La Resurrección, Mito o Realidad_shelby Spong_corregida

September 25, 2017 | Author: Jorge Arévalo | Category: Bible, Resurrection Of Jesus, Truth, Jews, God
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John Shelby Spong

La Resurrección ¿M ito o realidad?

Colección Enigmas del Cristianismo Ediciones Martínez Roca, S. A.

Traducción de Claudio Gancho Cubierta: Geest/H 0verstad

Q uedan rigurosam ente prohibidas, sin la autori­ zación escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier m edio o procedim iento, com prendi­ dos la reprografía y el tratam iento inform ático, y la distribución de ejem plares de ella m ediante alquiler o préstam o públicos.

Título original: Resurrection. Myth or Reality © 1994 by John Shelby Spong © 1996, Ediciones Martínez Roca, S. A. Enric Granados, 84, 08008 Barcelona Publicado por acuerdo con Harper San Francisco, división de HarperCollins Publishers Inc. ISBN 84-270-2108-9 Depósito legal B. 10.971-1996 Fotocomposición de Fort, S. A., Rosselló, 33, 08029 Barcelona Impreso por Libergraf, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona Impreso en España — Printed in Spain

A Wanda Corwin Hollenbeck, sin q u ie n m i vida p ro fe sio n a l n o h a b ría estado com pleta, n i c o m o o b isp o n i c o m o autor, y p a ra q u ien va m i g ra titu d eterna, m i respeto sin cero y m i se n tid o afecto.

índice

P r e f a c io ..................................................................................................

P r im e r a p a r te :

A cercam iento a la Resurrección

1. El m étodo llamado m i d r a s h ..................................................... 2. El im pacto de la Pascua de resurrección: U n lugar para e m p e z a r........................................................................................... 3. El vehículo de las palabras: Un barco in e s ta b le ...................

S e g u n d a p a r te :

4. 5. 6. 7. 8. 9.

23 42 51

Exam en de los textos bíblicos

El testimonio de P a b lo ................................................................ Marcos: El kérigma asociado al s e p u lc r o .............................. Mateo: La polémica entra en la tra d ic ió n .............................. Lucas: El giro hacia la com prensión de los gentiles . . . . Juan: A veces primitivo, a veces de un desarrollo elevado . Un nuevo punto de p a rtid a ........................................................

T e r c e r a p a r te :

10. 11. 12. 13.

11

65 74 82 90 102 111

Imágenes interpretativas

Las prim eras imágenes interpretativas...................................... El sacrificio expiatorio: La imagen de la C arta a los H ebreos El Siervo paciente: La imagen del segundo I s a ía s ............... El Hijo del hombre: La imagen del libro de Daniel . . . .

123 132 141 153

C u a r ta p a r te :

14. 15. 16. 17. 18.

Pistas que nos conducen a la Pascua de resurrección

Prim era pista: Ocurrió en Galilea, no en Jerusalén . . . . 167 Segunda pista: El prim ado de P e d r o ............................................ 185 Tercera pista: El banquete com ún............................................. ...... 201 C uarta pista: El día tercero, un símbolo escatológico . . . 211 Q uinta pista: La tradición del entierro como una mitología 221

Q u in ta p a r te :

Reconstrucción del m om ento pascual

19. Pero ¿qué ocurrió?: U na reconstrucción especulativa . . . 231 20. Apoyo de la especulación en la E s c r itu ra .............................. ......256 21. Vida después de la muerte: Esto es lo que yo creo............... ......276 N o t a s ............................................................................................................287 B ib lio g ra fía .................................................................................................293

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Prefacio

El tem a de la resurrección de Jesús de N azaret está en los mismos cimientos del cristianismo. Fue la experiencia que llegó a llamarse Pas­ cua de resurrección la que em pujó el m ovimiento cristiano dentro de la historia. Este punto focal de mi tradición religiosa m ereció mi atención desde hace ya décadas. R ecuerdo el prim er tratam iento de este tem a en una serie de lecciones dadas en 1957 en Kanuga, un centro de congresos de Hendersonville, en Carolina del Norte. Aquellas lecciones las fui de­ sarrollando hasta que se publicaron en 1980, en un libro titulado The Easter M oment. Los autores, por lo general, tienden a dejar de lado un tema después de haberlo com pendiado en un libro, dando por supuesto que no tienen ya que hacer más aportaciones significativas al asunto, si no es com probar si incluyeron éste o el otro punto en la obra originaria. Mas, por razones que no siem pre he sondeado, esa pérdida de inte­ rés nunca ha sido posible en mi caso por lo que a la resurrección se refiere. A través de los años, las narraciones pascuales han continuado solicitando y recibiendo mi atención en formas significativas. Tal vez pueda decirse que la resurrección y el significado de la vida están para mí tan estrecham ente entrelazados, que cualquier experiencia acaba por incorporarse a ese interés. En 1983, y a través de la singular amistad que tuve el privilegio de m antener con el senador Claiborne E. Pell, dem ócrata de R hode Island, formé parte de un seminario interdisciplinar, celebrado en la Universi­ dad de Georgetown, sobre el tem a de la supervivencia después de la m uerte biológica. A través de aquella experiencia me vi forzado a con­ siderar tales temas desde más allá de las fronteras de la tradición ecle­ siástica, que había sido hasta entonces mi único punto de referencia. Quienes participaron en aquellas jornadas conmigo no com partían mi 11

contexto religioso y, en muchos casos, ni siquiera mi m entalidad occi­ dental. Más bien presenté mis ideas en unión con personalidades como el físico Paul Davies, ahora en la facultad de la Universidad de Adelaida en Australia; R upert Sheldrake, un biólogo inglés; A nthony Flew, un filósofo británico y ateo; Stanlislav Grof, neurólogo; y Sogyal Rinpoche, un místico budista. Mis ideas sobre la Pascua de resurrección han tenido que evolucio­ nar para poder adaptarse a nuevas perspectivas. Esos nuevos puntos de vista continuaron expandiéndose a medida que se ensanchaba la órbita de mis viajes a todas las partes del mundo, como África, la India y Chi­ na. E n tales lugares busqué a quienes vivían en las tradiciones creyentes de sus pueblos y podían formularlas. M ientras tanto, en Kenya hice un estudio sobre las primitivas tradiciones religiosas africanas así como de la prim era incorporación de las mismas al cristianismo y al islam. Desde mi perspectiva, aquellas transiciones no representaron cambios profun­ dos, no eran más que barnices verbales, bajo los que era fácil reconocer las creencias indígenas. Los elem entos supersticiosos en esa tradición claram ente indicaban los tem ores de que el sistema religioso del pueblo iba a ser refutado. En 1984 viajé al sur de la India, donde en la pequeña ciudad de Kottayam, en el estado de Kerala, tuve la oportunidad de m antener con tres eruditos hindúes un amplio diálogo público, que se prolongó todo un día y que estuvo patrocinado por el seminario de la tradición M ar Thoma. Como cada uno de nosotros intentaba dar respuesta a las observa­ ciones críticas y a las cuestiones que plantea en todas partes la vida hu­ mana, dicho diálogo me perm itió identificar tradiciones comunes con los varios sistemas religiosos que se dan en el mundo. En 1988, durante un viaje a los nuevos territorios de China, participé en un diálogo con el reverendo Yuen Quing, un monje y santo varón bu­ dista. No sólo amplió mi comprensión de otras grandes tradiciones religio­ sas, sino que también me abrió los ojos sobre la forma en que se veía en otras partes del mundo el cristianismo unido al imperialismo occidental. Mi visión, ampliada e inform ada por tales experiencias, me obligó a estudiar de nuevo y a estudiar con mayor profundidad mi propia tradi­ ción creyente; cosa que dem andaba unas lentes más anchas y quizá has­ ta una m irada diferente. Una persona que contribuyó a la fabricación de esas lentes para mí fue Joseph Campbell, el especialista en mitología hum ana, a quien los televidentes norteam ericanos descubrieron a fina­ les de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. En sus dos entrevistas televisadas con Bill Moyers y en The P ow er o fM y th , el libro resultante de aquella serie, a mí me im presionó la destreza de Campbell

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para ver la verdad de los mitos, m ientras rechazaba tom ar al pie de la letra la explicación racional de los mismos mitos, que habían encontra­ do sitio perm anente en la religión y en la liturgia. Campbell me enseñó a valorar temas tan intem porales como los nacimientos virginales, las en­ carnaciones, las resurrecciones físicas y las ascensiones cósmicas, que aparecen una y otra vez en las historias religiosas de todos los pueblos del mundo. Lenta, muy lentam ente, al tiem po que de forma muy segura, empecé a vislumbrar una separación entre la experiencia, que nosotros los cristianos habíam os condensado en la palabra Pascua de resurrec­ ción , y la interpretación que esa experiencia había encontrado tanto en las Escrituras cristianas como en las tradiciones que se desarrollaron en el cristianismo y que habían copiado librem ente, aunque no siem pre de m anera consciente, la mitología de los pueblos antiguos. Cuando esa separación fue completa, hube de afrontar el hecho de que mi pensa­ m iento se había desplazado y que tenía que examinar de nuevo la exi­ gencia pascual desde mi nueva perspectiva. E ra una llamada vocacional aprem iante, que no podía dejar de lado. C ontinúo afirmando con la convicción más profunda que mi visión del cristianismo está firm em ente arraigada en la realidad de la Pascua. Pero mi fe en la resurrección de Jesús ya no me exige hoy reclam ar un sentido literal y no mitológico para las palabras de las que me sirvo para hablar de la resurrección. Ni insisto en que la Pascua de resurrección haya de entenderse como un acontecim iento sobrenatural objetivo, que ocurrió dentro de la historia humana. M antengo que los efectos de esa experiencia llam ada Pascua son objetivam ente demostrables. Creo y afirmo que Jesús en la experiencia llamada Pascua trascendió los límites de la finitud hum ana, expresada en el último símbolo de esa finitud: la muerte. Creo que quienes estam os llamados por Jesús a vivir en él y en el Espíritu, que él nos ha proporcionado, traspasarem os asimismo la barrera final. Y creo además que es efectivam ente real lo que nosotros, los cristianos, llamamos cielo. Pero, una vez dicho esto, debo tam bién afirmar que mi aproxim a­ ción e inteligencia de ese m om ento crítico de la vida de Jesús llamado Pascua de resurrección, y la esperanza cristiana de una vida después de la m uerte son muy diferentes de como habían sido hasta ahora. Yo des­ cribiría esa diferencia como menos literal y más real, siendo igualmente im portantes los dos extrem os de la aseveración. Este libro lo he escrito para dar contenido a esas palabras y para presentar mis convicciones a la Iglesia y a la sociedad, de una form a que trasciende los debates es­ tériles del pasado y que ofrece un nuevo punto de partida para la fe. Desde que escribí mi prim er libro sobre la Pascua de resurrección, mi

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vida intelectual y espiritual ha caminado en algunas otras direcciones maravillosas. H e escrito ¡rito the Whirlwind: The Future o fth e Church, que me invitó a cruzar nuevas fronteras. H e colaborado, a la vez que he editado, un volum en titulado Consciousness and Survival, que nació del congreso interdisciplinar de la Universidad de G eorgetown y fue el re­ sultado de mi amistad con el senador Pell. Soy coautor de un tratado sobre los Diez M andam ientos, que lleva el título de B eyond M oralism, en el cual viejas norm as éticas han podido examinarse a la luz de las circunstancias modernas. Lo más significativo, y que supera cuanto hu­ biera podido imaginar, es que he escrito tres libros, que me han coloca­ do como autor en el escenario nacional e internacional. Esos libros son: L iving in Sin? A Bishop Rethinks Human Sexuality ; un segunto titulado: Rescuing the Bible fro m Fundamentalism: A Bishop Rethinks the Meaning o f Scripture\ y un tercero, cuyo título reza: Born o f a Woman: A Bishop Rethinks the Birth o f Jesús.

Asimismo me he sum ergido en la lectura de las ciencias físicas y de las obras de aquellos teólogos, que tienen la audacia de incorporar a sus escritos teológicos toda la panoplia del pensam iento contem poráneo, como son Don Cupitt, Thom as Sheeban, Hans Küng, Rosem ary Ruether, A rth u r Peacock, David Jenkins, Diogenes Alien, Teilhard de Chardin y Elisabeth Schüssler-Fiorenza, por sólo nom brar algunos. No he cesado, además, de hacer de la Biblia mi libro de texto básico, con los com entarios y estudios de Raym ond Brown, Michael Goulder, Edward Schillebeeckx, Phyllis Trible, Jane Schaberg y Elaine Pagels, entre otros, que han am pliado radicalm ente mi conocim iento de la Biblia y mi entusiasm o por ella. No puedo escapar a la tensión interior que provocan en mí las dos funciones que ejerzo. Por vocación soy obispo; y por distracción intento ser estudioso y autor. La combinación de ambas actividades me ha brin­ dado las posibilidades más fecundas y estim ulantes que imaginar pudie­ ra. Se dice que los autores eruditos han estudiado durante años la mayor parte de las cosas que llegaron a escribir. Pero sus intuiciones nunca fueron más allá de los círculos académicos. U n obispo, hom bre o mujer, por el hecho de pertenecer al pueblo es ya una persona pública, un sím­ bolo de la vida de la Iglesia, de su orden y su unidad. Como un obispo, que ofrece los puntos de vista de los estudiosos a la atención del público, que hace accesibles al debate público las diversas teorías especulati­ vas, que explora abiertam ente zonas del com portam iento ético y que invita a la Iglesia y al m undo a un diálogo, el cual busca y quizá hasta dem anda un nuevo consenso teológico o creyente, he dem ostrado mi vocación al ser respetado y ser bien acogido por mi audiencia. 14

Aquellos cuya respuesta primaria es el temor, tienden a utilizar los símbolos de su convicción religiosa como un sistema de seguridad, con el que protegerse de las mareas tumultuosas del mundo moderno. Cuando ese sistema se perturba y se ve desafiada, y tal vez hasta relativizada, la certeza que suponían era una verdad evidente, esas personas expresan su ansiedad y hasta su hostilidad. Sus convicciones religiosas literalistas, li­ geramente desplegadas sobre unas inquietudes que se abren y unas pre­ guntas sin respuesta, y en algunos casos preguntas que no se han formula­ do, continúan existiendo en sus tabernáculos interiores y secretos. Para mucha gente la Iglesia se ha convertido en un puerto de escala, que no se puede dejar a menos de exponerse a ser víctima de las torm en­ tas rugientes de la vida. Algunos de los tem erosos son personas ordena­ das, que sin saberlo intentan construir en sus jurisdicciones eclesiásticas unos puertos seguros para las personas atem orizadas e inseguras, entre las que se descubren con sorpresa a sí mismas. Los tem erosos se cuentan tam bién entre aquellos profesionales eclesiásticos, que valoran los re­ sultados únicam ente en térm inos de unidad institucional. Esas personas parecen creer que no deberían plantearse nunca cuestiones honestas, por cuanto podrían perturbar la serenidad m ental de muchos de sus miembros. Para ellas la tarea de buscar la verdad de Dios se ha converti­ do en un objetivo secundario, e ignoran el hecho de que con ese proceso se sacrifican la erudición y la integridad. Por otra parte, algunos de los que han acogido mis escritos y mis especulaciones teológicas y éticas proceden en buena medida de las filas de quienes se encuentran a sí mismos alienados por las formas institu­ cionales de religión, pero que continúan profundam ente vinculados a la verdad, a la que la propia religión parece apuntar. Mi vida en la Iglesia y, lo que es más im portante, mi vida como obispo, proclam a que todavía podría haber sitio para ellos dentro de las estructuras de la institución cristiana. Hay quienes están desconcertados por las formas, por la tácti­ ca de control, por las aseveraciones dogmáticas y por quienes se atreven a trazar líneas más allá de las cuales parecen no creer que pueda actuar el am or de Dios. Tales personas alienadas son incapaces de leer los to­ mos de los eruditos; pero se sienten fascinadas por las ideas de un obis­ po, porque el obispo les pertenezca de algún modo. Si un obispo puede tener esas ideas y puede decirlas o escribirlas públicam ente, es posible que las ideas en cuestión tengan una acogida más amplia. Tal vez hasta las puertas de la Iglesia podrían entreabrirse para atraer a quienes gus­ tan de volver a escuchar la vieja, vieja historia. Tal vez esa historia pue­ de ser creída de nuevo con pasión y honradez por quienes habían llega­ do a pensar que se encontraban fuera de la Iglesia para siempre.

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Así me siento odiado y tem ido por unos, al tiem po que otros me consideran una especie de héroe religioso popular. Francam ente, no he codiciado ninguna respuesta. Mi único deseo es recorrer el camino, que se me ha abierto con el estudio de la Biblia, como un cristiano que por la gracia de Dios ha sido llamado a ser obispo. M antenerse en ese lugar especial es una vocación que yo recom iendo a la próxima generación de obispos de la Iglesia. Estoy seguro de que dentro de ese cuerpo hay ya, en este m om ento, alguien sobre quien caerá el m anto de este tipo de liderazgo. Es un rol que estaré contento de dejar de lado, cuando este siglo pase a la historia y mi vocación de escritor se haya realizado. A medida que me he ido haciendo m ayor ha ido tam bién aum entan­ do mi deseo de ser más que un crítico de la tradición religiosa literalizante del pasado. H e querido presentar unos argum entos positivos en favor de una amplia com prensión religiosa y llam ar al pueblo a un futu­ ro religioso vivo y profundam ente com prom etido. Así, en mis libros Living in Sin?, Rescuing the Bible from Fundamentalism y en el titulado Born o fa Woman me he centrado de propósi­ to en tem as positivos. ¿Cómo debe aparecer la m oralidad sexual, cuan­ do uno está profundam ente convencido de que cada ser hum ano lleva la imagen de Dios? ¿Q ué piensa la Biblia, cuando se la libera de un literalismo debilitante? ¿Cómo podem os celebrar a la vez el aspecto fem eni­ no de Dios y la vida hum ana en los albores de un nuevo siglo? En los volúmenes m entados he intentado crear un espacio donde pueda vivir la Iglesia del mañana, sobre todo después de haberse d e­ m ostrado que no era adecuado el espacio que ocupaba la Iglesia del ayer. Ese esfuerzo persiste en el volumen presente. A quí intento articu­ lar los propósitos trascendentes y eternos que creo alientan en Dios y dentro de cada uno de nosotros, y que convierten el concepto de la Pas­ cua de resurrección en creíble y real a la vez. Los lectores de este libro tendrán que estar dispuestos a com prom eter seriam ente el contenido de la Biblia. Un cristiano que ignora el texto bíblico o no quiere ahondar por debajo del nivel literalista encontrará difícil el seguir los matices de mi argumentación tal como se desarrolla. Mis lectores deberán ser ca­ paces de ver nuevas posibilidades, unas am enazadoras y otras estim u­ lantes; pero, por encima de todo, unas posibilidades que abren las puer­ tas a una verdad nueva. Yo espero que cruzando esas puertas conduciré a mis lectores a un compromiso cada vez más profundo con quien noso­ tros los cristianos llamamos el Señor y Cristo. Estoy convencido de que si ese Jesús pudiera ser para nosotros la puerta de acceso a Dios, como parece haberlo sido para Pedro y otros en aquel crítico m om ento en que alum bró la Pascua en la historia hum ana, entonces esa historia nuestra

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de fe podría vivirse de form a drásticam ente nueva en el futuro em ocio­ nante de la iniciativa humana. Al menos, ésa es mi intención en este volumen. Espero conservar esta intención tam bién en mi próximo libro, que procurará descubrir cómo los cristianos contem poráneos pueden recitar los credos históricos con honradez y pueden continuar viviéndolos en un m undo configurado por Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Freud y Einstein. El título que de m om ento he dado a ese libro es A Believer in Exile, siendo para mí im portantes las dos palabras claves del mismo. Yo soy un creyente en los credos cristianos. Y estoy, como creo que lo están todos los cristianos pensantes, en el exilio de la visión del m undo en la que esos credos se form aron y en la que sus conceptos son fácilmente traducibles. Por ello la m ayoría de nosotros tiene una elección difícil. Podemos literalizar los credos; con lo que se hacen irrelevantes. O po­ demos abandonar nuestros credos y dejar de ser creyentes. Yo espero ofrecer, desde luego, una alternativa mejor. Cuando pienso en las instituciones que han hecho posible este libro, dos son las que me vienen de inm ediato a la memoria: la diócesis de Newark, en Estados Unidos, y la Universidad de Cambridge, en Inglate­ rra. El laicado y el clero de la diócesis de Newark me han abierto todas las puertas en los años que he sido su obispo y me han perm itido culti­ varme en todos los órdenes. C uanto he publicado desde que ocupé el ministerio episcopal en 1976 em pezó por vivirse antes en forma de con­ ferencia al pueblo de la diócesis de Newark. D etrás de este libro, por ejemplo, están las conferencias cuaresmales, pronunciadas en 1992 en St. P eter’s Church de M orristown, Nueva Jersey. En ellas desarrollé los tres capítulos que m uestran cómo el Jesús de la resurrección fue con­ tem plado bajo el prisma de unas imágenes hebreas: como sacrificio ex­ piatorio, cual Siervo paciente y como Hijo del hombre. Vaya mi agrade­ cimiento al reverendo David Hegg, rector; a la reverenda M arisa H errera, asistente del rector, y al reverendo doctor Charles Rice, sacer­ dote asociado, así como a la Morris Convocation y a su presidente, el reverendo Philipp Wilson, que patrocinó el acontecimiento. Y están tam bién las conferencias New Dimensions, del otoño de 1992, en las que una vez más se analizaron los tem as de este libro con un auditorio de clero y seglares. Esas conferencias se dieron en St. P eter’s Church, en Essex Fells, Nueva Jersey, y deseo expresar mi especial agradecim iento al reverendo G ordon Trem aine, su rector, y a su con­ gregación por la hospitalidad dem ostrada. Después fueron las conferen­ cias cuaresm ales de la diócesis de 1993, en las que insistí sobre el tema. Se celebraron en St. Paul’s Church, en Englewood, Nueva Jersey, de la

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que el reverendo K enneth N ear es rector, y fueron copatrocinadas por las iglesias de la East Bergen Convocation, cuyo presidente era el reverendo Richard Demarest. Finalm ente, com pleté mi prim er viaje público a través del contenido de este libro en el otoño de 1993, con las conferencias New Dimensions pronunciadas en la Christ Church de Ridgewood, Nueva Jersey. De nuevo mi sincero agradecim iento a la reverenda M argaret Gunness, rectora, y al reverendo M ark Lewis, su asistente. Más allá de esos sucesos específicos, la diócesis de Newark siempre ha estim ulado mi vocación de obispo-estudioso, dedicado al ministerio de la enseñanza. Eso lo hizo no sólo con su apoyo y asistencia, sino invitándome innum erables veces a dar una hora más de foro para adul­ tos en mis visitas a nuestras cerca de 130 iglesias con el fin de adminis­ trar el sacram ento de la confirmación. Dicha diócesis creó además para mí un program a sabático, que me perm itió pasar un mes al año, desde 1988 hasta 1991, en un centro académico dedicado a la lectura y al estu­ dio. En esos cuatro años pasé un mes en el Union Theological Seminary, en la ciudad de Nueva York; otro en la Yale Divinity School, de New Haven; uno más en la H arvard Divinity School de Cambridge, Massachusetts; y otro en el Magdalen College de la Universidad de Oxford, en el R eino Unido. En 1992 la diócesis me concedió un período sabático de tres meses, y el Em m anuel College de la Universidad de Cam bridge me eligió como el investigador del cuarto centenario, proporcionándom e así el tiem po y los recursos para escribir el presente libro. Estoy particularm ente agra­ decido al director del Em m anuel College, lord St. John of Fawsley; al reverendo Don Cupitt, catedrático de teología y de estudios religiosos en el Em m anuel; al decano del mismo, reverendo B rendon Clover, y al vicedirector de la biblioteca teológica de Cambridge, doctor Peta Dunstan. Para mí fue una experiencia enriquecedora poder utilizar tres bi­ bliotecas magníficas, tener mi propio despacho y contar con el consejo experto en el examen de varios temas, el estímulo que suponían las co­ midas en la facultad y el anim ado intercam bio de puntos de vista con estudiantes graduados y que se preparaban para la licenciatura. La U ni­ versidad de Cam bridge en general y el Em m anuel College en particular contarán siem pre entre los recuerdos más felices de mi vida. La persona a la que dedico este libro ha sido la heroína desconocida de mi carrera de escritor a lo largo de una década. Sin ella yo nunca habría llegado a ser un autor. H a trabajado conmigo en seis libros y ha llevado a cabo la revisión a fondo de tres. Com bina paciencia y com pe­ tencia, dulzura y tenacidad, dedicación y gracia. Considero un privilegio 18

haberla conocido, confiar en ella, quererla y adm irarla. Nada me pro­ porciona m ayor placer que dedicar este volumen a W anda Hollenbeck. Todo el m undo en la diócesis de Newark sabe de su contribución a nues­ tra vida corporativa. O tros miembros de nuestro personal de adm inistración son mi socio en el episcopado, el muy reverendo Jack McKelvey; nuestro director de finanzas y de nuestros program as de viviendas, John Zinn; nuestro jefe administrativo, Michael Francaviglia; nuestra directora de comunicacio­ nes, program as y personal, K aren Lindley; y el deán de nuestra catedral, el muy reverendo Petero Sabune. El haber trabajado con esa adm irable plantilla de personas decididas e inteligentes ha sido siem pre una expe­ riencia estim ulante para mi persona y mi profesionalidad. E ntre el personal de nuestro despacho diocesano se cuentan: Cecil Broner, R upert Colé, Gail Deckenbach, Sulmarie Duncan, M argaret G at, Gloria G errm an, Jeffrey Kittross, R obert Lanterm ann, Carla Lerman, Barbara Lescota, Patricia M cGuire, Bradley Moor, el reverendo David Norgard, Eric Nefstead, William Quinlan, Joyce Riley, Lucy Sprague, Elizabeth Stone y Teresa Wilder. Saludo a cada uno de ellos con mi aprecio y admiración. Por encima de todo, por ser lo más im portante para mí, doy las gra­ cias a Christine, mi mujer; gracias a ella mi vida ha estado continuam en­ te sostenida y alentada por el amor. No puedo expresar con palabras la hondura de mi am or por ella. Baste decir que el haberm e desposado con Christine constituye el gozo culm inante de toda mi vida. Finalmente, mi especial agradecim iento a los miem bros de nuestra familia: a nuestras hijas e hijos, Ellen Spong y Gus Epps, K atharine Spong y Jack Catlett, Jaquelin Spong y Todd Hylton, Brian Barney y Rachel Barney; a nuestros nietos Shelbu Catlett, Jay C atlett y John Lanier Hylton. A la colección de grandes perros Flosshilde, Repo, H eadstrong Samson y Axel Rodríguez Beasley, y a nuestros grandes gatos Nina, A nnie y Big Boy, que estimulan la vida de cada uno de nosotros. A través de los vaivenes de mi vida he m antenido con esta familia admirable unos especiales lazos de ternura y firmeza. Me han gustado todos los papeles de marido, padre, abuelo, padrastro y cuidador de animales domésticos. Sólo en el último de esos roles confieso mi fracaso total; como recuerdo para la historia diré sim plemente que mi gran p e­ rro Repo (abreviatura de R epurchase) no sólo fue suspendido en la es­ cuela de obediencia canina sino que acabó siendo expulsado como un caso perdido. Mi reconocim iento especialm ente gozoso para mi anciana m adre de

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87 años, Doolie Boyce Griffith Spong, de Charlotte, Carolina del Norte; y para mi m adre política, Ina Chase Bridger, de W orthing, Sussex, In­ glaterra; a mi herm ano, Will Spong, y a su m ujer Nancy, de Austin, T e­ xas; a mi herm ano político, Bill Bridger, y a su mujer Doris, de Finham, cerca de Coventry, Inglaterra; y a mi herm ana, Betty Spong Marshall, de Charlotte. El mayor don de la gracia, creo yo, llega con el am or sus­ tentante de la prim era familia. Y yo he vivido como el recipiente de esa gracia.

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Primera parte Acercamiento a la Resurrección

1 El método llamado midrash

Cuando yo realizaba mi preparación teológica en la década de los cincuenta, la palabra m idrash no se escuchaba con frecuencia. Si alguna vez se em pleaba, se refería exclusivamente al com entario corrido o con­ tinuo de las Escrituras hebreas, realizado por los rabinos a lo largo de la historia. Ese com entario era voluminoso, y los manuscritos que lo con­ tenían podrían llenar bibliotecas enteras. Se nos decía que los com enta­ rios, hechos por los rabinos considerados como los más grandes, eran particularm ente notables, que habían sido estudiados con todo detalle y m encionados frecuentem ente por los m aestros judíos contem poráneos en un esfuerzo continuado por iluminar sus fuentes sagradas. No se pre­ sentaba el midrash como un m étodo con el que había sido escrita la Biblia y, por tanto, como un m étodo con el que la Biblia debía ser en­ tendida. En consecuencia, no se consideraba el midrash como enorm e­ m ente im portante para el estudio de las Escrituras cristianas. Hoy me pasmo de la ceguera de quienes me enseñaron la Escritura. Y ya no acepto la proposición de que alguien pueda entender la Biblia, y muy especialm ente el Nuevo Testam ento, sin entender el m étodo midráshico.

¿Se ha apoyado el pensam iento cristiano en el antisemitismo?

Al iniciar el estudio de por qué los eruditos cristianos han dejado de ver el m étodo midráshico de la tradición judía como el verdadero estilo en que están escritos los evangelios, he em pezado por toparm e con el antisemitismo, oficial y no oficial, que invadió la Iglesia desde los últi­ mos años del siglo i de la era cristiana hasta este mismo m omento. Ese

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antisemitismo alcanzó su crescendo a m ediados del siglo xx con el holo­ causto consum ado en Alem ania; pero encontró una expresión significa­ tiva en ese mismo período de la historia en Estados Unidos y en Gran B retaña, las naciones rectoras del denom inado Occidente cristiano. Esas tres máximas potencias políticas occidentales, Alemania, E sta­ dos Unidos y Gran Bretaña, eran centros de los estudios cristianos más im portantes e influyentes. Dichas tres naciones produjeron la inmensa m ayoría de los teólogos y expertos en cuestiones bíblicas de más re ­ nom bre mundial. Pero, inconsciente de su antisemitismo occidental, el pensam iento cristiano se desarrolló con escasa apertura a los primitivos contornos midráshicos de la historia cristiana o al contenido fundam en­ tal midráshico de los evangelios cristianos. Las originarias raíces judías de la tradición cristiana fueron sim plemente ignoradas. Raras veces se dijo con algún sentim iento de orgullo que todos los escritores del Nuevo Testam ento, con la posible excepción de Lucas, habían sido judíos. R a­ ras veces se concedió al contexto del m undo judío o a los procesos m en­ tales de la concepción judía más que un ligero golpe de som brero, cuan­ do los estudiosos buscaban una explicación de los textos cristianos. Cuando los eruditos se sumergían en las Escrituras cristianas, el len­ guaje que utilizaban era el griego, no el hebreo. Cuando estudiaban las raíces bíblicas de la teología cristiana, inevitablem ente lo hacían a través de las lentes de la filosofía griega, que había configurado los credos del cristianismo, y prim ordialm ente fue a través de tales lentes como em pe­ zaron a explicar el Nuevo Testam ento. Incluso cuando leían el Antiguo Testam ento, casi siempre utilizaban una traducción griega más que el original hebreo. N aturalm ente no podían ignorar las referencias del Nuevo T esta­ m ento a las profecías hebreas, que pensaban habían de cumplirse en la vida del Jesús de la historia. Pero, em pezando al menos por Policarpo y Justino M ártir ya en el siglo n, la típica concepción cristiana de dicha tradición era la de que los profetas judíos sim plemente habían vaticina­ do unos acontecim ientos concretos de la vida del mesías futuro, y Jesús cumplió tales vaticinios de una form a casi literal, como un signo de su origen divino. «Los judíos» —expresión pronunciada en los círculos cristianos con ciertos matices de desprecio— , se argum entaba, no ha­ bían entendido a su propio mesías, y en consecuencia Dios había creado un nuevo Israel, llamado la Iglesia cristiana, para ocupar el puesto del Israel viejo, que sólo había estado formado por judíos. El pueblo del prim er pacto, se aseguraba, había perdido su oportuni­ dad y había fracasado. La prom esa tenía que hacerse ahora al pueblo del segundo pacto. Al designar las partes de la Biblia como Antiguo

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Testam ento y Nuevo Testam ento, los cristianos incorporaron ese pre­ juicio en el mismo título de las Sagradas Escrituras. La Biblia de los judíos era el A ntiguo Testam ento, ahora sustituido por la Biblia de los cristianos, que era el Nuevo Testam ento. Las doce tribus de Israel habían dejado su sitio a los doce apóstoles. Jesús había cumplido toda la Ley de los profetas, y eso refrendaba su pretensión mesiánica. E ra un sistema perfecto y completo, y, en la confianza triunfal de esas conclu­ siones, el cristianismo iniciaba su vida como la religión dom inante e in­ cuestionable del m undo occidental. La razón fundam ental del cristianismo para su abierto antisem itis­ mo fue inculpar a los propios judíos como la verdadera causa de la hosti­ lidad cristiana. Fue un clásico ejem plo de hacer culpable a la víctima. Después de todo, los judíos habían rechazado a Cristo. ¿Q ué podía es­ perar de Dios (en cuyo nom bre pretendían hablar y actuar los cristia­ nos) un pueblo que había rechazado al Hijo de Dios y a su propio m e­ sías? E n los relatos del evangelio se presentaba a los judíos aceptando voluntariam ente esa culpa: «Caiga su sangre [la de Jesús] sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (M ateo 27, 25). Estas palabras estaban destina­ das a resonar a través de los siglos como justificación de un hecho crimi­ nal tras otro. Pese a la ofuscación de los prejuicios, la estrecha conexión entre Je­ sús y las Escrituras hebreas no podía limitarse sólo a los textos que ob­ viam ente se referían al cum plimiento en Jesús de las expectativas proféticas. H abía otros relatos de los evangelios, cuyo paralelismo con la Escritura hebrea era tan patente que en m odo alguno podía pasarse por alto. El relato del rey H erodes m aquinando la supresión del libertador prom etido por Dios haciendo m atar a todos los bebés varones nacidos en Belén, presentaba a simple vista num erosas alusiones a la decisión del faraón egipcio m andando m atar a todos los niños varones hebreos en su intento no sólo de librar a su reino del «problema judío» sino de destruir en su misma infancia a Moisés, el libertador prom etido por Dios. H abía asimismo una conexión, dem asiado profunda como para ser negada, entre la Ú ltim a Cena y la Pascua judía. Los cristianos de la gen­ tilidad, sin entender plenam ente las tradiciones del culto judío, confun­ dieron la Pascua con el Yom K ippur e identificaron a Jesús con el corde­ ro pascual y con el cordero que se sacrificaba el Día de la Expiación. Cumplida esa fusión, la Pascua judía y el Yom Kippur podían desapare­ cer y desaparecieron de la conciencia cristiana, m ientras que la Eucaris­ tía desarrollaba su propio contenido teológico gentil. La única conclu­ sión firme era que los cristianos habían sustituido a los judíos como pueblo de Dios, del mismo m odo que la Eucaristía había suplantado a la

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Pascua hebrea como liturgia central del pueblo de Dios, m ientras que el Yom K ippur fue abandonado de cara a cualquier propósito. Podría ar­ gum entarse que los temas del Yom Kippur afloraron de nuevo, más tar­ de, como tem as del período cristiano de Cuaresma; pero se negó obsti­ nadam ente cualquier origen judío. Cuando los cristianos leemos el relato de Pentecostés, que Lucas presenta en el libro de los Hechos de los Apóstoles, a muy pocos se nos ocurre pensar que Pentecostés era de hecho una festividad judía llam a­ da Shavu'ot (o S habu’ot), que Lucas utilizó (creo que erróneam ente) como contexto para contar la historia del m om ento en que el movi­ miento cristiano irrum pió públicam ente en la ciudad santa de Jerusalén. El relato lucano de Pentecostés fue sim plemente sacado de su contexto judío, y pocos reconocieron que el símbolo del fuego tenía una larga historia hebrea —desde la columna de fuego en el desierto hasta el fue­ go asociado con el profeta Elias—; o que el viento poderoso, indicador de la presencia del Espíritu, procedía del concepto que el pueblo del desierto tenía de Dios y de su idea del viento como soplo (hebreo ruach) divino. La desaparición de las barreras del lenguaje en el relato lucano de Pentecostés llevó a conectarlo con la vieja historia de la torre de Babel, en la que se decía que Dios había confundido las lenguas de los pueblos para im pedir que levantasen la torre hasta el cielo (Génesis 11, 1 y ss.). Fueron prim ordialm ente los predicadores del día quienes esta­ blecieron esas conexiones. Tales relatos bíblicos representaban unos contrastes básicos, fáciles de recordar. Sin embargo, tales relatos se in­ terpretaron generalm ente como el simple cumplimiento de las expecta­ tivas, que habían sido expresadas en el A ntiguo Testam ento. Esa inter­ pretación sirvió para dem ostrar una vez más la superioridad del pacto nuevo sobre el pacto antiguo. Y aquellos primeros expositores cristia­ nos poco supieron que estaban descubriendo el m étodo del m idrash en las Escrituras del pueblo cristiano, debidas todas a gente judía con la única posible excepción de Lucas, que podría haber sido gentil o pa­ gano, aunque era un devoto practicante del culto sinagogal y, en conse­ cuencia, estuvo profundam ente influido por la m entalidad judía.

Siglos de respuestas simplistas a unas preguntas lógicas

La Iglesia revistió las Escrituras cristianas de tal autoridad literalista, que hubieron de pasar siglos antes de que pudieran formularse cues­ tiones a ese respecto. Inm ediatam ente se dieron las respuestas más sim­

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plistas a tales cuestiones con vistas a calmar la ansiedad inquisitiva. Los detalles de los relatos del nacim iento de Jesús, ¿eran históricam ente exactos? Como ninguno de los autores de los evangelios estuvo presen­ te en Belén al tiem po de nacer Jesús, los detalles del evento tuvieron que proporcionárselos a los escritores de los evangelios los parientes de Jesús, fue la respuesta. H asta se pensó que Lucas había tenido algún acceso especial a M aría, y así habría conocido detalles como los del p e­ sebre y los pañales, toda vez que ella «conservaba todas estas cosas y las m editaba en su corazón» (Lucas 2, 19). M ateo podría haber tenido al­ gún acceso a José, se sugirió, y haber conocido así el contenido de los sueños de éste. Respuestas tan simples bastaron en una época sin senti­ do crítico. Como los sucesos del episodio que conocemos como la tentación o las tentaciones ocurrieron en el desierto, cuando Jesús estaba solo como dicen los textos (M ateo 4; Lucas 4), se presumió que Jesús había conta­ do esas cosas a alguien, para que pudieran recordarse con precisión. Igualmente, el contenido de la oración que Jesús hizo en el huerto de los Olivos, tras haberse alejado de Pedro, Santiago y Juan «como un tiro de piedra» (Lucas 2 2 ,41), era algo que el propio Jesús hubo de contar a sus discípulos. En este último episodio resultaba un poco más difícil deter­ minar exactam ente cuándo se llevó a efecto la transmisión de la plegaria de Jesús, puesto que cuando Jesús regresó a sus discípulos los encontró durm iendo, e inm ediatam ente después él fue traicionado, arrestado, juzgado, condenado y crucificado. Se sugirió, sin em pacho alguno en ese m undo crédulo y literalista, que quizá la fuente de tales detalles había sido Cristo resucitado. De m anera similar, nos cuentan los evangelios que todos los discípu­ los abandonaron a Jesús y huyeron a la desbandada cuando él fue arresta­ do; pese a lo cual, en los relatos de la crucifixión se dan detalles puntuales de lo que Jesús dijo, de lo que dijo la muchedumbre, de lo que dijeron el ladrón arrepentido y el ladrón impenitente y de lo que confesó el centu­ rión. ¿Quién remem oró todas esas conversaciones? ¿Quién las transmi­ tió? Se nos dice también lo que hicieron los soldados, lo que hizo Pilato, lo que hizo H eredes y lo que hizo Simón de Cirene. ¿Alguna de esas personas entregó copias de lo dicho a los escritores de los evangelios?

La pérdida del midrash en favor del literalismo

¿Q ué es un midrash? Es una colección de las interpretaciones de las Sagradas Escrituras, a la vez que un m étodo para la explicación conti­

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nuada de las mismas. A parece en tres formas: H alakah, Haggadah y Pesiqta. La H alakah es una interpretación de la Ley mosaica, de la sa­ grada Torah. La Haggadah es la interpretación de una historia o de un suceso relacionándolos con algún otro relato o evento de la historia sa­ grada. Y Pesiqta es un sermón o exhortación en su totalidad, escrito en forma midráshica para recordar tem as del pasado y hacer que se perci­ ban como operativos en el presente. Las prédicas de Pedro y de Pablo en el libro de los Hechos de los Apóstoles así como el largo discurso de Esteban, en el mismo libro, son ejemplos de Pesiqta en el Nuevo T esta­ mento. Midrash es la forma judía de decir que todo lo que se venera en el presente hay que conectarlo de alguna m anera con un m om ento sagra­ do del pasado. Es la capacidad de evocar un tem a antiguo en un contex­ to nuevo. Es la afirmación de una verdad intem poral, que se encuentra en el camino creyente de un pueblo, de forma que esa verdad puede experim entarse de nuevo en cada generación. Es el reconocim iento de que la verdad de Dios no está atada a los límites del tiempo, sino que sus ecos eternos pueden escucharse y se escuchan de nuevo en cada ge­ neración. Es el modo con que la experiencia del presente puede ser afir­ mada y establecida como verdadera dentro de los símbolos del ayer. El midrash recurría una y otra vez en las Sagradas Escrituras he­ breas a medida que se fueron compilando a través de los siglos. Por lo que al adoptar la tradición midráshica se reclam aba de hecho la autori­ dad para m eter el presente en la historia sagrada. Se vio el poder de Dios actuando a través de Moisés en la separación de las aguas, para perm itir que el pueblo hebreo se encaminase hacia el futuro prom etido por Dios al otro lado del m ar Rojo. Pero Moisés murió, y el pueblo de Dios tuvo necesidad de hacer valedera la presencia continua de Dios en el sucesor, Josué. Esa validación de la presencia divina se estableció volviendo a relatar la división de las aguas en la saga de Josué. Esta vez se trataba de las aguas del río Jordán, y no de las del m ar Rojo; pero la afirmación del milagro de las aguas era igualmente real. En tiempos de Josué, Dios continuaba trabajando en medio de su pueblo y continuaba llamándolo al futuro prom etido. La tradición midráshica prosiguió des­ pués con Elias, de quien tam bién se dijo que había dividido las aguas del Jordán, al ejercer su autoridad como conductor del pueblo de Dios (2 Reyes 2, 7-8). Y al morir Elias, el hecho se repitió en el ciclo de relatos acerca de Eliseo (2 Reyes 2,14). La facultad de dividir las aguas sugería al pueblo hebreo que la historia de Israel era un relato continuado. Esa misma tradición midráshica pretendió contar la historia de Je­ sús, cuyos seguidores creyeron que había cumplido, a la vez que había

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ampliado, los símbolos de la tradición judía. Los redactores de los evan­ gelios hacen em pezar el m inisterio público de Jesús caminando junto a las aguas del río Jordán y dividiendo, no las aguas, sino los mismos cie­ los, de m odo que pudiera descender visiblemente, detenerse sobre Jesús y refrendar su misión el mismo Espíritu de Dios, que estaba vinculado con el cielo y con las aguas, tanto en la mitología hebrea (Génesis 1, 7) como en la tradición evangélica (Juan 7, 37). Era la nueva expresión de Dios en la m archa de la historia de su pueblo. La pregunta que ha de hacerse desde la tradición midráshica no es la de si ocurrió realm ente. Ésa es una pregunta típicam ente occidental, vinculada a la postura mental de Occidente, que a través de la percep­ ción sensorial busca medir y describir aquellas cosas que se definen como objetivam ente reales. La pregunta occidental impone una res­ puesta de sí o no, de si algo ha ocurrido o no ha ocurrido, de si algo es real o no lo es. En el período anterior a la Edad M oderna de la historia de Occidente se m antuvo con gran autoridad que los detalles del acon­ tecimiento del bautism o de Jesús eran detalles reales e históricos. En aquel período de la historia hum ana los cielos se imaginaban como la cúpula sobre la tierra, que separaba a Dios de la vida del mundo. Dios, sin embargo, estaba profundam ente interesado en esta tierra, y desde su residencia divina intervenía con frecuencia en los asuntos humanos. Puesto que Jesús era Hijo de Dios, una acción que refrendase la interco­ nexión de cielo y tierra resultaba no tan sólo com prensible sino algo com pletam ente norm al y esperado. Nadie se preguntaba cómo el cielo, que dejaba de ser un dosel azul extendido a través de los espacios para pasar a ser una atm ósfera perm eable de varios elem entos químicos, y a través de la cual algún día los seres humanos podrían volar hasta acabar saliendo de la misma en sus viajes astronáuticos, nadie se preguntaba cómo ese cielo podía rom perse o abrirse para perm itir que el Espíritu de Dios descendiese en form a de palom a y se posara sobre Jesús recién bau­ tizado. De modo parecido, nadie se preguntaba qué lengua había habla­ do la voz celestial cuando Dios declaró que Jesús era su Hijo amado. Cuando Copérnico y Galileo intentaron rem odelar la forma del mundo, hasta el punto de que los detalles literales de esa historia em pe­ zaron a cuestionarse, la Iglesia —que había perdido el contacto con la tradición midráshica y que había em pezado por literalizarlo todo en grado extrem o— fue batiéndose lenta, pero inevitablem ente, en retira­ da. Prim ero dio un paso atrás respecto de la objetividad, después de la subjetividad y, finalm ente, de la realidad. Esa postura derivó en la crea­ ción de una nueva categoría, llamada verdad simbólica, la cual significa­ ba muy poco en un m undo que sólo conocía lo objetivam ente real o lo

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irreal. En consecuencia, dicha categoría tenía muy poca fuerza para p er­ suadir a la gente m oderna de alguna cosa. La m ente occidental ya ha­ bía separado la religión dom inante en el m undo occidental de la tradi­ ción que había dado origen a tal religión. Las únicas opciones eran ver algo como literalm ente verdadero o como una fantasía equivocada. Y mucha gente parece que continúa viviendo cual si no hubiese otras op­ ciones. En el m undo evangélico de hoy y entre los elem entos fundam entalistas de la Iglesia cristiana, tanto católica como protestante, se continúa m anteniendo la pálida posibilidad de que exista una verdad literal p re­ sente en los detalles de su historia creyente. A veces esos elem entos siguen contando con la intensidad de los fanáticos, m ientras que el m un­ do incrédulo de los hom bres y las mujeres posm odernos rechaza casi todo el contenido de una religión organizada como un com pleto absur­ do. La clase rectora de personas religiosas liberales, habiendo visto que el césped que intentaba defender m erm aba hasta la no-existencia, ape­ nas se hace oír cuando pretende hablar acerca de la realidad de Dios o del poder de Cristo. Ése es el resultado inevitable de form ular las pre­ guntas equivocadas de una tradición que em plea el midrash para contar su historia. La verdadera pregunta de la tradición midráshica es ésta: ¿Q ué ex­ periencia condujo, o hasta impulsó, a los com piladores de la tradición sagrada a incluir ese elem ento, esa vida o ese suceso en la tram a inter­ pretativa de su pasado sacro? ¿Q ué hubo acerca de Jesús de Nazaret como para dem andar que el significado y alcance de su vida se interpre­ tase a través de las historias de A braham y de Isaac, de Moisés y la Pascua, del éxodo y del desierto, del Sinaí y la tierra prom etida, de Ana y Samuel, de David y Salomón, de Elias y Eliseo, de la figura del Siervo paciente y del Hijo del hombre, de Pentecostés y el Tabernáculo, y a través de mil otras opciones, que sirvieron para incorporar la vida de Jesús en el designio de Dios, conocido por la historia de Israel? Ésa es la pregunta del midrash, del que lo ignoramos todo durante tanto tiempo; la pregunta que no podía formularse de una m anera sus­ tantiva hasta que adoptam os los ojos y la m entalidad judíos, con los que leer y entender nuestro propio sagrado evangelio.

