March 31, 2017 | Author: Armando Casillas | Category: N/A
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LA PSICOLOGÍA DEL SOLTERO: Entre el mito y la realidad
Ju a n A n t o n i o B e r n a d
94 LA PSICOLOGÍA DEL SOLTERO: Entre el mito y la realidad
Crecimiento personal C O L E C C I Ó N
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© Juan Antonio Bernad, 2004 © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2004 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com
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Diseño de colección: Luis Alonso
Printed in Spain ISNB: 84-330-1852-3 Depósito Legal: BI-357/04 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao
Te recuerdo, por si no habías reparado en ello, que hay tres estados imperfectos, la soltería, el matrimonio y todos los intermedios.
Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
ÍNDICE
Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Saludo a los lectores, solteros y casados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Los solteros: sus múltiples caras y sus numerosos interrogantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Mis convicciones personales y los objetivos de este libro . . . 22 1. La soltería y sus dimensiones psicológicas . . . . . . . . . . . . . . . 31 Diferentes concepciones de la soltería . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Una tipología provisional de la soltería . . . . . . . . . . . . . . . . 74 2. Solteros, ¿por qué? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 Razones psicológicas de la soltería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 El mito de “la media naranja” y la casualidad . . . . . . . . . . 113 Los factores ambientales o determinismo sociológico de la soltería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 Las mujeres solteras, ¿caso especial? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122 3. La vida del soltero: sus luces, sus sombras . . . . . . . . . . . . . . . 125 Rápida ojeada a las ventajas e inconvenientes de la soltería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 Los solteros: ¿juegan con ventaja? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Inconvenientes en la vida del soltero . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
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4. El futuro de los solteros: Los solteros en el futuro y su desarrollo personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223 Crecimiento personal del soltero: supuestos, experiencias y metas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225 Directrices básicas para un programa de desarrollo pleno del soltero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 256 5. Apertura del soltero a la vida en pareja y al matrimonio . . . 263 Encontrarás tu pareja donde menos lo esperas . . . . . . . . . . 268 Correr el riesgo de acertarte a la persona que te interesa . . 270 El salto al conocimiento personal y al amor pleno de pareja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272 Las parejas de hecho y la supresión de los vínculos jurídicos de pareja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285 Decálogo para solteros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 292 Anotaciones y comentarios al libro de Carmen Alborch (1999): Solas. Gozos y sombras de una manera de vivir. Madrid: Temas de Hoy, 7ª ed. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295 Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321
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PRESENTACIÓN
Hasta fechas recientes, en el mundo occidental más del noventa por ciento de los adultos estaban casados y, actualmente, ocho de cada diez divorciados europeos se vuelven a casar antes de transcurrir los cinco años siguientes a su ruptura matrimonial. En España, una de cada cuatro personas en edad de casarse está soltera. ¿Por qué se casaba la mayoría y hoy crece el número de solteros?, ¿es la soltería una cuestión de elección o algo forzado “que te cae”?, ¿por qué no logran casarse muchos que lo desean?, ¿tienen algo en común todos los solteros?, ¿cómo pueden alcanzar los solteros un desarrollo pleno de su persona? Éstas y otras muchas preguntas aparecen tan pronto como uno se adentra en el mundo de los solos y solteros; sobre ellas tratan estas páginas. Este manual se desmarca de todos aquellos estereotipos y estigmas con que el pensamiento vulgar es proclive a implicarse tanto en una exaltación a ultranza de la soltería como de quienes incurren en el atrevimiento de despreciar con altisonantes palabras la poco menos que “infracondición humana de todos los que han tenido que resignarse a la triste condición de solteros”. Mi posición es que la vida de los solteros merece tanta consideración y aprecio como la de los casados, por lo que no tiene sentido utilizar dos raseros a la hora
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de valorar la vida de los humanos, uno para los casados y otro distinto para los solteros. Tengo, además, la firme convicción de que, en cuanto grupo social, los solteros pueden ser personas tan maduras y tan felices, ricas y ambiciosas en su desarrollo personal como los casados y que su contribución a la buena marcha de la sociedad es perfectamente comparable entre ambos grupos. Tras varios años dedicado al esclarecimiento de la vida de los solteros, he comprobado que la mayoría de los juicios que se emiten en torno a los pros y los contras de la soltería se fundamentan en un criterio falso, suponer que las personas somos una especie de clones, todos iguales entre sí, con idénticas necesidades y afectados por los mismos problemas. No hacen falta grandes esfuerzos para constatar que la realidad difiere sustancialmente de tal versión de la peripecia humana. No soy firme defensor de la soltería ni tampoco del matrimonio, pues pienso que ambos ofrecen grandes posibilidades de alcanzar una vida feliz, de la misma manera que los dos estados están sometidos al idéntico y largo proceso que conduce al logro de una vida rica y plena. Este ensayo sobre la Psicología del soltero quiere contribuir al reconocimiento social de los valores positivos de la soltería y, al mismo tiempo, proponer a los solteros un programa de desarrollo personal, especialmente en tres ámbitos, en el terreno del amor, de la comunicación afectiva con su entorno y del encuentro con un marco de vida connotado por la serenidad y la alegría de vivir. Al margen de intuiciones vagas y atrevidas, me gustaría dejar sentado desde este momento que frente a la falsa afirmación de que la soltería es un “fallo o versión pobre del mundo del casado”, hay otra versión más real de la misma que la considera una situación plenamente normal y con las mismas garantías de éxito que la experiencia vital del casado. Solteros y casados coinciden en la condición de personas, seres privilegiados cargados de positividad y con capacidad para amar, soñar, trabajar y comunicarse en una medida tan amplia que nadie hasta el presente ha sido capaz de cuantificar.
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PRESENTACIÓN
Abrigo la esperanza de que mis esfuerzos se verán recompensados con una realidad tan gozosa como grande ha sido la ilusión que he puesto en la elaboración de este trabajo que, con el mayor afecto y consideración hacia los solteros, pongo en las manos de los lectores, tanto solteros como casados.
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Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
SALUDO A LOS LECTORES, SOLTEROS Y CASADOS
Una de las experiencias escasamente gratificante por la que debe pasar el profesional de la psicología es la superación de la carga de confusión que comporta cualquier intento de iluminar alguna de las parcelas constitutivas de la compleja vida de las personas. En mi caso, apreciado lector, tal experiencia ha supuesto concienciarme de las perplejidades que implica el compromiso de explorar y esclarecer el campo en el que los hombres y las mujeres desarrollan esa inefable capacidad que todos poseemos, dar y recibir amor dentro de la pareja. Mi punto de partida es que, en cuanto seres humanos, tanto los solteros como los casados, estamos igualmente llamados al amor y que poseemos todo lo necesario para disfrutar de él recorriendo caminos sustancialmente idénticos y sólo y muy parcialmente diferentes. En tal horizonte, estoy convencido de que una de las experiencias más maravillosas de la vida es sentir que siempre podemos amar y que nunca nos encontraremos en situaciones en las que podamos decir “ya no puedo amar más y mejor, no encuentro nuevas formas de mostrar el amor hacia mí mismo y a los demás, he agotado toda mi capacidad de recibir el amor de los que me rodean”. En este ensayo me propongo explicar cómo los solteros, los que nunca han estado casados ni vivido en pareja, los que aún no se han
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casado, los que aspiran a casarse y los que nunca se casarán pueden realizar su vocación al amor lo mismo que los casados o emparejados y que la soltería, el matrimonio y todos los estados intermedios, dentro de límites que hasta el presente nadie ha sido capaz de fijar, gozan de unas prácticamente ilimitadas posibilidades para recorrer los caminos que conducen a la plenitud del amor entre las personas. Fui soltero hasta los 37 años y desde entonces convivo con la misma mujer, mi esposa, de la que por el momento no pienso separarme a pesar de que más de una vez me he preguntado, como me han confesado haberlo hecho muchos otros casados: ¿quién me mandaría meterme en el berenjenal del matrimonio, qué habría sido de mi vida si hubiera optado por la soltería, cómo vería y valoraría a mi persona en el diario discurrir por la vida sin la cercana y penetrante mirada de otra persona que me ayuda a saber quién soy en el fondo de mi intimidad, allí donde se toca la confusa frontera que separa mi yo de un tú, o a salir de la indefinición que percibo cada vez que intento comprender la unidad que implica el “nosotros” en cuanto expresión del inextricable misterio que comporta el binomio hombre-mujer? Acepto de buen grado que se me pueda hacer una objeción: ¿cómo puedes hablar para los solteros tú que eres un casado? La respuesta, como en general siempre que se habla del trabajo de los psicólogos y expertos en salud mental, es pensar que la tarea de estos profesionales es escuchar a los demás ayudándoles a alcanzar la plenitud de vida a la que están llamados y solucionar sus problemas, y ello tratando de ser neutrales, a sabiendas de que la neutralidad total no se logra siempre y del todo. Por mi parte y siguiendo el consejo de Wachtel (1999), me he prevenido hasta donde me ha sido posible para no dejarme contaminar por las ideas, generalidades y tópicos que circulan sobre el soltero, dedicándome a proponer con toda honestidad y el más profundo de los respetos hacia mis lectores mi personal visión acerca de la soltería en cuanto una de las posibles formas, nunca la única, de entenderla, valorarla y vivirla. También quiero advertirte que en mi largo discurrir por las páginas que siguen
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SALUDO A LOS LECTORES, SOLTEROS Y CASADOS
intento apartarme en todo momento tanto del dogmatismo “esto es lo que vale” como del escepticismo “todo vale lo mismo”; en cualquier caso, la valoración última de lo que aquí digo te pertenece exclusivamente a ti. Tras mi amistoso saludo inicial, te propongo algunos datos e interrogantes especialmente elocuentes para mí y algunas indicaciones acerca de los objetivos, contenido y estructura que me han servido de pauta en la redacción de este trabajo, con ello pretendo simplemente facilitarte la lectura del libro que tienes en tus manos. Los solteros: sus múltiples caras y sus numerosos interrogantes Cuando uno se pone a hurgar en la variedad de connotaciones que caracterizan al grupo numeroso de personas que denominamos “solteros”, aparecen muchos datos y gran número de interrogantes. He aquí algunos altamente significativos: • hasta fechas recientes, en el ámbito de la cultura occidental, más del 90 por ciento de los adultos de mediana edad estaban casados y entre el 70 y el 80 por cien de los divorciados se volvían a casar antes de transcurrir los cinco años tras su ruptura de vida en pareja (Kleen, 1994). A la luz de este simple hecho y al margen de cualquier pretensión científica y sin prejuicios, surgen varias preguntas intrigantes ¿por qué se casan unos, la mayoría, y otros conviven al margen del matrimonio?, ¿la soltería es cuestión de elección o algo forzado, “que te cae”?, ¿es el matrimonio una necesidad “natural y básica” de la persona, una meta del ser humano en cuanto tal o, por el contrario, un mero “imperativo social”? (Jaeggi, 1995), si nacemos solos, ¿por qué tantas personas, a todas las edades, buscan compulsivamente su media naranja? Hoy hay consenso en afirmar que la psicología y sociología están lejos de haber encontrado explicación suficientemente esclarecedora a estos interrogantes, lo que queda patente a la vista de las diferentes interpretaciones que cabe dar a las siguientes informaciones:
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• en el mundo occidental, sólo el 50 por ciento de los que se casan consiguen salvar su matrimonio. • de aquéllos que siguen casados, hasta otro 50 por ciento no se sienten satisfechos en su vida de pareja, que mantienen sólo por “deber” a la promesa de fidelidad que en su día hicieron y en muchos casos por miedo a empezar de nuevo y en otros porque no ven otra salida (Gray, 1992). • según las estadísticas oficiales, en España uno de cada cuatro españoles en edad de casarse es soltero/a lo que contrasta con la realidad de hace 50 años cuando en amplias capas de la sociedad española el 90 por ciento de las familias estaban constituidas por casados y un 75 por ciento de ellas con hijos. • en Europa, se está produciendo un aumento espectacular del número de personas solteras o no emparejadas, hasta el punto de que desde los años 80 hasta el presente dicho incremento alcanza en muchos estratos sociales cifras superiores al 40 por ciento. • es general la opinión de que la versión del matrimonio y de la soltería proporcionada por los medios de comunicación social, la TV y los ensayos sobre las relaciones entre los sexos depende prioritariamente de la condición de soltero, divorciado o casado de los guionistas, escritores e investigadores. • la moderna versión de las relaciones entre el hombre y la mujer están experimentando una apertura a variedad de formas hasta hoy prácticamente desconocidas en nuestro ámbito cultural: 1) solteros y solteras que comparten por largo tiempo en la cercanía su vida diaria y laboral, incluidas sus aficiones personales y de ocio y sin ningún atisbo de interés por convertirse en pareja, 2) hombres y mujeres que tienen pareja pero viven habitualmente solos, compartiendo parcialmente su vida y viviendo separados y sin ningún deseo de institucionalizar su relación (LAT-Living Apart Together), 3) parejas que se consideran novios, comparten su vida íntima personal a niveles profundos y sin embargo nunca se plantean casarse ni vivir juntos, 4) solte-
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ros/as que practican una convivencia esporádica con su pareja en fines de semana o en vacaciones, sin perspectivas de matrimonio, 5) parejas de hecho totalmente comprometidas que dicen tener terror a dar el paso al compromiso que conlleva el matrimonio legalizado, 6) solteros/as que tienen pareja pero siguen viviendo habitualmente separados y en la casa paterna, 7) parejas que conviven con parejas diferentes en determinados períodos y en otros no, 8) solteros/as que confiesan necesitar el complemento del otro sexo pero reduciéndolo únicamente a la satisfacción de sus necesidades sexuales, etc. (Lamourère, 1988; Cipolla, 1995; Alborch, 1999; Alberdi, 2000). Curiosamente, los solteros que viven dentro de tan amplia variedad de situaciones coinciden en dos notas: confiesan sentirse suficientemente felices en tal modo de vida y están decididos a no llevar más lejos su compromiso personal. En función de los datos mencionados, me propongo responder en estas páginas a preguntas como las siguientes: • ¿por qué unos se casan y otros no? • ¿en que se diferencian las vivencias de los solteros de las de los casados? • ¿por qué hay adultos que no quieren casarse? • ¿por qué no logran casarse muchos que lo desean? • ¿son los solteros de hoy diferentes de los de ayer? • ¿qué tienen en común, si lo tienen, todos los solteros? • ¿qué ha sido necesario que ocurriera para que en los momentos actuales y en nuestra sociedad aumente el número de solteros? • ¿caminamos hacia una sociedad de solteros? • ¿la soltería tiene sus principales causas en la sociedad o es una conducta que hunde sus raíces en el núcleo personal del individuo? • ¿buscamos de la misma manera el amor los hombres y las mujeres?
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En los últimos años y con ocasión de mis viajes por algunas capitales europeas, he recorrido afanosamente algunas de sus librerías importantes intentado localizar obras o estudios que clarifiquen lo que distingue en lo psicológico a los solteros de los casados. Con el mismo objetivo he recurrido a internet y, por ejemplo, en el amplio servidor Google he podido encontrar hasta un total de 84 páginas bajo el epígrafe “psicología soltero” y unos 120.000 webs particulares o fichas, así como otras 84 páginas sobre el “celibato”, con parecido número de webs referidos a este tema. Tras tan amplia búsqueda, no ha sido pequeña mi extrañeza el comprobar que entre tantas fuentes de información no existía un manual sistemático sobre la “Psicología del soltero” y ésta ha sido una de las motivaciones más decisivas que, como profesional de la psicología, me ha llevado a emprender el arriesgado empeño de redactar el libro que tienes entre tus manos. Mi motivación se acrecentó especialmente al constatar que muchos, lo mismo solteros que casados, guiados más por los tópicos que por datos científicos fiables y válidos, estaban implicados en el, a mi juicio, estéril debate de inclinarse bien a favor de una exaltación a ultranza de la soltería, bien y por el contrario, incurren en el imperdonable atrevimiento de ridiculizar hasta el escarnio la “despreciable situación de todos los que han tenido que resignarse a la triste condición de solteros” (!). Mi opinión, apreciado lector, es que las vidas de los solteros/as merece tanta consideración y aprecio como las de los casados/as y, por tanto, no tiene sentido utilizar dos raseros a la hora de valorar la vida de los seres humanos, uno para los casados y otro distinto para los solteros. Apoyándome en análisis propios y ajenos intento mostrar que los dos estados, el de casado y soltero, tienen la misma entidad y que son dos modos diferentes e igualmente posibles y válidos de realizarse como persona (Schwartzberger y otros, 1995). Me desmarco, por lo mismo, de tópicos tan insustanciados e hirientes como pensar que “si a los 25 años no te has casado, tendrás una buena razón para sentirte avergonzado/a” (Nothormb, 2000) o, como se les dice a las mujeres japonesas, que es tan vergonzoso comer mucho,
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SALUDO A LOS LECTORES, SOLTEROS Y CASADOS
para no dejar de ser hermosas, como no tener hijos (Alborch, 2000). Por las mismas razones, tampoco comparto el consejo que, al parecer y según Diógenes, dio Sócrates a uno de sus discípulos cuando le preguntó si era mejor casarse o no: “Hagas lo que hagas, le respondió el maestro, te arrepentirás (…). Pero cásate, si tu matrimonio sale bien, serás feliz, y si sale mal, serás filósofo”. Durante el tiempo dedicado a preparar este ensayo, he leído muchos trabajos relacionados con la vivencia del amor entre personas de distinto sexo y tengo que confesarte que mi paciente y largo recorrido por varios miles de páginas e informes me ha permitido captar con bastante claridad que sus autores, las más de las veces sin decirlo abiertamente, pretendían una de estas dos finalidades contrapuestas: unos presentar el matrimonio como la mejor solución para la persona, acompañando su argumentación de una cierta y subliminal descalificación de la soltería, y otros lo contrario, proclamar a los cuatro vientos las cuasi ilimitadas ventajas de la soltería, frente a las servidumbres sustanciales y graves penurias que acompañan al matrimonio y la vida en pareja. Curiosamente y siguiendo parecidos criterios sesgados o simplistas dicotomías, en lugar de analizar el fenómeno de la soltería y el matrimonio mostrando sus respectivos pros y contras, las dos posiciones mencionadas optan por los extremos del todo o nada, blanco o negro, esto vale y esto no; y paralelamente, casi todos esos trabajos se muestran igualmente contundentes a la hora de “reivindicar” el valor de sus respectivas posturas a favor o en contra de los solteros, para lo que –y esto es a mi juicio lo más llamativo– no se andan con tapujos intentando “demostrar” lo injusta que es la sociedad a la hora de valorar la condición que defienden, ni muestran el menor escrúpulo en convertir sus simples opiniones en pretendidas y sesudas tesis científicas, lo que lleva a unos a insistir en que la historia y las formas de relación entre los hombres y las mujeres deben permanecer “como siempre han sido” y a otros a proclamar la imperiosa necesidad de que “cambie el rumbo de la historia” en el modo de entender tales relaciones. He llegado a la conclusión de que las dos posturas coinciden en dos debilidades, por un
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lado, cometen el sesgo de considerar totalmente positiva la tesis que defienden y negativa y equivocada la contraria y, por otro y mucho más decisivo, se olvidan de que los sujetos que ostentamos la condición humana gozamos de la suficiente consciencia y libertad para optar por la soltería o el matrimonio y que en tal libertad radica precisamente el valor definitivo del estado o condición de casado o de soltero. Mi posición parte del principio de que cada persona, en cuanto ser irrepetible y libre, es más que todas sus circunstancias juntas y, por lo mismo, en ningún caso tales circunstancias bastan para explicar por qué unos se casan y otros no. Esto me obliga a adoptar la postura del analista que aspira a ser reflexivo y, a la vez, honrado con el lector y, por ello, lo que con la mayor objetividad que me es posible te presento es lo que he podido observar y deducir de los datos disponibles en torno a la soltería, sin olvidarme que tienes la doble posibilidad de decir sí o no a mis propuestas. Quiero decirte con esto que te presento como claro lo que veo con claridad y no te ocultaré las zonas de incertidumbre en todos los casos en que lo expuesto así me lo parezca. Una última observación: para evitar el peligro de incurrir en los vicios de la subjetividad y parcialidad, procuro presentar mis ideas y las ajenas con la mayor fidelidad a las fuentes y testimonios de que he podido disponer y sin ningún tipo de camuflaje o arriesgada interpretación personalista. Asumo el compromiso de serte plenamente sincero. Mis convicciones personales y los objetivos de este libro No dudo de que me agradecerás, estimado lector, el que te proponga una síntesis anticipada de lo que vas a encontrar en este manual, su contenido y los objetivos que persigo; así seguramente resultará más fácil y fructuoso el largo diálogo que nos espera mientras recorremos juntos el contenido de estas páginas. Esto conlleva para mí, entre otros compromisos, mostrarte desde este momento y al desnudo mis “convicciones personales”, entendidas como criterios vertebradores o supuestos básicos con los que me he implicado en este trabajo; las resumo en las tres siguientes.
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1ª. Hay muchas versiones de la vida plena, una de ellas es la del soltero, que no es mejor ni peor que la del casado; una y otra conllevan grandes posibilidades y también numerosas limitaciones. 2ª. La vida del soltero constituye en estos momentos una experiencia psicológica y social bajo muchos conceptos nueva que tiene poco que ver con la soltería de otros tiempos; considero por ello necesario evitar cualquier tipo de generalización sobre los solteros, lo que me llevaría inevitablemente a incurrir en considerables y posibles márgenes de error. 3ª. Puesto que las personas emparejadas o aisladamente somos únicas, nada de lo que aquí se dice sobre los solteros puede sustituir el acercamiento riguroso a la comprensión total y última de la vida de cada persona y, por tanto, de la tuya. Esto me invita a hacerte una amistosa sugerencia: al margen de tu situación de casado o soltero, utiliza, modifica, ajusta, asume, rechaza… lo que propongo aquí sin preocuparte de que te apartes o te atengas a lo que digo; nada en mi propuesta es definitivo, totalmente seguro, ni sobre todo, equivalente a la vía única de que dispones para alcanzar tu propia felicidad, que es lo que verdaderamente te importa y me importa. Insisto diciéndotelo de otro modo: pienso que, en cuanto grupo social, los solteros pueden ser personas tan maduras, felices, equilibradas y tan ricas y ambiciosas en su desarrollo personal como los casados y, por tanto, no puedo aceptar como verdades definitivas todos aquellos enunciados que denominamos estereotipos, creencias sociales vigentes en nuestra sociedad que reflejan verdades a medias y equivalen, con demasiada frecuencia, a visiones caricaturescas de la vida real de los solteros. Objetivos de este libro Con relación a los objetivos que me he marcado al escribir este paquete de reflexiones quiero decirte que lo que he pretendido por encima de cualquier otra consideración es llevar al ánimo del lector y especialmente a los solteros una idea: el reconocimiento de que el estatuto del soltero, tanto a nivel personal como social, guarda perfecto paralelismo con todos aquellos valores positivos que se atribu-
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yen al estado de casado y, en tal sentido, me gustaría contribuir al logro de estos tres objetivos: 1º. Que por su condición de casado o soltero, nadie se considere más ni menos digno de respeto que el resto de los demás adultos, ni que haya quien se crea con razones suficientemente serias para pensar que por ser soltero la persona carece de lo esencial para realizarse en plenitud como el resto de sus semejantes, y ello porque cualquier persona, por el hecho de serlo, encarna un ser valioso, digno de recibir amor y consideración, al margen de su opción por la soltería o la vida en pareja. Todos tenemos nuestro haber y nuestro debe, nuestras cualidades y nuestras limitaciones y, en consecuencia, no es adecuado pensar que el hecho de que una persona tenga, por ejemplo, menos atractivo físico constituye un obstáculo insalvable para disfrutar de su capacidad para ejercer la simpatía, la honestidad, el amor y, en general, un alto nivel de desarrollo personal o social al margen y por encima de su estatus de soltero o casado. 2º. Tengo también el máximo interés en promover un mejor conocimiento psicológico de la vida de los solteros que les facilite una adecuada valoración de sí mismos y, como consecuencia, se sientan más libres para no tener que poner en juego mecanismos de defensa tendentes a demostrar la falsedad de los tópicos y exageradas limitaciones atribuidas a la soltería –limitaciones, que son muy similares a las de los casados–. Espero que todo ello redunde a la postre en un mejor conocimiento de los solteros por parte de los casados y facilite el diálogo amistoso entre unos y otros dentro de la red de relaciones sociales en la que todos, al margen de nuestra condición de casados o solteros, jugamos el papel de protagonistas. 3º. Por último, quisiera contribuir con mi aportación a iluminar los caminos conducentes al desarrollo de la vida de los solteros, tanto en el caso en que deseen dejar de serlo y pasar al estado de casados como en la hipótesis, igualmente posible y digna, de que aspiren a permanecer sine die en su actual situación de soltería. En este segundo caso, todo mi empeño se orientará a mostrar que no tiene sentido empeñarse en demostrar la incapacidad o torpeza de los solteros
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para llegar a establecer con su entorno social unas buenas y sanas relaciones en términos de entendimiento cordial, de profunda amistad e incluso de intimidad, ni que nada tiene de extraño ni nos extralimitamos cuando, en contra de los burdos mitos y tópicos que circulan contra los solteros, afirmamos que en la convivencia del soltero con los demás pueden brillar con luz propia las más valiosas y delicadas formas de amor (Gail y Moon, 1997). Ello no significa, y esto también hay que decirlo con toda claridad, que ninguno de los estados, ni el de casado ni el de soltero, asegura por sí mismo una vida feliz, dado que la clave de la felicidad de las personas depende básicamente de la gestión inteligente o pobre que cada uno hace de las inmensas posibilidades que la vida nos ofrece de amar, soñar, comunicarnos y compartir nuestra vida con nuestros semejantes tanto dentro del matrimonio como fuera de él. De qué solteros hablo Dada la variedad de situaciones que es posible incluir bajo el paraguas del concepto “soltero”, quiero comenzar proponiendo al lector una primera aproximación al sentido que doy al término “soltero” a lo largo de mis reflexiones. Desde mi posición, tal concepto queda delimitado por las siguientes acotaciones: • INCLUYO básicamente en la categoría de solteros a quienes no están ni han estado nunca casados en sentido institucional o, lo que es lo mismo, los que no han oficializado legalmente su convivencia en pareja; vendrían a coincidir con los que hasta hace pocos años se incluían como soltero en el apartado “estado” en el documento nacional de identidad (DNI). • por extensión, también considero solteros a todas aquellas personas que de hecho no viven emparejados con una pareja estable aunque hayan mantenido relaciones eventuales o esporádicas con alguna o varias parejas; en este sentido, soltero equivale a vida “habitualmente no emparejada”. En este grupo incluyo a los solteros que viven con personas con las que les unen
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lazos directos de familiaridad, en concreto con los padres, hermanos, tíos, primos o sobrinos, pero con los que no mantienen las relaciones peculiares entre un hombre y una mujer que viven emparejados. • EXCLUYO de la condición de solteros a los que viven solos tras haber vivido en pareja: a los separados o divorciados legalmente o de hecho, a los viudos/viudas y, por extensión, a los padres y madres que conviven con hijos habidos mientras eran solteros. • igualmente excluyo a los gays y lesbianas que viven solos o emparejados, por considerar que se trata de una situación personal que requiere diferente tratamiento de los problemas que afectan a las personas y a los solteros en general. En síntesis y dado que falta en español un vocablo que traduzca adecuadamente el término inglés single (solo, singular, sin pareja) (Alborch, 1999), identifico a los solteros con las personas que “no están ni han estado casadas”, denominadas en castellano célibes, en inglés unmarried y en francés célibataires, al igual que hacen otros autores y es costumbre dentro de la Comunidad Europea (Davies, 1995; Kaufmann, 1993). Por lo dicho entenderá el lector que al adoptar este enfoque me desmarco de cualquier posición que suponga identificar este trabajo como una teoría unitaria de la soltería o de la vida de los “solitarios” en general; considero que tal postura sería demasiado pretenciosa a la vez que peligrosa y arriesgada toda vez que tratar en un mismo marco de referencia las complejas dimensiones psicológica, social, económica, sexual, etc., de todos aquellos que no conviven en régimen de pareja establecida es un objetivo, además de escasamente útil, prácticamente inalcanzable. Contenido y estructura del libro Con el título La psicología del soltero: entre el mito y la realidad quiero destacar que en este ensayo me ocuparé de deslindar con la mayor claridad que me ha sido posible dos modos de interpretar la vida del soltero, el definido por los mitos, estereotipos y creencias infundadas
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que circulan sobre los solteros en amplios sectores de nuestra sociedad, y otro muy diferente y más objetivo, el que se corresponde con lo que realmente sienten, piensan y viven aquellos adultos que por razones diversas no viven en pareja. Este ensayo psicológico traduce mi intento, necesariamente parcial y limitado, de describir lo que podríamos considerar el retrato robot del soltero o, lo que es igual, los trazos más sobresalientes de lo que se refiere a la experiencia vital de los solteros tal y como se refleja tanto en los estudios psicológicos y sociológicos que he podido compulsar como en función y a partir de las opiniones recogidas por mí mismo a través de entrevistas mantenidas con un grupo representativo de solteros sobre las que hablaré más adelante. Aprovecho este momento para dar las gracias a todos los solteros/as que han confiado en mí y me han concedido el honor de hacerme partícipe de su historia, alegrías, conflictos, experiencias y secretos personales; sin su colaboración, hubiera sido imposible expresar muchas de las ideas contenidas en estas páginas. Los cinco capítulos que integran el libro intentan clarificar 1) el significado que tiene hoy la soltería, 2) cuáles son las causas o motivos que conducen a ella, 3) qué vivencias psicológicas constituyen la experiencia interna del soltero, 4) en qué horizonte cabe pensar que se desarrollarán en lo personal quienes opten por vivir solteros y, por último, 5) con qué criterios les conviene actuar a los solteros que aspiran a dejar de serlo y formar una pareja feliz y duradera. Estos objetivos se corresponden con otros tantos capítulos, cuyo contenido describo a continuación. 1. La soltería y sus dimensiones psicológicas. En este primer capítulo me ocupo de definir los perfiles psicológicos y sociológicos variados y más sobresalientes que identifican la personalidad del soltero. Debo aclarar que, tras comprobar las dificultades experimentadas para establecer un modelo unitario de soltero, he optado por centrar mi atención en la variedad de situaciones en que viven los solteros proponiendo una tipología sobre ellos que califico de “provisional” puesto que no estoy seguro de haber reco-
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gido en ella todos los tipos y modalidades de vivir, a lo largo del tiempo y en nuestra sociedad, la diversidad de experiencias que aparecen entre los solteros. 2. Solteros, ¿por qué? Este segundo capítulo analiza las causas que conducen a la situación de soltero desde las motivaciones más personales, como el disfrute de una mayor libertad e independencia para orientar todos los recursos personales hacia el logro de objetivos considerados especialmente valiosos por el soltero, pasando por el temor al compromiso implicado en la entrega de lo más íntimo de uno mismo a una persona del sexo opuesto, no renunciar a las específicas posibilidades que permite la vida de soltero para afrontar compromisos tanto en el ámbito de lo laboral como en los intercambios personales en niveles de flexibilidad y libertad con frecuencia inaccesibles para el casado, también cito la falta de oportunidades en el entorno social que prácticamente hacen imposible encontrar la “media naranja”, etc., para terminar con la consideración de la soltería en cuanto expresión de una opción claramente elegida y libremente asumida basada en un conjunto de muy variadas razones personales. 3. La vida del soltero: sus luces, sus sombras. Este tercer capítulo se ocupa de describir en clave psicológica, las ventajas o luces y los inconvenientes o sombras que conlleva la vida de soltero en las diferentes dimensiones que configuran su vida personal: en el terreno del amor y de la familia, de las relaciones sociales o experiencia de la soledad, de la economía, del trabajo, de la autonomía y creatividad, de la valoración y consideración social, del ejercicio de la propia sexualidad, etc. El capítulo concluye afirmando que, salvando algunas diferencias, la lista de ventajas e inconvenientes de la vida soltera es básicamente comparable con las ventajas e inconvenientes del casado. 4. El futuro de los solteros. Este capítulo equivale a una propuesta o programa de desarrollo personal para aquellos que viven solteros y quieren seguir siéndolo. Pensando en estos partidarios de la soltería, aludo a directrices psicológicas que pueden facilitar a los
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solteros, dentro de su peculiar situación, el logro de una vida plena y feliz. Así, se indicarán formas de convivencia peculiares y enriquecedoras para los solteros, sugerencias que les ayuden a superar las situaciones problemáticas que les pueden surgir como consecuencia de su soltería y la manera de librarse de incurrir en actitudes negativas tales como el victimismo o la soledad como sufrimiento, etc., y sobre todo, las múltiples posibilidades que tienen los solteros para organizarse la vida en sentido positivo y felizmente. 5. La apertura del soltero a la vida en pareja y al matrimonio. Este último capítulo propone un amplio listado de pautas, estrategias y criterios que, a juicio de los expertos en el campo del amor y en relaciones de pareja, pueden orientar al soltero que desea casarse a dar con eficacia y más fácilmente los pasos implicados en el acercamiento, la elección y la convivencia en una relación de pareja satisfctoria y duradera. Para finalizar este largo saludo quiero indicarte, apreciado lector, el criterio metodológico que he utilizado como eje vertebrador de mi exposición: mezclo la referencia a experiencias concretas con esquemas y principios más teóricos, intentando que unas y otros te ayuden a encontrar fórmulas que te faciliten el desarrollo de tu capacidad de amar en dos direcciones, hacia tu interior, mediante el ejercicio del amor hacia todo lo valioso que se encierra en tu persona, y hacia el exterior, amando a las personas que te rodean; este manual apunta a la posibilidad de que una de tales personas pueda –no necesariamente deba– ser tu pareja. Por encima de todo, quiero desearte que en cualquiera de las situaciones que te ofrezca la vida de soltero aciertes a encontrar personas con quienes puedas compartir una de las realidades más bellas y profundas de la existencia humana: sentir que vives allí donde el amor se muestra con toda su grandeza y más allá de las limitaciones que acompañan la vida de esa pléyade de seres privilegiados que llamamos personas y al que perteneces en calidad de ser único e irrepetible.
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Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
1 LA SOLTERÍA Y SUS DIMENSIONES PSICOLÓGICAS
Quiero comenzar este capítulo indicando al lector algunos de los supuestos que me han guiado en el largo recorrido por el espacio interior o experiencia personal del soltero. El primero y fundamental es reconocer que la soltería no es algo así como un concepto monocolor almacenado en alguna parte de nuestra estantería mental, por el contrario, tiene tantas versiones como maneras de vivirla muestran sus numerosos protagonistas, los distintos tipos de soltero; muy especialmente he querido desmarcarme de un vicio frecuente, simplificar grotescamente el significado de lo que en el plano real se esconde bajo los términos de “soltero” y “soltería”. Esta actitud me viene impuesta como consecuencia de un hecho tan llamativo como plenamente comprobado en nuestros días, el dato de que en amplias capas de nuestra sociedad uno de cada cuatro adultos vive –o se ve obligado a vivir– como soltero y sin pareja estable. En los momentos actuales, el concepto de soltero es una realidad personal, psicológica y social nueva por muchas circunstancias que más adelante examinaremos, un estatus de tal complejidad que no permite, so pena de incurrir en vanas simplificaciones, considerar suficientes las definiciones de soltero a partir, por ejemplo, de sus connotaciones meramente semánticas o etimológicas –del latín solus, y en castellano
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solo–. Por parecidas razones, pienso también que sonaría a visión superficial y fatua cualquier pretensión de comprender la soltería como el reverso o mera negación de la vida en pareja dado que, a mi juicio y en contra de lo que frecuentemente se dice, las vidas del casado y del soltero coinciden en amplias zonas dentro del que denominamos ámbito del desarrollo personal. La variopinta riqueza de la vida del soltero se capta muy pronto apenas se adentra uno en el bosque de connotaciones sociológicas, psicológicas, familiares, jurídicas o económicas por las que ha pasado esa forma de vida individualizada, tan escasamente estudiada como poco conocida, a la que etiquetamos con el escueto término de “soltería”, pero cuya realidad cambia drásticamente de significado cuando se observan las profundas variaciones y cambios que ha experimentado desde los años 50 a esta parte la dinámica interna y externa de la vida del soltero (Cipolla, 1995; Gail y Moon, 1997). A título de ejemplo, si hasta los años 80 en España, los solteros se podían identificar con los que vivían solos o aislados, a partir de tal década la soledad ya no es una característica de los “oficialmente” solteros puesto que la cohabitación comenzó a ser un fenómeno frecuente entre las parejas civilmente no casadas, y en los principios de nuestro s. XXI, la vida “en pareja no legalizada” se ha convertido en una situación muy generalizada en toda Europa, incluida España (Kaufmann, 1993). Este es el motivo de que para definir con cierta precisión lo que significa el término “soltero” en las numerosas y diferentes situaciones en que puede darse esta condición se utilicen variedad de sinónimos y delimitaciones: célibe, no casado, solo, impar, soltero joven (joven aún no casado), solterón –según la Real Academia de la Lengua, soltero entrado en años–, soltero a los 30, 40, 50 años, etc. Desde las consideraciones precedentes, entiendo que para abordar con un mínimo de rigor el estudio de la soltería bajo el punto de vista psicológico, que es el objetivo que me he propuesto, debo centrar mis reflexiones en la conducta del soltero, comprendiendo por tal el equivalente al conjunto de experiencias, ideas, sentimientos, posibilidades y limitaciones que constituyen la urdimbre de la vida de
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los adultos que “viven solos, bien porque no han querido, bien porque no han podido casarse”, lo que implica que sólo indirectamente debo ocuparme de las dimensiones de índole social, jurídica, económica, etc. que inciden en el desarrollo de la personalidad de los solteros (Schwartzberg y otros, 1995); en esta perspectiva, me interesan las vivencias del soltero en el ámbito del amor, la familia, bienestar, soledad, ocio, trabajo, sexualidad, salud, amistades, economía y un largo etcétera, peculiares y en algún caso exclusivas, que caracterizan la vida diaria de los adultos no casados (Lamourère, 1988). Diferentes concepciones de la soltería Hablando de la soltería, uno de los requisitos básicos del analista es aceptar el diferente significado que posee esta experiencia humana tanto en función de las distintas culturas, judía, oriental, occidental, sociedades tribales africanas o de Oceanía, etc. como en el devenir histórico dentro de cada una de ellas; en ambas perspectivas podemos observar profundas diferencias y sobre todo cambios que afectan drásticamente tanto a la vivencia como a la consideración social de la soltería. Es mi propósito centrarme preferentemente en los significados que la soltería ha tenido en el contexto y en el devenir de la cultura occidental, lo que me llevará a repasar su doble cara, la más oscura, coincidente con la larga lista de mitos y estereotipos entre insultantes y compasivos con los que el sadismo colectivo se ha cebado en una visión caricaturesca de la soltería, y su cara brillante, la que nos muestra lo que representa para muchos de positivo y realmente la soltería en los momentos actuales y que no es otra cosa que una forma más de realizarse como persona. Estereotipos y mitos sobre los solteros Los estereotipos y los mitos son construcciones sociales transmitidas por los canales de la opinión pública que suelen introyectarse por los sujetos a modo de imperativo obligado y difícilmente rechazable (Gil Calvo, 2000). Normalmente, se trata de verdades a medias
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que tienden a traducirse en normas de conducta esclavizantes, y ello porque se fundamentan en ideas, expectativas y juicios de valor tan irracionales como generalmente inalcanzables, lo que los convierte para quienes se rigen por ellos en fuente de frustración y sufrimientos; sólo las personas que han alcanzado un alto grado de desarrollo personal son capaces de librarse de tales mitos (Rogers, 1993). Sobre el poderoso influjo negativo de los estereotipos aplicados a la MUJER existen abundantes y diversas testimonios; presento algunos. “Cuando una mujer comienza a salir con hombres […] siente que su valor se refuerza. La sociedad le ha dicho que debe tener un acompañante en la fiesta, un hombre a su lado y un esposo que dé sentido a su vida. Proteger este tipo de imagen puede tener una importancia fundamental. Se dice que las mujeres que tienen estas cosas son las que van bien y que las que no las tienen son dignas de lástima. A menudo la familia refuerza estos sentimientos. Pensamos en una mujer soltera, que debe soportar que sus parientes la cuestionen porque aún no ha conseguido un marido. Cuando la vean con un hombre, significa que alguien la desea y que, por tanto, tiene valor” (Carter y Sokol, 1996, p. 244). Gil Calvo, en su reciente obra Medias miradas (2000), cita un ejemplo de cómo el estereotipo es exigente con la MUJER: “Obligación de ser limpia, arreglada, tener buena presencia, estar delgada, ir a la moda y parecer joven” (p. 22). Tampoco el HOMBRE se libra de los estereotipos y, así, hablando del matrimonio, lo identifica con este juicio de valor: “Un ascenso en la escala social que proviene de fundar un hogar y formar una familia a la que debe proteger. Ser hombre tiene que ver básicamente con la actitud de responsabilidad y con el ejercicio firme de esta responsabilidad en relación con su casa; ser cabrón [sic] es el resultado de no asumir esa responsabilidad. Ser hombre y ser cabrón dependen tanto del éxito o fracaso en el control de las mujeres como en la competición masculina por ellas” (ibídem, p. 264). En el portal FRANZ KAFKA, proporcionado por el servidor Google (octubre, 2002), se puede leer esta descripción estereotipada y de trágicos tintes sobre el SOLTERO varón: “Es tan terrible quedarse soltero como ser un viejo intentando conservar la dignidad o pasar con otros una velada en compañía de otras personas, […] no subir nunca las escaleras jun-
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to a la mujer, contar solamente con una habitación con puertas laterales que llevan a habitaciones de extraños, traer a casa la cena en un paquete, tener que admirar a los niños de los demás y ni siquiera poder seguir diciendo ‘los tengo’, componer el aspecto y el proceder según el modelo de uno o dos solterones que se conoció cuando uno era joven”. En el terreno del AMOR, un estereotipo que mina muchas ilusiones vitales es dejarse llevar por el sofisma de que “sólo el amor de pareja es verdaderamente amor y todos los demás sustitutivos frustrantes del único y verdadero amor, el del casado”. En el ámbito de la FAMILIA, los estereotipos pueden hacer también su mella tanto en los hijos solteros como en los padres pues, cuando un hijo/a se aparta de la norma “adulto casado”, los padres reaccionan como si de algún mal propio se tratara. Si el matrimonio representa la evolución “natural” de la familia, la soltería equivale a cierta “anormalidad”, y es que los padres no tratan ya al hijo soltero según las relaciones “padre-hijo” sino “padre adulto-adulto”. Tal situación resulta en muchos casos incómoda y es origen de muchos sufrimientos para los padres, pues piensan que no han sabido inculcar en los hijos el amor que lleva al matrimonio; mientras que el hijo no se casa, no goza de la cualidad de adulto en la familia (Schwartz y otros, 1995, p. 13). Un criterio que sirve para entender lo que puede afectar la SOLTEa las personas, mujeres y hombres, es el valor altísimo e incuestionable (!) que ha representado el MATRIMONIO en el sistema de valores vigente en la sociedad occidental hasta la década de los 80, fechas en que el estereotipo imponía esta regla o cliché: RÍA
“El hombre trabaja y la mujer se ocupa de la casa y del cuidado de los hijos, la mujer es dependiente del salario del marido, y la felicidad familiar se puede alcanzar sólo cuando se toma como patrón la fórmula “matrimoniopareja-madre-hijos”. Por ello, no es de extrañar que por los años 50 las cuatro primeras tareas del adulto fueran y por este orden: elegir pareja, aprender a convivir en ella, tener una familia y criar a los hijos, y el no casarse significara para el hombre algo patológico y en la mujer inferioridad biológica (Schwartz y otros, 1995, p. 15). Por las mismas fechas, el 80 por ciento de los americanos pensaban que las personas solteras “eran enfermos, neuróticos e inmorales” (Coontz, 1992).
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En un amplio estudio sobre la soltería en la Unión Europea, Kaufmann (1993) ha hecho el recuento de los principales mitos –verdades a medias– que circulan en el mundo occidental sobre los solteros: 1º. Los solteros están apegados a sus padres: los visitan constantemente o, peor (!), viven con ellos y especialmente con la madre. Esto se debería, en el caso de la mujer soltera, a que no ha podido desarrollarse como persona dentro de la sociedad general; en el soltero varón, se trata de una figura medio trágica y medio ridícula de infantilismo. En ambos casos, esto ocurre “porque [los hijos] no buscaron pareja debido a que no supieron despegarse de la madre”. Hay que decir en honor a la verdad que ningún estudio científico ha demostrado hasta hoy que los casados sientan menor apego hacia sus padres que los solteros. 2º. Los solteros son egoístas: están centrados en sí mismos, piensan sólo en sí mismos y si llegan a casarse acaban divorciándose. Muestra de su egoísmo sería su escasa dedicación a los servicios sociales: el 60 por ciento de los solteros no dedican ni una sola hora semanal a los demás, y sólo el 9 por ciento dedican algunas pocas horas, concretamente y como máximo entre 5 y 10 horas semanales; por el contrario, prefieren ocuparse del cultivo de sus manías, acariciar los objetos de casa que renuevan y cambian constantemente de lugar, realizar viajes costosos, etc. En un alarde de exageración se llega decir que entre los solteros no hay santos: sólo Jesucristo y Buda fueron solteros santos. Contra tales gruesas afirmaciones sólo basta comprobar que en todos los tiempos ha habido numerosos santos solteros que dedicaron toda su vida a los demás con una intensidad canonizable y canonizada (!). 3º. Los solteros son ricos: esta afirmación carece de fundamento pues es sabido que a partir de los 30 años, los sueldos de los solteros y casados son similares y los solteros no son más ricos que los casados. 4º. Los solteros son más felices: esta afirmación, como tantos otros tópicos, no ha podido ser demostrada científicamente. De hecho, hay
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bastantes datos a favor de que los casados son más felices: sufren menos de insomnio, son menos propensos a tener úlceras, a sufrir de ansiedad, tienen menor sentimiento de culpa, se autovaloran más, etc., por el contrario, los solteros son más propensos a la bebida, a las drogas y al suicidio (55 por ciento entre los solteros frente al 35 por ciento entre los europeos casados). 5º. Los solteros son más libres y tienen más tiempo de ocio: a primera vista, parece que sí porque están libres del cuidado de los hijos y sin familia, pueden viajar solos, van donde quieren y cuando quieren, gastan su dinero como quieren y sin rendir cuentas a nadie. Sin embargo y curiosamente, cuando se pregunta a los solteros y casados en qué medida se sienten libres, los porcentajes de respuesta son similares, en torno al 31 por ciento en ambos casos. Sí parece ser cierto que salen más de casa que los casados (un 20 por ciento más), pero este aspecto no es suficiente para definir adecuadamente la libertad de las personas. Por otra parte, no queda claro que dispongan de más tiempo libre puesto que, exceptuando los solteros con altos ingresos que pagan el servicio de otras personas, el resto suelen tener más obligaciones caseras. Como en cualquier ámbito de la vida con alta significación social, los mitos sobre los solteros se dedican unos a su condena –versión negativa de la soltería–, y otros a su exaltación; estos últimos presentan a los solteros como personas excepcionales, dignas de ser admiradas e imitadas –versión positiva de la soltería–. Así, hasta épocas recientes y aún hoy en día, se vienen diciendo de los solteros/as muchas lindezas y chismes –tal vez fuera mejor denominarlos insultantes disparates–, los más en contra, y más bien pocos a favor. Estereotipos en contra de la soltería A pesar de que la soltería es una estado cuya valoración social va ganando puntos en sentido positivo, prácticamente nunca ha sido valorada socialmente igual que el matrimonio; esto es patente cuando uno echa una mirada hacia el pasado y lo es también en la actua-
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lidad. Los testimonios en este sentido son abundantes, como se desprende de los datos que propongo a continuación: • las críticas dirigidas a los solteros se remontan a los tiempos más remotos y así se atribuye ya a Moisés una de las primeras condenas del celibato, lo que no es de extrañar dada su pertenencia a una sociedad en que la esterilidad era un oprobio y los hijos corona de los ancianos; por eso también la ley hebrea premiaba a los maridos dejándoles libres de muchas de las cargas y obligaciones a los que los solteros estaban sometidos. Mucho después y en la misma línea, Mahoma dio ejemplo del valor del matrimonio casándose a la edad de seis años (Díaz, 1998, p. 95). • entre los romanos, el nombre de soltero/célibe se deriva del término “caelebs” que aplicaban al soldado y es sinónimo de dejado, abandonado, desamparado, árbol sin fruto, etc. Para los griegos, el estatuto de soltero o célibe, “koilos”, iba asociado a la idea de cosa hueca, vana, vacía, de poco peso o fortaleza, árbol sin raíces, pompa de jabón que se lleva cualquier viento (Díaz, ibídem, p. 143). • en épocas más recientes, una visión muy generalizada considera a los solteros personas indecisas y capidismuidas incapaces de realizar lo que sí han sabido hacer los casados, llegar al matrimonio (Davies, 1995, p. 18). • el soltero es un bicho aún no clasificado, rebelde a todas las leyes naturales y sociales, divinas y humanas, civiles y religiosas, monólogo empobrecido en medio del fastuoso y maravilloso lenguaje de los hombres, libro en blanco, ser a medias, caminante que no deja huella de su paso, enemigo del bienestar moral de los Estados, etc., por eso, lo mejor que se ha podido decir de la soltería es que sólo es buena para evitarla (Díaz, 1998). • los solteros, en especial los de la clase media o acomodada, son ejemplo del avaro por los cuatro costados y exponente de la
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persona materialista cuyo objetivo principal es la acumulación de riqueza (Díaz, ibídem, p. 90). una actitud muy generalizada con respecto al soltero es considerarlo un ser provisional y por tanto necesitado de otros pasos para alcanzar su plenitud como persona; a partir de este supuesto, toma entidad un sistema de valoraciones que se traduce en distintas formas de insulto hacia la soltería, desde las más burdas hasta las expresiones más sutiles de desprecio hacia todos los que, debido a su pusilanimidad y cobardía, no habrían sabido enfrentarse a los compromisos de la vida en pareja (Ferrándiz y Verdú, 1975). en la perspectiva del amor, una visión frecuente en relación con los solteros es considerarlos sujetos adictos al “amor enfermizo” (Doueil, 2000). una de las conclusiones alcanzada por Nerín (2001), a través de su reciente estudio sobre los solteros en la zona norte de Aragón, es que para la opinión común cada soltero representa un problema y que la única diferencia es la manera de vivirlo. los solteros serían personajes grotescos que, con excepción de aquéllos que supieron sublimar sus instintos en aras de la ciencia, la cultura o la política, como Platón, Orígenes, Miguel Ángel –decía que se había casado con su arte–, Newton, Roosevelt, Orson Wells, etc., constituyen un monumento a la excentricidad (Jaeggi, 1995). a diferencia de aquellos hombres y mujeres maduros que aceptan las reglas del juego social, saben conquistar a su pareja y fundar una familia, los solteros son cierta clase de minusválidos incapaces de guardar la norma, raros, inadaptados e hijos de mamá, cuya cobardía les impide llegar al compromiso del matrimonio (Carter y Sokol, 1996; Cargan y Melko, 1982). del “solterón” se ha dicho que es el bicho más repugnante entre los animalitos implumes: escéptico, avaro, egoísta refinado, sibarita, contrabandista del amor por pura ignorancia de éste, vagabundo, anzuelo de las solteras y con alma –si la tiene– de hue-
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so, comodón, moscardón, parásito, siniestro, maniático, bestia, alimaña, bicharraco, asesino, ladrón, gusano, hoja seca, culebra boba, buey suelto, bandido urbano, alma de zorra, pozo de malicia, y así, hasta una lista de 84 “piropos” más. Son, además, holgazanes rezumados que, en vez de asumir las obligaciones de conlleva el matrimonio, optan por la zanganería; por eso, no merecen la menor atención por parte de los Estados (Díaz, ibídem, p. 239). • durante el siglo XIX, comenta Alborch (1999, p. 32), las solteras aparecieron con identidad propia, al margen de sus familias, hijos, hermanos o tíos, pero esa situación conllevó el destino de la compasión y ridículo, convirtiéndolas en carne de cañón de la enfermedad femenina por excelencia, la soltería, que convierte a la soltera en criatura incompleta y no realizada, sufriente de soledad, infeliz, inculta y confinada entre las cuatro paredes de su casa; habrá que esperar hasta el siglo XX para que esa imagen cambie de fisonomía. • a pesar de que los malos tratos a los solteros se remontan, como hemos visto, a etapas muy anteriores, fue especialmente en el siglo XIX cuando comenzaron a lanzarse contra ellos los improperios más hirientes: se les acusa de estériles, impotentes, licenciosos, decadentes, se les considera una amenaza para la natalidad y se les reserva las tasas contributivas más caras. Fue también en esta época cuando se acuñan los términos peyorativos “solterones” y “solteronas” como equivalente de objetos de lástima, primos pobres de la familia, libertinos, seductores temidos por los padres de familia con hijas en flor, etc. Si el ideal de la mujer es en lo biológico la maternidad, en lo jurídico la dependencia del marido y en lo físico el ejemplo de belleza, la solterona aparece como todo lo contrario de la mujer ideal (Alborch, 1999, p. 47). Por la misma época, siglo XIX, el síndrome de estigmas atribuido a los solteros llegó hasta el extremo de que médicos y sociólogos imaginativos afirmaban que los solteros tienen peor salud, mueren antes y se
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suicidan mucho más que las personas casadas, datos que ningún estudio científico ha logrado demostrar (Lamourére, 1988; Davies, 1995). desde la “teoría psicológica del apego”, el tópico lleva a pensar que los solteros son dignos de compasión puesto que su temor a convivir afectivamente con su pareja tendría como desgraciada causa el no haber recibido durante la infancia el amor y cuidados suficientes para aprender a conectarse confiadamente con las demás personas, lo que aplicado a nuestro tema, se podría traducir diciendo que los solteros coinciden con aquellas personas que desconfían de que el cónyuge les pueda colmar la necesidad de sentirse suficientemente amados (Torrabadella, 2000, p. 73). socialmente, los solteros han sido considerados personajes insensibles a los bienes que representan las nuevas generaciones para la sociedad, por lo que no son merecedores de la consideración que los Estados dan a los casados y padres de familia en razón de su contribución a la renovación constante que la sociedad necesita para sentirse viva y próspera (Díaz, 1998, p. 134). en la medida en que el marco de referencia del adulto y la norma generalizada para la sociedad es el matrimonio, los solteros se ven abocados al peligro de que se les considere menos hábiles para la “vida normal” y, por lo mismo, se les vea como personas en cierto modo “desviadas” (Schwartzber y otros, 1995). a los solteros se les confunde con los solitarios y aburridos y el estereotipo les considera víctimas de la soledad y de una minusvalía frente a la vida en pareja; esto lleva a que a las mujeres solteras, en concreto, no se les suela preguntar por qué se han quedado solteras, sino por qué no se han casado y tenido hijos; y a la postre, se las compadece por ello (Alborch, 1999, 207). el calificativo de “solterón” o “solterona”, relativo a las personas que “no han conseguido” emparejarse, tiene aún en nuestra
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sociedad actual una inequívoca connotación peyorativa para algunos (por otra parte, la propia expresión común “no conseguir pareja” es un tanto reveladora). Y por el contrario, no nos es desconocida, aunque lo ocultemos con cierto rubor, la sensación ufana de presentarnos en sociedad, ya sea en el trabajo, con los amigos, con la familia…, con una pareja capaz de causar admiración y respeto entre los demás (por los motivos que fuere, personales, físicos y/o profesionales) (Yela, 2000, p. 222). • nuestra sociedad sigue organizándose básicamente pensando en adultos emparejados y se espera, por ejemplo, que viajemos en pareja como si estuviéramos esperando embarcar en el arca de Noé. Paralelamente, se favorece a la pareja a todos los niveles, dando ventajas fiscales a los matrimonios y celebrando fiestas y días dedicados a ensalzar la figura del padre y de la madre. Especialmente en el caso de la mujer, el verla sola en determinadas situaciones produce pena y compasión. A este respecto cuenta Carter-Scott, (2000, p. 40) una curiosa y reiterativa experiencia personal: cuando por razones de trabajo acude a un restaurante sola, el camarero de turno, ignorante de su condición de casada, le suele preguntar ¿va usted sola? Después de sentarse a la mesa, el mismo camarero/a le acerca una revista con la implícita y caritativa finalidad de hacerle más llevadera su soledad, dando por sentado, comenta esta autora, que el no tener nadie con quien compartir ese momento equivalente a una experiencia muy difícil de soportar. • nuestra sociedad no entiende que para disfrutar de los demás y tener libertad de elección en nuestras relaciones personales es primordial aprender a aceptar e incluso a disfrutar de la soledad, tampoco se ha parado a pensar que pasar el rato con otra gente sólo por no estar solos, nos empobrece. Y por eso, toda la dinámica social empuja al matrimonio a la fuerza antes que exponerse a ser objeto de ser tratado como raro o loco. Desde la misma actitud, está “mal visto” que ciertos puestos de responsabilidad sean ocupados por personas que no tienen familia (Doueil,
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2000, p. 113). Esto lleva a la extraña e injusta conclusión de que, si no quieres sufrir el acoso de tu entorno (presiones, insultos, compasión), solo existe una alternativa, casarte. • hablando de los inconvenientes de la soltería, Schwarztberg y otros (1995) se formulan esta pregunta: ¿por qué van al terapeuta los solteros? Del estudio de múltiples casos estos autores han llegado a dos conclusiones: 1ª. La situación de soltero resulta un problema por cuanto implica la desviación de las expectativas de los padres y familiares y porque la falta de vida en pareja supone un acto de ruptura de las fases de desarrollo personal en relación con lo que se considera evolución “natural” de la persona, superar la fase de soltero y convertirse en casado. Esto afecta grandemente al soltero/a. 2ª. El apartarse de lo “normal” se traduce en muchas formas de intolerancia y desprecio por parte de los familiares, amigos y la sociedad en general. La consecuencia para el soltero/a es la necesidad de tener que luchar contra el prejuicio de que la soltería es un fracaso personal. Esto aparece con toda nitidez en las consultas de los psicólogos, a los que los solteros/as acuden con vistas a que les ayuden a “corregir” los modos ineficaces de acercarse a la pareja y a “defenderse” de las formas agresivas de que son objeto.
• quiero terminar este incompleto listado sobre los estereotipos negativos referentes a los solteros recordando al lector cuatro anécdotas realmente expresivas: – La primera tiene que ver con la leyenda transcrita en un plato de cerámica y que representa un buen ejemplo de cómo la fantasía popular moteja con tonos machistas entre ingeniosos, pícaros y despectivos los “inconfesables” desvaríos sexuales de los solteros. El contenido del texto que leí durante las Navidades de 2000 en un bar del casco viejo de cierta ciudad española reza: “La paloma es el pájaro de la paz, el SOLTERO no deja el pájaro en paz, la SOLTERA no conoce la paz ni el pájaro, el SOLTERÓN
y CUARENTÓN, qué suerte tienes, ladrón”.
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• La segunda historia indica hasta qué punto el estereotipo vincula la vida del adulto con el matrimonio. Un amigo mío compró recientemente un mueble a un anticuario en una ciudad diferente de aquella en que reside. A la hora de trasladarlo a su domicilio, mi amigo sugirió la posibilidad de llevárselo en su propio coche abatiendo para ello los asientos traseros. Ante tal propuesta, el tendero comentó: “claro que si usted hace eso, no le quedará espacio para los niños”. Aunque parezca sorprendente, ¡hasta para comprar muebles hay que estar casado y tener hijos! • Me contaban recientemente que, en algunos buzones caseros, las solteras, para ocultar su condición de tales, ponen el rótulo “señores de... –seguido de su propio apellido–, y también que por seguridad tienen grabada voz de hombre en sus contestadores automáticos. • Una amiga mía soltera de cuarenta y tantos años asistió por compromiso a una boda. A la hora del banquete, se trató de acoplar en las mesas a los comensales, las parejas juntas y los más cercanos familiares juntos. Mi amiga es hija única y acudió sola a la fiesta. Los organizadores, con la mejor buena voluntad, optaron por colocar a mi amiga junto a la única persona que quedaba “descolgada”, una niña de ocho años. Olvidándose de que la gente normal tiene sus tics en el modo de tratar a los solteros, mi amiga reaccionó con un solemne berrinche que todavía le dura. En mi posterior conversación con ella, en la que me comentó el desprecio de que había sido objeto por haber sido tratada como soltera y no como una persona adulta más, terminé proponiéndole esta sencilla reflexión: ¿crees que es una actitud madura por tu parte exigir que quienes te invitaron se sintieran obligados a olvidarse totalmente de tu condición de soltera y optaran por tratarte sólo como adulta? Su respuesta fue muy clara a la vez que sensata, “lo pensaré”. Le recordé seguidamente un buen principio para no pecar de intolerancia en nuestras relaciones con los demás: “una forma de intolerancia
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es exigir que los demás nos traten en todo y siempre con criterios de plena madurez y como nos gustaría, olvidándonos de que, con frecuencia, somos nosotros los que debemos suplir la inconsciencia e inmadurez de los demás”. Estereotipos a favor de la soltería Naturalmente y como no podía ser por menos, los solteros se han defendido del cúmulo de insultantes estereotipos, contrarreplicando con argumentos que muestran, frecuentemente exagerándolas, las grandes ventajas psicológicas y sociales de la vida soltera con respecto al matrimonio. Propongo algunas de estas actitudes defensivas: • el hombre soltero de hoy es el que tiene la valentía de desmarcarse de la obligación del matrimonio impuesto por la sociedad y de librarse de la esclavitud del modelo de la masculinidad mal entendida que conlleva ser agresivo, conquistador, casado, racional, resuelto, mandón, competitivo, taciturno, invulnerable, dominante, etc. (Clare, 2002). • la mujer soltera es la que es capaz de librarse de las relaciones enfermizas que la convierten en marioneta en manos del hombre, la que sabe enfrentarse a su individualidad prescindiendo de aferrarse al clavo ardiendo que supone la engañosa situación de pretender ser feliz por el solo hecho de estar con un hombre a su lado (Ladish, 1998, p. 24). • en el ámbito del amor y la amistad, los solteros representarían la mejor síntesis del amor sin barreras, con sexo o sin él, desarrollando su capacidad de amar desde todas las diferentes formas posibles de empatía y acercamiento entre las personas; fuera de la soltería, todas las expresiones de la afectividad están sujetas a normas estrictas y, en cierta medida, esclavizantes, no en el caso de los solteros (Cipolla, 1995). • bajo el punto de vista psicológico, la soltería representaría el estado de espíritu más perfecto ya que sólo en él puede resplandecer por encima de todos los demás el cumplimiento del
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primer mandamiento impuesto a todas las personas “amar al prójimo, entendiendo que el más prójimo (próximo) es uno mismo” (Lamourére, 1988, p. 17). En este sentido, tiene plena vigencia el pensamiento de Ladish (1998, p. 22), aunque matizando que lo que ella expresa no es algo exclusivo de los solteros, como marca el estereotipo: “La única fuente de amor es uno mismo. A partir de esta premisa podemos atrevernos a abrirnos a los demás. Es muy difícil la relación de personas que no se quieren a sí mismas. Cuando consigamos apreciarnos, valorarnos y amarnos incondicionalmente a nosotros mismos, podremos amar y devolver sentimiento”.
• los solteros que eligen tal condición demuestran una inteligencia superior al resto de sus semejantes en la medida en que, con su aislamiento voluntario de la red de opresiones a que está sometido el casado, se sitúan con ventaja de cara a su desarrollo personal (Kaufmann, 1993). • ante las dificultades para acertar con una vida feliz dentro del matrimonio, la sabiduría popular alaba la inteligencia práctica del que opta por la soltería: “En punto de casamiento, gobiernan de casos ciento, noventa y nueve locura, y uno el entendimiento”.
• para muchos siempre es preferible la soltería al matrimonio puesto que todo matrimonio es, en cierto sentido, una relación desajustada y un estado que apenas permite obtener una pequeña parte de lo que se soñó de él antes de contraerlo (Fischer y Hart, 2002). • parafraseando el pensamiento de Fray Luis de León en su Perfecta casada, se recalca que ante la impreparación de los cónyuges para enfrentarse a las dificultades de la vida matrimonial, es de alabar a la vez que legítimo optar por la soltería en la que normalmente no se dan los grandes y muchas veces dramáticos desequilibrios que surgen en la vida de los casados. • se habla mucho hoy en día de la incompatibilidad entre los sexos como consecuencia del igualitarismo promovido desde
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el movimiento feminista –las mujeres se quieren equiparar con los hombres y ya se sabe que “dos polos del mismo signo se repelen”–. Partiendo de la psicología diferencial entre los sexos, el argumento se refuerza diciendo que la pretendida destrucción de las diferencias entre los sexos conduce a hacer cada día más difícil el adecuado entendimiento entre los miembros de la pareja, lo que se confirmaría con el gran número de divorcios y desavenencias conyugales a las que hoy asistimos. En tales condiciones, se llega a decir, el matrimonio sería sólo apto para unos pocos, para el resto, la soltería representa la opción más juiciosa y coherente (Fisher, 2000). Ante una posición tan radical (!), se replica que todo lo anterior es válido pero sólo cuando se exageran las diferencias entre los sexos y no se atiende a lo que el hombre y a la mujer tienen en común en cuanto personas; en esta segunda perspectiva, la oposición intersexos ya no tiene por qué traducirse en incompatiblidad y el matrimonio y la soltería representan dos estados igualmente aceptables y llevaderos para el común de los hombres y mujeres (Alberdi y otras, 2000). • muchos solteros, abogando por motivos semejantes al anterior, aluden al “justificado y sano miedo” que les lleva razonablemente a no asumir la responsabilidad de traer al mundo seres, los hijos, a los que no están seguros de poderles hacer felices, criarlos y educarlos, pues saben muy bien que los padres son causa muy directa de las muchas calamidades a las que están expuestos los niños de hoy por falta de recursos para atenderlos en sus necesidades básicas (alimento, vestido, cobijo) en los países subdesarrollados, y en el mundo desarrollado, por no disponer del tiempo necesario para acompañarles en su propia educación y desarrollo, debido a sus numerosos compromisos laborales. El argumento anterior se tradice diciendo que los solteros son plenamente conscientes de que la humanidad no necesita sólo de individuos ni los individuos viven sólo de la vida material y, en consecuencia, piensan que evitar el que la sociedad se pueble de sujetos a los que no se
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les puede atender en debidas condiciones constituye un motivo más que suficiente para que la soltería sea considerada como un estimable servicio al bienestar social. • una muestra evidente de la superioridad de la soltería que algunos defienden sería la falsedad de los “mitos románticos” relativos al matrimonio: 1) el mito de que todos contamos con una “media naranja” destinada para darnos la felicidad, 2) el mito de que el amor lo puede todo por sí solo y conlleva necesariamente la fidelidad sexual, y 3) que el emparejamiento (mera unión entre dos personas) es algo plenamente natural y libre de cualquier condicionamiento sociocultural. En contra de estos estereotipos, todos conocemos seguramente alguna pareja (cuando no nos ha sucedido a nosotros mismos) en que la validez de estos mitos brilla por su ausencia tratándose de los casados (Yela, 2000, p. 246). • desde la psicología de las emociones, se argumenta a favor de la soltería como la mejor condición para librarse del peligro en que fatalmente (!) caen las relaciones íntimas dentro del matrimonio; estas relaciones estables, se dice, suelen acabar en desilusión, en hastío y en aburrimiento por falta de la dosis suficiente para la mutua estimulación del amor en todas sus formas, incluidas de manera prioritaria, las relaciones sexuales. Por ello, frente al amor de pareja se propone la forma de intimidad solteril a la manera de “cama musical”: cambiar constantemente de compañeros. Digamos de pasada, que los defensores de este modo de entender el amor suelen subestimar la posibilidad de desarrollar dentro del matrimonio el arte del amor y la amistad erótica; la madurez en este campo supone aprender a crear relaciones en las que haya tanto de excitación como de bienestar, sexo y ternura, espontaneidad y continuidad. Y en tal sentido, un especialista en el campo de las emociones como Keen (1994, p. 185-190) entiende el arte amatorio como un objetivo que se aprende no precisamente a través de multitud de experiencias amorosas románticas y pasajeras sino sobre la base de una relación profunda y duradera.
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• otro argumento a favor de la soltería es la dificultad de los científicos y grandes artistas para compaginar su dedicación a la creación con las obligaciones de casado y la familia; esto explicaría el que grandes pensadores como Platón o Miguel Ángel optaran por la soltería. Gardner, en su crítico análisis sobre la vida de los grandes creadores del s. XX, Mentes creativas (1998, p. 201), describe el ejemplo prototípico de tal dificultad encarnada en la persona de Picasso: volvió loca a su primera mujer, Olga; su amante adolescente, María Teresa Walter, se ahorcó en 1977; su amante más intelectual, Dora Marr, sufrió una crisis nerviosa; su nieto se suicidó bebiendo lejía concentrada cuando no se le permitió asistir a su funeral, y su segunda mujer y viuda Jacqueline, con quien se casó en 1961, se mató de un disparo la noche después de haber ultimado los detalles de una exposición de su colección personal sobre obras de Picasso. Todo lleva a pensar que, para este genio de la pintura, la vida familiar fue acompañada de la tragedia; y, a la postre, que la soltería hubiera sido seguramente preferible en la vida de este gran pintor. • otro argumento sociológico a favor de la soltería, muy socorrido entre los partidarios de ella, es el bien social que supone el hecho de que muchos adultos no se casen ni sometan a la sociedad a las cargas inherentes a la superpoblación: si todos nos casáramos, se dice, faltarían hospitales, escuelas, vivienda, etc., como ocurre en los países con una fecundidad incontrolada. Diferencias significativas entre los solteros y las solteras Anticipando en parte lo que propondré más adelante sobre las grandes diferencias existentes entre los componentes del colectivo de solteros, puede ser esclarecedor considerar aquí lo que separa a los solteros en función del sexo a que pertenecen, pues a las mujeres, por lo general, siempre se las ha tratado peor que a los hombres y están sometidas a mayor número de tensiones. Una comparación entre los rasgos peculiares entre los solteros y solteras arroja, entre otras, estas notorias diferencias:
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• está plenamente contrastado por estudios fiables que los solteros jóvenes disfrutan más de la vida que sus colegas femeninas, eso a pesar de que, en general, hay muchos datos para afirmar que la soltería resulta a la postre más beneficiosa a las solteras que a los solteros; todo lo cual no es óbice, por otra parte, para que la validez de estos datos, y sobre todo, en su aplicación a cada caso concreto, esté sometida y dependa de otros varios factores que manifiestamente ejercen un influjo decisivo en la experiencia de la soltería, me refiero, entre otros, al nivel de educación, ingresos y relaciones sociales en las que está inmerso el soltero/a (Davies, 1995, p. 17-18). • la sociedad patriarcal, todavía vigente en nuestra sociedad, entiende que debe seguir preparando a los hombres para el trabajo y la responsabilidad fuera de casa, y reservar para la mujer el ámbito de la casa y la crianza de los hijos. Como consecuencia de esta orientación educativa de los sexos, los solteros varones que no triunfan en lo profesional tienden a sentirse despreciados por la sociedad y, paralelamente, la mujer soltera es condenada al ejercicio de una maternidad sustitutiva y manca, hacerse cargo de una familia que no es la suya, la de sus padres mayores o cuidar de los niños de los hermanos, a la postre, a vivir una soledad colmada de inseguridad, de falta de intimidad o al sufrimiento de una soledad por carecer de objetivos definidos (Alborch, 1999). • una diferencia que marca la diferencia entre los solteros y solteras es la forma distinta que tienen los hombres y las mujeres de vivir el amor y las relaciones de convivencia con sus congéneres. Mientras para los hombres, el trabajo y las relaciones dentro de él es lo importante, para las mujeres, el contacto con las amigas llena su vida de modo original y totalmente impensable para los hombres. ¿Quiénes entre éstos se pasan hablando largas horas por teléfono con sus amigos, qué hombre cuenta a sus amigos sus experiencias amorosas con las mujeres, qué hombres dedican largos ratos a hablar con sus amigos de su vida sexual? (Ladish, 1998).
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• algunos estudios recientes científicamente fiables parecen indicar que las solteras disfrutan de más salud física y mental que las casadas y están además menos afectadas por la depresión que los solteros varones; las solteras se defienden también mejor que los hombres ante el cúmulo de situaciones y experiencias que conlleva la soltería (Davies, 1995). • a diferencia de los varones solteros, siempre se ha creído que las solteras eran merecedoras del amor en función de su disponibilidad para los demás. Esto explica el sentimiento de vacío a que están especialmente expuestas cuando su vida no se desarrolla como donación al marido y a los hijos. A los varones solteros, por el contrario, se le concede el privilegio de gozar de un mayor estatus de independencia. • es muy frecuente que las solteras jóvenes tiendan mucho más que los varones de su edad a alardear de una virginidad cuasi profesional, en el sentido de que hacen ostentación de su total exclusión de todo lo vinculado con la maternidad, buscando por todos los medios que en su imagen resplandezca la total inmunidad de la concepción. De rebote, esos formalismos externos les sirven de reclamo publicitario para acceder a las relaciones heterosexuales y al cortejo amoroso con más libertad que las mujeres ya comprometidas o tímidas (Gil Calvo, 2000, p. 32). • debido a su mejor economía, tanto los solteros como las solteras suelen ser especialmente sensibles a los dictados de la moda e invierten, por lo general, más recursos en el cuidado de su imagen exterior. Así mismo, son las mujeres las que consumen o desean consumir más productos de actualidad, puesto que para ellas la imagen, como reflejo de identidad y de acercamiento a los demás, es un instrumento más valorado y necesario que para los hombres; los hombres suelen ser juzgados en mucha menor medida que las mujeres por su atuendo y gracias a ello ahorran esfuerzos y evitan que su tiempo psicológico se consuma en muchas de estas preocupaciones, lo que indudablemente se convierte en una ventaja comparativa a favor de los varones solteros (Alberdi y otros, 2000).
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• los roles del hombre y la mujer aparecen muy distintamente cargados de connotaciones diferenciadoras desde el punto de vista biológico y, por ello, es menos importante para un hombre no ejercer su paternidad que para una mujer dejar de madre. Paralelamente, en el hombre el ejercicio de la sexualidad dentro del amor libre y como actividad fecundante de una mujer apenas repercute biológicamente en su sistema hormonal, todo lo contrario ocurre tratándose de la mujer; en definitiva, que en el ámbito de la “generología” los papeles del hombre y la mujer son claramente asimétricos. Esto explica que algunas solteras experimenten vívamente la contradicción que supone el deseo de ser madres y sufran por no serlo y, al mismo tiempo, tengan claro que el matrimonio y la maternidad no constituye una meta deseada en sus vidas (Cipolla, 1995). Como, por otra parte, la biología de la persona está íntimamente conectada con su psiquismo, habrá que concluir que –al margen de las presiones sociales– la vida de los solteros y solteras discurren por caminos difícilmente equiparables (Sánchez, 1996, p. 41). • si se admite que entre los objetivos más importantes que marcan el desarrollo de la vida adulta están el encontrar pareja, ser padres y lograr una competencia laboral, la soltería es una fórmula que ofrece menos posibilidades de realización personal para la soltera que para el soltero. A esto ayudan los estereotipos sociales que marcan como imperativo casi exclusivo para el hombre la “necesidad” de estar profesionalmente mejor situado y por encima de la mujer. En este sentido, hoy son mayoría los que piensan que la identidad de las solteras resulta más difícil de alcanzar que la del hombre soltero debido al hecho fundamental de que la soltería femenina implica renuncia –o no realización– de la maternidad; dicho en otras palabras y en términos comparativos, el binomio esposa-madre no es equivalente al binomio esposo-padre. Hasta tal punto es esto verdad que, en el tercer mundo la maternidad escapa a la voluntad de la mujeres y no constituye, por lo general, objeto
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de decisión personal, al menos en las clases populares, tal y como se reconoció en la reciente Conferencia Mundial sobre la mujer celebrada en Pekín en 1995. • hoy se libra una auténtica batalla por parte de las mujeres solteras para que la sociedad les reconozca la libertad de ejercer su capacidad y autonomía personales con igual valoración social que la maternidad, pero es obvio que tal equiparación está lejos de haberse alcanzado incluso en las sociedades desarrolladas como la occidental. En contra de la mujer soltera y por culpa especialmente del hombre (Alborch, 1999), en nuestra sociedad siguen vigentes los modelos dominantes de la familia tradicional que asigna roles marcadamente diferentes para los dos sexos, lo que se traduce en fuente de graves desajustes en las relaciones de pareja y, finalmente, en numerosos divorcios puesto que en tales condiciones las fórmulas de convivencia difícilmente resultan asumibles por sus protagonistas, hombres y mujeres. Por lo demás, la solución a esta problemática no se ve cercana y ello debido tanto a los hombres, que no están dispuestos a compartir con la mujer las cargas y obligaciones de la vida familiar, como por parte de la mujer, a la que la nueva situación le exige comportarse con un elevado nivel de autonomía para la que muchas mujeres no han sido debidamente educadas (Sánchez, 1996). En términos equivalentes, hoy asistimos a una lucha encarnizada por la supremacía varonil en lo económico, político, social, familiar, religioso y cultural difícilmente compatible con los postulados del feminismo que intenta suprimir por todos los medios a su alcance la injusta superioridad en el trato social de los varones sobre las mujeres (Fernández, 1996, p. 22). • en el terreno de los sentimientos hay también grandes diferencias que separan a los hombres de las mujeres y, por lo mismo, a los solteros de las solteras. La psicología diferencial ha puesto de manifiesto que la vida de la mujer es “holística” (global) y, así, cuando se implica en situaciones vitales se compromete con
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todo lo que es su persona, a diferencia del varón que tiene más facilidad para actuar, a la hora de comprometerse en vivencias personales, dejando de lado unas para centrarse en otras; esto es visible en el terreno del amor, de la amistad, de la profesión, etc. En función de tales rasgos psicológicos, resulta más fácil para el hombre separar el sexo del amor, alternar relaciones de gran compromiso personal con otras superficiales, disociar el matrimonio de las relaciones íntimas de pareja y, en definitiva, trocear su experiencia vital en tantas partes como posibilidades le vayan marcando las coyunturas por las que discurre su vida. Todo ello hace posible que, por ejemplo, en el terreno de la sexualidad, para la mujer sea más difícil que para el hombre entenderla como mera forma de comunicación afectiva al margen de la procreación y la maternidad; no queda claro, por otra parte, si el hecho es debido a causas fundamentalmente biológicas o a la menor libertad e independencia económica que tienen la mayoría de las mujeres y que les impulsa a ser más prudentes y conservadoras en cuanto al compromiso personal que implican las relaciones sexuales (Alberdi y otras, 2000). • continuando con el análisis de las diferencias entre el hombre y la mujer, hay que destacar el desigual peso que representa para cada uno de ellos las relaciones sexuales: las hembras de la especie humana deben invertir un mínimo de nueve meses para tener descendencia, mientras que a los machos les basta invertir unos pocos minutos; es lógico que este hecho biológico se traduzca en diferentes estrategias a la hora de relacionarse los hombres con las mujeres en el ámbito de la sexualidad. Estas diferencias biológicas así como un mayor nivel de tetosterona en el hombre hace que éste sea más agresivo e impulsivo que la mujer en la búsqueda de relaciones sexuales y también más propenso a la promiscuidad, junto con la tendencia a acortar el lapso temporal entre el encuentro personal y la relación sexual; nada tiene de extraño que estas diferencias condicionen las relaciones entre los solteros y solteras (Yela, 2000, p. 44).
