La Pasión en Contemplaciones de Papel - José María Rodríguez Olaizola Sj

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ

La Pasión en Contemplaciones de papel

SAL TERRAE 2

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 20-09-2012 Diseño de cubierta: María Pérez Aguilera Félix Cuadrado Edición Digital ISBN: 978-84-293-2217-0

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PRESENTACIÓN CONTEMPLAR es mirar, pero de una forma muy precisa. Es prestar atención al detalle, empaparse en lo que uno ve, dejar que, de algún modo, te remueva, te implique, te envuelva. Esto se puede hacer con un paisaje, con un cuadro o con la vida misma. Y, por supuesto, se puede hacer con el evangelio. Sus escenas y personajes desbordan humanidad, hondura y verdad por los cuatro costados. Hace unos años escribí un libro, «Contemplaciones de papel», en el que proponía al lector adentrarse en diversos episodios evangélicos tratando de leerlos con la sensibilidad, las inquietudes e interrogantes de las personas de hoy. Entonces presentaba al joven rico, a Pedro, a Marta y María, a la viuda que daba con generosidad radical, a la mujer encorvada y a otros personajes. Cada uno de ellos se encontraba con Jesús, y en ese encuentro su vida se veía transformada. No eran relatos inventados, sino, en todo caso, recreados a partir de historias del evangelio. Historias que siguen vivas, porque su verdad trasciende lo concreto de un momento para hablarnos de las personas y la fe hoy en día. Relatos que, al final, se convierten en un espejo de nuestras historias. Creo que esa es la fuerza de las contemplaciones de papel, al intentar sumergirnos en esas vidas, al tender puentes entre esos protagonistas y nuestras propias vivencias. Cuando escribía el prólogo de aquellas «Contemplaciones de papel», decía que quizás algún día me atrevería a adentrarme de la misma forma en los relatos de la Pasión. Al fin lo he hecho, si bien ha sido más difícil de lo que pensaba. No es sencillo contemplar una historia de la que hay cuatro narraciones tan ricas en matices como las que nos ofrecen los evangelios. Tampoco ha sido fácil encontrar la perspectiva justa. ¿Debía acompañar a los hombres y mujeres que atraviesan estas escenas? ¿Debía buscar la perspectiva del propio Jesús? Después de todo, Jesús es el gran protagonista de la Pasión. Sin embargo, una cosa es permitirse alguna licencia para entrar en la vida de los personajes de la Pasión, y otra muy distinta pretender estrujar el misterio. Al final me ha resultado más natural intentar asomarme, de nuevo, a los sentimientos de Pedro, Caifás, Pilato o Magdalena, y dejar que a través de sus ojos se vaya desvelando, siempre de manera incompleta, lo que la Pasión tiene de entrega, de abandono y de misterio en la vida y muerte de Jesús. También resulta un reto encontrar un hilo lineal. Después de todo, las contemplaciones de otros relatos del evangelio tienen la ventaja de ser episodios sueltos. Cada una de ellas permite un relato cerrado. La Pasión, sin embargo, es una historia mayor, en la que vamos pasando de un escenario al siguiente en una sucesión constante. ¿Cómo afrontarlo, entonces? ¿Optar por un único evangelio y contemplar desde ahí? ¿O beber de todas las fuentes para tratar de ofrecer un retrato lo más amplio posible de la Pasión y sus personajes? En este caso, la opción ha sido la segunda. Y, con todo, también he optado por la libertad. Por no pretender incluirlo todo: todas las palabras 4

todos los eventos todos los personajes todos los gestos... He mantenido la misma estructura de las primeras «Contemplaciones de papel»: capítulos que incluyen una contemplación, una reflexión al hilo de lo que aparece en ese relato y un poema-oración final. Lo distintivo en este caso es que las contemplaciones van forjando un relato lineal, recorriendo ese último día de la vida de Jesús, guiados por diversos testigos que nos conducen a través de esta historia. ¿Qué personajes elegir? En «Contemplaciones de papel» se alternaban personajes de los evangelios: Marta, Zaqueo, la madre de los Zebedeos, Leví, la viuda que deja una moneda en el templo... Eran hombres y mujeres, mayores y jóvenes. En el recorrido por la Pasión es necesario intentar ser lo más fiel posible a las situaciones descritas, sin añadir demasiado, aun dentro de la posibilidad de suponer sentimientos e historias en los distintos protagonistas. Varios personajes van dándose el relevo como guías en este recorrido: los discípulos, Caifás, Pilato, Herodes, los soldados, Magdalena... Hay menos mujeres en esta ocasión. Pero lo importante es que cualquiera que vaya siendo el guía, sus circunstancias, a menudo, encuentran eco en mucho de lo que seguimos viviendo los hombres y mujeres de hoy al enfrentarnos con las grandes encrucijadas y las pequeñas batallas del día a día. En la Pasión nos encontramos con las grandes cuestiones de la vida, de muchas vidas, en juego: el amor y el miedo. La fragilidad que es capaz de asumir sus errores, y la que no lo hace y queda presa de la culpa y el remordimiento. La dureza de corazón y la compasión profunda. El perdón, el rencor, el egoísmo de quien busca su propia conveniencia. La fidelidad de quien no tiene miedo a arriesgar por aquellos a quienes ama. La ternura, que aparece una y otra vez en los rincones más inesperados. Y nos encontramos, por supuesto, con Jesús. Es él quien, de una u otra forma, nos revela más sobre Dios y sobre el ser humano. Desde la entrega y desde el misterio. Desde los gestos concretos de su vida hasta el gesto último de la cruz abrazada. Para mí, atravesar la Pasión ha sido un recorrido fascinante y, a la vez, difícil. Gracias, una vez más, por compartirlo.

JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA

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CAPÍTULO 1.

EL LAVATORIO

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I. Contemplación de papel: servir TRES hombres caminan con paso ligero por las angostas callejas de Jerusalén. Se detienen para preguntar por una dirección. Una mujer les indica hacia dónde deben seguir para llegar a la casa que buscan. La ciudad está abarrotada de gente que ha venido para celebrar la Pascua, y todo el mundo parece tener prisa por acabar la jornada. El día ha sido caluroso, y en las calles se cruzan, en abigarrada mezcla, personas y animales que levantan nubes de polvo que hace que les arda la garganta. Pedro está de buen humor. Tanto que, aunque no se llevan especialmente bien y en ocasiones se miran con recelo, hoy bromea con Santiago mientras se dirigen al punto de encuentro. Le satisface ver que también el otro parece disfrutar de las chanzas. No está mal, para variar. Las últimas semanas están siendo difíciles, y parece haberse instalado entre todos un clima sombrío que demasiado a menudo sume al grupo en algo parecido a la congoja. En ocasiones se descubre pensando con nostalgia en los primeros días de camino con Jesús, cuando lo habitual era recibir parabienes de aquellos a los que el Galileo curaba o ayudaba. Luego todo se empezó a torcer. Llegaban rumores de una conspiración para acabar con Jesús. Día sí y día también, se repetían las noticias inquietantes; los roces entre ellos se convirtieron en motivo de conflicto; y desde hace meses, las susceptibilidades están a flor de piel. Mira de refilón a Judas, que camina sumido en sus propios pensamientos, un poco ajeno a ellos dos. «¡Basta de tristezas! Hoy no va a ser así», se dice Pedro, mientras sacude la cabeza, determinado a no permitir que nada ni nadie le quite el entusiasmo con que se prepara para celebrar la Pascua. Después de jornadas de andar de un lado para otro, de dormir a la intemperie, de comer en el camino o en las casas de anfitriones desconocidos, donde siempre parece que todo es solemne o especial, no está mal, para variar, celebrar juntos una comida bajo techo. Cuando Jesús dio instrucciones para preparar la cena en un local de Jerusalén, el júbilo fue general. Todos parecen contentos de poder compartir esa noche. Por hoy no hay que pensar en las autoridades judías, en los conflictos en que se ven envueltos ni en las disputas de los últimos tiempos entre ellos. Reconocen la casa por las indicaciones recibidas. En la entrada hay una mujer robusta, probablemente la dueña, que nada más verles apunta a la escalera exterior por la que se sube a la segunda planta. Siguen su indicación, para descubrir, al entrar en la habitación, que los demás han llegado. El ambiente general es de excitación y júbilo. Hay risas, movimiento y conversaciones entrecruzadas. La primera mirada de Pedro busca a Jesús, con una mezcla de instinto posesivo y necesidad. Espera que sus ojos se crucen con los del maestro; y cuando lo hacen y Jesús levanta las cejas y le sonríe en un gesto de bienvenida, se queda tranquilo. A veces se siente como si fuera un niño que necesitara la aprobación del otro; y aunque no le gusta, no puede evitarlo. Siente verdadera

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devoción por Jesús. Le admira desde que le llamó, hace ya tres años, y está seguro de que daría la vida por él. Se suma a la conversación de Felipe y Natanael, que le reciben con júbilo. De la planta baja suben aromas que le hacen salivar, anticipando el banquete. Huele bien. A carne, pan y especias. La vista se le va hacia los muchachos que preparan las mesas, y advierte que todo está dispuesto para la cena. Al olor del cordero su estómago hambriento protesta, y bajando la voz se lleva una mano a la panza diciéndoles a los otros que hoy no va a dejar restos. De vez en cuando, ve que algún otro, además de él, lanza miradas inquisitivas a Jesús, como esperando que tome la iniciativa de acercarse a la mesa para dar comienzo a la cena. El maestro parece tranquilo, pero Pedro, que le conoce bien, cree adivinar en su semblante indicios de tensión. Sin embargo, por una vez prefiere ser prudente y no preguntar si ocurre algo. Después de todo, ¿para qué estropear el momento? Jesús, al fin, se mueve. Le siguen y se disponen todos alrededor de la mesa; pero en lugar de comenzar con las bendiciones rituales, el maestro se levanta de nuevo y se dirige a una esquina, ante la mirada intrigada del resto. En el suelo hay un lebrillo de barro y una jarra con agua, preparada para las purificaciones rituales. Los ojos de Pedro se cruzan con los de Juan, que hace una mueca de perplejidad y tampoco parece saber qué quiere hacer el maestro. Cuando se quita la túnica, agarra la jarra y una toalla y se vuelve a ellos, se quedan todos inmóviles, sin saber qué se espera de ellos. ¿Qué hace el maestro como si fuera un criado? ¿Piensa lavarles las manos? Andrés, que es el que está más cerca, le pregunta con un hilillo de voz, como si le asustase hablar de más. Aunque da igual el volumen, pues la conversación entre ambos es perfectamente audible en medio del silencio. Quiere lavarles los pies. Empiezan a objetar todos al tiempo, pero el maestro acalla su protesta con una mirada cortante. Andrés, vacilante, abandona su sitio en la mesa, se sienta en un banquillo y deja que Jesús vierta agua sobre sus pies polvorientos, con expresión de embarazo y evitando mirar a los otros. Pedro, descolocado, intenta entender de qué va todo aquello. Nervioso, espera que algún otro intervenga. No le gusta ver así al maestro, actuando como un sirviente. Jesús lava los pies del discípulo con mimo. En la sala solo se oye el hilillo de agua que sale de la jarra y cae en el lebrillo, y a lo lejos los ruidos de Jerusalén, que se prepara para la noche. El maestro seca los pies de Andrés con delicadeza, y este se levanta y vuelve a su puesto, reclinándose en uno de los bancos dispuestos alrededor de la mesa. Tras un momento de vacilación, es Leví quien ocupa el lugar del otro. Su rostro brilla con una mezcla de timidez y emoción. Él, el recaudador, el que un día se levantó de su puesto de cobrador de impuestos para seguir a Jesús, se muestra entre abrumado y conmovido por este gesto que conjuga la ternura y la humildad. El improvisado ritual prosigue, en medio del silencio del grupo: Santiago, Felipe, Bartolomé... Cuando le llega el turno a Judas, es evidente para todos la incomodidad del Iscariote. Aún está reciente el último enfrentamiento en Betania, cuando Judas 8

prorrumpió en gritos indignado por el despilfarro de María al lavar los pies al maestro con un frasco de perfume. ¿Será este gesto de Jesús una forma extraña de responder al más díscolo de sus discípulos? Pedro no termina de entenderlo y, a medida que se acerca su turno, se va sintiendo entre nervioso y enfadado. ¿Es que con Jesús nada puede ser normal?, refunfuña para sí. De golpe se le ha pasado el hambre y el buen humor. Así que cuando Jesús le mira, esperando que se siente en el banquillo, se dice que tiene que hacer algo. Por la cabeza se le pasa también la idea de que esta es para él la oportunidad de marcar diferencias con los otros, que han reaccionado con docilidad dejando que Jesús se comporte como una criada, y eso le lleva a reafirmarse en su objeción. Permanece de pie. «Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?» La pregunta es retadora, y todos, que le conocen bien, saben que es su manera de negarse. «Lo que yo hago no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde», responde Jesús mirándolo con calma. Pedro no consigue controlar su irritación. Se enfurece por ese lenguaje que no comprende, y replica con terquedad: «No me lavarás los pies jamás». Los otros les miran con estupor. Pedro, grande y erguido, plantándole cara a Jesús, que, aún inclinado en el suelo, le mira con seriedad. Entonces el maestro deja la jarra, se alza despacio y queda frente al discípulo. «Si no te lavo, no tienes que ver conmigo». Lo dice con una mezcla de pesadumbre y firmeza. Pedro palidece. Una vez más, siente que se ha equivocado. ¿Nada que ver con él? ¡Si no entiende su vida de otro modo, si es su amigo, su maestro, su guía...! En un instante se le quiebra la voz y aflora en su rostro una angustia que contrasta con el desafío del momento anterior. No le importa rectificar, reconocer que se equivoca – aunque sigue sin entender nada–: «Señor, no solo los pies, sino las manos y la cabeza», balbucea, al tiempo que extiende hacia el otro las manos y empieza a agacharse. Jesús le detiene poniendo la mano en su hombro. «No es cuestión de bañarte, ¿no ves que ya estáis limpios?» Pedro no sabe qué pensar. Pero Jesús concluye su frase con una afirmación brutal «...aunque no todos». Pedro se muerde un labio. ¿Quién no está limpio? ¿Qué está diciendo Jesús? Los discípulos se miran, confusos. Pedro, abrumado, se sienta en el taburete y deja que Jesús le lave los pies. Con delicadeza, con mimo, con ternura. Sentir la mano del amigo limpiándole el polvo le reconforta, pese a lo extraño de la escena. Aún se siente mal y aún resuenan en su cabeza las palabras de Jesús –«... no tienes parte conmigo»–, y tiembla. Sin embargo, al ver al maestro reclinado a sus pies, un destello de comprensión quiere abrirse paso. Otras memorias, palabras sobre el servicio pronunciadas en otros momentos, quieren emerger. Pero las ideas se van, y cuando Jesús termina de secarle los pies, Pedro se apresura a volver a su sitio. Los otros evitan mirarlo. El sorprendente ritual continúa hasta que el último de los doce está sentado de nuevo. Al fin, Jesús se levanta, se pone el manto, vuelve a la mesa y se reclina en su puesto. Pedro mira hacia abajo, apesadumbrado. Se le han quitado las ganas de cena, de 9

fiesta y de ruido; y los otros, aunque no parecen tan incómodos como él, aún guardan silencio. Es Jesús el que habla primero. «¿Entendéis lo que os he hecho?» Sus ojos se clavan en Pedro. Este alza la vista y le sostiene la mirada, y al no ver en los ojos del amigo reproche ni enfado, se tranquiliza. Jesús continúa entonces: «Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien. Pues si yo, que soy maestro y señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo hago». Pedro entiende. De golpe. Como le ocurre siempre. Pasa de la cerrazón a la apertura en un instante. Ahora sí se acuerda de las palabras pronunciadas en otra ocasión: «Los jefes deben servir». O de las diatribas contra los que buscan los puestos de honor en los banquetes. El enfado se disipa, y como le ocurre en los instantes en que se asoma al mundo de su maestro, el júbilo le invade al imaginar lo que sería vivir a su manera: un mundo donde los poderosos no hiciesen de su fortaleza un arma para someter a los débiles o un pedestal desde el que mirar por encima del hombro a los pequeños. Con la misma convicción con que hace unos minutos rehusaba ser servido por el maestro, ahora se imagina a sí mismo inclinado a los pies de otros, de otros más sencillos, más pequeños, más pobres, más enfermos..., y le entusiasma la idea. Esto es lo que le ocurre con Jesús una y otra vez: que le descoloca, le da la vuelta a sus percepciones, le zarandea y, sin saber muy bien cómo, al final termina abriéndole los ojos y llenándole el corazón. Vuelve a sonreír, mientras Jesús continúa hablando, y Pedro cree advertir un guiño imperceptible en los ojos del maestro dirigido solo a él. «¡Qué granuja...!», piensa con cariño. Y se repantiga en su asiento, sintiendo de nuevo el corazón ligero. Cuando, al fin comienza, a llegar la comida y a servirse el vino, se siente exultante.

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II. Poder y servir La escena del lavatorio es un profundo pórtico para la Pasión. Jesús, con la toalla ceñida a la cintura, postrado para lavar los pies a sus discípulos. Y Pedro, incapaz de comprenderlo, plantando cara. Creo que es fácil ponerse en el lugar de Pedro e intuir que muchos de nosotros, enfrentados a la misma tesitura, nos encontraríamos igualmente incómodos. Es difícil la lógica del servicio –en sus dos vertientes: servir, y dejarse servir. Pero lo más radical del lavatorio es la manera en que una vez más, y ya son varias a lo largo de los evangelios, Jesús vincula servicio y poder. Se trata de una asociación sorprendente. ¿Nos parece que hay contraste entre el Dios Todopoderoso y el Hijo postrado a los pies de sus discípulos? Probablemente, sí. Y quizá sea porque, cuando pensamos en el Todopoderoso nos imaginamos a un Dios enorme, tremendo, en algún cielo desde el que determina todo lo que ocurre. Lo interesante es que no hay tal contraste, sino una concreción: el poder se ejerce en el amor que sirve. El Todopoderoso se muestra en todo su esplendor postrado, con la toalla en las manos, secando con delicadeza los pies de los suyos y diciendo: «Haced vosotros lo mismo». Estaría bien una sociedad en la que el poder fuera, de verdad, utilizado para el bien de los otros. Especialmente de los otros más frágiles, más vulnerables y heridos. Al hacer esta afirmación, inmediatamente podemos pensar en los poderosos, hombres y mujeres que ocupan puestos de responsabilidad, que tienen en las puertas de sus despachos placas con su nombre grabado y que son atendidos con deferencia allá donde se encuentran. Podemos pensar en listados como los que saca la revista «Forbes», año tras año, mostrando quién es más influyente, más rico o más popular. Pero también es importante reconocer que el poder es más accesible, más sutil y más presente. Que todos y cada uno de nosotros somos poderosos y a menudo tenemos muchos más recursos y capacidades de los que pensamos.

Fuentes de poder Hay muchas fuentes de poder en la sociedad contemporánea que se combinan de diversas formas: el dinero, la educación, la fuerza, las posiciones de autoridad, la salud, la información, la belleza, el talento, la fama, el afecto... Lo interesante es que estas fuentes de poder están al alcance de muchos de nosotros. Evidentemente, no es lo mismo la fortuna de Bill Gates que los recursos de un ciudadano de clase media; pero en ambos casos, sobre todo cuando lo ponemos en perspectiva (por ejemplo, comparándolo con la situación de quien nada tiene), hay más capacidades de las que a veces imaginamos.

El poder del dinero es abrir puertas. Es garantizar comodidad, estabilidad, bienestar y la seguridad de todo aquello que se puede pagar. Cuanto más solvente eres, 11

más privilegios se te ofrecen. Hay tarjetas de crédito que te hacen automáticamente merecedor de privilegios y ventajas. También la educación da poder. A veces, en ciertos contextos olvidamos que algo tan básico como saber leer o escribir marca una diferencia radical en nuestro mundo. Más allá de la educación primaria, el tener acceso a la cultura, el tener determinada formación profesional o estudios universitarios... capacita a las personas, y decir que las hace capaces es decir que las hace poderosas. Hay quien pone el poder en la fuerza física. Como hoy en día hay formas de resolución de conflictos que evitan que las polémicas se zanjen a golpes, ese tipo de fortaleza no tiene tanto peso como en otras épocas. Pero sigue siendo, en según qué contextos, instrumento de dominio y sumisión.

Las posiciones de autoridad dan poder. Esto es algo muy vinculado a las profesiones o a determinados roles públicos. Cualquiera que tiene un puesto que implica la capacidad de responder –o no responder– a otros de una u otra forma, se descubre «dueño de su parcela». A veces son parcelas raquíticas, pero permiten a las personas pequeños actos de reafirmación de su autoridad. Esto sirve tanto para el bedel de un instituto como para el director de un banco, para la jefa de ventas de una empresa o para el sacristán de una Iglesia. A veces, el que tiene la única llave que abre una puerta se convierte en celoso defensor de su puesto.

La salud es algo que no siempre se aprecia en todo su esplendor. Quizás cuando falta –a uno mismo o a los tuyos– entiendes la libertad que da, la capacidad de movimiento que permite y, por contraste, encuentras que carecer de ella limita tu autonomía, tus posibilidades, tu iniciativa. Estar sano es una forma muy real y concreta de ser poderoso.

La información es poder. Si hoy es un lugar común el hablar de la prensa como el cuarto poder, también en los ámbitos más cotidianos el control de información es una herramienta útil. Porque ayuda a tomar decisiones con mayor o menor riesgo. Permite actuar con conocimiento de causa. Cuantos más datos tenemos, tanto más posible es acertar a la hora de interpretar mil situaciones cotidianas en las que nos vemos envueltos. Pensemos en la importancia de la información en ámbitos que van desde lo laboral hasta lo relacional. En la cultura de la imagen es un lugar común insistir en el valor de la belleza. No es nuevo. Ya Dorian Grey, el personaje de Oscar Wilde, hacía de su belleza un arma de seducción que le permitía manejar a los otros a su antojo. Se insiste en la situación privilegiada de las personas atractivas en multitud de circunstancias, y es cierto que la persona atractiva, si sabe jugar sus cartas, puede manejar el juego de la seducción, que permite muchas ventajas hoy en día. Muy unido a esto está el poder de la juventud, tan mitificada, envidiada y deseada.

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También el talento es fuente de poder. Quizás hoy parece que no triunfan los más capaces, sino los más procaces, los más mediáticos o los que participan en reality shows. Pero en realidad, en lo cotidiano, la habilidad es una herramienta en manos de quien la tiene. Hay quien sabe hablar en público, quien sabe escribir, el intuitivo, el «manitas», el inteligente... Y todo esto da fuerza.

La fama da poder. Independientemente de cómo se haya llegado a ella. Es curioso el tirón de los personajes famosos para movilizar al personal. Por eso recurre a ellos la publicidad. Por eso se les ficha para campañas de todo tipo. La fama da visibilidad, y eso también te hace poderoso. Y dejo para el final de esta enumeración el afecto, porque es una de las fuentes más profundas de poder, aunque lo sea en las distancias cortas. Los sentimientos son poderosos en la vida. Y el afecto o, por decirlo con más contundencia, el amor da poder porque da motivos. Hay que ver las cosas que la gente puede estar dispuesta a hacer, a arriesgar y a poner en juego por aquellos a quienes ama. El amor es aliciente, es estímulo, es impulso. A esto hay que añadir que las relaciones no siempre son simétricas, sino más bien al contrario: casi siempre son asimétricas. Da igual si hablamos de relaciones de pareja, de amistad, de vínculos familiares...: hay quien pone más, da más, se implica más, y quien, en el otro extremo, pone menos, quiere menos... Pues bien, normalmente, y aunque suene terrible, el que es querido tiene mucho poder. Porque el afecto, a menudo, te implica de tal manera que te hace vulnerable, te hace necesitar al otro, y esto supone darle poder en tu vida. Eso no es bueno ni malo; es humano. La alternativa –no necesitar a nadie para que nadie tenga poder sobre uno– quizá sea cómoda, pero es también fría. Ahora bien, esa asimetría da mucho poder a quien es querido. El reto es emplear este poder que nace del amor con especial delicadeza, pues normalmente toca a la gente en su entraña.

Ejercer el poder para servir Es fascinante lo que puede conseguir una persona, un grupo, un pueblo. Hay figuras que son paradigmáticas, que con su determinación y su coraje son capaces de transformar el mundo. Pensemos por un momento en una monja albanesa que, sin recurso alguno, se adentra en los slums de Calcuta dejando atrás las seguridades del convento en que había vivido hasta entonces. Su determinación para ponerse al servicio de los más pobres de aquella sociedad hizo que muchos otros abrieran los ojos, las manos y el corazón, y hoy la obra de la madre Teresa se extiende por todo el mundo como un verdadero canto a la compasión humana. Pensemos en Aung San Suu Kyi, convertida en símbolo de la resistencia frente a una dictadura militar atroz en Birmania. Aprovechó su poder, su educación en Inglaterra,

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sus lazos familiares y el seguimiento de los medios para plantar cara a quienes ejercían el poder de la violencia y las armas. Recordemos a aquel muchacho que hizo que un tanque se detuviera en Tiananmen, hace veinte años, plantándose enfrente. Y pensemos también en el soldado que, dentro del tanque, se negó a pasarle por encima, aunque probablemente sus superiores le instarían a que lo hiciera. Sospecho que ambos acabarían en alguna prisión china, vapuleados por su ejercicio de la libertad. Ahí está el reto que se nos plantea hoy a cada uno de nosotros: poner nuestras capacidades, nuestra valía, nuestros recursos en juego, al servicio de algo. ¿De qué? Si hacemos caso al evangelio, de los bienaventurados, de los sencillos, de los pobres, de los hombres y mujeres que encontramos en la vida y que pueden necesitarnos. Al servicio del prójimo, tratando de que su vida sea más plena. En lo concreto de cada día. Imagina un mundo en el que todos viviéramos así. En el que, de verdad, los educadores quisieran lo mejor para los estudiantes, los médicos para los pacientes. Un mundo en el que las gentes de Iglesia pensásemos, en todo momento, en el bien de aquellos con quienes se cruza nuestra vida. Un mundo en el que todos los políticos pensasen de veras en el bien de los ciudadanos y no en sus pequeñas o grandes ambiciones. En el que las relaciones familiares se construyeran sobre el amor generoso, antes que sobre el egoísmo. Probablemente sería un mundo mejor. Seguiría siendo un mundo imperfecto, frágil y complicado como es el nuestro, porque así somos las personas; pero, con todo, sería un mundo mejor.

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III. Oración: Curiosa forma de pagarnos Me descolocaba tu justicia extraña, esa forma de medir que olvidaba las horas trabajadas. Me enfadaba con los que hicieron menos, creyeron menos, sacrificaron menos, y me indignaba contigo, que parecías no ver nada. Intentaba negociar mejor paga, algún reconocimiento, una que otra medalla. Me dolía lo injusto de tu salario. Me extrañaba lo ilógico de tus premios Me mordía –reivindicación y envidia– la suerte de los jornaleros de la última hora. Hasta el día en que yo fui el último, el más zoquete, el más frágil, el más malo, el más amado ... y empecé a entender.

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CAPÍTULO 2.

LA ÚLTIMA CENA

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I. Contemplación de papel: la cena SE disponen a cantar los salmos de alabanza para concluir la cena. « Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor...» comienza la recitación, lenta, tranquila. Leví está contento. El vino, la camaradería, la conversación, el poder celebrar juntos... Todo le ronda. No se puede negar que ha sido una cena extraña. Con Jesús siempre es así, se dice el discípulo. ¡Qué sorprendente es el maestro!, piensa, mientras rememora el día en que lo conoció, cuando él se acercó a su puesto de recaudador de impuestos y le llamó con una sola palabra: «Sígueme». ¡Y vaya si le siguió...! Con los ojos cerrados y el corazón agradecido. Esa invitación le ayudó a salir del abismo de soledad, culpa y rechazo en que se encontraba. Y desde entonces se ha sentido parte de este grupo, esta extraña familia forjada a su alrededor. Hombres rudos, mujeres heridas, pescadores, madres de familia, enfermos que han recobrado la salud, jóvenes soñadores, prostitutas, gente acomodada que ha abandonado sus seguridades, y otros como él, excluidos pero acogidos sin reproche ni exigencia. Pasa la mirada por la habitación y salta de un rostro a otro, mientras todos recitan la salmodia. « De la salida del sol hasta el ocaso, alabado sea el nombre del Señor...» Las voces van juntándose y, aunque han empezado vacilantes, desafinadas y un poco a destiempo, encuentran el ritmo común, y parece que es una única voz la que proclama estos cantos de alabanza y gratitud. Felipe, Bartolomé, Andrés... Con la luz de las velas, los rostros adquieren un tono rojizo y las pupilas brillantes reflejan emoción. Pedro parece contento, se dice Leví. No le sorprende la euforia del que, entre ellos, es el líder. Pedro es como un río impetuoso. Tan pronto se entusiasma como se enfada. Al comienzo de la cena parecería que se iba a desmoronar, cuando Jesús le reprendió por no dejarse lavar los pies, y sin embargo después aceptó el reproche y pareció feliz. Luego se ha enzarzado con Jesús en otra discusión sobre si sería o no capaz de negarle y, desafiante, ha proclamado que jamás dará la espalda a su maestro. Leví le cree. ¿Cómo va a negarle? ¿Quién de ellos podría negarle? No sabe cómo interpretar las palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces». ¿Será una broma? ¿Otra de esas llamadas de atención de Jesús a Pedro para que no sea tan jactancioso, como cuando le dijo aquello de «Aléjate de mí, Satanás»? Se han quedado un poco encogidos al oírle hablar de negaciones; pero como el propio Pedro ha parecido no hacer demasiado caso, han seguido cenando sin darle más importancia. Mira el rostro de Juan y no puede evitar sentir envidia al verle tan cercano a Jesús. Juan, casi un muchacho que parece compartir con el maestro una intimidad que los demás no tienen. Una familiaridad que se expresa en bromas, en gestos o en la confianza con que, hace un rato, reclinaba su cabeza en el pecho de Jesús, como si fueran amigos de toda la vida. Es fácil entender esa cercanía. Juan es cordial, dicharachero y se lleva bien con todos. Pero al mismo tiempo es profundo, reflexivo y atinado en sus 17

percepciones. Sabe decir la palabra oportuna y en los momentos difíciles mantiene una serenidad que se contagia a todos. Incluso ahora, cuando recita los salmos, lo hace con una unción que resulta admirable. Sí, piensa Leví, Juan le cae muy bien, y no le extraña que a Jesús también. Al llegar al hueco que ha dejado Judas al partir, Leví siente un escalofrío. ¿Qué significa la ausencia del Iscariote? No puede evitar pensar en las palabras de Jesús: «Uno de vosotros me va a traicionar»... Cuando lo dijo, se hizo un silencio sepulcral en la estancia. Todos se miraron, heridos. Leví mismo, en ese momento, se preguntó con vértigo: ¿Seré yo? Lo pensó con miedo, con vergüenza, con un punto de desesperación. ¿Acaso piensa el maestro que puede traicionarle, después de lo que ha hecho por él? ¡Jamás. Jamás! Pero, por otra parte, su propia historia le señala como un traidor a su pueblo. ¿Tendrá que cargar siempre con esa memoria, con esa marca maldita? ¿Qué pensarán los demás? Es consciente de que no es el único en dudar de sí mismo. Ante las palabras de Jesús hubo más expresiones que oscilaban entre el dolor y el temor. «¿Seré yo, maestro?» Algunos lo preguntaron en voz alta, compungidos..., pero Jesús ni afirmó ni negó. Varios, sin disimulo, se volvieron con ojos acusadores hacia Judas, pues no en vano llevaba meses distante e irritado. Pero el Iscariote siguió comiendo, impertérrito, mojando el pan en el vino como si la cosa no fuera con él. Leví se dice que Judas es muy impulsivo, pero eso no significa que sea un traidor. De hecho, siempre discute y lleva la contraria al grupo y, sobre todo, a Jesús; pero ¿no es eso señal de que va con la verdad por delante? Su partida precipitada, levantándose y saliendo de la habitación, dejó flotando en el aire las últimas palabras de Jesús: «Lo que tienes que hacer, hazlo pronto». ¿Qué ha ido a hacer? ¿Algún preparativo para dormir a cubierto? Leví no sabe qué pensar. ¿Es el Iscariote un traidor? ¿Va a venderles? ¿A denunciarles a las autoridades? Pero Jesús no ha dicho que sea él. Tan solo ha dicho: «uno de vosotros». Por otra parte, el maestro lleva semanas pronosticando conflictos, persecuciones y problemas que no terminan de llegar. A lo mejor esto es solo una forma de hablar. Se siente confundido. Tomás le da un codazo. Leví descubre una expresión socarrona en su amigo. Se da cuenta de que, perdido en sus divagaciones sobre Judas, ha dejado de cantar, y el otro ha creído que se estaba adormilando por los efectos del vino. El brillo divertido en los ojos de Tomás hace que se disipen sus pensamientos sombríos sobre negaciones, traiciones y otras historias. Es verdad que siempre tiende a quedarse con lo más triste. Porque en realidad la cena ha sido, pese a esos momentos de tensión, bonita y entretenida. Han pasado unas horas de conversación amena, mientras la luz del atardecer iba disipándose, sustituida por el resplandor de las lámparas de aceite. Han contado historias y evocado nombres. Estos tres años juntos han dado lugar a muchos recuerdos compartidos, y la mayoría son recuerdos preciosos. Han cantado, se han tomado el pelo unos a otros, y hasta Tadeo y Simón han bailado con gestos exagerados, jaleados por el vozarrón de Bartolomé y las palmas del resto. ¿Y Jesús? ¡Qué cena tan sorprendente! Leví siente que esta noche Jesús les ha hablado con más franqueza, con más hondura, con más urgencia que nunca. Hoy, más 18

que maestro, ha sido amigo y les ha hecho sentirse amigos... Todos han sido conscientes de que sus palabras tenían más fuerza que de costumbre, que ya es decir... Les ha hablado de amor, de amistad, de servicio... Y ha ocurrido como en otras ocasiones: que al escucharle uno siente que el mundo es un lugar mejor y que Yahveh es un Dios cercano, y lo comprende de una forma que nunca antes había sentido. Esta noche Jesús hablaba, y al oírle Leví vibraba con cada palabra, y el horizonte se ensanchaba, porque cuando Jesús habla así, despierta en él el deseo de ser mejor y la conciencia de ser más digno, más capaz, más querido de lo que nunca se ha sentido. Jesús ha hecho esta noche un gesto a la vez extraño y solemne. Algo que todavía le sobrecoge y no entiende del todo. Al ir a repartir el pan, lo ha cogido y lo ha troceado con sus manos y les ha dicho algo así como: «Voy a hacer un pacto nuevo con vosotros. Yo soy este pan, que ha de partirse y repartirse». Y luego con el vino, al servirlo en sus vasos: «Yo soy este vino, que se tiene que verter para que muchos lo beban». Pan repartido, vino derramado... Un hombre como Leví, acostumbrado a recolectar y acaparar, entiende bien la fuerza de esa imagen. Ser como pan partido y vino apurado. Darse. Volcarse para otros. Saciar el hambre y la sed. No comprende bien cuál es el pacto, la alianza de la que habla Jesús; pero siente que esta noche el maestro se ha desnudado delante de ellos más que nunca antes, porque les ha mostrado cómo entiende su vida. En todo el banquete, ese pedazo de pan y ese sorbo de vino han sido más que comida. Muchas veces se han sentado a la mesa con él; pero esta vez era algo especial. Al evocar ese momento se siente impresionado y fuerte. Canta con más brío: « Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al

pobre, para sentarlo con los nobles, con los nobles de su pueblo, y pone al frente de la casa a la estéril, madre feliz de hijos». Piensa que esa entrega, ese darse, ese partirse del que hablaba Jesús tiene que ver con el desvalido, con el pobre, con personas como él mismo, a quien un día levantó de una sima y puso de nuevo en marcha. Siente los ojos brillantes y un nudo en la garganta al mirar a Jesús, y es consciente de que otros parecen igualmente conmovidos. Es su maestro, su amigo, y le quieren. Nada malo le va a ocurrir. Seguro que cualquiera de ellos daría la vida por él. « Aleluya».

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II. La Pasión empezó con una fiesta Me gusta pensar que la Pasión empezó con una fiesta. A veces hacemos tanto hincapié en lo solemne del momento, en la tragedia en ciernes (que lo es), en lo sublime de la institución de la Eucaristía (que también lo es), o en los conflictos que asomaban en aquel escenario, que es difícil recordar que se juntaron a cenar, a compartir un momento especial de amistad, de encuentro. Y que esa cena puede evocar tantos otros momentos de sentarse con los amigos a celebrar la vida, las memorias, los episodios buenos o los malos. Me gusta imaginar las risas, las bromas de un lado a otro de la mesa, las pequeñas pullas y burlas que son parte de todo grupo donde hay confianza, las conversaciones mezcladas en aquel conjunto. Eran los que habían compartido, de un modo más cercano, tres años de intemperie, de caminos, de aprendizaje, y seguro que traían un buen cargamento de anécdotas, historias y nombres. Como ocurre en las grandes ocasiones, tenía un motivo. El marco, la fiesta de la Pascua; lo más doméstico, el deseo de Jesús de compartir con ellos un momento de intimidad y confidencia en ese contexto en el que las circunstancias eran amenazantes y no se sabía lo que podía ocurrir en los días venideros. Jesús, lo vemos una y otra vez en los evangelios, fue un hombre al que le gustaba celebrar la vida. «Amigo de comilones y bebedores» llegaron a llamarle. Alrededor de la mesa, comiendo y conversando con gentes de todo tipo, fue abriendo mentes y corazones, restañando heridas, acogiendo historias. Y en esta última ocasión, cuando juntó a los apóstoles para compartir esta velada, hubo de todo: roces, malentendidos, unas palabras más altas que otras, pero también confidencias, cantos, gestos de camaradería y fraternidad. Es en esta cena donde Juan ubicará un largo discurso de Jesús sobre el amor y la amistad. Es aquí, en su gesto de partir y repartir el vino y el pan, relacionándolo con su propia persona, donde luego leerán la institución de una nueva alianza. Es bonito pensar en el papel que desempeña la Última Cena en nuestra memoria de la Pasión. Porque es un momento de júbilo, de gozo y de encuentro.

Celebrar la vida Es curioso que a menudo nuestras eucaristías, memoria viva de aquella Última Cena, también las cargamos de solemnidad, de densidad, de trascendencia. Pero a veces les falta ese recordatorio de que son un tiempo para encontrarse y celebrar juntos. Celebrar la vida en su complejidad. Celebrar que no estamos solos. Que nos reconocemos hermanos, aunque sea con toda nuestra limitación y fragilidad. Celebrar el amor como un punto de encuentro. Un amor que es, quizás, el ámbito donde confluyen lo más humano y lo más divino que hay en nosotros. En épocas de crisis y zozobra, de tormenta y agobio para muchos, es más necesario que nunca, si cabe, recordar y celebrar. ¿Qué motivos tenemos para celebrar día a día? El estar vivos, a menudo gozando de muchísimas oportunidades que se nos pasan 20

desapercibidas y, sin embargo, para buena parte de la humanidad son casi inconcebibles. El tener casi siempre aseguradas las condiciones básicas para llevar una vida digna. El no estar solos y contar con muchos nombres y rostros que van formando parte de nuestro camino. El ser testigos de cómo el talento, el ingenio, la capacidad humana, encuentra formas de solucionar problemas, de imaginar mejoras, de continuar creando... La ciencia o el arte, por ejemplo, son caminos hacia la profundidad. Es verdad que a veces se distorsionan, y la ciencia se puede poner al servicio de la violencia o del mal, o el arte se puede convertir en estridencia innecesaria al servicio de egos sin norte; pero también ahí podemos celebrar las vidas de quienes desenmascaran lo injusto, lo equivocado o lo vacío. Podemos celebrar tantos momentos que, en cada historia, se convierten en memorias vivas que nadie te puede arrebatar: un nacimiento; enamorarse; aprender, una y otra vez, a tratar con los otros; la amistad; un viaje; la boda de unos amigos; conocer a una persona que te deja huella; los pequeños triunfos que jalonan nuestro itinerario... y los fracasos que no nos rompen, sino que nos enseñan a caminar mejor. Ver que alguien a quien quieres es capaz de sobreponerse a un problema. Echar una mano. Que te la echen a ti. Aceptar la ayuda, porque, juntos, se puede más.

De diversas formas Celebramos de muchas maneras. No toda fiesta ha de ser una ruidosa explosión de júbilo. Es verdad que hay grandes celebraciones y festejos por distintos motivos. Gana un equipo una competición deportiva, y la gente se echa a la calle. Se termina una etapa en el colegio o en la universidad, y se celebran ceremonias de graduación, de despedida, donde se quiere expresar de modo solemne el estar dando un paso hacia el futuro. Celebrar una boda implica, muchas veces, ingentes preparativos. Hay que organizar una fiesta universitaria, y no han de faltar en ella música y bebida. Queremos celebrar algún evento especial, y la comida entonces tendrá que estar a la altura y ser, de algún modo, especial, más suculenta, más elaborada. Hay otras muchas celebraciones cotidianas. No siempre hace falta música y bebida, banquetes, gentío o boato. Ni siquiera hace falta que sea muy especial. Comer juntos a diario, con tu gente, y compartir el pan, la paz y la palabra. Recordar las fechas significativas. Regalar, sabiendo que, a menudo, lo de menos es qué regalas, y lo de más es que, al hacerlo, estás diciéndole a alguien: «me importas». Dar es una forma de celebrar. Y darse uno mismo es quizás –y ya que hablamos de la Última Cena– la forma más generosa de hacerlo. Rezar un rato juntos. Charlar alrededor de un café cuando te reencuentras con alguien a quien no veías desde hace tiempo, y te pones al día, y parece que no han pasado los meses, o los años, porque los vínculos siguen ahí. La mayor parte de las veces celebramos con otros. Porque nos necesitamos, porque la alegría se comparte, como se comparten también los problemas. Aunque están también

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esas pequeñas celebraciones privadas, en las que uno se toma un tiempo para sí y da un paseo sin prisa, lee un libro o escribe una página que nadie más va a leer. Cantar forma parte de muchas celebraciones. Cuando, hace unos meses, toda Noruega se conmovió al revivir la matanza de Utoeya con motivo del juicio a Anders Breivik, hubo una noticia sorprendente: 40.000 personas se congregaron en una plaza para cantar juntas una canción a la que el asesino había aludido con desprecio. Se juntaron y cantaron. Como forma de respuesta a la violencia. Como forma de resistencia y como homenaje a las víctimas. Cantar une. Cantamos alrededor de una mesa, cuando alguien saca una guitarra y empiezan a aflorar melodías de nuestra juventud. Por un rato se apartan las preocupaciones. Y uno evoca los rostros de aquellos con quienes un día bailaste al ritmo de esas canciones, o una historia de amor adolescente, o a tus padres, con quienes cantabas en el coche.

No olvidar Las celebraciones son altos en el camino. Son momentos, de algún modo, señalados. En medio de la rutina, de lo acostumbrado o de lo que pasa sin dejar demasiada huella. Por eso es importante no trivializar la fiesta, pues podría perder esa capacidad de dejar huella y memoria. Ahí está la clave. Celebrar es una forma de disfrutar hoy, pero también nos permitirá mirar hacia atrás, al fijar en la propia historia algún momento especial. Es importante recordar, conmemorar. La memoria de la Última Cena resurgirá, poderosa, en otros momentos de la vida de los apóstoles. Del mismo modo, el recuerdo de las palabras pronunciadas aflorará más adelante, y entonces tendrá sentido. Sin memoria no somos ni la mitad de quienes somos. A veces, cuando, por causa de la salud, alguien empieza a olvidar, quienes asisten impotentes al deterioro se dan cuenta de cómo la pérdida de recuerdos arrebata a las personas algo de lo más preciado que tienen. Porque necesitamos construir historias. No se trata de estar siempre con la vista puesta en el pasado, encadenados a memorias que pueden convertirse entonces en losas. Se trata de darnos cuenta de que somos también todo lo que hemos vivido, y en el equipaje llevamos nombres, abrazos, heridas, victorias y derrotas, palabras, silencios... De ello aprendemos. Y en ello nos apoyamos cuando las circunstancias presentes flaquean. Es un horizonte que nos permite mirar hacia delante. Precisamente porque recordamos lo vivido, podemos confiar y esperar en todo lo que está por vivir.

Comprometerse

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Celebrar, cuando se hace con sentido, es implicarse con otros. Hay algo que es muy especial en esta última cena de Jesús: un pacto, una alianza. «Alianza» es una palabra poderosa. Aliarse es unirse a alguien. Es comprometerse. Si, además, el compromiso quiere ser para siempre –que es lo que afirmamos al decir que esta es una alianza eterna–, entonces da verdadero vértigo. Eso es lo que le da densidad a esta fiesta sobre otras. Deja huella. Y tanta huella que no es, sin más, un encuentro accidental, tras el cual cada quién se vuelve a su casa sin saber más unos de otros. Lo cierto es que hay palabras de afecto, hay promesas de fidelidad, hay gestos de camaradería. Y, por encima de todo, está ese gesto que Jesús convierte en pacto. Dar la vida, sin dejar en la trastienda fondos reservados. Repartirse para todos, amigos y enemigos. Esto es lo que hay. La verdadera fiesta, esa en la que pones alma, corazón y vida, deja huella. Los motivos para celebrar, día a día, son muchos, y las formas incontables. Lo importante, lo esencial, es convertir esos momentos de verdad en espacio de encuentro, de compromiso y de vida.

