entre lo valioso y lo barato, entre lo perdurable y lo caduco, entre lo auténtico y la apariencia. Así lo dice el salmo: la diferencia que funda todo discernimiento es la siguiente: solo Dios es «Dios», que existe siempre, santo y viviente. El hombre es solo hombre, es creado y caduco, pero es capaz de conocer la verdad y de experimentar el valor, está obligado a hacer el bien y es responsable ante Dios por el uso de su vida. Quien ataca la verdad de Dios condena a los hombres a la necedad. Por eso es tan terrible el experimento que se realiza en la actualidad: formar hombres sin Dios, pueblos
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sin Dios. Por primera vez en el mundo se emprende tal cosa. Nadie sabe cómo saldrá. Pero una cosa es segura: eso destruirá el don del discernimiento, la sabiduría y el núcleo más íntimo del hombre; el afincamiento de la persona en sí misma se enfermará. Cuando leemos los versículos del salmo sentimos la caducidad de todas las cosas y se suscita en nosotros la pregunta: ¿qué hago contra ella? ¿Cómo puedo detener esta inquietante corriente o, por lo menos, hacer que fluya más despacio? Uno dice, por ejemplo: tengo que traer a mi vida sucesos impresionantes: cosas interesantes, excitantes; tengo que tener vivencias, ver, disfrutar, acaparar para mí mismo… A eso responde la sabiduría: ¡Necio! De ese modo, la corriente no hace más que fluir más rápido. Cuanto más cosas introduces en tu vida, cuanto más fuertes son las excitaciones con que la llenas, tanto más insustancial se hace, y se escapa. Otra respuesta reza: tengo que traer cosas importantes a mi vida: fundar negocios, intervenir en política, asumir cargos, tener responsabilidad. El que así responde se dedica a trabajar, organizar, hablar, luchar. ¿Con qué efecto? ¿No se subsiguen con rapidez aún mayor las obligaciones de la agenda? ¿No se hacen los días cada vez más cortos, cada vez más recargados? ¿No estás al final ahí, echándote las manos a la cabeza y preguntándote dónde ha quedado todo ese esfuerzo? Pero si preguntamos a la sabiduría: ¿Qué he de hacer, pues? ¡Aconséjame tú!, ella me responde: tienes que aprender a discernir. Tienes que introducir en tu vida cosas de la índole de Dios. Que no solo se acumulen, que no solo exciten, sino que sean válidas. ¿Y qué es válido? La sabiduría responde: ¡El bien! Cuando he cumplido una obligación a pesar de que me resultaba desagradable, la situación pasa, la acción termina, pero algo permanece: el bien realizado. Esto es de la índole de Dios. O si voy con amor al encuentro de un ser humano que, tal vez, no me cae bien, si intento comprenderlo, si le ayudo, en este cumplimiento del mandamiento divino se da algo que permanece. Muchas cosas se deshacen a su alrededor: el encuentro pasa, la excitación se aquieta, el ser humano –tanto yo como el otro– morirá alguna vez. Pero el hecho de que, en ese momento, se practicó el amor, eso permanece, pues es de la índole de Dios. O bien: tengo un amigo que, como toda otra persona, tiene cualidades buenas y malas. Algunas de sus cosas producen alegría, otras, rechazo. Supuestamente, habría que pensar: quiero lo que causa alegría, lo otro no lo quiero. La sabiduría dice: ¡No puedes actuar así! No puedes escoger en una persona, pues en ella todo está relacionado: hasta en su mejor cualidad se filtra su debilidad más profunda. Si no aceptas por completo a
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una persona, la pierdes. Esta aceptación es paciencia. Es de la índole de Dios. Él lo hace contigo y con cada uno. También tú debes hacerlo de ese modo. Solo entonces se hará permanente tu amistad. Podrás intentar influir en tu amigo, acentuar una cosa, moderar la otra. Pero primero hay que decir sí al conjunto. Lo más hermoso que puede darse en el mundo se realiza cuando un ser humano ama a otro. No se hace aquí referencia a la pasión, a pesar de que ella tiene su sentido bueno. Se hace referencia a la maravilla de que un ser humano, que por naturaleza piensa sobre todo en sí mismo, se abra y reciba al otro en su corazón. Que el otro se vuelva para él tan importante como él mismo, tal vez hasta más importante, y así, cada uno se sepa cobijado en el otro. Pero la sabiduría dice: es necio querer forzar este amor. Exigir que surja, requerir que permanezca; insistir cuando el otro vacila; pretender comprarlo con méritos y deferencias… Todo eso sería necedad, pues el amor solo puede vivir en libertad. Tiene que regalarse, y regalarse siempre de nuevo. Y que haya sido regalado durante diez años no significa que vaya a serlo otro año más. La meta es que así sea, pues a la esencia del amor pertenece la eternidad. Pero una eternidad que no proviene de aseguramientos, sino que brota siempre de nuevo de la libertad del corazón. Por eso, el amor muere cuando no se lo mantiene en el honor de la libertad. Cuando surge el sentimiento de que se lo toma por evidente y de que no hace falta esforzarse por él. No se lo puede forzar, pero se puede servir por él, rodearlo de consideración, de cortesía. Entonces, prospera. Entender esto es sabiduría. De igual modo, habría más cosas que decir. También esta, seguramente no secundaria: que parte de la sabiduría es tratar con cautela con la propia sabiduría. Es una virtud que se corrompe con facilidad. Si se está demasiado consciente de ella, si se la acentúa, ella misma se convertirá en necedad, y de un tipo peor que la que ella misma quería superar.
1. «Para que alcancemos la sabiduría del corazón»; BCEE: «para que adquiramos un corazón sensato».
