March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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La onda larga del Vaticano II Por un nuevo posconcilio ©Massimo Faggioli ©Ediciones Universidad Alberto Hurtado Alameda 1869 · Santiago de Chile
[email protected] · 56-228897726 www.uahurtado.cl Producido en Santiago de Chile Primera edición, enero de 2017 ISBN libro impreso: 978-956-357-091-5 ISBN libro digital: 978-956-357-092-2 Registro de propiedad intelectual Nº 273749 Este es el décimo octavo tomo de la colección Teología de los tiempos Este texto fue sometido al sistema de referato ciego Colección Teología de los tiempos Dirección Colección Teología de los tiempos: Carlos Schickendantz Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro Diseño de la colección: Gabriel Valdés E. Diagramación interior: Alejandra Norambuena Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com
[email protected] Fotografía portada: “Golden Globe” por el escultor Arnaldo Pomodoro en la corte de los pinos. Vaticano, Italia. [Alexander Perepelitsyn] © 123RF.com Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
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ÍNDICE
PRÓLOGO INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE I. El Vaticano II entre la historia y las narrativas ideológicas SEGUNDA PARTE II. La Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium y el significado del Vaticano II III. La reforma litúrgica y el mensaje “político”del Vaticano II en la era de una cultura privatizada y libertaria TERCERA PARTE IV. El Vaticano II y la Iglesia de los márgenes V. La Curia romana durante y después del VaticanoII ¿Reforma teológica o reforma legal-racional? VI. Poder y carisma. La eclesiología del Vaticano II como un nuevo marco para la vida consagrada y las órdenes religiosas CUARTA PARTE VII. El Concilio Vaticano II entre los documentos y su espíritu. El caso de los nuevos movimientos católicos VIII. Francisco y los nuevos movimientos católicos. Una nueva evaluación eclesiológica IX. El Vaticano II y las mujeres en la Iglesia. Períodos conciliar y posconciliar en el catolicismo moderno QUINTA PARTE X. No solo la Declaración. La Iglesia, el judaísmo e Israel cincuenta años después del Vaticano II XI. ¿Iglesia profética versus Iglesia constantiniana? Eclesiología conciliar y “paradigma tecnocrático” ORIGEN DE LOS TEXTOS SIGLAS Y ABREVIATURAS
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PRÓLOGO
El historiador estadounidense John W. O’Malley —abundantemente citado por el autor de este libro— describe la importancia y eficacia del ressourcement, como retorno a las fuentes, aludiendo a que algunas formas de este han estado detrás no solo de cada movimiento de reforma en la cristiandad occidental, sino que también han sostenido cada movimiento de reforma en la cultura occidental. El epíteto de nouvelle théologie, aplicado al criticado proyecto del ressourcement de las décadas previas al Concilio, incoaba, en efecto, una reforma basada en una teología anclada en un hondo conocimiento y unidad de la tradición, no como mera repetición acrítica del pasado magisterial, sino apelando a la dinamicidad de ella y a su vínculo intrínseco con el contexto histórico donde se transmite. Si Massimo Faggioli hubiese pertenecido a la generación de historiadores-eclesiólogos (como él mismo se describe) de la época referida, seguramente habría impulsado con sus escritos y presencia en la academia, esta llamada ‘nueva teología’. Esta selección de artículos —aquí revisados y actualizados— titulada en la edición “La onda larga del Vaticano II. Por un nuevo posconcilio” muestra con vastedad el compromiso del autor con la transmisión de la tradición en el cambiante tiempo presente. El eje desde donde se articulan sus escritos es, sin duda, el evento conciliar del siglo XX, para cuya comprensión se atisban claves históricas y hermenéuticas de principio a fin. Considerado como un acontecimiento institucional y no como un mero corpus de textos, el Concilio Vaticano II se convierte —en la pluma eclesiológico-histórica— de Faggioli, en un corpus de principios hermenéuticos para orientar la vida eclesial, consciente de que la preocupación pastoral es ciertamente la base antropológica de toda la teología conciliar y que resulta imperativo que lo siga siendo en la teología posconciliar. En este sentido, el evento conciliar adquiere un dinamismo capaz de conectar apropiadamente el pasado con el presente, que compromete la recepción del evento más allá de los límites de la sola historiografía, necesaria pero no suficiente. Por eso el autor apela transversalmente al ressourcement, porque en su comprensión, al inaugurar el Concilio una nueva época en la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo, obliga a una renovada manera de hacer teología y de hacer y ser Iglesia; en donde los nuevos actores del quehacer teológico y los lugares no visitados adquieren más consistencia y relevancia. De ahí la invitación del autor a tomar en serio la centralidad de la historia para la recepción-percepción del Concilio, para no ceder al riesgo de evasión del catolicismo y de la teología católica de los acontecimientos históricos felices y dramáticos de los tiempos circundantes. Esta no-evasión consciente, clave en el desarrollo del Concilio, articula el otro polo tan querido por nuestro autor, el así llamado rapprochement, entendido como una reconciliación por proximidad con ‘el otro’, el que unido al ressourcement, como 6
profundización teológica desde las fuentes de la tradición, intencionaron el cambio paradigmático del catolicismo conciliar. En efecto, al considerar que la nueva conciencia del Concilio sería la inclusión de la conciencia de la historicidad en la teología católica, el autor ayuda al lector a comprender la historicidad de la Iglesia como tal, ya no como un crudo recurso al pasado, sino tensionada a mirar hacia adelante y ad extra. Una síntesis de la teología católica que toma conciencia de la modernidad, en un esfuerzo consciente de adaptación del catolicismo al ‘otro’, al otro no cristiano, al otro no católico, al otro no creyente… Es en este sentido que Faggioli consistentemente muestra la integridad teológica y la coherencia interna del Concilio, no en el sentido de que no existan ciertas ambivalencias temáticas —de las cuales claramente el autor se hace cargo— sino en el sentido de orientación basal doctrinal-teológica que funciona en la percepción de este como un acontecimiento global, intencionalmente preocupado de la relación Iglesia-mundo. La obra que ofrecemos, muestra a un teólogo-historiador del Concilio que insiste en que el catolicismo actual precisa partir de este evento, sin detenerse ahí, sino dando el paso expedito a un mayor dinamismo en la recepción de su letra y de su espíritu, para revisitar temas abordados por este como aquellos ausentes y que urgen en la actual agenda eclesial y social. No es casualidad que las celebraciones del cincuentenario de esta Asamblea universal de la Iglesia católica, unido a la asunción de un nuevo pontífice, generaran el contexto desde el cual estos escritos vieron su origen. Los aniversarios abren la tensión entre historia y memoria, provocando un círculo hermenéutico junto a las perspectivas de futuro, cuestión que —a juicio del autor— ha sido posibilitada por Francisco, al ‘liberar’ el debate sobre el Concilio, siendo el primer papa posconciliar-no testigo del evento. Esta suerte de des-trabamiento es posibilitado por la lectura eclesiológica posinstitucional del papa jesuita, desde una eclesiología que “no solo funciona a través del sistema, sino también más allá y, si es necesario, sin él” (78). Dado que este pontificado está más allá de la era de los testigos, en la recepción, Francisco hace un notable aporte a la percepción del acontecimiento —cuestión medular para Faggioli— sostenido por un común sentido de la historia. De esta manera, lo que sucedió, no se relativiza ni trivializa, ni menos aún pierde relevancia por la ausencia de testigos. La historia mantiene el registro de las cosas que han sido olvidadas equilibrando cualquier tipo de narrativa posconciliar unilateral. La hermenéutica del catolicismo, de este y del de aquel del Concilio, de cualquier catolicismo de toda época se hace según referentes teológicos y culturales parciales. Y por esto, dado que el Concilio ha sido un acontecimiento institucional, requiere también una interpretación institucional, que no se ha cumplido en los pontificados posconciliares y, solo en este, se atisban anuncios de redescubrimiento. Esta advertencia del autor —de una tradición en transición— resulta particularmente relevante, dado que permite con lucidez mirar las tensiones y las paradojas de los últimos cincuenta años. La primera de ellas, refiere al método de inmersión histórica inaugurado por el Concilio a través de Gaudium et spes, que resulta cada vez más crucial, versus el 7
declive en la investigación sobre el Vaticano II en el oficio profesional de muchos teólogos del posconcilio. Prueba de ello es lo acontecido en la academia hispano hablante latinoamericana, donde es evidente el escaso recurso formal al Concilio en la teología de academia, a pesar de que el quehacer teológico se haya articulado —en gran medida— desde la realidad sociopolítica del continente en las décadas posconciliares. Una segunda paradoja, podríamos articularla desde la comprensión de catolicidad. El Concilio ha enseñado a considerar la catolicidad en sentido global y cósmico y entenderla desde los márgenes, redefiniendo las fronteras de inclusión-exclusión. En este sentido, la marginalidad, sostiene Faggioli, puede brindar una oportunidad para descubrir los límites reales de la Iglesia. Esto contrasta con debates posconciliares centrados en temas de poder, tales como: clero versus laicos, universal versus local, obispos versus religiosos. El piso aportado por el Concilio para la reforma de la curia y lo desarrollado sobre este asunto en el posconcilio es un claro ejemplo de lo descrito. La recentralización de la Iglesia en Roma con Juan Pablo II y Benedicto XVI ha empezado a matizarse con la comprensión eclesiológica de Francisco que reconsidera la relación institucional entre Roma y sus periferias, con atisbos de reequilibrio entre el centro y las periferias. Una eclesiología de la complementariedad, no complaciente con el statu quo, kerygmática, focalizada en el sensus fidei, en la teología del pueblo y distanciada de cualquier clericalismo, resulta en un modelo de Iglesia en movimiento, que escucha y discierne. Una tercera paradoja refiere a la tensión entre espíritu y letra del Concilio. En el posconcilio, en determinados ambientes eclesiales, se ha juzgado con un doble estándar la apelación al ‘espíritu del Concilio’. Los tiempos críticos en la recepción del Evento han hecho más patente esta tensión y este doble estándar. Faggioli, lúcidamente, llama la atención sobre la diferencia clara que existe entre espíritu y letra en el Concilio; la letra está en ocasiones algo anclada en teologías previas, pero es necesario leerla a la luz no solo del corpus sino también a la luz de la eclesiología del ressourcement y de la política doctrinal posterior al Vaticano II que juntas contribuyeron a que, por ejemplo, la clásica distinción de duo genera christianorum se advirtiera como añeja, la relación judeocristiana como una puerta a un territorio inexplorado y lleno de posibilidades de impacto ad extra… entre otras cosas. En la atención al espíritu, la reorientación marcada por un estilo de Iglesia, donde el tema centro-periferia resultó crucial es orientador, así como otras orientaciones basales de carácter transversal. En este sentido, revisitar algunos temas que fueron mediana o tangencialmente abordados, adquiere matices, así como enfrentar los nuevos temas como lo hace el autor en esta obra, al ocuparse de los nuevos movimientos, de la teología de la mujer y del catolicismo-espacio público en categorías adaptadas al tiempo presente. Temas que no parten de la letra del Concilio, pero que sí pertenecen a su espíritu en cuanto a la forma de concebir la relación catolicismo-‘otro’ y a la manera de ser recibido en el período posconciliar. El aniversario condujo al autor a identificar y ponderar con criticismo ciertos núcleos donde los fermentos de renovación teológico-doctrinales del Concilio están en proceso de recepción o simplemente han sido conscientemente desdibujados en estas décadas. Este 8
criticismo se sostiene desde la concepción de que el Vaticano II amparaba una cultura política, una determinada visión del mundo moderno expresada no únicamente, pero especialmente en sus documentos ad extra. Las narrativas de recepción posconciliar de rasgos ultramontanos han tendido a despolitizar en teoría y praxis una doctrina católica del todo vinculante y que tiene consecuencias en las relaciones Iglesia-‘otro’, pero también en su configuración interna. La cuestión de la reforma de la curia romana resulta acá paradigmática. El lector atento advertirá que nuestro autor lee el Evento de reformas desde la renovación litúrgica que recibió, reformuló, instauró y sigue pidiendo Sacrosanctum concilium al catolicismo de esta década. En un universo de sentidos como el hispanohablante, resulta aún más elocuente que la reforma de la liturgia amparara elementos políticos e institucionales necesarios de considerar al momento de recibirlos, tales como la descentralización, el rol de la jerarquía, el nexo entre historia y teología, las mediaciones contextuales. Una relectura de este hecho —más allá de una narrativa ultratradicionalista o neoconservadora— deja claro que una genuina inculturación de la liturgia es crucial en los ambientes ecuménicos e interreligiosos, sin hablar de las buenas consecuencias en pos de la anhelada justicia social. En la liturgia conciliar se produce un recentramiento cristológico donde emerge fresca la catolicidad de la Iglesia; acierta el autor en sostener que es piedra angular de la teología de la renovación conciliar. Se precisa restablecer, por tanto, el nexo entre liturgia y política y así evitar el riesgo del uso de la religión como instrumentum regni; abandonando los triunfalismos desprovistos de creativa fidelidad o aferrados a formas de celebración des-adaptadas. Dado que este recentramiento cristológico no ha acontecido del todo, para el autor, una descentralización basada en la colegialidad episcopal adquiere tanto sentido y el rol de la teología resulta crucial en el esfuerzo de reforma del gobierno central. Para Faggioli, la teología efectivamente es un lugar al que la Iglesia debe auscultar y consultar permanentemente, en especial cuando se trata de revisitar temas y hacerse cargo de los emergentes. La recentralización de la Iglesia en Roma en los pontificados posconciliares muestra que no han podido operar más que como papados de transición, donde las tensiones magisterio-teología siguieron en boga, trabando los debates. Esta larga fase de recepción del Concilio ha estado sujeta a vaivenes ideológicos, dado que la recepción no solo supone —como bien advierte Faggioli— una ‘aplicación’ del Concilio, sino que supone una inculturación del catolicismo tomando (o no) distancia de modelos culturales dados por supuestos por siglos. No ha sido tan evidente esta toma de distancia para la aplicación correcta del Concilio en los pontificados ni en la teología posconciliar; aquella narrativa neoconservadora a la que ya aludimos sirvió para instalar ese vocabulario en las élites gobernantes del catolicismo especialmente en Europa y Estados Unidos. En efecto, el magisterio universal tendió a distanciarse del ‘otro’, interpretando la doctrina ecuménica, la interreligiosa y la que intentó tomar en serio las realidades temporales y sus avances, en algunos casos con categorías preconciliares y premodernas; tomando lugar —con actores conciliares— uno de los mayores revisionismos anti 9
Vaticano II. Este proceso de involución impulsado por ciertos círculos magisteriales, teológicos y pastorales del posconcilio contrasta abismalmente con aquel proceso de descentralización comenzado por padres y peritos conciliares. Aunque no del todo ajenos a la influencia de esta llamada hermenéutica de la reforma, tal vez algo diverso ha acontecido en América Latina, donde el predominio en la aplicación conciliar desde la Asamblea del Episcopado Latinoamericano reunido en Medellín en 1968 en adelante, ha estado marcado por una suerte de narrativa liberal que ha desplegado teologías contextuales y planes pastorales ad hoc en la mayoría —aunque no en todo ni transversalmente— del continente. El lector podrá favorecerse en esta lectura de la doble militancia disciplinaria de Faggioli, que nos ayuda a comprender que las tensiones centro-periferia comenzaron en el mismo evento, pero que allí se dejaron cimientos asentados para resolverlas en el proceso de recepción posterior. Consistentemente nos invita a realizar una lectura atendiendo a la naturaleza de los textos conciliares como aquel corpus de principios hermenéuticos para la vida de la Iglesia, para precisamente dirimir entre lo constitucional y lo inconstitucional en la eclesiología posconciliar. El recentramiento cristológico de la liturgia y la eclesiología son las cuestiones claves para articular un catolicismo que haga entrar la aplicación del Concilio en una nueva fase, con una Iglesia que necesita dinamismo, inclusión, unidad, despliegue en la arena pública. Francisco —a su juicio— está colaborando en este proceso, siendo su eclesiología no complaciente con el statu quo, sino con el sentir del pueblo fiel y sus preguntas reales. A veces, percibirá el lector, tal vez un excesivo ‘franciscanismo’ en Faggioli, el cual permítasenos justificar por la certeza en el autor, de que Francisco ha introducido un cambio de paradigma en la hermenéutica magisterial del Concilio, que posibilita las nuevas voces teológicas y resignifica los carismas y ministerios desde el eje programático de la inculturación del catolicismo en el estado secular. Se propone y vive una eclesiología que favorece la Iglesia libre de proteccionismos, aunque perviva esta suerte de ambivalencia de sus predecesores en la relación con ‘lo moderno’, con la arena pública. Se reclama, en efecto, una Iglesia que no desea ser politizada, pero que a la vez reivindica su derecho profético-político que obliga a Faggioli —y debiera obligar al lector de estas páginas— a rediseñar un entendimiento más hondo sobre el rol de la Iglesia, como órgano social en el espacio público. La tarea sigue urgiendo, pero con este pontificado se está dejando fluir ‘la frescura del Evangelio’ evitando el riesgo de la autopreservación. Apelar a una continuidad absoluta, inmediata y acrítica del Vaticano II con la tradición anterior, hoy no procede. El modelo de Iglesia premoderno colapsó y de eso da cuenta la desinstitucionalización progresiva de la fe católica, producida no únicamente por el escándalo de los abusos sexuales y de conciencia al interior de la Iglesia, sino también por teologías y prácticas ajenas a las exigencias de adecuación entre fe sentidapensada y fe practicada. En el preconcilio hubo actores teológicos clave que intencionaron el rediseño de las estructuras institucionales y los criterios de pertenencia, actores que constituyeron piezas clave para resituar la periferia en el centro. Faggioli 10
recuerda una y otra vez el lugar del quehacer teológico en la vida eclesial; el cual dista mucho de un solo preservar la institución o repetir el magisterio como horizonte exclusivo, único e inamovible. La teología fraguó la doctrina en el Concilio Vaticano II, determinó los horizontes amplios eclesiales; fue esa teología recibida desde los actores preconciliares y rediseñada por los conciliares, la que impulsó a mover las fronteras, a resituar el centro en la periferia. Esta cuestión de las fronteras del catolicismo toca todos los temas propiamente católicos, y atraviesa todas las preocupaciones de nuestro autor. Traspasarlas es parte del desafío actual, desde las claves tradicionales recibidas y desde los acontecimientos de la historia como lugar privilegiado de encuentro con Dios. Se requiere una nueva forma de hacer teología y de ser Iglesia, lo que implica el anhelado ressourcement, que comprometa un dinamismo entre Escritura-Tradición y sensus fidei, tan propio del círculo hermenéutico conciliar, que tensiona la preocupación y ocupación de los signos presentes en las realidades terrenas. En palabras de nuestro autor, esto se puede conseguir anclando la hermenéutica conciliar en la liturgia y la eucaristía: ella puede preservar la riqueza eclesiológica del Concilio, devolviéndole el carácter político intrínseco que tiene el catolicismo. La prioridad teológica de la Constitución sobre la Liturgia respecto del corpus conciliar, resulta muy elocuente para abordar las cuestiones de pertenencia, de ministerios y carismas, de inclusión, su carácter ecuménico, de diálogo judeo-cristiano, su relación con la justicia social. Esta colección de “Teología de los tiempos” ha acertado en incluir en su serie, parte de la producción teológica de un autor muy versátil, conocedor de la tradición y comprometido con el quehacer teológico que responda a preguntas reales de este tiempo; un autor que es capaz de usar la filología y la historiografía como mediaciones para hacerse cargo responsablemente del encargo del teólogo católico. Faggioli, consigue en estos escritos hacerse cargo de cuestiones globales, a pesar de ser europeo y con familia estadounidense. Vincula el norte con el sur; el network global que cultiva se advierte en sus escritos, no solo por la utilización de un aparato crítico clásico y actualizado, sino por la pluralidad de voces con las que discute. La onda larga del Concilio nos ha conducido a ponernos a dialogar con él, en la esperanza de que los estudios en torno al Concilio Vaticano II en el universo hispanohablante sean impulsados. También con el anhelo de revisitar con el espíritu conciliar temas continentales antiguos y hacerle frente a los nuevos, todos desafíos en los que esta colección pone empeño, por un nuevo posconcilio.
Sandra Arenas
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INTRODUCCIÓN
La producción bibliográfica sobre el Vaticano II es muy amplia y desde hace más de cincuenta años ocupa un espacio importante e indiscutible en la literatura teológica e histórica católica. La publicación de un nuevo volumen de ensayos sobre el Concilio, por tanto, requiere razones específicas, si bien la importancia del Vaticano II es en sí misma una justificación suficiente para una búsqueda incesante de viejos y nuevos significados del evento más importante en la historia de la Iglesia católica desde el Concilio de Trento. La primera razón es la necesidad de que los estudios sobre el Concilio Vaticano II crucen las fronteras lingüísticas y nacionales todavía visibles bajo las cuales se ocultan las líneas fundamentales de fracturas culturales, teológicas, políticas y geopolíticas. El hecho de que, por ejemplo, los estudios básicos sobre la historia y la teología del Concilio en italiano, español, francés y alemán nunca han sido traducidos al inglés revela la demora del mundo de la teología académica respecto a la globalidad del catolicismo posconciliar. Este libro de ensayos publicados originalmente en italiano y en inglés —traducidos aquí para la gran audiencia de habla española— quiere ser el primer intento de poner de manifiesto la necesidad de cruzar esas fronteras lingüísticas, que son también límites eclesiales. Pretende, además, ofrecer en áreas diversas a las de sus orígenes algunas reflexiones histórico-teológicas sobre el Concilio y poner en discusión la pertinencia de estas consideraciones en un contexto histórico-cultural diferente. El segundo motivo para la publicación de este volumen es que estos estudios, ahora traducidos al idioma castellano, provienen de un lapso de tiempo de especial importancia desde el punto de vista de la historia de la Iglesia contemporánea y de la historia teológica de la recepción del Concilio. De hecho, la reflexión sobre el Vaticano II en los últimos cinco años se ha desarrollado al interior y como un aspecto particular de la transición del papado de Benedicto XVI a Francisco, desde febrero-marzo de 2013 a la actualidad. La elección de Francisco, el 13 de marzo de 2013, no solo cambió el paisaje de la Iglesia, sino también el debate sobre el Vaticano II. Francisco es el primer papa posterior al Vaticano II que no participó en él, se formó durante el Concilio y en el primer posconcilio y fue ordenado sacerdote en 1969. El hecho de que Francisco menciona el Concilio con prudencia y, a menudo, de forma indirecta, renunciando a las intervenciones papales en el debate sobre la hermenéutica conciliar, no debe dejar ninguna duda sobre la calidad conciliar de este papa y de su pontificado. Desde este punto de vista, para entender a Francisco es necesario entender el Vaticano II, incluyendo el desarrollo de la discusión histórica y teológica sobre el Vaticano II en sus primeros cincuenta años. Por esta razón, el libro se abre con un capítulo sobre la historia de la interpretación del Concilio, en especial de sus interpretaciones políticas. La segunda parte del libro está dedicada a la cuestión de la reforma litúrgica y el papel de la Constitución litúrgica dentro del cuerpo conciliar, como un caso crucial de la recepción del Vaticano II. La tercera 12
parte se ocupa de algunos aspectos de la eclesiología del Vaticano II desde el punto de vista de la orientación fundamental de la Iglesia con el mundo exterior y del marco institucional requerido por la eclesiología conciliar. La cuarta parte del libro procede ad extra y examina dos aspectos de la nueva relación entre la Iglesia y el mundo moderno: la cuestión de los movimientos católicos, que se desarrollan de manera notable después del Concilio, y el tema de la mujer en la Iglesia como una cuestión de recepción y encuadramiento del Vaticano II dentro de una perspectiva conciliar-posconciliar, que no puede dejar de tener en cuenta la dinámica entre el Concilio y la aplicación/recepción conciliar de la época tridentina. La quinta y última parte analiza dos asuntos que, desde el Concilio hasta el día de hoy, se han vuelto aún más complejos a la luz del cambio en el escenario mundial y eclesial de los años sesenta hasta la actualidad: la relación entre la Iglesia y el judaísmo, que no se separa de la cuestión de Israel como un Estado, y la sostenibilidad de una Iglesia profética y post-Constantiniana en un mundo dominado por el “paradigma tecnocrático”. Agradezco calurosamente al profesor Carlos Schicken-dantz por la constante atención prestada a la ideación y preparación de este volumen. Muchos años después de la primera toma de contacto entre nosotros, este libro cimenta una relación sólida y fructífera. Este libro no habría sido posible sin el entusiasmo de la profesora Sandra Arenas, con quien nos conocimos hace un par de años en la convención anual de la American Academy of Religion en Chicago en 2012, con motivo del seminario del grupo “Vatican II Studies”. La profesora Arenas tiene el mérito, entre otros, de haberme puesto en contacto con el mundo de la teología y de la iglesia chilena durante una maravillosa semana de reuniones en Santiago, en abril de 2016. Una de estas reuniones se celebró en el Centro Teológico Manuel Larraín; entonces este libro comenzó a ver la luz. Agradezco sinceramente, también, al Comité Editorial de la Colección “Teología de los tiempos” de dicho Centro, perteneciente a la Universidad Alberto Hurtado y a la Pontificia Universidad Católica de Chile. Este libro representa el primer fruto de una bellísima relación de colaboración hecha posible por la onda larga del Concilio, cincuenta años después de su conclusión.
Massimo Faggioli Villanova University Filadelfia, Estados Unidos 11 de octubre de 2016, fiesta de San Juan XXIII
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PRIMERA PARTE
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I El Vaticano II entre la historia y las narrativas ideológicas
Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado. George Orwell1
Desde un punto de vista histórico y considerando su dimensión global, su duración, su agenda, y sus consecuencias de largo aliento para la Iglesia católica y para nuestro mundo, el Concilio Vaticano II representa un acontecimiento complejo2. Pero el Vaticano II es también complejo en términos de su “memoria institucional”, como memoria de un acontecimiento que ha transformado a la Iglesia. Claro es que, con frecuencia, la memoria institucional no es la antípoda sino más bien el compañero o el anverso de la “amnesia institucional”, la necesidad de las instituciones de olvidar algunos aspectos de su pasado para mantener su integridad y cohesión. Por otra parte, la memoria no siempre es reforzada por el proceso de “conmemoración”, esto es, la cultura que realiza festivales, ritos, monumentos y memoriales destinados no solo a hacernos recordar sino también a forjar nuestras identidades nacionales y políticas en torno a una interpretación particular de los principales acontecimientos de nuestra historia reciente3. Pero tras el Vaticano II la Iglesia dio pasos inequívocos para ayudar a los católicos a recordar el Concilio. La decisión de Pablo VI de crear, inmediatamente acabado el Concilio, el “Archivo del Vaticano II”, y de hacerlo asequible a los académicos, fue un acto de confianza en la habilidad y voluntad de teólogos/as e historiadores/as para construir una “memoria institucional”4. El papa encomendó a Monseñor Vicenzo Carbone (ex asistente del poderoso secretario general del Vaticano II, el obispo Pericle Felici) recopilar y publicar las actas de las congregaciones plenarias celebradas en la basílica de San Pedro, los diferentes esquemas en la historia de la redacción de cada documento final conciliar, y las minutas de las comisiones conciliares y preconciliares. Luego de terminada la publicación de las Acta synodalia5, la reciente (2001) decisión de trasladar ese archivo a los Archivos Secretos del Vaticano con el propósito de hacerlo todavía más asequible a los académicos confirma la persistente confianza institucional en la comunidad de académicos que estudian el Vaticano II6. Con frecuencia este hecho se da por descontado, pero resulta notable, por cierto, porque el Vaticano II continúa cambiando a la Iglesia, y una particular “interpretación institucional” del Concilio todavía 15
es capaz de incidir en el efecto del Concilio sobre esta última. El Vaticano II no fue solo un acontecimiento religioso, fue también un acontecimiento institucional. Las implicaciones “políticas” de la historiografía de este suceso se diferencian de las de otros acontecimientos religiosos menos monopolizados por el dominio institucional de un centro de poder que proclama el evento, lo administra, y luego de su término determina el proceso de evaluación y concretización de las resoluciones del evento7. Generalmente, el punto de partida de esta discusión es el Vaticano II entendido como acontecimiento en la historia de la Iglesia con una dimensión textual a la que se suma la cultura circundante, es decir, una “letra” y un “espíritu” que, junto con su interrelación, han sido definidos por el Sínodo Extraordinario de 19858. La consideración de estos dos elementos debe formar parte de todo esfuerzo hermenéutico concerniente al Concilio, y los 50 años de historia de las interpretaciones del Concilio están marcados por esta compleja interrelación entre el texto y el contexto del mismo. Mucho menos explorada ha sido hasta ahora la cuestión del rol del Vaticano II como acontecimiento histórico en el esfuerzo de “construcción de memoria” de la Iglesia. En otras palabras, está claro que hoy para la Iglesia el asunto consiste en encontrar en el Vaticano II un “pasado utilizable” en un mundo rápidamente cambiante, y en un todavía más rápidamente cambiante catolicismo global9. La imaginería, los símbolos y los datos que el discurso público de la Iglesia asocia al Vaticano II, constituyen poderosos indicadores del mismo Concilio particularmente para las futuras generaciones de católicos que no serán capaces de conectar directamente con la generación de aquellos que vivieron el Concilio: existen en la Iglesia dos generaciones de católicos que no poseen memoria directa y personal del Concilio. Lo que la Iglesia de hoy haga del Vaticano II depende de lo que sean capaces y quieran comunicar los transmisores de la memoria del Concilio. En el proceso de recepción, la percepción del Concilio como tal —del asunto en su integridad— no es menos sino de hecho más importante que la recepción de un solo documento (como por ejemplo la Constitución de la Iglesia Lumen gentium), o la de un solo pasaje en un documento (por ejemplo, “subsistit in” en LG 8). En las últimas décadas hemos visto emerger prominentemente narrativas sobre el Vaticano II y sobre la forma del catolicismo contemporáneo que no toman en cuenta la investigación histórica sobre el Concilio producida durante el mismo período. Se nos deja así con narrativas inocentes de estudios históricos, e incluso hostiles hacia ellas.
Narrativa y narrativas del Vaticano II El concepto de “narrativa” es relativamente nuevo; procede de la lingüística y de la ciencia literaria. Entre los años 1960 y 1970 los trabajos de Tzvetan Todorov y Émile Benveniste, entre otros, hicieron hincapié en la distinción entre “cuento” y “discurso” o “narrativa”, y entre “narrador” y el “recipiente de la narración”. 16
La “narratología” nace como un desarrollo del estructuralismo, cuyo primer principio supone que “la construcción de sentido es una actividad sujeta a reglas”10. Aunque la narrativa es un sistema formal, también puede ser un instrumento ideológico. Es una forma de decodificar las reglas de la comunicación social, pero también es una manera de leer el texto fuera del contexto en que se ha producido, en el contexto de las consecuencias supuestamente creadas por el texto. En el último tiempo, la relevancia de la narrativa como tal ha desplazado la de su estudio académico. Recientemente, la ubicuidad del concepto de “narrativa” ha transformado la manera en que los principales acontecimientos históricos son ofrecidos al público: Vivimos en la era del giro narrativo, una era donde la narrativa es ampliamente celebrada y estudiada por su ubicuidad e importancia. Doctores, abogados, psicólogos, hombres y mujeres de negocio, políticos y comentaristas políticos de todas las facciones son solo algunos de los grupos que ahora consideran a la narrativa como la Reina de los Discursos y un componente esencial de su trabajo. Estos grupos reconocen el poder de la narrativa para capturar algunas verdades y experiencias de maneras en que otros modos de expresión y análisis como las estadísticas, las descripciones, los resúmenes y el razonamiento abstracto son incapaces 11.
La teología ha adoptado la teoría narrativa, y en estos últimos años la “narratología” se ha vuelto, especialmente en el mundo de habla francesa, un instrumento importante para que la teología comprenda y transmita la revelación en la Escritura12. Pero más allá del campo de la narratología teológica, la idea de una “narrativa” se ha impuesto también sobre la comprensión y explicación de lo acontecido durante y después del Vaticano II. Uno de los fenómenos típicos de estas últimas décadas en la Iglesia no solo ha sido la creciente separación y desconfianza entre los teólogos/as y el magisterio, sino también la brecha entre historiadores de la Iglesia católica por una parte (y particularmente los historiadores de los Concilios) y teólogos, el magisterio e “historiadores seculares”, por otra13. Pero debido a la separación entre historiadores y “narradores”, el problema es todavía más agudo para la comprensión del Vaticano II. Las macro narrativas son comúnmente identificadas como las interpretaciones “conservadora” y “liberal” del Vaticano II: la primera de ellas representando el punto de vista escéptico respecto de la nueva apertura demostrada por el Concilio frente a la modernidad y al mundo moderno. La segunda, defendiendo una visión más positiva del Concilio entendido como un peldaño necesario para destrabar a la teología católica en su reacción contra la modernidad típica de los siglos XIX y XX, y una tercera narrativa que podría llamarse “neoconservadora” o “neoliberal”. Pero tras estas macro narrativas hay otras subnarrativas que han marcado estos años de recepción del Concilio. Otros ya han intentado catalogarlas, pero aquí yo solo empezaré por decodificar el “discurso público” sobre el catolicismo del Vaticano II, que será la tarea de los futuros historiadores de la Iglesia14. Una primera narrativa que intenta socavar la legitimidad del Concilio, emergida durante el mismo Vaticano II y que se ha vuelto cada vez más influyente en la Iglesia, es 17
la narrativa tradicionalista de los Lefebvristas, la sociedad de San Pío X fundada en 1970 por el arzobispo Marcel Lefebvre (1905-1991), quien denunciara al Vaticano II como una herejía. Esta narrativa ve al Vaticano II como el producto del “modernismo” teológico de principios del siglo XX, condenado por Pío X en 1907. Esta teología “modernista” habría supuestamente tomado el relevo de la teología católica, rehabilitando los peores enemigos del catolicismo moderno: el protestantismo, el liberalismo, el comunismo y la francmasonería, entre otros. Comenzado el siglo XXI, la definición del Vaticano II como momento cúlmine y final del modernismo de principios del siglo XX, se ha vuelto prácticamente el lenguaje común del movimiento neo tradicionalista dentro del catolicismo contemporáneo15. La idea del Vaticano II como “Revolución francesa en la Iglesia”16 resultó esencial para la percepción histórica que Lefebvre desarrolló del Concilio, especialmente para un obispo francés como él mismo, que adhería a la idea de una cadena de “errores modernos”: la Reforma del siglo XVI seguida por la Ilustración, la Revolución Francesa, el liberalismo y el socialismo, culminando en el siglo XX con el comunismo. En la década de 1940 Lefebvre había expresado su apoyo al “orden católico” del régimen autoritario francés de Vichy (el cual había colaborado con la Alemania nazi); en los 70 elogió a los gobiernos autoritarios y dictaduras militares de España, Portugal, Chile y Argentina; y en 1980 dio su apoyo al “Front National ”, partido francés de extrema derecha, sumando al Vaticano II como último eslabón en la cadena de “errores modernos”. En su Carta abierta a los católicos perplejos (1986) Lefebvre describió esta cadena de hechos: El paralelo que he hecho entre la crisis de la Iglesia y la Revolución Francesa no es meramente metafórico. La influencia de los philosophes del siglo XVIII, así como del trastorno que estos produjeron en el mundo se ha propagado hasta nuestros días. Aquellos que inyectaron este veneno son los primeros en admitirlo17.
El diagnóstico de Lefebvre del estado de la Iglesia tras el Vaticano II estaba inextricablemente ligado a su firme apego a una idea muy limitada del magisterio pontificio desarrollada tras la Revolución Francesa, y a la mentalidad ultramontana típica del catolicismo decimonónico. En la idea de la enseñanza de la Iglesia, Lefebvre reconoció los contenidos y formas del magisterio papal del siglo XIX, culminando en la Encíclica Pascendi Dominici Gregis (1907) de Pío X, la cual condenaba al modernismo llevando a cabo la más dramática purga de teólogos en la historia moderna de la Iglesia católica. Para Lefebvre, el Vaticano II representaba el punto decisivo en el desarrollo del catolicismo en el mundo moderno, un camino que iba desde la “democracia cristiana” al “socialismo cristiano” concluyendo con el “cristianismo ateo” en el que el “diálogo” se convertía en el elemento más peligroso: “la unión adúltera entre la Iglesia y la Revolución esta cimentada en el ‘diálogo’. La verdad y el error son incompatibles; dialogar con el error equivale a colocar en el mismo nivel a Dios y al diablo”18. Para Lefebvre, el Vaticano II se había vuelto la obra del diablo en contra de la Iglesia: “Ya no existe ningún magisterio, ningún dogma ni jerarquía; ni siquiera Santa Escritura, en el sentido de un texto inspirado e históricamente seguro. Los cristianos están inspirados directamente por 18
el Espíritu Santo. Por esto es que colapsa la Iglesia”19. Esta narrativa ultratradicionalista está lejos de haber muerto en el actual discurso público del catolicismo. Constatamos el típico espíritu de revancha contra el Vaticano II en recientes publicaciones de autodenominados apologetas muy cercanos a algunos círculos del Vaticano, los que además difunden la idea de una clara discontinuidad entre los textos del Vaticano II y la tradición. Tales publicaciones han ido mucho más lejos de los límites normales del debate sobre “textos versus espíritu del Vaticano II”. Entre estos apologetas encontramos a Roberto de Mattei, un conocido representante del catolicismo ultramontano y biógrafo del revanchista brasilero Plinio Corrêa de Oliveira. De Mattei considera al Vaticano II como el triunfo del modernismo y el resultado de la infiltración del comunismo y la francmasonería en la teología católica operante en el Vaticano II. Su esfuerzo hermenéutico suministra resultados interesantes en forma de descubrimientos hechos en los archivos de los lefebvristas ultramontanas, pero más interesante (y desconcertante) resulta su intento por presentarse a sí mismo como la traducción historiográfica del llamado de Benedicto XVI a renovar la interpretación del Vaticano II. En la obra de R. de Mattei el rechazo no se limita solamente al “espíritu” del Vaticano II, sino que incluye también a los mismos textos del Concilio, rehabilitando de este modo la interpretación conspiracionista que Lefebvre propone del Vaticano II, el que se demuestra principalmente inútil para desarrollar un enfoque hermenéutico del mismo20. Una segunda narrativa que se ha vuelto más vigorosa en los últimos años concibe al Vaticano II como un Concilio cuyos mayores logros fueron debilitados irremisiblemente ya desde un comienzo por las desmedidas concesiones entre los reformadores y las fuerzas conservadoras en la Curia romana y los líderes de la Iglesia. Esta narrativa sostiene que el Vaticano II fue despojado de sus principales logros ya antes de su conclusión. Lo sucedido después del Concilio es solo la consecuencia lógica de lo que ya había sucedido en el mismo Concilio. El promulgador más importante de esta narrativa es Hans Küng, cuya desilusión con el Vaticano II había comenzado antes del Concilio, cuando rechazó la invitación a ser perito en el trabajo de una comisión conciliar. Recientemente ha desdeñado los logros del Concilio en contra de “lo que el Vaticano II debió decir” pero calló debido a una supuesta desconexión entre los deseos de los padres conciliares y el texto de los documentos aprobados: No existe decreto alguno que me satisfaga completamente o incluso a la mayoría de los obispos. La mayor parte de lo deseado por los padres conciliares no fue incluido en los decretos. Lo que se echa en falta casi por doquier en los decretos doctrinales es un fundamento histórico y sólidamente exegético, a menudo he lamentado como un defecto fundamental la casi total ausencia de una exégesis históricocrítica en el Concilio. Cuestiones muy difíciles, tales como la de la Escritura/tradición o de la primacía/colegialidad, han sido con frecuencia encubiertas por concesiones diplomáticas 21.
Pocos años después del Vaticano II y de la publicación de su libro sobre la infalibilidad papal22, Küng ya había expresado su visión sobre la “traición” del papa Pablo VI al Vaticano II: 19
Los obispos ahí presentes —aconsejados e impulsados por los teólogos— hablaron bastante en ese momento sobre la inspiración del Espíritu Santo; pero bajo otro papa [Pablo VI] retornaron al viejo entorno y la curia papal intentó corregir los errores cometidos por el predecesor del nuevo papa y volver a consolidar su tambaleante gobierno del Imperio Romano23.
La crítica de Küng al Vaticano II —concebido como una traición— continuó en los 80. En el Sínodo Extraordinario de 1985 comentaba: “¿Acaso hemos olvidado, superado o traicionado al Concilio Vaticano II? […] La burocracia eclesiástica está promoviendo un movimiento de restauración que ha tomado posesión de otras iglesias, religiones y naciones”24. De modo más reciente, ha rechazado substancialmente a los historiadores del Vaticano II acusándolos no solo de haber fracasado en considerar su propia contribución a la formación de la agenda del Concilio —sus libros Konzil und Wiedervereinigung (1959) y Strukturen der Kirche (1962)—, sino de ser también cómplices del Vaticano y del papado y, por lo tanto, incapaces de percibir al Vaticano II en su realidad25. En los 80 emerge una tercera narrativa: la de los neoconservadores y de los neoliberales. Esta logró penetrar en el discurso de los católicos sobre el Vaticano II tras la muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI. Esta narrativa del Vaticano II combina elementos de las dos narrativas maestras, la ultratradicionalista y la ultraliberal. Los elementos ultratradicionalistas derivan de una visión muy estrecha de la tradición que permite a los neoconservadores difundir una interpretación del catolicismo según los referentes teológicos y culturales del “extenso siglo XIX”26 y, por consiguiente, del Vaticano II como una apropiación del catolicismo por parte del comunismo pacifista. Los elementos ultraliberales provienen del concepto jacobino-leninista —típico de la mentalidad neoconservadora— del rol de los teólogos/as e intelectuales en la Iglesia: una vanguardia autorizada a desplazar el estado del debate en la Iglesia según una agenda específica e idiosincrática, defensora del gobierno de una elite sobre una población católica que jamás será capaz de entender a sus guías intelectuales. La narrativa neoconservadora del Vaticano II está plasmada en los escritos de Michael Novak, Richard John Neuhaus y George Weigel, quienes recogen su inspiración filosófica de Irving Kristol, particularmente de su compromiso con el filósofo Leo Strauss27. Esta narrativa surgió en los 80 conjuntamente con la aparición de una “nueva estirpe” de neo-católicos en los Estados Unidos. Por al menos dos décadas, no consiguió infiltrarse en los líderes de la Iglesia. Esto debido a la contribución personal-biográfica de Juan Pablo II a la interpretación del Vaticano II, especialmente en materias ad extra (ecumenismo, diálogo interreligioso y justicia global). Pero durante el pontificado de Juan Pablo, una defensa ferviente del Concilio en el nombre de la experiencia personal del pontífice en calidad de padre conciliar no excluía que, esporádicamente, se etiquetara a fenómenos, movimientos e intuiciones teológicas como directos “herederos del Vaticano II”, defendiendo así una suerte de nominalismo del Vaticano II procedente del papa. Por otra parte, la política doctrinal del entonces cardenal Joseph Ratzinger nunca desconoció una lectura claramente conservadora del Vaticano II en nombre del 20
literalismo: una interpretación literal de los textos del Vaticano II dirigida a contrarrestar la interpretación liberal supuestamente basada en el “puro espíritu” del Concilio. Por muchos años la posición doctrinal del Concilio se caracterizó por dos visiones parcialmente opuestas: la visión fundamentalmente positiva del Concilio de Juan Pablo II y la lectura decididamente pesimista de Ratzinger del período posterior al Vaticano II. Este “diálogo” de interpretaciones —al principio sometido a algún control del papa— cedió gradualmente su lugar a las visiones de Ratzinger. El cónclave de 2005 puso fin al diálogo entre los dos intérpretes más importantes del Vaticano II durante los primeros 50 años de su recepción, inaugurando una nueva fase donde la Iglesia dejaba de contar con que la interpretación de Ratzinger fuera contrapesada por la de Juan Pablo. El ascenso de Ratzinger al papado en 2005 como Benedicto XVI sirvió para implantar la narrativa neoconservadora en el vocabulario de las elites gobernantes del catolicismo occidental, especialmente las de Europa y Norteamérica. Esta migración trasatlántica de la narrativa neoconservadora (en dirección inversa a las migraciones de católicos en Norteamérica) tuvo múltiples repercusiones, la mayoría de las cuales siguen siendo invisibles o poco estudiadas hasta ahora. Pero el punto de partida de esta aproximación a la cuestión de la presencia del catolicismo en el mundo moderno, encuentra en el ataque contra el Vaticano II uno de sus blancos predilectos. Esta nueva estirpe de “teólogos públicos” (con algunos casos de conversos recientes al catolicismo escogido como hogar propicio para su conservadurismo político y social) presentó el argumento en favor de la necesidad fundamental para promover una interpretación neoconservadora del Concilio Vaticano I, elaborando una narrativa contra lo que Neuhaus ha llamado “los concilios llamados Vaticano II”. En su The Catholic Moment (1987) Neuhaus elabora su postura a partir del Informe Ratzinger (1985) para atacar aquella interpretación del Vaticano II procedente de los “partidarios de la discontinuidad”. Para Neuhaus, la necesidad de atacar estos “concilios en conflicto” emana en gran medida del hecho que… …el liderazgo cultural, intelectual y político del país [los Estados Unidos] está interesado en el catolicismo americano por verse afectado por él. Las guerras católicas están rodeadas por, y de hecho forman parte de, las contiendas culturales más generales de la sociedad americana. Aquellos que se estremecen ante el resurgimiento de la religión fundamentalista y evangélica en la esfera pública se alarman ante la posibilidad de que tal resurgimiento converja con directrices similares en el catolicismo americano. Por vaga que sea su comprensión, para tales personas “el Vaticano II” se ha vuelto un tótem, el último y más formidable reducto institucional para un liberalismo bajo asalto conservador… En todas las cambiantes definiciones de las partes y de las alineaciones, la competencia sobre la interpretación del Vaticano II constituye un frente de batalla crítico en las continuas guerras culturales de nuestra sociedad28.
Weigel inauguró la narrativa política del Vaticano II anti Pablo VI, hallando un contenido positivo solo en la enseñanza del Concilio sobre la libertad religiosa y retratando la ofensiva de Juan Pablo II contra la teología de la liberación como una corrección indispensable a la enseñanza social de Pablo VI y contra la conexión narrativa entre la Constitución pastoral Gaudium et spes y la Encíclica Populorum progressio 21
(1967)29. Este esfuerzo debía ser acompañado por el ímpetu contra la historiografía “revisionista” católica30. En el nombre de un aggiornamento llevado a cabo por un ressourcement, Weigel defendió una nueva lectura “americanista” del Vaticano II, que hizo retroceder la agenda social e intelectual de teólogos/as y obispos en los Estados Unidos31. Una similar identificación del Vaticano II con el Evangelio neoconservador de la liberalización económica se encuentra en Michael Novak, un otrora entusiasta del Vaticano II y estudiante de Bernard Lonergan en la Universidad Gregoriana de Roma a finales de los 5032. La valoración del Vaticano II por un antiguo entusiasta no podría ser más severa: “El sentido mismo del catolicismo como un pueblo coherente con una visión coherente ha sido amenazado. Lo que las invasiones bárbaras, siglos de vida campesina primitiva, plagas y enfermedades medievales, guerras, revoluciones, herejías y cismas no pudieron conseguir, ha sido logrado por el Concilio Vaticano II”33.
Las narrativas y la historia del Vaticano II Estas narrativas sobre el Vaticano II fueron creadas en los primeros 20 años después del Concilio, antes que fueran publicadas las contribuciones teológicas e historiográficas más relevantes para el estudio del Vaticano II. Mientras la narrativa ultratradicionalista se mantuvo como si nada hubiera sucedido entre 1965 y el comienzo del siglo XXI (con los ultratradicionalistas, engañosamente, presentándose a sí mismos como la “mayoría silenciosa” del catolicismo), las narrativas ultraliberales y neoconservadoras fueron alimentadas, por una parte, por el momento crucial del Sínodo extraordinario de 1985 y el debate en torno al sínodo y sus conclusiones y, por otra, por el cambiante rol de los católicos en las cada vez más secularizadas sociedades de Europa y Norteamérica. Pero el sínodo de 1985 representa también un punto de partida cronológico para el mayor trabajo académico sobre el Vaticano II, la Historia del Concilio Vaticano II, editado por Giuseppe Alberigo34. Cabe destacar lo poco que estas narrativas han sido retocadas y modificadas por la nueva información suministrada por el equipo internacional de historiadores y teólogos reunidos por Alberigo35. A mediados de los 80, el proyecto para una Historia del Concilio Vaticano II comenzó en el Instituto de Bolonia como un intento de “historización” (no de conmemoración) del Vaticano II. El proyecto estuvo encabezado por la idea de que “la causa y el propósito del Vaticano II” era el cambio epocal que estaba teniendo lugar en el catolicismo. El Concilio era “una experiencia de comunión en busca de acción en la historia humana que no solo afecta a unos pocos miembros privilegiados, sino que comprende a la Iglesia en su totalidad”36. El primer paso del proyecto se enfocó en los tipos de fuentes necesarios para hacer la historia del Vaticano II. La necesidad de cotejar fuentes históricas con las fuentes oficiales para lograr una reconstrucción que fuera lo más completa y exhaustiva posible 22
se hizo patente. El Vaticano II era un acontecimiento complejo, como evidenciaba no solo la monumental documentación oficial publicada por la Santa Sede (Acta et documenta y Acta synodalia), sino además la documentación no oficial, las fuentes políticas y diplomáticas, y los registros privados de obispos y teólogos (proyectos, bosquejos de esquemas o borradores, diarios, correspondencia). Tales fuentes fueron usadas para publicar las actas del Concilio de Trento, la obra en 13 tomos Concilium Tridentinum: acta, epistulae, diarii (actas, cartas, diarios)37. En las etapas iniciales de su investigación, los historiadores del equipo de Alberigo desempolvaron, investigaron e hicieron asequibles más de 100 archivos extraoficiales luego de haber inquirido sobre la existencia de papeles conservados por más de 700 personas e instituciones conectadas al Concilio38. La intención de Alberigo y su equipo era la de asumir el proyecto del Vaticano II como un esfuerzo investigativo de varios años carente de propósitos polémicos o apologéticos. Su finalidad era escribir una historia críticamente rigurosa del Concilio basada en fuentes de archivo y tratarlo como un acontecimiento histórico. Este trabajo pretendía documentar una historia multidimensional del Concilio a partir de una colaboración interconfesional e intercontinental, con el objeto de lograr una percepción de la relación entre los factores “internos” con los factores “externos” del Vaticano II: “Es tiempo de producir una historización del Vaticano II no para relegarlo a un lejano pasado, sino para poder superar la fase apologética de su recepción”39. La formación de Alberigo bajo la tutela de Hubert Jedin en Bonn a principios de los 1950 unido a su experiencia práctica con la producción y recepción de la obra de cuatro tomos de Jedin, Historia del Concilio de Trento, lo calificaba estupendamente para embarcarse en una historia del Vaticano II precisamente a tres décadas de su término40. Alberigo había desarrollado una reflexión sobre los “criterios hermenéuticos para una historia del Vaticano II” capaz de informar su trabajo como historiador conciliar bajo las exigencias de un académico, docente y cristiano: (1) El evento del Concilio como canon de interpretación: El Vaticano II es mucho más que una suma de sus decisiones. La naturaleza de la asamblea y del Concilio juegan un rol importante en la comprensión y recepción del mismo. El Vaticano II constituye un “evento” porque el Concilio fue también una celebración en el sentido litúrgico. Tratar de comprenderlo sin tomar en cuenta la naturaleza de la reunión es perder completamente de vista su sentido. (2) La intención de Juan XXIII: El papa Juan planeaba convocar un concilio que fuera capaz de situar a la Iglesia en una posición que le permitiera hacerse escuchar por la mujer y el hombre modernos. No pretendía lograr este objetivo sacrificando la esencia de su mensaje y de su tradición, pero sí revisando las formas antiguas para poder proclamar el Evangelio al mundo moderno de un modo más eficaz. (3) La naturaleza “pastoral” del Concilio: El rol del Vaticano II no fue el de mitigar culpas o proclamar nuevos dogmas. Su centro de atención era el magisterio pastoral. El Concilio también impartió enseñanzas, pero su naturaleza pastoral hizo de la salus 23
animarum (la salvación de las almas) la meta final de la teología, en lugar de la conservación de los viejos métodos. (4) El aggiornamento como meta clave del Concilio: “Actualizar” supone un esfuerzo por conocer, renovar y reformar eficazmente el patrimonio cultural, teológico y espiritual de la Iglesia para fomentar el Evangelio en nuestro tiempo. (5) La importancia de una interpretación consensuada de los documentos del Vaticano II: Ninguna decisión del Concilio basta como fuente única para producir una “mentalidad”, escuela o doctrina. El esfuerzo de los padres conciliares y de los comités conciliares por transar en razón de lograr el mayor consenso posible (un consenso al menos de carácter moral) sobre los textos en discusión influyó de manera determinante en la formulación de los documentos finales41. Los cinco tomos de la Historia del Concilio Vaticano II, junto a los muchos otros tomos publicados como corolario en otra serie, modificaron mucho de lo que la Iglesia sabía sobre asuntos específicos y muy relevantes relativos, por ejemplo, a la cuestión sobre la “continuidad/discontinuidad” respecto de la tradición del Vaticano II, con nuevos descubrimientos entre los cuales cabe destacar, entre otros42: (1) La historia de la preparación del Concilio (1960-1962) y el debate en torno al rechazo de los esquemas preparatorios redactados por la Curia romana43. (2) La historia de los documentos individuales del Vaticano II (constituciones, decretos, declaraciones), desde sus primeras redacciones hasta sus versiones finales, a través del trabajo de la comisión conciliar y los debates presenciales en el aula de San Pedro44. (3) La valiosísima contribución suministrada por las comisiones para los documentos de los períodos de intersesión (de enero a agosto de 1963; enero a agosto de 1964; enero a agosto de 1965) subestimada, si no ignorada, por la investigación sobre el Vaticano II hasta los 9045. (4) La influencia de los factores extra romanos y extra teológicos en el proceso de toma de decisiones relativo a los documentos mayores del Vaticano II46.
La historia de la Iglesia y la Iglesia del Vaticano II No basta un estudio histórico para entender la importancia de los concilios en la teología católica: traditio no es meramente historia. Pero si la traditio de las enseñanzas de un concilio en la Iglesia representa algo más que una transmisión de la memoria histórica del concilio como acontecimiento, tal traditio, evidentemente, no puede soslayar el tipo de estudios históricos dedicados a los concilios y cultivados por la Iglesia que los celebró. En los últimos 30 años la historiografía del Vaticano II ha ofrecido a la Iglesia global un valioso patrimonio de estudios indispensables para conocer y comprender lo sucedido en el Vaticano II. Pero las narrativas —particularmente las tres narrativas maestras 24
mencionadas más arriba: la ultratradicionalista, la ultraliberal y la neoconservadora— no han sufrido cambio alguno. Sus sesgos sobre el Concilio han permanecido intactos pese a lo que hemos llegado a saber del Vaticano II, cosas que ignorábamos tanto en el tiempo anterior a que esas narrativas surgieran, como en el tiempo en que ellas surgiero. Por el contrario, dada la puja comenzada ya en los años siguientes al Concilio Vaticano I por controlar el pasado reciente de la Iglesia, en los últimos años estas narrativas se han vuelto todavía más estridentes. Conviene recordar lo escrito por Francis Oakley sobre su intento por penetrar en la “memoria reprimida” del conciliarismo —el fundamento teológico de los concilios de los siglos XIV y XV que salvaron a la Iglesia del colapso del papado tras el Gran Cisma de Occidente— contra la “narrativa papista” dominante hasta los 50. Pero al hacer esto soy muy consciente del hecho que estaré argumentando entre los dientes de la narrativa constitutiva de la fuerte centralidad papal, establecida exitosamente a raíz del Vaticano I, no solo en la historiografía católica, sino que también en nuestras historias generales. Es solo en los últimos cuarenta a cincuenta años que el proceso revisionista ha comenzado finalmente a ganar adhesión y a imponerse en su cuestionamiento de la narrativa establecida47.
Todo ello se ha hecho evidente en el debate teológico actual y en la postura pública de la Santa Sede hacia la cuestión del Vaticano II desde finales del pontificado de Juan Pablo II y el comienzo del de Benedicto XVI. Ya en 1997 miembros del entorno de la Curia romana que se sentían más seguros con el declive del papado de Juan Pablo II, comenzaron a proclamar más abiertamente la crítica que previamente habían dirigido a los tomos de la Historia del Concilio Vaticano II editados por Giuseppe Alberigo, pues estos ponían en jaque a su narrativa predilecta48. Inicialmente silenciosa, esta reacción contra este respetable trabajo historiográfico sobre el Vaticano II escrito por varios autores de múltiples nacionalidades — polémicamente etiquetada como “la escuela de Bologna”— se hizo cada vez más ostensible a medida que pasaba el tiempo, especialmente después del año 2005, sin jamás adquirir un carácter académico que la postulara como una alternativa de peso a la investigación internacional sobre el Vaticano II. La ausencia de los teólogos de la Curia romana en el debate ha sido reemplazada por la interpretación política que oficiales curiales han hecho del Vaticano II, incluyendo a cardenales y miembros de alto rango. Pocos son los historiadores y teólogos activos en el Vaticano, en Roma, que han optado por tomar parte seriamente en el debate. Una radicalización creciente de las posturas en torno al Concilio es perceptible en el pontificado de Benedicto XVI; tanto el sentimiento anti Vaticano II típico del tradicionalismo, cada vez más cercano a la narrativa lefebvrista del Concilio concebido como una “ruptura” total49, como el desencanto de los ultraliberales con el Vaticano II visto como una promesa fallida50, se han vuelto típicos en nuestro tiempo. La aprobación indirecta, silenciosa y benevolente, que algunos cardenales y obispos han expresado hacia la narrativa lefebvrista sobre el Vaticano II, ha sido indudablemente un efecto secundario (muy deseado por algunos en Roma y en los reductos tradicionalistas del catolicismo) de 25
las charlas de reconciliación con la sociedad de San Pío X, especialmente desde el año 200951. Muy recientemente, prelados de la Curia romana han rendido honores a los intelectuales católicos ultratradicionalistas, ideológicamente más próximos a los lefebvristas que a la interpretación oficial “romana” del Vaticano II entendido como un suceso de “continuidad y reforma”52. El auge de las narrativas en la Iglesia de hoy ha debilitado intelectualmente la conciencia del Vaticano II como acontecimiento histórico. Pero aún “políticamente”, es decir, desde la postura del gobierno de la Iglesia, el auge de narrativas está debilitando la idea del Vaticano II como “Concilio de reforma”53: para la narrativa ultratradicionalista el Vaticano II fue un Concilio de completa e ilegitima ruptura con el pasado; para la narrativa liberal se trató de una promesa completamente fallida; para la narrativa neoconservadora no fue más que abrir la puerta a una agenda de libertad económica. Esta falta de consenso respecto del Vaticano II representa una crisis para la autoridad del Concilio que se ha extendido a la credibilidad de la Iglesia como tal54. Lo que está ocurriendo con el rol del Vaticano II en la Iglesia de hoy y con la apreciación del Concilio como momento decisivo para enfrentar los desafíos que encara el catolicismo actual tiene muchas causas. Aquí solo es posible sugerir algunas hipótesis. Una causa posible es el retraso de las reformas posconciliares, que entre los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II se han ido amontonando: por ejemplo, el tire y afloje sobre la reforma de la Curia romana y el rol del papado en la Iglesia, especialmente tras la Encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II en 1995, direccionado hacia la descentralización de un catolicismo crecientemente globalizado. Tantas expectativas cifradas en el poder del Vaticano II para reformar la Iglesia han sido frustradas, de modo que para los que nunca creyeron en el Vaticano II como Concilio de genuina reforma se ha vuelto fácil responsabilizarlo de lo que ha sucedido después de él. Una segunda razón probable consiste en que el final del primer “pontificado global”, el de Juan Pablo II, ha dado pie al surgimiento de una nueva occidentalización de la Iglesia católica. Este desarrollo y la crisis de la teoría de la secularización ha dejado al cristianismo indefenso ante el brote de una “guerra cultural” cargada de términos teológicos: especialmente entre las generaciones más jóvenes de seminaristas y sacerdotes del catolicismo occidental, la llamada “revanche de Dieu” —la revancha de Dios— ha tomado la forma de una “revanche contre Vatican II” —una revancha contra el Vaticano II. Tercero, una diferencia entre la fuerza de las narrativas sobre el Vaticano II y los concilios anteriores, es que el Vaticano II y el discurso teológico contemporáneo del catolicismo operan en un contexto completamente novedoso: la “sociedad de masas” y la “cultura de masas” en que vivimos exponen a la investigación histórica a una mayor manipulación ideológica. Esto también coincide con una idea de la Iglesia que fue reelaborada por el Vaticano II de una manera más inclusiva y participativa. En esta nueva autocomprensión de la Iglesia, el poder de las viejas elites —incluyendo obispos católicos, teólogos/as e historiadores/as— es más débil que en la anterior. Esto hace que 26
una historia del Vaticano II sea un proyecto más sujeto a debate, que una empresa conjunta como la de concilios anteriores. Por último, la crisis de la conciencia histórica de los católicos sobre el Vaticano II es sintomática de la crisis de la historia de la Iglesia como disciplina académica cultivada en universidades pontificias, seminarios teológicos, facultades de teología católica y estudios religiosos, y también en facultades de historia de instituciones académicas no católicas de educación superior e investigación. El debate entre Alberigo y Jedin sobre el estatus de la historia de la Iglesia como “disciplina teológica” posee hoy, a comienzos del siglo XXI, escasos descendientes interesados aún en tratar profesionalmente el tema de la historia de la Iglesia55. Comparada a la edad de oro de los historiadores de la Iglesia entre el Vaticano I y el Vaticano II, esta crisis de la historia de la Iglesia en la cultura católica supone la intensificación del riesgo de abandonar la historia reciente de la Iglesia, particularmente la del Vaticano II, en manos de los “comentaristas teológicos” (en el mejor de los casos periodistas; blogueros en el peor) cuya agenda está principalmente influida por factores no teológicos. El hecho que la historia de la Iglesia posea su especificidad propia, pero sea parte de la historia en su globalidad es actualmente rechazado por muchos —como si retornar a las apologías de la historia ecclesiastica fuera intelectualmente posible— sobre la base de una eclesiología neo agustiniana que concibe a la Iglesia como fuera de y opuesta al mundo moderno. En estos últimos 50 años tras el Vaticano II lo que ha habido no han sido historias divergentes sino narrativas divergentes sobre la interpretación del Concilio56. Todos los expertos saben que no existe una alternativa fidedigna, al menos de momento, a la historia del Vaticano II escrita en los últimos 20 años y representada por Alberigo, Komonchak y O’Malley. En este contexto cultural y teológico, los historiadores de la Iglesia han sido acusados de “discontinuismo”, de indiferentismo a la tradición, es decir, al pasado del catolicismo. Pero hoy es claro que, a 50 años del inicio del Vaticano II, aquellos que no demuestran interés por recuperar el pasado —al igual que por la tradición en su totalidad— son los ideólogos de las “narrativas” sobre el Vaticano II, y no ciertamente los historiadores de la Iglesia57. La historia de la Iglesia como “utilidad pública” —una disciplina intelectual suministrando un “servicio público” al mundo del conocimiento— dista de carecer de problemas, pero ciertamente no posee más de los que tiene la aparentemente más neutral “historia de la religión”. La intención de servir a la Iglesia por medio de descubrimientos y publicaciones de lo acontecido en el Vaticano II fue y en parte sigue siendo la intención de los historiadores de la Iglesia que estudian el Vaticano II58. En este tiempo de transición entre la memoria del Vaticano II y su peligrosamente esterilizada memorialización59, los historiadores de la Iglesia, amparados en el método científico, intentan hacer recordar a la Iglesia “cuánto olvido —amnesia o represión— voluntario se requiere para tener que defender la continuidad”60. La principal diferencia entre la historia y las narrativas del Vaticano II es que solamente la primera mantiene el registro de las cosas que han sido olvidadas. 27
Notas: 1
La “consigna del partido” en la novela de Orwell 1984, Cutchogue, NY 1949.
2
Por encima de sus 16 documentos finales, y por encima de la experiencia del Concilio extendida entre su proclamación el 25 de enero de 1959 y su conclusión en 1965, el Vaticano II representa un acontecimiento, esto porque la evaluación de sus consecuencias lo ha elevado al nivel de un cambio epocal en la historia del cristianismo. El Vaticano II ha tomado el carácter de “acontecimiento” por ser un fenómeno todavía en proceso de desarrollo en la Iglesia: cf. J. A. Komonchak, “Riflessioni sotoriografiche sul Vaticano II come evento”, en M. T. Fattori – A Melloni (eds.), L’Evento e le decisioni: Studi sulle dinamiche del concilio Vaticano II, Bologna 1997, 417-449, y J. A. Komonchak, “Vatican II as an Event” en D. G. Schultenover (ed.), Vatican II: Did Anything Happen?, New York 2007, 24-51.
3
Para un tipo de acontecimiento muy distinto cf. H. Marcuse, “Holocaust Memorials: The Emergence of a Genre”, American Historical Review 115, 1 (2010) 53-89.
