La Nueva Granada Isaac Holton

April 1, 2018 | Author: Pedro Castrillon | Category: Colombia, Granada, Boats, River, Earth
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Descripción: Libro histórico sobre costumbres de la Colombia del siglo XIX...

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La Nueva Granada: veinte meses en los Andes Autor: Holton, Isaac Farewell, 1912Fecha de publicación: 1981 Editorial: Bogotá: Ediciones del Banco de la República Colección: Credencial Historia Palabras clave: Andes; Colombia; Descripciones y viajes Lugar: Colombia; Andes Descripción: Traducción Ángela de López. Publicado en inglés: New York : Harper and Brothers, 1857.

Mapa de la Nueva Granada

PRESENTACIÓN

LA NUEVA GRANADA: VEINTE MESES EN LOS ANDES, se publicó en inglés en 1857 y en 1967 Southern Illinois Press preparó una edición resumida con introducción de C. Harvey Gardiner. Carvajal & Cía., en su libro VIAJEROS EXTRANJEROS EN COLOMBIA, incluyó algunos fragmentos de la edición inglesa, abreviados, pero la versión de la obra completa en español estaba en mora de ser publicada en nuestro país. El libro de Holton reviste especial interés histórico porque describe las condiciones sociales y económicas de la Nueva Granada a comienzos de la década de 1850, período que algunos historiadores —Nieto Arteta y Luis Ospina Vásquez, entre otros— han señalado como uno de los más importantes en la historia del país. Holton llegó a la Nueva Granada por interés primordial de estudiar la flora tropical. Pero hombre de múltiples intereses y observador cuidadoso, describe con simpatía, humor y objetividad su viaje desde la Costa Atlántica a Bogotá y de allí hasta el Valle del Cauca donde permaneció varios meses. Por sus reseñas de la vida en Bogotá y sus alrededores y la del Valle del Cauca, el libro se convierte en un complemento muy importante de otras obras básicas para el estudio sociológico de la realidad del país a mediados del siglo XlX. En un período de continua experimentación política, en el que los dirigentes y pensadores granadinos luchaban por transformar las estructuras del país, la vida cuotidiana seguía siendo la misma que había sido durante siglos, tal como comenta Holton, hablando del Valle, “si un Rip van Winkle despertara de un sueño de 200 años, lo único que le sorprendería sería el nacimiento de la libertad civil y religiosa". En efecto, el atraso de la agricultura

era impresionante, existía muy poca diversificación de cultivos y las técnicas en el campo eran primitivas. Por otra parte, en las regiones que visitó Holton, la manufactura era prácticamente inexistente. En Bogotá encontró varias fábricas abandonadas y en Cali sólo supo de la existencia de un telar. De tal manera, a través de las páginas del libro se observa que si acaso había habido un cambio en las condiciones materiales de vida desde la Independencia hasta 1850, éste había sido desfavorable desde el punto de vista económico, lo cual estuvo probablemente relacionado en el Valle con la disminución de la explotación minera en el Chocó. Dentro de la colección de viajes publicados por el Banco de la República predominan los autores europeos. Este es el primero que se publica escrito por un norteamericano. Para el Banco es muy satisfactorio poder ofrecer a los estudiosos de la historia colombiana esta importante obra correspondiente a la primera parte del siglo pasado. FRANCISCO J. ORTEGA Subgerente Técnico.

PREFACIO

Es inevitable que el botánico que estudia los productos de la zona tórrida siente un deseo enorme de ver con sus propios ojos esas tierras de verano perpetuo. El deseo aumenta con los años, pero cada uno que pasa lo liga más a los deberes profesionales y al hogar. En mi caso, las fuerzas centrípetas se desarrollaron menos vigorosamente que las centrifugas, y por eso pude viajar al trópico. La pobreza de información botánica sobre la Nueva Granada, una región tan rica en plantas, despertó mi interés por esa nación, ya que desde la visita de Humboldt, a principios de este siglo, no se ha publicado ni siquiera el catálogo de un coleccionista. Tampoco son abundantes o recientes las fuentes de información general sobre esta república. En nuestras bibliotecas se encuentran varias obras sobre Colombia, escritas durante la guerra contra la Madre Patria, que terminó, o más bien se hizo crónica en 1825. Pero no pudo encontrar un solo volumen publicado después de que la Nueva Granada tomó su sitio en el concierto de las naciones, ni respuesta a la inquietud de cuáles son los efectos de treinta años de libertad, en un país al que el despotismo español, mantuvo durante tantos años completamente aislado del mundo. La causa determinante del viaje narrado en este volumen fue precisamente ese vacío de información geográfica. Así, pues, comencé mi tarea con una idea más clara de los objetivos que de las dificultades de la empresa. La falta de datos confiables se hizo sentir aun antes de iniciar el viaje, lo obstaculizó a cada paso y dificultó todavía más su relato. Las observaciones de otros viajeros, que por alguna razón especial residieron en el país o pasaron por él fugazmente sin conocer nada del idioma y de la idiosincrasia de sus gentes, son generalmente tan erróneas, que quizá me incliné a confiar excesivamente en mis propias observaciones cuando divergían de las de ellos. Además de esas obras, ya bastante viejas, hace poco llegó a mis manos, por feliz accidente, un pequeño volumen titulado “Bogotá en 1886-7”, escrito por J. Steuart y publicado por Harper & Brothers, 82 Cliff Street, 1838. Me lo habían recomendado en Sur América, pero en vano lo busqué en bibliotecas y librerías, y no conozco otra copia en los Estados Unidos. Ninguna otra nación hispano-americana tiene una proporción tan alta de autores como la Nueva Granada, pero sin embargo, las obras son pocas y de difícil adquisición. El autor consultó el Semanario de la Nueva Granada, publicado en Bogotá en 1810, varios artículos científicos de Boussingault y una publicación del presidente T. C. Mosquera que le permitió conocer el nombre de muchos animales y de algunas plantas. Consultó cuidadosamente la historia de Plaza y a veces hace referencia a la de Acosta. Muy amablemente funcionarios públicos granadinos, tanto en Bogotá como en otras ciudades, le permitieron consultar documentos que tenían en su poder. Es una lástima que ni la Embajada Granadina en los Estados Unidos ni el consulado en Nueva York pudieron proporcionarle información adicional a la que había reunido en el país. Muchos son los individuos que generosamente contribuyeron a que la obra fuera más exacta, pero los favores recibidos son tantos, que aunque los recuerdo con gratitud no tengo espacio aquí para enumerarlos. A ningún norteamericano debe esta obra más que a ese gran caballero, comerciante y académico que es Alexander I. Cotheal. El señor Julio Arboleda atendió siempre todas nuestras consultas y el señor Escipión García-Herreros contribuyó con valiosas y complejas observaciones sobre derecho civil, y además con un compendio histórico sobre el último intento revolucionario. Ambas contribuciones merecen mejor suerte que la de quedar resumidas en unos pocos párrafos, como necesariamente tiene que suceder en un libro de viajes.

Pero a nadie debe este libro tanto como al señor Rafael Pombo, secretario de la Embajada Granadina, ayuda que no se debió a la amistad con el autor, al que no conocía cuando este fue a buscar información por primera vez, sino al amor que el señor Pombo siente por su patria. Ojalá que su país sepa agradecer y recompensar su fidelidad y cumplimiento del deber, su buena voluntad y celo, porque estos exceden toda capacidad de agradecimiento del autor. Fue una calamidad que el señor Pombo no estuviera en los Estados Unidos cuando se empezó a armar el libro en la imprenta. La ausencia del autor también contribuyó a aumentar los errores de ortografía española que encontrarán los lectores conocedores de este idioma, no obstante la increíble eficiencia de los impresores. Espero que esas fallas no perjudiquen demasiado la utilidad de la obra, porque la mayoría de las palabras mal escritas en el texto aparecen corregidas en el Apéndice. Las traducciones de la frase Dominus vobiscum y de las expresiones Que entre para dentroy Por siempre son tal vez las más importantes de las que no se corrigieron. Hay, sin embargo, otra clase de errores que ningún corrector de pruebas puede enmendar y cuyo número no se sabrá nunca. Son tantas las apreciaciones equivocadas del viajero y tantos los errores que una vez escritos como verdaderos no se verifican nuevamente, que es imposible pensar que esta obra esté libre de ellos. El lector indulgente los sabrá perdonar. Quiero aprovechar la oportunidad para agradecer a los editores la liberalidad con que atendieron todas mis sugerencias e incluso los gastos, los cuales sobrepasaron en mucho los calculados inicialmente. Su generosidad es una de las experiencias más agradables en la larga e incesante tarea que concluye hoy. Si otros viajeros encuentran en esta obra la ayuda que el autor buscó en vano, y si ella contribuye a despertar en el filántropo simpatía por una de las naciones más liberales y libres del mundo, el esfuerzo quedará ampliamente justificado. Middlebury College, 15 de octubre de 1856

LA NUEVA GRANADA

Escena tropical — Localización de viajes — El Valle del Magdalena —El Cauca y el aislamiento de su valle — Los objetivos de este trabajo —Los orígenes del carácter — La influencia de la latitud sobre el valor del tiempo — El efecto de la altitud sobre la temperatura — El monopolio religioso El linaje — El plan de la obra.

Acabo de regresar de una zambullida refrescante en las frías aguas de la quebrada que baja de la montaña. Me recuesto perezosamente en el áspero y no muy limpio promontorio de tierra y piedras, que forma un bando por debajo y a todo lo largo del corredor de la choza donde vive el hombre que trabaja en la calera. Él también está aquí, sentado en un gran pedazo de roca que deberá arder algún día. Labra una cuchara de palo en la rama gruesa de un arbusto, utilizando el machete, esa herramienta universal que casi nunca le falta al campesino y que es un cuchillo de aproximadamente veinte pulgadas de largo, enfundado y colgado de una correa amarrada a la cintura. En honor a mi venida, la niña más pequeña se pone la camisa, quizá la única prenda que posee, pero la apariencia del diablito apenas sí mejora, porque el vestido, aunque no tan negro como su piel, es muchísimo menos limpio. Imitando al padre coge un palo grande y lo golpea a troche y moche con un cuchillo romo que ha perdido el mango de cacho, para hacer, según me dice, otra cuchara. La hija mayor y la mamá están ocupadas en un pequeño fogón construido al final del corredor, asan para el almuerzo familiar unos plátanos pelados y unos pedazos de carne de res de apariencia bastante sospechosa, artículos estos que la clase trabajadora, siempre que los tiene a mano, cocina para la frugal comida de medio día. El niñito, libre de ropa y de mugre, está atareado examinando al extranjero, pero al mismo tiempo tiene un interés expectante en la actividad de la madre. Estamos en un sitio un poco más alto que la planicie triangular que se extiende hacia el oriente del río. En el ángulo cerca a nosotros, hacia el occidente, hay una aldea de chozas, algunas dignas de llamarse casas, situadas alrededor de la plaza que casi nunca falta en las aldeas granadinas. La quebrada en la que me acabo de bañar recibe un poco más abajo un afluente que desciende de un cañón a mi derecha, bordea la aldea por el norte, y en su orilla izquierda hay otras tantas casas, luego serpentea entre campos de caña de azúcar, platanales y tierras incultas y atraviesa un bosque de una o dos millas hasta perderse en las aguas amarillas del río y correr hacia el norte para alcanzar el mar Caribe. El río es el Cauca y la población Vijes. Más allá del río se ven tierras bajas cubiertas de bosques, y en el oriente, a la distancia, las cimas azules de las montañas del Quindío que separan este apartado lugar del valle del Magdalena. Vijes, en su rincón, está aislado del resto del mundo, al oriente por el bosque y el río, y en todos los otros costados por una alta cadena de montañas rocosas, de laderas cubiertas de pasto y de alturas coronadas de bosques espesos. El camino que viene del sur, a lo largo del río, atraviesa penosamente estas montañas, subiendo en zig-zag, o en quingos, como dicen aquí, logra avanzar entre la loma y el río, pero cuando hay demasiados obstáculos, trepa a lo largo de una ladera

empinada para obviar dificultades y luego desciende nuevamente. Digo camino, pero quizá esta palabra es engañosa para el lector, porque implica casi siempre la existencia de viajeros y se puede interpretar como un sendero por el cual una mula puede pasar a otra, por eso la palabra trocha tal vez da una idea más exacta al hombre occidental. Podemos contemplar todo este paisaje porque la choza está situada en el cañón de la cordillera, en un sitio plano aunque ligeramente elevado. Los rayos verticales del sol, brillantes pero no abrasadores, bañan la escena que es de una belleza serena y tranquila, y tan alejada de todas las vías de tránsito que posiblemente ninguno de los que lea estas líneas haya visto o vea nunca el paisaje original que estoy intentando describir. ¿Y por qué no comenzar aquí y ahora las descripciones informales que desde hace tanto tiempo vengo prometiendo a mis amigos? Pues bien, este será el comienzo. En primer lugar, localizaré geográficamente la región desde donde estoy escribiendo. La Nueva Granada ocupa el rincón noroeste de Sur América y se extiende desde un poco más allá del norte del istmo de Panamá hasta las cercanías de la línea ecuatorial. Es la zona central de las tres en que se dividió Colombia en 1830 y comprende la mitad del territorio original. En Sur América no desemboca al Pacífico ningún río importante. El Amazonas, el Orinoco, el Magdalena y el Atrato dan al Atlántico, así como casi todas las aguas de la Nueva Granada. Las nueve décimas partes de la población viven en el Magdalena y en sus afluentes, de los cuales el Cauca es el más grande. El Cauca y el Magdalena corren hacia el norte por centenares de millas, a través de valles paralelos y separados por las montañas del Quindío. Lo más acertado es considerar el nacimiento del Cauca en la fría y elevada región que se extiende entre la provincia de Popayán y la de Pasto. Desde el volcán de Puracé, al sureste de la antigua ciudad de Popayán, corre un riachuelo que bien merece el nombre de río Vinagre, ya que la composición de sus aguas es de once partes de ácido sulfúrico y nueve de ácido clorhídrico en diez mil, o sea, una en quinientas partes de ácido puro. Por leguas enteras ningún pescado puede vivir en esas aguas avinagradas, aun después de que el río vira directamente hacia el norte y recibe el nombre de río Cauca. Más adelante entra en un amplio valle y se convierte en un río tranquilo, de aguas turbias y navegables, bordeado siempre en la ribera derecha, y a veces en ambas, por bosques enmarañados y fangosos. Por esta razón las ciudades relativamente grandes de Palmira y Cali, situadas una al frente de la otra, están a dieciocho millas de distancia y bastante lejos del río, Palmira en la banda izquierda y Cali en la derecha. La palabra banda, por lo tanto, no equivale a orilla, ya que se refiere a un espacio que incluye tierra considerablemente alejada del río. Después de Cali, las montañas de la Cordillera Occidental se apiñan hacia el Cauca y en un rincón está Vijes, en una planicie fértil y semicultivada, con su riachuelo límpido y cantarino. Más adelante están Buga y Cartago, ambas en la ribera oriental, y por último, la vieja Antioquia; pero allí el río empieza a formar rápidos, volviéndose más violento a medida que se precipita por cañones por donde ningún camino puede cruzar, y destruyendo así toda esperanza de encontrar una salida para el comercio por mar o tierra, por barco o ferrocarril, por canoa o recuas de mulas. Finalmente hay una pausa en la veloz carrera del Cauca cuando este casi alcanza el nivel del mar, vuelve hacia el noreste y une sus turbias aguas a las igualmente oscuras del Magdalena, continuando hacia el norte y hasta el mar. La parte baja y navegable del río no tiene contacto con la alta, nadie viaja de la una a la otra a visitar a sus amigos, a comprar artículos o a vender sus productos. Por lo tanto, la salida natural de este fértil valle está cerrada para siempre al comercio, y ¿cuáles sustitutos hay? Primero que todo el pestífero puerto marítimo de Buenaventura, en el Pacífico,

situado exactamente al occidente de Vijes. Los caminos terrestres a Buenaventura llegan hasta Juntas, en los afluentes del Dagua, desde donde es posible la navegación cuando el río no está muy crecido o muy seco. Pero el que llega a Juntas desde el Cauca casi nunca encuentra una embarcación, y no puede seguir más allá por tierra; y el que viene de Buenaventura, a veces no encuentra mulas y tampoco puede continuar navegando por el río. En ambos casos el viajero tiene que detenerse en Juntas una semana; por esta razón Buenaventura carece de comercio y aun los barcos que navegan a lo largo de la Costa del Pacífico, desde Panamá, no se detienen allí. La vía más corta de Bogotá a Buenaventura obliga a abandonar el camino principal del Cauca en un punto al oriente de Vijes, cruzar el río en un “ferry” particular y empezar a subir la Cordillera Occidental, desde este mismo punto, por un sendero increíblemente malo. Después de tres o cuatro horas de un ascenso terrible se llega al sitio desde donde se ven correr los arroyos que bajan por la vertiente occidental hacia el Pacífico. La otra salida para el escaso comercio del valle es a través de las montañas del Quindío. Luego de diez días a lomo de mula, y si el tiempo es bueno, se llega al Magdalena a dos millas más abajo de Honda; pero si se quiere llegar al puerto de Cartagena, hay que seguir en mula hasta Calamar que queda a 65 millas, es decir, dos veces la distancia de Vijes a Juntas. Ante el aislamiento de este valle, el viajero se pregunta si puede existir un lugar más alejado y si la vida y la naturaleza humanas, aunque esencialmente las mismas en Labrador y Guinea, no deben presentar aquí algunos rasgos únicos y singulares. Este es un punto al que volveremos más adelante. La naturaleza humana es, en verdad, esencialmente la misma en todas partes, pero infinitamente diversificada por el poder de las circunstancias externas. A diferencia del instinto, que raras veces cede frente a las más poderosas influencias, la naturaleza humana sufre la impronta de la más leve de las fuerzas perturbadoras. Los antepasados, el suelo, el clima, la ocupación, la constitución física, todos ellos influyen en la vida del hombre. Sin embargo, en casi todas partes esos factores disminuyen, se modifican o se neutralizan por la fuerza irresistible de la civilización europea, que circula a través de las arterias de las vías de comunicación, llegando hasta la más insignificante de las ramificaciones. Por eso el viajero deseoso de estudiar la fuerza de las influencias locales sobre los hombres, debe ir hasta lugares poco frecuentados por otros viajeros y donde ninguna influencia ajena haya penetrado. Debe instalarse sin premura en un país extranjero, de lengua, clima y religión diferentes a la propia, y con un comercio y una literatura locales o inexistentes. Estas circunstancias son exactamente las que Vijes ofrece al investigador protestante y angloamericano, quien viene de un medio donde la vida es una ardua lucha, una guerra sin cuartel contra la adversidad y la competencia, y donde ni siquiera los muertos descansan en paz, a menos que sus restos se hallen en un sitio donde el comercio no requiera construir una nueva vía férrea, y donde los intereses y la salud no exijan la apertura de una nueva calle. El viajero llega a un sitio donde el invierno nunca sorprende al haragán, donde nunca nadie ha oído las máximas del Pobre Ricardo, donde es más barato roturar un campo que defender un pleito y más fácil criar otro niño que curar al enfermo; y donde aún el ministerio religioso constituye un monopolio no turbado por las luchas severas pero saludables que surgen cuando en la misma aldea se instalan dos o tres doctores y dos o tres iglesias. Observemos entonces desapasionadamente lo que está frente a nuestros ojos; a través de los efectos lleguemos a las causas e investiguemos las distintas fuerzas morales que influyen en el carácter de los granadinos. Intentaré servirle al lector, tal como los ojos sirven al cuerpo, presentándole imágenes de cuya fidelidad no tendrá razón de dudar; y en el caso de que le ofrezca algunas conclusiones, no será porque posea una sagacidad superior, sino simplemente porque las conclusiones son demasiado obvias para pasar inadvertidas. Vijes (o Bijes, la ortografía es incierta) tiene una latitud de aproximadamente 3º 45’ N, es decir que está más o menos sobre la línea ecuatorial. Por lo tanto el sol debería ponerse invariablemente a las seis de la tarde; pero como siempre se esconde entre las nubes más o menos una hora

después de medio día, pasa después inadvertido, y todos dicen que el sol se “esconde” alrededor de las cinco, y nunca mencionan el ocaso. Como el crepúsculo termina entre las seis y media y las siete de la noche, les parece muy natural que el sol desaparezca a eso de las cinco. Nadie se da cuenta tampoco de si el sol está o no en posición vertical a medio día, por lo cual aquí se desconocen todas las diferencias que se pueden deducir de los cambios anuales de la inclinación del sol. Es posible que aún esto influya en el carácter. En nuestro país los hombres se desesperan si pierden un día a causa de la pleamar, o por la negligencia de un sirviente, especialmente si el invierno está cerca, si llega la primavera, o si se aproxima cualquier otro cambio que exija mucho trabajo. En cambio, el granadino ve tranquilamente un día seguir a otro, como fluyen las aguas del río, sin preocuparse, porque piensa que dispondrá de un número indefinido de días. La ausencia total de relojes refuerza esta ilusión. En toda la población que habita este triángulo (1.160 habitantes), no sé de nadie que tenga uno, y tampoco les hace mucha falta, porque las cosas marchan bien sin relojes. Es absurdo medir el tiempo que trabaja un hombre, cuando lo que realmente importa es la cantidad de trabajo que ese hombre hace. Algunos cirujanos amputan piernas y brazos en cuestión de minutos, pero hasta ahora no he oído que nadie haya propuesto pagarles por minutos. Vijes está aproximadamente a 3.540 pies sobre el nivel del mar, altura por debajo del límite inferior del cultivo del trigo y de la papa. Las pocas papas o el escaso pan que se ven en el pueblo son el resultado del comercio con las tierras altas, en donde no se cultiva la caña de azúcar y quizá tampoco el maíz. Pero mientras en Vijes pueden prescindir del trigo y de las papas, las gentes de las regiones frías necesitan la caña para preparar alimentación y bebida; por consiguiente el comercio entre las tierras frías y las calientes es inevitable. No conozco otra razón para que este valle sea más frío por estar más alto, que el hecho indudable de que una capa más gruesa de la corteza terrestre lo separa del fuego central de la tierra. Un hermoso día de principios de junio en Nueva York, o una fecha más temprana en cualquier otro lugar del sur de los Estados Unidos muestran todas las variaciones que el termómetro registra durante el año en este paraíso. Hablando en cifras, la temperatura más baja que he registrado es de 65º F. y la más alta 86º F., con la única excepción en que subió hasta 89º F. Pero el calor ese día fue más soportable que el de otras latitudes, porque aquí solo hay unas diez horas de sol precedidas y seguidas por noches de deliciosa frescura. El clima influye en el carácter nacional, en forma directa por intermedio del traje e indirectamente a través de los productos agrícolas. El más importante de estos es el plátano, mal traducido al inglés con la palabra “plantain”. El plátano ahorra al hombre más trabajo que el vapor. Le da la mayor cantidad de alimento por área de tierra cultivada y quizá el esfuerzo máximo es el de llevarlo a la boca después de asarlo. Mi vecino Caldas dice que “la Nueva Granada sería algo si acabáramos con el plátano y con la caña de azúcar: esta es la madre de la embriaguez y aquel el padre de la pereza. Pero de todas las influencias que afectan la vida de los granadinos ninguna tiene más radio de acción y más poder que la religión. Este es un punto que debo tratar con suma delicadeza, porque como soy protestante se me podría tildar de hostil al catolicismo. Sin embargo, es un tema sobre el cual debo hablar clara y llanamente aunque se ponga en duda mi imparcialidad. Mis objeciones teológicas al catolicismo como religión formalista, son diferentes a las políticas, por el monopolio que ejerce del culto. Es cierto que legalmente este monopolio impuesto desde que el primer español vino al país, dejó de existir el 30 de agosto de 1853. Sin embargo, continuará de hecho hasta que otras iglesias compitan con la que hasta entonces había sido la establecida por ley y era la única tolerada. El lector debe estar preparado para encontrar en este relato sacerdotes mucho peores que los de Irlanda y de Alemania, países donde la competencia asegura la existencia de personas más consagradas a su ministerio, y todavía menos se pueden comparar los sacerdotes

granadinos con los de Estados Unidos, los cuales, en el conjunto del sacerdocio católico, son como manzanas de concurso al lado de las de un simple huerto. Al hablar de las influencias del clima debí mencionar la idea tan difundida de que las pasiones de los habitantes de la Zona Tórrida son mucho más violentas que las de las razas nórdicas. Ninguna creencia puede ser más falsa e improbable que la que afirma que la sangre fluye más impetuosamente a través de las venas de los lánguidos hijos de los trópicos que por las nuestras. La influencia del ejemplo clerical, los votos de celibato, el confesionario y la falta de frenos impuestos ya sea por la conciencia, ya por la opinión pública, explican toda la diferencia de moralidad entre los dos pueblos. Las otras influencias que modifican el carácter de los granadinos son quizá menos fuertes, pero todavía apreciables. Tal vez siga en importancia el linaje o los principios y costumbres trasmitidos de padre a hijo; y hay que reconocer que el linaje de esta gente es bien peculiar. Estoy obligado a admitir que los conquistadores, como llaman aquí a los primeros invasores españoles, pertenecían a una raza despiadada y sanguinaria. Las mejores familias conservan esta sangre casi pura, pero únicamente en escasas y terribles circunstancias surge la antigua crueldad en alguna revuelta popular. Las clases restantes presentan toda una gama de características entre el blanco, el negro y el aborigen; solo que este último elemento es más escaso aquí que en cualquier otra parte de la Nueva Granada, quizá porque los conquistadores trataron a los indios con más severidad que a cualquier otro grupo. Los españoles encontraron el valle diez veces más poblado de lo que está ahora, y no me atrevo a contestar a la pregunta de qué hicieron con todos esos habitantes. Tanto los indios como los negros tenían un carácter suave y amable, y si el elemento negro sobrevivió al indígena, puede ser porque los españoles tenían que comprar a los negros, mientras que los indios no les costaban más que el trabajo de cazarlos, y así estos corrieron la misma suerte que la especie extinguida de los didos en las islas de la India. El español, la bella lengua de este valle, guarda respecto de los principales idiomas europeos, la misma relación de isla a continente, lo cual hace el aislamiento de la región más completo e impenetrable. Cualquier hombre culto puede defenderse muy bien con un solo idioma, siempre y cuando éste sea el alemán, el inglés o el francés; pero estar limitado al español, idioma notablemente deficiente en literatura periódica, en libros originales y en traducciones, significa estar aislado del mundo por un muro circundante. Tal es el país que vamos a estudiar; pero ahora nos preocupa el problema de cómo presentar el resultado de estas investigaciones. Quizá lo peor sería presentarlas en forma de diario, pasando repetidamente por el mismo territorio y detallando las cosas que llaman la atención del viajero. Un diario es ameno y se escribe fácilmente, pero no creo que los lectores de libros de viajes encuentren en este género respuesta a sus inquietudes. Indudablemente preferiría seguir el método analítico de Tschudi, quien descarta el factor tiempo y ofrece resultados exclusivamente geográficos; sin embargo, no tengo confianza en mi capacidad para elaborar un trabajo interesante en ese estilo, por muy ameno que resultara. Por lo tanto, seguiré un término medio, y si alguno quiere precisión de datos, de orden cronológico, o saber el número de veces que visité determinados lugares, puede consultar el itinerario en el apéndice; los demás lectores deberán confiar en el autor, quien los conducirá siguiendo la ruta que ellos mismos podrían haber seguido. Permítaseme añadir unas cuantas palabras en relación con las personas mencionadas en la narración. Algunos viajeros ingleses en los países hispánicos acostumbran tomarse grandes libertades al escribir sobre los caracteres y circunstancias de sus anfitriones. Un viajero, por ejemplo, después de comer en compañía de un antiguo obispo de Popayán, habla en forma entusiasta, no solo de los vinos sino también de la amante del obispo. Con el fin de evitar lo que no concuerda con mis ideas sobre la hospitalidad, pero al mismo tiempo sin privar a mis lectores de observaciones exactas y seguras, he resuelto cambiar a veces los nombres de las personas cuando tenga que decir algo desagradable de ellas. Y si debido a la acuciosidad de algún mal

intencionado, se llegasen a conocer las fragilidades de alguien cuyo pan o plátano he compartido, no será en ningún caso debido al uso de mi libro, porque preferiría suprimir una docena de datos a dejar uno solo que fuera utilizado en forma poco honorable. Por lo demás, espero que la diferencia de lengua, la distancia, el aislamiento y mis sinceros esfuerzos para disfrazar ciertas cosas, cubran con un manto de caridad una multitud de pecados. Pero aparte de esto, la ficción no tiene cabida en esta obra. He sido testigo ocular de todas las cosas que afirmo haber visto, y por respeto al lector y en honor a la verdad, nunca deformaré los hechos.

SABANILLA

La Nueva Granada vista por primera vez — Nieves perpetuas — Riohacha — Los indios guajiros — Santa Marta — La desembocadura del Magdalena — Un nativo — Los funcionarios del puerto — El pasajero sin pasaporte — La escuela de Sabanilla — Recaudación de rentas —La rotación de cargos.

Vi la Nueva Granada por primera vez el 21 de agosto de 1852. Esta es una fecha segura, amable lector, recuérdala bien, ya que en el resto del libro posiblemente no mencionaré otra. No había llegado el sol al horizonte ni estaba todavía el cielo cubierto de nubes, cuando el capitán anunció tierra firme. No le creí y salí a confirmar una vez más la extraña realidad de que algunos mienten por mentir, cuando la verdad serviría igualmente bien a sus propósitos. Dudé de mis ojos tanto como de las palabras del capitán, al contemplar el espectáculo que se me presentaba. Una densa masa de blanquísimas nubes amontonadas al sur, unas encima de otras, teñidas de un delicado color rosa, donde quiera que los rayos del sol, todavía oculto para nosotros, las alcanzaban, mientras en hondos vacíos circundantes reinaba todavía la oscuridad de la noche. Busco una nube sin base en la tierra, un promontorio imaginario que desmienta las palabras del capitán, pero no puedo encontrar ninguno y entonces empiezo a creer en su veracidad. En verdad, es posible que haya tierra a la vista. Indudablemente la veríamos si el horizonte no estuviera nublado, algo que no se puede esperar nunca en el trópico. Dicen que a cincuenta o cien millas de la costa las montañas se elevan a alturas de 24.000 pies y que naturalmente están cubiertas de nieves perpetuas, pero ¿qué relación tiene esto con la escena sobrenatural que tengo frente a mis ojos? Si lo que veo son solamente nubes, entonces es la salida del sol más sublime que haya contemplado jamás; y si es tierra firme, el mismo Homero no se habría atrevido a crear semejante Olimpo para sus dioses. Una extraña ilusión óptica contribuía a mantener mi incredulidad. Esas moles parecían elevarse a 10 o 15 grados, sobrepasando las nubes que descansaban sobre el mar, en ese punto que llamamos horizonte, es decir, donde el mar, por su convexidad, desaparece de la vista. Saqué un pequeño sextante de mi camarote para medir la altura del pico más alto y solo señaló 3º 12’, lo cual también puse en duda hasta que el cuadrante del capitán lo confirmó. Pero las nubes no son tan efímeras como el espectáculo matinal que presentan los Andes cubiertos de nieve. Pocas veces este paisaje magnífico se ofrece a la vista de los viajeros, y pronto, demasiado pronto, las nubes lo cubrieron para siempre. Navegamos luego hacia el occidente, casi paralelamente a la costa, y al sureste, al frente nuestro, estaba la provincia de Río Hacha. Esta tiene muy poca comunicación terrestre con el resto del mundo. Alrededor de la base de las montañas vive una tribu feroz de indios indomables, los guajiros. Los españoles, cuando las armas les fallaban como medio para subyugar a los salvajes, solían recurrir a los misioneros, pero aun ellos fracasaron con los guajiros, quienes obligaban al sacerdote a cargar sobre los hombros las cosas que le habían traído los peones, y así los conducían hasta los límites de su territorio. No obstante, estos mismos indios trataron con gran

amabilidad a una señora que naufragó viajando de Maracaibo a Santa Marta, una tal señora Gallego, si mal no recuerdo. Tenía pensado pedirle que me escribiera contándome su aventura y describiéndome el carácter de los guajiros, pero ahora veo que esas cartas nunca llegarán a los ojos del público. Los guajiros tienen una costumbre curiosa, que creo debe haberse extendido a otras tribus. Entre ellos el tío materno es pariente más cercano que el mismo padre. Como explicó un guajiro: “El hijo de una mujer puede o no ser el hijo de su marido; pero indiscutiblemente el hijo de la hermana, por el lado de la madre, es su sobrino”. Me inclino a pensar que en algunas naciones de indios suramericanos la propiedad y los cetros deben haberse heredado de acuerdo con esta ley, reflejo de desconfianza. Por fin nos acercamos a la costa y vemos tierra que parece tierra y no ya cielo; es muy desolada, una cadena de montañas desnudas y secas, sin árboles, sin yerba, sin agua y sin habitantes. Me pregunto porqué será que nosotros esperamos encontrar verdor perenne en el trópico, e imaginamos que la vegetación, que aquí no conoce otro descanso que la falta de agua, puede tener la frescura de la que acaba de despojarse del peso de la nieve que la cubrió cuatro meses y que debe apurarse para alcanzar madurez en unos cuantos meses. Esperamos imposibles y el que, como nosotros, se acerca a Santa Marta a finales de la estación seca y trayendo ideas preconcebidas, habrá de sufrir una desilusión. Doblamos un cabo, miramos hacia el sureste y al fondo de la bahía que sirve de fondeadero, más bien que de puerto, vemos a Santa Marta. La catedral se ve claramente, destacándose entre un grupo de casas, pero fue todo lo que vimos, porque no nos acercamos más. La naturaleza parece haberle negado al interior de la Nueva Granada una buena salida para el comercio. La gente de Santa Marta piensa que esta costa es de fácil acceso para los que vienen desde Bogotá, pero yo lo dudo mucho. A veces los vapores del Magdalena, que pertenecen a la Compañía de Santa Marta, pasan el banco de arena y el pequeño espacio de mar abierto que es necesario cruzar para llegar al puerto. Aquí dicen que esa maniobra no es peligrosa, pero la verdad es que casi nunca se atreven a realizarla. El pobre viajero que se dirige a Bogotá y cuya impaciencia lo hace dejar el barco en Santa Marta tiene que seguir varias leguas por tierra y luego tomar una canoa o una pequeña embarcación para cruzar lagunas y canales estrechos, y sentirse afortunado si llega a Remolino. Pero si no encuentra vapor, la alegría será breve. Cuando estuve en Remolino, este se había inundado hacía poco, hecho frecuente según deduje por la existencia de un dique de ocho pulgadas de espesor para proteger la aldea de las aguas del río. Creo que quedarse allí debe ser peor que una estada en una de nuestras cárceles durante los peores días de verano. Me dicen que Santa Marta no tiene buen puerto. Aunque la bahía está protegida de los vientos del noreste, los barcos prefieren arrastrar anclas más bien que enfrentar las ráfagas que soplan de las montañas que hay detrás de la ciudad. En cuanto a muelles donde un barco pueda atracar para descargar y cargar mercancías, no existen en Sur América. Al salir de Santa Marta el viajero deja atrás las montañas y siguiendo hacia el occidente, si el tiempo no es muy bueno, pierde completamente de vista la tierra firme. Después de algunas horas aparece a la izquierda un margen de tierra cubierto de arbustos que da la impresión de ser un matorral anegado más bien que playa. Por fin el barco entra en aguas fangosas y navega a través de la desembocadura del Magdalena. El agua dulce, aunque tenga mucho barro, es más liviana que la salada y flota en la superficie, pero aquí se puede observar un extraño fenómeno. La corriente oscura que va extendiéndose en la superficie del mar golpea el costado sur del barco, pero no puede pasar por debajo de la embarcación; en cambio, al costado norte burbujea el agua clara del mar y hasta donde uno puede ver no se mezcla con la dulce.

Es muy escaso ver aguas multicolores. La persona que las haya visto en la desembocadura del Misurí, no las olvida fácilmente, y se pregunta asombrada cómo es posible que durante tanto tiempo se distingan claramente los dos ríos corriendo por el mismo lecho. Las aguas límpidas del Misisipí fluyen tranquilas hacia el sur, cuando súbita y violentamente las ocres del Misurí irrumpen a la manera de un tropel de caballería, en tal forma que la corriente fangosa parece llegar a la mitad del río de un solo golpe. Ambas corrientes hierven sin mezclarse. Desde lejos, en medio del agua cristalina se ve una mancha de fango, como el escuadrón de un ejército enemigo que se hubiera adelantado al resto de los atacantes. Parece como si las aguas límpidas rehusaran retroceder o mezclarse con las turbias, y la resistencia es tal, que se tiene la ilusión de que una fuerza moral interna las mantuviera tan clara y definidamente diferenciadas. En la desembocadura del Magdalena este fenómeno pasaría inadvertido si no fuera por el barco. Se sabe que hay una corriente que fluye debajo de la otra, pero no podría verse nada si no fuera porque la quilla frena las aguas del río, permitiendo que avancen las del mar, con los mismos matices, los mismos contrastes y las mismas líneas definidas que presentan en el Padre de las Aguas. Por último se vislumbra entre los árboles un edificio blanco y grande, la aduana de Sabanilla, y ver una construcción, que es por lo menos tan buena como la de un puerto de segunda clase en los Estados Unidos, da al viajero buenas expectativas del país al que va a llegar. Se iza la bandera de la Unión para llamar a un piloto y al poco rato se aproxima una embarcación. Es muy interesante ver una cara nueva después de un viaje de veinte días; pero ver una de otra nación y raza, en su propio país, e inalterada por largos viajes, es suficiente para despertar el más vivo interés en el que apenas comienza sus andanzas por el exterior. En la embarcación estaban el piloto, su pequeño hijo y un negro. Los dos primeros tenían suficiente ropa y suficiente mugre encima, pero el negro estaba semidesnudo y tenía una expresión estúpida y vacía. No podría clasificar al padre y al hijo en ninguna de las cinco razas del hombre; parecería como si por lo menos la sangre de tres de ellas corriera por sus venas. Se da la orden y sueltan el ancla. Es todo un acontecimiento para el viajero, cuando después de semanas de haber estado navegando sin ver ningún objeto que le permita observar la distancia recorrida o determinar el punto donde se halla, y cuya noción de espacio ha estado limitada a unos pocos metros, sentir que el barco, durante tanto tiempo un mundo aislado, vuelve a formar parte del ancho mundo. Sí, estamos en una posición fija, y lo que vemos ahora lo veremos mañana en el mismo sitio. Estamos a 200 varas de una playa que se extiende hacia el norte y el sur, al pie de una colina cubierta de bosques no muy tupidos. En la loma, al suroeste, está el edificio de la aduana, de dimensiones pretenciosas, pero desocupado, y más abajo un grupo de cobertizos y un pequeño malecón donde pueden atracar pequeñas embarcaciones, pero no hay un muelle para barcos. Pregunto por la ciudad y me muestran al sur unos techos bajitos de paja en unas pocas hectáreas de tierra plana y baja a dos millas de distancia. Es Sabanilla, la aldea más cercana. El ancla casi no había alcanzado el fondo del agua cuando llegó otra embarcación, donde venía un grupo más numeroso de funcionarios de salud y empleados de aduana. En contra de todas las predicciones del capitán, me dieron libertad para bajar a tierra cuando quisiera. Durante quince días el capitán no había perdido ocasión de asegurarme que un pelotón de soldados me bajaría del barco, me llevaría a la cárcel, donde tendría que quedarme hasta que aquel estuviera listo para zarpar, y solo entonces me escoltarían nuevamente a bordo. Tan obsesionado estaba el capitán con esta idea, que declaró que nunca volvería a admitir otro pasajero sin antes asegurarse que su pasaporte estaba en regla, y lo primero que informó al funcionario de aduanas, sobre lo que traía el barco, fue: “Un pasajero sin pasaporte”. Mientras tanto yo forzaba la vista para ver en la playa, por primera vez, la vegetación tropical. Ya había observado, al pasar por la desembocadura del Magdalena, algunos vástagos de plátano y

montones de pistia y pontederia que se habían desprendido de las orillas fangosas y bajas del Magdalena; pero la curiosidad estimulada por estas muestras de las maravillas que me esperaban en el trópico no se vio satisfecha, en lo más mínimo, por la vegetación común y corriente que bordeaba las laderas de la colina, al occidente del puerto, el Nisperal. No se veía más rastro de trabajo humano que el pretencioso edificio y los cobertizos de los empleados de la aduana. La aldea estaba mucho más lejos, y decidido a averiguar cuáles podían ser las ventajas que atrajeran a la población a ese lugar tan alejado del puerto y del movimiento comercial, subí a una embarcación que se dirigía a la deslucida aldea. El pueblo está sobre una ciénaga salada, a unos pocos centímetros sobre la pleamar y consta de casuchas de barro de un solo piso, techadas con ramas de espadaña, planta tifácea. Todas son iguales y constan generalmente de dos cuartos que dan a la calle, pero solo uno tiene puerta a ella. Las ventanas sin vidrio y con rejas que se proyectan un poco hacia afuera, les dan el aspecto sombrío de prisión. Los barrotes de las rejas son lo suficientemente separados para permitir que el dueño pueda sacar la cabeza para ver qué sucede a ambos lados de la calle. A veces, en las esquinas, el transeúnte se golpea la cabeza contra las rejas, pero con mucha menos frecuencia de lo que es de esperar, pues las gentes, conociendo el peligro, tienen el cuidado de evitarlo. Sabanilla es tan compacta como cualquier pueblo manufacturero de Norte América y mucho más fea por cuanto las chozas de barro y de paja son peores que las de ladrillo y pizarra. En las calles no se encuentra ni un árbol, ni un arbusto, ni una maleza. Por una abertura en una cerca me abalancé a un arbusto florecido, el primer objeto verde al alcance de mis manos. Se trataba de una Laguncularia racemosa, arbusto combretáceo común en las Antillas. Inmediatamente me puse a partir en pedazos su fruto característico, cuyo jugo corrosivo dejó una marca permanente en mi nueva y flamante navaja. Un poco más adelante vi un papayo —Carica Papaya— “papaw” en inglés, palabra que traduce bien la original, pero que desafortunadamente nosotros la empleamos para referirnos a una planta muy diferente, la Asiminia triloba, que no tiene nada que ver con el verdadero papayo. Este crece a una altura de diez pies, no tiene ramas y las flores, a menudo unisexuales, se desarrollan en racimos al extremo de un tallo casi hueco. El papayo es fácilmente reconocible para el que conozca algo sobre este género. Existen también otras especies, pero si es cierto que algunas de estas plantas tienen la propiedad de ablandar las carnes, aquí no lo saben. Un jamaicano, a quien conocí después, me contó que conocía a un hombre que utilizaba las hojas del papayo para envolver la carne, que así se ablandaba. Me gustaría que esta posible propiedad del papayo se investigara científicamente. En seguida llamaron mi atención unas cactáceas gigantes en la colina de arena situada detrás de la aldea. Son plantas triangulares y de diez pies de altura. No las he visto florecer, pero una de ellas debe ser la famosa pitahaya grandiflora, o una especie similar, cuyas flores solo se abren de noche. Da la impresión de que todas las casas y chozas de Sabanilla fueran tabernas o tiendas, y cuando se entra en una de ellas, es curioso ver tantas botellas y ningún tonel. La primera casa a la que entré constaba de un cuarto grande, casi vacío, y era quizá la casa de un empleado de la aduana. En el suelo vi algo que a primera vista me pareció un mico grande, pero que al mirarlo mejor y para mi desconcierto resultó ser un niño desnudo y del color de la tierra donde estaba gateando. En otra casa vi otro espécimen similar, encima de un cuero y meciéndose en una hamaca. La segunda casa que visité fue formalmente puesta “a mis órdenes”, lo cual quiere decir, simplemente, que uno es bien recibido. Allí vivían una mujer, posiblemente viuda (aquí no se puede saber si una mujer es o no viuda), su hijo, guarda de la aduana, y Joaquín Calvo, médico de la aduana. Amablemente me ofrecieron conseguirme un caballo para que al día siguiente viajara a Barranquilla, distante ocho millas río arriba.

Cuando conversaba con ellos pasaron unos jinetes, con ruanas de colores tan encendidos que me dejaron atónito. Las ruanas de mejor calidad son una especie de chales a rayas, de fibra de algodón y con unos pocos centímetros sin coser en el centro, para meter la cabeza. Nosotros los llamamos ponchos, pero esta es una palabra que no se debe decir en algunas partes del país y que en la costa se utiliza muy poco. Las más pesadas se llaman bayetones y se hacen con dos mantas o franelas dobles y son lo suficientemente gruesos para no dejar pasar el agua. Las ruanas cuestan entre dos y cinco dólares y un buen bayetón, prenda que no le debe faltar al viajero, cuesta alrededor de ocho dólares; cuando es de hule se llama encauchado. En una casucha de dos piezas, una para la tienda y la otra para la familia, funciona la escuela pública con una docena de muchachos. La ley no permite escuelas mixtas y solo las aldeas grandes pueden darse el lujo de tener dos escuelas públicas; las niñas aprenden lo que pueden en la casa, si bien lo más frecuente es que se queden completamente ignorantes. Ahora que recuerdo a Sabanilla, después de haber conocido otros lugares, pienso que es el pueblo y la escuela más pobres que he conocido en la Nueva Granada. En la escuela vi niños desnudos, cosa no permitida en otros sitios. El maestro era apenas un adolescente y prácticamente no había libros, pero de todas formas es meritorio que un pueblo que ni siquiera tiene iglesia, posea su escuelita. Regresando a pie al embarcadero de la aduana observé por el camino la Rhizophora llamada aquí mangle. Las raíces se desprenden desde parte del tronco y la fruta permanece en el árbol hasta después de esparcidas las semillas; la radícula, sobrepasando la corteza de la fruta, queda suspendida en el aire, por encima del agua y del barro, donde finalmente se entierra al caerse. Recogí también la fruta amarga y venenosa del manzanillo, el Hippomane Mancinella. A este y a la camomila los llaman manzanilla, diminutivo de manzana. Posiblemente por el veneno, es fatal dormir debajo de este árbol y no me gustaría dormir a la intemperie en ninguna parte donde hubiera uno cerca. En el mismo sitio se da una planta de la misma clase, la Cnidosculus stimulosa, cuyas espinas casi logran “estimularme” los dedos. La aduana, repito, es un edificio bonito y blanco, con un plano inclinado que baja al miserable desembarcadero y a donde habría que llevar la mercancía en barcazas, pero nunca ha llegado una sola paca al edificio. Da la impresión de que ninguna de sus piezas ha sido utilizada nunca. Si todo el dinero que se gasté en el edificio se hubiera empleado en construir un muelle para barcos y una buena bodega, se habría impulsado el comercio. Pero otros países también cometen sus disparates; y la debilidad de éste, por lo menos, es construir aduanas donde el costo de recaudar los impuestos es superior a las sumas recaudadas. El cerro donde está la aduana, si tuviera agua, sería el sitio ideal para una ciudad. A Sabanilla la traen en botes que navegan río arriba hasta donde encuentran agua dulce, sacan un tapón, dejan entrar la que necesitan y regresan con el agua a los tobillos. El abastecimiento de comestibles me pareció todavía más misterioso. Se hablaba de una hacienda a tres millas de distancia, pero personalmente no vi nada que se aproximara siquiera a un cultivo, a no ser el papayo y un cocotero. Los cobertizos al pie del cerro y cerca del desembarcadero pertenecen a una firma extranjera que los arrienda al Gobierno. En ellos vi al recaudador y al inspector de aduanas examinando las mercancías; tenían las espadas y las pistolas a su lado, sobre una mesa, y los ayudantes rasgaban la envoltura de cada fardo, agujereaban todos los toneles, abrían las cajas y pesaban todas las cosas, líquidas y sólidas por igual, tal como lo ordena la ley. El inspector colocaba las pesas en la balanza y el recaudador anotaba el peso de los artículos. Si el peso de varios fardos resultaba casi igual, los funcionarios disminuían su celo vigilante después de haber esculcado, rasgado y punzado unos cincuenta bultos.

Me imagino que a pesar de todo hay contrabando por Sabanilla, pero creo que su principal obstáculo no son ni los sellos en la escotilla, ni los guardias a bordo, sino más bien la inmensa soledad que rodea al desembarcadero. Sin embargo, es posible que pase contrabando, ya que muchos funcionarios se prestan al soborno. Creo que cambiaron a todos los empleados del puerto durante nuestra corta estada, y el recaudador saliente me pidió que le diera un certificado en el sentido de que no lo había visto borracho cuando había venido a bordo, lo cual hice con mucho gusto.

BARRANQUILLA

Cabalgando a Barranquilla — Primer contacto con el trópico — Lagartos — Un cartero — Un pueblito — El gobierno de la Nueva Granada —La cárcel y la iglesia de Barranquilla — Navegando en bongo — Noche de bogas y de zancudos — ECaño de la Piña — El puerto de Sabanilla.

Como debía viajar a Barranquilla al día siguiente, madrugué para evitar el calor. Antes de salir, en la casa donde me ofrecieron el caballo, tomé el mejor café que he probado en mi vida. Lástima que en todas mis andanzas posteriores por el país nunca me dieron otro igual; tenía una fragancia que quisiera volver a encontrar. Aquel viaje marcó una época en mi vida. El botánico que se dedica a estudiar y a clasificar plantas del trópico siente deseos inmensos de visitar estas tierras llenas de sol, pero generalmente las dificultades y los obstáculos crecen a la par con sus anhelos, en tal forma que obstáculos y ambiciones alcanzan el equilibrio de dos fuerzas iguales, las centrípetas y las centrífugas. En mi caso, las primeras resultaron ser demasiado débiles y finalmente me encontré en las tierras que tanto había anhelado conocer. El paisaje tenía el aspecto de un invernadero sin limites. Esparcidas por el suelo había cantidades de semillitas deAbrus precatorius, bien conocidas en el Norte por su belleza: son de un rojo brillante y tienen una mancha redonda y negra. Me sorprendió no encontrar más plantas aroideas; solo vi una que trepa por los troncos de los árboles y apenas una estaba florecida. También cogí para botarla luego una bellísima pasionaria, aparentemente la Passiflora quadrangularis. Total, el día fue tan maravilloso que yo me sentía pleno de felicidad. Dicen que el viajero conserva toda su vida un afecto especial por el lugar donde sus pies hollaron por primera vez el trópico. Y en verdad, recuerdo con nostalgia esas escenas felices del bajo Magdalena, aunque admita que es una región seca, estéril y desolada, cuyos escasos habitantes están dispersos y pertenecen al tipo más tosco de granadino. Pero es una región que quiero hoy y querré siempre, y que en mis afectos ocupa un lugar privilegiado al lado de la pequeña granja rocosa que fue mi primer hogar. Sin embargo, la diferencia entre los dos sitios es enorme: la granja de Westminster en Vermont tiene innumerables rocas, ventiscas que agolpan la nieve en cúmulos altísimos y las truchas más diminutas del mundo, mientras que la tierra de mis nuevos afectos tiene la aridez del trópico, el sol reverbera en las playas ardientes y es un verdadero paraíso de los lagartos. Hay muchísimos lagartos en la costa pero son más bien pequeños y no se los ha estudiado bien, porque existe la idea de que algunos son venenosos. Hasta el doctor Minor B. Halstead, de Panamá, cree que fue la mordedura de un lagarto lo que mató a un hombre que encontró con una herida envenenada. En Bogotá cuentan extrañas historias sobre una especie de lagarto que llaman salamanqueja. Dicen, por ejemplo, que todo un pelotón de soldados murió después de haber bebido el contenido de una jarra, y que luego, al examinar ésta, encontraron en el fondo una salamanqueja. Por mi parte creo que todos los lagartos son inofensivos. Son animales difíciles de atrapar, a pesar de que la cola larguísima parece que, como el mango de un sartén, no sirviera más que para agarrarlos. Exactamente el mismo papel que quizá lleguen a desempeñar un día Panamá y Cuba frente a la República Modelo.

En todo un día de a caballo no vi más casas que las chozas pobrísimas de un pueblito llamado La Playa, situadas alrededor de la plaza que casi nunca falta en los pueblos hispánicos. Sabanilla, en cambio no tiene plaza. En la Nueva Granada las autoridades trazan el plano de las ciudades y rara vez el diseño es irregular o disperso. A veces las plazas están empedradas y generalmente son el centro del mercado semanal que se hace casi siempre los domingos, con lo cual se asegura mayor asistencia a la misa. Poco después de salir de La Playa me encontré con un cartero en una mula, la montura era parecida a una cabrilla de carpintero y me pareció cómoda para colgar cosas de los cuatro palos. El jinete llevaba en uno de ellos los zapatos más modestos del mundo, las albarcas, como los llaman aquí, que consisten en suelas de cuero sin curtir, con una correa curva para meter el dedo gordo y tiras de cuero para amarrarlas al pie. La hamaca doblada le servía de gualdrapa y a un lado colgaba la espada. Semanalmente lleva el correo de Barranquilla a la aduana de Sabanilla. Por todo el camino no vi el río ni una sola vez y apenas una siembra de maíz. La primera señal de que estábamos llegando a Barranquilla fue que el cartero se apeó para arreglarse a la vera del camino. Luego vi las copas de unas palmeras, las primeras que encontraba, pues hasta entonces únicamente había visto unas especies enanas. Estas eran cocoteros cultivados en los jardines de Barranquilla. La señora que conocí en Sabanilla me había enseñado a enrollar el saco envolviéndolo en el pañuelo, doblado diagonalmente, y amarrado a la cintura por las dos puntas que quedan sueltas. Ahora, siguiendo el ejemplo de mi compañero, me detuve para ponerme el saco y acicalarme antes de entrar a la ciudad. Barranquilla tiene mucho mejor aspecto que Sabanilla porque por ley todas las casas están blanqueadas y algunas son de dos pisos. En un principio no capté el valor que aquí se adjudica a las casas techadas con teja, la mejor de las casas con cubierta de paja se considera inferior a la más humilde de aquellas. En Barranquilla utilizan espadaña, typhia,para los techos, pero río arriba emplean las hojas de iraca, las mismas con que se fabrican los sombreros de Panamá, la Carludovica palmata. Sin embargo, a todas las variedades se las conoce con el nombre de paja. El objetivo principal de mi visita a Barranquilla era entregar unas cartas de presentación escritas por el embajador granadino en los Estados Unidos al gobernador de la provincia y a uno de los principales comerciantes de la región, el señor José María Pino. A este último lo encontré en el almacén, donde me recibió muy amablemente y me ofreció una copa de vino, pero preferí aceptar una limonada. Me insistió que debía pasar la noche en la ciudad y puso a mi disposición un guía para que me condujera a la casa de la señora Creighton, el único hospedaje aceptable que hay en Barranquilla y que me costé ochenta centavos diarios. El señor Pino tuvo la atención de visitarme esa noche. En Barranquilla hay dos escuelas para varones, una pública y otra privada; para niñas no hay ningún establecimiento que merezca ese nombre. Sin embargo, según el informe del gobernador, cualquier casa donde dos niñas reciban clases es una escuela, ya que afirma que en la provincia hay cinco para unas veinte o veinticinco alumnas. Se supone que toda la instrucción pública se basa en el sistema lancasteriano, y cuando hay cambios en él, estos no significan avance sino deterioro de la educación. En la escuela que visité había una rueda enorme, pesada e inútil, de cinco pies de diámetro, con el alfabeto pintado alrededor; en cambio, el maestro, hombre joven, poseía alguna cultura y, entre otras cosas, sabía leer un poco de inglés. La Nueva Granada está dividida en un estado, veintidós provincias y tres territorios, los cuales en 1851 constaban de ciento treinta cantones, subdivididos en ochocientos diez y seis distritos y setenta aldeas. En estas últimas el gobierno local tiene menos funcionarios que en los distritos.

Si se quiere comprender el país es necesario conocer la nueva división política, sus funcionarios, etc., y como en algunos casos tienen nombres intraducibles al inglés, intentaré, de una vez por todas, explicarlos al lector. A nivel nacional, en el Gobierno, el presidente representa el Poder Ejecutivo, y el Congreso el Poder Legislativo. El gobierno provincial se llama Gobernación; el jefe del Ejecutivo, gobernador, y el Cuerpo Legislativo, Cámara Provincial. El Cantón no tiene legislatura y su ejecutivo es el jefe político; mientras que en los distritos es el alcalde, y el Cabildo corresponde al Poder Legislativo. Anteriormente el distrito se denominaba Distrito Parroquial o Parroquia. La vice-parroquia era una parroquia que dependía de otra, la cual ocasionalmente le enviaba un cura o párroco para prestar servicios religiosos. El párroco, hasta septiembre de 1853, era también funcionario del Distrito, tal como lo es el alcalde, pero hoy en día ya no existen parroquias ni vice-parroquias. El siguiente cuadro resume la explicación anterior:

Nación

Capital nal.

Presidente

Congreso

Gobierno

Provincia

Capital prov.

Gobernador

Cámara prov.

Gobernación

Cantón

Cabecera

Jefe político

-

Distrito

Cabeza

Alcalde

Cabildo

Jefatura Alcaldía

La aldea está menos organizada que el distrito, el territorio menos organizado que la provincia y ambos tienen poca población. El Gobierno central ha concedido al Estado de Panamá más autonomía que a las provincias. Barranquilla es sede de la Gobernación de la provincia de Sabanilla. Como traía una carta de presentación del gobernador anterior, fui a visitar al actual, el señor Julián Ponce, con el que tuve una conversación interesantísima, pero no acepté su invitación a comer porque me dio pena incomodarlo. La Gobernación aquí está en el primer piso de la casa del gobernador. En la Gobernación siempre hay uno o dos funcionarios además del gobernador. Antiguamente este era nombrado por el presidente, y el gobernador a su vez nombraba al jefe político de cada Cantón, quien a su turno elegía a los alcaldes de cada distrito. Tengo la sensación de que quizá a la Nueva Granada le sobran empleados administrativos. Esta era la organización hasta hace poco, pero la nueva constitución introdujo muchos cambios. Los cantones ya no existen legalmente ni tienen funcionarios. Muchos de estos que antes se nombraban, ahora se eligen. Este sistema tiene el inconveniente de que puede resultar elegido un enemigo personal del presidente, situación difícil, por ejemplo, en el caso de los gobernadores, quienes se supone deben ser sus agentes y que tienen derecho a intervenir en cualquier asunto de carácter nacional, tales como la distribución del correo, y en decisiones de asuntos militares. Por eso dudo que el sistema dure. También visité la cárcel de la provincia que es un salón con dos cuartos a cada lado. El guardián o alcalde es zapatero y estaba ocupado en su oficio. Era el primer hombre que veía trabajar desde mi llegada a la Nueva Granada, fuera de otros dos, que vi aserrando unas tablas, para lo cual

utilizaban un tosco artefacto que les permitía elevar uno de los extremos de la troza, en tal forma que uno de los hombres casi podía pararse debajo. La prisión no estaba ni muy llena ni muy limpia, pero lo peor era que las ventanas de los dos cuartos daban a la calle. Todas las cárceles aquí están construidas con materiales poco seguros, tierra apisonada o ladrillos sin cocer, y claro está, la estada del prisionero en semejante pocilga, depende en gran parte de su buena voluntad. Las leyes de las distintas provincias difieren respecto al costo de la alimentación de los presos; en algunas corre por cuenta de ellas; en otras no, pero en todas partes los reclusos, siempre que tienen la oportunidad, piden comida, por la ventana, a los transeúntes. El único otro punto de interés que visité fue la iglesia. Primero me llevaron donde un viejo sacerdote que tiene una especie de estudio en el piso alto de la iglesia. Me aseguró que aquí todo anda mal desde que el Rey de España dejó de gobernar estas tierras. Es la única persona que ha tenido la franqueza o la imprudencia de confesarme esta opinión. Como el gobierno cubano es el único ejemplo que queda de dominación española en el Nuevo Mundo, es difícil apreciar exactamente cuánto perdió la Nueva Granada con el derrocamiento del poder español. Bajamos a la iglesia y antes de cruzar el umbral me quité respetuosamente el sombrero. La iglesia es un inmenso cascarón de piso de tierra y sin asientos. Al fondo está el altar principal y a los lados los altares secundarios donde rara vez celebran misa. A pesar de que la iglesia no se llena nunca, ni siquiera en ocasiones especiales, el cura nos aseguró que la ciudad necesitaba urgentemente otra más grande y mejor. Lo que más me llamó la atención fue el órgano, de tamaño de salón, pero con dos fuelles externos enormes que requieren dos hombres para hacerlos funcionar. El trabajo de madera es bastante burdo y los cañones forman una fila que se proyecta horizontalmente desde adelante. Los de la fila del frente tienen pintados rostros largos y estrechos, como caras reflejadas en el dorso de una cuchara. El cura tiene su ayudante. A mi regreso a Sabanilla tuve una discusión con el capitán sobre si debía o no pagar por el uso del caballo. Yo, que más que nada quería mostrarle lo equivocado que estaba en odiar tanto la raza española, esperé pacientemente el resultado, hasta que al final me informaron que debía pagar 80 centavos por ese jamelgo, precisamente lo que el capitán había pagado por un guía, un caballo y por los gastos de mantenimiento. Volví otra vez a Barranquilla porque tenía interés en conocer el Caño de la Piña, que conecta el puerto de Sabanilla con el Magdalena. El dueño o capitán de un bongo, canoa gigantesca, convino en llevarme por $ 1,20. Cargaron la embarcación con mercancías que sacaron de la aduana, destinadas a un comerciante de Barranquilla, y como solo en la popa había una pequeña cubierta, para protegerlas de las inclemencias del tiempo las cubrieron con unos cueros. La tripulación consistía en el dueño, un negro enorme, otro todavía más negro pero más bajito, y un mulato. Además iba con nosotros un negrito desnudo, hijo del patrón, y los simples remeros, que se llaman bogas. Desatracamos del embarcadero de la aduana. La única manera de mover el bongo es con el canalete del patrón, con las palancas de los bogas que terminan en horquetas de diferentes maderas y con varas más cortas con un gancho en la punta. El boga apoya la horqueta de la palanca en el fondo fangoso del río y el otro extremo contra el pecho, cerca del hombro, y camina hacia la popa haciendo mover la embarcación aproximadamente a tres millas por hora. Pronto llegamos a Sabanilla, pero mientras que en la aduana el bongo, completamente cargado y calando tres pies de agua, pudo arrimar al embarcadero, aquí quedamos a unos ocho pies de la orilla.

Anduve por el pueblo en busca de un plátano maduro para mejorar la cena, pero fue en vano porque no había uno solo en toda la población; entonces regresé al bongo, y para abordarlo tuve que escoger entre chapotear entre el agua, conseguir una canoa, o pasar sobre los hombros de un carguero. Me decidí por la última alternativa, pero de todas maneras llegué al bongo con los pies mojados. Los bogas todavía no habían aparecido, hasta que por fin vino uno y me aseguró que con cinco centavos podría comprarme unos plátanos; se los di, pero cuando regresó, me dijo que se había equivocado, que valían más, pero que había resuelto comprar un trago con los cinco centavos. Por fin salimos, navegando hacia el este, a veces hacia el noreste, unas veces por canales estrechísimos, otras por amplias extensiones de agua y sin tener que luchar contra la corriente. Por todo el camino, a la izquierda, oíamos el rugir de las olas; es frecuente que más adelante de Sabanilla el viento arrastre y haga perder las embarcaciones en el mar. Alrededor de las diez y media de la noche, estando en medio de un amplio remanso, tiraron el anda que se hundió de un golpe y nos fuimos a acostar. A mí me prestaron la vela del bongo paraque me sirviera de cama y me dieron almohada, colcha, toldillo y techo, que muy bien me sirvieron. Los bogas, a quienes les molestan menos los zancudos que a un rinoceronte, desenrollaron las esteras y durmieron sobre ellas sin cubrirse con nada. Las esteras son iguales a las que se utilizan en el piso de las casas y para los bogas era incomprensible que yo no hubiera traído la mía. Todavía era de noche cuando me desperté y ya estábamos navegando, primero por entre un canal umbrío, casi cubierto por las ramas entrelazadas de los árboles, y al amanecer dejamos atrás una mancha flotante de malezas altísimas con flores espléndidas y bulbosas. Adelante el fondo era más firme, pero el nivel del agua más bajo y encontramos una embarcación encallada. Detrás venía otra y los bogas de las tres que tenían alguna ropa encima se la quitaron y todos se tiraron al agua y las empujaron hasta desatracarlas. Luego siguieron impulsando los bongos media milla más. Mientras tanto yo pensaba que la situación que estábamos viviendo era uno de los principales obstáculos en la arteria vital del comercio granadino. El Caño de la Piña atraviesa tierras aluviales y blandas y termina seis millas antes del mar. Por solo $100.000 se podría habilitarlo para la navegación de barcos de vapor. Por fin abandonamos el estrecho canal y llegamos al Magdalena, ancho, turbio y correntoso como el Misisipi en San Luis, a pesar de que un poco más arriba parte de las aguas del río se pierden filtrándose por entre las resquebraduras del terraplén y corriendo al océano. El terraplén se prolonga por el norte y lleva por muchas millas las aguas del Magdalena a lo largo de la costa, en la misma forma como el canal de un molino conduce el agua a lo largo de la margen del río. Pero al dejar el caño comenzaron las dificultades porque las palancas no llegaban al fondo y la orilla era una ciénaga en la que solo había troncos flotantes. La única solución era navegar muy cerca de la ribera y empujar el bongo contra la corriente con las palancas, los ganchos y el canalete del capitán. Especialmente difícil era rebasar los troncos que sobresalían en la superficie del agua, y así perdimos horas enteras avanzando unas millas, que en un barco de vapor hubiéramos recorrido en minutos. Finalmente entramos a otro canal estrecho y dos horas más tarde vimos un barco a una milla de Barranquilla. Abandoné el bongo en ese sitio y caminé hasta la ciudad. Dos días después presencié la partida del primer vapor que había salido del puerto en un mes. No tenía hora fija de marcha; anunciaron simplemente que zarparía “cuando todos los pasajeros estén a bordo”. Y, en efecto, desde temprano empezaron a llegar baúles y paquetes sobre las cabezas y hombros de cargueros y, lo que más me sorprendió, en cuatro o cinco carretillas, cuando yo creía que en toda la ciudad no había más de un par de vehículos de ruedas. Por fin subieron todos los pasajeros y a las ocho quitaron la pasarela, recogieron varias brazas de cadena y alzaron el anda.

Pero la maniobra siguiente, volver la nave en un canal que apenas es un poco más amplio que la longitud del barco, tomó muchísimo tiempo. Sin embargo, llegó la hora de agitar los pañuelos cuando el vapor empezó a navegar río abajo hacia la isla que está al frente de Barranquilla y solo al crepúsculo se colocó en el punto desde donde debería partir a alta mar. La única dificultad de una ciudad situada en Sabanilla sería la falta de agua; pero este problema tendría menos gravedad que en Cartagena y podría solucionarse con bombas de vapor o con molinos de viento. Me parece que el clima es saludable y si se fomentara la agricultura, no faltaría comida. El puerto de Sabanilla está situado en la punta occidental de uno de los esteros del Magdalena. Lo mismo que el Misisipí, el Magdalena arrastra gran cantidad de sedimento que va formando un banco en la desembocadura. Los vientos alisios y una corriente del oriente hacen que el sedimento se deposite no en el ángulo recto al río y paralelamente a la costa sino en la dirección que determinan la acción combinada del río, del viento y de las corrientes marinas. El puerto está expuesto a los vientos del norte y no es lo suficientemente profundo para recibir vapores grandes; tampoco le llega agua dulce, o por lo menos muy poca. En importancia ocupa un lugar intermedio entre los puertos de Santa Marta y Cartagena, pero podría superar a ambos si se abriera el Caño de la Piña, lo cual tomará todavía mucho tiempo.

CARTAGENA

La entrada a un puerto espléndido — Una ciudad amurallada y acabada —El cónsul Sánchez — Viaje a lomo de mula — La Popa — Turbaco —Arjona — El Dique — Mahates — De cómo un duque engañó a un americano — Calamar — Un baile.

La persona que navega de Sabanilla a Cartagena tiene a su favor el viento y la corriente, y al acercarse a las blancas murallas se sorprende de que el viaje haya sido tan corto, pero la verdad es que todavía le falta bastante para llegar. Primero tiene que dejar muy atrás la ciudad y llegar a Boca Grande, la entrada natural del puerto, pero que no se puede cruzar pues por estar tan cerca y ser tan amplia la cerraron con una muralla costosísima que se terminó de construir en 1795. Hoy los cartageneros la demolerían gustosamente, pero el comercio de la ciudad es tan pequeño que aunque varias veces se ha propuesto abrir la entrada, todavía no se ha hecho nada al respecto. Por esta razón hay que avanzar más hacia el occidente y después de pasar la isla de Tierrabomba se recibe al piloto que conduce el barco por Boca Chica, pasando entre dos fortalezas, hasta el puerto de Cartagena. Facilis est descensus: es fácil navegar desde Cartagena hasta Boca Chica, pero cuando se pierde de vista la ciudad y con el viento en contra, el viaje empieza a parecer bien largo. Anclamos muy lejos de la ciudad. ¿Será posible que el comercio nunca exija en este país la construcción de muelles decentes? ¿Qué sería de Nueva York y Boston sin muelles y qué haría Liverpool sin los suyos? Atracamos en un malecón con tan poco comercio como en el Battery de Nueva York, y después de atravesar una muralla gruesísima llegamos por fin a Cartagena. Esta es la primera y única ciudad amurallada que conozco y quedé asombrado al ver las murallas, las cuales, sin duda, costaron tanto como todos los edificios que encierran. Mucho menos habría costado un buen ferrocarril hasta el Magdalena. Primero se encuentra una isla completamente amurallada, con excepción de algunas tierras inútiles y abandonadas al mar, que hoy no valen ni un dólar, pero que si se hubieran incluido en las murallas, habría sido preciso construir estas últimas en forma demasiado irregular. Al suroeste hay otra isla donde está el barrio de Jimaní o Getsemaní, también con murallas, defensas y puente; y completamente aparte la fortaleza de San Felipe de Barajas, en el monte de San Lázaro, una roca aislada, en donde se talló la piedra de la construcción que desafortunadamente sufrió mucho cuando Vernon sitió la ciudad. No puedo hablar de estas obras sino como un lego en la materia. Aparte del costo, lo más notable es lo compacta que hacen la ciudad. Cartagena es una ciudad acabada y lo ha sido por mucho tiempo, quizá por un siglo. Dentro de las murallas el espacio es valioso, así que las calles son estrechas, las casas de dos pisos y las plazas pequeñas. Por otra parte y no obstante que el agualluvia se vende en barriles, la ciudad tiene un aspecto de limpieza que da gusto. A pesar de que el espacio es tan reducido dentro de la ciudad, por encima de las murallas se puede dar un paseo delicioso, con el mar a un lado y la antigua y soñolienta ciudad al otro. También hay un paseo por la playa, entre las murallas y el mar, donde se pueden bañar agradablemente las personas que no le tengan demasiado miedo a los tiburones. Pero quizá por lo

corto de mi estada no vi que mucha gente aprovechara esos agradables sitios de esparcimiento. Tampoco tuve tiempo de ver los bellos caminos para coches que hay en la cercanía de la ciudad. Si se quiere ir más lejos, hay que despedirse de toda clase de carruajes hasta llegar a Bogotá. Por innumerables razones quiero mucho a Cartagena, sobre todo porque allí reside ese modelo de cónsules americanos que es Ramón León Sánchez. El señor Sánchez era súbdito español en Florida, pero se naturalizó ciudadano de los Estados Unidos. Habla perfectamente el inglés y el español y hace mucho que vive en Cartagena. Comerciante de larga trayectoria y caballero a carta cabal, sirve a sus conciudadanos por el solo deseo de hacerlo y jamás oí que hubiera desatendido a un compatriota. Nunca había sentido tanto la necesidad de un amigo como cuando llegué a Cartagena sin ninguna carta de presentación, pues no había pensado visitarla, pero si todos los hombres fueran como el señor Sánchez, esas cartas no serían necesarias. De todas las que llevé a Sur América, ninguna me proporcionó más placer y beneficio que los que recibí en el seno de esta excelente familia. Hace mucho tiempo que el señor Sánchez es cónsul de Cartagena y si el cargo fuera lucrativo, ya se lo habrían quitado para pagarle a algún orador electorero o a un político intrigante, quien dejando su familia y negocios en los Estados Unidos vendría a la carrera para hacer aquí su agosto. Son tantos los sitios que ha sufrido Cartagena que no los puedo enumerar todos. El que reviste más interés para ingleses y norteamericanos es el del Almirante Vernon en 1741, conmemorado en “Las Estaciones” de Thomson. El último, en 1841, lo vivió y sufrió la familia Sánchez. Con mucha pena me despedí de Cartagena y deseoso de volver a verla o por lo menos de encontrarme de nuevo con el señor y la señora Sánchez y con la amable hermana de la señora. Mis recuerdos de esos días fugaces y felices contrastan con muchos episodios que he vivido desde entonces. Para la persona que llega a la Nueva Granada sin la experiencia de viajar a caballo y en mula, el consejo y la ayuda de un buen cónsul son invaluables. Al principio el viajero no puede creer que dos baúles se puedan acomodar en el lomo de una mula. El equipaje debe dividirse en dos partes, cada una de igual tamaño y peso, y cada bulto no debe sobrepasar de 100 libras. El que olvida estos detalles lo paga muy caro, porque si la carga pesa más, con tiempo y dinero acabará llegando a su destino, pero para el viajero la demora será peor que perder todo el equipaje. A cada baúl se le debe poner una funda impermeable que tape todos los lados, menos el de abajo, y a falta de ella hay que cubrirlo con un encerado, que es una tela pegajosa y gruesa, impermeabilizada con brea o pintura. El encerado se amarra con una soga, tan fuertemente que es inútil intentar desatarlo con las solas manos. Por las sogas y encerados he pagado hasta ochenta centavos. Cada cual debe comprar las cuerdas para amarrar los encerados y cuidarlas bien porque los peones roban todas las que pueden, ya que les gusta robar cualquier cosa que sirva para amarrar; si tienen la oportunidad se llevan desde una hebra de hilo hasta un cable. Las cuerdas para colgar las hamacas y para atar los encerados se llaman aquí lazos, nombre incorrecto, pues lazo quiere decir nudo corredizo o lazada. A las bestias las alquilan con los rejos, que son cuerdas de cuero sin curtir y sirven para asegurar la carga a la mula y a veces para amarrar los encerados. También llaman rejos a los látigos, que son del mismo material, pero más delgados. Las provisiones para el viaje se llevan en petacas, o sea cajas cuadradas de cuero, de dos pies de lado y forradas por dentro. Si son de fabricación burda y sin forro se llaman hatillos. El siguiente problema es conseguir las bestias, término que incluye caballos, bueyes, mulas y machos. Alquilando cinco o más animales, se paga por cada uno y el dueño de estos paga el peón; pero si se alquilan menos, el peón vale lo de un animal adicional. Por consiguiente, cuatro bestias

cuestan lo mismo que cinco, y es muy difícil, si no imposible, lograr que el dueño haga una excepción a la regla. Se supone que el peón compra su alimentación y la de las bestias con el dinero del patrono y que debe cargar el agua para el aseo del viajero, colgar su hamaca, etc.; pero en realidad sus deberes y derechos no están bien definidos. En los pasos de los ríos el viajero paga su propio pasaje y el del equipaje; el peón costea el suyo y el de las bestias, si hay que ayudarlas a pasar. El peón no puede cargar las mulas solo, pero únicamente en caso de emergencia pide ayuda al patrono para que sostenga la carga a un lado del animal, mientras él coloca la otra al lado opuesto y amarra ambas. Al cargar la mula, el peón le tapa a esta la cabeza con la ruana para que no vea y se quede quieta; luego le pone un par de cojines llamados enjalma y encima coloca, a un lado, un tercio o media carga, y mientras alguien la sostiene acomoda al otro lado al “compañero” y amarra los dos. Cuando se termina de cargar, lo más prudente es dejar salir adelante al peón y las bestias y seguirlos antes de que se pierdan de vista. No es necesario estar con ellos todo el día, pero hay una gran diferencia entre ir adelante o atrás. En el primer caso el peón y las bestias viajan un poco más rápido, pero si después de las cinco de la tarde hay que pasar por un lugar donde están de fiesta o bailando, lo más seguro es que algún percance impida que el equipaje llegue esa misma noche al sitio donde el ingenuo viajero está esperando. En este caso lo mejor es creer las explicaciones del peón y vigilarlo mejor la próxima vez, así como sentirse muy afortunado si la noche de la escapada el peón no utiliza las cobijas del patrono, porque de lo contrario este tendrá que dormir sin ellas y recibirlas al día siguiente repletas de bichos sedientos de sangre. Al salir por la puerta de las murallas se llega a un espacio abierto entre éstas y el barrio de Jimaní, y cruzándolo diagonalmente se pasa otra puerta y un foso con puente levadizo y cabeza de puente. A la izquierda está el peñón de San Lázaro con la fortaleza tallada en la roca, y más adelante, a la derecha, hay un barrio de chozas de barro y techos de paja. A la izquierda, La ropa, que es lo primero que se divisa entrando por Boca Chica, en cuya cima hay un convento inhabitado hoy día pero que a veces es el centro de operaciones militares. Desafortunadamente para Cartagena La Popa está más alta que todas las otras defensas de la ciudad e incluirla en las murallas habría duplicado el costo ya exorbitante de estas. Por otra parte, fortificarla aisladamente haría depender de ella la suerte de la ciudad, porque su captura significaría la pérdida de Cartagena al enemigo. Por eso tengo la impresión de que habría sido mejor haber fortificado únicamente el lado que da al mar y haber invertido el costo de las murallas en educación pública. Es una lástima que no subí hasta La Popa, pero de todas maneras creo que todavía no conozco a Cartagena. Después el camino pasa por la laguna de Tesca, de aguas aparentemente salobres. Los peones cuentan historias fantásticas de los pescados vivíparos, con senos de mujer, que hay en la laguna. Se trata del manatí, Manatus Americanus, mamífero que es la misma vaca marina de Herndon y que es alimento importante en el Amazonas, pero que aquí poco lo utilizan. Es natural que su carne no sepa a pescado, ya que, como la foca y la ballena, de pescado no tienen nada. Cerca a la laguna vi por primera vez en mi vida un arbusto verde pálido y de tallo carnoso, del cual pensé que no podía ser otro que la Batis marítima, planta muy común en las Antillas y por eso me sorprendió no haberla visto en Sabanilla. Browne fue el primero en describir la Batis en 1756, pero su verdadera naturaleza siguió siendo un enigma hasta hace poco, cuando el doctor Torrey descubrió que estaba relacionada con las familias de las euforbiáceas y de las empetráceas. Yo la vi al pie de las murallas de Cartagena, al lado de la planta bajita, extendida y terriblemente espinosa que produce una especie de haba que nosotros llamamos “burning beans” o “nicker beans” y cuyo nombre científico esGuilandina, Bonduc.

Más adelante llegamos al insignificante caserío de Ternera y cerca de la aldea vi la flor extraordinaria del Hura crepitans o jabillo, árbol muy bello y de savia lechosa perteneciente a la familia de las euforbiáceas. A veces en los Estados Unidos se puede conseguir la fruta del jabillo, que cuando madura se abre estrepitosamente, dejando alrededor solo pedacitos de fruta y semillas. Abandonamos luego la llanura y subimos la loma donde está Turbaco. Tal vez en toda la Nueva Granada no haya un sitio con vista al mar tan agradable como Turbaco. Aquí el héroe de una sola pierna, Santa Anna, apuesta a los gallos y espera el momento propicio para regresar a Méjico. Algunos cartageneros ricos tienen casas de campo en Turbaco y también el cónsul británico, señor Kortright. En este lugar termina la vía carreteable y se puede añadir que también termina la civilización. Hubiera querido ver unos volcanes que arrojan lodo, situados a cuatro millas de Turbaco, pero desgraciadamente no tuve tiempo. Turbaco está a casi dos leguas y media de Cartagena. Sería conveniente traducir legua con la palabra inglesa “league” y decir que equivale a tres millas. La verdad es que la antigua legua española tenía tres millas marítimas o sea 3.459 millas legales inglesas, pero también se usan otras clases de leguas que tienen desde 2.6 millas hasta 4.15. La legua castellana era de 3.4245 millas, mientras que en la Nueva Granada la legua legal tiene ahora 3.10169 millas. Si no se obtienen datos en dos medidas diferentes, es imposible saber con seguridad de qué clase de legua se trata. Yo sigo la regla de considerarlas siempre como castellanas, a menos que sea evidente que no lo son. La legua equivale a una hora de viaje cuando la carga no es excesiva y no se presentan contratiempos. Nunca se puede planear cubrir esa distancia en menos tiempo, pero, en cambio, siempre se presentarán mil razones para demorarse más. Así que yo creo que de Cartagena a Turbaco hay ocho millas. En Turbaco el camino se desvía hacia el interior y antes de dejar el mar me detuve a contemplarlo por última vez, porque ¿quién me podría asegurar, en verdad, que volvería a verlo? He pasado tantos años de mi vida cerca al mar, que dejarlo atrás era como abandonar el hogar. La última mirada a los cerros lejanos de Navesink no fue nada en comparación a lo que sentí entonces. La impresión que me produjo contemplar el mar en ese crepúsculo tropical la rememoro hoy con una emoción que casi ningún otro recuerdo evoca en mí. El americano se siente cerca al hogar en cualquier lugar donde oiga las olas del mar. Llegué a Arjona después de un largo viaje nocturno, acompañado no de mi equipaje, desgraciadamente, pero sí por fortuna de un caballero francés interesado en la industria del caucho. De Arjona es poco lo que puedo, decir porque entre a la población mucho después de que oscureciera y salí antes del amanecer. Solo alcancé a darme cuenta de que tiene una plaza, bastantes casas y una posada o paradero donde es muy difícil conseguir una cena. A las bestias las sometimos al tratamiento habitual que se les da a los pobres caballos alquilados en la Nueva Granada; les dimos “carne de poste”, lo cual en buen romance quiere decir que como no pudimos conseguirles comida, las dejamos amarradas a un pilar, muriéndose de hambre. El que alquila un caballo nunca espera que el cliente le dé más comida que la necesaria para que no se muera, y por eso al alquilar un caballo se pone frecuentemente la condición de que si el animal muere por cualquier razón, el cliente debe pagarlo. No me gustaría prestar o alquilar un caballo a ningún granadino sin esta mínima condición, que por lo menos protege en algo al animal. La noche la pasamos en una pequeña tienda. Las tiendas son casas de dos cuartos, el de adelante dividido por un mostrador frente a la puerta, detrás del cual otra puerta comunica con el cuarto de atrás, la sala, que también es salón de baile, dormitorio y hasta comedor. Pero nosotros comimos, como una excepción, en el cobertizo que conecta la casa con la cocina.

Fue en Barranquilla donde dormí por primera vez en una hamaca, y declaro que es uno de los lujos más baratos que se puede dar cualquiera en la vida. Para leer de día o de noche no hay cama que la iguale. Se puede cambiar de posición todo lo que uno quiera, acostarse boca arriba, de lado, diagonal o paralelamente y nunca es dura; Yo, por lo menos, nunca me canso en ella. Pero muchos se quejan de que el uso continuado de la hamaca es malo para el pecho y que terminan doblados y hechos un ovillo; en cambio yo no le he encontrado hasta ahora ningún inconveniente. Además, aunque se dice que las chinches en este país son peores que las de cualquier parte del mundo, si uno está en la hamaca nunca molestan, y hasta las pulgas, a pesar de toda su agilidad, se instalan menos fácilmente en una hamaca que en una cama. A propósito de pulgas y de chinches, a las primeras les haré justicia cuando en mi relato llegue a Cartago, ciudad de este valle feliz desde donde estoy escribiendo; en cuanto a las chinches, tengo que confesar que todavía no he visto ninguna. Aparentemente el Cimex lectularius no vive a alturas superiores de los 5.817 pies. Debo reconocer que de todas las malas noches que he pasado, sin olvidar las molestias que me causaron una vez unos chivos, ninguna noche en la Nueva Granada ha sido tan mala como la penúltima que pasé en mi querida patria, cuando tuve que encender la vela a las tantas de la noche para perseguir a los bichos que me torturaban, y como el poeta cuyas palabras no recuerdo exactamente, “entregué al sebo y a la venganza” cientos de esas criaturas hasta que casi se apaga la vela. Al dar, para la conveniencia de otros viajeros menos afortunados que yo, el nombre con que en español se conoce a esos bichos que acaban con nuestra tranquilidad, chinche, me pregunto si será mera coincidencia que en el suroeste de los Estados Unidos tengan el mismo apelativo o si será porque la palabra se deriva de la denominación científica, Cimex. La cama, hasta donde he observado, es un artículo desconocido fuera de Bogotá y Cartagena. Por lo general, para acostarse el viajero tiende la ruana y el bayetón en el poyo, que es una tarima puesta a lo largo de las cuatro paredes de la sala o cuarto principal de la casa; en el mejor de los casos le dan un bastidor con un cuero tan templado como el de un tambor, sobre el que extiende una estera, idéntica a las que utilizan como alfombras. Aparte de esto al viajero no le ofrecen más que una almohada roja con una funda abierta en los dos extremos y adornada con ribetes o bordados. Pagamos sesenta centavos por la cena y no nos cobraron nada por la hamaca ni por los pilares en que amarramos los caballos. Muy temprano nos pusimos en camino y si mi compañero no hubiera sido baquiano, como llaman al hombre conocedor de una ruta o al experto en algo, toda la prisa se habría perdido, porque saliendo de Arjona las próximas cinco leguas de camino están llenas de peligros para el jinete y el caballo. Recuerdo también una laguna con las ranas más estupendas de que he tenido noticia y que jamás haya oído. El primer punto de referencia que encontramos en el camino fue El Dique, canal tortuoso que va desde Calamar en el Magdalena hasta la orilla del mar, cerca de Cartagena. Creo que aunque lo repararan, cosa que no sucederá nunca, ya es demasiado tarde para que beneficie el comercio del Magdalena. En esta obra se ha invertido muchísimo capital y ha corrido la suerte de la mayoría de las empresas granadinas. Hasta ahora no he oído el equivalente español para la palabra “dividend”. El Canal del Dique es en parte natural y en parte obra de los españoles, quienes lo construyeron siguiendo la política de convertir a Cartagena, lugar defendible, en el principal emporio del país. Habría sido más práctico dejar que se desarrollara la ciudad, que tuviera las condiciones naturales más propicias al comercio, aunque fuera más difícil de fortificar. Los mismos españoles destruyeron el Canal durante la guerra de independencia. Más tarde el gobierno lo volvió a abrir parcialmente, en un trayecto más corto, que reduce la distancia entre el Magdalena y Cartagena, a ciento cinco millas. Pero aunque se terminara completamente dudo que produjera lo suficiente para

sostener las obras de mantenimiento, a menos que por ley se cerrara de nuevo el puerto de Sabanilla. De vez en cuando pasan por aquí embarcaciones con correo rumbo a Cartagena. En El Dique hay un paso y todo pasajero que no viva en la provincia de Cartagena debe pagar diez centavos por cruzar el Canal. El impuesto se llama peaje cuando el nivel de las aguas está bajo y se puede cruzar a pie; pasaje, cuando es necesario utilizar la canoa; y si hubiera puente se llamaría pontazgo. El dinero recaudado se destina a las arcas de la provincia de Cartagena, pero el impuesto ha tenido como resultado desviar el comercio y el tránsito hacia los puertos rivales de Sabanilla y Santa Marta. Hace unos años estos peajes formaban parte del ingreso nacional pero imprudentemente se pusieron en manos de las provincias, las cuales, como en este caso, a menudo los utilizan en detrimento de sus propios intereses. Mahates o Mate, como generalmente le dicen, está a 34 millas de Cartagena. Es cabecera de cantón, pero el viajero que piense pernoctar allí debe meditarlo dos veces porque es todo un sitio: el terreno es bajo, la comida mala y cara, y la vecindad al Canal lo mantiene infestado de zancudos, en tanto que en Arjona no sentí ninguno. En Mahates fui víctima del engaño más gracioso que jamás he sufrido y lo cuento aunque se rían de mí. Una noche a eso de las nueve salté a la carrera de un vapor que bajando por el Magdalena estaba a punto de atracar en Calamar, y todo jadeante fui en busca de Joaquín Duque para entregarle una carta que le traía. En cuestión de minutos lo encontré, le di la carta y al mismo tiempo le dije que era “portador de documentos oficiales de los Estados Unidos” y que debía llegar a Cartagena cuanto antes. “¿Cuántas bestias necesita?”, me preguntó. “Tres”. “Tres bestias, Catalina”, dijo, dirigiéndose a su mujer; “rápido, búscame a Lorenzo”. Catalina salió corriendo por un lado, Joaquín por el otro y en un santiamén tenía contratados el peón y las bestias. “¿Va a salir ya?”, preguntó el duque. “Ahora no, alrededor de las tres de la mañana”. Mientras tanto atracó el barco, pusieron la escalerilla y un congresista, de regreso de Bogotá, bajó tranquilamente. Era amigo de Duque y con gran efusión se saludaron de abrazo. Después aparecieron otros dos congresistas y luego tres más, todos amigos de Joaquín Duque, quienes buscaban bestias de silla y de carga. ¡Yo estaba feliz de haber contratado las mías tan a tiempo! Guindé mi hamaca y mosquitero en la casa de Duque, dormí hasta las tres, me levanté y llamé sin que nadie contestara. Amaneció, dieron las seis, las siete y las ocho. Enfurecido armé tal escándalo que el duque acudió presuroso a explicarme que en realidad el problema consistía en que no tenía todos los animales que se necesitaban, ni tampoco suficientes monturas porque algunos de los viajeros no habían traído y no se había atrevido a ofender a sus amigos despachándome a mí primero, con el pretexto insignificante de que ya había comprometido su palabra conmigo. Al fin reunieron algunas bestias, una yegua y unos asnos pero ni una sola mula, y me sirvieron de desayuno una extraña combinación de enorme cantidad de algo que bien podía ser chocolate con huevos tibios y nada de pan. Lo tomé maquinalmente y pagué demasiado, veinte centavos. Entonces Duque me preguntó si quería un caballo manso. “¿Uncaballo manso para todo un cartero diplomático? ¡Olvidelo! ¡Vaya!”. Luego viendo que un hombre que tenía carga y media estaba colocando la media sobre las mías que pesaban menos, le grité: “¿A quién debo agradecer este regalo y qué hago con él cuando llegue?”. Y me la quitaron.

Ya estaba ensillada mi yegua cuando observé a un peón poniéndole el freno mío a otro caballo; lo llamé para que se lo pusiera a la yegua que me habían alquilado. “Yo sé que el freno es suyo, me dijo el duque, pero como ese animal no está acostumbrado a frenos como el suyo vamos a ponerle uno que si conoce". Yo estaba demasiado furioso por la demora para poder notar nada más. Salimos a las 9 y pagué $ 4,80 por cada una de las bestias de carga, y $ 5,60 por mi cabalgadura. Bien, en Mahates le quité la montura a la yegua para dejarla descansar un poco y quedé horrorizado. La pobre era un esqueleto ambulante —solo cuero y huesos— y además tenía una enorme matadura en el lomo. “Esa yegua no tiene riesgos de llegar a Arjona”, comentó un hombre que estaba cerca mirando, y añadió: “Estádestroncada”. No conozco la palabra inglesa equivalente a destroncada, pero sí entendí perfectamente el significado: se refiere a algo como una escopeta que sucesivamente se ha ido quedando sin culata, sin gatillo, sin cañón y sin cargador. En ese momento llegó uno de los peones de Duque con la agradable noticia de que una de las bestias que me traía el equipaje estaba rendida y que se había quedado leguas atrás con parte de la carga. “No me hable de cargas”, le contesté, “y si no quiere que esto le cueste muy, pero muy caro al señor Duque, consígame rápidamente otro caballo”. Precisamente eso era lo que el peón iba a hacer. El precio de un animal de Mahates a Cartagena es tal vez de $ 1,50, y mejor que el que se alquila en Calamar por $ 5,60. Así que el duque ganó unos $ 4 con ese pobre manojo de huesos, que, a decir verdad y teniendo en cuenta la situación en que se encontraba, no lo había hecho tan mal. Confieso que hubo un momento en que temblaba de ira, pero la rabia se transformó en risa cuando descubrí la clase de freno “a que estaba acostumbrada la yegua”. No era freno sino una jáquima a la que le habían añadido las riendas. A Duque se le habían acabado los frenos y sus amigos no habían traído suficientes y como no se atrevió a darles a ellos semejante basura, tuvo a bien prestar el mío. No me tomé ni siquiera el trabajo de averiguar por mis cargas. Estaba casi seguro que no había sido mi bestia la que se había agotado porque mis bultos eran livianos. Una de dos:o escogieron para mí las bestias más malas o al fallar una de las de los otros viajeros la reemplazaron con una de las mías. He contado todo el cuento, no para entretener a los que sentados cómodamente en casa lo lean y se rían de mí, sino para que le sirva de experiencia al pobre tipo que decida seguir mis pasos, para que cuando esté de afán “evite alianzas complicadas” y no deje que el peón tenga nada que ver con alguien que no conoce, y especialmente para que vea la importancia de aprender a distinguir entre un caballo bueno y uno malo, cosa que yo nunca podré hacer. Pero dejemos ya a Mahates, pueblo de comidas caras y caballos malos, y vámonos por un terreno quebrado y cubierto de bosques hasta Arroyo Hondo. Allí encontramos el moro, el fustete del Magdalena, árbol pequeño que debe ser elMorus tinctoria y cuyos troncos llevan a lomo de mula hasta el río. Arroyo Hondo casi no merece el nombre de pueblo, pero todavía más pobre es el otro caserío que pasamos y que tiene el encantador nombre de Sapo. De ahí en adelante no volvimos a ver otra casa hasta Calamar. Esta última está construida en tierras bajas que deben inundarse con alguna

frecuencia. Volvimos a ver el Canal del Dique, esta vez con un puente que lo cruza, una compuerta y una esclusa para elevar las aguas del río. Ver el Magdalena nos reconfortó el espíritu, pensé que si nos quedábamos en este sitio hasta que pasara el próximo vapor, podríamos descansar de todas las penas y fatigas que habíamos sufrido. Pero no había nada interesante para ver, fuera de unas palmas detrás del pueblo y un musgo negro, que creo es igual al del Misisipí, Tillandsia usneoides, y que aquí lo llaman salvaje. Afortunadamente no estuve mucho tiempo en Calamar, pero allí presencié a campo descubierto el baile más curioso que uno pueda imaginar. Andando por el pueblo vi una luz que venía de la orilla del río y oí el extraño ritmo de un tambor acompañado por voces que, para el gusto de algunos, podrían ser cantos, pero para otros serían puros berridos. Había un gentío agolpado alrededor de una pareja bailando, pero me abrieron paso para que pudiera mirarlos. Las luces provenían de las velas que iluminaban las mesas donde vendían bizcochos, golosinas y ron. Por su parte los bailarines, un negro viejo y una mujer, bailaban a la luz de la luna y en la danza adoptaban posturas interesantísimas. Ella bailaba suelta mientras los brazos del hombre la rodeaban sin tocarla y él intentaba seguirle el ritmo, agachándose un poco de tal manera que los brazos quedaran al nivel de la cintura de la mujer.

EL

VAPOR

DEL

MAGDALENA

La navegación en el Magdalena — El Barranquilla — La desembocadura del Cauca — Una pasajera pierde el barco — Casas — Los bogas y sus mujeres — Las hormigas del Banco — Un cura también acucioso —Puerto Nacional — La fecundidad de los ichtyophagi — San Pablo — Oportunidad para practicar la medicina — Tomar agua y agua para tomar — Geografía de la región — Geógrafo perdido en el monte — Encallado en un banco de arena.

La navegación en el Magdalena tuvo una infancia prolongada. Bolívar anuló arbitrariamente el primer contrato que daba el monopolio de la navegación al señor Elbers; éste lo recuperó años después, pero lo volvió a perder por incumplimiento del contrato. Desde entonces la navegación por el Magdalena ha estado abierta a la libre competencia y hasta hace poco los vapores pertenecían a dos compañías. La de Santa Marta, en asocio del gobierno, cuyos barcos, siempre que pasaba la canoa del correo lo recogían y lo llevaban a su destino. La compañía rival, de Barranquilla y de Cartagena, tenía otra línea de vapores sin ninguna ayuda oficial. Ambas empresas fracasaron y es muy posible que la inglesa actual corra la misma suerte porque introdujo barcos totalmente inadecuados para la navegación en el río y los administra tan mal como solo puede hacerlo una compañía que maneja todos los negocios desde el exterior. Sin embargo, la empresa tendría éxito si se pusiera en buenas manos. El pasaje de Barranquilla a Honda vale $ 96 y el regreso $ 24. Hay suficiente carga para muchos barcos, a $19 la tonelada aguas arriba y a $ 16 aguas abajo. Para el viajero detenido en un pueblo tan pobre y aburridor como Calamar, que ni siquiera tiene vegetación interesante, nada puede ser más agradable que ver aproximarse el barco que estaba esperando. Los pilluelos desnudos y de piel amarillenta, jaspeada de mugre, gritan; "¡Vapor!", las mujeres alistan las botellas y los amos de la creación que, como siempre, estaban en posición horizontal, se incorporan lentamente y caminan hacia la orilla. Me tocó viajar en el Barranquilla bajo las órdenes del Capitán Chapman, perito en veleros de alta mar, pero poco experto en navegación fluvial. Los barcos del Magdalena, como los del Misisipí, tienen un solo piso destinado a los pasajeros; la cubierta es para los mecánicos, los fogoneros y los bogas. Estos últimos son magníficos marineros y su jefe es el contramaestre. El del Barranquilla se llamaba Pedro, hablaba un poquito de inglés y era una extraña mezcla de salvaje y hombre civilizado. El pasajero entra en contacto con Pedro inmediatamente, porque este es quien se encarga del equipaje e insiste en ponerlo en la bodega, pero, como favor especial, el Capitán Chapman rescató el mío de sus garras y mandó subirlo al camarote. Es mejor que el viajero sepa antes de embarcarse lo que le puede pasar a su equipaje. Prácticamente nada de lo que se tenga en el baúl justifica el esfuerzo de bajar a buscarlo a la bodega, que cuando mucho, tiene un tronco con muescas que sirve de escalera, y si hay mucho equipaje —todo pasajero tiene derecho a dos cargas, es decir, a cuatro baúles— lo más posible es encontrar el propio completamente sepultado bajo otro equipaje o los baúles desperdigados por toda la bodega, porque de vez en cuando algún desafortunado pasajero, sudando en ese horno oscuro y húmedo, iluminado por una luz mortecina, desordena todo tratando de encontrar un baúl

perdido. Es terrible tener que bajar a la bodega a buscar algo. Al final el viajero, bañado en sudor y a punto de desmayarse, resuelve prescindir de lo indispensable antes que seguir en ese infierno. El Manzanares tiene un camarote en cubierta para las señoras, donde viajan ellas solas, pero toman las comidas en el comedor con los caballeros que las acompañan. El Barranquilla tiene un pequeño espacio triangular en la popa que llaman el camarote para señoras. Es estrechísimo, pero sirve a sus propósitos por ser tan pocas las señoras que viajan. Con nosotros iban dos niñas con su sirvienta y esta durmió en el camarote principal. No hay literas porque impedirían la circulación del aire; en su lugar, dan catres y la persona a quien no le guste dormir sin sábanas y sin cobijas, las debe traer. Cuando viajan muchos pasajeros siempre se presenta una rebatiña para conseguir los mejores puestos, y si el capitán no toma cartas en el asunto el camarote se llena de camas atravesadas por todas partes desde las seis, a pesar de que se supone que nadie tiene derecho a colocar ninguna cama antes de las ocho. Yo le puse toldillo a mi hamaca y dormí muy bien. El toldillo para hamaca es una gran bolsa invertida con dos mangas para las cuerdas. En el vapor todo el mundo madruga. Primero se dobla la ropa de cama y se guarda en algún sitio donde esté más o menos segura, luego un ayudante quita los catres y después viene la hora del aseo personal, aunque los granadinos no parecen darse ninguna prisa para hacerlo y muchas veces lo pasan por alto. Es difícil conseguir agua y todavía más una toalla que aquí llaman paño de mano, y que, generalmente la hacen de tela para sábanas y bordada de rojo en ambos extremos. Después ofrecen un anisado, que pronuncian anisau porque en las palabras que terminan en ado omiten la d y unen las dos vocales en un diptongo, como el ou del inglés thou. Según me informaron, el anisado es una especie de ron destilado de la semilla del Anethum Foeniculum, cuyo nombre vulgar es anís. En el Magdalena se toma mucho y reemplaza al chocolate, que es muy difícil de preparar a bordo a esta hora; pero también dan café, que es un sustituto mucho mejor. El desayuno lo sirven alrededor de las diez en un espacio cubierto pero muy estrecho y abierto a los lados, que está entre el camarote y la cabina del capitán. Además de otros manjares nos dieron galletas de soda y mantequilla, y personas que apenas sí conocían a esta de nombre se la servían ávidamente con una cuchara. En toda la Nueva Granada utilizan la palabra mantequilla, diminutivo de manteca, que es el nombre correcto, pero que aquí se refiere exclusivamente a la grasa de cerdo. En el barco nos dieron varias clases de estofado; de res, de chivo, de pollo, etc., pero ninguna legumbre; solamente arroz y muy de vez en cuando plátanos. En cambio, a los bogas no les dan ni arroz ni pan, sino plátanos todo el tiempo. Es muy interesante ver a los bogas preparar su comida: directamente de la res cortan la carne en tiras y las frotan con sal para después dejarlas secar colgadas de una estaca. La carne preparada así se llama tasajo y verla amontonada es suficiente para darle náuseas a cualquiera. Cocinan el tasajo cortado en pedazos, en una olla grande de hierro puesta sobre tres piedras o tulpas colocadas en cubierta. Este es el fogón común del campesino, pero claro está que a bordo hay que armarlo sobre una caja llena de tierra. Al agua en que se cocina la carne le echan pedazos de plátano verde y la dejan hervir hasta que amenaza derramarse. El resultado es un caldo de apariencia repugnante que sirven en una caparazón de tortuga y que devoran utilizando las manos y cucharas de palo, hasta que raspan el fondo de ella. Apenas una cena de antropófagos me daría más asco, y sin embargo, uno de los pasajeros me comentó que prefería esa comida a la que nos daban a nosotros. Los ribereños comen mucho pescado, pero en el barco no lo sirven nunca, por barato. En el río solo los plátanos cuestan menos. En contra de la opinión del doctor Mussey, aquí existe la creencia de que comer pescado aumenta la fecundidad. El capitán me mostró un pasajero de Remolino que tiene veinte hijos en la misma mujer y toda la apariencia de poder aumentar su progenie todavía mucho más. Según el capitán, esa fecundidad se debe a los hábitos alimenticios de la familia que vive de comer pescado.

Pero aún no he descrito todo el barco. La cabina del capitán es un cuartico con dos alacenas, situada entre la chimenea y el espacio destinado a comedor. En este último caben veinte personas, pero muy pocas veces viajan tantos pasajeros. Alrededor de la chimenea hay un gran espacio abierto y luego está la cabina del piloto, al cual se le selecciona entre los bogas por el conocimiento que tiene del río, pero éste es tan ineficiente, que el capitán y el mecánico se dividen sus responsabilidades. El mecánico está siempre alerta para detener los motores o para devolver sin esperar las órdenes del piloto. Al frente de la timonera hay un espacio amplio cubierto con un toldo que sirve de estadero a los pasajeros. El piloto se molesta porque estos le tapan la vista y a su vez los molesta gritándoles todo el tiempo que cambien de sitio. El mecánico tiene la cabina en cubierta. El del Barranquilla se llamaba Salt y era hombre muy superior al que uno esperaría encontrar en ese puesto. En otro barco en que viajé, cuando se detenía, teníamos el gusto de sentarnos a la mesa con un mecánico americano, un piloto inglés y su ayudante irlandés, y con un negro bien parecido que ocupaba algún cargo en el barco. El capitán no puede considerarse superior a los mecánicos cuando éstos ganan salarios semejantes y tienen conocimientos iguales a los de él. Las compañías cometen el error de contratar capitanes por el solo hecho de haber sido buenos oficiales de barcos mercantes en alta mar, pero sin experiencia en navegación fluvial y que nunca han visto los rápidos de un río. El almuerzo es la repetición del desayuno. Es precipitado juzgar la educación general de un pueblo basándose en las maneras de los comensales de un vapor, especialmente cuando, como en este caso, hay tantos países representados. He visto gente comer como cerdos en barcos que navegan en aguas occidentales, pero nunca había encontrado peor servicio. Richard el camarero es un negro jamaicano de muy buena voluntad, pero tenía dos ayudantes indios completamente estúpidos. Es supremamente difícil conseguir buenos meseros. Los que me tocaron a mí casi no entendían español, y tampoco podían hacerse entender. Oí a un pasajero regañar a uno de ellos y le pregunté la causa; me conté que le había pedido un cuchillo y que cuando se lo traía, lo vio rascándose el brazo con él. Se quejó y entonces el tipo lo limpió en el pantalón. La falta de variedad de la flora en las orillas del río recuerda el paisaje —o la falta de paisaje— del bajo Misisipí. Pero no creo que en este último el nivel del agua sea tan bajo para permitir ver riberas tan altas como las que se observan aquí. Tengo la impresión de que el Misisipí es muchísimo más profundo que el Magdalena, más ancho y más sinuoso, pero, si mi memoria no falla después de tantos años, las aguas del bajo Misisipí y las del Magdalena son del mismo color. El barco se detiene muy poco, casi únicamente a cargar leña, así que las otras paradas son acontecimientos dignos de relatar. El miércoles el barco salió de Barranquilla y pasé la noche en Remolino, puerto para los barcos de Santa Marta. Nos dijeron que la distancia entre Barranquilla y Remolino es de seis leguas, según mis cálculos son veintiuna millas y todavía menos si son leguas nuevas. La explicación que nos dieron para justificar el hecho de que esta primera jornada hubiera sido tan corta fue la demora ocasionada por la dificultad de maniobrar el barco en el estrecho brazo del río donde está el puerto. El jueves, antes de llegar a Calamar, habíamos recorrido ocho leguas y media, es decir, unas veintiocho millas. El barco se detiene una vez al día a cargar leña en depósitos de la compañía. Un agente vendedor de leña que viajaba con nosotros resolvió desempeñar por su cuenta tantas de las funciones del oficinista del barco que por mucho tiempo creí que el empleado era el pasajero. El viernes nos detuvimos en una pequeña aldea donde funciona la cabeza del distrito en una especie de granero, con techo de paja, y en vez de paredes, palos para dejar entrar la luz y el aire e impedir que entren animales del tamaño de un cerdo o más grandes; pero como no tiene puerta, los barrotes no cumplen su función. Dentro de esta especie de cárcel vi una madre con más hijos que el famoso John Rodgers: se trataba de una marrana estirada en un piso lleno de polvo negro,

gruñendo y satisfecha con su suerte. ¡Afortunada la prisión que solo es testigo de escenas tan felices! Claro está que cuando detienen a un animal bípedo, apresan su aparato locomotor entre dos troncos, el cepo. En esta forma, así como el hombre a quien le faltan “el pulgar y el índice de la mano derecha” no puede votar, al que ha perdido las dos piernas y mientras no inventen otro sistema, no lo pueden encarcelar. Un grupo multicolor de gentes de ambos sexos, de todas las edades y en diversos grados de desnudez, se reunió en la playa para mirarnos. Entre ellos escogí para dibujar a la mujer y al hijo de un cortador de fustete, porque me parecieron el ejemplo más favorable. La mujer lleva dos canastos repletos de tagua y desafío al lector para que intente imitar el garbo con que lo hace. El vestido sin mangas apenas cubre lo que ella considera necesario. Se llama camisón, aumentativo de camisa, porque es dos veces más largo; la camisa necesitaría otra prenda. Lafamilia del cortador de fustete para compensar su tamaño. El dibujo sería más fiel pero menos bello si hubiera dado el color natural a los cuerpos y matizado la piel del niño con las manchas que la naturaleza y los accidentes del día habían dejado marcadas. Uno de los pasajeros me mostró una plantación de árboles de cacao. En realidad es sorprendente lo poco que las siembras de plátano y de caña interrumpen la interminable extensión de la selva. Dicen que cuando el hombre blanco trajo su maldición al Nuevo Mundo, las riberas del Magdalena eran un solo pueblo desde Sabanilla a Honda, pero la codicia del conquistador exterminó a los que hasta entonces habían sido sus felices habitantes.

La familia del cortador de fustete

El sábado por la mañana otro pasajero me señaló lo que yo hubiera tomado por un brazo del río rodeando una isla; pero aunque tenía el mismo color que el Magdalena, en la superficie flotaban muestras de vegetación que no habíamos visto en las aguas del Magdalena. Era el río Cauca, que después de luchar dura y prolongadamente contra las rocas, se tranquiliza y adquiere el mismo talante reposado del Magdalena y del Misisipí. El sábado a medio día llegamos al extremo de una isla que queda frente a Mompós, antiguamente escrito Mompox, que según los mapas está a cuarenta leguas y media de Barranquilla; anduvimos pues 148 millas en cuatro días, porque ese día no avanzamos más, y restando uno para tener en cuenta los tropiezos y las paradas, tenemos un promedio de 50 millas diarias. Mompós es considerado como el lugar más caliente del río. Atrás se siente todavía la influencia de las brisas del mar, y más adelante la altura disminuye el calor, pero en Mompós las influencias que restringen la fuerza del sol son mínimas. La población tiene aproximadamente los mismos habitantes que Barranquilla, pero es muy diferente, porque es ciudad muy antigua y religiosa. Hay bastantes iglesias y en condiciones mucho mejores que la iglesia de Barranquilla parecida a un granero solitario. Las escuelas, en cambio, no son tan buenas como las iglesias, aunque el domingo, día en que salimos, iban a inaugurar una escuela para niñas de clase alta. Conocí el

cementerio, que es uno de los mejores de la Nueva Granada. Al frente tiene una reja de hierro de fabricación granadina, que Bolívar admiraba mucho. Sobre el portón hay una inscripción que dice: “Aquí confina la vida con la eternidad”. Adentro, como en todo cementerio, hay una capillita especialmente sencilla. Las mejores tumbas son bóvedas de ladrillo, parecidas a hornos rústicos y empotradas en la pared; algunas están bellamente realzadas con torres diminutas. También hay monumentos sobre el piso, sin mayor mérito artístico. Mompós está situado en una isla y es ciudad de joyeros y de bogas. Tal vez el origen de su grandeza lo debe a la insularidad que la hace accesible por canoa a las comarcas cercanas. El desembarcadero de vapores está al final de la ciudad, en el extremo de una isla deshabitada. Más abajo, al frente de la parte vieja de la ciudad, se encuentra el muelle para las embarcaciones ordinarias que traen víveres a la plaza de mercado que está al pie, en un espacio abierto, pero con un muro de tres pies de altura al lado del río, cuya finalidad no alcanzo a comprender. Me asusta la idea de acometer la tarea de describir los mercados de la Nueva Granada, así que del de Mompós solo mencionaré que allí conocí el fruto del Anacardium occidentale o anacardo, árbol inmenso llamado aquí caracolí. La fruta es una nuez acorazonada cuya corteza produce un liquido lechoso y corrosivo y el tallo de la nuez se engruesa hasta tomar la forma de una pera, pero más larga y pequeña y de sabor amargo, astringente y desagradable. En Mompós tuve la oportunidad de presenciar una escena de lo más emocionante. Una dama francesa viajaba en el vapor Nueva Granada para reunirse con su esposo en Bogotá. Al mismo tiempo una familia francesa bajaba en el Manzanares rumbo a “la belle France”. La señora pasó al Manzanares para conversar con sus amigos, ya que los dos barcos atracaron uno al lado del otro toda la noche. Por la mañana siguieron conversando y antes de que ninguno de ellos se diera cuenta zarpó el Nueva Granada, y cuando lo vieron ya iba tan lejos que ni valía la pena gritar. Pobre mujer. No tenía ni una capota que ponerse ni un dólar en el bolsillo. Le aconsejaron que decidiera entre dos posibilidades: la primera, tomar una canoa y seguir al Nueva Granada, aunque no había mucha posibilidad de que lo alcanzara; y la otra, que parecía más factible, conseguir un caballo y hacer travesía en línea recta, cortando la cuna del río para alcanzar el barco más arriba. Lo malo era que no se encontraba ningún caballo por parte alguna. Centenares de personas estaban angustiadas con el problema de la señora, entre ellas yo. No era más que una mujer desconocida, una extranjera, una pasajera que había dejado el barco. En nuestro país posiblemente la gente en el muelle estaría muerta de la risa, pero aquí todos estaban preocupados; en la media hora siguiente no se habló de otra cosa y todo el mundo miraba río arriba. De repente la muchedumbre estalló en un “viva” espontáneo al ver aparecer al Nueva Granada doblando la curva al extremo de la isla. El episodio hace honor a los momposinos, ya sea que se lo acepte como testimonio en favor de la naturaleza humana en general, la cual tiene tantos rasgos amables comunes a todos los animales gregarios, o que se le considere como prueba favorable al granadino en particular. En Mompós comimos por última vez unos panes de más de un pie de diámetro y de un cuarto de pulgada de grueso, blancos, tiernos pero muy insípidos. Se llaman cazabe y se hacen con el almidón extraído de la raíz venenosa de la mandioca o Manihot utilissima, arbusto euforbiáceo. La raíz también la sirven partida y cocinada y en esta forma la llaman yuca. Esta última no debe confundirse con la Yucca de la familia de las liliáceas, hierba o arbusto herbáceo que crece muy lentamente y solo en un año alcanza la madurez. La mandioca florece muy de vez en cuando y nunca he visto arrancar las raíces pero se utilizan como sustituto de la harina, rallándolas primero y lavándolas luego en agua fría. Quedé sorprendido al visitar los jardines en Mompós y encontrar tantas plantas éonocidas. La más común es la Balsamina, que crece también en nuestros jardines, Impatiens Balsamina; vi una adelfa florecida y cargada de frutos y una enredadera que no conocía, el Polygonum, que aquí le dicen Bellísima y tiene cáliz petaloide permanente. Sería magnífica adquisición para nuestros jardines. Los jardines que conocí estaban en los patios de casas de dos pisos y la mayoría de las

plantas sembradas en ollas colocadas alrededor del patio. Como fueron las primeras casas particulares que visité, vale la pena que las describa. La casa claustrada es la que solo tiene una gran puerta a la calle llamada portón; el corredor que conduce de este a la puerta interna es el zaguán, enladrillado o a veces empedrado con piedras pequeñas, entremezcladas con vértebras de res o de cerdo, formando figuras. El zaguán conduce a una esquina del espacio cuadrangular, sin techo, que está en medio de la casa y que en la Biblia se llama atrio. Aquí le dicen patio y está rodeado en los cuatro costados por el corredor. El pretil es la balaustrada que separa el corredor del patio. Las habitaciones dan generalmente al corredor y solo las del frente no tienen ventanas al patio. En las casas de dos pisos las escaleras son de ladrillo con el borde del peldaño en madera, y están situadas en uno de los extremos del corredor. Las piezas del piso bajo, con puerta a la calle, se utilizan como tiendas o se arriendan a gente pobre; en este caso, se aíslan del patio. Estas familias no tienen fuera del cuarto más espacio vital que la calle y se convierten en un estorbo para la vecindad.¡Pobres! El decoro es un lujo que está fuera de su alcance. No hay casas de más de dos pisos; la casa baja es la más común y la más cómoda cuando no es húmeda, pero la gente prefiere la alta porque es de apariencia más ostentosa. Existe otra diferencia radical entre las casas de techo de paja y las de techo de teja. Las primeras son indudablemente más frescas pero corren el peligro de incendiarse y si no se repara el techo continuamente, se pudre y deja pasar el agua cuando llueve. Tejas, el plural de teja, se puede escribir texas. Los techos de paja derivan su nombre de los españoles. En España efectivamente la paja se hacía con tallos de yerba, pero aquí se utilizan por lo general, las hojas de una planta de las pandanáceas, la Carludovica palmata, llamada vulgarmente iraca, jipijapa y nacuma. Los sombreros Panamá los hacen con las hojas verdes de esta planta después de deshilacharlas muy finamente y de meterlas en agua hirviendo para que las tiras adquieran forma cilíndrica. Hacer un sombrero toma en general una semana y su precio y calidad dependen de la habilidad del trenzador. El precio promedio es de ochenta centavos, pero los más finos se venden en $ 50 y hasta en $ 100. Por metonimia, deberíamos llamar en inglés a los sombreros de esta clase thatch (paja) más bien que tile (teja), que es como comúnmente los conocemos. Los dueños de las siembras venden en la mata las hojas de iraca, las cuales crecen desde abajo en pecíolos lisos de ocho pies de largo y se parecen mucho a las hojas de la palma. En cambio, la flor tiene un notable parecido a la espiga del maíz. Prácticamente no hay tierra caliente en la Nueva Granada donde no se dé esta planta tan útil. Salimos de Mompós el domingo a las ocho, y no a las seis, como estaba programado. La tripulación tiene a veces que salir en busca de pasajeros descuidados o retrasados para que el barco no los deje. Estas demoras sorprenden, divierten y molestan. El barco remolcó un champán, embarcación plana con techo abovedado de paja y tripulación de bogas. Las mujeres vinieron a despedirlos y mientras estaban sentadas en la playa me sorprendió el hecho de que todas llevaran faldas azules. Después me di cuenta de que ese es el color que usan preferentemente las clases pobres en la Nueva Granada, no sé si por gusto o por la abundancia de añil en el país. Las mujeres parecían tristes, quizá habían bailado toda la noche e ido a misa por la mañana y ahora despedían a los hombres, cuyos últimos cuartillos habían ayudado a gastar y volvían al río a fin de conseguir más dinero para despilfarrar después en la misma forma. Antes de que se introdujera la navegación a vapor era imposible contratar bogas en el bajo Magdalena que navegaran más arriba de Mompós, ni ninguno en el alto Magdalena que descendiera más allá de esta ciudad; así que todos los champanes tenían que demorarse aquí hasta que con mucha dificultad conseguían nueva tripulación. En la misma isla está Margarita, el sitio más paradisíaco que ha visto en la Nueva Granada. Las casas no están agrupadas sino situadas a lo largo del lado occidental de la calle paralela al río y escondidas entre naranjales. La iglesia está en la mitad de esa larga sucesión de casitas rústicas. Completaban la belleza de la escena niñitos reunidos en grupos a la orilla del río, hijos de Adán y Eva en todas las etapas de

desnudez, desde la anterior a la hoja de parra hasta aquella en que pintores pudibundos intentan ocultarla. Margarita está a quince millas de Mompós y el distrito tiene 1.827 habitantes. Avanzamos otras treinta millas sin pasar un solo caserío o pueblo que mereciera ese nombre, pero vimos una cantidad increíble de niños bajo los árboles de las orillas. Por la tarde llegamos a El Banco, cincuenta millas adelante de Mompós y nos detuvimos para cargar lelia. Vi las ruinas de una iglesia sin terminar, enorme, sin piso e invadida por la maleza; parecía un monumento a la ambición y quizá marcaba la declinación del poder de la Iglesia Romana. En El Banco observé algo muy curioso, un larguísimo desfile de hormigas, cada una cargando un pedacito de hoja en la boca. En realidad esta descripción es demasiado desteñida: lo que vi fue una trocha en la hierba, de unas seis pulgadas de ancho, tan trajinada como podría estarlo un sendero de ovejas en Cumberland. El caminito estaba atestado de viajeras acuciosas, unas viniendo de casa, otras regresando con un pedazo de hoja de media pulgada cuadrada. Seguí la trocha para conocer el hormiguero y fue muy curioso ver cómo el camino pasaba por debajo de troncos, piedras y breñales hasta internarse en el monte. Caminé mucho tiempo pero tuve que renunciar a encontrar el hormiguero. A estas hormigas las llaman arrieras —el masculino de esta palabra designa al hombre que conduce bestias de un lugar a otro— y son una peste terrible. Existe la creencia de que los animales que se alimentan de hormigas rechazan esta especie debido a que tienen cuatro antenas fuertes y muy agudas. Las arrieras pueden transportar, cada una, un grano de maíz, y estoy seguro de que una colonia hace desaparecer cargas enteras. ¡Pobre del naranjo que ellas decidan atacar! La mejor y tal vez la única defensa posible, es rodearlo de agua. Algunas personas llegan hasta rodear con una quebrada la casa amenazada por las arrieras, pero otros simplemente caen en la desesperación ante semejantes invasiones domiciliarias que violan abiertamente la Constitución del 48, pero contra las cuales no hay arquitectura ni medida que valga. Una vez estaba sentado por la tarde en una casa cerca a Tuluá, cuando me pareció ver algo blancuzco que se movía por el suelo; fui a investigar de qué se trataba y vi un riachuelo de arroz que nacía en una tinaja que estaba debajo de la cama; cada arriera llevaba un grano de arroz, por lo cual mucho antes del amanecer habrían desocupado la tinaja porque estas diligentes ladronas trabajan noche y día, sin parar ni siquiera los domingos. La única esperanza de salvar el arroz fue colgar el botijo del techo con una cuerda de cerda haciéndole el nudo que los marineros llaman lazo de perfecto amor. Pero el botijo se cayó, se quebró y las hormigas se llevaron todo. Lo que realmente me sorprende es que un enemigo tan invencible no cause más estragos a su alrededor. Observé una fila de arrieras que cruzaba un sendero y, claro, muchas morían aplastadas bajo los pies de los amos de la creación, quedando la carga abandonada porque ninguna hormiga recoge la que llevaba otra. Descubrí también que si se les quitan las antenas pierden el sentido de orientación. No sé si es por el olfato o por otro sentido que se orientan, pero en todo caso no es por el de la vista. Hice el ensayo de borrarles el camino con un poquito de grasa de chocolate, tan pequeño que no era obstáculo insalvable para las patas y apenas tan extendido como la longitud del cuerpo de una de ellas. A cada lado de la grasa se acumularon centenares y estaban completamente perdidas, aunque casi se podían tocar con las antenas. Por fin, alguna émula de Colón dio el ejemplo: por donde ella cruzó, cruzaron todas y se restableció el camino. Pero volvamos al barco. “¿Ve ese joven tan buen mozo recostado al pilar?”, me preguntó uno de los compañeros de viaje. Miré y vi un hombre joven con una especie de corbatín que aquí llaman sotacuello (alzacuello) y que consiste en un paralelogramo de unas dos pulgadas de ancho, casi siempre de tela de estambre y más apropiado para una escarapela que para cualquier otra cosa. Esta prenda y la tonsura, círculo cuidadosamente afeitado en la coronilla y del tamaño de la moneda de un dólar, indican el oficio sagrado del que las luce.

“Bien, continuó mi amigo, ese es el cura del Banco y, con todo lo joven que es, me cuentan que tiene doce hijos reconocidos”. Otro amigo que pasó por El Banco algún tiempo después mencionó por casualidad que le había tocado ver el bautizo del último hijo del cura. Pero que la incredulidad no sobresalte al lector, ni que se niegue por repugnancia o compasión a oír la explicación natural de este fenómeno. Hay que recordar, en primer lugar, que aquí esta conducta no se considera crimen vergonzoso en un hombre soltero, sea éste sacerdote o laico. En segundo lugar, la perspectiva de un matrimonio virtuoso es la principal protección de la virtud en ambos sexos. Cierto día, conversando de este tema con un hombre inteligente lo hice reír de buena gana al contarle la historia del hombre que cumplió ochenta años sin haber salido nunca de Bagdad, su ciudad natal. El Califa, que deseaba tener la prueba de la tranquilidad de su reino inscrita sobre una tumba, le prohibió bajo pena de muerte salir de la ciudad. Al día siguiente, muy temprano, mandó a preguntar por el octogenario, pero éste había escapado durante la noche. Por lo general, el joven aspirante al sacerdocio no es ningún novicio en libertinaje, pero aun cuando lo fuera, el solo voto de castidad sería suficiente garantía de que pronto dejaría de ser casto. Pero quizá la causa del mal radica más en el confesonario que en el celibato. El sacerdote debe conocer los pecados de sus feligreses en pensamiento y en obras. Cuando sospecha que alguna pecadora, por timidez, calla lo que debiera confesar, tiene el deber de interrogarla y ella de contestarle. Mientras el pastor protestante no puede dar el primer paso hacia una familiaridad indebida sin apartarse de sus deberes profesionales, el sacerdote católico puede prácticamente arruinar un alma confiada a su ministerio, antes de que él mismo se haya dado cuenta de la naturaleza de sus propias intenciones.

Por último, la posición de la mujer no está limitada por las estrictas leyes de decoro que rigen entre nosotros. Su caída no ocasiona la deshonra permanente ni la exclusión total de la sociedad. Tengo la impresión de que no se la juzga más severamente que a un muchacho calavera en la Nueva Inglaterra, y quizá todavía menos. Así, teniendo en cuenta todos estos factores, encontrar un sacerdote casto en estas latitudes debe ser fenómeno bastante raro. Es imposible que la imaginación humana o la malicia satánica sean capaces de inventar una posición en la que la caída de un hombre sea tan inevitable e irreparable como en esta. Le pregunté a dos personas cuál era más o menos la proporción de clérigos que faltan a su voto de castidad. Uno de ellos, amigo de sacerdotes, contestó, “alrededor del 99 por ciento”. El otro es anticlerical, y por eso su respuesta debe recibirse con un grano de sal: “Entre el clero secular (curas párrocos) el 98 por ciento; entre los regulares (religiosos) el 102 por ciento. Por consiguiente, añadió, la lujuria excesiva de estos es suficiente para compensar cualquier ejemplo ocasional de castidad entre los seculares". Además, la libertad que se toman los sacerdotes no es siempre mal vista por la gente. A una mujer que me comentaba su horror ante la sola idea del matrimonio de aquellos, le pregunté si en realidad prefería el cura del Banco a uno casado y fiel a su esposa. Me contestó: “Claro, porque los sacramentos pierden toda validez si los administra un cura casado, pero nunca si los administra uno soltero por más disoluto que sea”. Hace poco el párroco de la isla de Taboga, cerca de Panamá, aprovechando la nueva ley sobre matrimonio civil, estaba haciendo las diligencias para casarse. Nunca nadie se quejó de que

hubiera vivido muchos años con la mujer con quien ahora quería casarse y de quien tiene varios hijos; los hombres consideran que la familia está más segura si el cura tiene su propia mujer. En cambio, cuando dio los primeros pasos para contraer matrimonio civil, todo el mundo se escandalizó. Hasta el periódico Panamá Star escribió un editorial en inglés contra él, y para rematar, el sustituto del Obispo de Panamá, quien está en exilio, le informó que lo destituiría si continuaba con su proyecto de casarse. La pobre pareja llegó a la conclusión de que lo mejor era seguir como antes. No he oído a nadie quejarse de la falta de castidad de los sacerdotes. Posiblemente actúan bajo el principio del zorro aprisionado en la trampa, de la fábula de Esopo, el cual no dejaba que le espantaran las moscas a medio saciar que tenía encima, de miedo de que vinieran otras más hambrientas a sacarle la poca sangre que le quedaba. Hace muchos años un cura de Bogotá tenía especial debilidad por niñas inocentes e ingenuas. Cuando se descubrió que había seducido, casi al mismo tiempo,a las niñas de cinco o seis de las mejores familias de la capital, la indignación fue general y las autoridades eclesiásticas lo mandaron a Roma para que lo juzgaran. Pasado cierto tiempo, ya suficientemente castigado o arrepentido, lo enviaron a ejercer sus sagradas funciones en Cartagena. Pero ya estoy fatigado de tratar este tema tan penoso, el cual, sin embargo, no podía con toda honradez dejar pasar en silencio. El vapor sale por fin del Banco y la selva magnífica e interminable reemplaza a la muchedumbre abigarrada del puerto. Vamos río arriba, las poblaciones y los grupos de niños en las orillas se vuelven cada vez más escasos y pequeños. Paran los motores y la selva es tan espesa que cuando el boga salta a la orilla para atracar, apenas sí encuentra donde pararse. Hay muchísima Heliconia, que aquí llaman lengua de vaca, pertenece a la familia del plátano, del arrurruz y del jengibre, pero es el género más común de todos. Sus hojas anchas, horizontales y venosas, junto con las de las palmas y las de las pandanáceas, son el único indicio claro de que el paisaje es tropical. Avanzamos todo el día siguiente, parando solo para cargar leña. No entiendo porqué estas fértiles riberas por las cuales pasan semanalmente barcos permanecen casi inhabitadas y sin comercio. Para un americano este fenómeno es incomprensible, educado como está en el principio de economía política según el cual el tráfico engendra comercio. El primer cambio en la lista de pasajeros fue la inclusión de nuestros nombres en Calamar, luego borraron el de los que se quedaron en Mompós, entre otros las niñitas con la niñera, y es posible que allí hayan añadido a la lista uno o dos nombres nuevos. En Puerto Nacional o Puerto Ocaña, como le dicen frecuentemente, se bajaron otros pasajeros y me duele todavía haber perdido la compañía de dos de ellos. Esos buenos amigos eran el señor Gallego y su hijo Ricardo. El padre es exiliado político de Venezuela y fue gobernador de Maracaibo bajo Páez. Piensa establecerse en Cúcuta, en la frontera con Venezuela. Venía de Curazao, donde en vano solicitó permiso a su país para venir a la Nueva Granada por el camino más directo y traer a su familia que está todavía en Maracaibo. Le espera un viaje terrestre muy duro, cuarenta millas y media a Ocaña, setenta y una y media a Salazar y cien más a San José de Cúcuta. El vapor se detuvo frente a un campo abierto a una distancia de tres cuartos de milla de Puerto Nacional. Recorrí la campiña donde encontré una casa desierta y vi un helecho trepador de un género que a veces se da en nuestro país, elLygodium hirsutum. Un poco más allá está la desembocadura de un río pequeño, y por eso situaron el desembarcadero cerca, en la mejor orilla. El camarero a quien pienso inmortalizar un poco mas adelante, cogió el único bote y antes de que yo me diera cuenta se fue por el riachuelo al pueblo. Como quería conocerlo, anduve la mitad del camino hasta que se hizo tarde y tuve que regresar al barco sin haber visto el pueblo ni siquiera de

lejos. De manera que solo conocí elpuerto del Puerto de Ocaña; sin embargo, la caminata valió la pena porque vi muchas variedades de plantas desconocidas para mí. El presidente T. C. Mosquera afirma que muchas veces ha visto subir el termómetro en Puerto Nacional a 104º a la sombra; dice que es la temperatura más alta que conoce en la Nueva Granada. Sin embargo, en otra parte da esta temperatura como la media, a pesar de que también ha dicho que la temperatura media más alta de la Nueva Granada es de 86º6’. Según Codazzi la temperatura media de Puerto Nacional es de 81º, cifra que no peca por baja, creo yo. En este lugar algún negro buen trabajador tendría la oportunidad de enriquecerse con el comercio de la tagua o marfil vegetal. Las nueces de tagua no son la fruta de una palma ni de un árbol, sino de una pandanácea sin tallo y con hojas semejantes a las del cocotero. La planta es unisexual y estaminífera. La fruta crece a nivel de tierra y en Sabanilla, desde donde exportan la mayoría se vende más o menos a dos centavos la libra, aun cuando debería valer por lo menos el doble.

Planta de marfil vegetal

El hombre que aparece al lado de la planta de tagua está a escala para dar idea de la altura de la planta. Es un ribereño típico del Magdalena con su vestido más elegante. Es casi un mestizo puro, mitad negro y mitad indio, pero nadie sabrá nunca la exacta proporción en que las tres razas se mezclan en sus venas. El sombrero se llama, por la forma, raspón, y puede estar hecho de palma, de rama o de cuba. No es un jipijapa porque lo fabrican de hojas de palma trenzadas en tiras largas, cosidas en redondo, igual a muchos de los que se hacen en nuestro país. Es posible que

sea demasiada pretensión llamar pantalón al resto del vestido, podría denominarse tapa, aunque este término lo utilizan para referirse a cualquier cosa con que se cubran y que puede ser tan reducida como la mitad de una hoja de parra. En la mano derecha tiene el canalete y el machete del que no prescinde nunca, el cual tal vez de pura pereza no se ha colgado al cinto. El modesto intento de adornar con flecos el extremo de la vaina del machete demuestra cómo hasta a los hombres más primitivos les encantan los adornos. El machete no es para defenderse de hombres o de animales; le sirve de hacha y para cortar los bejucos y malezas que le cierran el paso cuando anda por la selva. El machete, la canoa, los anzuelos, el sedal y la red son sus herramientas de trabajo, y si se añaden una camisa y una hamaca, se tendrá la lista completa de todas sus riquezas. Y no desea nada más. El pescado le cuesta menos trabajo que al campesino desenterrar papas con azadón en una loma, y los plátanos los consigue todavía más fácilmente. Entonces ¿qué necesidad tiene de trabajar? Amable e indolente posiblemente se le podría convertir en un buen ciudadano educándolo y gravándolo en forma adecuada. A pesar de estar armado con el machete nunca pelea, a menos que se le ultraje violentamente, y aun así solo lo hace en grupo, nunca solo; pero una muchedumbre granadina encolerizada tiene una capacidad destructora incalculable. En amor, lo domina más la pasión que la prudencia, lo cual se deduce por los datos del censo de 1851, que registra para ese año en el distrito de Puerto Nacional 32 mujeres casadas y 67 nacimientos. Ancízar dice que “esta gran fecundidad es atribuible a la enorme cantidad de pescado que consumen”. También se dice que el antiguo estipendio que había que pagar para contraer matrimonio, $ 6.40, fue la causa de muchos nacimientos ilegítimos. Al día siguiente nos detuvimos una sola vez en el límite de un bosque espeso para recoger leña. De allí en adelante los barcos corren mucho peligro navegando de noche, y por eso al atardecer atracamos en la ribera occidental, cubierta de yerba alta. Me advirtieron sobre el peligro de las culebras y siguiendo el consejo no bajé a tierra, pero logré cortar un tallo de caña brava, que es una yerba gigante con tallo herbáceo pero no hueco; cuando está tierno y jugoso sirve para hacer un encurtido delicioso; los pedazos son tiernos y firmes a la vez, y como no tienen sabor, absorben el del vinagre y el de los otros condimentos. Los maduros, de más de una pulgada de diámetro, se utilizan parahacer cercas y casas. Al florecer, la panoja que se forma en lo alto del tallo es hermosísima, en especial cuando el viento hace inclinar todos los pedúnculos en la misma dirección, agitándolos como la flámula de una lanza. La caña brava crece de 12 a 20 piés. No había mencionado los caimanes, pero como pronto vamos a dejar atrás a estos abundantes e interesantes animales, quiero dedicarles unas cuantas líneas. El caimán es un animal del mismo género del cocodrilo y del alligator. Es abundantísimo en el Magdalena Medio, y en el Bajo es tan común como la especie que se encuentra al sur de los Estados Unidos. En los bancos de arena es posible ver hasta media docena asoleándose juntos y por eso no se puede ni pensar en nadar en el río. A veces arrastran a las mujeres que, sin la protección de una cerca, lavan en la orilla. Sin embargo, desde antes de llegar a Honda no se vuelve a ver ni uno. En el Magdalena Medio también es donde más zancudos hay, pero desaparecen completamente antes de Nare. Como aquí le dicen mosquito al jején, no fue sino después de viajar siete meses por la Nueva Granada cuando aprendí el nombre español del insecto que nosotros conocemos como mosquito (pero con ortografía incorrecta). El zancudo —zancas largas— es un insecto de mayor tamaño que el jején e igualmente insoportable. Al día siguiente llegamos a San Pablo, uno de los pueblos más grandes del río. Queda alrededor de setenta y cuatro millas de distancia de Puerto Nacional y doscientas una y media de Mompós. Un daño en los motores nos detuvo allí. La población parece más grande que El Banco y más agradable que cualquier otro pueblito del río, con excepción de Margarita. El camarero intentó comprar algunos cocos, pero al dueño de estos le pareció más agradable quedarse acostado en la

hamaca que subir a la palma a cogerlos. El problema lo resolvió uno de los bogas trepándose a ella y permitiéndole al indolente propietario obtener ganancias sin sacrificar el dolce far niente. No me gustó el agua del coco; me pareció insípida y sin el sabor peculiar de la fruta; sabe más bien a leche aguada, con más agua que leche. Posiblemente me habría gustado más si hubiera tenido mucha sed. En general el cocotero, Cocos nucifera, me ha parecido más ornamental que útil; de todas maneras en el interior del país no es donde mejor se aprecia, sino a la orilla del mar porque es a donde se desarrolla mejor. El cocotero es la primera planta útil que el hombre deja atrás cuando comienza a subir a las montañas. En San Pablo vi un árbol frutal que es muy abundante en las afueras del pueblo. Más pequeño y esbelto que el manzano, de corteza lisa como la del plátano de Virginia, Platanus occidentalis, y con una fruta del tamaño de la mitad de una manzana, coronada de los restos del cáliz. Se trata del Psidiuin pomiferum, llamado aquí guayabo y la fruta se conoce como guayaba. Por regla general los nombres de árboles son masculinos y terminan en o, mientras que los de las frutas son femeninos y terminan en a. Así, naranjo es el árbol y naranja la fruta. El lugar donde crecen las plantas termina en al: una huerta de guayabas es guayabal. Nunca oí mencionar un naranjal, tal vez porque nadie tiene suficientes naranjos como para hablar de naranjal. La carne de la guayaba es una pulpa consistente, llena de semillas, rodeada por una parte más dura y sin granos. Se puede comer toda la fruta, hasta la cáscara, aunque la mayoría de las personas prefieren pelarla y algunas comen solo la parte interna. Hay otras especies de Psidia en la Nueva Granada, pero la guayaba es la fruta que más abunda en el país. Sin embargo nunca he visto que se la cultive deliberadamente, y cruda la comen poco; la prefieren preparada en dulce y jaleas. El dulce lo venden en cajas cuadradas de medio litro, que parecen hechas a golpes de hacha, aunque quizá las fabrican con doladera. A los cerdos les encantan las guayabas y como en algunos sitios hay tantas, son importantes como alimento para estos animales. Otro árbol pequeño me llamó la atención, quizá por ser la única planta rosácea que vi en las tierras bajas, llamadas aquí tierra caliente. No encuentro términos satisfactorios en inglés para indicar las cuatro graduaciones de altura que hay en español: tierra caliente, tierra templada, tierra fría y páramo. Podríamos decir que donde desaparece el cocotero termina la tierra caliente; la frontera del banano, es el límite de la tierra templada; el de la tierra fría el fin de los cultivos de cebada y de papa, y donde comienza el páramo ya no se cultiva nada. En la tierra fría son abundantes las moras, las fresas y algunas especies de cratagus y spirae,aunque he visto moras hasta en los límites de la tierra caliente, pero en San Pablo conocí un árbolrosáceo que solamente se da en tierra caliente, el Chrysobalanus Icaco, aquí llamado icaco. La fruta es una especie de ciruela con la cual hacen uno de esos innumerables postres, llamados dulces en la Nueva Granada. Cuando comí por primera vez el de icaco le comenté a mi anfitriona que la consistencia de la fruta en el dulce era como de algodón empapado en almíbar, y ella sugirió que otro ingrediente era aire; pero después de comer el sarcocarpio, el endocarpio se deshace fácilmente y con una suave presión de los dientes deja una almendra diminuta en la boca que es la semilla de la fruta, a la que se debe, creo yo, la popularidad del icaco. Estaba mirando el árbol del icaco y a punto de irme cuando se me acercó un hombre pidiéndome que le recetara algo a su mujer enferma. Afortunadamente el vapor iba a partir y la sirena me salvó de buscar más disculpas para no atenderla. Si alguien quiere ser popular aquí, debe traer un botiquín especialmente provisto de las drogas que mitigan las dolencias con que la naturaleza ultrajada castiga el libertinaje. En el barco me dieron otra fruta que no conocía. Yo la llamaría naranja loca, pero aquí le dicen limón dulce. Es una naranja de cáscara gruesa y verde aunque esté madura, y al pelarla suelta una sustancia pegajosa que obliga a lavarse las manos inmediatamente. Este solo detalle sería suficiente para restarle atractivo, pero además, aunque dulce, es insípida y eso la hace poco

agradable para nosotros. En cambio, aquí la prefieren a la naranja. Debe pertenecer a la variedad Citrus Limetta o Citrus Aurantium. Después de salir de San Pablo no sucedió nada digno de recordar. Pasaron los días sin que subiera o bajara ningún pasajero y sin que se recogiera ninguna carga. Una vez al día el barco paraba a cargar leña. Nos detuvimos frente a un campo, más o menos de un acre, con rastros de haber sido cultivado alguna vez pero que está de nuevo enmontado. Hay dos ranchos infelices que protegen del rocío y de la lluvia a los moradores, imposible hablar de familia. Cuelga del techo parte de un racimo de plátanos, el sostén de la vida para estas gentes, y junto con algunas mazorcas constituyen todas las provisiones. No hay muebles, solo unas ollas rústicas de barro, quizá hechas allí mismo, y algunas totumas y calabazas. La calabaza es una fruta enorme de la familia del zapallo y de la palabra española se deriva la inglesa “calabash”. La calabaza y la totuma son diferentes. La totuma es mucho más pequeña y con ella hacen solamente platos y cucharas utilizando la mitad de la fruta o menos. A la calabaza le abren un pequeño orificio y la limpian por dentro con la mano, y si el hueco es muy estrecho la lavan con agua. En pocas palabras, la calabaza es el sustituto de cubetas, jarras y botellas; la totuma, de platos, tazas y cucharas. Si alguien pide una totumada de agua, le dan el agua que quiera beber; pero si pide una calabaza con agua, le proponen prestarle o venderle la calabaza para que lleve provisión suficiente. La totuma es la fruta del totumo, Crescentia, Cujete, árbol aproximadamente del tamaño del manzano. El primero que vi fue en Barranquilla, donde un día que estaba cazando mariposas por poco me descalabro al chocar con una totuma casi del mismo tamaño de mi cabeza, que no había visto porque las frutas son del mismo color de las hojas. De la mitad de una totuma pequeña sale una cuchara. Por los recipientes hechos con la mitad de las totumas más grandes cobran uno o tres centavos. En Pasto las decoran y las barnizan, vendiéndolas mucho más caras en todo el país. A medida que se navega río arriba la población ribereña va disminuyendo; las aldeas, a pesar de lo escasas y distanciadas son tan insignificantes que ya ni vale la pena preguntar cómo se llaman. También es notable la reducción del número de niños, lo cual hace pensar en una alta mortalidad infantil semejante a la que existe en la vecindad de aguas sucias y estancadas, o en donde se vende la llamada “leche pura del campo”. Las montañas empiezan a vislumbrarse a lo lejos, a un lado o al otro, gradualmente acercándose más y más, hasta que finalmente se yerguen a ambas orillas del río, lo que indica que la región aluvial del Magdalena va estrechándose a medida que subimos. Antes las orillas del río podían tener de dos a ocho pies de altura, pero ahora, de vez en cuando, son riscos hasta de treinta pies. El cauce del río disminuye a la mitad, es menos ancho que el Ohio o que el Hudson en Albany, y las aguas corren más rápido hasta que por fin encontramos algo nuevo: las rocas escarpadas de la angostura de Nare aprisionan el río por varioskilómetros y obligan a las aguas a fluir todavía más velozmente. Hemos navegado once días, tiempo suficiente para cruzar el Atlántico hasta Liverpool. El río vuelve a ensancharse y el vapor entra en la desembocadura del río Nare y atraca en la orilla. El Nare es más estrecho y de aguas más límpidas que las del Magdalena, los pasajeros que no han visto agua clara desde hace mucho tiempo se precipitan a beberla. ¡O formose puer! ¡Nimium ne credas colori! Personalmente no creo que el agua del Nare sea mejor que la del Magdalena; lo dudé entonces y ahora desconfío plenamente de ella. Muchos viajeros se enferman al llegar a Nare o poco después, y algunos mueren allí. Sospecho que las aguas claras del río tienen mucho que ver con este fenómeno. En mi concepto no puede haber en el mundo agua mejor para beber que la turbia del Magdalena y del Misurí. En los barcos la guardan en grandes tinajas de barro con capacidad para varios galones, y como siempre hay más de dos

tinajas el barro tiene tiempo para sedimentarse. Algunas veces hay un filtro de piedra porosa en el que caben dos galones, y el agua va cayendo gota a gota en la tinaja colocada debajo. En la tierra caliente se desconoce el lujo del agua bien fría. En nuestro país los pozos profundos y los manantiales perpetuos conservan la temperatura promedio anual, que en la zona templada es mucho más baja que la de una noche de verano; por eso la tierra atesora el frío del invierno en las aguas que mitigan el calor del verano. Pero en el trópico no existe este recurso; para conseguir agua fresca hay que subir a las montañas hasta donde la temperatura es tan fría que ya no apetece tomar agua. No hay casas en la desembocadura del Nare. Antes había dos construcciones, una bodega y un cobertizo para leña, pero las tumbaron y ahora los barcos no paran aquí sino en la población, media milla más arriba. Mientras esperábamos el almuerzo, fui a conocer el pueblo, que es el último que se encuentra antes de llegar a Honda. Consiste en una hilera de chozas pobrísimas, una plaza infeliz y, como siempre, una iglesia. Tiene un callejón y unas cuantas callejuelas de aspecto deplorable, pero como la gente estaba luciendo sus mejores galas porque era la fiesta de no sé qué Santo, el lugar no se veía tan mal. Me llamó la atención un niño desnudo, tan chiquito que todavía no necesitaba ropa, era un espécimen impresionante de jipitera, enfermedad frecuente entre los niños y que es producida, según dicen, por la costumbre de comer tierra. Al enfermo se le infla el estómago y por eso lo llaman barrigón. El niño cuando me vio mirándolo fijamente con cuatro ojos (tenía puestos mis anteojos) se entró chillando a la casa. Después de almuerzo salí a buscar plantas, pero aunque anduve mucho encontré pocas. A la bodega que hay al pie del río Nare, a una o dos millas de distancia del pueblo, llega la vía terrestre que viene de Medellín, Antioquia, y pasa por Rionegro. El límite de la provincia de Antioquia cruza el río Nare un poco arriba, siguiendo unas leguas más la orilla occidental del Magdalena. El sitio donde estábamos pertenece a la provincia de Mariquita, diminutivo del nombre María. La legislatura provincial, por medio de una ley inconstitucional, acaba de intentar cambiarle ese apelativo por el de Marquetá. Los límites entre Antioquia y Mariquita nunca se han podido fijar. Más adelante se verá porqué quiero dejar muy en claro mi dominio de lageografía. Pues bien, salí a pie a la Bodega Antioquia y encontré un caminito que no servía para mulas; anduve una milla sin encontrar nada que valiera la pena fuera de unos micos jugando en las copas de los árboles. No hay nada más desgarbado que un mico estirando en todas las direcciones las cinco extremidades —la cola es prensil— para colgarse en una, dos o todas ellas, o para encontrar, de la manera más increíble, nuevos puntos de apoyo. Una mica que sostenía afectuosamente en sus brazos al último de la prole, el cual mamaba tranquilamente, lució sus habilidades trepándose, sin ningún pudor, a treinta pies sobre mi cabeza. Si se hace bajar al mico de los árboles y se lo encadena y enjaula o simplemente se le deja suelto en el suelo, se convierte en un charlatán estúpido, en un tonto dañino y en la caricatura más repugnante y grotesca del hombre. Como estaba oscureciendo me devolví y ya casi llegaba al barco cuando de pronto me di cuenta de que estaba perdido. El sol se había ocultado hacía mucho rato, de manera que no tenía punto de referencia para orientarme. Me devolví hasta un sitio que tenía seguridad de haber pasado a la ida, empecé a caminar y nuevamente me perdí. Entonces me preocupé porque ya era de noche y ¡había dejado la brújula de bolsillo en Nueva York! El tercer intento para salir del laberinto por medio de exploraciones a posteriori también fracasó y se empezaron a agolpar en mi imaginación multitud de escenas con las actividades nocturnas de los habitantes de la selva, desde las del zancudo hasta las del tigre y león de Sur América, cuando por fortuna alcancé a ver a dos de los compañeros del barco que estaban cazando. ¿Cómo me perdí? El camino da una vuelta que a la ida tomé sin darme cuenta; después, cuando observé que el río cruza en la misma dirección, entendí cuál había sido mi error. Había regresado

al barco con toda la cautela posible, sin atreverme a dar un paso hacia lo desconocido, y por eso, al llegar al punto en que el caminito giraba hacia el barco, no me atreví a seguir en esa dirección que no coincidía con la que yo creía que era la correcta. Seguimos navegando al día siguiente pero con menos pasajeros; solo quedábamos ocho y dos muchachos, número indicativo de la realidad del negocio de pasajeros en la principal vía de comunicación de la Nueva Granada, y eso que se había presentado un intervalo de tiempo excepcionalmente largo, por lo menos de tres semanas, con el barco anterior. A las tres horas de salir de Nare encallamos de pronto en un banco de arena. Siento juzgar tan severamente al capitán Chapman, quien es un buen marino e hizo todo lo posible para asegurar la comodidad de los pasajeros y en particular la mía; pero la verdad es que no tenía ni idea de los estiajes del Ohio, y yo, que he estado encallando más veces de las que quiero acordarme, me quedé pasmado viéndolo dirigir las maniobras hasta que llegué a la conclusión de que lo que realmente quería era que nos quedáramos encallados. Una vez estuvimos a punto de salir, pero una maniobra torpe metió el barco de nuevo en la arena. En un momento había veinte bogas empujando el barco contra la corriente, parados en tres pies de agua al lado del vapor, el cual estaba en dirección oblicua al río. Intentaron jalarlo con cuerdas y cuando estas cedieron las amarraron mejor pero terminaron rompiéndose, y lo malo es que no tenían ni idea de manejar el palo con que todo avezado capitán del Ohio logra pasar por encima de un banco de arena con dos pies de agua. Y allí nos quedamos todo el día. Por la noche nos notificaron que al día siguiente temprano debíamos pasarnos al champán que el barco había venido remolcando por más de una semana y que estaba lleno de bogas ociosos. Nos pusimos a empacar en medio de tanta confusión que parecía el asalto a una ciudad. No se oía sino una pregunta repetida en todos los idiomas: ¿ Dónde está...? ¿ Où est.. .? ¿Wo ist...? Lo único que no se oía era italiano. Únicamente al acostarnos acabó esta confusión de Babel y terminó también el undécimo día en el barco.

EL CHAMPÁN

Los bogas — Adiós al vapor — Enfermo buscando cama — La hamaca —Prisioneros en el champán — Comida racionada — Aserrando tablas —Platanal — Chocolate — Buenavista — Camino a Honda.

El champán, por tantos días olvidado, se convirtió de pronto en el centro de la atención. Lo habían traído a fin de que nos transportara durante el corto trayecto en que el río no es navegable para barcos de vapor, y como ahora aumentaba el recorrido, fue necesario sostener prolongadas conversaciones diplomáticas para llegar a un acuerdo sobre las nuevas condiciones del servicio que fuera satisfactorio a las partes interesadas. No hay nada más desagradable que negociar con bogas. A la mañana siguiente hubo que volver sobre todo lo acordado el día anterior y durante la discusión, los bogas, pretendiendo que no querían aceptar los términos convenidos, volvieron a llevar al barco parte del equipaje, escogiendo, eso sí, los bultos más grandes pero más livianos. Este es el momento de describir el champán. Se trata de una embarcación mucho más grande que un bongo, plana y con techo arqueado, de ramas trenzadas y cubierto con hojas de palmera, que llaman toldo, palabra que también significa toldillo, cortinas de cama y carpa. El champán tiene aproximadamente siete pies de ancho y la parte cubierta, abierta en los dos extremos, una longitud de quince a veinte pies. El nuestro traía apenas un tonel con loza, pero cuando acomodaron el equipaje quedó prácticamente lleno. Uno de los pasajeros corrió a extender su cama en el suelo, logrando así reservar el único espacio libre de baúles. En cuanto a mí, no le puse mucha atención a lo que sucedía a mi alrededor porque estaba sintiéndome muy mal de una diarrea, posiblemente causada por tomar las aguas claras del Nare. Por la mañana, antes de salir, no comí nada y a los otros pasajeros solo les dieron una taza de chocolate. A bordo del vapor se quedaron un yanqui radicado en Bogotá y su hijo porque traían una cantidad enorme de equipaje. Entonces fuimos ocho los que quedamos a merced de esa horda de bogas primitivos, en su mayoría completamente desnudos, y dirigidos por el patrón, apenas un poco más civilizado que ellos. El y su mujer, la patrona, ocupaban el sitio descubierto que había en la popa. En representación de todos los que habían sido los amos del vapor —el capitán, el oficinista, el camarero, el cocinero— solo vinieron Ricardo, el negro jamaicano, y Manuel, un muchacho indígena totalmente estúpido y que casi no entendía español. Me quejé al capitán por todas las incomodidades que se nos esperaban, pero él me contestó que todo lo había hecho como un favor, muy costoso por cierto; así que si no me gustaba el arreglo, podía quedarme a bordo esperando que creciera el río y, por lo tanto, no tenía razón para quejarme. Permítanme ahora presentarles a mis compañeros, las otras víctimas de esa intimidad tan estrecha y tan poco deseada. Eran siete: Un granadino bajito, de apellido Lara, vecino de Honda y que solo hablaba español. Un boticario francés que había vivido en Jamaica y hablaba bastante bien el inglés y el español. Su hijo, un ladronzuelo sinvergüenza, que hablaba francés y español y leía toda la literatura infantil que yo le prestaba, además de los folletos anti-católicos que sacaba a escondidas de debajo de mi colchón, donde los tenía guardados porque no creía del caso prestárselos. Otro francés, sastre en Bogotá, tipo simpático. Hablaba francés y español. Un joven italiano, muy agradable, llamado Dordelli, sobrino de un comerciante en Bogotá; iba a abrir una sucursal del negocio en Cúcuta. Era naturalista y nos hicimos muy amigos. Hablaba francés y español. Un violinista holandés que había hecho una gira por los Estados Unidos con Sivori y

ahora iniciaba otra por la América tropical. Hombre culto pero sin escrúpulos y extremadamente avaro. Hablaba holandés, alemán, inglés, francés y un poco de español. Su acompañante, un pianista, hombre simpático y muy generoso, que había decidido dejar todos los asuntos de dinero en manos del socio tacaño; hablaba los mismos idiomas y además algo de latín, el cual utilizábamos cuando no queríamos que el boticario francés nos comprendiera.