D e vuelta del criticismo extrem o al midrash

Antes, sin embargo, de volver a esa opción, tuvimos que experim en­ tar que nuestra inteligencia literal de la Biblia ya no era fiable. Con las

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reverberaciones de la explosión de conocimientos, que comenzó con Copérnico y siguió con Galileo, Newton, Darwin, Freud y Einstein, en­ tre otros, el literalismo bíblico se desintegró. Cuando una visión literal de la Escritura llega a ser insostenible, se impone ver y estudiar la pro­ pia Biblia de un m odo nuevo, aunque ello todavía no quiera decir de un m odo judaico. La tarea prim era fue descubrir las realidades históricas concretas, que subyacen en la historia bíblica. Esa búsqueda de la verdad se llamó crítica superior de la Biblia. Surgida en la Alem ania del siglo xix, pro­ dujo la alternativa liberal protestante al literalismo, que iba a m arcar a las iglesias principales como abogadas de esa posición y como reactoras frente a la misma hasta nuestros mismos días. No iba a dem ostrarse, sin embargo, como una alternativa gravosa o satisfactoria, y generalm ente dejó de existir en el sentir común a medida que la Iglesia contem porá­ nea declinaba hacia la secularidad. Se mantuvo en el enclave particular del pensam iento académico cristiano y se consideró dem asiado infruc­ tuoso para com partirlo con el común de la gente, ya que plantea muchas cuestiones a las que la Iglesia no puede responder. De ese m odo los dirigentes eclesiásticos querían proteger a los fieles sencillos de concep­ tos que no estaban preparados para entender. Y por esa vía apareció por vez prim era la sima cada vez más ancha entre cristianos eruditos y la gente corriente. Se formó al clero en esa m entalidad teológica con la nueva m anera de leer y entender la Biblia, con esas nuevas teorías acerca de cómo había sido escrita la Biblia y con los nuevos m étodos de interpretar los relatos de lo sobrenatural. Pero se exhortó a ese mismo clero a no ser­ virse de su conocimiento cuando hablaba desde el púlpito a sus com uni­ dades de fieles. Más aún, se le dijo que continuase contando sim ple­ m ente la vieja historia, sólo que de cuando en cuando con un acento ligeramente m oderno. No obstante, cuando la brecha se ensanchó, se generaron tensiones dentro de las estructuras de la Iglesia entre quienes se llam aban libera­ les y quienes fueron considerados como conservadores. En la tradición romano-católica, el papa Juan XX III, que ocupó la sede de san Pedro desde 1958 hasta 1963, abrió la venerable institución a los vientos m o­ dernos del cambio. Mas los vientos se dem ostraron tan tempestuosos, que desde entonces cada uno de los papas ha intentado reprim ir el espí­ ritu m oderno en nom bre de «la verdad inmutable e infalible de Dios a través del instrum ento divino que es la Iglesia católica». Los pensadores católicos creativos, como Teilhard de Chardin, Hans Küng, Charles Cu­ rran, Edward Schillebeeckx, M atthew Fox, Leonard Boff, Rosemary

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Mu. 111, i l h . i I h i I i S i Ii í i s s Ii' i I ........... .1 Jiwepli I itzmyer, Raymond h tw 11 \ 1 1 .i\ 111 I i.ii \ | >111 .i ■11 ■11 ii in ii ii i.11 algunos, se sienten a si mis......... . ¡.ti imli i iii in i i li n i < .iilii'. o com prom etidos de alguna manei ,i i . n iiiimii iiiii ■ h,i lnismlo en la sima entre las conclusiones de su ............■H mu \ l« Mu mi.m ones autoritarias de su sistema creyente. I 11111 ..... i i I m stianism o protestante estuvo mejor servido por sus ■iin-vi■>. piínsHuores. Tal com unidad creyente acabó dividiéndose en igle­ sias principales y en iglesias evangélicas o fundamentalistas. El mensaje de las iglesias principales se presentó cada vez con menos carácter teoló­ gico, por haber desaparecido el cim iento que lo sostenía. Las iglesias evangélicas o fundam entalistas hasta rehusaron plantear cuestiones m o­ dernas, prefiriendo afirm ar en tono retador las conclusiones literalistas, a las que se vieron abocadas por sus supuestos ideológicos. Y con el tiempo llegaron a ver el m undo y hasta el propio conocimiento como sus enemigos I i»- literalistas se lanzaron a esa lucha para salvar su versión i ii'ula de la verdad de Dios con la pasión de los soldados en la batalla de Ai macedón. I 'na generación de gente lo bastante sensible como para tem er que, si atendían a la investigación com petente, podrían acabar ellos mismos perdiendo la fe, em pezó por dar un m om entáneo em pujón en las es­ tadísticas de todo tipo a tales elem entos reaccionarios, tanto en sus for­ mas católicas como en las protestantes. M ientras tanto, las tradiciones liberales sin mensaje experim entaban un debilitam iento constante. Pero esa tendencia no iba a m antenerse, pues muchas veces uno puede resucitar artificialm ente el cuerpo m uerto de las conclusiones religiosas del ayer. Acaban por no poder m antener el tipo. Es el m om ento en que se encuentra un nuevo punto de arranque o en el que se escribe el capí­ tulo final en la historia de un episodio de fe, largo pero no exhausto. Inspirado por John A. T. Robinson, un obispo anglicano y especia­ lista de Nuevo Testam ento en Cambridge, cuyo libro Honest to G o d de 1963 desencadenó una revolución teológica, inicié mis prim eros tanteos en busca de un nuevo punto de partida, en el que pudiera m antenerse intacta la integridad de mis afirmaciones religiosas. Por entonces yo no sabía que con el tiem po entraría tam bién en el ministerio episcopal, como uno de los herederos espirituales de John Robinson para dar a ese m ovimiento un empujón poderoso hacia el siglo xxi. Con un conocimiento tan escaso del midrash, una palabra que yo nunca había em pleado, empecé no obstante la investigación de mi fe echando una ojeada a la tradición judía que la había generado. Mi pri­ m er libro de envergadura, This H ebrew L ord, publicado en 1974, fue el resultado de mi sentim iento intuitivo de que sólo en ese contexto iba a 11

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abrírsem e el contenido del cristianismo de una forma nueva. Investigué las figuras de Elias, de Moisés y del Siervo Paciente, que tan im portan­ tes roles habían desem peñado en la m anera en que los evangelios ha­ bían entendido a Jesús. Mi libro me tocó hondam ente y, según parece, tam bién a quienes lo leyeron. No es que el libro se convirtiera en un im portante best-seller, pero se resistió a morir. A ño tras año ha venido vendiéndose en torno al millar de ejemplares. Los suficientes para m an­ tenerse en las listas de libros vivos. Muy pocos libros de tem a religioso alcanzan una vida de veinte años. En 1986 lo revisé una prim era vez, y de nuevo en 1992. Pero lo más im portante es que lo orienté hacia unas direcciones nuevas. Me preguntaba cuáles eran las relaciones entre los libros bíblicos de Crónicas y los libros de Reyes en las Escrituras hebreas. Unos y otros cubrían la misma historia y el mismo material; pero lo hacían con deta­ lles muy diferentes y hasta contradictorios. Todavía no había vislumbra­ do la posibilidad de que Crónicas fuesen un ejem plo de midrash judío sobre los [cuatro] libros de Reyes. Em pecé por analizar el m idrash en los evangelios, sin saber muy bien en qué consistía. ¿Estaba relacionado el gesto de Jesús de alim en­ tar a cinco mil personas en el desierto con el alim ento que Dios propor­ cionó a su pueblo de Israel por mediación de Moisés en el desierto? El relato de la ascensión de Jesús ¿fue simplemente una relectura de la historia de la ascensión de Elíseo? Y la historia de la resurrección del hijo de la viuda de Naín por Jesús ¿estaba relacionada con la resurrec­ ción del hijo de una viuda por obra de Elias, que cuenta el libro de Reyes (1 Reyes 17,17 y ss.)? ¿Predicó Jesús el sermón de la M ontaña, o dicho serm ón era un intento de retratar a Jesús como el nuevo Moisés? Después de todo, buena parte de lo que constituye en M ateo el sermón de la M ontaña lo enseña Jesús en las llanuras de Galilea, según Lucas. Después mi atención se centró en la cuestión crucial de la realidad histórica de aquellos relatos que se refieren a la entrada y salida de Je­ sús en la vida humana. ¿Cuál era el nivel de historia que cabía otorgar a esos relatos de los evangelios? Al estudiar las narraciones que tenem os del nacim iento vi que ningún especialista de prestigio las tom aba al pie de la letra. Con ojos de asom bro leí las obras de Raym ond Brown, Joseph Fitzmyer y H erm ann Hendrickx, todos ellos católicos y romanos. Los relatos del nacim iento me absorbieron y, lejos de destruir el signifi­ cado de los episodios de la Navidad, ese estudio les dio a mis ojos una fuerza y un contenido mayores. Mas yo no disponía aún del vocabulario midráshico para abrir la última puerta hacia el estudio del Nuevo T esta­ mento.

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La palabra me la proporcionó, finalm ente, Jeffrey John, especialista en el Nuevo Testam ento y decano en el Magdalen College de Oxford. Decía simplemente: «Los relatos del nacim iento son a todas luces un midrash haggádico».1 ¡Así pues, midrash haggádico! La puerta estaba abierta, y para mí los relatos de la Navidad ya nunca serían los mismos. Y en definitiva tam poco lo sería la Biblia. A hora estaba preparado para adentrarm e en la m entalidad de aquel adm irable pueblo judío, que me proporcionaría un nuevo punto de partida en mi estudio de los evange­ lios; un punió de partida que durante tanto tiem po había estado oculto por prejuicios cristianos. I 1 midrash lo define The Jewish E ncyclopedia como «el intento por penetrar en el espíritu del texto, exam inar el texto desde todos los ángu­ los, derivar unas interpretaciones que no son obvias a prim era vista y por iluminar el futuro apelando al pasado».2 Con esa herram ienta nueva y maravillosa empecé a ver que la ubicación del nacim iento de Jesús en Belén no se debía a un hecho de historia, sino que respondía a una ex­ pectación, incorporada a la tradición judía por el profeta Miqueas: un salvador davídico nacería en Belén, exactam ente igual que el rey David. Los magos o sabios procedían del capítulo 60 del libro de Isaías, donde se decía que los reyes acudirían al resplandor de la gloria de Dios. Lle­ garon en camellos trayendo oro e incienso. Ese relato am pliado se com­ binaba después con elem entos de la visita de la reina de Saba, que acu­ dió con especias (¿m irra?) como hom enaje al rey de los hebreos, Salomón (1 Reyes 10,1-13), y con la historia de Balaam, un vidente de las tierras orientales, que vio la estrella de David y acudió a bendecir al rey de los israelitas (Núm eros 22-24). La estrella guía había aparecido antes en la tradición midráshica de los relatos natalicios de A braham , Isaac y hasta Moisés. El cántico de M aría seguía el patrón del cántico de Ana. La historia de Zacarías y de Isabel, sin hijos y en edad avanzada, era una relectura de la historia de A braham y de Sara, que ya ancianos no tenían descendencia. La visión de Zacarías en el tem plo hablando con el ángel Gabriel venía a ser el eco de la historia de Daniel en el tem plo hablando asimismo con Gabriel. La huida de Jesús a Egipto era una reviviscencia de la historia de Israel. José, el padre de Jesús, estaba retratado con todas las apariencias de un antiguo patriarca, al que tam bién hablaba Dios en sueños y que servía a la prom esa divina huyendo a Egipto. Los pastores de Lucas procedían de Belén, patria del pastor rey David y «torre de los rebaños» del profeta M iqueas 2-5. La historia del niño Jesús en el tem plo repro­ ducía el patrón de Samuel y de su experiencia en el templo. ¡Midrash haggádico! Y al midrash no le preguntam os qué ocurrió; le

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preguntam os más bien qué pasó con Jesús para que fuera incorporado a la tradición midráshica.3 Jeffrey John me introdujo a su vez en la obra de Michael Goulder, quien amplió mi visión del midrash más allá de los relatos del nacim ien­ to de Jesús a los evangelios en su conjunto. G oulder me presentaba a M ateo como una ampliación midráshica de Marcos.4 Y el propio G oul­ der argum entaba en el sentido de que Lucas no era sino una reelabora­ ción midráshica de Marcos y de M ateo en un contexto nuevo.5 Algún tiem po después, mi colega en el episcopado, W alter Righter, me intro­ ducía en la obra de Dale Miller, un profesor de religión, solitario y em ­ prendedor, en D rake, una universidad del oeste medio americano, que había desarrollado el midrash en ocasiones de un modo fascinante y en ocasiones con desm edido entusiasm o, a mi m odo de ver. Así y todo, su obra tuvo el efecto de abrirm e algunos textos bíblicos en unas direccio­ nes sorprendentes para mí.6 Con ese instrum ento y juguete recién descubierto volví sobre los grandes com entarios, que tanto habían enriquecido mi vida en años pa­ sados, y los releí a la luz de mi com prensión del midrash. Nom bres como Westcott, H ort, Lighfoot, Hoskins, Dodd, Brown, Nineham, Childs, Fu­ ller, Albright y hasta Bultm ann brillaron con nuevo esplendor. Para mí, el midrash era un m odo a través del cual unas experiencias humanas trascendentes podían procesarse e incorporarse en un relato creyente en constante desarrollo, que no conocía capítulos cerrados ni reclam aba una infalibilidad anquilosada y yerta. E ra un modo de repen­ sar m itológicamente ciertas dimensiones de la realidad, para las que el lenguaje del tiem po y del espacio simplemente no era adecuado. Era una tentativa por acumular palabras y conceptos racionales alrededor de aquellos m om entos en los que la eternidad irrum pió en la concien­ cia de los hom bres y las mujeres que vivían en el tiempo. El lenguaje apropiado para hablar del pensam iento de Jesús era el lenguaje del mi­ drash, porque ése era el lenguaje de la tradición sagrada, viva en el ju ­ daismo. Por esa vía llegué a creer que para entrar en el pensam iento de los evangelios era necesario entrar en la tradición midráshica. Dado que Jerusalén, el centro del mundo judío, fue destruida en el año 70 de la era cristiana por el ejército rom ano, la historia cristiana nacida en aquel contexto judío em pezó inm ediatam ente después a na­ vegar en el mar exclusivamente gentil. Todos los evangelios habían sido escritos antes de acabar el siglo i, estando cada uno configurado según la tradición midráshica. Pero a comienzos del siglo n esos evangelios fue­ ron interpretados casi exclusivamente por gentes no judías, que nada sabían del midrash. Más adelante, Marción, un dirigente cristiano de la

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i>. iiiilnl.nl i Mil mi m m lcntó arrancar por entero las Escrituras hebreas .1. I.i l lililí.i cristiana. Oficialmente la Iglesia se resistió a esa idea; pero i ii un plano no oficial adoptó la actitud marcionita, que relegaba el pac­ to prim ero a la penum bra. Sin duda que aquélla no era la literatura que uno hubiera im aginado para iluminar la historia cristiana, a menos que el Antiguo Testam ento se considerase como un vaticinador de lo que se realizó en el Nuevo Testam ento. Así entró el cristianismo en su exilio gentil, renegó de sus raíces ju­ días, del seno m aterno del judaismo; y en ese proceso desfiguró sus ob­ jetivos más profundos. Al mismo tiempo, eso derivó en unas preten­ siones de historicidad extravagantem ente literalistas de algo que en realidad eran relecturas midráshicas de tem as viejos en unos m om entos históricos nuevos. Cuando en el siglo xvi la explosión del conocimiento científico inició su marcha im parable hasta nuestros mismos días, dejó a su paso los escombros de un sistema religioso literalizado. En rápida sucesión se desintegraron el literalismo de la historia de la creación, el contexto sobrenatural de la mayor parte del dram a bíblico y las palabras de milagro y magia. La arena religiosa fue abandonada con la opción estéril de intentar m antener la credibilidad dentro de una tradición literalizante o abandonando todas las creencias en cualquier sistema reli­ gioso, que adopta un sentido de trascendencia. Las últimas fases de la lucha liberal por defender el honor de la Bi­ blia fueron desesperadas. Em pezaron por cuestionarse los elem entos milagrosos del Antiguo Testam ento. Después se recusaron tam bién al­ gunos elem entos morales de esa parte de nuestra herencia. D esapare­ cieron ya las leyes dietéticas, los m atrim onios polígamos y ciertas prácti­ cas cúlticas como la circuncisión y la observancia del día del sábado. Después se puso en tela de juicio la conveniencia de una divinidad inter­ vencionista, que podía regocijarse con el anegam iento de aquellos egip­ cios que no consiguieron escapar a las olas refluyentes del mar Rojo. Cuando ese mismo Dios era retratado deteniendo el sol en el cielo para prolongar las horas de luz y perm itir así a Josué proseguir la aniquila­ ción de los am orritas (Josué 10,12 y ss.), a ese Dios se le veía no precisa­ m ente como no creíble sino como abiertam ente inmoral. Después, poco a poco y con temor, el reto giró hacia el Nuevo T esta­ m ento. Prim ero se interpretaron los elem entos milagrosos en términos de fenómenos naturales, que ocurrieron en una coincidencia querida por Dios. Así, la generosidad de un muchacho, que dio su merienda de cinco panes y dos peces para calmar a una m uchedum bre ham brien­ ta, inspiró a muchos otros a que ofrecieran los alimentos que llevaban ocultos, y así fue como de hecho se saciaron cinco mil personas. Tal

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explicación constituía una débil tentativa por hacer creíble de nuevo lo que había dejado de serlo. Se dijo que la historia de Jesús caminando sobre las aguas del lago arrancaba de una interpretación equivocada de la preposición griega, que podía significar «sobre» y «a lo largo de». Se afirmó que el poder psíquico de Jesús para insuflar valor a los psicológi­ cam ente tullidos podía explicar los hechos de curación que cuenta el Nuevo Testam ento. Y así continuó el proceso hasta no dejar apenas nada de sustancia sobrenatural para la historia creyente de los cristia­ nos. El nuevo conocim iento em pujó a la gente hacia soluciones libera­ les, que acabaron siendo tan flojas como para no satisfacer a nadie. Ese acercam iento, a su vez, hizo estallar las reacciones de un fundamentalismo evangélico am enazado y m ilitante, que decidió hacer valer su versión de la verdad gritándola de m anera desafiante en los oídos del m undo m oderno, proclam ándola en los templos, en la radio y en la te­ levisión. Su mensaje adoptaba en buena m edida el estilo del viejo predi­ cador rural, que m arcaba en el ángulo de las notas para sus sermones: «Argum ento flojo ¡gritar como un condenado!». Cuando los estudiosos críticos em pezaron a sugerir que los relatos del nacim iento de Jesús no podían entenderse literalm ente, los círculos religiosos conservadores se inquietaron e irritaron. Muchos creyentes consideraban los relatos del nacim iento como la gran línea de defensa contra la erosión de la divinidad de Jesús. Pero ¿por cuánto tiem po la gente culta del siglo xx iba a continuar siendo literalista acerca de co­ sas como la concepción ocurrida en una pareja desde largo tiempo atrás en la m enopausia, la visita del ángel G abriel, un em barazo sin agente masculino, un coro angélico que canta en el cielo, una estrella errante por los espacios, unos pastores que no tienen dificultad en en ­ contrar a un bebé en una ciudad rebosante de gentes que habían acudi­ do con motivo de un em padronam iento especial y un rey llamado Herodes, que confiaría en tres [?] hom bres a los que no conocía de nada para un servicio de información acerca de un pretendiente a su trono, que había nacido apenas a diez kilóm etros de distancia? Si la divinidad de Jesús iba vinculada a los detalles literalistas de la tradición del naci­ miento, era algo condenado al fracaso. Por el contrario, si los relatos del nacim iento se depuraban de literalismo, la divinidad de Cristo, le­ jos de morir, se vería realzada. De m anera parecida, cuando la atención de los estudiosos de la Bi­ blia se volvió hacia los relatos de la resurrección, la ansiedad de los creyentes se multiplicó por cien. Si no hubo resurrección en sentido lite­ ral, se temía que todo el sistema de fe llamado cristianismo se derrum ba­ ría. Como observó un prelado, cuando la batalla irrum pió en los medios

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de comunicación británicos a comienzos de la década de los noventa, hasta tal punto es central la resurrección para la fe cristiana, que sin ella no hay cristianismo.7Pero quedaba sin respuesta el verdadero problem a de qué es lo que constituye «la resurrección». ¿D epende el cristianismo de que una tum ba estuviera vacía, de que un cadáver hubiera resucitado, de que unos ángeles bajasen en medio de un terrem oto e hicieran rodar enorm es piedras de la boca de una cueva, o de que una figura pudiese desaparecer en el aire sutil después de partir el pan? ¿No m olesta al creyente literalista que sean contradic­ torios los detalles que cuentan los evangelios acerca de lo que ocurrió después de la m uerte de Jesús, así como acerca de lo sucedido al tiem po de su nacim iento? ¿No es ésta la última frontera? Desde que los libera­ les en general abandonaron la arena rechazando los elem entos m ilagro­ sos y reduciendo la Pascua de resurrección a un pálido subjetivismo, la única batalla que queda por librar es la que se da entre un literalismo histérico y una m oderna m entalidad incrédula, la cual afirma que los milagros no pueden darse y no se dan. En esa batalla, el literalismo pue­ de desaparecer; pero la realidad vencedora será un enorm e vacío, un vacuum terrible en el corazón mismo de la vida humana. Debe de haber seguram ente una alternativa mejor. Yo creo que puede darse un escenario nuevo para el futuro cristia­ no, sin que sean necesarias ni una victoria literalista ni una revitalización liberal. No puede em pezar, sin em bargo, con un texto bíblico literalista, que describa el nacim iento de la realidad trascendente que se da en Jesús de Nazaret o el renacim iento de la realidad trascendente en el m om ento que llamamos resurrección. Yo reconozco la presencia del midrash no sólo en los relatos de la Navidad, sino y más especialmente en los relatos de la resurrección. Después de lo cual empecé, por fin, a ver el elem ento midráshico de la intem poralidad en todo el corpus de los evangelios canónicos. C uan­ do se ha experim entado la trascendencia en la historia, el tiem po es frecuentem ente la víctima. Dado que en la vida de Jesús ocurrió algo dram ático cuando en cierta ocasión subió a Jerusalén, cada vez que lee­ mos en la Biblia cualquier otro viaje a la ciudad santa estamos dando otra dimensión de ese mismo elem ento revelador. El tiem po desaparece y cualquier viaje en la Escritura refleja la memoria de aquel definitivo viaje revelador. De ese m odo la Biblia no es una cronología. Es un estrato tras otro de intem poralidad. Cada referencia a la subida de Jesús a Jerusalén, cada mención de los tres días, cada lugar donde se toma, bendice, parte y distribuye el pan, cada alusión a la reconstrucción del templo... no son

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más que tradiciones midráshicas, que tienden a comunicar el significado y alcance de la Pascua de resurrección. Así, las afirmaciones de Jesús, con las que se entraba en contacto tras una generación de procesar la experiencia del propio Jesús, se leen retrospectivam ente en la historia cual si fueran las mismísimas palabras de Jesús. Seguram ente que Jesús nunca se autodesignó como el «pan de vida» o la fuente de «agua viva»; pero cuando la gente llegó a conocer el significado trascendente de su vida como aquello que sacia el ham bre hum ana más profunda y satis­ face su sed más honda de Dios, a los ojos de los creyentes resultó apro­ piado poner esas palabras en los mismos labios de Jesús. Ahí se da una intem poralidad a propósito del acercam iento midráshico a la Biblia. Y el acercam iento a la verdad a través del midrash se convirtió para mí en la puerta de entrada al estudio del m om ento de la Pascua de resu­ rrección. El midrash significa que, cuando uno entra en las Escrituras, tiene que abandonar el tiem po lineal. Y eso significa tam bién que hemos de abandonar una certeza literalista en favor de una tradición creyente viva y de un final abierto, en donde se ve a Dios como pasado, presente y futuro, como si los tres fuesen un todo inseparable. Fue Jaroslav Pelikan quien me ayudó a ver que la tradición es la fe viva de un pueblo muerto, a la que nosotros hemos de agregar nuestro capítulo m ientras tenemos el don de la vida. Pero el tradicionalismo es la fe m uerta de un pueblo vivo, tem eroso de que toda la em presa se derrum be con el cam­ bio de una yota o tilde.8 Las tradiciones, sin embargo, siempre cambian. Ése es el significado del midrash. Los evangelios de Marcos, M ateo, Lucas y Juan son producto de la tradición midráshica, mucho más de cuanto la m ayoría de los cristianos han imaginado nunca. La pregunta que hemos de dirigir a los evange­ lios, no es la de si tal o cual detalle es literalm ente verdadero. Más bien hemos de preguntar: ¿Q ué sucedió en esa vida, o en ese m om ento o detalle, que forzó a la tradición midráshica a incorporarlo e interpretar­ lo de esa m anera y en ese tiem po? Yo no desearía ser literalista en la mayor parte del contenido de la tradición evangélica, que pretende describir el alba de Pascua; mas no desearía negar por un m om ento la realidad que em pujó a aquellos pri­ meros cristianos a describir lo que había ocurrido en los térm inos que lo hicieron. Ellos em plearon el lenguaje y el estilo del midrash por ser el único lenguaje y estilo que tenían a su disposición para captar la intensi­ dad de la esfera de Dios que se había experim entado en la arena hum a­ na. En cierto sentido, el midrash era mitología vinculada a tradiciones religiosas y tem as universales. Y por encima de todo era un lenguaje,

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que no podía tom arse en un sentido literal al em plearlo en procesar una experiencia que no podía negarse. Estaba pensado para reflejar una ver­ dad que no podía ser captada con el vocabulario del tiem po y del espa­ cio; pero que em pleaba ese vocabulario con la esperanza de que pudiera entenderse el significado, porque aquí no había otro vocabulario a su disposición. En su verdadero núcleo, la historia de la Pascua de resurrección nada tiene que ver con unos anuncios evangélicos o unas tum bas va­ cías. Nada tiene que ver con períodos de tiem po, como tres días, cuaren­ ta o cincuenta días. Y nada tiene que ver con cuerpos resucitados, que aparecen y desaparecen o que al final abandonan este m undo con una ascensión a los cielos. Ésos no eran más que vehículos hum anos y midráshicos para llevar el significado trascendente de Pascua por parte de quienes tienen que hablar de lo inefable y describir lo indescriptible, porque la fuerza del evento era innegablem ente real. A hora quiero entrar en la experiencia de la Pascua de resurrección. Yo creo que esa experiencia es real y verdadera, pero que los detalles que la describen no pueden literalizarse. El viaje me llevará prim ero a profundizar en los textos bíblicos; pero después acabará llevándome, más allá de tales textos, a una dimensión de intem poralidad, en la cual reside una presencia que yo llamo Dios. Mi acceso a esa presencia se realiza a través de una vida m encionada en la historia como Jesús de N azaret, pero llamada por la fe y en el lenguaje del midrash y de la mitología como el Cristo de Dios. Yo creo que ese Jesús viajó a través del tiem po hasta la intem poralidad, y a través de la finitud hasta la infi­ nitud. Más allá de eso, yo creo que quienes hemos fundam entado nues­ tras vidas en la vida de él podem os también hacer ese viaje y podem os conocer a ese Cristo como nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, y a través de él tam bién podem os acercarnos a la presencia de Dios. Y en esa presencia podem os conocer asimismo la intem poralidad de la eternidad. Efectivam ente, pienso exponer cómo creo que esa vida, que tengo en Cristo, está más allá del poder de la m uerte, como para que pueda extinguirse o disminuir. Lo ofrezco a quienes en mi m undo quieren hacer un viaje, que muchos de mis herm anos y herm anas reli­ giosam ente tem erosos tienen enorm e reparo en em prender, por asirse desesperadam ente al último vestigio de sus afirmaciones literalistas. Como no están dispuestos a arriesgar nada, se verán forzados a en ­ tregarlo todo. El m odo más sencillo de perderlo todo es agarrarse con desesperación a lo que no puede sostenerse en un sentido literal. Los cristianos literalistas aprenderán que un Dios o un sistema de fe que tiene que defenderse a diario, acaba por no ser ni Dios ni sistema de fe

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alguno. A prenderán que cualquier dios que puede ser asesinado, acaba por serlo. Y en último análisis descubrirán que todas sus pretensiones de representar la verdad histórica, tradicional o bíblica del cristianismo no pueden detener el avance de un conocimiento, que acabará por ha­ cer cuestionable, en el mejor de los casos, cualquier pretensión histórica de un sistema religioso literalista, y la renovará y anulará, en el peor. A quienes saben que ese sistema literal está lleno de filtraciones ter­ minales y están dispuestos a asumir el riesgo de algunas posibilidades nuevas, les abro otra puerta. Les ofrezco otro punto de entrada, desig­ nado con los nom bres de midrash, mitología y símbolo. Mi testimonio es que viajando a través de esa puerta nueva, arriesgando la pérdida de viejas certezas que ya están en clara decadencia, mis lectores podrían descubrir, como yo he descubierto, un sendero que conduce por vías nuevas y seguras a la confesión de una antigua tradición de fe: ¡Jesús es Señor! ¡Ven, Señor Jesús! ¡La m uerte no puede retenerlo! ¡Hemos visto al Señor! Yo invito a mis lectores a dejar de lado el m anto de la seguridad religiosa y acom pañarm e en la aventura, que en parte quiere ser como una historia de detectives, de explorar la tradición midráshica, que nos conducirá hasta el corazón de la Pascua.

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El impacto de la Pascua de resurrección: Un lugar para empezar

D urante la prim era m itad del siglo i de la era común se dio un enor­ me estallido de energía en el mundo m editerráneo. Sus raíces estaban en la religión de los judíos; pero algo trascendió tales raíces como para llamar a los gentiles por una parte, m ientras que por otra incurría en la hostilidad judía. La fuerza explosiva de ese m ovimiento iba a dem ostrarse tan grande como para configurar toda la historia de Occidente. A ntes de que hu­ biesen transcurrido cuatro siglos aquella fuerza había ejercido su in­ fluencia sobre todas las estructuras políticas del M editerráneo. Con el tiempo, todo el arte occidental, la arquitectura y la música se desarro­ llarían al servicio de aquel movimiento. Poetas, reyes, nobles y campesi­ nos se doblegaron ante aquel poder vibrante. Hoy mismo, casi dos mil años después, pueden encontrarse relatos acerca de ese m ovimiento en las prim eras páginas de publicaciones tan venerables como el L ondon Times y el Wall Street Journal.' Visiones rivales acerca de la verdad de ese movimiento, en los mismos albores del siglo xxi, continúan enfren­ tando al bando católico y al protestante en un duelo a m uerte en lugares como Irlanda, m ientras que en las naciones configuradas por dicho m o­ vimiento los políticos siguen prestándole su hom enaje verbal hasta el día de hoy. ¿A qué obedece sem ejante fenómeno? A esta pregunta cabe res­ ponder, por supuesto, en varios niveles. Pero lo que yo me estoy pre­ guntando ahora es por el origen del movimiento. ¿Q ué ocurrió para que el cristianismo naciese? ¿En qué realidad se asienta su principio pode­ roso?

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Vidas que cambian: La evidencia suprema

El alba del cristianism o estuvo ligada a la vida de un personaje, co­ nocido como Jesús de N azaret. Pero apenas hay docum entos objetivos con los que poder verificar un solo hecho de su vida. Existen sólo las denom inadas E scrituras cristianas, debidas a creyentes apasionados, a través de las cuales podem os tener acceso a la vida de aquel hombre. Esas fuentes, ¿son correctas? Por lo menos hay que decir que ninguno de esos escritos cristianos tiene la condición o la ventaja de ser el infor­ me de un testigo ocular. Los más antiguos de tales escritos se denom i­ nan epístolas. B ásicam ente son cartas escritas por discípulos de Jesús; algunas están fechadas veinte años como poco después de que acabase la vida de Jesús, p ero otras son cien años posteriores a esa vida. Pero las cartas en cuestión, tanto las prim eras como las últimas, ape­ nas nos dan algún d etalle de la vida de aquel hom bre. Por las mismas sólo cabría saber algo de las pretensiones básicas que sus seguidores le atribuían: aquel Jesús había sido crucificado, pero Dios lo resucitó a la vida. Q uienes escribieron las cartas en cuestión proclam aban haber vis­ to esa vida resucitada. Los nom bres asociados a dichas cartas fueron los de Pablo, Pedro, Juan, Santiago y Judas. Estudios posteriores revelan la probabilidad de que Pablo fuese el único autor real de las cartas que llevan nom bres de varios de sus discípulos, y que algunas otras que lle­ van el nom bre de Pablo no sean auténticas.2 Ú nicam ente las dirigidas a Romanos, 1 y 2 C orintios, G álatas, 1 y 2 Tesalonicenses, Filemón y Filipenses siguen considerándose hasta hoy como indiscutiblemente escri­ tos auténticos de Pablo. En ninguna de sus cartas pretende Pablo haber conocido al Jesús que vivió en la historia. Antes de la séptim a década de la era cristiana no apareció ningún libro sobre la vida de Jesús; y eso como pronto, porque muchos discuten esa fecha y sostienen que discurría la década octava cuando apareció el prim er evangelio. El período de datación de los libros, llamados evange­ lios, iría desde el año 65 al 100 de la era común. Muchos detalles acerca de Jesús, recogidos en esos libros, son contradictorios. Hay serios con­ flictos acerca de fechas, nom bres, lugares y sucesos. Los evangelios pre­ tenden contener las palabras que Jesús dijo; pero ninguno está escrito en la lengua que él habló. Todos están escritos en griego, m ientras que Jesús parece ser que habló en arameo. Esos libros, sin em bargo, com parten una afirmación: Jesús fue con­ denado a m uerte. Su vida pareció term inar en una tragedia. No obstan­ te, en algún lugar surgió la convicción de que de alguna m anera aquella m uerte había sido superada y que Jesús había resucitado de nuevo a la

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vida. El poder de aquel m ovimiento estuvo vinculado a la realidad de tal pretensión. Con varios tipos de palabras e imágenes, los relatos de los evangelios intentaron describir ese elem ento. No era fácil. ¿Cóm o se podía pensar que Dios hubiese actuado hablando en el lenguaje profano de hom bres y m ujeres? ¿Cómo cabía pensar que quien era de origen divino pudiera ser descrito con términos terrenales? ¿Cóm o lo que se creía que era intem poral podía encontrar expresión en el tiempo? Y, sin embargo, ¿cómo se podía ignorar la erupción de poder? ¿Cómo se podía negar que algo había dado origen a un m ovimiento que estaba destinado a cambiar la faz de la historia hum ana? Así miramos los escritos que tenem os e intentam os com prender aquello que destacan, lo que revelan y lo que transm iten. Y todos desta­ can una conclusión firme. ¡Algo sucedió! Fuera lo que fuese, era algo que tenía poder. ¡Un poder increíble! Esos escritos nos hablan de un movimiento incipiente en torno a Jesús, que fue formándose en el curso de su vida terrena. Es difícil de­ term inar cuáles fueron las esperanzas y expectativas de sus seguidores, pero en cualquier caso no parece que aguardasen su m uerte. Tales rela­ tos trazan unos retratos poco lisonjeros de los seguidores de Jesús. Pa­ recen haber respondido a la crisis del prendim iento de Jesús con una conducta débil y cobarde. A bundaron los rum ores acerca de la traición procedente de su círculo de íntimos, por más que los detalles de esa traición son confusos y contradictorios. Sin embargo, hubo un acuerdo unánime en que el prim er represen­ tante del movimiento, un hom bre llamado Simón, se portó de forma muy lastimosa. Para salvar su propia vida, Simón hasta llegó a negar haber conocido a aquel Jesús. Ese m aterial nada am able acerca de Si­ món tiene un cierto aire de autenticidad. No podem os por menos de sorprendernos de que aquel hom bre que mintió acerca de Jesús, que negó conocerle, pudiera haber adquirido el sobrenom bre de Kephas o Pétros (la Piedra). Pero eso fue lo que ocurrió; eso es lo que afirma la historia. Hay algunas pruebas externas de que Simón, ahora llamado Pedro, aunó aquel m ovimiento y lo puso de nuevo en marcha tras la ejecución de Jesús. ¿Q ué fue lo que produjo el cambio en Simón? ¿Q ué fue lo que con­ virtió a un cobarde en un líder? ¿A qué se debe que el hom bre que hasta negó hacer conocido a Jesús, cambiase hasta proclam ar que aquel Jesús era el sentido suprem o de su vida? Ése es el dato que está clam an­ do por una explicación. ¿Q ué le sucedió a Simón para cambiarlo de arriba abajo? ¿Q ué es lo que media entre el Simón asustado y negador

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al tiempo del arresto y ejecución de Jesús, y el Simón decidido y valiente que se puso al frente del movimiento cristiano? El cambio en ese hom ­ bre fue m ensurable y objetivo, aunque siga discutiéndose la causa de tal cambio. El cambio fue parte de la explosión de poder del siglo i, que ningún estudioso de la historia puede negar. Simón no fue el único cuya vida cambió. El recuerdo del movimien­ to cristiano nos presenta un cuadro de los discípulos de Jesús, que lo abandonaron cuando fue prendido y que huyeron a la desbandada. A l­ guna referencia sugiere que se dispersaron y que cada uno volvió a su casa. La experiencia del abandono en aquella crisis fue tan aguda, que la imagen de un rebaño de ovejas que se dispersan en todas direcciones cuando m atan al pastor, se em pleó de m anera regular hasta encontrar con esas mismas palabras un lugar en la historia cristiana. Pero antes de que pasaran unos meses aquella misma gente tan poco heroica, que había actuado con tanta debilidad como para no inspirar confianza en nadie, estaba de vuelta en Jerusalén y actuando de forma bien diferente. A hora eran decididos, seguros y valientes hasta el he­ roísmo. A hora estaban dispuestos a sufrir injurias, a ser encarcelados y golpeados, y hasta a afrontar la m uerte sin la m enor vacilación. Ahora era una gente posesa. Alguna realidad nueva los había tocado, invadido y transform ado. La gente que había abandonado a su jefe y había huido presa del pánico cuando fue ejecutado, se transform ó ahora en un grupo decidido y resuelto a m orir por aquel al que proclam aban. ¿D e dónde llegó esa transform ación? ¿Q ué la motivó? ¿Cómo se explica? ¿Cuál fue el m om ento en que los huidos se detuvieron y em pezaron a afrontar el riesgo de un testim onio público? ¿Q ué ocurrió para que el miedo se convirtiera en fortaleza? El estallido de enorm e energía, que había irrum pido en el m undo judío en los prim eros años del siglo i, tuvo que ver con la reconstitución de aquel grupo de hom bres cobardes, fugitivos y temerosos. Los escritos sagrados de aquel movimiento, que m iraban a esos hom bres con reve­ rencia, y no sólo como dirigentes de su movimiento sino como lazos directos con quien ellos llam aban el Señor, difícilmente habrían creado de la nada un m aterial tan negativo. Esa imagen negativa de un com por­ tam iento cobarde y nada adm irable era el tipo de recuerdo que se ha­ bría suprimido de haber sido ello posible. Y no se suprimió, porque no era posible suprimirlo. Estaba realm ente asociado a la conciencia de quienes habían actuado de aquella forma. Constituía una prueba pode­ rosa de que el cambio había ocurrido en sus vidas; un cambio radical y reorientador, que estaba clamando por una explicación adecuada. Algo había sucedido, pero ¿qué?

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El contexto judío del m ovim iento

O tros datos aparecen todavía confusos en esa enigmática hendidura, que definió el antes y el después del m om ento de la energía eruptiva que llegó a llamarse cristianismo. Ese m ovimiento tuvo su comienzo dentro del judaismo. Este hecho presta un peso increíble a la necesidad de explicar unos cambios drásticos. ¿Q ué podía motivar a una gente, form ada en la admiración a A braham y a Moisés, a em prender una di­ rección tan nueva y radical? El culto del pueblo judío estaba perfectam ente com pendiado en su canto litúrgico conocido como Shemá: «Escucha, oh Israel, el Señor, el Señor tu Dios, es el único Señor, y adorarás al Señor tu Dios con tu corazón, m ente, alma y fuerza, y a él sólo servirás». En el corazón de la adoración judía estaba la unicidad de Dios; un Dios que no podía verse com prom etido por ninguna otra lealtad. En el código de conducta judío, que hoy llamamos los Diez M anda­ mientos, el prim ero de los preceptos proclam aba que Dios es único. Dios no podía ser representado por ninguna creación humana; y para los judíos ninguna autoridad hum ana podía entrar en com petencia con la autoridad de Dios. Cuando los conquistadores rom anos intentaron im poner la religión de César a las provincias conquistadas del imperio, el símbolo escogido para representar el som etim iento fue la obligación de inclinar la cabeza al nom bre de César. Entre las gentes de las provin­ cias imperiales fueron los judíos los únicos que rechazaron someterse. No inclinarían la cabeza más que ante el Dios santo. Amenazas, golpes, cárceles y hasta ejecuciones no consiguieron doblegar la voluntad judía. Dios era el único, el único soberano ante quien inclinarían su cabeza. Al final Roma cedió y dejó de insistir en im poner dicha práctica en Judea. Ese rechazo a inclinar la cabeza al nom bre de César granjeó a los judíos su reputación de un «pueblo de dura cerviz». Y fue un apodo que lleva­ ron con orgullo. Todos los discípulos de Jesús fueron judíos. Y los doce oficiales fue­ ron varones. La unicidad de Dios figuraba entre los valores supremos de su vida, y el destacar ese valor en el culto fue la suprema virtud religiosa de su tradición. Sin embargo, alguna experiencia dram ática inspiró a aquella gente judía a creer que un hom bre, llamado Jesús de Nazaret, entraba de algún m odo en la misma definición de Dios. Y aunque la experiencia en sí fue al parecer instantánea, hicieron falta años y hasta siglos para la explicación detallada de todos los recovecos que condu­ jeron a la determ inación final. Jesús parece haberse convertido rá­ pidam ente en objeto de adoración, que para los judíos significaba su

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incorporación a la esfera de Dios. Ésa fue una experiencia nueva y des­ concertante. A las tres décadas de la m uerte de Jesús, un dirigente judío bien formado y preparado, que se llamaba Saulo de Tarso, escribía a sus se­ guidores de Filipos elogiando a ese Jesús y señalando que «en el nom bre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2,10-12). E ra ésta una afirmación sorprendente y revolucio­ naria para cualquier judío, referida a cualquier vida humana. Y resulta­ ba más increíble aún que eso lo afirmase un hom bre, que se enorgullece de su devoción a la tradición de sus mayores y que se proclam aba «en cuanto a la justicia que hay en la ley, tenido por irreprensible» (Flp 3,6). Pero que se dijesen tales cosas de una persona que había sido ejecutada públicam ente hacía que todo fuese aún más increíble. La actitud paulina se apoyaba firm em ente en las prim eras y primitivas prácticas cristianas. Algo provocó una revolución en la conciencia del pueblo judío a lo lar­ go del siglo i; y entre quienes com partían esa experiencia significó que ya no podían pensar en Dios sin incluir a Jesús en su misma definición, ni podían seguir pensando en un hom bre llamado Jesús sin que formase parte del significado de Dios. De haber procedido aquellas gentes de una tradición pluralista de politeísmo, el elem ento de la redefinición difícilmente habría sido tan dramático o violento. Pero se trataba de judíos, formados en la m entali­ dad de que Dios era único, santo e indivisible. Y ese concepto revolucio­ nario había nacido dentro de la estructura religiosa de referencia. ¡Algo ocurrió! Algo forzó ese cambio, algo que ahora dem anda una explica­ ción y definición. Sus efectos se imponen, y sus huellas tienen una pre­ sencia objetiva. Y hay todavía otro cambio, que se inició con la erupción energética del siglo i y que reclama asimismo una explicación. Es la tradición co­ nocida como el prim er día de la semana. Es el llamado domingo cristia­ no, denom inado a veces sábado cristiano y a veces sim plemente el día del Señor. Inm ediatam ente después de la creencia en la unicidad de Dios, la segunda costum bre más característica de los judíos era la observancia del día del sábado. Desde el destierro de Babilonia, en los primeros años del siglo vi a. C., la práctica de la observancia del sábado formó parte de la definición pública de lo que significaba ser judío. Dicha cos­ tum bre sirvió para m antener a los judíos como un pueblo distinto y se­ parado. Provocó asimismo trastornos en los proyectos laborales de Ba­ bilonia, pues cada siete días los miembros judíos de cada grupo o equipo

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se negaban a trabajar, con lo cual la obra se retrasaba o se paraba por completo, cuando se requería el em pleo de toda «la mano» de obra. D urante el exilio babilónico, los escritores sacerdotales se esforzaron por codificar la restricción del día del sábado, de forma que ningún ju ­ dío, hom bre o mujer, tenía la m enor duda de lo que constituía propia­ m ente la observancia del día sagrado. El sábado ahondó en los corazo­ nes y sentim ientos del pueblo judío. En contraste con ello, el m ovimiento surgido durante el siglo i en el m undo judío, que term inó por llamarse cristianismo, centró su historia en el día después del sábado, en el día prim ero de la semana. Exacta­ m ente cómo se llegó a definir o escoger ese día como el m om ento inau­ gural de la experiencia cristiana será objeto de una discusión posterior. Ahora lo único esencial es establecer que la explosión de poder fue tan enorm e, que por entonces el día en el cual se pensaba que había ocurri­ do el gran cambio, se estableció precisam ente entre los círculos judeocristianos como el día del Señor. A los treinta años, el judío Pablo se refería al mismo como el día en que el pueblo cristiano se reunía para el culto (1 Cor 16, 2). La referencia de Pablo es tan casual como para su­ poner que tales reuniones eran práctica común de los cristianos, que se rem ontaba a mucho tiem po atrás. Pero quienes de nosotros com pren­ den la profunda emoción que el pueblo siente por los días santos y las tradiciones sagradas se asom bran fuera de toda medida de que, prim e­ ro, pudiera establecerse sin más un nuevo día santo y, segundo, que en un período de tiem po relativam ente corto hubiera eclipsado en im por­ tancia la tradición del sábado, precisam ente entre la gente judía que llamaba Señor a Jesús.

Rastreando las claves verbales

Existen indicios de que es posible identificar, examinar, m edir y co­ dificar, signos que indican un m om ento dram ático en el m undo judío del siglo i, cuando algo imprevisto e inesperado irrum pió en la historia hu­ mana. Con la fuerza de esa experiencia, los cobardes se tornaron hé­ roes; un grupo disperso y desmoralizado se reconstituyó con un propósi­ to nuevo y con un impulso arrollador; la más profunda y sacratísima definición de Dios se amplió de repente para incorporar la realidad de la nueva experiencia; y se creó un nuevo día sagrado, que puso en entre­ dicho la antigua y venerable tradición del sábado y que todavía hoy, dos mil años después, organiza la sem ana para cristianos, no cristianos y posm odernos en el m undo occidental.

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Nosotros observam os esa evidencia, que parece ser real, objetiva y discernible dentro de la historia. E intentam os seguir esa evidencia has­ ta su fuente, aunque sólo podem os llegar hasta sus inmediaciones. D es­ pués de lo cual nos topam os con un muro, una barrera im penetrable, más allá de la cual no podem os pasar. De alguna m anera, quienes buscamos el m om ento del origen del cristianismo somos como los físicos que indagan el m om ento en que surge el universo. Sólo podem os rem ontarnos hasta cerca del m om ento de la creación. A rrancam os de algo que ya está dado. Tanto la Iglesia cristiana como el universo visible existen. Nos rem ontam os después en el tiempo. El universo en expansión perm anente podem os recorrerlo m atem áticam ente m ediante ordenadores, en un proceso que invierte espacio y tiem po, hasta un m om ento de hace billones de años, cuando la densidad increíble y más allá del poder de toda imaginación estalló en una explosión de energía, conocida en forma poco seria como «el big bang», la explosión gigante. Hoy los físicos son capaces de entrar en ese «bang» hasta llegar a unas fracciones minúsculas de aquel segundo ini­ cial de la explosión. Pero su incapacidad para penetrar en aquel frag­ m ento final de un segundo en el alba de la creación continúa m antenien­ do el elem ento de misterio, en torno a lo que ahora sólo se considera como profundam ente misterioso. De m anera similar, aunque trabajando con medidas de tiem po dife­ rentes, intentaré probar el m om ento último que dio origen a la historia cristiana. Y, como el físico, tengo que em pezar con lo ya dado y exami­ nar los artefactos. Buscaré las claves que me perm itan avanzar hacia los orígenes. El físico em plea el lenguaje de las m atem áticas y reclama jus­ tam ente para su lenguaje un nivel más alto de objetividad. Yo me veo obligado a utilizar el lenguaje de las palabras: palabras frágiles, simbóli­ cas, altam ente subjetivas, accesibles a la distorsión tanto en la entrega como en la recepción de los elem entos transm itidos en cada caso. Pero palabras son lo que todos los seres hum anos tenem os para procesar la experiencia poderosa de transm itir una vida a otra. Quien no participa directam ente en una experiencia particular, sólo podrá recibir y entrar en esa experiencia a través del instrum ento de las palabras. Las palabras de una persona abrirán esa experiencia a otra persona, y a través de la impregnación de idea y conciencia por la m emoria y la forma se com ple­ ta la transmisión de un contenido humano. A ntes de poder proclam ar que hemos aprehendido algún elem ento objetivam ente real con nuestras palabras, necesitamos limpiar y pulir esas palabras, exam inar su historia, contrarreferenciar sus matices re­ trotrayéndolos en la medida de lo posible a la realidad que tales p a­

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labras pretenden describir. Finalm ente, nos vemos forzados a admitir que las palabras no pueden captar la verdad; sim plemente la señalan. Nosotros intentarem os llegar hasta los límites de la racionalidad; allí podrem os contem plar el misterio que no podem os aprehender, y allí de­ cidiremos cuál será nuestra respuesta a ese elemento. Nos aguarda un viaje a las palabras, a través y más allá de las mis­ mas, tan pronto como intentam os iluminar una realidad que a la larga las palabras no pueden describir. Viajamos en el tiem po a la búsqueda de un elem ento que a todas luces es intem poral. Buscamos en la historia una realidad que se nos revela desde fuera de la historia. Examinamos los procesos m entales de quienes parecen haber sido los prim eros receptores de la que creyeron era una revelación suprem a y última. T odo ello nos conduce hacia la Pascua de resurrección y hacia la expe­ riencia que obligó a la gente a decir que aquel Jesús que había sido crucificado, era ahora su Señor viviente. Puede ser un viaje perturbador para quienes literalizan los símbolos de su historia religiosa. Espero que tam bién sea perturbador para quie­ nes desde hace mucho tiem po han rechazado como absurda la versión literalizada de su tradición. Mi esperanza es convocar por igual al creyente tradicional y al crítico hostil para unas posibilidades nuevas, que desafían las conclusiones que se han hecho por ambas partes acerca del m om ento en que el cristianismo nació para la historia humana.

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El vehículo de las palabras: Un barco inestable

Iniciamos nuestra investigación de la resurrección de una m anera modesta y en un m odesto lugar. C uando una persona experim enta una realidad transform adora, ple­ na de integridad e imposible de ser negada, se im pone la necesidad de procesar dicha experiencia. El tratam iento implica ante todo un recor­ dar, revivir y re-crear el contexto, y diversas tentativas, generalm ente en una forma litúrgica o ceremonial, por revisitar ese momento. Al tiempo, esa experiencia está descrita, entendida e interpretada dentro del con­ texto del individuo o de la com unidad procesante. De ese m odo la reali­ dad transform adora pasa a la historia del pueblo, la tribu, la nación y la civilización de los que esa persona es miembro. Las palabras empleadas para explicar el m om ento extático están sacadas del lenguaje hablado por sus gentes. Ese lenguaje lo desarrollaron y configuraron los m iem ­ bros de la tribu en cuestión. Abarca los presupuestos vivos en su trozo de historia. Refleja la visión del m undo y el nivel de conocim iento de que disponía la generación viviente en aquel lugar. C ontiene asimismo los valores y los prejuicios con los que la tribu vive. U na vez que esa experiencia ha sido formulada en palabras, con to­ das las limitaciones que ello implica, las propias palabras cobran vida por sí mismas. Ninguna palabra es objetiva; en consecuencia, ninguna palabra pasa de los labios de una persona a los oídos de quien la escucha sin haber cambiado de significado. El oyente siem pre interpreta inter­ nam ente ese mensaje, y en ese proceso el propio mensaje está sujeto a las limitaciones de la historia, la experiencia, el conocimiento, las filias y las fobias y el vocabulario de esa otra persona. Así, palabras idénticas nunca han pasado con idéntico contenido a dos personas diferentes, aunque sean de la misma tribu. Cuando las palabras pasan a una perso­

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na ajena a la tribu, y a quienes no com parten los contenidos de una historia común, los cambios de significado resultan más drásticos. La palabra dios constituye una ilustración elocuente de esa realidad. En el Egipto antiguo, dios iba asociado prim ordialm ente con la presen­ cia del sol y del río Nilo. E ntre los sumerios, pueblo que vivía en una región m ontañosa, dios se identificaba con ese terreno alto y las nubes, que parecían perm anecer inmóviles sobre la cima de las m ontañas, se entendieron como la señal visible de la presencia divina. E ntre la primitiva población cananea, que había desarrollado una vida rural sedentaria, a dios se le veía en el ciclo de fertilidad del naci­ miento, m uerte y renacim iento de la naturaleza. El cordero recental y la semilla sem brada que crecía fueron el contenido prim ordial de la tradi­ ción religiosa de sus dioses, A sherah y Baal. Para el pueblo hebreo, cuya vida nacional estaba configurada por el desierto, Dios se presentaba bajo la analogía del viento fiero del erial. En el desierto el viento se levantaba de repente, resultaba imposible de fre­ nar, poseía una fuerza enorme, y después desaparecía misteriosamente. Ese viento se llamaba ruach. El pueblo hebreo lo entendió nada menos que como la respiración de Dios. Ese Dios fue conocido y adorado por las tribus de un pueblo que, por aquella época, carecía de una tierra a la que llamar suya y que vivía bajo la bóveda infinita del cielo, la cual apuntaba en definitiva hacia ideas de universalidad. A causa de esa definición de Dios, cuando por fin llegó la forma de vida sedentaria de los hebreos en Canaán, no se levantó un templo perm anente allí mismo en trescientos años al menos. El lugar simbólico de la m orada de ese Dios era un taber­ náculo, que se desplazaba con el pueblo y que no tenía una ubicación fija. Sólo cuando el pueblo de Israel adquirió su nueva identidad como nación con unas fronteras bien definidas, ya durante el reinado de Salomón (960920 a. C.), procedió a la construcción de un templo. Ahora que ya estaba asentado el pueblo, también su Dios tuvo una morada fija. El templo de Jerusalén fue a la vez posible y deseable; y se construyó. Cuando aquellas tribus se relacionaron entre sí por medio de la gue­ rra, el comercio o la esclavitud, tam bién com partieron sus ideas particu­ lares sobre la realidad divina. De ese modo, y paso a paso, las palabras con las que un pueblo definía a Dios se rem odelaron en y a través de su escucha por otro pueblo, cuya historia y consecuentem ente cuyas defi­ niciones eran diferentes. La identidad tribal surgió de la historia tribal, que no era sino la arena de unas definiciones aprendidas en común. Cada nación tenía una palabra para designar a Dios, y cuando esa pa­ labra era trasladada de una tribu a la palabra Dios de otra tribu, no se puede presum ir que se trasladaba también el mismo contenido.