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Lo oscuro en el corazón del hombre SALMO 136 (137)
Entre los ciento cincuenta salmos hay algunos que acarrean dificultades al lector cristiano, más aún, que parecen desafiarlo a una protesta. Entre ellos están sobre todo los denominados salmos de venganza y de maldición. Vamos a reflexionar sobre uno de ellos, el 136, sin eludir, al hacerlo, las dificultades que presenta al sentimiento cristiano. Veremos que es un salmo importante también para nosotros. Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión». ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías. A los idumeos, Señor, tenles en cuenta del día de Jerusalén, cuando decían: «¡Desnudadla,
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desnudadla hasta los cimientos!». ¡Capital de Babilonia, destructora, dichoso quien te devuelva el mal que nos hecho! ¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña! Consideremos primeramente la situación desde la que habla el salmo. Desde el año 597 hasta el 587 a.C. reinó en el reino del Sur, con su capital, Jerusalén, el rey Sedecías. Como consecuencia de las guerras precedentes, era vasallo de Babilonia. Pero cayó en las intrigas de las potencias de aquel tiempo y, en contra de las advertencias del profeta Jeremías, se dejó convencer por Egipto a romper la lealtad a Babilonia. Como consecuencia, un gran ejército babilonio entró en el país, lo arrasó y sitió Jerusalén durante cuatro años. En 587, la ciudad fue tomada y tremendamente destruida. El pueblo fue deportado a Babilonia y solo pudo regresar a la patria cuarenta años más tarde, después de que los persas sometieran al imperio babilonio. Del tiempo del exilio proviene la vivencia que se expresa en este salmo. El poeta vivió en persona la destrucción de Jerusalén o le fue relatada por testigos oculares. Primeramente, estuvo también en Babilonia, pero, en el momento desde el cual habla el salmo, ya no está allí. El salmista recuerda un suceso que vivió en el exilio: en una ocasión, unos israelitas cautivos –tal vez cantores del templo, es decir, personas que interpretaban los cánticos festivos en los actos de culto acompañando su canto con el arpa– fueron hechos objeto de escarnio por los babilonios, que los invitaban diciendo: «¡Eh, cantores, cantadnos los cánticos que entonabais en el templo!». Entonces, lo asalta un sentimiento tan vehemente que el canto se interrumpe con una terrible disonancia. «Junto a los canales de Babilonia», comienza diciendo. Tal vez, los cautivos tenían un campamento a orillas de uno de esos canales; tal vez, junto a él, donde podían realizar las abluciones rituales, celebraban una suerte de culto. Están sentados a la orilla, sus pensamientos vuelan hacia Sion, y lloran amargamente. Pasan entonces por ahí los babilonios, ven a los vencidos y se burlan: ¡Cantadnos! ¡Si sois tan grandes artistas! ¡Cantadnos los cánticos que entonabais en el templo! Pero ellos cogen sus arpas y las cuelgan de los sauces. Esa fue su negativa. «¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!». La fe de Israel, el servicio
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al Dios que se le reveló, está en estrecha ligazón con la tierra a la que Moisés y Josué lo habían conducido. Dios, Jerusalén, templo, Palestina, fe, salvación, todo eso forma una unidad. Una unidad que, ahora, está desgarrada. No comprenden cómo pudo haber sucedido, y les sobreviene un amargo dolor. Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías. ¡Si tuviéramos solo una chispa de ese fervor! ¡Si Dios y su reino tuvieran para nosotros aunque fuese un décimo de la importancia que tenía para estos hombres la ciudad santa! Pero después vienen los recuerdos, las terribles imágenes de la destrucción con la que había terminado la conquista. En ella se había desfogado la celebración de la victoria, la embriaguez de matanza. En efecto, para el sentir de la Antigüedad, una ciudad era más que un lugar donde viven personas, sitio de seguridad y de riqueza: era una fundación y un orden divinos, expresión plástica de la existencia del pueblo y de sus dioses. Probablemente, los sitiadores también habían oído algo acerca de las reivindicaciones de Israel, que no veía al Señor como lo hacían todos los demás pueblos, como su dios esencial, sino como único, como el único existente, de modo que, en su furia destructora, intervenía también la hostilidad de los paganos hacia el Dios de la Revelación. Todo eso se hace presente, y la nostalgia y el dolor se convierten en odio. Pero el odio se dirige sobre todo contra los antiguos vecinos, los edomitas o idumeos: A los idumeos, Señor, tenles en cuenta del día de Jerusalén. Los idumeos eran semitas, pero entre ellos y los israelitas había una profunda aversión. A veces sucede que pueblos emparentados, al igual que personas emparentadas, se odian más profundamente que extraños. Para ellos, la caída de Jerusalén era un triunfo de locura, sentían a los babilonios como los ejecutores de su propia e impotente enemistad. «Tenles en cuenta» –¡es una maldición!– «cuando decían: “¡Desnudadla!”». Los babilonios asolan la ciudad santa, matan, saquean, destruyen. Con salvajismo extremo hacen estragos en el templo, la suma y esencia encarnada de todo lo que para
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ellos era «el pueblo derrotado». Hay un salmo que gira totalmente en torno a este tremendo misterio: el salmo 137 (138). Dice allí: Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio; el enemigo ha arrasado del todo el santuario. Rugían los agresores en medio de la asamblea, levantaron sus propios estandartes. Como quien se abre paso entre la espesa arboleda, todos juntos derribaron sus puertas, las abatieron con hachas y mazas. Prendieron fuego a tu santuario, derribaron y profanaron la morada de tu nombre. Pensaban: «Acabaremos con ellos», e incendiaron los templos de Dios en el país. (3-8) Pero, junto a todo ese horror, están los edomitas y azuzan: ¡Más, todavía más, del todo, hasta los cimientos tenéis que destruirlo todo! La imagen se eleva frente a los que evocan sus recuerdos con todo su punzante horror, y el odio se dirige entonces contra los ejecutores de la desgracia: «¡Capital de Babilonia, destructora!», y surge la sed de venganza: «¡Dichoso quien te devuelva el mal que nos has hecho!» Babilonia aparece como mujer, como madre de un pueblo. La sed de venganza se dirige a lo más vivo que tiene ella, a sus hijos, y saborea el placer de aniquilarlos. «¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!». Cuando leemos los versículos y no lo hacemos con ánimo estético, sino en serio, sobre todo si, como sucede con cada salmo, nos sentimos invitados a rezarlo, nos preguntamos: ¿Qué es esto? ¿Cómo puede invitarnos la palabra de Dios a dar cabida en la oración a estas palabras como propias? Mucho se ha especulado sobre el modo en que ha de entendérselo. Se ha pensado que los edomitas y babilonios –como, en general, en los salmos de venganza, aquellos contra quienes se dirige el sentimiento del texto– deben tomarse de forma simbólica en representación de los enemigos de Dios, más exactamente, del ánimo de los enemigos de Dios, siendo ese ánimo el objeto del odio… Pero más simple y en correspondencia con el