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III. Oración: Ama No, no te arrepientas de amar contra viento y marea, contra prudencia y cálculo, contra seguridad y egoísmo. Como Dios mismo ama. Si abrazas, no encadenes, si reprendes, no destruyas. No escatimes el tiempo, la ternura o las lágrimas. No aprisiones los recuerdos, no embrides las historias. Con libertad y afecto, ama; con incertidumbre y compromiso. Con el corazón en carne viva y las manos abiertas. Con la fecundidad de quien engendra esperanza en silencios, canciones y versos. Aunque tu amor sea imperfecto, ama. Es mejor intentarlo que endurecer la entraña para no arriesgarlo todo.

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CAPÍTULO 3.

LA ORACIÓN DEL HUERTO

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I. Contemplación de papel: una extraña vigilia en Getsemaní TIENE los ojos cargados. Le pesan los párpados. La cena ha sido larga. Y extraña. Se han alternado la despreocupación y la solemnidad; los momentos de camaradería, evocando esos primeros tiempos en que anduvieron juntos allá por los caminos de Tiberíades, y la tensión que parece acompañarles en esta última temporada, en que la sombra de una amenaza velada se cierne sobre ellos, de modo especial sobre Jesús. Juan mira de reojo al maestro mientras caminan juntos. Al acabar de cenar han salido todos. Atraviesan el torrente Cedrón, al oeste de la ciudad, y Juan supone que van hacia el olivar de Getsemaní. Intuye que van a pasar la noche allí, pues es demasiado tarde para regresar a dormir a Betania, y la ciudad está llena de peregrinos que, como ellos, celebran la pascua estos días. No hace aún demasiado frío, y están acostumbrados a dormir al raso. Otras veces han pernoctado en el mismo lugar. Efectivamente, hacia el olivar encaminan sus pasos. Cuando entran, se preparan para acostarse. Sin embargo, mientras están empezando a limpiar el suelo de ramas, para acondicionar una porción de tierra, Jesús les hace una señal a Pedro, a Santiago y a él para que le acompañen. Los otros ya están acostumbrados. No es la primera vez que ocurre. Y aunque Juan sabe que esa predilección despierta recelos entre los demás, no le importa. No sabe si, al alejarse ellos, les criticarán o no. Mientras pueda seguir cerca de Jesús, está dispuesto a cargar con un poco de suspicacia. Es su amigo. Y siente que también el maestro le cuida. No sabría decir por qué. Quizá porque es casi un muchacho, y por eso mismo Jesús le protege, consciente de su juventud. O porque siempre, desde el principio, ha sido más rápido para entender sus enseñanzas. O quizá no tenga explicación, y el maestro trata a cada uno según lo que cada uno necesita. El caso es que él siempre se ha sentido muy unido a Jesús, desde que le llamara hace tres años. Evoca, por enésima vez, ese momento primero. Cuando se encontraba en la barca, con su hermano Santiago y su padre. Arreglaban las redes, como siempre, al final de una jornada de pesca. No hablaban. El silencio, cordial, era parte de su rutina de hombres recios, conscientes de que esa era la vida que les esperaba, como había sido la de generaciones anteriores y como sería la vida de sus hijos y de los hijos de sus hijos. Pero aquel día apareció Jesús y rompió esas expectativas. Le acompañaban Pedro y Andrés, amigos de los zebedeos desde pequeños, y en cuanto vio la expresión de sus rostros supo Juan que ocurría algo. Una mezcla de excitación, júbilo, aventura... Tampoco podría asegurar qué es lo que dijo Jesús para que lo dejaran todo y le siguieran. No sabe si fue su mirada, o la autoridad con que se dirigió a ellos, o si tocó alguna fibra que llevaba tiempo esperando a ser despertada. Pero no hubo vacilación. Su padre pareció entenderlo también. Hasta su madre, Abilene, terminaría siendo parte del grupo amplio de gente que acompañaba al Nazareno por los caminos.

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¡Cuánto han vivido desde aquel primer día...! Han compartido jornadas en los senderos. Han dormido al aire libre. Han afrontado la tormenta. Le ha escuchado, con arrobo, contar historias que conmueven a la gente de una forma única. Es, piensa Juan, el único maestro que he tenido. Sonríe al evocar episodios extraños en los que Jesús ha trastocado la vida de las personas. Piensa en cómo ha descolocado a los hombres que se sienten buenos –y, de paso, a los mismos discípulos, que a la fuerza han tenido que ir aprendiendo a pensar de un modo diferente. Cómo ha acogido a los impuros, sin importarle lo que digan las malas lenguas, mientras descalificaba a los fariseos o a los escribas, acusándolos de hipócritas, atreviéndose a decir en voz alta lo que otros muchos pensaban. Cómo ha sanado a personas heridas, tantas que Juan ni siquiera puede recordarlas a todas. Se sabe privilegiado por compartir este tiempo. Han sido aclamados por las muchedumbres, sedientas de esperanza y cautivadas por su enseñanza. También han sido insultados por quienes no aceptan lo que Jesús proclama. Al pensar en los insultos, una sombra de tristeza apaga un poco la expresión casi siempre jovial de Juan. Hay demasiados problemas en el horizonte, se dice. La misma cena ha sido extraña, y una vez más Jesús les ha hablado de su partida, de cosas que ni siquiera entienden. Judas se ha marchado antes de tiempo, visiblemente molesto con el maestro. Cada vez hay más distancia entre Judas y el resto; más resentimiento y reproches mutuos. Pero no es solo la cena. Son otros muchos episodios los que le inquietan. Le viene a la mente lo sucedido en el templo solo unos días atrás. Ese enfrentamiento en el que, espoleados por Jesús, tiraron por el suelo las mesas de los cambistas. Casi llegan a las manos con la guardia del templo. La admiración sin reservas que antes mostraban las muchedumbres hacia el maestro ahora se entremezcla con miradas torvas, con la hostilidad creciente de algunos grupos y la distancia prudente de otros. Piensa en todo eso mientras camina junto a Jesús, Santiago y Pedro. Todos parecen sumidos en sus cavilaciones o amodorrados por el vino de la cena, o ambas cosas al tiempo. Han avanzado bastante hacia el interior del olivar, y Juan, que conoce bien al maestro, advierte en su semblante, cuando les hace una señal para que se detengan, que algo no marcha bien. Entonces, en voz muy baja, con un tono de urgencia que les sorprende, Jesús les dice: «Siento una tristeza mortal; quedaos aquí, velando conmigo». Un escalofrío le recorre el cuerpo. Jesús se adelanta unos pasos, se arrodilla y termina postrando su rostro en tierra. Santiago, Pedro y Juan se miran, confundidos. No se atreven a decir ni una palabra, no quieren molestar al amigo y, al mismo tiempo, no comprenden del todo lo que está ocurriendo. Se sientan, manteniéndose a distancia del maestro. Juan apoya la espalda en un tronco, buscando una postura confortable. Mira hacia Jesús, aunque apenas ve su sombra y oye su murmullo: «Padre, si es posible, que se aparte de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Su voz suena entrecortada, y Juan no sabría decir si es que está llorando o si es él mismo, vencido por el sueño, quien no es capaz de entender bien lo que ocurre. Jesús siempre reza. En la tormenta. Tras días intensos. En la montaña. En los momentos de fiesta... Ahora parece 27

que está pasando un mal momento. Juan se dice que Jesús está preocupado, como todos. Pero nunca antes le había visto así: agobiado, inquieto, con el cuerpo doblado expresando algo así como desesperación o angustia. Se pregunta si debe levantarse y acercarse al maestro para expresarle su apoyo y su fidelidad. Pero, arrebujado en su capa, un cierto sopor le va invadiendo, y se dice que es mejor esperar un poco. «No habéis sido capaces de velar una hora conmigo». Despierta sobresaltado al oír esas palabras. Ve a Jesús inclinado sobre Pedro, que parece tan sorprendido como él. Los tres se han quedado dormidos. «Velad y orad para no sucumbir en la prueba. El espíritu es decidido, pero la carne es débil». El maestro les mira. En la oscuridad, solo iluminada por la luna, a Juan le cuesta descifrar su expresión, pero el tono de su voz es triste, casi angustiado. Quiere decir algo, murmurar una disculpa o encontrar una explicación, pero el maestro se aleja de nuevo. Juan mira a los otros dos. El rostro de Santiago solo muestra perplejidad, y Juan se pregunta si no seguirá dormido aunque haya abierto los ojos. Pedro hace una mueca de irritación, molesto al haber sido sorprendido en falta. Juan se siente más avergonzado que enfadado y, ante el reproche de Jesús, se entristece. No quiere fallar al amigo. ¿Qué ha dicho acerca de sucumbir en la prueba? ¿Qué prueba? ¿Es que les está probando? ¿Acaso quiere saber si son dignos de su confianza? Se sienta con la espalda más rígida, tratando de sacudirse la modorra. De nuevo vislumbra la silueta de Jesús, un poco más adelante, encogido, y le parece que tiembla mientras reza. Escucha otra vez su voz, que gime «Padre, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, que se cumpla tu voluntad». La conciencia de lo que oye le impresiona. Jesús está luchando consigo mismo, con el miedo, con Dios... Pero, sea lo que sea lo que le atormenta, se pone en manos del Padre. ¡Nunca antes le había visto así! ¿Qué está pasando?, se pregunta Juan. ¿Acaso le han avisado de algo terrible? ¿Tendrá que ver con Judas? ¿Por qué no se van a Betania, aunque sea de noche? ¿Por qué no se van donde los otros? Al menos serán más. Tiene miedo. Le preocupa Jesús. Se siente triste por el amigo triste. Pero, por otra parte, está cansado... y asustado por sí mismo. No sabe qué hacer. No le entiende. Ojalá todo fuera más fácil, como en otros tiempos... Ni siquiera se da cuenta de que ha vuelto a recostarse sobre el tronco, y vuelve a quedarse dormido. Amodorrado, cree ver al maestro acercarse una vez más. No está muy seguro de si está ocurriendo realmente o si es parte de su sueño. Jesús se detiene cerca. Tiene los ojos hinchados. Esta vez no dice nada. Se aleja y se hinca de hinojos. «... hágase tu voluntad». Juan no sabe si es parte de su sueño o de su vigilia, pero al final le vence el sopor y se dice que ya consolará al maestro por la mañana, si acaso sigue así de compungido. Busca una posición más cómoda. La noche es fría. Se envuelve en la capa. Se duerme profundamente. No sabría decir si han transcurrido unos minutos o unas horas. Todavía es de noche, pero la voz de Jesús vuelve a atravesar su inconsciencia. Esta vez hay urgencia en sus palabras, aunque ha desaparecido la angustia. «¡Aún dormís! Está próxima la hora en que este Hombre va a ser entregado. ¡Levantaos! ¡Vamos! Se acerca el traidor». El despertar es brusco. Entrega, traición, prisa...: esas expresiones le sacuden y hacen que 28

se levante con celeridad. También Pedro está de pie, y hasta Santiago, de sueño más profundo, trata de levantarse. Jesús les mira, y sus ojos muestran una mezcla de determinación y pesadumbre. Juan se dice que parece terriblemente solo, como si en ese momento nadie pudiese alcanzarle. Oye ruido de pasos que parecen próximos. Jesús ha debido de oírlos hace un rato. Cuando, entre antorchas que se acercan, distingue el ropaje de los guardias del Sanedrín, Juan empieza a temblar incontrolablemente. Se da cuenta, al fin, de que ya no podrá consolar a Jesús por la mañana. Le asalta una mezcla de confusión, culpa, temor, arrepentimiento, fidelidad y olvido. Mira a su maestro, mientras un hombre se aproxima a él. ¡Es Judas! Por un momento quiere creer que no hay nada que temer. Que se equivocaba y no hay peligro. Que los temores, las amenazas, las palabras sobre traición no significan nada. Judas se aproxima a Jesús y le besa en la mejilla. Un guardia se acerca y habla con Jesús. Juan ni siquiera entiende lo que dicen. Solo ve que dos soldados agarran a Jesús, y en ese momento se desencadena un torbellino de gritos. Juan no se da cuenta, pero él también está gritando, presa del pánico. Mira una vez más a Jesús con expresión de susto y congoja e, incapaz de afrontar la suerte de su maestro, echa a correr tan rápido como puede para alejarse del ruido. A medida que se apaga el eco de las voces se da cuenta de que los alaridos que aún escucha son los suyos. Consigue serenarse un poco y, aún temblando, se sienta, abrazándose las rodillas encogidas contra el pecho mientras se balancea atrás y adelante. Es consciente de que acaba de abandonar a su maestro. Paralizado por el miedo y la vergüenza, agacha la cabeza y se sume en el silencio.

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II. Incertidumbres El evangelio no implica un camino fácil. Ni un destino claro. De vez en cuando, te pone en encrucijadas en las que no ves salida e incluso no sabes qué camino tomar. Te ves desnudo de seguridades, vulnerable, y te toca levantarte en medio de una tormenta para luchar contra el viento y las olas. En esos momentos toca pelear, plantar cara y ponerlo todo en juego. Como Jesús en este Monte de los Olivos.

Miedo Es difícil ponerse en el lugar de Jesús en el huerto. ¿Que pasaría por su mente en el tiempo en que rezó, antes de ser arrestado? Miedo, soledad, resistencia, duda, aceptación, preguntas... ¿Se sentiría dolido porque los suyos no aguantaban despiertos? ¿Lo comprendió? ¿Alcanzaría la paz al aceptar lo que intuía inminente? ¿Sintió en esta ocasión la familiaridad e intimidad profunda con el Padre que sentía en otros momentos? Lo que parece evidente es que no fue fácil afrontar el conflicto, y que el choque final iba resultando cada vez más inevitable. Probablemente, el arresto, la violencia y la sombra de la muerte espantan a cualquiera. Es legítimo suponer que Jesús tuvo miedo al imaginar lo que se le venía encima. ¿Quién no tiene miedo muchas veces? Miedo a equivocarse. Miedo a no ser lo bastante fuerte, coherente o capaz en según qué circunstancias. Miedo a no estar a la altura de lo que se espera de uno. Al dolor. Al rechazo. A la burla o al fracaso. Es tan humano que seríamos unos imprudentes si no mirásemos a la realidad con lucidez. Jesús también tendría miedo. Y tuvo que lidiar con él. La clave no está en no temer, sino en no dejar que el temor te paralice.

Duda Más allá del temor, en la oración del huerto advertimos un punto de vacilación, de incertidumbre, una pregunta que, sin duda, muerde con saña a Jesús. ¿Ha obrado bien en su vida? Y si es así, ¿cómo entender ahora el rechazo y la muerte, precisamente en nombre de Yahveh? ¿Por qué la cruz? Seguro que en algunos momentos asomó, incuestionable, la certidumbre de que la última palabra solo la podía tener la Vida; pero, pese a todo, también habría momentos de extrañeza, confusión y sensación de abandono ante el difícil cariz que tomaban los acontecimientos. A veces en la vida toca pasar por encrucijadas en las que uno no sabe muy bien qué camino elegir. ¿Me caso con esta persona? ¿Dedico mi tiempo a esto? ¿Apuesto por esta gente, este proyecto? ¿Entro en la vida religiosa? ¿Cómo empleo mi dinero, mi talento, mi poder? ¿Le digo cuatro verdades a alguien que tiene que oírlas, aunque no sea fácil?... Hay momentos de duda, de vacilación, en los que uno no sabe qué debe hacer. Es muy 30

frecuente que se superpongan criterios de muy diverso cuño: «Fíate de la experiencia». «Busca lo que te hace más feliz». «Obra en conciencia». «Sé consecuente». «Piensa en los demás»... Pero por mucho criterio que haya, en ocasiones la incertidumbre sobre lo que tenemos que hacer se mantiene. Cuando lo llevamos al ámbito religioso, la pregunta que subyace es: «¿Será esto lo que Dios quiere de mí?» , rematada por un «¿Cómo puedo estar seguro?»

Búsqueda Una frase se repite, una y otra vez, en la oración de Jesús en el huerto: «Hágase tu voluntad». Una frase que evoca aquel otro «Hágase» de María con el que da comienzo esta historia. La voluntad de Dios: he ahí el gran dilema. ¿Qué es lo que quiere Dios? ¿Qué espera de mí? ¿Hay algo fijo, particular, algo único que yo, y solo yo, tengo que hacer? Es más, ¿tiene que contar con la aprobación celestial cada pequeña o gran decisión de mi vida? La respuesta a todo esto pasa por ensanchar un poco el horizonte. No es que seamos marionetas que tenemos que hacer exactamente y en cada momento lo que Dios espera de nosotros, y si no lo hacemos, estaremos alejándonos de él. La libertad con que nos ha creado es mucho más sutil y compleja. Lo que Dios quiere es que vivamos y vayamos creciendo, desarrollando dentro de nosotros capacidades, posibilidades y talentos que nos hacen ser más imagen suya y nos conducen a crear, en torno, espacios en los que se hace más real el evangelio. Muchas personas tienen que librarse, además, de un prejuicio que a menudo distorsiona nuestros dilemas: parecería que Dios siempre les va a pedir lo que menos les gusta. No es así. Como tampoco es al contrario. Lo que ocurre es que el «me gusta» o «no me gusta», como criterio para definir la realidad, vale para las redes sociales; pero las decisiones vitales son más complejas que valorar un vídeo en Youtube o una noticia en Facebook. ¿Qué es, entonces, lo que Dios quiere de nosotros? Hemos sido creados para vibrar, para ser profundamente felices, entendiendo la felicidad no únicamente como un sentimiento de bienestar personal, sino como algo que tiene mucho más que ver con la búsqueda de sentido, con la hondura vital y con la capacidad de encuentro con los otros. Ese algo no excluye que la vida tenga sus durezas y sus golpes. Además, si dicha plenitud no la alcanzan los otros seres humanos, entonces es necesariamente incompleta, porque hay en nuestra entraña una veta compasiva que nos impide ser indiferentes, ciegos o ajenos al otro más frágil. Todos y cada uno de nosotros buscamos esa plenitud, y lo que tenemos que encontrar es aquello que nos acerca a ella, porque esa es la voluntad de Dios. En lo concreto influyen luego las circunstancias, la propia historia, lo vivido, lo que uno siente. 31

Eso es lo que va haciendo que uno vibre más con unas posibilidades que con otras, que su cabeza y su corazón –normalmente ambos, en un juego de sentimiento y de reflexión que nos hace muy humanos– le ayude a ir decidiendo. «No se haga mi voluntad, sino la tuya». ¿Cómo entender eso? ¿Hay un Dios sádico que disfruta enfrentándonos con lo que nos molesta y privándonos de lo que queremos? ¡No! La voluntad de Dios, tal y como Jesús lo fue mostrando, pasa por la lógica del evangelio, el amor radical a la manera de Jesús, la sensibilidad para con los más pobres y pequeños. Eso es lo que una y otra vez fue expresando por los caminos, de palabra y de obra. Lo que comprende Jesús en esa hora última es la importancia de mantener esas afirmaciones hasta el final, para no dejar en la estacada a quienes han recuperado la esperanza gracias a él. No es que el Padre quiera que lo maten. Lo que Dios quiere es que Jesús siga proclamando la vida. Eso es lo que toda su vida ha intuido y ha ido descubriendo. Y, dicho sea de paso, esa perseverancia en el anuncio de una buena noticia es exactamente lo mismo que Jesús quiere. Lo que ocurre es que se le pone por delante, con una urgencia terrible, el miedo al abandono y a la muerte. Es muy humano querer ahorrarse sufrimientos. La fe no nos empuja a buscar el dolor por el dolor, o el conflicto porque sí. No se trata de sumar padecimientos para regodeo de no sé sabe qué lógica perversa. Se trata, sencillamente, de amar.

Renuncia Y aquí aparece una conclusión difícil. Hay ocasiones en las que uno, por obrar en conciencia, por seguir el dictado de su corazón o por cumplir lo que entiende que es la voluntad de Dios, tiene que enfrentarse consigo mismo y renunciar a lo que otras lógicas, otras búsquedas u otras metas le plantean. Es el reverso de toda decisión. Eliges un camino y rechazas otro. Lo que da vértigo es pensar que sea posible elegir algo que, al menos de entrada, parece ser más perjudicial para uno. Algo así, en la era de la autoafirmación, cuando «tú lo vales», «lo natural es cuidarte», «sé tú mismo» y otros eslóganes similares parecen incuestionables, resulta estridente, ¿no? ¿Cómo entenderlo? No se trata de ir contra uno mismo por una especie de anulación mal entendida. Se trata de apostar por algo a lo que das tanta importancia que lo antepones a todo lo demás. Jesús se ve en la encrucijada de elegir entre su seguridad y bienestar o mantener la coherencia con lo que ha hecho y dicho hasta el final, lo que entiende que es la verdad de Dios. Sabe que, si huye ahora, tendrá que seguir huyendo siempre. Si huye, se salva, pero a costa de dejar de hablar en nombre de los pobres, los desesperados y los excluidos. A costa de dejar de hablar del Dios Abbá que vuelve del revés la Ley. Por lo tanto, opta por afrontar el juicio de los que no comprenden su evangelio. Elige afirmar, contra viento y marea, la verdad del Dios que viene a revelar y su buena noticia. Aunque le cueste la vida. 32

III. Oración: Alternativas Elegir la vida, la fe, la dicha, la hondura. Abrir una puerta, aunque implique cerrar otras. Concretar. Buscar. Como un artista, perseguir intuiciones y desechar mil bocetos hasta crear una obra de arte. Como un río poderoso, infatigable, abrirse paso buscando el mar. Como un atleta, consagrar los años, el tiempo, el esfuerzo, soñando vencer. Optar por Dios y su evangelio. De eso se trata.

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CAPÍTULO 4.

EL PRENDIMIENTO

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I. Contemplación de papel: historia de Malco ¡MALDITA sea! ¿Incluso esta noche tiene que estar de servicio? Malco está furioso. De nada le ha servido hacerse el remolón, intentar escabullirse o pasar desapercibido. Hoy no hay para él ni cena ni fiesta ni descanso. Ahora tiene que acompañar a los guardias a no se sabe dónde. La orden de Caifás ha sido inapelable: «Por fin vamos a detener al Galileo. Tenemos información fiable de que va a estar en Getsemaní. Ve con ellos y presta atención a todo lo que ocurra. Si hay algún problema, ven a avisarme inmediatamente». Ese «ellos» se refiere a los guardias del Sanedrín. Y también a ese Judas que lleva días entrando y saliendo de la casa de su amo. Malco mira al Iscariote con disimulo. La cara del hombre es un poema. No ha visto a nadie tan angustiado en mucho tiempo. Por un momento, casi le da pena y olvida su propio mal humor; pero después piensa que casi con seguridad es Judas, con sus intrigas y su seriedad pretenciosa, el culpable de que ahora estén sumergidos en la noche, en lugar de estar cómodamente durmiendo en casa, y el enfado vuelve a dominarle. A él le traen al fresco Jesús, los galileos, el Iscariote y el mismo Caifás. Lo que quiere es que le dejen en paz. Caminan con paso vivo. Procuran no hacer ruido ahora que la ciudad duerme, pero es inevitable el rumor de pasos apresurados, pues son un grupo numeroso. Otras veces, cuando hay que arrestar a alguien, bastan tres o cuatro hombres. Pero Jesús es popular. Malco lo sabe. No en vano, lleva meses escuchando las diatribas de Caifás contra él. Y ha sido testigo de cómo le aprecian las muchedumbres. A Malco le da igual el Galileo. Él se limita a hacer bien su trabajo. Sabe que su posición, como criado del Sumo Sacerdote, es envidiable para muchos. Ser el hombre de confianza de Caifás le ha reportado bastantes beneficios. Procura no meterse en líos. Se guarda sus opiniones para sí y, de hecho, intenta no inmiscuirse en asuntos que no le competen. Así le ha ido bien, y no tiene por qué cambiar. Le importan poco los conflictos religiosos, y nada la política. Hay quien le reprocha estar donde está. «¿Es que piensas seguir ahí toda tu vida? ¿No piensas casarte, hacerte una casa? Vas a seguir año tras año a la sombra de Caifás?» Su hermano Mijael le suele azuzar, cuando se ven, con esa cantinela. Pero Malco se dice que no tiene por qué dar explicaciones. No sabe qué será de su vida. Pero por el momento está bien así. Su hermano se avergüenza de que él sea un criado. ¡Como si tener una parcela, una casa y una legión de críos a los que casi no puedes alimentar fuera ser un triunfador...! No añora esa vida doméstica. Jamás se vio reproduciendo el itinerario de sus padres. Nunca ha habido una mujer que haya dejado huella en su vida. Si necesita una mujer, Jerusalén ofrece muchas por un módico precio. Eso forma parte de su vida privada, esa que nadie más conoce. Come de sobra, se viste bien, tiene autoridad sobre los demás criados, y Caifás confía en él. Se trata con todo el mundo, pero no se casa con nadie. Se ha acostumbrado a ocultar sus emociones bajo una máscara de frialdad. Para los que mandan es un servidor útil. Los demás le

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respetan. Ha conseguido no tener enemigos, y tampoco necesita amigos. ¿Para qué quiere más? Piensa por un momento en ese Jesús: otro ejemplo de lo estúpido que puede resultar complicarse la vida. Hoy te aplauden y mañana te arrestan. Malco está seguro de que Caifás no va a parar hasta acabar con el Galileo. ¿De qué le ha servido predicar, sanar, hablar? Para ser sinceros, a Malco Jesús le resulta más simpático que antipático. No es que le haya visto muchas veces, pero siempre le ha parecido un hombre bueno. Un tonto bueno, se dice. Un soñador, incluso. Malco ha demostrado ser discreto. Oír, ver y callar es su especialidad, por lo que, cuando Caifás ha hablado del Galileo con otros miembros del Sanedrín, a menudo él estaba presente, pasando casi desapercibido. En esas conversaciones ha escuchado y aprendido bastantes cosas. Lo que a Caifás le irrita, a Malco le parece sorprendente, incluso interesante. Pero ingenuo. ¿Amar a los enemigos? ¿Abolir la Ley? Recuerda el estallido de cólera de Caifás cuando alguien le dijo que Jesús andaba tachando de hipócritas a las autoridades judías. Malco tuvo entonces que disimular una sonrisa, pues él ha pensado lo mismo algunas veces. El problema es que eso es mejor no decirlo. Aunque lo pienses... Su evocación se corta de golpe, al darse cuenta de que han llegado a su destino. Están en el olivar de Getsemaní. Judas encabeza el grupo, caminando con sigilo. Malco y los soldados le siguen a unos metros de distancia. La noche es cerrada, y solo cuando se acercan la luz de las antorchas pone un poco de claridad, mientras pasan junto a los olivos. Judas les hace un gesto para que no hagan ruido y apunta a la derecha. A unos cincuenta metros hay bultos. Por el movimiento y algunos ronquidos, deduce que son hombres dormidos. ¿Serán el Nazareno y los suyos? Cuenta alrededor de ocho. Sin embargo, Judas señala en otra dirección y les hace ademán de que le sigan. Probablemente, no es la primera vez que está aquí y conoce bien el terreno. Se alejan de los hombres que duermen y siguen adentrándose en el huerto. Judas hace una señal con la mano para que se detengan. Frente a ellos hay un hombre. Está despierto. Malco reconoce al instante a Jesús. El nazareno les está mirando. No es de extrañar que, en medio del silencio sepulcral, haya oído sus pasos y visto el resplandor que desprenden sus antorchas. Tras él hay otros tres hombres que parecen confundidos y asustados. Hay un momento de vacilación en ambos grupos. Los guardias esperan, con sus cuerpos en tensión, dispuestos a impedir cualquier intento de huida. Entonces Judas se adelanta con paso firme hasta plantarse delante de Jesús. La expresión del Iscariote parece de angustia, y el juego de sombras provocado por las antorchas da a su rostro un tinte siniestro. Pone sobre los hombros del otro sus manos y se empina para darle un beso en la mejilla. «Maestro». Aunque lo ha dicho en un susurro, todos lo oyen. Entonces el jefe de los guardias aparta con un gesto brusco a Judas y se planta, retador, ante Jesús. «¿A quién buscáis?» pregunta el nazareno. Malco está tenso. Todos saben lo que está pasando. ¿A qué viene esta cháchara? «A Jesús, el Nazareno», responde el guardia. Jesús no parece amilanarse y contesta con una calma sorprendente: «Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos». Mientras, hace con su mano un gesto señalando a 36

los hombres que le flanquean. Malco no puede menos que admirar el coraje del Galileo, aunque sabe que le va a servir de muy poco. El guardia agarra de un brazo a Jesús, y la calma tensa de un momento antes se convierte en tumulto. Varios soldados más rodean al Galileo zarandeándolo. Los hombres que acompañaban a Jesús vociferan. Uno de ellos echa a correr, alejándose. Se oyen voces desde la zona donde los otros dormían, y por un instante Malco teme que aquello se convierta en una batalla campal. De golpe, sin saber muy bien cómo, una masa enorme se abalanza sobre él. Un brazo se cierra alrededor de su cuello. Siente una punzada dolorosa en la oreja y se lleva la mano al oído instintivamente. Nota un líquido caliente. Está sangrando. Por un instante siente pánico. Se agolpan, en un único instante, mil pensamientos en su mente. ¿Por qué no me habré mantenido en guardia? Voy a morir. No quiero morir. ¡Ayuda! Pero una voz se alza sobre el griterío con autoridad: «¡Envaina la espada!» Tres palabras que parecen congelar el tiempo. Todos se quedan quietos. Malco, temblando, siente que el brazo que le oprime el cuello afloja su presión. Ve el rostro de su agresor. Es uno de los seguidores del nazareno, que parece tan confundido y asustado como él mismo. Todos miran a Jesús. Este murmura, ya más bajo, algo así como «Ya basta». Malco está perplejo y conmovido. ¿Cómo es posible que Jesús, en lugar de provocar un choque y aprovechar para huir, haya salido en su favor? ¿Cómo es posible que se muestre dispuesto a dejarse arrestar? ¿No tiene miedo? Vuelve la confusión. Los hombres que acompañaban a Jesús han echado a correr, incluido su agresor. Ninguno de los soldados hace ademán de seguirles. Sus instrucciones son claras: prender al Galileo. Judas permanece a un lado, cabizbajo. Y el propio Malco difícilmente consigue dejar de temblar. Pero se da cuenta de que su herida no es grave. El grupo vuelve a andar. Ya no tienen que ocultarse, y en esta zona despoblada no les importa hacer ruido. Llevan en medio a Jesús, agarrado por varios guardias que le hacen avanzar a empellones. Parece sereno y tenso. Malco se ha quedado rezagado. Está roto. Con un solo gesto el nazareno le ha trastocado los esquemas. Acaba de salvarle la vida. Ha hecho por él lo que nadie más habría hecho. Piensa Malco en las palabras que ha oído, como de pasada, sobre los no violentos y sobre el amor al prójimo. Dicen que esas son las enseñanzas de Jesús. Y ahora resulta que son ciertas. Al menos en él son ciertas. No me conocía, y me protegió. No me debía nada, pero intercedió por mí. Yo venía con los que le arrestaban, y él se interpuso para que no me hicieran daño, piensa Malco. Es más, se dio cuenta de lo que me estaba ocurriendo, cuando lo normal en ese momento habría sido estar centrado únicamente en sí mismo. En un instante de comprensión, se ve a sí mismo, con su capa de seguridad, de distancia e indiferencia o frialdad, y se avergüenza de haber pensado que Jesús es un ingenuo o un soñador. Al contrario, es un hombre distinto. Un hombre coherente. Un hombre que ve el mundo de otra manera. Un hombre dispuesto a complicarse la vida. Y, por primera vez en largos años, se quiebra esa capa de distancia e 37

indiferencia que se ha vuelto para él un refugio, y un mensaje rompe su caparazón. Malco desea atarse a algo, a alguien, comprometerse, arriesgar. Mira a su vida, y lo que hasta hace horas era una seguridad incuestionable se le presenta vacío. Camina tras el grupo. Los guardias parecen contentos, con esa alegría de los matones cuando se sienten, por un instante, poderosos ante alguien más débil y se pavonean queriendo mostrar despreocupación y camaradería. De todos modos, al adentrarse por las callejas de Jerusalén vuelven a bajar el tono. Seguramente para evitar que los habitantes de la ciudad se enteren de lo que está ocurriendo. Jesús no deja de ser un hombre muy popular. Judas también camina con paso extraño, como si hubiera bebido más de la cuenta o estuviera enfermo. Malco le mira con desprecio. ¿Cómo ha podido traicionar a alguien como Jesús? ¡Con un beso! Malco siente que el Nazareno le importa más de lo que nadie le ha importado en mucho tiempo. Y se da cuenta de que, con su gesto, no solo le ha salvado del ataque, sino que le ha despertado de un letargo del que no era consciente. Llegan a la casa de Caifás. Debería ponerse a tiro del Sumo Sacerdote, por si este quiere alguna información; pero no se siente capaz. Por otra parte, se dice, seguramente ahora la preocupación del Sanedrín estará centrada en el reo, no en lo que un criado tenga que contar. Se escabulle. No puede quedarse como si nada. Se dirige a su cuarto y empieza a preparar un hatillo con sus pocas pertenencias. Se mueve con rapidez, casi con histeria, respirando fuerte, reprimiendo las ganas de llorar. Se va tranquilizando, hasta que se sienta, con la cabeza entre las manos, indeciso. No sabe qué va a ocurrir ahora. No sabe qué tiene que hacer. No sabe qué va a suceder con Jesús –aunque dolorosamente sospecha que nada bueno–, ni sabe tampoco qué va a pasar con su propia vida. Pero sí sabe, con una certeza y una emoción poco habituales en él, que ya nada va a ser lo mismo. Sabe, con la misma lucidez de siempre, que lo que ahora siente no es pasajero, no es resultado del susto y no se pasará en dos días. Sabe que Jesús, en el momento de prenderlo, pensó en él e intercedió por él. Y eso, ahora, y para siempre, lo cambia todo.

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II. El espectador Es muy interesante la historia de Malco. Quizá no ocurriera exactamente como en este relato imaginado. Pero es plausible pensar en algo semejante. Un hombre que se mantiene a distancia. Que se muestra ajeno a lo que ocurre. Que lo vive desde la indiferencia. Un hombre que se parapeta tras una burbuja de frialdad o profesionalidad. Y que, sin embargo, pasa en un instante de ser espectador a ser protagonista. La perspectiva lo cambia todo.

Espectadores o protagonistas Hoy estamos acostumbrados a presenciar infinidad de espectáculos. Algunos, diseñados expresamente para ser vistos. Otros, simplemente, ocurren. Y los medios nos los traen a casa. Nos sentamos ante el televisor, o ante el terminal de nuestro ordenador, o llegan como titulares al teléfono. En los últimos años –hasta que escribo estas páginas– hemos presenciado tsunamis, una crisis económica brutal, levantamientos en todo el norte de África que han llevado al derrocamiento de dictadores que llevaban décadas ejerciendo un poder despótico. Hemos visto cambios de gobierno, ligas de fútbol trepidantes, carreras de Fórmula 1 u otros eventos deportivos de repercusión masiva. Seguimos los viajes del Papa cuando los medios los retransmiten. Tal vez, a distancia, participamos de diversas polémicas vía Twitter. Hasta podemos participar en algunas de esas noticias, y dicha participación parece que nos implica más, aunque puede ser engañosa. Así, por ejemplo, la indignación puede ser una moda pasajera y con poca raíz, o bien puede ser el resultado consciente de procesos personales y colectivos más sólidos. Somos poco más que espectadores en un juego democrático en el que asistimos, casi como si se tratase de una competición dialéctica (mala, todo hay que decirlo) a los intercambios demagógicos de nuestros líderes políticos cuando quieren descalificarse entre sí. Pocas veces somos protagonistas. Pocas veces nos sentimos de verdad implicados. Algo semejante puede suceder con otras facetas de la vida que no son «noticia» o, al menos, no en el sentido mediático del término. Nombres cotidianos, vidas ajenas, anécdotas que intercambiamos en la mesa, a la hora de comer, crónicas sobre historias y personas que no llegamos a conocer más que de oídas. Tampoco dejan huella ni implican al corazón. Lo llamativo es que la implicación lo cambia todo. Cuando lo que está en juego nos afecta a cada uno de nosotros, cuando toca nuestra historia, nuestra sensibilidad o nuestras preocupaciones, entonces la manera de vivirlo es muy diferente de lo que ocurre cuando dejamos que la distancia permanezca. Entonces somos protagonistas. Hay

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muchas áreas de nuestra vida en las que lo somos. Tienen que ver con lo que de verdad nos importa: trabajo, amigos, familia, metas por las que realmente luchamos... Al final, hay un punto en el que pasamos de ser espectadores a ser protagonistas. Hay un momento en el que no podemos quedarnos al margen. Podemos ser espectadores en la escalada de las cifras del paro, que se convierten en motivo de discusión y debate teórico... hasta que es uno mismo o alguien de tu familia el que se va al paro, o hasta que la espada de Damocles de un despido empieza a pender, amenazadora, sobre el propio puesto de trabajo. Entonces todo cambia. Podemos teorizar sobre el amor, pero no tiene nada que ver con el torbellino que llega cuando te enamoras. Y así podríamos encontrar múltiples ejemplos. Con el evangelio puede suceder algo semejante.

¿Espectadores de Jesús? Jesús no quería espectadores, sino discípulos. Gente que le siguiese, es decir, que viese cómo vivía, y tratase de hacer lo mismo. Gente que, al escuchar sus palabras reconociese en ellas la verdad de sus propias historias. Su evangelio llegó a los que estaban más preparados para escucharlo: los que sentían que la sanación, la libertad y el perdón que Jesús anunciaba eran algo necesario en sus vidas. Precisamente porque se sentían heridos, porque eran pobres, frágiles o se habían equivocado en su historia; porque recono- cían en sus propias vivencias desaciertos y miserias, comprendían que, cuando Jesús hablaba de la fragilidad humana, estaba hablando de ellos. Hoy ocurre lo mismo. Podemos ser espectadores de la fe. Mantenernos a distancia. Asumir algunas ideas sin entrar al meollo del evangelio. Elegir, con una distancia de seguridad, aquello que en determinado momento resulta interesante, sugerente o práctico. Pero eso no basta. El evangelio es una noticia que cambia la vida del revés, porque le da sentido a todo. Tiene que ver con un amor radical y absoluto. Con la pregunta por Dios, no como un concepto interesante para debatir en abstracto, sino como quien puede darle sentido a la vida. Tiene que ver con la paz, con la justicia, con la amistad, con la manera de lidiar con el sufrimiento, con lo que nos produce alegría verdadera o con el propio lugar en el mundo. Por eso, tomado en serio, nos implica de una forma absoluta. Ahora bien, esto solo es posible cuando uno renuncia a la distancia de seguridad y se atreve a dejar que la propia vida, concreta, real, aterrizada, se deje iluminar por las palabras y las propuestas de Jesús. Cuando de verdad asumimos que sus parábolas siguen hablando hoy de nuestra vida. Nosotros somos la tierra fértil o la tierra yerma. Podemos tener el corazón de piedra o de carne. La parábola de los talentos es un grito urgente para que todos y cada uno de nosotros despleguemos nuestras capacidades. Nosotros somos el hijo pródigo necesitado de un abrazo o el hermano mayor encerrado en el rencor. Somos Zaqueo o Magdalena, el joven rico abrumado por la indecisión o el cínico Caifás encerrado en su conveniencia. Podemos ser sal que pierde el sabor y no sirve para nada, o bien la sal tan necesaria para 40

condimentar historias y vidas. Somos las vírgenes prudentes que mantienen la lámpara con aceite, o las necias que dejan pasar la oportunidad de su vida; los ciegos anhelando la luz, los cojos que podrían volver a correr; los mudos llamados a decir palabras de verdad y de justicia; los desamados que descubren que alguien les quiere; somos los que atesoran talentos llamados a producir mucho fruto; los que, estando cansados y agobiados, encontramos en Jesús un abrazo protector. Somos todo esto, pero en lo concreto, en lo real. En nuestro siglo XXI, en nuestras calles y nuestras casas; en los espacios en los que trabajamos; en las aulas en las que estudiamos; cuando leemos las noticias o pensamos en nuestra familia, en los impuestos, en el trabajo, o cuando discutimos de deporte, o cuando votamos; en las aspiraciones que se convierten en el norte al que apuntan nuestras vidas; en nuestras verdaderas prioridades; en la forma en que resolvemos los conflictos; en lo que nos quita el sueño o hace que se nos salten las lágrimas. Ahí, en todo eso, tan aterrizado, es donde nos toca preguntarnos si el evangelio es una página más de las muchas entre las que se mueve nuestro día a día, o si es la referencia que, de diversas formas, lo articula todo. Y ahí es donde nos toca preguntarnos si Jesús es algo más que una idea, un icono, un concepto o el capítulo de un libro eterno. Si es un «tú» real para la vida de cada uno de nosotros. Alguien cuya voz sigue resonando, atravesando el tiempo, para que convirtamos su llamada en diálogo, su propuesta en búsqueda, su invitación en proyecto, y su sanación en buena noticia que responde a nuestros anhelos más profundos.

Los ojos bien abiertos Hay muchos ámbitos de la vida en los que se puede dar la desconexión entre el evangelio y lo concreto y práctico. He ahí el problema. Si el evangelio no influye en la manera en que miramos a la sociedad, analizamos sus problemas y buscamos soluciones; si la fraternidad no es algo real en la manera en que tratamos a los otros y pensamos en sus vidas; si el buen samaritano es tan solo un cuento para catequesis infantil, y no un grito para que nos cuidemos unos a otros..., entonces ¿qué evangelio es ese? Todo cambia cuando el evangelio deja de ser una «teoría» para convertirse en una verdad encarnada en la propia historia. Si alguna vez has necesitado el perdón, y alguien a quien habías herido mucho te ha perdonado, más allá de méritos y excusas, más allá de peajes y castigos, porque te quiere, sin que pudieras exigirlo ni tuvieras que negociarlo..., entonces entiendes lo que es el perdón mucho más allá de teorías y normas. Si alguna vez te han querido más allá de lo que creías merecer, entonces descubres que hay un amor así de generoso que es posible. Si alguna vez has sido injustamente tratado, o si te ha llegado a doler la historia de alguna persona de la que han abusado o se han aprovechado, tal vez entonces tengas hambre de justicia –no un leve apetito o interés, sino verdadera hambre. Si alguna vez has sentido en la soledad de tu habitación, en la 41

intimidad de tu yo y en tu mirada, que escruta más allá, la sed de algo o de Alguien mayor, que sea presencia discreta en tu vida, entonces estás preparado para empezar a rezar. Y lo mismo ocurre con tantas otras realidades proclamadas con Jesús. Se viven porque, en algún momento, por el motivo que fuera, dejaste de ser espectador y te convertiste en protagonista del evangelio.

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III. Oración: Apóstol Vamos, amigo, no te calles ni te achantes, que has de brillar como fuego nocturno, como faro en la tormenta, con luz que nace en la hoguera de Dios. Vamos, amigo, no te rindas ni te detengas, que hay quien espera, anhelante, que compartas lo que Otro te ha regalado. ¿Aún no has descubierto que eres rico para darte a manos llenas? ¿Aún no has caído en la cuenta de la semilla que, en ti, crece pujante fértil, poderosa, y dará frutos de vida y evangelio? Vamos, amigo. Ama a todos con amor único y diferente, déjate en el anuncio la voz y las fuerzas, ríe con la risa contagiosa de las personas felices, llora las lágrimas valientes del que afronta la intemperie. Hasta el último día, hasta la última gota, 43

hasta el último verso. En nombre de Aquel que pasó por el mundo amando primero.

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CAPÍTULO 5.

