La Partición de Las Artes

March 4, 2019 | Author: Christian Mazzuca | Category: Symbols, Essays, Truth, Existence, Composition (Visual Arts)
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Jean Luc Nancy...

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LA PARTICIÓN DE LAS ARTES  Jean-Luc Nancy Edición al cuidado de CRISTINA R ODRÍGUEZ ODRÍGUEZ M ARCIEL ODRÍGUEZ M ARCIEL Traducción de CRISTINA R ODRÍGUEZ Traducción de «Hacer, la poesía» y «Contar con la poesía» de  JUAN SOROS

Introducción de MIGUEL CORELLA 

c 2)IÓ

^2VÍN

CORRESPONDENCIAS

PRE-TEXTOS ♦

UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE V  ALENCIA 

«UN DÍA, LOS DIOSES SE RETIRAN...»

Un día los dioses se retiran. Por sí mismos, se retiran de su divinidad, es decir, de su presencia. No se ausentan únicamen- le: no  van a otra parte, se retiran de su propia presencia. Se ausentan en el interior. Lo que queda de su presencia es lo que queda de cualquier presencia cuando se ausenta: queda lo que se puede decir de ella. Lo que se puede decir de ella es lo que queda cuando ya 110 podemos dirigirnos a ella: ni hablarle, ni tocarla, ni mirarla, ni ofrecerle un presente. (Quizás, por lo demás, los dioses se retiran porque ya no ofrecemos presentes a su presencia: no más sacrificios, no más oblaciones salvo por costumbre y por imitación. Tenemos que hacer otra cosa: escribir, por ejemplo, calcular, comerciar, legislar. Privada de presentes, la presencia se retira.) Lo que podemos decir de la presencia ausente es siempre una de dos cosas: o es su verdad o es su historia. Sería deseable, por supuesto, que fuese su historia verdadera. Pero, puesto que la presencia ha huido, ya no es seguro que cualquier historia sobre ella sea absolutamente verídica: pues ninguna presencia viene a atestiguarlo. 45

Lo que queda se divide, por tanto, inmediatamente en dos: la historia y la verdad. Una y otra tienen el mismo origen y se refieren a lo mismo: a la misma presencia que se ha retirado. Su retirada 1 se manifiesta, por tanto, como el trazo que separa ambas, la historia y la  verdad. Llamamos mythos  al relato de las acciones y de las pasiones divinas, entre las cuales siempre está lo que concierne al mundo y a su marcha, al hombre y a su suerte.  Mythos significa el decir de algo, el decir por el que se da a conocer la cosa, el asunto: en latín, su narrado, que es su saber. Cuando los dioses se retiraron, su historia  ya no pudo ser sencillamente verdadera, ni su verdad pudo ser sencillamente contada. Falta ahí la presencia que confirmaría la existencia de lo que se cuenta, al mismo tiempo que la veracidad del habla que narra. Falta el cuerpo de los dioses: Osiris quedó desmembrado, el gran Pan murió. Falta el cuerpo verdadero que profería su verdad por sí mismo: su estatua salpicada por la sangre de las víctimas, impregnada por los vapores del incienso, o bien el bosque sagrado en el que escuchar susurrar el manantial donde se vierte una presencia subterránea.



En más de una ocasión nos encontraremos en las páginas de este libro con el sustantivo francés

«retrait», que generalmente hemos traducido en castellano por «retirada». No obstante, Nancy suele explotar un

recurso que le permite jugar con la alusión que dicha palabra hace al sustantivo «trait », », que se traduce como «trazo» o «rasgo». En ese sentido, «retrait»  también podría traducirse por «re-trazo» (aunque en los diccionarios franceses no hay ninguna indicación explícita al respecto), esto es, algo así como «volver a trazar» y  Nancy juega con esta indicación o guiño del doble trazo que introduciría cierta anfibología en el t érmino para expresar la necesidad de cierta «retirada» o «suspensión» que exigiría, por sí misma, un movimiento de «retrazado». La frase «Son  retrait se manifesté done done eonnne le trait...» y que hemos t raducido por «Su retirada se manifiesta, por tanto, como el trazo...» aplica claramente dicho recurso(N. de la T.)

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Falta ese cuerpo proferidor, queda lo que podemos decir ele él; y lo dicho  se torna incorpóreo, como el vacío, el lugar y el tiempo. Cuatro son las formas de lo incorpóreo, es decir, del intervalo en el que pueden encontrarse los cuerpos, pero que 110 es nunca por sí mismo un cuerpo. El intervalo tiene como propiedad abrirse y dividirse. Lo dicho  no está ya dado, compacto, con el cuerpo divino, oración de sus labios: se separa de sí, se distiende, logos. La verdad y la narración se separan, por tanto. Su separa- i ión se traza con el mismo trazo con que se marca la retirada de los dioses. El cuerpo de los dioses es lo que queda entre ambas: queda ahí como su propia ausencia. Queda ahí como un cuerpo pintado, cuerpo figurado, cuerpo narrado: pero ya n o liene lugar el cuerpo a cuerpo sagrado. Entre literatura y filosofía falta este entrelazamiento, este abrazo, este embrollo sagrado del hombre con el dios, es decir, ' on el animal, con la planta, con el rayo y con la roca. Su dis- iilición consiste exactamente en su desenlazado, en la separaion de su abrazo. El embrollo así desembrollado se divide ■ mediante el más tajante de los filos: pero el corte mismo lleva para siempre las adherencias del embarullamiento. Hay algo en Iré las dos que no se puede desembrollar. 1.1  verdad y la narración narración se separan de tal suerte suerte que es su ■ I >,n ación lo que las instituye a la una y a la otra. Sin la sepa- i u ion no habría ni verdad ni narración: habría el cuerpo di\ MIO.

No sólo la narración es susceptible o sospechosa de carecer l< verdad, sino que está privada de ella desde el principio, ■ escindo privada del cuerpo presente como una boca de su propio proferir, como una piel de su propia exposición. 47

Esta privación es idéntica a la privación de la verdad; y la verdad, por principio, pasa aquí al margen, se queda en la retirada, infigurable, inenarrable. La verdad se transforma en un punto de fuga que sufre una anamorfosis en punto de interrogación. La  verdad se torna: «¿Qué es la verdad?». Franquear la cuestión, sin embargo, librarse de ella, sigue siendo el punto de fuga, la perspectiva infinita de lo que desde entonces se llama  ¡ogos. La narración expone figuras: se concibe como la figurali- dad en general, es decir, como el trazado de los contornos mediante los cuales un cuerpo se hace notar y antes que nada se hace cuerpo, aunque se trata de un trazado del que sigue siendo discutible si el cuerpo que encierra es verdadero. El trazado narrativo expone la manifestación de un cuerpo acerca del cual "no está nada claro que se trate idénticamente de un cuerpo manifiesto. O, más bien, está claro que no lo es: representándolo, la narración lo declara ausente. Se trata del mismo trazado que hizo el propio dios -oficiando con la cabeza de un chacal o lágrima de resina en el flanco de un árbol- y que constituye ahora su figura. Pero ese trazado se escinde en sí mismo: el cuerpo divino se hace falta a sí mismo en dicho trazado. La perspectiva de la verdad apunta por tanto a esa carencia como al lugar de eso que la verdad desea también, pero cuya carencia se afana en mostrar. Mostrando la carencia -la propia figura, la imitación, la representación, la alegoría, la mitología, la literatura- dice su verdad: que es una falta, que está en falta (error, ilusión, mentira, engaño). Diciendo esta verdad, no dice empero sino media verdad: falta ahí la presencia más allá de la figura o en la propia figura. Pero el discurso de la verdad profiere que esta