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texto es tomarlo como está. La Escritura no afirma que lo que está diciendo este hombre sea bueno, sino que el hombre es así, que dice cosas semejantes. Y cuando el que escucha protesta, la Escritura le responde: ¡Así es, tú también eres así! También en ti está presente lo que en el salmista se mezcla con el celo por Dios, a pesar de que sea diferente por la época histórica y la forma de vivirlo. Y, también en tu caso, solo tiene que presentarse la ocasión para que estalle. No obstante, la objeción puede ir más allá y decir: el que habla era un creyente que esperaba al Mesías. ¡Alguien semejante no podía tener tales sentimientos en su corazón! La objeción es seria y tenemos que hacerle frente. Pero ¿cómo se dan las cosas cuando un ser humano es alcanzado por la gracia y tiene fe? No sufre una transformación por encanto. No viene sobre él una fuerza mágica del bien, no se convierte de pronto en otro ser. No: escuchar la llamada de Dios y ponerse en obediencia a la alianza –pero hablemos de nosotros mismos: escuchar la palabra de Cristo y decidirse a seguirlo– no significa ser transformado de una vez, sino que lo nuevo llega como semilla al ser humano, y este es como es. Una palabra, una verdad, una escena de la vida del Señor cae en la mente, en la voluntad, en el corazón, y comienza a germinar. Pero debajo de ella está todavía lo que había antes. Pablo ha hablado de esto a partir de su propia experiencia: estar en la salvación, adherir a Cristo, significa que en el hombre «viejo» ha despuntado el comienzo de un hombre «nuevo». Pero el viejo está todavía allí con todos sus impulsos e inclinaciones, buenas y malas. Ahora actúan dos centros, dos hombres luchan entre sí: a menudo, el nuevo es vencido por el viejo, o tapado y acusado de mentir, de modo que no se nota para nada que esté presente. Solo lentamente avanza lo nuevo, se hace más fuerte y, a través de todos los fallos, crece el hombre nuevo. En sentido estricto nadie debería decir: soy cristiano, sino: quiero llegar a serlo. Más aún, estaría en el sentido del Apóstol si se dijera: tan cubierto está el hombre nuevo por un velo que no se puede saber de su existencia, sino que hay que creer en ella confiando en la palabra de la promesa. Nos lo sugieren también las grandes figuras de la Escritura. Pensemos, por ejemplo, en el patriarca al que tanto apreciaba el cardenal Newman, Jacob, nieto de Abrahán. Tiene que haber sido un hombre de una poderosa experiencia religiosa que suscita en uno un gran anhelo: recordemos su visión en Betel o su lucha con el ángel del Señor junto al río Yaboc (Gén 28,10ss. y 32,1ss.). Pero este mismo hombre arrebató con astucia el
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derecho de primogenitura a su hermano y engañó a su padre en su lecho de muerte (Gén 25,29ss. y 27,1ss). ¿Quién se atreve a juzgarlo y a decir: quien tales cosas hace no puede ser un patriarca, es decir, un portador de las promesas de Dios? Jacob era tanto lo uno como lo otro. Era un cautivado por Dios y, al mismo tiempo, un hombre que cargaba con dificultad su condición humana. O pensemos en otra gran figura del Antiguo Testamento, el rey David, de quien Dios da testimonio llamándole: «mi siervo David». Pero si leemos las guerras inmisericordes que libra y cuánta sangre mancha sus manos, de modo que Dios le niega el consentimiento para construir el templo (2 Sam 7,1ss.), o si leemos cómo destruye el matrimonio de su oficial Urías y ordena su muerte (2 Sam 11). Sin embargo, él es David, y el Mesías se llama hijo suyo. Esto no significa que lo que hace esté bien, o que quien profese la fe en Dios pueda permitirse hacer el mal. Pero sí que no hay que tener una visión rígida, moralista del hombre de fe, sino verlo como lo que es: un hombre que vive, y que no «es», sino que «se va haciendo» cristiano. Se puede decir: confío en que Dios me concederá llegar a ser un cristiano, y esto puede darle a uno la más honda alegría. Pero no se debe decir: soy cristiano y me está permitido juzgar sobre la condición cristiana de otros. Siempre estamos de camino. De igual modo, tampoco debemos desesperar de nosotros mismos. A veces se tendería a perder el ánimo cuando uno ve siempre las mismas fallas: la ira, la falta de amor, la pereza, la mentira… ¿Se sale alguna vez de eso? Solo hay una respuesta a esa pregunta: tienes que seguir adelante, día tras día, hora tras hora, pues no eres cristiano, sino que, si esa es, honestamente, tu intención, un día lo serás.
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Cobijo en Dios SALMO 90 (91)
El salmo 90 es uno de los más bellos, si es que acaso tiene sentido hablar de más o menos bello con relación a palabras en las que habla Dios. Cuando el lector entra en el salmo se le abre un espacio en que percibe una presencia silenciosa que es todo poder y todo bondad. Es tomado de la mano y se le enseña cómo puede ponerse en avenencia con ese poder bondadoso. Y, si ese acompaña, está, entonces, cobijado. Enseguida escucharemos el texto. Pero, antes, dos breves indicaciones con el fin de facilitar su comprensión. En el salmo aparecen tres personas, si acaso es lícito contar de esa manera. Enseguida veremos el porqué de esta reserva. Primeramente está el que habla. Ha hecho una profunda experiencia y habla desde ella con autoridad sobre la vida, su penuria y amenaza. Habla también de lo que sucede cuando el hombre se relaciona con Dios en una confianza viva. Está, después, el segundo. Este no habla, sino que escucha. Pero sabemos cómo la palabra que uno pronuncia solo se completa a partir del corazón y de la mente de quien la escucha. De ese modo, tendría que haber también aquí una escucha buena y profunda en virtud de la cual la palabra de la primera persona alcanzara su plenitud. Y, si leemos correctamente el salmo, diremos –dirá el que lee–: soy yo mismo el que escucha. Y se esforzará por acoger lo que escucha en lo profundo del corazón. Finalmente, en los tres últimos versículos habla otro más, y este es, absolutamente, el verdadero y propio, aquel que por esencia tiene el derecho de hablar: Dios. Él confirma que lo dicho por el primero era correcto. Pero hay algo más que señalar. El salmo está constituido por puras imágenes. A cada una sigue siempre otra, pero las muchas imágenes dicen todas lo mismo. Hablan de la tribulación de la vida, de la confianza de aquel que verdaderamente cree y de la infalible bondad del Dios poderoso. Pero las imágenes no se entienden por el hecho de que se las convierta en conceptos.