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• independientemente de si los hombres casados comparten muchas cosas o pocas con sus mujeres, lo cierto es que obtienen algo muy vital de sus relaciones de pareja como queda patente en el hecho de que los hombres casados normalmente son más sanos que los solteros, mientras que en las mujeres ocurre lo contrario; además, la mayoría de los hombres casados afirman que se volverían a casar pronto si perdieran a su mujer, mientras que la mitad de las mujeres casadas no lo harían. De estos datos se deduce que los solteros parecen estar más predispuestos al matrimonio que las solteras (Fischer y Hart, 2002). • en el terreno de los compromisos, la manera de comportarse los hombres y las mujeres es también diferente: los hombres suelen tener más miedo a perderse en la mujer y cuando han alcanzado un determinado grado de acercamiento y de intimidad, tienden a dar un paso atrás, como para recuperarse a sí mismos. A las mujeres esto les pasa en menor grado, porque por naturaleza y por educación dan y comparten con más facilidad su propia identidad y les resulta más fácil asumir el compromiso de una relación (Ladish, 1998). Varias experiencias personales confirman este hecho. Un sociólogo, le dio el siguiente consejo a un amigo mío: “enamórate de seis mujeres y cásate con una”. Siguiendo su consejo, mi amigo tuvo relaciones con siete mujeres antes de casarse con su actual esposa, con la que lleva conviviendo más de un cuarto de siglo. Pues bien, a pesar de sus grandes diferencias personales, todas ellas coincidieron en una nota común: las siete “querían llevarle al altar” antes de que él lo hubiera pensado; todo parece indicar que las mujeres son más lanzadas que el hombre en el terreno del amor. Pero esto no quiere decir que todas las mujeres estén siempre y fácilmente dispuestas al compromiso matrimonial. Me contaba una amiga mía que prefería las relaciones con los casados porque, estando ya comprometidos, le libraban de comprometerse a sí misma. Un día me llamó y me dijo: “he hecho un gran descubrimiento, me he dado cuenta de por qué he preferido a los casados en vez de relacionarme con solteros, éstos me podían comprometer y los casados difícilmente”. Recientemente, esta amiga conoció a un soltero que le había confesado experimentar el mismo
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temor que ella sentía hacia los hombres; a partir de ese momento entendió que había encontrado la pareja que buscaba, alguien consciente y dispuesto a compartir y superar el temor al compromiso de vida en pareja”.
• es frecuente en la mujer soltera de hoy el deseo de vivir con un nivel de autonomía para el que el hombre no está preparado, esto complica mucho la elección de pareja en el hombre. Cuando dichas mujeres se acercan a un hombre, en éste se produce un complejo mecanismo de defensa: responde con extrañeza y temor y tiende a reaccionar huyendo de una situación que implica poner en tela de juicio su tradicional papel predominante sobre la mujer. Contar con este supuesto sería de alta utilidad para todas aquellas mujeres que buscan pareja: necesitan estar dispuestas a relacionarse con los hombres tal y como son en realidad, no como ellas desearían que fueran (Alborch, 1999, p. 129). Paralelamente, muchos solteros varones deberían cambiar de chip si quieren relacionarse satisfactoria con la pareja: deben tener en cuenta que muchas mujeres ya no buscan en el hombre principalmente alguien que les sustente, les defienda y les haga madres; aspiran a más, que sea su socio y un amigo que les permita seguir siendo ellas mismas (Díaz, 1998). En este sentido, Gray (1992) destaca varias diferencias que dificultan las relaciones entre los hombres y las mujeres. De ellas y a modo de muestra significativa quiero recordar al lector las tres siguientes: 1ª. Los hombres se quejan de que apenas se acercan a una mujer, uno de los primeros intentos de ella es mostrar que está dispuesta a hacerle cambiar y se siente responsable de contribuir al crecimiento de él intentando ayudarle a hacer mejor las cosas; los hombres son más “liberales”, lo que quieren es que les dejen ser ellos mismos (p. 33). 2ª. Una conducta claramente asimétrica de las mujeres ante los hombres que las aman es que ellas dan por sentado que no necesitan pedir apoyo y que se les ofrecerá sin pedirlo, se rigen por el lema “amor es no tener que pedir nunca”. Los
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hombres, por el contrario, no se sienten obligados a ofrecer más apoyo del que se les pide, por lo que tienden a pensar que siempre están dando lo suficiente, lo que se traduce frecuentemente en una experiencia de frustración para la mujer. Este esquema de comportamiento hace muy difíciles para la mujer poco enterada las relaciones con los hombres (p. 304). 3ª. En el plano de los valores sustentadores de sus respectivos yos, los hombres y las mujeres adoptan posiciones muy distintas entre sí; para ellos son importantes los objetivos laborales y profesionales y la construcción del mundo con el apoyo de las tecnologías más avanzadas, en cambio el interés de ellas se centra en la armonía, en la comunidad y en la amorosa cooperación (p. 36). • para muchos hombres y mujeres, el matrimonio representa un objetivo vital y el paso a la vida de adulto. Pero ocurre de distinta manera en el hombre y en la mujer. La mujer desea que la vida en pareja no signifique la ruptura con sus viejos lazos de amistad, en cambio el hombre desea vivir más autónomamente y preocuparse menos de la red de amistades; esto explica que, en general, los solteros sientan más dificultades que las solteras para asumir el compromiso de la vida en pareja y que las solteras prefieran vivir solas a tener que renunciar a valores que apenas tienen significado para los hombres (Schwartzberger y otros, 1995; Giroud y Lévy, 2000). • numerosos estudios llevados a cabo a lo largo del último cuarto de siglo han intentado definir las diferencias existentes entre los solteros y solteras. Pues bien, después de una exhaustiva revisión de los mismos, Davies (1995) acaba su balance prácticamente en tablas: mientras unos estudios muestran que la inteligencia y la educación aparecen positivamente asociadas con las mujeres más que con los hombres, otros estudios dicen lo contrario; y así mismo aparece la contradicción cuando se trata de las relaciones de los solteros y solteras con la
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familia, padres y hermanos, pues la calidez y armonía de tales relaciones se muestran a favor en unos casos del soltero y en otros de las solteras. Sin embargo, sí se comprueba que generalmente los solteros están en desventaja en los ingresos y en la salud respecto de las solteras. Valoración social del matrimonio en relación con la soltería Una vía fecunda para profundizar en el significado de la soltería es analizar lo que ésta ha significado cuando se la compara con el matrimonio; hasta cierto punto, los solteros son personas que representan la negación de la opción matrimonial y se han desmarcado de los valores otorgados al matrimonio. Desde esta premisa, querido lector que me sigues, te invito a acompañarme en la revisión del listado de valoraciones con que, a lo largo del tiempo y especialmente en las sociedades modernas, se ha percibido el binomio soltería-matrimonio. Huelga el decirte que, como comprobarás, bastantes de las afirmaciones rotundas que se hacen sobre el matrimonio, al igual que veíamos al hablar de la soltería, pertenecen a esa clase de verdades a medias o estereotipos. Las relaciones entre las personas adultas ha tenido a lo largo de la historia una modalidad excepcionalmente relevante, la convivencia entre un hombre y una mujer; de ello tenemos noticias que se remontan hasta hace más de 2.500 años. Durante tan largo lapso de tiempo, la convivencia entre personas de distinto sexo ha sido interpretada desde concepciones muy diferentes y contrapuestas: • desde la consideración de mero contrato jurídico e instrumento facilitador de la transmisión de la propiedad privada hasta la modalidad de compromiso matrimonial, realizado en presencia de un representante de Dios y equivalente al juramento sagrado de un amor eterno, de fidelidad y comunión íntima de sentimientos entre dos personas de distinto sexo (Valley, 2002). • en un horizonte bien distinto, el matrimonio se ubica hoy en el marco de la felicidad personal y con tintes preferentemente individualistas, por oposición a su dimensión social, que tiende
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a verlo como estado fundamentalmente orientado al servicio del bienestar social y beneficioso para la comunidad en la que se desarrollan los individuos, especialmente en sus primeras etapas de vida (Fischer y Hart, 2002). A pesar de ello, ningún Estado moderno ha impuesto a sus ciudadanos la obligación de casarse, algo que sólo se dio en contadas circunstancias de la historia antigua, concretamente en la Roma clásica. Estereotipos que cuestionan el valor del matrimonio La tradicional belleza del matrimonio ha sido desmitificada desde muchos puntos de vista. Te propongo una muestra de las sombras que adscriben a esta institución y que justificaría el que muchos rechacen el casarse: • indirectamente y con tintes casi dramáticos, el refranero popular advierte al soltero de los infortunios a que se expone si decide casarse: “Hombre con mujer, medio degollado”. “Casar, casar, suena bien y sabe mal”. “Antes de que te cases mira lo que haces, que no es nudo que deshaces”. “Cásate y verás; perderás sueño, nunca dormirás”. “Cásate, así gozarás de los tres primeros meses y después desearás la vida de los solteros”. “Los hombres nacen libres e iguales, después se casan”. “El matrimonio no vale lo que cuesta”. “A mal casar, más vale soltero andar”. “En punto de casamiento, gobiernan de casos ciento, noventa y nueve, locura, y uno el entendimiento”.
• autores tan influyentes como Durkheim o Engels no se pararon en barras a la hora de motejar las costumbres autoritarias y la disciplina férrea que la familia ejerce sobre todos sus miembros, marcando cada paso de la vida y, en definitiva, ahogando el ejercicio de la propia libertad y autonomía (Morant y Bolufer, 1998).
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• para las mujeres, la visión tradicional del matrimonio se concreta en preceptos que las condenan a tres limitaciones: 1) “las mujeres deben permanecer en la familia mientras que los hombres deben estar “en el trabajo”; 2) en consecuencia, los hombres trabajan, las mujeres no; y 3) por tanto, las tareas de la casa no constituyen una forma de trabajo” (Hyde, 1995, p. 162). • la convivencia dentro del matrimonio no tiene nada que ver con la poesía que representa el noviazgo, la mejor etapa de la vida de un hombre. Valley (2002) describe muy gráficamente la diferencia entre las relaciones de pareja en una y otra etapa: “Tener novia, sacarla al cine, al campo, a las vías del tren... Piensas que tu vida será así de ahí en adelante: pasión, potencia, salidas nocturnas, restaurantes, sexo en los lavabos de los parkings. Pero en cuanto te casas con ellas, ¡plaf!, las tías cambian. Dan un cambiazo de miedo. De hecho dan miedo en cuanto te casas con ellas […]. Ronquidos y mal aliento del compañero, por no hablar de la necesidad de pensar en la comida diaria […]. Pelos atascando el lavabo, los platos sucios. Uno se pregunta dónde estaban todas esas cosas repugnantes y horribles antes de casaros, por qué entonces no se las veía por ninguna parte y ahora están ahí, delante de uno, fastidiándole a uno la vida, dejándole a ella sin ganas de hacer el amor, dándote a ti ganas de hacer la guerra” (p. 309).
• según los detractores del matrimonio, uno de motivos que lo hacen poco atractivo es el aburrimiento derivado de mantener relaciones sexuales y de intimidad con la misma persona, dificultades que suelen terminar fatalmente en el más espantoso hastío. El estado de soltero, por el contrario, facilita las cosas en el sentido de que puede utilizar el método común de la “cama musical”, cambiar constantemente de compañeros, lo que le asegura la permanente excitación y la fascinación de lo nuevo. Esta posición se refuerza con el hecho psicosociológico de que las relaciones sexuales con distintas parejas hacen más flexibles el acercamiento personal y menos comprometida la comunicación intersexual, lo cual redundaría en satisfacción de los no casados (Alborch, 1999, p. 108).
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Obviamente, los partidarios del amor entendido como forma de comunión confiada y generosa entre dos personas casadas sostienen lo contrario, que para el desarrollo del amor auténtico y creativo no hay barreras infranqueables al tiempo que afirman que la felicidad difícilmente puede alcanzarse por la vía de las interacciones superficiales y pasajeras, que no dan de sí para descubrir y gozar de lo que se esconde en los últimos recovecos del amor pleno (Keen, 1994, p. 186). • desde los años 60, el feminismo y todo lo que le acompaña ha puesto en evidencia que muchos de los objetivos y papeles tradicionalmente atribuidos en exclusiva al matrimonio, como la necesidad de sentirse acompañado por el otro sexo y, en el caso de la mujer, la maternidad, caen por su propio peso y son insostenibles a partir del momento en que se reconoce que la maternidad de la mujer puede realizarse en condiciones muy aceptables fuera de la pareja estable y cuando la mujer despliega toda su capacidad de organizar su vida en el plano afectivo y económico independientemente de un marido (Schwartzberg y otros, 1995, p. 18; Alborch, 1999; p. 207). Hoy nadie se atreve a sostener la vinculación “natural” entre el matrimonio de la mujer y su maternidad, ni tan siquiera su predestinación, igualmente “natural”, a la maternidad (Díaz, 1998, p. 57). • quienes afirman que el matrimonio es el estado perfecto de la persona adulta suelen ser víctimas de un cierto narcisismo, que sólo admite y se conforma con la imagen perfecta de la relación amorosa entre personas de distinto sexo dentro del único modelo teóricamente perfecto que sería el matrimonio permanente. En contra de tal visión perfeccionista, se objeta que la relación de pareja vista en detalle resulta en muchos casos una convivencia forzada y destructora del verdadero y auténtico amor, y en tal sentido, si se asume la postura de que la perfección raramente puede ser alcanzada, muchas de las relaciones entre las hombres y las mujeres –y esto es válido especialmente para las relaciones sexuales– sin llegar a ser
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perfectas son, no obstante, muy aceptables y satisfactorias para las dos partes; todo depende de la mentalidad con que se establecen dichas relaciones (Carter y Sokol, 1996, p. 314). • las debilidades del matrimonio resultan evidentes cuando se examina lo que ha sido a lo largo de la historia esta institución: de hecho y en tal perspectiva, el matrimonio aparece menos de derecho natural de lo que algunos afirman, menos eterno y necesario, más contingente y relativo de lo que suele afirmarse, multívoco semántica y jurídicamente y variopinto en su concepción, presupuestos y efectos... lo cual no es bueno ni malo, simplemente es (Llebaría, 1997, p. 17). Los especialistas en temas matrimoniales se preguntan: ¿dónde está la eticidad del matrimonio contraído por egoísmo o por pura conveniencia, o el continuarlo entre quienes se odian o cuando únicamente queda la mera unión formal o legal, qué queda del matrimonio tras la separación de hecho aunque se siga manteniendo externamente? A pesar de ello, nadie niega que en el horizonte sociológico actual suele reconocerse que el matrimonio conlleva una especial sensibilidad y un talante ético y psicológico que facilita el disfrute de los valores personales apoyados en la heterosexualidad, permanencia, estabilidad de la relación, monogamia, entrega interior (imaginaciones, deseos, quereres) y exterior (sentidos, porte, manifestación de respeto y aprecio mutuo, etc.) (Guerra, 2002, p. 144). • antaño un porcentaje notable de mujeres jóvenes funcionaban según el esquema “cazar a un hombre”, al más afortunado a ser posible, a cambio de que hubiera que soportar algunas humillaciones y dependencias; pero, hoy en día, eso ha cambiado y muchas mujeres piensan en otras cosas, ser atractivas, viajar, sentirse dueñas de su tiempo, del dinero y del amor y, pensando en estos objetivos, se deciden por la soltería y, en su caso, por el divorcio (Giroud y Lévy, 2000, p. 31). • como apunta Doueil (2000, p. 276), a partir de cierta edad muchas mujeres caen en la gran estupidez de creer que existen
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hombres interesantes, cuando la realidad es que los que ella conoce todos están emparejados o son adictos al trabajo, al deporte o están obsesionados por sus exesposas o son rematadamente neuróticos. • cada vez se defiende con más fuerza que la relación de hombre-mujer sólo puede ser estable y vale la pena mantenerla en la medida en que satisface las necesidades emocionales, psicológicas, intelectuales y físicas de sus miembros. Pues bien, a juzgar por las estadísticas del divorcio, en las sociedades desarrolladas como la nuestra tales condiciones no se cumplen, de lo contrario sería inexplicable el gran número de matrimonios, prácticamente uno de cada dos, que terminan en separación. Ante este hecho que afecta tan drásticamente a los implicados caben dos posturas: la de quienes ven el matrimonio tradicional como una fórmula de emparejamiento definitivamente acabada y proponen nuevas formas de convivencia (vivir juntos sin casarse, vivir en comunas, formar centros bien dotados para el cuidado de los niños, practicar la monogamia serial –un divorcio tras otro–, seguir apoyando al movimiento de la liberación de la mujer, acogerse a las nuevas leyes de divorcio que eliminan el concepto de culpa), y la posición contraria, dispuesta a seguir defendiendo el matrimonio como mejor forma de realizarse sus miembros en el plano personal y favorecer la educación de las nuevas generaciones. Sería pretencioso por mi parte ponerme a favor de una u otra postura dado el gran número de interrogantes que hoy se plantean sobre el tema. Lo único a lo que me “atrevo” es a defender como psicólogo la posibilidad de lograr una estabilidad matrimonial suficientemente compensadora y armónica si, con espíritu creativo, los dos miembros de la pareja van descubriendo y practicando las reglas que facilitan la convivencia en común y están dispuestos además a llevar su amor mutuo hasta alcanzar todas las posibilidades de desarrollo del amor humano adoptando para ello posturas flexibles e inteligentes (Keen, 1994).
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Al afirmar lo anterior, soy consciente de que en nuestra sociedad, polivalente en sus valores y polifacética en sus experiencias (con más libertad en las relaciones sexuales, más canales de comunicación y convivencia entre los sexos, más servicios atencionales por parte de los gobiernos a los hijos…), la tarea no es fácil pero sí posible, por lo que considero un atrevimiento afirmar que, en las actuales circunstancias, para la mayoría de los adultos estos objetivos son inalcanzables (Rogers, 1993). En este contexto, muchos expertos en relaciones de pareja sostienen que el miedo al compromiso y de quedar atrapado en el matrimonio, que muchos solteros aducen como motivo para no casarse y los casados para continuar en su matrimonio, es perfectamente comparable, y en cierto modo compensado por el temor a las incomodidades que comporta el estigma social y el ejercicio de la sexualidad en las condiciones de inseguridad psicológica y económica que conlleva la soltería o la ruptura de la pareja (Carter y Sokol, 1996). La sobrevaloración positiva del matrimonio y sus estereotipos De la misma manera que existen argumentos en contra del matrimonio, hay otras visiones que exaltan en exceso sus grandes valores y virtudes: • ya el libro sagrado del Eclesiastés se compadece de la triste situación del soltero y proclama que es mejor que estén dos juntos a uno solo, pues si uno se cae le sostendrá el otro, ¡ay del solo, que cuando cayere, no tiene quien le levante! • partiendo del mito de Platón, en su obra El Banquete, algunos ven el matrimonio como la respuesta al deseo profundo de sentirse seres completados por el otro sexo, frente a la ilusión de quienes se dejan llevar por el engaño de una falsa autosuficiencia (Hendrix, 1997). • las leyes de Solón en la Grecia clásica premiaban a los casados con hijos, y en Roma a partir del s. III fue expresamente ordenado y obligatorio el casamiento y el cuidado y crianza de los hijos.
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• en los siglos posteriores, las leyes no dejaron de apoyar al matrimonio y a la familia y, así, durante el Siglo de las Luces (s. XVIII), autores significados proponen sus argumentos a favor del matrimonio: en su Diccionario filosófico (1764), Voltaire exalta la institución familiar diciendo que “el casamiento hace al hombre virtuoso y más prudente. Al padre de familia que maquina cometer un crimen, le evita muchas veces su mujer que lo cometa, porque es más humana, más compasiva, más temerosa y tiene más arraigada la religión. Además el padre de familia trata de no avergonzarse ante sus hijos y teme dejarles el oprobio por herencia”, y por la misma época Montesquieu, en su famoso tratado El espíritu de las Leyes (1748), expresaba la opinión de que la sabia y civilizada Europa necesitaba de ordenanzas que favoreciesen los matrimonios, al tiempo que en Inglaterra se ponía el grito en el cielo por la escasez de matrimonios y el aumento de hijos expósitos y sin familias que los atendieran. Esto me lleva a pensar que la historia se repite y que la disminución de la natalidad, que hoy lamentamos en España y en varias naciones europeas, hunde sus viejas raíces en los siglos pasados. • del matrimonio se ha dicho que es la palabra más celestial del diccionario, palabra que no tiene más que una acepción y que los enamorados jóvenes definen como “felicidad suprema” (Díaz, 1998, p. 23). • en nuestros días, el ataque a la familia como institución no figura en ningún programa político, a no ser en minorías de orientación anarquista o entre los jóvenes rebeldes; al contrario, la familia es actualmente un objetivo a proteger, un punto de apoyo a partir del cual se defiende la mejora del nivel de vida y la felicidad de la sociedad, la familia tiene hoy “buena prensa”. • de manera especial, se piensa que los hijos son desde una visión sana y tradicional del matrimonio, componente esencial en las relaciones de pareja, y esto explicaría que todos los
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legisladores vean con buenos ojos y positivamente el matrimonio y apoyen la cadena pareja-matrimonio-procreacióncomplementariedad de los dos sexos (Talavera, 2001, p. 218). frente a aquéllos que consideran tilde de gloria personal el saber vivir de su sola masculinidad o feminidad, otros se posicionan ante el tema de muy distinta manera considerando al matrimonio como la investidura o acceso al nivel superior que convierte a los varones en padres y fundadores de una familia y, paralelamente, a las mujeres, cumplir la condición indispensable para encarnar el ideal de la maternidad; fuera del matrimonio difícilmente pueden alcanzarse tales nobles y valiosas cualidades (Gil Calvo 2000). En la sociedad española, es patente el sentimiento generalizado de que la maternidad fuera del matrimonio es una situación socialmente “no deseada” y, de ahí, que entre nosotros resulte poco habitual –menos del 10 por ciento de las madres– que las mujeres opten por la maternidad fuera del matrimonio (Yela, 2000). muchos especialistas en sexología piensan que el matrimonio estable representa una facilidad para el goce pleno de la intimidad sexual difícilmente alcanzable fuera del matrimonio (Keen, 1994). del altísimo valor otorgado al matrimonio por los años 50 en la sociedad occidental da fe el dato de que entre las ocho tareas más importantes del adulto se citaban por este orden las cuatro siguientes: elegir un compañero, aprender a convivir con la pareja, crear una familia y criar a los hijos (Schwartzberger y otros, 1995, p. 13) y según el psicólogo Coontz (1992, p. 15), por las mismas fechas, el 80 por ciento de los americanos afirmaban que las personas solteras “eran enfermas, neuróticas e inmorales”. en un amplio y reciente estudio llevado a cabo en los Estados Unidos, a partir de 93 documentos relativos al matrimonio y a la familia, se extraen hasta un total de 21 conclusiones que resaltan los beneficios sociales del matrimonio, lo que lleva a
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pensar que cuando los adultos no optan por el matrimonio es porque hay por medio poderosas razones enfermizas que obstaculizan la adhesión personal a lo que de positivo representa el matrimonio (Schwarz, 2002). Soltero, una nueva “profesión” en la sociedad moderna Entender qué significa vivir soltero en nuestra sociedad es una tarea complicada por muchas causas, no siendo la menor que la soltería y la condición de célibe ya no es en los tiempos que corremos un simple estadio transitorio, de la misma manera que, por ejemplo, la etapa de andar a gatas es el precedente de correr bípedamente y con plena libertad, o el noviazgo la fase preparatoria al matrimonio. Hoy en día, la soltería llega a alcanzar en grupos sociales una entidad equiparable a la categoría de una “profesión” que se elige o se soporta lo mismo que cualquier carrera o negocio lucrativo (Díaz, 1998). La cosas se entienden aún mejor –y también se complican– a la vista de que para bastantes ciudadanos no se trata de una carrera cualquiera sino de una opción hasta cierto punto escandalosa (!) y tan importante que los libros sagrados llegan a considerarla bajo la categoría del precepto bien conocido y solemne “no es bueno que el hombre esté sólo” (Génesis, 2, 18). En espera de posteriores aclaraciones, me apresuro a decir que, para bien o para mal, muchos, entre los que me cuento, se niegan a interpretar como exigencia “natural” el citado criterio bíblico pues, en tal caso, habría que considerar “antinatural” la vida del 35 por ciento de los adultos que, en los países nórdicos, y el 26 por ciento en los países latinos, viven solteros o solos (Segura, 1997). Como analizaremos más adelante, todo lleva a pensar que el abultado número de adultos que actualmente eligen la soltería como forma de vida constituye un fenómeno emergente con nuevas e inéditas connotaciones, hasta el punto de que difícilmente nos libraríamos de caer en el más grosero anacronismo intentando comprender al soltero de hoy con los criterios y valoraciones de antaño (Cipolla, 1995). A título de ejemplo, hoy sabemos que muchas de las necesidades vitales de
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las personas, hasta hace un cuarto de siglo asignadas en exclusividad a la familia (la comunicación o la seguridad económica y afectiva), pueden cubrirse con relativa facilidad dentro de los grupos humanos que han alcanzado el nivel de desarrollo propio de la sociedad del bienestar y han hecho suya la cultura de la tolerancia; alcanzados ambos logros sociales, los nuevos solteros únicamente necesitan para alcanzar el pleno desarrollo de sus vidas algunos pequeños “ajustes” consistentes en concienciarse de lo poco que realmente necesitan dar y recibir de los demás para sentirse felices (Alborch, 1999). Es evidente que, en el panorama actual, los estereotipos con los que antaño se veía la soltería se han quedado, en buena medida, obsoletos. ¿Cuáles son hoy los perfiles últimos con los que, tanto en su versión positiva como negativa, es valorado socialmente el estatuto del soltero? La respuesta es compleja y nueva: • bueno será comenzar a establecer el retrato robot del soltero reconociendo que hoy todavía siguen vigentes en amplias capas de nuestra sociedad muchos de los estereotipos mencionados anteriormente. No es, por ello, exagerado afirmar que la fotografía final que en estos momentos se hace de los solteros es en gran medida reflejo de lo que de ellos se pensaba en la era victoriana, a mediados del s. XIX, y que se resume diciendo que “una sociedad con muchos solteros es una sociedad enferma”, afirmación que requiere algunas matizaciones que se irán aclarando a medida que vayamos avanzando en el decurso de estas reflexiones y, sobre todo, a partir de los cambios que nos esperan en el próximo y lejano futuro. • admitido lo anterior y desde el punto de vista psicológico, coincido con Jaeggi (1995) en que saber lo que significa hoy ser o estar soltero supone básicamente responder a una pregunta tan cargada de contenido como ésta: ¿cómo se conquista en nuestra sociedad ese “espacio interior” en el que es posible alcanzar una cierta plenitud de vida sin miedo a la soledad y libres de presiones? Este interrogante cobra toda su hondura cuando es acepta que no es lo mismo satisfacer la necesidad de
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vivir momentos de soledad que vivir habitualmente solos y en contra de la propia voluntad. Por lo demás, la mejor respuesta a la pregunta anterior no es la que se obtiene siguiendo el camino de largos discursos filosóficos ni incluso psicológicos sino preguntando a los propios solteros cómo viven su vida en cuanto tales; por eso presento en este manual abundantes datos extraídos de informes elaborados por otros colegas o de mis propias conversaciones con un grupo variado de solteros a los que he entrevistado y que me han mostrado sus puntos de vista, ideas y sentimientos, sobre su vida como solteros. • la nueva sociedad de los solteros se rige por valores antaño desconocidos: admite como normales y como un fin en sí mismos el coqueteo, el ligue, el cortejo, las relaciones sexuales con distintas parejas, la iniciativa en la mujer frente a la pasividad de tiempos pasados, se considera importante mantenerse joven y guapo, trabajar por presentarse más atractivo y seductor, elegir pareja según normas y criterios mucho más flexibles (al margen de la cultura, religión, edad, opción política, etc.), vivir en pareja pero con facilidad para romperla si falta entendimiento mutuo entre sus miembros, derecho a rehacer la pareja, dedicar dentro de la pareja recursos y tiempo para sí mismo, etc. Partiendo del nuevo sistema de valores, es difícil comprender todo lo siguiente: – las formas de relación tradicionales, familia, amigo/a, esposo/a se quedan estrechas para asumir las nuevas condiciones de vida de los adultos y de los solteros. – hoy, el vivir solo o sola es una situación sujeta a múltiples variantes desconocidas hasta ayer y plenamente satisfactoria para muchos solteros y solteras; entre tales modalidades sobresale una en el hombre, preferir la libertad a la comodidad de vivir cuidado por la propia esposa, y en la mujer, arriesgarse a mantenerse sin la ayuda del hombre protector (Alberdi, 2000, p. 127).
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– el nivel económico satisfactorio, que afecta sobre todo a las clases altas y medias, propicia el aumento del número de “solteros y solitarios”, y lo contrario sucede en aquéllos que tienen sueldos bajos para los cuales vivir solos y confortablemente constituye una meta escasamente alcanzable. – lo mismo ocurre con el nivel cultural de los sujetos: los ciudadanos, cada vez más competentes, se defienden mejor ante los problemas cotidianos y se sienten más seguros para afrontar en solitario la compleja vida de hoy; esto aleja del matrimonio a muchos solteros. – las redes de apoyo social permiten actualmente refugiarse en ellas y no depender de la pareja para salir adelante en situaciones adversas (Segura, 1997). • desde las condiciones de vida que estamos analizando, los nuevos solteros consideran que el compromiso de la vida en pareja no solamente es innecesario sino que supone una cesión total de su identidad e individualidad por lo que, en el caso de los varones solteros, resulta injusto considerarles unos calzonazos a los que se les puede perder el respeto, y a las solteras les permite sentirse igualmente libres tanto cuando prefieren sentirse bajo “las garras del enamoramiento” como cuando optan por ser ellas mismas y tan independientes como los hombres (Roma, 1998, p. 205). • si nos centramos en la mujer soltera prototipo de hoy, es evidente que aspira a sentirse adulta, socialmente útil y autosuficiente lo mismo que el hombre. Esto le lleva a desear una vida que no se agota en el ideal del “dulce hogar” y a querer compartir con el hombre sus preferencias o discrepancias laborales, ideológicas, afectivas y eróticas en condiciones de igualdad. Entre las nuevas demandas de la soltera está el desarrollar libremente sus opciones de cortejo, seducción y amor, incluida la opción del matrimonio basado en el amor y libre de las ataduras económicas o de jerarquía y dependencia. En este nuevo horizonte y a diferencia de lo que ocurría en el siglo pasado,
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una buena parte de las jóvenes no centran ya sus preferencias en encontrar un marido sino en la realización de sí mismas y, paralelamente, piensan que la felicidad no está vinculada al estado civil de casada o soltera, como tampoco la dignidad y respeto que se merecen (Segura, 1997; Alborch, 1999; Alberdi, 2000); en definitiva, que las palabras de García Lorca en Doña Rosita la soltera cuando, hablando de las solteras, dice que “se trata de una línea trágica de nuestra vida social”, han dejado de tener vigencia para muchas mujeres, lo mismo que ha pasado a la historia el estereotipo de la mujer como equivalente de ser débil en lo físico, biológico e intelectual como en épocas pasados defendieron filósofos como Aristóteles o Kant. • otra característica de las nuevas solteras es su distanciamiento en la forma de vivir respecto de la casada. Antaño las mujeres solteras dedicaban su jornada completa a entrenarse en el desempeño de su futuro papel de casada y, una vez casadas, a la gestión del hogar y el cuidado de los hijos dedicando una buena parte de sus preocupaciones a conservar intacta su imagen corporal para hacerla representación ideal del estatus alcanzado el día de su boda. Tal imagen femenina ha desaparecido prácticamente por completo, ahora las jóvenes se ocupan prioritariamente de alcanzar el estatuto económico y profesional que les permita actuar por cuenta propia, al margen de que su vida acabe enmarcándose en el esquema familiar o, por el contrario, opten libremente o por motivos circunstanciales por la soltería. En todo caso, es oportuno recordar a los lectores, tanto hombres como mujeres, que la nueva situación supone para la mujer pasar por la experiencia de estar sometida a cierta tensión, pues por un lado, se le exige realizar el eterno ideal de la mujer –“muñeca pintada”, “alma bella”, “esposa y madre amorosa”– y por otro, embarcarse en una lucha competitiva encaminada a adquirir la competencia y responsabilidades laborales tradicionalmente asignadas a los varones. En tales supuestos, el intento de construir una personalidad integrada y armo-
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niosa implica para la nueva mujer un empeño nada fácil ni desdeñable sobre todo cuando, como está ocurriendo, los hombres no están dispuestos a colaborar en el logro de estas legítimas y nuevas aspiraciones de las mujeres (Gil Calvo, 2000, p. 275 ss). Conviene por ello y finalmente, recordar a la nueva mujer lo que constatan los expertos en relaciones de pareja, que muchos hombres confiesan sentirse “destruidos” a medida que se acercan a una mujer para la que lo normal y básico ya no es casarse y cuidar de una familia sino definir su identidad en perfecta igualdad en lo personal y profesional con el hombre que las ama y al que quieren amar (Cantor y Sokol, 1996). Como me decía hace algún tiempo un amigo sociólogo, “a pesar de todos los cambios percibidos en nuestra sociedad, los hombres todavía aspiran a casarse con un ser diferente de ellos, con la mujer que les haga padres y les complete en la esfera de su vida que va más allá de su actividad profesional. Retrato final del soltero: a modo de síntesis Hoy todos coinciden en que las semiverdades y, en muchos casos, los insultantes y viejos estereotipos consignados en las páginas precedentes se diluyen como niebla que escampa cuando uno penetra en el horizonte psicológico y social en el que se desenvuelve en la hora presente la vida de los solteros/as. He aquí algunos testimonios que definen el nuevo panorama sobre la consideración social de la soltería: • como apunta Alborch (2002, p. 309), los hombres y las mujeres pueden vivir sus vidas separadamente y juntos en cuanto individuos autónomos, solidarios e iguales. Las mujeres pueden estudiar carreras sin tener que convertirse en las “abejas reinas” o pueden ser madres de una prole y vivir en casa grande sin necesidad de convertirse en la “gran mamá”. Los hombres pueden quedarse solteros y también tener relaciones con las mujeres sin ser playboys, o pueden casarse y tener hijos a quienes apoyar sin sentirse tiranos ni grandes papás […].
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• durante las décadas de los 80-90, en las sociedades desarrolladas aparecen con indiscutible fuerza dos hechos que desmitifican el matrimonio y dan pie a que comience a valorarse de manera nítida y nueva la condición del soltero en cuanto opción personal plenamente respetable, me refiero a la liberación económica y laboral de la mujer y a la aceptación social del aborto. Las consecuencias de estos hechos son muy relevantes, 1) un aumento considerable del número mujeres solteras que renuncian al matrimonio y optan por la maternidad fuera de él, 2) la equiparación de las relaciones de amistad fuera del matrimonio con los inherentes a los vínculos derivados de la sangre, y 3) la aparición de profusión de productos directamente dirigidos para los solteros que les facilita su vida individual. Todo ello conduce definitivamente a la “negación” del matrimonio como ideal de nuestra civilización y, por fin (!), a la aparición de una época dorada, en que los solteros pueden vivir ya tranquilamente instalados en esa hermosa realidad que se llama soltería y es aceptada por todos. Sin embargo y como contrapunto a estos faústicos horizontes, aparecen también algunas sombras en el nuevo y, para algunos, irreversible panorama: las consultas de los psicoterapeutas se llenan de solteros, los jornales de las mujeres solteras son muy inferiores a los de los hombres, por lo que necesitan ser completados por los de éstos, los solteros son explotados y manipulados por las empresas sometiéndolos a ciertas desventajas en la rango y estabilidad laboral, los padres siguen pensando que el casar a sus hijos sigue siendo un importante ideal para sus vidas; todo lo cual lleva implícito el reconocimiento de que, a pesar de los recientes y profundos cambios, la vida del soltero tiene poco de envidiable y significa una realidad escasamente atractiva a los ojos de la consideración social (Schwartzberger y otros, 1995, p. 26-29). • antaño la mujer era verdaderamente tal en función de la maternidad, ahora la actividad reproductora es sólo una parte de
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la biografía femenina y, por el contrario, se le da gran importancia a la sexualidad, que no tiene edad. En la nueva situación, el factor más decisivo de diferenciación entre los hombres y las mujeres es la edad por lo que las diferencias por razón de sexo tienden a desaparecer y, paralelamente, quedan borrosas las fronteras entre las casadas y solteras (Gil Calvo, 2000, p. 282). Una tipología provisional de la soltería Nada resulta fácil cuando se trata de clasificar a los solteros en grupos claramente diferentes y con un mínimo de rigor y de significación, incluso hay quien piensa que es injusto y frívolo cualquier intento de reducir la experiencia única e irrepetible de cada soltero a los estrechos límites de un determinado tipo o clase. A pesar de ello, considero lógico pensar que entre los solteros, lo mismo que entre los casados y, en general, entre los individuos pertenecientes a un determinado grupo humano, hay rasgos, vivencias, alegrías y penas, maneras de pensar y de sentir coincidentes a pesar de las diferencias individuales existentes entre ellos. Con este criterio como guía, me propongo mostrar algunas manifiestas diferencias entre los solteros y, en función de las mismas, establecer distintos tipos de soltero (Carter y Sokol, 1996). Por otra parte y persuadido de que las diferencias entre los solteros son muy significativas, mis análisis me han llevado a hablar de distintos tipos de soltero, aunque confieso que no soy ajeno a la dificultad de establecer una tipología clara sobre la soltería. Aceptada la dificultad, observo que aparecen desde el primer momento dos intentos extremos de clasificar a los solteros: • una posición timorata y, por lo mismo, escasamente sostenible por infundada, propugna negar cualquier posibilidad de clasificar a los solteros argumentando que cada soltero vive su soltería de acuerdo con la peculiar situación que le viene marcada por su pasado y por las irrepetibles circunstancias individuales y totalmente singulares. Los partidarios de esta pos-
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tura acaban diciendo que prácticamente hay tantos tipos de solteros como personas solteras hay en el mundo y, por ello, la única alternativa posible es adherirse a la afirmación de que el soltero es un “bicho aún no clasificado e incasiflicable”, lo que constituye un pequeño insulto a los logros alcanzados en todas las parcelas cultivadas por las ciencias humanas y especialmente por la psicología, entre cuyos objetivos está el haber conseguido reducir a conceptos y leyes generales las semejanzas existentes entre el conjunto de sujetos, hechos o fenómenos que tienen connotaciones comunes a pesar y más allá de las diferencias particulares de cada uno de los individuos (Lamourère, 1988; Díaz, 1998). Estimo que existen sobradas razones para pensar que los solteros coinciden en rasgos diferenciales comunes lo mismo que ocurre con las similitudes que los psicólogos establecen cuando hablan de la psicología, por ejemplo, de las edades (infancia, adolescencia, adultez, vejez, sexo –psicología diferencial del hombre y la mujer–, profesión –psicología del obrero y del patrón–, función social (psicología del gobernante y del gobernado), estatus cultural –psicología del intelectual y del profano– y, así, un sin fin de etcéteras que ponen de relieve las características comunes existentes entre personas que comparten la misma cultura, nación, pueblo o raza; no hay razones para pensar que este criterio no tiene aplicación en el caso de los solteros. En este horizonte, cabe hablar de importantes diferencias no sólo entre los casados y solteros sino también entre los propios solteros y, en consecuencia, me he preguntado ¿cuáles serían los criterios en que podría apoyarse una clasificación de los solteros, es decir, lo que diferencia a unos solteros de otros, hasta el punto de tener fundamento el hablar de distintos “tipos de soltería”? Esta es la cuestión que intentaré clarificar con todos los datos psicológicos y sociológicos disponibles en el momento actual. • uniéndome a la postura de quienes admiten la posibilidad de clasificar a los solteros, propongo como criterio clasificador
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partir del grado de voluntariedad con que los solteros asumen su condición de tales. En función de este criterio básico, divido a solteros en dos grandes grupos, y dentro de cada uno de ellos distingo variedad de tipos: a) Grupo de “solteros por elección”: pertenecen a este grupo aquéllos para quienes vivir solos y sin emparejarse es fruto de una opción libremente elegida y b) Grupo de “solteros forzosos o por obligación”: los que lo son al margen de una voluntaria y premeditada elección y por imperativo de las circunstancias ajenas a sus deseos. Una puntualización: dado que los motivos por los que los solteros pueden adscribirse a un determinado tipo particular no son puros ni excluyentes, la tipología de solteros que propongo al lector es la que resultan de tomar en consideración los que podemos considerarse rasgos “preferentes” o de mayor peso en cada tipo o clase. Solteros por elección y sus distintas motivaciones Al hablar de solteros “por elección”, intento contestar a preguntas como éstas: ¿qué motivos tiene el soltero para no casarse, qué temores siente, qué satisfacciones busca, cómo entiende sus relaciones sociales, qué aficiones cultiva, etc.? Todos los solteros por elección coinciden en buscar la soltería en cuanto opción libremente asumida, aunque, como se verá, el juego de la propia libertad varía notablemente de un soltero a otro. 1º. Solteros convencidos y satisfechos de serlo. Estos solteros son muy introvertidos y sienten especial motivación por canalizar todas sus energías hacia determinados objetivos profesionales, humanitarios o religiosos. En ocasiones, esta adhesión a la soltería es consecuencia de una decepción amorosa, de un luto familiar o de estar convencidos de que es prácticamente imposible compaginar la libertad y total dedicación al ejercicio de la profesión con los ritmos y obligaciones de la vida familiar (bailarines, modelos, actores y actrices, viajantes, pilotos, hombres de negocio,
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investigadores); otras veces, responden al influjo de un familiar que les ha precedido en la total consagración al desarrollo de una dedicación vocacional, como es el caso de los misioneros y determinados artistas (cantantes, de ópera, pintores, arquitectos de alto nivel de creación, etc.) (Pasini, 1994). 2º. Solteros atraídos por una vida de más calidad y plenamente libre. Son sujetos que dicen no encontrar el compañero/a adecuado que les permita una convivencia en régimen de absoluta igualdad y paridad, igualdad entre el esfuerzo y el tiempo dedicado al compañero/a y el reconocimiento, afecto y, sobre todo, libertad para desarrollar su personalidad sin trabas (Giddens, 1995). Su lema es “antes soltero que casado y esclavo” (Alberdi y otras, 2000). Estos solteros/as no están en contra del matrimonio ni lo descartan y hasta les atrae la paternidad o maternidad, pero son tan exigentes consigo mismos que no encuentran la “media naranja” que les permita disfrutar y desarrollar su plena autonomía personal. 3º. Solteros autosuficientes. Despojado este adjetivo de sus connotaciones exclusivamente negativas, con él se quiere expresar la situación de los solteros que lo son por una lúcida elección narcisista. Son personas que, en el fondo, piensan que no necesitan de nadie y cultivan una larga retahíla de aficiones; por eso prefieren la soledad, son amantes de la lectura, la música, el teatro, los viajes... y encuentran más facilidad para relacionarse con los objetos que con las personas. En especial, consideran las relaciones con el sexo diferente demasiado complejas y problemáticas y prefieren satisfacer sus necesidades sexuales con prácticas autoeróticas, la masturbación y las fantasías de fuerte componente homosexual. 4º. Solteros libertinos. Estos solteros son defensores de una soltería a ultranza y como instrumento al servicio de su libertad que entienden sin ningún tipo de limitación, por pequeña que sea. Consecuentemente, son opuestos al matrimonio en cuanto impone todo un programa de obligaciones contrarias al ejercicio espontáneo de su propia iniciativa (obligación de atender las
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necesidades de la pareja o de los hijos, sometimiento a las servidumbres caseras constantes en horarios, gustos culinarios, viajes negociados, etc.), en definitiva, tener que respetar los gustos y preferencia de los demás o contar con el “permiso” de la pareja para todo. Una meta fundamental de estos solteros/as es el disfrute de la propia autonomía para ejercer el amor pasión, múltiple, diferente y sin ninguna limitación, vivir formas de amar variadas que, no excluye la ternura y cierta entrega, pero tampoco las exige ni necesitan, por eso no están dispuestos a las ataduras de un “amor en exclusiva y para siempre” (Giroud y Lévy, 2000). 5º. Solteros rebeldes. Estos solteros saben muy bien lo que buscan, estar liberados de toda clase de cortapisas e imposiciones. Generalmente proceden de una familia presidida por un padre y, con menos frecuencia, una madre autoritarios que imponían lo que podían y debían hacer los hijos en todos los órdenes, un horario férreo, lo que se podía gastar, comer o leer, en qué había que emplear el tiempo libre o una actividad en la que los caprichos, la improvisación, el dejarse llevar por los impulsos del momento eran experiencias totalmente vedadas. Son sujetos que pueden pasar por las ocupaciones más estrambóticas y originales como los viajes a países exóticos, la afición al paracaidismo, el pilotaje, el yoga, el naturismo, el contacto con otras religiones o culturas. El espacio de sus amistades está definido por compañías mutantes, con las que conviven mientras les proporcionan experiencias nuevas, por ello no tienen el menor reparo en abandonarlas cuando ya no les sirven para proporcionales descubrir algo realmente nuevo y apasionante. Para estos solteros, el lema es “todo vale en la vida menos la rutina”, hacer libremente todo aquello que les prohibieron cuando no les dejaron ser ellos mismos. Un subtipo dentro de este grupo son los denominados “solteros vip”, jóvenes treintañeros con altos ingresos, que no quieren saber nada del matrimonio ni de ningún tipo de ataduras y son aficionados a todo lo que suene a novedad. El movimiento feminista participa de este espíritu de rebeldía en la medida en que se desmarca de
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lo rutinario, de lo que viene haciéndose desde siempre y de los que piensan que el mundo funciona bien cuando está regido por la costumbre y por lo que se ha hecho siempre. A este grupo pertenecen muchos de los grandes revolucionarios que asumieron su soltería como trampolín para los cambios que protagonizaron en el campo de lo social, del arte o de la política. 6º. Solteros tipo “homo faber”. Jaeggi (1995) define a estos solteros como sujetos distanciados del mundo de los sentimientos y con un comportamiento que coincide con la frialdad de las máquinas. Son admiradores y consumidores de la técnica y del progreso que, lejos de sentirse solos, disfrutan de su trabajo que les llena plenamente y al que ven como una inmensa plataforma para el desarrollo de su creatividad y expansión personal; de alguna manera, buscan colmar sus ansias de curiosidad apartándose de las relaciones sociales cotidianas que consideran una pérdida de tiempo (cotilleos, fiestas de sociedad, clubes, encuentros amistosos) y vuelcan toda su energía en la entrega a su propio trabajo y profesión. En síntesis, son sujetos para quienes la amistad, el amor, el “dolce far niente”, la experiencia de “estar con los demás para nada” o la actividad que no va acompañada de la “productividad” carecen de sentido. 7º. Solteros itinerantes. Son solteros que no aspiran a desarrollar el “amor de compromiso e incondicional”, bien porque no se imaginan su vida plenamente dedicada y atenta a las necesidades únicas de su pareja, bien porque se sienten incapaces para un compromiso dependiente de por vida de otra persona. Para estos solteros, el amor es algo parecido a un producto enlatado que se consume en calidad de una suma de experiencias irrepetibles que dejan de tener sentido apenas desaparece la novedad y se entra en la rutina de lo cotidiano. Se les llama también “solteros de toda la vida” porque a lo largo de ella alternan épocas en que viven aislados con temporadas que comparten sus intereses, aficiones y placeres con el amigo/a del momento, amigo que utilizan sin reparo a modo de instrumento de diversión o de
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descubrimiento personal y en función de sus transitorios y fluctuantes sentimientos, lo que les permite, en muchos casos, mantener relaciones afectivas con varias parejas a la vez. Contra lo que pudiera parecer, las sucesivas rupturas vividas por estos solteros itinerantes –Alberdi y otras (2000) los denomina “alternantes”– no son traumáticas ni atentan contra su autoestima toda vez que nunca se plantean la relación de pareja como algo total y definitivo ni en cuanto plataforma básica sobre la que debe girar su vida; más bien ocurre lo contrario, el paso por varias relaciones fortalece su flexibilidad personal y les libra de perder un valor prioritario para ellos, saborear la fascinación de lo inesperado. 8º. Solteros egoístas. Estos solteros están cerrados a establecer lazos que impliquen asumir cualquier tipo de dependencia que les impida vivir de lo suyo y para sí mismos. Por ello, huyen del riesgo de tener que compartir su tiempo, su dinero y sus aficiones con personas que les obliguen a sentir las zozobras, limitaciones, enfermedades o, sencillamente, los diferentes estados de ánimo de la pareja. Un subtipo de soltero egoísta es el “individualista” cuyo principal placer consiste en decir “no tengo nada, excepto el placer personal de disponer de mi espacio propio, mis cosas propias y una vida que es solamente mía” (Schwartzberger y otros; 1995). Generalmente, este tipo de soltero es encarnado por sujetos muy inseguros de sí mismos que piensan que los demás también lo son, especialmente en el terreno del amor y, en consecuencia, consideran el refugiarse en sí mismos como el mejor modo de evitar todas aquellas situaciones difíciles para las que piensan que no cuentan con los suficientes recursos personales de poderlas afrontar y salir exitosos. Si hubiera que definir lo esencial de este tipo de solteros, podríamos decir que, por una parte, son sujetos cuyo principal objetivo vital es apartarse de todo lo que les expone a tener que soportar el sentimiento de inseguridad que domina su vida y, por otro, la aspiración a regular su vida dentro de un marco o plataforma en la que lo nuevo, lo improvisado o la indefinición tengan la menor cabida posible.
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9º. Solteros artistas. De algún modo, el soltero artista representa el polo opuesto al egoísta o persona pusilánime que se contenta con una “vida normal”; al contrario, el artista solitario es un insaciable buscador y experimentador de la novedad, de la belleza, creatividad, sensibilidad, fascinación y del ingenio en sus más altas cotas. Por eso, no se encuentra allí donde todo resulta algo sabido, experimentado o dirigido por la costumbre, como ocurre en la vida familiar convencional articulada sobre un conjunto de rutinas atentas únicamente a colmar necesidades siempre iguales y básicas (comer, dormir, descansar) y donde resulta difícil la aparición y la dedicación a nuevos y fascinantes logros. Es sabido que los grandes artistas son personas que se desmarcan de lo cotidiano y soportan penurias de todo tipo (soledad, falta de recursos, incomprensión) con tal de llevar adelante logros que, en muchos casos, sólo después de su muerte son reconocidos; diríamos que son personas que se anticipan a los acontecimientos que les rodean creando nuevas perspectivas y modelos de entender la vida. 10º. Solteros solidarios. Son sujetos que dedican toda su vida ayudar a los demás y les parece que ocuparse solamente del grupo de personas que componen una familia, la mujer y los hijos, constituye una forma de egoísmo fruto de una mirada estrecha en relación con todo lo que pueden hacer y dar a los demás. Son personas siempre atentas al mundo que les rodea, por eso son desprendidas y no les importa pasar por penalidades ni restricciones con tal de ver que con su actividad contribuyen a la felicidad de los demás. 11º. Solteros religiosos. Quedaría incompleta mi clasificación de los solteros sin aludir, aunque solo sea de pasada, al numeroso grupo de personas que han elegido su soltería por motivos de fe. Es sabido que hoy este tema es objeto de una cierta controversia debido especialmente a los atropellos sexuales cometidos por algunos clérigos con menores y también con adultos en diversas partes del mundo. Al margen de que haya quienes consideran la
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imposición del celibato sacerdotal no sólo inhumano sino incluso contrario a los derechos fundamentales de la persona (Rodríguez, 1998), no se puede obviar el hecho de que muchos religiosos y sacerdotes –todos conocemos alguno– han elegido la virginidad de manera totalmente libre y por motivos que sólo tienen sentido cuando se la contempla desde el plano de la teología y de la fe. Quienes la viven así son conscientes de que su celibato va más allá de una mera norma eclesiástica, que se impuso en fecha relativamente tardía en la iglesia católica (siglo IV) y es por lo mismo cambiable. Pero ello no quita que haya quienes sientan la vocación de imitar a su modelo, Jesucristo para el cristiano, que dedicó los mejores años de su vida consagrándola al total servicio de Dios y de los hombres (Evangelio de San Matero, 19, 11-12; Carta de San Pablo a los Efesios, 5, 26). Como Jesucristo, estos religiosos practican la virginidad y dedican su actividad a personas generalmente necesitadas de alguien que les arrope y les atienda desinteresadamente y sin guardarse nada para sí. No debe entenderse que con ello desprecian el matrimonio, al que reconocen como un don de Dios; no casarse significa para ellos descubrir la grandeza y la felicidad que proporcionan el darse sin reservas a los demás. Para los auténticos religiosos, la vida consagrada más que una renuncia es una elección personal que, como casi todas las elecciones en la vida, conlleva ciertas renuncias pero también el gozo de hacer lo que pide el corazón, en este caso, el corazón iluminado por la fe que transciende todo lo que de positivo tiene y es alcanzable por quienes eligen el matrimonio como forma de desarrollar esa original e inefable experiencia que denominamos amor. Una última reflexión para terminar: el hecho de que el celibato religioso conlleve ciertas dificultades para mantenerse virgen es perfectamente comparable con las dificultades de los casados para mantenerse fieles a los compromisos contraídos con su pareja, y carece de realismo pensar que en uno y otro caso se trata de compromisos imposibles de asumir. Un tema diferente, en el que como psicólogo no entro, es juzgar si es aconsejable o no el que la Igle-
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sia deje plena libertad a los clérigos para ejercer el sacerdocio imponiéndoles el celibato o haciéndolo compatible con la dedicación a la vida religiosa, como ocurre en todas las iglesias cristianas excepto en la católica romana. 12º. Los “neosolteros”. En los últimos veinte años ha aparecido un tipo de soltero con características muy particulares. Carmen Alborch (1999, p. 92) los define con este perfil: positivamente son profesionales muy cualificados, desenvueltos, competentes, seguros de sí mismos/as, con un alto nivel cultural, y cuya actitud personal se define preferentemente por un conjunto de “noes” que expresan la ausencia de cualquier tipo de complejos: no tienen por referente social la pareja, no están obsesionados por la seguridad económica, que ya han alcanzado, no renuncian a las comodidades y más bien las buscan y saben disfrutarlas, no quieren sufrir experiencias dolorosas o defraudantes en el terreno del amor, no es para ellos una prioridad la vida en pareja ni casarse y no les supone trauma la “cama vacía”, que consideran suficientemente compensada con el éxito profesional. Para estos solteros, los logros de la revolución francesa, libertad, igualdad, fraternidad, se traduce y se resume en un solo y fundamental lema “independencia”. Solteros a la fuerza: variopinta realidad La nota común de esta clase de solteros es la experiencia de soportar la soltería en calidad de realidad inevitable y desagradable. Suelen ser solteros que luchan para mantener su dignidad, erosionada por la presión social que los estigmatiza como incolocables, imparejables, neuróticos y conflictivos y a los que “seguro algo les pasa ya que no encuentran a nadie que les quiera” (Larraburru, 2002). Con el fin de mantenerse erguidos ante tales afrentas, muchos solteros de este grupo recurren a diversas racionalizaciones de tipo personal para sentirse mejor: “las parejas que les rodean no son ningún modelo de felicidad”, “todos sus amigos están separados”, “yo no soy capaz de aguantar a nadie”... Tipos dentro de esta heterogénea clase de “solteros involuntarios” son:
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1º. Solteros con notables limitaciones físicas o psíquicas. Forman parte de este tipo personas que sufren graves incapacidades físicas, como los parapléjicos, ciegos, sordos, etc. También, los solteros con una personalidad con importantes disfunciones mentales o emocionales que les imposibilitan la convivencia con otra persona en régimen de pareja (psicóticos, neuróticos, dementes, afectados por trastornos derivados de un trauma sufrido durante la infancia –pérdida o separación de los padres, traumas provocados por situaciones bélicas, etc.–. Con frecuencia, algunos defectos físicos, desmesuradamente exagerados, como el exceso de sudoración, la fealdad extrema, la obesidad, la cojera severa o el enanismo, les conduce a encerrarse en sí mismos y a renunciar a cualquier intento de encontrar pareja. 2º. Solteros con temor al compromiso o timoratos. El grupo mayor de solteros “a la fuerza” está integrado por aquéllos que no se sienten con capacidad para afrontar el miedo que les produce asumir la responsabilidad y entrega que conlleva la vida de pareja. Este miedo puede manifestarse de distintos modos y obedecer a motivos muy distintos entre sí (Carter y Sokol, 1996): a) Hay un miedo prudente o egoísta, encarnado en aquéllos que prefieren “vivir solos a mal acompañados” o que sienten terror ante la responsabilidad de crear una familia y sacarla adelante. Podemos ver este tipo de miedo como una medida de prudencia y como reacción ante el temor a “no dar la talla” ante los numerosos imponderables y graves compromisos que suelen aparecer cuando menos lo esperas dentro del escenario familiar. Estos solteros han oído de los casados dos comentarios que les asustan: el primero, que cuando se casaron sabían muy pocas cosas de la pareja, pocas en comparación con lo que después han descubierto en ella y, segundo, que antes de casarse nunca se habían imaginado lo que supone adaptarse a las diferencias de temperamento y aficiones de su pareja y sobre todo de los hijos, cuando los hay. Como me decía un amigo soltero, “yo no quiero casarme con una persona a la que per-
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cibo con medio ojo abierto, pues me han dicho que cuando se abren los dos, la cosa es terrorífica”. En cualquier caso, estos solteros afrontan la soltería no sólo con cierta resignación sino en calidad de mal menor y necesario. b) Un miedo especial, el patológico, es el experimentado por los denominados “solteros fóbicos”. La relación fóbica se caracteriza por la vivencia de situaciones extremas y contrarias: un día se sienten atraídos cuasi irresistiblemente por su pareja, y al día siguiente huyen de ella sin saber por qué, alternan acercamientos y distanciamientos con extraña rapidez y sin motivo alguno que lo justifique. Carter y Sokol (1996) han explicado con gran claridad las cuatro etapas por las que pasan los fóbicos al amor: la primera es la fase de fascinación, durante la cual el amor, el deseo y la excitación son tan intensos que se sobreponen a cualquier temor y exigen a sus parejas que se involucren completamente en la relación; en la fase intermedia, el miembro más consciente se da cuenta de que su pareja fóbica le pide mucho más compromiso del que imaginaba y comienza a poner barreras y establecer límites, lo que provoca en la parte no afectada por el miedo fóbico una gran carga de inseguridad y le lleva a realizar intentos de ayuda para que se clarifique la postura del fóbico; esta etapa es la más complicada y puede ser breve pero lo más frecuente es que dure años. En la siguiente etapa, la tercera, el miembro afectado por el miedo comprueba que la pareja le está invadiendo su espacio físico y emocional y entonces reacciona buscando huir de la situación que le resulta amenazante a la vez que inexplicable a sus propios ojos. El ciclo se completa con una cuarta etapa final en la que la pasión inicial se torna en descontrol emocional y en sentimiento de hostilidad y hasta de desprecio hacia la pareja que inicialmente había sido objeto de una atracción apasionada e incondicional. c) Otro miedo muy frecuente entre los solteros procede de su baja autoestima que les lleva a considerar la vida de pareja como un
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ideal inalcanzable para ellos; en este sentido, piensan que siendo tan poca cosa no son dignos de amor ni serán capaces de darlo a su pareja, todo lo cual les conduce a atrincherarse en los estrechos límites de su intimidad, que eligen como único lugar en el que podrán sentirse mínimamente seguros. Dentro de este grupo, quedan encuadrados aquellos sujetos, preferentemente hombres, que se sienten necesitados de que alguien les ayude a salir de una situación problemática, por ejemplo, de la adicción a las drogas o el alcohol. Estos solteros consideran que “necesitan de alguien que les quiera a pesar de su miseria y les ayude a salir de ella”, pero al mismo tiempo dudan justificadamente de que haya quien esté dispuesto a complicarse la vida ayudándoles. Frecuentemente, se lanzan a la aventura del amor, temerosos pero, al mismo tiempo, convencidos de que nada pierden puesto que, en caso de ser rechazados, la derrota estaba ya asegurada desde el principio. En mi experiencia profesional, he conocido casos de alcoholismo que dan pie a una penosa situación: la parte perjudicada confiesa haberse dejado llevar por una actitud ingenua, le han fallado las fuerzas y ha acabado por abandonar a la pareja que amaba. También conozco casos en que la pareja ha sido capaz de asumir las limitaciones de la persona alcoholizada y ha convivido con ella a pesar de todos los inconvenientes que conlleva vivir con un alcohólico. Me sumo a los que piensan que ante casos así hay que reflexionar muy mucho sobre la propia capacidad para aceptar tanta responsabilidad y en caso de duda, renunciar a tan grave compromiso. d) En algunos solteros el miedo se produce como consecuencia de un exceso de autoestima y fruto de una actitud perfeccionista con respecto a la propia vida. Estos solteros excluyen el matrimonio en cuanto situación que podría poner en peligro el ejercicio y pleno desarrollo de las propias cualidades, que se sobreestiman y responden a una posición demasiado idealista. Estos solteros/as suelen confundir también sus deseos con sus necesidades y parecen estar hechos para vivir únicamente en
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mundos perfectos, en consecuencia renuncian al matrimonio que para ellos representa un obstáculo insalvable para sus ideales de perfección. 3º. Solteros sufridores. Lamourère (1988) habla de solteros que “padecen” la soltería a manera de enfermedad que no les gusta pero que aceptan a pesar de que para ellos supone convivir con su soledad, tristeza y la añoranza de no tener a su lado alguien con quien compartir el amor y la intimidad. Huyen del aislamiento y de la soledad viviendo inmersos en un recargado programa de encuentros de todo tipo (comidas con amigos, salidas en los fines de semana con otros solteros/as, vacaciones en grupo, etc.) con los que intentan paliar su soledad. A lo largo de los años he conocido dos amigos, un hombre y una mujer, que respondían claramente a este tipo de “soltero sufridor”. El amigo, que acabó suicidándose arrojándose al río de su ciudad, se juntaba periódicamente con su grupo de solteros para cenar en restaurantes chinos o vegetarianos, para viajar, ir al cine o al teatro, pero me envidiaba porque, como él me dijo en muchas ocasiones, “estos encuentros no duraban las veinticuatro horas del día ni le libraban de la soledad que, tras morir su anciana madre, sentía sobre todo cuando llegaba a casa y sólo le esperaban las paredes y la compañía de la TV”. La amiga es una mujer de alto nivel profesional con muchos años de vida en solitario y que dice haber encontrado por fin al hombre de su vida, con quien convive actualmente. Repetidas veces me ha confesado lo interminables que le resultaban las tardes en su etapa de soltera –trabaja en horario de mañana– y sobre todo los fines de semana, por lo que se pasaba los sábados y domingos llamando por teléfono a sus amigos/as o conocidos invitándoles a salir aunque fuera a las ocho de la tarde del domingo, hora en que todos nos retiramos a casa y nos preparamos para afrontar la semana que nos espera. En cierta ocasión me confesaba: “hay momentos en que no puedes remediar que se te apodere la neura de la soledad, y cuando te viene no hay más remedio que quitártela saliendo de casa sola o con quien sea, si es preciso cogiendo un taxi y diciendo al taxista que te lleve a dar una vuelta por el centro de la ciudad”. En más de una ocasión llegó a montarse en un taxi diciendo al conductor que le llevara por las calles que quisiera hasta gastar el importe de 1.000 ptas. que le entregaba en el momento de entrar en el vehículo.
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4º. Solteros esperanzados. Estos solteros/as viven aparentemente en un mundo feliz. Nada de tristeza profunda, muchos encuentros con amigos, muchas reuniones, viajes, asistencia a fiestas con compañeros de trabajo; se divierten mucho cuidando con especial esmero su look, su casa, su ropa y pertenecen a varios clubs o asociaciones selectas (yoga, bailes exóticos, de aficionados a refinamientos culinarios). Pero tras ese oropel, esconden una vida que les parece hueca, echan de menos el amor íntimo y completo y no aciertan a disfrutar de la libertad que poseen para tomar decisiones por sí solos y sin tener que dar cuentas a nadie. Un especial sufrimiento, que estos solteros difícilmente soportan sin caer en la depresión, es el que nace de no saber por qué no hay nadie que se fije en ellos. A pesar de todo, se consuelan pensando que su situación es provisional y que algún día, tarde o temprano, cambiará. 5º. Solteros fatalistas. Este tipo está integrado por los solteros “pensantes” que han hecho suya la teoría de la fatalidad aplicada al terreno del amor. Por eso, siempre encuentran alguna razón coherente y de peso para explicar su situación de solteros, lo mismo que para interpretar todo lo que les ocurre en la vida: fallaron aquella “única” oportunidad de su vida, en los ambientes en que se mueven no encuentran la persona apropiada, se creen excesivamente románticos, no están hechos para soportar las absurdas y nimias manías de las personas del otro sexo que han conocido, etc. Y todo ello porque creen a pie juntillas que la vida se rige por leyes que deben acatarse y según las cuales lo que nos ocurre es “porque tiene que suceder”. Están convencidos de que si con el transcurso del tiempo no encuentran la pareja, la media naranja que buscan, es “porque” –siempre la razón de coherencia (!)– no están hechos para el matrimonio dado que la madre naturaleza no les ha dotado de la capacidad para soportar la vida en común. Con estas premisas por delante, estos solteros convencidos buscan y casi siempre encuentran la compensación a sus involuntarias limitaciones enmarcando su vida en una especie de guarida en la que podemos encontrar todos los placeres que
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sus amigos casados envidian: la holgazanería, aficiones selectas como la lectura o la música, confort, cultivo narcisista de sus propios pensamientos, disfrute del trabajo sin ningún género de restricciones, etc. A la postre, se trata de solteros convencidos de dos cosas, por un lado, de que la soltería no es cuestión de libre elección y se trata, por tanto, de aceptarla resignadamente porque “no existe la mujer o el hombre que ellos/as necesitan” y, por otro, que los placeres que rodean su vida compensan en una medida más que suficiente los para ellos insalvables inconvenientes que conlleva su soltería (Neuburger, 1998). 6º. Solteros falsamente resignados. Son sujetos que se presentan como modernos, dinámicos, liberados... y hasta se dicen felices, pero cuando se rasca un poco y se penetra en el terreno de la confidencia –si es que permiten entrar en ella– desaparece el cuadro feliz y ya no son capaces de disimular lo que para ellos supone de humillación, maltrato y malestar el no ver cumplidos los deseos de un amor romántico pleno y la relación sexual íntima y completa que nunca les llegó (Giroud y Lévy, 2000); una gran parte de estos solteros se definen a sí mismos como enamorados no correspondidos aunque, en realidad, son solitarios amargados. Al ser poco realistas, pensaron que nunca tendrían que pasar por la amargura de la inesperada desilusión amorosa en la que siguen inmersos, todo lo cual aviva en ellos sentimientos de ira y de odio contra sí mismos y contra aquéllos que les dejaron abandonados y traumatizados después de haberse forjado junto a ellos una vida colmada con todas las alegrías del amor perfecto e ideal (Ladish, 1998). 7º. Solteros resentidos. Son aquéllos que han pasado por varios fracasos, por relaciones sentimentales difíciles y hasta tumultuosas, las más de las veces consecuencia de errores de cálculo como el haberse mostrado poco flexibles y demasiado exigentes con el amor pretendido. Estos solteros suelen pasar por dos etapas, la primera de resentimiento propiamente dicho, “ese tipo que me ha dejado no era digno de mí”; la segunda, lo que les diferencia del soltero “resignado” anteriormente mencionado, no darse por ven-
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cido y el afianzamiento en el valor de sí mismo, “valgo demasiado para resignarme a no merecer nadie que me acompañe en mi vida”. Por lo dicho se entiende que los solteros “resentidos” siguen abiertos al amor y se consideran dignos de él, pues entienden que las experiencias fallidas constituyen para ellos un proceso de aprendizaje necesario y altamente útil para responder adecuadamente a los futuros encuentros amorosos que buscan con algún temor, sí, pero también con la actitud segura extraída de haber comprendido las causas de sus fracasos anteriores. Cuando estos solteros consiguen olvidar su resentimiento, se encuentran en una situación que se vuelve a su favor y pueden llegar a superar totalmente su resentimiento que, en resumidas cuentas, no ha sido más que una etapa transitoria de su búsqueda amorosa. 8º. Solteros calculadores. Estos solteros consideran la vida en pareja como una institución que resulta demasiado cara tanto en tiempo –disponibilidad– como en frustraciones –dificultades para vivir otras relaciones concomintantes, imposibles de realizar si uno no sabe manejar la complicada habilidad de someterse a juegos de malabar–. Para ellos, el matrimonio supone un gasto extra de sometimiento en todo lo que respecta a los actos de la vida en común: elegir vivienda, lugar de vacaciones, modo de vida, empleo del dinero, etc., por lo que abrigan serias dudas de que la pareja les pueda compensar el plus de independencia al que aspiran en el plano social, sexual, económico, afectivo o intelectual; en tal horizonte, lo lógico es terminar encerrándose en sí mismos y vivir para sí solos. 9º. Solteros retardados. Son aquéllos que consumen algunos años de su juventud en sucesivos amores de mariposa, que van buscando de flor en flor y cultivan los amores del juerguista maestro en el arte amatorio, que vive distraído con muchos amores pasajeros y divertidos, amores que nunca llegan realmente hasta el fondo de la entrega a las parejas que conocen. Así, se plantan en sus cuarenta años, momento en que se dan cuenta de que se les ha pasado la hora para establecer el compromiso de un amor cabal y
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maduro, y es entonces cuando en tono entre socarrón y decepcionado intentan consolarse diciendo “ya es demasiado tarde”. 10º. Solteros nostálgicos. Pasini (2000) habla de un tipo de solteros dominados por la nostalgia, entendida como recuerdo permanente de un bien perdido, en este caso una preciosa historia de amor. El problema del nostálgico radica en que centra su mirada en algo que nunca será ya posible, una especie de vuelta y fijación en la etapa de un amor generalmente primerizo e infantil, del que este tipo de soltero no acaba de lograr desprenderse. Este amor nostálgico implica una especie de anclaje absoluto que absorbe y, lo que es peor, paraliza centrando todas las vivencias en el recuerdo de lo que pudo ser y nunca será, de lo que se vivió tan plenamente que se considera ideal irrepetible. Tal situación suele traducirse en la experiencia de dolor producido por la ausencia de alguien en quien se volcaron todas las ilusiones de amar y de recibir amor y que, al mismo tiempo, cierra los ojos a otros posibles amores capaces de proporcionar la felicidad perdida. He conocido a dos solteras nostálgicas. La primera se enamoró tan perdidamente de un hombre que en sus peores momentos de nostalgia dijo a una amiga suya, que más tarde he conocido: “o me caso con fulano o no me caso con nadie”. La historia posterior ha mostrado que el acceso de nostalgia era pasajero, pues he sabido que después se casó con otro y es esposa feliz y madre de tres hijos. La historia de la segunda soltera no ha terminado así, pues tras haber fracasado en el intento de convencer al hombre de su vida, sigue soltera y desilusionada y no quiere saber nada de los hombres que, como en el caso de su primer novio, pueden exponerle a sufrir el desencanto de no ser correspondida.
Comentario final Presentado al lector el perfil psicológico de los veintidós tipos de soltero listados en este capítulo, me queda una duda, que mis lectores solteros se vean reflejados con un mínimo de fidelidad dentro de alguno de dichos tipos. Tengo también una cierta esperanza, que sus vidas vistas “desde dentro” de alguno de los tipos se parezcan bastante a lo que la observación del psicólogo ha visto “desde fuera”, no
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tan desde fuera, puesto que muchos de los rasgos y vivencias psicológicas asignadas a cada tipo han sido confesados y ratificadas por los numerosos solteros que en la consulta de los psicoterapeutas abrieron sinceramente su interior a aquéllos profesionales que les ayudaron en ocasiones a desarrollar las posibilidades de su vida singular y, en otros casos, a encaminarla por derroteros que les condujeron a vivirlas en cuotas de mayor satisfacción y felicidad. Debo decir, para terminar, que los tipos descritos en este capítulo no agotan la tipología o clasificación completa de los solteros, por eso me he sentido obligado a denominarla “provisional”. Podría haberla ensanchado hablando también de solteros cautos, felices, abiertos al amor, timoratos, confusos, masoquistas…; en cualquier caso, de una cosa estoy convencido, de que los tipos descritos representan en conjunto un paquete de rasgos y vivencias suficientemente esclarecedoras para que cualquier soltero pueda llegar a reconocer “su” modelo o manera de asumir y vivir su soltería y, lo que es más importante, que más allá de lo que se dice sobre cada tipo se esconden vivencias felices y tristes al igual que ocurre entre los casados. Quiero expresar con toda claridad mi convicción de que a pesar de las connotaciones comunes asignadas a uno u otro tipo, cada soltero representa la irrepetible experiencia de una vida humana, que es lo mismo que decir, algo manifiesto, y también oculto, perteneciente en exclusiva al inaccesible y misterioso reducto de lo estrictamente personal.