El champán

Si en el barco la disciplina no había sido muy estricta, en el champán desapareció casi por completo, apenas había la que imponía el patrono a los bogas. Estos antes de ponerse a trabajar se reunían en el espacio abierto de la proa y uno de ellos empezaba a rezar y los otros lo seguían, pero nunca pude saber si las oraciones eran en latín, español o en algún dialecto. Después la mayoría de los bogas saltaba al techo, palanca en mano, y se ponían a empujar apoyando la palanca en el fondo del río, mientras caminaban hasta llegar a la popa, gritando todo el tiempo: osh, osh, osh, osh. El grito de todos juntos era impresionante. ¡Cómo me habría gustado haber tenido manera de registrarlo, utilizando algún método similar al proceso fotográfico, que por su exactitud obligara a creer hasta al más incrédulo! Apenas una jauría de lebreles podría hacer ruido semejante ladrando media hora seguida, con la diferencia de que los bogas gritaban todo el tiempo, desde el amanecer hasta la noche, callándose únicamente para comer y para cruzar el río. Tenía la sensación de estar alejándome de la civilización y entrando a la barbarie, sin saber dónde y cuándo la volvería a encontrar. Decidí buscar tranquilidad y una posición horizontal que eran los únicos remedios a mi alcance, pero el problema era dónde hallarlos. Aprovechando que la cama de Lara estaba desocupada me acosté hasta que él, temeroso de perder sus mal fundados derechos, me pidió que se la dejara. Había otro espacio desocupado donde antes había estado Ricardo y pensé extender mi hamaca para acostarme, pero me di cuenta de que allí ya estaba dormido el niño francés y no quise molestarlo. Estaba esperando que se despertara cuando llegó el padre y tomó plena posesión del sitio libre poniendo su colchón en el suelo. Mi predicamento no le importaba a nadie, así que me despabilé, desperté al niño y llamé a Ricardo para que me guindara la hamaca.

“En este champán no se puede colgar hamacas”, dijo el francés. “Pero yo tengo que acostarme porque ya no puedo tenerme en pie”, le contesté; y como nadie más protestó, guindaron la hamaca en un sitio que no molestaba a nadie, a un lado de la embarcación, bien alta y sobre montones de equipaje y corrí feliz a acostarme. Lo único que puedo decir es que espero que algún día uno de mis mejores amigos obtenga satisfacción semejante en recompensa por alguna acción noble y meritoria. Quedé tan aislado del resto de los viajeros como si me hubiera tirado por la borda y ahogado, lo cual, creo yo, les habría importado un bledo a todos ellos. Permanecí acostado, con cortas interrupciones, durante veinte horas y me levanté como nuevo. Y aquí me siento en la obligación de hacer una pausa en el relato para consignar mi público reconocimiento de gratitud hacia la hamaca, a la cual doy puesto de honor entre todas las comodidades que puede tener el hombre. Es cama limpia en la choza más sucia; en ella no encuentran refugio ni la asquerosa chinche ni la ágil pulga; brinda al viajero sueño espléndido, cuando sin ella no podría pegar los ojos. En el monte, en medio de una lluvia torrencial, he dormido tranquilo y seco en mi hamaca guindada entre dos árboles, y cuando nubes de zancudos revoloteaban a mi alrededor, al igual que acreedores insaciables, el toldillo impenetrable, convertía el zumbido amenazador en música soporífera. Son muchas las veces, de día y de noche, que estando en la hamaca he leído para dormirme o para quedarme despierto, sin experimentar jamás dolor en la nuca, la incomodidad de sostener el libro o el problema de acomodar la cabeza, es decir, sin sentir ninguno de los inconvenientes de leer acostado en la cama. Sin embargo, creo que la mejor ocasión para apreciar todo lo maravillosa que es la hamaca son esas noches de verano, de calor infernal, que seguramente han arrastrado a muchos de mis lectores a tirarse poco románticamente en el duro suelo. Pero hasta cuando no regrese a la tierra de los días largos y las noches cortas, esa virtud de mi hamaca será solo una cualidad en potencia, como las posibilidades de los recién nacidos, porque en la Nueva Granada no he conocido noches tan calientes como las del verano en mi país. De ahora en adelante en el arzón de mi montura siempre habrá sitio para colgar la hamaca, ya que nunca pienso prescindir de ella. No se debería construir ninguna casa sin dejar espacio suficiente para colgarla, porque el único inconveniente de la hamaca es su longitud y la necesidad de amarrarla en dos puntos altos y bastante distanciados entre sí. ¡El ingenio que he tenido que desplegar y las piruetas que he tenido que hacer en sitios donde me han asegurado que era imposible guindar una hamaca! Pero volvamos ya al champán. Esta embarcación, de treinta a cuarenta pies de largo, con el equipaje amontonado a ambos lados y el pasadizo en la mitad de menos de tres pies de ancho, habría sido prisión tolerable para siete hombres, un niño, dos sirvientes e innumerables bogas, porque estos no tenían derechos ni en la proa ni bajo el toldo; desgraciadamente tres vigas atravesadas de lado a lado y colocadas a tal altura que no dejaban gatear por debajo ni saltar sobre ellas recortaban el espacio, de tal manera que quedábamos hacinados como ganado en feria. Esa fue nuestra casa, o mejor nuestra prisión, de lunes a sábado. Bajábamos a tierra solo una o dos veces al día, mientras los bogas cocinaban el sancocho, pero tan pronto comían empezaban a rezar y luego otra vez el osh, osh, osh, brincando y gritando. Entre ellos había un negro con cara de muy pillo y una cuerda amarrada en la cintura de la que colgaba la llave de su baúl, de manera que en algún sitio debía tener algo de ropa, pero como hasta el último trapo lo tenía guardado, solucionó el espinoso problema de la falta de bolsillos en forma completamente satisfactoria para él. En cambio yo todavía no he podido dilucidar el complicadísimo problema de economía política de cómo se logra que un vagabundo desnudo haga un esfuerzo casi sobrehumano, trabajando día tras día, en un país donde es casi imposible morirse de hambre. Antes, cuando no había vapores, el boga debía empujar los enormes champanes contra la corriente violenta del río, desde Mompós a Honda, lo cual significaba un mes espantoso de doce horas diarias de trabajo agotador, con solo

dos o tres descansos cortos al día, y como es natural, en esos momentos nada lograba hacerlo mover ni una pulgada, ni promesas, ni insultos, ni siquiera amenazas con pistola; pero imagino que ese es el mismo problema de saber porqué algunos hombres escogen ser poetas, naturalistas o escritores sabiendo que, exactamente como al boga, se les espera mucho trabajo y poco dinero. Por eso creo en el boga nascitur. La verdad es que el boga es sobre todo un ser sensual. Le encantan los adornos y las camisas bordadas y no puede prescindir de los bailes y las borracheras. Es fácil imaginar lo que sucede cuando regresa a casa con más plata en el bolsillo que la que nunca verá el indio de tierra fría: las viejas deudas y un par de juergas lo dejan sin centavo. Entonces tiene que volver a prestar hasta que agota ese recurso y no le queda más remedio que buscar trabajo otra vez en un champán. Debo advertir a mis lectores que de lo anterior no deben formarse la idea de que aquí es fácil conseguir préstamos; la realidad es que en estas latitudes el sistema crediticio está poco o nada desarrollado. El vicio y la negligencia de los bogas son, en realidad, las palancas que mueven las embarcaciones del río, y en este sentido es muy grande la similitud entre los bogas, los estibadores del Misisipi y los marineros comunes y corrientes; por eso estoy convencido de que una de las reformas importantes que debe implantar el milenio es la de transformar a muchas de las clases sociales. El río Magdalena tiene generalmente una orilla más alta que la otra y el champán navega al lado de la más baja. Cuando esta empieza a elevarse, los bogas saltan del toldo a la proa, todos toman el canalete para cruzar el río, y durante ese tiempo guardan silencio hasta ganar la otra orilla y vuelven al toldo y las palancas. Algunos bogas, parados en la proa, utilizan los ganchos para pasar una vuelta no muy grande del río o una orilla empinada, evitando así cruzar dos veces, en lo cual se pierde mucho tiempo. Siempre fue dificilísimo manejar a los bogas en las embarcaciones que subían el río de Mompós a Honda. Era casi imposible hacerlos trabajar más rápido de lo que ellos querían y unas veces desertaban y otras se amotinaban; ahora las últimas leyes han hecho todavía más complicado mantener la disciplina. Si la navegación del Magdalena no recibe rápidamente protección especial, el transporte fluvial empezará a sufrir obstáculos y demoras y se hará más costoso. El problema es que el republicanismo a ultranza, que se intenta imponer, tiende a proteger al vagabundo, pero pronto habrá que ponerle límites a esta política. Siempre comíamos cuando el champán estaba navegando y la cocina era solo un cajón lleno de tierra colocado en la popa. Era imposible, aunque hubiéramos querido, comer al mismo tiempo que los bogas, pero la verdad es que preferíamos aprovechar la hora en que ellos comían para dar paseos cortos por la orilla. Un día, caminando con Dorelli, encontramos a dos hombres trabajando, cosa rara en esta tierra. Con un remedo de hacha habían cortado un árbol, cuadraron el tronco y estaban abriéndole una ranura en forma de batea en la parte de arriba. Nos mostraron otra ranura más honda al lado opuesto y nos explicaron que cuando las dos se encontraran en la mitad tendrían dos tablas, sistema definitivamente complicadísimo. Creo que las iban a utilizar para hacer un champán. Esos dos hombres fueron los únicos que vi trabajar en todo el trayecto entre Cartagena y Bogotá, con la excepción de otro que observé tejiendo una red de pescar en una aldea del Magdalena. Ese día anduvimos más tiempo del acostumbrado y cuando regresamos todos nos estaban esperando. Nos habíamos demorado porque creímos que los otros iban a una casa a comprar provisiones, pero no fueron y estaban muy molestos con nosotros, pues mientras nos esperaban los bogas se pusieron a pelear y los compañeros pensaron que la riña iba a retrasar varias horas la salida. Pero al poco rato los bogas volvieron a rezar y arrancaron tan ordenadamente como

siempre; sin embargo, de allí en adelante el patrono ordenó parar en una isla o lejos de la ribera, y mientras los bogas badeaban para ir a almorzar, nosotros teníamos que quedarnos en el champán. Lo que más me molestó del viaje en el champán fue la actitud del negro jamaicano. Ricardo había sido camarero en el barco y en el champán se volvió cocinero, pero cualquiera de nosotros lo habría hecho muchísimo mejor en ese oficio. Además decidió economizar al máximo, y prácticamente no nos daba nada; a veces la comida para todos nosotros era un pollo y unas galletas duras, y todavía se quejaba de que “los señores le ponen demasiado azúcar al café”, (en todo el viaje no vimos gota de leche); así que resolvió endulzarlo él mismo. No nos dieron frutas ni ningún lujo por el estilo, entre otras cosas porque después de San Pablo no vimos ni una fruta ni un árbol frutal, apenas una piña verde en una de las paradas. Esa era la situación, casi sin provisiones y sin más remedio que seguir adelante. Para colmo, el boticario francés se puso intolerable. En una de esas míseras comidas con un único pollo, en virtud de su puesto cerca a la popa se apropió de la mitad del ave para él y para su hijo. Después seguía yo y luego Dorelli, pero nosotros acostumbrábamos pasar la bandeja para que se sirvieran los otros primero, solo que esta vez nos la devolvieron con un pedazo diminuto de ala; Dorelli se lo comió y yo tuve que ayunar hasta la comida siguiente. Para evitar que se repitiera la injusticia, el pianista se sentó al lado del francés acaparador. La verdad es que nunca había encontrado a nadie con un comportamiento tan egoísta e inculto. Por aquellos días me llamó la atención un árbol peculiar y muy común en la región. A veces crece hasta treinta pies, tiene el tronco hueco, y las hojas pecioladas y enormes crecen únicamente en la extremidad de las ramas. Las flores parecen inmensas candelillas de sauce o abedul. Es la Cecropia peltata, conocida aquí como guarumo. Otro día bajamos a tierra con la esperanza de comprar algo para comer. Después de bordear un bosque llegamos a un platanal, que para mí es uno de los espectáculos más imponentes de la naturaleza. El verdadero tallo del plátano, Musa paradisiaca, no se desarrolla, y el tronco falso, formado de pedúnculos fibrosos de hojas, crece unos diez pies y alcanza de seis a ocho pulgadas de diámetro. Sería importante averiguar si la fibra de este enorme tallo herbáceo sirve para hacer papel; por ahora se utiliza para hacer cuerdas y a los caballos les encanta comerlo. Las plantas las siembran a intervalos de doce pies y cuando las cortan sale un retoño que madura más o menos al año. Las hojas miden de seis a ocho pies de largo y dos de ancho. De la copa brota una espiga de flores que se convierte en racimo de frutas de tres pies de largo y que es carga suficiente para un hombre. El plátano no tiene semilla, mide una pulgada o más de diámetro y el hartón tiene ocho pulgadas de largo. Se pela muy fácilmente y maduro es bueno crudo, o cocinado en cualquier forma. Asado sustituye al pan y tiene sabor parecido al de un pastel o al de la batata, aunque es más blando y dulce que esta. Por lo general lo comen verde, asado o cocinado, pero así me parece insípido y horroroso. El banano o guineo, Musa coccinea y Musa sapientium, se conoce en nuestras ciudades. Como fruta es mejor que el plátano, pero cocinado no sabe a nada y no se puede comer verde. La planta es parecida a la del plátano, el tallo es morado y la fruta un poco más pequeña, pero no lo cultivan mucho. Dicen que es mortal tomar bebidas alcohólicas inmediatamente después de comer un guineo; no sé si será cierto porque nunca hice el ensayo. Existen otras especies y variedades de Musa que cultivan todavía menos. El dominico, Musa regia, es más pequeño y para mi gusto, aunque sabroso, es inferior al banano. Es inútil entrar a un platanal esperando encontrar frutas maduras. Por mi cuenta nunca he encontrado un racimo maduro, siempre me lo han tenido que mostrar. Creo que esto se debe a la imprevisión de los campesinos que siempre siembran menos de los que necesitan, así que van cogiendo inmediatamente los de buen tamaño.

Avanzamos media milla por el platanal y llegamos a una choza donde había tres individuos medio desnudos, tirados perezosamente en el suelo. En ese sitio conocí el árbol del cacao, de cuya fruta se saca el chocolate. Lo primero que llama la atención es la forma tan extraña como crece la fruta, pegada al tronco o a las ramas más gruesas, proyectándose horizontalmente como si estuviera colgada en un gancho por la punta. La flor también sería exótica si fuera más grande y más adornada, como son en general las flores de las bitneriáceas, pero la del cacao es blanca y pequeña. La fruta tiene seis o siete pulgadas de largo y tres o cuatro de diámetro; es estriada como el melón y nunca se abre sola. Cuando calculan que está madura la arrancan del árbol, y generalmente en cada árbol no maduran más de dos o tres frutas al mismo tiempo. Los niños las van amontonando en una pila que crece todos los días hasta que juntan una carga. Entonces toda la fuerza de trabajo, el hombre, la mujer, los niños y los perros, se sientan alrededor del montón, y dos de ellos con el machete empiezan a abrir la fruta, la cual también llaman mazorca, solo que la del cacao, a diferencia de la del maíz, tiene los granos por dentro y no en el exterior. Le dan tres machetazos a lo largo, pero con suavidad para no lastimar las valiosas semillas, y se la pasan a las mujeres y a los niños, quienes acaban de abrir la corteza con las manos hasta encontrar, en la mitad, todas las semillas adheridas a una especie de vena central. Pero cuando la mazorca está madura, la parte interna es una pulpa con las semillas tan apretujadas, que si se las echara de nuevo en desorden llenarían ellas solas toda la cavidad de la fruta. Después separan los granos de la pulpa y los recogen en un cuero o en una hoja de plátano. La pulpa es muy sabrosa pero como tiene muchísimas semillas es muy difícil comerla y no vale la pena tanto trabajo para sacar apenas una cucharada de pulpa. Lo que hacen a veces es chupar las semillas a medida que las van sacando. Para transportarlas a lomo de mula las ponen en un talego tejido llamado guambía, pero como la trama es tan abierta que deja pasar una papa, se necesita práctica para empacarlas. Primero ponen hojas de plátano en la guambía y encima todas las semillas que quepan en la hoja, luego más hojas contra los bordes de la primera, en seguida más semillas, y así sucesivamente de manera que cuando el talego está lleno parece forrado en hojas. En la casa ponen las semillas en una artesa y las dejan fermentar hasta que botan una especie de arilo o envoltura falsa, las extienden en un cuero en el patio y las dejan secar. Luego muelen las semillas en la misma piedra que utilizan para moler maíz. Esta es plana y la colocan sobre carbones encendidos que la calientan a unos 120º. Para moler las semillas las presionan con otra piedra que sostienen con las dos manos, pero aunque tiene forma de rodillo, no la hacen rodar. Primero trituran el cacao solo, después le añaden azúcar sin refinar y algunas veces migas de pan para venderlo más barato a los pobres; así lo he tomado muchísimas veces. Con el cacao triturado forman pastillas de onza u onza y media. A una pastilla le agregan dos onzas de agua y la ponen a hervir en una olleta de cobre para obtener una taza de chocolate. Antes de servirlo y para que forme bastante espuma, lo agitan rápidamente como batiendo huevos, utilizando el tallo de una planta al que le dejan parte de las raíces. El cacao se da muy bien en tierra caliente pero en la Nueva Granada el precio del chocolate varía enormemente, a veces es más caro que en Nueva York y otras vale solo diez centavos la libra o menos, pero nunca es tan barato como para que el cultivo no deje utilidades. Por lo general las familias compran el cacao para molerlo en la casa. Durante todos los días que viajamos en el champán no vimos sino una aldea, llamada Buenavista, situada cerca a la desembocadura del río Negro. Este nace abajo y al occidente de la gran sabana donde está Bogotá. Deberían abrir un camino para carretas a lo largo del río, porque en este sitio quedaría muy bien el puerto fluvial de Bogotá. Por el momento no hay más que una población grande, de chozas dispersas de bahareque y paja. Vi un champán a medio terminar, de lo cual deduje que los hombres de Buenavista trabajan a ratos. Observé también las ruinas de lo que alguna vez pudo haber sido un huerto, con el portón caído y todo lleno de maleza. Realmente es inexplicable el tremendo abandono de la horticultura en este país, debido quizá a la dificultad de evitar los robos de las frutas y las hortalizas. Con excepción del huerto de la finca Bolivia de don

Miguel Caldas, en las colinas de Vijes y que está muy lejos de cualquier vecino, no he visto hasta ahora ningún huerto sin candado. Pero sea como fuere, no debe haber rateros de frutas en Buenavista. Aquí, como en todo el alto Magdalena, hay muy pocos niños, contraste notable con las cantidades que pululan en las orillas del bajo Magdalena. Posiblemente la falta de niños sea la causa del abandono y la desolación de estas aldeas, que dan la sensación de pueblos arruinados, sin porvenir alguno. El viernes el río se volvió más rápido y sinuoso. A la izquierda, en la margen occidental y cerca de Honda, se eleva una sierra con la formación más increíble. De la cima de los cerros descienden perpendicularmente enormes precipicios cuyos perfiles se destacan nítidamente contra el cielo. Es difícil ver un precipicio solo y en la distancia; la serranía, llena de hondas simas, más parece nube que roca. Hemos pasado varios avisperos, pero en realidad no sé si se trata de nidos de avispas o de avispones; de todas maneras los bogas los respetan muchísimo y los pasan en completo silencio. Si por desgracia los alborotáramos, tendríamos que tendernos y esperar a que se tranquilizaran, a menos que pudiéramos cruzar el río y ganar la otra orilla. Ese mismo viernes pasamos por Conejo, el punto donde debieran haber comenzado nuestras penalidades, bajo la tiranía de Ricardo el jamaicano, si el barco no hubiera encallado en el banco de arena. Desde aquí la situación habría sido mucho más tolerable y hasta es posible que el vapor hubiera podido llegar a La Vuelta, a donde un buen barco de poco calado debe llegar en cualquier época del año. Algunos vapores dejan los pasajeros en Conejo o en La Vuelta para que de allí en adelante se las arreglen como puedan. Nuestra embarcación, en cambio, nos llevó hasta donde el río deja de ser navegable. Por fin, el sábado por la mañana, me llamaron para preguntarme si prefería seguir encarcelado otro día en el champán o caminar hasta Honda, decisión que tomé rápidamente. Los dosholandeses estuvieron de acuerdo conmigo, terminamos los diez y siete días de viaje tomándonos a la carrera una taza de chocolate con unas galletas duras y secas y saltamos a tierra.

HONDA Y GUADUAS

Bodega y bodeguero — El navío de Crusoe — Cargueros — Puente estupendo — Suicidio municipal — Sal — Baño general — Ciudad petrificada — Pescaderías — Sumisión a las mulas — Desayuno campestre —Adiós al río — El señor William Gooding — El Coronel Joaquín Acosta — La guadua — El mercado dominical — La misa — El cementerio — La fuente — Saludos y despedidas.

Abandoné el champán tan rápidamente que ni siquiera tuve tiempo de darme cuenta en cuál margen del río estábamos, y como Honda se halla en la izquierda, pensé que nos encontrábamos a ese mismo lado. Pero estaba equivocado pues nos hallábamos en La Vuelta de la Madre de Dios, que es el último sitio a donde suben los vapores, aunque al decir que algunos, con suficiente fuerza, pueden llegar hasta el pie de los rápidos de Honda. Lo único que hay en La Vuelta es un cobertizo, pero el lugar es tan favorable para embarcar y desembarcar, y la tierra parece ser tan fértil que si tuviera buen clima sería el sitio ideal para una finca. Desde aquí sale un camino relativamente aceptable a Bogotá, por el cual, con buenas bestias, se llega a Guaduas en un día. A mucha gente le gusta viajar a lomo de mula de La Vuelta a Honda llevando su equipaje, pero es preferible ir directamente a Guaduas, o si no, a Pescaderías. Esta población queda al frente de Honda y allí es más fácil contratar bestias y se consiguen mejores posadas. Pero en el caso de que el viajero decida subir por el río y si tiene mucho equipaje, le aconsejaría que lo dejara en la margen oriental y no lo llevara a Honda. Dejamos el río y tomamos un viejo camino de herradura que avanza en medio de bellos y variados paisajes, y pronto unos altos cerros nos taparon la vista del río. Había micos trepados en los árboles y en el campo crecían flores de muchas clases. Por primera vez vi una planta pequeña que parece yerba, y desde entonces la encuentro por todas partes. Es la Dichromena ciliata y llama la atención porque las hojas superiores, las brácteas, son blancas en la base. Caminamos varias millas antes de encontrar la primera de las pocas casas que hay en el camino. Al entrar a un potrero por un portón me sorprendió ver que éste tenía techo; después observé que todos lo tienen. Aquí llaman puerta a todo: a los portones, a los portales y a los portillos; puerta de tranca es simplemente un par de barras, y puerta de golpe un portón. Es incómodo para el viajero no conocer los nombres locales de las cosas, que precisamente por ser localismos no se encuentran en los diccionarios y las gramáticas. Personalmente los que conozco me han parecido poco útiles en la Nueva Granada porque, por lo general, se escriben para latitudes madrileñas. Después de haber andado seis o siete millas empezamos a creer que nos habíamos perdido y que en vez de seguir a Honda nos estábamos alejando del río, pero de pronto sentimos a la derecha ruido de agua y vimos el Magdalena corriendo y chocando tan violentamente contra las rocas, que nos preguntamos cómo haría el pobre champán para pasar por este sitio, conocido como Quitapalanca.

Llegamos al pie de los rápidos cuando menos lo pensábamos y encontramos unas cuantas chozas y un edificio bien planeado y grande, pero es imposible saber si todavía no lo han terminado o si es que está en ruinas. En el arco sobre la puerta hay un letrero que dice Bodega de Bogotá. El bodeguero es todo un personaje. Fue en otra ocasión cuando tuve oportunidad de conocerlo mejor: una vez llevé a depositar algún equipaje y para hacer las cosas rápidamente desensillé yo mismo la bestia, entré los aperos a la bodega y llamé al bodeguero, un viejito flaco, que se estaba desayunando. “¿Qué es lo que hay aquí?”, preguntó señalando las cosas que había entrado sin permiso. “Solamente mi montura” contesté. Por montura se entiende la silla, el freno, el cabestro, en fin, todos los aperos. “Sáquela, ordenó, no tiene por qué estar aquí hasta que no la haya registrado". Me pareció divertidísima la disciplina tan estricta de la única persona que he conocido en este país que tenga algún sistema de trabajo, y si no hubiera sido porque estaba de afán, habría perdido media hora discutiéndole y negándome a cumplir sus órdenes. El peón sacó la montura, el viejo la contabilizó y volvió a ponerla donde yo la había colocado antes. En otra ocasión lo escandalicé cambiándome de ropa en la bodega; el pobre hizo todo lo que pudo para convencerme de que en vez de la camisa cambiara de propósito; pero la necesidad, que no conoce leyes, es además la madre del discernimiento y mientras alegábamos yo me cambiaba a toda prisa hasta que se terminó el motivo de la discusión. Cerca de la bodega y debajo de un árbol vi seis o siete piezas de una caldera inmensa para la destilería de Cuní, que queda en las montañas, a dos días de camino. El trabajo de transportar una sola de ellas hasta Cuní es apenas comparable a la proeza de Aníbal o de Napoleón cruzando los Alpes, el primero con los elefantes, y el segundo con la artillería. Pero lo increíble es que toda la región por la que han traído estas piezas es excelente para el cultivo de la caña de azúcar, y sin embargo aquí estánoxidándose desde hace años, tiradas como una ballena abandonada en la playa. El transporte hasta el interior es a veces tan complicado como una maniobra militar. Cuentan que cierta vez llevaron piezas tan pesadas, que los cargueros, como llaman a los hombres que hacen las veces de bestias de carga, se comían una res diaria. Y dicen también que la carga más pesada que ha transportado una sola persona a Bogotá, pesaba 216 libras y la llevó una mujer. En cuanto al peso, es difícil saber si era ese exactamente, porque la conversión de medidas no siempre es precisa. El carguero, como el boga, tiene un trabajo mucho más duro que cualquiera en los Estados Unidos y sus motivaciones son todavía más difíciles de explicar que las del boga. El carguero es oriundo de tierras altas y frías y pertenece a una raza más trabajadora. Además no siempre es pobre. El coronel Santamaría me contaba cómo en cierta ocasión en que viajaba a las espaldas de un silletero, este le mostró desde una cima una finca que tenía arrendada. Los cargueros son indígenas puros o de sangre mezclada y van desnudos de la cintura para arriba y de la mitad del muslo para abajo. Sostienen la carga con dos correas que les cruzan el pecho y me dicen que la mujer del carguero sale a recibirlo el último día del viaje, le lleva comida y transporta la carga el resto del trayecto. Una vez bajando de Bogotá me crucé con una fila interminable de cargueros que llevaban gran cantidad de cajas de todas las formas imaginables, con maquinaria para una fábrica de la capital, y el origen de ese río humano era esta bodega. Tuvimos que gritar hasta el cansancio: “Paso”, “Pasero”, para que finalmente viniera éste y nos transportara al otro lado del río, a una playa amplia y arenosa. El pasero tiene la obligación de

servir gratis a los vecinos y debe pagar algo a la Provincia por el privilegio de cobrar a los viajeros de otras provincias cinco centavos, y hasta diez cuando puede. Este pasaje es un renglón del ingreso provincial que debería centralizarse, como dicen aquí, ya que el dinero sale del bolsillo de los habitantes de otras provincias. Este paso produce muy poco porque está en un camino poco transitado; los hondeños son casi los únicos que lo usan y no pagan nada. Las demoras y las incomodidades de este transporte son unas de las razones por las cuales es mejor ir directamente a Pescaderías sin pasar por Honda. El paso de Pescaderías es malo, pero no tanto como el de Honda. Además se puede ir caminando de la bodega a Pescaderías, y en especial por la mañana es un paseo muy agradable. En el camino se encuentran muchos arbustos pequeños,Helictres, de la familia de las esterculiáceas, con frutas y flores de forma muy peculiar. Las flores son rojas, parecidas a las de la malva, y las frutas, siempre se encuentra alguna madura, tienen una pulgada de largo y forma retorcida muy curiosa. En la playa de Honda hay una fila de chozas que deben ser de bogas y también una bodega bastante grande; más que bodega de Honda es la de Ibagué y de Santa Ana. En ella hay unas armas viejas que posiblemente por falta de transporte tuvieron que abandonar durante alguna campaña militar, y sin duda seguirán allí hasta que alguien las compre. Por un camino empedrado subimos una loma escarpada hasta llegar a la planicie que se extiende casi hasta Honda. Es una llanura sin cultivos y llena de sol, donde vi por primera vez la Lantana, planta verbenácea, que desde entonces encuentro por todas partes. Tiene de tres a cuatro pies de altura, las flores forman una corona aplanada, son parecidas a las labiadas, y las frutas parecen moras chiquitas. Los botones de las flores son rojos, la flor recién abierta es anaranjada y luego se vuelve amarilla. Al oriente de la llanura corre rugiendo el río por entre las rocas y las aguas turbulentas hacen imposible la navegación. Sin embargo, el presidente Herrán, en una ocasión en que le pareció más importante ahorrar tiempo que cuidar la seguridad personal, se arriesgó a navegar aguas abajo. Se está pensando construir un ferrocarril que pase al lado de los rápidos, pero dudo mucho que deje utilidades, si es que lo hacen. Al occidente está la sierra de precipicios perpendiculares, cuyos perfiles fantásticos me habían sorprendido el día anterior. Al norte las montañas descienden hasta el río, y al sur de la llanura está Ronda, al pie de un cerro alto, cuyas estribaciones también llegan al río. El camino empedrado baja hasta un puente de piedra muy antiguo que hay sobre el lecho seco de un riachuelo y entra inmediatamente a Honda. A esta ciudad llegaban en otro tiempo dos corrientes de tráfico del interior, rumbo a España. Eran las vías comerciales de Bogotá y Quito, ambas encaramadas en altísimas montañas y que se enriquecieron con la expoliación de los indios, pero cuando terminó esta, se acabó también el comercio con España. Hoy en día el comercio quiteño no busca el Magdalena, y las pocas importaciones y exportaciones de Bogotá empiezan a abrirse camino al pie de las montañas, en la margen oriental del río. Es natural entonces que desde que se entra en la ciudad se observa su decadencia; casas que debieron ser magníficas están reducidas a ruinas, sin techo, y las gruesas paredes ahora solo encierran malezas. Todas las construcciones de Honda son de piedra y teja, y por eso la vieja ciudad ha necesitado para derruirse la ayuda efectiva de uno o dos temblores. El mejor ejemplo de arquitectura contra terremotos que conozco es el puente sobre el Gualí, el río cantarino que atraviesa a Honda. Antiguamente lo cruzaban dos puentes de piedra con un mortero casi tan duro como la piedra. Del situado más arriba solo queda uno de los contrafuertes y un pedazo de estribo. En cambio el otro ha sobrevivido a tantos cataclismos que ninguna descripción, medida o plano podría darle a un arquitecto idea de las condiciones en que se encuentra el puente hoy en día; y por mi parte, ninguna especulación o investigación geológica ha podido explicarme satisfactoriamente lo que le ha sucedido. Parte del puente se cayó, lo arreglaron con madera, luego se quemó y después lo volvieron a remendar; así que tiene construcciones de tres épocas

distintas. Hay pedazos tan resistentes que soportarían el paso de dos elefantes cargados, y otros tan débiles que para pasarlos se exige que la gente se apee de la cabalgadura y le quite la carga a las bestias. Parte de la mampostería se inclina contra la corriente, y la otra a favor de ella; tiene algo parecido a una linterna antigua que siempre me intrigó, porque nunca supe si el eje del cono era originalmente horizontal o vertical. Pero acerca del puente hay otra cosa extraordinaria para contar. Los solones locales parecen tan decididos a arruinar a Honda que han impuesto un peaje de diez centavos por cada tercio de carga que cruza el puente, mientras que al otro lado se puede cruzar libremente las aguas tranquilas que hay entre los dos rápidos. Me encantaría empacar en una caja este puente, glorioso rival de la Torre de Pisa, y mandarlo a Nueva York; pero aquí no podrían prescindir de él, porque el Gualí no es nunca vadeable, y me temo que pasará mucho tiempo antes de que construyan otro. Pasando el puente se vuelve a la izquierda, luego a la derecha, se sube una loma por una calle estrecha y por otra más estrecha todavía, y se baja hasta encontrar una vía amplia y recta que termina en la playa del río que desemboca en los rápidos. Después de este punto el Magdalena vuelve a ser navegable y no hay más obstáculos por mucho tiempo. La calle ancha y recta probablemente es la parte más nueva de la ciudad, y la plaza de mercado está al finalizar la calle, al pie del río. Viniendo a Honda, teníamos el Magdalena todo el tiempo a la izquierda y no había ninguna calle entre nosotros y el río, solo una hilera de casitas insignificantes a la derecha. Después encontramos una calle al occidente, una placita, una iglesia, y detrás de ésta, una loma con casas; en la orilla norte del Gualí hay una calle en ruinas y en la margen derecha otra con algunas casas buenas, varias en ruinas y una plaza frente al cuartel y a las oficinas de la administración cantonal. Sigue otra cuesta con una o dos calles agradables, otra plaza y otra iglesia, y por último un sector de la población en el que casi todas las casas son de bahareque y paja, y se extiende hasta el riachuelo que limita a Honda por el sur. Este corre al pie de una altísima montaña cuyas estribaciones terminan en la misma orilla del Magdalena y atraviesa un valle tranquilo, que me encanté porque las casas están rodeadas de tierra que sin mucho trabajo podría convertirse en el jardín más bello del mundo. En cambio, el centro de la población, al sur, entrando por el puente, es una masa densa de casas de piedra y de calles mal empedradas y tortuosas, apiñadas entre la colina y los dos ríos, lo que la hace aparecer como una ciudad petrificada. La principal atracción de Honda, para mí, fue que allí vivieran dos de los caballeros más finos que puede encontrar el viajero en tierras extrañas. Me refiero al señor J.H. Jenney, de Boston, y al señor Treffrey, inglés, quien hace mucho tiempo reside en la Nueva Granada y está casado con una dama granadina. Ambos amigos hicieron todo lo que estuvo a su alcance para atenderme y facilitar mi estada. La presencia en el extranjero de personas como ellos es motivo de orgullo para nosotros, sobre todo teniendo en cuenta que a menudo los representantes de la raza anglosajona dispersos por el mundo se comportan de manera poco digna. Yo no llevaba cartas para ninguno de los dos y cuando fui a visitar al señor Jenney por primera vez, no estaba en casa. Entonces me dirigí a donde el señor Treffrey, quien me recibió con gran cordialidad, haciéndome sentir bienvenido. Me invité a desayunar y después buscó las llaves de la casa de Jenney y me instaló como amo solitario en la mejor casa de Honda, según mi parecer. Para que no tuviera que ocuparme del problema de la cocina, me indicó dónde podía comer. Según el lenguaje granadino, la casa del señor Jenney era mi posada, y el lugar donde comía, la fonda. En inglés no encuentro la traducción exacta para estas palabras, podría traducirse la primera como hotel y la segunda como eating-house. Es posible que un puritano del Norte no hubiese aceptado totalmente la fonda, en especial debido a la presencia de los niños ilegítimos de la patrona, pero el viajero debe sobrepasar los escrúpulos o ir ajustándolos a las circunstancias.

La casa de la familia Jenney me pareció amplia y muy cómoda y me gustó todavía más cuando pude gozar de la compañía y de la hospitalidad de los dueños. En el patio hay una palma que casi llega al techo y todas las habitaciones están en el segundo piso, comunicadas por el corredor que hay alrededor del patio. Los balcones sobre la calle permiten ver todo lo que pasa en el pueblo. A la fonda iba cuatro veces al día; por la mañana y por la tarde, a tomar chocolate y dulce, y a las 10 y a las 4 para almorzar y comer. La comida consistía generalmente de carne, yuca y plátano. El pescado es abundantísimo y por las mañanas se ven hombres y muchachos llevando tres o cuatro peces enormes y pesadísimos colgados de un palo que cargan al hombro, o los ponen en el palo y los recuestan a las paredes. Desgraciadamente el pescado no tiene prestigio por ser tan barato y la fondista habría sido incapaz de servírnoslo, pensando que nos sentiríamos engañados. Hay otro pescado más pequeño y más caro, que es tan apreciado como la almeja redonda o quahog en Nueva York, pero yo prefiero los más grandes. Con frecuencia venden el pescado seco y así se puede conseguir en el mercado de Bogotá. En la plaza de mercado de Honda vi vender un mineral muy curioso que al principio pensé que era mármol. Lo venden en pedazos y es de un color blanco sucio, con vetas rojizas. Pregunté para qué servía y me dijeron que era sal. La mayoría de la sal viene de Zipaquirá, donde hay un manantial de agua salada, en la cual disuelven pedazos de roca salada hasta que el agua queda completamente impregnada de sal; al asentarse la decantan en ollas de barro colocadas sobre fogones y le siguen echando salmuera hasta que la olla queda llena de sal sólida. Entonces rompen la olla y queda la moya de sal, que rompen en pedazos de tamaño conveniente para transportarlos a lomo de mula. La carga no tienen que protegerla de la lluvia porque el agua prácticamente no disuelve esas enormes masas compactas. Casi todas las minas y las fuentes saladas son de propiedad de la Nación; la sal se fabrica por contrato y el gobierno la vende a precios fijados por la ley. Este monopolio tiene muchos enemigos y el gobierno lo aboliría si no fuera porque sus ingresos son ya demasiado exiguos. En otro sitio vi moyas hechas en ollas más pequeñas y me contaron que las hacían de contrabando, sin pagar impuestos. Por la noche el señor Treffrey envió cuatro hombres a recoger mi equipaje y me dolió verlos llevando a la espalda cuatro baúles grandes y pesados durante dos millas. A dos de ellos les pagué un real a cada uno, pero los otros exigieron dos reales y un medio más. Todos estuvieron de acuerdo en que la diferencia era justa a pesar de que las cargas eran igualmente pesadas. Poco después de que los cargueros me entregaran el equipaje vino un inspector para cobrar el peaje de dos fardos de mercancía, pero los míos no traían ninguna sino papel para secar plantas y los dejó pasar sin cobrar nada. Honda más que centro comercial lo es de distribución de mercancías; sin embargo, tiene una industria que está desarrollándose rápidamente en la Nueva Granada, la tabacalera. No hace mucho que se abolió el monopolio del cultivo del tabaco; antes solo se cultivaba en Ambalema, población cercana a Honda, en la misma margen del río y la más rica de la provincia de Mariquita, y en Palmira, en el Cauca. Cada agricultor debía obtener una licencia para cultivar determinado número de plantas y si se excedía, debía pagar una multa muy elevada. Ningún campesino se atrevía a sembrar tabaco para el consumo personal. Francamente no veo cómo el aumento de la producción de tabaco y la rebaja del precio de éste pueda beneficiar a la humanidad, pero lo que sí es un hecho es que la abrogación del monopolio ha impulsado en forma notable la industria en esta región. La abolición fue iniciativa de Mosquera y llevada a cabo por su sucesor, el presidente López. El día siguiente fue domingo y tuve intención de ir a misa, pero todavía no sabía que en la Nueva Granada el que quiera hacerlo tiene que madrugar, o si no, encuentra las puertas de la iglesia cerradas. Ese día fue de mucho movimiento, parecía como si toda la población se hubiera dado cita para ir a bañarse. Cuando el riachuelo tiene agua, acude clientela, pero la mayoría de la gente va a bañarse al Magdalena, un poco más arriba de donde empiezan los rápidos, o en la

desembocadura del Gualí. Los más tímidos prefieren hacerlo en el mismo Gualí, entre el puente y el Magdalena; pero el sitio de mayor animación es donde la corriente es más rápida, un poco antes del puente. Allí se bañan hombres, muchachos y jovencitas completamente desnudos y las mujeres apenas medio se cubren con una falda azul. Las señoras de las mejores familias van al río con una sombrilla que las protege del sol; las sigue una sirvienta que les lleva una falda, una sábana y una totuma. La bañista se mete debajo de la sábana y sale como por milagro con la falda puesta. Luego se jabona el cuerpo y el pelo hasta quedar toda cubierta de espuma y entonces la sirvienta empieza a echarle agua, incansablemente, con la totuma. También es el momento de jabonar a los niños, y luego, los que quieren se tiran al río y se quedan un buen rato en el agua. Después las señoras vuelven a cubrirse con la sábana, que les sirve tanto de toalla como de tocador y en seguida quedan casi completamente vestidas. La sirvienta enjuaga la falda en el río, la escurre y la pone con la otra ropa mojada en una bandeja que lleva en la cabeza hasta la casa. En esta forma la dama puede bañarse en el río sin perder nada de su decoro. Pero no crea el lector que todos estos detalles los observé ese solo domingo; todos los días y a todas horas hay gente bañándose en el río. Detrás de Honda llanuras de distintas elevaciones se extienden hacia el occidente hasta las estribaciones de las montañas del Quindío. En esas llanuras están las minas de plata de Santa Ana, que no tuve tiempo de visitar. Un día caminé en esa dirección más de una milla y tenía muchos deseos de seguir adelante, especialmente para ver de cerca lo que me pareció un terraplén para construir un ferrocarril, pero que resultó ser el borde de una llanura más elevada. Ese día me encontré con don Diego Tanco, quien también estaba caminando, y regresamos juntos, conversando sobre las acciones militares de que han sido testigos estos valles, y en especial hablamos sobre la batalla que se libró aquí el año pasado. Don Diego me envió luego, con un sordomudo, una invitación a comer, pero no me di cuenta, hasta cuando era demasiado tarde, que el papel que el hombre mostraba a todos los comensales era para mí. Otra noche fui a visitarlo y no encontré forma de golpear, ni en el portón de abajo al pie de las escaleras ni en la puerta de arriba. El señor Tanco me explicó que la costumbre aquí es entrar hasta encontrar a alguien de la casa. Al final de las escaleras había un miquito encadenado, que parecía con muchos deseos de morderme. Arriba encontré parte de la familia en el balcón y al resto sentada al pie de las ventanas. Salí encantado de la visita. El señor Tanco tuvo una gran gentileza conmigo la víspera de mi partida. En la Bodega de Bogotá había contratado un muchacho para que me llevara mi equipaje hasta Guaduas, donde él vivía. Cerramos el negocio, pero el problema estaba en conseguir quién me prestara o me vendiera una montura en todo Honda. Ya estaba al borde de la desesperación cuando el señor Tanco espontáneamente ofreció prestármela y yo acepté encantado. Se suponía que debíamos salir muy temprano; había contratado a los hombres que me iban a llevar el equipaje al paso del río y Gregorio, el peón, había arreglado con el pasador para que estuviera listo al amanecer. Compré pan y chocolate para el desayuno del día siguiente, y conseguí una bolsa chiquita que aquí llaman mochila y en otras partes guambía. Pero quizá la bolsa más cómoda de las que utilizan en la Nueva Granada es el carriel, que se cuelga del hombro y algunas veces tiene llave y es muy adornado. La guambía, como dije unas páginas atrás, puede ser una bolsa grande tejida para transportar cosas a lomo de mula, pero también es un monedero, y en este caso a veces le dicen talega. En la talega caben de cinco a diez libras en monedas; al monedero de bolsillo le dicen bolsa. Muy de mañana llegaron Gregorio y los cargueros y pronto estaba todo mi equipaje amontonado donde debía encontrarse el pasador esperándonos; pero fuimos nosotros los que tuvimos que esperarlo mucho rato hasta que por fin vino, fumando tabaco, y una mujer que parecía haberse demorado pescando mandó a su hijita para pedirle candela. Después nos llevó hasta Pescaderías.

Hasta hace poco Pescaderías no era más que un grupo de chozas, pero últimamente don Santos Agudelo está construyendo una bodega y una casa amplia para hotel. Todas las mulas que se utilizan entre Honda y Guaduas permanecen en esta última población y si alguien quiere ir a Guaduas tiene que mandar por las bestias o esperar a que llegue una recua cargada que no tenga carga de regreso. Por lo general los viajeros envían un mensajero a pie hasta Guaduas y esperan a que regrese con el peón y las mulas. Pescaderías es el sitio más conveniente para hacer todos estos arreglos. Honda posee la ventaja de tener buenos desembarcaderos antes y después de los rápidos, mientras que la margen oriental del río es escarpada y rocosa, pero necesita un puente bueno sobre el Magdalena y otro sobre el Gualí. Si los hicieran, la ciudad recobraría su antigua importancia. Existe el proyecto de construir uno, pero dudo que lo hagan; en todo caso, si no lo hacen, Honda será una ciudad condenada. Me había formado la idea más horrible de lo que sería el camino montañas arriba hasta Bogotá y creía que tenía que someterme pasivamente a los caprichos de la mula, lo cual es completamente absurdo. Hay que dirigir la mula, exactamente como se dirige un caballo en nuestra tierra, pero aquí o allá, al llegar a un paso difícil, se debe permitir que la bestia pase a su manera, sin jalar el freno. Por aplicar al pie de la letra la teoría de la pasividad, estuve a punto de matarme tontamente. Ninguna mula de montaña tiene un instinto mágico que la haga afrontar una dificultad menor para sortear una mayor más adelante. Un baquiano se habría aterrado de verme bajar por el primer despeñadero con una inclinación de 30º como la del techo de una casa. Hubiera pensado que estaba loco, cuando en realidad lo único que estaba haciendo era ajustarme a mi teoría de “sumisión pasiva”, sin arredrarme, a pesar de que todo el tiempo imaginaba que más adelante mi fe en el instinto de las mulas encontraría pruebas aún más severas. Íbamos por una estribación rocosa que llega hasta el río y que en vez de bordearla debimos subir, siguiendo la tradicional costumbre española, y seguimos cruzando otras estribaciones durante varias millas a lo largo del río, hasta que por fin arremetimos contra el mar de montañas que habla a nuestra izquierda. Pero antes desayuné. Gregorio dejó a un compañero cuidando el equipaje mientras me preparaba el desayuno, que para ese primer día de vida al aire libre decidí que fuera muy sencillo: pan y chocolate. Nos detuvimos en una casa con un fogón en la parte de atrás y Gregorio puso en uno de mis baldecitos de hojalata dos pastillas de chocolate y casi un litro de agua, de acuerdo con mis instrucciones y muy a pesar suyo, porque para él todo estómago normal debe quedar satisfecho con media tasa de agua y una pastilla de chocolate. Mientras él cocinaba yo me dediqué a observar una colonia de avispas que se había instalado en un hueco de la pared de la choza, de donde era muy difícil desalojarlas. Después del desayuno empezamos el ascenso lentamente y llegamos a Las Cruces, donde un viajero con más experiencia se hubiera detenido a desayunar mucho mejor que yo, solo que habría perdido dos o tres horas. Además en las posadas de los caminos se corre siempre el riesgo de encontrar una despensa pobre, con el agravante de una mala cocina. Preparar uno mismo la comida es muy aburrido, pero comer en las casas del camino es incómodo, demorado y caro. El ideal para el viajero sería que inventaran la forma de hacer galletas de carne o carne deshidratada. Por ahora mi consejo es que la persona que vaya a viajar de Honda a Bogotá consiga antes de salir provisiones para cuatro días, llevando de todo menos azúcar, chocolate y agua. Después de salir de Las Cruces el camino es casi plano durante un trayecto bastante largo y entonces decidí entregarle la mula a Gregorio para sentirme más libre. Caminando pasé debajo de una enredadera bignoniácea, llena de flores moradas, que me encantaría ver en Nueva York. Encontré también una planta de hojas tiesas y espinosas, parecidas a las de la pita. Las hojas de adentro son rojas y rodean un manojo de flores de seis pulgadas de diámetro que se convierten luego en numerosas frutas del tamaño de un dedo. Se llaman piñuelas, son de las más deliciosas

que se dan en el país y de las más dulces del mundo, pero al mismo tiempo tienen un sabor ácido muy agradable. La piñuela tiene el inconveniente de que hay que pelarla y las manos quedan pegajosas, además tiene demasiadas semillas. El nombre científico es Bromelia Karatas y dicen que sus semillas fueron originalmente la medida del quilate de oro. La planta forma cercos prácticamente impenetrables y abrirse camino con el machete hasta el centro de ella, donde están las frutas, desanima a cualquiera. Para cogerlas, los muchachos a veces cavan unas especies de trincheras de seis y ocho pies de largo para arrastrarse debajo de las hojas, proeza que me pareció digna del Barón Trenck. Hay otra especie de la misma familia que da frutas tan ácidas que ampollan los labios, pero no le sé el nombre, y en las Indias Occidentales conocí otra especie, laBromelia Pinguin, cuyas flores crecen en espiga y no en la base de las hojas. Después vi una acedera que me hizo recordar nostálgicamente a mi patria. Empezamos luego a ascender más rápidamente y la vista desde las montañas era imponente. Por primera vez desde que salí de Nueva York pude darme el lujo de tomar agua fría. Por fin terminamos el ascenso del día, momento tan temido como esperado, y allí estábamos en el Alto del Sargento, a 4.597 pies sobre el nivel del mar. Honda, a 718 pies, está 3.879 pies más abajo, y para llegar a Guaduas hay que bajar 1.000 por una serranía que tapa la vista del Magdalena. Despedirme de mi tierra no me costó ni una lágrima; más me afligió ver desaparecer, en el crepúsculo, el mástil del barco que me trajo a la Nueva Granada, y todavía más perder de vista las chimeneas del vapor del Magdalena en una vuelta del río; pero ahora estaba a punto de cortar el últimoeslabón que me unía a todo lo que más apreciaba en la vida. Me bajé de la mula y contemplé el inmenso valle a mis pies. El río serpenteante y de aguas cobrizas se veía tan nítidamente que si hubiera habido un vapor, desde este sitio lo habría podido ver avanzar durante dos días seguidos sin perderlo de vista ni por media hora. Por todas partes había selva virgen, exactamente como cuando llegaron los primeros conquistadores. ¡Cuánta riqueza vegetal, para no hablar de mineral, ha quedado inexplorada por más de trescientos años! ¿Y cuánto tiempo habrá que esperar para que alguna industria progresista envíe maderas valiosas por el Magdalena y se empiecen a sembrar naranjales y platanales en las laderas? En la distancia se veía una colina suave toda cubierta de selva primigenia. Posiblemente nadie había bebido las aguas de sus manantiales, ni nadie había aprovechado el arroyo que corre a sus pies, tan propio para mover un molino. En ese momento me sentí como en el umbral del destino, sin saber qué me depararía el futuro y me pregunté cuántas alegrías y tristezas habría en mi pecho cuando volviera a este punto, de regreso a la patria, y mirara el río por el que tendría que recorrer seiscientas millas para llegar de nuevo al hogar. Sentí la incertidumbre de no saber si sobreviviría a los peligros del camino, los precipicios, las culebras escondidas, y sobre todo no tenía la certeza de poder resistir la seducción de los vicios sajones y no sajones que tan a menudo llevan a su perdición al cuerpo y al carácter. Tiempo después (1), queriendo contemplar el paisaje de nuevo, regresé al mismo sitio pero todo estaba nublado, y bajo las nubes, en el valle, había dos bandos hostiles esperando enfrentarse en conflicto mortal para decidir quién controlaría el Magdalena, y en ese momento el temor ante el futuro distante y desconocido se trocó en ansiedad por el presente. Una de las cosas que más le gusta exagerar a la gente es el peligro. En esa ocasión me encontré con un soldado que me aseguré que cuando él desertó los ejércitos estaban a punto de abrir fuego, y viendo que esa noticia no me hacía mella, agregó que era imposible pasar por Honda y

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Los episodios descritos en los dos próximos párrafos se refieren al viaje de regreso del autor, quien volvió al Alto del Sargento veinte meses después, el 25 de abril de 1854. Véase Anexo sobre Itinerario y Cuadros Cronológicos. (N. de la T.)

que ni en Pescaderías ni en La Vuelta se conseguía un bocado de comida. Definitivamente esto era menos malo que le dieran a uno un tiro, pero también más probable y, por consiguiente, una posibilidad más grave; pero como estaba decidido a seguir mi camino, compré una gallina viva y el peón consiguió medio pescado seco en una casa por la que pasamos; los amarramos encima del equipaje y seguimos adelante. Llegamos a Pescaderías en el momento en que caía la defensa de Honda y las tropas de Melo entraban victoriosas a la ciudad. En vez de balas que me pasaran silbando, lo único que me ocurrió fue tener que quedarme toda la noche en la margen oriental del río y ayunar durante veinticuatro horas. Dejando atrás el Magdalena encontré el mejor remedio para mis sombrías meditaciones al contemplar no ya otra inmensa selva sino un valle risueño sembrado de pastos, caña y maíz, salpicado de casitas y de árboles frutales, y en la distancia, hacia el oriente, una población grande, con calles empedradas, llenas de gente y a todo el frente mío la fachada blanqueada de la iglesia. Era el valle de Guaduas, un paraíso en cuanto a temperatura y fertilidad, donde se desconocen el calor y el frío, pues el termómetro marca siempre entre 70º y 76º. Dicen que el clima es malsano por ser húmedo, pero lo dudo, me parece que es pura imaginación. Me detuve en uno de los ranchos del camino y pedí agua a una mujer que estaba sentada en un asiento bajito, tejiendo un sombrero de paja y con una niñita al pie. Me ofrecieron dulce, que no acepté, pero me quedé conversando con ellas hasta que me alcanzó el peón y seguimos bajando al valle. En este hacía rato que llovía y pronto nos alcanzó la lluvia. Nos refugiamos en una choza abandonada donde vi una amarilis florecida muy hermosa, quizá una planta de jardín que había regresado a su estado salvaje. Saqué mi encauchado y mi escopeta y descubrí una mala pasada que me había jugado Gregorio, quien decidió hacer negocio trayendo algunos de los pescados secos de Honda, y viendo que mis cargas no estaban muy pesadas los colocó encima, precisamente sobre una de mis cobijas, de manera que cuando llovió y se mojó el pescado, la cobija quedó impregnada de olor a este. Ante mis acaloradas protestas, Gregorio resolvió poner unos manojos de paja entre el pescado y mis mantas. De allí bajamos por un camino empinado que por la lluvia estaba muy resbaloso, y yo, con el estorbo del encauchado y la escopeta, seguí siendo víctima de mi doctrina de sumisión pasiva. Pero por fin llegué a la llanura sin haberme caído ni una sola vez, y me dirigí directamente a la casa del señor William Gooding, quien tuvo la gentileza de acomodar mi equipaje en una casa que tenía desocupada, y a mí en su propia casa y mesa, despojando así a la Negra Francisca de su presa legítima. A todo viajero que llega a Guaduas lo mandan donde esta mujer emprendedora, quien se encarga de darle posada, comida y conseguirle bestias para seguir el camino; y lo importante es que siempre las consigue, si no a la hora exacta, muy poco después. Según lo acordado con don Diego Tanco, dejé la montura en casa de su primo, el señor Gregorio Tanco. Este dirige una escuela en Guaduas, pero no estoy muy seguro de que las impresiones y recuerdos que tengo de ella sean exactas, porque son completamente diferentes a lo que he visto desde entonces. En primer lugar, en la escuela recibían niñas, o al menos eso fue lo que le entendí a las del señor Gooding, quienes me contaron que ellas iban allí a aprender, entre otras cosas, a coser. Yo ya conocía el verbo cocer, pero era la primera vez que oía coser, así que estuve a punto de agregar otra inexactitud más al recuerdo equivocado que tengo de esa escuela. En segundo lugar, en ninguna parte de la Nueva Granada he visto que un hombre tenga nada que ver con una escuela para niñas; en tercer lugar, a la escuela iban muchachos, y ahora que conozco mejor las costumbres del país, no creo que en ninguna parte se permitan escuelas mixtas. Por último, tuve la impresión de que era una escuela buena. Pensándolo bien, lo que debía pasar era que las hijas del señor Gooding iban a estudiar a la sala de la señora de Tanco. En Guaduas también hay una escuela pública para mujeres, pero no entré a conocerla. Cuando el peón entregó la montura y la carta que la acompañaba, quise pagarle y llamé, “Gregorio”. El señor Tanco, del que me acababa de despedir, volvió a salir pensando que lo estaba

llamando a él. Entonces me di cuenta que era tocayo de mi peón, es decir, que ambos tenían el mismo nombre. El apellido lo usan poco y a veces emplean la palabra tocayo como vocativo; así, por ejemplo, cuando Cristóbal Vergara llama a Cristóbal Caicedo, no le dice el nombre sino tocayo. Al pagarle a Gregorio tuve un malentendido por no comprender el significado de “suelto”, que quiere decir plata suelta, menuda. El insistía en que le diera suelto, porque las mulas no habían comido bocado en tres días —cosa que creo hoy en día— y porque su casa estaba muy lejos de la población, y yo pensaba que lo que quería era sacarme más dinero. Le dije que ya le había pagado lo convenido y además de eso, su peaje y el transporte del pescado. Creo que pagué seis dólares o tal vez cinco por el alquiler de tres mulas y los servicios del peón. Y sin que yo acabara de entender lo que quería Gregorio, nos separamos. La semana que pasé con la familia Gooding fue el primer episodio feliz de mi peregrinaje. Algunos de los hijos hablaban inglés y me dieron clases de español, que tal vez son las más agradables de todas las que he recibido. En su mesa aprendí el significado de la palabra guarapo, nombre de una bebida fermentada hecha con azúcar y parecida a la sidra en cuanto al sabor y propiedades. En el Valle del Cauca la palabra se refiere al jugo de caña, fresca o hervida. El guarapo es una bebida barata para peones, dieciséis litros valen un real; pero en las ventas de los caminos, los señores, que tampoco la desprecian, la pagan al doble. La Nueva Granada tiene tres clases de cárceles de acuerdo con la clase de ofensa del acusado: las de trabajos forzados, el presidio y la casa de corrección o de reclusión. A las dos primeras envían a los hombres, mientras que las mujeres y los jóvenes van por períodos más largos a las casas de reclusión. En Guaduas está una de las dos que hay en Nueva Granada y gracias a la amabilidad del General Acosta, jefe político en aquel momento y la única persona que podía autorizar visitas al establecimiento, pude recorrerlo todo. Antiguamente el edificio había sido un convento franciscano fundado en 1606, el cual, por la clase de construcción, se puede adaptar muy bien para cárcel sin hacerle ninguna reforma. Casi todos los edificios públicos de la Nueva Granada, con muy pocas excepciones, fueron originalmente conventos o edificios de los que se habían apropiado los frailes. En la casa de corrección encontré a las reclusas haciendo cigarros y cajas para estos con la madera que otras cortaban con un serrucho. Daba la impresión de que la disciplina era excelente y la carcelera sabía su oficio. Sin embargo, me atreví a criticar uno de los castigos, porque me pareció excesivamente duro para las presas más sensibles y menos depravadas, pues consistía en encerrar a estas en el ataúd público, o sea en el que llevaban al cementerio el cadáver de los pobres. Algunos de los casos de las mujeres en la Casa de Corrección serían dignos de figurar en un catálogo de crímenes. Me mostraron una que en conspiración con un sacerdote asesinó a un hombre a quien había servido como ama de llaves; habían planeado que ella heredara la fortuna para repartírsela luego, y el cura declaró que los había casado en secreto poco antes de que el hombre muriera. Una mujer y su hija estaban en la cárcel pagando las crueldades más atroces practicadas a unas pobres desgraciadas que cayeron bajo su poder y a las que torturaban sin motivo. Algo parecido leí que había sucedido en Nueva Orleáns, pero cometieron el error de dejar en la puerta del hospital a una de las víctimas mutiladas, convencidas de que no podría hablar. Dicen que después de que estaban en la cárcel encontraron un esqueleto en una de las paredes de la casa del par de mujeres. En Guaduas vivió el padre del escritor más conocido de la Nueva Granada, el coronel Joaquín Acosta. Aunque en los libros siempre aparece como coronel, era general cuando murió. El coronel Acosta hizo mucho por la geografía y la historia del país, especialmente cuando fue embajador en

París, donde recopiló y tradujo al español gran parte de las memorias de Boussingault. También resumió y reeditó El Semanario, único periódico científico que se ha publicado en la Nueva Granada. Instalé en la torre de la iglesia de Guaduas el único reloj que conozco en este país que tenga las dos manecillas, y parte de su valiosa biblioteca es hoy patrimonio nacional. Su viuda, una dama inglesa, aún reside en Guaduas, y me contaron que las inmensas propiedades del padre del coronel están repartidas entre su familia y un hermano medio, otro general Acosta. El general Acosta tiene fama de ser muy rico y es una lástima que haya llegado al ocaso de su vida sin haber contraído matrimonio, algo desafortunadamente muy común en la Nueva Granada. Es uno de los hombres más hospitalarios que he conocido. Steuart comenta que “mucha gente acostumbra aceptar la hospitalidad del General Acosta para después desacreditarlo”, ejemplo que él mismo sigue, pero que yo no podría imitar. El general me invitó a una comida típicamente granadina. Entre los platos demasiado numerosos y raros para poder describirlos todos, recuerdo uno llamado bollo. En el primer momento pensé que se trataba de una raíz blanca, tierna e insípida, pero resultó ser una masa de maíz que se envuelve en las brácteas del maíz y luego se hierve. Llegué a Guaduas al final del verano, época poco propicia para el botánico. Hice una excursión por la banda norte del río que atraviesa el valle, con la intención de cruzarlo mucho más arriba y regresar por el camino que bordea la otra orilla. Caminé hasta un sitio donde anteriormente existió un rancho y todavía se veía la acequia por la que los dueños habían traído agua de la quebrada; desde allí el camino por el que pensé regresar estaba apenas a unos diez metros, pero no tenía el machete y gasté casi una hora intentando abrirme paso entre los matorrales. Finalmente, como ya entraba la noche, me di por vencido y resolví regresar dando un inmenso rodeo por unas lomas quebradas y ásperas hasta llegar a la población. Hablando de Guaduas debo referirme a la guadua, que en la Nueva Granada es la planta más útil después del plátano, de la caña y del maíz. Podría llamarla el “árbol de la madera” porque sirve para hacer casi todas las construcciones que no sean de ladrillo, tierra apisonada o de piedra, éstas últimas muy escasas. Además reemplaza la obra de madera en las casas y, por lo general, se utiliza en todas aquellas cosas en las que nosotros empleamos tablas de madera. La guadua es una planta inmensa, muy parecida al bambú del oriente tropical, pero menos alta, crece solo unos treinta o cuarenta pies. Tiene el follaje tan hermoso y delicado, que comparado con el de los otros árboles parece el plumaje de un ganso al lado del de un avestruz. El tronco mide aproximadamente seis pulgadas de diámetro por uno de grueso, con nudos cada veinte pulgadas. Rajando el tronco en cuatro, seis u ocho partes, se sacan estacas y tablillas. Para hacer tablas que sirvan como mesas, bancos y camas rústicas se abre el tronco y se aplana, rajándolo a cada pulgada a lo ancho, pero teniendo cuidado de que no se separe completamente por las hendiduras. Cortándolo arriba y abajo de los nudos sirve como plato, candelero, recipiente para manteca y como jarra improvisada para cargar agua. A estos recipientes de guadua los llaman tarros y los hay dobles para acarrear agua con destino a toda la familia. En este caso cortan un pedazo de tronco más grande, que tenga dos secciones, un nudo en cada extremo y otro en la mitad, y le abren un hueco en el nudo de arriba y en el de la mitad. Si se utiliza el tarro para llevar melaza, lo tapan con un tarugo o con una naranja. Los tarros pequeños, hechos de una sola sección, sirven para guardar remedios, como el aceite de ricino. Es decir, la guadua tiene innumerables usos y la utilizan también al norte del país, como en Sabanilla; cerca de Cartagena se produce igualmente, aunque no tan bien. El tallo de la guadua es grueso desde la base, pero las secciones entre los nudos son más cortas. Algunas guaduas tienen ramas largas, desparramadas y llenas de espinas; en otras el diámetro máximo de los troncos no pasa de dos pulgadas, y éstos los cortan para tumbar naranjas, las cuales se pudren si no son bajadas del árbol, porque no se caen cuando están maduras.

Las secciones de la guadua contienen agua y aquí creen equivocadamente que las fases de la luna influyen en la cantidad de agua. Dicen también que a veces se encuentran piedras en los nudos; quizá sea cierto, pero yo nunca vi ninguna y hasta que no lo compruebe lo pondré en duda. El único caso que tuve oportunidad de investigar no probó nada porque la piedra resultó ser común y corriente. Otra característica de la guadua que vale la pena mencionar, porque es poco común en la vegetación tropical aunque si muy general en Norte América, es que tiende a monopolizar completamente los terrenos donde se produce. En nuestro país es normal encontrar un bosque natural, de una milla cuadrada, con solo pinos, robles o hayas, o hectáreas con la misma especie de hierba, arándano o cualquier otra clase de planta. Pero en el trópico es muy distinto. Aquí las plantas no son gregarias y son mucho menos exclusivas. Es cierto que hay guayabales naturales, donde en un área bastante extensa la mayoría de los árboles son Psidium; pero esto no es lo común; por lo general no se puede esperar encontrar juntas varias plantas de la misma especie. Por ejemplo, si uno ve un limero y quiere encontrar otro, da lo mismo buscarlo cerca que lejos. En cambio, el guadual cubre una extensión considerable de terreno, casi siempre al lado de una quebrada, y se da en forma tan tupida que no queda espacio para que crezca prácticamente ninguna otra planta. El cultivo de la guadua podría dejar grandes utilidades, pero apenas sé de un caso en que se cultiva para negocio. La flor y la semilla de la guadua son tan escasas que muy pocos botánicos las conocen. Una noche las niñas del señor Gooding me mostraron unos insectos coleópteros luminosos, aproximadamente de una pulgada de largo, que aquí llaman cocuyos. El Elater ocellata nuestro se parece mucho en tamaño y forma, pero no en luminosidad. Las niñas los habían metido en un pedazo de caña al que le habían abierto una cavidad para cada bicho, de manera que las paredes de la cárcel les servían de alimento. Cuando no están descansando alumbran continuamente con una lucesita que no es más brillante que la intermitente de losElater, pero la de los cocuyos tiene dos colores diferentes y muy bellos, rojo y verde amarillento. No sé si la diferencia del color en la luz dependa del sexo. Mucha gente cree que los cocuyos se acercan cuando uno les silba, pero los experimentos que presencié en el Cauca para probar el fenómeno produjeron el efecto contrario. Me parece que el cocuyo es el Elater noctíluca. Pasé el domingo en Guaduas y desde el amanecer la plaza al frente de la iglesia estaba casi llena de campesinos de todos los matices, desde el indio y el negro puros hasta el blanco, y traían una variedad increíble de productos de todos los climas. El mercado dominical es una molestia para cualquier familia decente, pero para nadie es tan ofensivo como para el señor Haldane, de El Palmar, cuyo solo nombre hace pensar en un escocés presbiteriano muy rígido. El señor Haldane le solicitó al arzobispo Mosquera que suprimiera el mercado dominical en Guaduas; éste le contestó que era el mejor día para el mercado, pues los campesinos no tenían tiempo de bajar al pueblo dos veces y porque además, siendo día de fiesta, podían aprovechar para oír la misa. Y burlándose de los escrúpulos del buen escocés, el arzobispo le puso el apodo de “Obispo de Guaduas". Ese domingo fue la primera vez que asistí a misa en la Nueva Granada, porque las otras ocasiones había llegado demasiado tarde. Me acompañó una de las niñas del señor Gooding. Esta dejó el sombrero en la casa y se puso un chal negro sobre los hombros con el cual, al llegar a la iglesia, se cubrió la cabeza; luego entró y se sentó en el suelo. Me dolió ver a una niña tan amable e inteligente identificada en vestido y en actitud con la gente que la rodeaba. Los hombres nunca se sientan en el suelo; si hay bancas en la iglesia, son exclusivamente para ellos; si no, oyen la misa de pie; las mujeres nunca se paran. En ciertos momentos todo el mundo debe arrodillarse y el que no lo haga es considerado como un impío; en esos mismos instantes repican las campanas y las gentes que están en el mercado se descubren. El protestante que no se quita el sombrero se expone a que le arrojen cosas, aunque la ley lo protege. Hasta donde yo sé, ningún protestante

residente en la Nueva Granada ha intentado oponerse a estas exigencias supersticiosas. Claro que un viajero como yo puede ignorar algunas costumbres sin que la gente se ofenda; me parece que esta tiene todo el derecho a exigir que nos descubramos en la iglesia, aunque en el caso de la señora que lleva una gorra al estilo europeo puede ser a veces incómodo quitársela. Antes de entrar a describir la misa vale la pena observar que la iglesia de Guaduas es muy parecida a todas las que he visto en la Nueva Granada; además del altar principal, fastuoso y magnifico, hay a los lados otros menos llamativos que tienen cierto parecido a una repisa de chimenea muy ornamentada. A muchos de estos altares laterales se les atribuyen méritos específicos. En cada uno hay generalmente una imagen o un cuadro cubierto por una o dos cortinas que se enrollan en lo alto al jalar una cuerda. Todas las imágenes son pintadas en un intento de darles vida y a menudo están vestidas en la forma más absurda que uno pueda imaginar. Muchas veces a los cuadros les pegan joyas y adornos, lo cual acaba con el mérito artístico de los pocos que valen la pena. Hay un crucifijo que choca especialmente, porque da la impresión de que lo pintaron completamente desnudo, y luego alguien escandalizado resolvió coserle encima un pedacito de muselina. Sin embargo estoy seguro de que si se la quitaran, debajo habría otra tela pintada. La misa es el punto clave del antiguo culto romano, en una época tan esplendorosa. Teóricamente se supone que en la misa se recrea el cuerpo de Cristo por el poder especial conferido al sacerdote en su ordenación. Ese cuerpo se considera divino, no humano, Dios mismo y no hombre. La misa consiste en comer ese cuerpo. La ceremonia de la misa presenta pequeñas variaciones de acuerdo con la época y estación del año, en cuanto al color de lasvestiduras del sacerdote y a algunas de las palabras que lee; la diferencia es mucho mayor cuando es rezada o cantada, es decir, si es misa menor o misa mayor. La primera requiere solo un sacerdote y un monaguillo; pero en la misa mayor se necesitan por lo menos dos y creo que también otros celebrantes. Un sacerdote que sepa bien el latín puede decir la misa en veinticinco minutos; pero la misa cantada toma hasta dos horas, aunque básicamente el programa y las ceremonias de las dos son las mismas. La preparación a la misa se lleva a cabo en una pieza adjunta al altar, la sacristía, que casi siempre tiene salida a la calle por el rincón de la derecha. Únicamente conocí una que estaba detrás de la iglesia y debajo del techo principal, no de uno lateral, como generalmente está. El sacerdote se lava las manos y se viste mientras reza algunas oraciones; luego sale de la sacristía, ya ataviado y llevando una copa que es siempre de oro o dorada por dentro, el cáliz, y encima de éste un plato de plata, la patena, que parece como si fuera la tapa, y sobre ella algo que parece un pequeño libro delgado y un lienzo bordado. Estando al lado derecho del altar, cerca a la sacristía, el sacerdote, entre las muchas cosas que lee y dice, lee parte de una epístola. Después pasa al otro lado, donde, además de otras tantas lecturas, recita el evangelio. Por esto es que a veces llaman el lado izquierdo de un caballo, el del evangelio. Después se coloca el misal en forma oblicua para que el sacerdote, de pie en el centro del altar, pueda leerlo. Acto seguido le quita la cubierta al cáliz y resulta que el librito es una tela doblada, la desenvuelve y adentro encuentra una oblea blanca, del tamaño de un sello notarial, con una cruz impresa, que pone sobre la patena. También saca de la copa una cucharita que parece para servir sal y una pala de tamaño mínimo para recoger boronas, ambas de plata. Limpia cuidadosamente la copa, la vuelve a tapar y regresa otra vez a la derecha del altar (el lado de la Epístola). En seguida el monaguillo toma una jarrita que hay en una bandeja del tamaño de una para pasar rapé, la pone debajo de las manos del sacerdote y le vierte agua sobre los dedos. Luego derrama en el piso la que queda en la bandeja, el sacerdote se seca los dedos en una pequeña toalla, se la entrega al monaguillo y éste la besa. Después el sacerdote procede a leer las palabras de la consagración y la oblea se convierte en hostia, es decir, según la creencia, en Dios. El sacerdote se arrodilla y la adora, luego se levanta y

todavía de espaldas a los fieles eleva la hostia para que estos puedan adorarla. El monaguillo toca la campana del altar y todo el mundo se arrodilla; muchas veces también repican las campanas de la torre, y si frente a la iglesia hay gente, lo menos que esta debe hacer es quitarse el sombrero, aunque esté lejos y ocupada en sus negocios. Después de elevar la hostia, el sacerdote levanta el cáliz, en el cual vertió antes una copa de vino. Durante todo este tiempo se hacen las demostraciones más ruidosas; el órgano toca música alegre, marchas, danzas y valses, y si en la plaza hay un cañón o un pelotón de soldados, disparan las armas. A veces lanzan al aire unos voladores llamados cohetes, que se elevan y estallan con un ruido como el disparo de una pistola, y el olor de la pólvora entra en la iglesia y se mezcla con el del incienso. Los soldados formados pueden quedarse con el quepis puesto y el organista permanece sentado, y aunque los protestantes pueden también seguir sentados o de pie, esta actitud molesta tremendamente a los devotos que, si por ellos fuera, los harían arrodillar a la fuerza, si la ley lo permitiera. Después de la elevación el sacerdote parte la hostia en tres partes, pone una en el cáliz y se come las otras dos. Recoge cualquier migaja real o imaginaria de la hostia con la patena, si no tiene paleta, y las echa en el cáliz. Bebe el vino, se enjuaga los dedos, primero con vino sin consagrar y después con agua y luego bebe uno y otra para asegurar que ninguna de las partículas de la hostia se queda sin llegar a su destino. Inmediatamente lava el cáliz, vuelve a poner la cucharita y la pala en su sitio y después de otros rituales termina la ceremonia. Se prolongaría demasiado este relato al describir los pasos de los monaguillos en las misas cantadas. En realidad es mucho lo que ellos deben aprender: echar el incienso, llevar de un lado a otro los dos ciriales (el cirial es una vara larga de plata con un cirio en el extremo), alzar el extremo o borde de la vestidura del sacerdote cuando éste se arrodilla, derramarle el agua sobre los dedos, pasarle la toallita, tocar la campana, contestar las oraciones, pasar el misal de un lado a otro del altar, cantar parte del servicio religioso; en fin, es todo un oficio. La misa rezada se puede decir en el mismo tiempo que toma leer esta descripción; en cambio, la cantada es larguísima; el sacerdote canta todas las palabras y el coro entona las respuestas que en la rezada reza el monaguillo. Por esta razón, la mayoría prefiere asistir a la misa rezada. Varias veces durante la misa el sacerdote se vuelve hacia los fieles y dice: Dominus vobiscum —la paz sea con vosotros—. (sic) (2), y éstos responden: Et cum spiritu tuo —y con tu espíritu—. Durante la confesión, al principio de la misa, los feligreses se dan tres golpecitos en el pecho y si la concurrencia es grande, es impresionante el ruido extraño y hueco que llena la iglesia. Al final el sacerdote termina la misa con las palabras Ite, missa est —idos, la misa ha terminado—; (sujeto: concio, la asamblea ha terminado). De esta expresión se deriva la palabra inglesa mass, la latina missa y la española misa. También visité el cementerio de Guaduas, que es bastante amplio, rodeado de un muro y con una capilla en el centro. A la mayoría de los muertos los sepultan en la tierra, pero los ricos tienen tumbas en bóvedas que parecen hornos. Recuerdo una en que habían sepultado a un hombre, y debajo estaba otra bóveda bostezando en espera de la viuda. Vi también la de Acosta, tan lamentado por el pueblo, con una lápida de una piedra rosada muy bella, que si resistiera el clima sería muy admirada en nuestro país para utilizarla en monumentos. En Guaduas utilizan muy poco los ataúdes. En la capilla del cementerio vi dos, pintados de negro y con el dibujo a cada lado de una calavera sobre dos huesos cruzados, iguales a los que había visto en la cárcel. También vi en el suelo pedazos de los féretros improvisados en que llevan a los niños muertos, y en un rincón una almohadita y unos trapos, lo cual me conmovió profundamente. En

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Este es uno de los errores a que se refiere el autor en el Prefacio, (N. de la T.)

comparación con otros, este cementerio es bastante bueno, probablemente fue obra del Coronel Joaquín Acosta. Me falta describir la fuente que hay en la plaza de Guaduas. Parece más bien un monumento y está rodeada de un muro de aproximadamente tres pies de altura. Al frente y en los dos extremos están las bocas de unos tubos de hierro por donde brotan chorros de agua clara, traída de la loma vecina por una especie de acueducto abierto, que llaman acequia. A la fuente le dicen pila, lo mismo que a la fuente bautismal. Las aguadoras van a la fuente con tina múcura grande de barro apoyada en la cadera y una caña larga en la mano; ponen la primera en el muro, y el extremo de la caña, que casi siempre tiene en la punta un cacho, lo colocan en la boca del tubo de hierro para llenar de agua la múcura. Cuando las muchachas que esperan ven que esta ya está casi llena, pelean para ver cuál de ellas será la próxima en poner el extremo de la caña en el chorro y llenar la vasija. Al llegar a la casa vacían el agua en la tinaja, la cual es un recipiente mucho más grande y con boca ancha. Todas las casas tienen un arco de ladrillos cocidos que se llama tinajera, que está por lo general en el corredor y con huecos donde ponen dos o tres tinajas. Podría decirse que la tinajera tiene para el círculo familiar la misma importancia que el fuego sagrado en los países nórdicos, y que, por lo tanto, en la Nueva Granada la traducción de “Pro aris et focis” debería ser “por la alacena de los santos y por la tinajera”. Guaduas está situada exactamente a 1.000 metros sobre el nivel del mar, es decir a 3.281 pies. Tiene una temperatura promedio de 74º, con muy pocas variaciones, y si no fuera por la humedad, no habría en el mundo clima más delicioso. En la población hay algunos casos de bocio, pero creo que tomando un poco de agua yodada diariamente se evitaría o se curaría la enfermedad. Aquí lo llaman coto, y al enfermo cotudo. Me pareció observar un caso de cretinismo, pero a lo mejor se trataba de idiotez común y corriente. Pero llegó el momento de decirle adiós a Guaduas y es una muestra curiosa de cómo influyen las costumbres de un país en las del viajero el que esa vez me despedí de las niñas, a quienes tanto cariño les había tomado por su carácter amable, afectuoso y maneras delicadas, dándoles un beso. En cambio, después de más de un año de viajar y conocer la vida granadina, para mi gran alegría las volví a ver y saludé con la misma efusividad, pero esta vez dándoles un abrazo. No es que el beso no se utilice nunca en la Nueva Granada como forma de saludo, pero abrazarse es la regla en caso de una larga ausencia, ya sea entre iguales, con inferiores o con superiores y entre el mismo sexo o con los del otro. Más adelante veremos ejemplos de esta costumbre.

LA SABANA DE BOGOTÁ

La Negra Francisca — Subiendo y bajando — Las salchichas de la venta de Cuní — Villeta — Gran tertulia y mal alojamiento — Subiendo siempre — La Sabana — Tradiciones indígenas — Cercas — El Orejón —Campos de batalla — Gente en el mercado — Fontibón — Entrada a Bogotá.

En el grupo en que salí de Guaduas estaban los dos músicos holandeses, que también se quedaron unos días en esa población para evitar los efectos de un cambio demasiado brusco de clima y de altura, y dos personas más que habían llegado la noche anterior, en el barco que venía después del nuestro. Eran un tipógrafo bogotano de apellido Martínez y un niño Páez, de Caracas, que viajaba bajo la tutela de él. Entre todos teníamos once cabalgaduras, suministradas por la emprendedora Negra Francisca, como le dicen siempre. Esta quería dividirnos en tres grupos, cada uno con menos de cinco bestias, de manera que tuviera que pagar un peón como bestia adicional. Pretendía enviarnos con tres peones y que pagáramos catorce cabalgaduras. Pero no nos dejamos. Devolví el peón que ya estaba envolviendo los baúles en los encerados, explicándole que pensaba viajar con otro peón y otras mulas. Al fin la Negra Francisca accedió a mandar dos peones y cobrar solamente por las once bestias, pero yo tuve que pagarle extra la montura, que resulté muy mala. A la Negra le costaba mucho trabajo contar el dinero, pero era muy carera. Se me perdió el papel donde apunté los precios; pero recuerdo que una vez pagué por un peón y tres bestias (cuatro), de Bogotá a Guaduas, $ 12,80; y de Guaduas a La Bodega, abajo de Honda, $ 6,40, que es muy caro. Partimos a las 9, ya habiendo desayunado. Salir tan temprano es prueba de la eficiencia de la Negra Francisca, aunque en ese momento no lo aprecié como lo haría ahora, después de la larga experiencia que tengo con los desayunos “temprano” en la Nueva Granada. Subiendo por los quingos empedrados de la montaña observé que entre el horizonte y el lomo de las mulas había un ángulo de 20º a 40º. Finalmente llegamos a un sitio donde se contempla tan nítidamente el valle como podría observarse en un mapa extendido. Pensé que al paso que íbamos estaríamos en la Sabana de Bogotá antes del anochecer, pero al rato empezamos un descenso enorme y mientras bajábamos comprendí que si el camino hubiera seguido un poco más hacia el norte habría bordeado la montaña, economizándose gran parte de la subida y toda la bajada. Llegamos al Alto del Raizal y otra vez a bajar para volver a subir a un punto todavía más alto, el Alto del Trigo. Es posible que aquí se produzca el trigo, porque de acuerdo con Mosquera, la mayor autoridad en este camino, el Alto del Trigo está a una altura de 6.139 pies. Según este dato, habíamos subido 2.839 pies. Lewey habla de 4.148, poco menos de una milla, lo cual posiblemente es un error tipográfico de 2.000 pies. En Mosquera hay otro parecido, de 8.000 pies en la altura de Guaduas. No me di cuenta en qué momento pasamos la hacienda de El Palmar, del señor Haldane, el “Obispo de Guaduas”. Lamenté no haber conocido a este excelente hombre, del cual he oído decir que ha sufrido muchísimo por carecer del tacto especial que se necesita para manejar peones. Dicen que sus primeros problemas surgieron a raíz de haber despedido un terrazguero porque

insistía en vivir con su compañera sin casarse, para ahorrar los $ 5,60 que costaba la ceremonia. Parece que también hubo un intento de asesinar a la familia, pero el valor del escocés pudo más que el número de los atacantes. Tenía un trapiche nuevo que se quemó completamente la víspera de comenzar a cortar la caña de un cañaveral muy grande y perdió la cosecha. Luego se dedicó a cultivar café, y lo último que supe es que está otra vez a punto de perder toda la cosecha por no tener quién se la recoja. Estábamos entre una multitud de cerros separados por valles profundos y estrechos, con casitas y labranzas en las laderas, pero ni un camino a la vista. La mayoría de los cultivos eran cañaverales. La palabra se deriva de “caña vera”, verdadera caña, esto es, caña de azúcar. Seguramente alguna vez hubo uno en el Cabo Cañaveral de la costa de Flórida, o Florida, como se decía antes de que Andrew Jackson le cambiara la pronunciación. Para mí la caña es el cultivo más antipático de todos. Las hojas en los tallos rígidos son escasas y de un amarillo verdoso desteñido, y antes de la florescencia, cuando los hermosos penachos se mecen en la brisa, hay que cortar la caña para extraer el azúcar o para utilizarla como forraje. El cañaveral es todavía peor de cerca, porque es imposible cruzarlo sin exponerse a que el follaje, tieso y áspero, lastime la cara y los ojos. En el Alto del Trigo entregué mi caballo a Nepomuceno, el peoncito del niño Páez, y descendí a pie hasta Cuní, a sabiendas de que por esa loma el que baja un paso pierde dos. Por el camino divisé una chimenea alta de ladrillo que me recordó mediatamente la de los países del Norte. Era la de la destilería del señor Wills, un inglés que compró el monopolio del suministro de bebidas alcohólicas para Bogotá. Destila el licor de la caña de azúcar, utilizando fuerza hidráulica. Hace mucho tiempo que el señor Wills vive en la Nueva Granada, habla y escribe muy bien el español y se interesa enormemente por la prosperidad financiera del país. En una ocasión se pensó enviarlo como agente fiscal a Londres, pero no viajé porque los acreedores ingleses prefirieron que con lo que se iba a gastar en su sueldo les aumentaran los escasos dividendos. La inmensa caldera que está en la Bodega de Honda era para esta destilería. Tres mujeres vadearon valerosamente la quebrada de Cuní mientras que yo la crucé saltando tímidamente de piedra en piedra. Al pasar, las mujeres entraron en la primera casa y yo las seguí y me encontré con la venta mejor que he visto en mi vida. El cuarto en que entramos podría llamarse la tienda, almacén diminuto de víveres, pero en realidad era más y era menos que una tienda. No me explico cómo se sostienen los propietarios de esta clase de establecimientos con las pocas ventas que realizan. Lo extraordinario es que en este caso los dueños casi habían logrado construir una casa enclaustrada, que aquí es la casa perfecta. La mayoría de las ventas no tienen más que una pieza fuera de la tienda, y a veces una ramada atrás para cocinar. En Cuní se puede entrar montado a caballo al patio y hay forraje para las cabalgaduras, a pesar de que contadas veces los viajeros lo compran, aun cuando pasan allí la noche. Decidí esperar al resto del grupo en la venta y mientras llegaba me entretuve observando las mujeres. Lo primero que hicieron fue pedir un cuartillo de ajiaco. El cuartillo no es una medida; en la Nueva Granada no se utilizan las de capacidad y muy pocas veces las de peso, con excepción de la carga, que equivale más o menos a doscientas o doscientas cincuenta libras nuestras y es la carga de una mula. El cuartillo es la más pequeña moneda de plata y vale dos y medio céntimos. Unos señores que pasaron mientras esperaba, me mostraron la única moneda granadina de cobre que he visto. Teóricamente el cuartillo se divide en cuatro cuartos, pero en la práctica siempre se gasta entero y la mayoría de los panes y de las pastas de chocolate se venden por un cuarto. Una mitad es medio cuartillo; un medio es una moneda que vale cinco céntimos; y el real está legalmente dividido en diez céntimos, pero estos últimos nunca se usan.

Ya que estamos hablando de monedas, más vale continuar con el tema. El peso equivale legalmente a diez reales, pero de hecho nunca vale más de ocho, y el viajero, aunque solo se lo digan una vez, no debe tener ninguna duda al respecto. Si después de un acuerdo verbal le exigen pesos legales de diez reales, no debe pagarlos, porque simplemente es un engaño en el que no caen las personas con experiencia. A los dólares los llaman pesos fuertes, duros o fuertes, excepto en las subastas y en los documentos legales. El patacón es una moneda que vale ocho reales, pero también puede ser la tajada del plátano verde, cortada transversalmente y frita hasta que quede bien tostada. Una onza es una moneda de oro que vale aproximadamente diez y seis dólares, y existe además otra, un poco más pesada que la doble águila de los Estados Unidos, que se llama Cóndor. Pues bien, la numismática nos entretuvo mientras se calentaba el ajiaco y lo servían en la totuma que colocaron en unaargolla de madera clavada al mostrador; en esta forma la totuma, que tiene la base redonda, no se vuelca. El ajiaco es un caldo espeso con pedazos de plátano o de papa y a veces hasta dos o tres bocados de carne, en caso de que la cocinera sea generosa; si esta además es buena guisandera, el plato es aceptable. A las mujeres no les llevaron sino una cuchara de madera, tal vez de totumo, y cada una, por turnos, tomaba una cucharada hasta que pronto, demasiado pronto, terminaron el ajiaco. En realidad era una porción moderada para una sola persona, quizá la menos pobre de las tres estaba compartiendo con sus vecinas lo poco que tenía. Hace diez años, en este mismo lugar, hubo una comida muchísimo más divertida. Un sombrerero neoyorquino que solo hablaba unas palabras de español estaba desesperado y casi muriéndose de hambre porque no resistía la comida granadina, que le parecía horrible, en especial los cominos, pero se le iluminó la cara cuando vio en esta misma tienda unas legitimas salchichas colgadas del techo. (Aquí la “bologna” se llama salchicha). Entonces tuvo una idea brillante: recordó haber visto cómo se preparaban; aún más, tenía seguridad de poder cocinarlas él mismo, y estaba decidido a darse un banquete, costara lo que costara. Compró una cantidad enorme de salchichas, y las pagó en cantidad inversa al español que sabía. Pero esta fue la parte más fácil de todas. Con gran dificultad consiguió una olla de barro de fabricación casera, que servía para freír. Los campesinos, atónitos ante los preparativos, lo llevaron a ese sitio que todavía me falta describir, la cocina granadina. Gesticulando, con su mal español y con la dedicación que solo puede tener un hombre mil veces asediado y perseguido por los cominos, vigiló celosamente que no echaran ni un solo ingrediente heterodoxo en la olla, en especial ese detestable aliño. El éxito rotundo coronó sus esfuerzos. Se sentó feliz a la mesa, con un plato de salchichas tan buenas como las que preparaba su madre. Se llevó ávidamente el primer bocado a la boca y ¡horror de los horrores!, descubrió que a las salchichas también las pueden rellenar con cominos. Steuart nos describe vívidamente su experiencia: “Entonces serví las salchichas mientras los ojos, con deleite infinito, seguían el movimiento del cuchillo al partir en dos el tan anhelado pedazo; pero ¡oh horror de los horrores! Todas las deliciosas expectativas se desvanecieron de un solo golpe porque el primer mordisco me reveló que también las habían condimentado generosamente con el siempre presente y nunca ausente comino”. En cuanto a mí, debo confesar que hasta llegar a Cuní no había probado nada tan desagradable como la salchicha. Es la única cosa que he sido absolutamente incapaz de comer, pero mi problema no está en los cominos sino en los ajos. Sin embargo, los campesinos que presenciaron el fracaso de Steuart lo atribuyeron a su ignorancia culinaria en materia de preparación de salchicha. En esta misma venta comimos dos personas por seis reales y tuvimos que esperar menos de una hora. Sería un sitio ideal para pernoctar, pero como es casi obligado cambiar de

bestias y pasar la noche en Guaduas, se llega aquí cerca del medio día. En el viaje de Cuní a Guaduas que realicé meses después, entre las 2 y las 4 de la tarde, experimenté una de las jornadas más calurosas que he conocido en el trópico. Por fin llegaron los compañeros y me fui con ellos. Al poco rato vimos un pedazo de camino que parecía el terraplén para un ferrocarril, pero con una vuelta en ángulo agudo. Nadie lo utiliza porque es más fácil cruzarlo que seguirlo. Únicamente un norteamericano podría trazar carreteras útiles en la Nueva Granada, porque apenas en los Estados Unidos se construyen todos los años grandes trayectos de caminos baratos. Hay personas que como “Jack el ciego” de Derbyshire, en Inglaterra, son genios para trazar caminos, y un genio de esos está haciendo mucha falta en la Nueva Granada. Aquí se construyen los caminos derecho loma arriba y derecho loma abajo. Frente a una montaña, los europeos, que ya casi no tienen que hacer caminos y poseen dinero de sobra, abren túneles; los yanquis la bordean. Los granadinos deberían aprender de estos últimos. Otra vez volvimos a subir, y en el Alto de Petaquero vi un naranjo solitario. Contento de comer unas frutas gratis, me fui con mi caballo debajo del árbol y con algún trabajo llené los bolsillos de naranjas. Para mi sorpresa, resultaron ser de una especie que tiene la cáscara gruesísima y tan ácidas que es imposible comerlas. Son las naranjas agrias o Citrus vulgaris, conocidas también como naranjas sevillanas. Solamente son buenas cocinadas con azúcar o mezclando el jugo con agua y endulzándolo. Después de otro descenso escarpado llegamos a Villeta, el único pueblo de verdad que hay entre Guaduas y la Sabana de Bogotá. Según Mosquera, está a 2.635 pies y tiene una temperatura media de 77º, así que es bastante más bajo que Guaduas, lo cual quiere decir que perdimos todo el tiempo que gastamos subiendo. Comparando los ascensos con los descensos que hicimos entre Honda y Villeta, hemos perdido unos 4.129 pies, solo 488 pies menos que una milla vertical. Pero si a esto se agregan los descensos de los altos de El Raizal y de Petaquero, hay una pérdida absoluta de mucho más de una milla subiendo y otro tanto bajando. Es imposible comprender semejante desgaste de energías en subidas innecesarias seguidas por bajadas inútiles. Imagínese el lector que el principal camino de los Estados Unidos subiera en zig-zag de la base hasta la cima del monte Washington y que de allí bajara al otro lado. Ese sería un recorrido mucho menor que el inútil descenso que hicimos en día y medio de viaje y que los itinerarios del correo calculan en once horas. ¡Once horas para recorrer una distancia real de treinta y una millas! Precisamente para que la capital siga administrando semejante joya de camino se extiende la provincia de Bogotá hasta Pescaderías, por una región de clima completamente distinto y de gentes con costumbres e intereses del todo diferentes a los de los bogotanos. Villeta está situada a orillas del río Negro, que desemboca en el Magdalena cerca a Buenavista. Posiblemente la carretera de la capital al Magdalena se construya en un futuro pasando por Villeta y no por Guaduas, aunque el valle de ésta sea más amplio, fértil y hermoso que el de Villeta. Además el clima es más fresco, y por eso, a pesar de estar más lejos de Bogotá, Guaduas sigue siendo más visitada. Pero Villeta produce mayor cantidad de miel y de azúcar. Por melado se entienden varios productos: la miel, que es una melaza delgada; la miel de purga, más espesa, y el almíbar, todos sacados de la caña de azúcar. La miel de abejas no se utiliza en la mesa granadina. Todo el azúcar que se produce en Villeta es de una clase barata llamada panela, que se hace mediante concentración suficiente de azúcar como para que forme cristales finos sin convertirse en melaza. A la panela la funden en forma de ladrillos y vale la tercera parte del pan de azúcar moreno, que es al único que aquí le dicen azúcar y que a veces cuesta hasta quince céntimos la libra. También se encuentra algo parecido al azúcar refinado, pero es muy difícil encontrar lo que nosotros llamamos pan de azúcar.

Entramos a almorzar en la mejor venta o posada de Villeta y como la espera parecía larga, salí a pasear por las calles mal empedradas hasta llegar a la plaza y a la iglesia. El aspecto de esta es igual al de la de Guaduas, pero es más pobre; todas las estatuas están mal pintadas y los cuadros tienen imágenes burdas y planas. Lo único que me interesó fue una orquídea a los pies de un santo, la segunda de esa clase que veía en la Nueva Granada, pero no me atreví a cogerla. De regreso de la iglesia encontré la escuela. El maestro era un muchacho inteligente de diez y siete años, bien vestido pero con la ropa toda vieja. Aunque el salón estaba dispuesto para enseñar utilizando el plan lancasteriano, se veía que el maestro no tenía ni idea de nada diferente a enseñar los procesos mecánicos de leer, escribir y rezar. Desde entonces he visitado muchas escuelas y pocas son mucho mejores o mucho peores que esta. Cuando regresé la comida no estaba lista todavía, aun cuando había habido tiempo suficiente para matar un novillo, cocinarlo y comerlo. Me temo que deseaban que permaneciéramos ahí en Villeta a pasar la noche, pero cuando vieron que habíamos enviado el equipaje adelante, se resignaron y nos sirvieron la comida, que no fue ninguna maravilla, pero así pudimos salir a eso de las cinco. Seguimos a lo largo del río Negro, cruzamos el puente de Guama y pasamos Guayabal y Mave. En esta jornada aprendí un dato nuevo de historia natural: parece que algunas cabalgaduras no pueden tomar agua con el freno puesto, lo cual es supremamente molesto y me ha obligado a apearme muchas veces en los sitios más incómodos, como son las riberas fangosas de algunas quebradas. Estoy seguro de que cualquier caballo mío, siempre y cuando que hubiera suficientes bebederos, aprendería esearte en un solo día. Pero cuando se alquila una bestia por dos días, es mejor tolerarle los caprichos. Ya era de noche y nos habría gustado detenernos para pernoctar, pero los peones, en un despliegue de diligencia inexplicable, se habían adelantado con el equipaje. Cruzamos El Salitre, un trecho de camino tan malo que a veces se necesita medio día para pasarlo, pero en la oscuridad no nos dimos cuenta de los peligros y llegamos por fin a una venta repleta de gente bulliciosa y donde estaba todo el equipaje amontonado bajo un alero. Solo tenía ella una pieza fuera de la tienda. Dos velas de sebo en un candelero rústico de madera iluminaban débilmente la multitud de hombres y mujeres. Dos o tres estaban en una mesa jugando con unas cartas cuyo aspecto, número y nombre ni el mismo Hoyle conocería (3). Los cuatro palos son copas, bastos, oros y espadas, y creo que consta de cuarenta cartas. En la venta estaban cantando, tocando y, si no me equivoco, también bailaban. El instrumento principal era el tiple, una bandola en miniatura que, a su vez, es más pequeña que la guitarra. El tiple es un instrumento de tortura, de poco más de doce pulgadas de largo, al cual creo que nunca le pisan las cuerdas con la precisión de un violinista o de un guitarrista. Una vez afinado es fácil de tocar porque las cuerdas se rasgan de cualquier manera; solo se necesita guardar cierto ritmo y compás. El tiple es baratísimo, cuesta dos o tres reales y el país está plagado de ellos, no solo en las tiendas sino hasta en los caminos. Esa noche acompañaba al tiple un alfandoque, instrumento hecho con la sección pequeña de una guadua, con muchas clavijas que atraviesan la cavidad del canuto, en la cual meten granos de maíz o guijarros. Es la sonajera más estupenda que jamás se puso en las manos de un niño grande. Alfandoque también llaman una pasta de azúcar del tamaño de una galleta y llena de huecos, que se deshace en la boca; como otro dulce al que le dicen besos. Ahora sí comprendimos la prisa que se habían dado nuestros peones. Por eso es que el viajero debe tener mucho cuidado cuando pase al atardecer por un sitio donde hay fiesta o parranda, si el

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Edmond Hoyle, 1672 - 1769, inglés, autoridad en whist, juego de naipes. Enciclopedia de juegos de mesa. (N. de la T.).

equipaje va atrás, porque inevitablemente le ocurrirá algún accidente a las bestias o al peón y tendrá que dormir esa noche sin equipaje. Al salir de la tienda para escapar al ruido, pisé una cosa blanda, me imaginé que era un perro o un gato y quité rápidamente el pie; pero en vez de los aullidos de dolor de un animal oí los sollozos de un bebé que estaba desnudo. La mamá, tan buena madre como una avestruz, creyó que no le pasaría nada gateando entre pies descalzos y el pobre terminó debajo del tacón de mi bota de montar. Me sentía enfermo y al reunirnos en consejo los viajeros todos estábamos desesperados. El único que tenía hamaca era yo y el equipaje estaba tan revuelto y los peones tan ocupados que nos costó mucho trabajo encontrar las mantas. Los holandeses dijeron que ellos no dormirían allí; cogieron sus bayetones y se fueron a una casa vecina pero volvieron al rato. En el corredor de atrás había una artesa de melaza con tapa y encima de esta acomodamos la cama para el niño venezolano. Martínez extendió sus trastos en el suelo y paró una estora al lado para proteger la cabeza del viento frío de la montaña. Encima de él guindé yo la hamaca y después de que me acostumbré al ruido, dormí como un príncipe. Por la mañana me desperté y vi que los holandeses se habían dormido por fin, los dos acurrucados como un par de cerdos sobre las piedras al frente de la casa. De colchón habían puesto un bayetón que servía tanto como una pluma en una roca, mientras que con el otro se cobijaron. Pero después no se quejaron tanto de la cama como del ruido, que les pareció una serenata infernal. Parte de los asistentes a la fiesta se había ido, pero otros estaban dispersos por el suelo, durmiendo en distintas posiciones. Sin ni siquiera esperar una taza de chocolate nos marchamos de la venta, diciendo adiós en tantos idiomas que sería innecesario, pedante y molesto repetirlos todos. Cerca a la venta vi un arbusto florecido de Cinchona, pero de una especie inútil. Desayunamos después de Chimbí en El Escobal o Agualarga, con carne de res frita, huevos fritos y plátano frito. A los pocos minutos de estar en camino empezó a lloviznar. Me puse el encauchado y presté mi paraguas. Más adelante no había llovido ni una gota pero luego volvió a comenzar la lluvia. Escampó cuando llegamos a Aserradero, sitio que me recordó a Vermont. En especial, había una casa que parecía muy yanqui, rodeada de pastos con cercas y hasta las flores se veían distintas. Me llamó la atención una florecita que me habría interesado todavía más si en ese momento hubiera sabido que se da en los sitios que pasan de cierta altura, y que se puede considerar como la señal que marca el umbral de la tierra fría. Es parecida al diente de león, pero no tiene tallo, y si se quiere ver la conexión entre la hoja y la flor, hay que escarbar la tierra. Es la Aschyrophorus sensiliflorus, llamada aquí achicoria, y crece desde la respetable altura de casi 7.900 pies sobre el nivel del mar. Mucho antes de llegar a Aserradero podíamos ver los cerros que bordean la Sabana de Bogotá, erguidos como los muros de una fortaleza. Tuve la impresión de que el camino nos llevaba a un sitio por donde era muy difícil atravesarlos, pero nunca he sabido de un paso fácil para entrar a la Sabana. Sin embargo, habrá que encontrarlo el día que se construya un ferrocarril, a menos que el maquinista le enseñe a la locomotora a trepar como hormiga y a saltar como grillo. Hasta un plano inclinado sería más difícil de construir que un funicular. El camino avanzaba dando vueltas todo el tiempo y tan empinado como una escalera, pero lo que más me sorprendió fue la vegetación, diferente a la que había pensado encontrar en estas alturas, y variaba a cada vuelta del camino. Vi begonias y fucsias que entre nosotros son flores de invernadero y me llamó mucho la atención una planta sin flores, con hojas amplias y grandes racimos de bayas o nueces, que resultó ser la forma más rara y reducida de una amapola, la Bocconia Frutescens.

Finalmente el ascenso se hizo menos duro y en El Roble terminó la subida. Allí hay una venta en la que nos detuvimos un rato. No podía creer que estábamos a la altura de Bogotá, pero la verdad era que ese sitio es todavía más alto. Eran algo más de las doce y desde la noche anterior habíamos subido más de una milla perpendicular. De acuerdo con Humboldt estábamos a 8.858 pies sobre el nivel del mar, o sea a 300 más que la cima del monte Washington. De allí seguimos por una bajada suave, sin piedras, y por fin la inmensa llanura se abrió ante nuestros ojos. Para el viajero el espectáculo es increíble; parece imposible que después de semejante subida se pueda llegar a tierras planas sin antes haber tenido que bajar horas enteras. La Sabana se extendía frente a nosotros treinta millas hacia el oriente, más o menos sesenta millas desde Suesca, al norte, hasta Sibaté, al sur. Se calcula que tiene 1.378.331 millas cuadradas, o sea 220.533 acres, más unas pocas pulgadas cuadradas. La acción del agua niveló la Sabana; pocos dudan hoy en día de que la inmensa llanura fue un lago hace años. Pero sea como fuere, es un hueco de profundidad desconocida y lleno de tierra aluvial. La línea divisoria entre los cerros y la llanura es tan clara, que en lo primero que piensa el observador desprevenido es en un lago, y las colinas que se elevan cerca a los límites de la Sabana parecen islas y los cerros playas. La tradición indígena cuenta que Chía o Yubecayguaya o Huitaca era una diosa bellísima pero maligna que inundó la Sabana obligando a sus habitantes a huir a las montañas para salvar la vida. Su esposo Bochica, también llamado Zuhé o Nemqueteba, la transformó en luna y golpeando con el bastón los cerros que bordeaban el lago formó el Salto de Tequendama. Las aguas encontraron salida y se desecó la llanura; entonces Bochica se retiró a Sogamoso donde reinó durante dos mil años. Es muy difícil saber qué profundidad tuvieron las aguas de ese lago, si es que en realidad existió. La tradición dice que él se desaguó, pero no he encontrado ninguna prueba en apoyo de esta teoría, como indudablemente sí existe en el caso de otras llanuras que hay al norte de la Sabana. Pero si aquí hubo alguna vez un lago debió haber sido muy poco profundo comparado con su extensión.Para los bogotanos la Sabana es lo más maravilloso del mundo y poco les importa que lo único que en ella se produce sea el trigo, la cebada, pastos y unas pocas raíces. El clima es tan frío que en cualquier época del año puede haber escarcha y en cualquier mes una serie de días nublados y noches claras termina por congelar toda la superficie de la Sabana. Ese día la vimos en todo su esplendor, absolutamente plana y fuera de unos sectores inundados en el centro, tan seca comolas llanuras de Illinois en octubre, con un clima también parecido. La Sabana nunca alcanza a tener esa verdura primaveral que adquiere la naturaleza cuando acaba de escapar de la prisión invernal. Pero la transparencia del aire, las montañas que la enmarcan y el contraste con el territorio escarpado que hay que cruzar para llegar a ella, hacen de la Sabana un espectáculo imborrable e indescriptible. Empezamos a trotar pero pronto me faltó el aire y tuve que rogar a mis compañeros que disminuyeran el paso porque ya no tenía fuerzas ni para jalar las riendas y estaba a punto de caerme de la montura. Más adelante tuvimos que regresar porque habíamos pasado de largo sin ver la posada donde íbamos a detenernos. La fachada sin ventanas a la calle no era nada halagadora, pero al cruzar el gran portón nos encontramos en una casa enclaustrada, con un patio enorme al que daban todas las puertas, inclusive la de la tienda, que en todas las otras ventas da a la calle. En el centro del patio había una era de seis por seis sembrada de arbustos. En el patio también había animales, algunas guacamayas, Ara glauca, y un mico tuerto; pero lo que más me llamó la atención fue un ave algo más pequeña que un pavo, que llaman paují. Creo que es el Ourax alector y parece un ventrílocuo porque hace un ruido que primero da la impresión

de venir de muy lejos y luego se vuelve un zumbido parecido al que hace un palo que se tira rápidamente por el aire. La posada se llama Botello (no debe confundirse este nombre con botella) y es en realidad mucho mejor que las posadas comunes y corrientes. Si tuviera establos y pienso para las bestias, sería tan buena como una de nuestras hosterías campestres. Lo único malo era que en la pieza no había manera de guindar la hamaca y en el corredor hacía mucho frío. Hicieron lo posible por darme una cama que me gustara, pero de todas maneras me pareció demasiado dura. Sin embargo, la comida y el desayuno estaban bastante buenos, así que, en general, quedé muy satisfecho con el sitio. Por la mañana me sorprendió ver el patio repleto de mulas de carga, lo cual me hizo pensar que la popularidad de Botello era enorme, pero ahora se me ocurre otra explicación. La presencia de casi un centenar de mulas cargadas en su mayoría con odres de miel no podía ser suceso diario, pero ese día era miércoles, día de mercado en Facatativá. Cometí el grave error de salir de Botello sin antes haberme puesto grasa en la cara y especialmente en los labios. Contra el sol y el viento no hay mejor protección que la grasa, y el viento de la Sabana es tan seco que sus caricias resultan muy dolorosas. Los labios me han sangrado semanas enteras después de haberme expuesto al viento, aunque soplara a mis espaldas todo el tiempo. Muchas personas se protegen con algún pedazo de tela, pero a mí me parece menos conveniente y poco agradable viajar con la cara arropada. Salimos muy tarde y sin ninguna organización. En primer lugar, los peones revolvieron todo el equipaje y fueron vanas mis súplicas para que pusieran mis cargas en una sola bestia, con el resultado de que al llegar a Bogotá hubo que descargar cuatro mulas para encontrar mis dos bultos. En segundo lugar, los peones dejaron salir unas de ellas antes de que todas estuvieran cargadas, y posiblemente lo hicieron a propósito, para tener oportunidad de conversar con las muchachas en el mercado de Facatativá; y para colmo, encontramos algunas mulas andando sin peón y nosotros tuvimos que arrearlas por las calles de Facatativá para no perder las cargas. Una mula se metió por entre dos casas a un potrero y casi no la saco, porque la en que estaba montado resolvió que quería pastar también con la otra, y yo no tenía espuelas. Ya fuera del pueblo resolvimos detenernos y reunir toda la caravana, pero se nos presentó una dificultad: ninguno de nosotros, incluyendo al venezolano, y ni siquiera el bogotano, sabía la palabra para hacer parar las bestias. Aquí diceno-o-ís-te y en otras partes sh y en otras chí-too. Nosotros apelamos a un recurso mejor: compramos un medio de maíz, que en la Sabana se demora mucho para madurar, y les dimos las mazorcas a los famélicos animales, los cuales se pararon felices hasta que llegaron los peones con el resto de ellos. Facatativá es grande pero mal construida y la población es casi toda de sangre indígena. Los habitantes probablemente viven del pastoreo y quizá como intermediarios de la venta de miel y de otros artículos que traen a lomo de mula de la tierra caliente y que desde aquí se pueden llevar en carreta hasta Bogotá. Estando en Botello me emocionó oír el ruido estrepitoso de las ruedas de una carreta. La carretera a Bogotá es muy buena, yo diría que demasiado, porque hubiera sido mucho mejor haber invertido la fortuna que se gastó en este trayecto construyendo un camino carreteable hasta el Magdalena. Hasta aquí vienen coches para llevar o traer viajeros; pero aunque se haga un solo viaje, cobran por el de ida y de regreso. Hay discrepancia sobre la distancia que media entre Bogotá y Facatativá; unos dicen que es de siete leguas, y según el correo son nueve; yo calculo más bien 28 millas.

Poco después de salir de Facatativá vimos a la izquierda un aserradero en un sitio donde no parecía fácil conseguir ni madera ni fuerza hidráulica. En todo el país solo conozco otro aserradero en el Tequendama, y los dos son accesibles a Bogotá por carretera. De hecho, carreteras y carretas parecen ser un prerequisito necesario para la construcción de aserraderos y por eso no es de extrañar que no se encuentre ningún otro fuera de la Sabana. Esto es grave porque los aserraderos son muy importantes para la vida económica de un país. No muy lejos del aserradero vi una cerca de troncos de helechos de árbol enterrados de punta y los reconocí inmediatamente a pesar de no haberlos visto nunca. Para el botánico una cerca de material tan extraño es muy atractiva, pero aquí lo único que se busca es la economía, porque la corteza del tronco es muy durable. A los helechos de árbol los llaman palo-bobo. Después encontré una pasiflora, que se ha transformado tanto que ya no se conoce como pasiflora sino comoTacksonia. Este género nuevo tiene numerosas especies en la Nueva Granada, entre otras la que produce la fruta que en Bogotá llaman curuba. Es muy agradable si se endulza bien; las semillas se tragan junto con el arilo, que es la única parte comestible. La curuba del Cauca sí es una verdadera pasiflora, y aunque no pertenece exactamente a la Pasiflora quadrangularis que nosotros cultivamos en invernaderos y que aquí llaman badea, tiene un tamaño parecido: ambas son muy grandes, casi de la magnitud de una sandia pequeña. A diferencia de la curuba, en la badea se come todo menos la cáscara. Sin embargo, el abandono total en que aquí se encuentra el cultivo de estas frutas, me hace dudar de que sean especies diferentes. Hasta ahora, por ejemplo, no he podido conseguir una badea madura. Otra especie de pasiflora, posiblemente la P.liguralis, produce la granadilla, que es una fruta deliciosa, desconocida en los mercados de Nueva York. La cáscara es delgada, y al partirla, por dentro es blanca y seca; es divertido sacar con cuchara o tenedor los deliciosos arilos, jugosos y dulces. Como todas las demás Tacksonias, es planta de tierra fría; únicamente la badea y la curuba caucana crecen en tierra caliente. Todas estas especies son enredaderas que florecen en nuestros invernaderos, pero que pierden la fruta. Valdría la pena investigar si manteniendo la P. Quadroangularis a una temperatura por debajo de 70º completaría el ciclo y maduraría la fruta. Con unas pocas palabras más termino todo lo que sé sobre las plantas pasifloráceas que se dan en la Nueva Granada. Algunas especies producen frutas y flores muy pequeñas. Otra, de flor grande y bonita tiene una fruta de color aceptable pero cáscara dura. Hay una de cáliz viscoso cuya fruta es tan delgada que la llaman granadilla de papel. He visto pasifloras que eran arbustos y basta una que era un árbol, tan alto que tuve que pararme sobre el lomo del caballo para alcanzar las ramas más bajas. En la Sabana también vi otra enredadera con racimos de flores grandes y muy bellas en el extremo de las ramas, laAlstoemeria, de la cual se dan otras especies, pero ninguna tan hermosa como ésta. Al lado de a carretera encontré elTropaeolum majus, que los niños en mi tierra llaman “stertian”, y otras dos o tres especies más. Me intriga saber cómo llegó el stertian a nuestros jardines, quién envió las semillas desde la Sabana y a dónde y por qué razón, y me pregunto qué méritos tiene para que se haya difundido por todo el mundo. Por último, vi un arbusto grueso o quizá una planta herbácea enorme que crece seis u ocho pies y está coronada por una profusión de flores solanáceas color crema y de ocho pulgadas de largo. Se trata de la Datura arborea, conocida como borrachero. Hay otra especie que tiene flores amarillas y otra de flores rojas más pequeñas, la Datura sanguínea que cultivan en los patios de Bogotá. La Sabana se parece tanto a las praderas norteamericanas que a veces se me olvidaba dónde estaba. La carretera está bordeada por zanjas o con dos hileras de hoyos cuadrados, que alternan el de un lado con el del otro, exactamente como las celdas en el panal de miel. La sola idea de saltar por encima hace pensar en huesos rotos. Más adelante vi a un hombre haciendo o tal vez reparando una zanja. Con las manos y una pala amontonaba la tierra y la ponía sobre un cuero

para echarla luego a la orilla. En otras partes los caminos están bordeados por tapias gruesas y altas de tierra apisonada, o hechas con adobe, o sea ladrillo sin cocer. A esta clase de tapias las protegen cubriéndolas con tejas o con ramas colocadas transversalmente y cubiertas de césped. Son tan pocas las cercas en este país que apenas en Guaduas vine a aprender cómo se llaman en español. Hay poquísimas de madera y al preguntarle a un señor por qué sería esto, me contestó que no las utilizan porque la gente se las robaría para leña. Entonces le comenté que entre nosotros el estudio de la Biblia en las escuelas dominicales ha sido muy eficaz como medio preventivo contra la ratería, cuando han fallado los castigos más severos de la ley y de la sociedad. Me contestó que según tenía entendido en nuestras escuelas dominicales utilizaban una Biblia mutilada y que de todas maneras consideraba la medida desacertada, aunque fuera para fines tan encomiables como la protección de cercas. Este caballero es excepcional, porque es uno de los pocos que todavía cumplen con todos los deberes religiosos de ayunar, confesarse y comulgar. Más adelante vimos centenares de reses pastando en un potrero inmenso y a los vaqueros enlazándolas y examinándolas, pero estaban tan lejos del camino que no pude ver en detalle lo que hacían. Es una lástima, ya que las prácticas de la ganadería de la Sabana y de los Llanos Orientales son diferentes a las del Cauca, y me habría gustado poder compararlas.

El orejón

La sociedad bogotana, más culta pero más pobre, no aprecia mucho a los ricos terratenientes de la Sabana y los llama orejones, no sé porqué razón. Se tiene en ella la idea de que son una especie de carniceros, grandes, fornidos, bruscos y crueles y con los rasgos inconfundibles que los hacen

ver en todas partes como ricos estúpidos. Pero no quiero ser injusto y tengo la impresión de que si uno los conociera más de cerca les encontraría magníficas cualidades. El dibujo está hecho por uno de esos personajes y es todo lo malo posible sin dejar de ser un retrato fiel, como lo es. Muestra al orejón exactamente como yo lo conocí por primera vez, sentado en su caballo bajo el alero de una ventana. Examinándolo con cuidado se ve escrita en cada rasgo de la cara la palabra Orejón y el pañuelo que lleva amarrado enla cabeza, debajo del sombrero, le da una apariencia todavía más lamentable. El sombrero ancho de jipijapa está cubierto con una funda de hule rojo y el orejón se lo amarra con una cuerda o barbuquejo debajo de la mandíbula. La ruana es de lana con fondo oscuro y rayas brillantes. Los zamarros de piel de cabra, con todo y pelo, son como las mangas de un pantalón unidas solo por una correa. Los pies están armados de espuelas terribles, metidos dentro de estribos de cobre rojo o amarillo, con la forma de una babucha, que cuestan entre ocho y doce dólares. El orejón nunca usa el estribo nuestro, de aro, como le dicen aquí. Está montado en un rocinante bien amaestrado y dócil, temeroso de la espuela y acostumbrado al manejo severo de su amo, sometido a más ayunos en el año que su mismo dueño. Debajo de la brida está la jáquima, cuyo extremo se amarra a la silla, y que sirve para taparle los ojos al caballo cuando se lo va a dejar parado en algún sitio, colocándole sobre ellos la banda ancha y bordada. En el grabado poco se ve de la silla, fuera de las alforjas llenas, sobre las que tiene las manos, y la correa de atrás, la arretranca, tan útil cuando se cabalga montañas abajo en tierra caliente. Pues bien, ya hemos visto la peor parte del orejón; la mejor son sus cualidades morales, en las cuales es igual, si no superior, a los individuos que tan ligeramente se burlan de él. Vimos muchos montones de trigo y observamos que aquí todavía se trilla el trigo haciéndolo pisotear por las bestias y luego, para separar el grano de las ahechaduras, se utiliza el método primitivo de aventarlo o echarlo al aire contra el viento. La Sabana es el granero de la Nueva Granada, y aunque en todas las tierras frías se da el trigo, solo en estos antiguos lechos de lagos de montaña la tierra es lo suficientemente plana como para que se puedan practicar las formas rudimentarias de cultivo que se conocen en el país. Fuera de la Sabana no he encontrado ningún arado, y el que vi en ella abría surcos en los que se podía decir en qué dirección se había arado. Es decir, el arado que se utiliza aquí es totalmente primitivo y sirve más para rasguñar que para remover la tierra. Más adelante, a la derecha, y cerca del límite de la Sabana, hay un caserío con una iglesita, a menos de una milla del camino principal. Es Serrezuela, cabeza de un distrito con solo 1.094 almas. Después llegamos a Cuatro Esquinas, donde hay algunas casas y se une nuestro camino con el que viene de La Mesa, el cual entra a la Sabana por Barro Blanco. Ambas carreteras en la Sabana son de macadán. Nosotros venimos del noroeste, mientras que La Mesa está al occidente de Bogotá; así que el camino de esa población es el que conecta a la capital con el alto Magdalena, el Pacifico, el Cauca y el Ecuador. Desde Cuatro Esquinas el camino en dirección al oriente va a Bogotá; la vía hacia el occidente se dirige por el noroeste hasta Honda y el Atlántico. El camino hacia el sur va al occidente y al sur de la Nueva Granada; y el del norte conduce al antiguo pueblo indígena de Funza, que fue la capital de la Sabana cuando Bogotá no era más que el lugar de recreo de los zipas. Es una lástima que los españoles no hubieran situado la capital más hacia el occidente de la Sabana, donde abunda el sol y llueve menos, y porque, entre otras cosas, me habrían ahorrado toda esta larga cabalgata; pero la existencia de numerosísimas quebradas de agua muy fría que bajan de los cerros orientales hizo que escogieran para fundar la ciudad el sitio donde las últimas estribaciones se pierden en la Sabana.

Al oriente, un poco más adelante, pasamos por un inmenso portón y llegamos a una casa de tales dimensiones que parecía una estación de ferrocarril, pero que era simplemente la casa de una hacienda. La gran afición de los orejones son las casas grandes y lo que más les puede gustar es un portón de proporciones enormes. Poco después descubrí una manchita blanca en la mitad de los montes que veíamos al fondo; debía ser la iglesia de Monserrate, y cuando pude escudriñar mejor el terreno que se extiende al pie de ellos, distinguí por fin a Bogotá. El viajero se demora para ver la ciudad por ser esta del mismo color sombrío de la montaña que se yergue detrás. Fuera de la fachada de un amarillo opaco de la catedral, cuyas amplias proporciones dominan la Sabana, no se ve sino un mar de techos de teja. Las ciudades a lo lejos son siempre una mancha en el paisaje, nunca tienen la belleza de las aldeas; muestra una mescolanza de techos, con una que otra torre que se destaca en la distancia. No puede ser de otra manera. La sede de la Cámara Legislativa de Boston, la iglesia de San Pablo en Londres, San Pedro en Roma y la Catedral de Bogotá son las que le dan carácter a las respectivas ciudades, como si no hubiera otras construcciones, y la verdad es que son sus únicos rasgos característicos. La carretera avanza en línea recta hasta llegar a la parte más baja de la Sabana, a los pantanos por donde el río Bogotá anda perezosamente hacia la única salida posible al sur de la Sabana. Entonces la carretera vuelve al norte y por millas enteras busca un sitio por donde cruzar el río. Pasamos la hacienda Quito, cuyo dueño recuerdo con poca estima porque en otra ocasión me cobró como precio de un caballo bueno el de uno tan débil que tuve que apearme y subir a pie el camino escarpado entre la Sabana y La Mesa; y para colmo, la pobre bestia casi no tenía fuerzas para seguirme. Pero debo reconocer que como este señor arrienda mulas al por mayor, no puede darse el lujo de atender todos los reclamos, pues entonces tendría que someterse a mil imposiciones. Por lo demás, si su retrato es el que presenté unas páginas más arriba, he logrado mi revancha.En Facatativá los holandeses cambiaron de caballos y se nos adelantaron. El niño venezolano que no se detuvo en Guaduas para aclimatarse, se enfermó al llegar a la vuelta que hace el camino cerca del río, y entonces Martínez, a cuyo cargo estaba, se quedó con él en una venta esperando los peones y las cargas. Así que yo continué solo el viaje. Pero me detengo un momento en la calzada que conduce directamente a Bogotá pasando por Puente Grande, el que cruza el río. Muy cerca de este sitio se decidió la suerte de dos revoluciones. Mirando hacia la ciudad está detrás El Santuario, a dos leguas, o sea a unas cinco y media millas de Bogotá. En El Santuario, citando a Samper, “los fanáticos de la Sabana se lanzaron en el nombre de la Santísima Virgen” sobre las tropas del presidente Joaquín Mosquera, el 27 de agosto de 1830, las derrotaron y pusieron al usurpador Urdaneta en el solio dictatorial. El lector no debe confundir esta batalla con la de Santuario, en la provincia de Antioquia, la cual tuvo lugar en octubre de 1829. Mirando también hacia Bogotá, a mano izquierda, está el campo de batalla de La Culebrera. Es posible que hasta la misma tierra que estemos pisando se halle bañada de sangre, porque en este mismo sitio murió la revolución de 1840, en el fallido intento de cruzar la calzada y el puente el 28 de octubre. En Bogotá había conmoción con la noticia del avance de los insurgentes desde El Socorro. Hasta las mujeres y los sacerdotes ayudaron a transportar las municiones a la plaza y a convertir las ocho cuadras adyacentes en ciudadela. Pero la Revolución de los Gobernadores expiró aquí, en el mismo umbral de la capital. El Bogotá en este sitio parece más un pantano que un río. Creo que no sería muy costoso drenar una buena parte de los terrenos. En las orillas revoloteaban bellísimas garzas, quizá la Ardea alba. En estas aguas frías y perezosas solo se da una clase de pescado, el capitán, de exquisito sabor pero con apariencia de reptil. Como casi no tiene aletas, debe moverse muy despacio. No me explico cómo pudo llegar a estas alturas. Cuando se estudie la ictiología de los Andes saldrán a relucir hechos muy curiosos.

Indígenas camino del mercado

Nada me conmueve más que ver a los pobres campesinos, sobre todo a las mujeres, cargadas con las cosas que llevan a vender al mercado. Una vez se me llenaron los ojos de lágrimas al ver a una pareja cargada, como la del dibujo, a la que le faltaba todo un día de camino para llegar a Bogotá. El par de campesinos usan sombrero raspón, y el hombre no lleva más que los pantalones y la ruana, cuando mucho una camisa. La mujerviste una mantellina bajo el sombrero y una camisa que le llega algo más abajo de la cintura; fuera de esto, solo el chircate, que es un pedazo de tela, como un chal, con el que se envuelve de la cintura para abajo y que amarra con el maure, especie de cinturón. Los pescados que cargan, colgados de un junco por las agallas, no tienen el diámetro parejo del capitán; son demasiado anchos en el tórax, por eso creo que sean de tierra templada. En las mochilas probablemente traen yucas y plátanos. Tendrán muchísima suerte si logran vender todo, inclusive el perro que los acompañó durante el camino. Cuando encontré esta pareja en Puente Grande pensé que ya estaba entrando a los suburbios de Bogotá, en especial cuando vi a Fontibón. Pero este es un pueblo cabeza de distrito, con 1.985 habitantes, separado de Bogotá por fincas y pantanos, y el camino que todavía faltaba por recorrer para llegar a la capital se me hizo larguísimo. Fontibón es un sitio de paseo para los bogotanos, donde se gastan el dinero jugando billar, cartas y los otros juegos que han llegado hasta estas alturas.Dos ampliaciones circulares de la carretera despertaron mi curiosidad, pero nadie me supo explicar para qué eran. Después me enteré que se llaman las Vueltas de la Virreina, y que se hicieron para que volviera el carruaje de esta, el cual era tan grande, que no podía dar la vuelta en el camino. Más adelante este se estrecha de pronto, como si fuera un puente con parapetos, y entra en Bogotá, con lo cual concluimos este capítulo.

POSADA EN BOGOTÁ

Casa bogotana — Sirvientes — Culinaria extraña — Visita a la cocina —Un descubrimiento — Enfermo — Cuartos y muebles — Comida y frutas —Intriga amorosa.

Tengo seguridad de que ningún lector estará interesado en conocer los nombres exactos de las personas que por diez y seis dólares mensuales me dieron albergue, comida, servicio y todas las otras innumerables comodidades y molestias propias de la vida familiar bogotana. En la ciudad no hay hotel, únicamente una pensión, que es de ingleses y donde casi todos los huéspedes hablan inglés perfectamente. Las palabras “board” y “boarding house” no tienen equivalente en la lengua popular. Tal vez con el tiempo encuentren cabida en el léxico cotidiano estos vocablos, como ya se ha popularizado la palabra inglesa “self-government”. En Bogotá lo normal es alquilar una casa o una pieza y comer por la calle en una fonda, o convenir para que de la fonda le lleven la comida. En último caso se puede contratar una cocinera, pero esta solución tiene el problema de que si uno compra el mercado, los alimentos desaparecen misteriosamente de la despensa; y si por el contrario manda a la cocinera a hacer las compras, ésta posiblemente se embolsa parte del dinero. La segunda alternativa es preferible si la cocinera no es demasiado ambiciosa, pero lo mejor es alternar riesgos y no someterse indefinidamente a uno solo, haciendo uno mismo las compras de vez en cuando. No es prudente despedir a un criado por hurto, porque siempre existe la posibilidad de que el que lo reemplace haya estado desocupado mucho tiempo y de consiguiente robe en pocos días lo que no robó en varios meses. El peor ladrón es aquel de quien nadie sospecha y por eso no es disparate contratar un criado recién despedido por ladrón. En pocas palabras, es ridículo intentar averiguar sobre la honradez de los sirvientes, porque ellos no tienen ningún principio moral. La carta de presentación que me dio el señor Gooding para Don Fulano de Tal me salvó de todos estos dilemas. A los cinco minutos de llegar a Bogotá le entregué la carta a la señora Tomasa, esposa de Don Fulano. Dicen que Doña Tomasa es la mujer más gorda que hay en la ciudad, donde no abundan los obesos; pero lo más característico en ella es el pelo negro y desgreñado, parecido a un nido de ratas, no siendo mucho mejor el resto de su apariencia. Sin embargo, como lo peor de Doña Tomasa es la apariencia externa, y a un hombre de buen estómago y principios firmes poco le importan los detalles externos, siguiendo el consejo del señor Gooding me alojé en casa de Don Fulano y Doña Tomasa. Doña Tomasa me mostró la casa, que es claustrada, de un solo piso y con tres patios. En el segundo solo hay piezas a dos lados y el tercero apenas tiene un cobertizo (XVIII). La fachada es el triple de larga que la de la mayoría de las casas en las ciudades de los Estados Unidos. El frente de la casa da al poniente, y el zaguán (4), en la esquina noroeste, está empedrado con piedras del tamaño de un puño doble. Del zaguán al patio hay una puerta muy grande que se abre únicamente para que entren caballos, pero en el portón hay una chiquita, por la cual se puede entrar alzando bien los pies y agachando la cabeza, cosa que yo olvidaba con frecuencia hasta que me di un buen golpe. 4

Posiblemente se llamaba María Jesús. En inglés “Jesús” usado como exclamación es unablasfemia

Casa claustrada

1. II. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Zaguán Corredor Sala Dormitorio Tienda Comedor Pieza del servicio Pieza de huéspedes Dormitorio de los dueños

10 y 11 Piezas del dueño 12. Corredor al segundo patio XIII. Corredor de atrás 14. Estudio 15. Despensa 16. Cocina 17. Corredor al tercer patio XVIII. Cobertizo para los caballos.

Al frente está la sala (3) con cuadros de la Virgen y de San José y un nicho muy bonito con La Dolorosa, es decir, María con una daga que le cruza el corazón, un lienzo sobre las manos extendidas y los ojos, rojos de llorar, mirando al cielo. Hay también pájaros disecados, dos sofás forrados en tela de algodón estampada, una otomana rarísima, parecida a la mitad le una artesa pero con los lados más altos, y esteras en el piso; aquí muy pocas casas tienen alfombras. Pero se me olvidaba algo importante; en el mobiliario de la sala había también un reloj de mesa de péndulo, objeto poco común en Bogotá. En la alcoba contigua (4) guarda Don Fulano la montura, la escopeta, el trabuco y otras cosas valiosas. Las ventanas de la sala y de esta pieza dan a la calle. Al costado sur del patio hay un comedorcito (6) sin ventana y un cuarto pequeño (7) con ventana sin vidrios, donde duermen las tres sirvientas. Al costado oriental hay un cuarto grande (8) con puerta y ventana, que fue el que me dieron a mí. Después está el corredor al segundo patio (12), que de día cierran con una puerta de cuero y por la noche con dos muy fuertes de madera. Al costado norte del primer patio está el dormitorio de la familia (9) que llega hasta el fondo y no tiene ventana. Al lado hay dos pequeñas piezas (10 y 11) reservadas para Don Pastor, el dueño de la casa, que de vez en cuando viene a la ciudad de un día para otro. Todas las ventanas que dan al primer patio tienen reja y postigos y algunas tienen alas de vidrio con bisagras. Para el bogotano rico el vidrio es una necesidad; en cambio, no lo vi usar en ninguna otra parte de la Nueva Granada.

El primer patio es empedrado pero tiene plantas sembradas en materas y varios ciruelos, que son los mimados por Don Fulano. El corredor (II) tiene estera en la parte norte, que es por donde pasan más las visitas y menos las sirvientas. El segundo patio es de tierra, con un brevo, un papayo, más ciruelos y un manzano diminuto medio seco del frío. Había también plantas de cosecha, como papas y otras comestibles. En el costado oriental de este patio me dieron un cuartito para estudio (14) y también allí hay un corredor abierto (XIII) y una despensa sucia (15). Unos pocos escalones conducen a la cocina (16), más sucia todavía, a un espacio estrecho (17) con un horno que nunca vi encendido y a la puerta del tercer patio. El tercer patio está completamente empedrado, tiene un cobertizo (XVIII) y una pesebrera en el costado sur y una puerta que da a un lote vacío o a otra calle. La pesebrera, diseñada originalmente para acomodar más caballos que la casa de huéspedes, era el reino de una perra terranova cuyos cachorros vendían carísimos por lo difíciles que son de criar en estas latitudes. Los dueños de la casa estaban convencidos que lo que debilitaba a los cachorros eran los murciélagos, visitantes nocturnos que les chupaban la sangre. Aquí nadie pone en duda estas historias de vampiros, pero yo pienso que sería bueno comprobarlas. Mientras conocía la casa, una de las sirvientas me dejó en la mesa de la sala una tacita de chocolate, una tajada de ponqué y un plato de dulce, y como ocurre frecuentemente cuando uno está de viaje, esa fue toda la comida que recibí ese día. Después salí en busca del equipaje, que afortunadamente llegó a la ciudad al atardecer. Anduvimos hasta la plaza de San Victorino, donde al detenerme un momento oí que alguien preguntaba en inglés: “¿Hay por aquí algún americano?”. Era el señor John A. Bennet, nuestro excelente cónsul, quien se había enterado de que un compatriota venía en el grupo de viajeros. El señor Bennet siempre es atento y cordial con cualquier persona extraña, aunque ésta llegue, como yo, sin cartas de presentación. Fue así como me instalé a vivir con la familia de Don Fulano de Tal. Me dieron un catre pequeño, lecho más tibio que la cama helada de Botello. Al despertar por la mañana no sabía todavía si me iban a dar las comidas en la casa y estaba pensando qué debería hacer para el desayuno, cuando entró a la pieza Ignacia, una indiecita de diecisiete años y apenas un poco más de cinco pies de estatura, quien tendió un mantel en la mesa y puso en ella una serie de cosas que francamente no sé bien qué eran. En primer lugar algo que llaman sopa, porque se le parece y se toma con una cuchara, pero no tengo ni idea cuáles eran sus ingredientes. También me dieron ajiaco, del mismo que habla visto en Cuní, con papas, algunos pedazos de carne y parecía que le habían añadido algo para espesarlo. En otro plato estaba lo que por anatomía comparativa se habría podido llamar pollo, pero que para el paladar era puro lagarto, y además con ese color amarillo que da el arnotto, llamado achiote o bija, la Bixa Orellana. Pasados algunos días protesté por el uso de ese aliño que únicamente sirve para impedir que uno vea la verdadera condición de la comida, y la señora amablemente eliminó de la cocina ese elemento que gráficamente llamaba tapamugre. Para terminar el desayuno me dieron chocolate. El almuerzo fue la repetición del desayuno, solo que al final, en vez del chocolate me sirvieron dulce. En el platillo de la mantequilla servían algo irreconocible y me atreví a sugerir que sería mejor que me dieran la mantequilla sola y aparte los otros ingredientes, porque así tal vez yo podría mezclar las cosas más a mi gusto. La buena señora trató de hacerlo siguiendo mis instrucciones pero con resultados muy mediocres, porque las partículas que la componían eran tan diminutas y estaban tan completamente integradas a la masa mantecosa, que habría sido mucho más fácil cambiar de color a un etíope. Por eso, aunque en Bogotá se consigue pan muy bueno, nunca volví a usar mantequilla. Todo el pan lo venden en porciones pequeñas, a dieciséis por un real (a un cuarto cada uno), y hasta donde yo sé nunca lo hacen en la casa sino lo compran por fuera, pero tampoco vi panaderías. Me imagino que los que tienen ese negocio no venden más de un dólar diariamente, pues el pan es artículo que se consume poco por estar fuera del alcance de los pobres.

La última comida del día era la única que me dejaba plenamente satisfecho, en parte porque no era propiamente comida, sino que consistía en una taza de chocolate con un pedazo de pan o de ponqué, dulce y agua fría servida en una copa de plata. Después de uno o dos días pedí que me dejaran comer con la familia, solicitud que halagó mucho a mis anfitriones; después solo siguieron sirviéndome el té en la pieza. El cambio le permitió a la señora estudiar más detenidamente mis gustos, a lo cual se dedicó con el mismo interés con que yo me apliqué alguna vez a observar los de un armadillo. Doña Tomasa hizo todo lo que estuvo en sus manos para satisfacer mi paladar; desgraciadamente sus esfuerzos fueron infructuosos, pero mientras mi armadillo murió de hambre, yo sobreviví a los cuidados de Doña Tomasa. Si la excelencia estuviera en la variedad, nadie le ganaría a mi anfitriona, quien además siguió preparando platos exclusivamente para mí, como cuando comía solo. Fue una anfitriona incansable y yo un huésped que nunca se quejó de sus sufrimientos. Baste decir que los experimentos duraron los dos meses de mi estada en esa casa. No me atrevo a enumerar todas las cosas raras que comí o que traté de comer durante ese tiempo; por ejemplo, algo muy sazonado y hecho a base de sangre, pero fui incapaz de comerlo, dando como disculpa la decisión del Consejo de Jerusalén (Hechos de los Apóstoles, XV, 29). Pero este es un argumento que tiene muy poco peso aquí, porque los granadinos creen que a los decretos dictados por concilios les pasa lo mismo que a los decretos del Congreso, los últimos de los cuales anulan los anteriores. Y como es obvio que el Concilio de Trento no ordenó abstenerse “de las carnes inmoladas a los ídolos, de sangre y de lo ahogado, y de la fornicación”, no se puede esperar que los granadinos sean muy escrupulosos en este sentido. Un día que quería hablar con la señora la encontré en la cocina. Entré, querido lector, y caí en la trampa porque hace varios capítulos que vengo sacándole el cuerpo a la descripción de la cocina granadina y ya no tengo más remedio que inclinarme ante el destino. En primer lugar, el piso de la cocina no tiene ninguna clase de acabado; esto sería inútil, por no decir imposible; sería como alfombrar una fundición. En segundo lugar, carece de chimenea, y sería fácil construirla; hay varias en Bogotá, pero ¿para qué hacer chimenea? Al fin y al cabo el humo consta de creosota, ácido ascético y carbón, de los cuales el último elemento es totalmente inerte; el primero es un antiséptico valioso y el otro es un condimento muy importante, de manera que la mezcla de los tres en el tocino, por ejemplo, no tiene nada de malo. A falta de chimenea, parte del techo es más elevada para permitir la salida del vapor y del humo, sin dejar, al mismo tiempo, entrar la lluvia. Casi todo lo cocinan en una especie de hornaza con varios fogones sobre los que colocan las ollas, que son recipientes burdos de barro, ordinariamente sin vidriar, y de distintos tamaños y formas. La olleta de cobre fundido, en la que se hace el chocolate, se parece a una jarra de litro, en tamaño y forma. Y en este momento ¿qué están haciendo en la cocina? Pues Petronila está ocupada en la piedra machacando maíz remojado. El maíz nunca lo muelen en molinos hidráulicos y es poco utilizado en la cocina granadina. La señora está sentada en un banco pequeño, al frente de un tinajón, tan grande como los jarrones de aceite de Alí Babá y los cuarenta ladrones, en los que se podía esconder cómodamente un hombre. El tinajón está colocado sobre tres piedras, de tal manera que cuando se quiere puede encenderse fuego debajo. Por eso es tan cómodo prescindir de estorbos como pisos acabados y chimeneas. A la derecha Doña Tomasa tiene una bandeja con la masa que acaba de moler Petronila y un plato lleno de alverjas o de garbanzos (Cicer Arietinum). Al otro lado hay una bandeja con parte de los restos mortales de un cerdo, en pedacitos de aproximadamente una onza, sin contar el hueso, y un montón de hojas verdes de una planta indígena, de la familia de las cannáceas, llamada achira. Quizá sea la Canna Indica, cuyas hojas las utilizan, como las de otras plantas marantáceas, para envolver cosas de comida.

Sobre media hoja la señora pone una cucharada de masa, otra de alverjas y un pedacito de cerdo, envuelve todo y lo pone en el tinajón. Sigue repitiendo la operación hasta que se acaban los ingredientes, y entonces echa agua en la tinaja y pone a hervir los pequeños paquetes toda la noche del sábado, y el domingo por la mañana la tienda de la señora se repleta de compradores de tamales. Imagínese ahora el lector que tiene un tamal en el plato. Primero debe abrirlo con el tenedor o con las manos y descubre no la mezcla sino la yuxtaposición de elementos tan heterogéneos como los que se encuentran en el buche de un pavo al abrirlo con el cuchillo de trinchar. Es muy difícil sobreponerse a los prejuicios, pero aprendí a comer tamales y hasta les inventé un juego de palabras, “No está mal - no es tamal”. Es y está en inglés son is, pero en español hay una diferencia curiosa entre los dos verbos. Es se refiere a una condición esencial o permanente del sujeto; está a una temporal o accidental. Esta naranja es dulce pero está agria, quiere decir que la naranja pertenece a una especie dulce, pero por no estar madura está agria. Soy malo, quiere decir que soy una persona malvada; en cambio, estoy malo, significa que estoy enfermo. Hasta ahora no he contado nada de Don Fulano. En realidad es muy poco lo que se puede decir de él. Es completamente diferente de su mujer; un quiteño bajito y seco, bastante bien puesto y sumamente amable, colaboró con la señora en la ardua tarea de complacer a su huésped. Don Fulano tiene la sola debilidad de ir a peleas de gallos todos los domingos después de misa (a la que también asiste con frecuencia), pero nunca pierde mucho dinero porque no tiene mucho para apostar. Su único ingreso es el salario que gana manejando un almacencito de granos. No tenían más familia que un muchachito muy despierto, bien educado e inofensivo. Por mucho tiempo el rincón suroeste de la casa (5) fue un misterio para mí. Pensaba que podía ser otra cocina, pero lo que me parecía extraño era oír gente hablando permanentemente. Un día la señora Tomasa, con la expresión de quien va a revelar algo sorprendente, me invitó a que la siguiera por el corredor tortuoso que lleva a esa parte de la casa. En el corredor, a la izquierda, hay uno de esos fogones parecidos a la forja de un herrero, que aquí utilizan para preparar platos poco elaborados; a la derecha había unas tinajas enormes, también llamadas gachas, envueltas en cuero y repletas de un líquido amarillento de apariencia desagradable, con la superficie llena de las burbujas que produce la fermentación. El líquido era ese veneno mortal de la tierra fría, la chicha, bebida indígena hecha con maíz, melaza y agua. Los granadinos se emborrachan con ella hasta el punto que generalmente quieren hacerlo, porque una característica de ellos es que se sacian antes de emborracharse, mientras que nosotros seguimos bebiendo hasta que no nos cabe una gota más; y la diferencia no se debe a la clase de bebida, porque cuando beben aguardiente pasa lo mismo. Si es cierto que existe chicha mascada, preparada mascando el maíz, debe ser muy escasa. No conozco a nadie que la haya visto hacer, así que posiblemente solo existe en la imaginación crédula de los viajeros. Pues bien, el corredor da una vuelta y me situó de pronto en una tienda, detrás del mostrador, al frente de un buen número de parroquianos. No sé si la señora quería que yo los viera a ellos, o que ellos me vieran a mí; de todas maneras estaba muy satisfecha y creo que le gustó ver mi cara de sorpresa. Era una tienda de la peor clase, que en nuestro país habría sido considerada una verdadera vergüenza. La noche estaba fría y húmeda, el pequeño espacio frente al mostrador estaba repleto de gente y uno de los clientes torturaba las cuerdas de ese aborto de guitarra que es el tiple. En un espacio minúsculo logrado a costa del mayor apiñamiento de los parroquianos, bailaba una pareja melancólica. La mayoría de los clientes conversaban pasando de boca en boca las totumas llenas del líquido turbio. Otros se abrían paso hasta el mostrador para comprar un cuartillo de pan, chocolate, manteca o leña, y de ñapa les daban un sorbo de chicha que sacaban de la tinaja, siempre destapada detrás del mostrador. La más vieja y voluminosa de las sirvientas, (1) con un nombre que es blasfemia pronunciar a la ligera , era el genio que presidía este bar atestado de hombres y mujeres. De la cocinera de la casa poco supe, fuera de que, como el resto

de las sirvientas, rara vez se cambiaba la camisa. En una ocasión una de las criadas se presentó con la camisa limpia y fueron tantas mis alabanzas que las otras se sintieron obligadas a mudarse. Para no usar los nombres de la ropa sin antes definirlos, voy a describir el vestido de una campesina común y corriente, y la descripción no es larga. La camisa va del cuello hasta más abajo de la cintura, una o dos pulgadas de manga y una arandela en el escote bordada en azul o rojo; cuando está limpia, es completamente blanca. Las enaguas van de la cintura hasta una altura conveniente del suelo, y como generalmente no llevan nada debajo, la caída accidental de las enaguas sería muy bochornosa hasta para la menos tímida. Para evitar semejante posibilidad, al cortar la enagua la dividen en dos medias faldas, cada una de las cuales aseguran con tiras amarradas a la cintura, la de atrás adelante y viceversa; en teoría el cuerpo queda completamente cubierto, pero en la realidad las dos medias faldas no montan bien una sobre otra. Este es el vestido de entre casa y si se agrega la mantellina, el chal de lana que, como las enaguas, debe ser azul o negro, y el sombrero masculino de paja, tenemos lista a la campesina granadina para salir a la calle o para ir a la iglesia. En climas más calientes sustituyen la mantellina por un chal más liviano o pañuelo grande llamado pañolón. Al principio una jovencita llamada Petronila, cargando la múcura y la caña, traía el agua a la casa todas las mañanas. Es triste contar que cuando un regimiento estacionado en Bogotá partió para el sur, la muchacha desapareció. Dicen que hay más mujeres siguiendo a la tropa que hombres en las filas. Estando en esta casa pagué la cuota inevitable por un cambio de residencia: a causa de un baño cortísimo en las aguas del Fucha me dio una diarrea tremenda. Los que están acostumbrados, nadan impunemente durante una hora o más en ese río que corre aproximadamente a una milla al sur de la ciudad. Estoy convencido de que la dolencia se prolongó más de lo necesario por la interferencia de mis bien intencionados consejeros en el tratamiento que yo mismo me había formulado. La enfermedad significó un mundo de privaciones, además de la quietud, y quedé con la sensación de que mi anfitriona no tenía el talento que generalmente se atribuye a las señoras bondadosas y maternales. Al principio únicamente me daba sagú (de donde quizá se deriva la palabra inglesa sago) que en la Nueva Granada solo se cultiva para el consumo y no para la exportación. El sagú me pareció muy insípido pero peor fue el caldo de gallina que me dieron después. Las cocineras andinas tienen la facultad innata de destruir el sabor natural de todas las carnes; con sus métodos culinarios hacen hasta del pavo una comida completamente desabrida. Recuerdo otro pequeño detalle que me ocurrió en esos días:no sé porqué razón tuve necesidad de escupir con frecuencia y extendí un papel en el suelo para que me sirviera de escupidera. La señora mandó reemplazarlo por una estera, y la indiecita que la trajo, después de ponerla en el sitio que yo quería, escupió al lado, en el suelo, y se marchó. En realidad, la única razón para utilizarla era que no quería adquirir hábitos sucios, porque no había manera de proteger el piso de los visitantes, empezando por la misma señora, aunque lo sorprendente es que nunca la vi fumar a ella ni a ningún otro miembro de la familia. Me imagino que las sirvientas sí fumaban, pero va contra la etiqueta hacerlo en presencia de los amos, así como un soldado no puede hacerlo mientras esté de guardia. Nunca se me habría ocurrido cambiar de alojamiento si no hubiera sido por ciertas circunstancias que me llevaron a conectarme con un compañero para mis viajes. Mi amigo era un cachaco, nombre que aquí dan a los jóvenes que usan saco y cuyo significado exacto incluye el sentido de la gama de palabras que en inglés va desde buck (lechuguino) pasando por dandy hasta gentleman (caballero). Este cachaco, a quien llamaré Don Pepe, hipocorístico de José María, era graduado en derecho en el Colegio del Espíritu Santo del señor Lorenzo Lleras, más tarde Ministro de Relaciones Exteriores.

Comenzamos nuestra vida en común con tres sirvientes, ladronzuelos todos, quienes nos aseguraron que cuidaban los caballos que pastaban en unos potreros cerca de la ciudad. Pronto logramos deshacernos de los dos mejores y nos quedamos con Ventura (Buenaventura), porque no había nadie que lo recibiera. Tomamos unas habitaciones en la casa grande de un piso que Doña Paz había alquilado para subarrendar piezas, con la esperanza de que los inquilinos comieran en la fonda de su propiedad, situada frente a la casa. A Don Pepe no le gustó este arreglo, alegando que la falta de limpieza del comedor era indicativa de mayor desaseo en la cocina. En cambio no teníamos motivo de queja respecto a los cuartos. Además de una pequeña alcoba con un catre de cuero para Don Pepe y uno para mí que soy demasiado sibarita para poder dormir en el lado suave de un cuero curtido, teníamos una sala enorme, con tres sofás, tres mesas, dos sillas y dos espejos, que se habrían podido comprar todos juntos por cinco o diez dólares en Chatham Square. Pero doña Paz dictó un edicto perentorio en el que ordenó que todos sus inquilinos debían, de ese día en adelante, comer exclusivamente en la fonda. Nosotros habíamos encontrado otra donde servían la mejor comida que he encontrado en el mundo hispánico y le expliqué a doña Margarita, la dueña, nuestro predicamento: o conseguíamos otro alojamiento o teníamos que dejar su fonda. Ella me aseguró que no tenía piezas apropiadas para nosotros, pero luego me mostró un depósito o despensa adicional que además de estar comunicada con la verdadera despensa tenía una puerta hacia la sala y otra al que había sido corredor del patio de atrás, y que habían transformado, con mucha imaginación y poca plata, en un cuartico muy agradable. Inmediatamente insistí en tomar ambas piezas y esa noche los dos sirvientes llevaron a la espalda nuestros trastos, incluyendo monturas, baúles, paquetes y petacas, y los colocaron en el cuarto grande. Doña Margarita abrió la puerta de la sala, cerró la de la despensa y me entregó ambas llaves. Nos dijo que ella misma se había puesto a trabajar “como un demonio” para tenemos los cuartos completamente transformados y arreglados. Don Pepe durmió como antes en una elegante cama de cuero en el cuarto grande con los sirvientes y el equipaje; y como toda la luz les entraba por la puerta de vidrio de mi pieza, cerraban las cortinas por la noche y dormían todo lo que querían por las mañanas sin que ella les molestara. Yo también quedé muy bien en mi cuartico, sin más mobiliario que el catre, que compraron expresamente para mí, una mesa, una silla y mis mapas en la pared. Los días que pasé en esa casa fueron muy agradables y no creo que encuentre nada semejante o comparable en el tiempo que me falta de exilio. Como antes, pagué diez y seis dólares mensuales de alquiler. La primera noche me molestó la almohada, que parecía una bolsa repleta de harapos, pero sabiendo que tan pronto me quejara la señora haría lo posible por arreglarla, decidimos abrirla nosotros esa misma noche y para mi sorpresa encontramos que estaba rellena de borras de algodón a las que solo les habían quitado la semilla. Separamos la tercera parte y volvimos a llenar la almohada a mi gusto. Seguramente que la señora escribió en su libro de notas lo exigentes que son los ingleses respecto a las almohadas. La señora Margarita era una matrona ibaguereña, bastante buena moza y quizá la más simpática que conocí en Bogotá. Y no quedé decepcionado al conocerla mejor, porque era persona agradable, fuera de una que otra rabieta, que de todas maneras no le daban sino con justa causa y razón, aunque a veces eran excesivas. Cuando se enojaba lo hacía en serio y parecía una leona o un mar embravecido. Tenía una tienda y una fonda, ambas de la mejor clase, donde vendía más brandy que ron y nada de chicha. El marido era mayor retirado del ejército, con medio sueldo de jubilación y daba la impresión de ser, más que su amo y señor, el huésped de confianza y su mejor amigo. No sé a qué se dedicaba, tal vez era jugador. El matrimonio tenía tres niñas muy queridas, la mayor estaba interna en un colegio a las pocas cuadras, pero salía algunos domingos por la mañana. La segunda estaba

externa en el mismo colegio; el tercero era un niñito testarudo, cuya gran pasión era cabalgar en un caballo de palo por el corredor, y la última niña era apenas un bebé de brazos. La casa de un piso, claustrada y en esquina, era de propiedad de un fraile. Todos los cuartos daban al patio y era más grande que el común de las casas bogotanas. La pieza de la esquina, con puertas a ambas calles, curiosamente no formaba parte de la casa; en cambio, la tienda que desde fuera parecía pertenecer a la casa vecina estaba comunicada por una puerta con el amplio comedor donde comíamos al principio con los clientes ocasionales que pagaban por cada comida y no mensualmente. Atendiendo a mis sugerencias, a los pocos días nos pasaron al comedor de la familia. El marido tenía un cuarto que le servía de alcoba y de oficina, lejos de los dos dormitorios que ocupaban Doña Margarita, los niños y la niñera. En otra pieza dormían las sirvientas y la cajera de la tienda. Nunca supe para qué servían las demás piezas, excepto una, ocupada por un médico de salud precaria, pariente de Margarita. Detrás de la casa hay un patio grande dividido en dos por un muro alto de ladrillo, una mitad es empedrada y en la otra quizá hubo alguna vez un jardín, pero ahora no quedan sino un brevo y un papayo. El cobertizo al lado del patio de atrás tiene un horno con una mirilla lateral. Esa es la casa donde estuve más cómodo que en ninguna otra en la Nueva Granada. Nos daban dos comidas diarias, una a las 9 y la otra a las 2. Esta última consistía casi siempre de un plato que llaman puchero, hecho con carne de res, papas y repollo hervidos, parecido al estofado de mi país. El plato de entrada era sopa de fideos, que yo casi nunca tomaba; en cambio, un plato que me encantaba era el cogollo de una palma, cocinado en mantequilla y llamado palmiche. Pero de todas maneras me parece que es un crimen destruir una planta tan majestuosa por un placer tan intrascendente. Me llamó la atención que entre todos los platos españoles que nos dieron nunca nos sirvieron la olla podrida. Sin embargo, no me atreví a preguntar por ella porque me habría sentido obligado a comerla si me la hubieran ofrecido; por eso opté por esperar a que la sirvieran por su cuenta, pero esperé en vano, pues nunca apareció en la mesa. Nos daban muchas frutas, que compraban una vez a la semana en el mercado. Los viernes, a veces los sábados, el postre era fruta recién traída. Igualmente fresas con leche y azúcar, las curubas que mencioné antes, bananos y otra que sabe a pepino cohombro y por eso llaman también pepino. Los granadinos no saben preparar huevos. La tortilla que hacen es incomible para nosotros, y cuando los fríen, antes de comerlos abren un hueco en la yema y le ponen sal, además parece que los frieran en agua. También comen huevos tibios, cocinados en la cáscara, pero al servirlos no ofrecen ni un poquito de mantequilla que los haría mucho más sabrosos. En cuanto a flanes, tartas y pudines, dudo que ni siquiera tengan palabras en español para esos postres. Un día me dieron algo parecido a un “pie” al que le dicen pastilla, pero era ofensivo al paladar. Los platos preparados a base de leguminosas sí son de una cantidad y variedad increíbles. Y para nosotros distinguirlas es más difícil porque la palabra bean tiene significados diferentes a cada lado del Atlántico. La Vicia Faba, en francésfeve y en español haba, es muy poco conocida entre nosotros y la llamamos indistintamente Windsor-bean, broad-bean, coffe-bean y horsebean, mientras que para los ingleses es simplemente bean. La mata de haba crece entre dos y cuatro pies de altura. La Phaseolus vulgaris, en francés haricot, y en español fríjol, frisol y judía, es una planta de menos de dos pies cuando es la que produce los kidney-beans, cranberry-beans o los pote-bean.s, casi desconocidos en Inglaterra, donde les dicen French-beane; en cambio, para muchas familias yanquis son una de las bases de la alimentación. El garbanzo, chick-pea, vetch o fitch, cuyo nombre científico es Cicer Arietinum, es una semilla de aproximadamente el tamaño y la forma de una arveja común, pero tiene una protuberancia que la hace menos bonita y a mí me gusta poco. Las alverjas también se dan aquí pero las comen menos que los garbanzos y, según entiendo, los españoles llaman alverja a los garbanzos. Por último

está la Ervum Lens, en inglés lentil y en español lenteja, que completa la sinonimia de toda esta variedad de alimentos útiles. La arracacha es la raíz de plantas que se dan en distintas partes del mundo y que están relacionadas con la familia de la zanahoria y de la chirivía. Las de la Nueva Granada son la Conium Arracacha, la Conium Esculenta y la Conium xanthorrhiza. La mayoría, si no todas, son como la papa, de tierra fría. A mí me parecen muy insípidas, pero en ocasiones que me vi acosado por el hambre, las comí fritas y me parecieron deliciosas, pero aquí no las sirven sino hervidas. Desafortunadamente no probé otra legumbre, parecida a la acederilla nuestra, que tiene un bulbo demasiado pequeño para que valga la pena comerlo. La especie que se da en la Nueva Granada, Oxalis tuberosa, llamado oca, se cultiva por el tallo subterráneo o raíz de solo dos pulgadas de largo y aunque se da donde crece la papa, no vale la pena introducirlo a nuestro país. Todavía no he mencionado las batatas comunes antillanas, Dioscorea alata y D. sativa, que aquí les dicen ñame y poco las cultivan fuera de la Costa. Solo me gustan cuando las preparan en puré. Si hay algo que cansa al viajero en Bogotá es la despensa, la cocina y el comedor. Me siento mal después de haberle dedicado tanto tiempo, esfuerzo y tinta a un tema tan mezquino. Pero quizá sea inevitable darle importancia a estos asuntos a fin de mantener el alma en el cuerpo y de cuidar el cuerpo en una tierra de cocina tan heterodoxa. Para concluir alegremente mis experiencias en la vida familiar bogotana les contaré cómo perdimos a Ventura. Este era un tipo de aspecto enfermizo, con la piel manchada, no porque hubiera heredado dos pigmentaciones diferentes sino porque sufría de una enfermedad cutánea llamada carate. Si el carate no es una especie de lepra, y aquí no la consideran como tal, debe ser una ulceración crónica sui géneris. Pero dejemos las consideraciones médicas a un lado y volvamos a Ventura. Como por las noches no teníamos en qué ocuparlo, comenzó a irse de vez en cuando de la pieza de Don Pepe y a encontrarse más a gusto en la que dormían la cajera, la cocinera y otra muchacha de la clase que aquí llaman guaricha. Resulta que el amo de la casa empezó a oír por las noches la tos de Ventura y le pidió a Margarita que mandara a dormir a la ‘muchacha enferma’ a un sitio donde su tos no lo molestara, y al fin se descubrió que la amiga de Ventura era la cajera, una sirvienta muy buena que había estado con la familia varios años. Margarita se puso furiosa e insistió en echar a Ventura inmediatamente. Desgraciadamente Don Pepe estaba en tierra caliente calentándose los huesos y como yo no quise intervenir en el asunto hasta que él regresara, ella convino en que mientras tanto encerráramos a Ventura en el cuarto grande todas las noches. Pero algunos temperamentos no resisten la soledad y al otro día por la tarde, cuando ya estaba oscureciendo, el muchacho se puso insolente y le dijo un mundo de cosas desagradables a la señora de la casa, sin negar ninguna de las acusaciones que se le hacían. Margarita gritando llamó a su marido, quien fue en busca de un arma punzante. Pero yo ya había oído la grosería de Ventura con la señora e intervine ordenándole que abandonara la casa en el acto y para siempre. Ventura obedeció inmediatamente antes de que apareciera Don Pepe con su lanza.