4
Cf. V. Carbone, “L’archivio del Concilio Vaticano II”, Archiva Ecclesiae 34-35 (1991) 57-68.
5
Acta et documenta Concilio Oecumenico Vaticano II apparando, Series I, Antepraeparatoria, Vatican City 1960-1961; Series II, Praeparatoria, Vatican City 1964-1994; Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, Vatican City 1970-1999.
6
Cf. S. Pagano, “Riflessioni sulle fonti archivistiche del concilio Vaticano II: In margine ad una recente pubblicazione”, Cristianesimo nella storia 24 (2002) 775-812. Para la disponibilidad del archivo del Vaticano II en los Archivos Secretos del Vaticano, cf. el índice cuidadosamente editado por P. Doria en “Heritage”, Archivum Secretum Vaticum, http://www.archiviosegretovaticano.va/it/patrimonio/.
7
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 417.
8
Cf. The Final Report of the 1985 Extraordinary Synod, Washington DC 1986; A. Dulles, “The Reception of Vatican II at the Extraordinary Synod of 1985”, en G. Alberigo – J.-P. Jossua – J. A. Komonchak (eds.), The Reception of Vatican II, Washington DC 1987, 349-363; J.-M. Tillard, “Final Report of the Last Synod”, en G. Alberigo – J. Provost (eds.), Synod 1985: An Evaluation, Edinburgh 1986, 64-77.
9
Cf. W. J. Bouwsma, A Usable Past: Essays in European Cultural History, Berkeley 1990, en especial 421-430 (“The History Teacher as Mediator”). El título del libro de Bouwsma deriva del ensayo de Nietzsche, “Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben” (1874) (traducido como “On the Uses and Disadvantages of History for Life” en Friedrich Nietzsche, Untimely Meditations, Daneil Breaseale, R. J. Hollingdale [New York: Cambridge University, 1997] 57-124). Sobre las consecuencias del “pasado útil” para la historia de la Iglesia contemporánea, cf. J. P. Chinnici, “An Historian’s Creed and the Emergence of Postconciliar Culture Wars”, Catholic Historical Review 94, 2 (2008) 219-244.
10
R. Scholes – R. Kellogg – J. Phelan, The Nature of Narrative, edición expandida y revisada, J. Phelan (editor), (orig. 1966) New York – Oxford 2006, 287.
11
Cf. R. Scholes – R. Kellogg – J. Phelan, The Nature of Narrative, 285.
12
Cf. J.-N. Aletti, L’art de raconter Jésus Christ: L’Écriture narrative de l’Évangile de Luc, Paris 1989; y D. Marguerat (ed.) La Bible en récits: L’exégèse biblique à l’heure du lecteur, Geneva 2003.
13
Sobre la relación entre Iglesia y teología católica en las décadas anteriores al Vaticano II y durante el Concilio, cf. D. Menozzi – M. Montacutelli (eds.), Storici e religione nel novecento italiano, Brescia 2011; G. Alberigo, “Hubert Jedin storiografo (1900-1980)”, Cristianesimo nella storia 22 (2001) 315-338; y “Concilio”, en A. Melloni (ed.), Dizionario del sapere storico-religioso del Novecento, Bologna 2010, 540-556; H. Müller,
28
“Konzilien des 15. Jahrhunderts und Zweites Vatikanisches Konzil: Historiker und Theologen als Wissenschaftler und Zeitgenossen”, en D. Hein – K. Hildebrand – A. Schulz (eds.), Historie und Leben: Der Historiker als Wissenschaftler und Zeitgenosse; Festschrift für Lothar Gall zum 70. Geburtstag, Munich 2006, 117-135. 14
Hace algunos años Peter Steinfels describió estas tendencias activas en el catolicismo americano: el Vaticano II como un error trágico (narrativa ultraconservadora); el Vaticano II malinterpretado y distorsionado (conservadora); el Vaticano II como el cambio necesario para reconciliarse con el mundo (liberal); y el Vaticano II como una falsa revolución (ultraliberal). Cf. P. Steinfels, A People Adrift: The Crisis of the Roman Catholic Church in America, New York 2003, 32-39.
15
Para un ejemplo de esta mentalidad cf. D. Bourmaud, Cent ans de modernisme: Généalogie du concile Vatican II, Etampes 2003.
16
M. Lefebvre, An Open Letter to Confused Catholics, Herefordshire, UK 1986, 105; edición francesa: Lettre ouverte aux catholiques perplexes, Paris 1985. Lefebvre también se refería al Vaticano II como “la paz de Yalta de la Iglesia con sus peores enemigos”, M. Lefebvre, J’accuse le Concile, Martigny 1976, 8.
17
M. Lefebvre, An Open Letter to Confused Catholics, 105; edición francesa: Lettre ouverte 8.
18
M. Lefebvre, Open Letter, 117.
19
M. Lefebvre, Open Letter, 118.
20
Cf. R. de Mattei, Il Concilio Vaticano II: Una storia mai raccontata, Turin 2010.
21
“Es gibt überhaupt kein Dekret, das mich und doch wohl auch die meisten Bischöfe ganz befriedigte. Vieles, was die Konzilsväter wollten, ist nicht in die Dekrete aufgenommen worden. Und vieles, was aufgenommen wurde, wollten die Konzilsväter nicht. Fast überall felht mir gerade in den Lehrdekreten —die fast totale Abwesenheit der historisch-kritischen Exegese im Konzil habe ich oft als grundlegenden Mangel beklagt— ein solides exegetisches und historisches Fundament. Öfters sind gerade schwierigste Punkten wie Schrift/Tradition oder Primat/Kollegialität durch diplomatische Kompromisse überkleistert worden”, Erkämpfte Freiheit: Erinnerungen, Munich 2002, 577; para la evaluación que Küng hace del Concilio cf. 230-580.
22
Cf. H. Küng, Unfehlbar? Eine Anfrage, Zurich – Einsiedeln – Köln 1970.
23
H. Küng, On Being a Christian, New York 1976, 37.
24
H. Küng, “On the State of the Catholic Church or Why a Book like This Is Necessary”, en H. Küng – L. Swindler (eds.), The Church in Anguish: Has the Vatican Betrayed Vatican II?, New York 1987, 1.
25
H. Küng, Erkämpfte Freiheit, 501, 541.
26
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 81-132.
27
Sobre las fuentes intelectuales de los neoconservadores cf. I. Kristol, The Neoconservative Persuasion: Selected Essays, 1942-2009, New York 2011, especialmente “Taking Religious Conservatives Seriously” [1994] 292-95, donde Kristol define que “los tres pilares del conservadurismo moderno” son “la religión, el nacionalismo y el crecimiento económico”. Para la experiencia personal del Vaticano II de uno de los líderes del discurso neoconservador en América cf. W. F. Buckley Jr., Nearer, My God: An Autobiography of Faith, New York 1997, capítulo 6, “Disruptions and Achievements of Vatican II”.
28
R. J. Neuhaus, The Catholic Moment: The Paradox of the Church in the Postmodern World, San Francisco 1987, 61.
29
Para la comparación de Weigel entre la pusilanimidad (glumness) de Pablo VI y Juan Pablo II y sus respectivas interpretaciones del mensaje social del Vaticano II, cf. G. Weigel, Catholicism and the Renewal of American Democracy, New York 1989, 27-44.
30
Cf. G. Weigel, Freedom and Its Discontents: Catholicism Confronts Modernity, Washington 1991, especialmente 43, 57, 87, 134-149.
31
Cf. también G. Weigel, The Courage to Be Catholic: Crisis, Reform, and the Future of the Church, New York 2002, especialmente 44-47, 220.
29
32
Para una comparación con las posturas tempranas de Michael Novak cf. su The Open Church: Vatican II, Act II, New York 1964, un informe periodístico de los hechos de la segunda sesión del Concilio. De particular interés resulta la apologética “Introduction to the Transaction Edition”, New Brunswick, NJ 2002, donde Novak cuestiona “el espíritu del Vaticano II” añadiendo —de manera bastante inconsecuente— que “no existe fuente académica más completa para la historia del Vaticano II que la Historia del Concilio Vaticano II, cuyo editor general es Giuseppe Alberigo, y cuyo editor americano es Joseph Komonchak”, xxxvii.
33
M. Novak, Confessions of a Catholic, San Francisco 1983, 8.
34
La edición en lengua castellana: G. Alberigo (dir.), Historia del Concilio Vaticano II. Volumen 1. El catolicismo hacia una nueva era. El anuncio y la preparación (enero 1959-setiembre 1962), Salamanca 1999; Volumen II. La formación de la conciencia conciliar. El primer período y la primera intersesión (octubre 1962-setiembre 1963), Salamanca 2002; Volumen III. El concilio adulto. El segundo período y la segunda intersesión (setiembre 1963-setiembre 1964), Salamanca 2006; Volumen IV. La Iglesia como comunión. El tercer período y la tercera intersesión (setiembre 1964-setiembre 1965), Salamanca 2007; Volumen V. Un concilio de transición. El cuarto período y la conclusión del concilio (setiembre-diciembre 1965), Salamanca 2008.
35
Sobre Giuseppe Alberigo (1926-2007) cf. Giuseppe Alberigo (1927-2007): La figura e l’opera storiografica, una edición especial de Cristianesimo nella storia 29, 3 (septiembre 2008); y G. Ruggieri, “Lo storico Giuseppe Alberigo (1926-2007)”, en D. Menozzi – Marina Montacutelli (eds.), Storici e religione nel novecento italiano, Brescia 2011, 33-52.
36
G. Alberigo, “Il Vaticano II nella storia della chiesa”, Cristianesimo nella storia 6 (1985) 441-444, 443.
37
Cf. Görres-Gesellschaft (ed.), Concilium Tridentinum: Diariorum, actorum, epistularum, tractatuum, 18 tomos en 13 volúmenes, Freiburg i.Br. 1901-2001.
38
Cf. M. Faggioli – G. Turbanti, Il concilio inedito: Fonti del Vaticano II, Bologna 2001.
39
Cf. G. Alberigo, “Per la storicizzazione del Vaticano II”, Cristianesimo nella storia 13 (1992) 473-474, 473.
40
Cf. H. Jedin, Geschichte des Konzils von Trient, 4 vols., Freiburg 1949-1975.
41
G. Alberigo, “Critères herméneutiques pour une histoire de Vatican II”, en À la Veille du Concile Vatican II: Vota et Réactions en Europe et dans le Catholicisme oriental, Leuven 1992, 12-23, ahora reeditado en italiano en G. Alberigo, Transizione epocale: Studi sul concilio Vaticano II, Bologna 2009, 29-45.
42
Cf. también G. Alberigo, “L’Histoire du Concile Vatican II: Problèmes et perspectives”, en C. Theobald (ed.), Vatican II sous le regard des historiens, Paris 2006, 25-48.
43
Cf. especialmente A. Indelicato, Difendere la dottrina o annunciare l’Evangelo: Il dibattito nella Commissione centrale preparatoria del Vaticano II, Genoa 1992; J. A. Komonchak, “The Struggle for the Council during the Preparation of Vatican II (1960-1962)”, en G. Alberigo y J. A. Komonchak (eds.), History of Vatican II, vol. I, Announcing and Preparing Vatican Council II: Toward a New Era in Catholicism, Maryknoll 1995, 167-356.
44
Cf. M. Faggioli, “Concilio Vaticano II: Bollettino bibliografico (2000-2002)”, Cristianesimo nella storia 24 (2003) 335-60; “Concilio Vaticano II: Bollettino bibliografico (2002-2005)”, Cristianesimo nella storia 26 (2005) 743-67; “Council Vatican II: Bibliographical Overview 2005-2007”, Cristianesimo nella storia 29 (2008) 567-610; “Council Vatican II: Bibliographical Overview 2007-2010”, Cristianesimo nella storia 32 (2011) 755791.
45
Cf. J. Grootaers, “The Drama Continues between the Acts: The ‘Second Preparation’ and Its Opponents”, en History of Vatican II, vol. 2, 359-514; E. Vilanova, “The Intersession”, en History of Vatican II, vol. 3, 347490; R. Burigana y G. Turbanti, “The Intersession: Preparing the Conclusion of the Council”, en History of Vatican II, vol. 4, 453-615.
46
Cf. especialmente A. Melloni, L’Altra Roma: Politica e S. Sede durante il Concilio Vaticano II, 1959-1965, Bologna 2000; S. Schloesser, “Against Forgetting: Memory, History, Vatican II”, Theological Studies 67 (2006) 275-319.
47
F. Oakley, “The Conciliar Heritage and the Politics of Oblivion”, en G. Christianson – T. M. Izbicki – C. M. Bellitto (eds.), The Church, the Councils, and Reform: The Legacy of the Fifteenth Century, Washington 2008,
30
82-97, 85. 48
Cf. la reseña de Historia del Concilio Vaticano II, vol. 2, hecha por A. Marchetto en Osservatore Romano, noviembre 13, 1997 y en Apollinaris 70 (1997) 331-351 (vuelto a publicar en A. Marchetto, Il Concilio Ecumenico Vaticano II: Contrappunto per la sua storia [Città del Vaticano 2005] 102-119). La Historia del Concilio Vaticano II fue reseñada favorablemente por todos los demás teólogos e historiadores: del mismo “entorno romano” cf. como ejemplo G. Martina, en La Civiltà Cattolica 147, parte 2 (1996) 153-160, y en Archivum Historiae Pontificiae 35 (1997) 356-359. Sobre la recepción de la obra, cf. A. Melloni, “Il Vaticano II e la sua storia: Introduzione alla nuova edizione, 2012-2014”, en G. Alberigo (eds.), Storia del concilio Vaticano II, segunda edición, tomo 1, Bologna 2012, ix-lvi.
49
Cf. Penser Vatican II quarante ans après. Actes du VIe congrès théologique de “Sì Sì No No”, Versailles 2004 y D. Bourmaud, Cent ans de modernisme: Généalogie du concile Vatican II, Étampes 2003.
50
Algunos pasajes de las memorias de Hans Küng son típicas de este sentir. Cf. My Struggle for Freedom, Grand Rapids: Mich 2003.
51
Cf. P Hünermann (ed.), Exkommunikation oder Kommunikation? Der Weg der Kirche nach dem II. Vatikanum und die Pius-Brüder, Freiburg i.Br. 2009.
52
Cf. G. Miccoli, La Chiesa dell’anticoncilio: I tradizionalisti alla riconquista di Roma, Rome 2011, 234-334.
53
J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 401.
54
Cf. A. Battlogg, “Ist das Zweite Vatikanum Verhandlungsmasse?”, Stimmen der Zeit 227 (2009) 649-650; W. Beinert, “Nur pastoral oder dogmatisch verpflichtend? Zur Verbindlichkeit des Zweiten Vatikanischen Konzils”, Stimmen der Zeit 228 (2010) 3-15.
55
Cf. H. Jedin, Chiesa della fede: Chiesa della storia, Brescia 1972, especialmente “Storia della chiesa come storia della salvezza”, y “La storia della chiesa è teologia e storia”, 35-40 y 51-65. Contra la opinión de Jedin sobre la historia de la Iglesia como disciplina teológica, cf. G. Alberigo, “Conoscenza storica e teologia”, Römische Quartalschrift 80 (1985) 207-222; y “Méthodologie de l’histoire de l’Église en Europe”, Revue d’Histoire Ecclésiastique 81 (1986) 401-420.
56
Sobre el desarrollo del debate, cf. M. Faggioli, Vatican II: The Battle for Meaning, New York 2012.
57
“Al igual que muchos historiadores sociales, algunos intelectuales modernos creen en lo que Alan Megill describe como un presente ‘bajo el reino de la discontinuidad’: en resumen, que ser ‘moderno’ significa entre otras cosas reconocer la irrelevancia del pasado. Sin embargo, este sentido de ruptura con el pasado, particularmente en el caso de los intelectuales alienados, no debe ser confundido con la discontinuidad como tal; por cierto, en la medida que constituye una repetición de actitudes similares como aquellas de algunos intelectuales humanistas del Renacimiento, refleja de manera radical una de las posibles actitudes hacia el pasado seguramente exclusiva a la cultura occidental”, Bouwsma, A Usable Past, 6.
58
Cf. H. Legrand, “Relecture et évaluation de l’Histoire du Concile Vatican II d’un point de vue ecclésiologique”, en Vatican II sous le regard des historiens, 49-82; J. W. O’Malley, “Vatican II: Did Anything Happen?”, en D. G. Schultenover (ed,), Vatican II: Did Anything Happen?, New York 2008, 52-91, especialmente 52-59.
59
Cf. E. Galavotti, “Le beatificazioni di Benedetto XVI e il mausoleo del Vaticano II”, Il margine 30, 2 (2010) 2233.
60
S. Schloesser, “Against Forgetting” 277.
31
SEGUNDA PARTE
32
II La Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium y el significado del Vaticano II
El Vaticano II posee una integridad teológica; la minimización de un documento conlleva la minimización de todos los documentos. Esto es particularmente cierto para la Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium, el incipit cronológico y teológico del Concilio. A continuación, sostengo que cualquier intento por relativizar el debate litúrgico en el Concilio, la Constitución sobre la liturgia y la reforma litúrgica que emana de dicha Constitución, supone subestimar la relevancia del Vaticano II y de su rol en la vida de la Iglesia católica. Las hermenéuticas del documento Sacrosanctum concilium del Vaticano II en la vida de la Iglesia distan de ser puramente teoréticas. En el interminable debate sostenido en años recientes sobre el sentido de la Constitución, resulta difícil distinguir a aquellos polemistas conscientes de lo que está en juego de los teólogos que abordan la reforma litúrgica como un tema más entre otros. En este sentido hoy, medio siglo después de que Juan XXIII anunciara el Concilio, la conciencia del debate actual sobre la liturgia no difiere demasiado de la de varios obispos y teólogos en la víspera del Vaticano II1. No obstante, el cuadragésimo aniversario de la aprobación solemne de Sacrosanctum concilium ya había suscitado debates en torno al rol de la liturgia en la Iglesia del Vaticano II2. De manera más reciente, Summorum Pontificum (7 de julio de 2007), el motu proprio de Benedicto XVI sobre la liturgia, ha vuelto a atizar el interés en el destino de Sacrosanctum concilium, el primer documento debatido y aprobado por el Concilio el 22 de noviembre de 1963, con una mayoría en la votación de 2162 contra 46, tras el debate que incluyó 328 intervenciones orales.
La némesis de la reforma litúrgica Aunque parezca peculiar, el examen de los espectaculares efectos de Sacrosanctum concilium en la Iglesia católica durante los últimos 40 años coloca al espectador ante una suerte de destino trágico de la Constitución litúrgica. En la historia de la hermenéutica del Vaticano II, la reforma litúrgica parece sufrir una némesis, una suerte de retribución por haber subestimado la relación entre la Constitución litúrgica y la hermenéutica general del Vaticano II. Este aspecto no fue descuidado por Joseph Ratzinger, cuya atención a las 33
implicaciones teológicas y eclesiológicas de la reforma litúrgica caracterizó algunos de sus trabajos más importantes, primero en calidad de teólogo y luego como pontífice romano3. De algún modo teólogos/as e historiadores/as han dado por descontado varios aspectos relevantes: la larga historia del movimiento litúrgico previo al Vaticano II, el hecho que el Vaticano II fuera el único concilio que aprobara un documento doctrinal sobre liturgia, la verdad innegable de que “algo sucedió” para la liturgia durante el Vaticano II, las interrelaciones entre reforma litúrgica y temas eclesiológicos, y el hecho evidente que la reforma litúrgica del Concilio constituye la única reforma mayor en la Iglesia católica post tridentina tras la reforma de la disciplina eclesial entre los siglos XVI y XVII. Teólogos e historiadores parecen estar cada vez más proclives a olvidar los estrechos vínculos entre el debate litúrgico del Vaticano II, la reforma de la liturgia, la puja por el aggiornamento, y la puesta al día y reforma de la Iglesia católica. Pero por sobre todo, algunas interpretaciones de los documentos conciliares parecen haber olvidado que el Vaticano II posee una profunda coherencia interna, como John W. O’Malley ha enfatizado4. La Wirkungsgeschichte o “historia de los efectos” de la reforma litúrgica, tanto en las iglesias locales como en la iglesia universal, todavía está por escribirse5, pero sin perjuicio del rechazo que las nuevas generaciones puedan expresar al hecho histórico del “cambio” en la historia de la Iglesia, la vida litúrgica de esta cambió tras el Vaticano II y Sacrosanctum concilium. El a veces autorreferente debate sobre el Vaticano II oscurece y esquiva la profunda significación de Sacrosanctum concilium. Las interrelaciones entre la liturgia y el Concilio, vistos no como una colección de documentos sino como una realidad coherente, saltan a la vista cuando deseamos comprender el impacto del Concilio sobre la globalidad del catolicismo: “el estado de la liturgia es la prueba primera y fundamental de la medida en que el programa, no solamente de Sacrosanctum concilium sino de todos los decretos y constituciones del Concilio, se está realizando”6. Lo que se requiere es una reflexión sobre la relación entre Sacrosanctum concilium y el Concilio que busque entender cómo y si acaso el debate litúrgico y la resultante Constitución litúrgica fueron recibidas por el Concilio en su desarrollo y documentos finales. Resultaría particularmente revelador ver cuán presente está Sacrosanctum concilium en el Vaticano II, y cuánto del Vaticano II está presente en dicha Constitución. El verdadero interés no reside en la recuperación de una estética de los ritos bajo la “reforma de la reforma litúrgica”. Como ha observado John Baldovin, “debemos poner atención a la crítica seria de la reforma tanto en su formulación en la Constitución litúrgica como en los posteriores libros litúrgicos reformados y su implementación”7. Cuarenta años después del Vaticano II se aprecia que el olvido del contexto teológico y eclesiológico de la reforma litúrgica conciliar condena a Sacrosanctum concilium a ser rápidamente archivada con otros documentos relativos a algunos ajustes prácticos de la Iglesia católica. Más grave aún, el olvido de la relación entre la liturgia y las eclesiologías 34
—en plural— en el Concilio condena al Vaticano II al destino de un concilio debatido sobre la base de sesgos político-ideológicos que desestiman el hecho fundamental de que el debate litúrgico del Vaticano II representa el primer y más radical esfuerzo de adaptación del catolicismo moderno a la emergencia de la “era secular” y del “universo expansivo de la incredulidad”8.
Aproximaciones a Sacrosanctum concilium El profundo sentido eclesiológico del movimiento litúrgico y de la reforma litúrgica se han perdido. La transformación —o tal vez extinción— de los “movimientos de reforma” (bíblicos, litúrgicos, patrísticos, ecuménicos) en cuanto tales dentro de la Iglesia católica tras el Vaticano II9, el desarrollo en la teología de una teología centrada en un único campo de investigación, y la fragmentación del debate teológico y de la investigación en torno a los documentos conciliares ha contribuido, en su conjunto, a desconectar la liturgia de la eclesiología y de la teología pastoral. La creciente desconfianza entre teólogos y teólogas y el magisterio de la Iglesia ha comprometido el campo de investigación a una tarea específica y de largo alcance particularmente para la relación entre liturgistas y el magisterio10. Uno de los libros más lúcidos sobre la significación de la liturgia fue publicado por primera vez in 1957, pocos años antes del anuncio del Vaticano II. Dom Cipriano Vagaggini inicia su texto, Il senso teologico della liturgia, subrayando dos elementos básicos en la nueva comprensión de la liturgia en la víspera del Vaticano II: la necesidad de estudiar la liturgia contra el trasfondo general de la historia sagrada y en relación al concepto de sacramentum11. El desarrollo del Vaticano II muestra la importancia de estas dos ideas para los debates sobre la Iglesia, el aggiornamento y el mundo moderno. El ejemplar de Concilium (2/1964) consagrado a Sacrosanctum concilium fue publicado antes del debate eclesiológico que tuvo lugar en otoño de 1964. En su editorial, Johannes Wagner enfatiza que “con la discusión sobre el esquema de la liturgia el Concilio trataba, desde su primer día, con su objeto propio: De Ecclesia”12. En el ensayo de apertura, sobre los obispos y la liturgia, Vagaggini una vez más demostraba que el enfoque litúrgico era el más completo para dar “término y equilibrio” a la eclesiología del obispo y de la iglesia local, y para la eclesiología general que prevalecería tras el Vaticano I13. Demasiado optimista resultó la predicción de Vagaggini sobre la asimilación por parte de los padres conciliares de las hondas implicancias de Sacrosanctum concilium. Tras el Concilio, los comentaristas comenzaron a leer la relación entre Sacrosanctum concilium y Lumen gentium para restablecer un equilibrio eclesiológico mucho más centrado en los resultados de los principales campos de disputa eclesiológicos (tercer capítulo de Lumen gentium sobre el papado y el episcopado) que en la eclesiología eucarística de 35
Sacrosanctum concilium. En 1967, un importante tomo dedicado a la liturgia en la serie “Unam Sanctam” planteó puntos importantes sobre la Constitución de la liturgia en el corpus del Vaticano II. La contribución a este tomo de Yves Congar recalcaba que la eclesiología de Sacrosanctum concilium había dado un paso adelante respecto de Mediator Dei (1947) de Pío XII. Congar también constataba que algún tiempo había transcurrido entre los debates litúrgicos y eclesiológicos, y que fruto de ello había una diferencia —o por lo menos una brecha en la cronología de las aprobaciones finales— entre las eclesiologías de Sacrosanctum concilium y Lumen gentium14. Eclesiologías rivales del Vaticano II surgieron también con el ensayo de Pierre-Marie Gy que recalcaba la necesidad de leer Sacrosanctum concilium a la luz del corpus íntegro de documentos del Vaticano II en razón de poder entender los temas claves. Más relevantemente, Gy enfatizaba con razón que “la Constitución no creó un equilibrio sino que generó un movimiento.”15 Con el elocuente encabezado: “Dejad la puerta abierta”, Vagaggini expresó la misma idea de una reforma litúrgica como chispa para la renovación de la Iglesia católica y, por tanto, para la interpretación del Vaticano II: “El Concilio ha querido afirmar un espíritu, abrir un camino, y por ello se mantuvo en guardia contra una actitud que podría haber consistido en hacer algunas concesiones para luego sellar todas las puertas”16. Una postura similar pero menos rica en intuiciones sobre las hermenéuticas del Vaticano II fue la del comentario de Josef Jungmann. Aunque Jungmann vio en Sacrosanctum concilium un comienzo y no una palabra final, debemos lamentar que no haya desarrollado un análisis más amplio sobre la importancia de Sacrosanctum concilium para lo que denominó “la renovación del concepto de la Iglesia” (Erneuerung des Kirchenbegriffes)17. Mientras los liturgistas ofrecieron contribuciones sobre la significación específica de la Constitución litúrgica para la vida de la Iglesia, Giuseppe Dossetti, un abogado canónico italiano y peritus privado del Vaticano II, sugirió que Sacrosanctum concilium constituía el verdadero corazón eclesial del Concilio. Basándose en el entendimiento de la eucaristía como norma normans de la vida de la Iglesia, Dossetti opuso la eclesiología eucarística de Sacrosanctum concilium a los aspectos jurídicos de Lumen gentium. No solo vio en Sacrosanctum concilium una eclesiología cronológicamente anterior, sino además una prioridad teológica de Sacrosanctum concilium en el corpus general del Vaticano II18. La década de los 70 fue la época en la que la reforma litúrgica llegó a su término. Aún hoy el pontificado de Pablo VI permanece muy identificado —particularmente por el contingente católico anti Vaticano II— con una era de descentralización favorable a los laicos y de innovadoras reformas19. La elección de Juan Pablo II no solo significó una nueva actitud hacia el Vaticano II, sino también el comienzo de una nueva indulgencia hacia una pequeña minoría de católicos tradicionalistas que rechazaban la reforma litúrgica para expresar su rechazo al Vaticano II. Los tradicionalistas entendieron mejor que muchos defensores de las reformas del Concilio la fuerza teológica de lex orandi, lex 36
credendi para el Vaticano II. Esta evolución no solamente alteró el foco de investigación para centrarlo en la renovación y reforma litúrgica sino también para la misma recepción magisterial de Sacrosanctum concilium. La codificación del derecho canónico en 1983 no ayudó a que la Constitución sobre la liturgia se consolidara con un nuevo rol en la vida de la Iglesia. Si seguimos la investigación de Thomas Stubenrauch acerca de la recepción del Vaticano II en el Codex iuris canonici debemos constatar que, a diferencia de Sacrosanctum concilium, en el Codex el concepto jurídico de liturgia ab ecclesia desplaza a la razón teológica de ecclesia a liturgia. El fracaso para acoger plenamente el Vaticano II queda en evidencia en el nuevo Codex, especialmente en lo concerniente al ministerio litúrgico de los diáconos y el laicado20. Los académicos han dado muestra de una excesiva confianza en la coherencia y consistencia entre la eclesiología de la reforma litúrgica y la renovación eclesiológica en el catolicismo post Vaticano II. En 1982 Franziskus Eisenbach advirtió una continuidad substancial entre la Constitución litúrgica y Lumen gentium. Lamentó además la carencia en el Concilio de una conexión más estrecha entre liturgia y eclesiología, porque “la Constitución sobre la liturgia no pudo beneficiarse” del debate de Lumen gentium21. La aproximación de Eisenbach a la eclesiología de la iglesia local según Sacrosanctum concilium 41-42 no le impidió lograr una tranquilizadora armonización entre las eclesiologías de Sacrosanctum concilium y Lumen gentium22. Veinte años tras la aprobación de Sacrosanctum concilium y poco antes del Sínodo extraordinario de 1985 la reforma de la liturgia, largamente aprobada pero todavía en curso, favoreció la desaparición de cualquier debate productivo en torno a la relación entre la liturgia y el Vaticano II como tal23. Más aún, en el debate teológico de las décadas de 1970 y 1980 el énfasis en la colegialidad y en la reforma eclesial favoreció el desarrollo de una comprensión tecno-litúrgica de Sacrosanctum concilium24. El indulto de la Santa Sede en 1984 y el motu proprio Ecclesia Dei de 1988 autorizaron celebrar “la vieja liturgia”, y, como tal, esta autorización no pudo sino debilitar el impacto teológico de Sacrosanctum concilium en la eclesiología vigente del catolicismo. Editados por Giuseppe Alberigo y Joseph Komonchak, los cinco tomos de la Historia del Vaticano II arrojaron nueva información sobre el rol clave del debate litúrgico durante el Concilio y sobre las dinámicas en las comisiones preparatorias y litúrgicas del Concilio25. Sin embargo, estudios sobre Sacrosanctum concilium publicados casi en simultáneo con la Historia se enfocaron en la continuidad “ideológica” entre Sacrosanctum concilium y el movimiento litúrgico de comienzos de siglo XX y, en consecuencia, subestimaron el impacto de la Constitución sobre el Vaticano II en su conjunto26. La cantidad de estudios publicados para el cuadragésimo aniversario de Sacrosanctum concilium no aportaron nada que fuera realmente decisivo27. Editado por Peter Hünermann y Hans-Jochen Hilberath, los cinco tomos gestados en Tubinga, Herders theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, favorecieron el 37
desarrollo de una nueva apreciación de Sacrosanctum concilium28. En el tomo que el Kommentar dedica a Sacrosanctum concilium y en la Historia del Vaticano II, Reiner Kaczinsky subraya la novedad de la Constitución en el contexto de la historia de los concilios y de la liturgia29. Enfatiza, de modo más profundo, la función de Sacrosanctum concilium N° 5 —la centralidad del misterio pascual— no solo como meollo de la Constitución sino también como “palabra central” (Herzwort) del Vaticano II30. Pero pareciera que varios de los comentarios sobre Sacrosanctum concilium son desplazados por la agresividad y premura —más que por la inteligencia— de quienes defienden una revisión de la reforma litúrgica del Vaticano II. En los últimos diez años los influyentes llamamientos para una “reforma de la reforma” de la liturgia han encendido el debate “político-teológico” sobre las fortunas y desventuras de Sacrosanctum concilium suscitando defensas de la memoria histórica del período del posconcilio31 en lugar de defensas de las profundas implicancias teológicas y alcance eclesiológico de la Constitución. El debate político-eclesiológico sobre el Concilio ha impelido a los defensores del Vaticano II a defender la liturgia. Sin embargo, estos no han enfatizado que la liturgia no solo fue el punto de partida cronológico del Vaticano II, sino también su punto de partida teológico. Acaso todavía más importante es el hecho que este fue el principal y más indiscutido punto en común de los padres conciliares. Situados entre la nostalgia por la era anterior al Vaticano II y la innegable contribución de Sacrosanctum concilium a la vida litúrgica de la Iglesia católica, algunos académicos han subrayado la continuidad entre la Encíclica Mediator Dei de Pio XII y el Vaticano II, y entre este último y el motu proprio, Tra le sollecitudini (1903) de Pio X32. La extraña mezcla de tradición y ressourcement en el discurso teológico ha generado ambigüedades en el debate en torno al Vaticano II, ambigüedades que John W. O’Malley ha analizado en su texto ¿Qué pasó en el Vaticano II? 33.
La agenda del Concilio y el debate litúrgico El anuncio del Vaticano II hecho por Juan XXIII tomó a todos por sorpresa: a menos de tres meses de su elección, el 25 de enero de 1959 abrió simbólicamente las ventanas del Vaticano para, según sus propias palabras, “dejar entrar un poco de aire fresco”. Sin embargo, la liturgia había estado en la agenda del catolicismo desde hacía ya un tiempo. El llamado a reformar la liturgia no sorprendió a nadie34. Algunas decisiones en esta dirección ya habían sido tomadas en los últimos años de Pio XII. La novedad del Concilio se vio beneficiada de la riqueza del movimiento litúrgico de principios del siglo XX. Pero la reforma litúrgica solo pudo desarrollar sus profundas intuiciones teológicas en un concilio donde el problema del cambio se encontrará asociado a uno de los puntos claves del movimiento litúrgico: la noción de ressourcement 35. Por esta razón, lejos de ser un tema de preocupación exclusiva de los liturgistas, la 38
reforma litúrgica del Vaticano II claramente instauró un debate de apertura de caminos. La decisión tomada por Juan XXIII para inaugurar los debates con el esquema De liturgia no solamente se basaba en la mejor forma y recepción de este esquema respecto de otros siete esquemas que habían sido enviados a los padres conciliares inmediatamente antes del comienzo de la primera sesión en otoño de 1962. Interpretaciones sobre la decisión de Juan XXIII subrayaron la función propedéutica del debate litúrgico para el Concilio en su generalidad y comentarios sobre Sacrosanctum concilium han vuelto a interpretar esta decisión36. Sin embargo, en los últimos años teólogos/as e historiadores/as católicos se han enfocado más en los resultados técnicos de la reforma litúrgica que en su sentido profundo para el Vaticano II y la Iglesia. En efecto, las decisiones de Benedicto XVI han promovido este rasgo del debate eclesiológico post Vaticano II, alentando el impacto de una postura político-estética ante la liturgia ayudando a soslayar los vínculos entre reforma litúrgica y Vaticano II como agente de cambio, o, como insiste O’Malley, el Vaticano II como un “acontecimiento lingüístico”37. El debate litúrgico abrió el Vaticano II y se volvió “un evento dentro del evento”, porque impulsó un movimiento que se hizo extensivo más allá de los sueños de la mayoría “progresista” del Concilio. Empezar con la liturgia —con el debate litúrgico y con la celebración de la liturgia en diferentes ritos cada mañana en la basílica de San Pedro— ayudó a los obispos a redescubrir el potencial litúrgico como herramienta para una Iglesia enfrentada a un mundo progresivamente secular y globalizado38. Pero este debate también expresó el llamado a una reforma de orden más general39. Incluso en su fase preparatoria, las comisiones preparatorias y en especial la Comisión Central para la coordinación general del Concilio razonaron sobre la función del debate litúrgico y sobre su planificación para enfrentar los temas principales de la agenda conciliar. La decisión tomada el 15 de octubre de 1962 por los presidentes del Concilio —reprogramar los debates y anteponer el esquema litúrgico a los demás esquemas— destaca la aparición de la división fundamental en el Concilio sobre la manera de enfrentar el cambio. Dicha decisión fue acogida positivamente por Juan XXIII40. La relación entre libro e calice (libro y cáliz) ya había aparecido como elemento clave en la teología de Roncalli durante sus años como delegado apostólico en Bulgaria desde 1925 a 1934; un punto destacado de su homilía fue cuando tomó posesión de la basílica Lateranense, el 23 de noviembre de 195841. Desde el comienzo de la fase preparatoria del Vaticano II se hizo claro, incluso para la Curia romana, que la reforma litúrgica jugaría un rol mayor, pero esperaban que lo hiciera como un “rompehielos” para un breve y fugaz concilio, y no como un “abridor de caminos”42. La historia del Concilio muestra que el desarrollo de los debates no procedió de manera dócil, y que el debate en torno a la Constitución litúrgica entre octubre de 1962 y noviembre de 1963 resultó ser mucho más que un “rompehielos”. Mientras que la Curia romana y la llamada “minoría” rechazó la reforma comprehensiva y programática de la liturgia esbozada en el esquema preparado por la comisión preparatoria para la liturgia, la “mayoría” aceptó la reforma y la largamente 39
añorada renovación de la liturgia como la mejor interpretación posible del carácter pastoral del Concilio. Los resultados del debate y el voto final casi por unanimidad en favor de la Constitución el 22 de noviembre de 1963, no dejaron duda respecto del paso dado en dirección de una renovación litúrgica43.
La Constitución litúrgica. ¿Una hermenéutica olvidada del Vaticano II? Una contribución que considera al Vaticano II como una “Constitución” para la Iglesia católica salida a la luz entre 2005 y 2006 pertenece a las conclusiones de Peter Hünermann a los cinco tomos del Herders theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, editado por el mismo Hünermann y B.-J. Hilberath. Hünermann desarrolló aspectos de su exposición ofrecida en la Conferencia de Bolonia en 1996 sobre “las tareas prácticas de los textos conciliares”44, incluyendo además apoyos substanciales a la sugerencia de Ormond Rush sobre los principios hermenéuticos —hermenéuticas de los autores, textos y receptores— del Vaticano II45. En un extenso e intrépidamente argumentado ensayo46 Hünermann denomina el corpus de textos conciliares como una “constitución” para la Iglesia católica: Como primera aproximación a la forma del texto del Concilio Vaticano II, si buscamos una analogía por medio de la cual caracterizar las decisiones conciliares, podemos apreciar cierta similitud con los textos constitucionales emitidos por asambleas constitucionales representativas. Esta similitud se expresa de modo particular en los textos del Vaticano II47.
Por cierto, para Hünermann llamar “constitución” al Vaticano II no implica colocar los textos conciliares por encima del Evangelio: “La legitimación de un concilio y su autoridad son esencialmente distintas de la asamblea constitucional de un Estado moderno… Por este motivo el texto conciliar posee una autoridad esencialmente distinta de la de un texto constitucional”48. En su conclusión Hünermann enuncia con precisión su propuesta para considerar los textos del Vaticano II como “texto constitucional de la fe”: El corpus de textos de este Concilio evoca una similitud a los textos de una constitución. Al mismo tiempo, existen diferencias profundas entre ambos, empezando por la autoridad y especificidad del material contenido en los textos conciliares. Por esta razón el texto del Vaticano II puede ser definido con propiedad como un “texto constitucional para la fe”. Si este supuesto sobre el texto del Vaticano II es válido, se sigue una serie completa de problemas, críticas, y en no menor medida, modos infundados de interpretar el Vaticano II por no conformarse al género literario del texto49.
Esta definición de la naturaleza de los textos del Vaticano II sitúa al Concilio como corpus de principios hermenéuticos para la vida de la Iglesia competente para dirimir lo que resulta “constitucional” y, por extensión, lo que resulta “inconstitucional” en la eclesiología de la Iglesia posconciliar50. 40
Sacrosanctum concilium constituye uno de los pilares de la eclesiología del Vaticano II. La Constitución litúrgica presenta una manera de defender la eclesiología del Concilio sobre la base de una eclesiología eucarística, sin hacer de la opción entre una eclesiología jurídica o eucarística la primera y última palabra de la Iglesia del Vaticano II. La definición de Sacrosanctum concilium como “le parent pauvre de l’hermeneutique conciliaire” —el pariente pobre de la hermenéutica del Vaticano II— es correcta ya que, como hemos visto, su función hermenéutica ha sido consistentemente minimizada51. Que la urgente necesidad de una hermenéutica para el Vaticano II se centrara una vez más en Sacrosanctum concilium se justifica dado el fundamento cronológico de la relación entre la Constitución litúrgica —el primer documento aprobado en el Concilio— y el Vaticano II como tal. La necesidad de y para una hermenéutica del Concilio basada en Sacrosanctum concilium se vuelve evidente si consideramos que este abre el paso para un nuevo equilibrio entre el “choque de las eclesiologías” en el Concilio y el centro gravitacional de la Iglesia del Vaticano II: la Escritura y la Eucaristía. Sacrosanctum concilium ha sido estudiado de diferentes maneras por las dos tradiciones hermenéuticas e historiográficas sobre el Vaticano II: la tradición pro-mayoría (pro-reformista) y la tradición pro-minoría (nostálgica). La mayor parte de los intérpretes pro-mayoría del Vaticano II han considerado a Sacrosanctum concilium como la primera reforma del Vaticano II, el comienzo del evento, pero parecen delegar la defensa de su profundo mensaje y sus implicancias a los liturgistas que optan por un enfoque eclesiológico —basado en Lumen gentium y la relación entre papado y episcopado— para la implementación del Vaticano II. Sorprendentemente, los intérpretes del Vaticano II pro-minoría, esencialmente anticonciliares, parecen haber abandonado el esfuerzo de reinterpretación directa del Concilio y su eclesiología, para denigrar al Vaticano II rechazando a Sacrosanctum concilium y trivializando el profundo sentido teológico de la reforma litúrgica. Pese a esta trivialización, algunos intérpretes pro-minoría del Concilio parecen advertir que Sacrosanctum concilium tiene más riqueza de lo que piensa el defensor promedio del Vaticano II. Por esta razón los intérpretes del Vaticano II deben intentar una lectura más profunda de las conexiones entre el Vaticano II y Sacrosanctum concilium. Solo una hermenéutica basada en la liturgia y en la Eucaristía tal como ha sido desarrollada en la Constitución sobre la liturgia puede preservar la riqueza de la eclesiología general del Vaticano II sin extraviarse en los tecnicismos de una “jurisprudencia teológica”. Quisiera tomar partido por una relación estrecha entre Sacrosanctum concilium y el sentido fundamental del Vaticano II. Esta relación no es una defensa estándar de la renovación litúrgica post Vaticano II, ni tampoco una crítica a la “liberalización” de la liturgia tridentina. Sin embargo, sostengo que una comprensión más honda de la nueva concepción de la liturgia desarrollada en el Vaticano II y en la renovación litúrgica posterior al Vaticano II constituye el primer paso para constatar las profundas implicancias y la real implementación del Vaticano II y ver qué significa esta implementación. 41
Es tiempo de demostrar que Sacrosanctum concilium representa, al mismo tiempo, el resultado temprano y maduro de un Concilio fundado en la idea de que: (1) Ressourcement es la fuente más poderosa para actualizar y reformar el catolicismo global en el mundo moderno. El “nuevo movimiento litúrgico” anti Vaticano II no es motivado por mera nostalgia; sus consecuencias teológicas y eclesiológicas van mucho más allá. De hecho, los defensores del “nuevo movimiento litúrgico” anti Vaticano II tienen razón al identificar Sacrosanctum concilium como su principal blanco ya que esta Constitución representa la instancia más radical de ressourcement siendo el documento más claramente antitradicionalista del Concilio. Ningún otro documento conciliar se ha visto más influido por el principio de ressourcement que Sacrosanctum concilium; resulta difícil encontrar en el corpus de documentos pasajes más expresivos sobre la esencia misma de la Iglesia y más motivados por la idea de ressourcement. (2) La reforma litúrgica propuesta por Sacrosanctum concilium apuntaba al redescubrimiento de la centralidad de la Escritura y de la Eucaristía. Constituye la manera más directa de entender la eclesiología del Vaticano II. Sacrosanctum concilium es consciente que “la vida de la Iglesia no puede ser reducida meramente al momento eucarístico” (9-10), y que la liturgia cumple su rol en la Iglesia como una theologia prima, como locus theologicus, y como culmen et fons. En el seno de la Iglesia católica Romana, la Constitución litúrgica fomentaba una nueva consciencia sobre el hecho de que las cosas cambian. Es por esta razón que la reforma del Vaticano II y los llamados más recientes a “reformar la reforma” tocan la esencia misma del Vaticano II. Modificar el culto implica repensar la eclesiología en un sentido más profundo y duradero que la definición de Iglesia presente en Lumen gentium. (3) Esta eclesiología eucarística suministra las bases para la dirección fundamental del Vaticano II, a saber, un rapprochement dentro y fuera de la Iglesia. Rapprochement — término muchas veces empleado por el liturgista pionero del ecumenismo Lambert Beaudin52— no es una parte del corpus del Vaticano II en un sentido material, sino que pertenece plenamente a los objetivos del Vaticano II. La reforma litúrgica del Concilio juega un rol significativo en el desarrollo (durante el Vaticano II) y ejercicio (después del Vaticano II) de este rasgo clave del Concilio, de un modo que no lo hace menos relevante que otros “manifiestos de rapprochement” del Vaticano II más conocidos, como el Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, la Declaración Nostra aetate, y la Constitución pastoral Gaudium et spes. El principal rapprochement elaborado por Sacrosanctum concilium consiste en una visión reconciliada y unificada de la Iglesia, de la vida cristiana, de la condición existencial de los fieles en el mundo53. Lejos de ser una opción puramente estética, el punto de partida teológico de la reforma litúrgica apuntaba a reiniciar la relación entre liturgia cristiana, las necesidades espirituales de los fieles, y la lectura teológica católica del mundo moderno en su dimensión histórica y social. (4) Ressourcement, eclesiología eucarística y rapprochement requieren un anhelo por una completa implementación del Vaticano II y aportan una valoración inequívoca del asunto sobre la continuidad y discontinuidad del Vaticano II y el rol de la reforma litúrgica en la Iglesia del siglo XXI. Cualquier intento por socavar la reforma litúrgica del Vaticano II 42
demuestra una visión patentemente reduccionista del Concilio y de su gestación de cambios epocales.
Notas: 1
Cf. R. Ferrone, Liturgy: Sacrosanctum Concilium, New York 2007, especialmente 19-50; A. Melloni, “Sacrosanctum Concilium 1963-2003: Lo spessore storico della riforma liturgica e la ricezione del Vaticano II”, Rivista liturgica 90 (2002) 915-930; A. Grillo, La nascita della liturgia nel XX secolo: Saggio sul rapporto tra movimento liturgico e (post-) modernità, Assisi 2003.
2
Cf. M. Faggioli, “Concilio Vaticano II: Bollettino bibliografico (2002-2005)”, Cristianesimo nella storia 26 (2005) 7437-67; “Concilio Vaticano II: Bollettino bibliografico (2005-2007)”, Cristianesimo nella storia 26 (2005) 743-767; y M. Faggioli, “Concilio Vaticano II: Bollettino bibliográfico 2005-2007”, Cristianesimo nella storia 29 (2008) 567-610.
3
“Als mich nach eigenem Zögern entschlossen hatte, das Projekt einer Ausgabe meiner Gesammelten Schriften anzunehmen, war für mich klar, dass dabei die Prioritätenordnung des Konzils gelten und daher der Band mit meinen Schriften zur Liturgie am Anfang stehen müsse.”, J. Ratzinger-Benedikt XVI, “Zum Eröffnungsband meiner Schriften”, en J. Ratzinger, Gesammelte Schriften. Bd.11. Theologie der Liturgie, Freiburg i.Br. 2008, 6.
4
Para una completa apreciación del carácter intertextual de los asuntos del Vaticano II, cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 414-418.
5
Para la recepción de la reforma litúrgica véase los estudios de A. Unzueta, “L’action liturgique, expression de la Pentecôte”, (sobre la reforma litúrgica en el país vasco, España), y R. Kurowski, “La messe dominicale comme creuset de la réception de la réforme liturgique en Pologne: Le cas de la diocèse de Gniezno”, en G. Routhier (ed.), Réceptions de Vatican II: Le Concile au risque de l’histoire et des espaces humaines, Leuven 2004, 91129.
6
N. Lash, Theology for Pilgrims, Notre Dame, Ind. 2008, 226-228.
7
J. Baldovin, Reforming the Liturgy: A Response to the Critics, Collegeville, Minn. 2008, 1.
8
Cf. la obra magistral de C. Taylor, A Secular Age, Cambridge, MA 2007, 352-418.
9
Cf. M. Faggioli, Breve storia dei movimenti cattolici, Roma 2008; M. Faggioli, Sorting Out Catholicism: Brief History of the New Ecclesial Movements, Collegeville MN 2014.
10
Cf. A. Naud, Le magistère incertain, Montreal 1987; y F. A. Sullivan, Magisterium: Teaching Authority in the Catholic Church, New York 1983.
11
Cf. C. Vagaggini, Theological Dimensions of the Liturgy: A General Treatise on the Theology of the Liturgy, Collegeville, MN 1976, especialmente 3-32, traducción de Il senso teologico della liturgia: Saggio di liturgia teologica generale, cuarta edición, Roma 1957. Cf. también C. Vagaggini, Liturgia e pensiero teologico recente, Roma 1962.
12
Cf. J. Wagner, “Prefacio”, The Church and the Liturgy. Concilium, vol. 2, Glen Rock N.J. 1965, 3. Cf. también F. R. McManus, The Revival of the Liturgy, New York 1963.
13
Cf. C. Vagaggini, “The Bishop and the Liturgy”, en The Church and the Liturgy, 7-24, 11.
14
Cf. Y. Congar, “L’Ecclesia ou communauté chrétienne, sujet intégral de l’action liturgique”, en J.-P. Jossua – Y. Congar (eds.), La liturgie après Vatican II: Bilans, études, prospective, Paris 1967, 241-282.
15
Cf. P.-M. Gy, “Situation historique de la Constitution”, en La Liturgie après Vatican II, 111-26, 122.
43
16
Cf. C. Vagaggini, “Fundamental Ideas of the Constitution”, en G. Baraúna (ed.), The Liturgy of Vatican II: A Symposium, Chicago 1966, 95-129, 119.
17
Cf. J. A. Jungmann, “Kommentar zur Liturgiekonstitution”, en Das Zweite Vatikanische Konzil: Konstitutionen, Dekrete, und Erklärungen lateinisch und deutsch Kommentare, tomo 1 de Lexikon für Theologie und Kirche, Freiburg i.Br.: 1966, 10-109, 16. Para un enfoque similar cf. H. Schmidt, La Costituzione sulla Sacra Liturgia: Testo, genesi, commento, documentazione, Roma 1966.
18
Cf. G. Dossetti, Per una “chiesa eucaristica”: Rilettura della portata dottrinale della Costituzione liturgica del Vaticano I; Lezioni del 1965, G. Alberigo and G. Ruggieri (editores), Bologna 2002. Dossetti sigue siendo bastante desconocido para el mundo teológico anglosajón, pero véase N. Lash, Theology for Pilgrims, Notre Dame, Ind. 2008, 263-267; y A. Melloni (ed.), Giuseppe Dossetti: Studies on an Italian Catholic Reformer, Zurich 2008.
19
Cf. H. Schmitz, “Tendenzen nachkonziliarer Gesetzgebung: Sichtung und Wertung”, Archiv für katholisches Kirchenrecht 146 (1977) 381-419.
20
Cf. T. Stubenrauch, Wer ist Träger der Liturgie? Zur Rezeption des II. Vatikanischen Konzils im Codex Iuris Canonici von 1983, Trier 2003, especialmente 343-352.
21
Cf. F. Eisenbach, Die Gegenwart Jesu Christi im Gottesdienst: Systematische Studien zur Liturgiekonstitution des II. Vatikanischen Konzils, Mainz 1982, 587.
22
Cf. F. Frühmorgen, Bischof und Bistum – Bischof und Presbyterium: Eine liturgiewissenschaftliche Studie zu den Artikeln 41 und 42 der Liturgiekonstitution des Zweiten Vatikanums, Regensburg 1994.
23
Cf. A. Bugnini, The Reform of the Liturgy, 1948-1975, Collegeville, Minn. 1990, originalmente publicado como La riforma liturgica, 1948-1975, Roma 1983.
24
Como también puede apreciarse en G. Alberigo et al. (eds.), The Reception of Vatican II, Washington 1987.
25
Cf. M. Lamberigts, “The Liturgy Debate”, en History of Vatican II, tomo 2, The Formation of the Council’s Identity, First Period and Intercession, October 1962-September 1963, Maryknoll, N.Y. 1997, 107-166; y R. Kaczinsky, “Toward the Reform of the Liturgy”, en History of Vatican II, tomo 3, The Mature Council, Second Period and Intercession, September 1963-September 1964, Maryknoll, N.Y. 2000, 192-256.
26
Cf. por ejemplo, M. Paiano, Liturgia e società nel Novecento: Percorsi del movimento liturgico di fronte ai processi di secolarizzazione, Roma 2000.
27
Cf. por ejemplo, en Liturgisches Jahrbuch 53 (2003) J. Ratzinger, “40 Jahre Konstitution über die Heilige Liturgie: Rückblick und Vorblick”, 209-221; J. Bärsch, “‘Von Grösstem Gewicht für die Liturgiefeier ist die Heilige Schrift’ (SC 24): Zur Bedeutung der Bibel im Kontext des Gottesdienstes”, 222-241; y A. Odenthal, “Häresie der Formlosigkeit durch ein ‘Konzil der Buchhalter’: Überlegungen zur Kritik an der Liturgiereform nach 40 Jahren ‘Sacrosanctum Concilium’”, 242-257.
28
Cf. H.-J. Hilberath – P. Hünermann (eds.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, 5 vols., Freiburg i.Br. 2004-2005.
29
Cf. R. Kaczynski, “Toward the Reform of the Liturgy”, en History of Vatican II, tomo 3, en especial 220-234.
30
Cf. R. Kaczynski, “Theologischer Kommentar zur Konstitution über die Heilige Liturgie Sacrosanctum Concilium”, en Herders Theologischer Kommentar, vol. 2, 9-227, especialmente 63, donde cita a Angelus A. Häussling, “Pascha-Mysterium: Kritisches zu einem Beitrag in der dritten Auflage des Lexikon für Theologie und Kirche”, Archiv für Liturgiewissenschaft 41 (1999) 157-65.
31
Cf. P. Marini, A Challenging Reform: Realizing the Vision of the Liturgical Renewal, 1963-1975, Collegeville, Minn 2007.
32
Cf. A. Nichols, Looking at the Liturgy: A Critical View of Its Contemporary Form, San Francisco 1996; M. Mosebach, Häresie der Formlosigkeit: Die römische Liturgie und ihr Feind, Munich 2007; P. Jackson, An Abundance of Graces: Reflections on Sacrosanctum Concilium, Mundelein, Ill. 2004; y P. Jackson, “Theology of the Liturgy”, en M. L. Lamb – M. Levering (eds.), Vatican II: Renewal within Tradition, New York 2008,
44
101-128. 33
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 402-403.
34
Cf. G. Alberigo – A. Melloni (eds.), Verso il concilio Vaticano II, 1960-1962: Passaggi e problemi della preparazione conciliare, Genoa 1993.
35
Cf. M.-A. Vannier (ed.), Les Pères et la naissance de l’ecclésiologie, Paris 2009; y E. Fouilloux, La Collection “Sources chrétiennes”: Éditer les Pères de L’Église au XXe siècle, Paris 1995.
36
“La primacía de Sacrosanctum concilium se debe no solo a la precedencia cronológica, sino al hecho de que ha sido un punto de referencia y una fuente de inspiración para los textos conciliares que la siguieron… El acuerdo consistió principalmente en la adopción de la Sagrada Escritura como norma y juicio de la inteligencia de la liturgia y de la reforma de su práctica. La Constitución litúrgica ha realizado de este modo lo que simbólicamente fue expresado por el rito de entronización del evangelario en la apertura de cada asamblea conciliar”, P. Marini, Introduction to Concilii Vaticani II synopsis in ordinem redigens schemata cum relationibus necnon patrum orationes atque animadversiones: Constitutio de sacra liturgia Sacrosanctum concilium, Francisco Gil Hellín, Vaticano 2003, x-xi.
37
J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 411.
38
Cf. H. Schmidt, La Costituzione sulla Sacra Liturgia.
39
Cf. especialmente Y. Congar – B.-D. Dupuy (eds.), L’épiscopat et l’Église universelle, Paris 1962.
40
Cf. Angelo Giuseppe Roncalli – Giovanni XXIII, Pater amabilis: Agende del pontefice, 1958-1963, Mauro Velati (ed.), Bologna 2007, 443.
41
Cf. G. Ruggieri, “Appunti per una teologia in papa Roncalli”, en G. Alberigo (ed.), Papa Giovanni, Roma 1987, 245-271.
42
Cf. A. Indelicato, Difendere la dottrina o annunciare il Vangelo: Il dibattito nella Commissione centrale preparatoria del Vaticano II, Genoa 1992, 171-198; y A. Riccardi, “The Tumultuous Opening Days of the Council”, en History of Vatican II, vol. 2, 1-67.
43
Cf. M. Lamberigts, “Liturgy Debate”, 107-166.
44
Cf. P. Hünermann, “Il concilio Vaticano II come evento”, en M. T. Fattori – A. Melloni (eds.), L’evento e le decisioni: Studi sulle dinamiche del Concilio Vaticano II, Bologna 1997, 63-92.
45
Cf. O. Rush, Still Interpreting Vatican II: Some Hermeneutical Principles, Paulist 2004. Para la relación entre “letra” y “espíritu” en la interpretación de Dei Verbum, cf. O. Rush, “Dei Verbum Forty Years On: Revelation, Inspiration, and the Spirit”, Australasian Catholic Record 83 (2006) 406-414.
46
Cf. P. Hünermann, “Der Text: Werden – Gestalt – Bedeutung: Eine Hermeneutische Reflexion”, en Herders Theologischer Kommentar, vol. 5, 5-101, en especial 11-17, 85-87.
47
“Sucht man im Sinne einer ersten Annäherung an das Profil des Textes des II. Vatikanischen Konzils nach einer Analogie, um die Beschlüsse zu charakterisieren, so ergibt sich eine gewisse Ähnlichkeit mit Verfassungstexten, die von repräsentativen verfassungsgebenden Versammlungen ausgearbeitet werden. Diese Ähnlichkeit ist bei den Texten des II. Vatikanums besonders ausgeprägt und zeigt sich lediglich in stark vermittelter, abgestufter Form auch im Blick auf das Trienter Konzil und das I. Vatikanum.”, P. Hünermann, “Der Text: Werden – Gestalt – Bedeutung“, 12. Hünermann delineó así las analogías entre una “constitución” y los documentos finales del Vaticano II: (1) la situación de “crisis o necesidad histórica” (tanto en un estado como en la Iglesia católica) que requiere de una Constitución; (2) la calidad de los textos finales como textos discutidos y aprobados por grandes asambleas, representativas de facciones políticas diferentes, por no decir opuestas; (3) una similitud en el proceso (comités, subcomités, asambleas plenarias); (4) la relación entre los temas a mano y los textos que describen e influyen en la situación actual; y (5) la relación entre la aprobación final de la Constitución y el acto de recepción del Vaticano II.
48
“Die Legitimation eines Konzils und damit seine autorität eine wesentlich andere ist als die einer verfassungsgegebenden Versammlung in staatlichen Sinne (…), Der Konziltext besitzt von daher eine wesentlich andere Autorität als ein Verfassungstext.”, P. Hünermann, “Der Text: Werden – Gestalt –
45
Bedeutung”, 15-16. 49
“Das Textcorpus dieses Konzils weist eine Ähnlichkeit mit den Texten einer verfassunggebenden Versammlung auf. Dabei ergeben sich zugleich tiefgreifende Differenzen aus der anderen Autorität und der Eigentümlichkeit der Sache, die in den Konziltexten zur Sprache kommt. Auf Grund dieses Befund kann der Text des II. Vatikanischen Konzils vorsichtig als ‘konstitutioneller Text des Glaubens’ bezeichnet werden. Ist dieser Vorbegriff vom Text des II. Vatikanischen Konzils triftig, dann ergibt sich daraus, dass eine ganze Reihe von Problemstellungen und Anfragen, Kritiken und nicht zuletzt Auslegungsweisen in unbegründeter, weil dem Textgenus nicht entsprechender Weise an das II. Vatikanische Konzil herangetragen werden.”, P. Hünermann, “Der Text: Werden – Gestalt – Bedeutung”, 17.
50
“Läßt man sich vom ‘konstitutionellen’ Charakter dieses Textcorpus überzeugen, so ergeben sich allerdings erhebliche Auswirkungen für die theologische Auslegung und die Rezeption dieser Texte.”, P. Hünermann, “Der Text: Eine Ergänzung zur Hermeneutik des II. Vatikanischen Konzils”, Cristianesimo nella storia 28 (2007) 339358, 358. Cf. también Cf. P. Hünermann, “El trabajo teológico al comienzo del tercer milenio. Los signos de los tiempos como elementos esenciales de una teología histórica”, en P. Hünermann, El Vaticano II como software de la Iglesia actual, Santiago 2014, 217-261.
51
Cf. P. Prétot, “La Constitution sur la liturgie: Une herméneutique de la tradition liturgique”, en P. Bordeyne – L. Villemin (eds.), Vatican II et la théologie: Perspectives pour le XXIe siècle, Paris 2006, 17-34.
52
Cf. R. Loonbeek – J. Mortiau, Un pionnier, Dom Lambert Beauduin (1873-1960): Liturgie et unité des chrétiens, 2 tomos, Louvain-la-Neuve 2001, en particular vol. 1, 907-909. Cf. también J. Mortiau – R. Loonbeek, Dom Lambert Beauduin: Visionnaire et précurseur (1873-1960); un moine au coeur libre, Paris 2005.
53
Cf. G. Dossetti, Per una “chiesa eucaristica”: Rilettura della portata dottrinale della Costituzione liturgica del Vaticano II; lezioni del 1965, G. Alberigo – G. Ruggieri (eds.), Bologna 2002, 41.
46
III La reforma litúrgica y el mensaje “político”del Vaticano II en la era de una cultura privatizada y libertaria
Lo ocurrido en la Iglesia en estos últimos años —particularmente con la nueva traducción del Misal, una versión inglesa latinizada impuesta en el 2011 en los países católicos de habla inglesa— señala claramente que para el Vaticano II y para el catolicismo moderno el sentido de la reforma litúrgica abarca mucho más que la revisión técnica de los libros litúrgicos y los rituales. Es justo decir que en estos últimos años los desafíos planteados por la reforma litúrgica obligaron a los teólogos/as a redescubrir el rol central de la Constitución litúrgica tanto para la historia y la teología del Vaticano II como para la historia del catolicismo posterior a aquel. La unidad litúrgica de la Iglesia ha sido dañada, pero como Iglesia, actualmente poseemos una mejor comprensión de la importancia de la reforma litúrgica para la catolicidad de la Iglesia. Ya hemos casi olvidado que la reforma litúrgica del Vaticano II es una de las reformas más importantes —si no las más importante de todas— en la historia del catolicismo moderno. Actualmente, a cincuenta años del Vaticano II, recién comenzamos a redescubrir el sentido teológico de esta reforma y de su potencial para el futuro de la Iglesia. En su entrevista con las revistas jesuitas (publicada en inglés por America el 19 de septiembre del 2013), el papa Francisco ha dejado muy en claro su visión de la reforma a aquellos católicos que todavía guardan dudas respecto a este punto: “El Vaticano II generó un movimiento de renovación que emana simplemente del mismo Evangelio. Recordad simplemente la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica ha servido a las personas como una relectura del Evangelio desde una situación histórica concreta”1. Comparadas con las decisiones de su predecesor, las palabras del papa Francisco expresan, entre otras cosas, un giro en la normativa litúrgica del Vaticano. A la luz de este cambio, es necesario volver a concentrarse en la reforma litúrgica con una perspectiva menos defensiva y más orientada hacia el futuro. Este ensayo se enfoca en la relación entre la reforma litúrgica del Vaticano II, su núcleo de ideas teológicas y la idea de “bien común” en la Iglesia católica contemporánea. Para exponer esta relación abordaré, primero, la relación entre el Vaticano II y la reforma litúrgica; segundo, la “cultura política” proclamada en el Vaticano II respecto de la idea de “bien común”; y, finalmente, las conexiones entre la eclesiología de la reforma litúrgica y la idea de “bien común”.