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Las palabras nunca son neutras u objetivas. Por lo mismo, nunca pueden utilizarse cual si ellas mismas fuesen la verdad de la experiencia que alguien intenta referir. Las palabras no son más que el m edio o instrum ento de la verdad; los medios de comunicación em pleados por una persona para llevar a otra las experiencias que han definido y dado sentido a quien habla. Las palabras se convierten en vehículos con los que se reparten unas experiencias. Las palabras señalan la realidad, pero no la aprehenden. De ahí que ninguna palabra, em pleada por cual­ quier persona y en un determ inado tiempo, pueda ser objetiva, infalible, inerrante o estrictam ente literal. Tom arla así sería como destruir, dis­ torsionar, atar y violar el contenido de la experiencia que la palabra en cuestión intenta comunicar. Estos hechos lingüísticos plantean serios problem as y desafíos a cualquier sistema religioso institucional en todos los tiempos. Cada sis­ tema religioso se ha construido en la historia y ha m antenido su au­ toridad sobre la pretensión de que su tradición era diferente y que ha­ blaba en forma objetiva de un Dios al que se percibía como eterno e inmutable. Em pleado en la historia religiosa, ese argum ento ha dem os­ trado ser sorprendente y poderosam ente circular. Sus partes com ponen­ tes incluyen, prim ero, la pretensión de que el Dios reconocido en una tradición religiosa particular es el único Dios verdadero y, en conse­ cuencia, todos los otros dioses son falsos. Segundo, afirma que ese Dios verdadero se ha dado a conocer de una m anera directa a una particular comunidad creyente m ediante una revelación divina, cuya veracidad no puede ponerse en tela de juicio, como no se puede cuestionar al propio Dios. Finalmente, dado que esa tradición religiosa se presenta como el recipiente único de la revelación divina, y dado que sus dirigentes son los intérpretes prim ordiales de ese Dios, ellos son los únicos capaces de referir al pueblo la verdad que han recibido. El círculo se completa cuando dichos líderes religiosos reconocidos enarbolan la pretensión de hablar con la voz infalible de Dios y de que esa voz no perm ite desafío alguno ni admite debates de ningún tipo. Con vistas a reforzar esos argum entos circulares, a m enudo se ha establecido algún proceso histórico para dar autenticidad a las preten­ siones de poder de los líderes. Podría decirse, por ejemplo, que en el punto originario de esa historia de fe religiosa, Dios había hablado di­ rectam ente al fundador de dicha tradición y le había dado autorización exclusiva para establecer el propio sistema religioso y para proveer de los medios, a través de las cuales la autoridad delegada por Dios en el fun­ dador pasase a las generaciones sucesivas. Se establecía así una jerar­ quía de autoridad, garantizando que sólo los líderes y los sucesores que

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ellos designaran serían los guardianes de su verdad eterna e inmutable. Vestigios de ese proceso antiguo pueden verse todavía hoy en la tra­ dición cristiana occidental con pretensiones como la infalibilidad papal y la inerrancia de la Escritura, con la advertencia añadida de que tan sólo quienes están en la línea de la autoridad pueden interpretar ade­ cuadam ente las Sagradas Escrituras. Tam bién se echa de ver en las pre­ tensiones de que ciertas personas o instituciones eclesiásticas poseen algo que se denom ina la sucesión apostólica, y de que tales autoridades tienen el derecho de im poner «ortodoxia» en las interpretaciones de los credos históricos. La com prensión de esa postura mental nos ayuda para em pezar a entender por qué los sistemas religiosos intentan diluir los retos internos y externos lanzando acusaciones de herejía o doctrina falsa. La excomunión, los procesos religiosos, las ejecuciones y las guerras de religión son parte del arsenal que ha venido utilizándose para defen­ der las pretensiones del poder religioso institucional a lo largo de la historia. A tinadam ente sugirió Sigmund Freud que sem ejante conducta no revelaba una convicción, sino la histeria del miedo y de la increduli­ dad, que ha m arcado las tradiciones religiosas del m undo.1 No se ha­ brían m ontado tan poderosas líneas de defensa, de haber tenido con­ fianza en la verdad en que se proclama vivir. Esas fortificaciones, construidas para rechazar los retos a la fe, no serían necesarias, a no ser que la misma creencia sea frágil y débil; a no ser que los creyentes estén convencidos de que no soportarían la angustia presente en este m undo sin tal creencia; y a no ser que se convenzan a sí mismos de que poseen esa certeza absoluta. Tal certeza, sin em bargo, nunca ha sido de hecho una realidad religiosa. No ha pasado de ser una ilusión religiosa. En la superextensión de ciertas pretensiones religiosas, lo que se ha puesto de manifiesto prim ordialm ente ha sido siempre la debilidad de unos siste­ mas religiosos institucionales.

La certeza de la experiencia

Lo que hay de verdaderam ente real detrás de nuestros sistemas reli­ giosos, de nuestras palabras santas, de nuestras aspiraciones de poder y hasta detrás de nuestros miedos, se encuentra en la experiencia que transform a, ahonda y nos llama a lo que Paul Tillich ha denom inado «el nuevo ser».2 Es esa experiencia la que reclam a de nosotros una apertu­ ra, una m ente que examina y cuestiona, una capacidad para procesar de buena gana cada nueva porción de datos y, lo que es más im portante, un

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anhelo de ser conducidos a lo que el Jesús del cuarto evangelio llamó «la vida abundante» (Juan 10, 10). Si la religión tiene que ser algo vivo para mí y para mi generación, no puede basarse en un sistema de proposiciones, de afirmaciones del cre­ do, que se enm arcan en un contexto limitado en el tiem po y el espacio. La religión tiene que ser una puerta de entrada a la trascendencia de una visión expandida. D ebe señalarnos una verdad honda, más honda que las verdades de nuestro sistema religioso. La religión no puede ser estática, ni inm utable ni impuesta. Y, por sobre todo, hay que reconocer a las palabras su valor de indi­ cadores simbólicos de la verdad; no como contenedores objetivos de la misma. Así, lo prim ero que hemos de anotar acerca de las palabras es que son inevitablem ente subjetivas, y nunca pueden ser de otro modo. Y lo segundo, es que las palabras reunidas en torno a unas experiencias religiosas rápidam ente se hacen mitológicas. Esto es algo que es preciso entender antes de que empecemos a examinar los relatos de la resurrec­ ción y sus pretensiones a veces excesivas. Ese elem ento pascual irrumpió en el escenario de la historia hum ana en un lugar concreto y en un tiempo particular, aunque fue un evento del que el m undo secular y profano no tuvo conocimiento. No fue cubierto por los medios de comunicación de la época; y no sólo porque no existían la prensa, la radio ni la televisión, sino porque ese movimiento en sus comienzos no se creyó que había sido inaugurado por un acontecimiento externo de la historia. Fue simplemente una experiencia, que transformó a quienes la com partieron, abriendo la posibilidad —que de hecho se cumplió— de que la misma historia se transformase por obra de la gente que había cambiado. Dicha gente afirmó tal realidad, sin que jam ás se haya suprimido el aspecto subjetivo de semejante experiencia. Y procla­ mó la subjetividad en la m anera en que hablaron de la Pascua de resu­ rrección sus escritos sagrados, que acabaron llamándose las Escrituras. Un relato bíblico llega incluso a afirm ar abiertam ente que esa expe­ riencia de que Jesús estaba vivo no fue tan objetiva como para que fuese visto por todos y cada uno. Dicho texto asegura que Jesús fue visible después de su m uerte únicam ente para quienes estaban especialmente preparados, aquellos cuyos ojos estaban espiritualm ente abiertos y cuyas vidas estaban llenas del Espíritu (Hechos de los A póstoles 10, 34 y ss.). ¿Cómo pueden aplicarse los patrones de objetividad a una des­ cripción de ese tipo de verdad? Con el tiempo, y tal vez para impedir que se formulasen más cuestiones, fueron cada vez mayores las exigen­ cias de objetividad para ese elem ento. De cara a nuestros propósitos es im portante anotar que ninguna de las pretensiones literalizadas fueron

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capaces de elim inar definitivam ente esa experiencia indescriptible, ori­ ginariam ente no-objetiva aunque de una honda emotividad, llamada re ­ surrección. La Pascua de resurrección fue para los discípulos, y tam bién para la prim era generación de cristianos, como la línea de dem arcación entre lo divino y lo hum ano, entre lo finito y el infinito, entre lo objetivam ente real y lo trascendentalm ente irreal. De alguna m anera ese m om ento era algo que estaba más allá de la historia, aunque siem pre dejaba sentir su significado dentro de la misma historia. Era algo que había ocurrido en un tiem po particular y a la vez estaba ocurriendo siempre. Para decirlo de otro modo: la esencia de ese evento tenía mucho de la naturaleza de un mito intem poral. Cuando esa realidad se tradujo en palabras, derivó casi inm ediatam ente hacia tendencias literalizantes, y después hacia símbolos mitológicos. Los elem entos transform adores o las experiencias que cambian la vida, que tocan por definición los niveles más profundos de la psique hum ana, son siem pre e inevitablem ente captados por los tem as eternos, y por ende mitológicos, de la vida humana. El relato del éxodo que con­ duce a la fundación de una nación nueva, la búsqueda del paraíso o del Santo Grial, el héroe o la heroína míticos que se adentran en el reino de lo desconocido y regresan para contarlo, el nacimiento milagroso de este héroe o de aquella heroína que presagian su destino más allá de la propia vida, y hasta la traslación de tales figuras desde la tierra y el cielo... todo ello constituye el verdadero m aterial de la mitología. Prim ordialm ente es en los térm inos de esos tem as humanos, cons­ tantes y siem pre presentes, en los que nos habla la fuente sagrada que llamamos Biblia acerca del Señor, que los cristianos identificaron con la vida histórica de Jesús de Nazaret. Mas cuando Rudolf Bultm ann acuñó el verbo entm ythologisieren («desmitologizar») como un m odo de acer­ carse a la historia cristiana, y cuando A lbert Schweitzer concluyó su investigación sobre el Jesús histórico con la aseveración de que nunca se podría encontrar al Jesús de la historia,3 quienes no entendían el mundo en que se había forjado el vocabulario religioso levantaron el grito de protesta. Toda historia de fe va envuelta por su misma naturaleza en elem entos míticos. De no ser así, hace tiem po que la historia de fe ha­ bría dejado de repetirse. Las tradiciones religiosas son com binaciones extrañas de descrip­ ciones subjetivas de unos acontecim ientos reales y de interpretaciones mitológicas de tales eventos. Sólo cuando un hecho real entra en esa dinámica y se carga de una interpretación mitológica, acaba por ser re­ cordado para siempre. C ualquiera que fuese el contenido real del cris­

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tianismo naciente, hubo de aprehenderse casi de inm ediato en un marco mitológico, o de lo contrario habría desaparecido. Leyendas, símbolos y mitos se agolparon en torno a ese elem ento, como ocurre siem pre que tiem po y eternidad parecen entrecruzarse. Joseph Campbell, el gran estudioso norteam ericano de la mitología, observó que en su mayoría los pueblos no tienen dificultad para ver los elem entos mitológicos en un sistema religioso que no sea el suyo. El problema, indicaba, surge cuando se trata de ver las tradiciones propias. Por lo general estam os dem asiado apegados a nuestra propia fe como para ver claram ente, y dem asiado inmersos en el significado de dicha fe como para tener alguna objetividad acerca de las creencias, que en defi­ nitiva rodean nuestra vida. La sugerencia de que ciertos elem entos clave de nuestra tradición creyente han sido aprehendidos e interpretados con patrones mitológicos de tiempos pasados m olesta a ciertas perso­ nas, cuando brinda nuevas perspectivas a los demás. Un antiguo com pañero del Em m anuel College de Cam bridge me decía que pensaba que la mitología no podía darse en la religión de uno mismo. «Una vez que has visto tu propia religión como un mito, esa religión muere», afirmaba. Yo le repliqué que nada de eso. N uestra reli­ gión no vive realm ente hasta que le permitimos entrar, tocar e iluminar los grandes tem as mitológicos de todos los tiempos.4 El adentrarse en esa mitología no com prom ete ninguna verdad, exceptuada la verdad literalista. Sólo cuando se cuestiona esa verdad literalista somos capaces de navegar en el mar profundo y sin límites de una verdad suprema. Supongo que al explorar la Pascua de resurrección, tengo que explorar mitologías, leyendas y símbolos. Y he de continuar afirm ando que exis­ ten mitologías, leyendas y símbolos que conectan con un elem ento que yo creo real.

El relato de una historia de héroe y la perspectiva premoderna

Con esta idea en la mente hemos de iniciar nuestra búsqueda de la verdad de la Pascua de resurrección, reconociendo la presencia de rela­ tos mitológicos en la historia cristiana. Se proyectaron para captar el significado y alcance del origen y destino de Jesús de Nazaret, que fue tenido por un héroe mítico. El mito dom inante de su origen se expresó en la historia del nacim iento virginal; un tem a que se ha repetido innu­ merables veces en casi todos los sistemas religiosos, desde Z oroastro a Rómulo y Rem o. El destino último de ese Jesús fue presentado en la narración mitológica de su vuelta a Dios en una ascensión cósmica, sien­

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do éste otro tem a muy popular en muchas tradiciones religiosas. En este contexto, Buda y Osiris acuden a la m ente de inmediato. Entre los relatos del nacimiento virginal y la ascensión cósmica estaba la narración de una vida vivida en la historia, dentro de la cual se m antie­ ne la tradición religiosa cristiana. Pero incluso la parte del relato que pre­ tende ser historia resulta frágil desde nuestros criterios contemporáneos. Como ya he sugerido, era un relato am pliamente configurado y enrique­ cido con temas judíos del pasado, que eran interpretativos y no literales. Historias antiguas se retom aron en círculos judíos como una m anera de dar autenticidad a la vida de Jesús y de incorporarla a la vieja herencia. A la tradición midráshica tenem os que añadir, además de la sub­ jetividad inherente a todas las palabras, la dimensión de la mitología. Volver a captar la verdad del m undo antiguo no es tan fácil como la gente sencilla suele imaginar. Ni term inan las dificultades ahí. Cuando llegamos a las palabras utilizadas por la gente hace dos mil años para tratar la realidad que llam aron Pascua de resurrección, cuando viajamos más allá del midrash, la subjetividad y la mitología, hemos de afrontar la barrera que queda para entender lo que hace imposible la literalización y convierte la objetividad en una ilusión. La gente del siglo i escribió con ciertos presupuestos, universalm en­ te asumidos como verdaderos. Pero con el avance del conocim iento y de la ciencia esas hipótesis fueron abandonadas y hoy se consideran reli­ quias de un m undo de ignorancia prem oderna. En ese período de la historia humana, el milagro y la magia eran asumidos por la población en general como norm ales y aceptados por todos. Este planeta Tierra no se concebía como un planeta en m odo alguno, sino como un espacio plano en el centro mismo del orden creado. Una tienda azul, llamada cielo, se creía que separaba la tierra, el reino de lo hum ano, de los cielos, reino de lo divino. Su cosmología se basaba en sus propias observacio­ nes vinculadas a la tierra. D aban por sentado que Dios vivía más allá de la tienda azul, m irando la tierra desde arriba, y, utilizando las estrellas como mirillas, incluso en medio de la oscuridad los ojos divinos podían ver y juzgar la conducta humana. No era raro asumir que ese Dios, que estaba por encima del cielo, intervenía en la historia hum ana para reali­ zar un milagro, curar una enferm edad, ganar una batalla, llam ar a un profeta o para establecer reglas del com portam iento humano. Pero que ese Dios descendiese a la tierra para m orar entre los hum anos no era un lugar tan común como para resultar m undano, ni tan infrecuente como para ser inimaginable. Ciertam ente que esa invasión divina y el subsi­ guiente regreso al cielo no estaban regulados como un acontecim iento trascendente o inimaginable.

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Fue en ese tipo de m undo y dentro de ese marco interpretativo don­ de se vivió la vida de Jesús. Pero en los albores del siglo xxi la gente no puede aceptar ese marco de referencia. La cuestión es si la verdad, en­ cuadrada en esa historia e interpretada en ese contexto antiguo, puede escapar a tales limitaciones y encontrar una forma de vivir en nuestra generación.

la s experiencias de testigos oculares y el filtro de las palabras

Tenemos, pues, que viajar más allá del midrash, la subjetividad, la mitología y los supuestos prem odernos antes de poder volver nuestra atención al frágil vehículo que llamamos las palabras, de las cuales nos servimos para captar el elem ento denom inado resurrección. Y ni aun después de realizar ese viaje se nos perm ite estar seguros. Todavía ten­ dremos que procurar entender por qué los detalles más antiguos de la vida de ese Jesús se consignaron por escrito en prim er lugar. Cuando se proclamó la pretensión de resurrección para alguien que había sido crucificado, los oyentes, en ocasiones entusiasm ados y en ocasiones incrédulos, quisieron saber «quién era Jesús». Y los discípulos em pezaron a dar respuestas a esa pregunta. Fue un galileo, un hom bre de Nazaret. Fue un m aestro, y nosotros recordamos las cosas que dijo y las historias que contó. Fue un sanador, y nosotros vimos a la gente que había curado con sólo tocarla. Fue un hom bre libre, que hizo honor a la Torah sagrada, aunque sin convertirla en un ídolo. D ejó de lado la Ley ante la necesidad humana, porque ningún ser hum ano había sido hecho para el sábado (o la Ley); sino que el sábado (y el resto de la Ley) había sido hecho para los seres humanos. Sólo después que los discípulos contaron esas historias, em pezó a em erger de sus memorias la forma de la vida de Jesús. La autoridad suprema en esa tradición en desarrollo fue la de los testigos presencia­ les. Quienes habían estado con el Señor durante los días de su vida fue­ ron los respetados en ese movimiento. Ellos fueron el eslabón histórico, los maestros, los guardianes del recuerdo y los correctores de la tradi­ ción. Siempre que se suscitaba alguna disputa sobre lo que Jesús había dicho o hecho, la palabra del testigo presencial era decisiva. De ese modo, la tradición de Jesús pasó de la experiencia privada a la memoria pública. Y en la m em oria pública vivió, siendo formada y configurada, ampliada y restringida, exaltada y olvidada, como ocurre siempre en la transmisión oral; por lo que pasaron de treinta y cinco a setenta años antes de que tom ase forma definitiva y fuese consignada

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por escrito. Por si eso no fuera lo bastante complicado, se dio además otra transición, la final, en tales palabras. La tradición pasó a otra lengua. La vida histórica de Jesús había transcurrido en el país de los judíos. El aram eo era la versión de la len­ gua hebrea que Jesús y sus discípulos hablaron. La historia de Jesús em pezó por contarse en esa lengua; pero no avanzó mucho antes de enfrentarse a un m undo que hablaba griego, y reclam ó una traducción. Y ninguna traducción de acontecim ientos, conceptos o experiencias de una lengua a otra puede hacerse sin distorsión. Poco im porta la rapidez con que la traducción se realice ni la dedicación y destreza del traductor. No existen traducciones absolutam ente adecuadas, ni las palabras tie­ nen un significado absolutam ente idéntico en lenguas diferentes. A medida que rastream os el proceso, em pezam os a aceptar lo frágil que resulta nuestro apoyo en una realidad objetiva, presente en las p a­ labras que usamos. Prim ero, allí estaba la experiencia que los discípulos habían tenido con la vida de aquel Jesús; una experiencia que se había centrado en la última sem ana de su existencia y que había culminado en algún tipo de Pascua de resurrección. Segundo, esa experiencia estaba interpretada con palabras. Allí estaban unas palabras judías originales, portadoras de una actitud mental judía y de un marco de referencia ju ­ dío también. Esas palabras entraron en el m undo de los mitos universa­ les, cuando el reino de lo divino fue incorporado al reino de lo humano. E ran tam bién palabras del siglo i, vinculadas al nivel de conocimiento a disposición de la gente del siglo i, por lo que ya no podían reflejar los conceptos en los que se iba a creer dos mil años después. Sobrepasando el origen judío de esa historia de fe, el relato entró después en el m undo m editerráneo, se tradujo a la lengua griega y em ­ pezó a configurarse y distorsionarse con los prejuicios, supuestos, histo­ ria, conocim iento y mitología del m undo helenístico. Más tarde, pasó al latín y con posterioridad a las lenguas tribales de unas naciones-estado que em ergieron en el m undo occidental. Aquel sistema religioso sobre­ vivió al período de persecuciones por parte del imperio romano; dis­ frutó de un período de tiem po como la autoridad suprem a del mundo; entró en una transición y afrontó el reto que le planteó el período his­ tórico conocido como Renacim iento, el cual estuvo m arcado por el re­ chazo de una autoridad universal, la aparición del protestantism o, las naciones-estado, la dem ocracia y la clase media. Presenció el floreci­ m iento de unos descubrim ientos científicos y de unas tecnologías m o­ dernas. En cada uno de esos estados cambió el significado de las pa­ labras em pleadas en aquella historia y cambiaron los conceptos con los que se definía.

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Teniendo en cuenta que con el tiem po esas palabras de la Biblia han llegado hasta nosotros, vemos que se ha dado otra traducción del griego a cada una de las lenguas m odernas, siendo por lo mismo una nueva lengua en la que se ha fijado la historia original. El Cristo que buscamos había nacido y había sido originariam ente interpretado en una m entali­ dad judía prem oderna. Doctrinas, credos y ortodoxia se establecieron en un m undo griego prem oderno, se redefinieron en el Renacim iento y se reencarnaron en iglesias nacionales a los comienzos de la era m oder­ na. Ahora, en el alba del siglo xxi, nos hallamos buscando palabras de un mundo posm oderno, el cual todavía quiere establecer contacto con la verdad soterrada que creemos fluye profunda en los veneros más hondos de la historia cristiana y que quiere continuar trayendo el mito eterno a los corazones de las mujeres y de los hom bres posmodernos. Encontrar esa verdad y expresarla con palabras es nuestra tarea, cuando proclamamos la realidad de la Pascua de resurrección y el significado de la misma en nuestros días. Algo ocurrió. Ese algo tuvo un poder dramático. Ese poder cambió las vidas. Los afectados por ese poder lo procesaron con palabras, de m odo que pudieron decir a otros lo que a ellos les había ocurrido. Con el tiempo, prescindiendo de su m emoria, re-crearon la historia de al­ guien, cuya vida estaba en el corazón de su experiencia. Tal re-creación se llevó a cabo utilizando la tradición del midrash, la leyenda y la mi­ tología. Su relato flotó a través de la historia, siendo traducido a nuevas lenguas y redefinido con conceptos nuevos. A hora hemos de tom ar esas palabras originales y examinarlas, anali­ zarlas e investigarlas, m ediante la búsqueda de claves, con una labor de «desmitologización» y recorriendo sus variantes. A través de las mismas podremos acabar contem plando la verdad, el poder y la experiencia que originariam ente intentaban definir. En último análisis, lo que buscamos es la experiencia no-verbal, que está más allá de cualquier forma verbal. Pero sólo podem os viajar hasta ella sobre el vehículo limitado de las palabras. Sabedores de los escollos de nuestro barco de las palabras humanas, no siempre fiable, nos hacemos a la vela para explorar el corazón del relato cristiano: el poder explosivo de la experiencia que llamamos resu­ rrección.

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Segunda parte Examen de los textos bíblicos

4 El testimonio de Pablo

«¿No he visto yo a Jesús, nuestro Señor?» (1 Cor 9, 1). Estas p a­ labras contienen la afirmación más patente acerca del elem ento funda­ cional de la fe cristiana de todos los escritos sagrados del cristianismo. Las em pleó un hom bre llamado Pablo, como parte de una argum enta­ ción contra aquellos cristianos que rebajaban el ministerio y el mensaje del Apóstol. La afirmación quedó consignada por escrito hacia m edia­ dos de la sexta década del movimiento cristiano, en un docum ento unos treinta o treinta y cinco años posterior a los últimos acontecim ientos de la vida de Jesús. Sem ejante franqueza, reclam ando en prim era persona haber visto al Señor resucitado, no se encuentra en ningún otro pasaje de la Escritura. Y lo más fascinante de todo es que en ningún lugar se oculta que Pablo jam ás conoció de hecho al Jesús de Nazaret terreno. Todo cuan­ to Pablo conoció de la historia de Jesús lo supo a través de otros. En esa misma epístola nos dice que él (Pablo) «recibió del Señor» el relato de la noche de la entrega, cuando Jesús inauguró la cena común (1 Cor 11, 23 y ss.). Y en la misma carta Pablo asegura haber recibido de otros la fórmula crucial, que está en la base de la historia cristiana. Aparece consignada cual si ya fuese de uso común y formase parte de una procla­ ma del credo o de la liturgia: «que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que al tercer día fue resucita­ do según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los doce; más tarde se apareció a más de quinientos herm anos juntos, de los cuales la m ayor parte viven todavía, aunque otros han m uerto. D espués se apare­ ció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Al último de todos, como a un aborto, se me apareció tam bién a mí» (1 Cor 15,3-8). Éste es el prim er relato de la resurrección que encontram os en la Biblia.

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La tradición que conoció Pablo Lo primero que necesitamos m eternos en la cabeza es que, cuando Pablo escribió esas palabras, nada de todo ello aparecía en unos evange­ lios escritos. Habría que esperar de diez a quince años para que se escri­ biera el primero de los evangelios, el de Marcos; de veinticinco a treinta años antes de que apareciera el de M ateo, de treinta a treinta y cinco el de Lucas, y de treinta y cinco a cuarenta para la publicación del Evangelio de Juan. Esto quiere decir que los relatos de la resurrección de Jesús, que tan familiares nos resultan tal como figuran en tales evangelios, eran desco­ nocidos en gran parte para Pablo y para sus lectores. A lo largo de los años hemos tendido a leer a Pablo a la luz de los relatos evangélicos y a des­ dibujar significativamente el pensamiento de Pablo en ese proceso. Permí­ taseme llevar esa realidad a la conciencia haciendo algunas observaciones. El relato paulino de la resurrección empieza con la afirmación de que Jesús «murió por nuestros pecados». Con esas palabras hacen su entrada en la historia cristiana algunos conceptos futuros como los de rescate, sufrimiento vicario y expiación vicaria o sustitutiva. Con el tiem po se desarrollaría plenam ente cada uno de esos conceptos. La idea de rescate llegó a implicar un pago, realizado por Jesús, unas veces a la justicia de Dios y otras al mismo diablo, que gobernaba el mundo. Ésta iba a dem ostrarse una imagen crasa, pero vigorosa. Jesús en su función vicaria llegaría a ser una definición dom inante en la tradición cristiana, inspirada principalm ente —como verem os más adelante— en algunos pasajes del segundo Isaías. Jesús en tanto que el sustituto, que había sido castigado ocupando nuestro lugar y en nuestro favor, ocuparía la escena central en la histo­ ria cristiana, hasta que afloraron a la conciencia los elem entos sadomasoquistas de tales teorías. Sin embargo, las semillas em brionarias de esas concepciones de Je ­ sús se encuentran ya en la primitiva frase de Pablo, según la cual Jesús «murió por nuestros pecados». Ése fue su regalo a la iniciativa teológi­ ca, al m argen de su m undo judío. A renglón seguido dice Pablo que «fue sepultado». E ra una afirm a­ ción simple, directa. No hay ninguna leyenda ni adorno alrededor de ese hecho escueto. Pablo nada supo de las tradiciones, que se desarrollarían más tarde, en torno a las figuras de José de A rim atea, de Nicodemo o de las m ujeres que llevaron perfum es a la tumba. Pablo únicam ente estaba interesado en afirmar que la m uerte de Jesús había sido real y que su destino había sido el destino común de los difuntos en la sociedad judía: había sido sepultado. 66

Y llega la afirmación paulina de que todas esas cosas habían ocurri­ do «según las Escrituras». Esta expresión significa que Pablo, como to­ dos los eruditos judíos del siglo i, había aprendido que la m anera de entender el presente era buscando las claves interpretativas en la vieja historia sagrada de los hebreos. E ra la única forma de garantizar que el Dios operante al presente era el mismo Dios que había actuado en el pasado histórico. Ese proceso m idráshico obligó a los seguidores de Je­ sús a investigar las Escrituras en su intento por com prender su vida, su muerte y su resurrección. Dicha investigación y búsqueda se dem ostró enorm em ente reconfortante, pues tales referencias bíblicas eran fáciles de localizar. Los Salmos estaban llenos de frases como «Dijo el Señor a mi señor: “Siéntate a mi derecha”» (Sal 110, 1); «No moriré, sino que viviré y celebraré las obras del Señor. C iertam ente que el Señor me ha corregido con dureza, pero no me entregó a la m uerte» (Sal 118,17-18); «Por eso, mi corazón está contento, mis entrañas exultan y mi cuerpo reposa en el seguro; porque no abandonas mi vida ante el sheol, ni dejas a tu am ado ver la fosa; Tú me m uestras la senda de la vida; contigo la alegría hasta la hartura; a tu diestra, delicias sempiternas» (Sal 16,9-11). Pablo conocía bien esos salmos, y tanto él como otros cristianos de la prim era generación encontraron la m uerte y resurrección de Jesús p re­ figuradas en ésos y en muchos otros lugares de las Escrituras hebreas. «Al tercer día» se encontraba ya en la fórm ula paulina. Tam bién era un concepto con una historia profunda y con un significado relevante, al cual prestarem os amplia atención en el capítulo 17. Baste decir ahora que dicha frase parece tener poco que ver con el tiem po cronológico, y mucho en cambio con el pensam iento judío de un tiem po escatológico y apocalíptico. Tal vez lo más im portante que anotar en ese pasaje de Pablo sea la fórmula que atribuye el poder de la resurrección a Dios. Dios lleva la iniciativa y es el actor en el dram a de la vida de Jesús. Jesús fue el reci­ piendario, alguien sobre quien Dios actuaba; Pablo nunca em plea más que el verbo en voz pasiva para referirse al evento de la Pascua de resu­ rrección, usando esa form a hasta treinta y siete veces. Para Pablo, Jesús fue resucitado por Dios; no se resucitó Jesús a sí mismo. Es una simple distinción, pero de consecuencias enorm em ente im portantes.

I)e la tumba a la derecha de D ios

Llevan nuestros ojos tanto tiem po habituados a los evangelios, que incluso cuando estam os leyendo palabras de Pablo los conceptos evan67

gélicos distorsionan nuestra inteligencia de lo que el A póstol escribe realm ente. No tiene en absoluto sentido alguno hablar en Pablo de una resurrección física de Jesús, que regresa a la vida de este mundo. Según Pablo, Dios no levantó a Jesús de la tum ba para devolverlo a la vida sobre esta tierra. Más bien. Dios suscitó a Jesús de la m uerte para llevar­ lo a su presencia; para conducirlo de la tum ba hasta su diestra divina. Para Pablo, Cristo fue la primicia de la resurrección final, que tendrá efecto al final de los tiempos. No fue el cuerpo de Cristo un cuerpo de «carne y sangre», apto para habitar este suelo. Fue más bien un «cuerpo espiritual», destinado a la vida en el reino de Dios. «La carne y la sangre no heredan el reino de Dios, ni lo perecedero hereda lo imperecedero», afirmaba Pablo (1 Cor 15, 50). No se me alcanza cómo Pablo podría haber sido más concreto. * Pablo no estaba describiendo la resucitación de un cuerpo difunto, que hubiera pasado por un determ inado proceso hasta alcanzar cierto punto para ser retirado de nuevo de esta tierra. «Porque en cuanto a que murió, para el pecado m urió de una vez para siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios» (Rom anos 6, 10). ¡Jesús vive en Dios! Jesús fue levantado de la tum ba al cielo, de la m uerte a la vida eterna de Dios. Las palabras paulinas hay que escucharlas sin las distorsiones de los evangelios posteriores. Pablo puso su propio punto de exclamación so­ bre esa inteligencia del elem ento de la Pascua de resurrección al escri­ bir: «Cristo, una vez resucitado de entre los m uertos, ya no m uere más; la m uerte ya no tiene dominio sobre él» (Rom 6,9). El Apóstol exhorta­ ba a sus lectores, que «habían sido resucitados con Cristo», a «buscar las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Colosenses 3, 1). Hemos de retener que Pablo nada supo de un acontecim iento llam a­ do ascensión, distinto o diferente de la resurrección de Jesús. Los escri­ tos paulinos no contienen ninguna insinuación de dos estadios del pro­ ceso, que se hubiese desarrollado después, y en el cual la resurrección habría devuelto a Jesús del sepulcro a la vida, y la ascensión lo habría llevado de la tierra al cielo. Pablo proclam ó que Dios había levantado a Jesús a la verdadera vida de Dios. Eso fue la Pascua de resurrección para el Apóstol. Para Pablo no había tum bas vacías, ni desaparición del cuerpo físico del sepulcro, ni resurrección física, ni apariciones físicas de un Cristo que com ería pescado, som etería sus llagas a inspección o que se elevaría físicamente al cielo tras un período adecuado de tiempo. Ninguna de esas ideas puede encontrarse en la lectura de Pablo. Para él, el cuerpo del Jesús que m urió era un cuerpo perecedero, caduco y físico. El Jesús resucitado fue revestido por el Dios resucitador de un cuerpo 68

adecuado para el reino de Dios: un cuerpo im perecedero, glorificado y espiritual. Necesitamos escucharlo claram ente para contrarrestar el tem or, tan agudo entre los cristianos literalizantes, de que sin un cuerpo físico no hay Pascua de resurrección. Pablo es el autor más antiguo dentro de lo que ahora llamamos Nuevo Testam ento, y en sus escritos no aparece la resurrección de un cuerpo físico. Más aún, niega explícitam ente tal exi­ gencia. Pero ¿quién se atrevería a sugerir que para Pablo no fue real la vida de Cristo resucitado? ¿Quién argum entaría que la inteligencia del elem ento pascual por parte de Pablo era débil, rebajada o inadecuada para crear una fe viva? ¿Quién se aventuraría a proclam ar que en Pablo hay una concepción del Cristo viviente que no basta para crear una vida nueva, un nuevo ser, una esperanza victoriosa? ¿No afirmó Pablo, replican los literalizantes, que ese Cristo resucita­ do se apareció a determ inados testigos? Efectivam ente, lo hizo. Pero yo argüiría que, si se leen las palabras de Pablo sin las imágenes distorsio­ nantes de los evangelios, tales testigos fueron los receptores de unas visiones reveladoras del Cristo vivo y exaltado a la derecha de Dios. Pablo nos dio la prim era crónica oficial de la Iglesia con la indicación de quienes, como él mismo, estaban dispuestos a dar testimonio de que el Señor vivía, de que el propio Señor se les había hecho visible y de que habían visto al Señor. La lista de Pablo es sugestiva desde varios puntos de vista. Afirm aba el prim ado de Cefas (Pedro) y sugería de alguna m anera que la visión pasó de Pedro a los discípulos. Exam inare­ mos este extrem o más adelante; pero aquí, en el prim er informe del Nuevo Testam ento, anotam os su afirmación. Pablo pasa después a referir una aparición de Jesús a quinientos her­ manos de una vez, con este comentario: «de los cuales la m ayor parte viven todavía, aunque otros han muerto». ¿Q uiénes eran esos quinien­ tos hermanos? ¿Q ué ocurrió con esa tradición? No quedó anotada ni descrita de una m anera reconocible en ninguno de los evangelios poste­ riores. Se han hecho intentos por identificar la historia lucana de Pente­ costés con esta referencia paulina, sin que se haya logrado un consenso.1 Es posible que existiese un lazo común entre esa nota de una aparición a quinientas personas y Pentecostés, aunque hubo de transcurrir algún tiempo antes de que un suceso con una forma de cuerpo resucitado pu­ diera identificarse con alguien que tiene la form a del Espíritu Santo. Este episodio se analiza desde otro ángulo en el capítulo 7, dedicado a la idea de la resurrección según Lucas. Baste reconocer por ahora que la referencia de Pablo a la aparición de Jesús ante quinientos herm anos no se encuentra en ninguna tradición evangélica. 69

Lo mismo ocurre con la referencia paulina a Santiago. Éste se identi­ fica seguram ente con el Santiago de G álatas 1, 19, «el herm ano del Se­ ñor»; aunque en los escritos cristianos no hay m em oria de que alguien, identificado como herm ano del Señor, desarrollase ningún rol como dis­ cípulo durante la vida terrena de Jesús, ni de aparición alguna del Señor resucitado a Santiago, salvo ésta que aquí se hace. Persiste el hecho de que Santiago, el herm ano del Señor, fue el dirigente de la Iglesia cristia­ na que ejerció una gran influencia (Gál 2, 1-10, 12; Act 15, 13; 21, 18). Tal autoridad reclam aba algún tipo de explicación, y Pablo la da po­ niendo a Santiago en la lista de quienes habían visto a Jesús. ¿Q uiénes son «los apóstoles»? ¿Se trata de una referencia repetitiva de los doce discípulos? ¿Es un cuerpo más amplio? ¿Es un grupo dife­ rente? Reginald Fuller argum enta que «Santiago y todos los apóstoles» ha de entenderse en paralelismo con «Cefas y los doce», y que represen­ ta la tradición de una aparición posterior, relacionada con la función inaugural de la misión de la Iglesia al pasar de la Palestina de habla aram ea a las com unidades judías de Fenicia, Chipre y A ntioquía, que hablaban griego.2 Las prim eras apariciones se referían a la fundación de la Iglesia, en tanto que las segundas se relacionan con los comienzos de la actividad misionera. Los «doce» eran los «pilares»,3 m ientras que los «apóstoles» eran los misioneros. Después, Pablo se incorporó personalm ente a la tradición de la resu­ rrección. La nota esencial acerca de la idea que Pablo tiene de la apari­ ción que se le hizo, es que está en la misma línea que las otras aparicio^ nes de la lista. Es decir, que no fue un encuentro histórico y físico, sino una m anifestación reveladora del Cristo viviente en el cielo, o de lo que la tradición apocalíptica judía llamó el futuro escatológico. Esto era una expresión sinónima del reino celestial de Dios, que llegaría al final de los tiempos, cuando empezase el reinado eterno de Dios. E ra una parte de la misma visión, que incluía la Jerusalén nueva y que medio siglo después desarrollaría mucho más am pliam ente el libro canónico del Apocalipsis.

Una visión de lo definitivam ente real

Si todavía queda alguna duda sobre lo que Pablo entiende por «las apariciones de Cristo resucitado», habría que darle una respuesta final echando una ojeada a otras declaraciones de Pablo afirmando haber visto al Señor. U na referencia en la epístola a los G álatas se cree incluso anterior a la carta prim era a los Corintios —algunos dicen que hasta 70

siete años anterior— . Pablo decía a los fieles de Galacia: «Pero cuando aquel que me separó desde el seno de mi m adre y me llamó por su gra­ cia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que lo anunciara entre los gentiles...» (Gál 1, 15-16). U na vez más, hemos de recordar que Pablo nunca conoció al Jesús terreno. El Dios «que se dignó revelar a su Hijo en mí» reveló a Cristo resucitado en el cielo. Ése no fue un cuerpo físico rescatado del sepul­ cro. El verbo «revelar», que em plea este texto, es el griego ophthé', el mismo que la versión griega de Septuaginta (o de Setenta) de las Escri­ turas hebreas utiliza para describir las apariciones de Dios (teofanías) o de sus ángeles (angelofanías). Los Setenta usan ophthé para descri­ bir una teofanía al patriarca Abraham : «Entonces el Señor se apare­ ció [ophthé] a A braham y le dijo: “D aré esta tierra a tus descendien­ tes”» (Gén 12, 7). ¿Cuál era la naturaleza de una teofanía? ¿Era algo realm ente «físico»? ¿Cuál era el modo de escuchar la voz de Dios que hablaba? ¿Era audible por cualquier oído? ¿Era apta para ser grabada u objetivada? El verbo ophthé lo em plea tam bién el libro del Éxodo: «Y el ángel del Señor se le apareció [a Moisés] en una llama de fuego, en medio de una zarza» (Éx 3, 2). Sabiendo que esa visión tal vez fue puesta por escrito trescientos años después, ¿estaría alguien dispuesto a dem ostrar que Moisés vio objetivam ente la presencia física de un ser sobrenatural en aquel m om ento especial de su vida? Poco después leemos en el mis­ mo texto del Éxodo: «Habló Dios a Moisés y le dijo: “Yo soy Yahvéh. Yo me aparecí a A braham , a Isaac y a Jacob con el nom bre de el-sadday [omnipotente]; pero no me di a conocer a ellos con mi nom bre de Y ah­ véh”» (Éx 6,2-3). U na vez más, nuestro «aparecí» es la traducción de un verbo hebreo que los traductores griegos consideraron correcto verter con el ophthé. Este verbo griego en voz pasiva significa tener los ojos abiertos para ver unas dimensiones más allá de lo físico. Significa tener un encuentro revelador con lo santo. Se refiere a la naturaleza de las visiones, pero no tanto a unas alucinaciones subjetivas Cuanto al ver lo que en definitiva es real. Lucas em pleó el mismo verbo al hacer decir a los discípulos que Je­ sús «se había aparecido a Simón» (Luc 24, 34). Y volvió a emplearlo, cuando Ananías fue a ver a Saulo de Tarso tras la experiencia de éste en el camino de Damasco: «H erm ano Saulo, el Señor, ese Jesús que se te apareció en el camino por el que venías, me ha enviado para que reco­ bres la vista y seas henchido del Espíritu Santo» (Act 9, 17). Y lo usó una vez más en su versión de una prédica de Pablo sobre el elem ento 71

originario de la resurrección: «Pero Dios lo resucitó de entre los m uer­ tos, y él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales son [ahora] testigos suyos ante el pue­ blo» (Act 13, 30-31). Y de nuevo el propio Lucas em plea el m entado verbo en una alocución de Pablo ante Agripa, citando palabras de Cris­ to resucitado: « “Pero levántate y ponte sobre tus pies; porque para esto me he aparecido a ti, para constituirte en servidor y testigo de lo que acabas de ver y de lo que aún te m ostraré”» (A ct 26,16). Cuando Lucas narró el episodio de la conversión de Pablo (Act 9, 7) había dicho que ninguno de los que estaban con él «vio a nadie». Más adelante volvere­ mos sobre este verbo ophthé, que se dem ostrará como una clave pode­ rosa y provocadora de cara al significado de la Pascua de resurrección. La historia de la resurrección de Jesús en esta parte más antigua del Nuevo Testam ento va más allá de las voces que insisten en el deseo de literalizar los símbolos que se han asociado a ese episodio. Es cierta­ m ente legítimo afirmar, como lo hace un arzobispo, que «la creencia en la resurrección no es un añadido a la fe cristiana, es la fe cristiana».4 Pero no es lícito en m odo alguno, si tom am os como base el propio texto bíblico, decir lo que alguien dijo, según cita de otro arzobispo: «Yo creo que esos huesos m uertos de Jesús se levantaron y salieron de la tum ­ ba».5 La prim era afirmación es la marca esencial de la historia cristiana; la segunda es una literalización grosera, llevada a térm ino por quienes, dentro de las tradiciones fundam entalistas o evangélicas, no han son­ deado adecuadam ente las profundidades del texto bíblico, del que pre­ tenden ser los paladines y defensores. Para cerrar este capítulo, invito a los lectores a que escuchen a Pa­ blo, dejando de lado la tradición posterior de los evangelios. Dice algo bien diferente de lo que habitualm ente suponem os que dijo: Pues ellos mismos cuentan de nosotros los detalles de la visita que os hicimos: cómo abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar a su Hijo cuando vuelva de los cielos, a quien resucitó de entre los m uertos, a Jesús, que nos libra de la ira venidera (1 Tes 1, 9-10). Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por llamamiento divino, elegido para el evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, y constituido Hijo de Dios con poder, según 12

el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los m uertos, Jesucristo, nuestro Señor, por quien hemos recibido la gracia del apostolado... (Rom 1, 1-5). Y presentándose en el porte exterior como hombre, [Jesús] se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la m uerte, y m uerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le concedió el nom bre que está por encima de todo nom bre, para que en el nom bre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2, 8-11). Para Pablo, Jesús era el único exaltado a la esfera divina, vindicado por la acción de Dios y resucitado de entre los m uertos por la diestra de Dios. Sólo más tarde en la historia del cristianismo, como veremos, apa­ recieron en la tradición cristiana leyendas de tumbas que estaban vacías, cuerpos resucitados que eran reales y ascensiones que eran de índole cósmica. Muchas cosas habían ocurrido en la tradición de la Pascua de resu­ rrección antes de que Pablo relatase esos hechos, según intentaré de­ m ostrar más adelante. Pero lo que ahora necesitamos entender es que también ocurrieron muchas cosas en esa tradición pascual después de Pablo, y que esa tradición aum entada nos ha cegado de hecho para per­ cibir buena parte de lo que Pablo dijo. En nuestra búsqueda, encam ina­ da a determ inar lo mejor que podam os aquello que ocurrió realm ente cuando la Pascua de resurrección irrum pió en la conciencia hum ana, no hay duda alguna de que el testim onio de Pablo es determ inante. Pablo dijo que su «visión de Cristo resucitado» no era en m odo alguno dife­ rente de la visión de los demás, excepto en que fue el último en «verlo». «Al último de todos... se me apareció tam bién a mí.» Es decir, se le hizo visible desde el cielo. Sin que por parte de Pablo haya referencia alguna a la tum ba vacía. La semilla que se ha sem brado —es decir, el cuerpo— muere. Dios le otorga un cuerpo nuevo —un cuerpo espiritual— , cuan­ do resucita al m uerto para su presencia divina.

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Marcos: El kérigma asociado al sepulcro

Unos quince años después de que Pablo hubiese escrito la carta pri­ m era a los Corintios, y tal vez veinte después de que redactara su carta a los Gálatas, hizo su aparición el prim er evangelio, titulado en griego Katá Márkon. En esos quince o veinte años, la tradición cristiana en torno al acontecim iento que llamamos Pascua de resurrección se trans­ mitió en forma oral. Algunos han sugerido que los esbozos de los relatos de la pasión desarrollaron una práctica litúrgica, y con ello una forma de decorado antes de todo ello; y hay razones para pensar que así fue. Sin embargo, podem os distinguir entre Pablo y Marcos el desarrollo conti­ nuado de la tradición y la agregación de detalles a la prim era historia pascual. Marcos fue el prim er autor que unió los relatos de la pasión en for­ ma escrita a la historia de la vida de Jesús de Nazaret. Leyendo a Pablo casi no encontram os ningún detalle biográfico sobre la vida del Jesús de la historia. Pocas personas parecen haberse cuidado de eso en tiempo de Pablo. Él asegura explícitam ente que no estuvo interesado en el co­ nocimiento de Jesús desde el punto de vista humano. Una de las razones de esa falta de interés seguram ente ha de buscarse en el sentim iento dom inante entre los prim eros cristianos de que estaban viviendo el final de la historia, de que era inm inente el alborear del reino escatológico de Dios. Lo que im portaba era que Jesús había sido exaltado al cielo, desde donde regresaría para la inauguración de aquel reino nuevo. Pero, a medida que los años iban pasando y la Jerusalén nueva no descendía del cielo, em pezaron a surgir las preguntas, no tanto acerca de ese retraso, sino más bien acerca de la vida de Jesús. Al tiempo en que Marcos escri­ bía, tales preguntas dem andaban respuestas; y en parte, la motivación 74

ilc Marcos para ponerse a escribir pudo deberse a la necesidad de satislacer preocupaciones tales como quién había sido Jesús, de dónde pro­ cedía su poder, cuáles habían sido las razones para su crucifixión y cuál era la base en que se asentaba la afirmación de que Dios lo había resuci­ tado de entre los muertos. Es correcto decir que la tradición de los evan­ gelios escritos evolucionó como respuesta directa a la necesidad de dar respuesta a esas cuestiones.

Kl material bruto

Los detalles históricos en que hubieron de inspirarse los escritores de los evangelios fueron ciertam ente escasos. Los perfiles escuetos de la vida de Jesús fue todo lo que tuvieron. Los testigos presenciales no vi­ vían ya en su mayoría. La com unidad cristiana sabía que Jesús era oriundo de Galilea. Sabían que había tenido alguna conexión con el movimiento que Juan Bautista había puesto en marcha. Sabían que había viajado de Galilea a Jerusalén al final de su vida. Sabían que en Jerusalén había sido crucificado, probablem ente durante la celebración de la Pascua judía. Y, finalm ente, sabían que sus discípulos habían vivi­ do una experiencia poderosa, que los había llevado a proclam ar que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos. Existía tam bién el recuerdo difuso de un maestro, que em pleaba parábolas m em orables y cuya reinterpretación de la Torah le había creado un grave conflicto con la autoridad religiosa judía. Cuando había lagunas en los detalles del entram ado de la vida de Jesús, sus seguidores, por entonces todavía judíos en su mayoría, escu­ driñaban simplemente las Escrituras hebreas en busca de materiales que pudieran agregarse a la vida de Jesús y que indicarían que Jesús había sido refrendado, reivindicado e incorporado a la saga perm anente de las relaciones especiales de Dios con su pueblo de Israel. Es decir, que M ar­ cos, el prim er evangelio, fue un midrash cristiano en el mejor de los ca­ sos, y que tal evangelio marcó la pauta y el estilo para los demás evange­ lios. Detalle tras detalle los antiguos relatos del pueblo hebreo fueron simplemente recontados, presentando ahora a Jesús como el nuevo Abraham, el nuevo Isaac, el nuevo Moisés, el nuevo Josué, el nuevo Sa­ muel, el nuevo David, el nuevo Salomón, el nuevo Elias, el nuevo Elíseo, el nuevo Isaías, el nuevo Daniel, y así sucesivamente, según la tradición midráshica reclamaba. Hemos de entender que, dentro del marco judío de referencia, no se podía rendir a Jesús mayor tributo de admiración que el de incorporarlo a dicha tradición. 75

A ntes del Evangelio de Marcos, únicam ente Pablo había situado en la historia escrita cristiana algunos datos básicos acerca de la vida de Jesús. Esos datos em brionarios sirvieron para dar consistencia y señalar el comienzo de los detalles con vistas a la proclamación última cristiana. Cristo murió, había dicho Pablo. Fue sepultado y resucitó al tercer día. Se apareció a varios testigos acreditados, entre los que Pablo se incluía insistentemente. Era inevitable que con el tiem po se desarrollasen nue­ vos detalles narrativos alrededor de la proclamación nuclear de Pablo; y con el tiem po todo eso llegó a denom inarse el kérigma (es decir, la pri­ mitiva proclamación básica del contenido evangélico). Y como el kérigma giraba en torno a la experiencia de la Pascua de resurrección —fuera cual fuese dicha experiencia—, fue ésa sobre todo la que hubo de procesarse, para que las otras pudieran ordenarse en su significado compartido. D ado que esa experiencia pascual hacía su viaje hum ano a través del tiem po apoyándose en unas palabras humanas, sin duda que hubo de desarrollarse y embellecerse. En los prim eros años de la década de los ochenta, Marcos puso por escrito la historia de esa tra­ dición, según había evolucionado con el transcurrir histórico. La prim e­ ra com prensión del acontecim iento pascual fue de hecho el relato a tra­ vés del cual condujo la historia a su término.