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Hay que tomarlas como lo que son: justamente, como imágenes. Hay que evocarlas ante la mirada interior, adentrarse en ellas, palparlas en su integridad. Después se experimenta su mensaje. Pero esto no es posible si el lector o el recitador pasa rápidamente a través de ellas. Tiene que ir despacio, detenerse una y otra vez, depositar las propias tribulaciones en las imágenes y recibir realmente las palabras, que llegan hasta él con tanto poder de consuelo, como dirigidas a él mismo aquí y en esta hora. Y ahora, el texto: Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío Dios mío, confío en ti. Él te librará de la red del cazador; de la peste funesta. Te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás: su verdad es escudo y armadura. No temerás el espanto nocturno, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que se desliza en las tinieblas, ni la epidemia que devasta a mediodía. Caerán mil a tu lado,1 diez mil a tu derecha; a ti no te alcanzará. Nada más mirar con tus ojos, verás la paga de los malvados. porque hiciste del Señor tu refugio, tomaste al Altísimo por alcázar.2 No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas,3
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para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. «Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo honraré,4 lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación». Ya hemos visto: una imagen tras otra, siempre nuevas. Cada una de ellas trae el mismo mensaje. Cada una lo recibe de la anterior, lo refuerza y profundiza, y lo traspasa a la siguiente. Dios es tan sabio como conocedor, tan bondadoso como poderoso, tan fiel como ningún hombre es capaz de serlo. Por eso, quien se confía a él está verdaderamente cobijado. Comienza el salmo y de inmediato aparece una imagen: «Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente». Va un caminante por Palestina, una tierra que era en gran medida desierto, cuyo sol abrasaba y en cuyos caminos acechaban peligros. Recordemos que Jesús, en su parábola sobre la verdadera condición de prójimo, narra acerca del camino que iba de Jerusalén a Jericó, en el que los ladrones hacían de las suyas (Lc 10,30ss.). En esa tierra iba de camino este hombre, había soportado muchas fatigas y superado más de un miedo. Ahora llega a casa de un amigo que lo acoge, y respira aliviado. La sombra de su techo lo conforta y la protección de sus paredes hace que pueda conciliar tranquilamente el sueño… Quien ha reconocido en Dios a aquel que quiere su bien y que, lo que quiere, puede hacerlo, experimenta no solo de vez en cuanto su protección, sino que «habita» en ella como en una casa y un hogar, y dice, con profunda certidumbre: «Refugio mío, alcázar mío». Pero en la primera imagen aparece una segunda, evocada rápidamente por una sola palabra. En una tierra atacada por nómadas rapaces hay lugares fortificados en una altura, rodeados de murallas, cerrados por fuertes puertas, en los que uno puede buscar refugio: «Tú eres mi alcázar». Él, Dios mismo, es el alcázar: «en» él habita quien confía. «Él te librará de la red del cazador». Este coloca redes y pone en ellas cebos para cazar
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pájaros y animales pequeños. Del mismo modo hay trampas tendidas para cada ser humano: seducción que acecha, posibilidades de resbalar, ocasiones para el error y la necedad, para el exceso y el odio, insertas en las diferentes situaciones de la vida. Enseguida se menciona otro peligro que amenaza de forma terrible al hombre de los países cálidos: la «peste funesta». La terrible epidemia que puede abatirse tan rápido sobre un pueblo y contra la cual los tiempos antiguos solo conocían tan débiles medicinas. «Te cubrirá con sus plumas». La imagen del ave que con sus fuertes alas protege a sus polluelos es familiar para la Biblia: pensemos en el águila, que vigila su nido (Dt 32,11); y en la imagen utilizada por Jesús cuando se encuentra a la altura de Jerusalén y ve frente a sí la ciudad: «¡Jerusalén, Jerusalén! […] cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas […]» (Mt 23,37s.). Esta imagen aparece aquí, en el salmo, referida a Dios mismo: «Te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás». Pero en esta imagen interviene de nuevo otra: una lucha está en curso; alguien corre peligro de sucumbir, está tal vez herido; pero entonces viene un amigo y coloca un escudo frente a él. Así hace Dios: «Su verdad es escudo y armadura». «No temerás el espanto nocturno, ni la flecha que vuela de día». Espanto nocturno puede ser todo lo que amenaza en la oscuridad. Puede ser también lo ominoso de la misma tiniebla, que al hombre le paraliza el corazón. Pero, para hacer una interpretación más precisa, tenemos que tener en cuenta la modalidad de la poesía sálmica. Pues sus versículos están formados por dos versos, cada uno de los cuales dice lo mismo pero con un giro diferente, con otra acentuación, otra imagen: es el llamado paralelismo, la coincidencia de sentido entre los versos. De ahí proviene la modalidad serena, suspendida, como también penetrante y persuasiva del lenguaje de los salmos. En circunstancias, cuando el significado de un verso no está claro, sobre la base de esta coincidencia de sentido puede comprenderse a partir del otro qué quiere decir el primero. Aquí dice: «No temerás […] la flecha que vuela de día», es decir: no temerás el ataque enemigo que ocurre de día, como tampoco «el espanto nocturno», el asalto que irrumpe en la oscuridad, tanto más peligroso. «Ni la peste que se desliza en las tinieblas». Una vez más aparece el terrible enemigo que amenaza siempre en el Antiguo Testamento y que ha producido ya devastaciones semejantes en el pueblo, el mismo enemigo que Dios promete a los apóstatas a través de Moisés y los profetas.
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«Ni la epidemia que devasta a mediodía». Tal vez, con esto se hace referencia nuevamente a la peste, que se hace más peligrosa cuando aumenta el calor. Quizá la referencia alude también a los rayos del sol, que pueden resultar mortales para el hombre durante el día. «Caerán mil a tu lado, diez mil a tu derecha». Ambas veces se menciona el lado derecho, pues es el costado desprotegido en la batalla. El guerrero lleva el escudo en el brazo izquierdo: por ese lado está protegido. En la derecha lleva el arma, y por allí corre peligro de ser herido. Pero el salmo habla de un peligro tan grande que, de ese desprotegido lado derecho, caen miles y decenas de miles, o sea, un número incontable. Pero a él, al único, el mal «no lo alcanzará», pues allí está Dios. «Nada más mirar con tus ojos, verás la paga de los malvados»: de los que confían en sus propias fuerzas, que se rebelan contra Dios, o que, tal vez, lo niegan. En su destino se hace tanto más claro qué diferente es el del hombre que está en una alianza de confianza perfecta con Dios. Por supuesto, este salmo no habla de la prueba más difícil que puede ponerse a la confianza: que los impíos y los que niegan a Dios prosperen, que parezcan estar en consonancia con los poderes de la existencia, de modo que todo les resulta. Otros salmos hablan de eso, por ejemplo, el 72 (73). Estos salmos muestran a las claras qué difícil es la prueba, y no puede decirse que realmente se la supere desde un conocimiento más elevado. Solo se le opone una acentuación tanto más decidida de la confianza, que ya demostrará su valor, aunque solo sea más tarde. La verdadera respuesta debería partir de una comprensión del poder de maduración y transformación que tiene el sufrimiento. Pero esta solo se adquirirá en la escuela del Crucificado. El Antiguo Testamento no ha podido aún con el problema del sufrimiento –y del mal en general–. «Porque hiciste del Señor tu refugio, tomaste al Altísimo por alcázar». Una vez más la imagen de la ciudad fortificada en lo alto, a la que los habitantes de las tierras circundantes se retiran cuando se acerca el enemigo, donde también el caminante, que está lejos de su patria, puede pedir acogida. «No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda» cuando, estando de camino, duermas por la noche en la tienda, cuyas débiles paredes no ofrecen protección alguna. Y ahora viene la hermosa imagen, incorporada ya de forma tan completa en nuestro uso del lenguaje y del pensamiento que casi no tenemos consciencia de dónde proviene: «Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos» –los santos