47
La reforma litúrgica como prueba de la recepción del Vaticano II Teólogos/as e historiadores/as han dado por supuesto unos pocos puntos de la reforma litúrgica: la larga historia del movimiento litúrgico anterior al Vaticano II; el hecho que el Vaticano II fue el primer concilio en la historia de la Iglesia en aprobar un documento doctrinal sobre liturgia; la irrebatible verdad según la cual “algo sucedió” para la liturgia en el Vaticano II; las conexiones entre la reforma litúrgica y la cuestión eclesiológica; el hecho insoslayable de que la reforma litúrgica del Vaticano II constituye la última gran reforma dentro de la Iglesia católica postridentina, después de la reforma de la disciplina de la Iglesia entre los siglos XVI y XVII. Por largo tiempo, teólogos e historiadores han tendido a olvidar las relaciones estrechas entre el debate litúrgico durante el Vaticano II, la reforma de la liturgia, los esfuerzos de aggiornamento y la reactualización y reforma de la Iglesia católica. Pero, sobre todo, algunas interpretaciones de los documentos del Vaticano II ignoran el hecho subrayado por O’Malley de que el Vaticano II posee una profunda coherencia interna2. El a veces autorreferente debate sobre el Vaticano II esquivó y escondió la significación profunda de Sacrosanctum concilium. Las conexiones entre la liturgia y el Vaticano II, este último entendido no como una colección de documentos sino como una realidad coherente, deben ser puestas a la luz si deseamos comprender el impacto del Concilio sobre el catolicismo global3. Resulta claro, pues, que la recepción de la reforma litúrgica constituye una prueba importantísima para la recepción del Vaticano II, particularmente la de su eclesiología. La recepción de Sacrosanctum concilium comprende la recepción de la eclesiología de la Constitución litúrgica y sus consecuencias eclesiológicas; inversamente, el rechazo de Sacrosanctum concilium equivale a un rechazo doble, tanto de la Constitución litúrgica como de sus consecuencias eclesiológicas. El caso de los lefebvristas es particularmente significativo en este aspecto. La reforma litúrgica siempre ha sido vista por la Sociedad de San Pío X —coherentemente según su perspectiva— no como un problema en sí mismo, sino como el puente hacia el Vaticano II y las “discontinuidades” que la comunidad cismática ultratradicionalista siempre ha rechazado: la visión de la Iglesia y particularmente la Iglesia y el ecumenismo, la Iglesia y los judíos, y el diálogo interreligioso. Ahora bien, es evidente para todos que el hecho de dividir a la Iglesia católica entre “conservadores” y “liberales” representa una manera poco académica de entender la situación eclesial. Estas etiquetas derivadas de la tradición del lenguaje político han perdido parte de su significado incluso en el ámbito de la política. Pero es indudable que, en cuanto divisiones eclesiológicas, las divisiones que se han evidenciado en torno a la reforma litúrgica derivan de “culturas” diferentes en la Iglesia vinculadas, a su vez, a las “ideas políticas” —por hablar en términos generales— de algunos grupos católicos. La reforma litúrgica aborda cuestiones sobre la vida de la Iglesia que poseen elementos 48
políticos e institucionales, tales como el asunto de la centralización y descentralización de la Iglesia, el rol del clero y de la jerarquía, la relación entre Iglesia y mundo, y la comprensión de la historia en su relación con la teología.
El Vaticano II y el bien común Tanto en sus documentos como en su carácter de acontecimiento, el Vaticano II constituye la expresión de un conjunto de “ideas” y de “culturas” católicas en un determinado momento de la historia de la Iglesia, incluyendo ideas y culturas de carácter político. El Vaticano II no envió un mensaje políticamente partidista; hubiera sido imposible en una asamblea de más de 2.500 obispos de los cinco continentes. Sin embargo, existen ideas típicas de la cultura del Vaticano II que muestran cómo el Concilio ecuménico percibe la situación del mundo y de la sociedad, y el rol de la política4. El Vaticano II se llevó a cabo después de la Segunda Guerra Mundial. Las discontinuidades del Concilio —presentes en la relación de la Iglesia con la cultura democrática, en la apreciación de las libertades modernas rechazadas por el Syllabus de Pío IX en 1864, en la colegialidad y corresponsabilidad, en el compromiso con el ecumenismo y el diálogo interreligioso, etc.— tuvieron un impacto político. Al mismo tiempo, estas discontinuidades subrayan el “núcleo constitucional” inmanente al Concilio5. Es evidente, por lo tanto, que los cambios introducidos por el Vaticano II hicieron época impactando más allá de la vida interna de la Iglesia. Estos establecieron a la Iglesia católica como una comunidad en el seno del mundo moderno donde también es reconocida como un agente político-cultural, considerado como parte integral para su identidad propia. En los albores de un mundo globalizado el Concilio Vaticano II hizo de la Iglesia católica una ciudadana global que percibía al mundo y a la modernidad de modo diferente: la Iglesia ya no pretendía dominar al mundo sino servirlo. Para la Iglesia católica, el Vaticano II representa algo parecido a una “garantía de ciudadanía” en el actual mundo globalizado. Esta “garantía” ha sido identificada por la opinión pública con el rechazo definitivo del antijudaísmo y del antisemitismo entendidos como elementos de una cultura política premoderna y antidemocrática, y con otros aspectos específicos de la ruptura de la Iglesia católica con el “extenso siglo XIX”: la libertad religiosa y la libertad de conciencia, el ecumenismo, el diálogo interreligioso, la colegialidad y corresponsabilidad en el gobierno de la Iglesia. No es azaroso que estos elementos constitutivos para la “recepción política” del Concilio sean exactamente los mismos que fueron rechazados por los lefebvristas como las herejías del Vaticano II, un Concilio cuya puerta de acceso es la reforma litúrgica. Estos cambios de posición de la Iglesia en el mundo globalizado tienen mucho que ver con la comprensión católica del “bien común”. Por largo tiempo, especialmente durante lo que John W. O’Malley ha llamado el “extenso siglo XIX”6, el magisterio 49
católico solo reconoció a la Iglesia católica y, particularmente a su magisterio, la capacidad de definir, supervisar y dirigir el bien común. Fundamentó esta afirmación acusando directamente a la “política” como sucesora ilegítima en la administración del bien común7. Hasta el siglo XX, en el vasto mundo más allá de los Estados Unidos de América, la relación entre el magisterio y la “cuestión política” arrastraba una larga historia. Tras la conmoción de las revoluciones de los siglos XVIII y mediados del XIX la política pasó a ser vista como el resultado del divorcio por parte del mundo moderno de la guía moral de la única Iglesia verdadera. Dado que la jerarquía no podía rebajarse a implicarse directamente en un ámbito político cuya legitimidad desconocía, a los políticos católicos solo les fue permitido mantener lazos con el mundo moderno como consecuencia de una necesidad práctica. Solo durante el Vaticano II cambia este escenario con el reconocimiento que la modernidad “existe” y que los católicos viven tanto en la Iglesia como en sociedad, en una comunidad política que recientemente se había hecho democrática, uno de los “signos de los tiempos” que la Iglesia debió afrontar. Un llamado fundamental a la unidad —una unidad ecuménica e interreligiosa— inspiraba al Vaticano II; los padres y teólogos conciliares vieron en la modernidad una oportunidad para avanzar hacia dicha unidad y en la Iglesia a uno de sus promotores: “La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia” (GS 42)8. El cambio no giró simplemente de un rechazo hacia un reconocimiento de la legitimidad del ámbito secular. También constituyó un giro que incluía nuevos valores e ideas como parte de la tradición católica. Uno de los elementos más relevantes pero también más olvidados o a veces ignorados —particularmente en el Zeitgeist actual— del Vaticano II, es que durante este último la Iglesia católica elaboró un conjunto de principios que los católicos debían encarnar en la arena pública; una arena pública que podría llamarse “democracia social”: una democracia cuya meta no es procesual sino que debe ser evaluada según su capacidad para cumplir con las exigencias de la dignidad humana que la Iglesia proclama en estrecha conexión con la “naturaleza social” de la persona humana (DH 3). La “cultura política del Vaticano II”, o la perspectiva del Vaticano II sobre la comprensión católica de la relación entre la persona humana individual y la realidad político-social, no solo se basa en la experiencia reciente de los partidos demócratacristianos en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y la doctrina social de la Iglesia católica, sino también en el pensamiento de antiguos abogados canonistas de comienzos del segundo milenio9. El hecho de que el mensaje político y social del Vaticano II al mundo esté contenido entre su primer y último documento demuestra que la tradición de la doctrina social de la Iglesia ha sido una tradición fluctuante. El discurso inaugural de Juan XXIII, Gaudet Mater Ecclesia (11 de octubre de 1962) y el “Mensaje al Mundo” aprobado por los padres conciliares (20 de octubre de 1962) abordaba dos cuestiones urgentes para el 50
mundo a las que la Iglesia se mostraba particularmente sensible: la paz y la justicia social10. En momentos en que el Concilio llegaba a su fin, la expresión “bien común” es empleada treinta veces en el último documento en ser aprobado, a saber, la Constitución pastoral Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965). De estas treinta, dieciocho se encuentran en el cuarto capítulo sobre la vida de la comunidad política y en el capítulo quinto sobre la comunidad de las naciones.
La reforma litúrgica y el bien común Se necesitaría un texto aparte para analizar las raíces de la idea de “justicia social” y “bien común” en los documentos del Vaticano II. Pero desde un inicio, resulta claro que los documentos del Vaticano II no realizan una conexión explícita y directa entre la reforma litúrgica y el mensaje social del Concilio. No hay relación entre el primer documento del Vaticano II, Sacrosanctum concilium y el último documento, Gaudium et spes, ni tampoco con los demás documentos (por ejemplo, la Declaración sobre libertad religiosa, Dignitatis humanae) que representan un ostensible cambio en la enseñanza social católica. En otras palabras, pareciera que en el Vaticano II el debate litúrgico hubiera tenido lugar demasiado pronto (1962-1963), antes de que el Concilio tornara su atención hacia los asuntos ad extra (1964-1965). Los debates en el aula conciliar y los concretados en las comisiones del Vaticano II entre 1964 y 1965 nunca intentaron incorporar realmente la reforma litúrgica al marco de la nueva posición de la Iglesia católica respecto de temas sociales y políticos. En mi libro, True Reform, me concentro tanto en la recepción como en la falta de recepción de la Constitución litúrgica por parte del resto del Vaticano II. Esta es ciertamente una de las limitaciones del Concilio que deriva de la periodización del Vaticano II (el Vaticano II de 1963 es algo distinto al Vaticano II de 1965)11. Pero es posible que el silencio del Concilio respecto de la conexión entre la liturgia y la doctrina social católica no se deba solamente a una falta de entendimiento o a un entendimiento demasiado prematuro del asunto, sino también a la consciencia de la naturaleza problemática y a veces controvertida de la relación entre el movimiento litúrgico y la cultura social y política de la Iglesia antes del Vaticano II. La historia del movimiento litúrgico en el siglo XIX y comienzos del XX a menudo mostró los rasgos de un catolicismo cuya meta era la reconstrucción de una “sociedad católica” forjada por culturas sociales y políticas de carácter intransigentes y antimodernas al igual que la “politización del culto católico” frente a las “religiones políticas” del período comprendido entre la Primera y la Segunda Guerras Mundiales12. Llegado el tiempo del Vaticano II, se había hecho imposible utilizar algunos elementos del movimiento litúrgico de la era preconciliar. Por ejemplo, se sabía que en la Alemania de la década de 1930 el movimiento litúrgico había formado parte del llamado a una renovada comunidad nacional (Volksgemeinschaft), que también había impactado 51
poderosamente en los católicos y que llegó a formar parte del encanto por el totalitarismo nazi13. El examen de esta historia nos ayuda a desmenuzar la narrativa sobre el Vaticano II como cautivo de un choque entre conservadores —en oposición a la reforma litúrgica y al liberalismo político— versus los católicos progresistas-liberales, que hallaron en la reforma litúrgica la expresión de sus puntos de vista tanto teológicos como políticos. La historia retrata un complicado mapa de las grietas del reformismo litúrgico y las ideologías políticas en el catolicismo del siglo XX. Desde el Vaticano II, muchos católicos especialmente en Estados Unidos se han habituado a pensar en la reforma como signo de una renovada conciencia de la dimensión social de la fe y a asumir que esta conciencia naturalmente arrastra consecuencias políticas de carácter “progresista”. Tal no es necesariamente el caso. El abad Hildefons Herwegen en Maria Laach promovía un catolicismo reaccionario. Maria Laach, que se había convertido en un centro para el movimiento litúrgico desde que el abad Herwegen invitara a este último a asentarse en su abadía, dio pie a expresiones políticas más inquietantes. En su discurso de bienvenida a los asistentes de una conferencia especial de la Asociación de Académicos Católicos concertada en Maria Laach el día después de firmar el Concordato de 1933, el abad Herwegen proclamó su frecuentemente citada Declaración: “En el ámbito religioso de los últimos veinte años, el llamado ‘movimiento litúrgico’ ha actuado como contrapeso frente al cada vez más desatado y lunático individualismo, contrapeso que en el ámbito político [actual] es representado por el fascismo”14. Entre el movimiento litúrgico europeo anterior a la Segunda Guerra y la cultura política de carácter fascista existió un paralelo directo, pues uno de los objetivos centrales del movimiento litúrgico fue la restauración de un sentido comunal y corporativo de la Iglesia católica entendida como Cuerpo de Cristo. Para el movimiento litúrgico, con casi una generación de antigüedad en la Alemania de los 30, esto significaba una relación especial con el régimen nazi. Los casos de Dom Lambert Beauduin y Virgil Michel, por otra parte, son bastante diferentes. Para Beauduin, la teología ecuménica desde un comienzo formó parte integral de su movimiento ecuménico, diferente de los llamados al “regreso” de los no católicos a Roma, pese a que tal aspiración ecuménica estaba todavía abarcada por una eclesiología del “cuerpo místico”15. El trabajo de Virgil Michel en el movimiento litúrgico se hizo parte de su compromiso ecuménico, especialmente durante los últimos años de su vida, entre 1936 y 193816. Esto indica que la relación entre el movimiento litúrgico y las culturas políticas dista de ser sencilla. Algunas suposiciones incorrectas sobre el obvio y natural carácter “progresista” o “liberal” de algunas ideas teológicas lo siguen distorsionando. Un segundo hecho a recordar es que el movimiento litúrgico en el Concilio Vaticano II se diferenció del de las generaciones anteriores. ¿Por qué? Por estar en contacto con el Vaticano II tanto en las ideas expresadas en los documentos como en su calidad de evento, como por ser posterior a la Segunda Guerra Mundial y adherir a la nueva conciencia sobre las limitaciones y efectos de la doctrina social de la Iglesia basada en la idea de Pío XI sobre 52
el “reino social de Cristo”. En otras palabras, me parece que, si deseamos entender el “mensaje social” de la reforma litúrgica conciliar, debemos prestar atención a las diferencias entre los varios períodos del movimiento litúrgico en el siglo XX y, en especial, a las diferencias entre las ideas del movimiento litúrgico anterior al Vaticano II y las ideas expresadas por la reforma litúrgica del Vaticano II, hasta ahora demasiado a menudo concebidas como inseparables. La Constitución litúrgica del Vaticano II contiene elementos relacionados con ideas del movimiento litúrgico de los períodos anteriores al Concilio y a la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, la afirmación en la introducción a Sacrosanctum concilium según la cual la Iglesia es un “signo elevado entre las naciones” (SC 2) demuestra su conciencia del carácter “público-político” de la liturgia. Aunque la Constitución no menciona la “cultura política” del Concilio, desarrolla un discurso sobre la Eucaristía para la Iglesia que vive en la tierra. La razón de la ausencia en Sacrosanctum concilium de un lenguaje políticamente “militante” se debe principalmente a que “la Constitución litúrgica procede de una sociedad fuertemente marcada por una cultura eclesial y cristiana”17. Este Kulturoptimismus perteneciente a la fase temprana del Vaticano II, que incluía la Constitución que preparaba la reforma litúrgica, constituye un elemento esencial que debe ser considerado si deseamos enmarcar correctamente el debate sobre la liturgia, el Vaticano II y su cultura política. Pero existían otros elementos de la teología del Vaticano II y de varios movimientos teológicos que permeaban las ideas base de la reforma litúrgica. La relación entre revelación, tradición e historia, y la idea de la Iglesia católica como comunión orientada a la unión ecuménica con otras Iglesias y con la comunidad humana, posee significación política por partir de una aceptación de las ideas básicas de los movimientos bíblicos, patrísticos, litúrgicos y ecuménicos que alimentaron al Vaticano II, y por aceptar el hecho histórico como una “fuente teológica” en la idea de la liturgia como “fuente y cumbre” de la vida de la Iglesia18. Esto quiere decir que, modificando la postura del movimiento litúrgico preconciliar, el Vaticano II planteó algo nuevo, que también pertenece al escenario más global de la relación entre “religión organizada” y la política de los últimos cincuenta años. El nexo entre la política como “idea de la polis”, por una parte, y la liturgia como “acción del pueblo”, por otra, no solo se aplica a las teologías de la liberación o a la revolución, ni tampoco solamente al Islam político; se aplica también al catolicismo, que no constituye una religión políticamente neutra. El Vaticano II amparaba una “cultura política”, una visión del mundo moderno expresada por muchos documentos ad extra (los documentos sobre ecumenismo, libertad religiosa, religiones no cristianas y la Constitución pastoral). Pero últimamente esta cultura religiosa vinculada al anhelo por un rapprochement — aproximación, reconciliación— fue también expresada por los documentos ad intra (sobre la Iglesia y sobre la revelación) y sobre todo por la Constitución litúrgica, en especial por su eclesiología. Ya en 1962 y 1963 el Vaticano II se distancia radicalmente en este punto —si bien de 53
un modo tácito y desdramatizado— de las tradiciones que anteriormente habían ejercido una “politización del movimiento litúrgico”. El Vaticano II se resiste a la tentación de usar ideológicamente al catolicismo como una “religión civil”, esto es, como un credo que cimenta la cohesión sociopolítica de un pueblo en torno a ciertas creencias, valores, ritos, independientemente de la religión profesada por los individuos y las comunidades19. Mientras que el debilitamiento del tejido social de la Iglesia europea ha llevado a algunos a concebir la religión civil como el remedio que se apropiaría del catolicismo para hacerlo servir a la identificación entre religión y nación, la eclesiología litúrgica surgida con la reforma lanzada por el Vaticano II se opone radicalmente a dicha posibilidad. La idea de una religión civil queda así erradicada de la visión de la liturgia que la Iglesia católica presentó en el Vaticano II. Las ideas básicas de la reforma litúrgica conciliar están muy relacionadas a la comprensión de la Iglesia del Vaticano II resumida por Georges Dejaifve en cinco características: la distinción entre Iglesia y reino, la idea de comunión, el aspecto sacramental, la catolicidad y su carácter político20. La eclesiología del Vaticano II no es antipolítica, pero coloca la naturaleza política del catolicismo en tensión con el valor de la comunión, la distinción entre reino e Iglesia y una catolicidad con un carácter profundamente antinacionalista. La reforma litúrgica del Vaticano II se basa en algunas intuiciones teológicas y culturales confirmadas por el movimiento para la reforma de la Iglesia católica en el sentido ecuménico de rapprochement, posibilitado por una conversión al ressourcement, las fuentes de la Iglesia y la reflexión teológica y espiritual de los teólogos antiguos. La enseñanza de John W. O’Malley sobre el “estilo del Vaticano II” entendido como “valor expresivo” es de gran importancia para entender la relación entre la liturgia y la política en el Vaticano II21. El comienzo de la Constitución litúrgica de hecho establece la pragmática del Vaticano II, no mediante una descripción teorética de la liturgia, sino a través de una narrativa sobre la relación entre Dios y su pueblo que ofrece un matiz distintivo de lo “católico” entendido como “universal”, y presenta a Cristo y a la Eucaristía como el centro de gravedad en un claro retorno a la idea patrística de la Eucaristía como sacramentum unitatis22. Antes que a una purificación meramente estética de la liturgia, Sacrosanctum concilium aspira a un reenfoque en la Eucaristía y en la liturgia dentro de la Iglesia con consecuencias claras para la autocomprensión de la comunidad creyente en el tiempo y en el espacio. Este reenfoque en la liturgia eucarística incide sobre la manera en que los cristianos perciben la polis como una comunidad donde encarnar, proclamar y vivir el Evangelio mediante la plegaria y la liturgia. La liturgia reformada por el Concilio expresa una clara visión de la Iglesia y su cosmovisión: Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia (SC 1).
54
No es casual que la Constitución litúrgica fuera el primer documento en ser debatido y aprobado por el Concilio tras el “Mensaje al Mundo”, el que expresaba la determinación del Concilio por servir de consuelo a las ansiedades que plagan a la humanidad presente. El compromiso por un rapprochement universal comprende a la Constitución litúrgica en su totalidad, de suerte que el Capítulo V sobre el año litúrgico alienta la narrativa de la reconciliación a través de la voluntad salvífica de Dios sin excluir ninguna categoría de humanidad ni parte alguna del mundo23. En este sentido, la Constitución litúrgica constituye un acto de recepción de dos ideas mayores presentes en el plan de Juan XXIII para su pontificado y para el Concilio ecuménico: paz y unidad24. Por consiguiente, la vida litúrgica de la Iglesia posee un cariz político que no se desentiende de la polis: Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es “sacramento de unidad”, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual (SC 26).
La preferencia en favor de una celebración comunitaria (SC 27) arraiga en un entendimiento de la Iglesia como comunión y como pueblo de Dios que descarta una eclesiología puramente jerárquica. La reforma litúrgica y el Concilio están inextricablemente vinculados porque todos los principales fermentos teológicos del Vaticano II han dejado huella en la Constitución litúrgica: el redescubrimiento de la Palabra de Dios, la eclesiología, el ecumenismo, la relación con los judíos, la Iglesia y el mundo moderno. Juntos con la renovación preconciliar de la teología pastoral, el movimiento litúrgico fue capaz de despertar en el Concilio la necesidad de desarrollar nuevos instrumentos que pudieran mostrar los lazos de las realidades seculares con la plegaria litúrgica. Considérese la recuperación de la plegaria de los fieles: “Orar por las necesidades reales de la Iglesia y el mundo es mostrar que se está íntimamente concernido por las realidades políticas, que la palabra y lo sacramental apuntan a la salvación del mundo en el que vivimos”25. Pero es evidente que una genuina inculturación de la liturgia resulta fundamental para la reconciliación entre todos los cristianos y de los cristianos con los hombres y mujeres de nuestro tiempo; más problemática resulta la relación entre liturgia y bien común. Esto no solo obedece a los efectos de la reforma litúrgica. Si es verdad que la liturgia es por definición un acto público, la “rehabilitación” de la idea de cambio por parte de la Constitución litúrgica también debería repercutir en la polis donde la liturgia es celebrada. En este sentido, la reforma litúrgica es un fenómeno concreto que influye profundamente tanto en el cristianismo como en la sociedad. La transición del cristianismo antiguo a la Iglesia imperial y desde allí hasta las “Iglesias nacionales” tras la Reforma y la Paz de Westfalia en 1648, parecía destinada — al menos en los 60— a abrir camino a una “Iglesia mundial” decididamente postConstantina. Hoy, la imagen parece estar más fragmentada: si el Concilio había 55
anticipado el éxito de una cultura democrática y participativa en el mundo por venir26, hoy la cultura de la antipolítica pareciera debilitar algunos aspectos entre la liturgia y la polis, en una sociedad posmoderna donde la idea y la experiencia misma de “participación” —incluyendo la de la participación litúrgica— se halla en profunda crisis27. Las formas de celebración litúrgica no son “indiferentes” al mundo en el que vive la Iglesia contemporánea. Como muestran las reacciones al cisma de Lefebvre, quien se rehusó a reconocer el Vaticano II, es evidente que existe un vínculo directo entre las formas de la liturgia, la cosmovisión y la referencia a la cultura teológica, incluso para los observadores aparentemente más distantes del mundo de la Iglesia (iglesias no católicas, comunidades judías, observadores políticos e intelectuales públicos)28. El contenido teológico de la Constitución litúrgica (en especial SC 5, 6, y 8) mantiene conexiones intertextuales con otros documentos conciliares (Dei Verbum, Nostra aetate) que resultan cruciales para un balance teológico cabal del Vaticano II. Gracias al Concilio la celebración litúrgica conquistó una nueva centralidad en la proclamación del Evangelio en el mundo. Una lectura fidedigna de Sacrosanctum concilium no solo constituye un prerrequisito para cualquier discusión sobre liturgia y política, sino que también es la primera vacuna contra cualquier tentación por abusar de la religión como instrumentum regni. Esto es especialmente urgente hoy al despuntar el siglo XXI, cuando el catolicismo romano para algunos parece ser una opción ideológica y geopolítica antes que un testimonio del llamado del Evangelio a la unidad entre cristianos y cristianas y de los cristianos con toda la humanidad.
La reforma litúrgica y la política de los católicos de hoy Casi treinta años atrás, el difunto Kevin Seasoltz, OSB, escribió sobre la conexión entre liturgia, justicia y el bien común: Cualquier obra para la unidad de la Iglesia que soslaye las necesidades del mundo no se halla en la tradición de Jesús. La función de la Eucaristía es la de mediar por la unidad de la Iglesia y la unidad de la humanidad. No solo construye la Iglesia, sino que le brinda una tarea misionera que incluye la responsabilidad ética de asumir acciones liberadoras para la justicia en el mundo. La Eucaristía nos enraíza en la vida justa de Jesús; también nos lanza al futuro donde seremos uno no solamente con él, sino con los demás 29.
La cultura política de los católicos debe redescubrir esta “responsabilidad ética de asumir acciones liberadoras para la justicia en el mundo”. La elección del papa Francisco es un signo de este redescubrimiento. Sin embargo, la idea misma de reforma en teología —y especialmente en la teología relacionada con asuntos sociales y políticos— puede ser particularmente esquiva30. La conexión entre la reforma litúrgica del Vaticano II y las ideas del Concilio sobre el bien común, la sociedad y la política, ha sido escasamente 56
estudiada, así como las diferencias entre el movimiento litúrgico previo a la Segunda Guerra Mundial, el movimiento litúrgico en el Vaticano II y la cultura sociopolítica en la que la reforma litúrgica fue recibida en el período posterior al Vaticano II31. Sin embargo, me parece claro que la reforma litúrgica del Vaticano II —por cómo se desarrolló en los debates y en el contexto de los otros documentos del Concilio— tiene una idea distintiva del “bien común” que deriva de unas renovadas ideas sobre la relación entre la Iglesia y el mundo —la Iglesia en el mundo moderno, como dice Gaudium et spes—, que corresponde a una idea eclesiológica. Se trata de una idea del bien común muy diferente del sueño por restaurar el sentido comunal y corporativo de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. La reforma litúrgica es parte de la Iglesia católica que ya no calza con la descripción de Mystici corporis, o solo con Lumen gentium, también debido a Gaudium et spes y al contexto del Vaticano II como primer Concilio de una Iglesia católica verdaderamente global. Esto significa que existe una conexión entre la recepción de la reforma litúrgica y la de la “cultura sociopolítica”, y de la idea de “bien común” expresada por el Vaticano II en sus documentos eclesiológicos: la gama de oposiciones al Vaticano II —tanto cismáticas como no cismáticas— es clara evidencia de ello. Así todo, necesitamos dar un paso más para poder entender la relación entre reforma litúrgica, el Vaticano II y el bien común. Me parece que, en algunos casos, por ejemplo, el de los lefebvristas, el rechazo del “bien común” es parte de una falta de mayor recepción del Vaticano II, pero en otros el rechazo —o la transformación radical— de la idea de un “bien común” está llevando algunos sectores de la teología católica a un tácito y silencioso rechazo del mensaje socio-político ad extra del Vaticano II32. Este fenómeno presenta uno de los puntos críticos para la supervivencia del Vaticano II en el catolicismo americano, esto es, en una cultura que ha sido testigo de muchos cambios, como son: (1) el auge de una cultura libertaria y privatizada (fruto del triunfo sobre el comunismo) que es indiferente a la idea de un “bien común”; (2) la creciente marginalización del proceso político de las porciones más numerosas de la población; (3) el concomitante “big sort” —o agrupamiento de americanos que piensan parecido— en la sociedad americana, al igual que en el catolicismo americano (fenómeno también conocido bajo el neologismo de homofilia o “amor hacia lo semejante”); (4) la marginalización de los estudios teológicos dentro de la educación superior católica americana como marginalización de una disciplina intelectual particularmente dedicada al estudio de las relaciones de poder tanto dentro de la Iglesia como del poder social y político.
Conclusión Es muy importante recordar los orígenes del movimiento litúrgico y el hecho de que los defensores tempranos de la renovación litúrgica en las décadas de 1920 y de 1930 fueron vehementes defensores de la conexión entre liturgia y justicia social33. Pero debemos 57
también estar advertidos de las diferencias entre el movimiento litúrgico previo a la Segunda Guerra Mundial y el movimiento litúrgico en el Vaticano II: la crítica al silencio de Sacrosanctum concilium sobre la justicia social también puede ser injusta, pues la Constitución litúrgica debe ser leída a la luz de otros documentos del Vaticano II y de lo que fue el Vaticano II (por ejemplo, el “Mensaje al mundo” de octubre de 1962 y el “Pacto de las catacumbas” en favor de una Iglesia pobre, firmado por cuarenta obispos el 16 de noviembre de 1965 en la catacumba de Santa Domitila). Desde un punto de vista teológico, las ideas sobre la “sociedad” prevalentes en el movimiento litúrgico anterior al Vaticano II difícilmente podrían ser utilizadas hoy ya que carecen por completo del contexto eclesiológico propio del Vaticano II, que otorga un matiz distinto a la idea de la liturgia y su “cultura social”. Debemos restablecer el lazo entre la reforma litúrgica y la justicia social34, pero esto solo es viable en el contexto de una teología que no ignora al Vaticano II. Dejando de lado el Vaticano II, una opción resultante es una visión restauracionista preconciliar del lazo entre reforma litúrgica y justicia social que ofrece una visión más comunitaria y radical del catolicismo representado, por ejemplo, por Dorothy Day y otros movimientos sociales radicales dentro de la Iglesia católica35. Esta opción llevaría al catolicismo de regreso a lo que Garry Wills recientemente ha denominado como “el movimiento de los separados [Detachment movement] que hubo en Minnesota alrededor de la Segunda Guerra Mundial” y que tuvo cuatro hebras principales: neo medievalismo, ruralismo, trabajadores católicos y liturgia36. Sin embargo, otra opción que considero más cercana a la intención y mentalidad de los obispos y teólogos del Vaticano II es una lectura de la reforma litúrgica y su mensaje social en el contexto de un “catolicismo público” que no aboga por una huida de las formas establecidas de presencia de la Iglesia y del catolicismo en el debate social y político37. De algún modo, en la teología católica actual —especialmente en Estados Unidos— todavía estamos enfrentando la alternativa entre “sacramentales radicales”, por una parte, inclinados a una cultura alternativa y a una estrategia de separación y, por otra parte, a la idea de una “acción social católica” o las ideas sociales de los “católicos del Nuevo trato” —New Deal Catholics38. Este asunto se encuentra en el corazón del futuro de la cara pública del catolicismo con enormes repercusiones para la esencia misma del catolicismo. Las recientes “guerras litúrgicas”39 expresan y forman parte de este dilema.
Notas: 1
Papa Francisco, A Big Heart Open to God: A Conversation with Pope Francis, Entrevistado por Antonio Spadaro, New York 2013, 43.
2
Para una cabal apreciación del carácter intertextual de los asuntos en el Vaticano II, cf. J. W. O’Malley, ¿Qué
58
pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 414-418. 3
Cf. M. Faggioli, True Reform: Liturgy and Ecclesiology en Sacrosanctum concilium, Collegeville, MN 2012.
4
Para una comparación con el Concilio de Trento, cf. P. Prodi – W. Reinhard (eds.), Il concilio di Trento e il moderno, Bologna 1996.
5
Para la idea del Vaticano II como semejante a una constitución cf. P. Hünermann, “Der Text: Werden – Gestalt – Bedeutung. Eine Hermeneutische Reflexion”, en H.-J. Hilberath – P. Hünermann (eds.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, Freiburg i.Br. 2004-2005, vol. 5, 5-101, especialmente 11-17 y 85-87.
6
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 81.
7
Cf. los resultados de la investigación de D. Menozzi, especialmente, Chiesa e diritti umani. Legge naturale e modernità politica dalla Rivoluzione francese ai nostri giorni, Bologna 2012.
8
Las traducciones de los documentos del Vaticano II han sido tomados del sitio web del Vaticano.
9
Sobre lo anterior cf. B. Tierney, The Idea of Natural Rights: Studies on Natural Rights, Natural Law, and Church Law, 1150-1625, Grand Rapids, MI 1997; K. Pennington, The Prince and the Law, 1200-1600: Sovereignity and Rights in the Western Legal Tradition, Berkeley 1993.
10
Cf. A. Riccardi, en G. Alberigo – J. Komonchak (eds.), History of Vatican II, vol. 2, The Formation of the Council’s Identity: First Period and Intersession October 1962-October 1965, Maryknoll, NY 1997, 53-54.
11
Cf. M. Faggioli, True Reform.
12
Cf. M. Paiano, Liturgia e società nel Novecento. Percorsi del movimento liturgico di fronte ai processi di secolarizzazione, Roma 2000, 32-147. Cf. también E. Gentile, Politics as Religion, Princeton, NJ 2006 y The Sacralization of Politics in Fascist Italy, Cambridge, MA 1996.
13
Cf. M. Hollerich, “Catholic Anti-Liberalism in Weimar: Political Theology and Its Critics”, en L. V. Kaplan – R. Koschar (eds.), The Weimar Moment: Liberalism, Political Theology, and Law, Lanham, MD 2012, 17-46.
14
Citado en K. Breuning, Die Vision des Reiches. Deutscher Katholizismus zwischen Demokratie und Diktatur 1919-1934, Munich 1969, 209. Sobre Herwegen, cf. H. Rink, “Ildefons Herwegen”, en R. Morsey (ed.), Zeitgeschichte in Lebensbildern, Mainz 1975, 2, 64-74.
15
Cf. J. Mortiau – R. Lonbeek, Dom Lambert Beauduin visionnaire et précurseur (1873-1960), Paris 2005, 145156; para la versión completa del libro cf. J. Mortiau – R. Lonbeek, Un pionnier. Dom Lambert Beauduin. Liturgie et unité des chrétiens, Louvain-la-Neuve – Chevetogne 2001, 645-712.
16
Cf. J. Hall, The Full Stature of Christ: The Ecclesiology of Virgil Michel, OSB, Collegeville, MN 1976, 15464.
17
B. Kranemann, “Liturgie in pluraler Gesellschaft”, Theologie und Glaube 102 (2012) 541.
18
Cf. A. Grillo, La nascita della liturgia nel XX secolo, Assisi 2003, 123-52.
19
Cf. R. Bellah, “Civil Religion in America”, Journal of the American Academy of Arts and Sciences 96 (1967) 121.
20
Cf. G. Dejaifve, “L’ecclesiologia del concilio Vaticano II”, en L’ecclesiologia dal Vaticano I al Vaticano II, Brescia 1973, 87-98.
21
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 409-411.
22
Cf. D. Gianotti, I Padri della chiesa al concilio. La teologia patristica nella Lumen gentium, Bologna 2010, 399.
23
Cf. G. Dossetti, Per una “chiesa eucaristica.” Rilettura della portata dottrinale della Costituzione liturgica del Vaticano II. Lezioni del 1965, Bologna 2002, 49.
24
Sobre lo anterior cf. M. Faggioli, John XXIII: The Medicine of Mercy, Collegeville, MN 2014, 110-12.
59
25
J Gelineau, “Celebrating the Paschal Liberation”, en H. Schmidt – D. Power (eds.), Politics and Liturgy, New York 1974, 107-119, 110.
26
Para la relación entre el Vaticano II y la democratización del mundo no occidental cf. S. Huntington, The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, Norman 1991.
27
Cf. J. Daniélou, L’oraison comme probléme politique, Paris 1965, 23-30.
28
Cf. M. Faggioli, “Il Vaticano II come ‘Costituzione’ e la ‘recezione politica’ del Concilio”, Rassegna di Teologia 50 (2009) 107-122.
29
R. K. Seasoltz, “Justice and the Eucharist”, Worship 58 (1984) 525.
30
Cf. la analogía con las diferentes culturas del “progresismo democrático”: “por una parte, un fuerte liberalismo estatal y por otra, comunitarismo”, M. T. Edwards, The Right of the Protestant Left: God’s Totalitarianism, New York 2012, 23.
31
Sobre la “sociedad de clase media norteamericana” —“North American middle-class society”—, cf. B. Morrill, “The Promise and Challenges in the Renewal of the Eucharistic Liturgy”, en Id., Anamnesis as Dangerous Memory: Political and Liturgical Theology in Dialogue, Collegeville, MN 2000, 5-18, especialmente 16.
32
Cf. M. Faggioli, “Cardinal Bernardin’s ‘Catholic Common Ground’ Initiative: Can It Survive Current Political Cultures?” (Fourteenth Annual Cardinal Bernardin Lecture, University of South Carolina, October 7, 2013, publicado como “A View from Abroad: The Shrinking Common Ground in the American Church”, America (February 24, 2014) 20-23.
33 Cf.
R. Ferrone, “Liturgy and Social Justice: Fresh Challenges for Today in Virgil Michel’s Legacy”, charla en la abadía de Saint John en Collegeville, Minnesota, 7 de abril de 2013.
34
Cf. M. M. Kelleher, “Liturgy and Social Transformation: Exploring the Relationship”, US Catholic Historian 16 (1998) 58-70.
35
Para la “cultura social” del movimiento litúrgico previo al Vaticano II y anterior a la Segunda Guerra Mundial (agrarianismo, antiecumenismo) en los Estados Unidos, cf. V. Michel, The Social Question: Essays on Capitalism and Christianity, Collegeville, MN 1987.
36
Cf. G. Wills, “Relicts of a Catholic Renaissance”, New York Review of Books (October 10, 2013) 37-38 (reseña de Suitable Accommodation: An Autobiographical Story of Family Life; The Letters of J. Powers, 1942-1943, K. A. Powers (ed.), [New York 2013]). El contacto con Virgil Michel condujo a los miembros de este movimiento —Detachment movement— “a seguir un ideal monástico en la vida matrimonial”. Wills enfatiza también el impacto de Virgil Michel en el senador de Minnesota Eugene McCarthy (1916-2005).
37
Cf. M. Searle (ed.), Liturgy and Social Justice, Collegeville, MN 1980.
38
Cf. M. M. Kelleher, “Liturgy and Social Transformation”, 65.
39
Cf. K. Irwin, “Critiquing Recent Liturgical Critics”, Worship 74 (2000) 2-19.
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TERCERA PARTE
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IV El Vaticano II y la Iglesia de los márgenes
Nostalgia y legado del Vaticano El 22 de octubre de 1965, cuando el Vaticano II entraba en sus semanas finales, Yves Congar recibió un llamado telefónico del decano de la Facultad de Teología de Friburgo (Suiza) informándole que la Facultad había decidido, por unanimidad, concederle un doctorado honoris causa. Congar no se dejó convencer por la invitación, tal como anotó en su diario del Concilio: Respondí que me sentía muy honrado… etc., pero que me oponía en principio a los ejercicios de esta naturaleza. No veo a Santo Domingo o a Santo Tomás como doctores honoris causa… Para mí lo que cuenta es el oficio, no el honor. Y de aceptar un ofrecimiento de esta naturaleza me vería obligado a aceptar otros (pues otros seguirán). Mejor no COMENZAR este camino que NO ES EL MÍO1.
Este pasaje muestra la visión pragmática de Congar no solo en lo que respecta a su contribución teológica, sino también al rol del Vaticano II en la vida de la Iglesia. Congar se oponía al triunfalismo clerical porque sabía el alto precio que había sido pagado por esta postura de superioridad en las dos décadas previas al Vaticano II; un precio pagado por el mismo Congar, entre otros teólogos, particularmente como consecuencia de la Encíclica Humani generis de 19502. Durante el Concilio y en las décadas sucesivas la actitud de Congar fue siempre la de velar por el evento y su sentido para la Iglesia, más que festejar una vacía celebración. Siempre recelando de la nostalgia del “extenso siglo XIX” —como ha sido llamado por John W. O’Malley3— por el catolicismo barroco, Congar fue también consciente de los riesgos de añorar el período del Vaticano II: La recuperación [relance] del Vaticano II exige que sigamos explicando sus riquezas y contribuciones, pero tal proyecto también exige que atendamos a sus directrices inspiracionales. Nuestros esfuerzos no pueden ser meramente conmemorativos, retrospectivos o repetitivos. Además de transmisión y referencia, la tradición también es creación4.
Al igual que para muchos teólogos del Concilio, para Congar el Vaticano II no era tanto una memoria a abrigar como una obra a comenzar; más que un ariete de nuestra impaciencia por reformar la Iglesia, se trataba de un ejemplo de “reforma en la Iglesia” —réforme dans l’Église—, el tipo de reforma que perdura, una reforma desde dentro5. Este es también el problema de hoy. Mientras que para algunos el Vaticano II representa el epítome de todo lo que puede ir mal en la teología católica, para otros el 62
Concilio equivale a la “década dorada de los 60”: una era de libertad sin restricciones, desatada creatividad y grandes expectativas que, según estos últimos, fueron traicionadas por lo que vino después del Concilio. En el “Año de la fe” (2012-2013) proclamado por el papa Benedicto XVI en el 50 aniversario del inicio del Concilio6, el problema se hace desde luego mucho más urgente para nuestro tiempo: una Iglesia que es “católica”, ¿necesita del Vaticano II para devenir “universal”? ¿Acaso desmenuzamos el Vaticano II porque ha diluido los contenidos dogmáticos de la fe católica desde la metafísica hacia una autocomprensión excesivamente cultural y sociológica? ¿Es el Vaticano II la fuente que ocupa a la Iglesia católica de hoy en su vida administrativa, reuniones de comité, informes, documentos y planes pastorales? Por cierto, responsabilizar al Vaticano II es muy tentador. En estos últimos 50 años desde la celebración del Concilio la Iglesia ha cambiado. Para algunos, la historia con su cúmulo de cambios impredecibles es algo que no debería ocurrir. Pero la historia acontece, y así también la historia de la Iglesia, de formas totalmente inesperadas, por ejemplo, la renuncia del papa Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013. Esta conciencia forma parte del legado del Vaticano II sobre la teología católica. Uno de los elementos más relevantes de la nueva conciencia del Concilio es la inclusión de la “historicidad” en la teología católica. Como escribió Marie-Dominique Chenu en su comentario a la Constitución pastoral Gaudium et spes: La expresión signos de los tiempos adquiere sentido y alcance no sólo en Ia redacción de Ia GS, sino en el tejido mismo de Ia doctrina y del método, allí donde Ia Iglesia se define en su relación consubstancial con el mundo y Ia historia. Se trata de una categoría constitucional que decide las leyes y condiciones de Ia evangelización7.
La teología, la eclesiología y la antropología del Vaticano II Esta nueva forma teológica de comprender la historia en el catolicismo ha modificado nuestro enfoque de todos los temas importantes debatidos en el Vaticano II, particularmente en lo que respecta a la eclesiología. Por consiguiente, la importancia del Vaticano II para la teología y el ministerio y para la formación de teólogos/as y ministros está estrechamente conectada con las principales intuiciones eclesiológicas del Concilio. El primer tema que debemos rescatar del Vaticano II es un “énfasis eclesiológico” sobre la forma católica del cristianismo. En los últimos 50 años el debate sobre el Vaticano II ha sufrido diferentes fases y tendencias: por ejemplo, antes que la idea de communio se hiciera dominante en los años 80 y 90, los eclesiólogos habían oído sobre la Iglesia como “pueblo de Dios”. Pero la recuperación de la idea de la Iglesia como “Pueblo de Dios” permanece una intuición fundamental del Vaticano II. Según un dicho italiano, il tempo è galantuomo (el tiempo es un caballero), es decir, el tiempo sabe cuándo y cómo hacer justicia, lo que también corre para la historia de la teología. Más 63
allá de las modas teológicas de esta y otra década, “Pueblo de Dios” y communio siempre formarán parte de la autocomprensión de la Iglesia. Una vez asentado el polvo del Zeitgeist teológico contemporáneo, se aprecia que el Vaticano II representa un gran momento de “síntesis” de la teología católica que toma conciencia de la modernidad, al menos en la modernidad de los siglos XVIII y XIX y principios del XX. Si tuviéramos que describir al Vaticano II en términos de movimiento diríamos que el Concilio inició un movimiento en profundidad, concentrándose en las fuentes de la teología y en la teología católica, y un movimiento ad extra, fuera de la Iglesia, en un compromiso de responsabilidad cósmica por la humanidad y el conjunto de la creación en términos similares al recentramiento teológico de Teilhard de Chardin. Para describir esta corriente de la teología católica en el Vaticano II debo utilizar dos expresiones en francés. Fue una corriente de ressourcement, es decir, de “profundización teológica” (en el eje vertical), y una corriente de rapprochement, esto es, de “reconciliación” por proximidad (en el eje horizontal). El Vaticano II, y en especial algunas de sus principales figuras, comprendieron que la condición para proceder en este ressourcement y rapprochement era la idea de “Iglesia pobre”: una Iglesia formada por la pobreza no en el sentido de una privación material, sino de una privación del equipaje cultural e ideológico innecesario que constituye un auténtico lastre para una comunidad peregrina. Esto es lo que el cardenal Giacomo Lercaro quiso decir en su intervención del 4 de noviembre de 1964 en el aula conciliar durante el debate del esquema XIII —la futura Gaudium et spes— sobre la necesidad de la Iglesia “de ser culturalmente pobre”, queriendo decir que las tradiciones gloriosas u organon cultural del catolicismo no debía limitar la universalidad del lenguaje de la Iglesia, no debía dividir sino unir, no debía repeler a la gente sino atraerla y convencerla. En su discurso Lercaro advirtió que, si el Concilio trataba el problema de la evangelización de los pobres como un tema entre otros y desde una perspectiva sociológica, los imperativos más auténticos y radicales de nuestro tiempo serían evitados en lugar de abordados. Existe un lazo muy estrecho entre la presencia de Cristo en los pobres y los otros dos elementos profundos en el misterio de Cristo en la Iglesia, a saber, la Eucaristía y la jerarquía. Lercaro también sugirió algunos ejemplos de las consecuencias prácticas de su idea para la vida de la Iglesia: una limitación en la concesión de bienes materiales para la organización de esta; una descripción general del nuevo estilo y la nueva concepción de la dignidad de las autoridades eclesiales; y una fidelidad a la pobreza por parte de las órdenes religiosas8. ¿Acogió este discurso el Vaticano II? Solo de manera parcial, particularmente desde el ángulo de las reformas de la Iglesia católica después del Concilio. Pero algo cambió, también gracias al Vaticano II y a ese discurso. En su primer discurso a la prensa el papa Francisco dio una auténtica exégesis del nombre “Francesco” mencionando explícitamente la misma idea conciliar de una “Iglesia pobre, una Iglesia para los pobres”9. La pobreza de la Iglesia es la traducción católica conciliar de lo que Charles Taylor describe en su A Secular Age como un rasgo típico de la mentalidad moderna, a saber, el valor de la “autenticidad”10. A los ojos de la mayoría de los cristianos, católicos 64
o no católicos, una Iglesia auténtica es una Iglesia pobre y para los pobres. El segundo tema del Vaticano II que debe ser recuperado para obtener resultados del redescubrimiento del Concilio por parte de la formación teológica y ministerial, es la preocupación pastoral como base antropológica de la teología conciliar. Gaudium et spes, el más pastoral de todos los documentos conciliares, trata el tema de la angustia del ser humano moderno ante las preguntas fundamentales: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los seres humanos de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1)11.
Gaudium et spes y el “desplazamiento” de la Iglesia Gaudium et spes es uno de los documentos más originales y más característicos del Vaticano II; único desde el punto de vista de su génesis, la historia de su redacción y su género literario12. El voto final sobre el texto el 7 de diciembre de 1965 (2309 placet contra 75 non placet) otorgó a la Iglesia un documento que representaba algo nuevo incluso por sus rasgos externos. Se trata de una Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno (in mundo huius temporis), más precisamente de la condición de la persona humana en el mundo moderno (conditio hominis in mundo moderno)13. Es un documento sobre la habitudo de la Iglesia con el mundo moderno, donde habitudo no significa “relación” o “conexión”, sino sugiere que la Iglesia encuentra su plenitud en el mundo: existe una “intima coniunctio” entre la Iglesia y el mundo14. En consecuencia, tras su introducción sobre “la situación del ser humano en el mundo de hoy” (GS 4-10) la Constitución ofrece una interpretación teológica de “la Iglesia y la vocación del ser humano” (parte 1 núms. 11-45), seguida de una larga sección sobre “algunos problemas urgentes” (parte 2, núms. 46-90): matrimonio y familia, cultura moderna, vida socioeconómica, vida en la comunidad política, y paz y la comunidad de las naciones. La “cultura moderna” y muchos de los “problemas urgentes” han cambiado bastante desde 1965, pero esta no es la razón por la que después del Vaticano II el legado de Gaudium et spes sobre la Iglesia ha permanecido muy complejo y ambivalente. La principal razón es que Gaudium et spes representa la verdadera vara para medir el impacto del Concilio sobre la tradición teológica de la Iglesia: con el paso del tiempo las intuiciones proféticas contenidas en sus documentos se hacen cada vez más reveladoras, como corresponde a un documento conciliar centrado en la idea de los “signos de los tiempos”, gracias principalmente a Chenu y a Juan XXIII15. La historicidad de la Iglesia no consiste en mirar hacia atrás sino en moverse hacia adelante y ad extra. En otras palabras, la Constitución pastoral hace del Vaticano II “el momento introductorio de un cambio de lugar (Ortswechsel en alemán) de la fe cristiana para devenir una Iglesia 65
mundial”16. La teología católica contemporánea nunca ignoró el rol fundamental de la Constitución pastoral. En su conclusión al comentario en cinco tomos sobre el Vaticano II, Hünermann claramente afirma el rol precursor de Gaudium et spes en el diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno17. En un profundo libro publicado en Francia hace diez años, Pierre Bordeyne rescató con éxito las fuerzas impulsoras originales presentes en el esbozo de la Constitución, subrayando su rol crucial en la formulación moderna de la teología moral católica: (1) el cambio o desplazamiento en la manera cómo la teología católica aborda temas morales, es decir, el descentramiento de la teología moral de la Iglesia como institución, como consecuencia del ressourcement bíblico de la moralidad cristiana; y (2) el impulso de Gaudium et spes para abordar las necesidades de la humanidad contemporánea: la Constitución no habla de optimismo —el título original era “Gaudium et luctus, spes et angor”, los gozos y las tristezas, las esperanzas y las ansiedades— sino de la esperanza como una respuesta a la “sed de justicia como chispa inicial del razonamiento moral”18. En mi opinión, Bordeyne interpreta correctamente Gaudium et spes como el documento mediante el cual “el Vaticano II cumple con su responsabilidad de expedir un juicio moral sobre la sociedad moderna”19. Pese a las persistentes críticas de los neo agustinianos20, Gaudium et spes se ha convertido en parte integral del mensaje del Vaticano II. Es indudable que Gaudium et spes está “relacionada como ningún otro documento del Vaticano II con la perspectiva clave del Concilio que Juan XXIII llamó perspectiva ‘pastoral’”21. Recientemente Theobald ha insertado Gaudium et spes en la arquitectura eclesiológica del Vaticano II constituida en torno a dos dimensiones, horizontal y vertical. La dimensión horizontal de la Iglesia —ad intra y ad extra— debe ser equilibrada con la dimensión vertical dando prioridad a la idea de revelación expresada en la Constitución Dei verbum y en la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae. En la hermenéutica dinámica que Theobald hace de los textos conciliares, Gaudium et spes juega un rol clave en el eje horizontal. Theobald muestra esto cruzando los textos “horizontales” —Lumen gentium, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Gaudium et spes— con los textos “verticales” —Dei verbum, Dignitatis humanae, Lumen gentium, Sacrosanctum concilium— mediante una profunda consideración de sus naturalezas históricas22. Este rol forma parte integral de aquella “reestructuración” o “reencuadre” (recadrage) que constituye un logro mayor del Vaticano II, y que derivó en una teología que intenta ser más fiel al Evangelio que a la cultura, a la sociología o a la ideología: Por lo tanto, la Constitución pastoral sigue una estructura extremamente firme, fundada tanto en el esquema inductivo de la pedagogía apostólica de la Acción Católica y en una percepción precisa de la cultura moderna y de su diferenciación interna y una redefinición del rol profético de la Iglesia en esta cultura. El texto lleva al lector hacia una reestructuración [recadrrage] de la doctrina clásica del ser humano, la sociedad, y la acción humana en el universo, fundada en el redescubrimiento de la “economía bíblica”. Es en este punto donde Gaudium et spes se une a Dei Verbum23.
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Una relectura del Vaticano II para la formación teológica y ministerial A 50 años del último gran momento de consulta en la Iglesia católica, una interesante paradoja ha llegado a formar parte de nuestro paisaje teológico: por una parte, el método de inmersión histórica asumido por Gaudium et spes se hace cada vez más importante para enfrentar los desafíos que la cultura moderna, la ciencia moderna, la economía moderna, la guerra moderna, y todo desafío moderno plantea a la teología moral. Por otra parte, la investigación sobre el Vaticano II parece haber dejado de formar parte del oficio profesional de muchos teólogos/as. El resultado de esta paradoja es que incluso cuando el propósito de Gaudium et spes es correctamente asimilado por teólogos y ministros, su escasa familiaridad con la teología conciliar hace de su compromiso con el Vaticano II algo menos fructífero de lo que podría ser. Y el atajo más común es un llamado a la eclesiología del Vaticano II —horizontal, ministerial y ecuménico— lamentablemente privado de su documento más pastoral24. En otras palabras, ya que cada disciplina contribuye a la formación de un habitus hacia lo particular y lo universal, una de las lecciones olvidadas del Vaticano II es la necesidad de una sinergia entre la eclesiología y la teología moral. Son las situaciones particulares, concretas y reales las que nos desafían de manera más apremiante como individuos morales. Es lo universal lo que caracteriza a la comprensión católica de la Iglesia25. Desde el punto de vista de la formación teológica y ministerial nos preguntamos, ¿cómo debieran ser usados el Concilio y esta sinergia entre diferentes documentos conciliares en una aproximación intertextual? ¿Cómo podría la eclesiología integrar los tratamientos de la teología moral, la liturgia y la palabra de Dios? Algunos pensarán que este enfoque intertextual es demasiado abstracto, demasiado sofisticado o demasiado desfasado. Sostengo, sin embargo, que es justamente lo contrario. Un elemento importante y siempre creciente del Vaticano II son las implicancias prácticas del ressourcement y rapprochement; “profundización” y “difusión”, “reconciliación a partir de la proximidad”. El Vaticano II nos enseña a mirar al katholon global y cósmico, pero especialmente a entender lo global y lo cósmico a partir de los pobres, a partir de “los márgenes”. El Vaticano II considera a la gran tradición en su totalidad (para no volverse “tradicionalista”), y se orienta observando los márgenes y fuera de los márgenes de la communio católica: ad extra, los pobres, los “hermanos y hermanas separados”, las religiones no cristianas, los ateos. Los márgenes, los bordes son esenciales para evitar la tentación de hacernos esclavos del Zeitgeist, del “menú cultural del día”, y de las muchas instituciones religiosas y políticas que siempre amenazan a la libertad cristiana. “Margen” viene del sustantivo latín margo y posee diversas connotaciones. Significa el canto o borde de una superficie, y el borde de una hoja que permanece en blanco; pero significa también el borde que define la inclusión o exclusión de un conjunto o grupo; indica una diferencia lícita, el espacio que permite un rango de libertad para desplazarse dentro de los límites. Más figurativamente, “margen” significa una posición 67
en el borde, en una situación que ya no es —o no es aún— la posición de referencia o la “normal”. En italiano, el significado de margine es muy cercano al del latín original margo; significa también la cicatriz de una herida infligida en un cuerpo, como se puede apreciar en los escritos de Boccaccio y Manzoni. Si aplicamos todos estos significados de “margen” a la Iglesia, veremos que caracterizan a la Iglesia del Vaticano II: una Iglesia que redefinió las fronteras de la inclusión/exclusión; una Iglesia que por tener márgenes movedizos se asemeja más a un movimiento que a una institución; una Iglesia que intenta comunicarse; una Iglesia que percibe los márgenes, las heridas, e intenta curarlos con la “medicina de la misericordia”, como expresó Juan XXIII en su discurso inaugural del Concilio. El Vaticano II aconteció en Roma, en el centro histórico, geográfico y político de la Iglesia católica. Pero el Concilio fue en gran medida gestionado —entre 1959 y 1965, y después de 1965— por los márgenes de la Iglesia; en palabras de Congar, el Vaticano II representó “una recentralización de la urbs [Roma] en el orbis [el mundo], porque el orbis casi tomó posesión de la urbs”26. El Vaticano II constituye un evento teológico que despega de una Iglesia que 50 años atrás seguía estando muy al centro de la escena pública; un catolicismo muy popular por ser inofensivo y estar alineado con la cultura prevaleciente del mundo occidental. Los tiempos han cambiado, pero el Vaticano II sigue indicando el camino hacia una Iglesia más marginal; marginal en el sentido de cercanía a los márgenes de nuestro mundo, por acercarse al ejemplo dado por Jesucristo. En la misa crismal del 28 de marzo de 2013, el papa Francisco habló sobre la relevancia eclesiológica de estos “bordes” basándose en el Salmo 133:2: “Como un ungüento fino en la cabeza, que baja por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras.” En su misa crismal del 23 de marzo de 2013 el papa Francisco ofreció una interpretación eclesiológica de esta unción: El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona, sino que se derrama y alcanza ‘las periferias’. El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el corazón27.
Esta homilía ofrecida por el recientemente electo papa fue hecha dos semanas después de las congregaciones de cardenales previas al conclave, donde afirmó que la Iglesia debe reconsiderar la evangelización a la luz de las “periferias existenciales” y evitar el peligro de transformarse en “una Iglesia autorreferente”28. La noción de “periferias” en relación a la misión de la Iglesia se ha vuelto una de las ideas cardinales para entender el pontificado del papa Francisco. El “cambio de ritmo” de este papa poco tiene que ver con la noción simplista de un “papa de la humildad”, tal como “el buen papa” es una caracterización simplista de Juan XXIII. Desde un punto de vista teológico, la incorporación conceptual de la marginalidad representa un avance en la lenta aceptación para instituir una eclesiología que alcanzó su madurez en el siglo XX. Esta eclesiología advierte que la Iglesia sirve bastante mejor cuando sus ministros del 68
Evangelio siguen al “Jesús marginal”29. En lugar de seguir al emperador Carlomagno que civilizó a la Europa medieval, Jesucristo se aproximó a las periferias sociales y religiosas, en los límites del Judaísmo del Segundo Templo. El estilo ministerial inspirado por Jesús exige un abandono de los símbolos de poder. Pero el desafío es todavía mayor desde un punto de vista eclesiológico: el desafío que la teología bíblica plantea a la eclesiología implica un desplazamiento, un recentramiento de la Iglesia desde el centro hacia los “suburbios”30, hacia los límites. La Iglesia habita en un mundo en el que se asume que —gracias a internet— todos estamos ahora en el centro, en línea, conectados, libres y en control de nosotros mismos. Que esto no es así, la Iglesia católica lo sabe, y tal vez mejor que nadie. Hoy se nos hace creer que vivimos en un mundo sin barreras, sin fronteras, o con fronteras que podemos atravesar si poseemos los medios económicos. Pero las fronteras han cambiado: no tenemos tres tipos de mundos diferentes como en las décadas de 1970 y 1980, sino un mundo con fronteras menos visibles, con barreras menos visibles, pero seguramente con barreras que son en realidad más altas y difíciles de cruzar. No es por casualidad si las ideas de inclusión y exclusión se han vuelto claves para el debate eclesiológico. Su sentido se hace patente si observamos las periferias de nuestro mundo —periferias socioculturales— y las ponemos en relación con el ressourcement y el rapprochement31. En general, la “marginalidad” de la Iglesia en la sociedad secular es vista como un hecho sociológico y, lamentablemente, como un síntoma de la irrelevancia del cristianismo hoy en día. Por otra parte, en las últimas décadas la “opción por los pobres” y por el pueblo en los márgenes de la sociedad ha dado nuevos impulsos para los estudios bíblicos, la teología sistemática, la historia de la Iglesia, la práctica eclesial y el estudio académico de la religión. A veces la “opción por los pobres” es reducida a la necesidad de demostrar compasión por los pobres como grupo minoritario. Pero la idea de los “márgenes” expresada por el Vaticano II nos alienta a ir más lejos. El Vaticano II ofrece una perspectiva que hoy nos invita a un nuevo sentido de unidad. La “marginalidad” no necesita ser una elección impuesta desde el exterior ni debe ser entendida como sinónimo de irrelevancia. La marginalidad puede brindar una oportunidad para descubrir los límites reales de la Iglesia.
Notas: 1
Y. Congar, My Journal of the Council, Collegeville, MN 2012, 821, entrada del 22 de octubre de 1965, énfasis del original.
2
Cf. Y. Congar, Journal d’un theologien (1946-1956), É. Fouilloux (ed.), Paris 2001.
3
J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, en especial el capítulo 2.
4
Cf. Y. Congar, Le Concile de Vatican II: Son Église, Peuple de Dieu, Corps du Christ, Paris 1984, 107.
69
5
Cf. Y. Congar, Vraie et fausse reforme dans l’Église, Paris 19682.
6
Papa Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei para la Indicción del Año de la Fe, 11 de octubre de 2011, http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/motu_proprio/documents/hf_benxvi_motuproprio_20111011_porta-fidei_en.html.
7
M.-D. Chenu, “Les signes des temps: Réflexion théologique”, en Y. Congar – M. Peuchmaurd (ed.), L’Église dans le monde de ce temps: Constitution pastorale “Gaudium et spes”, Paris 1967, 205-225, 225.
8
Cf. el discurso de Lercaro en Acta synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, Città del Vaticano 1970, III/6, 249-253; para el discurso sobre la pobreza de Lercaro del 6 de diciembre de 1962, cf. Acta synodalia I/4, 327-330; y G. Ruggieri, “Beyond an Ecclesiology of Polemics”, en G. Alberigo – J. Komonchak (eds.), History of Vatican II, vol. 2, The Formation of the Council’s Identity, First Period and Intercession, October 1962 – September 1963, Mayknoll, NY 1997, 345-347.
9
Ampliamente difundida en la prensa, esta afirmación fue hecha de improviso en una audiencia para periodistas el 16 de marzo de 2013, a tres días de su elección.
10 11
C. Taylor, A Secular Age, Cambridge, MA 2007, especialmente el capítulo 11, “The Age of Authenticity.”
Utilizo la traducción al castellano de los documentos publicados en el sitio web del Vaticano: http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_cons_19651207_gaudium-etspes_en.html.
12
Cf. R. Tucci, “Introduction historique et doctrinale”, en L’Église dans le monde de ce temps, 33-127; G. Turbanti, Un concilio per il mondo moderno: La redazione della costituzione pastorale Gaudium et spes del Vaticano II, Bologna 2000; H.-J. Sander, “Theologischer Kommentar zur Pastoralkonstitution über die Kirche in der Welt von heute”, en P. Hünermann – B.-J. Hilberath (eds.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, 5 vols., Freiburg i.Br. 2005, 5, 616-703.
13
GS 4-10.
14
GS 1. Sobre esto cf. P. Hünermann, “Die theologische Grundlegung der christlichen Sozialethik in Gaudium et Spes”, en M. Vogt (ed.), Theologie der Sozialethik, Freiburg i.Br. 2013, 23-62.
15
Cf. M.-D. Chenu, “Les signes des temps”, 205-225. Para la historia de esta expresión en el Vaticano II, véase M.-D. Chenu, Notes quotidiennes au Concile: Journal de Vatican II, 1962-1963, Paris 1995; y G. Ruggieri, “Appunti per una teologia in papa Roncalli”, en G. Alberigo (ed.), papa Giovanni, Rome – Bari 1987, 245-271.
16
H.-J. Sander, “Theologischer Kommentar zur Pastoralkonstitution”, 585.
17
P. Hünermann, “Die Gestalt des Textes: Einheit – Strukturen – Grundzüge”, en P. Hünermann – B.-J. Hilberath, Herders Theologischer Kommentar, 5, 56-75, 72. Cf. también P. Hünermann, “Kriterien für die Rezeption des II. Vatikanischen Konzils”, Theologische Quartalschrift 191 (2011) 126-147.
18
P. Bordeyne, L’homme et son angoisse: La théologie morale de “Gaudium et spes”, Paris 2004, 21: “el texto conciliar se ha centrado más en la angustia existencial y en la angustia por la justicia como iniciadoras del cuestionamiento moral”.
19
P. Bordeyne, L’homme et son angoisse, 342. Cf. asimismo P. Bordeyne, “La réappropriation de Gaudium et spes en théologie morale: Une redécouverte de la particularité chrétienne”, en P. Bordeyne – L Villemin (eds.), Vatican II et la théologie, Paris 2006, 153-176.
20
Como ejemplo de este enfoque cf. Lieven Boeve, “Gaudium et Spes and the Crisis of Modernity: The End of the Dialogue with the World?”, en M. Lamberigts – Leo Kenis (eds.), Vatican II and Its Legacy, Leuven 2002, 83-94.
21
Cf. H.-J. Sander, “Theologischer Kommentar zur Pastoralkonstitution”, 691.
22
Cf. C. Theobald, La reception du concile Vatican II: I. Accéder à la source, Paris 2009, 771-793.