EL JUICIO DE CAIFÁS

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I. Contemplación de papel: el Sanedrín SE mueve de un lado para otro. Está nervioso. Espera que todo salga bien esta noche. Al fin va a ver al Galileo. Después de años de murmullos, de evitar enfrentarse públicamente con él, de tratar de ignorarle, no ha podido seguir mirando para otro lado. El nazareno es demasiado molesto, y ha llegado el momento de acabar con esta situación. Ha enviado a los guardias del templo con Judas para prenderlo. Al pensar en el Iscariote, del que apenas recuerda el nombre, Caifás arruga el ceño con disgusto. ¡Otro que se va a llevar una buena sorpresa...! Seguramente, el infeliz piensa que solo van a arrestar a su maestro, que le mantendrán apartado una temporada y que todo volverá pronto a la normalidad. Pero las intenciones del Sumo Sacerdote son otras. Hay que acabar con Jesús de una vez por todas. Y hay que dar un escarmiento para que otros tomen ejemplo, que en estos tiempos sobran agitadores y faltan hombres de piedad verdadera y recta. Jesús es demasiado popular, demasiado incisivo y demasiado peligroso. El populacho, fácilmente influenciable, le aprecia, y muchos le han seguido hasta ahora. Les confunde con sus blasfemias sobre Yahveh, y ahora parece que habla también de la resurrección de los muertos. ¡Resurrección! Caifás resopla con desprecio ante esa idea. Como buen saduceo, no acepta esas doctrinas. Los fariseos sí lo hacen. Pero a ellos también les molesta Jesús, así que Caifás está seguro de que, si mueve bien los hilos, conseguirá ponerlos a todos de su lado. Lleva semanas tejiendo una red que ya está preparada para cerrarse en torno a la presa. Ha hecho llamar a los miembros del Sanedrín en quienes puede confiar y ha dado orden precisa de que la información no les llegue a algunos que pueden mostrar afinidad con el Galileo. En breve, la casa se va a convertir en un hervidero de gentes. Aunque durante sus largos años en el poder ha lidiado con situaciones difíciles, nunca antes se ha visto en una posición tan delicada. Pero no tiene miedo; confía en su experiencia. Poco queda en él del ingenuo joven que comenzó a escalar puestos en la sociedad judía, protegido por su suegro Anás. Fue el viejo zorro el que intrigó para que, llegado el momento de retirarse como Sumo Sacerdote, el gobernador Valerio Grato nombrase a su yerno para sucederle. Una decisión que incomodó a muchos. Sin embargo, el joven Iosef ben Caifás se ganó el puesto. Durante años, intrigó y fue colocando a hombres de su confianza en los principales puestos del Sanedrín. Se enriqueció y aprendió a manejar los resortes del poder en Jerusalén. La astucia de Anás y su propia fortaleza les hicieron imbatibles. Cuando Grato fue sustituido por Poncio Pilato, el pretor comprobó su fortaleza al enfrentarse públicamente con el Sumo Sacerdote. El gobernador, ansioso por adular a Roma, ordenó colocar insignias con la efigie del emperador en lugares públicos de Jerusalén. Los judíos se negaron a que esas imágenes estuvieran cerca del templo y plantaron cara. El prefecto prometió un baño de sangre. Recordando aquel enfrentamiento, en el que el romano llegó a amenazarles con la muerte, Caifás no puede evitar una sonrisa zorruna. Supo resistir. Empezar su mandato provocando un levantamiento no habría sido demasiado ventajoso para la carrera de 46

Pilato, así que, tal y como Caifás había sospechado, al final el pretor cedió. Desde entonces, la relación entre ambos es tensa. Pilato le necesita para evitar alborotos, y lo sabe. Ha trasladado el pretorio de Cesarea a Jerusalén, y ahora, en esta vecindad forzada, el templo de los judíos frente al pretorio romano, los dos líderes se vigilan. Se detestan, pero se necesitan. La amenaza de Roma le sirve a Caifás para presentarse como el defensor de los judíos, y la sumisión de Caifás sirve a Pilato para evitar conflictos incómodos. Precisamente por eso, tiene que atajar cuanto antes el movimiento de ese carpintero. Si se termina adhiriendo a su causa un grupo numeroso, si empieza a difundir sus blasfemias, si lima la autoridad de los que dirigen el templo, entonces Pilato sabrá que no son un pueblo tan unido y explotará sus debilidades. Al pensar en esto se mueve con más brío, y el nerviosismo da paso a un enfado sordo. ¡Maldito Jesús! ¿Nadie se da cuenta de lo importante que es que los judíos estén unidos? ¿Nadie comprende que eso es lo único que les mantiene seguros y que, si empiezan a dividirse los romanos, se quitarán la piel de cordero y les aplastarán sin contemplaciones? Se golpea furioso con el puño derecho la palma de la mano izquierda. ¡Ah, este pueblo ignorante y desmemoriado...! Ojalá estuvieran atentos cuando escuchan la historia de sus antepasados. ¿Han olvidado ya las veces en que pueblos extranjeros masacraron y aniquilaron a los judíos? ¿No se dan cuenta de que solo él, Caifás, puede mantenerles a salvo? La Ley de Yahveh, y él como garante de esa ley. Un solo Dios, un solo pueblo, una sola ley. Todo lo demás es necedad. El ruido de voces en la planta baja le saca de sus cavilaciones, y se apresura a descender. A la luz de las antorchas que iluminan la sala principal, reconoce los rostros de los convocados. Sus expresiones solemnes reflejan la importancia de la ocasión. La mayoría de ellos saben que van a arrestar a Jesús y son conscientes de que están moviéndose sobre arenas movedizas. Si algo sale mal, puede ser un caos. La ciudad está llena de gente. Jesús tiene amigos. Tan solo hace unos días, la muchedumbre le aclamaba... Mientras va dando la bienvenida a unos y a otros, deja caer palabras alentadoras: «todo va a salir bien», «Yahveh está con nosotros»... Y se tranquiliza al no encontrar en la sala ningún rostro de los partidarios del nazareno. Sorprendentemente, la discreción esta vez parece haber funcionado. Espera que los hombres a los que ha aleccionado para que testifiquen contra el Galileo lo hagan bien. Necesita que la acusación sea sólida. Los miembros del Consejo pueden ser manipulables, pero no son idiotas, y alguno de ellos, temeroso de Dios, puede crearle problemas si piensa que no hay argumentos suficientes para condenar a Jesús. Porque de esto se trata. Hay que conseguir que le condenen a muerte. Aunque ellos no puedan ejecutar la sentencia, ya lo hará Pilato. Pero antes de acudir a Roma Caifás necesita el respaldo de los líderes judíos. Mira, a través de la habitación, a su suegro. Anás le devuelve la mirada y asiente levemente, cerrando los ojos. No necesitan hablar. Ambos saben lo que está en juego. Se entienden mejor que si fueran padre e hijo. 47

El griterío fuera de la casa, en el patio, hace que todos los rostros se giren en dirección al lugar de donde proviene el ruido. A través de las ventanas se filtra el resplandor de antorchas. Cesan las conversaciones, y Caifás se aproxima a su asiento, en el centro de la estancia. Todos los ojos están clavados en la puerta mientras se acercan las voces. Hasta que entran varios de los guardias del templo. En medio de dos de ellos, que le agarran por los brazos, está Jesús, al que zarandean sin contemplaciones mientras lo traen hasta el centro de la sala. Muchos lo conocen. Algunos de los presentes se han sentido atacados por las palabras de Jesús y lo miran con ira. Otros, que solo han oído hablar de él, parecen curiosos y hasta decepcionados por su aspecto. Ninguno de los que alguna vez se han conmovido al escucharle o al ver su trato con las gentes sencillas está aquí. Al fin, están frente a frente. Caifás, sentado en su silla, mostrando toda su autoridad, mira con frialdad al nazareno. Este le sostiene la mirada. Empieza el juego, se dice el Sumo Sacerdote. Alza la voz y se dirige a los presentes. Con un tono deliberadamente grave, les pide que le ayuden a juzgar. «Este es Jesús, del que tanto hemos oído hablar...» Prosigue relatando, en fragmentos, la actividad del nazareno en los últimos años. Una historia hecha de retazos. Habla de un hombre que ha conmovido a muchos, de alguien que, aparentemente, hace milagros y dice hablar en nombre de Dios. Sutilmente va dejando caer la sombra de la duda. Lo acusa veladamente de ser un blasfemo, un ignorante que pretende conocer lo que solo está al alcance de los verdaderos maestros. Mide las palabras. No quiere ser muy directo ni demasiado claro. «¿Quién es este que está delante?», pregunta, a la vez que lanza una mirada que recorre la sala. «¿Es bueno o es perverso? ¿Es un justo o un maldito? Está aquí porque ha sido acusado de delitos muy graves contra Yahveh». El silencio ahora se puede cortar. Caifás ha lanzado dos o tres cebos, a ver si el Galileo le contesta, si en su defensa muestra algo del orgullo o la arrogancia que hace unos días le llevó a estallar en el templo golpeando a los cambistas. Pero Jesús parece sereno. Más nervioso de lo que deja ver, Caifás hace con las manos un gesto de exasperación y mira a su alrededor, como queriendo dar a entender que así no hay forma de avanzar. Entonces, clavando la vista en el suelo y evitando intencionadamente dirigirse a alguien en particular, pregunta si algún testigo puede ayudar al tribunal. Varios hombres previamente aleccionados se lanzan a proclamar la impiedad de Jesús. «¡Ha curado en sábado!»; «¡Ha atacado a los vendedores del templo!»; «¡Enseña en las plazas!»; «¡Se negó a lapidar a una mujer adúltera!»; «¡No respeta la Ley!» ... Esta letanía de invectivas no tiene el efecto esperado por Caifás. No se desencadena un clamor de indignación ni consigue caldear el ambiente contra el nazareno. Se da cuenta de que las acusaciones son débiles, pues algunas de las faltas del Galileo en realidad son objeciones que muchos otros ponen a una manera excesivamente rígida de entender la Ley. Percibe algunas miradas incómodas. Hace un gesto con la cabeza a otro de los hombres cuyo testimonio ha preparado. Este, con una voz fuerte y ronca que logra captar la atención de todos, exclama: «¡Dijo que derribaría el templo y conseguiría levantar otro en tres días!» Varios hombres más quieren contribuir al argumento, quizá para ganarse el favor del Sumo Sacerdote, pero 48

sus palabras solo consiguen enmarañar el discurso, pues lo que dice uno lo matiza otro y lo contradice un tercero. «¿No tienes nada que decir ante estas acusaciones?», le espeta el Sumo Sacerdote al reo. Este calla. Caifás empieza a removerse en su asiento. Las cosas no están saliendo como esperaba. Y el Galileo, sumido en un silencio tenaz, resulta un enigma. Se encuentran los ojos de acusador y acusado, inquisidor y víctima. Caifás siente que su determinación flaquea. Por un instante imagina qué podría ocurrir si cancela esta pantomima y trata de hablar de verdad con el Galileo. O si le pide que explique ahora, a la luz, lo que ha estado anunciando en las sombras. ¿Y si le deja hablar de verdad? Es solo un momento de duda, unos segundos que quedarán para siempre sepultados en algún rincón de su memoria. Una pregunta trata de abrirse paso en su mente: ¿Y si es un maestro? ¿Y si, como los antiguos profetas, tiene algo que decir? Mira alrededor, sin saber muy bien cómo continuar. Los ojos de Anás, enmarcados en unas cejas pobladas y enrojecidos por la furia, están clavados en los suyos. La expresión severa del anciano le hace recuperar la determinación. Han trabajado toda la vida para consolidar el poder. No hay más camino que el que ellos digan. Y recuerda unas palabras pronunciadas por él mismo semanas atrás, cuando decidieron acabar con Jesús, que sepultan toda duda: «Conviene que muera uno por el bien del pueblo». ¡Eso es! No puede ser. No puede haber fisuras en la fe del pueblo. Ni alternativas. Ni imágenes nuevas. Un Dios. Un pueblo. Una Ley. Un poder. Súbitamente, tiene una intuición. Puede encontrarse de nuevo con un muro de silencio, pero presiente que Jesús no se va a quedar callado ante la próxima pregunta. Caifás sabe que para los creyentes piadosos la esperanza de un Mesías que traiga la libertad es su sueño y su anhelo más hondo. Eso sí, no se conformarían con cualquier cosa. Cuando Yahveh envíe un libertador, este será poderoso, llegará como un río que arrase a los romanos, como un huracán que no deje a ninguno de sus enemigos en pie, no un pobre carpintero con ínfulas de grandeza rodeado de un ejército de patanes ignorantes. Y cualquiera que pretenda decir otra cosa es un necio. Pero, por otra parte, ¿no ha estado este Jesús anunciando cosas buenas para el aquí y ahora, ya? ¿No llegó a decir, en el colmo de la soberbia, que hoy se cumplía el día de la liberación profetizado por Isaías? Si ahora se desdice, o incluso si se calla, defraudará a muchos. ¿Cuánto tardará en correr el rumor de que no se ha atrevido a defender ante los verdaderos sabios judíos sus afirmaciones hechas en la calle? Si calla, les dejará huérfanos. Caifás empieza a saborear la victoria y trata de evitar una sonrisa de triunfo al alzarse de nuevo. Anticipando una respuesta definitiva, se acerca a Jesús, le apunta con el dedo y le interroga una vez más. «¿Eres tú acaso el Mesías, el hijo del Bendito?» Por un instante que se le hace eterno, Jesús parece hermético. Entonces le mira fijamente, y en esa mirada comprende Caifás que el Galileo va a firmar su sentencia de muerte con sus próximas palabras; y, sin embargo, parece consciente de ello y dispuesto a hacerlo. «Tú lo has dicho». Un suspiro colectivo parece salir de todas las gargantas al tiempo. «Y veréis al hijo del hombre sentarse a la derecha de Dios y venir sobre las 49

nubes del cielo». Caifás cierra los ojos al oír esta afirmación, saboreando por anticipado su triunfo. El silencio que se ha hecho es sepulcral. Sabe lo que tiene que hacer ahora: expresar un dolor intenso, mostrar su horror por lo que acaba de oír, no dejar espacio a ninguna otra interpretación. Que nadie tenga dudas sobre la atrocidad de lo que acaban de escuchar. Se lleva las manos al borde de la túnica y tira con fuerza. La tela se rompe y se rasga. El gesto es más poderoso que si se hubiera puesto a llorar. «¿Qué testigos necesitamos? ¡Ya habéis oído la blasfemia!», brama casi sin resuello. Como empujados por un resorte, todos los presentes comienzan a vociferar y exigen la condena a muerte. Los rostros están congestionados, y alguno de los sacerdotes parece a punto del colapso mientras grita pidiendo la muerte del blasfemo. Caifás hace una señal a los soldados del templo que permanecen cerca de la puerta. Ha conseguido su objetivo. Mejor será sacar al Galileo de la habitación. Después de todo, ellos no tienen autoridad para ajusticiar a nadie. Los guardias agarran a Jesús con brusquedad. En cuanto salen de la estancia y pasan a una habitación próxima, uno de los criados, que entiende poco de lo que está pasando, pero sabe que el tribunal acaba de condenarlo por blasfemo, escupe al rostro de Jesús. Parece la señal para que otros criados se acerquen y le lancen bofetadas y puñetazos. Los soldados del templo no hacen nada por evitarlo. Caifás, desde el quicio de la puerta, observa con frialdad la paliza sin hacer tampoco ademán alguno de detenerlos. No le viene mal a ese mesías de pacotilla un poco de mano dura. Ha conseguido lo que quería. El Galileo pronto dejará de incordiar, y todo volverá a su sitio. Regresa a la sala, donde ahora será fácil convencer al Consejo para que envíen al nazareno ante Pilato. La acusación, claro está, no puede ser la blasfemia. El romano se reiría de eso. Pero solo los romanos pueden ajusticiar a un judío. Caifás sabe lo que tiene que hacer. Cuando entra en la habitación, camina con deliberada lentitud y semblante compungido. Solo al pasar ante su suegro se detiene. El anciano pone las manos en los hombros del Sumo Sacerdote. Se miran con expresión de triunfo y ambos sonríen con sobriedad.

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II. Jaulas de oro: La seguridad En la Pasión podemos pensar en clave de escenarios. Hay diversos escenarios físicos donde se van sucediendo los acontecimientos: el cenáculo, el huerto, la casa de Caifás, el pretorio... Pero hay otra serie de escenarios más simbólicos. Al adentrarnos en los juicios de Jesús (ante Caifás, ante Herodes y ante Pilato) vamos a ver la contraposición entre dos escenarios: las jaulas de oro y la intemperie.

Jaulas e intemperie Cuando hablamos de «jaulas de oro», inmediatamente nos viene a la cabeza el significado de la expresión. Una jaula de oro será cómoda, brillante, atractiva, pero no deja de ser una prisión que te mantiene atado. No deja de ser una celda que te impide vivir con la libertad a la que todos aspiramos. La jaula será bonita, exótica y confortable, pero uno no puede caminar más allá de sus límites. Como aquel Truman en la película «El show de Truman» que, al percibir que vive una vida ficticia, en un escenario artificial, empieza a pelear para poder romper las paredes que lo separan de una vida real. La intemperie, por el contrario, tiene algo de inseguridad, de despojamiento e incertidumbre. Es el espacio de la Vida con mayúsculas. Allá donde el viento te da en la cara. Donde la vida no es una pantomima. Donde la verdad se encuentra más allá de los libros, las teorías y las canciones. Donde las personas son personas y no estadísticas. Allí donde no puedes cambiar de canal con solo pulsar un botón. Donde el amor no es la letra de un poema, sino historias concretas. Allí donde puedes caer y volver a levantarte. Allí donde te dejas alma, corazón y vida, como en la letra de un bolero, pero de verdad... En la intemperie asoma la verdad desnuda de las personas. En la intemperie se mueve Jesús. En jaulas de oro se quedan los jueces que lo condenan. Ante Caifás, Jesús afrontará la intemperie de una nueva imagen de Dios, la contestación a una Ley que oprime y el rechazo de las categorías que dividen a las personas en buenos y malos, puros e impuros, salvados y condenados en nombre de la ley. Caifás, por su parte, quedará encerrado en la jaula de oro de la seguridad, la tradición y la costumbre.

El valor de la tradición No seré yo quien niegue que la mirada al pasado es necesaria. Todos echamos raíces en una historia que se remonta más allá de donde alcanza nuestra mirada. Cuando pensamos en nuestra familia, buscamos antecedentes. Lo mismo ocurre al hablar de cultura, de historia, de conocimiento, de nación y, por supuesto, de fe. Una religión no crece en el 51

vacío, sino que crece y se sostiene sobre un itinerario de muchos siglos. El cristianismo de hoy no podría comprenderse sin entender, de algún modo, dos milenios de aprendizajes, formulaciones, errores y aciertos. En su búsqueda de la verdad, los hombres y mujeres de cada época han ido poniendo en juego sus circunstancias, su sensibilidad, y han ido enriqueciendo lo que somos y lo que creemos. Ese es el valor de la tradición. Hace de la historia maestra. Se convierte en un tesoro poblado por nombres, expresado en libros, en formulaciones, en relato de grandes gestas, en memoria callada de historias anónimas que han dado mucho fruto, en pasos que han ido ayudando a forjar lo que ahora somos. Gracias a esa historia y a las personas que la han ido escribiendo, hemos aprendido a ponerle nombre a Dios, a comprender lo que ocurrió en Jesús, a leer y comprender las sociedades en las que vivimos... Pero es una historia en movimiento, en constante transformación, porque la verdad no la tenemos domesticada, sino que una y otra vez nos descoloca y nos invita a seguir buscando.

El peligro de quedarse atascados La tradición también se puede convertir en cadena que nos ata y encarcela. Con una imagen se puede entender: cuando vemos una escena de una película, cada fotograma se entiende en el contexto de la toma completa. De hecho, solo al verlos en rápida sucesión entendemos lo que se nos cuenta. Es cierto que cada fotograma, visto por separado, parece igual al anterior y al posterior. Pero no lo son. Los grandes movimientos se producen a base de muchos movimientos más pequeños, casi imperceptibles, pero movimientos, al fin y al cabo. Si nos quedásemos congelados en una única imagen, entonces estaríamos matando la fluidez de una historia. La tradición tiene ese peligro. Dogmatizar un momento. Congelar el instante. Absolutizar como verdadero lo que, a menudo, es coyuntural y tiene que ver con unas circunstancias cambiantes. Esto ocurre en muchos ámbitos de la vida. Todos conocemos a personas que se enrocan en que las cosas hay que hacerlas de la manera en que ellos las han hecho, porque «siempre ha sido así». Incapaces de comprender o valorar el cambio. Suspicaces ante «lo nuevo», que «no sirve para nada». Convencidos de que su perspectiva es la verdad. Atados a modelos que pueden estar obsoletos. Decididos a ser los garantes de las esencias, de la seguridad, instalados en la sospecha sobre cualquier cambio, que suele ser visto como peligroso. Miremos a nuestra propia Iglesia. A menudo, uno se queda perplejo con la dureza de algunos juicios, de algunas palabras, de algunas declaraciones. Se habla con ligereza de los divorciados, de los homosexuales, de jóvenes para quienes la moral sexual que se propone es tan ajena que prescinden de ella... Y uno solo se puede explicar semejante brusquedad diciéndose que quienes así opinan no consiguen comprender las vidas de las que están hablando, porque juzgan desde la distancia –de nuevo aquí corremos el peligro de ser espectadores distantes de vidas ajenas–, desde la frialdad de la ley, desde la 52

exigencia de la norma, desde la seguridad de una doctrina que deja en la cuneta a muchas personas que, en situaciones complejas, no encuentran una palabra de alivio. Y juzgan también sin tener en cuenta lo que ha cambiado nuestra cultura y nuestra sociedad y lo que puede haber de liberador y de evangélico en esa transformación. Esas nuevas circunstancias invitan a repensar las cosas. A buscar nuevas formulaciones que, sin traicionar lo anterior, sean capaces de seguir avanzando hacia el encuentro con una verdad más plena, más auténtica, más profunda. Ese es, en realidad, el camino que la Iglesia lleva recorriendo dos mil años: un camino de búsqueda y de aprendizaje, con un pie puesto en la tradición, pero el otro avanzando por nuevos territorios que han de hacernos humildes para buscar.

Los experimentos... con gaseosa Hay un dicho muy expresivo que afirma que los experimentos es mejor hacerlos con gaseosa (supongo que en lugar de con champán o alguna bebida más sofisticada y costosa). Es decir, que con las cosas serias mejor es no jugar, no vaya a ser que se estropeen o se rompan. Es comprensible, pero se puede convertir en un cántico al inmovilismo. Hay muchas personas que, hoy en día, en lo relativo a cuestiones eclesiales, tienen miedo al cambio. Miedo por pensar que abrir la puerta en algunas cuestiones podría llevar a cuestionar otras muchas. Miedo porque hacen una lectura dramática de lo ocurrido tras el Concilio Vaticano II, donde las transformaciones fueron vertiginosas y, en ocasiones, problemáticas. Miedo porque sospechan que el cambio puede desencadenar un efecto dominó que no deje títere con cabeza. Entonces, parece que solo se pueden transformar algunas cuestiones menores y poco significativas, como retoques en la fachada de un edificio, pero sin tocar para nada aspectos más sólidos, no vaya a ser que se dañen las paredes maestras. Sin embargo, la realidad es que hay aspectos de calado que tal vez están esperando nuevas voces, nuevas propuestas, un poquito de intemperie. Ese es, salvando las distancias y los siglos, el problema con que se encuentra Caifás. Jesús trae una nueva imagen de Dios, una mirada libre sobre la ley y una concepción radicalmente distinta del orden social tal y como lo concebía el pueblo judío. ¿Tal vez en su momento la Ley fue necesaria en la historia del pueblo de Israel? Sí, posiblemente les dio estabilidad, criterio, y les ayudó a comprender a Dios mejor de lo que lo comprendían antes. Pero llega un momento en que no es suficiente. Lo que, en su origen, fue una ayuda se ha convertido en una norma rígida que oprime conciencias, excluye personas y deja todo el control religioso en manos de una casta sacerdotal que se considera legitimada para ejercer el poder en nombre de Yahveh. Jesús viene a desmontar ese discurso. Y eso, Caifás no puede comprenderlo. Para Caifás, la seguridad de lo que conoce, lo que controla y lo que «funciona» es innegociable.

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La intemperie de lo nuevo Jesús, en cambio, se lanza a la incertidumbre de lo nuevo. Lo ha hecho durante toda su vida. Ha prescindido de convenciones y estereotipos. Ha caminado por el borde del precipicio para acompañar a aquellos a quienes nadie más acompañaba. Ha tocado a los intocables y ha criticado a los puros. Ha abierto los ojos de la gente a una imagen de Dios –Abbá– que trastoca las afirmaciones más contundentes de los judíos piadosos, que encuentran su seguridad en un Dios juez implacable. Y ha roto con la expectativa de un Mesías poderoso que iba a venir al frente de un ejército como un liberador político. El Mesías enviado por Dios no será el señor de la guerra, sino el príncipe de la paz. No será un guerrero poderoso, sino un hombre con las manos vacías. No será un defensor de lo judío frente a lo romano, sino un defensor de las personas frente a la Ley. No será el garante del templo de piedra, sino de los templos vivos que somos todos y cada uno de nosotros. Todo eso resulta arriesgado, difícil de aceptar y peligroso para las autoridades. Sin embargo, Jesús se niega a callar o a ocultarse. Lo dirá en voz alta y en público. Arrostrará las dificultades y las tormentas. Buscará, en parábolas y discursos, acertar a la hora de encontrar imágenes que puedan abrir los ojos y el corazón de sus paisanos.

Apertura de mente Hoy en día, todos podemos encontrarnos en la misma encrucijada. Podemos vernos urgidos y tentados a refugiarnos únicamente en la gente que comparte nuestras perspectivas y apreciaciones de la realidad. O podemos afrontar la intemperie de lo nuevo. Esto se da en muchos ámbitos de la vida: la política, la cultura, la economía, el deporte... y, por supuesto, la fe. No se trata de jalear lo nuevo por lo nuevo, de exaltar lo moderno por contraposición a lo antiguo, o de aceptar sin crítica cualquier ocurrencia. Ni mucho menos. Pero sí se trata de tener la honestidad suficiente como para no dogmatizar lo que no es dogma. Para no absolutizar lo que tiene que ver con culturas y épocas. Para ir más allá del terreno cómodo en el que tenemos todas las seguridades y las riendas, para atrevernos a avanzar por la tierra de las preguntas y la duda. Se trata, más bien, de la capacidad de escuchar al otro, para ver si tal vez en su perspectiva, en su apreciación y en su palabra puede haber algo de la verdad que nadie posee como patrimonio.

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III. Oración: Veredictos ¡Qué terrible es la torre de las certezas que condenan! Tras sus muros se encastilla el arrogante, cegado por su propia luz, ensordecido en su seguridad, juez implacable de debilidades ajenas. ¡Qué sorprendente es el perdón que libera! En su seno renace, acaso más humilde y más sabio, quien eligió mal y sembró muerte. Enséñanos, Señor, a caminar por el valle de la misericordia, donde las heridas cicatrizan y nos vuelven humanos.

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CAPÍTULO 6.

LAS NEGACIONES DE PEDRO

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I. Contemplación de papel: la noche amarga de Pedro «¡YO a ti te conozco! ¡Tú estabas con él!» Se sobresalta al escuchar esa frase que suena como una acusación. Intenta no mirar en la dirección de la voz, pero varios rostros se han vuelto hacia él, como delatando al hombre al que apunta esa palabra. De pronto, se ha hecho el silencio, únicamente roto por el chisporroteo de la hoguera. No puede desentenderse. Percibe que todos esperan una respuesta. ¡Miedo! Un miedo atroz le invade. En un instante imagina que la guardia del Sanedrín le prende a él también. Por su mente pasan los golpes, los salivazos, las burlas, el rechazo..., y como un resorte responde, mirando a la mujer que le ha acusado, casi escupiéndole las palabras: «No sé de qué hablas, mujer. Desvarías». Ella le mantiene la mirada con expresión de recelo. Parece dudar si debería seguir insistiendo cuando otro de los hombres, apenas un muchacho, sentado alrededor de la lumbre, se burla de ella diciendo: «¡Anda, mujer! Tráenos algo del vino de Caifás, pero no te lo bebas tú, que luego dices tonterías». La criada entonces desvía la vista y responde al mozo con otra pulla: «Ese vino es solo para los hombres. Vas a tener que esperar unos años para probarlo». En otras circunstancias, este intercambio verbal habría desencadenado una catarata de bromas, chanzas y risotadas. Esta noche el ambiente es más tenso, así que la broma es recibida con alivio, pero sin algarabía, y sirve para que todos reanuden sus conversaciones, olvidando las primeras palabras de la mujer. Pedro mira fijamente al joven, preguntándose si su interrupción ha sido la intervención de un aliado o tan solo una oportuna casualidad. No reconoce el semblante del chico, que parece ignorarle. Se dice que esta vez le ha acompañado la suerte. Con el estómago aún encogido por el temor, espera un momento antes de levantarse y alejarse de este círculo. Se debate entre la prudencia, que le aconseja poner tierra de por medio y marcharse cuanto antes, y la desesperación, que le mantiene anclado a este lugar, exasperado al no poder ver a Jesús ni saber qué está ocurriendo en el Sanedrín. Camina, intentando no acercarse a ningún grupo donde alguien le pueda reconocer. Tiembla más por el susto que por el frío. No sabe qué hacer. Se siente como un animal hostigado por una jauría. ¿Qué ha ocurrido? Hace tan solo unas horas se sentía tan fuerte, tan protegido y acompañado por los otros..., cenando, riendo, escuchando al maestro, haciendo planes para el futuro... Y ahora, con Jesús arrestado, los demás estarán escondidos, supone. ¿Y él? ¿Qué puede hacer? ¿Debería intentar entrar de algún modo o entregarse para que lo lleven con Jesús? La sola idea de entregarse hace que se le vuelva a encoger el estómago. Se sabe incapaz. No es simple temor, sino un pánico visceral, lo que le domina. Sale por la puerta del patio y se detiene fuera, en la calle. También aquí hay muchos hombres. ¿Quién les ha convocado? Caifás y su gente, sin duda. Pedro intenta reconocer algún rostro amigo, anhela descubrir a alguien que, como él, aprecie a Jesús. Pero se da cuenta de que todos los que están en los alrededores son

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leales a los fariseos, y su presencia aquí no es inocente. Caifás quiere asegurarse de tener cerca a gente que respalde sus maniobras. «¡Ese estaba con Jesús, el Nazareno, era de los que iban con él». Otra vez. ¿Le está persiguiendo la maldita chismosa? Ahora mira sin disimulo, acorralado, y se da cuenta de que es una criada diferente la que ha lanzado la acusación. Casi siente alivio al darse cuenta de que quienes contemplan la escena no son los espectadores anteriores, y vuelve a negar con vehemencia: «¡Juro que no conozco a ese hombre!» La intensidad de su mirada o el desafío que asoma en su postura parecen intimidar a la mujer, que, sin ganas de meterse en líos y viendo que poca gente está interesada en su afirmación, se encoge de hombros y vuelve al interior. El temblor ahora se apodera de él y tiene que ponerse a caminar de nuevo para tratar de disimularlo. Quiere huir, pero aún se resiste a marchar. Mira de nuevo hacia el interior del patio. Lo que quiera que esté ocurriendo en la casa del Sumo Sacerdote tiene lugar dentro de las paredes, y afuera solo llegan vagos murmullos. Por eso, aunque el temor y el instinto le dicen que se aleje, vuelve al interior del recinto. Se sienta de nuevo, cerca de una hoguera, aunque intenta quedar en las sombras. Trata de escuchar algún fragmento de las conversaciones que recorren el patio. Las criadas que entran y salen de la casa, trayendo algo de vino y alguna torta de pan, chismorrean, pretendiendo saber más de lo que verdaderamente saben. Y así, en voz queda, se va difundiendo, de grupo a grupo, de hoguera a hoguera, una crónica entrecortada: «¡Ha blasfemado!»; «Hay testigos que hablan contra él»; «¡La guardia del templo le está golpeando!»; «¡Ese impío!»; «Parece que lo van a entregar a los romanos para que lo condenen a muerte»... Pedro no es capaz de hablar. Imaginar a Jesús acusado, golpeado, herido, hostigado por esas alimañas, le parte el alma. Ni siquiera puede imaginar qué le estarán haciendo. Le tenían ganas. Les tienen ganas a todos desde hace tiempo. ¿Por qué han tenido que venir hoy a Jerusalén? ¿Por qué no se habrán quedado en Betania, a celebrar allí la cena pascual? El recuerdo de la aldea vecina le trae a la memoria a los amigos. ¿Lo sabrán ya? ¿Podrán ellos hacer algo? ¡No! Nadie lo sabe aún. Todo el mundo descansa en esta noche maldita, mientras los sacerdotes han prendido a Jesús. ¿Qué le irán a hacer? Nada bueno, sin duda. Pregunta a unos hombres que, cerca, parecen cuchichear con alguna información reciente: «¿Qué ha pasado? ¿Se sabe algo nuevo?» Entonces uno de ellos le mira con expresión torva, y una vez más resuena la acusación. «Realmente tú eres uno de ellos, tu acento te delata». Esta vez estalla. Se levanta airado, jura una y otra vez. Maldice: «¡Yo no conozco a ese galileo!» Casi parece dispuesto a golpear al acusador, que, ante tal arrebato de furia, se amilana. Consciente de que está llamando demasiado la atención, vuelve a salir del patio. En la calle hay menos movimiento que hace un rato. Algunas personas duermen alrededor de los rescoldos de las hogueras. Empieza a clarear. Pedro se detiene, indeciso, sin saber si debe alejarse y con el corazón latiendo a toda velocidad.

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El canto de un gallo en esa hora temprana de la mañana le devuelve la cordura... y la memoria. «Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces». ¡Lo ha hecho! Al rememorar las palabras de su amigo, pronunciadas hace tan solo unas horas, y la seguridad con que se jactaba de que algo así era imposible, un frío helado le atraviesa hasta la entraña. Le ha abandonado. Ha jurado, ha maldecido, ha negado conocerle. El miedo ha sido más fuerte. Aún está aterrado. Él, el hombre duro, el seguro, el bravucón... se ha venido abajo. ¿Qué dirían ahora los demás? Les ha fallado a todos. El pensamiento pasa de los amigos lejanos al maestro, de la noche anterior al momento presente. ¡Él lo sabía! ¡Sabía que sería capaz de fallarle! Y al imaginar a Jesús consciente de esas negaciones, al pensar que le ha rechazado, que le ha vendido, que ha sido incapaz de compartir el riesgo, que le ha dejado solo... toda la fuerza, la seguridad o la intención que pudiera quedarle se desvanece. Se aleja unos pasos, trastabillando; y cuando está en las sombras, cae de rodillas con el rostro entre las manos y rompe a llorar con amargura. Al principio, el llanto es incontenible. Hay en sus lágrimas remordimiento, vergüenza, culpa... y el deseo de dar marcha atrás. Si pudiera borrar lo sucedido; si fuera capaz de desdecirse... ¡Pero no! Ni siquiera ahora se atrevería a volver a entrar para entregarse a las autoridades. Le atormenta la facilidad con que ha negado conocer a Jesús. Al verse acosado, no se ha acordado de su amistad, de las declaraciones de fidelidad ni de los momentos en que ha jurado, con convicción, que moriría por él. Solo ha hablado el instinto de supervivencia... No quiere sufrir, le asusta la tortura, el castigo de las autoridades, la perspectiva de ser ajusticiado... «¡No le conozco!» Esas palabras martillean en su cerebro como una acusación implacable. Se siente un traidor, un cobarde, un miserable. Llora. Llora por no ser el hombre valiente que creía. Llora por no ser el amigo fiel que pretendía ser. Llora porque le ha negado. Tres veces. Tres veces. Tres. Como Jesús le había dicho. Al pensar en Jesús y recordar la expresión de pesar con que había pronosticado esta traición, Pedro se vuelve a ver sacudido por los sollozos. Anoche insultaba a Judas por entregarle con un beso, y ahora él lo ha vendido con sus palabras. Al menos el Iscariote no le ha apuñalado por la espalda. Al pensar en esto, la congoja se apodera de él. No hay marcha atrás... Incapaz de moverse, empieza a recordar. Rememora, en rápida sucesión, imágenes de estos tres años. La primera vez que oyó hablar de él, el momento en que le conoció y dejó barca, redes y hogar para echarse al camino. En su mente se mezclan rostros, historias que evocan distintos sentimientos: el asombro al verle curar a los enfermos; la admiración al escuchar sus respuestas cuando rebatía a fariseos y otras gentes que venían a incordiar; la alegría de tantas noches durmiendo al raso, conversando, preguntando; la camaradería con los otros; el orgullo de sentirse importante, de saberse un poco como su segundo. Ahora los malos momentos, los enfrentamientos con Judas, la rivalidad entre ellos por ganarse la confianza de Jesús, la amenaza de quienes no quieren a Jesús... parecen algo secundario. Solo recuerda, con cruel dulzura, los episodios más llenos de vida y esperanza. ¿Qué ha sido de todo ello? Las lágrimas no dejan de fluir y anegar sus 59

ojos enrojecidos al pensar que todo eso se ha acabado, sellado con una traición. Han sido tres años de amistad, de fuerza, de seguridad. Tres años en los que ha pensado que Jesús siempre estaría aquí. Tres años en los que, incluso cuando el mismo Jesús le decía que aquello podía acabarse, no ha creído que tal cosa fuera posible. Ahora le ha fallado. Viene a su memoria un momento en que, al decir Jesús que tenía que padecer mucho, él le respondió que eso nunca ocurriría. ¡Qué dura fue entonces la reacción de Jesús...! «¡Aléjate de mí, Satanás!», le había dicho. Entonces Pedro anduvo huraño y molesto un par de días. No le gustó la reprensión, ni la mueca de satisfacción que creyó ver asomar en el rostro de alguno de los otros. Sin embargo, ahora esas palabras le parecen insuficientes. Ahora él se insulta a sí mismo con términos mucho más duros. Él, que todos estos años ha sido el fuerte, el impulsivo, el seguro, por primera vez desde que le conoció se siente roto. Su llanto le trae a la memoria otras muchas lágrimas. Las de aquella mujer encorvada a quien Jesús enderezó un día en la sinagoga. Las de esa otra muchacha a punto de ser apedreada por adúltera y que, sin embargo, pudo seguir su camino. Los ojos brillantes de aquel cobrador de impuestos que se subió a una higuera para verle. O el desconsuelo de Magdalena, que le lavó los pies con sus cabellos, indiferente al rechazo de los fariseos y a la murmuración de los otros comensales. Pedro, en este momento, se da cuenta de que él nunca ha entendido el dolor de estas personas. Las lágrimas siempre le han resultado indescifrables. Pero en este momento parece intuir por primera vez la hondura de su sufrimiento, su culpa, su necesidad de acogida. En un instante de súbita lucidez, adivina en lo que ha hecho Jesús una grandeza que hasta ahora se le había escapado. Jesús se ha pasado estos años abrazando a gente que estaba tan rota como él lo está ahora mismo; gente que se sentía despreciable, culpable, maldita... Jesús no les ha rechazado. Les ha hablado de perdón y les ha enseñado a seguir adelante. Y Pedro comprende que, si estuvieran de nuevo juntos, también a él le abrazaría, le miraría con cariño y hasta le perdonaría. Y aunque siente que no merece la misericordia, entiende que la necesita. Este reconocimiento hace que, más fuerte que su propia culpa y el desprecio que siente por sí mismo, se imponga en este momento la certeza de que Jesús no le odia. No le odiaba cuando sabía que le iba a traicionar. Y no le odiaría ni siquiera ahora, cuando aún le vencen el temor y la vergüenza. Porque esa es la lógica del maestro. Acaso ahora, por primera vez en su vida, Pedro acepta que es débil, que tiene miedo, que es capaz de fallar. Y, sorprendentemente, este reconocimiento, en lugar de pesarle como una losa añadida, le tranquiliza. Ahora, quizá de manera inconsciente, comprende por vez primera la hondura y la verdad del mensaje que lleva años escuchando. Si alguien le estuviera viendo en este momento, no notaría el cambio. Sólo vería que sigue llorando. Y, sin embargo, la amargura primera va siendo sustituida por un extraño alivio; casi cabría hablar de esperanza...

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Pasa un largo rato así. Agotado. Herido. Inseguro. El que se levanta del suelo es un hombre muy diferente del que apenas ocho horas antes se levantaba de una mesa alardeando de una fidelidad inquebrantable. Este que ahora echa a andar, no sabe muy bien aún hacia dónde, se siente frágil, pequeño, pobre, triste y, sin embargo, misteriosamente en paz.

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II. Lecciones de la fragilidad La historia de Pedro es otra historia de pasión. A él le toca vivir su propia agonía, su propio aprendizaje, y afrontar sus encrucijadas, de las que sale, al menos en un primer momento, trasquilado. En esta noche de fiesta, traición y entrega, le vamos a ver pasar por diversos estados de ánimo, desde la euforia hasta la derrota, desde el orgullo hasta la furia, desde la confianza en sí mismo hasta el desplome de todas sus certidumbres y seguridades. Esta madrugada va a suponer para Pedro una dolorosa bofetada, al estrellarse contra su propia fragilidad. Él, el discípulo fuerte, el líder de los otros, el que procuraba destacar y mostrar a tiempo y a destiempo su aprecio por Jesús, le va a negar. Y ese encuentro, cara a cara, con su limitación le va a romper por dentro. En su historia vemos el reflejo de muchas de nuestras historias, cuando descubrimos que no estamos a la altura de nuestros sueños, que las palabras que orgullosamente proclamamos van muy por delante de nuestros actos, más limitados. ¿Qué hacer con esos pies de barro?

La hora de los brindis Imaginemos a Pedro. No termina de entender todo lo que ocurre. Ha sido testigo de repetidas advertencias de Jesús sobre el peligro. Pero Pedro está seguro de sí. «Nunca te fallaré», llega a decir. Está en un momento de euforia. No es que sea ciego al conflicto, a la dificultad o a los problemas. De hecho, se han tenido que enfrentar en ocasiones a aquellos que rechazan a Jesús. A veces, también entre los que le siguen ha habido roces y suspicacias. E incluso con el mismo Maestro ha habido momentos de tensión y discusiones. Sin embargo, esta noche parece que todo encuentre su sitio. No olvidemos – ya lo hemos señalado antes– que la cena es una fiesta. Con sus momentos tensos, pero una fiesta. En la que se come, se bebe, se canta, se conversa y se comparte una intimidad preciosa para todos. En las palabras de Jesús hay una triple enseñanza que, seguramente, sonaría bien en los oídos de sus amigos: la invitación a servir; la declaración de una amistad incondicional, profunda y primera por ellos; la importancia que les da al hacerles partícipes de una misión: «Haced vosotros lo mismo». ¿Cómo no se iban a sentir henchidos, contentos, apreciados? Las amenazas, por un momento, parecen disiparse. Es el momento para el entusiasmo, la confianza y las grandes palabras: «Daría la vida por ti».

La hora de la fragilidad Sin embargo, este Pedro, que tanto alardea y promete, va a fallar a su maestro de tres maneras diferentes esta noche. Tres formas de fallarle que tal vez nos enfrentan con 62

nuestros propios demonios y flaquezas.

Primero, se queda dormido. Cuando Jesús les pide a los más íntimos que velen, que le acompañen en el tiempo de la dificultad y la angustia, no serán capaces de permanecer despiertos. Les vence el cansancio, la modorra y un exceso de confianza. Pero ¿quién no se duerme de vez en cuándo? ¿Quién no se queda, en ocasiones, perdido en ensoñaciones o imágenes lejanas a la realidad? Hay muchas formas de dormirnos. Puede ser la búsqueda de uno mismo, el quedar atrapados en cánticos de sirena sobre la realización personal, en lugar de escuchar los anhelos del otro. Dormirse es quedarse en palabras bonitas que nunca aterrizan. Y vivir con los ojos cerrados a las posibilidades, enormes, que hay en nuestra vida. Cerrados a la verdad. Enchufados, de algún modo, a vidas ficticias y virtuales, como tan bien plasmaba la primera película de la serie «Matrix», en la que la mayor parte de la humanidad vivía en sueños, conectada a máquinas y ajena a la verdadera realidad

Segundo, reacciona mal. Le corta la oreja al criado del centurión. Le da el arrebato. Tira por la calle del medio. Saca la espada y se lanza a pelear. Ese es su error y, a menudo, también algo que ocurre en todas las vidas. Tirar por el camino fácil. Buscar atajos o soluciones inmediatas. Elegir la lucha frente a la paz. Optar por el odio, por la violencia, por el rencor, por las espirales de encierro, cuando en nuestra mano está la decisión de tirar por otro camino. Podemos amar en vez de odiar. Responder al mal con el bien. No contribuir a hacer de este mundo un lugar duro y exigente. Pedro, y a menudo nosotros, no controlamos los límites y terminamos actuando de formas que son contradictorias con aquello que proclamamos.

Tercero, niega a Jesús. Esta escena es tremenda, quizá porque supone la mayor contradicción con sus propias palabras y promesas. Y no una vez, sino tres. Pedro no traiciona a Jesús porque esté en contra de lo que ha dicho su maestro, sino por miedo. El miedo al dolor, al sufrimiento o al castigo. Le asusta lo que se le viene encima. Teme que, si le reconocen como uno de los amigos de Jesús, va a correr su misma suerte. Teme el castigo, los golpes, la muerte... Como nosotros, que a menudo tenemos que enfrentarnos también a nuestros temores: a decir que somos creyentes en un mundo que mira con burla o con suficiencia a quien dice creer; a dar la cara por la justicia, por la verdad, por los valores concretos y reales; a equivocarnos; a apostar por un caballo perdedor; a comprometernos y luego no ser capaces de estar a la altura del compromiso; a descubrir algún día que hemos quemado las naves y no tenemos lugar donde reclinar la cabeza; a ser honrados en un mundo donde al pillo le va bien y del honesto todos se aprovechan. Un miedo tan fuerte que silencia al amor y puede llevarnos a decir: «No le conozco».

La hora de la verdad. Y ahora, ¿qué?

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Lo bonito, lo distintivo, lo especial de Pedro es la capacidad de llorar. Cuando canta el gallo, cuando recuerda las palabras de Jesús, cuando es consciente de lo que ha hecho, sale afuera y llora. Llora porque se sabe débil. Llora porque se reconoce frágil, limitado; llora porque ha metido la pata hasta el fondo; y llora porque, pese a todo, sabe que no tiene las agallas suficientes para volver a entrar y ponerse de parte de su maestro. Y ese reconocimiento es importante. Al final de su vida, algún día, sí dará la vida, pero aún no está preparado. En este momento, Pedro es un hombre que tiene la suficiente lucidez como para mirarse con verdad. Hay dos formas de mirarse con mentira: una consiste en no reconocer jamás los propios defectos; la otra, en considerarse siempre una porquería. Frente a ambos extremos hace falta valentía. Para reconocer la flaqueza. Para comprender los pies de barro... pero también el corazón de fuego. Ahora es cuando Pedro se ve enfrentado a sus pies de barro. Ante la flaqueza y el propio error, uno puede negar y echar siempre las culpas a los otros. Puede justificarse, encontrando siempre razones para todo. Puede venirse abajo, abrumado por la culpa y los remordimientos, sin capacidad para aceptar lo ocurrido –algo de esto vamos a ver en Judas. Pero es posible también aceptar lo sucedido, llorar por ello y disponerse a aprender. Pero aprender ¿qué?