BOGOTÁ

Las calles de Bogotá — El plano de la ciudad — Las plazas — Los edificios públicos — El observatorio. En capilla — Los cementerios — La plaza de los mártires. La pena de muerte — Las víctimas de Morillo.

Es bueno estar nuevamente en la calle y repasar las primeras impresiones que se reciben en la capital de la Nueva Granada. La primera la siente la planta de los pies y no es nada agradable. Uno tiene la sensación de que Bogotá lo está tratando como a una bestia de carga, obligándolo a competir con las recuas de mulas por los andenes empedrados. No hay aceras de ladrillo y muy pocas son de piedras planas. Además solo tienen dos pies de ancho y son el camino favorito de las mulas que se apoderan de ellas siempre que tienen la oportunidad. En cuanto a las casas, ninguna es de más de dos pisos; la mayoría de uno, blanqueadas pero no blancas; tienen el frente muy grande, el portón feo y enorme, las ventanas pequeñas, escasas y enrejadas, y desde ellas las mujeres, como prisioneras, se la pasan mirando a la calle. Los pobres viven en los pisos bajos de las casas altas, en un cuarto sin acceso al patio. Parece increíble, pero no tienen ninguno de los servicios o comodidades considerados indispensables en otras partes; no hay desagües ni alcantarillado y el piso bajo es húmedo, por eso los ricos viven en los altos y en esta forma los dos extremos sociales se encuentran. De pronto el paseante llega a un andén donde hay un caballo con la cabeza metida en un portón y la mitad del lomo fuera, en la calle. El transeúnte tiene que bajarse del andén para pasar, como lo han venido haciendo los demás desde hace media hora. Afortunadamente no conozco el primer burro, mula o asno en este país que dé patadas, aunque me aseguran que sí los hay. El diseño de la ciudad ha sido condicionado en gran parte por la naturaleza. En el capítulo VIII caminábamos hacia el oriente, con la Sabana a nuestra espalda y entrábamos a la ciudad exactamente en donde el terreno empieza a elevarse. En el plano de la ciudad el asterisco a la izquierda indica el sitio a donde llega el camino de Honda. Lo que parecía un puente con inscripciones a ambos lados no lo es en realidad, sino un muro para indicar la entrada a la ciudad, como Temple Bar en Londres. Indica su posición la terminación de las dos líneas que representan el camino de Honda. Exactamente al norte, en la Sabana, hay una cuadra aislada, donde están los edificios del que fue el colegio del doctor Lleras, más tarde ministro de Relaciones Exteriores. Más adelante se llega a la calle de Palacé que es la más ancha de la ciudad y de la Nueva Granada. Su nombre, siguiendo la costumbre granadina de dar a las calles nombres de campos de batalla y de provincias, conmemora la batalla de 1819. Esta calle es corta, tiene la forma de embudo y desemboca en una plaza pequeña, la de San Victorino, donde está la principal fuente de Bogotá, que en el plano está representada por un punto en el centro de la plaza. Es posible que la fuente sea copia de una tumba gótica española y tiene inscripciones en el pretil, muro bajo que la rodea, y numerosos chorros de agua que brotan de tubos de hierro. A su alrededor hay siempre una nube de muchachas en mantellinas y enaguas azules que luchan por poner la caña en el chorro antes que su vecina.

Plano de Bogotá

a) El cementerio b) El cementerio inglés c) El convento de San Diego d) La Quinta de Bolívar e) El río San Francisco f) Acueductos para fuerza hidráulica

h) La iglesia de Egipto i) El río San Agustín k) Acueductos del Fucha l) Fábrica de pólvora (abandonada) m) Río Fucha. Entrada del camino de Honda.

Cerca a la fuente hay un muro pequeño y mirando por encima se ve el San Francisco (e) diez pies más abajo. Dicho río, después de descender por un profundo boquerón en las montañas, corre en dirección suroeste hasta ese punto, donde vuelve hacia el sur y, media milla más adelante tuerce nuevamente hacia el occidente por la Sabana en busca del río Bogotá. Se puede decir que el San Francisco determinó el crecimiento de la ciudad y el principal barrio o parroquia, el de la catedral, está delimitado por él y por su tributario el San Agustín (i), que desciende por otra garganta y fluye hacia el occidente hasta encontrar el San Francisco. El acueducto llamado Agua-Nueva se trazó desde el alto San Agustín casi hasta el San Francisco y le suministra agua a varias calles. En Bogotá los barrios llevan el nombre de la iglesia parroquial. El barrio central, el de la catedral, está limitado en ángulo por el San Francisco, el San Agustín y el acueducto. Tiene siete calles paralelas que van derecho desde el río a la base de la montaña, donde el terreno escarpado las obliga a interrumpirse. A estas calles las cruzan otras once que corren hacia el sur, desde el San Francisco al San Agustín. Todas las calles y carreras tienen número y nombre, pero aunque estos últimos están escritos en cada esquina, nadie los usa.

La tercera calle en el plano, contando desde el norte después del San Francisco, cruza el puente de San Victorino y entra a la plazuela por la esquina sur, un poco más abajo de la fuente. Todo el tráfico cruza diagonalmente desde la calle de Palacé, en dirección sureste, hacia el puente. Digo todo, pero la verdad es que por el puente no dejan pasar yuntas de dos o más bueyes, cosa que incomoda muchísimo a los comerciantes importadores, que viven en el barrio de la catedral. Cruzando el puente se encuentra una calle cóncava con desagüe por la mitad, tal como sucedía en Centre Street de Nueva York hace muchos años. En la primera cuadra, yendo hacia el oriente y a mano izquierda, se veía antes un asta que se proyectaba oblicuamente de un portón, donde ondulaba en ciertos días del año de 1852 la bandera americana, porque allí era la residencia de nuestro encargado de negocios, el Honorable Yelverton King. Casi al frente pero un poco más arriba está el edificio del que fue convento de San Juan de Dios o de los frailes hospitalarios. Hoy solo queda la iglesia en manos de la comunidad, el resto es de propiedad nacional y sigue siendo hospital, como antes, pero administrado por la provincia. Cinco cuadras hacia el este del puente se cruza a la derecha para llegar al centro comercial de la ciudad por la calle de nombres tan conocidos como Calle Real o Calle del Comercio; a la izquierda está la Calle de los Plateros. La ilustración de la página siguiente es copia del daguerrotipo hecho por George Crowther, Esqu., desde el balcón del consulado americano, que es la casa en la esquina noroeste y cuyo frente da al sur. A una cuadra a la derecha y al frente están la Plaza de Bolívar y la catedral. Al frente de la cuadra donde está la catedral hay una plataforma elevada, ancha y plana, el altozano, con escaleras de piedra a todo lo largo para bajar a la plaza. Es el sitio más concurrido de Bogotá. Las autoridades eclesiásticas exigieron el mejor sitio al costado superior de la plaza para construir la catedral, ya que no estaban interesadas en que quedara en la mitad de la cuadra, pues la Puerta del Perdón debe dar a una calle lateral a la izquierda de la iglesia, al lado del evangelio; así que la catedral ocupa el extremo norte del flanco occidental de la plaza. En seguida hay una iglesia antigua, pequeña, ricamente decorada pero muy abandonada, que fue la capilla de los Virreyes. En el púlpito tiene incrustaciones de carey y plata. Contiguo a ella hay un edificio sencillo donde funciona la aduana.

Calle y catedral de Bogotá

Si el gobierno construyera un edificio en el extremo sur de la manzana, con un frontis que correspondiera al de la catedral y conectara las dos fachadas con una edificación central todavía

más alta, haría que todo el lado de la plaza contribuyera a desacar un capitolio digno de la gran nación cuyo destino rige. Desgraciadamente se escogió para construir el capitolio toda la manzana del costado sur, con fachada sobre una loma lateral, en un sitio donde ningún arquitecto, por genial que sea, podrá construir un edificio que rivalice con la catedral. Hasta ahora las paredes no pasan del primer piso y es de esperar que antes de que coloquen una piedra más prevalezcan mejores consejos y en ese costado construyan almacenes, como en el del norte. A un lado de la catedral, en la calle que no se puede ver en el grabado, hay un grupo de casas que son buen ejemplo de las residencias de la clase alta bogotana. Las casas no dejan ver la Puerta del Perdón, pero por encima de los techos se divisa la cúpula de San Carlos. Las familias viven en el segundo piso de las edificaciones y en el primero, que no tiene ventanas, hay almacenes. La primera y segunda puertas de la izquierda del grabado son tiendas, la tercera, medio escondida detrás de dos figuras femeninas, es el portón de una casa; al entrar se pasa por el zaguán al patio y se sube por las escaleras a las habitaciones del segundo piso. En este último todas las puertas son ventanas y todas las ventanas puertas. Los balcones muy raras veces están lo suficientemente cerca como para que sea posible pasar del uno al otro. Debajo de los balcones se puede observar el andén de ladrillo, similar a los que tienen la mitad de las calles de la ciudad, con la diferencia de que los otros no son tan anchos y a duras penas pueden transitar por ellos dos personas. De las personas que se ven en la calle es poco lo que se puede decir. En el grupo de la izquierda, la más cercana de las tres es el prototipo de la señora de edad, de familia bogotana respetable y conservadora. Lleva un sombrero de fieltro, de copa redonda, que si no es exactamente igual al que se usaba en tiempo de los virreyes, sí es muy parecido al de entonces; posiblemente le lucía muchísimo más cuando era joven y lozana, pero ahora simplemente proclama al mundo que a su dueña no le da vergüenza ser vieja. El buey lleva dos guambías de papas del páramo que queda al norte de Bogotá. La canasta que lleva una mujer en los hombros me recuerda unas que vi en Choachí, aunque esta segunda es muy alta para ser india. Siguiendo por la calle y pasando la catedral a la izquierda, con la plaza a la derecha, se encuentran los cimientos del capitolio, y a la izquierda el conglomerado de San Bartolomé, del cual hacen parte San Carlos, la Sala de Grados y la Biblioteca,pero ninguno tiene frente a la Calle Real; así que siguiendo por ésta, en la próxima manzana y a la derecha, se halla el Colegio Militar, que visitaremos en otra ocasión, y atrás, en la calle que sigue, está el Observatorio, el más antiguo del continente, el más cercano al ecuador y el más alto. Por el momento está desocupado, sin muebles, y para adaptarlo a los instrumentos modernos sería necesario construirle un techo giratorio. Más adelante un puente estrecho cruza el río San Agustín y a la derecha está el convento de San Agustín, al cual pertenece la torre que se ve al fondo del grabado. Entre el convento y el río está la plazuela de San Agustín y tres cuadras más al sur se encuentra la iglesia parroquial de Santa Bárbara, que da su nombre al barrio que limita con el de San Agustín. Regresemos ahora a la plaza principal y observémosla detalladamente: está empedrada con piedras pequeñas y en el centro hay una hermosa estatua de Bolívar erigida por su amigo Pepe París. La estatua es italiana, de bronce y hecha con muy buen gusto. Bolívar le dio a París la Quinta de Bolívar, que en el plano se indica con una d. En el costado occidental de la plaza está el único edificio de aspecto parecido a uno de los Estados Unidos. Se llama la Casa de los Portales o la Casa Consistorial y es donde funcionan el Congreso, el despacho del ministro de Hacienda y el correo de la nación y de la ciudad.

Volviendo a la esquina suroriental, donde está el edificio de la aduana, cruzamos a la izquierda y encontramos el viejo convento de San Bartolomé, que es hoy la sede de la Universidad Nacional. En esta cuadra lograron incrustar la iglesia de San Carlos, a la que algunos llaman el epicentro del fanatismo del país y que fue la cuna de la revolución de 1851. La Sala de Grados no solo se utiliza para ceremonias públicas sino para conciertos. Su construcción es curiosa porque la mitad del auditorio queda al frente de la otra mitad y la plataforma está en el centro entre los planos inclinados que ocupa el público. En este mismo edificio, entrando por el costado oriental, funciona la Biblioteca Nacional, a la cual los estudiantes de la universidad también tienen acceso. El núcleo de la biblioteca son libros muy antiguos empastados en pergamino a los que después añadieron unos cuantos miles de volúmenes en francés, inglés, alemán y otros idiomas. Observé que tenían más de cincuenta volúmenes sobre China solamente. Me encantaría haber conocido mejor la biblioteca, pero desafortunadamente el bibliotecario era un inválido que cumplía muy esporádicamente con sus obligaciones y por eso es muy difícil encontrarla abierta. En la biblioteca existe un departamento que merece mencionarse porque es una de las colecciones más ricas de panfletos jamás reunidas por el esfuerzo de un hombre de escasos recursos. La colección es la obra del Coronel Anselmo Pineda, hombre que también sirvió a la patria en forma valiente, pero nunca con mayor honor. Después de recolectar y hacer un índice muy cuidadoso de los panfletos, los donó a la nación. El Congreso, en reconocimiento, le otorgó una pequeñísima pensión vitalicia, a la que se le descuentan los impuestos que gravan siempre las pensiones y los salarios oficiales. Esta colección, empastada y catalogada, recoge incontables ataques, contra-ataques y defensas en periódicos, panfletos y hojas volantes. No hay un solo hombre eminente del país que no haya sido víctima de los ataques de alguna hoja de la colección. El gobierno ha cometido la imprudencia de hacerla muy accesible al público y ya se han robado más de un documento irremplazable. Es de esperar que de ahora en adelante se ejerza mejor control sobre ella. En otro cuarto de la biblioteca está la mejor colección de minerales y de maderas del país. Desgraciadamente mi primera visita fue corta y nunca pude volver a encontrarla abierta, pero recuerdo haber visto allí un rastro de vandalismo: un cuadro mutilado. En el primer piso está lo que llaman propiamente el museo. Tiene, según creo, pájaros disecados, algunos insectos y trofeos, retratos y reliquias de los héroes de la Independencia. También está la bandera que acompañó a Pizarro y al puñado de bandidos que despojaron al Perú. Intenté en vano entrar a la capilla que hace parte de este enorme conjunto de edificios y que según tengo entendido la utilizan hoy los estudiantes, pero que antiguamente los españoles la empleaban para preparar a los condenados a muerte. La Iglesia, caritativamente, dispuso que no se debía ejecutar a nadie sin que pasara la noche anterior en una capilla, y por lo general están en nichos hondos a ambos lados de las iglesias, cada una con su propio altar. La de Santo Domingo está rodeada por una verja de hierro que la hace especialmente propicia para ese uso; pero la capilla que hay en San Bartolomé no da a ninguna calle sino a un patio interior, así que es inútil pensar en escapar al ancho mundo. En ella pasaron las últimas horas, antes de ser fusilados por órdenes del feroz y brutal Morillo, algunos de los más notables patriotas granadinos. Pero salgamos de este lúgubre y viejo edificio, con su impresionante capilla, la escuela mal dirigida y ahora clausurada, la Sala de Grados, la biblioteca con las colecciones y el museo cerrados siempre y con la iglesia fanática abierta siempre. Subiendo por la misma calle, inmediatamente después de San Bartolomé, y a la derecha está el Palacio de San Carlos que es una casa de aspecto corriente pero con dos o tres soldados en la puerta, la cual queda al frente de la Biblioteca, de la colección del Museo Natural, del Museo y de la Sala de Grados. Todos dan a la carrera que va de norte a sur.

En los bajos de la esquina está la portería cuyo portero es un hombre que hace años ocupa este puesto. La calle es empinada y a medida que uno sube por ella observa que las ventanas del piso principal van quedando más y más cerca de la calle, hasta que la última no está sino a siete u ocho pies de altura. Recuérdese bien, porque por ella saltó Bolívar para salvar la vida. Unos cuantos pasos más arriba hay un edificio grande separado de la calle por una reja alta y fuerte, posiblemente la construcción más fea que hay en Bogotá. Es nada menos que el teatro, donde los vendedores, los empleados y las guarichas se convierten en actores los domingos y otros días festivos por la noche, cuando la gente tiene tiempo de ir al teatro y ellos de actuar. Como nunca fui, no puedo decir si el interior es tan feo como la fachada, pero sí observé que se tuvo en cuenta la ventilación, pues el techo posee las mismas aberturas que dejan escapar el humo y el vapor de las cocinas. Volviendo a la plaza veamos ahora el costado occidental. A la derecha, después de pasar el pórtico de la Casa Consistorial, hay una puerta con uno o dos centinelas. Es la entrada a la cárcel provincial, mal administrada y no demasiado limpia, pero ya la visitaremos en otra ocasión. A la izquierda, algo más adelante, hay una casa muy grande donde están las oficinas de los ministerios, en cuartos alrededor de dos patios, uno detrás del otro. De vez en cuando hay un centinela en la puerta, me imagino que por respeto al Ministerio de Guerra. A la derecha, en la siguiente cuadra, está el convento de La Concepción, que ocupa dos manzanas enteras en el corazón de la ciudad. En el plano se ve que el extremo oriental está construido y que la manzana de abajo es un jardín. Es lástima que el gobierno no hubiera confiscado esta magnífica propiedad antes de lograr la separación de la Iglesia y el Estado, pero hay algo que todavía puede hacer y es dividir este enorme e inútil inmueble en dos manzanas, evitando así que se dedique la de abajo al recreo de unas pocas monjas ociosas y juguetonas. Esto me recuerda que no hay nada peor que pasar por el frente de un convento de monjas pues nunca construyen aceras decentes. Una cuadra más abajo, frente al jardín de la Concepción, hay otro convento, el de Santa Inés. Los conventos no tienen la iglesia en la esquina de la calle por lo cual carecen de puertas del Perdón, o quizá, como por la puerta lateral es por donde entra la gente, sea esa la del Perdón y teóricamente la principal sea la que está al frente del altar mayor y permite entrar del convento a la iglesia. Volviendo a la esquina nororiental de la plaza, al pie de la catedral y mirando hacia arriba por la calle de la Puerta del Perdón, se ve un poco más lejos el centinela que permanece frente a la puerta de la Casa de Moneda. En el plano de la ciudad las manzanas de la catedral, del palacio y de la Casa de Moneda están sombreadas. La Casa de Moneda es un establecimiento muy respetable, dirigido por el único sobreviviente del viejo grupo de científicos cuyos miembros fueron casi todos asesinados por Morillo. Afortunadamente Manuel Restrepo no cayó en su poder y vive todavía. Es el geógrafo de Antioquia, el historiador de la Nueva Granada, el director de la Casa de Moneda y un caballero ejemplar. Ahora desde el consulado americano dirijámonos hacia el norte. Aquel está en la esquina suroriental de una manzana que pertenece al convento de Santo Domingo, que es el más rico de la Nueva Granada. Todas las tiendas y almacenes de los cuatro costados de la manzana son también propiedad del convento, y como si esto fuera poco, también es dueño de la parte de la calle por donde subimos desde la iglesia de San Juan de Dios, con casas de dos pisos y de patios pequeños. En esa calle la iglesia está en la mitad de la cuadra y la Puerta del Perdón da a un pasaje entre dos casas. Siguiendo hacia el norte por la Calle Real hasta el puente de San Francisco encontramos los almacenes y andenes mejores de la ciudad. Una cuadra más abajo de ese puente está el de los Micos, y todavía más abajo, después de que el río vuelve hacia el sur, el de San Victorino. En un tiempo hubo otro puente en la parte alta del río, pero lo arrastraron las aguas y como no era muy necesario no lo reconstruyeron nunca. Con excepción del puente de los Micos y del de Honda,

todos los otros que conozco en la Nueva Granada son de construcción sólida; los de madera se pudrieron hace siglos y los débiles de piedra, si es que los hubo, los debieron destruir los terremotos. Cruzando el puente de San Francisco está a la izquierda el convento del mismo nombre, y a la derecha la plaza de San Francisco con una fuente. El pequeño rectángulo que se ve en el plano es el cuartel, y el punto en la esquina noroeste es El Humilladero, la iglesia más pequeña de la Nueva Granada y la más antigua, no solo de Bogotá sino de todo el interior del país, construida, si no estoy mal, en 1538. En la calle siguiente se ve un puente que conecta por encima de la calle al convento de San Francisco con el edificio de enfrente. No he podido enterarme bien de la historia de este último, pero como es un sitio donde mujeres devotas hacen reuniones de carácter religioso, dicen, sin mucha exactitud, que es un convento de monjas. En cuanto al puente, quizá por pura malicia lo llaman el de los suspiros, pero si no fue diseñado como lugar de encuentros y despedidas amorosas es difícil imaginar para qué otro fin lo hicieron. La iglesia que está en el edificio al frente del convento de San Francisco se llama La Tercera, o sea de la tercera orden de San Francisco, siendo la primera orden la de los religiosos, la segunda la de las monjas de Santa Clara y la tercera la de personas casadas o solteras de ambos sexos interesadas en sujetarse a una vida religiosa más estricta de la que lleva la generalidad de los laicos. A la derecha, frente a La Tercera, hay un colegio para niñas, grande, muy de moda y dirigido con rigidez casi conventual por la viuda del expresidente Santander. Dos cuadras más arriba, a la izquierda, hay un antiguo convento (sombreado en el plano) confiscado a los jesuitas y transformado en hospicio, pero cuando yo lo conocí estaba en condiciones lamentables. Para convertirlo en orfanato colocaron un torno en la pared de la calle. Al abrir la puerta de él se jala una cadena y adentro suena una campana. Si se pone un recién nacido en el torno (que es de treinta pulgadas de diámetro) y se hace girar, la portera recibe al niño sin ver quién lo puso allí, y la madre puede irse segura de que nunca conocerá a su hijo, ni éste a ella. ¡Difícilmente podrá encontrarse arreglo más conveniente! El grabado de la página siguiente, hecho con base en descripciones, muestra la altura del torno como el doble de la que en realidad tiene y sin puerta. El artista también se tomó la libertad de vestir a la infortunada madre con un vestido más europeo que granadino. Pasando el hospicio se llega a la iglesia parroquial de Las Nieves, a mano derecha, y a una plazuela con una fuente, a la izquierda. Aquí aproximadamente termina la ciudad, porque avanzando al norte las casas comienzan a ser más escasas y pobres, luego apenas hay ranchos hasta que se llega a campo abierto y cruzando una quebrada está el pequeño convento franciscano de San Diego, que en el plano se señala con la letra c. Por ahora no les mostraré más conventos, aunque hay todavía muchísimos más, tanto para frailes como para monjas; afortunadamente ya han suprimido varios de ellos. Si de San Diego cruzamos hacia el occidente entramos nuevamente a la Sabana por un camino bordeado de zanjas profundas y orillas llenas de malezas. Esta vía pasa frente al cementerio elíptico de Bogotá (a), que visitaremos otro día; pero antes se ve una casita bien tenida, con un puente pequeño para cruzar la zanja, detrás de la cual hay un jardín de rosas y al finalizar un sendero florido está la entrada al cementerio inglés (b). Desafortunadamente perdí la copia que tenía de la bella y apropiada inscripción en latín e inglés que se lee en el portón a la entrada. El cementerio está cubierto de maleza y ya no se ven los caminos entre las tumbas. En el centro se encuentra la de un embajador británico rodeada de una verja de hierro, cuyos barrotes han ido quebrando o arrancando para llevárselos. Dicen que los ladrones saltaban el portón, por el espacio debajo de la arcada.

El torno del orfanato

Desde el norte se puede ir a la plazuela de San Victorino por una calle recta llamada La Alameda, no porque esté bordeada de álamos, sino por ser este el nombre de un famoso paseo de Madrid. A lo largo de las zanjas crece un arbusto muy curioso, la Phyllantus, con las hojas compuestas como las del zumaque y unas florecitas euforbiáceas muy bonitas, que aparentemente brotan cerca al pecíolo, pero en realidad los que parecen pecíolos son ramitas y las hojas son simples. Antes de llegar a la plazuela de San Victorino se encuentran a la derecha la edificación que fue hace algún tiempo convento de capuchinos y la iglesia; esta última, desde que se arruinó la de San Victorino, sirve de templo parroquial del barrio; el resto del edificio lo ocupa hoy el Colegio de la Merced, que es el público de mujeres para la provincia de Bogotá. Pero sigamos a lo largo del río. Después de pasar la plaza y el puente encontramos a mano derecha un campo abierto, la Plaza de los Mártires, antes la Huerta de Jaimes. Posiblemente este Jaimes fue uno de los primeros pobladores de Bogotá, y no tiene nada de raro que haya sido de ascendencia inglesa. Los puntos negros colocados en forma irregular en el plano representan unos ranchos, probablemente de invasores de la manzana más grande de la capital. Uno de los muros de la plaza es una tapia alta de tierra apisonada. El del lado occidental está muy deteriorado por la acción del tiempo o por otra causa. A veces hacen sentar a un hombre en una banca a pocos pies de distancia de este muro; un pelotón de soldados se coloca al frente, el sacerdote se hace a un lado, dan la orden de disparar y la pobre víctima cae retorcida en los estertores de la muerte. Este muro es el patíbulo y el escaño el banquillo de los condenados. En este sitio fueron ejecutados José Caldas, José Lozano, José María Cabal, J. G. Gutiérrez (Moreno), Manuel Ramón Torices, Antonio María Palacio (Fajar), el Conde de la Casa de Valencia, Miguel Pombo, Francisco Ulloa y otros hombres eminentes, todos mártires de la libertad, y casi todos peor que muertos a manos del verdugo, asesinados por la espalda por orden de ese carnicero Morillo. Perdóname, querido lector, esta larga lista, pero el monumento a la memoria de aquellos y a esta infamia eterna en la Plaza de los Mártires todavía no se ha erigido. Hace tiempo que la ley ordenó infligir la muerte por garrote, es decir, mediante el estrangulamiento con un collar de hierro, más humana pero más odiosa y que quizá sea la forma menos censurable de ejecutar la última pena. Se ha propuesto buscar otro sitio para ajusticiar a los criminales, con el

fin de no manchar el recuerdo de los patriotas, pero de todas maneras la pena de muerte es tan escasa en la Nueva Granada que quizá por esta razón no se ha llevado a cabo el proyecto. Y así damos por terminada esta clase de geografía sobre la ciudad de Bogotá.

EXTRANJEROS EN BOGOTÁ

Las legaciones extranjeras en Bogotá — La diplomacia en los Estados Unidos — Los señores King, Green y Bennet — Las embajadas británica y francesa — El embajador venezolano — El Nuncio Apostólico — Terquedad española — Cortesía granadina — Naturalización. Lo correcto para el viajero al llegar a una ciudad extranjera es saludar a los representantes diplomáticos de su país. En realidad se puede decir que el ciudadano norteamericano que no ha tenido la experiencia de conocer a los funcionarios de su gobierno en el exterior, carece de un verdadero contacto con este último. El bienestar y el respeto que se le brinda al extranjero dependen a tal punto del carácter de los diplomáticos de su país, que el viajero no puede menos de darse cuenta si éstos están cumpliendo o no con sus deberes. También el autor de un libro de viajes tiene obligaciones, y si una de ellas es agradecer las atenciones recibidas, la principal es la de ser absolutamente imparcial. Se dice que algunos de nuestros representantes en el exterior son pillos y rufianes, pero afortunadamente yo no he tropezado con ninguno de estos. Quizá con la excepción del agente comercial del Presidente Pierce en Santo Tomás, todos los funcionarios que conocí cumplían sus deberes en la mejor forma posible. Pero antes de describir mis experiencias en este sentido, vale la pena hacer algunos comentarios sobre el sistema norteamericano de designar ministros en el exterior. A menos que el gobierno americano reformara el actual sistema de nombrar y remover los funcionarios en el exterior, sería mejor acabar con todas las embajadas en los países civilizados, y dejar que nos den el mismo trato que reciben en nuestra capital los representantes de Moroco, Muscat, Burma y otras naciones bárbaras. Bajo el sistema actual nuestro ministro será siempre el más pobre en cualquier país. Otras naciones consideran que la diplomacia es una profesión y nadie puede aspirar a ser embajador si antes no ha sido agregado diplomático; pero entre nosotros se le paga a un individuo para que deje sus negocios en los Estados Unidos, si es que los tiene, y lo más probable es que regrese a los cuatro años o generalmente mucho antes, pues de todas maneras ese es su deseo inicial. En estas circunstancias es imposible que llegue a conocer el idioma y todavía menos el gobierno y la idiosincrasia de las gentes del país. Tanto el embajador inglés como el francés en Bogotá están casados con damas latinoamericanas y se rumora que ambos han utilizado sus cargos para hacer negocios irregulares, el uno en contrabando y el otro como socio de un gigantesco reclamo en que intervino para lograr un fallo injusto. Además el gobierno inglés cometió la imprudencia imperdonable de enviar un embajador católico a un país católico, lo cual es un error porque en muchos casos se puede considerar como pecado dar al viajero la protección que este solicita. No existe argumento válido en contra de un embajador católico en Suecia o en Prusia, o de un musulmán en Roma o en Nápoles, pero es mejor dejar el cargo vacante que enviar un católico como embajador a España o a un musulman a Constantinopla. Es curioso que todos nuestros embajadores ante el gobierno de la Nueva Granada hayan sido oriundos de los estados del sur, lo cual me parece que ésta muy bien, ya que como la Nueva Granada suprimió la esclavitud, los abolicionistas no necesitan protección aquí en el caso de expresar sus ideas. El señor Yelverton P. King, un verdadero caballero de Georgia, vino con su mujer y un hijo, quien sirvió como secretario de la Embajada. Su casa estuvo abierta a todo

compatriota decente, el viajero fatigado olvidaba por algunas horas que era un extraño en tierras lejanas, y para el cristiano que no encontraba a nadie que lo comprendiera, la familia del señor King le brindaba consuelo inolvidable. Sin embargo, como ministro fue incompetente debido a su falta de experiencia y a su desconocimiento del idioma español y del carácter granadino, y como además tenía una edad avanzada, ya era demasiado tarde para poder adaptarse. Su sucesor fue una persona totalmente diferente. Al señor King lo atrajo la novedad de la vida andina; en cambio el señor James S. Green buscaba rehacerse de las pérdidas que había sufrido a causa de su participación en la actividad política. A este efecto llegó con planes bien trazados. Dejó la familia en Misurí y se instaló en una pensión en Bogotá. Como la hospitalidad no entraba dentro de sus planes sino que, por el contrario, los ponía en peligro, ni siquiera festejaba el 22 de febrero. Sin embargo, como ministro el señor Green fue capaz y leal a su gobierno, si hubiera continuado en su cargo, posiblemente habría llegado a ser importante en la vida diplomática; pero ni siquiera permaneció aquí lo suficiente para aprender a chapurrar el español y antes de que pudiera empezar a actuar, sin tener que depender del consejo de sus compatriotas, regresó a los Estados Unidos. Se me preguntará cómo marchan nuestros asuntos en medio de tantos cambios. La respuesta es muy sencilla. Como el consulado no produce ni para cubrir los gastos, no hay político que lo acepte en recompensa de servicios prestados y como no es ni pan ni pescado, lo han dejado en manos del señor John A. Bennet, quien llegó al país como fotógrafo y gracias a su versatilidad yanqui se convirtió en comerciante respetable y goza de gran influencia entre los bogotanos. Me atrevo a afirmar que en los últimos tiempos ninguno de nuestros embajadores ha tomado ninguna decisión sin consultar con el señor Bennet, ya que este es un consejero seguro e interesado en la continuidad de las buenas relaciones entre los dos países; por eso creo que ellas marcharán bien, haya o no embajador de nuestro país en Bogotá. ¿Pero no es posible remediar esta situación? Lo dudo mucho mientras las embajadas se utilicen como recompensa para los amigos del presidente. Solo conozco una rama de los servicios nacionales bien administrada, que es la del ejército. Me pregunto si no sería lo más aconsejable nombrar tenientes de artillería o de ingeniería como secretarios en el exterior y enviar a los mejores oficiales a las legaciones más importantes. Es imposible encontrar un sistema peor que el que tenemos hoy en día, y hasta que no adoptemos otro mejor, solo el respeto a nuestros cañones evitará que nuestros embajadores sean el hazmereír de otros diplomáticos, veteranos en el servicio de sus respectivos países. En cambio la legación venezolana está dirigida por un Embajador excelente, quien no obstante encontrarse arreglando su próximo matrimonio, no deja de atender todos los asuntos que se le presentan. También mientras estuve en Bogotá había un Nuncio Apostólico, un verdadero cardenal transitando por las calles con sus vestiduras púrpuras. Pero según la Gaceta Oficial del 7 de octubre de 1853, Monseñor Lorenzo Barili dejó de desempeñar su cargo después de protestar oficialmente contra la ley que autoriza matrimonios sin el consentimiento previo del clero. El gobierno no podía reconocer el carácter celestial de las funciones del Nuncio ni su derecho a intervenir en la legislación nacional después del 30 de agosto, por lo cual declaró que estaba dispuesto a tratar con el representante del soberano de los Estados de la Iglesia sobre cualquier asunto de carácter internacional entre los dos estados, y cuando Monseñor rehusó altivamente ocuparse en forma exclusiva de asuntos terrenales, el señor Lleras quiso saber en qué momento renunciaría a su inmunidad diplomática, a lo cual el cardenal contestó que desde ese mismo día renunciaría a todas las ventajas de su cargo. Desde entonces se convirtió en agregado de la legación francesa. España no tiene representación diplomática en la Nueva Granada. La dignidad de esa débil pero orgullosa nación no le permite reconocer la independencia de la Nueva Granada, y por tanto prácticamente no hay intercambio entre los dos países. Si la Gran Bretaña hubiera actuado en

forma tan imprudente con respecto a las colonias rebeldes, habría perdido muchísimo cerrando las puertas a sus mejores mercados. Actualmente hay muy pocos españoles en la Nueva Granada y ya casi ni se usa la palabra Chapetón, es decir, oriundo de España, ni su contrapuesta criollo, que designaba a los nacidos en el país. Aparte de los ciudadanos de repúblicas vecinas, los extranjeros más numerosos en este país son ingleses, franceses, norteamericanos, holandeses y alemanes. Generalmente nuestros compatriotas no pasan de media docena y todos son ciudadanos respetables. Los ingleses son más numerosos y entre ellos los hay de condición humilde. Unos cuantos extranjeros se han nacionalizado en la Nueva Granada, pero aunque el Gobierno fomenta la nacionalización, esta no es medida aconsejable. Para gran escándalo de Su Santidad, hace mucho tiempo que se concedió libertad de culto a los inmigrantes. El gobierno también les permite entrar al país sus efectos domésticos y herramientas de trabajo, libres de derechos de aduana, y además adjudica una parcela de tierra al jefe de familia y otra por cada miembro de esta. Los lotes pueden escogerlos en cualquiera de las tierras baldías, que son de propiedad del Estado. Supe de un pleito muy largo en que el gobierno defendió a un ciudadano naturalizado a quien pretendían arrojar de un terreno sembrado de chinchona. Pero es precisamente la protección que se da al extranjero lo que hace menos atractiva la naturalización. El extranjero tiene garantizada la libertad de culto y no está sometido a hacer préstamos forzosos, los cuales son una desgracia en países de tendencias revolucionarias. A veces al extranjero se le permite ocupar cargos públicos, pero no está obligado a aceptarlos, mientras que para el ciudadano son una verdadera pesadilla pues la mayoría de los puestos oficiales de segunda categoría no tienen salarios ni honorarios que compensen el trabajo y la responsabilidad, y la única manera de evadir el nombramiento es presentar un certificado médico o renunciar al cargo pero sin tener la seguridad de que le sea aceptada la renuncia. El funcionario de distrito tiene la obligación, muchas veces en detrimento de sus negocios personales, de despachar diariamente en el lugar designado como cabecera. Vi a un hombre que no quería ser juez de distrito, rogarle a un médico que le diera un certificado a fin de poder rechazar el nombramiento, y es así como este importante cargo ha caído dos veces, hasta donde yo sé, en manos de hombres que no saben leer ni escribir. Por otra parte, aunque las leyes que protegen al individuo son en principio las mismas para ciudadanos y extranjeros, en la práctica los crímenes cometidos contra estos últimos se castigan con más severidad si intervienen eficazmente los representantes de su país. Así, pues, bajo este gobierno liberal es un privilegio ser extranjero. Pero ya sea el extranjero ciudadano naturalizado o no, la cortesía del gobierno granadino hacia él no se limita al cumplimiento exacto de la ley, y la generosidad del gobierno se extiende no solo a los individuos sino a las otras naciones. La diferencia que existe entre tener relaciones diplomáticas con la Nueva Granada y con otras naciones, es semejante a la que hay entre tratar con un comerciante serio y con otro que simplemente quiere obtener toda la ventaja posible. Al gobierno granadino le repugna el oportunismo y el engaño y rechaza la idea de imponer condiciones leoninas en sus negociaciones. La historia de las negociaciones con la Panamá Railroad Company es un ejemplo de esta actitud; y mi propia experiencia es la de que desde el simple empleado de aduanas hasta el Presidente de la República consideran al extranjero más como un huésped que como un extraño.

LOS BOGOTANOS

Las casas — La costumbre de fumar — Comida en Palacio — La comisión corográfica — Las clases bajas — En el mercado — Lección de español.

Al día siguiente de mi llegada a Bogotá visité con un amigo la casa de un comerciante de la ciudad. Entramos por el zaguán de una casa baja y mi amigo dio dos o tres palmadas en la puerta interior al final del zaguán, a lo cual siguió un breve diálogo con la sirvienta que vino a la puerta: “¿Quién?" “Yo”. “Adelante”. Empujamos la puerta, burda, cuadrada y difícil de abrir porque está trancada con una piedra que cuelga de una soga de cuero amarrada en una clavija encima de la puerta. Al abrirse esta, se eleva la piedra y cuando se suelta la puerta, cae la piedra cerrándola nuevamente. “Que entren para dentro”, nos dice la criada, invitándonos a seguir. La sala es alta y amplia, con el suelo cubierto con estera y dos o tres sofás baratos colocados contra las paredes. Instintivamente miro alrededor esperando ver algún libro o periódico pero no hay ninguno. Las ventanas son altas, con ventanillas de vidrio que abren hacia dentro. Las paredes de adobe o tapia tienen dos pies de espesor, y las ventanas están cortadas formando un escalón tan alto como un asiento, de tal manera que uno puede sentarse en la jamba de la ventana. Dos personas sentadas en la ventana y dos de pie, al lado, forman un grupo agradable para conversar. Todas las ventanas tienen rejas porque se considera que las alas de la ventana no son suficiente protección. La señora de la casa vino a atendernos y nos informó que el señor a quien queríamos ver estaba fuera de la ciudad. Luego le ordenó a la sirvienta que trajera candela, y ésta trajo un tizón de la cocina en una cuchara de plata maciza para encender los cigarros redondos que nos ofrecieron. Yo me disculpé diciendo que no sabía fumar, pero la señora y mi amigo si lo hicieron. La señora es mujer de mediana edad, no muy bien vestida y me pareció persona poco interesante, no tanto porque careciera de belleza, sino más bien por falta de inteligencia. En diferente ocasión volví a la casa y como ella estaba ocupada atendiendo otras visitas, me recibió su hija, una joven de ojos negros, pero a pesar de la atracción personal que sentí por esta, me cansé pronto de su compañía porque era incapaz de conversar de nada que no fuera del prójimo; parecía una estatua que hablaba y se movía. La verdad es que difícilmente nadie puede llegar a ser buen conversador si no lee nunca. Y mi joven amiga era, en realidad, casi una prisionera. Su único placer y oficio consistía en sentarse junto a la ventana y saludar a los que pasaban. Invitarla a salir a caminar conmigo habría sido prácticamente un insulto; nunca podía salir sola sino acompañada por sus padres o hermanos; de hecho, no salía más que para ir a la iglesia. El colegio fue una cárcel, la casa otra, entonces ¿qué tenía que perder si resolviera entrar a un convento, que no sería sino otra prisión de la cual no saldría nunca? El convento no recibe ninguna prisionera sin dote, pero quizá en él sea tan feliz como podría serlo dentro del matrimonio. Nunca vi fumar a la hija, pero me imagino que sí lo hace. Muchas personas me han dicho que no tiene nada de malo que las señoras fumen, pero como muchas lo hacen a escondidas, me imagino

que es costumbre todavía no totalmente aceptada en la sociedad granadina. No vi a las mujeres bogotanas fumar con la punta encendida del cigarro dentro de la boca, como lo hacen en tierra caliente. Posiblemente con ese sistema buscan economizar el tabaco, ya que así el humo no pierde su sabor en el aire hasta no haber depositado antes su narcótico en la membrana mucosa. En Bogotá fuman muy pocos cigarrillos (tabaco envuelto en papel) y las señoras prefieren fumar cigarros. Esta familia gasta todos sus ingresos. Uno de los rasgos característicos de los neoyorquinos es el de economizar en lo necesario para derrochar en lo superfluo y esa debilidad también la tienen los bogotanos. Un escritor que conoció a Bogotá cuando la ciudad estaba en todo su apogeo afirma que entonces había gran despliegue de hospitalidad ostentosa, y que cuando la guerra y la revolución empobrecieron al país y la manumisión de negros e indios reforzó esa situación, la sociedad redujo el número, más bien que el lujo, de sus invitaciones. La única invitación a comer que recibí de los bogotanos para quienes traía cartas de recomendación, fue la del Presidente. Se suponía que era una comida “en familia” a las seis de la tarde, y yo llegué un poco antes de esa hora. El centinela que estaba en el portón no me preguntó nada y pasé por el zaguán y el corredor hasta llegar a las escaleras. En el corredor del segundo piso un oficial de guardia me condujo a uno de los salones. En distintas ocasiones estuve en palacio en seis u ocho salas diferentes, la mayoría alfombradas y amobladas cómodamente, pero sin lujo. Todas se verían bien en la casa de un hombre medianamente rico. Las recepciones en palacio son modestas y acordes con la sencillez republicana. En privado el presidente actúa como un ciudadano común y corriente, pero en la calle la guardia de lanceros diferencia al “Ciudadano Presidente” del resto de los ciudadanos. Tanto el General López como su sucesor el General Obando son viejos soldados que en muchas ocasiones han expuesto su vida por la patria y otras veces en contra del gobierno. Ambos se caracterizan por su dignidad y aire marcial. Obando quizá es más destacado como militar; pero, según mi opinión, López es superior como funcionario, ya que se ha interesado mucho por desarrollar los recursos del país. La señora de López es una de las más bonitas para su edad que he visto en Bogotá, mientras que la señora de Obando tiene apariencia más sencilla, tal vez más granadina y menos elegante. Éramos unos doce invitados y en la comida nos ofrecieron muy pocos platos típicos granadinos. Solo mencionaré el preparado con el pescado corto, grueso y parecido a un reptil, que pescan en el río Bogotá. Lo sirvieron en el mismo papel en que lo envuelven para asarlo. La banda militar amenizó la comida desde el patio. La familia que con más placer visitaba en Bogotá era la del Coronel Codazzi, que vive tres cuadras arriba de la catedral. El coronel es italiano, su señora venezolana y las hijas menores nacieron en Bogotá. Las veía coser en la sala y la familia era tan sencilla que cuando después de comer iba a visitarla y por casualidad la encontraba todavía sentada a la mesa, no podía resistir la tentación de acompañarla a comer. Codazzi dirige la Comisión Corográfica, y su obra sobre la geografía de Venezuela, preparada y publicada bajo los auspicios del gobierno de ese país, es modelo de investigación geográfica. Al finalizar labores en Venezuela se comprometió a elaborar un trabajo similar en la Nueva Granada, en el cual ha venido trabajando desde hace varios años. Codazzi ha tenido que enfrentarse a dificultades increíbles y así como va en pocos años habrá visitado todas las regiones del país. Cuando lo conocí acababa de regresar de Medellín y de la provincia de Antioquia, y antes ya había visitado las del norte de la capital, con excepción de las de la costa. Después recorrió toda la pestífera región del Chóco, la costa de Buenaventura, la provincia de Popayán, la de Pasto y también el Istmo, en donde aconsejó a los que estaban explorando a fin de localizar la mejor ruta para construir un canal, pero desgraciadamente no fue atendido. Lo último que supe de Codazzi

fue la mala noticia de que tanto él como el Coronel Pineda estaban jugándose la vida para aplastar la revolución de Melo. Codazzi es un hombre tremendamente entusiasta, de valor inquebrantable y además creo que es magnífico amigo. El gobierno le ha asignado varios ayudantes y uno de ellos, Manuel Ancízar, publicó el relato del viaje por las provincias del norte. Otro caballero que lo ha acompañado en todos los viajes es José María Triana, joven botánico de gran dedicación. Es prácticamente imposible conseguir hombres con la formación que requiere esta empresa, pero el gobierno y la Comisión han hecho todo lo que han podido para contratar individuos bien calificados. Los integrantes de la Comisión miden las latitudes, longitudes y altitudes y toman nota de todas las observaciones que están a su alcance. En esta forma vienen luchando año tras año contra dificultades tremendas, selvas, precipicios y en la costa del Pacífico contra fiebres y serpientes venenosas. Son merecedores de todo honor y de cumplido éxito. Ocupémonos ahora de las clases más pobres e intentemos explicar la razón por la cual hay tantos pobres en Bogotá. De los 30.000 habitantes con que cuenta la capital es apenas un puñado de gente el que tiene medios suficientes para vivir bien. Claro está que igualmente en Nueva York vive más gente de la que puede encontrar trabajo en la ciudad; quizá la explicación sea la de que los hombres viciosos son gregarios y prefieren aguantar hambre a perder la oportunidad de estar con los de su propia calaña. En Bogotá son muchas las personas que conocen bien el hambre y la pobreza, entre ellas las guarichas, mujeres parecidas a las grisettes parisienses, pero muy superiores estas a las primeras en inteligencia, dinero, comodidades, moral y belleza. Las guarichas proporcionan a precios módicos los servicios de nodrizas, pero la que es de malos sentimientos, como toda la gente de su clase, termina por aprovecharse cuando el niño a su cuidado le toma cariño. Sus propios hijos no son problema porque si sobreviven y ella recibe una buena oferta de trabajo, los abandonan en el torno del orfanato. Un día Margarita resolvió sacar de paseo a las sirvientas de la casa y las llevó a nadar al Pucha, yendo también la niña de brazos con la nodriza y las otras dos niñas, a quienes consideraba demasiado pequeñas para que pudiera afectarlas semejante compañía. Pues bien, en el paseo el ama de pechos se encontró con su hijo y el papá de éste, pero las niñas no me contaron qué más sucedió. Al día siguiente Margarita oyó llorar a la chiquita y llamó a la nodriza para que la atendiera. La niña seguía llorando inconsolable y la señora furiosa corrió a ver qué sucedía. La encontró sola, agarrada de la baranda de la cama, tratando de bajarse, sin poder. ¡Y no había ni rastros de la nodriza ni de su maleta! En alguna ocasión fui a donde la mujer que me lavaba la ropa. Vivía en una pieza en el primer piso de una casa alta, y a pesar del frío que hace en Bogotá tenía que dejar la puerta abierta para que entrara luz pues aquella no tenía vidrios. A la entrada había una mampara para evitar las miradas curiosas de los transeúntes, la cual es lo suficientemente alta para que un indio de cinco pies de estatura no pueda mirar por encima, y la colocan en tal forma que sea posible entrar por los lados. El cuartico parecía la celda de una cárcel, con la diferencia de que no tenía rejas ni ningún orificio o respiradero fuera de la puerta de la calle. Más adentro había otra pieza, aún más pequeña, sin puerta ni ventanas. Todo el mobiliario era una mesa del tamaño y la altura de una otomana, un banquito con el asiento cóncavo como una batea, dos o tres platos de barro, el poyo adosado a las paredes, cueros curtidos y esteras para acostarse y la mampara en la puerta. ¿Y dónde lava la ropa? Pues en el río. ¿Y dónde la aplancha? La lleva a otra mujer para que lo haga. ¿Y dónde está la puerta para entrar al patio? Naturalmente que no hay puerta ni tiene derecho a tenerla. ¡Bonita casa sería esta si una guaricha, por el solo hecho de haber arrendado este miserable cuartucho, tuviera derecho a pasearse por el patio! Entonces, ¿qué puede hacer, a dónde puede ir? Porque ni en sueños existe ninguna clase de comodidad moderna, ni siquiera alcantarillado. Fuera de sus dos cuarticos apenas tiene libertad para ir a las calles, a los lotes vacíos y a la orilla del río.

No culpemos entonces a la pobre mujer acuclillada al borde del río; hace todo lo que puede para guardar el decoro; y el fastidio que se siente viendo toda la porquería en las calles de una ciudad que tiene 314 años, que está atravesada por dos ríos y situada además en las faldas de una montaña, lo cual facilitaría enormemente la construcción de alcantarillas, ese fastidio, digo, debería motivar a las gentes a presionar al gobierno de la provincia para que tome las medidas necesarias que exigen la salud y la decencia. El número de familias que vive en las mismas condiciones de las de mi lavandera excede en mucho al de las que vive relativamente bien. Generalmente se considera que el piso bajo es menos saludable que el segundo, y así en cada casa apenas hay una familia que puede gozar del patio. El cuarto de adelante de estas cuevas, excavadas prácticamente en los cimientos de las mejores casas, entre otras en la del Vice-Presidente, se utiliza a veces para zapaterías, sastrerías, talabarterías, etc., y los propietarios, para gran molestia de los transeúntes, mantienen en los andenes parte de los implementos de trabajo. De pronto también se encuentra en la calle un gallo de pelea amarrado de una pata a una estaquilla con una cuerda que tiene en la mitad un pedazo de cacho del tamaño de un aro para servilletas, y que sirve de torniquete a fin de que el pajarraco no se enrede en la cuerda. Los dueños sacan al animal a la calle porque no les gusta tenerlo de adorno en el patio. En la plaza de San Francisco hay mercado todos los días, pero es pequeño y la gente no va allí sino a comprar lo que se le acabó o algo que necesita inesperadamente. El mercado semanal en Bogotá es en la Plaza de Bolívar. Desde el jueves los vendedores empiezan a instalarse en ella y el viernes está toda cubierta de mercancías. Los vendedores invaden hasta las gradas pero dejan libre la plataforma del altozano. La plaza está empedrada con guijarros, excepto los dos caminos diagonales que la cruzan que son de piedras planas, pero en algunos sitios están mal colocadas y se forman huecos donde se acumula el agua lluvia y el paseante nocturno termina con los zapatos empapados. El hueco más grande en la esquina noroeste merecería aparecer en el plano de la ciudad, y hay otros que todavía evito instintivamente, cuando recuerdo la cadena interminable de desastres que me causaron. Por eso le aconsejaría al viajero que piensa pasar una temporada en Bogotá que traiga una linterna y un buen par de botas de caucho. Pero estábamos hablando del mercado. Como ustedes recuerdan, el de Facatativá es los miércoles y muchas de las cosas que venden o que no venden las traen a Bogotá el jueves, y ese día la carretera en macadam se convierte en un río por donde fluyen miel, panela, azúcar moreno, frutas y mil cosas más. Parte de estas vienen en carretas de bueyes, otras a lomo de mula o sobre las espaldas de los campesinos. Entre estos viene un desgraciado descendiente de los aguerridos Panches, que el martes escaló la montaña, pasó todo el miércoles en el mercado de Facatativá y volvió a cargar lo que no pudo vender para recorrer veintiocho millas más, esperando vender el resto y regresar a su casa mañana. En Cuatro Esquinas nuestro hombre se encuentra con otros campesinos que vienen directamente de La Mesa por Barro Blanco, trayendo productos derivados de la caña de azúcar, pero ¿por qué será que ninguno trae ron, esa bebida que para ellos es la perdición? Simplemente porque en esta provincia el señor Wills tiene el monopolio de la destilación de bebidas alcohólicas y él trae toda la producción directamente desde Cuní al pequeño almacén que posee cerca al hospital. Del sur y del norte también llegan otros grupos de campesinos bordeando la Sabana y las mulas que vemos entrando por el camino que pasa cerca del convento de San Diego vienen del norte, cargadas de moyos de sal que el almacén oficial de Zipaquirá vende a razón de dos dólares por ciento doce libras.

La mayor parte de la carne proviene de las reses que matan en los barrios más pobres del sur, a las afueras de la ciudad. Una res, por ejemplo, vivió tres años en los lejanos llanos de Casanare, al oriente de la capital, en un infierno de zancudos y de moscas, donde la sequía alterna con lluvias torrenciales, pero sobrevivió a todo, al peligro de que la sacrificaran y al interminable viaje a través de las montañas. Apenas empezaba a aclimatarse a la tierra fría y estaba engordando en medio de la abundancia y la paz que no había conocido nunca, cuando la sacrificaron en la plenitud de su vida, y mañana sábado su carne será el principal ingrediente en el puchero que Margarita nos ofrezca al almuerzo. La cabeza le tocará a alguna guaricha o a un campesino, la piel ya está extendida en el suelo, sujeta a estaquillas para estirarla, la sangre se está cocinando en veinte ollas distintas, y en seis días más toda partícula digerible, excepto la vesícula, habrá desaparecido en los estómagos bogotanos. Por mi parte odio lo que aquí llaman menudo, que son las partes del animal que no tienen músculo. Podría escribir la filípica más vehemente contra el mondongo, la morcilla y la ubre, pero no lo hago porque a todos se nos revolvería el estómago. De todos los caminos que llegan al mercado, los más transitados son los de las montañas del oriente. A todas horas y en numerosas ocasiones he encontrado multitud de campesinos bajando, a veces solos o en grupos, la mayoría mujeres con uno que otro hombre que las acompaña, arreando o cabestreando un buey de una cuerda que le pasa por la nariguera, o cargados ellos mismos con los productos de sus pequeñas parcelas. Hoy viernes por la mañana salgamos y miremos qué cosas traen los campesinos. Son muchas las horas que pasé con ellos, averiguando pacientemente cuáles eran sus productos y llegué hasta terminar el catálogo completo de los artículos que vendían. Pensé escribirlo en versos, que suenan tan natural en español y en italiano, pero afortunadamente para el lector perdí la lista que había hecho. Sin embargo, como muestra de lo que soy capaz y de lo que al lector se escapó, presentaré lino o dos versos utilizando mi metro predilecto, el sáfico-adónico, bien conocido por Horacio y del cual “El amolador” de Canning es buen ejemplo: “Needy knife-grinder, whither art thou going? Rough is the road, thy wheel is out of order, Cold blows the wind, thy hat it hath a hole in’t, So have thy breeches”. (Pobre amolador, ¿a dónde vas? Duro es el camino, tu rueda está dañada, Frío sopla el viento, un roto en tu sombrero Y otro en tus calzones”). La traducción no guarda el metro del verso en inglés. Este metro me enseñó las leyes de la prosodia del castellano, siguiéndolas, el que habla otra lengua acentúa bien las palabras, aunque los acentos no estén escritos sino cuando lo exije la ortografía. La pronunciación de las palabras aparece en el glosario y el principiante debe recordar que cuando una palabra termina en vocal y la siguiente empieza con otra, se cuentan las dos como una sola sílaba; por ejemplo, “”o-roen-pol-vo”” y “”car-ne, e-ste-ras””’. Ahora sí presento mi poema: Papas, tinajas, peces, alpargates, Sal, cuentas, ocas, cueros, alfandoque, Piscos, marranos, oro en polvo, fresas, Loza y brevas. Huevos, cabuya, plátanos, zarazas, Múcuras, patos, piñas, carne, esteras, Tunas, naranjas, azafrán, frijoles, Cal y tasajo.

Tal vez en veintiocho versos más nos aproximaríamos a la enumeración completa de los artículos que más se venden en el mercado de Bogotá y si lo hiciéramos serviría como texto de lectura para los futuros viajeros por los Andes, aunque es posible que aquellos prefieran que en la poesía haya más “dulce” mezclado a lo “útil”. Pero ya es hora de que ingresemos al mercado y hagámoslo en pura prosa. Entrando a la plaza por la esquina noroeste vemos al frente de la catedral las ventas de azúcar y sal, esta última en ollas de distinto tamaño. Hay básculas de madera con piedras como pesas donde el vendedor pesa los artículos a su entera satisfacción y quizá también a satisfacción del cliente. A la izquierda están los puestos de artículos indígenas hechos de lana, algodón y de la fibra de pita, planta que describiré más adelante. Hacia el centro de la plaza se encuentran las ventas ya mencionadas de azúcar y sal, y a la derecha, raíces comestibles y legumbres, gallinas en jaulas parecidas a las que usan nuestros pescadores de anguilas, huevos envueltos de dos en dos, ollas y pescados. Al lado de un niño desnudo, un pavo y un marrano amarrados de una pata a una estaca, y más adelante los vendedores de frutas hasta el pie del altozano. Volvemos hacia el sur y nos encontramos con los vendedores de zarazas y de telas importadas. También hay una o dos tiendas, o más bien cajones con techo, y el dueño de uno de ellos, viéndome tomar apuntes, me pidió que anotara que tiene oro en polvo para la venta, lo cual ya había hecho en el poema. En seguida hay rollos de estera de cinco pulgadas de ancho y los que la venden también la cosen sentados en el suelo. En la esquina sur están las ventas de carne y bajando al occidente pasamos entre las carnicerías y los graneros, hasta que al llegar al frente de la Casa de los Portales encontramos puestos donde venden sogas y toda clase de artículos de madera, algodón y lana, que ya habíamos visto al entrar a la plaza. En realidad la distribución de los puestos no es muy sistemática, algunos se agrupan con sus paisanos, otros con los amigos y allí se quedan todo el día vendiendo lo que trajeron. El sábado por la mañana los gallinazos empiezan a revolotear sobre la plaza, especialmente por donde estaban los puestos de carne y no dejan un solo desperdicio sin examinar. Después llegan los basureros, que son unos cuantos presidiarios vigilados por dos soldados, barren las hojas que se usaron para envolver, recogen la basura y se acabó el mercado. Un día volví al mercado para comprar una cabuya y como hasta entonces no había tenido oportunidad de negociar, aproveché la ocasión para conocer en la práctica cómo negocian los campesinos. Primero me pidieron más de lo que sabía que valía la cabuya y por eso después de ofrecer el precio correcto me fui sin comprarla. Una de las vendedoras me siguió más de media hora por todo el mercado con la cabuya en la mano. Al fin me di cuenta de que me seguía, pero ella no notó que yo la había visto. Parecía estar esperando que yo fuera a otro puesto a preguntar por la cabuya, cosa que no hice, y por último me fui a casa. La pobre indiecita siguió detrás de mí y viendo que de veras me iba, volvió a ofrecerme la cabuya, esta vez pidiendo el justo precio y entonces se la compré. En todas partes del mundo la gente mezquina acostumbra cobrar precios excesivos a los extranjeros que vienen de países ricos. Es algo que siempre irrita al viajero, a veces logran engañarlo y otras él se defiende, lo cual más que todo redunda en beneficio de otros viajeros. Sin embargo, tengo la impresión de que esta costumbre desagradable es menos común en la Nueva Granada de lo que razonablemente se pudiera esperar, y nadie podría menos de sentir gran simpatía por los campesinos que venden en el mercado, si solo fueran capaces de ahorrar sus ganancias. Desgraciadamente en las chicherías, después del mercado, se ven escenas tristes y a veces repugnantes. La mayoría regresa a sus hogares sin un cuartillo en la mano. ¡Pobre gente! Deberían enseñarles a economizar y a buscar placeres más nobles y duraderos de los que han conocido hasta ahora.

RELIGION E IGLESIAS EN BOGOTÁ

Las doctrinas de la Iglesia Católica y Romana — El nacimiento milagroso de Cristo — El bautismo — El vínculo con los padrinos — La confirmación — La comunión El rosario y la corona — Las devociones familiares — Las visperas — Descuido de las prácticas religiosas.

Son muchas las personas inteligentes que prácticamente desconocen las doctrinas y ritos de la religión católica. Nosotros nos proponemos estudiarlos como simples observadores, no comoteólogos, limitándonos a presentar sencillamente los hechos sin hacer comentarios, que aquí estarían fuera de lugar, y si algún lector me acusa de irreverencia, lo único que puedo decir es que los granadinos no me parecieron nada reverentes y por lo tanto no se me puede exigir que yo lo sea más que ellos. Vamos a visitar algunas de las iglesias de la ciudad de Santa Fe, como algunos devotos quieren seguir llamando a Bogotá, aunque ese nombre parece haber desaparecido con el último virrey que gobernó el Nuevo Reino de Granada. Pero antes vale la pena que conozcamos esa “santa fe” y al efecto la describiré brevemente, más como historiador que como polemista. La Iglesia Romana, o la Iglesia como prefiere designarse, negando así la existencia de otras iglesias, no profesa enseñar, como creen muchos de sus adeptos más ignorantes, que se puede lograr la salvación sin ningún cambio de corazón, sino simplemente a través de ritos; sin embargo, es esta la conclusión a que se llega al aceptar la doctrina de que nadie que no haya sido bautizado se escapa del infierno, en tanto que los bautizados, salvo en algunos casos por lo general horrendos, no pueden condenarse. El bautismo, que es el primer sacramento y el único absolutamente esencial, puede ser administrado por cualquier hombre o mujer en caso de necesidad. Si el recién nacido es débil, lo bautiza inmediatamente alguna persona inteligente, sin mucha ceremonia, lo que llaman “echar el agua”. En caso de que el niño sobreviva, el sacerdote realiza el resto de la ceremonia con aceite, sal y saliva, y campana, misal y cirio. El sacerdote al derramar el agua en la cabeza del niño debe tener la intención de bautizar, o de lo contrario la ceremonia no es válida, lo cual significaría que a menos que se corrija la deficiencia inicial, ninguna precaución que se tome después salvará al niño del infierno. Algunos sacerdotes han sido culpables de este tremendo crimen por pura maldad, pero el bautizo administrado por uno estúpido o borracho es válido, porque aunque la intención no es consciente, se considera habitual y, por lo tanto, válida. En el bautizo es necesaria la presencia de un padrino y de una madrina, de los cuales el niño es ahijado o ahijada. Este vínculo es impedimento de matrimonio y los sacerdotes pueden con toda corrección recibir en su casa una ahijada como si fuera sobrina. El padrino y la madrina consideran que entre ambos y entre ellos y los padres del niño se crea un vínculo de por vida y se siguen llamando compadre y comadre. Pero muchas personas utilizan estos términos sin haber bautizo de por medio; son palabras cariñosas que de común acuerdo emplean caballeros y damas amigos. Es voluntad divina que a través de una buena educación cristiana la mayoría de los hijos de cristianos lleguen a ser buenos cristianos. Lo apropiado y justo es que el niño repita, al llegar a la edad de la razón, la profesión de fe que los padrinos hicieron en su nombre, e indudablemente, son los padres los que mejor pueden determinar en qué momento el niño debe hacer esa profesión de

fe. La ceremonia se llama confirmación y lo natural sería que se realizara cuando el niño tiene de doce a quince años, pero muchos padres tienden a anticipar la edad de discreción y es muy común que manden a confirmar los hijos apenas empiezan a caminar. Para esta ceremonia es necesaria la intervención del obispo o de un sacerdote con igual jerarquía. Presencié este rito en una ocasión en que el hermano del expresidente Herrán, hoy Arzobispo, confirmó a un grupo muy grande de niños, algunos de ellos entre los seis y los ocho años y otros todavía de brazos. Entre otras cosas, para confirmarlos, el obispo les da una palmadita en la mejilla y la ceremonia, en realidad, no tiene nada de imponente. La parte más importante de la educación religiosa es la preparación para la primera comunión. Cuando llega el momento de hacerla, más o menos a los catorce años, retiran temporalmente al niño del colegio, lo alejan de toda clase de juegos y lo ponen bajo la tutela de un sacerdote, preferiblemente casto y devoto si se trata de preparar a una niña. Algunos sacerdotes se contentan con que el niño aprenda el catecismo y sepa las oraciones, pero una señora me contó que el que la había preparado a ella le había hecho sentir en tal forma la presencia de Dios, que nunca había vuelto a ser la misma persona. Estaba convencida de que estos resultados serían más frecuentes si hubiera más buenos sacerdotes. La primera comunión es una ceremonia muy solemne pero no veía necesidad de describirla. Desde el punto de vista doctrinal, la Iglesia Católica no difiere demasiado de las otras iglesias cristianas, excepto en algunas creencias como, por ejemplo, la que afirma la necesidad de practicar los sacramentos para escapar cómodamente del purgatorio, ese lúgubre sitio inventado especialmente para los cristianos. Creen en la doctrina de la Trinidad y en la necesidad de la fe y del arrepentimiento; y además en la doctrina de la virginidad perpetua de María, a la cual atribuyen una importancia que no puedo menos de considerar exagerada. Me parece que este es un punto demasiado delicado para entrar a discutirlo y me limito simplemente a insinuar que de acuerdo con esta doctrina los católicos deducen que el cuerpo de María nunca sufrió los cambios anatómicos que conlleva la maternidad, y también elnacimiento milagroso de Cristo, necesario para la conservación de la virginidad de su Madre. La decencia me impide citar todas las palabras con que explican esta doctrina en el catecismo para niños, y solo copio la última frase: “Como un rayo de luz pasa a través de un vidrio sin romperlo ni mancharlo”. Se supone que la persona que no crea en esta doctrina está irremediablemente perdida. Dicen que la Virgen después de su muerte reveló a alguien —nunca he podido saber a quién, cuándo y cómo— las relaciones especiales que tuvo con su marido, y nadie tiene nada que alegarme cuando yo sostengo que si el matrimonio es un sacramento María tuvo que haber cometido un pecado tremendo prostituyendo ese sacramento, simplemente para salvar su reputación y escapar del castigo que la esperaba, debido a la falsa acusación de haber faltado a la castidad. La comunión consiste en tragar la hostia, la cual, antes de la consagración, no es más que una oblea blanca común y corriente, pero que el acto de consagración transforma en el cuerpo de Cristo. Manos que no hayan sido consagradas no deben tocar nunca la hostia; el sacerdote la toma con dos dedos y la pone directamente en la boca de los fieles. La misa es la comunión del sacerdote y como para comulgar es necesario estar en ayunas, solo se dicen misas por la mañana y un sacerdote no puede celebrar sino una diaria, pero esta regla tiene la excepción del dos de septiembre (sic), cuando todo sacerdote debe celebrar tres misas antes del desayuno. Los católicos tienen obligación de asistir a misa todos los días de fiesta y pecan si no lo hacen sin justa causa. La ceremonia de la misa ya la describimos a espacio en el capítulo VII. Una de las prácticas religiosas más importantes es la de rezar el rosario, que consiste en decir una serie de oraciones representadas en una hilera de cuentas de diferentes tamaños. En el grupo que se reúne a ello siempre hay una persona que lo encabeza y que reza al comienzo una o dos oraciones; luego dice la primera parte del Padre Nuestro, según la versión de Lucas, y el resto del

grupo lo termina. Lo mismo hacen con la Salve, pero diez veces seguidas, y al terminar la décima Salve, rezan un Gloria Patri. El grupo comienza a recitar en coro el Padre Nuestro y esta vez lo termina la persona que está encabezando el rosario; esto se llama rezar una casa, entonces empiezan la segunda y cuando el que encabeza acaba el segundo Gloria Patri, empieza el tercer Padre Nuestro y así continúan hasta terminar cinco casas o cincuenta salves. Rezan otras oraciones, entre ellas el Credo, que es la más larga. La corona es un rosario de diez casas. Se supone que las familias deben rezar el rosario todas las noches, en la casa o en la iglesia, pero es algo tan aburrido que los hombres por lo general se escabullen a esa hora para no rezarlo. Algunas familias solo lo rezan los días de fiestas especiales y muchas ni siquiera entonces. Al crepúsculo rezan en la casa “la oración” y en la iglesia las “vísperas”. La señal para dar comienzo a 5 la horrible masacre de Palermo conocida como las Vísperas Sicilianas (1 ) fue el tañido de las campanas que llamaban a los fieles a esta devoción. Las “vísperas” de un santo son la tarde y a veces todo el día anterior a su fiesta. Claro está que la persona que reza no puede concentrarse todo el tiempo en las palabras de la oración, ni tampoco se le exige que lo haga, pero es aconsejable no dejar divagar libremente el pensamiento, sino dirigirlo hacia algún tema provechoso. Para los protestantes el tiempo que se gasta rezando el rosario debería emplearse más bien en meditación, pero me temo que si se enseña esta doctrina, la mayoría de la gente ni meditaría ni tampoco volvería a rezar. Las oraciones son en español o latín y a menudo cuando un sacerdote encabeza el rosario reza su parte en latín y los fieles le contestan en español, pero la misa es siempre en latín. Hay otras dos ceremonias o devociones que en inglés se llaman “to cross one’s self”, en español persignarse, palabra derivada de la frase latina Per signum crucis, consistentes en rezar: “Por la señal (mientras la persona se hace una cruz en la frente) de la santa cruz (cruz en el pecho), líbranos (cruz al lado derecho del pecho) de nuestros enemigos (cruz al lado izquierdo). Amén”. En tanto que santiguarse es hacer una sola señal de la cruz en estos cuatro sitios, diciendo al mismo tiempo: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Todavía no he mencionado la confesión, que es práctica poco acostumbrada y que solo me tocó presenciar una vez, a pesar de que estuve en Bogotá en la época en que la gente sé confiesa más. En realidad hoy son pocas las personas inteligentes que se confiesan y por lo tanto no pueden comulgar ni ayunar. La religión en Bogotá, especialmente entre los hombres, se está convirtiendo en algo obsoleto. El culto religioso, aun en las iglesias más ricas, ya no tiene nada del antiguo esplendor que cautivaba los sentidos y me pareció tan ridículo como enseñarle a los niños a disparar con palos de escoba. Solamente una vez presencié una ceremonia imponente en la catedral, la reseña, pero de ella me ocupará más adelante. También podría agregar que después de conocer durante veinte meses todas las clases sociales granadinas en diferentes regiones del país, solo supe de tres personas que ayunaran, las tres eran mujeres, y una de ellas una niña de colegio. Señoras y señores, doy por terminada mi conferencia y ahora sí podemos salir a visitar iglesias, pero antes querida señora una advertencia para que usted no tenga problemas con el vestido. Primero que todo, deje a un lado el sombrero europeo —o gorra, como lo llaman aquí equivocadamente— y venga con la cabeza descubierta o con un sombrero de paja; de hombre o consiga una chistera de las que usan las abuelitas bogotanas, con copa redonda y ala ancha. Póngase la mejor falda de seda negra, amárrela encima del vestido como si fuera una saya, y no se preocupe por el corpiño de alegres colores, porque nadie lo va a ver debajo de la mantellina, el chal de seda negra bordeado con cinta negra, que se va a poner sobre los hombros. Así vestidas las señoras casi no se diferencian de las indias, solo que la mantellina y la saya de las mujeres del 5

Se llamó Vísperas Sicilianas a la matanza de los franceses en Sicilia el año de 1282, bajo el gobierno de Carlos de Anjou, hermano del rey San Luis. El lunes de Pascua los sicilianos se rebelaron y mataron a todos los franceses en la isla. (N. de la T.)

pueblo son de franela azul o negra. A la casa del Señor hay que ir ataviada sencillamente porque no es lugar para la ostentación.

LAS IGLESIAS DE BOGOTÁ Ciudad de iglesias — Relojes — Advocaciones de la Virgen — Las Nieves — Las campanas — El ara — Santos desnudos — La Tercera —Flagelaciones — San Francisco — Santo Domingo — Vestido de los sacerdotes — La catedral — San Agustín — Los conventos de monjas.

Bogotá es sobre todo una ciudad de iglesias; con una población de 29.649 habitantes no tiene menos de treinta iglesias, mientras que París con un millón de almas tiene solamente cincuenta. Yo visité entre veinte y veinticinco, proeza que dudo que otro extranjero haya realizado; pero no se preocupen, porque no voy a describir en detalle todo ese peregrinaje. Me limitaré a presentarles los ejemplos más representativos de todas las iglesias, tarea difícil en un país donde no hay dos iglesias que se parezcan más de lo que se parecerían las más diferentes en los Estados Unidos. En Bogotá no hay iglesias nuevas. No conozco la fecha en que se comenzó a construir ninguna de ellas, pero creo que casi todas, si no todas, datan de antes del siglo pasado. Primero los voy a llevar a una iglesia que nunca hizo parte de un convento y se me acaba de ocurrir que las iglesias sin convento deben de ser pequeñas y relativamente pobres, por eso empecemos visitando la más grande, la de Las Nieves. Partiendo del altozano, dirijámonos al norte; a las tres cuadras llegamos al río San Francisco, lo cruzamos por el puente de su mismo nombre y al frente, a la izquierda, tenemos la inmensa construcción del convento de San Francisco con su iglesia. En la torre hay un reloj que tiene la misma forma de los viejos relojes quehabía en las casas de familia de hace una generación; solo que este es un poco más grande. En la Nueva Granada hay tres relojes de torre: el de Guaduas con dos manecillas y que da la hora; el de la catedral de Bogotá que da la hora pero que no tiene manecillas; y éste, con una manecilla y que no da la hora. Pasando El Humilladero, La Tercera y El Hospicio, en la cuadra siguiente, al oriente y al frente del pequeño espacio vacío que se ve en el plano y que representa la plazuela y su fuente, está la iglesia de Las Nieves. Nuestra Señora de las Nieves es una de las advocaciones de la Virgen y para esa palabra o advocación no encuentro equivalente en inglés, y la verdad es que tampoco la acabo de comprender. Otro ejemplo de advocación es Nuestra Señora de Chiquinquirá, que es también el nombre de una población a 82 millas al norte de Bogotá, donde en 1586 una niña rezando en una choza frente a un viejo y maltratado cuadro de la Virgen, de pronto lo vio elevarse y desaparecieron los rotos en el lienzo y se iluminaron los colores. Hoy en día es el cuadro más milagroso de toda la Nueva Granada. También está la Virgen de la Peña, la del Queremal, la de la Concepción, la de los Dolores, la del Socorro, etc. A cada una de ellas se la representa en forma característica e invariable y además de la iglesia donde veneran la imagen o cuadro original, le dedican otras a su culto. Todas esas vírgenes tienen características y habilidades muy diferentes, pero no debo decir vírgenes sino advocaciones de la Virgen. La promesa que se le hace a una no se le puede pagar a otra y las advocaciones las utilizan también como nombre de mujer, como, por ejemplo, Concepción, Dolores (que es sustantivo masculino y plural, pero los adjetivos que lo modifican se ponen en femenino singular), Pilar, Ascensión, Nieves, etc. Nunca pude averiguar de dónde, cómo y porqué surgió la advocación de Nieves.

Ahora miremos la iglesia. Para mí la fachada, como la de casi todas las iglesias en la Nueva Granada, es muy fea, aunque es posible que los admiradores del gótico no estén de acuerdo conmigo. En el campanario hay varias hileras superpuestas de campanas, que cada vez van siendo menos y más pequeñas, hasta rematar en una sola del tamaño de un enorme cencerro. Aquí no cuelgan las campanas como en los Estados Unidos, sino que amarran una cuerda de cada badajo y las tocan sin utilizar ningún aparato mecánico. Claro está que hasta la más grande es pequeña porque las tienen que traer desde Honda a lomo de mula o en los hombros de un carguero. Tampoco saben tañer ni repicar solemnemente y en todas las ocasiones tocan un tilíntolón-tolón y como en la ciudad debe haber más de cien campanas (Steuart dice que hay mil), el estrépito es inmenso. Entremos ahora a la iglesia. Los hombres deben quitarse el sombrero y las mujeres cubrirse con la mantellina antes de cruzar el umbral. La iglesia es una sala larga parecida a un granero y abierta hasta la cúspide del techo. A todo el frente está el altar mayor, adornado con tantas imágenes que es imposible describirlas todas. Supongo que la del centro sea la Virgen de las Nieves; la mantienen cubierta con dos cortinas que abren con gran ceremonia mientras repican una campanita. Naturalmente que la estatua de la Virgen está vestida con ropa de verdad y cubierta de adornos chillones, papel dorado y cintas; en algunas ocasiones los adornos son de oro macizo con diamantes y esmeraldas. La cara está pintada y barnizada, y la cabeza tiene pelo larguísimo que otrora fue el de una guaricha. Como en la Nueva Granada no hay mucha gente rubia, el pelo claro es el que más gusta. El nicho, cubierto con cortinas para ocultar la imagen, se llama camarín. Exactamente debajo está el sagrario, parecido a un armario muy chiquito, donde mantienen la hostia entre los dos cristales de un artefacto costosísimo llamado custodia. No todas las iglesias pueden darse el lujo de tener custodia, ya que la más barata que conozco vale $ 112, y la más cara, fabricada por encargo, $ 16.000. Dicen que una que perteneció a los jesuitas costó $ 60.000. Las iglesias que carecen de custodia no pueden exponer la hostia ni tienen lámpara encendida permanentemente. Debajo del sagrario hay una losa o especie de anaquel en donde está incrustada una piedra consagrada, el ara, de aproximadamente dieciocho pulgadas cuadradas. La misa solo puede decirse sobre el ara y en esta losa también colocan el atril del misal y otros objetos que se utilizan en esa ceremonia. A todo lo largo de la nave hay otros altares con camarines y santos. El ideal es que haya por lo menos cinco altares y en Las Nieves hay uno en una capilla que se proyecta sobre la calle, a la izquierda de la iglesia, donde mantienen a los doce apóstoles, muertos de frío en sus camisas raídas, mientras el discípulo amado reclina la cabeza en el pecho del Maestro, y ambos en vez de camisa llevan túnicas pero igualmente viejas y gastadas. Entrando, encima de la puerta, está el desván del órgano con dos pares de fuelles externos que únicamente un hombre fuerte puede hacer funcionar. Uno y otro están cargados con una piedra pesada y el hombre levanta alternativamente la válvula de cada uno. La música que se oye en la Nueva Granada es espantosa y puedo afirmar que apenas una vez oí un cantante bueno o aceptable; era un monje italiano que nunca había estudiado música. En ocasiones especiales contratan cantantes laicos, como para un baile, pero también son malos, y si no fuera por los integrantes de la banda militar, prácticamente no habría música ni en los momentos más importantes; pero en general, más valdría que no tocaran. En las iglesias muchas veces no hay donde sentarse. En las de Bogotá casi siempre hay una hilera de bancas colocadas a lo largo de la nave, una al lado de la otra, desde el altar mayor hasta cerca de la puerta principal, de tal manera que una queda frente a la otra a una distancia de seis a ocho pies. En las bancas se sientan únicamente los hombres, las mujeres lo hacen en el puro suelo o

sobre una especie de pellón que lleva la sirvienta. El pellón es un tapete como los de mejor calidad que en los Estados Unidos se ponen en la puerta de entrada de las casas. Aquí sirve a veces de colchón, otras lo ponen debajo de la montura o lo utilizan para sentarse en la iglesia. En las iglesias se le prenden a los feligreses pulgas y bichos aún más sucios; el piso está lleno de escupetinas de las mujeres, y además como todas estas van uniformadas con las sayas y mantellinas, es difícil saber cuáles son las amigas y cuáles las desconocidas. Por eso las iglesias no son el sitio más agradable para una dama. Los hombres que no encuentran sitio en las bancas permanecen de pie; en cambio, las mujeres nunca se levantan y tampoco se sientan en las bancas, mientras que los hombres no se sientan en el piso. Solamente cuando hombres y mujeres se arrodillan quedan al mismo nivel. La campanita del altar y las campanas de la torre repican alegremente indicando que la elevación es el punto culminante de la misa, y al oírlas, hombres y mujeres se hincan de rodillas. En alguna ocasión un grupo de asesinos, entre ellos el sacerdote oficiante, escogió el momento de la elevación para asestar el golpe mortal a su víctima, quien así murió adorando la hostia y, por lo tanto, en las (1) circunstancias más favorables para su salvación . Posiblemente esta misma consideración tuvo el sacerdote que le dio a su víctima una hostia envenenada. Pero regresemos, que ya nos cansamos de esta iglesia. Es inútil tratar de entrar a la capillita del hospicio, antes convento de los jesuitas, porque muy pocas veces la abren, o mejor dicho, nunca la he visto abierta. Sigamos a La Tercera, y recordemos que hay tres órdenes de San Francisco: la primera la de los monjes franciscanos, la segunda la de las monjas de Santa Clara, y la Tercera Orden compuesta por hombres y mujeres que pueden casarse y tener propiedades, pero que al ingresar a ella se comprometen a llevar una vida religiosa especialmente estricta y al morir los sepultan vestidos con el hábito de San Francisco. La Tercera no es propiamente una cofradía sino una asociación cuyos afiliados pagan regularmente una pequeña suma con el fin de liberar del purgatorio a las almas de los asociados, en forma similar a como lo hacen otras sociedades con fines benéficos o para asegurar sepultura a sus miembros. En muchos sitios las cofradías están formadas por hombres de la misma profesión o negocio. La Tercera es una iglesia sombría que llama la atención por carecer totalmente de pintura y dorado, en cambio la talla de madera es muy elaborada. No pude saber para qué utilizaban el convento de La Tercera, que —como recuerdan— está unido al de San Francisco por un puente. En ciertas épocas hacen retiros espirituales para grupos de mujeres. Estas arreglan de antemano el problema de la comida y se encierran en el convento durante nueve días. Ninguna sale ni recibe ningún mensaje y si alguna persona amiga muere en esos días no se enteran de su muerte. Al comenzar los retiros cada mujer recibe un cilicio, que es una especie de cadena plana, de una o dos pulgadas de ancho, con puntas de alambre que se clavan en la piel, y también un látigo o disciplina, con el cual se azotan en la oscuridad hasta quedar con la conciencia tranquila. La señora de Tal me aseguró haber pasado por toda esa experiencia, quizá para librarse del peso de un gravísimo pecado. En esta iglesia he visto muchas veces a los fieles rezar en cruz, es decir con los brazos abiertos en forma de cruz, y con un enorme rosario en la mano. Ahora volvamos a la plaza. El Humilladero está a la izquierda y la Vera-Cruz a la derecha, en la mitad del convento de San Francisco, pero cerrada como siempre. Entremos entonces a la iglesia de San Francisco. La primera vez que visité esta iglesia fue el día del santo patrono. Nunca había visto una decoración más elaborada y suntuosa; las paredes están cubiertas de madera tallada y prácticamente todo el interior tiene dorados de puro oro antiguo, pesado y cobrizo. Ese día la iglesia estaba llena, y las ceremonias, como de costumbre, me parecieron ridículas. Sacaron muchas estatuas y cuadros de santos que tenían guardados, al pie de los cuales, sobre espejos, hay explicaciones de cada uno escritas con tiza o jabón. Es increíble la cantidad de estas inscripciones que hay en los altares y en los ornamentos, pero la mayoría de los espejos están

rotos y rajados. Vi, por ejemplo, una imagen pintada en cartón y en el espejo se leía: “San Francisco para convencer a un príncipe hereje le muestra la hostia a un asno que acto seguido se arrodilla”. Esa noche iluminaron la iglesia con más velas de las que he visto en toda mi vida. Los frailes se movían como hormigas por un corredorcito que hay en lo alto de la pared, unas veces agarrándose de un santo para no caerse, otras entrando y saliendo por unas troneras y encendiendo cuanta vela estaba a su alcance. De pronto se cae una prendida. ¡Cuidado con esas cabezas tonsuradas! Pero a pesar de todas las velas me llamó la atención que la iglesia estuviera más oscura de lo que están las iglesias en Nueva York los domingos por la noche. El primer convento que visité en mi vida fue el de San Francisco, y aunque en el de San Agustín reciben al visitante más cordialmente, vale la pena visitar el de San Francisco para ver los cuadros. Por lo general los tienen tapados con especies de biombos sostenidos desde arriba con bisagras, pero el día que estuve en el convento los tenían destapados. Los cuadros forman una serie ilustrativa de la vida de San Francisco y no estoy seguro si ella empieza antes o después de su nacimiento. Los cuadros son grandes, de cinco por seis pies aproximadamente, pero no tienen ningún mérito artístico. El que me pareció más interesante fue el de San Francisco predicándole a los peces: el auditorio saca la cara del agua, y claro que “no tiene las orejas paradas”, pero los ojos muy abiertos y las bocazas abiertas dan una sensación extraordinaria de credulidad. Al pie del santo una cigüeña está parada elegantemente en una pata, con un ojo en el predicador y el otro calculando furtivamente el peso de una posible víctima entre ‘los fieles’. Confieso que esta escena me recordó otras que ya había observado antes en los templos. Todos los cuadros están en el corredor del patio principal; los otros patios y sus jardines están completamente abandonados. Intenté en vano que me dejaran conocer la biblioteca, pero me temo que les dio pena mostrarla. A lo que pude echarle un vistazo fue a la cocina y a la comida que estaban preparando. La primera es tan grande como la de un hotel y de las viandas no soy juez imparcial, porque mis gustos son demasiado distintos a los de estos bien nutridos frailes. La vida monacal no se ha acabado en la Nueva Granada y en San Francisco vi religiosos bastante jóvenes. Fui a visitar el convento varias veces, pero no conocí más dé esa vida que lo visto en la primera visita. Cruzando el puente del San Francisco seguimos por la Calle Real hasta la iglesia de Santo Domingo. El nombre de Santo Domingo no es muy querido en la Nueva Granada y muy pocos niños lo llevan. En la versión española de Robinson Crusoe tradujeron el nombre de su amigo Viernes por Domingo. A pesar de que Santo Domingo, figura de la Inquisición, es un santo impopular, tiene el convento más rico de Bogotá. La comunidad es dueña de toda la manzana donde se encuentra el convento y en dos de las calles de ella están los mejores almacenes de Bogotá; hasta hace poco también tenía derecho sobre los cuantiosos ingresos de la iglesia de Chiquinquirá, a la que siempre enviaban como párroco al cura más viejo para que ninguno se quedara demasiado tiempo en ese puesto tan lucrativo. La iglesia de Santo Domingo tiene fama de poseer muchísimos cuadros valiosos; lo que más me interesó fue la colección de pinturas, más pequeñas que las de San Francisco y que ilustran la vida de Santo Domingo. Las inscripciones de los cuadros están escritas con pésima ortografía, confundiendo todo el tiempo la b con la y. Una de ellas reza así: “Dios delibera si debe enviar la guerra, la plaga o el hambre como castigo a la maldad de los hombres, y Santo Domingo lo convence de mandar más bien la Inquisición”. Otro cuadro muestra al santo discutiendo con un grupo de mujeres heréticas y al no lograr convencerlas con sus argumentos, les abre los ojos para que vean los demonios que vuelan sobre sus cabezas. Es lástima que el santo, en su obra de conversión de herejes, se haya rodeado de peores coadjutores.

En un tercer cuadro aparecen todos los monjes del primer convento dominico, con los misales abiertos y cantando maitines a media noche, cuando irrumpe el diablo y apaga todas las luces. ¡Qué confusión! La edad de los fósforos no ha llegado todavía; tampoco se ha generalizado el hábito de fumar y el diablo tiene el atrevimiento de apagar hasta la luz que alumbra la hostia. El fuego más cercano está lejos, en la cocina, donde los monjes cuidan de él con dedicación de vestales. Sin luz no pueden orar y el Príncipe de las Tinieblas invade la capilla a pesar de la luz y de las oraciones. ¿Qué más no haría si lograra incorporarla a sus dominios y silenciar los cánticos sagrados? Pero allí está el santo para conjurar el peligro. En el cuadro se ve al Santo del Fuego y la Hoguera sacando de su propio pecho la llama para encender las velas. Otro cuadro muestra un dormitorio y a los monjes durmiendo tendidos en el suelo con la cabeza recostada a la pared. La Virgen desciende con un hisopo de plata, aspersorio en forma de cono doble. La acompaña una mujer que lleva un recipiente con agua bendita y a quien no se le pasa por la cabeza que lo que están haciendo pueda tener algo de indecoroso. La Virgen recorre el dormitorio bendiciendo y echándole agua bendita a todos los monjes, menos a uno “que pierdo la bendición por no estar durmiendo decentemente”. El pobre hombre en vez de estar acostado tieso y boca arriba como el resto, se halla medio incorporado viendo toda la escena, circunstancia afortunada que le permitió al mundo saber lo que sucedió esa noche. La iglesia de Santo Domingo es espaciosa y rica y en la decoración no se utilizó tan indiscriminadamente el oro como en la de San Francisco. El altar mayor no está al fondo de la nave principal, y detrás de él queda un espacio amplio encerrado con una reja. A primera vista me equivoqué y pensé que un cuadro pequeño de Vásquez era una litografía, pero es una obra que vale de mil a dos mil dólares. Gregorio Vásquez y Ceballos nació en Bogotá hacia 1700 y si no es el mejor pintor del Nuevo Mundo, tampoco hay otro en este continente que lo supere. Las obras de Vásquez son numerosas y de mérito muy diferente. Se han llevado muchas al exterior y otras, por puro descuido, se han perdido o dañado. En algunas han roto el lienzo para pegarle joyas, encajes y muselinas. En el cuadro a que me refiero no se aprecian bien sus capacidades de colorista y tampoco puede verse muy claramente por estar cubierto con vidrio. Es la cabeza de una mujer, de tamaño natural, y está colocado en la puerta del sagrario del último altar a la izquierda, el cual, tengo entendido, es el favorito de los fieles que acuden a la iglesia. Valdría la pena describir el hábito de los dominicanos antes de que nos fuéramos. Prácticamente todos los sacerdotes llevan una túnica que les llega hasta los pies, con o sin pantalones debajo, como lo prefieran. Los sombreros del clero tienen alas enormes enrolladas a los lados, y son tan grandes que cada uno paga $ 1,60 de derechos de aduana, mientras que un sombrero corriente solo abona unos ochenta centavos.

El hábito de los jesuitas

El venerable personaje que presento ahora a mis lectores no es sacerdote sino nada menos que eminente estadista y en el momento en que este libro entra a la imprenta, candidato a la presidencia de la Nueva Granada. Ningún hombre contribuyó más que Mariano Ospina a poner en marcha la revolución de 1851, pero cuando el gobierno lo buscó para premiar sus servicios, no lo pudo encontrar por ninguna parte. Su modestia lo llevó a huir de la vista pública, pero una noche que quiso cambiar de residencia lo descubrió el ojo avisor de un amigo que necesitaba hablar con él. Vestía el traje de la orden de los jesuitas y camándula en la mano por si acaso le entraban deseos de rezar. Como las calles carecen de faroles, llevaba la linterna que es la compañía inseparable de todo paseante nocturno en Bogotá. De modo que aquí tenemos a don Mariano en una caricatura granadina, sirviendo de modelo para el hábito que usa el clero regular. El de los dominicos, a quienes les tengo tanto fastidio como a los jesuitas, consiste en un vestido de franela blanca debajo de otro negro. Todas las órdenes religiosas tienen su hábito distintivo. El vestido del clero secular, es decir, de los sacerdotes que no son religiosos, es completamente diferente. No usan hábito y debajo de la sotana llevan un vestido corto y con mangas, llamado chaqueta. Encima se ponen la sotana, sin mangas y que les llega hasta los talones como vestido de mujer, pero la sotana es más estrecha porque, como dicen las señoras, solo tiene tres anchos. Para salir siempre usan una capa o manteo que puede tener o no capucha. El vestido es incómodo y nada elegante. Antes de salir de Santo Domingo vemos a esa señora vestida de franela blanca; es lo que llaman una beata, una devota que se confiesa diariamente, que ejerce una especie de vigilancia pastoral sobre las familias en las que puede entremeterse, que ayuda a conseguirle misas a su sacerdote favorito, y en una palabra, una de esas metidas profesionales que algún periódico bogotano describe como vieja, fea, casi siempre casada, y un estorbo para todas las casas que visita, menos para la propia porque casi nunca está en ella. Vamos ahora a la catedral, que es una edificación antigua pues fue fundada el 15 de marzo de 1572. Dicen que la diseñó un artista criollo y para juzgar su obra deben tenerse en cuenta los factores que determinaron el diseño. A la construcción le falta altura, pero la afirmación de un alemán residente en Nueva York de que “la tierra es barata en el aire” no siempre es válida en este país donde son frecuentes los terremotos. Suponiendo que el arquitecto no se atrevió a darle a la iglesia los diez o veinte pies que le hacen falta, veamos entonces cómo intentó compensar esta deficiencia. En la fachada el altozano cumple parcialmente este objetivo y para acabar de equilibrar el efecto se construyeron las torres más altas de lo que la estructura aparentemente permitía, porque en la parte alta se ven las huellas del gran terremoto. El ideal habría sido disminuir el área construida a sus debidas proporciones, pero eso era imposible porque se necesitaba todo el espacio para las procesiones y para dar cabida a las inmensas multitudes, ya que lo importante no es que los fieles vean las ceremonias sino que concurran a la iglesia. Al entrar hay a la derecha una caja inmensa, por decirlo así, de unos veinte pies de altura y treinta de ancho, abierta arriba. Es el coro, cuyas paredes en tres costados tienen cuatro pies de espesor, y al lado del altar una reja de hierro. En la pared una escalera de caracol conduce al sitio donde están los dos órganos y el espacio para los músicos y cantores que contratan para acompañar las ceremonias. La institución que funciona dentro de esta caja es un verdadero misterio para mí. Está integrada por un personal de unos doce sacerdotes de la más alta jerarquía, llamados canónigos y también por algunos muchachos, minoristas (sic) vestidos de franela roja, y con una especie de traje de mujer, de lino o algodón, que se ponen encima y les llega a la cintura. Todos los domingos alrededor de las tres de la tarde se ve este grupo cumpliendo sus funciones a todo timbal, pero dudo que nadie pueda averiguar con más exactitud que yo en qué consisten esas funciones.

Cada canónigo tiene un asiento o sitial, con bisagras, situados en dos hileras, una encima de la otra, alrededor de los tres costados, separados por brazos parecidos a los que tienen las sillas en los “ferry” Fulton. En inglés los sitiales se llaman “stalls” y tomar posesión de uno de ellos se dice “to be installed” En la catedral el sitial central de la fila superior siempre lo vi vacío; supongo que era el del Arzobispo Mosquera porque el de la derecha lo ocupaba el doctor Herrán, que entonces era el Provisor y hoy es Arzobispo. Posiblemente en otro tiempo cantaban el oficio religioso, pero ahora lo leen en voz alta y arrastrando las palabras, a veces un solo sacerdote y otras todos al unísono, pero nunca se les entiende nada, en lo cual se asemejan a algunos de los mejores integrantes de coros en los Estados Unidos. Mi teoría sobre el origen del coro es que al formarlo por primera vez consiguieron los mejores cantores que pudieron sin importarles el costo, buscando que fueran modelo de música sagrada y alegraran el oído de los fieles que visitaban la catedral. Si mi teoría es correcta, jamás una intención original ha degenerado tanto. Aun suponiendo que mi oído me traicionara y que lo que para mí era bullicio espantoso, en realidad, para oídos más santos fuera pura música celestial, el hecho es que aparte de mi no vi a nadie que se tomara el trabajo de escucharlos. Lo increíble es que sostener esta institución le cuesta a la provincia de Mariquita $ 1.148,80 anuales en salarios del capítulo, como se llama el conjunto de los canónigos, y $ 1.699 incluyendo todos los gastos de la catedral, y eso que el punto más cercano de esa provincia está a dos días de viaje de la catedral. Un señor me mostró un cuadro colgado al lado del coro, que para él es milagroso o casi milagroso. “Mire el caballo, me dijo, primero de frente, después por la derecha y luego por la izquierda y verá cómo la cabeza del caballo lo sigue”. “Según usted”, le contesté, ¿si vuelvo bien a la derecha podré ver el lado izquierdo de la cabeza del caballo?”. “¿Cómo no?, ¿Porqué no?”. “Bueno, definitivamente para mí sería milagroso llegar al punto donde se viera el lado de la cabeza que el pintor no pintó y dejar de ver el que sí pintó”. “Quién sabe, señor”. Desde el coro se ve mejor el interior de la iglesia. El techo está sostenido por columnas imponentes y doradas. En espacios a lo largo de los muros laterales hay varias capillas, cada una con su altar, y por toda la iglesia hay tal cantidad de confesonarios que no se puede menos de pensar que en alguna época tuvieron mucha más demanda que en estos tiempos pervertidos. Son tantos los confesonarios, que si tuvieran pleno empleo tendrían la capacidad de liberar un ejército del purgatorio, pero la iglesia permanece casi siempre cerrada y cuando la abren está más sola que un hotel de Saratoga en febrero. En la catedral el espacio entre el coro y el altar mayor tiene más asientos que cualquiera otra iglesia de Bogotá, y hay algunos reservados para el Seminario Conciliar, la escuela teológica, como lo indican las inscripciones al lado de las filas de asientos en el centro de la nave. El altar mayor es una estructura aislada y muy alta que equilibra el enorme espacio de la catedral. Adosado a una columna, entre el coro y el altar, está el púlpito de madera, exquisitamente tallado y dorado, con una tabla de resonancia encima, como las que usaban antiguamente en Nueva Inglaterra. Detrás del altar hay un espacio libre en el que cabría una iglesia pequeña. Así, pues, el interior de la catedral está dividido en varios espacios, de manera que desde ningún punto se puede dominar toda el área de ella, y esta división hace imposible la unificación de la concurrencia, hasta el punto

de que, según me contaron, una vez una pareja, oyendo las notas de un valse que tocaban los músicos en el coro, no resistió la tentación y se puso a bailar en plena ceremonia de Semana Santa. Entre las dos enormes sacristías hay otra capilla bastante hermosa. Los ornamentos que hay en ellas deben ser muy valiosos, aunque la catedral, en comparación con la iglesia de Santo Domingo, es relativamente pobre. Pero son tantos los oficiantes que deben revestirse con tal cantidad de ornamentos, y como estos han de ser de distinto color todos los días, el costo de todos ellos debe ser muy elevado. Ahora vamos a la iglesia que más me gusta, la de San Agustín, que será la última que visitemos hoy. Seguimos por la misma calle hasta cruzar el puente de San Agustín y a la derecha vemos un lugar tan descuidado que parece un lote vacío, pero que es la plazuela de este nombre al frente del convento del mismo título. En una ocasión, al pasar frente a esta iglesia, alcancé a oír que estaban tocando bastante bien e intenté entrar para escuchar mejor la música, pero las puertas estaban cerradas con llave. Desde entonces he visitado la iglesia varias veces y aunque la música nunca 6 volvió a ser buena, el lugar me gustó mucho . El altar mayor, como el de la catedral, está separado del muro, de manera que las procesiones puedan desfilar detrás de él. Pero no piensen que las procesiones se caracterizan por su dignidad y esplendor. En ellas es importante el palio o dosel, que consiste en seis varas que siempre llevan torcidas, cuyas puntas sostienen una tela de seda suficientemente grande como para cubrir una calesa, pero nadie hace ningún esfuerzo por mantenerla templada y lisa. Bajo el palio va el sacerdote con la custodia y a medida que la procesión da la vuelta todos los fieles van tornando como girasoles, así que cuando ella acaba de dar la vuelta al altar también ellos han dado una vuelta completa de rodillas. Una vez me hicieron el honor de ofrecerme que llevara el primer cirio en la procesión, una vela de una yarda de larga, pero me sentí obligado a rechazar el honor. Me sorprendió ver un fraile, al terminar la ceremonia, apagar el cirio contra el suelo, exactamente como lo hacen los monjes en los cuadros alegóricos. En San Agustín hay dos o tres capillas completamente separadas de la nave central, una de las cuales es prácticamente una iglesia, solo que no tiene puerta de salida independiente. Me gustaría que observara el lector los dos cuadros que me interesaron más en Bogotá, no tanto por la superioridad técnica y de diseño, sino por el tema. En el que está detrás del altar aparece el Salvador esperando que acaben los preparativos para la crucifixión. Se ve terriblemente maltratado, en el costado le han arrancado un pedazo de piel y se le pueden ver las costillas. El verdugo agachado, con ambas manos ocupadas y un clavo enorme entre los dientes, tiene tal expresión de ferocidad, subrayada por la falta de dos dientes en una dentadura que podría ser perfecta, que el espectador no puede menos de estremecerse ante su mirada. En el cuadro únicamente hay un personaje más que es la Virgen, mucho más joven que su hijo y agobiada por el dolor. Pero la cruz misma es interesante, es una cruz vieja que quizá alguna vez fue bonita, pero la pintura verde que la cubre está rajada por el sol, pelada en algunos sitios por el uso y manchada con la sangre de innumerables ejecuciones. El otro cuadro está al lado derecho del altar y el tema es interesante: se trata del matrimonio de José y María. José, a diferencia de como lo representan los artistas italianos, se ve joven y no da la impresión de tener hijos de un matrimonio anterior ni de estar en el límite de la imbecilidad. A la Virgen, como siempre, la pintan joven. No sé si la iglesia sostiene la juventud perpetua de María, pero el caso es que ningún artista se ha atrevido a pintarla vieja, arrugada y decrépita; 6

El autor hace referencia al asesinato de Juliano de Médicis el Domingo de Pascua de 1478, en el cual intervinieron los sobrinos de Sixto IV y el Arzobispo de Pisa, interesados en debilitar el poder de los Médicis y de Florencia en el norte de Italia. (N. de la T.). cita sin ubicación que debe ser revisada

posiblemente si alguien lo hiciera, la Inquisición haría todos los esfuerzos para enviar al artista a la hoguera. En San Agustín me recibieron muy atentamente y por eso era el convento que más me gustaba visitar. Lutero fue monje agustino. Pero como no tenemos tiempo de visitar el convento, sigamos hacia el sur y en la cuadra siguiente a la izquierda hallamos la iglesia parroquial de Santa Bárbara, santa a la que siempre representan en el momento en que van a degollarla. La iglesia es pequeña pero tiene un cuadro que se considera muy milagroso. Todas estas nueve iglesias y conventos están en una misma calle y todavía hay otros dos en los dos extremos de la ciudad, el convento de San Diego, al norte, y Las Cruces al sur. Ahora visitaremos la capilla de un convento de monjas. Nunca estuve en el interior de uno de estos y aunque me habría sido fácil conseguir permiso para hacerlo, me pareció que no valía la pena tomarse el trabajo. Para variar, cruzamos una cuadra más abajo del río San Agustín, luego pasamos este por encima de un tronco y llegamos al sur de la plaza: El primer edificio a la izquierda es el cuartel de San Agustín, y en la cuadra siguiente, a la izquierda, hay una escuela pública de varones con buena fachada. Un domingo pasé por el frente y como vi que había niños, pensé que estaban en la escuela dominical. ¡Vana esperanza! Simplemente estaban preparándose para un examen que iban a presentar. En la esquina de la próxima manzana se halla el Observatorio y en toda la manzana siguiente, a la derecha, están haciendo el edificio enorme del capitolio, que quién sabe si lo terminen jamás, y nos encontramos otra vez en la Plaza de Bolívar, en la esquina diagonal a la catedral. Cruzando hacia el occidente, a la derecha, vemos la Casa Consistorial, luego la prisión que está al frente de los ministerios y a la derecha el inmenso convento de La Concepción, que ocupa dos manzanas enteras en el corazón de la ciudad. A cualquier persona que pudiera tener una visión panorámica de la ciudad le sorprendería el número de iglesias y el tamaño de los conventos en Bogotá. El gobierno ya le ha quitado a la iglesia muchos de ellos a efectos de dedicarlos a fines más útiles para los descendientes de los que con su dinero los edificaron, tales como escuelas, hospitales, etc. No obstante, los que quedan ocupan terrenos grandísimos y se dice que son dueños de la mitad de la propiedad raíz de la ciudad. El número de frailes y monjas en Bogotá no debe ser muy elevado porque en los treinta y dos conventos granadinos no hay sino 697 religiosos, sin contar 469 sirvientes y 97 novicios. Todos ellos cabrían en un solo convento bogotano. Antes de las reformas del arzobispo Mosquera debieron haberla pasado muy agradablemente en los conventos, pero el arzobispo les quitó los caballos a las monjas, les prohibió que tuvieran teatro y que se disfrazaran de hombre, y que ninguna, ni siquiera las más viejas y enfermas, tuviera más de dos sirvientas. Pero a pesar de las reformas no creo que sus sufrimientos sean excesivos, como que en Santa Inés tienen 73 sirvientas para atender a 46 religiosas. Las monjas no pueden salir nunca del convento y no he oído decir que en los últimos tiempos se hayan presentado casos de monjas que hayan violado sus votos. Hacia la mitad del muro de La Concepción, a la derecha, empieza el convento de Santa Inés, a la izquierda. Su iglesia fue la primera que visité en Bogotá, un domingo, acompañado por el niño de Don Fulano. Como ya había sido yo testigo de tantas profanaciones a la santidad dominical a mi alrededor, no me sorprendió oír un organillo e instintivamente, olvidando donde estaba, me volví para ver el mico. El organillo resultó ser el órgano de la iglesia y la música era el acompañamiento de la misa. El canto de las monjas me pareció horroroso, sonaba como una pelea de gatos. En ningún otro convento de monjas de la ciudad hay coro y en este lo componen exclusivamente las monjas, que no tienen quién les enseñe música ni ninguna motivación para estudiarla.

Los dos pisos del convento se hallan separados de la iglesia por rejas de hierro; la parte baja de ella tiene dos a una distancia de cuatro pies, a lo largo de la pared y al frente del altar. Arriba hay una reja de madera que se extiende a lo largo de una de las paredes y a lo ancho en la pared del fondo. Prácticamente es nada lo que se puede ver de las monjas. Las paredes de la iglesia de Santa Inés están cubiertas con una serie de cuadros ilustrativos de la vida de la santa y en todas las escenas la acompaña un corderito que parece que no creció nunca. En el primer cuadro el cordero está observando cómo le dan a la futura santa ese primer baño que a nosotros los del sexo fuerte generalmente no nos permiten ver. Una sirvienta trae algo en una taza sobre un plato grande, en vez de platillo como es la costumbre aquí, para que lo tome la parturienta que está acostada en una cama completamente inapropiada para sus circunstancias, según los entendidos. La sacristía hace parte del convento pero no tiene más puerta que la que da a la iglesia. También hay un confesionario situado en tal forma que el sacerdote pueda poner el oído derecho contra una placa perforada de estaño en la pared del convento, el cual es parte esencial en las instalaciones de los conventos de monjas. El sacristán de un convento es a veces hombre. Pude una vez ver cómo desde una ventana del convento, después de cerrar por la noche, subían una canasta con las llaves de la puerta, como mostrando que quedaba suspendida toda comunicación con el mundo exterior. Esta es toda la información que conozco sobre los conventos de monjas y no vale la pena averiguar más ni decir más. Es poca o ninguna la belleza que encierran y debe ser muy escasa la inteligencia y la juventud en instituciones tan obsoletas como estas, que afortunadamente están ya en vía de extinción.

Bailes

Bailes — Mulas, toros y caballos — Jiménez de Quesada, el Conquistador —Bolívar y Santander — Colombia: aparición, historia y disolución — Dos o tres rebeliones — Mujer heroica y frágil — Granizada.

El lector ya debe estar cansado de tantas iglesias, yo lo estoy desde hace meses. Dejaré para otro día la descripción tediosa de ceremonias aburridas, pero que no se deben omitir al intentar presentar el retrato fiel de un país en donde por tanto tiempo se consideró que esos ritos eran importantísimos. Pero ahora vámonos al campo para conocer los alrededores de Bogotá. La ciudad, situada al costado occidental de una sierra, está rodeada por montañas y por la Sabana. Visité más que todo la sierra y la describiré en el orden de los puntos donde estuve, comenzando por el norte. Empecemos entonces por la excursión del 1º de diciembre de 1852, que fue la más larga, la más desagradable y la más inútil de todas. Quería conocer el páramo, región demasiado fría para poderse cultivar. Partí muy temprano por la mañana, en un buen caballo que el señor King, nuestro embajador, muy gentilmente me prestó, y en la compañía del doctor Hoyos y del señor Triana, de la Misión Corográfica. Salimos por La Alameda, que después de San Diego (c) se convierte en un camino de macadam que lleva a las minas de sal de Zipaquirá, a las minas de esmeraldas de Muzo y sobre todo al santuario donde se venera al milagroso cuadro de Chiquinquirá. Pasando cerca a San Diego, a mano derecha, y a los dos cementerios, bastante más lejos a la izquierda, el camino dobla hacia el occidente, cruza un riachuelo de aguas rápidas llamado El Arzobispo, y llega al sitio denominado Chapinero, donde hay una serie de casas. Un poco más adelante cogí unas flores de cerezo negro, de la especieCerasus Capollin, tan parecido al C. Virginiana que solamente viéndolos juntos los podría distinguir. Únicamente lo he visto al borde de los caminos en las afueras de Bogotá, y por eso no probé la fruta. Es posible que se trate de un árbol importado. El cerezo y el sauce, Salix, son los únicos árboles que se producen, aun cultivándolos, en la Sabana o en las montañas alrededor de Bogotá. A mano izquierda hay una hacienda que visité en otra ocasión con el señor Green para asistir a la celebración del aniversario del triunfo de los liberales, en el famoso 7 de marzo de 1849. No nos quedamos mucho tiempo y nos fuimos antes de que la fiesta estuviera en lo fino porque nuestro digno representante se cansó muy pronto. Pero alcanzamos a presenciar un baile que vale la pena describir. En una pieza pequeña cerca a la entrada estaban tocando violín (aunque no estoy seguro si era clarinete), mientras llegaba la banda militar. Había dos o tres damitas, no de clase alta, y diez veces más representantes del sexo opuesto. Una pareja se puso a bailar un valse y en menos de dos minutos otro caballero reemplazó al primero sin perder el ritmo, luego un tercero y un cuarto, hasta que la señorita se cansó y la reemplazó su amiga en la misma forma. No supe cuánto tiempo más duró el valse porque nos salimos antes de que se acabara. Lo único que sé es que si también hubiera habido suficientes músicos para turnarse, el baile habría seguido indefinidamente, porque el granadino es incansable bailando de noche o de día, como en esta ocasión.

Millas más adelante volvimos a la derecha y dejamos la carretera, que es la segunda más bien construida en la Nueva Granada, aunque le hacen falta algunas reparaciones. Seguimos al pie de los cerros y luego empezamos el ascenso, algo que se dice en tres palabras pero otra cosa es hacerlo. Los caballos no estaban acostumbrados a caminos de montaña y en la subida nos pasó un buey que venía cargado desde Bogotá. Nos divirtió ver la facilidad con que subía, mientras que nuestras magníficas bestias tenían que esforzarse al máximo. Los caballos son cabalgaduras más seguras que las mulas en los caminos peores, pero estas últimas les ganan en cualquier otro camino, son mucho más rápida y creo que pueden transportar cargas más pesadas. Por esta razón una buena mula vale más y camina más segura, pero sospecho que no aguanta tanto como un caballo. La verdad es que las mulas no dejan que se abuse de ellas; en cambio, los caballos, para evitar el látigo o el espolazo, se esfuerzan hasta quedar agotados. Las mulas, cuando el esfuerzo les puede afectar la salud, son tan escrupulosas como un político: hágaseles lo que se les haga, no violan la sagrada constitución. Así las mulas forman una institución semibárbara al lado de la de los cargueros, la cual sí es completamente bárbara; y tal como estos se han opuesto con éxito a la construcción de caminos de herradura, la institución española de las mulas se ha enfrentado a las carreteras, y cuentan que en la madre patria ¡se opusieron a la inauguración de un ferrocarril ya construido! El buey nos pasó pero seguimos subiendo rápidamente. La Sabana se extendía inmensa a nuestros pies. La época de lluvias ya estaba para terminar pero amplias extensiones estaban cubiertas de agua, tal como sucede casi todo el año. Frente a nosotros, en la distancia, se divisaba Funza, la cual dicen que fue la capital de los Muiscas, la nación más poderosa de la Nueva Granada, cuando en marzo de 1537 el infatigable Gonzalo Jiménez de Quesada vio por primera vez la Sabana. Su heroísmo está a la par del de Cortés y de Pizarro y su valor moral (menuda alabanza) muy por encima del de ellos. Jiménez de Quesada salió de Santa Marta con más de ochocientos hombres y durante más de nueve meses luchó contra selvas y tempestades, contra el hambre y las enfermedades y al llegar a las riberas del río Opón solo le quedaban ciento setenta hombres y sesenta y dos caballos, a los cuales habían tenido que cargar muchas veces. Se abrió camino hasta la Sabana que tenemos ahora a nuestros pies, conquistó los Muiscas y otros pueblos chibchas, sin haber recibido ni un solo hombre de refuerzo. Jiménez de Quesada sobrevivió a todos los peligros de guerra y de conspiraciones y a todos los rigores de la ley y murió de lepra a la avanzada edad de ochenta años, en Mariquita, cerca de Honda, el 10 de febrero de 1579. Continuamos subiendo y la vegetación era siempre diferente. Allí vi por primera vez el arbusto raro y bello del orden de las tiliáceas, la Vallea stipularis, que tiene abundantes flores rosadas y hojas muy bonitas parecidas a las del álamo, más grandes y delgadas de las que por lo general se dan el lujo de tener las plantas a estas alturas. A otra planta ericácea aún más hermósa, la Befaria resinosa, le dicen aquí pega-pega porque las flores son pegajosas. Estas tienen una pulgada de largo y son de distintos tonos de rosado, desde el más fuerte hasta el más delicado y crecen en densos racimos. Las de aquí tienen tan poca resma que al secarlas las pude separar fácilmente del papel. Por fin dejamos de subir y en la cima en vez de una llanura encontramos que el terreno era quebrado y en una loma distante vimos un árbol. Bajamos a una hacienda con tres casitas de adobe, la más grande en forma de L y con tres piezas muy pequeñas pero habitables, en donde aparentemente vivía un hombre solo, no muy simpático pero muy rezandero, a juzgar por la capilla que tenía. En las otras dos casas, que quedaban a cierta distancia, estaban la cocina y la pieza del mayordomo. Desde su alcoba, el dueño podía hacer sonar una campana en otra de las casas,

jalando una cuerda, algo prácticamente desconocido en este país; en realidad, esa fue la primera campana, grande o chiquita que vi fuera de una iglesia, en la Nueva Granada. Dejamos los caballos en una de las piezas vacías y salimos a buscar plantas, pero una tempestad nos hizo regresar pronto, porque, como dicen aquí, el páramo se había puesto bravo. Nos quedamos en la casa mucho tiempo, empapados y muertos de frío mientras nos preparaban un chocolate en la cocina, en atención a la amistad del doctor Hoyos con el dueño. Mientras tanto yo trataba de calentarme paseándome de arriba a abajo entre los dos cuartos. Afuera granizaba, que es lo más parecido a una nevada que hay en estas tierras. El doctor Hoyos y Triana pertenecen a campos opuestos en política y no será tiempo perdido escucharlos dialogar. No tomé notas de la conversación, pero si acaso exagero algunas de las opiniones de los liberales, expuestas por el joven y entusiasta botánico, empleado del gobierno, se debe a la influencia de otro liberal todavía más entusiasta, el joven poeta y jefe político de Ambalema, José María Samper (Agudelo), cuyos “Apuntamientos” son el mejor ejemplo que conozco de republicanismo extremo. En cambio el muy piadoso doctor Hoyos, quien fuera ayudante del eminente sacerdote y botánico Mutis, representa lossentimientos de los pocos hombres religiosos que quedan en el país y que conforman la extrema derecha conservadora. Así como las palabras de Triana reflejan el pensamiento de Samper, quien se puede considerar como el prototipo de “la juventud granadina”, la voz de Hoyos, expresando su pensamiento maduro pero lento y retrógrado, refleja el de Don Mariano Ospina, a quien ya vimos adecuadamente vestido en el hábito de los jesuitas, y que es el oráculo más respetable de la filosofía oscurantista. Abajo en la Sabana se veía la hacienda del ex-Presidente Santander, y ese fue el pretexto para iniciar nuestro diálogo político, con la observación de Triana de que ningún otro hombre hizo o hará tanto por la Nueva Granada como Santander. Doctor Hoyos. Es cierto que le debemos mucho a Santander, pero si no hubiera sido por Bolívar, no habríamos tenido la ocasión de endeudarnos con Santander ni con ningún otro patriota. Sin un hombre como Bolívar, general a la altura de Napoleón, hombre de Estado de la categoría de Washington, nuestro pobre país habría luchado en vano, no tanto por el valor de los Godos de la metrópoli como por su ferocidad y superioridad numérica. Triana. Estoy de acuerdo con usted en cuanto al talento militar de Bolívar. Pero el hombre de estado era el vice-presidente Santander, quien con mucho tino dirigía el gobierno desde Bogotá, siempre y cuando que el Libertador, a la cabeza del ejército, no dictara algún decreto desde el campo de batalla, con el cual el guerrero impetuoso infundía el caos en las sabias medidas implantadas por el “Hombre de las Leyes”. ¿Y cuál es el mérito de librarnos de la tiranía transatlántica para imponernos la suya como dictador en Bogotá? Hoyos. La confusión y la ignorancia política del país obligaron a Bolívar a actuar como actué. Durante once años, desde el glorioso 20 de julio de 1810 hasta el Congreso de Cúcuta en 1821, no tuvimos ninguna clase de gobierno. Todavía estaba por conquistar la libertad cuando constitucionalmente el país eligió a Bolívar como Presidente y a Santander como vice-Presidente. La Constitución introdujo cambios demasiado grandes y violentos en la sociedad; no teníamos ninguna experiencia en el auto-gobierno y hasta la misma palabra tuvimos que prestarla del inglés; todo se había dejado en manos del ejecutivo, que a la hora de la verdad resultó ser demasiado débil. Triana. Por el contrario, demasiado fuerte. El ejecutivo es el único elemento peligroso del gobierno, el único que puede convertirse en déspota. Los cambios no fueron ni demasiado grandes ni demasiado rápidos; fueron demasiado tímidos y demasiado pocos para las necesidades del

momento. Ni por un día se debió haber dejado rastros del antiguo sistema. Los responsables de esa Constitución cobarde tenían miedo hasta de sus propias sombras. No le tenían confianza al poder de las instituciones democráticas y, por consiguiente, no se atrevieron a estructurar una verdadera república. En vez de liberar a los esclavos, solo ordenaron que los que nacieran de ese momento en adelante fueran liberados al cumplir los dieciocho años, mientras que el resto se redimiría lentamente a través de un fondo. La pena capital, la unión de la Iglesia y el Estado, la exención de sacerdotes y militares de juicios civiles y hasta la misma existencia de un ejército, son incompatibles con el verdadero republicanismo. Como también son incompatibles los monopolios, las limitaciones al derecho del sufragio, las restricciones a la libertad de prensa, la prisión por deudas; en pocas palabras, ni una sola de las instituciones que nos legaron los tiranos. Hoyos. ¿Y usted hubiera cambiado todo a la vez? Triana. Naturalmente, habría sido la única forma de tranquilizar al país. Hoyos. Yo considero que habría sido absolutamente imposible comenzar en esa forma. Fue precisamente la agitación desenfrenada de políticos entusiastas que atacaban al gobierno desde el Congreso y la prensa, con planes y lenguaje extravagantes, por no hablar de planes revolucionarios, lo que hizo necesario que se impusieran restricciones a la prensa y se tomaran medidas más severas en la administración. La obra de Bolívar no consistió en administrar un gobierno libre, sino en preparar un pueblo libre para vivir libremente. Y con seguridad que lo habría logrado si no hubiera sido porque espíritus tan turbulentos como los del doctor Francisco Soto y del doctor Vicente Azuero se propusieron obstaculizar todas las medidas encaminadas a preparar al pueblo hacia ese objetivo. Triana. ¡Qué preparación ni qué niño muerto! ¿ De manera que usted llama preparación para la libertad restablecer conventos ya abolidos; reforzar el poder que los sacerdotes habían perdido por su adhesión a la causa de la tiranía; expedir decretos arbitrarios abrogando contratos legales, como, por ejemplo, el de la navegación por el Magdalena; restringir la educación y entregar las escuelas atadas de pies y manos a los curas? ¿Todo eso es lo que usted llama preparar un pueblo para que viva libremente? Hoyos. Nunca nos vamos a poner de acuerdo sobre asuntos referentes a la iglesia y a la educación. Ya sé que pertenezco a una minoría sin esperanzas, pero sé que tengo la razón, como usted mismo lo tiene que admitir, a menos que reconozca que no es cristiano. Pero dejando a un lado esos dos puntos, Bolívar no se opuso a la voluntad popular sino a los delirios políticos de unos cuantos lunáticos. Lo eligió la Convención de Cúcuta y el pueblo lo reeligió en 1825, precisamente después de haber llevado a cabo esa política retrógrada, como usted la llama. Pero demagogos interesados más en conseguir puestos que en el bienestar del país obstaculizaron su gobierno hasta obligarlo a renunciar en 1827. Su renuncia no fue aceptada y como último recurso apeló al pueblo en la Convención de Ocaña. Triana. Me sorprende que se atreva a mencionar la Convención de 1828. La historia imparcial de los años de 1827 y 1828 justificaría plenamente la observación de Samper de que a los libertadores de un país se les puede pagar con todo, menos con la participación en el gobierno. El General Páez se levantó en armas contra Colombia el 30 de abril de 1826, movido por pura ambición y sin dar ni siquiera otro pretexto. Bolívar se reunió con él, tramó planes con él, le manifestó amplia amistad y cuando regresó a Bogotá renunció a la presidencia. Sus agentes políticos, que eran mayoría en el Congreso de 1827, no aceptaron la renuncia y convocaron la Convención de Ocaña con el solo objeto de reforzar su poder. Entre tanto ¿qué estaba sucediendo en Guayaquil? El intendente allí era Tomás Cipriano de Mosquera, que si no es el más rico es por lo menos el hombre más orgulloso de la Nueva Granada y jefe visible de la familia real granadina, ya que es ex-presidente, hermano de ex-presidente, suegro de ex-presidente y hermano de un arzobispo, ya muerto.

Hoyos. Y todos ellos dignos de los altísimos cargos que les fueron confiados. Triana. Bueno, nuestro Chevalier Bayard, “sans peur et sans reproche” (sin miedo y sin tacha), como usted llama a Mosquera, proclamó dictador a Bolívar. Hoyos. Una medida magistral en la que Mosquera no tenía nada qué ganar y de la cual dependía la última esperanza de integridad para el país, esperanza que encontró dos obstáculos fatales para su realización: las quimeras trascendentales de ustedes los liberales y la ambición de un centenar de intrigantes que buscaban puestos públicos, entre ellos veinte con ambiciones presidenciales. Pero prosiga. Triana. Bien, la Convención se reunió el 2 de marzo de 1828, la fecha más negra de la historia de Colombia. Hoyos. Sin duda, pero prosiga. Triana. Bolívar estaba en minoría y entonces se situó con 3.000 soldados en Bucaramanga, que fue lo más cerca de Ocaña a donde se atrevió a llegar, y desde allí, después de intentar en vano intimidar a la mayoría, convenció a una minoría de veinte delegados para que se retiraran, dejando la Convención sin quórum. Tres días más tarde, el 13 de junio, Pedro Alcántara Herrán, unido por matrimonio con “la familia real”, convocó una asamblea en Bogotá y proclamó dictador a Bolívar, exactamente como lo había hecho su suegro en Guayaquil el año anterior. Hoyos. Y por las mismas y poderosas razones. Pero prosiga. Triana. El Libertador y Opresor aceptó el cargo y el 27 de agosto de ese mismo año de 1828 dictó el decreto orgánico que abolía virtualmente la Constitución de 1821. Hoyos. ¿Y qué sucedió en septiembre? Triana. En septiembre, si no hubiera sido por la intervención de una prostituta alojada en Palacio, habría recibido la justa recompensa a sus actos. Hoyos. ¿De manera que usted admite que los conspiradores de 1828 habían decidido asesinar al hombre que para liberar el país, había sacrificado todos sus bienes, soportado hambre y sufrido frío en los páramos junto con el último de los soldados, y arriesgado la vida en centenares de batallas? Triana. Cuando un benefactor se convierte en tirano y se rodea de Mosqueras y de Herranes y está protegido por un ejército permanente, el enemigo universal de la libertad, no queda remedio mejor ni más barato, por lo menos no lo había en este caso. Lo que es necesario es correcto . Hoyos. ¿Y quién encabezaba la conspiración? Triana. Cabeza no tenía. Había siete jóvenes bogotanos, cada uno de los cuales presidía su propia sección. Hoyos. Jóvenes que nunca habían estado en una batalla y que no conocían más arma que el puñal, pero ¿y Santander? Triana. No hay duda de que el vice-presidente sabía algo de lo que estaban tramando. Pocas semanas antes lo habían despojado de su cargo por medio de un decreto tiránico y es seguro que a la muerte del dictador habría sido el presidente constitucional; pero no tuvo participación directa en la conspiración y se le condenó a muerte sin que se hubiera presentado ninguna prueba de su

complicidad. Usted, señor norteamericano, ha visto los autos del juicio en la colección del Coronel Pineda, ¿no es cierto? Holton. Sí, como también la conmutación de la pena de muerte por el destierro, escrita de puño y letra de Bolívar; pero no investigué esos documentos a fondo. Hoyos. Ahora permítanme decirles cómo sucedieron en realidad las cosas. La dictadura de Bolívar estuvo de acuerdo con los deseos de todos los que amaban la estabilidad, pero en contra de las ideas de ciertos jóvenes seguidores de las teorías de Jeremías Bentham, y su gobierno obstaculizó la realización de muchísimas ambiciones personales. Todos ellos consideraban que la muerte de Bolívar equivaldría a cortar el nudo gordiano que les permitiría llevar a cabo sus proyectos, pero la verdad es que lo único que hubieran logrado habría sido sumir el país en una anarquía terrible. Dos personalidades tan diferentes como las de Bolívar y Santander no podían trabajar juntas en un periodo tan tempestuoso. Pero es de creer que el vice-presidente no habría manchado su carácter en la forma como lo hizo si no se hubiera sentido lesionado por el decreto del 27 de agosto de 1828. La conspiración se extendió hasta Popayán y sin duda que en ella participaron también López y Obando, pero cuando los conspiradores se vieron a punto de ser descubiertos, tuvieron que hacer estallar la mina a la media noche del 25 de septiembre de 1828. Los asesinos, cubiertos de sangre, llegaron hasta la puerta de palacio y con la espada y el puñal subyugaron a la guardia. Apenas en ese momento el Libertador se dio cuenta del peligro que corría. Resolvió morir como un romano y salió desarmado a recibir a los asesinos. Pero Manuela Sáenz... Triana. ¿ Cuál de nuestros presidentes, fuera de ese solterón de Bolívar, ha mantenido una moza en palacio? Hoyos. Nuestros mejores presidentes han tenido también sus debilidades humanas. El heroísmo de esta mujer (comparable apenas al de Rahab) cambió el curso de nuestra historia y nos salvó de otra guerra civil. Ella detuvo a Bolívar y lo condujo a la ventana situada más al oriente, la última del palacio hacia arriba, frente al teatro. Bolívar saltó, eran solo ocho o nueve pies de altura hasta la calle, corrió a la esquina, cruzó hacia el sur hasta el río San Agustín y se escondió debajo del puente situado dos cuadras más arriba del puente de San Agustín. Holton. ¿Y Manuela? Hoyos. La mujer, que no tuvo tiempo de pensar en arreglarse, recibió a los asesinos en las escaleras diciéndoles que si querían seguir tendrían que matarla primero a ella. La hicieron a un lado manchándole la camisa blanca con las manos ensangrentadas, pero no la hirieron, y el Libertador ya estaba a salvo. Mientras él viviera la conspiración no tenía ninguna posibilidad de éxito. Algunos de los cabecillas pagaron el complot con sus vidas, otros con el destierro. El mismo Santander vivió en el exilio hasta que fue elegido presidente en 1832. Holton. ¿Y qué le sucedió a Bolívar después? Hoyos. Ese mismo día regresó a Palacio. Pero hubo otro desafortunado intento contra su gobierno en Antioquia, donde el pobre José María Córdoba, quien todavía adolescente había combatido al lado de Bolívar, cayó en la sangrienta batalla del Santuario en un día trágico de 1828. En esa ocasión comandaba las tropas del dictador el General O’Leary, más tarde embajador británico en Bogotá, quien falleció en 1852. En 1830 Bolívar fue reemplazado por Joaquín Mosquera, el último presidente de Colombia. Es verdad que era hermano de Tomás Cipriano, pero también es cierto que fue buen presidente, como lo atestiguan sus enemigos más acerbos y ambiciosos; y el hecho de que perteneciera a una familia distinguida no le impidió hacer un buen gobierno. En su período de gobierno se adoptó una nueva constitución, pero Páez en Venezuela y Flórez en el Ecuador lograron que sus países

rechazaran tanto al presidente como a la constitución, y en 1831, sin que se derramara una gota de sangre, se disolvió la Gran Colombia. Bolívar al ser reemplazado en la Presidencia se retiró a Cartagena. El hombre que más peligros arrostró de todos los de su generación, murió de muerte natural en San Pedro, cerca de Santa Marta, el 17 de diciembre de 1830; y murió pobre, no obstante haber ejercido durante tanto tiempo el poder supremo. Puede suponerse que la discusión habría alcanzado este punto cuando la llegada de algo caliente que nos trajeron de la cocina hizo cambiar de rumbo la conversación. El lector no debe pensar que este diálogo es ejemplo fiel de los relatos contradictorios que oye el viajero y en los cuales debe basarse para formar su propia opinión. Es imposible que entre tantas afirmaciones no se filtre una que otra falsedad, que podría ser considerada como cierta por el autor, o que no aparezca alguna exageración, que es muy difícil reducir a su justa dimensión. Con esta presentación de los detalles simplemente evité tener que pronunciarme sobre temas tan discutidos y dudosos. No puedo precisar en qué consistía la cosa caliente que nos enviaron de la cocina, pero como para un solo día he hecho suficientes esfuerzos rememorativos, espero que se me excuse si no recuerdo ni su nombre, consistencia o sabor. Cuando la terminamos, comimos algunos dulces que traía nuestro piadoso conservador en los cojinetes y empezamos a pensar en el regreso a Bogotá. Hasta ahora no me he referido a los zamarros. Don Fulano creía que no era decoroso que yo montara sin zamarros, así que insistió en prestarme los de él. Los zamarros son una especie de overoles o de pantalones incompletos hechos de cuero, y en este caso eran de piel de toro. Una vez que me los puse, me sentí tan incómodo como se sentiría un caballero moderno en una armadura antigua. Dos personas tuvieron que ayudar a ponérmelos y dos a quitármelos; para montarme en el caballo necesité encaramarme en un banco y cuando me desmonté tuve la sensación de que la montura se me había quedado pegada. Pasaron meses antes de que repitiera el experimento y solamente me decidí a usarlos nuevamente cuando encontré un par más suave y manejable. En las ilustraciones del Orejón, del Carguero y el bebé, y del Vaquero se pueden ver los zamarros. Los de este último son de piel de tigre, conocido como jaguar en los otros países hispánicos, posiblemente el Felis manchado, que es el animal mas terrible del Nuevo Mundo, pero afortunadamente bastante escaso y además cobarde. Cuando por fin me trepé de nuevo en el caballo pude darme el lujo de observar el tiempo. El piso estaba blanco de granizo pero ya había escampado. No se podía decir facilis descensus de la bajada por las laderas empapadas de la montaña, antes de la lluvia el descenso hubiera sido difícil, ahora era francamente peligroso. Los caballos de mis amigos se cayeron varias veces en el viaje de regreso, pero logramos llegar ilesos. En algunos sitios de la Sabana encontramos ¡hasta cinco pulgadas de granizo! Lo cual en un comienzo me pareció la cosa más natural, hasta que recordé que ese era el primer día de verano o de la estación seca y que cualquiera de los dos términos era inaplicable en este caso. Aquí se ponen felices con una granizada de estas y recogen todo el granizo que pueden para hacer helados. La verdad es que la tormenta que había azotado la Sabana no fue cualquier cosa. Los caminos se volvieron ríos. No fuenada fácil dirigir los caballos por el camino, con las manos entumidas e impedido como estaba con los zamarros. Triana sugirió que a los caballos les convendría seguir el consejo de Virgilio a la nave: Non bene ripae creditur; lo que coincide, creo, con la idea de Horacio de que el ibis navega con más seguridad por la mitad del río: “In medio tutissimus ibis”; en tanto que el conservador, con la prudencia habitual de sus creencias, sugirió que si seguíamos los consejos de semejantes herejes, acabaríamos rezando De profundis clamavi. No obstante llegamos a casa antes de la comida, pero ya casi de noche y sin haber sacado más provecho de la excursión que el placer de la mutua compañía.

El acueducto

El acueducto — Paseo para ir a nadar — Casas pero no hogares — La Quinta de Bolívar — Un cerro difícil de escalar y una vía de santidad dudosa — Capilla — Nieves perpetuas — Algunas plantas bonitas —Los habitantes de tierra fría — El Boquerón — Leñadores — Escasez de leña.

En el capítulo anterior mencioné el río Arzobispo que se precipita de las montañas un poco más al norte de los límites que aparecen en el plano de Bogotá y que corre rápidamente por la Sabana hasta encontrarse con el río Bogotá. Un día tenía deseos de nadar y el amigo más atento que tuve en Bogotá, incansable en sus atenciones conmigo, me llevó al río Arzobispo. Debíamos haber salido a las diez, pero sus ocupaciones no permitieron hacerlo antes de las doce. En realidad en Bogotá es casi imposible fijar una hora precisa de partida. Seguimos por la Alameda hasta el convento de San Diego (c en el plano), desde donde empezamos a ascender oblicuamente la montaña y al poco rato llegamos al acueducto que abastece el sector donde vivimos. El acueducto consiste en una especie de acequia de un pie de ancho y seis pulgadas de profundidad por donde corre el agua, cubierta en casi toda su extensión, pero no alcanza a quedar protegida del detritus que arrastran las aguas lluvias. Hacia poco que había llovido y el agua en la pila tenía un color carmelita profundo, pero al entrar a través de un pequeño filtro a la toma del acueducto, estaba completamente clara. No me gustó nada saber que todo ese mugre lo tomo incorporado a mi chocolate. Seguimos por la acequia hasta la toma y de allí subimos por la orilla del río, pero el ascenso se hizo cada vez más difícil. A las dos, hora de almorzar en la casa, llegamos a un salto de agua de veinte pies de altura que caía en un charco precioso. Empecé a desvestirme para nadar, pero mi guía y médico me aseguró que era peligroso porque el agua estaba muy fría y yo muy acalorado. Los riscos que se levantaban al frente parecían insuperables, pero logramos pasarlos, arriesgando desnucarnos, y llegamos a otro charco muy parecido al de abajo, donde nos tuvimos que quedar un rato largo porque cayó un aguacero que hizo intransitable el sendero por donde habíamos subido. Un hombre encaramado mucho más arriba que nosotros estaba lanzando hacia abajo palos y raíces que sirvieran de leña. Caían cerca del sendero por el que habíamos subido y antes de que llegáramos al sitio donde estaban amontonados, terminó, bajó sano y salvo, sacó unas cuerdas de un escondite que ya nosotros habíamos visto, hizo los atados de leña, se los amarró a la espalda y se fue a venderlos. Nosotros no bajamos tan fácilmente. Imposible decir porqué habíamos subido tanto; en realidad en el salto de más abajo habíamos encontrado gran variedad de plantas, algunas muy raras, entre ellas una de la familia de las vaccinieas,y más adelante no teníamos nada nuevo que buscar fuera de rompernos algún hueso. Bajando vi una planta aroideas florecida y aunque estaba fuera de mi alcance me propuse cogerla. Empezamos a buscar un palo. ¡Valiente idea! Hace tiempo que todos los palos y varas suficientemente largos como para pegarle a una mula se los llevaron para venderlos como leña en la ciudad. Pero no me di por vencido, así que el doctor Pacho, que era el más liviano y yo el más pesado, se subió encima de mis hombros y después de varios esfuerzos y jalones se desprendió la planta y caímos los dos al suelo. Volvimos a pasar por el sitio dondenos

íbamos a bañar, pero ya ni pensamos hacerlo porque estaba oscureciendo; en cambio, regresé a casa con gran cantidad de plantas raras. En la ribera del río, un poco más abajo del sitio por donde lo habíamos cruzado la primera vez, vi la vivienda más diminuta que jamás he contemplado o espero encontrar. Era tan chiquita que yo no hubiera cabido acostado derecho en el suelo; habría tenido que tenderme diagonalmente, y el ancho y la altura eran todavía menores que el largo. Sin embargo aquí he visto casas más pobres; ésta parecía sólida y tenía una puerta que ajustaba bien y estaba cerrada: era una casa y no una pocilga. Pero no toda casa es un hogar. Tengo la impresión de que el verdadero hogar solo se encuentra entre las razas del norte de Europa; la palabra española casa es la traducción más cercana que conozco a nuestra palabra “home”. Pero en todas mis andanzas no encontré que en ninguna parte se le diera al vocablo casa la acepción de cariño que nosotros le damos a la palabra hogar. Es posible que la falta de chimeneas tenga algo que ver con esto, porque en ese sentido nuestra choza más humilde es superior a la residencia más elegante de Bogotá y superior también a la pobre choza contra cuyo alero me recosté, mirando por encima del techo, mientras nostálgicamente dejaba divagar mis pensamientos. La siguiente salida en orden geográfico fue a Monserrate, el cerro que se levanta al norte de la ciudad y en cuya cima hay una capilla. El señor Triana, el joven botánico liberal, me acompañó ese día. Resolvió que saliéramos antes del desayuno y como posiblemente es el hombre más cumplido de toda la Nueva Granada, llegó por mí al amanecer. Salí inmediatamente, dejando atónitas a las sirvientas y asombrados a los dueños de casa cuando se enteraron de que me había ido sin tomar siquiera una taza de chocolate. Pero yo había llevado los elementos necesarios para prepararlo y una olleta para hervirlo. Si el lector mira nuevamente el plano de Bogotá verá en la esquina nororiental la quinta o casa de campo de Bolívar identificada con la letra d. Atravesamos la ciudad hasta llegar al punto donde comienza la línea punteada que sigue a lo largo del San Francisco y sube hasta la quinta. La línea punteada señala el sendero que va por la orilla del río en cuyo lado norte hay chozas miserables como las de los esclavos en las plantaciones del sur de los Estados Unidos. Pronto se deja el río, se vuelve hacia el norte por un camino empinado desde donde se divisa la huerta de árboles frutales, cercada por un muro alto, de la casa que fue el espléndido regalo que Bolívar le hiciera al patriota Pepe París, ya muerto, y quien fue el que erigió la estatua de Bolívar, que adorna la plaza. Cuentan que cierto día en que Bolívar, don Pepe y otros amigos estaban en una fiesta en la quinta, uno de los presentes tuvo la audacia de brindar para que Bolívar se convirtiera en rey de Colombia. Pepe brindó luego y dijo: “Bolívar, si llegas a ser rey, que corra tu sangre como este vino”. Y arrojó la copa al suelo. Hubo un gran silencio hasta que Bolívar se levantó y abrazó calurosamente a París. Después en vez de subir lomas empinadas, empezamos a trepar por una cuesta rocosa, donde las distintas trochas se unen en una sola que sube en zig-zag. Es increíble observar cómo tres siglos de utilización permanente han ido hundiendo el camino, lo cual no sería sorprendente si se tratara de una ruta comercial, pero que un sendero en una montaña escarpada que solo se transita por placer y devoción (muchas veces por ambas razones), esté tan gastado, en algunos sitios hasta varios pies de profundidad, sí es verdaderamente increíble. En algunos sitios los cortes en el camino, que aquí llaman callejones, son tan profundos, que parecen zanjas abiertas por la acción del agua, y tan hondos que al subir por ellos el caminante no puede ver más que el cielo. A medida que subíamos, la Sabana se abría a nuestros pies y veíamos la ciudad como en un mapa, pero la perspectiva no tenía nada de hermosa porque lo único que se ve son los techos de teja y las torres de las iglesias que desde arriba son todavía más feas que desde abajo.

Luego pasamos varios nichos pequeños llamados ermitas, que no tienen nada más que una cruz. En los más grandes se podría refugiar una pareja de la lluvia y es posible que en ocasiones se adore en ellos algo distinto a Nuestra Señora. La capilla de Nuestra Señora de Monserrate, vista a una distancia de diez o doce millas, parece estar a poco más de la mitad del camino hasta la cumbre, en tanto que viéndola desde la ciudad da la impresión de estar situada en la cima del cerro. Pero ninguna de las dos impresiones es exacta; al lado de la capilla hay tierras de cincuenta a cien pies más altas que el sitio donde está la iglesia, pero las cumbres más altas que se divisan desde la llanura se hallan en realidad muy distantes. La iglesia está a unos 1.800 pies por encima de la ciudad y algunos calculan que se encuentra a poco más de dos millas sobre el nivel del mar, otros consideran que a algo menos. El termómetro oscila entre los 49º y los 52º. Al llegar a la cima encontramos un grupo de edificaciones consistente en la iglesia y las casas del cura y del sacristán. Este último vive allí con su familia, que es supremamente sucia, y una manada de perros que ladran todo el tiempo. Nos dijeron que por la mañana un muchacho se había llevado la llave de la iglesia a la ciudad. Pura mentira, supongo. Los dos lados de la iglesia que se ven desde la Sabana están muy bien blanqueados y alrededor se ven los restos de fogatas y otros rastros de paseos campestres. Con los tizones que habían dejado otros paseantes, encendimos con mucho trabajo una fogata para hervir el agua que habíamos subido de un manantial que hay un poco más abajo. Pero hacer el chocolate nos quitó demasiado tiempo y no valió la pena la demora, pues aunque estaba haciendo un frío penetrante, nos habíamos preparado bien para resistirlo usando ropa extra. Mientras hervía el agua fuimos a divisar el paisaje a la plataforma con baranda desde donde se contempla todo e indudablemente que la vista desde este sitio compensa el trabajo de la subida. En primer lugar se divisa la ciudad y se pueden ver todas las casas con sus patios, los ríos y los escasos puentes, los conventos y la gente en la plaza moviéndose como hormigas. Más allá se ve la Sabana, con sus charcos de agua que han crecido desde que comenzó la temporada de lluvias. Pero lo que más me llamó la atención fue la vista siempre imponente de la montaña que se eleva en la distancia y la llanura que se extiende a sus pies, el Nevado del Tolima y el Páramo del Ruiz. En línea recta hacia el occidente están a una distancia de noventa millas, a cinco días de camino y al otro lado del Magdalena. Pronto los cubrieron las nubes y desde entonces nunca tuve la oportunidad de volverlos a ver. No me siento muy seguro describiendo las plantas que encontré en Monserrate. Algunas ya las había visto en otras excursiones y otras al subir a la Sabana de Bogotá. La mayoría de las que se encuentran en estas alturas son arbustos ásperos de hojas pequeñas y tiesas, pocos tan altos como yo, y no creo que crezcan allí hierbas anuales. Las Aragoas tienen las hojas más pequeñas de todas. En el mundo solo hay dos especies, ambas crecen en los cerros que circundan a Bogotá y no hay otro género que se les parezca. La especie más común es la Aragoas cupressina, la otra es tan escasa que tuve que darme por vencido de encontrarla y mis amigos bogotanos tampoco la habían visto nunca. Las Aragoas tienen la apariencia de un abeto o cedro joven sin flor. Las flores son pequeñas, blancas y anómalas. También son regulares y divididas en cuatro partes, pero están relacionadas con la familia irregular de hojas divididas en cinco partes de las Escro-fulariáceas. Vi una enredadera bellísima, indudablemente la reina de las plantas compuestas, cuyo nombre honra a Mutis, el viejo sacerdote que mantuvo correspondencia con Linnaeus. Mutis llegó a Bogotá alrededor de 1760, trabajó para el gobierno como botánico, fundó el Observatorio y murió el 11 de septiembre de 1808 a la edad de setenta y siete años. Afortunadamente no estaba vivo en 1816, porque si no el Godo Morillo, aunque hubiera permanecido fiel a su patria, lo habría mandado fusilar por sabio. Pero de todas maneras, Mutis envió todos sus escritos a los archivos de Madrid,

donde quedaron enterrados e inaccesibles a los botánicos y por lo tanto prácticamente perdidos. Caldas lo acusa de ocultar información y de escribir en tal forma que sus investigaciones solo le sirvieran a él mismo. Las Mutisiaspertenecen a la rara división de las bilabiadas de las plantas compuestas. Su inflorescencia se realiza en un involucro y con flores largas y de un maravilloso color escarlata que serviría de modelo para el más hermoso ramo. Las Thibaudias son abundantes en climas fríos. Vi una con fruto comible, insípido, llamada uva cimarrona (uva silvestre). Es un arbusto de la familia de las ericáceas, con corolas gruesas y largas que parecen talladas en coral rojo; las flores tienen un sabor agrio y agradable. También vi la planta característica del páramo, el frailejón. Hay varias especies de Espeletia además de frailejón, pero todas llevan el mismo nombre. Tienen flores amarillas compuestas como la énula campana, y troncos como tallos gigantes de gordolobo, que en algunos sitios llegan a tener hasta seis pies de altura, cuatro pulgadas de diámetro y ni una sola rama. Del frailejón sacan una especie de trementina espesa que venden en el mercado en las mismas hojas de la planta, dobladas en forma de recipiente. Las hojas tienen de ocho a diez pulgadas de largo, y son lanudas y blancas como las del gordolobo. Se conocen casos de viajeros a quienes ha sorprendido la noche en el páramo o se han visto atrapados por una tormenta y que se han salvado de morir de frío cubriéndose con las hojas de frailejón. En estas alturas no se puede ni pensar en encender una fogata porque no se consigue leña. Por hoy, solo mencionaré otra planta, la Chusquea scadens, llamada chusque, una gramínea que casi puede considerarse como trepadora. El tallo duro y leñoso lo llevan a Bogotá para usarlo en la construcción de los techos y de las paredes de los ranchos. Entramos a los edificios contiguos a la iglesia que habían sido un convento pequeño, ahora desocupado pero bien tenido, a excepción de la cocina. Esta parecía servir de vivienda diurna y nocturna de una familia que incluía numerosos seres humanos y caninos. Los primeros no nos pusieron ninguna atención, en cambio los segundos manifestaron gran interés en nuestras piernas, pero evidentemente temieron las consecuencias que les podría acarrear dejarse llevar por sus impulsos. Dicen que en la iglesia hay una copia milagrosa del cuadro también milagroso de Nuestra Señora de Monserrat en España; pero claro está que no puede hacerle milagros a los herejes y menos a los liberales, que no son mucho mejores que aquellos. La cocina da al norte y desde el parapeto hay una bajada abrupta al manantial y al jardín que hay en un semicírculo cavado en la montaña. Lo bordeamos por el noroeste. En un pequeño prado, cerca a la cocina, la familia había puesto a asolear gran cantidad de ornamentos eclesiásticos, albas, casullas, capas pluviales, paramentos, cíngulas, estolas, frontales, etc., pero el lector hará bien en no buscar todas estas palabras en el glosario, porque yo no distingo una de otra y a él tampoco le interesan. Seguimos hacia el norte, casi hasta el nacimiento del río Arzobispo. Primero escalamos un cerro más alto que la torre de la iglesia. Luego, bajando por el filo de una sierra, teníamos a la derecha un descenso suave y más allá montañas más altas que la en que estábamos. A la izquierda un precipicio bajaba abruptamente casi hasta la Sabana. Por todo el camino no encontramos ninguna de las plantas que crecen en la Sabana ni en la base de las montañas. Al sur de la iglesia la ladera del cerro desciende suavemente y por un trecho bastante largo. Me mostraron un sitio que aseguran que es tierra caliente, lo cual hay que tomarlo con un grano de sal, porque dudo que el termómetro en ese lugar llegue nunca a marcar más de 60º antes del Juicio Final. La imaginación hace milagros; de hecho, es la responsable de casi todos los que hasta ahora he examinado en este país.