La invitación de Marcos a creer

El relato de la Pascua de resurrección que presenta Marcos resulta notablem ente corto, considerando que describe un m om ento que en de­ finitiva cambió el mundo. Exactam ente 8 versículos contiene la narra­ ción marciana de aquel notable suceso, entre un total de 665 versículos que componen ese evangelio.1 Al acercarnos hoy a esos versículos debe­ mos tener en cuenta que los lectores originarios de Marcos no llevaron a dicho evangelio ningún conocimiento, imagen o m odelo de lo que iba a aparecer más tarde en otras tradiciones evangélicas. Para leer a Marcos por lo que Marcos dice, hemos de m antener nuestras mentes libres de otras versiones. No se puede leer a Marcos a través de los ojos de Mateo, de Lucas o de Juan; exactam ente igual que hay que acercarse a Pablo sin imágenes tomadas de la tradición evangélica en general. Como el evan­ gelio primero, Marcos fue también el único evangelio que la Iglesia cris­ tiana manejó durante al menos quince años, y tal vez hasta veinte. Leyendo así únicam ente a Marcos, podrem os exam inar el estadio de desarrollo que la tradición de la Pascua de resurrección había alcanzado en los prim eros años de la década de los ochenta. La historia marciana 76

i le la resurrección se nos presenta con un estudio fascinante, que cambia significativamente la sabiduría común de quienes se califican a sí mis­ il ios de cristianos tradicionales o conservadores y que, como tales, están nlrapados en las imágenes literales o físicas de un m undo prem oderno. i ina lectura cuidadosa de la Biblia en general, y de Marcos en particu­ lar, ciertam ente que no apoyará esos supuestos literalistas. El Evangelio de M arcos term ina de hecho sin m encionar para nada In creencia de los discípulos de que Jesús había sido resucitado de entre los muertos. Ése es un hecho literal. Los únicos discípulos que aparecen en el relato pascual de Marcos, son mujeres. A ntes Marcos nos inform a­ ba que los doce habían abandonado a Jesús y habían huido, por lo que 1 1 0 estaban presentes. Pero en ese relato ni siquiera las mujeres creen, sino que huyen confusas e incrédulas de la tumba. N ada dicen a nadie por el miedo que tienen. Ésta es la lectura literal del texto actual de Marcos. El relato marciano de la resurrección contiene tam bién un agente sobrenatural, que no está identificado de forma clara y al que se llama ángel. Marcos sólo habla de un joven vestido con vestiduras blancas. Cuando nosotros imaginamos un ángel en la tum ba de Jesús, lo hace­ mos pensando en relatos posteriores, no en Marcos. Muy bien podría haber aquí ecos de figuras angélicas; pero nada exige que así sea. Las vestiduras blancas eran el ropaje tradicional de quienes m oraban en el reino de Dios, a la vez que eran los ornam entos de los ministros litúr­ gicos. E n 2 M acabeos (3,26), un libro muy popular entre los círculos judíos del siglo anterior al nacim iento de Jesús, las vestiduras blancas las llevan los seres sobrenaturales. Y las vestiduras blancas son tam bién el traje de los redim idos que están en el cielo después del fin del mundo, según el libro neotestam entario del Apocalipsis (7, 9-13). Al contar M arcos la historia, que acabó conociéndose como la transfiguración, señaló el ca­ rácter celestial y trascendente de Jesús, describiendo sus vestiduras como de una blancura tan resplandeciente, que ningún blanqueador te­ rrestre sería capaz de lograr. Tenem os, pues, aquí, un indicio de las ves­ tiduras del reino de Dios con la descripción que M arcos hace del joven heraldo de la resurrección; pero su identidad sobrenatural, si de hecho se pretendía, quedó tan rebajada como para que en los evangelios pos­ teriores se agregase explícitamente su estatus angélico. Anotem os de paso que M arcos precisam ente se había referido a otro joven, cubierto únicam ente con una sábana de lino blanco, que hizo una aparición fugaz en el prendim iento de Jesús (Me 14,51). Uno no puede menos de admi­ rar esta conexión. 77

Observam os asimismo en Marcos que no hay guardias junto a la tum ba ni ninguna salida del sepulcro, ni lienzos funerarios, dejados allí como prueba de que el cuerpo había sido resucitado. Tal vez lo más im portante de este prim er evangelio es la sorprendente ausencia del Señor resucitado. El Evangelio de M arcos no conservó ninguna pintura o visión de Cristo resucitado. Una vez que la piedra selló la entrada de la tum ba, en el relato marciano Jesús nunca vuelve a ser visto por ojos humanos. Las mujeres, que habían acudido a visitar el sepulcro, dijeron que Jesús había resucitado; pero ellas no gozaron sin más de la presen­ cia del resucitado Señor. En consecuencia, su respuesta no fue la de la fe, sino la del miedo. Necesitamos asegurarnos el registro claro del impacto provocado por el relato marciano de la Pascua de resurrección, pues nuestras m en­ tes están deform adas por el collage, al que da pie la combinación de todos los relatos pascuales. Cuando, con este evangelio, entró en la tra­ dición cristiana la tum ba vacía, ésta no inspiró la fe. Ni la prim era pro­ clama de la resurrección. Yo sospecho que ambos hechos surgieron de una m em oria auténtica, que no puede negarse. Tal como figuraba el relato en la obra term inada de Marcos, constituía una invitación al lec­ tor para que hiciera lo que no habían hecho las mujeres: creer que Jesús había sido resucitado y no huir a la desbandada. Hay que decir ciertam ente que, cuando Marcos escribió, alrededor del año 70 d. C., la aparición futura de Jesús, prom etida pero no realiza­ da, significaba todavía una manifestación reveladora del futuro escatológico de Dios, y no una resucitación terrena y física. Por esas fechas no había aún connotaciones físicas vinculadas a la resurrección, al margen de lo que reclam en los literalistas bíblicos. Marcos, sin embargo, hizo dos adiciones primarias a la tradición en desarrollo. U na fue la imagen de una tum ba abandonada, que estaba ubicada en Jerusalén. La otra fue su sugerencia de que el poder resuci­ tar habitaba en el propio Jesús. El «ha sido resucitado» se convirtió en el «resucitó». El relato pascual estaba expandiéndose y avanzaba hacia Je­ rusalén. Marcos no trasladó en absoluto la experiencia local de la Pas­ cua de resurrección a Jerusalén. En la ciudad santa sólo localizó un sím­ bolo de esa experiencia con su relato acerca de la tum ba vacía de Jerusalén. Su m ensajero continuaba todavía diciendo que los discípulos tenían que m archar a Galilea para encontrarse con el Señor resucitado, porque aún no había resucitado en Jerusalén. La m emoria de que había sido en Galilea, donde de hecho había ocurrido el acontecim iento pas­ cual cualquiera que fuese, todavía se afirmaba en una fecha tan tardía, a unos cuarenta años de la crucifixión. 78

Edward Schillebeeckx en su análisis de este texto ve dos cosas, que escapan al lector profano.2 Prim era, encuentra en tal texto el desarrollo de una tradición pascual jerosolim itana, que a su parecer tiene connota­ ciones litúrgicas. Segunda, descubre una redacción marciana; es decir, los añadidos de M arcos y el com entario sobre la tradición jerosolim ita­ na en desarrollo. Sostiene que las adiciones m arcianas son, prim ero, las palabras del m ensajero a las m ujeres para que vayan a decir a los discí­ pulos y a Pedro que Jesús se les adelanta en Galilea y que allí se encon­ trará con los discípulos, «según os había dicho». Esto era claram ente material redaccional, pues rem itía a algo que Marcos ya había escrito. En el relato de la Ultima Cena, Marcos ponía en boca de Jesús: «Pero después que haya resucitado, os precederé en Galilea» (Me 14, 28). Marcos habría añadido simplemente esa nota a su historia de la tumba para enlazar el relato con su primitiva narración. En el proceso de com­ binar tradiciones habría hecho decir al mensajero las mismísimas p a­ labras que Jesús había dicho con anterioridad. Para disimular la torpeza de esa construcción, tuvo que añadir las palabras «según os había dicho» a las palabras del mensajero. El propio Schillebeeckx sugiere que la segunda redacción es la res­ puesta de las mujeres, que huyeron atónitas y no dijeron nada a nadie «porque estaban asustadas» (Me 16, 8). Era una respuesta extraña al retrato de cuarenta años posterior al acontecimiento. En mi opinión, el propósito de M arcos era describir la respuesta de las mujeres como idéntica a la de los doce al tiem po de la crucifixión. Los doce habían huido despavoridos. Y sospecho que a nadie dijeron nada. De este modo se lograban dos cosas. Prim era, se preservaba un recuerdo autén­ tico, fijo en la m ente de la Iglesia primitiva, por lo que hacía a la res­ puesta de los discípulos. Segunda, al m ostrar que las mujeres respon­ dían exactam ente igual a como lo habían hecho los hombres, Marcos declaraba de alguna m anera que tal respuesta era inevitable, m ejorando así un poquito al menos la imagen de los doce. Una vez retirado ese m aterial redaccional, Schillebeeckx se siente capaz de analizar la tradición de la tum ba de Jerusalén en el relato m ar­ ciano. Y sostiene que dicha tradición no era originaria, sino más bien reflejo de un desarrollo litúrgico, durante el cual una creencia apostólica en la resurrección llegó a asociarse con la visita al santo sepulcro, donde se celebraba una cerem onia litúrgica. Esa cerem onia podría haberse ce­ lebrado anualm ente en un lugar que llegó a identificarse con la tumba de Jesús. Schillebeeckx sugiere que en el texto puede escucharse el eco de una procesión, de una marcha de peregrinos por el camino de la cruz, con el episodio final que se realizaba en el sitio propuesto del sepulcro. 79

Supone Schillebeeckx que el joven de vestiduras blancas pudiera ser un ministro litúrgico, que llevaba un vestido blanco para representar su pa­ pel litúrgico en este drama. Esto vendría a ser —sugiere Schille­ beeckx— como una versión primitiva de lo que después se llam aron las estaciones de los cruzados. Cuando la procesión de los peregrinos llega­ ba al lugar designado como la tum ba de Jesús, podría haberse celebrado una liturgia más o menos así: D irector del culto (vestido de blanco): ¿A quién buscáis? Mujeres: Buscamos a Jesús de Nazaret, que fue crucificado. Director del culto: H a resucitado. No está aquí. Ved el lugar donde

lo depositaron. Esa liturgia se desarrolló en Jerusalén, de modo que pudo señalar los lugares santos en el curso y m archa de la historia cristiana. Su m ensa­ je era que quienes buscaban a Jesús en la tum ba siempre perm anecerían en tinieblas, con independencia de los contenidos de la tumba. Pero el m ensajero en el sepulcro sim plemente estaba recitando la proclam a de la Iglesia, su kérigma, que curiosam ente no difería del recitado de Pablo de que lo que él decía lo había recibido de otros y se lo transm itía a sus lectores «como de prim era importancia» (1 C or 15, 3). Hemos de recordar que un recorrido litúrgico a la m anera de los cru­ zados, que concluye con la visita al sepulcro, representa un estadio poste­ rior del desarrollo. No crea una fe; la expresa. No se habría desarrollado, de no haber sido ya antes una realidad la creencia de que Dios resucitó a Jesús. Este relato muestra cómo drama, liturgia y recitado de una histo­ ria se desarrollaron en torno a los últimos acontecimientos de la vida de Jesús. Saca a luz el material bruto sobre el que más tarde se construyeron unas leyendas: leyendas sobre entierros y tumbas vacías, sobre grandes piedras rodadas sobre la entrada y sobre ángeles sobrenaturales, e inclu­ so sobre apariciones de Cristo resucitado en el huerto al alborear de aquella prim era Pascua cristiana. En Marcos ya están sembradas las se­ millas; pero las leyendas aún no están perfectam ente estructuradas. M arcos ha dado los prim eros pasos hacia la objetivación de la histo­ ria de la resurrección, aunque situándola en Jerusalén. Al m eter a los discípulos y a Pedro en el anuncio del m ensajero, había em pezado a incorporar a los discípulos en la tradición jerosolim itana. Todavía no estaban allí; en el relato de Marcos aún estaban de hecho en Galilea, pero sus nom bres estaban ahora en la tum ba de Jerusalén. Con el tiem ­ po, las leyendas fueron engrosando hasta que los propios discípulos fue­ ron transferidos a Jerusalén y situados donde podían ser presentados 80

como acechando el vacío de la tum ba y sacando las conclusiones de la resurrección. Pero eso no ocurre todavía en Marcos. La celebración cúltica, actualizada de un m odo litúrgico con la pro­ cesión al supuesto lugar del sepulcro, fue el hilo de los datos interpreta­ tivos que M arcos incorporó a su evangelio. Esa celebración, creo yo, se convirtió en la m adre de las leyendas que afloraron en los evangelios posteriores. M arcos fue el prim ero de esos evangelios, y así podem os aislarlo y congelarlo un m om ento en el tiempo, de tal m anera que pode­ mos ver exactam ente qué creyó él que había sido el episodio de la Pas­ cua de resurrección el año en que escribió su evangelio. La tradición había crecido drásticam ente desde Pablo. Marcos tam bién nos ha intro­ ducido en una celebración cúltica y litúrgica, que apareció al comienzo de la historia cristiana. Ese acontecim iento tiene la capacidad de retro­ traernos en el tiem po para ver otras posibilidades. Por el m om ento lo único que debem os hacer es anotar, especular y archivar esas notas para una referencia futura. ¿Cómo suponer sem ejante liturgia, desarrollada en un lugar sem ejante? Volverem os sobre esta cuestión.

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Mateo: La polémica entra en la tradición

Cuando el Evangelio de M ateo entra en la corriente expansiva de la tradición cristiana, es ya mediada la década de los ochenta del siglo i. Más de diez años antes, la ciudad de Jerusalén había sido destruida por el ejército romano. Y con la destrucción de Jerusalén había disminuido la presencia judía en la vida de la Iglesia cristiana. Aquellos judíos que creyeron que Jesús era el Mesías prom etido se vieron bajo la presión creciente de las autoridades religiosas judías más conservadoras y orto­ doxas, las cuales veían en los cristianos judíos una daga que apuntaba al corazón del judaismo. Los judíos habían perdido su ciudad santa. Habían perdido su sagra­ do templo; sólo un m uro se mantuvo en pie. Junto a ese m uro lloraban los judíos, y llegó a conocerse como el M uro de las Lamentaciones. M u­ chos judíos habían huido de Jerusalén y en núm ero cada vez m ayor fue­ ron dispersándose por el m undo de habla griega, en el que las tradicio­ nes definidoras del pueblo judío fueron cediendo al sincretismo y cayendo en desuso. Ú nicam ente la sagrada Torah, la Ley mosaica, m an­ tuvo unidos a los judíos entre sí y preservó algún sentim iento de su his­ toria y tradición. En consecuencia, los judíos se hicieron cada vez más rígidos y cada vez más conservadores, literalistas y fundam entalistas respecto de la Torah. Los judíos cristianos eran gente que, por defini­ ción, relativizaban las exigencias de la Ley, por cuanto en Jesús no tan sólo descubrieron una realidad nueva, descubrieron tam bién un sentido de la gracia invadente, que parecía minimizar las rígidas ordenanzas legales. Los judíos cristianos no se adhirieron al rigor legalista, ni atribuyeron a las prescripciones de la Ley una santidad suprema. Por esas razones, entre otras más, creció la hostilidad entre los judíos rígi­ dos, que se atenían a las palabras literales de la Ley como su único sím­ 82

bolo superviviente, y los judíos cristianos que veían la Ley —según la frase de Pablo— como un m aestrescuela, que conduciría al pueblo hasta Cristo (Rom 2, 12). Para proteger de las erosiones su frágil tradición, los judíos iniciaron sus ataques contra los cristianos a propósito de las pretensiones de Je ­ sús; con la refutación de los judíos cristianos em pezaban a defender sus propias aspiraciones. Entre los años 70 y 85 del siglo i las apologías de los judíos cristianos contra sus atacantes judaicos em pezaron a cambiar la forma en que los cristianos contaban los relatos de su fe; y esas apolo­ gías se consignaron por escrito, incorporándose a la tradición cristiana en desarrollo.

Préstamo y ampliación para la dem ostración de un punto

El evangelio que llamamos de M ateo fue escrito por un judío cristia­ no durante el período de esa hostilidad creciente. Su autor fue un escri­ ba judío, experto en el arte del m idrash y dispuesto a defender las pre­ tensiones cristianas contra el ataque judío. El Evangelio de Marcos había dejado sin respuesta dem asiadas cuestiones como para ser de gran utilidad en aquella batalla. Por ello, el autor de M ateo (al que continua­ ré designando así, a pesar de que su autoría nunca se ha dem ostrado con seguridad) reescribió Marcos de acuerdo con sus propósitos personales. Esa su revisión la hizo utilizando el m étodo consagrado del midrash. Y hasta es posible que su m odelo fuese la reescritura midráshica del C ro­ nista del Antiguo Testam ento que, de acuerdo con sus propósitos espe­ cíficos, reescribió los libros hebreos de los Reyes.1 M ateo parece haber ignorado las latentes observaciones litúrgicas, asociadas al relato m arciano de la Pascua de resurrección. Con la des­ trucción del tem plo, tal vez las conexiones entre las tradiciones cúlticas judías y la interpretación cristiana de tales tradiciones se habían debili­ tado considerablem ente. Al paso y medida que los judíos iban convir­ tiéndose en ciudadanos grecoparlantes del m undo helenizado, y al tiem ­ po que sus vidas entraban en un contacto más estrecho con los gentiles, los servicios litúrgicos judíos fueron decayendo en núm ero y en im por­ tancia. Una vez descargadas de su énfasis, aquellas observancias rígidas un tiem po fueron mal interpretadas no tan sólo por los gentiles sino por los judíos ahora helenizados. Y no pasaría mucho tiem po sin que tales tradiciones pasasen de ser mal entendidas a quedar olvidadas. Para M ateo, el relato de la tum ba de Jerusalén no era la representa­ ción litúrgica de un elem ento fundacional. El relato de la tum ba era la 83

forma en que de hecho había alum brado la realidad de la resurrección. Marcos había hecho que su m ensajero confiase el mensaje de la resu­ rrección a las mujeres visitadoras del sepulcro, sólo para que las mujeres desobedecieran las instrucciones de ir a decir a los discípulos y a Pedro que fuesen a Galilea y que allí se encontraría con ellos Cristo resucita­ do. En Marcos, las mujeres no dijeron nada a nadie. H uyeron aterradas con una especie de asom bro tem bloroso. A los enemigos del movimien­ to cristiano les resultó fácil ridiculizar la conclusión tan débil de un re­ lato tan inadecuado. Y así M ateo re-escribió M arcos con vistas a una m ayor efectividad en la polémica que sacudía a la com unidad cristiana en la década de los noventa. M ateo em pezó por adaptar el texto para dar un mayor resalte a lo milagroso. El joven de Marcos, vestido de blanco, pasó a ser un ser cla­ ram ente sobrenatural, «un ángel del Señor». Su aspecto (es decir, su rostro) era «como un relámpago». Descendió a la tierra en m edio de un terrem oto. Los guardias cayeron al suelo tem blando de miedo y queda­ ron como muertos. El ángel removió la gran piedra de la entrada del sepulcro y se sentó sobre ella en señal de triunfo. En ese pasaje hay num erosos ecos del pasado judío. De hecho, casi en cada pasaje en que M ateo retoca a Marcos nos encontram os con un detalle y con una rees­ critura midráshicos. Con ánimo de preparar a sus lectores para su nueva versión, M ateo ha contado la historia de los sumos sacerdotes y los fariseos, que acuden a Pilato dem andándole que ponga guardias en el sepulcro. Calificaron a Jesús de «un impostor» y citaron su am enaza de que resucitaría después de tres días, para justificar su dem anda. El tem or declarado era que los discípulos de Jesús robarían su cadáver y proclam arían que había resu­ citado de entre los m uertos; con lo que «el último engaño sería peor que el primero», según declararon. Estas palabras claram ente reprodu­ cían el tono emocional y hasta el vocabulario que por entonces flotaba en el am biente con la polémica entre judíos y judeocristianos. Pero M ateo, como escriba judío experto en la tradición del midrash, encontró en las Escrituras hebreas otro héroe, que mucho tiem po atrás se había visto en una situación similar y al que de forma libre tomó prestado de aquel relato antiguo para volver a contar su historia. En el libro bíblico de Josué (transcrito «Iesus» en la versión griega del A n­ tiguo Testam ento, de la que M ateo se sirve cuando cita las Escrituras hebreas) el héroe Josué/Jesús puso una guardia de soldados en una cue­ va, en la cual tenía prisioneros a cinco reyes capturados. Para impedir que se escapasen, Josué cerró tam bién la boca de la cueva con una pie­ dra grande. Este relato se leía en el leccionario judío como segunda 84

lección en la liturgia del sábado tercero de nisán;2 era un sábado que caía poco después de Pascua y era muy familiar a los judíos, incluidos los judíos cristianos. M ateo tom ó la cueva, los guardias y la piedra, incorpo­ rándolos a su relato del dram a en la tum ba de Jesús. O tros detalles se tom aron de la historia de otro héroe judío del p a­ sado. Un joven de origen judío, llamado Daniel, tam bién había sufrido y por el sufrimiento había llegado a la gloria. Tam bién él había sido arro­ jado a una cueva parecida a una sepultura, a una cueva de leones. Y tam bién dicha «tumba» había sido cerrada con una gran piedra coloca­ da a su entrada, y había sido sellada con el sello del rey haciéndola in­ violable (D an 6, 17). Fue ese tipo de garantía el que, según M ateo, de­ m andaron los jefes de los sacerdotes y los fariseos poniendo un sello sobre la tum ba de Jesús. Así y todo, Daniel había salido ileso de la cueva de los leones. Y M ateo vio en ese relato antiguo una prefiguración de la salida de Jesús vivo de su tum ba, incorporando esos matices a su relato. Y el libro de Daniel proporcionó asimismo a M ateo su descripción del ángel. Cuando el joven Daniel estaba haciendo penitencia —conta­ ba la historia antigua— , se le apareció un ángel, cuyo rostro «parecía un relámpago» y sus vestidos eran «de lino resplandeciente»; a su apari­ ción, «se apoderó un gran terror de los hom bres que estaban conmigo y huyeron a esconderse» (D an 10,2-9). Ése fue el efecto que la presencia angélica tuvo sobre uno de los vasos escogidos por Dios, y M ateo se sirvió de ese relato para configurar su narración ampliada. No sería la última vez que Daniel iba a configurar la historia m ateana de la resu­ rrección, como veremos. Es necesario añadir otra nota que tam bién contribuyó a la no-originalidad del relato de M ateo. La actividad de los sumos sacerdotes —acudiendo a Pilato, asegurándose los guardias y poniéndolos de centi­ nelas en la tum ba— se desplegó en sábado, con una clara violación del descanso sabático. M ateo estaba tan impaciente por establecer sus te­ mas antijudíos, que fue insensible a las tradiciones de su pueblo, las cua­ les representaban un asalto a su propio relato. M ateo tom ó la respuesta de las mujeres en Marcos, orientándola claram ente en otro sentido. Ya antes en el relato m ateano se ha cam bia­ do el anuncio angélico. E n Marcos, el m ensajero habría dicho: «Ha sido resucitado, no está aquí». M ateo invierte el mensaje: «No está aquí, por­ que ha resucitado». E ra un cambio sutil, pero significativo. Han interve­ nido las influencias literalizantes. El cuerpo ha desaparecido porque Je ­ sús ha resucitado. La acción vira ahora por com pleto de Dios a Jesús. Lo ocurrido en la experiencia pascual ya no es una revelación del futuro escatológico de Dios, cumplido por el poder divino elevando a Jesús 85

hasta la presencia de Dios. Lo que ahora se ha realizado es una acción de Jesús en cum plimiento de su predicción sobre sí mismo. Las mujeres todavía respondieron con temor; pero el tem blor que según Marcos había acom pañado dicho anuncio se tornó en M ateo en una señal de éxtasis y de gozo grande. En una dirección opuesta al rela­ to marciano, M ateo hace correr a las mujeres para cumplir la orden angélica de com unicárselo a los discípulos. Pero aún no habían salido del huerto, cuando se toparon con el propio Cristo resucitado. Es éste el prim er relato en la historia escrita cristiana en que se describe la apari­ ción de Cristo resucitado. Y téngase en cuenta que este elem ento de la historia pascual no aparece hasta m ediada la década de los noventa de la era cristiana. Jesús saludó a las mujeres con la palabra «¡Salve!». E ra la misma expresión que M ateo había utilizado para contar el saludo de Judas Is­ cariote cuando Jesús fue apresado en el huerto. Las mujeres «se acerca­ ron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron» (M at 28, 9). En la anti­ gua historia hebrea de Elíseo tam bién la m ujer sunamita se abrazó a los pies del hom bre de Dios, antes de que éste le resucitase a su hijo (2 Re 4, 27 y ss.). En el relato de M ateo, el m ensajero sobrenatural y angélico se diluye ahora en la persona del propio Jesús; pero las p a­ labras que Jesús dice en este episodio son idénticas a las pronunciadas por el mensajero. Prim ero tranquilizó a las mujeres y después les dijo: «Id a llevar la noticia a mis herm anos, para que vayan a Galilea; allí me verán» (M at 28, 10). E n la narración de M ateo hay dos rasgos interesantes. En Marcos, el m ensajero se dirigía a las mujeres para que «dijeran a los discípulos y a Pedro»; pero M ateo lo cambió en «decid a mis hermanos». E ra una ci­ tación a toda la com unidad para que acudiese a Galilea. Segundo, aun­ que M ateo ha am pliado enorm em ente el relato de la tum ba añadiéndo­ le una aparición de Jesús, afirma sin em bargo el hecho de que los discípulos han de regresar a Galilea, si desean ver al Señor resucitado. A partir de M ateo em ergieron la tradición de la tum ba vacía y las tradiciones de apariciones de Jesús, que forzarían cada vez más la lo­ calización en Jerusalén del episodio de la resurrección. M ateo cierra después su relato con la historia de los soldados que fueron puestos para guardar el sepulcro. El añadido nos da una nueva idea del nivel de in­ tensidad que marcó la disputa entre judeocristianos y judíos. Esta vez, sin em bargo, vemos la polém ica desde el lado cristiano. Se nos dice que los soldados inform aron a los pontífices y que fueron sobornados para que mintieran. «Decid a la gente: “M ientras nosotros dormíamos, vinie­ ron de noche sus discípulos y lo robaron”» (M at 28, 13). «Impostor» y 86

«engaño» (M at 27, 63-64) fueron las expresiones judías en esta polém i­ ca. «A ceptadores de sobornos» y «mentirosos» fueron los térm inos cris­ tianos. M ateo concluía diciendo que esa versión de los hechos corría entre los judíos hasta sus mismos días (M at 28, 15). A hora la tardía tradición jerosolim itana ha sido literalizada. La ac­ ción ha sido transferida de Dios a Jesús. La tum ba vacía pasa a ser el signo de la verdad de la resurrección, sobre la cual judíos y cristianos se intercam biaron insultos acerados en sus ataques al adversario y en de­ fensa de la propia interpretación del acontecim iento pascual, del m o­ m ento en que nació la fe cristiana. Desde su proclamación extática, el relato había recorrido una larga distancia. A hora hasta los detalles de la narración am pliada se incorporaban a la dinámica apologista de ataque y defensa. En el Evangelio de Marcos estaba la prom esa de una aparición a los discípulos y a Pedro en Galilea. M ateo no se contentó con dejar sin describir esa aparición. Y aunque Jesús invitaba a sus «hermanos» a dicho acontecim iento, M ateo siguió la dirección marciana de que la apa­ rición galilea sería precisam ente para los discípulos. Ni siquiera se explicitó el nom bre de Pedro. Al no existir tradición alguna que proporcio­ nase los detalles de la aparición m entada, M ateo recurrió una vez más al m étodo midráshico. Y rem ontándose al libro de Daniel, aprovechó el retrato de una figura celeste, revestida de autoridad divina y humana, cuyo dominio se prolongaría para siempre (D an 12). M ediante la imagen del denom inado Hijo del hom bre, M ateo retra­ tó a Jesús apareciéndose desde el cielo a los once discípulos sobre la cima de una m ontaña de Galilea. A esa m ontaña especial encaminó Je ­ sús a sus discípulos, según M ateo; aunque sin haber indicado cuándo Jesús les señaló tal dirección. El evangelista M ateo m uestra una simpa­ tía por las m ontañas, como se echa de ver en su retrato de Jesús como un nuevo Moisés, otorgando la nueva ley del monte Sinaí con el que llam a­ mos el Sermón de la M ontaña. A hora, Jesús resucitado hace una apari­ ción sobre un monte. Y en la concepción de M ateo está perfectam ente claro que Jesús llega a la m ontaña desde el cielo; no como un simple mortal, que trepa a la misma desde su base. Los discípulos, al igual que las mujeres en el huerto, lo adoraron. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra», les dijo Jesús (M at 28, 18). Estas palabras ofrecen una imagen del Jesús exaltado muy diferente del cuerpo resucitado que habló a las mujeres fuera de la tum ba en la prim era viñeta de M ateo. A quí Jesús es el exaltado y encum brado por Dios hasta el cielo. En M ateo no hay ningún indicio de una ascensión como un acto separado; lo cual hace que el relato m ateano, bastante 87

desm añado, de una aparición de Jesús a las m ujeres en el huerto tenga resonancias de escasa o ninguna autenticidad. M ateo, sin em bargo, presenta ahora a Jesús encargando a sus segui­ dores que hagan discípulos a todos los pueblos. Era un tem a caro a M a­ teo, cuando había presentado a Jesús como el hijo de A braham , por quien serían bendecidas todas las naciones del mundo. A ese encargo agregó después M ateo la fórmula bautismal: los discípulos tenían que ser bautizados «en el nom bre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Dicha fórmula no podía proceder de labios de Jesús, pues representaba un desarrollo teológico, que no se dio hasta bien después de que term i­ nara la vida terrena de Jesús; pero por aquella época ya se había difun­ dido, como lo dem uestra una referencia similar en la carta prim era de Pedro (1 Pe 1,2). Se trataba de una fórmula destinada a jugar un papel decisivo en el desarrollo del credo y de la teología cristianos en los cuatrocientos años subsiguientes. Michael G oulder sostiene que el Evangelio de M ateo fue escrito para transform ar el ciclo litúrgico hebreo añadiéndole unas lec­ turas cristianas. Y sugiere que este pasaje especial tenía que leerse en la Pascua de resurrección, cuando los catecúm enos esperaban a ser bauti­ zados. «¿Qué más conveniente, que el que se citase en tal ocasión la autoridad de Jesús resucitado?», pregunta G oulder.3 Un rito eclesiásti­ co podía así justificarse con una palabra del Señor. El relato del evangelio m ateano llega ahora a su fin. Al comienzo del mismo había presentado M ateo al ángel diciendo a José que el hijo de M aría sería el Em m anuel, que significa «Dios con nosotros». Y ahora concluye su historia haciendo que Jesús se autoproclam e diciendo que personalm ente es lo que significa Em m anuel: «Mirad, yo estaré con vo­ sotros hasta el final de los tiempos» (M at 28, 20). El Mesías judío de M ateo ha pasado a ser el Cristo cósmico del m undo entero.

Lo que supusieron los cambios de M ateo

Vemos que el relato de la Pascua de resurrección presenta saltos cuantitativos en M ateo. El Jesús exaltado, que reinaba en el futuro eter­ no de Dios, que se aparecía desde el futuro a determ inados testigos como primicias del reino de Dios, se presenta ahora como un ser semifísico en la historia, que habla a unas mujeres para que éstas se abracen a sus pies adorándolo. El relato del acontecim iento pascual estaba cam­ biando su contenido, estaba haciéndose más vivido, más concreto y más milagroso. Esto no habría representado ningún problem a en ese 88

período de la historia; pero en una época posterior esos mismos detalles literalizados contribuirían a que muchos se apartasen de la causa de Cristo. Esos mismos detalles acabarían siendo para muchos cristianos fundam entalistas la piedra de toque de los verdaderos creyentes, los cuales insistirían en el literalismo de unos aspectos del relato pascual que de hecho se desarrollaron muy tarde. En un program a televisivo de la British Broadcasting Corporation, emitido a comienzos de la década de los noventa, estuve viendo a un periodista que entrevistaba a un clérigo acerca de la Pascua de resurrec­ ción. Y su prim era pregunta fue: «¿Estaba vacía la tumba?». La respues­ ta que el tal clérigo diera, afirmativa o negativa, decidiría al periodista, y probablem ente tam bién a su audiencia, a considerar cristianos o no a los clérigos a tenor de sus respuestas. A quel program a televisivo suscitó un anim ado debate en el Reino Unido. Muchos creían que el aconteci­ m iento pascual podía ser real o verdadero, sólo si la tum ba estuvo de hecho vacía. Fue un penoso ejercicio de ignorancia bíblica, como espero que dem uestre el presente análisis. Lo que fue y es la Pascua de resu­ rrección tuvo y tiene que ser algo más que el relato acerca de un cuerpo que abandonó una tum ba hace casi dos mil años. Hemos de insistir en ver cómo continuaron desarrollándose los deta­ lles, antes de intentar com prender cómo vieron los prim eros cristianos a ese Cristo resucitado. Sólo entonces podrem os iniciar un viaje de re ­ torno en el tiem po hasta el punto de origen, en que formulamos la p re­ gunta especulativa pero necesaria: ¿Cómo llegó a creer la gente que un hom bre crucificado había conquistado la m uerte? ¿Q ué ocurrió de he­ cho para que unos hom bres y unas mujeres desesperados se convirtie­ ran en testigos animosos, que creían que Jesús vivía y que habían visto al Señor? ¿Q ué pasó con ese Jesús, que forzó a abrir la misma definición de Dios entre hom bres y mujeres del judaismo, de m odo que llegaron a ver a Jesús dentro de tal definición? A medida que observam os el desa­ rrollo de la tradición pascual a través de su historia primitiva, esas pre­ guntas se hacen cada vez más aprem iantes. M ateo ha am pliado de form a drástica el relato de la Pascua de resu­ rrección; pero no se ha acercado a los límites en que emergió ese relato. Avanzamos ahora hacia la fase siguiente de su desarrollo.

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7 Lucas: El giro hacia la comprensión de los gentiles

Para la época en que el llamado Evangelio de Lucas entró en el m undo de los escritos cristianos habían ya pasado alrededor de treinta años, después de que Pablo hubiera descrito la tradición del aconteci­ m iento pascual en su prim era carta a los Corintios. Y tal vez habían pasado no menos de cuarenta desde que el propio Pablo escribía a los G álatas haber visto al Señor Jesús. H abían transcurrido asimismo unos veinte años desde que Marcos publicó el prim er evangelio cristiano. El ritm o acelerado del cambio, que ya se observaba en el Evangelio de M ateo, no hace más que avivarse en el período en que aparece el Evan­ gelio de Lucas. El cristianism o ha continuado alejándose cada vez más de ser un m ovim iento judío. Se ha ido alejando de su epicentro palesti­ no hacia los judíos de la dispersión, hacia el m undo de los gentiles. Ése ha sido el camino seguido por la Iglesia. A ntes de que Lucas completase su narración, no sólo estaba establecida la orientación hacia los gentiles, sino que estaba perfectam ente controlada. Es necesario advertir que la misma persona que escribió el Evange­ lio de Lucas es tam bién el autor del libro de los Hechos de los A pósto­ les. Su relato em pezaba con la familia de Jesús m archando de Galilea a Judea, para em padronarse según la orden de Augusto. A unque ese au­ tor hablaba de un nacim iento en Belén, la ciudad de David a pocos kiló­ metros al sur de Jerusalén, rápidam ente trasladó a Jesús y a su familia a la ciudad santa, para la liturgia de la presentación en el tem plo y de la purificación de la m adre (Le 2,22). Jerusalén atrajo a este autor en for­ ma abiertam ente dram ática. Pronto presentó en su relato a Jesús, de doce años, yendo de Galilea a Jerusalén. Desde Galilea a Jerusalén marchó Jesús, ya adulto, al tiem po de la Pascua. Y, creía él, desde Jeru­ salén tenía que ser proclam ado el mensaje de Jesús a las naciones. Su 90

segundo volumen, denominado oficialmente Actos o Hechos de los Apóstoles, no se completó hasta que el evangelio se transfirió desde Jeru­ salén, capital del mundo judío, hasta Roma, capital del mundo entero. Inevitablemente ese énfasis dom inante tenía que afectar al modo en que el autor contó la historia del m om ento originario del cristianismo.

Un puente entre el mundo gentil y el mundo judío

¿Q uién era Lucas? Pudo ser el prim er, y único, gentil en escribir lo que se conocería como una Escritura cristiana, o fue un judío helenizado por completo. Si fue un gentil, habría que reconocer que había p e­ netrado profundam ente en la órbita del judaism o en su búsqueda de un culto auténtico. De tratarse de un judío helenizado, habría sido alguien que avanzó mucho más allá de sus raíces para m eterse en un m undo que era prim ordialm ente gentil y pagano. En mi opinión habría sido un gen­ til prosélito, una de aquellas personas paganas que frecuentaban las si­ nagogas judías en busca de algo que llenase el vacío dejado por los dio­ ses que en tiempos habían habitado el Olim po.1 Los gentiles acudían a las sinagogas judías en tal núm ero que hubieron de tom arse medidas al respecto. La unicidad de Dios y las exigencias éticas de ese Dios, expre­ sadas en norm as como los Diez M andam ientos, fueron los centros de atracción para los paganos. Según parece, fue a ese grupo de adoradores gentiles al que Pablo dirigió sus llamadas más insistentes en sus viajes por las sinagogas de todo el m undo m editerráneo. Y fue sobre los hom ­ bros de esos prosélitos paganos desde donde el cristianismo acabó sal­ tando la barrera del judaism o y se convirtió en una institución occiden­ tal, influyendo profundam ente en la forma de vida del m undo gentil. Eso significa que durante al menos una o dos generaciones de cris­ tianos de la gentilidad persistió una honda conexión con las realidades judías. El autor del Evangelio de Lucas parece haber estado especial­ mente familiarizado con algunos aspectos de la herencia judaica, como podían ser los relatos de la travesía del mar Rojo, la peregrinación por el desierto y las expectativas mesiánicas. Tam bién le son notablem ente fa­ miliares algunos personajes bíblicos, como Moisés, Elias, David, Salo­ món, Isaías, M iqueas y Daniel. No fue, como M ateo, un experto en la tradición del midrash judaico; pero supo cómo m anejar las Escrituras hebreas en busca de pistas con las que aclarar a sus lectores las nuevas formas en las que se estaba contando la vieja historia. Lucas reflejaba asimismo una visión del m undo que escapaba no­ tablem ente a las fronteras del judaismo. Cuando quiso contar la genea91

logia de Jesús, rem ontó su línea ancestral hasta Adán, el padre de todo el género hum ano, en contraste con M ateo, que sólo se rem ontó hasta el patriarca A braham , el padre de los judíos. Lucas es el único que incluyó en su relato la parábola del buen sam aritano, que suponía un golpe al prejuicio más emocional en la vida del pueblo judío. Lucas escribió el episodio de la buena disposición de Pedro a dejar de lado las prescrip­ ciones dietéticas al servicio de una visión universal, que el propio Pedro articuló con estas palabras: «En verdad ahora com prendo que no tiene Dios acepción de personas, sino que le es agradable quien le teme y practica la justicia, de cualquier nación que sea» (Act 10, 34-35). Era ésta una imagen de Pedro bien diferente de la trazada por Pablo en la carta a los G álatas (Gál 1-2). Pero habían pasado bastantes años entre la redacción de G álatas y la publicación del libro de los Hechos de los Apóstoles; y la presencia de los gentiles en la Iglesia no tan sólo se había establecido, sino que había llegado a ser predom inante. Lucas fue el prim er autor en escribir acerca de ese predom inio gentil, y lo hizo con clara complacencia. Cuando analizamos el relato pascual de Lucas, descubrimos los sal­ tos cuantitativos que se han dado en esa tradición. Las imágenes de la mitología judaica, de la antropología y las visiones apocalípticas, pre­ sentes en Pablo, en M arcos y, en m enor medida, en M ateo, han sido sustituidas en Lucas por la que Schillebeeckx llama imagen del «modelo de rapto» y Reginald Fuller la imagen del «hombre divino» (en griego: theios anér). E ra una imagen que, según Schillebeeckx, podían entender los gentiles por haberse popularizado con la mitología rom ana.2 En ese m odelo, cuando moría una persona piadosa o heroica, desaparecían por com pleto todos sus restos humanos, pues se creía que tal persona había sido arrebatada al cielo. Lucas destacó el contraste con David, que to­ davía continuaba en su tum ba, según el libro de los Hechos de los A pós­ toles (2,29). Esa vida ahora divina se m aterializaría norm alm ente desde el cielo, especialm ente para quienes llevaban a cabo la obra terrenal del difunto. Cuando el personaje heroico, hom bre o mujer, se m aterializa­ ba, era reconocible por los humanos. Los relatos mitológicos sobre Rómulo, el fundador de Roma, utiliza­ ban ese m odelo de hom bre divino. En esa historia, el Róm ulo glorifica­ do revelaba al pueblo de Rom a que César era «señor del mundo». En opinión de Schillebeeckx, Lucas habría copiado esa imagen; pero se la aplicó a Jesús de N azaret con vistas a una contrarreclam ación dirigida al pueblo del imperio rom ano. El señor del m undo no era César, venía a decir Lucas. El Señor de todo el imperio era Jesús de Nazaret, quien tam bién era el Cristo que había sido levantado hasta Dios.3 Al servicio 92

de esa imagen, Lucas tuvo que refundir la tradición resurreccionista, la cual, después que él term inó su obra, ya nunca sería la misma.

Cóm o Lucas cambió la historia

Para em pezar, Lucas transform ó radicalm ente el relato de la tum ba vacía. En Marcos, las mujeres encontraron la piedra apartada; pero no se habían m olestado en inspeccionar más de cerca el sepulcro. En Lu­ cas, por el contrario, penetran en la tumba, la exploran y com prueban que está vacía. Para Lucas, ese dato constituía por sí solo una prueba de la resurrección. Entonces, entre perplejas y asom bradas, las mujeres no vieron sino a dos hombres, de vestiduras deslum brantes, quienes inter­ pretaron lo que ya las mujeres habían descubierto. La pregunta de los ángeles es, pues, diferente, ya que supone la resurrección: «¿Por qué buscáis entre los m uertos al que vive?» (Le 24, 5). Segundo, Lucas negó la ubicación galilaica para una parte del dram a pascual. Y para librarse él mismo de esa tradición cambió el mensaje del ángel en M arcos y el mensaje del propio Jesús en M ateo, que ordenaba a los discípulos encam inarse a Galilea. A hora se convierte en una rem e­ moración angélica de que m ientras Jesús estaba en Galilea les había dicho que la resurrección sería un hecho. Tercero, en ese anuncio angélico Lucas introdujo uno de sus temas teológicos preferidos: el de la necesidad divina. El Hijo del hom bre «de­ bía», tenía que ser entregado, dijo el ángel. E ra una nota que resonaría una y otra vez en el dram a lucano. El cuarto cambio se advierte en el com portam iento de las mujeres. Los cuatro evangelios difieren entre sí en las respectivas listas de muje­ res que com partieron aquella experiencia. Más im portante es que las mujeres de Lucas regresan de inm ediato a los discípulos para darles el mensaje. Según el Evangelio de Lucas, los discípulos estaban todavía en Jerusalén, y bruscam ente entrarían en el relato de la tum ba vacía. En ningún otro evangelio habían pasado los discípulos de ser un simple nom bre pronunciado en el escenario de la tum ba vacía. A hora se con­ vertían en los actores del drama. El relato de la tumba vacía no tuvo ya ni la forma ni el sentido de una liturgia. Había pasado a ser una parte esen­ cial del evento histórico, objetivo y literal, llamado Pascua de resurrec­ ción. Habían sido necesarios sesenta años para hacer el viaje desde la crucifixión de Jesús hasta la literalidad de la tum ba vacía como prueba de su resurrección; pero en Lucas ahora ese viaje se completaba. En Lucas, los once parecen ser un grupo aum entado. Las mujeres 93

fueron a decir a los once «y a todos los demás». Lucas ha ido am pliando constantem ente el grupo inicial, y muy especialmente en su relato de Pentecostés (Act 2); pero ya antes pueden encontrarse indicios de esa tendencia en su texto (Le 8, 10; 19, 9-11). Quizá fue ésa su m anera de predecir que el destino de la Iglesia sería el de ser mucho más amplia y acogedora de cuanto podía inferirse de un grupo de once varones judíos. Tras una expresión inicial de duda e incredulidad, el relato describe la m archa a la tum ba de Pedro. Se com binaban así Pedro y el sepulcro. Hubo algunas controversias acerca de si esta parte del relato lucano era un añadido posterior para arm onizar Lucas con el cuarto evangelio. El texto de la Revised Standard, por ejemplo, omitió ese versículo (24,12) acerca de la visita de Pedro a la tum ba, poniéndolo en nota a pie de página. Sin em bargo, en el episodio siguiente hay una referencia a dicho versículo; y dado que el tal episodio parece ser una parte original y au­ téntica del Evangelio de Lucas, yo no veo razón alguna para pensar que el versículo en cuestión fuese un añadido editorial tardío. La visita de Pedro al sepulcro hace tam bién más literales los detalles del milagro. La tumba estaba vacía. Los lienzos funerarios yacían allí. Y la tum ba se convierte ahora no en signo, sino en prueba de la resurrección. Lucas procede después a contar un episodio repetido de alguna m a­ nera en la Biblia. Es una joya de elegancia; pero sirvió también para realzar el aspecto físico de la resurrección de una forma singular, e im­ plicaba el «modelo de rapto» o el concepto de hom bre divino, que Lu­ cas adoptó para la resurrección. En dicho episodio, Cristo resucitado m archa sin ser reconocido con Cleofás y un com pañero por el camino de Emaús. Jesús hablaba con ellos acerca de las Escrituras, m ientras ellos luchaban con su aflicción y con la pena de la ejecución de Jesús. Jesús les abrió las Escrituras m ostrándoles que la aflicción y la pena eran pa­ sos en el sendero hacia la gloria, necesarios según el plan divino. A caba­ ron comiendo juntos, y al partir Jesús el pan ellos lo reconocieron como el Señor resucitado; tras lo cual él desapareció. Cleofás y su com pañero regresaron de inm ediato a Jerusalén para referírselo a los discípulos, quienes sólo estaban inform ados de que Cristo resucitado también se le había aparecido a Pedro. Muchos son los com entaristas que han especulado sobre la identidad de Cleofás. La mayoría tiende a identificarlo con el Cl(e)ofás de Juan 19,25 y sugiere que era hijo de un herm ano de José y padre de Simeón, que llegó a ser el jefe de la Iglesia de Jerusalén a la m uerte de Santiago. A unque esa especulación se hizo popular, nunca pasó de ser más que una especulación. En su forma primitiva, el relato de Em aús era reminiscencia de un 94

tema popular folclorístieo y legendario, en el que alguien aloja en su casa a un ser sobrenatural pensando que hospeda a otra persona. Ese tipo de relatos lo recuerda la C arta a los Hebreos, la cual exhorta a sus lectores a practicar la hospitalidad con los extranjeros, pues «por practi­ carla, algunos hospedaron ángeles sin saberlo» (H eb 13,2). E ra también algo parecido al relato del Génesis, en el que A braham recibe y atiende a unos mensajeros divinos, quienes llegaron en forma hum ana para de­ cir al anciano patriarca que él y su mujer Sara tendrían un hijo. Más tarde, los mismos mensajeros divinos fueron para avisar a Lot que huye­ ra de la ciudad perversa de Sodoma (G én 18, 1-9; 19, 1-3). Una vez separados los tem as teológicos lucanos del diálogo m ante­ nido en el camino de Emaús, el núcleo del relato parece contener cuatro puntos: el resucitado se ha aparecido como un viajero de incógnito; se ha encontrado con unos discípulos, que podrían estar incluidos en la frase de Pablo «todos los apóstoles» (1 Cor 15,3-5); manifestó su identi­ dad en una comida corriente; y desapareció. El Jesús terreno caminaba con sus discípulos, enseñaba a sus discípulos, com partía la comida con ellos, y al m orir desapareció de su vista. Estos recuerdos de unas expe­ riencias terrenales se leyeron sim plemente en la clave o m odelo de Cris­ to resucitado, como el hom bre divino o siguiendo el m odelo del rapto. Hay, sin em bargo, dos notas en ese relato del episodio de Em aús que tienen acentos de autenticidad. U na es la disposición de ánimo de Cleo­ fás y de su com pañero al comienzo del viaje. Parece ser un reflejo preci­ so de la m entalidad de los discípulos después de la crucifixión o antes del acontecim iento pascual: «Nosotros esperábam os que él iba a ser quien libertara a Israel». Tal esperanza se había derrum bado por com­ pleto con el hecho de la crucifixión. La segunda nota del relato que parece auténtica es su alusión a una experiencia litúrgica de gran porte o alcance: la Eucaristía. Al tiem po en que se escribió el Evangelio de Lu­ cas, la cena común de la Iglesia se concebía al parecer en un sentido exclusivo, para ser el encuentro entre los creyentes y el Señor de la vida. Por sobre todo eso, Lucas utilizó el relato para retratar a Cristo como alguien que abría y explicaba las Escrituras, incluyendo a Moisés (la Torah), los Profetas y los Salmos, viendo todo ello como referido a Jesús crucificado y resucitado. Ésta fue incuestionablem ente una gran preocupación de la prim era o la segunda generación cristiana. La tradi­ ción midráshica com binaba fácilmente con el sentir lucano sobre la ne­ cesidad divina de los acontecim ientos que condujeron a la crucifixión de Jesús. La historia del Salvador paciente, afirmaba Lucas, no estaba es­ crita en los astros, sino en las Escrituras. En la ideología de Lucas era igualmente ineludible. Lucas estaba dando consistencia a las viejas pa­ 95

labras de Pablo, cuya confesión de fe en el señorío de Jesús se apoyaba en el convencimiento de que tales cosas habían ocurrido «según las E s­ crituras». C uando Lucas devolvió este episodio a Jerusalén, afirmaba sin deta­ lles narrativos de cualquier tipo el prim ado de Pedro, al referir los once a los dos discípulos de Em aús que el Señor estaba vivo y que se había aparecido a Pedro, aun antes de que los dos viajeros hubiesen contado los detalles de su experiencia. Es necesario observar que, en este episo­ dio de Em aús, Lucas está adm itiendo que la prim era experiencia del Cristo resucitado fue para quienes habían huido de Jerusalén a seguido de la m uerte de Jesús; que tal experiencia estuvo conectada con la parti­ ción del pan, que estuvo preparada por la reinterpretación de las Escri­ turas y que impuso el retorno de los discípulos a Jerusalén para com uni­ carles la buena nueva. Con esos incidentes Lucas captó, en mi opinión, un recuerdo autén­ tico; pero lo hizo en un relato no auténtico. Puso de manifiesto, creo yo, el movimiento efectivo, el orden histórico de unos acontecim ientos en las vidas de los discípulos, y lo hizo en una secuencia apropiada. Pero, con vistas a proteger la tradición del centralismo de Jerusalén, ubicó dicha historia en un lugar equivocado. Volveremos sobre este concepto un poco más adelante. Por ahora, Lucas consigue hacernos adm irar cómo un nom bre insignificante cual era el de Cleofás, que no aparece m encionado en ningún evangelio escrito,4 pudo haber jugado un papel tan esencial en el dram a del nacim iento del cristianismo. Cómo pudo ocurrir es algo que se ha perdido para siem pre en el seno de la tradición cristiana en expansión. Lucas ha devuelto ahora el grupo de los discípulos a Jerusalén, don­ de discuten entre sí tanto el episodio de Pedro como el de los discípulos de Emaús. El tiem po parecía ser la tarde del prim er día de la sem ana, y así la escena era adecuada para que Lucas diese su versión del elem ento descrito muchos años antes por Pablo, para quien Jesús se apareció a Cefas y después se apareció «a los discípulos». Esa aparición, sin em bar­ go, era drásticam ente diferente de cualquier otra experiencia que jam ás se hubiera formulado en ningún escrito cristiano. Ni siquiera el relato m ateano de la aparición de Cristo resucitado en la cima de una m ontaña de Galilea —episodio en el que Cristo proclam ó que se le había dado «todo poder en el cielo y en la tierra» y encargó a los discípulos un m inisterio de enseñanza a escala planetaria y bautizar a todas las gentes, al tiem po que les prom etía Su presencia de eterno Em m anuel— en­ lazaba tan estrecham ente con lo que Lucas se dispone a contar ahora. La aparición m ateana era claram ente la del Cristo glorificado en el cie­ 96

lo. Lucas nos presenta ahora la aparición de un Jesús resucitado física­ m ente pero aún no ascendido al cielo, que había escapado a las ataduras de la m uerte en el sepulcro. La única sugerencia de esta imagen en los escritos cristianos anteriores a este m om ento había sido la del m ensaje­ ro angélico, que se difum inaba en el Cristo resucitado y repetía el m en­ saje del ángel a las mujeres, en el relato m ateano de la tum ba vacía; Lucas tom ó la imagen y la exaltó dram áticam ente. D etrás de ese relato de Lucas estaba su división de la exaltación de Jesús en dos escenas distintas y separadas en el tiempo. Para Lucas, prim ero fue la resurrección de Jesús del sepulcro, y mucho después fue su ascensión al cielo. Entre esos dos datos Lucas colocó las apariciones, todas desde la perspectiva del hom bre divino o del m odelo del rapto. En ese proceso de fragm entar en dos acciones separadas el aconteci­ miento de la Pascua de resurrección, Lucas cambió tam bién para siem­ pre el modo de hablar de la resurrección de Jesús. La acción por la que Jesús fue devuelto del sepulcro a la vida, se la atribuía ahora, no a Dios, sino al propio Jesús. Jesús pasó a ser su propio resucitador. Dios no lo resucitó. La tum ba vacía ya no era una señal de que Jesús reinaba en el cielo por la acción de Dios. La tum ba vacía era ahora una señal de que la persona difunta había salido del sepulcro y caminaba, hablaba y co­ mía; una persona que había vuelto a la vida como alguien que ha sido resucitado. Desde que Lucas eligió esa m anera de presentar la resurrección se vio forzado a desarrollar un relato que tuviera en cuenta la partida final de Jesús de este mundo. El episodio de la ascensión, que sólo se en­ cuentra en Lucas, se convirtió así en una necesidad. Fue en ese episo­ dio donde la voz pasiva originaria de la resurrección (Jesús fue resuci­ tado por Dios) llegó a encontrar su alojam iento perm anente en la tradición cristiana. Según Lucas, Jesús se levantó del sepulcro. La for­ ma activa del verbo pasó ahora a ser el lenguaje de la resurrección. Pero fue ascendido por Dios al cielo. Así, la forma pasiva del verbo se convirtió en el lenguaje de la ascensión; aunque el relato de Lucas con­ tiene todavía un indicio de que el propio Jesús fue la fuente de su as­ censión a los cielos. Mas cuando los discípulos discutían entre sí acerca de las experien­ cias del día pascual, que habían abierto sus ojos, Jesús se materializó repentinam ente en m edio de ellos. No era un acontecim iento infrecuen­ te en la tradición del modelo del rapto, que dom inaba la inteligencia lucana de la resurrección. En una nota, que recuerda muy de cerca el episodio de Jesús cam inando sobre las aguas en Galilea, los discípulos se asustaron y creyeron estar viendo un espíritu. Parece como si ni si­ 97

quiera el relato de los discípulos de Em aús y el relato de Pedro de que había visto al Señor resucitado los hubieran preparado por entero para tal acontecimiento. Jesús respondió a su miedo y asom bro invitándoles a tocarle y palparle. Les indicó que un espíritu no tenía carne y huesos como los que tenía él. Presionando sobre esa imaginería física, Jesús les pidió algo de comer, y ellos le presentaron un trozo de pescado asado, que él comió delante de ellos. Entonces se convertía Jesús de nuevo en el portavoz de la com pren­ sión teológica de que la vida de Jesús era el cumplimiento de la Escritu­ ra, la vivencia de un sentim iento de realidad inevitable, que está escrita en el plan eterno de Dios. Frases como «era necesario que» y «la Escri­ tura tiene que cumplirse» se em plearon una y otra vez. Como el Cristo resucitado de M ateo hizo en Galilea, tam bién Jesús hizo unos encargos a sus discípulos; pero ahora era un encargo divino con palabras teológi­ cas de Lucas. El arrepentim iento y el perdón serían predicados a todas las naciones en nom bre de Jesús. Aquellos discípulos iban a ser sus testi­ gos; pero tendrían que perm anecer en Jerusalén hasta que fuesen reves­ tidos con el poder de lo alto. M ateo hizo prom eter al Cristo resucitado que estaría siempre con ellos. Lucas entendió que la presencia eterna de Jesús iba a ser el Espíritu Santo, que por entonces había em ergido en Lucas como una entidad distinta del espíritu de Jesús. Ese Espíritu des­ cendería sobre ellos más tarde en otro relato, que hemos dado en llamar Pentecostés. Lucas tenía que rem over la presencia física del Jesús resu­ citado, que él mismo había creado en buena medida, antes de que el Espíritu vivificante universal descendiera para m orar siem pre con los discípulos. Y así los discípulos estuvieron a la expectativa en la ciudad de Jerusalén hasta tanto que la prom esa de Jesús se cumplió. Nos extraña que no se escuche aquí el eco de otro recuerdo. A la m uerte de Jesús, los discípulos huyeron asustados de la ciudad. Tal vez ahora se les estaba dando una segunda oportunidad de redim irse a sí mismos. En ambas ocasiones Jesús estaba separado de ellos. Esta vez, no obstante, Jesús les ordenó que hicieran algo que antes no habían hecho, a saber: perm anecer en la ciudad hasta que fueran revestidos con el poder de lo alto. A ntes de partir, Jesús los bendijo. Recordem os que Lucas iniciaba su relato evangélico con la visión de Zacarías, padre de Juan Bautista, que estaba en el tem plo pero que por causa de su mudez no podía bendecir al pueblo. El único a quien señaló el hijo de Zacarías era ahora, aseguraba Lucas, el que iba a dar la bendición del sumo sacerdote. No se otorgaba desde un tem plo terreno, sino que era más bien Jesús quien se preparaba para entrar en el mismísimo tem plo de Dios en el cielo. 98

Se nos dice que los discípulos regresaron al tem plo de Jerusalén, a esperar hasta que ese tem plo fuese proclam ado para siempre jam ás como el centro desde el que acabarían siendo bendecidas las naciones todas de la tierra. A la luz de esto, tal vez el episodio de Jesús purifican­ do el tem plo, con el propósito de que fuese una casa de oración para todos los pueblos, sea de hecho un acontecim iento posterior a la resu­ rrección y parte de la proclam a pascual de los discípulos, que se retroproyectaba a la vida de Jesús sobre la tierra. Lucas relató el episodio de la ascensión de Jesús con todo porm enor físico en el capítulo 1 de su volumen segundo, el libro de los Hechos de los Apóstoles. La visión que Lucas tiene de la resurrección como una resucitación le obligó de alguna m anera a hacer recorrer al Jesús real­ mente físico su tram o de camino hasta la misión de la Iglesia, que im­ pulsada por el Espíritu llevaría el mensaje de ese Jesús hasta el centro mismo del m undo conocido. Y así como la com prensión lucana del resu­ citado era crasam ente física, tam bién lo fue su idea de la ascensión de Jesús. Lucas estuvo claram ente influido por el relato de Elias arrebata­ do hasta Dios. El midrash seguía dejándose sentir; pero m ientras que Elias necesitó de un carro de fuego, Jesús ascendió por sí mismo. C uan­ do el cuerpo de Jesús se elevó físicamente sobre las nubes, los dos ánge­ les que habían adornado la tum ba en el relato resurreccional de Lucas hicieron una segunda aparición para interpretar el significado de la as­ censión ocurrida: «¿Por qué buscáis entre los m uertos a quien está vivo?», preguntaron junto a la tumba. «¿Qué hacéis ahí parados mi­ rando al cielo?», fue ahora su pregunta. Jesús había ascendido a su trono celestial. Y de m anera parecida regresaría presum iblem ente al final de los tiempos. E ntre esos dos m o­ mentos del tiem po se llevaría a cabo la misión de la Iglesia bajo la guía del Espíritu, que sería enviado. Aquellos discípulos no estaban allí para perder el tiem po especulando sobre cuándo llegaría el reino de Dios. Tenían que aguardar al Espíritu y llevar después el mensaje de Jesús al mundo. Ese sentim iento prim ero de la inminente segunda venida de Jesús había em pezado a debilitarse claram ente por el tiem po en que Lucas escribía.