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Hablando de los solteros, he oído repetidamente dos curiosos comentarios. El primero se refiere a este interrogante, “si todos nacemos solteros: ¿por qué unos continúan siéndolo toda la vida y otros no?”; el segundo, algo más ingenioso y con cierta carga pesimista, dice “nacemos solteros y libres, después nos casamos”. Cuando he preguntado a numerosos casados por qué se habían casado, sus respuestas resultan bastante numerosas y tan variadas como éstas: “no lo sé muy bien”, “no tengo una respuesta clara”, “lo hice porque lo hacía la mayoría de la gente de mi edad”, “en mi época era normal”, “tenía un novio desde hacía años”, “porque no me gusta estar solo”, “porque quería amar y que alguien me quisiera”, “porque había que casarse” (“nací para ello”, me dijo en cierta ocasión un senegalés en una playa catalana), “porque me gustan los niños” (preferentemente las mujeres), “porque me enamoré”, “porque me sentí muy atraído/a por una persona del otro sexo”, “porque hubo alguien que me lo pidió”, “porque quería ser yo misma y librarme de ser tutelada por mis padres”, “porque las relaciones afectivas en el matrimonio contribuyen de manera importante a la construcción de la personalidad”... Oyendo una y otra respuesta, se llega a la conclusión de que mientras para unos el casarse ha sido objeto de una decisión meditada y conscientemente motivada, por
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tanto libre; para otros, el matrimonio es algo con lo que se han encontrado, sin haber pasado previamente por el análisis riguroso de sus ventajas y sus inconvenientes, por ello, les resulta difícil deslindar lo que les llevó realmente al matrimonio de lo que después de casados han encontrado en su vida en pareja y con hijos. Parece claro que, salvo unos pocos, la mayoría de los casados nunca llegaron a formularse preguntas como: ¿es para mí el matrimonio una necesidad indispensable para ser feliz?, ¿considero el matrimonio como opción preferente o simplemente como mal menor?, ¿son más poderosas las razones que me han llevado al matrimonio que las que hubiera podido poner en juego para quedarme soltero/a? Si el tema se analiza desde los solteros, las contestaciones resultan igualmente numerosas y confusas, pero algo más reveladoras que en el caso de los casados. Así, desde el soltero que te dice “no sé por qué”, otros aducen razones que no dejan lugar a dudas: “no quería perder mi libertad”, “me asusta el matrimonio”, “la vida en pareja es demasiado complicada”, “me abandonó mi primer novio/a y nunca más he querido saber nada de los que se me han acercado”, “no se me ha presentado la persona adecuada”, “no he sabido aprovechar las ocasiones que se me ofrecieron”, “cuando me di cuenta, se me había pasado ya la hora”, “durante mis años jóvenes me dediqué a cuidar a mis padres”, “me quedé sin padres y tuve que ocuparme de mis hermanos”, “no me he casado por pereza”, “soy hijo/a de padres separados”, “muchos de mis amigos han fracasado en su matrimonio, no quiero que a mí me ocurra lo mismo”, “no he tenido tiempo de ocuparme del tema, pues me absorbe totalmente mi profesión y mi trabajo”, “creo que no valgo para la responsabilidad de ser padre/madre”... Evidentemente, la lista anterior no agota los motivos de la soltería –he leído en Cipolla (1995) que en una encuesta dirigida hace unos años a 400 mujeres italianas solteras, se mencionan hasta 17 razones posibles y diferentes que podrían explicar el porqué de su soltería–. De cualquier forma, analizados con detención y por variado que sea el conjunto de motivos aducidos por los solteros, la generalidad de ellos acaban reflejando un estado de ánimo que se decanta hacia dos posiciones distintas: aceptación de la solte-
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ría como algo negativo y no deseado y, la segunda, satisfacción con el estado de soltero, a pesar de algunos inconvenientes, que se reconocen sin tapujos y se confiesa que se sufren. El presente capítulo intentará adentrarse en los causas de la soltería que, como es sabido, afecta a un número creciente de la población adulta; en España, por ejemplo, uno de cada cuatro adultos en edad de casarse permanecen solteros y tanto es así que muchos se preguntan si no estamos caminando hacia una sociedad de solteros, al tiempo que los políticos, seriamente preocupados por el fenómeno, están arbitrando medidas para incentivar la vida familiar y facilitar la crianza de los hijos (acceso a la vivienda, rebaja de impuestos, ayudas económicas para la educación de los hijos, etc.). Profundizando en los diferentes motivos que se declaran o influyen en la soltería, aparecen tres grandes grupos: • razones psicológicas personales, • el mito de “la media naranja” y la casualidad, y • factores ambientales o determinismo sociológico. Por motivos fundamentalmente prácticos, pasaré revista a todas estas motivaciones analizándolas por separado, a pesar de estar convencido de que en el plano real interactúan mezcladas a la hora de influir y explicar por qué un adulto decide o en muchos casos acaba resignándose a “soportar” su condición de soltero; dicho de otro modo, entiendo que la situación de soltero equivale a una especie de largo itinerario en el que intervienen diversidad de motivaciones y, desde tal supuesto, pienso que cualquier intento de encuadrar el origen de la soltería en motivaciones únicas y puntuales implica el riesgo de exponerse a considerables errores. Razones psicológicas de la soltería Son tantas las razones internas que conducen a la soltería y tan relacionadas están con la trama misteriosa de la propia biografía que para muchos solteros es prácticamente imposible explicar con cierta precisión las razones últimas por las que no han logrado encontrar
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pareja. Al mismo tiempo y como he podido comprobar, la opinión común estima que nadie se queda sólo sin una explicación, “algo raro les pasa para que no hayan logrado encontrar pareja” (joven de 25 años, recién casada). En todo caso, se puede comprobar que prácticamente siempre alguno de los factores psicológicos que comento a continuación juega un papel importante, a veces decisivo, como antecedente de la soltería. 1ª. Solteros por libre elección personal. Por más determinismos sociales o individuales que se busquen y se aduzcan como causa de la soltería, hoy nadie niega la posibilidad de que la soltería puede y de hecho es en muchos casos objeto de una decisión plenamente libre. Es cierto que para muchas personas ejercer la libertad para casarse o no resulta asunto harto difícil, dadas las presiones sociales de todo tipo que se ejercen aún hoy en día contra los que se “atreven” a desmarcarse de la norma general de casarse –no tan general a juzgar por del gran número de solteros–, pero no se puede negar que hay adultos capaces de sobreponerse a todos los estereotipos circundantes y considerar como un valor positivo dedicar su vida entera al cultivo de todas las posibilidades individuales que se les presentan cuando, echando una mirada hacia su interior, contemplan el amplísimo programa de experiencias y de desarrollo personal que se pueden realizar sin necesidad de contar con el apoyo enmarcado en una vida de familia. Aquí están el conjunto de solteros/as que han elegido el dedicarse con todas sus fuerzas al cultivo de la ciencia, las artes o las letras, los que consagran su vida virgen al cuidado de los demás –clérigos y religiosos–, los líderes políticos y sociales fascinados por la causa que les ocupa toda la vida, los trabajadores de empresas y ONGs multinacionales sometidos a una extraordinaria movilidad difícilmente compatible con la vida familiar, etc. No puede decirse a la ligera que estos solteros se realizan menos que los casados o que son víctimas de su egoísmo, pues en muchos casos se muestran mucho más generosos, y quizás también por ello, más felices que muchos casa-
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dos. Desde la psicología de la personalidad, hay que admitir que en los ámbitos del amor, la creatividad y el servicio a los demás, el paquete de posibilidades que se ofrece a los solteros es, bajo muchos conceptos, perfectamente comparable con las del casado. Por otra parte y en el plano de un sano realismo, nada impide que, mediante el proceso de “sublimación”, muy explicado por los expertos de la personalidad, muchos de los objetivos y necesidades que desde el pensamiento vulgar son considerados “naturales” o necesidades básicas ineludibles para el equilibrio personal y una vida plenamente feliz (cercanía sentimental, sexualidad, intimidad, complicidad) puedan alcanzarse orientándolos por cauces no necesariamente vinculados a la vida familiar. Por último, en las sociedades modernas hay dos hechos que facilitan las cosas a los solteros/as: en primer lugar, ha desaparecido el ancestral miedo a la soledad, hoy ampliamente superado mediante los numerosos apoyos que la sociedad del bienestar proporciona a las familias monoparentales y personas que viven solas; y por otra parte, muchas mujeres de hoy son tan autosuficientes que ya no necesitan del varón para encontrar un lugar propio y la seguridad económica y afectiva necesarias en cualquier vida humana. Por eso, en las actuales condiciones y afortunadamente, ya no se puede defender sin pecar de extremismo el falso dogma de que la vida plena estaría reservada exclusivamente a los casados (!). 2ª. La fealdad corporal. La presencia física de la persona es un elemento decisivo de inserción dentro de los grupos humanos y del contexto vital. En tal inserción intervienen, además de los aspectos puramente externos como la ropa, el peinado, el tono de voz, etc., factores biológicos mucho más fundamentales y, por encima de todos ellos, la figura externa corporal, fealdad o belleza, estatura, edad, aspecto agradable o desagradable. Es de todos sabido, el importante influjo que, a través de los medios de comunicación de masas, nuestra sociedad ejerce, especialmente en el caso de las mujeres, sus peculiares y muchas veces esclavi-
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zantes cánones de belleza, rostro perfecto, aspecto juvenil, belleza seductora, alargamiento y estrechamiento ideal (!) del cuerpo, modelos “cartón piedra”, etc. Basta con asomarse a la pequeña pantalla o a las brillantes portadas de las revistas del corazón para comprender el enorme peso que la imagen externa de la persona puede ejercer para determinar el nivel de autoestima y seguridad o inseguridad con que las personas en edad de casarse se acercan a sus posibles pretendientes; dicho de otro modo, son pocos los realmente feos o que se ven tales que se consideran capaces de olvidar la norma por la que se rigen las relaciones con las personas del otro sexo, “la fealdad incrementa la dificultad de seducir y la belleza la facilita” (Giroud y Lévy, 2000). En sentido contrario, los expertos en psicología diferencial de los sexos sostienen que la estética corporal basada en la estatura, peso, color de los ojos, forma de la nariz, cabello, gracia en el andar, vigor, etc., no es en muchos casos ni el punto de arranque ni el principal motivo de atracción en el proceso de enamoramiento y, en tal perspectiva, hablan de una cierta autonomía de lo físico con respecto al atractivo global de la persona. Aquí se incluyen todos aquellos casos de parejas que confiesan haberse enamorado de la especial simpatía de su compañero/a, de su cálida o dulce voz, de sus delicados ademanes o elegancia en el porte e incluso de la ternura que les inspiró su extremada timidez; para nada se fijaron en el perfil más o menos armonioso del cuerpo del otro. En este contexto, séame permitido comentar un dato altamente significativo y es que, cuando he preguntado a varias parejas cómo habían llegado a enamorarse, me he encontrado frecuentemente con respuestas muy parecidas a ésta: “primero me enamoré de su inteligencia, de la claridad en su modo de pensar, de su manera tolerante de ver a los demás, de su seguridad personal, de la tenacidad que había sido capaz de poner en juego para alcanzar el nivel profesional que había logrado con mucho sacrificio…, de eso me enamoré y sólo posteriormente me fijé en su cuerpo y en el resto de su persona”.
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Hablando de la importancia del físico, un reciente estudio en el Reino Unido puso de manifiesto que las mujeres prefieren a los hombres altos. Como prueba se dice que los varones con una estatura media de 1,83 m tenían más posibilidades de casarse y tener hijos. Por el contrario y según el mismo estudio, los hombres las prefieren más bajas. Aquéllas que no medían más de 1,63 tenían más posibilidades de estar casadas y con hijos (Heraldo de Aragón, 25 agosto de 2002).
Al margen de las consideraciones anteriores, parece obligado el reconocer que el antivalor de la fealdad física representa en nuestra sociedad un importante obstáculo para iniciar los primeros pasos que podrán conducir a una relación de vida en pareja o cuajar en un amor con el otro sexo cuando el reloj biológico marca inexorablemente que el “estar estupendo/a” se ha convertido en fatal imposibilidad (Segura, 1997; Alberdi y otras, 2000). A las feas, en particular, les cuesta asumir la verdad de estas palabras que Díaz (1998) expresa poéticamente cuando dice: “Brilla la mujer con todo el encanto de la rosa, y aún a las más feas les da el diablo un punto de sal para que no se pudran”. Personalmente, he conocido dos profesionales solteros, altamente cualificados y con deformidades físicas. El varón de 30 años, con una acusada joroba, me decía: “Con los cánones de belleza imperantes, los jorobados no tenemos nada que hacer”. La mujer soltera, con un rostro extremadamente pálido y feo, me confesaba: “Después de verme todas las mañanas ante el espejo, comprendo y comprenderás por qué estoy soltera”. Y un enano de mi barrio me explicó asi lo que le condujo a la soltería: “Cuando era mozalbete intenté acercarme a una chica de mi edad y un poco más alta. Todavía recuerdo lo que me dijo: ‘cuando crezcas un poco más, veremos’. Aún no he superado la vergüenza que sentí”.
3ª. Timidez para abrirse a la pareja. La timidez es un rasgo personal que muchos solteros confiesan sufrir a manera de pesada carga: “soy muy tímido, no puedo remediarlo”, “una vez participé en una reunión en la que me sentí muy atraído por una chica soltera, pero no tuve valor para preguntarle su nombre ni pedirle su teléfono para quedar”, “en cualquier reunión donde hay niños, prefiero sentarme junto a ellos, así no tengo que contar mi vida
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a los demás”, “a pesar de ser invitado/a, no asisto a las bodas de mis amigos porque cuando lo he hecho todos me preguntan cuándo me toca a mí”, “siento vergüenza cuando en un grupo de amigos, alguno de los casados presentes me dice que haría muy buena pareja con otro/a de los solteros/as presentes en el encuentro”, “cuando estoy con solteros/as que me interesan, no me atrevo ni siquiera a insinuarme porque siento un temor tremendo a meter la pata o a que me digan que no”… De la vergüenza del soltero para presentarse como tal dice mucho la siguiente anécdota que viví hace algunos años. Estaba yo bromeando con un compañero y amigo soltero sobre “lo imperfecto que es el estado de la soltería”. En ese momento, apareció otro colega también soltero cuyo estado desconocíamos mi interlocutor y yo. Durante algunos minutos seguimos hablando y bromeando sobre el asunto. Pues bien, supe al día siguiente que apenas abandoné el despacho, nuestro colega le confesó a mi amigo que “también él era soltero pero que no se había atrevido a confesarlo en presencia de los dos”.
4ª. El excesivo coste del matrimonio. Un motivo aducido por ciertos los solteros es el precio que hay que pagar por vivir en compañía de la pareja; para estos solteros “el matrimonio no vale lo que cuesta”, pues conlleva tal cúmulo de incertidumbres, preocupaciones y compromisos que nunca compensan los inconvenientes de vivir solo. Esta motivación se alimenta de las historias de todos aquellos que han fracasado en su matrimonio y se atreven a contarlo a sus amigos. En cierta ocasión, me confesaba un amigo soltero que cuando oyó la confesión de cómo un compañero, ahora en manos del psiquíatra y profundamente deprimido, le describió lo que había representando para él su reciente separación, se le quitaron todas las ganas de casarse. 5ª. El pesado fardo de la paternidad/maternidad. A la mayoría de los solteros les atrae la paternidad/maternidad pero no todos se sienten capaces de asumir el compromiso de traer un hijo al mundo por los sufrimientos a que está expuesto en una sociedad como la nuestra, con grandes dificultades para salir adelante y buscar-
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se la vida. El miedo al compromiso de la paternidad aparece con especial claridad en los divorciados, que tras su separación suelen buscar afanosamente otra pareja –los varones una mujer generalmente más joven que ellos–, pero a la vista del interés por los hijos de la nueva y joven pareja, huyen de ella con la misma fuerza con que la buscaron (Duoeil, 2000). Hablando de este tema, resulta realmente elocuente e ilustrativa la confesión de Carmen Alborch (1999) cuando dice que en determinados momentos siente admiración y envidia de las madres acompañadas de sus hijos y hasta reconoce ser egoísta por vivir sola, pero no por ello se siente frustrada porque “he tenido la suerte de ver crecer muy de cerca a mis estupendos sobrinos y sobrinas. Y cuando ahora me repiten la típica pregunta [por qué no se ha casado y tenido hijos], contesto que también está abierto el camino de la adopción” (p. 207). 6ª. Acusado romanticismo. Heras (2001) caracteriza a los solteros románticos como personas que buscan un amor ideal, excesivo y, como consecuencia, siempre terminan frustrados, defraudados y culpando al otro de su decepción, cuando verdaderamente el problema está en ellos mismos. Si se analiza su actitud, se descubre que, detrás de este falso ideal, sus metas amorosas se dirigen más hacia el amor en sí que hacia la persona amada, lo que buscan a la postre es que el amante se convierta en el mero pretexto o vehículo para llegar al amor narcisista de sí mismos. A la luz de esta explicación, se entiende muy bien por qué cuando el amante deja de serles útiles, que suele ser bastante pronto, lo desechan por inservible. Ahondando en las raíces del amor romántico, los psicólogos coinciden en que es propio de las personas inmaduras, de aquéllas que confunden la realidad del amor propiamente humano con las fantasías de los cuentos de hadas, y eso lo corroboran igualmente los terapeutas cuando, en el trato diario con sus clientes, comprueban que este tipo de amor tiene mucho que ver con la educación que en el campo del amor recibimos de los padres, si tal educación no fue realista, cabe esperar que en la vida de adultos carezcamos de las habili-
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dades necesarias para acercarnos y querer a las personas reales, tal y como son (Carter y Sokol, 1996). Cabe añadir una precisión más, que por injusto que parezca y debido a su concepción superficial del amor, para los románticos el culpable de sus decepciones amorosas siempre es su pareja, ellos solamente “han tenido mala suerte o se han equivocado de elección”. Es curioso constatar que, en contra de lo que cabía esperar y tras cada decepción, la ilusión del romántico permanece intacta dando pie a que la cadena de fracasos siga alargándose en numerosos ensayos de amores intensos que les satisfacen transitoriamente, sí, pero que nunca llegan a cuajar en un amor profundo, pues esta clase de amor no tiene valor para ellos. Por último, hay que decir que en todo romántico subyace una baja autoestima, alguien que necesita compensar la idea pobre que tiene de sí mismo con el amor que los demás le demuestran y, en este sentido, nada tiene de extraño que exijan que su pareja les comprenda, se vuelque en ellos constantemente y les proporcione las emociones intensas y nuevas que buscan y sienten necesitar en desproporcionada medida. Ello explica también que apenas notan que tal exigencia no es satisfecha se pongan histéricos, entren en cólera y se pueda esperar de ellos toda suerte de desprecios, descalificaciones y hasta la violencia física. Para su desgracia, con ello sólo consiguen el efecto que raramente esperan, que la pareja les abandone, momento en el que suelen caer en la fuerte depresión que su baja autoestima se encarga de alimentar. 7ª. El egoísmo. El matrimonio difícilmente puede resultar atractivo para quienes piensan que no les sobra nada o que sólo tienen tiempo para dedicarse a lo suyo, y lo mismo les ocurre a los habituados a ver el mundo de lo valioso únicamente en lo que se relaciona con sus intereses y deseos individuales y narcisistas. El soltero egoísta vive dominado por una mentalidad incompatible con el “amor donación” exigido en la vida de pareja, una forma de querer que llama a vivir la experiencia feliz de dar algo de lo propio para que el otro sea también feliz. El egoísta suele ser un
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“trepa” que, para su desgracia, lo convierte en figura socialmente estigmatizada y que acaba condenándole a la más espantosa soledad, una vivencia ciertamente poco gratificante. En el origen de la personalidad egoísta suelen estar unos padres y educadores que inculcaron en los hijos y pupilos la idea de que el único patrón de conducta válido y natural es que cada uno se convierta en protagonista en solitario a la hora de resolver sus problemas personales y cubrir sus aspiraciones. Esta abusiva atribución de responsabilidad individualista provoca en los hijos el sentimiento de inseguridad del que se deriva el mecanismo de compensación que se traduce en “acaparar” para sí todo aquello que les hará sentirse suficientemente fuertes y seguros ante los retos y dificultades que conlleva el salir adelante en la vida. Como, por otra parte, este falso ideal es prácticamente inalcanzable –nadie es totalmente autosuficiente–, el soltero egoísta tiende a hacer de la pareja un puro instrumento al servicio de sus intereses personales, con lo que da motivo a que se produzca la reacción lógica, que la pareja le abandone y le deje ante algo que no espera, su soledad. Otra de las raíces, fuente del aislamiento y la soledad experimentada por los solteros, es una baja autoestima, pues piensan que no son lo suficientemente valiosos para constituir objeto de amor de su pareja lo cual, en el fondo, no es más que el signo evidente de su incapacidad para entender el amor generoso y a cuenta de nada. Vistas así las cosas, no es desacertada la opinión bastante común según la cual, en cada soltero hay –o suele haber– un rezumado egoísta, una persona cuya única razón para amar a los demás es el provecho que pueda sacar de ellos, olvidándose de que existe también el amor generoso y gratuito. La historia de muchos divorciados es la historia de un amor que sólo se entendió como una pura forma de toma y daca, te doy para que me des (Jaeggi, 1995; Bernad, 2000, p. 210-217). 8ª. Exigencia del amor ideal y perfecto. En la base de esta actitud está una concepción excesivamente perfeccionista de la vida que lleva al soltero a no tolerar la mera posibilidad de pasar por la ver-
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güenza de ser rechazado por quien, a sus ojos, debiera encarnar el amor perfecto e ideal y sólo les ofrece el amor común y normal, que no les convence. Es evidente que esta conducta se asienta en el rechazo de la imagen real de sí mismo que indebidamente aplican también a la pareja. Tal rechazo está basado en dos suposiciones injustas y casi siempre falsas, 1) que sus posibles parejas no están preparadas para ofrecerles el amor al que aspiran, personas capaces de responder a sus desmesuradas expectativas afectivas, y 2) paralelamente, que tampoco el amor que pueden ofrecer a su posible pareja, con las imperfecciones y limitaciones que ven en sí mismos, será el adecuado y suficiente para colmar el alto nivel de perfección al que, en función de la primera falsa suposición, piensan que aspiran igualmente sus parejas. El falso razonamiento final del soltero perfeccionista se puede resumir así: “solamente vale el amor perfecto, pero como yo no lo puedo ofrecer a mi pareja ni ésta a mí, renuncio tanto a dar como a recibir un amor demasiado imperfecto para los dos”. 9ª. Baja autoestima. Los solteros con baja autovaloración de sí mismos tienden a ver en la pareja el instrumento ideal y necesario para superar el escaso valor y la inseguridad que perciben en sí mismos. Desde tal perspectiva, buscan en su pareja la persona en quien puedan confiar la responsabilidad de asegurar el éxito en su vida y el logro de su propia felicidad; para ello se pegan descaradamente a su pareja y si es preciso la avasallan con tal de superar las propias limitaciones y miserias. Las cosas ocurren de tal manera que, apenas comenzada la relación amorosa, el soltero con una imagen empobrecida de sí mismo se convierte en un sujeto sumamente exigente que nunca está contento con lo que recibe de su pareja, dando lugar a la ruptura que provoca en la otra parte el miedo a ser aniquilado/a por la insaciable necesidad de entrega que le exige el compñaero con un bajo concepto de sí mismo (Ladish, 1998; Heras, 2000); en este sentido, no es exagerado decir con Carter-Scott (2000) que el bajo autoconcepto de sí mismo es el primer factor de la soltería.
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Conozco una historia que ilustra muy bien el caso que estamos analizando. María es una joven de 27 años muy agraciada físicamente. Con ocasión de un viaje, conoció a un abogado soltero con quien, según sus palabras, hicieron “buenas migas”. Comenzaron a salir y al principio todo parecía marchar bien pero enseguida comprendió que su fervoroso amante era un hombre extremadamente inseguro que le pedía a todas horas consejo sobre los pleitos que llevaba entre manos, de los que lógicamente María no tenía la menor idea. Esto le hizo comprender que lo que su flamante abogado buscaba en ella no era más que el remedio a todas sus inseguridades y, en consecuencia y por respeto a sí misma, decidió dejar a quien en un par de meses había pasado de ser alguien que la adoraba a una persona que ocultaba dentro de sí un “don nadie”, que la sofocaba y controlaba hasta extremos tan impensables como insoportables. 10ª. Miedo al vínculo sexual. Hablando del sexo, hay tres afirmaciones que pertenecen al abc de lo que significa la sexualidad en la vida de las personas: 1) el ser humano es por naturaleza un animal sexuado, 2) cierto ejercicio de la sexualidad entra en la lista de las “necesidades básicas” de la persona, y 3) el encuentro carnal entre personas de distinto sexo, con sus componentes principales de intimidad total, excitación y cierta pérdida de uno mismo en manos del otro, constituye una experiencia irrepetible que pone en juego nuestro yo más profundo por cuanto, a través de la fusión íntima, convierte nuestro cuerpo, en instrumento de uno de los mayores placeres que podemos disfrutar en calidad de seres de carne y hueso. En la perspectiva psicológica, la sexualidad de la persona se presenta en forma de una tensión bipolar: por un lado, se siente el sexo con enorme atracción y como un modo de colmar la necesidad cuasi obsesiva de comunicación con la persona del otro sexo pero, por otro, se experimenta el temor a convertirse en objeto de posesión del compañero/a. Los afectados por el temor al vínculo sexual tienden a resolver este conflicto interior entregándose a eventuales y sucesivas experiencias amorosas con
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las que sacian sus necesidades sexuales y logran librarse del compromiso del amor total para el que no se sienten seguros de poder dar respuesta (Branden, 1995). En todos los tiempos ha habido un método común para evitar que la intimidad de la persona se tradujera en compromiso de amor y se limitara al mero placer momentáneo, es la llamada técnica de la “cama musical”, consistente en cambiar frecuentemente de compañero (Kleen, 1994). A este respecto, aparecen dos hechos de indudable significado; por un lado, el feminismo a ultranza, considera un triunfo el que la mujer actual haya logrado, con la necesaria colaboración del varón, el dudoso privilegio del “sexo sin corazón”, una conducta tradicionalmente reservada en exclusiva al macho y que supone que dos personas acuerdan sacrificar sus sentimientos (esperanzas, sueños, zozobras y decepciones) y tratarse como si fueran sólo cuerpos que se excitan, se abrazan, se tocan y se emborrachan con el placer; por otra parte, desde pequeños todos hemos recibido el mensaje de que el mundo de lo sexual y de la desnudez estaban prohibidos, eran tabú incluso en la esfera de las relaciones familiares, “esto no se toca”, “esto no se hace”, “esto no se enseña”. Entre los dos polos de la sexualidad, acercamiento y temor, atiborrarse de sexo y atenerse a su prohibición, está el “sexo con amor” que supone compaginar amor y ternura, espontaneidad y continuidad y que, según los sexólogos, es fruto de un aprendizaje muy tardíamente logrado por las personas, para algunas una meta nunca alcanzada. Del rechazo del sexo sin amor disponemos de un dato elocuente: según la encuesta del CIS (1995), el 50 por ciento de los españoles rechazan el sexo sin amor, pero con una notable diferencia, el porcentaje es del 35 por ciento entre los hombres y del 65 por ciento entre las mujeres. Los partidarios del amor libre de toda restricción, por su parte, nos ofrecen una particular confesión, que el disfrute de la borrachera sexual suele terminar mucho antes de lo que esperaban y que el amor reducido al contacto de los genitales, el mero
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juego erótico, el apareamiento a semejanza de los animales o “amor sin alma y sin corazón” se traduce muy pronto en hastío e insatisfacción llevándoles a la conclusión, especialmente en la mujer, de que una condición para que el ejercicio de la sexualidad resulte plenamente satisfactorio consiste en respetar la pauta, “del amor al sexo y no al revés”. Si analizamos la postura de los adultos que desde pequeños aprendieron a ver el sexo como tabú, las cosas resultan especialmente complicadas: se sienten incómodos/as ante las diferentes formas de acercamiento (caricias, besos y abrazos) y mucho más ante cualquier gesto que pueda conducir hasta la habitación, lugar donde es muy difícil quedarse sólo en lo exterior o periféricos juegos de piel. Es frecuente que dichas personas –y aquí son especialmente protagonistas los solteros/as con miedo al vínculo sexual– puedan sentir un alto nivel de tetosterona/progesterona y, a la vez, terror ante la cercanía de la otra persona; el mero acercamiento al otro sexo y, sobre todo, el saborear el placer sexual a costa de entregar el propio cuerpo puede representar para ellos una experiencia que les aterroriza y les supera. Les produce pánico la fusión sexual en cuanto equivalente a ir más allá de las fronteras marcadas por la técnica, los encantos y el atractivo físico y permitir al otro descubrir lo que siempre han escondido tras la máscara de la carne y por miedo a ser rechazados, los harapos de su propia pobreza emocional, vulnerabilidad y falta de control de sí mismos; sólo el amor equilibrado y maduro puede permitir estas concesiones, pero el soltero con miedo al vínculo sexual no está dispuesto a otorgarlas (Richo, 1998). 11ª. Miedo al compromiso del amor. Del amor se han dicho cosas sublimes, que es el motor del mundo, la expresión más profunda del ser humano, la condición indispensable para alcanzar la felicidad plena, el talismán que hace bello todo lo que toca, la necesidad más universalmente sentida por las personas, el arte más difícil de dominar en nuestra vida, etc. No deja de ser desconcertante, por otra parte, que después de reconocer la decisiva importancia del amor en nuestras vidas, comprobemos la facili-
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dad con que nos equivocamos a la hora de ejercerlo y, más paradójico aún, que nos dé miedo el implicarnos en su vivencia y disfrute (Bernad, 2000). He dejado para el final de mi lista sobre las causas psicológicas que conducen a la soltería el miedo al compromiso. De la fuerza de este miedo dice ya mucho el lenguaje utilizado para expresarlo: “veo el matrimonio como una trampa”, “no soporto que la mujer sea mi cadena y mi cepo”, “me aterra ver a un hombre convertido en mi guardián y mi carcelero”. Lo que significa el temor al compromiso del amor se aclara analizando los dos tipos principales de miedo que afectan a las personas: hay miedos normales o adaptativos que son aquéllos con los que nos defendemos de los peligros cotidianos. Estos miedos nacen del instinto de conservación y actúan a través del mecanismo de alerta con el que habitualmente reaccionamos ante las situaciones inciertas y potencialmente peligrosas. En tales miedos, el sujeto se mueve en un clima de seguridad básica, apoyado en la convicción de que podrá afrontarlos sin dar pie a la desorganización o alteración de su conducta. Así, pensamos que podemos apartarnos del perro peligroso, conducir con relajamiento a pesar de la posibilidad de sufrir un accidente, soportar el dolor del dentista e incluso huir del eventual atracador. Pero hay también otra clase de miedos, los neuróticos, que bloquean nuestra energía, dejándonos paralizados e impidiéndonos dar la respuesta adecuada y capaz de contrarrestar la amenaza que nos acecha. El miedo a comprometerse con el amor de pareja es uno de los miedos neuróticos más frecuentemente experimentados por los solteros: “no veo cómo podría ser feliz aceptando el compromiso de dedicar mi tiempo, mi vida, mi fidelidad a otra persona”, “no me atrevo a casarme exponiéndome a la mera posibilidad de que, como en muchos casos que conozco, mi matrimonio termine en un espantoso fracaso”, “todo lo que implique una pérdida de mi libertad, de mi identidad y de mi autonomía me supera”, “he tenido varios novios/as, pero a la hora del sí me he echado atrás”... (Richo, 1999; Ladish, 1998).
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Visto de cerca el miedo al compromiso de pareja, se llega a la conclusión de que se trata de un miedo que se sitúa en los confines del miedo neurótico, lo que explica que para muchos solteros se traduzca en el rechazo del matrimonio. Intentaré profundizar en este punto. a) Una forma de temor muy sentida por los solteros es el miedo a dejar de estar solo, a no ser nunca más exclusivamente una persona autónoma, con un mundo propio y perfectamente controlado. Piensan, no sin cierto fundamento, que por el hecho de casarse, aparte de nimiedades como decidir a qué hora se cena en casa o cuánto espacio ocupará cada uno en la cama, asuntos importantes quedarán sometidos a la voluntad del otro: dejarán de ser una entidad para sí y tendrán que compartir con la pareja estilo de vida, preferencias, ritmos, formas de divertirse, negociar los criterios con los que se actuará a la hora de tomar decisiones en lo económico, el amor, el trabajo, educación de los hijos, etc. Sabe el soltero que sobre todos estos temas, el compañero/a tiene ideas, sentimientos, aspiraciones, peculiaridades y conflictos internos que el casado debe asumir y tratar con el mismo respeto que los propios, todo lo cual implica hacer hueco en la propia vida a otro ser humano tan rico y complicado como uno mismo (Carter-Scott, 2000). Un programa de tales exigencias asusta tanto a ciertos solteros que les lleva a la conclusión de que “las ventajas del matrimonio nunca podrán compensar la renuncia al alto valor que representa para mí el disfrute de mi autonomía y libertad individual”. En opinión de Jaeggi (1995), hay que interpretar tal actitud como señal segura de que no están hechos para una relación permanente de vida en pareja; y Rogers (1993) va más lejos, sugiere que a sujetos así debe decírseles claramente que se desmarquen del compromiso matrimonial en cualquiera de sus formas. b) Otro motivo de temor al matrimonio es la dinámica competitiva en la que muchos solteros enmarcan hoy en día el compromiso de vida en pareja. La experiencia les dicta que tarde o temprano tal dinámica acabará en rivalidad o en sentimientos de
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envidia y, finalmente, en el fracaso de la parte más débil, generalmente las mujeres en nuestra sociedad dominada por el machismo. Como, por otra parte, a nadie le gusta pasar por la experiencia del fracasado o vivir junto a alguien que le envidia, el soltero/a huye del matrimonio como de cualquier situación que pueda convertirse en derrota personal (Heras, 2001). c) Otro tipo de miedo experimentado por determinados solteros es el temor a la dependencia afectiva. Esto se entiende bien cuando se considera que el amor une pero también ata y, por lo mismo, pone en juego los sentimientos más sagrados e irrepetibles que la persona alberga en lo más íntimo de su núcleo personal. Cuanto más profunda es la relación amorosa más implica la pérdida de independencia en el ámbito de los sentimientos y, por ello, para quienes no están dispuestos a llevar su compromiso afectivo hasta las últimas capas de su intimidad, el matrimonio les resulta asfixiante y tienden a evitarlo. Desde el punto de vista psicológico, puede decirse sin temor a equivocarse demasiado que la dependencia afectiva y el compromiso de pareja, vividos intensamente, resultan valores incompatibles para los que se sienten especialmente celosos e inseguros en el terreno de sus íntimos sentimientos. Este hecho lo he podido comprobar en algunos solteros que, inmersos en una cierta forma de narcisismo afectivo, me han reconocido haber vivido a gusto durante algún tiempo dentro de una relación sentimental superficial con su pareja, pero que no han dudado en dejarla tan pronto les ha insinuado un compromiso total. Algunos analistas, llevados quizás de un optimismo excesivo, se inclinan a pensar que, aunque la relación de pareja pueda ser en determinados momentos tensa y muy exigente en el día a día, es perfectamente llevadera si cada una de las partes está dispuesta a conceder a la otra el plus o margen de independencia que le permita sentirse parte del “nosotros” y, a la vez, ejercer su propio ámbito de individualidad. Pero hay que decir paladinamente que conjugar comunidad e individualidad dentro de la pareja no es asunto fácil y aquí radicaría
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la clave de que muchas relaciones de pareja no acaben en matrimonio (Alborch, 1999). d) Se da un especial miedo transitorio al matrimonio en personas que están emborrachadas con el éxito y el reconocimiento social; piénsese, a título de ejemplo, en determinadas modelos, deportistas, artistas o directores/as de empresas muy conocidas e importantes a quienes el disfrute momentáneo de la gloria les impide pensar siquiera en someterse a las naturales restricciones que la vida en pareja impone. Ocurre con frecuencia que estos solteros pronto comprueban que ni sus éxitos duran tanto como suponían ni colman todas las ansias de felicidad a la que se sienten llamados como las demás personas. Es entonces cuando estos solteros exitosos experimentan un cambio en sus motivaciones y ven el matrimonio, antaño considerado por ellos un obstáculo para su desarrollo personal, como una vía especialmente atractiva que les permitirá explorar y vivir dimensiones de su personalidad altamente valoradas y nunca disfrutadas como son sus sentimientos más personales y profundos; a partir de aquí, el miedo al matrimonio desaparece y se convierten en fervientes defensores de él. Conocí una compañera de trabajo que lo expresaba muy bien: “mientras fui soltera –se casó a los 34 años– fui una entusiasta pregonera de todas las bondades de la soltería, desde el día en que me enamoré de mi actual marido, veo las grandes ventajas del matrimonio”. e) A veces el miedo al compromiso se manifiesta en forma de respuesta fóbica al matrimonio. Las fobias son miedos que pueden disparar reacciones físicas y emocionales fuertes, sudoración, palpitaciones, sequedad de boca, actos fallidos, falta de concentración, dolores de cabeza o espalda, temblor de piernas, etc. Muchos solteros confiesan que sólo el pensar en el “para siempre” les asusta pues supone para ellos firmar un cheque en blanco para que el compañero haga con ellos lo que quiera (Carter y Sokol, 1996). La fobia a la vida en pareja se presenta bajo dos modalidades principales, como temor a ser absorbido por el compañero y a ser abandonado por él.
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– El miedo a la absorción, por algunos autores denominado “síndrome de persecución”, es el temor a que alguien se nos acerque en exceso, nos haga perder la intimidad y acabe con lo propiamente nuestro: “tengo tan poco dentro de mí, que si permito que alguien se ponga en contacto conmigo a nivel anímico, perderé lo que tengo de mí mismo”, “te puedo permitir acércate, pero no demasiado”. El miedo a la absorción puede ser provocado por uno de los miembros de la pareja simplemente al compartir sus sentimientos o mostrarse solícito con el otro. Psicológicamente este miedo suele tener su principal causa en el confinamiento a que nos sometieron unos padres superprotectores y narcisistas, que nos obligaron a renunciar al derecho de gozar de nuestro propio territorio y cuya principal meta era encarnar en los hijos la imagen ideal de sí mismos, la que ellos nunca lograron realizar. Los solteros que vivieron esta experiencia en su niñez son propensos a mantenerse a cierta distancia de su pareja y a establecer con ella unos límites férreos de individualidad dentro de los cuales se podrán sentir seguros y libres de cualquier tipo de avasallamiento. Estos solteros pueden dar muestra de las formas más sutiles de independencia: desconfianza ante los demás, rechazo a aceptar compromisos, calculada indiferencia, necesidad de más espacio para sus secretos, límites rígidos en sus relaciones con el entorno, vergüenza ante las muestras públicas de afecto, etc.; todas ellas, a la postre, no son sino obstáculos que les alejan de la vida de pareja. – En el polo opuesto al miedo de absorción está el miendo al abandono, también llamado “síndrome de miedo a la soledad”, que conduce a aferrarse al otro para evitar el sufrimiento de sentirse solos o experimentar el pánico que surgirá cuando el otro se retire y deje de protegernos, pues se interpreta que si esto sucede careceremos del referente en el que apoyar nuestra debilidad y nuestra pobreza; en tal perspectiva, el mensaje interior invita a decir “puedes alejarte, pero no demasiado”. Se entiende, pues, que la combinación
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del miedo y la falta de confianza en sí mismo es el caldo de cultivo para que ciertos solteros se aferren a su pareja sin importarles el precio que tengan que pagar con tal de no pasar por la situación de encontrarse con la soledad, que no soportan. Al proceder así y curiosamente, no son conscientes de que tal ánimo posesivo acabará propiciando en la otra parte la lógica huida. Esto lo saben muy bien aquellos divorciados que apenas son abandonados por su pareja, buscan compulsivamente otra en quien compensar su inseguridad afectiva y personal, dando lugar así a sucesivos abandonos (Richo, 1999; Carter-Scott, 2000; Fisher y Hart, 2002). El mito de “la media naranja” y la casualidad Llamamos casualidad a todo lo que ocurre sin que sepamos muy bien los antecedentes que provocan los hechos que nos afectan, fundamentalmente porque no hemos puesto de nuestra parte y de manera premeditada la acción necesaria para que las cosas ocurrieran así. Esta afirmación se cumple en el caso de ciertos hallazgos científicos que surgieron mientras los investigadores encontraron “por causalidad” y sin esperarlo, respuestas a interrogantes en los que nunca habían pensado previamente; tal es el ejemplo de Mendel que descubrió las leyes de la herencia mientras trabajaba con semillas en el jardín de su casa. En la vida cotidiana, hay cierta tendencia a atribuir a la casualidad muchas de las cosas que nos ocurren; un caso frecuente y que afecta al tema que nos ocupa es el encuentro con la pareja. Lo explicaré con una historia real que coincide con lo que algunos identifican con el curioso fenómeno del “flechazo”. Un amigo mío joven se montó en un tren camino de Santiago de Compostela. Apenas se sentó, vio en frente de sí a una chica joven, su actual esposa, y se dijo para sí “ésta es la mujer que yo buscaba, la mujer de mi vida” y durante todo el viaje no dudó en ningún momento de que aquel encuentro “inesperado” iba a marcar el resto de su vida, como así ha sido. Cuando le pregunté cómo explicaba él la fuerza de tal instantánea seguridad me dijo: “es lo mismo que si volaras en avión sobre los naranjales de Valencia, supones que allá abajo hay naranjas y, cuando bajas, te
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encuentras con ellas”. Al bajar del tren se declaró a la joven y allí comenzó el camino que les conduciría al matrimonio. Le comenté que a esto se llama ‘flechazo’, a lo que él me replicó ‘llámale como quieras, pero así ocurrieron las cosas”.
Pasando de la anécdota a la experiencia personal del amor de pareja, hay solteros que encuentran explicación a su soltería en no haber pasado por el lugar o la ocasión en que se diera la posibilidad de encontrarse con la mujer/hombre destinada/o para ellos, su “media naranja”. Así, creen a pie juntillas que es la fatal casualidad la que decide nuestro destino en relación con el matrimonio o la soltería, una especie de herencia que nos llega por vías misteriosas y que sin que nosotros podamos buscarla, porque tampoco sabemos dónde se encuentra. Paralelamente a la teoría de la “media naranja” muchos se aferran al principio del “alma gemela”. Según esta versión del amor, en toda persona hay una parte esencial de su ser, el alma, que es atraída por otra que busca otra similar y complementaria. El “alma gemela” es, por lo mismo, alguien único que nos necesita y es capaz de hacernos sentir una atracción y simpatía plenas. Cuando se pregunta el porqué de tal atracción, algunos autores recurren a factores físicos y otros van un poco más lejos, suponen que tal fuerza de atracción se inscribiría en nuestro ADN, nuestros genes, de cuya acción no somos conscientes, lo cual nos remite a un mundo platónico, inaccesible para le mundo de los sentidos, en el que el alma gemela estaría destinada desde la eternidad para colmar nuestra necesidad de amor (Torrabadella, 1999). Al margen de cualquier interpretación, siempre habrá que pensar que las cosas no suelen ocurrir “por accidente” y sin motivo alguno, aunque éste se oculte en los repliegues más recónditos de nuestra experiencia. Y en este sentido, nadie hasta hoy ha sido capaz de explicar la soltería por el puro influjo de los biorritmos, o porque la persona que interesaba estaba ya casada, o porque la persona destinada para nosotros estaba geográficamente distante; algunos “buenos candidatos” suelen estar cerca de uno mismo y somos nosotros mismos la causa de que no los elijamos (Carter y Sokol, 1996).
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En cualquier caso y a la vista de hechos bien comprobados, no es difícil mostrar que las teorías de la “media naranja” o “alma gemela” resultan poco convincentes. En primer lugar, la experiencia indica que muchos enamorados pierden el atractivo mutuo muy pronto, a los pocos meses de conocerse; es impensable que en tan escaso tiempo se dé un cambio genético suficiente para explicar el paso del amor más fervoroso al desinterés e incluso el rechazo total. Dicen también los defensores del “alma gemela” que el encuentro con la pareja que nos completa se traduce en sosiego e ilusión creciente, pues nos permite comprobar que estamos al lado de alguien que está perfectamente dotado para admirarnos, entendernos, querernos y acabar con nuestra soledad. Pues bien, de todos es sabido que el matrimonio y la vida de pareja es en muchos casos todo lo contrario a la paz y el sosiego y que para la mitad de la parejas, otrora enamoradas, la convivencia se convierte a partir de cierto día en una dura batalla que termina en la separación. En tercer lugar, las parejas que han sabido crecer juntas en el amor saben muy bien que la hipotética “media naranja real”, aquella persona que te complementa, es una realidad cambiante que tiene poco que ver con lo que se percibió en ella en el momento del acercamiento inicial o, en otras palabras, que el “alma gemela”, lejos de ser un sujeto acabado desde el principio de la relación, se va configurando y mostrando a medida que se profundiza en la experiencia amorosa común, por lo que resulta más adecuado decir que la “media naranja” es más una construcción de dos personas que se aman que un hallazgo casual de la persona amada. Con este último criterio suelen actuar las actuales agencias matrimoniales serias que ofrecen sus servicios a los solteros. Estas agencias no tienen reparo en decir a sus clientes que su principal misión consiste únicamente en conectar parejas que guardan entre sí cierta afinidad básica en una serie de aspectos personales, cultura, gustos, nivel económico, etc., algo que nada tiene que ver con mensajes parecidos a “con esta persona le aseguramos la felicidad de por vida” o “eligiendo a esta persona, nunca se equivocará”.
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Lo mismo cabe decir de los que, seguros de la existencia de la “media naranja”, abrigan la firme convicción de que la encontrarán a través de internet –un asombroso medio tecnológico con el que pueden llegar hasta el más pequeño rincón del mundo donde les estaría esperando su “alma gemela”–. La tozuda realidad se encarga de mostrar a los enamorados por medio de la comunicación virtual que pueden ser víctimas de una ingenuidad, pensar que la “media naranja virtual” coincide con “la media naranja real”. Esto no significa que haya que estar en contra de este medio de acercamiento, ni de su capacidad para lograr un cierto conocimiento inicial entre los solteros; lo que muchos pensamos es que tales medios virtuales no son suficientes ni seguros para conocer componentes fundamentales de la vida en pareja, por ejemplo, saber cómo nos tratará la persona virtualmente conocida cuando discrepemos de sus gustos y manías, cómo reaccionará cuando compruebe nuestros cambios de ánimo, qué sentirá de nosotros cuando vea de cerca nuestra modo de reaccionar ante los eventuales fracasos o contrariedades, cuando estemos junto a ella y nos toque, gesticule y olamos su aliento, cuando nos vea desnudos, sepa cómo cocinamos, conozca nuestros hábitos higiénicos, manifestemos en el día a día nuestra escasa habilidad para relacionarnos con las personas de nuestro entorno, etc., en definitiva, cómo se sentirá cuando vea en vivo y en directo el menguado cuadro que sobre sí misma dibuja la persona a través de la mera comunicación internáutica. Al final de este discurso llegamos a dos conclusiones importantes: 1) que por vía de la casualidad o de la magia virtual es difícil encontrar la “media naranja”, fundamentalmente porque no existe como producto terminado y apto para ser consumido por los solteros, y 2) que el encuentro y el compromiso con la persona que puede colmar la necesidad de amor es un proceso tan fascinante como complejo que requiere poner en juego actitudes y conductas que superan claramente la creencia en el “mito de la media naranja” (Duoeil, 2000; Torrabadella, 1999); de tal proceso hablaré en el último capítulo de este manual.
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Los factores ambientales o determinismo sociológico de la soltería La soltería, como muchas otras situaciones que afectan a la vida de los individuos, es un hecho estrechamente dependiente de las fuerzas y presiones que actúan dentro de los grupos; en el caso de los solteros, tales presiones se canalizan prioritariamente a través de la familia pero también de la sociedad global. Desde el punto de vista sociológico, es innegable que, aunque con menos virulencia que en épocas pasadas, todavía hoy los solteros son conscientes del juicio común que les estigmatiza como sujetos incompletos, raros y amargados –“los solteros son individuos solos y amargados”, me decía recientemente una monja– y esto explica la tendencia de muchos solteros a ocultar la condición de tales. La soltería como reacción a las presiones familiares He encontrado bastantes solteros/as que explican su soltería como una forma de oponerse a la actitud de un padre autoritario y, en algunos casos, de una madre igualmente asfixiante. Estos solteros describen a sus padres como personas que intentaron hacer de sus hijos sujetos sumisos, a la postre marionetas sometidas en todo y por todo a unos progenitores “manipuladores” hasta extremos tan amplios como grande era su inseguridad y el narcisismo con que actuaban para hacer de sus hijos la imagen ideal que ellos nunca encarnaron. Para estos solteros, una forma de liberarse del contexto familiar opresor es apartarse de todo lo que suponga repetir la estructura familiar de origen o, lo que es lo mismo, evitar por todos los medios el que su matrimonio acabe en supeditarles a la pareja e impedirles gozar de vivir por sí, para sí mismos y sin tener que depender de nadie (Cipolla, 1995; Ladish, 1998). Una amiga soltera me explicaba su historia en estos términos. Soy hija única y desde que nací tuve que hacer siempre lo que decidían mis padres y, sobre todo, mi madre. Me mandaron a un internado y después a otro, hasta que terminé la carrera. En el internado de monjas había una disciplina férrea, pues no nos permitían tener amigas –no sé si por celos– y nos controlaban hasta las más pequeñas menudencias e iniciativas. En estos
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momentos, a mis 27 años, pesa tanto el capítulo de imposiciones a que fui sometida que si tuviera otro hermano que cuidara de mis padres, me marcharía al extranjero para estar lejos de ellos.
Motivaciones derivadas de las condiciones de la sociedad desarrollada Hay una serie de motivaciones que fundamentan la soltería en actitudes que se sitúan más allá de lo individual y de las presiones procedentes del marco familiar. Me refiero a las que aparecen apenas se presta un poco de atención a las características propias de la que denominamos “sociedad del bienestar”. • Comenzando por lo básico, observamos que en nuestra sociedad una cantidad considerable de solteros pueden llevar una vida autónoma y disponer de un espacio personal perfectamente habitable por el hecho de contar con una serie de servicios más que suficientes para vivir solos. En este sentido, sería difícil imaginar hoy la viabilidad y menos el atractivo de la vida solitaria, si los solteros carecieran, como muchas personas del tercer mundo, de los servicios que pueden disfrutar en nuestro mundo desarrollado, con amplias prestaciones sanitarias públicas, disponer de lavadora o lavavajillas, de transporte público, contar con una estructura organizativa y social del trabajo, etc.; en definitiva, sin tales condicionamientos, en los países ricos la soltería sería seguramente sinónimo de vida miserable y muchos de los solteros que nos rodean dejarían de serlo. “Los ciudadanos de hoy, [con un nivel cultural amplio] son más competentes para planificar, llevar a cabo y enfrentar los problemas cotidianos por sí solos. Una vez más, aquí se puede constatar que, cuando este nivel suficiente no se da, la persona no puede permitirse vivir sola” (Segura, 1997, p. 39). Con permiso de las mujeres y con total respecto hacia ellas, me tomo la libertad de transcribir la serie de consejos que, en tono jocoso, se proponían recientemente a los varones solteros en internet:
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1) Para evitar tener que lavar la vajilla, usa vajilla de plástico, amontona los platos en el fregadero, por ello, conviene que sea grande y capaz de soportar muchos platos; en caso de apuro, pide prestados al vecino los platos necesarios para salir del paso, suprime el uso cotidiano de los cubiertos, y suprime igualmente los vasos pues se puede beber directamente de la botella; la sartén es casi imprescindible aunque tampoco es necesaria puesto que el huevo se puede freír directamente sobre la vitrocerámica. 2) para no tener que hacer la cama, se puede dormir en el suelo, sobre las mantas, en el sillón e incluso de pie. Y 3) para encontrar pareja, existen varios métodos: a) el ‘método de la aspirina y de la cocacola, una mezcla que, como es sabido, tiene influjo considerable en el aumento de la libido femenina; b) el ‘método gillipollas’ consistente en hacer simplemente el imbécil, hasta que a alguna piadosa mujer le demos pena y c) el ‘método del busca y encontrarás’ que supone, primero emborracharse y, una vez ebrio, dirigirse a una hermosa mujer joven diciéndole –hics–, ¿te importaría venirte conmigo a la cama? A lo cual la mujer suele contestar con un derechazo magnífico que te deja aletargado profundamente durante dos días; y por fin d) el ‘método del incordio’ (método gillipollas perfeccionado) que nos lleva a varias conclusiones: la mujer es, cuando menos, peculiar, los hombres ignoramos absolutamente todo sobre la idiosincrasia femenina, las mujeres aguantan todo de los hombres excepto las gillipolleces provenientes del sexo contrario… (www.paisdelocos.com. humor/familia_amor/3/)
• Se comprende también la soltería cuando se observa la dinámica productiva imperante en el mundo industrializado. Éste tiene sus propias leyes y entre éstas la exigencia de un alto grado de flexibilidad, disponibilidad y movilidad de los individuos. Una sociedad así orientada por el imperativo de la productividad, no tolera las largas ausencias del marido –menos frecuentemente de la mujer– y plantea muchos problemas a medio y largo plazo para mantener vivos los lazos que unen a la pareja y proporcionar la suficiente compensación de una vida familiar mínimamente satisfactoria, especialmente cuando hay por medio hijos que criar y educar. En tal situación, se
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necesita haber alcanzado un nivel de desarrollo y autosuficiencia personales por encima de lo común para vivir como casado/a, pues al alejado del hogar se le exige vivir en la práctica como soltero, vivir ausente del hogar como si estuviera dentro de él, y para el que se queda en casa y se ocupa de la crianza y educación de los hijos, prescindir del apoyo del cónyuge cuando se precisa tomar las complejas decisiones que conlleva resolver los numerosos problemas familiares. Todas estas circunstancias hacen de los solteros personas especialmente libres para dedicarse al quehacer profesional sin las numerosas trabas y limitaciones del casado, y así me lo han reconocido bastantes solteros a los que he entrevistado. La soltería como fenómenos derivado de la emigración El término “emigrante” es una de las etiquetas más imprecisas utilizadas para explicar el nexo de unión entre el medio que abandona una persona y el lugar o contexto que le recibe. No siempre dicho trasvase va acompañado de alegrías sino más bien todo lo contrario, pues es frecuente que el encuentro con la nueva situación, lejos de significar el cumplimiento del sueño de la tierra prometida, se convierte en desconcertante desilusión y en gran número de sufrimientos y frustraciones. Esto ocurre así porque cuando el emigrante deja su lugar de origen, se encuentra con una realidad que le exige dos penosos aprendizajes, por un lado, olvidar sus referentes pasados (vecindad, costumbres, ocupaciones, clima, etc.) y, por otro y algo más arduo, adaptarse a la nueva red de relaciones que articulan la dinámica social del nuevo medio sociocultural que le recibe; en esto consiste precisamente la experiencia del “desarraigo” que no es otra cosa que el sentirse de alguna manera extraño y perdido en el nuevo ambiente, junto con la necesidad de buscar los caminos que le permitan dejar de ser “el otro”, “el pobre advenedizo”, hasta convertirse en uno más del grupo social en el que intenta integrarse. Este proceso es de tal complejidad que para muchos emigrantes acaba en el más rotundo fracaso.
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Centrándonos en el caso más frecuente, el de la emigración a la ciudad, la experiencia enseña que cuando una familia abandona el campo y se traslada a la gran ciudad se le acumulan los problemas, para los padres, encontrar vivienda y trabajo, y tratándose de los hijos, crearse nuevos círculos de relación, nuevos amigos y compañeros. Con los hijos pequeños o en edad escolar, el problema suele resultar de fácil solución, pues los niños son muy permeables a los nuevos valores, costumbres y expectativas propias del medio urbano, pero para los adolescentes y jóvenes la cosa se convierte en un asunto bastante más complicado por diversas razones, el nivel cultural de los jóvenes procedentes del campo suele ser inferior al de los jóvenes que han nacido y crecido en la ciudad, las relaciones de compañerismo discurren por cauces muy distintos a los del pueblo, son distintas también las aficiones, las disponibilidades económicas de la familia, etc. Conozco más de una veintena de solteros/as cuyas familias emigraron a la ciudad entre los años 60 al 80 y cuando ellos/as eran adolescentes. Una soltera me confesaba: “tenía un grupo de amigas en el pueblo con las que nos lo pasábamos muy bien, pero cuando vinimos a la ciudad y por más que lo intenté, no supe o no pude encontrar compañeras con quien divertirme y salir. En ciertos momentos tuve una amiga en mi barrio, pero me abandonó muy pronto, porque ‘no caía bien entre el grupo de sus amigas’. Al final, acabé quedándome en casa por costumbre y salir de paseo con mis padres hasta que llegó el momento en que ya me dio vergüenza ir con ellos por la calle”.
Para entender lo problemática que resulta la situación del emigrante de cara a la búsqueda de pareja, veamos lo que ocurre cuando los hijos de las familias emigradas crecen y se convierten en jóvenes. Entonces el problema de encontrar pareja aparece como un reto desafiante, especialmente cuando entre la vecindad más cercana a la familia emigrada o en el lugar de trabajo no hay parejas semejantes a las que uno puede aspirar. En tal caso, el campo de elección se reduce drásticamente, con el agravante de que la apertura a otros ambientes resulta en la práctica una meta muy difícil de alcanzar. Conozco muchos solteros/as que encarnan en sus personas esta problemática y que a lo más que han llegado es a unirse a otros solteros del mismo
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sexo con los que salen, se divierten y conviven. Igualmente conozco solteros que, insatisfechos con esta situación, acaban volviéndose al pueblo intentando encontrar en él su media naranja. Pero aún en estos casos, no siempre está asegurado el éxito, pues dado que el fenómeno emigratorio afecta también a los jóvenes del pueblo en edad de casarse, tampoco en el pueblo de origen hay jóvenes casaderos; en tal desierto de juventud, encontrar pareja se convierte en objetivo imposible. De lo que este problema representa para los jóvenes emigrados del campo a la ciudad, existen en España documentados estudios que analizan cómo la emigración incide en la soltería. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la provincia de Huesca (Nerín, 2001). En esta zona de Aragón, concretamente en el pueblo de Plan y aledaños, los “tiones”, hijos mayores herederos de la propiedad y gestión de la hacienda familiar, se encuentran con que prácticamente la totalidad de las mujeres en edad de casarse han emigrado a la ciudad, con lo que la posibilidad de encontrar pareja en su pueblo es prácticamente nula. En una encuesta recientemente realizada en dichos pueblos, aparece un dato sumamente elocuente: el 47 por ciento de los solteros de esta zona dan como principal razón de su soltería el “no encontrar pareja”. Posiblemente el lector conozca como yo la estrategia a la que han recurrido los solteros (“tiones”) de esta zona para encontrar pareja: periódicamente organizan la llamada “caravana de mujeres solteras” que consiste en provocar encuentros entre los solteros altoaragoneses con solteras de otras regiones de España. Por sus resultados parece ser que estas citas tienen su propia eficacia, pues algunos de estos encuentros acaban en matrimonio. Las mujeres solteras, ¿caso especial? Antaño la aspiración de bastantes mujeres se centraba en la caza de un hombre, preferentemente rico, que les mantuviera y les diera hijos, y si no lograban tal objetivo la opinión común las consideraba unas fracasadas y dignas de lástima. Las cosas han cambiado tanto en los últimos tiempos que para muchas mujeres de hoy el matrimo-
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nio ya no es su principal meta y lo primero que buscan es situarse profesionalmente igual que los hombres y después, sólo después, casarse si comprenden que pueden compaginar la vida familiar con su dedicación a la profesión. Las salidas a esta nueva situación discurre por dos derroteros principales: • hay solteras bien preparadas profesionalmente, tan competitivas como puedan serlo los varones, que tras saborear las mieles del éxito profesional se cansan de la lucha y se orientan afanosamente hacia el matrimonio; son solteras en la primera parte de su vida adulta y el resto viven como casadas amantes de su familia. A este respecto, cuenta Pasini (1996) el caso reciente de una mujer inglesa de 35 años que, tras cosechar los mayores triunfos como gerente de una gran empresa, le confesó: “quiero casarme y tener hijos, esto es más importante para mí que todos mis logros profesionales juntos”. • otras solteras, empujadas por la corriente feminista, optan por mantener su individualidad a cualquier precio y, así, no se permiten enamorarse, se mantienen firmes en hacer de su tiempo algo exclusivamente suyo y persisten en lograr el sueño de su independencia por encima de todo lo demás. Es evidente que este tipo de solteras encuentran dificultades para mantenerse solas pero resisten y luchan y hasta logran instalarse en el ámbito de un cierto equilibrio interior, el que resulta, por una parte, del cultivo de unas buenas amistades, junto con la dedicación plena a su profesión y, de otra, intentando vivir el amor libre con el que sacian, al menos parcialmente, sus necesidades sexuales y de intimidad. Hasta hoy no disponemos de estudios que nos permitan saber hasta qué punto esta clase de solteras constituyen una realidad socialmente transitoria o, por el contrario, nos tendremos que habituar a verlas como una forma común de soltería en la mujer. Por el momento, hay un dato evidente, que tales mujeres viven implicadas en la lucha por alcanzar la total igualdad con los hombres, lo que ocurra en el futuro es hoy por hoy objeto de distintas hipótesis no contras-
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tadas aún y objeto de numerosos y sustantivos interrogantes, algunos de ellos afectan también a los varones. Pues bien, en este horizonte y con respecto a tales mujeres, cabe preguntarse: ¿les bastará a las mujeres las relaciones laborales para colmar sus necesidades afectivas?, ¿pueden las mujeres –al igual que los hombres– llenar sus vidas dejándose absorber por su trabajo profesional y olvidándose de su maternidad?, ¿se sacian las ansias de realización personal de la mujer –y de los hombres– entregándose principalmente a las tareas profesionales? El número de preguntas en este terreno son más que las respuestas, al menos dentro del mundo desarrollado. Por el momento, tenemos suficientes datos para pensar que la mayor parte de las mujeres sienten la necesidad de realizarse tanto profesionalmente como en calidad de madres y, en este sentido, los analistas apuntan hacia un previsible desenlace: cuando las reivindicaciones de las mujeres en el mundo laboral hayan alcanzado el reconocimiento del que hoy disfrutan los varones, entonces se habrá logrado la suficiente igualdad para que las mujeres y los hombres lleguen a fórmulas de un entendimiento igualitario en el que unas y otros disfruten del equilibrio laboral y afectivo al que se sienten igualmente atraídos. En cualquier caso, la situación actual parece decirnos que estamos todavía muy lejos de tal ideal y hay un hecho que lo confirmaría: bastantes mujeres, obsesionadas (!) por disfrutar de las mismas prerrogativas que los hombres en el mundo laboral, se sienten rechazadas no sólo por los “hombres destronados” sino también por las propias mujeres que ven con malos ojos e incluso como una forma de explotación abusiva el que una persona de su propio sexo les trate como seres subordinados e inferiores. Lo que dé de sí esta lucha de la “mujer moderna” está aún por ver y, en consecuencia, considero prudente renunciar a cualquier profecía en este terreno –la que hacen ciertos varones que anuncian el fracaso total de las mujeres–, pues reconozco que por este camino fácilmente podría incurrir en no pequeños desatinos (Cipolla, 1995).
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3 LA VIDA DEL SOLTERO: SUS LUCES, SUS SOMBRAS
Se habla mucho sobre de las ventajas e inconvenientes de la vida del soltero, las más de las veces en tono de broma y recurriendo al tópico barato, “qué bien vives, granuja”, “quién pillara tu libertad”, “el buey suelto bien se lame”, “qué bonito vivir sin la esclavitud de los hijos y la mujer”..., para acabar con lindezas tales como “sois unos jetas, unos egoístas” o con el chiste de Forges que pinta en un bar a dos hombres sentados en sendos taburetes y uno dice al otro “qué mundo más horrible nos ha tocado vivir”, a lo que el otro responde “bueno, yo soy soltero”. En numerosas ocasiones me ha llamado la atención que los amigos de teorizar sobre el binomio casado-soltero prácticamente siempre, a menos que se les exija lo contrario, centran sus reflexiones en torno a uno solo de estos dos objetivos, o bien se dedican a cantar las excelencias de la vida familiar, o lo opuesto, enfatizan hasta un extremo rayano con el escarnio las supuestas penalidades de los pobres solteros. Indagando los motivos de tan dispares visiones, uno llega a la conclusión de que ambas cometen el mismo y fundamental sesgo, se enaltecen los privilegios de la soltería pero resaltando sistemáticamente las desventajas del matrimonio, o al revés, se proclama la felicidad del matrimonio pero cargando las tintas en el negro paisaje y grandes limitaciones del soltero. Esto me da pie para pensar
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que, desde el punto de vista psicológico, las razones que conducen a valorar positivamente la soltería denostando el matrimonio y viceversa, utilizan el mismo mecanismo de defensa, se tiende a valorar positivamente todo aquello que facilita recrearse en la imagen utópica e ideal del estado en que se vive, huyendo en lo posible de enfrentarse con espíritu crítico ante la realidad tal y como es, con sus pros y sus contras. Así resulta que los solteros tienden a barajar preferentemente el montón de razones que hacen ver la soltería como estado ventajoso y hasta maravilloso, y lo mismo hacen los casados con respecto a su estado de casados. Tuve ocasión de comprobar tal mecanismo participando como psicólogo en un curso de preparación para el matrimonio, dirigido a 35 parejas de novios que tenían previsto casarse en el transcurso del siguiente año. A estas parejas les propuse el siguiente ejercicio: “coged un folio y escribid en una columna las razones a favor del matrimonio y en otra sus desventajas”. El resultado fue que las listas de ventajas y desventajas elaboradas por las parejas de novios en vísperas de casarse eran prácticamente equivalentes, los novios veían tantas razones a favor como inconvenientes y dificultades para la vida en matrimonio. Pero lo que resultó más curioso fue que cuando, al cabo de un año, les hice llegar a las mismas parejas, ya casadas, el anterior cuestionario, las listas quedaron claramente descompensadas, así las 33 parejas casadas y que permanecían unidas veían muchas más ventajas que inconvenientes en su vida matrimonial. Interpreté e interpreto que la diferente visión del matrimonio obedecía al mecanismo de defensa consistente en mostrar “interés” por centrar su atención en la bondad de la elección que habían realizado, en este caso, sacar el mejor partido del matrimonio.
Antes de perdernos en la enumeración de las numerosas ventajas e inconvenientes de la soltería, te propongo, querido lector, una cuestión que, en mi opinión, es anterior a todo lo que con excesiva alegría y muy superficialmente se suele decir sobre las bondades o contraindicaciones de la vida del soltero: ¿Se elige o se acepta la soltería y después se busca valorarla por todo lo que tiene de positivo o, siguiendo el camino opuesto, se comienza por analizar los pros y contras del soltero y, tras dicho análisis, la persona implicada se decide por no casarse? Por mis conversaciones con bastantes solteros, deduzco que la mayoría han seguido la
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primera vía y así, ante el hecho de su soltería tienden a pensar, valorar y desarrollar las posibilidades del estado en el que se encuentran. Una prueba clara de lo que estoy diciendo es que cuando he preguntado a numerosos solteros cómo les va la vida, a menos que hayan sobrepasado los cuarenta, prácticamente nunca me han hablado directamente de las desventajas de su estado, todo lo contrario, normalmente sólo tratan de mostrar lo mucho que disfrutan gracias a las excepcionales libertades inherentes a su situación de solteros (viajes, total independencia económica y profesional, disponibilidad de tiempo, comodidades, etc.); algunos van incluso más lejos y confiesan sentirse envidiados por sus antiguos amigos, ahora ya casados. La conclusión a la que he llegado tras ocuparme durante varios años de analizar las experiencias psicológicas que conlleva la vida de los solteros es que hablando de la soltería, la mayoría de los juicios que se emiten sobre sus pros y contras se fundamentan en un supuesto falso o, en todo caso, alicorto y superficial, penar que las personas somos una especie de clones, todos iguales entre sí, con idénticas necesidades y afectados por los mismos problemas. Desde tales criterios, se supone erróneamente que todas las personas, lo mismo solteros que casados, sentimos de igual modo y con la misma intensidad la necesidad de dar y recibir amor, somos igualmente sensibles a la soledad, vivimos la misma idea de amistad, tenemos la misma necesidad de intimidad y de sexo, las mismas aspiraciones económicas o de independencia y un sin fin de aspectos vitales más. La realidad, por el contrario, evidencia que tal hipótesis es en el mejor de los casos discutible, pues por poco que se profundice en la experiencia humana y en las aspiraciones de las personas se comprueba que somos muy distintos y entendemos de diferente manera todo lo relacionado con el amor, no coincidimos en el nivel de apoyo que necesitamos para sentirnos bien y suficientemente arropados por los demás, las aspiraciones en la vida cambian de un sujeto a otro, etc. De aquí extraigo la conclusión de que casi siempre nos equivocamos cuando emitimos enunciados generales relativos a la experiencia de la vida de los solteros y, en consecuencia, resulta difícil admitir que los solte-
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ros son todos unos amargados, víctimas de su soledad, juerguistas, pobres huérfanos del amor, añoran los hijos, etc. Por ello, considero un atrevimiento dar por válidos juicios absolutos y rotundos como “todos los solteros son más felices que los casados”, “todos gozan del amor mucho más que los casados”, “todos disfrutan mucho más de la vida, por no tener que ocuparse de la mujer/marido o de los hijos”. Lo que al final de este discurso parece claro es que, hablando de los solteros, lo prudente es considerar no sólo que cada soltero representa un caso particular e intransferible a la hora de desarrollar las distintas dimensiones de su vida en el ámbito del amor, de la amistad, del trabajo, de la economía, del ocio, etc. sino que, además y sobre todo, que la experiencia del soltero en estos diferentes terrenos tiene finalmente una coloración positiva o negativa dependiendo de su habilidad para elegir los caminos que les permiten colmar esas necesidades a nivel individual e irrepetible. Aplicando, por ejemplo, esta idea a la tan cacareada triste soledad del soltero, la realidad nos muestra que la soledad de muchos casados, con graves problemas de pareja, puede ser mucho más dolorosa y más difícil de soportar que la soledad del soltero que sabe rodearse de un buen grupo de amigos con los que comparte ratos de ocio, aficiones deportivas, culturales, artísticas, viajeras, gastronómicas, etc. Todo esto constituye una invitación a no incurrir en la frivolidad de meter en el mismo saco a todos los solteros ni a identificar su vida como exponente del abandono y la tristeza. A este respecto, mi opinión es que, en el plano de la experiencia más honda y personal, la vida de soltero es fruto de un largo y con frecuencia penoso aprendizaje que le permite alcanzar los propios y más valiosos objetivos vitales en la medida en que sabe explotar con decisión las numerosas oportunidades que se le ofrecen en el marco de sus cotidianas circunstancias vitales. Aquí viene a cuento recordarte, querido lector, una de mis convicciones y que te propuse ya en mi saludo inicial cuando te decía: hay muchas versiones de la vida plena, una de ellas es la del soltero, que no es necesariamente mejor ni peor que la del casado; una y otra conllevan grandes posibilidades pero también numerosas limitaciones.
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Dicho lo anterior, te invito a un imaginativo ejercicio. Supongamos que nos encontramos frente a dos edificios en cuyas fachadas aparecen sendos letreros que dicen: “PRODUCTOS PARA EL SOLTERO” y “PRODUCTOS PARA EL CASADO”. Si nos atenemos a lo que vulgarmente se piensa, en el primero los solteros encontrarán productos relacionados con el consumo del amor libre de cualquier traba, con el disfrute de la total independencia y libertad personal, ofertas variadas para las posibles opciones laborales de quien, como el soltero, goza de plena disponibilidad como consecuencia de no estar sometido a las obligaciones diarias de atención a la familia, amén de un sinfín de directrices y recetas orientadas a facilitar a los solteros el cumplimiento de todos sus refinados gustos en lo referente a sus preferencias sexuales, diversión, costosas vacaciones en países exóticos, música de la nueva era para el deleite de los oídos más exigentes, comida para delicados paladares, vestido de última ola, los más exquisitos lujos domésticos, etc. Dejándonos llevar por lo que dictan los tópicos, nuestro viaje imaginario por el almacén destinado a los solteros acabaría mostrándonos un mundo ideal, colmado de innumerables oportunidades, en fin, el cielo reservado exclusivamente a los que, con sagaz inteligencia, han sabido librarse del complicado mundo de los casados (!). ¿Y qué encontraríamos en el gran almacén destinado a los casados? Por contraposición, podemos adivinar la oferta prevista para la mayoría de quienes han optado por casarse: vestidos baratos para los niños, productos para bolsillos escasos de dinero, vacaciones cortas con destino a lugares comunes, libros y vídeos entretenidos para pequeños y grandes en los largos y bulliciosos fines de semana, alimentos de consumo generalizado, prendas prêt-à-porter, ofertas variadas de televisores y electrodomésticos pasados de moda, ordenadores de pasadas generaciones, coches de segunda mano, etc. Una manera de resumir lo que ocurriría en la hipótesis que estamos barajando nos llevaría a pensar que la vida del casado, a diferencia de la del soltero, es un mundo sometido a toda suerte de limitaciones y penalidades, una experiencia de vida dominada por las privaciones,
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asfixiante de la libertad, sometimiento a toda suerte de servidumbres, a la postre, un mundo colmado de obstáculos que impedirán el logro de la felicidad personal. Habrás comprendido, lector inteligente que me sigues, que he cargado las tintas y lo he hecho para conducirte a una reflexión que, a pesar de obvia, no parece haber calado en la mente de todos aquéllos que conciben la vida del soltero y del casado como si de dos mundos opuestos se tratara. La realidad es muy otra y evidencia que cuando abrimos los ojos a ella observamos que la vida del soltero no es tan idílica como se dice y hasta puede ser todo lo contrario, y lo mismo vale decir del casado. Te lo aclararé con varios ejemplos. • Se habla del placer del soltero durmiendo a sus anchas dentro de una cama donde nunca la pareja le restará centímetros, ni le dará codazos o le despertará con sus ronquidos. Pero no se suele comentar que al despertar el soltero se encontrará con que nadie le pregunta qué tal ha descansado ni le dará los buenos días. • Se dice también que el soltero goza del especial placer de descubrir como turista los más recónditos y maravillosos países. Pero no se hace mención del hastío de muchos solteros que, tras sus numerosos periplos por lejanas y atractivas zonas de los cinco continentes –he conocido dos solteros que responden a este patrón–, se encuentran con que no cuentan con amigos dispuestos a acompañarles en sus nuevas aventuras viajeras. • Por último, se describe el gran número de placeres con que el soltero se regala comodidad y disfrute dentro de su paradisíaca casa. Pero se olvida recordar que a partir de cierto nivel de confort lo que el soltero suele echar de menos es compartir su dinero y sus comodidades con una mujer y con hijos bulliciosos que con su gracia y vitalidad compensarán con creces las incomodidades y el anodino discurrir de los días, salpicados de los abundantes contratiempos que acompañan el duro trabajo diario.
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De estos y otros ejemplos que pudiéramos mencionar, se deduce que prácticamente todas las dimensiones de la vida del soltero ofrecen dos caras, la del placer pero también la de la incomodidad, y esto me lleva a pensar que hay que ser muy cauto a la hora de confeccionar la lista de ventajas e inconvenientes que conlleva la vida del soltero. Con esta premisa por delante, dedicaré las siguientes páginas a comentar las luces y las sombras que aparecen en la vida real del soltero; especialmente me referiré a los pros y contras de la soltería en tres principales ámbitos, en la vivencia del amor, la autonomía personal, y la comunicación o relaciones sociales del soltero; sólo marginalmente me ocuparé de otros aspectos, del ocio, la economía y la salud del soltero. Rápida ojeada a las ventajas e inconvenientes de la soltería Con tono entre jocoso y surrealista, el número 1 de la revista IMPAR (marzo de 2001) ofrecía una lista de 35 ventajas (!) de la soltería; entresaco algunas de las que al parecer únicamente los “neosolteros” podrían disfrutar. “El hecho de que en Estados Unidos (país que nos lleva unos 20 años de ventaja) la mitad de los matrimonios terminen en divorcio significa que al menos la mitad de los casados añoran su situación anterior” (ítem 2). “Hacer la compra en el supermercado es mucho más sencillo. Llenas el carrito con tooodo lo que quieres, tras pasearte libremente por los pasillos empleando el tiempo que consideres necesario” (5). “El sofá es para tu único uso y disfrute, y confirmas lo que siempre habías sospechado: estos muebles no están diseñados para sentarte, sino para estar tumbado/a” (10). “Puedes improvisar planes en tu casa sobre la marcha, sin avisar a nadie: cenas, copas de última hora, partidas de cartas o de Trivial...” (13). “La soltería es la época perfecta para subir en el escalafón profesional. Sí, sí puedes hacer ese viaje de negocios. Sí, sí puedes quedarte unas horas después del trabajo. Sí, sí te apuntas al curso de formación. Y claro que tendrás el informe listo mañana a primera hora” (16). “Una de las mayores ventajas de la soltería es la sensación de libertad. Lo que hagas con tu tiempo libre depende sólo de ti. Cuando piensas en el camino que quieres seguir, no tienes que pensar por dos. Sólo tus circunstancias y tus deseos guían tus pasos” (18).
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“En Occidente, la poligamia sólo está bien vista entre los solteros” (25). “Si en algún momento dudas de que estás en una situación envidiable, haz este ejercicio práctico: Quedas un domingo a la una de la tarde con un par de parejas de amigos para tomar unos vinos. Llegas impecablemente desarreglado/a y luciendo las típicas ojeras producto de una noche de juerga. Cuando te pregunten “¿de dónde sales?”, tú contestas: “es que me acabo de despertar”, y observarás las miradas de envidia que te lanzan de soslayo” (35).