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presencia está más allá del ser. Ese discurso a su vez arrastra hacia ese más allá, donde se abisma en una luz excesiva, deslumbramiento  vertiginoso en medio del cual se abroga toda posible figuralidad. Entre la figura y el deslumbramiento queda el cuerpo divino ausente. Queda un singular cuerpo de ausencia con el cual, de cada lado, lindan la narración y la perspectiva de verdad. Una describe las formas del cuerpo, otra inscribe su excavación. Entre lo descrito y lo inscrito, siempre estirado entre dos, descuartizado, solamente queda lo escrito, interminable grafo cincelado en el lacre de un precinto adherido en el lugar de la retirada. La escena se representa alrededor de una tumba vacía, de una momia hueca, de un retrato que no se parece a nadie: alrededor de un cuerpo que a partir de ese momento es un cuerpo producido, proferido como «cuerpo», es decir, como un afuera ausente. Pero se trata de una escena y se representa de una manera muy efectiva. Se trata de una escena simultánea de duelo y de deseo: filosofía, literatura, cada una de duelo por la otra y cada una deseosa de la otra (de la otra misma), pero cada una rivalizando también con la otra en el cumplimiento del duelo y del deseo. Una u otra zozobra en la melancolía, con la garganta atragantada por el cuerpo perdido, si el duelo la arrastra y se encierra en derelicción sin fin. Pero ese cuerpo perdido es para cada una también, y cada vez, la imagen de la otra: la filosofía se atraganta de literatura imposible -de una literatura que es su propio  imposible-. O bien, se trata de lo contrario.  A veces es la literatura la que conduce  el duelo que la filosofía padece o deniega. A veces es la filosofía la que sostiene la ausencia que la literatura maquilla. Pero el gesto de la una puede también ser

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precisamente el hecho de la otra. También puede darse ahí un poema filosófico que se agote en el deseo de lo otro y de hacer  poema. Zaratustra exclama, para acabar: ¿Me afano acaso en busca de la felicidad 7 . ¡Me afano en mi obra! 

 Y puede darse también un pensamiento ligado sin religión en sus  versos a Venus, que termina así, excrito  fuera de las palabras, su canto de la naturaleza  llevado a la incandescencia: En piras levantadas para otros, algunos hombres colocaban, entre clamores, a los de su sangre, les acercaban la antorcha, entablando luchas sangrientas, antes que abandonar los cuerpos.

 Y, acaso, a despecho de la obra, no abandonar los cuerpos. Tal es la tarea. No abandonar los cuerpos de los dioses, sin que por ello tengamos que desear recordar su presencia. No abandonar la función de la verdad ni la de la figura, sin que por ello tengamos que colmar de sentido la distancia que las separa. No abandonar el mundo que se hace siempre más mundo, siempre más atravesado de ausencia, siempre más en intervalo, incorpóreo, sin que por ello tengamos que saturarlo de significado, de revelación, de anuncio o de apocalipsis. La ausencia de los dioses es la condición de ambas, literatura y filosofía, es el «entre-dos» que legitima la una y la otra, irreversiblemente .ilcológicas. Pero ambas tienen la función de cuidar del «entredós»: de conservar en el «entre-dos» el cuerpo abierto, de dejarle la oportunidad de esta apertura.

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Pieza adjunta2 La Quinzaine littéraire me ha dicho: «a su guisa». Inmedia- i a mente, me paralizo. ¿Cómo elegir? No me imponen nada, ningún «tema». ¿Qué es mi «guisa»? Según el sentido de la palabra, es mi manera, mi modo, pero no es mi libre arbitrio. La ¡piisa» no es el «grado». Es evidente que la oferta que me han hecho -o la peticiónde escribir aquí «a mi guisa» mezcla las dos ideas. Estrictamente hablando, yo debería tratar «a mi guisa» acerca de un tema ya dado. Si no me lo dan, no lo en- i neutro. No he sabido, en toda mi vida, lo que es querer: creo que ésta es, poco más o menos, una frase de Nietzsche. Desde hace muchos años guardo en mi escritorio un folio en el que .moté esta frase de Séneca: « Neminem mihi dabis qui sciatquo- iinxlo, quod vult, coeperit velle: non consilio adductus illo, sed ímpetu impactus est».  (No me mostrarás a nadie que sepa cómo lia empezado a querer lo que quiere: no ha sido llevado a ello p o r la reflexión, sino empujado por un impulso). En otra carta a l.ucilio, Séneca califica la filosofía como bonum consilium: luiena reflexión, deliberación, consejo. La filosofía es buena i onsejera, pero no me dará el  Ímpetus. Y sin impetuosidad, no decidiré sobre ningún tema. Eso es lo que me ha decidido, de repente, a dar aquí una continuación a mi guisa: «Filosofía», actualmente, es un término en boga, una mercancía de la que estamos ávidos. Se dice que es el efecto de un déficit de sentido de nuestro mundo y de un apetito de consi- lium  que es resultado de dicho déficit. Ocurre, en efecto, que buscamos ante todo -y que ponemos en venta- filosofía consejera: donadora de lecciones, incluso de consuelo, instructora de virtudes, proveedora 2 Que

responde a una propuesta de escribir «a su guisa».

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de representaciones, afanada por las sabidurías (orientales u orientadoras), siempre con el diálogo en los labios (en el lenguaje habitual) y con la ética al alcance de la mano, con abundante provisión de valores y de sentido. Pero filosofar no consiste en absoluto en realizar una extracción de un reservorio de sentido. No es colmar un déficit, es remover la  verdad de arriba abajo. Filosofar comienza exactamente ahí donde el sentido se interrumpe. Así fue como comenzó el asunto hace unos  veintisiete siglos: por una gran interrupción de las significaciones disponibles en las orillas del Mediterráneo (esas significaciones que iban a recibir el estatus de «mitos»). Que actualmente conozcamos otra suspensión de sentido (por ejemplo de los significantes «historia», «hombre», «comunidad», «arte») no es nada nuevo; salvo la apertura de nuevas exigencias y de nuevas posibilidades para el pensamiento, para el habla y para la escritura del pensamiento. El pensamiento, para comenzar o para recomenzar-lo que hace sin cesar, siempre por esencia in statu nascendi-, tiene necesidad de  ímpetus.  Filosofar no se da sin impulso, incluso sin un impulso  violento que tire hacia delante y que desarraigue

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«

también: que desarraigue del sentido depositado, sedimentado, medio descompuesto; y que impulse hacia el sentido posible, sobre todo no dado, no disponible, que es preciso acechar, sorprender en su venida imprevisible y nunca simple, jamás unívoca. Para que un prisionero salga de la caverna de Platón, hace falta alguna violencia: se le fuerza a girarse, la luz le hiere. El pensamiento no se acaba solamente con un destello cegador, comienza también por ahí. Entre los dos, es el lento crepúsculo donde la lechuza levanta, hasta la aurora, sus poderosas alas hegelianas. Ciertamente, nos hace falta pensar. Todo se ha vuelto, de nuevo, no sólo digno de ser pensado, sino falto de ser pensado. I I capital, por ejemplo, ante el cual no basta con agitar los exorcismos, ni con ofrecer compromisos; la identidad,  que parece haberse vuelto incapaz de separarse de sí para referirse a sí; o bien la soberanía, de la que no se sabe nada, salvo que proviene, desligándose de él, de un orden teológico-político del que estamos desvinculados. Podría continuar mucho tiempo y, por supuesto, añadir a la lista la filosofía, cuyo uso intemperante la volverá pronto insignificante. (¿Y la literatura con ella? Ahora bien; la poesía resiste). Todo esto requiere un impulso: es decir, sobre todo no el movimiento de buscar seguridades. Requiere levantamiento, insurrección en el pensamiento. Riesgo, por consiguiente, y tumulto. No se puede ser demasiado sabio para filosofar, hace taita incluso un poco de locura. Nada hay más cerca de la locura que el acto de «constituirse y darse a sí mismo su objeto», que es para Hegel «el acto libre del pensamiento».