Lo que Lucas hizo del Espíritu y de Pentecostés

El relato lucano de la venida del Espíritu está también modelado se­ gún unas imágenes bíblicas. D entro de ese episodio hay ecos del viento de Dios, que da vida a los huesos secos del valle en la visión de Ezequiel 99

(Ez 37). Contiene el fuego de Elias, que de ordinario se hacía bajar del cielo; pero en este acontecimiento, ese fuego no destruye sino que purifi­ ca, limpia, prepara y capacita a quienes lo reciben pata el ministerio. Con­ tiene la imagen de la torre de Babel, contada a la inversa, pues las lenguas son devueltas como un símbolo de la unidad humana. Y el relato tiene también resonancias de la fiesta judía de los Tabernáculos, en la cual acu­ dirán a Jerusalén todas las naciones del mundo para reconocer al Hijo del hombre al final de los tiempos, cuando se establezca su reinado. Yo anoto otro dato para una referencia futura. Lucas parece estar al tanto de que hubo dos acontecimientos separados en el tiempo por un nú­ mero nada insignificante de días. Uno de ellos fue la crucifixión, que iba asociada con la fiesta judía de la Pascua. El otro fue la proclama de la resurrección de Jesús en la ciudad de Jerusalén; cosa que ocurrió algún tiempo después. Al colocar la historia de la venida del Espíritu Santo trans­ curridos unos cincuenta días de la historia de la resurrección, Lucas parece estar enterado de que originariamente era un proceso con dos tramos. Al identificar la efusión del Espíritu Santo con la fiesta judía de Pen­ tecostés, Lucas incorporaba esa parte de su relato a una celebración judía, distinta de la Pascua. Si realm ente Lucas hubiera sido un gentil, no se m ostraría tan sorprendentem ente conocedor de las diferencias en­ tre las diversas festividades judías. C iertam ente que no conoció la dife­ rencia entre la presentación de Jesús en el tem plo y la purificación de María, que él fundió en un solo episodio (Le 2). El don del Espíritu lo entendieron los cristianos como algo que lle­ garía a través del Señor glorificado y exaltado a la diestra de Dios. En la primitiva tradición cristiana esa glorificación y exaltación a los cielos era la esencia de lo que por resurrección se entendía. Todo era una acción de Dios, vindicar y justificar a Jesús y su vida, levantándolo de la m uerte y sentándolo a su derecha en el cielo. Cuando el espíritu de ese Jesús se entendió como el poder con el que los creyentes celebraban su presen­ cia resucitada entre ellos, se pensó tam bién que ese espíritu sería el don final de Jesús. En M ateo, el Espíritu [con mayúscula] ha sido presenta­ do como una presencia perm anente, que continuaba cuando Jesús fue exaltado al cielo. A hora, en Lucas, el Espíritu era un nuevo don de Dios, que vendría para inaugurar la misión de la Iglesia. Los discípulos tenían que aguar­ dar una anticipación de ese don. Jerusalén era el lugar designado para la espera, pues dicha ciudad era el punto desde el que la misión de Cristo se lanzaría sobre el mundo. El recuerdo claro de Lucas y de la Iglesia prim era era que la misión eclesiástica se proyectó desde Jerusalén algún tiem po después de la crucifixión. Lucas ha separado la resurrección, las 100

apariciones, la ascensión y el don del Espíritu, y los ha distribuido a lo largo de más de cincuenta días. Tam bién puede haber existido aquí un recuerdo de que la misión se lanzó durante una fiesta regular judía, y él eligió la fiesta judía de Pentecostés y a los ojos de los cristianos la trans­ formó para siempre en una celebración del aniversario de la Iglesia. Mas el contenido del relato pentecostal de Lucas no encaja dem asia­ do bien con la festividad judía de Pentecostés. Pentecostés nada sabía de las naciones del m undo que se reúnen en Jerusalén para recibir el don del Espíritu o que forman entre sí una fraternidad sagrada, que trascien­ de cualquier barrera conocida. ¿Eligió Lucas equivocadam ente la fiesta? ¿Valoró adecuadam ente que había pasado un tiempo im portante entre crucifixión y misión? La necesidad de tener en cuenta ese tiem po pudo haberle inducido a llevar a cabo lo que nadie había hecho hasta enton­ ces: separar la resurrección de la ascensión, cual si fuesen dos eventos diferentes, e insertar las apariciones en ese tiem po marco. Me gustaría proponer otra posibilidad. Tal vez lo que estuvo separa­ do efectivam ente en el tiem po no fue la resurrección de la ascensión. Los prim eros testimonios revelaban de hecho que no eran más que dos palabras diferentes, que se intercam biaban para describir una acción. Tal vez lo que estuvo separado por un período significativo de tiem po fueron la crucifixión y la resurrección. Tal vez hubo otras explicaciones de los tres días, el prim er día de la sem ana y la tradición pascual. Tal vez lo que Lucas interpretó como el comienzo de la misión cristiana en Jeru ­ salén fue el m om ento en que los discípulos regresaron a la ciudad santa desde Galilea para proclam ar a Cristo resucitado, ascendido al cielo y sentado a la derecha de Dios, convencidos como estaban por una expe­ riencia galilaica. Tal vez el poder transform ante del testim onio de aque­ llos discípulos resucitados fue lo que indujo al pueblo a afirmar que ha­ bían sido ganados por el Espíritu de Dios y lo que de hecho inauguró la misión de Cristo a todas las naciones, como recordaba M ateo, y sin te­ ner en cuenta la lengua que hablaban, como sugería Lucas. Conservamos en m ente esas posibilidades, cuando continuam os in­ vestigando el desarrollo de la tradición pascual en las Escrituras cris­ tianas.

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8 Juan: A veces primitivo, a veces de un desarrollo elevado

El más difícil de fechar con precisión de los cuatro evangelios es el último, conocido como Evangelio según Juan. Es un libro que parece haber sido escrito a lo largo de muchos años; quizá incluso por estratos. De varios modos refleja una tradición primitiva y auténtica; y, por otra parte, refleja el largo desarrollo de una tradición. Muchos de sus discur­ sos teológicos revelan un nivel de sofisticación, que sólo podía darse en un tiem po muy posterior a Marcos, M ateo y Lucas. Y sim ultáneam ente algunos de sus porm enores específicos apuntan al recuerdo vivo de un testigo ocular y constituyen un reto al punto de vista dom inante expre­ sado en los evangelios sinópticos. Esto es exactam ente verdadero, cuando em pezam os a evaluar la versión joánica de la resurrección. Este evangelio incluye unas descrip­ ciones físicas, crudas y de tardío desarrollo, del cuerpo resucitado, que lo em parejan con Lucas, y aun lo llevan más allá, en su destreza para literalizar el relato pascual. Pero, en contraste con Lucas, este evangelio rehusó separar la resurrección de Jesús de la efusión del Espíritu Santo. El Cristo resucitado, dice este escritor, insufló sobre los discípulos en su prim era aparición de resucitado el día de la Pascua de resurrección, y ellos recibieron el Espíritu Santo (Jn 20, 22). Tam bién está claro que resurrección y ascensión no estaban com pletam ente separadas una de la otra en la tradición que Juan transm ite, aunque la fisura puede verse ciertam ente. En el cuarto evangelio, como en M ateo, el Señor resucita­ do pero que todavía no ha ascendido al cielo sólo fue visto por las muje­ res en el huerto; aunque en Juan la única que lo ve es M aría Magdalena. En M ateo el grupo de mujeres se abrazó a los pies de Jesús resucita­ do en gesto de adoración. En el relato de Juan, Jesús le dijo a María Magdalena que no lo retuviera, porque aún «no había subido al Padre»; 102

y continuó: «Vete a mis herm anos y diles: “Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios”» (Jn 20,17). Juan no contó la historia de la ascensión de Jesús, pero la dio por sentada, porque la tar­ de aquella en que Jesús se apareció a los discípulos ya había llegado a ser el Señor ascendido y glorificado, que ahora se m anifestaba a los dis­ cípulos. El relato de Juan reunía las tres dimensiones de resurrección, ascensión y don del Espíritu, de un m odo que reflejaba una tradición más original y más primitiva que la que encontram os en Lucas. Cuando Juan contaba las historias de las apariciones reales de Jesús resucitado eran, no obstante, las apariciones de alguien que pasaba a tra­ vés de las puertas cerradas y al mismo tiempo presentaba sus manos llaga­ das para su inspección física. En otro episodio, Juan puede incluso estar respondiendo a una tradición, conocida entre los judíos, según la cual un hortelano de nombre Judas habría retirado de hecho el cadáver de Jesús.1 M ientras que los evangelios sinópticos tendían a concentrar sus m o­ tivos de duda e incredulidad en sus retratos de Pedro, el Evangelio de Juan, aun sin dejar de lado a Pedro, creó un nuevo marco narrativo con Tomás como incrédulo. Los especialistas bíblicos convienen en su m ayoría en que los estra­ tos más antiguos de la tradición neotestam entaria nunca designan a Je ­ sús como «Dios». Así, en la tradición primitiva Dios era la fuente de la acción y Jesús alguien sobre quien Dios actuaba. La historia de Tomás representa más bien un material tardío. Juan ha introducido esa identi­ dad entre Padre e Hijo en su prólogo. A través de ese texto lo declaró con toda claridad y franqueza utilizando el santo nom bre de Dios, «Yo soy», que le fue revelado a Moisés en la zarza ardiente, y en la manera en que Jesús hablaba de sí mismo. Yo soy la resurrección, Yo soy el pan de vida. Yo soy la puerta. Yo soy la vid, y cuando veáis en lo alto al Hijo del hom bre com prenderéis quién Soy yo.2 Ésas no son más que algunas de sus pretensiones. En este evangelio los indicios de una veta primitiva del material de resurrección se entre­ tejen alrededor de un material teológico y legendario de desarrollo tar­ dío, reflejando tal vez en la historia de la resurrección la misma estruc­ tura estratificada que otros han observado en el resto del cuarto evangelio.

En qué difiere el relato joánico de la Pascua de resurrección

Una lectura com pleta del relato de Pascua de resurrección en el cuarto evangelio nos descubre los detalles siguientes. El marco del capí­ 103

tulo 20 es Jerusalén. Juan se une a Lucas para proclam ar la primacía de la ciudad santa. U na buena parte de esa tradición jerosolim itana se cen­ traba en la tum ba, conviniendo una vez más con Lucas. El entierro de Jesús fue tratado en el Evangelio de Juan de una forma mucho más elaborada que en ninguno de los evangelios sinópticos; lo cual indica claram ente la im portancia del sepulcro. Juan tam bién situó la resurrec­ ción en el día prim ero de la semana. Tal ubicación se negaba en Marcos, se debatía en M ateo, pero se establecía en Lucas. En el relato de Juan, únicam ente M aría M agdalena acudió al sepulcro; y, encontrándolo va­ cío, no pensó en una resurrección sino en un robo del cadáver, casual o intencionado. M aría M agdalena llevó rápidam ente la noticia a Pedro y «al discípulo que Jesús amaba», perm itiendo con ello al cuarto evange­ lio introducir otro episodio acerca de alguien a quien consideraba m en­ tor y héroe. En este punto del Evangelio de Juan algunos com entaristas obser­ van la superposición de dos relatos pascuales.3 El prim ero incluía todo el dram a de M aría M agdalena, m ientras que el segundo implicaba a Pe­ dro y a Juan en la tumba. Tales com entaristas dem uestran de forma convincente que los dos relatos estuvieron originariam ente separados, habiéndose fusionado más tarde en la historia cristiana. La tradición posterior enlazó las dos historias m ediante la información de M aría M agdalena a los discípulos y su regreso a la tumba. Com o quiera que sea, en este relato los dos discípulos acuden al sepulcro. Lucas había sido el prim ero en com binar los discípulos y la tumba. Juan mantuvo esa unión, y con ella continuó desarrollando la naturaleza física de la resurrección. Pedro y Juan observaron los lienzos funerarios en el sepulcro, cual si el cuerpo resucitado se hubiera des­ prendido sim plemente de los mismos. El sudario estaba doblado aparte, en el lugar donde debió de haber reposado la cabeza. El contraste con los detalles de la sepultura de Lázaro es manifiesto (Jn 11,44). El «otro» discípulo (es decir, Juan) entró después en el sepulcro, y el autor le o to r­ ga el m érito de haber sido el prim ero en ver y en creer. Pedro puede haber sido el prim ero en llegar, y su jefatura estaba tan profundam ente impresa en la m em oria eclesiástica que no podía cuestionarse; pero la com unidad joánica, de la que surgieron los autores de este evangelio, de las cartas joánicas y del libro del Apocalipsis —todos los cuales llevan el nom bre de Juan— , atribuyeron a su querido m entor el honor de haber sido el prim ero en creer, aunque esa fe parece que nunca se desplazó del discípulo am ado a ningún otro, como el resto del evangelio deja claro.

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Las añrm aciones singulares de la com unidad joánica Peldaño a peldaño, el cuarto evangelio fue levantando al hom bre conocido como el discípulo am ado, cuya autoridad se quería que confi­ riese fuerza a este evangelio. En dicha tradición, el discípulo am ado era a todas luces Juan, el hijo de Zebedeo. Y es muy probable que sólo por la asociación de ese libro con Juan el de Z ebedeo pudo un nuevo evan­ gelio gozar tan rápidam ente de autoridad. Marcos, de quien se dijo que había servido de intérprete a Pedro y cuyo evangelio apareció a los ojos de la Iglesia prim era como revestido de la autoridad de Pedro, se acredi­ tó como resultado directo de esa suposición. T anto M ateo como Lucas consiguieron tal prestigio utilizando a M arcos en sus escritos. A hora, ya por la décima década de la era cristiana, ese evangelio salió de las som­ bras y cuestionó en num erosos pasajes la autoridad petrina de la tradi­ ción de los sinópticos. Jesús llegó a ser el Hijo de Dios en el bautism o con la bajada del Espíritu, había dicho Marcos. Jesús se convirtió en el Hijo de Dios en su concepción por obra del Espíritu, dijeron M ateo y Lucas. No fue así, dice ahora Juan. Jesús era el mismísimo Logos de Dios, preexistente al alum bram iento del tiempo, pero se encarnó y entró en la historia con Jesús de Nazaret. El Evangelio de Juan parece suponer que nacimiento natural y Palabra de Dios encarnada no son incompatibles; y así ese mismo evangelio llama a Jesús el hijo de José sin ningún sentim iento de contradicción (Jn 1, 45). Además, ese evangelio negó la tradición del nacimiento de Jesús en Belén a favor de N azaret (Jn 1,46) e hizo cons­ tar que la duración del ministerio público de Jesús fue de tres años, y no de uno, como se desprendía de M ateo, de Marcos y de Lucas.4 Juan sostenía que la Ultima C ena no fue la cena pascual sino una cena de Kibburah, el día antes de la Pascua, y que la crucifixión ocurrió el día en que se sacrificaba el cordero pascual (Jn 19,14). Juan trasladaba asimis­ mo la purificación del tem plo de Jerusalén por obra de Jesús a la fase prim era de su m inisterio público (Jn 2,14 y ss.), en vez de convertirla en el m ayor evento del m inisterio de Jesús el día después de su entrada en la ciudad el Dom ingo de Ramos, cuando la situaban los tres sinópticos sin excepción. Cuando este evangelio presentaba a Juan como el prim er creyente, aun reconociendo que Pedro había sido el prim ero en entrar en el sepul­ cro de Jesús, asestó el golpe de gracia final a la tradición joánica. En la misma línea, esa escuela de pensamiento presentaba a Juan como el úni­ co de los doce que estuvo al pie de la cruz. Según este evangelio, Jesús confía su m adre a Juan como el pariente más cercano. Sólo en el último 105

capítulo rehabilitaba a Pedro, aunque ahora los com entaristas en su m ayoría creen que ese capítulo es un apéndice posterior, si bien de la misma com unidad configurada prim ordialm ente por Juan el de Zebedeo y quizá hasta del mismo autor que redactó el resto del evangelio. Y con un sentim iento de fascinación por la forma en que trabajaba su m ente observamos al autor desarrollar los porm enores de la historia de la resurrección. Luego que Pedro y el discípulo am ado abandonan el escenario, entra de nuevo la historia original de M aría Magdalena. M a­ ría regresó al sepulcro, todavía sola. Estaba llorando, como la plañidera principal. Tam bién ella se inclinó hacia la tumba; pero esta vez ya no vio los lienzos funerarios, como los habían visto los discípulos, sino a dos figuras angélicas, sentadas una a la cabecera y la otra a los pies de donde había estado depositado el cadáver. Siguió una conversación. «Mujer, ¿por qué estás llorando?» M aría no dio m uestra alguna del miedo que habían sentido las mujeres en el sepulcro según los otros relatos. Y así respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto». Nótese el cambio del versículo 2: «el Señor» ha pasado a ser «mi Señor»; y el «no sabemos dónde lo han puesto» se trueca en «y no sé dónde lo han puesto». Se ha potenciado notablem ente el elem ento po­ sesivo personal. M aría se volvió después, y esta vez vio a Jesús, aunque sin reconocerlo. Jesús reanudó la conversación em pleando las mismas palabras que los ángeles habían utilizado, y que los exegetas relacionan con el hecho de que en la tradición las angelofanías desembocan simple­ mente en cristofanías.5 «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Pen­ sando que era el hortelano, M aría replicó: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo pusiste, y yo lo retiraré». Es una indicación notable, aun­ que raras veces se ha observado, pese a que tal vez revela algo significa­ tivo cuya m emoria se había suprimido enteram ente para entonces en el movimiento cristiano, pero que la escuela joánica no había olvidado. María M agdalena aparece por prim era vez en este evangelio como la única m ujer en el sepulcro. Prim ero, se la presentó como la jefa de las plañideras; después, aparecía como alguien con derechos sobre el cadá­ ver, una acción conform e con las costum bres del pueblo judío, que re ­ servaban ese derecho al pariente más cercano. ¿Estaba sugiriendo Juan que fue un hecho real la relación rom ántica entre Jesús y M aría Mag­ dalena, rum oreada a través de los siglos? ¿Estaba retratando a M aría como la esposa en tiempos de Jesús y ahora como su viuda? Constituye una especulación fascinante y, a mi entender, afirmativa de la vida, des­ tacando de forma vigorosa e inocente el papel de las mujeres en el rela­ to de la resurrección.6 106

Jesús pronunció su nombre: «¡María!». Ella se volvió exclamando: «¡Rabboní!». E ra ésta una forma diminutiva de tratam iento cariñoso, que realza el sentim iento de unión y afecto. El relato avanzaba con fuer­ za. Se daba la razón de por qué M aría no podía retenerlo: «Todavía no he subido a mi Padre». El proceso de la glorificación de Jesús se inte­ rrumpía m om entáneam ente para proporcionar a los lectores esa pers­ pectiva conm ovedora. M aría fue enviada entonces a llevar su segundo mensaje del día a los herm anos de Jesús. El mensaje era: «Estoy ascen­ diendo». En esas palabras descubrimos de nuevo la primacía del lenguaje de la ascensión, del lenguaje de la glorificación, del lenguaje de la exalta­ ción, por encima del lenguaje que habla de la resurrección como de una resucitación de la vida sobre la tierra. Cuando alguien profundiza en los textos bíblicos, a m enudo le aguardan muchas sorpresas. Tales sorpre­ sas son particularm ente notables si el lector de los textos está com pro­ metido con el punto de vista literalista, que los textos actuales de la Biblia no soportan. La escena siguiente ocurre la tarde del día de Pascua. Los discípulos estaban reunidos. «El tem or de los judíos» los había inducido, según el texto, a cerrar las puertas. Pero eso no representó ninguna barrera para el Señor ascendido ni para su cuerpo glorificado. M ilagrosam ente apa­ reció en pie en medio de la habitación. Pronunció una palabra de paz. Dem ostró su continuidad con Jesús de N azaret m ostrando las llagas de la crucifixión. En lo que debe de ser la atenuación clásica del tiem po transcurrido el texto declaraba: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). De nuevo pronunció Jesús la palabra shalom (paz). Habilitó a los discípulos para ser apóstoles, a los que enviaba como su Padre lo había enviado a él. Entonces insufló sobre ellos el aliento de Dios, el viento divino, la ruach, y recibieron el Espíritu Santo.

Superando la distancia de los años

El lenguaje de Juan retrocedía y avanzaba. A veces reflejaba la tra­ dición primitiva de la glorificación, y otras veces apoyaba la presencia física, corporal y terrena de Jesús. Pero Juan no estaba completo. T o­ más, llamado «el Mellizo», pasaba ahora al centro del escenario. Por algún motivo no había estado presente el prim er día de Pascua. Esto podía reflejar un recuerdo de que al alborear el día de Pascua los discí­ pulos andaban todavía dispersos, y que sólo algunos de ellos se habían reunido; mas tam bién refleja la situación de los cristianos del tiem po de 107

Juan, que habían llegado entonces a la Iglesia. Tam poco ellos habían estado presentes en la prim era Pascua de resurrección. Su vinculación con esta realidad pascual se realizaba a través de la palabra de un testigo digno de crédito. Y que sigue siendo el verdadero eslabón, mucho más de cuanto parecem os reconocerlo. E ntre la escritura del cuarto evangelio y el prim er atisbo del alcance y significado de la Pascua se abría una sima de tal vez setenta años, en los que la palabra de un testigo fidedigno fue el único y tenue lazo. T o­ más surgía como un representante de quienes estaban a décadas de dis­ tancia de los eventos fundacionales del cristianismo; y como represen­ tante de usted y de mí. Los demás discípulos contaron su experiencia a Tomás; pero él no se dio por satisfecho. Deseaba una evidencia, unos datos empíricos y un texto probatorio infalible o una proclam a autoriza­ da. Sin eso, protestaba Tomás, «No creeré» (Jn 20, 25). En este episodio Jesús se enfrentaba a los incrédulos, representados en la persona de Tomás. Su encuentro ocurrió «a los ocho días», según el texto. El escenario es casi el mismo de la aparición de la semana anterior. De nuevo estaban reunidos los discípulos. De nuevo estaban cerradas las puertas y una vez más ello no representó barrera alguna para el Señor ascendido al cielo. De nuevo se puso en medio de ellos deseándoles la shalom divina: «Paz a vosotros». Centró entonces su atención en Tomás y le invitó a que lo tocara y palpara, al tiem po que le decía: «No seas incrédulo, sino creyente». Tom ás respondió con la afir­ mación suprema, viendo el gran «Yo soy» en el Jesús ascendido: «¡Se­ ñor mío y Dios mío!» son las palabras que Juan pone en boca de Tomás. Después, dirigiéndose a aquellos para quienes había sido escrito el Evangelio de Juan y a la generación todavía nonata, Jesús agregó: «¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!» (Jn 20, 29). La obra estaba term inada. Se añadió un resumen com pendiado, de­ clarando que Jesús había hecho ante los discípulos muchos otros signos, que no estaban registrados allí, y que los descritos lo habían sido para que los lectores creyeran que Jesús era el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios y para que, creyendo, recibieran el don de la vida abundante, pro­ metido ya antes por Jesús en el mismo cuarto evangelio (Jn 10, 10). Cuando nos disponem os a dar el texto por term inado, hete aquí un apéndice, de carácter joánico; pero que ciertam ente no formaba parte del texto original, pese a su aire de autenticidad. En el capítulo 21 el escenario se traslada a Galilea, donde de nuevo hallamos confirmados algunos recuerdos de aquel prim er contenido galilaico de la Pascua de resurrección, al que apuntaban varias de las fuentes primitivas. El m ar­ co es extraño. Los discípulos estaban en su casa, y al menos siete se 108

hallaban juntos. A ndaban recuperando los retazos de sus vidas. La at­ mósfera no era ciertam ente la de quienes ya se han encontrado con Cristo resucitado. E ra un am biente que recordaba más los días posterio­ res a la ejecución de su m aestro y antes de que hubiese alum brado la importancia decisiva de la Pascua de resurrección. Pedro y los demás decidieron regresar a su estilo de vida, anterior a su encuentro con Jesús, como pescadores en el lago de Galilea. En ese escenario se encuentran una vez más con Jesús resucitado, cuando el am anecer alborea sobre el lago. Jesús está de pie en la orilla. Los discí­ pulos, todavía en el lago, no lo reconocen. Jesús, poniendo probable­ mente las manos en forma de bocina para proyectar su voz a través del agua, les pregunta: «Muchachos, ¿no tenéis algo que comer?». Resulta bastante extraño que Lucas nos haya dado una versión simi­ lar de este episodio en su evangelio, aunque situándolo en la fase galilai­ ca del m inisterio terrenal de Jesús. Esto hace aún más sorprendente que el episodio haya sido hilvanado al relato joánico de la resurrección en Galilea, contribuyendo a que pareciera perfectam ente secundario fren­ te a la ubicación de la resurrección en Jerusalén. Los tem as del pasaje son todos, sin embargo, tem as eclesiásticos. Pedro quedaba rehabilitado por vez primera. Tras haber reconocido al Señor, nadó hasta la orilla y por tres veces le confesó su am or y lealtad. La defección de Pedro había sido dem asiado grave, dem asiado real y dem asiado genuina como para no ser tratada, sobre todo después de que Pedro se había convertido claram ente en el personaje con autori­ dad en la Iglesia desde el tiem po de la Pascua de resurrección hasta su muerte. Tal vez en este fragm ento están los prim eros vestigios narrati­ vos de la afirmación de Pablo en la carta prim era a los Corintios, según la cual Jesús se había aparecido prim ero a Pedro. Seguram ente que la triple reconciliación, que correspondería a la triple negación, debió de ocurrir en el prim er encuentro después de la resurrección, y no varios encuentros después, como parece sugerir ahora el orden joánico. La pri­ macía de esta experiencia tam bién parece garantizada por el fallo de Pedro en reconocer a Jesús. De haber visto antes, en Jerusalén, a Cristo resucitado, su reacción posterior en Galilea resultaría bastante extraña. Dos tradiciones, separadas en el tiempo, parecen subyacer en la es­ tructura de este episodio. Una giraba en torno a un episodio de pesca; la otra era una historia de banquete. U na y otra centradas en Pedro, y en ambas con algunas conexiones claras entre este relato y el relato mateano de Jesús cam inando sobre el agua (Mt 14, 28-33), acerca del cual volveremos al ocuparnos directam ente de Pedro. El epílogo de Juan se cerraba con una nota interesante sobre las 109

relaciones entre Pedro y Juan el de Zebedeo. Es obvio que los dos ha­ bían m uerto, cuando se escribió este relato. La m uerte de Pedro había sido preanunciada (Jn 21,18 y ss.), y después se explicaba que Jesús no había prom etido que Juan fuese a estar vivo cuando él regresase (Jn 21, 22). La expectación del inm inente retorno del Señor ascendido a los cielos había em pezado a enfriarse, y con ello el cristianismo iba evolu­ cionando hacia algo que los prim eros cristianos nunca habían presagia­ do. El cristianismo estaba convirtiéndose en una fuerza institucional de la historia, un cuerpo con la misión de proclam ar a Jesús y el perdón para todo el mundo. Lucas realizó esa transición de forma muy clara al escribir el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para cuando estuvo disponible el producto term inado del cuarto evangelio, expiraba el siglo i de la era cristiana. Habían pasado aproxi­ m adam ente setenta años desde los sucesos de la crucifixión de Jesús, y casi cien desde su nacimiento. Hemos dejado que hablasen por sí mis­ mos los libros que com ponen el Nuevo Testam ento. Hemos intentado recorrer esos relatos tal como están escritos, situando en los mismos algunas de las formas con que cuentan su historia relativa a los sucesos de ese prim er siglo. Sospecho que se trata de un cuadro distinto por com pleto del que tiene en su m ente el fiel ordinario de la Iglesia, que celebra anualm ente la Pascua escuchando sólo el fragm ento del evange­ lio que se lee cada día. H e procurado ganarm e los evangelios como mis aliados en mi intento de llegar, por debajo y más allá de las palabras, hasta la experiencia misma que esas palabras pretenden describir. Si se trataba de la experiencia de un acontecim iento dentro de la historia, tuvo que localizarse en el tiempo. Cada día que nos aleja de ese tiem po contribuye a que el acontecim iento vaya perdiendo nitidez y fuerza. Mas si ese elem ento pascual no constituyó una experiencia que pudiera conocer la gente que vivía de hecho en el tiem po y en la histo­ ria, no se le podría atribuir una realidad. Pero quienes viven en el tiem ­ po y en la historia ¿pueden aprehender un elem ento trascendente, in­ tem poral y eterno? ¿Puede una cosa ser real y no ocurrir en la historia? Ésta es la pregunta, creo yo, que deberían estar dispuestos a plantearse los cristianos devotos de su historia sagrada. Ésta es una posibilidad, cuya verdad deberían estar dispuestos a aprovechar los cristianos mo­ dernos, incluyendo a quienes continúan entendiendo en un sentido lite­ ral el elem ento crucial de su historia de fe.

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9 Un nuevo punto de partida

Por el camino real de las palabras acabamos de realizar el viaje que va desde el corazón de la historia cristiana hasta la época en que se com pletó el relato bíblico. Em pezábam os por advertir de las limitacio­ nes que contienen todas las palabras. Las palabras son los símbolos de comunicación, em pleados por personas subjetivas, que intentan darse sentido e incorporar a su existencia las experiencias objetivas y externas de sus vidas. O curren unos eventos objetivos, pero la objetividad nunca perdura. El m om ento presente se difumina en el pasado, y la realidad objetiva se transform a en m em oria subjetiva. La especie H om o sapiens siempre intentó contrarrestar ese débil apoyo que tenem os en la reali­ dad objetiva. Nos hemos esforzado por congelar el pasado en unas viñe­ tas que pudiéram os registrar y a través de las cuales pudiéram os entrar en contacto con algo de lo que llamamos nuestras raíces, para com pro­ bar que son profundas, estables e inmutables. Una función prim aria de cualquier liturgia religiosa es precisam ente la de llevar a cabo ese tipo de unión con una verdad intem poral y eterna. Así, en los años que anuncian el am anecer del siglo xxi los judíos cele­ bran la Pascua, que marca el m om ento definitivo de la historia en el culto de ese pueblo histórico. Con el acontecim iento marcado por la liturgia de la Pascua, hace unos tres mil quinientos años, esa tribu esca­ pó de la esclavitud a la libertad. Sólo con el recuerdo de lo que fueron sobrevivirán en el futuro como una com unidad de fe y valores com par­ tidos. De m anera parecida los cristianos se reúnen en el culto semanal, para adentrarse litúrgicamente en la historia definitoria de otro m om en­ to aprehendido y congelado: «El Señor Jesús, la noche en que era entre­ gado, tomó pan, y después de recitar la acción de gracias, lo partió y 111

dijo: “Tom ad y comed, esto es mi cuerpo, que es entregado por voso­ tros. Haced esto en m em oria m ía”». O tras tribus del m undo antiguo tuvieron historiadores orales, cuyo com etido era m antener la m em oria de las historias de sus pueblos trans­ mitidas oralm ente, y guardarlas de la erosión, distorsión, olvido o error, de m odo que pudieran m ejorar el terrible fantasma de vivir únicamente en un m undo transitorio y subjetivo. Alex Halley revivió ese antiguo com etido en su libro Raíces, una novela vigorosa sobre la aparición de la esclavitud. El libro se convirtió en una epopeya con más fuerza aún que La cabaña del Tío Tom en la lucha hum ana por la justicia racial. En nuestro m undo contem poráneo hemos dedicado enorm e energía al desarrollo de una tecnología que nos perm ita congelar m om entos de la historia en su pureza objetiva. La repetición instantánea de las im áge­ nes es una forma laica de liturgia. Y como todas las liturgias persigue una congelación de la objetividad, de m anera que no perdam os el con­ tacto con la misma. La televisión, el cine, las cintas grabadas, las fo­ tografías... se han convertido en instrum entos de nuestra obsesión por intentar detener el flujo constante que se desliza bajo nuestros pies, por aprehender, relacionar y utilizar una realidad objetiva que pueda pro­ porcionarnos una nueva seguridad. Es una apasionada búsqueda hum a­ na que nunca tendrá éxito. John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviem bre de 1963. Estuvo atendido y cubier­ to, como lo están todos los jefes de Estado, por una panoplia com pleta de tecnología y expertos en grabación. Cada m om ento público de su vida fue filmado; cada palabra que pronunció en su cargo fue grabada.1 Así, en millones de televisores de todo el m undo pudo verse cientos de veces la película del desfile de Dallas y sus consecuencias. Todavía hoy, décadas después, revive para nuestras conciencias. Pese a lo cual, su realidad y lo que efectivam ente ocurrió en Dallas aquel día continúan siendo objeto de debates tan encendidos como en los días inm ediatos al magnicidio. La subjetividad no es algo que pueda evitarse; ocurre más bien que la objetividad es un mito hum ano cultivado con esmero. Es un mito al que nos agarramos con la tenacidad y la desesperación con que se aga­ rra el hom bre o la mujer que cuelga sobre la hoya sin fondo de la sub­ jetividad. Lo cual no significa aquí que se trate de una realidad no ob­ jetiva; significa que ninguno de nosotros la poseerá para siempre. Es tal vez lo que realm ente querem os dar a entender cuando decimos que he­ mos de caminar en la fe. El tiem po es una corriente en movimiento perpetuo. Y nosotros somos criaturas del tiempo. Cada paso que damos 112

en la vida nos abre una nueva perspectiva, y desde esa nueva perspecti­ va todo es diferente. La teología es un ejercicio m ental que practica la gente con dos pies. Es siempre móvil, nunca estática; siempre cam bian­ te, nunca fija, sin que la certeza y la seguridad puedan ser nunca sus objetivos. La integridad y la honestidad, que no la objetividad y la certe­ za, son las virtudes supremas a las que puede aspirar la empresa teológica. Desde esa perspectiva, todas las pretensiones hum anas de poseer la objetividad, la certeza o la infalibilidad se revelan cual m eros alegatos, tan débiles como lastimosos, de unas personas frenéticam ente insegu­ ras, que intentan vivir en una ilusión, porque la realidad se ha dem ostra­ do dem asiado difícil. La infalibilidad papal y la inerrancia bíblica son las dos versiones eclesiásticas de esa idolatría humana. T anto la infalibili­ dad pontificia como la inerrancia de la Biblia requieren una ignorancia amplia e indiscutida para m antener sus pretensiones de poder. Am bas están condenadas como alternativas viables para el futuro a largo plazo de cualquier persona.

Lo finito busca describir lo infinito

Lo que yo pretendo en este estudio es separar el elem ento de la Pascua de resurrección de sus interpretaciones subjetivas. Pretendo afirm ar la realidad de ese elem ento, sin reclam ar para ninguna de sus interpretaciones la posesión de objetividad. Tengo que utilizar palabras subjetivas, limitadas en el tiempo, distorsionadas. No tengo otra cosa a mi disposición. La función específica de las palabras es la de servirnos de vehículos para proyectarnos más allá de los límites de este mundo. Deseo que abram os ojos y m entes a la verdad trascendente y eterna que nos rodea; pero que sólo puede experim entarse cuando penetra en nuestro m undo subjetivo y transitorio. Esto es en definitiva toda revela­ ción. Para adentrarnos en la esencia de la Pascua hemos de adm itir la subjetividad de toda revelación, a la vez que afirmamos la realidad ob­ jetiva de la fuente de revelación. Si colocamos los relatos de la Pascua en un elem ento objetivo, con­ denarem os esa Pascua a la extinción. Las tentativas por aprehender ese elem ento con palabras teológicas o con símbolos litúrgicos tan sólo con­ ducen a la tiranía de los credos, o a las acciones hostiles y opresivas de quienes se proclam an a sí mismos verdaderos creyentes y que actúan cual si ellos solos poseyeran algo que se llama la verdadera fe. Se divier­ ten con un juego eclesiástico irrelevante, denom inado «Finjamos». Fin­ jamos que poseemos la verdad objetiva de Dios en nuestras Escrituras, 113

que no pueden contener error alguno, o en nuestras declaraciones infa­ libles o en nuestras tradiciones apostólicas ininterrum pidas. Mas si Pascua y resurrección son aspectos de una experiencia hum a­ na, intem poral pero siempre subjetiva, que rom pe nuestras barreras ahora y siem pre con revelaciones que cambian la m anera de pensar y despiertan la conciencia, entonces podem os utilizar las palabras de nuestros antecesores en la fe para viajar hacia la experiencia, con la que sus vidas cambiaron. Viajamos con la esperanza de que alguna vez y en algún lugar podrem os tocar en la subjetividad de nuestra experiencia aquella realidad, que tam bién ellos parecen haber tocado. Tal vez necesitamos recordar que nuestro objetivo último no es la objetividad, la certeza o la verdad racional. Es más bien la vida, la p er­ fección, una conciencia potenciada y un sentido expansivo de trascen­ dencia. N uestro objetivo es escapar a los límites, trascender las barreras, m antenernos en nuestra finitud m ientras participamos del infinito. Por eso nos detenem os en torno a un elem ento llamado Pascua o resurrec­ ción, cuando alguna de esas cosas parece haber ocurrido. Tom am os los símbolos y las palabras de quienes intentaron captar ese m om ento y nos esforzamos por llevarlos más allá de nosotros mismos hasta la experien­ cia de quienes buscaron su interpretación. Hasta ahora hemos viajado a través de las que podríam os llamar palabras fundacionales, la tradición interpretativa y los prim eros testi­ monios. Y nuestra conclusión es simple. Las palabras no pueden ser objetivas, porque con dem asiada frecuencia resultan contradictorias. En ciertos pasajes, las palabras em pleadas para hablar de la Pascua de resurrección son legendarias, exageradas y, en ocasiones, hasta falsas. Esas palabras han sido dobladas y am oldadas al servicio de una agenda, que probablem ente hemos perdido para siempre. Si nuestra m eta era examinar las fuentes sagradas, que pretenden decirnos algo acerca de la verdad objetiva de nuestro m om ento fundacional, en tal caso habrem os fracasado. Y el fracaso era predecible en un ciento por ciento. Tal em ­ presa estaba condenada. Perm ítasem e exponer este punto en un rápido compendio.

La imposibilidad de una consistencia

E stando al tenor literal de los textos bíblicos de los evangelios, ¿quién fue al sepulcro al am anecer del prim er día de la semana? Com o no parece que Pablo supiera nada acerca de la tradición de la tumba vacía visitada por unas mujeres, nada dijo sobre ese tem a concre­ 114

to. M arcos mencionó a M aría M agdalena, a M aría m adre de Santiago y a Salomé como las prim eras visitantes de la tum ba el día de Pascua. M ateo únicam ente nom bró a «María M agdalena y la otra María». Lucas escribió que habían acudido M aría M agdalena, la otra M aría, Juana y algunas otras mujeres. Dado que tanto M ateo como Lucas al escribir sus relatos tuvieron el de Marcos ante sus ojos, debieron de tener noticia de la mujer llamada Salomé, que ambos eliminaron. Es probable que nin­ guno de los dos escritores supiera nada de la tal Salomé, ni lo supieran aquellos a quienes preguntaron por la misma; así que M ateo la omitió sin más, y Lucas se cubrió las espaldas con la expresión tópica de «algu­ nas otras mujeres». Juan, por su parte, afirmó que sólo M aría M agdale­ na acudió al sepulcro. Este atisbo de datos contradictorios no es terriblem ente significati­ vo; pero revela desde los mismos comienzos de nuestra búsqueda una falta de fiabilidad objetiva en los textos, que pretenden captar para no­ sotros m ediante palabras el m om ento más crucial de la historia de nues­ tra fe. Y de una vez para siem pre relativiza cualquier pretensión que pudiera ofrecerse bajo la bandera de una inerrancia bíblica. Pero esto no es más que el comienzo de las contradicciones. ¿Q ué encontraron las mujeres en la tum ba? Como Pablo ignora cualquier tradición de la tumba, su voz calla. Marcos dice que encontra­ ron a un joven, vestido con vestiduras blancas y sentado al borde de la tumba. M ateo asegura que hallaron a un ángel del Señor, que había bajado del cielo en medio de un terrem oto y que había rodado la piedra de la entrada. Las saludó, sentado como estaba en la piedra recién re­ movida. El «vestido de blanco» marciano se convierte en M ateo en un aspecto «como de relámpago» y sus vestiduras «blancas como la nieve». Está claro que aquí se deja sentir la hipérbole homilética. Lucas, que tenía ante los ojos a Marcos y posiblem ente tam bién a M ateo, solucionó el conflicto. Un ángel en la tum ba y otro sentado en la piedra hacen dos ángeles, concluyó Lucas; y así, en su relato dice que las m ujeres se encontraron con dos ángeles, ambos deslum brantes. Juan parece haber retrocedido y avanzado en el tem a de los ángeles: uno solo es el que habla, pero M aría ve a dos, aunque únicam ente cuando se inclina para m irar por segunda vez al sepulcro. En su prim era visita al sepulcro M aría M agdalena no encontró más que la tum ba vacía. Tal visión no le proporcionó ninguna esperanza, ningún sueño de la resu­ rrección. Sólo significaba que algún grupo hostil, identificado como «ellos», se había llevado al Señor. Sólo en la segunda visita de M aría, tras haber inform ado de la tum ba vacía a «Pedro y el otro discípulo», que acudieron al lugar y lo com probaron por sus propios ojos, se encon115

tró M ana con los ijiensajeros angélicos. Siguió una conversación y Juan pintó una especie d e desaparición surrealista, cuando los ángeles fueron sustituidos por el propio Jesús, quien repitió la pregunta del ángel con las mismas palabras. ° a"Kcl con Cabría so sten er que a través de los años el recuerdo se fue agrandan do y pasó del jo ven vestido de blanco, de Marcos, al ángel d eslu m h ran ^ del Señor, de Mateo, a los dos ángeles lucanos y a los d£ n g 2 d Juan, que acaban transfigurándose en el mismo Jesús. Y uno se n r e l n ta dónde está la objetividad en ese relato migratorio, que recoge d e ta ' lies legendarios a rfledida que pasa el tiempo. ¿V ieron las m ujeres al Señor resucitado en el huerto ese prim er día de la sem ana? M arcos dice que no, M ateo que sí, Lucas que no y Juan que no de prim eras, aunque María Magdalena lo vio en la visita subsi guíente. Como yo creo que los detalles milagrosos y sorprendentes" siempre han sido añadidos y rara vez, o nunca, eliminados diría que originariam ente ese dato de la visita de las mujeres al sepulcro no estaba relacionado con una proclama o experiencia de resurrección fue algo d i f e r e n t e . s o b r e esta idea un poco ^ El Cristo re s u c ita d o ¿ d ó n d e se m ostró vivo a sus discípulos? Segu ram ente que un hecho tan profundo y tan vitalmente decisivo debió de recordarlo la Ig le s ia primitiva con toda precisión. Pero, ay el informe escrito no revela tal certeza. Iorme Pablo no ubica ninguna aparición de Jesús ni en el tiempo ni en el espacio, tan sólo proclama que la aparición de Jesús a él (Saulo) fue «la ultima de todas». Resulta desconcertante com probar que Pablo no na rece conocer nada de su propia experiencia de conversión en el m de Damasco Tales detalles ,„ s creri para é, Lucas, J á s i ^ f n c Ó Z T s después de la m uerte del Apóstol. Si - c o m o algunos com entaristas sos tienen— la carta segunda a los Corintios (2 Cor 12 1-1 m i relato autobiográfico de Pablo sobre su experiencia de la resurrección habrem os de anotar que está presentada como una visión fuera del tiem po y del espacio, como una experiencia irracional, no objetiva ni mensu rabie, una experiencia fuera del cuerpo. Si tal conexión pudiera estable cerse. tendríam os en ese relato el informe más antiguo y en primera persona de cómo se le aparecía la Pascua de resurrección a un salto del siglo i. Yo desconfié de todas las tentativas posteriores por objetivar la tum ba vacia o por convertir en una realidad física el cuerpo resucitado Marcos tam poco refirió ninguna aparición resurreccional; pero in d i' có que tal encuentro había tenido lugar y que había ocurrido en Galilea pues fue a Galilea adonde debían dirigirse los discípulos según le di ’ jeron las mujeres Vor encargo del mensajero. Después de una pausa 116

desm añada en el huerto, con las mujeres abrazadas a los pies de Jesús, M ateo únicamente refirió un relato de aparición de Cristo resucitado a sus discípulos. Ocurrió según él en Galilea, sobre la cima de una m onta­ ña, y su contenido había sido un encargo; dato este que seguram ente no puede ser original. La gente dispersa tiene que ser reunida antes de que se le encargue una misión específica. La localización de M ateo puede ser exacta; pero el contenido del episodio presenta un elevado desarro­ llo, y refleja un marco de referencia teológico muy posterior al período que siguió de inm ediato a la Pascua de resurrección. En cualquier caso, M ateo lo sitúa claram ente en la campiña galilaica. Lucas negó expresam ente la tradición galilea. La negación se inició —como ya queda anotado— en el mensaje del dueto angélico, que L u­ cas colocó en la tumba. Y prosiguió su supresión activa de la tradición galilaica en la conversación final, que Jesús tuvo con sus discípulos antes de ascender a los cielos, como cuenta el libro de los Hechos de los A pós­ toles: «Les ordenó que no salieran de Jerusalén, sino que esperaran la prom esa del Padre “de la que me habéis oído hablar; porque Juan bauti­ zó con agua, pero vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo dentro de no muchos días”» (Act 1,4-5). Lucas insistió en ubicar cada aparición del resucitado o en Jerusalén o en sus alrededores, pues la aldea de Em aús parece haber estado en las cercanías de la ciudad santa, en di­ rección a Betania. Esos textos revelan que dos generaciones después de los prim eros apóstoles, como máximo, la com unidad cristiana ya no es­ taba de acuerdo sobre dónde había tenido lugar el elem ento fundacio­ nal para la vida com unitaria. ¿D ónde está la realidad? ¿D ónde la ob­ jetividad y la verdad? El cuarto evangelio no ayuda. Juan situó la prim era experiencia resurreccional de los discípulos en Jerusalén, en una habitación segura, tal vez la estancia superior en que se había celebrado la Última Cena. D i­ cho local lo utilizó dos veces, separadas por un período de tiem po de una semana, para ofrecernos sus relatos con la ausencia y luego con la presencia de Tomás. Se agregó luego un apéndice, indicando que mu­ cho después ocurrieron otras apariciones del resucitado en Galilea y junto al lago, adonde los discípulos se habían retirado para vivir juntos tras su experiencia con Jesús. La objetividad y la historia palidecen y los detalles se hunden en una atm ósfera de oscuridad y misterio sobre dón­ de ocurrió de hecho la experiencia de la resurrección. ¿Cuándo se apareció el Señor resucitado? ¿Cuál es la precisión del «día tercero», que resuena a lo largo de la historia en los credos cristia­ nos? Partiendo de los textos sagrados del Nuevo Testam ento como prueba, nuestra respuesta no será dem asiado precisa, como intentaré 117

dem ostrar en el capítulo 17. Por ahora, bástenos observar que los pro­ pios textos resurreccionistas no concuerdan en esa respuesta. ¿Cesaron las apariciones del resucitado al cabo de cuarenta días, como sugería Lucas, o continuaron lo bastante como para incluir la conversión de Pablo, que él contó? Si se incluye a Pablo en la lista prim era, quiere decirse, de acuerdo con la mayoría de los historiadores, que el período de las apariciones de la resurrección se prolongó de uno a seis años. ¿Cómo se relacionan en los textos evangélicos los acontecimientos, que ahora llamamos resurrección, ascensión y Pentecostés? ¿Cuál es la principal? Históricam ente, en la vida litúrgica de la Iglesia, la resurrec­ ción se concibe como el acontecim iento prim ordial y más poderoso, y la Pascua de resurrección, en consecuencia, como la práctica más im por­ tante. La ascensión ha sido relegada a un jueves en la práctica del año litúrgico, y Pentecostés se sitúa ahora, al menos en el hemisferio norte, a finales de la prim avera o comienzos del verano. Dado que la ascensión es difícil de entender en la era espacial y que el Espíritu Santo lo es en cualquier tiem po, ambas celebraciones han carecido de un desarrollo e historia consistentes. En el hemisferio bo­ real, la celebración litúrgica de la resurrección de Jesús no cae por azar en el tiem po en que la m adre tierra caliente, fecundada con las semillas del otoño precedente y fertilizada con las lluvias del cielo —que en el m undo antiguo se consideraban como el semen divino— , empieza a echar los brotes de una vida nueva, enlazando esos símbolos del renaci­ m iento de la naturaleza con la resurrección en la psique hum ana, que configura y determ ina el contenido de dicha celebración. La palabra inglesa Easter es una palabra pagana, que sim plemente significa «prima­ vera», aunque luego se adoptó para designar la Pascua judeocristiana. La resurrección de Jesús se celebra ahora con huevos, conejitos (roedo­ res altam ente prolíficos), flores primaverales, vestidos nuevos y proce­ siones y desfiles que exaltan la llegada del despertar de la naturaleza. Pero ¿algo de todo eso es histórica o bíblicamente exacto? Por ahora lo único que nos im porta anotar es que los mismos evangelios no concuer­ dan en el orden, y que la Iglesia ha seguido de hecho el orden de Lucas, que ningún otro evangelio confirma.