Lecciones de la fragilidad En primer lugar, la fragilidad nos recuerda que somos humanos. No somos perfectos, ni falta que hace. Tener que estar siempre demostrando la mejor cara, el ser invulnerables, fuertes, es en realidad encerrarse en un mundo de mentiras. Somos personas, y en ocasiones fallaremos, a Dios, a nosotros mismos y a otros. En segundo lugar, la conciencia de que no somos perfectos nos puede permitir entender que los demás tampoco lo son y, en consecuencia, nos puede llevar a aceptar un mundo con mucha más fragilidad, imperfección y limitaciones personales. Líbrenos Dios de quienes, creyéndose perfectos, miran siempre por encima del hombro a los demás. El mundo no puede ser una competición de personas perfectas que tratan de sobresalir o de pisar a quien falla, sino un camino conjunto de gente vulnerable, limitada y capaz de equivocarse. En tercer lugar, ser conscientes de la fragilidad, de la flaqueza y de los errores es hacernos un poco más sabios. Nuestra propia historia es maestra, si somos capaces de ser sinceros sobre ella. Se trata de una sabiduría que ha de ser lúcida. Nuestros actos tienen consecuencias en las vidas de otras personas. Tiene consecuencias el bien que hacemos, pero también el daño que causamos, y por eso mismo importa. Importan nuestras decisiones, y podemos luchar para aprender de los errores. El cuarto aprendizaje tiene que ver con el perdón. El perdón no se exige ni se gana. No se negocia ni se merece. En ocasiones, lo que está en nuestra mano es pedirlo. 64

Confiar en el amor que puede darle la vuelta a las ofensas y ayudar a que cicatricen las heridas. En nuestra mano está, al menos, el reconocer con humildad el mal que hayamos podido infligir. La experiencia del perdón tiene tres protagonistas: Dios, los otros y uno mismo. Dios sí perdona. Eso nos lo mostró Jesús hasta el final. En cuanto a los otros – las víctimas del mal–, habrá entre ellos quien sea capaz de otorgar perdón. También es posible que haya personas que no quieran, no puedan o no sepan perdonar (o perdonarnos). Tendremos que aceptar esa posibilidad y estar dispuestos a seguir caminando sin exigir más. En cuanto a nosotros mismos, a veces es uno el que más dificultad encuentra para perdonarse. Incapaz de aceptar haber fallado a uno mismo, a los otros o a Dios. Sin embargo, la capacidad de mirarse con sinceridad, de reconocer la propia fragilidad y confiar en que es posible seguir adelante, aprender de los errores y continuar caminando, es muy real en la vida.

La hora de las lágrimas Pedro llora amargamente cuando se da cuenta de que ha negado a Jesús. Sus lágrimas son comprensibles. Uno diría que al menos demuestran que se ha dado cuenta de lo ocurrido, que le importa y le duele. Hay gente que llora mucho y gente que llora poco. Los niños lloran a menudo. En cuanto a los adultos, hay quienes, por llorar, lloran por cualquier cosa. Y quienes parecen no llorar nunca por nada. Hay lágrimas sin huella. Pero hay también lágrimas fecundas... En realidad, más allá de emotividades diversas, todos lloramos. Y a veces las lágrimas llegan al hacernos conscientes de los errores cometidos. Porque es parte de la vida. Porque es parte de cada historia el equivocarnos, el elegir mal y, a veces, el hacer daño a aquellos a quienes queremos –o a aquellos a quienes ni siquiera conocemos. En esas lágrimas de Pedro no solo están las suyas; están también las de tantos hombres y mujeres que en algún momento han sentido que su vida era un fraude; las de tantas personas que se han equivocado y se han sentido incapaces; las de tantos sueños rotos; las de tantos amores imperfectos; las de tantas pasiones truncadas; las de tantas palabras que no tienen vuelta atrás; las de tantas decisiones erradas. A veces hay que llorar, sin atascarnos en la propia fragilidad. A veces habrá que dejar que otros –u Otro– acojan el llanto y abracen nuestra flaqueza. A veces habrá que levantarse y seguir caminando, aun con los ojos anegados en lágrimas, recordando que la vida sigue; recordando que siempre estamos a tiempo de volver a sembrar lo arrancado; recordando que hay quien nos ama tal y como somos. Para que con esas lágrimas vertidas se abra también la puerta a una nueva esperanza

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III. Oración: Pies de barro No te atormentes de más, si fallaste al amigo, si negaste a Dios, si no amaste bien, si erigiste un muro, si sembraste muerte, si pasaste de largo ante una cruz. Acepta tu historia con un dolor lúcido (llevará su tiempo volver a reír) y cree en el perdón del amigo, de Dios, de los desamados. Siempre estás a tiempo de abrir puertas, plantar vida y encaramarte a la cruz para clamar por todo lo que pide respuesta.

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CAPÍTULO 7.

EL SUICIDIO DE JUDAS

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I. Contemplación de papel: la noche amarga de Judas CORRE. Quiere alejarse. Huir. Olvidar lo que ha hecho. Si pudiera cerrar los ojos y dejar de ver el rostro del amigo herido... Si pudiera dejar de escuchar el sonido de los golpes, que martillea en su interior como si aún estuviera allí... Si pudiera deshacer el camino de estos últimos días... Si pudiera... Pero no puede. Un sollozo pugna por abrirse paso en su garganta. Lo reprime y se convierte en un sonido ahogado. Las calles están cada vez más vacías al alejarse del Sanedrín. Aún no ha amanecido, y la mayoría de la gente duerme. Ajenos al drama que tiene lugar en la ciudad. Ignorantes de la detención de aquel a quien hace días aclamaban. Cansados por el trasiego de estos días de fiesta. En el silencio, los pasos de Judas al correr resuenan con estruendo, mezclados con el tintineo de las monedas que aún lleva envueltas en un trapo y el ladrido distante de algunos perros. Finalmente se detiene, envuelto en sudor, pese al frío de esta hora temprana. El agotamiento se refleja en su rostro. Respira rápido, tratando de recobrar el resuello. Mira a los lados. No hay nadie a la vista. Se sienta en el suelo y apoya la espalda en un muro de adobe. Se inclina y esconde el rostro entre las manos, mientras se mece, adelante y atrás, intentando no llorar. Una y otra vez vuelve a ver al amigo golpeado. Una y otra vez ve su semblante familiar crispado por el dolor, por la burla, por la tensión. Paradójicamente, ahora, cuando todo parece consumarse, vuelve a anhelar la cercanía, la amistad, la comprensión que llevaba meses ausente. Ahora que le ha entregado a las autoridades, cuando los hechos parecen dar la razón a quienes recomendaban prudencia y distancia, o a quienes se han opuesto a Jesús, Judas vuelve a sospechar que el maestro estaba en lo cierto. Con abrumadora certeza se dice que acaba de cometer el peor error de su vida. Ahora cada palabra pronunciada en los caminos parece más verdadera; y cada obstáculo, cada reproche de los que ha rumiado durante los últimos meses, parece más equivocado. Ahora vuelve, punzante, el grito pronunciado en aquel monte: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia». Ahora es Jesús el perseguido. ¿Bienaventurado? Judas mueve la cabeza. No entiende –vuelve la duda. No entiende a Jesús. Pero tampoco quiere lo que está ocurriendo. Pensó que solo le harían callar, que le obligarían a marcharse... Pero ahora comprende que van a acabar con él. Quisiera desaparecer. Quisiera olvidar la tristeza en el semblante del amigo cuando, hace tan solo unas horas, la guardia del templo le prendió después de que Judas les condujera hasta él. ¡Un beso! Se siente tan sucio... No le duele tanto el desprecio en la mirada de los otros –al fin y al cabo, ¿dónde están ahora?: escondidos también. Pero a él le ha fallado más... «Uno de vosotros me va a traicionar». ¡Lo sabía! Lo sabía y no hizo nada para detenerme, piensa. De nuevo trata de ahogar los sollozos. Oye pasos y murmullos. Unas mujeres doblan una esquina. Se detienen, sorprendidas al verle, y su conversación se corta en seco. No necesita mirarlas para 68

suponer que acaban de levantarse y van a por agua. Dudan si pasar o no, temiendo que sea un borracho que vaya a causarles problemas. Finalmente, en silencio, pasan por delante. Él ni siquiera alza la cabeza. No quiere que nadie le vea. Se siente marcado. Como si en el rostro llevase pintada su felonía. Pronto la ciudad despertará. ¿Qué puede hacer? ¿Hay marcha atrás? ¿Acaso si devuelve ese dinero maldito dejarán libre a Jesús? Al pensar esto, lanza una mirada cargada de odio al paño que está a sus pies Puede decir que fue un error. ¿Le harán caso si se desdice de sus acusaciones? Se sorprende al pensar en algo tan inocente, tan ingenuo, y desear creerlo... porque sabe que eso no va a suceder. La suerte está echada. Tendría que haberlo pensado antes. Ahora, finalmente, le vence la congoja y no puede contener las lágrimas, que se mezclan con un balbuceo sin sentido, en el que tan pronto insulta a Caifás como se maldice a sí mismo o repite el nombre del amigo. No hay marcha atrás. Durante largo rato sigue así. Hasta que, en medio de la tormenta interior, una idea parece destacar sobre otras: «Es el final». Rendirse. Renunciar a intentar nada más. Acabar con todo. No hay esperanza. No hay salida. No hay futuro. Esta constatación le devuelve la calma. Deja de llorar y se limpia el semblante con la manga. Su expresión de dolor ha sido sustituida por una máscara inexpresiva. La determinación parece devolverle las fuerzas. Le cuesta levantarse. El frío se ha colado en sus huesos. Se mueve con dificultad, tratando de desentumecerse. Ni siquiera es consciente de dejar en el suelo el trapo que envuelve las monedas al alejarse. Ahí queda el precio de su traición. Pero hay una losa de culpa de la que no es tan fácil desprenderse. Avanza despacio, al principio apoyándose en las paredes para contrarrestar la rigidez de las piernas. Si alguien le viera, pensaría que está herido o ebrio. Se detiene. Vacila y vuelve sobre sus pasos. Recoge la bolsa con las monedas y se encamina hacia el templo. Avanza cada vez más rápido. Intenta no pensar, porque no sabe si va a tener el valor suficiente para lo que le espera. Sin embargo, es lo único que le queda. Acabar con todo. Al llegar a la explanada del templo, casi vacía, ve con alivio que hay un sacerdote. Se acerca a él. El hombre parece indeciso, sin saber si ofrecerle ayuda o alejarse de él. Judas toma la iniciativa. Con un gesto brusco arroja la bolsa a los pies del hombre del templo y farfulla: «¡No lo quiero!» Al caer, el atado se deshace y algunas de las monedas ruedan por el suelo. El hombre le mira con expresión perpleja, pero Judas ya se aleja. Si esperaba encontrar algún alivio al deshacerse de esta carga, no ha sido así. ¿Qué estará pasando con Jesús? No puede volver a pensar en él. Duele demasiado. Se aleja del templo, ahora sí, corriendo de nuevo. Al pasar delante de una casa, ve en la puerta algunas cuerdas de las que se utilizan para atar la leña. Casi sin detenerse, agarra una. Y corre. Corre hasta atravesar la puerta de la muralla. Corre para alejarse de la ciudad que despierta, de la gente que conoce su traición, del Sanedrín, de los romanos, de los que han sido sus compañeros durante los últimos años, de Jesús, que en algún lugar sufre. Corre sin darse cuenta de que las lágrimas vuelven a surcar sus mejillas. 69

Hasta que, casi exhausto, se detiene. Lejos de todo y de todos. Mira alrededor. Busca un árbol que parezca suficientemente robusto. Cuando encuentra uno, se acerca. No quiere detenerse. No quiere pensar. Quiere que todo acabe. Ya. Trepa por el tronco. Una astilla lastima su pierna, pero no le hace demasiado caso. Se encarama a una rama que parece fuerte y ata la cuerda alrededor. Después anuda el otro extremo en su cuello, pugnando por controlar el temblor que se apodera de sus manos. Aprieta la soga todo lo que puede. El llanto ha dado paso a los gritos. Aquí, donde nadie puede oírle, grita, intercalando alaridos de desesperación con una letanía de «lo sientos» y «noes». Dice su nombre por última vez: «¡Jesús!» Se deja caer.

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II. La culpa Las historias de Judas y de Pedro tienen más de una semejanza. Amigos de Jesús, discípulos, seguidores que, en un momento determinado, niegan a su maestro. Cada uno de una forma distinta. Pedro, por miedo. Judas, porque no entiende su manera de actuar y cree que se está equivocando. Lo que parece claro es que ambos despiertan en un momento, se dan cuenta de lo que han hecho y sienten el peso de la culpa. Pero Pedro es capaz de levantarse y enderezar su rumbo, mientras que Judas no es capaz de pasar página: esa losa le sepulta y le lleva a quitarse la vida. ¿Dónde está la diferencia?

El arrepentimiento Es importante la lucidez para reconocer las propias meteduras de pata y para afrontar las consecuencias de los propios actos. Es humano desear desandar el camino recorrido cuando descubrimos que nos ha llevado en la dirección equivocada. Pero no podemos dar marcha atrás al reloj, y a menudo lo que está en nuestra mano es tratar de reparar lo que podamos, mucho, poco o nada, y ver cómo vamos a seguir caminando hacia delante. A veces se escucha decir a algunas personas que no se arrepienten de nada. Uno piensa, ante eso, que o bien han vivido muy poco o aspiran a muy poco. Porque la realidad es que en la vida nos equivocamos, erramos, y es posible que nuestras decisiones hieran a otros. Tal vez hubo una época en que la Iglesia martirizaba a la gente con sermones y amenazas relacionadas con el pecado, el castigo y el miedo a condenaciones eternas. Entonces la culpa se convertía en un instrumento para dominar conciencias o en la consecuencia de una imagen atroz de Dios. El efecto péndulo llevó a que, cuando se empezó a incidir en dimensiones mucho más liberadoras del evangelio, pareciese que lo relacionado con el arrepentimiento sonase a trasnochado y levemente siniestro. Sin embargo, arrepentirse es reconocer lo erróneo en las propias decisiones, un reconocimiento que no ha de machacarnos, pero sí ha de hacernos lo bastante lúcidos para no enrocarnos en las equivocaciones.

Dolor Todos preferimos acertar y no fallar. Por nosotros mismos... y por otros. No quisiéramos herirles, y cuando nos damos cuenta, es posible que el reconocimiento duela. Duele haberles fallado. Duele descubrir que uno no tenía la razón. Duele comprender que has hecho daño a otros, a ti mismo, o que has traicionado aquello o a Aquel en quien crees. Duele no ser lo perfecto, lo fuerte o lo íntegro que uno pensaba. Duele, y a menudo nos 71

reprochamos lo ocurrido, nos preguntamos si podríamos haber actuado de forma diferente, nos sumergimos en el deseo de que las cosas hubieran ocurrido de otra manera. Cuesta aceptar que no hay marcha atrás. Y por eso empiezan a rondarnos sentimientos muy humanos: el remordimiento y la culpa. Nos muerde una y otra vez (remuerde) la memoria de lo ocurrido, la sensación de derrota y fractura. Se puede ir convirtiendo en un enorme fantasma la sombra de lo que hayamos podido hacer: una palabra dicha en mal momento que se ha clavado como un puñal en alguien a quien queremos; una decisión que ha generado dolor o decepción en otros; una encrucijada en la que hemos tirado por el camino de lo injusto, lo hiriente, lo egoísta o lo cruel... No está mal esa advertencia, ese aprendizaje de nuestra propia historia. No está mal tener un punto de conciencia que a veces muerde, porque sentimos que hay líneas que no debemos cruzar.

Perdón Pero no podemos quedarnos atascados en la memoria de lo ocurrido. No debemos dejar que ese remordimiento se convierta en un tormento más allá de lo debido. No podemos, porque todo el mundo tiene la posibilidad de rectificar, de aprender, de volver a levantarse y de seguir caminando. Esto no es fácil, y a menudo tocará seguir adelante con la carga de la propia historia, que nos hace quizá más humanos. Tocará llevarse alguna que otra cicatriz que nos recordará lo ocurrido. Esas cicatrices pueden ser relaciones que quedan rotas, amistades truncadas, silencios hostiles o reproches eternos. Quizás haya quien nos perdone. Dios, ciertamente. Los otros, tal vez. ¿Nosotros mismos? No siempre es fácil. Pero ahí está el reto. Aceptar con humildad la propia historia. Perdonarse no es decirse que nada ha pasado ni quitarle importancia. Es aceptar los pies de barro y confiar en quien, con ese barro nuestro, moldea cacharros que han de ponerse al servicio de un proyecto común. Ahí radica la gran diferencia entre Pedro y Judas. Ambos sufren. Ambos tienen que afrontar el arrepentimiento y el dolor. La diferencia es que, mientras Pedro es capaz de pensar en Jesús y reconocer el perdón como parte de la verdad profunda del amigo, Judas queda aplastado por el peso de la culpa, sin abrirse a la misericordia. Incapaz de comprender la mirada de Dios revelada en Jesús, no le queda nada.

La mirada de Dios La mirada de Dios sobre el ser humano no es la mirada del juez implacable, del enemigo airado o del jefe ofendido. Es la mirada de quien, hasta en la hora última, será capaz de ofrecer perdón, porque es consciente de que a menudo el que hace el mal no sabe lo que 72

hace. La mirada de Dios es mucho más benévola con nosotros que nosotros mismos, quizá porque no es tan exigente, porque conoce nuestras hechuras y sabe de nuestros anhelos y nuestros temores. Solo esa mirada capaz de abrazar lo frágil, lo imperfecto, lo equivocado, salva. Es la lección que Judas no llegó a aprender.

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III. Oración: Perdón Seguiremos caminando, más allá de fracasos y golpes. Seguiremos amando, venciendo soledades y deserciones. Seguirá la historia, la memoria poblada y la espera impaciente de lo que ha de llegar. Uniremos los pedazos dispersos, los fragmentos de sueños, estrecharemos brazos heridos. Setenta veces siete alzaremos los ojos y retomaremos la ruta. Con otros, igual de frágiles, igual de fuertes, igual de humanos, haremos surcos en la tierra fértil para seguir sembrando un evangelio de carne y hueso regado con los anhelos más hondos, y crecerá, imparable, la vida.

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CAPÍTULO 8.

LA MUJER DE PILATO

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I. Contemplación de papel: ¿Quién hablará en defensa de un justo? CLAUDIA extiende el brazo y descubre que está sola en el lecho. Apenas amanece, pero su marido ya debe de estar en pie, y ni siquiera le ha oído levantarse. Poncio Pilato nunca duerme hasta tarde, pero hoy ha comenzado la jornada inusualmente temprano. Lamenta que no esté con ella para tranquilizarla. Ha tenido una pesadilla. Pero aunque se da cuenta de que no era real, Claudia no consigue recuperar la calma. En su sueño se han mezclado rostros de su vida allá en Roma con los semblantes morenos de los habitantes de esta provincia lejana. No recuerda bien qué ha soñado, pero la presión en el estómago y la humedad en sus ojos le revelan que era algo triste, y que probablemente ha llorado. Tenía que ver con el Galileo. Cae en la cuenta con súbita lucidez de que en su pesadilla había violencia, derrota y muerte. Y estaba Jesús, ese hombre del que estos días habla toda Jerusalén. También estaba ella, y su marido, y los siniestros sacerdotes que de vez en cuando vienen con sus quejas y exigencias. La suerte de unos y la de otros estaba ligada. Había un precipicio, y lo único que recuerda es que se despeñaban juntos Jesús y Poncio, mientras ella, desde arriba, no podía hacer nada más que gritar... Con la primera luz del alba parece que los fantasmas se disipan. ¿Por qué le asaltan estas sombras? Odia esta tierra. No aspiraba a esto cuando se casó con Poncio. Claudia Prócula aspiraba a algo más que a ser la esposa del gobernador de una prefectura en un lugar miserable, lejos de amigos y conocidos, lejos de las comodidades de otras provincias civilizadas en las que lo romano no es visto con recelo, sino que es admirado. No como aquí, donde este pueblo arrogante pretende ser nada menos que el pueblo elegido por Dios. Nada más llegar a esta provincia, tuvieron que enfrentarse a un levantamiento por unas disputas religiosas, y en esa ocasión los sacerdotes consiguieron doblegar el brazo de su marido. Aquello por poco le cuesta la salud y el puesto a Poncio. ¡Qué extraño es este pueblo judío...! No terminan de comprenderlo. Es un círculo vicioso. No les gustan los judíos. Pero si no los comprenden, no podrán gobernarlos con acierto. Y si no aciertan, no conseguirán que a Roma lleguen mejores informes que les permitan alejarse de aquí. Salir de aquí. ¿A eso se reduce todo? Se levanta y se viste con una túnica sencilla, sin llamar a ninguna criada. No lo necesita y prefiere la autonomía al servicio. Sale del dormitorio y le sorprende no ver a Poncio en la antesala, donde normalmente despacha cartas y papeles en esas horas primeras de la jornada. Sale en su búsqueda y oye ruido de voces en la entrada. Sigue el sonido, y al asomarse al patio del pretorio se queda helada. Lo que ve parece una versión lúgubre y extraña de su pesadilla. Poncio está sentado en una silla, flanqueado por dos de sus consejeros, y unos escalones más abajo están los sacerdotes judíos, un buen grupo de esos cuervos negros que tanto le disgustan. Pero Claudia se queda de piedra cuando descubre, en medio, a Jesús. Solo le ha visto dos veces, pero de sobra sabe quién es. La primera vez fue en medio de una multitud, en la ciudad. Entonces ella estaba con sus criadas y no pudo acercarse, pero le llamó la atención la forma en que la gente le 76

escuchaba. Así que una tarde, sin ningún tipo de séquito y vistiendo como una judía, se acercó a la puerta del templo, donde lo vio y escuchó sus palabras. Acostumbrada a los discursos pomposos y la palabrería vacía tan propia de la vida política romana y de las mezquindades judías, Jesús le pareció creíble. Y durante semanas sus palabras sobre el amor, los sencillos y Dios resonaron en su mente, apartando de sus preocupaciones la urgencia por volver a Roma. Le reconoce al instante, pese al mal aspecto que tiene. Quienes le traen ni siquiera han querido disimular la paliza que le han dado. Claudia se muerde un labio y reprime un grito al verlo. El horror de sus pesadillas se materializa ante ella, y mira sucesivamente al nazareno y a su marido, creyendo entender que ambos están incomprensiblemente ligados. En el atrio, los sacerdotes se atropellan reclamando al prefecto una palabra. Es evidente que quieren que condene a Jesús, y Claudia se queda estupefacta ante la mezquindad de un pueblo que pone a sus propios hombres en manos de un poder extranjero –no se engaña y sabe que eso es lo que en realidad son ellos a los ojos de los judíos: extranjeros y opresores. Sin embargo, no escatiman en argumentos «¡Es un agitador!», vocifera uno; «¡Se declara Mesías y Rey!», grita un segundo. Claudia no puede reprimir un suspiro de desprecio cuando un tercero argumenta: «¡Se opone a que paguemos tributos a César!» ¿Cómo pueden ser tan hipócritas y mostrarse ahora sumisos a Roma, cuando constantemente están desafiando las disposiciones de su marido? Poncio Pilato alza las manos en un gesto, exigiéndoles silencio. Esperan. Se dirige directamente al preso: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús alza el rostro y, con serenidad, responde: «Tú lo dices». De nuevo se eleva un griterío que el prefecto tiene que reprimir con un gesto de enfado, mientras les reprocha a los acusadores: «No encuentro culpa alguna en este hombre». Basta esta afirmación para que ellos vuelvan a la carga con más insistencia. Exasperado, les deja hablar. Claudia ve en el rostro de su marido la expresión que tan bien conoce: Pilato está pensando rápidamente cómo obtener rédito político de la situación o, al menos, cómo evitar que le salpique. Aunque sabe que es más prudente no interferir, algo dentro de sí se rebela contra este mundo de cálculo y negociación, contra este teatro de conveniencias y falsedad. Ella comprende bien el dilema del prefecto. Puede condenar a un hombre sabiendo que es inocente, y así los judíos le deberán un favor, pero le repugna tomar una decisión injusta a sabiendas. Si, por el contrario, libera a Jesús, corre el riesgo de que se desencadenen disturbios, y eso solo supondrá más problemas ante las autoridades romanas que pueden influir en su carrera. Por su parte, los hombres que quieren condenar al nazareno son víboras, y Roma les trae sin cuidado. El nazareno tiene más dignidad en su silencio de la que ellos tendrán en toda una vida. Aprovechando que el griterío no decrece, Claudia se acerca a su marido por detrás y se agacha para susurrarle al oído: «No les hagas caso. No condenes a un hombre justo». Pilato clava en ella unos ojos que reflejan una mezcla de sorpresa e irritación, y ella se 77

siente urgida a explicarle un poco más. «Está noche he soñado que esto ocurría...» Él mira hacia delante asintiendo levemente. Claudia se retira unos pasos y espera que sus palabras surtan efecto, pero sospecha que su marido tan solo hará lo que le pueda servir más, sin preocuparse demasiado de sueños o pesadillas. Ella siempre ha estado de su parte, porque sabe que el progreso de él es progreso de ambos. Sin embargo, en este momento reza en silencio a todos los dioses para que no se cebe con este inocente, presintiendo la calamidad detrás de la injusticia. Pilato levanta la cabeza al escuchar uno de los argumentos que despliegan los sacerdotes y señala en la dirección de quien lo ha proferido. «¿Habéis dicho que es galileo?» Ellos asienten, sin saber qué importancia tiene la región de la que venga Jesús. Sin embargo, el romano sonríe con alivio al encontrar un resquicio que le permitirá decidir sin decidir. «Herodes es entonces quien tiene que decidir. Él es vuestro rey, ¿no? Llevádselo a él». Los hombres protestan, pero la expresión severa del romano les hace callar. Salen del patio empujando a Jesús, y la brusquedad con que le mueven de un lado a otro le parece a Claudia el presagio de que nada bueno puede ocurrir. Poncio la mira desde su asiento. Quizás espera encontrar en ella una sonrisa complacida, un gesto de admiración por lo bien que ha sorteado el dilema. Sin embargo, Claudia se siente incapaz de ser, esta vez, apoyo para él. Ha intentado ayudarle y siempre ha estado de su parte, pero por una vez habría querido que Poncio fuese de verdad el hombre justo con el que un día creyó casarse. Por una vez, el cálculo, la conveniencia y el propio bienestar le parecen un espejismo, en comparación con la verdad del nazareno. Una sombra de tristeza cruza su rostro, y ella, incapaz de aguantar la mirada de su esposo, vuelve a su habitación. Impotente, incapaz de hacer más y vacía, siente que una soledad atroz la rodea y que algo se ha roto entre ellos dos para siempre.

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II. El justo perseguido La mujer de Pilato le pide a su marido que no condene a un hombre justo. Es lo que nos cuenta el evangelio de Mateo. Una línea. Apenas unas palabras. Ella es la única que va a interceder a favor de Jesús en estos juicios de la Pasión. Mientras unos huyen, otros le niegan, y las muchedumbres se suman a la corriente mayoritaria, que pide su condena; mientras las autoridades religiosas y políticas le tratan como a un peón en un juego de ajedrez, una mujer intercede por él. ¿Por qué motivo? ¿Por un sueño? ¿Habría escuchado a Jesús antes? ¿Sería su discípula? Podemos imaginar muchas respuestas a estas cuestiones. Lo que sabemos a ciencia cierta es que intentó salvarlo. Con poco éxito, pero lo intentó. Dio la cara por él. Es importante ser conscientes de esto. Una de las grandes responsabilidades que tenemos las personas es la de cuidar unos de otros. En un mundo donde demasiadas veces la gente se encuentra sola, abandonada, con la sensación de tener que luchar con los demás, de que nadie te comprende o nadie valora tu trabajo, tu esfuerzo, tus problemas... Un mundo en el que los más frágiles suelen pagar los platos rotos de los conflictos y las luchas de poder. Interceder por el otro, especialmente por el otro injustamente tratado, perseguido o agobiado, es el camino del evangelio. Por el otro, que quizá no pueda corresponderte. Ser voz para el que está amordazado. Esto es lo que hace la mujer de Pilato. Probablemente tiene más que perder que si se calla o si deja que Pilato obre a su conveniencia. Después de todo, lo que es útil para el prefecto es útil para ella. Si la carrera del gobernador se atasca o sufre un revés, ella también tendrá que seguirle en el exilio o en la vida de provincias alejadas del Imperio. Sin embargo, y pese a todo, habla. Probablemente dándose cuenta de que no es fácil conseguir una exculpación, dadas las circunstancias. Pero no renuncia a intentarlo.

El justo «Ese justo». Esa es la palabra exacta del evangelio de Mateo: «No condenes a ese justo». ¿Dónde radica la justicia? Probablemente, no en una ley que oprime, discrimina y excluye. Tampoco en una ley que para mantener el orden pasa por encima de un hombre inocente. La justicia es buscar la dignidad de las personas y acabar con aquello que atenta contra esa dignidad. De algún modo, Jesús viene a darle la vuelta al concepto de justicia de su sociedad. ¿Cuál era ese concepto vigente en la sociedad judía? Dios (el Juez) ha dado una ley (la norma) que hay que cumplir. El que la cumple se salva. El que no la cumple se condena. En consecuencia, la sociedad se divide entre quienes cumplen la Ley y quienes se la saltan. Los excluidos lo son por haberse saltado de algún modo la Ley, y merecen su castigo. Los puros pueden celebrar que, como consecuencia de su virtud, les va bien y Dios les premiará.

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En una sociedad así hay mucho juez de vidas y conciencias ajenas. Mucho apuntador que señala con el dedo a las historias de otros. Mucho lapidador dispuesto a apedrear al pecador. Jesús le dio la vuelta a esa historia. Al mostrar un Dios que es Padre antes que Juez; al declarar que de nada sirve la Ley sin el amor; al hablar de perdón y misericordia por encima de castigos y represalias; al acoger a los excluidos, enfermos y despreciados de su sociedad y ofrecerles esperanza; al sentarse a comer con puros e impuros, fariseos y pecadores, sin hacer distinción entre las personas; al hablar de una verdad diferente. Su concepto de justicia pasaba por reconocer la dignidad de cada persona en sus circunstancias. Pero también pasaba por desenmascarar lo que atenta contra esa dignidad. Y si acaso algo le rechinaba y denunció con más saña, fue la hipocresía de los que presumían de ser puros.

Persecución del justo ¿Por qué se persigue al justo? Porque incordia. Porque con sus palabras veraces y su denuncia desenmascara mucha falsedad. Muchas personas, a lo largo de los siglos, han sufrido, debido a su compromiso por la fe y la justicia. Hombres y mujeres convertidos en iconos de resistencia frente al poder arbitrario: poder económico, poder cultural, poder político, poder militar. Silenciados por quienes no toleran que la defensa de las personas y sus derechos se antepongan a intereses particulares. Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977. De entrada, parecía que iba a ser un obispo de perfil bajo, conciliador, etiquetado por muchos como «conservador» y dispuesto a mantenerse callado ante las flagrantes injusticias que se producían en la sociedad salvadoreña. En aquellos años, una brutal represión de la policía y el ejército asolaba un país cuya población demandaba un reparto más equitativo de la tierra. Romero vio la situación. Conoció de primera mano el testimonio de personas que sufrían la violencia gratuita y arbitraria. Enterró a algunos de sus sacerdotes, acribillados a balazos por grupos militares... Y decidió no callar. Empezó a hablar. A predicar, en nombre del evangelio y de Jesús, contra los violentos, los verdugos, y a favor de los pobres, los bienaventurados, los pacíficos. Tuvo que afrontar la incomprensión, la violencia y la descalificación. Sin embargo, no cejó. Sus homilías dominicales, retransmitidas a todo el país, se convirtieron en el grito de una muchedumbre que en él encontraba su portavoz y su esperanza. Muchos le aconsejaron callar. No lo hizo. El 23 de marzo de 1980 alzó su voz en la catedral para clamar contra la violencia inmisericorde e injusta: «Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No 80

matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!». Fue su testamento. Al día siguiente, mientras celebraba la Eucaristía, le asesinaron de un balazo. Otros tomaron el relevo. Hubo más violencia, más enfrentamientos. Más mártires que empezaron a hacer que la opinión pública internacional se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Y se fueron abriendo caminos para el cambio primero, y para la reconciliación después. Como Romero, tantos otros hombres y mujeres, muchos de manera anónima, plantan cara a lo injusto. A sabiendas de que es injusto. Interceden por los oprimidos. A sabiendas de que con eso ponen en juego sus vidas. La justicia es trabajar por una sociedad donde el poder despótico no es más fuerte que el amor; donde cada persona puede encontrar su sitio. Creer que es deseable y, por lo mismo, debemos hacerlo posible. Aunque por el camino se nos vaya la vida en el intento.

Interceder por otros La mujer de Pilato es un personaje en apariencia menos heroico; parece que su intento es vano y que no arriesga mucho, pero precisamente por lo cotidiano de su intento, por lo valiente de su gesto, merece la pena caer en la cuenta de su significado. Primero, porque al menos se da cuenta de lo que está ocurriendo. Ya es importante, cuando demasiadas historias pasan desapercibidas. Después, porque intenta hacer algo. Podría haberse ido. No inmiscuirse. Dejarlo estar. Total, ¿para qué? ¿Por un hombre al que ni siquiera conoce? Ese es el gran problema de nuestra época: la cantidad de personas que, en la encrucijada de complicarse la vida o dejarlo estar, eligen –o elegimos– lo segundo, porque es menos arriesgado o porque no vemos que sirva de nada siquiera intentarlo. ¿Quién hablará por los justos? Es posible que hoy nuestro problema no sea el silencio. Quizá corremos el peligro de irnos al extremo opuesto. Hay tantos cauces, tantos canales, tantos ámbitos desde donde se puede denunciar, que las palabras terminan convertidas en eslóganes arrojadizos, y las personas de las que se habla pueden ser simplemente etiquetas al servicio de un discurso. Escribimos en periódicos, en redes sociales, publicamos tweets donde nos convertimos en profetas de calamidades y en portavoces de los silenciados. Corremos el riesgo de que se nos llene la boca de proclamas, quejas y exabruptos. No basta. Habrá que elegir bien las causas y caer en la cuenta de que utilizar el nombre o la situación de las víctimas de nuestro mundo es 81

adentrarse en un terreno sagrado, en el que hemos de avanzar con delicadeza, respeto y honestidad. Hoy en día, cuando todos tenemos muchos motivos para el desaliento, para la queja, para la indignación, cuando podemos protestar por tantas cosas que nos afectan a nosotros y a otros, es necesario elegir las verdaderas luchas: aquellas que generan espacios de evangelio, proyectos que pivotan en torno a la paz y la justicia, dinámicas de misericordia, sanación y promoción de cada ser humano. Es necesario, desde la fe, buscar en Dios y su evangelio luces y pistas para construir sociedades donde el justo, el inocente, el pequeño, no termine aplastado. Y esto en lo más genérico, cuando miramos a nuestras sociedades, pero también en lo cotidiano, en esas historias concretas que tejen el día a día: en los alumnos de nuestras aulas; en los conflictos familiares; en las decisiones laborales; en nuestros grupos de amigos; en las comunidades religiosas...: allí donde las palabras llevan detrás carne y sangre, historias y consecuencias.

Hay que intentarlo La mujer de Pilato fracasa en su intento. Nadie le hace caso. Se escucha su voz, pero se la aparta de inmediato de la escena. Es una experiencia real esta de clamar en el desierto o de estrellarse con impotencia contra el muro de lo conveniente. Muchas personas piensan hoy, con escepticismo, que nuestro mundo es un lugar inhóspito, que aquí cada cual va a lo suyo, y que el que persiga algo diferente es un ingenuo o un demente. Pero no es así. Hay muchas personas que van dejando una huella, poniendo su porción de vida, sanando alguna herida, generando memorias reconciliadas, logrando algo bueno para otros. Quizá debamos dejar de pensar en términos de todo o nada, bajarnos de los discursos tremendistas y universales, para ir construyendo, cada día, en lo concreto. Lo cual no quiere decir que nos refugiemos en lo inmediato y renunciemos a pelear por todo. Lo que quiere decir es que el mundo se transforma en lo grande y en lo pequeño. Que rendirse no puede ser la respuesta cuando vemos lo que no funciona. Y que cada semilla de humanidad que sembremos dará fruto, aunque ahora parezca sepultada en la tierra de la frustración y el fracaso. En esta mujer que interviene, que habla, que intercede por el justo, recordamos que nosotros, todos y cada uno de nosotros, tenemos en nuestras manos, en nuestros pies, en nuestra palabra, en nuestro corazón y en nuestra mente, la capacidad de apostar por lo verdadero, lo humano y lo justo. Podemos ser profetas sin aspereza; defensores sin murallas; trovadores sin inquina. Y porque podemos ser esto, y mucho más, no debemos rendirnos.

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III. Oración: Todos los santos Un buscador de verdades. La espantadora de penas. El arquitecto de sueños, el soñador de belleza. La abrazadora de enfermos, el profeta en una guerra. El juzgador de ojo justo y la maestra sincera. El hacedor de vacunas, el perdonador de ofensas. Un poeta que, discreto, con versos derriba puertas. La pintora de utopías, el forjador de inocencia. Un hombre cuyas arrugas atesoran risas viejas. En su memoria, y en la de tantos otros, solo nos cabe dar gracias. ¡Gracias! ¡Amén!

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CAPÍTULO 9.

EL JUICIO DE HERODES

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I. Contemplación de papel: Haznos un milagro DESPIERTA sobresaltado. Apenas ha dormido esta noche. Si no fuera porque es conveniente dejarse ver, no volvería a salir de Galilea para venir a Jerusalén. Se da cuenta de que, para ser lo primero que le viene a la mente en la jornada, es un pensamiento bastante sombrío. Aún no ha amanecido. En el lecho, a su lado, Herodías duerme plácidamente. Ella no tiene problemas para conciliar el sueño. La mira, intentando adivinar su rostro en la penumbra de la habitación. Ella es fuerte. A menudo, la más fuerte de los dos. Cuando han tenido que plantar cara a sus enemigos, cuando ha tenido que tomar decisiones difíciles... siempre ha estado ella detrás. Alentándole, empujándole. En los últimos tiempos se descubre a menudo reflexionando sobre lo que ha hecho hasta ahora. ¿Ha merecido la pena? Tiene la sensación de que siempre, en todo, se ha quedado a medias. Su infancia y juventud en Roma, que muchos envidian, no fue la vida maravillosa del hombre libre. Siempre supo que, aunque pareciera el hijo de un rey amigo, en realidad era una pieza más en el tablero del Mediterráneo, y que los romanos le preparaban para obedecerles. Ese era el juego. Rendir pleitesía al imperio. Mantener las formas. Ser un rey de papel. Y, o bien aceptaba las reglas, o se buscarían otro monigote. Recuerda sus esperanzas juveniles, cuando aún se resistía a aceptar que así habría de ser siempre. A veces se soñaba como heredero heroico de su padre, Herodes «el Grande», encabezando una rebelión, expulsando a Roma, humillando al César, recuperando la libertad. Y otras temía acabar como alguno de sus hermanos, acuchillado en un callejón por las intrigas de la corte –y quién sabe, si, como dicen algunos, por orden de su propio progenitor. Sin embargo, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Cuando, al morir su padre, Augusto decidió partir el reino, a él le tocó una pieza menor del pastel: Galilea y Perea. Menos de lo que había soñado. Habría preferido Judea y el dominio sobre Jerusalén, pero eso fue para su hermano Arquelao. Él tuvo que conformarse con ser Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea, un título menos sonoro que el de «rey», pero más ajustado a la realidad. Y correveidile de Tiberio, a quien mantiene informado sobre los procuradores romanos –sonríe para sus adentros al pensar en Pilato, que le detesta por ello. ¡Bah! Cada cual tiene que saber jugar sus cartas. Mientras sea útil al César, tiene garantizada su posición. La memoria de su padre siempre ha sido una losa difícil de sacudirse de encima. Sus colaboradores comprendieron que lo peor que podían hacer era compararle con su predecesor. Si alguno comenzaba a argumentar: «Pues vuestro padre...», de inmediato se encontraba con una mirada gélida y un gesto hosco que le indicaba que se estaba aventurando por un mal camino, y alguno de esos idiotas llegó a perderlo todo por ser demasiado insistente con esa cantinela. Pronto dejaron de decirlo, pero él siempre ha sentido el peso de esa comparación. Siempre a medias. Siempre teniendo que rectificar.