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Crear conceptos, traer las lenguas a maltraer, aguzar los estilos, agujerear el pensamiento. Éste es, en primer lugar, el trabajo. Y también es una fiesta, no hay que olvidarlo. No una cuestión de farolillos, sino asimismo una cuestión de impetuosidad y de puesta fuera de sí. Una fiebre contraída en lo abierto al que el pensamiento se expone. Si no se expone, zozobra: tenemos que decirlo sin  pathos, sobriamente, pero con el último aliento. Al final, no es necesario -por decirlo con Ar- taud- que el runrún filosófico del ser empiece otra veza  joder la vida.

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DECIR DE OTRO MODO En un ámbito donde el trabajo preciso es posible, el ensayo es algo que supone relajación... o es el colmo del rigor accesible en un ámbito donde el trabajo preciso es imposible. Trato de demostrar la segunda proposición.

[...]

Pe la ciencia, [el ensayo] adquiere la forma y el método. Del arte, adquiere la materia.1

¿Cómo hablar del arte? ¿Podemos siquiera hablar del arte? ¿Hay desde el habla, desde el discurso o desde la declaración un acceso a aquello que recibe el nombre de arte? La cuestión es bien conocida, se trata incluso una cuestión muy trillada (en cualquier caso, lo es desde el romanticismo: es una cues- lión esencialmente romántica),  y ha servido de coartada tanto para largos desarrollos como para charlatanerías empalagosas. La cuestión no deja de estar vigente o, al menos, el efecto que habrá producido. No solemos preguntar (o lo hacemos muy raramente) si podemos hablar de las piedras o de las hierbas, cuya ajenidad al discurso no es menor (al menos) que la de las obras plásticas, musicales o coreográficas. En cambio, sí planteamos la cues- l ión a propósito de las obras poéticas, a las que no suponemos ajenas al orden del lenguaje (ocurre lo mismo con el cine desde que es sonoro, lo que, por lo demás y no casualmente, no ocu- i rió sin suscitar la resistencia de muchos artistas del cine). 1  Musil,

Robert,  Essais,  trad. Philippe Jacottet, Seuil, París, 1984, p. 334 (Ensayos y < nulcrcnciiis,

traducción de José L Arántegui, Madrid, Visor, 1992].

Crear conceptos, traer las lenguas a maltraer, aguzar los estilos, agujerear el pensamiento. Éste es, en primer lugar, el trabajo. Y

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DECIR DE OTRO MODO también es una fiesta, no hay que olvidarlo. No una cuestión de farolillos, sino asimismo una cuestión de impetuosidad y de puesta fuera de sí. Una fiebre contraída en lo abierto al que el pensamiento se expone. Si no se expone, zozobra: tenemos que decirlo sin  pathos, sobriamente, pero con el último aliento. Al final, no es necesario por decirlo con Ar- taud- que el runrún filosófico del ser empiece otra veza joder la vida. En un ámbito donde el trabajo preciso es posible, el ensayo es algo  ¡pie supone relajación... o es el colmo del rigor accesible en un ámbito donde el trabajo preciso es imposible. Trato de demostrar la segunda proposición.

[...]

De la ciencia, [el ensayo j adquiere la jornia y el método. Del arte, adquiere la materia.1

¿Cómo hablar del arte? ¿Podemos siquiera hablar del arte? ¿Hay desde el habla, desde el discurso o desde la declaración un acceso a aquello que recibe el nombre de arte? La cuestión es bien conocida, se trata incluso una cuestión muy trillada (en cualquier caso, lo es desde el romanticismo: es una cuestión esencialmente romántica), y ha servido de coartada tanto para largos desarrollos como para charlatanerías empalagosas. La cuestión no deja de estar vigente o, al menos, el efecto que habrá producido. No solemos preguntar (o lo hacemos muy raramente) si podemos hablar de las piedras o de las hierbas, cuya ajenidad al discurso no es menor (al menos) que la de las obras plásticas, musicales o coreográficas. En cambio, sí planteamos la cues- tión a propósito de las obras poéticas, a las que no suponemos ajenas al orden del lenguaje (ocurre lo mismo con el cine desde que es 55

DECIR DE OTRO MODO sonoro, lo que, por lo demás y no casualmente, no ocurrió sin suscitar la resistencia de muchos artistas del cine). 1  Musí],

Robert,  Essais, trad. Philippe Jacottct, Senil, París, 1984, p. 334 [Ensayos y ! inferencias,

traducción de José L Arántegui, Madrid, Visor, 1992J.

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Si la cuestión se plantea, y si nos incordia -si el teórico se siente siempre de nuevo constreñido a explicarse con ella-, es porque el arte, manifiestamente, se hurta a la captación del lenguaje. Ese rasgo no sólo es manifiesto, sino que es parte interesada y constitutiva de la manifestación del arte. «Arte» quiere decir siempre «no-discurso» o «fuera-de-discurso». Pero, al tiempo que se hurta, el arte se propone también, o se deja percibir, como un lenguaje diferente, como otro lenguaje. La dificultad consiste en hablar de aquello que, sin hablar, parece sin embargo manejar un analogon de lengua o bien incluso una forma o manera de decir que no sería otra lengua, sino más bien lo otro de toda lengua. Por esta razón, aquel que habla del arte debe comprometerse a dejarlo hablar. Pero ese «dejarlo hablar» corre el riesgo de convertirse en no oír nada. ¿Podemos acceder al idioma de un silencio? Esta cuestión es «idiota» en un sentido, pero no es sino esta singularidad, esta idiosincrasia, la que persevera desde que nos aventuramos a hablar del arte. Pues es preciso aventurarse a ello:  el ensayo sobre el arte no podrá decir nada de su objeto, no podrá ponerlo a prueba, es decir, experimentarlo, si a su vez no se pone a prueba a sí mismo, si no ensaya su capacidad de acceder a eso otro del lenguaje. Puesto que no accederá a eso otro del lenguaje en el modo del propio arte, será preciso en todo caso que lo afecte: ese contacto no podrá dejarlo intacto y, por ese motivo, no puede haber ensayo sobre arte que no tenga efecto sobre el discurso, sobre la declaración, sobre el «decir» e incluso sobre la lengua del propio ensayo. Un ensayo sobre el arte no puede descuidar que debe actuar enfeed-back   o retroalimentarse,

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 volviéndose sobre sí mismo para transformarse (un ensayo está siempre dispuesto a dejarse transformar). Desde un «ensayo sobre el arte» se dirige hacia un «ensayo del arte», hacia una «tentativa del arte». No llega más que a rozarlo, pero va hacia él forzosamente. Es lo que me gustaría examinar. El primer efecto del ensayo sobre el arte sería, por tanto, ese tacto que le afecta de rebote. El discurso del propio ensayo afectado sería a su vez lo otro del tratado del arte: lo otro de la teoría, lo otro de la filosofía del arte. Para el tratado, el arte sigue siendo un objeto. Pero es con el arte en cuanto sujeto -y sujeto que habla de otro modo- con lo que el ensayo querría establecer contacto. Pero hay que precisar inmediatamente que no podremos distinguir el ensayo del tratado sino a partir de marcas o de huellas de ese contacto y no a partir de géneros codificados o inventariados. Esas marcas o esas huellas, a su vez, no tienen que ser, en los efectos secundarios del romanticismo, manifestaciones de éxtasis o de afasia ante una indeci- bilidad del arte. Se trata solamente de lo que pone a prueba el discurso, de lo que lo pone a él mismo a prueba, de lo que lo encenta en los dos sentidos de la palabra: lo que lo esboza o lo que lo corta, lo que hace que se doblegue a la escritura. Por lo demás, podríamos mostrar cómo uno de los efectos del dis- i urso sobre el arte de los tiempos modernos (es decir, del des- ! i ii(i moderno del arte) habrá sido la progresiva delincación por no decir determinación- a través de Diderot o Baudel.i i re, Proust o Benjamín, entre muchos otros, no de un género, sino de un registro propio de escritura, el que Jean-Christo- plic Bailly, a su  vez ensayista reputado, evoca hablando (a proposito de Baudelaire) del «gran ensayo, de esta prosa libre, alternativamente evocadora y teórica, que es sin duda, aunque esté