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mensajeros y luchadores que cumplen con alegría y exactitud la voluntad de Dios y protegen al hombre que confía en su Señor–. Y hacen aún más, extremándose: «Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». En los caminos mal allanados hay cantos filosos. Puede suceder, entonces, que el hombre que vaya descalzo o con sandalias se haga daño. Eso no debe suceder: los ángeles colocan sus palmas bajo los pies del caminante. Supera también cosas peligrosas, áspides y víboras, leones y dragones, sin saber qué letal era la amenaza, pues está protegido. Y ahora dice Dios: «Se puso junto a mí, lo libraré». La fidelidad a Dios es fidelidad a aquel que es la fidelidad misma. De ese modo, la fidelidad es verdad, y la verdad no sojuzga, sino que libera. «Lo protegeré, porque conoce mi nombre»: esta palabra conduce a honduras cada vez mayores si se la sigue. Al final de esta meditación queremos volver otra vez sobre ella. «Me invocará y lo escucharé». La llamada de Dios no se dirige hacia el vacío. El Omnipotente, comienzo antes del cual no hay nada, Señor como nadie puede serlo, tiene una disposición amistosa hacia el que lo invoca en la fe y lo «escucha»; él «inclina su oído y lo escucha», como dice el profeta. Percibimos el misterio de la inclinación de Dios. El que todo lo sabe posee un saber múltiple: como creador, desde el origen del ser; como juez en su juicio insobornable; también como providente, amoroso y clemente. Su atención ya es ayuda. Ella continúa en aquella cercanía en la que Dios está «con» el que lo invoca. Una vez más se hace referencia al misterio de que el Omnipresente no solo está presente con su omni-realidad, no solo sostiene al ente en el ser y lo gobierna, sino que también está como persona allí donde vive su criatura; o, mejor dicho, indica su lugar propio a la criatura a fin de que, con su existencia finita, esté «frente» a aquel y «con» aquel que es simplemente y en sí mismo. Dios lo «defenderá» y lo «honrará»… ¡Qué pensamiento! ¡Qué grande, pero también qué necesario, que el Señor honre al ser humano! ¿Qué sucedería con nosotros si él solamente estuviese frente a nosotros con su poder? Pero él es noble, tan noble en su ánimo como es en su poder. No quiere tener que ver con esclavos. Ha colocado las cosas según su sentido propio y se alegra de lo que son. Ha dado vida a los animales, y cada uno de sus impulsos es regalo suyo. Ha llamado al hombre al ser –no lo ha colocado en el ser, sino que lo ha llamado al ser– y lo sostiene en su llamado constante. Así, la actitud de honrar se encuentra ya en el fondo de su acto creador y aparece después en la Providencia en todas partes, para hacerse pleno por fin en aquel misterio que en el
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Nuevo Testamento se llama filiación divina. «Lo saciaré de largos días». En el Antiguo Testamento, la idea de la vida eterna no desempeña todavía ningún papel especial. Durante mucho tiempo ni siquiera aparece. Pero tampoco después tiene una repercusión decisiva. De lo que se trata es de la vida aquí en la tierra, con Dios y por su causa. Así, la promesa reza: Tendrá una larga vida, y solo morirá después de haberse saciado de vida. Y: «Le haré ver mi salvación». La salvación es la cercanía misma de Dios, el hecho de que Dios es y se vuelve con su gracia hacia su criatura. Esto es lo que contemplan los ojos que están entregados a él en la seriedad de una fe semejante. Es un salmo profundo y hermoso. Tal vez ya hemos sentido alguna vez el deseo de tener algunos buenos textos de oración para nuestro uso personal. A veces sucede que uno quiere rezar y no sabe cómo. Y rezar siempre solo «un padrenuestro» no tiene tampoco mucho sentido. Por el contrario, pone en peligro la santa oración del Señor, embota el sentimiento para captar su misterio. En ese caso sería bueno que nos eligiéramos algunos salmos, que nos apropiáramos plenamente de ellos y, de ese modo, los tuviésemos a disposición para nuestra oración. El salmo 90, que aquí meditamos, podría ser uno de ellos. Regresemos una vez más a una expresión que se encuentra en el versículo 13 y que reza: «Lo protegeré, porque conoce mi nombre». Esto significa, para empezar, que aquel de quien se está hablando sabe distinguir al Dios viviente y su servicio respecto de los dioses de los mitos y cultos paganos. En efecto, Palestina estaba rodeada de enormes culturas paganas: Egipto, Babilonia, Persia, Siria –dioses y más dioses–. Algunos de ellos eran figuras poderosas, otros, gloriosas, otros a su vez, terribles o también repugnantes. Ellos rodeaban al hombre que habla en el salmo. De él dice Dios: en medio de todas las figuras aparentes, pero que penetran con tanto poder en el corazón del hombre, este solo reconoce al Dios verdadero, al Dios viviente. La frase del salmo puede tener un segundo significado. El nombre de Dios es Dios mismo. Es así como Dios dice, acerca del santuario de Silo: «allí hice que habitara primeramente mi nombre» (Jer 7,12). Y a David le dice: será él, tu hijo, «quien construya una casa a mi nombre [es decir, el templo]» (2 Sam 7,13). Por tanto, quien conoce el santo nombre, conoce a Dios, tiene familiaridad con él. Para finalizar, hay todavía una última cosa. ¿Hemos tomado consciencia alguna vez de
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cómo se llama Dios? Si le planteamos esta pregunta a alguien, en la mayoría de los casos se sorprenderá. ¿Acaso tiene Dios un nombre? Lo tiene, y él mismo lo mencionó –ya hemos hablado al respecto– en aquella hora en que el Antiguo Testamento comienza más propiamente: en el Horeb. Allí, él envía a un hombre, Moisés, a que vaya a Egipto y libere al pueblo. Moisés replica: «“Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: ‘El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros’. Si ellos me preguntan: ‘¿Cuál es su nombre?’, ¿qué les respondo?” Dios dijo a Moisés: “‘Yo soy el que soy’; esto dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me envía a vosotros”» (Éx 3,13-14). De modo así se llama Dios. «Yo soy el que soy». Ese es su nombre. En ese nombre se expresa primeramente la majestad que no asume nombre alguno que provenga de fuera… Pero con él se dice también que Dios es el único que es real a partir de sí mismo y posee todo poder. Los seres humanos «somos», pero no de manera verdadera y propia. Sin duda, somos, pero solo «frente» a él y «hacia él». Dios, en cambio, es aquel cuya esencia significa que él es. Un abismo de nombre. Abismo para el espíritu que lo piensa. Y abismo aún mayor para el corazón que lo experimenta. Si eso sucede, se abre en el hombre mismo, en el ser finito, una dimensión insondable que da respuesta y que, de otro modo, el hombre desconoce. Cuando nos ponemos de rodillas y rezamos nuestra oración, cuando lo hacemos como se debe, después de habernos recogido y alcanzado el silencio en nuestro interior –pues, de otro modo, no hay oración, sino una sucesión de palabras–, cuando, de esa manera, estamos en silencio vigilante y nos decimos a nosotros mismos: «Aquí está Dios», podría ser que nos sintiéramos tentados a proseguir diciendo: «y también yo estoy aquí». Pero si así lo hacemos, nuestro corazón nos lo objeta: «¡No es así! Tú no puedes decir: Dios está aquí, y yo también. Porque, si él «está aquí», tú no estás «también», sino solo «frente a él». Entre vosotros está la insalvable distancia de su majestad. Entonces se puede obtener la gracia de experimentar el nombre de Dios. Este Dios que es pura realidad a partir de sí mismo y en sí mismo es el mismo con el que el salmo nos lleva a estar en avenencia. De ahí proviene después la gran confianza.