No hace falta ser excesivamente avispado para darse cuenta de que el cuadro anterior tiene su contrapunto y, así, el lector habrá podido oír como yo comentarios sobre los inconvenientes que conlleva la vida del soltero; de tales inconvenientes saben mucho los psicólogos clínicos dedicados a resolver los problemas de los solteros. No digo nada nuevo si te recuerdo que los despachos de estos especialistas están llenos de solteros que acuden pidiendo consejo sobre cuestiones que les preocupan. La pequeña lista que propongo a continuación resulta bastante ilustrativa. “Tengo 31 años y he compartido mi vida con dos hombres. Con el último llevo viviendo dos años y nos llevamos bien. Recientemente me pidió que me casará con él, pero el solo hecho de pensar que mi matrimonio podría acabar como el de mis padres, en divorcio, me asusta y no me atrevo a dar el paso. ¿Qué me aconseja?” (mujer). “Desde hace tres años tengo un novio del que sé por mis amigas que me es infiel. Supongo que si me caso con él seguirá con su vida libertina. Pienso que no estoy preparada para soportar sus infidelidades. ¿Puedo esperar que una vez casado dejará su vida libertina?” (mujer de 27 años). “Soy una soltera divertida y todos mis compañeros de trabajo se ríen con mis gracias, pero cuando me voy a mi casa echo de menos comentar con alguien mis cosas. Noto además que siento la necesidad de que un hombre me diga que me quiere y me lo demuestre abrazándome y acariciándome. Aunque mi educación –me eduqué con monjas– me prohibe la masturbación, me masturbo de vez en cuando, pero veo que eso no me llena. Estoy hecha un enredo. ¿Qué puedo hacer para salir de esta situación?” (mujer de 34 años). “Me gusta el trabajo que hago –soy secretaria de un gran empresario– pero apenas salgo de la fábrica me encuentro sola cenando, sola ante el televisor, sola en la cama. No soporto tanta soledad. También soy muy niñera, me apasionan los niños y a veces sueño con tener los míos y achucharles. Me pre-
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gunto por qué ningún hombre se acerca a mí a pesar de que yo me fijo mucho en ellos. Ya ve el laberinto en el que estoy metida. ¿Qué me aconseja?” (mujer de 36 años). “Tengo 24 años y nunca he salido con un chico. En los dos últimos años me he enamorado dos veces, pero no he sido correspondida. Mis amigas tienen pareja y yo no tengo con quien salir. Tengo que soportar las bromas de los que dicen que seré una solterona. ¿Qué puedo hacer? (consulta en MUJER DE HOY, abril de 2001, p. 28). “Soy soltero y jefe de una sección importante de mi empresa. Entre las empleadas hay una que me atrae mucho, pues es muy guapa y de carácter alegre. Me gusta comer junto a ella en el comedor de la empresa. Muchas veces he pensado en proponerle relaciones serias y casarnos, pero no me he decidido porque ella es una persona ignorante y sin cultura. ¿Puedo arriesgarme a casarme con una persona así?” (varón de 30 años). “Soy soltero y tengo dos amigos con los que salgo, viajo y me divierto. Vamos juntos a todas partes, a discotecas, a restaurantes especializados en menús vegetarianos. Últimamente noto que me aburro con ellos y que gastamos a lo tonto en cosas que no me llenan, por ejemplo en vinos carísimos. A dejarlos no me atrevo porque me quedaría solo y no estoy seguro de poder vivir así. Seguir con ellos tampoco me convence por lo que le digo y porque..., bueno, no sé muy bien por qué. Dudo de que pueda vivir solo y, en el caso de apartarme de ellos, cómo ocuparía mis tiempos libres. ¿Qué es aconsejable en mi situación?” (varón de 31 años). “Soy soltero y tengo un amigo, también soltero, hijo de una familia amiga de la mía. Yo tengo carrera y él es un albañil. Veo que apenas coincidimos en nuestras aficiones y gustos. Frecuentemente me propone ir a sitios (discotecas, fútbol, clubes) en los que él veo que se divierte mucho y yo me aburro. No estoy dispuesto a seguir así pero tampoco a dejarle porque temo quedarme solo y como soy muy tímido dudo que pueda encontrar otros amigos. Aconséjeme, doctor” (varón de 37 años).
Los solteros, ¿juegan con ventaja? Antes de adentrarme en el comprometido empeño de analizar las ventajas o luces que brillan en la vida del soltero, considero indispensable hacerte partícipe, querido lector, de dos importantes dudas metodológicas que me han asaltado cuando me he planteado describir con el nivel suficiente de objetividad los pros y contras de la sol-
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tería. La primera afecta al rigor científico que debía mantener en mi exposición, como obligada muestra de respeto al lector y para no defraudarle en su deseo de enriquecer con mis reflexiones su propio juicio en torno a la vida de los solteros, debía exigirme, por lo mismo, presentar mis ideas sin jugar al escondite y así he procurado hacerlo. Una vez asumido tal compromiso, comprendí que sólo por razones metodológicas cabe hablar por separado de las ventajas e inconvenientes del soltero, dado que en su vida real unas y otros se entremezclan y se conjugan con características singulares, lo mismo que ocurre a los casados. Quiero decir con ello que hablando, por ejemplo, de la soledad cada soltero concreto sabe la medida en que le afecta realmente y lo que de penoso representa verdaderamente su soledad; y paralelamente, únicamente cada soltero sabe lo que de positivo representa gozar de no depender de nadie y gozar de plena autonomía sin echar de menos en determinados momentos a alguien con quien sentirse arropado ante el cúmulo de vicisitudes, preocupaciones, triunfos y fracasos que acompañan su discurrir diario como persona. Tras meditar largamente sobre este asunto, me he decidido a presentar por separado las ventajas y los inconvenientes en la vida del soltero y de ese modo me desmarco no sólo de los estereotipos superficiales y enfoques sesgados imperantes cuando se habla de los solteros sino que contribuyo también a colmar la evidente laguna de estudios sistemáticos sobre lo que significa en términos psicológicos la circunstancia individual de cada soltero. La segunda dificultad es aún más grave y empalma con la anterior. Se trata de reflejar con honestidad las grandes posibilidades o ventajas que se le ofrecen al soltero cuando, haciendo uso de su singular creatividad y libertad, sabe sacar partido de ciertas condiciones objetivas manifiestamente ausentes en la vida del casado. Por lo que yo sé, este análisis no se ha llevado a cabo hasta el presente y desde este supuesto te prevengo, querido lector, del posible error en que puedes incurrir, pensando que soy un firme partidario de la soltería y, lo contrario, que estoy en contra de ella. Mi ánimo es otro, procuraré mantener hasta donde me sea posible una total neutralidad, acti-
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tud que no he visto reflejada en numerosos documentos que he revisado cuidadosamente antes de implicarme y asumir las opiniones que expreso en las páginas que siguen. Te confieso sin rubor que en mi largo viaje por los entresijos de la vida del soltero y del casado lo que sobre todo he intentado es hacer con sinceridad mi oficio de psicólogo, manteniéndome al margen de cualquier prejuicio que supusiera ocultar lo que de positivo y negativo conlleva optar por uno u otro de estos dos estados. Aspiro a que en ningún momento identifiques mis propósitos con el quehacer de un “cronista interesado” en mostrar las venturas o desventuras de quienes gozan o sufren el estatuto de soltero o de casado, y abrigo la esperanza de que mi honestidad será correspondida por tu parte con una cordial actitud de apertura ante mis reflexiones y propuestas; da por descontado mi sincero respeto al juicio final que de ellas llegues a formarte. Pienso que más allá de los tópicos, proclives a presentar una imagen triste y lastimera del pobre soltero/a, se esconde muchas veces la rica realidad de un ser humano con amplias experiencias en todas las dimensiones profundas de la persona humana. Como te he indicado anteriormente, quiero detenerme especialmente en la consideración de tres significativas vivencias que el soltero, sólo por ser persona, desarrolla o puede desarrollar; me estoy refiriendo principalmente a su experiencia del amor, de la autonomía personal y de la comunicación, entendiendo esta última tanto en el plano físico o de las relaciones íntimas como en el de la convivencia social con el entorno, círculo familiar, amigos, colegas, grupos de encuentro culturales o de ocio, etc. El soltero y el amor en la sociedad actual El amor es algo que todo el mundo conoce, de lo que todo el mundo habla, pero que resulta difícil definir. Según la Real Academia de la Lengua, el amor es un “sentimiento que mueve a desear que la realidad amada, otra persona, un grupo humano o alguna cosa, alcance lo que se juzga su bien, a procurar que ese deseo se cumpla y a gozar como bien propio el hecho de saberlo cumplido” (edición 1992). La primera afirmación que se impone cuando tratamos de identificar
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qué es el amor es definirlo como un valor y una necesidad absolutamente fundamental en la vida de cualquier persona, por lo que es arriesgado y prácticamente imposible negar una mínima capacidad del ser humano para ejercer el amor en alguna de sus múltiples modalidades y diversidad de situaciones (Cipolla, 1995). Hablando del amor del soltero, aparece especialmente indicada la referencia dos formas fundamentalmente diferentes de amor: el amor maduro y el enamoramiento. El primero es un sentimiento general y común a todas las personas, aplicable por tanto a los solteros, que puede desarrollarse en relaciones humanas muy distintas; el enamoramiento, por el contrario, es una forma de pasión que suele darse en la relación de pareja, surge sin verdadera voluntariedad y tiende a quedarse en el exterior, sin implicar ni comprometer al yo profundo de los enamorados. En esta perspectiva, no hay inconveniente en caracterizar a los solteros en general como personas especialmente proclives al enamoramiento –amor no comprometido totalmente–, propio de sujetos que no logran conectar de manera natural y estable el núcleo de su yo más íntimo con el de otro yo. Paralelamente, puede decirse también que a diferencia del amor maduro, que es sosegado, libre, generoso, tolerante, paciente, abnegado y coherente, el enamoramiento es exaltado, improvisador, impaciente, epidérmico e inconsistente (Heras, 2001). En cualquier caso, no procede exagerar la contraposición entre enamoramiento y amor, pues como decía el filósofo Spinoza en su tratado de Ética, “con la ayuda de la razón, la pasión del amor puede convertirse y, en muchos casos, llega a convertirse en un sentimiento plenamente lúcido y sereno”. En esta perspectiva psicológica, conviene no olvidarse de una premisa, que no hay fórmulas simples y únicas para explicar los recovecos del amor, ni recetas sobre cómo se puede encarnar en cada persona este sentimiento, por lo que carece de sentido otorgar valor de dogma indiscutible a reglas como “tienes que amar así”, “fuera de estas condiciones nunca podrás disfrutar del amor”, “el amor no admite términos medios, o existe o no existe”, “fuera del matrimonio nunca se da el auténtico amor” y otras similares; las posibilidades de encontrarse con distintas formas de amor son
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tantas como diferentes son las personas por razón de su cultura, ambiente, época, etc. y, por ello, hablaré con mucha cautela sobre el significado del amor en la concreta vida del soltero. Es un hecho que entre las diferentes versiones del amor, hay algunas especialmente atractivas para los solteros y cultivadas prioritariamente por éstos. De ellas, me propongo mostrar lo que dan de sí en cuanto experiencias que conducen positivamente al desarrollo del amor fuera del específico marco del matrimonio. a) Una forma de amor hacia la que muchos solteros se sienten fuertemente atraídos es el amor romántico, una especie de éxtasis que hace vivir el sentimiento amoroso en una dimensión a caballo entre lo real y lo ideal, vivir el beso y la ternura como fuera del propio cuerpo. Como indiqué en el capítulo anterior, esta modalidad peculiar de amar es preferida por el tipo de solteros que hemos denominado solteros con miedo al compromiso y que son sujetos para los que el ideal de amor resulta atractivo en la medida en que se atiene a reglas como “ámame pero no del todo”, o “estoy dispuesto a amarte o a que me ames, pero no tanto que ello suponga la privación de mi libertad para elegir o cambiar la persona objeto de mi amor”. Los solteros que se inclinan por esta forma de amar encuentran una salida a su necesidad de amor mediante apasionados y exultantes encuentros en los que casi siempre la fusión sexual da pie a la experiencia de una forma viva de sentir la cercanía de la otra persona y una proximidad capaz de satisfacer dos necesidades básicas que el soltero tiene en cuanto persona de carne y hueso; primeramente, dar salida a la pulsión erótica que un sexo provoca en el otro y, de otra parte, experimentar sentimientos que sólo muy superficialmente se dan en la vida cotidiana, como la ternura, el goce de una mirada iluminada y subyugante y, sobre todo, la sensación de felicidad que emana de la fusión de dos almas y dos cuerpos que como, por arte de magia, sienten que son desbordados en sus limitadas fronteras hasta convertirse y estrenar
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una inesperada y gozosa realidad, la inefable experiencia del “nosotros”, dos formando uno más grande y más rico. Sería faltar a la verdad negar que esta manera de entender el amor es ya de por sí y objetivamente valiosa a la vez que ajustada al nivel de comunicación íntima que buscan muchos solteros y que, al margen de diferentes dimensiones personales, como la valoración moral de tales relaciones, prefieren que tal comunicación amorosa, incluida la fusión íntima, permanezca dentro de los límites propios de unas relaciones sexuales realizadas periódicamente con la eventual pareja; muchos solteros confiesan que estas relaciones les resultan suficientemente satisfactorias. Me lo explicaba así una soltera de 39 años. “Tengo cuatro amigos, dos de ellos casados, con los que me junto para desfogarme. Me parece que ellos buscan lo mismo que yo, satisfacer sus deseos sexuales y algo de intimidad, en eso coincidimos. Cuando hemos pasado un rato juntos, estamos contentos de habernos entregado el uno al otro, de habernos satisfecho mutuamente, y ahí termina todo. Cuando días después nos llamamos para un nuevo encuentro, sabes que las cosas no irán a más, que cada uno hará su vida sin comprometerse en nada que vaya más allá de juntar nuestros cuerpos en un abrazo de placer y de amistad. A los cuatro les considero verdaderos amigos y creo que ellos también a mí, aunque siendo totalmente sincera, pienso que ellos no disfrutan tanto como yo, lo digo sobre todo por los casados, pues sospecho que el ocultar nuestros asuntos a sus mujeres no debe resultarles algo agradable, pero de esto nunca hablamos”.
Hoy bastantes autores (Heras, 2001; Carter y Sokol, 1996; Manglano, 2001) se niegan a admitir que el amor romántico y su variante, el enamoramiento, sea auténtico amor y sostienen también que pueda resultar para los implicados verdaderamente placentero pues entienden que, por su propia naturaleza, el amor aspira a la fusión total en cuerpo y alma entre las personas, condición que, en su opinión, no se cumple en el amor meramente pasional, dado que prácticamente siempre se queda corto en cuanto que promete una plenitud que la realidad le niega. Así lo expresa Bayer (2001) cuando dice:
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“El enamoramiento no es amor, aunque ambos términos se confundan con frecuencia. [...]. Cuando nos acabamos de enamorar, nos tocamos un promedio de 378 veces al día y conversamos durante noches enteras, mientras que en el matrimonio preferimos dormir sin rozarnos o intercambiamos la información imprescindible en apenas siete minutos diarios de conversación [...]. Los psicólogos sospechan que la fuerza espontánea del enamoramiento abre la mente a nuestros sentimientos más primitivos de dependencia y pertenencia y lo relacionan con la necesidad de simbiosis con la madre durante la infancia. [Esto se debe a que] los enamorados van más allá de si mismos, halagan el narcisismo del otro; mientras estamos enamorados nos acercamos más a nuestro yo ideal, nos comportamos como la persona que siempre hemos deseado ser pero que en realidad no somos, [por eso] el enamoramiento surge de pronto y suele terminar de manera abrupta” MUY ESPECIAL, nº. 52, marzo-abril, p. 86).
Frente a quienes hablan con cierto desprecio del amor romántico, expertos en temas de amor no tienen dificultad en admitir que pueda darse una saludable zona en la comunicación amorosa entre los sexos que, sin implicar el compromiso de permanencia y exclusividad propia de las relaciones sexuales de la pareja, hacen de la relación sexual romántica una forma de comunicación suficientemente satisfactoria para los dos partes. Así mismo, ven como una posibilidad real que, en un momento dado, el amor románico, superándose a sí mismo, se desarrolle hasta alcanzar el compromiso total y recíproco entre las personas inicialmente sólo enamoradas. En tal caso, el enamoramiento representaría la fase inicial del proceso que conduce al amor pleno, entendido como el deseo de retornar a los hábitos de plena autonomía personal, en buena medida perdida durante la vivencia del enamoramiento. En aquellos casos en que el amor romántico no da paso al amor maduro –algo frecuente–, lo que suele ocurrir es que la relación romántica suele caer muy pronto en el aburrimiento y, finalmente, en la separación de la pareja. Si, por el contrario, la experiencia romántica logra traducirse en el amor pleno y total de los enamorados, entonces la pareja conseguirá vivir el nuevo amor en calidad de complemento enriquecedor y fuente de equilibrio y plena donación recíproca (Fromm, 2000). Quienes así interpretan el amor romántico se
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desmarcan de los que piensan que la motivación básica y principal de los amantes responde siempre a la actitud interesada y egoísta de quien únicamente busca en el amor cubrir la necesidad de sentirse completado por el otro (Alborch, 1999, p. 156); es evidente, que muchas veces el juego del amor romántico esconde el deseo de completar y enriquecer a la persona amada, lo que constituye una actitud claramente positiva. Otro argumento muy socorrido contra el valor positivo del amor romántico es subestimarlo por el hecho de que supone abandono o pérdida de uno mismo y, derivadamente, el dominio absorbente y total por parte del otro con lo que deja de ser verdaderamente libre y por tanto propiamente humano. Pero a esto se responde que no hay por qué excluir la posibilidad de que, de mutuo acuerdo, se pueda pactar libremente el ejercicio de un amor limitado a las meras exigencias del amor romántico y, en este sentido, los solteros especialmente celosos de su autonomía corroboran con su experiencia que el amor romántico no sólo es posible sino que es el que mejor se adecua a sus aspiraciones y que, por eso mismo, les resulta satisfactorio y positivo. Pienso por mi parte que hay bastantes razones psicológicas para pensar que esta dimensión positiva del amor romántico es perfectamente creíble, pues cuando se analiza profundamente la relación sexual realizada en clave de amistad, se convierte en una experiencia profunda y emocionante en la que participa toda la persona en cuerpo y alma. Como sugiere Lowen (1993), el cuerpo, contrariamente a los que sitúan la sexualidad y la espiritualidad de la persona en polos diametralmente opuestos, nunca deja de recibir alguna influencia de la vertiente espiritual de la persona, algunos incluso hablan de tal influjo como si de una especial “experiencia mística” se tratara dado que puede y suele ir cargada de fuertes componentes espirituales (ternura, donación mutua, supratemporalidad), lo cual, a su vez, resulta plenamente coherente con una nota esencial del ser humano cuya verdadera entidad no es otra que la original unitotalidad integrada por “un cuerpo espiritualizado o un espíritu encarnado”.
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b) Frecuentemente, los solteros aducen sus preferencias y ven claras ventajas en el amor desligado del matrimonio alegando las connotaciones negativas que acompañan las relaciones amorosas de pareja dentro de una convivencia única y estable. En esta perspectiva, un hecho biológico plenamente contrastado respalda la tendencia a la promiscuidad que impera en las relaciones de pareja entre los mamíferos, pues es sabido que, salvo escasas excepciones, en las escalas animales próximas al hombre, rara vez se da la pareja sexual única y estable, al parecer únicamente los lobos y los chimpancés son monogámicos (Yela, 2000). Este argumento biológico se apoya también en la idea de que buscar la felicidad completa a través una sola pareja sentimental tiende a poner demasiado peso sobre una relación que en la práctica difícilmente llega a satisfacer todas las necesidades de los individuos. De hecho, ocurre que la relación única y estable provoca en numerosos casos una dependencia emocional muy propia de personas que no se han realizado en otras áreas de su vida, la amistad o el trabajo principalmente. A partir de estos datos, se entiende que reducir la relación de pareja a su forma única y estable conlleva en muchos casos un cierto empobrecimiento de las posibilidades de desarrollo de las personas implicadas, lo que explicaría en buena medida los altos porcentajes de infidelidad que observamos actualmente entre las parejas dentro de nuestra sociedad y la tendencia a la poligamia que aparece como normal en numerosas culturas y pueblos cuya salud mental y social alcanzan niveles no sólo iguales sino incluso superiores cuando se los compara con los numerosos desajustes a que se ven sometidas las relaciones amorosas en el interior de las sociedades monogámicas occidentales. En cualquier caso y a la vista de estos hechos, resulta difícil negar cierto valor positivo en el amor ejercido entre personas que no se rigen por el criterio de ver únicamente amor allí donde dos personas se entregan una a la otra en exclusiva (Ladish, 1998), y tampoco parece sostenible la visión totalmen-
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te negativa de quienes están siempre dispuestos a condenar y despreciar las manifestaciones de amor de pareja en la vida de numerosos solteros –y esto vale también para los divorciados y viudos. Estas premisas conducen a una importante conclusión: desde el punto de vista psicológico, la situación de soltero constituye una especial y positiva posibilidad para implicarse en numerosas y sucesivas historias afectivas susceptibles de colmar básicamente su necesidad de comunicación amorosa con el otro sexo (Segura, 1997, p. 40). c) Muchos solteros resaltan con especial énfasis las bondades del amor libre sin las limitaciones objetivas y propias del matrimonio y, así, sostienen que el amor vivido al margen de la pareja estable no siempre ni necesariamente es la consecuencia o expresión de un egoísmo rezumado, es decir, del amor centrado exclusivamente en sí mismo. La experiencia es rica en ejemplos en los que se muestra que el amor de muchos solteros, lejos de agotarse en un proceso de desarrollo personal desde sí y para sí, es todo lo contrario, la manifestación de una actitud abierta y de entrega generosa, en definitiva de amor, a personas y objetivos nobles que desbordan totalmente los intereses individualistas y acaban, en la práctica, repercutiendo en provecho de los demás. En esta situación se encuentran los consagrados con todas sus fuerzas a causas que sólo se entienden como despliegue de una total dedicación vocacional a los otros, como ocurre con muchos religiosos, artistas, políticos, escritores y profesionales sometidos a condiciones laborales que les exigen total disponibilidad de horario y dedicación a la consecución de objetivos afectados por constantes cambios de lugar o programas de trabajo. En este contexto, cabe preguntarse cómo puede “explicarse” psicológicamente esta forma de darse a los demás que no pasa por la norma común de casarse ni se traduce en dedicar prioritariamente la propia vida a atender las necesidades de personas que no forman parte del propio núcleo familiar. A la hora de
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responder a esta jugosa cuestión, aparecen inmediatamente varias razones. La primera arranca en la conciencia de que, en principio y en contra del tópico, vivir a solas no significa vivir solo sino más bien facilitar el cultivo de una actitud de total disponibilidad y apertura hacia todo tipo de relaciones sociales encaminadas al beneficio de los demás, entre otras la de atender a los necesitados de sentirse afectivamente arropadas por personas generosas dispuestas a darse más allá, o simplemente de distinto modo, de lo exigido por los condicionamientos familiares o de pareja (Segura, 1997). Hay un dato que confirmaría tal interpretación: cuando sobreviene una catástrofe, el reclutamiento del voluntariado suele estar integrado mayoritariamente por solteros que, gracias a su estatus, pueden permitirse el lujo de estar libres de las cargas y obligaciones familiares y, en este aspecto, conozco un buen número de jóvenes que tras acabar la carrera deciden enrolarse en alguna ONG dedicada al desarrollo de zonas desfavorecidas de Latinoamérica, de África o la India; rara vez son familias enteras las que optan por dejarlo todo y embarcarse en proyectos de tan alto significado altruista y social. A esto hay que añadir una dimensión nada desdeñable, que el amor del soltero proyectado hacia los demás no dista tanto de la motivación profunda que alimenta el amor de pareja, darse al otro, a los otros, pues ambas situaciones están llamadas por igual al mismo objetivo, implicarse en actividades y actitudes amplias en las que no cabe poner fronteras al amor; al fin y al cabo y al margen de estar casado o soltero, el amor que suele colmar la felicidad de las personas se manifiesta en dedicar el propio tiempo y las disponibilidades personales al cuidado de aquéllos que necesitan de nuestra solicitud y atención. A la luz de estas reflexiones, el amor del soltero, connotado con características de universalidad, no tiene por qué ser necesariamente de menor calidad o menos profundo, a la postre menos satisfactorio, que el del casado (Fischer y Hart, 2002). Es
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más, en alguna medida puede ser incluso superior en cuanto implica haber hecho libremente la opción de dedicarse a los demás en ocupaciones y por derroteros que a menudo suponen superar los obstáculos que conllevan desmarcarse de los estigmas sociales a los que están sometidos los solteros; si la madurez de las personas se mide por su capacidad para actuar con libertad, entonces muchos solteros son –o pueden ser– más libres que muchos casados. Por último, frente a una sociedad que no parece haber caído en la cuenta de la enorme capacidad de amar del soltero y de ejercerlo de manera plenamente libre y generosa, abrigo la esperanza de que futuros y sistemáticos estudios sobre los valores positivos de la soltería acabarán reconociendo el potencial de verdadero amor que reside en los no casados y conseguirán aparcar la caricaturesca imagen de egoístas con la que nuestra sociedad sigue subestimando todavía a quienes, por motivos que se sitúan más allá de una mirada superficial, hacen la opción de amar y servir a la sociedad por caminos no coincidentes con la vida familiar tradicional. d) Partiendo del mito de la “media naranja”, la opinión vulgar sostiene que sólo cuando se encuentra aquella única persona que misteriosamente sería nuestro complemento en el plano del amor podremos dar por satisfecha nuestra necesidad de amar, en definitiva, cubrir las ansias de comunicación afectiva, sosiego y felicidad a las que aspira toda persona. Tal visión mítica del amor se desvanece apenas se comprueba, por un lado, la posibilidad innegable de encontrar varias medias naranjas –personas que sabrán recibir y reconocer por tiempo limitado el amor que les otorga alguien que busca su bien y felicidad– y, por otro, que cualquier “media naranja”, por completa que sea, siempre dejará de colmar algún aspecto o vertiente del amor necesario para cubrir todas las posibilidades de amar que caben en el corazón humano. Si las cosas no fueran así, habría que admitir varios hechos contrarios a la cotidiana realidad, entre otros la extraña imposibilidad de que en el plano del
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amor, a diferencia de lo que ocurre en el vasto espectro de la experiencia humana, los humanos sólo dispondrían de bazas únicas y en cierto modo siempre seguras, o se acierta a la primera o nunca más será posible desarrollar la vocación al amor que anida en el alma de las personas; no hay razones decisivas para hacer una excepción en un campo que, como el del amor, tiene tantas y tan profundas repercusiones en la vida de las personas. Se impone, pues, admitir sin tapujos estos hechos so pena de considerar imposible, por ejemplo, que cuando se pierde un amor queda abierta la puerta para encontrar otro u otros amores capaces de convertirse en fuente inagotable de recíproca donación sincera y cabal. Entiendo que solamente cuando se asumen estos criterios encuentran suficiente explicación tantas y tantas rectificaciones satisfactorias en el ámbito del amor, como ocurre con los divorciados que no se resignan a vivir solos y vuelven a casarse, logrando así ser muchos de ellos plenamente felices con su nueva pareja (Duoeil, 2000). Todas estas reflexiones acaban certificando el hecho cotidiano de que la única forma de amar no se agota en el amor de pareja estable y única dentro del matrimonio, ni que la soledad es la única salida para quienes han pasado por el trance de fracasar en sus intentos de encontrar la pareja que colme su necesidad de amar y ser amado. La conclusión final es que, hoy por hoy, no contamos con suficientes estudios científicos que respalden la idea, bastante común por cierto, de que el amor ejercido por los solteros es de inferior calidad humana que el amor vivido entre los esposos (Yela, 2000, p. 2002). La independencia, valor altamente cotizado por el soltero Cuenta el psiquíatra Castilla del Pino (2000) que en cierta ocasión acudió a su consulta el jefe de una gran empresa asustado por sus repentinos e inexplicables cambios de humor. A los pocos minutos de iniciar la entrevista, el cliente le confesó: “echo de menos cierta libertad, me pesa la familia, envidio a un compañero que está soltero, aun-
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que mi mujer lo compadece...” (p. 113). Realizada la exploración psicológica, el experto diagnosticó depresión afectiva (distimia) y comprobó que el sujeto en cuestión quería huir de su situación, a lo que su mujer se oponía por todos los medios. Especialmente, envidiaba al compañero soltero que se daba el gusto de sentirse libre y hacer lo que le apetecía en cada momento, por ejemplo, salir con una bella mujer que trabaja en la misma fábrica. A partir de esta historia real, se puede entender el importante papel que juega la autonomía personal dentro del matrimonio y, de rebote, por qué algunos solteros, ávidos de autonomía huyen del matrimonio como si de una cárcel se tratara. Trataré de explicar esta complicada cuestión. a) Para determinados solteros, el compromiso matrimonial no solamente no es necesario para realizar la vocación al amor sino que resulta en muchos casos incompatible con el mantenimiento de la propia identidad y libertad individual. Haciendo suya esta afirmación, la periodista Roma (1998, p. 205) critica la insultante ligereza de mucha gente que tilda a los varones solteros de calzonazos y ve a las solteras que optan por ser ellas mismas y no se resignan a caer en “la ceguera del enamoramiento” pequeños monstruos libertinos y desorientados, incapaces de encontrar los caminos que les permitan seguir siendo ellas mismas y, al mismo tiempo, amar en libertad. Si nos atenemos a los hechos, éstos confirman que frecuentemente la vida en pareja supone el sometimiento a un abultado programa de pequeños compromisos que a muchos solteros les resulta incompatible con la necesidad de sentirse libres, e insisten en que, por más que se idealice el matrimonio, siempre acaba en el sometimiento de uno mismo a los ritmos de vida del otro, la mujer y, por extensión, a los hijos, dado que la vida en familia es inviable si sus miembros no se ajustan a estrictas reglas de comportamiento que afectan a todo, economía, viajes, salidas, entradas, gustos culinarios, etc. Desde tal premisa, concluyen los defensores de la soltería, un modo de ser respetuoso con la institución del matrimonio es
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reservarlo para aquéllos que se sienten con fuerzas suficientes para soportar la uniformidad en el hacer, sentir y pensar y, equivalentemente, vivir al compás y en función de lo que dicta en cada momento el pesado paquete de las obligaciones familiares. Este tipo de argumentación acaba poniendo en boca de muchos solteros la afirmación de que nunca el beneficio de la seguridad y apoyo afectivo que puede proporcionar el matrimonio queda suficientemente compensado con la pérdida de la libertad y ataduras que lo acompañan (Yela, 2000, p. 235). b) A parecida conclusión llegan ciertos solteros tras considerar el conjunto de compromisos a que queda sometida la persona dispuesta a asumir seriamente su pertenencia a una sociedad orientada hacia la productividad y la eficacia. Desde una concepción de la vida profundamente tecnificada, la peculiar del “homo faber”, prevalece la opinión de que no hay tiempo para distraerse con el cultivo de los sentimientos y, en consecuencia, el ideal de la persona que intenta vivir a la altura de la vida actual es dedicar todo su tiempo y esfuerzos al logro de las siempre nuevas y espectaculares posibilidades que ofrecen al hombre de hoy los avances de la técnica. En tal horizonte sociolaboral, se acaba reconociendo que los solteros son las personas que más necesita nuestra sociedad tecnificada y, añaden, que así lo reconocerían los ciudadanos si tuvieran la suficiente sensibilidad de la que hoy carecen; si el ciudadano de a pie fuera persona madura, acabaría tributando profundo agradecimiento a todos aquéllos que sacrifican los “pequeños placeres del matrimonio” para consagrarse a la noble tarea de convertir en realidad los fantásticos retos que el mundo desarrollado está demandando en el campo de la ciencia, la técnica, las artes, etc. Es evidente, se concluye, que a la vista de estas nuevas e irrenunciables (?) exigencias, la tradicional cadena que configuraba antaño la vida del ciudadano, “colegio - buscar trabajo buscar pareja - casarse - tener y cuidar hijos”, puede considerarse cuando menos una fórmula insuficiente de entender la
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vida, por no decir una postura totalmente superada (Jaeggi, 1995). ¡Es difícil encontrar mejor elogio a la independencia del soltero en cuanto plataforma que le facilita consagrarse a la realización de objetivos tan excepcionales! He aquí una muestra de dicho canto a la iniciativa del soltero: “Los solteros estamos dispuestos para empresas grandes y heroicas en que se necesita, como dice el vulgo, echarse el alma atrás y atropellar por todo. No es esto decir que los casados no sean capaces de grandes hechos, de abnegación y de heroísmo, porque la historia nos da ejemplos de lo contrario, pero parece lo natural, considerado el egoísmo y los intereses y afecciones que originan las familias, que el soltero, libre de estos lazos, se halle más desembarazado para ello.[...]. El soltero siempre está en aptitud de consagrarse a empresas difíciles, terribles y peligrosas, sin que su conciencia en nada le remuerda” (Díaz, 1998, p. 291).
En la misma línea de exaltación a la privilegiada independencia y disponibilidad del soltero con respecto a la del casado, encuentro en una entrada del buscador Google algunas notas que no por jocosas dejan de tener cierta entidad (www.huandacareo.net/Entreten/soltero.html) (marzo 2003): “Tu tiempo es siempre ... TU tiempo. Eres el candidato nº 1 en las entrevistas de trabajo tan solo por decir “Disponibilidad para Viajar”. El salir a algún lado es únicamente una excusa para romper la rutina. Realmente “siempre” puedes decir la verdad sin que te pese. Tus hermanos menores te admirarán por considerarte inalcanzable. Nadie critica el tiempo que pasas en la oficina, excepto tu jefe. Tu desorden siempre estará “ordenado” (enero 2003).
c) Una forma de defender los solteros la bondad de su estado civil es arremetiendo frontalmente contra el mito occidental que desde pequeños nos inculcaron y que se sustancia en una hipotética y nunca probada omnipotencia del amor: “el amor lo puede todo, está por encima de todo”. Desde tal visión mítica del amor, se afirma ingenuamente que ninguna circunstancia puede afectar a la vida del amor, lo cual es obviamente absurdo y contrario a los hechos. A esto cabe añadir otra reflexión: los autores que
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han analizado seriamente el significado del amor canalizado a través de la pareja resaltan la contradicción manifiesta entre sus excelencias entendidas en el plano teórico (!) y el deterioro al que dicho amor, con el transcurso del tiempo, se muestra sometido en el plano real y cuyas manifestaciones más comunes y bien conocidas son la infidelidad, los celos, las discusiones, los obstáculos derivados de las diferencias en el ritmo de desarrollo personal de cada miembro de la pareja, el cansancio y, finalmente, el hastío y la resignada desilusión, cuando no la ruptura. El hecho, repetidamente consignado en estas páginas, de que uno de cada dos matrimonios termina en fracaso, constituiría a juicio de estos estudiosos, el mejor alegato en contra de la defensa a ultranza de la superioridad del matrimonio y de sus hipotéticas ventajas con respecto a la soltería (Yela, 2000; Heras, 2001; Fischer y Hart, 2002). d) Una variante del anterior argumento aparece cuando se analiza de cerca la manera simplista, por no decir llanamente falsa, con que se valoran –más bien habría que decir, se “subvaloran”– en nuestra sociedad las distintas y posibles variantes del amor plena y libremente desarrollado fuera del matrimonio. A tenor de lo que se enseña en la familia, la escuela y en ciertos medios de comunicación social, la única versión aceptable y positiva del amor se identificaría exclusivamente con aquélla que reúne todos sus grandezas sin mezcla de debilidad alguna, es decir, de un amor teóricamente acompañado de total seguridad, estricta fidelidad, renuncia ilimitada a la independencia y libertad personal, ausencia de celos y de rutina vivido en el oasis tranquilo y paradisíaco de la pareja. Es evidente, que aceptar sin atenuantes esta única forma de amor perfecto equivaldría a identificarlo con cierto tipo de “adicción” o de conducta ciega regida por fuerzas que niegan cualquier posibilidad de elegir libremente aquella forma de amar que resulta más acorde con las propias necesidades y recursos personales y que son, como es bien sabido, generalmente mutantes en el
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transcurso del tiempo (Peele, 1975; Carter y Sokol, 1996). A juicio de Yela (2000, p. 64), esta visión angelical del amor, prevalente otrora en amplias capas sociales de nuestro mundo occidental, no se corresponde con las auténticas posibilidades de realizar hoy la vocación al amor por parte de muchos ciudadanos que, para bien o para mal, no contemplan el desarrollo de su dimensión afectiva necesariamente vinculado a las condiciones impuestas por el matrimonio tradicional; de hecho, en el noventa por ciento de las culturas que conocemos, amor y matrimonio no van siempre ni necesariamente unidos (Hendrick y Hendrik, 1992). En estos momentos, asistimos a la creciente opción de vivir voluntariamente solo, lo que supone la afirmación más rotunda, antaño desconocida, de la búsqueda y disfrute del amor desde la propia autonomía y que libra a los solteros del peligro del estrecho confinamiento en que incurren muchas parejas que acaban en la separación. El exponente más claro y nuevo de libertad en este terreno se da en ciertas mujeres que, alcanzado un alto nivel económico y cultural, deciden con total voluntariedad optar por vivir solas –aunque sólo sea por algún tiempo– para poder volcarse con más facilidad y sin trabas en la realización de importantes y valiosos programas de renovación social o cultural demandados por la sociedad global y que no están adscritas necesariamente a la vida en pareja; actualmente son pocos los que se atreven a despreciar el valor altamente positivo de dichas opciones plenamente clarividentes y libres (Alborch, 1999, p. 92). e) Bastantes solteros se quejan de la injusta acusación que se hace contra ellos, su tendencia al narcisismo individualista, que se traduciría en la búsqueda compulsiva de satisfacer sus propios deseos y necesidades olvidando las de los demás. Así, se dice que, imitando al narciso encerrado en su torre de marfil, el soltero evita el contacto con los demás porque sabe que el diálogo con ellos siempre le exigirá algún tipo de concesión que le supondría a la media o a la larga la renuncia a algo de sí mis-
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mo, a la postre, poner en peligro su bienestar y tranquilidad personal. Ciertamente, se constata que algunos solteros, los encerrados en sí mismos, proclaman sin tapujos que su bienestar es tan amplio como su posibilidad de gozar de una situación en la que las personas del entorno no les piden nada y “justifican” su actitud incomprometida con el argumento de que tampoco ellos exigen nada a los demás –lo cual es casi siempre falso (!)–. Pero muchos solteros no se resignan a aceptar la falsa generalización que supone confundir sin más su libertad con la postura del rezumado narcisista que va por la vida recibiendo por todas partes prestaciones y atenciones a costa de nada. Una actitud honesta lleva a reconocer que este rechazo está especialmente justificado en el caso frecuente del soltero que lo es a su pesar y que por circunstancias de la vida no ha podido formar una familia, pero no lo es menos y especialmente cuando se tacha de egoístas a los solteros que despliegan su actitud de generosa disponibilidad y donación de sí mismos a través de diversas formas de cuidado y solicitud en beneficio de personas que gracias a ellos reciben el cariño y las atenciones que nadie en la sociedad les ofrece. Explicaré lo que pretendo decir con la historia ejemplar de una soltera que conocí recientemente. Con ocasión de mi estancia por vacaciones en un pequeño pueblo de montaña, conocí a una soltera de 38 años que asistió a sus padres ancianos durante los últimos ocho años de su vida. Fallecidos sus padres, murió su hermana en accidente de circulación y dejó huérfanos a sus tres hijos. La tía soltera se hizo cargo de sus sobrinos y de su cuñado. Con el paso de los meses y felizmente, la tía soltera se convirtió en la nueva esposa del padre y madre de los niños. Resultaría un sarcasmo acusar de narcisismo egoísta a esta generosa mujer cuya soltería le llevó a convertirse en la generosa madre adoptiva que necesitaban sus sobrinos.
f) Por todo lo dicho podemos concluir que afirmaciones como “la mujer se inclina al yugo del matrimonio por naturaleza, por instinto ciego, por amor propio, por honor, por conveniencia social”, aparte de no dejar en buen lugar a la mujer en cuanto
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persona, pueden darse por superadas –bendita superación (!)– como ley universalmente reguladora de la dinámica real de nuestra sociedad. Y generalizando, no se puede trivializar el mundo afectivo y la vivencia del amor del soltero reduciéndolo al mero proceso abortivo del verdadero amor, que únicamente se reservaría para el matrimonio (Gail y Moon, 1997). Comunicación afectiva en la vida del soltero y sus grandes posibilidades El viaje de la vida sería demasiado pobre y seguramente demasiado triste si terminara en las fronteras de uno mismo. Ya en el primer capítulo del Génesis se define al hombre como un ser incompleto y necesitado de los demás: el padre de la humanidad se entusiasmó cuando vio a su lado un ser semejante a él y al ver a Eva exclamó: “esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Desde aquella experiencia primigenia, la historia de la humanidad en el campo de la cultura, de la economía, de la política, etc. es la historia del “nosotros”, de la realización personal en conjunción con la vida de otras personas (Bernad, 2000). Según toda la tradición occidental, la más honda y común expresión implicada en la creación del “nosotros” ha estado representada por la convivencia en pareja, tal vez por eso o al menos en parte, a los que se apartan de esta fórmula se les tacha bien de “bichos raros”, bien de “solitarios aburridos y víctimas de su soledad”. De hecho, y como apunté ya en el primer capítulo, nuestra sociedad sigue organizándose básicamente pensando en adultos emparejados y, por este motivo y hasta cierto punto, es lógico que el sentir común entienda –aunque no se justifique– que los solteros, en cuanto sujetos que se apartan de la pauta general establecida, sean mal vistos por su entorno y algunos, incluso, necesiten la ayuda de los expertos para afrontar el cúmulo de desprecios con los que la sociedad formada por personas casadas les atosiga y los excluye. A partir de aquí, surgen numerosas preguntas que afectan a los solteros: ¿en el plano de la comunicación, carecen los solteros de elementos que les impidan
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comunicarse plenamente con los demás?, ¿es posible para los solteros cubrir su necesidad de comunicación (intimidad, complicidad, apoyo, compañía, amistad) viviendo al margen del matrimonio o vida en pareja estable?, ¿es inherente a la vida del soltero sufrir irremediablemente el mal de la soledad?, ¿en términos psicológicos, es equiparable el nivel y calidad de comunicación afectiva que puede alcanzarse dentro del matrimonio con la red de relaciones sociales que los solteros pueden establecer y mantener con las demás personas? En las páginas que siguen intentaré mostrar que la vida de los solteros está abierta a todo tipo de comunicaciones positivas con el entorno, por lo que no procede adoptar una postura de compasión hacia ellos y menos aún negarles la posibilidad de sentirse suficientemente apoyados y acompañados por el conjunto de personas que a través de la familia, amigos o compañeros están cerca de él. Una cuestión especial es dilucidar si esas vivencias compartidas son suficientes para lograr el nivel concreto de comunicación y compañía que cada soltero en particular necesita mantener con las personas cercanas a su vida y, en caso negativo, cómo es posible hacer llevadera y convertir en positiva su relativa soledad. Veamos lo que da de sí el análisis pormenorizado de estas complicadas cuestiones. a) Podemos comenzar diciendo que la mayoría de los solteros son conscientes de que la vida en pareja bien llevada es el marco privilegiado para la completa comunicación entre las personas, dado que en cierto modo permite borrar con radicalidad las fronteras existentes entre el yo limitado y el tú y vivir instalado en el marco del “nosotros”, una realidad de suyo más completa y rica que el reducido mundo individual. Los solteros son conocedores también de muchas otras particularidades relacionadas con la comunicación, por ejemplo 1) que entre los miedos universalmente más temidos por las personas está el miedo a la soledad, 2) que es un hecho generalmente reconocido que la calidad de vida y la felicidad de los seres humanos dependen en gran medida de que estén acompañados por otras personas cercanas de las que reciben y a las que pueden
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dar comprensión y cariño, y 3) que el estar con los demás a cualquier precio constituye una enfermedad capaz de arruinar la autoestima y convertir en infierno insoportable la convivencia. Estas valoraciones sitúan al soltero, lo mismo que al casado, en un horizonte en el que inevitablemente la persona se enfrenta al reto de establecer la fórmula de equilibrio entre, por una parte, el cultivo de la privacidad, en cuanto condición para la plena e irrepetible autorrealización a la que todas las personan aspiran en calidad de seres originales o individuos y, de otra, la necesidad de contar con la compañía de alguien que esté dispuesto a compartir plenamente algo tan hondamente sentido como es el sentimiento de amor vivido en comunión con los demás. A juicio de los psicólogos de la personalidad, la variedad de fórmulas con las que puede alcanzarse el mencionado equilibrio coinciden en esta nota común, en todas ellas siempre aparece un cierto juego del yo en complicidad con el tú. Algo que se olvida con frecuencia es que los solteros no son los únicos sujetos sometidos a un cierto grado de soledad, pues la vive el niño desde los primeros momentos de su vida tras el abandono del seno materno, el joven que siente por primera vez y casi compulsivamente la necesidad de abrirse a otras personas para que le escuchen y le ayuden a identificarse como adulto, los padres que se quedan solos tras la independencia de sus hijos mayores, el enfermo encerrado en su dolor, el jubilado al que se le aparta del mundo laboral, y el anciano recluido en la residencia donde se ve obligado a relacionarse con personas que nunca trató en el transcurso de su vida anterior. Es muy común interpretar toda esta cadena de rupturas y separaciones como un pesado fardo y una experiencia negativa. Sin embargo, vistas las cosas desde el lado positivo, esas soledades ni son tan objetivamente reales ni tan irremediablemente negativas, como se desprende de las ideas que propongo a continuación:
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– Sólo el autoengaño o la inconsciencia puede hacernos creer que vivimos aislados y totalmente independientes de los demás. Esto lo podemos comprobar imaginando lo imposible e irreal que sería nuestro mundo interior si por arte de magia y por un solo instante intentáramos borrar de nuestra mente todo lo que nos une a nuestros semejantes: recuerdos, ideas, valores, sentimientos, saberes y experiencias en general. Por poco que se piense, se comprueba que nuestra vida está sustancialmente unida a la de los demás por innumerables conexiones, pues los demás cubren nuestras necesidades de vestido, alimento, información, diversión, casa, salud, etc. – El sentimiento de soledad desaparece en la medida en que adquirimos la dimensión global de nuestra existencia y nos damos cuenta de que formamos partes sustanciales e irrepetibles del universo en que vivimos –“somos piezas únicas e irrepetibles del gran rompecabezas del mundo”, decía Einstein–. Cada persona, al margen de su condición de casado o soltero, puede avivar el sentimiento de pertenencia a la humanidad, abrazando al levantarse a los 300.000 niños que nacen cada día en el mundo y a las 180.000 personas que mueren, y vivir diariamente la capacidad que todos tenemos de experimentar la conciencia de pertenencia, con derecho propio e intransferible, a la realidad universal y omniabarcadora de la humanidad y del cosmos. De este modo, cada persona puede transcender los estrechos límites de su individualidad y sentirse “compañero” de todas las cosas. – Por último, quiero aludir a una idea complementaria de las dos anteriores y que muchos solteros a los que he entrevistado me han expresado de manera más o menos explícita. El remedio contra la soledad pasa por apartarnos de la falsa idea de que el estar solos es una situación vergonzante o angustiosa pues cabe sustituirla por la opuesta, la que se manifiesta en el cultivo del amor a uno mismo como parte del todo, derivando así en el aumento de la propia autoesti-
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ma y la mejora de nuestra calidad de vida. Es más, sin una buena dosis de soledad nunca podremos descubrir quiénes somos, ni estar en paz y a gusto con nosotros mismos, como tampoco saber lo que podemos dar y recibir de los demás tras descubrir lo que nos falta; en este sentido, únicamente las personas que han aprendido a estar radicalmente solas están capacitadas para estar verdaderamente acompañadas. Desde estos supuestos, cualquier contacto social adquiere una nueva luz y se comprende –algo decisivo para el soltero– que la interacción con los demás nunca será satisfecha si no se entiende como complemento –nunca un sustitutivo– de las buenas relaciones con nosotros mismos (Ladish, 1998). b) Aceptado que todos somos únicos y, en gran medida, estamos solos en el núcleo de nuestra vida interior (nuestras elecciones o decisiones más profundas), podemos afirmar que la diferencia entre el casado y el soltero en cuanto a la vivencia de la soledad es sólo de grado, en el sentido de que el casado siempre estará afectado por cierta soledad a pesar del bullicio que puede percibir en el entorno más cercano (la mujer y los hijos), y el soltero vive su peculiar soledad gozando del privilegio de que nada externo inmediato se le impone ni le obliga a apartarse de la convivencia consigo mismo o, dicho de otro modo, le permite vivir la soledad inherente a la condición humana desde la propia riqueza, iniciativa y, al mismo tiempo, hacer más plenamente libres sus conexiones con el mundo circundante. En este sentido, resulta elocuente la confesión de Lamourère (1988, p. 19-20): “[...] para mí, la vida de soltera es la antisoledad. Es la etapa del “todo es posible”. Es la ocasión que se nos da de aprender de nosotros mismos y de ensanchar nuestro horizonte hacia los demás libremente [...]. El tiempo se estira y yo también. Me repito: el tiempo es mío, nadie me lo puede robar. Me deleito con este privilegio que no le quita nada a los demás. Aprovecho plenamente mi tiempo libre, es un derecho. ¡Pero además uno debe concedérselo! Estas experiencias fueron revelaciones para mí. Es cierto, no se puede negar la soledad, forma parte del individuo. Pero ser soltero es optar por hacer positiva esa soledad, aprender a vivirla por lo que nos puede aportar”.
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c) Después de lo dicho, aparece una cuestión importante que afecta sustancialmente al soltero y es ésta: ¿cómo puede alcanzar el soltero el nivel satisfactorio de acercamiento íntimo que necesita como las demás personas? Aunque no resulta fácil dar respuesta cumplida a este interrogante, es evidente que las personas sentimos la necesidad de reservar para uno mismo lo que se esconde en el sanctasanctorum de nuestro núcleo más interior (algunos extraños y aberrantes sentimientos, experiencias profundas que nunca compartiremos con los demás) pero, al mismo tiempo, parece imposible saciar nuestra necesidad de comunicarnos limitando nuestras intercambios sociales a los comentarios periféricos o casuales sobre lo que constituye el mero anecdotario de nuestra vida diaria. Cuando dos personas de distinto sexo se atraen y se aman, la experiencia nos dice que necesitan realizar incursiones relámpago a través de la mirada, las manos que se tocan y acarician, las palabras que se entretejen en espirales inacabables de conversación, la carne que se encamina a la carne hasta hacer de dos cuerpos uno al compás de largas expediciones por las zonas erógenas del otro, en una palabra, el amor pide llegar a la intimidad tanto en lo corporal como en lo espiritual. De esta necesidad me habló un amigo soltero, muy inteligente y de trato amistoso, meses antes de suicidarse: “Me considero una persona que ha triunfado, en cierto modo, en la vida. Tengo amigos con los que salgo, viajo y en ocasiones me divierto y me siento feliz. Pero no me atrevo a comentarles lo que me preocupa, ni veo que me acompañan del todo y como me gustaría en la celebración de mis éxitos profesionales. Cuando alguna vez he intentado hablar con ellos de mis sentimientos íntimos, por ejemplo, de la falta de comprensión e inflexibilidad de mis padres –a los que por supuesto respeto y quiero– o de mi falta de mi habilidad para acercarme a compañeras de trabajo solteras con las que me hubiera gustado formar pareja, no he encontrado el momento de hacerlo, ni creo que estuvieran dispuestos a escucharme. En las fiestas familiares me ocurre lo siguiente, me lo paso bastante bien, pero cuando terminan, todos se van a sus casas juntos, yo me voy solo y en lugar de comentar con otros lo que he vivido en la fiesta, veo que “sólo puedo pensar en ella y me gustaría saber lo que piensan los demás”. Tam-
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bién me deprime no poder comentar con otra persona, a solas y con calma, las pequeñas cosas que me pasan todos los días. Aparte está la soledad y frialdad de la cama, donde me imagino muchas veces a mis amigos casados abrazándose con sus mujeres, haciendo el amor o gozando viendo a su alrededor a sus hijos. Las veces que he intentado hacer el amor con alguna amiga soltera, me ha puesto la objeción de que “nuestra amistad no exigía hacer el amor, todo menos eso”. Sin estas cosas, todo lo demás me sobra, me falta la salsa de la vida”.
Esta trágica historia describe con toda crudeza cómo, a sus cuarenta años, echaba de menos mi amigo el no ver cubierta su necesidad de intimidad, lo que me obliga inevitablemente a retomar la pregunta ya formulada: ¿pueden colmar los solteros su necesidad de intimidad? La respuesta no es clara y sería una frivolidad por mi parte responder con el rotundo no que quizás espera el lector. El tema es complicado, pues al margen de otras consideraciones, es obvio que muchas personas casadas y muchas parejas que no han pasado por las carencias que sufrió mi amigo se sienten muy solas, fracasadas y deprimidas –preguntémoslo a muchos divorciados/as–. Es sabido también que en la vida de muchas parejas la pasión no siempre se mantiene, la rutina puede arruinar el más exultante romance, el corazón puede dejar de latir con la fuerza de la novedad jadeante del amor pasional y la fulminante conquista del primer momento puede convertirse en el más espantoso hastío. A esto hay que añadir que la intimidad tiene distintas vertientes, así cabe hablar al menos de intimidad en el ámbito espiritual y corporal. En este sentido, conozco un soltero que cuenta con pelos y señales a su madre todos sus amores y amoríos hasta el punto de decirle cosas que nunca se hubiera atrevido la madre a comentar con su difunto marido. Tampoco se puede descartar la posibilidad de que determinados solteros, especialmente los muy introvertidos y ocupados plenamente en su vida profesional, no sientan la necesidad de la intimidad corporal y vivan plenamente satisfechos hablando con sus amigos/as de las cosas que les llenan en el terreno de
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su vocación artística o dedicación a programas sociales, políticos, religiosos, etc. Por mi parte, el último comentario que se me ocurre sobre la experiencia de la intimidad por parte del soltero es desmarcarme de todos aquéllos que piensan que fuera del matrimonio estable la comunicación afectiva y plenamente satisfactoria con los demás es un objetivo inalcanzable; en estos momentos, yo no podría sustentar tal afirmación. d) Partiendo de la concepción mitológica del amor, que para bien o para mal se ha impuesto en Occidente en las postrimerías del siglo XX, parece obligado sostener que un componente esencial de la vivencia amorosa entre personas de diferente sexo es la pasión. Pues bien, los solteros plenamente conscientes de lo que significa su estatus están convencidos de que el matrimonio, con sus exigencias de igualitarismo, sosiego y sobre todo estabilidad, no es el mejor marco para dar cumplimiento a las connotaciones “pasionales” que comportan las relaciones de pareja; dicho más directamente, si el amor exige cierto climax pasional, una institución estable y duradera como el matrimonio difícilmente puede cumplir con este requisito y, por tanto y por más bondades o ventajas que se atribuyan al matrimonio, lo normal es que acabe convirtiéndose pronto en fracaso, algo que la experiencia de muchas parejas lo atestigua diariamente. En la actualidad hay un 50 por ciento de posibilidades de que una pareja muera antes de la defunción de uno u otro de sus miembros y en el mundo Occidental la media de vida de la pareja es de 9 años aproximadamente (Neuburger, 1998; Yela, 2000). Adivina el lector la consecuencia final a la que llegan ciertos solteros desde el anterior razonamiento: la soltería sería una forma de realizar la vocación al amor que gozaría de una especial ventaja con respecto al matrimonio estable, la posibilidad, vedada al casado, de cambiar el objeto de amor al compás de las múltiples vicisitudes por las que pasa una vivencia tan complicada y frágil como la conducta amorosa heterosexual. En este sentido, la posición de bastantes solteros coincide con la de muchos analistas cuando reconocen que, en buena medi-
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da, el cauce por el que discurre nuestra sociedad en el amplio escenario protagonizado por los amantes es un perfecto reflejo del amor pasional, el único capaz, al parecer, de sustentar el amor de pareja (Lamourère, 1988; Cipolla, 1995; Jaeggi, 1995). Dejo para más adelante explicar mi posición ante esta delicada cuestión: ¿es aceptable asignar al amor romántico la categoría de componente necesario en el amor pleno entre personas? Coincido con otros psicólogos y con muchos casados que hay sobrados motivos para la respuesta tanto positiva como negativa, lo que supone admitir la existencia, que no la necesidad, de verdadero amor sin las connotaciones del romanticismo pasional (Keen, 1999; Torrabadella, 2000; Yela, 2000). e) A pesar del interés que suscita últimamente entre los psicólogos y sociólogos el análisis de la relación entre el estado civil, casado o soltero, y el bienestar o felicidad de las personas (Avia y Vázquez, 1998; Yela 2000), realmente lo que hoy puede decirse con un mínimo de rigor científico es que las conclusiones alcanzadas y disponibles sobre el tema no son por el momento concluyentes y más bien discrepantes, pues si es verdad que según algunos estudios las personas que tienen una relación estable son algo más felices que los que no la tienen, sin embargo, la conexión entre matrimonio y felicidad siempre se muestra en niveles de escasa significación (correlación 0,14, sabiendo que la puntuación máxima o perfecta sería 1). Curiosamente, estas mismas investigaciones coinciden en un punto, que más que el matrimonio en sí, es la calidad de éste la que se relaciona con el bienestar personal. En cuanto a los respectivos beneficios que los hombres y las mujeres obtienen del matrimonio, los datos disponibles son igualmente divergentes, unos reflejan mayor satisfacción en los casados que en las casadas y otros lo contrario. Para sorpresa de no pocos, también dicen algunos estudios recientes que las parejas que han vivido juntas antes de casarse no expresan, una vez casados, mayor satisfacción que las que no convivieron previamente a su boda (Avia y Vázquez, 1998, p. 112)
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A modo de síntesis Resumo de todo lo anteriormente expuesto diciendo que, en mi opinión, la soltería, más que un paisaje triste y empobrecedor, ofrece un marco vital con importantes ventajas y luces, nada menos que todas las que pueden brillar en la vida de quienes no tienen por qué verse fuera del mundo de los que se aman y, al mismo tiempo, se sienten libres y gozan de compartir su vida con el grupo amplio de personas a las que quieren y prestan su ayuda. De las páginas anteriores, saco estas cuatro conclusiones sobre el significado positivo de la soltería: 1ª. Hay distintas maneras de realizar la vocación al amor, la del soltero es una más y no carente de positividad. 2ª. Hablando de los solteros, si algo es evidente es que no renuncian al amor, ni tienen por qué sentirse necesariamente mancos ni condenados al subdesarrollo en el terreno de la comunicación afectiva. 3ª. Los solteros son excepcionalmente avaros en el cumplimiento de un empeño, hacer posible realizar su vocación amorosa sin renunciar lo más mínimo a su autonomía y libertad personal. 4ª. El estatuto de soltero conlleva una cierta dosis de soledad que puede compensarse con el despliegue de auténticas relaciones amistosas hasta alcanzar un nivel de intimidad suficientemente satisfactorio y globalmente comparable con los contactos íntimos que se dan en la relación de pareja. Inconvenientes en la vida del soltero Sin desdecirme un ápice de lo expuesto en las páginas precedentes sobre las innegables y amplias posibilidades que, desde su peculiar –algunos prefieren decir “privilegiada” situación– goza el soltero, no sería ajustado a la realidad cerrar los ojos a las numerosas dimensiones que objetivamente y en mayor o menor medida vinculan la soltería con importantes limitaciones y desventajas respecto a la vida del casado. En tal sentido, disponemos de abundantes y significativos testimonios que muestran elocuentemente hasta qué pun-
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to la vida del soltero no es precisamente una florida primavera colmada de satisfacciones. Sobre este aspecto negativo de la soltería ofrezco al lector algunos datos que muestran cómo la vida del soltero no está exenta de cierta carga de sinsabores y limitaciones; analizaré unos y otras desde el punto de vista psicológico. Como vengo haciendo a lo largo de este manual, hablaré de las sombras de la soltería en general y, seguidamente, entraré en un detallado análisis de las mismas en el terreno del amor, el ejercicio de la propia libertad y autonomía y, por último, en el capítulo de las relaciones afectivas y comunicación con el entorno social, especialmente en relación con las personas del otro sexo. Entro en tema preguntándome: ¿puede decirse que, en términos generales, los casados juegan con ventaja y, por tanto, que los solteros están en peores condiciones para realizarse en esos tres ámbitos de la vida, a pesar de las innegables dependencias y restricciones que conlleva la vida en pareja y familiar? Dejo constancia de que al implicarme en la respuesta a esta comprometida cuestión y otras afines, es mi propósito evitar a toda costa incurrir en la fácil tentación de convertirme en el más ferviente e incondicional defensor de unas paradisíacas y exclusivas ventajas de los casados frente a los solteros; estoy seguro de que tal empeño sólo es posible si uno comete el error de adherirse irreflexivamente a una descafeinada, banal y mojigata interpretación de la soltería. ¡Para esto último ya está la larga lista de estereotipos y estigmas con que el pensamiento vulgar moteja a los solteros! Dicho lo anterior, vuelvo a apreguntarme: ¿en última instancia, la felicidad de las personas depende, del éxito, del amor, de la familia, del sexo, de la inteligencia, del arte? Por haber analizado pacientemente este interrogante en uno de mis trabajos anteriores (Bernad, 2000), sé bien lo que cualquier lector que se lo proponga puede comprobar fácilmente por sí mismo. Lo que muestra la realidad, cuando se pregunta a un colectivo amplio sobre estos decisivos temas vitales para el individuo, es ver que las respuestas no son únicas ni coincidentes en todas las personas sino todo lo contrario, lo que hace feliz a cada ser humano depende en amplios márgenes de las circunstancias particulares
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que le permiten o le obstaculizan la consecución del conjunto de aspiraciones y objetivos que definen su propia existencia y, desde este supuesto, es fácil entender que el valor positivo o negativo otorgado tanto al matrimonio como a la soltería es un derivado del peculiar esquema vital en que cada uno se sitúa ante la vida. Soltería igual a satisfacción plena: ¿falsa ecuación? Una vía relativamente sencilla de percibir el valor que se otorga a la soltería es examinar de cerca la retahíla de motivaciones que la gente expresa cuando se le pregunta sobre sus preferencias por el matrimonio o, lo que es prácticamente lo mismo, sobre las ventajas del casado frente a las del soltero. El dato es contundente: una inmensa mayoría de los adultos dice optar por el matrimonio a pesar de que cuando se les pregunta el porqué las razones aducidas son tan poco claras como convincentes; tendremos ocasión de comprobarlo. En todo caso, sería arriesgado suponer que la gente se decanta por el matrimonio ciegamente y sin razones de peso, lo lógico es pensar que algún motivo decisivo debe existir para que el matrimonio tenga tan buena prensa y tan amplia aceptación, mientras que la soltería no es valorada positivamente por la sociedad en general. Este es el tema que intentaré aclarar seguidamente. Comienzo presentando al lector algunos datos que apuntan claramente en la dirección de rechazar la soltería: 1º. El 51 por ciento de los solteros manifiesten el deseo de casarse, frente al 37 por cien que consideran mejor mantenerse solteros. El reciente estudio del que extraigo este dato aporta otro realmente curioso: aunque la mitad de los solteros entrevistados por Nerín (2001) reconocen gozar de mayor autonomía que los casados, casi una tercera parte de ellos opinan que es mejor casarse aun a costa de renunciar a ciertas parcelas de su independencia y libertad. 2º. Según la FUNDACIÓN SANTA MARÍA (1990), el 82 por ciento de los españoles son favorables al matrimonio.
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3º. El 90 por cien de los adultos españoles mayores de 30 años están casados o lo han estado (CIRES. Centro de Investigaciones sobre la Realidad Social, 1992). 4º. Según todas las estadísticas disponibles, más de la tercera parte de los divorciados varones vuelvan a casarse dentro de los dos años siguientes a su separación, según dicen para remediar la soledad y falta de apoyo afectivo que confiesan resultarles difícilmente soportables (Ladish, 1998; Richo, 1998). 5º. Numerosos estudios muestran que las dos terceras partes amplias de los casados –el 70 por ciento– piensan que su estatus marital les proporciona claras ventajas, concretamente, a las mujeres el logro de un mayor nivel de aceptación por parte de la comunidad a la que pertenecen, recibir ayuda y sentirse más protegidas ante los acontecimientos adversos o como vía para prevenirlos; en el caso de los varones, las ventajas estribarían principalmente en gozar de mayor estabilidad emocional y estar menos expuestos a padecer enfermedades (Davies, 1995; Richo, 1999; Carter-Scott, 2000; Fisher y Hart, 2002; Duoeil, 2000). A la vista de estos datos, resulta difícil, por no decir imposible, negar que hoy por hoy la masa social ve ventajoso el matrimonio y, en consecuencia, es mayoritariamente partidaria de él lo que, en buena lógica, sólo se explica si se piensa que debe haber por medio importantes motivos para ello, máxime tratándose de un asunto que afecta sustancialmente a la vida de las personas. Sombras en la vida del soltero: los datos hablan He querido contrastar por mí mismo el valor de los datos anteriores realizando un sondeo cuyo significado final, tanto psicológico como sociológico, entenderá el lector a la vista del criterio estadístico que he utilizado para interpretar mis datos. Dicho criterio establece que cuando se analiza cualquier manifestación significativa en la vida de los seres humanos (amor, sentimientos, conocimientos, valor del trabajo, tolerancia, sociabilidad, actitudes políticas, religiosa,
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morales, etc.) las frecuencias de las respuestas obtenidas se distribuyen en un arco que acumula en su banda central el 70 por ciento de las mismas y el resto se desmarca del grupo mayoritario. En mi caso y hablando de los solteros, observo que, como era de esperar, esta ley estadística se cumple a la hora de opinar sobre los pros y los contras de la soltería. Me explicaré. A lo largo de tres años (2000-2001-2002), he formulado la pregunta ¿qué piensa usted y qué se dice en su ambiente sobre los solteros? a una muestra aleatoria de 300 adultos entre 20 y 75 años, residentes en 15 provincias españolas tan distantes entre sí como Almería, Madrid, Valencia y Principado de Andorra –una treintena de los entrevistados eran extranjeros magrevíes, ingleses, franceses, portugueses, rumanos, tres italiano y algunos sudamericanos–. De tal encuesta extraigo el siguiente balance: – El 51 por ciento de los encuestados, salvo raras excepciones, todos los sujetos de menos de cuarenta años, asocian la soltería con una situación personal que permite disfrutar ampliamente de la propia autonomía y libertad: “los solteros son personas que aman por encima de todo su independencia” (joven estudiante de 23 años); “los solteros son gente menos preocupada y más libre que los casados (joven camarero de 24 años); “el soltero es una persona libre hasta que se hace mayor” (mujer de 35 años, oficinista); “el soltero es la persona que tiene más libertad porque no depende de la mujer, de los hijos, ni de nadie” (varón de 36 años, ferroviario); “soltero es igual a libertad” (recepcionista en un hotel, varón de 29 años); ”soltero es ir por libre” (italiana de 26 años); “uno que no tiene que dar cuenta a nadie, ni siquiera a sí mismo; ésta es la verdadera esencia del soltero“ (limpiabotas de 34 años); “soltero, una opción” (mujer estudiante de 22 años); “son solteros porque quieren, porque son antisociales, con eso le digo todo“ (director de un hotel de 41 años); “soltero es una persona que no se quiere complicar la vida y quiere libertad” (taxista de 44 años); “el soltero es una persona libre como cuando éramos bachilleres” (varón inglés de 66 años). – Un 22 por ciento piensan que la vida del soltero es una situación difícil y aburrida porque están solos y ello es debido a que son personas raras, difíciles de tratar: “tengo de todo pero me falta lo principal, estar acompañado” (varón de 54 años, profesor de enseñanza media); “soltero y soledad es lo mismo” (mujer policía urbana de 25 años); “soltero es alguien que busca el complemento que necesita en su
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vida, pues no puede vivir sin mujer, a pesar de que la busca” (chico estudiante de 27 años); “el soltero es un bicho raro que anda perdido por la vida de aquí para allá” (farmacéutico de 65 años); “a partir de cierta edad, si no se está con otra persona es porque se tiene algo raro” (secretario de ayuntamiento de 50 años); “el 98 por ciento de los solteros son tipos raros, que tienen hartos a los padres” (tendero de 46 años); “estoy solo porque no he tenido ocasión de acercarme a una mujer concreta” (varón de 65 años); “se quedan solos porque son aburridos” (pintor de 42 años); “me siento una persona rara, quizás por eso no me atrevo a acercarme a los hombres, a pesar de que muchas veces siento las ganas de casarme” (enfermera de 38 años). – El 10 por ciento ven a los solteros como personas egoístas, vividores y juerguistas irresponsables: “todos los solteros son un poco egoístas” (varón de 70 años, jubilado de banca)”; “los solteros son gente muy egoísta, ahora son más humanos” (varón de 63 años); “el soltero es un juerguista, de vida alegre y tranquila” (camarera de 40 años); “el soltero quiere vivir la juerga libremente” (chica estudiante de 22 años); “persona muy egoísta que no quiere ayudar a una mujer” (mujer de limpieza de 65 años); “alguien muy suyo que no se sujeta a nadie” (señora de 45 años, ama de casa)¸ “soltero igual a irresponsabilidad” (joven marroquí de 24 años); “son solteros porque no hay nadie que los aguante” (secretaria soltera (!) de 30 años). – El 9 por ciento consideran a los solteros personas tímidas, timoratas, incapaces de acercarse al sexo contrario: “siempre me ha resultado difícil acercarme a una mujer” (camarero de 34 años);“no se sienten con ánimos para formar una familia, les da miedo enfrentarse a ello” (jubilado de 73 años); “no se quieren complicar la vida ni admiten responsabilidades” (mujer de 29 años, taxista); “llevo una guerra de sexos que no sé cómo acabará” (ingeniero de 50 años); “soltero es alguien como yo que estoy a dos velas” (guarda jurado en un centro comercial, de 25 años); “soltero es una persona tímida que no se casa porque es raro, pues todo el que quiere se casa” (joven marroquí de 27 años); “los solteros son gente retraída” (monja de unos 40 años). – El 4 por ciento opinan que la soltería es una situación transitoria debido principalmente a que no se ha encontrado la persona adecuada para casarse: “soltero es alguien que lucha para alcanzar una vida mejor y casarse” (chica de 27 años, inmigrante marroquí); “nunca ha aparecido en mi vida la persona que busco” (médico de 34 años);
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“me casaré el día que encuentre a la persona adecuada” (conductor de autobús urbano, de 33 años); “soy maestra de pueblo desde hace doce años y en los pueblos no hay hombres para mí” (maestra de 35 años). – El 2 por ciento no asocian la soltería con característica especial alguna: “no lo asocio especialmente con nada” (chica de 21 años); “no sé, me pillas un poco...” (universitaria de 26 años); “soltero, nunca he entendido el porqué” (jefa de sección en un centro comercial de 42 años); “ser soltero es una cosa totalmente normal” (empleado de la construcción, ecuatoriano de 31 años). – El 2 por ciento de los encuestados entienden que los solteros son personas demasiado implicadas en su vida profesional para poderse ocupar de la familia: “soy una persona muy ocupada, demasiado para complicarme la vida con asuntos familiares” (profesor universitario de 35 años); “tengo ya bastantes responsabilidades y no puedo cargarme con una más, la familia” (empresario de la rama hotelera, de 40 años); “cuando tenga tiempo me casaré, hasta ahora no he encontrado ni tiempo ni la persona con quien casarme” (empleado en una gestoría, de 34 años); “mi vida de piloto es incompatible con la vida familiar, tengo muchos compañeros separados” (piloto de Iberia, de 42 años).
Haciendo el balance de los datos anteriores entiendo que, a pesar de que la muestra de sujetos entrevistados no goza de plena representatividad, sin embargo, por la variedad de escenarios en que se realizó la encuesta y la diferencia de edad y profesión de los encuestados, cabe otorgar a los resultados obtenidos un nivel relevante de validez y fiabilidad. Y esto supuesto, una primera lectura de los datos arroja algunas notables y valiosas conclusiones: 1ª. La autonomía-libertad personal es el valor preferentemente atribuido a la soltería por una gran parte de los sujetos (51 por ciento de las respuestas), lo cual es altamente positivo y respetable toda vez que en la medida y la profundidad en que somos capaces de hacer uso de nuestra libertad es posible instaurarnos en una dinámica vital que nos distingue de los animales, en definitiva, realizarnos como personas libres. 2ª. Resulta altamente significativo que uno de cada cinco respuestas (el 22 por ciento) vean la soltería como una conducta
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en cierta medida extraña y rara, además de aburrida, como consecuencia de la soledad que conlleva. Intuyo que tal valoración se fundamenta en el “complejo gregario” según el cual quienes se apartan de la norma general es porque son sujetos insociables que no aceptan las reglas del juego de la masa. A este respecto, pienso que sería más justo calificar a tales personas de “atípicas” más que “raras”, dado que lo atípico no connota de suyo ningún juicio peyorativo y simplemente se limita a constatar el hecho de la diferencia, en este caso, entre casados y solteros. Opino también que el “aburrimiento” que se atribuye a los solteros es muchas veces más imaginado que real, pues es patente que muchos solteros son todo menos sujetos anodinos y aburridos; piénsese en el gran número de solteros ilustres y creadores excepcionales o, simplemente, que destacan por su papel de activadores de la dinámica social (políticos, periodistas, escritores, artistas, profesores). 3ª. Me llama la atención que sólo un 10 por ciento identifiquen a los solteros con tipos vividores, egoístas y juerguistas. El hecho de que tales juicios procedan preferentemente de personas mayores me lleva a pensar que interpretan la soltería de hoy con los criterios de ayer; probablemente, cuando los jóvenes actuales se hagan mayores este dato desaparecerá del pensamiento mayoritario y la soltería será contemplada como un hecho común y de escasa relevancia (“soltero, una opción como otras”: respuesta de una joven de 23 años). A este propósito, he comprobado que entre los solteros mayores que he entrevistado muchos ponen énfasis en delimitar su “vida alegre” a los años de su primera juventud, “después uno asienta la cabeza y ya no interesa la juerga” (camarero de 49 años). 4ª. La respuesta tópica de la timidez como causa de la soltería (9 por ciento de los entrevistados) no aparece con la frecuencia que por lo menos yo esperaba. ¿Es esto señal de que la soltería, más que a rasgos personales, es atribuida por los encuestados a causas ambientales o a la pura fatalidad? Mis datos no
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permiten una respuesta tajante, aunque reconozco que me gustaría tenerla. 5ª. Los restantes porcentajes no llegan a ser significativos. Con todo, sí me parece altamente elocuente que sólo el 2 por ciento de los encuestados consideren la incompatibilidad entre el trabajo y la vida familiar “motivo suficiente” para vivir soltero, lo que significaría que la armonía entre los mundos representados por el binomio trabajo-matrimonio es visto como objetivo posible y, por tanto, que la eficiencia profesional es perfectamente compatible con la condición de casado. 6ª. Por último y leídos los datos en su conjunto, resulta evidente que para un número importante de encuestados (el 41 por ciento) la soltería se considera una experiencia caracterizada por aspectos y connotaciones negativas, entre ellas el aburrimiento, la soledad, el egoísmo, la ligereza y la timidez. Desventuras del soltero: más dudas que evidencias Una estrategia muy utilizada para poner al desnudo los inconvenientes de la soltería consiste en contraponerla a las hipotéticas y exclusivas excelencias del matrimonio. Confieso al lector que, a pesar de lo tentadora y fácil que resulta tal postura, he preferido desmarcarme de ella por una razón principal: la alternativa soltero-casado tiene tantas perspectivas y entresijos que, cuando se analiza en detalle cómo vive cada persona su particular experiencia de amor, resulta una tarea cuasi inextricable conocer las motivaciones últimas y, sobre todo, el peso que cada una de ellas ejerce a la hora de optar por la soltería o el matrimonio. Entiendo, por otra parte, que si se pasa por alto este criterio, todo lo que se diga sobre los inconvenientes de la soltería se corresponde más con un canto al sol que con la versión de la realidad, por ello prometo hacer todo lo posible para facilitar al lector mi punto de vista sobre la verdadera cara de la soltería, huyendo de lo que pudiera representar una interpretación caricaturesca de la misma. Antes de cualquier otra consideración, quiero comenzar poniendo de relieve una de las causas que provocan el que los solteros sean
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“mal vistos” por su entorno: los investigadores que vienen estudiando el creciente fenómeno de la soltería confiesan sentir especial dificultad para dejar a un lado las visiones estereotipadas vigentes sobre los solteros. Esto es debido principalmente a una postura frecuente entre los propios solteros que buscan vender una imagen ideal tanto de sí mismos como de su entorno y tienden a disimular con todo tipo de medias razones, ocultas resistencias y recelos su falta de disposición a confesar sus problemas reales. Recientemente tuve ocasión de comprobar esta actitud. Me encontré con una amiga soltera de 43 años. Tras el consabido y cordial saludo que la situación exigía –siempre he mantenido con tal persona relaciones de buena amistad y afecto–, le dije que estaba redactando este libro sobre los solteros. Fue el momento en que ella me increpó con tono vehemente y claramente enfadada: “Tú ya sabes lo que pienso sobre eso, estoy de vuelta de todo”. Al pedirle qué quería decirme con tales palabras, me replicó: “Pues toooodo, parece mentira que con tus estudios no sepas a qué refiero”. Entendí que le molestaba el mero hecho de que los psicólogos pudieran ocuparse de la vida de los solteros. Hace algún tiempo sugerí a un soltero de 43 años la posibilidad de formar parte de la muestra de solteros que estaba entrevistando con vistas a realizar este trabajo. “No cuentes conmigo, no quiero que me psicoanalices, los solteros somos gente rara, ya tengo bastante con entenderme a mí mismo”.