La superficialidad de unas m ediciones «objetivas»

En este viaje a través del Nuevo Testam ento he procurado que se escuche el episodio de la Pascua de resurrección tal como lo ha conser­ vado cada uno de los escritores. Si m entalm ente retenem os a la vez to­ 118

das sus versiones, descubrirem os que todo cuanto sabemos p o r la Biblia acerca de la Pascua de resurrección es un testimonio inconsistente, con­ tradictorio y con datos que se excluyen m utuam ente. Paso a paso, he ido rastreando su desarrollo desde los escritos paulinos en la sexta década del siglo i hasta la aparición del cuarto evangelio como obra term inada en la década décima del mismo siglo. He dejado que las mismas E scritu­ ras borrasen las tradicionales pretensiones eclesiásticas de que la fe cris­ tiana continúa siendo una historia objetiva, una realidad física, una au­ toridad infalible o una inerrancia de los textos bíblicos. He despertado tem ores y sospecho que he desatado la cólera de quienes, sin entender, han revestido su fe de un literalism o que acaba por no ser fiable. En sus mentes, la fe con la que viven o ha de rechazar este estudio o morirá. Están en lo cierto. Una visión literalista de los relatos neotestam entarios de la resurrección no puede sustentarse. El recurso más viejo de los seres hum anos frente a un mensaje que consi­ deran inaceptable es el de atacar al mensajero. Eso es lo que se hará en las reseñas fundam entalistas de este libro, en los pulpitos fundam entalistas y en las aulas protestantes conservadoras. Pero no está en mi m ano desenm ascarar lo inadecuado de su com prensión del cristianismo. Yo soy sim plemente el comunicador. El desenm ascaram iento ha llega­ do de los especialistas romano-católicos, protestantes y judíos por igual, quienes habiéndose ocupado de las fuentes de nuestro episodio de fe han puesto de manifiesto la insuficiencia literal de las fuentes para sos­ tener el peso que los cristianos han asignado en general a tales textos. Surge una conclusión obvia. U na religión institucionalizada en ge­ neral, y un cristianismo institucionalizado en particular, se encuentran en una dificultad grave. Ésa ha sido la valoración general de nuestra sociedad desde hace varias décadas. Las estructuras de la Iglesia procu­ ran hacer frente a ese reto estrechando su enfoque; lo cual sólo tiene el efecto de aum entar el calor, pero no la luz. Y crea tam bién una ilusión m om entánea haciendo creer que todo va bien. Eso no perdurará. Un cristianismo que intenta literalizar su historia está condenado; pero en su m ayoría los cristianos parecen creer que un cristianism o que no tenga ningún punto de referencia literal, tam bién está condenado. En las pági­ nas que siguen espero contrarrestar esa persuasión, cuando vuelva a examinar otras formas de ver la Pascua de resurrección. Para mí, «Jesús es el Señor». Jesús es mi camino para adentrarm e en la experiencia de Dios, y la historia de la Pascua de resurrección es la historia de ese punto de entrada. Para mí, la Pascua de resurrección es eterna, subjetiva, mitológica, no-histórica y no-física. Pero esa Pascua de resurrección es tam bién algo real para mí. ¿Cóm o algo real puede ser 119

no-físico, no-histórico? Los términos, habitualm ente contrapuestos, de espiritual y físico, histórico y no-histórico, objetivo y subjetivo, son en mi opinión dem asiado hueros y superficiales como para llevar la carga que yo pienso imponerles. Tengo ahora el propósito de invertir el proceso em pleado hasta aquí en este libro, y de iniciar un viaje de retorno en el tiempo. Al analizar y eliminar allí unos detalles y recoger aquí otros intentaré penetrar en el misterio de la Pascua de resurrección, que subyace setenta años antes de Juan y veinte años antes de Pablo. En ese punto espero que mis lectores y yo podam os encontrar al Señor vivo, que reclam a nuestra adoración. Esta reconstrucción no será completa. Ni eliminará todas las cuestiones. Liberará, no obstante, la imaginación para avanzar en nuevas direccio­ nes y señalará pistas, capaces de evocar posibilidades nuevas. Exploro este territorio como un cristiano creyente, que no desea literalizar los detalles de su historia de fe. Lo hago tam bién como alguien que suspira por una Iglesia viva, vibrante, reform ada, no a la defensiva y em peñada en defender lo indefendible; una Iglesia capaz de nuevo de verse a sí misma como la com unidad a través de la cual se pueda conocer a Dios y Jesús pueda ser reconocido y adorado como Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas.2 ¿Es esto un sueño imposible, audaz y hasta arrogante? Probable­ mente. Pero yo os invito a seguir leyendo.

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Tercera parte Imágenes interpretativas

10 Las primeras imágenes interpretativas

Ninguna idea surge del vacío ni jam ás se interpreta fuera de su m o­ m ento histórico. Ese m om ento, que nosotros los cristianos llamamos Pascua de resurrección, fue una experiencia que algunas personas del siglo i tuvieron de alguna forma con la vida de un hom bre judío coetá­ neo, llamado Jesús de Nazaret. En ninguna parte se consignó por escrito una descripción de esa experiencia efectiva. Sólo tenem os unos relatos, unos símbolos o credos y un folclore, que interpretan la experiencia en cuestión y que describen los efectos del m om ento de la Pascua. Jesús fue crucificado, m urió y fue sepultado. Después creció el convencim ien­ to de que Dios lo había resucitado de alguna m anera de la m uerte. Más allá de esas afirmaciones básicas, que fueron hechas con enorm e vigor, cada uno de los detalles se cuestiona incluso en la misma Biblia. Sin pretender juzgar en este punto de mi historia la verdad o la exac­ titud de la afirmación de la Pascua, quiero analizar el concepto de resu­ rrección, o vida después de la m uerte, en la sociedad judía, de modo que podam os entender las imágenes y los conceptos con los que llegó a en ­ tenderse la m entada experiencia, cualquiera que fuese.

La visión judía de la vida después de la muerte

El concepto de una vida después de la m uerte no se popularizó entre los judíos hasta una época muy tardía de su historia nacional. El gran cambio se operó entre los años 350 a.e.c. y 50 e.c. La vida después de la m uerte tiene todavía resonancias de novedad en los comienzos de la era común, siendo objeto de muchas discusiones. Los polos opuestos de la disputa estaban representados por los fariseos, que afirm aban la vida 123

después de la m uerte, y los saduceos que la negaban. C iertam ente que el peso del testimonio bíblico por aquella época estaba del lado saduceo. El relato de la creación era muy concreto. Cuando la familia hum ana fue arrojada del paraíso, dijo el Señor Dios: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste tomado; porque polvo eres y al polvo volverás» (G én 3, 19). Hem os de adm itir que ahí no hay nada realm ente eterno. En el acontecim iento de la creación, la néphesh, «aliento» de Dios, dio vida al ser humano. Éste no era una criatura con un alma inmortal; más bien era una criatura con un cuerpo animado. La tradición hebrea más antigua sugería que, cuando un hom bre m uere, el aliento de Dios retornaba a su fuente, y el cuerpo desaparecía en el polvo del suelo. El prim er texto en las Escrituras hebreas, que parece afirm ar una cierta forma de supervivencia después de la m uerte, se encuentra en 1 Samuel, en el relato en que el rey Saúl acude a visitar a la adivina de E ndor (1 Sam 28,3-25). Saúl rogó a la pitonisa que le ayudase a consul­ tar con Samuel, el profeta m uerto. El reinado de Saúl se fecha hacia finales del siglo xi; pero el libro de Samuel, que contiene ese relato, probablem ente no se escribió hasta cincuenta o cien años después. Po­ ner una fecha a este concepto de vida después de la m uerte no es fácil por lo mismo, aunque parece que debió de ser muy pronto. En el pasaje m entado, a Samuel se le llama de alguna forma a la vida. En el retrato que de él se hace aparece como reconocible, capaz de recordar el pa­ sado y de ver el futuro, y posee una cierta capacidad para regresar a la tierra, en la que había sido evocado por la médium. El relato en cuestión presenta una imagen inusual y rara entre los hebreos. Los testimonios arqueológicos de tum bas hebreas en los siglos i x - v i i i a.e.c. atestiguan que algún tipo de creencia en la supervivencia después de la m uerte se daba entre aquella gente. Al menos sepultaban a sus m uertos con platos, vasos, joyas y armas de guerra.1 Pero esa prác­ tica cúltica parece haber pertenecido al m undo hebreo más primitivo y fue com batida vigorosam ente por la tradición religiosa yahvista de ca­ rácter más progresista, que tuvo sus orígenes en Moisés. Más aún, tales creencias y costum bres estaban prohibidas precisam ente cuando Saúl solicitó la ayuda de la adivina de Endor, como revela claram ente el tex­ to del libro de Samuel. El profeta Isaías se refería a esa prohibición cuando escribía: «Y seguram ente os dicen: “Consultad a agoreros y adi­ vinos que bisbisean y susurran”. ¿No consulta un pueblo a sus dioses y acerca de los vivos a los muertos?» (Is 8, 19). En el siglo vn, no obstante, esas vagas referencias a la vida después de la m uerte em piezan a cuajar en torno a la presunta existencia de una 124

región, que acabó llamándose sheol. El sheol era un país de sombras, polvo y tinieblas. Se concebía tam bién como fuera del campo de acción de Yahvéh. El sheol era la m orada común de los m uertos. E ntre la gente no había ningún deseo de ir al sheol, en él no había recom pensa alguna y nadie regresaba del mismo. El sheol no tenía de hecho ningún objetivo real. Cuando se pensó en localizarlo, prevaleció la idea de que estaba en el centro de la tierra. El sheol era como una fosa sin fondo, que devora­ ba la vida, en analogía con un m onstruo que abre sus fauces (Is 5,14) y nunca se sacia (H eb 2, 5; Prov 27, 20). Cuando el pueblo hebreo m archó al destierro en los prim eros años del siglo vi, su concepto de la omnipresencia de Dios hubo de ensan­ charse. Como la mayoría de los pueblos antiguos, concebían a Dios como contenido dentro exclusivamente de las fronteras de su nación e interesado únicam ente en los asuntos que concernían a sus tribus. D u­ rante la cautividad de Judá en tierras de Babilonia, esa idea tenía que m orir o desarrollarse. Se desarrolló. Así, el salmista posterior al des­ tierro babilónico pudo escribir sobre una deidad universal: «¿A donde escaparía de tu aliento? ¿A donde podría huir de tu m irada? Si subiera a los cielos, allí estás; si bajara al sheol, allí estás presente. A unque me alce en las alas de la aurora o me instale al extrem o de los mares, aun entonces tu m ano me conduce y tu diestra me retiene» (Sal 139, 7-10). Después del exilio babilónico ni siquiera el sheol queda al margen de la acción de Dios; y ése fue un cambio de cierto alcance. En la época en que se compiló el libro postexílico de Proverbios, el fuego y el sheol em pezaron a aparecer juntos (Prov 30,16); pero como ese texto está en uno de los apéndices del libro, resulta difícil de datar con precisión. Estas prim eras referencias no contienen alusiones a tem as como la justicia, la recom pensa y el castigo en la vida después de la m uerte, debi­ do en parte a que tales tem as exigen un claro concepto de la conciencia individual. Y en la sociedad hebrea de la época no existía un claro con­ cepto del individuo. La unidad básica de la sociedad era la tribu, no el individuo. El juicio de Dios, su justicia, recom pensa y castigo apuntaban al pueblo entero, no a la persona individual. Ése fue el mensaje perenne de los profetas. Israel fue derrotado o desterrado porque la nación no había sido fiel. A veces, en la crónica de la historia nacional de Israel un acto pecaminoso redundaba en la ejecución de una familia o de un clan, si es que no padecía el castigo la nación entera (Jos 7, 16 y ss.). El individualismo emergió en Israel como un concepto viable sólo en el siglo vn a.e.c.; pero no llegó a ser una idea dom inante hasta des­ pués del destierro de Babilonia. Puede verse, no obstante, en textos como éste: «No serán m uertos los padres por causa de los hijos; ni los hijos 125

por causa de los padres; cada cual morirá por su propio pecado» (D t 24, 16). U na idea parecida se encuentra en los profetas Jeremías (31, 29) y Ezequiel (18,2-30), autores que vivieron y escribieron poco antes del des­ tierro o a comienzos del período exílico de la historia de Israel. Hay que pensar, sin embargo, que ninguna idea grande se desarrolla de un m odo rectilíneo; y el concepto de vida después de la m uerte cier­ tam ente que no tuvo un avance uniforme en la historia del pueblo he­ breo. A m enudo la experiencia derivada de un episodio m enor en la vida de una generación daba pie a la generación siguiente para alcanzar un nuevo consenso. Tal vez debido al hecho palm ario de que después de la m uerte los huesos duran más que los tejidos blandos del cuerpo, los hebreos les dieron una im portancia especial. Cuando Ezequiel quiso re­ tratar un futuro de vida para su nación postrada y desterrada, habló del viento, de la ruach, de Dios soplando sobre el valle de huesos secos, hasta que revivieron en una especie de resurrección de la nación-estado. Esa visión contribuyó a reforzar el lazo entre el aliento de una persona y la ruach de Dios, a la vez que creaba una imagen que algún día iba a florecer en el concepto de una resurrección corporal. Entre los escritos hebreos hubo otra tradición minoritaria que tendría amplia influencia. Hay en la historia hebrea tres personajes cuyas vidas, según se decía, habían tenido finales misteriosos. El primero de esos per­ sonajes fue Enoc, a quien se identificó como el padre de Matusalén, y sobre quien el texto sagrado decía: «Caminó Enoc con Dios y desapare­ ció, porque se lo llevó Dios» (Gén 5, 24). El segundo personaje fue Moi­ sés, del que se dice que murió y fue enterrado por Dios, «pero nadie hasta hoy sabe dónde está su tumba» (Dt 34, 6). El personaje tercero es el profeta Elias, acerca del cual se dijo que cuando caminaba con Elíseo «apareció un carro de fuego, con caballos también de fuego, que se inter­ puso entre los dos; y Elias subió al cielo en un torbellino» (2 Re 2, 11). E n este punto es difícil decir lo que se pretendía con el relato de esos tres episodios, cuando se escribieron originariamente; pero es fácil rela­ tar lo que esas tres vidas em pezaron a significar en el folclore judío. Había ahí un testimonio escriturístico de que algunas personas extraor­ dinarias. muy pocas, podían llevar una vida tan recta, tan santa y tan agradable a Dios, que de alguna m anera eran invitadas a entrar en el reino de Dios sin tener que pasar por la senda de la muerte. E ra una idea marginal cuando em pezó a mencionarse en el texto bíblico de cada uno de los episodios. Pero esa idea ejerció una enorm e autoridad al tiem po en que la literatura apocalíptica judía se impuso, dos siglos antes del nacim iento de Jesús. Enoc fue el nom bre que se dio a una obra muy popular del siglo i a.e.c. Dicha literatura apocalíptica contribuyó no­ 126

tablem ente a configurar las imágenes judías de la vida después de la muerte. A Elias y Moisés se les presentaba, al menos en los tres evange­ lios sinópticos, como capaces de aparecer desde el cielo en visiones lu­ minosas, que a mí me parecen configurar los tardíos relatos cristianos sobre las apariciones pospascuales de Jesús. Por ello registro aquí esas tres figuras casi por derecho propio, con la prom esa de volver más ade­ lante sobre las mismas con m ayor detalle.

El concepto de justicia entra en la ¡dea de vida después de la muerte

La historia judía después del destierro de Babilonia se dem ostró muy tormentosa. Las migraciones de retorno a la patria se iniciaron en los últimos años del siglo vi y continuaron hasta bien entrado el siglo iv. Nunca, sin embargo, consiguieron los judíos restablecer su independen­ cia nacional de una m anera efectiva y durante un núm ero largo de años. Persas, medos, macedonios y rom anos ejercieron su autoridad y su po­ der sobre aquel pueblo sacrificado. H ubo sólo un breve intervalo de años en que consiguió algo parecido a la independencia, bajo el gobierno de los Macabeos, de la dinastía de los asmoneos. Se hicieron muchos esfuerzos por reprim ir la vida religiosa del pueblo judío; represión que analizaremos más porm enorizadamente. Perm ítasem e ahora, de cara a mis objetivos, consignar simplemente que tales persecuciones crearon mártires; y los m ártires alim entaron las imaginaciones y fantasías del pueblo. Y sobre todo, se trataba de m árti­ res fieles a Dios, fieles a la forma de adoración de los judíos, que fueron ejecutados por los enemigos de los judíos, y consecuentem ente por los enemigos de Dios. Aquellos m ártires em pezaron a forjar el tema de la justicia dentro del concepto judío de vida después de la muerte. El que un muchacho judío, valiente y tem eroso de Dios, fuera solicitado por sus enemigos poniéndolo en la alternativa de blasfemar el nom bre de Dios o perder la vida, y eligiera ser fiel y perdiera la vida, ¿no constituía un recurso a la justicia? ¿Com pensaría Dios en algún lugar las escalas del mal? Éste llegó a ser un tema candente en una nación que según parece estuvo siem pre bajo el dominio de otra nación. Los escritos apo­ calípticos acerca del fin del mundo, el juicio final y la recom pensa de los justos proliferaron para dar respuesta a esas cuestiones. Y fue a tra­ vés de esa amarga historia como la recom pensa después de la m uerte para quienes habían sido fieles a Dios em pezó a popularizarse en gran manera. Esa misma historia dolorosa creó una amplia expectación mesiánica, 127

según la cual surgirían un nuevo Moisés o un nuevo David o un nuevo Elias, que restablecerían la prosperidad judía, derrotarían a los enem i­ gos de su pueblo e inaugurarían el reino de Dios. M uchas de esas ideas las encontram os en los relatos evangélicos según fueron incorporándose a la historia de Jesús de Nazaret. A quí deseo analizar las prim eras imágenes con las que se interpretó a Jesús. Necesito establecer en prim er lugar que pocas de tales imágenes estuvieron tan separadas como algunos eruditos se esfuerzan ahora por imaginar, según parece. Las presento en forma un tanto separada y dis­ tinta, aun sabiendo que tienden a desarrollarse conjuntam ente.

La imagen del profeta/mártir

Edward Schillebeeckx se esfuerza por identificar la prim era imagen pospascual vinculada a Jesús de N azaret bajo el título de profeta/m ár­ tir.2 E ncuentra los prim eros ecos de esta imagen entre los primitivos cristianos judíos, de habla aram ea, quienes creían que Jesús había sido m uerto por elem entos saduceos del sacerdocio del templo; aquellos que más abiertam ente colaboraban con las potencias extranjeras y que, por lo mismo, más com prom etían la integridad de la religión judía. Para Schillebeeckx, el tem a latente bajo esa explicación primitiva es «Jerusa­ lén», sinónimo de la autoridad religiosa establecida, que históricam ente había sido «la asesina de los profetas». Schillebeeckx separa algunos textos, que atribuye a la «Q community»,3 y por tanto al estrato más primitivo de los m ateriales cristianos escritos, en apoyo de su causa. M a­ teo había puesto en boca de Jesús el lam ento por los líderes religiosos, que levantaban m onum entos a los profetas de la antigüedad, m ientras perseguían, m ataban y crucificaban a los profetas actuales (Mt 23, 2936). El versículo lo incluye tam bién Lucas, aunque con un lenguaje algo más m oderado y elim inando el verbo crucificar (Le 13, 34-35). M ateo citaba además una sentencia de Jesús, «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise congregar a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas, y tú no quisiste!» (M t 23, 37). La sentencia la repite Lucas casi literalm ente (Le 13, 34). Los evangelios tam bién presentaban a Jesús sabedor de la tradición profética y consciente de que no moriría fuera de Jerusalén (Le 13,33). Si alguien quiso cuestionar el liderazgo religio­ so del pueblo judío, tuvo que hacerlo en Jerusalén. Jerusalén era el lu­ gar apropiado y, como se expondrá en el relato, estaba claro que el tiem po apropiado era asimismo la fiesta de Pascua. 128

D etrás de esta idea había una larga historia. La destrucción del reino del Norte o de Israel a manos de los asirios en 721 a.e.c. se vio como el cumplimiento de las advertencias de los profetas. D esde Elias en ade­ lante, los profetas habían am onestado a la nación del peligro inherente a la apostasía; pero en vano. Los dirigentes de Israel, tanto el rey como los sacerdotes, habían desterrado al profeta Amós y se habían negado a escuchar a Oseas; y en consecuencia, decían los profetas, la historia de la nación quedó rota por el castigo merecido. Ésa fue la interpretación profética de la m ayor parte de la historia hebrea. Pero los profetas siem­ pre estuvieron al margen de la autoridad religiosa constituida. Surgía un profeta por la llamada directa de Dios, no con la autoridad legitimadora del sacerdocio oficial. Siempre persistió una tensión, y en ocasiones has­ ta una guerra, entre el sacerdocio del tem plo y las voces proféticas. Esa vieja tensión, argum enta Schillebeeckx, influyó en la interpreta­ ción más antigua de la vida, m uerte y resurrección de Jesús. Su m uerte la facilitó aquel sacerdocio; pero Dios lo reivindicó levantándolo hasta su presencia. El mensaje de Jesús quedaba refrendado con la proclama de que Dios estaba del lado del profeta y no del lado del sacerdocio; un concepto revolucionario desde la perspectiva sacerdotal. Al ser resuci­ tado por Dios significaba que Jesús estaba en lo cierto, m ientras que los líderes religiosos estaban en el error. E ra fácil, por consiguiente, en ­ tender por qué las autoridades oficiales del tem plo no se im presionaron por aquellas pretensiones cristianas. Schillebeeckx descubre este tem a una y otra vez en los sermones que atribuye a Pedro el libro de los Hechos. Sostiene que tales sermones fueron com puestos en la primitiva com unidad de cristianos judíos, que hablaban aram eo, y Pedro form aba parte de aquella comunidad: «Hom bres de Israel... A Jesús de Nazaret, hom bre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y señales que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis... a ese Jesús, crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio; pero Dios lo resucitó» (Act 2, 22-24). «Sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que, en el nom bre de Jesús de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos...» (Act 4, 10). «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros disteis m uerte colgándolo de una cruz. A ése lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador» (Act 5, 30-31). 129

«Al cual incluso m ataron colgándolo de un madero; pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públicam ente visible» (Act 10, 39b-40). En estos textos descubre Schillebeeckx el estrato más primitivo del prim er pensam iento cristiano, no sólo porque presentan a Jesús como profeta, m ártir y héroe, cuya justicia le granjeó la legitimación por parte de Dios frente a su condena por parte de los dirigentes religiosos, sino porque no contienen ningún elem ento salvífico. Ésa es una idea que todavía no ha emergido. Es decir, que su m uerte y el haber sido resu­ citado por Dios no afectaban todavía a nadie más. Dios resucitó a Jesús para m antener las escalas y exigencias de la justicia. Ésta es la nota más antigua que se encuentra en el Nuevo Testam ento. Esa acción re­ flejaba una experiencia con una interpretación escasa. Por este motivo podría decirse con cierta probabilidad que es el estrato más primitivo en la explicación que se da del poder de la Pascua de resurrección. La segunda nota primitiva que Schillebeeckx ve en esos textos aisla­ dos, es una que hemos observado en un recorrido por los datos bíblicos. En esos textos Jesús era el sujeto pasivo de una acción resurreccional de Dios. Lo cual indicaba que no se veía la resurrección como una vuelta a la vida, sino como una exaltación de Jesús hasta Dios y su cielo por la acción personal de Dios mismo. U bicar estas ideas entre los judeocristianos de Palestina como parte del estrato más primitivo de un desarrollo cristiano es más im portante, a mi modo de ver, que atribuirlas al docum ento Q. Mi compromiso con la existencia de un docum ento Q se vio fuertem ente sacudido por el bri­ llante análisis que de esa teoría hace Michael G oulder en sus com enta­ rios a Lucas y a M ateo. Para Goulder, Q no es otra cosa que M ateo haciendo un midrash sobre Marcos, y su pretensión de ser primitivo no es la habilidad para datarlo tem pranam ente sino el reconocim iento de que el autor de M ateo pudo haber sido un escriba, que form aba parte de una esforzada com unidad de judeocristianos. Sin em bargo, la depen­ dencia del autor de ese evangelio en las versiones griegas de las Escritu­ ras hebreas suscita para mí ciertas cuestiones acerca de dicha premisa, aunque no la invalide. En cualquier caso, yo presento esa idea para mos­ trar cómo la experiencia de Jesús, crucificado y resucitado, se pensó para que encontrase su expresión prim era dentro de los símbolos opera­ tivos de los círculos judíos del siglo i. Schillebeeckx llega a afirmar que el tema profeta/m ártir no perm ane­ ció aislado mucho tiempo antes de que se conectase con otro tema judío importante, contribuyendo a la difusión de esa explicación primitiva tan­ 130

to en el plano dramático como en el teológico. Primero se añadió un ele­ mento de necesidad divina. Se dijo que la muerte de Jesús se debía al plan divino, no al acaso o a la acción de un profeta aislado. Tal visión de la muerte de Jesús representaba un paso más allá del conflicto con los diri­ gentes religiosos judíos, porque se agregaba un designio divino. No mucho después de eso se le dio a la m uerte de Jesús una explica­ ción teológica. Dicha explicación indica que se había inaugurado un ca­ tecismo con propósitos de enseñanza. Puede verse un desarrollo del m é­ todo catequístico en forma de preguntas y respuestas. ¿Cómo podía Jesús ser crucificado y no maldito, cuando según el D euteronom io ése es el juicio de Dios sobre el hom bre ejecutado (D t 27, 23)? Si Jesús sufrió por un propósito, si murió para cumplir la voluntad de Dios sobre él, quiere decirse que su m uerte debía de tener un significado, que era preciso exam inar y entender. En este punto crítico em piezan a confluir salvación, escatología, visión apocalíptica y acción vicaria, y cada uno de esos conceptos afectará a su vez a la forma en que se proclam aba a Jesús. Cada una de esas formas configuraría a su vez a las demás, hasta que todas se convirtieran en otras tantas dimensiones del polifacético espectáculo que llamamos Pascua de resurrección. Superando la imagen del profeta/m ártir, tratarem os de com prender cómo surgieron y se desarrollaron las otras imágenes, hasta que Jesús encarnó de hecho las esperanzas que alentaban en el pasado judío. La cuestión más im portante, que conviene no perder de vista es ésta: ¿Qué ocurrió para que gentes judías del siglo i empleasen tales imágenes como explicación de lo que creían haber experim entado? ¿Por qué em ­ pezaron a ver a Jesús en térm inos de sacrificio expiatorio, del Siervo paciente y del Hijo del hom bre? ¿Q ué faceta del relato pascual se ilumi­ na con cada una de las imágenes? A medida que vayamos enfocándolas una tras otra, desaparecerá la objetividad a la vez que crecerá la necesi­ dad de com prender la historia y el trasfondo de cada una de tales imáge­ nes, por cuanto cada una ha contribuido a configurar la historia de la resurrección.

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11 El sacrificio expiatorio: La imagen de la Carta a los Hebreos

Enm arcado en la parte posterior del Nuevo Testam ento hay un es­ crito, que la King Jam es Bible denom inó Epístola de Pablo a los H e­ breos. Dicho título es incorrecto por dos motivos: prim ero, porque no fue escrita por Pablo; su estilo, lenguaje, vocabulario y contenido son tan poco paulinos, que ningún com entarista bíblico actual atribuiría esa obra al gran apóstol misionero. Y, segundo, porque no es una epístola. Una epístola es una carta, escrita por alguien que no está presente entre sus destinatarios, los cua­ les viven en otro lugar. Esta obra no presupone distancia alguna entre autor y destinatarios. Más bien está articulada en forma de sermón o tratado. Probablem ente fue escrita para que la recitase el escritor. Fue com puesta en griego y parece destinada a un grupo de judíos que habla­ ban griego y que, con toda probabilidad, habían acudido de regiones lejanas del im perio a su patria espiritual en una peregrinación a Jerusa­ lén. Lo cual significa que la audiencia a la que iba dirigida esta homilía era gente judía que se había convertido al cristianismo. Y, como muchos cristianos de la prim era generación, esta gente es­ peraba el retorno inm inente de Jesús de los cielos, adonde creía que había sido exaltado. Como ese retorno tenía que ocurrir en Jerusalén, los judeocristianos viajaban periódicam ente a la ciudad santa en espera del regreso de su Señor. En Jerusalén podrían haber permanecido en una especie de vida monástica, aportando cada uno a las provisiones comunes. Una casa a m anera de m onasterio podría hacer sido un con­ texto familiar para sem ejante actividad. También podría haber sido el jefe de aquella com unidad religiosa el que escribiera y entregara a sus peregrinos residentes el discurso que acabaría llamándose Carta a los Hebreos. Por lo menos ciertos térm inos de tono m onástico como her­ 132

manos y am ados confieren a esta pieza literaria un cierto carácter m o­

nacal. D ejando aparte lo atinado o no atinado de esta reconstrucción parti­ cular, la Carta a los H ebreos refleja un estadio primitivo en el desarrollo cristiano. Nos presenta, en efecto, un cuadro del cristianismo antes de que éste abandonase el seno judío o saltase la barrera judaica y se con­ virtiera prim ordialm ente en un m ovimiento gentil. Esto puede apuntar a la posibilidad, como argum entan algunos, de que la obra sea prepaulina. Algunos com entaristas la sitúan ya en la quinta década de la era cristiana, aunque no deja de ser un punto de vista minoritario. Si es posterior a Pablo, o un producto de la década séptima u octava —como otros han sugerido— , en cualquier caso puede ser la obra de aquella parte del cristianismo que no se había visto especialm ente afectada por Pablo o por el m ovimiento gentil. Yo estoy cada vez más convencido de que este escrito estaba term i­ nado antes de la caída de Jerusalén en el año 70 e.c. Y sugiero esa fecha porque la C arta a los H ebreos ofrece un punto de vista que refleja un cristianismo muy primitivo. Los sistemas teológicos elaborados, que se dejan sentir hasta en los evangelios, no aparecen todavía formulados en este libro. En Hebreos, por ejemplo, se alude a Jesús como un hijo de Dios, no como el Hijo de Dios (H eb 1,2). Jesús es alguien que llega a la perfección por sus sufrimientos y su m uerte (H eb 5, 9); no es el preexis­ tente perfecto. En la C arta a los H ebreos no hay ni una sola referencia a la resurrección como algo que incluye el regreso a la vida en esta tierra habiendo salido de la tumba. Traza más bien el cuadro de la resurrec­ ción de Jesús como su exaltación por Dios en el m om ento de la m uerte, sentándolo a su derecha en el cielo (H eb 2, 9; 4, 14). La C arta a los H ebreos es un ejemplo primerísimo en las Escrituras cristianas del estilo literario judío que se conoce como midrash. Los pri­ m eros cristianos, partiendo de sus raíces judías, estaban com poniendo simplemente un nuevo capítulo de un dram a religioso en marcha y en avance coherente. De hecho, cuanto más antiguo y más judío resulta un escrito, tanto más midráshico aparece. La epístola a los H ebreos fue escrita por un judeocristiano para pre­ sentar a Jesús dentro del marco tradicional judío de referencia a otros judíos cristianos. Su punto de partida fue el salmo 110. Si se trataba de un sermón, el salmo 110 fue texto o lema. Dicho salmo era uno de los himnos israelitas de entronización, que celebraban la tom a del poder por un sacerdote rey, tal vez Esdras. Los prim eros cristianos pensaban que ese salmo vaticinaba la entronización en el cielo del sacerdote rey Jesús de Nazaret, y por ello se popularizó grandem ente e n tre los círcu­ 133

los cristianos. En el Evangelio de Marcos, el propio Jesús se aplicaba personalm ente dicho salmo. M ateo y Lucas repetían esa idea marciana, lo cual indica que los prim eros cristianos no leían el m entado salmo más que como un indicador de Jesús. Así, al abordar la Carta a los H ebreos descubrimos otro sendero hasta el cristianismo primitivo, y a través de sus palabras podem os ob­ tener otro retrato de Jesús tal como se le veía en la teología cristiana de comienzos del movimiento cristiano

Lo que Jesús significaba para el autor de Hebreos

El autor de la Carta a los H ebreos no proporciona ninguna prueba de haber conocido personalm ente al Jesús de la historia. H abía oído el relato de la vida y m uerte de Jesús. H abía escuchado la pretensión de que en cierto m odo la m uerte de Jesús no era el final, de que la m uerte no podía retenerlo. El autor era un judío em papado en la experiencia, la historia y las Escrituras de su pueblo. Sabía, por ejemplo, de la tradición judía del día de la expiación, en el que probablem ente participó innum erables veces. Form aba parte de su vida litúrgica anual. En aquella liturgia, un sacerdote se purificaba a sí mismo con una serie de cerem onias antes de entrar en el sanctasanctó­ rum, la parte más sagrada del tem plo, para ofrecer a Dios un sacrificio perfecto. La entrada en el recinto santísimo sólo se realizaba una vez al año. El animal del sacrificio era a su vez examinado de m anera exigente y tenía que ser un ejem plar perfecto: no podía haber en él ni cicatrices ni huesos rotos ni manchas. Un sacerdote ritualm ente purificado introdu­ cía un animal perfecto a todas luces en el sanctasanctórum para ofrecér­ selo a Dios por los pecados del pueblo, corporativos e individuales. En su folclore religioso, los judíos tenían una teoría llamada el teso­ ro de méritos. Según dicha teoría, tanto los pecados como las virtudes se acumulaban y alm acenaban en un tesoro divino, exactam ente igual que hoy se pone el dinero en una cuenta de ahorro. Esas cuentas en el tesoro divino las guardaba el Señor, el cual exigía de cuando en cuando el ba­ lance de los libros, en los niveles individuales y colectivos. Un desastre, una enferm edad o una derrota militar se veían como una especie de balance en las cuentas del pueblo, en las que se abonaba el pago con la m oneda del castigo divino por los pecados cometidos. Pero un superávit de virtud podía utilizarse para com pensar un superávit y exceso en los pecados. Un israelita especialm ente virtuoso podía conseguir de Dios que perdonase los pecados de muchos, ahorrándoles así el castigo. El 134

sacrificio perfecto, que el sacerdote purificado llevaba a térm ino, se in­ terpretaba según esa analogía. Y ese sacrifico creaba un tesoro de m éri­ tos. A portaba expiación y redención y equilibraba los platos de la b a­ lanza de las relaciones del pueblo con su Dios. De ese m odo el animal del sacrificio podía llevarse y retirar los pecados del pueblo. Cuando los judíos del siglo i intentaron com prender a Jesús, recu­ rrieron a la analogía del día de la expiación, aunque con un cambio inte­ resante. A nte todo se entendió al propio Jesús como el sacrificio perfec­ to, que ocupaba el lugar del cordero ritual. En las palabras de nuestra liturgia, se convertía en el C ordero de Dios. La ausencia de pecado en él se describió en analogía con el animal del sacrificio expiatorio: el suyo era un cuerpo perfecto, joven, m aduro, sin cicatrices ni huesos rotos. A eso se añadió el elem ento de su perfección moral, alcanzada por un ser hum ano con su libre elección. El relato de A braham ofreciendo a su hijo Isaac por orden de Dios, según cuenta el libro del Génesis, se en­ tendió entonces desde la perspectiva midráshica como una historia es­ crita para prefigurar a Dios Padre, que tam bién sacrificaría a su propio Hijo, Jesús, para crear el tesoro infinito de méritos, que en todos los tiempos redim iría al pueblo para Dios. D e ese modo la frase «Jesús mu­ rió por nuestros pecados» entró en el vocabulario cristiano. Jesús tom ó sobre sí el peso de nuestras deudas y equilibró para siem pre los libros de cuentas con la ofrenda perfecta de su vida sin pecado. El tesoro de m éri­ tos se llenó con un superávit infinito de virtud. Cuando alguien se acer­ caba a Jesús, encontraba a quien con sus m éritos podía cubrir todas las deficiencias propias. Como proclam aban los himnos sangrientos del si­ glo xix, nosotros «fuimos lavados en su sangre» y «purificados con su sangre». Pero a Jesús se le vio tam bién en esa tradición midráshica como el sacerdote perfecto y purificado. Por la pureza de su propia vida, y no precisam ente por una purificación ritual, fue capaz de ofrecer el sacrifi­ cio perfecto de sí mismo. No necesitó del lavatorio;1 ni necesitó de puri­ ficación alguna. Su sufrimiento inocente purgó de pecado toda vida, in­ cluida la suya. El animal del sacrificio fue sustituido por el Cristo crucificado; pero fue también el sacerdote purificado, que se ofreció a sí mismo. Con su pasión y m uerte, Jesús trajo expiación y redención para todos. Mas, dado que Jesús no pertenecía a la línea sacerdotal legítima, los prim eros judeocristianos tuvieron que desarrollar una argumentación válida en favor de su sacerdocio. El salmo 110 proporcionó al autor de la Carta a los H ebreos precisam ente la forma de hacerlo, rem itiéndose al sacerdote extraño y enigmático, que se llamó M elquisédec (v. 4). El li­ 135

bro del Génesis (14, 18 y ss.), que guardó el relato de Melquisédec, lo identificaba como rey de Salem y como sacerdote del Dios altísimo. En el mismo relato, M elquisédec tam bién bendecía a A braham , mientras que éste le ofrecía a cambio el diezmo de todo lo obtenido. Sin entrar en el sentido original del relato en cuestión —que a los críticos modernos se les antoja muy parecido al punto culminante de una exacción—, la tradición midráshica presentaba a Melquisédec como un sacerdote eterno, sin principio ni fin, al que también el pueblo hebreo había rendido vasallaje. Apoyándose en el salmo 110, que él cita (Heb 5, 6), el autor de la Carta a los Hebreos vio en Jesús al sacerdote perfecto según el orden de Melquisédec. Y como sacerdote, Jesús estaba cualifica­ do para entrar en el sanctasanctórum y para ofrecerse a sí mismo en sacri­ ficio perfecto. El autor de Hebreos interpretó el nombre de Melquisédec como «rey de justicia»; y su apelativo de rey de Salem (Shalom), enten­ diendo por ésta Jerusalén, lo explicó como rey de la paz. Presentó a Mel­ quisédec como una persona sin padre y sin madre, sin genealogía, sin principio ni fin, semejante al Hijo de Dios, un sacerdote para siempre. Como A braham había presentado ofrendas a Melquisédec, y dado que A braham había sido bisabuelo de Leví, que era el patriarca de la línea del sacerdocio legítimo en Israel, según el autor de H ebreos el tal Leví habría pagado diezmos a M elquisédec, puesto que A braham lo lle­ vaba en su semilla. El autor argum enta así que un sacerdote como M el­ quisédec era un sacerdote eterno, que llegaba de la nada, sin otra causa que Dios, y en consecuencia era un sacerdote superior al sacerdocio levítico. Los sacerdotes levíticos no alcanzaban la perfección. Tenían que re­ petir sus ritos de purificación para poder entrar en el sanctasanctórum. Tenían tam bién que repetir sus sacrificios, en perm anente búsqueda de expiación y en acrecim iento constante del tesoro de méritos. Pero un sacerdote del orden de Melquisédec, alguien que no estaba establecido por ascendencia legal o por sucesión apostólica, sino por una vida indes­ tructible y pura, podía ofrecerse a sí mismo cual sacerdote y víctima, y en consecuencia podía ser el agente y el portador de una redención eter­ na, de una expiación realizada de una vez por todas, que colmara para siempre el tesoro de m éritos del que todos dependen con el m érito infi­ nito de su vida perfecta. Tal fue la interpretación de la vida de Jesús, según se encuentra en la Carta a los Hebreos. Cuando esa interpretación judía llega a la gente m oderna, para la que tan extraña resulta esa m anera de pensar, se da el prim er paso con vistas a la com prensión del libro o tratado. Pero el mi­ drash interpretativo del autor no se detuvo ahí. 136

Los judíos tam bién creían que las cosas de la tierra tenían una répli­ ca en el cielo, aunque de forma más grande y más gloriosa. El tem plo sobre la tierra era una construcción hecha por mano humana. En el cie­ lo, más allá de la bóveda azul, había sin em bargo un tem plo no hecho por el hombre. El sanctasanctórum en el tem plo terreno estaba concebi­ do como una réplica del trono de Dios en el cielo. El animal sacrificado y ofrecido en el sanctasanctórum se elevaba hasta Dios a través del humo y de la fragancia del fuego y desde las especias utilizadas en la preparación del sacrificio com binadas con el incienso y la carne y la comida aderezada. En la historia hebrea se creyó que una columna de fuego durante la noche y de nubes durante el día había m antenido al pueblo hebreo conectado con Dios durante la salida de la esclavitud de Egipto (Éx 13, 21). El fuego y el humo procedentes de los animales sacrificados m antenían intacta esa conexión vital. Cuando Jesús, el gran pontífice de vida perfecta, se ofreció a sí mis­ mo como el animal ritual, entró a través de su m uerte sacrificial en el lugar celeste a la m anera de la columna de nubes. En el humo del sacrifi­ cio, la nube enlazaba tierra y cielo, y por esa columna, por ese humo, fue elevado al cielo y entronizado a la derecha de Dios, estando así capaci­ tado y dispuesto para interceder eternam ente por quienes lo reconocían como Señor. Así, los judíos que reconocieron a Jesús como el Señor ya no tenían más necesidad de sacrificios. No tenían ya necesidad de expia­ ción. Jesús había ofrecido el sacrificio perfecto, ofreciéndose a sí mismo. Dios lo había exaltado y sentado en el trono celestial y lo había estable­ cido como a un Hijo, sacerdote perfecto para siempre (Heb 7, 27-28). En palabras del tratado, Cristo entró en el lugar santísimo de una vez para siempre, consiguiendo una redención eterna, no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino de la suya propia (9, 12). Pues no entró Cristo en un santuario de hechura humana, imagen del auténtico, sino en el propio cielo, para aparecer ahora ante la presencia de Dios en favor nuestro (9, 24). Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, m antengamos firme nuestra profesión de fe... Acerquém onos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que obtengam os 137

m isericordia y hallemos gracia para ser socorridos en el m om ento oportuno (4, 14-16). Éste fue el testimonio y la interpretación dados por esta homilía judeocristiana. Tenem os, pues, aquí a un tem prano escritor cristiano, que no co­ noció al Jesús de los evangelios, pero que com partió una poderosa expe­ riencia de Jesús en una com unidad de judeocristianos. D entro del ob­ jetivo de ese marco de referencia, buscó dar sentido a la experiencia en cuestión. La C arta a los H ebreos no contiene ningún concepto de un Jesús resucitado, que se aparece a distintas personas como el Señor re­ sucitado; nada de eso. Sem ejante tradición, a la que nos hemos referido anteriorm ente, tam poco se encuentra ni en Pablo ni en Marcos. La de­ sarrollaron M ateo, Lucas y Juan en las décadas novena y décima de la era cristiana. Aun así, la C arta a los H ebreos destaca la singularidad y bondad de la vida de Jesús, lo injusto de su ejecución y la afirmación de que Dios anuló el veredicto hum ano sobre la vida de Jesús exaltándolo a su derecha en el trono celestial de su gracia. En esas palabras antiguas late un sentido trem endo, pues que al ele­ var a Jesús hasta el concepto de Dios, Dios ha metido en la vida divina a alguien que conoció la debilidad humana, la fragilidad hum ana y la hu­ mana tentación. Había en ellas un sentido potenciador de que todo el mundo podía ahora presentarse ante Dios por la intercesión de un gran sumo sacerdote, el cual no sólo simpatizaba con los hom bres sino que también los com prendía, porque había com partido nuestra hum anidad y había sido la víctima por nuestros pecados. Los símbolos eran judíos, las ideas eran del siglo i. Las imágenes del cielo pertenecían a un mundo pre-copernicano. Literalizan los concep­ tos y después mueren. Los reconocen por lo que significaban y se con­ vierten en vías de acceso a través de las cuales todavía se nos invita a una experiencia trascendente, asociada de algún m odo con Jesús de N a­ zaret. Ésa parece haber sido la única com prensión de Jesús que tuvo el autor de la Carta a los Hebreos. Nada supo del nacim iento virginal, aun habiéndose referido a que Jesús no tuvo padre ni m adre ni genealogía alguna, como M elquisédec (H eb 7, 3). Al hacerlo así, puede haber abierto la puerta a la imaginación posterior de alguien para desarrollar una tradición de nacim iento milagroso. No tuvo ningún concepto de re­ surrección como resucitación o como una realidad física. Para él no ha­ brían tenido sentido alguno las historias de tumbas vacías y de aparicio­ nes. Ni tuvo idea alguna de una ascensión física. Jesús llegó hasta Dios como el humo de la víctima sacrificada que se eleva hasta el cielo. 138

Lo que este autor tuvo fue un sentim iento de Jesús como exaltado al cielo, siempre perfecto y liberando de las ataduras del pecado a cuantos le invocaron. A provechando un detalle midráshico final del Antiguo Testam ento, el autor retrató a Jesús como ofreciendo al pueblo el «des­ canso», que se le había prom etido al pueblo de Dios en su marcha por el desierto. El «descanso» había que conseguirlo originariam ente con la entrada desde el desierto al suelo santo de la patria: pero a causa de los pecados cometidos en el desierto, los hebreos del éxodo tuvieron prohi­ bida la entrada en el descanso divino. Cuantos abandonaron Egipto m u­ rieron antes de cruzar el río Jordán. Ni siquiera Josué, que guió al pue­ blo hasta la tierra prom etida, les dio todavía el descanso por el que tanto habían suspirado (H eb 3 , 11). El salmista, decía la C arta a los Hebreos, mucho después de la época de Josué todavía suspiraba por el descanso de Dios (H eb 4, 1-11; véase Sal 95, 11). El descanso, en el sentido en que em pleaban la palabra los escritores bíblicos de la tradición hebrea, se definía en la tradición del día del sába­ do. Dios descansó cuando hubo term inado su obra, en el día séptimo. Por tanto era en la obra divina completa, a la que Dios había prom etido acceso al pueblo hebreo. Cuando nuestro autor presentaba a Cristo como el sumo sacerdote sentado a la derecha de Dios en el cielo, venía a decir que por fin había alcanzado el descanso prom etido por Dios. Por obra de ese gran sumo sacerdote y por el tesoro de sus méritos, se podía entrar finalm ente en la prom esa de Dios, en el sábado eterno. En un evangelio, escrito según creo algunos años después, esta idea se de­ sarrolló, poniéndola en labios de Jesús cuando dijo: «Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Y a renglón seguido sonaba la prom esa de que en él «hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29). En este capítulo sólo me he referido a una descripción tem prana de cómo se entendió a Jesús. Y una descripción que, no deja de resultar bastante extraño, no es generalm ente conocida ni por los cristianos. R e­ sulta muy diferente de las descripciones familiares de la Pascua de resu­ rrección, que se encuentran en los evangelios. Tal vez es anterior a todas las demás; y ciertam ente que a todas, menos a Marcos. En muchos as­ pectos es más primitiva, más simbólica, menos milagrosa, menos sobre­ natural, tal vez incluso más original, pero igualmente real. Yo os invito a examinar esta imagen, a considerar con mente abierta este testimonio, hasta conseguir com prender lo incomprensible, cuales­ quiera sean las palabras que utilicemos para describir la Pascua de resu­ rrección; no es más que una afirmación de fe, que al final se alza señera ante nosotros haciéndonos señas para que penetrem os en su significado.

Cuando esa afirmación se traduce en palabras, viene a decir algo como esto: Jesús vive, la muerte no puede retenerlo. Dios ama, la muerte no pu ede lim itar ese amor. N osotros no estam os solos, en la inm ensidad de este universo hem os sido estim ados y abrazados.

Yo invito a mis lectores a m irar a Jesús a través de la lente del trata­ do a los Hebreos. Adem ás de moveros a creer sim plemente en la resu­ rrección, os m overá a vivir la resurrección. Porque, en definitiva, sólo cuando vivimos la resurrección conocemos la experiencia de la resurrec­ ción. Lo im portante, en último análisis, no es la imagen explicativa; lo es mucho más la experiencia, que impulsó a los prim eros cristianos a bus­ car una explicación.