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siempre rezagada con respecto a lo que sin cesar dicha prosa se asigna a sí misma, la de la modernidad, [y que] es el fruto de un movimiento que restituye las obras a su devenir...». 3  Pero este registro propaga a través de nuestra cultura los efectos del ensayo sobre el arte como los de una prueba específica, «resueltamente moderna» y necesaria, de la avanzadilla del decir hacia un decir de otro modo del que se torna indisociable. *** Establezcamos aquí, para seguir adelante, un nuevo comienzo. Hay dos maneras de hablar sobre el arte, por lo demás en absoluto incompatibles, y sin duda siempre necesarias la una para la otra. Una consiste en describirlo (su técnica, su fábrica, su historia, su manera y su materia). La otra consiste en declarar su sentido o su verdad: no sólo el sentido de sus intenciones significantes, ya sean políticas o religiosas, mitológicas, simbólicas, pedagógicas, etcétera, sino su sentido como arte. En ese sentido, el arte es mudo. La ciencia, la religión o la filosofía ofrecen sus sentidos o sus verdades propias con sus operaciones y sus discursos: son inmediata y necesariamente pensadas o explicitadas en su reflexión, de una manera o de otra. Pero el arte no propone nada semejante, repliega más bien su sentido directamente en su obra, lo sume en ella. El ensayo sobre el arte es siempre, al menos en algún aspecto, un ensayo para decir su sentido. Consiste en un ensayo sobre el sentido del arte. Pero como ese sentido no está en absoluto explicitado a 3  La

Surface profonde en La fin de l’Hymne, Bourgois, Paris, 199

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través de la obra de arte, debe tratarse entonces de un ensayo del sentido del arte: hay que ensayar, experimentar, poner a prueba, un enunciado susceptible de s e r el del propio arte. Hay que hacerle decir lo que quiere decir. I lay que hacerle hablar o prestarle su voz. Esto supone, ante todo, que de alguna manera el arte habla. Supone que el arte es «lenguaje» o que mantiene una relación determinada y privilegiada con el lenguaje: relación de homo l o g í a o de analogía, relación de imitación o de intención. Esta presuposición a propósito del arte es casi canónica para toda l.t historia del arte (al menos en Occidente y desde el arte cris- t i.ino, lo que merecería un examen más exhaustivo y que, por l o demás, no está expresado aquí sino por un occidental). Tenemos la impresión, en general, de que a propósito del arte se repite que: «No le falta sino hablar». Pero, precisamente, esta i onocida fórmula está ampliamente confirmada como un proluso estereotipo con respecto al retrato desde el Renacimiento. Frente a esta fórmula que califica la excelencia de una representación pictórica -una excelencia indiscutible, puesto que no le falta casi nada y, sin embargo, dudosa, puesto que carece del habla-, frente a esta fórmula y en paralelo con ella, podríamos ofrecer un florilegio de términos lingüísticos empleados .1 propósito de la música: su «lenguaje», su «frase», su «léxico» y su «gramática», por último, su «sentido» (como ocurre, por ejemplo, en esta definición: «una frase musical [...] presenta por sí misma un sentido autónomo completo y coherente»,4 donde es evidente que la palabra «sentido» no tiene su 4  Artículo

«Fraso,  Dictionnaire de l a musique,  bajo la dirección de Marc Vignal, París, Larousse-Bordas,

1996. [Diccionario de la música, Aljibe, Málaga, 2001}.

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sentido lingüístico). Pero podemos tratar de enunciar también, a la  vez, en una y otra declaración, la ajenidad y el parentesco, diciendo como Van Gogh: «el color expresa algo por sí mismo». 2 Después de períodos de sobreabundancia, incluso de exageración, en la metaforización, incluso en la identificación lingüística de las diferentes artes (la más reciente ha sido el discurso sobre el «lenguaje» o sobre la «escritura» cinematográficos), se ha vuelto habitual, por el contrario, el hecho de recusar ese tipo de asimilación e insistir en la separación entre las artes y el lenguaje: hasta el punto de que no tiene nada de sorprendente preguntar, por ejemplo, si la poesía es precisamente, o solamente, «arte del lenguaje». Pero esta reserva, conforme a un esquema general de pensamiento para el que el orden del sentido debe someterse a cues- tionamiento, cuando no a suspicacia, tampoco puede quedarse ahí. Si al arte no le falta sino hablar, no es solamente por quedarse en la retaguardia del discurso, sino porque también está muy cerca de su borde. Si separamos el motivo trivial de un deseo de reproducción integral (que sería un «vivo retrato») es preciso reconocer que en el «no le falta sino» se expresa también el afloramiento o la emergencia de una declaración, de un decir. A esa declaración de la pintura, a ese decir de la pinI ni .i, le sería preciso, cabalmente, i|iie pieul.i el h.ilila para c|iie ■,ea lo que es: pero seria prei. iso también , 11 < > el decir significante, un decir que dice de otra manera un s ni ido a su vez sensato de otro modo. ( mando quedamos prendados por la mirada y por los la - l'ins de Mona Lisa o de El caballero de los ojos grises  (por su presión», como solemos decir, y por su «misterio», como i.mibién solemos decir), cuando oímos en la primera Varia• mu (¡oldberg una especie de declaración, incluso de conver• u ion, jovial pero reflexiva, no nos quedamos solamente en la metáfora. Permanecemos también en el elemento de cierta metonimia: los significantes tomados en la esfera lingüística 1 u nen puntos de contacto con la disposición de las pinceladas le pintura o con la colocación de las notas y los compases. ■ I'n efecto, antes de que haya lugar para hablar de sentido, de lo que se trata es de disposición, de colocación. Que es decir, sino, en primera instancia, mostrar, exponer algo según su justa colocación (dicere

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 viene del griego deiknumi, mostrar, del que es pariente diké, la  justicia). Se trata de la mostración ( index, Índice, y también el griego  phrasis: ekphrasis,  discurso extraído de un cuadro para poder mantenerlo sobre dicho cuadro) de una colocación, de una articulación (de una harmonía o incluso de un melos, términos todos ellos dedicados a la articulación y a la tensión, tonos). Decir es más que significar: decir no se mantiene, o no solamente, en la separación del reenvío significante, sino también en la proximidad de la cosa mostrada, puesta por delante y expuesta según su orden, en su medida conveniente e incluso según su logos.