Reconocidas las dificultades que conlleva una evaluación precisa de las desventajas que afectan a los solteros, me quedaba un recurso, intentar aproximarme a las mismas con la mayor objetividad posible; esto es lo que he hecho siguiendo un camino que me ha resultado bastante tortuoso por cierto. 1º. Como apunta Swartzberger (1995), hay diversidad de factores que influyen decisivamente en el juicio que la gente se forma en torno a los inconvenientes de la soltería. El primero y principal es el sistema emocional que configura la dinámica familiar. Dentro de tal sistema, cada miembro de la familia se rige por la norma implícita de que todos sus componentes están sometidos a ley de una cierta interdependencia, por lo que el casarse o no es un asunto que no pertenece en exclusiva
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al hijo/a soltero/a sino que afecta a todos los miembros de la familia. Pensar que los hijos van “por libre” con relación al tema del casamiento es algo irreal, como también lo es el que, a la hora de valorar el matrimonio, el hijo actúe con total libertad y al margen de los “prejuicios” (mitos, estereotipos, costumbres culturales o étnicas) que tanto a los padres como al resto de sus familiares les llevan a valorar positiva o negativamente la soltería (Rogers, 1993). Desde esta perspectiva, se entiende que los padres y los hijos puedan y de hecho discrepen parcialmente en su visión de los pros y los contras de la soltería, pero al mismo tiempo cualquier observador puede comprobar que las discrepancias entre generaciones prácticamente nunca son totales. Este hecho es compatible a su vez con otro, que para la mayoría de los padres la soltería del hijo constituye una situación cargada de tintes negativos, mientras que para los hijos de esos mismos padres el estar soltero es una situación positiva o, en el peor de los casos, indiferente. Cuando se hace tabla rasa de estas divergencias generacionales, cargando las tintas sobre unas hipotéticas y graves desventajas de la soltería tanto para la sociedad como para la institución familiar y para los propios solteros, el resultado es el escaso eco que merecen para los jóvenes de hoy las catastróficas profecías que algunos anuncian para una sociedad integrada por numerosos solteros. Es más, creo que el tema de la soltería tiene todavía hoy tal categoría de tabú que sólo quienes se sienten capaces de posicionarse honradamente y con rigor ante la enorme complejidad de nuestra sociedad desarrollada, pueden hablar con sensatez de lo que podrá significar para la dinámica social y el desarrollo de las personas el fenómeno creciente de la soltería. Sé que emitir afirmaciones como ésta conlleva cierto riesgo y no pocas dudas, pero ello no justifica el pesimismo de todos aquéllos que han comenzado a hablar simplonamente de la “plaga de los solteros”. Si es cierto que “la verdad nos hace libres”, lo mínimo que nos podemos exigir es intentar descubrir lo que de verdad se esconde tras la creciente elección que muchos adultos hacen hoy de la soltería, y esto es aplicable tanto para bien como para mal, lo que venga después habrá que aceptarlo como un reto más para la sociedad futura; sólo un enfer-
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mizo pesimismo hace pensar que dicha sociedad carecerá de los recursos suficientes para organizarse de manera saludable. 2º. Paralelamente a la reflexión precedente, conviene recordar la inconsistencia de quienes hablan de la soltería como si de un momento puntual se tratara dado que el rechazar el matrimonio y permanecer soltero puede resultar una opción muy atractiva en los años jóvenes y, sin embargo, convertirse con el paso del tiempo en auténtica pesadilla y fuente de importantes frustraciones. Recuerdo a este propósito el comentario de una soltera de 48 años que me decía: “Cuando era joven veía a mis hermanas y cuñadas criando a sus hijos pequeños y me daban lástima y hasta compasión, qué servidumbres, qué estrés, qué agotamientos..., todo lo contrario de mi libertad para divertirme, salir y viajar donde y cuando quería; ahora que veo crecidos a mis sobrinos pienso de otra manera, me dan envidia sus madres que tienen más personas que les quieren y saben para qué trabajan”. “Yo valoro a la familia quinientas veces más de lo que la valoraba antes” –dice uno de los solteros entrevistados por Nerín (2001, p. 82).
No tengo la menor duda de que el lector habrá llegado ya a las conclusiones que extraigo de las consideraciones anteriores y especialmente a una principal: la soltería constituye un hecho familiar que, dependiendo de la mentalidad de los padres y demás miembros de la familia, puede interpretarse desde dos perspectiva muy diferentes, en un caso como “traición” a la historia de la familia que ve rotas sus expectativas de ver continuada la propia saga y priva a los hijos de convertirse en padres, a los padres alcanzar la categoría de abuelos y a los hermanos la de tíos, lo que evidentemente afecta a toda la familia y, por parte de los hijos solteros, como opción valiosa y rica en posibilidades, a pesar de que casi nunca les libre de algún rechazo por parte de los suyos. En este mismo orden de cosas, muchos padres siguen pensando que el hijo soltero es alguien de la familia que no ha logrado ocupar de pleno derecho el lugar de adulto que le corresponde en la comunidad de adultos pues, en cierto sentido, rompe con la dinámica y la estructura natural de la familia que suele estar compuesta por mayores casados y por niños; añada-
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mos que desde esta percepción de la vida familiar, en muchos padres surge la duda poco tranquilizadora de si no habrán sido ellos los responsables de la ruptura con la norma familiar, lo cual les lleva a pensar, en no pocos casos, que la soltería del hijo es el equivalente al “fracaso” de los padres. 3º. Tanto los solteros como sus padres difícilmente pueden sustraerse al sentir común que vincula enormes expectativas y satisfacciones a las relaciones afectivas dentro del matrimonio y la totalidad de la familia. Entre dichas expectativas está que los hijos se casen, tengan hijos y todos juntos celebren los rituales familiares que marcan hitos en la vida familiar, boda, nacimiento de los hijos, etc., todo ello de acuerdo con un calendario de desarrollo de la familia perfectamente establecido. En tal perspectiva, la alteración de este calendario por parte del hijo soltero obliga a los padres y hermanos al correspondiente ajuste del programa familiar, que se traduce en cierta incomodidad para todos. Se entiende así mismo que, en este contexto, nada tiene de extraño el que aparezca en los padres cierto sentimiento de compasión hacia el hijo por lo que supone privar a éste del paquete de satisfacciones que implica recibir los parabienes de toda la familia por su contribución a la ampliación y enriquecimiento de la red de relaciones afectivas que articulan a la familia en su conjunto (Alberdi y otros, 2000; Schwartzberger y otros, 1995). 4º. Los inconvenientes que se atribuyen a la soltería vienen a coincidir con una visión del soltero que, en mayor o menor grado, casi siempre aparece con las connotaciones de persona explotada y víctima del entorno. Esta visión no es del todo desacertada sino muy real pues, como ocurre en numeroso casos, es el hijo soltero el que se cuida de los padres mayores –los demás hermanos tienen ya bastante con ocuparse de su familia–, es el tío que entretiene y cuida a los sobrinos, es el compañero de trabajo soltero que por carecer de obligaciones familiares está siempre disponible para realizar los viajes menos agradables o alargar la jornada de trabajo hasta confundirse con las veinticuatro horas del día si así lo exigen las urgencias de la empresa. Puede ser
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también el comensal que está siempre bien colocado en el estrecho rincón que queda libre en el restaurante o el cliente para el que siempre está suficientemente bien la pequeña habitación perdida del hotel; a veces, el papel del soltero, en cuanto víctima explotada por el medio, llega hasta el extremo de que la sociedad global tiende a definirlos exclusivamente como ciudadanos contribuyentes, nunca como beneficiarios de alguna de las ventajas fiscales otorgadas a los casados. Pude comprobar la queja de los solteros por el tratamiento de ciudadanos de segunda que les otorga la sociedad: con ocasión de mi asistencia a una reunión de solteros de mi ciudad, observé en el local en el que se celebraba el encuentro un letrero que decía en grandes caracteres: “SOMOS SOLTEROS PERO TAMBIÉN CIUDADANOS”. Quiero hacer patente que ante la ambivalencia de muchas de las afirmaciones que aparecen en las páginas precedentes y, especialmente, las referidas a los inconvenientes del soltero, me pongo en guardia ante todo tipo de enunciados indiscriminados y absolutos sobre la vida cotidiana del soltero y, en consecuencia te sugiero, apreciado lector, que entiendas lo que sigue en calidad de una descripción del “tipo general” de soltero, una realidad que prácticamente nunca coincide con el perfil y las características concretas y personales de los solteros que podemos conocer (solteros de toda la vida, solteros a la fuerza, solteros de libre elección, solteros intermitentes, deliberados, heridos, orgullosos de su independencia, hedonistas, rencorosos, maniáticos); por otra parte, nada te imposibilitará completar con el bagaje de tu experiencia y reflexión lo que aquí te propongo. Dicho lo cual, paso a hablar de los inconvenientes inherentes a la vida del soltero analizando tres importantes dimensiones de su vida personal, el amor, la libertad y la comunicación afectiva. a) Los amores del soltero y sus sombras En principio y como hemos visto en la primera sección de este capítulo, las relaciones amorosas del soltero gozarían de un especial privilegio, estar libres de toda la carga de trabas y limitaciones inherentes al amor del casado, de la pareja exclusiva y estable. A tenor de
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este criterio, se defiende la posibilidad de alcanzar el desarrollo del amor genuino y pleno sin pasar por la renuncia a determinadas dimensiones que lo hacen especialmente atractivo, entre otras: 1) la aceptación de que el verdadero amor es perfectamente compatible con cierta práctica de promiscuidad o intercambio con distintas parejas sexuales tal y como ocurre generalmente entre las especies animales próximas al hombre, y 2) que lo apropiado y natural es vivir el amor al compás de las necesidades cambiantes de los amantes, lo que supone desmarcarse de la visión utópica del amor perfecto que se encarnaría únicamente en el modelo tradicional del “amor para siempre” o de la “media naranja”. En la misma línea argumentativa y con pequeñas variantes, todos los defensores de los modelos nuevos y más realistas del amor libre coinciden en afirmar que el cansancio, la decepción y el desgaste son atributos siempre presentes en toda experiencia prolongada de amor entre las personas, por lo que no procede ni existen razones de peso para someter la vivencia del amor entre adultos a las limitaciones del amor matrimonial, dicho de otro modo, la prudencia más elemental no es partidaria de aconsejar la búsqueda del amor pleno a través precisamente de la pareja estable y exclusiva (Alberdi y otros, 2000; Duoeil, 2000). Desde este supuesto, ¿qué podemos decir de los amores ejercidos al margen de la pareja estable? Para contestar a esta pregunta, partamos del siguiente principio: nadie hasta el presente ha conseguido definir los límites exactos dentro de los cuales puede desplegarse el verdadero amor, por lo que no puede afirmase sin matices que la forma prototípica y tradicional del amor estable, el de los casados, es necesariamente la única y la mejor vía para el desarrollo en plenitud del amor entre personas de distinto sexo. Por lo mismo y al margen de cualquier prejuicio interesado, es difícil asumir que preguntas como las que propongo a continuación admitan respuestas únicas y tajantes: ¿qué elementos constituyen el núcleo básico o son componentes esenciales del amor?, ¿en qué medida están ausentes tales componentes en la vida del soltero?, ¿en qué se distingue el amor de pareja estable del resto de amores?, ¿qué consecuencias negativas o limitaciones suele tener el amor heterosexual
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cuando se realiza al margen de la pareja única y estable? Examinadas las respuestas que da la gente ante este tipo de preguntas, se observa que sus posiciones aparecen contrapuestas, pues junto a la de quienes piensan que todos los amores pueden ser igualmente valiosos y positivos, dependiendo de quien los ejerce –postura relativista–, está la contraria, más matizada, que considera necesario distinguir las diferentes formas de amor y, a tenor de las mismas, ver lo que da de sí cada una de ellas. Tras optar por esta segunda opción, me propongo hacer el recuento de las limitaciones o inconvenientes que conllevan las formas de amor hacia las que se sienten especialmente atraídos los solteros. — ¿Sólo enamorado y quizás no del todo feliz? Mucho se ha dicho acerca del misterioso fenómeno del enamoramiento. Cuando la pareja acaba de conocerse, ambos se sienten felices, quieren estar juntos día y noche, les sabe a corto el tiempo que comparten y cuando concluye el momento de la convivencia, siempre vibrante, siguen pensando uno en el otro ansiando llegue la hora en que desaparezca la distancia y se vuelva a producir la cercanía física, –y digo “física” porque la comunión mental sigue activa y en permanente tensión, las más de las veces rayana con la obsesión–. Curiosamente, esa fuerte atracción inicial dura poco tiempo, algunos autores la comparan a la hoguera cuyo combustible, la pasión, se consume en unos pocos meses. Pero no es la fugacidad lo que mejor caracteriza el amor romántico, su mayor debilidad radica en su inestabilidad y su escasa fiabilidad dado que la base en que se sustenta es la falsa idealización del otro a partir de su apariencia más inmediata y tangible; ésta es la razón de que numerosos ensayistas en temas de amor establezcan claro paralelismo entre el creciente número de separaciones y la importancia concedida a las experiencias románticas tan intensas como carentes de realismo (Alberoni, 1986; Manglano, 2001; Dalai Lama, 1999). Ahondando en los entresijos del amor romántico y como agudamente ha explicado Yela (2000, p. 132), la debilidad de los amores románticos tendría su mejor explicación en el hecho de estar organizados a manera de un montón de
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falsificaciones en torno a la verdadera identidad personal de sus protagonistas: se emplea un lenguaje ambiguo tendente a reducir el sentimiento de posible fracaso ante el eventual rechazo del otro, se realzan desmedidamente las características socialmente deseables del amado (simpatía, sentido del humor, generosidad), se exageran hasta el atrevimiento más sonrojante las similitudes en los gustos, opiniones e intereses entre los amantes, se tiende a mostrar que los deseos y necesidades de uno y otro son complementarios (habladoroyente, protector-desvalido, dadivoso-receptivo, etc.) y, sobre todo, se realzan los atractivos físicos de la pareja (ojos expresivos, mirada dulce, voz cadenciosa y segura), todo ello rayando descaradamente en la adulación. Diríamos que el mundo de los enamorados bascula sobre la actitud, un tanto esquizofrénica, del que se aferra a un “mundo ideal” porque carece de la madurez, el atrevimiento y la sinceridad para presentarse ante el otro con la “imagen real” y poco atractiva de sí mismo. Mientras tanto, pueden aparecer conductas tan estrambóticas como la del enamorado que dice “mi novio/novia no es en realidad una buena persona, pero a pesar de todo me atrae irresistiblemente”. Es obvio, que ante el cúmulo de ingredientes que configuran la postura del romántico y amores similares, la experiencia de este amor resulte a la postre escasamente gratificante y, sobre todo, difícilmente sostenible a medio y a largo plazo. Analizando en detalle y de cerca los porqués, aparecen con valor de argumentos importantes, por no decir decisivos, los siguientes: 1º. Por su propia naturaleza, el amor romántico carece de una de las bases en que se asienta la relación amorosa verdadera y saludable, la sinceridad. En ausencia de ésta, lo natural es que las relaciones románticas generen la larga lista de desajustes afectivos derivados de confundir lo real con lo aparente, la figura externa de las personas en juego con su realidad más profunda y completa, lo plenamente conocido con lo desconocido o apenas adivinado, el sentimiento duradero con la fragilidad del momento divertido, el simple coqueteo frente al total compromiso y responsabilidad respecto a la felicidad del otro, el mero contacto físico o sexual de la pareja sin la dimensión de entrega
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mutua entre dos personas que va más allá del eventual juego placentero o la vivencia del amor sin caer en la cuenta de que también se puede disfrutar del sentimiento amoroso traducido en la donación de lo más personal, por ejemplo, dedicando el propio tiempo a acompañar a la persona amada en todo el cúmulo de vicisitudes, altibajos y cambios de ánimo por los que pasa, o compartir la intimidad corporal ocupándose también de los pensamientos, sentimientos o deseos que se dan concomitantemente con la fusión sexual o tras ella; la conjunción armónica y completa de la pareja en todas estas vivencias, que es precisamente lo que falta en el amor romántico, es lo que impediría que éste se convierta en experiencia plenamente satisfactoria, positiva y propiamente humana. De esta frustración me hablaba una mujer de 27 años que, tras convivir como pareja de hecho tres años con su ahora exmarido, se casaron y su matrimonio acabó en separación a los siete meses de legalizar su relación. Cuando le pregunté a ella cómo había sido posible que, después de vivir tanto tiempo juntos les resultara imposible la convivencia, me dijo: “Creo que J. M. no se dio nunca cuenta de lo que yo aspiraba y deseaba, estar juntos a las duras y no sólo a las maduras”. Y añadió entre entrecortados sollozos: “Me engañé pensando que, una vez casados, le gustaría estar conmigo tanto como con sus amigos solteros y que le bastaría estar junto a mí los fines de semana para sentirse feliz y contento”.
2º. Los inconvenientes del amor romántico, vivido al margen del pleno compromiso personal, se perciben fácilmente apenas se sopesa la futilidad de los motivos en que se fundamenta la versión romántica del amor. Los defensores de este tipo de amor dicen, por ejemplo, que el amor entre los miembros de la pareja permanente o estable conduce de necesidad a la rutina y al hastío dado que carece de la pasión y la novedad que difícilmente se da entre los casados. No hace falta demasiado esfuerzo para ver que tal argumento no se sostiene a menos que se admitan dos supuestos nunca probados: por un lado, que la vida en pareja es de por sí incapaz de proporcionar suficientes ocasiones para crear novedad ni permite el paso por etapas suficientemente atractivas y variadas dentro de la experiencia amorosa y, en segundo lugar,
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que todo lo que se repite conduce necesariamente al aburrimiento y al hastío, a la postre, se convierte faltamente en algo insoportable. En contra de tan rotundas afirmaciones, la opinión de muchos especialistas es que no hay razón para negar la posibilidad de que la pasión sea compatible con el amor vivido dentro de la pareja estable, quizás no con tanta vehemencia como al principio pero sí con suficiente fuerza y en niveles altamente gratificantes y novedosos. En este sentido, una de los mayores atractivos y grandezas de la vida es comprobar que los amores auténticos no se acaban ni cansan, como no se acaba el amor de madre, de hijo, de esposo/a, de amigo... ni, en otro orden de cosas, no cabe poner límites prefijados al disfrute de la música, del trabajo, del arte, viajar o al placer de descubrir nuevos matices literarios en las obras del autor que nos encanta leer; más bien sucede todo lo contrario, que a medida que ahondamos en el conocimiento y la experiencia de las cosas que nos agradan, más disfrutamos de ellas, sencillamente porque no tratamos de hacer siempre lo mismo sino de hacerlo de manera distinta, nueva y más profunda (Hendrick y Hendrick, 2000). A este respecto, los medios de comunicación son proclives a presentar edulcorados de “salsa rosa” los fracasos del amor de los personajes populares, ofreciendo sus historias con tintes de falso realismo, y no sólo eso sino que tienden a proponerlos como paradigma o patrón del amor endeble al que pueden aspirar los millones de televidentes lo cual es, a todas luces, confundir el amor con los fracasos o las formas infradesarrolladas del mismo. Nótese de paso y, por supuesto con el debido respeto a sus personas, que los entrevistadores que se ocupan de mostrarnos las miserias de tales amoríos suelen ser o solteros con escasa experiencia en el tema del amor, o fracasados en sus respectivas historias sentimentales. Un ejemplo. En el programa GRAN HERMANO de TV5, la periodista Mercedes Milá (16 de enero de 2003), citando la autoridad de su hermana (!) –“como dice mi hermana”–, contrapuso la amistad duradera, especialmente cultivada dentro del programa, con la temporalidad y precariedad del resto de los amores que observamos en la vida real. Curiosamente, la hermana de la finalista Desirée puso las cosas en su punto apostillando que “todo se gasta menos el
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Dando un paso más, pienso que inciden en grave error quienes pretenden reducir las variadas formas del amor saludable y atractivo a su expresión meramente exultante, de arrobamiento y con los intensos efluvios sentimentales de los recién enamorados (Calle, 1995). Dicho de otro modo, nada impide disfrutar de la sinfonía del amor construido sobre la base de ir alternando a lo largo del tiempo sus notas de calma y serenidad, los pequeños gestos, la cómplice mirada o la caricia tierna de quien siempre tiene algo nuevo que regalarte, con los momentos más vehementes. Como dice Heras (2001, p. 229), el arte de vivir no es otra cosa que saber disfrutar en cada momento de lo que se tiene al alcance y para esto no es tan necesario acceder continuamente a novedades o hechos extraordinarios como adoptar la actitud de búsqueda de todo lo que nos depara de novedoso la polifacética realidad diaria. Y, así, en la medida en que se aprende a descubrir en cada situación las múltiples facetas que ofrece la vida en pareja, prácticamente nada se repite, nada aparece como lo “ya visto y vivido”, más bien al contrario, se comprueba que para el amor siempre hay lugar para las pequeñas sorpresas, alegrías y satisfacciones. 3º. Frente al amor romántico, el amor madurado de pareja tiene además una clara ventaja, estar libre de una de las mayores servidumbres o dependencias negativas que acompañan al amor reducido a sus expresiones meramente románticas. La razón es obvia, el placer de la fogosidad pasional que caracteriza el amor romántico conlleva casi siempre el inconveniente de enfrentarse cada día y en cada momento a la angustiosa duda de si se podrá retener junto a sí a la persona que sabes que te ama pero sólo muy parcialmente y sin pasar por la prueba del tiempo (Keen, 1994). Esto no significa negar que el amor puramente erótico o pasional vaya acompañado del peculiar goce de lo mágico, lo novedoso, lo extraordinario y voluptuoso, pero todos sabemos que tal experiencia amorosa tiende a durar lo que dura el momento fugaz del encuentro pasajero de dos cuerpos –mejor
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sería decir, de dos pieles– que se tocan y exploran periféricamente, lo poco que da de sí la fusión sexual, que suele acabar dejando a los implicados frente a la imperiosa necesidad de buscar ansiosamente el siguiente objeto amoroso y someterse al tortuoso y por muchos conceptos nada gratificante proceso de seducir a una nueva pareja. Lo peor de tal situación es que, realizada la nueva conquista, el sujeto dominado por el romanticismo suele disfrutar por muy poco tiempo de la presa conquistada, pues al comprobar que apenas le sirve para librarle de su soledad y del vacío momentáneo tiende a abandonarla, con lo que se ve abocado a iniciar nuevamente el círculo vicioso de “buscar para perder” sus sucesivos y fugaces objetos de amor. Pocas peripecias humanas son tan desagradables para el común de los mortales como el paso por la experiencia de que los sentimientos nacidos al compás y en función del amor pasajero acaban sólo en el drama del “donjuán”, que es lo mismo que decir en el amor perpetuamente insatisfecho, toda vez que no es otra cosa que la consecuencia de confundir la verdadera esencia del amor con la experiencia del placer intenso, pasajero y egoísta del objeto amado (Heras, 2001, p. 80). Abundando en las desventuras del “donjuan” moderno –existe también la variante femenina– aparece su perfil con trazos tan poco atractivos como falaces son sus manifestaciones (Gil Calvo, 2000): – curiosidad inagotable y malsana, al saber que el fracaso está asegurado y se repetirá. – en el hombre, búsqueda incesante de nuevas emociones mediante la repetición de conductas eróticas traducidas en gestos calculados y excitantes, caricias, brillante vestimenta, flores, palabras aduladoras, etc. – y en la mujer, demostración del atractivo erótico a través de faldas cortas, pantalones pegados, peinado llamativo, senos semiabiertos, fuertes perfumes y la cara escondida bajo la máscara de variedad de cremas que se expanden por el rostro de acuerdo con lo que conviene resaltar o disimular en cada zona de la cara (ojos, párpados, mejillas, labios).
Se preguntará el lector cómo, en el plano real, el amor de pareja estable puede librarse de tanto disfraz y llenar de gracia la vida de casados, sin perder por ello los mejores ingredientes del amor román-
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tico (Yela, 2000), p. 119-122). Me lo explicaba así una pareja con una historia de amor de veinticinco largos años de convivencia a sus espaldas: “De vez en cuando recordamos la época en que nos enamoramos, hacemos manitas a hurtadillas mientras paseamos juntos por el parque y nos “metemos mano” a cualquier hora en el rincón más insospechado de la casa, sabiendo que el otro disfrutará de la carantoña ocasional. A veces pasamos juntos largos ratos leyendo la prensa y sin decirnos nada, o al despertar en los días de fiesta, disfrutamos un rato pensando juntos que nuestro amor es tangible y permanece con el paso de los años, durante los cuales comprobamos que hemos aprendido algo tan importante como dejar de lado el egoísmo y escuchar las necesidades y sentimientos únicos del otro. Hemos comprendido también que para nada necesitamos recordar nuestros viejos problemas, que los hemos vivido, y que sabemos y podemos disfrutar de muchas de las cosas que hacíamos cuando éramos novios o en los primeros tiempos de matrimonio. No necesitamos más para ser felices ni nos sabe a poco las muestras de cariño que nos damos ahora. Una de las alegrías que más nos llena es saber que nuestros hijos, a los que dedicamos muchos días y noches en sus primeros años, nos recompensan a su manera con su cariño”.
Lo que venimos diciendo sobre las grandes posibilidades de crecimiento y transformación del amor dentro de la pareja se resume en algo tan simple como esto: frente al amor romántico de los enamorados está el amor más maduro que se convierte en gozosa realidad cuando los implicados en él se toman el lujo del emplear el tiempo necesario para reconocerse sin prisas y en un nivel suficiente que facilita la construcción de una permanente relación satisfactoria a partir y en función de las múltiples caras del amor que prácticamente siempre aparecen cuando se tiene la suficiente paciencia para recorrer en compañía de la pareja los caminos que conducen al amor pleno. A este propósito se ha dicho, no sin fundamento, que “ningún hombre o mujer sabe realmente qué es el amor perfecto hasta que no lleva casado un cuarto de siglo” (Dalai Lama, 1999, p. 96). Los que han logrado encontrar el amor pleno y maduro saben muy bien que es mucho más que el deseo incontenible de estar físicamente juntos, de mirarse a los ojos, de tocarse o acariciarse, placeres a los que los casados no renuncian pero tampoco identifican con el halago narcisista al falso “yo ideal” del otro que, para desgracia de sus protagonistas, casi
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siempre va acompañado del temor a que se rompa el amor de manera abrupta y repentina. De la inestabilidad de tal amor a medias, da fe el doble y desigual desenlace a que da lugar el amor romántico y que conduce, en unos casos y en negativo, a la resolución pobre del amor abortivo y pasajero, que no tiene otro destino que el vacío y, en su versión positiva, a la culminación del amor de pareja estable cuyos miembros, hábiles en el dominio de las claves que articulan la donación mutua e incondicional, logran saborear todo lo que se puede esperar del amor total y pleno. Es dentro de este amor donde es difícil encontrar el aburrimiento y es posible gozar, entre otras vivencias positivas, de la tolerancia de las propias limitaciones por parte del otro, de sentirse complementado con lo que se recibe de él a lo largo de la compleja peripecia amorosa diaria o comprobar que es perfectamente compatible la salvaguarda de la dimensión individual de cada miembro de la pareja con el juego de todos los posibles intercambios enriquecedores que libremente se establecen entre ellos; esto y nada más que todo esto es lo que puede dar de sí el amor para quienes se han decidido a implicarse en la aventura de llevarlo hasta sus últimas posibilidades (Gray, 1992). 4º. Entre los retos más difíciles con que se enfrenta el soltero está el saber estar solo, lo que supone carecer en muchos momentos de aquella persona cuya sensibilidad esté lo suficientemente desarrollada como para estar junto al que siente la necesidad de que alguien, dispuesto a dejar de lado el núcleo de sus preocupaciones personales y, movido por el amor desinteresado, se entregue al noble empeño de compartir y vibrar al compás de los pensamientos y sentimientos de euforia, inseguridad, esperanzas, fracasos, alegrías o tristezas del otro. Sin negar que esto sea posible para el soltero, es difícil encontrar fuera de la pareja personas dispuestas a desarrollar un programa con tal nivel de exigencias pues supone, aparte de haber superado todas las barreras que tienden a imponer la tendencia universal al narcisismo –percepción del mundo circundante desde la única y exclusiva perspectiva particular–, tratar al otro por encima de los criterios de utilidad, pragmatismo y hedonismo imperantes en nuestra sociedad.
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Habrá que reconocer, por ello, que en la práctica sólo el amor duradero y pleno es capaz de entregarse con fe y decisión al descomunal empeño que implica acercarse y comprender todos los entresijos del alma del otro y es obvio, por lo demás, que los encuentros pasajeros de los recién enamorados difícilmente dan de sí para un objetivo de tanta complejidad y desinterés humano (Fromm, 2000; Cipolla, 1905). 5º. Según los datos aportados por estudios sistemáticos sobre los sentimientos y necesidades afectivas de las personas, un inconveniente frecuente en la vida del soltero es comprobar que en el amor, que indudablemente puede ejercerse fuera del matrimonio o vida en pareja estable, aparecen ausentes algunas de las dimensiones cualitativamente más significativas y valiosas del amor pleno y cabal (Yela, 2000). Concretamente: a) faltan componentes esenciales asignados al amor maduro y que implica, además de la pasión meramente erótica (excitación sexual) o romántica (deseos de compartir algunas vivencias parciales y transitoriamente con la persona amada), dar cumplimiento a las necesidades de intimidad (vínculo afectivo, comunicación, confianza y apoyo entre los amantes) y de compromiso (existencia de planes comunes y percepción de la pareja como algo estable y a pesar de las dificultades, enfermedad, accidentes, fracasos, etc.) (Sternberg, 1986). b) difícilmente el amor vivido fuera de la pareja estable puede cubrir un conjunto de necesidades afectivas básicas, generalmente sentidas por los seres humanos, entre otras, la de protección, estabilidad, seguridad y de apoyo emocional (tanto darlo como recibirlo), de intimidad (conocer y darse a conocer íntimamente a alguien), de afiliación, compañía o pertenencia (reconocerse como miembro de un grupo de personas que proporciona referencias objetivas en el ámbito de los valores, patrones reguladores de los sentimientos y de la conducta), la necesidad de dar sentido a la vida (vivir para algo y, sobre todo, para alguien) (Fromm, 2000) y, sobre todo, ser objeto de aceptación por parte de los demás, a pesar de la dificultad que pueda
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suponer para ellos adaptarse y tolerar las incomodidades derivadas del peculiar modo de ser del soltero o de sus limitaciones, errores o fracasos (Bernad, 2000). En la estimación común, estos complicados aprendizajes rara vez se consiguen viviendo al margen de la red de relaciones y estrechos vínculos o condicionamientos que, en la práctica, únicamente suelen aprenderse dentro del marco familiar y de la convivencia con la pareja estable. A la luz de este criterio, resultan lógicos varios hechos de experiencia común, entre otros, que los solteros sean generalmente tildados de “egoístas”, “bichos raros”, “insociables”, amén de otros calificativos que traducen la idea de que vivir solo y ser socialmente maduro son dimensiones raramente coincidentes dentro de la misma persona (Heras, 2001, p. 129), y un segundo hecho, bastantes solteros confiesan las incomodidades que tienen que soportar por el hecho de demarcarse de la pauta cultural según la cual el estado natural del adulto es vivir emparejado y formar una familia. El peso ejercido por esta pauta ha sido tan fuerte que, como sugiere Giddens (2000), hasta finales del siglo XVIII siempre que se hablaba del amor entre adultos se hacía en relación con el matrimonio o de las responsabilidades comunes y recíprocas de los esposos, en definitiva, de las obligaciones derivadas del amor enmarcado en la familia. ¿Quién se atrevería a negar que esto es también válido hoy? Todo apunta a que dicho patrón cultural sigue plenamente vigente en la actualidad, pues de lo contrario no se entenderían muchas de las tensiones y presiones familiares y sociales a las que son sometidos muchos solteros en nuestros días. De ellas me hablaba en ciera ocasión un soltero de 42 años: “Desde hace bastantes años y por principio, no suelo asistir a las bodas de mis amigos, pues desde que cumplí los treinta casi siempre que he asistido a una boda, ha habido invitados que me preguntaban ¿y tú cuándo pasas por el altar?, otros, más desvergonzados y atrevidos y a los que detesto [sic], me han mirado con cierta compasión y con desprecio, o así me lo parece. En las bodas hay sitio para las parejas y los niños, no para los solteros de cierta edad”.
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6º. Diversos análisis sobre la dialéctica interna que condiciona el pleno desarrollo del amor llegan a la conclusión de que dicho objetivo no se logra hasta tanto no se alcanza la fórmula equilibrada de dar amor y recibirlo. Sólo dar conduce al agotamiento psíquico del que ama, y sólo recibir acaba en el sentimiento de vergüenza y la pérdida de la autoestima de quien sólo está atento a disfrutar de la generosidad del otro. Podemos entender lo mismo diciendo que cuando se alcanza la plena vivencia del amor hay un momento en que la necesidad y gozo de dar se corresponde con otra no menor intensa necesidad y placer de recibir y, en este sentido, los verdaderos amantes no sienten vergüenza de recibir todo lo mucho que procede de la generosidad del otro, ni tienden a cansarse fácilmente de corresponder con la misma medida generosa al que les ofrece su amor (Gray, 1992; Manglano, 2001). Desde estos supuestos, se comprende que la condición de casado, con las continuas y múltiples ocasiones que proporciona la vida familiar para los intercambios amorosos en los niveles más profundos, representa una situación privilegiada para el disfrute de la total expansión del amor entre personas de distinto sexo. En este contexto, creo necesario aclarar dos posibles equívocos: a) Reconocer un estatus privilegiado del matrimonio, en cuanto situación que facilita el despliegue total del amor, no significa negar sus numerosos inconvenientes o fallos. Pero el hecho de que los tenga, tampoco autoriza a subestimar sus ventajas en el plano del amor; sólo quienes padecen una enfermiza miopía con respecto a la verdadera entidad del amor pueden negarlas, lo que significa que, a la postre, se verán obligados a reconocer que “el dar a cambio de nada y sólo por amor parece algo irracional, pero dar para recibir es un camino que conduce a sentir la vergüenza del que convierte el verdadero amor en el rastrero egoísmo” (Cipolla, 1995; Bernad, 2000). b) Con frecuencia, se intenta negar la posibilidad de llevar el amor hasta una de sus más sublimes manifestaciones, mostrarse totalmente generoso y desinteresado con respecto al otro. Se lle-
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ga, incluso, a decir que afirmar tal posibilidad no es otra cosa que el resultado de confundir la verdadera naturaleza del amor humano que, por ser siempre imperfecto, no se debe confundir con la forma idealista de entenderlo. Pues bien, mi opinión es que tal afirmación es simplemente una falacia, dado que lo que se valora y ama en los demás cuando se ejerce el verdadero y total amor hacia ellos no es algo distinto de lo valorado en nosotros mismos, en definitiva, el valor intrínseco de la persona, de lo humano y, en tal horizonte, el amor bien entendido conduce a valorar desde el mismo patrón la integridad, libertad y originalidad el propio yo y el yo de los demás (Fromm, 2000, p. 62). A la luz de estas ideas, se entiende la profundidad y el verdadero sentido del precepto bíblico que cuando dice “ama al prójimo como a ti mismo”, no significa que haya que amarlo “más ni tampoco menos que a uno mismo”; lo primero sería antinatural, lo segundo manifestación de cierto desprecio hacia los demás. Desde esta perspectiva, se comprende que, teniendo el mismo el fundamento el amor a sí mismo y a los demás, el amor de pareja puede alcanzar el mismo grado de satisfacción y grandeza que el amor a sí mismo (Bernad, 2000). — Intimidad: ¿experiencia frustrada en la vida del soltero? Hoy, la palabra intimidad tiene preferentemente una connotación sexual, pero ciertamente es mucho más. Incluye, también, compartir todas las dimensiones de nuestra vida física, emocional, mental, aspectos espirituales y sociales; realmente, intimidad significa compartir totalmente. No se puede negar que estar en la cama con alguien haciendo el amor durante una hora puede resultar un alivio temporal, pero la cruda experiencia enseña que tales contactos superficiales y pasajeros no resuelven plenamente la necesidad de intimidad, entendida a un nivel mucho más profundo, el que supone abrir las puertas de la propia alma al otro, hasta sus últimos recovecos. Cuando esta apertura no se da, a la larga la intimidad sexual suele desembocar en insatisfacción y en altas dosis de inseguridad y soledad.
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Me lo describía así una joven de 24 años: “Llevo saliendo con mi novio dos años, vamos a todas partes juntos y nos entendemos bien en la cama, pero cuando comienzo a hablarle de casarnos y formar una familia es como si se volviera sordo y me dice que de ese tema ya hablaremos más adelante. Tengo también muchas dudas sobre sus verdaderas intenciones y si está dispuesto o no a comprometerse conmigo. Yo necesito más intimidad, hablar de su futuro y del mío, de lo que nos preocupa, de nuestras dudas, saber qué piensa de su familia y de la mía, de la religión –soy muy religiosa–, en definitiva, necesito saber si está dispuesto a compartir todo y toda su vida conmigo. En medio de tantas dudas y a estas alturas, no sé si me conviene seguir con él o dejarlo”.
1º. Del anterior relato se deduce que para disfrutar plenamente de la relación de pareja no basta la intimidad sexual o, dicho de otro modo, que difícilmente llena la comunicación sexual si no va acompañada de otros componentes psicológicos como la confianza, interés por saber qué repercusiones tienen las relaciones sexuales en el resto de la vida del compañero (principalmente en su felicidad y equilibrio), tener un mínimo de seguridad de que el otro sabrá adoptar una actitud de respeto ante las diferentes circunstancias que implican las relaciones sexuales plenamente satisfactorias, por ejemplo comprender, en un momento dado, la posible inapetencia de la pareja, o la atención generosa a las preferencias del otro en la forma, ritmo, duración, momento... de realizar el amor; sin tales ingredientes y reduciendo el sexo a “solo sexo y nada más que sexo” suele conducir a la sensación desagradable, difícilmente asumible, de que la totalidad de la persona se confunde con una parte de ella, su cuerpo. Los psiquíatras y psicólogos (Lowen, 1994; Richo, 2000) que más profundamente han estudiado esta experiencia la identifican con el sentimiento negativo que denominan “extrañamiento” y que consiste en que el sujeto percibe que, por unos momentos, su ser corporal y psíquico se escinden en dos partes incomunicadas –extrañas entre sí–; estos mismos autores indican también que tal percepción está abocada a una de estas dos salidas, o bien a una vivencia depresiva que paraliza a la persona y le quita la ilusión de vivir, o en la búsqueda compulsiva de otras relaciones de las que se espera y se desea una comunicación
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total de persona a persona. Esto lo saben muy bien las personas que han pasado por el trauma del abuso sexual; muchas de estas personas quedan marcadas para toda la vida hasta el punto de renunciar a todo encuentro íntimo con otras personas ante el temor de ser tratadas como trozos de carne o simples objetos de placer. “Tener sexo con una mujer en lugar de hacer el amor con ella es como comer sin saborear lo que estás poniendo en tu boca” (Darío Fo. Premio Nobel de Literatura).
2º. Se preguntará el lector qué tiene que ver todo esto con los solteros. De momento, permíteme que te lo aclare con el reciente comentario de una soltera de 46 años, que tras relacionarse de modo poco satisfactorio con hombres –algunos casados–, convive desde hace algún tiempo sólo en los fines de semana con un soltero de parecida edad y con el que, según dice ella, sólo coinciden en una cosa, en no comprometerse del todo ni para siempre: “Nuestras relaciones marchan bien aunque no sé cuánto durarán. Como nuestra convivencia es tan corta, apenas tenemos tiempo para otra cosa que no sea dormir juntos, hablar del trabajo y poco más. Por ahora parece que la situación se ajusta a lo que los dos aspiramos, comunicarnos a un nivel muy superficial y no plantearnos nuestro futuro. Es posible que algún día salte la chispa y digamos “nos casamos”; no es que verdaderamente lo desee pero me parece que me lo está pidiendo el cuerpo. Mis mejores amigos me dicen que valdría la pena”.
Siempre que tengo la ocasión de hablar durante un rato con algún soltero, procuro que llegue el momento en que le pregunto por qué no se ha casado. Pues bien, de un modo u otro casi siempre su respuesta final es “tengo miedo, me falta confianza para comprometerme totalmente con otra persona”. Si les digo que me aclaren qué quieren decir con tales expresiones, me dan una de estas dos respuestas: “dudo de si soy capaz de dar a otra persona lo que necesita”, o “me da miedo intimar con un hombre/mujer”. Si del dato pasamos a su interpretación psicológica, cabe pensar que, por encima de todo, lo que busca el soltero es evitar la situación de convivencia diaria, estable y total, la que permite al compañero/a llevar a cabo un análisis
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total de su intimidad, y eso no por razones cualesquiera o superficiales sino porque recela de que la “imagen real” de su persona tenga la suficiente entidad y valor para que prevalezca el amor del otro sobre los posibles motivos de rechazo. Llevando el análisis hasta sus últimas consecuencias, se acaba concluyendo que sólo la baja autoestima del soltero puede sustentar la posición de desconfianza ante la total cercanía del otro (Keen, 1994). Por lo demás, las consecuencias psicológicas de tal actitud son bien conocidas: 1) el rechazo de la imagen real que el soltero siente con respecto a sí mismo le lleva a encerrarse en su propia torre de marfil y a privarle de la alegría de sentirse un ser valorado y amado por quien está dispuesto a quererle tal como es, 2) le priva también de enriquecerse y ser completado por quien es capaz de amarle sin exigirle ser un dechado de perfección, un ser ideal, 3) le conduce a la experiencia de soledad y de vacío que, en los casos más graves, suele traducirse en conductas esquizofrénicas –ruptura radical entre el propio yo y el mundo circundante que le resulta extraño– y 4), por último y más grave aún, a la desconexión consigo mismo, por carecer del marco de referencia que la persona amada proporciona al soltero para su propia identificación y valoración de sus ideas y sentimientos (Lowen, 1994). Seguramente son estas carencias y no otras razones la causa principal de que el vulgo tienda a identificar a los solteros con unos “bichos raros y sin definición”. Con el máximo respeto a los solteros que se sientan afectados por las vivencias comentadas, les invitaría a reflexionar sobre estos pensamientos (Bernad, 2000, p. 250): “Cualquier sentimiento o experiencia compartida con la persona que nos ama nos permite comprender y gozar dimensiones de nuestra vida que nunca podremos descubrir encerrándonos en nosotros mismos”. “Nunca logramos gozar de nosotros mismos sin el concurso del otro”. “En buena medida, la vida solitaria y la vida pobre son lo mismo”. “El apartarnos de la persona que está dispuesta a amarnos, lejos de proporcionarnos enriquecimiento personal, es una fuente de empobrecimiento y de limitaciones personales; nos equivocamos cuando pensamos que somos autosuficientes y que no necesitamos estar junto a alguien que nos acepte y nos quiera como somos”.
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3º. En el contexto de las ideas precedentes, considero útil detenerme a reflexionar con el lector sobre la interpretación psicológica que cabe dar al fenómeno del número creciente de solteros que observamos en la actualidad. Todos los analistas, sociólogos y psicólogos, coinciden en definir nuestra sociedad tecnificada en función de dos notas, la masificación y la tendencia a homogeneizar a las personas y cuya consecuencia más decisiva, a juicio de dichos expertos, es impedir el desarrollo de los mecanismos implicados en la comunicación profunda y total entre las personas. El hecho es de fácil comprobación cuando observamos lo que ocurre en los centros productivos en los que los obreros pasan gran parte de su vida. En la dinámica de la empresa, el obrero se convierte en mero eslabón anónimo cuyo cometido no va más allá de responder con el gesto limitado y en gran parte robotizado exigido por el trabajo en cadena; nada ni nadie le invita a compartir con sus compañeros lo que le preocupa en la vida real, expectativas, sentimientos, inseguridades, alegría, rechazos, etc., es decir, todo lo que comporta una relación total entre las personas. La convivencia en pareja es todo lo contrario a una vida robotizada: los objetivos nunca están definidos desde el principio, desde fuera y de una vez por todas, toparse con lo inesperado y eventual es norma común y necesaria dentro de la convivencia familiar, la vida de pareja necesita estar atento a lo que los diferentes miembros de la familia necesitan o demandan en cada situación, las metas cambian al compás de las variadas circunstancias que marcan la vida en familia, etc. Todo ello conduce a la conclusión de que el mundo laboral y la vida familiar responden a dinámicas en buena medida contradictorias y, por tanto, difíciles de armonizar dentro de la misma persona. A la luz de estas exigencias, cabría entender que lo que pretende el soltero es trasladar las leyes del mundo laboral, poco flexible, funcionalmente simple y superficial, a su vida personal o, dicho de otro modo, inhibirse de la complejidad, indefinición y permanente ajuste que conlleva la convivencia de vida en pareja y familiar. Desde las reflexiones anteriores y vistas las cosas desde los casados, se llega a la conclusión de que quienes optan por el matrimonio o el
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compromiso de pareja suelen ser personas que han sabido dejar de lado sus temores y asumido el reto de comprometerse totalmente con su pareja en cuanto totalidad, con sus luces y sus sombras, sus seguridades y sus incertidumbres. Esto ciertamente conlleva algunos importantes riesgos e inconvenientes, pero también ofrece la no despreciable ocasión de poder desarrollarnos en todo lo que, como personas libres cargadas de energía y creatividad, los seres humanos estamos dispuestos a vivir sin dejarnos vencer por miedo o enfrentarnos a lo nuevo, lo inesperado y complejo, ni negarnos la posibilidad de vivir nuevas experiencias y descubrimientos positivos capaces de convertirse en fuente de impensables motivos de alegría y felicidad. Nadie que no esté aferrado a una visión raquítica de la vida en el terreno del amor puede negar que, bajo este punto de vista, la situación del casado se presta con especial fuerza a vivir el reto de convertir en hermosa y gozosa realidad la aventura de llevar hasta sus últimas posibilidades todo lo que de grande y noble cabe dentro del amor pleno y totalmente comprometido. 4º. No quisiera terminar mis consideraciones en torno a las grandes posibilidades del amor de pareja sin aludir de pasada a sus limitaciones, porque las tiene. Digamos de entrada que el amor total y perfecto no existe ni en el matrimonio ni fuera de él, entre otras razones porque nunca el amor acaba suprimiendo las fronteras que separan a dos personas que se quieren, tal supresión sólo es posible en la situación irreal, engañosa y provisional de los enamorados pues, por acendrado que sea el amor, el amado siempre sigue siendo el “otro”, alguien en parte desconocido e incontrolable. Cuando esto no se reconoce, surge la desilusión, los celos y una serie de sufrimientos destructores del amor de pareja, especialmente la intolerancia y la incomprensión. En este sentido, el símil que identifica el amor de pareja con la unión de las dos mitades de la misma naranja no se corresponde con la realidad; para bien y para mal, la unión de pareja consiste en la coincidencia en algunas vivencias esenciales, no en la total identificación de dos personas que se instalan en la nueva realidad del “nosotros” a costa de perder sus respectivas individualidades. Ello implica
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que para vivir en toda su grandeza el amor de pareja es necesario saber estar frente al otro como alguien distinto y valioso por sí mismo y, a la vez, semejante en un conjunto de vivencias significativas, valores, pensamientos, sentimientos y conductas (Giroud y Lévy, 2000). — La soledad, ¿enfermedad psicológica del soltero? Sobre la soledad de los solteros hablan dos datos contrapuestos: el primero, sociológico, señala que durante el último cuarto de siglo el número de hogares unipersonales ha crecido en el mundo occidental hasta alcanzar la proporción del 40 por ciento, en contraposición a los países del tercer mundo donde sólo es del 14 por ciento; parecería que, según estos datos, el estar solo, lejos de ser una situación temida y de la que se huye masivamente, constituye un estado apetecible para muchas adultos de nuestro entorno. El segundo dato se refiere a un conjunto de informaciones extraídas de fuentes solventes que, de manera inequívocamente clara, indican que la soledad ensombrece negativamente la vida de los solteros; me refiero a las encuestas dirigidas a solteros y realizadas con las debidas garantías científicas –la reciente de Nerín (2001) sería un buen ejemplo–. Otra fuente abundante y no menos importante sobre la soledad de los solteros está representada por la publicidad erótica que ofrece contactos de todo tipo tendentes a encontrar compañía eventual con personas del sexo opuesto y, en determinados casos, ofreciendo ayuda para encontrar la pareja de toda la vida. Aquí aparecen las largas páginas de los periódicos de cualquier ciudad del mundo (sección de clasificados: “relaciones”), numerosos webs en internet y una larga lista de agencias matrimoniales que se reparten la abundante clientela de los que buscan amor. Al margen de cualquier consideración, es lógico suponer que lo ofertado en tales fuentes informativas coincide con lo que piden los clientes que, al fin de cuentas, no es otra cosa que poner al alcance de los solitarios algún remedio contra su soledad posibilitándoles la compañía de alguien, necesitado como ellos, de ver, oír, tocar, escuchar, huir de la anodina realidad desprovista de cauces para las relaciones amorosas. Hace algún tiempo me dejé llevar por
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la pequeña curiosidad de examinar qué se ofrece a los usuarios en esas múltiples “redes del amor” y mi conclusión es bastante clara: si algo es evidente es que, en su conjunto, todos esos reclamos y ofertas constituyen el grito de los solos en busca de alguien que remedie su soledad. Esto es lo que se deduce: a) del listado de demandas y ofertas que se proponen: “deseo pareja estable” (soltera de 31 años, médico), “busco chica para relaciones serias” (soltero de 46 años, universitario), “soltera, 50 años, deseo pareja estable”, “si no tienes pareja, búscame, dejarás de sentirte solo-sola” (grupo de amigos de 37-42 años), “para más de 30 años y solo-sola” (sigue el teléfono correspondiente). “chats entre amigos” (www.amigar.com), “no más días solitarios, te ayudamos, si quieres formar una familia, ven a conocer a tu pareja, si buscas pareja ven a nosotros” (diversas ofertas de una agencia matrimonial), “soy amorosa, nadie quiere sexo conmigo, lo necesito” (mujer de 62 años, empresaria), “ofrezco amistad y compartir la soledad” (mujer de 25 años, enfermera), etc. b) de lo que se promete a cambio de un poco de compañía: “ya no más fines de semana solo” (teléf...), “acariciémonos juntos, excitémonos, desfoguémonos” (varón de 40 años, soltero), “te ayudaremos a conseguir la felicidad” (teléf...), “soltero 31 años, pago bien” (teléf...), “Marina, 28 años, pelirroja, bonita, cuerpo de modelo, pechos perfectos, muy cariñosa, con mucho dinero” (teléf...), “María, piel canela y culo respingón” (27 años, soy rica), “canaria, vicio puro y total” (38 años), “soy gordita, 65 años, nadie quiere sexo conmigo, pago bien, ayúdame”, etc. Dentro del polifacético paquete de ofertas, resultan especialmente llamativas dos listas: 1ª. las cualidades que se ofrecen como carta de presentación o señuelo de la mujer: preciosa (18 años), soñadora (20 años), traviesa (19 años), salvaje (22 años), romántica (21 años), tímida (18 años), cuerpo diseñado para el vicio (23 años), femenina (35 años), soltera de labios jugosos (25 años), cuerpo barby (29 años), morenaza cordobesa (23 años), etc.
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2ª. hasta una decena de formas de realizar el coito: ruso (masaje del ano), turco (la mujer con las manos atadas, espera a dar placer o recibirlo), árabe (el hombre está boca arriba y la mujer “cabalga”), sajón (la mujer presiona la base del pene con el fin de retrasar la eyaculación), japonés (coito en el suelo o sobre almohadas, con numerosas posiciones de cuclillas), sueco (sexo en grupo), cubana (masturbación con el pene entre los pechos), tailandés (masaje realizado con los senos por todo el cuerpo), francés (sexo oral, llamado así por la supuesta habilidad de las galas para la felación), griego (coito anal). En algunos casos se especifica si es con o sin preservativo.
c) del recurso a los contactos meramente sexuales ofrecidos a través del teléfono o internet, lo que supone renunciar a la riqueza de la comunicación corporal directa entre personas y convertir el propio cuerpo en materia invisible e intocable para el otro, en cierto modo, su reducción a realidad virtual. Entiendo que a eso conducen propuestas como: “sexo a través de grabaciones”, “chat sexual”, “sólo escucho”, “relatos porno”, “escucha mis aventuras sexuales”, “escúchame gemir, oye mis fantasías grabadas”, etc. etc. Son muchas las conclusiones que pueden extraerse de los datos anteriores; a mí me interesa destacar una sobre todas las demás: un gran número de personas se sienten afectadas por la experiencia de soledad. Y esto supuesto, me pregunto dos cosas: ¿quiénes son lo que se sienten solos y de qué soledad hablamos? A lo primero podemos responder diciendo que viven y sufren la soledad todos aquéllos que no han logrado conectar satisfactoriamente con las personas de su entorno, especialmente a través de una relación de pareja, y por ello se sienten frustrados: “estoy solo, nadie me quiere” (soltero de 30 años, taxista); “nadie quiere estar conmigo” (mujer, 43 años), “soy maestra de 50 años, me siento sola y busco pareja”, “quiero encontrar mi media naranja” (36 años, médico). Sobre lo segundo, hablamos de la soledad entendida no a modo de realidad objetiva que se pueda coger o dejar, vender o comprar, quitar o poner, sino de algo tan profundo como es el sentimiento doloroso de quien oye en su interior una voz que le dice
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que algo importante falta en su vida mientras no cuente con alguien que le escuche cuando necesita comunicarse y sentirse arropado. Ahondando en el análisis psicológico de la soledad interior, la primera valoración que se ofrece al estudioso del tema es comprobar que la soledad en sí misma ni es buena ni mala, todo depende de cómo la vive cada persona concreta. Así, se entiende que, en unos casos, nos podemos sentir bien y tranquilos aunque no estemos acompañados y hasta disfrutemos por ello y, en otros, la falta de alguien a nuestro lado se convierta en una pesadilla difícil de soportar. A este propósito, nadie duda de que una cierta dosis de soledad representa por lo general una experiencia enriquecedora y positiva, pues nos permite descubrir quiénes somos, estar en paz e identificados con nosotros mismos, además de saber lo que podemos dar y recibir de los otros desde la conciencia de lo que nos falta. En este sentido y como he dicho anteriormente, únicamente la persona que ha aprendido a estar radicalmente sola está capacitada para disfrutar de estar acompañada o, en otras palabras, hasta que no establecemos un contacto profundo con nosotros mismos, no podemos descubrir lo que significan los otros en cuanto complemento necesario y enriquecedor para nuestra persona (Rojas, 1998). Hablando en cierta ocasión con un matrimonio sobre la experiencia de sus relaciones a lo largo de sus veinte años de convivencia, me ofrecían esta visión retrospectiva altamente aleccionadora: “Al principio estábamos tan enamorados que cada uno vivía totalmente para el otro, era como la sombra del otro, hacíamos prácticamente todo juntos (comprar, salidas, encuentro con amistades), para todo nos teníamos que poner de acuerdo. Luego nos dimos cuenta de que eso más que amor, era una esclavitud, aunque no sabíamos cómo resolver el problema”. En cierta ocasión la esposa tuvo que ausentarse durante varias semanas para atender a sus padres residentes en otra ciudad: “Fue la ocasión para comprobar que había cosas que era mejor no compartirlas sino buscarlas por separado, asistencia a ciertas reuniones de amigos, al fútbol, en los fines de semana salir el marido a correr por la mañana con su club ciclista, mientras la mujer salía al cine por la tarde con un par de amigas o comía con ellas una vez a la semana. Fuimos comprendiendo que sólo éramos en parte iguales y podíamos ser felices dejando al otro algunas iniciativas. A partir de ese momento, desapareció el criterio de unanimidad en nuestra vida y no por eso nos sentimos solos ni menos felices”.
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Reconociendo que la soledad es en muchos casos atractiva, existe un hecho universalmente asumido, que la calidad de vida y la felicidad de los seres humanos depende de que se sientan acompañados por otras personas y especialmente de ser hábil para establecer con ellas un sistema de relaciones positivo y constructivo; esto plantea el conflicto entre dos necesidades, la de estar solos y estar con los demás. Un conflicto así sólo se resuelve asumiendo que somos seres incompletos, necesitados de compañía para ser felices y, al mismo tiempo y con igual peso, que en cuanto personas desarrolladas deseamos cultivar la privacidad como condición para la plena autorrealización. Cualquier fórmula que se aparte de esta norma de equilibrio está inevitablemente condenada a uno de estos dos fracasos, o bien a sufrir el infierno de sentirse sometido y aniquilado por los demás, o el dolor de la soledad derivado de haber cortado los lazos que nos unen a los otros en el ámbito de la comunicación afectiva (Bernad, 2000). Cuando ocurre lo segundo, la soledad se impone como dolorosa experiencia negativa que percibimos a través de manifestaciones tan significativas y desagradables como comprobar que no nos sentimos queridos por los otros, que nadie quiere estar con nosotros, que nuestros pensamientos, sentimientos y vivencias no repercuten en la felicidad de los demás, que no tenemos nada que ofrecer a los otros o que sentimos miedo a ser anulados por ellos, en definitiva, que nos ahogamos dentro del mundo cerrado de nuestros propios límites individuales; cuando esto ocurre es señal inequívoca de que estamos viviendo el grave problema de la soledad (Richo, 1999). Sería caricaturesco adjudicar todos estos males a los solteros, sólo los vulgares estereotipos carentes del mínimo rigor y respeto a la realidad son capaces de llegar al extremo de considerar idénticas soltería y soledad. Tal identificación carece de base toda vez que, como es bien sabido, muchos solteros se sienten menos solos y mejor acompañados que muchos casados. Ello no obstante, también hay que admitir que bastantes solteros sufren y mucho por no poder compartir de manera habitual con su pareja no solamente los grandes triunfos o fracasos de su vida, sino sobre todo la cotidianidad de las pequeñas
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cosas. Que esto no es una ensoñación sino una experiencia vivida por los solteros queda en evidencia cuando se analiza la lista de obstáculos con los que se enfrentan quienes no viven en pareja. Vivir soltero: a) carecer de tener al lado alguien dispuesto a escuchar el latido del propio corazón, lo mismo las pequeñas alegrías diarias que la rabia, el desencanto, a veces las pequeñas traiciones de personas en las que se había puesto la fe y la confianza. b) impide también comprobar que hay alguien que te acepta como eres y como estás, cansado, agotado, derrotado u optimista y eufórico, fuerte o transitoriamente agobiado por un revés económico o profesional tanto eventual como duradero. c) supone ausencia de alguien que sabes te ofrece la seguridad de poder contar con él para compartir las propias limitaciones, que todos tenemos, y te seguirá ayudando a superar el reto de llevar a cabo esfuerzos y adaptaciones a la realidad que cambia con las diferentes etapas de la vida, o que no te exigirá ser perfecto para merecer su amor. d) implica carecer del que te servirá de espejo para alcanzar la identificación de la propia valía, por encima y más allá de los fracasos y los triunfos pasajeros. Frente a un mundo hostil y competitivo, las relaciones amorosas de pareja reducen la inseguridad y el temor a la soledad cuando el mundo circundante vuelve la espalda (Sánchez, 1996, p. 255; Yela, 2000, p. 223). e) supone no tener a tu lado alguien que te hará fácil ejercer la generosidad, dar tanto como recibes de la bondad ejercitada a cuenta de nada y puramente gratuita. f) ausencia también del que, además de proporcionarte seguridad afectiva y material, podrá dar respuesta a las necesidades sexuales o espirituales, al compás en que éstas aparezcan (Neuberger, 1998, p. 19). g) ausencia de alguien que sabrá cuidarte cuando la enfermedad y la vejez te deje desvalido e incapaz de cuidar de ti mismo. Según el estudio de Nerín (2001), el futuro y la vejez son las preocupaciones mayores de los solteros (2,47 en escala de 5 puntos).
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— Identidad personal y social del soltero La pareja que funciona normalmente se instala en un horizonte en el que cada miembro goza de su propia identidad y, a la vez, de un punto de referencia con respecto al otro: “soy marido de, mujer de, madre/padre de...”. La experiencia de esa imagen, por borrosa que sea, representa una identificación singular e individualizada que nada tiene que ver con quien “no pertenece a nadie” o, mejor, a tantos, que difícilmente puede adquirir un sentido mínimamente claro de la propia identidad; a esto se llama soledad (Jaeggi, 1995, p. 143). Una laguna importante de los solteros es el carecer, a muchos efectos, de una definición propia. Esto lo percibí recientemente mientas comentaba con un separado la grave soledad por la que ha tenido que pasar tras su separación. “Tu eres un separado –le decía yo–, pero has estado unido a alguien que en cierto modo tiene algo de ti, con quien has compartido esperanzas y alegrías, vuestra hija es de los dos y ello para siempre; tú siempre serás padre de ... Sólo por ello ostentas la categoría de persona definida, connotada por atributos que te estarán marcando durante toda tu vida y que te permitirán decir ‘Yo soy alguien’. Vivir de acuerdo con ese “alguien” es ya suficiente para ser feliz”. Noté que se le iluminaban los ojos a medida que íbamos interpretando su situación.
La vida en pareja facilita, además del proceso de identidad consigo mismo, otro tipo de identidad que los sociólogos y psicólogos denominan “sentido de pertenencia al grupo”. Nadie se libra de la soledad hasta que se siente integrado en un grupo del que participa a través de sus mitos, sus rituales y, a un nivel más profundo, de sus valores. A juicio de los expertos, el estatuto familiar es el que mejor –tal vez el único– permite definir la totalidad de la persona en relación con los demás, pues ni los clubes, asociaciones de amigos, tertulianos, viajes, partidos políticos, etc., son capaces de cubrir plenamente el sentido de pertenencia (Neuburger, 1998; Yela, 2000, p. 220). — La maternidad/paternidad y el soltero El hecho de la maternidad/paternidad se presenta en dos perspectivas, social y psicológica. Desde la primera, la sociológica, se consi-
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dera que los padres son personas que contribuyen a aportar el mayor bien de la familia y de la sociedad, los nuevos ciudadanos, y de ahí que se tilde a los solteros de insociables, egoístas y, en cierto modo, zánganos de la sociedad. Según el ejemplar estudio de Nerín (2001, p. 87), aparte de que el tener hijos constituye una ilusión valiosa normal y generalizada, se considera el cumplimiento de un deber social y, en este sentido, no estamos lejos de aquella época en que el cumplimiento del deber reproductivo de la mujer representaba por sí solo el principal fundamento de su identidad, y ello hasta el punto de que una mujer –y un hombre– no casada/o y sin hijos venía a ser una especie de “anormalidad” socialmente sancionada con el desprecio (Cipolla, 1995, p. 323). Las cosas comenzaron a cambiar con la revolución feminista iniciada en los años 60, década en la que se propone como criterio socialmente válido y aceptable que el vínculo entre mujer y maternidad deje de verse como hecho “natural” y se presente la soltería como una norma “social” catalogada como opción plenamente libre y respetable. Sin negar que, en el plano teórico esto es verdad, en la práctica todavía hoy en día, la valoración positiva de la mujer/hombre se vincula a su condición de madre o padre, al tiempo que se sigue viendo la maternidad/paternidad como un objetivo que contribuye al desarrollo del adulto tanto en su vertiente individual como social. A pesar de la valoración altamente positiva de la paternidad/maternidad, hoy se piensa que la contribución del soltero al bien de la sociedad puede ser altamente positiva a pesar de no estar canalizada a través del matrimonio y la crianza de los hijos. Sin embargo y en el plano real, las cosas son distintas y siguen confusas, como bien lo pone de manifiesto la “añoranza” que confiesan sentir muchos solteros, y especialmente solteras, cuando se comenta con ellas el hecho de la maternidad/paternidad. Me lo relataba en estos términos una soltera de 35 años: “Creo que he aceptado no ser madre pero cuando veo a las parejas de mis amigos acompañados de sus hijos siento que me falta algo importante en mi vida. Lo tengo claro, si lle-
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ga el día en que me case, haré todo lo posible para ser madre; creo que es una fuente de satisfacciones que yo no he tenido nunca y no me puedo negar”.
Como el lector ya ha adivinado, lo que esta mujer está describiendo son aspectos relacionados con la vertiente psicológica de la maternidad, algo implícitamente equivalente al reconocimiento de que para ella la maternidad es una fuente muy importante para la felicidad de la persona y la plena realización de la pareja; según de Miguel (1992), de tal sentimiento participa el 80 por ciento de los españoles. Entiendo que llegados a este punto, el lector que me sigue me está exigiendo el pequeño esfuerzo de clarificar las implicaciones psicológicas de la maternidad/paternidad; me presto a ello resumiendo mi posición en los siguientes puntos que, con pequeñas diferencias, se aplican lo mismo al hombre que a la mujer: 1º. Para una parte significativa de las mujeres actuales, las aspiraciones económicas, profesionales, de bienestar material y de vivir para sí mismas –disponer de tiempo propio, principalmente– se sitúan en un nivel de aprecio paralelo al deseo de casarse y ser madres. 2º. La maternidad es importante pero no un objetivo primordial en la vida de bastantes mujeres modernas; algunas –no hay estadísticas fiables sobre el número de ellas– quieren ser otras cosas antes y además de ser madres y piensan que la maternidad no tiene por qué agotar las posibilidades de la mujer como persona. 3º. La maternidad puede considerarse desde dos perspectivas principales: a) como hecho básicamente biológico impuesto por la naturaleza a la mujer y del que sólo ella puede ser auténtica protagonista. Es manifiesto que quienes se centran con preferencia en este aspecto suelen cometer la exageración de presentar a la mujer como el arquetipo de altruismo, sensibilidad y total disponibilidad, en oposición al hombre que quedaría reducido a
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mero acompañante del proceso que culmina en el honroso objetivo de ser madre. Cabe destacar, por otra parte, que desde esta perspectiva biologicista, es fácil comprobar cierta propensión a presentar la maternidad como castigo bíblico (“multiplicaré en gran manera tus sufrimientos y tus preñeces; darás a luz hijos con dolor, Génesis, 3, 12), o como carga que, tras el pecado original, se convirtió en una situación que comporta una serie de exigencias que acaban coartando la libertad de la mujer y reducirla a la exclusiva condición de “madre de los vivientes” (Génesis, 3,30) (Alberdi, 2000, p. 208; Alborch, 2002, p. 74). b) en otra perspectiva, la maternidad se presenta como elección libre y personal con tres tipos de connotaciones que se aplicarían directamente a la mujer y sólo indirectamente al varón: 1) tecnológicas (control de natalidad por métodos artificiales), 2) psicológicas (alegría de ser transmisora de la vida), y 3) sociales (aportar a la sociedad ciudadanos en calidad de capital humano y cultural) (Schwarkberger y otros, 1995, p. 110; Giroud y Lévy, 2000, p. 176; Alberdi, 2000, p. 275; Alborch, 2002, p. 47). 4º. Las personas que han pasado de la relación de pareja a la condición de madres/padres confiesan que tal transformación les ha supuesto infinidad de experiencias que afectan a su relación de pareja, a su vida social, trabajo, ocio, prioridades y sentimientos sobre sí mismos. Tal paso conlleva inconvenientes, pues el dinero ya no sobra y el tiempo para sí se reduce drásticamente, pero también permite que los padres vivan el excitante descubrimiento de que algo de sí mismos se convierte en felicidad de los hijos, en hogar donde se respira un bullicioso frescor y alegría, abunda la ternura, las mañanas son saludadas con ilusión renovada... y esto supone, a la postre, un cambio de sus vida para mejor. Algunos padres hablan del nacimiento de sus hijos como si de una experiencia cuasi religiosa o mística se tratara, como la asistencia a un cierto milagro de la creación (Fischer y Hart, 2002).
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DANZA DE LOS CIGOTOS Podríamos imaginar los gozos de la maternidad/paternidad representándola a manera de una danza en la que los zigotos (*) se reúnen en asamblea y, convertidos como por arte de magia en seres maduros y plenamente conscientes, comparten el gozo de haber recibido el don de la vida, se ven vibrando y atrayéndose empujados por la misteriosa fuerza de sus respectivos y complementarios perfiles físicos y psíquicos, reconocen su capacidad de recibir y dar amor, de celebrar juntos su alegría de vivir, de comunicarse, de soñar, de trabajar, de compartir retos, dudas, éxitos, proezas, de participar en la exploración, admiración y dominio del cosmos. Esto y nada más que todo esto es lo que representa para muchos matrimonios jugar las bazas de realizar el papel de padres en cuanto transmisores de la vida. Desde este horizonte, habría que concluir que es difícil valorar la maternidad/paternidad como condición irrelevante o marginal en la vida de la mujer o del hombre o entender tales prerrogativas en función de meros supuestos legalistas o eventuales reconocimientos sociales. ______________________ * Zigoto: célula originaria de la persona resultante de la unión del espermatozoide masculino y del óvulo femenino.
5º. A la luz de lo expuesto, entiendo que merece la pena repensar la maternidad/paternidad en un marco superador de la visión alicorta del matrimonio y de los hijos sustentada hoy por una buena parte del movimiento feminista. No tengo inconveniente en reconocer con tal movimiento la plena libertad de la mujer y del hombre para optar por la soltería y orientar todas las fuerzas personales hacia la realización de objetivos sociales, culturales o políticos no derivados directamente del estatus de casado, pero creo que sería menoscabar la dimensión espiritual del papel de madre/padre contemplándola únicamente desde la perspectiva de la igualdad en derechos y deberes del casado y del soltero, pues cabe valorar también al hombre y a la mujer como sujetos dispuestos a ejercer su libertad en el ámbito del amor paternal/maternal. Normalmente, cuando esta dimensión hace acto de presencia en la vida de pareja los hijos representan el preciado don nacido al compás del amor mutuo entre el hombre y la mujer y se entienden sus relaciones amorosas y libres como gesto complementario que alcanza su plenitud en el amor a los hijos (Cipolla, 2001, p. 84).
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— A modo de síntesis Hay muchas formas de compartir la vida con nuestros semejantes a través del amor, todas ellas valiosas y dignas del mayor reconocimiento a nivel tanto personal como social. El amor de las personas adultas, doquiera se encuentre, no puede ser subestimado a pesar de las flaquezas y limitaciones que pueden darse tanto en la concreta vida del soltero como en la del casado. Pero, dada la condición humana y las leyes que regulan el pleno desarrollo del amor, hay que reconocer que el amor de pareja, con sus notas de intimidad, profundidad y compromiso, representa un modelo rodeado de un conjunto de circunstancias y motivaciones que, lejos de impedir el logro de las aspiraciones de los adultos, constituye tal vez el mejor y más esplendoroso horizonte para convertir el amor en fuente inagotable de felicidad. b) La autonomía de los solteros: ni tan libres, ni tan independientes Desde la Filosofía y Psicología, la libertad es el componente esencial, la definición del ser humano en cuanto persona, por eso se ha podido establecer la equiparación entre ser libre y ser persona. La libertad no tiene fronteras, al menos nadie hasta hoy ha sido capaz de establecerlas, y esto vale tanto en el campo del amor como del trabajo o en el de las relaciones afectivas, sociales, culturales, etc.; desde este supuesto y en teoría, se entiende que la opción por el matrimonio o la soltería es una muestra de libertad que todos los adultos gozan por el solo hecho de ser personas. Pero supuesta la validez de la precedente afirmación, es sabido que en el plano real la libertad de elección entre celibato y matrimonio ha sufrido importantes limitaciones a lo largo de la historia: Moisés condenó, zahirió y anatematizó el celibato, Platón en las Leyes dice estas terminantes palabras “El que no se casare a los treinta y cinco años será castigado en lo que más le duele, que es la honra y en el provecho”, y en La República afirma “Nadie está obligado a saludar al solterón, ni a cederle la acera, ni a preguntarle cómo va de salud”.
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Igual trato recibieron los solteros en la legislación de la Roma clásica en la que fue expresamente ordenado el matrimonio y obligatorio el tener hijos, recompensándose con la rebaja de un año la edad en que se podían alcanzar los honores públicos por hijo nacido dentro del matrimonio. Dando un salto en la historia, nos encontramos con parecidas leyes en la vieja Europa, y así, en la Inglaterra del siglo XVII, Pitt impuso un tributo especial a los solteros y, por la misma época, en España se valoraba como un “cero a la izquierda el varón que no contribuyera a cuadruplicar el número de sus pobladores” (Díaz, 1998). En los tiempos modernos, ciertamente las cosas han cambiado pues, por ejemplo, ningún Estado obliga a casarse a sus ciudadanos ni a tener hijos, pero el número de presiones a las que el soltero se ve sometido por parte de la familia, los amigos, los medios de comunicación social y las costumbres locales (hasta hace bien poco en ciertos lugares de Navarra la hija más joven estaba obligada a quedarse soltera para hacerse cargo de los padres) no son pocas ni irrelevantes. La legislación actual de muchos Estados, por otra parte, da pie para afirmar que el cambio no es el se corresponde precisamente con los atributos de una libertad omnímoda, pues hay leyes que prohiben contraer matrimonio a los menores, o por razón de consanguinidad o de sexo (gays y lesbianas). Tampoco hay que olvidar otras limitaciones personales, analizadas ya en capítulos anteriores, y que tienen que ver con las derivadas del miedo al compromiso o a la intimidad, o son consecuencia de la despoblación de muchas regiones y pueblos en los que encontrar pareja se ha convertido en un problema prácticamente irresoluble para un gran número de solteros. Me lo explicaba así en el verano de 2002 una soltera de 52 años residente en un pueblo perdido del Pirineo navarro y que, como nos confesó, hacía una semana que no había visto a nadie más que a sus padres: “Casarse aquí es tan difícil como encontrar nieve en pleno agosto. Quien ha querido casarse ha tenido que emigrar porque en esta tierra sólo hay sitio para los viejos y los solteros, ni tenemos escuela, ni cura, ni médico... y todas las que han querido casarse han tenido que emigrar a la capital”.
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— ¿Hasta dónde llega la independencia de los solteros? Hay un refrán popular que algunos solteros han convertido en el telón de Aquiles de su independencia y libertad “cásate, así gozarás de los tres meses primeros y después desearás la vida de los solteros”. A tenor de esta discutible sabiduría popular, el matrimonio sólo permitiría gozar de la libertad durante el corto lapso de tres meses, después sólo espera a los casados la añoranza de la libertad perdida. Siguiendo con tal lógica, llegaríamos a establecer una igualdad con dos formulaciones que suenan diferentes pero que, en el fondo, son equivalentes: soltero = libertad, casado = sometimiento. Ahondando en el sentido de tan sagrado principio, se descubre que se trata de un sofisma de escasos vuelos, pues se asigna el valor de la libertad más a lo que se elige y de las condiciones externas favorables –¿placenteras?– que acompañan y facilitan la propia elección que a la fuerza de voluntad y los valores con que las personas asumen sus compromisos por encima y más allá de la comodidad y facilidad. Pongo un símil sencillo: el poder elegir entre los seis platos que se ofertan en el restaurante al que acudimos a comer supondría un ejercicio de libertad muy variado y amplio, pero nadie duda de que la decisión que nos llevaría a elegir el plato que menos nos gusta pero que se acomoda mejor a nuestro delicado estado de salud implicaría una actuación más valiosa de la propia libertad. Generalizando el razonamiento, pensar que cuanto más numerosas, fáciles y cómodas son las posibilidades de elegir, más resplandecerá en ellas nuestra libertad o más libres nos podremos sentir, es una afirmación que ofende al sentido común (Neuberger, 1998, p. 18). Intentaré profundizar en este pensamiento proponiendo algunas reflexiones más particulares. 1º. Libertad del soltero y las presiones sociales. En teoría, hoy nadie discute en nuestra sociedad la plena libertad de los adultos para elegir entre matrimonio y soltería. En el plano real sin embargo, la libertad de muchos solteros a la hora de desmarcarse del matrimonio se ve afectada por el rechazo de una buena parte de la sociedad, lo que al menos en parte limita su libertad. Entiendo que, por injusta que parezca, esta actitud no está exenta de cierta lógica, dado que todos
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los grupos y organizaciones humanas se desarrollan, sobreviven y prosperan en la medida en que los miembros que las integran se someten a determinadas reglas y son sensibles a las necesidades y objetivos del grupo al que pertenecen. Un ejemplo. Aceptado el principio de plena libertad del soltero para no casarse ni tener hijos, en la España de hoy, con la natalidad más baja del mundo, no se entiende fácilmente –ni es justo (?)– que pueda recibir la misma valoración social el hecho de comprometerse con la creación de una familia y la crianza de los nuevos españolitos, necesarios para asegurar la continuidad generacional, que vivir al margen del problema de la despoblación de nuestro país. Y desde este supuesto, tachar de cierta insensibilidad social a los solteros tiene algún fundamento y sería lo adecuado por parte de ellos atenerse a tal crítica, aunque no les resulte cómodo oír determinados comentarios o presiones sociales (Yela, 2000, p. 80). En la misma línea, pienso que el rechazo por parte de los solteros de las críticas y presión social a las que les somete el entorno familiar, los amigos o los medios de comunicación social no queda plenamente justificado acudiendo a la curiosa pirueta mental de atribuir el amor de pareja estable a una especie de adicción enfermiza en virtud de la cual habría que hacer tabla rasa o renunciar a dimensiones personales tan valiosas como la búsqueda de seguridad y apoyo afectivos entre los miembros de la pareja o, en otro orden de cosas, no valorar muy positivamente la renuncia a cierto grado de autonomía personal en aras de la salud social que, como es reconocido en todos los meridianos del mundo, aporta el matrimonio; es más, en el peor de los casos, actuar con cierta sensibilidad hacia los problemas sociales es condición esencial tanto para el pleno desarrollo individual como colectivo. Por ello, subestimar la búsqueda de tales necesidades sociales a través del matrimonio, supone entrar en el mundo de lo esperpéntico, pues supondría ver la sociedad como la suma de ciudadanos individualistas instalados en casas sin puertas ni ventanas (Peele, 1975). A la luz de estas reflexiones, nada tiene de extraño que, según el estudio de Nerín (2001, p. 141), casi la mitad de los solteros
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se sientan presionados por su familia, o que una gran mayoría de mujeres y hombres independientes españoles se quejen del peso que supone para ellos soportar la exclusión y críticas que reciben del entorno por su manera de “retar” al sistema de valores establecido con respecto al matrimonio (Alberdi, 2000, p. 132). Tal vez convenga decir aquí que, para su desgracia y por injusto que parezca, los solteros que peor parados salen del “ataque” son aquéllos que lo son a su pesar y, por lo tanto, los que menos merecerían la desconsideración de los demás. Una parte de la clientela de los terapeutas son estos solteros los cuales, tras haber ensayado infructuosamente una serie de racionalizaciones personales (“es mejor estar solo que mal acompañado”, “las parejas no son precisamente un modelo de felicidad”, “todos mis amigos se están separando”, “en mí no manda nadie”...), han acabado quitándose la propia máscara y aceptando en cierto grado la crítica social hacia ellos. Me lo decía en estos términos un soltero de 33 años: “a pesar de las apariencias, estoy con los que dicen que todos NECESITAMOS CASARNOS”. En este contexto, resulta elocuente la anécdota que cuenta una famosa española que ha estudiado ejemplarmente la vida de las mujeres solteras, me refiero a la exministra socialista Carmen Alborch (Solas, 1999). Ha habido momentos en la historia, comenta, en que ningún estado europeo nombraba a embajadores solteros pues se pensaba que ninguna nación podía estar bien representada por el hombre a medias, o la mujer a medias; un ciudadano al que le falta su mitad, la mujer o el marido, no es apto para representar por completo a su país (Díaz, 1998, p.136). Textualmente Alborch dice: “Más de una vez, estando en el Gobierno, he recibido una invitación en la que aparecía «... y esposo», y en muchas ocasiones han preguntado a mi secretario, con cierta extrañeza: “¿La ministra va a ir sola?”. Incluso se ofrecían acompañantes espontáneos que no podían comprender que fuera al teatro y me sentara sola en un palco. La verdad es que yo me encontraba bien así. [...]. Después, cuando no era ministra: “¿Cómo va usted sola por ahí?, ¿no tiene miedo que le pase algo?”.