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12 El Siervo paciente: La imagen del segundo Isaías

«Tú eres el Cristo» son palabras que aparecen en Marcos, el prim ero de los evangelios (Me 8, 29). Se le atribuyen a Pedro y fueron pronun­ ciadas, según Marcos, en la ciudad de Cesarea de Filipo, en la prim era parte del m inisterio público de Jesús, algún tiem po antes de su entrada triunfal en Jerusalén. Yo sospecho que esta ubicación en el texto no es correcta. La aplicación del título de «Cristo» a Jesús de Nazaret seguram ente que no ocurrió hasta después de la experiencia de la Pascua de resurrec­ ción. Si en este punto de sus vidas alguno de los discípulos entendió a Jesús como el Cristo en algún nivel, ciertam ente el resto de su conducta recordada en los evangelios resulta algo sin sentido. Pues sin duda que alguien a quien sus seguidores ven como el Cristo, no habría sido trai­ cionado, negado y abandonado por éstos. Esa realidad fue reconocida por el escritor del Evangelio de Marcos, pues pasó a m ostrar lo mal que Pedro entendió el título de Cristo, ya que inm ediatam ente después casi es calificado de satánico por Jesús, al dar la impresión de no caer en la cuenta de que ser el Cristo y recorrer un sendero de sufrimiento que le llevaría hasta la crucifixión eran cosas que no podían separarse. Para mí es interesante el hecho de que Marcos haya colocado la confesión de Pedro, reconociendo en Jesús la condi­ ción de Cristo, después de haber referido a sus lectores la curación p ro ­ gresiva del hom bre ciego de Betsaida. En el relato marciano, el ciego va saliendo gradualm ente de la ceguera a la visión parcial hasta llegar a la visión perfecta. El cuarto evangelio nos informa más tarde que Pedro era de B et­ saida (Jn 1,44). Tal vez este sencillo relato de curación no era tan senci­ llo, después de todo. Tal vez trazaba la experiencia de Pedro, al realizar 141

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el viaje desde la visión hasta la intuición profunda en su intento por com prender el significado de alguien a quien él conocía como Jesús de Nazaret. En cualquier caso ésta era la prim era vez que en el evangelio de Marcos se em pleaba la palabra Cristo, descontada la frase introduc­ toria, en la cual informa a sus lectores que se propone relatarles el evan­ gelio de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. En Marcos, la confesión de Pedro es breve y franca: «Tú eres el Cris­ to». Al tiem po en que M ateo escribía su relato, unos quince o veinte años después, esta confesión petrina ya había sido em bellecida para de­ cir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), m ientras que se rebaja el fallo de Pedro en com prender lo que tal afirmación significaba. Y antes que reprenderle, Jesús —según M ateo— de hecho ha felicitado y bendecido a Pedro. Le ha dicho que ni la carne ni la sangre podían revelarle aquella intuición y lo ha exaltado como la roca sobre la cual construirá su Iglesia. Le había prom etido las llaves del reino a la vez que le había asegurado que cuanto atase o desatase sobre la tierra sería a su vez atado y desatado en el cielo. Los cambios de este episodio en M ateo revelan con toda claridad que se trataba de un recuerdo posterior a la resurrección, en la que Pedro figuró en el centro mismo de la com uni­ dad cristiana. La confesión de Pedro simplemente había sido retrotraída a la vida del Jesús histórico por la acción interpretativa de la com unidad cristiana. Tam bién resulta reveladora la m anera en que trata Lucas este texto marciano. A quí ya no es la simple confesión «Tú eres el Cristo», sino que Pedro dice: «Tú eres el Cristo de Dios» (Le 9, 20). Lucas omitió después la reprim enda de Jesús a Pedro por no entender lo que aquella confesión significaba. Jesús impuso silencio a todos los discípulos res­ pecto de dicha revelación. Les ordenó que no lo dijesen a nadie, y en­ tonces em pezó a hablar de su pasión, rechazo, ejecución y resurrección. En la m ente de cada uno de los evangelistas, la designación de Jesús como el Cristo iba asociada al sufrimiento. Lucas lo expuso de forma muy concreta, pues Jesús habla inm ediatam ente de la negación de sí mismo y de tom ar la cruz a diario para indicar la decisión de seguirle. Ésta era una frase interesante para colocarla en el lenguaje retórico de Jesús antes de su crucifixión. Si este punto no estaba lo bastante cla­ ro para entonces, Lucas continuó poniendo en boca de Jesús: «Pues, quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo. Porque ¿qué provecho saca un hom bre ga­ nando el m undo entero, si se echa a perder o se m alogra a sí mismo? Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hom bre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y la de su Padre 142

y la de los santos ángeles. Os lo digo de verdad: Hay algunos de los aquí presentes que no experim entarán la m uerte hasta que vean el reino de Dios» (Le 9, 24-27).

Conexión de Cristo con el sufrimiento

El examen de la confesión mesiánica de Pedro en Cesarea de Filipo y el m odo en que la presenta cada evangelista nos perm iten ver de inm e­ diato que los evangelios no son biografías que puedan leerse como una historia lineal. Son más bien interpretaciones midráshicas. El midrash es una m anera de incorporar la intem poralidad a un relato sagrado. Como revela el texto de Lucas, los prim eros cristianos se enfrentaban a la ne­ cesidad de apartar de Jesús la sensación de vergüenza que iba aneja al hecho de haber sido ejecutado. En esa línea de batalla, los enemigos del cristianismo habían lanzado un ataque bien preciso. La defensa cristia­ na estuvo en aplicar a Jesús de N azaret una palabra gloriosa en la histo­ ria y la mitología hebreas. Y era un rótulo que asociaba a Jesús con el sufrimiento: «Jesús, tú eres el Cristo». ¿De dónde emergió la palabra Cristo1? ¿Q ué significó originaria­ m ente? Cristo es una transcripción de la palabra griega christós, que significa «mesías», «salvador» o «redentor». Pero Christós es un intento de pasar al griego la palabra hebrea mashiach. En sus orígenes ésta sig­ nificaba sim plemente un ungido de Dios. En la historia primitiva de Is­ rael únicam ente el rey era ungido, y así únicam ente al rey se le llamaba ungido de Dios o cristo de Dios. Al rey se le exaltaba como un «hombre según el corazón de Dios» (Is 13,14), como una persona revestida con la fuerza de Dios (Is 2, 10; Sal 21, 3). Con el tiempo, esa tradición regia se incorporó a la vida religiosa de Israel y al rey se le vio como el centro de la actividad divina (2 Sam 7, 4-17), y al ungido real se le consideró y llamó «hijo de Dios». Esto fue especialm ente cierto en el reino m eridional de Judá, donde la ciudad santa de Jerusalén, la casa real de David y el tem plo eran los símbolos visibles de la presencia de Dios entre el pueblo hebreo. Al rey judaico se le llegó a describir con frases como éstas: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2, 7) o «el rey llamará “padre” a Dios» (Sal 89, 27); y Dios reconocerá al rey como su hijo «primogénito» (Sal 89, 28). La prom esa de Dios a David decía: «Yo seré su padre, y él será mi hijo» (2 Sam 7, 14). Llamar hijo de Dios al rey de Judá no implicaba que el monarca fuera de naturaleza divina ni que hubiese alcanzado la perfección moral. 143

Nada en la literatura hebrea sugiere algo parecido. A David se le pre­ sentó como un adúltero, que hizo m atar a Urías, marido de Betsabé, el am or ilícito del rey (2 Sam 11, 1-27). Y Salomón aparece perm itiendo que el sincretismo religioso invadiera el culto hebreo al construir capi­ llas a dioses extranjeros para tener contentas a sus num erosas mujeres paganas (1 Reyes 11, 1-8). Del rey M anasés se dice que había sido tan perverso que lo único bueno que hizo fue elevar a Dios una plegaria (2 Crónicas 33, 1-13). En Judá los reyes no fueron deshumanizados, ni se les consideró personajes semidivinos; pero habían sido ungidos, y por lo mismo llevaban el título de mashiach. La com prensión hebrea de Yahvéh, la deidad tribal, fue evolucio­ nando a lo largo de la historia hasta que se concibió al Dios de Israel como el rey del universo, que gobernaba el mundo desde su trono celes­ tial. Ello significó naturalm ente que la visión israelita de Dios trascen­ día las fronteras del territorio de Israel. Y así em pezaron a soñar con que algún día el reino de Israel, sobre el que Dios reinaría, se expandiría hasta abarcar toda la tierra. Se cumpliría la voluntad divina sobre la tierra, como se cumplía en el cielo; y cuando eso ocurriera, el rey is­ raelita sería reconocido universalm ente como el representante terreno de Dios. E ran sueños cargados de grandeza. Pero en los prim eros años del siglo vi antes de la era común la trage­ dia se abatió sobre el pequeño principado de Judá, y esa tragedia iba a m arcar notablem ente la historia israelita. Los babilonios conquistaron Jerusalén, reunieron al pueblo como un rebaño y lo hicieron m archar a la cautividad. La nación israelita pareció haber llegado al final de su historia. La única esperanza futura de Judá estaba en la restauración de su m onar­ quía, que en ese tiem po llegó a concebirse como más allá del campo de la historia, colocándola los judíos en sus fantasías mitológicas. Una parte de esas fantasías contem plaba al mashiach como un nue­ vo líder político, que se alzaría en el futuro rem oto y se convertiría en un personaje m ilitar victorioso. Con la fuerza de su brazo, y con la ayuda del Dios poderoso que com batía de su lado, este héroe mítico restaura­ ría el reino de los judíos. Esos sueños crearon un poderoso ego naciona­ lista para un pueblo derrotado y oprimido, que consecuentem ente se hizo muy popular. A finales del siglo vi a.e.c. se alzó Ciro, el rey de los persas, para disputar a los babilonios la hegemonía de la política mundial. El pueblo judío aplicó tam bién a Ciro el térm ino m ashiach , pensando que era el agente del que Dios iba a servirse para restablecer la nación judía (Is 45, 1). El judaism o popular previo y suplicó la venida de Dios en la persona 144

del gran rey, el esperado mesías, el nuevo ungido que repararía los erro ­ res de la historia. Hubo, sin em bargo, entre aquella población judía exiliada una m ino­ ría con una visión más realista del futuro mesías. Aquella nación no había conocido una verdadera grandeza desde el reinado de Salomón, unos trescientos años antes. Ciertam ente que a un pueblo desterrado y sin patria debía de resultarle muy difícil soñar con conquistas futuras. Y fue en ese contexto de im potencia y derrota donde em pezó a surgir por obra de la fantasía judía la nueva visión de un mesías o mashiach como la víctima justa y santa. E ra la visión contrastante de un resto; visión que aún llegó a ser m enos popular cuando el pueblo exiliado se vio por fin libre y pudo em prender el camino de regreso a casa. La libertad para poder volver al propio país excitó la fantasía de la mayor parte de los desterrados. Soñaban con el restablecim iento de sus instituciones, con la reconstrucción del tem plo y de los muros de la ciu­ dad, con la restauración del trono davídico y la reanudación de todas sus tradiciones sagradas. Tratándose de hijos, nietos y en algunos casos has­ ta bisnietos de los hebreos derrotados unos sesenta años antes, no con­ taban con recuerdos realistas para poder valorar sus fantasías. La única Jerusalén que conocían, el único tem plo que podían contem plar con su capacidad de ensoñación y la única dinastía que podían imaginar eran los que alrededor de las hogueras de campam ento de Babilonia les ha­ bían descrito sus padres y sus abuelos, ahora ya muertos. Los judíos del exilio sólo poseían unos cuadros orales, trazados por la soledad y el te­ mor de los narradores. En la imaginación de los oyentes, tales cuadros se embellecían y modificaban notablem ente hacia arriba con el paso de una generación a la siguiente. En sem ejante entorno no podía florecer la visión de alguien que llegaba como víctima paciente. Lo que estaba a la orden del día era más bien un triunfalismo renovado. Pero cuando aquella caravana de desterrados llegó por fin a su pa­ tria de origen, sus sueños y fantasías para Judá m urieron de forma vio­ lenta y cruel. M irando en derredor su suelo sagrado no veían más que devastación. Su patria era un lugar arrasado. Su ciudad santa, un m on­ tón abandonado de escombros. Su tem plo, un campo de zarzales y can­ tos. Allá no había indicio alguno de grandeza, ningún símbolo de poder, nada que pudiera im presionar positivamente. Impávidos, algunos pusie­ ron manos a la gigantesca obra de limpiar y reconstruir. Las ilusiones fueron m uriendo poco a poco. Pero allí estaba al menos la respuesta de esa otra m inoría judía, y ese retrato recibió un nuevo lustre a través de la pluma creativa de un profeta desconocido, cuya obra de arte se agre­ gó al rollo del profeta Isaías. Sólo por esa razón se le llama segundo 145

Isaías, que hoy com prende los capítulos 40-55 del libro bíblico del profe­ ta homónimo. Dicho escritor supo instintivam ente que Israel nunca volvería a re­ cuperar el dominio m undano. Conoció que ninguna vocación como pueblo elegido de Dios podría sostenerse basándose en la ilusión de una grandeza futura o de un poder terreno. La visión desoladora con la que se encontraron los que regresaban del exilio representó la m uerte fulmi­ nante de sus sueños y de sus ilusiones. Lenta pero inexorablem ente se impuso una nueva conclusión en la realidad de Israel. Si deseaba ser un pueblo grande, tendría necesariam ente que serlo con otro tipo de gran­ deza. Se imponía redefinir de un modo radicalm ente diferente el suspi­ rado rey ideal, el mashiach victorioso, el Cristo. Fue lo que se propuso precisam ente aquel profeta anónimo. Y escribió que el mesías de Dios no pertenecería sólo a Israel. Aque mesías esperado derribaría las barreras del nacionalismo. Aquel por quien Israel suspiraba sería también la luz para los gentiles, alguien que traería la justicia al mundo. Aquel gobernante ideal que surgía de la debi­ lidad más que de la fuerza, sería capaz de expresar la ternura de Dios para toda la humanidad. El cometido mesiánico ya no sería el de conducir a Israel a la grandeza, sino más bien el de liberar a todos los pueblos de los lazos que los ataban, cualesquiera fuesen. Como alguien que conocía el sufrimiento, aquel personaje confortaría a todos los sufrientes: los se­ dientos serían conducidos al agua, los ciegos a la visión, los prisioneros a la libertad, y los pobres escucharían la buena nueva del am or de Dios. Aquel mesías traería la consumación perfecta a la vida humana. El segundo Isaías —y de ello estoy seguro— vio ahí la nueva voca­ ción del pueblo elegido de Dios. Si la nación entera no podía aceptar esa vocación, tenía que ser el com etido de un resto del pueblo de Dios. Y si no era un resto el que llevara a efecto esa tarea, tal vez sería un hijo solitario de Israel quien la realizase. E ra un concepto naciente, un re tra­ to poderoso de la forma en que el designio de Dios de llamar al m undo a su presencia divina se cumpliría a través de la debilidad y no de la fuer­ za. Semejante retrato eliminaba cualquier semblanza de grandeza hu­ mana y terrena. Aquellas cualidades, entendidas por el escritor en for­ ma totalm ente diferente de sus contem poráneos, ya nunca volverían a form ar parte de la autodefinición de Israel. Ellos eran ahora una nación derrotada y rota. Los designios de Dios sobre su pueblo o habían llega­ do al final o tenían que cumplirse a través de la debilidad. No había otras alternativas. Así, aquel profeta innom inado escribió que el Siervo cumpliría el designio divino no por la fuerza y el poder sino con m ansedum bre. El 146

Siervo sería humilde y no se resistiría a sus enemigos ni se echaría atrás frente a los malos tratos. El rostro del Siervo no atendería más que a su vocación, entendida ahora con categorías drásticam ente distintas. El Siervo no se acobardaría ante la hostilidad. Por el sendero de la aflic­ ción se realizaría el designio divino. A unque el Siervo encontrase una m uerte violenta en el cumplimiento de su vocación y aunque fuera m uerto como un criminal, los designios y propósitos de Dios no dejarían de lograrse. Se dejaría ver el reinado de Dios a través del sufrimiento y de la m uerte, no a través de las victorias y la gloria militares. Por esa vía llegaron a fundirse mesías y debilidad, mesías y sufri­ miento. El segundo Isaías lo dijo en un vigoroso lenguaje poético. El Siervo fue «despreciado y abandonado de los hom bres, varón de do­ lores, familiarizado con el dolor» (Is 53,3). R esuena una nota de sustitu­ ción vicaria, cuando el escritor sugiere que el Siervo fue «traspasado por nuestras iniquidades» y que por sus «cardenales» fuimos sanados trayendo él la sanación al m undo entero (Is 53, 5). No es necesario decir que esta idea nunca se ganó la aprobación de la mayoría. Siempre que las vicisitudes del pueblo judío tom aban un giro ascendente, reaparecían las fantasías más halagüeñas de una gloria recuperada. Cuando la rebelión de los M acabeos consiguió la indepen­ dencia para los judíos en el breve período que medió entre el imperio macedónico y el imperio rom ano, los sueños de la pasada grandeza re a­ parecieron con fuerza y de nuevo se popularizó la idea de un mesías como un victorioso caudillo militar. Pero aquellos m om entos fueron muy cortos y pronto tales esperanzas se estrellaron contra las duras ro ­ cas de la realidad. Israel ya no sería más que un indicador de Dios, un indicador que había que ver en medio de la debilidad, el sufrim iento y la derrota. Pero al menos hubo alguien que se atrevió a sugerir que el m e­ sías, el mashiach, el Cristo, podía ser imaginado en medio del pueblo judío en esos térm inos de debilidad, im potencia, derrota y muerte. El concepto quedó archivado y olvidado durante unos cientos de años por todos, hasta que en la historia y el pueblo judíos surgió otra figura, em ­ peñada en dar sentido a lo que habían experim entado en la vida de al­ guien llamado Jesús de Nazaret.

Cómo se le vio a Jesús ajustado a ese rol

Había sido crucificado. Y la ley hebrea declaraba: «Si un hom bre ha cometido un delito digno de m uerte y ha de ser ajusticiado, le colgarás de un árbol; pero no perm itirás que su cadáver pase la noche en el árbol, 147

sino que sin falta lo enterrarás ese mismo día; pues un hom bre colgado de un árbol es una maldición de Yahvéh, y no has de mancillar la tierra que Yahvéh, tu Dios, te va a dar en herencia» (D t 21, 22 y ss.). Jesús crucificado, colgado de un árbol, era, pues, maldito a los ojos de la T o­ rah, la ley. Pero esa conclusión no afectaba a otras partes de su vida. ¿Cómo podía ser m aldita una vida m arcada por tal amor? ¿Cómo podía ser maldito alguien que había ido más allá de las fronteras de los prejui­ cios nacionales hasta am ar a los samaritanos, tocar a los leprosos, volver la otra mejilla y rogar por sus enemigos? ¿Cómo podía ser maldecido por Dios alguien que enseñaba que Dios era pan para el ham briento, agua para el sediento, solicitud para el pródigo y vida para los muertos? ¿Cómo podía ser malo y estar maldecido por Dios alguien que perdona­ ba a sus perseguidores, oraba por sus verdugos y llegaba a querer a quie­ nes lo rechazaban? ¿Cómo podía ser reo de m uerte y en consecuencia m aldito de Dios quien vivió el am or divino, proclam ó la llegada inmi­ nente del reinado de Dios y presentó a Dios como un padre que se ale­ gra de la vuelta a casa del hijo pródigo? H abía un desajuste radical y desconcertante entre la vida de aquel hom bre y su desenlace. No podían entender los discípulos por qué había m uerto. No era justo. H abía sido inculpado de blasfemia. Dios debía de haberse irritado con él. Estaba muerto. Debió de haber sido algo bien distinto de cuanto ellos habían creído y experim entado que era. Porque la justicia que vieron, el am or que conocieron y el perdón y la solicitud que habían recibido, nada de todo ello había sido premiado. Estaba m uerto, colgado de un árbol y maldecido por Dios. Y entonces, como todos los judíos devotos, algunos em pezaron investigar las Escrituras buscando una m anera de entenderlo. Esa inves­ tigación los puso frente a frente del retrato de un mashiach paciente en los escritos de alguien llamado Isaías. Allí encontraron un mesías que cumplía los designios de Dios m ediante la debilidad, y no por la fuerza. Para aquellos discípulos desanimados fue como si empezase a brillar una luz. Tal vez Jesús podía ser el mesías, y sin em bargo haber muerto. Tal vez las Escrituras incluían la imagen de un mashiach que padecía. En aquel relato bíblico descubrieron que alguien, que soportaba las in­ jurias de otros por causa de la justicia, era llamado hijo de Dios. Y era llamado tam bién el Cristo de Dios. Dios podía estar del lado de tal per­ sonaje. Y si aquella figura había sido derrotada o m uerta, Dios vengaría al Siervo levantándolo hasta su misma vida divina. D e repente, con aquellos escritos sagrados los discípulos tenían una imagen, con la cual podían entender ahora su experiencia pasada con Jesús de Nazaret. Y em pezaron a contar su historia en analogía con el 148

Siervo del segundo Isaías. Esas notas las encontram os nosotros una y otra vez en los mismos evangelios, por lo cual la conexión entre el Jesús de la historia y el Siervo de Isaías hubo de desarrollarse antes de que los evangelios se consignasen por escrito. Llama poderosam ente nuestra atención el que sólo porque Jesús era judío se le hubiera aplicado ese retrato del folclore judío. Cuando Lucas pone en boca del anciano Si­ meón, y refiriéndose a Jesús, las palabras de que «será una luz para alum brar a los gentiles» (Le 2, 32), está tom ando en préstam o las p a­ labras de Isaías 49 relativas al Siervo: «Yo te hago luz de las naciones». Cuando se contó la historia de la vida de Jesús adulto, se interpretó como su precursor a una figura llamada Juan Bautista. Juan había sido una voz que clam aba en el desierto: «Preparad el camino del Señor», con palabras tom adas directam ente de Isaías (40, 3). Si cambiamos la puntuación de la prim era frase del Evangelio de Marcos —puntuación de la que carecía el texto original—, el versículo suena literalmente: «Comienzo del evangelio de Jesucristo como está escrito en el libro de Isaías». El profesor Dale Miller afirma que tal es la verdadera lectura de Marcos, quien estaba convencido de que la historia de Jesús em peza­ ba de hecho con los pasajes del Siervo de Isaías.1 Los evangelistas decidieron contar el bautism o de Jesús con pala­ bras del segundo Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; a mi elegi­ do, en quien se complace mi alma. Puse mi espíritu sobre él» (Is 42, 1; Me 1, 10; Mt 3, 17; Le 3, 22). El único m odo en que el Siervo de Isaías cumpliría el designio divino sería con el sufrimiento de la humillación, el rechazo y la m uerte. Jesús, el Siervo isaiano, fue visto conforme esa misma pauta por la Iglesia primitiva. Al inaugurar Jesús su ministerio público en su ciudad de Nazaret, se le presentó leyendo en el rollo de Isaías (Le 4, 17-19). Cuando terminó su lectura, los prim eros cristianos llevaron a cabo públicam ente la iden­ tificación de Jesús con la figura del Siervo. Al devolver Jesús el rollo del profeta Isaías a los em pleados de la sinagoga habría dicho: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír» (Le 4-21). Según Lucas (5,20 y ss.), Jesús habría sorprendido en otra ocasión a la m uchedum bre diciendo al paralítico: «Tus pecados te son perdona­ dos». Pero en el segundo Isaías, el Siervo decía: «Yo soy, yo soy quien borra tus transgresiones por am or mío, y de tus pecados no me acuerdo» (Is 43, 25). Y cuando Jesús em prendió su inevitable viaje a Jerusalén, dice Lucas que «puso su rostro», tom ó la decisión de ir (Le 9, 51). En el segundo Isaías decía el Siervo: «Por eso pongo mi rostro como peder­ nal» (Is 50, 7), al em prender el camino del sufrim iento y de la muerte. A ntes del relato de la entrada en Jerusalén el domingo de Ramos, 149

Lucas había hecho decir a Jesús: «Mirad, subimos a Jerusalén y se cum­ plirá todo cuanto los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre» (Le 18, 31). El escrito prim ordial de los profetas al que Lucas se estaba rem itiendo era el segundo Isaías y su retrato del Siervo, que había lleva­ do una vida de sufrim iento y había muerto. Cuando se contó la historia de la crucifixión, los detalles se tom aron del retrato interpretativo de la figura del Siervo paciente de Isaías. De acuerdo con Lucas, Jesús dijo en la Ultima Cena: «Tiene que cumplirse esta escritura, “Y fue contado entre los m alhechores”». Y estaba citan­ do el texto de Is 53,12, que dice: «Porque entregó su vida a la m uerte y entre los delincuentes fue contado, pues llevó el pecado de muchos y por los delincuentes intercede». Finalmente, tras la m uerte de Jesús, el evangelista Lucas contó el relato de los dos discípulos en el camino de Emaús, los cuales no vieron a Jesús como resucitado hasta que «les ex­ plicó las Escrituras» (Le 24, 32). Lucas presenta a Jesús diciendo: «“¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera esas cosas para en­ trar en su gloria?”. Y com enzando por Moisés, y continuando por todos los profetas, les fue interpretando todos los pasajes de las Escrituras referentes a él» (Le 24, 26-27). No, el Jesús de la historia ni dijo ni hizo tales cosas. Lo que tenem os en el relato evangélico es una interpretación midráshica de su vida y m uerte, basada en una antigua imagen bíblica. Por fin, sus discípulos llegaron a ver su m uerte no como algo que no merecía, no como un castigo de Dios, ni como la causa de que fuera maldecido por Dios, sino más bien como el medio por el que reconocieron a Jesús como el Siervo paciente de Dios, el ungido inocente o el Cristo, que tenía que padecer la pena y la humillación de ese personaje mítico, cuya vocación era bo­ rrar los pecados del mundo. Ellos dieron sentido a su m uerte viéndolo en analogía con el mashiach, con el Cristo que sufrió. Sólo cuando lo vieron así, podría haber dicho Pedro a Jesús: «Tú eres el Cristo», y sólo mucho después de la cruz podía Pedro entender que era el Cristo que tenía que sufrir y morir, y que sólo Dios podía vindicar su vida. Así, el título de «Cristo», interpretado como el Siervo que moría, se le aplicó a Jesús y se convirtió en parte del credo de la Iglesia. Jesús crucificado, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿C rearon aquellos prim eros cristianos la historia de Dios resucitan­ do a Jesús, devolviéndolo a la vida, de modo que a Jesús se le diera lo que ellos creían que realm ente merecía? ¿Era ése el m odo en que la derrota, el rechazo y la m uerte en cruz se transform aron simplemente en victoria, vindicación y vida de la Pascua de resurrección? ¿Es preci­ sam ente la Pascua de resurrección un deseo hum ano más de cumpli­ 150

miento, un final feliz más estilo Hollywood, un mito más de esos inten­ tos de proclam ar que Dios es justo, de que la vida es justa y de que al final todos recibiremos, como Jesús, lo que merecemos? M ucha gente se hace hoy este razonam iento, pero yo no estoy convencido de su aná­ lisis. Jesús murió realm ente. Se le arrebató violentam ente la vida. Su au­ sencia resultaba oscura y penosa. En las m entes de los discípulos, un Jesús m uerto no podía ser el Cristo, el mashiach, de m odo que regresa­ ron a su forma de vida en Galilea como pescadores y en el significado de la ausencia de Jesús em pezaron a vivir su muerte. En aquel m om ento la vida de Jesús estaba en camino de no ser más que la vida de un héroe trágico. Ése habría sido su destino, de no haberse abierto una estrecha rendija de luz en las tinieblas de su ausencia, cuando alguien em pezó a sugerir que la forma en que había m uerto era exactam ente el camino adecuado para que estuviese vivo. H abía entregado su vida a otros y por otros. A m aba de form a amplia y desinteresada. Con esa vida y m uerte la idea naciente sugería que Jesús revelaba el designio de Dios. El punto de vista de ellos afirm aba que Dios no es la victoria. Dios es la presencia de un significado trascendente en medio de la derrota humana. Dios no es la vida eterna. Dios es la presencia de un significado indestructible frente a la enorm e realidad de la muerte. Dios no es la prom esa de una recom pensa infinita. Dios es el significado que está presente ante el des­ tino, la tragedia y el castigo inmerecido. A Dios no se le puede ver en la milagrosa liberación de Jesús de la m uerte en la Pascua de resurrección, mientras que se le ve ante todo en el crucificado que da la vida al morir, que ofrece el perdón cuando es ultrajado y que dem uestra am or cuando es objeto de odio. Cristo es la víctima, Cristo es el único que padece, Cristo es el nom bre del Siervo paciente que muere. La Pascua de resurrección no cambiaba el hecho de que Jesús había muerto. Lo que la Pascua hizo fue abrir los ojos de los discípulos, de modo que pudieran ver el corazón de Dios. Ellos pudieron em pezar a percibir la verdad más profunda de la historia cristiana, a saber: que es en la m uerte donde vivimos; que es am ando como descubrimos el amor, y que es dando como nos abrimos para recibir. En algunos de tales as­ pectos del otro lado de la cruz se abrió paso esa visión, y sólo entonces fue posible la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. Dicho relato había que leerlo como una historia de la Pascua de resurrección. «Jesús preguntó a sus discípulos: “ ¿Quién decís que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Cristo”». Jesús asintió y empezó a enseñarles que para ser el Cristo tenía que entregar su vida. Tenía que padecer, ser rechazado y ser muerto. Advirtió a los discípulos que si no podían ver al Cristo como 151

alguien que padece, es rechazado y es condenado a m uerte, tam poco serían capaces de verlo resucitado. ¿A nuló la Pascua de resurrección el veredicto de m uerte? No, yo no lo creo. Lo que hizo la Pascua de resurrección fue incorporar la m uerte al designio de Dios, reafirm ando lo que había ocurrido a Jesús. ¿Signifi­ ca esto que la resurrección de Jesús no ocurrió realm ente, que la Pascua de resurrección es un truco? Yo creo que no. Yo creo que la Pascua de resurrección fue real; pero no es un acontecim iento que ocupe un sitio en la historia humana. En definitiva, es la revelación de quién es Dios, vista a través de la lente de Jesús por aquellos de nosotros que vivimos dentro de la historia. La Pascua de resurrección se convierte para noso­ tros en una invitación intem poral a entrar en el designio de Dios vivien­ do para otros, sin esperar recom pensa alguna, am ando sin límites cual­ quiera que sea el coste. Cuando así lo hacemos, somos el pueblo de la Pascua y la resurrección se convierte en algo real. Entonces tam bién nosotros buscarem os a tientas las palabras apro­ piadas para dar form a a lo que, como hom bres y mujeres del siglo xx, sabemos que es verdad. Dios es real. Jesús es nuestra puerta para llegar a Dios. La m uerte no puede retener a quienes viven el am or de Dios. Cuando vosotros y yo estamos aquí, cuando vemos a Jesús como el Cris­ to paciente, la Pascua de resurrección nos alum bra de nuevo y conoce­ remos lo que es real. D e ese modo empleamos el símbolo de Cristo, con su contenido del justo que padece, como un camino para com prender precisam ente qué es lo que Dios estaba operando en Jesús.

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13 El Hijo del hombre: La imagen del libro de Daniel

El credo de la Iglesia cristiana, que la m ayoría de los estudiosos con­ sideran el más antiguo, fue «Ven, Señor Jesús» o «Jesús es Señor». En la prim era versión de «Ven, Señor Jesús», el credo es una plegaria; en la versión segunda de «Jesús es Señor», el credo es una afirmación. En esos credos primitivos, ni siquiera se conecta aún el título de «Cristo» al nom bre de Jesús. Ese credo originario se desarrolló a partir de la experiencia que con el tiempo los cristianos llamarían la resurrección. Nadie llama Señor a un hombre muerto, ni ruega a un difunto que acuda, so pena de estar m en­ talmente perturbado. Algo debió de ocurrir para transform ar al Jesús crucificado en el Señor al que se invoca y para que tales credos pudieran desarrollarse en cualquiera de sus formas. Son esos mismos credos los que nos empujan a indagar la naturaleza de la realidad, que motivó el que los primeros cristianos no tan sólo proclamasen que Jesús es Señor, sino que también orasen rogando su segunda venida. Tales credos nos fuerzan a preguntarnos: ¿dónde estaba ese Jesús, de dónde le pedían que volvie­ se? ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Qué significaba su existencia para quienes le llamaban Señor? Éstos son ahora nuestros interrogantes. En la que muchos especialistas consideran la prim era epístola de Pablo, la carta prim era a los Tesalonicenses, un escrito datado a co­ mienzos de la década de los cincuenta del siglo i, el A póstol escribía estas palabras: «Pues el Señor mismo, con voz de m ando, a la voz de un arcángel, al son de la trom peta de Dios, descenderá del cielo y los m uer­ tos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los que vivimos, los supervivientes, seremos arrebatados juntam ente con ellos entre las nu­ bes, por el aire, al encuentro del Señor; y así estarem os siempre con el Señor» (1 Tes 4, 16-17). 153

La imaginería del Señor que llega por el aire sobre las nubes del cielo deriva de una tradición judía, conocida como apocalíptica; concep­ to éste que espero aclarar en el presente capítulo. La carta de Pablo a los Tesalonicenses, escrita apenas veinte años después de acabada la vida terrena de nuestro Señor, reflejaba esa rama apocalíptica de la tra­ dición bíblica, que a todas luces proporcionó el vocabulario y configuró el contenido de la prim era interpretación que los cristianos dieron a su experiencia. Con la guía de la literatura apocalíptica deseo recorrer ahora otro camino hacia la primitiva interpretación de la Pascua, que ha quedado consignada en la Biblia. La Pascua de resurrección empezó con el grito extático de «¡Jesús vive! ¡La m uerte no puede retenerlo!» Ese grito evolucionó hacia un credo primitivo: «Jesús es Señor» o «Ven, Señor Jesús». Con el tiempo esos gritos extáticos y esos credos primitivos se arroparon en unos deta­ lles narrativos. Es necesario entender esa progresión mental: prim ero se dio la experiencia; después hubo el grito extático o la proclama surgida de la experiencia; en tercer lugar la afirmación del credo dio forma a la proclamación; en cuarto lugar llegó la explicación, que buscaba transm i­ tir a otros la realidad de la experiencia; y, finalmente, se configuró un relato, que convirtió la experiencia en un episodio racional. Cuando al­ guna experiencia acaba alcanzando la fase narrativa, se dan siempre de­ talles sobre quiénes estuvieron implicados, dónde estaban cuando ocu­ rrió la experiencia, qué hicieron y cómo respondieron a la misma. Es esa fase narrativa de la tradición en desarrollo de la Pascua de resurrección lo que tenem os prim ordialm ente en los evangelios de M a­ teo, Marcos, Lucas y Juan. Mas conviene recordar que los relatos son cinco peldaños separados de la realidad de la experiencia originaria. El valor primordial de los relatos, de cara a nuestro esfuerzo por reconstruir los acontecimientos de la Pascua, deriva de aquellas pistas residuales que todavía presentan en sus historias. Esas pistas nos conducen a las interpretaciones prim iti­ vas, que iluminarán el m om ento último, el cual hizo necesarios los rela­ tos en cuestión. Tales interpretaciones nos obligan asimismo a recono­ cer que cada palabra de cada evangelio se escribió en un contexto pospascual. Si deseamos, pues, entender cómo la Iglesia primitiva vio la Pascua, no hemos de atender en consecuencia precisam ente a los relatos de la resurrección, sino que más bien hemos de m irar a toda la obra. Analizamos las palabras atribuidas a Jesús y formulamos nuestras pre­ guntas. Por ejemplo: ¿podía el Jesús histórico haber dicho realm ente «Yo 154

•.y la resurrección y la vida», antes de su crucifixión? ¿Q ué podrían haber significado tales palabras para sus oyentes? A ntes de que la eucai islía llegase a form ar parte de la liturgia eclesiástica, ¿podría haber dii hi> el Jesús de la historia «Yo soy el pan de vida; quien come mi carne y lirbe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día»? ¿Oué habría significado eso para la gente que aún no había vivido la práctica del culto eucarístico? Cuando por un m om ento dejamos los evangelios y volvemos a las epístolas, que fueron escritas de quince a treinta años antes, no sola­ mente hemos regresado en el tiem po sino que hemos pasado del nivel narrativo al nivel de la explicación. Una vez superados los relatos, de­ saparecen los porm enores contradictorios de los evangelios. Pero inme­ diatam ente nos damos cuenta de que aparecen ante nosotros ciertos conceptos, que surgen de la historia religiosa previa de quien hace la explicación. Son los conceptos de los que voy a ocuparm e en este capí­ tulo del libro. E n ese nivel se vio y explicó a Jesús con los térm inos del cordero sacrificial de la práctica litúrgica del día judío de la expiación y como al mashiach al que se identificó con el Siervo paciente del segundo Isaías. En este capítulo deseo también estudiar otra imagen, que apareció en ese período del desarrollo prenarrativo de la explicación cristiana. Es la imagen de Jesús entendido bajo el símbolo de «el Hijo del hombre». Era un símbolo con una larga historia judía; pero que tam bién entró en una definición específicamente cristiana en el siglo i de la era común.

Los orígenes del sím bolo del H ijo del hombre

«Hijo del hom bre», como otras imágenes judías, era un concepto presente en la historia del judaism o mucho tiem po antes de que se le aplicase a Jesús de Nazaret. E ra un concepto dom inante en los escritos apocalípticos. La expresión «Hijo del hombre» aparece más de setenta y cinco ve­ ces en el Nuevo Testam ento. En ocasiones tal denom inación parece un simple sinónimo de Jesús, que los evangelistas em plearon cuando Jesús hablaba de sí mismo: «Las raposas tienen m adrigueras y los pájaros del aire sus nidos, pero el Hijo del hom bre no tiene dónde reclinar su ca­ beza» (Mt 8, 20); «el Hijo del hom bre será entregado en manos de hom ­ bres, y lo m atarán; y cuando lo hayan m atado, al tercer día resucitará» (Me 9, 31); «mirad, subimos a Jerusalén y se cumplirá todo cuanto los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre» (Le 18, 31). 155

Este último texto de Lucas establece una conexión entre el título de «Hijo del hombre» y una definición particular que deriva de los escritos de los profetas. E n este caso, el uso de la frase representa algo más que una simple autodesignación. Que ello implica algo más resulta patente cuando examinamos aquellos pasajes en los cuales el título «Hijo del hombre» en labios de Jesús parece referirse a otra figura, tal vez sobre­ natural, tal vez de origen celeste, con resonancias del día del juicio final. Tomemos, por ejemplo, Marcos 13, 24-27: «Pero en aquellos días, des­ pués de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su brillo, las estrellas irán cayendo del cielo, y el m undo de los astros se desquiciará. Entonces verán al Hijo del hom bre venir entre nubes con gran poderío y majestad. Y entonces él enviará a los ángeles y reunirá a sus escogidos desde los cuatro vientos, desde el extrem o de la tierra hasta el extrem o del cielo». O bien este pasaje de Marcos 14,62: «De nuevo el sumo sacerdote le pregunta y le dice: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del B endito?”. Jesús res­ pondió: “Yo soy; y veréis al Hijo del hom bre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”». O M ateo 16, 27: «Porque el Hijo del hom bre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles y entonces dará a cada uno conforme a su conducta». O M ateo 25,31-32: «Cuando el Hijo del hom bre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria. Todas las naciones serán congregadas ante él, y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos». O bien Lucas 21, 36: «Velad, pues, orando en todo tiempo, para que logréis escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir, y para com­ parecer seguros ante el Hijo del hombre». O, finalm ente, Juan 6, 61-62: «Pero Jesús, conociendo interiorm ente que sus discípulos estaban m urm urando de ello, les dijo: “¿Y esto os escandaliza? Pues, ¿y si vierais al Hijo del hom bre subiendo adonde estaba antes?”». Podrían citarse muchos otros textos, pero esas ilustraciones tomadas de cada uno de los cuatro evangelios bastan para indicar que el título «Hijo del hombre» tenía contenido, definición y significado, que los evangelistas y sus audiencias debieron de entender al alimón, pues de otro m odo la frase no habría podido em plearse sin una explicación ex­ tensa. «Hijo del hombre» parecía ser un título asociado con el día del juicio final. Parecía tener un contexto sobrenatural. Este personaje estaba es­ trecham ente relacionado con Dios, tanto, que llegaba con la gloria del 156

Padre. Era superior a los ángeles, viajaba sobre las nubes y muy bien pudo haber sido entendido como un ser celestial preexistente. Una vez más estas palabras, puestas en labios del Jesús de la historia, presentan un literalismo con algunos problem as graves. Si Jesús se en­ tendió realm ente a sí mismo de ese modo, ¿habría cedido a la duda y al tem or que descubrimos en el relato del huerto de G etsem aní? Si los discípulos lo entendieron como el Hijo del hom bre en el sentido sobre­ natural, como revelan esos textos, ¿por qué tenía que haber tanto tem or y ansiedad al tiem po de la crucifixión? ¿Por qué tenían que haberlo traicionado, negado y abandonado sus discípulos? ¿Por qué habrían huido? Si los discípulos conocieron a Jesús como el Hijo del hombre, ¿por qué habían cerrado las puertas después de la crucifixión por miedo de los judíos? ¿Por qué habían vuelto a su forma de vida en Galilea tras la ejecución de su m aestro? Si alguien lee los evangelios como unas biografías, se topará con to­ dos esos interrogantes incomprensibles y todas esas observaciones ca­ rentes de sentido. Pero los evangelios no eran biografías; eran proclamas de la importancia de Jesús como el portador de salvación. Fueron escri­ tos a la luz de la Pascua de resurrección, cualquiera que fuese su conteni­ do. Eran tentativas por interpretar el poder de Jesús en términos de la historia religiosa del pueblo judío. Hasta que los prim eros cristianos no se adentraron en el cometido de interpretar a fondo a Jesús, no em peza­ ron a escribir libros acerca de él, que son los llamados evangelios. En cierto m om ento tras la m uerte de Jesús llegaron a creer que Je­ sús tenía que identificarse con el título de «Hijo del hombre». ¿Q ué los impulsó a esa conclusión y qué significaba esa conclusión en concreto? Al enfrentarnos a estas preguntas y em pezar su investigación descubri­ mos que es posible desbrozar y hasta iluminar los años misteriosos y oscuros, que van desde el final de la vida de Jesús hasta los comienzos de la tradición escrita acerca del mismo Jesús. La expresión «hijo de(l) hom bre» entró en el vocabulario hebreo a través de los escritos del profeta Ezequiel, en los prim eros años del siglo vi a.e.c. En dicha obra la frase no parece ser más que el nom bre con que Dios se dirigía al profeta: «Me dijo: “Hijo de hombre, ponte de pie, que voy a hablarte”» (Ez 2, 1); «Y me dijo: “Hijo de hom bre, alim enta tu vientre y llena tu estóm ago con este rollo que yo te doy”» (Ez 3, 3); «Y tú, hijo de hom bre, tom a una espada afilada» (Ez 5, 1). Poco después aparecía la expresión en los Salmos, escritos en su mayor parte durante el destierro de Babilonia o después del mismo. En tres de los cuatro pasajes de los Salmos, el «hijo de hombre» significa o bien la hum anidad en sentido colectivo —«¿Qué es el hom bre, para que 157

tú te acuerdes de él, el hijo de hom bre para que de él te ocupes?» (Sal 8, 4)— o la hum anidad, entendida como un ser hum ano particular: «No confiéis en los príncipes ni en un hijo de hom bre, que no tienen el soco­ rro» (Sal 146, 3). Pero en el cuarto pasaje, que se encuentra en Sal 80, 14-17, parece que se reúnen nuevos datos en torno a dicha expresión. He aquí lo que escribió el salmista: «Vuelve, pues, oh Dios de los ejércitos, observa des­ de el cielo y considera. A tiende a esta vid [símbolo popular de Israel], este sarm iento que plantó tu diestra, el vástago que tú vigorizaste, que­ mado por el fuego y desolado; ¡perezcan ellos ante el furor de tu mi­ rada! ¡Sea tu m ano sobre el varón de tu diestra, sobre el hijo de hom bre que tú has fortalecido!». A quí se añade un juicio de valor, y el hijo de hom bre es un personaje en íntima unión con Dios. Ezequiel fue el profeta arrastrado por los babilonios al destierro con sus conciudadanos judíos en 596 a.e.c. Y a lo largo de un período de dos siglos, a los judíos se les perm itió regresar a su patria en varias oleadas. En una de ellas viajó el segundo Isaías a finales del siglo vi. Una segunda oleada fue conducida por Zorobabel y Yoshúa en los prim eros años del siglo v, habiendo quedado consignada en los escritos de los profetas Zacarías y Ageo, siendo tam bién m encionada en el li­ bro de Esdras. Un tercer viaje lo capitaneó Nehemías ya en los finales del siglo v. Aquellas gentes regresadas del exilio se esforzaron con distintos re­ sultados por reconstruir su nación, su tem plo y los muros de su ciudad; pero se vieron forzadas a soportar una humillación nacional tras otra. Con su derrota a manos de los babilonios y con el destierro habían per­ dido el símbolo de su vida nacional. En ese tiem po llegaron a creer que ya nunca volvería a oírse en su tierra la voz de los profetas. Y esta voz fue sustituida por los escribas y la Torah. La obediencia a la Ley se convirtió en la característica fundam ental de la vida judía. Moisés, el presunto autor de la Torah, llegó a ser tenido por la fuente principal de la autoridad judía. El mensaje de Dios se escuchó entonces en las inter­ pretaciones del texto sagrado. Los profetas em pezaron a subordinarse a Moisés. El pueblo em pezó a hablar de la figura cada vez más relevante de Moisés como el prodigio divino, cercano a Dios y hasta incorporado a la divinidad. Se forjó buena parte de la historia según la cual Moisés trata­ ba tan íntim am ente con Dios, que el resplandor divino llegó a trans­ figurar gloriosam ente el rostro del legislador (Éxodo 3 4 ,29). La m uerte de Moisés fue tam bién envuelta en misterio. El texto bíblico decía que nadie sabía el lugar en que Moisés había sido enterrado, y así la gente 158

empezó a pensar que no había m uerto en modo alguno y que había sido trasladado corporalm ente al cielo. Como ya he dicho con anterioridad y como he prom etido discutir más extensam ente, en la historia hebrea hubo otras dos figuras cuyas muertes quedaron rodeadas de misterio. Elias, de quien se dijo que ha­ bía sido arrebatado corporalm ente al cielo en un carro de fuego y a la vista de su discípulo Eliseo; y Enoc, un personaje secundario del libro del Génesis, que fue padre de M atusalén; el texto sagrado decía: «Cami­ nó Enoc con Dios, y desapareció, porque se lo llevó Dios» (Gén 5, 24). En el folclore hebreo posexflico se llegó a ver a esos tres personajes como vivientes en la presencia de Dios. Al mesías futuro y esperado se le describió a m enudo con los rasgos de alguno de tales personajes. Cuando prevaleció la imagen de Moisés, el mesías futuro llegaría como el gran m aestro de justicia. Conduciría a su pueblo a través del desierto de la historia presente hasta la tierra prom etida; y como esa historia aparecía cada vez más sombría a los ojos judíos, se le presentó como un personaje existente más allá de la historia en el reino de Dios. A ntes del fin del m undo regresaría, y el folclore redondeó la imagen sugiriendo que Elias retornaría desde su m orada celeste para preparar el m undo a tal eventualidad. Elias sería el precursor de aquel acontecim iento final en la historia del mundo, cuando el Dios vengador castigaría las injusti­ cias cometidas contra su pueblo, y él, Elias, sería el introductor en el reino eterno de Dios. E n los años que median entre 200 a.e.c. y 135 e.c., la situación y el destino de los judíos fueron tal vez los más calamitosos de su historia hasta la aparición de A dolf Hitler. Prim ero fueron una provincia con­ quistada del imperio macedónico. A la m uerte de A lejandro Magno, el imperio se dividió entre sus generales. Palestina se convirtió en un terri­ torio cogido por la tenaza de dos de aquellos generales: Ptolom eo, que ocupó Egipto, y Seleuco, que ocupó Babilonia, Persia y Siria. Ptolom eo se adueñó de Palestina en la batalla de Ipso en 301 a.e.c., y en el siglo siguiente los judíos estuvieron dom inados por Egipto. Pero durante ese tiempo el campo de batalla entre aquellas dos partes del imperio se cen­ tró en el país de los judíos, con muchas intrigas y poca paz. D ebido a las influencias helenizantes del m undo macedónico, la len­ gua y la cultura griegas prevalecieron en ambos bandos de la lucha. En ese período, A lejandría de Egipto llegó a convertirse en el símbolo del mundo judío suplantando a Jerusalén. Tantos eran los judíos de habla griega en todo el imperio que en Alejandría precisam ente, y en el siglo ni a.e.c., la Biblia hebrea se tradujo al griego, en una versión que se conoce como Septuaginta [o Setenta], 159

En los primeros años del siglo n (198 a.e.c.), Palestina fue arrebatada por las buenas a los egipcios entrando a form ar parte del im perio seléucida. Y siguió un período de paz incómoda y de luchas. El ejército de Roma bloqueó la expansión occidental del imperio seléucida y los seléucidas renunciaron a invadir Egipto. Así que firm aron un tratado de paz con Ptolom eo V y sellaron el tratado con el m atrim onio entre dicho rey egipcio y la hija del rey seléucida Antíoco III, que se llamaba Cleopatra. Y entre toda esa actividad m ilitar y política, la paz descendió so­ bre Palestina. Sin embargo, la m ayoría de los judíos prefirió a los soberanos egip­ cios, encontrándose a disgusto bajo el gobierno macedonio-sirio. El em ­ perador seléucida decidió acabar con aquella población recalcitrante fo­ m entando con particular energía la helenización de los ciudadanos de su reino. Estaba convencido de que sólo con el establecimiento de la cultu­ ra, la lengua y la religión griegas en las provincias conquistadas podría conseguir la paz y la estabilidad en todo su imperio. El minúsculo país de los judíos se m ostró el más resistente a tales proyectos. Cuando A n­ tíoco IV, conocido como Epífanes, subió al trono en 175 a.e.c., la batalla alcanzó su máxima intensidad. Fue durante esa lucha cuando hizo su aparición en la historia judía la forma literaria conocida como apocalíptica. Dicha literatura estaba con­ cebida para alentar a los judíos a m antenerse fieles en aquella época de opresión agobiante. Prom etía la reivindicación al fin de los tiempos de las víctimas perseguidas, así como «recompensas celestiales» para quie­ nes m urieran antes que renunciar a sus creencias religiosas. Era una literatura diseñada para alentar a quienes no encontraban esperanza alguna en los agitados acontecim ientos de la historia humana. Antíoco IV Epífanes fue un rey más cruel aún de cuanto podían imaginar los judíos. Se em peñó rápidam ente en destruir el culto judío. Violó las leyes hebreas, arrasó los lugares sagrados, arrancó los símbo­ los nacionales y ejecutó a los judíos que se resistieron. Llegó incluso a nom brar sumo sacerdote a un judío no practicante, y en el sanctasanctó­ rum, es decir, el lugar santísimo del tem plo de Jerusalén, colocó una estatua de Zeus, el dios griego. Tan crueles y hostiles resultaban esos símbolos para los judíos piadosos de la época, y tan im potentes se sen­ tían para oponer resistencia, que no parecía quedar otra alternativa que la adaptación o la muerte. E n ese am biente angustioso y a m enudo trágico floreció la literatura apocalíptica. Las dos obras más im portantes del género, escritas duran­ te ese período, fueron el Libro de Daniel, con el nom bre de un profe­ ta m enor que vivió en la época del destierro, y el Libro de Enoc, así 160

Humado por el nom bre de uno de aquellos justos que habían sido arre­ batados al cielo. Los estudiosos discuten cuál de ellos apareció prim ero y, en consecuencia, cuál influyó en el otro. Muchos de esos eruditos se inclinan por la hipótesis de que E noc fue un desarrollo posterior del escrito de Daniel, aunque uno y otro em plean la figura y la imagen del hijo del hombre. Conviene decir ahora que «hijo de(l) hombre» puede no ser la tra ­ ducción mejor del giro. E n aram eo la frase es bar enás y significa literal­ mente «alguien en figura humana»; pero cuando la expresión se traduce al hebreo se convierte en ben adam , que significa sim plemente «un hombre» o «un ser humano». Tanto bar enás como ben adam fueron vertidos al griego con las palabras ho hyiós tou anthrópou, y del griego procede nuestra expresión «hijo del hombre». En el libro de Daniel, donde emergió esa figura con un significado nuevo, el contenido es complejo. El profeta tuvo una visión, en la cual salían cuatro bestias del mar. Las tres prim eras las reconoció como un león, un oso y un leopardo; la cuarta, en cambio, era tan grotesca que resultaba irreconocible. Aquellas bestias, que representaban la sucesión de unas potencias dom inantes bajo las cuales había padecido Israel, apuntaban hacia la historia presente (la era de la bestia más grotesca), cuando la opresión era más severa. El escenario de la visión de Daniel se trasladaba después a un lugar donde había colocados unos tronos y donde alguien, reconocido como Anciano de días, había ocupado su asiento, acom pañado por señales de poder y gloria sobrenaturales. Entonces fueron abiertos los libros de memorias. Había em pezado el día del juicio, el día del Señor. En aquel juicio se pronunció sentencia, y la bestia grotesca fue muerta. Entonces, dentro de la misma visión, llegó alguien «como un hijo de hombre» o «alguien en figura hum ana», que llegaba con las nubes del cielo hasta la presencia del Anciano de días. En la literatura apocalípti­ ca se concebían las nubes como el m edio de transporte entre tierra y cielo. A nteriorm ente hemos encontrado esta idea en la explicación de la Carta a los Hebreos. Y a dicha figura se le dio el dominio, la gloria y el reino. Y todos los pueblos, las naciones y las lenguas todas le sirvieron. Su trono duraría para siempre y su reinado no pasaría jamás. Daniel rogó que se explicara la verdad de todo aquello y se le dijo que el «hijo de hom bre» era un símbolo de los santos del Dios Altísimo, de quienes habían soportado la persecución y se habían m antenido fie­ les. A ellos se les haría el último regalo: vivirían en el reino de Dios, bajo el gobierno de Dios para siempre jamás. El hijo de hom bre —el perso­ naje en figura hum ana— era Israel o el resto fiel y bueno de Israel. E ra 161

otra m etáfora del Siervo paciente, el resto de Israel, el cual cumpliría el designio mesiánico que se encuentra en el segundo Isaías. Y, como el Siervo de Isaías, tam bién el «hijo del hombre» se convirtió en seguida para el pueblo común en un título personal, atribuido al mesías espera­ do; con lo cual a esa imagen mesiánica se le agregaba el elem ento de la exaltación celeste. Al tiem po en que se escribió el Libro de Enoc esa identificación ya se había llevado a efecto. Enoc empleó algunas citas para indicar que el hijo del hom bre arrojaría a los poderosos de sus sedes y a los fuertes de sus tronos (1 Enoc 46). E n dicho libro, el hijo del hom bre em pezaba a ser considerado no precisam ente una figura hum ana que, m ediante una exaltación, se había convertido en un ser celestial. Sugería tam bién que el hijo del hom bre era un ser celestial preexistente, a quien Dios le había señalado un des­ tino sobre la tierra que era necesario cumplir antes de que el hijo del hom bre regresase a su existencia celestial. Se entendió al hijo del hom ­ bre como existiendo prim ero junto a Dios y entrando después en la his­ toria hum ana para vindicar a Dios y a su elegido. Todo lo cual no estaba lejos del prólogo del cuarto evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios... y el Verbo se hizo carne y habitó entre noso­ tros». En su forma hum ana, ese hijo del hom bre preexistente llegó a ser visto como el Siervo paciente, fundiéndose de ese m odo las dos imáge­ nes. Hijo del hom bre antes de la encarnación, Siervo paciente mientras vivió sobre la tierra y murió, siendo después exaltado y regresando al trono de Dios. Un libro titulado Sabiduría de Salomón, probablem ente escrito unos cincuenta años antes del nacim iento de Jesús, fundía dram áticam ente ambas imágenes: «Pues si el justo es hijo de Dios, él lo acogerá; lo libra­ rá de m anos de sus adversarios. Probém osle con violencia y tortura, para conocer su equidad y com probar su aguante. Condeném oslo a m uerte afrentosa, pues según sus palabras Dios lo protegerá» (Sab. de Salomón 2,17 y ss.). Este autor llega a decir: «Mas las almas de los justos están en la mano de Dios» (Sab 3,1); «porque Dios los puso a prueba [a los justos], y los halló dignos de sí; los probó como oro en el crisol, y los aceptó como sacrificio de holocausto... juzgarán naciones y dom inarán pueblos» (Sab 3, 6). La tradición de la expectación mesiánica siguió creciendo. El nuevo Moisés, el nuevo Elias, el nuevo Salomón, todos eran visiones del m e­ sías esperado. El pueblo soñaba con un mesías, que renovaría los mila­ gros del éxodo: proporcionaría pan en el desierto, restablecería las doce tribus de Israel; en vez de dividir las aguas del río Jordán, estaría en las aguas del Jordán y dividiría los cielos, de m odo que pudiera descender 162

el Espíritu de Dios. Expulsaría demonios y realizaría exorcismos. El pueblo cuestionaría sus orígenes y se adm iraría de la autoridad con que actuaba. ¿Era su espíritu un espíritu de Dios o de Beelzebú? Cuando su función terrena term inase, regresaría a la derecha de Dios y se prepara­ ría para el final de la historia, cuando volvería de nuevo sobre las nubes del cielo, investido con la autoridad de Dios para juzgar a las naciones del mundo, o para separar a las ovejas de los cabritos. Las señales que indicarían a los judíos fieles que esa segunda venida era inm inente incluían la irrupción de una nueva actividad profética. Todos se convertirían en profetas: los ancianos soñarían sueños y los jóvenes tendrían visiones, y el Espíritu de Dios se derram aría sobre toda carne. Esas imágenes penetraron en la vida y la literatura judías a lo largo del siglo ii antes de Cristo, afianzándose y llegando a prevalecer hasta la primera parte del siglo segundo de la era común. Se configuraron con la revolución de los M acabeos, que de hecho quebrantó el poder de Antíoco IV Epífanes y permitió a los judíos un período de libertad relativa bajo la dinastía asmonea, im plantada por los Macabeos. Pero entonces Roma conquistó Palestina y una vez más se abatió sobre el pueblo la opresión religiosa, hasta que Rom a acabó por aplastar la nación judía en 70 e.c. y por destruirla totalm ente en el año 135.