1. «Mil a tu lado»; BCEE: «a tu izquierda mil». 2. «Por alcázar»; BCEE: «por defensa». 3. «Te llevarán»; BCEE: «te llevará».
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4. «Lo honraré»; BCEE: «lo glorificaré».
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Acerca del autor
Romano Guardini nacido en 1885 y fallecido en 1968, fue docente en las universidades de Bonn, Berlín, Tubinga y Múnich, donde ocupó la cátedra de Cosmovisión cristiana y filosofía de la religión. De inspiración agustiniana, su teología, que explora amplios espacios de la cultura, es más una evocación de la vida de fe que una sistematización dogmática. Desde hace unos años su pensamiento ha vuelto a cobrar vigencia, pues se trata de un autor que supera las barreras de espacio y tiempo.
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Otros libros
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El comienzo de todas las cosas Meditaciones sobre Génesis, capítulos 1-3 Romano Guardini ISBN: 978-84-330-3723-7 www.edesclee.com En un tiempo en que los límites de lo realizable se hacen cada vez más claros, muchas personas se preguntan por las raíces de la existencia. Las preguntas por el origen y el fundamento de la vida están pasando de nuevo a ocupar más el centro de la reflexión. Romano Guardini intentó señalar una respuesta a esas preguntas en un texto clásico y siempre actual que ofrece orientación a los que buscan tanto en las preguntas como en la oración. En El comienzo de todas las cosas, el autor conduce a los lectores a los tres primeros capítulos del Génesis, en una doctrina de la existencia que da respuesta a los que preguntan con fe acerca de cómo pueden entenderse a sí mismos y entender el enigma de su camino.
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La conversión de Aurelio Agustín El proceso interior en sus Confesiones Romano Guardini ISBN: 978-84-330-3647-6 www.edesclee.com Elaborar la imagen de san Agustín de la existencia cristiana, la interpretación del acontecer interior relatado por las Confesiones, no puede ser simplemente el relato de una conversión moral y religiosa, una conversión del mal al bien, de la incredulidad a la fe. Por el camino surge también una interpretación psicológica. Una psicología que aquí requiere saber acerca del espíritu y poder ver la realización de un destino espiritual, saber de lo religioso y poder reconocerlo en su sentido originario, ver lo cristiano más allá de lo espiritual y religioso. Por último, la historia de Agustín se desarrolla en el ámbito moral y del alma, pero también en el del pensamiento y la idea. Desde la perspectiva de la historia del pensamiento, Agustín arroja una mirada retrospectiva a su vida e introduce interpretativamente la segunda conversión en la primera. El Dios del cristianismo al que Agustín se ha convertido y en cuya presencia escribe sus Confesiones, no es el ser absoluto de la filosofía, sino el Dios santo y viviente del Antiguo y del Nuevo Testamento. Es el Dios que se levanta, entra en la historia y actúa en ella. Cada vez se introduce en esa historia todo lo que existe, las cosas del mundo y los hombres. Cada vez, todo existe por ella y adquiere en ella su centro y su nombre. Si hay alguien que está convencido de ello es Agustín. Él, que se propuso captar la historia
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de la humanidad en su proveniencia de Dios, se vio también a sí mismo en una historia. Las Confesiones son el intento de describir esa historia. Por tanto, quien las quiera interpretar, tiene que hacer que, por lo menos, se perciba algo de ese conjugar y entretejer múltiple y al mismo tiempo tan unitario, de esa voluntad divina que trabaja en la intimidad más silenciosa y, al mismo tiempo, en los acontecimientos y desarrollos externos.
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Humildad y experiencia de Dios Anselm Grün ISBN: 978-84-330-3735-0 www.edesclee.com Este libro es una fascinante defensa en pro de una búsqueda y experiencia de Dios que transcurran en la realidad humana y en la propia vida. Como mejor pueden hacerse ambas cosas es aceptándonos a nosotros mismos tal como realmente somos. Para ello es preciso tener valor y, sobre todo, estar dispuesto a encararse con la propia vida y volverse humildemente a Dios. Este temprano escrito de Anselm Grün, que aquí se pone de nuevo a disposición del público, presta voz a la sabiduría de los Padres del monacato y a sus palabras sobre la humildad. Anselm Grün describe los efectos de la humildad y muestra de qué modo podemos hacer nuestra una actitud humilde. La sabiduría vital de los Padres del monacato viene así en nuestra ayuda en nuestros esfuerzos por encontrarnos a nosotros mismos y tener experiencia de Dios. Anselm Grün, monje benedictino, es un reconocido consejero y director espiritual de un gran número de personas de muy diferentes confesiones. Sus libros se cuentan entre los textos cristianos más leídos en la actualidad.
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Jesús, el hombre que ama como Dios Vivir hoy la condición humana al estilo de Jesús Teófilo Cabestrero ISBN: 978-84-330-3728-2 www.edesclee.com "Este libro es una nueva victoria de la Cristología de Jesús de Nazaret. Y un bello texto de Espiritualidad teologal muy humana, transparente y con grandes síntesis". Pedro Casaldáliga Si analizamos con claridad y realismo lo más esencial de nuestra condición humana, sus luces y sus sombras, veremos que ella misma nos hace capaces de lo mejor y también de lo peor, de ser muy humanos o inhumanos. Y descubriremos que la felicidad o la desdicha en la vida dependen de la calidad de nuestras relaciones interpersonales, del amor o el desamor con que las vivamos. Y si después de esa exploración abrimos los evangelios y observamos cómo vivió Jesús nuestra condición humana, veremos qué tipo de hombre fue y contemplaremos en Él la humanización del amor de Dios. Jesús comparte con nosotros su Espíritu, la fuerza de vivir en el amor sin egoísmos que dinamiza las mejores esencias de nuestra condición hacia la felicidad personal, familiar y común. Ese es el itinerario de las páginas de este ensayo, escrito con el corazón y la cabeza, atento a nuestra vida cotidiana que en el mundo actual se nos deshumaniza fácilmente, lo
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que hace aún más atractiva y necesaria la propuesta de Jesús.