23
C. Theobald, La reception du concile Vatican II, 778.
24
Pero sobre esto cf. J. Keenan, “Vatican II and Theological Ethics”, Theological Studies 74 (2013) 162-90; L.
70
Cahill, “Moral Theology after Vatican II”, en M. J. Lacey – F. Oakley (eds.), The Crisis of Authority in Catholic Modernity, New York 2011, 193-224; D. Fozard Weaver, “Vatican II and Moral Theology”, y M. C. Kaveny, “The Spirit of Vatican II and Moral Theology: Evangelium Vitae as a Case Study”, en J. Heft – J. W. O’Malley (eds.), After Vatican II: Trajectories and Hermeneutics, Grand Rapids, MI 2012, 23-42, 43-67. 25
Cf. P. Bordeyne, “La réappropriation de Gaudium et spes en théologie morale”, 153-176, esp. 164.
26
Y. Congar, Le Concile de Vatican II, 54.
27
Cf. www.vatican.va/holy_father/francesco/homilies/2013/documents/papafrancesco_20130328_messacrismale_en.html.
28
Cf. S. Magister, “Le ultime parole di Bergoglio prima del conclave” en http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1350484 (27 de marzo de 2013 bajo el encabezado “Evangelizzare le periferie” di Jorge Mario Bergoglio.
29
Cf. J. P. Meier, A Marginal Jew: Rethinking the Historical Jesus, 4 vols., New York 2001-2009.
30
Mientras que en los Estados Unidos la palabra suburb connota riqueza, en Europa tiende a connotar pobreza.
31
Cf. D. Doyle – T. J. Furry – P. D. Bazzell (eds.), Ecclesiology and Exclusion: Boundaries of Being and Belonging in Postmodern Times, Maryknoll, NY 2012.
71
V La Curia romana durante y después del Vaticano II ¿Reforma teológica o reforma legal-racional?
El Vaticano es un gobierno de Estado y de Iglesia, un conjunto de iglesias, un monasterio, una burocracia, un banco, un lugar turístico, un museo, una oficina postal, un departamento de bomberos e incluso una cárcel. En su conjunto, toda esta gama de agencias no es más que un fragmento de su compleja y muy larga historia. La Curia romana ha sido de hecho más criticada que comprendida. Existen buenos estudios sobre su estructura en siglos particulares o durante algún pontificado, pero todavía carecemos de un examen completo de su desarrollo como una circunscripción histórico-teológica en la Iglesia católica, o como una institución jurídica, una comunión o una cultura. Nuestra ignorancia general sobre la larga secuencia de hechos en torno a la Curia romana y sobre los diversos factores de su historia es una de las causas del sentimiento anti Curia —parte del antirömische Affekt del que hablaba Hans Urs von Balthasar— que siempre ha imperado en el catolicismo, especialmente en la ciudad de Roma, paradojalmente una de las más seculares del mundo moderno1. Este sentimiento no se reduce a un rechazo simplista y populista de la necesidad de contar con algún tipo de gobierno en la Iglesia. Tampoco se trata de un sentimiento característico de teólogos y teólogas. La historia de la literatura abunda en topoi anti Curia. Con todo, la Curia romana sigue siendo un interesante objeto de estudio: a menudo retratada a partir de estereotipos, el desarrollo de las ciencias sociales en el siglo XX debe algo a la Curia romana2. Hay razones para criticar la existencia misma de la Curia dada las cuestionables bases para su existencia y poder. En la ausencia de una plausible “teología de la Curia”3, no sorprende que la literatura anti Curia sea uno de los géneros literarios más resilientes en la Iglesia. La Curia ha sobrevivido a cada reforma del gobierno central de la Iglesia: la reforma gregoriana del siglo XI, la reforma en el comienzo de la era tridentina, la pérdida de los Estados papales en 1870 y, finalmente, las reformas durante el “breve siglo XX”4, desde Sapienti consilio (1908) del papa Pio X hasta Regimini ecclesiae universae (1967) de Pablo VI y Pastor bonus (1988) de Juan Pablo II. Los primeros 50 años que sucedieron al Vaticano II constituyen un período de tiempo significativo para evaluar la recepción del Concilio5 y la manera cómo fue recibido institucionalmente por la misma Iglesia. La Curia constituye una manera primaria de entender la relación entre teología e 72
Iglesia en tiempos recientes. Ahora que una nueva reforma de la Curia está en proceso en la Iglesia del papa Francisco, es tiempo de abordar la historia de la Curia romana de suerte que podamos hacernos un juicio informado que no esté totalmente ensombrecido por los escándalos de la última década. Si bien es cierto que metodológicamente la historia de la Curia no se solapa del todo con la historia de los pontificados, tres pontificados diferentes han tenido un impacto distintivo en su estructura en los últimos 50 años. Pero lo que aún resta por investigarse es el impacto del giro eclesiológico del Vaticano II sobre la Curia romana. Mi primer paso en esta investigación es un análisis de los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, con una ventana abierta a los desarrollos recientes en la Iglesia del papa Francisco.
¿Senado del papa, Consejo central de obispos o Sínodo de obispos? Pablo VI frena al Vaticano II El contexto en que el Concilio Vaticano II discutió sobre el papa y la Curia estuvo formado por los espinosos asuntos que, tras el “extenso siglo XIX”, rodeaban al gobierno de la Iglesia a fines del siglo XX: el choque de los nacionalismos, las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. John W. O’Malley ha acertado en identificar la relación entre el centro y la periferia de la Iglesia como una de las claves subyacentes al Vaticano II, en una Iglesia que se había convertido en una Iglesia global6. Luego de que la Iglesia afrontara el problema del nepotismo con la bula de Inocencio XII, Romanum decet Pontificem de 1692, con la reforma de 1908, la cual “había aplicado, al menos parcialmente, el principio de separación de los poderes”, Pío X puso orden en las responsabilidades compartidas por varios de los departamentos curiales7. Por una parte, la reforma de 1908 coordinada por la Secretaría de Estado y la Congregación para los Asuntos Eclesiales Extraordinarios reconoció el fin de los Estados papales y las consecuencias de ese cambio epocal para el gobierno de la Iglesia. Por otra parte, la reforma de Pío X fue el apogeo de las prácticas de gobierno y centralización romana, extendiendo eficazmente a cada fiel católico el derecho a tener recurso a la Curia romana para requerir un perdón u obtener alguna dispensa8. Ya sea pese a o por la reforma de 1908, hasta mediados del siglo XX la Curia romana siguió siendo un problema mayor para los obispos; esto debido principalmente a la brecha creada entre una incipiente globalización de la Iglesia católica y el gobierno substancialmente inmutable del Vaticano. El animus de los obispos diocesanos contra la burocracia curial era evidente y generalizada. La Curia había aumentado su influencia directa sobre el poder del papa y sobre los obispos en sus diócesis9. Desde un punto de vista jurídico y teológico, las instituciones de la Curia romana —en especial las congregaciones y los tribunales— resultaron puntos de discusiones clave para los obispos en el Vaticano II: la relación entre los obispos y la Curia para el gobierno de las diócesis, 73
el episcopado y la primacía papal, y la función misma de los dicasterios en el Vaticano. De algún modo, la elección de Juan XXIII constituyó un acto de reforma de la Curia romana: uno de los acuerdos tácitos del cónclave de 1958 fue la restauración de cierta normalidad en el funcionamiento de la Curia que había quedado paralizada bajo Pío XII, quien, tras la muerte del cardenal Maglione en 1944, nunca designó a un nuevo secretario de Estado hasta el fin de su pontificado en 1958. La rápida designación de un nuevo secretario por parte de Juan XXIII y la creación de nuevos cardenales más allá del límite existente de 70, fueron actos que respondían a la anormalidad de la Curia bajo Pío XII10. Pero el acto más poderoso de Juan XXIII para la reforma de la Curia fue su llamado a un nuevo concilio. Por una parte, otorgó a la Curia romana un rol destacado en su preparación: los dicasterios suministraron personal para las comisiones preparatorias y los cardenales que encabezaban los dicasterios sirvieron como presidentes de tales comisiones. Por otra parte, la creación por parte de Juan XXIII del Secretariado para la Unión de los Cristianos encabezado por el cardenal Agustín Bea el 5 de junio de 1960, y el rol rotundamente disminuido del Santo Oficio —si lo comparamos a la vida de la Curia romana bajo Pío XI y Pío XII— dieron señales claras, si bien indirectas, de la intención de Juan XXIII de reevaluar el rol de la Curia en la vida de la Iglesia. La decisión de consultar a todos los obispos por su vota para el Concilio emitía un juicio implícito sobre las prácticas pasadas del Santo Oficio —la suprema congregatio— y una significativa redefinición del alcance de este dicasterio. Durante los períodos antepreparatorio (1959-1960) y preparatorio (1960-1962) del Vaticano II, muchos obispos solicitaron una internacionalización de la Curia y hablaron contra la centralización de la Iglesia. El asunto más candente era la relación entre los obispos residentes y las congregaciones y demás oficinas de la Curia romana11. En la misma sección de las propuestas enviadas por los padres conciliares para la preparación de la agenda conciliar, muchos ordinarios pedían más poder para los obispos residentes frente a la Curia romana, los nuncios apostólicos y otros diplomáticos del Vaticano. Esta solicitud intentaba desburocratizar el trabajo de los obispos liberándolos de la burocracia vaticana. Más importante fue la solicitud para una estabilización de cinco años de las “facultades” renovables otorgadas por la Congregación Consistorial de la Curia a los obispos, y para permitirles mayor autoridad en materias penitenciales y litúrgicas locales12. Pocos padres conciliares plantearon la cuestión de un sistema curial más racional, y mucho menos propusieron una reforma comprensiva. Uno que lo hizo fue Jean-Baptiste Janssens, general de los jesuitas, quien planteó una mayor coordinación entre las congregaciones. La Congregación Consistorial, que era la más preocupada por estas solicitudes provenientes de obispos residentes, propuso la creación de un “sistema de gabinete” constituido por todos los regentes de los dicasterios y presidido por el secretario de Estado13. Pero hasta el inicio del Vaticano II, ningún documento abordó directamente el tema de la Curia14. El esquema sobre el ministerio pastoral de los obispos, que hablaba solo tangencialmente del tema, proponía una internacionalización de la Curia mediante el 74
reclutamiento de miembros no italianos para varios dicasterios. Aunque durante la preparación del Concilio el tema de la Curia permaneció bajo la superficie, este emergió con la llegada a Roma de los padres conciliares procedentes de todos los continentes. Durante la preparación del Concilio la Curia había intentado preservar el statu quo. El impulso inicial de los padres para sostener un Concilio abierto al debate no solo perturbó la agenda preestablecida del Concilio, sino que inquietó también a aquellos que habían intentado diseñarla. Con el aplazamiento en la elección de las comisiones conciliares ya desde el segundo día del Vaticano II, el 13 de octubre de 1962, se hizo patente que el poder de la Curia estaba en la agenda. Ningún esquema debatido en la primera sesión (1962) abordaba la cuestión de la Curia, que apareció en el tapete de la comisión coordinadora al comienzo de la primera intersesión de enero de 1963. En la reunión, el cardenal Julius Döpfner, de Munich, expresó la necesidad de devolver a los obispos las facultades que la Curia se había apropiado15. La Curia permaneció sujeta a discusión durante la intersesión de 19621963, lo que condujo al boceto del esquema sobre el ministerio pastoral de los obispos, debatido en noviembre de 1963. En las semanas previas había tenido lugar el gran debate eclesiológico del Vaticano II. Todavía más importante para la cuestión de la Curia fue el discurso de Pablo VI a la Curia romana del 21 de septiembre de 1963. Recientemente electo, el papa habló sobre la reforma de la institución prometiendo a los oficiales curiales que sería un proceso compartido y no una represalia contra la burocracia eclesiástica que lo había promovido/expulsado a Milán solo nueve años antes16. Durante el desarrollo temprano del Vaticano II, Pablo VI planificó una reforma de la Curia romana que no antagonizaba con los miembros de esta. Algunos líderes del Concilio no compartieron la actitud mesurada de Montini. El 8 de noviembre de 1963 el cardenal Giacomo Lercaro de Bolonia propuso la creación de un “consejo representativo de obispos” en torno al papa, algo que soslayaba el rol mediador de la Curia entre el papa y el mundo del episcopado17. Más sensacional todavía fue el discurso del cardenal Josef Frings de Colonia quien propuso una reforma de la Curia, especialmente del Santo Oficio, y la reducción del número de obispos en Roma18. Los discursos del cardenal Laurean Rugambwa (Tanzania), del arzobispo Ermenegildo Florit (de Florencia), y del patriarca Máximos IV Saigh (de la Iglesia católica melquita griega) también fueron más radicales que las promesas hechas por Pablo VI19. Máximos IV, en particular, sugirió la creación de una amplia junta de obispos para aconsejar al papa —a la que llamó “sacro colegio de la Iglesia universal”— y de un synodus endemousa más pequeño para supervisar y dirigir el trabajo de la Curia romana. Salvo la idea de un Consilium episcoporum centrale en Roma por encima de la Curia20, las propuestas de reforma hechas en los discursos conciliares nunca llegaron a convertirse en planes concretos. El papa nunca perdió el control sobre el tema y la idea de un “consejo central” fue sepultada el 15 de septiembre de 1965, cuando el papa publicó el Motu proprio Apostolica sollicitudo, que creó el sínodo de obispos. Más aún, Pablo VI fracasó en explicar la propuesta del Cardinal Döpfner para una reforma del 75
colegio de cardenales en la forma de un Senatus Romani Pontificis, un cuerpo colegial para asistir al papa que dejaría de lado el rol histórico jugado por la Curia romana. En cambio, el papa escogió crear un Synodus Episcoporum, un cuerpo puramente consultivo sujeto a la Curia romana. Pero desde un punto de vista teológico el piso había cambiado significativamente. En el debate de noviembre de 1963 y en el Motu proprio Pastorale munus (30 de noviembre de 1963), el nuevo principio rector era el de restituir a los obispos los poderes del oficio que Roma se había apropiado en siglos anteriores. Tal principio suponía otros cambios suscitados por el Vaticano II, como las conferencias episcopales y su rol en la reforma litúrgica, lo que tuvo un profundo impacto en la percepción de la legitimidad teológica de la Curia romana a los ojos del resto de la Iglesia. Con su ímpetu típico, Yves Congar advirtió el significado de Pastorale munus: “Finalmente, una lista sobre las facultades que el papa otorga a los obispos fue leída esta mañana: ‘concedimus’ [concedemos], ‘impertimur’ [impartimos]. Pero en realidad no hace más que devolver —¡y no de manera generosa!— ¡¡¡parte de lo que les ha sido robado a lo largo de los siglos!!!”21. Entre 1963 y 1965 la reforma de la Curia asumió la forma de una internacionalización, un deseo formulado por el Vaticano II, acogido por el papa y transmitido por él a un pequeño grupo de consejeros. La reforma de la Curia fue pospuesta para tiempos posconciliares. Mientras asignaba un nuevo rol a las conferencias episcopales nacionales y un límite de edad para el retiro de los obispos, otros aspectos cruciales como los procedimientos para la designación de los obispos y el rol del servicio diplomático del Vaticano nunca fueron debatidos en el Concilio ni en sínodos posconciliares.
La reforma de 1967: la Secretaría de Estado como pivote de la Curia Indudablemente, la reforma más importante del período posterior al Vaticano II es la que introdujo Pablo VI con la Constitución apostólica Regimini ecclesiae universae publicada el 15 de agosto de 1967. Este documento marcaba la cima de una serie de reformas que le precedían y otras que le seguirían. En el otoño de 1963, pocos meses después de su elección, Pablo VI ya había nombrado una comisión de cardenales para el estudio de la reforma de la Curia; esto llevó a la publicación de Regimini ecclesiae universae 22. Suscitada a partir de los debates del Vaticano II, esta Constitución forma parte de la compleja —y en gran medida todavía por escribir— historia del período temprano posterior al Concilio23. Por ejemplo, para entender el intento fallido por contrarrestar la supremacía de la Curia romana en el gobierno de la Iglesia durante y después del Vaticano II, es importante considerar la creación y suerte del Consilium ad exsequendam para implementar la reforma litúrgica tras la promulgación de la 76
Constitución sobre la sagrada liturgia (4 de diciembre de 1963). El Consilium fue eliminado en mayo de 1969, cuando la reforma litúrgica fue remitida a la Congregación para el Culto Divino24. Sin duda, la más significativa de las reformas posconciliares de la Curia romana fue la reforma de 1967 bajo Pablo VI. Solo tres papas introdujeron reformas importantes en la Curia: Sixto V tras el Concilio de Trento en 1588, Pío X tras el Vaticano I y la pérdida de los Estados pontificios en 1870, y Pablo VI después del Vaticano II25. Hijo de un político italiano, Montini, había trabajado entre 1937 y 1954 como sostituto del secretario de Estado, y desde noviembre de 1952 como pro-secretario de Estado para asuntos extraordinarios antes de servir como arzobispo de Milán. Conocía como pocos el aparato del gobierno central de la Iglesia católica26. Electo papa con un claro mandato para continuar el Concilio que estaba renovando a la Iglesia, Pablo VI prefirió mantener vigente el sistema de la Curia sin efectuar cambios radicales. Inicialmente, el papa tuvo en mente una reforma paso a paso, un dicasterio a la vez, iniciado por su Motu proprio Integrae servandae (7 de diciembre de 1965) sobre la reforma del Santo Oficio. Pero este método fue abandonado en favor de una revisión exhaustiva de la Curia romana, tal como sucediera bajo Sixto V y Pío X27. Regimini ecclesiae universae inauguró un nuevo sistema en la Curia romana que modificó sin transformar la estructura creada por Sixto V después del Concilio de Trento en 1588 y actualizada por Pío X en 1908. La Curia romana posterior al Vaticano II se volvería más internacional, pero el sistema de carreras no sufriría cambios dramáticos. Se crearon nuevas instituciones tales como el Consejo para la Promoción de la Unidad Cristiana (en 1960), el Secretariado para los No Cristianos, el Secretariado para los No Creyentes, el Consejo para los Laicos, y la Comisión Iustitia et Pax. Otros dicasterios cambiaron de nombre28. Además de hacerse más internacional, para el personal de la Curia romana se estipulaba un ciclo limitado a cinco años con un cese automático de sus funciones a la muerte del papa29. Gracias a las reuniones mixtas entre distintas congregaciones y reuniones de todos los prefectos de los dicasterios con el papa, la nueva Curia lograría una coordinación mayor. Regimini ecclesiae universae reconfiguró la Curia con una serie de departamentos de distinto orden: nueve congregaciones30, tres secretariados31, el Consejo para los Laicos, la Comisión Iustitia et Pax, tres tribunales32, y seis departamentos33. Pero el verdadero cambio llegó con el gran protagonismo alcanzado en la Curia por la Secretaría de Estado: Pablo VI había abolido departamentos medievales y modernos como la Dataria y la Cancillería apostólica, y había puesto al cardenal secretario de Estado a cargo del Consejo para los asuntos públicos de la Iglesia. De modo que el secretario de Estado estaba a cargo de los dos primeros dicasterios listados en Regimini ecclesiae universae, cambiando un orden que había prevalecido desde la reforma de Pío X en 190834. A diferencia de los dirigentes de todos los otros dicasterios, el secretario no era designado por un período de cinco años, sino ad nutum del papa. El secretario de 77
Estado estaba ahora no solo encargado de la diplomacia papal y de la totalidad del cuerpo diplomático, sino que también supervisaba todos los asuntos de la Curia, como la cabeza de una “súper-congregación”35. El fortalecimiento del rol del secretario de Estado fue el corolario de un reforzamiento del poder papal: “El secretario de Estado casi se convierte en primer ministro, pero también en la cabeza del gabinete en una república presidencialista”36, Pablo VI formó una Curia romana vertical que situaba a la Secretaría de Estado en la cima de la autoridad curial, nivelado con el propio liderazgo del papa para dirigir la recepción del Vaticano II37. Al desarrollar esta nueva Secretaría de Estado, Pablo VI contaba con un sostituto de la Secretaría muy poderoso en la persona del arzobispo Giovanni Benelli, un prelado italiano autoritario encargado del trabajo diario en el Vaticano junto a un secretario de Estado no italiano como el cardenal Jean-Marie Villot, designado en mayo de 1969, el primer secretario de Estado no italiano desde que el cardenal español Rafael Merry Del Val mantuviera ese puesto de 1903 a 1914. Desde un punto de vista constitucional, por una parte, hubo un paralelo evidente entre la nueva Curia de Pablo VI y la Constitución francesa: no solo por el sistema cuasi presidencial levantado en torno al papa y al secretario de Estado, sino también por la introducción de la Signatura apostólica, un nuevo nivel administrativo de litigación dentro de la Curia romana (como en el sistema francés). Por otra parte, hubo una suerte de sistema bicameral con el colegio de cardenales por un lado y por otro el sínodo de los obispos, ambos supuestamente para contrabalancear el poder ejecutivo de la Curia38. La reforma corresponde a la descripción que Max Weber hace del poder político moderno como “legal-racional”39. A través de Regimini ecclesiae universae y también mediante otras formas Pablo VI racionalizó, centralizó y uniformó aún más las instituciones y los procedimientos de la Curia romana40. También intentó involucrar a los obispos diocesanos dispersos en el mundo, pero su reforma dejó algunas cuestiones sin respuesta, especialmente en lo que concierne a la relación entre Curia, primacía papal y colegialidad episcopal, y la delimitación de competencias de los distintos dicasterios41. Desde la perspectiva del historiador, la reforma de Pablo VI tuvo una particularidad respecto de las de Sixto V y Pío X. Pablo VI no habló de la necesidad de limpiar la Curia romana, la cual había abandonado en calidad de arzobispo Montini, casi diez años antes de ser electo papa. Según el nuevo papa, la Curia solo requería una actualización para poder enfrentar las nuevas condiciones y tareas posteriores al Vaticano II42. Políticamente hablando, la reforma de Pablo VI tuvo lugar al comienzo de un período posconciliar muy tumultuoso, presentándose como una reforma a medio camino entre los iconoclastas a favor de un desmantelamiento radical de la Curia y aquellos que esperaban preservar una maquinaria de cuatro siglos de antigüedad creada por Sixto V. Desde un punto de vista cultural, fue una reforma que visualizaba una racionalización de los procedimientos sin tomar en cuenta los temas sugeridos por el Vaticano II sobre la teología de la Iglesia en general y la práctica de la colegialidad episcopal en particular. La relación de la reforma de 1967 con el Vaticano II es compleja pero no inequívoca. 78
Por distintas razones, la reforma de 1967 fue una reforma de la Curia romana preVaticano II: paradojalmente, cumplía el sueño de Pío XII —bajo quien el joven Montini había servido en la Curia romana— de un sistema más centralizado. En ella, el ímpetu post-Cristiandad/post-Constantino del Vaticano II hacia una Iglesia libre de poder político secular quedó materializado en una primacía papal con mayor poder político que la misma Curia, sobre la cual Regimini ecclesiae universae la elevaba funcionalmente junto al secretario de Estado43. La reforma de 1967 culminó el 22 de febrero de 1968 con la publicación del Regolamento generale della Curia romana de la Secretaría de Estado. En 1967 Regimini ecclesiae universae había echado a andar una reforma que continuó durante todo el pontificado de Pablo VI. La separación y luego reunificación de la Congregación para los Ritos encargada de los asuntos litúrgicos y procesos de canonización tuvo lugar entre 1969 y 1975. En 1974 Pablo VI nombró una comisión para la continuación y actualización de la reforma de 196744. Pero existen otras dimensiones —generalmente subestimadas— en el desarrollo de la reforma posterior al Vaticano II. Por una parte, tras un fallido intento para redactar y aprobar una “Ley Constitucional para la Iglesia” (Lex ecclesiae fundamentalis), la reforma de 1967 prolongaba el esfuerzo hecho por Pablo VI para “constitucionalizar” la Iglesia católica. Este intento llevó a que muchos de los textos redactados fueran reciclados en el Código de Derecho Canónico de 198345. Pero la reforma de Pablo VI debe ser vista en el marco más amplio de una Iglesia que comenzaba a vérselas con una nueva institución. El sínodo de obispos —creado sin haber consultado a los obispos sobre el nuevo sínodo ni sobre la reforma de la Curia— ofrecía aportes para la reforma del Código de Derecho Canónico46. Entre tanto, inspirado por el Vaticano II, Pablo VI continuaba reformando a la Curia. El Motu proprio Sollicitudo omnium ecclesiarum (24 de junio de 1969) abordaba el rol de los diplomáticos papales, quienes tenían una doble función “eclesio-religiosa y diplomática”47. El 12 de noviembre de 1970, el Motu proprio Ingravescentem aetatem determinó que todas las designaciones curiales debían terminar cuando el titular cumpliese los 80 años de edad y, más importante, que los cardenales que cumplían 80 no participarían en los cónclaves papales. Esto aceleró los reemplazos en la Curia romana rebajando en diez años la edad promedio de su personal entre 1969 y 1979. En 1971 el papa fundó el Pontificio Consejo Cor Unum para la promoción humana y el 22 de octubre de 1974, dos comisiones para las relaciones religiosas con el judaísmo y el islam, ambas afiliadas al Pontificio Consejo para la Unidad de los cristianos, aunque distintas. La Constitución apostólica Romano pontifici eligendo (1° de octubre de 1975) determinó que el conclave de cardenales permanecería como el colegio electoral para las elecciones papales —acabando así con el debate sobre el voto electoral por parte de los presidentes de las conferencias episcopales nacionales—, y en las relaciones entre primacía papal y Curia romana introdujo un sistema similar al “clientelismo” o “sistema de patrocinio”, donde el vencedor del conclave entrega oficios curiales a sus 79
partidarios48. El 10 de diciembre de 1976, Pablo VI promovió el Pontificio Consejo para los Laicos (1967) no solo otorgándole un lugar en la Curia romana, sino además una estructura clerical similar a las demás congregaciones49. Durante la década que se extiende entre 1967 y el final del pontificado de Pablo VI (1978), la Curia romana se vuelve más internacional, especialmente la Congregación para los Religiosos y la anterior Congregación de Propaganda Fide, mientras que la crucial Secretaría de Estado y la Congregación para los Sacramentos permanecen como los más italianos de los dicasterios. Al final del pontificado de Pablo VI los laicos católicos tomaban parte en cada una de las instituciones curiales, pero solamente el 8,62 % del personal estaba compuesto por mujeres y todas ellas en posiciones de bajo rango50. La reforma de Pablo VI llevó a un aumento en el personal de la Curia: la membresía curial hizo más que duplicarse de 1.322 personas en 1961 a 3.146 en 197751. La reforma de Pablo VI también condujo a la creación de nuevas instituciones vinculadas al giro eclesiológico del Vaticano II52. Estas fueron las últimas en ser creadas hasta el papa Francisco; desde este punto de vista, los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI representan papados de transición.
Pastor bonus (1988) de Juan Pablo II: un retroceso respecto de la reforma de Pablo VI La reforma planificada por la Constitución Pastor bonus de 1988 debe ser entendida en el contexto del pontificado más extenso del siglo XX y el más importante del período posconciliar. Juan Pablo II, el último papa que fuera padre conciliar en el Vaticano II, fue también el último papa en reformar la Curia recurriendo directamente al Vaticano II, si bien bajo el término general de un “nominalismo del Vaticano II”. Este término insinúa cierta facilidad en señalar como perteneciente al “Vaticano II” nuevos fenómenos de la Iglesia —tales como los nuevos movimientos católicos— y las convicciones teológicas del último papa que había sido miembro del Concilio. El estilo de Juan Pablo II era muy distinto al estilo “conciliar”. Considérese como ejemplo la ausencia de la colegialidad episcopal en su estilo de gobernar la Iglesia, especialmente cómo trataba al sínodo de obispos y las conferencias episcopales nacionales. Por otra parte, Juan Pablo prolongó trayectorias que habían sido iniciadas por Juan XXIII y Pablo VI, como una comprensión más pastoral del ministerio petrino y los viajes papales. Claramente, Juan Pablo II no estaba interesado en reformar las estructuras del gobierno central de la Iglesia, cuyo pontificado de 27 años estuvo más centrado en la persona del papa y en el apartamento papal con su séquito poco transparente: En Juan Pablo II encontramos la expansión del “gobierno extraordinario” de la Iglesia por parte del papa (…). De algún modo, gracias al carisma de su figura, los actos de “gobierno extraordinario” por parte del papa se constituyeron como el aspecto central del gobierno de la Iglesia durante su pontificado53.
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El modus operandi de la Curia también se vio afectado por las preferencias eclesiológicas: “Un reforzamiento de los poderes legislativos y administrativos de la Curia frente a las iglesias locales y las conferencias episcopales y… un vínculo más estrecho entre el magisterio y las normas canónicas”54. Si luego del “escándalo de los VatiLeaks”, el comienzo del pontificado del papa Francisco en marzo de 2013 estuvo marcado por una impresión general de caos en la Curia, el comienzo del pontificado de Juan Pablo II en 1978 generó preocupaciones sobre la administración financiera de la Santa Sede al destaparse un escándalo político financiero de proporciones que involucraba a importantes políticos católicos italianos55. Pese a que normalmente servía para reestructurar el rol de la ley en la Iglesia del Vaticano II, el Código de Derecho Canónico de 1983 no suscitó gran atención en la Curia romana (solo los cánones 360 y 361). Para Juan Pablo II el nuevo Código constituía un auténtico acto de recepción conciliar56, que iniciaba una renovada centralización de la Iglesia en Roma57. La reforma de la Curia de Pastor bonus (1988) llegó años después del rejuvenecimiento del viejo Santo Oficio mediante la designación como prefecto del cardenal J. Ratzinger (donde permaneció por 24 años), y luego de las críticas contra el primer esbozo de Pastor bonus por la posición conferida a la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF): Una importante crítica del esquema de 1985 fue la subordinación del Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos a la Congregación para la Doctrina de la Fe [CDF]. El clamor público fue notorio. Sin embargo, Pastor bonus (art. 137) propone lo que parece ser un control todavía más inflexible por parte de la CDF sobre el Consejo para la Unidad de los Cristianos que el esquema de 198558.
La reforma de 1988 simplificó la estructura de los dicasterios reduciendo su número (nueve congregaciones, doce consejos, tres departamentos) y creando al menos formalmente un sistema de iguales. Sin embargo, la estructura de la Curia no cambió en lo fundamental: la mayoría de los cambios consistieron en la transferencia de responsabilidades de un dicasterio a otro, al mismo tiempo en que la CDF era investida con poderes mayores; la visita ad limina de los obispos cada cinco años aumentó la centralización59; y las conferencias episcopales cumplieron un rol mucho más limitado que en el pontificado de Pablo VI60. Más aún, la racionalización y clarificación de las tareas de los dicasterios se apartaba de la reforma de 196761. Las ideas clave de Juan Pablo II para su Curia consistían en el rol crucial de la CDF y en un nuevo lenguaje eclesiológico aplicado a las reformas. La reforma de Pastor bonus surgió de una comisión creada por Pablo VI en 1974, pero esta reforma encarnaba algo distinto a lo que este tenía en mente62. Supuestamente, los principios rectores afirmados en Pastor bonus eran los de una Iglesia concebida como una comunión, la naturaleza pastoral del ministerio episcopal, colegialidad episcopal entre los obispos y el papa, y la naturaleza vicarial de la Curia romana en relación al papa63. 81
En la opinión de Joël-Benoît D’Onorio, “la Curia romana también fue desacralizada, ya que el adjetivo ‘sagrado’ ha sido abolido de todas las instituciones papales”64. Pero un miembro de la comisión, el cardenal Sebastiano Baggio, consideró que Pastor bonus era, “en lugar de una [nueva] reforma, un regreso a la reforma de 1967”65. La Constitución para la reforma de la Curia de Juan Pablo II formaba parte de un esfuerzo englobante codificado cinco años antes: Pastor bonus era “parte esencial del nuevo Código de Derecho Canónico de 1983”66, y al igual que el Código, constituía un acto de reinterpretación del Vaticano II. El capítulo sobre la Curia en Christus Dominus, el Decreto relativo al ministerio pastoral de los obispos, hablaba del funcionamiento de la Curia para el bien de las iglesias. Pero “Pastor bonus concebía a la Curia como servidora directa y exclusiva del Romano Pontífice; es indirectamente mediante el ministerio de este que la Curia está al servicio de los demás en la Iglesia”67. La comisión para la redacción de Pastor bonus decidió no atar jurídicamente la Curia romana al colegio de obispos; de este modo, con Pastor bonus “la Curia permanece estrechamente conectada con la primacía papal”68. La nueva centralidad del ministerio papal significó también una depreciación en el rol otorgado por Pablo VI a la Secretaría de Estado69, confiriendo a la CDF de Juan Pablo II la centralidad que la Secretaría de Estado había mantenido durante el pontificado de Pablo VI70, con el concomitante efecto de alterar, una vez más, las separaciones en las tareas de los dicasterios establecidas por Pablo VI71. El otorgamiento del papa de nuevos poderes al secretario de Estado en 1984 no significó un nuevo y destacado rol para el cardenal Casaroli como “primer ministro” de Juan Pablo II, sino más bien en una decisión para diversificar el gobierno del Estado vaticano, algo que no interesaba al papa72. Toda esta discusión sobre Pastor bonus debe ser leída en el contexto de la eclesiología de la Iglesia universal de Juan Pablo II y del cardenal Ratzinger, lo que a nivel institucional se tradujo en una recentralización de la Iglesia73. Para poder mantener la preeminencia de la figura central del papa, el carismático gobierno de Juan Pablo II debía también desestimar algunas reglas. Esta cultura de gobierno eclesial marcó otro retroceso respecto de la reforma de Pablo VI, la cual había normado que los puestos curiales solo serían temporales. Bajo Juan Pablo II el período límite de cinco años era visto más como la excepción que como la regla. Pablo VI solía respetar ese límite, pero en algunos casos renovó cargos en cinco años, por un máximo de diez años74. Bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI, los cardenales prefectos sirvieron en promedio por períodos más largos como prefectos de sus congregaciones: hasta 16 años (cardenal Zenon Grocholewski). Un caso completamente sui géneris es el ejercicio en la CDF del cardenal Ratzinger, 24 años75. En resumen, las frecuentes celebraciones de sínodos episcopales en Roma —seis sínodos ordinarios, el sínodo extraordinario de 1985, y ocho asambleas especiales continentales o nacionales— y las nuevas series de “consistorios extraordinarios” de 82
cardenales (1979, 1982, 1985, 1991, 1994, y 2001)76 nunca lograron realmente desafiar la supremacía de una Curia romana que el papa no parecía interesado en controlar77.
El “papa teólogo” Benedicto XVI y el “adiaphoron” de la Curia La renuncia del papa Benedicto fue anunciada el 11 de febrero de 2013, haciéndose efectiva el 28 de febrero del mismo año. Pero tal renuncia ha continuado ocurriendo por un largo tiempo tras haberse hecho efectiva ya que el “papa emérito” todavía vive en el Vaticano. Los documentos oficiales sobre el pontificado de Benedicto conservados en los archivos del Vaticano permanecerán por muchas décadas inaccesibles a los estudiosos. Pero no hay duda que uno de los rasgos característicos del “papa teólogo” fue su desinterés por la Curia: en palabras de Galavotti, “Ratzinger mantuvo el distanciamiento (propio de Juan Pablo II) del papa hacia la Curia”78. En este sentido, Ratzinger fue un típico teólogo académico católico posterior al Vaticano II que veía en la Curia un objeto carente de substancia teológica, un adiaphoron. Esto no quiere decir que su pontificado no tuviera impacto en la Curia. Por el contrario, algunas decisiones suyas ahondaron la crisis de la Curia mediante una clara recentralización en Roma de los procesos de toma de decisiones ya comenzados bajo Juan Pablo II. El primer ejemplo fue la decisión de Benedicto de renunciar al título de “Patriarca de Occidente.” Aparte de sus implicancias ecuménicas, esta renuncia también afectó la manera en que el papa concebía el rol de la Curia romana. De modo paradojal, con esta decisión Benedicto resolvía el problema aducido por Heribert Schmitz pocos años antes del Vaticano II, cuando este propuso separar la Curia romana en una curia para el papa como pastor de la Iglesia universal, y una curia para el gobierno de la Iglesia Latina como Patriarca de Occidente79. Bajo Benedicto XVI, algunas de las distinciones sugeridas en anteriores reformas de la Curia desaparecieron. En febrero de 2006 cuatro consejos pontificios fueron fusionados en dos consejos, Iustitia et Pax (que absorbió el Pontificio Consejo para el Cuidado Pastoral de los Migrantes) y el Pontificio Consejo para la Cultura (el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso fue cerrado, pero luego restituido en mayo de 2007). Claro en su intención teológica, en septiembre de 2010 Benedicto decidió crear el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, pero el Consejo se mantuvo esencialmente invisible durante su pontificado. Benedicto fue aún más claro respecto de la nueva estructura dada a la Comisión Pontificia Ecclesia Dei (creada en 1988 para dialogar con la cismática Sociedad de San Pío X): el 2 de junio de 2009 Benedicto vinculó Ecclesia Dei a la CDF haciendo del prefecto de esta última el presidente de la primera; esto luego que el Motu proprio Summorum pontificum (7 de julio de 2007) aumentó las responsabilidades de Ecclesia Dei para implementar la liberalización de la misa latina preconciliar. En otros casos Benedicto reorganizó algunas responsabilidades de los dicasterios curiales. Una decisión destacada fue la de traspasar la 83
responsabilidad sobre los seminarios de la Congregación para la Educación Católica a la Congregación para el Clero80. En general, Benedicto XVI no reformó la Curia ni creó una comisión para el estudio de la reforma de 1988. El “papa teólogo” transfirió a sí mismo la preeminencia dada a la CDF, que él mismo había presidido durante 24 años, manteniendo la supremacía de la CDF —junto con la Congregación para la Educación Católica— en asuntos de relevancia para la doctrina. Reducida a la celebración del sínodo de obispos en Roma, la praxis sinodal no cambió la política de Juan Pablo II; el poder de la Curia romana creció por sobre el de los obispos y el de las conferencias episcopales nacionales, como pudo verse en el caso de la nueva traducción al inglés del Misal Romano81. La primacía papal bajo Benedicto XVI siguió e incluso desarrolló algunos aspectos del “papado carismático” de Juan Pablo II, esta vez no debido al carisma profético de un papa polaco, sino gracias a aquellos que siguieron teológicamente a Benedicto XVI, el más influyente hacedor de normas doctrinales en la Iglesia tras el Vaticano II. En este sentido, los nombramientos en la Curia hechos por Benedicto no solo resultan interesantes por los perfiles de los designados, sino también por la cultura institucional del papa alemán ante la tradición de la Curia romana. La decisión más importante que ilumina las intenciones de Benedicto respecto de la Curia fue la designación del cardenal Tarcisio Bertone como secretario de Estado, un italiano que había servido como secretario de la CDF bajo el cardenal Ratzinger (antes de que Bertone fuera hecho arzobispo de Génova), y que carecía de experiencia en la diplomacia y era visto por la Curia romana como un forastero. Bertone fue designado para tener a alguien “por encima” de la Curia romana sin formar parte de ella (algo muy cercano a la autopercepción del papa Benedicto en su relación con la menospreciada burocracia de la Iglesia). Desde un punto de vista funcional, dadas las relaciones personales entre Ratzinger y Bertone y la falta de competencias del designado, este nombramiento se asemejaba mucho más a la relación entre cardenal y sobrino de los papas del Renacimiento (antes que Inocencio XII prohibiera esta práctica en 1692). Las consecuencias del nombramiento de Bertone y del descuido general de la Curia por parte del papa Benedicto son algunos aspectos de un pontificado que supuso que la Curia no necesitaba ser gobernada ni reformada.
La interpretación del papa Francisco del mandato para reformar la Curia Aunque evaluar el rol de la Curia romana en los éxitos y fracasos de un pontificado no sea tarea fácil, no cabe duda de que la percepción de la Curia de la transición de Benedicto XVI a Francisco fue muy diferente a la de los cónclaves previos. El hecho de que muy pocos esperasen que del cónclave de 2013 saliera un nuevo papa italiano o curial es síntoma de la crisis de la Curia como institución. Tampoco es fortuito que, 84
exactamente cuatro semanas al cabo de su elección el 13 de abril de 2013, el papa Francisco anunciara la creación de un “consejo de cardenales”, un panel consultivo sobre el gobierno de la Iglesia formado por ocho cardenales (el “C-8”) provenientes de todos los continentes y con una significativa reducción de la presencia curial e italiana. El único italiano era el secretario del consejo, el obispo Marcello Semeraro, diocesano ordinario de Albano Laziale hasta la inclusión en el “C-9” del secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, en julio de 2014. El “C-9” se reúne por unos pocos días cada dos o tres meses. La centralización de la autoridad en la persona del papa dista de haber llegado a su fin. Prolongando un tipo “schmittiano” de catolicismo en perpetuo estado de excepción82, el C-9 de Francisco es gobernado por el papa, quien eligió a sus miembros según su criterio personal. Sus orígenes geográficos —al menos un miembro por “continente”, por difícil que sea la idea geográfica de “continente” para la eclesiología católica— representa una actualización del esfuerzo del Vaticano II por una internacionalización de la Curia83. El C-9 no es la única institución que el papa Francisco ha erigido “por encima” de la Curia romana obedeciendo al mandato del cónclave para reformar la Curia. Su decisión en octubre de 2013 de celebrar un sínodo extraordinario en octubre de 2014 y un sínodo ordinario en 2015 —ambos sobre la familia— señaló un cambio en la jerarquía de las instituciones de gobierno de la Iglesia: papa, curia, episcopado. En el mensaje del 1° de abril de 2014 dirigido al cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del sínodo, Francisco se refirió al sínodo como una colegialidad “efectiva” a la vez que “afectiva”, con un cambio significativo en el uso de estos dos adjetivos para referirse a la colegialidad, comparándolo con el uso de décadas anteriores84. Cambios sísmicos tuvieron lugar en el seno de la misma Curia romana. Durante la preparación y celebración del sínodo extraordinario de 2014, y en la preparación para el sínodo ordinario de 2015, el rol de la CDF fue ostensiblemente distinto al rol que esta había tenido en los dos pontificados anteriores, no sin semejanza al reducido rol del Santo Oficio durante el Vaticano II. Especialmente en asuntos relativos a la Curia romana, el papa Francisco parece actuar por encima o sin un “mandato” explícito del cónclave85. En sus entrevistas Francisco ha afirmado que el conclave le asignó la tarea de retomar el control sobre la Curia tras los escándalos que se hicieron públicos en 2012, y que llevaron al juicio sin precedentes y condena del camarero personal de Benedicto VI. Entre las claras medidas tomadas por Francisco para reformar la Curia se encuentran el C-9, las nuevas instituciones y el nuevo personal para las actividades financieras de la Santa Sede86, un control personal más estricto por parte del papa en casos egregios de malversación de fondos por algunos obispos87, y una nueva comisión para la prevención de abusos sexuales en la Iglesia88. En junio de 2015 el Vaticano anunció la creación de un nuevo tribunal para hacerse cargo de los obispos que fallaban en su tarea de proteger a los niños, y de un nuevo Secretariado para las Comunicaciones para supervisar cada uno de los nueve departamentos de comunicación del Vaticano. En las decisiones de Francisco 85
sobre los nueve dicasterios de la Curia romana, el rol del C-9 parece ser crucial. Con toda la frescura que el papa Francisco ha traído, hay una costumbre en la que tendría que seguir a sus predecesores posteriores al Vaticano II: la reforma de la Curia romana. Los anuncios hechos tras las reuniones del C-9 en 2014 insinuaron una reforma cabal y no una simple actualización de Pastor bonus de Juan Pablo II. Francisco ubicó el mandato del conclave dentro de una eclesiología más generosa que reconsidera la relación institucional entre Roma y sus periferias. En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013) afirma la necesidad de reequilibrar el centro y la periferia: El Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden “desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta”. Pero este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera89.
Así todo, en sus dos primeros años el pontificado de Francisco ha mostrado una respuesta centralizada a algunos problemas locales, al mismo tiempo que un renovado foco en el papado como motor de la vida institucional de la Iglesia. Tanto por su distanciamiento del mundo curial antes de convertirse en cardenal como por sus tensas relaciones con el Vaticano antes y después de volverse cardenal, el pontificado de Francisco recuerda a Juan XXIII, el papa que convocó el Vaticano II90. El paso dado por Juan XXIII para reformar la Curia le llevó a tomar la decisión de llamar al Vaticano II. Similarmente, la decisión de Francisco de celebrar dos sínodos episcopales en un solo año claramente soslayaba el rol de la Curia romana en la vida de la Iglesia global.
El Vaticano II a los 50 años. La reforma de la Curia en la encrucijada No hay duda que todavía persisten cuestiones técnicas a la hora de repasar las estructuras del gobierno central de la Iglesia católica en Roma, tales como la posición del secretario de Estado y su relación con el papa, la Curia como gabinete de gobierno, la designación de miembros laicos/as, la descentralización en la toma de decisiones. Pero en todo ello la cuestión más fundamental es el rol del Vaticano II y de su eclesiología en la reforma de las estructuras de la Iglesia. En diversos niveles, el pontificado de Francisco parece marcar un retorno al propósito del Vaticano II. En este sentido, más que una mera conmemoración o “memorialización”, la celebración del 50° aniversario del Concilio se ha vuelto una actualización. Pero la aguda pregunta de Francisco: ¿Dónde estábamos?, introduce un desafío particular a la hora de reformar la Curia romana, a saber, identificar el criterio que debería inspirar tal reforma. En el primer período posterior al Vaticano II el criterio fue principalmente el de una reorganización weberiana “legal-racional” de los 86
dicasterios y sus procedimientos, dejando a la eclesiología del Vaticano II como una justificación ex post facto de la nueva arquitectura. Ahora bien, en lo concerniente a la reforma de la Curia romana, cuya base conceptual no es fundamentalmente teológica, el rol de la teología y en particular de la eclesiología debe ser considerado. ¿Es relevante la teología para reformar la Curia? ¿Es acaso la “constitucionalización” formal de una institución eclesiástica la manera de abrir la Curia romana a la teología que debería informar todo lo que hace la Iglesia? En una época en que la deslegitimación de las instituciones se ha vuelto epidémica, especialmente aquellas de gobierno, la tarea de obrar una reforma de su gobierno central que parta desde la teología y no meramente de la tradición histórica resulta particularmente desafiante para la Iglesia. Tradiciones teológicas sobre las instituciones de la Iglesia, en su mayor parte olvidadas, pueden y deben ser recuperadas para una renovación de la Curia romana. Durante el Vaticano II, teólogos y obispos jugaron un rol importantísimo en la actualización del método teológico, y el ressourcement —o la recuperación de las fuentes de la tradición teológica— fue llevado a cabo con éxito por el mismo Concilio. Aportar el ressourcement a la Curia romana es un desafío lleno de problemas. Por una parte, en el período posconciliar ha habido una persistente separación entre eclesiólogos y el magisterio. De cambiar esta situación podría favorecer el desarrollo necesario para una nueva legitimación teológica de las instituciones encargadas del gobierno de la Iglesia. Por otra parte, la institución de la Curia romana posee una estructura que siempre ha estado basada principalmente en una comprensión sociopolítica del rol del papa antes que en una comprensión teológica y eclesiológica del mismo. Muchas de las reformas de un concilio ecuménico toman generaciones en ser eficazmente incorporadas a la vida de la Iglesia; lo que es igualmente válido para el Vaticano II, y también puede ser cierto en lo que se refiere a la conexión entre el giro eclesiológico del Vaticano II y la todavía inacabada reforma de la Iglesia como institución, tanto en el Vaticano como en las iglesias locales. Adelantar propuestas para un ressourcement en la reforma de la Curia romana requeriría otro ensayo completo. Pero tales propuestas deben comenzar por reconocer sinceramente que nunca antes la Iglesia ha estado más centralizada que en el período posterior al Vaticano II, y que ha llegado el momento para una descentralización basada en la colegialidad. La colegialidad episcopal no fue inventada en el Vaticano II; fue redescubierta como una tradición que había sido ignorada por largo tiempo91. Incluso, el catolicismo de hoy, más globalizado, pide un rejuvenecimiento del rol de la institución eclesiástica de nivel medio (que en los últimos dos siglos tomó la forma de conferencias episcopales nacionales)92 y un regreso al sistema consistorial de la modernidad temprana en una versión actualizada, donde la Curia romana permanece sujeta a la vigilancia de los representantes de las iglesias locales. El sistema de carreras eclesiástica en la Curia también puede ser reformulado: el argumento por puestos de corto plazo para los oficiales de la Curia debe restaurar la obligación episcopal de la residencia del Concilio de Trento, importante para una Iglesia en la que el mutuo aislamiento de Roma y las iglesias 87
locales disminuye la capacidad de tomar en cuenta las realidades cuando se trata de la pastoralidad de la doctrina93. Salus animarum podría ser la fuente teológica fundamental para el ressourcement de la Curia romana.
Notas: 1
Cf. H. U. von Balthasar, Der antirömische Affekt, Freiburg i.Br. 1974.
2
Según su más reciente biografía, Max Weber, fundador de la ciencia política moderna, habría descubierto la idea que le llevaría a escribir su Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus (1904-1905) mientras vivía en Roma. Cf. D. Kaesler, Max Weber: Preuße, Denker, Muttersohn, Munich 2014.
3
Resulta interesante que el papa Francisco, en su implacable discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2014, intente retratar a esta como un “pequeño modelo de la Iglesia”: http://w2.vatican.va/content/francesco/en/speeches/2014/december/documents/papafrancesco_20141222_curia-romana.html (este y todos los LRU referidos aquí fueron consultados el 27 de abril de 2015).
4
“Breve” debido al “extenso siglo XIX”. Cf. E. Galavotti, “La Curia romana nel secolo breve: Brevi appunti per una riflessione”, Concilium 50, 1 (2014) 141-47.
5
Cf. R. Bulman – F. Parella (eds.), From Trent to Vatican II: Historical and Theological Investigations, New York 2006; y M. Faggioli, Vatican II: The Battle for Meaning, New York 2012.
6
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 402-419.
7
C. Fantappiè, Storia del diritto canonico e delle istituzioni della Chiesa, Bologna 2011, 267-268. Cf. también N. Del Re, La Curia romana: Lineamenti storicogiuridici, 1948; Città del Vaticano 1998.
8
Cf. F. Jankowiak, La Curie Romaine de Pie IX à Pie X: Le gouvernement central de l’Église et la fin des États pontificaux (1846-1914), Rome 2007, 539, 570.
9
Cf. W. Reinhard, “Introduction: Power Elites, State Servants, Ruling Classes, and the Growth of State Power”, en W. Reinhard (ed.), Power Elites and State Building, New York 1996, 1-18, 17-18.
10
Sobre Juan XXIII y la Curia romana cf. E. Galavotti, “Sulle riforme della Curia romana nel novecento”, Cristianesimo nella storia 35 (2014) 849-890.
11
Cf. Acta et Documenta Concilio Oecumenico Apparando 1/2, app. 1, De rationibus inter S. Sedem et Episcopos determinandis, Città del Vaticano 1960-1961, 422-463.
12
Cf., ibid., app. 1, De maiore potestate Episcopis concedenda, 428-63.
13
Cf. R. Astorri, “La Segreteria di Stato nelle riforme di Paolo VI e Giovanni Paolo II”, en Mélanges de l’École Française de Rome: Italie et Méditerranée modernes et contemporaines, 110, 2 (1998) 501-518, en especial 503.
14
Cf. A. Indelicato, Difendere la dottrina o annunciare l’Evangelo: Il dibattito nella Commissione centrale preparatoria del Vaticano II, Genova 1992, 145-154.
15
Cf. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II 5/1, Città del Vaticano 1962-1978) 170-73. Durante la misma intercesión primera del 18 de marzo de 1963 Juan XXIII nombró a los patriarcas de la Iglesias Católicas Orientales como “miembros adjuntos” de la Congregación para las Iglesias Orientales.
16
Para el texto del discurso cf. Insegnamenti di Paolo VI, 16 vols., Città del Vaticano 1965-1979, 1 (1963):142-
88
151; y Acta Apostolicae Sedis 55 (1963) 793-800. Para un análisis de este discurso cf. A. Melloni, “The Beginning of the Second Period”, en G. Alberigo – J. Komonchak (eds.), History of Vatican II, 5 vols., Maryknoll, NY 2000, vol. 3, 13-16. 17
Para el texto de la intervención del cardenal Lercaro cf. Acta Synodalia 2/4, 618-621.
18
El teólogo de Frings era Joseph Ratzinger. Sobre la orientación de Frings hacia la colegiatura y la Curia romana durante el Vaticano II, cf. J. Ratzinger, Gesammelte Schriften, vol. 7, Zur Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils: Formulierung – Vermittlung – Deutung, Freiburg i. Br. 2008-2012, 605-607. Para el texto del discurso de Frings, cf. Acta Synodalia 2/4, 616.
19
Los discursos citados se hallan en Acta Synodalia 2/4: Rugambwa 621-23; Florit 559-64; Maximos IV Saigh 516-519.
20
Cf. M. Faggioli, Il vescovo e il concilio: Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bologna 2005, 389-438; y A. Indelicato, Il Sinodo dei Vescovi: La collegialità sospesa 1965-1985, Bologna 2008, 33-63.
21
Y. Congar, My Journal of the Council, Collegeville, MN 2012, 465, corchetes del original.
22
Cf. F.-C. Uginet, “La Constitution ‘Regimini Ecclesiae Universae”, en Paul VI et la modernité dans l’Église, Rome 1984, 603-613, en especial 605-606.
23
El Secretariado para los No Cristianos y el Secretariado para los No Creyentes fueron creados entre mayo de 1964 y abril de 1965. El primero implementaba Nostra aetate, la Declaración del Vaticano II sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas; el segundo implementaba Gaudium et spes, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno. El 15 de septiembre de 1965, el motu proprio de Pablo VI Apostolica sollicitudo instituyó el sínodo de obispos. El Decreto del Vaticano II Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos en la Iglesia, fue promulgado el 28 de octubre de 1965. El 7 de diciembre de 1965, el motu proprio de Pablo VI Integrae servandae anunció la reforma del Santo Oficio y cambió su nombre. El motu proprio del 3 de enero de 1966 Finis concilio anunció nuevas comisiones posconciliares (sobre obispos, misiones religiosas, educación cristiana, y el apostolado de los laicos) y una comisión central (presidida por los cardenales Eugène Tisserant y Amleto Giovanni Cicognani) encargada de transmitir al papa sus recomendaciones. Estas comisiones desaparecieron sin un acto formal de disolución y su agenda fue absorbida en 1967 por la reestructuración de la Curia romana de Pablo VI. El motu proprio del 6 de agosto de 1966 Ecclesiae Sanctae promulgaba normas para aplicar los decretos del Vaticano II, inclusive normas sobre el poder de los obispos diocesanos, citas episcopales, y conferencias nacionales de obispos. El motu proprio del 6 de enero de 1967 Catholicam Christi Ecclesiam creó la Comisión Iustitia et Pax y el Consejo Pontificio para los Laicos. El motu proprio del 6 de agosto de 1967 Pro comperto sane amplió la participación de los cardenales no residentes en Roma en los dicasterios de la Curia romana y abrió el camino para los ordinarios de las diócesis, arzobispos y obispos, para ser designados en los dicasterios de la Curia romana. Cf. R. Laurentin, “Paul VI et l’après-concile”, en Paul VI et la modernité dans l’Église, Actes du colloque de Rome (2-4 juin 1983), Rome 1984, 569-601, en especial 584-585.
24
Cf. A. Bugnini, La riforma liturgica (1948-1975), Rome 1983. Menos ajetreada fue la vida del nuevo Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, creado el 2 de abril de 1964, con el motu proprio Fructibus multis.
25
Cf. F.-C. Uginet, “La Constitution ‘Regimini Ecclesiae Universae’”, 603.
26
Cf. J. Ernesti, Paul VI. Der Vergessene Papst, Freiburg i.Br. 2012, 37-45; F. De Giorgi, Mons. Montini: Chiesa cattolica e scontri di civiltà nella prima metà del Novecento, Bologna 2012.
27
Cf. J.-B. d’Onorio, Le pape et le gouvernement de l’église, Paris 1992, 300-301.
28
Para una lista completa, cf. N. Del Re, La Curia romana: Lineamenti storico-giuridici, 19414; Città del Vaticano 1998.
29
Pablo VI, Constitución apostólica Regimini ecclesiae universae (15 de agosto de 1967) introducción: “Huc accedit, ut Congregationum Praepositi et Membra, sive Cardinales sive Episcopi, et Consultores in posterum nonnisi ad quinquennium assumentur, licet eiusmodi munus iis possit Summi Pontificis iudicio prorogari. Eadem de causa expedire visum est ut Cardinales qui Dicasteriis Romanae Curiae praeficiuntur, a munere suo discedant, cum Summus Pontifex morte corripitur.” (“Los presidentes y miembros de las congregaciones
89
curiales, tanto cardenales como obispos, al igual que otros oficiales serán designados en el futuro solo por cinco años; pero su período puede ser extendido según la discreción del Sumo Pontífice. Por las mismas razones pareció oportuno establecer que los cardenales encargados de los dicasterios de la Curia romana renunciasen apenas muerto el Sumo Pontífice”). 30
Congregaciones para la Doctrina de la Fe, para las Iglesias Orientales, para los Obispos, para la Disciplina de los Sacramentos, para los Ritos, para el Clero, para los Institutos Religiosos y Seculares, para la Educación Católica, y para la Evangelización de los Pueblos (Propaganda Fide).
31
Secretariado para la Unidad de los Cristianos, Secretariado para los No Cristianos, y Secretariado para los No Creyentes.
32
Signatura, Rota Romana, y Penitenciaría Apostólica.
33
Cancillería, Cámara Apostólica, Prefectura para los Asuntos Económicos de la Santa Sede, Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, Prefectura del Palacio Apostólico.
34
Cf. R. Astorri, “La Segreteria di Stato nelle riforme di Paolo VI e Giovanni Paolo II”.
35
Sobre el Secretariado de Estado bajo Juan Pablo II, cf. T. J. Reese, Inside the Vatican: The Politics and Organization of the Catholic Church, Cambridge, MA 1996, 175-189.
36
A. Riccardi, Il potere del papa da Pio XII a Giovanni Paolo II, Rome 1993, 292.
37
Cf. A. Riccardi, “L’evoluzione della Segreteria di Stato dopo il 1870”, en Les Secrétaires d’État du Saint-Siège, XIX-XX siècles, Melanges de l’École Française de Rome 116/1 (2004) 33-44.
38
Para este análisis cf. J.-B. d’Onorio, “Paul VI et le gouvernement centrale de l’église (1968-1978)”, en Paul VI et la modernité dans l’église, Rome 1984, 615-645.
39
Sobre esto cf. M. Weber, “The Three Types of Legitimate Rule”, Berkeley Publications in Society and Institutions 4.1 (1958) 1-11.
40
Cf. H.-M. Legrand, “Du gouvernement de l’Église depuis Vatican II”, Lumière et vie 288 (2010) 47-56.
41
Cf. J. Manzanares, “La reforma de la Curia romana por Pablo VI”, en Paul VI et les réformes institutionelles dans l’Église, Brescia 1987, 49-69.
42
Cf. F.-C. Uginet, “La constitution ‘Regimini ecclesiae universae’”, en Paul VI et la modernité dans l’Église, Rome 1984, 603-613.
43
Cf. R. Laurentin, “Paul VI et l’après-concile”, en Paul VI et la modernité dans l’Église, 569-601, especialmente 570-575.
44
Miembros de la comisión eran el cardenal Luigi Traglia (reemplazado en 1977 por el cardenal Ferdinando Antonelli), el arzobispo del Secretariado de Estado Giovanni Benelli, Monseñor Aurelio Sabattani de la Signatura Apostólica, y Monseñor Willy Onclin, un destacado abogado canónico de la Universidad Católica de Lovaina, designado como secretario de la comisión pontificia para la revisión de Código de Derecho Canónico en noviembre de 1965. Sobre la historia de las comisiones para la reforma de la Curia entre 1967 y 1983, cf. W. Schulz, “Il Codice di Diritto Canonico e la riforma della Curia romana”, en Scritti in memoria di Pietro Gismondi, vol. II/2, Milan 1991, 247-265.
45
Cf. C. Fantappiè, Storia del diritto canonico, 302; D. Cenalmor Palanca, La ley fundamental de la Iglesia: Historia y análisis de un proyecto legislativo, Pamplona 1991.
46
El sínodo de 1967 aprobó los principia para la reforma del Código del Derecho Canónico (promulgado en 1983), y el sínodo de 1974 aprobó los principia para el Código de las Iglesias Católicas Orientales (promulgado en 1990): cf. C. Fantappiè, Storia del diritto canonico, 302-303. En el sínodo de 1969 y después de él muchos obispos expresaron su deseo de ver reformas más profundas, especialmente en lo referente a la colegiatura episcopal.
47
Sollicitudo omnium ecclesiarum http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/motu_proprio/documents/hf_p-vi_motu-
90
párrafo
I.2,
proprio_19690624_sollicitudo-omnium-ecclesiarum_it.html. 48
La diferencia principal entre el “sistema de patrocinio” de la Roma papal en el período barroco y el nuevo fue que en el primer sistema también se premiaba a amigos y familiares. Cf. W. Reinhard, Freunde und Kreaturen: Verflechtung als Konzept zur Erforschung historischer Führungsgruppen Römische Oligarchie um 1600, Munich 1979.
49
Uno de los dos primeros subsecretarios del Consejo para el Laicado fue una laica australiana, Rosemary Goldie, nombrada en 1967.
50
Cf. J.-B. d’Onorio, “Paul VI et le gouvernement centrale”, 635-640.
51
Cf. P. Huizing – K. Walf (eds.), The Roman Curia and the Communion of Churches, Concilium 127/7 (1979).
52
Comisión Teológica Internacional (1969); Comisión Pontificia para el Cuidado Pastoral de los Migrantes (1970); Comisión Pontificia “Cor Unum” (1971); Comité Pontificio para la Familia (1973); Comisión de Estudio sobre la Mujer en la Iglesia y en la Sociedad (1973, disuelta en 1976). Cf. J.-B. d’Onorio, “Paul VI et le gouvernement centrale”.
53
A. Riccardi, Governo carismatico: 25 anni di pontificato, Milan 2003, 203.
54
C. Fantappiè, Storia del diritto canonico, 314.
55
Para la carta escrita por Juan Pablo II en noviembre de 1982 al Secretario de Estado el cardenal Agostino Casaroli, cf. E. Galavotti, “Sulle riforme della Curia romana nel novecento.” En el verano de 1981 Juan Pablo creó una comisión de 15 cardenales con la tarea de estudiar los asuntos económicos y organizacionales de la Santa Sede. La comisión se enfocó principalmente en resolver el escándalo del Instituto Opere di Religione (el Banco Vaticano). Pero no supo evitar el surgimiento de otros escándalos durante el pontificado de Benedicto XVI.
56
Cf. C. Fantappiè, Storia del diritto canonico, 306.
57
Cf. H. Legrand, “Du gouvernement de l’Église depuis Vatican II”.
58
J. Provost, “Pastor Bonus: Reflections on the Reorganization of the Roman Curia”, Jurist 48 (1988) 499-535, 522. Para la reseña de Pastor bonus hecha por el colegio de cardenales en 1985 cf. R. Astorri, “La Segreteria di Stato nelle riforme di Paolo VI e Giovanni Paolo II”, 514.
59
Cf. el Direttorio per la visita “ad limina”, publicado el 29 de junio de 1988 por la Congregación de Obispos, y la creación de un “Ufficio di coordinamento delle visite ad limina” dentro del mismo dicasterio, http://www.clerus.org/pls/clerus/rn_clerus.r_select_abstract?id=10707&lingua=3&layout=1&vers=1 (ET, http://www.cin.org/vatcong/adlimin.html.); y Provost, “Pastor Bonus: Reflections on the Reorganization of the Roman Curia”, 519.
60
Cf. Heribert Schmitz, “Tendenzen nachkonziliarer Gesetzgebung: Sichtung und Wertung”, Archiv für katholisches Kirchenrecht 146 (1977) 381-419.
61
Cf. J. Provost, “Pastor Bonus: Reflections on the Reorganization of the Roman Curia”, 499-535.
62
Para la historia de la comisión cf. J.-B. d’Onorio, Le pape et le gouvernement de l’église, Paris 1992, 287-309; F. Arinze y papa Juan Pablo II, La Curia romana: Aspetti ecclesiologici, pastorali, istituzionali; Per una lettura della “Pastor bonus”, Città del Vaticano 1989.
63
Cf. J. Beyer, “Le linee fondamentali della Costituzione Apostolica ‘Pastor Bonus,’”, en P. A. Bonnet – C. Gullo (eds.), La Curia romana nella Cost. Ap. “Pastor Bonus”, Città del Vaticano 1990, 17-43.
64
Cf. J.-B. d’Onorio, “Curia”, en P. Levillain (ed.), The papacy: An Encyclopedia, 3 vols., New York – London 2002, 1, 444-474, 473.
65
J.-B. D’Onorio, Le pape et le gouvernement de l’église, 304.