En esas montañas encontré varias plantas de genciana, de cinco pulgadas de altura, algunas veces azules y otras completamente blancas. Y cerca de la iglesia vi otro género conocido, el Lupinus, representado por una planta enorme, tan alta como yo; pero se me está olvidando la promesa que les hice hace un momento; sin embargo, déjenme mencionar otra muy parecida a nuestra siempreviva, y que creo se trata del Sedum bicolor. Un poco más al sur de la “tierra caliente” el terreno desciende abruptamente a un inmenso abismo, El Boquerón, por donde corre el río San Francisco y a lo largo de su orilla serpentea un camino. Bajamos a un cerro llamado el Pico del Guacamayo, desde donde se ve claramente la cuenca del San Francisco, terreno ligeramente quebrado y salpicado de ranchos con pequeñas parcelas desbrozadas. Pero el lugar merece una descripción más completa. El Boquerón podría cruzarse fácilmente construyendo un puente colgante a mil pies sobre el río. Las paredes del Boquerón seelevan en los tres costados. Por el occidental irrumpe el San Francisco y en los otros dos están las capillas de Monserrate y de Guadalupe. La primera la acabamos de visitar y la segunda, hoy en ruinas y más alta que Monserrate, la visitaremos otro día. El límite oriental de esta vertiente es el páramo de Choachí; en ella habitan unas cincuenta familias de leñadores y se la podría circundar a pie caminando unas veinte millas sin bajar nunca al nivel en que estamos ahora. La primera impresión que se tiene en este sitio es que se trata de un bosque al que hace poco llegaron los primeros colonos, quienes apenas han comenzado a rozar el espacio suficiente para construir sus casas. Pero observando el primer árbol se destruye esta ilusión; en todo ese espacio quizá no hay uno que tenga el tronco de más de tres pulgadas de diámetro, ni una rama por encima de los veinte pies de altura. En realidad, todo lo que hay son arbustos atrofiados y retorcidos, que hacen el paisaje terriblemente monótono. No sé de ninguna planta útil que pueda crecer en ese sitio, excepto la papa y la cebada, que no las cultivan, y es un misterio inexplicable porqué vive gente allí, mientras a dos días de distancia podrían encontrar climas inmejorables y toda la tierra que quisieran. A falta de una explicación, me atrevo a dar dos. Estas gentes tienen que vivir cerca a Bogotá por la misma razón que 20.000 infelices viven en Nueva York muriéndose de hambre en el invierno y saltando matojos en el verano, porque son incapaces de soportar la soledad de una aldea rural. Así mismo estos pobres diablos tienen que vivir donde les quede fácil ir a Bogotá cada dos o tres días. Claro está que preferirían vivir en la Sabana, pero allí la tierra pertenece toda a grandes terratenientes que se enriquecen cultivando trigo y criando ganado, pero que nada ganarían criando un animal tan barato y tan inútil como es el hombre. Dejan que esta maleza del reino animal crezca donde la tierra no sirve para cultivarla. Y toda esta pobre gente es en verdad maleza, “mancha de la creación, desdoro de la creación”, pues no están ni entre los productores ni entre los consumidores. Si no fuera porque tienen alma inmortal y porque son susceptibles a las influencias de la religión, de la educación y de la civilización, sería lástima no tomar medidas para exterminarlos, ya que no sé de ninguna otra criatura en el reino animal que tenga una vida más penosa y menos placentera. La otra razón para que estas pobres gentes no emigren a tierras menos frías es que detestan las condiciones atmosféricas y climáticas que hacen subir el termómetro y el barómetro. Una presión atmosférica de treinta pulgadas en el mercurio, la considerarían intolerable para sus pulmones, creerían el aire cargado de alguna sustancia nociva, y tan distinto al aire puro como es diferente el agua de un líquido viscoso. Para que soportaran el aire y el calor de un verano de Nueva Inglaterra habría que cuidarlos como a osos polares en un zoológico y no me atrevería a llevar a uno de ellos a Nueva York durante el verano sin contar con la ayuda de cuartos oscuros y neveras. Del Pico de Guacamaya subimos y regresamos por el mismo camino pues no había forma de bajar por ese sitio. Casi ni nos atrevimos a tirar piedras al Boquerón de miedo de descalabrar a alguno

de los pobres viajeros que se movían como hormigas en el camino que divisábamos abajo. Pero la verdad era que no existía ese peligro, porque los proyectiles que tirábamos horizontalmente, con toda la fuerza, se devolvían como bumeranes para caer casi a nuestros pies. Nunca me había visto tan cargado de tesoros florales como cuando regresé ese día a Bogotá. Llevaba una Alstroemeriade flores diminutas, con el sarmiento enroscado colgado del hombro, de manera que parecía como sí se estuviera cayendo del ramo gigantesco que tenía en las manos. Al pasar por San Juan de Dios una muchachita resolvió agarrar la Alstroemeria pensando que se me iba a caer al suelo y no creyó que yo iba a sentir cuando ella jalara la rama. Pero dando media vuelta la sorprendí tanto con mi dominio del castellano, que huyó a la carrera. Otro día con el señor Triana hicimos el intento de cruzar El Boquerón a caballo. Saliendo de la ciudad dejamos a la izquierda la Quinta de Bolívar (d) y el río (e), y a la derecha pasamos dos molinos de harina, una antigua fábrica de papel, ya cerrada, y una fábrica de quinina cruda (g). El camino sube rápidamente hasta que queda encajonado en la montaña, y la iglesia de Monserrate, a la izquierda, desaparece de la vista. Los riscos estaban cubiertos de manchas de begonias rojas, más bellas de las que en su vida han visto Hogg y Dunlap, y aquí y allá el Odontoglossum creciendo fuera del alcance de la mano, con sus gajos de flores amarillas. Finalmente llegamos a un desfiladero tan estrecho que para seguir tuvimos que trepar por un cerro rocoso al sur del sendero; fue esa la primera vez que vi a un caballo y a una mula subir por escaleras. El caballo de mi amigo terminó rebelándose y se volvió como si fuera a caer encima de mi cabeza; entonces mi cabalgadura también se encabritó. Quizá las bestias se habían mareado. Logré pasar al Rocinante rebelde que al fin logró llegar hasta la cúspide. Pero no bien llegamos a la cima tuvimos que empezar a descender. Los pobres campesinos siguen el lecho de la quebrada cuando ésta no está muy crecida, para evitarse el cruel ascenso y descenso por esas escalas de guijarros siempre húmedos. Encontramos un arbusto cargado y pasé grandes trabajos para coger las frutas y encontrar las flores, que son pistiladas y dioicas, pero por mucho que busqué no pude encontrar sino la de un sexo. La fruta es un globo del tamaño de una ciruela con un par de cachos verdes. Se trata de la Styloceras laurifolium, cuya fruta está mal presentada en elNov.Gen, de Humboldt y Bonpland. Habíamos alcanzado la parte más agreste del Boquerón, no se veía más que rocas, cielo y la quebrada que se precipita bramando hacia la sima. En seguida empezó a llover y como mi salud no estaba para aguantar impunemente un aguacero, tuvimos que dar la vuelta y regresar, y allí, recostada a la roca, estaba tratando de descansar una pobre mujer. En la mano tenía un largo cayado y en la espalda un atado de chamizas casi tan grande como ella. Este es un espectáculo muy común en Bogotá donde utilizan muy poco carbón y venden la leña en atados, que no pesan, como en París, y los transportan en las espaldas de las mujeres, a lomo de mula o en carretas. Un poco más abajo nos encontramos una niñita como de doce años, cargada de la misma manera. Estuve tentado, al verle el vestido raído, los pies descalzos y la cara aterida de frío, de darle diez centavos por su atado y tirarlo al río, pero ella lo hubiera sacado del agua para venderlo otra vez. Para mejorar la condición de los pobres se necesita sabiduría más bien que dinero. ¿Desde cuándo estarán desarborizados estos cerros? Es posible que los indios talaran los árboles desde hace muchísimo tiempo y en todos estos siglos el bosque no tuvo ocasión de volver a crecer. Estoy convencido que si dejaran crecer los árboles, las laderas de los cerros estarían en capacidad de abastecer la demanda de leña y de madera. No creo que estas tierras sean propiedad de nadie y tampoco nadie se enriquecería en esta generación preservando los bosques, lo cual sería imposible de lograr sin mantener vigilancia permanente día y noche. Vale la pena observar que siempre que he cruzado el límite de la Sabana, todas las laderas que la bordean no tienen ni un árbol; en cambio, cuando se deja la Sabana, especialmente después del

primer gran descenso, todos los campos están muy bien arborizados. Los cerros los han pelado para atender la demanda de la Sabana, la cual posiblemente nunca tuvo árboles.

LA PRISIÓN, EL HOSPITAL Y LA TUMBA

Guadalupe — El santo derrotado — El Boquerón y las bañistas — La imagen milagrosa — La leñadora y su hijo — Polvorín y depósito de armas — Soldados — Cementerios — Día de difuntos — Cementerio de pobres — El gallinazo — El hospital — Doctores y boticarios — La cárcel provincial.

Mi buen amigo el doctor Pacho, quien me había mostrado dónde podía nadar pero que no me dijo en cuál momento hacerlo, me propuso, cuando me estaba recuperando de la enfermedad que ya les mencioné, que hiciéramos una excursión corta el día siguiente, y yo acepté aunque todavía me sentía débil. Me desayuné temprano y pronto llegamos al sitio llamado Agua Nueva, más arriba de la ciudad, donde en el plano se ve la línea punteada que parte del extremo oriental de la calle que pasa por la catedral y señala una vía aceptable que conduce al Boquerón. La cruzamos y empezamos a subir exactamente detrás de la ciudad y al sur del Boquerón. Al borde de una loma llegamos hasta donde estaban los cimientos de una iglesia que construyeron, según cuentan, cuando un terremoto destruyó otra que había más arriba, lanzando hasta aquí abajo la imagen sagrada que adoraban allí, pero que retornó milagrosamente a las ruinas la noche siguiente. Entonces los fieles decidieron construir una nueva iglesia en este sitio, pero el proyecto fracasó y la pobre imagen tuvo que contentarse con un alojamiento más modesto en la de San Juan de Dios, de donde hasta ahora no ha tratado de escapar. Continuamos subiendo, a menudo por profundos callejones, hasta que por fin volvimos a ver el horizonte y a Monserrate, inclusive la Sabana que se extiende al norte de la ciudad. Por último llegamos a las ruinas de la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe, en un tiempo más espléndida que la de Monserrate. Escalando los muros derruidos me encontré en la mayor altura a que había llegado nunca, a 11.039 pies. Recordé el Monte Washington, con su base a nivel del mar, y pensé que si estuviera abajo, al lado de esta montaña, apenas podría entrever su cima. Desde este punto, mi amigo, que nunca perdía oportunidad de complicar la vida, propuso que bajáramos por el noreste hacia la ciudad, pasando por el Boquerón. En realidad, estaba convencido de que ese era el camino más corto de regreso. Bajamos tanto y tan rápidamente, que ya no había forma de regresar, y tuvimos que continuar por una ladera llena de malezas y sin rastros de trocha. Afortunadamente la gravedad obra milagros cuando uno confía en ella y lo increíble es que llegamos al pie del cerro ayudados por la buena suerte, algo de destreza y sin haber perdido un pañuelo. Me esperaba la prueba de pasar el Boquerón sin mojarme los pies, porque como todavía no estaba aclimatado, eso me habría costado una recaída. Pero el paisaje que nos rodeaba es el más agreste y magnífico que recuerdo haber visto. Por más de una milla los desfiladeros son tan escarpados que no se puede pensar en escalarlos y la hondonada es demasiado estrecha para construir una carretera.

Exvotos

A través de esta estrecha garganta llega gran parte de las provisiones que se consumen en Bogotá, cargadas sobre los hombros de hombres y mujeres y sobre los lomos de bueyes. A todas horas del día y en especial muy temprano el viernes por la mañana, fluyen por la hondonada leña, carbón, trigo, aves, trementina de frailejón en los recipientes de hojas y hasta plátanos de las regiones más cálidas que hay al otro lado de las montañas. Crucé y volví a cruzar la quebrada varias veces, con el peligro de darme una zambullida completa en mis esfuerzos por no mojarme los pies, pero todavía me faltaba cruzarla otra vez antes de salir del Boquerón, y en ese punto encontré una dificultad completamente nueva. No se podía cruzar la quebrada por el punto hasta donde llegaba el camino, porque al otro lado había una roca inescalable, y por la misma orilla había una trocha que pasaba por un charco donde se estaban bañando unas niñas. Por el color de la piel se veía claramente que no eran de casta plebeya y me contaron que estaban bajo la vigilancia de una profesora. Para mí es un misterio cómo estas náyades podían sobrevivir en esa agua helada, donde yo no me atrevía ni a meter el pie, pero allí estaban ellas felices. Para pasar el grupo tuve que dar un rodeo y al fin salí del Boquerón cuando empezaba a llover. En la época de lluvias, llueve todas las tardes, pero me demoré mucho para convencerme de eso y mis amigos parecían olvidarlo porque siempre los sorprendía un aguacero. Nos refugiamos en una venta donde los campesinos que van al mercado tienen la tendencia a gastar dinero en exceso y a tomar demasiada chicha, seguimos a la sala desolada y vacía y en el poyo de adobe que bordeaba la pieza nos sentamos a ver llover. Al otro lado del patio había dos chozas más de tierra pisada. Los postes del corredor eran troncos de palo bobo (helecho de árbol) que tienen una curiosa forma y consistencia rugosa. En ese sitio vi una lombriz gigantesca, tan grande que hubiera servido de carnada para pescar ballenas. Pero no es necesario utilizar hipérboles, basta decir que tenía aproximadamente las dos terceras partes de una pulgada de diámetro y ocho o diez pulgadas de largo. A eso de las tres había dejado de llover y el doctor consideró que ya había hecho todo el ejercicio y soportado todo el ayuno que convenían a mi precaria salud y aceptó mi sugerencia de que regresáramos a almorzar. En otra ocasión hicimos una expedición parecida, solo que esa vez dejamos a la izquierda el cerro de Guadalupe. Pasamos al pie de la montaña junto a la iglesia de Egipto, llamada así,no sé si debido a la oscuridad de su interior o a la servidumbre de los fieles, en todo caso, por esas razones más de una iglesia merecería llevar ese nombre. Dejando atrás las goteras de la ciudad, subimos hasta la iglesita de La Peña, donde están las estatuas milagrosas de la Sagrada Familia y la imagen de un ángel que lleva la custodia donde se

guarda la hostia consagrada. Son las imágenes más veneradas que vi en la Nueva Granada. Cuentan que un indio las encontró en un pico casi inaccesible de la montaña, esculpidas en la roca. Desde ese sitio las bajaron con cuerdas e inmenso trabajo, sin separarlas de la base, y construyeron un templo destinado a adorarlas. Le dieron una mano de pintura a la obra divina, vistieron las imágenes llamativamente y las colocaron en el camarín, donde siguen haciendo milagros, tal como lo atestiguan los exvotos de brazos, piernas, ojos, etc., además de cuadros relativos a las distintas catástrofes que sobrevivieron los devotos que imploraron ayuda a La Señora de La Peña. En la figura que anexamos se puede ver la forma como lucirían los exvotos si no estuvieran tan amontonados, tapando los unos a los otros, además el artista que hizo el grabado superó el estilo de las obras reales. El estilo de los cuadros es muy semejante o quizá peor y en ellos se relata toda clase de incidentes y de accidentes. Por ejemplo, hay uno de una señora que estaba subiendo a Monserrate a caballo y este se fue loma abajo dando volteretas con ella encima, pero la señora no se mató debido a la intervención de esta imagen de piedra. Otra señora que pasaba cerca a la plaza de San Victorino un día que celebraban allí unas corridas, la tumbó el toro y, según el cuadro, debió ser un espectáculo divertido pero muy peligroso, que gracias a la Virgen de La Peña no tuvo consecuencias fatales. De la iglesia seguimos el camino escarpado que va hacia el suroeste hasta un pantano en las montañas, y de allí por una trocha muy gastada a lo largo de la serranía, llegamos a un sitio donde había una choza cubierta de yerba y dos potreros insignificantes y pobrísimos, donde un hombre, su mujer y sus dos hijos armaban atados de leña para llevar a la ciudad. Desde allí bajamos por el sur y llegamos a un camino a trechos empedrado, que va a la orilla del río Fucha. Siguiendo por ese camino y cerca a una zanja profunda, vi una escena que no olvidaré en mucho tiempo. Una muchacha que parecía tener quince años, aunque quizá fuera mayor, y con un haz enorme de leña a la espalda, bajaba ágilmente la cuesta, con paso rápido y seguro. En la mano derecha llevaba el cayado que siempre acompaña al campesino de estas tierras, y en el brazo izquierdo cargaba el hijo que desprevenidamente se nutría de la fuente viva. ¡Ah!, mujer, ¡cuán diferentes y universales son las injusticias que soportas! Es posible que el padre de esa criatura haya sido algún cura de aldea, rodeado de lujo vulgar, sin más preocupación que celebrar algunas ceremonias prescritas a horas prescritas, sin angustias, sin responsabilidades, sin esfuerzos, en otras palabras, sin nada que hacer fuera de “alimentarse, reproducirse y pudrirse”. En cambio ella, muy probablemente vive en una choza de barro, de siete pies de largo, seis de ancho y cinco desde el alero hasta el piso, y lucha por sostenerse y alimentar al hijo, recogiendo chamizos en la vecindad de su pocilga, para llevarlos luego, junto con el niño, a una distancia de siete o doce millas y venderlas por quince centavos. Cerca a ese sitio cogí la fruta de un arbusto curioso, la Coriaria, con flores tan diminutas que si no fuera porque son muy numerosas y dan la impresión de crecer en las hojas, ni siquiera se notarían. Lo raro es que cuando llega el momento de acabarse las flores, los pétalos en vez de caerse empiezan a crecer y a llenarse de jugo de color rojo profundo, casi negro, y se apeñuscan tanto que la forma redonda original se vuelve angular, y oculta por completo la pequeña cápsula parecida a una mora. Allí encontré por primera vez en Sur América una planta de muérdago que crecía adherida a un arbusto. El camino a Bogotá no bordea muy de cerca el río Fucha sino que sube por la loma, mientras que éste entra a la Sabana por una garganta. En esta última vi una figura enorme de San Cristóbal con el niño a las espaldas pintada en una roca inclinada sobre el río y se tenía la impresión de que el santo iba a vadearlo. En la mano llevaba una palma como cayado. De San Cristóbal desafortunadamente no sé más que lo que se infiere por la etimología del nombre (en inglés Christopher, del latín ferre, llevar). Me pregunto si fue su madre la que le dio ese nombre cuando

niño, y cuántas veces, ya maduro, tuvo el honor de cargar al Divino Niño sobre los hombros. Pero me imagino que es inútil preguntar. Un poco más adelante nadé por primera vez en el clima helado de Bogotá; no estuve más que un momento en el agua y según el doctor Bayón “me di un baño de gato”, pero me costó estar enfermo durante quince días. Nunca dejará de sorprenderme cómo los “curtidos habitantes” de la Sabana gozan bañándose en estas aguas congeladas y cómo sumergen en ellas, deliberadamente, a niños muy pequeños. Las excursiones que hice a la Sabana fueron pocas y menos interesantes. En una de ellas vine a un sitio algo más abajo de este punto, pasando por potreros rodeados de cercas de adobe protegidas con tejas y portones también con techo de teja. Para el botánico o el cazador no puede existir una cerca más detestable, porque no se puede pensar en escalarla y cuando se necesita un portón, no se encuentra ninguno. Ese día salimos por el sur y llegamos a un molino donde compran el trigo y lo convierten en harina de calidad semejante a la de segunda o tercera entre nosotros. Pero como la harina americana extrafina sufre mucho en el largo viaje por el trópico, cuando llega aquí no es mejor que ésta. Al pie del canal que sale del Fucha está el edificio de la fábrica de pólvora, abandonada ya por el gobierno y la serrería está para la venta. Vista a la distancia y desde una loma parecía un establecimiento ordenado y bien dirigido, pero no tuve oportunidad de visitarlo. En las riberas del Fucha se encuentra el polvorín, que es un edificio solitario, custodiado por soldados y con un corredor protegido por un muro alto que el río se ha llevado en parte. Los soldados estaban dormidos y ya me hallaba adentro cuando me di cuenta de que el lugar deberla tener guardia. En el corredor había un niñito acostado en una hamaca cerca a los fusiles y en el fogón contra el muro del polvorín se estaba cocinando el almuerzo. Cerca al edificio solitario nos encontramos con la madre del niño. A poca distancia vi un pelotón de soldados lavando ropa en el río, vigilados por centinelas. Había algunas mujeres lavando, pero me sorprendió que fueran tan pocas, porque en los ejércitos en marcha van más mujeres que soldados; al menos eso es lo que me cuentan, y me aseguran que los oficiales las ayudan muy comedidamente por el camino y a pasar los ríos. Los soldados granadinos son más bajitos que el resto de la población. Yo no soy alto y sin embargo puedo mirar por encima de una fila de soldados y ver todas las cabezas. La primera vez que me di cuenta de lo pequeños que son los indígenas fue en una iglesia llena de gente. Para mí, que estaba acostumbrado a perderme entre la multitud, fue una experiencia nueva ver que mi cabeza sobresalía de la del resto de la gente. A menudo me ha disgustado profundamente la conducta descarada que tiene la hez de los americanos en los países hispánicos, pero cuando veo estos soldados, no me sorprende que algunos compatriotas sientan deseos de buscarles camorra para divertirse un poco. Uno de los oficiales que vi era de pura raza africana. Con la venia del lector, le presento dos ejemplos de esta clase desafortunada y con tan poco prestigio. El más alto de los dos es uno de los Lanceros del Presidente y el otro un soldado de infantería. El uniforme de ambos se parece al de los soldados yanquis, excepto por los alpargates que les cubren parcialmente los pies. Si se piensa que el más alto de los dos es relativamente bajito y tan insolente como cualquier soldado de caballería, no es extraño que algún “caballeroso” hijo de la Unión sienta la tentación de “ponerlo en su sitio”. Los alrededores del Fucha son una combinación de llano y loma, pero al occidente el terreno es completamente plano y en esta época del año casi todo se inunda. La diferencia con las praderas norteamericanas es que estas tienen límites bajos porque los forman ríos que corren a nivel

inferior, mientras que aquí los límites son los cerros y el río está al mismo nivel que elde la Sabana, pero tanto en las praderas como en la Sabana la parte central es por lo general más húmeda.

Soldado de infantería y lancero

Desde los cerros se puede ver el cementerio principal (a), orgullo de los bogotanos, situado en el extremo nororiental de la ciudad, aproximadamente en un acre de terreno, de forma elíptica, rodeado por un muro alto y con una capilla al fondo. Lo visité precisamente después del día de Todos los Santos, el 2 de noviembre, la época en que durante varios lunes sucesivos la gente guarda luto por sus muertos, para olvidarse de ellos el resto del año. Al pasar, me crucé con muchísimas personas enlutadas que conversaban y reían alegremente mientras entraban y salían de la última morada de todos los seres humanos. A los granadinos no les gusta la idea de construir cementerios en zonas rurales, y por eso no buscan localizarlos en sitios amplios y parajes románticos. Consideran que los monumentos mismos deben conservarse, pero como no creen que los huesos sean sagrados, no les importa que la tierra esté repleta de restos mientras en la superficie haya espacio para los monumentos. De aquí que el panteón o cementerio granadino esté concentrado en un espacio relativamente pequeño y que coloquen a los muertos en bóvedas parecidas a hornos. Los muros del cementerio de Bogotá están llenos de bóvedas, colocadas una al lado de la otra, en dos o tres hileras que se atienden a todo el rededor del muro elíptico, excepto en el espacio que queda frente a la entrada donde está la capilla, indispensable en todo cementerio granadino. El techo que cubre los muros se proyecta sobre el corredor que hay al frente de las bóvedas para proteger al visitante del sol y de la lluvia mientras contempla las pinturas e inscripciones sobre las placas de cobre, en óleo o acuarela, o esculpidas en mármol o en una bellísima piedra rosada que no resistiría una helada de las zonas templadas. Pero muchas bóvedas quedan tal como las dejaron cuando enterraron al muerto, con solo el nombre y fecha de defunción escritos con un palo sobre el cemento fresco. Ese día estaban celebrando una serie de misas con la compasiva intención de rescatar a los difuntos que pudieran encontrarse hacía mucho tiempo sufriendo circunstancias desagradables en el otro mundo. La capilla estaba llena de fieles, pero afuera había también mucha gente, moviéndose de tumba en tumba con uno o dos sacerdotes, que cantaban y rociaban agua bendita en cada tumba. El precio de una bóveda es de $ 8, con derecho a usarla diez años, al cabo de los cuales se sacan los huesos sin ningún gasto o costo adicional para los deudos. Las tumbas en la tierra son más baratas y mientras no necesiten el espacio, no sacan los restos; además, a diferencia de las bóvedas, se puede comprar a perpetuidad el derecho a una tumba en la tierra.

Estaba saliendo del cementerio cuando me encontré con cuatro hombres que llevaban un ataúd y caminaban tan rápido que el cadáver se movía de un lado al otro en el féretro y le pude ver las manos enlazadas y la cara descubierta. Era una mujer de edad con vestido de franela blanca. Cuando llegaron a la tumba la encontraron llena de agua. Siguió una pausa porque unos estaban de acuerdo en tirar el cadáver dentro del agua mientrasotros eran partidarios de sacar primero el agua, hasta que unos hombres que estaban cavando otra tumba vecina resolvieron ayudar y torpemente, dejando descubierto el cadáver en forma ofensiva, lo depositaron en la tumba. Entonces un muchacho le tiró una manotada de barro que golpeó el cuerpo con un ruido sordo, haciéndolo estremecer, rasgándole el vestido y dejando ver la manito y la cara de un niño de meses que habían escondido entre la ropa de la mujer. Me estremecí ante el espectáculo, pero me quedé viendo cómo les tiraban terrón sobre terrón hasta que lentamente la impresionante escena se termino. Había una docena de sacerdotes en el cementerio mientras enterraban estos dos cadáveres como si hubieran sido los de dos animales, pero ninguno se acercó a la tumba. Me fui profundamente deprimido y como nunca con el deseo de vivir lo suficiente para llegar a mi patria. El cementerio de los pobres está situado al occidente en una parte muy húmeda de la Sabana. Ningún bogotano quería que lo viera porque en realidad es un lugar espantoso. El camino que conduce al cementerio tiene una cerca de palos amarrados a postes con cuerdas de cuero, pero la del cementerio es de tapia y teja. Adentro se ven huesos y hasta varias calaveras regados por el suelo, y en el muro había uno de esos sucios animales, el chulo o gallinazo (Vultur Jota)emparentado con nuestro aura, esperando picotear carne cristiana, que aunque estaba fuera de su alcance sí se podía oler. Generalmente los límites del hábitat del gallinazo están antes de subir a la Sabana, pero parece que Bogotá es la excepción por ser relativamente más caliente que el resto de la planicie. En la ciudad se ven muchísimos buscando comida en los basureros, o parados en los techos y abriendo las alas fuliginosas en una posición peculiar que hace decir a la gente que están rezando en cruz, como los devotos en la iglesia de La Tercera. El rey de los gallinazos, el Vultur, papa de los buitres, es un pájaro distinto y no gregario como el gallinazo. Los gallinazos, ya sea por respeto o por prudencia, se hacen a un lado cuando éste llega al banquete y dejan todo para él hasta que se sacie de comer. Pero en general no creo que el gallinazo, con toda su falta de gracia, sea tan sucio como el buitre norteamericano, el Vultur Aura, con sus plumas repugnantes y que cuando ha comido tanto que no puede escapar, tiene la desvergüenza de vomitar sobre el cazador la porquería que ha engullido. A la mitad del camino que va al cerro por detrás de la ciudad, y cerca a un horno donde queman ladrillos, utilizando como leña ramas más delgadas que las del avellano, se encuentra el sitio donde entierran a los suicidas y, según dicen, a algunos malhechores. Se los entierra como animales y con ellos perece también su recuerdo. Sin embargo, la pobre mujer que vive en un rancho cercano no se atreve a salir de noche, ¡como si las miserables paredes de su vivienda, que ni siquiera detienen el viento, pudieran defenderla de fantasmas! Y ya que estamos tratando el tema de la muerte, anotemos también que el uso de ataúdes en la Nueva Granada es relativamente nuevo, pero aunque la costumbre se está generalizando, son todavía muy caros. Cuatro presos vigilados por soldados con fusiles cargados llevan a los pobres a su última morada. Creo que sería conveniente construir bóvedas en nuestros cementerios. Pasar del tema de la tumba al del médico es simplemente retroceder un paso, pero quiero que quede muy claro que lo hago sin el menor ánimo de faltarle al respeto a esa profesión o al doctor Merizalde. No conozco a nadie más sencillo que este médico tan piadoso y tan respetable. Su biblioteca privada es la más interesante que he conocido en el país y digna de una descripción más detallada de la que el espacio me permite hacer. Esta biblioteca contiene muchos libros raros, algunos de los cuales cuentan doscientos años y otros son copias de libros que se han perdido en

Europa debido a que la prolífica producción de las casas editoriales hace que se olviden los más viejos o a causa del uso continuado y excesivo de los volúmenes. Pero los libros que llegan a la colección del doctor Merizalde no corren esa clase de peligros. Y a propósito, el cazador de libros raros encontraría un campo muy abundante en las viejas bibliotecas de la Nueva Granada. El doctor Merizalde es el médico principal del hospital. Lo encontré allí muy de mañana, en las horas que dedica a su obra de amor. El bondadoso anciano va de cama en cama con la ternura de un padre y seguido por numerosos estudiantes. Me llamó la atención la cantidad de pacientes que vi con un bizcocho en la mano, hasta que observé que el doctor llevaba un pañuelo azul, amarrado en las cuatro puntas, donde cabían muchos ydel cual los sacaba sigilosamente para dárselos a los pacientes sin que nadie se diera cuenta. El hospital es el antiguo convento de los Hermanos de San Juan de Dios. Cuando lo construyeron lo pusieron en manos de la comunidad como la mejor solución, pero la historia monástica de Bogotá ha sido horrible. La única orden que no ha dado motivos de escándalo y murmuraciones es la de los jesuitas. Dígase lo que se diga de estos ahora, no hay duda que en otras épocas fueron fieles al gobierno y que el primer destierro a que se los sometió fue medida cruel y equivocada, dictada por motivos diferentes a los religiosos. Pero los religiosos de San Juan de Dios, con espacio suficiente y la despensa llena, limitaron el número de pacientes que podían recibir, hasta que el Gobierno se vio obligado a suprimir la orden y a poner el hospital en manos de la gobernación provincial. Sin embargo, según entiendo, el hospital no recibe ningún auxilio de la tesorería de la Provincia. El hospital está en malas condiciones; los cuartos son viejos, los ladrillos del piso están muy rajados y cada grieta es un depósito de mugre que posiblemente viene acumulándose allí desde el siglo pasado. Todo parece mal diseñado y necesitar una reforma completa, pero para eso se requerirían fondos que no creo vayan a estar disponibles en mucho tiempo. La cocina, sucia e ineficiente, no tiene ollas grandes para cocinar en gran escala, ni ningún aparato que haga más eficiente el trabajo. Parece como si se preparara individualmente la comida de cada paciente y da la impresión de que toda la instalación de ella fuera algo pasajero. El dispensario también está en un estado vergonzoso y tampoco podrá funcionar eficientemente sin una reforma a fondo. Posiblemente las medicinas sean de pésima calidad, ya que todo lo que las rodea lleva el sello del más completo abandono. Las enfermedades, naturalmente, son diferentes a las que predominan entre nosotros. Hay muy poca tuberculosis; en realidad no recuerdo haber visto ni un solo caso; en cambio, la disentería es la primera en la corte de la muerte. En vano intenté conseguir estadísticas sobre el particular, pues no existen, y lo único que puedo hacer es presentar mi opinión de que aproximadamente una tercera parte de las muertes, si no la mitad, es causada por esa enfermedad. Me llamó la atención el número reducido de pacientes mentales, pero su situación es lamentable y creo que muy pocos se recuperan. El hospital no recibe sifilíticos y debe rechazar a muchos pacientes que buscan admisión por otras enfermedades. El doctor Merizalde me aseguro que si se desocupara el hospital y se lo dedicara únicamente a atender enfermos de sífilis, volvería a llenarse en un día. Como es natural, en el viejo convento no faltan los cuadros ilustrativos de la vida del santo patrono. En uno de ellos vi dos diablos que lanzan a éste, como si fuera una pelota, del uno al otro. Y también observé el que describe Steuart, pero lo recuerdo muy distinto: en vez de un monje colgando a un hereje, me pareció que el diablo estaba estrangulando a un hombre con una soga o con la cola, y que el santo intervenía para salvar a la víctima. No importa mucho cuál de nosotros dos tenga la razón; solo me interesa dar esta interpretación más caritativa, pero si soy yo el equivocado, tanto peor para el diablo. Hablando de cuadros noté uno que debo confesar me sorprendió mucho verlo colgado en la puerta de la iglesia, en una fiesta importante. En esas ocasiones es frecuente que presten cuadros y

cualquier rostro de hombre o mujer se acepta inmediatamente como si fuera el de un santo. Pero al que me refiero no daba mucha cabida para despertar sentimientos piadosos porque representaba al monje Abelardo enamorando a Eloísa. Mencioné el incidente en casa y una señora que estaba de visita se mostró muy bien informada sobre esa vieja historia de amor, demasiado bien informada, según mi opinión. No tengo una idea muy buena de la Escuela o Facultad de Medicina. Probablemente la mitad de la población nunca ha pagado honorarios médicos porque es mucho más barato dejarse morir. Los únicos médicos a quienes me atrevería a acudir en Bogotá serían el doctor Cheyne, un caballero escocés que se casó aquí hace muchos años, y uno o dos granadinos que estudiaron en París; pero afortunadamente nunca tuve necesidad de ir donde ninguno. Me cuentan que los bogotanos son muy renuentes a pagar honorarios altos a los médicos y me parece que fuera de las ciudades no hay ningún porvenir para el ejercicio de esta profesión. La asistencia médica no cubre ni una décima parte de la población y la mayoría, desde la cuna hasta la muerte, la desconoce totalmente. En Bogotá hay cuatro o cinco boticas que parecen ser bastante buenas, aunque no tan llamativas como las mejores de Norte América, pero están bien manejadas y atienden bien a los clientes. La que conocí mejor fue la del doctor Lombana y estoy seguro que si la receta está formulada empleando las medidas que utilizan aquí, son capaces de despacharla correctamente. La forma más segura sería que toda receta se escribiera en granos de 77/100 granos, lo cual es un dato útil de recordar, el problema es que lo hagan. La diversidad de los idiomas de la tierra no es más desconcertante que la diversidad de pesas y medidas, y los granadinos las han cambiado con tanta frecuencia que las manejan sin ninguna seguridad. En estos momentos el sistema legal es el francés, el cual yo creo que debería universalizarse. Algo que llama la atención es que aquí se utilizan los mismos remedios que en Norte América. Como no hay farmacéuticos, hasta la ipecacuana y la zarzaparrilla las traen de los Estados Unidos o Europa. La farmacopea es la española antigua, pero la mayoría de los libros médicos que se utilizan en la Nueva Granada están en francés, así que no se puede considerar como médico competente al profesional que solo sepa leer español. Después de conocer el hospital lo natural es seguir con la cárcel. Fue una visita de la que hubiera querido excusarme, pero el jefe político ofreció acompañarme y como las cárceles son precisamente sitios sobre los que se debe decir la verdad, no pude negarme a la invitación. La prisión provincial está en la misma manzana donde funciona el Congreso y a menos de doscientos pies de la curul del Presidente del Senado. La entrada se encuentra en la calle que pasa por la esquina sur de la plaza y está siempre vigilada por soldados. Es muy pequeña y bastante sucia y solo tiene corredores en dos lados del patio, que en realidad es la mitad de uno que dividieron con un muro alto de ladrillo. Aseguran que ya no existe prisión por deudas; no obstante, vi a varios deudores insolventes. Uno de los cuartos estaba acondicionado como capilla con un altar muy pobremente arreglado, y por la noche servía de dormitorio. En el edificio duermen los presidiarios que durante el día trabajan como basureros, enterrando pobres, etc., siempre bajo la vigilancia de soldados. Con la sola excepción de la Casa de Reclusión de Guaduas, todas las prisiones en la Nueva Granada son espantosas, pero sería injusto culpar al gobierno, pues aunque las autoridades quisieran mejorar la situación no pueden hacerlo porque el gobierno es demasiado pobre y está incapacitado para mantener funcionarios idóneos y costear edificios nuevos. Y con celdas repletas y salarios bajos, ni el mismo Howard, aunque viviera todavía, podría evitar que la cárcel de Bogotá fuera lo que sin duda alguna es, una vergüenza.

EL VALLE DEL ORINOCO

Hidrografía — El páramo de Choachí — La cordillera de Bogotá y las provincias que hay en ella — La selva oriental — Fuentes termales —Resguardos indígenas — Sacerdote afortunado — Penitente astuto —Planta de cabuya — Laguna Grande — Tesoros escondidos — El asesinato del rey chibcha — El señor Quevedo — Bolívar — Joaquín Mosquera —Rafael Urdaneta — Domingo Caicedo — José María Obando — Francisco de Paula Santander — Seis administraciones y tres rebeliones — Asesinato y misterio — Sucre, Sardá y Mariano París — Une — Páramo de Cruz Verde — Plantas raras.

Había visto que los campesinos que bajan de los páramos a Bogotá traen plátanos y naranjas que no se dan en esas altitudes, por consiguiente, más allá del páramo debí a haber tierra caliente y yo quería conocerla. Me dijeron que fuera a Ubaque y a Ubaque decidí irme. Pero ¿dónde quedaba ese sitio? ¿Acaso en la cuenca del Orinoco? Eso me parecía prácticamente imposible y resolví preguntarle a un militar, quien me aseguró que las aguas de esa región eran tributarias del río Bogotá, y al mismo tiempo me habló de sembrados de caña y de plátano. Cuando yo le sugerí que un río no podría subir desde tierras donde se diera el plátano hasta la Sabana, admitió que efectivamente eso era algo imposible. Bogotá está en el propio límite de la cuenca del Orinoco, pero las nociones hidrográficas del país no son muy exactas y muchas de las regiones que se cree que desaguan en el Magdalena, lo hacen en realidad en el Orinoco. En la mayoría de los mapas la Cordillera Oriental o de Bogotá aparece como una cadena bien delimitada que corre derecha en dirección nororiental. El mapa de Mosquera sitúa a Bogotá a mitad de camino entre esta cadena de montañas y el Magdalena, quizá más cerca del río. En el mapa de Tanner, de Colombia, hecho en 1829, que es el mejor hasta ahora, la laguna de Tota y el campo de batalla de Boyacá aparecen situados demasiado al occidente de la cordillera, y tuve que corregir en dicho mapa la salida que Tanner le da a la laguna por el Sogamoso e indicarle otra, al lado opuesto, por el río Upía, el cual atraviesa una alta cadena montañosa para llegar al Meta y al Orinoco. El mapa de Acosta, el mejor geógrafo granadino hasta la llegada de Codazzi, cometió el mismo error de Tanner. Hay otro mapa que sitúa a Bogotá a todo el oriente de los Andes, ¡nada menos que en los llanos del Orinoco! En todas mis excursiones anteriores había usado botas pero esta vez estrené una nueva clase de “chaussure”, los alpargates o alpargatas. Imagínense una estera de cordón trenzado al que primero enrollan dándole la forma exacta del pie y luego cosen con una aguja larga, de un lado al otro, a todo lo ancho. Arriba le cosen una cobertura para el pie pero la punta queda abierta de manera que se ve el dedo gordo. En el talón amarran una tira que se ajusta con una cuerda tejida, de colores vistosos, amarrada por delante sobre el empeine. En la ilustración el alpargate aparece como pantufla y para el conocedor es extraño que la manga del pantalón quede tan encima del alpargate.

Alpargate o alpargata.

Para caminar no hay nada que proteja los pies como el alpargate; no los calienta, se ajusta a sus movimientos y permite un paso más seguro porque se adapta mejor al terreno. Si tuviera que ganarme la vida caminando, lo más probable es que lo hiciera en alpargates. En Bogotá, el par vale quince centavos; en el Cauca son de peor calidad y más caros. Yo me acostumbré a usarlos y ya no puedo pasarme sin ellos. Es curioso que me es difícil encontrar alpargates suficientemente grandes. No acostumbro mirarle los pies a la gente, pero existe unanimidad entre los observadores sobre que esta es una tierra de pies bonitos, lo cual me imagino que quiere decir que son pequeños. La mejor prueba que podría presentar al respecto es que nunca me he medido unos alpargates que me quedaran grandes, a pesar de que siempre que se ha presentado la ocasión he podido usar las pantuflas que me han prestado distintos caballeros. Hay tres caminos a Ubaque, pero como a mí me gustan las vueltas largas, con la venia del lector iremos por Choachí, pasando por El Boquerón, en el que ya estuvimos mucho rato, y luego cruzaremos el catión que se ve desde Monserrate. Exactamente a la salida del Boquerón hay una venta y quien de allí se vuelva para mirar atrás estará de acuerdo conmigo en que ningún camino ha atravesado jamás un desfiladero más escarpado. Si estuviera a cien millas de Nueva York en vez de a dos millas de distancia de Bogotá, sería una atracción turística, pero aquí son muchas las bogotanas que no lo conocen. En la Nueva Granada aprecian poco lo sublime, quizá por tenerlo en tanta abundancia. Seguimos ascendiendo continuamente por senderos que el uso continuo ha gastado, a veces empinados, pero en largos trayectos casi planos. En la boca del Boquerón dejamos el río San Francisco que en ese sitio lo forman innumerables arroyos que vienen de todas las direcciones. Pero ¡ qué camino tan solitario! Parece que atravesara tierras que hubieran sido abandonadas, y con razón, por no ser habitables para el hombre. En algunos lugares el camino se bifurca en varios senderos, todos malos y que confluyen luego en un callejón tan estrecho que es difícil que al lado del viajero pase una pobre mujer con un enorme bulto de carbón sobre las espaldas, cubierto de hojas de frailejón. Y el ascenso continúa. Nos damos cuenta de lo que hemos avanzado mirando las montañas que se elevan detrás de nosotros, y sobre todo la iglesia de Monserrate, que ya no vemos destacarse contra el cielo claro sino contra la sierra azul que se divisa al otro lado de la Sabana. El frailejón empieza a ser más abundante y la vegetación adquiere un colorido más opaco. Guadalupe también desaparece de la vista, como también las montañas que sobriamente dominan a Bogotá, con sus cimas rodeadas de nubes oscuras, mientras la ciudad goza de un tiempo hermoso. Todas ellas se desdibujan y por encima del pico más alto contemplamos la Sabana y mucho más allá podríamos ver el Quindío si no lo taparan las nubes. Sin embargo, seguimos subiendo. Finalmente ganamos la última cumbre. Frente a nosotros se extiende, muchas millas al oriente, una llanura ondulante y donde ésta comienza se halla la primera casa que encontramos desde que dejamos la venta a la salida del Boquerón. Pero ¡qué casa más infeliz! Aparte de una pequeña parcela sembrada de papa y de arracacha, no hay nada que aliente al espíritu del hombre. Al lado de esto, Siberia debe ser un paraíso. Largo y desolado fue el camino por el páramo de Choachí, y así y todo, no merece ese nombre pues es demasiado bajo y caliente para ser un páramo. Vimos

varias casas y me cuentan que cuando hace mal tiempo los campesinos tienen que quedarse encerrados. Confieso que no logro explicarme porqué esta llanura es mucho más fría que las llanuras africanas. El sol las ilumina con igual intensidad, y el aire que es dos veces mas enrarecido no puede desvanecer tan rápidamente el calor. Quizá se deba a que la superficie está mucho más lejos del fuego interno de la tierra, que es la fuente principal de calor, y que los rayos del sol contribuyen mucho menos de lo que pensamos a calentar la tierra. La primera parte de la nieve que se derrite en la primavera es la que está debajo de las capas superficiales y la tierra se deshiela antes de que le den los rayos del sol. Así me imagino que las aguas que descienden de nieves perpetuas proceden también de esas capas inferiores de nieve. Sin embargo, no es extraño que la temperatura de los sitios más bajos en la Nueva Granada sea menor de la que les correspondería por su elevación o, si ustedes prefieren, por el espesor de la capa terrestre sobre la cual están situados. Las brisas que refrescan el rincón de Vijes proceden del oriente y veinte minutos antes están en sitios altísimos y helados. Pero si el viento sopla del oriente, es posible que haya pasado durante dos horas por regiones calientes y ya no sea tan frío; y si viene del sur, será todavía más caliente. Pero difícilmente llega una ráfaga del norte que no haya estado jugando un rato antes en algún picacho cubierto de escarcha. Por esta razón el que quiera conocer un ejemplo típico de lo que es el clima en la zona tórrida no deberá buscarlo en la Nueva Granada, y creo que debido a estas circunstancias muchas plantas tropicales no podrían vivir aquí sino en invernaderos. Por último, ellas explican porqué razón los granadinos no saben lo que es una noche verdaderamente calurosa. Pero esta charla, aceptable para los lectores que están soportando estaciones caniculares, es tema demasiado frío para proseguirlo en el páramo de Choachí; así que apresurémonos. Al frente de nosotros se elevan unos picos que me gustaría escalar pero que la falta de tiempo y la prudencia me lo impiden. Si de pronto el páramo “se pusiera bravo”, mal lo pasaríamos y mal comeríamos aun en el caso de que lográramos llegar a una de esas chozas desoladas, sin ventanas y sin chimenea. ¡Qué silencioso es el páramo! No hay pájaros, no hay insectos, y quizá debido a la atmósfera rarificada no se oye el murmullo de los arroyos. Bebí el agua helada inclinándome en un puente natural formado por una piedra plana sobre un riachuelo tributario del Orinoco. A una hora de camino cruzamos la vertiente y recuerdo el trabajo que me dio descubrir la palabra hoya que utilizan aquí para expresar cuenca hidrográfica, pues parece que a la gente inteligente no se le ha ocurrido idear otra mejor. Todos los arbustos en estas alturas son singulares, pero vi uno que me llamó especialmente la atención pues tiene hojas tan grandes como las del manzano, blancas por debajo y con un sabor acre. Es el conocidísimo Drymis Winteri,que aquí no utilizan mucho como remedio y que como lo llaman canelo, lo confunden con el árbol de la canela, pero este es mucho más agradable y no tiene el sabor fuerte del canelo granadino. Estábamos acercándonos al límite oriental del páramo y quedé asombrado de lo ancha que es la cima de la montaña, lo cual es normal en toda la cordillera de Bogotá. En ella, al norte están situadas provincias enteras, y en las de Vélez, Socorro, Tunja, Tundama y Pamplona son muy pocas las ciudades importantes localizadas en tierras donde se da la caña. Las cumbres de esta cordillera son el jardín de la Nueva Granada y de toda Sur América. En ninguna parte de América, excepto en algunos lugares de los Estados Unidos, hay una población tan densa como la que habita en este mar de montañas. Lo único que le falta para ser una de las mejores razas de la tierra es educación adecuada. Es proverbial el ánimo emprendedor de los socorranos, y todos los habitantes de las tierras frías son de suyo muy trabajadores.

La naturaleza ha sido también pródiga con las riquezas minerales. Al norte de la Sabana están las minas de sal de Zipaquirá y un poco más allá, en Pacho, las de hierro. Todas las esmeraldas del mundo provienen de Muzo y Somondoco. Al norte de Muzo está la mina de cobre de Moniquirá, y por último, para no mencionar el estaño, el plomo y el azufre, que no se explotan sistemáticamente, están los yacimientos auríferos de Piedecuesta. Pero el más valioso de los depósitos minerales es el carbón, y aunque en la Nueva Granada quizá sea menos abundante que en Inglaterra o en Pensilvania, dadas las actuales necesidades del país, es prácticamente inagotable. En el límite oriental de la cordillera se encuentran muchas crucesitas que posiblemente las personas que sobrevivieron al ascenso colocaron en acción de gracias o quizá otras que buscaban la protección del cielo para llegar abajo sin ningún hueso roto. Pero cualquiera que espere contemplar desde aquí los llanos sin límites del Orinoco quedará decepcionado porque este sitio está más o menos a la mitad del camino entre ellos y el Magdalena, así que lo que se contempla desde este sitio es un abismo insondable, y más allá montañas que se elevan nuevamente, una tras otra, de tal manera que a simple vista es imposible saber que ya se ha cruzado la parte más alta de la cordillera. ¿Cómo se llaman estas montañas? ¿Quiénes las habitan? ¿Qué poblaciones hay a sus pies? Ninguna tiene nombre y todas son inutilizables para el hombre. En la base de las montañas hay unas trochas horribles que los viajeros no transitan. Casi la mitad de las aguas de la Nueva Granada desembocan en el Orinoco y en el Amazonas, pero de los 2.243.730 habitantes del censo de 1851, únicamente 51.072 viven en esta región y en las tierras frías que desaguan en el Magdalena. De estos, 28.873 están en los cantones de San Martín y Cáqueza de la provincia de Bogotá, que es la principal, un imperio que se extiende del Magdalena al Orinoco; 18.523 en la provincia de Casanare y 3.676 en los vastos territorios de San Martín y Mocoa, cuyos límites la ley todavía no ha demarcado. Y en todo este inmenso espacio no hay más que siete oficinas de correo. Aquí tenemos, pues, un mundo del futuro, habitado únicamente en la periferia por algunos indios civilizados. Cáqueza, a un día de viaje desde Bogotá (25 millas), es lo más lejos a que llega la mayoría de la gente, y hasta allí hay poblamiento, aunque muy escaso; pero pasando Cáqueza reina la soledad absoluta.

Cabalgando en un sillón

Haciendo una pausa antes de empezar el descenso miremos el grupo que acaba de aparecer en la hondonada y que se ha detenido para ponerse ropa apropiada al clima por donde va a pasar. Si se desenvolviera como a una momia al personaje principal, a quien el observador desprevenido podría considerar como un bulto puesto de cualquier manera sobre la mula, resultaría ser una dama bogotana bastante elegante, cuya condición actual no es la más apropiada para dedicarse al

alpinismo. Poreso tuvo que hacer esta excursión sentada en un sillón, montura parecida a las usadas en Turquía y en Europa, pero que no son nada seguras ni aconsejables, a menos que la señora sea totalmente incapaz de montar a caballo. Como pueden ver, los pies quedan al lado contrario del que quedarían en una silla de montar de señora. El sillón, de cuero rojo con adornos de plata, está lo suficientemente bien acolchonado para ser cómodo cuando la bestia va al paso de un buey, pero para esta es más incómodo que una montura ordinaria. Detrás viene a caballo el marido con el primogénito en brazos. Pero el personaje que más me intriga es el hombre a pie. Obviamente no es indio y el sombrero es el de un caballero; pero el bulto que carga, los pantalones enrollados y las alpargatas, indican que está afrontando circunstancias a las que no está acostumbrado. Mi explicación no es muy caritativa y quizá sea errada, pero me imagino que los tres viajaron a Choachí o a Ubaque a veranear y jugaron y perdieron todo el dinero. Habían ido en cuatro mulas alquiladas y con un carguero para el niño, pero al regreso tuvieron que recortar gastos y dejar parte del equipaje para subirlo en otra ocasión y empeñar la otra silla. Esta historia explicaría toda la escena. Una diferencia de cien pies en la altitud produce cambios considerables en la vegetación. Más abajo encontré una planta maravillosa que al principio se me pareció a la madreselva, pero con flores de color escarlata de tres pulgadas de largo y que resultó ser un arbusto que crece ocho pies, el Loranthus. En otra ocasión al oriente del Boquerón encontré una especie más bajita, la L. Mutisii, que tiene flores de seis pulgadas de largo, y también he visto otra con flores amarillas más pequeñas. En ese mismo sitio crece un arbusto melastomáceo bellísimo y más adelante me entusiasmé por las flores de unos árboles altos de ese orden, pero todos mis esfuerzos por cogerlas fueron inútiles. Karsten y Triana presentaron esta especie como Codazzia rosea. En ese lugar cogí una flor amarilla, una Loasa que no sabía que pica como si fuera una avispa. Poco antes de entrar al bosque me detuve en una venta con unos campesinos que había encontrado en el camino. Sacaron algunas provisiones de las mochilas y se pusieron a almorzar. Uno de ellos me ofreció tímidamente un pedazo de chicharrón, bocado muy apetecido, pero lo rechacé, aduciendo que no tenía nada de hambre. Al pie del cerro estuve en un manantial de aguas termales azufradas, las que llevaban por una acequia hasta una caseta para bañarse y por otra conducían agua fría para reducir hasta un punto soportable la temperatura de las primeras. De la fuente se escapa mucho gas que parece ser ácido carbónico. Desafortunadamente no había llevado termómetro, pero las aguas parecían lo bastante calientes como para cocinar huevos. Es curioso que estas aguas termales no sean más conocidas y visitadas, quizá porque a los bogotanos les gusta bañarse en agua helada y más que calentar el agua prefieren enfriarla. En la Sabana de Bogotá hay fuentes termales que me hubiera gustado conocer, pero solo supe de ellas cuando ya me iba a ir. Las de Tabio, a unas veinte millas al norte de Bogotá, tienen una temperatura de 114ºF. mientras que cerca corre una quebrada cuyas aguas tienen una temperatura de 53º También hay otras en Suba, a diez o quince millas al norte de la capital. Desde la fuente, que queda un poco fuera del camino, seguí hacia el sur, a Choachí. Este es un pueblito situado en una planicie en la ladera y a una milla o más del riachuelo que ruge al pie de la montaña. Las riberas del río están densamente pobladas de indios y en toda la región no había visto tantos cultivos como aquí. Contemplar el paisaje de la tierra cultivada me produjo un placer increíble. El distrito de Choachí cuenta con 4.691 habitantes, y Ubaque, que está un poco más adelante, tiene 3.399, mientras que el distrito de Fómeque, al otro lado del río, 6.645. La proporción de sangre blanca en toda esta población es muy reducida. Una medida legal de carácter benévolo hizo que estas tierras quedaran en manos de los indios, impidiéndoles que las vendieran, excepto bajo ciertas condiciones; pero al difundirse la idea de

libertad, se vio que no era democrático restringir la libertad individual. Varias legislaturas provinciales están estudiando ahora este asunto; en algunas provincias la tierra de los resguardos solo se puede vender en subasta pública, pero en otras cualquier persona que logre convencer a uno de estos indios ignorantes de que le venda la parcela, la puede comprar, por más barato que sea el precio. Me duele saber que muchos han vendido sus tierras. Uno de los más acuciosos compradores de tierras de resguardos es el cura de Choachí, quien es hoy dueño de una extensión que antes ocupaba una veintena de familias. Hablando con uno de los fieles de la parroquia, le pregunté por pura maldad cómo era la moza del cura, y el muy simple, sin sorprenderse nada por la pregunta, me dijo que muy bonita. Sin embargo, me parece que es de Choachí de donde cuentan la historia de un simpático truco en el confesionario. Un indio se fue a confesar y en una cruz que había junto al camino dejó a su compañera diciéndole que lo esperara allí. El párroco, que odiaba el concubinato porque le disminuía las entradas por concepto de derechos de matrimonio, le preguntó: “¿Estás casado?”. “No señor”. “¿Vives con una mujer?”. “He vivido con una, señor, pero la dejé en la cruz”. El cura entendió que la cruz se refería a la fiesta de la Santa Cruz, que había ocurrido hacía mucho tiempo, y entonces resolvió que el pasado, pasado era, y José se escapó con una penitencia leve. Arreglado el asunto a mutua satisfacción del cura y del penitente, este regresó a la cruz, recogió la compañera y juntos se fueron a casa. Choachí dista mucho de ser un pueblo bonito. Las casas son de un piso y tienen techo de paja; las pocas claustradas parecen más bien cuatro chozas seguidas. La plaza es pequeña y a mí me gustaría mucho más vivir en la cuesta del frente. Sin embargo, la vecindad de las fuentes termales y otras razones le dan un aire de veraneadero. El grabado de la página anterior enseña la mejor muestra de las costumbres y de los trajes europeos que he visto hasta ahora, pero parece inverosímil que todos los seis personajes, vestidos con ropa exclusivamente importada, se hayan encontrado el mismo día en Choachí. Es tanto el cuidado que han puesto para eliminar cualquier detalle autóctono en el vestido, que no es difícil pensar que también los importaron a ellos empacados en aserrín. Para mí tienen mucho más interés las dos figuras de los indios. La mujer está vendiendo granadillas y se encuentra sentada al lado de la jaula vacía que utiliza para vender gallinas. La forma como lleva la mantellina, suelta en la espalda, muestra que es una reinosa o habitante de tierra fría. Al principio el Nuevo Reino de Granada no incluía las costas, y por eso hoy les dicen reinosos a los habitantes del interior del país, y calentanos a los que viven en tierra caliente. Pero la persona del grabado que más me llama la atención es el muchacho que va de Fómeque a Bogotá para vender aves y otros artículos, que protege con una piel de cabra, también para la venta. Se ha quitado el sombrero para saludar a los señores importantes con un Sacramento del altar, pero ellos están tan ocupados examinando las granadillas que ni siquiera se dan cuenta de su existencia. El muchacho lleva un pañuelo amarrado en la cabeza, y una camisa y una ruana pesada le protegen el cuerpo. Debajo de los zamarros cortos posiblemente lleva unos calzones más cortos todavía, de manera que los tobillos y el empeine quedan expuestos a todos los peligros. Únicamente la planta del pie está protegida por las albarcas de cuero, que son muy inferiores a los

alpargates, excepto cuando se camina en el barro. Por lo general las albarcas no se amarran tan bien como se ve en el grabado, comúnmente tienen un lazo para meter el dedo gordo y con otro las atan en el talón. En Choachí dejé el camino principal y subí por los sembrados hasta que empecé a sentir bastante frío, y para que me indicaran el camino me detuve en un rancho con techo de dos aguas y el costado norte completamente abierto. Adentro un grupo alegre de indiecitas trabajaba al parecer preparando hojas de fourcroya, planta que debo describir porque es muy importante. En inglés la llaman aloe y century plant, pero esta última no es un Aloe sino el Agave Americana y la fourcroya no es ni Aloe ni Agave. Como el Agave, la fourcroya crece lentamente, tiene hojas de tres a cuatro pies de largo, cinco pulgadas de ancho y media pulgada de grueso. Después de vegetar durante años produce un bohordo de diez a veinte pies de altura, del cual brotan flores y bulbos y luego muere la planta. Aquí se conoce como maguey, cabuya o fique. El meollo del bohordo, que a veces tiene seis pulgadas de diámetro, se utiliza como yesca después de que chamuscan las puntas de las fibras. De las hojas se extrae una fibra parecida a la que se conoce como cáñamo de Manila, para lo cual dividen las hojas y luego con dos palos duros y bien apretados en un mango, van raspando por ambos lados la epidermis y la parénquima hasta no dejar más que las fibras, que son del largo de la hoja. En la manufactura de la pita no utilizan ningún otro aparato. Después retuercen las fibras para hacer cuerdas y lazos, las tejen para fabricar guambías, mochilas y talegas, o las trenzan para hacer alpargates. Si hubiera mayor demanda de fique en el mercado podría sembrarse en grandes cantidades en las lomas secas que actualmente solo sirven como potreros. Me imagino que la fibra se podría sacar pasando la hoja solo una vez por entre un par de rodillos de hierro que quedaran muy cerca el uno del otro La fourcroya es una planta de la familia de las amarilidáceas y dicen que la fibra más fina y costosa, la pita, la extraen de una planta de la familia de las bromeliáceas, pero no he visto las flores ni cómo tratan las hojas. De las hojas de la piña, la reina de las bromeliáceas, sacan una fibra todavía más fina, que hoy la utilizan para hacer pañuelos costosísimos que venden en las ciudades de los Estados Unidos. Pues bien, decía cómo estas pobres indiecitas, en una estribación de la montaña, aisladas de la capital únicamente por unas cuantas millas de páramo y de riscos, estaban retorciendo cabuya en ese rancho pobrísimo. La súbita aparición de un extranjero en su rincón de mundo las alarmó mucho, y cuando les dije que todo lo que quería era saber el camino a Laguna Grande, sintieron gran alivio. Es cierto que los indios sufren menos atropellos por parte de los españoles, de los que tendrían que soportar si estuvieran en manos de los peores forajidos de la raza anglosajona, pero también están menos protegidos por la ley de lo que estarían en los Estados del Norte, donde los tribunales aceptan el testimonio de los indios. ¡Pobre raza! En el infierno del Dante algunos de ellos deberían estar dedicados única y exclusivamente a torturar conquistadores y legisladores. Había llegado hasta el borde del costado oriental de la cordillera donde están las tierras cultivables que hay más arriba de Bogotá, el páramo, en la altiplanicie, y las laderas laborables que se extienden en la vertiente oriental, hasta el río que vela correr a mis pies. Seguí caminando hacia el sur hasta llegar al frente de una pendiente abrupta y en el fondo vi la laguna, de varias hectáreas y llena casi hasta los bordes de aguas oscuras, quietas y frías como la muerte. El lago Averno en el verano debe ser risueño en comparación con éste, pero en un invierno sombrío ambos se parecerían tanto como un par de mellizos. El verano nunca alegra a Laguna Grande, desde el principio de los tiempos hasta hoy reina en ella el otoño perpetuo y el sol alterna con la niebla y las tempestades. En las márgenes, la franja de arbustos crece sobre terreno fangoso y tremedal y dicen que el centro de la laguna tiene una profundidad insondable. Nunca se oye el canto de un ave en este rincón escondido, y si no fuera por el gusto de los reinosos por las tierras heladas de las montañas andinas, nadie jamás lo hubiera descubierto.

Mientras contemplaba la laguna pensé para mis adentros que ese sitio es maravilloso para mantener vivas leyendas y tradiciones, que es imposible que exista un lugar más adecuado para fantasmas, duendes y tesoros escondidos. Y esta impresión fue tan fuerte, que lo primero que pregunté a unos amigos con quienes me encontré después fue, “¿No hay tesoros escondidos en el fondo de la laguna?”. “Dicen que hay riquezas incalculables, señor”, me contestaron. “Cuenta la tradición que en un festival anual el Zipa navegaba al centro de la laguna llevando innumerables adornos de oro y esmeraldas, que luego, durante la ceremonia, se quitaba uno por uno e iba arrojando al agua”. “¿Y

nunca

han

intentado

recuperarlos?”.

“Muchas veces han pensado hacerlo, pero jamás lo han llevado a cabo”. Además de los tesoros que sumergieron los indios en la laguna para la gloria de los dioses, es muy probable que allí hayan arrojado otros por odio a los españoles. En 1538 o en 1539 Zaquesazipa, el último Zipa de los Muiscas, murió cerca a Bogotá “de tremendas calenturas”. Se supone que estas calenturas o quemazones hacen referencia a las herraduras calentadas al rojo vivo con que le quemaron los pies, y a otros tormentos parecidos a que lo sometieron Jiménez de Quesada, el conquistador, Hernán Pérez su hermano, Suárez Rendón y García (Zorro), con el fin de hacerlo confesar dónde estaban los tesoros de su primo Tisquesusa, cuyo reino él había usurpado cuando Jiménez de Quesada asesinó al primero. Esos tesoros, si es que existieron, no se recuperaron nunca; es probable que si el Zipa buscaba hacerlos desaparecer para siempre, los haya arrojado a estas aguas oscuras y tranquilas; pero también existe la posibilidad de que haya preferido enterrarlos en algún sitio escondido. Y ahora, sentado escribiendo mis experiencias de ese día, se me ocurre que Laguna Grande puede ser en realidad el cráter de un volcán. La laguna está en una montaña muy escarpada y al norte y al occidente hay elevaciones abruptas pero escalables, y hacia el oriente el piso se levanta ligeramente unos diez pies sobre el nivel de la laguna, para descender luego en forma rápida. No se me ocurre otra explicación sobre su origen, y no observé ninguna formación diferente a la de terrenos areniscos. Cerca a la laguna había dos o tres ranchos de indios, cuidados por perros bravos. Por falta de tiempo y creyendo que volvería otro día, no observé el sitio con el detenimiento que ahora lamento no haberle dedicado. Después de un ascenso largo y escarpado llegué a Ubaque, que es apenas un conjunto de ranchos situados un poco más arriba del nivel de la caña y es otro veraneadero de los bogotanos, inferior a otros, pero más accesible. Confieso que yo preferiría ir al valle de más abajo, donde se ve el humo de los trapiches, porque este sitio me parece todavía muy frío. La plaza de Ubaque ocupa casi toda la tierra plana que hay en la población; a un lado se apeñuscan las casas contra la loma y al otro hay un barranco profundo. Un torrente impetuoso, tan frío que en medio minuto lo hace a uno tiritar, se precipita en busca del río que corre por el valle y, según los bogotanos, es un sitio delicioso para bañarse; ellos son capaces de quedarse en el agua hasta media hora cada vez, mientras que yo tuve que salirme volando. La idea de volver a bañarme allí es tan agradable como pensar en que me entierren desnudo en un banco de nieve. En Ubaque estuve hospedado en casa de una excelente familia venezolana, los Quevedos. El señor Quevedo, oficial de la guerra de independencia, vive en Bogotá de sus ahorros, de su medio sueldo y de sus dotes musicales. Me da pena admitirlo, pero tengo que confesar que esta y otra familia venezolana, la del Coronel Codazzi, fueron las más interesantes que conocí en Bogotá.

Quizá sea porque las comprendí mejor o porque ellas supieron hacerme sentir más cómodo cuando las visitaba. También creo que en la Nueva Granada hay pocas damas tan bien educadas como las señoras de estas dos familias. El señor Quevedo es gran admirador de Bolívar, y me place decir que, en general, estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero me gustaría tener información más detallada sobre las concesiones que el Libertador hizo al clero, aunque no creo que haya actuado movido por mezquinas ambiciones de poder. Me parece una medida equivocada la elección de Joaquín Mosquera para sucederlo en la presidencia, y estoy por creer la sugerencia de Samper de que “la juventud bogotana” se inmiscuyó más de lo debido en remover a Bolívar de la presidencia. Me imagino el desconsuelo del viejo héroe al dejar las riendas del gobierno en manos tan débiles como las de Mosquera. No creo que Bolívar haya tenido nada que ver con la revolución en que Urdaneta —después de la batalla del Santuario, en Puente Grande, en septiembre de 1830— derrocó esa administración deficiente. Urdaneta, buen oficial subalterno, nunca tuvo madera para ser jefe supremo del país, y su rebelión que, hasta donde yo sé, no tuvo más motivos que la ambición personal, causó enormes perjuicios y no le trajo a él ni a su facción ninguna ventaja, ya que nueve meses más tarde, el 15 de mayo de 1831, lo derrocaron con la misma facilidad con que había caído su antecesor. Y ¿qué fin tuvo Joaquín Mosquera? Parece que no volvió a ambicionar el poder ejecutivo, pues en el corto tiempo que siguió al retiro de Bolívar el poder supremo pasó de mano en mano; primero, al Presidente Mosquera hasta septiembre de 1880; al dictador Urdaneta hasta el 15 de mayo de 1831; al vice-presidente Domingo Caicedo hasta diciembre de 1831; y a Obando hasta mano de 1833. Bajo su administración, la convención que redactó la primera constitución de la Nueva Granada eligió en 1832, como primer Presidente de la República, a Santander, entonces en el exilio por su participación en la conspiración de 1828. Santander fue buen presidente y los cargos que le hace Samper creo que solo sirven para acreditar más su administración. En especial les recomendaría a futuros gobernantes que imitaran la energía con que castigó a los seguidores de Sardá. La conspiración de Sardá no tuvo más motivos que la ambición y el fanatismo. Muchos de los conspiradores fueron detenidos, y Sardá y Mariano París, que lograron escapar, fueron declarados fuera de la ley, procedimiento este que valdría la pena introducir en nuestro país, pero lo malo es que somos demasiado benévolos con los criminales. Por mi parte no creo que merezcan más consideraciones que el resto de los ciudadanos. A París lo detuvieron y lo fusilaron con el pretexto de que intentaba escaparse. José Ortiz asesinó una noche a Sardá en la casa donde estaba escondido. Ortiz era subteniente del ejército, y si no lo recompensaron abiertamente, tampoco lo enjuiciaron. También ejecutaron a dieciséis de los otros conspiradores. Estos hechos ocurrieron en 1833 y pasaron seis años sin que hubiera habido otra conspiración. Tal vez si se hubiera tratado a Obando y a López en la misma forma, Herrán, Mosquera y Arboleda nunca se habrían alzado en armas contra su propio país. Pero como en la Nueva Granada hay tan pocos hombres que no hayan participado alguna vez en una revolución, todos son muy susceptibles al respecto. Ahora se ha resuelto que el castigo para los revolucionarios no puede ser la pena de muerte ni la cárcel, sino el exilio, sin confiscaciones y hasta que cambien las condiciones políticas. La última medida propuesta es que cuando se destierre a un oficial por volver las armas contra la autoridad que había jurado defender, ¡se siga pagándole el sueldo!. Todas estas medidas son pura tontería. Lo que debería hacerse es detener a todo general y a todo oficial que dirija tropas a cinco horas de distancia de sus superiores, colgar al general, fusilar a los oficiales más comprometidos, degradar por cobardía a los demás, mandar a trabajos forzados a todos los abogados y sacerdotes inmiscuidos en la rebelión (a éstos últimos de por vida). Así con seguridad la próxima revolución sería la última.

Soy de opinión que José Ignacio Márquez, abogado, elegido Presidente por el Congreso el 4 de marzo de 1837, fue buen gobernante, aunque se le acusa de no haber sido lo suficientemente extremista y de no haber favorecido la implantación de un republicanismo rojo en el país. También dicen que ese nombramiento fue inconstitucional, porque en marzo de 1835 había sido elegido vice-presidente por cuatro años.

Bogotanos en Choachí

La rebelión de 1839 comenzó en Pasto, a consecuencia de la supresión de algunos conventos, lo cual indica que la administración de Márquez no fue totalmente inactiva. Pasto tiene fama de ser el valle habitado más alto del mundo, y si no es el más hermoso es por lo menos el más revolucionario. Los pastusos son ignorantes y muy cristianos. El mercado más cercano está en Barbacoas, a siete días de camino, hasta donde cargan a la espalda bultos de papas y de otros productos. Pero cuando tienen la fortuna de que los invadan, el campo del enemigo se convierte en el mejor mercado, para no decir nada del privilegio de robar a cuanto viajero va de Quito a Bogotá. Así, para los pastusos la paz y la prosperidad nunca llegan juntas. Samper sostiene que la administración de Márquez quería que la rebelión se agravara tanto como fuera posible, lo cual me parece simplemente absurdo. Otro de los responsables de la revolución fue Obando. El general Sucre, mariscal de Ayacucho, fue asesinado durante el gobierno de Bolívar, el 4 de junio de 1830, a pleno día, en los bosques de Berruecos, cerca a Pasto. El misterio de su muerte tal vez no se aclare nunca. Es posible que los únicos responsables hayan sido su esposa y el amante de ésta, general Isidoro Barriga. En Bogotá se rumoraba su muerte a las pocas horas de haber salido el pobre Sucre de la capital; y ya la anticipaban en Popayán cuando pasó por allí. Un piquete de caballería enviado desde el Ecuador, aparentemente por el general Juan José Flórez, después presidente de ese país y últimamente dedicado a la piratería, viajó en secreto, de noche, y regresó después de la muerte. Por último detuvieron al coronel Apolinar Morillo, ladrón y luego instrumento de Obando, a quien acusaron del crimen y condenaron y ejecutaron después de haber confesado que Obando le había ordenado cometerlo. Así, pues, existían rumores de la muerte de Sucre antes de que sucediera; se conocen causas suficientes para que los autores intelectuales quisieran que el crimen se cometiera en secreto; se sabe de una causa pública en un sitio distante al del rumor; decenas de hombres, que todo lo sabían antes y después del asesinato, se confesaron con decenas de sacerdotes; y por último, el mismo hombre que admite haber perpetrado el crimen confiesa que Obando, y quizá López, lo instigaron a él, a Sarria y a Erazo a hacerlo, ¡pero así y todo la verdad no se sabrá nunca! Ahora permítanme contarles una historia extraña e increíble que muestra mejor que una disertación de doce páginas lo difícil que es entender los enredos de la política granadina. Dicen que el Arzobispo Herrán fue el confesor de Morillo antes de su ejecución y que la hija del General Mosquera —más tarde esposa del general Herrán y por consiguiente cuñada del arzobispo, pero que en esa época estaba muy jovencita— visitaba frecuentemente al criminal, lo cual puede ser

absolutamente falso. A Morillo lo condenaron por perjurio y le prometieron perdonarlo si confesaba haber cometido el asesinato y admitía la participación de Obando en el crimen, confesión que debería hacer en el banquillo de los ajusticiados, para allí mismo ser indultado. Morillo siguió las instrucciones, el prelado lo acompañó hasta el banquillo, él dijo la mentira, recibió los últimos ritos de la iglesia, el confesor se hizo a un lado, pero en vez del perdón lo que se oyó fue la orden de “¡Apunten, fuego!“, y Morillo se calló para siempre. En la Nueva Granada hay muchos cerebros dominados por odios políticos que están dispuestos a creer todas estas historias y a creerlas sin exigir prueba alguna. Todos los delitos políticos cometidos antes de junio de 1830 quedaron incluidos en la amnistía de la Convención Constitucional de 1832. Además eran crímenes cometidos contra las leyes de Colombia y al dejar ésta de existir, la Nueva Granada no tenía derecho de castigarlos. Por lo tanto, cuando se llamó a juicio a Obando en 1839 Samper consideró que era persecución política, debida a que Obando había sido el candidato de Santander para sucederlo en la presidencia y porque de nuevo se mencionaba su nombre para las próximas elecciones. Obando se quejó de que en el juicio se estaba procediendo de mala fe y huyó, pero regresó para luchar contra el país en la región montañosa y salvaje existente entre Pasto y Popayán, donde había pasado la mitad de su vida en un escenario de sangre y violencia. En 1840 la ambición, el federalismo y algunos descontentos empeoraron la situación, y fueron tantos los gobernadores que traicionaron al gobierno que la rebelión de ese año se conoce como la revolución de los Gobernadores. Es difícil saber cuántas batallas se libraron, cuánta sangre se derramó y cuánto le costó al tesoro esta guerra. Si no hubiera sido por el talento y la energía de Mosquera, ministro de guerra, y por el general Herrán, la debilidad de Márquez habría cedido ante tantas circunstancias adversas; pero el gobierno derrotó a los rebeldes en La Culebrera, el 28 de octubre de 1840, muy cerca de Puente Grande donde Joaquín Mosquera había perdido el poder diez años antes. La batalla de Tescua, cerca a Pamplona, el 1º de abril de 1841, y algunas escaramuzas en la costa, marcaron el final de esta rebelión aciaga. Claro está que Samper, el eterno defensor de la vida humana, que no permitiría la ejecución de un forajido para evitar una guerra, protestó enérgicamente por la severidad con que se trató a los jefes de la rebelión. Mosquera y Herrán, que nunca habían sido revolucionarios, en esa ocasión fueron responsables de más muertes que todas las que podrían causar en el resto de su vida. Por mi parte, siempre y cuando que los ajusticiados hayan estado comprometidos en la revolución, considero la medida justificable, cosa que Samper niega, naturalmente. No quiero que se le atribuyan a mi digno anfitrión venezolano todas las opiniones expresadas aquí. No he seguido al pie de la letra sus puntos de vista, a pesar de que difícilmente otro hombre pueda tener una visión más clara y segura de los hechos. Por mi lado he hecho averiguaciones y hasta hablé con el mismo Obando sobre el asesinato de Sucre, y debo confesar que este es un misterio que me deja completamente desconcertado. Tenía muchos deseos de conocer a Fómeque. La iglesita blanca, las pocas casitas de la aldea y las parcelas bien cultivadas, mucho más numerosas de las que había visto en cualquier parte de la Nueva Granada, fueron una tentación casi irresistible para cambiar mis planes de viaje. Pero como desgraciadamente no había hecho ninguna clase de preparativos, muy a pesar mío tuve que renunciar a visitar a Fómeque y a Cáqueza, así que al amanecer tomé una taza de chocolate y emprendí el camino de regreso. Cruzamos el arroyo que corre al sur de Ubaque y subimos por un amplio desfiladero a Pueblo Viejo, caserío de chozas dispersas que, según entiendo, se llama legalmente Distrito de Une. En la última de esas casitas, la de la hacienda que queda en los límites occidentales del valle del Orinoco, nos detuvimos a desayunar, con cosas traídas de Ubaque y otras que intercambiamos con las dueñas de casa. Estas eran unas señoras de cierta edad, muy interesantes y quienes

manejaban la hacienda contratando peones. Sentí mucho despedirme de ellas y le recomiendo al lector que si alguna vez viaja entre Cruz Verde y Pueblo Viejo no deje de visitar la primera casa en tierra labrantía que se encuentra al sur del camino. Al poco rato estábamos de nuevo subiendo trabajosamente las empinadas montañas, y al oriente, detrás de los cerros de Ubaque que enmarcan las fincas de Fómeque, divisábamos otros todavía más altos. Hacía tiempo que me intrigaba no haber visto en la Nueva Granada ningún arbusto de las berberidáceas, pero ese día, en el camino, encontré un bérbero que, aunque no estaba agrio, era incomible. Estoy seguro que era una Berberis glauca, y vi otro cuando bajaba hacia el occidente y uno más antes del último descenso a Bogotá. Sin embargo, esos fueron los únicos ejemplares que he encontrado en la Nueva Granada. Las hojas del primero eran muy blancas por debajo, lo cual me recuerda que en ese sitio me llamó la atención el color gris del bosque. El liquen en la corteza de los árboles, el follaje, las flores, todo contribuye a dar ese colorido suave y extraño en un paisaje de vegetación tupida y densa. Ese mismo colorido pero en tonalidad más oscura lo había notado en el descenso del páramo de Choachí, pero fue en el viaje a Fusagasugá donde mejor lo pude apreciar. Cuando estábamos a punto de emprender el último ascenso, me di cuenta de que había perdido la navaja. Recordé que la había usado varias millas atrás, pero no sabía con exactitud dónde, para indicarle al peón; y como sería tan difícil reponerla, no me quedó más remedio que devolverme, aunque no tenía muchas esperanzas de recuperarla, pues había pasado mucha gente que podía haberla recogido. Afortunadamente la encontré, pero el precio fue alto, pues tuve que caminar mucho y por una región bastante plana que lo único que produce es carbón vegetal. Buscando la navaja, en tres horas, pasé otras tantas veces por las mismas tres chozas, pobres, solitarias y sin cultivos alrededor. Al fin regresamos al pie del último ascenso, que es de media milla y tan empinado como las escalas del monumento de Bunker Hill. La cima está repleta de cruces, como las que hay siempre en todas las alturas escarpadas de la Nueva Granada y a veces también al pie de alguna tremenda bajada. El aire de la cima es terriblemente helado a pesar de que el sol brilla resplandeciente. El páramo de Cruz Verde es muy peligroso cuando está nublado y el viento azota a los viajeros; por fortuna no es muy extenso y se puede cruzarlo en poco tiempo. En un pantano del páramo encontré dos florecitas de menos de una pulgada de altura y me puse a recogerlas, pidiéndole al peón que me ayudara, pero el frío y el viento tenían al pobre tan aterido, que al rato tuvo que renunciar y sentarse en el sitio más resguardado que encontró. No pude culparlo de que no le pareciera lo más agradable del mundo meterse en un lodazal a mojarse las manos y los pies, con un viento helado, para buscar unas malezas insignificantes. Yo recogí cien en una hora y todas no pesaron más de una onza. Encontré además algunos licopodios y entre ellos uno que creí un selago, pero que para mi gran sorpresa resultó ser la Alchemilla nivalis, una planta rosácea que era la única de su especie en ese lugar y que no estaba florecida. La Aragoa abietina, también crece al oeste del páramo, así que bien puede el botánico gastar todo un día para visitar a Cruz Verde. Poco después de salir del páramo nos alcanzó un chasqui o mensajero que a toda velocidad quizá llevaba alguna comunicación de un funcionario del oriente al gobernador en Bogotá. Seguramente había pasado por Ubaque o salido de esta en las últimas horas de la mañana y ya nos había alcanzado; y si nosotros no hubiéramos apurado el paso a más de cuatro millas por ahora, fácilmente nos habría dejado atrás. Hace algún tiempo no se remuneraba a los chasquis, y puede ser que ese sea el caso todavía; por eso el hombre a quien se le hacía nombramiento tan oneroso, lo tomaba como indicio de que algún funcionario enemigo suyo estaba interesado en perjudicarlo. Después me detuve a recoger una planta valiosa y el chasqui, sin perder un instante, desapareció en una curva del camino.

Entré a una casita miserable para protegerme del viento mientras colocaba las plantas que llevaba entre papeles. Los dueños, al ver los paquetes de papel, pensaron que vendía estampas de santos. Valdría la pena viajar con unas cuantas litografías baratas y en colores de “María”, “Elena” y “Rosa” para regalárselas a estas pobres gentes que llevan una vida tan dura, siendo en su mayoría leñadores. Prácticamente no cultivan nada quizá porque cualquier cosa se demora meses para producir y ellas no saben esperar tanto tiempo. Por trechos larguísimos el piso estaba encharcado y muy resbaloso, y en otros el camino es en realidad el lecho de una quebrada. Tuvimos que cruzar varios riachuelos saltando de piedra en piedra hasta llegar a un sitio donde se reúnen todas estas aguas que bajan de la montaña y forman el río Fucha, que en el plano de Bogotá aparece señalado con la letra m. El Fucha, ya en la Sabana, es uno de los sitios preferidos de los bogotanos para ir a bañarse. El sol estaba ocultándose ya detrás de las montañas del Quindío cuando nosotros llegamos a Las Cruces, iglesia al sur de la ciudad. Como en un capítulo anterior describí la parte final del camino que recorrimos hoy, omitiré los últimos detalles de la excursión. Y ahora, amable lector, es justo que usted y yo tomemos un merecido descanso.

EL CONGRESO, LAS CONSTITUCIONES, LAS INSTITUCIONES Y EL CLIMA.

Los salones del Congreso — La inauguración del Congreso — Las barras — La constitución de 1843 y la de 1853 — Los defectos de esta última — Las finanzas públicas — Descentralización — La moneda — El correo — Colegios provinciales — El colegio militar — El observatorio —Caldas — Hoyo del aire — Colegios y estudios — Manufacturas — Las clases pobres — El tiempo y la temperatura en Bogotá.

Después de las fiestas navideñas y de año nuevo se reúne el Congreso en el cual, como tuve ocasión de observar cuando asistí a su apertura, las ceremonias inaugurales están basadas estrechamente en las nuestras. Los ministros tienen curul y voz en los debates de la Cámara y ese día estaban todos presentes. El mensaje, ya impreso, se distribuye entre los miembros en el momento apropiado, cuando ambas cámaras han escuchado su lectura y elegido a sus respectivos presidentes. Un detalle que me pareció peculiar en las ceremonias es que se pone a disposición de los presidentes del Senado y de la Cámara al ejército de la capital, que generalmente consta de varios centenares de hombres. Las dos cámaras ocupan una sala inmensa dividida por un tabique. El Senado está en la parte occidental, la más distante de la entrada, con un balcón a lo largo de los tres costados, excepto en el del fondo; y el espacio que no queda debajo del balcón está rodeado de una baranda, donde se encuentran las curules de los senadores. Hay tribunas, parecidas a púlpitos, que solo utilizan los oradores cuando pronuncian discursos preparados de antemano. Los balcones norte, oriental y sur, así como el espacio situado debajo de los balcones, están abiertos al público, en tal forma que la Cámara de Representantes se halla rodeada de espectadores por tres costados. En cambio, encima de la silla del Presidente del Senado no hay balcón, y el del lado sur, que se extiende un poco hasta la Cámara, está reservado para damas invitadas, diplomáticos extranjeros y algunos funcionarios; el público solo tiene acceso al costado norte de la sala del Senado. Llaman barra al conjunto de los espectadores y el comportamiento de éstos es vergonzoso, perturban las sesiones con gritos e insultos a los representantes y senadores, y lo hacen dentro de la mayor impunidad. Mucho le convendría a la nación trasladar la capital al occidente de Zipaquirá o de Muzo, donde la ciudad no podría crecer demasiado, pero si esta medida es imposible, se debería recurrir al sistema inglés que no permite presenciar los debates de las Cámaras sino presentando un pase especial. Quizá no sea democrático, pero la verdad es que asistí poco al Congreso porque me pareció muy desagradable mezclarme con semejante gentuza. Me cuentan de un representante que nunca podía hablar sin que el público lo rechiflara recordándole que años atrás había sido acusado de un pequeño hurto. Me parece que este es el momento para hablar de la Constitución de la Nueva Granada. La de 1843 es un documento tan largo que nunca tuve tiempo de leer. En realidad, es todo un tratado político y para reformarla se requería que el Congreso aprobara las modificaciones en una legislatura, y otro congreso, elegido meses más tarde, las confirmara. En 1851 el Congreso elaboró una constitución completamente nueva, que a mí me pareció muy buena, pero que no fue sancionada sino hasta 1853, y el Congreso de ese año le hizo tantas enmiendas que

prácticamente dictó una nueva. Sin embargo, los congresistas aseguraron que habían votado la de 1851, y con todas las reformas quedó aceptada constitucionalmente. Nadie, que yo sepa, discutió su validez y la mayoría de los granadinos la recibieron con júbilo, convencidos de que con ella comenzaba “la verdadera república”, cosa que aquí es como la llegada del Milenio, ¡siempre cercano pero en realidad tan remoto! El defecto primordial de la Constitución de 1853 es que el ejecutivo es demasiado débil y carece de poder de veto; si acaso el Presidente objeta algún proyecto, basta que este sea aprobado por las Cámaras una segunda vez para convertirse en ley. El control del ejecutivo sobre los funcionarios públicos es así mismo muy limitado; en realidad, le recortaron prácticamente todos los poderes que tenía. Otro detecto tremendo de la Constitución es que ninguna de las dos cámaras tiene mecanismos para controlar a la otra. Para la elección del Congreso se vota por listas con seis nombres y la que resulta con mayoría de votos sale elegida en la siguiente forma: el primer nombre de la lista es Senador; el segundo y tercero, Diputados; el cuarto, Senador suplente, y el quinto y sexto Diputados suplentes; el nombramiento es solo por un año. En caso de que las dos cámaras estén en desacuerdo sobre un proyecto de ley, se reúnen para votar conjuntamente y el grupo mayoritario tiene la última palabra. En el poder legislativo no hay ningún elemento que contribuya a la estabilidad; se introducen los cambios más increíbles sin pensarlo dos veces y las leyes de un año las derogan al siguiente. Han cambiado el sistema de pesas y medidas tres veces y ya es la segunda que adoptan el sistema francés. Continuamente cambian el número de provincias y tan pronto crean una nueva así mismo vuelven y la suprimen. El Congreso nunca mira atrás para aprender de la experiencia y sabiduría de sus predecesores, y se deja arrastrar por el último capricho que impera en el país. Hay un partido conservador pero se desconoce en forma absoluta el espíritu conservador, así que no creo que el país logre ninguna estabilidad bajo la Constitución de 1853. Al extremo norte del segundo piso de la casa donde se reúne el Congreso se encuentran las oficinas del Ministerio de Hacienda. El ministro de Hacienda es el señor José María Plata, hombre bueno pero con una tarea imposible porque las revoluciones y la pésima legislación mantienen al tesoro en eterna bancarrota. La última solución adoptada para remediar este mal fue la descentralización. Tuvieron la idea feliz de asignarle a las provincias una porción ínfima de los ingresos y gran parte de los gastos para que se las arreglaran como pudieran. Decidieron tomar esta medida por la oposición unánime a todo impuesto indirecto, en un país donde es prácticamente imposible establecer impuestos directos. El primer impuesto indirecto que abolieron fue la alcabala o porcentaje sobre las ventas, y el último, el monopolio del tabaco. Quedan los de la sal, de las bebidas alcohólicas, de las estampillas, los peajes y las aduanas. A las provincias les entregaron los de las bebidas alcohólicas, el peaje y los antiguos tributos eclesiásticos de diezmos y primicias. Con excepción del peaje, en la mayoría de las provincias han abolido los otros. Con el señor Plata me he estado escribiendo sobre el problema de la acuñación de la moneda y he visto que el real de plata es un poco más pesado que la nueva moneda de diez centavos norteamericana, mientras que el cóndor es algo más liviano que el Águila Doble. Finalmente el ministro resolvió recomendar que cambiaran el cóndor para igualarlo al Águila Doble. La moneda de plata, idéntica a la francesa, es moneda corriente de todas las denominaciones; por consiguiente, los precios de compra y de venta del oro son diferentes. El Ministerio de Hacienda está encargado del correo y a priori se me ocurrió que ésta sería la sección más caótica de toda la administración; pero para mi sorpresa encontré que es la mejor manejada. El correo granadino se adapta a las condiciones del país en forma más eficiente que el correo norteamericano a las circunstancias nuestras, y no veo la necesidad de ningún cambio

radical. No obstante el atraso y los pésimos caminos, se presentan muy pocas irregularidades y el gobierno responde por las pérdidas, que son poquísimas. Los correos no solamente se sostienen sino que producen utilidades. En la mayoría de las rutas de correo los despachos de ida y regreso son semanales; en el resto se hacen veintiséis despachos al año. Hay pocas oficinas postales, no pasan de ciento cincuenta, y la forma de transporte se deja a opción del contratista, pero en muchos sitios el correo lo tienen que llevar cargueros, mientras que cuando hay caminos aceptables lo transportan a lomo de mula en baúles, llamados valijas, envueltos en cuero curtido. Las cargas no deben pasar de 220 libras y está prohibido que los hombres que llevan el correo carguen al mismo tiempo artículos para comerciar por su cuenta. Los controlan revisándoles los bultos, precaución que han tomado pues los indios son vendedores itinerantes por naturaleza, ya que a pocas horas de distancia los precios varían hasta en un 50% o en un 100%. Las horas de salida y llegada del correo están fijadas por decreto y cada administrador de correos debe anotarlas en la hoja de camino del carguero y despacharlo personalmente. Los reglamentos granadinos para asegurar que solo personas decentes lleven el correo distan mucho de los nuestros. Aquí se permite que los negros desempeñen este oficio, pero se lo quitan y mandan a la cárcel al que se emborrache. En cambio, entre nosotros lo importante es que el cartero sea blanco y no tiene importancia que sea o no borracho. Estoy casi seguro de que las nueve décimas partes de los que transportan el correo granadino no podrían por ley prestar este servicio en nuestra gloriosa Unión; y sin embargo, me da vergüenza admitirlo, el correo aquí está mucho mejor atendido que el nuestro. Cuando subí por el Magdalena había dos empresas de vapores que prestaban servicios en el río. La nación tiene acciones en la Compañía de Santa Marta, pero carece de suficiente dinero para comprar la otra sociedad. El gobierno mantiene un sistema de canoas y bogas para el correo, independiente de la empresa de vapores, pero cuando los barcos de la Compañía de Santa Marta encuentran la barca del correo, tienen la obligación de recoger éste y llevarlo hasta el puerto de destino. Los vapores de la otra compañía, en autodefensa, se niegan a prestar tal servicio. Al salir de Barranquilla dejamos atrás una embarcación con el correo, pero cuando estábamos en el champán nos sobrepasó fácilmente. La nación puede obligar a cualquier barco a que lleve el correo por un precio fijo y hasta gratis. Sería muy útil al país que el gobierno ordenara la salida del barco con el correo un día fijo de la semana y que hubiera por lo menos un despacho semanal a la costa y otro hacia el interior, y prohibiera además que otros vapores se les adelantaran en la salida a los barcos correo. Una de las mayores dificultades para viajar en la Nueva Granada es la incertidumbre sobre la fecha de llegada y salida de los vapores. Una de las peculiaridades interesantes del sistema de correos es lo que llaman encomienda. Como no hay billetes, el dinero hay que enviarlo en monedas y se manda también oro en polvo, esmeraldas, muestras, etc. Una vez vi llevar hasta un arzón, y en una ocasión yo envié un caballo. Lo amarraron bien de la cola de la bestia que llevaba el correo, pero no puedo asegurar cuál de los dos cargó las valijas en el camino. Otra vez mandé por encomienda una ruana de Bogotá a Cartago. Salió de Bogotá a lomo de mula el miércoles a las 2 p.m.; en Ibagué la recibió un carguero que salió el sábado a las 10 a.m., y llegó a Cartago a las 6 p.m. del martes. Este es un recorrido que normalmente el viajero hace en quince días. En la Nueva Granada se desconocen las letras de cambio, los giros, etc., pero las monedas que se entregan en encomienda llegan todas a su destino, sin ningún peligro de pérdida. No se presenta ni siquiera un robo al año en el correo. Un peón paupérrimo lo transporta a través de regiones apartadas y solas, recorre una distancia de ciento veintiséis horas entre las oficinas de Popayán y Pasto; allí recibe la encomienda un indio que la lleva a la oficina de Mocoa, y ambos cargueros saben que el bulto está tan pesado porque casi todo es dinero, pero a ninguno de los dos se le ocurre robárselo o que alguien se lo puede robar. Pero claro está ¡son bárbaros y por el color de la

piel la ley de nuestro país impediría que se les expusiera a tamañas tentaciones! Además estamos en la obligación moral de enviarles misioneros que les enseñen las doctrinas cristianas... Los portes son muy altos, lo cual es comprensible en unpaís donde tan poca gente escribe cartas. Una carta de un lugara otro de la misma provincia cuesta diez centavos la media onza,y quince si va fuera de la provincia. Los envíos de libros, periódicos, semillas y plantas injertadas que pesen menos de cuatro onzas no valen nada. El costo de la encomienda varia de acuerdo con el valor del artículo y la distancia. Un consejo útil a las personas que necesiten enviar cartas al exterior es que aunque nominalmente existe conexión postal en Panamá entre los Estados Unidos y la Nueva Granada y se puede pagar el flete completo, no debe utilizarse ese servicio a menos que se esté dispuesto a perder la carta y el dinero, como me pasó a mí. Para escribir a la Nueva Granada lo mejor es enviar la carta en un barco que toque en algún puerto granadino, con instrucciones de que desde allí la pongan en el correo. Pero para enviarla fuera del país el camino más seguro es pedirle colaboración a un cónsul, por ejemplo al señor Sánchez en Cartagena, quien presta infinidad de servicios de esta clase a personas completamente desconocidas. A mí me hizo un favor similar un cónsul en Panamá, a quien no conocía. Pero solo por última necesidad se puede confiar en el correo entre los Estados Unidos y Panamá; es preferible confiar en el cocinero de una de las goletas que viajan entre Santa Marta, Sabanilla y Cartagena. Es desconcertante para los extranjeros que visitan la Nueva Granada la poca importancia que los granadinos dan a los apellidos y la mucha que conceden a los nombres de pila. Al casarse las mujeres, no cambian de apellido, sino que unen el del marido al propio con un de, así: cuando el señor Barriga se casa con Dolores Fuertes, la señora se llama Dolores Fuertes de Barriga. El hijo se puede firmar simplemente José Barriga, o José Barriga Fuertes, o José Barriga y Fuertes. La forma que más me gusta es José Barriga (Fuertes). Las listas de nombres se ordenan alfabéticamente según el nombre de pila, y así el Honorable John Smith debe buscar su nombre bajo la H; John Smith, Esqu., bajo la J; y Mr. Smith bajo la M. Pero si Smith advierte a sus corresponsales que le dirijan las cartas invariablemente a Juan Smith, se evitará y le evitará a los funcionarios del correo una cantidad de problemas. Y si acaso le dirigieran las cartas a Don Juan el inglés, habría muchísimas más probabilidades de que las recibiera que si las enviaran con cualquier dirección en el correo norteamericano. La gobernación de la provincia de Bogotá está al otro extremo de la Casa Consistorial. El gobernador, Pedro Gutiérrez Lee, es un funcionario inteligente y hábil. Parece que por su madre es de ascendencia inglesa y que su padre, el Padre Gutiérrez, es el excelente cura de Las Nieves. La carta de presentación para visitar el Colegio de La Merced fue uno de los favores que recibí del Gobernador. Al lector le interesará acompañarme, ya que no hay en el país otro igual. El colegio funciona en el antiguo y amplio convento que fuera de los capuchinos y está situado donde comienza La Alameda, al norte de la plaza de San Victorino. Me abrió la portera, que generalmente se pasa el tiempo cosiendo sentada en el piso del locutorio y me dijo que la orden que traía no era suficiente para dejarme seguir, que debía llevársela a un señor que es el único autorizado para dar el permiso; entonces le pedí hablar con la directora y me hizo entrar al locutorio. La sala está dividida a lo largo por una baranda y la puerta por la cual salen las alumnas a recibir las visitas está al otro lado de la baranda. Esta última me pareció demasiado baja para mantener alejados a los enamorados y demasiado alta para las mamás que quieren estar con sus hijas. La directora entró por la puerta que da al vestíbulo y yo le rogué que prescindiendo de las formalidades me dejara entrar, a lo cual ella accedió con mucho gusto.

A menudo he querido visitar colegios de varones, pero jamás he logrado que me permitan entrar más allá de las aulas; así que no creo que pueda conocer nunca el funcionamiento interno y la vida cotidiana de esas instituciones. En cambio, en La Merced, para mi sorpresa, me mostraron absolutamente todo, salas, aulas, dormitorios, los apartamentos de las profesoras, la capilla, el baño, el comedor, el jardín y la cocina. Y fue interesante conocer el colegio; todas las dependencias tenían algún detalle que dejaba algo qué desear, pero en conjunto el plantel es limpio y ordenado, si bien le falta buen gusto en el arreglo. Enseñan demasiado dibujo y costura y nada de canto. La disciplina es tan estricta que no permiten que ninguna niña salga a la calle y hasta a los padres es difícil visitarlas. Cuando estuve, las alumnas se encontraban recibiendo clase de dibujo y las niñas me parecieron alegres y bonitas. Me atreví a hacerle algunas sugerencias a la directora, como, por ejemplo, que cultivaran el jardín, que arreglaran la chimenea de la cocina para que la pudieran utilizar, que rezaran menos y cantaran más. Todos mis sinceros elogios y recomendaciones fueron muy bien recibidos por la directora, cuya cortesía y cordialidad hicieron de esta visita una de las más gratas que recuerdo en la Nueva Granada. El Colegio del Rosario se encuentra en la tercera manzana al norte de la catedral. Hace exactamente dos siglos, en 1653, lo fundó el Arzobispo Torres. Entré por la casa del vice-rector en el costado norte de la cuadra. En el Rosario me mostraron una biblioteca muy antigua que casi no tiene libros nuevos, retratos también vetustos y una o dos aulas. Los estudiantes estaban paseándose de un extremo a otro de los corredores, recitando en voz alta las lecciones que debían presentar, y me dio la impresión de que eran inteligentes pero demasiado jóvenes. Tuve oportunidad de oír a unos alumnos repitiendo en coro frases en inglés, a un profesor que casi ni lo hablaba. Era toda una comedia oírles los errores y sobre todo escuchar las correcciones del profesor. Para los hispano-parlantes es tremendamente difícil pronunciar el inglés. Visité varias veces el Colegio Militar situado en la segunda manzana al sur de la plaza, con entrada en el costado oriental. En matemáticas el colegio parece tener un nivel encomiable y algunos de los exámenes que presencié son dignos de toda alabanza. La biblioteca es moderna y aunque no cuenta con muchos volúmenes, es relativamente buena. En el Colegio Militar conocí a un profesor francés llamado Bergeron, hombre de intereses muy curiosos. Insistió en visitarme en compañía de unos amigos mesmerianos para persuadirme de que la clarividencia es cierta, pero vino y fracasó. Bergeron está convencido de la existencia de tesoros ocultos y por la clarividencia y otros medios llegó a la certidumbre de que en el Hoyo del Aire reposan, a la vista de todo el mundo, tesoros inmensos. El Hoyo del Aire es un hueco profundísimo con paredes perpendiculares como las del pozo de una niña, a catorce millas al noreste de Vélez y a cinco millas al sureste de Paz. Como está en la ladera de una montaña, la profundidad en la parte de arriba es de 387 pies, y en la de abajo apenas de 247. El hueco es casi circular, la boca elíptica, y mientras el diámetro inferior es de 285 pies, el superior es de 367 y la circunferencia de 884 pies, dimensiones calculadas por el Coronel Codazzi. Como la amplitud de la boca del pozo es casi igual a la profundidad, no le falta ni luz ni vegetación, los lados están cubiertos de arbustos y en el fondo crecen árboles de tamaño considerable. De creer en el mesmerismo del profesor Bergeron, en ese sitio hay incontables tesoros arrojados por los indios en su desesperación de que no cayeran en manos de los conquistadores, y Bergeron estaba decidido a que ahora pasaran a las suyas. Al efecto, antes de irse de Bogotá, consiguió sogas, una manivela de mano y una especie de cesta de globo con cabida para dos personas, pues no acababa de gustarle la idea de bajar al fondo completamente solo. Escogió como compañero para la aventura a un sacerdote notable, el Padre Cuervo, muy poco interesado en el oro y mucho en las reliquias indígenas y en sitios naturales curiosos, intereses éstos poco frecuentes entre los granadinos. El padre aceptó correr los riesgos con Bergeron, acordando previamente que éste haría los gastos y se quedaría con las utilidades.

Pero cuando llegaron a Hoyo del Aire el francés se espantó. Como buen matemático que era, sabía la profundidad en metros y había conseguido la cantidad de lazos suficientes para bajar, pero ahora lo que le faltaba era valor, porque la verdad es que descender colgado y balanceándose en una canasta, aun por el lado menos profundo, que tiene 247 pies, debe ser escalofriante. Entonces sugirió que bajara primero el padre Cuervo y éste, desde el fondo, le escribió una carta alentadora; pero aun así, el patrocinador de la aventura no se atrevió a bajar, diciendo que, pensándolo bien, no creía que hubiera ningún tesoro en semejante hueco. Abajo estaba el buen sacerdote en su gloria, en una gloria solitaria. Encontró un arroyo y lo siguió largo rato debajo de la tierra, era una cueva lúgubre donde habita ese pájaro misterioso, el guácharo, que según mucha gente es una especie de Caprimulgus; el padre Cuervo comprobó que los guácharos viven de nueces que traen desde lejos por la noche. En realidad, sería difícil que consiguieran dentro del estrecho territorio donde viven suficientes insectos para sostener una población tan numerosa. Solo sé de otros dos sitios donde hay guácharos: la famosa cueva en Venezuela que menciona Humboldt y el Puente de Pandi, donde los alcancé a ver, lo mismo que a sus nidos, pero el lugar era todavía más inaccesible que éste. El nombre científico de este pájaro es Steatornis Caripensis. Bergeron se sintió defraudado con los resultados de la expedición, pero el cura es muy correcto y a pesar de que se sentía orgulloso de su hazaña, tuvo la gentileza de esperar hasta que el profesor regresara a Francia para publicar dichos resultados. Con Bergeron fui al observatorio astronómico que se halla detrás del Colegio Militar. Este observatorio es el más antiguo de América y no obstante estar en la latitud más baja y en la altitud más alta que cualquier otro observatorio del mundo, pocos astrónomos saben que existe. Los siguientes detalles los tomé de El Semanario Granadino, página 44, edición publicada en París en 1849. Mutis lo inició el 24 de mayo de 1802 y fue terminado el 20 de agosto de 1803. Es una torre octogonal de cincuenta y un pies de altura y de un diámetro interno de 24,6 pies. Tiene dos pisos, el más alto de 24 pies y en el techo hay una apertura que permite que los rayos del sol a medio día caigan en una meridiana que hay en el piso. En una torre más pequeña adosada al costado sureste y que es dieciséis pies más alta que el observatorio, están las escaleras y un cuarto para el observador. Cuando lo construyeron lo dotaron de instrumentos buenos para la época, tales como el reloj de Graham que utilizó Condamine, siete telescopios de Dollond, ninguno grande, y un cuadrante de Bird de dieciocho pulgadas. El reloj, el cuadrante y algunos de los otros instrumentos están todavía en el museo, pero muchos otros fueron destruidos en una de las guerras civiles por soldados que pensaron que el observatorio era una fortaleza, al ver los cañones decorativos con que un arquitecto resolvió adornar el último piso. El edificio estaba completamente vacío, no había más que un pluviómetro en el jardín contiguo. El visitante no puede menos de preguntarse porqué la ciencia no vuelve a adueñarse de este lugar privilegiado y lo remodela de acuerdo con las condiciones actuales de la técnica. Ningún sitio habitado tiene un cielo más brillante ni una atmósfera más rarificada. La situaciónfinanciera del país le impide modernizar el observatorio, pero estoy convencido que el gobierno permitiría gustoso que otros lo utilizaran para beneficio de la ciencia. Sería injusto abandonar este sitio memorable sin mencionar, aunque solo sea brevemente, la historia del único astrónomo que vivió en él, Francisco José de Caldas (Tenorio). Este nació en Popayán en 1771, estudió leyes en Bogotá en 1793 y luego se dedicó al comercio, fracasando en esta actividad. Entonces resolvió seguir su inclinación natural por la ciencia, fabricó los instrumentos que pudo, tales como un telescopio, un cuadrante, etc. En Popayán, en 1799 o en 1800, estaba reparando un termómetro dañado y construyendo una nueva escala de los puntos en que hierve el agua, cuando tuvo la idea de calcular alturas de acuerdo con el punto de ebullición, invento del que no siempre se le ha dado crédito en los libros científicos. En 1802 ingresó a la Expedición Botánica que dirigía Mutis. En 1805 estuvo dedicado a perfeccionar los conocimientos

geográficos y botánicos del país, y en 1806 entró al observatorio como primer astrónomo. El 3 de enero de 1808 inauguró la revista científica El Semanario Granadino, que duró dos años, y en 1809 fue editada de nuevo en París por el Coronel Joaquín Acosta, mejorándola al suprimir algunos artículos sin importancia. Cuando comenzó la guerra de independencia, que fue larga y cruenta, Caldas dejó el observatorio y la ciencia, se dedicó a editar un periódico revolucionario y luego prestó servicio militar como jefe de una Compañía de Ingenieros. En los años de 1818-14-15 lo encontramos en Antioquia diseñando fortificaciones y cañones, fabricando pólvora, enseñando ingeniería y poniendo todas sus facultades intelectuales al servicio de la causa revolucionaria. En 1815 volvió a Bogotá para trabajar otra vez en la prensa, incitando a la rebelión, y cuando el general español Latorre entró a la capital el 6 de mayo de 1816, Caldas huyó a Popayán. Después de la batalla del Tambo, el 29 de junio de 1816, fue hecho prisionero y condenado a muerte. Trasladado a Bogotá, pidió clemencia a Morillo, no para que le perdonara la vida, sino para que en bien de la ciencia lo enviara por algún tiempo, antes de la ejecución, a la prisión más segura, encadenado y en las condiciones más difíciles, pero donde pudiera dejar sus papeles ordenados y listos para publicar. Todo fue en vano, porque el vándalo estaba más interesado en destruir la obra del científico que al mismo Caldas. En “El Pacificador” de la colección del Coronel Pineda leemos: “Octubre 29, el doctor Francisco Caldas, General de Ingeniería y Brigadier General del ejército rebelde, fue fusilado por la espalda y confiscada su propiedad”. Solo tenía cuarenta y cinco años. En esta forma noble y honrosa murió el hombre más sabio y quizá el mejor que ha producido Sur América —el Franklin granadino— y aunque en muchos aspectos se parecía a éste, la gloria de Caldas es mayor, pues no solamente arriesgó su vida en el campo de batalla sino que murió en el banquillo. Otros hombres de ciencia, no tan eminentes como él, compartieron su suerte, entre ellos el botánico Lozano y el químico José María Cabal. Lo cierto es que la crueldad del infeliz Morillo fue tan atroz, que repasando los retratos de la galería del Colegio del Rosario, parece como si a la mitad de los próceres los hubiera asesinado a sangre fría, el resto murió en el campo de batalla y a otros los buscó en vano para matarlos. De los que cayeron en sus manos solo a uno le perdoné la vida, pero el perdón fue como un estigma, algo así como la declaración de que era tan insignificante que no valía la pena sacrificarlo. Sintiendo indignación y tristeza ante estos hechos salí del jardín lleno de maleza y entré al patio empedrado del Colegio Militar. Al escribir estas líneas recuerdo un incidente que sucedió hace poco e ilustra el odio fanático de los Gólgotas por el ejército y por todo lo que se relaciona con él. West Point tiene que soportar todos los años ataques en el Congreso, pero no hay ningún congresista que pretenda la completa abolición del ejército. En la Nueva Granada los enemigos acérrimos de las fuerzas amadas, sumados a los que quieren debilitar y turbar la administración de turno, están casi siempre en mayoría. Pues bien, parece que un día alguien le mezcló al dulce que les sirvieron a los cadetes tal cantidad de emético tártrico que ningún boticario pudo haberlo vendido inocentemente. Nadie murió, pero la escena fue espantosa; apenas un estudiante se escapó porque no probó el plato y, afortunadamente, de acuerdo con las costumbres del país, lo más probable es que nadie haya repetido el dulce. La alarma cundió por la ciudad, pues prácticamente todas las familias respetables tienen algún pariente o amigo en el Colegio Militar; había en él hasta un hijo del Presidente. Inmediatamente llevaron a todos los cadetes a las casas de parientes y amigos y todos los escasos servicios médicos de la ciudad entraron en emergencia. Pero nunca descubrieron al autor de la fechoría, quien creemos que no sabía lo fatal que pudo haber sido su ocurrencia. Entre los reglamentos del Colegio Militar hay uno concerniente a las enfermedades, que me parece curioso y bastante significativo: “Los casos de enfermedades graves serán llevados al pabellón de los oficiales del Hospital Militar donde serán tratados a expensas del gobierno; pero si la enfermedad resultare ser ‘el gálico’, se llevará al paciente al pabellón de los soldados rasos y

cuando regrese al Colegio no podrá salir durante un año, a menos que vaya acompañado por un oficial”. Hay o, mejor dicho, había otro colegio nacional, el de San Bartolomé, pero las dificultades del presupuesto obligaron a cerrarlo. Además no se necesitaba porque el del Rosario es instituto provincial, con capacidad para recibir a todos los estudiantes. Otro establecimiento es el Seminario Conciliar para la formación de sacerdotes. Tengo la impresión de que el gobierno incautó injustamente los terrenos del Seminario, aunque éste sigue siendo autónomo, en la creencia de que ya no le prestaba ningún servicio a la sociedad. Me parece que en el país hay suficientes sacerdotes, excepto en las comunidades indígenas, donde buenos misioneros encontrarían mucho por hacer. Se han hecho algunos esfuerzos para fomentar el desarrollo de las ciencias en el país y la nación costeó el establecimiento de un buen laboratorio. Intenté visitarlo, pero no pude ponerme de acuerdo sobre una hora conveniente para mí y para los encargados de administrarlo. El señor Lewey vino de París como profesor pero se volvió decepcionado; entro los granadinos hay muy poca afición por la investigación de hechos materiales y concretos. Entiendo que en la Nueva Granada no se estudia ni el griego ni el hebreo y no sé de ninguna obra en español para aprender esas lenguas; quizá la única parte donde podría encontrarse algún libro escrito en uno de esos idiomas es la biblioteca excepcional del doctor Merizalde. Tampoco se ha iniciado en el país el estudio sistemático de la agricultura, de la minería, de la geología y de la mecánica práctica. Visité dos escuelas públicas, una para niños y otra para niñas. Esta última es la más pobre que he conocido; la primera no es mucho mejor y me parece similar a la generalidad de las escuelas públicas para varones que hay en el país. En la Nueva Granada la profesión de maestro no tiene ningún prestigio. Sería conveniente exigir a los candidatos a ciertos puestos que enseñaran un año en la misma escuela pública y si cumplieran este requisito antes de obtener el doctorado, por ejemplo, se vería en las escuelas un personal docente mucho más preparado. En un rincón al sureste de la ciudad hay un establecimiento que es ejemplo del talento y de la perseverancia del granadino; me refiero a la alfarería de don Nicolás Leyva. Para comprender las dificultades que ha tenido que afrontar don Nicolás hay que saber algo del carácter nacional y en especial conocer la aversión que tienen las gentes a trabajar permanentemente en un puesto fijo. En muchas provincias no se encuentra un solo hombre que haya trabajado alguna vez en su vida durante todos los días del mes; y no obstante, esta alfarería es tan buena como cualquiera de las buenas de los Estados Unidos. Entre los artículos poco comunes que produce, hay morteros de porcelana y pantallas venecianas para lámparas, en que la luz hace resaltar figuras suaves y delicadas. En una de ellas, el señor Leyva logró hacerse un retrato bastante parecido. Me siento especialmente agradecido por las atenciones que recibí del amable y tenaz dueño de esta alfarería. La fábrica de vidrio de Bogotá tuvo una muerte natural muy explicable, porque de todos los bípedos de la creación tal vez el más inmanejable es el soplador de vidrios. Para que una industria de este género tuviera éxito en la Nueva Granada, se necesitarían leyes especiales que otorgaran al director prácticamente todos los poderes, con excepción de los de vida y muerte sobre los obreros, y durante un período de diez años a partir del ingreso de estos últimos en la fábrica. Pero en el país la demanda es tan baja, que parece mejor no volver a intentar producir vidrio en los próximos cien años. Las fábricas de algodón, de papel, de quina y la fundición han fracasado todas y estoy convencido de que la mayoría de los descalabros se deben a la misma causa, la falta de buenos operarios. Aun hoy se ven tantos trapos a la orilla del río San Francisco, que éste parece una mina de

harapos. La fábrica de quina manufacturaba solo el alcaloide ordinario, el cual, según se dice, resolvieron los fabricantes europeos no comprar para no perjudicar en parte alguna su propio negocio. Así, pues, el San Francisco, en su carrera precipitada desde El Boquerón, no encuentra más que hacer que mover dos molinos comunes y corrientes, que aquí no utilizan para moler maíz y que en los Estados Unidos se considerarían inadecuados para moler trigo. La explicación de todo este atraso es la falta de educación de las masas. El pueblo tolera soportar hambre, no tiene ninguna comodidad ni desea conocer ninguna. Su moral no puede descender a niveles más bajos, ni la religión está en capacidad de elevarla más. Todos sus ideales se reducen a no pasar hambre, a no mojarse en la lluvia y a evadir el trabajo y las responsabilidades. El pueblo no paga impuestos, pide limosna siempre que puede y solo por última necesidad trabaja, pero entonces está dispuesto a someterse a cualquier humillación. Alguna vez se acondicionó un taller reformatorio en el Hospicio, pero una institución como esta solo funciona si la maneja alguien que se dedique a ella por vocación; hoy está completamente abandonado y se ha convertido en refugio de mendigos. Ni siquiera la prostitución es remunerativa, porque las guerras han acabado con muchos hombres y las mujeres de las clases bajas viven en la más completa miseria. Pobre Bogotá! Me despido de la capital con algunas observaciones sobre el clima y únicamente volveremos a ella en una ocasión especial. Mosquera supone que la ciudad está a 8.655,5 pies sobre el nivel del mar, pero es posible que la altura sea mayor. Yo creo que el punto más bajo en los pantanos de la Sabana está a 8.650 pies. Caldas estimó la latitud en 4º 36’ 12”, y la longitud en 60º 32’ 14” al occidente de Greenwich. Boussingault calcula la temperatura promedio en 58º, Caldas y otros creen que es más alta, pero opino que la de 59º que da Mosquera es la mejor aproximación. Enero y junio parecen ser los meses más fríos y los de lluvia corresponden a los meses de primavera y de otoño en los Estados Unidos. El barómetro y el termómetro tienen muy rocas fluctuaciones. Según el Coronel Acosta, el 9 de mayo de 1834 el termómetro bajó hasta 44,6º. Imagínense lo que sería el frío esa mañana en un lugar donde no se acostumbra usar chimeneas; creo que ninguna familia granadina las tiene; quizá las haya en las casas de uno que otro extranjero. La única casa donde vi que utilizaran calor artificial fue la de Madame Carrol. Me contaron que en otra ocasión la temperatura bajó a 46,4º, pero en realidad estos descensos son tan escasos como los terremotos. El día más caluroso registrado fue el 26 de febrero de 1808, en el que el termómetro marcó 68º a la sombra. La oscilación normal de la temperatura está entre 55º, la más baja y 66º la más alta. La gente está acostumbrada al frío y le gusta, y quien se queja de que hace demasiado, sale un momento al sol y al rato le molesta el calor. En cuanto a la humedad, se puede decir que el clima de Bogotá es esencialmente seco. La sal en los saleros no se humedece y por eso utilizan unos de huecos, parecidos a los pimenteros, que funcionan bien en tiempo normal, mientras que en Honda hay que poner la sal con cuchillo, como untando mantequilla. Pero así y todo, hay muchos días lluviosos en el año. Sin embargo, es difícil calcular cuántos, porque algunos consideran lluvia una llovizna que ni siquiera alcanza a mojar toda la superficie de una piedra plana, en tanto que otros solo contarían como lluvia un aguacero lo suficientemente fuerte para impedir salir a la calle. Al calcular los días lluviosos de cada mes tengo en cuenta las lloviznas ligeras en los primeros meses. Mis estimativos son: enero, 8; febrero, 9; marzo, 20; abril, 18; mayo, 20; junio, 10; julio, 3; agosto, 4; septiembre, 5; octubre, 6; noviembre, 8; diciembre, 10. Esto significa ciento veintiún días de lluvia en el año; es decir, casi exactamente un día de cada tres; creo que en la segunda mitad del año, se omitieron las lloviznas leves; así y todo, los días lluviosos son menos de la mitad en el año. Pero de estos, ¿en cuántos días hubo aguaceros grandes? Más o menos en uno de cada cinco días en los primeros seis meses, y en casi la mitad de los restantes. En la primera mitad de 1808 hubo diez días cada mes en que la precipitación estuvo entre las dos terceras partes de una pulgada a una pulgada y tres cuartos. No he

encontrado datos creíbles para calcular la precipitación anual, pero utilizando cuidadosamente los datos que tengo, estimo que la cantidad es alrededor de unas cincuenta pulgadas o quizá un poco menos. Muy rara vez llueve por las mañanas, así que en la estación lluviosa se pueden hacer planes para salir como en el mejor de los climas, pero con la seguridad de que va a llover por las tardes. Hay pocas tempestades, que comparadas con las del norte de los Estados Unidos son muy moderadas, y con las de los estados del sur, son ridículas. Para encontrar tempestades respetables hay que ir al Chocó. Generalmente cuando hay rayos y truenos cae granizo, pero raras veces en cantidades alarmantes, aunque creo que la mitad del granizo que he visto en mi vida cayó en un solo día en la Sabana, y no es ningún misterio meteorológico que en Bogotá las fiestas de helados se hacen siempre después de una granizada. Me imagino que la escarcha en Guadalupe es muy frecuente, pero en la Sabana es escasa; solo se presenta después de una sucesión de días nublados y noches despejadas. Únicamente una vez vi plantas quemadas por la escarcha, que aquí es mucho más fuerte en las noches tranquilas debido a la rarificación del aire. El cielo de la Sabana es de un azul profundo desconocido en regiones menos altas, y las nubes densas están siempre relativamente más bajas que en otros sitios. Por la noche yo podía leer a la luz de la luna, aunque no supiera en qué punto del cielo estaba. Los vientos son también menos fuertes porque solo pesan las dos terceras partes de lo normal y por lo tanto el ímpetu de las ráfagas es menor. Es curioso ver escapar el aire de una botella a bajas altitudes. En pocas palabras, las diferencias se manifiestan en diversos fenómenos; por ejemplo, la ebullición del agua se presenta a 195º; la altura influye en la comida y en su preparación y los pulmones se adaptan hasta tal punto a esta altitud que las personas nacidas aquí no pueden vivir a gusto en regiones más bajas.

EL SALTO DE TEQUENDAMA

Adiós a Bogotá — Buscando mulas — Soacha — La agricultura en el Tequendama — El curso del río Descripción del Salto — Comparación con las cataratas del Niágara — Vista fotográfica — Teoría sobre la neblina — Helechos de árbol — Las haciendas de Cincha y Tequendama Aserradero y fábrica de quinina — Lectura dominical.

Dos meses habían reposado tranquilamente mis baúles en Bogotá mientras yo me aclimataba y aprendía algo de la vida andina, cuando decidí visitar los dos sitios naturales más extraordinarios de esta región, que son el Salto de Tequendama y el puente de Pandi. La mayoría de las personas que van a visitar el Salto pasan allí solo una hora y van y regresan a Bogotá en el mismo día. También acostumbran salir por la tarde, pasar una noche incómoda en Soacha o dormir en la hacienda de Canoas, llevar un fiambre para comerlo al pie del Salto y volver luego a Bogotá. En general este último plan es el mejor, pero yo quería estar más tiempo en el Salto y al efecto hablé con el señor Manuel Umaña para que me permitiera pasar unos días en la hacienda de Tequendama. No sabía que hay un buen camino para carretas que llega hasta el mismo Salto y que al regreso se puede traer el equipaje en una de las que transportan carbón evitando así el trabajo de empacar cuidadosamente, de manera que las cargas tengan el peso igual que se requiere para llevarlas a lomo de mula. Perdí todo un día buscando bestias, que es el eterno problema de todos los viajeros por los Andes, hasta que la buena de doña Tomasa me ayudó a contratar dos mulas de carga, un caballo y un peón de Soacha. Como siempre, llegaron más tarde de lo convenido y después de despedirme de mis excelentes amigos, me adelanté al peón y a las cargas, y me alejé de Bogotá cabalgando por la inmensa Sabana. Dos meses de lluvia constante habían transformado la naturaleza menos de lo que yo había esperado: el color de la vegetación era más verde pero no tan hermoso como el que se ve en primavera en los campos que han estado largo tiempo cubiertos de nieve. Como dije, el camino es una calzada para carretas, pero menos bueno que el de Honda. Avanzando hacia el sur, tenía siempre las montañas a la izquierda, y a una o dos millas, de la ciudad me alcanzó un hombre joven a quien no conocía, pero que me acompañó por un trecho, más allá de Bosa, a donde él iba, y al llegar al puente sobre el Fucha se despidió amablemente y se devolvió. En tres horas y a paso normal llegamos a Soacha, que es una localidad famosa por los huesos de elefantes carnívoros que han encontrado. La aldea es pequeña, dispersa, y está situada en un distrito de 2.918 habitantes. Me detuve un momento en ella para pagarle al dueño de las mulas y salí por el camino que entra por un brazo de la Sabana y enmarcan dos sierras. En medio de ellas, a la distancia, se eleva una masa de neblina en el sitio donde está el Salto. Pero hay que seguir una o dos millas hacia el sur, hasta llegar al portón inmenso de la hacienda, y desde allí el camino se dirige más directamente al Salto. En los campos había varios arados pequeños de vertedera, como los que aparecen ilustrados en la Biblia, que estaban removiendo tierra negra muy rica, y vi también unos hombres construyendo una cerca de piedra, tan fuerte como los cimientos de una casa. En la casa de la finca, una verdadera mansión, no estaba ninguno de los dueños, y a un lado, en una hondonada, se

encuentran un aserradero, las casas de algunos trabajadores y una fábrica de quina, dirigida por el señor Louis Godian, químico francés, hombre inteligente y que, según me contaron, vive con una compatriota mía. Esta última resultó ser negra, de pura sangre africana y un magnífico ejemplar de su raza. Su nombre de soltera es Joanna Jackson y me contó que hasta la última vez que tuvo noticias de su madre, ésta vivía en Haverstraw, y que si tuviera la seguridad de que todavía estaba allá le gustaría enviarle cien o doscientos dólares. Me comentó que cuando salió de los Estados Unidos los candidatos para la presidencia eran el General Jackson y el señor Van Buren, pero que se imaginaba que el general ya había muerto. Joanna estuvo en Irlanda, Inglaterra, Alemania y Rusia trabajando como sirvienta, pero hoy es una dama en la Nueva Granada y tiene sirvienta blanca. Joanna es una de las dos personas en este país que sabe fabricar quinina en grandes cantidades. Al fin llegó el equipaje y abrieron el enorme salón de la casa para recibirlo. El patio también es muy grande y la casa es de un piso, excepto al frente, que tiene dos. En la sala, que ocupa casi todo el segundo piso, había cuatro sofás, doce sillas y tres mesas. En un rincón me arreglaron la cama sobre una estera, me dieron de comida chocolate en un jarro que debía ser el juguete de algún niño, pan y dulce y en seguida me acosté a descansar. Salí por la mañana temprano después de tomarme una tasa de chocolate, y para que el lector entienda el camino que seguí debe comprender primero el curso del río. Ayer, mientras venía lo tuve todo el tiempo a mi derecha, pero lo vi tan solo al llegar a la hacienda, cuando entra por una garganta estrecha en el borde escarpado de la Sabana en un sitio donde si se construyera una represa de un cuarto de milla, la Sabana quedaría convertida, como hace muchísimos años, en un lago del tamaño del lago Champlain. El río Bogotá corre en dirección sur por muchas millas (sur 7º oeste) y poco antes de entrar en la garganta recibe las aguas oscuras de un riachuelo. En el desfiladero se oye por primera vez el murmullo de aquel, que al dejar de ser silencioso también empieza a cambiar de curso. Primero, durante media milla, se dirige casi al occidente (S. 78º O.), luego hacia el noroeste dos millas y media (N. 36º O.) hasta entrar en el bosque, donde da una vuelta para seguir corriendo hacia el norte (17º O.), en tal forma que después de bordear la montaña termina fluyendo en dirección casi totalmente opuesta a la que seguía en la Sabana. El río, al llegar a la garganta, ha descendido ya treinta pies por debajo del nivel de la Sabana y parece como si estuviera luchando desesperadamente contra el destino, porque a lo largo de una milla cambia de curso ocho veces. El camino que va a lo largo de la orilla la deja para subir una loma desde donde se divisa muy bien la Sabana y desciende nuevamente a la margen del río, el cual ruge violentamente entre las rocas. Ah ¡pobre río que ayer no más fluías tranquilamente por verdes praderas y ahora debatiéndote contra riscos violentos y peñascos enormes te precipitas a tu ruina! Seguimos por el camino para carretas, abrimos portones, pasamos cercas, hasta que entramos al bosque y perdimos de vista el río y entonces encontramos la explicación del camino al ver en la loma, a la izquierda, un estrato de carbón de casi dos pies de grueso y de buena calidad. Pero todavía no veíamos nada del Salto, porque inclusive hay que pasarlo para poder contemplar el río precipitándose al abismo entre los árboles. Estábamos cerca, pero bajar no es nada fácil. Hay que avanzar con cautela, machete en mano, y tener presentes cinco cosas: cuando se corta un bejuco de un machetazo, el golpe debe darse en dirección contraria al muslo si uno no quiere terminar también con éste cortado. Tampoco debe interponerse la mano izquierda entre el machete y lo que se quiere cortar. Hay que tener cuidado de no caer encima del machete, ni encima del palo que se acaba de cortar oblicuamente, y tampoco se debe cortar un arbusto inclinado que pueda devolver el golpe al enderezarse. Esta es la técnica de lo que en español se llama romper monte.

Y ¿dónde están las famosas culebras venenosas de Sur América? Hasta entonces no había visto sino una, y muerta, por eso avanzaba sin miedo ni más protección para los pies que unos alpargates. Así fui abriendo la trocha porque el guía que me prestó el doctor Umaña, que yo había aceptado sin entusiasmo, no conocía el camino y era mucho más fácil abrir uno nuevo que buscar el viejo. Por fin llegamos al borde del inmenso abismo, pero me detengo un momento para describirlo. Los escritores dicen que parece una obra de arte y de sus descripciones se tiene la impresión que es como un dique de carena abierto en el extremo inferior, pero cuyo fondo no se puede divisar desde lo alto, y que por el costado del límite superior desciende violentamente el río. Pero hay que tener en cuenta que esas descripciones corresponden a la vista que se tiene desde el lado opuesto, donde hay un camino para que la gente baje al borde del abismo, y desde ese punto es imposible ver el Salto de frente, porque este se halla en el rincón de un paralelogramo, y los que lo contemplan desde el camino únicamente pueden ver de cerca uno de los lados, con dirección N. 19º O., que es similar a la del camino; mientras que la dirección del costado al otro lado del Salto es de N. 27º E,; es decir, que hay una diferencia de 46 grados, o sea de aproximadamente la mitad de un ángulo recto. Por lo demás, como ese lado es recto, estando allá parece que este lado también lo fuera, pero desde aquí uno se da cuenta de que este costado tiene muchas hendiduras y proyecciones, los lados no son paralelos y la confluencia de ambos en el fondo de la catarata es real y no producto de una ilusión óptica. Desde aquí también se ve claramente el fondo, con excepción del sitio donde cae el agua que, como es natural, siempre está cubierto de neblina. En el lado opuesto, el del camino, los detritos han ido formando un plano inclinado que en algunos sitios llega hasta las dos terceras partes de la altura total. En cambio, a este lado la roca se proyecta formando una especie de repisa donde crecen algunos helechos de árbol. Pero desde el camino no se aprecia la extensión de los detritos y este costado parece mucho más uniforme, pues desde allá no se ven las proyecciones de la roca. Los estratos de este lado se inclinan de cuatro a cinco grados hacia el sur, y como posiblemente al otro costado las paredes están en ángulo recto con los estratos, estos últimos sobresalen de la roca con más posibilidad de derrumbarse, lo cual explica la cantidad de detritos que hay allá. La característica del Salto, que al mismo tiempo le da y le resta belleza, es que la caída del agua no es ininterrumpida sino que desciende veintisiete pies y ocho pulgadas y se estrella contra una saliente de roca que la convierte en espuma y llega al fondo pulverizada, no con la suavidad del agua que cae por simple ley de gravedad. Los contornos irregulares y cambiantes de la masa de espuma, por falta de mejor metáfora, recuerdan una columna de humo o de vapor, pero en este caso la caída del agua es violenta y angular y no se desplaza con la lentitud y gracia del humo. Aquí y allá se desprenden de la gran masa de agua conos de rocío, pero al momento aquella los alcanza y absorbe de nuevo. Los conos probablemente son cuerpos no pulverizados que se alejan de la masa de espuma, la cual desciende mucho más lentamente, pero la resistencia del aire los convierte en gotas que después ella vuelve a asimilar. Cuando la posición del sol es favorable se forma sobre el Salto un arco iris que varía a cada instante; tan pronto está brillantísimo, como desaparece segundos después en la niebla, o la caída del agua toma una forma demasiado irregular para permitir que aparezca. El sitio desde donde mejor se puede observar todo esto es la roca plana que hay al borde del agua. Encima se proyecta otra roca cubierta de Thibaudias, helechos y orquídeas, de manera que el observador queda como dentro de una gruta. No hay que olvidar que está cerca el fin del invierno y que por consiguiente el caudal del río, que aún hoy es demasiado pequeño para la inmensidad del abismo, va a disminuir constantemente en los próximos tres meses de verano, hasta que, según me cuentan, llega un momento en que la poca agua que cae se convierte en neblina antes de llegar al fondo.

A simple vista es muy difícil calcular la profundidad del Salto; no parece, por ejemplo, que fuera más hondo que las cataratas del Niágara, pero en realidad es tres veces más profundo. Es muy difícil ver u oír la piedra que cae al fondo, y si uno lanza unas con toda la fuerza, se tiene la impresión de que tuercen de rumbo hacia la roca y van a caer siempre exactamente debajo del que las lanzó. La explicación de esta ilusión óptica es bien conocida y obedece a las leyes de la perspectiva: la caída de la piedra es paralela a la pared perpendicular, y como ambas líneas se alejan del observador, éste tiene la sensación de que se juntan en la distancia. Varias personas han calculado la profundidad del Salto y algunas han llegado a estimarla hasta en “media legua”. Presento a continuación algunos cálculos en orden cronológico:

Mutis (barómetro) 698 Ezquiaqui (medida) 724 Humboldt (dejando caer objetos) 581 Humboldt (informe publicado) 600 Caldas (dejando caer objetos) 602 Gros (medida) 479.425 Cuervo (medida) 417.3

La medida del Barón Gros parece ser la más exacta. Acosta calcula que tiene la misma altura de la gran pirámide; y si la del Niágara es de ciento sesenta pies, al Tequendama le falta menos de un pie para ser tres veces más profundo. El fondo del abismo está cien o doscientos pies más abajo del sitio donde cae el agua. Sin embargo, la superioridad en altura sobre todas las cataratas del hemisferio tiene poca importancia. El Salto no se puede comparar con las cataratas del Niágara. El Tequendama no tiene la impresionante voz de bajo profundo del Niágara, e inclusive el ruido es menor que el de otras cataratas más pequeñas, debido a la cantidad de aire que lleva aquí el agua al caer. Estimo que gran parte del rugido del Salto proviene de la primera caída de solo veintiocho pies. No creo que las cataratas del Niágara tengan rival fuera de las del Misurí, de las cuales no conozco una buena descripción. Es curioso que se hallen en Europa todos los saltos más elevados. Parece que en Noruega, Suecia, Suiza y los Pirineos los hay muy altos, pero solo dos son más imponentes que el Tequendama, el de Lulea en Suecia, con 600 pies, y el de Ruckon Foss en Noruega, de 800 pies. Pero en esta competencia ¿dónde se queda Asia con las montañas más elevadas del mundo? ¿ Acaso no hay cascadas en Asia? Lo que pasa es que son las llanuras y no las montañas las que determinan la formación de las grandes cataratas. El Tequendama es hijo de la Sabana de Bogotá, y si en Asia no hay una que lo iguale es porque las altas mesetas asiáticas son prácticamente desiertos donde no llueve nunca. El río actual no fue el que formó el abismo del Tequendama. La mayoría de los ríos al caer en medio de la niebla, emergen nuevamente de un pozo de profundidad insondable. Pero aquí cuando se vuelve a ver el Bogotá, corre rápidamente por un plano inclinado de detritos, porque en otra era geológica una corriente de agua muchísimo mayor y que ocupaba todo el ancho del abismo cayó lo que el río no hace más que llenar con las piedras que arrastra desde arriba. Al Tequendama le falta la fuerza del Niágara, y un poco antes de él se puede vadear el río. Si el Salto estuviera cerca de una ciudad manufacturera sería fácil detener el curso del río y secarlo temporalmente para hacer mover una serie de ruedas hidráulicas, como en Paterson.

La neblina del Salto me llevó a hacer especulaciones de tipo meteorológico. Dicen que ella empieza a formarse en la mañana, de nueve a once, y que luego se extiende densa sobre los campos vecinos. Me pregunto si aquí hay más neblina que en Bogotá. En el día la niebla hace descender la temperatura media, mientras que en la noche la eleva. Por consiguiente, la temperatura del Salto debe ser más baja que la de cualquier otro sitio que esté a la misma altura. Cerca al agua de una mina encontré que la temperatura era de 54º, pero me gustaría confirmar ese dato. Pues bien, aunque la altura de Bogotá tiene 850 pies más que la del Salto, la temperatura es dos grados centígrados más alta, lo cual parece confirmar mis conjeturas. En las cuatro ocasiones que tuve oportunidad de pasar por las montañas donde se halla el Salto las vi cubiertas de neblina, o esta se extendía sobre la campiña cercana. Hay que recordar que en este país no hay niebla densa como en el nuestro, sino nubes y neblinas de montaña en profusión tropical, y esta pequeña caída de agua logra crear muchísima más neblina que el Niágara a una altitud menor. Es indudable que la neblina se empieza a formar mecánicamente, ¿pero no será posible que se propague meteorológicamente? ¿Una partícula de neblina no podrá generar otra en una atmósfera favorable? He aquí una pregunta seria. La cantidad de neblina generada directamente por el Salto parece ser muy pequeña, mientras que la que procede de él varía mucho en las distintas horas del día y a veces se extiende cinco o diez millas. Posiblemente lo que sucede es que algunas veces las condiciones atmosféricas absorben la neblina y otras veces no. La meteorología es una ciencia que todavía está en la infancia y la Nueva Granada ofrece un campo muy amplio para estudiar ciertos aspectos, los cuales son observables solo en los Andes. Desde el sitio donde estaba podía ver los cerros que se elevan en la distancia y alcancé a divisar en una de las lomas un sendero que baja en zig-zag hasta la orilla del río, más abajo del Salto. Pensé que servía únicamente para ir a lavar o cruzar el río. Observé bien el camino porque quería pasar a la margen derecha, subir a la loma y bajar por el mismo. Pero como al fin no pude hacerlo, resolví efectuar una expedición por el lado izquierdo del abismo para ver si encontraba la forma de bajar. No me atrevo a pensar en todas las horas que perdí en esa tarea fatigosa. Primero me dirigí al punto más retirado que se veía desde la cima y cubrí la mitad de la distancia. Allí encontré un aparato construido para bajar a la gente que va en busca de tesoros ocultos, hasta la roca que se proyecta más abajo. Al día siguiente supe que gastaría muchos días para bajar por ese punto, ya que no hay sendero y es necesario abrirse camino, paso a paso, con el machete. En cuanto al sendero en zig-zag que habla visto, no era, como pensaba, únicamente para bajar al río, sino que es parte del camino que va de Soacha a Tena, desde allí desciende hasta el Bogotá y después sube de nuevo media milla. Para llegar a la cumbre de la loma que hay al otro lado del río hay que bajar primero hasta este y subir por el camino. Cincuenta y tres semanas más tarde estuve en esa loma, en el sitio donde empieza a bajar el camino y desde allí vi el Salto en toda su soledad, mejor dicho, los primeros cincuenta pies de la caída del agua, y apenas alcanzaba a oír el ruido. El paralelogramo que describí se abría en dirección mía, pero un cerro me tapaba gran parte del abismo. Tuve la impresión de haber llegado a la periferia del mundo habitado y que desde allí contemplaba esta cascada, sombría más que magnífica y rodeada de bosques espesísimos. La Sabana de Bogotá está limitada al occidente por una sierra de lomas bajas, pero la vertiente occidental es muy escarpada, con muchos precipicios, y el Bogotá se precipita desde la cima de esa sierra. Si se trazara una línea imaginaria entre Neiva, al sur, y Zipaquirá, al norte, que pasara por el nivel superior del Salto, esa línea, con excepción de dos o tres caseríos indígenas, no cubriría sino selvas casi inexploradas. Empecemos por el norte y examinemos las montañas de esta región. A la izquierda, hacia el oriente, hay lomas llenas de bosques cuyas cimas sobrepasan en unos cuantos pies la línea imaginaria y separan al viajero de la llanura habitada. Al occidente, a la derecha, hay precipicios y

abismos, y a la distancia se divisa Villeta, 5.000 pies más abajo, casi una milla, con sus cacaotales y cañaduzales. Luego se cruza la carretera que va a Bogotá y se ve el Aserradero a unos 100 pies más arriba del camino, y al pasar el que va de La Mesa a Bogotá se encuentra esa población sobre una meseta situada 3.000 pies más abajo, pero todavía cerca del limite superior de la caña y de la naranja. Después se pasa el Salto y no vuelve a verse más que bosques enmarañados hasta cruzar el camino que baja a Fusagasugá, el cual está en la ladera de la montaña y un poco más alto que La Mesa. Al oriente no hay más que montañas salvajes y llanuras desoladas, luego se pasa por un terrible desfiladero, sobre el cual la naturaleza tendió el Puente de Pandi, y si se sigue esa línea aérea e imaginaria cien millas en dirección suroeste nos encontramos con el río Magdalena. A la orilla de sus aguas oscuras está Neiva, a 7.500 pies debajo de tal línea. En todo este inmenso espacio, solo habremos cruzado tres caminos y dos ríos que irrumpen del oriente. Tal vez pasaríamos por un par de caseríos y de senderos indígenas, pero no habríamos visto ninguna otra obra hecha por la mano del hombre. He aquí, pues, la naturaleza en su estado primigenio. Y es por el abismo del Tequendama por donde se entra a esta región deshabitada y salvaje. Yo bajé acompañado del Gobernador de la que en ese entonces era Provincia de Tequendama y de un peón que nos llevaba las sogas. Llegamos al punto de partida muy temprano pues salimos antes de que amaneciera, e intentamos subir por la margen del río hasta el propio pie del Salto; pero fracasamos, creo que es imposible hacerlo cuando el río está crecido y no se puede vadear, porque se estrella ora a un lado, ora al otro contra rocas inescalables. Si hubiéramos podido acampar varios días en ese sitio no habría perdido las esperanzas de llegar al pie del Salto, aun con las aguas tan crecidas, pues me contaron que alguien lo logró bajando por una trocha seca pero extremadamente peligrosa que hay en la orilla derecha. Desgraciadamente no encontramos un guía que la conociera.

El Salto de Tequendama

Seguimos hacia Canoas y Soacha y el ascenso nos pareció interminable. Finalmente llegamos a la cima de la serranía que forma el límite de la Sabana, pero desde allí no podíamos divisarla. Continuando por las montañas en dirección al sur encontramos el camino que después de Soacha pasa un puente, la hacienda de Canoas, el Salto y llega a las minas de carbón. Al frente hay un descenso inmenso y para no perderse es necesario tener un guía o disponer de buen juicio y buenas instrucciones. Me parece que lo mejor es dejar las minas de carbón a la derecha y tomar el camino más fácil hasta llegar a un sitio descubierto. Ahí termina el camino de herradura y tanta

gente se detiene a comer alguna cosa en ese sitio, lleno de huesos de pollo, que le han puesto el nombre de El Almorzadero. Los cargueros llevan el carbón por unas escaleras hasta ese lugar, y por otras, todavía más empinadas, puede bajar al Salto el que tenga coraje para hacerlo. Los mejores sitios de observación al lado derecho e izquierdo están cerca de donde empieza la caída del agua. Hay otro al pie del precipicio, que llaman El Balcón, y hasta allí va un sendero aceptable y crece un árbol al que le pusieron el nombre del descubridor del lugar. Es precisamente ese sitio donde hicieron la única fotografía buena del Salto que conozco. La tomó el señor George Crowther, fotógrafo aficionado, quien visitó a Bogotá por asuntos comerciales. El grabado que aparece en la página anterior está hecho en madera por el señor Thwaites. Ninguna obra de arte puede hacerle justicia al Niágara y todavía menos al Tequendama. Los paisajes se extienden horizontalmente y si el observador no puede a simple vista calcular la profundidad, mucho menos podrá hacerlo en la superficie plana de un cuadro; así y todo, esta es una vista excelente del Salto, siempre que se tengan en cuenta varios detalles. Al tomar la fotografía fue necesario bajar el eje de la cámara, por lo cual ella se debe mirar desde un ángulo oblicuo. Con el grabado a unas cuantas pulgadas debajo de los ojos, se ve la cima de la catarata al mismo nivel en que yo estaba ese día, pero dudo que quien no haya visto el Salto pueda formarse una idea correcta mirando la fotografía. Les aconsejo, por lo tanto, que se imaginen que la foto fue tomada desde el punto más alto, hasta donde llegan los detritos., aproximadamente a una tercera parte de la altura total, desde donde se ve la mitad del Salto, pero no de frente. Ahora miren el grabado pensando que el primer salto tiene casi treinta pies de caída y entonces podrán imaginar el tamaño del abismo en su justa proporción. Las figuras que aparecen en el grabado son proporcionalmente demasiado grandes y por lo tanto no ayudan a que el observador se forme una idea correcta de la profundidad del Salto. Por ejemplo, si el helecho de árbol hubiera estado realmente donde el artista lo pintó, no se habría notado en el cuadro pues lo que parece estar en primer plano se halla en realidad muy distante. De todas maneras el grabado me parece muy bueno y no se le puede pedir que logre imposibles. Es muy difícil que alguien intente tomar una fotografía desde abajo, y al lado derecho no hay punto mejor que el escogido por el artista. Al otro lado es posible encontrar sitios mejores, pero a ellos solo se puede llegar abriéndose paso con machete, y al año no quedan ni rastros de esas trochas, como de la que yo hice, si la gente no sigue utilizándolas. Dejando la mina a la izquierda y abriéndose camino por entre la maleza, se puede llegar precisamente frente del Salto hasta una roca que se proyecta sobre el paralelogramo y que quizá es el punto donde mejor vista se tiene del Tequendama. Es curioso leer las descripciones del Salto; algunas son tremendamente exageradas. Hay quien afirma que el rugido del agua es tan ensordecedor que ni los más valientes se atreven a acercarse a más de cien yardas de la orilla. En realidad, este es uno de los saltos menos ruidosos, creo que ni se alcanza a oír el agua que cae al fondo. Ezquiaqui dice que la masa de agua ha excavado un hueco de 108 pies de profundidad en el plano inclinado de roca, pero este hecho es difícil de comprobar. Me han contado que detrás de la caída del agua hay un espacio amplio a donde muchas personas han llegado sin mayor dificultad. Pero no creo en simples afirmaciones y esta me parece poco probable. El agua cae mezclada con cantidades de aire y debe arrastrar consigo más viento que el Niágara en la Cueva de Eolo. El clima al fondo del Salto es engañador. Es cierto que pocas millas más allá crece la caña, pero el nivel del río desciende poco en esa distancia, quizá algo más de media milla, sin contar la caída perpendicular del Salto. Sin embargo dicen que “abajo se ven palmeras y estas no crecen sino en tierra caliente”. Lo que pasa es que esas “palmeras” son en realidad helechos de árbol, como lo puede comprobar exactamente cualquier botánico, y los helechos de árbol también crecen en la parte superior del Salto, y aunque no tan bellos como las palmeras, son muy interesantes para el

botánico. Los helechos de árbol o palos bobos rara vez pasan de doce pies de altura, el tronco es áspero, velludo y coronado de muchísimas hojas horizontales y uniformes. Pero por lo regular los dibujos no les hacen justicia, pues el follaje de los del Tequendama es mucho más tupido y las hojas más parejas en tamaño y en distribución de lo que aparecen en el grabado. En realidad, los troncos tienen la mitad de la altura y muchísimas más hojas del tamaño de las más largas que pintó el artista. Los helechos de árbol parecen darse especialmente bien a esta altura. En esta región fue donde los vi por primera vez, y casi todos los que he encontrado se hallan cerca al Salto o en la bajada a Fusagasugá. En estos dos sitios hay muchas especies de géneros distintos, aunque tan parecidas entre sí, que solo se distinguen observándolas cuidadosamente. Es curioso que Humboldt no hubiera encontrado sino un helecho de árbol en todo el territorio de la Nueva Granada, cuando son tan abundantes y tan variados en el Valle del Cauca y en los alrededores de Bogotá. La región del Tequendama es una de las más ricas en plantas que he conocido. Generalmente la tierra a esta altura es seca, pero aquí los bosques son húmedos. En los cuatro o cinco días que pasé en el Tequendama recogí cientos de especímenes, olvidando todas las precauciones y arriesgando muchas veces caer en el abismo, y así y todo, hubo muchos que no alcancé y fueron numerosos los frutos que no pude probar. Aquí se da el granadillo, pero no pude encontrar un árbol vivo, apenas vi un tronco, y me pareció, si no me equivoco, que se trataba del Bucida capitata. Sin embargo, no estoy seguro, porque es muy difícil identificar las maderas que se trabajan en la Nueva Granada. En realidad no le vi ninguna diferencia con el palo de rosa. Antes de dejar el tema del Salto quisiera hacer algunas sugerencias a las personas que van a visitarlo. Se debe venir temprano por la mañana y el sitio más cercano aunque no el más cómodo para pasar la noche es Soacha. Me parece que no costaría mucho hacer los arreglos necesarios para que las visitas al Salto fueran agradables. En primer lugar deben quitarle los candados a los portones y abrir al público el camino de carretas que hay en la margen izquierda del río. Deben construir cerca del Salto una casita de dos piezas, con un cobertizo para cocinar. Además serviría mucho que hicieran un puente peatonal o para mulas un poco más arriba del Salto y que abrieran un camino de herradura que fuera al hueco que hay más abajo, y que de allí subiera hasta el pie de la caída del agua. Todo lo que hace falta para que la gente que viene de La Mesa y de Bogotá tenga acceso a la parte inferior y superior del Salto, es una casita, un puente y un camino de herradura de una milla. La margen izquierda del río pertenece a la hacienda de Cincha, que es de un hermano del señor Umaña. Es la casa más cercana al Salto. No tenía carta de presentación del dueño, pero conocí a un empleado que ocupa parte de la casa y cuyo comportamiento conmigo fue más el de un caballero que el de un campesino; todo lo contrario de la actitud del señor Abadía, el administrador de la finca. La hacienda Tequendama está mucho más lejos, queda a dos millas del Salto, pero es más valiosa y mejor situada, ya que está en el último rincón de la Sabana. El aserradero es toda una curiosidad, con su enorme rueda hidráulica y sus engranajes, que debieron haber costado más que toda la instalación del aserradero, y que trabaja muy despacio y es ineficiente. La fábrica de quinina fue un molino de harina antiguamente, parte de la maquinaria es bastante costosa y el resto ordinaria pero adecuada. El director, como dije, es Louis Godian, un francés amable, cordial y activo. No se había podido casar con Joanna porque a ésta “le faltaba la fe de bautismo”. Joanna tiene el tipo de las negras de las colonias holandesas y no me da pena decir que me encantaba estar con ella y más tarde hice todo lo posible por volver a verla. Le tenía verdadero aprecio, y su sola cocina norteña hubiera sido suficiente atracción para alguien que hacía tanto tiempo no probaba platos de su tierra. En Bogotá no aprecian la quinina que fabrican aquí, pero yo estoy convencido de su pureza y buena fabricación y de que la puede haber peor pero no mejor

que esta. La corteza la pulverizan a mano y hasta donde pude informarme, la traen de las montañas del sur. En la Nueva Granada cada cual tiene sus propios secretos sobre la fabricación de la quinina. El señor Umaña vino el domingo a pagarle el jornal semanal a los trabajadores, que son cerca de cien. En la pieza de la contabilidad vi dos cosas que me sorprendieron: un coche, aparentemente en buen estado, que podría viajar a Bogotá en cualquier momento, pero que por la fuerza de la costumbre no lo usan nunca, y el “Ensayo sobre el Hombre”, de Pope, en inglés. No podía pasar por alto semejante contribución a mis conocimientos religiosos, así que me lo llevé a la sala y lo leí con inmenso placer y provecho.

BAILES Y TOROS Sibaté — Sacerdote de viaje — Hilandera — El yugo del ganado — Viaje presidencial — Lluvias continuas — Defensa de cabalgar a la turca — Carguero llevando un niño de brazos — Durmiendo en sitios resbaladizos —Ascenso innecesario — Bailes — Corridas de toros — Cárcel abierta — Paseo — Bellos jardines, hombre desdichado y frágil poetisa — Huevos de babosas — Fiestas de disfraces e inocentadas — Juegos — La familia del doctor Blagborne — Alicita.

Me gusta salir de viaje a principio de la semana y en Soacha un propietario de bestias me prometió tenerlas listas el lunes. Convinimos el precio y quedé muy contento con los sesenta centavos por bestia que me cobré de Bogotá al Tequendama, pero desafortunadamente se lo dejé saber y entonces me pidió ochenta por bestia de la hacienda de Tequendama a Fusagasugá. El precio todavía me pareció razonable y entonces él resolvió contar el peón como una bestia, lo que significaba pagar 3,20 en vez de 2,40. Acepté el trato y el hombre quedó convencido de que la generosidad lo iba a arruinar, así que cuando mandé recoger las bestias, en vez de enviarlas me mandó razón de que le debía dar un real más. Total, me hizo perder un día, pero él, a su turno, perdió el negocio. No le contesté nada y cuando al día siguiente mandó el peón y las mulas, ya otro estaba cargando mi equipaje. Viajando rumbo al sur por el brazo de la Sabana, que es mucho más largo de lo que yo pensaba y que termina en Sibaté, en donde no hay ni siquiera un pueblo, a la izquierda se tiene todo el tiempo la cordillera de los Andes a cuyos pies está Bogotá, y a la derecha, la sierra occidental, mucho más baja. Las dos cadenas de montañas, después de correr separadamente un largo trayecto, se buscan nuevamente y solo dejan suficiente espacio entre ellas para un camino bordeado de fincas muy bellas, en las cuales las casas están construidas al fondo, al pie de las montañas.

Sacerdote viajando

En Sibaté me despedí de un sacerdote con el que había hecho parte del camino. Era un hombre amable y simpático, que había sido cura de Pandi pero que estaba entonces sin parroquia. Me invitó a tomar algún refresco en Sibaté pero yo no tenía deseos de beber nada. Mostró gran curiosidad sobre los Estados Unidos y me preguntó si yo pensaba que pasaría mucho tiempo antes

de que los inmigrantes católicos lograran obtener la mayoría en las votaciones y establecer legalmente la religión católica en el país. Imposible garantizar que el grabado sea el retrato de este honorable sacerdote, pero de todas maneras ilustra bien el personaje. El viajero lleva la cara cubierta para protegerla del viento seco y de la luz intensa que a veces destruyen la piel y rajan los labios. Al frente, en la montura, está amarrado el bayetón que le sirve para defenderse de la lluvia en el día, y de cobija por la noche. Lleva zamarros de piel de perro y una funda de hule le protege el sombrero, que es de algodón, a juzgar por el color entre marrón y rojo oscuro. Lo sigue el peón con un enorme "perrero” hecho de la madera más dura que hay en la Nueva Granada y quizá en el mundo, el guayacán, que tal vez es un Guaiacum. Desafortunadamente no he podido ver el árbol ni tampoco encontrar un palo completamente recto y sin nudos; me parece que el diámetro del guayacán no es nunca mayor de una pulgada. Es evidente que el caballo ha molestado, quizá fue a meter las narices entre los matorrales, donde no debía ir, y ahora está pagando las consecuencias. En el lomo lleva una bolsa inmensa conocida con la palabra de origen árabe, almofrez, o también y más exactamente, vaca, aunque el cuero de una vaca no alcanzaría para hacer la bolsa, ni todo el animal para llenarla. He visto unas tan inmensas como el más grande colchón de plumas. Después de Sibaté el camino sube y el viajero tiene una magnífica vista de la Sabana, a la cual dije adiós por mucho tiempo y sin alegría porque lo único que me gustaba dejar era el frío. Al salir de la hacienda vi que las hojas de muchas plantas estaban quemadas por la escarcha, algo que es poco frecuente pero que puede suceder en cualquier mes del año, no solamente en el Tequendama sino en toda la Sabana. Confieso que tenía muchos deseos de llegar a climas más cálidos. En el camino me crucé con una mujer que iba de una casa a otra e hilaba algodón mientras caminaba. En Tierra Caliente hay numerosas especies de Gossypium, pero las que más aprovechan, y digo aprovechar pues no es que las cultiven, son unos arbustos grandes con fibra muy escasa. El aparato para hilar consiste en un palo con la punta inferior clavada en una papa o en otra cosa que sirva de pesa. Posee la ventaja sobre cualquier otra clase de huso de que no necesita máquinas para separar y cardar, que es el más barato del mundo, que no se daña fácilmente y que es portátil. Tengo la impresión de que aquí tiene mérito especial andar hilando por la calle. Casi en el alto de una loma vi a un hombre unciendo un par de bueyes. Primero enlazó y amarró a uno de un poste, le puso el yugo y arrastró al otro, vi et armis, hasta el poste y le amarró los cuernos a la otra extremidad del yugo, que es un palo recto. Ninguno de los dos bueyes podía mover la cabeza, ni mirar para atrás; pero cuando se enojaban, con un solo ojo se lanzaban chispas de rabia el uno al otro. Me cuentan que en algunos páramos tienen un yugo especial, muy largo y con los bueyes amarrados a cada extremo, lo utilizan para llevar las reses al matadero. Primero enlazan la res y la tumban, estirándole las patas traseras hasta que ponen el centro del yugo sobre la cabeza, y entonces dejan que se pare en las patas delanteras, como lo hacen los caballos, y mientras le amarran la cabeza al yugo le sujetan firmemente las patas traseras. Luego las sueltan y los dos bueyes se encargan de ir al sitio del sacrificio, y aunque en el camino ninguno de los tres compañeros da muestras de mucho afecto, la voluntad del recluta no cuenta para nada. Finalmente perdí de vista la Sabana y a mi diminuto peón con las tres mulas (él había decidido traer otra para tener una extra en caso de emergencia), y no lo volví a ver hasta el día siguiente. El camino bajaba, subía y volvía a bajar, pero a pesar de lo malo, podía llamársele carretera. Me encontré con los lanceros del Presidente, quien había pasado quince días de descanso en Fusagasugá, y lo habían seguido todo el tiempo. Al poco rato me crucé con el Presidente acompañado por un oficial. Conversamos un momento y más adelante me encontré con los dos lanceros que le llevaban el equipaje. El camino se fue deteriorando cada vez más hasta volverse el

más malo que había visto en mi vida, lo cual me hizo pensar que hubiera sido más útil para el Presidente viajar con una compañía de zapadores que con una de lanceros. De nuevo me interné en bosques grises, y parecía como si ese colorido se debiera a una profusión enorme de musgo de florida o de la Usnea barbata nuestra, pero en realidad el efecto lo dan muchas plantas. Más adelante vi los helechos de árbol y unos tallos inmensos que creo eran de achipulla, planta cuya raíz comen los osos y el hombre, pero no la conozco. Dicen que tiene de ocho a diez pies de altura y creo que es una amarilidácea o una liliácea. Pasando la Boca del Monte, el camino se vuelve un barrial, o más bien un verdadero charco. Luego llegué a uno de esos espacios abiertos que quizás han ido despejando los mismos viajeros que buscan un sitio donde descansar en los caminos solitarios. Se llaman contaderos, porque en ellos se reúnen los viandantes, los peones y las bestias y se aprovecha para contar a todos, asegurándose que no falte ningún cuadrúpedo ni ningún bípedo del grupo. La cantidad de cruces que había en el contadero era señal de que había llegado a la cima después de un ascenso respetable y el descenso se me hizo eterno, quizá por no haber tenido la precaución de erigir yo también mi cruz en la cima. Dicen que nadie pasa por ese sitio sin que le caiga un aguacero, pero no estoy seguro si eso quiere decir que llueve todo el tiempo, o solo cuando pasa alguien que vale la pena mojar. La primera vez me cayeron encima unas cuantas gotas, únicamente como para mantener viva la tradición, pero después volví a cruzar el sitio cuatro veces, y en todas ellas la lluvia hizo honor a la leyenda. En especial, en una ocasión en que desafortunadamente había dormido mal la noche anterior, tuve que viajar bajo una lluvia monótona que hizo prácticamente intransitable el camino. De ordinario cabalgar por allí es como bajar a caballo el monumento de Bunker Hill después de que algún terremoto hubiera desplazado casi todas las gradas, y con el aguacero el camino estaba todavía mucho peor. La pobre mula que tenía la responsabilidad de llevarme hasta tierras de clima cálido y llenas de sol tuvo que hacer un esfuerzo tremendo. Yo, que era su carga, no llevaba ningún rótulo que dijera “manténgase seca”, pero sí “frágil, con cuidado”, y la bestia lo sabía. Por eso, mientras la mula cumplía con su oficio, yo me quedé dormido. El lomo de mi cabalgadura casi siempre formaba un ángulo de 45º con el horizonte; en cambio, mi columna se curvó todo lo que pudo hasta que los hombros quedaron casi encima de la montura. No tengo ni idea cuánto tiempo dormí ni qué soñé, pero cuando desperté, me di cuenta que el encauchado se había corrido hacia adelante, en tal forma que el agua me chorreaba del sombrero, se metía por la apertura del encauchado y me escurría por la espalda hasta la montura.