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Caminos
Director de Colección: FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN MARTÍN BIALAS: La “nada” y el “todo”. JOSÉ SERNA ANDRÉS : Salmos del Siglo XXI. LÁZARO ALBAR MARÍN: Espiritualidad y práxis del orante cristiano. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: Desde lo oscuro al alba. KARLFRIED GRAF DUCKHEIM : El sonido del silencio. T HOMAS KEATING: El reino de Dios es como… reflexiones sobre las parábolas y los dichos de Jesús. 8. HELEN CECILIA SWIFT: Meditaciones para andar por casa. 9. T HOMAS KEATING: Intimidad con Dios. 10. T HOMASE RODGERSON: El Señor me conduce hacia aguas tranquilas. Espiritualidad y Estrés. 11. P IERRE WOLFF: ¿Puedo yo odiar a Dios? 12. JOSEP VIVES S.J.: Examen de Amor. Lectura de San Juan de la Cruz. 13. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: La mitad descalza. Oremus. 14. M. BASIL P ENNINGTON: La vida desde el Monasterio. 15. CARLOS RAFAEL CABARRÚS S.J.: La mesa del banquete del reino. Criterio fundamental del discernimiento. 16. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Cartas de un despiste. Mística a pie de calle. 17. P ABLO GARCÍA MACHO: La pasión de Jesús. (Meditaciones). 18. JOSÉ ANTONIO GARCÍA -MONGE y JUAN ANTONIO T ORRES P RIETO: Camino de Santiago. Viaje al interior de uno mismo. 19. WILLIAM A. BARRY S.J.: Dejar que le Creador se comunique con la criatura. Un enfoque de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. 20. WILLIGIS JÄGER: En busca de la verdad. Caminos - Esperanzas - Soluciones 21. MIGUEL MÁRQUEZ CALLE: El riesgo de la confianza. Cómo descubrir a Dios sin huir de mí mismo. 22. GUILLERMO RANDLE S. J..: La lucha espiritual en John Henry Newman. 23. JAMES EMPEREUR: El Eneagrama y la dirección espiritual. Nueve caminos para la guía espiritual. 24. WALTER BRUEGGEMANN, SHARON P ARKS y T HOMAS H. GROOME: Practicar la equidad, amar la ternura, caminar humildemente. Un programa para agentes de pastoral. 25. JOHN WELCH: Peregrinos espirituales. Carl Jung y Teresa de Jesús. 1. 2. 3. 5. 6. 7.
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26. JUAN MASIÁ CLAVEL S. J.: Respirar y caminar. Ejercicios espirituales en reposo. 27. ANTONIO FUENTES: La fortaleza de los débiles. 28. GUILLERMO RANDLE S. J.: Geografía espiritual de dos compañeros de Ignacio de Loyola. 29. SHLOMO KALO: “Ha llegado el día…”. 30. T HOMAS KEATING: La condición humana. Contemplación y cambio. 31. LÁZARO ALBAR MARÍN P BRO.: La belleza de Dios. Contemplación del icono de Andréï Rublev. 32. T HOMAS KEATING: Crisis de fe, crisis de amor. 33. JOHN S. SANFORD: El hombre que luchó contra Dios. Aportaciones del Antiguo Testamento a la Psicología de la Individuación. 34. WILLIGIS JÄGER: La ola es el mar. Espiritualidad mística. 35. JOSÉ-VICENTE BONET: Tony de Mello. Compañero de camino. 36. XAVIER QUINZÁ : Desde la zarza. Para una mistagogía del deseo. 37. EDWARD J. O’HERON: La historia de tu vida. Descubrimiento de uno mismo y algo más. 38. T HOMAS KEATING: La mejor parte. Etapas de la vida contemplativa. 39. ANNE BRENNAN y JANICE BREWI: Pasión por la vida. Crecimiento psicológico y espiritual a lo largo de la vida. 40. FRANCESC RIERA I FIGUERAS, S. J.: Jesús de Nazaret. El Evangelio de Lucas (I), escuela de justicia y misericordia. 41. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S. J.: Plegarias de mar adentro. 23 Caminos de la oración cristiana. 42. BENOÎT A. DUMAS: Cinco panes y dos peces. Jesús, sus comidas y las nuestras. Teovisión de la Eucaristía para hoy. 43. MAURICE ZUNDEL: Otro modo de ver al hombre. 44. WILLIAM JOHNSTON: Mística para una nueva era. De la Teología Dogmática a la conversión del corazón. 45. MARIA JAOUDI: Misticismo cristiano en Oriente y Occidente. Las enseñanzas de los maestros. 46. MARY MARGARET FUNK: Por los senderos del corazón. 25 herramientas para la oración. 47. T EÓFILO CABESTRERO: ¿A qué Jesús seguimos? Del esplendor de su verdadera imagen al peligro de las imágenes falsas. 48. SERVAIS T H. P INCKAERS: En el corazón del Evangelio. El “Padre Nuestro”. 49. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S. J.: El Espíritu Santo desde sus símbolos. Retiro con el Espíritu. 50. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S. J.: Junto al pozo. Aprender de la fragilidad del amor. 51. ANSELM GRÜN: Autosugestiones. El trato con los pensamientos. 52. WILLIGIS JÄGER: En cada ahora hay eternidad. Palabras para todos los días.
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53. GERALD O’COLLINS: El segundo viaje. Despertar espiritual y crisis en la edad madura. 54. P EDRO BARRANCO: Hombre interior. Pistas para crecer. 55. T HOMAS MERTON: Dirección espiritual y meditación. 56. MARÍA SOAVE: Lunas… Cuentos y encantos de los Evangelios. 57. WILLIGIS JÄGER: Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida espiritual. 58. ALBERTO MAGGI: Cosas de curas. Una propuesta de fe para los que creen que no creen. 59. JOSÉ FERNÁNDEZ MORATIEL, O.P.: La sementera del silencio. 60. T HOMAS MERTON: Orar los salmos. 61. T HOMAS KEATING: Invitación a amar. Camino a la contemplación cristiana. 62. JACQUES GAUTIER: Tengo sed. Teresa de Lisieux y la madre Teresa. 63. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Aún queda un lugar en el mundo. 64. ANSELM GRÜN: Fe, esperanza y amor. 65. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE P RADO: Regreso a la felicidad del silencio. 66. CHRISTOPHER GOWER: Hablar de sanación ante el sufrimiento. 67. KATTY GALLOWAY: Luchando por amar. La espiritualidad de las bienaventuranzas. 68. CARLOS RAFAEL CABARRÚS: La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. 69. FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN, O.C.D.: El cielo en la Tierra. Sor Isabel de la Trinidad. 70. T HOMAS MERTON: Paz en tiempos de oscuridad. El testamento profético de Merton sobre la guerra y la paz. 71. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S. J.: Dios que se esconde. Para gustar el misterio de su presencia. 72. T HOMAS KEATING: Mente abierta, corazón abierto. La dimensión contemplativa del Evangelio. 73. ANSELM GRÜN - RAMONA ROBBEN: Marcar límites, respetar los límites. Por el éxito de las relaciones. 74. T EÓFILO CABESTRERO: Pero la carne es débil. Antropología de las tentaciones de Jesús y de nuestras tentaciones. 75. ANSELM GRÜN - FIDELIS RUPPERT: Reza y trabaja. Una regla de vida cristiana. 76. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE P RADO: Las dos puertas. La reconciliación interior en la experiencia del silencio. 77. T HOMAS MERTON: El signo de Jonás. Diarios (1946-1952). 78. P ATRICIA MCCARTHY: La palabra de Dios es la palabra de la paz. 79. T HOMAS KEATING: El misterio de Cristo. La Liturgia como una experiencia espiritual. 80. JOSEPH RATZINGER -BENEDICTO XVI-: Ser cristiano. 81. WILLIGIS JÄGER: La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el ahora.