66
C. Fantappiè, Storia del diritto canonico, 308.
67
J. Provost, “Pastor Bonus: Reflections on the Reorganization of the Roman Curia”, 510.
91
68
G. P. Milano, “Riforma della Curia e collegialità episcopale dal Vaticano II alla Pastor Bonus”, en Scritti in memoria di Pietro Gismondi, vol. 2/1, Milan 1990, 673-752, 725.
69
Cf. R. Astorri, “La Segreteria di Stato nelle riforme di Paolo VI e Giovanni Paolo II”, 516.
70
Cf. G. Ruggieri, “La politica dottrinale della Curia romana nel postconcilio”, Cristianesimo nella storia 21 (2000) 103-131.
71
Cf. W. Schulz, “Il Codice di Diritto Canonico e la riforma della Curia romana”, 259-261.
72
Cf. Juan Pablo II, “Le sollecitudini crescenti”, 6 de abril de 1984, http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_letters/1984/documents/hf_jpii_apl_19840409_sollecitudinicrescenti_it.html. See Roberto Morozzo della Rocca, Tra Est e Ovest: Agostino Casaroli diplomatico vaticano, Cinisello Balsamo 2014, 313.
73
Entre otros factores, esta recentralización fue efectuada por los siguientes documentos vaticanos: Communionis notio, la carta de la CDF a los obispos católicos, “On Some Aspects of the Church Understood as Communion” (28 de mayo de 1992); la Instrucción sobre los Sínodos Diocesanos, de la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1997); la instrucción sobre ciertas cuestiones referentes a la colaboración de los fieles no ordenados en el ministerio sagrado del sacerdote, firmado por ocho dicasterios distintos de la Curia romana (15 de Agosto de 1997); y el motu proprio Apostolos suos de Juan Pablo II, Sobre la naturaleza jurídica y teológica de la conferencias episcopales (21 de mayo de 1998).
74
Solo los siguientes cardenales prefectos fueron renovados por un segundo período de cinco años: Agostino Casaroli, Secretario de Estado (1969-1979); Franjo Seper, Congregación para la Doctrina de la Fe (1969-1981); Agnelo Rossi, Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1970-1984); John Wright, Congregación para el Clero (1969-1979); y Gabriel-Marie Garrone, Congregación para la Educación Católica (1968-1980).
75
La siguiente es una lista de cardenales prefectos de dicasterios y sus años en ejercicio: Bernardin Gantin, Congregación para los Obispos (1984-1998); Joseph Ratzinger, Congregación para la Doctrina de la Fe (19812005); Iozef Tomko, Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1985-2001); Dario Castrillon Hoyos, Congregación para el Clero (1996-2006); Eduardo Martinez Somalo, Congregación para los Institutos de la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (1992-2004); Zenon Grocholewski, Congregación para la Educación Católica (1999-2015).
76
Cf. K Martens, “Curia romana semper reformanda: Le développement de la Curie Romaine avec quelques réflexions pour une reforme éventuelle”, Studia canonica 41 (2007) 91-116, esp. 107.
77
La Constitución apostólica de Juan Pablo II Universi Dominici gregis (22 de febrero de 1996), “Sobre la Vacancia de la Sede Apostólica y la Elección del Pontífice Romano”, confirma a Romano pontifici eligendo (1975) de Pablo VI en la decisión de que una vacatio sedis suscita “una desactivación completa de la Curia romana”, excepto para el capellán, el penitenciario, el vicario de la diócesis de Roma, y el vicario para el Vaticano: A. Melloni, Il Conclave: Storia di un’istituzione, Bologna 2001, 156.
78
E. Galavotti, “Sulle riforme della Curia romana nel novecento”, 887.
79
Cf. H. Schmitz, “Kurienreform”, en Nachkonziliare Dokumentation, vol. 10, Trier 1968, 57, citado en W. Schulz, “Il Codice di Diritto Canonico e la riforma della Curia romana”, 261.
80
Cf. L. Lorusso, “Le modifiche di Benedetto XVI alla Costituzione Apostolica ‘Pastor Bonus’: un ponte verso ulteriori riforme”, Iura orientalia 10 (2014) 67-83.
81
Cabe destacar la historia de la transferencia de la autoridad de la traducción inglesa del Misal del Comité internacional para la lengua inglesa en la liturgia (ICEL) a un nuevo comité, Vox Clara. Luego que las conferencias episcopales habladas en inglés aprobaran el trabajo de 17 años del ICEL, este fue rechazado por la Congregación para el Culto Divino la que encomendó a Vox Clara una nueva traducción del Misal que reflejase con mayor fidelidad la versión latina oficial. El resultado fue una versión en un inglés “latinizado” impuesta en 2011 a los católicos angloparlantes.
82
Sobre el catolicismo y el concepto de “estado de excepción” en Carl Schmitt cf. G. Agamben, State of
92
Exception, Chicago 2015 y, en especial, G. Agamben, Il mistero del male: Benedetto XVI e la fine dei tempi, Roma – Bari 2013. 83
Cf. E. Galavotti, “Sulle riforme della Curia romana nel novecento”.
84
Carta de Francisco a http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2014/04/08/0251/00559.html
85
Baldisseri,
Cf. M. Faggioli, Pope Francis: Tradition in Transition, New York 2015.
86
De Francisco cf. el motu proprio Fidelis dispensator et prudens (24 de febrero de 2014), https://w2.vatican.va/content/francesco/en/motu_proprio/documents/papa-francescomotuproprio_20140224_fidelis-dispensator-et-prudens.html
87
Las renuncias de los obispos Anton Stres, Marjan Turnšek, y Franz-Peter Tebartz-van Elst entre julio y octubre de 2013 tuvieron relación con la malversación de fondos. Un decreto papal publicado el 5 de noviembre de 2014 legisló que los obispos de la Curia romana deben retirarse automáticamente a los 75, pudiendo el papa solicitar su retiro incluso antes del cumplimiento de ese límite etario.
88
La comisión fue creada el 22 de marzo de 2014 y expandida con nuevos miembros el 17 de diciembre del mismo año.
89
Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013) núm. 32.
90
Véanse los diez tomos de los diarios de Angelo Giuseppe Roncalli, papa Juan XXIII, en la serie Edizione nazionale dei diari di Angelo Giuseppe Roncalli-Giovanni XXIII, Alberto Melloni (editor), Bologna 2003-2008.
91
Cf. G. Alberigo, Lo sviluppo della dottrina sui poteri nella chiesa universale: Momenti essenziali tra il XVI e il XIX secolo, Rome 1964.
92
Cf. papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013) párrafo 32.
93
Cf. Concilio de Trento, sesión 6, 13 de junio de 1547: De residentia episcoporum et aliorum inferiorum; sesión 23, 15 de julio de 1563: De reformatione cap. 1. Interesantemente, en su discurso a la Congregación para los Obispos (27 de febrero de 2014) el papa Francisco menciona el Decreto de Trento sobre la obligación episcopal de la residencia: http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2014/02/27/0143/00313.html
93
VI P oder y carisma. La eclesiología del Vaticano II como un nuevo marco para la vida consagrada y las órdenes religiosas
Introducción El pontificado de Francisco ha introducido un cambio de paradigma en la forma en que el papado interpreta el Vaticano II, como un corpus de documentos y como un evento. No es simplemente una forma más “liberal” o “progresista” de interpretación; en cambio, está viendo el Vaticano II como un acontecimiento clave en la historia de la Iglesia que no puede ser eclipsado por las cuestiones relacionadas con la interpretación del período posterior al Vaticano II. Francisco —ordenado sacerdote en 1969, después de la conclusión del Concilio— mueve a la Iglesia hacia adelante con respecto a la memoria del Concilio y, por esta razón, debe gestionar un legado que no es tan simple: durante el pontificado de Benedicto XVI, el tema “Vaticano II” fue de nuevo motivo de controversia, de tal modo que llegó a caracterizar la política doctrinal del Vaticano en el período Ratzinger, más allá de las intenciones del papa Benedicto XVI. La forma en la que Francisco “habla” del Concilio con su estilo episcopal también es indicativa de su enfoque de todo el pontificado anterior y del legado magisterial de Benedicto XVI. Francisco ve en el Concilio Vaticano II, una de las condiciones de la existencia de la Iglesia contemporánea, sin la necesidad de distinciones hermenéuticas finas1. En este sentido, Francisco, el primer papa posconciliar que no ha participado del evento, de alguna forma ha liberado el Vaticano II del período de controversias, algo que solo alguien no implicado personalmente en el Vaticano II, hace cincuenta años, podía hacer. El papel clave del Vaticano II para el pontificado es muy claro en los actos y documentos más importantes de Francisco, desde la Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013) a la Encíclica Laudato si’ (24 de mayo de 2015), incluyendo la bula del Jubileo extraordinario de la misericordia Misericordiae vultus (11 de abril de 2015). En la carta de Francisco a todos los consagrados del 21 de noviembre de 2014, reconoce al Vaticano II como el comienzo de un “fructífero camino de renovación que, con sus luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia marcada por la presencia del Espíritu Santo”2. Este redescubrimiento del Vaticano II no se limita solo a las palabras y los actos del papa, sino que también ha afectado la forma en que el Vaticano trata a los religiosos/as. 94
No me refiero en este caso a las tensiones con la Leadership Conference of Women Religious, LCWR, la asociación de las líderes de las congregaciones religiosas de los Estados Unidos. La interpretación de Francisco del Vaticano II es parte de este nuevo clima. En la segunda Carta a los religiosos y consagrados, Scrutate (setiembre de 2014), publicado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, hay una invitación “a volver a examinar las medidas adoptadas en los últimos cincuenta años. En esta memoria el Vaticano II emerge como un acontecimiento de extrema importancia para la renovación de la vida consagrada”3. En este momento particular en la historia del pontificado y de la recepción del Vaticano II, cincuenta años después de su conclusión, y a la luz de los recientes desarrollos en el papel de las órdenes religiosas en la Iglesia católica, es la tarea de un historiador de la Iglesia e historiador del Vaticano II expresar algo: (1) sobre la historia del documento del Vaticano II sobre la renovación de la vida consagrada, Perfectae caritatis, en la perspectiva más amplia de todo el Concilio Vaticano II; (2) sobre el contexto del documento y su recepción a la luz de la recepción magisterial del Vaticano II; (3) sobre los intentos de formular algunas hipótesis referidas a la función especial de la renovación de la vida consagrada no solo en la historia de la recepción en el pasado, sino como un trabajo que queda por hacer. Con estos objetivos procedo con una primera sección sobre eclesiología y órdenes religiosas en el Vaticano II. En segundo lugar, me detengo en la recepción del Decreto Perfectae caritatis y la eclesiología del Vaticano II. En una tercera sección abordo la cuestión de la relación entre la eclesiología y el cambio sociopolítico y sus consecuencias para la vida religiosa. Una sección final trata sobre el buen uso de la eclesiología del Vaticano II para las órdenes religiosas.
Eclesiología y órdenes religiosas en el Vaticano II En un análisis del debate sobre la renovación de la vida religiosa en el Vaticano II, un primer dato interesante que surgió es que las inquietudes sobre el futuro de las órdenes religiosas ya estaban presenten a mediados del siglo XX: …la preocupación por la disminución de las vocaciones, el envejecimiento, religiosos con exceso de trabajo, el agotamiento ministerial y la pérdida de una auténtica vida espiritual religiosa eran los principales problemas para la jerarquía de la Iglesia en la primera mitad del siglo XX; no fueron simplemente unos fenómenos posteriores al Vaticano II4.
Entre los años anteriores al Vaticano II y en los años del Vaticano II, el asunto de las órdenes religiosas era sobre todo de carácter “institucional”, es decir, sobre su relación con Roma y con sus miembros —la centralización de la gestión de las órdenes o federaciones de órdenes religiosas— y su relación con el episcopado y los obispos locales, el asunto de la exención5. En este sentido, el debate en el Vaticano II es más 95
sobre el lugar de las órdenes religiosas y mucho menos sobre el rol de ellas, y es por eso que el debate sobre los religiosos en el Concilio es más una continuación de los argumentos previos al Vaticano II que algo propiamente conciliar. Otros documentos del Vaticano II y los religiosos El problema no era solo con lo que finalmente se convirtió en el Decreto Perfectae caritatis, sino con la teología de las órdenes religiosas en el Vaticano II. La mayoría de los obispos se opusieron a la inclusión de una sección especial en la vida religiosa, porque existía la creencia, en primer lugar, que la vida religiosa no era una estructura fundamental de la Iglesia, sino más bien una hermosa decoración que se había desarrollado a lo largo de los siglos. Pensaron que, si bien embellecía a la Iglesia, no era esencial para la Iglesia. Se podría prescindir de ella y la Iglesia seguiría de pie6.
La eclesiología del Vaticano II no está solo en la Constitución eclesiológica, Lumen gentium, y en Gaudium et spes, sino en todos los documentos. El Vaticano II es un acto antes de ser un corpus de documentos. Por lo tanto, la eclesiología del Concilio de cara a los religiosos es ya visible en el acto del Vaticano II, en la forma en que se desarrolló. Un hecho paradójico es que los teólogos más importantes y los expertos en el Vaticano II eran miembros de órdenes religiosas, especialmente dominicos y jesuitas, pero ellos nunca lograron poner sobre la mesa la cuestión de la función de las órdenes religiosas, incluso porque en los años antes del Vaticano II estos teólogos habían sido marginados dentro de sus propias comunidades a consecuencias de las sanciones emitidas contra ellos por el Santo Oficio. Una presencia muy débil de las órdenes religiosas en el Vaticano II es aún más significativa para el texto final del Decreto sobre las órdenes religiosas por la brecha entre la mayoría conciliar versus la minoría. Particularmente ausente es la idea de que “es esencial para la vida religiosa el compromiso con una comunidad como una forma de intensificar la obediencia al Evangelio”7. Institucionalmente la eclesiología del Vaticano II se ocupa de las órdenes religiosas como un elemento no del todo ajustado a la transición de una Iglesia universalista a una Iglesia hecha de iglesias locales, a partir de un vocabulario sociológico y jurídico a uno eclesiológico, comunional y sacramental, y desde una idea de Iglesia exclusivista a una inclusivista y ecuménica. El cambio eclesiológico en los documentos del Vaticano II comienza con el debate litúrgico. En mi libro True Reform puse de relieve el papel eclesiológico de la Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium, el primer documento debatido y aprobado por el Vaticano II8. En Sacrosanctum concilium existe un fuerte recentramiento cristológico y ecuménico de la liturgia, también está allí la idea de que existe en un sentido “una” liturgia en la que la diversidad de la catolicidad emerge: se trata de un modelo que supone la limitación a comunidades monásticas de ciertas prácticas litúrgicas como la liturgia de las horas. Un intento dentro de la comisión litúrgica de “hacer más monástica” la reforma litúrgica no fue aceptado9. El documento más directo sobre la eclesiología es la Constitución Lumen gentium, 96
cuya eclesiología manifiesta el cambio de la societas perfecta a una Iglesia como comunión y pueblo de Dios, de un vocabulario jurídico a una descripción bíblica y espiritual. Sin embargo, Lumen gentium también eleva el episcopado al más alto nivel con lo que el obispo deviene el punto de referencia o el estándar para la idea del ministerio ordenado, y articula el concepto del sacerdocio de todos los creyentes y la llamada universal a la santidad, sin definir la especificidad de los religiosos y consagrados10. Esto es especialmente importante si conectamos Lumen gentium con el Decreto Apostolicam actuositatem y su mensaje clave del apostolado laico como una verdadera participación en la misión de la Iglesia, junto con la jerarquía. La Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, Gaudium et spes, aborda el papel de los religiosos/as en la Iglesia de muchas maneras, especialmente dos. En primer lugar, redefine la relación entre la Iglesia y el mundo de una manera que niega la fuga mundi como una opción si se basa en la idea de una separación necesaria entre la Iglesia y el mundo. Esto presenta a los religiosos el desafío de reconsiderar el lenguaje utilizado para describir el estilo de vida de ciertas comunidades y sus tradiciones. En segundo lugar, devuelve a la teología católica el criterio de la historicidad —comenzando con los “signos de los tiempos” de GS 4— como un elemento necesario de la conciencia de la modernidad; esto representa un reto para las órdenes religiosas y tradiciones espirituales llamadas a renovarse a sí mismas mediante la restauración del legado de los fundadores y fundadoras, muchos de ellos cronológicamente situados en un período en la historia de la eclesiología que el Vaticano II dejaba atrás, sobre todo el periodo medieval y la Contrarreforma. El Decreto Presbyterorum ordinis asume algunas ideas sobre el ministerio: la parroquia es normativa para el ministerio, la comunidad se compone de los fieles (con evidentes problemas al conectar ministerio y evangelización), y el ministro ordenado está en comunión jerárquica con el obispo. Los mismos supuestos son operativos en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, Christus Dominus. Citando a John W. O’Malley, podemos decir que “a pesar de su mérito, Christus Dominus, Presbyterorum ordinis y Optatam totius no tienen en cuenta suficientemente la tradición del ministerio y del sacerdocio en las órdenes religiosas”11. En particular, la comprensión del ministerio de Presbyterorum ordinis es difícil de conciliar con la dimensión ad extra de la Iglesia del Vaticano II como se describe en el Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, en la Declaración sobre las religiones no cristianas, Nostra aetate, y en Lumen gentium y Gaudium et spes sobre el ateísmo. A la luz de este breve resumen, puede decirse que la eclesiología del Vaticano II abre un nuevo camino para el papel de los religiosos y religiosas en la Iglesia, pero sobre todo de una manera indirecta; los espacios que el Vaticano II abre son para la Iglesia en general, sin un papel específico para ellos. En este sentido hay un giro histórico-teológico preciso en la eclesiología del Vaticano II que es difícil de conciliar con el rol de los religiosos. En primer lugar, la eclesiología del Vaticano II proviene de un modelo patrístico centrado en el obispo, la iglesia local y su presbiterio, dejando de lado, sustancialmente, otros modelos de comunidad cristiana. En segundo lugar, el otro polo, la 97
“Iglesia universal”, está mucho más identificado con el papado y el colegio de los obispos a su alrededor que con otras expresiones de “globalismo” católico, tales como las órdenes religiosas. En tercer lugar, la eclesiología del Vaticano II considera el modelo patrístico y el primer milenio como mucho más normativo que el segundo milenio y, sobre todo, se percibe como una nueva era después del final del período de contra-reforma — incluyendo el “largo siglo XIX” del cual habla John W. O’Malley en su libro ¿Qué pasó en el Vaticano II?—12 que es exactamente el período de expansión de las órdenes religiosas13. Perfectae caritatis entre el regreso a los orígenes y el aggiornamento Ahora bien, si nos fijamos en el documento dedicado a las órdenes religiosas, la imagen se vuelve más interesante a la luz de la historia del Decreto. No es un misterio que la historia de Perfectae caritatis es una de los más complicadas de toda la historia de los documentos del Vaticano II. Aquí se advierte uno de los “lados oscuros” de un hecho fundamental, muy importante, acerca del foco del Vaticano II sobre el episcopado y la colegialidad episcopal: no solo el clero fue pasado por alto en el debate eclesiológico del Vaticano II, sino también las órdenes religiosas. La complicada historia del Decreto Perfectae caritatis es un buen ejemplo de cómo los obispos en el Vaticano II trataron un tema que era incómodo para la mayoría de ellos. El esquema de la vida religiosa comenzó como un texto jurídico-canónico, evitando las cuestiones teológicas reservadas a la comisión doctrinal, dirigido por el Santo Oficio. Todo el debate iniciado desde su preparación se concentró durante una buena parte del debate en el aula conciliar sobre la cuestión de la exención: los obispos en el Vaticano II tenían un problema tanto con la Curia romana como con las órdenes religiosas, ambas realidades estaban limitando su poder monárquico. Se hace evidente, a medida que transcurre el Vaticano II, que si bien es cierto que un concilio estaba afrontando la reforma de las órdenes religiosas por primera vez después de Trento (sesión XXV, Decretum de regularibus et monialibus), también es cierto que el criterio de aggiornamento era simplemente una invitación a los religiosos para restaurar el legado de los fundadores en tensión con la renovación o reforma general de la Iglesia14. Cabe destacar aquí, por lo demás, la ausencia de mujeres en la comisión, si se compara con la importancia de las religiosas en la Iglesia. Las tensiones entre estos dos polos, el retorno a los orígenes y el aggiornamento en una Iglesia en una nueva relación con el mundo moderno, también fueron evidentes durante el debate sobre el Capítulo IV del De Ecclesia, que se convirtió en el Capítulo VI de Lumen gentium. Durante la segunda sesión, en 1963, la marginación del debate sobre los religiosos puso el tema en un “limbo” que fue revelador de la falta de preparación del Concilio para debatirlo15. La idea de accommodata renovatio —el volver a los orígenes y el aggiornamento con el mundo moderno— se convirtió en el principio rector dado por la comisión de coordinación del Concilio a la Comisión de religiosis el 29 de noviembre de 1963, pero 98
bajo la amenaza de que muchos de los aspectos jurídicos de la reforma se aplazarían hasta la reforma del Código de Derecho Canónico. La comisión decidió el título De accomodata renovatio vitae religiosae en octubre de 1964, que también fue el título del decreto de la Congregación de religiosis de la Curia romana del 26 de marzo de 195616. Sin embargo, curiosamente, Perfectae caritatis es el único documento del Vaticano II que no cita documentos papales. Ahora bien, el Decreto del Vaticano II sobre “la adaptación y renovación de la vida religiosa” del 28 de octubre de 1965 no ignora el giro eclesiológico alcanzado en el Concilio. Perfectae caritatis es un documento que refleja la eclesiología del Vaticano II, especialmente de Lumen gentium, de una Iglesia con una diversidad de dones en relación unos con otros y abierta hacia el Reino. Se aprecia un claro cambio en comparación con la “eclesiología jerarcológica” descrita por Yves Congar, tan típica de la época anterior al Vaticano II, y hay una eclesiología que deja espacio para el rol del Espíritu Santo. Pero también existen en Perfectae caritatis algunos límites de la eclesiología del Vaticano II, especialmente en la opción de no usar el término “carisma” que, si bien fue mencionado en los discursos en el aula durante el debate, en última instancia fue borrado de los textos en sus versiones finales17. La incertidumbre de la eclesiología del Vaticano II sobre las órdenes religiosas no es completamente diferente de la incertidumbre acerca de otras realidades carismáticas en la vida de la Iglesia, tales como los nuevos movimientos eclesiales18. Es visible una oscilación entre el énfasis conciliar sobre la dignidad bautismal y su eclesiología, por un lado, y los pasajes más tradicionales centrados en la idea de la superioridad y excelencia del “estado de perfección” (PC 1, 5-6, 4). Y existen también otros límites en Perfectae caritatis, algo que dicho documento no recibe de los otros textos del Vaticano II, sobre todo una teología de la vida religiosa inspirada en la idea tradicional de la división entre diferentes “estados de perfección”. Lo que está claro en la eclesiología del Vaticano II es un énfasis en una idea de ministerio asumida que no forma parte del documento conciliar sobre los religiosos: solo los párrafos 8 y 20 de Perfectae caritatis están dedicados al ministerio. Claramente se aprecia que en el Vaticano II tenemos una paradoja acerca de la renovación de la vida religiosa y de las órdenes religiosas: el movimiento no proviene de las órdenes religiosas mismas y tampoco de los obispos pertenecientes a una orden religiosa —véase el debate de 1964—, sino solo a partir del debate eclesiológico global del Vaticano II. Este es un elemento clave para entender el tiempo posterior al Vaticano II y la recepción de la renovación de las órdenes religiosas.
La recepción posconciliar de Perfectae caritatis La recepción de Perfectae caritatis debe ser entendida en el contexto de la recepción del Vaticano II y de su eclesiología en particular. 99
La primera auténtica recepción de la eclesiología del Vaticano II sucede en el mismo Vaticano II, durante el Concilio, con el asunto que el eclesiólogo alemán, H. Pottmeyer, llamó el “desafortunado cambio” de la communio a la hierarchica communio en la “Nota Explicativa Previa” de Lumen gentium (noviembre de 1964)19. Un cambio que corrige el curso de la eclesiología posconciliar, incluso antes que el Vaticano II aprobara todos sus documentos. La tensión emergida en torno a dicha Nota presagió —si no creó — las tensiones del período posconciliar. En el discurso eclesiológico en el periodo posconciliar se advierte una serie de tensiones, también una historia con diferentes “estaciones” eclesiológicas: la descentralización de la década de 1970, gracias también a la reforma litúrgica; el paso de la “eclesiología del pueblo de Dios” a la “eclesiología de comunión” en la década de 1980, sobre todo después del Sínodo sobre la recepción del Vaticano II de 1985; la recentralización de la década de 1990 (Carta de la Congregación para la doctrina de la fe, Communionis notio, 1992; Motu proprio Apostolos suos, 1998); el debate eclesiológico “universal versus lo local” en los años 2000 (el intercambio público Ratzinger-Kasper); la renovada discusión sobre la hermenéutica del Vaticano II, con todas sus consecuencias eclesiológicas durante el pontificado de Benedicto XVI. Todas estas tensiones eclesiológicas eclipsan otro hecho simple. En el período posconciliar, desde la década de 1970 luego de unos pocos años de consenso duradero, se advierte una brecha creciente entre los teólogos y teólogas y la jerarquía que habían trabajado bien, conjuntamente, en el Vaticano II. Es un período en la vida de la Iglesia en que se recibe el mensaje del Vaticano II, pero al mismo tiempo la vida de la Iglesia resulta mucho más rápida y el desarrollo se concreta en direcciones no previstas por los padres conciliares y los documentos que se aprobaron. El nuevo rol de los laicos/as en la Iglesia, por una parte, y el renovado papel de los obispos y del papado, por otra parte, revelan una falta de atención al clero y a los religiosos. En este sentido, lo que podemos llamar el “neo-institucionalismo posconciliar” abrazado por el magisterio, especialmente con Juan Pablo II, favoreció a los obispos —la columna vertebral de la institución— y a los laicos y laicas que pueden pasar por alto fácilmente los mecanismos institucionales. Pero puso en una situación difícil a aquellos llamados a mediar entre la institución y la realidad sobre el terreno, es decir, al clero y en una situación especialmente complicada a las órdenes religiosas. Los religiosos no solo tienen parte en la mediación entre la institución y la realidad sobre el terreno, sino que también deben negociar entre la identidad de clérigos y la voz carismática en la Iglesia y en sus propias comunidades; entre el statu quo institucional y el llamado profético; en la transición de una iglesia católica monocultural, europea y occidental a una Iglesia verdaderamente global, en formas que no siempre se trazaron en los textos, ni siquiera en los debates del Vaticano II. Esta situación se expresa en los documentos de la época posconciliar: el documento de 1978 de la Congregación para los obispos y de la Congregación para los religiosos, Mutuae relationes20; en el nuevo Código de Derecho Canónico promulgado por Juan Pablo II en 1983; en el texto, también de 1983, “Elementos esenciales de la enseñanza 100
de la Iglesia sobre la vida religiosa” que tendía a reducir la vida religiosa a un modelo monástico21 y, un año más tarde, en la Exhortación apostólica Redemptionis donum a los religiosos y religiosas acerca de su consagración a la luz del misterio de la redención. La publicación del nuevo Código de Derecho Canónico en 1983 también es crucial debido a la nueva terminología utilizada para definir la vida religiosa con el fin de incluir la consideración de las formas de institutos seculares, las sociedades de vida apostólica y el ordo virginum: es la noción de “vida consagrada” que se justifica en ese momento por su enraizamiento en la consagración bautismal, pero refleja aún un vocabulario de separación, próximo a la clericalización de la vida religiosa y no a la llamada profética del religioso. “Consagración” se elige sobre otras opciones tales como “seguimiento de Cristo”. Esto se hace evidente en el Sínodo sobre la vida consagrada en 1994, que fue seguido dos años después por la publicación de la Exhortación apostólica Vita consecrata, un documento que, al tiempo que presenta algunos puntos de vista significativos, básicamente se fundamenta en la restauración de un enfoque teológico basado en los diferentes “estados de vida”, que apuntan a los tres “estados” tradicionales de los laicos, los ministros ordenados y personas consagradas y enfatiza la teología de la consagración. También es interesante ver que en los Lineamenta para el Sínodo sobre la evangelización del año 2012 se menciona la vida consagrada después de los nuevos movimientos eclesiales22. En este sentido, llama la atención la diferencia entre las trayectorias del rol de las órdenes religiosas y de los nuevos movimientos católicos en el magisterio durante estos últimos 30 años. Sabemos que a los nuevos movimientos eclesiales se les dio una preferencia sustancial con respecto a las órdenes religiosas. Sin embargo, es interesante recordar que los líderes y defensores de los movimientos eclesiales católicos de la época posconciliar han estado ansiosos por ser identificados en sus reconstrucciones oficiales y mitos fundacionales con los orígenes de las órdenes religiosas. Durante los años 80 y 90, la retórica de los nuevos movimientos católicos como “herederos” de las órdenes mendicantes medievales, las órdenes religiosas de la época moderna y el catolicismo tridentino —especialmente de los jesuitas en el caso del Opus Dei, que intentó recuperar para el catolicismo del siglo XX, el mismo papel que desempeñó la Compañía de Jesús en el período posterior a Trento— se convirtió en parte de la apologética de los movimientos católicos posconciliares. Esta retórica permitió a los movimientos, una vez más, no asumir el punto de inflexión eclesiológico representado por el Concilio Vaticano II; una aceptación que las órdenes religiosas no podían evitar. Desde un punto de vista eclesiológico, podemos observar que ciertas analogías entre los nuevos movimientos y las órdenes mendicantes medievales, a menudo reiteradas con fines apologéticos, implicaban un rechazo del Vaticano II, de su eclesiología y su visión global de los bautizados y bautizadas como “pueblo de Dios”. De una manera extraordinariamente clara, el eclesiólogo italiano, Severino Dianich, observó que “los nuevos grupos católicos surgen de un estímulo constante, es decir, la sensación de una inadecuación fundamental de la iglesia local en 101
relación a su misión y a las exigencias de una auténtica existencia evangélica. La pregunta es, ¿hasta dónde podemos ir con este veredicto de inadecuación?”23. Ahora está claro que este “veredicto de inadecuación” se extiende también a las órdenes religiosas que no disponen del lujo de una libertad para navegar por el sistema de la Iglesia católica con las mismas fluctuaciones típicas de algunos de los nuevos movimientos católicos: entre ultramontanismo y neo-galicanismo, entre híper clericalismo y empoderamiento de los laicos/as, entre la apertura radical al mundo y la retirada del mundo, entre parlamentarismo y la obediencia como un culto al carisma del fundador.
Las órdenes religiosas en la Iglesia después del Vaticano II: algunas hipótesis Estas últimas décadas han coincidido con un momento de tensión sobre el rol de los religiosos y religiosas en la vida de la Iglesia, y no solo debido a la política doctrinal del Vaticano. Como eclesiólogo e historiador de la Iglesia tengo tres hipótesis para estas tensiones; hipótesis que tratan de ir más allá de la caricatura de una simple lucha por el poder —asumiendo que existen luchas por el poder en la Iglesia—, sino que tomo en serio lo que Jorge Mario Bergoglio dijo en su intervención en el Sínodo de 1994 sobre la vida consagrada: “podemos reflexionar sobre la vida consagrada solo desde el interior de la Iglesia, mirando a las relaciones inter-eclesiales que ellas implican”24. Lo que está en el centro de la primera hipótesis es la relación entre religiosos/as y episcopado. La primera hipótesis se desarrolla en torno a la idea de que, con el fin de comprender el papel de los religiosos en la Iglesia del mañana, necesitamos también una reflexión sobre el desarrollo de la relación entre la Iglesia, la sociedad y la comunidad política, y no solo un análisis intracatólico de los cambios en la eclesiología comparado con los cambios en la vida real de la Iglesia y de los religiosos. La gran transformación en la eclesiología que tuvo que ver con el papel de los religiosos en estos últimos 50 años se refiere al cambio en la percepción de la vida religiosa después del Vaticano II. Por un lado, está la consideración obvia que la “llamada universal a la santidad” ha redefinido la posición del clero, pero sobre todo la de los consagrados/as y de los miembros de las órdenes religiosas. Menos obvio, sin embargo, es el hecho de que el papel de los religiosos ha sido redefinido por factores que no son teológicos ni eclesiológicos, sino sociales y, en un sentido, “políticos”. Muchos de los servicios prestados por las órdenes religiosas en los últimos siglos han sido asumidos por la comunidad política y se han convertido en parte del contrato social. En este sentido, el elemento oculto en la redefinición de los religiosos en el período posterior al Vaticano II es el nuevo reconocimiento por parte de la Iglesia en el Concilio del ámbito secular, esto es, de la descolonización y el surgimiento de las democracias constitucionales, del Estado, del gobierno y el Estado de bienestar. El rol del papado, del episcopado y del clero no ha pasado a través de la redefinición radical que las órdenes religiosas han tenido que 102
concretar: la historia de las órdenes religiosas entre la Revolución Francesa y la “Ley de Separación” entre Iglesia y Estado en Francia (1905) es instructiva a este respecto25. Religiosos/as y consagrados/as perdieron una parte significativa de su rol en la Iglesia y en la sociedad y la política y no recibieron, al menos simbólicamente, ni por parte de la Iglesia ni por parte del estado secular las “reparaciones” que la Iglesia católica institucional —la Santa Sede y los obispos— recibió en términos de reconocimiento político durante el siglo XX. La segunda hipótesis desarrolla algunas reflexiones sobre las nuevas formas de “estilos de vida religiosos” en la Iglesia católica en el siglo pasado y afecta a la relación entre las formas religiosas y las nuevas formas de vida comunitaria en la Iglesia a la luz de las identidades clerical y laical. El duo genera christianorum —dos clases de cristianos— ya no era más normativo, incluso antes de que comenzara el Vaticano II, si recordamos los desarrollos de los nuevos “institutos seculares”, ya bajo Pío XI y Pío XII26. El Vaticano II no desarrolla suficientemente la variedad de formas de vida cristiana ya existente al realzar a los laicos y laicas mediante la “llamada universal a la santidad” y al fortalecer el poder de los obispos mediante una “constitucionalización” de la colegialidad, dejando así las órdenes religiosas en una situación difícil. En el Vaticano II, la eclesiología conciliar ignoró el papel específico de las órdenes religiosas; ese mismo rol específico fue revisado de manera creciente por la secularización de los servicios sociales en el Estado administrativo moderno, en una alianza incongruente entre la teología conciliar y el Estado moderno27. Sin embargo, por un lado, las obras de caridad constituyen una parte esencial de la Iglesia y no pueden ser externalizadas o absorbidas por los servicios sociales del Estado28. Por otro lado, el legado de las órdenes religiosas y de las diferentes formas de ser parte de una orden religiosa no se perdió. Los servicios prestados por muchos de los nuevos movimientos católicos están en la tradición de las órdenes religiosas, por ejemplo, la educación, la formación, el bienestar, el servicio en las cáceles, etc. Pero lo que permite a los nuevos movimientos católicos realizar el papel de las primeras órdenes religiosas es una “ligereza” o “levedad” institucional —el estado no clerical de los miembros, su estilo de vida, las relaciones con la jerarquía de la Iglesia, sus relaciones con la cultura moderna, su desarrollo social y el compromiso político, etc.— que las órdenes religiosas perdieron con la centralización y la clericalización de la Iglesia durante los últimos dos siglos. En otras palabras, la naturaleza profética y radical de los religiosos podría sobrevivir mejor en nuevos grupos católicos que tenían un tipo diferente de relación con la institución, básicamente porque estaban “protegidos” por el estado laical. En una Iglesia que, por diferentes razones, se había convertido en una realidad menos hospitalaria para ellas, las órdenes religiosas tenían que llevar la carga de su estado clerical y de estar en los márgenes, o el peso de ser “clericalmente diferentes” (si se me permite), pero sin los beneficios de la libertad de los laicos y laicas católicos que ahora tienen el lujo de comportarse como el clero y los consagrados, con todos los beneficios que proporciona una situación de facto y extra legem. La tercera hipótesis aborda la relación entre el rol de los religiosos en la Iglesia actual 103
y la historia del debate en el Vaticano II. Para decirlo en pocas palabras, creo que tanto la defensa nostálgica del Vaticano II como la mentalidad tradicionalista anti-Vaticano II se muestran incapaces de desarrollar una visión creativa sobre un nuevo papel de los religiosos en la Iglesia del mañana. El sentimentalismo de los veteranos de la Iglesia del Vaticano II subestima la debilidad de la reflexión del Concilio sobre los religiosos y el rápido desarrollo de los nuevos asuntos —eclesiológicos, pero no solo eclesiológicos — que requieren de nosotros comenzar a partir del Vaticano II, pero sin detenerse allí. Los tradicionalistas anti-Vaticano II están dispuestos a ignorar que los problemas relacionados con el rol de las órdenes religiosas no fueron creados por el Vaticano II; esas dificultades ya estaban presente. Me parece que, para las narrativas tradicionalistas que animan el sentimiento anti-Vaticano II, la necesidad de preservar el papel profético de los religiosos en la Iglesia está ausente, evidentemente, porque la narrativa anti-Vaticano II es en gran medida —aunque no solo— un “statu quo ante narrative”29. Todos sabemos que la profecía y el statu quo no son buenos compañeros de viaje. En este sentido, sería interesante observar las relaciones entre el desarrollo de los “estudios sobre Jesús” en el mundo académico y el creciente aprecio de Jesús como el paradigma de la vida cristiana en nuestra era secular, por un lado, y la recepción de estos estudios entre los católicos tradicionalistas, por otra parte, con el fin de comprender el impacto de este “nuevo” paradigma —mucho más fuerte que los institucionales— sobre la percepción de las órdenes religiosas en la Iglesia. Los estudios sobre la vida de Jesús han hecho hincapié en la naturaleza profética de sus acciones, su íntimo contacto con la gente pobre, su relación con su entorno social, su percepción de las necesidades de los demás como una llamada al servicio y una entrega al Evangelio en línea con la actitud de estar atentos a los signos de los tiempos. Francisco dijo a las hermanas clarisas en Asís, el 4 de octubre 2013, que el elemento típico de los consagrados/as es ser profetas que dan testimonio de la manera cómo Jesús vivió en esta tierra, el atestiguar, por tanto, la humanidad de Jesucristo30. Pero tal vez en la vida de la Iglesia, también en las comunidades de consagrados/as, estamos todavía lejos de comprender la conversión radical requerida por la opción de elegir la humanidad de Jesús como modelo. Una definición de los ministerios establecida de una vez para siempre no da respuesta a las necesidades de la misión, que no debe ser la descripción de lo que “pensamos de nosotros” —como lo es hoy en el mundo empresarial—, sino que debería ser un desafío31. Mucho de lo que define la misión y el ministerio en la Iglesia ha cambiado en estos últimos 50 años, y esto es aún más cierto en relación al rol de los religiosos y religiosas.
El buen uso del Vaticano II para la vida consagrada actual Ahora bien, teniendo en cuenta las afirmaciones expuestas, ¿aún vale la pena mirar al Vaticano II en orden a reflexionar sobre el futuro de las órdenes religiosas en la Iglesia? Pienso que sí, siempre que distingamos entre lo que podemos aprender del Vaticano II, lo 104
que podemos dejar atrás y lo que podemos recuperar y desarrollar para el futuro de la Iglesia. Lo que podemos dejar atrás es la negligencia intelectual acerca de la particularidad de las órdenes religiosas a causa de un debate eclesiológico centrado en temas de poder (clero versus laicos; universal versus local; obispos versus religiosos). La afirmación del episcopado de ser el titular único del poder en la Iglesia parece particularmente pasada de moda hoy en día, y no principalmente por razones teológicas. La idea de que la Iglesia se centra en la diócesis y la parroquia es algo que el Vaticano II toma de Trento mucho más de lo que por lo general se reconoce: pero este modelo claramente no es sostenible, si es el único modelo, para el futuro de la Iglesia. Lo que necesita ser recuperado y desarrollado del Vaticano II es mucho, en particular el nuevo énfasis en el Vaticano II bajo Francisco. En primer lugar, la eclesiología de Francisco ha dado nueva legitimidad a la idea de la inculturación relacionada con la evangelización, algo que los religiosos se encuentran en una posición privilegiada para concretar si se compara con el papel de la Iglesia jerárquica32. En segundo lugar, el enfoque de Francisco es escatológico y profético mucho más que eclesiológico. En este sentido, las debilidades eclesiológicas del Vaticano II sobre las órdenes religiosas serán un obstáculo menor. En tercer lugar, se trata de la institución, que el Vaticano II no ha reformado, y del carisma. La lectura del Vaticano II de Francisco está a favor de una eclesiología pos-institucional. Una eclesiología que no solo funciona a través del sistema, sino también más allá y, si es necesario, sin él. El elemento carismático está siendo redescubierto después de haber sido infravalorado y puesto bajo sospecha desde hace mucho tiempo, también en el período posconciliar. En una Iglesia defensora de los pobres y los marginados está claro que las órdenes religiosas representan un buen ejemplo de una Iglesia que no huye del mundo, sino que “huye de las estructuras de poder del Imperio” de hoy33. En una Iglesia evangelizadora, el papel de los religiosos y religiosas es más importante de lo que ha sido: “hablando en sentido figurado, la vida religiosa vive en la puerta giratoria de la Iglesia. Nos encontramos con gente en camino hacia dentro y en camino hacia afuera de la Iglesia”34. En general, si queremos entender el Vaticano II y su impacto en la Iglesia tenemos que considerar sus macro-giros y, en particular, las tres principales intuiciones del Concilio que han sido resumidas recientemente por uno de los intérpretes más importantes del Vaticano II, el jesuita franco-alemán, Christoph Theobald35. La primera intuición del Vaticano II es una “visión genética de los cristianos y de la existencia eclesial”, conectada con la autorrevelación de Dios en Jesucristo: la referencia última de la relación entre la Iglesia y la sociedad, también entre la Iglesia y sus miembros, es el Evangelio de Jesucristo y, en particular, el “estilo de Jesús” es normativo36. La sequela Christi —seguimiento de Cristo— encuentra un ejemplo privilegiado cerca de los márgenes, así como Jesús de Nazaret fue un “judío marginal” —para citar el título de la obra de John P. Meier— no solo de la sociedad sino también de la Iglesia institucional37. La segunda es la intuición acerca de un “modo de proceder” del Concilio: la Iglesia 105
del Vaticano II es una Iglesia sinodal y comunional que aprende del modus agendi de Cristo y de su modus conversationis. Esto marca la diferencia, no una separación, entre nuestro “congregarnos” como cristianos y nuestra vida en la sociedad y la “vida en comunidad”. El estilo de vida en común no es solo un ejemplo de un cierto modus conversationis para toda la Iglesia —donde la colegialidad está gravemente subdesarrollada— y para el mundo, sino que es parte también de la tarea no acabada del Vaticano II. Es de destacar que en un determinado momento del debate sobre los obispos y las diócesis estuvo a punto de recomendarse la vida en común a todos los sacerdotes diocesanos38. La tercera intuición es la de “una Iglesia en la historia y la sociedad”. Una Iglesia que está “al servicio del Reino”, en la cual “la vocación cristiana se pone al servicio de la llamada a ser humano” en una “forma diaconal de expresar lo que es distintivo del cristianismo”39. Esto pone en tela de juicio nuestra comprensión jerárquica de la Iglesia, así como lo que Theobald llama “todas aquellas estrategias pastorales autoritarias que no funcionan a través de los carismas y a través de esos signos dados efectivamente a las comunidades y las sociedades locales”40. El elemento carismático es una de las pocas garantías para una agenda contracultural verdaderamente católica que no quiere convertirse en ideológica. En base a todo ello, la eclesiología del Concilio es un marco de trabajo para el futuro de los religiosos y religiosas. La renovación de la Iglesia a la luz del Vaticano II cuenta con la contribución de ellos, probablemente más de lo que la Iglesia institucional está dispuesta a conceder.
Notas: 1
Cf. M. Faggioli, Pope Francis: Tradition in Transition, New York 2015.
2
Francisco, Carta a los consagrados por el Año de la Vida Consagrada, 28 de noviembre de 2014. http://press.vatican.va/content/salastampa/en/bollettino/pubblico/2014/11/28/0900/01954.html
3
Cf. Congregazione per gli Istituti di Vita Consacrata e le Società di Vita Apostolica, Scrutate. Ai consacrati e alle consacrate in cammino sui segni di Dio, Città del Vaticano 2014. Cf. http://www.donorione.org/Public/DocumentiContent/556.pdf
4
M. Confoy RSC, “Religious Life in the Vatican II Era. ‘State of Perfection’ or Living Charism?”, en D. G. Schultenover (ed.), 50 Years On. Probing the Riches of Vatican II, Collegeville MN 2015, 393.
5
Quiero agradecer aquí a Alessandro Cortesi por compartir conmigo el proyecto de su comentario al Decreto Perfectae caritatis para el próximo volumen en el nuevo comentario de los documentos del Vaticano II publicado en italiano por Edizioni Dehoniane, Bolonia y editado por Serena Noceti y Roberto Repole (9 volúmenes, 2014-2018).
6
J. W. Tobin CSSR, “How Did We Get Here? The Renewal of Religious Life in the Church since Vatican II”, en G. Simmonds (ed.), A Future Built on Faith. Religious Life and the Legacy of Vatican II, Dublin 2014, 20.
106
7
G. Baum, “Commentary”, en The Decree on the Renewal of Religious Life of Vatican II Council, New York 1966, 41.
8
Cf. M. Faggioli, True Reform. Liturgy and Ecclesiology in Sacrosanctum Concilium, Collegeville MN 2012.
9
Cf. M. Faggioli, “The Pre-Conciliar Liturgical Movement in the United States and the Liturgical Reform of Vatican II”, en P. J. Roy – G. Routhier – K. Schelkens (eds.), La théologie catholique entre intransigeance et renouveau. La réception des mouvements préconciliaires à Vatican II, Louvain-la-Neuve – Leuven 2011, 69-89.
10
El Capítulo 6 (párrafos 43-47) de Lumen gentium revela una sorprendente distancia entre ese texto y la realidad de la vida religiosa.
11
Para esta sección, cf. J. W. O’Malley, “Priesthood, Ministry, and Religious Life: Some Historical and Historiographical Considerations”, Theological Studies 49 (1988) 223-257, 253.
12
¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012 (What Happened at Vatican II?, Cambridge, MA 2008).
13
Cf. N. Ormerod, Re-Visioning the Church. An Experiment in Systematic-Historical Ecclesiology, Minneapolis 2014, 329-331.
14
Cf. J. A. Komonchak, “The Struggle for the Council during the Preparation of Vatican II (1960-1962)”, en G. Alberigo (ed.), History of Vatican II, vol. 1, New York 1995, esp. 185-187.
15
Cf. A. Melloni, “The Beginning of the Second Period: The Great Debate on the Church”, en G. Alberigo (ed.), History of Vatican II, vol. 3, New York 2000, 91-93.
16
Cf. J. Schmiedl, “Perfectae Caritatis”, en P. Hünermann – B.-J. Hilberath (eds.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, Freiburg i.Br. 2005, vol. 3, 512.
17
La idea del “carisma del fundador” o “del instituto” solo está presente y de una manera muy tangencial en el Decreto sobre la actividad misionera Ad gentes 23. Cf. Y. Sugawara, “Concetto teologico e giuridico del “carisma di fondazione” degli istituti di vita consacrata”, Periodica 9 (2002) 239-271.
18
Cf. M. Faggioli, Sorting Out Catholicism: A Brief History of the New Ecclesial Movements, Collegeville MN 2014.
19
Cf. H. J. Pottmeyer, Towards a Papacy in Communion. Perspectives from Vatican Councils I and II, New York 1998, 113.
20
Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares y S. Congregación para los obispos, Directivas para la relación entre los Obispos y religiosos en la Iglesia, Mutuae relationes, 14 de mayo de 1978, www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscrlife/documents/rc_con_ccscrlife_doc_14051978_mutuaerelationes_en.html. En la reunión con los superiores religiosos del 29 de noviembre de 2013, Francisco instó a una reforma del documento que regula la relación entre los obispos y las congregaciones religiosas. Cf. Papa Francesco, Illuminate il futuro. Una conversazione raccontata da Antonio Spadaro, Milano 2015, 35-36.
21
Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, “Elementos esenciales de la enseñanza de la Iglesia sobre la vida religiosa”, 31 de mayo de 1983, www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscrlife/documents/rc_ con_ccscrlife_doc_31051983_magisterium-on-religious-life_sp.html
22
Cf. V Keely, “Aspects of Mission in Religious Life since the Second Vatican Council”, en G. Simmonds (ed.), A Future Built on Faith. Religious Life and the Legacy of Vatican II, Dublin 2014.
23
S. Dianich, “Le nuove comunità e la “grande chiesa”: un problema ecclesiologico”, La Scuola Cattolica 116 (1988) 512-529.
24
G. Ferraro, Il Sinodo dei Vescovi. Nona Assemblea Generale Ordinaria (2-30 ottobre 1994), Roma 1998, 278.
25
Cf. C. Sorrel, La République contre les congregations. Histoire d’une passion française (1899-1904), Paris 2003.
26
Cf. la contribución del joven Giuseppe Dossetti al magisterio papal: cf. E. Galavotti, Il giovane Dossetti. Gli anni della formazione 1916-1939, Bologna 2006, 205-215.
107
27
Cf. también W. Kasper, Mercy. The Essence of the Gospel and the Key to Christian Life, New York – Mahwah NJ 2014, 185-205.
28
Cf. Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, 25-28.
29
Cf. M. Faggioli, Vatican II. The Battle for Meaning, New York 2012.
30
Cf. el discurso de Francisco a las monjas de clausura en Asís, el 4 de octubre de 2013, https://w2.vatican.va/content/francesco/it/speeches/2013/october/documents/papafrancesco_20131004_monache-assisi.html
31
Cf. S. Schneiders, Religious Life in a New Millennium, 1: Finding the Treasure locating Catholic Religious Life in a New Ecclesial and Cultural Context, New York – Mahwah NJ 2000; Id., Selling All: Commitment, Consecrated Celibacy, and Community in Catholic Religious Life, New York – Mahwah NJ 2001; Buying the Field. Catholic Religious Life in Mission to the World, New York – Mahwah NJ 2013.
32
Cf. por ejemplo la conversación de Francisco con la Unión de Superiores Generales al final de la 82a asamblea en Roma, el 29 de noviembre de 2013, en Papa Francesco, Illuminate il futuro, 22-23.
33
Cf. G Simmonds, “Epilogue I. Vatican II – Whose Inheritance?”, en A Future Built on Faith. Religious Life and the Legacy of Vatican II, 150.
34
V. Keely, “Aspects of Mission in Religious Life since the Second Vatican Council”, 96.
35
Cf. C. Theobald, Le Concile Vatican II. Quel avenir?, Paris 2015, 159-180.
36
Cf. C. Theobald, Christianisme comme style. Une manière de faire de la théologie en postmodernité, 2 vols. Paris 2007.
37
Cf. el capítulo IV de este libro, “El Vaticano II y la Iglesia de los márgenes”.
38
Cf. M. Faggioli, Il vescovo e il concilio. Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bologna 2005.
39
C. Theobald, Le Concile Vatican II. Quel avenir?, 176.
40
C. Theobald, Le Concile Vatican II. Quel avenir?, 177.
108
CUARTA PARTE
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VII El Concilio Vaticano II entre los documentos y su espíritu. El caso de los nuevos movimientos católicos
El lugar central de los “nuevos movimientos católicos” en la Iglesia contemporánea debe ser abordado desde el punto de vista de su origen histórico y su relación con el Concilio Vaticano II. Eso es lo que me propongo hacer aquí. Por nuevos movimientos católicos me refiero, por supuesto, a instituciones tales como Comunión y Liberación, la Comunidad de San Egidio, los Focolares, el Camino Neocatecumenal, los Cursillos de Cristiandad y el movimiento Regnum Christi de los Legionarios de Cristo. Es común hablar de estos movimientos como “el fruto del Concilio Vaticano II”. De hecho, los movimientos tienden a definirse a sí mismos de esa manera. Aunque no sin una base, esa definición plantea preguntas acerca de hasta qué punto son el fruto del Concilio y, más específicamente, la forma en que se relacionan con las cuestiones subyacentes —issues-under-the-issues— a las que John W. O’Malley nos llama a prestar atención. Entre esas cuestiones me concentraré en la relación entre el centro y la periferia, pero, como señala O’Malley, los temas están entrelazados, de manera que considerar uno implica, en alguna medida, abordar los otros. No es una tarea fácil clasificar estos movimientos, pero está claro que tanto su autodefinición como la descripción de los mismos en el Código de Derecho Canónico son de poca ayuda. Las características mínimas comunes se pueden resumir de la siguiente manera: un grupo de católicos que tienen… …un fundador carismático, un carisma particular, alguna forma de realidad o expresión eclesial, una membresía predominantemente laical, un compromiso radical con el Evangelio, una forma de enseñanza o formación estrechamente relacionada con su carisma, un enfoque específico y un compromiso de aportar su propio acento o comprensión en la vida de la Iglesia1.
Estos nuevos movimientos, que presuponen un compromiso estable y una regla a seguir, escrita o afirmada por la costumbre, a menudo han sido catalogados como integristas, fundamentalistas, ultramontanos y sectarios. Sentimientos duros son a menudo la fuente de juicios sesgados en el debate sobre ellos. Como muchos de estos movimientos fueron fundados después del Vaticano II, son claramente una parte integral del panorama del catolicismo posterior al Vaticano II. La cuestión es, pues, no si existe o no una relación entre los movimientos y el Vaticano II, sino más bien qué tipo de Vaticano II reivindican calificándose como frutos de él: ¿El significado literal de los documentos del Vaticano II o el “espíritu del 110
Vaticano II”? En efecto, es necesario investigar la relación entre los nuevos movimientos católicos y la pretendida y distorsionada apelación al “espíritu del Vaticano II”2 con el fin de explicar y defender su éxito y su papel en la Iglesia católica posterior al Vaticano II. Este breve estudio nos ayudará a entender que el catolicismo post-Vaticano II, así como la batalla por el control de la herencia del Concilio deben estar basadas en la narrativa de los documentos y su interpretación, dado que “no son los documentos los que nos revelan hasta qué punto se caldearon los ánimos al debatir este tema, sino la narración de las luchas por el control del Concilio mismo”3.
Del “largo siglo XIX” al Vaticano II Un elemento decisivo del paso entre el “largo siglo XIX”4, el Vaticano II, y los “nuevos” movimientos católicos fue la contribución de los “movimientos de revitalización” de principios del siglo XX. El movimiento bíblico, los estudios patrísticos y el ressourcement, la renovación litúrgica y el movimiento ecuménico con sede en Europa y América del Norte habían sobrevivido a la crisis modernista a principios del siglo XX5 y a las condenas de Pío XII y habían conseguido ofrecer a los padres conciliares y a los peritos del Vaticano II el núcleo de sus reflexiones histórico-teológicas en orden al aggiornamento de la Iglesia6. El reavivamiento bíblico en la Iglesia católica posibilitó el acceso directo de los fieles a la Biblia, enfatizando la importancia del método histórico-crítico para los estudios bíblicos, con el fin de dar a todos los católicos la oportunidad de acceder a la Palabra de Dios en la Escritura y así nutrir su vida espiritual7. La renovación litúrgica hizo hincapié en la necesidad de restablecer el equilibrio de la vida de la Iglesia alrededor de la liturgia y de renovar el lenguaje litúrgico con el fin de fortalecer la conexión entre la vida espiritual y las fuentes de la liturgia, con la liturgia como fuente8. El movimiento ecuménico había sufrido algunos contratiempos graves por parte de Roma desde la década de 1920, pero a nivel local se había quebrado lentamente el tabú de las relaciones oficiales entre católicos, protestantes y ortodoxos9. La renovación patrística había abogado por el retorno a la gran tradición de los Padres de la Iglesia10. La Iglesia llegó al final del pontificado de Pío XII y en vísperas del Vaticano II en una situación compleja: una teología extremadamente centralizada en Roma y controlada por la Curia, oficialmente basada todavía en las directrices de Tomás de Aquino sobre la identidad teológica y espiritual, mientras que la “revitalización” o los “movimientos de renovación” estaban ganando audiencia en el ámbito eclesiástico y teológico más amplio. Estos “movimientos de renovación” contribuyeron directamente al debate del Concilio sobre la eclesiología, que llegó a ser el principal tema de discusión en el Vaticano II. Sin embargo, la cuestión de los “movimientos católicos” no se convirtió en el centro del 111
escenario en el Vaticano II, ni desde la perspectiva teológica ni desde un punto de vista canónico.
El evento del Vaticano II y los movimientos católicos Animados por Juan Pablo II, quien afirmó en repetidas ocasiones la relación entre los movimientos y el Vaticano II11, los nuevos movimientos se identifican a sí mismos como el verdadero “fruto” del Vaticano II12. Como cuestión de hecho, el acontecimiento del Vaticano II tuvo un profundo impacto en la historia de las organizaciones y movimientos del laicado católico, pero la relación entre el Concilio y la identidad de los nuevos movimientos está lejos de ser directa e inequívoca. Juan XXIII anunció el Concilio el 25 de enero de 1959, después del largo pontificado de Pío XII que, en continuidad con la intuición de Pío XI, había confirmado y exaltado la Acción Católica como “la” organización del laicado católico en un catolicismo todavía centrado en Europa13. A pesar de que la fortuna de la Acción Católica en los Estados Unidos fue diferente14, resultó crucial en otras partes del mundo católico, como Europa continental y occidental, donde estaba la matriz del laicado del catolicismo del siglo XX. Opción estratégica de Pío XI y Pío XII para la presencia de la Iglesia católica en los Estados europeos en el cruce entre las ideologías nacionalistas —el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania— y la amenaza comunista —en Europa del Este— fue la creación de una “Acción Católica” basada en las raíces del “catolicismo social” de finales del siglo XIX, pero más estrechamente controlada por el papa, los obispos y el clero en cada grupo individual y comunitario. En la Iglesia de la primera mitad del siglo XX, oficialmente no había espacio para la autonomía de los católicos en la esfera política, ni para las ideas teológicas de los movimientos de renovación bíblico, ecuménico, litúrgico. Dentro del catolicismo europeo de las décadas de 1920 y 1940, se dio por supuesto que la Acción Católica educaba a los fieles laicos y laicas, para “protegerlos” de las malas influencias de las ideologías modernas, tanto socialistas-comunistas como nacionalistasfascistas, y para controlar todos los posibles “movimientos” sociales, políticos y teológicos de la ecclesia discens —la Iglesia que escucha y aprende— cuidadosamente guiada por la ecclesia docens —la Iglesia que enseña— y su líder supremo, el papa. Dentro de los muros del catolicismo oficial, sin embargo, la Acción Católica logró contener algunas semillas de los movimientos de renovación teológicos, así como de los futuros líderes y puntos de vista de los nuevos movimientos católicos. El Concilio desarrolla algunos aspectos de la “teología del laicado”, que nació en Europa en la década de 194015. El crecimiento de los movimientos, sin embargo, se debió a la crisis de identidad de la Acción Católica. Pero la conexión entre el Vaticano II, sus debates y los textos finales, por un lado, y los nuevos movimientos católicos, por otro, es compleja. Si nos fijamos en la historia del Vaticano II y los resultados finales de los debates, 112
está claro que el Concilio no abordó directamente la cuestión de los nuevos movimientos16. El Vaticano II debatió algunos aspectos de la vida de las “asociaciones católicas” y de la Acción Católica, en particular, tratando de revitalizar las viejas cunas de las elites de laicos católicos con un poco de inyección de la “teología del laicado” francesa. El Concilio se benefició de la experiencia de los “movimientos de reforma” (bíblico, litúrgico, ecuménico, patrístico), pero la cultura profunda de esos “viejos movimientos de renovación” no alcanzó el núcleo de la identidad teológica y espiritual de los “nuevos movimientos católicos”. Los documentos del Vaticano II proporcionan a los nuevos movimientos una legitimidad general para ocupar un lugar central nuevo para los laicos/as en la Iglesia: especialmente el Decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos, el Capítulo IV de la Constitución Lumen gentium sobre los laicos, la Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo moderno (párrafo 43), y el Decreto Presbyterorum ordinis (párrafo 8). Solo Apostolicam actuositatem abordó directamente la cuestión de las organizaciones de los laicos, sin mencionar los “movimientos”, pero sí a la Acción Católica. El enfoque del Vaticano II a la cuestión del apostolado de los laicos fue puramente teológico, sin atención a los aspectos jurídicos, institucionales o canónicos de los movimientos organizados (en plural) que sustenta la nueva posición central del laicado católico17. El debate en el aula conciliar y en la comisión del Vaticano II que produjo el esquema de apostolatu laicorum se focalizó en la necesidad de definir claramente la identidad teológica de los laicos, es decir, los derechos, deberes y oportunidades para la actividad de los laicos y laicas en la Iglesia. El debate nunca fue más allá de los límites de un concepto de apostolado laico como “animación de las realidades temporales” en comunión con la jerarquía de la Iglesia18. El Capítulo IV de Apostolicam actuositatem, cuyo título dice “Las varias formas del apostolado”, en los párrafos 18-21 y especialmente en el párrafo 20, especifica la variedad de las formas del apostolado organizado, la necesidad de este apostolado y el riesgo de una dispersión de recursos humanos del apostolado de los laicos. El párrafo 18 del Decreto establece la posibilidad de ser apóstol “lo mismo en sus comunidades familiares que en las parroquias y en las diócesis, que manifiestan el carácter comunitario del apostolado, y en los grupos espontáneos en que ellos se congreguen”. El párrafo 20 hace referencia a la Acción Católica, presentándola como la forma típica de apostolado organizado; no menciona otros tipos de asociaciones y movimientos, a pesar de que deja cierto margen para otras soluciones: “Las organizaciones en que, a juicio de la jerarquía, se hallan todas estas notas a la vez han de entenderse como Acción Católica, aunque por exigencias de lugares y pueblos tomen varias formas y nombres”. En particular, Apostolicam actuositatem trató de recoger el tipo ideal de apostolado de Pío XI, es decir, la Acción Católica, una variedad de asociaciones y grupos que nunca fueron capaces o no estuvieron dispuestos a unirse en una asociación única: Estas formas de apostolado, ya se llamen Acción Católica, ya con otro nombre, que desarrollan en
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nuestros tiempos un apostolado precioso, se constituyen por la acepción conjunta de todas las notas siguientes: a) El fin inmediato de estas organizaciones es el fin apostólico de la Iglesia, es decir, la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de sus conciencias, de suerte que puedan saturar del espíritu del Evangelio las diversas comunidades y los diversos ambientes. b) Los laicos, cooperando, según su condición, con la jerarquía, ofrecen su experiencia y asumen la responsabilidad en la dirección de estas organizaciones, en el examen diligente de las condiciones en que ha de ejercerse la acción pastoral de la Iglesia y en la elaboración y desarrollo del método de acción. c) Los laicos trabajan unidos, a la manera de un cuerpo orgánico, de forma que se manifieste mejor la comunidad de la Iglesia y resulte más eficaz el apostolado. d) Los laicos, bien ofreciéndose espontáneamente o invitados a la acción y directa cooperación con el apostolado jerárquico, trabajan bajo la dirección superior de la misma jerarquía, que puede sancionar esta cooperación, incluso por un mandato explícito (AA 20)19.
Es fácil ver cómo los documentos del Vaticano II mantienen el concepto de un apostolado laical próximo al ideal de la Acción Católica, un poco más independiente de la jerarquía eclesiástica, pero todavía necesitado de un “mandato” que viene de ella. Este elemento no tardaría en desaparecer en la praxis de los movimientos católicos en el tiempo posterior al Vaticano II, que contó con una creciente independencia organizacional, en especial de los obispos y diócesis donde están activos, y una obediencia cada vez más explícita al magisterio pontificio. Sin embargo, la Constitución Lumen gentium, en el Capítulo II sobre “el pueblo de Dios” hizo hincapié en la relación entre carismas y el juicio de los “líderes designados de la Iglesia”: …el mismo Espíritu Santo […] distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: ‘A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad’ (1 Co 12, 7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5, 12 y 19-21) (LG 12).
En el Capítulo IV Lumen gentium presenta la misión de los laicos y laicas enmarcándola en una noción todavía atada al concepto tradicional de “acción católica en la sociedad”: Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4, 3; Rm 16, 3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual (LG 33)20.
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A través de una perspectiva “eclesiástica” y no “movimientista” de la historia del cristianismo primitivo tal como se presenta en el Nuevo Testamento, Lumen gentium describe el papel de los laicos/as como estrictamente ligado a la jerarquía, tanto por su finalidad como por su forma: es decir, como un “complemento” a la función de la jerarquía eclesiástica. El Vaticano II nunca se dirigió a la cuestión fundamental de la configuración institucional y canónica del laicado organizado. Tampoco lo hizo el debate conciliar acerca de la cuestión de las consecuencias canónicas y teológicas de la “eclesiología del pueblo de Dios”, es decir, un nuevo ordenamiento de la relación entre la jerarquía y el clero, por un lado, y la jerarquía y laicado organizado, por el otro. La sujeción establecida de la Acción Católica a la jerarquía, como Pío XI y Pío XII la habían institucionalizado, permaneció como el telón de fondo del “debate sobre los laicos” concretado en el Vaticano II. El “debate sobre las organizaciones” de los laicos nunca tuvo lugar debido a que los aspectos jurídicos de la Iglesia del Vaticano II fueron pospuestos para el nuevo Código de Derecho Canónico —promulgado por Juan Pablo II recién en 1983—, que sirvió durante el Concilio como coartada para la Curia romana para dejar fuera del debate las consecuencias jurídicas de la eclesiología del Vaticano II21. El documento Gaudium et spes recuerda el concepto de “animación de las realidades temporales”, aunque no hizo ningún progreso en la exploración de las responsabilidades de las organizaciones laicales de cara a la Iglesia y el mundo moderno: Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual (GS 43)22.