Carguero llevando un niño en brazos

Seguíamos bajando y bajando, era como bajar desde un monumento de Bunker Hill que no se terminara nunca, o de la torre de una iglesia más alta que las habas de Jack en el cuento infantil. En ese trayecto encontré a varias señoras montando a la Turque, o para ser más explícito, a horcajadas. En Bogotá las mujeres casi nunca montan así, quizá una en cinco, y las que pretenden ser señoras par excellence, solo lo hacen como último recurso y para cruzar el más malo de los caminos. Sin embargo, a mí no me parece que a este estilo de montar le falte gracia o que sea vergonzoso. Por una parte, mientras la jineta no lo permita, lo único que se puede ver es el tobillo; además está menos expuesta a accidentes embarazosos y no ha de usar los vestidos de moda para montar, que sí son peligrosos. A horcajadas, la mujer no tiene que cabalgar con la espalda torcida y puede dominar mejor a la bestia, porque si algo es cierto es que la bifurcación de la anatomía humana es su título de supremacía sobre el reino animal. Pero por estos caminos es demasiado arriesgado confiarle un niño de brazos a un jinete. En el grabado de la página siguiente se puede apreciar la forma más segura de transportarlo. En él se ve a un digno descendiente de los muiscas que se ha quitado el sombrero para saludar, diciendo al mismo tiempo, “Sacramento del altar”. La frase completa, si es que alguna vez se usó, sería “Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, a lo cual se debe contestar, “Por siempre jamás”. Quizá reafirmando la convicción en la eficacia de la misa. El carguero lleva una caja, improvisada en media hora, a la que clavaron unos aros para acomodarle una cubierta y una cortina de tela. Adentro va el niño, que no se da cuenta del viaje y la mamá viene media hora más atrás cabalgando en algún cuadrúpedo. Seguíamos bajando y bajando pero, como dice el refrán inglés, era “un sendero largo y sin regreso”, aunque a diferencia del descenso moral, que no tiene límites, el físico cesa cuando se llega al nivel del mar. A través de un claro entre los árboles vislumbré las montañas y el valle en la distancia. La sombra de los árboles y de las nubes cubría el camino, en tanto que el paisaje lejano estaba bañado de sol y tenía ese colorido azul que por lo general únicamente se ve en las montañas. Ningún pintor se atrevería a utilizar en un cuadro los colores que yo vi ese día, tenían la tonalidad del cielo. Continuábamos bajando, hasta que por fin el descenso se hizo más razonable, casi apropiado para una vía de carretas y yo me puse feliz, convencido de que iba llegando al término de la jornada. Pero de pronto me di cuenta de que al frente tenía una montaña alta, cuya cima estaba más o menos a la altura del sitio donde yo me encontraba. Era obvio que para escalarla tendría que llegar primero al pie de ella. Empecé a cabalgar loma abajo decidido a no perder la paciencia por lo menos hasta llegar al fondo. Al pie de la montaña corría un arroyo donde me detuve con ánimo de descansar y agradecido di cuenta de los huevos duros que la previsiva y amable Joanna había puesto en las alforjas de mi montura. De nuevo en camino me asaltaron una tras otras estas sorpresas desagradables: la primera, darme cuenta de que todavía me esperaba un descenso enorme; la segunda, ver que antes de bajar debía subir la montaña que tenía al frente; y por último, saber que la noche me iba a sobrevenir en la montaña. La última subida es completamente innecesaria; el camino sería mucho más corto si circundara la montaña, pero los españoles no gustaban de construir caminos en las laderas. Esta subida es tan grande que si estuviera en el trayecto entre Boston y Oregon, se consideraría como uno de los puntos más destacados del viaje. Sobrepasa el ascenso al Monte Holyoke y creo que también al del refugio que hay en la montaña de Catskill. El sol se ponía cuando alcancé la cúspide y el corto crepúsculo tropical me reveló la llanura en toda su belleza indescriptible. Un episodio molesto y extravagante logró disminuir una hora o más el viaje nocturno. Hasta entonces había sido muy considerado con mi caballito, debilidad que tengo

porque “el hombre misericordioso es misericordioso con su cabalgadura". Más de una vez intenté llevarlo de cabestro, pero él lo único que hacía era estirar el pescuezo en tal forma que parecía dispuesto a que solamente la trompa llegara esa noche a Fusagasugá y el resto del cuerpo lo alcanzara al día siguiente. Era tanta la resistencia del animal que casi tenía que cargarlo, hasta que quedé sin fuerzas y sin paciencia. Apenas entrada la noche se me ocurrió un plan mejor. Aseguré las riendas a la silla, corté una rama y me fui detrás arreándolo. El sistema resultó magnífico, desde que salimos de la Sabana nunca nos habíamos entendido mejor. Pero cuando intenté montarlo otra vez, descubrí que le había gustado tanto el nuevo sistema que ya no quería cambiarlo, y que lo que pretendía era dejar el camino y seguir por los potreros y los bosques, lo cual tuve que impedir corriendo de lo lindo y viéndolo saltar por encima de rocas enormes. Ya me había mojado un pie y había empezado a perder la paciencia, cuando logré echarle mano a las riendas y detenerlo. Si el lector piensa que el resto del camino tuve las mismas consideraciones que antes, es porque no conoce nada de la naturaleza humana. El hombre misericordioso no trata de la misma manera a todas las bestias, y si no hubiera sido porque el jinete debía tener consideraciones consigo mismo para no desnucarse, ¡mal rato habría pasado el caballito! Al frente de la iglesia de Fusagasugá estaban celebrando a todo timbal, con cohetes, la víspera de la fiesta de algún santo, pero yo seguí derecho hasta la casa de una familia inglesa que no conocía, una hora con la cual fue suficiente para compensar todas las dificultades del viaje. A la luz del día el valle no resultó ser el paraíso de terrenos aluviales que yo había imaginado, sino que está cubierto por un diluvio o avalancha diabólica de rocas; en algunos sitios estas lo cubren totalmente, dando la sensación de que el suelo estuviera empedrado. El valle no es horizontal, sino que tiene un notorio declive al río Fusagasugá, el cual corre hacia el occidente, al pie de la cadena de montañas. La llanura está entre esta sierra y otra que hay al sureste y puede considerarse como una de las tantas estribaciones que se desprenden de la cordillera y que van a terminar al pie de ella. Fusagasugá es un pueblo feo, situado en el extremo superior del valle, al pie de la montaña, como localizaron los españoles la mayoría de las poblaciones. Con una sola excepción, todas las casas son de bahareque y no puedo entender las razones político-económicas que permiten la existencia de este pueblo sin industrias ni suficientes visitantes que produzcan ingresos a sus pobladores. Esta clase de rompecabezas me ha llevado a la conclusión de que los granadinos ganan muy poco, gastan muy poco y más que trabajar prefieren soportar los males de la pobreza. Casi todas las casas de Fusagasugá son tiendas, verdaderas tabernas, pero sin cuartos para arrendar. Tienen dos piezas además de la cocina, que queda atrás; la primera es la tienda y los clientes no pueden pasar mucho más allá de la puerta, la otra es la sala y está pobremente amoblada; los pisos generalmente son de tierra. Pasé la mayoría de las vacaciones de Navidad en Fusagasugá, pero aquí casi no vi nada que me interesara. Prefería la compañía de la familia donde estaba alojado, pero asistí un rato a tres bailes que se llevaron a cabo en casas de amigos. Eran fiestas en que la gente bailaba o se sentaba muy solemnemente alrededor de la sala y las mujeres y los niños ocupaban casi todos los asientos. Como “la orquesta” bogotana no tenía violinista, bailaban al son de dos clarinetes y de una pandereta. Había muy pocas mujeres bellas y muchas decididamente feas. Dicen que la moral en la población es tan buena, que no hay en esta una sola mujer cuya conducta le impida asistir a estas reuniones, a las que cualquiera puede ir sin invitación y sin llevar pareja. Son pocos los participantes que saben bien los pasos y figuras del baile y muchos bailan como quien cumple con un deber. Pero en cuanto a solemnidad y seriedad los superan las clases altas neoyorquinas, cuyos miembros consideran que es vulgar bailar con demasiado entusiasmo.

En una de estas fiestas sirvieron una comida con carne asada y pavo, cantidades de todas sazonadas con ajo, y otros platos condimentados con limón y ají. Las señoras comieron primero, y el señor que les ayudaba a servirse, servía su plato al mismo tiempo. En la mano tenía una presa doble de pavo y cuando la articulación estaba a punto de separarse, ofrecía parte de la presa a una señora, quien la recibía con la mano. El señor, tratando de separar su propia presa y por falta de una mano libre, recurrió a los dientes, y después siguió atendiendo con gran seriedad a la siguiente invitada. Una de las damas tenía sed y un caballero le llevó la copa a los labios y mientras ella bebía él hacía el ruidito que hacen las nodrizas para que los niños beban. La actitud general revelaba un sentido de humor ausente en el baile. Me informaron que el caballero que distribuía las presas de pavo es hijo ilegítimo del Presidente Santander. En el cementerio de Bogotá había visto un monumento al “hijo legítimo de Santander”, pero no se me ocurrió que el epitafio insinuara la existencia de hijos ilegítimos; inesperadamente en Fusagasugá me encontré con el monumento vivo a un hecho que no disminuye en nada el respeto que tienen los granadinos por ElHombre de las Leyes, quien para muchos de ellos es el hombre más grande del país. Al joven, que lleva el apellido de su padre, lo vi por última vez en el Valle del Cauca cuando en compañía de cinco señores viajaba entre Bogotá y Quito vendiendo toda clase de ornamentos religiosos. El baile de Nochebuena estaba en su apogeo cuando las campanas de la iglesia empezaron a repicar indicando que iba a comenzar la misa de gallo. Todos los que estaban de fiesta, junto con los grupos más piadosos de la población, acudieron al templo; los músicos subieron al coro con los clarinetes y la pandereta y siguieron tocando la misma música del baile o por lo menos muy parecida. Los fieles se amontonaron alrededor del cura para besar el muñeco o imagen del Niño Dios que aquel tenía sobre las rodillas. Después, dentro de la iglesia, hubo una procesión hasta la puerta principal y luego hasta el altar, seguida por una misa muy larga. Cuando se acabó la ceremonia religiosa todo el mundo salió con sueño y se fue a dormir. El domingo se bailaba y jugaba billar todo el día. Sentí mucho no haber ido aunque solo hubiera sido por un rato a ver al cura actuando como “el patrón del baile” como él mismo me lo contó después. El domingo es día de mercado en Fusagasugá y ninguna descripción puede dar idea exacta de lo desagradable que es, pero si el lector tuviera oportunidad de ver a las bien educadas hijas de mi anfitrión, dedicadas pacientemente, una o dos horas, a una tarea repugnante, pero que no se puede delegar a las sirvientas ni dejar para otro día, comprendería que el día de mercado es algo que sobrepasa la paciencia cristiana. La misa y el mercado son a la misma hora, y como yo no me descubría durante la elevación, trataba de no estar en ese momento en el mercado para no ofender a los fieles. Una vez, estando con una señora en el mercado, pasó una procesión que le dio la vuelta a la plaza, pero yo no me quité el sombrero. Afortunadamente no me vio ningún fanático capaz de agredirme. Muchos opinan que se deben prohibir las procesiones fuera de la iglesia. La Navidad es la temporada de toros en Fusagasugá, diversión prohibida en Bogotá, debido al gran número de heridos y muertos que deja. Ese domingo en el pueblo estaban ocupadísimos encerrando la plaza al frente de la iglesia con una cerca de palos. A pesar de haber oído hablar de la crueldad de ese deporte, estaba decidido a conocerlo; pero después de asistir, quedé convencido que de deporte y de cruel no tiene nada. El grabado de la página siguiente más que una representación fiel es una idealización del espectáculo. El toro aparece con una ferocidad poco común y sin la docilidad que generalmente observé en los animales en el ruedo. Después de embestir una o dos veces a sus verdugos, el toro se vuelve tan tranquilo que ni siquiera se digna reaccionar cuando le tiran cohetes a las patas, y lo único que hace es mirar con profundo desprecio al público. Al toreador ya no lo llaman matador porque ya no sacrifica al toro; en cambio, a veces este último por accidente si mata al torero. El diestro no lleva armas y en ocasiones tira la ruana sobre la cabeza del toro, cubriéndole los ojos y entonces es divertido ver cómo el animal se

la quita de encima sin romperla. Es obvio que antes del espectáculo liman las puntas de los cachos de los animales. El toro del grabado parece enfurecido. Mientras estaba amarrado con lazos y tumbado en el suelo le pusieron una cincha alrededor del cuerpo, y ese tipo, descalzo pero con una espuela, se le montó encima en el momento que lo lanzaron al ruedo. El hombre del bayetón recibió su merecido. En el futuro tendrá cuidado de no enfrentarse al enemigo sin tomar precauciones para huir o correr en caso de necesidad. En realidad, ahora está volando, pero no propiamente para ponerse a salvo. En este momento el toro persigue al cachaco, y si lograra clavarle los cuernos en esa detestable casaca, la diversión de los de ruana sería completa. He visto fiestas de toros hasta el cansancio, y me parece que ese es el nombre correcto y que la expresión inglesa “combate de toros” es inexacta. Lo único que encuentro criticable en estos espectáculos es la pérdida de tiempo que significan y el peligro a que se exponen los toreros. La mayoría de estos son vaqueros, pues es necesario saber cómo actuar frente a un toro. Conozco un muchacho de dieciséis años que un día trayendo un toro amarrado a la cabeza de la montura, se le soltó la cincha, y entonces el toro tumbó a él y a la montura al suelo. En ese caso si uno es capaz de distraer al animal con la ruana, éste terminará encontrando otro objeto que le interese más que uno. De todos modos, el toro es el que representa el papel más seguro en la función, aunque no el más agradable.

La fiesta de toros

En Fusagasugá visité la cárcel cantonal y pocas visitas me han producido una indignación igual. Llegamos a la puerta y vimos varios hombres adentro, los cuales nos invitaron a seguir. “¿Dónde está el alcaide?”, preguntó mi amigo. “Salió a la calle, señor”. "¿Y no los deja encerrados con llave? “¿De qué serviría encerrarnos con llave si podemos salir cuando queramos? Se puede hacer un hueco en las paredes, romper los barrotes de las ventanas y la cerca que hay entre el patio de atrás y el monte no le impedirá la salida ni a un cerdo”. “¿Entonces por qué no se escapan?”

“Porque eso sería ir contra la ley, señor”. “Definitivamente esto está mal”, le comenté a mi amigo. “El hombre que se queda detenido en esta cáscara de barro debería estar por fuera bajo libertad condicional. Es una burla cruel encerrar por ley a un hombre en un cuarto, y dejar las puertas abiertas”. La mayoría de los hombres estaban detenidos acusados de haber robado corteza de chinchona, pero si fueran culpables ya hubieran huido. Así que esta cárcel es prueba infalible de inocencia, como era la prueba que se aplicaba para descubrir a las brujas, a las que metían en un saco y tiraban al agua, y si la víctima era inocente, se ahogaba. En la misma forma se puede mandar a un hombre a la cárcel de Fusagasugá, y si no escapa, se tiene la seguridad de que no debieron haberlo arrestado nunca. En todos los bosques al oriente de Fusagasugá hay árboles de quina, pero es supremamente difícil enterarse de los detalles del comercio de la chinchona, porque toda la tierra donde se da está en manos de particulares, y los quinquineros (sic), es decir los cosecheros, a veces ganan más vendiéndola a personas distintas del propietario. Hasta el comercio legítimo se mantiene en el mayor secreto, y por esta razón apenas he visto las flores de dos chinchonas, pero con corteza mala y solo logré conocer un arbolito de buena calidad. En el extremo inferior de la llanura está la hacienda Novillero, la cual tiene un patio enorme al que dan la mayoría de las piezas del primer piso, donde vive la familia. En el segundo hay un solo cuarto y el techo se proyecta sobre un corredor agradable al aire libre. Fusagasugá tiene un clima maravilloso; dos veces he pasado allí el año nuevo, y mientras me bañaba en un arroyo de aguas con la temperatura más agradable, pensaba en la nieve que estaba cayendo en mi tierra. La población queda en el límite extremo, o mejor, un poco más arriba de las regiones donde se cultiva la caña de azúcar, los plátanos y las naranjas, y para tenerlos a la mano estaría dispuesto a soportar un poquito más de calor, exactamente el clima de la hacienda de El Chocho, del finado don Diego Gómez, que queda a tres millas al suroeste de Fusagasugá, sobre el río del mismo nombre. Por mucho tiempo guardaré el mejor recuerdo de los cuatro paseos que hice al Chocho, tan agradables que casi me hacen perder la nostalgia por mi tierra. Todas las veces fui en diferente compañía y si las bellas amigas tienen alguna vez oportunidad de leer estas líneas en que celebro su resistencia para caminar seis millas, espero que me perdonen este “recuerdo de pasadas alegrías, a la vez melancólicas y placenteras para el alma”. Tampoco olvidaré fácilmente la montaña cubierta de robles que se eleva al oriente de Fusagasugá, de donde desciende el arroyo que baña la población y que luego entra a una hondonada llamada El Maguey, debido a las plantas de “fourcroya” que crecen en ese sitio, pero más adelante han desbrozado la tierra con el fin de sembrar caña para forraje. Este arroyo desciende al Fusagasugá en ángulo recto al río y al cerro que está en la otra banda, donde se encuentra el miserable pueblito de Tibacuy, miserable digo en parte debido al cura borracho que va del cepo al altar, y los domingos del altar a Fusagasugá a jugar y a beber. Un domingo pasó a caballo por donde estaba conversando con unos amigos y estos dijeron que iba borracho, pero yo no le había notado nada. Fusagasugá está en la margen derecha de este arroyo y el camino a Tibacuy y a La Mesa (a una distancia de escasas dieciocho millas pero a diecisiete horas de camino) lo cruza por un puente estrecho y continúa a lo largo de la orilla izquierda. Por media milla el camino está bordeado de vallas como las veredas campestres en los Estados Unidos, pero por este sendero no ha transitado nunca una carreta. A la izquierda hay varias casas de campo, entre ellas la del General O’Leary, el embajador británico. El camino pasa la portada de la hacienda de Novillero y dejando los edificios de esta a la izquierda baja por una loma de prados verdes y llenos de sol. La caminata fue larga y deliciosa hasta que llegamos a un lugar donde crecían unas tunas (Opuntia) llenas de frutas rojas y maduras, del tamaño de una pera pequeña, cubiertas de manojos de espinas, exactamente como el higo chumbo que se da entre nosotros. La fruta no es lo suficientemente ácida o dulce para ser

agradable, pero se puede comer, razón suficiente para que se deba comer. Una docena de tunas, después de quitarles las tremendas espinas microscópicas, no valen lo que una naranja de Fulton Market, con el agravante de que quitárselas es dificilísimo; pero como hay que comer la fruta, es preciso quitarle las espinas. Como resultado de mi epicureísmo se me incrustó en el paladar una espina diminuta que desafió todos los intentos de extraerla, hasta que juré que nunca jamás cogería y pelaría otra tuna para mí o para ninguna muchacha del mundo. Las tunas me enseñaron también otra cosa. Ese día iba con el calzado de los plebeyos, los alpargates, y la espina de un tallo caído atravesó el tejido y se me enterró hondo en la planta del pie, de manera que quedé convencido de que con todo lo buenos que son los alpargates para caminar, no sirven para proteger el pie de las espinas. Más adelante vi otra planta que me llamó la atención porque es un pedúnculo de seis pies de largo y tan grueso como una pita; tenía un ramillete de flores y cuando estas se caen, salen unas vainas cubiertas por espinas microscópicas que les dan apariencia de terciopelo, y llenas de semillas grandes, redondas y aplanadas. La mata es una de las distintas especies de Mucuna, que aquí llaman pica-pica y también ojo de buey, debido a la forma de la semilla. El camino desciende mucho más suavemente que la quebrada pero al llegar a un punto de la loma no le queda más remedio que bajar en forma brusca y abrupta. En ese sitio el viajero se detiene instintivamente para recrearse en el paisaje que se presenta ante sus ojos. El río Fusagasugá corre al pie de la extensa colina que se eleva al frente, la cual no tiene una sola hendidura ni un solo risco en quince o veinte millas. A la derecha el terreno va elevándose suavemente hasta el sitio donde empiezan los bosques y de allí en adelante el ascenso a la Sabana se hace muy escarpado. A la izquierda, a lo lejos, se divisa el boquerón por donde el río se precipita al Sumapaz, antes de que éste llegue al valle del Magdalena. Me parece que fue a la orilla del Fusagasugá donde me comí los huevos duros cuando venía de Bogotá. Creo que si la carretera cruzara el río mucho más arriba, en el sitio donde sale de los bosques, se recortaría el tiempo de camino de once a seis horas, aunque la distancia siguiera siendo de veinticinco millas. Al pie de la loma hay un puente para pasar la quebrada y otro para cruzar el Fusagasugá y algo más adelante está la hacienda de El Chocho, nombre de un arbolito con flores rojas y bellísimas que pertenece a una de las especies de laErythinia. El dueño de la finca, el señor Gómez, hubiera podido llegar a ser un hombre de estado muy importante ya que tenía el talento y la educación para ello, así como también mucho patriotismo e interés en asuntos políticos. Sin embargo, lo acusaron de complicidad en el intento fallido de asesinar a Bolívar el 26 de septiembre de 1828. El juicio que le siguieron no dejó satisfechos ni al fiscal ni al abogado defensor, y la sentencia que recibió parece dictada por un déspota: “Ya que nada incrimina a Diego Gómez, se lo condena a vivir bajo vigilancia en Turbaco durante tres años". “Me rompo la cabeza, le decía don Diego al oficial que lo condujo a Turbaco, para encontrarle lógica a esa frase de yaque nada me incrimina, por consiguiente se me condena”. “No se rompa la cabeza, le contestó el oficial, porque no será por falta de lógica que se arruine el país”. Lo cual es literalmente exacto, ya que en la Nueva Granada Bacon no ha sustituido nunca a Aristóteles. Tres años son mucho tiempo. Cuando se fue, Gómez dejó a su esposa, doña Josefa Acevedo de (1) Gómez , poetisa notable,digna de figurar al lado de las señoras Hemans y Sigourney, y al regresar encontró que ella había concebido un niño en su ausencia. Se separaron, él se alcoholizó y ella se fue a vivir a los límites de la selva, a poca distancia de aquí. En su retiro expresa en conmovedores versos toda la amargura de su corazón, preguntándole a la muerte por qué se acuerda de gentes felices y llenas de esperanza y en cambio se olvida de ella. (Véase Acevedo, en el Parnaso Granadino). Una estimable hija del matrimonio Gómez-Acevedo se casó, según dicen,

por debajo del nivel social de la familia, y aunque el marido era hombre de grandes méritos, don Diego no le permitía a la hija que fuera con él al Chocho. Así y todo el yerno resultó ser digno sucesor del señor Gómez, en especial en lo que yo lo apreciaba más, que era en el cultivo de árboles frutales. Me he atrevido a relatar todos estos hechos porque hace pocos días me enteré de la muerte de aquel desgraciado padre y esposo. Había escrito antes que en la Nueva Granada no hay jardines, pero la verdad es que en el Chocho hay tres, rodeados de muros altos y con candados en los portones. Es la única manera de cultivar frutas sin que se las roben. En los jardines de El Chocho todas las plantas son perennes y en su gran mayoría árboles, porque las plantas monocárpicas no se pueden cultivar sin contar con mano de obra permanente. El peor enemigo de los frutales es el murciélago, ya que las tapias, los portones y los candados se encargan de no dejar entrar al resto de los mamíferos. Pero los murciélagos vienen por miles y miles de noche, y ante ellos las armas de los hombres son tan ineficaces como frente a la langosta. Lo primero que atacan es la pomarrosa, que es una fruta mirtácea, quizás la Eugenia Jambos, del tamaño de una pera pequeña y con sabor parecido al de la pirola (gaulteria). Entre los murciélagos y los niños no dejan una madura, y a falta de pomarrosas atacan el mango, Mangifera Indica, que tiene la forma y el tamaño de una pera, pero que está unido al tallo por la parte más gruesa. El mango indudablemente es una de las frutas más apreciadas en el trópico, y aunque alguien lo describió como una mezcla de estopa y de trementina, lo mejor es hacer caso omiso de esos ingredientes, porque si es cierto que nunca le faltan, jamás los tiene en exceso. Otra fruta que conocí en el jardín de El Chocho fue el madroño, la Theobroma arborescens, cuya estructura es parecidaa la del cacao, con el tamaño de una ciruela, dos o tres semillas y una pulpa de sabor agradable pero tan escasa, que no vale la pena comerla. El madroño es un árbol muy hermoso. Había también un sin fin de variedades de naranjas y el doctor Gómez estaba muy interesado en lograr que se le dieran unos vastagos de grosella roja que había sembrado, así como unas palmas de dátiles, que cuando las vi estaban demasiado jóvenes para poder determinar a qué sexo pertenecían. En los jardines de El Chocho había frutales que no he encontrado en ninguna otra parte y que por lo tanto ni describo ni menciono, porque yo creo que lo común debe tener prioridad frente a lo raro. Las babosas, Bulimus oblongus, que se dan en los jardines de El Chocho son famosas y tan grandes como el huevo de un ganso. Los huevos de la babosa son del tamaño de los de los gorriones. La familia tuvo la gentileza de dejarme llevar varios, pues tengo la remota esperanza de que algunos logren sobrevivir hasta mi regreso. Las fiestas no se acababan; el 28 de diciembre es el día de los inocentes, fecha en que aquí se conmemora la matanza de los niños por Herodes. La gente se toma la libertad de actuar en forma infantil, como lo hacemos nosotros el primero de abril, día de los bobos, y así a la persona víctima de la broma se la tiene por inocente, “téngase por inocente”. Esta misma idea aparece frecuentemente en las poesías satíricas. Por ejemplo, hay unas estrofas dedicadas a nuestro amigo López que dicen: El que por ser Presidente Creyó así gozar del mando, Y es juguete de algún bando Téngase por Inocente. No intentaré describir las comparsas grotescas que se adueñaron de las calles todo el día y casi toda la noche, porque eso es algo que los yanquis hacemos mejor, cuando nos proponemos, y el baile de disfraces que hubo esa noche ni siquiera merecía tal nombre. Lo único que vale la pena de contar de este baile, que juré que sería el último al que asistiría en mi vida, fue que se celebró en la misma casa donde asistí al primero un año antes, la noche que fuimos a misa de gallo.

Definitivamente son muy aburridos y ni siquiera el primero satisfizo mi curiosidad sobre las costumbres de la sociedad; por eso si fui a este otro fue únicamente por sentido de responsabilidad con los lectores, pues solo quiero describir lo que he visto con mis propios ojos. Era la noche del sábado y me puse a conversar con el cura, que nunca pierde fiesta. “¿No debería estarse preparando para la celebración del domingo?”, le pregunté. “Ahora me estoy preparando”, me contestó. “¡Cómo! ¿A esto lo llama usted prepararse?” “Naturalmente, la misa en los días de fiesta se celebra mucho más tarde que en los días ordinarios y me moriría de hambre si no comiera antes de la media noche, porque no se puede celebrar misa si se come después de esa hora". “¿Y cuando no hay baile?” “Entonces voy al billar, que siempre está abierto”. “¿Y si de pronto come alguna cosa después de la medianoche?” “Tengo mucho cuidado de no hacerlo y me ayuda a ello tener un reloj muy bueno, que como usted sabe es artículo bastante escaso en este país. Si me doy cuenta de que he comido algo no consagro la hostia con que debo comulgar en la misa”. “Ya, entonces en vez de decir las palabras de la consagración usted dice Panis es, et panis manebis, pan eres y pan sigues siendo, pero ¿tendría esa misa alguna eficacia para los fieles?”.“Ninguna. Pero yo no diría esas palabras que son una burla y un irrespeto, lo que haría sería decir las palabras de la consagración pero sin la intención, y así la hostia no quedaría consagrada”. Como estábamos conversando en el intermedio entre dos tandas de baile y un grupo de personas se había reunido alrededor de nosotros, dejé de hablar en español y le pregunté en latín: “Quisiera hacerle otra pregunta: ¿ Los cánones católicos, como los de Moisés exigen abstenerse tanto de pan como de mujeres para oficiar” “Las normas nos exigen abstinencia todo el tiempo y por lo tanto no hacen referencia especial a la castidad antes de celebrar la misa, sin embargo la infracción a la castidad no invalida la misa”. “Entonces faltar a la castidad una hora antes de la misa ¿sería menos grave que comerse una saltina?” Desafortunadamente era obvio que los que nos rodeaban estaban entendiendo mucho de la conversación, ya que el latín y el español son muy parecidos, y el buen cura rehusó seguir contestando a mis preguntas. En la calle practican diversos juegos de azar a la luz de velas de sebo, lo cual da cierto aire de fiesta a las calles. La mayoría de los juegos me parecieron bastante peculiares, por decir lo menos. Uno de los favoritos se llama lotería y observé en qué consistía mirando por encima de las cabezas del grupo que estaba sentado alrededor de una mesa. Cada uno de los jugadores había apostado un cuartillo y tenía un cartón grande con láminas pintadas, diferentes en cada caso. Las mismas láminas están pintadas en las fichas que hay dentro de una bolsa y que va sacando el que canta la lotería, “Chulo chupando tripa”. El jugador que tenga tan interesante grabado, le pone encima un

grano de maíz; el que canta la lotería saca otra ficha, la anuncia o canta, y así sucesivamente hasta que algún afortunado grita “Lotería” porque ha logrado poner cuatro granos de maíz en fila. El repartidor comprueba que las fichas correspondientes sí se han sacado de la bolsa, le da al ganador todos los cuartillos, menos uno, y empieza otro juego. No creo que tenga razón el viajero (Duane) que afirmó que los bogotanos vienen a estos pueblos a jugar porque les da pena hacerlo en Bogotá. Me parece que el juego es un vicio nacional, tan común, que nadie se avergüenza de practicarlo. Los bogotanos vienen a divertirse en estos pueblos y juegan porque les gusta. Es hora de que me vaya de Fusagasugá, pero me dolería mucho hacerlo sin antes mencionar la familia que tan bien me acogió y con la que tengo una deuda de gratitud tan grande. El doctor Joseph Blagborne vino de Inglaterra a trabajar con la compañía minera de Santa Ana, pero, según entiendo, se retiró debido a diferencias que tuvo con el agente de la compañía. Durante algún tiempo practicó la medicina en Bogotá, pero al hacerse ciudadano de la Nueva Granada, el gobierno le dio unas tierras muy hermosas a dos horas de Fusagasugá y el doctor está empezando a cultivarlas. En el pueblo lo quieren mucho pero no aprecian su valor; saben que es bueno, generoso, y considerado con los pobres, pero no se dan cuenta de toda la cultura y erudición que se esconde tras la fachada de su casa modesta; conocen al caballero, pero no al hombre de ciencia. Afortunadamente no está solo. La señora Blagborne y seis hijas queridísimas y tan inglesas como si hubieran nacido en las islas británicas o en Boston, hacen que el viajero fatigado olvide por un momento lo lejos que está de la patria. Lo último que a uno se le ocurre es que muchas de las niñas no han estado jamás en el colegio y que nunca han tenido un maestro o un texto en sus manos. Pero el doctor Blagborne ha encontrado mayor alegría que la que podrían ofrecerle placeres más frívolos y mundanos en el cultivo de su jardín y de la mente de sus hijas, en ese Edén que le garantiza el gobierno más liberal del mundo (ya que no el más rico o poderoso). ¡Querida Alicita! ¡ Rayo de sol en mi camino! Cuán felices fueron las horas que pasamos en la espesura, donde nunca hacía demasiado frío o demasiado calor, y donde buscabas para mí los helechos delicados, la minúscula pasiflora y los nidos bien escondidos. ¿ Recuerdas que cuando veía una rama de muérdago encima de mi cabeza pero demasiado alta, te encaramabas encima de mis hombros y con tus cuarenta pulgadas de estatura lograbas poner a tu alcance y al de mi herbario la frágil rama de la parásita? Con toda sinceridad y sin nada de pena admito que de toda la gente de esta mitad del continente americano es a tí a quien más quiero.

EL PUENTE DE PANDI

Hacienda de El Retiro — Un caballo lento — El posible origen del puente — Una posada humilde — Malos sacerdotes — El cementerio de Pandi —La cárcel del distrito — Demasiado calor y demasiado frío en el mismo paseo — Caballo perezoso y ramas quebradizas — El problema de Aquiles y la tortuga demostrado en la vida real.

Camino de Fusagasugá a Pandi visité con el doctor Blagborne su hacienda de El Retiro que queda a unas pocas millas al sur de Fusagasugá y a un lado del camino a Pandi. Está en un rincón de las montañas, en una cuesta suave y muy hermosa, pero rodeada de terrenos tan abruptos y quebrados, que unas cuantas yardas de cerca son suficientes para proteger mil acres de posibles invasores. A esa altura todavía se da con abundancia el banano; para sembrarlo han tumbado los tallos altos y huecos de la Cecropia peltata, pero creo que es el límite extremo para el cultivo de la yuca, y la altura ideal para cultivar papa y arracacha. Hacia el oriente el terreno se va elevando y está cubierto de bosques de árboles inmensos, entre los cuales debe haber árboles de quina y otros de maderas finas apropiadas para la fabricación de muebles. Al occidente el paisaje es diferente; cuando el cielo está despejado se divisa, más allá de Fusagasugá y por encima de los cerros, el pico nevado del Tolima. En cambio es muy poco lo que se puede ver del mundo circundante y de las obras de los hombres, por eso el doctor Blagborne afirma con razón que “Yo soy el monarca de todo lo que diviso". Como compañero y guía a Pandi contraté un joven con cabeza de chorlito, empleado en la gobernación de Bogotá, según me dijo. El muchacho sintió mucho no haber ido vestido con su uniforme militar para que yo viera cómo la gente corría a esconderse en el monte pensando que era un oficial de reclutamiento. El fue en un caballo que si no estaba destroncado, era por lo menos cojo y perezoso. El mío, gracias a un amigo mejor conocedor de bestias que yo y que tuvo la gentileza de conseguírmelo, resultó tan bueno como lo necesitaba. Salimos temprano, es decir, antes de las diez, y pronto llegamos al límite de la llanura inclinada de Fusagasugá y cruzamos el riachuelo que desciende de las montañas. Pandi está a veinticinco o treinta millas al suroeste de Fusagasugá, en los ramales de la cordillera a la izquierda de la población, mientras que las montañas de la derecha son más uniformes y tienen muy pocas estribaciones. Por todos los valles que pasamos corre una quebrada y todas ellas concluyen a la derecha para seguir hacia el occidente. Luego, desde la cima de un cerro, divisamos por encima de una depresión a la izquierda el inmenso valle que se extiende entre esta cadena de montañas y otra más lejana. Al observar tal depresión parece como si un golpe violento desde este lado hubiera abierto un boquete en la montaña. Al otro lado la cuesta es brusca y escarpada, pero en este la pendiente es uniforme. Pero ¿en qué dirección desaguan las aguas de ese valle? Estoy seguro que no lo hacen hacia el norte, porque de lo contrario hubiera visto la garganta y cruzado el río cuando venía de Bogotá. Hacia el este es imposible porque la serranía oriental es todavía más alta. Tampoco parece posible que sea hacia el sur, por lo menos desde aquí no se puede divisar ningún rebasadero; y si al sur no hay ninguna salida, el valle debió haber sido un lago de quizá mil pies de profundidad. Es

posible que se hubiera desaguado por encima de este cerro, en especial si la formación es de arenisca, como lo son muchos terrenos en esta cordillera, porque entonces las aguas podrían haberlo desgastado rápidamente cientos de pies, sin hacerlo más ancho. ¿ Pero se ve algún rastro de la existencia de ese río? Ninguno, a pesar de que gran parte de las laderas de las montañas son perfectamente visibles. Una garganta tan estrecha y tan profunda como sería ese desaguadero tiene que estar expuesta a derrumbes, y las rocas que alcanzaran el fondo naturalmente deberían llegar pulverizadas. Pero supongamos que una masa de rocas se deslizara y fuera demasiado grande para rodar por la estrecha hendidura. Esto es muy posible y entonces tendríamos que las rocas formarían un Puente natural. Veamos si la suposición es correcta. Ese día no pude comprobar nada porque el caballo de José casi pasa a mejor vida y yo le di el mío y seguí a pie, caminando mucho más rápido y sabroso. Mientras hubo luz estuve muy contento, entre otras cosas vi un Euforbio de hojas parecidas al del álamo, y como es venenoso lo llaman manzanillo, pero creo que se trata del E. continifolia. Las lomas iban siendo cada vez más bajas y llegué a Pandi alrededor de las ocho de la noche. Me dieron posada en la casa del alcalde, que es una tienda con un tercer cuarto al lado de la sala. De comida me sirvieron un pollo diminuto, y no me pusieron ni cuchillo ni tenedor sino una cuchara de madera muy limpia. De cama me extendieron un cuero, pero después lo cambiaron por una hamaca prestada. Pedí una silla para sentarme en el corredor, porque como Pandi es más bajo que Fusagasugá, la noche estaba caliente. No tenían ninguna silla y entonces sacaron una banca sin espaldar, de diez pies de largo. Pandi tiene iglesia pero actualmente no hay cura. Despidieron al último por varias razones, entre otras porque un día que estaba borracho le dio por perseguir a uno de los fieles con un cuchillo. Y Pandi tuvo la desgracia de tener una vez al parroco de Tibacuy. Un defecto muy grande del sistema de la iglesia católica romana es que no tiene manera de deshacerse de un mal sacerdote; no hay forma de ponerle otro oficio, como se hace con una cuchilla que ya no afeita. No se le puede matar como a un caballo con una pata rota y lo único que puede hacerse con él es mantenerlo como un caballero sin muchas obligaciones, o hacer de él un misionero. Pero nos olvidamos del puente. Bien, por la mañana, después de una taza de chocolate, salimos en la misma dirección del día anterior, cruzamos otro riachuelo que corre, como todos los otros, a la derecha y a una distancia de un poco más de una milla llegamos al puente. Este, más que extenderse de un lado al otro del abismo, lo ha tapado, y muchas veces la gente pasa sin ver el puente ni ver el vacío. Dicen que este cañón estrecho, como lo llamaría Frémont, tiene trescientos pies de profundidad y las paredes son perpendiculares. El ancho es de unos dieciséis a veinte pies, tanto que no me parece imposible que alguien pueda saltar de un lado al otro. Como me había imaginado, la formación es de arenisca en capas horizontales y la dirección del río es cuarto noroeste, o sea 13 grados en dirección noroeste. Es indudable que el puente se formó por un derrumbe, que debió ser tan grande que cubrió unas cuatro o cinco “rods” de la sima. Los viajeros cuentan cuántas piedras tiene el arco del puente y no creería tales informaciones si no fuera porque Humboldt parece confirmarlas. Dicen que el puente de más abajo está formado de tres piedras gigantescas que cayeron al tiempo, y se atascaron formando un arco, siendo la de la mitad la más grande y la más alta. El Barón Gros, quien estuvo más tiempo en este lugar que cualquier otro hombre pensante, considera que el puente de abajo lo formó una sola piedra, que era demasiado grande para caber por la hendidura. Digamos que es una piedra de cuarenta por cuarenta y seis pies, cuyo borde al norte de la quebrada es el más bajo. El puente solamente se puede observar con exactitud desde abajo, porque arriba está cubierto de vegetación, de tal manera que parece parte de una quebrada

seca, común y corriente. Me inclino a pensar que debe haber más de una piedra, porque cerca de la mitad del puente hay un hueco de dos pies de diámetro, a través del cual tiramos piedras al agua. Al subir al límite superior del puente inferior puede uno arrastrarse debajo de una piedra plana y enorme, que va de un borde al otro del precipicio, completamente separada del puente inferior, y constituye, a su vez, otro puente. Quizá entre los dos hubo alguna vez capas de tierra que los separaron después del derrumbe, pero hoy la tierra ha desaparecido. Así, pues, está la piedra plana que se extiende sobre el abismo, mientras que las otras rocas penetraron más profundamente en la hendidura y por eso hay un puente sobre otro. El de encima se extiende un poco río arriba, en tal forma que cubre el borde superior del puente inferior. Sobre la piedra plana echaron cantidades de tierra, me imagino que pensando hacer un camino, pero vieron que quedaba demasiado bajo y entonces resolvieron construir más arriba un puente de madera que cubrieron con tierra, como es lo corriente, y le hicieron barandas, lo cual sí es inusitado. Las de un lado son muy necesarias, porque la piedra plana y el puente de madera están en el borde superior del derrumbe, de manera que inclinándose sobre la baranda del puente se puede mirar perpendicularmente y ver el río que ruge al fondo del abismo. El Sumapaz sería un río relativamente grande si corriera por un lecho normal a través de una llanura. Es más pequeño que el Hudson, el Connecticut o el Delaware, pero es más o menos como el Housatonic, el Mohawk o el Merrimack. Humboldt calcula que en este sitio, donde corre tan rápido que es una verdadera catarata horizontal, tiene alrededor de veinte pies de profundidad. Un poco más adelante examiné el río y me parece que ese cálculo puede ser correcto. No bajé al fondo de la hondonada porque me lo impidieron mi caballo y otras circunstancias. Si fuera posible vadear el lecho del río, valdría la pena hacer el esfuerzo de bajar; pero además de la angustia tremenda de tener abajo un vacío de trescientos pies, es imposible pasar de un sitio a otro, aun en el mismo lado del río, de manera que descender a la sima es proeza como para cabras monteses. En los escalones de roca, un poco más arriba del agua, quizá en la mitad del precipicio, vi muchísimos nidos de guácharos, que parecen conos hechos de barro. Pero aunque había llevado un telescopio Dollond pequeño, era muy difícil lograr una buena visión desde ese punto. Tiramos piedras y se levantó una inmensa nube de pájaros; sin embargo, no tengo noticias de que hayan cogido alguno, así que no hay seguridad de que sean guácharos. Dicen que éstos son del tamaño de los cuervos. El puente está mucho más bajo que Pandi porque el termómetro a las diez marcaba casi 80º, la temperatura más alta que haya sentido desde que salí de Honda. De regreso del puente visité el cementerio más desolado que he conocido en mi vida. Tenía forma elíptica y alguna vez había estado rodeado por un cobertizo de paja, que ya se había derrumbado en varios sitios, de manera que el ganado entraba al cementerio y a la capilla en busca de sombra. No había bóvedas ni monumentos, todas las tumbas estaban pisoteadas por el ganado y la tierra llena de malezas; había tanto abandono como en las tumbas de Idumea. Al regresar a Pandi y después de usar nuevamente la cuchara de palo, fui a visitar la prisión del distrito. Atrás había mencionado que las ocho cárceles nacionales son de tres clases diferentes y además hay treinta y una provinciales, en las cuales había cuarenta y tres prisioneros el 31 de agosto de 1851. El sistema carcelario requiere también 99 prisiones cantonales y 756 distritales y aldeanas, lo cual significa un total de 894 para una población de 2.243.730 habitantes, o sea que hay una de esas caritativas instituciones por cada 2.510 almas. La cárcel de Pandi ocupa los dos extremos de la casa de la alcaldía. Claro está que nunca encierran con llave a los presos porque sería ridículo hacerlo en una edificación que parece hecha con cartas de naipe. Al prisionero le dan

un cuero para que se tire sobre él y le amarranuna pierna en el cepo. Para un norteamericano, especialmente si todavía no le hubieran condenado, semejante sistema no tendría nada de divertido, teniendo en cuenta que con el impedimento del cepo no podría pensar ni en salir de compras ni en cocinar. Esos gastos tendrían que correr a cargo suyo, pues de lo contrario tendría que resignarse a no comer. El tratamiento que reciben los presos en las distintas cárceles es diferente; en la de Bogotá le dan comida a los pobres, aunque insuficiente, pero las reglas varían tanto de provincia a provincia en esta materia, que es imposible llegar a una generalización. Entiendo que en esta provincia (el cantón de Fusagasugá quedaba en la provincia de Tequendama, pero ahora está en la de Bogotá) no les dan a los prisioneros más que agua. Alrededor de las once emprendí el regreso, ordenándole a José que me siguiera rápidamente con mi caballo y escopeta. Y según me informé ese veraz individuo, eso fue lo que hizo; lo esperé en distintos puntos del camino, y al llegar al sitio donde habíamos dejado el otro caballo, el paso que llevaba se hizo todavía mucho más lento. Arreándolo gasté todas las varas que encontré y le pedí a un muchacho que pasó a pie que me cortara unas bien duras, pero en el lomo del caballo se doblaban como si fueran tallos de espárragos. Por último me cansé de azotar al pobre animal, y me imagino que él se cansó de que le pegara, hasta que resolví no exigirle otra cosa distinta a dar un paso tras otro, y con la ayuda de unas cuantas varas logré que siguiera avanzando lentamente. Cuando salí de Pandi a las once de la mañana estaba haciendo bastante calor, así que me puse ropa liviana y dejé que José me llevara el resto de la ropa pesada. Pero a medida que se ponía el sol y que yo subía, el frío empezó a calarme los huesos y no tuve más remedio que calentarme con los esfuerzos que hacía para lograr mover el caballo. José también traía mi dinero, así que ni siquiera podía caer en la tentación de comer algo, aun en el caso de que hubiera estado dispuesto a detenerme en alguna tienda. Ya avanzada la noche llegué a un puente que había visto antes y que cruzaba una quebrada bastante grande. Era tan largo y estrecho, tan alto y tan endeble que me erizaba pensando que tenía que cruzarlo. Me ha tocado pasar por puentes así en caballos tuertos, muy peligrosos porque entonces los animales tienen una visión demasiado parcial de las cosas. Además esta clase de puentes no tienen barandas pues de lo contrario las mulas cargadas no podrían pasar entre ellas, ya que son demasiado estrechos. La tortuga que cabalgaba no tuvo ninguna dificultad en arrastrarse por la temblorosa obra de ingeniería hasta que después de un rato, que se me hizo interminable, volví a sentir tierra firme. Llegué a Fusagasugá entre las nueve y las diez, después de haber perdido una hora de camino por falta de guía. José llegó diez minutos más tarde y según me dijo había salido media hora después que yo y había venido rápidamente y sin tropiezos, por lo cual hasta hoy es para él un misterio por qué no pudo alcanzarme.

IBAGUÉ

Trapiche — Boquerón — Paso del río Sumapaz — Melgar — Zambullida —Flan de leche — Vadeando el río — Un extranjero a pie despierta la curiosidad de la gente —Prole sin padre conocido cruzando el Magdalena —Camino recto y estrecho — El Espinal — La primera culebra que se cruza en mi amino — Desayuno tarde — Despliegue de honradez en el paso del río — Ibagué — Colegios, libros y estudios — El sacerdote y la gallera —La extrema unción, el ataúd y la tumba — Periódico provincial — Legisladores tercos — Tributación La estupidez legislativa no es privilegio de ningún país.

En Fusagasugá las bestias no son caras si las contratan personas conocedoras. Pagué 60 y 80 centavos por las que llevé a Pandi durante dos días; $ 1,20 por las que me acompañaron a Bogotá durante una semana; y por las que llevé a Ibagué, en viaje de cinco días y devolviéndolas sin carga, $ 4 por cada viaje. Ibagué está en el límite occidental del valle del Magdalena, y cerca de setenta y cinco millas, en línea recta, al occidente de Fusagasugá. Para llegar a Ibagué hay que descender hasta casi setecientos pies al nivel del mar y pasar por la zona tórrida. ¡Quién sabe cuántas penalidades sufriría debido al calor, y cuántas anacondas, boas, jaguares y pumas tendría que matar! Solo Dios sabe cuántos peligros correría al encontrarme con culebras cascabeles, ladrones, escorpiones, ciempiés y otras criaturas de esa calaña! Pero así y todo decidí enfrentarme a esos peligros a pie, como lo oyen, a pie y contra el consejo de todos los amigos a quienes les hablé del viaje, los cuales insistieron que abandonara el proyecto, asegurándome que me sucederían toda clase de calamidades, y que las fiebres, el calor y el cansancio acabarían conmigo. En fin, ya veremos. El martes 11 de enero salí temprano de Fusagasugá, en compañía de dos mulas de carga y de un buen peón. Este nollegó a tiempo y la partida temprano fue relativa, porque me levanté a las 4 y solo salimos un poco después de las 10. Había conseguido pan y chocolate para cinco días y un pollo de buen tamaño que me había comprado la querida Alicita. Me mandaron carne, pero se veía tan verde y tenía un olor tan fuerte que la devolví, prefiriendo arreglármelas como pudiera en el camino. El primer día viajamos por la llanura inclinada en cuyo extremo oriental se encuentra Fusagasugá. A la derecha teníamos el río y más allá una cadena de montañas casi sin estribaciones. A la izquierda corría una quebrada formada por todos los arroyos que había visto al ir a Pandi, y que entonces había creído que iban a desembocar separadamente al Fusagasugá. Mucho más lejos, al sur, se divisaba una serie continua de estribaciones del ramal oriental de los Andes. Una profunda depresión rompe la llanura y desde allí se sube a La Puerta, la hacienda de don Lucas Escobar. Ya antes había estado en este trapiche, que es uno de los mejores del país. Apenas sé de tres que sean movidos por fuerza hidráulica, y el de Cuní tal vez sea mejor que este. El molino del señor Escobar tiene tres cilindros de hierro horizontales, movidos por una rueda hidráulica, y el jugo de la caña cae directamente en las pailas donde lo cocinan, utilizando como combustible el mismo bagazo de la caña. Toda la caña de azúcar la traen al trapiche a lomo de mula y como los cañaduzales son inmensos emplean muchísimas bestias. La chimenea, muy alta, está bastante lejos de la casa y el tubo

horizontal seca el combustible. Como es tan raro encontrar en esta región a alguien que reciba periódicos, vale la pena mencionar que don Lucas está suscrito al Correo de Ultramar, publicado en París. La casa de La Puerta está en una meseta muy pintoresca, a cuyos pies se extienden los cañaduzales y se levanta el trapiche. Pero la casa no es bonita, parece más bien un conjunto de chozas. La llanura donde se halla situada se inclina hacia el occidente y el terreno está cubierto de prados y lleno de rocas y bosques. El viaje es tan agradable que me parecía estar pasando por un parque, y la bajada me recordó los caminos anchos y fáciles del descenso moral que tanto nos han enseñado a evitar. Este descenso, como tantos otros, tuvo un fin inesperado; el camino entró en un bosquecillo y a los pocos pasos me vi rodeado por un abismo. El terreno se había estrechado imperceptiblemente y al frente tenía El Boquerón. Desde Fusagasugá la garganta se veía como una llanura estrecha entre dos cerros, y daba la impresión de que el sitio donde me encontraba estuviera en la llanura. Pero desde aquí veía la garganta a mis pies, estrecha, profunda y sinuosa, dejando apenas el espacio para que corriera el río. Bajé hasta el río que forman los arroyos que bajan de las estribaciones de la cordillera, lo crucé por un puente de troncos de madera, y pocos metros más adelante llegué al Sumapaz y en el paso del río esperé a que llegaran las mulas. Me imagino que ese punto está a dos o tres leguas del puente natural de Pandi. El río Sumapaz no es tan tranquilo como para merecer ese apelativo; en realidad debe su nombre a la altísima montaña donde nace. Este es el único sitio donde una canoa puede cruzar el Sumapaz. El río es ancho y las aguas rápidas y lo suficientemente profundas como para sobrepasar mi estatura. El río que crucé desemboca en el Sumapaz, y este último en el Fusagasugá, y aunque el Sumapaz es el que tiene el mayor caudal, la dirección de las aguas sigue las del Fusagasugá. El sitio donde se unen los dos ríos se parece al Harper’s Ferry, que quizá es uno de los lugares más románticos de los Estados Unidos. El paso de un río en la Nueva Granada es asunto muy serio. Hay que descargar las mulas y obligarlas a nadar, lo cual se supone que las cansa muchísimo. El equipaje se coloca en la canoa para pasarlo a la otra orilla, donde se cargan nuevamente las mulas, y claro está que mientras más bestias haya más larga es la demora. Afortunadamente llegamos ya de noche, no tuvimos que volver a cargar todo el equipaje y dormimos tranquilos pensando que ya habíamos pasado el río. En la orilla había dos casas y Roque escogió la más grande para pernoctar. Tan pronto acomodé las mulas, me hizo el chocolate, calenté el pollo y comimos antes de que oscureciera. Había comprado velas y las partió en tres; encendí uno de los pedazos y leí acostado en la hamaca hasta que me dio sueño; dormí más cómodo que en cualquier cama en Nueva York. Para acostarse, la familia y el peón extendieron varios cueros en el suelo de tierra. Los cueros son la cama del campesino granadino, el cual duerme con toda la ropa puesta, y antes de acostarse no practica más devoción que la de persignarse. Me molestó siempre la costumbre que tienen las gentes aquí de fumar después de que se acuestan. Me desperté con la primera luz del día, me prepararon inmediatamente el chocolate y salí cuando todavía estaba el peón cargando las mulas. Tal como lo había imaginado, nos esperaba todo un ascenso para salir del hoyo donde habíamos pasado la noche, y para mí la subida fue agradable, pero dificilísima para las pobres mulas. Por último llegamos al sitio desde donde se divisa por última vez a Fusagasugá. A nuestros pies vimos la confluencia de los tres ríos y la estrecha garganta por donde corren hacia el Magdalena. Más allá se veía la llanura inclinada por la que viajé el día anterior y todavía más lejos, las montañas que confinan la Sabana de Bogotá. A la derecha, en la distancia, se divisaban las paredes de la profunda hondonada por donde corre el Sumapaz debajo del Puente de Pandi.

A la izquierda la montaña extensa y recta que forma la margen derecha del Fusagasugá presenta un aspecto muy peculiar: la vegetación, oscura y con la forma que recuerda el techo de una casa, tiene al mismo tiempo pedazos irregulares de terreno aparentemente cubiertos de yerba y de un color verde muy vivo y uniforme, pero sin arbustos. Desde lejos me pareció que la roca es de arenisca roja, pero tenía el color del basalto. Al frente las estribaciones de las montañas limitaban el paisaje, y al pie de una de ellas se podía ver una llanura alta y muy amplia, tan verde como un prado. Más allá todo era lomas y cerros, lo mismo que a este lado del río, donde únicamente había un vallecito lleno de palmas y helechos de árbol. Precisamente en un rincón de ese valle me detuve en un rancho a desayunar. Allí vivían tres mujeres de apariencia desagradable, una de ellas estaba haciendo cigarros con una mano, mientras que con el otro brazo sostenía un niño que estaba mamando. En el piso de tierra dos niñitas aprendían a caminar, una desnuda y cubierta de mugre, la otra con harapos además del mugre. Por fortuna no necesité comprar nada en ese rancho, y después de comerme el pollo, ayudado por los dos diablitos, seguí mi camino. Otras tantas vueltas, subidas y bajadas me llevaron al frente del tórrido valle del Magdalena, con su paisaje de montañas, bosques, praderas y quebradas. Imposible intentar describirlo, lo único que puedo decir es que es “maravillosamente hermoso”. Comenzamos a bajar y el día a calentarse, empezando entonces la parte dura de la jornada. La mula que llevaba mi equipaje parecía poseída por el demonio. Hasta entonces había tenido la costumbre de adelantarse, pero cuando nos dejaba atrás se echaba al suelo y el peón tenía que volver a acomodarle las cargas. Pero ahora corría sin parar y casi no podíamos alcanzarla. Pasamos numerosas quebradas teniendo muchas veces que descalzarme para cruzarlas, y en cada una me iba quedando más atrás. El calor iba en aumento, pero finalmente la mula disminuyó el paso y acabé entrando a Melgar delante de ella. Melgar es una de esas aldeas, centros de mercado, cuya existencia es todo un enigma para la ciencia político-económica. Imagínense una población de bahareque y paja, con una iglesia, una capilla y una plaza, sin trazas de industria y en medio de una llanura inculta. Viéndola empecé a creer en la historia de los dos vivos que se quedaron encerrados en un cuarto y empezaron a cambiarse entre ellos las chaquetas hasta que cada uno le ganó al otro cinco dólares. Yo quería que Melgar sacara algún provecho de mi visita, pero en vano busqué carne, frutas, y huevos. Logré conseguir una naranja, pero tan mala, que únicamente me la comí por pura educación. La mula recobró toda su energía con el descanso en Melgar. Salió trotando hasta que llegó a una quebrada caudalosa, que corre, como todas las otras, hacia el río, a la derecha. La mula cruzó la quebrada y tranquilamente se echó al borde del agua. Mi Endlicher, un libro de veinte dólares, y las plantas que había recogido en el último mes, fueron las principales víctimas. Nos demoramos mucho para encontrar un sitio bueno donde pasar la noche, pero a las cuatro de la tarde llegamos a una casa muy limpia, donde quité el encerado que cubría el baúl y saqué las cosas para que se secaran al sol poniente. Antes de llegar a esa casa había comprado ocho huevos y luego mandé comprar una totuma de leche. El mensajero me dijo que habían prometido enviarme otra por la mañana. Como tenía azúcar, cociné al baño de maría un flan, mientras toda la familia me observaba con gran interés. El resto del día lo aproveché bañándome en la quebrada donde se habían mojado mis baúles, y después tuve el gusto de comprobar que el flan había quedado tan bueno que le habría hecho honor al mejor químico, y que la hamaca, como siempre, no dejaba nada que desear. El amo de la casa tiene varios peones a su servicio, y sin embargo él mismo no lleva ninguna ropa de la cintura para arriba. Le comenté que en su pecho se veía la señal del cristiano: una cruz de vello negro y espeso del diafragma a la cintura.

Al día siguiente salimos tarde porque había llovido toda la noche hasta casi las siete de la mañana y la quebrada había crecido tanto que no se podía pasar. Cociné otro flan, tomé chocolate y emprendí camino. Cerca a la quebrada me detuve en otra casa, me comí el flan, abrí los baúles para secar lo que llevaba adentro y una mujer que pasaba por allí se me acercó y me pidió que le regalara algo como recuerdo. Indudablemente que ella era la última persona en la Nueva Granada que me importaba recordar o que me recordara, pero pensé que lo más prudente era darle gusto y le di una de las vainas más comunes que tenía guardada y a la cual se le había caído el opérculo, pero le expliqué que en mi país se estimaban mucho esas vainas. Esa fue la primera vez que me pidieron un regalo en la Nueva Granada. Estaba lloviznando y le di treinta centavos a cuatro hombres para que pasaran mi equipaje. La corriente era tan violenta que si me paraba me arrastraba, pero ellos pasaron muy bien las cargas y al anochecer llegué a la orilla del Magdalena. Esa tarde el camino fue diferente porque bordeaba la base de las montañas. Vi dos plantas que me interesaron; una del orden de la Cinchona, tenía una ramita de flores que no llamarían la atención si no fuera porque las de abajo del racimo tienen el lóbulo del cáliz muy alargado y de color carmesí. Me imagino que es la Calycophylum coccineum, y aunque la he visto cuatro veces no he logrado conservar un buen espécimen de muestra. Los que tengo estaban adornando una antorcha en una procesión nocturna en honor a Santa Bárbara. La otra planta era una Dalechambia del orden de las euforbiáceas, y dentro de lo que parecía ser una flor formada por dos hojas de rosa había una bellota grande, con flores estamníferas a un lado y pistiladas al otro. Pasé por un sitio donde una vaca estaba comiendo pura arcilla, aparentemente sin ningún contenido salino, pero así y todo se veía que el ganado había estado comiendo el bajío que ya estaba muy disminuido. Llegué hasta la aldea del Paso de Fusagasugá, llamada así porque el camino al Magdalena cruza allí el Sumapaz. Seguí adelante sin detenerme mientras Roque me seguía media hora después. Había dejado la última casa unos metros atrás cuando unos hombres me siguieron corriendo y gritándome que los esperara. Les pregunté por qué, pero no me contestaron sino cuando me alcanzaron, y entonces un señor muy respetable, sintiéndose obligado a responderme, me dijo que era que les daba miedo que me perdiera. Les manifesté que a mí no me daba el más mínimo temor de extraviarme y que por lo tanto, iba a continuar mi camino. Entonces ellos me asediaron con una descarga de preguntas, que me habría convencido, si es que alguna vez lo hubiera puesto en duda, de que la curiosidad no es privilegio de ningún sexo o país. En realidad me habían seguido porque querían saber de dónde y a dónde iba un extranjero a pie y completamente solo, algo que quizá nunca había visto ninguno de ellos. Les di gusto informándoles sobre mi viaje, y les expliqué además mis intereses, objetivos y proyectos. Para pasar la noche me detuve en una casa bastante buena, y al lado del portón el peón tuvo que destruir matas de cactus por valor de $ 10 (según cálculos de Dunlap) para que pudieran pasar las mulas cargadas. En la casa vivían dos mujeres solteras con sus respectivos hijitos. Una sirvienta cotuda también tenía el suyo (me imagino que el padre debe ser ciego, pero el lector puede juzgar por sí mismo viendo la ilustración). La sirvienta acostó al niño en una hamaca en el cuarto donde yo dormí y ella se acostó en el suelo. El pan, el azúcar y el chocolate se empaparon al pasar la quebrada, y toda mi cena consistió en una taza de chocolate, pan y una salchicha. Los niños, llorando por turno, no me dejaron dormir muy bien, y después de tomarme otra taza de chocolate nos encaminamos a la orilla del Magdalena. El río en ese sitio es aproximadamente del ancho del Hudson en Álbany, pero mucho más rápido. La canoa no podía con todo mi equipaje al tiempo, y la demora para cruzar el río fue tanta, que eran casi las diez de la mañana cuando pudimos seguir adelante. Después de esa

demora no estaba en ánimo de soportar ninguna otra, y decidí que viajáramos a buen paso sin importar el sol o la lluvia.

Muchacha cotuda

El sol era abrasador. Íbamos hacia el sur, río arriba; a la izquierda teníamos la inmensa llanura bañada por arroyuelos de aguas casi tibias. El camino que bajaba hasta uno de estos era tan estrecho que los baúles que llevaba la mula se atrancaron de manera que la bestia no podía ni avanzar ni retroceder. Roque soltó la mula y la carga se quedó atascada formando un arco sobre el camino. La mula corrió a esconderse cuando Roque quiso cargarla nuevamente. Después del incidente apuramos el paso para recuperar el tiempo perdido, y bajo un sol calcinante, entre la una y dos de la tarde, llegamos al Espinal. Esta es una de las poblaciones más bonitas y limpias que he visto en la Nueva Granada y con tiendas muy buenas. Pero no se imagina uno por qué está situada aquí, en esta llanura desierta y calcinada por el sol. Sin demorarnos en El Espinal seguimos andando con un calor tremendo. Era el 14 de enero y muy grandes deben ser los poderes de la antracita si es que mis amigos en Norte América lograron calentarse como yo ese día. Hubo un momento en que me dio miedo que las bestias se murieran o se enfermaran por el calor, y decidí, después de que nos cruzamos con otras que habían salido cargadas de Ibagué esa mañana, que lo más seguro para llegar el sábado al fin de la jornada, era disminuir el paso. Hablando del calor de ese día recuerdo el vestido que yo llevaba. Estoy seguro que no hubiera soportado la caminata de haber tenido botas o zapatos; para semejante viaje no hay nada como los alpargates. Y lo único que llevaba encima era un vestido de algodón azul, parecido a los overoles que lucía cuando tenía dos años, con un cinturón y un sombrero. Hay una historia divertida de un viajero a quien asaltaron los ladrones en las llanuras mejicanas. Si alguien hubiera intentado robarme se habría llevado un chasco; a ese viajero le dejaron más cosas de las que yo llevaba encima, pues Roque era el encargado de portar mi dinero y pagar las cuentas. Aparte del sombrero, la brújula, la navaja, la correa y los anteojos, las cosas que tenía puestas no valían nuevas más de $ 1,20. La noche anterior había empezado a cocinar el desayuno. Había comprado unos huevos a medio día, por la noche los batí con azúcar y por la mañana en el embarcadero encontré leche, algo realmente inusitado. Apenas tuve tiempo de cocinar mi flan cuando el peón ya estaba listo para partir. Después de que salimos de Melgar esperé llegar a un sitio agradable para desayunar, y no lo hice sino a las cuatro de la tarde. Un flan después de pasar todo el día sobre el lomo de una mula y a pleno sol no es un plato exquisito, pero tenía hambre y preferí el flan a quedarme sin desayuno, un desayuno bastante retrasado, y con todo, pasarían veintiocho horas antes de sentarnos a cenar.

Después del desayuno vi la primera culebra viva que se cruzaba en mi camino en este país, y yo mismo la maté porque dicen que es de buen agüero matar la primera culebra que se ve en el año; pero antes de cantar mi victoria, es mejor que le dé al lector las medidas de la víctima: tenía seis pulgadas de largo y era un poquito más gruesa que una aguja de tejer. La puse en la lámpara de alcohol para conservarla. Al anochecer llegué al río Coello, donde encontré un tipo alto y sin más ropa que un pañuelo como taparrabo, que estaba parado en una piedra al frente de una casa, hablando con la dueña. Se ofreció a pasarme el equipaje sobre los hombros, pero parecía tan borracho que sin contestarle bajé al río, y él me siguió, pero como vi una canoa lo dejé seguir. Cuando llegó el peón descubrió que no estaba el barquero autorizado para cruzar el río y yo traté de explicarle que eso no impedía que el dueño de la barca nos pasara gratis, y que si éste no llegaba yo la cogería y remaría hasta el otro lado. Pero como ya era muy tarde y el peón y las mulas estaban muy cansados, decidimos regresar a la casa. Allí encontré una niña sordomuda, la primera que veía en la Nueva Granada. Ya había mencionado que en el país he visto muy pocos lunáticos, pero imagino que a medida que aumente la educación acrecerán también los enfermos mentales, y quizá también los sordomudos. La gente en la casa se sorprendió mucho al saber que era posible educar a los sordomudos. También había un niño de brazos muy enfermo, tan lejos de toda posible atención médica que no pude menos de pensar que las personas que tanto se burlan de la profesión médica quizá cambiarían de opinión si vieran este caso. Entre la gente de baja extracción social parece como si la gravedad de un niño chiquito no fuera motivo de angustia, y su muerte causa muy poco dolor. Lo que sí es un hecho es que el entierro es toda una fiesta, y lo hacen alegremente, con ritos especiales y dándole el nombre de angelito. El desayuno que había tomado a las cuatro de la tarde me quitó los deseos de comer otra cosa que no fuera una taza de chocolate y un poco de pan. Por la mañana comí lo mismo, porque no había posibilidad de comprar nada en ese sitio; así que salí con la perspectiva de completar el desayuno en Ibagué. Un muchacho de la casa, para evitar que cometiera el crimen de utilizar la barca sin permiso, ofreció pasarme las cargas por el triple de lo que está autorizado a cobrar el barquero oficial. Le dije al peón que aceptara el trato, y mientras yo crucé en la barca, Roque intentó pasar con las bestias más abajo, pero resultó que el río era muy hondo y tuve que volver nadando para ayudarles. Roque, que no sabía nadar, se aferró de la cola de la mula que iba detrás. Así que pagué el triple y tuve que cruzar a nado el río dos veces. La llanura del Espinal está limitada al occidente por montañas de arenisca a cuyos pies corre el Coello. Entramos a un recodo de la llanura con el terreno un poco más elevado y lleno de piedras. El sol se estaba ocultando detrás de las montañas cuando llegamos a la orilla del río y subimos por la margen derecha por una cañada bellísima. A la mañana cruzamos el río y subimos a una llanura estrecha en las montañas hasta el pueblo de Coello. Volvimos a bajar y a subir, interminablemente, pero a mí se me hizo más corto el camino de lo que es en realidad. Llegamos luego a una enorme llanura en las montañas, seca, con poca yerba, y con tantas piedras que algunos sitios parecen empedrados. Es parecida a la de Fusagasugá, pero más plana y rodeada de montañas de formación geológica completamente diferente. Al sur la limita el Coello, el cual baña dos inmensas llanuras, aunque el viajero solo lo ve correr por un valle que hay entre las dos. Me detuve en una venta donde no pude conseguir leche, ni pan, ni carne, ni frutas. Me ofrecieron huevos y sal, que no quería, y seguí mi camino. El peón me pidió permiso para quedarse atrás una hora y dejar descansar las mulas. Accedí y llevando un saco para complementar el vestido liviano,

subí por un brazo de la llanura limitado por dos montañas y a las cuatro de la tarde descubrí a Ibagué escondido en una meseta entre dos estribaciones de la cordillera central de los Andes. La población está en la margen derecha del Chipalo y a la izquierda del Combeima, que en este sitio desemboca en el Coello, llamado aquí San Juan mientras que más arriba le dicen Toche. Los gastos que tuve en este viaje son dignos de mencionarse: Dos bestias y un peón $ 12,00 Velas 5 Pan 0,50 Huevos $ 0,10 Chocolate 11 Leche 5 Pollo 20 Guarapo 11 Pasaje del río para mi y para las cargas 85 Alojamiento y extras 00 Total $ 13,97 Excluyendo lo que en los Estados Unidos incluiríamos bajo el término de pasajes, el resto de gastos en cuatro días no fue sino de $ 1,12 y no gasté nada en ninguno de los sitios donde pernoctamos. El peón pagó por las mulas en los lugares donde nos detuvimos y compró su propia comida. Además se supone que el peón debe cubrir su paso del río y si acaso la barca ayuda a las bestias a cruzarlo, tiene que cancelar también ese servicio. Lo único que paga el viajero es el paso de las cargas. Aunque en esos cinco días no vi más que pisos de tierra, y en las pocas mesas apenas los modestos utensilios que yo había llevado; a pesar de que no había camas sino cueros, y de que nunca me sirvieron en tazas, jarros, cubiertos de metal; de que no vi espejos ni periódicos, ni libros ni panfletos, tengo que confesar que ese es uno de los viajes más agradables que he hecho en mi vida. Me alegraba cuando llegaba al pie de un ascenso porque sabía que me esperaban bellos paisajes y climas más frescos, y también me alborozaba al comenzar una bajada porque esta me prometía árboles diferentes y arroyos cantarinos. Al llegar a la llanura anhelaba un caballo que me permitiera cruzarla más rápidamente, pero luego pensaba que entonces habría tenido que esperar más tiempo a las mulas. Pero si me hubiera enfermado o lastimado una pierna, habría podido conseguir fácilmente un caballo en cualquier parte del camino. Y ahora estoy muy orgulloso de haber comprobado que sí soy capaz de caminar en el trópico, no obstante los pronósticos pesimistas de los demás. Llegué a Ibagué por la tarde del sábado, y desgraciadamente para el señor a quien le llevaba una carta, lo encontré en su casa, donde viven su pequeño hijo que está en el colegio, un empleado y un sirviente. Generalmente él reside en el campo con el resto de la familia. Es posible que si hubiera tenido la familia en Ibagué se habría alegrado de que le llegara visita; y si hubiera estado en la hacienda se habría librado de tener que atenderme. En la casa tenía suficiente espacio para recibirme, pero eso le hubiera causado demasiada molestia y gastos que habría tenido que acreditar únicamente a la pura benevolencia. El cuarto no era ningún gasto y yo hubiera podido comer por fuera, pero eso era algo en lo que no se podía ni pensar, así que mandó al niño a buscarme alojamiento por todas partes. Pero Ibagué ha sufrido dos o tres incendios graves en los últimos años, así que hay escasez de viviendas y el muchacho no pudo encontrar nada. En medio del dilema, el señor vio pasar un conocido y le grité: “hombre, ¿no sabes de una casa desocupada?” “No”, le contestó el otro. “¿Por qué no me haces el favor de buscarme una para mi amigo?”. “Claro, hombre”, replicó el otro amablemente, y cuando llegaron las bestias ya tenía

alojamiento, sitio para comer, y todo lo que tuve que hacer fue vigilar que descargaran el equipaje e ir a comer alrededor de las ocho de la noche. Me imaginé que iba a estar solo en una casa vacía. En tres pequeñas piezas seguidas encontré la cama corriente, que consiste en un cuero estirado en un armazón de madera, igual a un tambor, lo cual era todo el mobiliario. El cuarto del centro tenía puerta y los otros ventanas iguales a las puertas pero con rejas, para abrirlas sin que nadie pueda entrar. Descargué el equipaje y colgué la hamaca en la sala. Me acosté, convencido de que era el único residente de la casa y dejé la puerta sin llave para que entrara Roque. Por la noche oí pasos y sonidos metálicos como si un fantasma estuviera arrastrando sus cadenas. Pero no era un fantasma sino un tipo que había llegado del campo y entraba al otro apartamento, y a cada paso sonaban las espuelas. Por la mañana vi que había otros cuartos; en uno había una carpintería, y en otros, la dueña, que tenía tienda, hacia chocolate, pan, etc. Dos o tres cerdos entraban por la puerta principal hacia el patio de atrás siempre que les venía en gana; el zaguán servía de establo al caballo del visitante nocturno, y el animal gozaba de la misma libertad que tenían los cerdos para entrar y salir. Las gallinas salían volando por las ventanas de la sala cuando algo les llamaba la atención en la plaza. Es decir, reinaba la libertad, excepto para un gallo de pelea que estaba amarrado a una piedra en el patio. Al lugar donde iba a comer también concurrían otras personas, empleados jóvenes que se sentaban por lo general solos. La comida casi nunca era abundante y de ella no quiero ni acordarme; lo único bueno era que me costaba exactamente 40 centavos diarios. Más tarde aparecieron otros dos comensales con los cuales me tocó viajar la semana siguiente. El mercado en Ibagué es el domingo, pero es menos bueno que el de Fusagasugá, a pesar de que Ibagué es el doble de grande. Las actividades del domingo, además del mercado, son dos misas, peleas de gallos y billar. En esta provincia el poder de las distintas autoridades está mal delimitado y parece que los sacerdotes estuvieran sometidos a todas ellas. El párroco de Ibagué predicó un sermón que no le gustó al gobernador y éste se lo comunicó en una carta. El primero de enero de 1852 el cura de Ambalema recibió ochenta centavos que le pagó una mujer por el bautizo del hijo, y el jefe político le escribió ordenándole que devolviera el dinero. Si un sacerdote quiere ausentarse de su parroquia durante cuatro días, el gobernador exige que le pida permiso al alcalde del lugar. Es así como los pobres sacerdotes tienen tres jefes civiles, cuatro si incluimos al presidente, además del jefe eclesiástico. Lo peor es que todos les dan órdenes contradictorias y los castigan por desobedecerlas. El cura leyó dos documentos interesantes en la misa del domingo y luego me los dio para que los leyera. Uno fue laAllocutio de Pío IX, en la que habla sobre la Nueva Granada, critica al gobierno de Mosquera y de López y declara nulas ciertas leyes no cristianas. El otro era una circular que recomienda fidelidad a las obligaciones religiosas durante la próxima cuaresma. Todo el adorno es lo que llaman rúbrica y es parte esencial de la firma. En un documento de muchas hojas la rúbrica debe aparecer en todas; solamente la última página requiere el nombre y el apellido, que, como en este caso, pueden escribirse en letra de imprenta. En bulas sobre ayuno he visto el nombre y la rúbrica puestos con sello. Me imagino que la rúbrica se originó en la marca que dibujan los que no sabían escribir y que más tarde se convirtió en la forma de impedir falsificaciones. Pocas rúbricas he visto tan complicadas como la que reproduzco arriba, pero las hay todavía más complicadas. La rúbrica la escriben debajo o después del nombre y ningún granadino se contenta con la simple firma.

Los colegios públicos de Ibagué son el Provincial, y uno para niños y otro para niñas. Visité este último al tercer día de haber comenzado las tareas escolares y me pareció el espectáculo más agradable a que he asistido en la Nueva Granada. La escuela se incendió hace algún tiempo y ahora funciona en una casa nueva y limpia. Las niñas estaban sentadas en el suelo, muy juiciosas, ordenadas y vestidas impecablemente. En los colegios femeninos los rezos y la costura son muy importantes; por fortuna, el día que yo visité este las niñas estaban cosiendo y no rezando. En esta provincia buscan limitar los estudios teológicos. La gobernación ha desterrado de todas las escuelas el catecismo del Padre Astete, que es el más largo, el más aburrido y el más ortodoxo de todos. Hay por lo menos otros tres que se estudian en las escuelas y colegios, pero aquí ya no se puede enseñar catecismo sino los sábados. En algunas escuelas no enseñan a leer sino únicamente a rezar. Todas las alumnas de la escuela eran muy jovencitas, no creo que ninguna tuviera más de doce años. Estaban aprendiendo a leer, pero no había dos con el mismo libro, y estos eran de temas tan diferentes como podrían ser “Saint’s Rest” de Baxter, “La medicina doméstica” de Gunn, “Informe sobre la tarifa”, “Progreso y desarrollo” de Doddridge, y “La masonería desenmascarada” de Morgan. Pero todos los textos coincidían en no tener ningún interés para las niñas, quizá con la excepción de uno que había sido escrito para divertir a adultos. El gobierno ha puesto en circulación un panfleto en que se ataca en forma verdaderamente escandalosa al arzobispo desterrado, y dicen que en las escuelas lo están utilizando como texto de lectura. No lo dudo, así como estoy seguro de que en las mismas escuelas se debe encontrar el ataque todavía más descomedido que hizo el Papa al gobierno. Sería muy difícil publicar los cuentos españoles de la Tract Society que no sean ofensivos a la religión católica. Uno de ellos, “Theophilus y Sophia”, gustó muchísimo en los colegios de Bogotá. En la Nueva Granada hacen muchísima falta libros para niños y el sistema escolar carece por completo de textos de lectura. Tampoco tienen buenos textos de geografía y no se permite estudiar esta materia hasta no haber visto álgebra y geometría. Tengo una pregunta clave para medir los conocimientos geográficos de mis interlocutores: ¿Dónde queda la Patagonia? Los que saben, no se sorprenden de mi ignorancia porque como está en Sur América creen que yo no tengo ni idea. Pero en general, aun gente educada piensa que la Patagonia está en algún lugar de Europa. Un amigo granadino muy inteligente me comentaba el otro día sobre el problema de los límites de pesca de los Estados Unidos, y no pude convencerlo de que en Groenlandia no había ningún escuadrón británico. Hasta hoy está convencido de que yo estoy muy mal informado sobre el tema. La aritmética que vi enseñar en Ibagué es materia para un psicólogo. No me atrevo a describirla y criticarla porque los lectores pensarán que estoy exagerando y haciendo una caricatura. Todas las pizarras se quemaron en un incendio y para conseguir otras había que traerlas de Bogotá. La maestra era una mujer agradable, con dos hijos, un niñito chapín de cuatro o cinco años y una muchachita traviesa, de dos. La maestra estaba casada (lo cual aquí no es exactamente lo corriente) con el secretario del Jefe Político que, según tengo entendido, recibe un salario de $ 192. Asistí a unos exámenes en el Colegio Provincial aunque no pude formarme idea clara sobre la rutina diaria en éste. Pero me pareció criticable que la provincia pague la pensión de algunos alumnos mientras que rechaza a otros por no poder pagar la matrícula. El edificio del colegio es mucho más grande de lo necesario y está mal tenido. La parroquia en Ibagué está atendida por un vicario, con salario nominal de $ 480, y un ayudante que recibe $ 240. El vicario me pareció hombre muy agradable y servicial. Un domingo por la tarde fui a devolverle un libro que me había prestado y lo encontré cenando al aire libre. Yo ya había comido pero le acepté una mazorca asada y el dulce. Después me invitó a que fuéramos a la

gallera. Rechacé la invitación pero ofrecí acompañarlo hasta allá. Cuando llegamos nos dijeron que la pelea había terminado y entonces entré con él. Lo recibieron como a un alegre camarada, e inmediatamente el cura se puso a organizar otra pelea para atenderme a mí, lo cual me pareció que era excesivo, pero todas mis protestas fueron en vano. Estaba muerto del miedo de que mi amigo se saliera con la suya porque me parecía horrible ser la causa de tanta crueldad hacia dos nobles animales, como el que veía muerto a mis pies. Pero las exhortaciones del reverendo padre no parecieron tan elocuentes como las que lanzó por la mañana desde el púlpito, y para mi inmensa tranquilidad no tuve que presenciar la pelea. Otro día, estando en la casa del párroco, vinieron a llamarle para que le administrara los sacramentos a un moribundo. Le pedí que me dejara asistir a la ceremonia. “Con mucho gusto, me dijo, siempre que tenga la gentileza, como un favor personal, de descubrirse cuando yo lleve el Santísimo”. “No se preocupe por eso, le contesté tirando el sombrero sobre una silla, la noche está caliente y puedo dejar aquí mi sombrero”. Pero como ni conceder demasiado ni ceder demasiado satisfacen a nadie, tuve que llevar el sombrero y esperar en una tienda hasta que el palio estuviera suficientemente lejos. Y entonces, como el apóstol Pedro, lo seguí rezagado hasta llegar a una casita donde había gente arrodillada adentro y también afuera en la calle. Naturalmente que para entrar me descubrí. La única pieza la habían dividido temporalmente con una cortina, y en el fondo estaba la cama del enfermo. La pieza parecía una capilla, con crucifijos, santos, velas y flores, obviamente arreglada con la colaboración de los vecinos. Cuando yo entré el sacerdote estaba dedicado a sus labores religiosas, ya había confesado y absuelto al moribundo y ahora rezaba a la velocidad de una locomotora. Es fácil saber en qué momento los sacerdotes rezan en latín, cosa que no sucede sino una o dos veces al año, porque entonces no dicen sino unas ochenta palabras por minuto; pero cuando llegan a un pasaje muy conocido, arrancan a una velocidad de doscientas palabras. Después de una retahíla que a mí me tomaría una hora para decir, el cura abrió una cajita parecida a una tabaquera metálica, partió la hostia y le dio un pedazo al paciente. Más latín a toda la carrera, y sacó una botella de aceite en donde sumergió un alambre de plata, y con un pedazo de algodón en una mano le aplicó aceite en las orejas, los ojos, la nariz, los labios, los pulgares y los pies, y con el algodón iba secando el aceite. Todo lo hizo en la forma más expedita posible y con la mayor indiferencia, como si el pobre hombre estuviera muy acostumbrado a morir. Apenas terminó de darle al moribundo todo el consuelo de la religión, el buen sacerdote y el sacristán liaron sus bártulos y se fueron. Esa noche el carpintero se la pasó haciendo una caja muy extraña, que debía ser el ataúd para el moribundo. Me imagino que la forma tan rara de él se debía a que la hicieron de acuerdocon las descripciones inexactas de los ataúdes que se utilizan en los Estados Unidos. El padre del moribundo era uno de los que estaba con el carpintero entreteniéndolo y no dejando que perdiera el ánimo.

Un ataúd

El cementerio de Ibagué fue muy hermoso hace cincuenta años, pero hoy es horrible a pesar de que se halla en un sitio muy bello desde donde se divisa el Combeima; está invadido de malezas y las tumbas están completamente descuidadas y en ruinas. El muchacho murió y lo enterraron en el extraño ataúd, al otro día por la mañana. El sacerdote no fue al entierro.

Ibagué es una ciudad de peones y gran parte de sus ingresos provienen de los cargueros que prestan servicios a través de las montañas del Quindío, por caminos demasiado malos para mulas. Últimamente han mejorado uno, así que en verano pueden pasar mulas, pero como también ha aumentado el volumen del tráfico, hay más demanda que nunca de sirvientes, cargueros, chasquis y carteros. Ibagué tiene la misma relación con el Quindío que Independence con las Montañas Rocosas. En número de habitantes Ibagué es la cuarta población de la provincia y en riqueza ocupa el sexto o séptimo lugar. En Ibagué se pueden conseguir muchas frutas que a veces son bastante baratas. Compré setenta y dos naranjas por diez centavos. La ciudad está situada en una llanura amplia y las casas se ven bonitas, en especial cuando los niños salen a jugar a la luz de la luna. Hay agua, pero a este respecto cito La Imprenta de mayo de 1852: “El agua viene a Ibagué de los lados del Tolima por un canal que pasa a través de la calle principal que cruza a la ciudad; en todas las cuadras este canal tiene una apertura en la que cualquier transeúnte que no conozca bien la geografía, puede pasar a mejor vida; y esto no es lo peor: los aguadores, en especial los miembros femeninos del gremio, bajan al fondo de estos pozos para buscar agua y después hacer toda clase de abluciones, siguen su camino. ¡Imagínense entonces la limpieza del agua cuando llega a la mesa!". Otro capítulo interesante de la vida de Ibagué lo constituye la nigua, cuyo nombre científico es Pulex penetrans. Este animalito microscópico, aproximadamente del tamaño de la pata de nuestra bien querida y conocida pulga, vive como ella en las letrinas, en los sitios donde no pasa el trapeador y donde se desconocen el agua y el jabón. Como otras damiselas, se la pasa brincando y buscando un lugar donde establecerse de por vida, hasta que tiene la suerte de dar con la pierna, o todavía mejor, con el pie de un ser humano, y cuando logra llegar al dedo gordo su fortuna está asegurada. Entra debajo de la piel (pero no debajo de la uña) por medios que todavía el microscopio no me ha revelado, y allí, como el inválido en la Cueva Mammoth, vive feliz gozando de un clima agradable y uniforme. Nunca más sabrá lo que es el hambre porque el día de su prosperidad ha llegado. Y la prosperidad en la nigua, al igual que en los seres humanos, trae cambios increíbles. La ágil damisela se convierte en una obesa matrona, tan cambiada, que no pude convencer a un amigo naturalista, a quien le mostré los dos ejemplos, de que ambos animales fueran niguas. Para formarse una idea de la nigua que ahora estoy mirando bajo el microscopio, imagínense cómo se vería una persona a la que se le envolvieran en la cintura mil yardas de lienzo. Más o menos ese es el aspecto de esta nigua que estoy observando ahora y que tiene el cuerpo redondo, blanco y del tamaño de una arveja pequeña y con ojos y patas que no se pueden ver sino a través del microscopio. Está llena de huevos, pero se halla muy lejos de mis poderes imaginativos conjeturar dónde se encuentra el padre de todos ellos. Toda nigua que penetra en un dedo gordo se convierte en madre a los pocos días; quizá sean unisexuales como las sanguijuelas o tal vez, como en el caso de las tortugas de caparazón blanda de los ríos del sur de los Estados Unidos, el macho parezca pertenecer a otra especie. Afortunadamente mi experiencia personal con las niguas no es muy profunda. Sé que las jóvenes son grandes colonizadoras que se alejan pronto de su lugar de origen para fundar familias numerosísimas, listas a cumplir a su vez la ley orgánica de la naturaleza. Los anales de la Historia Natural nos cuentan de un mártir de la ciencia que llevó en el pie una familia de niguas a través del Atlántico. La familia se reprodujo mucho más allá de sus cálculos, sobrepasando las posibilidades del hombre para exterminarlas. Al llegar, el cirujano que lo atendió añadió la pierna a su colección de especimenes raros y de gran valor. Donde hay niguas, a fortiori hay pulgas, y para conocer las mejores muestras de ambas especies, aconsejo visitar la antigua ciudad de Popayán. Dicen que la persona capaz de coger instintivamente una pulga que le camina por el cuerpo, es popayaneja, y que uno puede estar

seguro de que si alguien se mete la mano entre la ropa y pesca tranquilamente de los omoplatos el bicho que le estaba picando la espalda, es porque es de Popayán. También se puede inferir lo mismo cuando a alguien le faltan las uñas o los dedos de los pies. Popayán es el paraíso de las pulgas. Si se suelta un caballo en un patio sin antes haberle echado grasa, el animal se enloquece a la media hora. En vano los popayanejos se bañan dos o tres veces al día: la plaga no los deja descansar más tiempo que el que toma secarse la espalda. Me cuentan que por la noche, para acostarse, hay que subirse a una mesa, quitarse y tirar lejos una por una las prendas de ropa, sacudir todo el cuerpo con la camisa, tirarla lejos y meterse a toda carrera en la hamaca. Después de todos estos cuentos, mis deseos de viajar a Popayán disminuyeron considerablemente. Parece que las niguas en esa ciudad son una plaga todavía peor que la de las pulgas, y que llegan inclusive a causar la muerte. La víctima muere con colonias de niguas desde los dedos de los pies hasta la punta de los dedos de las manos. Pero todo esto es el preámbulo de una historia muy corta. En un día de esa semana me sacaron tres niguas, al otro día cuatro y al siguiente cinco; como el lunes iba a necesitar los pies, empecé a preocuparme, hasta que logré reducir el promedio a menos de dos niguas diarias. Ese fue el primer ataque de niguas que tuve que soportar y ya veo que muchos dirán que fue bien merecido por caer en la vulgaridad de usar alpargates, y quizá tengan razón porque en todo el tiempo que anduve con botas apenas se me entró una nigua, mientras que con los alpargates se me introducían una o dos semanales. La última vez que las niguas me atacaron en forma, fue en Honda, y el asalto fue tan intenso como el de Ibagué, con la diferencia de que yo ya sabía sacármelas. La extracción de las niguas no es una operación dolorosa; por el contrario, hay algo placentero, como el gusto con que se da un buen estornudo. La irritación que produce la presencia del bicho causa una rasquiña que cesa inmediatamente que se empieza la extracción. En la operación se utiliza un alfiler, una aguja o la punta de la navaja; se hace una apertura en la cutícula y con un hábil movimiento circular se desprende la nigua de toda la membrana interna de la piel, y se extrae el animalito, ojalá entero. Se necesita muchísimo descuido personal para llegar a perder los pies o los dedos por culpa de las niguas, pero en los hospitales se ven casos tan graves que llegan a ser mortales. En la Nueva Granada no creen en la vieja doctrina de aplicar el remedio al instrumento que hizo la herida, pero en este caso sería muy eficaz, pues nigua y trapeador no pueden coexistir. Ibagué es la capital de la provincia de Mariquita, no por su tamaño, importancia comercial o posición geográfica, sino por razón del clima, que con una buena cama sería perfecto. Humboldt dice: Nihil quietius, nihil muscosius, nihil amoenius, con lo cual estoy de acuerdo, solo que en Ibagué no encontré ni un solo musgo. Debido a la cercanía de las montañas del Quindío, en especial al nevado del Tolima, al páramo del Ruiz, y a la Mesa de Herveo, el clima de Ibagué es más fresco de lo que sería lo normal de acuerdo con su altitud. El Gobernador de Mariquita recibe $ 1.440, los jefes políticos de Ambalema y de Honda $ 320, y los otros tres $ 240 cada uno. A esto añádanse los sueldos de secretarios y los gastos de papel, y tenemos que el costo de gobernar 86.985 habitantes es de $ 5.835, sin contar los sueldos de los alcaldes y del presidente, prebendas gubernamentales que no se encuentran entre nosotros y que tienen su origen en las viejas costumbres monárquicas. La nueva constitución busca introducir reformas en este sentido, de manera que el gobernador y los alcaldes sean elegidos popularmente y que se suprima el cargo de jefe político. La gobernación de la provincia funciona en la casa del gobernador, hombre joven de apariencia sencilla y que está muy orgulloso de su apellido Uricoechea. En esos días estaba ocupadísimo viendo cómo alojar las tropas enviadas de Bogotá a Pasto en octubre, cuando la república del Ecuador expulsó a los Jesuítas, y que, como ya no se necesitaban, iban a acuartelarse en Ibagué.

El gobernador me regaló un legajo de La Imprenta que hoy se llama La Voz del Tolima, periódico oficial y, según tengo entendido, el único de la provincia. Tiene el tamaño aproximado de dos hojas de folio y es quincenal. A un lector americano le parecería, como todos los periódicos granadinos, terriblemente aburrido, pero a mí me interesó mucho. En él me informé de que este año le costará al gobierno $ 1.626, y aunque al principio me pareció un gasto innecesario, luego cambié de opinión. El periódico se divide en dos partes. En la primera, de carácter oficial, se encuentran las ordenanzas de la Cámara, los decretos del gobernador, casos legales, decisiones legales importantes, circulares e informes de los jefes políticos, informes escolares, anuncios de convictos fugitivos y hasta documentos públicos de los distritos cuando poseen suficiente interés. En la segunda parte el periódico tiene de todo menos noticias. Varias veces al día pasaba por el frente de la cárcel provincial y siempre los presos me pedían por la ventana una limosna, y yo les contestaba, “No tengo limones”. Hasta que un día me metí uno en el bolsillo y cuando empezaron a pedirme una “limosnita”, se los di diciendo, “Aquí tienen sus limoncitos”. Desde entonces vieron que conmigo no había caso. Indudablemente la cárcel de Ibagué es muy mala. Vi sesionar la Cámara, la cual tiene una mayoría conservadora muy fuerte, mientras que el gobernador, claro está, es liberal. Lo que observé en la Cámara me enseñó que los conservadores granadinos no son verdaderos conservadores, apenas a unos cuantos fanáticos papistas podría llamárseles así. El resto merecería más bien el nombre de Destructores y podrían clasificarse en Republicanos rojos y Republicanos rojísimos; los rojísimos pueden pertenecer a cualquiera de los dos partidos, y exceptuando los Gólgotas, los rojos más rojos que conozco son los conservadores de la provincia de Mariquita. Esta afirmación es demasiado importante en sus consecuencias para no sustentarla con hechos concretos: en La Imprenta encontré ocho vetos de Uricoechea en veintidós días. En cuatro casos el proyecto pasó a pesar del veto, lo cual lo puede hacer la mayoría en una de las Cámaras y es la forma más fácil de legislar fuera de la monarquía absoluta y, según mi opinión, peor todavía que esta última. Estudié los ocho casos y en todos quedé convencido de que el gobernador (que daba la impresión de ser demasiado joven para el cargo) tenía la razón y que la Cámara estaba equivocada. Una de las leyes le quita el salario a los jefes políticos, quienes están obligados a servir y residir en la cabecera de cantón. Intentaron cambiarle el nombre de la provincia por el de Marquetá, derivado del nombre de los indios marquetón que vivieron en esta región, mientras que Mariquita es un diminutivo de María, pero la Corte Suprema decidió que la provincia no podía cambiar de nombre. Pero las pruebas más fehacientes de mi tesis se refieren al sistema tributario. Los impuestos directos eran desconocidos en la provincia. Las Cámaras no solo votaron para implantarlos sino para que la provincia dependiera totalmente de ellos desde el principio. El impuesto sobre bebidas alcohólicas se arrendó por varios años y a muy buen precio a un individuo, quien desgraciadamente importó una maquinaria innecesaria y cara, que posiblemente no sirva para nada. El monopolio no habría afectado más que a los vagos, quienes hubieran tenido que trabajar más o beber menos. Pero la Cámara ordenó que se rescindiera el contrato sin la aquiescencia del contratista, prefiriendo tener más ron barato y menos ingresos. Pero el sistema nuevo que inventaron (y no copiaron, porque eso no se usa en las repúblicas) no funcionó y al año siguiente introdujeron otro cambio radical. Anularon todos los impuestos directos y se decidió gravar la exportación de tabaco para recaudar los ingresos que se necesitan en los próximos dos años e indemnizar al contratista de licores. Con esta medida recayeron todas las cargas sobre Ambalema, la población más grande de la provincia y el notable mercado tabacalero de la Nueva Granada. Lo único que se logró con semejante medida fue desplazar el comercio del tabaco a otras provincias y reducir la población de Ambalema de 9.731 a menos de 5.000. Pero todavía surgieron otras dificultades. En un rincón de la provincia y sobre el Magdalena está Nare y desde cuando se implantó el nuevo tributo, la provincia no exporta tabaco sino que Nare lo consume todo. ¡Parecería

como si los nareños, incluyendo hombres, mujeres y niños, fumaran diariamente más tabaco de lo que pesan! La última noticia que he tenido de los logros de los conservadores en la Cámara es la ley que limita el consumo de tabaco en Nare a fin de que quede algo para la exportación. Me gustaría terminar el tema, pero como la ambición de todos los partidos en la Nueva Granada es acabar con los impuestos indirectos, le explicaré a mis lectores en qué consisten los impuestos progresivos, los cuales están basados en una teoría filosófica que sostiene que los impuestos se deben pagar del ingreso, y que por consiguiente el que no tiene ingresos no puede pagar, como tampoco puede hacerlo la persona con entradas insuficientes para atender a sus necesidades. Se considera que la propiedad no se debe gravar; y que el impuesto “per cápita” es feudalismo, barbarie y esclavitud. Una persona necesita cierta suma para poder vivir, $ 100 al año, por ejemplo. El que tenga ingresos inferiores a esa suma no paga impuestos, pero si ellos están entre los $ 100 y los $ 400, podrá pagar el cinco por ciento; si están entre los $ 400 y los $ 2.000, el quince por ciento; y si las entradas sobrepasan los $ 10.000 al año, fácilmente puede pagar la mitad. Esto es tributación progresiva, solo que las cifras no las tomé de ningún plan específico. Es obvio que un proyecto semejante está diseñado para proteger a los vagos, y que los derrochadores e imprevisivos quedarán libres de todas las cargas. Es más, si en la provincia hubiera un ciudadano tan rico como un duque inglés, podrían eximir de impuestos a todos los individuos con ingresos inferiores a los $ 100.000 anuales, y hacer que esa sola persona asumiera todos los gastos del gobierno. Un proyecto de este tipo fue el que recomendó el editor de La Voz del Tolima, que es el vocero de la gobernación conservadora, y un gobernador liberal de Bogotá recomendó otro proyecto semejante. Esta legislación no trae otra cosa que inseguridad para el ciudadano; en cambio, la propiedad de los extranjeros está mucho más protegida. La provincia tenía el mismo derecho constitucional de obtener ingresos gravando las minas de plata en vez del tabaco, pero se sabía que con semejante medida no habría demorado mucho en llegar la flota inglesa a la bahía de Cartagena, y por lo tanto ni siquiera se contempló la posibilidad. Otra consecuencia de esta teoría es que no se gravan las inmensas propiedades de gente muy rica. Grandes extensiones de tierra están en manos de familias acaudaladas, que esperan venderlas y colonizarlas en las próximas generaciones, y como las tierras no producen nada, no pagan nada. Si se impusiera un impuesto horizontal del uno por ciento sobre cada fanegada y un impuesto “per cápita” de un dólar, se acabarían los problemas del tesoro, lo cual en última instancia redundaría en beneficio de los contribuyentes, pero naturalmente que estas medidas serían ofensivas para la teoría. Estos son temas que no abordo con entusiasmo. La situación es el producto de las lucubraciones de los granadinos, que se basan para hacerlas en libros franceses sin tener en cuenta para nada la realidad. Y si el lector se asombra de la estupidez de los granadinos al no copiar nuestro sistema tributario, entonces yo le preguntaría por qué razón la ciudad de Nueva York no puede imitar los sistemas postales de Berlín o de Londres, o por qué en Norteamérica no hemos implantado y ni siquiera estudiado la ley de quiebras que rige en Inglaterra, mientras que en varios estados leyes confiscatorias arruinan todos los años a individuos solventes, o por qué todavía no hemos adoptado las leyes progresivas de acuñación de moneda vigentes en Inglaterra desde 1816. Lo que sucede es que los legisladores prefieren los productos raquíticos de su propia cabeza a adoptar las ideas sanas e inteligentes de otros cerebros. Los alrededores de Ibagué son bellísimos y el paisaje es hermoso visto desde la misma ciudad o cuando se sale de paseo. Cuando hago excursiones cortas por lo general voy a pie, pero viajé al Tolima sometiéndome a las incomodidades de cabalgar la mula más mula que haya conocido botánico alguno. Desgraciadamente no fui al nevado del Tolima sino a una aldea indígena un poco más arriba del Combeima. El pico del Tolima es volcánico y ha lanzado piedra pómez a todas las

regiones cercanas. Dicen que está a solo tres leguas de la ciudad pero que el camino es tan malo que para visitarlo hay que emplear cinco días. Tenía tiempo y en ninguna cosa hubiera podido emplearlo mejor; pero el daño que las niguas habían causado a mis medios de locomoción me hizo desistir de conseguir ácido sulfúrico cristalizado, plantas raras y productos volcánicos; así que lo único que hice fue ir a esa aldea que suministra gran parte de los alimentos a Ibagué.

Avancé mucho rato por la llanura y luego bajé al Combeima por un camino en quingos y empedrado. La tradición agrícola de los indios ha llenado el valle de pequeñas propiedades y de pequeños ranchos. Seguí río arriba hasta llegar a un vado que no estaba interesado en cruzar. Pero el viaje no valió la pena porque llovió copiosamente, había mucho barro y la obstinación de la mula era insoportable. Me bañé en todos los ríos de los alrededores de Ibagué, pero el sitio mejor para nadar está más abajo del Combeima, cruzando un puente peatonal muy frágil, algo más arriba de donde se unen el Combeima y el Coello, que son dos ríos casi del mismo tamaño. El Chipalo es mucho más pequeño, pero queda más cerca de la población y sus aguas son más calientes. No me gustaron los ibaguereños. Es la gente menos sociable que he encontrado en toda la Nueva Granada, y fuera de los servicios obligados que recibí debido a la carta de presentación y de las atenciones oficiales del gobernador, la única persona que me atendió fue el cura. Es una lástima, pues en Ibagué lo único que falta es sociabilidad, o por lo menos la hospitalidad y amabilidad que son corrientes en la Nueva Granada. Al irme de Ibagué tuve la primera y la última dificultad que se me ha presentado respecto al pago de una cuenta en este país. Me cobraron $ 1,60 por la casa, incluyendo todos los cuartos vacíos a los que tenía acceso, pero yo decidí pagar únicamente por los que había utilizado. En todo el tiempo que duré empacando, su señoría no dio el menor indicio de estar dispuesta a hacer ninguna rebaja, y llegué a pensar que tendría que irme sin pagar o decidirme a conocer cómo funciona el código procesal granadino; pero cinco minutos antes de la partida, la señora rebajó la cuenta a ochenta centavos. Le di un dólar, porque me pareció que el experimento había valido la diferencia en el precio. Es la pelea más tranquila que he tenido en mi vida; en ningún momento nos cruzamos palabras descorteses o desagradables.

DE REGRESO A BOGOTÁ

La toalla perdida — Familia excelente — Fantasma granadino — Piedras — De cómo apagar un cigarro — Rioseco — Muchacho a punto de ahogarse en el Rioseco — Neme y bitumen — Agua de azufre y algo todavía más fuerte — Granadino borracho y ruidoso — Tocaima — Prisión sin techo — Caballos que se despeñan — Juntas de Apulo — Ríos y caminos llenos de barro — Anapoima — La Mesa — Camino que bordea la montafia — Presidio — Hospital — Bajo vigilancia — Volcán — Examen escolar — Los rezagados — Tena — Bebida fresca — Ayuno — Recibimiento cariñoso.

Hoy por la mañana emprendí camino de regreso a Bogotá. Voy a caballo y en compañía de otras personas; ya no soy el hombre libre que viajaba a pie por la Tierra Caliente, feliz en la sola compañía de tres bestias, dos cuadrúpedos y un bípedo. El equipaje salió antes de nosotros al cuidado de un ladronzuelo que desde hace algún tiempo está encargado de ayudarme en varios asuntos. El fue quien contrató la mujer que me lavaba la ropa y me aseguró que ella me había devuelto todo, pero me di cuenta que faltaba la única toalla de tela absorbente que tengo. Por lo general aquí hacen las toallas de simple tela de algodón y aunque las bordan en rojo, no son precisamente lo mejor para secarse las manos. Para la mujer el material absorbente y grueso era una novedad apetecible y de apariencia suficientemente barata como para robar la toalla sin remordimiento, así que no lo pensó dos veces. Sucedió que comimos una o dos veces en la casa donde vivía la lavandera y cuando estábamos listos para partir, con los caballos ensillados y la cuenta pagada, hice llamar a la mujer y le dije que me devolviera la toalla. Como en esta región no utilizan la palabra toalla me costó mucho trabajo hacerle entender de qué se trataba, que yo no estaba preguntando por una camisa de dormir, ni por un pañuelo ni por una ruana. La mujer empezó a desocupar su cajón pieza por pieza, mientras yo me hice al pie, mirando pacientemente. Por fin salió la toalla y ella pareció encantada de encontrar algo que me gustara. Me la entregó con la expresión satisfecha de quien acaba de tener un rasgo de generosidad. Estuve tentado de retribuirle dándole diez o veinte centavos, pero me contuve; le di las gracias efusivamente, amarré la toalla a la cintura, me despedí, salté al caballo y pronto estuve fuera de la ciudad, en la misma llanura por la que había entrado a Ibagué, pero al lado opuesto. Viniendo había pasado a una milla o dos del Coello y ahora iba más hacia el sur, cerca del Chipalo. Había muy pocas casas en el camino, pero la otra ribera del río me pareció bellísima y vi una finca tras otra y varias casas. Es posible que a ese lado sea más fácil cultivar que en esta llanura pedregosa. Al poco rato me esperaba una agradable sorpresa. En un sendero, a una o dos horas de Ibagué, conocí la simpática familia del doctor Pereira, notable por la educación que han logrado adquirir sus miembros más jóvenes. Sentí no haberlos conocido antes. Uno de los hijos, el doctor Nicolás Pereira Gamba, publicó un poema sobre don Angel Lei. El mismo autor considera que el poema resultó flojo y extravagante, en lo cual tiene razón, y por eso piensa volver a escribirlo. Se me había olvidado contarles de don Angel y del antiguo y apacible convento de San Diego en Bogotá. Don Angel fue la última persona que enterraron, alrededor de 1820, en la capilla del convento. Antes de hacerse fraile, Lei fue oficial de la guardia del Virrey y estuvo comprometido con Luisa Sandoval, beldad bogotana de la época, cuya muerte posiblemente motivó la conversión de él, pero hay muchas versiones de la histeria. Una de ellas cuenta que Lei estaba con Luisa en

una corrida de toros, cuando vio a otra mujer tan irresistible que esa noche en la visita a su prometida estuvo muy callado y se despidió temprano. En la calle encontró a la desconocida, quien lo tomó del brazo, más con aire de inocencia que de descaro. En un principio caminaron sin rumbo fijo, y por último cruzaron el puente del río San Francisco, subieron una cuadra, volvieron abajo del puente entre los dos conventos y entraron a una casa lujosísima, brillantemente iluminada, donde no había ni un alma. La muchacha lo fue llevando afectuosamente de cuarto en cuarto, y al amanecer Lei se despertó en un lecho de vergüenza y pecado. Rápidamente salió a cumplir sus labores matinales, pero como se le quedaron el reloj y la espada colgados en dos ganchos ornamentales en la cabecera de la cama, después del desayuno buscó la casa de la desconocida y ¡solo encontró ruinas! Se arriesgó a subir las escaleras rotas y por el piso desvencijado llegó hasta el sitio donde debía haber estado la cama. Encontró el réloj y la espada colgados de dos clavos enmohecidos e inalcanzables, porque debajo el piso estaba completamente derruido. Lei salió corriendo, dejó sus cosas e ingresó al convento. Algunos cuentan que cuando regresaba de la casa espectral se cruzó con una procesión fantasmagórica que llevaba el cadáver de Luisa; otros dicen que encontró el reloj y la espada colgados en dos huesos humanos clavados en la pared del cementerio, y otra versión afirma que por la mañana se despertó con un esqueleto entre los brazos. Donde hay monjes siempre habrá fábulas, pero los fantasmas y las hadas parecen ser de origen nórdico. Valdría la pena investigar por qué razón los fantasmas son tan escasos o faltan completamente en el sur de Europa. Pregunté por la traducción española de ghost, y me dijeron que lo más cercano debe ser alma bendita. A la muchacha sobrenatural del cuento de Lei la llaman “hada”. La casa del doctor Gamba tiene el mejor piso que he visto en la Nueva Granada. Es de una especie de cemento calcáreo que posee la ventaja de ser duro y no rajarse. Como aquí no puede pensarse en hacer pisos de madera, es muy conveniente fabricarlos de algún material que sea más bonito que el ladrillo y pueda mantenerse limpio, lo cual es imposible con la tierra apisonada. Sin embargo, en casi todas partes la piedra caliza es demasiado cara para estar al alcance de los campesinos, pero con buenos caminos se podría conseguir brea en todo el país. Llevando en el bolsillo el poema del joven Pereira sobre Angel Lei me dirigí de nuevo a la llanura y seguimos hacia el noreste a una montaña alta y aislada detrás de la cual está Piedras. Por un camino diagonal llegamos a otra cadena de montes escarpados que separa esta llanura inclinada de las más bajas y horizontales que se extienden en las riberas del Magdalena. El nombre de Piedras sería apropiado para toda la planicie; dicen que en el único sitio donde no las hay es en Cuatro Esquinas, pero al pasar por ahí no me di cuenta si es cierto o no. Estaba oscuro cuando entramos a un desfiladero por donde cruzamos dos veces el Opía hasta que en la margen izquierda llegamos a un sitio mucho más alto que el lecho del río. Fue difícil encontrar posada pero nos encontramos con otro grupo de viajeros que también iba a Bogotá y logramos conseguir una sala para todos. Hacía bastante calor, especialmente después de las noches frías de Ibagué. Teníamos poca agua y sediento y cansado me alegré de poder guindar la hamaca. Casi todos se acostaron en el corredor hasta que la lluvia los hizo entrar. Un tipo se puso a fumar y como no soporto que fumen en una pieza tan llena de gente, me propuse apagar el cigarro. Solamente cuando el fumador comprendió que yo estaba decidido a tirarle encima toda el agua que nos quedaba, para ahorrar ésta decidió apagarlo él mismo. Al día siguiente me di cuenta de que el tipo del cigarro era un sirviente, y sentí no haberle echado el agua sin previo aviso, porque demuestra la falta total de decoro en un sirviente fumar en presencia de superiores. El tipo simplemente se estaba apoyando en el proverbio español de que “en la oscuridad todos los gatos son pardos".

Al día siguiente subí a una loma empinada en las afueras de la población, en busca de plantas. Me llamó la atención el comportamiento de dos pájaros negros de colas muy largas que se mantenían en el suelo a una yarda de un cerdo, uno a cada lado, y durante mucho tiempo siguieron los movimientos de este como si fueran su sombra. Me imagino que cazaban las pulgas que dejaban al animal. Piedras está en una meseta a una o dos horas del Magdalena y es una aldea de chozas de paja. En la plaza vive un personaje que me habría gustado conocer, pero solo supe de él cuando ya nos íbamos. Me lo describieron como hombre muy rico, inteligente, generoso y excéntrico. A la salida de la población, en la cima de una loma hay una edificación que parece un castillo alemán, pero que según me contaron es el panteón que ha construido para el descanso final de la familia. Dicen que la mayoría de las obras de caridad las hace en secreto. Bajamos mucho rato para llegar al paso del Opía que queda en la desembocadura del río y allí tuvimos que detenernos varias horas. Observé cómo las aguas del río arrastraban cada minuto varios centímetros de un banco de arena. Si el viajero desprevenido dejara allí su equipaje, al poco rato se lo llevaría la corriente. Me hubiera encantado bañarme mientras esperaba, pero no lo hice de miedo a las rayas, que son peces cuya mordedura es tremenda. Subiendo por la orilla oriental del río encontré abundantes especimenes de Melocactus o Mammillaria, planta que nunca había visto fuera de invernaderos y que si se diera en abundancia formaría una barrera impenetrable. Por último llegamos a campos cultivados donde vi el forraje más abundante que he encontrado en todos mis viajes en la Nueva Granada. Nos cobraron la noche a razón de un cuartillo por bestia. Estábamos en las márgenes del detestable Rioseco, cuyo nombre es una enorme mentira, pues en vez de estar seco tenía toda el agua del mundo. Al pie encontré un amigo que estaba pendiente de que el río bajara para pasar y ya estaba cansado de esperar. Después de una hora y contra mis deseos, todo el grupo decidió que lo cruzáramos. Me quedé parado en la orilla temblando al ver pasar mi preciosa colección de plantas y con la esperanza de que llegaran secas al otro lado, desgraciadamente cuando ya no había remedio me di cuenta de que el daño había sido serio. Con el fin de estar listo para cualquier emergencia me despojé de la ropa superflua antes de que empezaran a pasar mis cargas y dejé el caballo al cuidado de un sirviente porque me gusta estar completamente libre en caso de que se presente alguna dificultad. Al llegar a la otra orilla vi sobre mi cabeza la rama de un árbol raro e interesante y estaba dedicado a coger las flores cuando alguien a mi lado comentó tranquilamente: “Ese muchacho se va a ahogar”. Volví a mirar y vi que la corriente arrastraba a un muchacho de unos doce años y que nadie se movía. Me tiré al agua y saque al niño que estaba medio muerto del susto y del cansancio. Tengo la impresión de que a los católicos no les impresiona demasiado la muerte ya que, según ellos, mientras más pronto se muera la gente, menos tiempo sufre en el purgatorio. Seguimos por la orilla izquierda del Rioseco hasta el anochecer cuando llegamos a una posada buena en Neme. Neme quiere decir betún, del que hay abundantes depósitos en algunos sitios de la Nueva Granada, y aunque vi unos al norte de Ibagué, aquí no he encontrado ninguno. En Méndez, un poco más arriba de Honda, hay yacimientos enormes pero la única parte donde he visto usarlo es en Bogotá, en uno o dos andenes y en uno que otro piso. En Neme nos encontramos con un grupo numeroso de viajeros que iban hacia el occidente y seguimos el viaje juntos. Por lo general, todos lo pasaron muy bien, menos yo, preocupado como estaba por mis plantas, y cansado de la fuerza que hice cuando vi mi colección cruzar las aguas violentas del terrible Rioseco. Por la mañana, en vez de seguir por el camino de la margen izquierda que cruza y vuelve a cruzar el río más de seis veces, tornamos otro sendero. Subimos un poco y nos detuvimos, más para celebrar nuestro ayuno que para romperlo. En realidad, la situación empezaba a ser de pura

hambre. Comimos bananos fritos, tan insípidos que no debían ser nada nutritivos y en la choza donde nos detuvimos no había nada que pudiéramos comprar. Las gentes que vivían allí trabajan una corteza para amarrar bultos y cigarros. Más adelante recogí una fruta muy extraña de un árbol o enredadera. Al principio creí que los folículos eran hojas hasta que los examiné bien. Después llegué hasta un arroyo de aguas sulfuradas cuyo olor se sentía desde lejos. A pesar de que no me demoró mucho explorar el terreno, me tomó una hora alcanzar a los compañeros. Los encontré más allá de las montañas, en el valle del Bogotá, en un lugar donde venden bebidas alcohólicas y guarapo. Estaban bebiendo una mezcla de los dos, que declararon excelente; yo solo me detuve un momento y seguí adelante para tener tiempo de observar todo con detenimiento. Una hora más tarde me alcanzaron y el amigo de mi amigo estaba completamente borracho; corría, gritaba, se tambaleaba, parecía perdido del todo, agarraba la cola del caballo que iba adelante y en media hora hizo más payasadas de las que se ven en la Nueva Granada en medio siglo. Aquí lo normal es que los borrachos se estén tranquilos y parezcan estúpidos. Me aseguran que nuestro amigo tomó moderadamente, pero siempre he desconfiado de consumir bebidas alcohólicas aunque solo sea en forma moderada. En especial no quisiera presenciar otra vez el ensayo de mezclar guarapo y ron. Cuando entramos a Tocaima el borracho había vuelto a ser el caballero tranquilo de antes. Al purgatorio lo llaman El Tocaima del más allá y tengo que confesar que es bien caluroso, especialmente teniendo en cuenta su altitud. No hay otro sitio más caliente en cien millas a la redonda. Llegamos a medio día con un calor tremendo y esperamos una o dos horas. La población parece como si estuviera abandonada. Caminé un rato explorando las calles y vi una casa sin techo y ventanas con rejas, que resultó ser la cárcel. Me parece que en algún rincón los presos tienen donde resguardarse de la lluvia. Al frente había un convento en ruinas. Apenas pasó un poco el calor seguimos el camino y por fin llegamos a las riberas del Bogotá, que estaba crecido, oscuro y repleto de barro que fluía como si fuera agua. El río es tan sucio porque corre sobre rocas de esquisto en descomposición y sobre bancos carboníferos; si el Riosucio es peor no quiero ni verlo. Me parece que tomamos el camino menos atractivo para un turista. En estos alrededores hay una loma altísima llamada El Volador y las cabalgaduras habrían podido llegar hasta allá en menos tiempo si se les hubiera tenido más consideraciones. En el camino que va al pie del río Bogotá un caballo se agotó completamente y hubo que venderlo. Varios de nosotros seguimos a pie y estábamos caminando tranquilamente cuando tres bestias que iban adelante entraron por un portón abierto a un potrero, yo cogí la que iba atrás y me monté en ella, las otras llegaron a una portada cerrada en la cima y siguieron a lo largo de la cerca en la misma dirección del camino. Estaba a punto de coger uno de los caballos por las riendas, cuando vi que los dos caballos se hundían lentamente en medio de un matorral. Le avisé el percance al dueño y sugerí que fuéramos a buscar ayuda a una casa que había en lo alto de la loma, pero él pensó que no corrían ningún peligro, que ya estaba muy oscuro y que en la posada de Juntas, que se hallaba al otro lado de la loma, conseguiría un baquiano para que viniera a buscarlas. Así que seguimos, pasamos un derrumbe, estuvimos a punto de caer al río y por fin llegamos a la posada, que es la mejor que he conocido en todo el país. El posadero nos aseguró que no había ningún hoyo como el que yo pensaba haber visto y que con seguridad un sirviente encontraría los caballos pastando en un potrero. Fueron a buscarlos pero no los pudieron encontrar y al día siguiente enviaron un peón por el camino de Tocaima, el cual se demoró varias horas. Después del desayuno mi amigo se dio cuenta de que el potrero terminaba en un acantilado casi perpendicular y que en la mitad del despeñadero, a la vista de todos los de la posada, estaban los dos caballos. Era imposible saber cómo habían llegado hasta allá vivos ni cómo iba a poderse sacarlos enteros de ese precipicio. Me encantó ver al dueño de las bestias al borde de las

lágrimas, pero en media hora los dos animales habían acabado de bajar y pastaban tranquilamente. Entonces seguimos nuestro camino. Este sitio tiene interés histérico. En mayo de 1851 estuvo aquí el dictador Urdaneta apoyado por un ejército de veteranos y con casi todo el país en contra. Su amigo, García del Río, se reunió con el General López, después presidente de la Nueva Granada, y acordaron un tratado por medio del cual se le entregaba el mando supremo al vicepresidente Caicedo. Cuando el Congreso se negó a darle a los amigos de Urdaneta las ventajas prometidas en el tratado, Caicedo renunció y el Congreso nombró presidente al General Obando. En Juntas las aguas sucias del Apulo se unen a las todavía más sucias del Bogotá. En la posada se puede conseguir por dinero todo lo que necesiten viajeros y bestias. En las paredes hay argollas para colgar las hamacas, cosa de la que solo me enteré al día siguiente, y por eso, como siempre, tuve dificultad para guindar mi hamaca. El posadero es un socorrano y los socorranos son los yanquis de la Nueva Granada. En Juntas crucé el Apulo por un puente de madera de ocho pies de ancho, con techo de zinc, y luego subí a una lengua de tierra que hay entre el Apulo y el Bogotá. Se podría construir un camino mucho mejor y menos empinado a la orilla del Bogotá, que no fuera tan pendiente, el cual está además lleno de barro. El camino actual pasa por dos cuestas fangosas y en una de ellas es almohadillado, con camellones de lado a lado cada dos pies. Estos camellones son de tierra dura y lisa y las mulas pasan por encima, hundiendo las patas en el barro profundo que hay en los huecos entre los camellones. Las almohadillas las llaman en inglés “escaleras para mulas”. Se puede caminar por ellas pero si uno resbala se hunde, y algunos caballos, sin consideración por la vida del jinete, se arriesgan por ellas, no obstante el pánico del jinete. En el peor de los casos por un camino almohadillado se puede recorrer más de una milla por hora, pero a veces se vuelve un atascadero y los camellones se convierten en puro barro de profundidad indefinida. Los huecos en un almohadillado no son más hondos que el largo de la pata de una mula y es un consuelo saber que no son más profundos cuando el atascadero es impasable hasta para la bestia más fuerte. Si la pendiente del camino sobrepasa los 45º, en vez de almohadillados o atascaderos hay resbaladeros. Me dicen que estos últimos pueden tener varias varas de largo, ser tan inclinados como un techo y tan lisos como un deslizadero de nutrias, pero yo nunca he conocido uno así. Una vez que el lector se haya familiarizado con el significado y el sonido de las tres palabras españolas, almohadillado, atascadero y resbaladero, todas ellas resbalosas y pegajosas, podrá imaginar las dificultades que tuve en esos caminos, como, por ejemplo, al encontrarme con una inmensa recua de mulas cargadas de sal, empacada en toscas redes, y que llevaban de Zipaquirá a Popayán, a una distancia de casi 300 millas; o el problema de bajar a una hondonada profunda en donde tomé un baño muy agradable, para luego subir a otra loma y llegar hasta la venta donde me alcanzaron algunos de los compañeros de viaje, porque únicamente en Anapoima volvimos a reunirnos todos. Anapoima es un sitio agradable y allí hay una posada buena para la gente con dinero, un tambo gratis para los pobres y una venta para ambos. Comimos magníficamente. El dueño, hombre muy emprendedor, tiene entre otras cosas una herrería con forja inglesa, y detrás de la casa, cerca al Bogotá, que se puede ver pero no oír, una tierra sembrada de caña y un trapiche. Me llamó la atención que en el patio había una vid; supongo que es una planta que debería darse bien en esta región pero que necesita muchos cuidados. Volví a montarme a caballo y seguimos adelante por el camino mejor que había visto en varios días, el cual corre a lo largo de una cadena de montañas, pero de pronto comienza a ascender abruptamente. A mano izquierda vi una construcción tan parecida a un convento, con capilla y campanario, que apenas un experto podría saber que se trata de una residencia privada. El camino

que asciende la montaña es empedrado y cuando llega a la cima continúa en macadam por una o dos millas de pendiente suave. Al llegar a La Mesa de Juan Díaz se convierte en la calle principal. La población está en una meseta bordeada por pendientes abruptas y la calle principal corre a lo largo del borde norte de aquella, a cuyos pies se ve el Apulo, hasta donde es muy difícil bajar. Al sur de la aldea hay sembradíos que terminan en una cuesta escarpada que baja hasta el Bogotá. Esta meseta estuvo en otro tiempo unida por un monte a la serranía que va hasta la sabana de Bogotá, pero éste se hundió y en la depresión que se formó está hoy la aldea de Tena. Parecería natural que La Mesa no tuviera agua; efectivamente allí se utiliza muchísimo el agua lluvia, aunque hay una fuente al sur de la población donde se reúnen las mujeres para lavar ropa. En La Mesa, a pesar de su altitud, todavía se dan naranjas. No había llevado termómetro, pero tengo la impresión de que la temperatura que indica Caldas, de 72.5ºF., es demasiado alta; Mosquera da una tres grados más elevada. Yo creo en cambio, que debe estar cerca de los 70º F. El único inconveniente que tiene La Mesa como veraneadero es la falta de sitios apropiados para nadar. El clima me pareció delicioso y con la ventaja sobre Guaduas de gozar de un cielo siempre despejado. El señor Juan Triana, ya fallecido, nos recibió muy amablemente en su casa que tenía verdadero ambiente de hogar. Don Juan hablaba suficiente inglés para hacerse entender y estaba casado con una dama granadina muy amable y educada, doña Manuela Caicedo, oriunda del Chocó o del Cauca. Su mesa, arreglada debajo de una pérgola en el patio, es la mejor servida que he visto en la Nueva Granada. En la cena conocí al Gobernador, Justo Briceño. En ese entonces los cantones de La Mesa, Eusagasugá y Tocaima constituían la provincia de Tequendama y La Mesa era la capital. Difícilmente puede haber un funcionario más eficiente que Briceño, quien primero fue nombrado directamente por el presidente, pero cuando se cambió la constitución lo eligió el pueblo. Briceño tenía particular interés en la construcción de caminos y quizá lo único que le hacía falta para llevar a cabo sus propósitos eran los conocimientos prácticos que puede tener un carretero norteamericano. Caminando hacia Tena pasamos un tramo de la vía nueva que bordea la loma y es obvio que el antiguo camino que iba por la montaña hubiera podido repararse a un costo menor de lo que había costado hacer el nuevo, más corto y más plano. Mucha gente considera que fue una locura de Briceño hacer el gasto adicional. Por pura curiosidad ascendí por el viejo camino y las subidas y bajadas me parecieron increíbles y el camino tan malo como el peor de la Nueva Inglaterra. Los deslizaderos son enormes y la distancia hasta Tena el doble. Definitivamente la Nueva Granada necesita más gobernantes con la locura de Briceño. El gobierno nacional sostiene la carretera en macadam que pasa por La Mesa; la provincia no está obligada a pagar ni un centavo en su mantenimiento, pero puede cobrar peaje a todo el que la utilice. La carga de melaza que va a la provincia de Bogotá paga un impuesto en Puente Grande, y Briceño se da cuenta de lo contraproducente e injusto que es este gravamen. Briceño proyecta prolongar el camino nuevo hasta Bogotá, aunque no está planeado para carretas y creo que en algunos sitios será demasiado escarpado. Un destacamento del presidio lo está construyendo, y vi dos grupos trabajando, uno cerca a Tena y el otro al oriente de La Mesa. La tropa que vigila a los prisioneros hace parte del ejército regular y está bajo las órdenes del gobernador. Los presidiarios duermen en una choza ordinaria y de día y de noche no los rodea más muro protector que el plomo de los fusiles. A los viajeros les piden siempre una limosna. El señor Triana tenía el contrato de suministrar alimentos y bebida al presidio donde se consume gran cantidad de guarapo. A nosotros también nos lo sirvieron con las comidas. El hospital es el mismo para la provincia y para el presidio y difícilmente podría ser peor; funciona en una casa común y corriente con dos o tres habitaciones y una cocina donde no existe ninguna facilidad para cocinar, los pisos están repletos de niguas, hasta el punto de que llegan a ser

peligrosas para la vida de los pacientes, la mitad de los enfermos tenía enormes úlceras superficiales. El gobernador está seguro de que se las hacen a propósito, cosa que yo me permito dudar. Estando un día en la gobernación entró un hombre que se dirigió al secretario, el señor Guzmán, diciéndole: “Aquí “Muy bien, ¿en “Trabajando en la “¿Y va a “Por el “Muy bien. Vuelva de hoy en quince días”.

estoy, dónde ha hacienda de don seguir trabajando momento

señor”. estado?” Fulano”. allá?” sí”.

El secretario abrió un libro y tomó nota de la entrevista. “¿Quién era ese tipo?” pregunté. “Es alguien condenado a pagar un período en la prisión y otro bajo vigilancia. El primero ya expiró y ahora está obligado a permanecer dentro de ciertos límites y a presentarse regularmente e informar dónde está y qué hace". “¡Qué problema para ustedes y para él! En inglés ni siquiera tenemos una palabra equivalente a surveillance y debemos utilizar el término francés. Lo más posible es que en el Norte hubieran soltado a ese tipo con la condición de que no fuera a ningún sitio donde se lo conociera”. El secretario me miró muy asombrado. “¿Y es que usted cree que un granuja hace menos daño donde no lo conoce nadie?” “Claro que no, pero lo que es seguro es que el mal que haga no nos afectará a nosotros”. “¡Ah! naturalmente”, dijo el buen funcionario encogiéndose de hombros y con una expresión que decía: “Ese es un plan preciso para herejes”. Fui a la prisión provincial a ver a un presidiario muy conocido, miembro de una familia distinguida. Se llama Francisco Morales y planeó con un médico y un juez la muerte de un sacerdote de Bogotá. Lo envenenaron, hicieron la pesquisa judicial, administraron sus propiedades y las robaron. Lo único que se pudo probar fue el robo y la justicia condenó a Pacho Morales al presidio. Para Briceño ha sido un continuo dolor de cabeza y me preguntó si nuestras cárceles están preparadas para manejar tipos tan díscolos como Morales. Briceño no ha podido lograr hasta ahora que Pacho mueva un dedo para trabajar. Empezó por hacer arengas ofensivas y sediciosas y el gobernador mandó estacionar a un hombre al pie del prisionero con la orden de tocar trompeta cada vez que Morales comenzara sus peroratas. Lo han amarrado a un poste y lo han sometido a todos los castigos que han podido idear, pero ahora Pacho finge estar enfermo. Me gustaría ser su médico unos días. El día que fui a verlo lo encontré en un cuarto al que habían tapado la ventana, lo cual es supremamente desagradable, y un centinela lo vigilaba continuamente. Pacho quiso hacerme creer que estaba arrepentidísimo y me pidió que le llevara una Biblia. Don Justo teme que trate de escaparse. Un día atravesé el Apulo para ver un volcán que hay al otro lado, en el camino de Anolaima. Bajé por una cuesta enorme hasta el río que tiene unas ocho pulgadas de profundidad y arrastra gran cantidad de barro. En la otra orilla me esperaba el ascenso de una cuesta parecida y la escena que se presentó ante mis ojos fue interesantísima, porque era como el deslizamiento de un glaciar de piedras calientes y de tierra. Me quité los alpargates para sentir el calor y no correr el riesgo de

meterme en un sitio demasiado ardiente del que no pudiera escapar. Pude caminar por casi todas partes. De algunos sitios salía un humo pálido y me dicen que por la noche se ven los reflejos de las llamas. El alud tenía de cinco a diez “rods” de ancho y avanzaba hasta un bosquecillo donde iba tapando los árboles a una velocidad de dos o tres pies diarios. Los lados de esta especie de glaciar de fuego eran uniformes y estaban surcados por las masas de piedra que habían rodado desde arriba. La pendiente era aproximadamente la de un camino escarpado y me imagino que el deslizamiento es producido por la ignición espontánea de piritas en el subsuelo y por la lenta combustión del carbón. Dicen que el fenómeno es mucho más marcado cuando hay humedad en (1) el ambiente y el agua se filtra hasta las piritas. Cuando el alud avance otros doce "rods" más llegará a una laguna pequeña que posiblemente tiene el mismo origen. No es profunda porque yo pude caminar en ella. Dicen que en el centro hay un tesoro escondido en un recipiente o paila enorme, tapado con otra que no han podido levantar. Al menos eso me contaron unas campesinas que viven cerca y me invitaron a comer con ellas y que insistieron todavía más cuando supieron que no llevaba dinero conmigo. El sitio no queda a más de dos millas en línea recta de La Mesa, pero aunque el paseo fue muy interesante, me cansó muchísimo. Esta clase de fenómenos es muy común y estoy por creer que todos los valles de suelo quebrado que hay al occidente de la Sabana y quizá en toda la vertiente occidental de la cordillera de Bogotá, son el resultado de descomposiciones similares del suelo. Valdría la pena que alguien con más tiempo que yo se dedicara a estudiar este fenómeno. En La Mesa asistí a los exámenes de una escuela para varones. Las mismas fallas que había observado en otros sitios eran todavía mucho más evidentes aquí. Todo el aprendizaje era de memoria y a los alumnos no se les hacía pensar. Cuando pasó al tablero el muchacho que parecía más inteligente le sugerí al gobernador el problema de la liebre y del galgo para que se lo diera. “La liebre empieza a correr ochenta varas antes que el galgo y corre veinte varas por minuto, mientras que el galgo corre veinticinco; ¿cuándo alcanzará el galgo a la liebre?”. El señor Briceño dijo que ningún alumno de la escuela podría resolver el problema, así que se lo pasó a mi vecino y entonces el maestro lo quiso ver. Dejó que el comité se encargara del resto del examen y él se puso a resolverlo; a los diez minutos me dio la respuesta, pero estaba errada. Una noche asistí a una tertulia en La Mesa y espero no ofender a nadie al manifestar que me pareció muy aburrida. Las señoras, en su mayoría bonitas, tomaron posesión de un rincón y lo defendieron toda la noche. Los señores se hicieron en fila, de una esquina a la otra del cuarto, así que cada cual no hablaba sino con su vecino y no hubo conversación general. Cuando un par de señoras salieron de la sala un momento, animé al gobernador, hombre muy sociable, para que tomara el sitio que habían dejado las damas y rompiera así la falange cenada que se había formado. El intentó hacerlo pero las señoras regresaron y reclamaron sus puestos en tal forma que no tuvo más remedio que cedérselos. Por mi parte intenté conversar con una de las señoras, pero ella se limité a hablar nimiedades y lugares comunes; el español es pobre en monosílabos, y finalmente renuncié a conversar con ella, entre otras cosas porque me dio miedo de que si insistía, me juzgaran insolente y atrevido. De La Mesa salí hacia el Salto de Tequendama en compañía del gobernador Briceño y de dos jovencitos que no lo habían visto nunca. El grupo lo completaban una acémila y un sirviente. Como es natural, salimos tarde. Briceño y yo caminamos lentamente cinco o seis millas hasta Tena y allí esperamos a los otros dos durante varias horas hasta que por fin llegaron al crepúsculo y entonces seguimos iluminados por la luna llena en busca de la hacienda donde íbamos a pasar la noche. Nos perdimos y pasamos un mal rato porque el camino no servía para cuadrúpedos ni siquiera de día. Empezamos a sentir hambre y mi caballo se cayó por un barranco. Como no podía ver porque ya estaba demasiado oscuro, no tengo ni idea cómo yo me escapé ni cómo logró la bestia salir del hueco. Por último llegamos a un torrente que saltaba por entre un montón de piedras y no había forma de saber si estaba en el camino o fuera de él; el hecho es que no pudimos pasarlo. Nos

devolvimos y después de una hora o más de andar perdidos, llegamos a la hacienda de Zaragoza y nos detuvimos allí. Acabábamos de soltar las bestias cuando llegó de Bogotá el dueño y nos ofreció una cena magnífica. A las once nos acostamos y dormimos hasta las tres, hora en que seguimos nuestro camino acompañados por un baquiano quien nos guié hasta el montón de piedras, nos hizo pasar por encima de ellas, hazaña que hubiera sido peligrosísima por la noche, y temprano por la mañana pasamos por las ruinas de San Antonio, aldea que había sido arrasada por un volcán o por un deslizamiento de fuego. El paisaje había sido transformado totalmente y todo lo que vimos de las ruinas fue un pedacito del muro de la iglesia, que según me dijeron, había quedado media milla más allá de donde se había levantado originalmente. La llanura de San Antonio es hoy un valle fragoso y desnudo. Más adelante nos detuvimos a tomar alguna cosa, no recuerdo qué, y uno de los muchachos le dijo al guía, “Baquiano, apúrese, ¡un real si va ligero !“. A la cuadra llegamos a una casa donde había una muchacha bonita, y claro está que los dos galanes tuvieron que detenerse a hacerle unas preguntas. Briceño y yo seguimos en compañía del guía, subimos una montaña muy alta, pasamos unas cuantas casas aisladas y un poblado indígena llamado Curzio. En todo ese tiempo no tuvimos noticia de los rezagados, así que seguimos adelante despacio, preguntando en vano por un guía que nos condujera hasta el pie del Salto. En todas partes nos aseguraron que nadie podía llegar hasta allí. Alrededor de las nueve llegamos al sitio desde donde se ve el Salto, en la cima de la loma al final del camino en zig-zag que mencioné en el capítulo XX, donde describí también la excursión de hoy al Tequendama. Por la tarde, de regreso a este mismo sitio, nos encontramos con nuestros dos amigos, gozando por primera y quizá última vez de la vista del Tequendama. Después de un viaje a caballo de tres días todo lo que vieron fue parte del Salto y a la distancia. Nos contaron que cuando se despidieron de la muchacha (nunca dijeron cuánto tiempo se quedaron con ella), tomaron el camino equivocado y apenas vinieron a darse cuenta de su error cuando vieron la Sabana de Bogotá. Entonces contrataron a una indiecita para que los guiara y finalmente lograron ver de lejos el Salto, porque ya era tiempo de regresar a Zaragoza a recoger las cosas que habíamos dejado allá. En la primera casita que encontramos nos detuvimos a comer alguna cosa y yo me adelanté a mis compañeros, a pie, para volver a mirar detenidamente las ruinas de la catástrofe de San Antonio. Al anochecer estaba cerca de Zaragoza y por tercera vez avancé ya oscuro por un sendero que cruza el bosque que hay entre la casa y el camino, el cual aquí llaman carretera. Al llegar, nuestro amable anfitrión le ordenó a un sirviente que me lavara los pies y pidió que sirvieran la comida. Antes de que pasáramos al comedor llegó el resto de la compañía, los dos rezagados con cara de desconsuelo, quienes si con sus retrasos nos dañaron la excursión también sufrieron las consecuencias. Don Justo había estado en el Salto muchas veces y es uno de los granadinos que más lo aprecia. Nuestro anfitrión se quejó amargamente de las noticias que había oído en Bogotá sobre la implantación de leyes sacrílegas. A los sacerdotes les han arrebatado el monopolio de casar a las gentes y hasta el derecho de celebrar matrimonios, ya que todos estos tendrán que registrarse primero ante el Juez del Distrito. Intenté hacerle ver que todo lo que hacía este empleado era dar un certificado, que antes expedía el cura cuando era también funcionario público, pero él insistió en que era mejor que los hijos corrieran las consecuencias de la ilegitimidad legal a recibir un certificado de matrimonio de manos no consagradas. A la mañana siguiente me sirvieron tempranísimo el desayuno y salimos un poco después de las nueve para llegar a buena hora a la antigua casa grande de Tena. Esta población sería un magnífico veraneadero si tuviera vida social y mercado. Está en un sitio caliente y con agua

abundante, en la serranía que se extiende de La Mesa hasta la base de la Sabana. Al norte hay una pendiente que baja hasta el Apulo y al sur otra que termina a orillas del Bogotá. De Tena el camino sube hasta Barro Blanco en la Sabana. Antes de salir me di un buen baño, el último que podía realmente gozar, pues los que me diera de allí en adelante simplemente los tendría que soportar. Subí a pie por el camino que han construido los presidiarios casi hasta la cúspide, el cual con la dirección de un buen ingeniero podría transformarse en una vía carreteable, pero como hasta ahora la única forma como ha subido una carreta un monte, en la Nueva Granada, es sobre los hombros de cargueros, posiblemente nunca construirán adecuadamente una carretera de montaña. El dinero que llevan invertido en esta vía habría sido suficiente para construir una vía desde Bogotá al Magdalena, tan buena como los caminos de montaña comunes y corrientes en los Estados Unidos. La última parte del ascenso la hicimos por el viejo camino con gradas y quingos. Subir fue toda una lucha y llegué a la venta de Barro Blanco acalorado y sediento. Allí probé una bebida nueva para mi llamada guarruz, palabra que quizá sea la contracción de agua de arroz, y que es parecida a la chicha pero hecha con arroz en vez de maíz. Es blanca y opaca y no amarilla como la chicha. Para hacerla yo mezclaría harina de arroz, panela o azúcar morena y agua y la dejaría fermentar hasta sentirle un ligero sabor de ácido carbónico. Es tan fresca que me pareció la mejor bebida que había probado en mi vida y me tomé un segundo vaso que me costó bien caro pues me hizo mucho daño. Estaba yo vestido con mi ropa más delgada y sin embargo me sentía tan caliente como la misma Tocaima a pesar de que el termómetro marcaba 65º F., y el barómetro 22 pulgadas y como con un témpano de hielo en el estómago. Fui a buscar mi bayetón en la montura pero comprobé que lo había empacado, entonces corrí para calentarme, lo cual era imposible en una atmósfera tan rarificada, pero así y todo logré sobrevivir. Después de dos o tres millas volví a cabalgar temblando todavía y me puse el encauchado para defenderme del frío. El camino siguió por un trecho muy largo entre las lomas que bordean la Sabana. Cruzamos varios brazos de esta y nos internamos de nuevo entre las colinas. Parecía como si el camino evitara pasar por las extensiones de agua que cubrían la Sabana. Finalmente entramos a ésta, pasamos un puente y al mismo tiempo empezamos a cabalgar por la vía de macadam que nos llevó derecho hasta Cuatro Esquinas. Desde allí, por el camino que ya antes habíamos transitado, seguimos hasta la hacienda de Quito, donde nos esperaba una acogida fría pero cortés, una taza de chocolate (nada de comida) y camas para descansar de la jornada que había empezado después del desayuno. Al día siguiente desayunamos a las 11, después de un ayuno real de veintiséis horas o más y con un apetito intensificado por la cabalgata de varias horas en que dejamos atrás La Culebrera, Santuario, Puente Grande y Fontibón. La alegría que manifestaron las sirvientas de don Fulano cuando me vieron reaparecer en la puerta de la casa fue verdaderamente extravagante. Una de ellas, la más grande, no la más sucia, intentó abrazarme, pero como no podía hacerlo a menos que yo me bajara de la mula y como yo me hice el que no entendía qué era lo que quería hacer, se contentó con apretarme las manos. La obesa señora y el marido pequeño y seco, me saludaron con la misma efusividad, tan extraña a nosotros. Después de todo, era bueno estar de regreso.

CRUZANDO LAS MONTAÑAS DEL QUINDIO El grupo de viajeros — Salida temprano — Comida tarde — Mina de ácido sulfúrico — Fuentes termales — El presidio — Un accidente — Noche fría — Yo amo a mi vecina y ella ama el suyo Cuento contado dos veces — Boquia — Balsa — Ranchos — Cartago — Baile — Prisionero libre Teatro al aire libre.

Como por obra de magia estoy en Ibagué otra vez. ¿ Soñé los episodios del capítulo anterior? ¿Es cierto que había un fantasma? Sin duda y ahora estoy en mi hamaca en una amplia sala de Ibagué. Dos señores están acostados en el suelo y dos en sendas mesas. Me despierta el llanto de un bebé y la voz de una mujer desde el otro cuarto que grita: ¡Antonia! ¡Antonia! Esta es una muchacha negra que duerme al pie de la puerta de la pieza de su ama y que a juzgar por lo profundo del sueño está muerta o duerme preparándose para una dura jornada. Efectivamente, vamos a salir hoy por la mañana para el Quindío. Ayer domingo, día de mercado, hicimos todas nuestras compras y las de los peones, así que podemos partir muy temprano, lo cual significa levantarse al amanecer o antes, y salir a las diez. Pero la verdad es que no logramos ponernos en camino sino a las once. El grupo está compuesto por cinco señores, dos damas, tres niños, cuatro sirvientas, once peones, veinticinco bestias entre caballos, mulas y un perro. La caravana es larga, las señoras van en monturas de mujer, las muchachas del servicio a horcajadas, dos niñitos en silla, el bebé en una caja de pino, los peones llevan dos sillas para las señoras, sigue un carguero con una caja a la espalda, dos caballos de cabestro y un número indeterminado de mulas de carga. Los señores, claro está, van a caballo, excepto yo, que resolví hacer el viaje a pie. En fila india bajamos hasta las márgenes del Combeima, el cual cruzamos por un puente antiguo y sólido, en un sitio que queda al puro pie de las montañas del Quindío, la cordillera central de los Andes. Quindío no es propiamente el nombre de la cordillera sino el de este paso particular. Aquí no se le da nombre a las montañas; yo llamo cordillera de Bogotá a la oriental, a esta la del Quindío y a la occidental la de Caldas; pero a esta última no la conoce nadie por este nombre sino yo. Es curioso que Humboldt siempre escribiera Quindío, cuando no conozco a ningún granadino que lo escriba así. En este punto debo consignar unas anotaciones que quizá debí haber hecho antes. Hasta donde sé las montañas que me rodean son únicas, ya que la base se encuentra en una llanura amplia de suelo no aluvial, situada mucho más arriba del río. La llanura inclinada está separada del valle completamente plano y aluvial del río por una cadena de cerros escarpados pero no muy altos, los cuales imagino que son de arenisca. Pero lo más curioso es la estructura de las mismas montañas del Quindío. El lector podría pensar que estando yo al pie del Combeima, en la base del Tolima vería los picos de las montañas elevarse hasta el cielo y enormes precipicios por los que tendría que subir hasta la cima. Pero no es así, no se ve ni una partícula de roca. En todos mis viajes por esta cordillera no he visto más de dos veces, si acaso, suelos rocosos. No obstante que las vertientes son tan escarpadas que una caída puede ser fatal y que algunas montañas son altísimas, con laderas casi perpendiculares, por ninguna parte se ven rocas. Racionalmente me

explico el fenómeno por la total desintegración de la roca que quizá debiera llamar granito, ya que cuando el camino corta la superficie del terreno no se ven ni trazas de estratificación. Por lo general, en la comitiva iban primero los cargueros,después las sirvientas, luego los señores seguidos por las damasy por último el equipaje. A menudo yo me les adelantaba a todosy no tomaba otra precaución que la de no dejar atrás al equipaje por la noche, pero en el día casi siempre iba adelante. La mayoría del camino en el extremo oriental está recién construido pero sigue la misma ruta de hace doscientos años. Estaba reparándolo un grupo de presidiarios y como no había otro sendero ni una casa fuera del camino, no podía extraviarme. Encima del vestido delgado de viaje me puse una ruana, no tanto por comodidad como para aparecer más vestido. Cuando me sentía demasiado solo o quería preguntar algo o hallaba algo curioso, esperaba hasta que me alcanzara uno de los compañeros. Dicen que esa jornada es de ochenta y siete millas, pero hay gran diferencia si se consideran las cuestas de las montañas o únicamente las bases. Sería mucho más exacto calcular las jornadas contando las subidas y las bajadas, ya que la distancia horizontal no significa gran cosa. Durante varias horas subimos continuamente y pasamos por Palmilla, que no es ni siquiera una aldea sino un lugar donde hay una o dos casas. Después desaparecen los cultivos, hay un enorme descenso y al anochecer llegamos a un sitio rodeado de montañas. Habíamos tenido la intención de dormir en El Moral, pero no pudimos porque salimos demasiado tarde. Un poco antes de anochecer llegamos a Las Tapias, donde hay una casa con cocina y que indudablemente debe tener moradores, pero en la confusión producida por la llegada de los peones y sirvientas no los pude identificar. El equipaje venia atrás y para sentarnos afuera de la choza a esperarlo solo había dos esteras que venían en uno de los caballos que traían de cabestro. Ya habíamos perdido la esperanza de que llegara el equipaje cuando lo vimos aparecer y las sirvientas se pusieron inmediatamente a preparar la cena. Los arrieros levantaron una tienda sobre un montón enorme de baúles y cajas. Estas tiendas las arman generalmente en la mitad del camino, o mejor dicho, el camino pasa por la mitad de la tienda y los peones consiguen los palos para armarla en el mismo sitio donde se acampa. La carpa pertenecía al jefe natural de la comitiva, a quien yo me dirigía siempre como señor, y que es el marido de una de las señoras; la otra, su cuñada, es soltera. A las 10 extendieron una estera en la casa, encima pusieron el mantel, y la cena, aunque mal preparada e incómoda, al condimentarla con amabilidad, buen humor y apetito, terminó siendo un verdadero banquete. Mi única queja la habrían podido remediar las sirvientas si hubieran querido. Además de pagar mi escote para el mercado, llevaba una provisión extra de chocolate, pero las guarichas me hacían esperar siempre hasta el final de la comida para traer el chocolate, y lo servían tan diluido que terminaba bebiendo más líquido, y quedaba menos nutrido, pero encontré que todo reclamo en este sentido era inútil. Al terminar la cena aparecieron los peones con un inmenso almofrez del que sacaron una cama, tan grande como una cama doble, además de colchón, hamacas, cobijas, camisas de dormir, ropa e infinidad de artículos. Guindaron tres hamacas y un señor colocó su cama debajo, en ángulo recto, de manera que si se reventara una de las cuerdas, la hamaca le caen a encima. Al colchón lo pusieron en una banca de madera y la cama en el sitio donde habíamos comido. Nos levantamos a las cuatro, embutimos todas las cosas en el caballo de Troya y aun después de haberle añadido mi hamaca y cobijas quedó espacio para más. La diligencia de las cuatro muchachas nos permitió desayunar alrededor de las siete y después de mucha demora salimos antes que el equipaje. Bajamos hasta un arroyo tributario del Coello, el cual creo que se divisaba a la izquierda. Después subimos hasta El Moral, donde hay unasola casa, pero que es un lugar que

aparece en los mapas. Desde allí emprendimos un ascenso ininterrumpido durante varias horas. Yo dejé atrás a los compañeros, pasé por Buenavista y un sitio interesante llamado Azufral, pero desgraciadamente no supe de él sino cuando iba lejos. Es un lugar de donde extraen azufre. La altura es de 6.470 pies y se calcula la temperatura en 61ºF., en tanto que en las excavaciones, según Humboldt, el termómetro sube a 118ºF. Nadie puede respirar allí porque el 95% del aire es ácido carbónico y el 2% ácido hidrosulfúrico. Claro está que esas galerías no pueden ser profundas. Este sitio se halla en la base del Tolima y cerca, en el punto más alto del camino, hay un contadero llamado Agua Caliente por existir en los alrededores una fuente de aguas termales que no he podido encontrar, aunque me dicen que está cerca al camino. Si ese día hubiera sabido de la existencia de la fuente y del azufral, posiblemente habría tenido tiempo de buscarlos porque iba muy adelante del resto de los compañeros de viaje. Mientras esperaba a los otros me entretuve cortando una pequeña palma que tenía entre diez y veinte pies de altura y casi tres pulgadas de diámetro. Y ahora escribiendo mis recuerdos tiemblo al pensar en el peligro que estuve. Esa clase de palma es muy abundante en la región y quería examinar la fruta. A una altura conveniente corté el tronco golpeándolo transversalmente y hacia abajo, hasta que la punta afilada se deslizó de pronto del resto del tronco y con el peso de las frutas se clavó en la tierra como si hubiera sido una pica, ¡cerca a mis pies que no tenían más protección que los alpargates! Si la posición del pie hubiera sido un poco distinta habría quedado clavado al piso. A estas alturas me sorprendió la lluvia pero preferí mojarme a devolverme a buscar el encauchado que venía atrás con el equipaje, así que seguí caminando. Luego empecé a bajar por un sendero húmedo y pedregoso y la formación del suelo parecía ser diferente a la del resto del camino, pero no encontré muchos indicios de que se tratara de traquita. El descenso fue escarpado y continuo. Por la mañana había tomado un desayuno muy liviano y la cena de la noche anterior no había dejado ninguna clase de reservas, así que mi estómago clamaba en vano por algún alimento, porque después de El Moral solo pasé una casa, Buenavista, y era inútil esperar encontrar algo antes de El Toche, el cual se ve al fondo del valle y es donde está actualmente el presidio. Nunca, en un camino transitado, había visto tal soledad, si es que puede hablarse de soledad cuando se escucha el canto de las aves, entre otras de pavos y de un bello tucán verde brillante. El canto de una de las especies de este pájaro parece decir “Dios te ve”. En el camino recogí la piel que había desechado una serpiente. De pronto me alegré viendo humo que ascendía graciosamente al cielo y me apuré a bajar por laderas escarpadas y resbaladizas hasta llegar a orillas del Coello, donde encontré una fogata pero ni una casa ni un alma. Seguí río arriba, por la margen izquierda, hasta un sitio donde un derrumbe había arrastrado el camino hasta el mismo río. La solución al derrumbe me pareció nueva, bella y original. Un yanqui habría construido un muro de contención para confinar el río a su cauce y con la tierra de la loma rellenado el derrumbe, cosa que hubiera sido fácil porque a diferencia de lo que sucede en otras partes, allí el río está lleno de roca de todos los tamaños. Pero el ingeniero construyó más bien un camino en zig-zag subiendo la loma, lo cual entre nosotros se hubiera considerado completamente absurdo. El camino sube por un trecho equivalente a la mitad o a las dos terceras partes de la montaña de West Hoboken, y después, sin pasar ni por un metro de suelo plano, baja de nuevo al río. Está muy bien hecho, como si atravesara un parque, pero desgraciadamente un invierno fuerte acabará con él. ¡Este es el cambio más importante que se ha hecho en este tramo del camino en dos siglos! Estaba empezando a subir la loma cuando me encontré con un pordiosero. Este llevaba un cuchillo al cinto y para reforzar su solicitud de que le diera una limosna me informó que era presidiario; pero aunque me hubiera asegurado que había matado a su madre, no habría podido darle nada porque no llevaba dinero conmigo. Al pie de la cuesta, a diez metros del camino y a tres del río, hay un montículo con una fuente de aguas termales. Cualquier viajero puede encontrarla fácilmente.