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2º. La libertad del soltero y la fuerza del miedo. El canto a la total libertad del soltero tiene una sombra que se llama miedo, una especie de cadena que conlleva la experiencia negativa de depender de algo con lo que es obligado convivir y, en muchos casos, apenas se alcanza a soportar. Al igual que cualquier persona, el soltero tiene miedo, pero sus miedos son en cierta medida específicos: a) Miedo a la suplantación por el sexo contrario. El caso más notorio de este miedo lo encarnan las neosolteras, mujeres con alto nivel económico y profesional, que han decidido librarse de las dependencias del varón, especialmente de la dependencia afectiva. La pretensión que mueve a estas mujeres es ser idénticas a los hombres, buscando una igualdad a ultranza en la que se borrarían las diferencias. Así mismo, muchos hombres comprueban cómo hoy en día hay mujeres capaces de sentirse igual que ellos, lo que les enfrenta al miedo de perder el trono que ocupan como rezumados machistas. Comenta el prestigioso psicólogo Fromm (2000, p. 25), refiriéndose al falso ideal de ocupar un lugar seguro y sin sometimiento a nada ni a nadie, que tal actitud es fomentada por la sociedad contemporánea que necesita átomos, todos idénticos, para hacerlos funcionar según las leyes de la masa, presuponiendo falsamente que cuando todos seamos y nos comportemos como iguales, desaparecerán las tensiones y se habrá conseguido la utopía del “humano estandar” y finalmente la paz. El sofisma cae por su propio peso, pues si lo que pretendemos es ser idénticos al otro, lo que estamos fabricando es nuestra propia destrucción, la negación de nosotros mismos, a la postre, vivir de acuerdo con un patrón ajeno, que no es otra cosa que perder la independencia y la verdadera libertad, pues de lo que se trata no es ser diferente sino de usar la propia libertad desde las propias y únicas convicciones personales. Ciertamente, dentro del matrimonio caben todo tipo de suplantaciones, pero a veces la estructura de complementariedad en muchos aspectos de la vida familiar hacen más difícil la prevalencia omnímoda de
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uno de sus miembros sobre el otro y, al mismo tiempo, constituye una buena plataforma para aprender a compaginar autonomía y libertad. b) El miedo inherente a la falsa autosuficiencia. Muchos solteros confiesan temor a que la vida en pareja se traduzca en la pérdida de su libertad. La expresión suena sincera y hasta muy bien, pero lo que se esconde tras ella no es todo brillo y positividad sino algo tan poco confesable como tener que soportar la carga de la falsa autosuficiencia. Cuando el soltero dice “yo no necesito de nadie”, lo que en realidad está diciendo es “tengo miedo a tener confianza” en alguien que necesitaría para completarme o, en términos equivalentes, “me da miedo el duro compromiso de aprender a convivir con el que me puede poner ante el riesgo de acabar con lo poco que me siento y decirme lo mucho que me falta”. El soltero sabe muy bien que es un animal de relación y, por tanto, que necesita del otro como el resto de las personas, pero le falta la valentía para reconocerlo en la práctica. Esto le convierte en esclavo del temor a enfrentarse con su propia debilidad y, así, lo que parecía signo de su poder, se convierte en síntoma de su debilidad y falta de libertad. c) Miedo al compromiso del amor total. Una nota esencial del amor espiritual es la libertad, pues nadie ha concebido nunca el amor como obligación o limitado por ciertas restricciones. Amar es poner al servicio de la felicidad del otro mi propia libertad de modo total, con todo lo que soy, siento y aspiro. A muchos solteros este ideal les resulta demasiado comprometido y, en consecuencia, se refugian tras el miedo a la pérdida de una pretendida libertad plena que, a la postre, no es sino la privación del ejercicio del amor libre de sus numerosas trabas y limitaciones. Esto mismo puede expresarse de otro modo: quienes sostienen que defender la libertad exige renunciar al amor pleno es porque no han alcanzado a comprender que el amor constituye la suprema manifestación de la libertad (Manglano (2001, p. 94).
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d) Miedo a implicarse en la dialéctica entre dos necesidades contradictorias, sentirse unido a otro ser humano y ser independiente. Los solteros que aducen su libertad como razón para no comprometerse son sujetos que, de algún modo, no han sido suficientemente eficientes para resolver la contradicción que encabeza este párrafo: incurren en el error de pensar que se pierde la libertad comprometiéndose, cuando en realidad es todo lo contrario, comprometerse implica hacer el mejor uso que puede hacerse de la libertad orientándola hacia el amor al otro (Carter y Sokol, 1996, p. 25). e) Miedo a la intimidad. De este miedo he hablado ampliamente en otras páginas de este mismo capítulo. El mito romántico, desbordante de éxtasis, se olvida de que en realidad el amor crece poco a poco y a medida que el conocimiento mutuo se profundiza, que es lo mismo que decir, cuando llega hasta los límites de la intimidad. Tal mito pretende hacernos ver falsamente que la alternativa estriba entre elegir la libertad, aventura, novedad..., lo cual nos fascina, o decantarnos por la fidelidad y seguridad del matrimonio y el hastío. En realidad, tales dicotomías son tan falsas como artificiales, pues lo que en realidad ocurre es que la opción por una de las dos posibilidades no resuelve sino que acrecienta la tensión, derivada de aferrarnos a uno de los polos opuestos que, por su propia naturaleza, están llamados a convivir y armonizarse dentro del amor. Desde el punto de vista psicológico, el diagnóstico no deja lugar para la duda: muchos solteros rechazan el matrimonio porque les domina el miedo fóbico a la intimidad y todo el conjunto de profundos compromisos que la acompañan (Keen, 1994). Del miedo a la intimidad me hablaba en cierta ocasión una mujer que había tenido un novio, aunque, como me decía, dudada de si habían llegado a ser verdaderos novios. Cuando rompió con él y tras convivir con varios otros amigos, se dio cuenta de que “la amistad verdadera es aquélla que aparece cuando dejas de tener miedo a la cama”. Para aceptar ir a la cama, hay que querer mucho a la otra persona y tener toda la confianza en ella”.
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3º. La libertad del soltero para concederse comodidades y placeres. Con frecuencia, se tributa el más encendido elogio a las numerosas libertades del soltero: convivencia pacífica con un cómodo desorden dentro de casa, placer de no tener que preguntar a nadie sobre lo que te apetece comer a mediodía o por la noche, salir o entrar cuando y donde se te antoja, vacaciones libres de cualquier presión... También, y como acabamos de comentar, facilidad para poner en práctica un “donjuanismo” moderado o no tanto, el cual dará de sí para embarcarse en el amor apasionado hacia el hombre o la mujer que aparece por la esquina a la hora más insospechada, y tantas otras fantasías nacidas de una imaginación que, muchas veces, tienen poco que ver con las posibilidades reales del soltero, pues, como es bien sabido, da poco de sí la libertad azarosa, transitoria o periférica, pues tal tipo de libertad está cargada de inseguridad de cara a la siguiente noche. La pregunta es obvia: si tanto llenan estos amores libres ¿por qué se abandonan tan pronto para sustituirlos por otros fugaces, no será porque el amor que llena es el que resiste el tiempo, da seguridad para el futuro, se saborea sin prisas ni recelos y se profundiza hasta hacer de dos almas una? (Heras, 2001, p . 217). Y qué decir del atropello que representa para el propio ritmo de vida y la incomodidad de vivir a la caza de presas siempre inciertas, ¿eso es comodidad? La libertad para el placer tiene muchas limitaciones, también para los solteros. Me lo contaba gráficamente así mi amigo soltero que se suicidó: “Con el grupo de amigos salimos a cenar al menos una vez por semana en algún restaurante vegetariano. Al principio los platos saben a gloria, luego los menús se repiten, los sabores resultan cotidianos y los vinos también. Cuando sales, te queda el estómago lleno y el alma vacía. ¿Vale la pena cenar contando aventuras, la mayoría de las cuales son falsas? Al final te haces el remolón y pones excusas para lo que siempre acaba siendo una frivolidad, encuentros en los que sabes que el desencanto es tan descomunal como grande la falsa apariencia de felicidad y la soledad de tu casa vacía”.
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— A modo de síntesis Es obvio, que la soltería se presta a disfrutar de determinadas dosis de libertad e independencia difícilmente alcanzables en la vida del casado. Pero, tras los anteriores análisis, coincidirá el lector conmigo en que la cuestión no es tanto el número de libertades de las que goza el soltero cuanto de la hondura, voluntad, satisfacción personal y atractivo profundo que tales libertades representan en la dinámica interna de la propia persona. En este último aspecto, todas mis reflexiones acaban respaldando la idea de que “tener mayor número de libertades” no significa “sentirse más libre” y esto resulta claro cuando se entiende que el ejercicio de la verdadera libertad no puede contemplarse como un hecho aislado sino como experiencia que resulta gratificante en la medida en que va acompañada de un conjunto de motivaciones profundas que dan sentido a lo que hacemos con libertad. Así y por ejemplo, ejercitar la paciencia con los hijos puede tener sus ribetes de incomodidad pero, a la postre, saber que tienes al lado alguien que te necesita y, a su manera, te agradece con sus sonrisas la felicidad y seguridad que le transmites, puede resultar una fuente de satisfacción más completa que el silencio de la casa. Lo mismo cabe decir de las relaciones de pareja, supone sí el esfuerzo de recorrer el camino, muchas veces largo y penoso, de acercarte al alma del otro, pero la recompensa de saber que “otorgas” sin miedo a ser víctima de futuros chantajes, compensa los pequeños sinsabores cotidianos de ajustarte a los gustos y necesidades singulares del consorte. En este sentido, ninguna posición puede defender seriamente hoy en día la imagen caricaturesca del “matrimonio estandar”, regido por las leyes de un sometimiento cuasi metafísico, pues caben también otras formas más democráticas de convivir en pareja, donde la comprensión y la comunicación a todos los niveles se despliega en condiciones de igualdad y camaradería; a la postre, cada casado tiene el matrimonio que se merece y sabe construir desde su propio concepto de libertad. Y entendidas las cosas así, matrimonio y libertad es un binomio tan válido como la libertad del soltero.
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c) Las amistades del soltero: entre la cercanía y la distancia En cierta reunión de “solteros a la fuerza”, uno de los asistentes sugirió que el grupo se denominara “de ayuda mutua”, ya que cuando no era uno era otro el que estaba en “depre” y necesitaba terapia grupal de apoyo. Lo más llamativo del caso fue que el portavoz concluyó su intervención con estas palabras que fueron aplaudidas calurosamente por sus contertulios: “Ya hemos constituido una familia subrogante o sucedánea”. Me inclino a pensar que lo ocurrido en la citada reunión no era sino una cierta pirueta psicológica mediante la cual los solteros asistentes reconocían, por un lado, la importancia de la familia como instrumento natural para colmar la necesidad que todos sentimos de contar con un grupo de referencia afectivo tan seguro como la familia y, por otro, que el grupo de amigos, por cercano que sea, se queda en eso, en un “sucedáneo” o aproximación a los fuertes lazos afectivos que se viven dentro de la verdadera familia y que los solteros, por su condición de tales, difícilmente pueden disfrutar plenamente. La interpretación final es clara, lo que pretendía ese grupo de solteros no era otra cosa que un ejercicio de racionalización, buscar la seguridad afectiva mediante la creación de un grupo sustitutivo similar al peculiar de la dinámica familiar o, dicho más directamente, reconocer que, en el plano de la comunicación, los lazos afectivos que crea la familia no tienen equivalente en otras formas de convivencia entre las personas. A este propósito, recuerdo la preocupación de un soltero de 39 años que me decía: “Uno de mis problemas es que tengo que estar buscando continuamente nuevos amigos porque los que tengo se casan y me dejan en la estacada. Sólo por ello, valdría la pena casarme”.
De la amistad se han dicho cosas tan hermosas como “el que tiene un amigo ha merecido un don divino”, “la amistad leal, sincera y desinteresada es la verdadera comunión de las almas, es más fuerte que el amor porque éste suele ser celoso, egoísta y vulnerable, la verdadera amistad perdura y se fortalece a través del tiempo y la distancia, para quien tiene un amigo no existe la soledad (Richo, 1999). Reconozco que este canto a la amistad constituye la expresión un tanto
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hiperbólica de la verdadera amistad. El contrapunto a tan encendidas loas de la amistad me lo ofrecieron hace un par de años una pareja de amigos que, tras diez años de convivencia, decidieron casarse. Cuando les manifesté mi sorpresa por el cambio de rumbo en sus relaciones afectivas, me dieron la siguiente explicación: “La amistad nos ha dado todo, intimidad, sexo, diversión, seguridad económica, algunas lágrimas y muchas risas... pero al final coincidimos en que nos faltaba una cosa ‘decirnos que nos fiábamos uno del otro para siempre y ocurriera lo que ocurriera’. Comprendimos que lo que teníamos era sólo (!) amistad y queríamos llegar al amor. Sabíamos que el amor es más difícil que la amistad, pues los dos tenemos amigos separados, pero hemos decidido casarnos y arriesgarnos; quedas invitado a la boda”.
1º. Amor de casados y amistad entre los solteros. Al hilo del testimonio anterior, podemos entender el plus que el matrimonio aporta en comparación con las meras relaciones de amistad. Según Alberoni (1986), prestigioso experto en temas de relaciones afectivas, lo que diferencia sustancialmente la amistad del amor de pareja no es la mayor o menor dosis de erotismo implicada en la relación, ni la fuerza y seguridad en la respuesta del amigo/a, lo específico y más importante en el amor de los casados es la comunicación y el contacto a través de las pequeñas cosas de lo cotidiano. Y, así, frente a la afirmación de que el amigo no necesita ver frecuentemente al amigo para que la amistad perdure, pues “le basta saber que éste responderá cuando sea necesario y con un acto de afecto, de comprensión y aún de sacrificio”, el amor no necesita que ocurra algo extraordinario ni especial, lo abarca todo sin distinción; esto es lo que explica que parejas que llevaban juntas largos años, en cierto momento sientan la necesidad de casarse para expresarse lo que de algún modo nunca se dijeron mientras “sólo” fueron buenos amigos. Si ser amigos fuera lo mismo que estar casados, no se explicaría que “amigos de toda la vida”, cuando se casan, se separen; lo que en realidad ocurre en tales casos es que se pone de manifiesto aquélla o aquéllas parcelas profundas de la propia persona que nunca estuvieron realmente unidas a la otra. En síntesis: la gracia del matrimonio, en opo-
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sición a la amistad entre los solteros, radicaría en la facilidad para estar junto al otro de manera constante y para todo, en las experiencia grandes y en las pequeñas, participando en la sucesión y variaciones del marido/mujer en sus pensamientos, sentimientos y acciones; ésta es precisamente la zona en que el matrimonio se integra en un “nosotros” que va mucho más lejos y es más rico que el “nosotros de amistad” peculiar de los solteros. Huelga decir, que adoptar esta interpretación es perfectamente compatible con aceptar que en la amistad puede haber, y de hecho la hay, una buena dosis de amor e, igualmente, que entre los componentes del amor de pareja la amistad es uno de los principales. 2º. Los solteros y las redes de amistad. Se ha dicho, con fundamento, que la amistad es el mejor sustitutivo del amor, por lo que se cumple la ley de que en la medida en que falta el amor más necesidad se tiene de suplirlo con la amistad; de hecho, es frecuente ver a muchos solteros participando en grupos de amistad. Tengo un amigo soltero de 41 años, con las tardes libres, que pertenece a cuatro círculos de amistad: el lunes juega al tenis con sus amigos deportistas, el miércoles va al cine con los cinéfilos, el viernes cena en su club gastronómico y el domingo va al fútbol con su peña. Esto ocurre porque los seres humanos somos seres gregarios, necesitados de sentirnos en compañía de otros semejantes. Cuando no nos es dado cubrir tal necesidad con el amor de pareja, buscamos suplirlo arropándonos con los amigos y esto explica también el que se pierda el contacto con los amigos solteros cuando entramos en la dinámica familiar. No es extraño, por otra parte, que en una sociedad poblada por una pléyade de solteros, se multipliquen los grupos de amistad y de ayuda. Los grupos de amistad constituyen sistemas de apoyo entre los individuos que sirven para mejorar la competencia adaptativa a la hora de tratar crisis a corto plazo y también otros desafíos vitales, pues ofrecen guía, consejo, información, cierto grado de intimidad y, en general, promueven el sentimiento de comunidad, de integración, de solidaridad y de afecto; es obvio, por ello, el beneficio psicológico de tales encuentros.
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Es difícil saber hasta qué punto los grupos de amistad pueden cumplir con tan ambiciosos objetivos, pues no existen estudios rigurosos ni fiables sobre el tema (Requena, 1996, p. 81-83). Aunque disponemos de datos parciales, según los cuales el 85 por ciento de los miembros pertenecientes a algún grupo de amistad declaran que la experiencia les ha resultado positiva, no tenemos información acerca de las personas para las que dicha experiencia no ha sido satisfactoria, ya que los que no se benefician del grupo abandonan, con lo cual la muestra está sesgada. A esto habría que añadir una variante de la mencionada dificultad: por el momento, carecemos de modelos psicológicos para afrontar estos estudios o los disponibles son todavía muy provisionales (Barrón, 1996). Resumiendo, aunque es evidente que las personas que acuden a grupos de amistad y de apoyo obtienen ciertos beneficios y mejoran su grado de bienestar, hoy por hoy desconocemos dos aspectos muy importantes y decisivos en torno a esta cuestión, cuál es la eficacia de estos grupos para lograr los fines que pretenden y qué actividades son más adecuadas para conseguirlos. Volveré a ocuparme del tema en el siguiente capítulo. 3º. La amistad y las computadoras. La era del internet ofrece nuevos caminos para las relaciones de amistad. Entras en un café cibernético y te encuentras toda clase de personas, jóvenes y otros que no lo son tanto, ensimismados en ordenadores silenciosos, absortos y “chateando” (del inglés, chat = chismorrear) a través de estos nuevos instrumentos de la relación amistosa, hasta puede ocurrir en algunos casos, que la amistad virtual acabe en el amor total y duradero. Como he explicado en otro lugar de este manual, esta modalidad de “amor virtual” no está exenta de algunos peligros. En efecto, los amigos cibernéticos pueden estar en cualquier rincón del mundo pero por eso mismo tienen el inconveniente de que no se les ve la cara, sobre todo los ojos, a través de los cuales los humanos nos comunicamos el 70 por ciento de lo que hay en nuestro interior y mostramos lo que realmente somos. Tampoco aparece en la pantalla la elocuencia de los silencios, tan importantes para comunicar la calma y el equilibrio en una sociedad desajustada y poco vertebrada en valores
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consistentes. Y no olvidemos la ausencia de otro elemento esencial en el amor, la imprescindible confianza y la ausencia del temor al compromiso, pues cuando se apaga el ordenador, ninguno de los contertulios virtuales se compromete con nada ni con nadie, en realidad son unos personajes filtrados que pueden ser personas generosas pero también la encarnación del egoísmo y la maldad (www.semanario.com.mx (2003); es posible incluso que lo que ofrece la pequeña pantalla no tenga nada que ver en muchos casos con las verdaderas aficiones, valores y sentimientos íntimos y personales del que nos entusiasma por su gracia verbal o su ingenio del momento. ¡Qué gran espejo para saborear los efímeros impulsos del amor romántico! Probablemente el lector conocerá alguna historia parecida a la de aquella pareja de internautas tímidos que vivían en casas contiguas y se hablaban casi todos los días por internet. En cierta ocasión, ambos se encontraron en la calle y él, por despiste, le habló a ella con el exagerado acento catalán que utilizaba durante el chateo. Las sorpresa fue morrocotuda, sobre todo a la vista de que ella comprendió –¡intuición femenina!– que su amigo internauta era su vecino, tenía el doble de edad y de peso que decía tener y no era el hipotético estudiante de medicina sino un mecánico del taller de enfrente ... A partir de entonces, como es lógico, la amistad fue sustituida por el más absoluto desprecio.
— La amistad en el soltero y en el casado Dados los rasgos y las muchas prerrogativas positivas asignadas a la amistad, ¿en qué sentido cabe hablar de carencias afectivas en las relaciones amistosas del soltero cuando las comparamos con el amor dentro de la vida de familia? a) Se lo he preguntado a bastantes solteros de manera indirecta: “En escala de 0 a 10, di en qué medida asocias o crees que van juntos estos dos términos “niños” y “amistad”. En las numerosas ocasiones en que he formulado esta pregunta, la respuesta ha estado siempre más cerca del 0 que del 10. Para muchos solteros, amistad y niños son dos conceptos muy lejanos entre sí, lo que me lleva pensar que en la relaciones de amistad practicadas
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por los solteros faltan dos ingredientes importantes de la vida, la ingenuidad y la ternura de los niños. Esto me trae a la memoria el conocido refrán popular “a quien Dios no da hijos, le da muchos sobrinos”, que explicaría lo aficionados que son muchos solteros a encontrar en sus sobrinos lo que no pueden darle sus propios hijos. Me lo comentaba así una casada a raíz de tener su primer hijo a los 34 años: “Siempre fui muy niñera, desde joven tenía posters de niños en mi habitación y hasta en el baño. Desde que puedo tener mi propio hijo en mis brazos, ya no miro los carteles, me embeleso contemplando las sonrisas y miradas de mi bebé; la cara de mi hijo suple todas las fotografías que estuve mirando durante los años que fui soltera”. Una mujer de 29 años, madre por fecundación artificial, me decía: “He tenido y tengo buenas amigas y amigos, pero me faltaba algo, dar todo mi amor a alguien con quien cruzar la mirada. Después de cansarme de esperar al hombre de mi vida, me decidí a tener un hijo; ahora tengo alguien que con su mirada da sentido a mi vida, comprendo que lo que necesitaba era que alguien me mirara: la mirada de mi hijo me hace la madre más feliz del mundo”.
b) Una de las experiencias negativas por las que pasan los solteros es la pérdida frecuente de los amigos a lo largo de las diferentes etapas de la vida y por razones diversas, la distancia es una de ellas pero, sobre todo, los importantes cambios experimentados en las diferentes fases del desarrollo personal a través de los años; por ello, la afirmación de que la amistad es para siempre es sólo una verdad a medias. Casi todos hemos tenido amigos en la adolescencia, etapa crucial y sin identidad propia en la vida, cuando la amistad sirvió para no encontrarnos en una especie de limbo entre la adultez y la infancia y sin identidad propia; hemos tenido también amigos de juventud, que suelen ser casi siempre más duraderos y con los que hemos compartido de manera real y profunda preocupaciones que nos acompañarán toda la vida, pero cuando nos preguntamos cuántos y
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sobre todo qué amigos perduran, las más de las veces la cantidad y calidad brillan por su ausencia. Me lo explicaba así un amigo soltero: “Hasta los 25 años tuve varios buenos amigos. Los tuve de niño en mi pueblo antes de emigrar mi familia a la ciudad. Llegados a la capital, me costó encontrar amigos pero al final me hice con dos con los que pasé muchos buenos ratos durante mis estudios en el instituto. A estos amigos los perdí, pues ellos fueron a la universidad y yo me puse a trabajar con mi padre. Aun en esa etapa, logré congeniar con dos compañeros de trabajo, pero todo se acabó cuando estos compañeros se casaron. Seguí teniendo contactos con ellos y sus mujeres y hasta me encariñé con un hijo de ellos del que me hicieron padrino. Pero al fin comprendí que en sus fiestas y reuniones sobraba pues lo que yo vivía tenía poco que ver con sus preocupaciones de casados y con las relaciones de sus familias.
Conozco otro caso que pone de manifiesto cómo se va arrinconando al hijo soltero cuando los demás hermanos se casan y se multiplica la familia con la llegada de los sobrinos: Se trata de una familia que veranea en la casa de origen que los abuelos poseen en un pueblo castellano. Mientras no hubo nietos, sobraban las habitaciones pero, cuando aparecieron éstos, el tío tuvo que dejarles la habitación para que estuvieran al lado de sus padres, y más adelante la segunda... La reducción del espacio reservado al tío soltero fue tal que finalmente “se le echó de casa” invitándole amablemente a irse a dormir al chalet vacío que otro de los hermanos posee en el mismo pueblo.
Creo conveniente terminar este apartado, sobre las relaciones afectivas y de amistad de los solteros, recordándo al lector algo que supongo está en su ánimo: la grandeza y plenitud que pueden proporcionar las amistades entre los solteros en nada quedan empañadas por algunas carencias que las acompañan pues, a poco que se profundice en el tema, se observará que ninguno de los ingredientes que aparecen en el amor de pareja está totalmente ausente en la experiencia del amor de amistad (compañía, intimidad, confianza, apoyo). En este sentido, resulta caricaturesco y también algo insultante identificar al soltero como un pequeño esbozo del adulto sin corazón.
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“Precisamente porque no tengo familia propia, cuento siempre con mis amigas, a las que cuido y quiero como hermanas. No sé el futuro que me espera, pero tengo la total confianza de acompañarlas hasta la tumba, como si fueran uno de mi familia” (española emigrante y residente en Suiza que convive con una amiga como si fueran hermanas de toda la vida).
— A modo de epílogo En este tercer capítulo hemos podido sopesar lo que implica en la vida de los solteros el amor, la independencia y las relaciones de amistad. En estas dimensiones, la experiencia del soltero constituye un cuadro en el que pueden percibirse algunas penumbras e inconvenientes pero también brillar muchas luces. Es evidente que, en estos tres ámbitos se dan diferencias importantes con las vivencias del casado normal, pero sería un error y falsear la realidad entender que tales diferencias dan origen a dos mundos contrapuestos o, incluso, antagónicos, –del casado y del soltero– como piensan quienes caen en la trampa de dejarse llevar por los dictámenes y verdades a medias del estereotipo fácil e insultante. Siguiendo el impulso que dirigen estas reflexiones, considero que tal vez lo más apropiado y justo es decir que la sociedad actual carece de la madurez suficiente para promover en sentido positivo las posibilidades y riqueza que, para el desarrollo personal, ofrece la soltería tanto para aquéllos que la viven por imperativos ajenos a sus deseos como para quienes han decidido hacer de ella una opción libre. Considero una tarea importante de la psicología seguir profundizando en la clarificación de interrogantes tan importantes para una sociedad que cuenta con el 25 por ciento de adultos solteros. Entre dichos interrogantes, formulo los siguientes: 1º. ¿Qué objetivos vitales se pueden proponer a los solteros para el desarrollo pleno de su persona? 2º. ¿Qué instrumentos y recursos está dispuesta la sociedad a poner en manos de los solteros para que éstos alcancen los mencionados objetivos? 3º. ¿Qué campañas de mentalización cabrían en los medios de comunicación social para reivindicar el estatus del soltero, de
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tal modo que pierdan fuerza y queden desenmascarados de una vez por todas los estigmas con que el pensamiento vulgar moteja a los solteros? 4º. ¿Qué estudios psicológicos y sociológicos merece la pena emprender para que los solteros y los casados comprendan el papel complementario que, en la dinámica social, los dos estados están llamados a ejercer con vistas al logro de un objetivo común, la salud mental de la sociedad global? No podemos olvidar que la sociedad actual avanza a pasos agigantados hacia una sociedad en la que los casados y solteros serán iguales en número, ¿por qué negarles la igualdad en lo social, económico y cultural? 5º. Y por último, considero urgente plantear en términos científicos y rigurosos la creación de un marco de referencia o programa en el que, reconociendo el derecho y honorabilidad de optar en condiciones de igual libertad lo mismo por la soltería que por el matrimonio, a diferencia de lo que ocurre en el presente, el valor de uno de ellos no se haga restringiendo o falseando las posibilidades del otro. Como resumen de este programa, quiero terminar aportando el pensamiento un tanto amargado de un soltero de 42 años: “Lo que pedimos los solteros es que nos dejen en paz y tranquilos, que quienes nos rodean no nos mareen diciéndonos lo que tenemos que hacer. Somos ya mayorcitos para saber lo que queremos y cómo conseguirlo. No necesitamos ni nos merecemos el paternalismo insultante”.
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4 EL FUTURO DE LOS SOLTEROS: Los solteros en el futuro y su desarrollo personal
No es fácil hacer profecías sobre el futuro de los solteros máxime en un mundo que, como el actual, cada día que pasa arrincona por inservibles sistemas de producción o economía y reestructura las organizaciones humanas en función de nuevas bases y nuevos valores culturales y sociales (usos de la ciencia y tecnología, cambio de intereses, expectativas, costumbres, criterios morales, gustos, temores, retos, pautas de consumo y de diversión). Cualquier cambio significativo en alguno de estos campos afecta a la familia, a los grupos culturales y recreativos, a los grupos de presión, a los partidos políticos, iglesias, etc., y a la postre, a los individuos que integran los diferentes grupos de la plurivalente sociedad que nos toca vivir. Según todos los analistas, uno de los cambios más notables –algunos lo califican de “preocupante”– es el que se refiere a la nueva configuración de las relaciones afectivas y comunicación entre las parejas tanto hetero como homosexuales; ante estos drásticos cambios y como es lógico, no actúan como meros espectadores ni las familias ni los solteros cuyo número aumenta en proporciones hasta ahora desconocidas; piénsese que uno de cada cuatro españoles en edad de casarse están/son solteros.
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Ante este panorama, definir con cierta precisión la repercusión de tantos y tan rápidos cambios en el devenir de aquéllos que en calidad de solteros buscan su desarrollo personal por caminos distintos a los de la vida familiar resulta un asunto, además de arriesgado, difícil de pronosticar sobre todo a la vista de que el escenario de la vida humana se confunde y se complica con el conjunto de variables y factores que actúan dentro del gran ecosistema que hemos convenido en llamar la “aldea global”. Hoy es prácticamente imposible saber por anticipado cómo influirán en el soltero de hoy las condiciones del mañana y mucho menos listar el conjunto de factores nuevos que condicionarán el nuevo patrón de la futura soltería. A la vista de tales premisas, se me ofrecían dos posibles opciones para encuadrar el desarrollo psicológico del futuro soltero: 1ª) extrapolar las dimensiones de la vida del casado a su correspondiente proyección en la vida de los solteros; esto me exponía a incurrir en considerables errores por las razones arriba apuntadas, y 2ª) intentar algo más arriesgado y al mismo tiempo más constructivo consistente en proponer un modelo de desarrollo personal específico y adaptado a aquellos adultos, hombres y mujeres, que por imperativo de las circunstancias o por libre decisión intentan encontrar su equilibrio y una vida saludable desde su peculiar condición de solteros. Situándome en esta segunda opción, la meta del presente capítulo arranca en el siguiente supuesto: el futuro de los solteros no está escrito a manera de acontecimiento fatalmente necesario sino que será el resultado conjunto de una larga lista de actitudes, valores y acciones protagonizadas por los propios solteros y que, en buena medida, pueden responder a un programa lúcidamente programado y realizado por ellos. Me anticipo a decir aquí que no soy el primero ni el único en ocuparme del tema, pues tengo noticias de que grupos muy significados, como el CLUBIMPAR (www.revistaimpar.com), están implicados hace algunos años en el diseño de programas encaminados al desarrollo personal de los no emparejados. Se trata en definitiva de esclarecer, por un lado, el perfil psicológico de los seis millones largos de españoles, de entre 25 y 65 años, que en los comienzos de 2003 viven
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solos (INE, 2003. www.ine.es), y, desde el punto de vista sociológico, de ubicar, con todos los honores, a los solteros en el lugar que les corresponde personificar dentro de la dinámica y del bienestar de la sociedad global a la que pertenecen por derecho propio. Es justo reconocer que los solos y los solteros son personas que, como el resto de ciudadanos, están llamados a vivir felizmente y cuentan, además, con grandes posibilidades para contribuir al bien común desde el original puesto que ostentan en la sociedad adulta. Es mi propósito contribuir al esbozo de un programa que marque las líneas vertebradoras y los campos en que podemos entender el pleno desarrollo personal y social de los solteros. Crecimiento personal del soltero: supuestos, experiencias y metas Todas las personas, lo mismo casados que solteros, necesitan para su desarrollo personal físico y psíquico un “espacio interior” propio. De él dimanan las directrices y el impulso que marca y dirige la actuación del soltero en los campos profesional, afectivo y cultural y en esos mismos ámbitos se le ofrecen al soltero unas específicas posibilidades. En las siguientes páginas me ocuparé de estas posibilidades proponiendo un programa de desarrollo para el soltero que estructuro en función de tres dimensiones: 1) los supuestos o variables que condicionan la dinámica personal del soltero, 2) el contenido de cada uno de los ámbitos principales en que se despliega el desarrollo personal del soltero, amor, trabajo y relaciones socioafectivas, y como consecuencia 3) la comparabilidad de las metas del soltero con las del casado, lo que equivale a establecer una valoración final positiva de la vida del soltero en cuanto opción vital original y distinta de la del casado. Diseñar un programa de desarrollo personal para los solteros mínimamente coherente implica respetar la realidad y, por lo mismo, atenerse a los condicionamientos objetivamente significativos que obligadamente debe tener en cuenta quien pretende establecer las líneas maestras del itinerario que conduce a facilitar al soltero el logro de un objetivo esencial, la articulación de aquellos compromisos que
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le permitirán cubrir las expectativas de satisfacción implicadas en la experiencia de su armonía interior y el establecimiento de unas buenas relaciones con el entorno; ambos aspectos van inseparablemente unidos, por lo que no caben ni los reduccionismos de un individualismo a ultranza ejercido por el soltero ni hacer tabla rasa de los obstáculos con que puede toparse cuando aspira a insertarse de manera satisfactoria en el mundo social y personal que le rodea. Entiendo que un listado mínimo de tales requisitos equivale a establecer como punto de partida los siguientes supuestos: 1º. La vida de los solteros es especialmente apta para afrontar la evolución y de desarrollo de la sociedad si saben adoptar una actitud de gran flexibilidad y movilidad dentro de la marea de circunstancias que marcan la trepidante dinámica de nuestra sociedad. Tal actitud facilita al soltero, entre otras cosas, asumir de modo original y creativo las exigencias derivadas del amplio escenario en que se desarrolla actualmente el mundo del trabajo y de la empresa. El hecho de que los solteros renuncien a la paz del “dulce hogar” les sitúa en una posición privilegiada para poner al servicio de los demás todo el caudal de riqueza y habilidades personales no menos valiosas, en principio, que la aportación de los casados; desde esta perspectiva, los solteros pueden dejar de lado la posición individualista del egoísta rezumado, tal y como el estereotipo social gusta asignarles, y abrir toda su persona a las necesidades de la sociedad. 2º. En el campo del desarrollo afectivo, el soltero goza de una mayor libertad para realizar gran cantidad de vinculaciones y asociaciones afectivas, algunas de las cuales, por su peculiar estatuto, les están vedadas a los casados. En este sentido, la inversión afectiva del soltero puede ser más polifacética y amplia que la del casado, cuya silueta está sujeta a los requerimientos o límites precisos del núcleo familiar. Por ello y a ciertos efectos, no es descabellado afirmar que el número de contactos afectivos de quienes libremente eligen vivir solos son comparables con la profundización de la experiencia afectiva del casado o, dicho de otro modo, el ideal de “pareja feliz” dentro del matrimonio tiene su per-
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fecto correlato en el latir al compás de los varios corazones que pueden vibrar en torno al soltero (Talavera, 2001, p. 22; Jaeggi, 1995, p. 23). Esta perspectiva se enriquece cuando se comprueba que, dentro del mundo de lo afectivo, los solteros, a diferencia de los casados, son más libres para la práctica del erotismo que brota de la fantasía. Ciertamente, el mundo afectivo del casado tiene innegables ventajas, pero tiene también el lado negativo, estar anclado en la realidad de las estrechas relaciones de pareja, lo que se traduce en ser más reducido el número de incursiones que suele realizar en el campo de las fantasías eróticas; de hecho es un dato contrastado que los solteros suelen practicar con facilidad el amor fantasioso con cualquier hombre/ mujer que se les cruza en su vida. Por otra parte, aunque es obvio que en la generalidad de los casos estas fantasías no cubren lo que ofrece la realidad, las fantasías amorosas del soltero pueden constituir una base suficiente para compensar el posible dolor de su soledad (Carter y Sokol, 1996, p. 285; Duoeil, 2000, p. 263). 3º. Lo que dicen muchos solteros coincide con la opinión de los psicólogos sociales cuando reconocen que en la mitad del siglo pasado se produjo, tal vez para siempre, la ruptura con la “cultura del amor” que definía las relaciones entre los sexos exclusivamente en función de la maternidad o paternidad. Sin negar las dimensiones positivas de la vida en pareja y el papel decisivo de los hijos en el logro de una convivencia plenamente satisfactoria entre los esposos, hoy en día los solteros, tanto mujeres como hombres, pueden alcanzar en un nivel muy aceptable la realización de su identidad personal por caminos más amplios y variados, mediante el trabajo generosamente compartido, la comunicación amistosa con los pares, la búsqueda más profunda y el cultivo del propio yo en calidad de realidad original, inclonable y, en buena medida, autosuficiente. Otra cosa bien distinta es calibrar las dificultades que para determinados solteros pueda suponer alcanzar el pleno desarrollo afectivo de acuerdo con este patrón individual y al margen de la experiencia de pareja; pero éste es otro tema, del que ya me he ocupado en el capítulo anterior. En cualquier caso y al margen de otras consideraciones menores,
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nada impide concluir que, al margen de la “cultura del amor”, existe la “cultura de la amistad” que, plenamente desarrollada, ofrece amplias posibilidades para el pleno desarrollo de la dimensión afectiva de los solteros. 4º. Una actitud mínimamente respetuosa con la realidad impide contemplar la vida del soltero desde el “paradigma carencial”, que supone definirlo en calidad de sujeto cuyo atributo principal sería carecer de un largo listado de posibilidades exclusivamente reservadas a los casados; algunos han identificado este modelo carencial con dos etiquetas, “el soltero como problema” (Díaz, 1998), o su equivalente, la “técnica del no”. Desde esta perspectiva, el estereotipo superficial ve al soltero como alguien que: • No ha alcanzado la adultez –muchas madres siguen llamando “mi niño” al hijo soltero–. • No ha conseguido enmarcar su vida de acuerdo con el principal organizador social que ve el matrimonio como el único marco apropiado para las relaciones plenas del hombre y la mujer. • No ha llenado las aspiraciones de los padres cuya última y mayor aspiración respecto a los hijos es verles rodeados de niños que les convertirán en abuelos y perpetuen su saga. • No se siente acompañado sino solo frente a los contratiempos de la vida y, especialmente, de cara a la vejez. • No cuenta con una red de relaciones afectivas y sociales comparable con la que proporciona seguridad y apoyo en las relaciones de pareja, pues los clubs de amigos tan sólo son por ahora un pobre sustituto de la familia. • No recibe y más bien está especialmente expuesto a perder en ciertos ambientes laborales el aprecio y la consideración que se otorga a los casados, a los que se les ubica en una posición de mayor estabilidad emocional y con más capacidad para asumir responsabilidades fuertes como las implicadas en hacerse cargo de una familia.
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5º. En el ser humano, lo único fijo y común es la necesidad que tiene de estar con los demás, relacionarse con sus semejantes, pero esta necesidad no es igual en todas las personas ni está sometida a ninguna de las modalidades concretas con que el sujeto puede vincularse social y afectivamente con su entorno (Manglano, 2001, p. 88). En este contexto de ideas y principios, tiene pleno sentido preguntarse cómo pueden vivir en plenitud quienes se sitúan al margen del estado marital (Schwartzberg, 1995, p. IX). Desde hace más de un cuarto de siglo, autores tan reconocidos como Rogers (1993, p. 19) se vienen preguntando sobre la exigencia del matrimonio (o vida en pareja estable) como condición necesaria para la consecución del pleno desarrollo y madurez afectiva del adulto. Su respuesta es tajante: las presiones, incertidumbres y desintegración que experimenta actualmente la institución matrimonial –el éxito del matrimonio no alcanza al 50 por ciento de las parejas– dan pie para pensar que vivir juntos sin casarse, vivir en comunas, formar centros bien dotados para el cuidado de los niños, practicar la monogamia serial (un divorcio tras otro), atenerse al movimiento de liberación de la mujer (que pretende convertirla en un ser humano de pleno derecho), acogerse a las nuevas leyes de divorcio que eliminan el concepto de culpa…; todas estas circunstancias marcan pasos en la búsqueda de una nueva forma de relación hombre-mujer que, sin duda, sedimentará en el futuro. Así pensaba Rogers en 1972 cuando resumía su postura diciendo: “No tengo la audacia necesaria para pronosticar lo que resultará de todo esto” (Ibídem, p. 20). Sabemos que más tarde tradujo su pronóstico en afirmaciones que dejan amplio margen para la incertidumbre, pues matizaba que en tales preguntas se encierran demasiadas “exigencias morales, de viabilidad y de inclinación personal” que hacen difícil pensar que tales propuestas puedan llegar algún día a convertirse en efectiva experiencia satisfactoria. Por mi parte, no quiero cometer aquí la deshonestidad intelectual de silenciar una afirmación que se desprende del pensamiento y, sobre todo, de la larga experiencia clínica de este autor: “no siempre el amor de pareja tiene que acabar en matrimonio” (p. 15). Muy lejos de la postura dubitativa de Rogers, digna de
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la mejor consideración, hay otras voces menos rigurosas que no se paran en barras y afirman rotundamente que “tanto en España como en Francia una abrumadora mayoría de las mujeres de menos de treinta y cinco años creen que se puede ser feliz sin tener pareja…” (Duoeil, 2000, p. 288. El subrayado es mío); ignoro en qué datos estadísticos y científicos se basa esta autora para llegar a tan rotunda afirmación –y lo digo con respetuoso espíritu crítico– (!). 6º. Dando por descontada, la plena legitimidad del soltero para optar por desmarcarse del compromiso de pareja y las nada despreciables obligaciones de la vida familiar, queda en pie la necesidad por parte del soltero de aceptar con el mejor talante las importantes renuncias objetivas que conlleva su situación o estado y que no se exigen normalmente al casado. Entre tales limitaciones es preciso mencionar: a) Cierta renuncia a enriquecerse con la exploración y experiencia comunicativa en los niveles más profundos y propios de la vida del casado. Estoy pensando concretamente en los últimos desarrollos y matices que adquiere el amor de pareja a lo largo de sus diferentes momentos evolutivos y cambiantes, y sobre todo, referidos a la experiencia de la comunicación íntima (física y espiritual) llevada hasta sus últimos entresijos y posibilidades. También hay que pensar en la seguridad proporcionada por la incondicionalidad que libera al amor de pareja estable de toda restricción limitadora y lo enmarca en motivaciones que van más allá del tiempo y de su posible caducidad por razón de las dificultades tanto internas como externas a que está expuesto el amor (Dalai Lama, 1999, p. 96). Pocos se atreven a negar ciertas ventajas del soltero en el plano de la comunicación afectiva. b) El soltero renuncia también a contar con un sistema de relaciones tan fuerte y seguro como el que proporciona la familia propia; hasta hoy, nadie que se sepa ha logrado definir y menos instaurar un sistema de comunicación que goce de la riqueza y equilibrio equiparables al que proporciona la familia (Neuburger, 1998, p. 123ss).
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7º. Por último y dentro de la fisonomía difusa y nueva con que en estos momentos se presentan las relaciones afectivas entre los sexos, las dos opiniones que consigno a continuación me parecen una buena síntesis de lo expuesto en las páginas anteriores. Refiriéndose a las mujeres y hablando de la variedad de opciones posibles que caben entre el matrimonio tradicional y la soltería, dice Carmen Alborch (1999): “No sabemos qué va a pasar en el futuro con las nuevas generaciones, formadas por niñas nacidas y educadas en una sociedad en principio más libre, más permisiva y, sobre todo, en la que, aunque de manera lenta, se va aproximando la igualdad real a la igualdad legal […] y que parecen no tener espacios ni caminos vedados” (p. 99).
Parecida es la opinión de Neuburger (1998) que, tras preguntarse por el futuro de la pareja e imaginar la posibilidad de entender el matrimonio a manera de contrato sometido a constante reconsideración, concluye: [Lo que ocurrirá en el futuro con el matrimonio y la soltería] “nadie lo sabe. Probablemente siempre existirán parejas, pero no es imposible que las expectativas que depositamos en ellas, sobre todo como soportes de identidad disminuyan. En algunos casos, estas parejas podrían verse reemplazadas por otras estructuras, por ejemplo, por círculos de amigos, los hermanos u otros grupos, cuya existencia ni siquiera imaginamos hoy en día. A menos que el futuro de la pareja… sea el individuo: cada vez son más las personas que viven solas, sin por ello ser necesariamente solteras” (p. 124).
Nuevos modelos de convivencia parcial entre parejas no casadas Con todas las reservas indicadas por Rogers, no podemos pasar por alto un hecho de gran significación sociológica, me refiero a la creciente aceptación por parte de la sociedad de distintas formas de convivencia heterosexual que se regulan por normas en buena parte novedosas: 1) renuncia al compromiso total entre los miembros de la pareja, 2) convivencia limitada a determinados momentos o encuentros periódicos, y 3) relaciones temporales acompañadas, de mutuo acuerdo, de una larga lista de posibilidades y especialmente de una,
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la separación temporal o definitiva en condiciones de normalidad cuando las relaciones dejan de ser suficientemente satisfactorias. No se pueden negar ciertas ventajas en este tipo de emparejamiento pues: 1) libra a la pareja de la monotonía del trato cotidiano, 2) permite un amplio margen para el ejercicio de la propia autonomía y creatividad, 3) mantiene lo más propio de la experiencia en el amor, hacer algo para la felicidad del otro y 4) esta convivencia parcial puede llevarse libremente al terreno de la intimidad sexual habida cuenta de las actuales facilidades para el control de la concepción y la natalidad. Pero también tiene algunos inconvenientes: 1) mantener el equilibrio entre la entrega al otro y la reserva para sí mismo de aspectos importantes de la propia persona, 2) las restricciones morales y presiones sociales que pueden ensombrecer el frescor de las relaciones de pareja, y, sobre todo, 3) la incertidumbre y falta de confianza en los sentimientos íntimos del otro, así como dudas sobre su disponibilidad para darse el apoyo mutuo en los momentos adversos como ocurre en el compromiso de matrimonio. Ante este cúmulo de perspectivas inciertas y desde el punto de vista psicológico, que es lo que aquí estamos valorando, parece adecuado adoptar una postura de prudencia y de sana espera ante el futuro de estas relaciones. Esto excluye, tanto el aplauso entusiasta ante los novedosas posibilidades de este tipo de relaciones, como el anuncio del seguro fracaso de las mismas. Una precisión para terminar: no confunda el lector estos “emparejamientos a efectos parciales” con las “parejas de hecho” cuya única diferencia con el matrimonio consiste en que no se oficializa-legaliza la unión; de las parejas de hecho hablaré en el capítulo siguiente. Al margen de las intuiciones necesariamente vagas y atrevidas de los autores citados, Rogers, Neuburger y Alborch, hay una afirmación que me gustaría dejar bien sentada: la soltería no es un “fallo” ni la versión pobre del mundo del casado. Frente a una visión de la soltería en términos negativos, propongo la alternativa de entenderla con estatuto propio y como situación plenamente “normal” y, en consecuencia, con las mismas garantías de éxito que la experiencia vital del
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casado. No se me oculta por otra parte que, en este horizonte, queda todo prácticamente por hacer, por lo que me atrevo a pedir comprensión ante el programa de desarrollo que propongo a continuación; entiéndase como una propuesta inicial. Lo que en todo caso no parece razonable es seguir hablando de los solteros por contraste con los casados y mucho menos en función de los estereotipos superficiales y obscenos estigmas con que la gente suele posicionarse ante el tema de los solteros. El desarrollo personal del soltero y sus supuestos Siguiendo el mismo esquema que utilicé para vertebrar las líneas maestras de un programa de desarrollo para las personas en general (Bernad, 2000), podemos establecer que el crecimiento armónico del soltero se estructura a partir de dos supuestos principales: PRIMERO. Todas las personas cuentan con su “yo positivo” y su “yo negativo”. Por su condición de persona adulta, el soltero dispone de una gran cantidad de energía biológica, física y mental, prácticamente ilimitada y que nadie hasta el presente ha sido capaz de cuantificar. Tal energía constituye nuestro “yo positivo” o “héroe”, que se manifiesta en la medida en que desarrollamos nuestra posibilidad de ser cada día más inteligentes, maduros, sensatos, competentes, confiados, tolerantes, etc. Este “héroe” se identifica y es expresión de nuestra sabiduría entendida como actitud que nos impulsa a vivir de la alegría de sentirnos seres originales y valiosos por sí mismos y con capacidad para pensar, crear, amar, vivir con esperanza e ilusión y resolver nuestros conflictos con amplias posibilidades de éxito. El héroe del soltero goza de las mismas prerrogativas que el del casado. Paralelamente, el soltero cuenta también con su “yo negativo” o “máscara” de sí mismo, que es equivalente al conjunto de las desvirtuaciones o salidas erróneas que puede dar a su energía positiva y cuyos frutos son las subestima de sí mismo o de los demás, la cobardía para cambiar y progresar, la impaciencia, intolerancia, mentira, envidia, rencor, etc.
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SEGUNDO. Principios básicos para mejorar nuestro “héroe” y suprimir nuestra “máscara”. El soltero se encontrará en las mejores condiciones para el logro de su paz interior y realización personal siguiendo estos cuatro principios que le afectan lo mismo que a los casados y al resto de las personas: 1º. En el origen del ser humano está el bien, la paz y el amor. En consecuencia, debemos entender que los estados mentales negativos no constituyen una parte intrínseca de la mente sino que son obstáculos transitorios en la expresión de nuestro estado fundamental de alegría y felicidad; dicho en otras palabras, nuestra energía original es toda positiva y sólo por desvirtuación de la misma incidimos en el error y la desdicha. Desde esta perspectiva, el soltero puede hacer suyos estos pensamientos: “Soy un punto del universo cargado de energía y de vida: puedo disfrutar todos los días de mi vida irradiando mi energía entre los que rodean”. “Para ser feliz sólo necesito una cosa: tener conciencia del ser noble y grande que llevo dentro de mí”.
2º. Aceptar nuestras limitaciones y errores es una condición para ser felices. El soltero debe tener presente que una experiencia, con frecuencia dramática y no fácil de asumir, es comprobar que el ser que actúa dentro de nosotros mismos tiene poco de ideal y más bien se muestra como la encarnación de vivencias negativas, miedos, inseguridades, cobardías, impaciencias, intolerancia, mentira, agresividad, etc. En tal situación, para ser felices es imprescindible aceptar nuestro ser real con todas sus debilidades y su carga de negatividad. Muchas personas se avergüenzan de la verdad de lo que son y ante la dificultad de aceptarse a sí mismas optan por la vía errónea de atribuir la causa de sus males y desdichas al destino o a la injusticia de quienes les rodean; es más fácil sentirse víctimas que asumir con honestidad la verdad de que la felicidad está en nuestras manos. “Todas las energías que emplee en ocultar lo negativo que hay en mí las restaré para crecer como persona”.
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“Si pretendo hacer de mi mundo interior un mundo ideal y perfecto, fracasaré en el intento y no seré feliz”. “Entre amarme a mí mismo porque soy bueno u odiarme porque soy malo está la actitud sana: amarme como soy en realidad”.
3º. Los demás tienen su “héroe”, su ser noble, y también su “máscara”, que necesita de nuestra comprensión. Todo lo que somos comenzó con el amor que otros nos ofrecieron, con el regalo de alguien que nos amó tal y como éramos. Una de las experiencias más maravillosas de la vida es comprobar que alguien nos ama con nuestras cualidades y a pesar de nuestros defectos y limitaciones. Amar y reconocer todo lo positivo que se esconde en los demás, con sus luces y sombras, es uno de los medios más poderosos y eficaces que todas las personas, los solteros incluidos, podemos utilizar para alcanzar la propia felicidad y la de los otros. “En la medida en que doy amor y consideración a los demás, disfruto de lo mejor de mí mismo y ayudo a los demás a percibirse como seres valiosos y dignos de amor”. “Una burda excusa para negar mi aprecio y amor a los demás es olvidarme de que tienen el derecho a ser imperfectos como yo”.
4º. Somos seres valiosos y dignos de ser respetados por los demás. Nadie puede ser feliz si desconoce sus derechos o no sabe defenderlos. Pretender ser felices a costa de destruir nuestra propia identidad y negando nuestro lado positivo es un camino sin retorno y condenado al fracaso. Por lo mismo, si queremos ser felices tendremos que cultivar en alto grado el amor a nosotros mismos, lo que no impedirá que nos enriquezcamos dando y recibiendo el amor y aprecio de los demás. “Proclama en todo momento tu derecho a cambiar de opinión, sostener posturas distintas de las ajenas, tener secretos y ser libre para dar a conocer o no las razones de tus decisiones y el discurrir de tus sentimientos: estos cambios no afectan al valor intrínseco de tu persona”. “En lugar de pensar que para ser feliz tengo necesidades absolutas, debo convencerme de que prácticamente nada en la vida es absolutamente necesario”.
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A partir de estos cuatro principios, el soltero puede articular su vida totalmente convencido de que, al igual que los casados, posee todo lo necesario para ser feliz y ello le permitirá ver su soltería desde una perspectiva cuyos horizontes no encontrarán prácticamente límites en la expansión de su persona. Tal fascinante programa podrá materializarlo el soltero desplegando estas capacidades: a) Ejerciendo plenamente el AMOR, desmarcándose de cualquier actitud de egoísmo, autodesprecio o envidia. b) Mostrar su PODER, a través del trabajo y su vida profesional, desechando la competitividad insana, la agresividad, la ostentación o fanfarronería y el estrés. c) Viviendo la soltería desde la SERENIDAD, libre del retraimiento, del miedo al rechazo social, a la soledad y al sufrimiento.
a) El soltero y sus posibilidades de ejercer plenamente el AMOR A lo largo de estas páginas hemos hablado repetidamente de las específicas diferencias de realizarse en el campo del amor los solteros en contraposición a los casados. También hemos tenido ocasión de recordar que la diferencia entre los amores de unos y otros es, en principio, sólo de matiz, pues ambos buscan el mismo objetivo, ser felices y hacer felices a los demás. Reconociendo que el amor sano y maduro implica la conjunción armónica de nuestra capacidad de dar con nuestra posibilidad y necesidad de recibir, nada impide que los solteros disfruten del amor de manera sustancialmente idéntica a los casados. En ambas situaciones: – DANDO AMOR sin límites a los demás, nos sentimos útiles, crece la imagen positiva de nosotros mismos y nuestra autoestima, y esto será siempre gratificante tanto para el casado como para el soltero. “Dar a cuenta de nada parece algo irracional, pero dar para recibir es una forma de egoísmo de la que más o menos pronto me sentiré avergonzado”. – RECIBIENDO EL AMOR de los demás los solteros y casados enriquecemos nuestro mundo interior y nos engrandecemos reconociéndonos en calidad de seres limitados necesitados de los demás. “Cuando recibo amor y comprensión de los demás es insensato preguntarme si me los merezco, el amor es un regalo que siempre puedo recibir”.
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La experiencia de AMOR en el soltero y sus manifestaciones Admitido que la experiencia del amor en los casados y solteros responde esencialmente a una misma entidad, nada impide que nos detengamos a resaltar algunas particularidades que muestran cómo los solteros pueden desarrollar su vocación al amor por derroteros específicamente diferentes a los del casado. Ahondando en esta línea de pensamiento, vemos que el amor del soltero puede desarrollarse de acuerdo con el siguiente patrón: a) Amarse a sí mismo. El amor a sí mismo, “ámate a ti mismo”, es un mandato bíblico que se asienta en la misma naturaleza de la persona. Por eso, nunca pecamos de excesivo amor a nosotros cuando nos amamos en calidad de seres valiosos en sí mismos, cargados de prerrogativas tan decisivas como la capacidad de amar, decidir, soñar, comunicarnos, trabajar, etc. Amarnos a nosotros mismos es amar una parte de la creación con entidad propia y original, como seres irrepetibles e inclonables; nadie sobra ni falta en el mundo y esto es verdad al margen de que tengamos conciencia de ello o nos lo reconozcan los demás. De ahí que tratarse bien, cuidando de nuestro cuerpo y de nuestra mente es, además de un deber, una fuente inagotable de felicidad. Nadie puede decir sensatamente “ya no puedo amarme más y mejor, he agotado todas las posibilidades de amarme”. Los solteros no tienen razón alguna para pensar que todo esto no va con ellos. Los solteros tienen también sobrados motivos para buscar su propia felicidad por todos los medios honestos a su alcance, lo contrario sería antinatural, pues es lógico que el amor comience por el amor a nosotros mismos, dado que somos el más cercano a nosotros mismos. Esta sana actitud nada tiene que ver con el amor egoísta que excluye a los demás. Los solteros pueden demostrarse el amor a sí mismos de un modo fundamental, aceptándose como son en realidad, con sus luces pero sobre todo con sus sombras, siendo tolerantes consigo mismos y con sus limitaciones, no maltratándose, perdonándose los propios errores,
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no castigándose con autoconsignas masoquistas tales como “me lo merezco”, soy una m…”, “soy un inútil”, “no sirvo para nada”, “lo mío es fracasar”... Nunca nos merecemos tales insultos (!) y, así, nadie por el hecho de ser soltero “es una m…”, ni merece ser despreciado por nadie aunque, como todos sabemos, hay quienes carecen de la mínima sensibilidad para ejercer el respeto y el amor a sus semejantes. Una especial forma de amor a sí mismos que los solteros pueden poner en práctica consiste en dejar de pensar que para ser merecedores del amor de los demás es imprescindible ser perfecto e ideal. Esta creencia irracional, las más de las veces inconsciente, constituye un insulto a la generosidad de los demás, pues con esta actitud lo único que hacemos es considerarles incapaces de amarnos tal y como somos, con nuestros defectos y limitaciones. Hay varias técnicas que pueden facilitar el ejercicio del verdadero amor a sí mismo: 1ª. “Conócete a ti mismo”. Este viejo mensaje socrático tiene plena vigencia en calidad de condición necesaria para otorgarnos el buen trato que merecemos ejercitar hacia nosotros mismos. Es más, sólo podremos amar a los demás cuando tenemos claro que merecen el mismo amor que nos concedemos a nosotros. Este recurso al valor intrínseco de la persona es imprescindible para evitar el error de valorarnos por lo que dicen los tópicos que, en el caso de los solteros, son numerosos y los únicos que utiliza el pensar vulgar y común. De aquí brota una exigencia: para amarnos con todos los valores positivos que ostentamos, necesitamos conocernos. Te presento un CUESTIONARIO que suelen proponer los terapeutas a sus clientes: 1/ Cuáles son mis cualidades, mis puntos fuertes, aquello de lo que estoy contento conmigo mismo. 2/ Qué necesito para estar mínimamente satisfecho conmigo mismo. 3/ Cuáles son mis principales debilidades en los diferentes campos de mi persona (como individuo, profesional, amigo…). 4/ Qué desearía y en qué debería cambiar para estar contento conmigo mismo. 5/ Qué estoy dispuesto a hacer para cambiar lo que no me gusta de mí.
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6/ Por dónde podría y debería comenzar a cambiar las cosas que no me gustan en mí. 7/ Cómo podría formular el cambio concreto que estoy dispuesto a hacer para que lo entendiera un niño de diez años.
Aplicándonos este cuestionario, nos facilitamos adoptar una postura coherente con respeto al conjunto de valores positivos que poseemos. Comprobaremos también que no somos perfectos pero, al mismo tiempo, que nada impide tratarnos con indulgencia y que siempre tenemos ocasión de conquistar nuevas cotas de desarrollo personal, lo que redundará en satisfacción íntima y reconocimiento de los demás. 2ª. Entre los remedios para no incurrir en la falta de amor a sí mismo y en el autodesprecio, los solteros pueden atenerse a la siguiente norma “Nunca me consideraré enemigo de mí mismo”. Los especialistas en salud mental piensan que la condición para no bloquear el propio desarrollo personal conlleva la exigencia de saber perdonarse, no echarse constantemente en cara los pequeños fallos que todos cometemos, ser indulgentes con nosotros mismos. Cuando nos apartamos de este criterio, lo único que hacemos es instalarnos en un clima de descontento interior, lo que resta energías a nuestras posibilidades de crecer. En este horizonte, los solteros no debieran preocuparse por no reproducir en sus vidas las mismas manifestaciones de amor del casado, pues no hay razones objetivas para pensar que el modelo del casado es el mejor para el soltero; igualmente pienso que se equivocan los solteros cuando se dejan llevar por el complejo de que su forma de amar es menos valiosa y digna por el mero hecho de ser diferente en sus manifestaciones del amor del casado. Cuando se deja de lado este criterio, el soltero se convierte en esclavo de los modelos ajenos y se priva de la fórmula correcta y equilibrada que le permitirá realizar su verdadera vocación al amor. Por lo dicho se comprende que la preocupación sana del soltero es preguntarse todos los días cómo puede, desde su situación, ejercitar de la forma mejor sus manifestaciones de amor; si así lo hace comprobará que nunca encontrará límites a las formas más creativas y gozosas de amar.
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b) Amar a los demás. El amor a los demás se manifiesta en tres niveles: 1) la tolerancia con la parte de los demás que no nos gusta, 2) la amistad, que consiste en buscar desinteresadamente el amor del otro sin egoísmo y sin envidia, siendo con los demás sinceros, serviciales, respetando sus opiniones y sentimientos, buscando su felicidad. La amistad nos lleva a compartir generosamente con los demás nuestras riquezas materiales y espirituales, a prestarles ayuda, consuelo, cariño. Por último, podemos amar a los demás ofreciéndoles 3) nuestro amor incondicional que supone, entre otros gestos nobles, aceptar su amor sin exigirles que nos amen como a nosotros nos gustaría, recibiendo de ellos cualquier muestra de reconocimiento y amor por imperfecta que ella sea, no teniendo miedo cuando buscando su propio amor –al que tienen la obligación de atender– nos dejan solos; cuando amamos a los otros de este modo podemos estar seguros de que les amamos de verdad y sin condiciones. Ninguno de estos amores está excluido en la vida del soltero sino todo lo contrario. Por su situación personal, el amor del soltero goza de todas las cualidades para ser un amor plenamente generoso y libre de cualquier particularismo alicorto. Y así 1) puede ser tolerante con sus padres, familiares y amigos, que con frecuencia se sienten incómodos o molestos a causa de su estado, 2) prestando servicios que otros hijos no suelen prestar a sus padres o amigos, 3) mostrándose comprensivos con la sociedad que tiende a motejarlos con todo tipo de estigmas y estereotipos, tachándoles de egoístas, libertinos, etc., 4) dedicándose al bien común dentro del trabajo y con su contribución al erario público, alistándose en algún grupo de atención y servicio a los demás (ONGs, obras de beneficencia, de servicio social, etc.). La capacidad del soltero para ejercer este conjunto de “amores” a los demás no tiene fronteras (!). El soltero y la envidia La envidia es una de las conductas del ser humano más radicalmente opuestas al amor. Los solteros tienen un gran campo para desarrollar su capacidad de amar evitando incurrir en la conducta del
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envidioso. Con frecuencia, he podido observar que cuando los solteros hablan de los casados o éstos de aquéllos tienden a poner el acento en destacar los “especiales beneficios” que acompañan la situación del otro en contraposición a las carencias del propio estado o situación. Todo lleva a pensar que esta forma de proceder equivale a una cierta forma de envidia camuflada de falso masoquismo con el que se aparenta minusvalorar lo propio a costa de exagerar las bondades que acompañan la situación del otro; la realidad es que cuando se comparan serenamente el matrimonio con la soltería, ambos estados tienen sus importantes y respectivas luces y sombras. Y, en esta perspectiva, es falso afirmar que la soltería representa sólo y básicamente el “fracaso” de alguien que ha conseguido encontrar pareja y formar una familia, pues es claro que es también una elección-aceptación que conlleva como posibilidad todo un programa de positiva realización personal para el soltero. Vistas así las cosas, el soltero puede ejercitarse en vivir con alegría todos los logros que tanto familiares (hermanos principalmente), amigos y conocidos han conseguido en sus vidas y compartirlos con ellos, dejando de lado cualquier asomo de envidia que le impida disfrutar de los triunfos de los demás. Procediendo así, el soltero demostrará no sólo que es inteligente sino que sabe amarse disfrutando de la felicidad que nace de participar de la alegría de los demás (Bernad, 2000, 231-240). El test del amor maduro y el soltero Lo mismo los solteros que los casados saben por experiencia la importancia del amor en sus vidas y seguramente han conocido también las dificultades para alcanzar el grado de madurez necesario para disfrutar plenamente de él. ¿Por qué resulta tan difícil amar bien, lograr que el sentimiento del amor nos llene? Los especialistas en psicología de los sentimientos reconocen que ésta es una de las preguntas sobre la conducta humana más complicadas de responder. Sin embargo y a pesar de la dificultad para explicar por qué nos detenemos en el proceso de maduración del amor, sí contamos con algunas claves o directrices que facilitan el aprendizaje para el disfrute del
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amor maduro; el logro fundamental de esta modalidad de amor consiste en hacer propia la complicada ecuación que regula la armonía entre el corazón y la cabeza (Richo, 1998). Quiero proponer al lector este decálogo de directrices que le ayudarán a desarrollar plenamente su capacidad de amar (Bernad, 2000): 1ª. Intenta aceptar que tal vez nunca sientas que estás recibiendo o has recibido totalmente la atención que buscas y esperas de los demás. 2ª. Procura ajustar los límites de lo que te dan los demás con lo que das tú a ellos. 3ª. Valora tu integridad y acepta decir “no” y quedarte solo en cualquier ocasión en que los demás olviden que deben respetar tus derechos. 4ª. Sé capaz de cuidarte y quererte por encima del cuidado y amor que te ofrezcan los demás. 5ª. Da sin exigir agradecimiento, aunque siempre puedes pedirlo y recibirlo. 6ª. Entiende que en la medida en que los demás te conozcan te amarán simplemente por el hecho de ser humano como ellos. 7ª. Piensa que cuando los demás no te dan el amor que esperabas de ellos, más que a su egoísmo y maldad debes atribuir tal conducta a que no han descubierto la grandeza del amor que ellos mismos se merecen y necesitan. 8ª. Piensa que arrastrarte hasta ‘vender tu alma a los demás’ para recibir su amor y aprobación es una forma muy eficaz de impedir tu desarrollo y el suyo. 9ª. Acepta como normal comprobar que no siempre das la talla a la hora de mostrarte generoso y comprensivo con los demás. 10ª. Confía en tu capacidad para amarte a ti mismo y a los demás tal como eres y son ellos en cada momento y en cualquier circunstancia.
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b) El ejercicio del PODER en el soltero y sus manifestaciones En todas las culturas, el poder va asociado a la divinidad de la que es su principal prerrogativa. En cuanto imagen de “dios”, el hombre manifiesta el poder en tres dimensiones o significados: 1) como medio para superar la propia indigencia, 2) como expresión de su capacidad creadora, y 3) modo de estar junto a aquellos que necesitan ayuda para crecer. Desde esta triple perspectiva, el soltero lo mismo que el casado disfruta de amplios poderes o posibilidades en todos los ámbitos con vistas a la plena expansión de su persona. Por desgracia, las personas disponemos también de una gran capacidad para ejercitar el poder en sentido negativo y bajo las más sibilinas formas de agresividad y de estrés. Voy a dedicar mis siguientes reflexiones a mostrar tanto las conductas positivas como negativas que, en el terreno del poder, pueden aparecer en la vida del soltero. 1º. La plena realización de sí mismo. Una profunda alegría en la vida es comprobar que cada día que pasa podemos ser más, descubrir algo de nuestro interior, experimentar que nos sentimos dueños de nuestros pensamientos y sentimientos, que podemos mostrarnos más inteligentes, nobles, sensatos, afectuosos y comprensivos con nosotros mismos y con los demás. Igualmente, podemos crecer en la conciencia de que somos una parte viva del universo, con unas posibilidades de crecer prácticamente ilimitadas y que desarrollando lo que llevamos dentro de nosotros mismos contribuimos a que esa parte del mundo, la nuestra, brille con más esplendor; sólo por eso merece la pena vivir. Por lo que se refiere a nuestra dotación corporal, los solteros disponen como el resto de los humanos de cinco sentidos con los que pueden disfrutar de un sinnúmero de experiencias y realidades (movimientos, gestos, palabras, sonidos, colores, la naturaleza en toda su polifacética variedad, etc.); pueden agruparse con personas que han descubierto este bagaje de cualidades y saben encaminarlas sanamente hacia su despliegue armónico a través de programas de entretenimiento y disfrute de los sentidos (música, encuentros esporádi-
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cos, viajes, etc.). Olvidarse de sacar partido de esta posibilidad supone una gran torpeza por parte del soltero. En el plano espiritual, el poder del soltero se puede manifestar dando cancha a su creatividad y perfeccionamiento en el cultivo personal, en el trabajo, participando en programas de atención hacia quienes están esperando algo de amor para sentirse bien y seres valiosos. Qué agradable me resultó oír de labios de un soltero de 42 años que me contaba en cierta ocasión: “Cuando me levanto dedico unos minutos a pensar en las personas que me encontraré a lo largo de la jornada: me fascina pensar que podré contribuir a que se sientan más felices y más dignos de mi aprecio, todo esto me lo imagino y me lo digo a mí mismo mientras me aseo y desayuno. Tengo la impresión de que, cuando les saludo al llegar al trabajo, estreno algo, una parte de mi persona que aún no he utilizado nunca. Me gustan estos sentimientos y disfruto compartiendo el sentido de fraternidad con todo lo que me rodea”.
2º. El soltero y la agresividad. En la cultura occidental está firmemente arraigada la idea de que el comportamiento humano es congénitamente agresivo. Hobbes defendió a ultranza esta idea (homo homini lupus, el hombre es lobo para el hombre) y Freud sostenía que la inclinación hacia la agresión es una disposición original e instintiva que se sustenta a sí misma, lo que le llevó a admitir la existencia de un “instinto de muerte” (zánatos”) tan fuerte como el “instinto de amor” (eros). Identificados con estos principios, que muchos consideramos falsos, muchas personas ven su vida como un campo de batalla. He aquí algunas posibles manifestaciones de la batalla protagonizada por los solteros. a) El desprecio de sí mismo. Frecuentemente he entrevistado a solteros cuyo discurso ha terminado en expresiones tales como “me lo merezco” o “me he convencido de que no valgo para el matrimonio”. Cuando uno indaga qué hay detrás de tan evidentes manifestaciones de profundo masoquismo (maltrato a sí mismo), se deduce que el soltero contertulio de turno confunde su eventual “fracaso” en el terreno del amor con la totalidad de su persona, “nací para el fracaso, soy incapaz de amar”, “no quie-
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ro más fracasos en mi vida”. Frente a tal pesimismo, cabe otra visión muy diferente de la vida: “lo que soy es tan bello, grande y noble que me sobran motivos para estar convencido de que lo que me ofrece la vida es más que suficiente y me sobra para disfrutar de ella”. Cuando la persona se ejercita en esta actitud positiva de la vida, comprueba que realmente cada instante equivale a un espectáculo de lo inesperado, a cierto estreno de lo nunca vivido. b) La competitividad. Ciertos estudios sugieren que el soltero está especialmente propenso a relacionarse con los demás en el plano competitivo más que en el cooperativo, igualitario o de complementación. Y esto sucede porque, a diferencia de lo que ocurre en la vida cotidiana del casado, en la red habitual de las relaciones del soltero apenas hay nadie que le esté demandando amor gratuito, no tiene a su lado una mujer/marido cuya actitud fundamental se define a modo de esperanza de recibir todo a cambio de nada. Frente a un mundo dominado por la gratuidad, la vida del soltero se desenvuelve en una matriz en la que estar por encima de los demás, ser el primero, es un objetivo primordial y casi necesario, pues junto al soltero apenas hay nadie que sólo le pida algo a cuenta de nada, ser objeto de la donación totalmente desinteresada y, paralelamente, tampoco suele contar con alguien que le dé amor al margen de sus merecimientos. He recordado al lector algunos de los sentimientos que me expresaba un íntimo amigo meses antes de suicidarse. Pues bien, este mismo amigo me decía en otra ocasión: “Una de las cosas que más echo de menos es que apenas tengo nadie a mi lado para celebrar mis importantes triunfos profesionales (mis libros, mis vídeos). Todo lo contrario, he sabido que algunos compañeros me envidian”.