Esta fue la clásica división de funciones entre hombres y mujeres laicos y laicas, de un lado, y el clero, por el otro. Si tenemos en cuenta la situación en el interior de los movimientos católicos después del Vaticano II, los roles de los laicos y el clero se han entrelazado de una manera que hace que sea difícil volver a la letra de los documentos del Concilio. Es bien sabido que en la corriente principal de los nuevos movimientos laicos se han asumido funciones tradicionalmente típicas del clero, como la predicación, la enseñanza de la teología, la relación con los obispos y la Curia romana. Es justo decir que los documentos del Concilio prepararon el terreno para los movimientos posteriores al Vaticano II, pero también que los dichos movimientos posconciliares pueden y deben encontrar una razón de ser en el Vaticano II o en su “espíritu”, mucho más que en sus mismos documentos23. Es de señalar que los documentos del Vaticano II sobre los laicos y laicas se mantuvieron firmemente en la “teología del laicado” pre-Vaticano II, según la cual se suponía que los laicos/as debían apoyar y cooperar con la jerarquía; se concedía muy poco espacio a los laicos para un rol de liderazgo en la Iglesia. Por lo tanto, una 115
interpretación literal de estos textos no proporciona espacio para la floreciente variedad de nuevos movimientos dentro de la Iglesia. Esta “teología del laicado” también se refería a un laico ya integrado en las iglesias locales. Debemos leer los documentos del Vaticano II sobre el apostolado laical en un marco de dualismo entre la jerarquía y el laicado, que fue superado en los años 80 y 90 a través de un cambio silencioso, aunque epocal, en la política del Vaticano hacia los movimientos; es la plataforma que proviene del plan de Juan Pablo II para una “nueva evangelización” en Europa y en el mundo occidental24. En los documentos del Vaticano II no podemos encontrar una descripción de la forma de organizar la comunión de los hombres y las mujeres laicos y laicas: los fieles tienen derecho a organizar su apostolado con tal de que estén en comunión con la jerarquía. Apostolicam actuositatem 15-22 expresa, en lenguaje teológico, “movilización” como un elemento clave de la historia socio-política occidental del siglo XX, pero fue una movilización bajo el control de la jerarquía eclesiástica. En la historia de la Iglesia entre Pío XI y Pío XII, sobre todo en Europa, la Acción Católica trabajó de ambas maneras, como motor y freno del compromiso laical en la Iglesia y en la sociedad en general. La “letra” del Vaticano II confirmó tanto el marco institucional como la centralidad eclesial de la Acción Católica para el futuro de la Iglesia. Sin embargo, el “espíritu”, se argumenta, estaba de acuerdo con el desarrollo de los movimientos. La “letra” del Vaticano II, por tanto, se basaba en una perspectiva diferente a la llevada a cabo por los nuevos movimientos. Por un lado, los documentos del Concilio afirmaron la importancia de las organizaciones laicales, tratando de atarlas a la Acción Católica; por el otro, la variedad de organizaciones laicales reconocidas de alguna manera por el Vaticano II debe insertarse en la eclesiología del Vaticano II, una eclesiología de ressourcement, con su énfasis en el obispo y en la iglesia local, y en la proclamada necesidad de una Iglesia más ressourced y, por lo tanto, “participativa”, mediante consejos parroquiales, consejos diocesanos, etc.25. Si la “letra” de los documentos del Vaticano II da un respaldo a los movimientos, es solo e silentio. El respaldo real provino del “espíritu” de la política doctrinal postVaticano II. La trayectoria biográfica y la teológica posconciliar del cardenal L. Suenens ilustra la complejidad de la relación entre la reforma buscada por el Vaticano II y el florecimiento de los movimientos católicos. Pocos años después de haber sido uno de los defensores más activos y explícitos de la reforma y la colegialidad en la Iglesia, en el aula conciliar en San Pedro durante el Concilio e inmediatamente después dio un respaldo importante a la Renovación Carismática Católica26.
Del Vaticano II a los “nuevos movimientos católicos” A pesar de que los nuevos movimientos católicos, sus líderes, y las razones profundas que sostienen estos movimientos estuvieron completamente ausentes en el aula conciliar 116
y en los textos debatidos y aprobados entre 1960 y 1965, el Vaticano II representa, en la biografía oficial de los nuevos movimientos, un momento crucial: el certificado de nacimiento de los movimientos, la evidencia de su ortodoxia y como escudo frente a toda posible crítica en contra de ellos. Este vínculo entre el Vaticano II y los movimientos puede ser teológicamente aceptable, pero, desde un punto de vista histórico, es cuestionable. Por un lado, la metamorfosis del laicado católico organizado comenzó entre la Segunda Guerra Mundial y el Vaticano II a través de una difusión de grupos nuevos y diferentes creados por líderes provenientes de la Acción Católica. Esta difusión otorgó a los nuevos grupos una cierta inspiración tomada de los “movimientos de reforma” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, pero sin el énfasis en la “reforma” como el resultado de ellos y sin el trabajo académico e intelectual que era una característica de los movimientos bíblico, litúrgico, patrístico y ecuménico. Creció a partir de la necesidad de reorganizar el laicado católico sobre una base más participativa —si no “democrática”— y como una extensión más allá de las fronteras culturales del catolicismo tridentino. La sociología católica de la pastorele d’ensemble y la nueva forma de agrupación de la Acción Católica en nuevas asociaciones, reuniendo a los laicos católicos a lo largo de generaciones y líneas profesionales, fueron dos caras de la misma “actualización” del laicado en el catolicismo europeo27. Por otro lado, el florecimiento real de los “nuevos movimientos católicos” no comenzó hasta después del Vaticano II y a través de una negación implícita de algunas características básicas de la breve época de la anterior Acción Católica, tal como se comprendió en el Vaticano II. Un primer elemento decisivo en esta transición fue el cambio de paradigma en la eclesiología católica28. La política post-Vaticano II, con su énfasis en los laicos, hizo que la distinción clásica duo genera christianorum —clérigos y laicos/as— se percibiera como antigua. También afectaba el “equilibrio de poder” dentro de la Iglesia, entre el papa y los obispos, cuidadosamente formulado en el Vaticano II. Los nuevos movimientos católicos tomaron esa ventana de oportunidad para proteger su propia “eclesiología de la comunidad”, descuidando así la dimensión local de la comunión de la Iglesia y escogiendo a la Iglesia universal y su símbolo —el papa, como el primero y el último controlador de su catolicidad— al igual que las órdenes mendicantes lo habían hecho en la Edad Media29. En ese proceso, los movimientos fueron uno de los ganadores de la lucha por el poder en la Iglesia católica posterior al Vaticano II, cuyos resultados finales fueron el debilitamiento de la autoridad de los obispos y la pérdida de la esperanza de los “laicos desorganizados” en algunas iglesias locales. Un segundo factor, vinculado a la nueva eclesiología, fue la crisis de la Acción Católica, de su identidad y membresía, como la contenedora única del entusiasmo de los laicos y laicas. A medida que la Iglesia se abrió al mundo, la Acción Católica perdió una gran parte de su misión original de educar a los fieles y preservar el laicado católico de los ataques procedentes de las ideologías liberales y de los regímenes totalitarios en Europa. Incluso en un entorno político y socialmente menos hostil, el final del “gueto católico” político y social significaba que la Acción Católica no era tan necesaria como lo 117
había sido antes de la Segunda Guerra Mundial. Lejos de ser una trama organizada para hacerse cargo de la Iglesia, después del Vaticano II cada movimiento se dirigió a su manera de acuerdo con su propia identidad católica, sus opciones teológicas y antecedentes culturales. El modelo no era una ideología, teología o espiritualidad común, sino una lucha común por sobrevivir en un entorno “eclesiásticamente” hostil. Los movimientos que sobrevivieron a la década posterior al Vaticano II se habían enfrentado a la dificultad de obtener el reconocimiento de su existencia dentro de la comunión católica de la Iglesia-institución. Ese período de tiempo produjo cicatrices de un sufrimiento incalculable en los nuevos movimientos católicos, que pronto convirtieron su experiencia temprana de la falta de comprensión por parte de la Iglesia de su experiencia religiosa en una autopromoción dentro de las filas de la Iglesia de Juan Pablo II30. Desde el inicio del pontificado de Juan Pablo II, los “nuevos movimientos católicos” experimentaron el éxito y la aprobación por parte de la enseñanza oficial de la Iglesia y, sobre todo, por el mismo papa31. Organizaciones y movimientos como el Opus Dei, los Focolares, el Camino Neocatecumenal y la Renovación Carismática Católica lograron hacerse dignos de confianza, sobre todo mediante la adopción de la mayor distancia posible de los movimientos marginales de la llamada “disidencia católica” y por la elección de la lealtad a la Santa Sede y al papa como su máxima virtud. Hicieron esto, a veces, a costa de crear enemigos en las conferencias episcopales nacionales o con obispos en cuyas diócesis estaban activos32. En cualquier caso, el éxito o el fracaso de un nuevo movimiento dependían en gran medida de su capacidad para conectar con la parte superior de la institución eclesiástica y la agenda teológica institucional referida a la Iglesia mundial.
Los nuevos movimientos católicos y el asunto centro-periferia El crecimiento espectacular de los movimientos ha continuado y, sin embargo, ha estado plagado de problemas y tensiones internas en la Iglesia y entre los propios movimientos33. En cualquier caso, el fenómeno de los nuevos movimientos tiene mucho más que ver con el post-Vaticano II que con el Concilio en cuanto tal: “Uno de los avances más notables en la vida católica desde que el Concilio terminó ha sido el florecimiento de ‘movimientos’ como el Opus Dei, los Neocatecumenales, Comunión y Liberación y así sucesivamente”34. Pero la reivindicación de los movimientos acerca de la propia herencia del Vaticano II plantea la cuestión acerca de la recepción del Vaticano II y, en especial, de la recepción del mensaje central del Concilio, es decir, los temas principales del evento más importante en la historia del catolicismo moderno35. En las conclusiones de su libro, John W. O’Malley hace hincapié en las tres “cuestiones subyacentes” del Concilio36: 1) el Vaticano II como un acontecimiento 118
lingüístico; 2) la posibilidad de cambio en la Iglesia; y 3) la relación entre el centro y la periferia. La importancia de estas tres cuestiones parece aún más importante si tratamos de entender las relaciones entre el Vaticano II y uno de los fenómenos más espectaculares del posconcilio, como los “nuevos movimientos católicos”. A fin de comprender la importancia de la relación entre los nuevos movimientos católicos y el Vaticano II, la más importante de estas cuestiones es la relación entre el centro y la periferia. En sus conclusiones, John W. O’Malley hace hincapié en la importancia de la cuestión centro-periferia y su relación con la colegialidad, por lo tanto, la cuestión de la relación entre eclesiología, ressourcement y el nuevo rol de los obispos en el catolicismo del Concilio37. Desde ese punto de vista, la historia de los movimientos católicos postVaticano II resulta ser problemática, dado el hecho de que la dramática crisis de la autoridad de los obispos en la Iglesia y el florecimiento de los movimientos es más que una coincidencia. De acuerdo con Nicholas Lash, “existen, en la actualidad, pocas tareas más urgentes para la Iglesia que la de la realización del programa, aún no realizado del Vaticano II, por reducir la centralización del poder que se acumuló durante el siglo XX, y la restauración de la autoridad episcopal del episcopado”38. Es un hecho que los nuevos movimientos tienden a describirse a sí mismos como la realidad equivalente en el siglo XX a las órdenes mendicantes de la Edad Media o a los jesuitas de la Iglesia tridentina. Incluso si fuera cierto, ese intento de explicar su florecimiento en la Iglesia demuestra las inclinaciones eclesiológicas de los nuevos movimientos. A pesar de las diferencias entre las eclesiologías de los movimientos, por ejemplo, entre el Opus Dei y la Renovación Carismática Católica, su éxito se logra a costa de la eclesiología de la iglesia local, contribuyendo así a socavar la búsqueda de un nuevo equilibrio entre el centro y la periferia en el moderno catolicismo mundial. A pesar de que algunos de los nuevos movimientos católicos han recibido y enriquecido la “modernidad” de la Iglesia y han asumido algunas cuestiones importantes de la doctrina social de la Iglesia39, hasta el momento su desarrollo y crecimiento dentro de la Iglesia ha estado marcado en gran parte por la escasa conciencia de la relación entre la colegialidad y el rol de los obispos y por un modelo no-sinodal de gobierno con sus comunidades, si nos fijamos en el papel de los líderes y de los fundadores de algunos de los movimientos más exitosos. El éxito de los movimientos, a este respecto, demuestra el fracaso, o al menos la dificultad de la eclesiología de la iglesia local entre el final del siglo XX y principios del XXI40. La apelación directa al papado y el evitar o sortear a los obispos locales se justificaba en los siglos pasados por las “amenazas” del Conciliarismo en el siglo XV y por la corrupción moral de los obispos nobles en el catolicismo europeo del siglo XVI41. Pero en el catolicismo del Vaticano II una “praxis eclesial” de este tipo es difícil de justificar desde un punto de vista eclesiológico42. El rechazo de la eclesiología de la iglesia local —comunión— a favor de una eclesiología del grupo —comunidad— 119
significa no solo un rechazo de la “eclesiología ressourcement” del Vaticano II, sino también una negativa sustancial a reconocer el problema centro-periferia43. El cambio epocal hecho posible por el Vaticano II, de una eclesiología jerárquica, institucional a una centrada en la comunión, implica un nuevo modelo de relación entre el papa, obispos, sacerdotes y laicos/as, y entre Roma y las iglesias locales. A nivel local, la nueva eclesiología del Vaticano II no solo significa el resurgimiento de los sínodos, los concilios provinciales y los concilios plenarios, necesidad que había sido ignorada durante cuatro siglos, sino también de la puesta en funcionamiento actual de los nuevos consejos y juntas creadas por el Vaticano II, a nivel diocesano y parroquial44. En la intención del Vaticano II, se suponía que estas nuevas instituciones restablecerían el equilibrio de poder dentro de la iglesia local, haciendo hincapié en el poder ordinario de los obispos, junto con el poder extraordinario del papa en el gobierno de las diócesis y permitiendo la participación de los laicos y laicas en la vida de las iglesias locales, no solo a través de la liturgia y la acción social, sino también participando en la recepción teológica del Vaticano II45. En las tres últimas décadas la eclesiología práctica de los movimientos ha facilitado el final de la iglesia local conducida por el obispo y el clero. Pero este paso no ha sido en la dirección de una iglesia local más participativa, como se desprende de la relación problemática entre los movimientos, por un lado, y el consejo pastoral parroquial, los consejos pastorales diocesanos y los sínodos diocesanos, por el otro. Desde este punto de vista, si podemos definir la “sinodalidad” como la capacidad de la Iglesia para escuchar la voz de todos los fieles —a través de la liturgia, de las experiencias parroquiales, de la participación en las estructuras de la Iglesia como los consejos pastorales y sínodos diocesanos— la contribución de los nuevos movimientos católicos ha sido multifacética y diversa, pero a menudo se presenta con una “mentalidad de ticket” (ticket-mentality)46 típica de una comunidad católica cerrada más que con la cara sinodal de una Iglesia como comunión. Los movimientos han sustituido el modelo participativo con un modelo de comunidad cristiana impulsado por liderazgos, donde la diversidad interna, paradójicamente, está mucho menos presente y es menos bienvenida que en el pasado47. Por supuesto podemos identificar importantes diferencias entre los movimientos, y es posible dividir los movimientos con respecto a sus modelos de gobierno: movimientos revanch-driven con una fuerte cultura política y religiosa antiliberal (Opus Dei, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo, Camino Neocatecumenal); movimientos pentecostales-carismáticos más abiertos (Renovación Carismática, Cursillos, Focolares); élites católicas activas en comunidades o movimientos neo-monásticos próximos al ressourcement y al acercamiento ecuménico (Comunidades de San Egidio)48. No obstante, parecen compartir una “eclesiología neo-universalista”, que está en el corazón de la identidad y de la praxis eclesial de algunos de los nuevos movimientos y actúa como un repudio no declarado de la colegialidad del Vaticano II y va mucho más allá del estilo propio del Vaticano I caracterizado por la infalibilidad. Su opción “política” por una eclesiología basada casi exclusivamente en la obediencia al papa, aplicada a través de un 120
comunitarismo intenso que elude casi por completo la comunión con las iglesias locales, con sus obispos y parroquias, tiene grandes implicaciones para la cuestión de la libertad en la Iglesia. La lucha del siglo XX para redescubrir la antigua, patrística y conciliar tradición sinodal en la Iglesia parece haber tenido una corta vida. El post-Vaticano II, la angustia antimoderna encarnada por los movimientos ha contribuido a las actuales dificultades de las instituciones conciliares y sinodales en la Iglesia y a la reducción de la subsidiariedad en las relaciones entre Roma y las iglesias locales49. Desde este punto de vista, el éxito de los movimientos en la Iglesia de Juan Pablo II es directamente proporcional a la capacidad de algunos de esos movimientos para socavar el llamado a una mayor sinodalidad y a una Iglesia menos centralizada. Si bien es cierto que el Vaticano II presionó para un nuevo centro de equilibrio entre centro y periferia en la Iglesia, mediante un redescubrimiento de la colegialidad gracias a “un proceso de ressourcement”50, la eclesiología práctica de muchos de los nuevos movimientos católicos ha estado inclinada hacia un modelo “moderno” o “posmoderno” de liderazgo unipersonal e infalible, diverso a uno caracterizado por una eclesiología de la colegialidad típico del primer milenio. La historia de la reforma posconciliar de las instituciones eclesiásticas ha mostrado que las declaraciones conciliares sobre la colegialidad no modificaron el aspecto y la forma del poder del obispo de Roma. Desde el punto de vista de una “política eclesial”, la difícil implementación de la colegialidad en los años setenta dejó intactos a los nuevos movimientos. Particularmente a partir de la década de 1980 los movimientos desempeñaron un importante papel: dar a la Iglesia una nueva cara que, alegremente, cumplió con la política doctrinal de Juan Pablo II. Desde un punto de vista eclesiológico, las deficiencias de la eclesiología del Vaticano II acerca de la iglesia local51 recibieron fuertes golpes cuando algunos de los movimientos más “mediáticos”, como el Opus Dei, Comunión y Liberación y el Camino Neocatecumenal, sortearon deliberadamente la autoridad de los obispos locales y buscaron la protección directa de la Santa Sede, cuyo “enfoque doctrinal” en temas como la teología moral y la teología de la liberación estuvo en ese momento mucho más en armonía con los movimientos que con los obispos y las conferencias episcopales nacionales. Por impopular que algunos obispos puedan ser, especialmente en algunos países, esta “toma de posesión” o relevo de la voz colegial de los obispos y de las conferencias nacionales apenas ha mejorado la relación entre el centro y la periferia en la Iglesia posconciliar. La “política eclesial” de los movimientos ha reducido el margen de maniobra ya muy limitado para la colegialidad en el período posconciliar, y no ha sido muy diferente a la función desempeñada por algunas nuevas órdenes religiosas, junto con la Curia romana en socavar el papel de los obispos, restaurado y reformado en Trento52. Pero la principal diferencia entre las órdenes religiosas posteriores a Trento y los movimientos postVaticano II, reside en su contribución a la cultura del catolicismo. Los nuevos movimientos católicos se definen a sí mismos o fueron definidos como el fruto del Vaticano II a causa de su apoyo al estilo de aplicación del Concilio de Juan Pablo II, a 121
pesar de su escasa contribución al debate teológico en la Iglesia posconciliar.
El discernimiento de espíritus del Vaticano II. Conclusiones A partir de un primer análisis de la recepción principal de los movimientos de las “cuestiones subyacentes” del Concilio, la complejidad de la relación entre los movimientos y el Vaticano II es clara. Los movimientos han absorbido el Vaticano II no en el sentido literal de sus documentos finales, sino que han apelado a su “espíritu”. Han sido animados repetidas veces para hacerlo así por la enseñanza y la política doctrinal de Juan Pablo II hacia ellos. Es hora de ir más allá de la “historia ficcional” sobre la relación entre el Vaticano II y los nuevos movimientos católicos. Ellos, en cuanto tales, no tuvieron función alguna entre los participantes del Vaticano II, tampoco en los documentos finales del Concilio, pero a partir de la década del 80 retornaron al “espíritu del Vaticano II”, a menudo repudiado, ya que tenían pocas oportunidades de encontrar apoyo en los mismos textos conciliares53. En este momento crítico de la recepción del Vaticano II, la cuestión del espíritu del Concilio es más importante que nunca. Pottmeyer solicitó un discernimiento de espíritus ya en la década de 1980: La recepción del Concilio como movimiento es una tarea igualmente sin terminar. Este aspecto del Concilio se refiere a veces como su ‘espíritu’; lo que se entiende es el impulso intelectual y espiritual hacia la renovación que animó el trabajo del propio Concilio y que emana de él. ‘Espíritu’ es también una descripción teológicamente adecuada […] aquí la labor que corresponde a una hermenéutica del Concilio va mucho más allá de una interpretación objetiva de los textos. Se necesita algo más: discretio spirituum, un reconocimiento y distinción o discernimiento de espíritus 54.
Más recientemente, y con una conciencia históricamente más segura de “lo que sucedió en el Vaticano II”, John W. O’Malley ha abordado la cuestión del espíritu del Concilio: Por primera vez en la historia, un concilio se habría preocupado conscientemente de incluir en sus documentos un vocabulario y una serie de temas que se hallan presentes en todos ellos. En ese sentido, el Vaticano II transmitió un “espíritu” […]. Y al revelar este espíritu no descubre una efervescencia momentánea, sino una reorientación coherente y verificable55.
Esta reorientación general fue articulada en un vocabulario característico y un “estilo de Iglesia”56, y se originó a partir del conjunto de nuevas urgencias, sensibilidades y propuestas generadas en la reunión del episcopado universal. En esta reorientación el tema centro-periferia fue crucial: “la centralizada ‘implementación’ […] que había seguido al Concilio de Trento pertenecía a una clase de Concilio y a un escenario cultural completamente del pasado”57. Por esa razón, es el momento de replantear el debate sobre el Vaticano II y su espíritu y tratar de “discernir los espíritus” del Vaticano II en relación con una nueva 122
forma de catolicismo occidental, como los movimientos. Mientras que algunos elementos de la recepción del Vaticano II por parte de lo movimientos son susceptibles de ser presentados como la recepción de la enseñanza del Concilio (nueva centralidad de los laicos y laicas en el liderazgo espiritual de los grupos y de las comunidades, la participación en cuestiones de política pública, la renovación bíblica y patrística en su identidad cultural), otros elementos parecen mucho más problemáticos si tenemos en cuenta los documentos y el debate en el aula conciliar del Vaticano II (la eclesiología universalista y la indiferencia ante la autoridad de los obispos locales; una actitud antisinodal; una “mentalidad de ticket” en su relación con el mundo moderno). La “recepción” del Concilio por los movimientos parece mucho más como una trayectoria o un proceso. En los últimos veinticinco años, el “espíritu del Vaticano II” ha sido utilizado en la Iglesia de diferentes maneras y ha recibido diferentes evaluaciones. Algunos intérpretes de ese espíritu, como los movimientos, han sido elogiados por figuras principales de la jerarquía por encarnar una forma creativa de fidelidad al espíritu “real” del Vaticano II, mientras que los teólogos/as e historiadores/as han sido duramente criticados, incluso por el uso de la expresión. Se está aplicando un doble estándar, como si el espíritu del Vaticano II fuera bueno para los movimientos, pero malo cuando es utilizado por historiadores y teólogos profesionales en la búsqueda de una hermenéutica conciliar consistente. No obstante, debe quedar claro que el intento de prohibir “el espíritu del Vaticano II” del lenguaje en el debate histórico y teológico sobre el Vaticano II es peligroso, improductivo, inconsistente y, sobre todo, infiel a la realidad del Concilio. El espíritu es bien entendido si se lo considera como expresión de las orientaciones básicas del Concilio. Si bien la interpretación de estas ha de estar basada en los documentos, el espíritu atraviesa la mayor parte de ellos y es indispensable para la comprensión e interpretación del Concilio.
Notas: 1
C. Whitehead, The Role of Ecclesial Movements and New Communities in the Life of the Church, en M. A. Hayes (ed.), New Religious Movements in the Catholic Church, London – New York 2005, 18.
2
Sobre la polémica acerca del “espíritu del Vaticano II”, cf. Card. C. Ruini (vicario para la diocésis de Roma), en Roma, 17 de junio de 2005, presentando la obra de Agostino Marchetto, Il concilio ecumenico Vaticano II. Contrappunto per la sua storia, Città del Vaticano 2005: grabación privada. Del card. Ruini cf. también la introducción a K. Wojtyła, Alle fonti del rinnovamento. Studio sull’attuazione del Concilio Vaticano II, (edición polaca, 1972, 1981; primera edición italiana, Città del Vaticano 2001; Prólogo del card. Camillo Ruini, en la edición italiana: Soveria Mannelli: Fondazione Novae Terrae - Rubbettino, 2007, V-IX. Opiniones semejantes son evidentes en M. L. Lamb – M. Levering, “Introduction”, en M. L. Lamb – M. Levering (eds.), Vatican II: Renewal within Tradition, Oxford – New York 2008, 4-7. Por el otro lado, cf. A. Melloni, “Concili, ecumenicità e storia. Note di discussione”, Cristianesimo nella storia 28 (2007) 509-542 y “Council Vatican II: Bibliographical Overview 2005-2007”, Cristianesimo nella storia 29 (2008) 567-610.
123
3
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 408.
4
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 81-132.
5
Cf. E. Poulat, Histoire, dogme et critique dans la crise moderniste, Paris 1962, 19792.
6
Sobre los movimientos de reforma anteriores al Vaticano II, cf. É. Fouilloux, “I movimenti di riforma nel pensiero cattolica del XIX e XX secolo”, en G. Alberigo – M. Faggioli (eds.), I movimenti nella storia del cristianesimo. Caratteristiche, variazioni, continuità (Cristianesimo nella storia 24/2003) 659-676. Sobre los movimientos antes y después del Vaticano II, cf. M. Faggioli, Breve storia dei movimenti cattolici, Rome 2008 (edición española en Madrid: PPC); M. Faggioli, “The New Catholic Movements, Vatican II and Freedom in the Catholic Church”, The Japan Mission Journal 62/2 (2008) 75-84; para los Estados Unidos, J. M. O’Toole, The Faithful. A History of Catholics in America, Cambridge MA – London 2008, esp. 144-265.
7
Cf. F. Laplanche, La crise de l’origine: la science catholique des Évangiles et l’histoire au XXe siècle, Paris 2006; B. Montagnes, Marie-Joseph Lagrange: une biographie critique, Paris 2005.
8
Cf. A. Bugnini, La riforma liturgica 1948-1975, Roma 1983; K. F. Pecklers, The Unread Vision: The Liturgical Movement in the United States of America, 1926-1955, Collegeville, MN 1998; M. Paiano, Liturgia e società nel Novecento. Percorsi del movimento liturgico di fronte ai processi di secolarizzazione, Roma 2000; R. Loonbeek – J. Mortiau, Un pionnier, Dom Lambert Beauduin (1873-1960). Liturgie et unité des chrétiens, Louvain-la-Neuve 2001; A. Grillo, La nascita della liturgia nel XX secolo. Saggio sul rapporto tra movimento liturgico e (post-) modernità, Assisi 2003.
9
Cf. Y. Congar, Chrétiens désunis. Principes d’un “œcuménisme” catholique, Paris 1937; É. Fouilloux, Les catholiques et l’unité chrétienne du XIXe au XXe siècle: itinéraires européens d’expression française, Paris 1982; M. Velati, Una difficile transizione. Il cattolicesimo tra unionismo ed ecumenismo (1952-1964), Bologna 1996.
10 11
Cf. É. Fouilloux, La Collection “Sources chrétiennes”. Editer les Pères de l’Église au XXe siècle, Paris 1995.
Los movimientos “representan uno de los frutos más significativos de la primavera en la Iglesia que fue predicho por el Concilio Vaticano II”, Juan Pablo II, “Message”, 27 mayo de 1998, en Pontificium Consilium pro Laicis, Movements in the Church. Proceedings of the World Congress of the Ecclesial Movements, Vatican City 1999, 16.
12
Cf. Card. J. Ratzinger, I movimenti ecclesiali e la loro collocazione teologica, en Pontificium Consilium pro Laicis, I movimenti nella Chiesa: atti del Congresso mondiale dei movimenti ecclesiali (Roma, 27-29 mayo 1998), Città del Vaticano 1999, 23-51; Juan Pablo II, homilía en la misa de Pentecostés con los movimientos católicos, Roma, 31 de mayo de 2000; J. Cardinal Ratzinger (Benedicto XVI), New Outpourings of the Spirit: Movements in the Church, San Francisco 2007. Cf. también el discurso del secretario del Pontificio Consejo de los Laicos en la conferencia internacional de obispos organizados por el Pontificio Consejo (Rocca di papa, 1517 de mayo de 2008); J. Clemens, “papa Ratzinger e i movimenti”, Il Regno-documenti 13/2008, 441-449, y Pontificium Consilium pro Laicis, The beauty of being a Christian: movements in the Church, Città del Vaticano 2007.
13
Cf. L. Ferrari, Una storia dell’Azione cattolica. Gli ordinamenti statutari da Pio XI a Pio XII, Genova 1989; A. Steinmaus-Pollak, Das als katholische Aktion organisierte Laienapostolat: Geschichte seiner Theorie und seiner kirchenrechtlichen Praxis in Deutschland, Würzburg 1988; L. R. Ward, Catholic Life, U.S.A. Contemporary Lay Movements, St. Louis 1959; D. O’Brien, Public Catholicism, New York – London 1989.
14
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 308-309 y J. M. O’Toole, The Faithful, 145-198.
15
Cf. especialmente Y Congar, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris 1953.
16
El Opus Dei (un “movimiento” bastante particular) fue creado en 1928, pero la mayoría de los otros movimientos católicos fueron fundados entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la década de 1970.
17
Cf. B. Zadra, I movimenti ecclesiali e i loro statuti, Roma 1997; V. De Paolis, Diritto dei fedeli di associarsi e la normativa che lo regola, en Fedeli Associazioni Movimenti, Milano 2002, 127-162.
18
Cf. G. Alberigo (ed.), History of Vatican II, especialmente el vol. 4, Maryknoll, NY 2004; B. Zadra, I
124
movimenti ecclesiali e i loro statuti, 7-21. 19
Esos cuatro criterios —fin apostólico, cooperación con la jerarquía, unidad de los laicos y el mandato de la jerarquía— serían desarrollados posteriormente por la Exhortación apostólica de Juan Pablo II, Christifideles laici (1988). Cf. G. Bausenhart, “Theologischer Kommentar zum Dekret über das Apostolat des Laien”, en H.J. Hilberath – P. Hünermann (eds.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, vol. 4, Freiburg i.Br. 2005, 5-123.
20
Cf. G. Philips, La Chiesa e il suo mistero nel Concilio Vaticano II: storia, testo e commento della Costituzione Lumen Gentium, Milano 1969, vol. II, 30-62; P. Hünermann, “Theologischer Kommentar zur dogmatischen Konstitution über die Kirche”, en Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, vol. 2, Freiburg i.Br. 2004, 263-582, esp. 468-471; C. García Fernández, “De la ‘teología de los laicos’ de Lumen gentium a los ‘movimientos eclesiales’ posconciliares”, Burgense 48/1 (2007) 45-82.
21
El Código de Derecho Canónico de 1983 abordó la cuestión de las organizaciones de los laicos, aunque de una manera que no gustó a los partidarios del nuevo apostolado laico: cf. E. Corecco, Aspects of the Reception of Vatican II in the Code of Canon Law, en G. Alberigo – J.-P. Jossua – J. A. Komonchak (eds.), The Reception of Vatican II, Washington DC 1987, 249-296.
22
Sobre la historia de la Constitución, cf. G Turbanti, Un concilio per il mondo moderno: la redazione della costituzione pastorale “Gaudium et spes” del Vaticano II, Bologna 2000; N. P. Tanner, The Church and the World: Gaudium et spes, Inter mirifica, Mahwah, NJ 2005.
23
Cf. F. G. Brambilla, “Le aggregazioni ecclesiali nei documenti del magistero dal concilio fino ad oggi”, La Scuola Cattolica 116 (1988) 461-511.
24
Cf. B. Forte, “Associazioni, movimenti e missione nella chiesa locale”, Il Regno-documenti 1983/1, 29-34; J. J. Etxeberría, “Los movimentos eclesiales en los albores del siglo XXI”, Revista Española de Derecho Canonico 58 (2001) 577-616.
25
Cf. F. Boulard, La curie et les conseils diocésains, en La charge pastorale des évêques. Texte, traduction et commentaires, Paris 1969, 241-274; G. Kretschmar, Das bischöfliche Amt. Kirchengeschichtliche und ökumenische Studien zur Frage des kirchlichen Amtes, ed. por D. Wendebourg, Göttingen 1999; M. Faggioli, Il vescovo e il concilio. Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bologna 2005; M. Faggioli, “Institutions of Episcopal Synodality-Collegiality after Vatican II: the Decree «Christus Dominus» and the Agenda for Synodality-Collegiality in the 21st Century”, en Proceedings of the Peter and Paul Seminar (Georgetown Univ., April 15-17, 2004), The Jurist, 64:2 (2004) 224-246.
26
Cf. L. J. Suenens, Une nouvelle Pentecôte?, Paris 1974; L.-J. Suenens, Memories and Hopes, Dublin 1992.
27
Cf. J. Debès – É. Poulat, L’appel de la JOC. 1926-1928, Paris 1986; F. Richou, La Jeunesse ouvrière chrétienne (JOC). Genèse d’une jeunesse militante, Paris 1997.
28
Cf. R. P. McBrien, The Church: The Evolution of Catholicism, New York 2008, 182-192; sobre los nuevos movimientos, 345-349.
29
Cf. G. Miccoli, Chiesa gregoriana: ricerche sulla riforma del secolo XI, Roma 1999 (Firenze 19661), 1-58.
30
Sobre el soporte experimentado durante el pontificado de Juan Pablo II por el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, el Camino Neocatecumenal, los Focolares y por la Comunidad de San Egidio, cf. R. McBrien, The Church, 345-347. Sobre los movimientos y el gobierno de la Iglesia bajo Juan Pablo II, cf. T. J. Reese, Inside the Vatican: The Politics and Organization of the Catholic Church, Cambridge MA 1998; D. Hervieu-Lèger, Le croyant et l’institution, en J. Palard (ed.), Le gouvernement de l’église catholique. Synodes et exercice du pouvoir, Paris 1997, 313-322.
31
Cf. G. Rocca, L’Opus Dei. Appunti e documenti per una storia, Milano 1985; E. M. Fondi – M. Zanzucchi, Un popolo nato dal Vangelo. Chiara Lubich e i Focolari, Cinisello B. 2003; B. Sven Anuth, Der Neokatechumenale Weg: Geschichte, Erscheinungsbild, Rechtscharakter, Würzburg 2006; J. Duchesne, “Jesus Revolution”, Made in USA, Paris 1972; S. Abbruzzese, Comunione e Liberazione. Identité catholique et disqualification du monde, Paris 1989; P. Zimmerling, Die charismatischen Bewegungen. Theologie Spiritualität - Anstöße zum Gespräch, Göttingen 2001; A. Riccardi, Sant’Egidio, Rome et le monde. Entretiens
125
avec Jean-Dominique Durand et Regis Ladous, Paris 1996. 32
Para el caso de Italia, cf. M. Faggioli, “Tra referendum sul divorzio e revisione del Concordato. Enrico Bartoletti segretario della CEI (1972-1976)”, Contemporanea 2001/2, 255-280.
33
Cf. por ejemplo M. Faggioli, The Rising Laity. Ecclesial Movements since Vatican II, Mahwah NJ 2016.
34
N. Lash, Theology for Pilgrims, Notre Dame 2008, 236.
35
Cf. por ejemplo, G. Calabrese, “Quaestiones Disputatae: Chiesa come ‘popolo di Dio’ o Chiesa come ‘comunione’? Ermeneutica e recezione della Lumen Gentium”, Rassegna di teologia 5 (2005) 695-718; G. Routhier, “A 40 anni dal concilio Vaticano II. Un lungo tirocinio verso un nuovo tipo di cattolicesimo”, La Scuola Cattolica 133 (2005) 19-51.
36
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 400-419.
37
Cf. J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 405-408.
38
N. Lash, Theology for Pilgrims, 234.
39
Cf. M. L. Krier Mich, Catholic Social Teaching and Movements, Mystic CT 1998.
40
Cf. J. Ratzinger, L’ecclesiologia della Costituzione “Lumen Gentium”, en R. Fisichella (ed.), Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo, Cinisello B. 2000, 66-81; W. Kasper, “Das Verhältnis von Universalkirche und Ortskirche. Freundschaftliche Auseinandersetzung mit der Kritik von Joseph Kardinal Ratzinger”, Stimmen der Zeit 12 (2000) 795-804; H.-M. Legrand, “Les èvêques, les églises locales et l’église entière. Évolutions institutionelles depuis Vatican II et chantiers actuels de recherche”, Revue de Sciences philosophiques et théologiques 85 (2001) 461-509.
41
Cf. K. Ganzer, “Gesamtkirche und Ortskirche auf dem Konzil von Trient”, Römische Quartalschrift 95/3-4 (2000) 167-178; M. Faggioli, “Chiese locali ed ecclesiologia prima e dopo il concilio di Trento, in Storia della Chiesa in Europa tra ordinamento politico-amministrativo e strutture ecclesiastiche”, en L. Vaccaro (ed.), Proceedings of the Conference organized by Fondazione Ambrosiana Paolo VI and École Française de Rome (Gazzada, Italy, October 18-20, 2001) Brescia 2005, 197-213.
42
Cf. por ejemplo, el caso relacionado con los obispos locales y el “Seminario Redemptoris Mater” que el Camino Neocatecumenal dirige en Japón.
43
Cf. J.-M. R. Tillard, L’église locale: ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995, 250-271 y 397410.
44
Para algunos ejemplos de la vida eterna de la idea de una “Iglesia sinodal”, cf. Synod and Synodality: theology, history, canon law and ecumenism in new contact. International Colloquium Bruges 2003, ed. Alberto Melloni and Silvia Scatena, Münster: LIT, 2005.
45
Cf. M. Faggioli, Il vescovo e il concilio. Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bologna 2005.
46
“Ticket mentality” refiere a la mentalidad estereotipada que proviene de la presión para ajustarse a la forma de pensar del grupo.
47
Sobre la “mentalidad de ticket” en la vida de pequeñas comunidades, cf. The Authoritarian Personality, de T. W. Adorno y otros, New York 1950.
48
Sobre algunos intentos de clasificación de los nuevos movimientos católicos, cf. M. Faggioli, Breve storia dei movimenti cattolici, Roma 2008, 119-120; A. Melloni, “Movimenti. De significatione verborum”, Concilium 2003/3 en I movimenti nella chiesa, editado por A. Melloni, 13-34; D. Hervieu-Léger, Le pèlerin et le converti. La religion en mouvement, Paris 1999; A. Favale, Movimenti ecclesiali contemporanei. Dimensioni storiche, teologico-spirituali ed apostoliche, Roma 19822, 19914; P. Vanzan, Elementi comuni e identificativi dell’attuale fenomeno movimentista intraecclesiale con cenni a rischi e speranze, en Fedeli Associazioni Movimenti, Milano 2002, 187-206.
49
Cf. M. Faggioli, “Prassi e norme relative alle conferenze episcopali tra concilio Vaticano II e post-concilio (1959-1998)”, en A. Melloni – S. Scatena, Synod and Synodality, 265-296.
126
50
J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 405-407.
51
Cf. G. Routhier, “Beyond Collegiality: The Local Church Left Behind by the Second Vatican Council”, en J. Y. Tan (dir.), The Catholic Theological Society of America, Proceedings of the Sixty-second Annual Convention, 2007, 1-15.
52
Cf. H. Jedin, “Delegatus Sedis Apostolicae und bischöfliche Gewalt auf dem Konzil von Trient”, en Die Kirche und ihre Ämter und Stände. Festgabe Joseph Kardinal Frings, Köln 1960, 462-475 (publicado nuevamente en H. Jedin, Kirche des Glaubens, Kirche der Geschichte, 2 voll., Freiburg i.Br. 1966, vol. 2, 414-428).
53
Cf. B. Zadra, I movimenti ecclesiali e i loro statuti, Rome 1997, 7-21; G. Alberigo – J. Komonchak (eds.), History of Council Vatican II, vol. 4: Church as Communion – Third Period and Intersession, September 1964September 1965, New York 2004.
54
H. J. Pottmeyer, “Interpretation of the Council”, en G. Alberigo – J.-P. Jossua – J. A. Komonchak, The reception of Vatican II, 27-43, esp. 41.
55
J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, 415.
56
Cf. J. W. O’Malley, “Trent and Vatican II: Two Styles of Church”, en R. F. Bulman – F. J. Parrella, From Trent to Vatican II: Historical and Theological Investigations, New York 2006, 301-320.
57
Cf. G. Alberigo, “The New Shape of the Council”, en G. Alberigo – J. Komonchak (eds.), History of Vatican II, vol. 3, Maryknoll, NY 2000, 505.
127
VIII Francisco y los nuevos movimientos católicos. Una nueva evaluación eclesiológica
Un papa jesuita y los nuevos movimientos En los días previos al cónclave, incluso antes de la elección de Francisco, algunos periodistas informaron que, como obispo en Argentina, Bergoglio había estado cerca del movimiento Comunión y Liberación (CL) a lo largo de los años1 . La elección de Francisco fue, sin embargo, una noticia decepcionante para algunos miembros del movimiento. En Italia, donde Comunión y Liberación fue testigo de la derrota de su candidato, el cardenal arzobispo de Milán, Angelo Scola, los miembros de CL — políticamente el más visible de todos los movimientos católicos en Italia— intentaron presentarse como muy familiarizados con el nuevo papa2. Se verifica aquí que la transición de un pontificado a otro es un momento extremadamente delicado para el posicionamiento de los nuevos movimientos católicos. Desde el surgimiento de estos en la década de 1980, el cónclave se ha visto como una prueba para el poder político de los movimientos en la política de la Iglesia y, sobre todo, en su momento más importante3. Frente al sorprendente resultado del cónclave de marzo de 2013, los simpatizantes de CL en Italia pueden haber exagerado el caso de la proximidad entre Bergoglio y ellos. Esto es interesante no solo para un análisis político del posicionamiento de los movimientos católicos al comienzo de un nuevo pontificado: hay un punto teológico aquí. Los que trataron de vincular a Francisco con CL cuando todavía era un arzobispo subestimaron las discontinuidades entre Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires, y Francisco, el obispo de Roma, que es uno de las grandes claves hermenéuticas para interpretar un pontificado en general y el de Francisco en particular4. Si la vida de Bergoglio en Argentina es relevante para entender a Francisco, su relación con los movimientos, como jesuita y como obispo, es probablemente menos indicativa de las trayectorias del pontificado acerca de los movimientos. El segundo elemento de la biografía de Bergoglio que podría ser engañoso para los que buscan una continuidad entre Francisco y sus predecesores sobre el enfoque de la cuestión acerca de los nuevos movimientos es su pertenencia a la Compañía de Jesús, el primer papa jesuita. Identificada a veces como el modelo por excelencia de un movimiento dentro de la Iglesia católica, la Compañía de Jesús es, sin duda, parte de la larga historia de la búsqueda de nuevas formas de vida en la Iglesia; una historia que comienza con la ola de las nuevas órdenes mendicantes en la Europa medieval. Pero 128
también es cierto que en estos últimos 50 años de historia de la Iglesia los jesuitas siguieron empeñados en un tipo de iglesia y realizaron una teología que es totalmente conciliar y posconciliar: el Vaticano II fue un momento clave en la evolución de los jesuitas, y una salida de una Compañía de Jesús pre-Vaticano II hacia un tipo de catolicismo que no se ajusta por completo a la descripción del catolicismo que ofrecen los nuevos movimientos católicos, sobre todo cuando se trata de la relación entre los jesuitas y la cultura moderna y la contribución de los jesuitas a la vida intelectual de la Iglesia5. En otras palabras, por un lado, la identidad posconciliar de la Compañía de Jesús está mucho más marcada por la teología del Vaticano II que por la libertad dada por el Vaticano II a los nuevos movimientos católicos para “interpretar” el catolicismo. Por otro lado, la relación entre Jorge Mario Bergoglio y la Compañía de Jesús es uno de los temas más fascinantes y complejos de entender del pontificado de Francisco6. En este sentido, no solo el elemento biográfico no nos dice algo claramente indicativo sobre Francisco y los nuevos movimientos: el elemento biográfico más importante a considerar podría no ser la formación y la identidad de Francisco como miembro de la Compañía de Jesús. La mejor manera de abordar el tema de Francisco y los movimientos es prestar atención a lo que Francisco como papa les dijo a ellos.
Un cambio en relación a Juan Pablo II y Benedicto XVI Existe una abundante literatura sobre las reuniones y audiencias entre los papas y los nuevos movimientos eclesiales, todos los movimientos en general o los movimientos individualmente considerados. Todos estos mensajes ofrecidos por el papa a estas nuevas voces importantes de la Iglesia son públicos en el sentido de que no son secretos: el papa habla a los movimientos mientras él habla a toda la Iglesia diciendo que los movimientos son parte de, incluso si ellos no representan a toda la Iglesia. Pero también es cierto que el “guion” de las reuniones entre los papas y los movimientos en los últimos tiempos —es decir, a partir de Juan Pablo II— ha sido parte de una escena cuidadosamente montada de dos nuevos protagonistas en el escenario: el nuevo papado post-Vaticano II en el mundo de los medios de comunicación mundiales, y los nuevos movimientos laicales post-Vaticano II en el catolicismo mundial. Francisco no rechazó esta etapa, así como rechazó muy poco del resto de la “máquina” vaticana. Él es un papa que busca insertar a los nuevos movimientos eclesiales como parte de una renovada relación entre la Iglesia y el mundo. Pero Francisco realizó un guion interesante que en parte es nuevo y en parte diferente de los pontificados anteriores. El 19 de mayo de 2013, en Pentecostés, dos meses después de su elección, Francisco encontró a los nuevos movimientos eclesiales en la Plaza de San Pedro. Durante la vigilia del sábado por la noche, Francisco respondió a las preguntas procedentes de los fieles en la plaza. Al responder a una pregunta, presentó su visión de la Iglesia, también su visión de la vida en un movimiento: 129
Los momentos de crisis, como los que estamos viviendo —pero tú dijiste antes que “estamos en un mundo de mentiras”—, este momento de crisis, prestemos atención, no consiste en una crisis solo económica; no, es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede resultar destruido es el hombre! ¡Pero el hombre es imagen de Dios! ¡Por esto es una crisis profunda! En este momento de crisis no podemos preocuparnos solo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas… pero ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma7.
Francisco advirtió contra la tentación de utilizar los movimientos como un refugio donde personas afines pueden desentenderse del resto. En este sentido, la eclesiología de Francisco de una Iglesia abierta al mundo se extiende también a la eclesiología de los nuevos movimientos eclesiales. La eclesiología de Francisco dio forma a su visión de los movimientos: la Iglesia es movimiento, pero los movimientos no son la Iglesia. La disminución de la atención, en el pontificado de Francisco, sobre el peligro de la secularización y la modernidad implica una mirada de los movimientos eclesiales como más normal, menos privilegiada que la visión habitual de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los movimientos sin duda juegan un papel específico en la eclesiología de Francisco. Durante la homilía en la misa, el 20 de mayo de 2013, él comentó la lectura de los Hechos y señaló “tres palabras vinculadas a la acción del Espíritu Santo: novedad, armonía y misión”: Solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá de la doctrina y de la Comunidad eclesial —dice el Apóstol Juan en la segunda lectura— y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2 Jn v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?8.
El énfasis interesante aquí es sobre el papel de la jerarquía para los movimientos por el bien de la unidad de la Iglesia: los movimientos no pueden ser exclusivos. Pero aún más importante es que Francisco advierte contra el riesgo de construir una relación enfermiza entre los movimientos y el resto de la Iglesia. Francisco es muy claro en dejar ser a los movimientos lo que deben ser, también les advierte sobre los peligros de “caminos paralelos”. Esto es importante, ya que representa una desviación de la atención de sus predecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, en algún tipo de autonomía de los movimientos en relación con la jerarquía de la Iglesia, aunque no la autonomía del 130
papado, por supuesto9. Por ejemplo, el 3 de junio de 2006, en la vigilia de Pentecostés, en la reunión con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, Benedicto XVI advirtió a los obispos a no poner límites a los movimientos: “Los pastores deben tener cuidado de no extinguir el Espíritu, y ustedes no dejen de llevar sus regalos a toda la comunidad”10. Un elemento eclesiológico interesante con respecto a los movimientos en la Iglesia es sobre el papel de la parroquia y la estructura territorial “tridentina”. Durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI la preferencia dada a los movimientos fue a expensas de la función de la parroquia, especialmente en algunas iglesias locales. En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013), se devuelve a la parroquia su función propia: 28. La parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo “la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” […]. Es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero. Pero tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y renovación de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y participación, y se orienten completamente a la misión. 29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia particular. Esta integración evitará que se queden solo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces.
Francisco llama aquí a los movimientos a integrarse “gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia particular”. Enraizamiento en la Iglesia requiere la “integración” en forma de “participación” en la comunidad en general. El recordatorio enviado a los movimientos sobre la necesidad de no perder el contacto con la parroquia local es parte de la eclesiología de Francisco, fruto también de la experiencia pastoral de Jorge Mario Bergoglio, el educador jesuita y luego arzobispo de Buenos Aires. Otro elemento nuevo en la visión de Francisco sobre los movimientos es la reinclusión en el cuidado pastoral del papa sobre “movimientos” que se vieron con recelo durante mucho tiempo bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI. En enero de 2014 Francisco envió un mensaje a la “13ª Reunión Inter-eclesial de Comunidades Eclesiales de Base” que tiene lugar en Brasil. Francisco envió a estas comunidades un breve mensaje citando Evangelii gaudium 29 sobre la relación entre los movimientos y la iglesia local11. El hecho notable es que fue la primera vez que un papa envió un mensaje a las Comunidades eclesiales de base en América Latina, que desde hace mucho tiempo estaban bajo la sombra de la sospecha de estar demasiado cerca —o incluso de ser 131
expresión— de la teología de la liberación. La comprensión que Francisco tiene de los movimientos en la Iglesia es más inclusiva porque toda su eclesiología es más inclusiva. Él no recomienda una mayor integración entre los movimientos y la iglesia local solo a un movimiento eclesial en particular, sino a todos ellos. El 1° de febrero de 2014, en una reunión con los miembros del Camino Neocatecumenal, los invitó a “conservar la comunión con las Iglesias locales”: …en nombre de la Iglesia quisiera proponeros algunas sencillas recomendaciones. La primera es la de tener el máximo cuidado para construir y conservar la comunión en el seno de las Iglesias particulares donde irán a trabajar. El Camino tiene un carisma propio, una dinámica propia, un don que como todos los dones del Espíritu tiene una profunda dimensión eclesial; esto significa ponerse a la escucha de la vida de las Iglesias a las que vuestros responsables os envían, valorizar sus riquezas, sufrir por las debilidades si es necesario y caminar juntos como un único rebaño, bajo la guía de los Pastores de las Iglesias locales. La comunión es esencial: a veces puede ser mejor renunciar a vivir en todos los detalles lo que vuestro itinerario exigiría a fin de garantizar la unidad entre los hermanos que forman la única comunidad eclesial, de la que siempre tenéis que sentiros parte12.
Este discurso a los Neocatecumenales fue probablemente uno de los mensajes más directos y severos de un papa a un nuevo movimiento católico. Todo el mundo podía interpretar el mensaje sobre la unidad y la comunión en las iglesias locales a la luz de las tensiones entre los movimientos y los episcopados locales, en Japón y no solo allí13. En una audiencia posterior con el Camino Neocatecumenal, un año más tarde, en marzo de 2015, sin embargo, se advirtió una menor tensión entre Francisco y la dirección del movimiento, que fue elogiado por ser un ejemplo de una Iglesia misionera: Vosotros habéis recibido la fuerza de dejar todo y partir hacia tierras lejanas gracias a un camino de iniciación cristiana, vivido en pequeñas comunidades, donde habéis descubierto de nuevo las inmensas riquezas de vuestro bautismo. Este es el Camino Neocatecumenal, un auténtico don de la Providencia a la Iglesia de nuestros tiempos, como ya afirmaron mis predecesores […]. Cuántas veces, en la Iglesia, tenemos a Jesús dentro y no lo dejamos salir… ¡Cuántas veces! Esto es lo más importante que hay que hacer si no queremos que las aguas se estanquen en la Iglesia. El Camino desde hace años está realizando estas missio ad gentes entre los no cristianos, para una implantatio Ecclesiae, una nueva presencia de Iglesia, allí donde la Iglesia no existe y ya no es capaz de llegar a las personas 14.
La preocupación de Francisco por la unidad de la Iglesia se extiende a todas las iglesias, incluso a la iglesia local de Roma, su diócesis de Roma. En la audiencia a los líderes de los movimientos eclesiales de la diócesis de Roma, del 8 de marzo de 2014, los invitó a evitar el peligro de la construcción de una contraposición entre los movimientos y las parroquias15. La eclesiología de Francisco es no solo una eclesiología de la unidad de la Iglesia, sino también una eclesiología misionera. Por lo tanto, es una eclesiología de una Iglesia que está comprometida con el mundo, una Iglesia que no tiene miedo de apoyar visible y abiertamente a los sacerdotes que trabajan por la justicia social en los movimientos sociales. P. Luigi Ciotti es uno de los sacerdotes italianos más populares, conocidos por su trabajo en “Libera”, una asociación de lucha contra la mafia16. Por su activismo social, P. Ciotti había sido durante mucho tiempo visto con recelo por el Vaticano y el 132
establishment católico en Italia. El 21 de marzo 2014 Francisco se reunió con él y su asociación en una parroquia cerca del Vaticano para una vigilia de oración por las víctimas de la mafia y sus familias17. Ese notable momento de oración y activismo civil es parte de la visión más inclusiva de Francisco de los movimientos en la Iglesia, especialmente de los movimientos católicos de justicia social. Unos meses más tarde, en su discurso a los participantes en el “Encuentro Mundial de los movimientos populares”, Francisco conectó su visión de los movimientos con su fuerte énfasis en la justicia social: Atención, nunca es bueno encorsetar el movimiento en estructuras rígidas, por eso dije encontrarse, mucho menos es bueno intentar absorberlo, dirigirlo o dominarlo; movimientos libres tienen su dinámica propia, pero sí, debemos intentar caminar juntos. Estamos en este salón, que es el salón del Sínodo viejo, ahora hay uno nuevo, y sínodo quiere decir precisamente “caminar juntos”: que este sea un símbolo del proceso que ustedes han iniciado y que están llevando adelante. Los movimientos populares expresan la necesidad urgente de revitalizar nuestras democracias, tantas veces secuestradas por innumerables factores. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin la participación protagónica de las grandes mayorías y ese protagonismo excede los procedimientos lógicos de la democracia formal. La perspectiva de un mundo de paz y justicia duraderas nos reclama superar el asistencialismo paternalista, nos exige crear nuevas formas de participación que incluyan a los movimientos populares y animen las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común. Y esto con ánimo constructivo, sin resentimiento, con amor18.
En la visión de Francisco sobre los movimientos hay un elemento biográfico y personal genuino, que el papa no oculta. En la reunión con los miembros de la Renovación en el Espíritu Santo en el estadio Olímpico de Roma, el 1° de junio 2014, recordó su primer encuentro con el movimiento de una manera muy personal y peculiar: Como tal vez sabéis —porque las noticias corren— en los primeros años de la Renovación carismática en Buenos Aires, yo no quería mucho a estos carismáticos. Yo les decía: “Parecen una escuela de samba”. No compartía su modo de rezar y tantas cosas nuevas que sucedían en la Iglesia. Después, comencé a conocerlos y al final entendí el bien que la Renovación carismática hace a la Iglesia. Y esta historia, que va de la “escuela de samba” hacia adelante, termina de un modo particular: pocos meses antes de participar en el Cónclave, fui nombrado por la Conferencia Episcopal asistente espiritual de la Renovación carismática en Argentina19.
El “estilo” litúrgico de Francisco lo pone en una cierta distancia con el estilo de los católicos carismáticos, pero eso también le permite describir la contribución de los movimientos a la Iglesia en términos de una symphonia: Cuando pienso en vosotros, carismáticos, me viene a la mente la misma imagen de la Iglesia, pero de una manera particular: pienso a una gran orquesta, en que cada instrumento es distinto y también las voces son distintas, pero todos son necesarios para la armonía de la música. San Pablo nos lo dice, en el Capítulo XII de la primera Carta a los Corintios. Así, como en una orquestra, que nadie en la Renovación piense que es más importante o más grande que otro, por favor. Porque cuando alguno de vosotros se cree más importante que otro o más grande, comienza la peste.
La libertad en el Espíritu, la renovación constante y el riesgo de una excesiva 133
planificación son realidades identificadas por Francisco como típicas de los movimientos, pero también son parte de su eclesiología: Vosotros, pueblo de Dios, pueblo de la Renovación carismática, vigilad para no perder la libertad que el Espíritu Santo os ha dado. El peligro para la Renovación, como dice con frecuencia nuestro querido Padre Raniero Cantalamessa, es el de la excesiva organización: el peligro de la excesiva organización. Sí, tenéis necesidad de organización, pero no perdáis la gracia de dejar que Dios sea Dios […]. Salid a las calles a evangelizar, anunciando el Evangelio. Recordad que la Iglesia nació «en salida», aquella mañana de Pentecostés. Acercaos a los pobres y tocad en su carne la carne herida de Jesús. Dejaos guiar por el Espíritu Santo, con esa libertad; y, por favor, no enjaular al Espíritu Santo. ¡Con libertad! Buscad la unidad de la Renovación, unidad que viene de la Trinidad.
En una reunión con carismáticos católicos unos meses más tarde, Francisco desarrolló su eclesiología de los movimientos como una eclesiología de la complementariedad y de las diferencias, unidad en la diversidad: Unidad en la diversidad. La uniformidad no es católica, no es cristiana. La unidad en la diversidad. La unidad católica es diversa, pero es una. ¡Es curioso! El mismo que hace la diversidad, es el mismo que después hace la unidad: el Espíritu Santo. Hace las dos cosas: unidad en la diversidad. La unidad no es uniformidad, no es hacer obligatoriamente todo junto, ni pensar del mismo modo, ni mucho menos perder la identidad. La unidad en la diversidad es precisamente lo contrario, es reconocer y aceptar con alegría los diferentes dones que el Espíritu Santo da a cada uno, y ponerlos al servicio de todos en la Iglesia […]. La unidad es saber escuchar, aceptar las diferencias, tener la libertad de pensar diversamente, y manifestarlo. Con todo respeto hacia el otro, que es mi hermano. ¡No tengáis miedo de las diferencias!
La eclesiología de los nuevos movimientos de Francisco es parte de su eclesiología ecuménica. Francisco recuerda aquí la visita que hizo unas pocas semanas antes a una pequeña comunidad pentecostal cerca de Nápoles, en el verano de 2014; la primera vez que un papa visita pentecostales en Italia, una pequeña comunidad que fue perseguida durante el régimen fascista de Mussolini: Veo entre vosotros a un querido amigo, el pastor Giovanni Traettino, a quien visité hace poco. Catholic Fraternity: No olvides tus orígenes, no olvides que la Renovación Carismática es, por su misma naturaleza, ecuménica […]. Ecumenismo espiritual, rezar juntos y anunciar juntos que Jesús es el Señor, y obrar juntos en ayuda de los pobres, en todas sus pobrezas. Esto se debe hacer, y no olvidar que hoy la sangre de Jesús, derramada por sus numerosos mártires cristianos en diversas partes del mundo, nos interpela y nos impulsa a la unidad. Para los perseguidores, nosotros no estamos divididos, no somos luteranos, ortodoxos, evangélicos, católicos… ¡No! ¡Somos uno! Para los perseguidores, somos cristianos. No les interesa otra cosa. Es el ecumenismo de la sangre que se vive hoy20.
Algunos movimientos, como la Comunidad de San Egidio, están particularmente cerca de la agenda de Francisco y su mensaje sobre la justicia social y los pobres, como se hizo evidente en la visita del papa a la sede de San Egidio en Santa María en Trastevere, en Roma, el 15 de junio de 2014: Desde aquí, desde Santa María en Trastevere, dirijo mi saludo a quienes participan en vuestra comunidad en otros países del mundo. Aliento también a ellos a ser amigos de Dios, de los pobres y de la paz: quien vive así encontrará bendición en la vida y será bendición para los demás. En algunos países que sufren por la guerra, vosotros tratáis de mantener viva la esperanza de la paz. Trabajar por la
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paz no da resultados rápidos, pero es una obra de artesanos pacientes, que buscan lo que une y dejan de lado lo que divide, como decía san Juan XXIII. Es necesario más oración y más diálogo: esto es necesario. El mundo se ahoga sin diálogo. Pero el diálogo es posible solo a partir de la propia identidad. Yo no puedo aparentar tener otra identidad para dialogar. No, no se puede dialogar así. Yo tengo esta identidad, pero dialogo, porque soy persona, porque soy hombre, soy mujer; y el hombre y la mujer tienen esta posibilidad de dialogar sin negociar la propia identidad. El mundo se ahoga sin diálogo: por ello también vosotros dad vuestra aportación para promover la amistad entre las religiones. Seguid adelante por este camino: plegaria, pobres y paz. Y caminando así ayudáis a hacer crecer la compasión en el corazón de la sociedad —que es la verdadera revolución, la de la compasión y de la ternura—, a hacer crecer la amistad en lugar de los fantasmas de la enemistad y de la indiferencia21.
El cuidado por la unidad de la Iglesia, la frescura del carisma y el respeto por la libertad de los fieles en los movimientos, estos tres elementos, sintetizan las recomendaciones de Francisco a las nuevas realidades eclesiales durante los dos primeros años de su pontificado. Él mismo ofreció una versión más completa de su visión en el discurso a los participantes en el tercer congreso mundial de movimientos eclesiales y nuevas comunidades, el 22 de noviembre de 2014. El primer elemento, la preservación de la “frescura del carisma”: Los movimientos y las nuevas comunidades que representáis ya están proyectados a la fase de madurez eclesial que requiere una actitud vigilante de conversión permanente, para hacer cada vez más vivo y fecundo el impulso evangelizador. Por tanto, deseo haceros algunas sugerencias para vuestro camino de fe y de vida eclesial. Ante todo, es necesario preservar la lozanía del carisma: ¡que no se arruine esa lozanía! ¡Lozanía del carisma! Renovando siempre el “primer amor” (cf. Ap 2, 4). En efecto, con el tiempo aumenta la tentación de contentarse, de paralizarse en esquemas tranquilizadores, pero estériles.
El segundo elemento, un cuidado especial por la humanidad herida que busca refugio en los movimientos. Francisco advierte contra la tentación de “usurpar la libertad individual”: Otra cuestión se refiere al modo de acoger y acompañar a los hombres de nuestro tiempo, en particular a los jóvenes. Formamos parte de una humanidad herida —¡debemos decirnos esto!—, en la que todas las agencias educativas, especialmente la más importante, la familia, tienen graves dificultades por doquier en el mundo. El hombre de hoy vive serios problemas de identidad y tiene dificultades para hacer sus propias elecciones; por eso tiene una predisposición a dejarse condicionar, a delegar en otros las decisiones importantes de la vida. Es necesario resistir a la tentación de sustituir la libertad de las personas y dirigirlas sin esperar que maduren realmente. Cada persona tiene su tiempo, camina a su modo, y debemos acompañar este camino. Un progreso moral o espiritual logrado aprovechando la inmadurez de la gente es un éxito aparente, destinado a naufragar. Mejor pocos, pero caminando siempre sin buscar el espectáculo.
Tercer elemento, la importancia de la comunión en la Iglesia: Otra indicación es la de no olvidar que el bien más valioso, el sello del Espíritu Santo, es la comunión. Se trata de la gracia suprema que Jesús obtuvo en la cruz para nosotros, la gracia que como Resucitado pide incesantemente para nosotros, mostrando sus llagas gloriosas al Padre: ‘Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado, (Jn 17, 21). Para que el mundo crea que Jesús es el Señor tiene que ver la comunión entre los cristianos, pero si se ven divisiones, rivalidad y maledicencia, el terrorismo de las habladurías, por favor… si se ven estas cosas, cualquiera que sea su causa, ¿cómo se puede evangelizar? […] La verdadera
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comunión, además, no puede existir en un movimiento o en una nueva comunidad si no se integra en la comunión más grande que es nuestra santa madre Iglesia jerárquica. El todo es superior a la parte (cf. Evangelii gaudium, 234-237), y la parte tiene sentido en relación con el todo. Además, la comunión consiste también en afrontar juntos y unidos las cuestiones más importantes, como la vida, la familia, la paz, la lucha contra la pobreza en todas sus formas, la libertad religiosa y de educación. En particular, los movimientos y las comunidades están llamados a colaborar para contribuir a sanar las heridas producidas por una mentalidad globalizada, que pone en el centro el consumo, olvidando a Dios y los valores esenciales de la existencia22.