Diciendo el arte, hablando de él, el ensayo se pone en con tacto con ese logos, con ese otro decir que no es el enunciado de un sentido, sino la técnica, el ars de una colocación ( ars quiere decir, en primer lugar, «articulación»), de una composición o de un orden. Entre uno y otro decir, entre uno y otro logos (o bien entre unos términos tales como logos, melos, harmonía, mythos, epos),   se propone una «interfaz», o más bien una zona de caricia, de golpe o de rozamiento, un lugar de contacto y de intercambio que es el de una composición, un ensamblaje, con sus articulaciones y sus tensiones, con sus disposiciones de valores, sus equilibrios y sus puntos de fuga. Esta composición (viejo término de un léxico sobre todo or- n.imental) se ofrece a su vez en varios registros: el de un arte determinado, el de un género, de un estilo o de una manera, el de un artista, el de una obra. Compone líneas y colores, ritmos y timbres, masas y texturas, movimientos y encuadres, profundidades y superficies, velocidades, luces, formas, hu-

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mores, códigos, gestos, pinceladas, etcétera. Conduce quizás a la posibilidad de descifrar ahí un sentido, pero es cierto que •áempre procede de un sentido en otro sentido, en otro valor del término: del sentido, precisamente, de la composición, de mi sentido de la relación, del contraste, de la proporción, de la diferencia, de la compatibilidad, de la acción recíproca, del «orle, de la textura, del acuerdo y de lo discorde. Si me refiero a un «sentido de la relación» (entre colores, i nubres, fragancias, etcétera), me refiero también a la vez a un sentido producido por una relación dada (producido pero por aprehender y por revelar) y del «sentido de la relación» que debió poseer el artista para hacerme presentir que se propuso mi sentido. Me refiero a su aptitud, a su capacidad de descula ir o de crear semejante disposición cuyas relaciones inter nas formarán una «composición». lista composición, podríamos, de manera legítima, designarla como simbólica (a pesar del extremo desgaste de esa palabra...) en el  valor más general de la palabra: el hecho de nmbolizar con... (conjuntar, syn-bolé), el ensamblaje de ele- 11 u ntos, la convención, el código, el reconocimiento, tanto como la estrañeza, la separación, la distensión. El decir acerca del n le toca el arte en la simbolicidad considerada por sí misma, 11 idcpendientemente de la remisión a algún significado. El decir «1« be experimentar un «decir de otro modo» en ese sentido de lo simbólico: debe componer con dicho decir de otro modo e incluso es solamente con dicho decir de otro modo, finalmente, con lo que debe componer o simbolizar. Un decir sobre el arte que no concordase en manera alguna con ese decir de otro modo perdería el sentido de su objeto; entiendo aquí, una vez más, no el sentido significado, sino la

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composición de técnica y de dirección, de tacto y de cálculo, que permite sentir, es decir, llegar al contacto. En el contacto, el ensayo y el arte hacia el cual se ejercita se simbolizan -o si se prefiere, componen- el uno con el otro: componen por tanto el uno al otro una figura que no es ni lo uno ni lo otro...  Aquí, el ensayo sobre el arte se ve obligado a volverse, de alguna manera, un ensayo del arte, una tentativa del arte. No se trata de que se ponga a remedar las maneras del arte, muy al contrario: se trata de que a partir de ese momento debe saber que su objeto, el «arte», está  ya presente en el discurso y en el decir, muy por debajo del estrato significante, por debajo del lenguaje como el registro más amplio de una simbolicidad general, que vuelve el lenguaje posible pero que no se confunde con su querer-decir. Entre el lenguaje y el arte, hay, a la  vez, un abismo (el que separa el sentido inteligible del sentido sensible) y un contacto: el de la simbólica o de la composición que son, también, en última instancia, la reunión superior del sentido inteligible y del sentido sensible. La reunión, por ejemplo, del pensamiento y de un juego de colores, del pensamiento y de un silencio entre dos sonidos.  AEsta simbolicidad, ¿de qué es, pues, simbólica o lo simbólico?: no lo es de nada, puesto que no remite sino a su propia posibilidad. Lo «simbólico», aquí, no remite a nada, no representa nada: compone, pone juntos, hace que haya distribución. I o que lo vuelve posible es que libera en nosotros algo como el pensamiento o como el arte de un mundo: el pensamiento n el sentido -la sensibilidad o la dirección para la composición de un cosmos, para su symbolon que sería también su tonos  y ■ai melos, su  pathos  y su

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logos-. Un cosmos no es, en primera instancia, sino una composición, una ordenación. Un arte no e s nada más que, en primera instancia,  y para acabar, una man e r a de mantener un cosmos en una obra, como una obra, en e l t iempo  y en el espacio de una obra. Un cosmos angosto  y In eve, fulgurante  y fugitivo, furtivo, pero un cosmos, es decir, una posibilidad de sentido. Ese «sentido» singularísimo es a su vez siempre un ensayo: pone a prueba la apertura de un mundo, el hecho de que el inundo se nos envíe, si se quiere, en unas condiciones sin cesar * lesplazadas por los acontecimientos del propio mundo. Y, par- i u alármente, experimenta, desde que el Dios creador ya no ■ .la, en qué consiste la creación del mundo. No se trata de du d o s a s contorsiones, ni sobre la divinidad del artista, ni sobre una religión del arte. Sino que se trata más bien de lo que cónsul uve una simbolicidad  privilegiada de nuestro tiempo, pues «si- tiempo se dirige expresamente, de ahora en adelante, hacia • a propia composición (o descomposición) de mundo. NuesII o t icmpo simboliza con un mundo en la pérdida o en el nacinuento. El arte es la técnica de acceso a la inaccesible . «imposición de un mundo, la prueba de su apertura -o de su . 1 1 .ya rr amiento. El ensayo sobre el arte, que no surgió por casualidad en la modernidad, saca a la luz esta prueba y esta tentativa: ahí donde el arte estaba, en primera instancia, tejido en las simbólicas y en las imaginaciones armónicas de las mitologías y de las teologías, ahí donde el sentido se daba en abundancia y donde podíamos creer que el arte no era sino el ornamento de esos simbolismos, ahí es donde actualmente se ha vuelto necesario exponerse a la prueba de una simbolicidad   despojada que trata siempre de renunciar a una significación y a un imaginario. Ahí, por tanto, ya no es posible solamente legislar acerca del arte o codificarlo. Habría que acercarse a

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la técnica de un mundo hasta tocarla: y eso significaría, para decirlo a partir de ahora con las palabras de Bailly, penetrar «en ese territorio móvil donde la potencia de rememoración de las correspondencias puede retumbar en el interior de un mundo que renunció a la naturaleza». El ensayo sobre el arte aparece entonces como lo otro del tratado o de la teoría, y de todo aquello que podía proponer un «arte del arte» (filosofía, canon, ars poética), porque la teoría, a partir de ese momento, no puede proceder ya de un orden dado, sino que debería, por el contrario, llevar a cabo la experiencia de una composición no sólo inédita sino acaso incomponible. Si bien se piensa, por lo demás, es exactamente lo que había ya comenzado a ocurrir con Kant, como una sacudida viva en el interior mismo de la teoría. A partir de Kant, ya no habrá filosofía normativa del arte. Habrá tentativas de escritura de lo que pone inmediatamente en juego una extremidad infinita de sentido, el sentido como exceso infinito y en cuanto tal no componible. No figurable, no cons- truible y, sin embargo, exigente, que reclama el arte, un arte, su arte. El efecto del ensayo sobre el arte consiste, de ese modo, en abrir el arte, no para dar acceso a una explicación ni a una significación del arte, sino a su propia condición de ensayo que podríamos llamar «cosmográfica», en el sentido que queramos entenderlo. Pero eso no puede ocurrir sino en la medida en que el ensayo abre su discurso -su escritura- al decir de otro modo del arte con el que su decir debe simbolizar.  Acabaré sencillamente citando a otro escritor que escribe sobre el arte, Jean-Louis Schefer, cuya frase basta para resumir y relanzar todo el desafío del ensayo: «no pruebo ni demuestro nada a propósito de los textos [o de las pinturas], remuevo sus aguas». 1

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Chases écrites, P.O.L., París, 1988, p. 7.