3º. El soltero y el estrés. A primera vista, la vida del soltero tendría que estar dominada por un plus de tranquilidad ya que se encuentra libre de las obligaciones familiares, pero frecuentemente ocurre lo contrario, lo que no es difícil entender si se tiene en cuenta que el escenario de la vida del soltero se desarrolla en un horizonte que se
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alimenta principalmente de la búsqueda del éxito, la conquista, los desafíos profesionales y todo ello desde la más pura individualidad. El soltero apenas tiene nadie a su lado que le valore por sí mismo y sin necesidad de mostrarse triunfador. Por ello no es de extrañar que muchos solteros hagan suyo el lema “seré afortunado y amado en la medida en que me muestre triunfador; me aterra enfrentarme a la vaciedad del fracaso” –se entiende, visto por los demás–. El estrés del soltero es la consecuencia directa de vivir instalado en la mentira de sí mismo, que le lleva compulsivamente a ocuparse de crear una imagen ideal de sí, aquélla con la que se presentará a los demás y la única con que espera ser reconocido y aceptado por ellos. Esta situación le condena a vivir encadenado a sus acciones sobresalientes ya que en ellas encuentra su justificación vital, lo contrario le llevaría a sentirse insignificante y a no merecer el aplauso social, lo que le dejaría ante la soledad más espantosa. Para que resulte más complicada su posición y dado que a nadie le gusta vivir con quien vive obsesionado por alcanzar prestigio y de sus triunfos, los demás se apartan de él, lo que nuevamente le conduce a la soledad (Blay, 1990) . Los remedios contra el estrés y contra el trabajo alienante son tan conocidos como poco practicados en nuestra sociedad; de este tema me ocupé ampliamente en una obra mía anterior, por lo que aquí me limitaré a resumir para el lector algunas reflexiones principales (Bernad, 2000, p. 200ss). Para comenzar, diré que hoy nadie en sus cabales pone en duda que el trabajo dignifica al hombre puesto que es expresión de su creatividad y equivale a la expansión de sus capacidades personales; negarlo supondría vaciar la conciencia de todos aquellos que consiguen hacer del trabajo una experiencia noble y feliz. Tampoco se trata de subestimar la dimensión económica del trabajo en cuanto medio honrado de ganar dinero, gozar de comodidades, adquirir bienes, viajar, cultivar el hobby preferido, etc. El problema surge cuando el trabajo y la vida se desgajan hasta tal punto que constituyen dimensiones yuxtapuestas y contradictorias dentro de la propia existencia, en vez de armonizarse y complementarse entre sí. Por otra parte y contra quienes piensan que la armonía entre vida y
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trabajo es un objetivo inalcanzable, otros están convencidos de que dicha meta es perfectamente realizable si se respetan determinadas condiciones (Rodríguez Delgado, 1999; Blay, 1990). Hablando de éstas, podemos mencionar las siguientes: a) Amar lo que hacemos. La experiencia nos dice que cualquier trabajo por sencillo que sea puede dar pie para configurarlo con la impronta personal y convertirlo en una actividad creativa, con tintes de originalidad hasta hacerlo “algo nuestro”. Está comprobado que las personas que aman su trabajo dejan siempre algún rastro personal en él. b) Guiarse por lo vocacional. Un buen punto de partida en la vida de todo trabajador es gastar energías y entusiasmo para conseguir el trabajo que responde a la vocación personal; los solteros tienen en este aspecto muchas más facilidades que los casados por su especial estatuto de mayor libertad para cambiar de ocupación. En cualquier caso, es difícil encontrar un empleo que no dé de sí para proponerse como objetivo profesional la realización personal –sentirse útil– y servir a los demás, que es al fin y al cabo la sustancia y el verdadero sentido del trabajo. c) Jerarquizar los objetivos del trabajo. Esta directriz nos dice que entre los fines lucrativos del trabajo y el gusto por hacer lo que a uno le gusta, lo segundo es antes que lo primero, que vendrá por añadidura. Por otra parte, en la sociedad actual, dominada por ritmos acelerados de constante transformación, hay que estar dispuesto a cambiar de trabajo, asumir que entrar en el campo laboral es un proceso que se repetirá obligatoriamente a lo largo de la vida profesional; de algún modo, hoy siempre estamos comenzando nuevos trabajos y, por ello, hay que despedirse de las elecciones profesionales válidas para toda la vida. Esto puede provocar estrés pero también es ocasión para hacer del trabajo un campo de constante creatividad y descubrir nuevos horizontes laborales, algo desconocido para nuestros antepasados.
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d) Motivación profunda del trabajo: el amor y servicio a los demás. Todos los sinsabores y cansancios que conlleva el trabajo quedan compensados cuando se trabaja por amor a uno mismo y a los demás. Otros motivos tales como alcanzar la fama, celebridad o reconocimiento ajeno suelen acabar en el vacío y en el fracaso. Si no fuera así, resultaría inexplicable el hecho frecuente de que muchos “triunfadores” acaben en el tedio y la más espantosa soledad. c) El ejercicio de la SERENIDAD en la vida del soltero La serenidad constituye una experiencia gozosa que resulta de percibir en estado de equilibrio los diversos aspectos o componentes de la vida personal y se traduce en el sentimiento de contemplar la propia vida en orden –saber a qué atenerse, orientada –saber lo que se quiere– y controlada –sentir que nada de lo que verdaderamente importa en ella escapa a nuestro dominio y control. Es sabido que los solteros, a diferencia de los casados, se mueven en un marco de experiencia vital donde prácticamente todo está por definir; esto provoca cierta dificultad para percibir la identidad personal en todo lo que respecta a su dinámica y objetivos vitales. Una soltera de 33 años reflejaba tal dificultad con estas palabras: “Te levantas y nadie te dice lo que puedes desayunar, nadie te invita a acompañarle en sus gustos, nadie te dice lo que puedes hacer el fin de semana. Esto me da la sensación de encontrarme perdida en un mundo en el que todo y nada es siempre posible, porque nadie te pide nada”.
La búsqueda de la serenidad: sus falsas salidas Los solteros están especialmente expuestos a buscar la serenidad por falsos derroteros. Comento seguidamente algunos de ellos. a) El retraimiento o aislamiento social. El retraimiento es un intento de alcanzar la tranquilidad y la seguridad personal mediante el distanciamiento de todas las circunstancias y personas que nos abocan a situaciones en que nos podemos encontrar con lo
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desconocido, lo nuevo o simplemente diferente. Bastantes solteros confiesan que buscan afanosamente que nadie se cruce en el camino pidiéndoles dar respuesta a algo que “no es propiamente suyo” u optan por apartarse de aquéllos que les exigen cierto esfuerzo de adaptación a los gustos y deseos ajenos. ¿De dónde nace esta tendencia al retraimiento? Los especialistas de la personalidad aluden a varias causas: – Una primera causa es la actitud excesivamente perfeccionista con relación a los demás que nos lleva a apartarnos de quienes pueden hacernos pasar por la vergüenza de ser rechazados por lo poco que nos creemos ser o valer. Casi siempre nos equivocamos, pues generalmente los demás se sienten tan imperfectos como nosotros y necesitan que les amemos lo mismo que a nosotros mismos, con sus imperfecciones y limitaciones. – El retraimiento se basa también en el miedo al compromiso con los otros, una característica muy propia del soltero. El retraído piensa que cuando recibe algún bien de los demás, su libertad queda comprometida sin ocurrírsele, por ejemplo, que lo que le dan los demás es fruto de su generosidad. Algunos solteros dan por sentado que la generosidad de los otros conlleva el tener que soportar la carga de “sentir que debemos algo” a trueque de recibirlo, lo cual es falso en la medida en que nos instalamos en el campo del amor (Richo, 1998). – El retraimiento procede frecuentemente del miedo al diálogo con los demás, partiendo de la base de que las personas somos demasiado complejas, inesperadas o peligrosas y, en consecuencia, una fuente de conflictos prácticamente imposibles de resolver. Es cierto que todos somos complicados –sólo en las novelas rosa ocurren las cosas a pedir de boca–, pero se equivoca el retraído cuando piensa que el contacto con los demás equivale al sacrificio total de uno mismo, más bien es lo contrario, que los demás contribuyen a completarnos con aquello de lo que carecemos.
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– La vergüenza de depender de los demás es, frecuentemente, la base del retraimiento. Los retraídos tienden a pensar que la dependencia es señal de la propia debilidad o de infantilismo y esto les repugna. Creen también que vivir encerrados en sí mismos es siempre más fácil y llevadero que soportar las incomodidades de vivir con los demás, lo cual y como dice la experiencia es casi siempre falso. b) La perturbación de la serenidad por la fe excesiva en el bienestar de la sociedad tecnificada. Una sociedad como la nuestra facilita el sentimiento de autosuficiencia, pues permite tener cubiertas las necesidades básicas de alimento, cuidado de la salud, la imprescindible compañía (a través de la TV nos entra el mundo entero en casa); aparentemente tal mundo tecnificado es la solución ideal para las personas que olvidan su dimensión social. Una soltera de 42 años me decía: “Apenas entro en casa pongo la radio o la TV, la tengo en la cocina, en el salón y en el dormitorio. Es una manera de no estar sola. Pero con frecuencia, me canso de pensar sólo en función de los demás y me dedico a escuchar mis pensamientos o rumiar algún sentimiento vivido en el trabajo”.
El caso de esta soltera pone de manifiesto las consecuencias negativas a que puede dar lugar la conexión ininterrumpida con el mundo exterior, tanto más cuando tal contacto es sólo superficial. En tal caso, se pierde la conexión radical con uno mismo, lo que impide disponer de marcos de referencia y de contraste de las propias ideas y sentimientos en cuanto distintos de los de los demás. Lowen (1993) ha identificado este sentimiento con el fenómeno patológico del “extrañamiento”, una experiencia de soledad radical, que es fruto de la falta de aquellos estímulos internos que nos permiten sentirnos orientados en la propia vida. c) La serenidad y el miedo al cambio. Cualquier cambio que nos afecta implica entrar en la esfera de lo desconocido, tener que afrontar y aprender nuevos esquemas de conducta y, también,
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nuevas posibilidades de equivocarnos. La convivencia en pareja, en particular, exige constantes adaptaciones y cambios tanto para satisfacer las necesidades únicas de la otra parte (cambios de ánimo, de gustos o preferencias, de salud, etc.) como para que el otro se adapte a las nuestras (Branden, 1995). Esta exigencia resulta demasiado pesada para personas poco decididas. Así me lo comentaba un soltero de 35 años: “Nunca he dejado de sentir algún deseo de casarme, pero cuando he pensado que no tengo derecho a exigir a una mujer que se adapte a mis deseos y mis vaivenes, me he echado a atrás. En cierta ocasión tuve relaciones con una mujer durante casi un año: comprobé que nunca era la misma, que cada día me encontraba con una mujer distinta. No tuve coraje para acomodarme a tanto cambio y la dejé. Después he visto que, para bien y para mal, es más fácil entenderme a mí mismo; lo prefiero a pesar de que con frecuencia me encuentro muy solo y no me entiendo del todo a mí mismo”.
c) El miedo al sufrimiento. La verdad de que “una alegría compartida es doble alegría, y un dolor compartido es medio dolor” es una expresión muy certera del conjunto de experiencias que nos acompañan y tejen nuestra vida; así mismo, la sabiduría popular ha sabido descubrir muy bien los extremos del continuo que se muestra entre el gozar y el sufrir. Aunque todos necesitamos compartir nuestras alegrías, es obvio que necesitamos mucho más estar acompañados en el sufrimiento, la tristeza y la soledad. Entre los sufrimientos concomitantes con la vida de todo ser humano está la enfermedad, la vejez y la muerte. Es raro el soltero de cierta edad –a partir de los cuarenta años– que no exprese cierto temor a estar solo en estas muestras de la debilidad y limitación humana. Así me lo expresaba un jubilado recogido desde hace cinco años en una residencia de la tercera edad: “Hasta que cumplí los 45 años me bastaba a mí mismo, luego me casé pero perdí la mujer al año y desde entonces me siento solo y triste, especialmente cuando estoy enfermo. Ahora que tengo 65 años, me gustaría tener a mi lado alguien que me demuestre que me quiere verdaderamente
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y me cuide con amor. Pienso también en mi vejez, cuando todo lo que me quede de la vida en esta residencia sea sólo una foto de la familia en la mesita de noche. Cada vez que pienso en ello siento cierta tristeza y no sé cómo podré soportar, si llego, mi ancianidad y esto lo digo ahora cuando me visita mi hijo y sé que está bien y hace lo que tiene que hacer, cuidar de sus hijos, los dos nietos que tengo”.
Cómo evitar el retraimiento en todas su manifestaciones Cometería una falta de atención con el lector no proponerle aquí algunas directrices para afrontar el error del retraimiento y ayudarle a convivir con las limitaciones y sinsabores que todos, tanto solteros como casados, estamos expuestos a experimentar a lo largo de nuestra vida y especialmente en la última parte de ella. a) Para superar la actitud de retraimiento. Nos ayudará a librarnos del retraimiento el pensar que nunca careceremos de los suficientes motivos para mantener la dignidad de nuestra persona al margen y por encima del reconocimiento de los demás y ello a pesar de que no seamos un dechado de perfección. El valor de la persona radica en su capacidad para pensar, amar, aceptar la vida, comunicarse, estar con los demás…, estas prerrogativas las podemos mantener hasta el último instante de nuestra vida. No se trata, por tanto, de “comprar” a los demás para que otorguen valor a nuestra vida, el valor de ésta está asegurado por el hecho de ser personas con su propia e irrepetible historia, su propia conciencia, voluntad, imaginación y demás prerrogativas de la mente. Estar con nosotros mismos es estar con una parte valiosa de la creación y, en este sentido, somos en medida suficiente dignos de amarnos a nosotros mismos; lo que nos viene de los demás es por añadidura y a modo de complemento no necesario. Dejándonos llevar por estos pensamientos y sentimientos, difícilmente incurriremos en la enfermedad que se llama “victimismo” y que consiste en encerrarnos en el círculo vicioso e insano de valorarnos sólo en función y en la medida en que el mundo exterior nos valora y nos reconoce. Para alimentar la imagen positiva de nosotros mismos, los terapeutas proponen las siguientes sugerencias y prácticas (Richo, 1999):
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– Seleccionar aquellas decisiones que nos llevan a sentirnos bien con nosotros mismos, aunque no se correspondan con el gusto o criterio de los demás. Esta es la norma por la que se rigen las personas maduras y la condición para gozar de buena salud mental. “Es imposible dar gusto a todo el mundo, pero puedo cometer la gran torpeza de morir en el intento”. “Arrastrarme hasta vender mi alma a los demás para recibir su aprobación y simpatía es una forma muy sutil de egoísmo que me impedirá ser feliz”.
– Dejarnos aconsejar por personas que consideramos íntegras y merecen nuestra confianza; luego tomar las propias decisiones guiándonos por nuestros propios valores. “Siempre que tomo decisiones con sensatez, estoy disfrutando de algo que no tiene el más perfecto de los robots: vivir sintiendo que soy libre y dueño de mí mismo”.
– Pensar que, con frecuencia, los demás nos rechazan no por nuestra falta de valía, sino porque con los valores que encarnamos en nuestra persona les estamos recordando sus limitaciones y su falta de madurez para aceptarse como son. Por eso, si somos asertivos y practicamos el respeto y amor hacia nosotros mismos, prácticamente siempre preferiremos estar con nosotros mismos antes que estar bien con aquéllos que nos tratan con frialdad o no nos muestran su aprecio llevados por una actitud de hipocresía con la que pretenden disimular la poca estima de sí mismos. b) Afrontamiento del miedo al cambio. Para luchar contra las resistencias a los cambios exigidos para nuestro propio desarrollo personal, puede resultar eficaz el uso de algunas técnicas cuya utilidad está sobradamente probada. Una de ellas es la denominada “jugar al riesgo medido”. - Hablamos de “juego” porque uno se expone por propia voluntad y como puro experimento personal a situaciones que conllevan cierto riesgo.
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- “Riesgo medido” en cuanto que se trata de dar pequeños pasos adelante, previamente programados y, a la vista de lo que resulta, echar marcha atrás en caso de fracaso. Si se toma esta regla como norma de conducta, suele producirse el “efecto pigmalión” o profecía que se cumple a sí misma: cuando nos proponemos metas nuevas y, a la vez, ajustadas a nuestras posibilidades, nos situamos en las mejores condiciones de conseguirlas y no sufrir la desagradable experiencia del fracaso. Comprenderemos al mismo tiempo la flagrante torpeza que supone renunciar a los posibles descubrimientos y satisfacciones que comporta el crecer diariamente en los distintos campos de la vida. c) Afrontamiento del miedo al sufrimiento. La vida del soltero, como la del casado, está sometida al dolor y al sufrimiento, dado que son realidades que afectan a todos los humanos. Pensar lo contrario, que la vida equivale a un conjunto ininterrumpido de placeres, alegrías y felicidad, sólo conduce a padecer mayores niveles de sufrimiento. Nada tiene de innoble que intentemos vencerlo y aliviarlo por los medios razonables a nuestro alcance, la medicina, la ayuda psicológica o distrayéndonos con otras ocupaciones, pero a la postre ninguna medida resultará eficaz si adoptamos la actitud de rechazar radicalmente el sufrimiento como hecho absurdo que no debiera existir, una anomalía o violación de nuestro derecho inalienable a la felicidad. De poco servirá, por otro lado, rebelarse contra el sufrimiento intentando suprimirlo con pseudorremedios, como proyectándolo en forma de culpa hacia los otros o aliviándolo con salidas aberrantes –drogas principalmente–, pues estas medidas sólo servirán para ocultarlo momentáneamente y facilitar su posterior aparición con más virulencia y gravedad. “Mientras veamos el sufrimiento como un estado antinatural, una condición anormal que tememos y rechazamos, nunca lograremos desarraigar sus causas y llevar una vida feliz” (Dalai Lama).
Por lo dicho se desprende que el modo más adecuado de actuar frente al dolor pasa por hacer nuestros estos criterios básicos:
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– El dolor es un componente esencial y necesario en toda vida humana y, por tanto, la única postura racional ante él es su aceptación. En la medida en que reconocemos nuestra capacidad para esta aceptación, nos libramos ya en parte del dolor y, en cierta medida, también lo superamos (Dalai Lama, 1999). Los creyentes, por su parte, saben que el dolor es una realidad providencial que sobrepasa la comprensión humana, por lo que no procede caer en el autoengaño de “exigir” la exclusión de cualquier sufrimiento y dolor en nuestra vida (Blay, 1990). – El mejor modo de hacer llevadero el dolor es aceparlo e incorporarlo como un componente natural más de nuestra existencia. Esta actitud nos libra del desamparo y la tensión que implica vivir guiados por el rechazo y la rebeldía y, por el contrario, nos ayuda a convivir con la “verdad dolorosa” de nuestra existencia. Ello no quita que hagamos todo lo posible para evitar el sufrimiento por todos los medios a nuestro alcance y si, después de adoptarlos, el dolor se apodera de nosotros, lo mejor es aceptarlo “disfrutando” en tal caso de saber sintonizar con las leyes de la naturaleza, que son siempre superiores a nosotros mismos. Con frecuencia nos atormentamos más de la cuenta pensando sin fundamento que no disponemos de la capacidad suficiente para afrontar los males que nos afectan en el presente o los muchos que puedan sobrevenirnos en el futuro. A este respecto resulta elocuente esta observación de Caballero (1992): “El 40 por ciento de las cosas que nos preocupan jamás sucederán, el 30 por ciento siguiente gira en torno a las consecuencias de antiguas decisiones que no se pueden alterar, el 12 por ciento tiene que ver con críticas y comentarios de otros sobre nuestra persona, el 10 por ciento sobre la salud y estado de ánimo –que empeora con nuestras preocupaciones– y sólo el 8 por ciento de las preocupaciones se refiere a problemas reales de la vida a los que merece la pena hacer frente”. En consecuencia –añado por mi cuenta– nuestro “homo sapiens” que dicen que somos sólo se ocupa del 8 por ciento de preocupaciones sanas; lo demás es pérdida de tiempo y de energía, expresión de nuestro “homo necius”.
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– El marco final en el que el sufrimiento puede ser parcialmente manipulado y superado por los seres humanos es el reconocimiento de su existencia y de nuestra afección constante por él y, por el contrario, no aceptar el dolor como parte de nuestra experiencia humana equivale a comenzar a sufrir, lo que ocurrirá siempre que nos neguemos a aceptar que el sufrir y el gozar son vivencias llamadas a coexistir en plano de igualdad en nuestras vidas. Directrices básicas para un programa de desarrollo pleno del soltero En la vida del soltero hay cabida para la ilusión, la esperanza y la felicidad que acompañan el éxito en toda aventura personal. Lo contrario piensan quienes ven a los solteros como un seres capidisminuidos, enfermizos y sin recursos personales. En la vida del soltero hay lugar también para el pesimismo, el desinterés, la soledad y el aburrimiento. Pero por encima de esos contrarios, constituiría una torpeza imperdonable por parte del soltero olvidarse de la riqueza que encierra en su interior y que no es otra cosa que la gran posibilidad de realizarse plenamente como persona al margen del modelo común que consiste en casarse y crear una familia. No tengo la menor duda de que los solteros poseen en lo más profundo de sus personas todo lo necesario para ser felices y hacer felices a los demás y, desde este supuesto, el programa que propongo es el equivalente a un epítome o síntesis de lo que en el plano de la acción se les ofrece y se les exige como camino fecundo que les conducirá a su plena realización como personas cabales y completas. Para mostrárselo y siguiendo el esquema utilizado a lo largo de este capítulo, indicaré las directrices que pueden ayudarles a convertir en atractiva y gratificante realidad sus peculiares posibilidades en el campo del amor, del poder y de la serenidad. En este sentido, el programa que describo a continuación se sitúa en la antítesis de la visión superficial y caricaturesca de la vida del soltero, y, hasta cierto punto también, constituye una postura radicalmente opuesta con respecto al paradigma reduccionista que ve al soltero como un sujeto inadaptado a la matriz social propia del mundo de los casados o cliente asiduo de los despachos del terapeuta, psicólogos clínicos y psiquíatras.
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Posibilidades específicas del soltero en el plano del AMOR Sucintamente, el soltero puede desarrollar su vocación al amor con actitudes y prácticas capaces de proporcionarle una experiencia altamente satisfactoria de su capacidad de amar. Tales experiencias se traducen en: 1) Ejercitar un trato exquisito con su persona, amando y cuidando su cuerpo y su mente, apartándose de todo tipo de excesos y lujos innecesarios en el cuidado personal, en la alimentación y, en general, en el consumo compulsivo de bienes o programas de diversión. 2) Cultivar las mejores relaciones de amor y amistad con su familia de origen, padres, hermanos, sobrinos, primos, etc., estando cerca de ellos en todo momento y especialmente en las celebraciones familiares y en sus situaciones de preocupación. 3) Implicándose con amigos y compañeros en programas y campañas encaminadas a atender a los grupos especialmente necesitados de asesoramiento, compañía, apoyo psicológico, etc. 4) Abriendo su corazón a las relaciones de intimidad con las personas que le merecen confianza. La intimidad es lo contrario de la soledad que, en términos psicológicos, es nuestro mayor sufrimiento por cuanto implica la experiencia de que nadie se ocupa de nosotros. Positivamente se traduce en el sentimiento de tener una vinculación muy próxima con al menos una persona, que la vida es algo que compartimos, que lo que me ocurre le importa mucho a esta persona y viceversa (Fischer y Hart, 2002). Normalmente, se piensa que los solteros están condenados a vivir privados de intimidad por la razón principal de que difícilmente se puede dar ésta cuando falta el contacto corporal y sexual completo, además del espiritual. Entiendo que aclarar este punto puede ser algo importante para los solteros. – Lo primero que conviene dejar claro es que el sexo es un símbolo maravilloso de la intimidad, pero los símbolos pueden
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estar desprovistos de todo significado en el plano real. Esto es lo que ocurre cuando la intimidad se limita a lo puramente sexual: es posible hacer el amor con otra persona y, al mismo tiempo, sentirnos profundamente solos y vacíos tras acabarse el momento de placer que acompaña el contacto carnal; y por el contrario, podemos compartir nuestra propia vida con otra persona y terminar sintiéndonos bien, cercanos y queridos, a pesar de que no se produzca ningún tipo de contacto físico. Todo lo que tiene el sexo de verdadera satisfacción depende de que se cumpla el acercamiento en el nivel más profundo de nuestras necesidades espirituales. Me lo explicaba a su manera una casada recordando la transformación que habían experimentado sus relaciones de pareja: “Al principio, nos llenaban las relaciones sexuales pero a partir de los dos años surgieron muchas dificultades en nuestra convivencia diaria. Acudimos a un psicólogo que nos hizo comprender varias cosas en las que nunca habíamos pensado: 1) que, en contra de lo que se dice, los problemas de las parejas no se resuelven en la cama, sino dialogando, escuchando, tolerando, perdonando, etc.; 2) que el sexo nunca es todo en el matrimonio sino sólo un complemento importante dentro de él; 3) que el verdadero problema de la pareja radica más en el acercamiento de los sentimientos que en el plano sexual. A partir de ahí, comenzamos a trabajar nuestras relaciones de intimidad espiritual y entonces pudimos descubrir nuevas posibilidades, por ejemplo, que 1) la intimidad exige coraje, fiarse del otro aunque en determinados momentos nos pueda hacer daño; 2) los verdaderos regalos no son las flores o las frases bonitas (“te quiero”) sino que te trate con respecto y delicadeza y te escuche la pareja; y 3) el dar a conocer nuestra cara negativa, por incómodo que sea, es una elemento necesario que acrisola y da sentido a la verdadera intimidad entre los miembros de la pareja”.
– Con frecuencia, la intimidad conlleva algunas incomodidades: mostrar las propias necesidades al otro percibiendo que él no las siente, contar los propios fracasos pasados o presen-
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tes y, en general, exponernos al rechazo o a una aceptación a medias del otro cuando nos descubrimos tal como somos. Llegar a superar estos miedos es una auténtica conquista que pocos acaban con éxito, que es lo mismo que decir que muchas personas, incluidos los casados, jamás llegan a disfrutar de la verdadera y total intimidad cuyo núcleo esencial, se mire por donde se mire, siempre radica en uno mismo. Posibilidades específicas del soltero en el plano del PODER Como hemos visto, el poder de la persona se manifiesta en la actividad laboral y creadora orientada a remediar la propia indigencia y la de los demás; en este sentido, la mejor expresión del poder de la persona se identifica con los productos derivados de su trabajo vivido con actitud de responsabilidad y creatividad. Desde esta perspectiva, los solteros son personas en cierto sentido privilegiadas por varias razones: 1) Gozan de una especial flexibilidad para orientar su trabajo en la línea de sus aficiones, puesto que están libres de las necesidades perentorias de atender a la familia. Piénsese a este respecto que la mitad de los españoles no trabajan en lo que les gusta, se sienten “desajustados laborales”. 2) Al igual que los casados, la dedicación laboral del soltero le permite disfrutar de sentirse útil en la provisión de medios para su propia subsistencia y para el resto de la sociedad en general. En este sentido, la “mística del trabajo” puede alcanzar en la experiencia personal del soltero unas dimensiones que se confunden con la humanidad. Posibilidades específicas del soltero en el plano de la SERENIDAD La serenidad se deriva de la aceptación de sí mismo y de los demás libre de toda visión egoísta de la vida, de la ansiedad malsana y del aislamiento. Es sabido, que la calidad de vida depende de tres factores, de cómo experimentamos nuestro verdadero amor hacia nosotros mis-
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mos, vivimos el trabajo y nos relacionamos con los demás. En estos campos, la vida del soltero, aunque con diferencias de matiz, no está privada de la riqueza y variedad que disfrutan los casados. El soltero puede disfrutar de la serenidad en su vida de muchas maneras y especialmente: 1) Cultivando el trato exquisito hacia los demás, mostrándose ante ellos con sinceridad y aceptando lo que recibe de ellos con talante agradecido. 2) Aceptando las incomodidades de sentirse solo en los momentos en que necesitaría de alguien que le acompañara y proporcionara ayuda en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Pero hay más, en realidad nadie está solo, todos pertenecemos a una red de servicios que cuida de nuestra salud, nos provee de medios de subsistencia, nos permite participar en el disfrute de todas las amplias conquistas de la ciencia, del arte, del ocio, etc. La sociedad occidental y el mundo desarrollado cada día son más generosos en poner a disposición de sus miembros un largo listado de posibles modos de ocupar el tiempo, distraerse, viajar, colaborar en grupos de participación ciudadana, recreativa, social, etc. Se trata de vivir “viviendo la confirmación de los demás” y esto se puede lograr por medios tan fáciles como hojeando la agenda de teléfonos para hablar con cualquiera, paseando por las calles de nuestro pueblo o ciudad, invitando a tomar unas copas al vecino, etc. (Jaeggi, 1991, p. 147) Conocí una colega soltera de 47 años que periódicamente se subía en una taxi, entregaba 1.000 pesetas al taxista y le decía: ‘lléveme a ver las últimas novedades, cambios y mejoras que ha visto en la ciudad en los últimos meses”.
Y en un reciente estudio sobre el diálogo afectivo de los ciudadanos con su ciudad, los entrevistados decían cosas verdaderamente curiosas sobre cómo se divertían observando simplemente lo que sucede en las calles (Bernad, 2003):
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“Me fijo en la gente, cómo ríen los jóvenes y los niños. En la calle veo personas elegantemente vestidas, amigos hablando, movimiento, vida, comercios muy transitados. Otras veces me siento en el banco de una plaza y me convierto en espectador de todo lo que ocurre en ella como si fuera un gran teatro” (mujer de 50 años). “A veces me paro y saludo al barrendero de turno y le felicito por tener la ciudad limpia y charlo un poco con él” (jubilado de 60 años)
3) Cuando con el paso del tiempo, el soltero se encuentra con las limitaciones de la vejez y de la muerte, siempre encontrará razones para aceptar las leyes de la naturaleza que nos ha hecho mortales. Al margen de cualquier creencia religiosa, la mera consideración racional de nuestra existencia nos hace ver que nada hasta el presente, ni la ciencia ni la razón, nos lleva a pensar que la muerte física supone el convertirnos en nada, de nada, de nada de lo que somos hoy, a menos que se confunda la muerte con el proceso de total aniquilación de nuestra actual realidad personal, algo que ninguna mente bien pensante ha conseguido entender hasta el presente.
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Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
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Pensando en los solteros, vienen a mi memoria dos historias que, aunque opuestas en su desenlace, coinciden en que sus protagonistas son solteros que desean casarse. Antes de nada, me apresuro a decirte, apreciado lector, que el leiv motiv de este último capítulo –y quiero dejar expresa constancia de ello– no es “deja tu soltería y cásate”, sino algo menos imperativo, “si deseas vivir en pareja, hay algunas reglas de juego que te conviene seguir”. Las primera historia que te cuento sucedió hace unos meses en un parque de mi ciudad. Encontré a una pareja paseando con el carrito de bebé. El papá de 30 años me explicó así cómo llegó al matrimonio. “Desde que cumplí los veinte, el matrimonio fue una posibilidad lejana y confusamente percibida. No tenía tiempo para pensar en el casamiento, era más divertido la juerga y la libertad. No sé cómo y por qué llegó un día en que me cansé de tanta diversión. Quería vivir de otro modo, con alguien y para alguien. Pensado y hecho. Salí con mi amigo como de costumbre, entramos en un bar y a la primera pareja de mujeres que vimos en la barra las saludamos, nos caímos simpáticos, nos ofrecimos a salir con ellas y aceptaron. Así, tan simplemente, encontramos nuestra pareja y nos casamos Y hasta ahora. Llevamos dos años casados los dos amigos con las dos amigas, los dos tenemos un bebé de meses y estamos encantados. No me explico por qué la gente hace tanto problema de lo que a nosotros nos ha resultado tan sencillo”.
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La segunda historia se remonta a varios años atrás y tiene todos los tintes de pequeño drama. Se trata de una mujer de 40 años que, según me confesó con tristeza, acababa de perder la esperanza de casarse. “Mis amigas se iban casando. Cada año que pasaba suponía más preocupación por encontrar pareja y me daba cuenta, o al menos así lo sentía, que cada vez había menos hombres de mi edad dispuestos a casarse conmigo. Comencé a sentir vergüenza de relacionarme con los hombres. En el trabajo, todos bromeaban ofreciéndose para presentarme un buen novio. Sin apenas darme cuenta, me fue entrando un cierto temor a los hombres, me parecía que todos me rechazarían. Al final opté por quedarme en casa y no salir. En un viaje conocí a un hombre, también soltero, residente en otra ciudad. Nos dimos el teléfono y nos llamamos algunas veces. Me pareció que él no estaba entusiasmado por mí ni yo por él. Y lo dejamos. Cuando me pregunto por qué estoy soltera no tengo respuesta: no sé si por indecisión, por cobardía, porque soy torpe para acercarme a los hombres o porque no los entiendo. En estos momentos me gustaría encontrar a un hombre con las mismas ganas de casarse que tengo yo, pero por más que cavilo no sé dónde puedo encontrarlo. He perdido la esperanza de poderme casar”.
Este testimonio representa una elocuente explicación de la situación en que se encuentran muchos psicólogos, yo incluido, y me refiero a lo misteriosas que resultan las cosas cuando se intentan aclarar los motivos y caminos por los que un soltero con ganas de casarse no logra encontrar la pareja de su vida. Pasa lo mismo con las explicaciones tan poco convincentes que he obtenido de los propios casados siempre que les he preguntado cómo llegaron al matrimonio: “no lo sé muy bien”, “no tengo una respuesta clara”, “me casé porque lo hacía la mayoría de la gente de mi edad”, “tenía un novio desde hacía años”, “porque no me gusta estar solo/a”, “porque quería amar y que alguien me quisiera”, “en mi país se casa el que quiere” (un marroquí), “porque me gustan los niños” (preferentemente las mujeres), “porque me enamoré”, “porque me sentí muy atraído/a por una persona del otro sexo”, “porque hubo alguien que me lo pidió”... Reconozco que estos testimonios apenas dan de sí para extraer criterios seguros y capaces de orientar al soltero que se enfrenta a interrogantes tan comprometidos como los siguientes: ¿cómo y cuándo surge el
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amor?, ¿dónde y cómo puedo encontrar la pareja que me va?, ¿qué debe hacerse para que el amor aparezca y se desarrolle?, ¿cómo se consigue que la otra persona vea que estás dispuesto/a a amarle para toda la vida?, ¿cómo se pasa del atractivo físico al amor que compromete a toda la persona? De las reflexiones que vengo ofreciendo a lo largo de estas páginas, extraigo una conclusión: los que entienden en las claves de la afectividad y del amor no consiguen esclarecer estas cuestiones de tanta transcendencia para los solteros por una razón fundamental, porque el amor es una realidad demasiado profunda y misteriosa para permitirnos descifrar los secretos que se encierran en su interior. Comprenderán mis lectores solteros que, tras esta afirmación, todo lo que pueda decirles aquí no pasa de meras sugerencias, directrices parciales que, aunque pueden ayudarles para llegar al matrimonio, no deben tomarse a modo de recetas seguras para alcanzar el logro de la meta que persiguen, encontrar la pareja de su vida, casarse y vivir felizmente juntos. Tampoco pretendo desanimarles, sino todo lo contrario; el empeño que pongan en resolver uno de los más bellos retos de su vida, compartir el amor pleno con su pareja, puede quedar ampliamente recompensado con el éxito si se atienen a dos condiciones fáciles de cumplir: un poco de sabiduría y mucha generosidad. No es pecar de exagerado optimismo suponer que todos mis lectores solteros poseen estas cualidades y, en consecuencia, les animo a que las pongan a trabajar sin prisas y siguiendo algunas de las orientaciones que con el mejor deseo indico a continuación. Para empezar y como síntesis anticipada del capítulo, propongo a la consideración del lector este corto listado de hechos y reflexiones: • Salvo raras excepciones, todos los solteros que conozco han querido o quieren casarse y lo mismo me confiesan haber comprobado las personas de mi entorno, al margen de estar casadas o solteras. • Hoy en día flota la idea de que el matrimonio tradicional es un reto difícil de asumir, algo muy distinto a emprender un camino que conduce fácilmente al encuentro con el ser soñado perfecto e ideal. La experiencia indica que quienes identifican matrimo-
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nio con facilidad suelen ser los mejores candidatos para convertirlo en objetivo imposible. Dar el paso de soltero a casado tiene mucho de aventura por lo que no cabe esperar realizarlo con total seguridad; de ahí el dilema, o te arriesgas dejando de lado el miedo que obstaculiza conseguir el éxito, o eliges la excesiva prudencia y te condenas a convertirte en jubilado del amor. A pesar de todas sus limitaciones, el matrimonio se presenta como experiencia que facilita alcanzar dos objetivos de especial transcendencia para la felicidad de las personas: tener al lado alguien cercano que dé apoyo, a la vez que constituye un impulso decisivo para el desarrollo de la capacidad de vivir sintiéndose un ser útil y valioso ante los ojos de los demás. Una de las dimensiones más atractivas del matrimonio es su especial potencialidad para vivir en plenitud las satisfacciones derivadas del amor incondicional y libre de cualesquiera límites previamente fijados. El matrimonio no es una cuestión de dos sino de tres: la propia experiencia, la de la pareja y las experiencias compartidas por los dos. El matrimonio es más un camino que un hecho puntual, quienes no entran en él con el ánimo de enriquecerlo y actualizarlo permanentemente se sitúan en las condiciones idóneas para hacerlo fracasar. Todas las edades son aptas para casarse si se dejan de lado los falsos temores y se está en disposición de recibir amor y ofrecerlo. Ir al matrimonio para que alguien afiance nuestra autoestima, resuelva nuestros problemas y asuma nuestras inseguridades y complejos es una vía muy eficaz para complicarnos la vida y no encontrar las satisfacciones que el matrimonio está llamado a proporcionar en la vida en pareja. Hoy prácticamente nadie se arriesga a hacer profecías sobre el porvenir, éxito o fracaso de los nuevos modelos convivenciales
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de pareja que se desmarcan del matrimonio tradicional y cuya característica más definitoria es la exclusión del compromiso total en la relación afectiva entre sus miembros: parejas a prueba, parejas de hecho, parejas de relevos (amores fieles y consecutivos, uno después de otro), parejas con encuentros periódicos, parejas sin hijos, etc. Los pocos que se atreven a pronosticar sobre la “pareja que viene” se limitan a señalar que en ella serán decisivos dos rasgos hasta ahora desconocidos, la relación erótica se desmarcará totalmente de la procreación y ocupará un lugar secundario en las relaciones de pareja y, por otro lado, la limitación en el tiempo del emparejamiento será algo normal, por lo que cabe esperar que la separación dejará de constituir el acontecimiento traumático que actualmente representa para muchas parejas (Pasini, 2000; Duoeil, 2000). • La base imprescindible para una buena relación de pareja es la valoración positiva de uno mismo y un nivel mínimo de autosuficiencia, faltando estas condiciones es difícil que la convivencia en pareja resulte satisfactoria y duradera. A la vista del listado precedente, posiblemente te preguntes, apreciado soltero, para qué puede serte realmente útil este capítulo. La respuesta es sencilla: como he dicho en otro lugar, mi modesta pretensión es ofrecer algunas sugerencias y directrices al numeroso grupo de solteros que se encuentran incómodos con su situación y buscan realizar su vocación al amor compartiendo su vida en pareja. A fuer de sincero, también quiero indicar al soltero que desea dejar de serlo el reto que le espera: tendrá que poner en juego toda su inteligencia y bastante decisión para superar las dificultades que prácticamente siempre aparecen en el camino que conduce al matrimonio. También me permito recordar al lector algo bastante común, que a la hora de implicarse en la búsqueda de su pareja, está expuesto a cometer importantes errores y patinazos, el mayor de los cuales será sin duda el darse por vencido ante las primeras dificultades y zozobras que suelen surgir especialmente en los primeros pasos que conducen al encuentro pleno con la pareja.
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Encontrarás tu pareja donde menos te esperas Todos conocemos un montón de personas, las encontramos en el trabajo, en el portal, en un viaje, en una fiesta familiar o social, en el bar, hoy es posible que se nos presente en la pantalla de nuestro ordenador... ¿Cuántas personas del otro sexo conocemos? Nadie es capaz de enumerarlas. Sin embargo y en medio de tanto trajín de encuentros y contactos, casi siempre hay alguna persona de edad parecida a la nuestra que nos gusta más que el resto, en unos casos nos atrae su físico (sus ojos, su esbeltez, su silueta, su pelo), en otros sus ademanes, su timbre de voz, su modo de andar, reír, mirar, vestir o su manera cariñosa de saludar... Estímulos tan simples suelen ser los comienzos de la “seducción” que, bien administrados, pueden conducir a la conexión profunda y definitiva que acaba en la relación afectiva que forja y sustenta la vida feliz en pareja. Es curioso que, a pesar de tratarse de una experiencia común, no dispongamos de explicaciones racionales sobre cuándo y por qué, en un momento dado, nos fijamos en una determinada persona y en algún atractivo rasgo de ella que nos atrae con especial fuerza. Autores notables como Jung y Freud sugieren que la atracción inicial surge cuando las personas en juego son complementarias –los opuestos se atraen–, y así, los extrovertidos se sienten atraídos por los introvertidos, los reflexivos por los intuitivos y espontáneos, los egoístas por los generosos, los serios por los juerguistas, los tímidos por los seguros y un largo etcétera. Pero esta explicación no parece del todo convincente toda vez que comprobamos que, con frecuencia, son varias las personas por las que sentimos algún interés y sobre todo porque se da el hecho paradójico de que las diferencias extremas en lugar de producir atracción alimentan la sensación de peligro que termina en rechazo (Torrabadella, 2001). Un marido enamorado de su mujer me relataba así lo que le atrajo en el momento en que la conoció: “Yo soy muy extrovertido y parlanchín, fácilmente acaparo la conversación en cualquier círculo de amigos o familiares que conversan sobre los más diversos temas, hasta el punto de no dar cancha a que los demás expresen sus opiniones. En cierta ocasión coincidimos
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con mi actual mujer en un encuentro de amigos y descubrí lo atractivo que resulta tener ante sí una ‘persona que sabe escuchar’. Así que decidí casarme con ella ‘porque hablaba poco y escuchaba mucho’. De ella he aprendido a escuchar. ¡Ha valido la pena!”.
Posiblemente el medio más eficaz para encontrar la propia pareja es el que propone Segura (1997) al final de su libro sobre los secretos de la atracción, seducción y el amor: “Deje de buscar fórmulas, consiga más tiempo libre y vaya en busca de personas: sintiendo aprenderá mucho más, anímese...” (p. 317). Una señal clara de que estás “animado” es cuando prestas atención a las personas de tu entorno, dando por descontado que prácticamente en todos los escenarios en que te mueves hay varias personas que esperan tu mirada, que te fijes en ellas. Si tienes en cuenta que con nuestras miradas expresamos el 70 por ciento de nuestra comunicación con los demás, no te importará mirar a la persona que te interesa; esto es lo decisivo y principal, al margen de que mientras miras hagas los más banales comentarios sobre el tiempo, el tráfico, el trabajo que te espera, etc. La eficacia de la mirada se fundamenta en dos hechos, uno sociológico y el segundo biológico. Con respecto al primero, es sabido que una extraña e injustificada norma social considera una incorrección mirar a los ojos de la persona con quien se está dialogando pues se interpreta que una mirada fija es el equivalente a cierta invasión de la intimidad del otro. Desde este supuesto, se deduce que todo juega a favor de quien se desmarca de esta norma y, a través de la mirada, da pie a que el otro reaccione pensando: “si me mira es porque algún especial interés despierto en él/ella”. El argumento biológico lo proponen los especialistas del lenguaje gestual que aseguran que cuando miramos con interés hay un brillo especial en nuestros ojos y la pupila se nos dilata, es entonces cuando la mirada equivale al mensaje “me atraes”. Si con la mirada acompañas la sonrisa, entonces obtendrás una combinación de especial fuerza atractiva, pues se cumplirá la igualdad: mirada + sonrisa = acércate (ibídem, p. 265).
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Correr el riesgo de acercarte a la persona que te interesa Ante la primera atracción, hay sujetos propensos a considerar que se extralimitarán siempre que muestren interés por la persona que les ha llamado la atención y creen que el acercarse a su vida, sus ocupaciones, saber dónde vive, sus relaciones sociales, en qué trabaja... es sinónimo de conducta ridícula, descortés, atrevida, inadecuada, impertinente y, finalmente, despreciable. Tales personas cometen el error de pensar que abordar al recién conocido del otro sexo con el único interés de conocerle más es algo incorrecto, cuando en realidad significa todo lo contrario; y esto es así porque en el acercamiento a una persona siempre hay algo tan positivo como demostrarle el valor que representa para nosotros. Tratándose en especial de los solteros, puede constituir además uno de los medios más eficaces para brindar la ocasión a la otra persona de que manifieste el interés que tal vez ha sentido o siente hacia ellos. Por lo demás, nada obliga a cometer el despropósito de pensar que abordar a una persona con el intento de conocerla mejor equivale siempre a una declaración de amor en toda regla. Un amigo mío cuenta con gracia cómo realizó el primer acercamiento a su actual mujer: “Nos habíamos visto un montón de veces, pues éramos compañeros de carrera. Cierto día, entre clase y clase, levanté la vista y vi a distancia a una compañera que por primera vez me pareció bellísima. No he sabido por qué fue en ese momento cuando me fijé en ella. El caso es que me atreví –tampoco me lo explico– a hacerle un gesto con el índice de la mano dándole a entender que quería hablar con ella. Tampoco sé muy bien qué le dije, sé que le pregunté algo sobre el tema explicado por el profesor. La cuestión es que al día siguiente nos buscamos y nos sentamos juntos en el aula y hablamos de la asignatura y de otros asuntos relacionados con nuestra carrera. Así pasaron varios días hasta que le dije que me gustaba y que si no le importaba podríamos salir y aceptó. Más adelante me confesó que también ella en cierta ocasión se había fijado en mí y no se atrevió a confesármelo. Así y sin saber por qué comenzó lo nuestro”.
Conocimiento de la pareja y timidez. Un impedimento importante y que frecuentemente juega malas pasadas en la aproximación a los demás es la timidez. La timidez es una emoción que combina el miedo con el interés hacia el objeto social, por ello suele provocar una reac-
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ción emocional negativa, avivar en nosotros un excesivo temor a ser rechazados. El mejor remedio psicológico contra la timidez consiste en la aceptación de nosotros mismos y amarnos como somos, con nuestras cualidades y nuestras limitaciones, pues sólo así podremos comprender las de los demás y ellos las nuestras. No hay que olvidar que la vida es un grandioso don, no sólo por lo que los otros nos dan sino por el bien inmenso de permitirnos darnos a ellos y, en tal sentido, nuestra actitud de generosidad es la medida de la aceptación que podemos esperar de la persona que nos interesa y a la que queremos amar (Torrabadella, 2000). Los celos: un grave obstáculo para el acercamiento y conocimiento mutuo. Los celos hunden sus raíces en una falseada percepción de la pareja y se manifiestan a través de comportamientos que el amante celoso realiza para impedir que su pareja pueda ser mínimamente compartida por otro. La actitud básica del celoso es el temor a que alguien fuera de la pareja pueda arrebatarle la “posesión absoluta” de la persona amada que se percibe en calidad de objeto amoroso exclusivo (Manglano, 2001). A este tipo de conducta celosa se refieren los expertos cuando hablan de los celos enfermizos, personificados por los sujetos posesivos y cuya inseguridad les lleva a alejar a la propia pareja del contacto con cualquier posible “conquistador”, por lejano que sea el lugar que éste ocupe en las relaciones afectivas con la persona amada. Es sabido, que estos celos son una fábrica de resentimientos y desconfianza y que generan casi siempre una gran tensión y hasta deseos de venganza. Su pronóstico es muy negativo, puesto que supone la destrucción de cualquier atisbo de verdadero amor entre la pareja y puede llegar a convertir al enfermo de celos en salvaje verdugo del otro. ¡Las páginas de “sucesos” relatan diariamente las más truculentas historias fruto de los celos entre la pareja! Hay también celos buenos, dirigidos hacia alguien y a favor de alguien, que son la consecuencia inmediata de querer preservar a la persona amada de todo lo que le puede dañar. Se dice de estos celos que son el fruto del amor de apreciación y no constituyen ningún peligro para la verdadera y satisfactoria relación con la pareja puesto
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que, además de alimentar el mutuo amor, tienden a facilitar y potenciar el desarrollo afectivo desplegado por los miembros de la pareja con otras personas. Remedio contra los celos. Si los celos proceden de la frustración, apoyada en la creencia de que alguien puede dar a la persona amada algo que nosotros no podemos ofrecerle, una forma eficaz de superar los celos es el cultivo de aquellos gestos de atención a la pareja que, por un lado, sabemos que son de su agrado y, por otro, pertenece a lo más propio y positivo de uno mismo. Hay un test o señal de que nuestro amor a la pareja es verdadero y no está movido por los celos, comprobar que disfrutamos ofreciéndole aquello que más le agrada y sabemos que valora muy positivamente. Por ultimo, ante cualquier amago de celos se aconseja tomar dos medidas: 1) examinar detenidamente las acciones que los provocan en nosotros o en el otro y, a continuación, 2) intentar compensarlos mostrando la máxima atención hacia todo aquello que recibimos de la pareja o le facilita comprender y disfrutar de todo aquello que le ofrecemos como peculiar lo mejor de nosotros mismos (Torrabadella, 2000). El salto al conocimiento personal y al amor pleno de pareja Surgido el interés por una determinada persona, se impone la necesidad de conocerla puesto que sólo podemos amar aquello que conocemos. En el acercamiento de la pareja, ello implica ir más allá de las apariencias y entrar en el ámbito de las intenciones, sentimientos y expectativas más personales del otro. Es normal que tal paso vaya acompañado de algunas resistencias y recelos por alguna de las partes o por ambas: ¿cómo presentarme ante el otro sin falsear mi realidad, con mis luces y mis sombras, qué debo mostrarle de mi persona para que se sienta atraído por mí y no me rechace, le merecerá la pena comprometerse conmigo si me presento tal como soy, hay algo incompatible entre nosotros, en qué medida puedo esperar que el otro se me manifieste tal como es y no sólo en función de la imagen ideal de si mismo...? Prácticamente ninguna pareja se libra de las
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incomodidades que supone dar estos primeros pasos en el encuentro personal y especialmente dejar de lado el miedo que éstas y otras preguntas similares provocan en los momentos iniciales de la relación de pareja; de tales miedos he hablado ampliamente en los capítulos segundo y tercero de este manual, se trata ahora de desentrañar sus recovecos psicológicos y, sobre todo, ofrecer criterios para superarlos. Con este objetivo, analizaré las conductas que suelen aparecer en los primeros pasos de la relación de pareja, y especialmente aquéllas que facilitan el paso de la etapa de la “seducción” a las verdaderas relaciones de amor, una experiencia que modifica sustancialmente la vida personal y permite crear el proyecto en común resultante del acercamiento mutuo llevado con decisión y sin complejos. 1º. No ocultar la propia intimidad. Hay personas que deliberadamente no se dejan conocer y son propensas a impedir que el otro les conozca. No es que intenten dar una imagen falseada de sí mismas sino más bien una imagen incompleta. Esta actitud obedece a dos motivos principales, por un lado, al sentimiento de inferioridad o baja autoestima que les lleva a la conclusión práctica, las más de las veces falsa, de que si se muestran tal como son serán rechazados por el otro, y una segunda razón no menos importante, el temor a que el otro, abusando de la confianza que se le otorga, pueda hacerles daño. ¿Cómo procede reaccionar ante tales dificultades? La respuesta es bastante clara: superando la desconfianza y dejándose llevar por criterios que permitan y faciliten el conocimiento de nuestra persona por parte del otro; se trata en definitiva de no impedir que el otro nos conozca, lo que conlleva evitar a toda costa cometer el despropósito de exigirle que adivine o intuya todo lo que se encierra en nuestro carácter, nuestros sentimientos, nuestras ilusiones, nuestros gustos o preferencias, etc. (Heras, 2001). Paralelamente, hay que ser muy precavido para no dejarse dominar por una sospecha irracional, cavilar falsamente sobre unas hipotéticas malas intenciones del otro para ocultarnos su realidad; el hecho de que el otro no nos dé a conocer toda su intimidad no es razón suficiente para alimentar la falsa suposición de que nos intenta engañar. En este sentido, un comporta-
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miento sano es regirse por la norma “te creo lo que me dices y acepto lo que todavía no puedes o no tienes la valentía de manifestarme”. De aquí se desprende la necesidad de que los primeros y más decisivos pasos del acercamiento a la pareja vayan acompañados de la confianza mutua, lo que se logra actuando en clave de sinceridad y de aceptación de la imagen con que se nos presenta la persona que deseamos conocer (Castilla del Pino, 2000, p. 319). 2º. La lista de requisitos básicos. Un modo eficaz de realizar con pie firme y seguro el proceso de acercamiento mutuo entre la pareja es confeccionar la lista de requisitos con los que se quiere actuar y llevar adelante la relación (Torrabadella, 1999; Carter-Scott, 2000). En este caso, se trata de elaborar la doble lista de requisitos “imprescindibles o no negociables” y la de aspectos “preferenciales”. Los primeros incluyen cualidades, comportamientos, habilidades, actitudes, creencias y aficiones que exiges ver encarnados en la persona amada y de los que no podrías prescindir. Ciertas personas considerarán condiciones imprescindibles para la vida en pareja una personalidad íntegra y positiva, una mínima capacidad de escucha, cierto nivel cultural, el sentido religioso de la vida, la actitud de lucha ante las dificultades de la vida, la entrega al trabajo y a la profesión, aceptar ser algún día padre/madre, ejercer una profesión que no impida la convivencia física y permanente de las dos partes...; en otros casos, se considerarán incompatibles con las propias aspiraciones problemas graves de salud, la presencia de trastornos serios de conducta tales como el alcoholismo, la drogadicción, la promiscuidad sexual, la aceptación de la violencia como recurso normal para la resolución de conflictos, etc. Es prudente clarificar este paquete de exigencias mínimas antes de llevar adelante la relación y, en caso de duda sobre algunos de estos puntos, lo aconsejable es cortar la relación tras reconocer la incompatibilidad; recuerda que siempre te resultará más fácil vivir solo que soportar la derrota en que puede terminar una larga guerra con la pareja. Fuera de los temas mencionados, prácticamente todo lo demás es negociable. Así por ejemplo, son negociables muchas de las aficiones en que puede emplear la pareja, juntos o por separado, su tiempo de
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ocio (cultura, deportes, viajes, convivencia con antiguas amistades), el régimen e intensidad de las relaciones con las familias de origen, la dedicación a los amigos, mantener relaciones de respetuosa amistad con el miembro de la anterior pareja tras el divorcio, la convivencia con los hijos de la anterior pareja, etc.; de hecho, la experiencia indica que parejas que pasan por este tipo de condicionamientos son perfectamente viables y satisfactorias. 3º. Las dudas que nunca desaparecen. A la luz de lo expuesto, pudiera pensarse que un sesudo recuento de las apetencias personales en relación con la pareja bastaría para disipar toda clase de dudas y disponer de total seguridad para llevar a feliz término el conocimiento mutuo y decidirse inmediatamente por el compromiso o rechazo final. Nada más lejos de la realidad, en los primeros momentos del acercamiento las dudas más punzantes pueden hacer acto de presencia del modo más inesperado y sobre los asuntos de mayor gravedad: ¿tendré la suficiente fuerza y paciencia para soportar lo que no me guste en él/ella?, ¿cómo puedo estar seguro/a de que no evolucionaremos por derroteros incompatibles?, ¿cómo reaccionaré y reaccionará cuando descubramos lo que pertenece a nuestra intimidad?, ¿estoy seguro/a de que quiero esta relación y estoy eligiendo bien? Hay que decir paladinamente que sobre estos temas prácticamente ninguna pareja juega con total garantía, así que lo mejor que se puede hacer en tales casos es buscar la verdad del corazón y si él dice que esa es una persona que ofrece motivos serios para quererle, entonces debes hacer un acto de fe en ti mismo y entrar con decisión en el sublime reino del amor, pensando que siempre te quedará el recurso de rectificar si, llegado el caso, comprendes que te has equivocado (Carter-Scott, 2000). A este propósito, no hay que olvidar que en el plano del amor, como en todos los ámbitos de la vida, el aprendizaje es un factor decisivo cuyos resultados no se rigen por la “ley de todo o nada”, por la visión instantánea, sino que suelen aparecer tras pasar pacientemente por distintas fases y peripecias que nos enseñan a ir cambiando nuestra actitud ante el objeto que consideramos digno de amor (Torrabadella, 1999; Fischer y Hart, 2002).
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4º. Amor y sexo, ¿en qué orden? Uno de los anhelos humanos más profundos es estar cerca de alguien con quien compartir todo lo que somos y sentimos. Se piensa así mismo que una vía eficaz para lograr tal objetivo y librarnos de la soledad es el acercamiento a los demás llevado hasta el nivel de total intimidad; es aquí donde se plantean en clave psicológica las relaciones entre amor, intimidad y sexo. Hablando de la sexualidad, está fuera de duda que constituye un medio fundamental de expresión e intercambio de las emociones más profundas entre las personas (confianza, entrega, intemporalidad, éxtasis), pero esto no justifica, como se hace con frecuencia, confundir amor y carnalidad, como tampoco excluye la posibilidad de experimentar un placer sexual intenso con personas de las que no se está enamorado. Hablando del sexo, es fácil constatar la existencia de grandes discrepancias a la hora de calibrar su papel en el engranaje de la comunicación interpersonal y, dentro de ésta y más concretamente, la conexión precisa entre el sexo y el amor. La importancia del tema, exige entrar en el análisis de las mencionadas discrepancias y, así, voy a pronunciarme sobre las dos principales posturas que se sustentan en torno al significado psicológico de las relaciones entre el amor y el sexo, me refiero a las posturas tradicional y nueva. Posición tradicional La mayoría de personas y especialmente aquéllas que sienten miedo para abrirse a la pareja suelen situarse en el polo totalmente opuesto a lo que significa establecer la comunicación interpersonal limitándola al mero análisis de la piel, algunos gemidos, monosílabos o espasmos genitales. Los afincados en esta postura, confiesan sentirse incómodos ante aquellas situaciones en las que los abrazos, el “hacer manitas”, el beso apasionado y el flirteo son introducidos por la pareja –preferentemente por el varón– desde el primer momento de la relación. En cierta ocasión, me decía una mujer de 25 años que asociaba tales gestos con el miedo a la cama, un lugar que para ella sólo tiene sentido cuando previamente se ha establecido con total claridad el compromiso de amor pleno con la otra persona; es obvio que
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para personas así el sexo se considera el fruto o manifestación del amor y no al revés. Adoptada esta perspectiva, se llega a una decisiva conclusión, que el sexo en sus diversas manifestaciones y, especialmente, en cuanto experiencia intensa no se considera condición necesaria para llegar a la auténtica intimidad sino que más bien es consecuencia y manifestación de ella y, por tal motivo, debe reservarse para el momento en que sirve para traducir y expresar la verdadera entrega y dentro del amor percibido con seguridad y plenitud. Este enfoque, la visión del sexo como consecuencia del amor y no al revés, es apoyada por muchos psicólogos actuales para los cuales el sexo sin amor suele dar pie a una experiencia traumática y carente de sentido y esto por una razón fácil de entender: en la medida en que la intimidad sexual deja a la intemperie nuestro yo profundo y suprime todas las barreras que impiden que el otro nos perciba en toda nuestra integridad y tal como somos se convierte en una situación amenazante que tiene muy poco que ver con la tranquilidad y sosiego que acompañan al auténtico amor. En tal sentido, estos mismos estudiosos se pronuncian negando incluso la posibilidad de que puedan resultar verdaderamente gratificantes las relaciones sexuales reducidas a un conjunto de divertidas prácticas amatorias, realizadas de acuerdo con un variado programa donjuanesco de técnicas eróticas, llamativa ropa interior o el juego corporal llevado hasta el delirio paroxístico del orgasmo. A este respecto, quiero manifestar que una parte de los solteros que me han hablado de su fracaso en sus intentos de acercamiento a la pareja reconocen haber corrido demasiado en llegar al encuentro sexual, y consideran que su fallida experiencia les ha servido para comprender que la relación sexual adecuada sólo puede darse en un contexto claramente definido por la total transparencia emocional y madurez espiritual de la pareja; todo lo demás, vienen a decir, les parece una frivolización de los profundos vínculos que unen el amor con el sexo lo que, a la postre, implica que para ellos el sexo viene a representar la ritualización externa o celebración de la donación íntima y plena de sí mismo que previamente se ha realizado de mutuo acuerdo en el ámbito más íntimo y profundo de las personas. Desde
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esta posición, muchos adultos rechazan el sexo como punto de partida o previo al amor por entender que, así practicado, implica, al margen de otros posibles desajustes, una exigencia excesiva en la medida en que da pie a que aparezcan todos los harapos de la propia pobreza emocional, vulnerabilidad y falta de sentido, dimensiones personales que todavía no se está seguro de que serán aceptadas por la pareja inmersa en los primeros pasos conducentes al amor pleno y total. Siguiendo nuestro análisis, nos encontramos con un segundo aspecto digno de consideración. La psicología profunda ha puesto de manifiesto que el sexo al margen del amor no es otra cosa que una pobre técnica de camuflaje mediante el cual se oculta el miedo al amor y al compromiso total; en tales condiciones, el sexo no es sino un intento inútil y abortivo de superar la propia soledad y su práctica el equivalente a: “aunque no te amo ni me siento verdaderamente unido a ti, me gusta pasar un rato placentero en la cama contigo” o, también, “mientras estoy abrazado a ti haciendo el amor dejo de sentirme solo y desaparece el sentimiento de soledad que me asusta y no soy capaz de soportar”. De la perturbación que puede provocar la práctica del sexo sin amor, habla elocuentemente la consulta que hace algún tiempo me hizo una joven de 24 años: “Vengo a hablar con usted porque no sé qué debo hacer. Resulta que todos los compañeros del grupo de chicos y chicas con los que salgo tienen relaciones sexuales entre sí. Uno de esos chicos, al que he comenzado a querer, me ha estado presionando hasta que he consentido hacer el amor con él, a pesar de que yo siempre le decía que me daba miedo y me repugnaba. Lo malo no es eso, es que después de acostarme con él y de no haber podido hacer el amor, me siento fracasada y avergonzada y, todavía peor, siento asco hacia ese chico. La joven terminó preguntándome: ¿Hay algún remedio para mi situación?”.
Sintetizando lo anterior, podemos decir que no es aventurado concluir que el miedo a la soledad y el deseo malsano de amor a cualquier precio es lo que explicaría en muchos casos la sexualización prematura de la relación amorosa, una interpretación, por otra parte, que coincide con el diagnóstico de muchos estudiosos de la afectividad y del amor cuando paladinamente afirman que el sexo sin o
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antes del amor pleno es con más frecuencia de lo que parece una falsa salida o desbordamiento incontrolado del ansia de recibir y dar amor, a la postre una experiencia negativa derivada de haberse saltado algunas de las etapas y procesos necesarios para llegar al pleno gozo del sexo dentro del auténtico amor (Richo, 1998; Keen, 1994, Carter y Sokol, 1996). La nueva interpretación del binomio amor-sexo En contra de la postura anterior, inclinada a ver el “sexo sin amor” como experiencia totalmente negativa, hay datos sociológicos que por honestidad me siento obligado a ofrecer al lector; de tales datos se desprende que en la mentalidad de bastantes españoles las relaciones sexuales no tienen por qué ir necesariamente unidas con el amor de pareja estable ni con la entrega total de las personas implicadas en la comunicación sexual. Los datos a los que me refiero son los siguientes: por un lado, según la encuesta del CIRES (1992), en escala de 10, las relaciones prematrimoniales sólo obtienen entre los adultos españoles una puntuación favorable del 5,5. Y en la misma dirección y para de Miguel (1992), sorprendentemente, los porcentajes de personas contrarias a las relaciones sexuales prematrimoniales siguen siendo significativamente elevados (más del 50 por ciento de los adultos entre 30 y 64 años, y casi el 20 por ciento de los jóvenes entre 18 y 29 años). Pero en contra de estos datos, contamos con otros que se pronuncian a favor y consideran legítimas las relaciones sexuales plenas entre personas no casadas: así, según la encuesta de Salustiano del Campo (1993), actualmente casi la mitad de los españoles, tanto hombres como mujeres, admiten como normales y se muestran a favor de las relaciones sexuales prematimoniales –entre personas menores de cuarenta años este índice se sitúa en torno al 80 por ciento– (!). No hay, pues, lugar a dudas, en términos sociológicos y en la mentalidad de los españoles y especialmente de los más jóvenes, las relaciones sexuales tienen sentido aunque no vayan acompañadas del compromiso de amor ni con la entrega personal y plena entre los miembros de la pareja sexual.
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¿Qué ocurre cuando, más allá y al margen de los datos sociológicos, se analizan las relaciones entre el sexo y el amor en su vertiente propiamente psicológica? Algo de la respuesta que cabe dar a esta delicada cuestión lo he anticipado ya en el capítulo segundo de este manual. Hablando del sexo, digo allí que, entre las afirmaciones que pertenecen al abc de lo que significa la sexualidad en la vida de las personas, hay dos altamente significativas y que aquí es oportuno retomar para esclarecer más y mejor las relaciones psicológicas entre sexo y amor. En el lugar citado decía lo siguiente: “Cierto ejercicio de la sexualidad entra en la lista de las “necesidades básicas” de la persona y el encuentro carnal entre personas de distinto sexo, con sus componentes principales de intimidad total, excitación y cierta pérdida de uno mismo en manos del otro, constituye una experiencia irrepetible que pone en juego nuestro yo más profundo por cuanto, a través de la fusión íntima, nuestro cuerpo se convierte en instrumento de uno de los mayores placeres que podemos disfrutar en calidad de seres de carne y hueso. En términos psicológicos, esto conduce a la afirmación de que la sexualidad de la persona se presenta en forma de tensión bipolar: por un lado, se siente el sexo con enorme atracción y como un modo de colmar la necesidad cuasi obsesiva de comunicación con la persona del otro sexo, pero, por otro, se experimenta el temor a convertirse en mero objeto de posesión del compañero/a”. Y terminaba diciendo: “los afectados por el temor al vínculo sexual tienden a resolver este conflicto interior entregándose a eventuales y sucesivas experiencias amorosas que les permiten saciar sus necesidades sexuales –cabría añadir, librarse de la soledad– y ahorrarles pasar por el compromiso del amor total que les asusta y para el que no se sienten seguros de poder dar respuesta, en cierto modo, el sexo resulta por sí solo suficientemente valioso aunque les prive de gozar plenamente del amor” (Branden, 1995).
A la luz de estas consideraciones, una cosa parece clara: para muchas personas, las relaciones sexuales íntimas conllevan una carga tal de entrega personal que, desvinculadas del amor, pueden resultarles y de hecho resultan, una situación cargada de violencia interior. Buscando una explicación a tal violencia, aparecen diferentes motivos y es evidente que los imperativos morales son en muchos casos el fac-
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tor decisivo y de mayor peso. Esto es así porque, como muy bien explican los expertos en moral sexual, toda la tradición católica occidental ha vinculado exclusivamente el sexo con el matrimonio y la procreación; piénsese a este propósito que hasta fechas recientes las autoridades religiosas católicas condenaban no sólo las relaciones sexuales fuera del matrimonio sino incluso estas mismas relaciones practicadas dentro del matrimonio y sin estar abiertas a la procreación. Por mi experiencia profesional he tenido ocasión de conocer el trauma que ha supuesto para muchos matrimonios católicos atenerse a una moral tan restrictiva. En cierta ocasión acudió a mi consulta un matrimonio católico con el siguiente problema: “Llevamos seis años casados y tenemos tres hijos y el que viene. Nuestra economía no da para mantener más hijos. Sabemos que existen medios para controlar la natalidad pero nuestra conciencia nos prohibe usarlos. ¿Qué debe hacer un católico en nuestra situación?”.
Pienso que, desde la psicología, una respuesta honesta y coherente ante situaciones como la descrita debe atenerse a criterios como éstos. En primer lugar, es evidente que, aunque la Iglesia puede proponer normas morales a sus seguidores, y es lo suyo, tales normas no pueden exigirse literalmente y al margen de las circunstancias personales y familiares; pensar lo contrario supondría identificar la moral católica con la ética del héroe, del timorato o de personas con la prudencia atrofiada. El buen sentido dicta que sea la propia conciencia, prudentemente asesorada, el criterio seguido en cada caso. Y, desde esta perspectiva, no puede considerarse inmoral limitar el número de hijos haciendo uso prudente de los medios disponibles de control de la natalidad y, al mismo tiempo, se impone reconocer que un objetivo noble de los casados es dedicar la propia vida al cuidado de la familia compuesta por los hijos que razonablemente se pueden criar y educar. Pero hay más. Si admitimos el hecho de que las normas morales de muchos sujetos no coinciden con la moral católica –caso en que se encuentran bastantes ciudadanos–, entonces cabe también otra interpretación psicológica de las relaciones sexuales fuera del matrimonio,
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y es la posibilidad de entenderlas como una forma de diálogo amistoso a nivel meramente carnal entre los sexos, algo equivalente a la prestación del propio cuerpo como instrumento y fuente de placer y felicidad para la pareja amiga. Desde este supuesto, nada impide pensar que tal gesto, la relación sexual, tiene un valor positivo para ciertas personas que por ningún concepto pueden tacharse de inmorales. De todos modos, conviene advertir también que, a juicio de los expertos en cuestiones de amor, no debe olvidarse la dificultad que conlleva mantener las relaciones de amistad en términos puramente sexuales; lo que generalmente suele ocurrir en estos casos es que alguna de las partes siente la necesidad de llevar a más la relación y, si ello no se ve como posible, la pareja acaba abandonando las relaciones sexuales, que se perciben demasiado vacías e incompletas y, por lo mismo, carentes de sentido (Rogers, 1993). Una soltera de 35 años me comentaba en cierta ocasión la experiencia de vaciedad que le asediaba después de mantener relaciones sexuales con amigos y compañeros de profesión: “Me he acostado con varios amigos durante algunos años. La verdad es que nos lo hemos pasado bien, en ciertos casos hasta diría que muy bien. Pero después de hartarme de sexo, he dejado de practicarlo porque al final nadie se quiere casar conmigo ni quererme en cuerpo y alma”.
Resumiendo lo anterior, cabría entender las relaciones entre el sexo y el amor en tres niveles: a) Como fuente de excitación erótica y de placer en ausencia de amor y de compromiso personal. Lo mejor que se puede decir de esta versión de comunicación sexual es que no suele resultar gratificante por largo tiempo para las personas implicadas en ella por cuanto supone reducir el amor a sus dimensiones erótica, narcisista y pasional, a la postre, tratar al otro más como cosa u objeto de placer que como persona. b) Hay otra modalidad de relacionarse sexualmente que conlleva, además de placer, cierta donación de sí mismo como instrumento de placer y felicidad para la otra persona, lo cual supo-
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ne cierto grado de amor. En este caso, al placer sexual se añade el gozo de dar algo de sí al otro, lo que representa para la pareja amiga la experiencia de sentirse reconocida y acompañada por el otro, “si no nos quisiéramos, no haríamos esto el uno por el otro”. c) Por último, se pueden entender las relaciones sexuales como la celebración del amor recíproco, total, incondicional y libre de toda restricción entre las partes implicadas. A este nivel, la comunicación sexual más que una meta en sí misma es la manifestación de haber alcanzado el amor que, sin subestima del componente corporal, conlleva el reposo espiritual, la seguridad y la complacencia en el amor en cuanto donación. Muchos autores (Alberoni, 1986; Segura, 1997; Richo, 2002, entre otros) enmarcan este nivel de amor en el matrimonio o su equivalente, la pareja estable, al tiempo que proponen como señal de haberlo alcanzado el abandono de cualquier actitud de egoísmo narcisista y una disposición que se proyecta en la atención a las necesidades únicas del otro. Las nuevas formas aceleradas y superficiales de acercamiento a la pareja En este contexto, quiero referirme a ciertos planteamientos que considero superficiales y que, de manera surrealista, muestran con supina ingenuidad la posibilidad de realizar increíbles atajos en el complicado proceso de acercamiento entre la pareja. Valga a modo de ejemplo, y no es único, el televisivo programa “Xti”. Consistía en introducir en una casa a un nutrido grupo de solteras con tres varones solteros, con el objetivo de que en pocas jornadas surgiera el amor definitivo entre algunos de ellos: “entre usted soltero y salga casado” sería un buen resumen de las pretensiones de dicho programa que, como es lógico, tuvo que retirarse inmediatamente de la pantalla tras un estrepitoso fracaso. Basta el sentido común para darse cuenta de que un escenario tan artificial no da de sí para que aparezca la realidad de la persona con la que uno está dispuesto a jugarse el devenir de toda su vida, compartiendo por amor sus gustos, problemas, com-
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plejos, sus cambios de humor, sus actitudes ante las muchas vicisitudes y experiencias por las que pasa la vida en pareja y que, por ningún concepto, es recomendable poner entre paréntesis cuando se trata de conocer con un mínimo de respeto hacia sí mismo a la persona capaz de darte la felicidad. Lo mismo cabe decir del conocimiento de la pareja a través de las nuevas tecnologías, especialmente, el “chateo” por internet. Como he dicho en el capitulo tercero, las computadoras ofrecen nuevos e increíbles caminos para las relaciones amorosas. Sin salir de tu propia casa, puedes contactar con toda clase de personas y, aunque no contamos con estadísticas, es posible que a través de la pantalla surja algunas veces el amor. No repetiré aquí los peligros a que está expuesta la experiencia del amor codificado en clave de “amor virtual”, pues si bien es cierto que a través de estos nuevos medios cibernéticos es posible conocer amigos, a estos amigos no se les ve la cara, sobre todo los ojos, a través de los cuales los humanos nos comunicamos el 70 por ciento de lo que hay en nuestro interior y nos mostramos realmente lo que somos. Tampoco aparece la elocuencia de los silencios, tan importantes para comunicar la calma y el equilibrio en una sociedad estresada y envuelta en profundos desajustes. Y no olvidemos la ausencia de otro elemento esencial en el amor, la imprescindible confianza y la ausencia del temor al compromiso que conlleva el amor pleno. Vale la pena sopesar muy bien el hecho de que cuando se apaga el ordenador, ninguno de los contertulios virtuales se compromete con nada ni con nadie, son en realidad personajes “filtrados” que pueden ser personas generosas pero también la encarnación del egoísmo y la maldad, es posible incluso que lo que ofrece la pequeña pantalla no tenga nada que ver en muchos casos con las verdaderas aficiones, valores y los sentimientos íntimos y personales del que nos entusiasma por su gracia verbal o su ingenio momentáneo e incomprometido. ¡El amor es un asunto demasiado serio y complicado para esperar que se puede alcanzar mediante el fácil recurso a los impulsos cibernéticos!
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Las parejas de hecho y la supresión de los vínculos jurídicos de la pareja En los últimos años ha aparecido con especial fuerza una modalidad de pareja que se opone a la formalización legal de la convivencia afectiva y de sus efectos jurídicos, son las denominadas “parejas de hecho” que se definen como la unión estable de un hombre y una mujer, o de dos personas del mismo sexo, con la intención de desarrollar un proyecto de vida en común, semejante al del matrimonio. No se trata, y esto es importante destacarlo, de un intento de degradar o superar la situación tradicional en la que la legitimidad y aceptación social de la pareja venían obligatoriamente sancionadas legalmente, sino de una actitud cuyos protagonistas legitiman su convivencia basándose en la “libertad ideológica” individualmente considerada y en la posibilidad y el derecho de mantener una convivencia enriquecedora en la esfera personal al margen de las leyes del derecho positivo reguladoras del compromiso matrimonial (Talavera, 2001). Los motivos que se aducen para justificar la pareja de hecho son varios: uno frecuente es la diferencia de edad entre sus miembros, factor que origina dudas razonables sobre el mutuo entendimiento de la pareja en el futuro, otro es el rechazo expreso al compromiso que vincula a la pareja de por vida o “para siempre”, lo que se traduce en considerar la unión con cierto carácter de provisionalidad –mientras las circunstancias se mantengan y lo aconsejen–, otro motivo es la imposibilidad de contraer legalmente un nuevo matrimonio por estar implicados los dos miembros de la pareja o alguno de ellos en el proceso de anulación o separación de un anterior matrimonio, a veces y, por último, son razones de tipo económico, no perder los derechos de jubilación que legalmente desaparecen cuando se legaliza la convivencia de la pareja entre personas mayores. Las parejas de hecho, cuyo número en España oscila entre 600.000 y 220.000 según las diferentes estadísticas, son actualmente objeto de los más encendidos debates por parte de los ciudadanos, los grupos sociales y juristas, dando lugar a posicionamientos claramente encontrados en todos los niveles. Lo demuestran estos datos:
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a) Los representantes de la iglesia católica han criticado con dureza estas parejas por su dudosa moralidad y por considerarlas contrarias al verdadero progreso y bienestar de la sociedad (Arzobispo de Valencia, obispo de Castellón y otros obispos y arzobispos). El Papa se pronunció sobre el tema en la audiencia de 4 de junio de 1999 dando su rotundo “no” a las parejas de hecho porque “erosionan el sentido mismo de la institución familiar y fomentan una alarmante capacidad destructiva de la familia, célula básica de la sociedad”. b) La plataforma para la promoción de la familia (Profam), que representa a más de 300.000 familias madrileñas, ha recogido ya 45.000 firmas y espera llegar pronto a las 100.000 en contra de la Ley de Familias –parejas de hecho– de la Comunidad de Madrid. c) Los partidos políticos han tomado también postura ante el tema defendiendo tesis difícilmente compatibles y así, mientras los de izquierda se manifiestan decididamente defensores de estas parejas y piden su reconocimiento pleno con los mismos derechos y ventajas del matrimonio civil, los de derechas se niegan a reconocerles un estatuto equivalente en todo al matrimonio. d) Por su parte, varias Comunidades Autónomas (Cataluña, Aragón, Comunidad Canaria, Andalucía, Castilla-La Mancha, entre otras) disponen ya de sus propias leyes sobre las parejas de hecho y, con pequeñas diferencias, todas estas leyes proponen como fundamento jurídico de las mismas varios artículos de la Constitución Española, especialmente los que se refieren a la libertad individual (Art. 1.1), igualdad ante la ley (Art. 14) y libre desarrollo de la persona (Art. 10.1). e) El tema ha llegado también hasta el Parlamento Europeo que, tras una reñida votación, aprobó en el año 2001 el informe de los Quince que reconoce a estas parejas los mismos derechos que a los matrimonios.