Parece como si arrojara enormes cantidades de agua, la cual, a primera vista, da la impresión de pasar por un canal subterráneo. En realidad no creo que arroja más agua de la que cabría en una taza de café, pero contiene muchísimo gas de ácido carbónico y sale con mucha fuerza. La fuente tiene ocho pies de largo, tres y medio de ancho y seis pies de profundidad. Me metí en la fuente y me pareció que la gravedad específica del agua era mayor que la del agua de mar. Sin embargo, es posible que la presión del gas que estaba debajo de mí me hubiera dado una impresión equivocada. La temperatura era de 90ºF., y es evidente que el montículo está conformado por el óxido de hierro que arroja la fuente, la cual lanza también sales de cal, posiblemente carbonatos, que se pegan en las ramas de las plantas. Todo el gas que sale parece ser ácido carbónico, pero también se nota algo de azufre y el gas sale sin duda del extremo de la boca más cercana al río y arrastra al bañista hacia el otro extremo. A la derecha del camino, hacia el norte, a veinte o treinta “rods” río arriba, hay una fuente más pequeña, de seis pulgadas de diámetro y seis pies de profundidad, con muy poco escape de gas, y como tiene menos contacto con el aire, la temperatura debe ser mayor, calculo que de unos 91ºF. Dicen que la de Agua Caliente es aún más alta. Me faltaba todavía caminar una milla río arriba por una llanura muy húmeda, que si no fuera por los desagües sería un verdadero pantano. En las zanjas vi la primera y única conserva que he visto en la Nueva Granada y en el extremo de la llanura había un campo cercado que todavía no parecía estar listo para la siembra. Después crucé el Coello por un puente cubierto un poco más arriba de la desembocadura del Tochecito. En la confluencia de los dos ríos hay una llanura seca, cubierta de grandes rocas que hacen difícil cabalgar por ella, donde está Toche. Llegué a Toche alrededor de las doce y lo primero que se me ocurrió fue compensar la deficiencia del desayuno. Pedí pan, mantequilla, chocolate, fruta, guarapo y huevos, pero solo me dieron los huevos y a ocho por diez centavos. Ordené cuatro huevos duros y mientras se cocinaban, me consiguieron dos pedazos de pan seco y tieso. Una tabla en un rincón servía de mesa, el mango de una cuchara, y una silla boca abajo de asiento. Cuando me sirvieron la comida me aseguraron que los oficiales del ejército reemplazan el chocolate por agua de panela, bebida esta que les gusta, que si quería me la hacían y yo decidí probarla. El resto del grupo empezó a llegar antes de las dos, pero las bestias solo llegaron a las tres. Se decidió que no alcanzábamos a ir hasta Gallego, entonces comimos temprano y tuve oportunidad de observar el lugar donde íbamos a pasar la noche. Antes de que se instalara el presidio, Toche consistía en una sola casa. Los presos la aumentaron, construyeron otras dos y levantaron una docena de ranchos, donde viven los hombres bajo libertad condicional. Estos últimos son los llamados francos, que a diferencia de los guardados, no están vigilados permanentemente. El franco con quien me encontré hoy llevaba un mensaje a Ibagué. A los francos no les conviene huir, pero sin embargo muchos escapan. Por la noche los presidiarios bajan por el camino en zig-zag que nosotros tendremos que subir mañana. Los hicieron formar en fila, pasaron lista y les dieron sus raciones, que consisten en carne o maíz o arroz y sal y una cantidad enorme de panela, un cuarto de libra diaria. La mayoría de los prisioneros están en libertad condicional y duermen en los ranchos; al resto los encierran bajo vigilancia en una de las casas. Hay aproximadamente veinticinco soldados y uno de ellos acompañó hasta donde nosotros a uno de los prisioneros que quería pedirnos limosna. El preso tenía el mérito adicional de llevar una cadena de la cintura al tobillo y que lo marcaba como uno de los peores personajes del presidio. Pero ni siquiera este detalle nos conmovió y lo dejamos a merced del presidente, quien aparentemente solo perdona a aquellos prisioneros que arriesgan la vida sirviendo en los hospitales de cólera en el Istmo. Aquí, por lo general, se trata bien a los prisioneros y para un hombre pobre es peor esperar su juicio durante una semana en las cárceles de Ibagué o de Bogotá que pasar un mes en este

presidio, y para cualquiera es mejor una semana aquí que una sola noche en los cepos de Pandi. En Toche fuimos huéspedes del alcalde quien conocía personalmente a todos los señores de la comitiva, excepto a mí, y nos cedió su apartamento mientras él se fue a dormir a otro lugar. Al hacer los arreglos para la noche fui testigo de esa falta de consideración por el bienestar de los demás que a veces hasta los amigos muestran en los viajes. El ejemplo no tuvo mayor importancia, pero lo menciono porque en realidad fue inusitado en ese viaje: el más joven de los abogados escogió, sin tener en cuenta a los demás, el sitio para dormir. En cuanto a mí, descansé admirablemente en la hamaca que guindé en el cuarto del médico. Desde Toche contemplé lleno de asombro el camino que debíamos seguir. Parecía más bien una fortificación. Los zig-zag eran tan escarpados que un soldado armado a duras penas podría subir, y llegaban hasta riscos que prácticamente se elevaban sobre nuestras cabezas. Las vueltas y revueltas parecen talladas en piedra o construidas en ladrillo y lo menos que parece es un camino, pues lo que busca son los picos más altos y no pasar las montañas, cual es el objeto que debería tener. Sin embargo, es un camino y el que nosotros debemos seguir.

Inscripciones en piedra cerca a Toche

Camino arriba, en tres o cuatro millas, había subido más que por cualquier otro espacio similar transitado en mi vida, y en la cima apenas pude creer mis ojos al leer en dos piedras planas las inscripciones que muestran que este camino tiene más de doscientos años. El señor Rafael Pombo amablemente las copió e hizo el dibujo que anexo. La primera dice: “Por aquí paszó (sic) Francisco de Peñaranda, a 24 de agosto, 1641”. La otra piedra está quebrada y no se puede leer el apellido; así que no podemos estar seguros de cuál miembro de la vieja y noble familia de los Peñaranda pasó por allí ese día. Lo malo es que toda esta tremenda subida es innecesaria; la ruta sigue siempre el curso del Tochecito, pero por la montaña, quizá debido a la aversión española e indígena a construir caminos en las laderas. Sin embargo, todo quingo en realidad está construido en laderas, porque a un lado del camino hay barranco y al otro precipicio. Me había detenido a ver trabajar a unos presidiarios y a conversar con el jefe de la guardia, cuando observé un espectáculo nuevo para mí: por primera vez vi a un ser humano como bestia de carga llevando a otro a su espalda. Habíamos llegado al sitio donde estaban trabajando los presidiarios y de allí en adelante había trechos muy malos por donde deberían pasar las dos señoras. El dibujo

muestra la escena del día siguiente, durante el primer gran descenso al Valle del Cauca, pero sirve para ilustrar lo que voy a describir. El sillero no es hombre de contextura muy atlética. Desnudo de la cintura para arriba, lleva bien arremangados los pantalones, en especial cuando hay mucho barro. Todo su equipo consiste en una rústica silla de guadua, con un pedazo de tela blanca de algodón para proteger al viajero hasta donde se pueda del sol y de la lluvia. La silla se amarra al cuerpo del sillero por medio de dos correas que le cruzan el pecho y otra que le pasa por la frente. El pasajero tiene que permanecer completamente quieto, porque si el sillero se resbala o tropieza, cualquier movimiento del pasajero lo hará caer inevitablemente. Por tanto es mucho mejor y más seguro viajar dormido. La primera vez que vi los silleros iban por un camino tan terriblemente escarpado, que estoy seguro que una señora norteamericana yendo por él, se desmontaría y seguiría a pie por consideración al caballo. Y aquí algunas veces se demuestran sentimientos semejantes. Una señora me contó que la primera vez que se vio obligada a utilizar ese sistema de transporte, se negó en un principio, pero no teniendo otra alternativa dadas sus condiciones físicas, tuvo que acceder llorando amargamente. El coronel Hamilton, embajador británico, llegó a Ibagué descalzo, con los pies sangrando y acompañado por dos silleros a quienes pagó generosamente pero que nunca utilizó. Nuestras dos amigas tomaron las cosas con mucha más naturalidad. La señora se durmió en seguida y la señorita se puso a leer tranquilamente.

Silleros en el Quindío

Una bajada increíble, seguida por una subida moderada, nos llevaron a Gallego, donde habíamos pensado llegar anoche, pero después de ver el sitio, me alegré de no haber pernoctado allí. Es un tambo abierto, un simple techo sobre cuatro palos sin un pedazo de muro ni protección lateral o cualquier clase de comodidad para el viajero. Y el paisaje es lúgubre porque no hay más vegetación que palmas de cera, Ceroxylon andicola. Los tallos altos y delgados (que en Nova Genera de Humboldt aparecen demasiado bajos) se elevan por todas partes. Los troncos cilíndricos tienen de doce a quince pulgadas de diámetro, son tan derechos como el fuste de una columna, crecen a una altura de aproximadamente cincuenta pies y están coronados por un penacho de hojas enormes. El tronco, que como el de todas las palmas no tiene corteza, está cubierto por una capa bastante gruesa de cera, o más bien de resma, según se cree. Sería buen negocio recogerla y venderla, ya que gran parte de la cera que se utiliza en las iglesias es importada y cuando se vende en forma de cirios es carísima, casi a $3,00 la libra. Nueve meses después de que estuvimos sentados aquí, comiendo dulce y tomando agua, pasé otra vez pero en circunstancias muy diferentes y el sitio estaba muy cambiado. Los presidiarios le

habían levantado paredes al tambo y habían construido dos chozas y un cobertizo. Todavía quedaba un hombre en una de las chozas y esa noche cuando llegué caía una lluvia lenta y helada que hacía el paisaje todavía más lúgubre. Venía herido y sangrante y con dificultad logré apearme. La última comida la había hecho por la mañana del día anterior y me había mantenido vivo con un poco de chocolate y pan, pero ni siquiera eso me había servido de gran cosa, pues por la mañana había mordido imprudentemente una baya que resultó tener un sabor tan desagradable que me hizo vomitar lo poco que había comido una hora antes. Había creído que se trataba de una pasiflora pero resultó ser una cucurbitácea. Esa vez venía del occidente y antes de llegar al punto más alto del Quindío empezó a lloviznar, por lo cual para que no se mojara la montura me monté en el caballo. Las manos las tenía llenas de plantas que había cogido y encima llevaba el encauchado que es todo un estorbo en una emergencia. Iba en un caballo grande y torpe y por un camino escarpadísimo. Hacía un momento que había escampado y estábamos en la última subida. En diez minutos habríamos dejado atrás el valle del Cauca, cuando se cayó el caballo. Salté para que éste se incorporara más fácilmente e intenté caer en un montón de arbustos que había en el camino, pero me di cuenta demasiado tarde que donde iba a caer era en los matorrales que crecían en un despeñadero. Entonces me agarré de la montura en el preciso momento en que el caballo se levantaba, lo jalé y por un instante vi al animal patas arriba y encima de mí. No me explico cómo no me aplastó. Sorprendido lo vi caer hasta el pedazo de camino por donde acabábamos de pasar, es decir, rodó de un quingo al otro. Miré a ver qué había sucedido. La montura estaba entera, la bolsa con naranjas y el paquete con las plantas sanas y salvas. Solamente se habían dañado las últimas que había recogido y esas las boté. Pero en el momento en que iba a subir otra vez al caballo me di cuenta que tenía herida la pierna, y no me monté por miedo de desmayarme del dolor. Le entregué el caballo y el encauchado al peón y caminé muerto del dolor media hora. El accidente sucedió al medio día, y por la noche, en medio de la lluvia, llegué al tambo de Gallego, donde el terreno plano es insuficiente para que quepan las dos chozas. Pernocté en una que queda quince pies más alta que el tambo y a una distancia de unos veinte pies. Los caminos estaban cubiertos de barro y era casi imposible caminar sin resbalarse. Afortunadamente el hombre que vivía en esas soledades había matado un oso negro y nos vendió carne, y como los sirvientes no tenían con qué dañarla, tuve una cena deliciosa alrededor de las ocho y a pesar del dolor y de la sangre que todavía escurría por la pierna. Después, con gran dificultad, logré conseguir agua para lavar la herida, la vendé con un pañuelo de seda, puse las plantas tan difícilmente conseguidas en papel, guindé la hamaca y hacia las diez ya estaba dormido. Cuarenta y ocho horas después del accidente llegué a Ibagué, me quité el pañuelo, conseguí agua tibia y lavé la arena de la herida enconada. Si por desgracia me hubiera quebrado una pierna, no habría podido conseguir atención médica en menos de una semana ni avanzando ni retrocediendo en el camino. Pero este episodio estaba todavía muy lejos; ahora estábamos sentados en el piso comiendo mermelada y tomando agua, que entonces me pareció tan deliciosa y fresca y luego encontraría tan helada. En otro sitio, en un contadero, vi un monumento como la lápida de una tumba que debió haber costado muchísimo traer hasta aquí. Tenía una inscripción de la que no entendí sino una sola palabra, el honroso nombre de Caldas, el cual me recordó al siempre lamentado sabio granadino. El monumento se erigió en honor de la misa que celebró en este sitio un obispo Fulano de Tal hace varios siglos, según cuenta el señor Caldas, quien mientras descansaba en el lugar, escribió su nombre en el monumento por falta de algo mejor para hacer. Más adelante pasamos por muchas fuentes cuyas aguas corren hasta el Tochecito que todo el tiempo teníamos a la izquierda, y luego vino el gran descenso hasta el río. A todo lo largo del

camino crece una enredadera cucurbitácea con un fruto de consistencia elástica. Por fin llegamos al fondo y estoy seguro que desde Toche hasta este sitio se hubiera podido construir un camino más corto, sin tantas subidas y bajadas y lo suficientemente plano para que pudieran transitar carretas. Además, quizá costaría menos de lo que el gobierno gastará en el camino actual cuando vengan a repararlo los hombres del presidio. Cruzamos a la margen derecha del Tochecito que aquí apenas es un arroyo y comenzamos el gran ascenso. Para combatir el tedio del camino me puse a traducir al español el Excelsior de Longfellow, y le pedí a un señor que no tenía ni idea de la diferencia que hay entre la b y la vque me explicara la diferencia entre la bandera y lavandera, el pobre terminó agotado y me parece que fue una mala jugada mía ponerlo en todo ese trabajo. Cerca a la cima está el tambo de Yerbabuena, llamado así por la abundancia de Mentha piperita que crece en el lugar. Nos detuvimos en Volcancito, un tambo rodeado de postes que era el mejor que había en todas las montañas. Por el techo se colaba la luz, las paredes dejaban soplar el viento libremente y el piso era de tierra floja. Como llegamos temprano tuve tiempo de darme gusto recogiendo diferentes especies de Fuchsias, de Begonias y de otras plantas tropicales, así como un Epilobium que me recordó mi país. Una cosa es el clima de Volcancito por la mañana y otra por la noche. Al atardecer se me empezaron a helar los pies ytuve que cambiar los alpargates por medias y pantuflas que eran mi única alternativa, porque en esos días no habíamos abierto baúles. Por primera vez desde que llegué a Sur América me pareció que el agua estaba demasiado fría al lavarme los pies. Empecé a prepararme para la noche, primero me puse una franela gruesísima, después la camisa de dormir, una camisa de lana y encima una chaqueta gruesa de cazador. A mi mitad inferior, por donde la sangre había circulado tan bien desde que salí de Ibagué, la dejé a merced de un par de calzoncillos de franela y unos pantalones de corduroy. Estas fueron las medidas extraordinarias que tomé, las ordinarias las empecé inmediatamente después de la cena. En Ibagué, donde hay noches frías, había estudiado el arte de dormir abrigado en una hamaca y como ni siquiera en la Nueva Granada se conoce bien este arte, lo describiré a espacio. Primero tomé dos cobijas gruesas por una punta, doblándolas juntas y poniéndolas en una estera en el suelo. Después las puse a través de los pies de la hamaca y luego me subí con ayuda porque estaba muy alta. Después tomé las cobijas por el extremo por donde las había cogido antes y las jalé para cobijarme. Luego metí los bordes de las cobijas dentro de la hamaca. Hasta aquí no hay misterio, es lo que hace todo el mundo, pero debajo lo único que hay es la tela de algodón de la hamaca y se necesita algo que proteja la retaguardia, y es ahora cuando entra en juego mi secreto. Primero me deslizo del centro de la hamaca hacia atrás, es decir hacia la cabecera, y pongo los extremos de la cobija debajo de mí, en tal forma que se crucen, empezando por los pies y terminando en los hombros, donde la operación es difícil, pero se puede llevar a cabo resbalando el cuerpo hacia abajo. Después solo resta situarse diagonalmente en la hamaca, de manera que la cabeza y los pies queden menos elevados. Recuérdese que todo esto debe hacerse estando sostenido por una cuerda floja. Todo el mundo tenía frío. Consideré que era el momento de que llegara un Mark Tapley que nos hiciera reír y le pedí al señor que nos contara un cuento, a lo cual él accedió gustoso. Contó uno que me mostró un aspecto nuevo de un idioma en el que no existen palabras indecentes, o que si las tiene, no hay peligro de que las utilicen. Afortunadamente para mí, sabía que el carácter de todos los presentes estaba por encima de cualquier sospecha, así que el cuento que podría situarse en la Inglaterra de Carlos II no me asustó, simplemente me sorprendió. Del relato me intrigó otro aspecto, no sé si desde el punto de vista etnológico o psicológico. Quizá porque había oído otra versión del mismo en inglés y cuando tenía diez años. ¿Cómo saberlo con seguridad? ¿ Podría algún miembro de la Percy Society informarme si existe algún cuento de hace siglos sobre dos personas que pasan la noche en un árbol y tiran una mesa o una puerta que cae en la cabeza de unos ladrones que se estaban repartiendo el botín? Si es así, los cuentos

infantiles deben ser mas viejos y más conocidos de lo que yo pensaba, y este cuento tan tonto debe conocerse en toda Europa occidental y en las dos Américas. Desafortunadamente para mí me había acomodado demasiado bien en la hamaca y un calorcito agradable empezó a extenderse por todo el cuerpo, ablandándome el corazón. Me puse a observar en qué condiciones se encontraban los demás. La señorita estaba muerta de frío y sin posibilidades de dormir en toda la noche. Entonces me pregunté: “¿Puedo darme el lujo de prescindir de la cobija más delgada?”, y mi blando corazón contestó: “Para una joven y amable dama, a quien estimo y quien está sufriendo el frío más intenso que ha conocido en su vida, sí puedo prescindir de ella”. Pero luego me di cuenta de que, como la última pluma que le quebró el lomo al camello, esa era la cobija que necesitaba yo para protegerme del frío y no pude pegar los ojos en toda la noche. Ensayé una posición nueva volviéndome sobre el lado derecho, al derecho de la hamaca y cobijándome con el otro pedazo de hamaca. Quedé como un enorme folículo, o hablando en términos zoológicos como un bivalvo, manteniendo cerrado el caparazón con las manos, con la rodilla y con la cabeza que tenía recostada en el borde doblado de la valva superior. El método falló y cuando ya era demasiado tarde para dormir, recogí la hamaca y la cobija, las junté a la manta de uno de los señores que estaba tratando de dormir en el suelo, y me acosté a su lado para descongelarme. Por la mañana vi el chal de la señorita en la cama del joven abogado que se había acostado a sus pies. También ella tenía corazón y en un momento en que su mano izquierda no sabía lo que hacía la derecha, le prestó el chal antes de que yo le prestara a ella mi cobija. Este descubrimiento me hizo reír de buena gana y hasta hoy en día la sola mención de Volcancito parece causarle a la señorita una impresión muy especial. El desayuno que tomamos antes de partir fue escaso y rápido. Estábamos en el límite del páramo donde a veces el suelo se cubre de nieve hasta por una semana. En estas alturas le puede ocurrir algo muy extraño al viajero, el cual sin sufrir demasiado por el frío pierde de pronto toda energía y finalmente la vida. A esto lo llaman emparamarse, algunos de mis amigos han estado en peligro de que les suceda y en dos o tres ocasiones yo he tenido que cuidarme de correr esa suerte. Pero ese día no había nada que temer, hasta volví a ponerme el vestido liviano y tuvimos un día muy agradable. Pasamos muchos arroyos que fluyen todos hacia la izquierda y en la orilla de uno encontré un magnífico ejemplar de “cola de caballo” de cinco o seis pies de altura. Desafortunadamente no guardé una muestra, porque me aseguraron que en el valle encontraría otros igualmente grandes y también por la dificultad de guardar las muestras en estos caminos solitarios. En una o dos horas llegamos a la sierra divisoria y seguimos por ella durante un rato. Al empezar a bajar, el camino se vuelve pésimo, aunque no es nada malo en comparación con esas zanjas semi-subterráneas por las que viajó Cochrane a caballo y por las que el gordo Hamilton caminó, sin que la cabeza le llegara nunca al nivel del terreno. Esos callejones bordeaban el camino como trampas de mula o a veces se abrían a un lado como si fueran la entrada de una mina abandonada. Si a Hamilton y a Cochrane les hubiera gustado exagerar, no habrían tenido necesidad de hacerlo al describir esos callejones. Este fue el escenario de la catástrofe que sufriría meses más tarde y que ya les relaté, y también de una historia, quizá verdadera, de un oficial español que tenía derecho a utilizar silleros gratis. Alguna vez el español resolvió usar en el sillero unas de esas horrorosas espuelas para mulas y el pobre indio, aguijoneado más allá de toda paciencia, lanzó al bruto al precipicio. El español se mató en la caída y el indio huyó al monte y no regresó nunca. Las señoras que en la última parte del ascenso después de Toche no habían utilizado mucho las sillas, ahora se instalaron cómodamente en ellas casi todo el día. La señora se quedó dormida, la señorita se puso a leer y los silleros caminaban como si llevaran la silla vacía. Nadie parecía ser consciente de que por ese camino uno podría desnucarse.

A las dos llegamos a Barcinal, la primera casa que encontramos desde que salimos de Toche y la sexta que hay en setenta y dos horas de camino. Allí vivía una familia antioqueña que nos dio mazamorra. La mazamorra es el plato favorito de los habitantes de esa apartada provincia. La hacen de maíz pilado y hervido y le añaden leche al servirla. A mí me gustan los antioqueños y las (1) antioqueñas, así como sus sombreros , pero lo que no me gustaría sería tomar mazamorra con mucha frecuencia. Entre Barcinal y Toche que están a dos días de distancia no hay un sitio bueno para pernoctar. A fin de remediar esta solución lo mejor sería construir un camino que pudiera transitarse aun en mal tiempo. Si la segunda noche hubiéramos seguido hasta Gallego, es posible que habríamos llegado a Barcinal al día siguiente, ahorrándonos la mala noche de Volcancito. Por un camino escarpado y malo bajamos a Boquía en las márgenes del Quindío. Boquía es cabeza de un distrito de la provincia del Cauca. La población tiene algunas casas relativamente buenas y una aceptable posada; están comenzando a construir la iglesia, hay un molino de trigo que vi funcionar y un puente cubierto sobre uno de los brazos del Quindío. Algunas veces los viajeros pueden aprovisionarse en Boquía. Después de pasar el Quindío que en este sitio es un río bastante grande, de casi dos pies de profundidad, nos esperaba un ascenso por un camino hermoso y luego otro tan empinado que las señoras tuvieron que recurrir nuevamente a las sillas. Finalmente llegamos a El Roble, donde nos detuvimos, precisamente a tiempo de evitar la lluvia, que sorprendió a los arrieros antes de que hubieran terminado de levantar la tienda. El Roble no es tan alto como Volcancito y esa noche la pasamos como cristianos, comiendo sentados a la mesa, durmiendo en una casa, y para la señorita hubo hasta cuarto aparte, nominalmente, porque no había seguridad de que no se le entrara nadie. Salimos de El Roble el viernes por la mañana, y una bajada suave de tres millas nos llevó hasta la casa de otra familia antioqueña, en Portachuela, sitio agradable para descansar. Aquí probé las arepas y descubrí que son iguales a los Johnny-cakes que habían rechazado en Nueva Inglaterra y a los hoe-cakes, al pan de maíz y corn-dodgers de Illinois. Más adelante nos detuvimos en un contadero llamado Lagunetas desde donde mandamos a los peones a que nos trajeran agua. Me imagino que, como su nombre lo indica, la encontraron en huecos y lagunas. Viajando hacia el occidente, recomiendo tomar agua en este sitio o traerla desde Portachuela. De Lagunetas en adelante la lluvia había dejado el camino muy liso. Este último era almohadillado y las bestias metían las patas profundamente en el barro en esas gradas para mulas. Desgraciadamente yo hice lo mismo en una ocasión y la pierna se me hundió hasta la rodilla con no poco detrimento para mi apariencia personal. Pronto me adelanté y perdí de vista a mis amigos. En todo el día lo único que encontré para beber fue un poco de leche, ni una gota de agua. En el camino me alcanzó un hombre que se proponía ir de Boquía a Cartago en día y medio, mientras que nosotros haremos ese trayecto en dos o tres días. El tipo se había asegurado una punta de la ruana en un bolsillo del que salía la cabeza de un pollo vivo que le llevaba de regalo a una señora de Cartago. Alrededor de las dos llegué a La Balsa donde había proyectado darme un buen baño en el río, pero al llegar encontré que no había río y francamente que no puedo explicarme cuál puede ser el origen de tal nombre. Casi no encuentro agua para lavarme los pies. Esperé una o dos horas al resto de la comitiva y cuando llegó decidimos que ese día no viajaríamos más. Desde que se deja a Ibagué, La Balsa es el único sitio que merece llevar un nombre. Se dice que la población del distrito es de 199 y la de Boquía 198, pero la población de ambas está diseminada en más de 100 millas cuadradas. No me explico la razón de la existencia de una población en este lugar; lo que sí sé es que para nosotros fue bueno llegar a ella. En La Balsa hice el gran

descubrimiento de que sí me gustan los plátanos cocinados. Son tan pocas las veces que los dejan madurar, que no sabía cómo sabían maduros. Este es el primer lugar que he visto donde se cultiva en abundancia. Los llevan a vender a Cartago. A uno de los caballos que conducían de cabestro le dieron de comida un racimo de plátanos verdes. Almorzamos sentados en el suelo y como iba a llover no pude recoger plantas; en cambio conocí el zancudo, que de allí en adelante sería compañía constante y nada agradable, y que al examinarlo detenidamente vi que simplemente es un mosquito. En todo el viaje de Honda hasta aquí no había visto ninguno, y aun en este sitio son tan escasos que solo oí volar dos o tres. El sábado por la mañana ya estaba con deseos de que terminara el viaje, en especial porque habían empezado las lluvias. Me puse el encauchado y aunque hubiera podido cabalgar todo el día, preferí continuar firme en mis dos pies, cosa que no pudo hacer el sillero de la señora quien dejó caer su preciosa carga cuatro veces en la mañana. Yo estaba conversando con ella cuando se cayó la primera vez y la acompañé hasta que se volvió a subir en la silla, que se había quebrado y había que arreglarla. Mientras tanto el sillero descargó la señora en un tronco enorme de tres pies de diámetro. Había que protegerla de la lluvia y lo único que había a mano era la punta de mi encauchado. Debimos haber presentado un cuadro muy divertido, pero no había espectadores que se rieran de la representación. La señorita estuvo más afortunada y no se cayó ni una vez cruzando la montaña. En una ocasión el sillero que la llevaba se resbaló más de una yarda, pero ella es menos miedosa que su hermana y no se movió; en cambio, dos silleros se cayeron con la señora. Más abajo de la desembocadura del Quindío en el río La Vieja, se cruza este último en Piedra de Moler. Cada uno de nosotros pagó un impuesto de 80 centavos a la provincia del Cauca. En realidad no es peaje porque el gobierno de esta no lo invierte en carreteras. Con la excepción de un pedazo de territorio al occidente del Cauca, donde la vía que va a lo largo del río pertenece a la provincia, el resto de los caminos son nacionales y muy rara vez la provincia o la nación gastan algo en su mantenimiento. En nueve meses que permanecí en el Cauca solo recuerdo haber visto construir un puente peatonal y nuncavi que se invirtiera ningún dinero o se trabajara en el sostenimiento de caminos. Esta vez no nos demoramos mucho en el paso del río. Nos detuvimos un momento a ver cruzar las bestias a nado, cosa que es muy interesante, y fuimos luego a la casa del barquero, donde comimos huevos y plátanos asados antes de continuar el camino, dejando que el equipaje nos siguiera en dos tandas. Había escampado pero amenazaba lluvia, así que consideré prudente conservar mis instrumentos de defensa contra el mal tiempo. Solo nos restaba subir y bajar una loma inmensa, porque Cartago queda a orillas del río La Vieja. En la subida vi la Heliconia Bihai, una hierba cannácea, cuyas hojas servían de abrigo al viajero antes de que se construyeran los tambos. Las hojas tienen esa forma característica de la canna de nuestros jardines y de la mata de plátano, y de uno a dos pies de largo; son blancuzcas por debajo y para hacer el techo de un rancho las cuelgan de un nudo en el peciolo de las cuerdas horizontales que pasan por los palos del techo. Antes todos los peones y cargueros tenían que llevar su porción de Bihai cuando viajaban al oriente, y el caminante dormía durante casi quince días bajo ese techo transportable. Desde la cima tuve por primera vez una vista panorámica del valle del Cauca. Este no es completamente plano sino ondulado, como dicen en el Oeste, y el color verde vivo es maravilloso después de las llanuras secas de Ibagué y El Espinal. No creo que haya un espectáculo más hermoso que esta vista del valle del Cauca, rodeado todavía por las ásperas montañas del Quindío, mientras que en la distancia se divisan las de Caldas, que posiblemente no cruzaré nunca. La escena sería todavía más bella si se viera el Cauca, pero como la margen derecha está

cubierta de pantanos y bosque, el río no se ve sino entrando en el valle. El día anterior, poco después de salir de Lagunetas, habíamos divisado el valle por entre un claro de los árboles. Poco después de tener ante nuestros ojos el valle, terminaron las funciones de los silleros y en el primer charco que encontramos, los hombres arreglaron su apariencia personal lo mejor que pudieron para entrar a Cartago. Sacaron camisas de donde las traían guardadas, se pusieron sombrero y una ruana sobre el sencillo vestido, quedando ataviados como cualquier campesino granadino. Finalmente llegamos al valle, pero no puedo decir en qué punto el suelo se vuelve aluvial; creo inclusive que esa línea sea muy difícil de determinar porque los dos suelos son parecidísimos. Tampoco puedo decir cuánto costó el viaje exactamente. Las bestias $ 5,20 cada una, incluyendo el servicio del peón; los gastos de subsistencia quizá hayan sido la mitad de esa suma, pero no llevamos las cuentas separadamente. Es posible que el costo haya sido menor de lo que en promedio cuesta cruzar el Quindío, en especial si no se incluyen las pérdidas por robo. A mí se me perdieron una hachuela de doble filo que se guardaba dentro del mismo mango, una toalla diferente a la del cuento, y como es natural, todas las cuerdas y lazos de los que pudieron echar mano los peones.7 Llegamos a Cartago el sábado temprano; en cambio el equipaje se demoró hasta después de la misa del domingo. Cartago es una población de aproximadamente el mismo tamaño de Ibagué, pero mucho más baja y caliente, aunque ni allá me molestó el frío ni aquí el calor, pero para alguien que tenga que trabajar al sol, el clima de Ibagué es preferible al de esta región del valle del Cauca. La altitud más baja que he registrado en el valle es de 2.880 pies y la temperatura más alta a la sombra 85º, en La Paila, a las cuatro de la tarde el 11 de junio de 1853, lo cual no es demasiado; y la más alta al sol 127º. En Nueva York he conocido temperaturas mayores. Por lo demás en el Apéndice se pueden apreciar otras observaciones sobre el clima del valle del Cauca. Cartago tiene más techos de teja que Ibagué. La ciudad es antigua pero todavía siguen construyendo pues vi edificando una casa de tapias. Estas se fabrican haciendo un molde de tablones dentro del cual se echa tierra con una pala y luego se apisona fuertemente. Los travesaños que sostienen el molde dejan agujeros a través del muro, que después tapan. El trabajo es bastante lento, pero como en la región no hay escarcha, estos muros son tan buenos como los de ladrillo, y mejores en los terremotos. Si de vez en cuando los blanquean con cal, se ven desde lejos tan hermosos como el mármol y con la ventaja de ser mucho más baratos. Visité las iglesias buscando algo interesante y solamente encontré un San Jorge en uno de los altares, con un dragón bajo las patas del caballo, naturalmente. Este santo no es muy común en la Nueva Granada. Cartago está situado a orillas del río de La Vieja, pero frente a la ciudad hay una isla bastante grande y cubierta de pasto. Un brazo del río poco profundo y angosto la separa de la ciudad. El caudal del otro brazo permitiría la navegación de un pequeño barco de vapor. La ciudad dista dos o tres millas de las riberas del Cauca, como, en general, están todas las poblaciones del Valle. Este brazuelo del río es el lugar favorito para el baño, especialmente los domingos; de manera que nos tocó ver la pequeña corriente con una muchedumbre de gentes de ambos sexos, de todas las edades y con una gran variedad de vestimentas y colores. La corriente no es demasiado profunda, pero el río estaba crecido y una niña de doce o catorce años estuvo a punto de ahogarse, según nos dijeron. Yo la vi peinándose la cabellera muy tranquilamente, y el peligro, si había sido real, no parecía haberle causado mayor impresión.

7

Los sombreros “panamá” fabricados en Antioquia se exportaban a las Antillas y al sur de los Estados Unidos. Constituyeron quizá los únicos artículos manufacturados que Antioquia exportó en el siglo XIX. Véase Roger Brew, El desarrollo económico de Antioquia desde la independencia hasta 1920. Publicaciones del Banco de la República, Bogotá, 1977. (N. de la T.). nota sin ubicar

Al día siguiente visité la cárcel. Esta es igual a cualquier otra casa. Un muchacho estaba dibujando o pintando unos cuadros, así los llamaba él, tan tremendos, que pensé que no deberían ponerlo en libertad sin que antes jurara formalmente abandonar, no digamos el lápiz, pero sí los pinceles. Otro preso habla tomado tranquila posesión de toda la sala del frente y los dormitorios adyacentes, cuyas ventanas se abrían ampliamente a unos balcones con vista a la plaza mayor. Uno de los frecuentes visitantes de la cárcel le propuso al alcalde colocar una escalera de mano en uno de los balcones, para evitarle así la molestia de estarlo viendo entrar y salir. La escuela de niñas me pareció muy bien cuidada. El patio estaba lleno de flores, seguramente mejor cultivadas que en cualquiera otra parte de toda la provincia. Las niñas parecían más vivaces y amables que de ordinario y creo que esto se debe a la dedicación de la maestra, quien me pareció mucho mejor preparada para desempeñar su oficio de lo que es corriente aquí. Que se le den libros y sus alumnas se convertirán en verdaderas damas. Estuve hojeando los que leían y encontré una lectura de tan singular naturaleza que no pude resistir al deseo de adquirirla, de modo que fui hasta la casa y partí en dos un ejemplar de “El Día”, periódico jesuita. Seleccioné una de las dos mitades, donde había una larga tirada de versos, que principiaban: “Yo, el Presidente, soy un asno; y la facción que es mi amo, me cabalga”. Le di esta mitad del periódico a cambio de la lectura que ella tenía, la cual era una lista electoral con los nombres de todos los candidatos de ambos partidos, con una nota al pie, elogiando los de un partido y haciendo cargos escandalosos contra los del otro. En el salón hay un cuadro de la Diosa del Silencio, pintado por un señor Santibañas, uno de los mejores artistas nativos aún vivos, lo cual, según entiendo, es todo el mérito artístico que tiene. Visité su estudio, donde pude contemplar algunas conchas de almeja, cosa muy rara y que no había visto en ningún otro lugar en la Nueva Granada. Me llevó a un charco donde vi dos de esas almejas vivas. El charco no tiene desagüe y el fondo está lleno de lodo; sin embargo, allí se bañan quienes no se atreven a hacerlo en las aguas claras pero rápidas del río. Dicen que también en las orillas pedregosas del Riopaila, a treinta millas al sur de Cartago, encontraron una de estas especies, aunque yo no creo que se den allí. En Cartago asistí al mejor baile que he visto en todo el país. No debo negar que era un poco aburridor, pero los asistentes eran verdaderos caballeros y verdaderas damas. Sin embargo, se notaba cierta timidez y estiramiento que no se encuentra en la mejor sociedad del Norte y que no esperaba ver en una raza del Sur. Un acontecimiento en esa noche me llamó tanto la atención que no es fácil olvidarlo. Un joven caballero entró al salón alrededor de las ocho, radiante de sonrisas de satisfacción, fue cordialmente recibido y empezó a bailar animadamente. Luego supe que había permanecido toda la semana preso en la cárcel por una deuda, y que solamente al anochecer había salido libre, lo cual no parecía mortificarlo en absoluto. La prisión por deudas ha sido abolida para las contraídas a partir de determinada fecha y la vieja legislación era demasiado severa. Ninguna seguridad ni fianza era suficiente para liberar al deudor del acoso del acreedor. Nada distinto al dinero contante y sonante. El acreedor debe concederle al prisionero el derecho a un real diario para su subsistencia. Habían tenido grandes fiestas en Cartago antes de mi llegada, y habían cercado la plaza para las corridas de toros. El juego favorito de la “cachimona”, en el que se usan dados y el dinero cambia de dueño con gran facilidad, había empobrecido a unos y enriquecido a otros. Pero la única cosa de interés de la cual me perdí fueron algunas funciones de teatro, en un escenario de guadua que aún estaba en la esquina de una plazuela, en el ángulo que forman la iglesia y la sacristía. Tengo que contentarme con la descripción que apareció en El Neogranadino escrita por un testigo que se fue de Cartago el día que yo llegué: “Anunciaron como algo extra que se presentarían dos obras de teatro. Pero que nadie se imagine, aunque sería razonable esperarlo, que se trataba de dos piezas menores, farsas de un acto o

comedias adaptadas al gusto de la multitud, para quien se había planeado la presentación dramática. Tuvieron la ocurrencia de escoger dos obras de gran envergadura, en las cuales todos los actores, hasta el consueta, se suicidan. Además están repletas de lugares, historias, pasiones, costumbres, catástrofes, cortes, cardenales, príncipes y verdugos cuyos nombres eran incapaces de pronunciar los actores amateur. Y las presentaron en un tablado construido en un rincón de la plaza en beneficio de los que fueran capaces de estar parados y con la cabeza descubierta al aire libre y hasta media noche. “Después de una larga espera y de ruidosos pedidos para que levantaran la tela modesta que hacía las veces de cortina, empezó la función. Y entonces comenzó también la risa de los espectadores que protestaban y se resistían a aceptar como Lord Chambeland, Duque de Norfold (sic) y Sir Grammer a los tres respetables ciudadanos que alrevesadamente(sic) pronunciaban esos nombres diciéndolos los unos a los otros. Esos nobles ingleses estaban vestidos con los disfraces de un teatro casero. “Pero las risas llegaron al paroxismo cuando apareció Enrique VIII. En la cabeza llevaba una corona que tenía que agarrar con una mano, cuando se movía, para que no se le cayera. El vestido, increíblemente moderno, demostraba que ese caprichoso monarca había sido profético en lo que se refiere a modas. El rey hablaba dirigiéndose al público más bien que a su interlocutor, mencionando a Edgard, Malcolm, Guillermo el Conquistador, William Rufus, a Edgar y su sucesor David, padre de Steven, a la emperatriz Matilda, a Catharine Howard y a otras personas y lugares tan conocidos, claro está, en las guaduas de Cartago como en los teatros de París. “Por último algunos espectadores empezaron a desesperarse, y a ahogar la voz de los actores lo cual produjo risas estrepitosas en la audiencia. En uno de los episodios más patéticos cambiaron de escena, o para ser más exactos, el trapo que servía de escenario, y muchos empezaron a gritar “¡Que se cae la puerta!" Un niño comenzó a llorar y más de una vez dio la orden grosera de darle la ubre (no el pecho) (sic) al niño. Después empezó a rumbar la piedra. Cerca de nosotros una pedrada golpeó al doctor Galindo y nos retiramos, se pueden imaginar, muy satisfechos del atraso de esa chusma soberana, que observó tanto decoro y decencia frente a las autoridades civiles y militares, las cuales, había olvidado decir, estaban todas presentes”.

FAMILIA CAUCANA

Plan para revelar y esconder información — Presentación de la familia. Casa de Cartago — Dolor de oído y bailes — De cómo acostarse — Aguadores — Pulgas — Buenos jinetes — Una hacienda sirve de posada —Campesino mentiroso — La Cabaña — Hondonada peligrosa en la oscuridad.

Ahora, querido lector, voy a contarle qué he estado haciendo todo el día después de que traduje el párrafo anterior. Inventé una clave y cambié el nombre y la residencia de casi todas las personas que voy a mencionar de ahora en adelante. Si el lector viene al Cauca siguiendo mis pasos con mi libro en la mano, encontrará cada arroyo, loma y hondonada tal como los describo, y también en general las caas, cuyas descripciones serán exactas, con tres o cuatro excepciones en que les cambio de sitio por razones especiales. Dibujaré los caracteres de los personajes con toda fidelidad que sea capaz. En uno o dos casos evitaré hacer conjeturas, pero en ningún momento suprimiré hechos que iluminen la naturaleza humana. Ningún personaje será inventado ni el producto de la combinación de dos o más individuos; y aunque cambie los escenarios, los caracteres serán reales y llevarán el mismo nombre todo el tiempo. Y ahora vamos al valle y conozcamos el primer grupo que consideremos digno de estudiar. Estando cerca de la laguna donde viven los mariscos que mencioné unas páginas atrás, vemos acercarse un grupo de personas que sirven a nuestros propósitos pues las conozco bien. El señor de aspecto grave e inteligente que conduce el coche es don Eladio Vargas Murgueitio, caballero muy culto quien regresa de su hacienda situada a orillas del Tuluá a su casa de Cartago. Estudió en el Colegio Lleras de Bogotá, como lo han hecho casi todos los hombres cultos que conozco en la Nueva Granada; y al igual que muchos de ellos, es violento enemigo político de su maestro, así que hay que tomar con un grano de sal todo lo que don Eladio dice de él. Hasta a nuestros mejores amigos a veces hay que excusarles algunas cosas y debo confesar que me parece que don Eladio a este respecto no se contenta con ser simplemente exagerado. El señor Vargas conoció a su esposa en la casa de un respetable comerciante bogotano. Doña Susana Pinzón de Vargas, amable y no muy activa, viaja con don Eladio quien siempre es muy atento y cariñoso con ella. Pueda decir que los hombres de raza española son maridos muy superiores a los franceses y que en este aspecto quizá no tengan rivales en el mundo. Doña Susana aprendió lo que sabe en el internado de la viuda del Presidente Santander, pero no le gusta mucho la lectura. Es muy respetuosa de la Iglesia y usa una cruz de cornalina que le regaló un Papa a un tío suyo que era obispo. En este momento la señora tiene un dolor de oído muy fuerte, añadido al cansancio del viaje de cincuenta millas desde las orillas del Tuluá. Con doña Susana viene su hermana, la señorita Manuela Pinzón, quien también se educó bajo el cuidado de la señora de Santander. Manuela es quizá más instruida que su hermana y más activa de cuerpo y de espíritu. En cuanto a su apariencia personal, dejo que el lector juzgue por sí mismo. En la ilustración de la página siguiente aparece con el vestido con que ella quiso ser dibujada, el mismo con el que le gustaba desplegar su belleza y su habilidad como jinete en la Alameda de Bogotá. Si el lector la ve entrando a Cartago, reconoce el caballo, el freno, la montura y la cara; pero notaría un vestido completamente diferente, excepto quizá la ruana y el sombrero. Ahora lleva un vestido de calle sencillo, pañoleta en la cabeza, ruana fina forrada en seda y un sombrero pequeño de jipijapa, amarrado debajo de la barbilla y parecido al común y corriente de muchacho.

La señora Manuela es de temperamento alegre y animado, no tan piadosa como su hermana, pero asiste cumplidamente a misa y en los días que deja de hacerlo incurre en pecado si son de vigilia o de fiesta. Habla mucho y muy rápido, pero de temas que poco interesarían al que no conociera a sus amigos. Así y todo, sus conocimientos generales son muy superiores al común de las mujeres granadinas, ya que ha leído varias novelas de Dumas y Sue, claro está que traducidas al español, pues muy pocas señoras aquí leen francés. Pero falta mencionar el personaje de más carácter en el grupo, que es la hermana de don Eladio, la señorita Elodia Vargas, quien es toda una personalidad y además tiene un rostro que no se olvida fácilmente. De complexión física más fuerte que la mayoría de las damas, ha llevado una vida rica en experiencias y se ha adaptado bien en el Cauca, Bogotá y el Chocó. Creo que nació en esta última región granadina, donde era el ama de más de cien esclavos que lavaban oro para su padre, se alimentaban de plátano y pescado e iban prácticamente desnudos. Pero hoy los esclavos son libres y por consiguiente los ingresos familiares se han reducido pues los blancos no pueden lavar oro en el Chocó y los negros libres no trabajan, ya que no ambicionan nada de lo que puede conseguir el oro. Por tanto, apenas se está extrayendo una cuarta parte del oro que se explotaba antes de 1852, y así la vieja propiedad de los Vargas en el Chocó se está arruinando, el señor Vargas se murió y la familia vive de lo poco que produce la mal manejada hacienda de La Ribera. Pero todas estas cosas no parecen afectar a Elodia Vargas Murgueitio. Digna, tranquila y piadosa, da la impresión de estar por encima de esos cambios. Cumple religiosamente todos los mandatos de la Iglesia, y en muchos aspectos es la cabeza de la familia. Su voluntad es ley para ésta y para los sirvientes. Mientras a los demás les falta firmeza, a ella le sobra y su juicio termina siendo siempre el mejor. Al entrar a Cartago pasamos uno de los numerosos puentes que cruzan los arroyos y zanjas que tanto abundan en las llanuras circundantes. La vieja estructura de madera se había roto al pasar la mula de carga de un caballero. Parte de la carga era un cobayo vivo que había cazado río arriba y que vino a terminar su jornada mortal en el umbral del nuevo hogar. Cruzamos la zanja, debiera llamarla arroyo, sin mayores tropiezos y momentos después llegamos a la plaza. Pasamos un portón muy amplio y entramos al patio de una casa de dos pisos. Al llegar a las escaleras salió a recibirnos un grupo de personas. Don Eladio fue el primero en abrazar a su madre viuda, doña Ana Murgueitio de Vargas, mujer de aproximadamente sesenta años, muy parecida a su hija Elodia, pero no con tanta prestancia como la que ésta tendrá cuando llegue a la edad de la madre. Me complacería si fuera más común que las ancianas tuvieran aquí mejor presencia, pero esto no puede alcanzarse sin una educación adecuada. Es verdad que son pocas las ancianas que hay en este país, y no creo que se encuentren octogenarios en ninguno de los dos sexos. En seguida nos saludó una encantadora muchacha de unos diecisiete años, llamada Mercedes, de cuya familia y parientes supe muy poco, excepto lo que me susurró don Eladio a la primera oportunidad: “Es la hija de un hombre blanco...". Yo pensé que la madre debía ser tan blanca como el padre. Con dos abrazos más terminaron los saludos a Eladio; el de un cocinero negro muy venerable y el de otro sirviente de piel menos oscura y con el vestido un poco más limpio. Yo no participé de todos estos abrazos, con la mitad y tal vez con menos hubiera quedado satisfecho, pero de todas maneras estaba contento de las cosas tal como se presentaban.

Vestido elegante de montar

La casa originalmente había sido enorme; ocupaba los tres lados de una manzana y tenía techo suficiente para cobijar un hotel muy grande. Pero la habían heredado dos muchachos que procedieron a levantar una pared divisoria por el centro, dejando un portón a cada lado y dividiendo los patios de atrás y de adelante. En casi todas las ciudades del Cauca son muy visibles estas muestras de una grandeza venida a menos. Pero en este caso había un aspecto bueno, porque si los muebles que aún restaban a la familia se distribuyeran por todo el espacio interior, sería una verdadera jornada caminar de un sillón a otro. Además del corredor interior la casa tiene balcones hacia la plaza y un corredor exterior que da al patio de la iglesia, cubierto de una densa maraña de maleza. En este corredor está el comedor, en verdad un lugar muy agradable. La cocina se halla bastante lejos de la calle y es una habitación amplia y desolada, sin una mesa ni un asiento y con las paredes desconchadas. El tinajero, la estufa parecida a una forja y la piedra de moler son todo el mobiliario de esta pieza. No se puede pasar de la sala al comedor sin cruzar por el dormitorio principal o por la cocina. Para ir al comedor lo mejor es pasar por el dormitorio aunque resulte más largo. Mucho me sorprendió una pieza del mobiliario. Se trataba de una cama de hierro, amplia y elegante, traída seguramente de Europa, con colchón grueso y suave fabricado de crin, que bien podría servir de lecho para un presidente, si este fuera conservador y lo invitaran. Pero la cama parecía más bien un objeto curioso, nunca la vi tendida, a no ser con el fin de librarla del polvo, y solo servía para mostrar qué clase de sibaritas hay en las zonas templadas. Cómo podían dormir todos aquí, es algo que no sabría decir. En el piso bajo, en la parte de atrás, había un establo, y el frente estaba arrendado a una familia muy numerosa. Los sirvientes dormían en la cocina o en el suelo del dormitorio principal. Imagino que la alcoba más pequeña fuera la de la piadosa y distinguida Elodia, la de la vivaracha Manuela y la de Mercedes, “la hija del hombre blanco”. Eladio, su madre, su esposa, dos niños, la nodriza y otros dos sirvientes encontraron campo de sobra en el dormitorio principal. Mi amiga inseparable, la hamaca, colgaba en la sala como un lujo en el día y una necesidad en la noche. Pero Susana Pinzón de Vargas tenía dolor de oído y estaba muy molesta con esa dolencia que empeoró después de la comida. A duras penas pudo amamantar al niño porque no podía estarse quieta. Esa noche se iba a realizar un baile, no uno de hacienda como veremos en otra ocasión, sino un baile de ciudad, parecido al que describimos en otro capítulo y de los que según parece no se escapan ni los enfermos ni los prisioneros. Susana, buscando algún lenitivo para su dolor, se fue a él de mejor talante de lo que yo había pensado, y como yo no quise asistir no volví a verla hasta la mañana siguiente. En vista de que durante ésta no había mejorado nada fue necesario llamar al médico, quien prescribió unas ventosas sajadas. En consecuencia llamaron al barbero, el cual trajo un

“escarificador”. Doña Susana quedó muy sorprendida al ver que un mecanismo tan ingenioso hubiera logrado salir de los muros de la Inquisición. Pero la propuesta de que experimentara en ella esos múltiples cuchillos le pareció totalmente absurda y decidió que por muy buena que fuera la escarificación para otros, no permitiría nunca que se la practicaran a ella. El médico ya se había ido y Eladio le propuso que entonces se dejara sangrar en el brazo, a lo cual asintió de buena gana, feliz de librarse del barbero; y éste también quedó muy contento de cobrar su estipendio y poder marcharse. Accidentalmente hice un descubrimiento que aquí puede parecer peor de lo que es en realidad; y que ojalá ninguna dama se desmaye o grite. Entré al dormitorio principal una mañana, antes de que el señor Vargas se hubiera levantado. Ya era tarde y la señorita Manuela Pinzón, su vivaracha cuñada, estaba vestida y conversaba con él. Para levantarse, se sentó en la cama apenas cubierto por las frazadas, pues, a semejanza del Jacobo Duerme en cueros de “El Judío Errante”, dormía completamente desnudo. Ignoro si esta costumbre es común en todo el Cauca, y no la habría descubierto si no hubiera sido por este incidente. No puedo decir qué hacen las gentes en Cartago. Es un lugar muy tranquilo, no obstante su posición geográfica. La ciudad está situada en el punto de convergencia de cuatro grandes rutas comerciales. En la parte alta se hallan las tierras de pastoreo, donde se crían caballos, mulas, vacunos y cerdos. La carne es más barata en las vastas llanuras del oriente, en Casanare por ejemplo, pero allí no tiene tanta demanda. Más allá de Cartago están las tierras ricas en oro de Antioquia, y parte de la provincia del Cauca, donde se produce poco alimento. Esta región, abrupta y rocosa, obtiene en la llanura el ganado vacuno, los cerdos, los caballos y las mulas. Calculo que esta población de mineros sea de unos 249.822, de los cuales la mayoría come carne de res y de cerdo y utiliza algunas bestias de carga. Al occidente se encuentran las tierras de los lavaderos de oro de la provincia del Chocó, donde se come pescado y hay una población de 43.639 habitantes. Creo que por lo menos una vez al año, o quizá con más frecuencia, esas gentes comen tocino y carne de res, de manera que la población que depende de los pasturajes situados arriba de Cartago suma más o menos un cuarto de millón de habitantes. Algunos caballos y mulas se negocian a través del Quindío, pero no hay comercio de ganado vacuno. Solamente se vende carne salada y seca para los viajeros. La mayor parte de la sal que se consume en el Alto Cauca llega por la ruta del Quindío, lo mismo que la mayor parte de la mercancía importada. Gran cantidad de los cueros de los animales se utilizan en forma desconocida por los americanos en el Norte, por ejemplo para hacer colchones, camas, canastas, baúles, cajas de empaques, sillas, cuerdas, arneses, cercas, puertas y otras cosas demasiado numerosas para mencionarlas todas, de consiguiente no hay comercio exterior de cueros. Está empezando a desarrollarse el cultivo del tabaco y su comercio. La quina de la provincia de Popayán pasa por Cartago y atraviesa el Quindío para evitar los riesgos del camino a Buenaventura. La exportación de tabaco se hace por ambas rutas. El cacao también se cultiva en la parte alta y se remite por aquí hasta la zona minera. Es posible que pase lo mismo con el arroz y que se exporte añil. Cualquiera piensa que lo natural sería que los comerciantes de Cartago tuvieran avisos por todas partes diciendo: “Pagamos el mejor precio por el cacao”, “Se compra carne de res”, “Se necesitan 100 mulas”, “Se cambia añil por mercancía americana”, “Se reciben pequeñas cantidades de café a cambio de sedas y de artículos de ferretería”. Pero no es así. Posiblemente ningún comerciante de Cartago ha gastado en su vida un peso en anunciar. No conozco la traducción de “barter” en español, si es que existe, y me parece que la palabra más cercana, trueque, no corresponde exactamente a la idea de “barter”. El comercio pasa por tres etapas. En la primera se utiliza simplemente la moneda y no existen los billetes, ni las permutas ni el crédito, y el comercio es tan seguro como la marcha de la tortuga. Después viene, la etapa de la permuta, combinada, claro está, con la utilización de la moneda que pueda haber en la región. El comercio del Cauca no parece haber llegado a esta época. Por último está el sistema rápido en el cual se utilizan la moneda, las notas de crédito, los cheques, la

contabilidad por partida doble, la estafa, y aparecen grandes fortunas y quiebras estrepitosas de medio millón de dólares. Pero a la Nueva Granada no ha llegado todavía la luz de este milenio. A pesar de todo, quedé sorprendido de observar tan poco movimiento en las calles de Cartago. La gente más activa que vi fueron los muchachos aguadores. Estos van montados en mula o en las ruinas de cualquier jamelgo que mantenga la chispa vital. De los cuatro palos de la angarilla que les sirve de silla cuelgan cuatro tarros de guadua. El pícaro a cuya merced está el cuadrúpedo cabalga hasta el río La Vieja y entra en el agua a una profundidad que le permita llenar los tarros sin desmontarse. Debe hundirlos solamente aguas arriba del caballo, cuando no haya ningún otro aguador más arriba, ni sirvientes lavando bestias ni bañistas; pero nadie puede estar seguro de que efectúa estas operaciones debidamente. Su pensamiento está ocupado por las apuestas de carreras con los otros aguadores, tan precariamente montados como él. A veces le detiene en el camino alguna mujer que le ofrece un cigarro a cambio de que le traiga dos tarros llenos cuando regrese. Claro está que esto lo hace sin pedirle consentimiento ni a la bestia ni al patrón. Así, los aguadores jamás carecen de cigarros. No puedo abandonar a Cartago sin mencionar los más numerosos y más activos componentes de su población. La pulga es muy bonita cuando está metida en bálsamo entre dos placas de vidrio debajo de un microscopio. Amaestrada para que arrastre una cadena o maneje un carruaje, como se dice que son capaces de hacerlo estos pequeños exápodos, merece la atención de los curiosos. Organizada en ejércitos, las agudas y delicadas garras, que tan hermosas se ven en el microscopio, resultan admirables para prenderse de la víctima y su lanceta es el mas perfecto instrumento existente para perforar la piel humana. Pero junto a estas bellas cualidades tiene dos desventajas: la desubicación (nirgendheit, la llamarían nuestros primos los alemanes), el “no estoy ahí” cuando se le pone el dedo encima; y la dureza de su coraza. Emplearía toda la noche contándoles las numerosas aventuras que me han llevado al conocimiento de estas cualidades. Cierta vez le puse el dedo exactamente encima a una pulga. La exprimí, la destrocé, la pulvericé, y cuando levanté el dedo para contemplar lleno de contento su cadáver destrozado, saltó ochocientas veces la longitud del cuerpo, dejándome con los crespos hechos, e imagino su risita burlona viendo que alguien esperaba romperle una pata o zafarle un tobillo. Es más fácil cazar otra pulga que encontrar de nuevo la primera que nos ataca. En otra ocasión humedecí el dedo antes de ponérselo encima a una pulga, de manera que no me pudiera ganar. La restregué hasta quedar convencido de que le había roto todos los huesos del cuerpo y casi que también los de mi dedo. Me detuve un momento a deliberar si le quitaba el dedo de encima, pero resolví asegurar doblemente el éxito restregándola de nuevo. Solo entonces levanté el dedo; y ¿qué veo? ¡Ya no estaba allí! naturalmente, me siento como un tonto. Pero ningún mortal puede escapar a su destino cuando le llega la hora; y así, encuentro registrado en mi diario: “La Paila, 9 de julio de 1853. He tenido un día excelente. Soñé con mi hogar anoche; comí carne fresca en la cena; encontré una planta nueva; capturé una mariposa y... ¡maté una pulga¡. La pulga que murió ese día halló sin duda una muerte accidental; pero en mi última visita a Cartago, gracias a una práctica incesante, me perfeccioné en el difícil arte de cazar pulgas. Le di muerte a docenas de ellas. Bien valía la pena haber viajado hasta allí. En cierta ocasión fui a bañarme a La Vieja; volví la ropa al revés, y con ojos despiadados contemplé no menos de seis pulgas que saltaban lejos de toda habitación, seguramente para gozar del buen tiempo; al regresar a casa lo hice muy satisfecho, sabiéndome el único usufructuario de mis vestidos.

Aguador en Cartago

Pero ahora debemos irnos de Cartago. Don Eladio, su señora, su hermana y los niños se van para Tuluá. Don Eladio amablemente me consiguió un caballo manso y seguro porque no tenía confianza en mis habilidades como jinete. No me imagino qué pensaría del hombre cuya educación ecuestre se limitara a la adquirida en una finca yanqui, sin haber tomado lecciones adicionales en el Sur y el Oeste. No creo que haya en el mundo mejores jinetes que los caucanos, pero su habilidad pasa inadvertida porque ni se enorgullecen ni se jactan de su pericia y no conozco a ningún caucano que tenga fama de buen jinete ni que desee tenerla. Montan como por instinto y como si fuera lo más natural del mundo. Sin embargo, me parece que hemos exagerado la reputación de los hispano-americanos como jinetes. Al poco rato de salir vimos rocas “in situ” que no estaban en montañas ni en lomas altas. El camino en otro tiempo había pasado por un montículo de unos quince pies de altura, pero el tránsito había nivelado el camino con el valle en un espacio de diez pies de ancho. Los lados y el fondo de este corte son estratos horizontales de arenisca, y más adelante encontré capas de tierra infusorial, tan suave y blanca que la utilizan como tiza. La mejor muestra de esta tierra la vi a diez o quince millas al norte de Cartago, de donde recogí un pedazo para llevarlo a mis amigos en los Estados Unidos, pero que luego perdí. No tengo palabras para describir el paisaje por el que cabalgaba nuestro numeroso y alegre grupo. Bosques, montículos, claros en el bosque, suaves ondulaciones del terreno, laderas de lomas y pequeñas llanuras se sucedían unas a otras. Pero todos los arroyos son silenciosos, no tienen guijarros ni el agua velocidad para hacerlos cantarinos. No añaden belleza al paisaje, cuando solo ellos podrían hacerlo. En Zaragoza se devolvieron algunas personas que habían venido con nosotros por acompañarnos. Fue en esa pequeña aldea donde vi por primera y última vez un espécimen vivo del perezoso que aquí llaman perico ligero. Es posible que se trate del Ácheus Ai. Ay es una interjección natural que expresa dolor, y al animal se le llama así debido a sus chillidos lastimeros. El ejemplar que conocí era del tamaño de un perro mediano y estaba colgado del palo al que lo había amarrado su dueño, quien lo llevaba terciado al hombro. Los perezosos viven permanentemente colgados patas arriba, en una posición muy incómoda para cualquier otro animal, y en el piso se sienten tan incómodos como podría estarlo un cordero en un árbol. En esta región los especímenes de mamíferos son tan escasos que el viajero no debe creer que tendrá muchas oportunidades de encontrarlos más de una vez. Con mucho pesar me alejé del perico ligero. Estaba oscureciendo cuando la caravana cruzó el portón de la finca del señor Pedro Sánchez, unas millas al norte de Obando. La casa está en una altura agradable, lejos del camino. Entonces no se me ocurrió que don Pedro tuviera otro oficio que el de mantener una especie de taberna,

arrendando cuartos a los viajeros, pero ya he aprendido a no juzgar a la gente por sus muebles. La familia nos dejó la sala. El espíritu de retraso que gula a los viajeros en la Nueva Granada, hizo demorar la salida, planeada para la mañana, hasta las tres de la tarde. Compensamos la demora con una cena entre las nueve y las diez. El viaje a caballo, corto, pero rápido, me cansó tremendamente, mucho más que el viaje a pie más pesado. Mientras esperábamos en el corredor a que sirvieran la comida me entretuvieron haciéndole contar mentiras al sillero que llevaba al bebé. Aquel era un negro chocoano, fornido, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, cuya forma divertida de tranquilizar al niño cuando lloraba me pareció mucho más graciosa que las mentiras que decía, las cuales no tenían más mérito que la exageración y la frescura. Entre otras cosas dijo que estaba comprometido con una bella princesa europea y que dentro de poco iría por ella. Se mostró muy satisfecho cuando supo que se había ganado el mote de Pedro el Embustero. Tuvimos que mandar a conseguir el agua que íbamos a consumir, cosa que nos demoró mucho. El peón que fue a buscarla llevó compañía para que le ayudara a ahuyentar el miedo, le iluminara el camino o alejara las bestias salvajes con una rama encendida que parecía de pino tea, pero que era de ciprés. Ni el ciprés ni el cedro son árboles coníferos, y este último quizá sea el Amyris o Cedrela. Del primero solo pude conseguir algunas hojas. Era una noche agradable de enero, ni muy fría ni muy caliente, y esperamos en el corredor hasta que nos sirvieron la comida. Después me acosté en la hamaca y los otros se tendieron indistintamente en las mesas, en el poyo o en el suelo. Decidimos que nos levantaríamos a las dos, tomaríamos inmediatamente el chocolate y saldríamos a las tres. Pero semejante plan nunca se lleva a cabo. Salimos a las cuatro y sin haber tomado el chocolate. Estaba todavía oscuro y fue difícil seguir nuestra ruta hacia el sur, pues gran parte del camino no tenía cerca y había senderos en todas direcciones. Al amanecer llegamos a Obando (antes Naranjo), donde llamamos a la casa de una familia que tenía una especie de venta y compramos aguardiente para algunos del grupo que necesitaban tomarlo. Seguimos adelante dejando que Pedro el Embustero, compensara en diligencia lo que le faltaba en rapidez. La naturaleza ha hecho que los potros puedan seguir al paso de la yegua, pero no conozco la forma para que un niño de brazos, en la espalda de un negro, no sea un impedimento para la mamá que viaja en un buen caballo. Esta es una realidad que vivimos ese día. Los sirvientes y el equipaje nos dejaron bien pronto atrás. Pasamos el río de los Micos por un puente descubierto y bastante respetable, de hecho el único en toda esta región que puede soportar el peso de un caballo. Nunca dejo de mencionar los puentes por donde paso. Llegamos a Victoria para el desayuno, en el momento que la gente salía de misa. La población, si es que se puede llamar así, es pequeña y aparentemente no podía darse el lujo de darnos nada de comida. Una milla o dos más adelante tuvimos mejor suerte. Pero fue preciso esperar dos horas y media el desayuno y cuando reanudamos la marcha estaba empezando a hacer demasiado calor para viajar a pleno sol. Allí conocí el níspero, la fruta del Achras Sapota, pero no se parece al zapote, que es una Matisia. El níspero es como un durazno de buen tamaño y tiene pepitas bastante grandes. Es fácil de comer, pero la cáscara tiene una leche pegajosa que fastidia y el sabor es muy poco atractivo para el paladar de una persona del Norte. El zapote es todo lo contrario. Tiene el tamaño de una manzana grande, de cáscara gruesa y el color de la piel de ante, con la pulpa amarillo rojiza. Es fibroso pero de sabor muy agradable. Se abre muy fácilmente, dejando al descubierto semillas enormes, que conocemos en nuestro país debido a su reverso suave, bello y castaño, con una yema más áspera y blancuzca bajo la superficie. Por lo general la pulpa se come separándola de la cáscara hasta que esta queda limpia. Pero ni el níspero ni el zapote son frutas de la mejor calidad.

Sentí tener que separarme de mis amigos tan pronto pero tenía que visitar La Cabaña, una hacienda algo al occidente del camino y a pocas millas de Victoria. Me despedí calurosamente de Susana y de Manuela Pinzón y con mucho sentimiento dijeadiós al señor Vargas y a otros caballeros que no tuve tiempo de presentar al lector y a los que posiblemente no encontraremos de nuevo. Crucé a la derecha y al poco rato una loma se interpuso entre mis amigos y yo. Cabalgué hacia el occidente durante largo tiempo. Había creído que el camino por donde veníamos estaba entre el Cauca y los bosques de las montañas, deshabitados desde que los españoles exterminaron a los indios. En principio es así, pero este cinturón de tierras de pastoreo, que a menudo no llega a tener una milla de ancho entre los bosques del Cauca y los del Quindío, se extiende a veces muchísimo más en ambas direcciones. Por último, bordeando una laguna rodeada de cerros no muy altos, en uno de los cuales están las edificaciones que llevan el modesto nombre de La Cabaña, llegué a la casa del doctor Guevara, quien me recibió en la puerta, junto con su esposa, la señora Monzón. Esta parecía muy contenta de recibir a alguien que conociera a su padre. Supongo que el nombre Monzón es de origen inglés, y que es Monson. La casa de los Guevara da la sensación de que fuera el resultado de la combinación accidental de tres construcciones diferentes y muy extensas, las cuales no rodean propiamente el patio sino que más bien lo delimitan. Por un aspecto es la hacienda más maravillosamente situada del Cauca pues está en un otero que domina la vista sobre una amplia y bellísima llanura que se extiende casi hasta las márgenes del río. Desde aquí no se divisa la corriente oscura que vimos cuando pasamos por su desembocadura en el Magdalena, porque una franja estrecha de bosques tapa la vista del río, y las colinas de la otra banda se ven relativamente cerca. Pero la casa tiene el inconveniente de que el agua se halla muy lejos. Aquí la mayoría de las casas están construidas al pie de un arroyo y todas las poblaciones tienen que estarlo. No sé de ningún aljibe en la Nueva Granada, pero en La Mesa y Libraida vi utilizar el agua de una fuente. La Cabaña es la única hacienda que conozco que se abastece directamente del Cauca; tiene siete tinajas enormes con el agua que trae un equipo de negras sobre la cabeza para reemplazar la que se gastó el día anterior. Dejan sedimentar el agua durante una semana antes de beberla. No es exactamente tan agradable como el agua siempre fresca de un pozo profundo o de una fuente, o el agua helada de Croton, pero aquí no se puede tener esta clase de lujos. El agua del río Cauca es quizá tan buena como cualquiera del mundo y puede compararse a la del Saint Louis, no helada sino al clima. Fuera de La Cabaña no he tomado agua del Cauca sino en los pasos del río y entonces la he bebido con barro y todo. La Cabaña tiene otro atractivo, que es un cuarto de escritorio realmente dedicado a la lectura y al estudio. La biblioteca del doctor Guevara debe contar con unos cien volúmenes, todos en español y en francés. El Correo de Ultramar les llega a él y a un señor de Cartago. Es alentador encontrar estas muestras de gusto literario. Tomé el camino principal en un punto más arriba de donde me había desviado, seguí media milla hacia el sur de La Cabaña, crucé un arroyo llamado Ríohondo que corre por una profunda hondonada desde donde el ascenso es el peor que he conocido. Después di vueltas por bosques y cerros durante una milla. Una noche volví a recorrer el propio camino y estaba muy oscuro cuando llegué a dicha hondonada. Tenía la esperanza de encontrarme en el mismo paso, por malo que fuera, donde había estado de día. No me quebré la crisma, aunque pocas veces he corrido tanto peligro como esa noche. Al llegar a la otra orilla encontré la valla convertida en un obstáculo inexpugnable, por el que no podía pasar el caballo sin destruir un montón de trabajo humano. Miré para todos lados y terminé amarrando el caballo y caminando a pie a la casa. El señor Guevara mandó un sirviente que trajo el caballo dando una vuelta de varias millas. La portada del cerco habían tenido que asegurarla pues la desidia de la gente al pasar la dejaba abierta y entonces se salía el ganado de la hacienda.

ROLDANILLO Y LA LEY

Un caballero mentiroso — Familia agradable — Baño delicioso — Al otro lado del Cauca — Familia rica pero con pocas comodidades — La Mona —Noche de domingo — Roldanillo — Un buen sacerdote — Escuela selecta — El órgano de la iglesia — Leyes — Superioridad de nuestro sistema judicial — Sacerdote incrédulo — Demandas civiles — Fruta extraña —Nadando en el Cauca.

Don Eladio Vargas y yo viajábamos de Cartago a Zaragoza cuando nos encontramos con Belisario Cabal. Este es un joven abogado, que vive no sé cómo, a menos que sea por su participación en la hacienda de El Chaqueral. La abogacía produce muy poco aquí, por no decir que nada. Yo, como siempre lo hago, traté de sacarle alguna información sobre los recursos y las fuentes de riqueza de la comarca. Me dijo que tenía grandes esperanzas en la vainilla. Le hice notar que cualquier exportación de un producto que valiera un dólar o más la libra podría pagar los gastos de transporte hasta el puerto de mar, pero que actualmente algo que costara menos no sería negocio. Me dijo que tenía sembradas unas 10.000 matas de vainilla, listas para producir, y que pensaba aumentar su número. Le dije que me parecía muy bueno, que esperaba tuviera éxito y que me encantaría ver las plantas cultivadas pues conocía solamente la silvestre. Me contestó que confiaba que le visitaría en El Chaqueral algún día cuando él estuviera allí. Después de conversar otro rato sobre temas similares, llegamos a Zaragoza y me separé de Belisario. Mejor hablo de la vainilla ahora, a pesar de que no viene muy al cuento. La vainilla no es el haba tonca sino una vaina con sabor parecido. Está llena de semillas diminutas y la planta es una orquídea. La mejor especie parece ser la Vanilla aromática aunque otras tienen el mismo sabor peculiar o, mejor dicho, el mismo olor, pero quizá en menor grado. No sé si la Vanilla aromatica se da aquí, pero lo creo, a juzgar por el tamaño, la forma y el aroma de la fruta. Sin embargo, no tengo una descripción de la planta para compararla. La mayoría de las orquídeas crecen en los árboles, son pseudo-parásitas, pero no absorben su alimento de ellos, como el muérdago, que es una planta muy común aquí. El géneroVanilla tiene sarmientos gruesos que se agarran de la corteza de los árboles pero posee las raíces en el suelo. Se da en bosques espesos y, como las orquídeas, ganeralmente crece muy lejos una de la otra. Es difícil encontrar dos especímenes iguales en el mismo acre o en el mismo día. Se me han ido horas enteras buscando flores de vainilla y solo he conseguido dos en un día. El cultivo de esta planta debe ser algo muy difícil, pero una mina de oro si se tiene éxito Cuando Belisario se marchó, Eladio me dijo que todo lo que había dicho nuestro amigo era un sartal de mentiras. Yo me detuve mirándolo fijamente a la cara. ¿ Sería que ya no entendía el español? “No tiene ni siquiera una raíz de vainilla cultivada; todo eso son mentiras”, me dijo. Así, pues, cuando fui de La Cabaña al río de Las Lajas me dirigí hacia el oriente en busca de El Chaqueral, no para examinar una plantación de vainilla, sino para ver un mentiroso. Un señor mentiroso seguramente no es nada raro hoy en día; pero mis lectores habrán de excusarme; yo era muy pichón entonces y creía cuanto los caballeros me contaban. Es necesario que alguien viva por lo menos en un país, antes de que pueda estudiar con provecho el carácter de los habitantes. Quería ver qué cara pondría Belisario y que diría cuando yo insistiera en visitar la plantación de vainilla.

Dejando a la derecha una casa situada en un otero, sobre la margen derecha del río de Las Lajas, atravesé una colina por un corte labrado por el continuo trajín de las cabalgaduras, cosa muy común en el Cauca, hasta en los caminos que conducen a las haciendas. Entré luego en una pequeña planada o vallecito de un riachuelo y allí me encontré con el joven Belisario, que se mostró muy contento de verme. Iba en viaje de negocios a Libraida pero se manifestó dispuesto a devolverse con mucho gusto para presentarme a su tía y a su prima, y regresar un poco más tarde a comer. En realidad no vivía en la hacienda sino en Buga, donde atendía sus negocios. Era una suerte haberlo encontrado tan cerca de la casa. Así, pues, viramos en redondo y nos dirigimos hacia las montañas por una serie interminable de colinas, llanuras, cortes y pequeños precipicios de seis a diez pies. Giramos luego hacia el norte, hasta que empecé a creer que me estaba conduciendo por un desvío en dirección a Victoria, y que en verdad no había ni Chaqueral, ni prima, ni tía, ni cultivos de vainilla. Al fin divisamos la casa de un arrendatario, en un potrero para engordar ganado, y más tarde vimos la verdadera casa de lo que él llamaba “la hacienda”, que era una vivienda sencilla de campo situada en la cima de una loma bastante abrupta y no lejos de la margen derecha del dificultoso Riohondo que ya había encontrado yo al sur de La Cabaña. La casa consta de tres alcobas. Al frente tiene un corredor y antes de llegar a él hay una cerca en la mitad de la falda de la colina con una puerta de entrada. Detrás hay un espacio liso y bien barrido, que podría llamarse patio; pero no existen edificaciones en su contorno, si se exceptúa un cobertizo para la cocina, que reemplaza la que se quemó pocos días antes. Naturalmente la habitación central donde entramos era la sala. Al lado norte, a mano izquierda, queda la alcoba familiar, muy pequeña, y en el otro extremo el cuarto de Belisario, o en su ausencia, el de don Modesto Gamba, su tío. Opuesta a la puerta del frente hay otra que se abre sobre una diminuta galería o corredor, con dos alacenas o despensas pequeñas, en los extremos. Tal era la reducida mansión del plantador de vainilla. Don Modesto parecía ser una especie de socio o administrador del joven abogado. En ese momento no se encontraba en la casa, sino en el campo: posiblemente trabajando con sus propias manos. Doña Paz Cabal de Gamba estaba sentada junto a una mesa fabricando cigarros. La prima, Isabel Gamba Cabal, sentada en el suelo al pie de la puerta, cosía un vestido. Su primo me presentó a la familia, y luego se marchó deseándome una feliz permanencia mientras volvía. Como las esperanzas en relación con la vainilla se dejaron para después de la comida (más probablemente para la noche) resolví gozar de las circunstancias en la mejor forma posible. Evidentemente yo no era un desconocido para la familia, aun cuando nunca los había oído mentar. Isabel tenía unos dieciocho años y vestía de campesina, lo que le sentaba muy bien. Si acaso hay sangre negra en sus venas, no es perceptible. El vestido que estaba cosiendo era para ella, pues a veces se vestía como una dama. Una novela, traducida del francés, estaba encima de la mesa. Le gusta mucho la lectura aunque nunca recibió educación formal. El primo Belisario le presta libros, y su hermano, que estudiaba en Bogotá, le había dado algunos. Aquí, pues, existía un eslabón intermedio entre la aristocracia y el campesinado del país. Isabel pertenece más bien a este último por nacimiento, pero aunque nunca había sido debidamente educada, se había esforzado por hacerse verdaderamente atractiva, como lo admitiría cualquier aristócrata caucano si se atreviera a hablar sinceramente. Mi opinión, a través del tiempo y la distancia, es que Isabel es la mujer nativa más agradable que encontré en toda la Nueva Granada. Su padre y su madre son gentes sencillas, buenas personas que parecían muy contentas con esta hija y que tenían las mejores esperanzas puestas en el hijo ausente. Todo el servicio doméstico consistía en dos muchachitas negras y mudas, de unos ocho y diez años. No son idiotas sino muy despiertas y pueden oír como cualquiera y comprender todo lo que escuchan, pero no hablan más de una o dos sílabas. Yo las observé y las estudié muy detenidamente, pues en muchos aspectos se asemejan bastante a esos extraños enanos que se exhiben en los Estados Unidos con el nombre de “niños aztecas”. Afortunadamente había descubierto su historia por una carta enviada desde Granada en la que me enteré de que eran

especímenes enanos, producto de la mezcla de razas de tamaño normal. Las muditas de El Chaqueral apenas se diferenciaban de estos pigmeos por el tamaño. Eran vivarachas, activas, cariñosas y siempre listas a hacer cualquier oficio que les permitieran sus fuerzas, pero incapaces de pronunciar una sola palabra. Pasé un día muy placentero leyendo, conversando y haciendo uno o dos paseos por las márgenes del riachuelo. Durante una de nuestras charlas Isabel apartó un momento la vista de su labor y me preguntó si yo tenía hijos. “No me he casado nunca”, le contesté. “Belisario me dijo que usted es soltero, pero pensé que podría tener hijos, a pesar de ello”. “Si yo fuera tan falto de escrúpulos como para ser padre antes de casarme, también lo sería para negar a los hijos. Si fuera sospechoso de tal cosa, no tendría un solo amigo que me recibiera en su casa. Esa clase de personas no es admitida en la sociedad que yo frecuento”. No le comenté que la crema y nata de Nueva York no rechaza sino a los libertinos pobres y vulgares, quizá por la misma razón que doña Paz me comentó: “Si fuéramos tan estrictos aquí a ese respecto, tendríamos que vivir fuera de la sociedad”. Ambas estuvieron de acuerdo conmigo en que era una lástima que las cosas marcharan así, pero no se daban cuenta de que su religión tuviera algo que ver con el relajamiento de la moral. En ocasiones anteriores algún caballero me había hecho la misma pregunta de si tenía hijos, después de haberme invitado a la intimidad de su amable familia. Por la noche regresó Belisario de Libraida, volvió su tío del trabajo y, colocándome a la cabecera, nos sentamos ante una mesa amplia y rústica pero con comida muy sustanciosa. El puesto de honor que me correspondió era una silla de brazos; los demás se sentaron en el poyo. Isabel permaneció de pie vigilando que nada nos faltara. Después de que terminamos la comida, levantaron los platos y los colocaron en el suelo del corredor de atrás, donde ella y su madre se sentaron a comer. En otra ocasión, cuando tenían de invitada a una hermana de Belisario, Virginia Cabal, y los hombres estaban todos fuera, yo dije que no estaba acostumbrado a comer solo y que ellas deberían acompañarme. Pusieron dos platos más en la mesa y las jóvenes tomaron asiento, pero se negaron a comer. Conversaron hasta que yo terminé y luego comieron ellas con doña Paz en el suelo del corredor. Creo que la costumbre de que las mujeres coman aparte de “los amos de la creación”, y en el suelo, ya está siendo olvidada poco a poco. Las familias más notables del Cauca no practican esta costumbre. Por la mañana el primer tema de conversación fue la vainilla. La plantación estaba demasiado lejos para visitarla pero podríamos ir a ver algunos ejemplares silvestres. Don Modesto nos acompañó y al otro lado del arroyo me mostró una planta que crecía muy alta y enredada en un árbol. No era vainilla aromática sino que pertenecía a otra especie que tiene la vaina más corta y aplanada en vez de ser triangular y de más de una pulgada de ancho. Me pareció que la vaina era bicarpelar. Pero el cultivo de la preciosa planta era tan importante para mí que no podía aceptar ninguna demora para verlo con mis propios ojos. Así que después del almuerzo montamos a caballo y nos dirigimos hacia la montaña. Fuimos mucho más lejos de lo que nunca había cabalgado yo en una propiedad particular, exceptuando una cerca a Tuluá. Llegamos a un campo de pastoreo cercado completamente con setos vivos y fosos, más allá del cual entramos al bosque, de tal manera que entre nosotros y la vecindad del Magdalena solamente se interponía la selva. Allí me mostraron tres matas de vainilla que según me dijeron habían sembrado ellos mismos. Las examiné

detenidamente y pronostiqué que vivirían. Me enteré por casualidad que ya habíamos traspasado los linderos de su propiedad y que estábamos en tierra ajena. Pensé que era inhumano continuar la cacería de plantas de vainilla, y declaré estar completamente satisfecho. También estuvimos en un sitio donde mi amigo piensa que hay aguas salobres. Aquí la sal es muy cara, pues la tienen que traer a lomo de mula desde una distancia de más de trescientas millas. Solamente se la dan al ganado de engorde. Compran las reses de tres o cuatro años, ya operadas, por seis u ocho dólares, y con seis meses de pasto de Guinea y sal las dejan listas para el matadero. Aquí no hay sino dos clases de pasto, el guinea y el para, y solo cercan los potreros que estén sembrados con ellos. El que encontrara aguas saladas en esta región se enriquecería. Muchas veces he ayudado a mis amigos a buscarlas, pero nunca ninguna contenía cloruro de sodio. A nuestro regreso supimos que un señor de la hacienda vecina había venido de visita. Lo vi después con frecuencia en la hacienda a donde iba a jugar cartas con las señoras y a entretenerlas con su conversación. Como es soltero, bien puede ser que terminara haciendo feliz a Isabel. Me referiré a él como don Justo, sin tomarme el trabajo de buscarle un apellido. Belisario Cabal es un taxidermista. El es quien ha preparado y donado la mayoría, si no todos, los ejemplares ornitológicos que hay en el Museo Nacional de Bogotá. Le sugerí que ellos serían muchísimo más apreciados en el Lyceum de Nueva York, institución muy notable que con la colaboración de unos pocos y excelentes hombres de letras y de negocios ha hecho un museo de entrada gratuita, siempre que consiguen fondos para pagar salas donde exhibir su valiosa colección. El señor Cabal me prometió que les enviaría algunos pájaros. Si lo hace y si este libro llegara a conocer una segunda edición, prometo solemnemente pasar a otro sitio todas las referencias de la vainilla en El Chaqueral y no mencionar para nada las plantas cultivadas. Una vez estuve en El Chaqueral con el propósito de ir a bañarme con las señoras. Hay un pozo en un arroyo, que no diré dónde está situado, que lo llaman el Credo. Según entiendo esta es la oración más larga del rosario, y por eso denominan así este charco largo y de aguas tranquilas. Tiene doce “rods” de longitud, una profundidad promedio de tres pies y un ancho casi uniforme de cinco o seis pies. Está rodeado de bosque y el aire es fresco como el de un verano perpetuo. Si el hombre hubiera nacido solo para nadar, el paraíso terrenal habría estado en este sitio. Al paseo al Credo, además de la señora Cabal, Isabel y Virginia, fueron don Justo y una señora que se había casado hacía unos tres años y tenía una hija de dieciséis, simple y no muy atractiva. Mientras cabalgábamos Isabel me preguntó si mi caballo no podía andar al paso. Le dije que me imaginaba que sí, aunque ahora estaba trotando; entonces ella me aconsejó que jalara las riendas y le diera con el látigo. El caballo siguió al paso, pero Isabel decidió que no era un paso espontáneo sino aprendido. Después me preguntó si era cierto que yo había dicho anoche que había venido en un caballo. Indudablemente, le contesté, ya que no llegué ni en mula, burro o toro. Isabel me informó que la bestia era una yegua y estaba preñada. Para mis adentros llegué a la conclusión de que nunca podría engañar a Isabel en un negocio de caballos. Por último amarramos los caballos en los árboles cerca al Credo. Justo no había traído vestido de baño sino un pañuelo, pero al ver que yo tenía uno, decidió no bañarse. Las mamás tampoco se bañaron. Las señoritas aparecieron en unas batas largas, abiertas un poquito en la espalda pero tan apropiadas para la ocasión corno lo puede ser cualquier otra cosa distinta a un “bloomer”. La muchacha desconocida no sabía nadar. Justo y las mamás se sentaron en una piedra a conversar y a mirarnos y los bañistas los salpicamos en juego. Me vestí primero que las señoritas y me puse a conversar con Virginia, sentado y dándole la espalda, mientras ella se peinaba antes de vestirse. Justo me llamó y amablemente me observó que para una dama no es agradable tener a un señor tan cerca cuando ella se está vistiendo. Nos quedamos conversando a menos de cuatro “rods” de distancia, hasta que ella y sus amigas estuvieron listas. La etiqueta definitivamente es un misterio.

Sentí muchísimo dejar a la familia del señor Gamba. Pero antes de irme Isabel insistió en mostrarme su jardín, que consiste en un espacio de veinte pies por ocho, encerrado con láminas de guadua de dos metros de altura. Las guaduas están clavadas de punta pero había cuatro flojas, de manera que pudieran moverse dejando un hueco lo suficientemente grande para que pasara una oveja, y entramos por allí acurrucándonos. Lo más interesante que encontré fueron cinco tallos de trigo de treinta pulgadas de altura. Me imagino que Isabel obtenga en la cosecha cinco espigas, no de la mejor calidad. Este experimento no comprueba nada. El trigo del jardín de Isabel puede ser tan pobre por circunstancias diferentes a un clima desfavorable a su cultivo, y una cosecha buena puede fracasar por razones que no afectan a esta muestra. Dicen que el trigo crece a veces en sitios de altitud similar a esta, pero que las plagas vegetales o animales, que no existen en lugares más fríos, lo atacan en tal forma que su cultivo es improductivo. Pero me parece que estoy gastando demasiado tiempo en un jardín tan pequeño. Volvimos a Las Lajas y nos fuimos directamente al río. En este sitio hay tierra seca hasta la propia orilla, cosa que no he visto en ninguna otra parte. Al otro lado hay un ingenio; a gritos llamamos a un amigo y al oírnos nos enviaron una canoa, que no nos costó nada para cruzar el río. Visitamos la hacienda de La Vega, donde más bajo vi el Cauca. Únicamente pude contemplar éste en los pasos y en Vijes, porque de resto está escondido entre pantanos. En La Vega tiene de un cuarto a media milla de ancho y es parecidisimo al alto Magdalena y al Misurí, un río de barro líquido. Caminando un poco más allá del paso del río me llamaron la atención tres plantas. Esa vez fue la única que vi la yuca florecida. Tenía casi tres pies de altura, la copa extendida y hojas bonitas y lisas. Vi también un almendrón, la Attalea amygdalina, que es una palma sin tallo, de manera que la copa parece estar directamente sobre el piso. En el centro de la enorme corona de hojas están las frutas en un espádice coronado de nueces, cuya semilla se parece mucho a la almendra, pero de textura más firme y no le sentí sabor de ácido prúsico. Luego llegué a un matorral de jiraca (sic) de la cual venden las hojas en la mata y cuyo cultivo es bastante lucrativo. No les puedo contar cómo llegué al ingenio de La Vega, pero diré a quiénes conocí allí. En primer lugar, al dueño, don Ramón González y a su esposa, Rita Pinto de González; además a la hermana de ésta, Reyes Pinto, y a un mundo de niñitos. La familia había ido a la hacienda para fabricar dulces de toda clase, especialmente alfandoque. Me dijeron que ya habían terminado la tarea y que yo llegaba a tiempo pues pensaban irse en una hora. Mi caballo no había acabado de recuperarse del paso del río, cuando ya estábamos de regreso. Cada caballo con un adulto y un niño encima; a pie solo quedaron el propietario de la hacienda, su esposa y una niña de brazos. A ésta la tenían desnuda, pero cuando llegué le pusieron, me imagino que en mi honor, un vestido delgado de percal. Me sorprendió muchísimo que precisamente ellos se quedaran a pie, pero en realidad no era mucho lo que había que caminar, solamente una milla. A mí me tocó cargar con Dolores, una niñita de cinco años a quien generalmente le dicen La Mona y durante mucho tiempo no le conocí otro nombre. Aún hoy no estoy seguro de que se llama Dolores. No se había estado quieta un minuto y apenas la montamos en el caballo se quedó dormida. Por último llegamos al camino que va de Cartago a Roldanillo y nos detuvimos en una casa de don Ramón donde viven su suegro (don Ramón vive dos millas más adelante), su cuñada Reyes y varios niñitos de los que no he hablado. Reyes es soltera y los niños puros accidentes. La casa tiene dos cuerpos, con un espacio entre ellos que es el patio. Estaba oscureciendo y preferimos sentarnos allí. No se mencionó ni una palabra sobre la comida, quizá por ser conversación inútil, pues lo más probable es que no hubiera nada sobre qué especular ni tampoco resultara nada para comer. Les aseguro que aquí se olvida con muchísima frecuencia y sin ningún problema el tema de la comida. Es pura idea la de que por lo menos dos comidas completas al día son esenciales para la salud y la felicidad. Son muchos los días en que no he tomado después del

desayuno más que una taza de chocolate espeso, un plátano maduro asado, un plato de melado o de dulce de frutas y un vaso de agua encima, y me he sentido muy bien, como me sentí aquella tarde, sentado sobre un montón de hojas de jipijapa, que preferí al puro suelo, y en compañía de las dos señoras y de sus distintos hijos, legítimos e ilegítimos. Don Ramón había estado en La Vega y me trajo un paquete de cartas. Como ejemplo de la dificultad que encuentra el correo para llegar a su destino, baste mencionar que recibí noticias de la muerte de una hermana a quien yo suponía completamente curada y había muerto hacía 363 días. El señor González y su familia salieron temprano al día siguiente a La Vega, la cual puede describirse como dos cabañas en un redil. Efectivamente, en el patio de adelante había un rebaño bastante grande de ovejas, y el corredor de la casa les servía de cobertizo. Nadie hacía nada por mantenerlo limpio y era inútil intentarlo mientras vivieran allí las ovejas. La casa carecía completamente de toda clase de comodidades, cosa sorprendente siendo el dueño hombre de tanta previsión, inteligencia y capital. Don Ramón es un funcionario invaluable del distrito, persona de visión clara y emprendedora. Su negocio es próspero, posee todo el dinero que quiera para invertir, y no es avaro pues siempre que tiene ocasión lo gasta muy generosamente. Sin embargo, toda su casa, aparte de la cocina, consiste en tres pequeñas piezas de suelo de tierra apisonada. La sala tiene doce pies cuadrados, un poyo alrededor de las cuatro paredes y dos sillas pesadas y burdas que pertenecieron a su padre, el general González, y una mesa fija que hicieron clavando una tabla de treinta pulgadas de largo por dieciocho de ancho en cuatro palos metidos en el suelo. La mesa la colocaron en una esquina de tal forma que el poyo sirve de asiento al extremo y a uno de los lados. Por consiguiente no se necesitan sino dos sillas, que son las únicas que hay en la casa. La alcoba tiene doce pies por siete y las camas consisten en un par de entrepaños de madera de siete pies por cuatro, colocados a dos pies del suelo. En el espacio restante está colgado un bastidor donde duerme el bebé, y así quien esté acostado en cualquiera de las dos camas puede mecerlo. En el cuarto de frente a la alcoba hay monturas, cajas, etc. y en general es un depósito para todas las cosas que no se necesitan diariamente. Mercedes, la niña mayor, va al colegio de Roldanillo. Tiene ocho años, y seis Elena la que viajó con nosotros desde el ingenio. La familia tiene cuatro niñas. Mercedes es amable y simpática. Quería yo que me leyera algo, pero en la casa no había nada para leer. Todos los libros los tienen en la casa de Roldanillo. Elena es tímida, testaruda e insociable. La Mona, en cambio, se hizo mi amiga al instante y nunca estaba tan contenta como cuando me acompañaba en la hamaca, que siempre se mecía en la sala y servía de asiento durante el día y de cama para mí por la noche. Los huéspedes comunes y corrientes dormían en el poyo o en un cuero en el suelo, ya que no hay mesa lo suficientemente grande para dormir encima. Como mi nombre tiene la inicial F, todos suponen, claro está, que me llamo Francisco. Para mí es un descanso o un lujo tener un nombre que todo el mundo pueda pronunciar. Me habría gustado antes de dejar mi país haber conseguido un buen nombre para usar aquí. En una ocasión que buscaba flores con las niñas imprudentemente dije que no me gustaba el nombre de Mercedes, por estar en plural. Entonces ella afirmó que no le gustaba el de Francisco y no desistió cuando le informé que yo no me llamo así; quería conocer el verdadero nombre para desaprobarlo también, pero no lo va a saber nunca. Así y todo yo le gusto y ella me gusta, aunque a ninguno de los dos nos agraden nuestros nombres. La mesa es pequeña pero suficiente pues apenas dos personas comemos en ella. Rita y los niños comen en el suelo en el corredor de atrás. Las comidas no me convencen, y no solo por la sazón. Me hacen muchísima falta las frutas; prácticamente las únicas que nos dan son plátanos maduros, bananos y naranjas. No puedo prescindir de los plátanos maduros y una vez al mes cuando puedo conseguir bananos me como hasta diez al tiempo. La mitad de las naranjas no se pueden comer; aunque aquí podrían producirse las mejores del orbe, no vi un buen naranjo de aquí a Ibagué. Don

Ramón es propietario de cuatro casas y de miles de acres de la mejor tierra, en la que se darían las nueve décimas partes de las frutas del mundo, y no obstante ignoro que tenga un solo árbol, arbusto, enredadera o hierba que produzca frutos comestibles, excepto plátano, ese sostén de la vida. ¿Me acusa el lector de que no tengo en cuenta las probabilidades? A esto contesto que si estuviera inventando un personaje, seguramente me resultaría más parecido a un anglosajón; lo que estoy haciendo es describir todo tal como lo veo. Pasemos ahora a la residencia urbana de don Ramón González. La aldea de Roldanillo está situada en un contrafuerte de la cordillera de Caldas o cordillera occidental, más abajo de las desembocaduras de La Paila y Las Cañas, y arriba de los ríos Las Lajas, Hondo y Micos, todos los cuales vienen del oriente y a veces están correctamente señalados en los mapas. El Riofrío nace en la cordillera occidental y desagua en el Cauca, un poco más arriba de la aldea. Los datos del censo, que dan solamente la población de los distritos, pueden servirnos para comparar el tamaño de los diferentes pueblos. Con raras excepciones, cuanto más poblado está el distrito, más grande es el pueblo. Así, Roldanillo, con una población de 4.800 habitantes, debe tener en la cabecera (capital) del cantón del mismo nombre una población aproximada de 4.000 personas. Es natural entonces que aquí haya médicos, escuelas, bailes y festividades de algún mérito, por lo cual no es de extrañar que las hijas del señor González hayan nacido aquí y aquí vayan a educarse, bailar y gastar su dinero. En verdad, se podría esperar por el bien de ellas que esta fuera su residencia permanente y que solo en ocasiones se trasladaran a los ranchos de La Vega. Pero no es así, no puede ser así, pues don Ramón no tiene un mayordomo fiel, como los que a veces se encuentran al oriente del Quindío, y necesita ver con sus propios ojos y estar continuamente presente en todas las labores de su hacienda, pues de lo contrario las cosas no marchan o marchan mal. La casa del pueblo es mucho mejor en tamaño, materiales y mobiliario. Es bastante grande aunque no tiene todas las alcobas necesarias. Apenas hay cinco piezas, incluyendo la cocina y el establo; pero son espaciosas y todas, excepto el establo, se encuentran en el piso alto de la casa, que es de adobe. La armazón de las camas y de las mesas es removible, y son tan elegantes como puede esperarse de una obra salida de las manos de un carpintero en un tierra donde el torno es desconocido. En efecto, la única cosa que he visto aquí parecida a un torno es un artefacto que hace girar el objeto que se labra tres o cuatro veces en un sentido, y otras tantas en sentido contrario. Don Ramón tiene en la casa de Roldanillo un estante con libros. Creo que le han agregado en estos días un volumen de “La Colmena Española”. Parece tratarse de una traducción del “Penny Magazine”, y si hubiera ejemplares suficientes haría una buena labor en pro de esta raza que está surgiendo. No vi ningún libro que hiciera pensar que lo había adquirido su padre; en cambio las generaciones anteriores parecían haber sido mejores clientes de los libreros. Así, pues, a todos los libros les faltaba actualidad y solo su vejez les daba algún valor. El domingo tomé de este tesoro bibliográfico una obra en latín sobre las antigüedades judías, que si fuera compilada conforme el conocimiento y las tradiciones de los judíos en España, tendría un interés muy particular en estos tiempos. Esa noche se exhibía un bailarín en la cuerda floja, y toda la familia deseaba ir a verlo. A La Mona le prestaron un par de peinetas de Mercedes, de carey y adornadas con abalorios, para convencerla de que se quedara conmigo y una sirvienta. Imagínenme ustedes sentado ante una mesa con una vela de sebo en el candelero, inclinado sobre el viejo volumen latino empastado en pergamino y resuelto a gozar de una noche para mí solo. Pero el sobrenombre de Mona era muy exacto: en necedad la niñita se parecía muchísimo a la más tranquila de una tribu de monos. Apenas vio la costa despejada, lo primero que hizo fue quitarse toda la ropa, excepto las peinetas, y quedar exactamente como una mona. Después se encaramó a la mesa y se sentó cerca de mi libro. Luego se quitó las peinetas, les arrancó los abalorios, los metió en las rajaduras de la mesa y otros los enterró en la esperma derretida que caía en la base del candelero. La sirvienta no tenía ninguna autoridad sobre ella. Muy pocas veces la madre intentaba ejercer la suya, aunque en raras ocasiones La Mona hace tan completamente lo

que le viene en gana. Después insistió en jugar con la vela hasta que yo me cansé y para evitar que le diera por ayudarme en mis lucubraciones sobre las antigüedades judías le dije que si cogía otra vez la vela se la apagaba. Un momento después estábamos en la oscuridad total. La sirvienta ofreció ir donde los vecinos y encenderla, pero yo le dije que no se preocupara. “Ven donde mí, Mona”, la llamé, y la niñita se acurrucó en mis brazos y en cinco minutos estuvo profundamente dormida. La envolví y la puse sobre su cama. A las once regresó la familia trayendo las sillas, pues en todas estas funciones los espectadores deben llevar sus asientos, lo cual sucede hasta en el teatro de Bogotá. De esta manera terminó mi domingo en el seno de la familia de Ramón González. Otro día un muchacho me trajo de la calle mi pequeño testamento griego. La Mona lo había tirado por el balcón. Tuve que amarrarlo de una piola y colgarlo de un clavo bien alto, como si estuviera poniéndolo fuera del alcance de las hormigas. Para que no jugaran con mi cepillo de dientes, lo escondí detrás de un muñequito amarrado de una pequeña silla mecedora que estaba sobre un mueble antiguo. Elena, la tímida y rencorosa, descubrió mi escondite y proclamó a los cuatro vientos que Francisco había puesto su cepillo ¡en la silla del Niño Dios! Lo que yo había tomado por un juguete resultó ser un objeto de valor religioso, por no decir de culto. Elena también era traviesa. Un día estaba sentado leyendo en el balcón, cuando trajo un libro que me había prestado y amenazó con tirarlo a la calle. Le dije que si lo hacía, yo le daría unas palmadas. No me creyó. La Mona también trajo otro libro y ambas los tiraron al tiempo. Les jalé las orejas y las dos se pusieron a llorar a gritos. Elena se fue corriendo y no volvió a acercárseme ese día ni el siguiente. La Mona se subió en mis rodillas, sollozó mucho rato y no me dejó en una hora. La falta de respeto filial es de lo más común en la Nueva Granada. Yo vi a una niña de ocho años, hija de una madre muy espiritual y respetable, golpearla y llamarla con los epítetos más viles que se puedan decir en cualquier lengua, y todo dentro de la mayor impunidad. Imposible afirmar que aquí conozcan ninguna clase de disciplina familiar; cierto que se necesita mucho menos que entre nosotros, pero a pesar de ello, no es de extrañar que casi nunca se la ponga en práctica. Visité la escuela de niños en Roldanillo, pero no observé nada digno de ser anotado, y también una escuela selecta para niñas, que era selecta en verdad, pues solamente tenía cincoalumnas. En cuanto a las condiciones intelectuales, esta segunda no era mejor que el promedio de las escuelas públicas para niñas y quizá no tanto; pero al menos las alumnas no tenían tantas oportunidades de aprender malas palabras. La maestra era la hermana y ama de llaves del padre Elías Guerrero, el más amable miembro del clero que yo haya visto aquí. No tiene cargo en ninguna iglesia, y no puede menos de entristecerme pensar que un hermano tan afectuoso no pueda nunca llegar a ser marido, y que un hombre tan inteligente y meritorio viva expuesto a los pecados que, hablando humanamente, son inseparables del celibato forzoso.

LA VIDA DEL HACENDADO

Libraida — Sacerdote — Hospitalidad parcializada — Impedimento para entrar a la iglesia — Baile al medio día — La pareja del cura — La utilidad de lanzar hurras — Comida — Degollando patos y ecapitando gallos — Una fuente — Cabalgando en compañía — La Paila — Manos muertas y obstáculos eclesiásticos — Vaquería — El Lazo — Domando potros — Cría de potros y mulas Enlazando toros

Al llegar a Libraida fui directamente a la casa del cura, a quien había conocido antes y he visto con frecuencia después, pero que en esa ocasión no se encontraba en ella. La primera vez que lo visité fue un caluroso primero de febrero a medio día. Yo estaba con mis amigos de Tuluá, don Eladio Vargas, su señora y su hermana, que conocen al padre Durán y fueron quienes me lo presentaron, aunque, para ser exactos, no hubo presentación formal. El padre se dio cuenta inmediatamente de que yo era extranjero y a mí me informaron que él era sacerdote. Nos ofreció aguardiente; Eladio lo aceptó, las señoras lo probaron o pretendieron hacerlo, y yo lo rechacé dándole las gracias. Luego el cura ofreció pan de yuca a las señoras únicamente y ellas comieron. Solo una vez había visto yo esta parcialidad al atender las visitas. Después nos trajeron cigarros y carbón en una cuchara. Susana y Manuela no fuman sino en escondido, así que aceptaron los cigarros pero no los encendieron. En otra ocasión encontré al padre Durán enseñando en una escuela para muchachos y cuando terminó las clases fue a la iglesia a bautizar un niño. La iglesia es una de las más pobres que he visto en la Nueva Granada; no tiene sino dos altares, un triste remedo de púlpito, que creo nunca han usado, y piso de tierra. Estaba a punto de entrar a la iglesia cuando se me presentó un impedimento insospechado. Tenía puestos los zamarros y con estos no se puede cruzar el umbral del templo. Fue algo que me maravilló, pues al fin y al cabo los zamarros eran la única prenda cristiana que llevaba encima, ya que el resto de mis vestidos, hasta el último hilo, tenía procedencia herética, así como hereje era también su dueño. Pero así son las cosas; todo podía entrar, menos los zamarros. Fumar dentro del templo viola también el mismo principio. Pero ahora el cura está en Uña de Gato, que es el nombre de un arbusto de espinas tremendas y también el de un vecindario de este distrito. Inesperadamente encontré un amigo que se dirigía para allá, porque hoy es 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, y los uñagateños están celebrando la fiesta. Seguimos juntos hacia el sur por un camino que va entre la carretera principal y el río, pero se tiene la impresión de ir por aquella y de que la poca tierra desmontada que se ve fuera, es la que hay entre los bosques de la orilla del río y los de las montañas. Pasamos por varios claros y bosques y por uno o dos riachuelos basta llegar a una serranía, mucho más cercana del río de lo que generalmente están las lomas, quizá a menos de una milla de distancia. Allí encontramos dos o tres chozas de campesinos, en una de las cuales había un baile. En el momento en que entré el cura estaba bailando con la muchacha más bonita que he visto en los alrededores. Lo mismo pensaba el resto de la concurrencia, porque alguien gritó, “¡Viva la pareja del cura!”, y en seguida todos empezaron a vivar desordenadamente pues aquí no se conoce nuestra costumbre de vivar al mismo tiempo, gritando tres hurras al unísono, tres veces, lo cual es una lástima. Estoy convencido de que gran parte de la eficiencia de una muchedumbre

anglosajona depende de los hurras simultáneos y vigorosos que la entusiasman; por eso ninguna nación ha logrado superarnos en este aspecto democrático. Un bochinche, aunque la gente esté diez veces más excitada, no tiene el poder tremendo de una muchedumbre borracha que siente su fuerza y unanimidad en tres hurras atronadores. Pero me estoy alejando del tema. “La pareja del cura” estaba vestida como una dama, como también otras cinco o seis muchachas. El resto llevaba solo camisa y enaguas. La pieza estabarepleta de gente y apenas pude entrar por atención especial de los asistentes. Imaginen mi sorpresa al ver allí a la piadosa y aristocrática Elodia Vargas, quien estaba de visita en el distrito. No hablaré por ahora del baile ya que tendremos ocasión de verlo nuevamente y más a espacio. Al rato nos anunciaron que el almuerzo estaba servido. Pasamos al corredor de otra casa donde habían puesto una mesa larga y estrecha, así que las señoras se sentaron en una barbacoa o banca fija de guadua, que había a la sombra, al pie de la casa, mientras que nosotros los del sexo fuerte nos sentamos bajo un sol vertical pero sin que nos molestara el calor. Fue un almuerzo incómodo. Había abundancia de carnes y suficientes platos pero faltaban cuchillos, cucharas y tenedores para todos los invitados, y las señoras rehusaron comer con los dedos. A mi me correspondieron un cuchillo y un tenedor, pero donde hay mucho se necesita mucho, y me pasé todo el almuerzo cortando pedacitos de carne para otras personas y muy pocos para mí. Había una mesa llena de músicos y de otros ejemplares de segunda importancia, pero la mayoría de los invitados o ayunaron o comieron en la cocina. Aquellos consistían básicamente de dos tambores y un clarinete, que tocaron mientras nosotros comimos, y cuando ellos comían nosotros nos sentamos en la casa; yo intenté conversar con la muchacha bonita, pero los resultados fueron mediocres. Entonces el cura, que parece el Maestro de Ceremonias ex officio, ordena: “Traigan el gallo y entierren la marmita”. Acto seguido cavaron un hueco en el césped y enterraron al pobre gallo hasta las orejas. Pero el hueco no quedó bien profundo y el gallo se incorporó con toda la tierra encima. Fue necesario hacerlo más hondo y apretarle la tierra alrededor para que no se volviera a salir. Mientras tanto, en uno de esos cortes del camino tan comunes aquí, colgaron a un pobre pato de las patas en la forma más elemental: colocaron dos postes de guadua en el suelo, sostenidos, por dos tipos, amarraron una guasca entre las dos guaduas y colgaron al desgraciado animal en la mitad. Las señoras se sentaron en el barranco del camino a ver el espectáculo. Los hombres a caballo pasaban a toda velocidad debajo del pato y trataban de arrancarle la cabeza. Yo los dejé en su diversión, y cuando volví el pato estaba muerto. Pero nadie lograba arrancarle la cabeza y lo único que hacían era quedar con las manos llenas de plumas y de sangre, así que decidieron dejar al invencible pato y divertirse con el gallo. De acuerdo con las reglas del juego, a una señora debía amarrársele un pañuelo sobre los ojos y darle un machete para que intentara cortarle la cabeza al gallo, en lo posible, de tres machetazos. El cura, que tomó la diversión bajo su patronazgo, escogió como verdugo a la más respetable y piadosa de las señoras, a nuestra aristocrática Elodia. Muy a pesar suyo, ésta se dejó amarrar el pañuelo, tomó el machete, dio uno o dos pasos en dirección al gallo, se detuvo y se quitó el pañuelo. Después trataron de convencer a la que había sido pareja del cura en el último valse, pero ella se resistió a jugar. Por último decidieron escoger a un hombre. Le taparon los ojos y apenas empezó a acercarse al gallo todos gritaron: “¡Por ahí no!", “¡Más a la izquierda!”, “¡Eso es, golpée allí!”, “Dé dos pasos más”, y le impartían las órdenes al tiempo, una y otra vez, hasta que confundido con los consejos gratis, dio tres violentos machetazos muy lejos de su objetivo. “¡Le cortó la cabeza!” gritaron seis tipos al tiempo. El verdugo se quitó la venda en medio de risotadas y vio la cabeza del gallo buena y sana entre las piernas. Otro empezó de nuevo el juego, pero yo ya batía matado mi curiosidad, o mejor dicho, ya se me había acabado la paciencia y me fui en busca de plantas. Cuando me estaba montando en el caballo para regresar vi que pasaban por encima del muro, a la cocina, los restos del segundo gallo.

El cura, las señoras y varios señores volvieron a esa misma hora a Libraida. Había habido un nuevo degüello y otro grupo, más grande que el de nosotros, estaba ya a caballo. Cabalgamos entre las lomas diluviales que circundan la aldea, gritando “¡Viva San Pedro !“. El cura me reclamó por qué no gritaba, así que me decidí a lanzar en inglés un entusiasta “¡Hurrah for Saint Peter!” que produjo un estallido de risa entre la concurrencia. Poco después nos detuvimos en una especie de taberna, donde el cura había ordenado que nos tuvieran un ponche de leche. Al noreste de la población hay una fuente, al occidente del camino que viene de Cartago, la cual provee de agua al pueblo que, a diferencia de otros, no está al pie de un río. No sé de ninguna otra fuente en el valle del Cauca. En la estación seca el agua de los arroyos y de los ríos disminuye a medida que descienden de las montañas, y en las épocas de lluvia solo aguas superficiales les aumentan el caudal. Me imagino que si se cavaran pozos encontrarían agua, pero actualmente no necesitan hacerlo. Me asomé un momento a la cárcel, que deseaba conocer pues por levantarse contra el gobierno en 1851 encerraron allí a algunos de mis jóvenes amigos conservadores cuando apenas tenían edad de escaparse de una azotaina de sus madres. Un poco antes de las cinco me fui a la hacienda de La Paila, y como mi distinguido acompañamiento no podía pensar en irse sin bailar toda la noche, me contenté con la compañía de dos muchachas de camisa y enaguas que no tenían permiso de quedarse hasta por la mañana. El camino es difícil de encontrar pues Libraida no está en el principal sino al occidente de este, de tal manera que tuvimos que andar varias millas antes de encontrarlo. El terreno despejado, o la mezcla de claros y bosques, no es continuo y en muchos sitios el bosque de las montañas se une con el que crece al pie del río. En estos sitios habían tumbado una docena de “rods” de monte a lo ancho para construir un camino, que hoy está lleno de yerba y donde no volverá a crecer un árbol. Pero hoy el camino no pasa por estos claros, y si uno los sigue puede llegar a una ciénaga intransitable o hasta un río pero sin manera de llegar a la orilla. Las aldeas pueden estar construidas lejos del antiguo camino, como es el caso de Libraida, o sobre él. El viajero abandona la supuesta vía principal y busca su propio camino. Como la tierra no está cercada ni existen trabajos de sostenimiento, no hay manera de saber cuál es el terreno de propiedad nacional por donde debería ir el camino. Ese día había barro y observé una orquídea grande y muy hermosa que crece en los árboles. Es una Cattleya blanca y rosada que aquí llaman azucena. Cosa curiosa, en los oteros encontré una orquídea terrestre que tiene un tallo de siete pies de altura, perteneciente a una sección completamente diferente del orden, pero con la flor tan semejante a esta Cattleya en tamaño, forma y color, que si me la mostraran sin el tallo no podría decir a cuál de las dos plantas pertenece; en cambio, el polen, las hojas y los hábitos de ambas son todo lo distintos que pueden ser. La planta terrestre era una Sobralia. Esto demuestra que el polen de las orquídeas ofrece una característica básica. En el río Las Cañas vi una guadua en flor. Es muy curioso que una planta tan común florezca tan poco. Mutis, que pasó su vida estudiando la botánica del país, nunca la vio. Caldas apenas una o dos veces, y fuera de mí, no sé de ningún otro botánico que la haya encontrado. Recogí todas las flores que pude. Las Cañas es casi siempre badeable, pues por lo general tiene un pie de profundidad. Más adelante, en medio de unos cerros bajos y a una distancia de media milla, encontré un árbol Passiflora delgado, pero tan alto que me tuve que parar sobre el caballo para cortar la rama más baja. Después hallé otra especie que es un arbusto. Es posible que haya otras pasifloras que no sean enredaderas. Este terreno ondulado se extiende por más de una milla y luego se llega a una llanura abierta, que bordeamos por el extremo oriental y se llama El Medio, el cual describiré más adelante. De nuevo nos internamos en un bosque por cuyo límite corre el río La Paila, el más

grande que se encuentra después de salir de Cartago. Corriendo algún peligro lo crucé diagonalmente y contra la corriente, pues aquí, por lo general, los caballos no nadan con el jinete encima. Desde entonces construyeron un puente de guadua para peatones. El sitio mejor para hacer un puente de guadua es donde haya un árbol grande cuyas ramas se extiendan sobre el río. En la orilla se clavan muchas guaduas altas y delgadas una al lado de la otra, de tal manera que los tallos se proyecten hacia arriba y encima del río. Si es necesario se añaden otras guaduas a las primeras hasta que las puntas de las de ambos lados del río se puedan doblar y entretejer en un arco, que cualquier arquitecto podría imitar con provecho. Claro está que el puente queda mucho más estrecho y delgado en el centro porque las guaduas se adelgazan en los extremos superiores. Sobre el arco colocan un piso hecho de láminas de guadua, a veces le añaden un pasamanos y aseguran la estructura con bejucos amarrados a las ramas del árbol que están sobre el agua. De tal manera que todo el puente es de tallos atados con bejucos y para construirlo no se necesitan taladros, ni cinceles, ni serruchos, ni clavos. Más allá del río el camino se orienta hacia el oeste para evitar una serranía muy alta. Nos dirigimos a la base del primero de los cerros y nos encontramos bien pronto en la vieja hacienda de La Paila, cuyo principal atractivo, para mí, es su dueña. En Chaqueral había conocido a la señora Emilia quien, según tengo entendido, es parienta de doña Paz, si no es hermana de ella. Recuerdo que esa vez conocí también otra señora de edad madura y que nos pusimos a conversar sobre las esposas y la familia de los clérigos en los Estados Unidos. Ninguna podía entender cómo una señora respetable accedía a casarse con un ministro del Señor, y les parecía francamente inmoral defender la idea del matrimonio del clero. Yo les mencioné al cura de El Banco y a los hijos que tiene todos los años, y les pregunté si no sería mejor que le permitieran tener una familia que sirviera de modelo. La señora desconocida dijo que prefería al cura de El Banco tal como es, porque así los sacramentos que administra son eficaces, a pesar de sus pecados, mientras que si se casara, los fieles que buscaran esos sacramentos encomendados a él, estarían perdidos. La señora Emilia expresó una opinión diferente, y algunos de sus comentarios hicieron que en el acto la tuviera en la más alta estima. Emilia Barriga se ha casado dos veces. Siendo Emilia Barriga de Sanmartín tuvo dos hijos, José Sanmartín Barriga, o Chepe, y José María, a quien llaman Pepe. Después se casó con don Modesto Flojo, del cual ha tenido un mundo de hijas —seis, creo— y hace poco un hijo. Sanmartín era dueño o, mejor dicho, tenía posesión de la hacienda de La Paila, asunto que explicaremos más adelante. El señor Flojo y los hijos menores tienen pocas propiedades, pero entre todos ellos no se notan diferencias. Todos los hijos de Emilia son niños inteligentes y amables, y el mayor, José Sanmartín, todavía no ha cumplido los diez y seis años. La hacienda de La Paila se extiende desde el río Las Cañas hasta el Murillo, que primitivamente servía de límite entre las provincias de Antioquia y Popayán. Mide aquí unas siete millas de ancho, y la longitud, desde el Cauca hasta la cima del Quindío, puede ser de unas treinta millas; de suerte que la extensión de la hacienda no es menor de quinientas millas cuadradas, y aun es posible que alcance al millar. Durante los buenos tiempos de la tiranía, cuando la prosperidad era la suerte de los ricos y el trabajo incesante el destino de los pobres, se dice que la hacienda llegó a tener 36.000 cabezas de ganado vacuno y 800 yeguas. Hoy estas son muy pocas y el número del ganado no es ni la décima parte de lo que fue. Hace doscientos años un Sanmartín, en su lecho de muerte, legó esta propiedad a las almas del Purgatorio, quedando convertida en un bien de “manos muertas”, término que supongo deriva de la palabra francesa mortmain. En el testamento se estipuló que la mayordomía de la tierra debería trasmitirse en forma similar a la de una corona, es decir, a través de los hijos mayores. Ninguno de los descendientes, como mayordomo, podía venderla o dividirla, pero el cargo no era un simple honor. Se suponía que la propiedad debí a pagar determinado número de misas anuales a $ 1,60 cada una, y que todo lo que produjera por encima de esa suma pertenecería al mayordomo. Las utilidades llegaron a ser tan altas que dicha

suma terminó por considerarse como una especie de tributo, y al mayordomo como propietario, sujeto únicamente a ese pago anual e irrevocable. Este arreglo fue diseñado con el fin de mantener esta propiedad, que es tan grande como un distrito, indivisa a perpetuidad y en manos de una sola persona. Las ideas republicanas pueden protestar contra semejante decisión, pero sería sacrílego cambiarla. Pero aún no he contado toda la historia. Otro Sanmartín, el abuelo del que legó esta propiedad para beneficio de las achicharradas almas del Purgatorio y para utilidad de los sacerdotes, la comprometió y gravó con diez misas anuales para el mismo fin caritativo. La persona que debía recibir los $16 anuales se llamó capellán y el gravamen capellanía. Estas palabras tienen la misma raíz que las palabras inglesas chaplain y chaplaincy,pero su significado es diferente. En el caso de que el capellán deba decir demasiadas misas, puede pagarle a otro para que las celebre y si logra contratarlas por menos de $16, puede embolsillarse la diferencia. Es más, el capellán no tiene que ser necesariamente un sacerdote y una capellanía es a la vez una propiedad y una mayordomía. El Sanmartín que estableció el mayorazgo, como se llama el derecho de mayordomía, legó a su otro hijo una capellanía de $ 160, la cual terminó en las manos de mi amigo Ramón González. La tierra gravada con una capellanía, aunque no esté en manos muertas, no se puede vender sin el consentimiento del capellán. En esta forma muchas propiedades se han visto gravadas hasta con seis capellanías y es casi imposible venderlas o dividirlas. ¿No existe remedio para esta situación? ¿Los Sanmartín del siglo XVII no se excederían en sus derechos al obstaculizar la alineación y la división de la propiedad por parte de sus herederos? Es mucho lo que se puede debatir al respecto y me imagino que algunos libros de leyes que no leeré nunca lo discuten interminablemente. Por mi parte me inclino a pensar que la medida debería anularse de todas maneras, porque una disposición de carácter supersticioso tomada en un testamento del siglo XVII no debe obstaculizar a la sociedad hasta el final de los siglos. Esta es también la opinión del gobierno democrático —ultra democrático— de la Nueva Granada. De ahí se desprende la ley para abolir mayorazgos y redimir capellanías y otros gravámenes perpetuos, o censos, como los llaman aquí. Son leyes execrables, condenadas por el Papa, condenadas por el arzobispo, condenadas por los obispos, por viejas fanáticas y por gentes de ambos sexos y edades, convencidas de que Cristo le dio este bello país a Pedro, Pedro al Papa y el Papa al arzobispo y a los obispos de la Nueva Granada, y que opinan que el hombre se creó para servir a la Iglesia y no la Iglesia al hombre. (1)

Este paso atrevido , denunciado por Pío IX en su alocución del 27 de septiembre de 1852, fue tomado por la administración de López y es el resultado de las ideas republicanas y de las necesidades del país, que apruebo irrestrictamente. Hace tiempo que se prohibió crear nuevos mayorazgos y ahora se han abolido de un solo golpe todos los existentes. Hoy se pueden transferir al gobierno los censos de una propiedad pagándole ocho veces su producto anual. Es decir, que toda esta propiedad pertenece a Chepe Sanmartín, quien poseía el mayorazgo, noobstante haber tenido solo doce años cuando se promulgó la ley. Y si se redimieran las capellanías, la propiedad no tendría máslimitaciones que las normales cuando un menor es heredero. Sin embargo, me aseguran que la ley ha tenido muchísimos resultados perjudiciales. Hospitales y colegios han corrido la misma suerte que los conventos de monjas y de monjes grasosos, ya que ellos también se les conoce como fundaciones pías. En estos casos las rentas perpetuas sobre la (2) tierra debieran ser irredimibles de alguna manera, cualquiera que ella fuera; pero me aseguran que los préstamos ordinarios de dinero con hipoteca son convertibles ante las exigencias de un tesoro nacional en bancarrota. Si esto es cierto, no cabe la menor duda de que es algo infame. Ruego a los expertos en la materia que no se rían y a los legos que no subestimen esta disertación sobre tenencia de tierras; fue mucho lo que tuve que estudiar, y aun ahora, mientras escribo, no estoy muy seguro de la exactitud de todos los conceptos. Es indudable que en Blackstone debe

haber términos legales que habría podido utilizar si los hubiera conocido; pero estos comentarios los escribo para los legos en esta materia, como nos llaman los abogados a nosotros los no iniciados en ella. Con segunda intención le inventé el mote de Flojo a don Modesto, el segundo marido de Emilia Barriga, porque en esta tierra de perezosos no hay nadie que lo sea más que él. Por consiguiente, la propiedad está abandonada, las vacas andan sueltas, los arrendatarios hacen lo que les viene en gana y si no fuera por dos circunstancias favorables, la familia se habría arruinado. Las características más notables del hombre que la buena Emilia escogió para padrastro de Chepe y de Pepe son su enorme entusiasmo por una bota grande para la montura, que cariñosamente llama La Pechona y escancia con demasiada frecuencia, y el amor que le tiene a los perros, a la cacería y al ocio. Las dos circunstancias que han salvado de la ruina a la familia son la energía de Emilia y la de un primo joven, con carácter muy definido, Damián Caicedo, abogado, de sangre mezclada y de origen bajo. A los diez y siete años no sabía leer. Un accidente afortunado lo inhabilitó para el trabajo físico y entonces se dedicó a estudiar, sometiéndose a toda clase de dificultades y privaciones. Ahora se ha hecho cargo de los negocios de la prima, y si no me equivoco, hará su propia fortuna al mismo tiempo que remedia la de sus amigos. No podía pensar en tener todas las comodidades que hubiera querido siendo huésped de esta familia, pero encontré otras cosas que compensaron las deficiencias. Pasé unos días muy agradables; le di clases a los niños, tarea que me gusta mucho. Además siento verdadera estima por la señora Emilia y estoy convencido de que si una sola persona de mis conocidos católicos pudiera entrar al cielo, esa persona sería ella. “Si usted solamente fuera cristiano, me dijo un día, sería el hombre más parecido a un santo de todos los que he conocido”. “Si yo fuera ‘cristiano’ y no el hereje que soy, sería como el resto de los cristianos, porque es su religión la que los hace ser como son “No, no es así. Los malos entre nosotros pecan a pesar de las enseñanzas de la Iglesia. Y todos necesitamos ser perdonados, pero el perdón solo puede darse en la forma señalada por Dios”. “Pero Dios no ordenó que la intervención de otro pecador fuera condición necesaria para conseguir el perdón”. “Y ¿cómo se atreve usted a negarlo?” “Mire, es un hecho lo que le voy a contar. Cuando era un niñito de seis años, como su hija Santa, abrí el frasco donde mi madre guardaba el azúcar y me llevé un pedazo del tamaño de un limón. Después de que me lo comí, la conciencia empezó a remorderme. No le tenía miedo a que me castigaran, sino a la ira divina. Así que me fui detrás de una loma, me arrodillé en un hoyo de donde habían sacado piedras, le confesé mi pecado a Dios y recé para que me perdonara. ¿ Cree usted que él me perdonó?” “¡Ah! Usted debería hablar con un sacerdote y no con una mujer ignorante como yo”. Emilia quería tener mi librito del Nuevo Testamento y sentí no poder dárselo, pero mi Biblia es demasiado grande y pesada para llevarla conmigo cuando dejo los baúles en alguna parte, así que no pude prescindir de él. (Más tarde se lo despaché por correo desde Cartagena. La franquicia me costó cinco centavos porque pesaba más de cuatro onzas).

Mientras estaba aquí vino la hermana de Damián junto con una señora mulata que va a ser la maestra de los niños. Ninguna de las dos es interesante. Las señoras comen en la mesa después de que nosotros terminamos; dos o tres veces logré sentarme con ellas, pero prefieren que yo coma con los señores. Dentro de la casa las piezas no tienen puertas, lo cual es lo corriente aquí. Hay dos cuartos y un pasadizo; en este último dos camas, y el que de día sirve de cuarto de estar y de estudio es el dormitorio principal por la noche. Mi hamaca necesita mucho espacio, así que amarro una de las cuerdas en esa habitación y la otra la saco por la puerta hasta una columna del corredor; en esta forma ocupo toda la casa con la hamaca, pero yo en realidad duermo solo en la pieza del frente. Los niños duermen en esteras en el suelo, envueltos en una cobija como en un capullo. Clementina, la niña mayor, duerme con el bebé acurrucado maternalmente en los brazos. Todos los niños se desnudan completamente antes de envolverse en la cobija; tuve el atrevimiento de preguntarles si las señoritas hacen lo mismo y ellos me dijeron que sí. No puedo calcular cuántas casas hay en la hacienda; están dispersas desde el camino hasta el río, no hay ninguna al oriente del camino. Una hilera de casas se extiende a lo largo de la llanura que está al norte de La Paila y que se llama El Medio. En este casi todo el mundo es blanco, pero en la margen sur del río, más o menos media milla abajo del vado, hay un grupo de gentes con buena proporción de sangre negra. En el extremo sur del camino, al salir de la hacienda, no hay habitaciones. Estos grupos de familias de vaqueros de todos los colores han sido motivo de cuidadoso estudio por mi parte. Las principales exportaciones de esta región son toretes, potros y cerdos. A estos últimos los crían las gentes que viven en los bosques del río y a los potros y toretes las familias del llano. Algunos de los arrendatarios pagan la renta en servicio personal, que prestan generalmente a caballo los viernes y los sábados. Otros pagan el alquiler del terreno en dinero, el cual oscila entre $ 1,60 y $ 3,20 anuales. Todos tienen sus estancias o parcelas en el bosque y cada uno posee de medio a dos acres, encerrados por cercas circulares o elípticas hechas con guadua rajada. Los que viven en la llanura o tierra abierta tienen a veces que recorrer grandes distancias para ir a la parcela, pero como el trabajo en ella es ocasional, la molestia es poca. En el bosque también se encuentran unos pocos cacaotales. La gente no es tan precavida como para sembrar algo que se demora tanto en producir utilidades. Los platanales dan fruta madura en un año más o menos, y se pueden mantener indefinidamente, pero cuando la cerca se pudre, prefieren sembrar en otra parte. Estos cercados se encuentran en el bosque seco que se extiende hacia el río, situados a poca distancia los unos de los otros, como pasas en un pudín. A veces hay dos cercados juntos y otros que casi limitan entre sí. También siembran caña, pero en poca cantidad; apenas para dársela a los caballos, para hacer aguardiente y fabricar panela. En la hacienda hacen sacos de cabuya y hay un hombre que teje sombreros de jipijapa, pero posiblemente nada se vende fuera de la hacienda y tienen que comprar todos los artículos de ropa, hasta los alpargates. Demorémonos ahora a observar detenidamente una vaquería. Intentaré describirla, empezando por decir que la propiedad tiene tres diferentes manadas de yeguas y de vacas en tres potreros o dehesas: el Medio, el Central y el Guavito. El potrero Central está separado de el Medio por el río La Paila y del Guavito por tierra quebrada que va del bosque oriental al occidental. Describiré el rodeo que se llevó a cabo el viernes en el Guavito, que es la dehesa más grande. Ese día por la mañana, al despertar, sentí un ruido inusitado. Era el paso de los caballos que iban al corral que se halla cerca de la casa. Los vaqueros debían haberse levantado temprano porque todos estaban trayendo los caballos del potrero central. El objeto de la redada era reunir los animales para las actividades del día en el Guavito. Pero eso lo describiremos más tarde; entre

tanto, mientras nos preparan el desayuno, veamos las bestias que vamos a montar hoy. Los caballos son los más sumisos y mejor amansados que haya visto. Obedecen a la menor insinuación que el jinete les haga con la rienda. Con la mayor paciencia aceptan hasta los caprichos del coleccionista de flores, aun a costa de meter la cabeza en un matorral lleno de espinas. El jinete puede pararse en el lomo dejando la rienda suelta o en la cabeza de la silla. Tiene por lo general un paso muy suave, son pequeños y no se da mucha importancia a saber quiénes fueron sus progenitores. Aquí fabrican los frenos y nadie confiaría en uno hecho en otra parte. En realidad el freno caucano es un artefacto tremendo. Las riendas están unidas en los extremos de una barra de primera calidad; el fulcro va dentro de la boca del caballo, contra la mandíbula inferior, y atrás el otro extremo de la barra presiona el paladar y hace que el animal abra la boca. Si el caballo se resiste mordiscando el aparato, únicamente puede morder dos cilindros huecos dentro de los cuales el freno tiene libre juego. Una cadena gruesa pasa por la boca, cerca al fulcro; otra debajo de la mandíbula contrarresta el efecto de la primera, y cuando fuerzan el freno dentro de la boca, las cadenas agarran fuertemente la mandíbula. Una tercera cadena junta los dos puntos donde van las riendas. Estas y la cabezada son de cuero sin curtir, trenzado o retorcido, según lo ordenen el gusto y las posibilidades económicas. Las riendas pueden soportar un peso de media tonelada. Sobre la frente del caballo va una pieza decorada que puede bajarse para taparle los ojos si se quiere dejarlo sin amarrar. Por último, las riendas se unen en un punto conveniente para el jinete y luego se separan en dos tiras largas, que pueden utilizarse para amarrar el caballo o como látigo. La silla es digna de ser estudiada por un anatomista. Los cojinetes forman una cubierta que la rodea y son de cuero parecido a vaqueta. A menudo la silla es acolchonada, con bordados en seda y dos bolsillos o alforjas inmensas donde caben un par de zapatos o $ 200 en plata. Al quitar los cojinetes se ve una superficie dura de cuero, la coraza, y si apartamos ésta aparecen tres correas de cuero sin curtir que cruzan la silla en tres direcciones diferentes y se unen en una argolla a cada lado. La cincha consiste en cuero sin curtir y retorcido que se pasa varias veces por la argolla de un lado al otro, y que se ajusta pasando la correa cuatro veces por la última argolla y por otra que está al lado. La correa se jala bien y luego se le hace un nudo especial. Debajo de las correas de la cincha hay todavía otra cubierta de cuero, bajo la cual está el esqueleto de la silla, hecho de madera y de hierro y acolchonado. Por la mitad del esqueleto, o del fuste, para ser más exacto, va una correa muy resistente que se asegura en el centro con una tira de cuero que se pasa variasveces por encima del fuste y de la correa, amarrándolos fuertemente. En ambos extremos de la correa hay huecos para asegurar los estribos. Los de cuero son importados, pero los mejores son los de cobre o de madera en forma de babucha. También se usan los comunes en forma de aro y hasta un palo de madera sostenido por dos cuerdas. La grupera es igual a la nuestra, pero la silla del vaquero debe tener además una arretranca para que el caballo pueda detenerse con fuerza sin hacer mucha presión sobre la cincha. Debajo de la montura y para proteger al caballo se coloca un sudadero, que puede ser una esterilla, una alfombrilla o en último caso un costal doblado. Me habría evitado muchos trabajos si en algún libro hubiera aprendido que en la Nueva Granada a la montura con cabeza y a un sillón con brazos denominan silla; que a la silla de montar sin cabeza, a la silla de montar para damas y a la tortuga de agua dulce las llaman galápago; que la silla común se llama taburete; que la de brazos y acolchonada la llaman poltrona; a la otomana y al escabel, cojines; al sofá sí le dicen sofá; pero a un nido sin espaldar canapé y si tiene espaldar escaño; y la banca sin espaldar la llaman banco. La silla, las riendas, el sudadero, los estribos y el cabezal (jáquima), constituyen la montura. El viajero debe tener siempre su propia montura y cuidarla bien. Los caballos, vacas y cabras pueden comerse el sudadero, y los perros el resto, a excepción de las partes de cuero curtido, de madera y de hierro; y estas últimas, incluyendo las cosas que lleve en los cojinetes, las pueden robar los peones; las lavanderas acaban con la ropa, y los mosquitos, las pulgas y las niguas con la piel del viajero. Feliz el que pueda conservar sanos los huesos y la conciencia (especialmente esta última) y perdiendo solamente dinero y parte de la carnadura, logre regresar a su tierra natal con el crédito y el físico

intactos.

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Pero ¿a dónde va esta digresión? En primer lugar, el desayuno ya está listo, y en segundo lugar no tengo ningún derecho a quejarme porque la verdad es que la correa me queda apretada, únicamente los insectos más respetables me han chupado la sangre, y de todas maneras me ha parecido que esos bichos son menos numerosos y más chiquitos que en mi país. ¡Montemos y vámonos ya! Quitémonos las pantuflas, pongámonos los alpargates y los zamarros; asegurémonos bien las espuelas, tomemos la guasca (cuerda de cuero con un lazo en el extremo) y amarrémosla al lado derecho de la montura, haciendo el nudo que nos enseñó Pepe, pongamos el cabestro al otro lado y montemos el caballo. Encontraremos vaqueros peor montados que nosotros, sin cojinetes ni cabestro, sin zamarros ni alpargates, con la espuela en el talón desnudo y los pantalones arremangados para que no se les embarren. Veremos a más de uno con solo sombrero, ruana, pantalones y espuelas, los piesmetidos en estribos de madera o simplemente apoyados en un pedazo de madera suspendido de la montura con una tira de cuero.

El vaquero

A medida que nos acercamos al Guavito unos vaqueros dejan que las yeguas vayan adelante y otros traen yeguas de distintos potreros. Todas entran al corral juntas y sus pasos suenan como la lluvia sobre el techo. El corral tiene adentro un cercado a donde ellas van directamente. Un vaquero a caballo vigila la puerta y los que no están montados a su gusto van a enlazar otro caballo. Esto lo hacen por lo general a pie. El vaquero toma la guasca enrollada con la mano izquierda y el lazo con la derecha. El nudo corredizo o llave no le queda en la mano sino a una tercera parte del círculo formado por el lazo, tal como aparece en el diagrama adjunto, en el que el diámetro más largo de la elipse es de aproximadamente cuatro pies; es decir, que no se debe juzgar su tamaño por el de la mano. El vaquero tiene el lazo en la mano, ya escogido el animal que desea enlazar y espera que se mueva la manada. En el momento que ve aproximar la presa, empieza a volearlo alrededor de la cabeza de forma que el lazo corredizo se mantenga abierto hasta que llegue la ocasión propicia para lanzarlo. Entonces va soltando la guasca con la mano izquierda y dejándola correr por la derecha hasta que sea el momento de jalar duro.

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Manuel Murillo Toro, secretario de Hacienda de .J. H. López, logró que el Congreso sancionara la ley de redención, la cual estuvo vigente hasta 1855, año en que los conservadores llegaron al poder. Sobre el problema de Censos y Capellanías, consúltese a Germán Colmenares, “Censos y Capellanías: formas de crédito en una economía agrícola”, en Cuadernos Colombianos, Nº 2, Bogotá 1974. 9

En el texto original “redimibles”, pero parece ser un error de imprenta, porque entonces la frase no tendría sentido. (Nota de la T.). notas sin ubicación

El lazo

Creo que la idea que tenemos de la habilidad en el uso del lazo es exagerada. Aun en el corral se considera un éxito enlazar cinco caballos en diez tiros. Alguien me aseguraba que en cien tiros podría enlazar ochenta o noventa caballos. Pero hizo seis intentos y no enlazó sino uno. Así y todo, el lazo y el látigo, el arco y la escopeta son los cuatro instrumentos con que el hombre mantiene su derecho a gobernar el mundo animal. Cuando un caballo amansado se da cuenta de que el vaquero lo va a enlazar, intenta mezclarse con los otros y mantenerse lo más próximo posible de la cerca, y cuando el vaquero se le aproxima sale a toda velocidad al otro lado del corral. El vaquero le tira el lazo y en el momento que este le toca el cuello, el caballo se para, tan manso como la niña que atrapan jugando a la gallina ciega. En cambio, cuando un potro se da cuenta de que van a enlazarlo se desespera, y al ser agarrado, corre y se ahoga con el lazo, se encabrita y se tira al suelo, pero todo es en vano. Para poder volver a respirar normalmente y para que terminen los estertores como de moribundo, es necesaria la mano del hombre, de ese hombre al que siempre había tenido pánico. Los caballos ya están encerrados con trancas de guadua y nos vamos en caravana a traer las vacas que mansas pastan en el llano abierto. Dando un amplio rodeo nos alistamos a acercarnos entre ellas y el bosque. “Examinen las cinchas”, dice Cristóbal, que es quien dirige el grupo. Todos inclinan las cabezas y algunos se desmontan. “¡Listos!”, la columna avanza a galope tendido y pronto una línea de treinta jinetes, a una distancia de tres a diez “rods” entre cada uno, se extiende desde la vacada hasta su posible refugio. Nos acercamos y las vacas, mugiendo, siguen apacible pero rápidamente en la dirección que les señalan los vaqueros. De pronto una vaca con la cabeza levantada y la cola horizontal y rígida se escapa corriendo hacia el bosque. Dos vaqueros la persiguen y en un momento siente el lazo alrededor de la cabeza. Sigue corriendo hasta donde él se lo permite, después la cabeza no puede avanzar pero el cuerpo se resiste, cae al suelo y se niega a levantarse. Uno de los vaqueros se acerca teniendo cuidado de no hacerse en el círculo del que la guasca templada forma el radio y su compañero el centro. Haciendo girar el extremo de la guasca, la lanza como un rompecabezas sobre la pobre rebelde, que se incorpora, pero no da un paso. El vaquero levanta el pie y le clava la espuela en el lomo. La vaca se apresura a andar y el caballo del vaquero, al sentir que la guasca se afloja, empieza a andar siguiendo los movimientos de la vaca. Esta camina en zig-zag, y forcejea un rato, se enfurece y se pone agresiva con el vaquero que la conduce. Pero entonces el segundo vaquero la enlaza de los cuernos, y cada jinete le impide que ataque al otro. Me contaron que una vaca se encolerizó tanto que cayó muerta de la rabia. Los toros, en cambio, no se ponen nunca tan furiosos. Entre tanto, la manada, mugiendo y corriendo, entra en el corral y da vueltas y vueltas como si fuera un remolino lleno decuernos. Por último llega la prisionera; pero ¿cómo vamos a hacer para soltarla? El que agarra un lobo por las orejas debe pensar primero cómo le va a ir cuando suelte su presa. Soltar una vaca toma más tiempo que cogerla. Un tercer vaquero le tira el lazo de manera

que este quede parte sobre el lomo y parte en el suelo, detrás de la vaca. Si esta no se mueve por su cuenta, el vaquero le agarra la cola y se la jala. Ya sea que la vaca obedezca o resista, termina poniendo las patas sobra la guasca, la cual se puede jalar amarrándola por la mitad del cuerpo, pero lo que hacen es dejarla correr hacia atrás, atándole las patas, y al jalar la guasca la vaca se cae y queda inerme. Vi a un perro arrastrar por las patas, fuera del corral, a una vaca amarrada en esta forma. Ahora los vaqueros pueden acercarse, le quitan los lazos de la cabeza y vuelven a montar. La guasca, ya floja, permite que la vaca ponga las patas adelante y al separarlas se abre el lazo. La vaca se para, vacila un momento y embiste al jinete, quien le hace el quite. El animal menea los cachos de un lado al otro como si estuviera maldiciendo por dentro y corre a reunirse con la manada, la cual aprende así que es dura la suerte de los rebeldes. El corral exterior tiene dos puertas: un jinete se coloca en una de las entradas, y en la otra, sobre un palo, ponen una ruana. Ya podemos ir en busca del rebaño más salvaje. Cabalgamos hacia el río por un hermoso valle salpicado de grupos de árboles corpulentos y matorrales de acacia espinosa. ¡Silencio! Nos deslizamos por un sendero, girando en torno a un centro invisible. Ahora parte Cristóbal a todo galope, con la cabeza inclinada sobre la crin del caballo. Todos los seguimos y de pronto la manada nos ve gritando y cenándole el paso al refugio en el monte. Unos pocos animales, desesperados, se lanzan a un matorral de espinos que hay detrás de nosotros y el resto galopa en dirección contraria. Una hondonada boscosa se interpone en el camino al corral, y en vez de cruzarla, casi todo el ganado rompe nuestras filas y desaparece en dirección al río; la mayoría de las reses logran huir, menos algunas que enlazan mientras huyen. Los que no han podido capturar ninguna presa, baten los rastrojos, sacan alguna res de su escondite y la enlazan cuando sale corriendo. De esta manera logramos capturar al menos parte del rebaño salvaje, y nos queda la esperanza de hacerlo mejor en la próxima ocasión. Ahora comienza el trabajo del día. ¿Qué ternero está sin marcar en la oreja? ¿Qué mamón de dos meses no ha sido marcado en el cachete? ¿Qué torete no ha sido herrado de por vida en el anca? Un lazo en la cabeza y otro en las patas. Un fuego encendido junto a la cerca, y ya las marcas de hierro están al rojo. Aquí hay un ternero con una excrecencia. Con el machete hacen una espátula de madera y le sacan cincuenta larvas de todos los tamaños, después de lo cual rellenan la cavidad con la primera sustancia seca, suave y absorbente que encuentran a mano. Este es un torete furioso con el que no se puede bromear. Pasan la guasca por un palo rematado en dos puntas, la horca, y el animal busca en vano aproximarse al vaquero: cada movimiento que hace lo lleva fatalmente hacia la horca, hasta que la toca con la cabeza y le amarran las patas. ¡Cuidado con él cuando lo suelten! Sin embargo, en los cinco meses que viví en haciendas apenas supe de un caballo herido por un toro. Por fin sueltan las reses que salen mugiendo del corral. Ahora les llega el turno a los caballos, que son propensos a muchas más enfermedades que el ganado vacuno, valen más por cabeza y además hay que amansarlos. Debido a ello los examinan con más frecuencia y cuidado, y quizá por tal razón no son tan salvajes. Esta clase de vida sería muy peligrosa si no fuera porque el vaquero es tan resistente. Va corriendo a todo galope, el caballo mete la pata en un hoyo cubierto de pasto y el jinete cae en tierra, como si hubiera sido lanzado desde un vagón en marcha. Se pone de pie rápidamente, toma la guasca, y si la vaca que persigue no se ha perdido de vista, continúa la cacería. La cincha se rompe cuando lleva un toro atado a la cabeza de la silla, y el vaquero es capaz de salir ileso. Solamente tuve conocimiento de un accidente serio, con luxación de la articulación del hombro. Tanto el caballo como el jinete parecen gozar muchísimo en las vaquerías. Es una tarea muy dura para el caballo, que puede lesionarse gravemente antes de mostrar algún signo de flaqueza. Una escena curiosa da fin al rodeo. Un vaquero enlaza un potro cerrero para amansarlo; logra con grandes esfuerzos cambiarle la guasca por una jáquima y ata al potro enfurecido a la cola de su caballo, que marcha del corral a la casa con la dulce resignación de un padre que tiene un hijo disipado.

No me ha tocado ver amansar. El potro rebelde a diferencia del prototipo bípedo, se va volviendo más y más tratable y por último sigue adelante sumisamente. Entonces se le maneja en la misma forma pero con el jinete encima, hasta que comprendiendo que la cabeza no le pertenece, no intenta defender el lomo. Al caballo que utilizan para amansar a un potro lo llaman padrino. Ni los golpes ni el abuso hacen parte del sistema. El amansador vigila cuidadosamente el paso del alumno. En algunos casos le ata una pata de adelante a una de atrás con una cuerda, obligándole así a dar pasos más cortos que los naturales u ordinarios. Otras veces le amarra en las patas bolsas llenas de arena o de balas para obligarlo a que las levante mejor. Lo hace caminar en círculos pequeños o en círculos dobles formando un ocho. No le enseña a trotar ya que no hay carretas de caballos. El padre de los potros es polígamo y mantiene la familia atajada (sic) y tan sometida que no la deja mezclar con la de sus vecinos. Cuando en una recogida, como se llama el encierro en el corral, se juntan todos, al salir llama a los suyos, y si alguno desobedece, lo busca y lo castiga con los dientes. Rara vez los padrotes pelean entre ellos, aunque me imagino que solo llegan a entenderse tan bien después de una que otra pelea. Únicamente me tocó presenciar una riña entre caballos y el que la empezó fue el de un viajero que entró a un potrero y aparentemente desconoció los acuerdos, tratados y treguas allí vigentes. Individualmente los caballos aquí no son tan apreciados como deberían serlo en un campo de pastoreo. Por el precio de un buen caballo nuestro podrían comprarse cuarenta de estos, de los cuales, más de la mitad no tendría un precio superior a $ 25 por cabeza. Pero establecer una cría científica requiere más cuidados de los que nadie está dispuesto a dedicarle. Los padrotes no están exentos de prestar servicios de montura y con una excepción los he encontrado tan manejables como cualquier otro caballo. Las señoras los montan y cabalgan pasando cerca de manadas de caballos sin que se presente ningún problema. Alguna vez un señor me dijo que esa mañana había amanecido con una onza más de oro de la que había esperado tener, y me pidió que, como yanqui tratara de adivinar la razón. Le contesté que seguramente la yegua que él creía que iba a dar un potro había tenido una mula. Acerté. El valor que se le da a esta raza híbrida fomenta la práctica repugnante de enana, cosa que estuvo prohibida en la ley mosaica. El asno es un animal privilegiado en la hacienda. Al propietario le dolería muchísimo cualquier golpe que recibiera la piel suave del animal. El asno va donde le place, entra a la casa, pasa por el comedor a la cocina en busca de maíz o de sal. Si lo encuentra lo toma sin ninguna limitación. En La Paila hay dos burros. Dulce y plácidamente van de potrero en potrero, a veces están en el Medio y otras en el Guavito. Los dos son amigos y en una ocasión que venían de un festín en la cocina me tocó oírles entonar un dúo en el comedor. ¡Pensad en esto aficionados! Vosotros que exagerais una serenata felina al aire libre, en la noche y bajo la ventana cerrada, ¿ qué diríais frente a los rebuznos concertados de dos borricos dentro de la casa? A algunos padrotes, cabezas de familia, se les somete a una operación cruel: les hacen una incisión en la uretra que corta toda esperanza de tener progenie. A la víctima le dicen retajado y a mí me encanta llamarla sacerdote, para escándalo de los fieles y diversión de los irreverentes. Es notable observar que los burros tienen relaciones cordiales con los pobres retajados y en cambio libran batallas tremendas con los otros caballos. En una de esas peleas un manso “fraile” resultó con la oreja herida, la cual nunca más girará “perezosamente en torno al eje del cráneo” y estará agachada para siempre debido a los mordiscos del padrote. Un día, al anochecer, tuve el gusto de ver llegar a don Ramón González acompañado de tres hombres que durmieron esa noche en el corredor. Temprano por la mañana ellos y todos los vaqueros disponibles de la hacienda se fueron a caballo y regresaron antes del desayuno, uno por uno, o de dos en dos, trayendo cada cual un torete. Algunos de los hombres estaban tan bien montados y su presa era tan tratable (tratable del latín traho, arrastrar) que un jinete solo podía llevar un toro. Pero por lo general se necesitaba otro hombre para ayudar al que arrastraba al

animal. En el caso de los furiosos había necesidad de otra guasca para defender al vaquero del asalto de su presa. Todos estos dúos y tríos se dirigían al corral central, donde media docena de prisioneros daban vueltas malhumorados mientras nosotros desayunábamos. Cuando terminamos, los vaqueros estaban ya reunidos, se aplazó la comida y la redada de los toros prosiguió hasta el anochecer. Algunos tipos mal intencionados soltaron los toros en forma peligrosa, sin tomar las debidas precauciones, y estos embistieron a un caballo que murió al día siguiente. Entonces adoptaron dos formas diferentes para soltarlos. La primera consistía en que después de que el animal entraba al corral, varios hombres, jalando al tiempo de la guasca, lo arrastraban hasta el pie de la cerca y entonces uno de ellos, con solo la cerca entre él y los cuernos del animal, agarraba el lazo y al aflojarse la guasca, lo soltaba y el Bos taurus quedaba libre. La otra forma era todavía más ingeniosa y fácil. Al entrar el toro al corral, lo tumbaban tirándole un lazo a las patas y le enlazaban los cachos de tal manera que pudieran arrastrarlo. Ya dentro le desataban las patas, el toro se incorporaba, jalaban la guasca (contra-guasca) de los cachos para soltarla y si esta se enredaba el toro acababa por quitársela de encima. Por la noche del segundo día habían capturado treinta y un toros a $ 6,40 cada uno, es decir, más de lo que paga la capellanía de don Ramón; por el resto éste paga a cinco francos cada uno. Como los toros están destinados a ir al matadero en el curso del año, no hay necesidad de marcarlos ni de contramarcarlos. Esto último significa volver a marcarlos, porque así como la segunda negación, en inglés, cancela la primera, la contramarca cancela la marca. Al día siguiente muy de mañana los jinetes van al corral. Todos los animales tienen índoles distintas, aunque estén con hambre y totalmente inconformes con su situación. Hay pocas peleas entre ellos y a medida que se van tranquilizando entran más y más jinetes que rodean a los toros y los hacen concentrar como si estuvieran formando una masa compacta. Yo también monté a caballo después del desayuno. Algunos de los vaqueros del Medio y otros de don Ramón siguieron concentrando los toros mientras gritaban “Toma, toma”, que es como se les dice a los perros y a otros animales domésticos cuando se les ofrece alguna cosa de comer, y es también la forma de llamar a los toros. Pero no creo que estos sintieran especial atracción por tal llamado. Finalmente abrieron la tranca, media docena de vaqueros permanecieron dentro del corral y el resto se colocó en dos filas formando un camino en dirección de las márgenes del río La Paíla. Con alguna dificultad lograron sacar todos los toros y hacerlos marchar por el camino guardado por los jinetes. A medida que iban saliendo, nosotros avanzábamos muy despacio gritando “Toma, toma”. Uno de los toros se escapa y tres vaqueros lo persiguen. Al momento lo tiran al suelo, le amarran las patas y solo cuando nosotros llegamos hasta allí con los otros toros, lo vuelven a soltar. Varias veces tuvimos que detenernos por escapadas y capturas semejantes a esta, hasta que don Ramón decidió pacificar un animal especialmente díscolo. Lo amarraron de las patas, él se bajó del caballo y parándose frente al toro le froté pimienta en los ojos. Mientras tanto el caballo, echándose para atrás, jalaba fuertemente la guasca que estaba amarrada a la silla. Si en vez de jalar hubiera dado dos pasos hacia adelante, el toro se habría soltado y enfurecido como estaba por los efectos de la pimienta habría causado una verdadera tragedia. Pero el caballo conocía sus obligaciones y las cumplía. En un principio éramos sesenta y cinco jinetes, algunos temerosos de los cuernos de los toros, pues se necesita un conocimiento profundo de la conducta de estos para que el caballo no sufra en semejante vecindario. Poco a poco, a medida que avanzaba la caravana, se iban dispersando los vaqueros hasta que al fin solo quedaron unos pocos de la hacienda con los de don Ramón.

LAS DIVERSIONES DEL HACENDADO Ascenso a Cara de Perro — Bosque virgen — El destino manifiesto — Ciénaga de Burro — Entierro — Niguas en la iglesia — Descuido de los enfermos — Alegría por los muertos — Destilando aguardiente — Elecciones —Nombres — San Juan — Vestido de novia — Baño después del baile — Murillo — Overo — Bugalagrande — El bosque en la noche — La ventaja decontar con un guía.