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DE LA OBRA Y DE LAS OBRAS

I Echando una rápida ojeada desde una atalaya sin duda dis- i utible, pero que hay que poder ocupar un instante, podemos decir que la idea de «obra» agita, enerva y excita toda la historia de nuestra cultura. Llega hasta un primer plano con un pen- ,a miento preocupado por la realidad, es decir, con un pensamiento para el cual lo real no está asegurado ni por su > r i teza sensible ni por la pulsión en dicho pensamiento de un espíritu que no sería, a fin de cuentas, sino esa certeza misma, l’oi el contrario, debemos más o menos representarnos el movimiento constituyente de nuestra tradición mediante la disyunción de la presencia sensible y de un soplo retirado detrás de ella.  A partir de ahí, se plantea la doble cuestión de la consis- i< ncia de lo real y de su proveniencia, o la cuestión de su efec- i iv¡ciad y, en consecuencia, de su efectuación. Lo real en cuanto electo y en cuanto efectivo, ahí tenemos el segundo plano de l.i -obra» y, con éste, las cuestiones abarcadas en la posibilidad del obrar y de la aplicación de la obra, es decir, las cuestiones abarcadas en la realización de lo real: cuestiones que son también tanto las de la creación del mundo como las de la producción humana. 71

Se trata del ergon  griego, trabajo productivo y producto del trabajo, cuyo resultado es la enérgeia,  lo real en acto donde se actualiza una potencia propia, una dynamis. El latín traduce ergon por opus del que nosotros hemos formado «obra» (mientras que el alemán Werk  y el inglés work  retoman la raíz erg-). La obra está en acto en el sentido en que el actus -la culminación- es el participo pasado de ago  y designa, por tanto, la acción efectuada, llevada a su término: a su fin, por tanto, a su finalidad, que es lo que nos ofrece la palabra entelecheia en Aristóteles cuando añade a la enérgeia la idea de telos, de fin acabado. La obra arrastra con ella el motivo de la producción que comporta a su vez una triple implicación: la de la acción productora, la del agente productor y la del acto producido. Como es sabido, el curso de nuestra cultura ha llegado hasta el punto, en la edad contemporánea es decir, a partir del despliegue conjunto de la técnica, de la democracia y del capitalismo industrial-, de caracterizar la existencia humana y, tendencial- mente, la del propio mundo como el hecho de la producción por el hombre de esa existencia. El agente, la acción y el acto se confunden en la autoproducción de algo real cuya esencia es su existencia misma, que se confiere así un valor absoluto -el   valor mismo, sustraído a toda evaluación de uso y de intercambio, que no consiste desde ese momento sino en la capacidad o, mejor dicho, en la dignidad (esa gran palabra de Kant y de los derechos del hombre) de la energía autoproduc- tora o en una operatividad general, ontològica tanto como axio- lógica. A la autoproducción -que puede entenderse también i orno la autoproducción en la obra y como la obra de su sujeto (autor, actor, agente)- responde lo que podemos designar i orno autofinalidad: la obra se culmina como su propio fin, la <

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leclividad de lo producido es también la efectividad de la producción y del productor. El desafío del proverbio Finis coronat i>/>»>• (el fin corona la obra) puede llevarse hasta ese sentido total. II  Así es como, en la actualidad, ha llegado a liberarse la no- * ion que más comúnmente hemos admitido de la «obra». En medio del muy extenso campo semántico de ese término -que \ .1, como es sabido, desde léxicos específicos como los de la al quimia, de la justicia o de la arquitectura, hasta todos los re- c.istros posibles de la operación, de la realización o de la I ici ución-, emergió, sobre todo a partir del siglo  XIX, un sent ido que podemos considerar de algún modo privilegiado y que se condensa en la expresión «obra de arte». Esta expre- .!n, a su vez, ha llegado a resonar como una tautología en la que la «obra» designa, absolutamente, el producto o el conmuto de los productos de la actividad de un artista. La novela f /ola que se titula La obra consagra en cierto modo este uso, ■ del mismo modo que, en i93i,Balzac empleaba con «obra maesII .i •• una expresión que venía del mundo del artesanado. En elei lo, los dos términos no son equivalentes y el segundo sub i .te incluso cuando el primero adquirió una relevancia que ■ im se produjo sino por haberse relacionado con el segundo.  Actualmente, el valor enfático y absoluto de la «obra» subsiste en un uso corriente, ya se trate de la crítica literaria y artística o bien del uso universitario que pretende manifestar sencillamente su consideración a un joven investigador di- ciéndole «tiene usted una obra» o «tendrá pronto una obra» -con lo cual se señala una distancia 73

significativa con lo que representan los «trabajos», por muy valiosos que éstos sean-. Por el contrario, y de manera paradójica, el uso de la palabra casi se ha borrado en el lenguaje empleado en los medios artísticos, donde se prefiere precisamente hablar del «trabajo» de un artista, cuando no disponemos de términos específicos como el «libro» en literatura (el término «labor» está anticuado o acaso resulta erudito, y no ha accedido jamás a la categoría de la «obra») o el «film» en cine (aunque cuando hay que caracterizar la unidad y la completud de una producción también nos referimos a la obra de Ozu o a la obra de Ford). Existe, por tanto, una tensión sorda que trabaja el uso y el sentido de la «obra». En un sentido, sabemos muy bien de qué se trata. Por una parte, esa palabra recogió toda la fuerza de la realización efectiva de ese tipo de producción al cual hemos reservamos, aproximadamente en la misma época histórica, la particularísima concentración de la palabra «arte», tomada a su vez en su sentido absoluto o restringido, es decir, desligada de los valores distintos de las diversas habilidades que fueron las artes mecánicas o las liberales, las artes compañeras de los oficios y, finalmente, las bellas artes. La obra se ocupa de ese tipo de culminación que excede cualquier clase de artesanado y de técnica, a la cual se supone que accede un «arte» desvinculado de cualquier función de transmisión, de representación o de celebración de un contenido de pensamiento histórico, religioso, político o moral. La obra se ha pasado ya del lado de la efectuación de una realidad que excede en cierta manera cualquier otra cosa real de la naturaleza o de la producción. La obra se produce a sí misma mucho antes que al hombre o bien, en realidad, el hombre se produce, más allá de lo «humano demasiado humano», en la obra y

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como la obra. La obra añade al mundo una efectividad o una energía excedente.  Así es como la palabra se ocupa de lo que Proust, por ejemplo, enuncia cuando escribe: «Le explicaba a Albertine que los grandes literatos no han hecho  jamás sino una sola obra o, más bien, han refractado a través de diversos medios una misma belleza que aportan al mundo». 5 Pero, por otra parte, esta misma carga hiperbólica de la obra la arrastró más allá de sí misma, por lo menos, en cuanto representación de una efectuación cumplida y de una entelequia confiada en su fin último. Podemos fechar ese exceso, que esta vez es el de la obra sobre sí misma, en el momento -a partir de 1923- en que Joyce adopta la expresión «work in progress» para caracterizar, incluso, en un momento determinado, para mular Finnegans Wake.  La expresión acabará por caracterizar el libro no sólo como texto siempre en construcción, sino también como una labor cuya lectura puede indefinidamente vol- \ er desde el fin hasta el comienzo. De una u otra forma, la obra no acaba y csle inacabamiento desmiente la seguridad y la completud del objetivo alcanzado.

Ill

Desde Joyce, sabemos cuántas formas ha podido adoptar la afirmación del incumplimiento de la obra, incluso de la esencia de la obra en su incumplimiento, en su «apertura» o en su désœuvrement,'

5 Proust, Marcel; la Prisonnière, NRP, Paris, 1922, p. 363. [En busca del tiempo p< idilio. 5. La  prisionera, traducción de Consuelo Berges, Madrid, Alianza, 1999.)