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Al margen de las leyes y debates sobre el tema, hay algunos datos que ponen de manifiesto la vigencia de la familia tradicional en amplias capas sociales. Por ejemplo: • según una reciente declaración del Consejo de Europa, “el matrimonio sigue siendo un valor fundamental de la sociedad”. • en Suiza el 94 por ciento de los niños nace en el seno de un matrimonio, en Alemania, el 85 por ciento y en España (2003), de los 12 millones de uniones estables contabilizadas, 11.850 000 son matrimoniales y sólo el 2 por ciento de los mayores de 18 años viven en unión de hecho. Las parejas de hecho vistas desde la sociología Por lo que respecta a la perspectiva sociológica del tema, compruebo que ha hecho acto de presencia una determinada corriente que parece recrearse en cierta exaltación de las uniones de hecho aduciendo que son más profundas y estrechas porque “al gozar de total libertad, tienen que reiterar constantemente su voluntariedad de vivir en común, lo que las hace mejores, más libres o espontáneas o satisfactorias que las que pueden hacer esos mismos individuos una vez contraigan matrimonio” –el subrayado es mío– (Alberdi, 2000, p. 115). Con el debido respeto a esta opinión y similares, pongo en duda la fuerza de esta argumentación, pues entiendo que una decisión libre no es de suyo “mejor” y “más satisfactoria” por el mero hecho de estar sometida a permanentemente revisión, y mucho menos me convence la razón de que la unión de hecho es de suyo “más libre” que la libertad implicada en el compromiso total y de por vida que vincula a la pareja dentro del matrimonio tradicional. Con la misma actitud respetuosa, quiero decir que me parece caricaturesco considerar la libertad de la persona a manera de suma de actos puntuales, de escasa duración o permanencia, momento a momento; más bien pienso lo contrario, que la manifestación más clara y plena de la libertad humana se corresponde con una actitud dispuesta a la superación de lo
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provisional y acepta como natural la incondicionalidad de la decisión plasmada en la entrega total vivida por encima de cualquier límite temporal preestablecido y relativo a toda la vida de la pareja, incluido su futuro. Por extrapolación, veo una sustancial identidad entre el amor de pareja estable y los sólidos vínculos que unen a la madre con el hijo o al amigo con el amigo de verdad; nadie pone en duda que el valor innegable y el significado profundo, positivo y satisfactorio de estos amores radica muy especialmente en no estar sometido a constante revisión y ofrecer un horizonte de seguridad y permanencia. ¿Qué dice la psicología sobre las parejas de hecho? A la hora de explicar en clave psicológica el fenómeno creciente de las parejas de hecho, vienen a cuento dos preguntas ineludibles: de dónde nace (percepciones, motivaciones, actitudes, sentimientos) el deseo de vivir como pareja formalmente no-casada y, la segunda, en qué se traduce la experiencia interior de vivir de eso modo? Si nos atenemos a lo que expresan las propias parejas de hecho, el motivo fundamental de optar por este tipo de emparejamiento es de naturaleza “ideológica”, básicamente la radical oposición a que las instituciones públicas intervengan en la esfera de los sentimientos personales que, por su propia naturaleza, pertenecen al ámbito de la conciencia individual. Por tal motivo, consideran una intromisión abusiva del Estado regular sobre la fuerza y funcionalidad que deben ejercer en el reconocimiento de la vida en pareja aspectos vivenciales íntimos de la misma y que, objetivamente sopesados, desbordan los límites en que razonablemente pueden y deben estar supeditados al control de la autoridad pública y de la ley. En el terreno práctico, se considera improcedente que el Estado ponga impedimentos legales para que una pareja no marital goce de todos los derechos de los casados por el hecho de establecer relaciones afectivas no coincidentes con los lazos de estabilidad y totalidad que se asignan al compromiso matrimonial, pues no es el Estado a quien corresponde decidir en nombre de la pareja cuándo su permanencia conviene o no a las personas implicadas ni a qué nivel de profundidad afectiva han de comprometerse.
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La lógica de estos argumentos termina postulando el reconocimiento de dos marcos diferentes en las relaciones de pareja, el marco legal y el afectivo, desde el primero no se pueden ni deben valorarse todos los supuestos vivenciales y fluctuaciones del segundo. A la postre, lo que en definitiva se pide es que la legalidad sea más flexible y respete el ámbito de la libertad individual cuando, desde ella, se decide establecer relaciones afectivas de pareja al margen de la ley que, no se olvide, tiene como principal cometido favorecer el bienestar de los ciudadanos y que lo compromete siempre que se entromete en el campo que denominamos “decisiones pertenecientes a la esfera de lo estrictamente personal”. Hasta el presente, todos los intentos de definir con precisión el contenido y significado último de los términos que entrecomillo y subrayo han resultado fallidos. Mi punto de vista es que las razones anteriores son insuficientes para “justificar” y explicar psicológicamente el conjunto de dimensiones afectivas y personales que conducen a optar por la pareja de hecho. Y, así, un mínimo análisis de la cuestión pone de manifiesto que, bajo la fachada de los mencionados motivos “ideológicos” aducidos por las parejas de hecho, se esconde una actitud que se nutre de motivaciones y vivencias cuyo significado en el encuentro y la convivencia en régimen de pareja de hecho dan a este tipo de unión unas dimensiones claramente específicas, pero también y sobre todo negativas. ¿De qué dimensiones se trata? 1º. Para empezar, cabe pensar que la pareja de hecho está basada en una desconfianza todo lo respetable que se quiera pero insana, puesto que se plantea en clave de un cierto recorte a las propias capacidades y recursos personales: “¿seré capaz de...?, “¿conseguiré que el otro me quiera en todo momento tal y como soy?”, “si fracaso ¿podré soportar los graves inconvenientes de la ruptura?, o “¿no es mejor dejar la puerta lo más abierta posible para que en caso de darse la ruptura sea la salida del compromiso lo menos traumáticamente posible?”. Es obvio, que estas dudas esconden una baja autoestima o, lo que es igual, la falta de confianza en sí mismo para afrontar las eventuales y probables dificultades por las que suelen pasar
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todas las parejas. Desde esta interpretación, parece lógico afirmar que las parejas de hecho basculan sobre la base de la desconfianza en los propios recursos tanto de uno mismo como de la pareja. A esto hay que añadir que comenzar la vida en común con tales actitudes no es sino encarar y alimentar la convivencia desde supuestos de debilidad, algo nada recomendable para potenciar el pleno desarrollo afectivo de la pareja. 2º. Empalmando con la explicación anterior, otra de las debilidades que veo personificada en las parejas de hecho es cierta incapacidad para asumir la propia existencia con el margen prudente de inseguridad que le es inherente. Es cierto que podemos considerar sano cierto temor ante las nuevas situaciones que podrán sobrevenir pero, si no se asume que la vida del ser humano tiene una buena dosis de aventura y de riesgo, los excesos de prudencia a lo único que conducen es a hacer imposible que la capacidad de amar y recibir amor quede limitada a horizontes que nada tienen que ver con la plena expansión y disfrute del amor entre los miembros de la pareja. Sin ánimo de ofender a los lectores, pienso que encerrar el amor de pareja dentro de los límites de lo seguro y controlable es trasladarlo al mundo animalesco de lo instintivo, sólo los instintos animales –a veces, se añade, y el mundo de los muertos– son mundos seguros, por eso las personas maduras actúan convencidas de que libertad y seguridad total son términos incompatibles; sólo quienes son capaces de renunciar a esa total seguridad se sitúan en el camino que puede conducir al pleno goce del amor en las parejas. A partir de aquí, se llega a una conclusión altamente significativa y que, aunque suena fuerte, creo que constituye un buen criterio para valorar las parejas de hecho: sólo la excesiva o falsa prudencia lleva a sustituir el compromiso total del matrimonio por el vínculo conscientemente condicionado y limitado en las parejas de hecho. Hay un dato sociológico que confirmaría esta tesis: las “parejas a prueba”, las que se someten a un “tiempo de rodaje” y las “parejas de hecho” se separan más que las unidas por los vínculos de matrimonio, siendo para todas ellas la separación un acontecimiento igualmente negativo en sus vidas.
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3º. Las parejas de hecho, sobre todo después de que legalmente existen leyes reguladoras del matrimonio civil y de divorcio, tienen más motivos que nunca para actuar pensando que siempre les quedará la posibilidad de la separación si, llegado el momento, se hace imposible la convivencia en pareja. ¿Qué es, entonces, lo que motiva el no incluir en sus previsiones esta “fácil” posibilidad? No encuentro mejor explicación para responder a este interrogante que trasladarlo a aquella esfera de la personalidad en donde se conjugan de manera cuasi inextricable tres términos decisivos en la conducta humana, libertad, prudencia y miedo ante lo desconocido. Con todos los reparos imaginables, permítame el lector caer en la tentación (!) de decir que es el uso de la propia libertad, indebidamente limitada por un exceso de prudencia y de miedo, lo que conduce a la elección de la pareja de hecho. Si se admite la conclusión anterior, es fácil determinar la condición o requisito necesario para pasar del compromiso de pareja de hecho a aquel otro llamado a realizar el amor hasta los confines de su total desarrollo y plenitud, me refiero a la fe en la vida, que consiste en actuar dominados por la convicción de que, más lejos de lo que nuestros ojos ven en nuestro horizonte más inmediato, hay un más allá cargado de posibilidades por las que vale la pena luchar dejando de lado cualquier atisbo de desidia, desaliento o escepticismo en nuestras propias fuerzas. La fe en la vida consiste en darnos cuenta de que la vida nos supera y que no podemos atraparla ni definirla mediante el recurso a fórmulas omnicomprensivas, algo parecido a lo que pudiéramos denominar la “ecuación de la vida” y que posibilitaría el que encajaran dentro de un marco plenamente coherente y totalmente iluminado el conjunto de dimensiones en que se despliega nuestra existencia, pensamientos, sentimientos, dudas, inseguridades, temores, etc. (Lowen, 1993). Muchas conductas de la gente carecerían de la más elemental lógica si no se interpretan como expresión de la fe en la vida que, de forma encubierta, nos permite gozar anticipadamente de un futuro que, aunque incierto, esperamos feliz, una especie de vuelta al paraíso en el que podremos ver cumplidos los sueños aún
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no logrados hasta el presente; ninguna gran empresa de nuestra vida es alcanzable si nuestra esperanza no nos sitúa por encima y más allá de todas nuestras limitaciones y miserias, convencidos de que tenemos los suficientes recursos para superarlas. ¡Hay motivos suficientes para pensar que el gozo del amor pleno dentro del matrimonio es una de las empresas en que pueden implicarse todas las personas! (Bernad, 2000, p. 160-163). Decálogo para solteros Un modo de resumir este capítulo es proponer a mis lectores solteros el equivalente a un decálogo específico para ellos. Es sabido, que los decálogos aglutinan reglas o normas fundamentales tendentes a regular alguna parcela de la conducta humana. En este caso, mi propuesta más que de normas trata de ofrecer un listado de principios o criterios que, desde la psicología, cabe proponer al soltero que aspira a recorrer con eficacia los caminos del amor y vivir felizmente con su pareja: 1º. El matrimonio es una opción libre, nada ni nadie puede imponernos la obligación de casarnos; en este sentido, el matrimonio no es una cuestión que pertenece al ámbito de la ética sino de los valores, “me merece la pena casarme porque el matrimonio representa para mí una situación que me ayuda a enriquecer mi persona desarrollando mi capacidad de dar y recibir amor”. 2º. El disfrute del amor pleno no es patrimonio de los casados pues, al igual que éstos, los solteros pueden disfrutar de relaciones afectivas suficientemente satisfactorias. 3º. El matrimonio no cambia la dignidad y el valor de la persona, una y otro radican en la condición del ser humano en cuanto sujeto libre, único e irrepetible. 4º. La “media naranja” es un mito, todos estamos rodeados de varias personas del otro sexo que pueden ofrecernos el regalo de su amor y recibir el nuestro.
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5º. El matrimonio no es el remedio a la soledad ni a nuestras inseguridades, tal remedio es innecesario en nuestra vida cuando somos conscientes de que estamos rodeados de personas que se fijan en nosotros y dedican alguna parte de su vida a escucharnos y a cuidar de nosotros. 6º. La timidez es mala consejera para encontrar la pareja que puede hacernos felices, por ello dejarnos llevar de la timidez nos priva del inmenso don de la vida que nos permite gozar dando y recibiendo amor. 7º. El amor pleno de pareja exige intimar con ella, cualquier paso respetuoso encaminado a descubrir lo que se encierra en el alma de la persona con la que pretendemos compartir toda nuestra vida es una actividad cuya dignidad está fuera de cualquier duda. 8º. Casarse para recibir amor de la persona a la que queremos amar, sin la paralela actitud de ofrecerle lo más propio de nosotros mismos, es una conducta egoísta que arruina el amor y, tarde o temprano, nos conducirá a sentir vergüenza de nosotros mismos. 9º. El matrimonio no implica la destrucción del amado ni su conversión en lo que somos o sentimos, supone la construcción de una tercera realidad, el “nosotros”, respetuosa con las diferencias individuales de cada miembro de la pareja. 10º. El amor perfecto e ideal no existe, como tampoco el matrimonio perfecto, por ello la aspiración de los casados debe consistir en disfrutar de la persona amada tolerando magnánimamente sus limitaciones y defectos y ayudándole a desarrollar sus cualidades.
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Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
ANOTACIONES Y COMENTARIOS al libro de Carmen Alborch (1999): Solas. Gozos y sombras de una manera de vivir. Madrid: Temas de Hoy. 7ª ed.
Observación inicial En estas páginas ofrezco reflexiones y formulo preguntas orientadas básicamente a aclararme yo mismo sobre algunos de los interrogantes que me han surgido durante la atenta lectura y relectura de Solas. Mi intención no es otra que ofrecer un punto de vista psicológico –confieso que no exento de dudas en bastantes casos– sobre la interpretación de la vivencia de la soltería en esta obra de Carmen Alborch que, como es sabido, ha gozado de extraordinaria audiencia entre los lectores. A mi entender, las ideas de esta mujer, que se define como sola, no son cuestión baladí y suponen una notable penetración en la problemática de la vida del soltero en el final del siglo veinte y en la sociedad a la que hemos dado en llamar “sociedad desarrollada”. Quiero dejar constancia, por un lado, mi total respeto hacia la persona e ideas expresadas con encomiable sinceridad en esta obra de la exministra socialista y, por otro, posicionarme ante ellas con la máxima honestidad que me es posible; me he prestado a estas reflexiones movido, sobre todo, del ánimo de comprender mejor lo mucho que como varón seguramente me queda por aprender sobre la problemática que afecta a una amplia parte de la socie-
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dad, las mujeres solteras. Como podrá comprobar el lector que haya leído el libro de Alborch, me centro especialmente en la parte del libro dedicada por la autora a exponer sus ideas más personales en torno a las mujeres solas o solteras. 1. La confianza en nosotros mismos Dice la autora (p. 101): “El trabajo personal ayuda a solventar los problemas económicos y a desarrollar cualidades como el sentido de la responsabilidad, la seriedad, la generosidad o la empatía para el trato [con los otros] pero no nos hace aumentar la confianza en nosotros mismos ya que tenemos la profunda convicción de que vivimos para los otros”.
Comentario Si entiendo la precedente afirmación, lo que la autora parece decirnos es que el darse a los demás con el intento de serles útiles no aporta nada a la construcción de una imagen positiva y valiosa de sí mismo ni al desarrollo de la autoestima, en otras palabras, que nada añade de positivo al reconocimiento del valor personal de nosotros mismos el hecho de orientar una parte de nuestra actividad a la específica finalidad de contribuir al desarrollo de los demás. Con relación a estas afirmaciones, quiero decir: 1º. Una opinión muy extendida entre los estudiosos de la personalidad sostiene que, por ley general, cualquier acción voluntaria, realizada con la sana intención de contribuir al desarrollo de los que nos rodean, todo intento consciente de hacerles felices, los gestos de amor hacia los otros, moverse dentro del marco del “nosotros”... supone una ampliación positiva de lo personal que nos enriquece y agranda nuestra condición de seres individuales. Cuando tales conductas son libremente realizadas implican la actualización de una capacidad personal positiva, la de compartir las propias riquezas con aquéllos a los que amamos y servimos; en definitiva, que el significado último del amor libremente ejercitado hacia los demás no es sino la expansión y desarrollo de una dimensión valiosa y positiva de la persona
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(Fromm, 2000). Por ello resulta chocante que la autora de Solas no vea en el despliegue de estas posibilidades personales un valor positivo que redunda, por su propia naturaleza, en el logro de mayores cotas de autoestima y, en tal sentido, estoy convencido de que la demostración del amor gratuito y libre hacia los demás, lejos de impedir el desarrollo de la autoestima, contribuye a la elevación del concepto positivo que la persona hace de sí misma en cuanto instrumento útil y valioso puesto al servicio de los demás. A título de ejemplos paradigmáticos, pocos dudan hoy de que la entrega de Teresa de Calcuta a los pobres y desvalidos tuvo un alto valor humano a los ojos de la propia protagonista y de su entorno, y lo mismo cabe decir de la dedicación de las madres al cuidado de sus hijos, del profesor a sus alumnos, del gobernante a sus gobernados, etc. Todos estos gestos generosos tienden a traducirse en mayores niveles de autoestima, toda vez que lo que tales acciones significan y lo que se está realizando a través de ellas es hacer patente la dimensión de nobleza y generosidad que se esconde en el interior de cada persona en forma de capacidad potencial de crear escenarios más positivos y completos del entorno en el que se despliega la propia existencia. Desde tal perspectiva, parece lógico afirmar que las personas que eligen libremente casarse y consagrarse al amor de la esposa/o y a los posibles hijos nacidos de su amor no es sino un caso más de donación a los demás, lo que lleva implícito el reconocimiento y despliegue del ser positivo que se lleva dentro. Es por ello natural que estas vivencias se traduzcan en el desarrollo de la autoestima personal. 2º. No veo por qué Carmen Alborch reconoce que el amor es algo positivo en lo que tiene de valioso y noble en relación con uno mismo y le niega tal dimensión cuando el amor es ejercitado hacia los demás. En síntesis pues y desde lo dicho, creo que puede afirmarse sin peligro de equivocarse que cualquier manifestación de amor libre y generoso hacia los demás tiende a aumentar la autoestima –lo contrario de lo que parece decirnos la autora–.
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2. La misión de la mujer como esposa y madre “Nos enseñaron –dice la autora en la p. 103– que el matrimonio es y debería ser el sueño de toda mujer; la familia tradicional, su estado ideal y satisfactorio; y, tener hijos, no sólo un destino marcado por nuestra biología, sino un deber cuyo cumplimiento se verá convenientemente recompensado. Una mujer, pues, no se realiza si no es madre. Una mujer sin pareja es irremediablemente infeliz y socialmente no cumple con su misión”. Y más adelante añade: “En consecuencia, a las mujeres les es inherente la abnegación, el sacrificio e, incluso, el olvido de sí mismas, en tanto que cuidadoras y proveedoras de los afectos y responsables del buen funcionamiento de la familia [...], pero la felicidad no puede ser impuesta y no tiene por qué conducirnos a ella un camino único”.
Comentario 1º Me pregunto si Alborch mantendría la misma postura si fuera hombre y comprobara que la misma sociedad que asigna la función de madre a la mujer le impusiera como hombre-varón, por ejemplo, la obligación del trabajo como un imperativo natural y derivado de su condición de miembro de la sociedad a la que pertenece y para provecho de ésta. Entiendo que la sociedad no puede hacer imposiciones cualesquiera a sus miembros pero nada tiene de extraño que otorgue una especial valoración positiva al cumplimiento de las funciones que espera recibir de ellos para la buena marcha de la sociedad de la que forman parte; todavía mejor se entiende tal juicio positivo cuando se trata de funciones que pertenecen en exclusiva a algunos de sus miembros, como es la maternidad en calidad de prerrogativa natural y exclusiva, hoy por hoy, de la mujer. 2º. Tampoco encuentro nada de extraño el que se vea positiva y fuente de satisfacción para los miembros de la sociedad, en este caso de la mujer, la relación que el sentir común establece entre el servicio a la sociedad como madre y la satisfacción que ésta puede experimentar por el servicio prestado a la sociedad mediante y a través de la maternidad. La consideración de la dimensión social de la persona es, creo, suficiente respaldo psicológico y sociológico para establecer tal
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paralelismo. En estos tiempos en que el descenso de la natalidad se ha convertido en algunos estados en grave problema social, parece poco menos que insultante rechazar la posibilidad de que muchas mujeres disfruten en vez de “sufrir” la maternidad en cuanto servicio generoso a la sociedad. 3º. Admito que la realización de la mujer como persona no tiene por qué pasar necesariamente por ejercer su potencial capacidad de ser madre y, por lo mismo, que su felicidad personal se haga depender exclusivamente del ejercicio de tal potencialidad, como apunta el estereotipo de la mujer esposa y madre, pero al mismo tiempo y habida cuenta de que, en el plan de la naturaleza, la maternidad está reservada a la mujer, no entiendo por qué el ejercicio de tal papel deba traducirse, de suyo, en fuente de un cierto empobrecimiento personal, menos aún que constituya un obstáculo al desarrollo personal de las mujeres. En este sentido, me parecería más apropiado ver la maternidad como un gozoso servicio y una fuente normal de expansión y autorrealización positiva para la mujer. 3. La soledad en las mujeres independientes y solteras y su salud mental Dice la autora en la p. 111: “... los manuales de psicología aluden a la soledad de las mujeres independientes como un importante problema de salud mental: las mujeres son infelices porque son libres. Esto es algo terrible, injusto y falso”.
Comentario 1º. Los manuales que, como profesional de la psicología conozco, no suelen presentar con carácter general tal argumento, al menos no lo he visto reflejado en los ensayos que he leído sobre la mujer independiente y soltera. Lo que sí dicen tales estudios es que de hecho muchas mujeres independientes confiesan que para ellas una fuente de infelicidad es la soledad, una experiencia desagradable que, según confiesan, se deriva en buena medida de su condición de solteras.
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Entiendo que ante estas confesiones más que evidentes, lo lógico es admitirlas con honestidad y sin tapujos, lo que no debe llevar, por otra parte, a la equivocada conclusión de que muchas mujeres solas e independientes faltan a la verdad cuando dicen sentirse felices y gozar de una envidiable salud mental. 2º. Aceptado que no se puede decir sin más que la soledad sufrida por muchas mujeres independientes y solteras sea una consecuencia necesaria de su independencia –en esto estoy con Alborch–, nada obsta para reconocer que la situación de mujer independiente conlleva en bastantes mujeres una especial dificultad para librarse del mal de la soledad; en términos equivalentes, parece claro que vivir independientes y sentir cierto “sufrimiento” a causa de la soledad es una experiencia frecuente que muchas mujeres confiesan abiertamente. 3º. Admito también que la soledad no es patrimonio exclusivo de las mujeres independientes y solteras, como repetidamente y con razón expresa la autora de Solas, pues es sabido que muchas mujeres casadas confiesan sentirse muy solas. Pero ello no es óbice para admitir el hecho real de que en nuestra situación cultural actual, muchas mujeres independientes y solteras consideren especialmente difícil librarse de un cierto nivel de sufrimiento a causa de la soledad que conlleva su vida independiente. En este sentido, entiendo que, más fructífero que “acusar” a los estereotipos sociales de exagerar el mal de la soledad que acompaña la independencia y soltería en la mujer, sería más conveniente promover el desarrollo personal de las mujeres –y también de los hombres solos– para que asuman con madurez los inconvenientes de la soledad que les toca vivir, lo que se traducirá en una mejor salud mental. Cabe pensar que, en la medida en que se dé tal aceptación libre, las mujeres –y los hombres– independientes dejarán de sufrir y ya no considerarán “terrible” el lote de soledad que conlleva su situación de independencia. Me desmarco, por ello, del carácter de “terrible” que el estereotipo asigna a la soledad de los independientes y solteros y estoy con Alborch cuando entiende que
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las mujeres independientes y solteras pueden disfrutar de buena salud mental, pero ello con una condición, que sepan asumir su independencia y soltería como una elección plenamente libre y responsable, lo que implica que están dispuestas también a someterse a las correspondientes limitaciones que conlleva su condición de solteras y, entre ellas, una cierta carga de soledad. 4. No hay que sentirse culpables por buscar la propia felicidad En la p. 112 de Solas se dice: “Si por fin hemos descubierto que la felicidad [por nuestra situación de solas] es preferible al sacrificio o la abnegación, no debemos sentirnos culpables”. Y en la página siguiente añade: “Lo esencial es vivir la propia vida, no la del otro. Y desde luego, cuando se vive sola se aprende a vivir así [felizmente solas]”.
Comentario 1º. En términos generales, no hay inconveniente alguno en admitir que el no vivir exclusivamente para la abnegación y el sacrificio de sí mismo sean motivos suficientes y por sí solos para sentirse culpable. Al fin y al cabo, el amor bien entendido comienza por uno mismo puesto que el amor es querer al prójimo y el prójimo primero y más cercano, somos nosotros mismos. En teoría, pues, nada que objetar. Pero los hechos están ahí y nos dicen que en nuestra sociedad hay mujeres que relacionan su independencia con algún sentimiento de culpa. 2º. A la hora de establecer la relación entre estos dos hechos, independencia y culpa, una explicación plausible puede obedecer a la identificación que muchas personas hacen de la independencia con una actitud egoísta. La lógica nos lleva a pensar que es esta actitud y no otra la principal fuente de la que se derivaría la vivencia poco gratificante del sentimiento de culpa en algunas mujeres –y hombres–. 3º. Si se admite que tal es la causa del sentimiento de culpa, la cuestión parece que debiera orientarse a dilucidar en qué medida la independencia y la soltería constituyen realmente una forma de
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egoísmo vicioso y criticable, capaz de producir la vivencia de culpa en las personas que, por encima de todo, eligen su independencia. Por descontado que el hecho de que el estereotipo social de egoístas así lo considere no es motivo suficiente para que las personas independientes tengan que asumir tal interpretación, pero tampoco se justifica adoptar ante este juicio social una actitud victimalista; más bien lo que parece adecuado y eficaz es que los solteros muestren con sus hechos a los ojos de quienes les rodean que no está justificado el estigma social de egoístas que se les atribuye. Así llegaríamos a la conclusión de que en la medida en que las personas solas hacen la opción de vivir independientemente y, a la vez, dan muestras de una actitud generosa practicando cierta dedicación a los demás en sus entornos sociales, cabe esperar que acabará por carecer de fundamento la acusación de egoísmo que se les atribuye y, paralelamente, se verán totalmente libres del sentimiento de culpa que la sociedad pone en ellas y algunas dicen padecer. Por último, me inclino a pensar que esta meta, la experiencia de una vida gozosa por parte de los independientes y solteros, difícilmente se convertirá en realidad mientras éstos se rijan por el lema de que para ser feliz “lo esencial es vivir [sólo] la propia vida, no la del otro”. 5. El difícil equilibrio de las mujeres que optan por vivir solas “Muchas mujeres –[solas], se dice en la página 113 de la obra que estoy comentando, manifiestan no saber qué hacer para conciliar el deseo de autonomía, sus intereses profesionales, sus exigencias en la relación con la pareja y su nostalgia de una vida feliz idealizada”.
Comentario 1º. En muchas esferas de la vida aparece como problema acuciante compaginar dentro de un marco de vida equilibrado y armónico los diferentes roles ejercidos por las personas, por ejemplo, depender de los demás y ser uno mismo, ser amigo de los hijos y recriminarles por sus incorrectos comportamientos, tratar a los alumnos como amigo y suspenderles cuando su rendimiento acadé-
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mico no es satisfactorio, disfrutar de la vida y asumir los achaques de la vejez, compaginar el papel de marido y padre con el ejercicio de las obligaciones profesionales, etc. Hay que reconocer que, en general, articular adecuadamente los distintos requerimientos en los que se despliega la conducta global de las personas es un problema universal que obliga frecuentemente a difíciles equilibrios y momentos de indecisión y de zozobra, y esto es igualmente válido tanto para las mujeres como para los hombres, al margen de su estado de casados o solteros. Confieso que no acabo de entender por qué Alborch considera especialmente difícil y, sobre todo, con carácter de exclusividad y hasta con tintes dramáticos alcanzar tal equilibrio en el caso de las mujeres solas, a menos que se parta de un supuesto, que no comparto, que se les considere especialmente incapaces para armonizar las dificultades y problemas que conlleva vivir un cierto grado de independencia con el resto de sus compromisos en el marco de su desarrollo personal, en especial, compaginar lo profesional con sus necesidades afectivas. 2º. Manteniendo lo anterior, suena a queja de tintes victimistas no sólo las dificultades mencionadas puestas en boca de las mujeres solas por la autora, sino otras muchas que aparecen aquí y allá a lo largo de Solas. Valgan de ejemplo las cinco preguntas –más bien lamentos– que en forma de punzantes interrogantes aparecen en la misma página que comentamos y que Alborch expresa en nombre de las mujeres solas: ¿Quién o qué es el responsable de que haya tantas mujeres solas? ¿La demografía, demasiadas mujeres?, ¿las exigencias marcadas por la revolución sexual y el feminismo?, ¿los hombres demasiado tradicionales?, ¿la búsqueda de las mujeres de una mayor calidad en los sentimientos, de una mayor autonomía? Desde cualquier punto que se mire, salvo que se echen todas las culpas de tantos males a los hombres “tradicionales” –opinión que la autora no parece defender, aunque tampoco la descarta– la respuesta es bastante simple: la opción por determinados objetivos en la vida conlleva la renuncia de otros, y esto no vale sólo para las mujeres solas, es ley universal y un gaje de la vida (!).
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3º. La autora termina el párrafo que contiene las anteriores preguntas con la solemne afirmación ya citada: “Lo esencial es vivir la propia vida, no la del otro”. Yo me pregunto, ¿por qué no también la del otro? o ¿por qué no es al menos tan bueno y valioso vivir la vida del otro que vivir sólo la propia vida? Me inclino a pensar que Alborch hace suya una exigencia vital excesiva por parte de las mujeres solas, la pretensión de gozar de su autonomía sin asumir sus correspondientes servidumbres o limitaciones; a esto se llama pecar de idealismo y da pie para formularse otra pregunta ¿por qué no es tan responsable y culpable de los males que sufren las mujeres solas su excesivo idealismo que el “tradicionalismo excesivo” del que se dice que hacen gala muchos hombres? Es una pregunta digna de analizarse en profundidad so pena de exponerse a confundir el tópico con la realidad. 6. ¿Son más felices las solteras que las casadas? En la p. 115 cita la autora un estudio realizado en Estados Unidos entre 1985-1986 del que se extrae el siguiente dato: “el 60 por ciento de las solteras opinaban que eran más felices que sus amigas casadas y las mujeres entre veinte y treinta años mostraban una preferencia cada vez mayor por la soltería”.
Comentario 1º. Lo primero que hay que decir es que se trata de un estudio puntual, realizado en un contexto concreto y, además, bastante distante en el tiempo lo que exige, aun aceptando su fiabilidad, interpretarlo con cautela y sobre todo ser prudentes en cuanto a la legitimidad y validez de su extrapolación a los momentos actuales y a los variados contextos en que se desenvuelve hoy en día la vida de la mujer soltera. 2º. A lo anterior hay que añadir un dato de especial relevancia: los expertos en psicología de los sentimientos (Castilla del Pino, 2000), consideran que actualmente no disponemos de criterios válidos y fiables, ni de instrumentos consistentes para medir la intensidad de las
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vivencias emocionales y, por lo mismo, los diferentes niveles de felicidad en las solteras y casadas, pues las medidas de tales vivencias emocionales son en la actualidad tan imprecisas y groseras que suena a frivolidad decir cuánto más felices son unas personas respecto de otras, en nuestro caso, las solteras respecto de las casadas, máxime cuando los estudios disponibles sobre este tema no son concordantes y en muchos casos contradictorios (Gail y Moon, 1997). 3º. En cualquier caso y desde los datos del estudio citado por Alborch, no queda claro por qué, si la soltería conduce tan claramente a la felicidad, todavía hay tantas mujeres que aspiran a casarse y esperan ser felices en el matrimonio. En este contexto, recuerdo la confesión de una amiga que, tras haberse casado a los 35 años, me decía: “yo siempre fui defensora de la soltería mientras estuve soltera, ahora que estoy casada soy partidaria de las ventajas del matrimonio”. Cuando uno se pregunta por qué tantas mujeres se casan, varias son las hipótesis posibles explicativas: ¿Será porque a) las casadas son inconscientes y no saben en qué berenjenales se meten?; b) ¿será más bien porque son más maduras e inteligentes y saben que la felicidad no es una experiencia vinculada de oficio a determinados estados ni patrimonio de situaciones únicas, como la soltería?; o c) ¿tal vez es debido a que muchas mujeres consideran que, a pesar de sus dificultades, el matrimonio, si se aprende a sacar partido de él, resulta “rentable” en términos de desarrollo personal y un medio de conseguir logros vitales positivos profundamente deseados y vinculados a la vida en pareja...? Cualquiera de estas preguntas están abiertas a varias respuestas perfectamente asumibles. A este propósito, me viene al pensamiento lo que suelo decir a los jóvenes con los que por mi trabajo profesional trato diariamente: “por si no lo sabes, te recuerdo que hay tres estados imperfectos, la soltería, el matrimonio y todos los intermedios”. 4º. Todo lo anterior me lleva a proponer el siguiente criterio práctico: la opción por el matrimonio o la soltería depende de un complicado y rico conjunto de actitudes y expectativas pertenecientes al
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ámbito de lo personal, profesional y afectivo, lo que significa que es prácticamente imposible decidir de una vez por todas y con carácter general cuál de los dos estados, la soltería o el matrimonio, es para cada mujer –y para cada hombre– la mejor vía de alcanzar el lote de relativa felicidad que puede disfrutar la persona a lo largo de su vida. En este sentido, me inclino a pensar que es a partir de la consideración de todas las posibilidades que nos ofrece la vida y al margen de falsas utopías, reduccionismos ingenuos o torpeza para definir las propias aspiraciones, de donde se puede deducir con cordura y adecuadamente la orientación personal hacia la soltería o el matrimonio. Esto es lo mismo que decir que para llegar al juicio definitivo sobre la preferencia de la soltería o el matrimonio es obligado empeñarse en el análisis detenido del propio talante personal y del contexto social en el que a cada hombre o mujer se le ofrecen las mejores posibilidades de desarrollo y felicidad. Es evidente, que estas posibilidades responden a un patrón tan decisivamente individual que asumir por la vía de simple mimetismo el juicio de las amigas sobre el matrimonio resulta un criterio insuficiente, frívolo e infantil para decantarse por la soltería. 7. Excesivo deseo de agradar: un especial peligro para las casadas Cuenta Alborch en su obra –p. 116– el caso de una amiga que le explicaba cómo cuando se enamoraba se situaba en otra realidad y de forma muy sutil empezaba a acomodarse y subordinarse al rol que desempeñaba en la pareja y así “en cuanto te descuidas estás en la cocina encantada, sin que nadie te lo haya impuesto, hasta que un día, te preguntas ¿qué hago yo aquí? Y suena la alarma, porque tus deseos de complacer se están convirtiendo en una obligación”.
Comentario 1º. Encuentro lógico que suene la alarma en el desempeño de las tareas domésticas en la medida en que se actúa en las relaciones de pareja y en el marco familiar al margen del amor. Efectivamente, si el deseo de complacer no se asienta en el amor, estar en la cocina, hacer
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la colada, ocuparse de las rutinarias tareas del hogar o realizar cualquier actividad casera de interés para la familia y, cabría añadir, muchas otras obligaciones en la vida... pueden resultar acciones no sólo poco gratificantes sino aburridas y esclavizantes para quienes las realizan; concédaseme que esto vale también para los cada día más numerosos hombres que comparten las tareas del hogar con sus mujeres. Pero éstas y otras muchas vivencias personales pueden adquirir, y adquieren de hecho, un sentido muy distinto cuando el tema se enmarca en otro terreno, en el de las motivaciones profundas de las personas y especialmente en el ámbito del amor. Desde la perspectiva del amor, las acciones más rutinarias se transforman en gestos de gran valor humano y convierten “pesadas obligaciones” en acciones altamente gratificantes en el plano íntimo de la persona. Así lo ven quienes opinan, –y creo que es lo correcto– que el valor de las acciones personales no depende tanto de su consideración de meros gestos materiales y externos sino de los móviles que las dirigen. Lo contrario equivaldría a cometer la grave injusticia de subestimar en bloque la dedicación de nuestras madres a la casa y las muchas actividades sencillas en que hoy emplean su vida muchas personas dentro del hogar dedicando mucho tiempo y esfuerzos a llevar a cabo las tareas necesarias para la buena marcha de la familia. 2º. Al hilo de estas consideraciones y centrando el tema en las actividades de la mujer dentro del hogar, pienso que en el planteamiento de Alborch se insinúan varios equívocos y principalmente uno, que el ideal de la dinámica familiar consistiría en que cada uno de los miembros de la pareja se implique en las tareas domésticas siguiendo criterios de un igualitarismo funcional a ultranza “participación en todo y en la misma proporción”, en lugar de regirse por las leyes peculiares de los ecosistemas según las cuales las partes contribuyen a la buena marcha del organismo considerado en su unitotalidad y realizando funciones diferentes y complementarias. Puesto por medio este último criterio, se entiende que lo que cuenta dentro del complejo familiar ya no es lo que cada uno realiza dentro de la casa en calidad o a manera de pieza aislada e impersonal sino que las
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acciones diarias y rutinarias se valoran desde el sentido profundo y positivo que les confiere la consideración de que son gestos de amor puestos al servicio del bienestar de las personas a las que se ama y que forman un mismo hogar. Sólo cuando se rechaza este principio, se encuentra lógica la amarga queja que la autora pone en boca de su amiga en relación con los trabajos culinarios y se justifica el que se considere motivo suficiente de alarma aceptar la “obligación” de contribuir a las cargas familiares. 3º. Hay más. Los expertos en el tema del amor no tienen la menor duda en diagnosticar que el mal experimentado por nuestra apenada cocinera es la enfermedad que denominamos “victimismo”, una enfermedad propia de las personas que, llevadas de una pretendida ilimitada capacidad de darse hasta el sacrificio, dejan que el sentimiento de amor se les desmadre (Manglano, 2001). Estas personas caen en la trampa sutil de “dar para lograr ser imprescindibles, dar para estar satisfechas de sí mismas, dar para sentirse entregadas...”. En tono irónico Lewis (1997) llama a este mal la enfermedad de “la señora Atareada”, mujer que da “porque necesita que le necesiten, porque teme que le dejen de necesitar y pretende ser imprescindible”. Estos objetivos ocultos y en buena medida inconscientes hacen que el dar ya no genere amor sino que lo destruya, y es así porque lo que se intenta con este modo de amar es enganchar al otro, forzarle a que acepte el amor y así obligarlo a que te tenga presente. No son otros los efectos de esa forma de amar que llamamos “amor de pura donación” o amor por exceso y cuyos síntomas son el deseo de “morir innecesariamente”, hasta llegar a sentirse “consumido” en la entrega. Se preguntará el lector por el remedio contra esta enfermedad. La receta no es otra que estar atento a ejercer el amor desde la íntima y consciente decisión de poner a quien lo recibe en una situación tal que no se le obligue a recibir lo que se le da y se le permita gozar de su persona, de sus cualidades y de su libertad. Cuando se da amor con y desde esta actitud, difícilmente se incurre en el error del victimismo que acusa la mencionada ama de casa, pues el ajuste entre lo que se quiere dar y se da hace difícil la aparición de cualquier actitud
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enfermiza. Podemos concluir diciendo que lo que le pasa a nuestra alarmada cocinera es que no ha aprendido a amar con el equilibrio suficiente para darse de acuerdo con una medida de amor que permite ejercerlo gozando de él y sin sufrirlo. 8. La donación a los demás como falta de respeto hacia sí mismo Comenta Alborch –p. 116-117– que en el contexto de la fascinación que acompaña todo proceso de enamoramiento, puede ocurrir que “tras la fascinación inicial percibes que no existe equilibrio entre lo que das y lo que recibes; te has comprometido muchísimo y lo peor es que ha sido de una forma unilateral, con lo que descubres que no merece la pena haber entregado tanto, sobre todo si llegas a perder el respeto y la estima hacia ti misma”.
Comentario 1º. Comparto con la autora el criterio de que para ejercer el amor en clave de sana normalidad tiene que darse una cierta reciprocidad y que, por lo mismo, amar totalmente y siempre a los demás sin contraprestación alguna suele resultar generalmente una actitud demasiado sublime para poderla mantener largo tiempo sin incurrir en el sufrimiento y los desequilibrios personales derivados de la autoinmolación. Pero, admitido esto, también conviene recordar en este contexto que aunque amar a los demás “a cuenta de nada” parece algo irracional, “amar sólo para recibir” es una forma de egoísmo que a la postre conduce a la subestima y desprecio de sí mismo, “soy un egoísta y un aprovechado”, “no soy capaz de amar de verdad y con un mínimo de generosidad”, etc. La conclusión es clara: también en el campo del amor los excesos son malos. 2º. En la cita de Carmen Alborch y una vez más, nos volvemos a encontrar con el tema del amor como tema fundamental dentro de las relaciones de pareja. Pues bien, todos los estudiosos del amor son concordes en afirmar que tales relaciones no pueden regirse por normas y criterios mercantiles “te doy para que me des”, “te doy en la misma medida en que recibo de ti”. Un mundo regido por principios
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que no dejan el mínimo resquicio para el ejercicio de la pura gratuidad, resulta no sólo impensable sino radicalmente inhumano; basta para caer en la cuenta de ello el recuento de todos los gestos gratuitos de amor que hemos recibido a lo largo de la vida. 3º. Supuesto lo anterior, surge una decisiva cuestión: ¿cuál es la medida del amor equilibrado, el que engrandece a las personas sin menoscabo de su propia identidad? La psicología del amor aporta algunos datos de interés para dar con la respuesta planteada. Yendo a su clarificación, podemos comenzar diciendo que el amor es tantas cosas que pocas empresas hay tan difíciles como explicarlo y definirlo. Es por ello que los más finos análisis psicológicos sobre el amor acaban reconociendo que este sentimiento es en buena medida un misterio y, por lo mismo, una vivencia indescriptible, imposible de traducir en palabras, dado que éstas son categorías mentales y el amor una experiencia de vida. No deja de ser, por otra parte, una paradoja que después de reconocer el decisivo papel del amor en nuestras vidas, comprobemos la facilidad con que nos equivocamos por exceso o por defecto a la hora de ejercerlo, y ello tanto cuando damos amor como cuando lo recibimos. 4º. A la vista de estas consideraciones, todo conduce a pensar que el lamento expresado en la cita con que se inicia este apartado no es otra cosa que la expresión del dolor de una mujer que considera excesiva la medida del amor que da en comparación con el que recibe. Tomando postura ante estas manifestaciones y tras remitir al lector a mi reciente obra (Bernad, 2000, p. 202ss.), en la que dedico largas páginas a hablar del amor en las principales dimensiones y vivencias que lo desarrollan, intentaré resumir en unas pocas afirmaciones mi respuesta al problema concreto planteado por la confidente de Carmen Alborch. a) Como he recordado anteriormente, el amor bien entendido comienza por uno mismo, dado que el amor sano consiste en la búsqueda de la felicidad del prójimo y el prójimo más cercano somos nosotros mismos. Apartarse de este principio es sencillamente anti-
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natural. Por eso me llama la atención el hecho de que la mujer citada por Alborch no haga referencia alguna al amor que se profesa a sí misma y sólo se queja del amor que no recibe de los demás. ¿No es esto señal de que está olvidando el papel que en el plano del amor significa amarse a sí misma y de que está cometiendo el error de fundamentar su autoestima exclusiva y básicamente en el amor que le viene de las demás personas? b) El amor entre personas es mucho más que un mero derivado del deseo natural, puro gesto instintivo, por cuanto implica poner en juego el uso de la propia libertad y el respeto debido tanto hacia la propia persona que ama como a la persona que recibe el amor. En este sentido, se dice con fundamento que el amor es un regalo, una donación libre, que siempre podemos dar y siempre recibir, lo que en términos equivalentes es lo mismo que decir que el ejercicio del verdadero amor no es posible sin el respeto a la propia libertad y, al mismo tiempo, sin cierta entrega generosa y gratuita de uno mismo a los demás. c) Por su propia naturaleza, el amor no es algo que podamos tener o no tener, como no se puede tener o no tener inteligencia o voluntad. Esto plantea el problema de saber qué hacemos con el amor y cómo lo podemos ejercitar. Y es llegados a este punto, cuando comprobamos que el amor puede ser tan profundamente creativo como destructivo. Es creativo en la medida en que, bien ejercitado, sirve para hacernos felices, y destructivo cuando lo convertimos en fuente de sufrimiento. d) Aunque pueda sonar a cruel y resultar incómodo, no hay modelos estandar para definir las formas de amar, por lo que cada persona debe encontrar su propia medida en el ámbito del amor; esto constituye uno de los problemas más acuciantes del ser humano –como muy bien queda reflejado y con no pequeña dosis de amargura en la cita que origina estos comentarios–. Por mi parte y la vista del estado de indefinición con que nos vemos obligados a situarnos ante el hecho del amor y sobre todo ante la dificultad para fijar los límites precisos con que hay que ejercerlo para que no acabe en “pérdida del respeto y de la autoestima”, considero útiles los siguientes criterios:
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– El exceso de amor hacia nosotros mismos, llevado hasta el extremo de excluir nuestro amor a los demás, nos convierte en seres mezquinos, a la postre en unos pobres narcisos egoístas. Así mismo, el excesivo amor a los demás, exigiéndoles que acepten nuestro amor, no es sino un disimulado intento de esclavizarles y de manipularles convirtiéndolos en posesión nuestra; en definitiva, constituye una forma sibilina de privarles de uno de sus derechos más sagrados, de su libertad, lo que difícilmente es compatible con el disfrute del amor a medio o largo plazo. – Por el lado opuesto, ejercer el amor en medida insuficiente equivale, tratándose de nosotros mismos, al desprecio de nuestra persona y la negación del valor que nos merecemos en cuanto seres individuales y valiosos por el solo hecho de ser personas –en esto consiste la falta de autoestima o bajo concepto de sí mismo–. Por otra parte, una medida insuficiente de amor a los demás nos lleva a tratarles con actitudes destructivas, intolerancia ante su peculiar forma de ser, rechazo de cualquier tipo de acercamiento a ellos mediante el diálogo y la empatía, olvido de sus necesidades únicas, desconsideración del amor que nos ofrecen, etc.; en definitiva, la falta de amor a los demás acaba por traducirse en la desproporcionada e injusta exigencia de que nos amen a cualquier precio, aunque ello suponga el sacrificio de sí mismos y su autodestrucción. – Por último, en la medida en que vamos adquiriendo claridad en las ideas sobre el amor y lo ejercemos al margen de los extremos que acabamos de señalar, hacemos posible que este nobilísimo sentimiento humano se convierta en experiencia equilibrada y feliz tanto para el que da amor como para el que lo recibe. Tal medida ideal de amor podría plasmarse en el lema: “ámate a ti mismo con todo el respeto y la intensidad que te sea posible e intenta reproducir tal amor respetuoso e intenso en la forma de amar a los demás”. La validez de esta regla se funda-
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menta en el hecho de que el amor a los demás no es sino el reflejo y prolongación del verdadero amor a sí mismo. Asumido este principio, se llega precisamente a la conclusión contraria a la consignada en la cita que estamos comentando y, así, el “haber entregado tanto”, en lugar de constituir un peligro para perder el respeto y la estima hacia uno mismo, conducirá a la vivencia de la fascinante y gozosa experiencia que acompaña la expansión personal que se realiza a través del amor pleno a los demás. 9. La realización profesional del hombre y la mujer dentro de la pareja Alude Carmen Alborch –p. 121– a uno de los obstáculos que suelen darse dentro de la pareja por el hecho de que “mientras que la incompatibilidad entre el ámbito profesional y vida privada no se plantea por lo general en los hombres, [...], muchas mujeres han tenido que elegir y renunciar. Aunque las mujeres estén dispuestas a asumir todas las responsabilidades, con gran esfuerzo por su parte, los hombres en ocasiones, no están a la misma altura y surgen los celos profesionales”. Y concluye el párrafo diciendo: “de ahí al deterioro matrimonial sólo hay un paso”.
Comentario 1º. Los celos a los que alude la autora existen, es más, muchos se inclinan a pensar que irán creciendo en nuestra sociedad a medida que se vaya incorporando la mujer casada al ejercicio profesional. Pero también opino que Alborch está reflejando en su cita un mundo afortunadamente ya superado por muchas parejas jóvenes. Hoy en día, las parejas jóvenes suelen plantearse el tema con un talante de diálogo más maduro, lo que les permite encontrar fórmulas de equilibrio; así, todos conocemos parejas, de diferente nivel cultural y profesional, en las que el hombre y la mujer saben repartirse las tareas de la casa y de los hijos y algunas incluso en las que el cuidado de la casa corre a cargo del marido y es la mujer la única que trabaja fuera del hogar.
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2º. Por otra parte, el hecho de que la normativa legal de muchos estados, incluido el español, reconozcan a las parejas decidir cuál de los dos miembros de la pareja usa la baja laboral con ocasión del nacimiento de un nuevo hijo nos está indicando a las claras hasta qué punto han cambiado ya las cosas en relación con el presente tema. En tal sentido, considero excesivamente desproporcionada y en cierta medida ya obsoleta la actitud generalizada que la autora de Solas asigna a las mujeres que “de hecho siempre han creído que se las amaba por su disponibilidad para los demás, confundiendo así el amor con la necesidad” (p. 168); de igual manera, que considero criticable la postura de muchos hombres, totalmente entregados a la profesión y que no saben compaginarla con un mínimo de atención a la mujer y a los hijos. 3º. Lejos de mi intención el simplificar el problema que apunta Alborch negando su existencia o suponiendo que es de fácil solución, más bien pienso con ella que lograr el deseado equilibrio de la dinámica familiar en una sociedad como la nuestra, dominada por la competitividad, la eficacia y el consumismo, es para muchas parejas un asunto enormemente complicado y fuente de muchos sacrificios, desequilibrios, frustración y conflictos. En este sentido, confieso que no tengo fórmulas mágicas, si es que existen, para proponérselas al lector. Lo que sí me atrevo es a valorar la actitud de muchas mujeres –y también de muchos hombres– que, por el bien de la familia que han fundado y a la que se sienten pertenecer, han optado por sacrificar libremente algunas posibilidades de promoción y dedicación al trabajo en beneficio de la familia. 4º. Buscando referentes más completos, creo que a muchos hombres y mujeres les conviene repensar con calma determinados principios y, entre otros, sugiero los siguientes: 1) no hay por qué considerar el éxito en la vida únicamente en el plano del trabajo y de la actividad profesional, en la vida hay otros muchos objetivos nobles capaces de llenar el corazón humano, uno posible, y que afecta hoy
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por hoy principalmente a las mujeres, es ocuparse de la familia y de la casa para que cuando el marido o los hijos llegan al hogar encuentren alguien que les acoja libre del agotamiento, del estrés y de las prisas que marcan la vida profesional de muchos hombres; 2) tampoco es recomendable considerar el trabajo únicamente como fuente de riquezas ni trabajar –y esto es especialmente aconsejable a los hombres– mientras “el cuerpo aguante”, que es lo mismo que decir, “a costa de lo que sea”, incluida la propia salud o el olvido de los deberes familiares más sagrados. A este propósito, recuerdo la reciente confesión de un presentador de TV que a la pregunta “¿trabajas por necesidad o por gusto?” contestó: “trabajo por dinero; es saludable [!] que la gente trabaje para ganarse la vida y no para realizarse, me encanta ganar dinero porque es la forma de comprar tiempo en el futuro”. Lo curioso es que ese mismo presentador a renglón seguido decía: “quiero que los domingos sean sólo depresivos, no depresivos y terroríficos como los míos, el ritmo de un programa diario [como el mío] es devastador”. Cuando contemplo tales niveles de incongruencia no puedo por menos que recordar con pena la historia de personas que he conocido, totalmente desorientadas con relación al trabajo, como la de aquella florista que, con mucho dinero en el banco, moría dos meses después de jubilarse, o la del camionero que dejaba viuda y cinco hijos a la semana siguiente de confesarme “no sé hacer otra cosa que trabajar”; por todo ello 3) hago expresa invitación a rechazar algunos falsos dogmas tales como el que la autoestima se fundamenta principalmente en el tipo de trabajo que realizamos o que el trabajo es la medida de la persona. 5º. Por último, me desmarco de una sociedad que hasta ahora apenas se ha ocupado de asegurar económicamente a las esposas y madres que, tras una crisis matrimonial o separación, quedan a merced de su suerte, es decir, sin recibir una compensación por parte de aquéllos a los que han dedicado una gran parte de su vida, los maridos o compañeros.
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10. Lo que hacemos con el propio cuerpo es asunto exclusivamente nuestro Dice Alborch en la p. 176 citando a Naomí Wolf: “cuando una mujer se otorga a sí misma y a las demás permiso para comer, ser sexual, envejecer, llevar tejanos [...] taparse entera o ir medio desnuda, hacer cuanto se le antoje respecto a seguir o ignorar una visión estética, es que ha triunfado”. Y añade por su cuenta: “Una mujer gana cuando decide que lo que cada uno haga con su cuerpo es exclusivamente asunto suyo”.
Comentario 1º. Comienzo por reconocer que, en mi condición de hombre, no soy el más indicado para decir a las mujeres cómo deben usar su libertad y, sobre todo, lo que pueden y deben hacer con su cuerpo. Recuerdo lo que decía Unamuno: “Siempre existe la libertad que uno se quiere tomar”, aunque se olvidó añadir “con todas sus consecuencias”. Una mujer puede salir a la calle, siguiendo el dictamen de sus gustos personales o de la moda, semidesnuda o semivestida, dependiendo de la parte del cuerpo que cada espectador quiera observar; lo que pasa es que a la minifaldera y para su disgusto se le escapa el control de las reacciones que provoca en los demás. El tema toma un tono especial cuando uno oye ciertas declaraciones de las mujeres sobre el acoso sexual de los varones –de todos los varones, dicen algunas, porque todos son iguales–, acoso, por otra parte, que nunca es justificable. En el contexto español, la cosa viene de lejos. Recuerdo dos hechos de interés para el caso. Cuando por los años 70 invadieron las nórdicas las tradicionales tierras hispanas, un columnista madrileño tituló su artículo del día con el sabroso encabezamiento “Está visto que lo veremos todo”. Por aquellas mismas fechas, un municipal de Palma de Mallorca se acercó a una señora muy ligera de ropas y balbuceando la lengua de los galos le dijo algo así: “Madame ...vous ... habiller”, a lo que la interesada replicó “puede hablarme en castellano, soy española”. Al urbano le faltó tiempo para replicarle “pues vaya usted señora a vestirse”. La moda crea estos pequeños problemas de tener que mostrar el desconocimiento de las lenguas extranjeras (!) o, por qué no decirlo también, en el caso de las mujeres sufrir el “acoso” de los varones que
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van por la calle “marcando paquete” y los hombres el de las mujeres semidesnudas que les excitan solo Dios sabe cuánto (!). Así llegan muchos a la conclusión de que los mejor dotados económica o físicamente buscan más o menos conscientemente intranquilizar a sus congéneres haciendo que el binomio de su cuerpo-vestimenta resplandezca para envidia y tentación de los semejantes. 2º. Pasando del plano teórico de los derechos de los hombres y mujeres sobre el modo de vestir al de los hechos diarios, nos encontramos con que algunos varones reaccionan ante las mujeres vestidas provocativamente deparándoles piropos de mal gusto y yerbas del género; tales reacciones que, en el plano teórico, son absolutamente injustificables e intolerables, dejan de ser tan claramente inexplicables habida cuenta de los instintos con los que la madre naturaleza ha dotado tanto a los hombres como a las mujeres y con los que es prudente contar. 3º. Lo que en cualquier caso parece lógico es admitir que cuando una mujer “se viste como quiere”, en la práctica, se expone a no poder controlar en todos los casos las reacciones que origina en su alrededor, ni los piropos soeces ni las molestias que con su semidesnudez puede provocar en muchas personas, tanto hombres como mujeres. A su vez, imponer una tolerancia ilimitada de los otros con relación a los propios gustos en la esfera de lo público, lo mismo en el vestir que en otras facetas del comportamiento regidas por la costumbre, equivale a una forma de individualismo intolerante y, en cualquier caso, discutible. No me parece razonable proponer como norma de vida que los otros se acomoden siempre y en todo a las costumbres personales de uno. Por lo demás, las sociedades civilizadas tienen para éste y casos parecidos una vía bastante eficaz para dar con soluciones equilibradas a los problemas de la convivencia en sana tolerancia y comprensión: recurrir, más que a doctas teorías y fórmulas sacadas de la manga y a gusto del consumidor, a sondeos de opinión seriamente elaborados y científicamente realizados. Sería partidario de que mientras las mujeres no estén seguras de lo que pueden dar de sí tales sondeos, ninguna mujer prudente debiera actuar en público como si los que le rodean fueran ciegos y carentes de sensibilidad o, dicho de otro modo, no me parece la mejor
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conquista de la mujer vivir como si su cuerpo fuera únicamente suyo y sin tener en cuenta que, en parte, es también y en cierta medida algo de quienes lo contemplan. A modo de síntesis He pensado que tal vez algunos lectores tengan interés y hasta puede ser que me agradezcan el que a manera de síntesis resuma en pocas palabras las conclusiones a las que he llegado tras mi análisis de la obra Solas, de Carmen Alborch. Me presto a ello advirtiendo que, a la hora de comprometerme en este empeño, no es mi intención imponer mi particular manera de entender esta obra, por el contrario, reservo al propio lector el juicio final que de ella se forme. Desde esta actitud, sintetizo mi pensamiento sobre Solas en tres capítulos: a) qué contiene esta obra; b) cómo podría completarse; y c) qué preguntas quedan pendientes de respuesta en ella. a) Qué contiene el libro Solas de Carmen Alborch En mi opinión, el lector encontrará en Solas: 1. El listado de expectativas que, en opinión de Carmen Alborch, los hombres de hoy impiden alcanzar a las mujeres. 2. El listado de las numerosas situaciones y actitudes que hacen dudar a las mujeres si les merece la pena amar como aman a los hombres. 3. El listado de las muchas ventajas que supone vivir solas y los pocos inconvenientes que implica el vivir solas e independientes. b) Cómo podría completarse Solas En la obra de Carmen Alborch faltan: 1. Propuestas sobre las muestras de amor, respeto y consideración que los hombres podrían ejercer para con sus mujeres o compañeras y que éstas hoy echan especialmente de menos en sus maridos y en la sociedad en general.
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2. Listado de las numerosas situaciones en que los casados, hombres y mujeres, podrían gozar juntos si acertaran a desarrollar las posibilidades de un amor recíproco maduro y sano. 3. Listado de gestos concretos mediante los cuales el hombre podría mostrar más y mejor el amor a su pareja y la mujer acrecentar su amor a su marido o compañero. 4. Listado de las prácticas y actitudes creativas a partir de las cuales los hombres y las mujeres podrían dar muestras a sus parejas de un amor más maduro, sano y generoso. c) Qué preguntas quedan sin respuesta en Solas Hago constar que en este punto, el más largo de los tres, mi listado no se limita a los temas e interrogantes que propongo y, así mismo, que me ha costado mucho llegar a su formulación. En la línea de los propósitos de este libro, esto me parece muy positivo pues ello significa que el horizonte que nos espera en las relaciones hombre-mujer, el futuro puede depararnos tanto a los hombres como a las mujeres nuevas formas de entender el amor, a la larga mayores cotas de disfrutar de las ilimitadas posibilidades de gozar de nuestro mutuo entendimiento. Dicho lo cual, he aquí las preguntas que me parecen especialmente pertinentes tras las reflexiones expuestas en las páginas precedentes. 1. ¿En qué medida la falta de un amor maduro de las mujeres con relación a sí mismas contribuye a que sientan tanto el desamor de los hombres? 2. ¿Por qué con frecuencia duele a las mujeres profesar un amor total y sin problemas a los hombres y éstos se muestran insensibles al amor que les profesan sus mujeres? 3. ¿Cuáles podrían y deberían ser los gestos de amor de las mujeres hacia los hombres para obtener de ellos una respuesta de amor más satisfactoria, y viceversa?
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4. ¿Cuáles serían las líneas maestras de un plan de desarrollo del amor pleno y gozoso entre los hombres y las mujeres? 5. ¿Qué deberían hacer los hombres y las mujeres para que el amor recíproco del que un día gozaron, en lugar de entrar en crisis y acabe en fracaso, aumente y se desarrolle felizmente? 6. ¿Cómo, en el ámbito del amor, se puede facilitar el paso de “enemigos” a “aliados” entre los hombres y las mujeres? 7. ¿A partir de qué medida el amor que se profesan el hombre y la mujer sirve para facilitar su propio desarrollo personal en vez de convertirse en menoscabo de la autoestima de uno de los dos o de ambos? 8. ¿Qué mecanismos y prácticas hay que introducir en la vida de los solteros y en las relaciones de pareja para que tanto los casados como los solteros se libren del mal de la soledad que muchas sufren? 9. ¿Cuáles son las claves para que, tanto los casados como los solteros, puedan alcanzar el máximo de felicidad que es alcanzable en uno y otro estado? 10. ¿A partir de qué momento el deseo de agradar y ejercer el amor se convierte en peligro de autodestrucción?
Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
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DIRECTOR: CARLOS ALEMANY 1. Relatos para el crecimiento personal. CARLOS ALEMANY (ED.), RAMIRO ÁLVAREZ, JOSÉ VICENTE BONET, IOSU CABODEVLLLA, EDUARDO CHAMORRO, CARLOS DOMINGUEZ, JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE, ANA GIMENO-BAYÓN, MAITE MELENDO, ALEJANDRO ROCAMORA. PRÓLOGO DE JOSÉ LUIS PINLLLOS. (6ª ed.) 2. La asertividad: expresión de una sana autoestima. OLGA CASTANYER. (21ª ed.) 3. Comprendiendo cómo somos. Dimensiones de la personalidad. ANA GIMENO-BAYÓN COBOS. (5ª ed.) 4. Aprendiendo a vivir. Manual contra el aburrimiento y la prisa. ESPERANZA BORÚS. (5ª ed.) 5. ¿Qué es el narcisismo? JOSÉ LUIS TRECHERA. (2ª ed.) 6. Manual práctico de P.N.L. Programación neurolingüística. RAMIRO J. ÁLVAREZ. (5ª ed.) 7. El cuerpo vivenciado y analizado. CARLOS ALEMANY Y VÍCTOR GARCÍA (EDS.) 8. Manual de Terapia Infantil Gestáltica. LORETTA ZAIRA CORNEJO PAROLINI. (5ª ed.) 9. Viajes hacia uno mismo. Diario de un psicoterapeuta en la postmodernidad. FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. (2ª ed.) 10. Cuerpo y Psicoanálisis. Por un psicoanálisis más activo. JEAN SARKISSOFF. (2ª ed.) 11. Dinámica de grupos. Cincuenta años después. LUIS LÓPEZ-YARTO ELIZALDE. (5ª ed.) 12. El eneagrama de nuestras relaciones. MARIA-ANNE GALLEN - HANS NEIDHARDT. (5ª ed.) 13. ¿Por qué me culpabilizo tanto? Un análisis psicológico de los sentimientos de culpa. LUIS ZABALEGUI. (3ª ed.) 14. La relación de ayuda: De Rogers a Carkhuff. BRUNO GIORDANI. PRÓLOGO DE M. MARROQUÍN. (2ª ed.) 15. La fantasía como terapia de la personalidad.FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. (2ª ed.) 16. La homosexualidad: un debate abierto. JAVIER GAFO (ED.). JAVIER GAFO, CARLOS DOMÍNGUEZ, JUAN-RAMÓN LACADENA, ANA GIMENO BAYÓN, JOSÉ LUIS TRECHERA. (3ª ed.) 17. Diario de un asombro. ANTONIO GARCÍA RUBIO. PRÓLOGO DE J. MARTÍN VELASCO. (3ª ed.) 18. Descubre tu perfil de personalidad en el eneagrama. DON RICHARD RISO. (5ª ed.) 19. El manantial escondido. La dimensión espiritual de la terapia. THOMAS HART. 20. Treinta palabras para la madurez. JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE. (8ª ed.) 21. Terapia Zen. DAVID BRAZIER. PRÓLOGO DE ANA MARÍA SCHLÜTER RODÉS. (2ª ed.) 22. Sencillamente cuerdo. La espiritualidad de la salud mental. GERALD MAY. PRÓLOGO DE JOSÉ-VICENTE BONET. 23. Aprender de Oriente: Lo cotidiano, lo lento y lo callado. JUAN MASIÁ CLAVEL. 24. Pensamientos del caminante. M. SCOTT PECK. PRÓLOGO DE JOSÉ-VICENTE BONET. 25. Cuando el problema es la solución. Aproximación al enfoque estratégico. RAMIRO J. ÁLVAREZ. (2ª ed.) 26. Cómo llegar a ser un adulto. Manual sobre la Integración Psicológica y Espiritual. DAVID RICHO. (2ª ed.) 27. El acompañante desconocido. De cómo lo masculino y lo femenino que hay en cada uno de nosotros afecta a nuestras relaciones. JOHN A. SANFORD. 28. Vivir la propia muerte. STANLEY KELEMAN. PRÓLOGO DE JUAN MANUEL G. LLAGOSTERA. 29. El ciclo de la vida: Una visión sistémica de la familia. ASCENSIÓN BELART - MARÍA FERRER. PRÓLOGO DE LUIS ROJAS MARCOS. (2ª ed.) 30. Yo, limitado. Pistas para descubrir y comprender nuestras minusvalías. MIGUEL ÁNGEL CONESA FERRER. 31. Lograr buenas notas con apenas ansiedad. Guía práctica para sobrevivir a los exámenes. KEVIN FLANAGAN. PRÓLOGO DE JOAQUÍN Mª. GARCÍA DE DIOS. 32. Alí Babá y los cuarenta ladrones. Cómo volverse verdaderamente rico. VERENA KAST. PRÓLOGO DE GABRIELA WASSERZIEHR. 33. Cuando el amor se encuentra con el miedo. DAVID RICHO. (3ª ed.) 34. Anhelos del corazón. Integración psicológica y espiritualidad.WILKIE AU - NOREEN CANNON. 35. Vivir y morir conscientemente. IOSU CABODEVILLA. PRÓLOGO DE CELEDONIO CASTANEDO. (3ª ed.) 36. Para comprender la adicción al juego. MARÍA PRIETO URSÚA. PRÓLOGO DE LUIS LLAVONA. 37. Psicoterapia psicodramática individual. TEODORO HERRANZ CASTILLO. 38. El comer emocional. EDWARD ABRAMSON. 39. Crecer en intimidad. Guía para mejorar las relaciones interpersonales. JOHN AMODEO - KRIS WENTWORTH. 40. Diario de una maestra y de sus cuarenta alumnos. ISABEL AGÜERA ESPEJO-SAAVEDRA.
41. Valórate por la felicidad que alcances. XAVIER MORENO LARA. 42. Pensándolo bien... Guía práctica para asomarse a la realidad. RAMIRO J. ÁLVAREZ. PRÓLOGO DE JOSÉ KLINGBEIL. 43. Límites, fronteras y relaciones. Cómo conocerse, protegerse y disfrutar de uno mismo. CHARLES L. WHITFIELD. PRÓLOGO DE JOHN AMODEO. 44. Humanizar el encuentro con el sufrimiento. JOSÉ CARLOS BERMEJO. 45. Para que la vida te sorprenda. MATILDE DE TORRES. (2ª ed.) 46. El Buda que siente y padece. Psicología budista sobre el carácter, la adversidad y la pasión. DAVID BRAZIER. 47. Hijos que no se van. La dificultad de abandonar el hogar. JORGE BARRACA. PRÓLOGO DE LUIS LÓPEZ-YARTO. 48. Palabras para una vida con sentido. Mª. ÁNGELES NOBLEJAS. 49. Cómo llevarnos bien con nuestros deseos. PHILIP SHELDRAKE. 50. Cómo no hacer el tonto por la vida. Puesta a punto práctica del altruismo. LUIS CENCILLO. PRÓLOGO DE ANTONIO BLANCH. (2ª ed.) 51. Emociones: Una guía interna. Cuáles sigo y cuáles no. LESLIE S. GREENBERG. PRÓLOGO DE CARMEN MATEU. (2ª ed.) 52. Éxito y fracaso. Cómo vivirlos con acierto. AMADO RAMÍREZ VILLAFÁÑEZ. 53. Desarrollo de la armonía interior. JUAN ANTONIO BERNAD. 54. Introducción al Role-Playing pedagógico. PABLO POBLACIÓN KNAPPE y ELISA LÓPEZ BARBERÁ Y COLS. PRÓLOGO DE JOSÉ A. GARCÍA-MOGE. 55. Cartas a Pedro. Guía para un psicoterapeuta que empieza. LORETTA CORNEJO. 56. El guión de vida. JOSÉ LUIS MARTORELL. PRÓLOGO DE JAVIER ORTIGOSA. 57. Somos lo mejor que tenemos. ISABEL AGÜERA ESPEJO-SAAVEDRA. 58. El niño que seguía la barca. Intervenciones sistémicas sobre los juegos familiares. GIULIANA PRATA; MARIA VIGNATO y SUSANA BULLRICH. 59. Amor y traición. JOHN AMODEO. PRÓLOGO DE CARLOS ALEMANY. 60. El amor. Una visión somática. STANLEY KELEMAN. PRÓLOGO DE JAIME GUILLÉN DE ENRÍQUEZ. 61. A la búsqueda de nuestro genio interior: Cómo cultivarlo y a dónde nos guía. KEVIN FLANAGAN. 62. A corazón abierto.Confesiones de un psicoterapeuta. FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. 63. En vísperas de morir. Psicología, espiritualidad y crecimiento personal. IOSU CABODEVILLA ERASO. PRÓLOGO DE RAMÓN MARTÍN RODRIGO. 64. ¿Por qué no logro ser asertivo? OLGA CASTANYER Y ESTELA ORTEGA. 65. El diario íntimo: buceando hacia el yo profundo. JOSÉ-VICENTE BONET, S.J. (2ª ed.) 66. Caminos sapienciales de Oriente. JUAN MASIÁ. 67. Superar la ansiedad y el miedo. Un programa paso a paso. PEDRO MORENO. PRÓLOGO DE DAVID H. BARLOW, PH.D. (2ª ed.) 68. El matrimonio como desafío. Destrezas para vivirlo en plenitud. KATHLEEN R. FISCHER y THOMAS N. HART. 69. La posada de los peregrinos. Una aproximación al Arte de Vivir. ESPERANZA BORÚS. 70. Realizarse mediante la magia de las coincidencias. Práctica de la sincronicidad mediante los cuentos. JEAN-PASCAL DEBAILLEUL y CATHERINE FOURGEAU. 71. Psicoanálisis para educar mejor. FERNANDO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ-PINZÓN. 72. Desde mi ventana. Pensamientos de autoliberación. PEDRO MIGUEL LAMET. 73. En busca de la sonrisa perdida. La psicoterapia y la revelación del ser. JEAN SARKISSOFF. 74. La pareja y la comunicación. La importancia del diálogo para la plenitud y la longevidad de la pareja. Casos y reflexiones. PATRICE CUDICIO y CATHERINE CUDICIO. 75. Ante la enfermedad de Alzheimer. Pistas para cuidadores y familiares. MARGA NIETO CARRERO. 76. Me comunico... Luego existo. Una historia de encuentros y desencuentros. JESÚS DE LA GÁNDARA MARTÍN. 77. La nueva sofrología. Guía práctica para todos. CLAUDE IMBERT. 78. Cuando el silencio habla. MATILDE DE TORRES VILLAGRÁ. 79. Atajos de sabiduría. CARLOS DÍAZ. 80. ¿Qué nos humaniza? ¿Qué nos deshumaniza? RAMÓN ROSAL CORTÉS. 81. Más allá del individualismo. RAFAEL REDONDO.
82. La terapia centrada en la persona hoy. Nuevos avances en la teoría y en la práctica. DAVE MEARNS y BRIAN THORNE. PRÓLOGO DE MANUEL MARROQUÍN PÉREZ. 83. La técnica de los movimientos oculares. La promesa potencial de un nuevo avance psicoterapéutico. FRED FRIEDBERG. INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA POR RAMIRO J. ÁLVAREZ 84. No seas tu peor enemigo... ¡...Cuando puedes ser tu mejor amigo! ANN-MARIE MCMAHON. 85. La memoria corporal. Bases teóricas de la diafreoterapia. LUZ CASASNOVAS SUSANNA. 86. Atrapando la felicidad con redes pequeñas. IGNACIO BERCIANO PÉREZ. CON LA COLABORACIÓN DE ITZIAR BARRENENGOA 87. C.G. Jung. Vida, obra y psicoterapia. M. PILAR QUIROGA MÉNDEZ. 88. Crecer en grupo. Una aproximación desde el enfoque centrado en la persona. BARTOMEU BARCELÓ. PRÓLOGO DE JAVIER ORTIGOSA. 89. Automanejo emocional. Pautas para la intervención cognitiva con grupos. ALEJANDRO BELLO GÓMEZ, ANTONIO CREGO DÍAZ. PRÓLOGO DE GUILLEM FEIXAS I VIAPLANA. 90. La magia de la metáfora. 77 relatos breves para educadores, formadores y pensadores. NICK OWEN. PRÓLOGO DE RAMIRO J. ÁLVAREZ. 91. Cómo volverse enfermo mental. JOSÉ LUÍS PIO ABREU. PRÓLOGO DE ERNESTO FONSECAFÁBREGAS. 92. Psicoterapia y espiritualidad. La integración de la dimensión espiritual en la práctica terapéutica. AGNETA SCHREURS. PRÓLOGO DE JOSÉ MARÍA MARDONES. 93. Fluir en la adversidad. AMADO RAMÍREZ VILLAFÁÑEZ. 94. La psicología del soltero: Entre el mito y la realidad. JUAN ANTONIO BERNAD. Serie MAIOR 1. Anatomía Emocional. STANLEY KELEMAN. (4ª ed.) 2. La experiencia somática. STANLEY KELEMAN. (2ª ed.) 3. Psicoanálisis y Análisis Corporal de la Relación. ANDRÉ LAPIERRE. 4. Psicodrama. Teoría y práctica. JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ. PRÓLOGO DE JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE. (2ª ed.) 5. 14 Aprendizajes vitales. CARLOS ALEMANY (ED.), ANTONIO GARCÍA RUBIO, JOSÉ A. GARCÍA-MONGE, CARLOS R. CABARRÚS, LUIS CENCILLO, JOSÉ M. DÍEZ-ALEGRÍA, OLGA CASTANYER, IOSU CABODEVILLA, JUAN MASIÁ, DOLORES ALEIXANDRE, MIGUEL DE GUZMÁN, JESÚS BURGALETA, Mª. JOSÉ CARRASCO, ANA GIMENO. (8ª ed.) 6. Psique y Soma. Terapia bioenergética. JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ. PRÓLOGO DE LUIS PELAYO. EPÍLOGO DE ANTONIO NÚÑEZ. 7. Crecer bebiendo del propio pozo.Taller de crecimiento personal. CARLOS RAFAEL CABARRÚS, S.J. PRÓLOGO DE CARLOS ALEMANY. (6ª ed.) 8. Las voces del cuerpo. Respiración, sonido y movimiento en el proceso terapéutico. CAROLYN J. BRADDOCK. 9. Para ser uno mismo. De la opacidad a la transparencia. JUAN MASIÁ CLAVEL 10. Vivencias desde el Enneagrama. MAITE MELENDO. (3ª ed.) 11. Codependencia. La dependencia controladora. La depencencia sumisa. DOROTHY MAY. 12. Cuaderno de Bitácora, para acompañar caminantes. Guía psico-histórico-espiritual. CARLOS RAFAEL CABARRÚS. (3ª ed.) 13. Del ¡viva los novios! al ¡ya no te aguanto! Para el comienzo de una relación en pareja y una convivencia más inteligente. EUSEBIO LÓPEZ. 14. La vida maestra. El cotidiano como proceso de realización personal. JOSÉ MARÍA TORO. 15. Los registros del deseo. Del afecto, el amor y otras pasiones. CARLOS DOMÍNGUEZ MORANO. 16. Psicoterapia integradora humanista. Manual para el tratamiento de 33 problemas psicosensoriales, cognitivos y emocionales. ANA GIMENO-BAYÓN Y RAMÓN ROSAL. 17. Deja que tu cuerpo interprete tus sueños. EUGENE T. GENDLIN. PRÓLOGO DE CARLOS R. CABARRÚS. 18. Cómo afrontar los desafíos de la vida. CHRIS L. KLEINKE. 19. El valor terapéutico del humor. ÁNGEL RZ. IDÍGORAS (ED.). (2ª ed.) 20. Aumenta tu creatividad mental en ocho días. RON DALRYMPLE, PH.D., F.R.C. 21. El hombre, la razón y el instinto. JOSÉ Mª PORTA TOVAR. 22. Guía práctica del trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Pistas para su liberación. BRUCE M. HYMAN Y CHERRY PEDRICK. PRÓLOGO DE ALEJANDRO ROCAMORA.
Recuperado por: Roberto C. Ramos Cuzque
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 5 de marzo de 2004.