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También su matrimonio estuvo condenado al fracaso desde el primer momento. Un enlace por interés político, concertado por su padre con Aretas, el rey de los Nabateos. Su mujer le resultó insufrible casi desde el primer día. Así que cuando Herodías, la mujer de su hermano Filipo, enviudó, devolvió a la nabatea a su padre para casarse con su cuñada. Casi lo perdió todo por ello. Hasta en esto ha tenido que pelear. Contra su suegro, que le declaró una guerra que solo los romanos le ayudaron a ganar. También contra las habladurías y maledicencias. Contra los supuestos profetas que han denunciado su matrimonio como pecaminoso. La memoria de Juan Bautista le hace removerse incómodo en el lecho. La decisión de condenarlo a muerte no fue fácil. No quiere acordarse de esas interminables semanas de cavilaciones, tratando de hacer frente a las presiones de unos y de otros. Ahora dicen que ese primo suyo, Jesús, es aún más poderoso que el Bautista. Incluso hay quien asegura que se trata del Bautista vuelto a la vida. Herodes, que es supersticioso, siente una mezcla de excitación y miedo al imaginar que esto pueda ser verdad. Otro quebradero de cabeza, ese Jesús. Ese agitador que entusiasma a las masas. La luz del amanecer comienza a filtrarse por la ventana. Herodías, junto a él, se mueve. Pronto despertará, adivina Herodes. Le gustaría estar en casa, en Tiberíades, y no en este lecho que no es el suyo, en esta ciudad que debería ser suya pero tampoco lo es... Se mueve con brusquedad al pensar en Jerusalén. Gobernada por los romanos. Y otorgada a su sobrino Agripa, que no la merece. ¡Algún día cambiarán las cosas! Si en Galilea ha sido capaz de construir tanto, de crear ciudades majestuosas (en su imaginación, Séforis, su primera capital, y Tiberíades, la segunda, se ven magníficas), ¿qué no podría hacer si gobernase Judea? Por eso sigue viniendo, año tras año, a celebrar aquí la Pascua. Que no olviden que es un judío piadoso. Que no dejen de verle. Algún día llegará su hora... Ahora está completamente despierto. El curso de sus pensamientos hace que se levante malhumorado. Deja el lecho, intentando no despertar a Herodías, y sale del dormitorio sin hacer ruido. Un criado se acerca al verle aparecer. Con un gesto de la mano le indica que no quiere nada. Le sorprende que no se aleje al momento. Parece indeciso. Herodes entonces le mira con gesto de impaciencia, barruntando que trae algún mensaje. En caso contrario, ya se cuidaría mucho de incomodarlo en esta hora primera del día, sabedor del mal genio que gasta. «¿Qué quieres?» «Han detenido a Jesús». La noticia, susurrada en un tono casi reverente, le deja helado. Hace tan solo unos momentos, estaba pensando en él. ¿Detenido? La mente de Herodes empieza a trabajar rápido. Se agolpan diferentes ideas en su mente. Por una parte, habla su orgullo. Se siente ofendido porque hayan arrestado a un galileo notable sin consultarle. Al tiempo, se siente aliviado al pensar que siempre es bueno que se silencie a los posibles alborotadores. Y, por último, le sorprende que se hayan atrevido. ¿Quién puede haber detenido al nazareno? Hace tan solo unos días, las muchedumbres le aclamaban. Le recibieron con ramos y cánticos, y le llamaron rey de los judíos. Herodes, al pensar en esto, frunce el ceño. Cuando le llegó noticia de esa entrada triunfal en Jerusalén, el 86

estallido de cólera que tuvo fue de los que hacen época. «¿Rey de los judíos? ¡Maldita sea! ¡El rey soy yo!», gritó rojo de furia, mientras rompía platos y ánforas y lanzaba contra el suelo todo lo que tenía a mano. Y ahora le han detenido. «¿Los romanos?», pregunta al criado «No. Ha sido Caifás. El Sanedrín se ha reunido esta noche para juzgarlo. Nadie sabe qué ocurre, pero dicen que lo llevan a presencia de Pilato». Herodes se gira bruscamente, despide al criado con una mano y vuelve a entrar en el dormitorio. Si lo llevan a los romanos, eso solo puede significar que quieren una condena a muerte. Despierta a Herodías con una sacudida brusca. Ella le mira, somnolienta y sorprendida, pero antes de que pueda protestar, él le da la noticia: «¡Han detenido a Jesús! Se lo entregan a Pilato». Los ojos de ella se abren un poco más, y su expresión, en el primer momento indescifrable, se convierte en una sonrisa satisfecha. Herodes sabe lo que ella está pensando. Otro enemigo incómodo que cae. A su mujer le es fácil concentrar su odio en todo lo que le recuerde al Bautista. «Preparémonos para otro día de Pascua», susurra al oído de su marido. Herodes comprende el mensaje, aunque se siente dolido al pensar que nadie le tiene en cuenta. «¡Yo soy el rey!» piensa, de algún modo enfadado con Herodías, que ni siquiera tiene en cuenta su importancia. Desayunan en silencio, los dos solos. El silencio de Herodías es pletórico. Rebosa satisfacción. El silencio de Herodes es más tormentoso. Aunque advierte ventajas en la desaparición de Jesús, también siente un deje de tristeza. En algún momento ha tenido la esperanza de encontrarlo. ¿No dicen que es un hombre admirable, que hace milagros, que sana a los enfermos, que entusiasma a las masas con sus palabras? Si hubiera podido atraerlo a su corte y convertirlo en uno de sus colaboradores, habría sido muy útil. Le habría permitido ganar prestigio ante el pueblo. Y le habría servido como contrapeso al poder de los sacerdotes... En fin, una oportunidad perdida. Cuando alguna vez lo llamó, el insolente no quiso venir a verle y le contestó con arrogancia. Ahora es tarde para ambos. Unos pasos rápidos resuenan en el corredor. Otro criado asoma por la puerta de la estancia y se acerca presuroso. «¡Un emisario de Pilato quiere veros!» Esto sí que es inesperado, piensa Herodes. «Llevaos todo esto y hazle pasar». Se levanta y alisa su túnica. Quiere parecer majestuoso y no desea que el romano le vea sentado a la mesa. Se aleja un poco, mientras los criados retiran platos y comida. Cuando al fin entra el emisario, se trata de un soldado que le tiende una nota escrita en latín. Herodes la lee. Un rubor de satisfacción tiñe sus mejillas. Empaca la voz y, ufano, dice a Herodías: «Nos envía a Jesús. Dice que, siendo galileo, mejor que le juzgue yo». Engola la voz al pronunciar esa última frase. Se siente importante. El corazón le late más rápido. De golpe, se encuentra en medio de un conflicto interesante y se ve como un personaje destacado en el juego de los poderosos. No puede evitar sentirse halagado y, aunque trata de mostrarse indiferente, una sonrisa de complacencia asoma a su rostro. Dice al soldado que acepta la propuesta. «¿Tardará mucho en llegar?»; «Llegará pronto». Herodes no pierde el tiempo. Se viste con su mejor túnica y se pone sobre los hombros una capa bordada en oro. Hace llamar de inmediato a los nobles que le acompañan en este viaje. 87

No son muchos y duermen en otras habitaciones del palacio o en casas cercanas. En pocas palabras les explica, uno a uno, la situación que le toca dirimir. Quiere mostrar dominio, habilidad, lucidez y sabiduría. Es una gran oportunidad para él. Cuando le avisan de la llegada de Jesús, hace que le retengan en el primer patio de la casa hasta que todo esté dispuesto. La audiencia tendrá lugar en la sala más noble. Hace poner un trono de madera y se sienta. Con la espalda recta, la cabeza firme y, se dice, con expresión de autoridad. En ese momento se gusta a sí mismo. Herodías ocupa una banqueta a su derecha. Los demás nobles se mantienen de pie tras ellos. Varios soldados de su propia guardia se alinean en los muros. Finalmente, ordena que entre Jesús. Dos soldados romanos le traen, firmemente asido de los brazos. Está claro que le han golpeado. Parece exhausto, y hay restos de sangre de un rojo muy vivo en sus ropas. Herodes se pregunta si habrán sido los soldados o los propios judíos. No le sorprende ver entrar por la puerta a varios de los miembros más relevantes del Sanedrín y algunos escribas. Viendo las miradas gélidas que dirigen al reo, intuye que quieren sangre. De nuevo intenta evaluar la situación y trata de ver si acaso podrá sacar provecho. ¿Puede atraerse a Jesús? ¿Qué le será más provechoso: liberarlo, aplicarle algún castigo severo o, quizá, devolverlo a Pilato, que es el único que le puede condenar a muerte? Sabe que esto es lo que quieren los sacerdotes y los letrados. Pero él preferiría que Jesús se quedase en su corte, que le rindiese pleitesía o le mostrase algo de reverencia. Así los otros se darían cuenta de que no es un monigote en manos de los romanos. Por primera vez, sus ojos se cruzan con los de Jesús. Este sostiene su mirada. ¿Quién es este hombre? Se da cuenta de que realmente no sabe nada de él. Algunas palabras que le dicen que ha dicho, pero poco más. Sabe que es popular entre las masas. Que muchos le admiran. Pero no tiene ni idea de qué es lo que enseña. Hay quien relata milagros y curaciones. Al pensar en ello, Herodes decide pedirle pruebas. Que se gane el perdón. «Jesús, al fin nos vemos». El preso no parece asustado. «Te mandan a mí porque eres galileo. Tengo que decidir qué hacer contigo». Los miembros del Sanedrín presentes no dejan de farfullar, de modo que el tetrarca hace un gesto imperioso con la mano exigiéndoles calma. En el silencio que sigue, se dirige a Jesús: «Voy a pedirte que demuestres de qué eres capaz. ¿Harás un milagro para mí? Voy a traer a un hombre ciego, ¿le devolverás la vista, como dicen que haces?» Jesús no contesta. Un leve movimiento de su cabeza muestra su disgusto con toda la situación. Herodes se acerca a él y le rodea mientras habla con exagerada autoridad. Se siente importante. Le gusta que le escuchen. Que todos tomen nota de su poder. Los romanos, los judíos, sus propios nobles... Así que pregunta una y otra vez a Jesús. «¿Por qué estás aquí?»; «¿Qué enseñas?»; «¿Te crees un rey?» De algún modo, le sorprende el silencio del preso, que no parece ansioso por ganar su indulgencia. Le molesta esa falta de adulación. Pero tampoco le importa demasiado no obtener respuestas. Realmente, Jesús le parece mucho menos impresionante de lo que se esperaba. Continúa con su interrogatorio, pero Jesús persevera en su silencio obstinado. Los escribas y sacerdotes contestan por él. «¡Se cree 88

rey!» «¡Es un agitador!» «¡Niega la Ley!» ¿La Ley? Herodes piensa para sus adentros que los que así gritan son fanáticos. Finalmente, tras largos minutos en ese tira y afloja, considera que ha tenido bastante. Se sienta en su trono y pide un momento de silencio. Se ve a sí mismo, y le convence la imagen que cree estar dando. Sentado, mirando al suelo, los brazos apoyados con majestad en el trono, y la mano izquierda en la barbilla... Es la misma pose que tantas veces viera en Roma, en Augusto, y le gusta sentirse identificado con él. ¿Qué hacer? Esa es la duda. Tiene tres opciones. Podría liberar a Jesús. Es galileo, y le acusan los romanos. Con ello mostraría clemencia hacia uno de los suyos. Como es popular, tal vez esto le granjearía algunas simpatías. Pero le costaría un enfrentamiento muy serio con las autoridades ju- días de Jerusalén. Si quiere tener algún día la oportunidad de convertirse en rey de Judea, necesitará la alianza de estos poderosos. Puede mandar infligirle algún tipo de castigo. Pero con ello sí que no gana nada, pues seguiría recibiendo el reproche de los sacerdotes y, encima, el afecto del pueblo desaparecería. Le queda la opción de devolverlo a Pilato. Que sea él quien le libere o le condene a muerte y quien lidie con los contentos o los descontentos. Al pensar en el romano, Herodes se pregunta por qué le ha enviado a Jesús. Y le parece entender que ha sido un guiño cómplice. Tras años de enfrentamiento y tensión entre ambos, el procurador parece haber querido reafirmar delante de los judíos la importancia de Herodes. Ese regalo inesperado, más sorprendente por no venir de un aliado, hace que el tetrarca piense que tal vez ha llegado el momento de mejorar las relaciones con Pilato. Si se lo devuelve, ¿tal vez el romano lo tomará como una afrenta? No necesariamente. Probablemente lo entienda, a su vez, como señal de respeto a Roma. A veces, una pizca de sumisión es la mejor estrategia, se dice el judío. Llama a uno de sus criados, que se acerca. Al oído le da algunas instrucciones. El criado sonríe con cierta malicia al oírlo. Se dirige a la puerta y hace una señal a dos de los soldados de Herodes que le acompañan. Los presentes se miran, curiosos, sin saber muy bien qué va a ocurrir a continuación. Entonces vuelven los tres hombres. Uno de los guardias lleva un precioso manto. Se acerca a Jesús y se lo echa sobre los hombros. Hay un momento de vacilación en los presentes, que no entienden si Herodes está queriendo expresar algún tipo de aprecio o respeto por Jesús... Pero cuando el tetrarca se levanta y se acerca al reo, su semblante burlón deja ver a las claras que Jesús no tiene nada que hacer. «¡Vaya rey de pacotilla! Ni siquiera has sido capaz de sorprendernos. No puedes hacer milagros. ¡Eres un fraude!» El tono despectivo suscita aprobación general. Los soldados zarandean y empujan a Jesús, los aduladores reales ríen, porque siempre van a seguir el curso de la corriente, y los sacerdotes y escribas advierten con alivio que su presa no va a escapar. «Devolvedlo a Pilato», dice a los soldados. «Que él le juzgue. No tenemos nada que ver con este hombre». De nuevo su mirada se cruza con la de Jesús. Herodes siente un escalofrío. Habría esperado ver en esos ojos ira, odio, furia, o bien dolor, miedo y rendición. Sin embargo no ve nada de eso. O, en todo caso, ve algo más

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que no consigue entender: ve dignidad, ve entereza. Y, por un momento, se siente desnudo. Se vuelve al trono y se sienta, mientras con la mano hace ademán de que saquen al nazareno de la sala. Espera con estudiada solemnidad a que los soldados del templo y los sacerdotes abandonen la estancia, y entonces mira alrededor. Herodías sonríe, satisfecha. Los nobles comienzan a acercarse y a bromear sobre lo ocurrido, tratando de ganarse su aprobación. Durante un rato se deja querer. Luego nota una punzada de apetito y ordena que le preparen algo de comer en sus habitaciones, mientras despide a los cortesanos. A grandes zancadas se dirige a la puerta. Al entrar en su aposento, se siente fatigado. Solo han transcurrido unas horas desde que se levantó, pero han sido intensas. Está siendo un día provechoso. Hoy ha ganado dos aliados. Caifás estará contento. Y Pilato tranquilo. Además, presiente que este Jesús que tanto ha dado que hablar y tan popular ha sido en Galilea, si bien no va a ser su aliado, tampoco va a ser ya un estorbo ni un peligro. De golpe se da cuenta de que sigue sin saber nada de Jesús, ni siquiera de qué le acusan. Bueno, poco importa ya. Menos problemas. Reconfortado con esa constatación, agarra una generosa porción de carne y la muerde con fruición, mientras la grasa resbala por su barba.

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II. Jaulas de oro: La superficialidad Cuando contemplábamos el juicio ante Caifás, proponíamos una reflexión sobre las jaulas de oro y la intemperie. Es momento de retomarla. Si en aquel caso contraponíamos la seguridad y la novedad, en esta ocasión nos encontramos con otra jaula de oro, en la que queda preso Herodes: la superficialidad. Frente a ella, Jesús avanza por la intemperie de la hondura. Herodes es un frívolo. Tal vez quien mejor ha sabido reflejar esa ligereza es Andrew Lloyd Weber en el musical «Jesucristo Superstar». Uno de los personajes que mejor ha envejecido en dicho libreto es precisamente su Herodes, que canta con despreocupada alegría: «... si en verdad eres divino, haz que el agua se haga vino», mientras baila y pide un milagro para entretenerse y entretener a su gente. Desasosiega, en el evangelio, ver a este Herodes que, en un momento tan trascendente, de vida o muerte, pide un milagro, un gesto, un truco. Nos recuerda, una vez más, el episodio de las tentaciones en el desierto, donde Jesús piensa en lo espectacular, lo inmediato, lo sorprendente..., y rechaza ese camino. Herodes pide. Jesús calla. Herodes no comprende la magnitud de lo que tiene entre manos. Probablemente, Caifás y Pilato, cada uno a su manera, sí son conscientes de lo mucho que está en juego. Pero al tetrarca se le ha pasado el tiempo de entender. No ha entendido a Juan Bautista, no ha comprendido las palabras de Jesús cuando le han llegado, y sigue siendo como esos niños grandes a quienes se seduce con un truco de magia y artificio.

Superficialidad Probablemente una de las grandes tentaciones de nuestra época es esta: vivir en burbujas. Hablar de todo, pero sin escarbar en nada. Movernos entre eslóganes, entre frases hechas y diagnósticos aparentes. Confundir lo trascendental con lo intrascendente, en una mezcla de estímulos que nos mantienen ocupados. Vivir cegados por los focos, que apuntan siempre en la dirección que quieren. Y si te descuidas, bailas al son de la música que ellos tocan. ¿Cuál es hoy la tendencia, el «trending topic» en Twitter, la noticia del día? ¿Cuál es el personaje más popular? ¿Cuál es el titular más exitoso? A menudo son las propuestas más estridentes las que triunfan. Perdidos en lo anecdótico, se nos escapa la verdadera historia. Las tres novelas de «Los Juegos del Hambre» forman una saga literaria que sigue la estela mediática de «Harry Potter», «Crepúsculo» o «Millenium», es decir, un «best seller» comercial que llega a todo un segmento de población. Pero tienen el mérito de ofrecer, bajo un envoltorio juvenil, una interesante reflexión sobre la sociedad. Una sociedad futura –unos Estados Unidos post-apocalípticos llamados «Panem»– se divide 91

entre doce Distritos que son otros tantos territorios sometidos cuyos habitantes malviven mientras producen los bienes que se disfrutan en el Capitolio, la capital que ejerce el poder. La contraposición entre Distritos y Capitolio es muy interesante. La capital es extravagante, y su gente disfruta del ocio, del espectáculo, se preocupa por la moda, asume como natural disfrutar de la abundancia, ajenos a la realidad de las vidas en los distritos. De hecho, los Juegos del Hambre que se realizan anualmente son la culminación de dicha despreocupación: una competición a muerte entre jóvenes de los Distritos, obligados a matarse como parte de un macabro «reality show» seguido con verdadera fruición en las calles del Capitolio. A lo largo de la historia vamos a asistir al desmoronamiento de este sistema, consecuencia de la rebelión en los Distritos. Y por el camino presenciamos cómo los habitantes de Capitolio van abriendo los ojos al descubrir que el mundo no es ese envoltorio dulce y entretenido, sino una realidad compleja, dura y violenta. En la primera de las películas basadas en la trilogía, la descripción del Capitolio resulta muy interesante, por presentarnos un mundo en el que reconocemos muchos puntos en común con el nuestro: una sociedad del espectáculo, un mundo de la imagen, donde locutores estrella y diseñadores de moda entretienen al personal. Un moderno «Panem et circenses» no demasiado diferente de algunas dinámicas de la sociedad mediática contemporánea. El titular vende. El eslogan triunfa. El «tweet» comunica, en 140 caracteres. Lo que está en juego es la posibilidad o imposibilidad de profundizar más allá de primeras impresiones. Y ahí es donde la jaula de oro se vuelve prisión. Incapaces de ir al fondo de las cosas, podemos limitarnos a reproducir discursos ajenos, a hablar de economía, de política, de arte, de religión, de música, de fútbol o de ética sin más argumentos que unos pocos discursos prestados. Es muy difícil escapar de la burbuja en la que todo está diagnosticado con unos pocos trazos.

Hondura Jesús opta por la intemperie de lo profundo. En su imagen de Dios, en su mirada a los seres humanos, en su comprensión de la sociedad en la que vive, no se va a conformar con veredictos comunes, descripciones al uso o miradas fugaces. Si sus parábolas siguen hablando de nuestras vidas hoy, es porque tienen detrás mucha reflexión y mucha verdad. Jesús pensó en las personas y en Dios. Buscó... y no se conformó ni con el saber ni con la perspectiva de su época. Eso sí, la hondura asusta. Porque cuanto más hondo se va, tanto más difícil es construir sobre arena o sobre quimeras. Pensemos en la fe. La fe no es fácil. Está tan hecha de certidumbres como de preguntas. Hay quien no quiere hacerse preguntas. ¿Para qué? Que piensen otros... Y esto tanto vale para quien prescinde de la religión basándose

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en dos vaguedades como para quien la abraza sin ningún tipo de preguntas. En ambos casos el edificio es endeble, aunque aguante en pie toda una vida. La fe auténtica pide hondura. Tanto como otras dimensiones de la vida. La verdadera justicia no puede conformarse con recetas trasnochadas. La democracia no se puede sostener sobre eslóganes, y la verdadera crítica es la que va más allá de alineaciones gregarias. Porque la realidad es compleja y tiene infinidad de matices que requieren dedicarles tiempo y neuronas.

El camino a la profundidad Según cuál sea el ámbito de la vida del que estemos hablando, el camino hacia la profundidad lleva más o menos tiempo. Lleva tiempo comprender el mundo, a las personas, el poder, las aspiraciones humanas, el dolor, los valores por los que apostamos... Requiere sus buenas dosis de esfuerzo y matiz el pensar en Dios, en el prójimo, en las metas que pueden orientar nuestros pasos... Profundizar para entender la realidad requiere paciencia, tiempo y preparación. Es un descenso lento, como el del batiscafo que se sumerge hacia el fondo del océano, tomando sus horas y sus preparativos para no sucumbir a la presión. La fe, en concreto, no es algo inmediato y sencillo. No en estos tiempos, al menos, en que la sociedad cuestiona, juzga y a menudo demanda respuestas que no siempre sabemos dar. ¿Cuál es el camino hacia la profundidad? En la historia de este Jesús que ahora calla encontramos algunas respuestas que siguen siendo válidas para nosotros hoy. El silencio es necesario. En este mundo de ruido y vértigo, es importante encontrar espacios de quietud, de tranquilidad y de sosiego. Jesús buscó la quietud en muchos momentos de su vida y no se dejó sepultar por muchedumbres, urgencias y palabras. Quizás hoy en día, al hablar de silencio, no quiero evocar inmediatamente la ausencia de ruido exterior. Es también la capacidad para ir más despacio, para salir del vértigo, de la urgencia y de la prisa, que son seña de identidad de nuestra sociedad. Esto implica, además, tiempo. El silencio requiere dejar que las cosas maduren, implica aceptar la espera, la paciencia y escapar de la tiranía de la inmediatez. Pero no se trata de un silencio vacío, sino de un silencio en el que buscar. La experiencia de la oración fue fundamental para Jesús. Hoy en día hay muchas personas que no saben muy bien de qué va esto de la oración. ¿Repetir palabras prestadas? ¿Recitar jaculatorias? ¿Leer? ¿Reflexionar? ¿Escuchar a ver si, en alguna especie de arrebato místico, oímos la voz de Dios que nos habla de manera clara y distinta?... Es todo y es nada de esto. Orar es buscar el diálogo con Dios. No en el vacío, sino desde palabras que ya tenemos, especialmente las palabras de la Biblia, y muy en concreto 93

desde el evangelio, porque ahí están recogidas las intuiciones, las luces, los descubrimientos más hondos de los seres humanos con respecto a Dios. Pero eso ha de ponerse en diálogo con las propias circunstancias, con el mundo en el que vivimos, con los sentimientos que se despiertan a su luz. La formación va un paso más allá. Todo ese conocimiento acumulado en la Escritura y en la Tradición es muy necesario, pero también muy desconocido. A menudo tenemos que reconocer que a los cristianos nos vendría bien saber más, aprender más, poner nombre y contenido a muchas verdades de nuestra fe. Necesitamos buscar respuestas, pedirlas prestadas a quienes han pensado antes que nosotros, pero acogerlas críticamente, comprenderlas e incluso aceptar los límites en lo que llegamos a entender y en lo que nos desborda un tanto. Y todo ello no únicamente para tener un conocimiento erudito o teórico, sino como materia prima para poder reflexionar después sobre las cuestiones que a menudo nos inquietan al pensar en Dios: «¿Existes?»; «¿Cómo puedo estar seguro?»; «¿Cómo lidiar con el mal, con la injusticia, con el sufrimiento de los inocentes?»; «¿Por qué lo permites?»; «¿Se puede ser feliz?»; «¿Qué quieres de mí?» La reflexión es, entonces, un escalón más en este descenso (o ascenso) hacia lo profundo Por último, la conversación es un camino muy humano. Es sorprendente en el juicio de Herodes la negativa de Jesús a responder. Quizás porque se da cuenta de que en esas circunstancias no hay diálogo posible. Herodes no está dispuesto a escuchar, sino que pretende manejarle como quien mueve una pieza en un tablero de juego. Sin embargo, la conversación auténtica, sincera, donde uno se implica más allá de lo vago o lo impersonal, es uno de los caminos más profundos que las personas tenemos para encontrarnos unas con otras y para desbrozar en nuestro interior el terreno de las verdaderas búsquedas de sentido y significado de lo que ocurre a nuestro alrededor. Hay muchos ámbitos en la vida, no únicamente las cuestiones que tienen que ver con la fe, donde estos pasos –todos o algunos de ellos– pueden aportar calidad, perspectiva y sentido: la política, la economía, la cultura, el deporte, el arte; la historia particular de cada uno de nosotros; las personas con las que compartimos parte de nuestro tiempo... Todo ello es mucho más enmarañado y complejo de lo que a menudo percibimos. Y para cada uno de nosotros es una oportunidad y una responsabilidad el reflexionar sobre lo que vemos, lo que escuchamos, la gente con la que tratamos o las noticias que presenciamos. Para descubrir la densidad, la hermosura y la sutileza de lo real que nos rodea; para afrontar los problemas con sentido y con criterio; para construir las relaciones desde el trazo delicado y no desde el brochazo grueso; y para no conformarnos con metas que nos encierren en vidas planas, cuando podemos avanzar por la senda de lo profundo, lo emocionante y lo auténtico.

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III. Oración: Vanidad Señor, si gasto los días en guerras vacías, en quimeras huecas, en viajes a ninguna parte, despiértame. Si persigo el amor equivocado, si erijo pedestales inútiles o me ahogo en tormentas absurdas, zarandéame. Si habla en mí el hombre viejo, con su cháchara vacía, egoísta, sensiblera..., muéstrame en Jesús al hombre nuevo. Ese que es capaz de mirar afuera, de soltar lastre, de reír y llorar por otros, con otros, y de descubrir en tu evangelio una buena nueva.

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CAPÍTULO 10.

EL JUICIO DE PILATO

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I. Contemplación de papel: Pilato en la encrucijada PONCIO Pilato está de muy mal humor. Le han avisado de que vuelven a traer al Galileo. Herodes se lo devuelve. «Mediocre hasta para eso», masculla. Pero incluso en ese momento de enfado, su mente no para de analizar la situación desde todos los ángulos posibles. Herodes le hace una faena al devolverle a Jesús. Pero, por otra parte, la decisión del reyezuelo es una baza para él, pues al poner al nazareno en sus manos reconoce la autoridad de Roma. Cuando llegue el momento, podrá utilizar ese argumento. En cualquier caso, ahora vuelve a tener la responsabilidad de decidir. Camina de un lado a otro de su sala y golpea los muebles al pasar. Nadie se le acerca, pues sus ayudantes le conocen bien y saben que en momentos como este es mejor dejar que desahogue su rabia contra las fuentes de fruta o los candelabros, en lugar de exponerse a ser ellos los atacados. Sin embargo, si ha conseguido mantenerse donde está y si quiere prosperar de aquí en adelante, no será dejándose llevar en exceso por las emociones como lo consiga. Claudia está molesta con él. ¡Para ella es fácil! «Déjalo ir», le susurró hace unas horas. ¿Qué más quisiera que dejarle ir? Pero si lo hace, las cosas se van a poner muy mal en Judea. ¿Y qué más da si es inocente? Gobernar es tomar decisiones dolorosas, ¿no? Un carraspeo le hace mirar hacia la puerta. Cayo, su consejero más cercano, le indica que tiene que prepararse: «Están llegando». El rumor de voces le confirma esa urgencia. Sin embargo, decide hacerles esperar un rato. Que no piensen que es un muñeco al que pueden manejar a su antojo. Al final, no puede posponer más el encuentro. Vuelve al patio del pretorio y, al salir a su tribuna, le llama la atención lo que ha aumentado el gentío con respecto a la primera comparecencia. Si esta mañana acompañaban al Galileo algunos sacerdotes y soldados del templo, ahora es una multitud de habitantes de la ciudad la que se agolpa entre los muros de piedra; una muchedumbre vociferante, irritada, evidentemente hostil. Esto va a ser más duro de lo que pensaba, y será mejor poner un poco de distancia con el gentío. Ordena que hagan entrar a Jesús en el interior del pretorio, y él mismo abre el camino. En la sala, los gritos de fuera se oyen menos, ahogados por los sólidos muros de piedra. Se dirige a los sacerdotes, que permanecen en el pórtico sin franquear el umbral. Incluso en estas circunstancias, su dichosa Ley se impone. Pilato sabe que no entran más allá de donde están para no contaminarse y quedar impuros. El romano se dice que tienen redaños para insultarle así, llamando «sucia» su casa en nombre de Yahveh. «¿De qué acusáis a este hombre?» Vuelven a empezar la retahíla de acusaciones de la mañana: «Es un malhechor»... Pero antes de que se lancen, y aun sabiendo que se van a negar, les interrumpe diciéndoles: «Pues lleváoslo y juzgadlo de acuerdo con vuestra Ley». Como preveía, no tienen ningún interés en hacerlo, pues tienen prohibido ejecutar penas 97

de muerte, y es eso lo que buscan. Pero le sorprende la franqueza con que lo reconocen: «No nos está permitido dar muerte a nadie». Ya está, ya lo han dicho. Esto es lo que quieren. Las cosas claras. Pilato se vuelve. Estudia con calma a Jesús. Sobre la túnica, el nazareno viste una capa morada que antes no tenía. Se ve que es un toque burlón de Herodes. Lo innecesario de la mofa le hace fruncir los labios en un gesto de exasperación. Camina alrededor del reo, hasta quedar frente a él. Son de la misma altura, y por un momento se miran directamente, de pie el uno frente al otro: el romano, con su atuendo militar; el judío, con ese extraño aspecto que le confiere la capa. Los sacerdotes, los soldados y los criados guardan silencio, expectantes. «¿Así que tú eres rey?» Intenta no resultar demasiado agresivo ni demasiado amigable. Por primera vez, Jesús le contesta: «Eso te han dicho». Habla sin presunción ni dureza. Es una afirmación llana, serena, y Pilato, acostumbrado a tratar con hombres poderosos, advierte en su interlocutor una majestad infrecuente. «¿Qué has hecho?», pregunta de nuevo. «Mi reino es distinto. No tiene nada que ver con el poder o la fuerza, sino con la verdad». La verdad, piensa Pilato: ¡qué concepto tan inalcanzable...! Es evidente para el prefecto que lo que aquí está en juego no tiene nada que ver con el orden público y sí con la religión judía. Se trata de una disputa religiosa que deberían dirimir entre ellos. Se dice que hay más dignidad y realeza en este hombre que en Herodes y todos sus cortesanos juntos. Al pensarlo lanza una ojeada al grupo, que espera una condena. Sus semblantes furiosos no muestran ninguna vacilación. Pilato piensa rápido. Para él es evidente que tiene ante sí a un inocente que nada tiene que ver con los bandidos, los agitadores o los hombres violentos con los que trata a menudo. Debería dejarlo libre. Pero también sabe que no es más que una pieza en un juego mayor. Si lo suelta, tendrá que hacer frente a disturbios. Si lo condena, Caifás estará en deuda con él. Ambos lo saben. Con todo, se resiste a condenarlo. Algo en Jesús le llama la atención. Cayo se le acerca y le murmura al oído: «Tal vez aceptarían un indulto religioso». Pilato asiente y, aunque no las tiene todas consigo, ordena con un gesto que vuelvan a sacar a Jesús a la tribuna. Él sale también. La multitud prorrumpe en gritos. Les deja vociferar y observa sus rostros. Hay semblantes crispados, furia, rostros congestionados por la irritación..., pero también ve expresiones de preocupación, de pena, y advierte que algunos hombres y mujeres parecen mirar al nazareno con más compasión que furia. Tal vez sea posible dividir a los judíos con respecto a Jesús. Les pide silencio con las manos y se dirige a ellos: «Es costumbre que suelte a uno de los vuestros por la Pascua». Silencio, tan solo roto por algún «¡No!» «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Ahora sí estalla el patio en un alboroto en el que se entremezclan los gritos de rechazo y algunas voces que expresan aprobación. Sin embargo, un nombre empieza a escucharse por encima de los demás «¡Barrabás!» «¡Barrabás!» Pilato no puede creerlo. Gritan el nombre de un zelote, un provocador de disturbios que lleva semanas en un calabozo mientras deciden qué hacer con él. Y ahora los judíos le piden que mate a un hombre que es a todas luces 98

inocente y que libere a un criminal. Mira en dirección a Cayo, exasperado, y este le devuelve una mirada de impotencia. Por este camino no solo no han conseguido liberar al nazareno, sino que van a tener que poner en la calle a un enemigo de Roma. ¡Qué día! Se vuelve a Jesús. El nazareno mira con tristeza lo que está ocurriendo. Al verlo así, Pilato se siente conmovido. El grito prende en la masa y se convierte en un clamor que silencia cualquier voz discordante que pudiera haber. «¡Barrabás!» «¡Barrabás!» Alza una vez más las manos para pedir silencio. «¿Y qué hago con él?», dice señalando a Jesús. «¡Crucifícalo!» Es una voz estridente la que profiere esa condena. Inmediatamente, otros se suman al veredicto. Pilato no puede creerlo. La crucifixión, un castigo reservado a los extranjeros, que es considerada por ellos como otra imposición de Roma. Y, sin embargo, son ellos los que la piden para uno de los suyos. ¿Es crueldad? ¿Es odio? ¿Son criados pagados por los sacerdotes? El mundo está loco. Y, aun así, se resiste a emitir el veredicto definitivo. Sabe que el poder exige tomar decisiones difíciles, y no le tiembla el pulso, nunca le ha temblado, a la hora de sofocar revueltas o crucificar indeseables. Pero condenar a sabiendas a un hombre inocente le revuelve el estómago. Por otra parte, si se enfrenta a los sacerdotes, puede encontrarse con un motín peligroso, y no le conviene que en Roma tengan la sensación de que no es capaz de mantener tranquila la provincia. Se le ocurre que tal vez les aplaque ver a Jesús más herido. Llama a Cayo, que se acerca, y le indica, con una sola palabra y apuntando al nazareno: «Flageladlo». El rostro de su segundo no deja traslucir ninguna emoción. Simplemente, indica a dos soldados que agarren a Jesús y se lo lleven. Pilato vuelve a entrar en la sala, dejando a la muchedumbre expectante. En una esquina, apoyada en la pared, está Claudia, su esposa. No la había vuelto a ver desde la mañana. Preferiría que no estuviera aquí. El semblante de la mujer está contraído en una mueca de dolor. Casi sería mejor que le mirase con enfado o con odio. Sabe lidiar con eso. Sin embargo, ella parece sumida en su propia tormenta, y eso le deja a él más perdido aún, si cabe. Por un balcón que se abre en la parte trasera de la estancia se asoma al patio interior. Allí hay un grupo de soldados esperando. Ve cómo sacan al patio a Jesús. Le quitan las ropas y lo dejan medio desnudo, atado a un pilar de piedra. Entonces un soldado comienza a golpearle la espalda con un látigo. El nazareno grita estremecido cuando los primeros golpes le abren profundos surcos en la carne. Luego, mientras la tortura continúa y las fuerzas le abandonan, los gritos se convierten en gemidos. Durante largos minutos, el suplicio continúa. Cuando el soldado acaba, Jesús yace desplomado sobre el pilar de piedra. Otro legionario, con un trozo de paño, limpia un poco la sangre de su espalda; luego lo levanta y vuelve a ponerle la túnica. Un tercero ha cogido el tallo de un espino y le ha dado la forma de una corona. Se acerca a Jesús y se la pone en la cabeza. Otros lo abofetean y gritan: «¡Salve, Rey de los judíos!» Pilato está a punto de intervenir para ordenar que no le fustiguen tanto, pero es costumbre en las flagelaciones ser duros y tratar a los reos como la escoria que son. De otro modo, los soldados no podrían cumplir con su deber. Así que deja que el castigo continúe tal y como lo haya dispuesto Cayo. 99

Al final ve que a Jesús vuelven a echarle por encima la capa morada. La burla real continúa. Cuando le traen de nuevo a su presencia, no puede evitar el disgusto. Si antes resultaba raro, ahora el efecto es grotesco. Los moratones y los cortes, la sangre que difícilmente queda oculta por las ropas, el sudor, la suciedad, la corona, la capa... Todo es terrible. Hace una indicación para que vuelvan a sacar a Jesús al balcón principal. Cuando la muchedumbre lo ve, se hace el silencio. «¡He aquí al hombre!», grita el prefecto, esperando alguna señal de compasión o, al menos, que les parezca suficiente con el castigo infligido. «¡Crucifícalo!» «¡Crucifícalo!» Vuelve el griterío. Pilato deja escapar un suspiro de decepción. No ha servido de nada. Los sacerdotes no van a soltar su presa. No le queda más remedio que tomar una decisión. ¿Qué piensa Jesús? Pilato hace un último intento de hablar con él, aunque realmente no sabe muy bien qué espera sacar de esa conversación. «¿De dónde eres?» Silencio. Jesús no contesta. «¿No quieres hablarme? Son los tuyos los que te han entregado a mí, y yo tengo poder para soltarte o condenarte». Jesús no parece asustado ante la amenaza evidente de las palabras del romano. «No tendrías ningún poder si no te lo hubiera dado mi Padre». Pilato está perplejo. Está acostumbrado a lidiar con hombres que, en la dificultad, se vuelven mansos como corderos o violentos como animales heridos. Sabe reaccionar ante sus lloriqueos y sabe responder con dureza a sus amenazas, pero le desconcierta la tranquila convicción con que habla Jesús. Y por un instante siente miedo. Miedo porque, haga lo que haga, no ve una salida digna en esta encrucijada. Miedo a la verdad que intuye en la afirmación del judío. Luego se dice a sí mismo que no debe dejarse impresionar por esa fe extraña y trata de encontrar una salida. Los judíos se impacientan y presionan. El gentío ha aumentado. Entonces, uno de los sacerdotes deja caer una frase que se clava en su mente: «Si sueltas a ese, no eres amigo del César». ¡Qué rastrero, pero qué efectivo...! No eres amigo del César... No puede permitir que esos rumores se propaguen. Sabe que a menudo en Roma se gobierna por habladurías. Si se plantase la semilla de la sospecha sobre él..., si alguien piensa que protege a enemigos del imperio, entonces está condenado a vivir toda su vida en provincias lejanas. «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Lo pregunta sin convicción, con una mezcla de derrota y provocación última, al darle el título que los otros le niegan. Entonces, el mismo sacerdote que ha hablado antes abre la boca y, sin vacilación, afirma: «No tenemos más rey que el César». Pilato sabe que no puede hacer más. Su conciencia le dice que no debe condenar a un hombre justo. Su prudencia y su conveniencia le dicen que es lo mejor que puede hacer. Toma una decisión. Vuelve a mirar a la muchedumbre y alza las manos, por última vez, pidiendo silencio. Mira alrededor. Jesús está agotado, pero aguanta en pie. Los sacerdotes parecen perros de presa. El gentío aguarda. Los soldados se muestran indiferentes. Claudia, ahora sí, le mira negando con la cabeza, como pidiéndole por última vez que no lo haga. Pilato mira al frente. En medio de un silencio sobrecogedor, pronuncia su sentencia. «Lleváoslo 100

y crucificadlo». Por un instante, parece que el tiempo ha quedado congelado. Entonces la muchedumbre rompe a gritar. La mayoría aplaudiendo el veredicto. Algunos, pocos, lamentándolo. Los sacerdotes tampoco reprimen sus muestras de satisfacción. Detrás suyo, Pilato oye el sollozo de Claudia, pero ni siquiera se atreve a mirarla. Los soldados agarran a Jesús. Lo ve por última vez cuando se lo llevan a empellones. Entra en el pretorio. Algunos de los sacerdotes esperan en la puerta. Pilato sabe que este es el momento de los halagos, de la coba, y que si les deja, se desharán en lisonjas sobre su justicia y magnanimidad. Pero no tiene estómago para soportarlo ahora. Encarga a Cayo que pida una jarra y una palangana. Les mira sin ocultar su disgusto y ve en la expresión victoriosa de los judíos que son conscientes de que le han llevado al extremo. ¡Qué gentuza!, piensa. Un criado trae la jarra. Le indica con un ademán que vierta el agua sobre sus manos y se las enjuaga mirándoles, retador. «Yo me lavo las manos de la sangre de este hombre». Lo dice con una mezcla de solemnidad y furia, como queriendo escupírselo a la cara. Los sacerdotes le miran, y en algunos rostros ve Pilato indignación, en otros indiferencia, en alguno advierte preocupación y una expresión avergonzada que le produce una ínfima sensación de revancha. Pero también advierte en varios de ellos una indisimulada mueca de triunfo. De nuevo indica a Cayo que se acerque y, con discreción, le da una última instrucción: «Cuando lo crucifiquen, que un letrero bien visible sobre su cruz indique que es el rey de los judíos». Sabe que los sacerdotes van a rabiar con ello. Sin embargo, esta última pulla no hace que mejore su humor. Entonces, ocultando su nerviosismo, sale de la estancia y se dirige a su habitación. Claudia no está allí. Se sienta en el lecho. Entrelaza las manos en la nuca y esconde la cabeza entre los brazos. Intenta no pensar. No sentir. No evocar lo que acaba de ocurrir. «¡Malditos sean por haberme obligado a hacer esto!», se dice. «¡Maldita Judea! ¡Maldito destino! No he podido hacer otra cosa», se repite. Pero no se engaña. Sí habría podido, y lo sabe. El griterío se aleja, y Pilato deduce que ya se llevan a Jesús para crucificarlo. Pero el silencio no trae alivio. No puede quitarse de la cabeza la imagen de un hombre justo al que acaba de enviar a la muerte. Y aunque con el teatral gesto de lavarse las manos haya querido provocar a los sacerdotes, se vuelve a mirar las palmas, sabiendo que están manchadas de sangre para siempre.

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II. Jaulas de oro: El egoísmo El juicio ante Pilato es muy distinto de los anteriores. En los relatos evangélicos se advierte que el prefecto romano intenta soltar a Jesús. Al contrario que Caifás, que no quiere que se escape de ninguna manera, y a diferencia también de Herodes, que no parece saber muy bien qué se supone que debe hacer, Pilato sí sabe lo que tiene que hacer. No ve motivos para condenarlo. Al menos, ningún motivo legítimo. No le parece un enemigo público, un agitador ni un hombre peligroso. No ve en él una amenaza para Roma. Probablemente, no le interesa en absoluto el motivo religioso, y todo lo más intuye algo de verdad en la firmeza de Jesús. Es tan evidente esa apreciación que antes de condenarlo intenta varias soluciones alternativas –el desviárselo a Herodes, la flagelación, la oferta de liberarlo como muestra de clemencia con motivo de la pascua judía–; pero todos los intentos salen mal. Incluso cuando le ha condenado, hace un gesto ostensible de desacuerdo, al lavarse las manos y declararse inocente del crimen. Intento teatral, pero vano, este de exculparse. Todos y cada uno de nosotros somos responsables de nuestras decisiones. Sobre todo, cuando podemos elegir otro camino y no lo hacemos. Al final, también Pilato va a quedar encerrado en una jaula de oro. Quizá la más dura de todas: la del egoísmo. Tal vez la voz de su conciencia le martillee, o tal vez consiga acallar sus ecos justificando lo injustificable. Tal vez en algún momento conseguirá perdonarse, o puede que la culpa le atormente por haber ordenado ejecutar a un inocente. El caso es que elige la condena a muerte. Y lo elige por un único motivo: porque a él, Poncio Pilato, prefecto de Roma, le conviene. Le conviene no tener disturbios. Le conviene tener contentas a las autoridades judías. Y le conviene que a Roma no lleguen rumores que puedan ser perjudiciales para su carrera. Por eso, por su interés, decide. No por la justicia. No por la verdad. Mucho menos por humanidad, dignidad o compasión. Decide lo que decide porque le interesa.

Egoísmo Hace unos años, una marca bien conocida de perfumes lanzó al mercado una colonia de nombre «Egoïste». Nadie se extrañó. Nos extrañaría –al menos por ahora– una colonia de nombre «cretino», «maltratador» o «insensible». Pero no «egoísta». El egoísmo hoy en día parece legítimo. Tú a lo tuyo, y cada cual a lo suyo, que aquí nadie da nada por nada ni se preocupa del resto. Todo tiene su precio, y al bueno le toman por tonto. Todas estas frases encadenadas son eslóganes que podemos escuchar de diversas maneras en muchos foros. Por eso parece que el egoísmo se vuelve una alternativa no solo conveniente, sino casi necesaria si uno quiere sobrevivir en esta jungla de todos contra todos. Cuando bastantes dimensiones de la vida se tambalean, muchas instituciones han perdido credibilidad, y nada parece demasiado fiable, uno parece abocado a la soledad de 102

pelear por lo suyo y fiarse de sí mismo. ¿De quién, si no? El egoísmo es hacer de uno mismo la medida de todas las cosas. Las decisiones, las encrucijadas, las metas en la vida, los recursos de que uno dispone...: todo se emplea en función de lo que es propio. Todo se orienta a obtener para mí lo que ansío: mi propia realización, mi propio gusto, mi propia satisfacción... se convierte en la medida de todas las cosas. Hay quien dice que esto es humano, que es inevitable, que todos lo perseguimos y que incluso quien hace el bien lo hace porque ello le produce satisfacción o sentido. Lo primero que hay que decir es que no es así. No todas las decisiones en la vida son egoístas. No todo obedece a búsquedas más o menos conscientes de la propia satisfacción. De hecho, a menudo la generosidad no es benévola con el generoso. No siempre te llena o te colma, y muchas veces responde más a convicciones que a apetencias. E incluso, cuando sí te llena, la diferencia con el egoísmo es que la meta primera y principal de la generosidad no es proporcionarse uno a sí mismo motivos para el bienestar, sino buscar el bien de otros porque se piensa que lo merecen, que lo necesitan, o porque se cree en ello por encima de otras conveniencias. Y ahora, hecha esta puntualización, demos un paso más: ¿qué problema hay en ser un egoísta?

Las tres jaulas del egoísmo Vivir solo vuelto sobre sí mismo, centrado exclusivamente en las propias apetencias, intereses y preocupaciones, tiene muchas consecuencias. Algunas de ellas muy perniciosas. Me gustaría señalar al menos tres: la soledad, la desconfianza y la ceguera. En primer lugar, la soledad. En todas las vidas y caminos puede haber momentos de soledad. Pero la soledad del egoísta es, de algún modo, una soledad derrotada. Uno de los relatos más clásicos del siglo XX es el navideño cuento cinematográfico de Frank Capra «¡Qué bello es vivir!». En esa película, el señor Potter es el paradigma del egoísmo. Rastrero, calculador, implacable y ambicioso, no tiene en cuenta las dificultades y penurias del prójimo, guiado únicamente por su ansia de acumular poder y riqueza. Frente a él está George Bailey, un hombre honesto que durante toda su vida lucha por hacer lo correcto, teniendo siempre presentes a los demás. Sin desmenuzar demasiado la película, cuando llega el momento de la verdad, Bailey se va a encontrar respaldado por infinidad de personas que ven en él a un amigo, mientras que Potter rumia su derrota en una soledad despoblada. El egoísta puede estar rodeado de aduladores. Pero al final termina alejando de su lado a la gente que realmente merece la pena. E incluso si continúan a su lado quienes le quieren, el egoísta es incapaz de salir de los muros qué el mismo levanta, y cuando se da cuenta del daño que ha infligido con su actitud, tal vez ya es tarde. Porque soledad no es únicamente no ser amado, sino también no ser capaz de amar. 103

La segunda consecuencia perniciosa del egoísmo es la desconfianza. Un mundo de egoístas es un mundo en constante lucha. Muchas veces escuchamos aquello de que «no puedes ser bueno, porque te toman por tonto». Lo curioso es que eso casi nunca se oye de labios de alguien verdaderamente bueno. La buena gente no se complica la vida en análisis sobre si te va mejor o peor de ese modo. Porque no es eso lo que importa. Un mundo en el que uno mismo se convierte en la medida de todo, incluida la justicia, es un mundo en el que es muy difícil mantener la confianza en los demás. El tercer problema derivado del egoísmo es la ceguera, la falta de perspectiva. A medida que uno se va convirtiendo en el centro de su mundo, pierde de vista otras historias, otras circunstancias, otras vidas, y termina perdiendo la noción de lo justo o lo injusto. Seguramente, Pilato se diría una y mil veces que no pudo hacer otra cosa, pero en realidad sí habría podido. Solo que esa otra alternativa habría sido más perjudicial para él, aunque más justa. Entre la propia carrera política y la vida de un hombre justo, ha sacrificado sin vacilar esta última, porque le es ajena. Ha terminado cerrando los ojos ante el justo injustamente acusado. Mejor no ver, para no complicarse la vida.