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durante el tiempo que la obra estuvo enfrentada con esta otra modalidad de incompletud o de desestabilización que representa su reproductibilidad técnica. En el mismo momento, es el autor quien se  ve desestabilizado como figura del agente o del productor de la obra. Tanto su poten- v cia operatoria de genio como su expresión, incluso su hierofa- nía, perdieron su esplendor y su magia bajo los distintos tipos de la obra. De todas estas maneras, la obra se abismó en los dos sentidos del término: se degradó en su exigencia de realización monumental, renunció a la edificación de lo real arquitectónico que produciría  verdad en lugar, o bien muy por encima, de lo habitual real imperceptible. Esto último fue, al contrario, lo que ocupó su lugar en una mimesis y en una méthexis de la inconsistente, inconstante e inconsciente existencia trivial tanto de las cosas como de las figuras de un mundo que tiende hacia la insignificancia. La obra se sustituyó por la maniobra de un auto-engendramiento de las impresiones, de las combinaciones formales, de las maneras de decir que no tienen nada que i le i ii o, al menos, ínula que |hu í la cinnu mi se • odio la

lonmila



le mui verdad cumplida. I n ese sentido, la obra y toda la lógica y la simbólica de la pioducción, de la autoproduccion o del engendramiento de u n mundo, 110 ocuparon durante mucho tiempo el lugar que, de hecho, se vieron llevadas a ocupar, y que no era otro sino el de un Dios que, a su vez, desde sus elaboraciones metafísicas, ■••■ representó a imagen de la energía productora. La muerte de I >ios es la muerte de la producción y, por pura carencia de in- \ envión, todavía no hemos iluminado con otra luz la sombra q u e se extiende ante su tumba: al contrario, nos hacemos un 11 con una productividad que no sabe 76

sino reproducir pro- limdísimamente su ausencia de fines. I’or ese motivo, no añoramos la obra, puesto que no era sino mi sucedáneo de Dios, sin duda todavía más decepcionante que • •I propio Dios. Hemos captado otra cosa, otra realidad de la obra: no su cumplimiento, sino su operación, no su fin, sino .o infinidad, no su entelequia, sino su energía como acto de u n.i dinámica que no se reabsorbe en un producto-por mucho que este debiera ser el «hombre»- sino que actualiza su tensión, su vibración y, por qué no decirlo con esa palabra: su vida.

IV l.a vida de la obra es acaso algo muy distinto de un tópico, 'a la  vida consiste en «la tarea de no dejar de ser», como es- ■ i ibe JuanManuel Garrido 6 y si, para ello, no deja de operar ' ( .arricio, Juan Manuel; Chances de la pensée,  Galilée, París, 2011, p. 38.

la diferencia entre la vida y la muerte -diferencia en la cual se manifiesta por lo que es (por lo que vive)-, entonces la obra vive en la medida en que no deja de abrir la diferencia en ella de su prosecución  y de su cesación de ser. La obra consumada, opus operatum, pone fin, por definición, a su operación. Ésta, al contrario, se continúa como opus operans. No se trata ya de la obra en el sentido de su ejecución acabada y de su manifestación plenaria, aunque eso no excluya nada de esta plenitud. Sin duda es preciso incluso que una obra se culmine para que manifieste en su cumplimiento lo que la excede o, mejor, para que manifieste su cumplimiento como su propia extrali- mitación. 6 Veáse

la Nota a la edición.

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 Alcanzando su muerte, una vida se sobrepasa a veces en otras vidas, que pueden ser vidas de seres vivos o bien vidas de obras o bien -pues, para acabar, como dice Proust, «antes de que, en las generaciones futuras, brillen las obras de los hombres, sería preciso que hubiera hombres»-1 ni ser vivo ni obra, sino la simple afirmación de que esta  vida ha vivido, ha sido vivida, se ha esforzado por ser y por dar lugar al acontecimiento de esta diferencia. Del mismo modo, la obra cumpliéndose puede dar acceso a otras obras y a otros autores de obras, pero puede también -excediendo la duración de las generaciones humanas o antes bien sustrayéndose a ellas- sobrepasar su propio acabamiento en la afirmación de que ha habido esa tensión para ser y para dar lugar al acontecimiento que obra. En cierto sentido, no hay nada más que decir de esta historia sin historicidad que encadena hasta nosotros 30.000 años de ejecuciones, desde las ' Proust, Marcel; La Prisonniére, op. nf., p. 184.

pinturas de las grutas paleolíticas (sin olvidar que no tenemos documentos eventualmente más antiguos de danza, de música y por qué no decir que tampoco de poesía). La vida de los hombres es indiscernible de la de las obras y éstas viven en la medida en que procuramos no sólo hacer obra de nuestras vidas, sino también dejar que la vida haga, a través de nosotros incluso que haga de nosotros-, sus obras de vida y de muerte. Esta sucesión de las obras pone en evidencia su ausencia de fin, de cumplimiento, por el fin renovado de cada una de ellas, de cada una de sus maneras, de sus formas de relanzar la misma y siempre diferente energía que, desde que alcanza su t umplimiento -obra maestra, gran obra, doble modelo artesanal y alquímico de toda 78

operación- se libera de él y manifiesta que lo que realiza, que lo que actualiza es siempre de nuevo su dynamis,  su potencia que a semejanza de toda fuerza no se ejerce sino por el juego de una diferencia de fuerzas. La obra es siempre así la activación de una diferencia entre ella misma y ella misma mediante la cual va siempre más allá de sí misma. den de la predicción, ni siquiera precisamente en rigor del proyecto. Hay siempre un surgimiento que excede la expectativa, como hay siempre un tanteo que escapa al cálculo. La obra se desborda así hacia atrás mediante la maniobra que se aventura hacia ella y que la obra desconoce y se desborda hacia delante mediante el desobramiento que la sustrae a la terminación en la que, sin embargo, dicha obra se acaba, aunque también se arruina. Blanchot escribe: «La obra siempre está en ruinas. La obra se paraliza o se suma a las buenas obras de la cultura a través de la reverencia, a través de aquello que la prolonga, que la mantiene, que la consagra (la idolatría propia de un nombre)». 7 Eso no impide, sin embargo, que, en todos los aspectos, esta ironía hacia las «buenas obras» no sea fácil de manejar. Pues esta expresión nos lleva, al mismo tiempo, hasta una larga serie semántica que, en efecto, las santurronerías de toda suerte de obras piadosas han reducido a la figura de un opus dei. Ahora bien, hay que recordar que las «obras» -las erga de la koiné transcritas inmediatamente en operadesignaron la acción efectiva por oposición a la disposición espiritual denominada de la fe ( pistis). Si Pablo señalaba que las obras sin la fe quedan sin valor, Santiago le objetaba con rotundidad la primacía de las obras y muy precisamente de las obras llamadas del amor (agape, caritas). No tenemos que entrar aquí en ese debate, sino acaso para hacer notar que en la operación de la obra la fe, es decir, la confianza 7 Blanchot,

Maurice; ¡.’Écriture du désastre, Gallimard, Paris, 1980, p. 12/.

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en lo que debe exceder toda expectativa, es inseparable de la acción que obra, que maniobra y que se

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I

•desobra» sin cesar. Por lo demás, de Agustín a Lutero hemos sabido precisamente que las obras son ellas mismas el amor y l.i fe y que, por si fuera poco, no son nuestras, sino efectos de la gracia. Lo que llamamos las buenas obras es el triste residuo de una larga genealogía donde prevaleció la efectividad del ac- l uar, en primera instancia y durante mucho tiempo, antes de perderse en la confusión de los gestos prescritos, de los méritos y de las mojigaterías. No obstante, viene ahí a añadirse también la significación de la aplicación práctica, sobre todo arquitectural: en cada catedral se añadía una «casa de la obra» que se hacía cargo de un conjunto de problemas sociales y financieros ligados a la obra en construcción. De ahí provino la obra» o la «fábrica» en el sentido del consejo de gestión de mi edificio religioso. Al mismo tiempo, la «obra» se transformó < n el nombre de un organismo de sostén y de asistencia para fines determinados, como las numerosas «obras misioneras» v, más tarde laicizadas, como las «obras socialistas»: tal «obra parisina para baños-duchas a buen precio» o tal otra del «libro para todos». Un importante periódico nacido en 1904 se bau- 1 i/ó como La Obra en una concentración absoluta de este valor de servicio a una causa (periódico que, por lo demás, privilegiaba las «firmas» como se decía entonces, los artículos de a u t o r ) . La obra comprendida de ese modo representa, en efecto, la • aiergia consagrada a una causa que apela, pero que sobrepasa al mismo tiempo, a todas las realizaciones posibles.