Cerca a la casa de La Paila hay varias lomas que aunque prácticamente no tienen rocas, son muy agrestes y empinadas, con las laderas llenas de bosques y las cimas cubiertas de yerba. El cerro más alto se llama Cara de Perro, porque tiene la forma parecida a la cabeza de ese animal, y dicen que la cumbre es la nariz. No creo que su altura sobrepase el diámetro de la base, pero llegar a la cima me costó más esfuerzo que el que he hecho en cualquier otra subida. Esta clase de lomas es muy común en la región y se levanta al oriente del camino y a lo largo de todo el valle del Cauca; Cara de Perro es el cerro más alto de estos alrededores y no vi otro mayor. Me contaron que había una cueva en las laderas de Cara de Perro y tenía muchos deseos de visitarla pero no resultó ser sino un corte en el estrato horizontal de arenisca, en el que la saliente superior de la roca sobresalía un poco sobre la de abajo. Es esta la idea que tienen los caucanos de una cueva. En otros sitios las laderas son mucho más escarpadas que las de cualquier terraza artificial. A varios de estos cerros se puede subir por peldaños que han tallado en la roca, pero otros es imposible pensar en escalarlos. Para hacer esta excursión escogí un día de fiesta, en el cual aquí sería pecado trabajar en algo común y corriente, pero que es el día preciso para hacer algo extraordinario, como, por ejemplo, arriesgar el pescuezo escalando precipicios o cazando venados. Me acompañaron dos señores, uno de los concertados (trabajador contratado por año) y el carpintero de la hacienda, que es todo un personaje. Se llama Pío Quinto pero en realidad no le hace honor a su nombre, ya que las principales cualidades de este vagabundo parecen ser su profunda repugnancia por el trabajo, su amor por las bebidas fuertes, por la geometría, los libros religiosos y las mujeres de vida alegre. La primera precaución que tomamos fue llevar una calabaza llena de jugo de caña, que aquí llaman chicha y en el valle del Magdalena guarapo. “Su Santidad”, movido por el afecto natural que le profesa a todo líquido con contenido alcohólico, se hizo cargo de llevarla. Nos internamos en los bosques que rodean la base de la loma y al empezar el ascenso tuvimos que abrirnos camino con los machetes, hasta que salimos a un barranco cubierto de yerba que terminaba como una fortaleza contra la cumbre escarpada. De ahí en adelante teníamos que agarrarnos de la yerba para poder subir, y por eso el ascenso de los que iban atrás se hacía más difícil. Me detuve un momento para tomar aliento y para mirar a Pío Quinto. Estaba exactamente de bajo de mí, sudando copiosamente y temblando como una hoja. Tenía el consuelo de saber que si yo llegaba a resbalar lo arrastraría a él hasta una profundidad que no era nada agradable intentar calcular a ojo. Prefiero mil veces escalar montañas por un suelo rocoso, pues si la roca es firme no hay tanto peligro de rodar; pero eso de tener solamente el sostén de la raíz de la yerba entre uno y el precipicio, es realmente escalofriante. El concertado tuvo que bajar de la cima para traer la calabaza que el carpintero había abandonado a mitad de camino. Mientras tanto nosotros contemplábamos el bellísimo e interesante paisaje que se presentaba ante nuestros ojos. La cordillera occidental, a cuyos pies corre el Cauca, se extiende de sur a norte casi en línea recta y se eleva en forma abrupta hasta la mayor altura justamente al frente nuestro. Del río Cauca no se

puede ver nada, porque está del todo oculto entre los árboles que forman un bosque aparentemente interminable, el cual nos hace olvidar las innumerables casas y parcelas cultivadas y las grandes llanuras entre el río y las montañas. El paisaje del oriente es más interesante. A nuestros pies divisamos el río La Paila, bordeado por guaduales, increíblemente hermosos y con el follaje de un verde más verde que el de cualquier otra planta. Menos de una legua más arriba hay un sitio sin árboles, lo que aquí llaman llano, ya sea el terreno ondulado o plano, mientras que a la tierra cubierta de matorrales y árboles, si solo se extiende por pocas millas le dicen monte, y montaña si es más extensa. Durante la guerra de 1851 escondieron todos los caballos de la hacienda en ese llano y así pudieron salvarlos. Más allá, sobre las márgenes del Bugalagrande, se ven las dehesas de San Miguel, donde los rebeldes de 1841 descubrieron los potreros en que habían escondido otros caballos. Ambas dehesas apenas son dos manchas en el inmenso paisaje de llanuras tras llanuras que no han sido holladas por el pie del hombre desde que los españoles exterminaron la densa población indígena que encontraron viviendo pacíficamente en el país. Al someter a los indios, ¿aumentó su felicidad? ¿Se sustituyó su paganismo por una religión más moral y menos sangrienta? ¿ Qué se hizo toda esa población? ¿ Cómo es posible que hoy no veamos ni un solo indio en este valle? ¿ Quién nos hablará delos inocentes amores a la sombra perpetua de esos árboles bajo los cuales murmuran las aguas de La Paila? ¿ Quiénes serán los próximos en visitar ese sitio abandonado desde hace tanto tiempo? ¿De qué raza y nación será el leñador cuya hacha tumbe los árboles que por trescientos años han estado a la vista del hombre blanco, pero en sitios donde él no ha penetrado nunca? ¿Quién podría darnos respuesta a todos estos interrogantes? Todavía embargados por el deseo de penetrar en esas regiones, anhelo que quizá nadie en esta generación realice nunca, regresamos por un camino menos empinado que el primero, pero aun así llegamos a un cerro dificilísimo de bajar, pues de todas maneras el descenso por lugares escarpados es siempre más difícil que la subida. Un plano inclinado y continuo produce casi el mismo temor que se siente al borde de un precipicio cuando no se pisa tierra absolutamente firme. En esa tónica meditativa me detuve en la ladera. Los tallos de la Fourcroya se elevaban hasta veinte piés y estaban coronados de flores blancas, que rara vez maduran en frutos, pero tenían innumerables bulbos, que cuando caigan echarán raíces al momento. Había dejado el machete en la casa y entonces me puse a cortar con la navaja un tallo inmenso, de cinco pulgadas de diámetro; mientras lo hacía pensé en la absurda tarea de un yanqui destruyendo una planta que (1) había tomado tanto tiempo en crecer. Eso me llevó a recordar a Méjico y al “destino manifiesto" , que ni fortificaciones ni protocolos pueden detener ni tampoco evitar los mejores intereses de ambas naciones. Al suroeste está la llamada Ciénaga del Burro y como había visto una flor de nenúfar que crece allí y era diferente a todas las que conocía de su especie, decidí visitarla. Tomé nota del sitio donde era más accesible y seguí ese rumbo. Me aseguraron que no podría llegar allá solo, pero como hasta ahora es más el tiempo que he perdido que el que he ganado con los guías, no me preocupé por conseguir uno. Me interné en el bosque durante mucho rato antes de encontrar un sendero que fuera en la dirección deseada, y de pronto, estando parado sobre un montón de tierra negra, sentí que algo me picaba. El piso estaba repleto de hormigas y estas me estaban atacando los pies en todos los sitios que los alpargates dejaban descubiertos. Corrí varios metros, me detuve y vi que el lugar estaba todavía infestado de hormigas, por lo cual corrí más hasta un sitio despejado donde pude deshacerme de mis verdugos. Pero afortunadamente las picaduras no me hicieron daño. Por último llegué hasta el borde del agua, que está rodeada de pantanos, cuya consistencia me hizo

pensar que la ciénaga era como esas “lagunas sin fondo” de la Nueva Inglaterra. Pero estaba equivocado; aquí el agua nunca tiene más de tres pies de profundidad. Encontré una sagitaria que se me pareció a esa vieja conocida, la S. variabilis. Había muchísimos nenúfares de los que ya mencioné y abundancia de plantas raras. La segunda visita que hice a Ciénaga del Burro me aportó más trabajo que provecho. Media hora estuve abriéndome camino por entre matorrales de mimosa, y en todo ese tiempo no avancé más de cinco yardas, hasta que renuncié a seguir por allí y di un largo rodeo. Entonces caí en la cuenta de que el caballo había logrado deshacerse de la brida y se había escapado rumbo al Medio. Tuve que regresar caminando y volver al día siguiente por la montura. Cerca a la casa hay varios charcos llenos de plantas acuáticas y de lanas de mosquitos. Son hoyos que excavaron a fin de extraer tierra para hacer ladrillos, y algunos están cubiertos de bellísimas Pistia Stratiotes de color verde pálido, en otros crecen Limnocharis, Hydrocleis, ninfáceas y otras plantas muy interesantes. En uno de esos pantanos vi laPontederia azurea que, junto con la Stratiotes, es muy común en la costa y curiosamente reaparece con ella a cientos de millas de distancia ¿Habrá posibilidades de que el agua sea salada en este sitio? Es posible que lo sea un poco, aunque nunca lo comprobé. Sin embargo, a dos días de camino, en dirección del Quindío, están las famosasfuentes saladas de Burila, las cuales pertenecen a la hacienda, y me aseguran que por una antigua prerrogativa otorgada por la Corona los propietarios tienen derecho a elaborar sal sin pagarle impuestos al gobierno. Es muy raro que no exploten la sal de Burila, ya que la que se consume aquí hay que traerla de Zipaquirá y por consiguiente es muy cara. La sal de Burila contiene yodo, de tal manera que cura el coto cuando se usa como condimento de la comida. Tenía muchos deseos de ir hasta allá pero no pude hacerlo. Me dicen que en Burila se da el plátano y las phytelephas, por eso creo que, como se observa desde Cara de Perro la elevación del nivel del suelo debe ser muy gradual. Algún señor y varios peones me aseguraron que una vez habían ido en esa dirección durante dos días pero que habían tenido que regresar por falta de agua. A esa distancia del río la lima, Citrus Limeta, crece salvaje a pesar de que dicen que es un árbol importado. ¡Increíble la cantidad de tierra inexplotada que hay aquí! Nadie vive en Burila porque es un sitio solitario y es mejor ser pobre que estar condenado a vivir solo, sin poder ir a fiestas y a bailes; es preferible traer la sal de Zipaquirá, vivir en aldeas, bailar y soportar la pobreza. En un terreno húmedo cerca de La Paila encontré una planta de la familia de las aroideas que tiene las hojas largas, con un jugo tan fuerte o áspero que produce ampollas y un olor terrible parecido al de su congénere del Norte, el simplocarpo. A esta cosa abominable la llaman runcho, pero su nombre científico es Dieffenbachia. ¡Pobre Dieffenbach! ¿ Qué pensaría del dudoso honor con que Schott lo distinguió al darle su nombre a la planta más desagradable de toda la Nueva Granada? También intenté bajar por La Paila hasta el Cauca, o mejor dicho, seguir un camino hasta el río. Cabalgué durante millas por senderos torcidos, pasando estancias donde vi darles a los cerdos plátanos verdes al pie de las cercas, y atravesando ciénagas peligrosas llegué hasta el rancho de un porquero que casi nunca va al llano. Me cansé de cabalgar por semejantes caminos, dejé el caballo en un sitio llamado Frijolar y seguí adelante a pie. En Caracolí encontré unas chozas mejores, pero allí me informaron que el Cauca estaba todavía muy lejos y que al regreso me cogería la noche en medio de estos pantanos. En el Medio me llamó especialmente la atención un árbol grande y solitario llamado guácimo, el cual posiblemente es laGuazuma tormentosa. Me parece que un catálogo completo de sus epítetos llegaría a incluir cien especies. Aquí y allá cuelgan lianas de una planta cactácea, la Rhipaslis, que en el Cauca llaman disciplina. También vi un ejemplar de bromeliácea, la Pitcairnia, con espigas cubiertas de brácteas que en el extremo son de color escarlata y parecen las plumas de un

penacho. Hay numerosas orquídeas, de las cuales bajé algunas enlazándolas y también una o dos especies de Tillandsia. En una casa cerca del puente encontré un árbol del pan, el Artocarpus incisa, cuyas hojas son similares al árbol de los Mares del Sur, pero la fruta es más pequeña y llena de semillas muy grandes, mientras que la de los Mares del Sur generalmente no las tiene; aquí gustan mucho y las llaman castañas, pero nunca comen la pulpa asada. Estando en este sitio ocurrió algo que fue motivo de risa para todo el mundo. Estaba hablando con dos señoras que supongo deben ser ya abuelas, y ambas llevaban una camisa tan escotada como el más elegante vestido de baile y tan suelta como la usan siempre. De pronto alcancé a ver un ciempiés que se arrastraba por el borde del escote de una de las señoras y parecía que iba a caer dentro de la camisa. Quise quitárselo sin asustarla, pero cuando estiré la mano, la señora malinterpretó mis intenciones. Su virtud la hizo reaccionar, gritó y dio un brinco precipitando la catástrofe. Lo único que pude hacer fue reírme de buena gana y decirle que ahora tenía que sacar el bicho ella sola. Como los habitantes del Medio son bastante blancos, los bailes allí son extraordinariamente atractivos para los pailenses. Estuve en uno y como siempre me pareció del todo estúpido. Sin embargo, debo dar alguna noticia de él. En la sala no había asientos o por lo menos no eran suficientes para las señoras, de manera que tenían que sentarse en el suelo contra la pared. Los hombres permanecían en dos grupos al lado de la puerta y a algunos se les permitía entrar un poco más adentro. En el corredor vendían aguardiente y pasteles. En otra mesa, más al alcance de las señoritas, había un líquido con el nombre de una amiga mía, Miss Taylor, pero lo escriben mistela y lo traducen como mezcla, o en este caso como cordial. Casi todo el tiempo tocaron valses y bambucos y la sala estaba llena de parejas bailando; una de ellas la formaban dos niños que no tenían más de ocho años y se las arreglaban para que las otras parejas no los pisaran. Todavía no he descrito cómo bailan el bambuco aunque en Fusagasugá lo bailaron especialmente para mí. Una pareja necesita toda la sala para bailarlo. Primero deciden quién es el hombre que lo va a bailar y todo el mundo se pregunta quién será su pareja. El la escoge y se inclina ante ella. Ella pide prestado un pañuelo (quizá el mío) y empieza el baile. La mujer lleva el ritmo de la música pero ad libitum y en cualquier dirección, mientras el hombre le sigue los movimientos con la fidelidad de un espejo. Si ella se mueve hacia la derecha, él lo hace hacia la izquierda, si hacia atrás, él hacia adelante; cuando ella gira un poco, él gira en dirección contraria. Así avanzan, retroceden, dan medias vueltas, a veces una vuelta entera y danzan sin tocarse el uno al otro, hasta que ella se cansa y haciendo una reverencia, se sienta de nuevo. El hombre juzga que ha bailado muy bien, y con aparente negligencia vuelve la ruana sobre el hombro para lucir mejor los colores brillantes del revés. Pero su obra maestra fue haberle dado un puntapié al perro sin perder el tiempo ni el compás. El cuadrúpedo, indignado y sorprendido, miró en torno, y si hubiera podido hablar habría preguntado: ¿ y por qué a mi? Pero la muchacha se mostró indiferente a esta proeza, no porque no se hubiera dado cuenta, sino porque la solemnidad de la ocasión no podía quebrantarse ni con una sonrisa.

El Bambuco

La mamá de la muchacha es una bogotana vulgar, con un cigarro en la boca y un turbante en la cabeza y está convencida de que Solitud (sic) baila muy bien. Lo mismo piensa el joven de la casa, que debe ser buen juez porque es artista. La primera vez que lo vimos estaba en la cárcel de Cartago, pero él se ha olvidado de ese pequeño detalle y nosotros no vamos a recordárselo. Observo que dos de sus obras adornan la pared. El San Cristóbal, pase, ¡pero esa escena de caza es verdaderamente increíble! Para la música debemos contentarnos con una bandola, una pandereta y con el ruidoso alfandoque que en el grabado aparece en la mano alzada del músico a la izquierda, y con un tambor todavía más estrepitoso, que aunque no se ve en el grabado si puede escucharse en todo El Medio. El torbellino es otra danza muy similar al bambuco, pero que, como su nombre lo indica, tiene movimientos más rápidos. En este baile vi la más extraña pareja que he conocido. El vaquero más alto de la hacienda sacó a bailar un bambuco a una niñita de no más de diez años. Contemplar ese cuerpecito dirigiendo los movimientos del hombrón me hizo pensar en una batalla entre una corneja y un águila. En la orilla sur del río, al borde de la selva, vive Sánchez el manco, el arrendatario más ahorrativo de la hacienda y que tiene caballos, vacas, cerdos y cultivos relativamente extensos, inclusive un cacaotal. De vez en cuando me envía recado de que tiene un racimo maduro de bananos, con la seguridad de que yo paso a verlo inmediatamente. Sus hijos son los niños más bonitos de los alrededores y a él le encanta oír que yo apruebo la forma como lleva sus negocios. Un día quiso regalarme una gallina, pero yo le dije que prefería que me diera solamente un muslo y entonces Sánchez nos invitó a mí y a don Damián para el jueves siguiente. Ese día llovió pero no dejamos de ir, y al poco rato estábamos secándonos en su casa, con los caballos y las monturas en el cobertizo. Nos quedamos hora y media, hicimos una visita muy agradable, pero nos fuimos sin que se hubiera mencionado ni una palabra de comida. En la casa de Sánchez vive un muchacho que está sufriendo de una inflamación de los ojos y dicen que se va a quedar ciego. Les aseguré que no, que si me lo mandaban todos los días durante una semana yo podría curarlo y les di a entender que no les cobraría nada. Me prometieron enviarlo únicamente porque les daba pena negarse a mi ofrecimiento, pero nunca lo mandaron, y cuando me fui de La Paila el pobre muchacho ya no veía casi nada. Recuerdo otro detalle que me sorprendió mucho. Un día observé un hoyo profundo en la entrada del patio de la casa de Sánchez y le pregunté para qué lo había hecho. Me contestó que lo habían cavado unos hombres que buscaban dinero, y que estaban seguros de que en ese sitio había un tesoro enterrado. Le pidieron permiso para abrirlo y se los dio con la condición de que lo llenaran después. Los tipos se pusieron a cavar y cuando no encontraron nada se desilusionaron tanto que se fueron dejando el hueco abierto y diciéndole que habían trabajado gratis. Siendo niño vi huecos que habían cavado a cien millas de la playa buscando los tesoros de Kidd. No hay nada nuevo bajo el sol. Más acá de Sánchez, el Manco, vive Timotea, quien se gana honradamente unos centavos fabricando sombreros de hoja de palma y sudaderos de esterilla. Yo le encargué un sudadero por veinte centavos y fui a reclamarlo el día convenido, pero todavía no lo había hecho. Volví en otra ocasión pero ya lo había vendido a otro cliente, por lo cual me prometió hacerme otro. Fui por él y mientras le preguntaba por qué no me lo había hecho, empecé a pelar una fruta con mi navaja. Me dijo que porque le hacían falta dos tiras de cuero para protegerlo del roce de la cincha. “¿No ha podido encontrar dos pedazos de cuero?“, le pregunté; “aquí hay dos”, y diciendo estas palabras corté un pedazo del cuero de la esquina de un taburete en que una muchacha había estado sentada tejiendo y lo dividí en dos tiras. Timotea se sorprendió; evidentemente no había pensado en esa solución y yo dañé el asiento. La siguiente vez que la visité, ya estaba listo el sudadero.

En una de estas casas me tocó ver un difunto. Se trataba de un hombre que habían colocado con todo cuidado en el piso de tierra y al que le habían puesto una especie de túnica atada en la cintura con una cuerda nueva de cabuya retorcida. Había varias velas encendidas alrededor, sostenidas en pedazos de barro a los que habían intentado dar forma de candeleros. Muchas personas estaban en torno al cadáver, muy quietas y pensativas, y una de ellas rezaba en español padrenuestros y avemarías. Estando yo presente colocaron el muerto en un ataúd, construido allí mismo utilizando láminas de guadua amarradas con bejucos. El cementerio no quedaba lejos y estaba muy descuidado, la cerca se había caído completamente. La sepultura tenía cinco pies de profundidad, era lo suficientemente ancha pero demasiado corta para el cadáver. Entonces cavaron en el extremo un hueco para la cabeza, de tal manera que cuando acomodaron el muerto en su sitio de eterno reposo, ocupó toda la sepultura, y al llenarla no le cayó tierra en la cara. En general, fue un entierro tan decente como el que se puede celebrar, en esta misma clase social, en los estados del oeste. Toda la ceremonia religiosa, con oraciones sencillas rezadas por laicos, terminó antes de principiar el entierro propiamente dicho. Durante esos días habían ocurrido muertes muy frecuentes, en especial dentro de esa familia, y se convino que se trataba de una epidemia y que el mejor remedio era hacer una rogativa en honor de Santa Bárbara, con procesión y todo. Santa Bárbara es la patrona de la capillita de La Paila. Ya la había visitado un domingo cuando las gentes piadosas entran a rezar sus oraciones. Pero fue muy poco lo que alcanzamos a orar, pues apenas iniciadas nuestras plegarias se tuvo que suspender el servicio religioso. Las niguas habían tomado posesión del sagrado lugar y sus huestes concentraron el ataque en pobres muchachas indefensas. Cuando salí de allí me lavé las piernas por lo menos media docena de veces. Pero en esta ocasión habían rociado y barrido perfectamente la capilla y se podía rendir el culto debido. El sacerdote llegó por la noche trayendo las hostias, un cáliz envuelto en una tela y atado debajo del brazo, y un frasco de vino con tapón de papel. Durante la misa de la mañana siguiente un pobre feligrés sufrió un ataque de epilepsia en la capilla. Lo llevaron a la sacristía, y para que se recobrara optaron por untarle vino en las fosas nasales. Como el vino de la botella no estaba consagrado, la volvieron boca abajo hasta que el tapón de papel quedó bien mojado, y entonces le frotaron con él la nariz y los labios, colocando de nuevo el tapón en el frasco. Después de la consagración se realizó la procesión, en forma muy humilde y con una imagen prestada. El sacerdote llevó la hostia debajo de un paraguas, pues no había palio, y a falta de algo mejor, yo presté el mío. Mi paraguas estaba en muy buenas condiciones cuando lo cerré por última vez, muchos meses antes en Bogotá, y ahora estaba roto, sin saberse cuándo, dónde, ni cómo. Al terminar las ceremonias busqué un corcho que estuviera disponible y lo acondicioné para adaptarlo al frasco de vino, sustituyendo el tapón de papel. La mujer de Martín, el que vive cerca de la portada, murió, y él deambula como trastornado. Dicen que la mataron los gusanos, mal muy frecuente aquí, donde cada mandíbula es un trapiche de moler caña. De la casa de la hacienda le mandaron remedios, que no le dieron dizque por no tener melaza con que suministrárselos. A mí me llamaron a visitar una niña de tres años que vivía entre la casa y el río. Tenía gusanos y estaba bastante, mal. La madre retorcía las manos y exclamaba: “iPor Dios! ¿qué puede hacer la madre por su querida negrita?” Negrita o negrito es el apelativo favorito de cariño aun para niños blancos. Les pregunté qué remedio le estaban dando y me mostraron una yerba que había en el patio y que resulté ser Chenipodium anthelminticum. Se la daban en aguardiente. Les recomendé que aumentaran la dosis en cantidad y frecuencia y se la dieran en melaza. Busqué también una mata de pica-pica (Mucuna) y les aconsejé que se la suministraran en vez de la verdolaga, que es el nombre de esa yerba inocua, la Portulucca oleracea, tan común en los Estados Unidos, y que era en la que ellos creían. Les dije también que vinieran al día siguiente para darles calomel. Como no volví a saber nada de la familia, fui a verla dos días más tarde y me enteré de que no habían cumplido ninguna de mis instrucciones pues pensaban que la niñita estaba demasiado débil para

soportar los remedios. Una mañana, días más tarde, pregunté: "¿Hubo baile anoche?”. “No señor”. “Pero yo oí un tambor, ¿no estuvieron bailando?” “Sí señor, bailaron pero no en una fiesta. La niñita murió anoche y estuvieron celebrando el angelito”. No vi esta extraña ceremonia pues prefirieron que yo no la presenciara. Amarraron a la criatura en una silla que colocaron en una especie de estante, como si fuera una imagen de culto, y lo suficientemente alta como para dejar todo el cuarto libre. Los padres y sus amigos bailaron casi toda la noche. Me imagino que todo este jolgorio ayuda a mitigar el espanto de perder un niño. La justificación de esta alegría, que también existe en la Iglesia Episcopal de los Estados Unidos y de Inglaterra, es la creencia de que el niño va directamente al Limbo sin pasar por el Purgatorio y que ya no sufrirá más. Si los que tienen dudas sobre qué es más letal, las enfermedades o el médico, fueran conmigo al Cauca y vieran los pobres enfermos tirados en el piso o acostados en una banca, regresarían con una idea muy diferente del arte de curar. En El Medio todos los niñitos malcriados me tienen miedo a mí o a mis anteojos, no estoy seguro si a estos o a mí. En especial dos niñitas de cinco y de tres años que viven entre la casa de la hacienda y el río. Ambas son muy negras, gordas y están siempre desnudas. Un día me las encontré con la madre, que traía una múcura de agua en la cabeza. Apenas me vieron venir se agarraron de la falda de ella, tan fuertemente que no la dejaban ni moverse. Después de que pasé empezaron a caminar, pero mirando hacia atrás, muertas de miedo. Entonces hice ademán de devolverme, e instantáneamente las dos se pusieron a chillar y se aferraron de la madre. Antes de que esta tuviera tiempo de volverse para ver qué ocurría, yo estaba caminando otra vez inocentemente hacia el río. Repetí la prueba de nuevo con el mismo resultado hasta que pensando “peor para ellas”, me alejé sin volver a asustarlas. Me detuve a ver un muchachito negro de unos diez años que había enlazado con un bejuco un marrano dentro del corral, pero este trataba de salir por un hueco de dos pies cuadrados que hacía las veces de puerta. Si el muchacho intentaba pasar en cuatro patas por el mismo hueco, el cerdo lo arrastraría apenas se agachara, y si el muchacho brincaba por encima de la cerca, el cerdo aprovecharía para salir corriendo antes de que él se bajara. Entonces el muchacho amarró el bejuco de un palo al pie del hueco para que el cerdo no se escapara mientras él lograba salir del corral. Después cabalgó en el marrano y era grotesco verlo caer cada dos “rods”, pero como no soltaba el bejuco, su cabalgadura no podía escapar y en esas estaban cuando yo me alejé. Al otro lado del río hay una choza en donde a veces vive semanas enteras Mamá Antonia, una vieja bruja muy útil en el lugar. Cuando van a sembrar maíz o cuando está casi maduro y los micos y los loros empiezan a robárselo, ella se va a vivir allí, y en compañía de dos muchachos, ayuda a cuidar el sembrado. En los días en que la conocí tenía dos especies de “aves cuadrúpedas”, así las describiría yo, solo que las cría para carne y no por los huevos. La más grande se llama guatín y quizá se trata del Dasyprocta Acuschy. Es del tamaño de un gato pero camina dando brincos como un conejo. No tenía más que uno y se le fue perseguido por los perros. El otro animal es un curí del tamaño de un cachorrito de mastín recién nacido. Me imagino que sea una Anaema y no recuerdo que tuviera ninguna diferencia con el conejillo de Indias. En el Cauca los crían para comerlos. Los mantienen en corrales de guadua y les dan hojas de plátano y frutas. Ambos son animales simpáticos que se pueden domesticar. En cierta ocasión visité a Bernabé, juez del distrito. Es un negro casado con una mulata, Dolores, y tiene dos o tres hijos que me parecieron un poco más claros que la mamá. ¡ Puede ser que mis ojos me engañen o que el engañado sea Bernabé! El juez no sabe leer. Vive al pie de una loma que domina las tierras de pastoreo de El Guavito; su casa se provee de agua de un pequeño arroyo que corre por una hondonada y a menudo está casi seco o sin agua corriente. En el lecho de estos arroyos, en el verano, queda algo de agua en charcos o cavidades, y a medida que se

avanza hacia los nacimientos se encuentra agua corriente. El ganado parece que supiera esto, y 10 cuando le da sed sube por el arroyo seco hasta que llega a donde hay agua.

Destilador doméstico

Dolores estaba en la cocina y me mandó razón con una de sus hijas de que no podía dejar lo que estaba haciendo, y fui a buscarla para ver una caucana ocupada en algo. La encontré destilando aguardiente. En la mitad del piso, sobre tres tulpas, había una tinaja grande con un fuego vivo debajo y llena de jugo fermentado de caña. El condensador era una marmita de cobre o de bronce (paila) que cubre la boca de la tinaja. Bajo este condensador había un plato de barro cocido, muy peculiar, llamado obispo, construido de manera que reciba las gotas que caen de la superficie interior de la paila y las dejé escurrir hacia afuera. La ocupación de Dolores consistía en conservar fría la paila del condensador y para ello la sumergía totalmente en agua, que sacaba de una gamella, y luego volvía a echar esa misma agua dentro de la vasija, llenándola y vaciándola continuamente; en tanto, las gotas del apetecido licor caían a una botella gruesa colocada debajo. Un día que fui al bosque en busca de plantas, al regresar encontré a Dolores menos ocupada. Estaba vendiendo melado y le pregunté a cómo, pero no me entendió. Aquí no utilizan medidas de capacidad. Entonces le pregunté cuánto valía el tarro que utilizaba para vender y me dijo que cinco centavos. El aguardiente lo venden a diez centavos en botellas, que varían mucho de tamaño, pero por lo general son botellas de vino. Entramos a la casa, la cual tiene una sala amplia y limpia, una pieza al lado y un cobertizo que han transformado en cuarto que sirve a la vez de dormitorio y de pasadizo. En el centro de la sala mantienen guindada una hamaca y en el rincón hay una mesita de guadua con toda la vajilla de la familia: dos platos, un cuchillo y un tenedor. Me invitó a almorzar y me dio pescado frito de Ciénaga de Burro y plátano asado. No me gustó tanto el primero como el segundo, pero me lo comí todo por ser una atención que me hacia Dolores. La última vez que la vi me dio $ 3,20 para que le comprara un remedio, el cual se lo envié cumplidamente. Era una medicina de curandero y mis conjeturas sobre su uso no le hacen mucho honor a Dolores, pero debemos ser tolerantes y esperar lo mejor de ella. Dos de sus hijas viven en Overo, más al sur, y van al colegio. Regresé a Libraida, cabecera del distrito, para presenciar unas elecciones. Se iban a realizar aproximadamente seis, con cuatro días de intervalo. Se efectuaban bajo una nueva ley, excesivamente rigurosa que asegura el derecho de los ciudadanos al voto secreto. Las elecciones debían efectuarse en diferentes días de la semana, y naturalmente una de ellas el domingo. Todas las papeletas para votar, en la misma provincia, deben ser de tamaño exacto, alrededor de seis pulgadas cuadradas. Tres empleados oficiales se colocan en un salón y ningún otro hombre puede entrar allí, fuera de los votantes, y éstos de uno en uno, con la papeleta doblada entre el pulgar y el índice de la mano derecha. La pérdida de cualquiera de estos dedos priva de los derechos civiles. El elector sostiene la papeleta horizontalmente y uno de los empleados se la recibe, 10

En 1845 John L. O’Sullivan, director de una revista de Nueva York, proclamó que “La realización de nuestro destino manifiesto consiste en extenderse por el continente asignado por La Providencia para el libre desarrollo de nuestros millones de habitantes, que se multiplican todos los años”, palabras que reflejan el intenso espíritu expansionista americano de la primera mitad del siglo XIX y que llevó a la anexión de Tejas, Nuevo Méjico, California y el Territorio de Oregón. Véase Wright y otros, Historia de los Estados Unidos, Limusa-Wiley, Méjico, 1969, cap. 89. Nota sin ubicación

desdoblándola, con la cara impresa hacia abajo, para dejarla caer en la urna. El votante sale por la puerta trasera, donde a nadie se le permite permanecer, y salta la cerca. El recuento de los votos depositados es muy ceremonioso. El empleado toma cada papeleta con ambas manos, de manera que todos los presentes puedan verla por ambos lados, y la lee en voz alta, mientras los otros dos oficiales registran el voto. Como una curiosidad guardé copia de los nombres en la lista de votantes. El nombre más frecuente es el de José María (Pepe), de los cuales hubo 19 votantes en una lista de 324. Le sigue Joaquín, 17 votos. Después José, 13; Pedro, 12; Francisco (Pacho), 10; José Antonio y Manuel con 9 cada uno; Antonio y Juan, 8 cada uno; Manuel José, 7; Vicente, 6; Dionisio, Ramón y Santos, 5; Domingo, Felipe, Isidoro, Juan Antonio, Julián, Mariano, Miguel, Tomás, Toribio y Santiago, 4 cada uno. Los siguientes once nombres aparecen tres veces cada uno: Agustín, Antonio María, Benito, Bonifacio, Eugenio, Eusebio, Fernando, Ignacio, Juan Agustín, Luis y Nicolás. Hay dos de cada uno de los siguientes veinte nombres: Alejo, Anselmo, Carlos, Elías, Emigdio, Esteban, Félix, Hermenegildo, Ildefonso, Jacinto, Juan de Dios, Juan José, Luis Antonio, Martín, Manuel Antonio, Pascual, Pedro José, Salvador, Tiburcio y Timoteo. Setenta y ocho votantes no tenían tocayos en la lista, sus nombres son: Adolfo, Alonso, Ambrosio, Anacleto, Anastasio, Andrés, Angel, Angel María, Apolinar, Atanasio, Bartolomé, Bautista, Bernabé, Bernardino, Blas, Camilo, Cancio, Cayetano, Ciriaco, Claudio, Cristóbal, Damián, Dámaso, Enrique, Evaristo, Ezequiel, Facundo, Fermín, Fulgencio, Hilario, Jesús, Joaquín Antonio, José Abad, José Bárbaro, José Bernardo, José Eulogio, José Fortunato, José Manuel, Juan de la Cruz, Juan María, Juan Nepomuceno, Justo, Leandro, Lino, Lucio, Manuel Ascensio, Manuel Eleuterio, Manuel Esteban, Manuel Santos, Marcelo, Marcos, Melchor, Paulino, Pedro Antonio, Pedro Esteban, Pedro Fermín, Pedro Valencio, Pío Quinto, Primitivo, Quiterio, Rafael, Raimundo, Ramón Nonato, Roso, Ruperto, Segundo, Servando, Silvestre, Simón, Sinforoso, Teodoro, Tratón, Valentín, Valerio, Venancio, Víctor y Victorino. Todos los caballeros mencionados y no pocos menores de edad estaban esperando ansiosamente la llegada de San Juan, no propiamente el santo, sino el día, el cual aguardan con el entusiasmo con que los colegiales ven llegar las vacaciones. Desde varias semanas antes oí decir que el San Juan es una fecha de grandes celebraciones, como el 4 de julio entre nosotros. Así como Edge el pirotecnista fabrica en Jersey City sus peligrosos juguetes (los instrumentos cortantes son siempre juguetes peligrosos) así Luis sentado en su cobertizo, se la ha pasado elaborando cohetes y voladores. Hace una bolsa fuerte de cuero de cabra, le pone una cucharadita de pólvora y la amarra al extremo de un tallo hueco de chusque, relleno de una mezcla de pólvora y carbón. Después los amarra de un palo bien derecho y liviano, aunque en último caso cualquiera sirve. La fiesta debía caer el viernes, 24 de junio, pero a la gente le fascina anticipar estas celebraciones. El martes fue a Libraida una pareja para contraer matrimonio, y su regreso el miércoles a medio día fue anunciado y festejado con cohetes, los cuales también sirvieron de señal para comenzar un baile pintoresco en uno de los ranchos que están cerca a la portada de la hacienda. En el curso de la tarde bajé hasta allá y regresé con la descripción del vestido que la novia se puso después del matrimonio, porque en la Iglesia no se permite usar sino colores oscuros. Lo describo en beneficio de aquellas damas que quieran usarlo en la misma ceremonia. La novia llevaba el cabello muy corto, pero como era crespo cual la lana, sostenía sin dificultad una peineta de oro y algunas flores artificiales a cada lado, además de una guirnalda atrás. Los zarcillos eran de oro, de un diseño muy original, que me recordó la punta de un campanario, con la bola representada por una piedra del tamaño de una cereza. En la garganta lucía una cadena de oro que le daba dos vueltas, una sarta de perlas y una segunda cadena de oro. La camisa era de muselina blanca muy fina; las mangas también de muselina, pero moteada de rojo, bajaban hasta cerca de la muñeca; el cuello de la misma tela y de dos dedos de ancho caía desde arriba y muy abajo de la nuca hasta dejar descubierto uno de los hombros, pero no llegaba sino a la mitad de la distancia entre la cabeza y los pies; las enaguas de color pizarra, con dos grandes pliegues, y un

cinturón de material parecido al de los tirantes de los caballeros daba dos vueltas y le ceñía la cintura. Debajo de esto la enagua caía por el frente sobresaliendo unas tres pulgadas. En la boca tenía un cigarro, en las manos cuatro anillos con esmeraldas y los pies descalzos. El baile, después de durar diez y seis horas sin interrupción, terminó temprano en la mañana del jueves. Después de un baile u otro ejercicio fatigante un baño en el río refresca mucho. Me puse accidentalmente en contacto esa mañana con un grupo de bañistas. Estaba formado por las muchachas más blancas y bonitas de El Medio, los jóvenes de la “casa” y algunos vaqueros. Creo haber descrito ya el vestido de baño de los caballeros y las damas. Debo repetir, sin embargo, que los hombres usan un pañuelo de bolsillo, ni más ni menos, por toda vestidura. Las muchachas se ponen algo menos que las señoras: solo una enagua y un pañuelo que anudan en la nuca y meten debajo de la pretina de la enagua. Me maravillé ver cómo nadie se baña en el lugar donde hay otro bañista, sino que se coloca a una distancia de más o menos cinco rods” y ninguno de los grupos tratade invadir el terreno de los otros. Las mujeres usan jabón en abundancia. Las abuelas y una que otra madre se quedaron atrás para hacer dormir a los más pequeños y cuando los bañistas estuvieron listos para meterse al agua vinieron a todo galope gritando: “¡ Upa, San Juan!”, grito con el que me familiarizaría antes de entrar la noche, porque estuvo todo el día en boca de viejos y jóvenes, de hombres y mujeres. Regresé con ellos por el mismo camino. Los hombres iban a caballo y las mujeres a pie. Los de a caballo cabalgaban en fila a cada lado de las mujeres, exactamente en la forma como lo hacen cuando conducen ganado, y al darse cuenta de la semejanza, les pareció muy divertido y empezaron a gritar “¡Toma! ¡Toma!”. Al regresar a la casa me anunciaron que se acercaba un grupo de “sanjuaneros”. Demetrio cargó la escopeta y Mamá Antonia se apresuró a colocar pasteles y aguardiente sobre una mesa en el corredor. El grupo avanzó gritando y lanzando cohetes, a todo lo cual respondió Demetrio prendiéndole fuego, con el taco de la escopeta, a la paja del trapiche. Conté veintiséis mujeres, cada una en un caballo, yegua o jaca. Sin que se desmontaran, se les sirvió una ronda de aguardiente en un vaso grande, sin azúcar ni agua. Los hombres lo tomaban hasta la última gota, pero las mujeres apenas lo probaban. Se marcharon al galope, tal como habían venido. Yo me uní al grupo poco después, en los ranchos de más abajo, muchos de los cuales tenían banderas hechas con un pañuelo y adornadas con cintas. Todas las mujeres llevaban el chal sobre la cabeza y debajo del sombrero, y se cubrían con una ruana. Me los encontré galopando de un lado al otro de la inmensa llanura, sin más objetivo del que aparentemente tienen las abejas cuando vuelan en torbellinos. Uno de los jinetes le arrebataba a otro la bandera y salía corriendo, otros lo perseguían, otros corrían detrás para ver a los que jugaban y los demás lo seguían para no quedarse atrás. Tres minutos más tarde todos se detenían en un sitio a media milla de distancia de donde habían partido. Pío Quinto tenía en la mano los restos de una pobre gallina que habían arrebatado veinte tipos, y que en el juego había perdido las plumas, la vida y creo que hasta la cabeza. No me pareció que fuera juguete bonito o agradable a los ojos ni al tacto. Antes de que llegara yo, habían decapitado un gallo en la forma que describí en páginas anteriores. Frente a dos casas había arcos adornados con telas y frutas, tales como plátanos, piñas y tajadas de cidra, y bajo uno de ellos un banco y una mesa con aguardiente para la venta. Ahora todos se reúnen delante de la casa. Fulgencio, ex-juez del distrito, había comprado una botella de aguardiente, que pasó de boca en boca hasta quedar vacía. Debido a que se pierde tiempo sirviéndolo en un vaso, el licor se acaba más pronto cuando se bebe a pico de botella, y lo que es más sorprendente, se lo toman menos personas. Después hubo una carrera de dos caballos y apostaron desde diez centavos hasta dos y tres pesos. Viendo todo esto llegué a la conclusión de que San Juan, el discípulo amado, debió de haber sido aficionado a las carreras de caballos, al aguardiente, a los gritos y a la pólvora; pero quizá sea Juan el Bautista el que tenga que responder a estos cargos.

El propio día de la fiesta cayó un viernes y solo se diferenció de la víspera en que había más gente. Indudablemente que en los dos días hubo una demanda total de monturas y de frenos, pero el viernes los caballos y los jinetes no siempre eran los mismos del día anterior, había más hombres montando en pelo y con cabestro en vez de freno. El sábado no trajo ningún descanso, a excepción de que los cohetes estaban casi agotados. Al acercarse la noche hubo una corrida en el patio del frente, pero muy distinta de la que había visto en Fusagasugá, que fue un espectáculo superior. Seleccionaron toretes y en general yo preferiría más bien ser el toro que el toreador. Llevan al primero a la mitad del patio tirándolo con una guasca amarrada a los cachos. Lo tumban a puro pulso, le amarran las patas y le quitan el lazo. Al soltarlo, arremete contra los jinetes, que lo evitan, para después provocarlo de nuevo, acercándosele mucho; el toro los vuelve a embestir, y un hombre a pie se le acerca con la ruana en la mano. El animal se le lanza y el tipo se escapa saltando por encima de la cerca. El toro no muestra ninguna persistencia y da vueltas corriendo como si no pensara en el adversario. Otro diestro le deja la ruana encima de la cabeza y si fallan otras medidas, el toreador escapa al peligro echándose al suelo. Cuando por fin el toro se cansa de la diversión y ya no le importan los insultos que recibe, abren la puerta y sale corriendo al potrero de donde lo sacaron. En el corral había hasta mujeres a caballo. Únicamente hubo un momento de peligro, cuando Fulgencio trató de evitar al toro saltando la cerca, pero como estaba, según dicen aquí, ‘medio rascado’ o ‘un poco caliente’, en pea, teniendo perico, en polvo, etc. no tenía la agilidad de siempre y se cayó a los pies del animal, quedando a merced de éste. ¿Por dónde debe empezar a atacar un toro a un juez de distrito que no sabe leer ni escribir? Naturalmente que ni por la cabeza ni por el corazón. Imitando torpemente el proceso de enrollar una pieza de tela, el toro empezó por la mitad, pero después de dos cabezazos, el ataque simultáneo de tres toreadores lo hizo desistir de su empresa. Abandoné la corraleja y me fui para El Medio donde me crucé con un grupo que me hizo recordar a los indios Pawnees en vestido de ceremonia, aunque la primera impresión que tuve era que se parecían a las Bacantes, cuyos excesos posiblemente son exageraciones de los relatos que han llegado a nosotros. Los escritores que nunca se mueven de un lugar tienden a encarecer los detalles para describir cosas extraordinarias; en cambio, los viajeros no tenemos motivo para ponderar; nuestro objetivo es a la vez nuestra única dificultad, hacer que los lectores comprendan y crean en la realidad tal como es. Las mujeres con dos chales usan el rojo en estas ocasiones de fiesta y el azul para ir a la iglesia. La mayoría de las ruanas tienen color rojo. Las mujeres utilizan los mismos sombreros que los hombres y cuando montan a caballo lo hacen en igual forma y usan las mismas ruanas, así que de lejos es imposible distinguir si el jinete es hombre o mujer. Matea, “a cuyo marido lo mataron en las guerras” (hace muy poco, a juzgar por la edad del niño menor), me llamó la atención por su dominio del caballo y perfecto descuido. No se la imaginen una viuda vestida de negro. No tenía más negro que las células del cutis, y en cuanto a los padres de sus hijos. ¿quién sabe? Jacinto, que es tal vez el mejor jinete de la hacienda, de regreso a la casa, se cayó del caballo al río. El animal se quedó quieto hasta que él volvió a montarse, e imagino que haber tomado un poco de agua encima del licor le hizo mucho bien. El domingo hubo de nuevo carreras de caballos y otra corrida de toros. No he hablado de los bailes, aunque posiblemente los hubo todas las noches. En realidad es admirable ver cómo después de beber tanto haya tan pocos borrachos, y que no se susciten peleas, especialmente entre gentes en quienes la embriaguez no merma la reputación, y donde hay una guerra civil cada diez años.

Terminadas las fiestas de San Juan nos vamos río arriba hasta los potreros del Guavito. A la izquierda está el corral y a la derecha, en una loma, la casa del negro Bernabé, el juez, y de Dolores. Los dos bosques se aproximan y se tiene la impresión de que hace muchos años talaron un pedazo de bosque. Hay dos pantanos profundos y luego están el río Murillo y el límite sur del cantón de Cartago, que es La Paila. Este cantón perteneció en otros tiempos a la provincia de Antioquia. El Murillo es un arroyuelo por el que a duras penas corre agua en el verano. A la izquierda, después de cruzarlo, están las casas de la hacienda de Murillo. No podemos detenernos en la casa principal para estudiar la familia. Mencionaré solamente que allí vi una mona encadenada; estos pobres y repugnantes prisioneros por lo general son machos. También vi un gato, que aquí son tan escasos como los loros en el Norte. Este y otro que había encontrado antes no veían por un ojo. No me imagino por qué razón este clima no le sienta bien a un animal tan cosmopolita como es el gato. Casi todo el tiempo me quedé en la casa más pequeña, como huésped de don Manuel. Este es de carácter errabundo y parece que terminó quedándose aquí después de sus innumerables viajes. Ha visto muchas cosas y muy raras, especialmente en Barbacoas y en el Chocó, donde estuvo buscando oro, el cual parece escapársele con mucha facilidad. Es muy comunicativo, en especial cuando está borracho, porque se embriaga casi tanto como un americano. Un día, estando en ánimo de hacer confidencias, me aseguró que la sirvienta Catalina, a quien yo le estaba enseñando a leer, era hija suya y había sido su sirvienta desde niña, pero que no sabía que él era su padre. El problema con don Manuel es que nunca sé cuando está diciendo la verdad, ya esté sobrio o borracho. Pero al mismo tiempo, es hombre muy inteligente y más culto que el común de los granadinos. Catalina era el ama de llaves y otro Manuel, un gran sinvergüenza, como decía su amo, constituían todo el servicio de esta casa de soltero. Don Manuel estuvo casado, pero no tengo ni idea dónde esté hoy su mujer. También tiene hijas respetables en algún sitio. Catalina tiene diez y siete años, no es fea, pero, según su protector, le gustan demasiado los curas. La muchacha da la impresión de querer estudiar, si es que alguien gane algo enseñándole; pero cuando yo recriminé a don Manuel por dejar a “su hija” en la ignorancia, me contestó que él habría hecho lo posible por educarla si ella hubiera querido. A don Manuel le encantaba contar historias del Chocó, de culebras y de remedios secretos para las picaduras y para la hidrofobia; de hormigas cuya picadura es mortal; de criaturas que una parte de su vida son insectos, pero luego las patas echan raíces y les salen del lomo tallos y flores, y las semillas se convierten después en animales. Y don Manuel relata en tal forma todo lo que ha visto y sabe que uno queda convencido de que cree en todo lo que cuenta. Mi opinión, debidamente meditada y expresada matemáticamente, es que ‘el momento moral’ del hombre, es decir el resultado de multiplicar la exactitud de sus observaciones por la fidelidad de la narración, y restando la fuerza del olvido, no es suficiente para superar mi incredulidad, lo cual se puede expresar algebraicamente como oxn—f=m x c. Una de sus mejores historias es el ensayo que hizo de curar la lepra con la mordedura de una culebra equis. Imaginé que ese tratamiento heroico tendría éxito aplicado por él, pero, según me dijo, el veneno no sirvió ni para bien ni para mal. A la culebra la habían cazado enlazándola y la habían metido en una calabaza. Don Manuel descubrió, para su sorpresa, que tenía poderes sobre el animal, el cual salía o entraba en la calabaza cuando él se lo ordenaba, como si entendiera español. Don Manuel cree que muchos negros e indios que viven en esa región infestada de serpientes que es el Chocó, conocen antídotos y profilaxis para los venenos más peligrosos. Me contó que un chocoano tenía una coral domesticada que se convirtió en el animal favorito de toda la familia, hasta que a mala hora tuvo una camada y, antes de que él se diera cuenta del nacimiento o de que las culebritas aprendieran sus deberes, una de ellas picó mortalmente a uno de sus hijos. Sin embargo, no es justo que repita yo historias por las cuales no estoy dispuesto a responder, aunque todas sean producto natural de la costa pacífica. Así y todo, reconozco que

muchas veces tuve que terminar creyendo algunas de las historias aparentemente más inverosímiles, y tal vez otras, en las que no creí, sean también ciertas. De una vez por todas confieso que no tengo fe en los remedios contra picaduras de culebras. A este respecto muchas de las cosas en que la gente cree son absolutamente falsas. Se tiene la idea de que el veneno de las distintas especies de serpientes varía más en potencia que en calidad, lo cual me parece muy dudoso. Lo que sí es un hecho es que la sensibilidad al veneno es diferente en las distintas especies. La picadura de una cascabel que es suficiente para matar a un caballo, posiblemente apenas enferme de gravedad a un hombre, quizá del susto, y no le haga ningún daño a un perro. La recuperación espontánea de una picadura de serpiente generalmente hace que la gente considere como de grandes poderes curativos a algún remedio inocuo. Además de la Mikania. Guaco, cuya flor no conozco, y de la Aristolochia anguicida, aquí llamada guaco, hay muchas otras plantas a las que les atribuyen poderes curativos. Todas tienen dos colores diferentes en las hojas, como la hoja de la Goodyera pubescens de los Estados Unidos. Muchas personas le tienen fe al cotiledón de la Simaba Cedron, llamado cedrón en la Nueva Granada. Personalmente no conozco remedio más seguro que el de extraer inmediatamente el veneno, amputar el miembro afectado y combatir los síntomas a medida que se vayan presentando. Dejando al occidente las amplias llanuras de Murillo se va a Overo, cuyo nombre es también el de un árbol con frutos de forma parecida a un huevo. Overo tiene una iglesia o capilla sin terminar y la población está en el distrito de Bugalagrande. Cruzando un arroyuelo que corre por un lecho muy amplio y con la apariencia de tener grandes crecidas de vez en cuando, se llega a Portezuela (¿Portachuelo?), la residencia del amable doctor Quintero. El doctor Quintero es un hombre soltero, de treinta y dos años, que vive con su madre viuda y tres hermanas muy simpáticas, de las cuales la menor tiene unos trece años. En su casa tuve el placer de volver a comer en familia, como es costumbre ‘entre los herejes’. Un detalle me tomó de sorpresa la primera vez que comí con ellos. Cenamos tarde, entre las ocho y las nueve, y como es lo normal nos sirvieron chocolate después de la comida. Terminé la taza, la levantaron e inmediatamente me trajeron otra. Es indudable que se conoce mi costumbre de tomar dos tazas de chocolate con cada comida. El doctor Quintero practica la medicina y tiene una biblioteca de libros médicos, pero no lee inglés, ni francés, ni alemán. Por consiguiente en ella no debe tener sino libros y textos viejos, pues la literatura médica de este siglo no está escrita en español o en latín. Desde que salí de Fusagasugá no había visto ningún consultorio o biblioteca médica, aunque imagino que en Ibagué debe haber varios médicos y en Cartago conocí al que llamaron a atender el dolor de oído de una señora. El doctor Quintero no pretende vivir de su profesión. Tengo la impresión de que aquí solo un hombre avaro, y él no lo es, podría practicar la medicina y ganar algún dinero. El doctor es propietario de la hacienda que hay más arriba, al oriente del camino principal, llamada Sartinajal. Cerca de la casa tiene también varios potreros con una yeguada. Así que da la impresión de que hubiera estudiado medicina por respetabilidad, como manera digna de emplear sus años mozos. ¿Y no es lo correcto? ¿Se debe considerar loco al hombre que prefiere la respetabilidad a la riqueza? Me avergüenzo de pensar lo que diría el doctor Quintero de nuestros candidatos a la profesión médica si llegara a conocer lo que los motiva a escoger esa profesión y viera que todos ellos, ricos y pobres, están obsesionados por la manía universal de enriquecerse. Estuve encantado de conocer a las damas, pero me parecieron demasiado tímidas para llegar a entablar una conversación. Se veían más naturales en medio de las agujas, en el cuarto de costura, y resolví invadir sus predios para ganar su amistad, pero con muy poco éxito. Es obvio que para lograrlo se necesita mucho tiempo.

En el Cauca solo se ven casas enclaustradas, con un patio en la mitad, en las poblaciones de calles empedradas, y entre Cartago y Tuluá no vi ninguna. Por eso, cuando hablo de la cocina de la casa del doctor Quintero, me refiero a una construcción separada utilizada con ese propósito. La estufa es de ladrillo, con huecos donde poner las ollas y tiene chimenea, la cual si hubieran caído en la cuenta de hacerla tres pies más alta, habría salido por el techo sacando el humo de la cocina; pero no pensaron en ese detalle. Cuando me fui, la niña menor me regaló una cuerda hecha de crin de caballo a fin de que amarrara el rollo de papel que utilizo para guardar las plantas. Las cuerdas de crin tienen la ventaja de que no se dañan con la humedad y de que los perros no pueden comérselas. Estas cualidades hacen que la cerda sea invaluable para amarrar a los caballos, algo que es necesario hacer aquí. El mejor lazo de cerda que conozco también me lo dio el doctor Quintero y fueron muchos los caballos a los que a cuenta mía les esquilaron la crin. Perdí la cuerda que me dio la niña y de todos los pequeños hurtos que me han hecho aquí, es el que más he sentido. Los atascaderos del Valle del Cauca son tremendos y echan a perder el placer del viaje. Muchos de ellos son corrientes de agua con las ruinas de un puente encima, pero si uno los logra cruzar los olvida rápidamente, mientras que los lodazales se siguen recordando todo el camino. En la portada del doctor Quintero hay uno de estos pantanos, que es como una especie de foso, así que los peatones tienen que brincar la cerca porque si entran por la portada se hunden en el barro. A media milla de su casa, en el camino, hay otro lodazal inmenso. Para cruzarlo hice saltar al caballo adentro y que caminara por entre el barro hasta un punto desde donde podía saltar al otro lado. Al poco rato llegamos a un riachuelo bellísimo, más grande que La Paila pero más pequeño que La Vieja. A medida que se avanza hacia el sur se encuentran más y más arroyos cantarinos. Lo único que le faltaba al paisaje para ser perfecto, se encuentra ya aquí, el murmullo del agua sobre las piedras del río. Este arroyo, el Bugalagrande, creció un día tan rápidamente, que aunque mi equipaje había pasado sin ninguna dificultad dos horas antes, cuando llegué en compañía de varias damas tuvimos que renunciar a cruzarlo. Por la orilla del río fuimos hasta una hacienda donde pernoctamos y al día siguiente por la mañana lo pasamos mucho más abajo. Esa noche tuve que dormir (lo poco que pude) sin mi hamaca. Al amanecer estábamos de viaje por senderos al occidente del camino principal. Pasamos por una escuela rural alrededor de las ocho de la mañana, donde ya estaban en clase, y me dijeron que los estudiantes se van a sus casas a desayunar alrededor de las diez de la mañana. Al norte del río hay un pequeño poblado con varias casas y una iglesia que es la cabeza del distrito de Bugalagrande y el cual recuerdo agradablemente por las magníficas y abundantes naranjas que se dan allí. Es la segunda vez en mi vida que encuentro naranjas en abundancia. El doctor Quintero siempre las tenía para ofrecérselas a sus invitados, pero en Bugalagrande las había de sobra. Nunca olvidaré el festín que me di con ellas. Es cierto que en el mercado de Nueva York por veinte centavos se pueden comprar todas las que me comí ese día, pero allí no tienen un sabor tan delicioso. Unas cuantas millas más adelante llegamos al río y a la hacienda de Sabaletas, residencia del señor Vergara. En el trapiche me ofrecieron una mezcla de guarapo fermentado con jugo de caña caliente y bastante dulce, que aquí llaman chicha. Me pareció delicioso y, contra todas las recomendaciones, tomé varios vasos. Para sorpresa de todos no me hizo daño, aunque estaban seguros de que al menos me daría un buen cólico. A donde los Vergara llegué tarde, cuando ya la familia se había acostado, pero en la sala tienen argollas para colgar la hamaca, así que tres minutos después de haber desensillado el caballo estaba descansando cómodamente en la hamaca y con la vela apagada.

La señora de Vergara es venezolana y hasta ahora me han gustado muchísimo todos los emigrantes venezolanos que he conocido. Quizá entienden mejor al extranjero, encontrándose ellos también lejos del hogar aunque en medio de gentes de su misma raza. Las hijas parecen muy bien educadas y son buenas conversadoras. Conmigo estaba un granadino que, a pesar de que tenía que estar en Tuluá esa noche, no parecía con ninguna prisa departir, encantado de conversar con ellas. Insistieron en que nos quedáramos, pero cuando les manifestamos que no podíamos, la señora nos dijo: “En ese caso, si no pueden quedarse, salgan inmediatamente. Más arriba el camino no es transitable de noche, y si no salen ya, oscurece antes de que lleguen”. Y diciendo esto prácticamente nos sacó de la casa. Me pareció muy divertido y le agradecí mucho cuando me convencí que con su energía nos salvó de dormir en el bosque esa noche. Salimos a la caída del sol y teníamos que recorrer tres millas para llegar a La Ribera, la casa de la familia Vargas que conocimos en Cartago. Gran parte del camino va a través de bosques, y mi caballo no conocía el sendero, pero yo ya lo había recorrido, parte cuatro veces y el resto una vez, pero acompañado. Cabalgar a la luz de las estrellas en un bosque tropical, lejos de un lugar habitado, no es nada tranquilizante, en especial cuando se ha visto a los campesinos desollar un león (sic), posiblemente el Felis concolor o pantera, animal que vive desde el Canadá hasta la Patagonia. El ejemplar que yo vi lo habían matado en el bosque a orillas del río y me pareció que tenía menos fortaleza que la especie africana. El tigre (Felis onca, jaguar, onza, pantera, si es que estos animales son los mismos en toda América) es menos fuerte, más ágil y más cruel, de acuerdo con la creencia popular. Para mi consuelo recordé que las muertes debidas al ataque de animales salvajes, serpientes venenosas o perros rabiosos y a los rayos, son muy escasas. Pero también es cierto que serían más numerosas si la costumbre fuera vagar por la noche en bosques espesos. El caballo veía el sendero en la oscuridad; yo no, pero alcanzaba a distinguir lo suficiente como para orientarme y estuvimos con suerte porque salimos del trance sanos y salvos. Gracias a la maravillosa eficiencia de un guía, en cierta ocasión me tomó todo un día viajar de La Ribera hasta la hacienda del doctor Quintero. El guía se llamaba Lorenzo y era el guardaespaldas del señor Flojo el del Medio. Le había asegurado a este último que debería llegar esa noche. “No podrá, me dijo, esta noche duerme en Portachuelo”. “Con seguridad que llego a La Paila”. “Ni riesgo”, comentó la buena de Emilia. Pero yo no había contado con los beneficios de viajar acompañado de un guía. Lorenzo se me adelantó antes de que llegáramos al camino principal, y al rato observé que nos desviábamos hacia la derecha. “Se está saliendo del camino”, le grité. “Yo conozco el camino”, me contestó. Un poco después estaba absolutamente seguro de que no íbamos en dirección de la carretera y frené el caballo. “Este es el mejor camino, me dijo, tengo que hacer un mandado en Sartinajal”. Y como me encanta conocer caminos diferentes y no tenía urgencia de llegar a Sabaletas, no seguí insistiendo. Cinco minutos después me miré por casualidad el brazo y vi que la manga de la camisa era de liencillo. “Esta no es mi camisa”, exclamé. “Sí es suya, señor”, contestó Lorenzo. “¡Pero yo se lo digo! ¡Mire!” y levanté el brazo, no para pegarle, sino para convencerlo ocularmente. “Con seguridad es suya, señor. Lo que pasó fue que una vaca se comió la manga y la señora Emilia le cosió otra de Lienzo, que fue lo más parecido que encontró a la tela de su camisa”. Miré la otra manga y comprobé que ‘el hecho era verdadero’. Los guías saben algunas cosas. En Sartinajal se alegraron de verme. La mujer resultó ser la madre de Lorenzo. La casa apenas es una choza y ningún blanco vive o ha vivido allí. Insistieron en que de todas maneras me bajara y entrara. Le quitaron las monturas a los caballos y los amarraron. Y ahora debo echar una mirada a los alrededores porque me encuentro más lejos del río de lo que he estado en cualquier otra parte en el valle. Por aquí no hay muchos árboles. El terreno es ondulado y mucho más alto que el resto

del valle. Parecía un potrero inmenso listo para recibir ganado, pero si lo trajeran no habría nadie que lo cuidara. Desde aquí se divisa a lo lejos la dehesa de San Miguel que ya había visto desde Cara de Perro, pero ahora aparece hacia el noreste. Pero todavía no era hora de partir, no, ni riesgo. Debo comer algo aunque no tenga hambre, pues no puedo hacerles esa desatención. Sospecho que el sinvergüenza de Lorenzo trajo dos plátanos maduros para asarlos porque sabe que son el mejor cebo para atrapar a un yanqui. Y después de comer tampoco nos podemos ir. Hay una ropa secándose que la mamá tiene que aplanchar para enviársela al doctor Quintero. Se despejó la incógnita. Era muy cierto que no llegaría a La Paila esta noche y el llano seco carecía de todo interés para mí. No tenía nada que hacer y había llegado al límite de la paciencia. Salimos de Sartinajal casi a las cinco. Después de una o dos millas llegamos al río Bugalagrande y seguimos por la orilla, cruzándolo cinco o siete veces. Si hubiera estado crecido habríamos tenido que seguir un camino mucho más largo. La última vez que lo vadeamos, estaba oscureciendo y empezando a llover. Al rato ya no podía ver el suelo pero distinguía la silueta de Lorenzo que iba adelante. Y cuando ni eso pude ver, le dije que se quitara la ruana para verle la camisa pero la bendita camisa no estaba muy blanca que digamos, y por último se cerró la noche y ya no pude distinguir ni las orejas del caballo. Había hecho tanto esfuerzo con los ojos que me parecía que la cabeza se me abría del dolor y todavía tenía que cruzar un riachuelo peligroso. Cerré los ojos y ‘abrí’ las orejas, mi caballo dio un salto y terminé en la zanja. Me dio miedo que tratando de salir cayera de lado o para atrás. Pero todo lo que termina bien está bien, y a las ocho y quince estaba a salvo bajo el techo hospitalario del doctor Quintero, descansando la cabeza adolorida sobre la mesa. Al otro día por la mañana desayuné en Murillo y a la una llegué a La Paila, dando gracias al cielo de que tan pocas veces tenga que contar con los servicios de un guía.

LA

CASA

DEL

HACENDADO

La construcción de casas con guadua, barro y paja — Plano de la casa —Los sirvientes — Abluciones matinales — El desayuno — La lechería — La comida — Un domingo — El bautizo — Matrimonio — Comida y baile — Tomando licor sin emborracharse — El bunde — Llevando las niñas a casa —Una historia de amor — Bautizo practicado por un laico — Enfermo una semana — Dieta — Micos y aves — Sacrificando ganado — Tortugas —Agricultura — Precios —Fecundidad Y pobreza: abundancia y hambre.

Quiero hacer una descripción más exacta de la vida doméstica de las familias principales del Cauca. Con este fin he seleccionado la familia Vargas, pues deseo evitar penetrar en los dominios de la ficción combinando las vidas de dos o más familias. Escribo esto con la esperanza sincera de que ningún lector habrá de reconocer a los personajes, o si infortunadamente así sucediera, espero que quien los descubra sea tan correcto que nunca de a conocer sus nombres ni su domicilio a ningún habitante de Sur América. Debo recordar que cuando presenté al lector a don Eladio Vargas mencioné que en los tiempos de la esclavitud esta familia fue muy rica. Además de la finca de La Ribera y de las minas en el Chocó, que ahora no producen un peso, tiene dos haciendas más en el Valle, aunque una está en litigio. La Ribera podría fácilmente mantener a todos sus miembros si la administraran bien, pero parece como si su ambición fuera dejar que las cosas siguieran su curso libremente y gastar en Cartago lo poco que puedan rebañar de esta hacienda, pues dudo que las otras alcancen a producirles algo. No puedo imaginar la teoría que sirvió para localizar la casa respecto a la carretera. El frente se orienta hacia el norte y se extiende ciento treinta y siete pies de oriente a occidente. El techo es de iraca y paja. La casa está construida sobre un terreno inclinado, así que mientras el extremo occidental se eleva unos dos pies del suelo, el otro está más bajo que la superficie, también unos dos pies, pero el piso no está bien nivelado. Este último es de ladrillo en los corredores y en las piezas acabadas, y de tierra en el resto de la casa. Las paredes están construidas como las de los ranchos, con tres materiales, guadua, bejuco y barro. Para hacerlas clavan las guaduas a pocos pies de distancia y les amarran láminas de guadua a ambos lados, llenando con barro el espacio intermedio. Después las revocan con barro y finalmente las encalan. En la casa solo han encalado algunas paredes, pero tienen el proyecto de terminarlas cuando consigan suficiente cal y de darles una segunda mano. La cal es difícil de conseguir y de transportar a lomo de mula. Solo conozco dos caleras en el valle del Cauca, una en Vijes y otra cinco millas más arriba. Pero en ninguna de las dos se extrae mucha cal porque la demanda es escasa y el transporte muy difícil. El barro lo utilizan para revocar y hasta para pegar ladrillos. Encalar es un lujo por la falta de vehículos de rueda. En teoría la casa tiene ciento quince pies de largo por diez y nueve de fondo y está dividida en ocho piezas, todas de diez y nueve pies de norte a sur, pero de ancho diferente. El techo se proyecta sobre el corredor, que tiene siete pies. En un sector de este han construido otros siete cuartos y además, en la parte de atrás, hay dos edificaciones, una contigua a la casa y la otra un poco más lejos. La distribución de la casa se ve claramente en el siguiente diagrama.

La casa del hacendado

Los corredores aparecen señalados con números romanos y los cuartos con arábigos. El corredor principal, XVIII, rodea casi la mitad de la casa, y afuera, al frente del corredor, los cascos de los caballos, los cerdos de algunos de los sirvientes y las visitas ocasionales de las reses han formado una zanja que es magnífico criadero de zancudos en épocas de lluvia. Por esta razón no es saludable dormir sin mosquitero dentro de la casa; al principio yo colgué la hamaca en el corredor frente al cuarto Nº 2, pero después me pasé al Nº 9, el cual tenía relativa abundancia de muebles: una mesa burda y grande sobre un caballete, dos camas que yo utilizaba como mesas, estantes para ropa, libros, etc. y una silla. Guindé la hamaca de rincón a rincón, hasta donde lo permitía la esquina saliente que hay en la pieza. La mesa estaba al frente de la ventana, la cual tiene reja y contraventanas. En el día también utilizaba una mesa grande que estaba en el corredor al lado de la puerta, pero durante la noche no podía dejar nada allí porque las cabras acostumbran encaramarse encima de ella para dormir. El Nº 1 es el cuarto de los solteros. Tiene quince pies por diez y nueve, estera en el piso, puerta, ventana y tres camas. Por lo general allí acomodan a los viajeros y en él duermen varios de los hombres de la familia. El Nº 2, de veintiún pies por diez y nueve, es el dormitorio de las señoras. Don Eladio, su esposa y sus hermanas lo ocupan cuando vienen a la hacienda. Su madre no viene casi nunca. Tiene una ventana hasta el piso y una puerta hacia la pieza Nº 3, que es estrecha, de siete pies por diez y nueve, y que ocupan hombres o mujeres, según sea lo más conveniente. Esta última tiene una ventana y también es el pasadizo desde el cuarto principal a la sala, Nº 4. Esta mide diez y nueve pies cuadrados y en las cuatro paredes hay puertas con alas. Menciono este detalle porque la mayoría carecen de puertas interiores y si acaso las cierran es con una cortina. Los otros cuartos miden seis, once, veinte y catorce pies por diez y nueve; la pieza Nº 5 está completamente terminada y el derecho a su posesión, podríamos decir, lo disputan Carlos, el hijo menor, y uno o dos trabajadores de la hacienda. Pasando por la pueda de atrás de la sala al corredor XI entramos a los dominios de un pequeño ejército de sirvientas. A lo largo de toda la pared hay un poyo de ladrillo, aproximadamente de veinte pulgadas de altura por veinticuatro de ancho, que en el extremo oriental sirve de fogón para hacer chocolate u otras cosas que no sean complicadas. En la otra parte colocan de día la vajilla y los cubiertos, porque de noche hay que guardarlos para que no los dañen las cabras, y en los lados de la puerta utilizan el poyo como asiento. Al extremo occidental el poyo sirve de tinajero, con tres huecos para colocar las tinajas y un espacio debajo para poner recipientes que recojan el agua que se filtra por las vasijas. Cerca está la piedra de moler, que calientan con fuego por debajo cuando van a moler chocolate, para lo cual la temperatura asciende a un poco más de 100º F. En el extremo sur del corredor XIX hay dos pailas grandes de cobre que utilizan para hacer dulces en grandes cantidades y otros menesteres especiales, como la fabricación de jabón. Pilar, el ama suprema de todo este territorio, es una mulata de veinte o veinticinco años, hija de la negra que maneja la cocina de los Vargas en Cartago. En cuanto a su padre, no me atrevo a hacer ninguna conjetura. Pilar maneja la casa, pone la mesa, sirve a esta, cose, enseña a leer en el

corredor a tres negritas y, entre hombres y mujeres, es la persona más eficiente de toda la hacienda, trabajando más que dos de ellos juntos. Duerme con las niñitas en el cuarto Nº 10, que está separado del mío por una pared tan delgada que a veces las oigo rezar sus oraciones después de que la familia se ha acostado. El resto de las sirvientas duerme en los cuartos 23 y 24 y en la cocina, o en el primer sitio que encuentren. Las piezas 21 y 22 sirven de depósito o de despensa: la 25 es la cocina y la 26 me parece que es una combinación de depósito, cocina y dormitorio de la vieja cocinera. En la mitad de la cocina principal hay un arco de aproximadamente ocho pies de largo con huecos para colocar las ollas de barro y una chimenea que parece mutilada y que apenas tiene la altura de un hombre. Al oriente, a pocas yardas de la cocina, hay un horno debajo de una ramada, el cual completa los servicios de la casa de La Ribera. La cocina se mantiene repleta de negritos, perros y humo; parece la habitación de una familia o más bien de una tribu de salvajes, y no puede ser más sucia ni tampoco se puede pensar en limpiarla. Roso, un niñito de cuyos padres no sé nada, si es que algún día los tuvo, gatea completamente desnudo por el suelo mugroso de la cocina; y al lado hay otro bebé, también desnudo, claro está, con un pedazo de carne en la mano. Este es el hijo de Escolástica, una muchacha negra de unos diecisiete años. Cristina es un poquito mayor que Roso y lleva enaguas, pero rotas de arriba a abajo o sin un pedazo de tela y siempre sucias. Isabel, mayor que Cristina, usa enaguas pero no lleva nada de la cintura para arriba, y otras dos niñas mayores que Isabel, pero menores de diez años, se ponen a veces una mantellina o chal azul de lana. A Pilar le gustaría que los perros no metieran las narices ni los niños los dedos en la comida de nosotros, pero al resto de las sirvientas eso las tiene sin cuidado, siempre y cuando no saquen comida que después se note, y desgraciadamente la autoridad de Pilar en la cocina no es mucha. 11

Como estamos lejos de la iglesia de San Vicente ( ), el culto religioso lo celebramos en una capilla desolada bajo un cobertizo, sin cuadros, ni imágenes, ni púlpito, con piso de tierra pero con un confesionario y un altar. En la sacristía hay unas pocas vestiduras para servicios corrientes, lo indispensable para celebrar misa, pero todo ordinario, un viejo misal y juguetes de madera para entretener al Niño Jesús, cuando arreglan el pesebre en Navidad. Las edificaciones de la hacienda incluyen también un cobertizo en el que caben dos caballos; un trapiche que no utilizan nunca; los cimientos de una edificación que jamás van a terminar, y las ruinas de otra que antes de que la techaran se derrumbó en la última revolución. No hay jardín ni árboles frutales que sirvan para algo, excepto un único naranjo de regular calidad. También hay otros tres pero las frutas las roban antes de que maduren. Esta es La Ribera. Veamos ahora cómo se vive un día en la hacienda. No somos muy madrugadores en “la casa” (así llaman los aparceros a la residencia de la familia) ; pero alrededor de las seis se acerca el sol al horizonte, y sería visible poco después si no lo taparan las nubes que aquí no permiten ver su salida o su ocaso. Tan pronto sale el sol sale también Pilar, el ama de llaves; se santigua y conjeturo que se viste y que quizá se lava la cara y las manos. Se dedica luego a barrer la sala, el corredor posterior y el de adelante; trabajo poco digno de una ama de llaves cuando las cabras y las vacas han convertido en dormitorio el corredor principal. Escolástica se levanta de un cuero tendido en el suelo, donde reposa el hijo de Dionisio (dice ella) totalmente desnudo, y sin arreglarse ni lavarse se dedica a hacer algo que remeda el trabajo. Tres negritas, desnudas de la cintura para arriba y una de ellas con la falda rota en tres tiras desde el cinturón al dobladillo, salen y se colocan en cuclillas en el pretil del corredor a mirar si alguien pasa por el camino distante. Esta manera de sentarse en cuclillas les parece a las negras más cómoda que en una silla, y Escolástica y otras personas mayores la encuentran muy conveniente. Estefana, la cocinera, aviva el fuego en la cocina y enciende su tabaco. Si el fuego está totalmente apagado prende una luz con yesca y eslabón tan fácilmente como se pone uno el saco. La yesca es un trozo del corazón del maguey (fourcroya). Roso, el negrito, feliz poseedor de 11

San Vicente es hoy Andalucía. (N. de la T.)

su desnudez pues no tiene en el mundo ni una hebra de hilo, sale de su nido, y sin ningún temor de romper el vestido o ennegrecer la piel, se sienta en el suelo a jugar con tierra. Joaquina sale de su guarida y se sienta a esperar la hora del ordeño. Josefa se levanta y camina de aquí para allá y de allá para acá. El resto del servicio hace su aparición saliendo de los diferentes rincones donde ha pasado la noche. Manuel se dirige a la fragua para que no lo vean holgazaneando en la casa. Manuel, Esteban y Dionisio, de tinte un poco más claro, y Jacinto más oscuro, se sientan en el pretil, en un banco o en mi mesa, y aparecen muy ocupados arreglando las monturas, las riendas y las jáquimas. Aureliano, Cosme y Gregorio, tres muchachos blancos, que bajo el nombre de sirvientes hacen la mitad del trabajo que sería capaz de hacer uno solo, se sientan en el corredor a ver jugar los tres perros. Volcán y Enamorado, dirigidos por la perra Folía, molestan desde las cinco de la mañana a una de las vacas de leche y la tienen desesperada. Afortunadamente son perros cobardes y no se atreven a morderla. Ramón, más grande, pero no más blanco ni más negro que los otros dos, se va arrastrando los pies, como si le dolieran los dedos, a una manga o potrero y trae varios caballos al corral. Allí enlaza uno blanco y viejo, que es demasiado perezoso o demasiado bien educado para correr y se marcha montado en él hasta una estancia a ver si hay plátanos para el almuerzo. Carlos Vargas, el más joven de los patrones, coge otro caballo, con más dificultad pero más destreza, y le ordena a Jacinto que deje su perezoso oficio, que lo ensille, y que tome otro para él. Ambos salen a caballo hacia los potreros abiertos, para regresar a la hora del desayuno o un poco después. Van a ver si ha sucedido algo por allá. Toledo (éste es su sobrenombre), el amansador de caballos, ata la mano de un potro a la pata correspondiente, y lo hace dar vueltas y vueltas muy estrechas en el trapiche. Pepe Gómez, un pariente de la familia, va hasta el cacaotal a ver si hay cacao listo para recoger y si los marranos han hecho daños. Pepe y Antonio salen del Nº 1 o del 2, según sea el caso, y sin prestar atención a las abluciones matinales se sientan en el corredor a leer la traducción española de una novela francesa, publicada en un número extraordinario de “El Correo de Ultramar”, de París. No he presentado en forma especial a estos dos jóvenes hermanos de don Eladio. Debo decir de Pepe que es digno rival de cualquiera de sus dos hermanos en los negocios por su energía y la corrección, y solamente inferior al digno y piadoso Eladio. Antonio, de apenas diez y siete años, tiene un espíritu dinámico y gusta mucho de ejercitarlo en carreras de caballos, bailes, riñas de gallos, y en la administración de medicinas y bautismos, lo mismo que en otras labores útiles. Bañarse temprano no es costumbre aquí; y yo he ido cayendo en esto de diferir mis abluciones hasta casi la hora del desayuno. Entonces voy hasta el tinajero, donde encuentro agua y una palangana pero no hay cucharán ni criado; media hora después logro encontrar un cucharán, pero ya no está la palangana; luego que tengo todo lo necesario, resulta que ya no hay agua pues las tinajas están vacías. El jabón a veces es importado, el fabricado aquí es negro y seboso, y en todos los casos es muy caro. No venden ceniza ni fabrican jabón para vender y tampoco utilizan mucho la fruta delSapindus, chambimbe, (de una pulgada de diámetro), como sería lo natural y a pesar de que los animales no la pueden comer. Ahora que ya presenté mis dramatis personae no vayan a creer que voy a seguirles los pasos todo el día. Aclaro únicamente que Pilar y Josefa son mulatas, la primera bonita e inteligente, y el resto de las sirvientas de pura raza africana, excepto un bebé que quizá tenga tres octavos de sangre blanca. Calculo que hay veintitrés sirvientas y sumando las que tiene la familia en Cartago, lleguen a cuarenta. Ahora pasa una procesión de cinco mujeres y muchachas por el frente de la casa llevando una calabaza redonda o una larga, un tarro de guadua de dos nudos, una jarra verde con forma de doble cono y un cántaro de barro en la cabeza. Las que no pueden cargar la vasija boca arriba, la tapan con una naranja. Van al río a traer agua. Joaquina aparece en el corredor con una vasija en la cabeza, dos totumas y una cuerda de crin en la mano. Las vacas pasaron la noche lejos de los

terneros y se oía uno que otro mugido de los animales prisioneros. Gregorio deja entrar una vaca al corral y el ternerito feliz corre a buscar la ubre pero ¡Ay! le ponen un cabestro, le amarran la cabeza a la pata de la vaca y con el otro extremo le atan las patas a esta. Ambas generaciones quedan en poder de Joaquina, que con una totuma en la mano izquierda empieza a ordeñar con la derecha, en frente del pobre ternero, hasta extraer la última gota de leche. Después sueltan a la madre y al hijo para que pasen el día juntos en el potrero, y por la noche dos muchachos encierran a los terneros en el corral. Como este oficio lo hacen a caballo, no economizan tantos esfuerzos como cuando están a pie. Después de que Joaquina ordeña catorce vacas, hay cuatro o cinco galones de leche en la olla. La vieja la carga sobre la cabeza y la lleva a la despensa, en el cuarto 21; hierve parte de la leche, otra la utiliza para el chocolate de la mañana; en el resto enjuaga un pedazode tripas, le añade jugo de limón y bastante sal. A la leche coagulada le escurre el suero y ya está hecho el queso, que naturalmente no dura lo que el nuestro. Cosme salió a picar caña para el caballo que está amarrado en el corredor del trapiche. Le pidió prestado el machete a un sirviente de más edad que, como un soldado o antiguo caballero, lo lleva siempre envainado. Debe cortar la caña en trozos que no tengan más de dos pulgadas de largo y en ninguno debe quedar el nudo entero de la caña. Mandaron a Aureliano, quien sí tiene su propio machete, a darle caña a un caballo que hay engordando en una de las estancias y que amarraron allá para evitarse el trabajo de estar cargando caña. Su establo es el platanal y lo tienen atado a unahierba de ocho pulgadas de diámetro y doce de altura. Aureliano lo lleva a bañar al río, oficio que toma una hora pues el sinvergüenza del jinete saca tiempo para nadar un rato en compañía de dos o tres negritos anfibios, y naturalmente el trabajo no se puede hacer en menos tiempo. Además les da una que otra tunda a sus amigos; el otro día le pegó hasta a Ramón, que es mucho más grande y fuerte que él. Aureliano es el pícaro más insolente que hay en la hacienda, y Gregorio y Cosme tienen que estar alerta cuando él se halla cerca. Pero ya está listo el desayuno. Hirvieron en agua un poco de carne seca (tasajo) para hacer una sopa que espesan con masitas de maíz o con plátano asado y machacado. La carne, reducida a una masa que parece estopa, la sirven frita, y es tan seca que si en vez de ponerla en un plato se coloca en una hoja de papel de carta, posiblemente no la engrasa ni la humedece. Además, es bastante insípida. En los bordes del plato vienen las tajadas de plátano frito. Cuando el plátano está bien maduro estas son deliciosas; si es pintón, son insípidas y duras; el plátano verde no lo fríen en tajadas. Generalmente con cada plato sirven un plátano entero asado, que si se encuentra bien maduro es muy agradable; pero a media sazón es harinoso y no sabe a nada. El plátano verde es muy duro y para mi gusto, incomible. Por desdicha los campesinos y los sirvientes se comían los maduros y nos dejaban los verdes a nosotros. También hay otro plato, pero mi testimonio sobre él es el de un enemigo, porque lo detesto. Es el llamado sancocho, que constituye la principal de las comidas, y entre los campesinos generalmente es el único plato que acompaña al plátano asado. Para prepararlo se toma una cantidad cualquiera de tasajo (el que no se ha corrompido al secarse es el mejor) con o sin huesos, gordo o flaco; se pone en una olla de barro con más o menos un balde de agua, se le agregan trozos menudos de plátano verde, y si hay, pedazos de calabaza y de yuca; también se le pueden echar papas, nabos, zanahorias, cebollas, chirivías Y remolachas, pero las primeras no se dan aquí y las otras son universalmente desdeñadas por estas gentes. A veces le agregan tomates y batatas, que son inferiores a las nuestras, de tal manera que yo dudé a veces de su identidad. Hierven muy bien esta mezcla, que los bogas la comen con cucharas de totuma y con conchas de tortuga. Los campesinos, en general, toman el sancocho sirviéndolo en ollas rotas o en totumas y con cucharas de madera o de totuma; las familias respetables lo comen con antiguas y pesadas cucharas de plata, sirviéndose de soperas de viejo pedernal de modelo “el sauce”, que había antes entre nosotros. Sirven además uno o dos huevos fritos, o tantos cuantos comensales haya. Si los huevos son cocidos, solamente les ponen sal. Al terminar la comida ofrecen una tacita de chocolate espeso, que colocan en el mismo plato o en otro. Pocas veces llevan la taza sobre su platillo. El chocolate contiene unas dos pulgadas cúbicas de cacao y azúcar moreno o panela molidos juntos en una piedra caliente.

La mesa no es bien atendida, sobre todo teniendo en cuenta las disponibilidades de servicio. Más de la mitad de las obligaciones, a la hora de las comidas, recae sobre el ama de llaves. Debo añadir que el desayuno termina generalmente con un vaso de agua. Traen dos o tres jarros o copas de plata en una bandeja que llenan sacando el agua de un recipiente de latón, hasta que todos calman la sed. Luego si hay presente algún sacerdote, pero jamás en otras ocasiones, se reza el Padre Nuestro y otras plegarias de acción de gracias al Creador. Ya son las diez y media. Dónde, cómo o cuándo desayunaron los sirvientes, lo ignoro. Lo único cierto es que no lo hicieron con nosotros, ni en mesa, ni con cuchillos y tenedores. En la casa hay tanta tranquilidad después del desayuno como la que reinaba antes de este. Las negritas se sientan en el corredor de la despensa a coser bajo la dirección de Josefa, o a leer, enseñadas por Pilar. La instrucción privada no es aquí mejor que en las escuelas; y una mulata, esclava hasta hace dieciocho meses, que sepa leer, no es mejor que una maestra de escuela, pero tampoco peor. El primer libro de estudio es la Cartilla, que contiene el alfabeto y algunas oraciones. Luego viene la Citolegia, que no es de mucho interés para la juventud. He hojeado todos los libros en donde los niños aprenden a leer, y no creo que haya ningún chico que encuentre en ellos algo que pueda interesarle. Un viejo libro de leyes, una “Táctica de artillería”, la “Teoría de la libertad humana y los derechos constitucionales”, un opúsculo protestante, cualquier cosa impresa que no haya sido destruida por el uso o que no haga falta si se pierde, se considera buena como libro de lectura. Ahora ensillan más caballos y todos los señores jóvenes y tres sirvientes adultos privilegiados, que ni cavan, ni pican caña, ni andan nunca a pie, salen a recorrer los potreros. Pero saber qué es lo que hacen, si ver el ganado, conversar con las campesinas o programar otro baile, es más de lo que puedo averiguar. Tampoco sé muy bien qué hacen las mujeres; no están arreglando las camas, ni lavando las ventanas, ni barriendo, ni haciendo tortas y bizcochos. El ruido de pasos rápidos indicaría simplemente que están retozando o que ha habido un cataclismo. Aquí nunca nadie canta mientras trabaja con las manos. Las mujeres tampoco están preparando una bebida o amasando, aunque en la región hacen tres clases de tortas a base de almidón de yuca. Una de ellas, el suspiro, se parece muchísimo a nuestros besitos de azúcar en que está lleno de aire, pero es más grande y no tan dulce. La almojábana es semejante al bizcocho de esponja y apenas puedo creer que no se hace con harina de trigo. Los hombres empiezan a llegar de uno en uno. Otra vez tienden el mantel en la mesa. Pilar trae los platos del corredor de atrás, les pasa cuidadosamente el limpión y los pone en ella. Nunca sobran cuchillos y cucharas; por el contrario, a menudo faltan y llama la atención el hecho de que nunca haya cucharitas. Las cucharas aquí son más grandes que las dulceras y tienen más plata que las grandes nuestras. Es necesario guardar bajo llave todos los cubiertos porque los sirvientes son muy descuidados. La despensa no se debe dejar nunca abierta y la cerca de los frutales debe estar siempre con candado. El almuerzo principia, al igual que el desayuno, con sopa. El eterno sancocho seguramente estará presente, pero como adición o en reemplazo de la estopa de carne, quizá sirvan un guisado bastante parecido a la carne cocida. Generalmente es muy tierno y me parece superior al que preparan en la cocina ordinaria en Nueva York. Después de la carne sirven una taza pequeña o un jarro de leche hervida que se toma generalmente con plátano asado; a esto siguen pedazos de panela, o almíbar con o sin leche hervida, o cualquier otro dulce. Las variedades de estos dulces van desde la calabaza hasta los higos, y son innumerables. Con el dulce y con el chocolate nunca debe faltar el queso, pero si no lo hay, lo sustituyen echándole un poco de sal al chocolate. Después del dulce viene el agua, servida como en la mañana. Durante las comidas es muy raro que se beba, a menos que sea vino o aguardiente.

El sol se mueve rápidamente hacia las colinas que nos separan del Pacífico y por último se pierde entre las nubes que circundan el horizonte. El almanaque no indica la hora de la salida y de la puesta del sol, porque aquí no hay mucha diferencia entre las distintas estaciones del año, y no valdría la pena calcularlas cuando nadie las utilizarla para poner los relojes, aunque los tuviera. Los relojes y los almanaques son muy escasos y estos últimos solo indican el día del año, el santo del día y las fases de la luna. Los granadinos están convencidos de que la luna ejerce importante influencia sobre la agricultura, y aunque no tienen en cuenta el signo del zodíaco en que se encuentra la luna, en menguante salan el ganado y tumban los árboles, y en creciente siembran. No sé de nadie que ponga en duda la influencia de la luna. En cambio yo no he podido comprobarla y no creo que sea más cierta que la creencia de que las pupilas de los gatos indican el estado de las mareas. Los terneros ya están encerrados. Escolástica sale a recoger ramas de escoba para hacer una nueva. Las negritas están sentadas jugando a las bolas con corozos (la semilla de una palma espinosa) en el corredor del frente. Un campesino de un lugar cercano se acerca a la casa. Cinco perros se lanzan ladrando hacia él, y el peón saca el machete; Volcán, más audaz que prudente, recibe en una mano un machetazo, que por varios días lo tiene echado bajo un árbol y caminando en tres patas. Un muchacho trae tres huevos envueltos en un trapo para cambiarlos por una vela, pues ambos artículos tienen un valor equivalente a un cuartillo. Ramón trae una carga de caña en un caballo. La angarilla tiene dos cachos, uno adelante y otro atrás, y de elloscuelga un garabato a cada lado, donde acomodan la caña. El peón me cuenta que la carga apenas se le resbaló dos veces al principiar el viaje. Toda la caña para el trapiche es acarreada en esta forma, o cargada sobre la cabeza de los peones. Un caballo es capaz de arrastrar cuatro guaduas al tiempo, o seis si están secas, con un par de garabatos donde amarran una de las puntas de la guadua mientras la otra arrastra por el suelo. Si necesitan solamente una guadua, la amarran a la cola del caballo, un muchacho lo monta y corre triunfalmente hacia la casa. Algunas veces un hombre a caballo arrastra una guadua hasta un cuarto de milla, amarrada con un lazo. Empieza a oscurecer. El ganado y los caballos se aproximan a las casas. Los más ariscos se arriman a las chozas que hay enel límite del bosque; los más mansos a las del pie de las lomas. Las cabras bajan de los cerros o vienen de los potreros y se acostarían en las camas si se las dejara. Todas estas precauciones hacen pensar que “los leones”, “los tigres” y “los osos”, de los que cuentan tantas historias y que en el mejor de los casos no deben ser más que modestas imitaciones, son en realidad peligrosos. Después de examinar todos los cuentos que me han narrado de esos animales no he podido comprobar que hagan más daño que el de aterrorizar a la gente. Un grillo chillador en un rincón del cuarto produce un ruido muy peculiar, increíble para quien no lo haya oído, y se ve uno obligado a matarlo. El viento, que sopló toda la mañana del lado del mar (al occidente), ahora viene del costado contrario, trayendo desde los bosques una numerosa delegación de mosquitos. Viviana sale de la cocina con un brasero sobre la cabeza. Se sienta en el corredor y con astillas de palo, tusas de maíz y pedazos de guadua hace una humareda para espantarlos. La familia se sienta en el escaño, en algunas sillas de brazos y en el pretil o en la baranda del corredor. Antonio toca guitarra y Jacinto tiple en el corredor de atrás, donde están fumando las mujeres. Las dos negritas bailan a hurtadillas en el comedor. Al rato colocan una vela encendida sobre la mesa del comedor. Llega un negro solicitando que le escriban un memorial, cosa para la cual la familia generosamente siempre encuentra tiempo, papel, pluma, tinta y leyes. Pepe Gómez trae la caja de escribanía y redacta el documento. Pepe está leyendo en voz alta el “Piquillo Aliaga”, de Scribe. Toledo y otros más escuchan y a cada pasaje sorprendente exclaman: “¡Caramba!”. Pilar lleva los platos al armario interior, colocando detrás los cuchillos y un número preciso de copas, cucharas, tazas y platos, además de los jarros. Tiende el mantel y coloca los platos, un cuchillo, un trozo de queso y las cucharas. Luego vienen los plátanos verdes, fritos, machacados entre dos piedras, y en seguida tres tazas de chocolate en

una bandeja. Colocan cada taza en un plato y el resto lo sirven de la misma manera. Ponen sobre la mesa una fuente honda con dulce y los platicos para servirlo. Por último viene el agua y los jarros y los llenan una y otra vez, bebiendo algunos directamente de las vasijas de latón, hasta quedar todos satisfechos. Este es el final de las comidas y de las bebidas del día, y si alguna vez varían es porque omiten una de ellas. En ocasiones, al levantarse por la mañana, toman una taza de café negro, sin leche y con mucho azúcar. No es cierto, como lo afirman ciertos viajeros, que los granadinos tomen café o chocolate antes de levantarse. Son ya las nueve. Los hombres se retiran pronto a sus camas o bancas, las cuales, como dicen los naturalistas, se convierten por imperceptibles gradaciones en unas u otras. Luego se oye a las mujeres rezar el rosario, sonido fácilmente reconocible cuando se lo ha oído alguna vez. Después se escuchan los chillidos furiosos de Cristina que se quedó dormida en el suelo. La buscan y la llevan al cuarto Nº10. Sigue llorando media hora, por fin se calla y no se oye más que el zumbido de los zancudos, los perros peleando, el mugido de terneros y vacas y, lo que es peor, los diabólicos ruidos que hacen las cabras. Ha terminado otro día sin introducir más cambios en el valle del Cauca que en la superficie del océano, y así ha sido por generaciones. Si un Rip Van Winkle granadino se despertara del sueño de dos siglos, la única cosa que le sorprendería sería el despuntar de las libertades civiles y religiosas. No debo seguir presentando el retrato de la familia sin describir la vida de un domingo en la hacienda. El sábado por la noche repican un momento las campanas de la capilla, apenas lo suficiente para anunciar que al día siguiente habrá misa. De vez en cuando el buen cura de San Vicente viene a pasar el domingo con nosotros y apenas es lo natural, porque más de la mitad de su salario proviene de la hacienda. Asistí a la misa, cosa quesiempre hago cuando tengo oportunidad. Bien, en primer lugar, tuvimos un bautizo en dos tandas: es decir, a dos de los bebés ya los habían bautizado para salvarlos del infierno si morían antes de que viniera el cura; pero ese primer bautizo no cumplía los requisitos formales. El sacerdote esperó a los niños en la puerta lateral o del perdón. Un monaguillo sostenía una sencilla cruz de madera y otro una vela encendida. Después de rezar las oraciones, el cura le puso sal al bebé en la boca, se acercó a la pila, que es una piedra con un hueco tallado puesta sobre un pedestal y con un orificio para que salga el agua. Le llevaron otros dos niños, uno cargado en el brazo izquierdo. “ Póngale la cabeza aquí” , dijo. La mujer se volvió de manera que la cabeza del niño quedara en el punto preciso, pero los pies resultaron más atravesados que antes. Una exclamación de impaciencia del cura, que estaba en ayunas, hizo que el monaguillo ayudara a pasar al niño al brazo derecho. Primero el cura puso saliva en las orejas y narices de los niños y después terminó bautizando uno por uno. Sacó de la caja portátil un frasco de plata con un hisopo a través de un corcho forrado de plata, y un pedazo de algodón. Con el hisopo les hizo una cruz en el pecho, otra en los hombros y limpió el aceite con el algodón. El vestido de uno de los niños hizo que el cura perdiera de nuevo la paciencia y en medio de las oraciones exclamó: “ ¡Mejor traiga al niño desnudo que con un vestido apretado en el cuello!” . Con dos dedos yo se lo bajé todo lo que pude. Después colocaron la cabeza del niño sobre la pila, boca abajo, y el cura le echó el agua bendita con una jarrita de plata. Le hizo otra cruz en la coronilla con el hisopo y el aceite, le cubrió un momento la cabeza con una tela blanca y terminó la ceremonia. Un pastor protestante habría empleado dos horas en rezar todas esas oraciones, pero nuestro cura las dijo en un momento. Si omitió algunas palabras o las pronunció mal, dejó para otra ocasión articularlas mejor. Después regresó a la sacristía, se cambió de vestiduras, y de nuevo con la cruz y el cirio fue a la puerta del perdón a recibir a una pareja de novios, todavía más lerdos de lo que habían sido las madres. El padrino, que estaba casado con la madrina, se hizo al lado de la novia. Mientras tanto el novio hacía lo posible por meterse entre la novia y la madrina, aparentemente buscando que lo casaran con cualquiera de las dos. Cuando por fin el cura logró que se colocaran como debía ser, les leyó un sermón larguísimo, diciéndoles entre otras cosas que su deber era esforzarse por tener hijos y educarlos no tanto en busca de su propio bien sino de la religión, de la fe y de la virtud. Pero esto

de tener hijos era un punto sobre el cual no vi la necesidad de insistir tanto, pues, la novia, aunque no había estado casada antes, no solamente tenía dos hijos como testigos de la ceremonia, sino que se encontraba en ese estado que aquí indican con la palabra embarazada. Me doy cuenta de que este detalle le resta poesía a la descripción de la ceremonia, pero no lo puedo evitar, porque el único mérito de mi relato es la fidelidad a los hechos. Debo añadir además que el mayor de los niños parecía tener tres cuartas partes de sangre negra y el menor tres cuartas de sangre blanca. La novia era mulata y los demás del grupo de pura raza africana. Todos estaban descalzos, las mujeres vestidas con los trajes sencillos que ricos y pobres deben usar para ir a la iglesia, la cabeza cubierta con una mantilla y una saya oscura como falda. Después de que el cura terminó la alocución ordenó a los novios que se dieran la mano derecha, lo cual hicieron después de mucha demora. Cuando le preguntó a la novia si aceptaba a este hombre como esposo, ella no contestó. El cura repitió la pregunta, pero no obtuvo respuesta. “ Conteste sí o no” , exclamó, y ella dijo “ Si” . El sacerdote tomó dos anillos de la bandeja de plata que usan en la misa y le puso uno al novio y otro a la novia, en el dedo meñique. Pero el anillo era lo suficientemente grande como para poderlo usar en el pulgar, y ella se lo pasó inmediatamente a otro dedo. Después el cura tomó de la bandeja ocho o diez reales en monedas de a diez, se los entregó al novio y éste a su vez se los dio a la novia. Durante las oraciones siguientes se vio claro, por la forma como pronunciaba el latín y por el tono impaciente, que el cura, en ayunas, estaba perdiendo la paciencia. De pronto suspendió una oración y regañó a los novios en puro castellano. Una vez que terminó las oraciones, le pasó la estola por la cintura al hombre y condujo a la pareja, que todavía tenía las manos unidas, hasta el altar, seguidos por los padrinos. Los novios se arrodillaron y el cura comenzó la misa. Al cuello les pusieron dos cadenas de oro, unidas con una cinta, y sobre la cabeza de la novia y los hombros del novio extendieron dos yardas de una tela blanca y con fleco. Por lo general los novios deben comulgar, pero en este caso no lo hicieron. Después le pregunté al cura la razón y me dijo que el estado de la novia no le permitía observar el ayuno necesario para el sacramento. Al terminar la misa todo el mundo queda en libertad de divertirse como quiera, pues el domingo es día de fiesta y sería pecado trabajar más de dos horas; pero divertirse no es pecado. Sin embargo, por la noche me di cuenta de que en la cocina sí había habido gran despliegue de actividad; en la mesa nos sirvieron carne de cerdo y pollo, así como una botella de aguardiente. El cura ocupó la cabecera, y en el espacio libre, al frente mío, se sentaron los cuatro personajes más importantes de la ceremonia de la mañana. Yo no estaba preparado para semejante cosa. Si me veo en la necesidad de sentarme a la mesa con negros, lo acepto de la mejor manera posible, pero hubiera preferido no haber tenido que estar en compañía de una novia embarazada. La comida la amenizaron con dos flautas de octava y un tambor. Esa noche fue fatal, porque además de mal tiempo hubo baile. Cuando fui a buscar mi chocolate, encontré al buen cura con la sotana remangada bailando con gracia inusitada un bambuco con una de las ninfas de la llanura. Y cuando me retiraba vi al joven Carlos bailando un valse con la vieja esclava manumitida que había sido su niñera y la de todos sus hermanos y hermanas. Me contaron que más tarde hubo una escena todavía más curiosa. Merceditas, la hermosa niña de diecisiete años, hija de un hombre blanco, bailó con Miguel, el herrero negro. Este parece tener más de setenta años y es el hombre más piadoso de la hacienda. Debió haber sido todo un espectáculo. Al día siguiente traté de convencerla de que bailara otra vez con Miguel, pero me puso como condición que yo bailara primero con ella. Inclusive se desmontó del caballo porque ya se iba para su casa y los otros presentes se unieron a su petición con tal ahínco que solo pude escaparme del compromiso diciendo que la Iglesia Presbiteriana prohibía el baile a sus fieles. Por la mañana, cuando la primera luz del día se filtró por una rendija de la ventana, me levanté para ver el final de la fiesta. Al frente del corredor, donde duermen las cabras, estaba instalada una mujer vendiendo aguardiente y pasteles. Había traído una damajuana casi llena en la que apenas quedaba una botella. Había vendido $ 11,40 y las ventas habrían sido mucho mayores si la noche

anterior yo les hubiera prestado plata a los que no tenían. Entré a la sala y presencié un espectáculo que Christy hubiera dado de $ 500 a $ 1.000 por ver. Dos parejas, muy negras y más allá de la primavera de la vida, estaban bailando el hunde, una danza chocoana. Lentamente los cuatro daban la vuelta al cuarto en un círculo muy amplio, y cada pareja alternativamente avanzaba al centro, mientras la otra retrocedía. Esta es la teoría, pero la forma de hacerlo sobrepasa mis poderes descriptivos. El hombre empieza sus movimientos centrípetos desenfrenadamente y parece que podría destruir la pareja si llegara a chocar con ella. ¡Y había que ver los pasos improvisados que daba al retroceder! ¡Y la música! Uno tocaba tambor con las manos, otro golpeaba durísimo una banca con el palo de una escoba y ambos y el resto de la concurrencia cantaban estrepitosamente “ Ai ke le le” . Se divertían en forma tan desenfrenada que me parecía que de un momento a otro alguno tendría que desmayarse o caer muerto al suelo. Pareja tras pareja bailaba el bunde y la última en dejar la pista fue la cocinera, una negra vieja, que después de haber estado ocupada todo el día tenía puesta la misma camisa que había usado ocho días seguidos en una cocina sin chimenea, y que además tenía dos rotos en el sitio donde precisamente debería haber estado entera. Semejante orgía en los Estados Unidos hubiera tenido consecuencias muy diferentes. Para que alcanzara el ron habría sido necesario por lo menos un barril lleno pues todo el mundo mayor de seis años estaría tomando. ¿Cuántas peleas hubiera habido y cuántas personas habrían quedado en condiciones de no poder dar un paso en la mañana? Aquí, en cambio, apenas vi a dos que daban muestras claras de haber bebido toda la noche, una de ellas un muchacho. Este es un detalle que me recuerda que estoy en medio de gentes de raza diferente; así mismo los indios norteamericanos reaccionan distinto de nosotros con el alcohol. Debo añadir que la novia estuvo levantada toda la noche y por la mañana la vi sentada, con las cadenas de oro todavía alrededor del cuello, mirando a los que bailaban. Uno de los hijos había recostado la cabeza en su regazo y el otro estaba sentado al lado fumando un cigarro. El sábado también pasó toda la noche en un baile; esta noche hay otro, y posiblemente mañana también. Pero le faltan los ayunos preparatorios a la comunión para que el matrimonio sea completo y pueda acostarse con el marido. ¡Me pregunto cómo puede sobrevivir a todo este trajín! Le insistí al cura que celebrara la misa apenas terminara el baile y antes de que la gente se fuera a sus casas, pero él me dijo que como no era día de fiesta la misa no era obligatoria y que era mejor decirla a la hora de siempre; entonces la gente se dispersó antes de la misma. Poco antes de esta había visto a los jóvenes de la familia, a caballo, llevando cada cual a una de las ninfas que la noche anterior habían llegado a pie. Estas iban sentadas de lado, al frente de la montura, y para seguridad de ellas los jóvenes les rodeaban la cintura con el brazo y ellas pasaban el suyo alrededor del cuello del jinete. De seguro que por pura casualidad la buena suerte de tener quien las transportara recayó exactamente en las jóvenes más atractivas y bonitas de todo el baile. En la misa, cuando el cura le iba a dar la comunión a un hombre, vio a una negrita que en vez de hallarse arrodillada como lo debe estar un cristiano en presencia del cuerpo de Cristo, estaba sentada en el suelo, por lo cual se detuvo y le dijo, “ ¡Arrodíllese! Arrodíllese! ¡Cualquiera pensaría que es protestante!” , y siguió rezando sus fórmulas y oraciones, dejándome a mí, pobre protestante, de pie al lado suyo. Días más tarde, Mercedes, la muchacha bonita que bailó con el negro Miguel, alto y austero, recibió unas cartas de Quihchao, donde está interna. Me las mostró para que las leyera. La primera era de una compañera de colegio y empezaba diciéndole: “ Mi querida negra” . Quedé sorprendidisimo. Entonces ella sí era “ la hija de un hombre blanco” , ¿pero de cuál? ¿Y de cuál negra era hija? No puede ser más que una cuarterona. Y mientras escribo me persigue la sospecha de que Mercedes debe ser muy parienta de don Eladio. La otra carta era de la maestra y en ella le decía: “ Espero, mi querida negra, que estés gozando de tu visita a La Ribera” . Estas

expresiones de cariño no eran nuevas para mí, pero las doy como ejemplo de una autenticidad poco común. En el río Tuluá presencié algunas escenas de baño bastante curiosas. Es cierto que no son tan desvergonzadas como las que vi en Honda, y en estas puedo garantizar la respetabilidad de los bañistas, entre los que estaban don Eladio, su mujer, su hermana y dos de sus hermanos. Vi señoras a quienes respeto, nadar en compañía de señores que por todo vestido llevaban un pañuelo de seda. Todas parecían gozar mucho en estos baños promiscuos, pero me pareció entrever que se alcanzaban a dar cuenta de que en ellos había algo indecoroso. Mientras estuve con la familia Vargas me convertí en propietario de un caballo, el primer animal que poseía en mi vida. La compra no dependió de mí y su posesión no me trajo ninguna ventaja pero sí continuas molestias, que no compensaron los pocos dólares que recibí cuando lo vendí. La única ganancia efectiva fue la experiencia que adquirí cuidándolo. El caballo era muy joven pero ya estaba domado cuando llegó a mis manos. Le puse por nombre Aliaga y llegó a mi poder el día de mi cumpleaños, el cual celebré tumbándome al suelo con las patas, en represalia a mis esfuerzos impertinentes de interferir una colonia de garrapatas que se le había instalado en las orejas. En la caída me lastimé las muñecas, pero logré convencerlo de la inconveniencia de su conducta y terminé engrasándole las orejas y llevándolo después al río a bañarlo. Sin embargo, al día siguiente amanecí casi inválido y las muñecas demoraron un mes en aliviarse. Aliaga era muy difícil de enlazar. Salía corriendo y detestaba tanto un golpe con la guasca como con el rejo, me imagino que con toda la razón. Solo una vez vi que lo pudieran enlazar en llano abierto y eso después de una cacería tan fatigante como todo un día de trabajo. Reconozco que quedé sorprendido, y los demás aterrados, de haber sido capaz de ponerle el cabestro un día que se escapó y corrió en medio de una manada. Nadie había visto realizar semejante proeza. A veces pasamos juntos ratos agradables. En general, me habría ido mejor sí al llegar a Bogotá hubiera conseguido un buen criado, y comprado un buen caballo al venir a este valle, donde son tan baratos. Me habría ahorrado más problemas de lo que me hubiera costado obtener aquellos. Toledo, el domador, debe haber tenido una vida llena de aventuras. Es socorrano, uno de los yanquis de Sur América. Cuenta que por una pelea con alguien de mayor influencia que la suya lo enviaron injustamente al presidio y yo me inclino a pensar que gente mucho peor que él nunca va a parar a la cárcel. Cuando llegó aquí venía deprimido y desfigurado por un coto enorme. En el Cauca consideran que el coto, como cualquier otra deformidad física, es una desgracia personal; en cambio me cuentan que en algunas regiones al norte de Bogotá piensa la gente que tener coto es algo muy respetable. El de Toledo desapareció por completo con el uso de la sal yodada de Burila. Toledo frecuenta las familias de los alrededores. En alguna ocasión prometió llevarme a un sitio para que probara los meritos de un plato hecho a base de carne y plátano, que yo no conocía. El día señalado pasó sin que mencionara una palabra del compromiso. Se lo recordé y entonces fijó otro día, y después otro, siempre con el mismo resultado. Nunca fuimos. Un día me permití aconsejarle que se casara y le mencioné el nombre de una caucana bastante bonita, la cual me parecía que se beneficiaría tanto como él con el matrimonio. Después de algunos titubeos, me confesó que estaba pensando en otra para casarse, y no porque creyera que su elección fuera mejor, sino porque había que tener en cuenta otras circunstancias. Para hablar francamente, el padre de la muchacha estaba furioso con él y amenazaba matarlo si no se casaba con ella. Era tanta la ira del viejo que la hija no podía vivir en la casa. Al conocer estos hechos, le dije que el papá tenía toda la razón de estar enojado y que me gustaba mucho ver que él se preocupaba tanto por la reputación de la pobre muchacha. Le aconsejé que se casara, pero cuando la conocí, el corazón por poco se me paraliza. La muchacha era más fea que un mico. Un día Escolástica vino a preguntarme en qué día estábamos. Le dije que era martes. Pero eso no era lo que ella quería saber, sino cuál era el santo del día. Le apliqué que en los Estados Unidos

no hay santos sino un Dios y le pregunté por qué razón lo averiguaba. Me contestó que un niño había nacido en el vecindario y que posiblemente no iba a sobrevivir; por eso Antonio lo iba a bautizar cuando supiera cuál era el santo del día para ponerle ese nombre a la criatura. Yo quería ver el bautizo, pero “ resolvieron no hacerlo ese día” . Lo bautizaron después sin que yo me enterara. En cierta ocasión vi a Antonio pegándole cruelmente a un pobre gallo de pelea que había tenido amarrado de una pata durante varias semanas. Le había dado la oportunidad de que peleara, pero él no había querido, y entonces Antonio le golpeo la cabeza hasta que el animal quedó inerme y todos dijeron que lo había matado. Antonio se lo llevó y al regresar nos dijo que el gallo se había recuperado. Me dijeron que no era cierto, lo cual quedó confirmado a la hora de la comida cuando nos sirvieron los restos del pobre gallo. Un día le expliqué a Antonio la diferencia entre la novela inglesa y la francesa. En esta última todos los mejores personajes mienten alguna vez, al paso que en la nuestra siempre dicen la verdad. “ En eso, me comentó, la novela francesa se ajusta más a la naturaleza, porque todos nos vemos obligados a mentir de vez en cuando” . Don Eladio mismo, hablándome en alguna oportunidad de la opresión de que había sido víctima, como conservador, por parte de los funcionarios liberales del distrito, me dio una cifra de los impuestos que había tenido que pagar, que yo consideré muy injusta. Más tarde le mencioné este detalle a un liberal eminente, quien me comentó que no debía aceptar las afirmaciones de la gente tan fácilmente, y me pidió que revisara las listas de impuestos con mis propios ojos. Efectivamente, pude comprobar que el señor Vargas había exagerado la suma en un sesenta por ciento. Estando en La Ribera y cuando todas las señoras se habían ido a Cartago tuve un ataque de fiebre que sirvió para recordarme lo afortunado que había sido gozando en general de una magnífica salud. Un martes por la noche estaba durmiendo en el corredor como solía hacerlo, bien protegido del tiempo y de los zancudos con un toldillo, cuando me empezó la fiebre. Por la mañana no me levanté de la hamaca hasta que decidí tomar un emético. Pero, como lo aprendí ese día, la hamaca en un caso de estos no es nada cómoda. Después de mucha espera me arreglaron un catre de campaña en la pieza Nº 9 y sentado, usando el armazón de una cama como mesa, abrí mi botiquín, una caja con esas endiabladas pesas de los boticarios y “ El compañero del botiquín” de Cox. Cuando todavía tenía cabeza para pensar, decidí tomar una mezcla de tártaro emético y de ipecacuana. Empecé a mirar el libro, los pesos y el cuadro de estos. Seleccioné las medidas, pesé las medicinas, hice el esfuerzo de revisar una y otra vez las medidas, el cuadro de pesos, las recetas y los rótulos para no ir a cometer un error fatal, en lo cual me demoré media hora. Pilar me trajo una taza grande con agua caliente, puso un platón al pie de la cama y me abandonó a mi suerte. A la noche volvieron a guindar la hamaca en el corredory el jueves por la mañana Pepe logró colgarla en el cuarto Nº 9. Al principio habíamos creído que no se podía debido alángulo saliente que hay en la pieza. Todo el día lo pasé adormilado e inconsciente. Cuando volví en mí ya había oscurecido y recuerdo que sin darme cuenta fui a la sala, quizá buscando agua. Dormí delirante hasta las tres de la mañana, cuando desperté. En la sala estaban bailando. Durante tres horas que se me hicieron eternas me quedé esperando en vano que alguien viniera a verme. A las 6 no resistí la sed y volví a la sala. El baile estaba en su apogeo; cuando una pareja se cansaba, inmediatamente la reemplazaba otra y la música no cesaba ni un minuto porque a los músicos los relevaban en la misma forma. Permanecí en la sala hasta que me sentí mareado y hube de esperar mucho rato para que me consiguieran algo de tomar. Tenía deseos de alguna bebida caliente, pero me dijeron que era imposible pues todos los sirvientes estaban bailando. Tuve que contentarme con un vaso de agua fría. Mandaron llamar al doctor Quintero, quien vino el viernes por la tarde, pero yo estaba ya un poco mejor. Había logrado incorporarme para recetarme, pesar los remedios y tomar una dosis de

calomel y de ruibarbo que poco me había servido. Ahora que estaba en manos del médico, éste me preguntó la dosis que había tomado, pero no le supe decir. Ni yo sabía el tamaño de sus granos ni él el de los míos. Le dije que aproximadamente 7.500 granos americanos equivalen a una libra granadina ordinaria; pero esto tampoco le sirvió para reducir los pesos que usan aquí a los nuestros. Creo que 100 granos granadinos equivalen a 77 americanos. El doctor Quintero me receté que tomara al principio dos dosis de carbonato de sodio y de limonada y al día siguiente una mezcla, supongo, de quina y de sales de Epsom. El doctor no quiso recibir nada en compensación de sus servicios y del largo viaje hasta La Ribera. El lunes me sentí mejor a pesar de que no había dormido nada desde las tres de la mañana del viernes. El domingo lo pasé tratando de dormir y por la noche, aunque completamente desvelado, estuve sosegado y bien. Empecé a pensar en comer otra vez, ¿pero qué? No había mantequilla, ni harina, ni carne, ni papas, ni arroz ni nada parecido. Mandé a un hombre a que cazara un mico. Le disparé pero el mico se quedó enredado en una rama y no cayó al suelo. Al día siguiente compré un pollo por un precio que podría ser justo para comprar un acre de tierra: cuarenta centavos. En una choza me consiguieron un poquito de arroz y en otra una muestra de carne, con lo cual me hice una comida. Al terminar el pollo, me declaré aliviado, y volví a comer tasajo otra vez. En esta región no hacen ningún esfuerzo para utilizar en la cocina los recursos de la tierra. Los tomates crecen salvajes una vez que la semilla cae en la tierra, pero nadie los guisa. En realidad sospecho que al volverse salvajes se tornan también venenosos. Un día comí unos que cogí del patio abandonado de una casa que se había quemado y me ardió la garganta todo el día. Pasé muchos trabajos por la falta de plátanos maduros y por la calidad de la carne. A medida que esta envejecía, mi peso menguaba progresivamente, y por eso me ponía feliz al ver a dos jinetes acercarse a la casa con una vaca enlazada entre ambos caballos. La horca fatal está al frente de la ventana del que era mi cuarto. Uno de los vaqueros le tira la guasca a la vaca y cada vez que la pobre se mueve furiosa disminuye la distancia entre ella y la horca; esa distancia que, como la que existe entre nosotros y la tumba, jamás aumenta. Cuando la cabeza de la víctima llega por fin a veinte pulgadas del poste mortal, uno de los vaqueros se desmonta y tumba la res. Le quitan los lazos de los cachos y con un rejo le amarran la cabeza a la horca y la dejan levantarse. Esto sucede por la tarde. Así se queda toda la noche y los perros saben que está condenada a morir antes de que salga el sol. Félix se acerca con dos ayudantes. Le abren la yugular de una certera cortada, los perros se apiñan y lamen la sangre caliente que los salpica y corre por el suelo. El pobre animal cae, lo desamarran del poste y se lo llevan arrastrando. Veinte perros se sientan en círculo mirando fijamente el sitio donde trabajan los carniceros. Los hombres extienden la piel del animal, que tiene la carne todavía adherida, cortan pedazos grandes para el consumo de ese día y del siguiente, y el resto en tiras delgadas, hasta que en el cuero no quedan más que los huesos y las vísceras. Estas también se las llevan a las cocinas de la familia y de los campesinos, y por último estiran la piel y la dejan clavada al suelo. Los gallinazos que han estado todo el tiempo observando la operación desde los árboles, descienden al cuero, caminan encima examinándolo y si ha quedado alguna partícula de carne la arrancan con el pico y se la comen. Los carniceros llevan las tiras de carne al corredor XIX y las colocan sobre un cuero que tienen para este fin. Todos los perros siguen detrás de la primera carga que entran, pasando por la sala, claro está, y mientras salan la carne observan la operación listos a robarse un pedazo. Después de salada, cuelgan la carne en unas varas que tienen todo el tiempo entre los corredores XIX y XX. Los gallinazos casi nunca se atreven a llegar hasta allí para llevársela. Afortunadamente el fastidio que le produce a una persona no acostumbrada a ver estas guirnaldas de tasajo, acaba por desaparecer. Durante uno o dos días después del “ día de la matanza” (del que habla Santiago en su Epístola, versículo 5), prácticamente yo no comía más que carne, y cuando la calidad de esta empezaba a deteriorarse, me volvía casi del todo vegetariano. A veces recurría a los huevos de tortuga, que

contienen mucha grasa y por eso se puede hacer con ellos una tortilla sin mantequilla. La cocinera los sazonaba al cálculo, porque en el Cauca no hay sirviente que los coma; en cambio, en el Magdalena no existe este prejuicio; los bogas se deleitan comiéndolos en las épocas de estación y los pasajeros de ese río tampoco los rechazan cuando pueden conseguirlos. La tortuga caucana no es muy diferente de laTestudo Serpentaria de la Nueva Inglaterra. Los huevos son esferas de una pulgada de diámetro y no tienen cáscara. En La Paila apenas encontré una sola tortuga parecida a las de la costa atlántica, aparentemente una jicotea; aquí son tan escasas que fue motivo de admiración para todos los que la vieron. Cuando pude volver a salir después de mi enfermedad fui a ver cómo desbrozan la tierra para sembrarla. Principalmente utilizan el machete y una herramienta de forma parecida a una azada pero más liviana que esta, con un palo recto por mango, y aunque tiene la hoja más pequeña que la nuestra le dicen también pala; en inglés yo la llamaría “ push-hoe” . Pocas veces emplean el hacha, que aquí es larga y estrecha y no tiene lo que nosotros llamamos cabeza; por lo tanto es muy ineficiente, pero sería difícil introducir el hacha nuestra, mucho más costosa y pesada. Por lo general siembran exactamente al comienzo de la temporada de lluvias y el maíz dos veces al año. Este demora unos cuatro meses para madurar. También conocí por primera vez un platanal recién sembrado. De la base del tallo sacan retoños que siembran a una distancia aproximada de un “ rod” , y para la caña de azúcar utilizan el mismo sistema, pero la siembran mucho más junta. Al principio tienen que cuidar los sembrados de plátano y de maíz para que no se enmonten, pero nunca aran la tierra. Hay una yunta que pertenece a la hacienda y emplean para acarrear guaduas y madera cuando las necesitan, y también hay una carreta y una carretilla como para cargar agua, pero nunca vi que las usaran. No puedo dar los precios que el maíz, el arroz o cualquier otro producto tienen en el mercado. La medida para vender el maíz es un palito (sic), cuyo tamaño varía, o un cajón chiquito lleno. Calculo que el maíz vale de diez a sesenta centavos por bushel (medida americana equivalente a 35 litros). La carne salada de res tiene también un precio de diez a sesenta centavos y equivale a tres libras de carne fresca, a menos que esté completamente seca. La arroba de carne fresca se vende a noventa centavos. La arroba es igual legalmente a 27.5502125 libras “ avoirdupois” , o sea a $ 3,27 por quintal de carne sin hueso. Los cerdos sin cebar valen aproximadamente a $ 3,20 cada uno; los toretes $ 8; los potros sin amansar $ 13, y amansados $ 20. De los animales que llamamos domésticos el más desagradable es la cabra. Estas se defienden solas; por las mañanas trepan a las cimas peladas de las lomas y a la noche y se la pasan balando y molestando cuanto pueden alrededor de la casa. Se encaraman en la estufa, brincan encima de la piedra de moler y lamen los restos de chocolate que han quedado en ella. Apenas cierran las puertas por la noche, invaden el corredor o se trepan en el pretil o en la mesa. Cuando yo dormía en el corredor, en la hamaca, se enredaban en el toldillo y me hacían la vida imposible. Siempre pensé que la distinción que establece la Biblia entre cabras y ovejas está muy bien hecha. Como las ovejas necesitan de más cuidados, son muy escasas en esta región, pero tengo la impresión de que se crían bien. Me dicen que el tabaco del valle del Cauca es tan bueno como el de La Habana, pero no creo mucho en esta opinión. En cambio, me parece que en ninguna parte se da mejor café que en algunos sitios de este valle. Afirman también que el cacao es originario del Cauca. Considero que se podría cultivar añil en grandes cantidades y criar cochinilla, y que ambas cosas pagarían los costos de transporte, pero como requieren mucho trabajo y cuidado no se avienen con el temperamento de los caucanos. Me pregunto qué más podría hacer la naturaleza por estas gentes o cuál bendición les ha negado. Parece que los productos de todas las zonas estuvieran a su alcance si los caucanos conocieran la paciencia y la laboriosidad. Pero da la impresión de que este valle gozara de la mayor fertilidad y

del mejor clima del mundo únicamente para demostrar cómo la pereza y el despilfarro son capaces de mantener en la pobreza semejante clase de tierra. A veces la familia dejaba de cenar porque no había nada de comer en la casa. Cuando no hay cosecha de maíz, cacao o arroz, prácticamente no se puede conseguir ni un grano, ni por dinero, ni con súplicas ni llanto; y así, este valle, en esencia un verdadero paraíso, está lleno de pobreza y hambre desde Popayán hasta Antioquia.

LOS POTREROS DE LA MONTAÑA

Partida súbita — Vestuario para ir al bosque — El plan y la compañía —Bravuconadas de borracho Noche en el bosque y bajo la lluvia — Se termina el trago y con él la alegría — El chorro — El termómetro roto —Región empinada — Las playas — Rancho de pita — Sustituto para lazos Jicaramanta — Guavito — Escasean los alimentos — Viajando en domingo — Acosado por el hambre — Culebras —En busca de tesoros.

Había ido a Chaqueral más que todo a visitar a Isabel Gómez, y de regreso a La Paila, en donde estaba viviendo, me encontré con mi anfitrión, el señor Modesto Flojo, acompañado por el doctor Quintero. Me sorprendió saber que estaban buscándome porque tenían el proyecto de salir a buscar quina en los bosques de las cabeceras del río Tuluá. Era un viernes a medio día y el plan era llegar a Portachuelo esa noche y a La Ribera al día siguiente, con tiempo para hacer los arreglos tendientes a salir hacia las montañas el domingo temprano. Con esto no estuve de acuerdo, pero aprobé el resto del plan con dos modificaciones. No viajaríamos el domingo sino que saldríamos de La Ribera el lunes y llevaríamos de todas maneras papel para guardar las plantas que recolectara. A todo convinieron y yo fui a La Paila, donde me detuve una hora arreglando lo necesario para una permanencia de una semana en los bosques. Llevé un traje de fatiga, camisa de cazador, hamaca, vestido de dormir de franela, encauchado, bayetón, el Nuevo Testamento en griego, una cajita de agujas, brújula de bolsillo, termómetro, machete, navaja, peine y una o dos resmas de papel de imprenta. Todo esto, con excepción del papel, lo acomodé en mi silla de montar. El objetivo de la expedición era un misterio. Algunos tenían mulas en los potreros de la montaña y querían verlas; otros iban con el deseo de hacer una buena cacería. Luego de dejar La Paila, donde nos detuvimos en El Guavito, en la casa de Bernabé, el juez negro, que estaba quitándole el cuero a una cabra, llegamos de nuevo a Murillo, y a las siete nos sentamos ante una buena comida a la mesa del doctor Quintero, en Portachuelo. Había varios huéspedes más y la casa estaba llena. Ingeniosamente colgaron mi hamaca pasando las cuerdas por encima de las naves de dos puertas que comunicaban la sala con las piezas interiores, y les ataron en la punta dos tusas, de manera que no pudieran zafarse. Mi peso impedía abrir las puertas mientras yo no me levantara. Por la mañana, los trozos de rejo que servían para atar mi hamaca sobre los cojinetes de la silla habían desaparecido. El doctor Quintero, les echó la culpa del robo a los perros de uno de los visitantes. “ Mis perros no comen rejos” , dijo el dueño. El doctor Quintero, que justamente se hallaba cortando una tira de cuero crudo, le tiró un pedazo a uno de los acusados, que demostró su culpabilidad tragándoselo al instante. No se dijo una palabra más del asunto. Después del desayuno fuimos todos a La Ribera, y me anunciaron que habían resuelto iniciar el viaje el domingo por la mañana. “ Muy bien, les dije, déjenme un guía y yo seguiré detrás de ustedes el lunes” . Al ver la firmeza de mi resolución optaron por salir de cacería el domingo y hacer el viaje de acuerdo con lo convenido antes; yo me dediqué al descanso según lo ordenan los Mandamientos, y los cazadores, algunos de los cuales habían dormido en Tuluá, encontraron un venado y lo mataron. Damián, el joven abogado, cuya actividad compensa la pereza de don Modesto, se había unido a la partida y había jurado comerse el cuero y las pezuñas de cuantos venados mataran ese día. Pero todos estaban tan contentos con el éxito de la cacería, que le perdonaron el cumplimiento de su promesa. La manera de cazar es emboscándose cerca de

donde se cree que ha de pasar el venado perseguido por los perros, y esperar allí pacientemente, en tanto que la jauría y los peones baten la espesura. Por la noche el grupo de la excursión estaba completo y al amanecer emprendimos camino. Eramos once personas, don Modesto Flojo, comandante en jefe; Damián Caicedo, el sobrino (¿primo?) de su mujer; Miguel y Manuel Vicente, dos cuñados de don Modesto; Pepe y Chepe Sanmartín, sus hijastros, dos muchachos despiertos de quince y trece años; el doctor Quintero; un señor Tascón; Miguel, un guía; Lorenzo, concertado de don Modesto, y el guía famoso de quien ya les hablé en otra ocasión. Acabando de salir, don Modesto y Tascón se devolvieron y nosotros seguimos despacio para darles tiempo de que nos alcanzaran. Avanzamos serpenteando por una loma altísima, pero bastante más abajo de la cima, y en Las Minas llegamos al fin del llano. Nos detuvimos a desayunar espléndidamente con los restos del venado cazado la víspera. Todavía no nos habíamos desmontado cuando don Modesto y Tascón llegaron trayendo la Pechona, el objeto de todos sus cuidados. Tanto ella como ellos estaban repletos de alcohol, o mejor dicho, en la Pechona había una pinta y media de trago. En los cojinetes de las sillas de Manuel Vicente y de Tascón venían escondidas otras dos hermanas de la Pechona, cuya compañía animó enormemente la jornada de ese día. Después de Las Minas el camino va siempre en ascenso hasta llegar a una arboleda de robles y todo el que se desviaba tenía que volver a seguir por el camino. Cada obstáculo que encontramos parecía animar más al señor Flojo. De vez en cuando su voz retumbaba por el monte, “ ¡No teman, muchachos, que aquí voy yo!” . Como no quise exponer a Aliaga a las penalidades de este viaje, lo dejé al cuidado de las hermanas del doctor Quintero y vine en una yegua muy buena de don Modesto. Este no estaba de acuerdo en que le tuviera toda clase de consideraciones, pero yo insistía en desmontarme siempre que encontrábamos el tronco de un árbol o cualquier otro obstáculo en el camino. A veces, al llegar a un paso especialmente malo, don Modesto gritaba: “ El que se desmonte aquí no volverá a ser considerado hombre hasta que lo esculquen” . Pero así y todo yo me desmontaba. Nos detuvimos en un contadero, muy arriba, a descansar bajo los cedros. El día estaba delicioso. Seguimos subiendo y pronto encontramos dificultades porque este camino tiene sus callejones. La mula iba por uno demasiado estrecho para la carga que llevaba, y se cayó. Le quitaron la carga y la jalaron de la cola hasta un sitio donde pudieron ayudarla a parar, la sacaron del callejón, le pusieron la carga a la mula de Manuel Vicente y seguimos adelante. Nos dispersamos mucho y paramos en otro contadero, en el sitio más alto a donde llegamos ese día. Nos devolvimos a pie para ver si Tascón y los muchachos se habían perdido. Después empezamos un descenso continuo de una hora o más. Al fondo rugía el río San Marcos, tributario del Tuluá. Lo cruzamos y a las cuatro llegamos al Platanal, donde por primera vez en el paseo veíamos el Tuluá, que aún tan arriba, es difícil de vadear. El río baja rugiendo sobre un lecho de piedra hasta desaguar en el Cauca y nunca sus aguas son tranquilas como las de los ríos que corren más al norte. Nos reunimos para tomar una decisión y resolvimos no seguir adelante ese día. Teníamos que hacer la comida y atender los preparativos para la noche. Platanal es un lugar abierto de algunas varas cuadradas, en la margen derecha del Tuluá. Yo tenía que guardar unas plantas en papel, entre otras una rama de Pasiflora. Ese día perdí la Inga salvaje más hermosa que he visto, y también descubrí que no habían traído maíz molido como me prometieron hacerlo. De vegetales, lo único que teníamos era plátanos verdes, así que la comida fue malísima. Dos de los hombres construyeron una cerca en el camino para impedir que las mulas se fueran. Por lo general, esta es una tarea que se hace de noche en los sitios donde no hay potreros ni corrales, aun viajando por caminos principales. El tiempo amenazaba lluvia. Con los bayetones, algunos hicieron una tienda de campaña y durmieron en el suelo y casisin cobija. La estructura de la tienda consistía en palos de caña brava, gramínea tan larga, gruesa y derecha como una caña de pescar. Don Modesto y otros de los

compañeros durmieron a campo abierto, envueltos en los bayetones. Yo guindé la hamaca entre dos árboles y pasé una cuerda por encima, de donde colgué mi encauchado, en tal forma que los bordes de este pendían más abajo de la hamaca. Debajo puse la montura, el papel y la ropa. Había cosido la abertura del bayetón y lo usé como cobija. Me dormí mirando el cielo sombrío, pero al poco rato me despertó el doctor Quintero para decirme que no debía exponer la cabeza a la irradiación, así que la metí debajo del improvisado techo. Me desperté al amanecer y estaba lloviendo. Yo estaba seco todavía, pero el problema estaba en cómo vestirme sin mojarme. La solución era la carpa. Saqué el sombrero y la ropa de debajo de la hamaca, salté de ella y corrí a vestirme en la carpa. Me trajeron chocolate en una taza de plata, tan pequeña que no haría más de media taza corriente. Yo había estipulado que mi ración sería un tazón del tamaño de medio coco, bordeado de plata, pero esa mañana, debido a la lluvia, no pudieron hacer suficiente chocolate. Tascón, Manuel Vicente y Miguel el peón fueron por los caballos y trajeron una serpiente venenosa que habían matado. En la noche murieron la Pechona y sus dos hermanas. Causa: consumo rápido, agravado por la lluvia. Al amanecer entregaron las últimas gotas de su espíritu. Don Modesto está sinceramente afligido y Tascón desconsolado. Mientras nosotros nos encargábamos de los últimos detalles de la partida, los dolientes atendieron las exequias de las difuntas, pero en la tumba no escribieron ni siquiera un resurgam, por temor a que resucitaran antes de nuestro regreso. La pena tuvo un efecto increíble sobre don Modesto. Desapareció el jefe intrépido y alegre de la víspera. No volvimos a oírle gritar, “ ; No teman amigos que aquí voy yo!” ; ahora parecía decir, “ por donde yo voy puede ir un niño” . A poco rato de camino fue preciso cruzar un paso peligroso en un arroyo y el doctor Quintero tuvo que devolverse para ayudarlo a bajar hasta la orilla. Todavía estábamos en la margen derecha del Tuluá y después de cruzar un brazo de este llegamos a tierra despejada. Nos reunimos en una loma y divisamos el campamento donde habíamos pasado la noche anterior. Había dejado de llover y el sol estaba saliendo. El curso del Tuluá parece tomar rumbo hacia el norte, al descender del oriente por entre colinas escarpadas y cubiertas de hierba. Encima de nuestras cabezas se erguían las cimas de Tiemble-cul. No me atrevía a hacer subir la yegua, conmigo encima, e intenté llevarla de cabestro, pero como íbamos muy adelante del resto de la compañía, no me obedeció. Además, el piso estaba tan resbaloso que tuve miedo de caerme y que me pisara. Por último, la cambié por una escopeta y después de un ascenso increíble llegué a la cima de Tiemble-cul, desde donde se contemplan los poblados que hay entre Tuluá y Buga. El resto de los amigos se demoró una hora en aparecer; mientras tanto logré secar mis vestidos al sol, pero con la dificultad de no dejarme enfriar. Bajamos luego por entre bosques y terreno plano a El Chorro, en donde había una casa que cuidaba un muchacho llamado Ursulo. Allí pudimos darnos el lujo de tener techo, tomar leche y comer arracachas. Cociné un poquito de arroz, hice melado y comí. Sobre una fogata sequé la hamaca y el papel y fui a recolectar plantas. Nos quedamos en El Chorro todo el día y los compañeros intentaron cazar un venado. Cerca al río las lomas estaban llenas de senderos de tapir, que aquí llaman dantas, pero no teníamos esperanzas de cazar ninguna, porque se esconden de día y el río quedaba demasiado lejos como para pensar en que pudiéramos bajar hasta allá. A pocos metros de la casa descendía de la loma un chorro de agua fría, de aquí el nombre del lugar, y pudimos abastecemos del agua que necesitábamos. La casa está construida en un sitio relativamente plano; es decir, se podría poner cerca un barril sin peligro de que rodara hasta el Tuluá, pero detrás de la casa el terreno se eleva abruptamente hasta una altura enorme, y parte está cubierto con palma de cera,Ceroxylon, y con matorrales. Antes de que anocheciera nos informaron que alguien se acercaba. Era algo así como encontrar un barco en altamar. Todos salimos de la casa a ver los recién llegados. Eran don Antonio Besero y dos peones. Don Antonio tiene mulas en un potrero más allá de Las Playas y ese día venía de

Las Minas, donde había acampado la noche anterior. Los peones encendieron una fogata y dentro de la casa nosotros teníamos un cabo de vela y un naipe. El miércoles, antes del desayuno, subí hasta las palmas y al regresar encontré mi termómetro roto, pérdida irreparable para mí, ya que lo necesitaba para compararlo con los termometros corrientes. Nadie supo darme razón de cómo ocurrió la tragedia. A don Modesto no le dolió la muerte de la Pechona más que a mi la pérdida de mi termómetro. No quise desayunar. Pero debíamos continuar adelante. A veces seguíamos por las márgenes del río, otras nos alejábamos de él, subiendo en forma oblicua un cerro altísimo. En el camino nos encontramos con unos toros y hubiéramos preferido verlos más de lejos o en un sitio más favorable para salir corriendo. Avanzábamos por un plano inclinado que parecía llegar arriba hasta el cielo y abajo hasta el río. La loma era tan escarpada y el sendero tan estrecho que no pudimos seguir cabalgando y continuamos a pie, llevando de cabestro las bestias. Nos topamos con una culebra y por precaución la matamos de un tiro. Como no podía pensar en llevarla conmigo ni pude examinarle los colmillos, únicamente la declaramos venenosa y la dejamos tirada en el camino. Por fin tuvimos que descender dos tercios del camino hasta el río, y bajamos por quingos, durante una hora, hasta llegar a un arroyo, donde nos detuvimos. Los granadinos rara vez toman agua sin primero comer dulce. Alguien sacó una panela y la cortó con el machete en cubos de una pulgada o más grandes. Uno de los peones sacó del sombrero una totuma, la enjuagó y la llenó con el agua helada del arroyo, que en seguida pasó a todos para que bebiéramos. Luego avanzamos por una cuesta todavía peor, casi un precipicio, pero no tan peligrosa como para desmontarme. En un sitio crítico tuve que detenerme a amarrarme el sombrero, y uno de los peones me dijo después que él le había rezado a la Virgen para que no me cayera. En ese sitio vi volar unas aves enormes y pregunté cómo se llamaban. Me dijeron que eran buitres. Les dije si no serían más bien cóndores y me contestaron que no conocían esas aves. Estoy casi seguro que eran de la especie Vultur Gryphus, el ave de alto vuelo más grande que existe. Las alas son extraordinarias, varias plumas se proyectan del resto y parecen como dedos extendidos. El paisaje sobre el que vuelan es como el cóndor: lúgubre, solitario y enorme. Las vacas, los caballos y las mulas, mientras estén fuertes y puedan defenderse, no tienen razón para temerle, pero el cóndor es capaz de destruir y cegar a los terneros y a los potros muy jóvenes. Seguimos bajando hasta que las nubes amenazaron lluvia torrencial, y entonces nos reunimos a deliberar en una hondonada rocosa y decidimos acampar; pero don Antonio nos convenció de que siguiéramos hasta Las Playas, donde cruzamos el Tuluá, que en ese sitio tiene una profundidad de dos pies. Allí, en tierras de don Antonio, construimos un rancho con hojas de cabuya, que fue lo mejor que encontramos, a pesar de que las hojas son muy pesadas, porque tienen tres o cuatro pies de largo, cinco pulgadas de ancho y casi una de grueso. A cada hoja se le corta un boquete para colgarla de una vara horizontal, de un bejuco o de una cuerda de fique, que se pasa a lo largo de traviesas muy delgadas. La cabuya crece en abundancia en esta región, así que esta podría convertirse en exportadora de cuerdas como lo es Manila. A esta fibra la llaman cabuya, pita o fique. Mientras construían el campamento mataron otra serpiente venenosa, de la cual conservé la cabeza. Colgué mi hamaca en el rancho y debajo quedó suficiente espacio para que se acostaran los otros. Nos quedamos todo el jueves en Las Playas. Los compañeros salieron de cacería pero no pudieron matar más que dos pájaros y una pava Penélope, más pequeña que una gallina. Encontré un Agave que se me pareció más a la pita mejicana que la cabuya, y como la vi en todos los poblados, menos en uno, me imagino que sea una planta nativa, pero la llaman Cabuya de Méjico.

La herejía horroriza a don Antonio, así que nuestras discusiones sobre temas religiosos sirvieron para pasar el tiempo, ya que a falta de casa y de cabos de vela, no podíamos entretenernos jugando cartas. Le pregunté si la Virgen podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Me dijo que le parecía posible. ¿Y en mil lugares al tiempo? Don Antonio creía que no. ¿Y si mil personas le hablaran al tiempo, podría la Virgen escuchar a todas y saber todo lo que hacían? Don Antonio pensaba que no; pero ¿ por qué razón le hacía yo esas preguntas? Le contesté: “ Porque Dios es omnisciente y omnipresente; por tanto, si todo el mundo le rezara al tiempo, El podría estar con todos y saber lo que todo el mundo piensa, hace y siente. En cambio, si demasiadas personas le rezan al tiempo a la Virgen, me temo que muchas pierdan sus oraciones; por consiguiente, considero más prudente rezarle a Dios en primera instancia” . Yo estaba con tanto sueño que antes de que Besero acabara de contestarme, estuve de acuerdo con su respuesta. El viernes por la mañana los compañeros decidieron hacer incursiones en el arroz, que hasta entonces había sido solo para mí. Ensayaron freírlo en la manteca que habían traído en una vejiga, como la que en otros sitios utilizan para guardar rapé. Al freír el arroz, este se endurece cada vez más y cuando se cansaron del experimento, yo le añadí agua y los dos pájaros cortados en pedazos y cociné un estofado para los pobres perros, que estaban medio muertos de hambre. Entre los cazadores existe la creencia de que a los perros les hace daño la carne cruda si no están acostumbrados a comerla. Después del desayuno volvimos a cruzar el Tuluá y seguimos a Jicaramanta. Acampamos temprano, pero en un sitio donde la cabuya es demasiado escasa como para poder construir un rancho. Yo tuve que limpiar el rastrojo para colgar la hamaca entre dos árboles. Cada día era más difícil secar el papel sobre la fogata que encendía con ese propósito, pero de esa tarea dependían todas las posibilidades de regresar con las plantas que había recolectado. En Jicaramanta mataron un venado que posiblemente era un Cervus Peronei, parecido al Cervus Virginiana, pero mucho más pequeño. Hicimos que nos alcanzara para dos comidas y a los perros solo les dimos las vísceras, los huesos y por último el cuero. Teníamos sal y yo asé mi parte en un chuzo y me pareció deliciosa. Para el desayuno salé otro pedazo y lo colgué de un árbol, fuera del alcance de los perros. Para ese entonces el hambre me obligó a reclamar la porción que me correspondía del queso con que acompañaban el chocolate. Uno o dos días más, y podría comer hasta plátanos verdes y sancocho. El sábado el doctor Quintero, el doctor Damián Caicedo, Miguel, Manuel Vicente y un peón fueron conmigo al potrero más lejano. Las cuestas que descienden hasta el río y que hacen que no haya más de un acre de terreno plano, son ahora más escasas. De Jicaramanta en adelante el terreno es como el de las aldeas de Nueva Inglaterra. Pasamos por un sitio que sería magnifico para una finca, después de desecar una o dos lagunas, pero al paso que se desarrolla Sur América, creo que transcurrirán mil años antes de que construyan una carretera hasta este sitio. Entre nosotros y nuestro destino final, El Guavito, se interponía un bosque espeso. Fue dificilísimo encontrar el camino, que estaba casi abandonado, para ir al potrero, el cual, a pesar de lo lejos que se encuentra de cualquier sitio poblado, posiblemente no esté a más de una tercera parte de la altura de la cadena de montañas que separa el Cauca del Magdalena. Da la impresión de que en El Guavito no usaran el sistema de quemas. Los potreros son valiosos porque las mulas que se levantan aquí tienen patas más seguras y cascos más duros que las de otras regiones; pero la parte alta del Guavito es menos valiosa, debido a la abundancia de animales de presa. A lo lejos divisamos las cimas desnudas de las lomas que, como el sitio donde estábamos, aparentemente no tienen ninguna clase de rocas. Esas alturas son páramo y no las queman para despejarlas, como si lo hacen en el resto de la montaña. Dicen que en el páramo hay vacas salvajes que no pertenecen a nadie. Nos detuvimos a deliberar sobre qué debíamos hacer. Miguel y Manuel Vicente construyeron un rancho en el bosque; Quintero, Damián y yo fuimos a buscar quina; y el peón se devolvió a

encontrar al resto de los excursionistas que se habían quedado atrás cazando. Nosotros permanecimos varias horas en el bosque, entre El Guavito y Jicaramanta y luego regresamos a donde estaban los compañeros. Los encontramos a medio camino, trayendo la mitad de las cosas. Don Modesto estaba enfermo y se negó a continuar. Dijo que Tascón y Lorenzo el peón se quedaban acompañándolo. Nosotros nos devolvimos hasta el campamento, donde prácticamente no había nada de comer. Deliberamos de nuevo y la pobreza de nuestras vituallas era tal, que no tuve ningún escrúpulo en aconsejar que partiéramos en dirección a El Chorro el domingo por la mañana. Sin embargo, puse como condición que un peón llevara mi caballo y todas mis cosas, y que me dejaran pasar el día solo y a pie. Esa noche pude guindar la hamaca dentro del rancho porque lo habían ampliado, y mi encauchado formaba parte del techo. El domingo estuve solo, y aunque no reposando físicamente, lo pasé en forma más agradable que muchos de los otros compañeros. Los que iban detrás de mí se perdieron una vez y tuve que dirigirlos, desde una loma al frente, gritándoles y haciéndoles señas para que encontraran el camino. Llevaba tan poca ropa encima que me dio miedo emparamarme y caminé rápidamente durante la parte más fría del trayecto. Llegué antes de las cinco a El Chorro, donde encontré a Besero y sus peones; los otros llegaron al poco rato, sin una de las bestias de silla, la cual rescataron semanas más tarde, según me contaron. El lunes por la mañana comimos de todo excepto chocolate y carne seca. Estaba muerto de hambre y las arracachas fritas me parecieron exquisitas. Sabían a tajadas de papa frita. Solo he comido arracacha en esta forma en ocasiones en que he estado al borde de la inanición, pero creo que le sabría bien hasta al paladar más refinado y satisfecho. Yo salí a las ocho. Habíamos planeado partir al amanecer, pero después de hacer los mejores preparativos, todo fracasó y los últimos no salieron sino hasta las nueve. Los caminos estaban pésimos porque había llovido. En Tiemble-cul me desmonté y seguí caminando hasta El Platanal. Después cabalgué hasta el río San Marcos y de allí anduve a pie una legua hasta Las Minas. En el ascenso que hay después de San Marcos el caballo de Pepe se agotó, lo abandonaron y es posible que esa noche lo hayan devorado los animales salvajes. El joven resultó ser buen caminante y soportó la jornada valientemente. A ratos cabalgó mi caballo que era una de las bestias que estaba en mejores condiciones. En todo el día no estuvimos juntos porque cada uno iba por su lado. Al final, Pepe, el doctor Quintero y Tascón se nos adelantaron, los seguíamos don Modesto, Chepe y yo. Al anochecer pasamos por el Picazo (sic) y antes de las ocho llegamos a La Ribera. El resto llegó una hora después. A los que venían con la mula de carga fue a los que más mal les fue. En el equipaje no venían más que platos, una montura y las cosas que los jinetes consideraron demasiado pesadas para los caballos, pero así y todo me dicen que la mula se cayó unas veinte veces. Cuatro copas de plata, que nunca debieron salir de la casa, volvieron completamente dañadas. Pero en medio de tanto desastre, no se olvidaron de la Pechona, ella y sus dos compañeras regresaron incólumes. Así terminó la excursión a Jicaramanta. En ocasión diferente hice otra expedición esperando llegar hasta los robles que hay al oriente de Las Minas, pasando por El Yesal, pero fracasé en mi intento y todo lo que conseguí fue una culebra equis, llamada así porque lleva encima una marca parecida a esa letra. La equis tiene menos de tres pies de largo, enormes colmillos y una fama terrible. Como no encontré mejor sitio para llevar tan peligroso trofeo, amarré la cabeza en la cinta del sombrero. Cuando regresaba la vio un negro y me propuso que se la vendiera para hacer un remedio con ella. Me ofreció $ 3,20. Hoy la cabeza está en el Lyceum de Nueva York. Pero tengo que contar lo que me pasó en La Paila. Un día estaba trabajando descalzo en mi cuarto, el viento tumbé la cabeza que estaba puesta sobre la mesa y la pisé. Levanté el pie y en él estaba la cabeza colgada de uno de los colmillos, mientras el otro se había roto, quizá contra el pie. Afortunadamente el terror que sentía de que me picara una culebra venenosa está ya muy lejano, y aunque ese miedo no me pasé

nunca del todo, espero no volver a sentirlo tan dramáticamente como en esa ocasión. Nunca mencioné este incidente a mi familia. Y hablando de culebras, aquí cuentan de una de ellas algo horrible, lo peor que han podido inventar. Dicen que enrosca fuertemente la cola en una rama y uno no la ve sino cuando ya está al pie. Nada pasa si uno se queda completamente quieto, pero si trata de salir corriendo, el perverso animal, con la velocidad del rayo, hinca en la víctima los colmillos, increíblemente fuertes y venenosos. Claro está que yo no creo una palabra de todo ese cuento. También hice otra excursión a las vecindades de Tuluá en busca de una mina de plata que, según vieja tradición, existe detrás de El Tablazo, al oriente de Tuluá. Viniendo de La Ribera tuve que pasar por la población, que está al sur del río Tuluá, el cual se cruza por un puente largo, alto, estrecho y sin barandas. Está hecho con troncos puestos uno al lado del otro entre las dos orillas, y a veces con tierra encima. Cuando uno de los palos se quiebra, corren los otros y por eso el ancho del puente varía todo el tiempo. Mucha gente no se atreve a pasarlo a caballo, a pesar de que de día los puentes estrechos son por lo general seguros, a menos que el caballo sea tuerto. De Tuluá conocí muy poco porque aunque pasé por allí seis veces, nunca me desmonté. Es un lugar empedrado, cabecera de cantón y el distrito tiene una población de 4.352 habitantes. ElTablazo es una planicie cubierta de yerba, con una extensión de cientos de acres, pero no tan alta como El Picazo que queda al frente. Es posible que haya depósitos argentíferos en la profunda cañada detrás de El Tablazo, pero a mí me parecieron las rocas iguales a las del resto de la región. Pasé un día muy agradable, pero el regreso en medio de la oscuridad y la lluvia fue muy difícil. Aquí como en todas partes creen mucho en historias de minas y de tesoros ocultos; es una lástima que un país como este tenga tantos tesoros y tantas minas de oro y plata, riquísimas pero inexplotadas. Sin embargo, no creo que este sea el caso de El Tablazo

BUGA Y PALMIRA

Arrozales — Barrizales — San Pedro — Buga — Otra historia de caballos — Zonza la bella — Río Guayes — Cerrito — Iglesia — Examinando pies en una escuela — La administración Herrán — La Constitución de 1843 — La administración Mosquera — Molino de agua para moler caña —Una pobre familia rica — Caballero irlandés casado con dama granadina — Manera de arruinar una comida — Palmira — Cárcel repleta —Aritmética — Un ayuno — Abogados convertidos en comerciantes — Historia de cucarachas — Barro, palmeras y cacaotales — Paso del río.

Otra vez vamos río arriba. Ya casi era de noche cuando salimos de Tuluá para San Pedro. Desde entonces he vuelto a pasar por ese camino y lo único que puedo decir es que es terrible cruzar por la noche esos arroyos llenos de barro. En realidad, la mayoría son acequias construidas para irrigar los campos y llevar agua a las casas. La ley ordena que los propietarios de acequias construyan puentes para cruzarlas, pero tan pocos la cumplen, que no recuerdo más de uno o dos puentes. Sería distinto si cabalgáramos en rinocerontes o hipopótamos; pero salpicar al vecino, que lo salpiquen a uno y que uno mismo se salpique de barro, y lo que es peor, correr el peligro de hundirse completamente en el fango, todo por la negligencia criminal de ricos terratenientes, es algo para hacerle perder la paciencia a cualquiera. Cruzar la región de día es completamente diferente, porque hay muchas otras cosas que ver aparte de los lodazales. Los campos son bellísimos, y dígase lo que se diga del barro, la verdad es que nunca perdí un caballo por su culpa, lo cual demuestra que, en realidad, mis temores eran infundados. En esa parte del valle vi el único arrozal que conocí en el Cauca, cultivo este muy escaso en Sur América. Era poco extenso y lo que más me llamó la atención fue la forma como lo cultivan. Estaba sembrado en un plano inclinado hacia el oeste, y por la parte alta pasaba una acequia que derramaba sobre el campo una capa de agua de aproximadamente un octavo de pulgada de espesor, cubriéndolo completamente, y por abajo pasaba otra acequia para recibir el agua. Frente a la pequeña población de San Pedro hay una hacienda que recuerdo con inmenso placer. Siento mucho no haber tenido oportunidad de relacionarme mejor con la familia tan amable que la ocupa. Allí, como en La Ribera, las damas se sientan a la mesa con los señores. El comedor está situado en el corredor de atrás; mi alcoba en el otro y mi hamaca colgaba de las rejas de una ventana y de una viga del techo. El comedor se hallaba separado del más lindo jardín que existe en toda la comarca, por medio de una celosía muy curiosa. Al principio no me di cuenta de que se trataba de un emparrado de pasifloras, con flores muy pequeñas. Hay varias clases de dicha planta, y esta formaba una cortina espesa, que como un velo perenne de hojas y de flores tapaba el sol dejando pasar el aire. Directamente bajo el alero de la casa corre una acequia por un cauce de ladrillo. El agua para la mesa se saca de la parte superior de este canal. Cuando retiran los platos de la mesa los ponen en el agua, un poco más abajo. El lavado de ellos, que en nuestras cocinas se hace en baldes y en palanganas, aquí lo realizan en la acequia. Para mí fue un misterio saber de dónde venía el agua de esta, porque la casa se encuentra situada al occidente del camino, por lo cual el agua debería cruzarlo y aparentemente aquella está más alta que cualquier punto del mismo. Pero ya he

hablado de la habilidad maravillosa de los acequieros, que logran resultados totalmente desconcertantes. Por la mañana quedamos atónitos de que nos sirvieran el desayuno antes de las seis, lo cual es casi un milagro, es decir, dos horas antes de todos los desayunos de que yo había tenido noticia en la comarca. La familia, sin duda, debe ser gente muy especial. En la hacienda llené un saco con naranjas tan abundantes y tan buenas como las mejores. Hay también palmas de coco, y aunque todavía no están produciendo son un adorno majestuoso y cuando la brisa nocturna agita las hojas, producen una música encantadora. En estas tierras son necesarios doce años para que una palmera produzca. Salimos temprano habiendo ya desayunado, a una hora en la que en cualquier otra familia no nos hubieran podido ofrecer ni una taza de chocolate. Adelante, en el camino, vi unos árboles más altos y esbeltos que un manzano. A primera vista creí que estaban deformados por docenas de nidos de avispas, pero al mirar con más cuidado comprobé que se trataba de los frutos del árbol Anon Muricata o guanábano, al que en Jamaica le dicen “ sopa agria” . La carne de la guanábana es firme y ligeramente fibrosa, de manera que se puede comer elegantemente con tenedor, detalle este que es la mejor recomendación que puede darse de una fruta, pues por delicioso que sea el sabor, no se puede gozar de ella si mancha los dedos y la cara, si se enredan las fibras en los dientes o si es muy difícil separar lo comible de lo incomible. La guanábana es del tamaño de una piña grande, ligeramente ácida y nunca demasiado dulce, además no tiene sabor aromático. La pulpa se separa en trozos y no tiene hollejo ni semillas. También existen otras dos clases de Anonas. La Anona chirimoya o chirimoya, más pequeña y de contornos más regulares, con la cáscara más frágil y la pulpa más tierna que la de la guanábana. Esta fruta es reconocida por muchos como la mejor del mundo, en tanto que otros la encuentran horrible. El sabor es muy parecido al de su congénere del Valle del Misisipí, la Anona o Asimina Triloba, llamada “ papaw” . La Anona Escamosa es del tamaño de una manzana grande y muy semejante a la chirimoya en la forma, pero muy inferior en el gusto. Aquí la llaman anón. Yo prefiero la guanábana, que aquí apetecen muy poco y que al igual de nuestro “ papaw” la dejan para que se las coman las zarigüeyas. Comí de una guanábana hasta quedar satisfecho, dejando caer las semillas a lo largo de una milla, y los dedos me quedaron tan limpios que podría haber manejado en seguida un raso blanco. Después tiré el resto. Antes de la hora ordinaria del desayuno resonaban ya los cascos de nuestras cabalgaduras, que marchaban en fila india, sobre las calles empedradas de Buga, capital de la provincia del Cauca. Después de doblar varias esquinas el jinete que iba a la cabeza de la columna entró en una casa y todos seguimos detrás. Desmontamos en el patio y pronto estuvimos sentados en una sala, más sociable o civilizada que lo corriente. No me presentaron a los dueños de casa, pero la conversación me demostró que no era desconocido para ellos. Me explicaron que el joven abogado con quien había cruzado las montañas del Quindío era primo de ellos. Nos sirvieron dulce y agua, pero no ofrecieron cigarros. En cambio, tenían algunas imágenes piadosas, muy curiosas, fabricadas con hojas de tabaco y expuestas a la necesidad irrespetuosa de que de tiempo en tiempo las humedecieran con aguardiente. Yo bien sabía ya que el tabaco y el licor son aliados. Sobre la mesa había libros, un álbum de dibujos y música para guitarra. Todo esto me pareció extrañísimo, pues a fuerza de haberlo dejado de ver por tanto tiempo, casi lo había olvidado. Buga está situada en la ribera derecha del río Piedras, ancho y poco profundo, sobre el cual piensan construir una pasarela de guadua. Tiene menos caudal que el Bugalagrande o el Tuluá y casi el mismo que el de La Paila. Un descampado con piso de piedra separa la ciudad de la orilla del río, la cual está llena de lavanderas y de ropa secándose al sol. Los yanquis se quejan de la forma como lavan la ropa en la Nueva Granada, pero creo que no tienen razón. Steuart describe a las lavanderas “ golpeando y estregando la ropa contra las piedras, haciendo que el cuello y los botones de los puños caigan como granizo en el arroyo” . Es cierto que aquí no utilizan baldes y

marmitas y que no escaldan la ropa, pero no me ha parecido que la destruyan, y cuando un hombre habla de botones que caen comogranizo me inclino a pensar que está exagerando. Nosotros estregamos la ropa en forma diferente, pero no estoy seguro de que sea la mejor. Si alguien quiere que le laven la ropa como lo hacía su mamá, entonces debe lavarla él mismo. A la salida de Buga, cerca del río, vi un arbusto muy hermoso de flores grandes y rojas, de hojas de un verde brillante y, como lo pude comprobar por experiencia, con espinas muy agudas. Resultó ser una cactácea, posiblemente unaPereskia, que es del orden de las Cactáceas, pero con hojas. Más hacia elsur hay tres o cuatro chozas. Sentémonos en el corredor de la que queda al oriente del camino y descansemos mientras yo les cuento una historia. En alguna ocasión atravesé a caballo el Cauca entre Vijes y El Cerrito, pero antes de llegar a esta última población, el caballo se encontraba rendido. Me quedé allí dos días y el caballo se recuperó. Al tercero llegué a este sitio, que está a menos de quince millas, pero en la mitad del camino el pobre caballo no podía dar un paso más. En un principio no podía creer que estuviera cansado y le di látigo con una severidad que aún hoy me hace remorder la conciencia. Finalmente tuve que desmontarme y conducirlo de cabestro. El pobre sabía que su potrero estaba a cuarenta millas de distancia y posiblemente pensó que nunca volvería a verlo, así que al llegar a un sendero estrecho (en esta región hay más cercas que hacia el sur) intentó escaparse. Pero el infeliz no podía correr, hasta un inválido hubiera podido alcanzarlo, y así lo atrapé fácilmente pero no le pegué por haber intentado escapar. Entonces vine a este rancho y le pregunté al dueño, que estaba en el patio, qué le pasaría a mi caballo. Me explicó que estaba destroncado, es decir exhausto, como si acabara de pasar por una fiebre tifoidea. Lo desensillé y fui a buscar caña para darle. Saqué el machete que traía en la montura, debajo de la gualdrapa, y piqué la caña. El rocinante todavía podía comer. Después caminé hasta Buga en busca de consejo y de otro caballo. Me dijeron que quizá podría llevar el mío hasta San Pedro, si lo conducía muy despacio y de cabestro. Comí en Buga y por la noche regresé. Le di toda la caña que quiso comer y me acosté en la hamaca que habíamos guindado en el cuartico donde dormían el hombre, la mujer y los niños. Por la mañana piqué más caña. Me dijeron que no me fuera antes del desayuno y que lo dejara comer bastante. A mi me dieron huevos y plátanos fritos y una buena taza de chocolate. Cuando intenté pagarles no quisieron recibir nada; insistí y la mujer aceptó que le diera cinco centavos por los huevos que había comprado para mí en la casa del frente. Volví a insistir, y al final todo lo que recibieron fueron diez centavos. ¡Dios los bendiga! Me monté en el caballo a orillas del Piedras y pasé por la parte de atrás de Buga, por un lugar donde habían matado una vaca y estaban estacando el cuero en el suelo. Sobre una cerca había media docena de gallinazos esperando la ocasión de agarrar algún pedazo de carne. Observaron mi caballo y con una maligna mirada de soslayo parecían insinuar que yo estaba tratando de robarles su presa. En cierta forma me sentí culpable, porque los gallinazos contemplaban al pobre Rocinante con el ojo experto del buen conocedor, y gustosamente los hubiera tumbado a todos de la cerca. “ Paso a paso se llega lejos” , dice un proverbio español. En San Pedro me recibieron con amabilidad y me facilitaron un caballo descansado. Quedé muy satisfecho de la forma como me acogieron, pero ni siquiera conozco el nombre de la familia que me atendió. Desde La Paila les devolví el caballo que me prestaron por correo. Semanas más tarde yendo a casa desde El Medio, Pepe Sanmartín me alcanzó y me preguntó si sabía cuál era el caballo que yo estaba cabalgando. Le dije que no tenía ni idea. “ Pues es el caballo destroncado” , me dijo. Salimos de Buga alrededor de las once de la mañana y a la una de la tarde habíamos cruzado ya el Zonza, río pequeño con unas pocas casas en la orilla sur. El sol se hizo intolerable y si el día hubiera sido tan largo como los de los veranos del norte, habría sido inaguantable. Paramos en una venta, donde toda la sala estaba ocupada por una mesa de billar. Yo fui al río a nadar un rato.