La aplicación cristiana de numerosas imágenes

No es necesario decir que en ese período rom ano, con César Augus­ to en el trono y sus agentes H erodes en Galilea y Poncio Pilato en Judea, nació alguien llamado Jesús de Nazaret, el cual vivió, murió y se convirtió en el centro de la experiencia que para algunos judíos repre­ sentó el m om ento que designamos como Pascua de resurrección. Inevitablem ente, los judíos lo interpretaron sirviéndose de las imá­ genes con que contaban en su historia religiosa, incluyendo aquellas que se referían a sus expectativas mesiánicas. Tales imágenes configuraron a su vez el contenido de sus recuerdos. Cuando llam aban a Jesús Hijo del hombre, lo estaban relacionando con alguien que en su mitología estaba a la derecha del Anciano de días, para ser el agente final del juicio d¿ Dios sobre este m undo y para inaugurar el reino de Dios. Como al Hijo del hombre, lo vieron revestido de poder y dominio celestiales. Bajo cada uno de los símbolos alentaba la convicción de que Jesús era el m e­ sías, el ungido, el Hijo de Dios, que se había elevado de esta vida terrena hasta Dios y que, una vez allí, fue arropado por una parte con los mitos 163

de la preexistencia y, por otra, con la imagen del juez universal, que llega al final de la historia. Todo lo que hemos hecho hasta ahora es em pezar a discernir cómo la experiencia de la Pascua de resurrección se interpretó a la luz de los símbolos de la tradición religiosa del pueblo judío. Ninguna de esas in­ terpretaciones simbólicas puede captar para nosotros la realidad o la objetividad de la experiencia en sí. Seguimos ocupándonos de cuestio­ nes como la de ¿a qué se debió que aquellos discípulos utilizasen tales símbolos para dar sentido a aquella vida? La experiencia dem anda una interpretación. Nosotros hemos inten­ tado entender el contenido de esa interpretación. Pero la interpretación no puede crear la experiencia. Y así volvemos al m om ento de la Pascua de resurrección. Tal vez M arcos estaba en lo cierto. Todo lo que podem os hacer es plantarnos delante de la tum ba vacía, escuchar el mensaje de la resu­ rrección y decidir por nosotros mismos en qué relación querem os vivir con esa proclama. Tal vez Pablo llevaba razón. Todo lo que podem os hacer es proclam ar esa verdad con palabras extáticas, que no conducen por sí mismas al relato. Tal vez Lucas al escribir los Hechos de los A pós­ toles atinaba con su insistencia en que debem os aguardar el poder de lo alto antes de em pezar a vivir la vida de la resurrección. Lo que en definitiva no podem os hacer es negar que la Pascua de resurrección alum bró y que la com unidad de un pueblo se convenció de que Jesús estaba vivo en una forma nueva, que el sepulcro de la m uerte no podía contener el mensaje de su vida. Tam poco podem os negar que a causa de su convicción sus vidas fueron diferentes de un m odo radical y cualitativo y que fueron capaces de transm itir esa diferencia durante dos mil años, de m anera que usted y yo podem os ahora form ar parte de la com unidad que vive en esa convicción. A quí estoy yo, un ciudadano del siglo xx, llamado según creo a vivir como m iem bro del pueblo de la resurrección. Y al vivir aquí estoy afirm ando que Jesús vive, que la m uerte no puede retenerlo, que Jesús es Señor. Y así continúo mi plega­ ria de «Ven, Señor Jesús». Y hay otra cosa que podem os hacer. En los relatos de la Escritura podem os buscar pistas, que nos devolverán al m om ento de la Pascua de resurrección. Utilizando esas pistas podem os especular cómo surgió la nueva conciencia. Será como la lectura de un relato policíaco, pero creo que iluminará la Pascua de resurrección con una luz nueva.

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Cuarta parte Pistas que nos conducen a Pascua de resurrección

14 Primera pista: Ocurrió en Galilea, no en Jerusalén

Hemos exam inado los textos. Hemos visto los símbolos que se em ­ plearon para explicar la experiencia. A hora empezamos a examinar el suceso en sí. Ello exigirá una segunda ojeada a los textos; pero esta vez desde una perspectiva tópica más que de un autor a otro. De este modo podemos ver cómo se desarrollaron las ideas y podrem os descubrir indi­ cios que de no ser así perm anecerían ocultos. ¿Qué ocurrió aquel día para que la Pascua de resurrección irrumpiera en la conciencia humana? ¿Podemos encontrar pistas que nos reconduzcan hasta ese momento crítico? Supongo que, si se trata del tipo de pistas capaces de crear una certeza absoluta o de establecer una facticidad lite­ ral, la respuesta es no. Mas si lo que se pretende es investigar los relatos bíblicos en busca de retazos de conocimiento suprimidos u ocultos, que iluminen el drama y hasta comprometan en el acto de especular acerca de las varias posibilidades, entonces la respuesta es puede ser, quizá. En este capítulo intentaré m ontar la historia a partir del dato que creo disponible en la propia tradición bíblica, iluminada tal vez por la historia. Intentaré responder a las cuestiones básicas de dónde, quién, cómo, cuándo y por qué. En definitiva, estoy convencido de que llegamos a un punto en el que hemos de enfrentarnos a la visión de una m uerte su­ perada y decir sí o no a esa visión. Yo he estado ahí y he dicho sí; pero tal respuesta ha llegado en muchos niveles diferentes, el último de los cuales sólo apareció cuando intentaba preparar los textos para la redac­ ción de este libro. Mi investigación me exigió abordar de una m anera nueva los textos que pretenden contar la historia de la Pascua de resu­ rrección. Tuve que moverme de nuevo más allá de las contradicciones e incoherencias de los textos. Q uiero ver ahora el modo de introducir a mis lectores en ese dram a exam inando cinco pistas esenciales. 167

Em pezaré por la cuestión del dón d e , en una tentativa por ubicar en la geografía del m undo el lugar donde se encontraban unos seres hum a­ nos, cuando irrum pió sobre ellos la experiencia de la Pascua de resu­ rrección. Esa pregunta nos obliga a buscar todas las soluciones de ubica­ ción, cuando se está contando la historia de Jesús. ¿Nació Jesús en Belén o en N azaret? Lo que nosotros llamamos la resurrección, ¿se experim entó en una tum ba vacía del bello huerto de José [de Arim atea], extram uros de Jerusalén, o la experiencia de la re­ surrección se dio realm ente en Galilea? ¿Q ué problem as subyacen bajo este debate, que vemos agudizarse en las páginas de los mismos evange­ lios? De poder resolver este problem a, habrem os em pezado a dar un paso hacia el objetivo de reconstruir el elem ento efectivo, que em pujó a la existencia a la Iglesia de Jesucristo. N uestro viaje a la Pascua de resu­ rrección empieza cuando intentam os com prender las viejas tensiones que enfrentaron a Jerusalén y Galilea en la historia del pueblo judío.

La rivalidad entre norte y sur

En el siglo i, durante la vida terrena de Jesús, la ciudad de Jerusalén y la región de Galilea representaban en las m entes del pueblo judío dos realidades separadas y distintas por com pleto y perfectam ente defini­ das. Cada una proyectaba una imagen, que se había forjado a través de una historia larga y en ocasiones difícil. Jerusalén era una ciudad que dom inaba la provincia rom ana de Ju ­ dá. Estaba asociada únicam ente con el gran rey David, el cual dio a Israel el único poder, estatus y prestigio m ilitar que aquella pequeña nación tuvo a lo largo de su historia. Y ni siquiera el rey David reinó sobre todos sus territorios desde esta ciudad especial. David fue prim e­ ro coronado en H ebrón, una ciudad a unos 30 kilómetros al sur de Jeru ­ salén, hacia el año 1000 a.e.c. La tierra de Canaán, que el libro de Josué presentaba como conquistada por el victorioso ejército hebreo, conti­ nuaba de hecho por aquellas fechas en buena parte bajo control del pueblo cananeo. La ciudad de Jerusalén era la ciudad de los jebuseos y no la ciudad de los israelitas en tiem po del rey David, unos doscientos o trescientos años después de Moisés y de Josué. David, que de muchacho había sido pastor en Belén, a unos diez kilómetros al sur de Jerusalén, antes de que una triunfal carrera militar lo catapultase al liderazgo de su nación, debió de mirar más de una vez con envidia desde los pastizales de su ganado hacia aquella gran ciudad de Jerusalén, construida como estaba sobre la cima de una colina. D es­ 168

de el valle meridional, Jerusalén parecía destacarse literalm ente sobre el paisaje local. Recogiendo los alargados rayos del sol de la tarde, se inflamaba con una luz difusa, cual si formase parte del mismo cielo. Es fácil entender por qué la gente em pezó a llam ar a Jerusalén la ciudad dorada y la ciudad santa, y por qué la imagen de una Jerusalén nueva, que descendía del cielo, pasó a ser el símbolo a través del cual veía el pueblo la llegada del reinado de Dios. Aquella ciudad era tam bién una fortaleza. El suelo alto de la ciudad podía ser defendido durante mucho tiem po contra cualquier fuerza mi­ litar, por muy superior que fuese. Un sistema interno de conducción de agua, además de las provisiones almacenadas, capacitaba a la ciudad para resistir durante meses y a veces durante años a un ejército enem i­ go, desplegado en posición de asedio. Eso bastó para desanim ar a la empresa a la mayor parte de los generales extranjeros. El procedim ien­ to militar corriente, cuando Judá era invadida, era que su ejército se retirase dentro de la fortaleza de Jerusalén, para aguardar allí al ejército invasor. A lo largo de los años, esa táctica dio tan buenos resultados que en el folclore popular entró y em pezó a desarrollarse el mito de una Jerusalén indestructible (M iqueas 3,11). A quella era la ciudad de Dios, se decía, y a Dios no se le podía derrotar. En consecuencia, Jerusalén resultaba muy apetecible como parte de la nación hebrea y como ele­ m ento de consternación para los jebuseos. Nadie lo entendió m ejor que David, un genio de la guerra y de la política. Tan pronto como fue proclamado rey en Hebrón empezó a tra­ zar los planes para conquistar Jerusalén y convertir aquella ciudad, ex­ tranjera a la vez que neutral, en el verdadero centro que aunaría todos los elementos hebreos. La historia de la conquista de Jerusalén está con­ tada en el libro segundo de Samuel (2 Sam 5, 1 y ss.). Penetró en la ciudad a través del sistema interno de conducción del agua; una táctica que sólo podía idear alguien que viviera dentro de la ciudad. Cuando Jerusalén se rindió a David, en torno al año 993 a.e.c., éste lo dispuso todo para volver a ser coronado rey por segunda vez y dentro de la nueva capital. Desde ese m om ento la tradición desarrolló una mitología he­ brea, según la cual aquella ciudad era el centro del mundo, el lugar don­ de cielo y tierra se tocaban, el lugar en el que Dios había elegido habitar. Salomón, hijo y heredero de David, contribuyó al lustre y esplendor de Jerusalén construyendo dentro de sus murallas el tem plo de Dios. Aquella construcción potenció notablem ente la mitología. Com prendía un atrio exterior, en el que podían reunirse los gentiles; un atrio interior, reservado exclusivamente a los circuncidados; y el sanctasanctórum , en el que únicam ente podía entrar el sacerdote que se había purificado 169

ritualm ente. No pasaría mucho tiem po antes de que el tem plo se conci­ biera como el equivalente terrestre del cielo, y el sanctasanctórum nada menos que como una réplica del trono celestial de Dios. Ya nos hemos referido anteriorm ente a esta creencia al exam inar los textos de la epís­ tola a los Hebreos. T anto la ciudad como el templo fueron símbolos vigorosos de la uni­ dad hebrea, que servía para restañar las hondas divisiones que fácilmen­ te se advertían m irando por debajo de los textos de la sagrada Escritura. El pueblo hebreo nunca fue realm ente una nación unificada. Estudios recientes han revelado que sólo una pequeña porción del pueblo hebreo sufrió de hecho la esclavitud en Egipto; era la porción constituida prin­ cipalm ente por las tribus de Efraím y M anasés, hijos de José. José, el héroe de ese relato, era el hijo favorito de Jacob, que lo había tenido de su mujer más bella y preferida, Raquel, según contaba la tradición. José era un hebreo que, gracias a la combinación de su habilidad personal y de la providencia divina, adquirió un gran poder en Egipto, utilizándolo para salvar a su pueblo de la desaparición durante un período de ham ­ bruna. Pero los hebreos, que entraron en Egipto en la época de José, se asentaron en la tierra de Goshén y con el tiem po se convirtieron en la clase inferior de la sociedad egipcia. Después de unos cuatrocientos años —según anotaba la historia sagrada— surgió un faraón, «que no conoció a José» (Éxodo 1, 8). Es decir, que no apreció la contribución que los hebreos habían hecho históricam ente a la vida egipcia y que procedió a reducirlos al estado de esclavos. Ésa fue la presión social que preparó el terreno a la revuelta de Moisés y al éxodo. Tras haber conseguido escapar de Egipto, aquellos ex esclavos semi­ tas parece que pactaron una alianza en el desierto con otra banda de semitas em parentados. Dicha alianza se selló en Kadesh, un oasis en me­ dio del desierto (Números 10,11 a 21,3). Los semitas del desierto nunca habían conocido la esclavitud, ni habían tom ado parte en el éxodo de Egipto y, según parece, no tenían una organización política y religiosa tan compacta. Tal vez algunos lugares santos cananeos, en los que se habían erigido santuarios, dieron a estos judíos del desierto un senti­ miento de identidad con la tierra a la que se encam inaban tanto ellos como sus nuevos aliados que habían salido de la esclavitud. Los principa­ les lugares sagrados a los que se referían estaban en Hebrón, en Beershebá y en Betel, habiendo asociado a los mismos los nombres de Abraham , Isaac y Jacob, respectivamente. Al unirse aquellos dos grupos, el que procedía de Egipto y el que llegaba del desierto, fundieron sus tradicio­ nes sagradas. De ese m odo incorporaron los tres santuarios a una tradi­ ción oral, haciendo de A braham el padre de Isaac, y a éste el padre de 170

lacob. Ello permitió que dos pueblos, originariamente distintos, se vie­ ran a sí mismos como los descendientes de tan nobles antepasados. Después, para relacionar a los dos grupos con otro que reconocería su parentesco y sus diferencias, aquel pueblo desarrolló una mitología, que otorgaba a Jacob, cuyo nom bre había sido cambiado por el de Is­ rael, dos mujeres: Lía, la m adre de Judá, a quien se consideró el patriar­ ca de la tribu dom inante en la tradición del desierto; y Raquel, m adre de José, en quien se vio al patriarca de la tribu dom inante en la salida de Egipto. Tales leyendas folclóricas, desarrolladas a partir de la fusión de sus historias, tam bién dio a la federación hebrea una pretensión teológi­ ca al dem ostrar que el país de Canaán, que estaban en trance de con­ quistar, había sido de hecho originariam ente suyo en virtud de los dere­ chos de sus antepasados A braham , Isaac y Jacob. Esa pretensión debió de parecer extraña a la población palestina asentada en C anaán y que habitaba el país desde hacía generaciones. Cuando la conquista se completó, o al m enos cuando la población hebrea obtuvo el derecho a asentarse en la tierra conviviendo con los cananeos, aquellos dos grupos de hebreos volvieron a dividirse. La tribu de Judá ocupó el sur, m ientras que los descendientes de José se asenta­ ban en el norte. Esta tradición atravesó después un período de confede­ ración laxa, que halló expresión en la Biblia con el libro de Jueces. La necesidad de una acción unificada, particularm ente en asuntos de d e­ fensa militar, acabó induciéndolos a presionar a sus jueces locales, y muy especialm ente a un hom bre llamado Samuel, para que nom braran un rey, el cual sería el símbolo de su unidad. El elegido fue un hom bre llamado Saúl. Y fue una elección interesante. Saúl pertenecía a la tribu de Benjamín, que en el folclore popular era el hijo m enor de Jacob y herm ano de padre y m adre de José, padre a su vez de la tribu dom inante del norte. Su m adre Raquel, la esposa favo­ rita de Jacob/Israel, había m uerto al dar a luz a Benjamín, según decía la tradición. Pero al mismo tiem po, la tribu de Benjamín se había asentado en la región meridional, como satélite de la tribu de Judá; de m odo que la elección de Saúl pudo ser aceptada por los dos bandos de la división hebrea originaria. Sin embargo, Saúl no pudo establecer su línea dinás­ tica y no consiguió transm itir el reino a un hijo suyo. Cuando el rey fue m uerto en la batalla del m onte Gelboé, el camino quedó expedito para que el general más hábil de Saúl se hiciera con el reino. Y fue David quien se hizo con él. No obstante, como miem bro que era de la tribu de Judá y consi­ guientem ente como alguien que el pueblo del norte consideraba una amenaza a su soberanía, David hubo de dar una serie de pasos con vistas 171

a elim inar tem ores antes de poder llevar a cabo la unificación de su reino. Conquistar una ciudad extraña y neutral y convertir esa ciudad en la capital de la nación y en un símbolo en torno al cual pudieran unirse todos los hebreos, fue un paso sabio y políticam ente expeditivo que D a­ vid hubo de dar. Al menos redundó en favor del propio David y de su hijo Salomón, y la nación hebrea gozó de tranquilidad política durante un período de casi ochenta años. Con todo, a la m uerte de Salomón se puso una vez más de manifiesto la debilidad de la alianza política entre norte y sur. Una revolución en el norte, capitaneada por un general ilustre llamado Jeroboam , presentó una serie de agravios específicos a Roboam , hijo y heredero de Salomón, dem andando soluciones (1 Reyes 12). R oboam rechazó tales demandas, y las tribus del norte se separaron de la nación hebrea, unificada y cen­ trada en torno a la ciudad de Jerusalén y a la línea dinástica de David. Después eligieron al mismo Jeroboam como su prim er rey. Estalló en­ tonces una guerra civil, en la que R oboam intentó reunificar la nación por la fuerza. Fracasó en su empeño, y desde aquel m om ento la región septentrional, llamada Israel, y la región meridional, denom inada Judá, fueron Estados separados y rivales, celosos siempre uno del otro. Cada región em prendió su desarrollo de forma totalm ente separada. En el norte se construyó la ciudad de Samaria como la capital que los norteños esperaban que rivalizaría con Jerusalén. Mas nunca alcanzó ni la grandeza ni la mitología de la ciudad santa. Tam poco el rey Jeroboam consiguió establecer una familia dinástica, con lo cual las revueltas y las intrigas m arcaron de continuo las instituciones políticas del norte. Se levantaron santuarios religiosos para apartar poco a poco al pueblo de su añoranza de Jerusalén; pero tales santuarios nunca fueron lo bastante populares como para com petir con el tem plo jerosolim itano. D e ese modo, el reino septentrional fracasó en su centralización, sin que ningu­ na ciudad se impusiera en la zona y ninguna institución religiosa o políti­ ca lograse destacar. A proxim adam ente dos siglos después, en 721 a.e.c., la provincia lla­ mada Israel fue derrotada por un ejército asirio, a las órdenes prim ero de Tiglat-Piléser III y más tarde de su hijo Sargón II. La población he­ brea fue exiliada y el país fue repoblado. Con el tiempo, y a través de los matrimonios mixtos entre los pobladores hebreos originarios que no ha­ bían sido deportados y los extranjeros de la repoblación, emergió en la región un pueblo conocido como sam aritano. No eran gentes ni étnica­ mente puras ni religiosamente ortodoxas, por lo cual m erecieron el des­ precio y el rechazo de sus vecinos meridionales; cosa que suele ocurrir cuando un grupo se considera a sí mismo racialm ente puro y religiosa­ 172

mente ortodoxo. Los judíos del sur rechazaron a sus antiguos enemigos del norte cual mestizos y herejes. Al cabo de los años, y en form a lenta pero im parable, la población sam aritana se desplazó hacia una estrecha banda central de la región, cuando los judíos reclam aban la región septentrional. Por fin se form a­ ron dos provincias pequeñas y separadas en lo que antes había sido el reino septentrional de Israel. Sin embargo, no recibieron sus nom bres oficiales de Samaría y Galilea ni estuvieron oficialmente divididas hasta la m uerte del rey H erodes el año 4 e.c. El nom bre de Galilea derivó de una expresión coloquial hebrea por la que se conocía la zona desde el tiempo de Salomón, galil hagoyim , que literalmente significaba «círculo de los gentiles». A los ojos de Salomón tan poco valía aquella región de su reino, que entregó veinte ciudades de Galilea a Hiram, rey de Tiro, en pago de los cedros del Líbano con los que había construido el templo de Jerusalén. La reputación de la región no ganó puntos con el hecho de que Hiram no se considerase adecuada­ mente pagado con tal entrega (1 Reyes 9,11 y ss.). En el siglo vm a.e.c., el profeta Isaías había vaticinado, no obstante, una nueva grandeza de aquella región, que él llamaba Galilea de las naciones (Is 9, 1 y ss.). La designación era adecuada, por cuanto la región estaba rodeada de naciones paganas. Sus límites nunca fueron muy precisos y su carác­ ter hebreo nunca estuvo muy claro. Y a lo largo de toda su historia esta parte de Palestina tuvo una identidad hebrea relativam ente débil. En tiempo de Josué, la región había sido asignada a las tribus de Zabulón, Neftalí y Aser. Neftalí y A ser habían sido hijos de Jacob y de dos escla­ vas, que eran criadas de las dos esposas principales de Jacob, Lía y R a­ quel. En consecuencia, nunca se les consideró totalm ente hebreos. Fue una m anera oficial interesante de los historiadores hebreos para sugerir que en aquellas tribus septentrionales la ascendencia racial nunca había sido muy pura. A Zabulón se le reconocía como hijo legítimo de Jacob y de su prim era mujer Lía, haciéndole por lo mismo herm ano completo de Judá. Pero, siguiendo la leyenda que se incorporó al relato bíblico, Lía había concebido a Zabulón cuando apartó a Jacob de su mujer favo­ rita, Raquel, consiguiéndolo una noche al precio de unas m andrágoras (Gén 30, 14 y ss.); y así los orígenes de Zabulón resultaban un tanto sospechosos. D e nuevo se convertía en un com entario interesante sobre la limpieza étnica de la gente de aquella región. A lo largo de los siglos Galilea dio la impresión de producir una gente animosa y fieram ente independiente, que en el siglo i impulsó el movimiento revolucionario conocido como los celotas. Fue tam bién una región que luchó por m antener su independencia del dominio universal 173

rom ano más tiem po que ninguna otra zona del E stado judío. Pero los judíos galileos fueron tenidos por los judíos del sur com o gente sin clase o tradición, como gente que hablaba un lenguaje provinciano objeto de burlas y como una región de la que nada bueno podía salir. Pese a todo, Galilea se m antuvo como un resto del reino del norte, con su carácter judío identificable en los albores del siglo i, aunque etiquetada como inferior a la región dom inada por Jerusalén. Com párese esa historia regional con la historia del reino meridional, conocido como Judá, que se desarrolló a partir de la división del reino, tras la m uerte de Salomón el año 920 a.e.c. La pequeña nación, centrada en torno a Jerusalén, consiguió sobre­ vivir al invasor asirio, que destruyó al vecino del norte; pero lo hizo al precio de un vasallaje. Al convertirse en Estado vasallo, el reino m eri­ dional consiguió una historia adicional propia de 130 años. D urante ese período logró conservar el trono davídico y el poder unificador de la tradición cúltica del templo. Por aquellos años Jerusalén resistió con éxito varios intentos de invasión, reforzando su prestigio de ciudad inconquistable y agregando nuevos capítulos a las leyendas de su desa­ rrollo. E n los últimos años del siglo vil, hacia 621 a.e.c., se llevó a cabo una vasta reform a religiosa en el país de Judá, durante el reinado de Yosías y con su apoyo, por obra de un grupo de líderes religiosos conocidos como los D euteronom istas. Tales reform as tuvieron el efecto de centra­ lizar aún más el culto hebreo en el tem plo de Jerusalén, ya que provoca­ ron el desm antelam iento de todos los otros santuarios y las prácticas religiosas del país. Y desde aquel día Jerusalén dom inó la región en todos los sentidos. A pesar de todo aquel fervor religioso, en 598 a.e.c., y de nuevo y de lleno en el año 586, ocurrió lo inaudito, lo que nadie había podido ima­ ginar, lo increíble: la propia Jerusalén fue destruida. M urió la leyenda. Un ejército babilonio, al m ando de un general llam ado Nebukadnezar, em pezó por poner cerco a la ciudad, m anteniendo el asedio durante dos años largos. Al fin se acabaron las provisiones y el ham bre se hizo tan intensa, que arrastró a los desesperados ciudadanos al canibalismo. Los heroicos defensores hebreos acabaron rindiéndose y las tropas babilo­ nias penetraron en la ciudad santa, otrora invencible. C apturaron al rey de Judá y le vaciaron los ojos. La dinastía davídica, que se había m ante­ nido durante cuatrocientos años, llegó a su fin. El tem plo de Salomón fue destruido y el pueblo de Judá fue desterrado a Babilonia. Ninguna de aquellas personas vivió lo bastante como para regresar; pero lo hicie­ ron sus hijos, nietos y bisnietos. 174

Con aquel desastre físico e histórico desaparecían los dos grandes puntales de la identidad hebrea: la familia real y el templo. Sin embargo, resulta bastante interesante el que desde ese m om ento una y otro entra­ sen aún más de lleno en el campo de la mitología, en donde continuaron viviendo y desarrollándose. La reposición de un hijo de David en el trono de Jerusalén em pezó a expresarse en térm inos de unas expectati­ vas mesiánicas. Se presentó al rey ideal con rasgos mitológicos, como alguien que llegaría al final de los tiempos para restaurar el triunfo de Judá. La esperanza de reconstruir el templo terreno em pezó a diluirse en los sueños de un tem plo celestial, que descendería del cielo el último día en medio de la Jerusalén nueva, para inaugurar el reinado intem po­ ral de Dios. Pronto esas dos imágenes fluyeron juntas, y el mesías se convirtió en el Hijo del hom bre, que llegaría con gloria sobre las nubes del cielo como el agente principal del restablecim iento del Israel nuevo, de la nueva Jerusalén y de la nueva era. Con el tiem po, tanto la ciudad de Jerusalén como el tem plo fueron reconstruidos físicamente, aunque nunca alcanzaron la grandeza de tiempos pasados ni la que apuntaban los sueños de futuro. Tales fueron los matices e imágenes, que rodearon la ciudad reconstruida y su tem plo al term inar el siglo i a.e.c. El dram a de la vida de Jesús se vivió en esos dos escenarios: Galilea y Jerusalén. Am bas localizaciones fueron cruciales para una com pren­ sión de su vida; y en el debate que la rodeó pueden escucharse ecos de la historia de ambos lugares, que continuaban ejerciendo sus presiones sutiles. Tam bién pueden escucharse resonancias de aquellas extrañas notas antiguas de celotipia, rivalidad, burlas y desconfianza perm anen­ tes, que parecían no haber m uerto ni aun con el paso de incontables generaciones.

Localización de la acción en G alilea

En mi opinión, los acontecim ientos decisivos de la vida de Jesús ocu­ rrieron en Galilea, incluidos su nacim iento y la experiencia de su pre­ sencia como resucitado. Pero el poder de Jerusalén fue tal en aquella época, que ambos acontecim ientos fueron arrastrados a la órbita de la ciudad santa. El traslado de los acontecimientos interpretativos desde Galilea a Jerusalén no fue fácil, y la verdad originaria del asentam iento galilaico tam poco fue olvidada o expurgada del relato evangélico. Si nos tomamos tiem po para ello, podrem os redescubrir los orígenes galilaicos de la historia de la Navidad y de la historia de la Pascua de resurrección, y podremos tam bién em pezar a ver por qué en definitiva Jerusalén p re­ 175

valeció en ambos acontecim ientos y redefinió su im portancia con sus propios términos. Jesús marchó ciertam ente a Jerusalén para morir. El autor del cuarto evangelio creyó que había acudido allí en varias ocasiones. En los evan­ gelios sinópticos hay indicios de que la prim era visita de Jesús a la ciudad santa no se identifica con la última a la misma. Lucas sugería que Jesús acudió a Jerusalén cuando tenía doce años, para visitar el templo, y reco­ noce que Jesús m antuvo una amistad estrecha con María y M arta, que vivían en Betania, a las afueras de Jerusalén. A Jesús se le presenta tam ­ bién en condiciones de tom ar medidas en la ciudad de Jerusalén para celebrar la cena pascual, conocedor según parece de una habitación am ­ plia en el piso superior con capacidad suficiente para acom odar al grupo de sus discípulos. Todas esas actividades presuponían contactos y rela­ ciones en Jerusalén, que seguram ente apuntaban a su presencia en la ciudad algunas veces mucho antes de la última semana de su vida. Parece que Jesús tam bién tuvo un sentim iento de Jerusalén y de su significado, y que tal sentim iento se encuentra una y otra vez en las palabras que se le atribuyen. No era congruente que un profeta muriese fuera de Jerusalén, habría afirmado (Le 13, 33). Ser decapitado en una prisión galilaica, como fue el destino de Juan Bautista, no era el final adecuado de una vida con un significado relevante (Mt 14, 10). Jerusa­ lén atrajo a ese Jesús como un imán, de modo que tenía que vivir el clímax de su vida en aquella ciudad. En mi opinión, el clímax de Jerusa­ lén debió de limitarse a la pasión y m uerte de Jesús. Sin em bargo, el elem ento último que dio sentido a su pasión y m uerte, así como el lugar de su nacim iento, se situó en Galilea, como intentaré dem ostrar ahora. Jesús nació en Galilea. La tradición Belén/Jerusalén para su naci­ m iento fue una tentativa manifiesta por interpretar y dem ostrar el al­ cance y significado de su vida. Pero los orígenes galilaicos de aquel Jesús resultan claros incluso en el texto bíblico.1 En efecto, el hecho prim or­ dial y más indiscutible de la vida del Jesús de la historia es que se le identificó con la ciudad de Nazaret, en la provincia de Galilea. «¡Oh, pequeña ciudad de Nazaret!», deberían cantar nuestras voces en la cele­ bración de la Navidad. No sólo se aludía a Jesús como el nazareno o el galileo, sino que en el Evangelio de Juan, que no presenta ningún relato del nacimiento, sus orígenes se sitúan claram ente en la provincia septentrional (Jn 7, 40 y ss.). Incluso los relatos de M ateo y de Lucas sobre el nacim iento otor­ gaban un asentim iento tácito a la tradición de Nazaret. M ateo tuvo que encontrar una razón para devolver a la sagrada familia a N azaret desde su casa de Belén y su regreso de Egipto, porque M ateo no podía negar 176

el origen nazareno de Jesús (M t 2, 21 y ss.). Lucas, que asumió la ver­ dad de un hogar de Jesús en N azaret durante su infancia, tuvo que desarrollar un relato para sacar de N azaret a la m adre de Jesús, al m e­ nos para el m om ento decisivo del alum bram iento. Así, en este evange­ lio leemos el dato de un em padronam iento o censo, ocurrido cuando Quirino era gobernador de Siria. Hoy casi todos rechazan la interpreta­ ción literal de dicho censo por muchas razones, no siendo la m enor de entre ellas la de que Quirino, según la historia profana, no fue goberna­ dor de Siria hasta el año 6/7 de la era común; tiem po en el que Jesús ya tenía alrededor de diez años. Y, en segundo lugar, porque en ninguna fuente profana hay indicio alguno que señale la necesidad de acudir al lugar de origen de los propios antepasados para un censo o cualquier tipo de inscripción. En ese relato del nacim iento hay otros elem entos, que si bien se piensa, inducen a rechazar el sentido literal de la película del viaje a Belén, que ha m ontado Lucas. Un judío del siglo i en su sano juicio, ¿habría obligado a su m ujer en el último período de su em barazo a em ­ prender un viaje de unos ciento cincuenta kilómetros, que es la distancia entre Nazaret y Belén? ¿Para qué había que implicar a aquella m ujer en un censo de carácter impositivo, cuando en aquella sociedad ninguna mujer tenía propiedades? ¿Y por qué implicarla en un censo de objeti­ vos políticos, cuando a ninguna m ujer se le perm itía el acceso a cual­ quier consejo que tomase decisiones? Si a esos hechos les agregamos una historia que incluía una estrella vagando con un destino preciso a través del cielo, unos magos que la siguieron buscando a un rey recién nacido, unos coros angélicos que irrumpieron entre las tinieblas de la noche para anunciar el nacimiento de un salvador, y unos pastores que milagrosam ente m archaron desde sus campam entos hasta el lugar exacto en que aquel niño descansaba sobre un pesebre, envuelto en pañales, la índole m idráshica y no literalista de los relatos del nacim iento queda patente. Cuando uno busca razones para el desarrollo de la tradición judaica y betlem ita del nacim iento de Jesús, ha de tener en cuenta las connota­ ciones antiguas de la región. El gran rey David había nacido en Belén. Cuando el pueblo judío suspiraba por un nuevo rey David, asoció el lugar de nacim iento del nuevo personaje regio con el lugar de nacim ien­ to de su héroe histórico, David. Y así fue el profeta Miqueas, que escri­ bió doscientos años después de la m uerte del rey David, quien pudo sugerir que Belén sería el lugar de origen del futuro rey mesiánico (Mi 5, 21 y ss.). Y cuando los discípulos llegaron al convencimiento de que Jesús era efectivam ente el rey esperado, en el folclore popular empezó a 177

tejerse una tradición de su nacim iento en Belén. Con el tiempo, los rela­ tos navideños se hicieron tan familiares a todo el pueblo que acabaron forjando la celebración cultural de la Navidad. Pero los datos de la his­ toria nos inducen a rechazar las pretensiones fantasiosas de un origen betlem ita y a proclam ar que Nazaret fue, con toda probabilidad, el lugar de nacim iento de quien llegó a ser innegablem ente conocido como Je­ sús el Nazareno. A la hora de ubicar la experiencia que dio origen a la tradición de la resurrección, las cosas no resultan tan sencillas, y los hechos nos em pu­ jan a adentrarnos más en el terreno de la especulación. U na vez más, sin embargo, el peso de la evidencia me ha llevado a com partir la conclu­ sión de la m ayoría de los estudiosos, en el sentido de que fue Galilea el lugar prim ero donde los discípulos percibieron a Jesús como alguien que había sido liberado por Dios de la muerte. Iniciando nuestra búsqueda por Pablo, el prim er escritor cristiano que iba a ser incluido en el canon de la Escritura, descubrimos que el A póstol no asigna lugar alguno a los testigos, a quienes según afirma se les apareció Jesús resucitado. Sin duda que en tiem po de Pablo el movi­ m iento cristiano ya estaba centrado en Jerusalén. Y así, la palabra Gali­ lea no la empleó Pablo en ninguna de las epístolas ni en ninguno de los escritos que se le atribuyen. El único indicio que podríam os sacar de Pablo es la frase «se apareció a Cefas» (1 Cor 15, 5). En el capítulo siguiente intentaré m ostrar que la frase puede constituir una alusión a una tradición galilaica; pero tal posibilidad no puede sostenerse sin re­ currir a muchos otros datos, que no sería oportuno traer a colación en este punto de mi relato. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, que asigna a Pablo un rol prom inente, la palabra Galilea sólo recurre en cuatro ocasiones; y por lo que hace a nuestro propósito, en el mejor de los casos proporcionan indicios, no una prueba concluyente, de la originalidad de la tradición galilaica de la resurrección. La prim era referencia se pone en boca de los ángeles, en el relato de la ascensión, cuando se dirigen a los apósto­ les interpelándolos como «hombres de Galilea» (Act 1, 11). La expre­ sión resulta extraña, tratándose de gente que de hecho está en Jerusa­ lén. La segunda referencia es de índole geográfica. A seguido de la conversión de Pablo, el com entario editorial del autor decía: «La Igle­ sia, en tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría» (Act 9, 31). Lo cual nada aporta a nuestra búsqueda. En el capítulo 10, en cambio, y en un sermón de Pedro se afirmaba la primacía de Galilea, pues aludía a «lo que ha venido a ser un aconteci­ miento en toda Judea, a partir de Galilea » (Act 10, 37). Puede tratarse 178

simplemente de que el autor de Hechos recuerda a sus lectores que Je ­ sús empezó su m inisterio público en Galilea; pero tam bién podría haber un indicio más profundo de que «el evangelio de la paz por medio de Jesucristo» (A ct 10, 36), y que seguram ente no se percibió hasta el m o­ mento de la Pascua de resurrección, empezó de hecho en Galilea. La referencia última a Galilea en el libro de los Hechos de los A pós­ toles se encuentra en un discurso, en el cual el autor pone en boca de Pablo estas palabras: «Pero Dios lo resucitó de entre los m uertos, y él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales son ahora testigos suyos ante el pueblo» (A ct 13, 30-31). U na vez más, esto recapitulaba sim plemente la tradición del evangelio lucano de que el m inisterio de Jesús em pezó en Galilea y cul­ minó en Jerusalén. Mas, como veremos al analizar los mismos evange­ lios, el viaje de Jesús desde Galilea a Jerusalén puede muy bien ser un símbolo de otro viaje de los discípulos de Jesús desde Galilea hasta Je­ rusalén para un clímax bien diferente de la crucifixión. Su viaje tenía como objetivo proclam ar que en Galilea se habían encontrado con el Señor resucitado y que sus testimonios tenían que darlos a conocer en la ciudad santa. M antenem os la clara posibilidad de esta hipótesis hasta que examinemos otros datos adicionales y estemos en situación de sacar una conclusión más precisa. Volviendo ahora a los evangelios sin más preocupación m ental que la de localizar la experiencia de la resurrección, se abren nuevas pers­ pectivas. El autor del Evangelio de M arcos creyó a todas luces que en Galilea los discípulos se encontrarían con su Señor resucitado. Marcos había contado el relato de la tum ba vacía, ubicada en Jerusalén; pero sin introducir en el relato ninguna aparición del Señor resucitado. En cam ­ bio, el m ensajero marciano ordenaba a los discípulos que regresaran a Galilea para un encuentro con quien había resucitado. El autor hasta había puesto en labios del portador de dicha proclam a la frase «confor­ me os lo dijo él»; la cual nos rem ite a un punto anterior en el relato de Marcos, donde se había afirmado previam ente la ubicación galilaica de la resurrección. H abía sido en el m onte de los Olivos, donde Jesús dijo: «Todos quedaréis escandalizados, porque escrito está: “H eriré al pas­ tor, y se dispersarán las ovejas”. Pero después de haber resucitado, os precederé a Galilea» (Me 14, 27-28). Al buscar en Marcos otros indicios galilaicos, encontram os prim or­ dialm ente referencias al origen allí de Jesús y a los comienzos de su actividad pública en torno al lago de Galilea. Un indicio interesante, que se podría señalar sería el em pleo de la frase «ovejas sin pastor» en un pasaje anterior de Marcos (6, 34); palabras que el evangelista pone 179

en Galilea, en el relato de la alimentación de cinco mil personas. El episodio concluía con la aparición de Jesús a la m anera de un fantasma, caminando sobre las aguas y diciendo: «¡Ánimo! Soy yo; no tengáis mie­ do» (6,50). Ahí puede muy bien haber ecos de la Pascua de resurrección y de la primacía del em plazam iento galilaico original. A esos ecos quie­ ro volver cuando analice el rol de Pedro, así como en la reconstrucción que propongo del dram a de la resurrección de Jesús. En Marcos hay tres vaticinios de la resurrección atribuidos a Jesús e inscritos en el texto de su vida terrena. Las tres predicciones se relacio­ nan con Galilea. La prim era ocurrió después de la transfiguración, antes de iniciar la partida de Galilea (9, 9). La segunda se dio cuando «pa­ saban por Galilea» (9, 30); y la tercera, «mientras iban de camino su­ biendo a Jerusalén», pero sin haber abandonado todavía Galilea (10, 34). El razonam iento y peso de Marcos apoya la conclusión de que la resurrección se conoció prim ero en Galilea. M ateo difuminó un poco el tem a de la localización, pero así y todo está del lado de la originalidad de la tradición galilaica en lo que mira a la resurrección. M ateo basó su versión am pliada del mensaje angélico en su fuente m arciana, encam inando a los discípulos a Galilea con la prom esa de un encuentro con Cristo resucitado. Y dio a tal encuentro un contenido que iba más allá del m aterial que le había proporcionado su fuente Marcos. Por lo demás, esto entra en el estilo que adopta fre­ cuentem ente el autor de este evangelio. En Marcos, las mujeres estaban inquietas preguntándose quién apartaría la piedra de la boca del sepulcro; mas, al llegar, vieron que la piedra ya había sido retirada. Y no se apuntaba ninguna explicación que diera sentido al milagro. M ateo, a lo que parece, no era capaz de dejar sin explicar el misterio, y contó para la remoción de la piedra con la intervención de un terrem oto y de un ángel. De igual modo llenó los vacíos de una experiencia de la resurrección en Galilea, a la que Marcos sólo había aludido. Ese encuentro entre Jesús y sus discípulos tuvo efec­ to en Galilea sobre la cima de una m ontaña, según escribió M ateo. Jesús llegó, presum iblem ente desde el cielo, proclam ando que «se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Y concluyó su aparición con la prom esa de su presencia «hasta el fin del mundo» (M t 28, 20). Con todo, entre la tum ba vacía y los detalles de la prom etida apari­ ción en Galilea, M ateo insertó una aparición de Cristo resucitado a las mujeres, en Jerusalén y cerca del sepulcro vacío. M ateo cambió el relato m arciano para presentar el com portam iento de las mujeres, obedientes al m andato del ángel. En Marcos, las mujeres no dijeron nada a nadie. En M ateo «corrieron a contárselo a sus discípulos» (Mt 28, 8). En su 180

viaje de regreso, las mujeres se toparon con Cristo resucitado, se abra­ zaron a su pies y le adoraron. Entonces Jesús les repitió palabra por palabra el mensaje del ángel para que informasen «a mis herm anos que vayan a Galilea y que allí me verán» (M t 28,10). El ángel parece haber­ se disuelto en Jesús, cual si se tratase de la escena de una película. Este relato presenta una falta manifiesta de originalidad y por ello muchos estudiosos lo rechazan como una parte no auténtica de la tradición, de­ jando en consecuencia la ubicación galilaica intacta como el em plaza­ miento originario de la prim era Pascua de resurrección en el Evangelio que lleva el nom bre de Mateo. O tras referencias a Galilea en el Evangelio de M ateo apuntan sim­ plem ente a los orígenes de Jesús y a la localización de su prim er m iniste­ rio público. Lo hacen o bien con palabras del narrador —«Jesús llegó desde Galilea al Jordán para ser bautizado» (Mt 3, 13)— o bien con palabras en boca de la m uchedum bre que se preguntaba: «¿Quién es éste?», y ella misma se respondía: «Éste es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea» (M t 2 1 ,11). En la última parte del capítulo 17 dice el texto que «mientras andaban juntos por Galilea», Jesús predijo una vez más su resurrección (M t 17,22-23). Lo cual resulta, como mínimo, una forma muy extraña de describir la vida de un grupo que hasta ese m omento había estado recorriendo junto toda Galilea. Es como si se hubieran encontrado de nuevo. Y en seguida llegaba una nota bien precisa, que decía: «Cuando Jesús acabó estos discursos, partió de Galilea y se fue a la región de Judea» (Mt 1 9 ,1). A quí parece que el texto señala un tiem ­ po de transición, un m om ento en que se cerraba el pasado y empezaba un capítulo nuevo. Tal vez tengam os aquí ecos de lo que yo creo podría haber sido una nueva reunión de los discípulos en Galilea después de la crucifixión de Jesús y, a causa de cuanto allí habían experim entado, un segundo viaje a Jerusalén, posiblem ente más triunfal. Existe incluso la posibilidad de que esos dos viajes desde Galilea a Jerusalén —uno antes de la crucifi­ xión y otro después de la resurrección— se hubiesen fundido en la tradi­ ción, de m anera que el contenido de uno se convirtiera en el contenido del otro. El am biente triunfal de lo que ahora llamamos procesión del Domingo de Ram os tendría mucho más sentido si los discípulos regre­ saban a Jerusalén después de la Pascua de resurrección, que no en un viaje a la región hostil de Jerusalén, donde el apresam iento y la m uerte de Jesús se cernían como algo seguro. U na vez más ruego a mis lectores que retengan esta posibilidad de cara a una referencia futura. Es un indicio al que volveré. Baste ahora consignar que los testimonios en Mateo están ciertam ente a favor de la tradición galilaica. 181

Lucas presentó un contrapunto a la pretensión originaria de Galilea por la primacía en el dram a de la resurrección. Pero el propio Lucas aporta un extraño testimonio a la autenticidad y originalidad de la tradi­ ción galilaica en su mismo rechazo de dicha tradición. Lucas centró las apariciones de la resurrección exclusivamente en los alrededores de Je­ rusalén, negando de hecho la pretensión galilaica. Y en esa dirección llegó tan lejos que Jesús habría ordenado a los discípulos «no alejarse de Jerusalén, sino aguardar la prom esa del Padre» (Act 1, 4). Para m ontar su pretensión en favor del em plazam iento de Jerusalén, Lucas hizo una lectura sesgada de las palabras de Marcos, las puso en boca del mensajero, indicando a los discípulos que volvieran a Galilea. Esas palabras reciben un significado totalm ente nuevo en Lucas. Su án­ gel dice: «Recordad cómo os dijo, cuando todavía estaba en Galilea, que el Hijo del hom bre tenía que ser entregado a manos de los pecadores, que sería crucificado y que resucitaría al día tercero» (Le 24, 6-7). E n­ tonces, dice Lucas, las mujeres lo recordaron y fueron a decírselo a los discípulos, quienes estaban todavía cerca de la ciudad santa, según se nos induce a creer. Mas cuando Lucas contó la historia de las apariciones de Jesús a sus discípulos en Jerusalén, eliminó otro indicio que clamaba por un em pla­ zamiento originario en Galilea. En su relato, intentando Jesús dar a los discípulos alguna prueba de que estaba vivo, les pregunta si tienen algo de comer, y ellos le dan un trozo de pescado asado. Pues bien, el pesca­ do era un alim ento de Galilea, no de Jerusalén, a menos que se utilizase un proceso de desecación, y entonces el pescado no se podía asar. Sin las ventajas de la refrigeración, la gente sólo comía lo que podía tener lo­ calm ente a disposición. Y para com er pescado uno tenía que vivir cerca de la costa o junto al lago de Galilea, puesto que había de consumirse en el día lo que se pescaba. Al incluir un trozo de pescado asado en su relato de Jerusalén, Lucas daba a entender —sin advertirlo, según creo— una tradición que señalaba a Galilea como el lugar originario de la resurrección. En el análisis de Lucas buscando otras referencias que pudieran ayu­ dar a sostener el em plazam iento galilaico de la prim era experiencia de la resurrección, sólo encontram os un texto que podría ser útil al respec­ to. Tiene un carácter enigmático o polifacético. A parece después del relato de la tentación de Jesús, en un texto que dice: «Por la fuerza del Espíritu volvió Jesús a Galilea; y las noticias sobre él se difundieron por toda la región. Él enseñaba en las sinagogas de ellos, con gran aplauso por parte de todos» (Le 4,14-15). Una vez más, las palabras de ese texto encajan mal en el contexto del relato de la tentación. Jesús regresa a 182

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