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82. SANAE MASUDA : La espiritualidad de los cuentos populares japoneses. 83. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO: Si perdonas, vivirás. Parábolas para una vida más sana. 84. ELIZABETH SMITH - JOSEPH CHALMERS: Un amor más profundo. Una introdución a la Oración Centrante. 85. CARLO M. MARTINI: Los ejercicios de San Ignacio a la luz del Evangelio de Mateo. 86. CARLOS R. CABARRÚS: Haciendo política desde el sin poder. Pistas para un compromiso colectivo, según el corazón de Dios. 87. ANTONIO FUENTES MENDIOLA : Vencer la impaciencia. Con ilusión y esperanza. 88. MARÍA VICTORIA T RIVIÑO, O.S.C.: La palabra en odres nuevos, presencia y latido. Una mirada hacia el Sínodo de la palabra. 89. ROBERT E. KENNEDY, S. J.: Los dones del Zen a la búsqueda cristiana. 90. WILLIGIS JÄGER: Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiritualidad integral. 91. DOROTHEE SÖLLE: Mística de la muerte. 92. T HOMAS MERTON: La vida silenciosa. 93. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO, O.C.D.: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Y ¿por qué no? Sentido del sufrimiento. 94. MARY MARGARET FUNK, O.S.B.: La humildad importa. Para practicar la vida espiritual. 95. T EÓFILO CABESTRERO: Entre el sufrimiento y la alegría. Nuestra experiencia actual y la experiencia de Jesús de Nazaret. 96. WILLIAM A. MENINGER, O.C.S.O.: El proceso del perdón. 97. LAUREANO BENÍTEZ: Cuentos cristianos. Una fuente de espiritualidad. 98. DIETRICH BONHOEFFER: Los Salmos. El libro de oración de la Biblia. 99. JOSÉ LUIS VÁZQUEZ BORAU: La inteligencia espiritual o el sentido de lo sagrado. 100. EUGEN DREWERMANN: Sendas de Salvación. 101. ANSELM GRÜN: El camino a través del desierto. 40 dichos de los padres del desierto. 102. ANTONIO FUENTES MENDIOLA : La alegría de perdonar. El odio superado por el amor. 103. GISELA ZUNIGA : Está todo ahí: mística cotidiana. 104. T EÓFILO CABESTRERO: ¿Por qué tanto miedo? Los miedos en la vida humana, el miedo de Jesús, nuestros miedos en la Iglesia actual. 105. T HOMAS KEATING: Terapia divina y adicción. La oración centrante y los doce pasos. 106. REGINA BÄUMER - MICHAEL P LATTIG (ED.): Noche oscura y depresión. Crisis espirituales y psicológicas: naturaleza y diferencias. 107. LOLA P OVEDA P IÉROLA : Conciencia energía y pensar místico. El hoy de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. 108. MARIANO BALLESTER: Meditación profunda y autoconocimiento. 109. LÁZARO ALBAR MARÍN: Hacia la orilla de Dios. Camino de crecimiento espiritual.
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110. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO: Escucha su latido. Encuentro con Cristo. 111. YOLANDA VELÁZQUEZ CORTÉS: Aprendiendo de Jesús a expresar nuestras emociones. 112. ANSELM GRÜN: Los sueños de la vida. Guías hacia la felicidad. 113. LÁZARO ALBAR MARÍN: Hacia la cumbre de Dios. Mística y compromiso de vida. 114. ANSELM GRÜN: El espacio interior. 115. ENRIQUE MONTALT ALCAYDE: Sentirse habitado por la presencia. 116. ANSELM GRÜN - MICHAEL REEPEN: Los gestos de la oración. 117. FR. BENJAMÍN MONROY BALLESTEROS, OFM: Contempla y quedarás radiante. Místicos franciscanos hoy. 118. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE P RADO: La tienda del encuentro. A Jesús por el camino del silencio. 119. CARLOS RAFAEL CABARRÚS, S. J.: Puestos con el hijo. Guía para un mes de ejercicios en clave de justicia. 120. T XEMI SANTAMARÍA : La interioridad. Un viaje al centro de nuestro ser. 121. MANUEL REGAL LEDO: Los salmos hoy. Versión oracional a la luz del evangelio. 122. ROMANO GUARDINI: El comienzo de todas las cosas. Meditaciones sobre Génesis, capítulos 1-3. 123. FRANCESC GRANÉ: Alimento del deseo infinito. 124. ANSELM GRÜN: En camino hacia la libertad. Palabras de ánimo para los jóvenes 125. ROMANO GUARDINI: Sabiduría de los salmos. Meditaciones 126. ANSELM GRUN ̈ - FRIEDRICH ASSLÄNDER : La espiritualidad en el trabajo. Dar un nuevo sentido a la profesión. 127. ANTONIO LÓPEZ BAEZA : Ojos nuevos para un mundo nuevo. De la experiencia mística a “otro mundo posible”. 128. MIGUEL ÁNGEL MESA BOUZAS: Espiritualidad para tiempos de crisis. 129. JACQUES GAUTHIER: Diez actitudes interiores. La espiritualidad de Teresa de Lisieux. 130. ANSELM GRUN ̈ - WWILLIGIS JÄGER: El misterio más allá de todos los caminos. Lo que nos une, lo que nos separa. 131. MANUEL GARCÍA HERNÁNDEZ: Ensayo sobre vida y espiritualidad. 132. ANSELM GRÜN: Pureza de corazón. Caminos de la búsqueda de Dios en el antiguo monacato. 133. T EÓFILO CABESTRERO: Jesús, el hombre que ama como Dios. Vivir hoy la condición humana al estilo de Jesús. 134. ANSELM GRÜN: Humildad y experiencia de Dios
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Index Portada Interior Créditos Dedicatoria Nota preliminar El espíritu de los salmos Crecimiento y camino - Salmo 1 El Dios viviente - Salmo 113 (114-115) Júbilo por el Rey - Salmo 95 (96) La creación del mundo - Salmo 103 (104) La alabanza del mundo a Dios - Salmo 148 Nuevamente: La alabanza del mundo a Dios Y el salmo 148 El conocimiento de Dios - Salmo 138 (139) Los cuidados de pastor de Dios - Salmo 22 (23) La voz del Señor - Salmo 28 (29) El anhelo de Dios - Salmo 62 (63) el temor del Señor - Salmo 110 (111) Caducidad - Salmo 89 (90) Lo oscuro en el corazón del hombre - Salmo 136 (137) Cobijo en Dios - Salmo 90 (91) Acerca del autor Otros libros El comienzo de todas las cosas La conversión de Aurelio Agustín Humildad y experiencia de Dios Jesús, el hombre que ama como Dios
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