La comunión con la Iglesia —en especial con la iglesia local, no solo con la jerarquía — también fue parte del mensaje de Francisco a los miembros de Comunión y Liberación, cuya fama en Italia es de un movimiento católico profundamente incorporado en el sistema político y, por lo tanto, parte de la corrupción de la política italiana. En la reunión con los setenta mil miembros de CL en la plaza de San Pedro, Francisco ofreció su visión del movimiento enraizado en el mensaje original del fundador, P. Luigi Giussani. Allí también se opuso al moralismo católico que, a menudo, se asocia con el movimiento. El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo a mi pecado. Y por eso, algunas veces, me habéis oído decir que el puesto, el lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo es mi pecado. Gracias a este abrazo de misericordia vienen ganas de responder y cambiar, y puede brotar una vida diversa. La moral cristiana no es el esfuerzo titánico, voluntarista de quien decide ser coherente y lo logra, una especie de desafío solitario ante el mundo. No. Esta no es la moral cristiana, es otra cosa. La moral cristiana es respuesta, es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, incluso «injusta» según los criterios humanos, de uno que me conoce, conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me llama de nuevo, espera en mí, espera de mí. La moral cristiana no es no caer jamás, sino levantarse siempre, gracias a su mano que nos toma. Y el camino de la Iglesia es también este: dejar que se manifieste la gran misericordia de Dios.
Francisco habló a continuación sobre el papel del carisma no solo en sacudir a la institución de la Iglesia, sino también a la institucionalización de los propios movimientos. De este modo habla abiertamente del problema típico de los movimientos católicos en los últimos diez siglos, al menos, de dialéctica entre el elemento carismático y el elemento institucional en el catolicismo: Y tampoco el carisma se conserva en una botella de agua destilada. Fidelidad al carisma no quiere decir ‘petrificarlo’, es el diablo quien ‘petrifica’, no os olvidéis. Fidelidad al carisma no quiere decir escribirlo en un pergamino y ponerlo en un cuadro. La referencia a la herencia que os ha dejado don Giussani no puede reducirse a un museo de recuerdos, de decisiones tomadas, de normas de conducta. Comporta ciertamente fidelidad a la tradición, pero fidelidad a la tradición —decía Mahler— ‘significa mantener vivo el fuego y no adorar las cenizas’. Don Giussani no os perdonaría jamás que perdierais la libertad y os transformarais en guías de museo o en adoradores de cenizas. Mantened vivo el fuego de la memoria del primer encuentro y sed libres […]. El camino de la Iglesia es salir para ir a buscar a los lejanos en las periferias, para servir a Jesús en cada persona marginada, abandonada, sin fe, desilusionada de la Iglesia, prisionera de su propio egoísmo.
Muy importante fue la advertencia de Francisco acerca del peligro de la exclusividad y la autorreferencialidad de los movimientos, en especial cuando se convierten en una 136
etiqueta: ‘Salir’ también significa rechazar la autorreferencialidad en todas sus formas, significa saber escuchar a quien no es como nosotros, aprendiendo de todos, con humildad sincera. Cuando somos esclavos de la autorreferencialidad, terminamos por cultivar una ‘espiritualidad de etiqueta’: ‘Yo soy CL’. Esta es la etiqueta. Y luego caemos en las mil trampas que nos presenta la complacencia autorreferencial, el mirarnos en el espejo que nos lleva a desorientarnos y a transformarnos en meros empresarios de una ONG23.
Este discurso a CL fue menos elogioso que los discursos de los papas a CL en la historia reciente de la Iglesia, sobre todo si se compara con la opción preferencial por CL expresada abiertamente por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Miembros de alto rango del movimiento se dieron cuenta y expresaron pública y honestamente su decepción: “Lo que hizo el papa en su discurso es esencialmente emitir una advertencia a CL”24. En general, los miembros de la élite intelectual de CL mostraron la voluntad de aprender de las enseñanzas del papa, se trata de identificar las continuidades entre su fundador, el P. Giussani, y Francisco25.
Los nuevos movimientos y la unidad de la Iglesia. Cincuenta años después del Vaticano II Uno de los teólogos católicos actuales más relevantes de Italia, Pierangelo Sequeri, comentó las dos audiencias importantes con movimientos católicos en esos dos días de marzo de 2015 (el 6 de marzo con el Camino Neocatecumenal y el 7 de marzo con Comunión y Liberación) y habló acerca de la imposibilidad de que los movimientos se conviertan en enclaves cerrados26. Pero también se refiere allí a la imposibilidad por parte de la Iglesia de renunciar a los movimientos. Este comentario —publicado en el diario muy difundido de la Conferencia episcopal italiana, Avvenire— trabajó como un reaseguro para los movimientos que tratan de adaptarse al papa argentino, y dijo algo sobre el nuevo tono de Francisco acerca de los movimientos, y sobre las convergencias objetivas entre la eclesiología de Francisco y la contribución de los movimientos al catolicismo actual. Cuando el pontificado de Francisco todavía se está desarrollando, solo es posible esbozar aquí unas pocas hipótesis. Evidentemente Francisco ha bajado el tono al énfasis de los papas anteriores sobre el papel especial de los movimientos, pero no ha tomado una actitud fría hacia ellos. Más bien, ha señalado la posible distancia entre los dones de los movimientos carismáticos y sus fundadores, por un lado, y su posterior desarrollo y la vida real de los movimientos, por otro. En esto, Francisco ha dicho algo que todavía es un tabú para algunos movimientos muy pequeños, cuyos fundadores en muchos casos todavía viven. El papa ha elegido un tono más cauteloso que responde a una evaluación del papel de los movimientos en el catolicismo mundial, pero que es también fruto de la conciencia de 137
las tensiones existentes entre los movimientos y los obispos en algunos países. En varias ocasiones durante los dos primeros años de su pontificado, Francisco ha hablado con los movimientos, siempre los invita a una postura de mayor colaboración con el resto de la Iglesia, especialmente con las parroquias. Es un cambio significativo en relación con los 35 años anteriores y un reconocimiento de los posibles problemas que implica dejar que los movimientos actúen en una estructura de la Iglesia que todavía es muy tridentina. El cambio en el enfoque de Francisco sobre los nuevos movimientos eclesiales es aún más visible si nos fijamos en la carta publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 14 de junio de 2016 —con fecha 14 de marzo de 2016— con el título Iuvenescit Ecclesia27. La carta es un documento equilibrado que habla sobre el reconocimiento de “una convergencia del reciente Magisterio eclesial sobre la co-esencialidad entre los dones jerárquicos y carismáticos” (IE 10). Pero es claramente un nuevo equilibrio entre el episcopado y los movimientos. Dicha carta relee Lumen gentium, en particular el Capítulo IV sobre los laicos, a la luz de los desarrollos posconciliares, especialmente el fenómeno del florecimiento de los movimientos en estos últimos cincuenta años. Pero también hace hincapié en Lumen gentium 12, que es uno de los pasajes favoritos de Francisco debido a la “eclesiología del pueblo” no sectaria. En Iuvenescit Ecclesia también hay un llamado a los movimientos en orden al respeto de la jerarquía, teniendo en cuenta que a veces los movimientos se han visto a sí mismos como autónomos de los obispos. Un paso más importante en el documento es el siguiente: “Cuando un don carismático, sin embargo, se presenta como ‘carisma originario’ o ‘fundamental’, entonces necesita un reconocimiento específico, para que esa riqueza se articule de manera adecuada en la comunión eclesial y se transmita fielmente a lo largo del tiempo. Aquí surge la tarea decisiva del discernimiento que es propio de la autoridad eclesiástica” (IE 17). El documento habla claramente sobre el derecho de los fieles “a que sus pastores les señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que merecen los que afirman poseerlos” (IE 17). Este documento habla del carisma —que llamativamente está ausente del Código de Derecho Canónico, por ejemplo— y se trata de un documento muy honesto acerca de aquellos casos en que existe “un ejercicio desordenado de los carismas” (IE 7). Habla de “la co-esencialidad entre los dones jerárquicos —en sí mismos estables, permanentes e irrevocables— y los dones carismáticos” (IE 13). La carta también da ocho criterios para discernir la naturaleza eclesial sana de los carismas: El primado de la vocación de todo cristiano a la santidad. El compromiso con la difusión misionera del Evangelio. La confesión de la fe católica. El testimonio de una comunión activa con toda la Iglesia. El respeto y el reconocimiento de la complementariedad mutua de los otros componentes en la Iglesia carismática. La aceptación de los momentos de prueba en el discernimiento de los carismas. La presencia de frutos espirituales como la caridad, la alegría, la humanidad y la paz. 138
La dimensión social de la evangelización. En la Exhortación apostólica, Christifdeles laici, de 1988 y en la importante carta pastoral de la Conferencia Episcopal Italiana a los movimientos en 1993 ya había, bajo Juan Pablo II, una lista similar a esta. Pero esta nueva lista de Iuvenescit Ecclesia es más cautelosa sobre la idea de que los nuevos movimientos siempre traen energía y vida a la Iglesia; también pueden crear división en ella. El discernimiento de los carismas será particularmente difícil para algunos movimientos: es un documento realista que no miente sobre lo difícil que es para los nuevos movimientos ser reconocidos por la Iglesia.
Los movimientos y la teología del pueblo del papa Francisco La eclesiología de Francisco no es complaciente con el statu quo y mucho menos con el clericalismo. Los movimientos son un poderoso contrapeso a un sistema clerical. También debido a que la comprensión de la palabra “movimiento” por parte de Francisco es muy amplia: los movimientos sociales y los movimientos eclesiales, ambos, pertenecen a una visión del mundo en la que el “proceso” es una palabra clave para Francisco y su idea de cambio28. La Iglesia como movimiento es parte de la transición de la auto comprensión de un catolicismo eclesial moderno y tridentino (europeo) hacia un catolicismo posmoderno, pos-institucional (global)29. Pero también existe una profunda conexión entre la eclesiología de Francisco y los movimientos, en particular, con su focalización en el sensus fidei —el sentido de la fe— y la “teología del pueblo”. Cuando los movimientos se convierten en una élite en la Iglesia detectamos una clara distancia con la eclesiología de Francisco, donde la “eclesiología de comunión” y la “eclesiología de pueblo de Dios” coexisten: Detrás del estilo pastoral del papa, que está cerca de la gente, se encuentra toda una teología, en realidad, su misticismo del pueblo. Para él la Iglesia es mucho más que una institución orgánica y jerárquica. Es sobre todo el pueblo de Dios en su camino hacia Dios, un pueblo peregrino y evangelizador que, si es necesario, trasciende toda expresión institucional30.
Francisco considera a los movimientos como una parte fundamental de la identidad misionera de la Iglesia. Los movimientos son parte de la Iglesia como pueblo, donde no hay ninguna elite ni tampoco una clase baja. Los mensajes de Francisco a los movimientos son una clara contribución para poner fin a la idea de duo genera christianorum —dos clases de cristianos—, en la cual los movimientos concretarían el nuevo modelo perfecto de ser laico o laica católico en la Iglesia. Sin embargo, hay una convergencia entre el papa y los movimientos, especialmente con aquellos movimientos que se centran en la misión y la evangelización. En palabras de su mejor intérprete y el teólogo más importante del pontificado: “Francisco se define por la teología kerygmática. De esta manera no es un franciscano encubierto; él es un jesuita de principio a fin”31. Francisco es un reformador, pero más aún un “renovador”. La 139
eclesiología de Francisco en Evangelii gaudium no se puede enmarcar fácilmente como una eclesiología progresista o liberal, sino más bien como una eclesiología misionera fiel al mensaje del Vaticano II: las palabras “renovación” y “renovada” se utilizan veintinueve veces, la palabra “reforma” solo cinco. Los movimientos católicos de la época posconciliar no son movimientos principalmente de reforma de la Iglesia, sino de renovación de la Iglesia: esta diferencia desempeña un papel en la comprensión de Francisco de los movimientos y en sus mensajes a ellos. El estímulo de Francisco a los movimientos para trabajar por la unidad de la Iglesia es parte de su eclesiología, es también fruto de su honesta evaluación sobre la situación de la Iglesia católica a 50 años del Vaticano II. Es su manera de dejar claro que la eclesiología del Vaticano II y la eclesiología de los nuevos movimientos católicos son dos cosas que no se superponen completamente.
Notas: 1
J. L. Allen Jr., “New pope, Jesuit Bergoglio, was runner-up in 2005 conclave”, National Catholic Reporter, March 3, 2013http://ncronline.org/blogs/ncr-today/papabile-day-men-who-could-be-pope-13.
2
Cf. el artículo publicado el día antes de la elección de Francisco en Il Sussidiario, un periódico online próximo a Comunión y Liberación en Italia: http://www.ilsussidiario.net/News/Cronaca/2013/3/14/PAPA-Bergoglio-eccocosa-c-entra-Don-Giussani-con-me/373016/
3
Cf. A Melloni, L’inizio di papa Ratzinger, Turin 2005, 17; M. Faggioli, Breve storia dei movimenti cattolici, Roma 2008, 98.
4
Cf. J. Manson, “One of Pope Francis’ allegiances might tell us something about the church’s future”, National Catholic Reporter, 15 de marzo de 2013 http://ncronline.org/blogs/grace-margins/one-pope-francis-allegiancesmight-tell-us-something-about-churchs-future.
5
Cf. J W. O’Malley, The Jesuits: A History from Ignatius to the Present, Lanham 2014; R. A. Schroth, The American Jesuits. A History, New York 2007.
6
Cf. P. Vallely, Pope Francis. Untying the Knots, London 2013, 37-61; A. Ivereigh, The Great Reformer. Francis and the Making of a Radical Pope, New York 2014, 165-209.
7
Francisco, Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales, 18 de mayo de 2013, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2013/may/documents/papa-francesco_20130518_vegliapentecoste.html.
8
Francisco, Homilía con los movimientos eclesiales, 19 de mayo de http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130519_omeliapentecoste.html.
9
Cf. M. Faggioli, Sorting Out Catholicism. A Brief History of the New Ecclesial Movements, Collegeville MN 2014, 129-137.
10 11
2013,
Cf. Insegnamenti di Benedetto XVI, vol. 2 (1/2006) 757-765.
Francisco, Mensaje a todos los participantes en el 13° Encuentro intereclesial de las Comunidades eclesiales de base, 7 al 11 de enero 2014, en la ciudad de Juazeiro, Brasil. https://w2.vatican.va/content/francesco/es/letters/2013/documents/papa-francesco_20131217_comunita-
140
ecclesiali-base.html. 12
Francisco, Discurso a los representantes del Camino Neocatecumenal, 1° de febrero de 2014, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/february/documents/papafrancesco_20140201_cammino-neocatecumenale.html.
13
Cf. M. Faggioli, “The Neocatechumenate and Communion in the Church”, Japan Mission Journal 65/1 (2011) 46-53.
14
Francisco, Discurso a los miembros del Camino Neocatecumenal, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/march/docu francesco_20150306_cammino-neocatecumenale.html.
6
de
marzo
de 2015. ments/papa-
15
Francisco recibió en audiencia a los párrocos de la diócesis de Roma, solo dos días antes, el 6 de marzo de 2014.
16
Cf. Un prêtre contre la mafia. Don Luigi Ciotti. Entretiens avec Nello Scavo et Daniele Zappalà, Paris 2015.
17
Francisco, Incontro con i partecipanti alla veglia di preghiera promossa dalla fondazione “Libera” nella parrocchia di San Gregorio VII in Roma (21 de marzo 2014) https://press.vatican.va/content/salastampa/en/bollettino/pub blico/2014/03/21/0196/00434.html
18
Francisco, Discurso a los participantes en el encuentro mundial de movimientos populares, 28 de octubre de 2014. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/october/documents/papafrancesco_20141028_incontro-mondiale-movimenti-popolari.html.
19
Francisco, Discurso a los participantes en la 37° Asamblea nacional de la Renovación carismática en el Espíritu, 1° de junio de 2014. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/june/documents/papafrancesco_20140601_rinnovamento-spirito-santo.html.
20
Francisco, Discurso a los miembros de la fraternidad católica de las comunidades y asociaciones carismáticas de Alianza, 31 de octubre de 2014. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/october/documents/papafrancesco_20141031_catholic-fraternity.html.
21
Francisco, Discurso a la Comunidad de San Egidio, 15 de junio de 2014, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/june/documents/papa-francesco_20140615_comunitasant-egidio.html.
22
Francisco, Discurso a los participantes del III congreso mundial de los movimientos eclesiales y las nuevs comunidades, 22 de noviembre de 2014. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/november/docu ments/papafrancesco_20141122_convegno-movimenti-ecclesiali.html.
23
Francisco, Discurso al movimiento Comunión y Liberación, 7 http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/march/documents/papafrancesco_20150307_comunione-liberazione.html.
de
marzo
de
2015.
24
Cf. R. Ronza, “CL dal papa: cronache da un incontro”, La Nuova Bussola Quotidiana, March 9, 2015 http://www.lanuovabq.it/it/articoli-cl-dal-papa cronachedi-un-incontro-12019.html.
25
Cf. M. Borghesi, “Cos’è successo veramente in Piazza San Pietro”, Terre d’America, March 14, 2015, http://www.terredamerica.com/2015/03/14/il-papa -e-comunione-e-liberazione-cose-successo-veramentepiazza-san-pietro/.
26
Cf. P Sequeri, “Il papa, i movimenti, la Chiesa: l’impossibile chiusura”, Avvenire, March 9, 2015 http://www.terredamerica.com/2015/03/14/il-papa -e-comunione-e-liberazione-cose-successo-veramentepiazza-san-pietro.
27
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Iuvenescit Ecclesia a los obispos de la Iglesia Católica sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos para la vida y misión de la Iglesia, 14 de marzo de 2016. http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20160516_iuvenescitecclesia_sp.html.
141
28
Sobre la idea de proceso en la teología y la Iglesia, cf. la entrevista de Francisco con A. Spadaro publicada en 2013.
29
Cf. M. Faggioli, Pope Francis. Tradition in Transition, New York – Mahwah NJ 2015.
30
W. Kasper, Pope Francis’ Revolution of Tenderness and Love, New York – Mahwah NJ 2015, 38.
31
W. Kasper, Pope Francis’ Revolution of Tenderness and Love, 10.
142
IX El Vaticano II y las mujeres en la Iglesia. P eríodos conciliar y posconciliar en el catolicismo moderno
La manera cómo el Vaticano II afrontó —o no lo hizo— un determinado asunto y la manera cómo el período posconciliar se ocupó del mismo tema son significativas para evaluar la relevancia actual del Concilio. Pero un precedente necesario del Vaticano II es Trento: no solo por lo que fue el Concilio de Trento, sino también por lo que el posconcilio de Trento hizo —o no hizo— en comparación con el Concilio.
Trento y la época tridentina, el Vaticano II y la época posconciliar La teología de las mujeres es una de las áreas más importantes —si no la más importante — sobre la cual el Vaticano II se expresó de una manera indirecta, es decir, sin abordar directamente los problemas típicos del debate intra católico posconciliar —especialmente en el mundo occidental y particularmente en los Estados Unidos— sobre el papel de las mujeres en la Iglesia, tanto desde el punto de vista teológico como del institucional. Esto no quiere decir que el Vaticano II no pueda utilizarse con el fin de entender la relación entre la teología conciliar y la teología de las mujeres. De hecho, negar la especificidad del Vaticano II cuando se habla de la “teología de las mujeres” equivale no solo a negar el valor teológico de la recepción del Vaticano II, sino también a congelar el Vaticano II en una especie de monolito teológico, asignándole un destino que ni siquiera le ha correspondido al Concilio de Trento1. Quien se plantea la cuestión de la relación entre la “teología de las mujeres” y la teología del Vaticano II no escapa a la convicción de la íntima relación que existe entre el Concilio como un conjunto de textos, un corpus, y el Concilio como un evento, es decir, como un momento de la historia de la Iglesia con una dinámica eclesial y teológica con su propia magnitud, especialmente en comparación con los concilios anteriores2. Pero además de la especificidad del Vaticano II respecto a su función de orientación para la vida de la Iglesia, también hay similitudes con la experiencia de los concilios ecuménicos anteriores. De hecho, la brecha entre la forma de hacer teología realizada por el Vaticano II en sus documentos en forma de palabras, y el flujo y el desarrollo de esas mismas cuestiones en el período inmediatamente posterior al Concilio no es un hecho único del Vaticano II. La diferencia entre el Concilio como documentos —la letra del 143
Concilio— y el Concilio como evento —el espíritu del mismo— es especialmente válido para el Vaticano II en tamaño y consecuencias, tanto internos a la Iglesia como externos, pero no es una realidad única del Vaticano II3. Por un lado, está en acción una dinámica interna a la tradición conciliar que requiere para la recepción del Concilio —tanto para Trento como para el Vaticano II— tiempo medible no en años sino en décadas y generaciones. Hace ya muchos años, Giuseppe Alberigo recordó los memoranda enviados entre 1600 y 1612 por el cardenal Roberto Belarmino al papa Clemente VIII sobre los avances de las reformas adoptadas por Trento. En ellos el cardenal se preocupaba del lento comienzo de la aplicación del Concilio cincuenta años después de su inicio4. Pero, por otro lado, para entender la diferencia entre el texto conciliar y sus posibilidades de recepción, el caso de Trento ofrece un valioso ejemplo, incluso más allá de la cuestión importante de la larga historia de la recepción. De hecho, se trata de comprender una serie de cuestiones. En primer lugar, está en juego la relación entre un Concilio y la época que él inaugura, entre el Concilio de Trento y la era tridentina, entre el Vaticano II y la Iglesia en el mundo contemporáneo. En segundo lugar, se trata de entender la relación entre un Concilio epocal —como Trento y el Vaticano II— y los caminos abiertos por ellos para la Iglesia en los períodos siguientes. Todo esto se aclara si reconocemos que el verdadero punto de referencia para entender el Vaticano II es el Concilio de Trento, de la misma manera que para entender el período posterior al Vaticano II debe entenderse el tiempo posterior a Trento5. Con el fin de reconsiderar la relación entre el Vaticano II y algunas instancias conciliares surgidas posteriormente es necesario reevaluar la diferencia y apreciar el valor de la distinción entre los concilios y los períodos posconciliares. La historia de la Iglesia conoce muy bien la diferencia, pero no es claro si la teología católica y el magisterio de la Iglesia son plenamente conscientes de ella. En cierto modo, con el fin de apreciar plenamente el período posterior al Vaticano II es necesario apreciar plenamente y de forma no ideológica también el período postridentino. La división a nivel terminológico entre una Reforma protestante “liberal” y una Contrarreforma “conservadora” ahora es parte de una controversia ideológica y teológica del pasado. Más allá de la conocida distinción entre “Reforma católica” y “Contrarreforma”6, es necesario volver a examinar la distinción entre “Trento”, “tridentinismo” y “época tridentina”. De allí debemos extraer consecuencias para la teología católica actual de forma de apreciar el Concilio celebrado entre 1545 y 15637. Los términos “Trento”, “tridentinismo”, “época tridentina”, “catolicismo moderno temprano” y “reforma católica” tienen algo en común, pero no son completamente reducibles el uno al otro o substituibles. Al interior del “catolicismo moderno temprano” hay culturas diferentes y, a veces, conflictivas8. La lucha contra las confesiones religiosas de la Reforma condujo a opacar y luego a suprimir muchas de las exigencias emergidas en la Reforma católica y en el Concilio de Trento: la lectura de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, la centralidad de la conciencia personal en relación a la salvación, la
144
multiplicidad de experiencias espirituales y litúrgicas 9.
Inmediatamente después del final del Concilio de Trento, una serie de actos del papa Pío IV cristalizó el Concilio en una estructura institucional y jurídica. En diciembre de 1563 una congregación de la Curia romana comenzó a trabajar sobre la interpretación oficial que debía darse a los decretos del Concilio. En 1564 se publicó el Index Librorum Prohibitorum y la Profesión de fe. En 1564 se publicó el Catecismo Romano, en 1566 el nuevo Breviario y en 1570 el nuevo Misal de Pío V. Estos actos dieron la impresión de un catolicismo hecho más sistemático por Trento. Pero desde el punto de vista eclesiológico es evidente que el modelo centralista y universalista adoptado por la política romana del tridentinismo no tenía la forma teológica del Concilio de Trento, que no había debatido la cuestión, ya que Lutero no había planteado este tipo de controversia eclesiológica acerca de la relación entre la iglesia local y la Iglesia universal10. En otras palabras, si bien es cierto que la Iglesia en la edad moderna fue plasmada por el tridentinismo ciertamente de manera no menos importante que por el Concilio de Trento, no es menos cierto que la Iglesia del Vaticano II en el mundo contemporáneo está plasmada —sobre todo en la cuestión de la teología de las mujeres y el papel de la mujer en la Iglesia— más por la dinámica de la recepción conciliar que por los textos del Concilio Vaticano II que, como es sabido, no se pronuncia sobre algunas cuestiones.
El Vaticano II como paradigma y la teología de las mujeres Para aplicar la analogía entre Trento, tridentinismo y catolicismo moderno temprano, por una parte, y el Vaticano II y el posconcilio, por otra, sería necesario establecer un paralelismo con lo ocurrido en el nivel magisterial durante el Concilio y después de 1965, tarea que corresponde a los historiadores/as de la Iglesia contemporánea no menos que a los teólogos/as católicos. Pero una vez que se acepta la idea de una brecha entre los tres diferentes hechos-conceptos de un momento crucial en la historia de la Iglesia —el Concilio de Trento, el tridentinismo, el catolicismo de la temprana edad moderna— se debe intentar identificar brechas similares, aunque diferentes, para el Vaticano II y enmarcar el tema de la teología de las mujeres y el papel de la mujer en la Iglesia en una de ellas. Ahora bien, es claro que medio siglo después del Concilio es prematuro trazar una línea divisoria entre “culturas conciliares” diversas al interior de un proceso todavía en curso. Pero podemos limitarnos aquí a la tensión entre el Concilio y el posconcilio como una combinación que refleja imperfectamente el binomio, ya clásico como sujeto a distorsiones ideológicas, entre la “letra” y el “espíritu”. Si la cuestión de la teología de las mujeres y el papel de la mujer en la Iglesia no pertenece a la letra del Concilio, sin duda pertenece al Concilio en la manera cómo su espíritu se ha transmitido y vivido en el período posconciliar. Una aplicación de tipo legal 145
o legalista de la letra del Concilio a las exigencias de la época posconciliar no puede ser la única forma de abordar la cuestión de la teología de las mujeres y al rol de la mujer en la Iglesia, cuando para muchos otros temas el “espíritu del Concilio” se utiliza para legitimar prácticas y formas de vida en la Iglesia que no tuvieron ningún rol en los debates, tampoco en los documentos finales del Concilio11. De hecho, así como sería un error reducir el Concilio de Trento solo a los documentos, o al tridentinismo como una ideología, o a la cultura del catolicismo moderno temprano, de manera semejante es inapropiado reducir el objeto “Vaticano II” solo a los debates y documentos del Concilio o solo a instancias que surgieron más tarde gracias a esos debates y a esos documentos. Se puede hablar de un “paradigma tridentino” en gran parte gracias al carácter monocultural o europeo de la Iglesia católica de los siglos XVI-XIX. Pero en el caso del Vaticano II es difícil hablar de un “paradigma” como una mezcla de definiciones, instrucciones y cultura. El Vaticano II es mejor comprendido como un paradigma que como un “evento paradigmático”12 en el sentido de una nueva forma de hacer teología y de ser Iglesia que proporciona, entre otras cosas, los siguientes elementos que tienen consecuencias directas para la cuestión acerca de la teología de las mujeres. Esta forma de hacer teología y de ser Iglesia del Vaticano II incluye varias cualidades distintivas: Ressourcement como un retorno a las fuentes y la consiguiente relativización de todo otro ordenamiento eclesial: “Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio”13; un círculo dinámico entre Escritura, tradición y magisterio, y una recuperación del sentido de la fe, sensus fidei, como parte integrante del círculo hermenéutico conciliar. “El trabajo de diálogo en la Iglesia es una obra que viene del Espíritu Santo que está detrás de la Escritura, la tradición, el sensus fidelium, la investigación teológica y el magisterio”14; una inculturación del catolicismo como parte de la redefinición de su universalidad: …bajo el aspecto teológico existen en la historia de la Iglesia tres grandes épocas, la tercera de las cuales apenas ha comenzado y se ha manifestado a nivel oficial en el Vaticano II. El primer período, breve, fue el del judeocristianismo; el segundo de la Iglesia existente en áreas culturales determinadas, a saber, en el área del helenismo y de la cultura y civilización europea. El tercer período es en el cual el espacio vital de la Iglesia, en principio, es todo el mundo15;
Esta perspectiva implica una toma de distancia de modelos socioculturales dados por supuesto por siglos, incluso en su “traducción” eclesiológica en roles ministeriales en la Iglesia; El carácter pastoral de la doctrina que se apoya en el carácter abierto del corpus conciliar e impulsa la recepción del Concilio, que no depende solo del corpus conciliar, ni solo del “espíritu” de esos textos, sino que es un acto de recepción que “necesariamente toma la forma de una conversión”16.
146
Trayectorias conciliares y trayectorias eclesiales Incluso para las cuestiones de género fue mucho más eficaz el “mito de Trento” o el “Concilio imaginado” que el Concilio de Trento real, que no fue el portador de una antropología masculina o femenina precisa17. Del mismo modo, para un concilio como el Vaticano II que no tenía entre sus temas la cuestión de la mujer en la Iglesia, hay que preguntarse francamente cuál fue la relación, en los primeros 50 años posteriores al Vaticano II, entre el “Vaticano II real” y el “mito Vaticano II”. Así como hubo una época tridentina simbolizada por Carlo Borromeo, de la misma manera existe una “Iglesia del Vaticano II”, hecha tanto del “Vaticano II real” cuanto del “mito Vaticano II”, de “letra” y “espíritu”, que incluye un nuevo papel para las mujeres. Así como el tridentinismo obviamente estuvo más influenciado por los debates posconciliares con los protestantes y la cultura circundante que por los dictados de Trento, así es también para el Vaticano II y la cuestión de las mujeres. Sin embargo, la diferencia sustancial entre Trento como el concilio de una iglesia europea y el Vaticano como el primer concilio de una iglesia mundial reside también en los efectos de estos dos eventos en la historia de la Iglesia. Si en relación a Trento es posible diferenciar entre el Concilio, el tridentinismo y la era tridentina —o entre la aplicación y la recepción de Trento—, para el caso del Vaticano II es necesario tener en cuenta no solo la diferencia entre la aplicación del Concilio y su recepción, sino también entre estos dos momentos y las “trayectorias” del Concilio en la Iglesia y en el mundo contemporáneo18. Aquí emerge con toda su fuerza la diferencia radical entre los dos grandes concilios de la edad moderna, Trento y el Vaticano II, y la diferencia entre Trento y el tridentinismo de un lado, y el Vaticano II y el posconcilio, por el otro. La teología de las mujeres se revela como un caso crucial de la recepción, si no “el” caso de la recepción del Concilio, por su capacidad para sacar a la luz una diferencia esencial entre los dos concilios y los dos períodos posconciliares decisivos para la teología y la Iglesia católica en los últimos quinientos años. El Vaticano II significa una nueva conciencia de Iglesia, una nueva eclesiología, una nueva manera de hacer teología, y sobre todo nuevos actores y nuevos lugares de hacer teología. En este sentido, es evidente el valor de periodización del Vaticano II, no solo para la historia de la Iglesia, sino también para la historia de la teología y el cristianismo como una “historia global”, especialmente a partir del caso de la teología de las mujeres y del papel de las mujeres en la Iglesia. A diferencia de Trento y del tridentinismo como pura “aplicación” del Concilio por parte de Roma, desde la cúspide hacia la base, el Vaticano II —por su propia dinámica, más que por la intención consciente de los obispos, teólogos y laicos— escapa a una aplicación a partir de un modelo eclesial caracterizado “desde el centro hacia la periferia”19. Como ha dicho Yves Congar, el Vaticano II dio lugar a “una especie de descentralización de la urbs (Roma) sobre el orbis (mundo), ya que el orbis casi tomó 147
posesión de la urbs”20. El Concilio se presenta como un “acontecimiento paradigmático”, más que como un concilio programático: El Vaticano II no nos ha dado todas las respuestas; nos ha dado una nueva manera de ser fiel al pasado […]. De la misma manera en la que Dei Verbum enseña que la Escritura ‘debe ser leída e interpretada con el espíritu con el que fue escrita’, también el Vaticano II debe interpretarse con la misma creatividad inspirada por el Espíritu de la cual es testimonio21.
Con el asunto de “mujeres y teología” se entiende con claridad que la recepción conciliar no es una simple “aplicación” del Concilio22, y que la cuestión “mujeres y teología” definitivamente pertenece —y probablemente es la cuestión clave— a las trayectorias de largo plazo del Vaticano II.
Notas: 1
Cf. M. Faggioli, Vatican II: The Battle for Meaning, New York 2012.
2
Sobre los estudios referidos a la recepción en la teología de las mujeres, cf. S. Noceti, “Un caso serio della recezione conciliare: donne e teologia”, Ricerche Teologiche XIII/1 (2002) 211-224.
3
Cf. É. Fouilloux, “Histoire et événement: Vatican II”, en Per la storicizzazione del Vaticano II, ed. Giuseppe Alberigo – A. Melloni, Cristianesimo nella storia 13 (1992) 515-538; P. Hünermann, “Il concilio Vaticano II come evento”, y J. A. Komonchak, “Riflessioni storiografiche sul Vaticano II come evento”, en M. T. Fattori – A. Melloni (eds.), L’evento e le decisioni. Studi sulle dinamiche del concilio Vaticano II, Bologna 1997, 63-92 y 417-440.
4
Cf. G. Alberigo, La chiesa nella storia, Brescia 1988, 218-239.
5
Cf. M. Faggioli, “Tendenze in atto nel dibattito sul Vaticano II (2002-2012)”, Cristianesimo nella storia 34 (2013) 15-28.
6
Cf. H. Jedin, Riforma cattolica o Controriforma? Tentativo di chiarimento dei concetti con riflessioni sul Concilio di Trento, Brescia 1957.
7
Cf. J. W. O’Malley, Trent and All That: Renaming Catholicism in the Early Modern Era, Cambridge, Mass. 2000; J. W. O’Malley, Trent: What Happened at the Council, Cambridge, Mass. 2013; P. Prodi, “Il binomio jediniano ‘riforma cattolica e controriforma’ e la storiografia italiana”, en Annali dell’Istituto storico italogermanico in Trento 6 (1980) 85-98; G. Alberigo – P. Camaiani, “Riforma cattolica e Controriforma”, en Sacramentum Mundi 7 (1977) 38-69.
8
Cf. K. M. Comerford – H. M. Pabel (eds.), Early Modern Catholicism. Essays in honour of John W. O’Malley, S.J., Toronto 2001.
9
P. Prodi, Il paradigma tridentino. Un’epoca nella storia della chiesa, Brescia 2010, 50.
10
Cf. G. Alberigo, “From the council of Trent to ‘Tridentinism’”, en R. F. Bulman – F. J. Parrella (eds.), From Trent to Vatican II: Historical and Theological Investigations, New York 2006, 19-37, 21-23; M. Faggioli, Chiese locali ed ecclesiologia prima e dopo il concilio di Trento, en L. Vaccaro (ed.), Storia della Chiesa in Europa tra ordinamento politico-amministrativo e strutture ecclesiastiche. Atti del convegno, Fondazione Ambrosiana Paolo VI-École Française de Rome (Gazzada, 18-20 ottobre 2001), Brescia 2005, 197-213.
148
11
Cf. M. Faggioli, “Between Documents and Spirit: The Case of the New Catholic Movements”, en J. L. Heft – J. W. O’Malley (eds.), After Vatican II. Trajectories and Hermeneutics, Grand Rapids, Mich. – Cambridge UK 2012, 1-22.
12
Cf. L. Boeve, “Une histoire de changement et conflit des paradigmes théologiques? Vatican II et sa réception entre continuité et discontinuité”, en G. Routhier – P. J. Roy – K. Schelkens (eds.), La théologie catholique entre intransigeance et renouveau, Louvain-la-Neuve – Leuven 2011, 355-366.
13
Constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium 1. Cf. M. Faggioli, True Reform. Liturgy and Ecclesiology in Sacrosanctum Concilium, Collegeville 2012; G. Flynn – P. D. Murray (eds.), Ressourcement. A Movement for Renewal in Twentieth-century Catholic Theology, Oxford 2012.
14
O. Rush, Still Interpreting Vatican II. Some Hermeneutical Principles, Mahwah, NJ 2004, 69-85, 78.
15
K. Rahner, “Theologische Grundinterpretation des II. Vatikanischen Konzils”, en id., Schriften zur Theologie. Band 14. In Sorge um die Kirche, Einsiedeln 1980, 287-302, 294.
16
Cf. C. Theobald, La réception du concile Vatican II. I. Accéder à la source, Paris 2009, 409.
17
Cf. W. Reinhard, “Il concilio di Trento e la modernizzazione della chiesa”, en P. Prodi – W. Reihnard (eds.), Il concilio di Trento e il moderno, Bologna 1996; A. Carfora, “Il concilio di Trento da evento storico a categoria simbolica”, en A. Autiero – M. Perroni (eds.), Anatemi di ieri, sfide di oggi. Contrappunti di genere nella rilettura del concilio di Trento, Bologna 2011, 79-90.
18
Cf. J. W. O’Malley, “Introduction: Trajectories and Hermeneutics”, en After Vatican II: Trajectories and Hermeneutics, x-xxii.
19
Cf. G. Alberigo, “L’ecclesiologia del concilio di Trento”, Rivista di storia della chiesa in Italia 18 (1964) 227242; “Applicazione e ricezione del concilio di Trento”, en Id., La chiesa nella storia, Milano 1988, 218-239; “Concezioni della chiesa al concilio di Trento e nell’età moderna”, en M. Marcocchi – C. Scarpati – A. Acerbi – G. Alberigo, Il concilio di Trento. Istanze di riforma e aspetti dottrinali, Milano 1997, 117-153.
20
Y Congar, Le concile de Vatican II. Son Église, Peuple de Dieu et Corps du Christ, Paris 1984, 54.
21
O. Rush, Still Interpreting Vatican II, 78.
22
Cf. P. Prodi, Il paradigma tridentino. Un’epoca della storia della Chiesa, Brescia 2010.
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QUINTA PARTE
150
X No solo la Declaración Nostra aetate. La Iglesia, el judaísmo e Israel cincuenta años después del Vaticano II
El año 2015 es el quincuagésimo aniversario del término del Vaticano II y también de la promulgación de la “Declaración sobre la relación de la Iglesia con las Religiones no cristianas Nostra aetate” (28 de octubre, 1965). Fue uno de los documentos más innovadores del Vaticano II y uno de los más difíciles de diseñar y de aprobar por razones teológicas y políticas, internas y externas a la Iglesia. Es uno de los documentos que más repercusiones ha tenido en la historia de la Iglesia después del Vaticano II y en las relaciones entre judíos y cristianos, especialmente católicos, pero no solo católicos. Nostra aetate es también un relato de liderazgo en la Iglesia. Solo indirectamente fue fruto de un proceso colectivo de reflexión sobre las relaciones entre judíos y cristianos a la luz de la larga historia de la “enseñanza del desprecio”, como la llamó el historiador judío Jules Isaac. Nostra aetate fue diseñado en el cruce de varios caminos de los que brota una nueva conciencia histórica en la Iglesia: la profundización del significado del judaísmo de Jesús, una percepción nueva de ser una única humanidad en el mundo global, pero especialmente la toma de conciencia de la responsabilidad de los cristianos en el antisemitismo y el surgimiento de los estudios sobre el Holocausto; un área de investigación que fue marcada particularmente por lo que Annette Wieworka llamó “la era del testigo”1 y por la necesidad de mantener viva la memoria. De alguna manera, la Declaración conciliar Nostra aetate se sitúa en el cruce entre la historia judía y la del cristianismo, en razón de los trágicos acontecimientos de la primera mitad del siglo XX. El paisaje histórico político y teológico de los últimos cincuenta años en que Nostra aetate fue diseñada, recibida y reflexionada ha sido uno en que ha primado la memoria (en este caso, se trata de la memoria de la responsabilidad de la Iglesia en las relaciones violentas con los judíos) por sobre la historia. Es uno de esos casos en que la memoria entra a competir con la historia2. Especialmente si, como en el caso del debate católico interno en estos años, el grupo en el poder ha inculpado a la historia: se ha acusado a los historiadores de la Iglesia de darle mucha más importancia al “cambio” que a la “continuidad”. Con nuestro recuerdo y nuestra escritura de la historia, tenemos que reequilibrar el olvido en que han caído Nostra aetate, el Vaticano II, las relaciones judeo-cristianas y, por cierto, el antisemitismo. Recordamos aquí a Nostra aetate porque lo queremos, pero también y especialmente porque debemos hacerlo. Es lo justo, tenemos una obligación moral para con aquellos que nos precedieron, y en particular para con los tres ancianos octogenarios que, al comienzo de los años 60, estaban mirando hacia el futuro: durante la 151
apertura del Vaticano II en 1962, el papa Juan XXIII y el cardenal Augustin Bea tenían 81 años, y el historiador judío francés Jules Isaac, 85. La audiencia de Jules Isaac con Juan XXIII el 9 de junio de 1960 es uno de los momentos más cargados de consecuencias para la historia de la Iglesia y la teología católica. Ese día cambió la agenda del Concilio, y con ello comenzaron a cambiar también las relaciones entre judíos y cristianos. No soy ni testigo ni experto en las relaciones judeo-cristianas, pero soy un estudioso del Vaticano II. Como historiador trataré aquí de “hacer memoria” de Nostra aetate a la luz de la historia de este texto y de la recepción que ha tenido, sabiendo que el trabajo del historiador no es nunca neutral. El historiador escribe historia, pero también hace historia (lo que escribe y cómo escriba tiene un impacto sobre los hechos de la historia en su desarrollo). Pero escribo también como teólogo, y como tal mi tarea es menos neutral: se espera de mi que entienda y explique por qué un texto en particular tiene todavía importancia para nosotros hoy, dando razón de una determinada interpretación del mismo, de su historia y de su futuro. Para hacerlo, voy a distribuir mis observaciones en tres partes. En una primera parte, sobre Nostra aetate como un punto de giro y sobre su recepción en el período posconciliar; una segunda parte sobre las preguntas que quedan abiertas para el diálogo entre la Iglesia y el judaísmo a la luz de estos últimos 50 años; y en una tercera parte, sobre el papel de Nostra aetate en la recepción histórica y teológica del Vaticano II en el catolicismo de hoy.
Nostra aetate como punto de giro y su recepción Nostra aetate: historia y teología El primer punto que hay que aclarar sobre Nostra aetate es su género literario. Los documentos más importantes del Vaticano II son las cuatro constituciones: Dei Verbum sobre la Revelación divina, Lumen gentium sobre la Iglesia, Sacrosanctum concilium sobre la Sagrada Liturgia y Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo moderno. Luego sigue una larga serie de decretos sobre aspectos específicos de la vida interna de la Iglesia. También hay tres declaraciones: la primera, sobre la educación cristiana (Gravissimum educationis) y las otras dos más importantes: sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae) y sobre la relación de la Iglesia con las religiones no-cristianas (Nostra aetate). La palabra “declaración” identifica un texto que trata de un tema de debate, como este decreto, pero dirigido no hacia adentro, sino hacia fuera de la Iglesia, esto es, ad extra. Nostra aetate es muy corto, solo cinco párrafos. El cuarto párrafo, sobre el judaísmo, ocupa casi la mitad del documento. Nostra aetate no es el único texto del Vaticano II que habla sobre los judíos. Otros documentos —Sacrosanctum concilium, Lumen gentium, Dei Verbum, Gaudium et spes 152
y Dignitatis humanae— tienen secciones sobre la Iglesia y los judíos3. Pero como lo dijo el teólogo canadiense Gregory Baum en una alocución en Chicago en 1986 ante la Sociedad Teológica Católica de América, el capítulo cuarto de Nostra aetate representa el cambio más radical en la Iglesia católica que haya salido del Vaticano II4. Nostra aetate cambia sustancialmente la tradición anterior sobre los judíos especialmente en cuatro puntos. Primero, la relación entre Israel y el misterio de la Iglesia: Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud (NA 4).
El segundo punto es la nueva manera de entender la relación de la Iglesia y la alianza con el pueblo judío: Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles (NA 4).
El tercer punto es el “lamento” por el antisemitismo: Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos (NA 4).
El cuarto punto es la colaboración entre judíos y cristianos: Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno (NA 4).
Pero hay otras razones por las que Nostra aetate es importante. En primer lugar, esta Declaración es, en la historia del Vaticano II, un caso de real sobrevivencia, dado que hubo múltiples maniobras dirigidas a borrar el tema de los judíos de la agenda conciliar, y de borrarlo por tanto del sendero futuro de la Iglesia católica5. En segundo lugar, Nostra aetate (todo el texto sobre las religiones no cristianas, y también el párrafo 4 sobre los judíos) es fruto del Vaticano II y del papa Juan XXIII y de unos pocos líderes —el cardenal Bea, el obispo Jaeger de Paderborn, Alemania— más bien que de un movimiento teológico más amplio en la iglesia, (lo que es el caso, por ejemplo, de la reforma litúrgica y de otros desarrollos teológicos del Vaticano II)6. Nostra aetate anuncia un desplazamiento fundamental; mucho más que recibir una reflexión teológica, lo que hace es producir un desplazamiento. Es un documento que abre la puerta hacia un territorio inexplorado. Anuncia algo así como que la nueva relación entre judíos y cristianos debe ser vivida para llegar a ser entendida teológicamente. En este 153
sentido, la historia de la recepción de Nostra aetate es particularmente importante. En tercer lugar, la eclesiología de Nostra aetate plantea cuestiones importantes en cuanto a la distinción entre la Iglesia considerada ontológicamente y los miembros de la Iglesia. En el primer borrador se puede leer que la Iglesia “condena” (damnat) el odio y las persecuciones, mientras que en el texto final encontramos una palabra más débil: “deplora” (deplorat). Es claramente una atenuación. Pero hay otra pregunta seria. ¿Quién es la “cualquier persona” cuyo antisemitismo el Concilio deplora? Juan Pablo II repitió esta frase durante su visita histórica a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986. En su discurso, Juan Pablo II citó la Declaración conciliar y dijo: Sí, una vez más, a través de mi persona, la Iglesia, con las palabras de la bien conocida Declaración Nostra aetate (Nº 4), “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”; lo repito “de cualquier persona”7.
Seguramente que con esta repetición el papa quiso afirmar que también había antisemitismo entre los cristianos. Juan Pablo II estaba pensando controversialmente en el antisemitismo de la misma Iglesia. En las décadas siguientes se levantó un problema sobre la especificación del sentido del “cualquiera”. Al final del siglo XX —en Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, 1998— Juan Pablo II se refirió al “cualquiera” en el sentido de los “hijos e hijas de la Iglesia”, tratando así de separar la responsabilidad de la Iglesia de la de sus miembros. A la luz de los escándalos de abuso sexual, convendría repensar si esta separación tan clara entre la Iglesia y sus miembros, alegada por Juan Pablo II y Benedicto XVI, sigue siendo válida. Lo que sucedió después de Nostra aetate La historia de la recepción de Nostra aetate es muy compleja y debe considerarse en diferentes niveles. Hay una historia de la recepción local de Nostra aetate que es muy rica y diversificada de acuerdo a la variedad de historias que han tenido las relaciones locales entre judíos y cristianos. Hay una recepción de Nostra aetate en la cristiandad global, y no solo dentro del catolicismo8. Y está también la recepción de la Nostra aetate por el magisterio en los documentos papales, es esta la que podemos bosquejar brevememnte a continuación. Lo que importa bosquejar aquí es la discontinuidad que se introduce en la tradición católica con Nostra aetate y gracias a ella, pero también las diferencias significativas con que los papas han recibido Nostra aetate en el período que sigue al Vaticano II. Durante el pontificado de Pablo VI, quien durante el Vaticano II fue muy cauto con el documento, en particular con el párrafo cuarto sobre los judíos, la Comisión para las relaciones religiosas con los judíos (parte del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad Cristiana) publicó en 1975 —diez años después del término del Vaticano II— las Directivas y Sugerencias para la implementación de la Declaración Conciliar “Nostra aetate” (Nº 4)9. El punto de inflexión real fue el pontificado de Juan Pablo II. Durante su pontificado 154
se hizo clara una convergencia entre su experiencia vivida con judíos en Polonia, su interpretación de la Segunda Guerra Mundial como parte esencial de la comprensión teológica moderna del mundo y la conciencia de la nueva tarea del papado global en un mapa mundial sin colonias, especialmente en el Medio Oriente. En 1985 el Vaticano publicó unas Notas sobre la manera correcta de presentar a los judíos y al judaísmo en la predicación y la catequesis de la Iglesia Católica Romana. En los años 90 hubo varias declaraciones de episcopados europeos y de los EE.UU. sobre la historia del antisemitismo10. En 1993 la Comisión Bíblica Pontificia publicó La interpretación de la Biblia en la Iglesia, y entre 1993 y 1994 se establecieron formalmente las relaciones entre la Santa Sede y el Estado de Israel. En 1997 el Vaticano organizó una conferencia sobre cristianismo y antijudaísmo (en preparación del Jubileo de 2000), en 1998 el documento de la Comisión de Relaciones Religiosas con los judíos, Nosotros recordamos. Una reflexión sobre la Shoah11. En 1999 la Comisión Teológica Internacional publicó su documento Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado. En 2002 la Comisión Bíblica publicó El Pueblo Judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana. Todos estos documentos no son más que un lado del magisterio de Juan Pablo II sobre la Iglesia y los judíos. El “magisterio de los gestos” fue parte esencial de su pontificado, especialmente en el tema de las relaciones interreligiosas. El año 1986 fue el más importante, con la visita histórica del papa a la Sinagoga de Roma (primera visita de un papa, el 13 de abril de 1986) y la oración interreligiosa por la paz en Asís (27 de octubre de 1986), hasta su visita a Israel desde el 21 al 26 de marzo 2000 (cuando visitó Yad Vashem y la Muralla Oeste); una visita que tuvo lugar menos de diez días después de la liturgia del 12 de marzo 2000 en San Pedro para pedir perdón, cuando un cardenal recitó solemnemente en San Pedro una “Confesión de pecados cometidos contra el pueblo de Israel12. Con el empeoramiento de la salud de Juan Pablo II, la voz teológica de Joseph Ratzinger ganó en importancia, como también un nuevo tipo de recepción de Nostra aetate (como se lo puede ver el año 2000 en Dominus Iesus, la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia”)13. Fue el inicio de una nueva fase en la recepción de Nostra aetate. Durante el pontificado del papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, hubo una forma diferente de tratar sobre la Shoa, especialmente en cuanto que consideró importante la historia de las relaciones entre la enseñanza cristiana llamada “enseñanza del desprecio” contra los judíos para entender el papel que jugó la Iglesia como tal —y no solo de algunos cristianos individuales— en la historia del antisemitismo y del Holocausto14. Es útil anotar que en los discursos de Colonia y Birkenau de mayo de 2006, Benedicto XVI no se refirió nunca al documento Nosotros recordamos. El incidente de enero de 2009 relacionado con el levantamiento de la excomunión de los cuatro obispos tradicionalistas de la comunidad de Lefebvre, conocida como SSPX, fue un buen indicador, no solo del mal manejo de la información sobre la SSPX en el 155
Vaticano (me remito aquí al hecho de que el obispo Williamson, uno de los “perdonados” por Benedicto XVI, era uno que negaba el Holocausto). Fue también un buen indicador de la interpretación que Joseph Ratzinger tenía del Vaticano II y de sus “discontinuidades”15. Con el papa Francisco, la recepción del Vaticano II entró en una nueva fase, y con ello, también la recepción de Nostra aetate. Francisco expresa su relación con nocatólicos y no-cristianos de una manera existencial y no dogmática. Es interesante que la primera referencia que él hizo al Concilio apareciera en la reunión que tuvo con los delegados fraternales de otras iglesias y religiones el 20 de marzo 2013. El papa Francisco recordó explícitamente a Juan XXIII y su decisión de convocar el Concilio, y citó el párrafo 4 de la Declaración sobre las religiones no cristianas, Nostra aetate. Como obispo, Bergoglio había tenido una relación profunda con el judaísmo argentino, y había sostenido una serie de charlas inter-religiosas con el rabbi Abraham Skorka, tratando de construir puentes entre catolicismo, judaísmo y el mundo más amplio. No por casualidad Nostra aetate es el primer documento conciliar que él cita durante su pontificado. Pero todavía es temprano para describir la forma particular que va a tener la recepción teológica de Nostra aetate en su pontificado.
Algunas cuestiones abiertas Es imposible sobreestimar la historia de la recepción de Nostra aetate en la Iglesia católica y en otras Iglesias, y su impacto en las relaciones judeocristianas como un todo. Son innumerables sus frutos y no todos son visibles y medibles. Pero, aprobada en 1965, Nostra aetate deja todavía abiertas algunas cuestiones que ahora, cincuenta años más tarde, se vuelven claramente visibles, a la luz del paisaje teológico cambiado, y más generalmente, a la luz de estas últimas décadas de relaciones judeocristianas. Temas teológicos Un primer conjunto de temas es teológico y se relaciona con el hecho de que Nostra aetate técnicamente es una “declaración”. Su horizonte es al mismo tiempo limitado y fundamental. Limitado porque fue incapaz de probar todas sus afirmaciones, y fundamental porque representa un momento clave en las relaciones entre la Iglesia católica Romana y el pueblo judío. La naturaleza limitada de Nostra aetate radica en el hecho de que no pudo aludir a la tradición católica anterior porque no pudo encontrar nada que pudiera citar en los anteriores concilios, encíclicas, Padres de la Iglesia y demás. En cierto sentido, Nostra aetate es el más “protestante” de los documentos de un concilio de la Iglesia católica como fue el Vaticano II, porque todas las citas son de la Escritura; sola Scriptura, y no de la tradición. Este hecho se vuelve tanto más importante si leemos el comienzo del 156
párrafo 4 de Nostra aetate: “Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham”. No se cita a la tradición teológica católica, ni siquiera cuando Nostra aetate habla del misterio de la Iglesia16. Lo importante para nosotros hoy y para el futuro de la Iglesia es comprender en qué medida Nostra aetate y su recepción —especialmente la recepción papal— ha creado una nueva tradición sobre la cual un concilio futuro podría construir. Juan Pablo II y Benedicto XVI habían leído Nostra aetate de una manera muy diferente17; Nostra aetate jugó un papel muy distinto en sus enseñanzas y sus visiones sobre el diálogo judeocristiano. Juan Pablo II ponía el acento en su enseñanza gestual y dejó más bien pocos escritos, los que no pueden compararse con los escritos teológicos de Joseph Ratzinger, quien como teólogo, como cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe durante 24 años y luego como papa y después papa emérito, tuvo una forma totalmente diferente de tratar Nostra aetate y las relaciones entre judíos y cristianos en general. Solo una historia de la recepción magisterial de Nostra aetate a todo nivel —comenzando por la recepción de Nostra aetate por parte de los papas del período post-Vaticano II— puede arrojar luz sobre uno de los más importantes casos de recepción de un “cambio” sustancial en la tradición de la Iglesia en estos últimos cincuenta años, si es que no es el caso más importante. Tema político-teológico Estos últimos cincuenta años han cambiado el mundo más de lo que Vaticano II imaginó. Esto es particularmente cierto en esa área geográfica del mundo, el Medio Oriente, que más importa para la idea que los cristianos —incluidos los cristianos católicos— tienen de sí mismos y de sus relaciones con el pueblo judío. El Vaticano II viene cronológicamente después de la creación del Estado de Israel en 1948, y el tema del Estado de Israel jugó un papel enorme en la redacción de Nostra aetate: más entre bambalinas que en público. Este tema era especialmente problemático para los obispos católicos de los países árabes en el Vaticano II. Ellos se opusieron a la introducción de la mera palabra “Israel”: su aparición parecía justificar a Israel como entidad política. Ello traería consecuencias fuertes para las comunidades cristianas que viven en países árabes. Fue una de las razones por las cuales Nostra aetate habla de Israel solo desde un punto de vista religioso, evitando premeditadamente el tema del Estado de Israel. Dadas las circunstancias, el Vaticano II no pudo hacer probablemente otra cosa, y es un milagro que nosotros tengamos a Nostra aetate. Pero hoy, cincuenta años más tarde, la situación no es la misma18. De todas maneras, en el Vaticano II el problema no era de naturaleza solamente política, sino que era también un problema teológico. La ausencia de la palabra “Israel” en el documento conciliar da cuenta del hecho de que en ese tiempo el pensamiento teológico acerca de la elección del pueblo judío era todavía vacilante. Nostra aetate no 157
tiene una teología del Estado de Israel. El tema político-teológico para nosotros hoy es que el catolicismo no tiene aún una teología del Estado de Israel. Algunos pueden pensar que es más seguro para ambos, catolicismo e Israel, que la Iglesia católica no tenga una “teología del Estado de Israel”; y esta ausencia persistió incluso después de que un papa como Juan Pablo II hubiera ya articulado una “teología de las naciones” (algo que probablemente podía hacer solo un papa no italiano)19. Pero esta ausencia puede ser vista también como una falta de reconocimiento del más importante “signo del tiempo” (para citar la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo moderno Gaudium et spes, párrafo 4), el Estado de Israel y su significado para el pueblo judío en el mundo entero20. Tema histórico-teológico El tercer tema es histórico-teológico y tiene que ver con una apreciación más profunda de la historia para entender el Vaticano II y las relaciones judeo-cristianas. El Vaticano II fue un acontecimiento global, en términos de la participación de la globalidad de la Iglesia en las reflexiones y decisiones que allí se llevaron a cabo. Pero fue también global porque se preocupó intencionalmente de lo que la Iglesia tiene que decir al mundo. Todo esto recibió la influencia —tal vez silenciosa, pero evidente— de las dos Guerras Mundiales, del Holocausto, de la creación del Estado de Israel y de la Guerra Fría. Para entender Nostra aetate hemos de fijar nuestra mirada en la tríada Segunda Guerra Mundial y Holocausto – Estado de Israel – Vaticano II. El Holocausto y el Estado de Israel estuvieron presentes y ausentes a la vez en el Vaticano II. Pero se volvieron mucho más visibles y partes de la vida de la Iglesia durante estos últimos cincuenta años desde el fin del Concilio. El Holocausto ha sido una parte integrante de la reflexión teológica cristiana hoy —y no precisamente de la teología académica— algo que no encontramos en el Vaticano II. El autor judío italiano Paolo de Benedetti entiende bien la recepción cristiana del Holocausto cuando escribe: “la peregrinación de Yad Vashem es algo que los cristianos deberían considerar como una experiencia sacramental”21, una peregrinación que debe hacerse sin que los cristianos se apropien del Holocausto. El cambio en nuestro mundo y en la geopolítica nos ha entregado también nuevos significados del diálogo judeo-cristiano. La política y la teología se interconectaron bastante más después de los años 70: en este sentido, el 11 de septiembre fue el momento final de la apertura de una nueva edad post-secular para las relaciones entre religión y política. Esto tuvo consecuencias enormes para la forma de entender el diálogo judeo-cristiano. Expresiones como “judío-cristiano” y “judeo-cristiano” tienen hoy a todas luces una connotación mucho más político-ideológica que en 1965, tiempo en que la Iglesia católica estaba evitando y al mismo tiempo quitándole importancia al hecho de la existencia del Estado de Israel y cuando no existía aún una militancia internacional Islámica que colocaría a la religión en el centro del escenario mundial. En este sentido 158
una vez más Nostra aetate es, a la vez, fundamental pero limitada.