8t

 VI En este sentido es en el que, en la operación de la obra, no existe distinción entre la fe y las obras, no hay diferencia entre una disposición confiada y las realizaciones. Como en la más poderosa tradición espiritual, las obras de la fe o las del amor -son las mismasno son sino el ejercicio y la efectividad de la fe y del amor. Las obras de aquello que llamamos el «arte» siguen al menos la misma lógica formal, incluso si no encierran su verdadero contenido. Entonces, en realidad, precisamente, ha tenido lugar una confianza; se trata de una fidelidad que se afirma en acto, no como la apoteosis de un cumplimiento -que ya no tendría que ser fiel a cualquier cosa-, sino como la tensión jamás resuelta, jamás satisfecha de una confianza cuyo objeto no puede estar garantizado. ¿Cuál es ese objeto? Algo como un sentido inédito, inaudito y acaso inaudible cuyas premisas y expectativas vienen de mucho más lejos que de la labor, de su autor y de todas sus circunstancias, pues se trata de nada menos que de la totalidad de un mundo o bien -lo que viene a ser lo mismo- de un lenguaje entero que pretende hacer oír una voz insólita, la de la novedad del mundo. ¿Qué son Hamlet, la Gran Fuga  o bien  Madame Cézanne en el invernadero? Cada voz, una expresión nueva y una expresión de la novedad, es decir, de la misma energía siempre renovada, relanzada y vuelta a abrir. Lo que «novedad» significa no es en absoluto lo «nunca visto» que, de repente, la obra permitiría ver. Es una posibilidad de ver, de oír o -en el sentido más amplio- de decir, y esta posibilidad es nueva porque retiene exclusivamente en ella «la lengua que la vuelve descifrable como habla». Esas palabras i slán 82

tomadas de las que Foucault emplea para caracterizar la obra como aquello cuya «forma vacía» y cuya «ausencia» (en la medida en que la una y la otra comparten el carácter de «una palabra que se envuelve en sí misma») 1 las proporciona la lo- i ura. En la locura este envoltorio se clausura y se excluye de la significación, en la obra, desplaza las significaciones recibidas según unos significados desconocidos. Pero lo desconocido abierto de ese modo no es algo cono- i ido por venir que sería el fin de la obra, del mismo modo que el hecho de significar tampoco es una significación en poten- i ia. Aquí exactamente tiene lugar la actualidad, la puesta en aelo y en enérgeia de una dynamis que sigue siendo dynamis. I a operación de la obra consiste en una revelación a sí misma l a n í o como a su autor y a sus «receptores», o a sus «aficionados», de su propia apertura y de su propia excedencia. Releemos Hamlet, la representamos una vez más, o bien volvemos a interpretar la Gran Fuga, preguntamos de nuevo a Madame ( ie/.anne qué luz mancha y casi desgarra de blanco su vestido .i / 1 1 1 oscuro en medio de las flores cuyo marrón rosáceo se rel í e l a en sus mejillas. La vida misma vive en esas mejillas. Vive de esas mejillas, o de ese golpe del arco. La vida no viviría sin eso.

foucault, Michel; «La folie, l’absence d’œuvre»,  Dits et écrits, Gallimard, Paris, l'o l, p. 417-419.

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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

Los textos de Jean-Luc Nancy que aparecen en este libro fueron publicados previamente en su lengua original (con excepción de dos, que son textos inéditos y que Nancy nos ha cedido generosamente para su publicación por vez primera en español). Enumeramos dichos textos a continuación en el orden en que aparecen en este  volumen.

ESCRITURA «Un jour, les dieux se retirent...» se publicó con el título «Entre deux» en Magazine littéraire n° 392, París, noviembre, 2000, más tarde su publicó en William Blake & Co., Burdeos, 2001,  junto con el texto «Pièce jointe» con el título «Un jour, les dieux se retirent...». «Pièce jointe» cuya primera versión se publicó con el título «À  votre guise» en La Quinzaine littéraire   n° 793, París, 1-15 octubre 2000, forma parte del libro «Un jour, les dieux se retirent...»,  William Blake & Co., Burdeos, 2001.

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«Autrement dire» en Revue Po&sie n° 89, Paris, Belin, 1999. «De l’œuvre et des œuvres». Inédito. «L’art de faire un monde». Inédito. «Les raisons d’écrire» en  Misère de la littérature,  Christian Bourgois, Paris, 1978. «Faire, la poésie» se publicó por vez primera en  Nous avons voué notre vie à des signes,   William Blake & Co., Burdeos, 199(1 y se retomó en el libro Résistance de la poésie,  William Blake & Co/Art &  Arts, Burdeos, 1997. «Compter avec la poésie» se publicó por primera vez en La mécanique lyrique. Revue de littérature générale,  95/1, Paris, P.( ). I.. 1995 y se retomó posteriormente en el libro Résistance de la poésie,  William Blake & Co/Art & Arts, Burdeos, 1997. «De l’écriture: qu’elle ne révèle rien» en Re vue Rue Des cartes  n° 10, Albin Michel, Paris, 1994. «Récit, récitation, récitatif» se publico en el dossier de ho menaje a « Philippe Lacoue-Labarthe », en Revue Euro/n’ n° 973, 2010.

 ARTES Visitation (de la peinture chrétienne),  Galilée, Paris, 2 0 0 1 . Una  version anterior apareció en el volumen colectivo  Art, Me moire, Commémoration, École nationale supérieure d’Art de Nancy/Editions Voix, 1999. Technique du présent: essai sur On Kawara,  Nouveau Musée/Institut (Les Cahiers-Philosophie de l’art,  n° 6), Villon 1 banne, 1997.

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«Techniques du présent». Entretien avec Benoît Goetz, entrevista realizada en Estrasburgo el 4 de octubre de 1998 y publicada en la Revue Le Portique, n° 3,1999, Metz. «Regard donné» en Portraits par Henri Cartier-Bresson, Thames & Hudson, Paris, 2006. «Comment s’écoute la musique?», Revue II Particolare, n° 15-16, Marsella, 2006. «Séparation de la danse» se publicó por vez primera en el libro Danse: langage propre et métissage culturel,   dirigido por Chantal Pontbriand, Parachute, Montreal, 2001. Más tarde apareció formando parte del libro  Allitérations - Conversations sur la danse, Paris, Galilée, 2005. «Cinèfile e cinémonde» se publicó por vez primera en italiano en Filmcritica  n° 543, Roma, 2004. El texto apareció más tarde en francés en Trafic n° 50, P.O.L., París, 2004. «Le corps en tant que scene» fue una conferencia dictada en Brescia (Italia) y posteriormente recogida en «Corps-théâtre», traducida al italiano por Antonella Moscati y publicada con otros textos de Jean-Luc Nancy en Corpo Teatro, Cronopio, Nápoles, 2010. «Eloquentes rayures» se publicó por primera vez en italiano en el libro Spettri di Derrida,   Annali Fondazione Europea del disegno 2009/V, Il Melangolo, Génova, 2010.  V La obra va más allá tanto como se queda de este otro lado: l.i obra no proyecta su realización como puede proyectarse la de un plan, la de una anticipación determinada por su termi- n.K'ión. Del mismo modo que dicha terminación no será la verdad de la obra, tampoco su producción (si esa palabra no e -la aquí en un brete) o su

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