El agua, a esa hora, dos de la tarde, tenía una temperatura de casi 100º F. y experimenté una sensación extraña al salir de ella. Al vestirme en la sombra sentí mucho frío, y tuve que ponerme al sol para entrar de nuevo en calor. Inicié la marcha un poco antes que mis compañeros y me detuve un rato para ver cómo edificaban una iglesia con adobe. En toda la Nueva Granada no he visto iglesias en construcción, excepto esta del Zonza y otra en El Overo. Todas las demás, o están terminadas o abandonadas. Cabalgué un poco más e hice alto en una pequeña colina para esperar el resto de la compañía. Nunca había visto, y no espero volver a contemplar jamás en este mundo, un lugar más hermoso. El terreno es suavemente ondulado y se ven grupos de árboles esparcidos aquí y allá. La cordillera del Quindío, al oriente, termina en llanuras distantes algunas millas, y los bosques de la ribera del río se divisan apartados del camino. A lo lejos, en medio de las colinas, se ve la hacienda que con toda justicia se llama El Valle del Paraíso y está localizada a una altura suficiente para tener un clima más fresco. En esta región la mayoría de la tierra está irrigada, así que siempre se encuentra verde. Sin mucho trabajo se podrían obtener tres cosechas anuales de maíz y cuatro de otros productos. Casi todas las plantas se darían bien, con excepción del trigo, la papa, las especias y el arce. También a Bolívar le impresionó la belleza de esta región cuando pasó por aquí y preguntó cómo se llamaba. Cuando le dijeron que Zonza, comentó: “ ¡Qué brutalidad darle un nombre tan indigno al sitio más bello en la Italia del Nuevo Mundo!” . Empezamos a cruzar por entre el barro de las acequias, algunas peores que otras. Me dijeron que todas, en muchas millas, se derivan del río Guayes, que es diferente a los otros de la región, porque el lecho de ellos está de ocho a veinte pies más abajo de la ribera. En cambio el del Guayes no debe estar a más de cuatro, y sin embargo corre sobre las piedras, tan cristalino, alegre y ruidoso como debería ser siempre un niño. Más adelante dejamos a la derecha el camino que va directamente a Cali y que primero, durante unas cuantas millas, sigue la dirección del Cauca, desviándose luego y pasando por un bosque pantanoso, que es horrible en la temporada de lluvias. Antes de la puesta del sol llegamos a El Cerrito, la única población trazada regularmente y con una plaza, a este lado de Cartago, exceptuando las ciudades empedradas y Libraida. En el centro de la plaza hay una ceiba (Bombax Ceiba), el árbol de sombra más extraordinario que mis ojos hayan visto; el tamaño es igual a un olmo grande pero de forma un poco más regular; el tronco es tan liso que parece barnizado, y las hojas, verdes y gruesas, brillan como esmaltadas. Exactamente al oriente de la plaza está la iglesia, de la cual el dibujo anexo es reproducción fiel. Este dibujo me lo dio amablemente el señor Church, viajero y artista. La puerta principal, el campanario, el techo más alto al fondo, sobre el altar principal, y el ala donde está la sacristía, son un buen ejemplo de la distribución usual de las iglesias en la Nueva Granada, donde muy pocas tienen la sacristía al otro lado o detrás del altar. La puerta del perdón no se ve en la ilustración, porque entrando por la principal, aquella está casi siempre a la izquierda y en la mitad. Visité la escuela de niños durante menos de cinco minutos y nunca aprendí tantas cosas nuevas en visitas más largas. Se halla regentada conforme a los principios Lancasterianos, como en general lo están aquí las escuelas públicas. Ese día los monitores estaban practicando una inspección, examinando los dedos de los pies de los muchachos, cortando uñas y sacando niguas. Esto es parte del trabajo regular de todos los sábados por la tarde y es medida muy prudente, pues hay mucha negligencia en los hogares de estos chiquillos.

La iglesia de El cerrito

Encaminándonos hacia el oriente pasamos frente a la puerta del perdón de la iglesia, y al salir del pueblo entramos a la hacienda de La Aurora, propiedad del señor Miguel Cabal, último gobernador de la provincia de Buenaventura. Al momento nos sirvieron una comida buena y sencilla. Me pareció que nuestro anfitrión era hombre de inteligencia poco común y, lo que es mejor, de una honestidad y sinceridad que me hacen confiar más en sus informaciones que en las de cualquier otro hombre en toda la Nueva Granada. El señor Cabal es liberal, por lo cual pensé que era la oportunidad para informarme sobre los presidentes conservadores Herrán y Mosquera. Pero en este aspecto tengo que basarme en opiniones expresadas a veces con mucha reticencia. El Congreso debía elegir el sucesor del presidente Márquez en 1841. Fue una época difícil porque dicen que la minoría intentó disolver el Congreso alegando falta de quórum. Aprehendieron a todos los congresistas que pudieron y los enviaron a la cárcel para que no faltara ninguno; pero como todavía hacía falta uno para completar el quórum y poder elegir al presidente, lo consiguieron llevando al recinto el cadáver de uno de los miembros del senado que acababa de morir. La mayoría de los senadores, vivos y muertos, libres y prisioneros, votaron por el General Pedro Alcántara Herrán. Al menos eso es lo que dice Samper en sus Apuntamientos (p. 345), pero yo estoy a punto de creer, por las averiguaciones que he hecho, que toda esta historia es infundada y pura mentira. El General Herrán es yerno y compañero de armas de su sucesor, el General Mosquera. Sus campañas casi siempre han estado dirigidas contra los rebeldes de este lado del Quindío, y es aquí donde cuenta con los amigos más sinceros y los enemigos más violentos. Herrán no es un gran hombre, pero después de analizar lo que de él afirman sus peores enemigos, creo que fue un buen presidente. La peor medida que tomó fue la de volver a recibir a los jesuitas, quienes habían sido expulsados injustamente por Carlos III, mediante decreto del 18 de octubre de 1767. Hasta 1740 se puede decir que no había hombres más fieles y dedicados al bienestar de la humanidad, según sus principios, que los jesuitas en la Nueva Granada. Pero entonces les prohibieron extender su campo de acción y no encontraron otra forma de dar salida a su inagotable energía que dedicándose a aumentar su riqueza y poder. Su fuerza empezó a ser mayor que la del Virrey y la del Rey, aunque no parecían inclinados a abusar de ella. Los expulsaron por no ser tan ineficientes, inútiles y perversos como la gente que los rodeaba. Y esta medida fue un golpe para el mundo civilizado. Salieron de noche para que sus amigos no se rebelaran, iban a pie y dejando inmensas riquezas que serían el botín de la corona. Indios semicivilizados arrojaron sus vestidos, abandonaron las aldeas y los cultivos y volvieron a vivir de la caza y de la pesca. Muchos de los misioneros murieron de hambre antes de encontrar refugio en Italia o en Inglaterra. Esta ley nunca se derogó, pero en 1842 el congreso autorizó al gobierno para que invitara misioneros europeos a venir a civilizar a los indios. Herrán tiene un hermano en la alta jerarquía eclesiástica. Todas las iglesias y todos los gobiernos seguros son conservadores. Por alguna triste fatalidad convencieron al Presidente que permitiera el regreso de los jesuitas. Pero

desde su expulsión, los jesuitas se habían vuelto cada vez más peligrosos y perversos. Vinieron y se instalaron en Bogotá y en otras ciudades grandes; la comunidad estaba repleta de sacerdotes perezosos e ineficientes pero que hicieron lo posible para convertirse en útiles y necesarios a la Iglesia. Más tarde oiremos mas sobre ellos. La política de la administración Herrán fue llevar a cabo reformas lentas y moderadas. El presidente y sus principales amigos eran propietarios de esclavos, pero la esclavitud estaba en vía de extinción. Ya nadie sería esclavo toda su vida. Herrán sistematizó la enseñanza y combatió la vagancia. Se recopilaron todas las leyes y una de sus mejores realizaciones fue la de clasificar sistemáticamente en el código penal los crímenes y castigos, tal como creo que no se conoce ni siquiera en el mundo de habla inglesa. No he leído otro documento aparecido durante su administración, del cual solo me atrevo a criticar la extensión e impropiedad, la Constitución de 1843, que fue la segunda de la Nueva Granada. Creo que debe tener menos fallas que la más democrática que la sustituyó, la de 1853. A Herrán lo sucedió su suegro, el General Tomás Cipriano de Mosquera, más aristocrático, quizá con más talento y tan patriota como Herrán. Es indudable que Mosquera fue buen presidente, en mi opinión el mejor que ha habido en la Nueva Granada y tan bueno como el mejor que en los Estados Unidos hayamos tenido desde que se formó la Nueva Granada. Lo acusan de haber reprimido con mucha crueldad las guerras civiles. Es posible, pero también lo habrían acusado de excesiva severidad aunque hubiera sido más indulgente. Conservador, en su administración introdujo cambios favorables al país. Hermano del arzobispo, se ganó la censura del Papa por recodar los privilegios del clero. Propietario de esclavos, fue fiel al principio de terminar gradualmente con la esclavitud. Inmensamente rico, buscó cambiar el sistema impositivo para beneficiar a los pobres. Hizo todo lo que estuvo a su alcance a fin de desarrollar el transporte fluvial y terrestre, y la liberalidad que mostró en las concesiones del ferrocarril de Panamá deberían ser suficientes para que nuestra nación respetara su nombre y al país que las apoyó. “ Entonces ¿ por qué razón, le pregunté al señor Cabal, su partido se opuso a la administración de Mosquera?” “ Simplemente por ambición política y por querer controlar los puestos públicos” . Samper, el más extravagante de todos los teóricos del republicanismo rojo, lo explica con las siguientes palabras: “ A veces los partidos tienen aberraciones incomprensibles” . Aunque Samper condena en Mosquera muchas cosas que yo apruebo, reconoce que su partido debió haber votado por él. Estas son sus palabras: “ A juzgar por las apariencias, hábilmente manejadas para producir una total alucinación, en mala hora se decidieron por el desastroso General Borrero". El señor Cabal posee una biblioteca interesante y recibe el Correo de Ultramar. Tiene además jardín, buenos naranjos, un ingenio y una destilería. Por amistad con el propietario, evité visitarla. En el ingenio fabrican azúcar, el cual es muy escaso aquí. Como el trapiche queda a una distancia por lo menos de veinte millas o quizá de cien de la caída de agua más cercana, ya que en una región sin rocas no puede haberla, y a media milla de El Cerrito, en un sitio más bajo que el molino, me pareció una locura que hubiera intentado utilizar fuerza hidráulica. Pero ha tenido éxito, gracias a la baratura de la mano de obra y a la pericia milagrosa de los acequieros granadinos. Aun viéndolo funcionar, sigue uno pensando que es algo imposible. Después del desayuno trajeron caballos para que saliéramos a pasear. En la familia hay una joven de clase media, entre señora y campesina. Al ayudarla a montar, puso el pie en mi mano y me di cuenta de que estaba descalza. Para mí ha sido difícil superar el prejuicio de que la piel humana es menos agradable de tocar que la piel curtida de una res. El gobernador fue el último que montó, y al hacerlo, el caballo se encabritó, lo tumbó y don Miguel se dislocó las dos muñecas. Fui en busca de un médico y regresé con él al poco rato, pero los casos que requieren cirugía aquí son tan poco

frecuentes, que los médicos no tienen mucha práctica en ellos. En toda mi estada en Sur América apenas supe de otro caso de luxación ( el del húmero, que compuso Toledo, el domador), y aparte de eso solo de golpes y raspaduras, de los cuales quizá los peores fueron los que yo sufrí en el Quindío. Por eso el médico no supo atender bien la luxación y semanas más tarde tuvieron que componerle nuevamente las muñecas en Cali. La señora de Cabal tiene tres parejas de pájaros de diferentes especies. Los más interesantes son dos pericos, del tamaño aproximado de un canario, y que aun cuando no podían hablar, son los pájaros más inteligentes que he visto. El señor Jenny de Honda me regaló amablemente un par de la misma especie. Por ellos pasé todos los trabajos imaginables. Viajando a pie los cargué dentro de una caja durante diez millas; los cuidé todo el camino hasta el Magdalena; en las sesenta y cinco millas horribles que hay entre Calamar y Cartagena, por semejantes caminos y durante veintiséis horas, llevé la jaula colgada al cuello. Maltrechos como estaban, se aferraban a los barrotes para mirarme la cara y cuando yo le hablaba al caballo, ellos me contestaban. En Cartagena finalizaron nuestras penalidades, pero uno se murió en la playa y el otro se perdió. Nunca he experimentado más pena por la desaparición de un animal que la que sentí por la pérdida de esos dos pobres periquitos. Cerca al Cerrito hice una visita que fue muy instructiva. Me reuní con casi todo el grupo con que había cruzado el Quindío, en la casa de uno de ellos. Mi amigo salió a encontrarnos a caballo y me abrazó cordialmente, sin que nos apeáramos. Llegamos alrededor de las cinco, y a las nueve nos sirvieron la comida, que estaba muy buena, teniendo en cuenta que la habían improvisado en tan poco tiempo. Toda la familia, que es numerosa y muy interesante, se sentó con nosotros a la mesa. Salimos al día siguiente a las ocho, sin haber tomado tan siquiera una taza de chocolate. Me dijeron que esto se debía a que desde la liberación de los esclavos los sirvientes se han vuelto muy inactivos. Hace cinco años quizá nos hubieran servido el desayuno temprano. Ahora no se sienten movidos a trabajar en una tierra fértil, de perpetua primavera y tan escasamente poblada. Nos desayunamos en una venta sucia a la vera del camino, utilizando dos o tres cucharas de palo para comer lo poco que encontramos. Me informaron que a mano derecha, en el camino principal a Palmira, vive un inglés de apellido “ Birni” , no muy generoso con su mujer en lo que se refiere a suministrarle ropa y comodidades; pero yo tenía tantos deseos de encontrarme con alguien de mi propia raza, que tomé la decisión de visitarlo. El señor Byrne resultó ser un caballero irlandés y católico, excónsul de la Gran Bretaña. Su esposa es mujer afortunada en el sentido de que no conozco ninguna en el Cauca que pueda dejar de envidiarla. Es granadina y no habla inglés frente a extraños, pero parece de nuestra raza. Los dos niños mayores, un niño y una niña, son puros ingleses, aunque todavía no saben nuestro idioma. ¡Qué tormento sería para un pobre viajero nostálgico, que no hablara español, estar en compañía de semejante mujer y semejantes niños! Los gobiernos que pagan a sus representantes en el exterior sumas suficientes para sostener a la familia, deberían escoger hombres de nuestra propia raza y religión, y exigir que su familia también lo fuera. Pero los cónsules, por lo general, están mal remunerados, o son hombres de negocios que viven del comercio y son amables por instinto. En el caso de que estén bien retribuidos es porque se trata de políticos a quienes se les están pagando sus buenos oficios, y que buscan rehacerse de los gastos que hicieron en las últimas elecciones. Por lo tanto yo preferiría darle a un amigo carta de representación para la familia del señor Byrne, extranjero como es en todo menos en simpatía, que para un cónsul enviado al exterior por razones de triunfo político. En la casa del señor Byrne cometí una gran tontería. Mientras estaban preparando una comida como no volveré a ver en este lado del Quindío estuve en el trapiche y comí tanto azúcar caliente y fragante que después fui incapaz de comer nada más. Allí vi cómo literalmente botaban la melaza que sacan del azúcar, la llaman miel de purga y estos consumidores de almíbar son demasiado refinados para ni siquiera tocarla.

El señor Byrne es un agricultor próspero. Mientras otros extranjeros han aprendido a “ comprar barato y vender caro” , él ha estado siempre listo a comprar mano de obra cuando la hay en el mercado para utilizarla en su propiedad, valorizándola así en forma permanente. Es esta una manera muy lenta de enriquecerse y por consiguiente no atrae a los que van al exterior en busca de fortuna; pero un hombre como el señor Byrne beneficia al país. Creo que ni una granja experimental sería más útil que su finca. Las edificaciones se encuentran en condiciones excelentes, y la casa está tan bien pintada que no puedo describirla mejor que expresando, como dicen en español, que parece barnizada. No recuerdo haber visto en el valle ni una pulgada cuadrada de pintura en edificios ni en cualquier artículo, excepto el barniz que le ponen en Pasto a las totumas y a otros objetos, el cual se supone ser una especie de resma de árboles desconocidos que traen de las cabeceras distantes del Amazonas. Por lo general les dan color rojo mezclándole bija caliente, y luego lo extienden en capa delgada sobre la superficie del objeto, sin dejar que la resma se licúe. Me separé de la familia Byrne con la pena que solo el viajero en tierras extrañas puede conocer. Dos veces volví a encontrarme con el señor Byrne y con su hijo, pero ambos íbamos de viaje y solo pudimos intercambiar unas pocas palabras; sin embargo, recordaré siempre a esta familia. Durante algún rato seguimos aguas arriba de El Cerrito, que es apenas un arroyo. Más adelante pasamos por la hacienda de un señor Isaacs, un judío antillano convertido al catolicismo, casado con una señora católica y padre de varios niños muy vivos, pero no lo conozco bien y nunca he ido a su hacienda. Nos detuvimos un rato en una venta a orillas del Sabaletas, río bastante grande sobre el cual hay un puente de guadua. Se requiere valor para aventurarse a cruzar esta débil construcción, aunque algunos dicen que es lo bastante fuerte para resistir el paso de una mula. Una chica muy vivaracha pareció haber atraído engrado sumo el capricho de mi compañero, quien le propuso que se fuera con él para vivir con su esposa; pero por qué o a condición de qué, no pude adivinarlo. Ella le prometió que algún día lo haría. Sin embargo, creo que todas esas ofertas no significaban nada, o que cada cual pensaba que el otro hablaba en serio. Más adelante nos encontramos con un ladrón, custodiado por dos hombres armados que lo conducían a pie, hacia Buga. Es muy común aquí andar armado, ya sea con una pistola o con una espada, pero me parece totalmente inútil. La causa principal para que no haya más robos es que nadie siente avidez por el dinero, y naturalmente se carece de motivo para robar. En ningún momento he deseado portar armas o sentirme protegido por las de otro. Palmira está situada a la orilla de un riachuelo insignificante y lleno de barro. No puedo imaginarme por qué escogieron este sitio. La ciudad es la cabecera del cantón sur de la provincia del Cauca y un distrito que tiene 10.055 habitantes. En población es la décima ciudad de la Nueva Granada. En vista de que en nuestro país se desconocen todas las ciudades grandes de la Nueva Granada, excepto Bogotá, las citaré para su información: 1) Bogotá, 29.649; 2) Socorro, 15.015; 3) Piedecuesta, 14.841; 4) Medellín, 13.755; 5) Cali, 11,849; 6) San Gil, 11.528; 7) Vélez, 11.178; 8) Valle, 10.544; 9) Sonsón, 10.244; 10) Palmira, 10.055; 11) Puente Nacional, 10.018; 12) Bucaramanga, 10.008; después está Cartagena con 9.896. Tamalameque, que aparece en todos los mapas buenos, tiene una población de 726 habitantes, dispersa por todo el distrito. No conozco ningún otro sitio del tamaño de Palmira que tenga más gente en la cárcel. A esta pésima supremacía creo que la condujo la administración López porque le dio malos gobernantes, pero ya hablaré luego a espacio sobre este punto. La cárcel es terriblemente insegura, construida de adobe y con ventanas que dan a la calle. La única institución pública que visité, además de la cárcel, fue la escuela de varones. Estaba investigando sobre la cantidad de aritmética que se aprende en las escuelas públicas, y en esta propuse el siguiente problema: Un niño compra una jaula por doce cuartillos, paga cinco cuartillos para que la reparen y la vende por diecinueve; ¿cuántos cuartillos ganó o cuántos perdió? El problema se lo puse al mejor alumno de una escuela bastante grande y no pudo resolverlo.

Mi anfitrión en Palmira fue el doctor Z., abogado dedicado al comercio, lo cual es muy común en la Nueva Granada. En una ocasión vi a un abogado vendiéndole un collar de cuentas de vidrio a una mulata para que ésta se lo pusiera a un niño de brazos. El doctor, siente poco respeto por los sacerdotes, y me contó una historia increíble sobre uno de ellos. Se trataba de un cura negligente a quien llamaron a administrarle los últimos sacramentos a dos moribundos. Al llegar al pie del lecho de uno de ellos abrió la caja donde llevaba las hostias y ¡horror!, una cucaracha se había comido hasta la última partícula de la hostia. De acuerdo con los doctores de la Iglesia, todas las hostias consagradas deben ser consumidas por cristianos. No podía ser excepción la que se había tragado la cucaracha. El cura pensó que el moribundo estaba inconsciente y tomando el animal en sus dedos, le preguntó al moribundo: “ ,Tienes fe para creer que lo que yo te presento es el cuerpo de Dios ?“ . “ ¡El cuerpo de Dios!” , exclamó el pobre tipo, abriendo los ojos vidriosos desmesuradamente, “ ¡es una cucaracha!” . Estuve comiendo donde una familia de Palmira un viernes de cuaresma y no me sirvieron carne. Esta es la única ocasión en toda mi permanencia en la Nueva Granada en que el ama de casa no permitió servir carne en un día de abstinencia. Aparte de esta familia solo he visto ayunar a una señora y a un niño. Se supone que todos los sacerdotes deben hacerlo. En Palmira el espacio entre las estribaciones de la cordillera y el río es muy amplio. Más abajo hay haciendas enormes que se extienden desde el río hasta el pie de las montañas. Pero aquí los campos cercados son mucho más frecuentes y hay varias fincas, una al lado de la otra. En general, los bosques de las márgenes del río son más grandes que aguas abajo; a veces tienen diez millas de ancho. Prácticamente hemos llegado al fin de nuestro viaje hacia el sur. Entre este lugar y el río se encuentra el peor de los caminos del mundo, en cuanto a barro se refiere. La distancia entre Palmira y Cali es de dieciocho o diecinueve millas, pero es difícil que haya un caballo capaz de recorrerla en un día. En cierto lugar tuvimos que quitarle la montura a los caballos, cruzar un fangal caminando sobre troncos tendidos, y sostener las cabalgaduras por la jáquima para evitar que se hundieran totalmente en el fango. Se puede tener idea de la clase de terreno que es sabiendo que allí prolifera la Pontederia azurea. Después llegamos a un bosque de palmas de mil acres. Por entre troncos caldos buscábamos el camino y se oía el ruido monótono de los cascos de los caballos chapoteando entre el barro. Vi varios árboles de cacao que me aseguraron eran nativos, y juzgo ser cierto pues no creo que ningún mortal viva en este sitio para cultivarlos. ¡Buenas noticias! ¡ Por fin llegamos al paso del río! Subimos las monturas a la barca, tomamos la brida de los caballos y nos alejamos de la playa. Los hombres reman, los animales chapucean y atravesamos diagonalmente el río hasta la orilla occidental del Cauca, dejando la provincia de este nombre y entrando en la de Buenaventura.

CALI Y VIAJES

Cali— Iglesia construída con trapos viejos — Cura haciendo judíos — Flor extraña e imagen milagrosa — Un norteamericano en el hospital — Colegios — Telares — Sonidos familiares — Funeral — Celebración del triunfo de un partido — La elección de López — Viaje hacia el norte — Puente bien construido — Yumbo — El cobre más barato que el hierro — San Marcos — Ruta al Pacífico — Mina de cobre — Minas de aluvión y de yeta — Fábrica de peines — La mala administración en el Cauca — Tierras comunales — Elocuencia y moral de un sacerdote — Visita a un ermitaño — Esfuerzo heroico para tomar una taza de chocolate — Espinal —Bolivia — Una niña hermosa — Localizando la mejor ruta para un camino — Cerca de tallos de maíz — Ferrocarril al Pacífico — Gobierno deficiente — La Constitución de 1858 — Finanzas — Protección a los vagabundos —Los granadinos son un pueblo moral.

Nos hallábamos en la ribera izquierda del Cauca, casi a cuatro millas al oriente de Cali, donde el terreno se inunda con frecuencia, pero por fin llegamos a una zona que se puede cultivar. Hay una o dos haciendas cercanas al camino. Por último vimos delante de nosotros una arboleda muy extensa y frondosa, con palmeras que surgen aquí y allá sobre el follaje, y por encima de las copas de los árboles se divisan algunos campanarios y dos iglesias, una de ellas rematada por una cúpula muy hermosa. Esa arboleda oculta a Cali. Vista de cerca, vemos que la perspectiva de la ciudad, tan placentera a la distancia, no nos ha engañado. Está situada en la margen derecha del río Cali, en un terreno abierto y seco, a media milla quizá de las estribaciones de la cordillera occidental de los Andes, o cadena de Caldas. Puede ser considerada como el puerto de mar del valle del Cauca. Es capital de la provincia de Buenaventura, y en tanto que el puerto cuenta apenas 1.986 habitantes, Cali, la quinta ciudad de la Nueva Granada, tiene 11.848. Es una de esas viejas ciudades que tanto me gusta encontrar; donde la mayor parte de la arquitectura es de construcción sólida, y hay pocos techos de paja. Tiene buena cantidad de antiguos conventos, que han sido confiscados y convertidos en hospital, colegio y otros edificios públicos. Todavía funciona un convento de franciscanos, al lado de una beatería o recinto para las devociones especiales de las mujeres. Este convento de San Francisco es quizá el más espléndido que se encuentra al occidente del Quindío. A su iglesia solo la sobrepasan en tamaño la catedral de Bogotá y la iglesia de Chiquinquirá. Es en verdad la más hermosa que he visto hasta el momento. Se dice que fue construida con trapos viejos. Este dicho se origina en el deseo de las gentes de ser enterradas con el hábito de fraile franciscano, y prefieren los hábitos viejos a los nuevos, pues dicen que cuanto más viejos, mejores. Así, pues, ningún fraile puede darse el gusto de usar el suyo hasta que se le acabe. Un sujeto que ignoraba esta costumbre mortuoria se alarmó mucho, en alguna ocasión, pensando que la Orden Franciscana iba a desaparecer, pues cada uno o dos días se encontraba que estaban conduciendo a un franciscano a la última morada. Al descubrir la equivocación, se preguntaba si al diablo también lo engañarían. En una misa mayor quedé sorprendido al escuchar a un sacerdote que verdaderamente sabía cantar, lo cual constituyó un vivo deleite para mí. Me interesé tanto, que resolví conocerlo

personalmente y fui a visitarlo. Resultó ser un italiano que había dejado de estudiar música, según me contó, porque deseaba mucho más llegar a ser predicador, y si se dedicaba al coro, no podía alcanzar su vocación. Nunca le oí predicar, pero le aseguré que le prestaba mejor servicio a la religión haciendo tolerables las partes musicales de los ritos. También me dijo que se hallaba dedicado a la fabricación de imágenes, y me mostró algunos judíos que estaba haciendo para las procesiones de Semana Santa. Yo le comenté que me parecía mejor que un sacerdote invirtiera su tiempo en convertir a los paganos en cristianos, y no en hacer judíos de yeso. Me invitó a comer con él, pero diferí la invitación para otro día. Cuando visité a Cali en un viaje posterior, ya lo habían trasladado a otro convento. San Pedro es la iglesia parroquial de Cali, pero no iguala en tamaño ni esplendor a la de San Francisco. Se enorgullece de una serie de cuadros grandes y nuevos, aparentemente pintados por la mano del mismo artista, que seguramente es alguien industrioso. Soy lo suficientemente malo como para que me gusten los cuadros nuevos y, aunque este artista no puede compararse con Vázquez, los contemplé con verdadera satisfacción. Hubo una gran procesión en la que sacaron de la iglesia la imagen de la Virgen y después de recorrer con ella muchísimas calles la volvieron a poner en su lugar. En los sitios por donde debía pasar hicieron grandes preparativos, adornaron las casas con zarazas de colores y con todo cuanto les parecía que podía servir de ornato. Después de la procesión me dieron permiso de subir al camarín y examinar de cerca la imagen de Nuestra Señora del Queremal. Quereme es el nombre de una flor de agradable aroma y de la cual no se tiene noticia que crezca en sitio diferente al occidente de Cali. Se trata de la Thibaudia Quereme y el lugar donde crece se llama El Queremal. Cuando florece, la venden en Cali. Bien, en El Queremal encontraron una imagen tallada en piedra por medios sobrenaturales, y la llevaron a Cali, como si su localización original hubiera sido un error. La cubrieron de pintura y de ropajes y la pusieron en un camarín para venerarla. Al sur de la Nueva Granada, en los límites con el Ecuador, existe una imagen pintada también en forma sobrenatural sobre la superficie perpendicular de una roca. Los hombres, haciendo despliegue de infinita laboriosidad y arte, construyeron una capilla para protegerla y adorarla. Pero ninguna de estas imágenes puede igualar la fama del más antiguo de estos fraudes que es el pintarrajo de Chiquinquirá. Oí decir que había un norteamericano en el hospital de Cali y me sentí con el deber de visitarlo. Era un negro de Boston y la enfermedad que lo afligía no hizo mucho por despertar mi estima. Me pareció que estaba en un sitio muy cómodo, tan bueno como la mayoría de los hospitales de mi país. El hospital es amplio y bien dirigido. En cuanto al enfermo, no necesitaba más que alguna ayuda para encontrar trabajo una vez que lo dieran de alta. Visité el colegio de Cali y creo que fue la más instructiva de las visitas a instituciones de enseñanza que he hecho en la Nueva Granada. Me presenté al subdirector, que demostró mucho interés en ilustrarme sobre los métodos de enseñanza que emplean aquí. Tenía curiosidad de oír a los muchachos conjugar un verbo latino. Nosotros acentuamos erradamente la terminación en todos los casos y la mayoría de los profesores consideran que esto es algo inevitable. Así que nuestros estudiantes dicen Amabán, Amabás, Amabát; en cambio aquí pronuncian amában, amábas, amábat. La peor maldición de nuestra enseñanza del latín es la de permitir una pronunciación errada, lo cual hace que aparezcamos como bárbaros donde quiera que no se hable inglés, porque entonces es cuando más se necesita saber latín. Afortunadamente hace años que utilizo la pronunciación europea, la cual la presenta Bullion, el mejor texto que tenemos para enseñar latín. Del análisis del latín pasé al del español y les presenté esa frase que es intraducible literalmente, “ ¿Qué tal le ha ido a usted?” . El muchacho quedó desconcertado y el subdirector le estaba ayudando cuando entró el director. Los dos se trabaron en una discusión acalorada. El subdirector pensaba que en la frase había una elipsis de varias palabras, de veinte, creo. En tanto que el director sostenía que la frase no admitía más análisis y aplicación de la sintaxis en sus partes componentes de la que permitiría una interjección compuesta. Por pretendida modestia reservé mi

opinión, pues en realidad estaba de acuerdo con el subordinado y no con el director. Pero como imagino que la mayoría de los lectores estarán de acuerdo en que la frase no se puede analizar, es preferible cambiar de tema. Mi principal reparo al sistema de enseñanza en este colegio fue que me pareció demasiado especulativo y desdeña los conocimientos prácticos, como la geografía y la química, y que el programa es demasiado ambicioso, pues tiene mucho cálculo y muy poca aritmética. Se quiere probar de todo, pero en nada se adquiere maestría. Visité también la escuela primaria de niñas. Ocupa una casa claustrada, que quizá tiene demasiado espacio inútil, pero es una escuela bien organizada. Se me ocurrió pensar cuál es la proporción de sangre europea y africana entre las alumnas y llegué a la conclusión de que es aproximadamente una tercera parte africana sin mezcla de sangre indígena. Las niñas cantaron, pero solo como devoción religiosa. Tenían un librito de himnos, de los cuales ninguno podía cantarse con la misma tonada; aquí desconocen el metro largo, el ordinario y el corto. Esto sería un inconveniente si se intentara introducir los himnos protestantes básicos; de los católicos apenas hay uno que nosotros podamos emplear, que es el Trisagio o himno a la Trinidad, el cual no tiene valor ni en sus palabras ni en su música. Expresé el deseo de tener el libro de himnos del colegio y me contestaron que podría conseguirlo en la gobernación. “ Aquí tenemos bastantes de los que nos envían, me dijo la directora, pero como de todo hay que dar recibo, no podemos prestarlo ni dejar salir ninguno, pues si se pierde nos lo cargan en cuenta” . Cuando un maestro renuncia, viene un empleado del Gobernador, hace inventario de todas las pertenencias de la escuela y se las entrega al sucesor, que debe firmarle un recibo. En Cali vi el único telar que conocí en la Nueva Granada. Era un artefacto bastante burdo y muy inferior a cualquiera de nuestros viejos telares de mano. Ninguna artesanía me parece más necesaria para introducir al país que el hilado y el tejido. Hilar precede a tejer, y la industria del tejido no puede florecer mientras el hilado se haga por métodos anticuados y se desconozca la rueca. Si la mitad de lo que se ha invertido en introducir a la Nueva Granada maquinaria importada se hubiera gastado en maquinaria doméstica, ya seguramente habría amanecido una nueva era. Ni el hilado ni el tejido han sido introducidos a la Nueva Granada por los europeos, aunque es posible que este telar haya sido construido según algún viejo modelo español. La manta o tela indígena de algodón, hecha con fibras nativas, era una de las mayores riquezas de los aborígenes antes de la conquista, y la técnica del hilado no ha sido mejorada desde esos remotos tiempos. Me apena decir que escuché en Cali algo que me hizo recordar mi tierra nativa. Me da vergüenza decir de qué se trataba, pero siendo un viajero fiel y escrupuloso, no tengo otra alternativa. Era un hombre disputando con su esposa (me imagino). ¿ Por cuántos meses no había escuchado algo semejante? Había oído a dos mujeres riñendo en Bogotá; y casi me toca presenciar una pelea de dos bogas en el Magdalena; pero estos son hombres de raza inferior y de sangre mezclada, ignorantes y a medio civilizar, que usan machetes para cortar la maleza, pero nunca emplean una navaja para pelear y es muy raro que azoten a sus mujeres. En Cali hay un hospital para leprosos. Tuve muchos deseos de visitarlo, pero mis amigos se opusieron porque temían que llevara el contagio a sus familias por culpa de mi curiosidad. Yo no creo que esta enfermedad sea tan contagiosa como la imaginan ellos, pues no he sabido que quienes vivan con los leprosos hayan contraído la enfermedad. Asistí a los funerales de un General Borrero, no, como yo supuse entonces, el que fue candidato a la presidencia en 1847. Este era miembro de la Orden Tercera de San Francisco, y naturalmente lo enterraron como a un fraile. “ Cuando el diablo se enfermó, un monje quería ser” . El cadáver permaneció expuesto toda la noche, víspera del entierro, en una capilla del convento. Al día siguiente cantaron la misa de difuntos, con acompañamiento de los mejores músicos y cantores que pudieron contratar en Cali.

Luego marcharon en una larga procesión a través de las calles, descubiertas las cabezas y llevando cirios de treinta pulgadas de largo y dos de diámetro, que goteaban cera sobre el suelo. Fueron a una pequeña iglesia o capilla, en el extremo norte de Cali, al lado del cementerio viejo. Allí rezaron más oraciones y se cantó otro poco. La procesión siguió hacia el oriente, por la llanura, fuera de la ciudad, hasta donde está situado el nuevo cementerio, en el cual todavía no hay capilla. No entré a él con la procesión y tampoco vi depositar el cadáver en el lugar de su último reposo, debido a un pequeño accidente que sufrí al pasar un arroyo de aguas negras, de los muchos que atraviesan la llanura en varias direcciones; al dar el salto caí en un barrizal y quedé cubierto de lodo negro y espeso hasta más arriba de las rodillas. Cuando me lavé y pude entrar al cementerio, ya el cadáver había sido colocado en una bóveda de ladrillo, a unos tres pies de altura, y la estaban tapando con ladrillo y argamasa, como es de uso general en estos casos. En Cali me correspondió presenciar un acontecimiento importante: la celebración del triunfo de los liberales el 7 de marzo de 1849, cuando López fue elegido presidente. La fiesta tuvo carácter oficial, y si he de ser franco al expresar mis sentimientos, fue de bastante mal gusto. Sobre todo me pareció grave sumar el insulto al perjuicio al obligar a los frailes franciscanos a celebrar un suceso que causaba dolor en el corazón de todos los fanáticos. El festejo principió con unas vísperas la noche del domingo y consistió en iluminación general. Como aquí no hay muchedumbres que rompan las ventanas, ni hay ventanas que romper, la celebración naturalmente careció de brillo. En la plaza apenas había treinta y una luces, la mayor parte colocadas en los balcones de las oficinas gubernamentales. El lunes hubo misa mayor en la iglesia de San Francisco. La artillería y la infantería estaban alineadas frente a ella. Al momento oportuno, cuando todas las campanas repicaban, batieron los tambores, y los disparos de mosquetería y el trueno del cañón daban más alas a la devoción de la densa multitud que llenaba la hermosa y amplia iglesia. Los soldados en parada ni se arrodillan ni se quitan las gorras durante la misa. Casi toda la información sobre ese día memorable la obtuve por intermedio de mi amigo conservador don Eladio Vargas y del amable botánico de la Comisión Corográfica señor José María Triana, a quienes inesperadamente encontré juntos. “ La fecha que están celebrando, me comentó don Eladio, fue uno de los días más aciagos en los anales de la Nueva Granada, no solo por sus consecuencias sino por los hechos que ocurrieron. Fue el triunfo de los puñales de la chusma bogotana sobre los representantes del pueblo. Estos, sitiados en la iglesia de Santo Domingo, donde se reunía la asamblea, tuvieron que elegir a López para evitar que los asesinaran” . “ ¡Qué asesinato ni qué calabazas!“ exclamó Pepe Triana. “ ¿Quién más sino su ídolo Mosquera comandaba las fuerzas militares en Bogotá? Yo mismo hacía parte de esa chusma, como la llama usted, y no sé de ninguno de nosotros que estuviera armado. Las únicas armas que vi fueron dos pistolas que le entregaron al doctor Ospina, el genio malo de Mosquera; y no supe sino que dos representantes conservadores, Neira y Pardo “ el piadoso” , insinuaron que estaban listos a vender sus vidas tan caro como fuera posible. Sé que el gobierno había tomado todas las precauciones militares del caso. La víspera cargaron los cañones, los caballos de la caballería estuvieron ensillados toda la noche, y acantonaron las tropas armadas con fusiles cargados en las barracas. Desde allí hasta Santo Domingo había filas de trompeteros disfrazados de civiles. En el templo, claro está, el trompetero que siempre asiste a las sesiones del Congreso estaba uniformado. Con todos esos aprestos, ¿ qué peligro podía correr el Congreso?” . Vargas, “ No niego la descripción que usted hace de las preparaciones, pero no puede negar que el Congreso estaba amenazado. Es algo que los ‘ Apuntamientos’ de Samper prueban más allá de toda duda. Primero afirma: ‘ Como López tenía más votos en la elección popular que Cuervo y Gori juntos, el partido democrático consideraba con toda razón que esta circunstancia lo autorizaba

para exigirla’ (Apuntamientos, página 444). Luego, en la página 446 dice: ‘ Con cada voto en favor del nombre del General López se elevaban en el auditorio exclamaciones de alegría y entusiasmo como la estrofa de un himno triunfal; mientras que un súbito y vago murmullo, que expresaba disgusto, era el eco al nombre del doctor Cuervo’ . Y más adelante: ‘ Cuando en el tercer escrutinio la elección quedó limitada a dos candidatos, y Cuervo tenía 43 votos, López 41 y el resto eran votos en blanco, la barra pensó que Cuervo había sido elegido y bajo la cúpula del templo resonó un murmullo prolongado, como el rugido distante de la tempestad’ . Se dice que con los votos en blanco los diputados buscaban comprobar si podían elegir a Cuervo sin correr peligro en manos de la multitud” . Triana. “ Pero no había ni multitud ni amenaza, porque el Congreso había ordenado despejar la iglesia. Todo el mundo salió tranquilamente y esperó en la calle, bajo una lluvia helada, hasta que se hiciera el escrutinio decisivo. Y el voto infame de Mariano Ospina ‘ por el General José Hilario (1) López para que los diputados no sean asesinados’ , fue el comienzo de esa calumnia que usted intenta mantener vigente” . ¿Qué puede sacar en limpio un viajero imparcial de una discusión como esta? Mi conclusión es que la elección de López ejecutó los deseos del país; que el Congreso no tuvo libertad al hacer la elección y que existía un peligro real si se desconocía la voluntad del populacho. Opino que los diputados votaron por López en parte por cobardía y en parte porque tuvieron reparos de conciencia de votar contra la voluntad del pueblo. Por último me parece que la presión que se ejerció contra ellos consistió simplemente en amenazas veladas que quizá nunca se hubieran cumplido. Creo que Samper aclara este punto al comentar la elección de Joaquín Mosquera en 1830, cuando “ la juventud bogotana logró inspirar confianza a la Convención” . Este comentario hace pensar que las elecciones no siempre han sido libres. La conducta del presidente Mosquera fue admirable durante todo el episodio, especialmente cuando al final fue inmediatamente a la residencia de López para felicitarlo por su elección. Una circunstancia fortuita hizo que fuera a visitar al doctor Manuel María Mallarino. Yo creía que se trataba de un doctor en medicina, pero al ver su biblioteca saqué en conclusión que era, como la mayor parte de los doctores aquí, abogado o doctor en leyes. No imaginé entonces que bien pronto le sería confiado el poder supremo, como Vice-Presidente de la nación. Don Manuel María es un caballero inteligente y habla inglés muy bien; creo que mejor de lo que pudiera hacerlo cualquiera otro de los que yo he conocido y que no han residido en un país de habla inglesa, por ejemplo, el Vice-Presidente Obaldía, en el Istmo de Panamá. El doctor Mallarino es conservador, pero no ultramontano, y si tuviera poder real en sus manos sabría usarlo bien. Pero el presidente granadino apenas es un empleado superior para firmar papeles. En Cali hay varios paseos muy agradables pero ninguno es mejor que el de la iglesia de San Nicolás (¿San Antonio?) que está en una loma desde donde se divisa toda la ciudad. Bajando de ella hasta el río seguí por la margen derecha y pasé por el acueducto que suministra agua a Cali llevándola por encima de una cañada. Me sorprendió que el conducto no fuera más grande, aunque me parece que su tamaño es mayor que el de Bogotá. Las dimensiones externas son únicamente de unas treinta pulgadas cuadradas. Más arriba hay una acequia destapada y no podía dar crédito a mis ojos porque mientras esta parecía descender al río, el agua corría rápidamente del río hacia arriba. Me detuve y la examiné para poder convencerme de la ilusión óptica. Continué caminando hacia el sur, hasta donde el camino a Buenaventura cruza el río. En ese sitio había unas pacas inmensas de tabaco, envueltas en cuero, esperando a que las mulas descansaran o a que consiguieran otras. Estoy a una latitud de 3º 25’ norte, quizá lo más cerca que me encontraré de la línea ecuatorial. Pero aquí no se siente la diferencia de latitud. Así como sucede con la duración de los días cerca al solsticio, donde una semana trae menos cambios que un solo día en el equinoccio, los siete grados que he recorrido a lo largo de estas páginas no

significan tantos cambios como los dos grados que hay entre Nueva York y Boston, que sí constituyen una diferencia considerable. Cerca de Cali hay minas de carbón y de lignito, que valen la pena ser visitadas por el viajero, así como otros sitios que serían de muchísimo interés para el mineralogista, pero desafortunadamente yo me enteré demasiado tarde de su existencia y no pude ir a conocerlos. En compañía a del señor Triana viajamos de Cali a Vijes para visitar unas minas, y con nosotros fue el administrador de estas. Cruzamos el río Cali por un puente de ladrillo; el más largo, el mejor y también el último que vi en la Nueva Granada. Es lo suficientemente ancho para dar paso a un carruaje, y descansa sobre siete arcos. Al contemplarlo, uno se olvida dónde está, pero al mirar las lavanderas a lo largo de las márgenes del río y los muchachos y muchachas que nadan un poco más abajo, recuerda que todavía está en la Nueva Granada. Se cruza otro río y se está ya en camino abierto. Vi una choza o cobertizo con un techo de guadua muy particular. Para hacerlo cortan las guaduas en dos y a lo largo, las ponen una al lado de la otra, con la parte cóncava hacia arriba, desde la parhilera hasta el alero, y luego sobre los bordes adyacentes de cada una colocan las otras mitades, con la parte convexa para arriba, de tal manera que la lluvia no puede escurrirse por entre las guaduas. En el camino nos encontramos con un hombre descansando a la sombra de un árbol, quien nos pidió limosna diciendo que era un convicto que hacía poco había salido del presidio. Más adelante, hacia el sur y a la izquierda, el señor Monzón nos mostró una imagen natural del Ecce Romo. Tiene en común con El viejo de la montaña de las Montañas Blancas de New Hampshire, que está en la roca, pero requiere un esfuerzo muy grande de imaginación para verlo y yo no pude distinguir nada. Después llegamos al cenagal más espantoso que he visto fuera del Quindío, con excepción quizá de algunos lodazales que hay en las márgenes del Cauca. Una vez lo crucé de noche y nunca había sentido tanto miedo en todos mis viajes. Gustosamente me enfrento a precipicios, toros bravos, ladrones y serpientes, y no a uno solo de estos tremedales. Pasé la noche en la hacienda de Arroyohondo, donde me recibieron (siendo un extraño a quien había cogido la noche) con toda la hospitalidad que siempre se encuentra en cualquier casa o choza en esta nación, donde prácticamente se desconocen las negativas, “ la dulce tierra del sí” , como alguien la ha llamado. En Arroyohondo vi el más antiguo trapiche movido por fuerza hidráulica que quizá hay en el país. Los cilindros eran de cobre traído del sur o tal vez sacado de la mina que hay en las cercanías de Vijes. Los cilindros son verticales y la rueda hidráulica es una rueda de barco. El trapiche no está bien hecho y nunca antes había visto que el cobre fuera más barato que el hierro. A una o dos millas a la izquierda está la población de Yumbo, y hacia el norte, en una hacienda en las estribaciones de la cordillera, hay una calera. Como había dicho antes, en el valle del Cauca solo hay otra calera, en Vijes. En este sitio me llamó la atención un pájaro muy curioso, una especie de golondrina. Dicen que es una variedad del Hirundo rufa, al que llaman tijereta porque tiene en la cola dos plumas que se proyectan como tijeras. En esta región también se ve un ave de la especie de las que viven en los pantanos, que se la pasa cazando babosas y otros bichos indefensos, con su pico larguísimo y curvo. Se supone que es una Scopus, y por su canto la llaman coclí. Otro pájaro, parecido al halcón, tiene hábitos similares y a menudo se le ve encima de las reses, en especial cuando estas se encuentran echadas. Se supone que limpia al ganado de los insectos que lo invaden y por eso es conocido con el nombre de garrapatero, Creo que sea el Crotophaga Piririgua. Las estribaciones de la cordillera llegan casi hasta el río, y por lo tanto, también el camino. Estábamos en la vía principal que va de Cali a Buga y Roldanillo, pero allí los dos caminos se separan; uno se dirige al paso del río y el otro hacia las lomas. No seguí por ninguno de ellos sino

que me fui a la hacienda de San Marcos, que queda en un rincón de la cordillera, donde vive una familia muy agradable. Hice una caminata siguiendo el curso de un arroyo y obtuve información interesante. A buen paso subí alrededor de tres millas. No se necesitaría mucha técnica para construir en este sitio un camino carreteable. Por todas partes encontré roca sólida que me recordó la micacita de algunas regiones de Vermont. Aquí hay abundantes venas de cuarzo y algunas auríferas. Vi también varias caídas de agua, las primeras que encontré en el valle del Cauca. Por fin llegué a una serranía que parece extenderse a través del valle, desde cuya cima contemplé a mis pies el valle del río Dagua que desemboca en el Pacífico, en Buenaventura. Estoy seguro que es este el sitio por donde sería más fácil construir un camino carreteable de Bogotá al Pacífico. El puerto está casi exactamente al occidente de donde yo estoy en este momento y no debe encontrarse a más de veinte millas de distancia del mar. En San Marcos me ofrecieron pitahaya por primera vez en mi vida; me refiero a la pitahaya amarilla, porque la roja no vale la pena comerla. Dicen que la verdadera Cereus Pitajaya de Jacquin es una especie marítima, con la fruta escarlata por fuera y blanca por dentro, en tanto que esta excelente fruta tiene la cáscara y la pulpa amarillas. Creo que es una de las mejores frutas tropicales. Las flores de las especies Cereus abren de noche y nunca he visto una abierta. Dejando a San Marcos cabalgué bajo un árbol Capparidate muy alto y empecé a ascender una estribación de la cordillera de Caldas. A mi derecha observé algunas antiguas excavaciones de donde, según me informaron, habían extraído el cobre para fabricar las campanas del convento de San Francisco en Cali. Unos metros adelante hay otras más recientes, pero para buscar oro, y me dijeron que las habían suspendido a causa de un pleito. La estribación se prolonga hasta las márgenes del río y parece como si buscara otra que se prolonga unas cuantas millas más abajo. Entre las dos hay una llanura encerrada en medio de altos cerros, pero con frente de más o menos una milla a las márgenes fangosas del Cauca. Es la llanura de Vijes donde empecé este relato y donde pronto lo terminaré. Bajando por una loma escarpada llegué a un pueblito de ranchos de paja. Los señores Monzón y Triana estaban esperándome y almorzamos en la casa del primero. El señor Caldas vive al frente, en la mejor casa de la población. Tenía una fábrica de peines, pero acaba de vender la maquinaria a un señor de El Cerrito, población de la banda oriental del río, al frente de Vijes. La manufactura de peines debería dar utilidades en una región donde los cuernos apenas si tienen un precio nominal; pero aquí ninguna fábrica puede prosperar mientras no crezca la demanda y no disminuyan los días de fiesta. Los peines estaban hechos sin ningún cuidado, y a lo más que puede aspirar esta industria es a atender la demanda local, que es muy poca para las peinetas y todavía menor para los peines. Las peinetas como objeto de adorno no se utilizan tanto como en Norteamérica. Las minas que explota el señor Caicedo bajo la dirección del señor Monzón deberían llamarse más bien filones. Están trabajando dos vetas a media milla de la plaza y construyendo un molino para moler y amalgamar el metal, pero no me parece que vaya a funcionar. Aquí hay algunos lavadores de oro, una raza extraña. Tienen un jefe al que le pagan por no hacer otra cosa que vigilarlos y hacerlos trabajar. Lavan el oro en un cuerno aplanado. Se necesita mucha habilidad para separar las partículas microscópicas de metal de la arena ferruginosa y hacer que aparezca claramente el oro, lo cual llaman pintarse. Pero la minería de oro aquí no da utilidades. Me parece que el porvenir de Vijes está en el cuarzo, que podría ser valioso si se lo trabajara bien. El señor Caldas es hombre muy inteligente, pero también es el conservador más recalcitrante que he conocido, y no sin razón. En la última elección lo acusaron de traición y enviaron un pelotón, más bien una pandilla, de soldados, a arrestarlo y llevarlo a Cali. Si el señor Caldas no había cometido traición era simplemente porque no habla podido. La idea era un absurdo.

Hasta ahora no había querido mencionar algo que vi con mucha frecuencia entre Buga y Palmira: cercas destruidas, cientos de cercas deshechas. Me cuentan que mil hombres se dedicaron a este trabajo devastador. Intenté obtener información de las autoridades sobre este punto, pero por mucho tiempo no me dieron ninguna y luego me suministraron demasiada. Nunca he podido entender bien lo que pasó. “ Nadie puede negar o justificar lo sucedido” , dice el señor Caldas, “ usted ha visto con sus propios ojos la destrucción de lo que antes fueron haciendas prósperas, pero eso no es nada. Los hombres que llevaron a cabo esa devastación se llamaban a si mismos perreristas. Perrero es un látigo hecho con guayacán y cuero crudo. A los propietarios de esas haciendas los azotaban siempre que les podían echar mano y numerosos sufrieron esa ignominia. Muchos abandonaron sus propiedades y se fueron a vivir pobremente a las ciudades, sin contar siquiera con seguridad para sus personas. Los perreristas también destruyeron casas, violaron mujeres y todo lo hicieron cumpliendo órdenes secretas del presidente López y de su sucesor, todavía más infame, Obando” . “ No puedo negar esos crímenes, respondió Triana, pero existen circunstancias atenuantes que usted no menciona; y en cuanto al origen de los hechos, no estoy de acuerdo con que se pueda atribuir a los gobernadores y todavía menos al Presidente. A este lado del Quindío la política se ha caracterizado siempre por su ferocidad y en este valle ha habido más derramamiento de sangre que en cualquier otro lugar de la República. Pasto ha sido en todo tiempo un volcán apagado o activo. La propiedad en la parte central del valle ha estado siempre en manos de ricos propietarios de esclavos y de minas en el Chocó, que no sienten ninguna simpatía por los pobres. Eran también los dueños de una gran parte de los habitantes de este valle hasta que la ley los obligó a liberarlos el día primero de enero de 1852” . “ ¿Pero qué tiene que ver la liberación de los esclavos en 1852 con lo sucedido en 1849 y 1850?” . “ La liberación muy poco, pero la expectativa de la liberación mucho. Aun en Bogotá nunca se había presentado tal furia política como la que caracterizó el período anterior a la elección presidencial de 1849, precisamente cuando la agitación ha debido acallarse. Tanto la prensa como el pálpito y los jesuitas estaban participando activamente. Los estudiantes formaron sociedades políticas, las señoritas en sus ventanas rechazaban a los caballeros con tendencias políticas que ellas desaprobaban, y aun las damas maduras ingresaron a sociedades dedicadas al exterminio de la democracia, a la que consideraban como enemiga de la religión. Esas eran las asociaciones del Niño Jesús. Y todo esto sucedió antes de que la administración de López hubiera hecho el bien o el mal” . “ ¿Y todos esos estudiantes eran conservadores? ¿Es que acaso no había Sociedad Democrática ni Escuela Republicana?” “ Donde existe el ataque surge la defensa. La administración tenía que liberarse de sus enemigos más peligrosos, y ¿cómo hacerlo? El congreso estaba sesionando, pero antes de que cualquier ley relativa a los jesuitas pudiera aprobarse en ambas cámaras, aun en el caso que el Senado hubiera estado dispuesto a apoyar al gobierno, las maquinaciones de aquellos habrían encendido la rebelión desde Cúcuta hasta Túquerres. Por eso mientras la Gaceta Oficial se estaba preparando como siempre, apareció el decreto revolucionario en el número extra del 18 de mayo de 1851, publicada en otro sitio, y de pronto, con un día de plazo, toda la comunidad de los jesuitas tuvo que 12 irse sin tener oportunidad de hacer estallar su bomba ” .

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En carta a su amigo Don Joaquín Emilio Gómez, Don Mariano Ospina explicó así su voto: “ He opinado que convenía que los facciosos ganaran la elección, porque nuestro partido, dividido y anulado, no podría ya gobernar, y cuando me persuadí de que nosotros teníamos mayoría segura y que el triunfo legal de los contrarios era imposible, estuve muy inquieto pensando en la nueva Administración (de Cuervo), de la cual estaba resuelto a no hacer parte, porque la veía en imposibilidad de gobernar; así que el 7 de marzo por la noche estuve más

“ ¿Pero qué tiene que ver todo eso con el Cauca?” “ Sencillamente que aquí los conservadores y los opresores eran los mismos y que su furia instigó hechos que provocaron a los oprimidos más allá de toda resistencia. Cito los Apuntamientos de Samper, página 533: ‘ La oligarquía le negó al pueblo el acceso a las tierras no ocupadas, le negó el acceso a los bosques, a los campos y a las aguas que podía utilizar y que debía tener para poder vivir. Lo encarceló por deudas, lo insultó con un desprecio que ocultaba el temor que le tenía, lo difamaron en los discursos y lo calumniaron en la prensa. Le negaron al hombre dependiente sus derechos, lo azotaron y lo martirizaron como si se tratara de un esclavo, lo despreciaron si era libre, lo oprimieron con monopolios, lo embrutecieron con superstición y lo acusaron como de un crimen por la victoria del siete de mano’ ". “ ¡Pura charlatanería! El hecho es que los ricos eran dueños de la tierra y de muchos de los habitantes, pero las clases bajas tenían plenas oportunidades de comprar la libertad y la tierra. Sin embargo no quisieron porque para hacerlo debían ser industriosos y ahorrativos, dos cosas que detestan. Pero oyeron decir que en Bogotá se estaba predicando que ‘ la propiedad es un robo’ y he aquí la explicación de todo el asunto. A esta pobre gente la instigaron a aplicar el nuevo evangelio y a implantar el milenio de la barbarie” . “ ¿Y fue López quien dirigió todas estas depredaciones?". “ Lo creo firmemente, pero no espero convencerlo. Estoy seguro de que el gobernador Mercado en Cali recibió dos órdenes diferentes, una para publicar y la otra para cumplir; la primera con instrucciones para reprimir la violencia y la otra para fomentarla. Pero yo sé, y usted no puede negarlo, que Antonio Mateus, entonces jefe político del cantón de Palmira, y en este momento desgraciado, Gobernador del Cauca...” . “ Por votación libre de la mayoría de los ciudadanos de la provincia” . “ Bien, si usted lo quiere. ¿Pero duda por un momento que él mismo, siendo jefe político, encabezó bandas de perreristas? ¿ Duda por un momento que se quedó parado, mirando, mientras doce de sus bandidos, uno tras otro, abusaban de una dama respetable, a pleno día, en la plaza de Caloto?” “ Yo no justifico el mal, por mucha provocación que haya, ni tampoco voy a decir que Mateus sea hombre honesto, pero ¿ en qué puedo creer cuando la mala fe conservadora no respeta ni a los muertos? ¿Ha visto usted la poesía que se publicó a la muerte de Carlos Gómez, gobernador del Cauca? Mientras la pobre viuda está agobiada por la pena, los conservadores cantan, “ La tierra y el infierno un diablo más” .

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“ Bueno, si no fue complicidad por lo menos fue su ineficiencia la que permitió que se arruinaran tantas haciendas y se empobreciera la provincia que le habían encomendado gobernar. El mismo Samper lo admite, a pesar de que defiende cuanto puede la administración de López. Dice: "El gobernador Mercado fue respecto al gobernador Gómez lo que Buenaventura al Cauca, y lo que las faltas menores son al crimen’ . Y cuando la chusma asesinó a Pinto y Morales en Cartago el 19 de junio de 1851, lo único que pudo decirse en favor del gobernador es que no estaba cerca al lugar de los acontecimientos y que no participó ni para matarlos ni para salvarlos. El nombramiento de Mateus como gobernador del Cauca, aun suponiendo que hubiera sido inocente, fue una afrenta de Obando, ya que muchos los consideraban un monstruo. Obando nombró primero a tranquilo que si hubiéramos triunfado... “ . Véase Estanislao Gómez Barrientos, Don Mariano Ospina y su época, V. I, p. 429. Imprenta Editorial, Medellín, 1913. (Nota de la traductora). Cita por ubicar

Wenceslao Carvajal, liberal, es cierto, pero un hombre justo. ¿ Se opusieron entonces los conservadores?" “ No, hablaron bien de él” . “ Bien, señor Holton, ¿no fue usted testigo del pánico que cundió en la provincia cuando lo sucedió Mateus?” “ Tengo que confesar, contesté, que lamenté muchísimo esa medida del presidente. Quizá Mateus sea hombre correcto, pero hasta los jefes gubernamentales lo juzgan mal. Le pregunté a un miembro del gabinete la razón de este nombramiento, y me dijo que era responsabilidad de Obando; que el gabinete se opuso al nombramiento, pero que el presidente insistió porque Mateus le había prestado un servicio personal. Finalmente el gabinete, por respeto al presidente, dio su consentimiento. Considero esta medida como la peor, quizá la única equivocada de la administración de Obando” . “ Ahora bien, señor norteamericano, prosiguió diciendo Caldas, siempre le he oído decir que la insurrección es un crimen y que condena la de 1851. Si hubiera estado aquí entonces, ¿que habría aconsejado a los hombres del Cauca cuyas cercas estaban siendo destruidas, sus mujeres e hijas ultrajadas ante los mismos ojos de los funcionarios de la ley, y cuyas espaldas eran sometidas a la afrenta del látigo? ¿ Les hubiera aconsejado el sometimiento pasivo o la rebelión?“ “ Es un caso supremamente difícil” , contesté, y estuve muy cerca de justificar a Mosquera, Herrán y Arboleda en ese momento. Pero ¿ remedió el mal la insurrección?“ . “ No, y no sé de otro remedio que no sea emigrar a un país que tenga un gobierno confiable. ¿ Cree usted que se podría inducir a los Estados Unidos a que hiciera de esta región parte de su territorio?” “ Semejante medida sería inoportuna para nosotros. Tenemos un territorio compacto, de modo que cuando el Atlántico y el Pacífico estén unidos por el ferrocarril si un poder extranjero ataca alguna parte de nuestro territorio, estaremos en posición de defenderlo fácilmente. Pero si anexáramos las islas Sandwich, Panamá, Cuba o este valle, tendríamos que hacer concesiones a otros países para poder conservar la paz en los territorios agregados. Ambicionar esto sería como desear un hombre tener la nariz más larga que el brazo, con lo cual su atacante podría jalársela desde lejos, en tanto que el agredido no podría golpearlo. Para nosotros, la anexión de cualquier isla o territorio alejado sería una maldición que ninguna ventaja imaginaria podría compensar” . “ Entonces no veo más que una solución. Si esta situación continúa, tendremos que sacrificar algunas reses y salar suficiente carne para el viaje, matar el resto del ganado y los caballos que no necesitemos para que se lo coman los gallinazos, quemar las casas y dejar los campos para que los republicanos rojos se los disputen entre ellos, pues bajo semejante gobierno no puede vivir un hombre que tenga propiedades” . Sinceramente creo que estas palabras contienen un fondo de verdad. Con las teorías de Samper, con esa “ fe ciega en los principios” que él admira tanto y con la absoluta falta de ambición por la propiedad que tienen las masas, la mayoría es el tirano más peligroso que puede tener esta nación. Pero ya volveremos sobre este tema después de que hable sobre otros asuntos. Una extraña peculiaridad de Vijes es que las tierras son de propiedad común. Alguna persona fue dueña en tiempos pasados de toda esta llanura y de los cerros adyacentes (cuyos terrenos áridos y quebrados no me interesa conocer). Al morir el antiguo dueño la propiedad la heredaron los hijos y no la dividieron. Algunos vendieron la mitad de los derechos, y en esta forma, poco a poco, hoy son dueñas de los terrenos mas de cien personas. Hay muchos casos similares en la Nueva

Granada, y son numerosas las leyes dictadas para reglamentar el mejoramiento de los suelos y solucionar los problemas que surgen de esta copropiedad tan incómoda. Debe ser muy difícil efectuar una partición material, y ahora nadie la desea, pues gran porción de la llanura fértil está todavía inculta y parte de ella todavía no la he recorrido a caballo ni a pie en los muchos días que he pasado aquí. Dentro de esta área hay uno o dos cerros bastante altos, pero el resto es plano y muy fértil. La población del distrito es de 1.160 personas, de las cuales la mayoría vive en el pueblo y el resto en la llanura cercana. Algunos hombres recuerdan que hace muchísimos años en este pueblo se intentó construir una iglesia. Empezaron con mucho ánimo y luego suspendieron el trabajo. Me parece que el cura tiene todavía esperanzas de que lo puedan reintegrar, pero yo creo que hay pocas perspectivas para ello. Este es el mejor predicador que he escuchado en la Nueva Granada, donde la oratoria sagrada es tan rara y el talento para ello mucho más escaso. Cuando lo oí estaba dirigiendo lo que nosotros llamaríamos una reunión diferida, esto es, predicando todas las tardes, durante más de una semana, sobre la posible separación de la Iglesia y el Estado. Si esta última medida hiciera trabajar a todos los sacerdotes con tanto empeño como a él, serçia útil para mantenerlos alejados de los encantos del ocio. Y si la disposición se hubiera tomado antes, quizá lo habría librado de otros males, porque dicen que en sus ratos de holganza se entusiasmó tanto por una damisela del lugar que su conducta terminó siendo escandalosa. Por último, las autoridades visitaron a los padres de la Curita, como llamaban en el pueblo a la muchacha, y les dieron que su hija podía irse a trabajar como sirvienta en una beatería de Cali, y que si se negaba, tendrían que mandarla a la cárcel por vagabunda. En ninguna parte he visto que se preocupen tanto por la moral de un sacerdote y también veo que no sirve de nada, pues me cuentan que habría que salir de seis u ocho muchachas más para lograr que la moral del mencionado cura alcanzara las normas de la decencia. En cierta ocasión me atreví a hacerle una broma respecto a su profesión, mencionando su obvia debilidad, y él no negó la acusación sino que contestó simplemente, “ Somos hombres...” . En Vijes encontré por primera vez la planta tropical Curcus purgans, llamada aquí purga de fraile. Me imagino que su utilidad como purgante ha contribuido a la extensión de su cultivo, el cual es sencillísimo, porque lo único que se necesita hacer es echar la semilla en la tierra. También vi en esta región otro producto natural interesante; creo que se trataba de una verdadera culebra equis, quizá la serpiente más venenosa que existe. Tenía casi tres pies de largo, pero como yo no llevaba armas ni tenía las botas puestas, resolví dejarla en paz. No creo que haya el menor peligro de que las culebras piquen a través de botas, por delgado que sea el cuero; quizá si este es suave puede haber peligro y me parece que las botas más seguras son las hechas con dos capas de bocací bien tieso. En las lomas cercanas a Vijes vive un ermitaño. Dicen que tiene más de ochenta años, pero todavía es ágil y despierto. En la Nueva Granada no hay muchos viejos, la verdad es que he visto poquísimos. Además estaba convencido de que la clase venerable de los eremitas había desaparecido hacía siglos, pero teniendo en cuenta que tantas cosas de siglos pasados siguen vivas en estas tierras, resolví ver a este “ hombre venerable” con mis propios ojos. Con toda la sencillez de mi corazón escogí las horas sagradas del día del Señor para hacer este piadoso peregrinaje. Seguí el brazo norte del arroyo de Vijes, que desciende por entre un desfiladero rocoso. No sé cuánto tiempo caminé. El sendero era cada vez más sombrío, pero no había trazas de que se fuera a bifurcar ni a terminar, así que seguí adelante. Precisamente en el momento en que iba a renunciar a mi propósito, vi un platanal, en un sitio que parecía ser el límite extremo para el cultivo del plátano. No había ninguna casa y seguí andando, si no propiamente camino al cielo, sí loma arriba, hasta que al cruzar una roca, una choza. Inmediatamente tres perros se me avalanzaron furiosos. Confieso que me sorprendí mucho, porque se supone que cuando uno visita a un ermitaño no tiene que ir armado para defenderse de perros. Detrás salió corriendo el hijo del eremita, gritándoles que regresaran, así que pude llegar sin peligro al rancho,

donde no solo encontré al “ venerable hombre” sino a su mujer y a su familia. Tengo que confesar que todo esto me produjo un sentimiento muy parecido a la repugnancia. Un ermitaño debe vivir en una cueva, y si no la hay, por lo menos en una choza construida de ramas de árboles, pero esta era de barro, tan sucia como la que más, y tan pobre como las del valle. Es cierto que al frente corría un arroyo que bajaba de la loma al cual caía una cascada en miniatura, muy hermosa. Examiné la familia, los conté y calculé la mezcla de sangre en sus venas. Había una niña y dos niños. Los mayores podían ser hijos del ermitaño, pero por algún accidente desconocido el menor tenía una proporción bastante grande de sangre africana. La mujer aparentaba cuarenta años, la mitad de los del ermitaño, y estaba ocupada tejiendo una ruana. El telar era un marco de madera y podía tener una amplitud igual a un ancho y medio de la ruana, aproximadamente tres pies de lado por dos de altura. La mujer había envuelto hilos e hilos alrededor del telar, como si fuera un carretel, cambiando de colores para hacer las rayas. La trama estaba echa a base de pura paciencia, sin ningún aparato para separar los hilos de la urdimbre y naturalmente sin lanzadera apropiada. Al terminar, la tela es una pieza larga, que si se cosiera a un lado quedaría como un talego sin costuras. Pero lo que hacen es abrirla, practicarle un hueco en el centro, terminarle los bordes y ya está lista la ruana. Muy comedidamente le aseguré a la familia que ya había desayunado con chocolate, y que no necesitaba más. Pero fue inútil. Hasta un granadino después de semejante caminata podría repetir. Me trajeron chocolate con ese queso abominable que la matrona había desmenuzado con sus manos. Decidí hacer un esfuerzo y me lo tomé. Pero otro detalle hizo que el esfuerzo fuera todavía más grande de lo que había pensado en un principio. No es que quiera aparecer como un héroe por haberme tomado una taza de chocolate con queso, pero contaré por qué me costó tanto sacrificio hacerlo. Yo estaba sentado en el poyo al lado de la puerta del rancho (donde no entré) y al frente había un palo con pedazos de carne secándose. Le pregunté al ermitaño por qué la carne estaba tan negra y por qué, especialmente a esta altura, tenía un olor tan fuerte. Me explicó que la vaca se había matado al despeñarse por un precipicio y la carne estaba tan negra debido a que por tener mucha sangre se corrompía con mayor facilidad, circunstancia agravada debido a que se demoraron para encontrar al animal después del accidente. Al oìr esto pesqué el queso con la cuchara, me lo comí, al mismo tiempo que daba gracias de que no fuera un pedazo de carne, sorbí el chocolate y para conservar la tranquilidad de espíritu me abstuve de hacer más preguntas. El viejo había sido lego en el convento franciscano de Cali. Cuando necesitaron cal para la construcción del bello templo, se vino a quemar cal hasta que terminaron la iglesia. Un documento que me mostró dice que “ en consideración a sus servicios, tendrá el privilegio de que lo entierren como fraile franciscano cuando muera” . Yo estoy completamente resignado a que con él se extinga la vida eremítica de la faz de la tierra, antes de que tenga que volver a encontrarla en mi camino. Hice una excursión mucho más agradable a Espinal, que queda en un rincón más abajo de Vijes. Aproximadamente a una milla de éste empecé a escalar la estribación que limita este valle al norte, en cuya cima se divisa un paisaje bellísimo. Luego descendí a una llanura estrecha que hay entre la montaña y el río, después subí otra colina desde donde se ve Espinal. Al regreso descubrí que en la estación seca del año es más fácil viajar por las márgenes del Cauca y pude ahorrarle a mi caballo trepar de nuevo por tantas lomas. Al llegar al valle pasé por una plantación de guaduas, que siempre había visto crecer en forma espontánea y cuyo cultivo debe ser inversión lucrativa porque aquí la guadua es una necesidad. Por lo tanto, esta plantación denotaba previsión, cualidad tan escasa en la Nueva Granada. Espinal y Vijes deben haber tenido un origen semejante y quizá la diferencia que existe hoy entre los dos se deba a que Espinal es un mayorazgo, por consiguiente pertenece a un solo heredero, lo cual ha influido para que la población no crezca; en tanto que en las tierras indivisas de Vijes

surgió una aldea habitada por los herederos del propietario original, por los apoderados de ellos, por los herederos de esos apoderados y así sucesivamente. Había pensado subir a la cordillera de Caldas para reunirme con unos amigos que estaban buscando oro, pero la familia a donde llegué en Espinal me aseguró que ya se les habían acabado las provisiones y debían bajar esa misma noche, por lo cual decidí esperarlos. Espinal tiene un cañaveral espléndido que está produciendo desde hace unos veinte años y el único gasto que demanda es la reparación ocasional de las cercas. La familia estaba contemplando la posibilidad de instalar un molino hidráulico para moler caña. Al examinar el arroyo encontré una enredadera muy interesante, la Aristolochia reticulata, cuya flor es pequeña y la fruta del tamaño de un pepino cohombro mediano, que cuando madura se abre y toma la forma elegante de una canasta de seis pulgadas de diámetro. Otra especie espléndida, la Aristolochia ringens, llamada zaragoza, la encontré en Cartago y La Ribera, y tiene la flor mucho más grande. La historia de la única flor de esa especie que logré conseguir sirve para ilustrar la forma como el botánico tiene que luchar contra las eventualidades. En La Ribera, un sábado por la tarde cogí la flor, una verdadera belleza. El martes por la noche se me perdió en El Chorro, a dos días de todo poblado. El miércoles boté las hojas en Las Playas. El lunes encontré la flor en El Chorro y la llevé a la casa. El martes conseguí otras hojas, pero en la misma semana las hormigas se comieron la flor, y como no pude obtener otra, volví a arrojar las hojas. La historia de una vaina muestra también las vicisitudes que a veces corren los especímenes que recolectamos los botánicos. Había traído la mencionada vaina a La Ribera desde más allá de El Chorro. Las hormigas me la robaron. Pero después de que me había ido, la encontraron y me la mandaron a La Paila. La dejé allí olvidada y me la enviaron a Cartago, donde en la prisa de la partida volví a olvidarla. La tercera noche, en el Quindío, me alcanzó el cartero y sacando con mucho cuidado un paquetico del carriel, lo desenvolvió, y ¡oh sorpresa!, allí estaba la misma vaina. Por otra parte, el problema que se me presentó para guindar la hamaca en Espinal ilustra las dificultades que por lo general encontré siempre. Desde el piso no se podía lanzar el lazo para pasarlo por entre las vigas pues estas estaban demasiado pegadas al techo y no había una escalera en toda la casa. Tuve que colocar una mesa, poner un asiento sobre esta y encima otro para encaramarme y lograr mi propósito. Y para subirme a la hamaca, tuve que acomodar un asiento sobre la mesa. Todavía me falta hacer una excursión a Bolivia, la hacienda del señor Caldas, a fin de visitar la familia y examinar el seceso al Pacífico. Había visto conducir ganado por el camino que va a La Calera y me dijeron que lo llevaban para despacharlo a Panamá con el fin de alimentar a los trabajadores del ferrocarril. Un día salí por esa ruta en compañía de un caballero que se me ofreció como guía. La carretera (hay una vía de carretas en Vijes) pronto se convirtió en trocha, luego en sendero, después en camino de cabras y todo el tiempo ascendimos por una ladera rocosa. La cima está coronada por un bosque que no se extiende por la otra vertiente. Seguramente han quemado los bosques más bajos y secos para hacer potreros. Durante una o dos horas subimos con dificultad, y nos detuvimos a tomar agua en el arroyo, por cuya margen izquierda habíamos venido. Observé un cerro que se elevaba al lado derecho, en el que había algún ganado. Le pregunté al guía cómo había podido llegar hasta allá y me dijo, “ Espere y lo verá” . Subimos al cerro porque por allí pasaba el camino, pero no a caballo pues habría sido una crueldad con los animales. Después seguía otra loma todavía más alta que tuvimos que subir también a pie, luego nos montamos en los caballos y entramos en el bosque húmedo por un camino lleno de agua. En el bosque había árboles muy interesantes, entre ellos un Lecythis, pequeño, de flores color púrpura y con frutas parecidas a una caja de madera de cinco cavidades y de más de dos pulgadas de diámetro. También vi en esta región un espléndido Melastomate de flores rosadas y

una hierba Gesneriate, cuyas hojas tienen por debajo manchas escarlata. Por fin llegamos a un llano en la vertiente del Pacífico y divisamos la hacienda Bolivia. Para llegar a ella tuvimos que bajar casi una milla, cruzar un arroyo y volver a subir. El señor Caldas está construyendo un camino nuevo que sale de la casa, cruza los bosques, ahorra distancia y evita la última bajada y subida. Me llevó a verlo y el primer día le sugerí que cambiara un trecho considerable de ruta a través del bosque, para eliminar esos ascensos escarpados que horrorizan a cualquiera que haya conducido un coche en su vida. Al día siguiente subimos a la cima y me di cuenta de que a la derecha el terreno era mucho más bajo, así que al tercer día volvimos a cambiar la ruta. Luego la inspeccionamos toda a través del bosque y tuve la satisfacción de ver que serviría para construir una vía carreteable de su casa a un sitio desde donde se divisa el Cauca. Pero en este punto tuve que renunciar a encontrar una solución adecuada, porque Vijes se veía a nuestros pies, en un ángulo tan agudo como el del techo de una casa. Para construir una carretera hasta allá se necesitaría contar con los recursos de un Napoleón, y un camino de mulas era todo a lo que podíamos aspirar. Quedé encantado con la señora de Caldas y con sus dos hijas, la mayor de mejillas sonrosadas y de ojos inteligentes. Es la niña más hermosa que he visto en Suramérica, quizá la única niña bonita de origen nativo que he conocido; pero como todos los niños de aquí, es mucho menos cariñosa que los nuestros. Tal vez este fenómeno se deba a que en la Nueva Granada no se les permite a los niños otra caricia que besar la mano a los padres. Esta es la única clase de beso que he visto dar en la Nueva Granada. En Bolivia me encontré con la señora Susana Pinzón de Vargas y su hermana, la bella Manuela Pinzón. Habían venido en busca de clima frío para el bebé de Susana. No me puedo explicar cómo a alguien le gusta este clima tan helado. Yo pasé muy malos ratos porque no había llevado bayetón, ni hamaca, ni ropa caliente para dormir. Dormía en el poyo de la sala, con las pocas cobijas que la familia me pudo prestar, pero que a fin de cuentas impidieron que me muriera de frío. El termómetro solo marcaba 56º y la casa no tenía chimenea. Manuela y otra joven dormían en un apartamento separado de la casa, y a Susana, por ser casada y para comodidad del bebé, la instalaron en el dormitorio de la familia. Manuela también se quejó de que sentía frío por la noche y yo le sugerí que durmiera con su amiga debajo de la misma cobija, pero me dijo que dos personas no podían dormir en esa forma. Se sorprendió mucho cuando yo le conté que en Norteamérica la gente no se envuelve individualmente, en las cobijas como en un capullo. Este es el sitio más frío donde he visto crecer plátanos. La papa, claro está, se da admirablemente. En la mesa del señor Caldas probé por primera vez un tallo bulboso subterráneo o ‘ raíz’ de las Aroideas, que quizá sea el Arum esculentum, originario de África. Lo llaman rascadera, me imagino que porque su jugo ácido irrita la piel. En las islas Sandwich es el pan de cada día y lo llaman taro, en Luisiana los negros le dicen potaño (español) o tannier (francés). Me pareció bastante bueno. El señor Caldas sabe de jardinería y gran parte de su jardín está sembrado de claveles. Los cafetos de Bolivia me parecieron los mejores que he visto y el café que producen debe saber muy distinto al que se da en el valle. La acequia que riega el jardín y suministra agua a la cocina lleva también el agua a un baño, que es simplemente una alberca honda y cuadrada, cavada en el suelo del jardín. La idea de meterme en el agua a esta temperatura era suficiente para ponerme a tiritar. El señor Caldas intentó alguna vez ahogar un hormiguero que había en el jardín inundándolo con el agua de la acequia, pero el hormiguero se tragó el agua y no pasó nada; las hormigas siguieron devorando las hojas como antes y no se ahogaron. ¿Qué se hizo el agua? El misterio se despejó cuando vimos que un cuarto de milla más abajo brotaba toda el agua de la acequia por un desagüe que las enemigas habían construido para una emergencia semejante. Entonces el señor Caldas puso a dos trabajadores a cavar en busca de la reina, un ser deforme de más de dos pulgadas de largo, incapaz de moverse y cuyas facultades están concentradas todas en las labores de reproducción. Los hombres cavaron

dos días seguidos y posiblemente la mataron sin darse cuenta, porque después de que renunciaron a encontrarla, las hormigas se acabaron. En el jardín vi una de esas curiosas tumbas indígenas que llaman guacas. Valdría la pena estudiarlas con más detenimiento del que yo he podido dedicarles, ya que son diferentes de todas las tumbas que he visto o de las que he oído hablar. Algunas simplemente son hoyos abiertos en la tierra cubiertos primero con maderos y luego con tierra. Otras tienen excavaciones laterales en el interior y a menudo pequeños pasajes que las conectan. En ellas se encuentran huesos y reliquias, pero de estas muy pocas están en manos de la gente de la región. Son muchos los que se dedican a buscar guacas esperando encontrar oro, y el hombre que se apasiona por este oficio, que a menudo termina siendo una chifladura, se llama guaquero. El señor Caldas tiene dificultades para conseguir materiales para construir cercos porque aquí no se da la guadua, ni la cañabrava, ni el chusque. Un colono del Oeste, con un hacha, un mazo, una lengüeta y unas cuñas le podría indicar rápidamente cómo hacer cercas, pero esas herramientas se desconocen en la Nueva Granada. Como sustituto de la cañabrava el señor Caldas ha utilizado tallos de maíz poniéndolos verticales y amarrándolos en forma parecida a un cerco de estacas, y el sistema le ha resultado bastante bueno. Su finca es el único sitio de la Nueva Granada donde he visto cultivos de fresa, pero no había cosecha cuando yo estuve. Allí, como en Bogotá, se da la especie Fragaria vesca, que es también la fresa nuestra. El señor Caldas cree que bajo condiciones especiales se puede divisar el océano Pacífico, al atardecer y desde un sitio cercano a la casa, pero yo lo dudo. En una ocasión hicimos una larga excursión a caballo para contemplar el valle del Dagua. En mi viaje a San Marcos había empezado a inspeccionar el terreno y ahora estudié el resto. Tal como me habían informado, hay una loma más arriba de Juntas. No me queda la menor duda de que podría construirse una carretera desde las fértiles llanuras del Cauca hasta las orillas del Pacífico, de manera que el cochero podría beber las aguas turbias del Cauca en la mañana y por la noche estar al pie de las saladas del Pacífico. ¿Se podrá construir el ferrocarril? Como problema físico de gradientes y curvas, creo que no cabe duda. ¿Pagará el esfuerzo? Esto ya es una cuestión más seria, a la cual respondo que no es posible por el momento, y que no lo será nunca mientras el gobierno sea lo que es. Espero firmemente que llegará un tiempo en que el Cauca esté unido con el Pacífico y con el Magdalena por ferrocarril, pero grandes dificultades se interponen a la realización de estas obras. La dificultad física más considerable es la naturaleza insalubre de la costa del Pacífico. Se trata de una red de ensenadas y de islas fangosas, tan difícil, quizá, como el litoral occidental de África. Si se ha de localizar una ciudad al occidente, debe buscarse un sitio saludable donde se puedan extender cultivos hacia el oriente. No obstante el mal clima de Buenaventura, su comercio crecerá a la par del desarrollo de Panamá, Oregón y California. Cuando reine la paz en el Cauca, y yo espero que ahora la tendrá, esas fuentes estimularán el desarrollo de la agricultura y del comercio. Aquí estamos a tres días de Panamá, y el valle situado a nuestra espalda tiene una población que iguala a la del resto de la Nueva Granada. Al occidente del sitio donde me encuentro hay tierras fértiles y saludables que no han sido ocupadas. La población de toda la provincia del Pacífico es de 3.338 habitantes. El cinturón de la malaria debe ser roto, ¡y lo será! Pero también existen dificultades morales. Estas gentes aman el baile y odian el trabajo. ¿Cómo inducirlas al esfuerzo? ¿ Con oro? La línea del ferrocarril puede correr a través de los más ricos filones del mundo. ¿ Cómo hacer trabajar a las gentes en cortes y rellenos, donde cada carga de tierra puede contener una onza de oro? A los granadinos no los urge ni el frío ni la desnudez; y entre los derechos más celosamente guardados por las teorías ultra-republicanas, está el derecho a que el hombre que lo quiera, sea un vagabundo. Los teóricos ultra-republicanos quieren leyes que favorezcan al imprevisor y al indolente y lo liberen de toda carga. Pero esta clase de hombre no compra tierra y a menudo no paga arriendo; da su voto en las elecciones y no paga impuestos.

El gobierno está inclinado a suprimir, tan pronto como sea posible, todos los impuestos que todavía producen algo. Ha abolido los diezmos, de los cuales costaba cuatro quintas partes recolectar el quinto; e igualmente el impuesto de consumo sobre los licores y el tabaco, y los de la sal y los de timbre seguirán el mismo canino. El vago no manda cartas y elude las leyes. De manera que no paga estampillas ni timbres. Debe consumir sal, y paga un impuesto de un centavo o dos al año. El plan que existe para el futuro es gravar únicamente los ingresos que sobrepasen cierta cantidad, medida que favorecerá a los vagos. El impuesto de capitación se considera como algo bárbaro. Y los vagos usan tan pocas mercancías extranjeras, que a pesar de que estas siguen gravadas, prácticamente no se recauda nada por tal concepto. El ingreso bruto del país es de menos de cincuenta centavos de dólar por cabeza, y esto recargando todos los gravámenes en la riqueza de la nación, hasta casi ahogarla, mientras los descuidados e indolentes andan libres de toda contribución. Por otro lado no existe estabilidad en el gobierno. No he de hablar aquí de las revoluciones, pues las dos últimas fracasaron, y creo que hemos visto la última, pero las teorías que defiende el gobierno van contra su propia estabilidad. Si existe una constitución peor que la presente, no la conozco. Su adopción fue una mentira infame del gobierno de Obando, a la cual dio su visto bueno la nación. El congreso liberal de 1851 redactó una constitución que el congreso de 1853 tenía el derecho de aceptar o de rechazar. No se hizo ninguna de las dos cosas; pero se la alteró en tal forma que perdió toda su identidad y luego fue adoptada como ley, cual si se tratara de la original. Entonces la nación entera demostró su regocijo gritando: “ ¡Al fin llegó la verdadera República!” . El ejecutivo ha sido mutilado en sus poderes. Ambas cámaras se eligen con la misma papeleta, y las deliberaciones en las dos son una farsa, porque la mayoría absoluta del Congreso en la votación, aprueba cualquier punto que vaya contra la voluntad del Senado y a despecho de cualquier veto del Ejecutivo. Cambios extremos, que en Inglaterra tomarían por lo menos veinte años para aprobarse, se implantan aquí en una semana, cuando más. En Inglaterra, ni el tamaño, ni la forma, ni el número de municipios ha variado en una centuria. En cambio, estoy seguro de que en la Nueva Granada no ha pasado un año sin que se introduzcan variaciones en las provincias. Es más difícil abolir la libra troy en Inglaterra que cambiar dos veces todo el sistema métrico en la Nueva Granada. ¿En qué terminará todo esto? Supongo que en bancarrota. Los gastos doblan las entradas, pero no será así cuandoperfeccionen sus proyectos. No veo otro remedio para la Nueva Granada sino que retroceda y se hunda en la barbarie de los Estados Unidos o aunque la sobrepase. Pero restaurar el impuesto per cápita, la prisión por deudas, los pasaportes y las leyes sobre vagancia que ordenan que la función del hombre es construir caminos, puentes, escuelas y ¡ay! prisiones también, aunque no se tenga deseos de viajar, ni de aprender, y menos todavía de estar preso, todas estas medidas, repito, serán suficientes para poner fuera de sí a un teórico como Samper. Temo mucho que estas medidas no se adopten hasta que los granadinos no sufran calamidades más grandes que las que les ha tocado vivir desde que los españoles abandonaron las costas de la Nueva Granada. Estas conclusiones me entristecen, porque amo la gente granadina y estas páginas son testimonio ininterrumpido de las bondades de que he sido objeto y que nunca podré corresponder. Difícilmente puedo mencionar algún pedido razonable de mi parte que hayan rechazado o desdeñado. Como me di cuenta después, en ocasiones hice solicitudes inconvenientes, que seguramente causaron molestias, y sin embargo fueron atendidas. Las autoridades han sido tan amables como los particulares. Me facilitaron toda clase de documentos, hasta en oficinas que tuvieron que pedirlos a Bogotá para reemplazar los que me habían proporcionado. Nada de todo cuanto un viajero pueda pedir, me han negado. No he podido hacer por los granadinos todo lo que yo hubiera querido para demostrarles mi agradecimiento. Me habría gustado muchísimo haberles señalado más directamente una religión

más pura que les ayudara a remediar los males contra los que están luchando. Pero aunque podía presentarme como miembro de una iglesia protestante, las circunstancias hacían desaconsejable ir más allá. Y ahora, al intentar despertar la simpatía de mi propia gente por ellos, estoy haciendo todo cuanto puedo. Al hacer una descripción fiel sobre los granadinos me he visto obligado a mostrar sus faltas y deficiencias. Pero, después de todo, declaro abiertamente que son gente de moral muy alta. No me refiero a la moralidad inglesa o escocesa, porque eso no sería justo. Los granadinos pertenecen a una religión cuyas instituciones son adversas a las leyes de la castidad y por lo tanto la comparación debe establecerse con los países católicos. Suponiendo, por ejemplo, que la proporción de nacimientos ilegítimos en el país sea del treinta y tres por ciento, y creo que puede ser menor, en ese caso sería la misma que la de París. En Bruselas esa proporción es del treinta y cinco por ciento; en Munich del cuarenta y ocho; en Viena del cincuenta y uno; y creo que en la sacra Roma es todavía mayor. Supongamos entonces que la moral de la Nueva Granada es tan deficiente como la de París, la más moral de las ciudades mencionadas. Debemos recordar que siendo París una gran ciudad, sacerdotes solteros, monjes corrompidos y funcionarios militares y civiles licenciosos se pusieron a la tarea de crear un código de decencia y moralidad para implantarlo a sencillos y semi-desnudos indígenas conversos. ¿ Cómo sorprendernos entonces de que la moralidad sea tan relajada como la de París? Además, en cuanto a los crímenes contra la vida, la honra y los bienes, supongo que en toda la nación no hay ni la quinta parte de los asesinatos que se cometen en la sola ciudad de Nueva York. Probablemente en California han sucedido en un año más muertes violentas que las ocurridas en la Nueva Granada entre dos millones y cuarto de gentes de todas las razas, desde la fecha en que comenzó a figurar entre las naciones civilizadas. Más de una vez he tenido que sonrojarme por la rufianería del hampa de nuestra nación, que no tiene par ni en las peores poblaciones de la Nueva Granada. Pero volvamos a las cifras. No creo que en la Nueva Granada haya en un año más de tres asesinatos por cada millón de habitantes. Mientras que las detenciones por asesinato en Inglaterra son 4 por millón de habitantes; en Bélgica, 18; en Irlanda, 19; en Cerdeña, 20; en Francia, 34; en Austria, 86; en Lombardí a, 46; en Toscana, 56; en Bayana, 68; en Sicilia, 90; en los Estados Papales, 113, y en Nápoles 174. ¿No estoy entonces en lo cierto cuando afirmo que los granadinos merecen un puesto muy alto entre las naciones de la tierra en cuanto a carácter moral? Y nosotros especialmente les debemos respeto y estimación. La conducta del gobierno en Bogotá, en relación con nuestro tránsito por el Istmo, ha sido más que generosa, ha sido noble. Y en nosotros buscan ejemplos de gobierno y nos prefieren en el comercio. Por último, nuestros dos países, de todas las naciones del mundo, son las únicas que no tienen una iglesia nacional y que otorgan iguales derechos a los hombres de todas las creencias religiosas. Esperamos que nuestros dos países conserven esa libertad y que otros la adopten también. ¡VIVA, PUES, VIVA LA NUEVA GRANADA!

SUPLEMENTO

La fecha de la Crucifixión — La cuaresma — La cortina morada — La bendición de los ramos — Un asno en la iglesia — Pasos — Nazarenos —La Reseña — Rasgan la cortina blanca — Sermón con bocina — Las lamentaciones — Monumentos — Viernes Santo — Sábado Santo — Domingo de Pascua — Escenas de la Resurrección — Cui Bono? — Posibilidades de revolución — Un asesinato — El bochinche del Viernes Santo —Coup d’ état — Escenas en Palacio — Constitución abolida — Invasión a Honda y La Mesa — Asalto a la legación americana — La batalla de Zipaquirá — Hechos en el Cauca — Asalto a Guaduas — El transporte de cañones hasta el Tequendama — La batalla de Bosa —Bogotá tomada por asalto — La caída de Melo —El próximo presidente.

He terminado mi tarea. No ha quedado tan bien hecha como hubiera querido, pero la he realizado en forma fiel y concienzuda. He relatado con absoluta fidelidad todo lo que vi en la Nueva Granada; solo me limito el temor a que el relato se volviera excesivamente pesado para mis lectores. Para este suplemento he reservado los hechos ocurridos a partir del Domingo de Ramos, 9 de abril de 1854, incluyendo la Semana Santa en Bogotá y la revolución de ese año. El año de los judíos empieza con la luna nueva después del equinoccio de primavera. La Pascua cae el decimocuarto día del año, en luna llena. Nuestro Salvador fue crucificado en el décimo quinto día del año judío, al día siguiente del plenilunio. Todo esto es conocido, como se sabe también que la fecha del nacimiento de Cristo posiblemente ocurrió en la época mas caliente del año, cuando los pastores pasan la noche al aire libre. La iglesia romana y la inglesa ordenan la celebración anual de la muerte de Cristo. El viernes siguiente de la pascua judía es el Viernes Santo y se celebra como aniversario de la Crucifixión. El período que comienza cuarenta días antes es la Cuaresma, la cual empieza el llamado Miércoles de Ceniza, porque ese día los sacerdotes le ponen ceniza en la frente a todos los fieles que acuden a la ceremonia, y muchos de ellos conservan la ceniza en la frente varios días. La cuaresma consta de cuarenta días de ayuno, y todos los viernes y el último jueves son de ayuno riguroso. En cuaresma no se puede celebrar ningún matrimonio. El domingo anterior al Viernes Santo es el Domingo de Ramos; la semana que le sigue es la Semana Santa que termina el Domingo de Pascua. En el Domingo de Ramos se celebra el aniversario de la entrada de Cristo en Jerusalén, y en esta forma las festividades comienzan y terminan en domingo, que es lo más conveniente. A partir del Viernes Santo se cuentan cuarenta días para celebrar la Ascensión del Señor y cincuenta para la Pentecostés. Como esos días dependen de la luna y caen en fechas diferentes, se llaman fiestas movibles. A pesar de que durante trescientos años Bogotá haya llevado el nombre de Santa Fe, no es posible encontrar el esplendor de Roma en una ciudad de 40.000 habitantes. Aquí la iglesia es tan pobre y el clero tan indolente, que lo más que se puede esperar es una caricatura y una imitación pueril de la pompa romana. Para los bogotanos la Navidad y el Corpus Christi, en especial este último, son fiestas más importantes que cualquiera de los ocho días de la Semana Santa, la cual deben a ser la celebración más notable del año. En los días anteriores a la Semana Santa se nota gran actividad, hay que bajar imágenes para limpiarlas, repararlas y alistarlas. En los templos cubren el altar principal con una enorme cortina morada, que permanece en su sitio hasta que la descorren el Sábado Santo.

Los bogotanos más cultos se avergüenzan de las ceremonias que se celebran en la Semana Santa y tuve la impresión de que mis amigos querían que ellas pasaran inadvertidas, para que no fueran objeto de mis observaciones y de mi pluma irreverente. Como cada vez solo hay un sitio de atracción, es preciso estar enterado del lugar y de la hora. Casi pierdo la oportunidad de asistir a las celebraciones del Domingo de Ramos por falta de información, y a la familia donde estaba alojado no le gustó mucho que a última hora me hubiera enterado dónde se iban a realizar. Fui a San Francisco a las ocho. Con la condescendencia que todo el mundo aquí tiene para con los extranjeros, me permitieron avanzar entre una inmensa muchedumbre y hacerme en una de las filas de bancas que hay desde la puerta principal hasta el altar mayor. En la plataforma del altar había multitud de muchachos de diez a quince años, y varios sacerdotes cantaban bendiciones a unas veinte hojas de palma, cortadas, trenzadas y a veces adornadas con flores. La muchedumbre se vuelve más compacta, crece el ruido, los sacerdotes tienen que empujar, pero el buen humor reina por doquier. Después bajan una imagen por un lado de la cortina morada. Adelante van las palmas y la imagen avanza hacia la puerta sobre el lomo de un asno de verdad. La imagen me pareció ser la de una mujer joven, vestida de morado, con cabellos castaños rojizos (no españoles) que caían en crespos abundantes sobre los hombros. En la cabeza llevaba una aureola de oro, con rayos que se proyectaban en tres direcciones. La imagen no tiene barba. La llevaban montada a horcajadas y la sostenían entre dos frailes, uno a cada lado. Detrás seguía otro asno, tan chiquito como un ternero recién nacido, y casi no lo vi porque los muchachos estaban todos amontonados alrededor. La imagen, precedida por los ramos y acompañada por religiosos que cantaban, se dirigió a la puerta del perdón que da a un patio del convento. De allí siguió hacia la calle y luego a la puerta principal de la iglesia que estaba cerrada. Después de más cantos adentro y afuera del templo, abrieron la puerta y llevaron la imagen a la sacristía. Yo entré detrás. Unos frailes gruesos descargaron la imagen del asno como si hubiera sido un leño. Irreverentemente hicieron a un lado las vestiduras, treparon la imagen en el camarín y cerraron la puerta. Afuera, a un tipo gordo de Filadelfia le tiraron algo al sombrero por no quitárselo durante la procesión, pero eso fue todo y el hombre se quedó con el sombrero puesto. A las cuatro de la tarde hubo otra procesión. La efigie de Cristo crucificado iba sobre unas andas, y a su lado dos figuras femeninas, de pelo largo y con vestidos de terciopelo, muy finos pero mal hechos. Dicen que representan a la Virgen y al apóstol Juan. Un paso consiste en una imagen o en varias que llevan en andas. A este paso, el que yo llamo Nº 2, lo llevaban catorce hombres, con capuchas negras que les tapaban la cara y tenían huecos para poder ver. Las capuchas las llaman capirotes, y a los que las usan, nazarenos. Estos iban vestidos con una túnica negra de algodón brillante, amarrada a la cintura con un lazo de cabuya que da varias vueltas, formando un cinturón a veces hasta de seis pulgadas de ancho. En los hombros llevaban pañolones que les prestan sus amigas. El vestido del nazareno consiste además de un pedazo de tela que hace las veces de pañuelo y que meten debajo del cinturón, de un rosario monstruosamente largo, como el que asoma debajo de las vestiduras del jesuita que aparece en el Capítulo XIV, un cojín sobre el hombro y alpargatas. Cada uno lleva una muleta para descansar cuando se detiene el paso. Adelante van niños llevando una cruz y ciriales y otros tres van repicando campanas. Estos llevaban cucuruchos que son gorras negras, cónicas, de treinta pulgadas de altura, que les cubren la cara y con huecos para los ojos. Después del paso venía la banda de músicos, y luego el alférez con una patena. Este honor recae sobre la persona que paga los cirios de la procesión. Dos peones cargan la caja con los cirios, parecida a una carretilla pintada de color café. Los caballeros iban precedidos por el párroco de Las Nieves, el padre Gutiérrez, papá del actual gobernador de la provincia. Entre la muchedumbre que rodeaba la procesión me sorprendió desagradablemente ver a un respetable caballero norteamericano con la cabeza descubierta.

La procesión entró en varias iglesias y en ellas recitaron varias oraciones. Al regresar a Las Nieves rezaron un Ave por el fundador de la iglesia, “ en caso de que todavía esté en el Purgatorio” , donde debe llevar casi trescientos años de estar achicharrándose. El lunes por la tarde salió de Las Nieves una procesión mucho más grande llevando tres cajas de cirios, varias bandas de músicos y ocho pasos, así: Nº 3. Una cruz negra con una tela blanca delgada sobre los brazos y flores a los pies. Nº 4. El Buen Pastor: el Salvador con un cordero sobre los hombros y dos ángeles robustos, con alas y figura de mujer, sosteniendo los extremos de la cuerda que amarraba las patas del cordero. Nº 5. La Última Cena: El Salvador y sus discípulos revestidos como para decir misa. El paso parecía un ómnibus con trece curas adentro, uno de ellos borracho. Este era Juan, copiado de Da Vinci, con la cabeza hacia un lado en una forma como nadie lo hace cuando va cabalgando. Este paso era de pésimo gusto y lo tenían que llevar treinta nazarenos. Nº 6. Los azotes: las manos de la imagen atadas a un pilar de treinta pulgadas de altura; el rostro sin ninguna señal de sufrimiento; el cuerpo desnudo de la cintura para arriba y la espalda en carne viva. Dos soldados romanos, de nariz increíblemente aguileña, con el látigo en alto pero sin actitud de golpear. A los soldados los llaman judíos. Nº 7. El Salvador ricamente vestido, caído bajo el peso de la cruz, dos soldados y un muchacho con una canasta sobre los hombros, con clavos y un martillo que a todas luces se veía más liviano que el corcho. Nº 8. Me dicen que este paso representa el momento en que clavan a Cristo en la cruz, pero no pude verlo desde ningún ángulo. Nº 2. El mismo de ayer. Nº 9. Dolores: un triángulo isósceles de tela maravillosa, encaje y lentejuelas. El ángulo en el extremo es de treinta a cuarenta grados. En el triángulo está la imagen de una cabeza muy hermosa, de largos cabellos. En el pecho un corazón de plata, atravesado por un puñal del mismo metal. Martes por la mañana. La Reseña en la catedral. A la ceremonia la precedió la novedad de que tres sacerdotes dijeran tres misas al tiempo, en el altar que habían levantado temporalmente detrás de la cortina morada que oculta el altar mayor, mientras en otro, al frente de la cortina, celebraban una misa mayor. Después hubo música interpretada por músicos contratados, que se hicieron encima del coro, y por los canónigos en éste. Algunos de los canónigos avanzaron hacia el altar, y cada uno llevaba una capucha tan grande que en ella cabría un bulto de papas. Además de las vestimentas corrientes de muselina blanca sobre los hábitos negros, tenían túnicas negras, abiertas al frente y con colas de tres a cuatro yardas. El doctor Herrán, cabeza de la iglesia de la Nueva Granada, entonces encargado y hoy arzobispo, iba al frente llevando un estandarte inmenso de dos yardas por tres, negro y con una cruz roja en la mitad. Subió a la plataforma y se paró al pie de las escaleras, donde habían extendido una tela blanca. Agitó la insignia un rato largo, mientras tocaban música solemne y manteniendo la cola del vestido extendida, a pesar de todos los movimientos. Dos veces dobló el estandarte, lo colocó al pie del altar y se arrodilló a rezar. Estaba agitando el estandarte por tercera vez, cuando me sorprendió oír un ruido violento en el coro, que pareció producido por los resortes

de los asientos de los sitiales o por los pies de los músicos que golpearon algunas tablas flojas. En ese momento los canónigos cayeron postrados en las gradas del altar, y cuanto se podía ver eran seis figuras gigantescas que se extendían hacia atrás del altar por unos veinte pies. La cruz carmesí se agitaba sobre ellos y todo lo demás estaba absolutamente quieto. Al mucho rato los canónigos se levantaron y con seis ayudantes llevándoles la cola, se retiraron al coro. Esta es la única ceremonia de la Semana Santa, o de cualquier otra época, que me ha impresionado en el culto de la iglesia católica. Todo lo demás me pareció pueril, inadecuado o ridículo. Para finalizar hubo más música y tres misas celebradas en el altar temporal instalado en la parte de atrás, que en ese momento era el único sitio decorado en la catedral. El jueves por la tarde hubo otra procesión, muy parecida a la del lunes, con los siguientes siete pasos: Nº 10. Una cruz sencilla, parecida a la del Nº 3. Nº 11. Un niño con un cordero sobre los hombros. Nº 12. Cristo con los doctores de la ley. Un niño de cinco años parado en una silla y tres hombres. Nº 13. Cristo y el Cirineo. El rostro divino herido, las ricas vestiduras sin una arruga; el Cirineo con muy poca ropa y un turbante estaba al pie sin tocar la cruz; al frente un soldado tañendo trompeta. Nº 14. Los azotes. Los soldados con un clavo de hierro de media pulgada entre los labios. Nº 15. La crucifixión. Tres figuras casi desnudas, la del centro clavada a la cruz, las otras dos amarradas. De la herida del costado de la imagen central salía una cinta azul y blanca (sangre y agua) hacia dos copas que sostenían dos angelitos situados al frente de las andas. Cada una de las imágenes laterales tenía una herida en la pierna. Había dos Marías y un Juan, que parecía mujer, solo que la cara se vela como si estuviera recién afeitada. Nº 16. Dolores: inferior al Nº 9. Dos angelitos le tomaban las manos a la Virgen. Tropa, música y acompañamiento usual. Niñitos entre los siete y ocho años llevando cucuruchos. El miércoles por la mañana repitieron la reseña en la catedral, pero precedida por una ceremonia nueva e imponente. Colocaron una cortina blanca al frente de la plataforma del altar mayor, dejando un espacio amplio entre aquella y la morada que cubre el altar, del techo hasta el piso. Estaban celebrando una misa muy larga, cuando de pronto explotó un cohete y se abrió la cortina dejando ver un crucifijo de tamaño natural. A continuación celebraron la Reseña. El miércoles por la tarde presencié el acto de charlatanería más grande de toda la semana, excepto quizá el del asno en la iglesia. Se efectuó en la de San Agustín, que estaba repleta. Con la amabilidad con que los agustinos sobrepasan a todas las otras comunidades, me cedieron un asiento muy cómodo en la plataforma. Un fraile joven predicó sobre las afrentas que tuvo que sufrir Cristo. Al hablar de la condena de Poncio Pilato, dijo, “ Escuchad esta frase” , y acto seguido empezó a decir a través de una bocina: “ Yo, Poncio Pilato, gobernador de Judea” , etc., etc., en español, claro está, y arrastrando las vocales y descansando cada ocho o diez sílabas para tomar aire. Para oír semejante cosa había acudido esta gente, empujándose y dándose pisotones unos a otros, sudando e infestando el aire. Sin embargo, no creo que nadie empujara o molestara voluntariamente. Con excepción del predicador, todo el mundo estaba tranquilo y en orden. Después de mucha demora lograron sacar los pasos hasta la calle por entre la multitud. Los pasos eran:

Nº 17. Una cruz, muy parecida al Nº 3. Nº 18. Cristo hecho prisionero; el beso de Judas; un soldado con un par de tenazas de herrero enredadas en los cabellos largos del Salvador; Malco atrás, con la oreja todavía entera, pero al pie un apóstol iracundo, con un machete en alto. Nº 19. La burla: un soldado arrancándole los cabellos al Salvador, y otro atrás, con una maza llena de nudos, copiada de la figura de bastos del naipe español. Nº 20. Santa Verónica sosteniendo por dos puntas el pañuelo con que acaba de enjugarle el rostro al Señor; tres retratos muy malos del rostro sagrado dibujados en el pañuelo. Nº 13. El Cirineo, con una capa en vez de turbante. Nº 21. Crucifixión: parecida a la del Nº 15, excepto que no estaban los ladrones y que las cintas azules y blancas terminaban dentro de dos frasquitos de boticario. Nº 22. Dolores: la cola del vestido de la Virgen enroscada hacia arriba y en la punta un angelito muy gracioso vestido de negro con una pluma negra en la cabeza. Nº 23. Una astilla de la verdadera cruz colocada en un relicario de plata y éste en una custodia llevada por canónigos. Tres compañías de soldados podaban cirios en la procesión, el General Melo era el alférez y llevaba el estandarte que indicaba que él había donado los cirios. El miércoles por la noche el coro cantó en la catedral las Lamentaciones y el capítulo las Tinieblas. Fueron apagando las velas, una por una. Seis cirios altos en el altar estaban hechos para apagarse solos y los del coro también se extinguieron, pero quedaron algunos encendidos de manera que podía verse un poco en la oscuridad. La música me recordó un arpa eólica y también los aullidos de los perros a media noche. Pero constituyó la parte más agradable de una ceremonia muy tediosa. Alrededor de las nueve comenzó el Miserere. Los músicos contratados lo interpretaron a la luz de una vela, colocada de tal manera que iluminara únicamente el libro de música. La melodía de este miserere es buena, pero me parece que no tanto como dicen. El de Zingarelli en nuestra “ Colección de Mozart” es muy superior. La gente había ido a la iglesia con tanto interés de ver apagar las luces como de oír la música. Yo me cansé mucho antes de que terminara la ceremonia. Jueves Santo. Este es un día muy importante. Como el Viernes Santo no se puede consagrar ninguna hostia, hoy bendicen dos y guardan una con mucha ceremonia en uno de los altares laterales, en medio de toda clase de refinamientos. Es lo que denominan el monumento. Todo el mundo visita los monumentos. A eso me dediqué yo toda la tarde y toda la noche; visité dieciocho, algunos arreglados en forma de edificios, grutas, escaleras, etc. El de Santa Inés lo habían arreglado en forma de edificio con una cúpula muy bonita y ocupaba todo el extremo de la iglesia. Por la noche lo iluminaron con ciento setenta cirios y no tenía ninguna imagen. Otros monumentos estaban también muy bien decorados. En la catedral cuatro soldados hicieron guardia al pie de la hostia, como si se tratara del cadáver de un general. Con gran pompa la colocaron en un arca de plata que cerraron con una llave de oro, guardar la cual es honor muy grande. Este año ese honor recayó en el Presidente Obando. La persona que conserva la llave se la cuelga al cuello en una cadena de oro y la entrega con gran ceremonia en la misa del viernes. Dicen que en alguna ocasión el encargado de la llave tuvo tiempo de ir a Tunja, cometer un asesinato y regresar a entregar personalmente la llave a la hora en punto. Debió recorrer doscientas once millas, que el correo cubre en setenta y cuatro horas, de manera que la distancia no es exagerada; pero es posible que la historia sea falsa.

Hasta la consagración en la misa del jueves las campanas estuvieron repicando continuamente, pero ahora, con excepción del reloj de la catedral que todavía da la hora, todas las campanas están silenciosas, hasta las campanillas del altar. En su lugar tocan matracas, parecidas a las que usan nuestros serenos. Por la tarde el doctor Herrán le lavó los pies a doce hombres pobres, pero no asistí a la ceremonia porque no me enteré a tiempo. De la Vera Cruz, una de las capillas del convento de San Francisco, salió otra procesión, y aunque solo llevaba cinco pasos fue la más interesante de toda la semana debido a la clase de gente que iba en ella. Los pasos fueron: Nº 24. Una cruz muy parecida a la del Nº 3. Nº 25. El Jardín de los Olivos: el Señor arrodillado en medio de las flores de un Loranthus Mutisii, el muérdago más hermoso que he visto, y un angelito encima del arbusto. (Mutis siempre le dio su nombre a las especies más bellas). Me dieron unos deseos locos de coger una de las flores escarlatas, de seis pulgadas de larga, porque de esa especie nunca había podido conseguir más que un ejemplar todo estropeado que encontré en la calle. Nº 26. Cristo con la cruz a cuestas: una sola imagen, la mitad del tamaño natural. Nº 27. Cristo con las manos atadas a la columna. De treinta pulgadas de altura. Pedro arrodillado al frente del Señor. Nº 28. La sentencia: el Salvador, Poncio Pilato, dos soldados, una mesa, instrumentos modernos para escribir, la sentencia de muerte escrita en papel y en español, la jarra. Luego seguían los mercaderes con cirios y música frente a la imagen del Salvador (Nº 29), no hecha de bolsas de dinero, pero los ojos eran monedas pequeñas de oro. Después seguían los estudiantes del colegio de Santo Tomás, con birretes, togas y el cuello ancho y blanco del colegio. Detrás de ellos venía el crucifijo de bronce del colegio, pesado y muy hermoso (Nº 30). Por último desfilaron al frente del paso de la Virgen (Nº 31) las señoras bogotanas, de ojos y pelo negros, con mantillas de encaje negro en la cabeza. Nunca me imaginé que en Bogotá hubiera tanta belleza. El ejército cerraba la procesión. El Viernes Santo es la celebración del día más memorable en la historia del mundo, el cuatro de julio del universo; sin embargo, quizá nunca sepamos el día y el año exactos de su ocurrencia. Y aunque los supiéramos, no creo que se deban hacer adiciones humanas a las ordenanzas divinas sobre la celebración de esa fecha memorable. Esperaba que hoy habría ceremonias que excitaran solamente los sentidos, que en la catedral, “ de la hora sexta a la de nona” , predominarían los cantos fúnebres, las tinieblas y los espectáculos mudos. Desafortunadamente la Iglesia no está de acuerdo conmigo; “ tanto peor para la Iglesia” . La misa de la mañana tiene tres atracciones. En primer lugar el sacerdote oficiante y dos asistentes se postran en el altar y permanecen allí durante un rato, cubiertos con un manto morado. Luego la adoración de la Cruz; colocan ésta sobre un cojín al frente del altar, con un plato al lado para que los fieles depositen en él sus donaciones. Después de los sacerdotes, muchos ciudadanos eminentes van de dos en dos hasta la cruz, se arrodillan tres veces, la besan, ponen dinero en el plato y se retiran. Por último, sacan la hostia del monumento. El presidente Obando no vino por la mañana, así que la llave estaba al cuello del deán del capítulo. La misa se dice hoy más temprano, omiten la consagración y otras partes de la misa y no se celebran otras durante el día.

Algunas personas esperaban que los servicios de la catedral incluirían varios sermones que deberían durar las tres horas de la agonía del Señor, pero desde que expulsaron a los jesuitas es muy difícil encontrar suficientes predicadores. Al llegar encontré a los decoradores, como se diría en el teatro, todavía muy ocupados. Cuando terminaron y la iglesia empezó a llenarse, el canónigo Saavedra, enemigo acerbo del muy lamentado Arzobispo Mosquera, comenzó el sermón, del cual no pude oír nada, porque me encontraba muy lejos y había mucho ruido. Dos veces el orador tuvo que regañar bruscamente a la multitud, la cual era tan densa que nadie podía mover un dedo. El presbiterio estaba lleno de muchachos. Sobre las cabezas de éstos y sobre los cucuruchos se proyectaban dos escaleras. Los cucuruchos tenían casi una yarda desde el cráneo hasta la punta, exagerando en forma ridícula los movimientos de la cabeza oculta de los muchachos. Por último colocaron las escaleras contra la cruz que estaba en la tarima y dos sacerdotes subieron para bajar la imagen, de tamaño un poco menor que el natural. Uno de ellos la cubrió con una tela, el otro le quitó los clavos, la bajaron, la llevaron al pie de la figura de la Virgen y la colocaron en un sarcófago espléndido, todo de plata y de carey, con la forma y tamaño de una tina y lleno de lujosos almohadones. Se terminó el sermón y la muchedumbre abandonó la catedral. Salí al aire libre y me fui a esperar la procesión en la Calle Real. El paso 32 era una cruz sencilla, parecida a la del Nº 3. Nº 33. Representación de la sábana mortuoria, en la que aparece la forma de un cuerpo humano, y cosa extraña, ¡todavía existe! La sábana estaba extendida en un marco y la figura se veía por ambos lados y era poco decente porque estaba muy desnuda y demasiado sucia para ser ornamental. Nº 34. San Juan Evangelista. Nº 35. María Magdalena. Nº 36. El sarcófago, con José de Arimatea y Nicodemo parados a ambos extremos del mismo, seguido por la bandera grande y negra con una cruz carmesí que usaron en la Reseña. Nº 37. Nuestra Señora de la Soledad, la imagen más costosa de Bogotá. Dicen que los adornos del vestido están hechos con diamantes verdaderos y otras piedras preciosas. Seis ángeles vestidos con encajes negros rodeaban la imagen. La procesión se dirigió a la Veracruz y allí bajaron el sarcófago de las andas y lo depositaron en la iglesia. Habíamos emprendido el regreso a la catedral cuando empezó el primero de los muchos bochinches que iban a seguir, y que interrumpió la ceremonia. Algunos sostienen que los revoltosos tenían planeado despojar a la Virgen de la Soledad de sus joyas, pero yo no creo que eso sea cierto. La Virgen y todo el resto llegaron sanos y salvos a la catedral, excepto José de Arimatea y Nicodemo que se refugiaron en la iglesia de San Francisco. Por el momento me reservo la narración de los hechos incongruentes que sucedieron durante la tarde. Se suponía que después de las Lamentaciones habría un sermón predicado por un fraile dominico con fama de hablar larguísimo. Fui a oírlo y encontré la puerta principal de la catedral cerrada por miedo al populacho. Desafortunadamente la del perdón estaba abierta y aunque entré muy tarde, después pensé que lo había hecho demasiado temprano. El sermón comenzó a las nueve y el tema era “ los dolores de Nuestra Señora de la Soledad después de la muerte de Cristo” . Yo había logrado conseguir asiento al frente del púlpito. Los olores de cuerpos mal lavados y de úlceras enconadas hacían insoportable el ambiente. Por fin, viendo que las pulgas habían dejado un tendido de sangre en el sitio donde estaban sentadas las mujeres, decidí no prestarme a ser víctima de esos bichos y me fui a casa.

La Misa de Gloria fue el sábado a las 8 de la mañana y ese día celebraron muchísimas ceremonias de carácter anual. Prendieron fuego con eslabón y pedernal y encendieron el enorme cirio pascual, al cual le habían pegado cinco trozos de incienso. Consagraron el agua y el aceite. Los sacerdotes se postraron otra vez, como ayer, y permanecieron cubiertos por mucho rato. Después entraron a la sacristía y regresaron vestidos con ornamentos blancos. Durante la misa descorrieron el velo morado y en ese momento lanzaron un volador, empezaron a repicar la campanilla del altar y echaron a vuelo las campanas de todos los tamaños, enteras y rajadas, de esta iglesia y de todas las de la ciudad y se desquitaron del silencio de dos días. La gente empezó a dispersarse, terminó la misa y me fui para la casa, feliz de saber que por hoy no tenía que asistir a más ceremonias. Domingo de Pascua. Estaba todavía oscuro cuando salí a la calle impulsado más por el sentido del deber que por la curiosidad. En Santo Domingo ya había varias mujeres arrodilladas al frente de la puerta que no abrirían sino una hora después. Por la noche había llovido y el aire estaba frío y húmedo. Adentro, en la Veracruz, estaban las velas encendidas y la muchedumbre se agolpaba alrededor de las puertas cerradas, que abrieron a las cuatro. El altar estaba bellísimo. Había un arcón de carey con una imagen encima, mucho más grande que la del viernes, con una bandera roja en la mano izquierda y la derecha señalando el cielo. A cada lado había un soldado tendido en el suelo y medio incorporado, pero no en la actitud de haberse caído violentamente. Oí misa, regresé a casa y me volví a acostar. A las ocho estaba otra vez en la calle y me encontré con la Virgen (paso 38) que iba a encontrarse con la figura del sarcófago (Nº 39). Al frente de la procesión un hombre lanzaba cohetes y llevaban descubierta la cruz alta de plata que había precedido todas las procesiones de la semana, pero envuelta en velos. Las calles estaban repletas de gente. Pensé que era inútil tratar de entrar en la catedral, pero para mi sorpresa no tuve ninguna dificultad, gracias a la innata amabilidad hasta del más humilde de los granadinos. Logré llegar hasta mi puesto favorito encima del coro. Allí oí juiciosamente toda la misa mayor pero no vi nada que valiera la pena de relatar. Al salir le pregunté a un sacerdote dónde podría escuchar un sermón y me dijo que no creí a que se predicara ninguno ese día en todo Bogotá. Después me enteré que había uno esa noche en Santo Domingo. Asistí y encontré un buen puesto, del que me sacó el olor de mi vecino y como no pude encontrar otro sitio y no tenía intenciones de oír el sermón de pie, me fui para la casa y así terminó para mí la Semana Santa. En cuanto a la impresión que dejó en mí, fue de absoluta fatiga y desengaño. Algunas de las imágenes tenían rostros hermosos; otras, muy pocas, estaban bien hechas, pero poquísimas eran las que no desafiaban los principios de la anatomía y las leyes de la gravedad y las que tenían actitudes naturales; y aunque hubiera habido alguna que fuera una obra de arte, lo más probable es que habría pasado inadvertida. Me imagino que rebajar los temas sagrados debe tener un efecto terrible en las personas que se dedican a su comercio. Pero aun suponiendo que todo se hiciera de acuerdo con el mejor estilo artístico, ¿servirla para despertar la piedad interior? No lo creo. Algunas de las crucifixiones son realmente buenas, impresionan al que las contempla, pero con el tiempo pierden fuerza y lo único que hacen es embotar los sentimientos frente a objetos más ordinarios de meditación. En cuanto al mérito de estas ceremonias, participo del juicio que de ellas tienen todos los granadinos cultos. Entre ellos existe el deseo general de que la ley prohíba todas las procesiones en las calles. Respecto al problema teológico de permitir esta clase de llamado a los sentidos, mi opinión es diferente, pero no es este el sitio para entrar a analizar el problema. Volvamos ahora al bochinche del viernes por la noche. Nadie sabe cómo se originó. Empezó cerca del puente, del convento y de los cuarteles de San Francisco, pero más al sur. Es posible que todo comenzara porque en algún comedero un muchacho, teórico vehemente, insultara a algún oficial, o viceversa. Las clases bajas tomaron el partido de los militares. La piedra volaba. Los señores bien

vestidos salieron corriendo. Yo salí a ver qué pasaba pero no pude ver nada. El gobernador Pedro Gutiérrez Lee fue rápidamente al lugar de los acontecimientos. Ordenó que un pelotón de soldados se apostara al otro lado de la calle, al sur del puente. Yo vi cuando se alistaron y salieron del cuartel. Las calles se llenaron de artesanos jóvenes y de vagos. Observé de cerca la conducta del gobernador y me pareció que había actuado muy sensatamente, sin brusquedad, con persuasión y a veces con sentido del humor. Pasó por entre la multitud que se había congregado entre el puente y la catedral. La guardia de policía armada ocupó la plaza pero no actuó. No se hicieron arrestos y todo se tranquilizó. En el último capítulo decía que estaba convencido de que habíamos visto la última revolución granadina y debo añadir que conservé esa opinión aun después de los incidentes de la Semana Santa. En primer lugar, la autoridad había triunfado en las dos últimas revoluciones. En segundo lugar, la liberación de la Iglesia había removido el motivo más fuerte para que los fanáticos se levantaran en armas. Por consiguiente, no hice caso de los rumores que había oído desde comienzos de marzo hasta mediados de abril, ya que estaba seguro de que cualquier intento revolucionario fracasaría. No tuve en cuenta, como debí hacerlo, que había muy poca posibilidad de fracasar. Casi todos los hombres eminentes del país habían sido rebeldes en 1841 o en 1851. Según las leyes vigentes, la traición no es un crimen, aun cuando haya derramamiento de sangre. En segundo lugar, no pensé que se podría desatar una guerra civil aunque no se tuviera posibilidades de éxito final, simplemente para satisfacer sentimientos de venganza. El mismo gobierno estaba desesperado. Había hecho demasiadas concesiones a las teorías de los republicanos rojos, los gólgotas. Estos teóricos habían adoptado la creencia de que el sufragio universal y la constitución libre eran el remedio a todos los males. Tenían, como dice su intérprete Samper, “ una fe ciega en los principios” . Los republicanos habían introducido cambios con demasiada rapidez y estaban inclinados a hacer experimentos de toda clase, y en especial, le tenían un odio exaltado al ejército. En realidad, el ejército de la Nueva Granada me dio la impresión 13 de ser más bien un estorbo, aunque era pequeño y su importancia cada vez menor ( ); además habían fracasado todos los intentos de crear una guardia nacional. El general Melo, comandante de la caballería en Bogotá, se había convertido en persona especialmente desagradable a los Gólgotas, que lo odiaban. Un ex-gobernador me comenté un día: “ Las tropas de Melo acaban de pasar a mi lado llenas de violencia, les habría importado un bledo arrollarme; si hubiera tenido una pistola les habría disparado” . En diciembre de 1858 acusaron a Melo de haber asesinado a un cabo llamado Ramón Quirós. Uno o dos días después de que lo hirieran, Quirós declaró en su lecho de muerte, en el hospital militar, que una persona desconocida lo había apuñaleado en la calle. La mitad de los bogotanos está convencida de que Quirós murió con una mentira en los labios para salvar al asesino. Dicen que Quirós salió del cuartel por la noche, con una ruana encima del uniforme, lo cual va contra el reglamento, y regresó completamente borracho. Melo le llamó la atención, el cabo le contestó con insolencia y aquél tuvo la estupidez de apuñalearlo. Quirós murió tres días después diciendo que no fue Melo quien lo hirió. El conservador Gutiérrez, elegido gobernador, se posesionó el día primero de enero de 1854 y con base en estas historias procedió a tomar declaraciones sobre el asunto. Si Melo era inocente, tenía injurias que vengar y fuera o no culpable, debería enfrentarse a la posibilidad de un castigo. También era evidente que la administración estaba rodeada de enemigos. El clero estaba en su contra porque el gobierno había privado de libertad y desterrado a obispos, y la Iglesia le había 13

El pie de fuerza para todo el país era de mil hombres. Véase Gustavo Vargas Martínez, Colombia 1854, Melo, los artesanos y el socialismo, Editorial La Oveja Negra, 1972, p. 76. (Nota de la traductora)

retirado todo su apoyo. Casi todos los gobernadores elegidos en septiembre eran enemigos del gobierno y estoy convencido de que en muchos casos los sacerdotes habían intervenido en forma escandalosa en las elecciones. Es así como el gobierno, en una posición de centro, contaba con pocos partidarios, relativamente indiferentes, y con enemigos muy activos y resueltos, que tenían muy poco que perder y nada que ganar en un “ coup d’ état” . Numerosas personas veían la situación mucho más grave que yo y estaban seguras de que iba a haber una conspiración. El Senado mediante una resolución pidió al ejecutivo que pusiera el ejército bajo el mando del gobernador para proteger a la ciudad de un golpe militar. Obando le aseguró que sus temores eran infundados, pero tan poco convencidos quedaron algunos, que pensaron llevar a cabo una contra-revolución y tomarse los cuarteles de San Francisco con “ armas blancas” , es decir, con espadas y puñales. Pero por último se llegó a la conclusión de que esa medida sería demasiado extrema. Por la noche fui invitado a una fiesta, a la que no asistí por ser domingo. Allí estaban presentes muchos de los senadores que eran enemigos acérrimos del ejército y otros se encontraban en una reunión diferente. Antes de la media noche habían armado a muchos hombres de las clases bajas, enemigos de los de saco y buenas maneras, y amigos de toda novelería, y los militares procedieron a arrestar a todo el que les parecía peligroso. El gobernador Gutiérrez, que había renunciado el sábado, vio el peligro a tiempo y se fue de Bogotá. El coronel Emigdio Briceño, hombre excelente, lo reemplazó el domingo por la noche, y no alcanzó a ser gobernador cuatro horas cuando ya lo habían hecho prisionero. En la fiesta a que yo había sido invitado fue en la que más arrestos hubo; se llevaron a todos los hombres, inclusive a los sirvientes. Pero los más buscados lograron escapar; algunos se fueron de Bogotá y otros se escondieron. Samper, que estaba en el congreso, su amigo Murillo, ex-secretario de Hacienda y hoy presidente de la Cámara de Representantes, vivían juntos. Samper y la señora de Murillo se hallaban en una reunión y 14 Murillo en otra parte ( ). Les atacaron la casa e hicieron una descarga de mosquetería antes de que regresaran, por lo cual lograron escapar. La casa sufrió bastante, pero no se llevaron más que cosas de comida. Lo peor que sucedió esa noche fue que le dispararon a un orfebre francés que se paró en un balcón a curiosear. Varias balas se incrustaron en el marco y en las alas de la ventana y fue un milagro que no lo mataran. El mismo Melo le presentó excusas al día siguiente. Decomisaron todos los caballos y fueron por ellos a todos los establos que no fueran de propiedad de extranjeros. Al amanecer me despertaron los disparos de cañón en celebración del éxito obtenido durante la noche. Me levanté y fuia preguntarle a una sirvienta qué estaba pasando. Me dijo que había una revolución, entonces me puse el sombrero y fui a la plaza. En la esquina noroeste me encontré con un pelotón de reclutas, todos sucios, que cerraban la calle. “ No puede seguir, señor” , me dijo uno. “ Sí, si puede, dijo otro, no podemos detener a los extranjeros. Siga, señor” . Pero yo preferí no hacerlo y me puse a mirar lo que sucedía en la plaza. Había allí muchos hombres reunidos, la mayoría de ruana, y parecían muy divertidos en su papel. Después me fui a la casa, acabé de arreglarme y me dirigí a la del vicepresidente. Nadie me contestó y alguien me informó que al amanecer habían mandado llamar al señor Obaldía de Palacio y que todavía no había regresado. Me fui a Palacio y encontré una guardia numerosa en la puerta. Le pedí permiso para entrar al mayor Jirón (sic), quien comandaba la guardia, y me contestó que esperara un momento. En ese instante un ayuda de campo se le acercó y le entregó una orden. Jirón reaccionó haciéndolo arrestar. Cada cual quería arrestar al otro, pero las órdenes del ayuda de campo tuvieron más vigor, y entonces Jirón intentó apuñalear al oficial que lo iba a arrestar a él, pero inmediatamente le 14

Según .J. M. Samper, desde hacia varios días Murillo, sintiéndose amenazado, se había escondido. Samper relata los sucesos de la noche del golpe de Melo y los acontecimientos posteriores hasta la caída de Melo en Historia de un alma, Bolsilibros Bedout, Medellín, 1971, pp. 337-389. (Nota de la traductora).

pusieron una pistola contra el pecho y lo rodearon de espadas. Yo di un brinco para salir del campo de fuego y creí verme cubierto de sangre en un minuto, pero el mayor se rindió y tomó su puesto en las filas. Obaldía estaba mirando la escena desde un balcón y le pedí que diera órdenes de que me dejaran entrar, lo cual hizo inmediatamente. Adentro me enteré de que Melo le había ofrecido a Obando la dictadura y que éste había rechazado el ofrecimiento después de consultar con sus ministros. El mensaje que el ayuda de campo le había traído a Jirón era la orden de hacer prisioneros al presidente y a los miembros del gabinete. Jirón se había negado a cumplirla y ahora él estaba prisionero afuera y yo adentro. En Palacio reinaba gran confusión, nadie se sentaba y nadie se quedaba en la misma habitación ni un minuto. Fácil y rápidamente logré que me dejaran salir. Busqué a la señora de Obaldía y la llevé a la casa del señor Green, nuestro Ministro. Nos fuimos por un callejón y nadie nos detuvo; cuando llegamos ya se encontraban allí otras personas que habían ido a buscar asilo. Las casas de todos los embajadores y cónsules tenían izada la bandera y en ellas habían encontrado refugio hombre y joyas. Es digno de observar que en todo este tiempo no se había derramado ni una gota de sangre. Después me contaron que si no hubiera sido por la presencia de un extranjero, a quien se temía herir en el encuentro, al mayor Jirón lo habrían “ hecho picadillo” . Con todo el debido respeto al mayor, considero que su arresto, su resistencia y el peligro que corrió fueron una farsa, que yo tuve el placer de presenciar. ¿ Por qué razón no detuvieron a los miembros del gabinete al mismo tiempo que a otros hombres importantes? Horas más tarde los condujeron a cárceles seguras; al presidente lo arrestaron en Palacio y al vicepresidente lo dejaron en libertad e inmediatamente fue a buscar refugio bajo la bandera americana. Existe una teoría que explica todo, hasta la libertad de Obaldía, pero que quizá sea injusta. Es curioso, pero a Herrera, el designado, también lo llamaron a la reunión del gabinete y en vez de asistir, buscó asilo inmediatamente en la legación americana. Si hubiera ido a Palacio, Melo habría tenido en sus manos a todo el poder ejecutivo: presidente, vicepresidente, designado y ministros. Lo más probable es que si hubiera estado el designado, Melo habría detenido también al vicepresidente. Melo asumió la dictadura antes de la noche, “ después de haber esperado en vano a que Obando cambiara su decisión” . Yo fui a pedirle que dejara en libertad a algunas de las personas detenidas sin razón, y me aseguró que ya había dado órdenes de ponerlas en libertad. Hubo gran demanda de camisas de tela burda y ruanas; los únicos sacos que se veían por la calle eran los de los extranjeros. Viejos enemigos políticos hicieron nuevas amistades bajo la presión del peligro 15 común ( ). También hubo cambios súbitos de opinión. El orejón, cuyo retrato engalana el Capítulo VIII, llegó a la ciudad y pretendió estar feliz con el curso de los acontecimientos. Se fue a casa gritando: ¡ Viva la revolución!, pero cuando llegó encontró que en aras de la gloriosa causa le habían decomisado todos los caballos y mulas capaces de llevar silla o enjalma. Me he dado cuenta también de que aun cuando mi buena patrona Margarita tiene una prevención bastante grande en contra de los cachacos, ordenó a la cajera que solo diera crédito moderado a los de ruana. Hace mucho tiempo que me ha llamado la atención el desprecio que le merecen los petimetres que gastan libremente y pagan poco. Uno de ellos está cortejando a una muchacha que vive al frente y cierta vez debía tantas copas de brandy que dejó de venir a la tienda. Una noche 15

Los liberales radicales corno Samper, Camacho Roldán y el general José Hilario López se aliaron en 1854 con los jefes rebeldes del 51 para reprimir el movimiento revolucionario dirigido por Melo. (Nota de la traductora).

que estaba conversando con ella, se sorprendió al ver entrar a la cajera, quien “ le presentó los saludos de la señora Margarita y le aconsejó que pagara la deuda del brandy o se pusiera el sombrero con barbuquejo, porque de lo contrario un día la señora se lo arranca de la cabeza” . El tipo pagó esa noche la cuenta. Melo ha dictado un decreto orgánico, el cual anunciaron, como es de rigor, por bando, lo cual consiste en enviar a un civil, un tambor y un pelotón de soldados a las esquinas, donde el primero da lectura a aquel. Entre otras cosas, entiendo que Melo ha proclamado que la Nueva Granada es de nuevo una nación católica... ; pero ni así se salva el general. La orden del día es reclutar hombres. Se invita a todos a alistarse en la guardia nacional y los que no lo hacen son detenidos e incorporados inmediatamente al ejército. Los hombres dedicados a abastecer el mercado vienen y van sin que nadie los moleste, porque Bogotá tiene que comer. Centinelas apostados alrededor de la ciudad dejan pasar a todo el que quiere entrar pero no permiten salir sino al que tenga permiso de Obregón, lugarteniente de Melo. De vez en cuando algún congresista y personas a quienes no les han dado pase huyen en la noche por los potreros. Así esperan reunir un ejército para derrocar al dictador. Herrera se escapó el miércoles por la noche. Obregón le dirigió varias notas a los representantes extranjeros, quienes le respondieron, en general, que su deber era mantener relaciones cordiales con el gobierno de facto y no tomar parte en las disensiones internas del país. Obregón habla inglés, de manera que nuestro encargado no necesitó intérprete; él es el único de los ministros en Bogotá que no sabe español. No pude ver a Samper después de que se escondió. Quizá él y Murillo fueron las personas que más peligro corrieron. Yo le llevé varias veces a la señora de Murillo cartas de éste; en una ocasión, estando conversando con un oficial de Melo, se me cayó una al suelo, y él amablemente la recogió y me la entregó sin mirar a quién iba dirigida. Después del incidente, toda la correspondencia se disfrazaba como una intriga de amor. Entre tanto, ¿cuál era la posición de Obando? Según la versión oficial, estaba prisionero, pero yo no creo. A él no lo vigilaban estrechamente, como a sus secretarios. Para visitarlo conseguí permiso inmediatamente; en cambio, me costó mucho trabajo lograr visitar a los secretarios, a los cuales no se les permitía escribir ni recibir visitas privadas. En los apartamentos de Obando no había ningún soldado o guarda y ni siquiera la ventana por donde escapó Bolívar estaba vigilada. En Bogotá se estaba esperando un cargamento grande de dinero que debía venir por el río Magdalena; por lo tanto Melo decidió ampliar su campo de operaciones y envió destacamentos a La Mesa, Facatativá y Guaduas. Las tropas que estaban vigilando el presidio de Guaduas se retiraron ante la superioridad numérica de las fuerzas de Melo. Estas, al no encontrar resistencia, avanzaron a Pescaderías, que se halla al frente de Honda. En esta ciudad se encontraba el gobernador de Mariquita, Mateo Viana, tratando de reclutar suficientes hombres para impedir que las tropas revolucionarias cruzaran el río. Detuvieron los barcos en la orilla occidental mientras Viana intentaba reclutar gente, pero como no tuvo éxito, se retiró y los soldados de Melo pudieron cruzar el río tranquilamente. Pero el dinero no llegó sino hasta Mompós, de donde lo devolvieron en espera de tiempos más tranquilos. Melo necesitaba hombres y dinero. El tesoro estaba casi vacío cuando él se tomó el poder. Los revolucionarios tuvieron que recurrir a las contribuciones forzosas, a veces impuestas con gran crueldad. Por este motivo, o quizá por otro, detuvieron al señor Logan, ciudadano inglés, y no debo dejar de mencionar que una de las consecuencias de esta detención fue la de lesionar nuestro honor nacional. El señor Logan, conducido por un guarda, pasó por frente de la legación americana, entonces a cargo del señor John A. Bennet, ya que el señor Green había regresado a los Estados Unidos. El

señor Logan aprovechó para escaparse del guarda y entrar a la legación, donde cerraron inmediatamente la puerta. Poco después fue asaltada la legación, no obstante que nuestra bandera ondeaba sobre ella. La puerta quedó llena de impactos de bala. El señor Logan, no queriendo exponer la vida del señor Bennet, salió y se entregó. El señor Bennet le pidió a Melo que castigara a los asaltantes, pero lo único que consiguió fue que su vida permaneciera en constante peligro hasta la caída del dictador. Cuando se reinstauró el gobierno, Bennet volvió a exigir que se juzgara y se fusilara a los criminales. Creo que su petición debió haber sido reforzada por una flota al frente de Cartagena basta que hubieran castigado a los sinvergüenzas, más como medida útil para salvar en el futuro la vida de americanos inocentes, que como castigo de unos forajidos que por llevar fusiles de la nación se sentían libres de toda responsabilidad individual. A su debido tiempo el señor Green fue reemplazado por otro político a quien el partido recompensaba servicios prestados, y el gobierno granadino arregló el asunto pagándole al señor Bennet los daños de la puerta y presentándole excusas por el insulto de haberle acribillado a bala su casa. Pero volvamos a nuestra historia. Para las autoridades constitucionales, la región en que más podía confiarse era el norte del país. En Zipaquirá se encontraba un destacamento del ejército a órdenes de Melo; en Tunja también había algunos conspiradores, pero la densa e industriosa población de esta provincia era en general fiel al orden constitucional. El general Herrera escapó a Chocontá y en vista de que Obando y Obaldía estaban prisioneros en Bogotá, comenzó a ejercer los poderes ejecutivos. Designó al general Franco como comandante en jefe, y el 19 de mayo este último atacó imprudentemente a Zipaquirá, y luchó con valentía pero murió en el combate. El general Buitrago dirigió un ejército de más de 4.000 hombres hacia el norte de la Sabana, más allá de Zipaquirá, donde fue atacado y aniquilado por Melo y 800 veteranos. El designado huyó, rodeado por todas partes del enemigo, pero logró escapar a través de los montes del occidente y llegar al Magdalena. La situación no era mejor en el sur. Claro está que nada bueno podía esperarse de Mateus, el gobernador del Cauca, quien tenía a su mando 800 hombres, pero no tuvo oportunidad de aprovecharlos para causar daños. En Popayán la revolución estalló ocho días antes que en Bogotá, pero fue dominada rápidamente. Del 16 al 21 de mayo los amigos de Melo controlaron de nuevo la situación, se apoderaron de Popayán y volvieron a perderla después de una violenta batalla. En las calles de Cali se luchó durante dos días hasta que los conspiradores capitularon. En Antioquia se dominó muy pronto la rebelión, pero a costa de la vida del gobernador Pabón. Julio Arboleda, presidente del Senado, se refugió en la legación danesa hasta que pudo escapar a Honda. Fortificó a esta última con cañones viejos, que si los hubieran disparado posiblemente habrían herido a alguien. Amenazado por las tropas de Melo, las atacó de improviso en Guaduas y con menos de 100 hombres, a punta de bayonetas, derrotó a 300 melistas. Parece que hay cierta analogía entre esta acción y la captura de las tropas mercenarias hesienses en Trenton. Las dos son el comienzo del triunfo final. Después de esta victoria Arboleda se estableció en Guataquí, en la banda oriental del Magdalena, a un día de camino de la desembocadura del Coello. Reunió hombres y barcos para poder defender inmediatamente cualquier punto del río que atacara Melo, y así el Congreso pudo instalarse en Ibagué, no en Ocaña como se había pensado en un comienzo. La primera medida que tomó el Congreso el 27 de septiembre fue la de destituir a Obando, y como para ese entonces Obaldía se había escapado de Bogotá, el ejecutivo pasó de las manos de Herrera, el designado, a las suyas. Arboleda había derrotado también a las tropas melistas en Anapoima y Anolaima, y el 11 de septiembre el ejército del ejecutivo ocupó La Mesa. El ex-presidente López comandaba todas las

fuerzas, incluyendo las reunidas en el Cauca, y Arboleda había traído algunas armas de artillería para fortalecer la defensa. En Tena se discutió acaloradamente si se debería inutilizar los cañones o llevarlos a la Sabana, y al fin se permitió a los antioqueños hacer el intento de subirlos, proeza que lograron cumplir. En asaltos previos a Bogotá el cruce del río de este nombre se había defendido fuertemente. Había que pasarlo por una región pantanosa, acción muy arriesgada para hacerla al frente de un enemigo preparado. Sin duda Melo esperaba que este sería el sitio para la batalla decisiva, como fueron las del Santuario y la Culebrera. Pero debió sufrir una decepción, porque las tropas del Congreso cruzaron el río en las inmediaciones del salto de Tequendama. Los antioqueños pasaron los cañones un poco más abajo y su esfuerzo heroico terminó cuando los colocaron sobre la carretera de las minas de carbón de Cincha, la cual describí en el capítulo XX. Melo no estaba en condiciones de vigilar el inmenso circuito de la Sabana. Creía que el enemigo entraría por Barro Blanco o por el ascenso más al norte de Anolaima, pero éste pasó por la hacienda de Tequendama antes de que Melo se diera cuenta, avanzó a Soacha y llegó al occidente de Bogotá. El primer sitio donde Melo tuvo alguna esperanza de detener al enemigo fue el río Bosa. En mayo López había estado en Barro Blanco con 800 hombres y había visto derrumbarse todas las esperanzas de la nación en Zipaquirá y Tiquiza. Ahora, en Bosa, esperando entregarle el mando de un ejército numeroso al General Herrán, miraba hacia el norte lleno de esperanza. Mosquera estaba en camino. Había desembarcado en la costa a principios de mayo, venía por motivos comerciales, pero a la primera oportunidad el designado entregó el mando del ejército. Mosquera avanzó hacia Bogotá a través de Ocaña y de las provincias del norte, sufriendo algunos reveses pero aumentando sus fuerzas a medida que se aproximaba a la Sabana. Mi amigo Jirón fue derrotado en Pamplona y Melo no tenía hombres al norte de Zipaquirá. Los melistas de Zipaquirá habían tenido que retirarse y la única posibilidad que le quedaba al dictador era derrotar a uno de los ejércitos enemigos antes de que se reunieran en la Sabana. Dejando la capital completamente desguarnecida y en vista de que las tropas de Mosquera estaban todavía demasiado lejos, Melo marchó con todos sus hombres a enfrentarse a Herrán, que estaba a cinco millas de Bogotá. El 22 de noviembre de 1854 se trabó una lucha prolongada e incruenta entre un ejército de veteranos desesperados y otro más numeroso, que luchaba por una causa mejor. El triunfo de ese día lo decidió la artillería, traída desde Honda con tanta dificultad como para pensar que transportarla era una locura. El ejército del Congreso avanzó hasta Tres Esquinas, al sureste de la Sabana, desde donde parecen irradiar tres arroyos y cuatro caminos. Allí un destacamento de las mejores tropas melistas se había atrincherado en una curva del camino, en zanjas profundas y detrás de tapias gruesas, para presentar al día siguiente una vana resistencia al avance cauteloso de Herrán. Castro estaba al mando de los melistas, que de nuevo quedaron derrotados por la artillería y muchos fueron hechos prisioneros. ¿Y ahora se debería atacar inmediatamente a Bogotá? Los jefes militares eran partidarios de hacerlo, pero Obaldía y los ministros pensaron que la medida sería demasiado arriesgada. Mosquera llegaría pronto y por muy atrincherado que estuviera Melo, su derrota sería segura. Pero era peligroso exponerse a ser expulsado de la Sabana antes de que se reunieran los dos ejércitos. ¡Pobre Bogotá! Debe haber monjas que desde las torres de sus conventos han visto cuatro veces decidir la suerte de la ciudad a sangre y fuego. Baraya la asaltó en diciembre de 1812, pero fue rechazado. Bolívar la atacó y la tomó en diciembre de 1814. Bogotá cayó después de la batalla de Santuario, el 27 de agosto de 1830; y la de la Culebrera, el 28 de octubre de 1840, salvó la ciudad.

Pero nunca, desde su fundación, sus habitantes habían visto y quizá jamás volverán a ver nada semejante a lo ocurrido el 3 y el 4 de diciembre de 1854. El 2 de diciembre Mosquera llegó a Chapinero, exactamente en el límite norte del plano de Bogotá que figura en el capítulo X. Al día siguiente, a medio día, las tropas de Melo luchaban inútilmente con la vanguardia del ejército de Herrán en Las Cruces, al extremo sur de la ciudad. Palmo a palmo los melistas se fueron retirando, hasta que a media noche estaban resistiendo el ataque en San Agustín y San Bartolomé. Durante quince horas eternas defendieron a veces un metro, a veces una yarda, un fusil o una torre, pero el enemigo avanzó implacablemente sobre ellos desde Palacio. Por su parte Mosquera no estaba ocioso: tomó a San Diego y presioné sobre Las Nieves. El cuartel general de Melo se encontraba en San Francisco. Al oriente lo cercaban las montañas; al occidente, la Sabana estaba en manos de las fuerzas del vicepresidente. La plaza de San Francisco estaba acorralada y repleta de las tropas melistas que cruzaron el puente al sur; mientras tanto La Tercera cayó en manos de Mosquera. Pero en el momento en que el triunfo se aproximaba y el final de la lucha era inevitable, el país perdió un hombre cuya vida valía más que la de diez Melos. El designado Herrera, cuando Obaldía asumió las funciones ejecutivas, se convirtió en un simple general, de inferior rango a Mosquera, a quien él mismo había nombrado comandante del ejército del Congreso, y ahora combatía bajo sus órdenes. El candidato derrotado por Obando en las elecciones y que no obstante había sido elegido designado; el hombre fiel al ejecutivo en todas las revoluciones y que había luchado contra Herrán y Mosquera, contra López y Obando, murió en las calles de Bogotá, derramando su sangre por la causa de la autoridad constitucional. Pero entonces oyó el dictador un sonido aterrador: las campanas de la catedral repicaban a vuelo anunciando que los melistas habían perdido la plaza. En la Calle Real un cañón apuntaba hacia los cuarteles de San Francisco. La revolución estaba viviendo sus últimos momentos, exactamente en el mismo sitio donde había nacido en el bochinche del Viernes Santo. Las tropas melistas pedían a gritos que se terminara la batalla. Desesperado y casi fuera de sí Melo envió un oficial a Mosquera para ofrecerle rendirse si se le respetaba la vida. Mosquera le dio su palabra..., neciamente, quizá, pero no la quebrantó nunca. La guerra había terminado. Es posible que antes de leer este párrafo, el lector diligente se haya enterado de que pronto se harán las elecciones para elegir el nuevo presidente de la Nueva Granada, entre tres candidatos, todos ellos mencionados en estas páginas. Si saliera escogido Tomás Cipriano de Mosquera, se abriría para el país un futuro de prosperidad. Si fuera Mariano Ospina, nuestro único temor sería la posibilidad del dominio clerical. Pero si Manuel Murillo fuera el favorecido, como posiblemente lo será, entonces el país debe prepararse para afrontar todos los problemas que puede crear un hombre imprudente, que le gusta experimentar, pero que al mismo tiempo es un patriota profundamente sincero. A la Nueva Granada le corresponde un futuro venturoso, ¡esperamos que este llegue pronto!

Contenido PRESENTACIÓN ............................................................................................................................. 3 PREFACIO ........................................................................................................................................ 5 LA NUEVA GRANADA .................................................................................................................... 7 SABANILLA ..................................................................................................................................... 13 BARRANQUILLA ............................................................................................................................ 19 CARTAGENA .................................................................................................................................. 25 EL VAPOR DEL MAGDALENA .................................................................................................... 33 EL CHAMPÁN ................................................................................................................................. 48 HONDA Y GUADUAS .................................................................................................................... 55 LA SABANA DE BOGOTÁ ............................................................................................................ 70 La Negra Francisca — Subiendo y bajando — Las salchichas de la venta de Cuní — Villeta — Gran tertulia y mal alojamiento — Subiendo siempre — La Sabana — Tradiciones indígenas — Cercas — El Orejón —Campos de batalla — Gente en el mercado — Fontibón — Entrada a Bogotá. ........................................................................... 70 POSADA EN BOGOTÁ ................................................................................................................. 83 BOGOTÁ.......................................................................................................................................... 92 EXTRANJEROS EN BOGOTÁ .................................................................................................. 101 LOS BOGOTANOS ...................................................................................................................... 104 RELIGION E IGLESIAS EN BOGOTÁ ...................................................................................... 111 LAS IGLESIAS DE BOGOTÁ ..................................................................................................... 115 Bailes .............................................................................................................................................. 125 El acueducto.................................................................................................................................. 132 LA PRISIÓN, EL HOSPITAL Y LA TUMBA .............................................................................. 139 EL VALLE DEL ORINOCO ......................................................................................................... 147 EL CONGRESO, LAS CONSTITUCIONES, LAS INSTITUCIONES Y EL CLIMA. ........... 160 EL SALTO DE TEQUENDAMA .................................................................................................. 170 BAILES Y TOROS ........................................................................................................................ 179 EL PUENTE DE PANDI............................................................................................................... 191 IBAGUÉ.......................................................................................................................................... 195 DE REGRESO A BOGOTÁ ........................................................................................................ 210 CRUZANDO LAS MONTAÑAS DEL QUINDIO ....................................................................... 220

FAMILIA CAUCANA..................................................................................................................... 234 ROLDANILLO Y LA LEY ............................................................................................................. 242 LA VIDA DEL HACENDADO ...................................................................................................... 250 LAS DIVERSIONES DEL HACENDADO ................................................................................. 263 LA CASA DEL HACENDADO .................................................................................................... 279 LOS POTREROS DE LA MONTAÑA........................................................................................ 294 BUGA Y PALMIRA ....................................................................................................................... 301 CALI Y VIAJES ............................................................................................................................. 310 SUPLEMENTO ............................................................................................................................. 327

Este es libro es copia de la publicación digital del Banco de la Republica y fue realizada el 20/01/2015 http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/nueveint/indice.htm

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