La intemperie de los otros Frente a la jaula de oro en que se refugia Pilato, Jesús permanece fiel al prójimo. Jesús es un hombre que se vacía en vida. Da su tiempo y su palabra. Transmite esperanza. Vive abierto a quien acude a él. Esa es la verdad más radical que ha comunicado. Dios es Padre, y todos nosotros somos hijos y, por tanto, hermanos. No hay diferencias. En todo caso, es mayor la urgencia de quien está más roto. Ese prójimo abatido que espera una palabra de esperanza y un gesto de aliento. Mantener esa verdad es su intemperie en este momento. ¿Podría Jesús buscar refugio? ¿Podría optar por la seguridad? ¿Podría salvarse de la muerte en este momento? Quizás. Pilato le tiende la mano. Solo tiene que desdecirse, negar lo que otros dicen. Solo tiene que callar, o hablar con más matices. Posiblemente, si opta por la diplomacia, la prudencia o la conveniencia, encontrará acogida en los oídos del romano deseoso de soltarle. Solo tiene que suavizar su mensaje. Solo tiene que negar lo que ha dicho hasta ahora. El problema es que callar o mentir ahora significa dejar sin su voz a aquellos para quienes Jesús se ha convertido en voz. Significa dejar de reconocer la proximidad y cercanía del Dios que ha venido a revelar, para sepultarlo en la conveniencia de los discursos correctos que el romano pueda aceptar. Significa, de algún modo, negar la bienaventuranza, pasar de largo ante el prójimo herido en el camino, o ser luz que se oculta, en lugar de brillar en lo alto para iluminar a quienes andan a oscuras. Significa acatar las convenciones judías, que pesan como una losa sobre tantas personas. Significa convertirse en sal sin sabor. Jesús no lo hace. No puede callar ahora. La misma 104

encrucijada de la que hablábamos en el Huerto se plantea ahora con dolorosa urgencia. Pero la decisión de Jesús ya está tomada. Ha decidido ser fiel a Dios y al prójimo, al Otro y a los otros que le necesitan. Aun sabiendo que eso supone una tormenta de tal magnitud que tal vez acabe con él. Ahí está su coherencia.

Un toque de atención En distintos capítulos hemos recorrido las tres encrucijadas de Jesús en los juicios de la Pasión: entre la seguridad de una tradición atascada –Caifás– o la intemperie de lo nuevo que libera. Entre la superficialidad –Herodes– o la hondura que permite entender la entraña de lo real. Entre el egoísmo –Pilato– o la apertura radical al otro. No son dilemas teóricos para discutir tranquilamente alrededor de un café o escribir un artículo o un libro. No son eslóganes con los que hacerse una imagen. En Jesús son una verdad tan radical que ahí se juega su vida, su misión y su verdad. Y, como él, tantos hombres y mujeres en otros momentos. Tantas personas que han elegido las intemperies de la vida, del amor y de la justicia evangélica, frente a la seguridad y la prudencia. Muchos nombres e historias que pueden venir a nuestra memoria si pensamos en aquellos que han seguido los pasos de Jesús a lo largo de los siglos. Pero esto supone también una llamada de atención a nosotros hoy, aquí y ahora. ¿No es verdad que muchas veces podemos elegir lo prudente, lo útil, lo sensato, en lugar de lo urgente y necesario? ¡Cuántos silencios que nos ahorran conflictos y problemas, pero que dejan en la cuneta a muchas personas...! Silencios en nombre de la unidad, de la conveniencia, de los tiempos que corren. Miedo disfrazado de humildad. La comodidad incómoda de quien no está dispuesto a arriesgar. La corrección de lo juicioso, engalanada con conceptos como «maduro» o «sensato». Silencios en una sociedad donde algunas afirmaciones pueden rechinar. Silencios también en una Iglesia donde hay que dar pasos adelante porque demasiadas personas se sienten heridas y excluidas. Silencios para evitar conflictos. Silencios porque la intemperie no es atractiva, emocionante y seductora, sino que tiene sus buenas dosis de tristeza, de desposesión y de muerte. Porque no es fácil aceptar la crítica, el rechazo o la burla. Y ante ello, callar, cerrar los ojos o mirar para otro lado puede parecer lo más conveniente. Tal vez habrá que buscar caminos fértiles sin entrar a los trapos más burdos; pero, en cualquier caso, en nombre del evangelio, por fidelidad a Dios y por honestidad con las personas cuyas vidas compartimos, es tiempo de salir a la intemperie.

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III. Oración: Para la libertad Hay muchas celdas en la prisión del hombre, sus nombres escritos con sangre y llanto en la puerta: «Codicia», «Exigencia», «Vanidad», «Celos», «Impaciencia», «Comodidad», «Violencia»... ... y otros títulos que llenan los corredores con lamentos por la vida perdida. Hay quien ni siquiera sabe que está preso, y sin embargo, en lo profundo, intuye otra historia sin cadenas. El Dios humano es la puerta que nos libera, al mostrarnos un amor verdadero.

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CAPÍTULO 11.

VIA CRUCIS

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I. Contemplación de papel: el Cireneo ayuda a Jesús BASTANTE antes del amanecer, Simón ya está en pie. Como cada día. Hoy deberían dormir más, pero no son la familia más piadosa de la aldea. Si hiciese todo lo que dicen los sacerdotes, las cabras se morirían, los campos se tendrían que labrar solos y no habría un higo en las mesas ni una alcuza de aceite en los graneros, refunfuña para sus adentros. Tiene mal despertar. Alejandro y Rufo lo saben, así que no dicen ni palabra cuando se sienta a la mesa. Son jóvenes y, desde que se levantan, están parloteando, risueños... Simón se alegra de que sea así, mientras no le exijan entrar en la conversación, y trata de recordar si él tenía la misma vitalidad cuando era tan joven como ellos. Iafa calienta un poco de agua y cuece unas tortas de pan ázimo. Antes hacía honor a su nombre –la hermosa–, pero ahora está más gastada. Los partos y el trabajo cotidiano pasan factura y dejan huella. «La hermosa es ahora la que un día fue hermosa y ahora parece una pasa». Sonríe al pensar en esa frase, pues unos días atrás, yaciendo con ella, le dijo eso mismo, en ese tono de broma con el que hablan a menudo. Ella le contestó con otra pulla sobre el hombre que un día fue vigoroso y ahora es aburrido, y ambos rieron, en ese cuchicheo cómplice que acompaña sus momentos de intimidad. Mientras mordisquea la torta, la mira fascinado, pero evita que sus ojos se crucen, para que no se lance a darle conversación. Iafa siempre habla. Pasa muchas horas sola, de modo que, cuando están cerca sus tres hombres, no pierde ocasión de charlar. Unas veces cuenta cosas de la ciudad, otras veces azuza a sus hijos, sobre todo a Alejandro, para que se case de una vez, lo que indirectamente es una reprimenda a Simón por no concertarle un buen matrimonio. Otras veces canturrea. A Simón se le haría extraño no escucharla todo el tiempo. Ahora parece que está discutiendo con uno de sus hijos, pero él se abstrae, no quiere saber si bromean o si la discusión es en serio. Es demasiado temprano para estas intensidades, se dice. «Vamos, que hoy hay que acabar antes si queremos ir a Jerusalén», gruñe mientras se levanta. Se acerca a Iafa y la besa en la mejilla. Los chicos le siguen. Abre la puerta y se adentra en la noche, camino del campo. Simón es un hombre moreno, delgado y fibroso. Curtido por los años y el viento del Mediterráneo y por el trabajo duro. Apenas recuerda su tierra, o la ciudad de Cirene, allá en el norte de África, donde naciera, pues siendo él muy niño sus padres vinieron a Israel buscando una vida mejor para los suyos. Un movimiento eterno, este de los peregrinos que dejan su hogar y se lanzan en busca de una tierra más benévola, donde haya más oportunidades para construir una vida. Pasaron meses vagando. Una pareja y cinco hijos no encontraban acomodo fácil en ningún lugar. Volver atrás tampoco era una opción. El pequeño de los críos, casi un bebé, un día se durmió para no despertar más. Su madre murió tras dos años de ese difícil peregrinar, y su padre se rindió y la siguió a la tumba unos meses después. Curiosamente, entonces las cosas mejoraron para ellos. Sus 108

hermanos mayores se emplearon con un viejo pescador en Cafarnaún Su hermana Ada tuvo suerte y se casó con un comerciante de Jericó, Boaz, un viudo bien situado que buscaba una esposa joven, y Simón se quedó a vivir con ellos, rabioso con el mundo que le había arrebatado tan pronto a sus padres. No conocía a Iafa: fue un matrimonio concertado por su cuñado que salió bien. Se casaron con una mano delante y otra detrás, sin hacienda, sin dote, sin ganancias... No le importó. La joven pareció entenderle desde el primer día, sin estridencias ni miedo. Sorprendentemente, con ella no estaba tenso ni a la defensiva. Con ella entró en su vida la risa y, de algún modo, se suavizó el nudo de enfado y rabia que le había atenazado durante mucho tiempo, aunque nunca llegó a desaparecer. Iafa tolera esa irritación que parece ser parte de su vida, y cuando él protesta –bastante a menudo–, ella le mira con expresión indescifrable y, en un tono que no sabe si es de burla o de reproche, afirma: «Me casé con un zoquete». Acabaron viviendo en Betfagé, una pequeña aldea cerca de Betania, donde con bastante esfuerzo consiguió levantar una casa sencilla, comprar algunas tierras y sacar adelante una familia propia. Cultiva higos. Tiene algo de ganado. No es rico ni pobre. Tiene lo justo para vivir. No se complica la vida. No es ambicioso. Sabe que hay quien tiene más suerte en el mundo y quien se lleva más golpes. Como sus padres. Él intenta caer de pie. No se mete en política. No se mete en líos. No discute sobre los romanos, sobre los judíos, e intenta evitar que todo eso le quite el sueño. Paga sus impuestos, aunque le parecen abusivos. Es severo con los chicos y reservado con los vecinos. Ahora le queda buscar dos buenas esposas para sus muchachos, y su misión en el mundo estará cumplida. El amanecer les encuentra trabajando en el campo. Le gusta la rutina que siguen, en silencio. Cada uno de ellos se afana en una parte de la higuera. En esos momentos no hay nada más. La tierra. El sudor. El esfuerzo. El fruto. El cansancio. Así se van las horas. Hay días en que continúan trabajando hasta media tarde. Hoy no. Hoy acaba pronto y, con un saludo lacónico, se despide de los chicos. Que terminen ellos la jornada. Él quiere acercarse a Jerusalén, para ir al templo por la tarde. Aunque no se considera un hombre piadoso, le gustan las tradiciones, le gusta todo lo que da a la vida cierta regularidad, quizá porque tanto le faltó la estabilidad en su juventud, aunque se queda perplejo ante el fanatismo con que algunos convecinos abrazan las convenciones judías. Él es más comedido. Como en todo. Ni frío ni apasionado. Ni entusiasta ni escéptico. Camina un rato largo. Le gusta hacerlo cuando tiene ocasión. Normalmente, las largas jornadas de trabajo físico le dejan exhausto, así que hoy aprovecha para andar y, en lugar de dirigirse directamente a Jerusalén, da un rodeo, sin prisa. Cuando se acerca a la ciudad, advierte un bullicio que le sorprende. Gritos, y una muchedumbre en la que se distinguen los rojos uniformes de los legionarios romanos. Pronto advierte que se trata de una ejecución. ¿Quién será? Los romanos no parecen respetar ni las fiestas. ¿A quién 109

irán a ajusticiar? Piensa si debería cambiar de dirección y tratar de entrar en Jerusalén por otra puerta, pero la de Efraím es la que más cerca tiene; por otra parte, siente curiosidad por ver qué está ocurriendo, así que, tras un momento de vacilación, se acerca al gentío. Se abre paso sin problema. Al llegar al camino, la escena que ve le pone un nudo en el estómago. Tres hombres, con su madero a cuestas, camino del Gólgota, rodeados de legionarios e increpados por la gente, que con insultos y burlas tapa las pocas voces de compasión de quienes quieren protestar por lo que ocurre. Siempre es así. Entre el gentío advierte la presencia de sacerdotes, levitas, campesinos que, como él, se han encontrado con la escena, habitantes de Jerusalén que parecen ávidos de sangre, niños que siguen el cortejo con curiosidad... Decide alejarse. Dos de los condenados avanzan con paso firme, pero la estampa del tercero, que está a unos quince metros de él, capta su atención y hace que se quede mirando un momento más. El hombre se tambalea bajo el peso del madero, y Simón se da cuenta de que le han dado una paliza. Su imagen es grotesca. Lleva una rama de espinas alrededor de la cabeza, trenzada como una corona macabra, y la presión del tablón contra esa corona hace que las espinas se le claven en la frente, de modo que regueros de sangre surcan su rostro. La túnica y el manto que viste están tachonados de manchas rojizas que dejan intuir feas heridas en su cuerpo. Parece exhausto, y Simón piensa que no va a llegar al Gólgota. Se siente asqueado por la crueldad de un castigo así. Suerte tendrá el hombre si no lo matan por el camino, aunque, pensándolo bien, tal vez fuera lo mejor. Ahora el condenado está casi a su altura, y en ese momento dobla la rodilla y cae de bruces. Ni siquiera pone las manos para protegerse del impacto. El golpe es brutal. Por un momento, el griterío da paso a un silencio expectante, mientras la gente espera a ver si es capaz de levantarse. Un legionario, rojo por el calor y la ira, le grita y parece a punto de propinarle un golpe con el mango de su lanza, pero otro soldado, más sereno, le refrena con un gesto tranquilo, mientras ojea alrededor. Sus ojos se paran, mirando directamente a Simón, que por un instante palidece, al darse cuenta de que el soldado se dirige a él. Hace amago de alejarse. Demasiado tarde. El legionario le agarra del vestido y tira de él, arrastrándolo hacia el centro del camino. Su gesto, señalando al hombre caído, es inequívoco. Le está exigiendo que le ayude a cargar con el madero. Simón quiere huir. Se resiste, chapurrea una disculpa... en vano. Otros dos soldados se acercan, y uno de ellos le propina un empellón que a punto está de tirarle al suelo. Por un instante, la ira está a punto de dominarle. Afortunadamente, se controla y se agacha para ayudar al caído. Con disgusto le agarra de la cintura mientras hunde su cabeza entre el madero y el suelo, sintiendo la proximidad del otro rostro, al que apenas mira. Maldice su suerte mascullando las palabras. Empuja hacia arriba y nota que el hombre se levanta. «Vamos», apremia. El reo solo es capaz de emitir una respiración fatigada y un tosido. Vuelve a avanzar este cortejo fúnebre. Los otros dos condenados 110

han seguido su camino y están ya bastante lejos. El que camina a su lado parece al límite del agotamiento. Simón solo tiene un pensamiento en este momento. Quiere que todo acabe pronto. Quiere llegar al Gólgota y dejar allí a este desdichado. Quiere alejarse. Volver a casa. Cenar tranquilamente con su mujer y sus hijos. Alejarse de las miradas, de los problemas, de la cruz... ¡Maldita la hora en que decidió venir aquí! ¡Maldita su suerte! ¡Malditos romanos! ¡Y maldito este pobre desgraciado que camina a su lado! ¿Quién será? ¿Qué habrá hecho? «Jesús, Jesús», llora desconsolada una mujer al borde del camino, extendiendo los brazos en su dirección. No cabe duda de que habla del hombre al que acompaña. ¿Jesús? El nombre le resulta familiar. Tras un momento de vacilación, cae en la cuenta. Sus hijos han hablado de él en ocasiones. Es el profeta que tiene seducidos a unos y enfadados a otros. No recuerda si es Alejandro o Rufo el que decía haberle escuchado un día. Simón trata de recordar lo que contaba de él. Le vienen a la memoria retazos de un discurso que su hijo reprodujo con admiración. Un discurso que hablaba de los pobres, los sencillos, los bienaventurados... ¿Este es el hombre? Simón intenta girar el cuello para ver mejor al otro. Un tropezón está a punto de dar con ambos en el suelo, pero afortunadamente Simón es ágil y evita la caída. «Vamos, hombre», susurra, intentando infundir algo de aliento a ese perdedor. Este vuelve la mirada con dificultad, y sus ojos se encuentran. No sabe si hay más sudor, lágrimas o sangre en ese rostro dolorido, pero de sus labios brota, de modo casi imperceptible, que solo él escucha, una palabra: «Gracias», mientras la mano herida, que apenas se apoya en su espalda trata de apretar su hombro, como si el que necesitase aliento fuera él. Y en un instante Simón se siente avergonzado. Porque hace tan solo un momento únicamente pensaba en huir. Porque si hubiera podido, habría dejado que molieran a palos a ese pobre hombre, con tal de no implicarse. Porque durante toda su vida ha estado huyendo del fracaso, del dolor, de su infancia..., porque siempre ha sentido que el mundo estaba en deuda con él y siempre ha estado buscando seguridad. Porque lleva décadas exigiendo a los demás que compensen todo el sufrimiento de su niñez, como si fuera culpa de ellos. Y, sin embargo, la gratitud de un hombre condenado, esa extraña caricia herida en su hombro, lo cambia todo. No hay rabia en Jesús. No hay en sus palabras queja ni lamento ni odio... En esta tesitura, cuando podría mostrar amargura o rendición, ha brotado de sus labios una palabra de gratitud. Y en este Jesús agradecido, sencillo, tan lleno y tan vacío a un tiempo, intuye a tantos otros hombres y mujeres de vidas atravesadas. Inocentes injustamente golpeados. Personas cuyas vidas necesitan desesperadamente un brazo amigo. Y al pensar en ellos, por primera vez se siente ligero. Los ojos de Simón están llenos de lágrimas. Ha dejado de pensar en sí mismo, en huir, en su casa... y ahora solo piensa en aliviar como pueda este último paseo de Jesús. Pasa el brazo por su cintura e intenta alzarlo. Intenta que todo el peso del madero recaiga sobre sí, hacer más liviana la carga. «Vamos, amigo», repite una vez más. Pero esta vez 111

no lo hace con urgencia, con exigencia ni con miedo, sino con una ternura de la que no se sabía capaz. «Vamos», responde Jesús con un suspiro apenas audible. Al llegar al Gólgota, los romanos le echan a un lado con un empujón violento. Por un momento se queda en pie, mirando a Jesús, que le devuelve la mirada. Es un instante de mudo reconocimiento entre ambos. Tiene un nudo en la garganta y quisiera decirle algo, pero no hay palabras. Ve cómo uno de ellos le despoja de sus vestiduras, y él camina hacia atrás, sintiéndose incapaz de contemplar el suplicio que se avecina. Lo último que ve, con disgusto, es cómo uno de los soldados agarra del brazo de Jesús y lo arroja al suelo con brusquedad. Cuando llega al borde del gentío, se da la vuelta y se aleja. Vuelve a Betfagé. Por el camino piensa, confuso, en todo lo ocurrido. Aún no entiende muy bien qué le ha pasado, pero sabe que algo ha cambiado. No puede apartar de su mente a ese Jesús. Y siente que en el gesto de ayudarle a llevar el madero ha habido más verdad que en su rebeldía y su victimismo de décadas. Tiene ganas de llegar a casa. Tiene tanto por hacer... Él, que hace tan solo unas horas pensaba que ya no le quedaba más que una misión en la vida, casando a sus vástagos, de golpe se da cuenta de que aún no ha empezado a vivir. Que hay muchos hombres y mujeres atados a maderos y necesitados de alguien que les ayude. Y por primera vez se da cuenta de que es un hombre rico. Cuando está cerca de la aldea, se lo piensa mejor. Encamina sus pasos hacia su terruño y se sienta a la sombra de una higuera, reflexionando, mientras anochece. Llega a la casa aturdido. Los muchachos ya duermen. Iafa le ve llegar con alivio. Con solo leer la expresión de su rostro, ella, que le conoce bien, sabe que no quiere hablar. Cena en silencio. Sale a la puerta y se queda sentado un rato más. Al entrar, se acerca al camastro donde Iafa está echada, y se tumba a su lado. Ella pone la mano en su rostro. Le gusta ese contacto. Le gusta sentirla cerca, notar su respiración. El también envuelve con su mano callosa el rostro de ella. Y al fin, despacio y entre murmullos, con la seriedad de un adulto y la ilusión recuperada de un adolescente, se lo cuenta todo. Al terminar, ella no dice nada. Parece que espera algo. Entonces él le dice: «Gracias por todo, amiga». Y ella, ahora sí, con una risa suave, le responde: «Me casé con un rey».

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II. Cargar con la cruz En medio de tanto dolor, tanta encrucijada, tanta intemperie y sufrimiento, una figura, la del Cireneo, alivia por un momento la soledad agotada de Jesús. Obligado por las circunstancias, acompañará el via crucis ayudando a Jesús a cargar con el madero que amenaza con doblarlo. En esa estampa, hombro con hombro, espalda con espalda, el justo inocentemente condenado y el que intenta ayudarle a seguir, encontramos una imagen que nos permite reflexionar sobre la cruz con la que a veces toca cargar.

La cruz Disipemos primero algunos malentendidos. Es frecuente –quizás ahora menos que antes, pero aún se oye de vez en cuando– definir como «cruz» cualquier sufrimiento que uno tiene que afrontar. ¿Te toca una enfermedad, un accidente, un fracaso, un despido, una decepción amorosa...? Alguien sale con la cantinela «Acéptalo con paciencia, es la cruz que te ha tocado»; o aún peor: «Es la cruz que Dios te manda». Digámoslo claramente. Dios no manda las cruces. No es un Dios sádico que juega al sufrimiento con nosotros como si fuéramos marionetas que maneja a su antojo y para su disfrute. La cruz no fue un regalo envenenado del Padre al Hijo. Tampoco, pese a que algunas teologías así lo expusieran durante muchos siglos, el precio que había que pagar para reparar una ofensa. (Como si Dios estuviese tan enfadado y molesto por lo que el ser humano había hecho que solo un castigo tan supremo como la muerte de Jesús en la cruz pudiera aplacarlo). ¿Cómo entender la cruz? La cruz es, fundamentalmente, el sufrimiento injusto que es consecuencia del pecado. El sufrimiento inocente que podría evitarse. Es el dolor causado por las decisiones erróneas (o por la omisión) de quien podría optar por caminos que ayudasen a otros. Es también el sufrimiento aceptado de quien decide plantar cara a lo injusto y alzar la voz por las víctimas silenciadas. Y, de una manera segunda, la cruz es ese espacio donde asoma nuestra finitud y fragilidad.

Las víctimas injustamente condenadas En la cruz están todos aquellos hombres y mujeres que sufren injustamente; todos los inocentes condenados por decisiones egoístas de otros. Podríamos llenar páginas en una enumeración que recorriera todas esas cruces que asolan nuestro mundo: el hambre que todavía no se palia, en un mundo donde habría recursos para llenar todos los estómagos; la guerra que mata, mutila y aniquila historias; las víctimas de toda clase de violencia; los niños que escarban en la basura para ver si encuentran algo que poder vender; las personas que sufren como consecuencia de amores egoístas; los jóvenes destruidos por la droga que enriquece a unos mientras machaca a otros; los ancianos abandonados por 113

los suyos y condenados a una soledad angustiosa; las muchachas utilizadas como juguetes sexuales de aquellos que se aprovechan de su necesidad; los trabajadores que ejercen su labor en condiciones infrahumanas, obligados a producir a precios imposibles para abastecer mercados que claman por gangas; los hombres y mujeres asesinados por mantener su fe ante quien quiere imponerles otro credo; los que son criticados, perseguidos y en ocasiones eliminados por defender a los más pequeños en distintos lugares de nuestro mundo; incluso, y aun sin saberlo, están crucificados quienes viven encerrados en las celdas del egoísmo, la insensibilidad y tantas dinámicas que acaban con lo más humano, lo más noble y lo más profundo que hay en cada uno de nosotros. El denominador común de todas esas historias es que, en algún punto del camino, hay decisiones libres de personas que podrían haber evitado esas situaciones. En algún momento, alguien decidió cerrar los ojos o mirar para otro lado. Alguien empuñó el martillo y clavó el primer clavo. Y cada decisión injusta, cada gesto egoísta, cada acto de desamor, cada palabra envenenada contribuye a añadir peso a ese madero. Hay veces en que se insiste en que Jesús está crucificado por todos nosotros. ¿Qué significa eso? En realidad recoge una verdad, y es que en todas las vidas hay, de una u otra forma, episodios en los que contribuimos a hacer del mundo un lugar un poco más inhóspito. Que todos, en algunos momentos, tomamos caminos egoístas, pronunciamos palabras injustas o participamos en dinámicas que terminan dejando víctimas en la cuneta. Y cada vez que actuamos así, estamos contribuyendo a esta lógica de la cruz.

Vaciar las cruces injustas Pero no se trata de rendirse o resignarse sin más. No se trata de aceptar mansamente que todos vamos a ser víctimas o verdugos (o ambas cosas al tiempo). Es cierto que hay quien no puede hacer otra cosa que aceptar lo que le toca. Pero esa no puede ser la respuesta definitiva. Ante el mal hace falta alguien que plante cara, alce la voz y pelee, aunque a le suponga dificultad, cargar con la cruz –propia o ajena– y quizá dar la vida, de una vez o día a día. En la cruz hay un abrazo último, de liberador y víctimas –Jesús tiene algo de ambos. Va a responder a la violencia con perdón, al rechazo con acogida, al abandono con confianza. Va a dar la vida, pero sin rendirse por el camino. Va a caer, en este via crucis, tres veces. Pero las tres veces se volverá a levantar. Solo podemos confiar en que la muerte, aquí, no tenga la última palabra. Las cruces no están para durar, sino para acabar vacías, aunque a menudo parezca que el mal prevalece. Sin embargo, hay que resistirse y plantarle cara. Ese plantar cara tiene muchas formas y urgencias. Es, en parte, ayudar a quien vive golpeado por alguna de esas circunstancias, ayudarle a seguir adelante, a no desmoronarse, a luchar (esto es lo que, en este momento, tan bien representa el Cireneo). A veces eso puede ser frustrante. Es acompañar a las víctimas, sabiendo que no encuentran –ni ellos ni uno mismo– camino para aliviar más su carga. Es alzar la voz 114

para denunciar a los fariseos de nuestro tiempo, que cargan pesados fardos sobre las espaldas de otros. Es dejarse la entraña y el tiempo en sanar o aliviar heridas. Es aprender a amar a la manera de Dios, el que ama sin condiciones y trastoca todas las lógicas de quien exige, negocia o escatima. La cruz no está ahí para quedarse. El reto es vaciarlas. Cuando Jesús dice que quien quiera seguirle cargue con su cruz y le siga, creo que habla de seguirle hasta el final, es decir, hasta alcanzar la Vida, así, con mayúsculas. Y además, cuando habla de cargar con la propia cruz, no se refiere únicamente a las propias heridas, complejidades de la vida y pequeños o grandes dramas de nuestra historia particular, sino también a las historias atravesadas y heridas de aquellos que se cruzan con nosotros. Mi cruz no son tan solo mis dramas, sino los dramas de aquellos a quienes quizá puedo aliviar, como hace el Cireneo con Jesús.

Jesús, punto de encuentro En Jesús nos encontramos la confluencia de liberador y víctima. Él es el inocente golpeado, el justo injustamente tratado, el hombre que va cargado con el peso de un madero que no debería llevar... Y es, al mismo tiempo, el que trae la libertad, la victoria, la negativa a rendirse y someterse a los poderes injustos. Su condena es consecuencia de su resistencia. Su palabra es su grito de liberación. Su muerte –y después su resurrección– nos mostrarán que la última palabra la tiene el amor y no el odio. Jesús va a la cruz, pero no para dejarla llena, sino para que acabe vacía. En Jesús encontramos motivos para la esperanza. Aunque no siempre sea fácil. Aunque su mismo recorrido en la Pasión resulte difícil de asumir. Y aunque a veces parezca que lo único que tenemos es un madero sobre la espalda y, acaso, alguien que nos ayude a llevarlo.

¿Hay cruces sin culpable? ¿Y qué ocurre con otros sufrimientos, especialmente en lo relacionado con la enfermedad? ¿Qué ocurre, por ejemplo cuando se producen catástrofes naturales, y la muerte llega de manera prematura e inesperada? ¿Por qué un accidente fortuito trunca proyectos, planes, historias? ¿Y qué decir de enfermedades que lastran la vida de las personas? ¿Qué decir de un cáncer prematuro o de una discapacidad con la que toca lidiar, sin que nadie lo haya elegido ni provocado? Mucha gente de fe encuentra en la cruz un apoyo, un motivo para seguir luchando, un punto de encuentro y familiaridad con Jesús en esa hora difícil. No se trata de verlo como consecuencia del pecado, ni estamos hablando en este caso de víctimas inocentes de decisiones injustas. Entonces, ¿no es cruz? Yo diría que es sufrimiento... Y que hay que lidiar con él. Incluso podría uno pensar que, en la medida en que los seres humanos 115

tenemos capacidades y talento para desarrollar la medicina, o la ciencia nos permite prevenir ciertas situaciones, tenemos una responsabilidad y una misión que pasa por ir mejorando el saber humano y las condiciones de vida de las personas –también en lo relativo a la salud. Y en la medida en que no lo hacemos, hay una tarea pendiente, una responsabilidad y, quizás, una dimensión de cruz en ese sufrimiento que podría llegar a evitarse (mejor antes que después). Algo semejante podría decirse sobre prevención de catástrofes, etc. Pero, al margen de eso, creo que hay algo en lo que la cruz sí es punto de referencia para personas en estas situaciones sin culpable. Porque la cruz es, en la vida de Jesús, el espacio donde se va a hacer visible el sufrimiento, la limitación y, en definitiva, la muerte. Algo que forma parte de todas las vidas y que duele siempre, llegue como llegue, porque el amor llora la pérdida de los suyos. El sufrimiento es parte de la condición humana, como lo es la limitación, y es parte de los contrastes y la finitud que forman parte de nuestra historia. El que cada historia no esté escrita, el que tengamos que afrontar lo impredecible y no podamos dar por sentado nada es parte de nuestra esencia, y acaso gracias a eso somos capaces de valorar algunas cosas, vibrar con otras, vivir la alegría como un regalo y no como una posesión, amar sin apresar, reconocer lo gratuito y milagroso de la existencia. Pero la cruz de esa moneda es la finitud, la limitación y la fragilidad más absoluta. En la cruz de Jesús encontramos también esa fragilidad que asusta. Esa fragilidad que también necesita la ayuda de una espalda amiga que nos ayude a salir adelante. Duelen las cruces injustas. Y duelen las cruces inevitables. Pero, aunque duela, confiamos y creemos en que la cruz terminará vacía.

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III. Oración: Cuando vino la luz Estábamos ciegos, sumidos en la oscuridad sin saberlo. Creíamos tener el control de vidas y haciendas, de leyes y ritos, de corazones y cuerpos. Confundíamos realidad con deseos, llamábamos verdad a lo que solo eran sueños. Hasta que se hizo la luz, y empezamos a vislumbrar grietas en las paredes, arrugas en el alma, lágrimas en el rostro, flaquezas en la entraña. Hubo quien, entonces, temió que el fulgor desvelase solo miserias y optó por cerrar los ojos. Pero el que se atrevió a mirar descubrió, más allá de las heridas, una presencia distinta, un amor sin cadenas, a Dios... Dios es el que late en lo hondo y da sentido a las batallas cotidianas.

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CAPÍTULO 12.

REPARTIERON SU ROPA

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I. Contemplación de papel: Crucifixión OTRO día. Otro suplicio. Otra ejecución. Es curioso cómo se puede llegar a convertir en rutina algo tan extraordinario como una muerte. Pero es así. Ya no le da importancia. La primera vez que participó en una crucifixión, Arrio lo pasó mal. Entonces tuvo que hacer esfuerzos ímprobos para no vomitar. Los otros legionarios se habrían reído de lo lindo si llega a desfallecer. Aquel primer ejecutado era un galo joven. Es curioso cómo aún hoy recuerda su rostro. Casi un niño, en realidad, con expresión de terror cuando le alzaban en el madero. No paró de llorar y gemir mientras quedaron fuerzas en su cuerpo destrozado. Después de aquello, Arrio pasó días desvelado, atormentado por la voz que oía en su cabeza. Ahora disipa de un plumazo ese pensamiento. Cientos de ejecuciones han hecho mella en él. Se ha acostumbrado a escuchar los lamentos, y la agonía de los condenados le es tan familiar como las risotadas en el cuartel o los cantos de los días de borrachera. Y es siempre igual. En la Galia, en Egipto o aquí, en Israel. Ojalá pronto pueda volver a Roma, para quedarse al fin en casa y no en esta tierra de bárbaros. El bullicio en torno no le altera. Hay más gente que de costumbre en los márgenes, acompañando esta procesión macabra de reos camino del matadero. Son tres. Uno de ellos, al que llaman Nazareno, ya lleva encima un buen castigo. Arrio ha presenciado su tortura durante las últimas horas, en el pretorio. Los latigazos, los golpes, la corona de espinas que le han puesto en la cabeza entre burlas y empujones... ¡Pobre diablo...!, ¿qué habrá hecho? Lo mejor para él será dejar de sufrir. Va tan maltrecho que han tenido que obligar a un campesino a tirar de él. Arrio no se inmuta con el griterío, en el que se superponen lamentos e imprecaciones, llantos y maldición. Reparte algún que otro golpe con el palo de la lanza, para mantener a distancia a la muchedumbre y evitar que invadan el camino, ahora que se acercan al final. Al llegar a la colina, los legionarios saben lo que tienen que hacer. Están acostumbrados a participar en las ejecuciones, y es una coreografía brutal la que desarrollan entre todos. Mientras un grupo contiene a la gente a distancia, dos de ellos van adonde está cada preso. A él le toca el nazareno. Su compañero despide de un empellón al campesino, que se aleja aturdido. Arrio arranca el manto y la túnica del prisionero. El hombre gime ante el zarandeo de su cuerpo maltrecho. El soldado aprovecha para palpar la tela y se dice que el tejido parece bueno. La túnica está manchada de polvo y sangre, pero se ve que es de buena calidad, así que quien se quede con ella sacará algún dinero si la vende. Su compañero agarra de un brazo al reo y tira de él hacia el suelo. El hombre cae como un fardo, y su cabeza suena al golpear el suelo. Arrio se dice que como no tengan cuidado lo van a matar antes de tiempo, pero se guarda el comentario para sí. Deja a un lado las prendas y se concentra en la parte más delicada de la crucifixión. A él le toca sujetar las manos del judío al madero, mientras el otro soldado le atraviesa la muñeca con los clavos. Es lo más complicado, pues si no lo hace en el punto exacto, le puede romper algún hueso o provocar un chorreo de sangre mayor del necesario, así que agarra con firmeza los antebrazos del judío para que no se 119

mueva. Todo va bien. El lamento del pobre hombre cuando el primer clavo le atraviesa la carne es tolerable. Arrio ha escuchado en otras ocasiones alaridos sobrecogedores. Esta vez, ninguno de los tres reos parece de ese tipo de hombres. Tras el primer clavo viene el segundo, y a continuación otros soldados se encargan de izar al condenado y fijar el listón a la estructura de maderos verticales que han de soportar su agonía. Tras ello, un último clavo atraviesa sus pies, y el hombre queda encajado en su cruz. Arrio mira a su compañero, satisfecho por cómo ha ido todo. La crucifixión de los otros dos reos aún no está completa, y en su fuero interno Arrio se regocija por lo hábiles que han sido ellos. Mira de reojo en dirección al centurión, para ver si se ha percatado de su buen hacer. Nunca está de más tener contentos a los jefes. Al fin, quedan crucificados los tres condenados. Los soldados que han participado en el ritual se apartan a un lado y, con ágiles gestos, separan las ropas de los presos. No valen mucho, piensa Arrio, mientras mira con interés indisimulado hacia la túnica del nazareno. La suerte le sonríe en el juego de los dados, y la expresión de fastidio en el rostro de sus compañeros le confirma que se lleva la mejor prenda. Sonríe al extender los brazos y agarrar la túnica. Con lo que saque por ella piensa emborracharse unas cuantas veces, para olvidar que le toca vivir en este lugar remoto, rodeado por este pueblo extraño al que desprecia. Mira con fría indiferencia al hombre que agoniza en la cruz, y agita la túnica en su dirección mientras masculla un burlón «gracias», que solo él mismo oye. Luego dobla la tela y la mete bajo su cota de malla. Se aleja y se coloca, con los otros soldados, en el círculo que mantiene a la muchedumbre a distancia. Ya no hay mucho más que hacer. Solo esperar. El gentío también está más sereno ahora. Los gritos han sido reemplazados por conversaciones más tranquilas. Solo de vez en cuando alguna imprecación más fuerte de lo normal rompe la calma. Observa con desinterés a los grupos que están presentes. A su derecha, con vestiduras oscuras y expresión de victoria, están los sacerdotes judíos. Reconoce a algunos de los que esta mañana estaban en el pretorio. Luego hay bastantes hombres y mujeres curiosos, que parecen asistir a la crucifixión atraídos por un espectáculo poco frecuente. A la izquierda se fija en un grupo distinto. Lo forman varias mujeres y un hombre joven. Sus rostros expresan dolor y dignidad al tiempo. Una mujer mayor es, probablemente, la madre de alguno de los condenados. Arrio sigue con los ojos la mirada herida de esa mujer y se encuentra al nazareno, que parece respirar con más dificultad ahora. Por un instante la visión del judío que agoniza le hace evocar a aquel muchacho galo que bastantes años atrás tanto le conmoviera. Siente una punzada de nostalgia, y una pizca de humanidad pugna por romper la coraza de frialdad con que ha aprendido a protegerse; pero, como hace siempre que algo le remueve, chasquea la lengua con forzada indiferencia y agita la cabeza con brusquedad para alejar sus pensamientos. En ese momento advierte que otro soldado se burla, imitando con exagerados quejidos los lamentos de uno de los reos. La cruel parodia provoca carcajadas en el resto 120

de los legionarios. Arrio se deja llevar y se suma a las risas. Con su mano derecha acaricia la túnica y piensa en el vino que comprará con ella, para emborracharse una vez más y seguir olvidando, y no oye la voz que desde la cruz, a su derecha, eleva al cielo una plegaria: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

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II. La indiferencia Llega un momento en la vida en que una tentación es no hacer demasiados problemas de nada. Volverse escéptico, encerrar el corazón en un cofre para que no resulte herido ante las cosas que ocurren. A veces parece una solución el ir por el mundo con una venda puesta en los ojos para no tener que mirar realidades que hacen sangrar. Después de todo, ¿para qué sufrir por algo que no puedes cambiar? ¿Para qué estremecerse con historias condenadas al fracaso más absoluto? ¿Qué sentido tendría? ¿No es más razonable centrarse en lo posible, lo cercano y lo concreto? El problema es que hay muchos crucificados en nuestro mundo. ¿Y qué será de ellos si el mundo mira para otro lado? ¿Qué será de ellos si cerramos los ojos, el corazón y las entrañas para no estremecernos al menos con su vida? ¿Qué será de ellos si alguien no se siente urgido a buscar respuestas, justicia, libertad? Sin embargo, no es fácil escapar de la indiferencia, y se llega a ella por diversos caminos.

Los motivos de la indiferencia No deja de ser un mecanismo de protección: ¿de qué sirve inquietarse, estremecerse, sufrir por el sufrimiento de otros? Está claro que la mayoría de nosotros, si estuviese en nuestra mano transformar la realidad, lo haríamos. Pero no lo está. Así que ¿para qué agobiarnos o entristecernos con dramas ajenos? ¿En nombre de qué masoquismo o de qué extraño concepto de las cosas deberíamos sufrir por aquello que ni nos atañe ni podemos cambiar? ¿No es lógico cerrar los ojos, aislarnos en una burbuja que nos ahorre los gritos y las miserias? También es consecuencia de la saturación. Tal vez la indiferencia llega por exceso. Estamos tan acostumbrados a ver tragedias, heridas, problemas, que, ¿cómo sentirse afectado una y otra vez por lo que nos llega? ¿Cómo separar lo real de lo mediático, las cifras de los nombres? ¿Cómo acercar lo que es lejano y a menudo llega a través de los medios? La sobreexposición genera costumbre y, acostumbrados como estamos a ver los infiernos a distancia, dejan de sorprendernos. De algún modo, es cuestión de prioridades. Es posible que la indiferencia sea el resultado de la forma en que vamos estableciendo prioridades en nuestra vida. No hay espacio, tiempo ni oportunidad para librar todas las batallas. Elegimos unas y no otras. Nos fijamos unas metas. Miramos en unas direcciones, y el foco deja de iluminar otras realidades que poco a poco se van haciendo invisibles. Preocupados por nuestra familia, nuestro trabajo o nuestros proyectos, va quedando poco tiempo para otras historias. En parte es inevitable. Urgidos por nuestros problemas o nuestros anhelos, es difícil dejar un 122

espacio significativo para los otros, que se pueden ir convirtiendo en piezas de un escenario por el que pasamos sin habitarlo. Es fruto de la masificación. Fue un lugar común entre los sociólogos del siglo XIX y la primera mitad del XX describir las diferencias entre el mundo rural y el mundo urbano. Muchos mitificaban las comunidades rurales como supuestas sociedades idílicas y acusaban a la ciudad de despersonalizarlo todo, de abandonar a la gente en la soledad de las calles, donde las personas pasaban sin mirarse, vi- vían sin conocerse y morían sin llorarse. Tal vez esas descripciones pecaban de idealizar el mundo rural. Pero, sin duda, recogían algo que es cierto –para lo bueno y para lo malo. En las comunidades más pequeñas, las personas se conocen, a veces también se exigen mucho más unos a otros, y por eso mismo hay ocasiones en que muchas personas prefieren huir del agobio de ese mundo controlador y a menudo chismoso. Sin embargo, el precio de la masificación es una cierta dosis de anonimato. Las personas no nos conocemos, no sabemos de nuestras respectivas historias, nos cruzamos sin saludarnos, nos vemos sin conocernos y, a menudo, hasta morimos sin enterarnos. ¿Cuántas veces nos sorprende la enésima noticia sobre un anciano que fallece en soledad, sin que nadie se dé cuenta hasta que el olor termina por advertir a los vecinos? El peligro de este mundo vertiginoso y acelerado es esa masificación que, de algún modo, termina borrándonos el rostro.

¿Dónde está el problema? El problema está en que por ese camino corremos el riesgo de ir aislándonos. Encerrados en torres de cristal, perdemos contacto con el mundo exterior. Dejamos de valorar las cosas en su justa perspectiva. Se endurecen el corazón y las entrañas, y dejamos de percibir la complejidad de la vida y las circunstancias de los otros. Cuando escribo estas páginas, están recientes las últimas elecciones en Grecia, en las que un partido nazi ha entrado en tromba en el parlamento, con un 7% de los sufragios. Esto invita a recordar a aquel otro partido nazi que durante la década de 1930 se fue haciendo con el poder en Alemania, ante el entusiasmo de unos, el silencio temeroso de otros y la indiferencia de muchos. Cuando, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se destaparon las atrocidades de los campos de concentración, y las imágenes de los supervivientes demacrados dieron la vuelta al mundo, una pregunta emergió con fuerza: «¿Cómo fue posible cerrar los ojos a esto?» «¿Acaso estaban ciegos los alemanes para ver lo que ocurría?» Y, ya puestos, ¿cómo es posible que ideologías de cuño neonazi se vayan haciendo un hueco, poco a poco, en la Europa contemporánea? La respuesta tiene que ver con la mezcla de frustración e insensibilidad que es caldo de cultivo de estas ideologías. Con el olvido de que el otro es una persona como yo y de que estamos unidos por vínculos de humanidad antes que por etiquetas de piel, nación o riqueza. Hay una oración que en algunas ocasiones podríamos elevar al cielo: «Señor, que me duela el mundo». Es decir, que no permanezca indiferente, frío, ajeno a otras vidas. 123

Que más allá de ideologías, etiquetas o conceptos abstractos, sepa mirar a los rostros, pensar en las circunstancias de las personas, comprender las implicaciones de cada decisión, de cada silencio o de cada gesto. O, dicho en el lenguaje de la liturgia católica: «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido...» (Plegaria eucarística Vb).

La sensibilidad como opción posible Puede que al leer las últimas páginas te entre cierta sensación de desasosiego. Cierta incomodidad y, quizás, hasta enfado. Porque puede parecer que hay una acusación o una reprimenda en las afirmaciones vertidas hasta aquí. No es esa mi intención. No se trata de culpabilizarnos o de reprocharnos dinámicas que no son fáciles de evitar. Se trata, más bien, de animarnos, unos a otros para no sucumbir a la inercia que termina aislándonos. Se trata de intentar recordar que somos hermanos. Es posible que, muy a menudo, quizá la mayoría de las veces, ante el dolor de los demás no podamos hacer nada. Pero, al menos, es importante ser conscientes de dicho dolor y tener abierta la puerta, el corazón y la entraña para, tal vez, vislumbrar caminos que nos permitan transformar alguna historia, alguna vida, y nos ayuden a trocar alguna lágrima en risa.