La importancia de la historia para el Vaticano II, especialmente a la luz de la recepción de Nostra aetate El tema que hemos tratado de aclarar —el valor a la vez fundamental y de alcance limitado de Nostra aetate— solo puede entenderse en la perspectiva de la historia misma de la teología, de la historia del Vaticano II y de la historia de la Iglesia en general. Por estas razones, el año 2015 es de una importancia particular respecto a la recepción del Concilio y de sus enseñanzas más importantes, especialmente aquellas que presentan una clara discontinuidad con el pasado, y Nostra aetate es uno de ellos22. El fin de este aniversario del Vaticano II que ha tomado cuatro años muy llenos de acontecimientos (2012-2015) es importante por dos razones: una interna, que pertenece al debate sobre el Vaticano II; la otra más general, que se refiere a la Iglesia y su relación con su propio pasado y con la cultura moderna. Revisionismo anti-Vaticano II y Nostra aetate El papa Francisco ha “liberado” el debate sobre el Vaticano II, paradójicamente por la distancia que puso el papa argentino entre su persona y el debate histórico-teológico, a diferencia de su predecesor23. Es sabido que Benedicto XVI se hizo cargo del tema de la interpretación del Vaticano II bien temprano durante su pontificado, ya en diciembre de 2005, y una parte integrante de su programa consistió en una reafirmación de lo que había sucedido en el Vaticano II a la luz de lo sucedido después del Vaticano II. Pero la compleja “hermenéutica de la reforma” del Vaticano II anunciada por el último papa que había estado en el Vaticano II (como teólogo experto, Joseph Ratzinger – Benedicto XVI) era de tal envergadura que no estaba al alcance del calibre intelectual mediocre del círculo de sus entusiastas. Esta distancia entre Ratzinger y sus seguidores desencadenó varias series de “reajustes” ideológicos en la Iglesia que pertenecen más bien al servilismo que a un trabajo genuino de reflexión acerca del acontecimiento religioso más importante del siglo XX. Este servilismo se tradujo en un énfasis absoluto de las “continuidades” del Vaticano II respecto a la tradición anterior y en una denuncia de todo lo que en el Vaticano II está en “discontinuidad” con la tradición pasada. En el caso de la reforma litúrgica, el movimiento que se llamó “reforma de la reforma” terminó por restablecer el rito anterior al Vaticano II como un ritual que, desgraciadamente, se celebra en muchas iglesias, especialmente en los Estados Unidos, en lugar del rito votado por el 99% de los Padres del Vaticano II y promulgado por Pablo VI. El papel del papa Benedicto XVI en esta decisión fue clave24. Pero las repercusiones fueron aún más serias si miramos las consecuencias de haber 159
negado las discontinuidades del Vaticano II en el caso de la recepción de Nostra aetate. La Declaración sobre las religiones no cristianas, y especialmente su Capítulo IV, está en discontinuidad innegable con la tradición del pasado. Nadie puede negarlo. El caso de Nostra aetate es particularmente importante ahora porque vemos las consecuencias tan serias de este revisionismo anti-Vaticano II, al que se lo describe a veces como la obsesión divertida, quizás hasta encantadora, que tienen algunas personas con las prácticas litúrgicas antiguas. En realidad, es mucho más que eso. Hay varias maneras de resumir la recepción que ha tenido el Vaticano II en la Iglesia. Pero podemos decir que una gran mayoría ha aceptado y puesto en práctica el Concilio. Existe una minoría que muestra apatía e indiferencia frente a él, pero que sabe que no podría vivir en una Iglesia pre-Vaticano II. Es elocuente en este sentido la importancia que tiene para la Iglesia católica de los Estados Unidos de hoy la enseñanza de la libertad religiosa. Y hay una pequeña minoría que se resiste abiertamente al Vaticano II. En esta pequeña minoría, hay algunos que sacan las consecuencias y abandonan la Iglesia católica romana, uniéndose a la Fraternitas Sacerdotalis Sancti Pii X (FSSPX), la comunidad cismática fundada por el obispo francés Marcel Lefebvre. Algunos otros se mantienen en la iglesia esperando que el Vaticano II se vaya desdibujando; y algunos de estos han llegado a ser obispos y cardenales. Pero no es sorprendente que en esos católicos que de una u otra manera rechazan el Vaticano II nos encontremos con una recepción problemática de Nostra aetate y, a veces, hasta con resabios de antijudaísmo teológico y de antisemitismo: solo que no es muy común que se expresen antisemíticamente, al menos en público, porque defender el antisemitismo es cultural y legalmente imposible. Pero está claro que la forma como se recibe al Vaticano II guarda correspondencia con la forma como se recibe Nostra aetate, y viceversa25. Por cierto, que no todos los escépticos frente al Vaticano II son antisemitas o negadores del Holocausto. Pero la manera de encarar el papel de los judíos y del judaísmo y la teología católica es sustancialmente diferente entre los escépticos frente a las discontinuidades del Vaticano II y quienes aceptan Nostra aetate en sus discontinuidades respecto a la tradición anterior, y aceptan lo que hemos aprendido acerca de las limitaciones de Nostra aetate a la luz de la tradición teológica y magisterial (especialmente papal) posterior al Vaticano II. Es decidor a este respecto el papel que le concede a Nostra aetate el difunto cardenal Avery Dulles, el intérprete de la teología del Vaticano II más leído en los Estados Unidos26. El rechazo del Vaticano II en algunos círculos católicos —lamentablemente también en algunas facultades y universidades católicas— se basa en una aproximación hermenéutica que la mayoría de sus partidarios no puede defender de manera plausible. Pero es un rechazo que tiene efecto en la joven generación de católicos que, a menudo, no han oído hablar nunca del Vaticano II, porque ese rechazo alimenta las tentaciones “identitarias” de un catolicisimo que se ve a sí mismo en términos de poder visible, en lo social y lo político. Rechazar al Vaticano II diciendo “sí a la continuidad, no a las discontinuidades” significa en la práctica, de manera sutil y silenciosa, un rechazo de Nostra aetate, de su teología y de la mayor parte de lo acontecido en estos últimos 50 160
años de diálogo judeocristiano. Pero es claro que si se saca a Nostra aetate del Vaticano II y del diálogo judeocristiano de estos últimos 50 años de catolicismo, lo que queda es un cuadro desilusionante del catolicismo del siglo XXI viviendo en la teología del XIX, esto es, en una teología que evita tomar en serio lo sucedido en el siglo XX, especialmente el Holocausto y su importancia y significado para la teología cristiana. Historia del Vaticano II y Nostra aetate: por qué no basta con recordar El momento actual en la historia de la recepción del Vaticano II es también importante por el pontificado del papa Francisco. Desde Pablo VI a Benedicto XVI los papas recibieron el Concilio de maneras diferentes, pero a la luz de sus propias experiencias biográficas en el Vaticano II. El testamento espiritual de Juan Pablo II menciona el Concilio como “una brújula” para la Iglesia. En su última audiencia con el clero de Roma Benedicto XVI puso énfasis una vez más en su experiencia personal de las diferencias entre las esperanzas del Vaticano II y los desconciertos del período posconciliar27. La experiencia que tuvieron Pablo VI y Juan Pablo II en el Vaticano II les hicieron defender el Concilio; el choque que Benedicto XVI recibió por las turbulencias del período posconciliar le llevó a la postura del más importante corrector hermenéutico del Vaticano II a la luz del período posconciliar. Una de las diferencias entre Francisco y sus predecesores es que Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI habían estado todos presentes en el Vaticano II, trabajando en el más alto nivel sobre los temas más cruciales de la agenda conciliar. Jorge Mario Bergoglio no estuvo nunca en el Vaticano II, pues fue ordenado sacerdote en 1969. El papa Francisco ha evitado adentrarse en los temas hermenéuticos del Vaticano II durante su pontificado. Ha mencionado siempre al Concilio en los documentos y actos más importantes de su pontificado, pero no se ha aventurado a vincular de manera causal lo sucedido en el Concilio y en el período posterior al mismo. Esto es importante en varios niveles, en dos particularmente. Primero: sabemos lo sucedido en el Vaticano II por la investigación hecha y los estudios publicados, especialmente gracias al trabajo fundacional y fundamental llevado a cabo por un equipo bajo la dirección de un grupo internacional de académicos entre los años 90 y comienzos de la década del nuevo siglo28. Hay ahora muchos estudios en varias lenguas que nos entregan la historia del Vaticano II que es más rica y compleja que cualquier relato ideológico sobre el Vaticano II29. No les faltará buena bibliografía a quienes quieran estudiar seriamente el Vaticano II. El estado de nuestro conocimiento del catolicismo después del Vaticano II presenta un cuadro completamente diferente. Existen todavía narraciones distintas, tal vez contrarias, del período posconciliar, mientras que no hay ninguna historiografía sobre el catolicismo global posterior al Vaticano II que nos pueda brindar una visión unificada sobre lo sucedido en estos últimos 50 años. La elección de Francisco —gracias a su biografía, pero no solo por ella— ha puesto al papado por encima de la tentación de 161
sacar consecuencias de conexiones directas e inmediatas entre la teología del Vaticano II y los avatares sociopolíticos del catolicismo posconciliar en el mundo occidental, que es exactamente la manera cómo los escépticos del Vaticano II se acercan al tema. Nuestro pasado ilumina nuestro presente —especialmente nuestro presente de relaciones interreligiosas— pero es un pasado que debemos aprender a conocer30. El segundo nivel tiene que ver más directamente con la recepción de Nostra aetate. El hecho de que el papa Francisco no haya estado en el Vaticano II ha puesto al papado finalmente más allá de la “era de los testigos”31. Francisco acepta la historia del Vaticano II —en el sentido de que Francisco participa en el sensus fidei, en la Iglesia global, de lo que sucedió en el Vaticano II— sin apoyarse demasiado en su experiencia personal. Esto es importante porque nuestra percepción del acontecimiento del Vaticano II, igual que nuestra percepción de la Segunda Guerra Mundial y la del Holocausto especialmente, se han apoyado mucho en los testimonios y tal vez menos en un común sentido de la historia. Es la “invasión de la memoria” de la que habla Paul Ricoeur; la tentación de que el recuerdo pueda reemplazar a la historia. Es la tentación del “Yo estuve ahí, créanme”32. No hay nada malo en el recuerdo de los testigos. Los necesitamos. La historia y la memoria no se excluyen mutuamente, sino que son complementarias33. Sin embargo, quedarse solo con los testigos puede llegar a ser una tentación para no pensar críticamente sobre la historia de hechos históricos complejos. Esto es particularmente peligroso para la recepción de Nostra aetate. La historia de la relación entre la Iglesia y los judíos y la de la “enseñanza del desprecio” contra los judíos son temas extremadamente complicados que deben incluir a Nostra aetate como un momento de cambio, un punto sin retorno en las relaciones entre cristianos y judíos. Cuando la memoria sustituye a la historia, la relativización de “lo que sucedió” se vuelve más probable en ausencia de los testigos. Llegará un momento en que habrán partido todos los testigos del Vaticano II y de las relaciones entre cristianos y judíos anteriores al Vaticano II, y necesitamos una historia que permita configurar una forma de recepción que no se apoye enteramente en testigos. De hecho, la falta de comprensión de Nostra aetate es un problema que tenemos ahora mismo, en algunos casos a pesar de los testigos, en otros casos por causa de ellos: “Porque los católicos dejan de tomar en cuenta el cambio que tuvo lugar en los años 60, por ello siguen volviendo a los modelos de pensamiento anteriores a la revolución, sin ser conscientes de ello”34. El Vaticano II y Nostra aetate deben ser celebrados —es algo que debemos hacer—, pero debemos estar siempre conscientes de los peligros que acarrea el ritualizar la memoria, los riesgos de las conmemoraciones institucionales. Solo la historia puede salvar del olvido a una memoria de la importancia de Nostra aetate como un punto crucial en las relaciones entre cristianos y judíos. También porque la historia es la clave de la autoconciencia de judíos y de cristianos. Siguiendo la decisión de Juan XXIII en junio 1960, después de su encuentro con Jules Isaac, de comprometer al Vaticano II en el 162
tema de iudaeis, el Comité Judío Americano le pidió a Abraham Joshua Heschel en 1962 de ayudar a escribir un memorándum que cambiaría el tono de las discusiones sobre las relaciones católico-judíos, y él escribió lo siguiente: Tanto el judaísmo como el cristianismo comparten la fe de los profetas en que Dios elige agentes a través de los cuales da a conocer su voluntad y su obra a lo largo de la historia. Ambos, judaísmo y cristianismo, viven en la certidumbre de que la humanidad necesita una redención última, que Dios está implicado en la historia humana, que Dios está en juego en las relaciones entre los seres humanos 35.
Notas: 1
Cf. A. Wieworka, L’Ère du témoin, Paris 2002.
2
Cf. P. Ricoeur, La Mémoire, l’Histoire, l’Oubli, Paris 2000.
3
Cf. L. E. Frizzell, “The Teaching of the Second Vatican Council on Jews and Judaism”, en A. J. Cernera (ed.), Examining Nostra aetate After 40 Years. Catholic-Jewish Relations in Our Time, Fairfield CT 2007, 35-56.
4
Cf. G. Baum, “The Social Context of American Catholic Theology”, en Proceedings of the Catholic Theological Society of America 41 (1986) 87.
5
Acerca de la historia de NA, cf. G. Miccoli, “Two Sensitive Issues: Religious Freedom and the Jews”, en G. Alberigo – J. A. Komonchak, History of Vatican II, vol. 4.
6
Cf. J. Connelly, From Enemy to Brother. The Revolution in Catholic Teaching on the Jews 1933-1965, Cambridge MA 2012, 239-272.
7
Cf. http://www.vatican.va/jubilee_2000/magazine/documents/ju_mag_0111 1997_p-42x_en.html.
8
Cf. la Parte 2 del volumen A Jubilee for All Time. The Copernican Revolution in Jewish-Christian Relations, ed. Gilbert S. Rosenthal, Eugene OR, 2014 (sobre los acentos de las iglesias protestantes, ortodoxas y evangelicales).
9
Commission for Religious Relations with the Jews, Guidelines and Suggestions for Implementing the Conciliar Declaration Nostra aetate, http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/relations-jewsdocs/rc_pc_chrstuni_doc_19741201_nostra-aetate_en.html.
10 11
Cf. Catholics Remember the Holocaust, Washington DC 1998.
Es bien sabido que el texto de Nosotros Recordamos, redactado bajo la responsabilidad del card. Cassidy sobre el papel de los católicos y de Pio XII en el Holocausto fue intervenido por el Secretario de Estado card. Sodano.
12
Cf. http://www.vatican.va/news_services/liturgy/documents/ns_lit_doc_20 000312_presentation-daypardon_en.html. Las instrucciones publicadas en la página web del Vaticano especificaron: “la confesión de pecados que ha hecho el papa está dirigida a Dios, único que puede perdonarlos, pero lo ha hecho también ante la gente frente a quienes no pueden ocultarse las responsabilidades de los cristianos”
13
Cf. J. Pawlikowski, “Pope Benedict XVI on Jews and Judaism: Retreat or Reaffirmation”, en Jewish-Christian Relations. Insights and Issues in the ongoing Jewish-Christian Dialogue, http://www.jcrelations.net/Pope_Benedict _XVI_on_Jews_and_Judaism__Retreat_or_Reaffirmation.2992.0.html?&pdf=1.
14
Sobre esto, cf. J. Pawlikowski, “Historical Memory and Christian-Jewish Relations”, en P. A. Cunningham – J. Sievers et al., Christ Jesus and the Jewish People Today. New Explorations of Theological Interrelationships,
163
Grand Rapids MI – Cambridge UK 2011, 18-24; Id., “Pope Benedict XVI on Jews and Judaism: Retreat or Reaffirmation”, en Jewish-Christian Relations. Insights and Issues in the ongoing Jewish-Christian Dialogue, http://www.jcrelations.net/Pope_Benedict_XVI_on_Jews_and_Judaism__Retreat_or_Reaffirmation.2992.0.html? &pdf=1: “En sus discursos en Colonia y Birkenau, el papa Benedicto pareció apoyar una interpretación marginal del Holocausto que lo presenta solo como un ataque a la religión en todas sus formas, más bien que como un fenómeno que se derivaba fuertemente de una base antisemítica anterior en el corazón mismo del cristianismo. Sus observaciones pueden dejar la impresión, pretendida o no, de que el Holocausto fue sencillamente el resultado de la secularización de fuerzas modernas en Europa en el tiempo de los Nazis, semejantes a las fuerzas secularizantes que afectan hoy a Europa en particular, a las que el card. Ratzinger, ahora papa ha atacado con vigor”. 15
Cf. M. Faggioli, “Vatican II comes of age”, The Tablet 11 April 2009; Id., “Die kulturelle und politische Relevanz des II. Vatikanischen Konzils als konstitutiver Faktor der Interpretation”, en P. Hünermann (ed.), Exkommunikation oder Kommunikation? Der Weg der Kirche nach dem II. Vatikanum und die Pius-Brüder, Freiburg i.Br. 2009, 153-174.
16
Debo esto a la conferencia de Piero Stefani en el encuentro de los delegados luteranos para el diálogo judeocristiano (Venecia, primavera de 2015).
17
Cf. J. Pawlikowski, “Historical Memory and Christian-Jewish Relations”; Id., “Pope Benedict XVI on Jews and Judaism: Retreat or Reaffirmation”.
18
Cf. P. Stefani, “Prefazione” to the new edition of Agostino Bea, La chiesa e il popolo ebraico, Brescia 2015 (19661), VIII-IX.
19
Cf. A. Riccardi, Giovanni Paolo II. La biografia, Cinisello B. 2011.
20
Cf. sobre esto Ed. Kessler, “‘I Am Joseph, Your Brother’. A Jewish Perspective on Christian-Jewish Relations since Nostra aetate Nº 4”, en D. G. Schultenover (ed.), 50 Years On. Probing the Riches of Vatican II, Collegeville MN 2015, 225-230.
21
P. De Benedetti, Quale Dio? Una domanda alla storia, Brescia 1996, 70.
22
Cf. Benedicto XVI, Address to the Roman Curia, December 22, 2005 http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_romancuria_en.html.
23
Cf. M. Faggioli, Pope Francis. Tradition in Transition, New York 2015.
24
Cf. M. Faggioli, True Reform. Liturgy and Ecclesiology in Sacrosanctum Concilium, Collegeville MN 2012.
25
Cf. nuevamente J. Pawlikowski, “Historical Memory and Christian-Jewish Relations”; Id., “Pope Benedict XVI on Jews and Judaism”.
26
Sobre Dulles, cf. J. Connelly, “The Catholic Church and the Mission to the Jews”, en J. L. Heft – J. W. O’Malley (eds.), After Vatican II. Trajectories and Hermeneutics, Grand Rapids MI – Cambridge UK 2012, 118-119.
27
Cf. Benedicto XVI, Meeting with the Parish Priests and the Clergy of Rome, February 13, 2013, http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/en/speeches/2013/february/documents/hf_benxvi_spe_20130214_clero-roma.html.
28
Cf. M. Faggioli, A Council for the Global Church. Receiving Vatican II in History, Minneapolis 2015, 13-35.
29
Cf. el capítulo I de este libro, “El Vaticano II entre la historia y las narrativas ideológicas”.
30
Cf. J. W. O’Malley, Catholic History for Today’s Church: How Our Past Illuminates Our Present, Lanham MD. 2015.
31
Sobre esto, cf. A. Wieworka, L’Ère du témoin.
32
Sobre esto, cf. D. Napoli, Michel de Certeau. Lo storico “smarrito”, Brescia 2014, 72-91.
33
Cf. P. Ricoeur, La Mémoire, l’Histoire, l’Oubli, Paris 2000.
164
34
J. Connelly, From Enemy to Brother, 3.
35
Cf. G. Spruch, Wide Horizons. Abraham Joshua Heschel, the American Jewish Committee and the Spirit of Nostra aetate, New York 2008, citado en S. Heschel, “Abraham Joshua Heschel and the Second Vatican Council. Some Personal Memories”, en G. S. Rosenthal (ed.), A Jubilee for All Time. The Copernican Revolution in Jewish-Christian Relations, Eugene OR 2014, 18.
165
XI ¿Iglesia profética versus Iglesia constantiniana? Eclesiología conciliar y “paradigma tecnocrático”
Introducción Durante el último siglo, una parte significativa del debate historiográfico y eclesiológico dentro del catolicismo estuvo enfocado en el legado de la era constantiniana en la Iglesia, particularmente en el catolicismo con base en Europa arraigado en el sistema de una Iglesia establecida u oficial. Esta fue una de las tantas maneras en que el catolicismo eurocéntrico aprendió a dejar atrás la estrecha y exclusiva asociación entre Europa y la fe católica, junto con una particular forma de entender la relación entre fe cristiana y poder. Al encontrarnos hoy en una nueva fase de globalización para el catolicismo, es tiempo de reconsiderar el sentido de tal debate para la Iglesia actual. Los dos ítems que quisiera reexaminar para la Iglesia de hoy —era constantiniana o Constantinismo e Iglesia establecida— no son la misma cosa. Por “Iglesia establecida” podemos entender la institución legal de una Iglesia particular que, desde un punto de vista legal y constitucional, representa una Iglesia nacional que recibe del estado aportes financieros y otros privilegios especiales. Por “Constantinismo” entendemos un modelo de relación político-teológico entre poder político y religioso concebido en términos de una alianza. Se trata de una alianza que moldea la mentalidad, la cultura y la estructura de ambas partes; algo que se hizo normativo para el cristianismo europeo entre la edad media y la era de las revoluciones —comenzando por la Revolución francesa—, entendida también como “cristiandad” (christianitas en latín)1. El presente capítulo no se propone examinar las diferencias entre el modelo ideológico y teológico-político —Constantinismo— y el sistema legal que se exportó más allá de las fronteras de Europa —Iglesia establecida u oficial—, ni tampoco examina la evolución de la relación entre el modelo ideológico y teológico-político y las muy diversas versiones de la Iglesia establecida en la modernidad cristiana. El propósito de este capítulo se limita más bien a: 1) estudiar brevemente la discusión y actitud de la Iglesia institucional anterior al Vaticano II respecto de la idea del final de la era constantiniana; 2) examinar cómo aborda el Vaticano II el legado del Constantinismo; y 3) desarrollar algunas reflexiones en torno al dilema de la Iglesia en la era del “paradigma tecnocrático” durante el período posterior al Vaticano II: ¿Es la Iglesia uno de los últimos bastiones de resistencia contra este paradigma? Y de ser así, ¿debe la Iglesia desprenderse del sistema de la Iglesia establecida, sistema que otorga a la Iglesia un 166
apoyo económico y otros privilegios especiales, si este sistema permite a la Iglesia ofrecer a nuestro mundo el último sistema de defensa de los pobres y de los marginados? Dado el impacto del pontificado del papa Francisco en el debate sobre la Iglesia y el poder político, esta reflexión considera el caso de la Iglesia católica romana, aunque esta consideración no simplifique necesariamente el asunto. Existen en el mundo situaciones muy diversas para la Iglesia donde los católicos constituyen o bien una mayoría o bien una minoría: en ambos extremos hay países donde la Iglesia católica goza del favor otorgado por los Concordatos firmados en la primera mitad del siglo XX, especialmente en Italia y Alemania, y países donde existe un sistema constitucional que establece una separación entre Iglesia y Estado (como en Francia y EE.UU.; dos modelos de separación muy diferentes). La presente reflexión es conciente que el modelo de la Iglesia establecida en el período moderno —la forma que este ha adquirido gracias a los Concordatos y a parte de la solución al nacionalismo y al surgimiento del Estado nación en el siglo XIX— está en crisis. El modelo de la Iglesia establecida está llegando a su ocaso. Por una parte, debido a la secularización y al fin de la identificación entre Iglesia y nación dado el debilitamiento sociológico de la Iglesia católica, el impacto del multiculturalismo, la diversificación de los componentes étnicos y religiosos dentro de cada nación y la fragmentación interna de la Iglesia católica antes unificada. Por otra parte, debido a la crisis del estado nación que priva a la Iglesia de un compañero con la legitimidad requerida para forjar una alianza entre trono y altar. Pero no está claro cuándo ni cómo llegará a su fin el modelo de la Iglesia establecida. Más aún —y es aquí donde reside mi preocupación—, dadas las alternativas, no está claro si su término sea necesariamente algo bueno. No puedo dejar de enfatizar que este texto no defiende un regreso a la ideología política y religiosa del Constantinismo2, ni tiene en mente la “futura cristiandad” de la que habla Philip Jenkins como un espacio para una restauración de la Iglesia católica3. Este capítulo, en cambio, se propone explorar cómo puede influir el cambio en la situación de la Iglesia en nuestra comprensión del “Constantinismo” y del modelo de la “Iglesia establecida” como una Iglesia que disfruta de una posición particular y privilegiada en el orden constitucional del estado.
La era constantiniana a comienzos del siglo XX El debate sobre la era constantiniana forma parte esencial del debate teológico y eclesiológico de la primera mitad del siglo XX. En un impecable libro publicado hace algunos años mi colega, el académico italiano Gianmaria Zamagni, reconstruye la génesis del argumento historiográfico y teológico contra el Constantinismo4. Los treinta años previos al Vaticano II están marcados por una reflexión sobre la crisis del Constantinismo. En 1932, en el primer tomo de Kirchliche Dogmatik, Karl 167
Barth identificaba a Constantino como la razón del declive del cristianismo. En la primavera de 1963, en la Roma del Concilio Vaticano II, Marie Dominique Chenu ofrecía una ponencia sobre “La Iglesia y el mundo” concerniente al debate sobre la futura Constitución Gaudium et spes. Barth y Chenu no son dos eminentes casos aislados. En el debate previo al Vaticano II sobre la Iglesia y el mundo y sobre el legado de la Cristiandad también participaron, entre otros, Friederich Heer, Erik Peterson, Ernesto Buonaiuti, Etienne Gilson, Jacques Maritain y Emmanuel Mounier5. Fue un debate que recogió huellas dejadas por la Religionswissenschaft de fines del siglo XIX y principios del XX: en su obra, The Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Century, Arnaldo Momigliano retoma las intuiciones de Harnack y Troelsch sobre la brecha existente entre el mensaje de Jesús y la Iglesia6. Una diferencia significativa entre el debate de fines del siglo XIX y el de la década de 1930 reside en el contexto político. Desde 1930 hasta el Vaticano II el debate sobre la Cristiandad y el Constantinismo está más influido por Hitler y Mussolini que por el mismo Constantino, y resulta imposible entender tal debate fuera del contexto de la gran crisis cultural que aquejaba al cristianismo comenzando en 19307. Los defensores más interesantes del fin de la “era constantiniana” son las víctimas del sistema políticoteológico que condujo primero a la alianza entre la Iglesia y el statu quo político y luego a la alianza ente la Iglesia y el fascismo, en sus distintas versiones en los diferentes países: Heer permaneció bajo sospecha8, Peterson marginado, Momigliano exiliado, Buonaiuti excomulgado, Maritain exiliado, Chenu y Congar silenciados, y la lista podría continuar. El cristianismo de esa época se encontraba dividido —una división con una enorme área gris en medio— entre una Iglesia institucional aliada con los regímenes autoritarios y totalitarios, y una Iglesia confesional que rechaza ese acuerdo con el fascismo y el nazismo. Esta fue una división que ayudó a renovar la teología. La supervivencia intelectual de aquellos que, defendiendo ese acuerdo, eran perseguidos por la Iglesia y el Estado y se resistían a abandonar la Iglesia esperando tiempos mejores, fue uno de los factores más importantes para el desarrollo del Vaticano II. El debate no solo influyó en el Concilio sino también en su recepción. Una de las narrativas maestras del Vaticano II afirma que el Concilio puso fin a la estrecha relación entre el catolicismo y la cristiandad. La influencia de Marie-Dominique Chenu y el final del Constantinismo son innegables no solo en el Vaticano II, sino especialmente en los intérpretes e historiadores del Vaticano II9.
La ambivalencia del Vaticano II En efecto, la posición del Vaticano II frente al Constantinismo y la Iglesia establecida es más compleja. Muchos de los obispos y teólogos en el Vaticano II venían de países 168
europeos con Iglesias católicas establecidas, especialmente los obispos y teólogos de la llamada “mayoría progresista”, con la notable excepción de Francia10. Por otra parte, importantes grupos de tradicionalistas y de la oposición conservadora y curial hacia esta mayoría venía también de países con un catolicismo establecido, especialmente de Italia, España y América Latina11. El período de preparación del Vaticano II vio en el esquema sobre la Iglesia la construcción de una eclesiología que daba por sentado la situación permanente de la Iglesia establecida12. Pero la “aceleración” en el debate sobre la libertad religiosa que se debió, por una parte, al rol del nuevo “Secretariado para la Unidad de los Cristianos” y, por otra, a la contribución magisterial emergente sobre derechos humanos gracias a Juan XXIII y el debate sobre el futuro de Gaudium et spes (conduciendo en abril de 1963 a la encíclica Pacem in Terris), representaron una primera disrupción en el modelo eclesiológico y jurídico de la Iglesia establecida13. La apertura del Vaticano II vio un tono sorprendentemente distinto al de los documentos oficiales de la preparación con el mensaje inicial Gaudet Mater Ecclesia de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, cuando el papa Juan trató el tema de la agenda del Concilio de una manera histórica, hablando esperanzadoramente del futuro sobre el “nuevo orden de relaciones humanas”. Más importante, justo unas pocas líneas más abajo del famoso pasaje contra “los profetas de calamidades”, encontramos un párrafo relevante sobre las relaciones entre Iglesia y poder político. En efecto, basta recorrer, aun fugazmente, la historia eclesiástica, para comprobar claramente cómo aun los mismos Concilios Ecuménicos, cuyas gestas están consignadas con áureos caracteres en los fastos de la Iglesia católica, frecuentemente se celebraron entre gravísimas dificultades y amarguras, por la indebida injerencia de los poderes civiles. Verdad es que a veces los Príncipes seculares se proponían proteger sinceramente a la Iglesia; pero, con mayor frecuencia, ello sucedía no sin daño y peligro espiritual, porque se dejaban llevar por cálculos de su actuación política, interesada y peligrosa. A este propósito, os confesamos el muy vivo dolor que experimentamos por la ausencia, aquí y en este momento, de tantos Pastores de almas para Nos queridísimos, porque sufren prisión por su fidelidad a Cristo o se hallan impedidos por otros obstáculos 14.
Juan XXIII establece un nuevo tono para la eclesiología del Vaticano II, no solo por el hecho de que “la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia antes que la de la severidad” —la Iglesia de la misericordia siendo algo diferente al catolicismo de la “ley y el orden” de la Cristiandad Constantina—, sino también por el énfasis de Roncalli en la unidad de los católicos, de los cristianos y de los no cristianos, lo que constituía un desafío para las segregaciones entre católicos y no católicos del sistema de la Iglesia establecida. En este sentido, la actitud de Roncalli hacia la política italiana antes de ser nombrado papa resulta instructiva15. El primer texto aprobado por el Vaticano II, el Mensaje de los padres conciliares a toda la humanidad, del 20 de octubre de 1962, anticipaba lo que sería desarrollado por Gaudium et spes, esto es, la idea de una Iglesia comprometida con el mundo, pero no protegida por el poder político: 169
Pero esta unión con Cristo está tan lejos de apartarnos de las obligaciones y trabajos temporales, que, por el contrario, la fe, la esperanza y la caridad de Cristo nos impulsan a servir a nuestros hermanos en conformidad con el ejemplo del divino Maestro, que no vino a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Por ello la Iglesia no fue instituida para dominar, sino para servir. El entregó su vida por nosotros, y nosotros, a su ejemplo, debemos entregar nuestras vidas por nuestros hermanos (1 Jn 3, 16).
Pero no se trata de una Iglesia que se retira. Al contrario, denuncia las injusticias y renueva su compromiso para con un orden nuevo: El Sumo Pontífice inculca la justicia social. La doctrina expuesta en la Encíclica Mater et Magistra demuestra con claridad que la Iglesia es absolutamente necesaria en el mundo de hoy, para denunciar las injusticias y las indignas desigualdades, para restaurar el verdadero orden de las cosas y de los bienes, de tal forma que, según los principios del Evangelio, la vida del ser humano llegue a ser más humana16.
Tras la apertura con Gaudet Mater Ecclesia y el Mensaje de los padres conciliares a toda la humanidad, la actitud profética de la Iglesia en el Vaticano II debió someterse a un debate sobre la “constitucionalización” de su “jerarcología”, para emplear la famosa definición de Congar. En el Vaticano II el debate tuvo su punto más álgido en el debate eclesiológico de octubre de 1963, pero principalmente en temas internos —la sacramentalidad del episcopado, la colegialidad episcopal y la restauración del diaconado permanente— en un desplazamiento hacia un sistema similar al de una eclesiología constitucional compatible con el sistema de la Iglesia establecida. En la segunda intersesión y en la tercera sesión, la comisión de episcopis debatió la reforma de la designación de los obispos —un elemento típico de la Iglesia establecida— en el mismo mes en que la Santa Sede pugnaba por mantener su privilegio para designar los obispos en una Hungría comunista con la que todavía mantenía un Concordato17. El desafío para el sistema de una Iglesia establecida venía de otro frente, a saber, del debate sobre la libertad religiosa de septiembre de 1964 y de septiembre de 1965, que fue el principio del fin de la enseñanza según la cual el “error no tiene derechos”18. Durante la última sesión, el debate sobre la guerra y la paz constituyó otra instancia de las ramificaciones de la teología de la Iglesia establecida, particularmente, la idea de la “guerra justa”; un debate y un voto final donde, paradojalmente, la postura patriótica católica “establecida” sobre la legitimidad moral de las armas nucleares fue encarnada por los obispos de los Estados Unidos19. Lumen gentium no aborda directamente la cuestión sobre la Iglesia establecida, si bien la eclesiología episcopal de la Constitución conduce hacia una eclesiología institucional que refleja una eclesiología jurídica que viene tanto de la experiencia de la Iglesia establecida del período moderno como del modelo patrístico de los primeros siglos. Otros documentos tratan más directamente el asunto de la “era constantiniana”, especialmente Gaudium et spes. La Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno, el último documento aprobado por el Vaticano II e inspirado por la teología francesa y de modo particular por Chenu20, comienza con una declaración sobre la relación entre la Iglesia y el poder: “No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Solo 170
desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” (GS 3). Todavía más claros son los textos del Capítulo IV sobre la vida de la comunidad política: Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos. Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común —concebido dinámicamente— según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes. Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, estos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica (GS 74).
Gaudium et spes liquida el legado de muchos de los regímenes políticos que blindan al catolicismo establecido: “Es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales” (GS 75). Más claro aún es el siguiente párrafo sobre los católicos y la sociedad pluralista: Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano (GS 76).
Junto a Gaudium et spes, la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, ofrece una perspectiva teológica sobre la cuestión de la Iglesia y el estado en un documento que adhiere a la idea de la libertad religiosa como derecho fundamental, dando así un golpe mortal a la idea del catolicismo establecido tal como había sido asumido en algunos países europeos, particularmente en España e Italia. El primer párrafo de Dignitatis humanae afirma que: …la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y
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fuertemente en las almas. Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo (DH 1).
Dignitatis humanae 5 habla del derecho de los padres a la libre elección de la escolaridad: “Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa”. Pero es en Dignitatis Humanae 6 donde la cuestión de la Iglesia establecida se aborda más directamente: La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos con leyes justas y otros medios aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes, y la misma sociedad goce así de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres para con Dios y para con su santa voluntad. Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos (DH 6).
Dignitatis humanae no elimina la posibilidad que, “consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos”, se otorgue “a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad”, pero sostiene que este debe respetar la libertad religiosa de otros grupos y la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Todavía más matizado es el texto del Decreto sobre los obispos, Christus Dominus, que, durante el debate, abordó la cuestión de la libertad de la Iglesia para designar a los obispos y el asunto de los Concordatos. En el párrafo 19 Christus Dominus habla del derecho de la Iglesia, pero también de su colaboración con la autoridad civil: En el ejercicio de su ministerio, ordenado a la salvación de las almas, los Obispos de por sí gozan de plena y perfecta libertad e independencia de cualquier autoridad civil. Por lo cual no es lícito impedir, directa o indirectamente, el ejercicio de su cargo eclesiástico, ni prohibirles que se comuniquen libremente con la Sede Apostólica, con otras autoridades eclesiásticas y con sus súbditos. En realidad, los sagrados pastores, en cuanto se dedican al cuidado espiritual de su grey, de hecho, atienden también al bien y a la prosperidad civil, uniendo su obra eficaz para ello con las autoridades públicas, en razón de su ministerio, y como conviene a los Obispos y aconsejando la obediencia a las leyes justas y el respeto a las autoridades legítimamente constituidas (CD 19).
En el párrafo 20 Christus Dominus hace una afirmación sobre la libertad de la Iglesia y el fin de una era de privilegios otorgados a los estados: El sagrado Concilio Ecuménico declara que el derecho de nombrar y crear a los Obispos es propio, peculiar y de por sí exclusivo de la autoridad competente. Por lo cual, para defender como conviene la
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libertad de la Iglesia y para promover mejor y más expeditamente el bien de los fieles, desea el sagrado Concilio que en lo sucesivo no se conceda más a las autoridades civiles ni derechos, ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal; y a las autoridades civiles cuya dócil voluntad para con la Iglesia reconoce agradecido y aprecia este Concilio, se les ruega con toda delicadeza que se dignen renunciar por su propia voluntad, efectuados los convenientes tratados con la Sede Apostólica, a los derechos o privilegios referidos, de que disfrutan actualmente por convenio o por costumbre (CD 20).
El pasaje que trata de los vicariatos castrenses —que jugarán un rol fundamental en la postura de la Iglesia en la lucha entre democracia y dictadura en América Latina antes y después del Vaticano II— revela todavía mejor la perspectiva de statu quo de Christus Dominus21: Exigiendo una atención especial el cuidado espiritual de los militares, por sus condiciones especiales de vida, constitúyase en cada nación, según sea posible, un vicariato castrense. Tanto el vicario como los capellanes han de consagrarse enteramente a este difícil ministerio, de acuerdo con los Obispos diocesanos. Concedan para ellos los Obispos diocesanos al vicario castrense un número suficiente de sacerdotes aptos para esta grave tarea y ayuden, al mismo tiempo, a conseguir el bien espiritual de los militares (CD 43).
La ambivalencia del Vaticano II en torno a la cuestión de la Iglesia establecida también se aprecia en el Mensaje a los gobernantes, leído con los mensajes finales del Concilio en la Plaza de San Pedro el 8 de diciembre de 1965: Lo proclamamos en alto: honramos vuestra autoridad y vuestra soberanía, respetamos vuestras funciones, reconocemos vuestras leyes justas, estimamos a los que las hacen y a los que las aplican. Pero tenemos una palabra sacrosanta que deciros. Hela aquí: solo Dios es grande. Solo Dios es el principio y el fin. Solo Dios es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes […]. ¿Y qué pide ella de vosotros, esa Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en sus relaciones con vosotros, las potencias de la tierra, qué os pide hoy? Os lo dice en uno de los textos de mayor importancia de su Concilio; no os pide más que la libertad: la libertad de creer y de predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No temáis: es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, pero que salva a todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza […]. Dejad que Cristo ejerza esa acción purificante sobre la sociedad. No lo crucifiquéis de nuevo; eso sería sacrilegio, porque es Hijo de Dios; sería un suicidio, porque es Hijo del hombre. Y a nosotros, sus humildes ministros, dejadnos extender por todas partes sin trabas la buena nueva del Evangelio de la paz, que hemos meditado en este Concilio. Vuestros pueblos serán sus primeros beneficiarios, porque la Iglesia forma para vosotros ciudadanos leales, amigos de la paz social y del progreso22.
Si bien el Vaticano II reafirmó vehementemente la idea de una Iglesia de servicio y no de poder, no hizo esto sin pragmatismo o moderación. Por una parte, el Vaticano II se distancia de la eclesiología del Constantinismo: libertad de conciencia y libertad religiosa, ecumenismo y diálogo interreligioso representan cambios mayores respecto de ese acuerdo político-ideológico de Iglesia y estado en la cristiandad, que requería de apoyos teológicos desaparecidos tras el Vaticano II. Por otra parte, el Concilio no procede a desestabilizar de modo unilateral lo que desde un comienzo fue un acuerdo bilateral entre 173
la Iglesia y los poderes del estado. El Vaticano II conocía bien a los políticos del mundo, a los embajadores, y estaba siendo observado de cerca por las agencias de inteligencia23.
La Iglesia establecida después del Vaticano II y según Francisco Como institución, la Iglesia católica ha sido dejada ampliamente intacta por la eclesiología del Vaticano II. Algunas instituciones fundamentales de la Iglesia católica global siguen existiendo como legados de la Cristiandad europea. La más famosa de ellas es la contribución económica percibida de los contribuyentes anualmente por la Iglesia católica gracias al Concordato (por ejemplo, en Italia y Alemania). La eclesiología del Vaticano II dio lugar a la conservación de un statu quo institucional que no puede ser apoyado en todo lugar dada las condiciones reales de la Iglesia católica actual, especialmente en aquellas regiones del mundo católico que están llamadas a formar el futuro del catolicismo, el sur global. La eclesiología del Concilio representa un quiebre teológico respecto del sistema de Iglesia sostenido ideológica y materialmente por el poder político, pero es una eclesiología que asume un statu quo que el Vaticano II no tuvo ni podía tener en mente cambiar de la noche a la mañana. El cambio mayor no provino de la teología ni del derecho canónico, sino del mundo exterior. Las reformas posteriores al Vaticano II no modificaron el sistema general de relaciones entre Iglesia y Estado, y esto también es cierto en los países donde la Iglesia católica es una Iglesia establecida. Hubo drásticos cambios culturales; lo que Stephen Schloesser ha identificado como la crisis biopolítica del catolicismo24. Tras el Vaticano II hubo una pérdida del poder político de aquellos partidos católicos y democratacristianos que gobernaron Europa inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial25. Pero estos cambios no suscitaron revoluciones en el sistema de la Iglesia establecida: ningún Concordato fue denunciado o abrogado. Hubo actualizaciones de los Concordatos (en 1957 el Concordato alemán fue declarado constitucional; en 1984 Italia y la Santa Sede firmaron un nuevo Concordato que actualizó el anterior), pero nadie —excepto los partidos radicales y anticlericales periféricos— tuvo interés en invertir capital político para desbaratar totalmente el rol público de la Iglesia en Europa occidental, especialmente antes de la caída del muro de Berlín. Aquellos que creyeron que el Vaticano II pondría fin a la era de los concordatos estaban equivocados, al menos en la era post Vaticano II de Juan Pablo II26. Tras la caída del comunismo, en el mundo post 1989/1991, no fue la Iglesia sino el libre mercado quien ocupó el espacio que el comunismo había dejado vacante. Durante el segundo período post Vaticano II —comenzado en los años 90— el rol político y social de la Iglesia católica en los países europeos cambió pese al intento para disminuir el impacto de la secularización no solo mediante la “nueva evangelización” sino también a través de los canales diplomáticos clásicos para el reforzamiento del rol público de la 174
Iglesia27. La Iglesia perdió la batalla por una Unión Europea fundada en las raíces cristianas del continente, y una década más tarde la Unión Europea perdió su alma28. En el cuarto de siglo después del fin del comunismo, Juan Pablo II y luego Benedicto XVI debieron mantener un delicado equilibrio: por una parte, la Iglesia católica se transformó en el defensor global más importante de los derechos humanos y de la libertad religiosa en el mundo29. Por otra parte, el papado no tuvo intención de renunciar a los privilegios de la Iglesia acumulados en el siglo anterior por medio de la diplomacia vaticana y una diestra administración del legado del poder temporal. En Italia, por ejemplo, todavía no existe ley sobre la libertad religiosa. ¿Qué pasó con Francisco? Francisco nunca ha hablado en términos generales sobre el tipo de trato legal y constitucional que los católicos deben tener o buscar en un determinado país. El marco político y legal de cada Iglesia es muy diferente y Francisco es muy consciente de ello. La eclesiología de Francisco parece favorecer una Iglesia libre de las protecciones de la Iglesia establecida, y ha hablado abiertamente a favor del estado secular30. La eclesiología de Francisco se basa en una eclesiología práctica propia de la teología de la liberación y en la atención que esta otorga a la praxis política. Francisco proviene del catolicismo latinoamericano que presupone la unidad entre la Iglesia y el pueblo. La voz profética del catolicismo de Francisco forma parte del cristianismo de fines del siglo XX posterior al Vaticano II; parte interna del sistema al mismo tiempo en que reflexiona críticamente sobre el mismo. Se trata de una ambivalencia típica también en Francisco, y que él mismo trajo al papado de una manera que se distingue de similares ambivalencias exhibidas por todos los papas posteriores al Vaticano II. Pero la ambivalencia de Francisco es la ambivalencia del Vaticano II, y en ningún modo se siente él nostálgico de la época en que Iglesia y estado eran aliados. Destacable es el hecho que en Italia Francisco haya ido en contra de algunos de los viejos rasgos del catolicismo nacional establecido, creado por el Concordato —actualizado en 1984, pero aún vigente— entre Pio XI y el régimen fascista de Benito Mussolini, y esto no solamente por el hecho de pedir perdón a las Iglesias Pentecostales perseguidas durante el fascismo, siendo él el primer papa en hacerlo31. Respecto de problemas menos históricos y más contingentes Francisco llamó a los negocios de la Iglesia en Italia —tales como los “hoteles religiosos” de Roma— a pagar impuestos como el resto de los negocios; comenzó a limpiar el banco Vaticano que fue uno de los refugios creados en 1929 por la ficción legal que es el Estado del Vaticano; defendió una política más humana hacia los inmigrantes y refugiados sabiendo que esto haría de Italia un país más multicultural y multirreligioso y menos católico. El segundo factor es la manera particular que tiene Francisco de abordar cuestiones políticas. El jesuita Jorge Mario Bergoglio no se amilana cuando debe denunciar las injusticias de nuestro sistema económico, y está muy consciente del riesgo para el papa de ser manipulado por los políticos, como ocurrió entre papas y políticos italianos hasta la elección de Francisco. Francisco no hace nada por ocultar su deseo de mantenerse a 175
distancia de los políticos. Por otra parte, él intenta rehabilitar la política32. Para esto no propone un cambio revolucionario, y ciertamente no un cambio en el que el rol público de la Iglesia sea menos visible o menos serio. En este aspecto, la visión de la Iglesia de Francisco no es tan liberal ni tan radical como muchos piensan: sigue siendo una Iglesia que exige atención y respeto. En otras palabras, el radicalismo de Francisco no debe ser confundido con una teología política que promulga el fin radical de algún tipo de “Iglesia establecida” en los lugares donde esta todavía persiste. Pero lo que resulta relevante en este punto es su percepción de los signos de los tiempos y su eclesiología concebida como respuesta a ellos. Lo que nos lleva a evaluar el tercer factor: Francisco es un católico social radical, defensor de un estilo de vida y sistema social amenazado por lo que en su Encíclica Laudato si’ ha llamado “el paradigma tecnocrático”33. Francisco es un católico progresista; progresista en el sentido de un católico sin nostalgia por un pasado idealizado. Pero sin duda existe en él una sensibilidad antimoderna típica de los pensadores católicos de los años de 1930, década en la que nació Francisco, como Romano Guardini, a quien cita en más de una oportunidad en Laudato si’. En mi opinión, la reticencia de algunos católicos progresistas —¿como Francisco?— para dejar atrás la Iglesia establecida tiene que ver con el rol que la Iglesia juega en el mundo del “paradigma tecnocrático”. Debemos preguntarnos si acaso la Iglesia establecida constituye uno de los pocos bastiones levantados contra la destrucción del Estado del bienestar, contra el “turbo capitalismo”, contra la individualización radical de la vida humana, y contra el neo-imperialismo y excepcionalismo en los Estados Unidos de América, donde el Constantinismo ha sobrevivido privado de su reconocimiento oficial. No es solo la cantidad de trabajo social y el bienestar que la Iglesia puede proveer con el dinero de los contribuyentes permitido por los Concordatos. No se trata meramente de instituciones de beneficencia e iniciativas filantrópicas, sino también del trabajo que el gobierno civil ha subcontratado a las Iglesias, en algunos casos desde hace bastante tiempo, y que ahora es parte integral del sistema socioeconómico. Este es un gran factor, pero acaso más grande aún sea el temor a perder el púlpito que otorga a la Iglesia una plataforma para hablar por y en favor de los excluidos del sistema económico, y que le permite permear el espacio público con privilegios que consideramos premodernos, como clases de religión católica en escuelas públicas, exención de impuestos para iniciativas de caridad, etc. Esta es tan solo una de las profundas continuidades entre Francisco y sus predecesores. Es también una de las cuestiones transversales que marca una diferencia clara entre el catolicismo eurolatinoamericano de Francisco y el catolicismo del mundo anglosajón, donde la idea misma de dar dinero de los contribuyentes a una Iglesia que se opone a los pilares fundamentales del sistema capitalista es percibida como un absurdo. Por importante que sea la dicotomía “liberal versus conservador”, el dilema de la Iglesia establecida es uno de los tantos ejemplos de redefinición de rupturas dentro del catolicismo global. Pero la importancia de esto reside en la genuina ambivalencia que encontramos en Francisco sobre el rol de la Iglesia en el espacio público: una Iglesia que 176
no desea ser politizada, pero que reclama su derecho de cumplir con su deber de ser tan política como sea necesario para ser una Iglesia profética. Tal vez no sea esto mera ambivalencia, sino un dilema causado por profundos cambios en el rol de la Iglesia en nuestro mundo globalizado.
El Nuevo Mundo Feliz y la Iglesia establecida Durante la primera mitad del siglo XX y en el período inmediatamente posterior al Vaticano II, la lucha contra el Constantinismo y la Iglesia establecida se enfocó en una Iglesia católica que todavía era —en teoría más que en la práctica— exclusiva en cuanto la pertenencia a ella definía el estatus legal y social de todos los miembros de la comunidad social y política. Me parece que el nuevo rol profético de las iglesias de nuestro tiempo debería llevarnos a formular nuevas preguntas, por un lado, sobre la vieja ecuación entre Constantinismo e Iglesia Imperial y, por otro, sobre el sistema de la Iglesia establecida. La Iglesia católica actual —al menos la Iglesia del papa Francisco— es mucho más inclusiva tanto en la práctica como teológicamente que la Iglesia que firmó el Concordato con Mussolini en 1929, con Hitler en 1933 y con Franco en 1953. No estamos en los años 30 o en los 50, ni siquiera en los tiempos del Vaticano II. El presente capítulo no es un argumento para mantener los privilegios de la Iglesia católica u otras Iglesias que todavía gozan del estatus especial que les ha sido otorgado por Concordatos o por acuerdos jurídicos similares con las naciones estado. Tampoco pretende proponer nuevos privilegios en modo o forma alguna. Al escoger el nombre de Francisco, Jorge Mario Bergoglio seguramente fue consciente de que la primera crítica hacia la Iglesia constantiniana provino de aquellos “movimientos heréticos” —cercanos a los primeros franciscanos— que veían en el don de Constantino a la Iglesia un peligroso legado34. La Iglesia pobre defendida por Francisco no puede retornar a la cristiandad del pasado. Pero sí puede repensar su rol propio en el Nuevo Mundo Feliz en que vivimos, contra el telón de fondo de la macro crisis de nuestro tiempo. La crisis constitucional: la doctrina de la Iglesia y el estado como “sociedades perfectas” paralelas ha caducado. Irónicamente, el estado colapsó solo pocas décadas después de que los católicos llegaran a reconocer su legitimidad35. Mientras la legitimidad de las Iglesias establecidas declina, la resiliencia de la Iglesia y el Estado son un recordatorio de lo que estimo un dualismo invaluable entre Iglesia y Estado, regnum y sacerdotium, un dualismo que Ernst-Wolfgang Böckenförde considera esencial para un sistema constitucional saludable36. La crisis ideológica: puede que, tras el fin del marxismo, el catolicismo sea el último universalismo que se enfrente al universalismo del libre mercado, o al estatus divino del
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libre mercado concebido como dios37. Tras la muerte de las revoluciones38, la Iglesia podría ser uno de los últimos espacios para la perpetuación de lo utópico y lo profético. El Estado nación exigía una obediencia política absoluta. En años recientes, la crisis del Estado nación condujo a actores no estatales a exigir un tipo similar de obediencia ciega y absoluta, en un cambio de roles entre religión y política ante la utopía: la religión ha dejado de ser la defensora del statu quo, la política ha dejado de ser la voz de los soñadores. La crisis cultural39: el posible fin de la universidad como el lugar para un pensamiento creativo e independiente debiera recordarnos que en la época medieval la universidad era el tercer poder entre sacerdotium y regnum. El rol de los colegios y universidades católicas no podría ser más importante en este sentido.
Conclusiones El argumento de este texto es esclarecer el cambio en las condiciones que rodean el debate sobre el carácter de la Iglesia establecida como legado de la “era constantiniana”. Las enormes transformaciones políticas, sociales y económicas ocurridas en el mundo en los últimos cincuenta años exigen una nueva evaluación eclesiológica. Hoy en día las Iglesias ayudan a muchos seres humanos a sobrevivir a las profundas injusticias del sistema neoliberal. Pero las Iglesias también proponen una cosmovisión alternativa substancial, aunque inmaterial o intangible, y lo hacen gracias a una vasta estructura —material, pero también inmaterial— que hizo de la Iglesia una compañera del Imperio —cualquiera sea su nombre—, pero también un contra imperio. Las dos almas, imperial y contra imperial, de la Iglesia fueron forjadas gracias a la alianza entre dos socios sospechosos, Constantino y la Iglesia, y al modo en que tal alianza entre antagonistas se desarrolló en los siglos siguientes. Para ser claro, mi intención aquí no es idealizar los viejos buenos tiempos de la Iglesia establecida. La Iglesia ha logrado aprender bastante del mundo moderno sobre la necesidad teológica de reconocer los derechos modernos, principalmente en lo que respecta a la libertad religiosa, y todavía le queda por aprender40. Solamente pienso que los cambios en las condiciones de nuestro mundo, y los cambios en los roles entre la Iglesia y los Estados, más precisamente entre Iglesia, autoridad política y actores no estatales, pueden llevarnos a discernir aquello que debemos abandonar y aquello que debemos conservar de la Iglesia establecida, o al menos a entender mejor el rol actual de la Iglesia católica en su complejidad histórica y política. El núcleo de este texto lo escribí durante la semana en que el papa Francisco, el patriarca de Constantinopla, Bartolomeo, y el arzobispo de Atenas y toda Grecia, Jerónimo II, fueron a la isla de Lesbos a encontrarse con los refugiados, el 16 de abril de 2016. 178
En ese día, cuando Francisco rescató a doce refugiados musulmanes del campo de detención para llevarlos con él a Roma en el vuelo papal, me descubrí agradeciéndole a Dios por la extraterritorialidad del Vaticano, la soberanía del Estado Vaticano y el legado del poder temporal del papa. Por un lado, Francisco puso su pontificado en profundo desacuerdo con un siglo de conversiones ideológicas al catolicismo de reaccionarios y conservadores, desde Carl Schmitt en la Alemania Nazi hasta Richard John Neuhaus en los Estados Unidos, de las “guerras culturales” de la era post Reagan. Por otro lado, y en un nivel más hondo, lo acontecido ese día en la isla griega de Lesbos dice algo no solo sobre el papa Francisco, sino también sobre la gestión cotidiana de la Iglesia. Los refugiados en aquella isla y los pobres asistidos a diario por la Iglesia no saben de teología, pero conocen la Iglesia. Esto es válido tanto para refugiados cristianos como para refugiados no cristianos. En el viejo continente europeo, enfrentado hoy al desafío humanitario más serio desde el final de la Segunda Guerra Mundial, también conocen a la Iglesia por su persistencia física, territorial y política gracias a siglos de cristianismo establecido. Más que un caso de nostalgia, se trata de lograr una comprensión más profunda sobre el rol de la Iglesia en el espacio público actual.
Notas: 1
Cf. A. Melloni (ed.), Costantino I. Una enciclopedia sulla figura, il mito, la critica e la funzione dell’imperatore del cosiddetto editto di Milano, 313-2013, 3 tomos, Roma 2013.
2
Sobre este punto cf. P. J. Leithart, que habla de un “rechazo tanto en su raíz como en sus ramificaciones del ‘Constantinismo’ o de una ‘Cristiandad’ tozuda por partida doble”, también respecto del actual giro hacia un cristianismo englobante en el hemisferio sur: P. J. Leithart, Defending Constantine. The Twilight of an Empire and the Dawn of Christendom, Downers Grove, IL 2010, 12.
3
Jenkins habla de una nueva cristiandad en países no europeos, un “nuevo mundo cristiano del sur [que] podrá encontrar su unidad en creencias religiosas comunes”, P. Jenkins, The Next Christendom. The Coming of Global Christianity, New York 20113, 15.
4
G. Zamagni, Fine dell’era costantiniana. Retrospettiva genealogica di un concetto critico, Bologna 2012, 1119.
5
Barth retomaba una postura contra el Constantinismo ya visible en el siglo XVIII: Wilhelm Schneemelcher, “Konstantinisches Zeitalter”, en Theologische Realenzyklopädie, Berlin – New York 1990, tomo 19, 501-503.
6
Cf. también G. Zamagni, “Theology and History. A retrospective on the ‘End of the Constantinian Era’ in the works of F. Heer, E. Buonaiuti y E. Peterson”, en R. Lizzi Testa, (ed.), Pagans and Christians in the Roman Empire: The Breaking of a Dialogue, Münster 2011, 69-90.
7
Cf. R. Moro, La formazione della classe dirigente cattolica (1929-1937), Bologna 1979.
8
Cf. G. Zamagni, Fine dell’era costantiniana, 70-72.
9
Cf. Une école de théologie: le Saulchoir, con ensayos de Giuseppe Alberigo, Etienne Fouilloux, Jean Ladrière, Jean-Pierre Jossua, y Marie-Dominique Chenu. Prefacio de René Rémond, Paris 1985.
179
10
Cf. M. Fourcade, “Vatican II dans le débat théologico-politique français”, en B. Barbiche – C. Sorrel (eds.), La France et le Concile Vatican II, Paris 2013, 101-126.
11
Cf. P. Roy-Lysencourt, Les Membres du Coetus Internationalis Patrum au Concile Vatican II. Inventaire des interventions et souscriptions des adhérents et sympathisants. Liste des signataires d’occasion et des théologiens, Leuven 2014.
12
Cf. R. Burigana, “Progetto dogmatico del Vaticano II: la commissione teologica preparatoria (1960-1962)”, en G. Alberigo – A. Melloni (eds.), Verso il concilio Vaticano II (1960-1962). Passaggi e problemi della preparazione conciliare, Genova 1993, 141-206, especialmente 188-191.
13
Cf. S. Scatena, La fatica della libertà. L’elaborazione delle dichiarazione “Dignitatis humanae” sulla libertà religiosa del Vaticano II, Bologna 2004, 21-42.
14
Juan XXIII, Gaudet Mater Ecclesia (octubre 11, 1962). Cf. http://w2.vatican.va/content/johnxxiii/es/speeches/1962/documents/hf_j-xxiii_spe_19621011_opening-council.html. Para una interpretación general de Gaudet Mater Ecclesia, cf. G. Alberigo, Dalla laguna al Tevere. Angelo Giuseppe Roncalli da S. Marco a San Pietro, Bologna 2000, 157-190.
15
Sobre lo anterior cf. M. Faggioli, John XXIII. The Medicine of Mercy, Collegeville MN 2014, 99-102, refiriéndose a los diarios de Roncalli cuando era Patriarca de Venecia (1953-1958).
16
Mensaje de los padres conciliares a toda la humanidad, citado según Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 19758, 23-28, 24, 27.
17
Cf. M. Faggioli, Il vescovo e il concilio. Modello episcopale e aggiornamento al Vaticano II, Bologna 2005, 401-402.
18
Cf. S. Scatena, La fatica della libertà.
19
Cf. G. Turbanti, Un concilio per il mondo moderno. La redazione della costituzione pastorale “Gaudium et spes” del Vaticano II, Bologna 2000; J. W. O’Malley, ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 356-358.
20
Cf. G. Turbanti, “Il ruolo del p. D. Chenu nell’elaborazione della costituzione Gaudium et spes”, en MarieDominique Chenu: Moyen-Âge et modernité, Paris 1997, 173-212.
21
Cf. por ejemplo L. Zanatta, Del Estado liberal a la Nación católica. Iglesia y Ejercito en los origenes del peronismo 1930-1943, Buenos Aires 1996.
22
Mensaje a los gobernantes, en Mensajes finales del Vaticano II, 8 de diciembre de 1965, citado según Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 19758, 837-846, 838.
23
Cf. A. Melloni, L’altra Roma. Politica e S. Sede durante il Concilio Vaticano II (1959-1965), Bologna 2000.
24
Cf. S. R. Schloesser, “‘Dancing on the Edge of the Volcano’. Biopolitics and What Happened after Vatican II”, en P. Crowley S.J. (ed.), From Vatican II to Pope Francis. Charting a Catholic Future, Maryknoll NY 2014, 326.
25
Cf. W. Kaiser, Christian Democracy and the Origins of European Union, Cambridge UK 2011, 163-190.
26
Enchiridion dei Concordati. Due secoli di storia dei rapporti Chiesa-Stato, Bologna 2003, comienza con el concordato entre Pio VII y Napoleón (1801) y concluye con los acuerdos y concordatos durante el pontificado de Juan Pablo II.
27
Pero cf. también La diplomatie de Jean Paul II, dirigido por J.-B. D’Onorio, Paris 2000.
28
Cf. el discurso de Francisco el 6 de mayo del 2016 en la Sala Regia del Vaticano al aceptar el prestigioso premio Carlomagno http://w2.vatican.va/content/francesco/en/speeches/2016/may/documents/papafrancesco_20160506_premio-carlo-magno.html.
29
Cf. S. Huntington, The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, Norman O. K. 1991.
30
“Los Estados deben ser seculares. Los Estados confesionales terminan mal, van a contrapelo con la Historia. Creo que una versión del laicado acompañada por una ley sólida que garantice la libertad religiosa ofrece un
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marco óptimo para poder avanzar. En cuanto hijos (e hijas) de Dios, y en cuanto a nuestra dignidad personal, todos somos iguales. Sin embargo, cada uno debiera ser libre para externalizar su propia fe. Si una mujer musulmana desea portar el velo debe ser capaz de hacerlo. De modo similar si un católico desea portar una cruz. La gente debe ser libre de profesar su fe en el corazón de su propia cultura y no meramente en sus márgenes. En este sentido, la humilde crítica que le dirigiría a Francia es que ha exagerado la laicidad. Esto deriva de una manera de concebir a las religiones como subculturas en lugar de culturas maduras por derecho propio. Temo que este enfoque, que se entiende como parte del legado de la Ilustración, sigue existiendo. En esta materia Francia necesita dar un paso adelante para aceptar que la apertura a la trascendencia es un derecho de todos”, papa Francico, entrevista con la revista católica francesa La Croix, 16 de mayo de 2016http://www.la-croix.com/Religion/Pape/INTERVIEW-Pope-Francis-2016-05-17-1200760633. 31
Cf. http://w2.vatican.va/content/francesco/en/speeches/2014/july/documents/papafrancesco_20140728_caserta-pastore-traettino.html. Sobre lo anterior cf. R. Nogaro – S. Tanzarella, Francesco e i pentecostali. L’ecumenismo del poliedro, Trapani 2015.
32
Cf. D. Fares, “Papa Francesco e la politica”, Civiltà Cattolica 3976 (27 febbraio 2016) 373-386.
33
Francisco, Encíclica Laudato si’ (24 de mayo de 2015) párrafo 101ss.
34
Sobre lo anterior cf. G. Ruggieri, “Prefazione”, en G. Zamagni, Fine dell’era costantiniana, 10.
35
Cf. P. Prodi, Il tramonto della rivoluzione, Bologna 2015, 85.
36
Cf. E.-W. Böckenförde, Recht, Staat, Freiheit: Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Frankfurt a.M. 2006 y Kirche und christlicher Glaube in den Herausforderungen der Zeit. Beiträge zur politisch-theologischen Verfassungsgeschichte 1957-2002, Berlin 2007.
37
Cf. H. Cox, The Market as God, Cambridge MA 2016.
38
Cf. T. Eagleton, Reason, Faith, and Revolution. Reflections on the God Debate, New Haven – London 2009.
39
Sobre lo anterior cf. T. Eagleton, Culture, New Haven – London 2016.
40
Cf. M. Faggioli, “Reading the Signs of the Times through a Hermeneutics of Recognition. Gaudium et spes and Its Meaning for a Learning Church”, Horizons 43 (2016) 332-350.
181
ORIGEN DE LOS TEXTOS
Algunos de los capítulos de este libro han aparecido en otros lugares; han sido revisados y actualizados para la presente publicación. El autor agradece de todo corazón a los editores de las revistas y libros en los que aparecieron originalmente.
Capítulo III “The Liturgical Reform and the ‘Political’ Message of Vatican II in the Age of a Privatized and Libertarian Culture”, Worship 90 (2016) 10-27. Traducción: Raúl Concha Grau.
Capítulo VI “The Ecclesiology of Vatican II as a New Framework for Consecrated Life”, Origins 45, 15 (2015) 255-262. Traducción: Carlos Schickendantz.
Capítulo VII “Between Documents and Spirit: The Case of the New Catholic Movements, in After Vatican II. Trajectories and Hermeneutics (2009, 2012)”, en J. L. Heft – J. O’Malley (eds.), After Vatican II. Trajectories and Hermeneutics, Grand Rapids MI – Cambridge UK 2012, 1-22. Traducción: Carlos Schickendantz.
Capítulo VIII “Francesco and the new Catholic movements”, en M. Faggioli, The Rising Laity. Ecclesial Movements since Vatican II, Mahwah, New Jersey 2016. Traducción: Carlos Schickendantz.
Capítulo IX “Concili: tra testi e contesti”, en M. Perroni – H. Legrand (eds.), Avendo qualcosa da dire. Teologi e teologhe rileggono il Vaticano II, Milano 2014, 75-83; “About Vatican II and Women in the Church. Council and Postconciliar Periods in Modern Catholicism”, en M. Faggioli, A Council for the Global Church. Receiving Vatican II in History, Minneapolis 2015, 255-265. Traducción: Carlos Schickendantz.
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Capítulo X “Not Only Nostra Aetate: The Church and Judaism, Fifty Years After Vatican II”, in http://www.abc.net.au/religion/articles /2015/10/30/4342407.htm Traducción: Manuel Ossa.
Capítulo XI “Reconsidering the ‘End of the Constantinian Age’ in the World of ‘Technocratic Paradigm’. The Established Church Dilemma”, Dublin 2016. Traducción: Raúl Concha Grau. Un agradecimiento especial para SAGE Publications por los artículos provenientes de la prestigiosa revista Theological Studies. SAGE Publications fue el editor original de esos cuatro ensayos —capítulos I, II, IV y V— y la traducción, por Raúl Concha Grau, se publica por acuerdo con SAGE.
Capítulo I Faggioli, Massimo. “Vatican II: The History and The ‘Narratives’”, Theological Studies, 73(4), pp. 749-767. Copyright © 2012 by Theological Studies, Inc. Reprinted by permission of SAGE Publications, Ltd.
Capítulo II Faggioli, Massimo. “‘Sacrosanctum Concilium’ and the Meaning of Vatican II”, Theological Studies, 71(2), pp. 437-452. Copyright © 2010 by Theological Studies, Inc. Reprinted by permission of SAGE Publications, Ltd.
Capítulo IV Faggioli, Massimo. “Vatican II and the Church of the Margins”, Theological Studies, 74(4), pp. 808-818. Copyright © 2013 by Theological Studies, Inc. Reprinted by permission of SAGE Publications, Ltd.
Capítulo V Faggioli, Massimo. “The Roman Curia at and after Vatican II: Legal-Rational or Theological Reform?”, Theological Studies, 76(3), pp. 550-571. Copyright © 2015 by Theological Studies, Inc. Reprinted by permission of SAGE Publications, Ltd.
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SIGLAS Y ABREVIATURAS
AA Apostolicam actuositatem. Decreto sobre el apostolado de los seglares. AAS Acta apostolicae sedis. AG Ad gentes. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia. AS Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Vaticani II. CD Christus Dominus. Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos. DH Dignitatis humanae. Declaración sobre la libertad religiosa. DV Dei Verbum. Constitución dogmática sobre la divina revelación. EG Evangelii gaudium. Exhortación apostólica – Francisco – 2013. GS Gaudium et spes. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. IE Iuvenescit Ecclesia. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe – 2016. LG Lumen gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia. NA Nostra aetate. Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. PC Perfectae caritatis. Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa. PO Presbyterorum ordinis. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. SC Sacrosanctum concilium. Constitución sobre la sagrada liturgia. UR Unitatis redintegratio. Decreto sobre el ecumenismo.
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Índice TÍTULO CRÉDITOS ÍNDICE PRÓLOGO INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE
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I. El Vaticano II entre la historia y las narrativas ideológicas
SEGUNDA PARTE
15
32
II. La Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium y el significado del Vaticano II III. La reforma litúrgica y el mensaje “político”del Vaticano II en la era de una cultura privatizada y libertaria
TERCERA PARTE
33 47
61
IV. El Vaticano II y la Iglesia de los márgenes V. La Curia romana durante y después del VaticanoII ¿Reforma teológica o reforma legal-racional? VI. Poder y carisma. La eclesiología del Vaticano II como un nuevo marco para la vida consagrada y las órdenes religiosas
CUARTA PARTE
62 72 94
109
VII. El Concilio Vaticano II entre los documentos y su espíritu. El caso de los 110 nuevos movimientos católicos VIII. Francisco y los nuevos movimientos católicos. Una nueva evaluación 128 eclesiológica IX. El Vaticano II y las mujeres en la Iglesia. Períodos conciliar y posconciliar en 143 el catolicismo moderno
QUINTA PARTE
150
X. No solo la Declaración. La Iglesia, el judaísmo e Israel cincuenta años después del Vaticano II XI. ¿Iglesia profética versus Iglesia constantiniana? Eclesiología conciliar y “paradigma tecnocrático”
ORIGEN DE LOS TEXTOS SIGLAS Y ABREVIATURAS
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