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III. Oración: Testimonio ¿Qué te puedo contar? He visto a gente radiante darse a manos llenas, y gente insaciable que sigue vacía. Conozco a personas que aman a otras personas, y sus vidas cantan mientras otros, encadenados a su propia imagen, viven presos de mentiras. He escuchado la historia del Dios de carne y hueso, y mi corazón ardía al oírla. Otra cháchara me ha dejado frío. He probado el vértigo de arriesgar y la placidez de no moverme. Prefiero el vértigo, la vida, el riesgo. He llorado por compasión, he llorado por egoísmo, y hoy elijo las lágrimas que nacen del encuentro. Quise ser Dios y fui nada. Quiero ser hombre y me sé todo para un Dios que lleva cada nombre escrito en su entraña.

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CAPÍTULO 13.

EL BUEN LADRÓN

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I. Contemplación de papel: Conmigo EL dolor es insoportable. Lloraría o aullaría si tuviera fuerzas para ello, pero se limita a jadear, mientras emplea las pocas energías que le quedan en mantenerse firme, pues cuando el peso de su cuerpo tira de él hacia abajo siente que se ahoga. Nunca ha experimentado un sufrimiento semejante. Ni de niño ni de adulto. No imaginaba que una agonía así fuera posible. Ni en su infancia, cuando tuvo que trabajar como una mula para evitar los palos de los criados del procurador, ni en su juventud, pese a haber pasado hambre y haber recibido alguna que otra herida de consideración. Es un hombre robusto, curtido en los caminos, en noches de mal dormir y en días de mal comer, y la violencia de los últimos años pasados entre ladrones le ha endurecido, pero no está seguro de poder aguantar mucho más. Un sollozo escapa de su garganta, y esto parece enardecer al grupo de personas que están cerca de su cruz, que se burlan de él y celebran su angustia. Gira la cabeza hacia la izquierda y ve, muy cerca, a los dos hombres crucificados a su lado. Nunca había visto a ese Jesús que está en el medio, aunque de sobra sabe que el gentío que hoy asiste a la ejecución tiene que ver con él. Es un profeta, un hombre del pueblo. Hasta en la cárcel donde ha pasado las últimas semanas se hablaba de él. En medio de su dolor, Dimas advierte que el castigo que ha recibido el nazareno es aún más atroz que el suyo y aprieta los dientes, lleno de animadversión hacia los romanos y hacia los sacerdotes. Algunos de estos se mofan de Jesús con provocaciones innecesarias: «Si es tan poderoso, que se baje de la cruz». «A otros ha salvado, ¿no puede salvarse a sí mismo?» Dimas piensa que ojalá el hombre que está a su lado pudiese de verdad bajarles de la cruz, pero sabe que eso no es posible. Consciente de la tortura que están padeciendo, también se dice que estos que se burlan al menos deberían tener la decencia de dejarles morir en paz. Si pudiera, les escupiría a la cara, pero quiere reservar las fuerzas, aunque sabe que es inútil. Un poco más allá, ve el perfil de Gestas, crucificado al otro lado del Galileo. De sus labios está brotando un torrente de imprecaciones, que dirige sucesivamente a los soldados, a los espectadores del suplicio y a las autoridades ausentes. A Dimas no le gusta Gestas. En el tiempo que han pasado juntos en la prisión romana ha comprobado que es un hombre duro, amargado, que rezuma agresividad contra todo y contra todos. De hecho, aunque Dimas es fuerte, sabe que el otro es una mala bestia, capaz de destrozar a un hombre con sus manos desnudas. Bien lo han comprobado en las últimas semanas los que esperaban, juntos, el final. Alguno de ellos encontró un cadalso prematuro entre las paredes del pretorio sin que a los romanos pareciera importarles. Dimas, como el resto de condenados a muerte, ha vivido estas últimas semanas encogido, sintiendo la amenaza de Gestas sobre su cabeza, procurando no provocar la furia del otro, sufriendo en silencio sus burlas y bravatas constantes. Después de todo, una vida entre bandidos te enseña cuándo debes luchar y cuándo es mejor ser prudente. Ahora ya poco importa. Los dos van a morir. 127

Al pensar en el final, una sombra negra parece cernirse sobre él. Es miedo. Es desesperación. Es incertidumbre. Es la soledad que le ha mordido durante tantos años. Dimas es un hombre huraño, de pocas palabras. Nunca ha tenido amigos. Nunca ha tenido una mujer a la que pudiera llamar suya, y la violencia o el dinero han reemplazado al amor en los pocos abrazos que ha arrancado. No deja hijos detrás. No recuerda un hogar, y esa soledad hiriente parece esperarle ahora, al final, para apresarle definitivamente. Ni siquiera puede acudir a Yahveh, tras vivir de espaldas a él toda la vida. Le estremece el temor a Dios, a su castigo y a que ahora, al final, el peso de una Ley aún mayor que la de los romanos le condene para siempre. Desde que le atraparon tras asaltar a un comerciante en las cercanías de Jerusalén, sabedor de que sería condenado a muerte, el miedo se ha instalado en su interior. Un miedo terrible que ahora, cuando ya está clavado al madero, le muerde con saña. Tiembla. Vuelve a girar la cabeza, dejando que un leve lamento escape de sus labios, aunque nadie parece escucharle: «Agua...» «Agua...» Su murmullo parece encontrar eco en Jesús, que también pide que alivien su sed. Un soldado acerca un palo que en el extremo lleva una tela empapada, que chorrea... Dimas ve que el rostro de Jesús se contrae en una mueca de dolor cuando la tela llega a su boca, y parece escupir el líquido. Quizá, piensa Dimas, le han apaleado tanto que ni puede tragar. Una risotada del soldado se contagia a otros dos que están al pie de la cruz. El que le ha acercado el agua a Jesús le dice, gesticulando con exceso y mirando a todos lados, como si se tratase de un actor frente a un auditorio: «Si eres el rey de los judíos, sálvate», y esa burla solo hace que los otros rían más fuerte. Uno de ellos empapa otro trapo y se lo acerca a Dimas. Sorbe con avidez, para descubrir, con asco, que el líquido es vinagre, y entonces entiende por qué Jesús no ha sido capaz de beber. Pugna por contener un sollozo para no darles la satisfacción de humillarle más. La risa de los soldados apenas duele ya. «¡Agua!», sigue murmurando. «Agua», repite el Nazareno, en un ruego apenas audible. «¡Agua!» Una tercera voz, ronca y más fuerte, viene a sumarse a las suyas. Es Gestas, que escupe sus palabras, pero en su entonación hay más ira que necesidad, más burla que ruego, más odio que desesperación. Parece que su grito no va dirigido a los romanos, sino al galileo que, en su cruz, agoniza. «¿No eres el rey de los judíos? Pues sálvate tú y sálvanos a nosotros». Dimas no puede evitar un estremecimiento ante esa frase. Ha oído la burla de los soldados y del gentío, pero ver que ese veredicto lo utiliza otro reo para machacarles aún más le parece atroz. Jesús no parece tener fuerzas para contestar, y el otro se crece, repitiendo una y otra vez sus imprecaciones. Dimas mira al nazareno. Sus ojos se cruzan. No hay en él rastro de odio hacia quien le impreca, ni de exigencia o reproche hacia los testigos mudos de la humillación. Es la mirada del inocente. Y es también la mirada de un hombre exhausto. Ante esa mirada limpia, ante esos ojos heridos pero en paz, y quizás ante la proximidad de su propia muerte, una súbita lucidez parece sobrevenir a Dimas. Una irritación que lleva tiempo agazapada en su interior pugna por abrirse camino. No va a tolerar que Gestas machaque también a un hombre bueno. Porque Jesús no es como ellos, no es un preso común, no 128

es un asesino ni un ladrón, sino una víctima inocente del juego de los poderosos. Y aunque su instinto de supervivencia le dice que debería reservarse las fuerzas, mirar para otro lado, no malgastar la energía en palabras y luchar por seguir vivo un poco más, con una serenidad sorprendente alza la voz. «¡Cállate!» Gestas le mira, sorprendido por la interrupción, y parece que va a contestar, pero Dimas le fulmina con la mirada mientras sigue hablando. «Tú, que sufres la misma pena, ¿no respetas a Dios? Lo nuestro es justo, pues estamos aquí por nuestros delitos». Al decirlo, vienen a su mente los robos, la violencia, la manera en que ha ido dejando, alrededor de su vida, heridas y golpes, los rostros de mujeres a las que ha humillado, y de hombres a los que ha dejado llenos de contusiones y con la bolsa vacía en las veredas de los caminos. Y aunque siempre ha tratado de justificarse, ampararse en que no ha tenido otra opción, se da cuenta, con una certidumbre dolorosa pero liberadora, de que ha elegido mal, de que habría podido escoger otro camino. Y de que, ahora mismo, solo reconocer la verdad de su vida puede traer una dignidad recuperada a estas últimas horas. Gestas ha enmudecido. Dimas continúa hablando, con la vista fija en Jesús: «En cambio, este no ha cometido ningún crimen». Y al pronunciar estas palabras, se da cuenta de que, en ese último reconocimiento, en esa afirmación, acaba de abrir una puerta diferente. Vienen a su mente las enseñanzas del Galileo, esas historias que los aldeanos se contaban algunas noches alrededor de una hoguera. Palabras que ha escuchado entre indiferente y escéptico. Palabras de perdón para los pecadores. De sanación para los enfermos. De misericordia para los culpables. De abundancia para los pobres. Ahora, en la presencia del hombre de Nazaret parece comprender la verdad de esas enseñanzas. Y una súbita esperanza sustituye a la nube que le oprime por dentro. Mira de nuevo al Galileo y murmura, en un tono casi inaudible: «Jesús, cuando llegues a tu reino, acuérdate de mí». No espera respuesta. No busca promesas. No cree que pueda resistir mucho más. Ni siquiera sabe si su ruego ha salido de sus labios o solo lo ha imaginado... Pero entonces Jesús vuelve a mirarlo, y en sus ojos hay comprensión, reconocimiento y acogida. Y aunque parece que el Galileo casi no tiene fuerzas para hablar, de sus labios salen unas palabras inesperadas: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». Si las burlas o el desprecio no han hecho mella en Dimas, sin embargo las palabras de misericordia parecen atravesarlo y le conmueven hasta la entraña. Ese «conmigo» se convierte en un agarradero, en la puerta abierta a una esperanza distinta. Este hombre, que habla en nombre de Dios, no transmite reproche ni condena, juicio ni castigo. Durante toda su vida, Dimas se ha protegido tras un muro de desconfianza. Para sobrevivir solo ha contado con sus propias fuerzas, y también contaba con ellas como su único apoyo a la hora de morir. Y, sin embargo, ahora, cuando menos lo esperaba, en este momento último, cuando la soledad parecería más impenetrable, se encuentra con una mano tendida y la invitación a fiarse de una promesa distinta. El terror que durante las últimas semanas le ha constreñido parece disolverse. Hasta el dolor parece más tolerable. Se da cuenta de que cree en la promesa que se le acaba de hacer. No lo 129

entiende. No sabe muy bien cómo puede ser. Pero, por fin, en esta jornada que sabe última descubre que no está solo. Sus ojos se cruzan, una vez más, con los de Jesús. Quisiera decir tantas cosas... Pero las fuerzas le están abandonando. Jamás habría pensado que se podía sentir al mismo tiempo un sufrimiento tan intenso y el alivio que experimenta. Intenta hablar, pero la mirada de Jesús le disuade. Ya está todo dicho, ¿no? Jesús agacha la cabeza y respira con dificultad. Dimas cierra los ojos y trata de recuperar las fuerzas. Sabe que le espera aún un suplicio brutal, y le asusta. Pero, paradójicamente, el otro miedo ha desaparecido. Ya no está solo, y al fin se siente confiado y en paz. Murmura, entre dientes: «conmigo», y a su rostro, manchado de lágrimas, sudor y sangre, asoma una última sonrisa victoriosa.

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II. Encuentro Hay una extraña ternura en las palabras que intercambian Jesús y el buen ladrón en la cruz. Es un momento de dolor, de fragilidad extrema, cuando la derrota y la muerte parecen inminentes. Cuando, juicio tras juicio, hemos asistido al desencuentro, la incomunicación y el intento de manipular a Jesús por parte de quienes deberían buscar justicia o verdad, pero en lugar de eso buscan su conveniencia e interés. Cuando la soledad parece más aguda y más impenetrable... Entonces, en medio del calvario, dos vidas rotas se encuentran e intercambian palabras de comprensión, de respeto, de acogida y de esperanza. Esa es, quizás, una de las verdades más sorprendentes del Gólgota: el amor no calla.

El amor nos salva En esa palabra tan humana del buen ladrón, cuando manda guardar silencio al que increpa a Jesús, cuando reconoce a éste como el hombre justo, hay grandeza. Podría estar únicamente centrado en su propio sufrimiento y, sin embargo, es capaz de mirar más allá. Es curioso, porque esta es quizá la palabra más delicada y amable hacia Jesús en esta jornada de abandono. Cuando muchos le han dado la espalda y el puñal del abandono podría estar clavado en su entraña. Cuando parece que hasta el Padre permanece en silencio... sin embargo, una voz le confirma que su vida tiene sentido; que es un hombre bueno, un hombre justo, alguien que ha llegado a otros. ¿Sentiría alivio, emoción, quizás incluso gratitud por esto? Puede ser. Pero Jesús tampoco se recrea demasiado en sus propios sentimientos. También él sale de sí, se vuelve al hombre que agoniza a su lado y le ofrece una palabra de esperanza, de coraje, le invita a afrontar la muerte, no como la derrota final, sino como el paso hacia algo mejor. Es curioso. Hemos asistido en la Pasión al encuentro de hombres cínicos a quienes su conveniencia acerca. Herodes y Pilato se hacen, de algún modo, amigos. Pero es una amistad que nace del interés egoísta, comprada con la sangre de un hombre justo. ¡Qué contraste con este encuentro de dos hombres heridos y que, sin embargo, se abren en su dolor y comprenden la verdad profunda del otro...! Hay momentos en la vida en que quedarnos encerrados en nosotros mismos es el peor de los calabozos. Nos vaya bien o nos vaya mal... Hay momentos en que no debemos aislarnos. Aunque es una tentación. Especialmente cuando la vida se pone cuesta arriba. Entonces es posible que prefiramos encerrarnos tras un muro impenetrable. No queremos que otros nos vean llorar. O no queremos cargarles con nuestra tristeza. Parecería que pedir ayuda o mostrar debilidad fuera inapropiado... Pero lo cierto es que nos necesitamos unos a otros. Necesitamos una palabra de cariño, un gesto de ternura, que alguien se preocupe por nosotros... O comparta con nosotros sus risas. ¡Cuántas

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veces la propia vida, la propia vocación, los propios proyectos, habrán de sostenerse en el apoyo, el coraje y el entusiasmo de otros, cuando las propias fuerzas fallan...! Hay una preciosa escena en la película «Mejor imposible» que refleja muy bien esto. Carol, una camarera con un hijo enfermo, ha pasado los últimos años cuidando del muchacho. Ahora, gracias a la generosidad de un amigo-admirador, un médico se ha hecho cargo, y la mujer puede por fin dejar salir el dolor y las renuncias que ha tenido que afrontar. En una intensa conversación con su madre, se vacía y descarga toda su frustración y su inseguridad. La madre no sabe darle grandes consejos o palabras, pero con una ternura y una humanidad notable le dice: «Salgamos a tomar algo», y se la lleva a que recupere el mundo real, la vida que ha dejado aparcada, la capacidad de divertirse, de disfrutar de las cosas cotidianas. Cuando ambas caminan por la calle, cogidas del brazo, madre e hija, advertimos lo importante que es tener alguien en quien apoyarse, que tire de uno y que le ayude a salir adelante.

Lo vulnerable y la capacidad de encuentro Otro relato, en este caso literario, aunque tenga su versión cinematográfica, nos permite profundizar en la misma idea. Se trata de una novela muy dura, «Tenemos que hablar de Kevin». No desvelaré mucho de la trama. Baste decir que trata de la complicada relación entre una madre y un hijo. Parece que el chaval, desde que tiene uso de razón, dedica toda su vida, con oscura perseverancia, a desquiciar a su madre. Solo hay un momento en que se rompe su muralla, y es una noche que pasa enfermo, con fiebre y vulnerable. En esa ocasión se muestra cercano, se deja arropar, cuidar, y devuelve la misma ternura que recibe. Y es que, tal vez, cuando más desnudos estamos es cuando más capaces somos de mirar alrededor y reconocer a los otros. Tal vez es la desposesión lo que nos permite reconocer que necesitamos, en ocasiones, palabras de aliento, abrazos de apoyo, gestos de confianza, risas prestadas. Pero, al tiempo, es la conciencia de nuestra propia fragilidad la que permite reconocer los signos de fatiga, de cansancio y de anhelo en la vida de quien pasa a nuestro lado, de modo que, venciendo la inercia que nos puede conducir a la autocompasión, nos abrimos de verdad a la vida del otro. Esa experiencia del encuentro verdadero es siempre única, distinta, tiene que ver con las circunstancias de cada persona. No invade ni se impone. No supone dominio ni posesión. Es una experiencia de alteridad, en la que de verdad uno comprende que el otro es otro, con su historia, sus necesidades, su carácter, sus circunstancias particulares. Y es en la diferencia respetada y comprendida donde las personas de verdad nos encontramos. Dicho encuentro es la conversación sincera en la que uno desnuda su alma y se deja aconsejar. Es la palabra o el gesto de amor que vence los miedos y disipa los fantasmas. Es la caricia que hace que se desvanezca la zozobra. Es la visita al enfermo o al preso. Es la carta en la que compartimos alegrías, bromas y cariño. Es el guiño 132

cómplice con el que le decimos a alguien: «no estás solo». Es el detalle delicado que llega justo cuando tu pareja lo necesitaba. Es el silencio paciente de quien escucha el desahogo del amigo herido. Es el reproche que busca ayudar y no destruir. Es la broma que abre la puerta a la risa verdadera. Hace un tiempo, una buena amiga perdió a su padre. Pasó la última cuaresma cuidándolo, y poco antes de comenzar la Semana Santa él falleció. Un tiempo después escribió esto, a propósito del ayuno. Sus palabras recogen con verdadera humanidad la hondura y la profundidad del encuentro de las personas vulnerables.

CUARENTA DÍAS DE AYUNO El primero de esos cuarenta días recibió una llamada que le dijo que sería cuestión de meses. El día cuarenta, la llamada revelaba que ya solo sería cuestión de horas. Y así padre e hija se vieron en la tesitura de elegir de qué ayunar y con qué saciarse en esa cuaresma. El padre enfermo ayunó de casi todo: de soberbia, de responsabilidad, de trabajo, de hacer la compra, de conducir, de decidir, de autonomía... Se hizo obediente en la enfermedad. La hija, pretendiendo ser Marta y María, ayunó de tiempo para sí, de compromisos adquiridos, de voluntariados, de misas, de reuniones, de su lugar habitual de trabajo... Ayunó de excusas y de distancias, de largos tiempos sin verle, de indiferencia... Se hizo hija en la enfermedad. Todo aquello de lo que ayunaron dejó un vacío inmenso que solo el amor podría llenar. La exigencia del amor (y no otra) se impuso entre estas dos vidas que tanto se habían buscado apasionadamente y que por fin se encontraban. Los cuidados de ella encontraron respuesta en los besos de él. Las miradas de él encontraron respuesta en los abrazos de ella. Ayunaron hasta la muerte y se saciaron de amor para la VIDA.

Fuertes y débiles Lo admirable es que el mundo no es un lugar donde unos, los fuertes, tiran de otros, los débiles, en un reparto de papeles predeterminado e inmutable. Todos somos a veces fuertes, y a veces estamos rotos. Todos podemos tender los brazos hacia otros, unas 133

veces para pedir ayuda, y otras para ofrecerla. Hoy somos los arrullados por la voz amiga; mañana seremos los que canten para espantar las pesadillas ajenas. Hoy somos los que lloran en el hombro de quien puede consolarnos; mañana seremos el paño de lágrimas donde alguien encuentre alivio. Y así está bien. Los autosuficientes, los invulnerables, los todopoderosos, no pueden entender la lógica del Reino, que no es la de una carrera donde solo puede vencer uno, sino la de una peregrinación donde no se deja a nadie atrás, sino que se acompasa el ritmo para que quien va más fatigado no se rinda.

¿Y la soledad? Esa presencia de los otros no es inmediata y omnipresente. Hay momentos de soledad en todas las vidas. Hay un espacio íntimo, inviolable y personal que no ha de ser invadido. Todos tenemos nuestra necesidad –y nuestro derecho– de algún ámbito en el que estar solos. Da igual si hablamos del soltero o del casado, del joven o del mayor, del hombre o de la mujer... La soledad es parte de todas las vidas. Una parte humana y necesaria. Pero hay ocasiones en que es una soledad no querida y no deseada, que muerde. Ocasiones en que es algún otro el que puede entrar en ese espacio, poblarlo y ayudarnos a salir del silencio. El reto es distinguir ambas soledades, la necesaria y la hiriente. Respetar la primera y disponerse a aliviar la segunda. Valorar la soledad poblada, pero aprender a dejar entrar en la propia vida a los otros. Y, por el camino, ir forjando alianzas indestructibles que nos fortalecen sin endurecernos y nos alivian sin engañarnos; a imagen de esa Alianza primera, que pone su raíz en el amor infinito, radical y eterno de Dios.

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III. Oración: Hasta el último día No sé cuándo Te veremos cara a cara, pero quiero creer que estarás. Y contigo, y conmigo, quienes emprendieron el camino antes y quienes lo recorran después. Las heridas de hoy estarán curadas. Las preguntas de ahora hallarán respuesta, o acaso baste el silencio. Será fértil la tierra de la bienaventuranza. Será eterna la caricia, la justicia será plena. Hasta que ese día llegue, dame, Señor, coraje para vivir, para amar, para arriesgar, aunque a ratos duela.

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CAPÍTULO 14.

MUERTE EN LA CRUZ

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I. Contemplación de papel: las últimas palabras MAGDALENA no puede apartar la vista de Jesús. Clavado en la cruz. No quiere creer que esto sea verdad. Quiere que sea una pesadilla, un sueño irreal, un error. ¿Cómo puede estar ocurriendo esto? Delante de ella están María y Juan. También ellos tienen el horror pintado en sus rostros, y no hay palabras que sirvan de alivio para ninguno de ellos. Los minutos se hacen eternos. Negros nubarrones oscurecen el horizonte, y el clima está enrarecido. Hace un rato que nada se mueve. Los soldados, los condenados, la gente... Todo parece suspendido en el tiempo. Y durante esos instantes que se alargan, Magdalena repasa este día, esta jornada horrible que empezaba en Betania, en la casa de Lázaro... *** Unas voces entrecortadas la despiertan. Apenas ha dormido, presintiendo algo malo. Se levanta a toda prisa y sale al patio. Es Santiago, que entra sofocado. Con voz entrecortada por la fatiga y el esfuerzo, pues lleva varias horas corriendo, les cuenta que han detenido a Jesús. María, su madre, deja escapar un suspiro desolado. El discípulo no puede decirles mucho más. No sabe si han detenido a los otros o qué ha pasado. Sin necesidad de palabras, ellas se ponen en marcha. Lázaro hace ademán de detenerlas, aludiendo al peligro, pero la mirada de Magdalena le hace desistir. Que no le hablen a ella de miedo o de amenazas. ¿Acaso importa eso ahora? No pueden quedarse a esperar sin saber qué es de su amigo, de su hijo, de su maestro. El camino hacia Jerusalén se hace duro, y, pese al frío de la madrugada, pronto van sofocadas. Son tres, Magdalena, María, la madre de Jesús, y una hermana de esta. No han comido nada desde la noche anterior, y a Magdalena le preocupa María, pero entiende que esta no pueda tomar ni un pedazo de torta. De hecho, ninguna de ellas se siente capaz de probar bocado. Al llegar a la ciudad preguntan por Jesús. Dos vecinas ponen cara de no saber de quién están hablando, y un hombre al que inquieren después empieza a vociferar sin aclararles tampoco nada. Al fin, un muchacho les confirma que se lo han llevado al pretorio y les indica cómo llegar hasta allí. La noticia es un mazazo, pues solo puede significar que los sacerdotes buscan una condena a muerte. Al llegar a las puertas de la fortaleza romana, unos soldados impiden el acceso. Dicen que hay demasiada gente dentro, y ni las súplicas ni el argumento de que una de ellas es la madre del nazareno les conmueven. Esperan fuera. Hasta que un rumor empieza a propagarse: «Lo han condenado a muerte»; «crucifixión»; «ahora mismo»... María recibe el golpe con entereza, pero tiene que apoyarse en Magdalena, que no consigue encontrar sentido a nada de lo que está ocurriendo.

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En ese momento aparece Juan. «Os estaba buscando», dice. «Juan, hijo, ¿qué ha pasado?», pregunta María. «Vinieron de noche, Judas lo vendió... y nosotros... huimos». Lo dice casi sin fuerzas, sin defensa ni justificación, bajando la voz al reconocer que le han abandonado. Sus ojos enrojecidos e hinchados hablan del infierno en que está sumido. Se mantiene a unos pasos, como avergonzado. María avanza hacia él y le acaricia el rostro en silencio con su mano arrugada. Magdalena, en cambio, desearía abofetearlo. Se siente incapaz de aceptar que los discípulos hayan dejado solo a Jesús. ¿Cómo han podido abandonarlo? Si se mantiene serena, es por respeto a María. «Tenemos que estar con él», es lo único que acierta a decir. Así que esperan, entre la muchedumbre, hasta que le ven salir con un enorme madero sobre la espalda. Le siguen, le ven caer hasta tres veces, sin poder siquiera acercarse; tienen que escuchar las burlas de muchos y ver su agonía hasta llegar a la cruz a duras penas, ayudado por un campesino. Ven cómo lo desnudan y le tiran al suelo y le clavan en el madero. Le ven alzado... y no pueden hacer nada. Magdalena ve, desolada, cómo los mismos soldados que le ejecutan se rifan sus ropas. Uno de ellos le devuelve la mirada, y su frialdad es como una bofetada más. *** Y aquí está ahora. Impotente. Incapaz de hacer nada. Mira hacia su amigo crucificado y no puede evitar estremecerse. «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Atenta hasta el último detalle a su maestro, las palabras que salen de sus labios se clavan en sus oídos. Jesús reza desde la desesperación, la angustia, la soledad. Él, que siempre les ha mostrado la cercanía y la confianza en Dios ¿y ahora ni siquiera Dios le consuela?... ¡Cuánto debe de estar sufriendo...! Magdalena eleva al cielo una mirada crispada, pero solo encuentra negrura, y se dice que hasta Dios calla hoy. Rompería a llorar, pero intenta evitarlo por todos los medios. Si María, la madre de Jesús, mantiene el tipo, no va a ser ella quien la cargue con más congoja de la que ya tienen. Llevan un rato largo esperando, retenidas por los soldados, que no permiten que nadie se acerque a la cruz. No puede apartar la mirada del rostro golpeado de Jesús, de esas facciones que le son tan familiares y ahora solo muestran agotamiento y dolor. Su cuerpo magullado está lleno de cortes y contusiones, y al ver así al amigo, al maestro, una sorda desesperación se apodera de ella. Parece mentira que hace tan solo unos días toda la ciudad le acogiese con cantos de júbilo. Ya decía él que venían tiempos duros. Pero ¿esto? Nadie podía imaginarlo. Como tampoco nadie podía imaginar que sus amigos lo abandonarían, que echarían a correr sin mirar atrás, que lo dejarían solo... abandonado, abandonado, la palabra martillea en su mente. Al pensar en eso, Magdalena se exaspera, y su mirada se clava con dureza en Juan. ¿Cómo han podido permitir que lo detuvieran? ¿Por qué no siguieron con él? ¿Por qué no lucharon? Sus ojos se encuentran con los del discípulo, y por la expresión herida del hombre Magdalena sabe que lee en su rostro el reproche. Y aunque también se da

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cuenta de que él está a punto de romperse, se siente incapaz de mostrarse cercana. Juan hace ademán de decir algo, pero ella aparta la mirada y le deja con la palabra en la boca. Y así continúan, presenciando la lenta agonía a distancia, porque no les permiten acercarse más, tratando de contener el dolor, intentando que les vea para que no se sienta tan solo, que sepa que están aquí con él, que no muera pensando que todos lo han abandonado. Contemplan con impotencia las chanzas de los soldados que se han repartido sus ropas y ahora se mofan de los crucificados. Es en ese momento cuando Jesús habla de nuevo para decir, con dolor pero con serenidad: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Lo dice con voz clara, haciendo un esfuerzo para que lo oigan, pero los soldados ni siquiera le están prestando atención en ese momento. Ella sí, y esas palabras se le clavan en el corazón. ¿Perdón? ¿Aun en este momento habla de perdón? ¿Cómo es posible? Ella quiere castigarles, gritarles, pagarles con la misma moneda... pero una vez más la palabra de Jesús lo vuelve todo del revés. ¿Perdón? Como el que le ofreció a ella una vez. Cuando otros la insultaban y la habían condenado, cuando todos la trataban como a una maldita, él les desafió, comprendió su dolor, acogió sus lágrimas y la alzó del suelo. Vuelve su mirada hacia Juan. Él también ha oído las palabras del maestro y a duras penas contiene el llanto. Magdalena comprende en ese momento que si el odio se equivoca, el amor también lo hace. Se acerca a Juan y pone una mano en su hombro. El joven se gira y la mira. Sus ojeras, los ojos enrojecidos, su expresión desvalida...: parece haber envejecido diez años en una noche. Parece que va a decir algo, pero ella le pone un dedo sobre la boca y luego le acaricia con dulzura, como hiciera María hace un rato. No hace falta hablar ahora. Después mira a los legionarios, pero a ellos se siente incapaz de perdonarlos, y vuelve sus ojos a Jesús, resistiendo las ganas de llorar. Los minutos transcurren con lentitud. El grupo mira, impotente, cómo los tres crucificados van perdiendo las fuerzas y cómo el peso de sus cuerpos tira de ellos hacia abajo, dificultando su respiración. Jesús parece hablar con uno de los otros condenados, pero Magdalena no llega a entender lo que dicen. Un soldado les acerca una esponja con agua. La expresión de disgusto y las risotadas de los legionarios le hacen percatarse de que el líquido seguramente es algún brebaje asqueroso. Mira a María esperando que no se haya dado cuenta. No sabría decirlo. El cielo se ha cubierto de nubes, y hace frío. Mucha gente está volviendo sobre sus pasos y regresa a la ciudad, saciada su sed de espectáculo y de sangre. Al disiparse el gentío, uno de los soldados les hace un gesto para que se acerquen. Al fin, un destello de humanidad en medio de este suplicio. Al aproximarse a la cruz parece que necesitaran sentir la cercanía de los demás, y caminan pegados unos a otros. María se apoya en Juan. Magdalena y la otra mujer los flanquean. Cuando llegan al pie de la cruz, Jesús al fin les ve. Su rostro muestra al tiempo dolor, alivio, pena... Magdalena no consigue contenerse por más tiempo y llora en silencio, tratando de sonreírle a través de las lágrimas, de darle un poco de aliento, de coraje, de fuerza. Juan se contiene para no abalanzarse y abrazarle las piernas, sabiendo que los soldados no permitirían esa 139

cercanía. María le mira, y cuando sus ojos y los de su hijo se encuentran, una muda palabra de amor parece unirlos por un instante. Madre e hijo unidos en el padecimiento, en la agonía... Magdalena nunca ha visto una expresión de ternura como la que asoma en el rostro de María, como si la madre quisiera envolver al hijo en un manto de protección. Al fin, Jesús habla y, señalando con la cabeza a Juan, dice en voz muy baja: «Mujer, he ahí a tu hijo». El joven aprieta con más fuerza el hombro de la anciana, como queriendo preservarla de esta agonía. «Hijo, he ahí a tu madre». Ahora las palabras dan la vuelta, y es el muchacho el que mira a la mujer, como buscando en ella refugio y seguridad. Magdalena, viéndolos así a los dos, unidos en la debilidad y el dolor, experimenta una sensación de ligereza, una paradójica esperanza, pues comprende que, pase lo que pase, Jesús no les deja solos. Y el alivio da paso a la gratitud, porque el amigo sigue siendo para ellos luz, incluso en esta hora sombría. Pero la gratitud, cuando vuelve a mirar hacia él, se transforma en desgarro, porque ve su rostro crispado por el sufrimiento. «No, no, no...», musita en voz baja, conteniendo las ganas de gritar. No podemos perderte, piensa, incapaz de imaginar la vida sin él y con un nudo en la garganta. El soldado que les dejara acercarse les empuja ahora para que se aparten un poco. Se resisten. Quieren estar junto a Jesús hasta el final. A estas alturas, no tienen ningún miedo y poco les importan las bravatas del legionario. Cuando el soldado insiste y amenaza con usar la fuerza, es el centurión que parece estar al mando el que le dice con tono áspero que les deje en paz. El soldado se aleja, huraño y molesto por la reprimenda. Magdalena mira de reojo al centurión. Este tiene los ojos fijos en María y se muestra conmovido por esa mujer, cuya mirada sigue clavada en el rostro de su hijo, como si quisiera sostenerlo hasta el final. Magdalena se dice que al menos a un romano le queda un poco de decencia. Jesús mantiene, durante un rato más, la mirada de su madre. Después, con dificultad, alza los ojos al cielo y parece quedarse esperando, en un silencio interrumpido por su respiración, cada vez más difícil. Dos veces hace ademán de hablar, pero nada más que una tos entrecortada sale de su garganta. Sin embargo, la tercera vez habla con voz fuerte, que se quiebra en un sollozo al final. «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». No parecía que el cuerpo de Jesús tuviese fuerza suficiente para este grito postrero. Sin embargo, es un último lamento, una plegaria definitiva, una oración y un acto de confianza con el que parece haber agotado sus fuerzas. Lanza un suspiro profundo, y su cabeza cae inerte. En ese momento, María cae de rodillas y Magdalena, al fin, rompe a llorar desconsolada. Juan las acoge a ambas en un abrazo protector, aunque él mismo, doblado por la tristeza, a duras penas consigue mantenerse en pie. Y el cielo se une al llanto cuando, al fin, estalla la tormenta.

Interludio. Cántico del Siervo No abrió la boca, como un cordero era llevado al matadero. No protestó, no se defendió... Lo que no he robado, ¿lo tengo que devolver? No. Ese día la 140

voz que se oyó fue la del pecado. Vociferante, arrogante, gritón, tratando de acallar la otra voz: la del amor, la de la justicia, la del Reino, la de la liberación, la de la bienaventuranza. El pecado, que disimula su miedo con la fuerza, su lodo con sangre ajena, su vaciedad con ruido, y su abuso con indignación... ¿Habéis oído? ¿Qué necesidad tenemos de testigos? ¿Habéis oído? ¿Habéis oído de verdad? Por supuesto que no. Solo habéis oído lo que queríais oír, lo que estabais esperando, sin entender nada. Ya tenéis vuestra excusa, ¿qué necesidad tenéis de testigos? Ya podéis acusarlo y quedaros tranquilos. Ya podéis sentiros justos mientras herís al justo. Es tiempo para el ruido de las armas, cuando lo único que se oye del inocente es su grito, y hasta este se atenúa... Lo sacaron fuera de la ciudad. Son tantas las voces del pecado que se dan cita en estos juicios del siervo que pueden formar un coro, una gran coral que provoque la sonrisa complacida del mal, extasiado con esta armonía perversa. ¡Crucifícalo!, se grita desde la docilidad, desde la sumisión a otros que piensan por todos y desde la indiferencia que pide carnaza. ¡Queremos a Barrabás!, y al violento y al fuerte, al bello y al que triunfa, al rico y al brillante, al que siempre cae de pie. Queremos a Barrabás, no al justo. Las barrabasadas son simpáticas ahora. ¡Si le liberas no eres amigo del César...!; en cambio, si le condenas, a pesar de que sabes que es inocente, a ti te irá mejor. ¿Y no se trata de eso? Que te vaya muy bonito. Que te vaya muy, muy bonito. Porque lo que importa eres tú. Tú. Tú. Tú. Tú. Yo. Yo. Tu seguridad la estás pagando con sangre ajena, pero lávate las manos y la memoria. Grita también el miedo: ¡Yo no lo conozco, nunca he estado con él!, adiós, mi amigo, no soy valiente como tú, ahora estás solo. Tal vez algún día reuniré las fuerzas, el coraje, para que me salga una voz distinta, discordante en este coro fúnebre. Pero hoy me vence el temor que deja lágrimas y culpa. Habla la mentira, aunque se enreda en su propia malicia, y no se ponían de acuerdo en sus acusaciones. ¿Y qué más da? ¿No está ya todo claro? Ya se sabe qué verdad interesa. El resto es pantomima. Habla la crueldad, que es fuerte con el débil y aduladora con el poderoso. Adivina quién te ha pegado, ja, ja, qué divertido, qué grotesco, qué gracioso, qué burlón... ¿No debería poder librarse si es quien dice ser? Es un fraude, proclama, ufana, la necedad. ¡Crucifícalo, crucifícalo!, pero bien lejos. Sácalo de nuestra vista, que aquí es incómodo. ¡No tenemos más rey que el César! Entonces, que hablen los golpes y los clavos. Este griterío, esta algarabía inhumana ¿acalla acaso la voz que tendría que oírse...? En silencio atraviesa el mundo el sollozo desgarrado de Dios y de tantos hijos suyos... un silencio más estruendoso que el vocerío del mal, aunque ahora no lo parezca. Porque la Vida no es esto de hoy. Calla el amor. 141

Calla la misericordia. Callan el bien y la justicia. Callan el Reino y la paz. Calla el hermano. Callan la caricia y el milagro, la ternura y la confianza. Calla Dios, tras revelarse. Yo soy. Amén.

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II. Una historia de amor Cuando contemplamos el desenlace de la Pasión nos golpean dimensiones de la vida que tienen que ver con la exigencia, el dolor y la entrega. Ya en capítulos anteriores hemos ido desglosando algunas de dichas dimensiones, como son las intemperies, las jaulas de oro, el sufrimiento o la fragilidad y sus lecciones. Por eso quisiera, en este momento, volver el foco hacia una realidad muy honda y que es la que sostiene toda esta historia. Se trata de la manera de amar de Dios. La Pasión no es el itinerario macabro ideado por un Dios vengativo para castigar, en su Hijo, a la humanidad. Es, y quizá del modo más definitivo, la hora de la verdad y el escenario donde se despliega una historia de amor. Un amor radical, incondicional, primero. Un amor infinito pero libre, entregado pero no impuesto, eterno pero encarnado. Un amor asimétrico, porque se da sin exigir nada a cambio. Decimos que Dios es Amor. Y así lo creemos. Todos tenemos la experiencia de las declaraciones de amor, de las palabras cargadas de afecto con las que queremos establecer vínculos firmes, profundos, ojalá indestructibles, con aquellos a quienes queremos. Dios habló de amor al mundo. Y su Palabra fue Jesús. Esa voz se encontró con otras muchas voces, muchas palabras distintas, un recital de palabras que hablan con distintas lógicas, incluso algunas veces tratando de silenciarlo. Es esta última la hora de los contrastes. Entre quien habla con palabras de verdad y quien miente. Entre quien insulta y quien perdona. Entre quien ama y quien odia. Entre quien se burla y quien calla. Es esta la hora en que con más hondura va a asomar la palabra última de Dios, Jesús, en medio de la algazara de los que nada entienden. Jesús, amando hasta el extremo, es la palabra definitiva de Dios, que resuena con dolorosa desnudez desde el silencio de la cruz.

Un amor cumplido En el evangelio de Juan, lo último que dice Jesús en la cruz es: «Todo está cumplido». Podríamos formularlo también como «todo está completo», o «terminado». ¿Qué es lo que se ha cumplido? Jesús ha culminado un itinerario único, hasta el final. Ha mostrado una puerta nueva, un camino diferente, otra lógica, que es la que nos aproxima a Dios y su proyecto para nosotros. Al mundo no lo salva una ley imposible. Nuestra libertad tiene un reverso difícil, que es la posibilidad de utilizarla mal y de generar espacios de muerte. La historia es una sucesión de pequeñas historias entrelazadas, y aunque hay en ella mucha grandeza, bondad y belleza, demasiado a menudo vemos también ambiciones, heridas, traiciones y sepulcros innecesarios. Nosotros, las personas, estamos llamados a vivir en plenitud y, sin embargo, terminamos viviendo a medias. Las historias atravesadas por el pecado son historias truncadas, y en ellas el amor es insuficiente. Pudiendo volar, 143

vivimos encadenados. Pudiendo encontrarnos, vivimos solos. Pudiendo tender puentes, levantamos muros. Pudiendo comprendernos, demasiadas veces nos tememos. El mundo estaba atravesado por esas heridas. Los vendedores de respuestas fallaron una y otra vez, convirtiendo sus discursos, propuestas y leyes en losas que, en lugar de liberar, terminaban aplastando a las personas. Muchas personas quisieron ser dioses, y en esa aspiración olvidaron que somos hijos, hermanos, y que nuestra autonomía no es omnipotencia. Pero Dios no desistió. No es un Dios arbitrario que anule nuestra libertad. Tampoco un Dios vengativo que responda a la limitación con castigo. Lo que Dios vino a mostrar en Jesús es que otra humanidad es posible. Que las personas podemos vivir con otra lógica, mirar el mundo y a las personas con otros ojos, y que, precisamente porque hemos sigo creados a su imagen, somos capaces de elevarnos sobre toda esa fragilidad y vivir abiertos a Dios, al prójimo y a una grandeza diferente en cada uno de nosotros. Jesús es la respuesta. El que vive abierto de una manera radical, definitiva e incondicional a Dios. El que comprende, en su entraña, que la esencia de la vida es amar e ir construyendo un mundo donde la creación continúe su marcha. El camino para avanzar hacia una humanidad más madura, más consciente de la dignidad de sus gentes, reconciliada con la naturaleza y abierta al mismo Dios que alienta en su entraña. El que nos muestra que esa plenitud es la voluntad de Dios. ¿Cuál es el camino que nos abre Jesús? El amor radical, definitivo, incondicional. Un amor que pone su raíz en Dios. Un amor que late con especial urgencia ante los más rotos. Que celebra, que cree, que perdona y que proclama la bienaventuranza, la justicia y la paz. Que no se rinde ante el egoísmo, el odio o la violencia. Esto es lo que Jesús, de una manera única, comprende y expresa. Él nos muestra el rostro más humano de Dios y la esencia más divina del ser humano. Su prueba, su encrucijada, su misión, es mostrar que esto es posible. No dar marcha atrás. Amar hasta el final y confiar en que la muerte no tenga la última palabra. Eso es lo que hace Jesús en su vida. Esa es la encrucijada que, en esta última hora, afronta.

La Palabra de Dios Las palabras de Jesús en la cruz son, en el fondo, un último canto de amor. Somos testigos, en estos momentos finales, de gestos y palabras que expresan su verdad radical con la desnudez de quien no tiene nada que ganar ni perder, de quien sabe que llega su hora y puede prescindir de adornos. Y esa verdad es, en Jesús, el amor a amigos y enemigos. A quienes aún le acompañan al pie de la cruz y a quienes lo ejecutan sin clemencia. Un amor que le lleva a perdonar a los que ni tan siquiera son conscientes de lo que están haciéndole. El amor que le hace volverse al hombre que, a su lado, necesita una palabra de esperanza. El amor que, lejos de toda posesión o victimismo, sigue 144

tendiendo lazos entre los que quedan detrás, madre y amigo, y en ellos tantos otros que buscamos aliviar la soledad. El amor que busca su fuente última en Dios, y por eso llama, pregunta, grita y expresa necesidad..., porque el amor no es todopoderoso, sino pobre. El amor que se da hasta el final, que se derrama hasta la última gota, hasta el último aliento, hasta que no queda nada más por dar, cuando ya todo se ha cumplido. No son palabras vacías ni dichas por decir. Con las palabras podemos jugar, podemos engañar, entretener y construir mundos ficticios. Podemos mentir o crear cortinas de humo. Pero también podemos poner en ellas el corazón y la vida y convertirlas en puente hacia otros. Hay palabras que se clavan como puñales en la entraña, palabras que enmascaran la verdad; pero hay también otras palabras que desvelan, que revelan, que descubren y dan sentido. «¿Me das tu palabra?», preguntamos a alguien. Y el aludido sabe que empeñar la propia palabra es poner la propia verdad en juego. Quizás hoy seamos más escépticos, pero la expresión «empeñar la palabra» es muy expresiva y, tomada en serio, significa mucho. Cuando esas palabras son de amor, la diferencia entre que sean sinceras o falsas es abismal. Pues bien, Jesús es la Palabra, el Verbo más explícito de Dios. Dios otorga su palabra a la humanidad, al mundo y a la historia. No está escrita en una piedra o en una ley, sino encarnada en Jesús, que refleja la verdad más honda de Dios y del ser humano a un tiempo. Y esa palabra encuentra su púlpito definitivo en este itinerario de la Pasión. En la cruz, Jesús no habla de venganza o de castigo, no hay reproche ni exigencia, no hay furia ni condena. Hay cansancio, el que queda tras darlo todo. Hay dolor, el de quien ha salido a la intemperie para acompañar y compartir la vida y el destino de los más heridos. Hay pasión, la pasión de quien sigue aspirando a lo mejor y deseando que lo que quede detrás esté lleno de posibilidades: la reconciliación, el cuidado recíproco, la esperanza. Hay promesa. La promesa de algo mejor, de una victoria última, de un mañana que se impondrá a la noche más oscura. Y hay, también, silencio.

Silencio Hay un momento para contemplar. Para tratar de entender lo que vemos, porque de alguna manera nos desborda. Este Jesús crucificado muestra un extraño abrazo final. A veces decimos que Jesús abraza la cruz..., pero creo que es una imagen mucho mejor la de que en la cruz de Jesús está Dios abrazando a cada ser humano en sus heridas, en su fatiga, en su dolor, en sus anhelos y miedos, en sus fracasos, en sus caídas. Dios está abrazando, y ese abrazo es incluso el perdón a sus propios verdugos, la palabra de ternura al que agoniza a su lado, y el mensaje de encuentro a María y a Juan, presentes al pie de la cruz... En ese abrazo confluyen tantos otros gestos... Del buen samaritano que recoge al hombre herido en el camino; del padre del hijo pródigo, recibiéndolo en casa con alegría y dispuesto a darle las oportunidades que hagan falta; de cada caricia y cada gesto con 145

los que Jesús ha ido sanando a leprosos, ciegos y paralíticos; de la viuda pobre dando lo poco que tiene, pensando en otros más pobres aún que ella; de la mujer que con sus cabellos enjuaga los pies de Jesús; del propio Jesús lavando con sus manos los pies de sus discípulos. Gestos, roces, abrazos... Un único abrazo para levantarnos cada vez que caigamos. Un único abrazo, hasta que los brazos duelan de tanto darse. Un único abrazo que también nosotros podemos dar una y otra vez para transformar el mundo, hasta que un día, con la confianza última de quien no tiene nada que perder, podamos exclamar, a su manera: «Todo está cumplido».

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III. Oración: Crucificadas Crucificadas las esperanzas de quien se atrevió a adentrarse en la entraña de la vida. Los sueños de paz. La verdad, crucificada en nombre de lo conveniente. Crucificado el amor que no supimos entender. Cruces, cruces en las veredas de la historia, en los pozos del desconsuelo. Cruces, y gritos que rasgan el cielo sin encontrar más eco que el silencio. No desesperemos, pese a todo, contra viento y marea, contra pecado y orgullo, contra egoísmo y cerrazón. Dios abraza la cruz para derribarla, la callada no es su respuesta; y la vida espera, pujante, para vaciar los sepulcros de una vez por todas.

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CAPÍTULO 15.

LA SEPULTURA DE JESÚS

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I. Contemplación de papel: la hora de José de Arimatea NEGROS nubarrones lloran sobre la tierra, y los truenos resuenan con estruendo, como si quisieran llevar a los confines del mundo el lamento de las mujeres que sollozan al pie de la cruz. Dos de los reos aún resisten. El tercero, Jesús, acaba de morir. José, desde lejos, observa la escena. Ve a los soldados que esperan con desgana a que el suplicio acabe con los dos que aún aguantan. También ve al pequeño grupo que, desafiando el peligro, ha acompañado al nazareno en sus últimos momentos. Reconoce a alguna de las mujeres y a Juan, uno de los discípulos más cercanos al maestro. En medio de ellos, una mujer mayor que las otras, con el rostro demudado por la tristeza, clava sus ojos en el cadáver que cuelga de la cruz. José se dice que debe de ser la madre del nazareno, y se estremece pensando en el suplicio que supone tener que contemplar la crucifixión de un hijo. Él sigue a distancia. Como siempre. A distancia, optando por la prudencia y el sentido común. Calculando las consecuencias de cada acción. Tratando de pasar desapercibido. Manteniendo el equilibrio entre su independencia y la seguridad que da el no hacerse notar. Así lleva años. Tratando de no perder su puesto, pero consciente de que en el Sanedrín la corriente va a favor de Caifás y de la gente que piensa como el Sumo Sacerdote. Él no es como ellos. Él está más dispuesto a escuchar lo nuevo. Pero sabe que no es este el tiempo para idealistas ni soñadores. Así que se parapeta en el silencio. José de Arimatea, el sabio, el hombre justo, el bueno. La gente habla de él en esos términos, pero ahora mismo no se siente así, ni mucho menos. Más bien se ve como un cobarde. Siempre ha sentido simpatía por Jesús, pero nunca lo ha mostrado a las claras. No es el único. Piensa en su amigo Nicodemo, otro miembro del Sanedrín que se acercó a Jesús en el pasado. Cuando lo buscó, para tratar de entender lo que el Galileo pensaba, lo hizo de noche, evitando ser visto y tratando de que nadie pudiera relacionarles. «Hay que nacer de nuevo», había dicho Jesús. ¿Nacer? Y ahora, morir. La memoria de aquellas enseñanzas le muerde con saña. Porque cuando José escuchó a Nicodemo relatar aquel encuentro, Jesús el Galileo le pareció un hombre sabio, un hombre de Dios. Y quizá, si después de aquello hubieran ellos hablado más alto y más claro a su favor, la historia habría sido distinta. Pero optaron por el silencio, y con eso le dieron a Caifás la baza de negar que hubiera entre los miembros del consejo voces favorables a Jesús. Al pensar en ello siente cómo la cólera le enciende de nuevo. Si él hubiera sabido..., o si Caifás hubiera avisado a todo el Sanedrín la pasada noche... Sin embargo, la cólera da paso a la culpa. Porque reconoce que tal vez ni siquiera entonces se habría atrevido a alzar la voz para defender al nazareno. Después de todo, en otras ocasiones ha callado. A distancia, siempre a distancia. Sin darse cuenta, ha empezado a avanzar, acercándose más al escenario de la crucifixión. Sus ojos saltan de Jesús a quienes le lloran a los pies de la cruz, y de estos a 149

los romanos. Ni siquiera se percata de las miradas de inquina y los cuchicheos que algunos de los sacerdotes y los criados de Caifás intercambian, apuntando hacia él con evidente desaprobación. Con la lluvia, buena parte de la muchedumbre que hasta hace un rato contemplaba la ejecución se ha dispersado, y no parece que vaya a haber disturbios, por lo que los soldados no le ponen ninguna traba cuando se acerca hasta llegar a unos pasos de las mujeres. Mira el cadáver, regado por la lluvia y rojo por la sangre que ha ido manando de las heridas. Sus ojos se cruzan con los de una mujer a la que reconoce como María Magdalena, una de las que acompañaban a Jesús. Ella también parece saber quién es él y se queda mirándolo con dolor; y aunque hace ademán de ir a decir algo, al final ninguna palabra sale de su boca entreabierta. Parece, en este momento, tan desvalida, tan vulnerable y tan perdida... Y José, con la sabiduría que dan los años, se da cuenta de que nadie, en este grupo, sabe qué hacer ahora. Mira al legionario que parece estar al frente de los soldados y que le devuelve la mirada impertérrito. Ahora sí se da cuenta de la expresión taimada de los sacerdotes que, a unos metros, parecen aún sedientos de dolor y de venganza. Por último, vuelve a posar los ojos en ese grupo desvalido, unido en la pérdida y doblado por la pena. Y solo ahora, conmovido hasta la entraña, se sacude la capa de la prudencia y el cálculo y decide dar un paso al frente, aunque sea tarde. Un paso para ayudar a estas personas. Para pelear, en la hora postrera, por devolver una mínima dignidad al nazareno ajusticiado, porque hay momentos en que el silencio no basta. Sabe lo que tiene que hacer. Se aleja del grupo y del monte del Calvario, con determinación y sin hacer caso de las miradas y cuchicheos, indiferente también a los criados que salen disparados hacia casa de Caifás, seguramente para prevenir al Sumo Sacerdote de que uno de los miembros del Consejo está, de algún modo, entrometiéndose en el caso del Galileo. Prescinde de todo eso y por el camino más rápido, con paso vivo, se encamina al pretorio. Las calles de la ciudad, abarrotadas los días anteriores, aparecen ahora silenciosas y casi vacías, pues tanto los habitantes como los peregrinos han buscado guarecerse de la lluvia bajo techo. A él no le importa mojarse. De hecho, llega al pretorio empapado. Pide ver a Pilato. Un soldado le hace esperar. El que sale a hablar con él no es el gobernador, sino uno de sus hombres. José va directo al grano: «Quiero llevarme el cuerpo del Galileo y enterrarlo. Yo pondré el sepulcro». No dice más. Sabe que con esta decisión está socavando lo que pueda tener de prestigio y autoridad entre la mayoría de los judíos, y que Caifás no va a perdonar ninguna muestra de simpatía por el Nazareno. No le importa. Hay momentos en los que un hombre no puede quedarse al margen, se dice. Y aunque es consciente de que esta valentía llega tarde para Jesús, piensa que mejor ahora que nunca. El rostro dolorido de la madre del nazareno le viene a la mente, y se dice que

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al menos está a tiempo de ayudar a los que quedan. El hombre de Pilato vuelve. También él es parco en palabras: «El gobernador aprueba tu petición. Ve». Vuelve sobre sus pasos, dando un pequeño rodeo para pasar por su casa. Allí da instrucciones a su hijo mayor y a un criado y reemprende el camino hacia el Calvario. Cuando llega, la tarde va cayendo. Ha dejado de llover. La luz del día se está apagando. Queda menos gente. Los dos reos ajusticiados con Jesús han muerto, y por la posición forzada de las piernas supone que los soldados se las habrán quebrado para que, no pudiendo sostenerse por más tiempo, murieran por asfixia. Otras veces lo ha visto así. Los espectadores se han ido, y apenas quedan los soldados, los sacerdotes con sus criados y los amigos del nazareno... Es a este último grupo al que se aproxima José. Se acerca a Magdalena, que por alguna razón le parece que en este momento puede ser de más ayuda, y le explica lo que quiere hacer. Ve en su expresión el alivio enorme, que se contagia al resto cuando ella les habla de su propuesta de sepultarlo. Entiende que, para ellos, dejarlo ahí, colgado del madero, era una agonía, pero que no tenían adónde llevarlo y tampoco querían dejar que los romanos lo enterrasen de cualquier manera. La madre le mira y hace una leve inclinación de cabeza, mientras murmura una palabra de gratitud. Le sobrecoge la entereza de la mujer. Los romanos parecen saber ya que van a llevarse el cuerpo. José supone que Pilato habrá enviado algún emisario para informarles. Así que, cuando llega su hijo con varios criados que traen una escalera de madera y algunas sábanas, ningún soldado hace ademán de detenerlos. Los que parecen dispuestos a protestar al darse cuenta de lo que va a ocurrir son los representantes de Caifás, que se acercan indignados. Sin embargo, el soldado que está más cerca da un empellón al primero que llega, y la expresión poco amigable de los restantes legionarios disuade a los judíos de intentar nada más. José escucha su nombre, pronunciado por un sacerdote con inequívoco tono de resentimiento, y es consciente de que esto no quedará así. Sin embargo, no les hace ni caso. Uno de sus muchachos, encaramado a la escalera, pasa una sábana por debajo de los brazos de Jesús, y cuando quitan los clavos que lo retienen al madero, la sábana sostiene el lento descendimiento del cuerpo inerte. El grupo de sus amigos lo recibe con delicadeza, como si temiesen que un movimiento brusco aún pudiese hacerle daño. Es la madre la que lo acoge en sus brazos, arrodillada y dándole un abrazo último, mientras silenciosas lágrimas ruedan al fin por su rostro gastado. Con una mezcla de ternura y desesperación, acaricia el semblante golpeado del hijo muerto. Magdalena y Juan, de pie junto a ella, esperan. De hecho, parece que todos se hubiesen detenido, amigos y enemigos, sacerdotes y soldados, conmovidos por la verdad incontestable del amor atravesado de la madre. Respetan ese momento de despedida, de intimidad última, de abrazo postrero..., y solo después de unos minutos Juan pone, con delicadeza, una mano sobre el hombro de la mujer, como indicándole que han de moverse. Ella hunde el rostro en el cuello del hijo y murmura algunas palabras que ninguno de ellos alcanza a entender. Entonces, con la ayuda de Juan, se levanta, doblada por el dolor. 151

Los criados han extendido una sábana de lino sobre el suelo, y en ella colocan el cuerpo de Jesús. Lo envuelven y cargan con él. Saben adónde tienen que ir y avanzan en trágico cortejo, precedidos por José y seguidos por Juan y las mujeres. José, hombre previsor, se ha hecho preparar una cueva donde esperaba ser enterrado algún día. Nunca imaginó que se convertiría en el sepulcro del nazareno. Y, sin embargo, ese es ahora su destino. En un lecho de piedra dispuesto en el centro de la cueva, depositan el cuerpo de Jesús. José se queda un momento a solas y musita una plegaria. Sale. Los criados mueven con esfuerzo una gran piedra que tapa la entrada. Se quieren asegurar de que nadie pueda profanar el lugar ni el cuerpo. José se acerca a las mujeres que aguardan, sentadas afuera. Magdalena le mira. «Después del sábado podéis venir para embalsamarlo y perfumarlo, ellos vendrán para mover la losa de la entrada». Al decir esto apunta a los criados, que permanecen a distancia. En los ojos de María advierte el anciano alivio y gratitud. Un movimiento a su espalda le hace mirar, y ve con disgusto a uno de los criados de Caifás que seguramente está espiando para ir corriendo a contarle a su amo todo lo ocurrido. En otro momento se habría sentido preocupado. Habría inventado cualquier excusa para acercarse a la casa del Sumo Sacerdote, justificar sus acciones y disipar recelos. Pero se da cuenta de que ya no puede seguir así. Está hastiado de prudencias y politiqueos. Está harto de anteponer la prudencia a la verdad. No volverá a esconderse bajo el manto de la noche ni a protegerse tras el escudo del silencio. Y al percibir en sí mismo esta nueva determinación, se da cuenta de que, hasta en la muerte, el nazareno ha seguido siendo para él maestro de vida. Mira hacia la losa que tapona la entrada del sepulcro y murmura, en una mezcla de plegaria y promesa: «Es hora de nacer de nuevo».

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II. Un paso al frente Hay momentos en que se impone la prudencia o el miedo. Momentos en que se deja a otros el protagonismo, el vértigo o el riesgo. Pero hay otras ocasiones en que no se puede seguir esperando. Hubo hombres que permanecieron al margen, sin querer señalarse demasiado en su compromiso con Jesús. Cuenta el evangelio de Juan que en una ocasión Nicodemo, fariseo y miembro del Sanedrín fue de noche y a escondidas a ver a Jesús. Le podía el miedo, la prudencia, la preocupación por preservar su estatus... Algo semejante podemos imaginar en José de Arimatea, que solo en esta hora final va a pasar al primer plano. Seguidores ocultos, prudentes, buscadores de sabiduría pero aferrados a sus seguridades. Ahora, sin embargo, José se muestra a plena luz del día y, en esta hora final, sin miedo. Es una figura interesante. Un hombre que parece tranquilo, reflexivo y ponderado. Tal vez no es estridente ni llama la atención. Pero su nombre llega hasta nosotros como el que en este último momento, cuando ya no hay nada que ganar –y tal vez mucho que perder–, se pone del lado de Jesús. Y su paso adelante es una buena escuela para nosotros. Nos recuerda que nunca es tarde, porque siempre hay quien sigue necesitando esperanza y respuestas.

Un paso al frente hoy, ¿hacia dónde? ¿Hacia dónde habría que avanzar hoy? Hacia Dios, hacia la propia verdad, más desnuda, más auténtica y más profunda, y hacia el mundo necesitado de evangelio y vida. Avanzar hacia Dios es buscarle. Es estar dispuestos a preguntar. Es no tener miedo de dudar ni de creer. Es no conformarse con la fe de los críos, porque abundan las preguntas y necesitamos descubrirle. Es aprender a orar, a escuchar y a comprender su palabra, revelada en una historia ya milenaria, pero nueva siempre en distintos contextos. Es celebrar su presencia en nuestra vida, en nuestra historia y en nuestro mundo. Es dejar que lo que descubramos en esa búsqueda brille en nosotros con fulgor prestado: el Amor, la Justicia, la Paz... Es, entonces, dar un paso al frente hacia ese terreno incierto de la fe, donde conviven riesgo y certidumbres, misterio y una verdad vislumbrada, inseguridad y plenitud. Avanzar hacia la propia verdad es no conformarnos con vivir la vida a medias. Exprimirla. Pasar por su entraña. Ser más protagonistas que espectadores. Es asumir lo frágil en cada uno de nosotros. Pero asumir también lo magnífico, lo que de único hay en cada uno, para ponerlo al servicio de un proyecto que nos desborda. Es ser peregrino, dispuesto a descubrir lo nuevo. Es tratar de hablar con limpieza y sencillez. Es vivir también por dentro, dejando hablar al espíritu, que toca todas las vidas de maneras diferentes. 153

Nos toca aquí dar un paso al frente, dejando atrás las jaulas doradas que encierran la existencia, hacia las intemperies en las que la vida es más real. Intemperies en las que nos descubrimos tan sabios y tan necios, tan solos y tan acompañados, tan humanos y tan sedientos de Dios. Avanzar hacia el mundo es adentrarse en él, armados con el evangelio y nuestra humanidad frágil, para transformarlo en un mundo habitado por el amor verdadero. Un mundo en el que la lógica del sermón de la montaña impregne vidas y conciencias. Donde los débiles encuentren refugio y los jefes estén dispuestos a servir. Un mundo donde se denuncie y plante cara al mal que deja tantos crucificados. Un paso al frente, dejando atrás las tierras del egoísmo y la violencia, del desprecio y la burla, del abuso y la indiferencia, para adentrarnos en la tierra del evangelio y la justicia, donde el amor no es un verso suelto, sino una realidad hecha carne y sangre, entraña e historia, en cada vida. Un paso al frente que habrá de darse en muchos ámbitos de la vida. En la cultura, tratando de desmontar discursos y lógicas de muerte y denunciando las tiranías ideológicas de todo cuño que manipulan y enmascaran la verdad buscada. En la economía, tratando de encontrar modelos que ayuden a universalizar el bienestar, que no dejen en el camino a tantos excluidos y donde la abundancia de unos no se consiga a base de la sangre de otros. En la política, aspirando a la decencia y la búsqueda del bien común por parte de los que se dicen a sí mismos «servidores públicos». En la Iglesia, necesitada hoy como siempre de profetas, personas que puedan apuntar a Dios y su evangelio en un mundo que a veces no lo comprende.

¿Qué nos puede mover a dar ese paso al frente? La convicción. El saber que hay algo que tiene sentido y que propone una verdad. Lo que creemos es un primer motor muy necesario en la vida. Lo que consideramos justo, legítimo, verdadero u honesto. Es cierto que no lo es para todo el mundo y que, por haber, hay personas que no parecen tener demasiadas seguridades y sí, más bien, muchas inercias. Pero todos conocemos a personas que actúan conforme a sus convicciones y que permanecen fieles a ellas en diversas circunstancias, incluso cuando toca afrontar la dificultad.

El deseo. Es uno de los motores más poderosos. Bien lo saben quienes intentan generar en nosotros anhelos y despertar la sed para que consumamos o nos adhiramos a una u otra causa. «Dime qué deseas y te diré qué persigues», podría ser una máxima que recogiese esa verdad. Podemos remover cielo y tierra para alcanzar aquello que de verdad deseamos. No es el apetito, el leve interés o un mero «me gustaría que...» Va mucho más allá.

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La compasión. Cuando hablamos del evangelio y del prójimo, la compasión es una de las dimensiones más importantes. La imagen de la Piedad es una imagen poderosa y universal, porque para todos es comprensible el desgarro de una madre enfrentada a la muerte de un hijo. Y más si se trata de este tipo de muerte. ¿Quién no querría, de la manera que fuera, pronunciar una palabra de consuelo, de aliento, mitigar de algún modo su dolor? El caso es que hay muchas otras piedades en nuestro mundo, muchas escenas donde un corazón roto espera que alguien se haga presente. Cuando se despierta en nosotros la sensibilidad para ello, cuando somos capaces de ir más allá del vago desasosiego para decirnos: «Hay que hacer algo», y sentimos que tenemos que ponernos en marcha, entonces puede llegar ese paso al frente.

El amor. Decía el Padre Pedro Arrupe en una oración muy conocida: « Aquello de lo que te enamores atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama por la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón...» Evitemos un romanticismo excesivo en el concepto. Pensemos en el amor que tiene corazón y cabeza, entrañas y manos, días buenos y días malos. En el amor que es, sobre todo, querer lo mejor para aquellos a quienes amas.

¿Qué nos frena? Tantos motivos... la inseguridad, el miedo a las consecuencias de nuestras acciones. Nos frena el temor a meter la pata y equivocarnos. Nos frena que Dios no hable. No estar a la altura de esas búsquedas. O que otros nos critiquen, nos juzguen, nos condenen o nos rechacen. Nos frena algo tan prosaico como el hecho de que a veces no sabemos por dónde habría que empezar. Nos frena la comodidad, porque ¿para qué complicarse la vida?; ¿para qué apostar, si no es sobre seguro?; ¿por qué no hacer lo que todos hacen y dejar que las verdaderas luchas las diriman quienes se juegan más en ellas? Nos frena, en fin, el escepticismo que parece instalarse en sociedades, conciencias e historias.

Al final, se impone la urgencia Pero ahí está José de Arimatea, y tantos otros hombres y mujeres de entonces y de ahora, para recordarnos que la omisión no es una respuesta. Que mirar para otro lado no es una excusa. Que lavarse las manos, a la manera de Pilato, no soluciona nada. Y que encerrar el corazón para que no duela es empezar a morir antes de tiempo. Es este el tiempo de los valientes, los discípulos dispuestos a aprender y a continuar la misión de quien nos abrió los ojos. 155

Se trata de aprender de Jesús lo que es ser persona a la manera de Dios. Y creer que es posible. Creer que somos los poderosos con manos desnudas. Los enamorados sin barreras alzadas. Los sanadores sin sed de venganza. Los soñadores con los pies en el suelo. Sensatos, pero dispuestos a arriesgar; valientes, pero no alocados; astutos, pero sencillos. Compasivos con ideas, poetas capaces de callar y escuchar. Solidarios con algo más que un eslogan, trovadores con entraña. Corredores con fondo, luchadores sin armas. Risueños con ojos abiertos. Disipadores de amargura. Pero tendremos que echar raíces en la tierra de lo posible, de lo concreto, de lo factible. Los románticos sin criterio y los pensadores sin corazón son igual de peligrosos. Nosotros tendremos que ser, más bien, románticos que piensan, o pensadores que aman. Hemos de ser gente práctica, porque, si no aterrizamos las buenas intenciones, nos iremos con ellas al cielo de las quimeras, dejando en el suelo a quien no se puede permitir el lujo de volar. Y cuando dejamos en el sepulcro al Hijo del Hombre tendido en esa negrura del no saber, ausente en ese haberse vaciado hasta el final, oscurecido en esta luz que no brilla, sin embargo, no nos rendimos. No desesperamos. No cejamos y, de algún modo, tomamos el relevo y alimentamos la espera. Convencidos, ayer, hoy y para siempre, de que la muerte no puede tener la última palabra.

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III. Oración: Les abrió los ojos Vagaba en medio de brumas, veía formas vagas y no alcanzaba a nombrarlas. Me desayunaba con el hastío, comía con la incomprensión y cenaba con la furia. La tristeza envolvía mis sueños. Mi hablar era vacío, y oía sin escuchar un evangelio incomprensible. Habitaba en un pozo de aguas muertas, sin tan siquiera darme cuenta, atrapado en un «hoy» eterno. ... Hasta que llegaste. Acampaste en mi historia. Te plantaste en medio, y gritaste, sin cejar en el empeño, por más que yo pareciese ajeno. Me abriste los ojos del entendimiento, ensanchaste las ventanas al mundo, al otro, a Dios. Me incendiaste de Vida, me despertaste al prójimo y entrelazaste mis días con memorias, presentes y esperanza. Y al fin vivo, con otros, en esta tierra de resurrección anticipada, antesala de un banquete último donde nuestros anhelos más hondos quedarán saciados.

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EPÍLOGO.

BUSCADORES DE DIOS

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I. Resurrección DEJAMOS a Jesús en el sepulcro. Los más cercanos a él están rotos por la pérdida. Su madre y las mujeres cercanas le han enterrado y se preparan para embalsamarlo. Los discípulos están dispersos y escondidos, lidiando cada uno con su propia actuación en la Pasión: el abandono, el miedo, el haberle dejado solo o haberle negado. Y lidiando también con la sensación de fracaso de un proyecto, de un sueño, de una buena noticia que al final ha conducido a su maestro a la cruz. Judas no ha sido capaz de afrontar su propia traición y se ha suicidado. Las autoridades vuelven a sus dinámicas habituales, presos los poderosos en sus celdas doradas: la Ley para Caifás, la banalidad para Herodes, y la conveniencia para Pilato. Simón de Cirene, Malco, José de Arimatea, Claudia...: cada uno de ellos tendrá que ir comprendiendo lo que ha sucedido estos días y obrando en consecuencia. ¿Es el fin de una época, de un ciclo, de un sueño? ¿Tal vez es hora de de pasar página y de seguir adelante, intentando acaso no olvidar las enseñanzas del maestro, pero regresando a sus vidas de antes? El otoño, la nostalgia y la bruma parecen tener la última palabra. Y, sin embargo, un tiempo después volveremos a encontrar a esos mismos discípulos en medio de la calle, hablando sin temor, afrontando los peligros, enfrentándose a quienes condenaron a su maestro. Los veremos de nuevo, sintiéndose seguros. Convencidos de que la muerte no tiene la última palabra, de que en verdad Dios estaba con él, y de que es el mismo Jesús quien les acompaña ahora, en su espíritu. Los veremos llenos de alegría, de coraje, de fuerza. Entre ambos momentos han experimentado la Resurrección de Jesús. La resurrección es difícil de describir. No se puede contemplar de la misma manera que los otros relatos. Porque, siendo algo que ocurre en la historia, también lo trasciende. Porque la presencia de Jesús se da de una manera difícil de entender para los propios discípulos, que en los relatos intentan explicar lo que ocurrió, conscientes de que, muchas veces, ni ellos mismos lo comprenden del todo y les cuesta describirlo. Lo ven, y no lo ven. Está, pero no siempre lo reconocen. O lo reconocen, pero ya se marcha. Unos se lo cuentan a otros. Está, pero desaparece. Lo quieren retener, pero no pueden apresarlo. ¿Qué les está pasando? ¿Es visión? ¿Es sentimiento? ¿Es intuición? ¿Es encuentro? Tal vez un poco de todo. Los gestos empiezan a cobrar fuerza: la fracción del pan se convierte en referencia. A la luz de lo ocurrido, empiezan a cobrar sentido sus palabras acerca de vencer a la muerte. Sienten en sí una presencia que les lleva a hablar del espíritu de Jesús en sus vidas. Se saben enviados y con una misión, que es continuar el camino abierto por su maestro. Una certidumbre va ganándoles. No es temeridad ni locura, sino la lucidez de quien se pone en marcha. Y como consecuencia de todo ello, pierden el miedo. Se atreven a salir a la luz y a proseguir su misión. Ellos proclamarán la buena noticia. Ellos serán quienes continúen derribando muros, sanando heridas, vaciando sepulcros y proclamando la salvación. Ellos darán la vida, siguiéndole hasta el final.

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Tanto es así, que siglos, milenios después, aquí seguimos, tomando el relevo, herederos de esa promesa, de esa palabra y de esa misión. A veces me pregunto por qué, si creemos que ha resucitado, no somos la gente más feliz del mundo. Por qué no se han disipado también en nuestra vida los recelos e incertidumbres. Incluso podría uno preguntarse por qué Jesús no se quedó, vivo y resucitado, entre los suyos. Y para el caso, por qué no se nos hace más evidente hoy. Nos lo habría puesto más fácil, ¿no? En parte, creo que es porque todos y cada uno de nosotros, de manera diferente, estamos llamados a reproducir ese itinerario que va de la noche de muerte al amanecer radiante. Pero a hacerlo con libertad, no obligados por la evidencia o por una presencia impuesta. En Jesús, Dios no vino a revocar nuestra libertad, sino a devolvérnosla. Y ahora está en nuestra mano seguir buscando. Buscándole a él. Buscando la verdad que descubre, apoyados en lo que otros van descubriendo y comunicando. Somos, entonces, los buscadores de Dios. Somos la gente del sábado santo, esperando un resquicio de esperanza. Somos los que hemos oído la buena noticia, pero aún tenemos que descubrirla. Somos los que, confiados en su testimonio, nos hemos puesto en marcha y buscamos respuestas, sentido... y, en definitiva, lo buscamos a él. Y somos, en fin, los que en ocasiones lo vislumbramos, pero sabiendo que no podemos retenerlo y se nos vuelve a ir.

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II. La búsqueda Me gustaría evocar tres imágenes: una cinematográfica, otra televisiva, y una tercera literaria, para describir la búsqueda. ¿Quién no recuerda a Indiana Jones, el arqueólogo explorador que estaba dispuesto a pasar peligros y toda clase de aventuras para encontrar lo que buscaba, ya fuese el arca de la alianza, un templo sagrado o el santo grial? Y supongo que muchas personas que en los años ochenta veían la televisión, podrían repetir de memoria aquella frase con la que comenzaba cada capítulo de la serie «Fama», cuando una profesora de baile motivaba a sus alumnos exhortándoles a pelear: «Tenéis sueños, buscáis la fama, pero la fama cuesta, y aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor». La tercera referencia es menos conocida. Tiene que ver con una novela de ciencia ficción: «Maestro Cantor», en la que el hombre más poderoso del universo no tiene más remedio que esperar, paciente, a que una institución consagrada a la música, la casa del canto, le encuentre un pájaro cantor adecuado. Ni todo el poder del mundo puede acortar un ápice la espera. Las tres imágenes nos dan tres perspectivas para entender la búsqueda: hay un objetivo –o algo que perseguimos–, hay un camino –a menudo exigente–, y hay un tiempo que no se puede acortar. Fuera de imágenes ficticias, en el día a día todos buscamos. En lo más cotidiano, en Internet, buscamos información, datos, noticias, música, imágenes... Y en las luchas de cada día buscamos las condiciones básicas para llevar una vida digna, y después para ir mejorando. Buscamos un empleo, un piso. Buscamos pareja, algo que en ocasiones es tan difícil que proliferan las páginas que te ayudan en esa tarea. Hay algunas búsquedas que se vuelven urgentes, insoslayables... Buscamos respuestas. El propio lugar en el mundo, el sentido que tiene nuestra vida. Y, desde la fe, la respuesta a las grandes preguntas: ¿Hay algo más? ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Por qué permite Dios estas cosas? ¿Qué es el bien? ¿Y el mal? ¿Qué es el amor? ¿Existe la felicidad? Como cristianos, buscamos al Resucitado. Y de nuevo nos asaltan las preguntas: ¿De veras resucitó? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Está vivo? ¿Está aquí? ¿Forma parte, de alguna manera, de mi vida, de mi historia, hoy, aquí y ahora?

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III. Aprendizajes Habrá quien piense que buscar es tontería, que no conduce a nada, y que bastante tenemos con ir tirando en las cuestiones cotidianas como para liarnos en búsquedas extrañas –y mucho menos religiosas. Sin embargo, la misma experiencia de perseguir algo, de indagar, preguntarse y tratar de encontrar, es maestra en la vida. Primero, nos enseña a pensar en lo posible. No vale buscar lo imposible, lo inexistente, lo absurdo. Sería una pérdida de tiempo. Si buscamos al Dios vivo, es porque lo creemos posible. De lo contrario, estaríamos evadiéndonos en un mundo de fantasía. En segundo lugar, nos mueve a apoyarnos. En el saber, en la ciencia, en los otros, en los recursos de que disponemos, en nuestra propia experiencia que se convierte en maestra. Las búsquedas no se construyen sobre el vacío. En tercer lugar, la búsqueda nos invita a movernos. No hay nada más triste que quien no quiere nada, no sueña nada, no espera nada y se limita a ver qué le depara la vida o, peor aún, está desencantado y de vuelta de todo. Nos movemos porque estamos vivos. Y esas búsquedas tienen que ver con nuestros anhelos y deseos, con la sed que tenemos dentro. La búsqueda nos da motivos, metas, razones para no rendirnos. Frente a la apatía, nos da algo por lo que luchar. Pone en marcha nuestros deseos (ojalá que sean amplios de miras, pues una cierta dosis de sana ambición es necesaria en la vida). Por último, la búsqueda nos enseña a vivir el tiempo. Nos ayuda a comprender que no siempre tenemos todas las respuestas a mano. Que el camino es tan importante como la llegada. Que no podemos sucumbir a los imperativos contemporáneos de inmediatez y evidencia, sino que en ocasiones es necesario abrirnos al futuro, que es el tiempo de la esperanza.

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IV. Los buscadores de Dios A menudo pienso que el gran cambio de los discípulos no es solo lo que vieron, sino que volvieron a creer, a confiar y, sobre todo, a buscar. Buscarán Pedro y Juan cuando María venga a decirles que ha visto algo. Los otros, cuando escuchen a los de Emaús. Tomás, inseguro de lo que acaba de oír. Ese es el proceso que cada uno de nosotros está llamado a recorrer. El proceso que va de la derrota a la alegría más profunda. De la noche de muerte al amanecer de la esperanza. Del encierro a la intemperie. De la incertidumbre a la confianza. Ese es el itinerario que cada uno de nosotros está llamado a trazar de nuevo, quizás a lo largo de toda nuestra historia, sin llegar nunca del todo al final, convirtiéndolo en una búsqueda que forma parte de nuestro ser más hondo. Buscamos, entonces, al Dios vivo, la verdad de su evangelio y el sentido que esto pueda dar a nuestra vida. En la medida en que lo vayamos encontrando, sobre esto construimos nuestra vida (y es fuente de la verdadera felicidad). En esa búsqueda tendremos que afrontar tensiones muy comunes y al tiempo muy distintas: entre las certidumbres y las dudas, sabiendo que nadie está libre de algunas reticencias y que al final todos tenemos que asumir un margen para el «quizás». Entre las ganas de unos momentos y el cansancio de otros, cuando parece que la fe no tiene sentido y que Dios se esconde más de la cuenta. Entre el evangelio y otras buenas noticias –que a veces parecen más fáciles, más sencillas o más útiles. Pero, afrontando estas tensiones, seguiremos buscando al Dios vivo en la historia y sus enseñanzas, en la Palabra de Dios que sigue resonando hoy para nosotros. Lo buscaremos en las celebraciones, que pueden tocar fibras muy hondas en nosotros. Y en las personas, que son sus testigos generación tras generación.

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V. Testigos Nos fiamos de la gente. Hay una verdad que nos vamos contando unos a otros. De hecho, nuestra confianza se remonta al testimonio de aquellos primeros testigos de la resurrección. Ellos pasaron de la vacilación a la seguridad y comunicaron lo que habían visto. Eso son los testigos: los que cuentan lo que han visto, oído, experimentado, y lo hacen de tal forma que resulta creíble. La experiencia del resucitado en las vidas de estos hombres y mujeres es la experiencia de un fuego que comienza a encenderse y a encender otras vidas. Un fuego que se enciende en la soledad del sepulcro. Que sigue con María, con algunos discípulos y, tras ellos, con muchos hombres y mujeres, hasta hoy. Tal era su convicción que contagiaron a otros. Los que creen habiendo visto abren la puerta a los que creen sin haber visto. Magdalena, Pedro y Juan, los de Emaús, Tomás, los que estaban en Pentecostés, Pablo... y, tras ellos, tantos otros testigos. Hombres y mujeres que a lo largo de la historia han creído, han buscado, han caminado. No como borregos supersticiosos, aunque a veces haya habido acusaciones en esa línea, sino como gente que desde su honestidad intelectual, desde su experiencia vital y desde sus anhelos más profundos, sigue arriesgándose a creer. Y convirtiendo el evangelio en buena noticia; la esperanza en su horizonte; la bienaventuranza en su lógica, y el Amor en su bandera. Esa es, en parte, nuestra mayor responsabilidad. No se trata tan solo de fiarnos de los testigos que nos lo cuentan. Se trata también de convertirnos nosotros mismos en portadores de esa noticia. Nosotros somos –o podríamos ser– los testigos del resucitado. Al compartir y transmitir nuestras certidumbres y nuestras preguntas. Nuestras palabras, nuestras acciones, nuestros gestos hablan de aquello por lo que apostamos y nos jugamos la vida. De aquello que nos mueve, que nos inquieta o que nos asusta. Hay muchas personas que, en su fe, transmiten vida, personas cuya confianza invita a creer en algo más. Son, hoy también, testigos que transmiten ese fuego.

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VI. La fuerza del Espíritu Si el tiempo en el que Jesús vivió es el tiempo del Hijo, nosotros hoy vivimos en el tiempo del Espíritu. Esa es la manera en que el Dios vivo se hace presente hoy en día y la manera en que, a veces, le intuimos. El Espíritu de Dios no es un pájaro ni una hoguera celeste, aunque esas imágenes nos ayuden a veces a poner nombre a lo que se nos escapa. Es algo que a veces, muy dentro, nos hace profundamente humanos, nos ayuda a asomarnos a Dios, nos hace eternos. Es deseo, es sed, es coraje. Es el bien que habita en nosotros. El Dios mismo al que buscamos y el reflejo de ese Dios en cada persona. Quizás es la semilla de Dios que late en el interior de cada uno, pero que jamás se va a imponer contra nuestra voluntad. Vivir la resurrección hoy en día es dejar que el Espíritu, en nosotros, nos muestre que está vivo. Y esto se materializa a través de algunas búsquedas importantes de nuestra historia: buscamos la sabiduría –y la verdad. Buscamos la justicia que consiste en intuir la realidad profunda de cada persona. Buscamos la fe, siempre viva, siempre nueva, siempre inaprehensible. Buscamos la fortaleza de los vulnerables, de los débiles, de los frágiles. Esa fortaleza que tenemos dentro para levantarnos una y otra vez, para reír en las horas difíciles y para tirar de quien ya no tiene más fuerzas. Buscamos el amor. No cualquier cosa que llamamos amor. El amor que descubrimos en el Dios de Jesús. El amor de la Última Cena. El amor capaz de dar la vida por los otros, por el prójimo. El amor capaz de salir del propio interés, para preguntar: «¿Qué puedo hacer por ti?» Ese amor capaz de mover montañas. Un amor que solo se encuentra cuando se decide darlo. Lo sorprendente, lo bonito, lo especial de estas búsquedas, es que nunca terminamos de llegar al final. Que una y otra vez tenemos que lanzarnos, con las manos vacías, en pos de algo que se nos escapa. En todas esas búsquedas alienta el espíritu. Y en todas ellas aprendemos a «ver», «sentir», «intuir» y «escuchar» a Dios en nuestro mundo. Presente, aunque no lo entendamos del todo. De alguna forma, todos llevamos destellos de ese Dios que late en nosotros. Por eso, a veces lo intuiremos buceando en nosotros mismos. Y otras veces mirando alrededor podremos percibirlo en otros. Al experimentar el perdón y la misericordia, al sentirnos felices sin motivo, con una alegría serena que dura, que resiste a la dificultad, que se llama «sentido». Al experimentar, aunque sea en momentos fugaces, el amor verdadero y generoso, la libertad más profunda, el cansancio de sentir que uno ha cumplido con lo que se esperaba de él. Al decir una verdad que puede resultar incómoda, pero que uno entiende que es justo y honesto proclamar. Al vivir la gratitud por tanto bien recibido. En todos esos momentos, nos demos cuenta o no, alienta el Espíritu, que vibra en lo más profundo de cada uno de nosotros.

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VII. Final El buscador de Dios tiene algo de peregrino. Para el peregrino es importante el destino, pero es también importante el camino, cada etapa, cada día con sus afanes. A veces la marcha se hace llevadera, pero otros días se te pone todo muy cuesta arriba. En ocasiones caminas con otros, que tiran de ti, o tú tiras de ellos. Y es en la conversación, en los relatos compartidos, en las anécdotas o enseñanzas, donde uno aprende, y por eso mismo se va haciendo más sabio. En otras ocasiones caminas solo, y en el silencio aprendes a escuchar de otra manera, a la naturaleza, a los lugares por los que pasas, y al Dios que está detrás de todo ello. En el camino vas aprendiendo a distinguir lo importante de lo accesorio, a irte gastando, a descubrir y poner en práctica valores que sirven para la vida. Hay días en que estás risueño, y otros en que avanzas más sombrío, más arisco, con menos humor. Somos, en cualquier caso y siempre de camino, buscadores. De Dios, de los otros y de nosotros mismos. Ese Dios que se encarnó en Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien. Que vivió entre los hombres y mujeres de su época y les enseñó lo que es el Amor verdadero. Nosotros continuamos la senda de aquellos que, en el encuentro con él, vieron transformada su vida. Somos Pedro equivocado. Y Juan que echa a correr. Somos José de Arimatea que da un paso al frente. Y Magdalena, que no se quiere apartar de él. Somos María con el corazón traspasado, incapaz de comprender, pero dispuesta a arriesgar y confiar. Somos el Cireneo cargando con la cruz. Somos, a veces, personas encerradas en jaulas de oro. Pero también somos capaces de salir a la intemperie para dejar que, en ella, la vida se nos muestre en toda su complejidad y grandeza. Somos la mujer de Pilato que intercede por el justo, y el propio Pilato perdido en su egoísmo. Somos Caifás, atascado en lo establecido, pero también somos los discípulos de ojos abiertos y corazón generoso, dispuestos a escuchar una palabra nueva. Somos los testigos del resucitado. Ese Dios que, en Jesús, fue crucificado, aplastado por los poderes injustos y que, en la cruz, abrazó a la humanidad entera para reencontrarse con nosotros. Lo buscamos porque creemos que resucitó y que su espíritu sigue alentando y despertando, en nuestro mundo, a todos aquellos que viven en tinieblas, en sombras, y que necesitan hoy, como siempre, sostener la vida en el Amor.

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VIII. Oración: Espíritu Primero era la noche cerrada, y el frío, y el temor a lo que ocultaban las sombras. Luego una chispa prendió una llama, y a su débil resplandor se empezaron a ver siluetas que a nadie amenazaban. La llama se hizo hoguera, y a su alrededor se sentaron los habitantes del bosque para calentarse y compartir relatos y canciones. Comprendieron lo solos que habían estado hasta ese momento. Recordaron a otros que, como ellos, vagaban, entre temores y ausencias, por la tierra sin luz. Convirtieron algunas ramas en antorchas y se marcharon a buscar a quien erraba sin rumbo. Ahora el bosque es un lugar menos sombrío, salpicado por la luz de cien hogueras, el calor de mil historias y el eco de todos los cantos. Algún día no quedarán resquicios poblados por el miedo ni la bruma, y todo estará bien.

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Índice Portada Créditos PRESENTACIÓN Capítulo 1. EL LAVATORIO

2 3 4 6

I. Contemplación de papel: servir II. Poder y servir III. Oración: Curiosa forma de pagarnos

7 11 15

Capítulo 2. LA ÚLTIMA CENA

16

I. Contemplación de papel: la cena II. La Pasión empezó con una fiesta III. Oración: Ama

17 20 24

Capítulo 3. LA ORACIÓN DEL HUERTO I. Contemplación de papel: una extraña vigilia en Getsemaní II. Incertidumbres III. Oración: Alternativas

Capítulo 4. EL PRENDIMIENTO

25 26 30 33

34

I. Contemplación de papel: historia de Malco II. El espectador III. Oración: Apóstol

35 39 43

Capítulo 5. EL JUICIO DE CAIFÁS

45

I. Contemplación de papel: el Sanedrín II. Jaulas de oro: La seguridad III. Oración: Veredictos

46 51 55

Capítulo 6. LAS NEGACIONES DE PEDRO

56

I. Contemplación de papel: la noche amarga de Pedro II. Lecciones de la fragilidad III. Oración: Pies de barro

57 62 66

Capítulo 7. EL SUICIDIO DE JUDAS I. Contemplación de papel: la noche amarga de Judas II. La culpa III. Oración: Perdón 168

67 68 71 74

Capítulo 8. LA MUJER DE PILATO I. Contemplación de papel: ¿Quién hablará en defensa de un justo? II. El justo perseguido III. Oración: Todos los santos

Capítulo 9. EL JUICIO DE HERODES I. Contemplación de papel: Haznos un milagro II. Jaulas de oro: La superficialidad III. Oración: Vanidad

Capítulo 10. EL JUICIO DE PILATO I. Contemplación de papel: Pilato en la encrucijada II. Jaulas de oro: El egoísmo III. Oración: Para la libertad

Capítulo 11. VIA CRUCIS

75 76 79 83

84 85 91 95

96 97 102 106

107

I. Contemplación de papel: el Cireneo ayuda a Jesús II. Cargar con la cruz III. Oración: Cuando vino la luz

Capítulo 12. REPARTIERON SU ROPA I. Contemplación de papel: Crucifixión II. La indiferencia III. Oración: Testimonio

108 113 117

118 119 122 125

Capítulo 13. EL BUEN LADRÓN

126

I. Contemplación de papel: Conmigo II. Encuentro III. Oración: Hasta el último día

127 131 135

Capítulo 14. MUERTE EN LA CRUZ

136

I. Contemplación de papel: las últimas palabras Interludio. Cántico del Siervo II. Una historia de amor III. Oración: Crucificadas

137 140 143 147

Capítulo 15. LA SEPULTURA DE JESÚS

148

I. Contemplación de papel: la hora de José de Arimatea II. Un paso al frente III. Oración: Les abrió los ojos

Epílogo. BUSCADORES DE DIOS 169

149 153 157

158

I. Resurrección II. La búsqueda III. Aprendizajes IV. Los buscadores de Dios V. Testigos VI. La fuerza del Espíritu VII. Final VIII. Oración: Espíritu

159 161 162 163 164 165 166 167

170

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