La Noche Del Meteorit1
May 10, 2017 | Author: Rds Comunicaciones Eirl | Category: N/A
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Franco Vaccarini La noche del meteorito
“En mi casa hay un extraterrestre" le dijo Valentino a Mechi I illa lo miró como solo se puedo mirar n los que creen en marcianos y (SI no creía en marcianos. Sólo tenia un bicho de otro planeta en su cuarto que es algo muy distinto.
Franco Vaccarini nació on en el campo del partido do Lincoln pero a los veinte años se radicó on Buenos Aire» Estudió periodismo y asistió ni taller literario de la escritora Hebo Uhart, entre otros. En el género juvenil, algunas de sus obras non las novelas Los ojos de la Iguana, Eneas, el último troyano (versión de La Eneida, do Virgilio) A PARTIR DE 9 AÑOS
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B AR CO D E V A O F
Franco Vaccarini
La noche del meteorito
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EL BARCO^J^^DE VAPOR
Franco Vaccarini
La noche del meteorito
PREMIO EL BARCO DE VAPOR 2006 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier otro medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Vaccarini. Franco La nochc dei meteorito / Franco Vaccarini ; dirigido por Susana Aime ; coordinado por Laura Leibiker ; edición literaria a cargo de Ana Lucía Salgado - Ia ed. 3a reimp. - Buenos Aires : Ediciones SM, 2010. 144 p.: il.; 19x12 cm. (El Barco de Vapor. Naranja; 8) ISBN 978-987-573-092-2 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 1. Leibiker, Laura, coord. il. Aime,Susana,dir. 111.Salgado, Ana Lucia,ed. lit. IV.Título CDD A863.928 2
Para Mechi. Para Valentina y Camila.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, capítulo VIII.
Siento como si me estuvieran hablando en una lengua que yo no entiendo. Y me están hablando a mí. Coldplay, “Talk” del álbum X&Y.
Titán es el decimoquinto satélite de Saturno y el segundo más grande de todo el sistema solar, después de Ganímedes, satélite de Júpiter. Fue descubierto por el astrónomo holandés Christiaan Huygens, en 1655. Si se toma en cuenta su tamaño, Titán bien podría ser un planeta: es más grande que Plutón y que Mercurio. En la mitología griega, los titanes fueron los primeros dioses hijos de Geay Urano. Dominaron el Universo hasta que fueron derrotados por Zeus, al frente de la siguiente generación de dioses. peces, a las gallinas, a los monstruos de Gila y a todas las lagartijas de la Tierra. En serio. Aunque no sigo mucho el campeonato local, me encantan los mundiales. Sufrí bastante durante el mundial de Francia, en 1998, más que nada al ver las arrugas en la frente que se le formaron a papá cuando Holanda nos eliminó, después de que Batistuta estrellara un pelotazo en el palo. Yó tenía seis años. Cuatro años más tarde, sufrí de verdad en el mundial de Japón-Corea del Sur. Le ganamos un partido a Nigeria, perdimos otro con Inglaterra (¡cómo se enojó papá!) y empatamos con Suecia. Resultado: no pasamos a octavos de
final. Catástrofe. Papá mide las etapas de su vida según los mundiales de fútbol. Dice, por ejemplo: “El primer auto me lo compré en pleno mundial de México” o “Me casé después del mundial de Italia”. Yo voy por el mismo camino: esta historia la estoy escribiendo antes del mundial de Alemania 2006. Volviendo al acuario del museo, los pececitos son reflasheros. Inofensivos. No pueden rasguñar porque no tienen garras y, de todos modos, el vidrio de las peceras actúa como una barrera: ellos apenas si tienen conciencia de la gente que cruza esa galería. A veces a algún chico se le ocurre golpear el vidrio, pero enseguida viene un guardia, y el pececito recupera la calma y sigue nadando entre los corales, las anémonas y las estrellas de mar en miniatura. Estas cosas las sé, porque voy casi todas las tardes al museo; es mi entretenimiento preferido. Mis amigos ya se acostumbraron a oírme hablar sobre la colección de arácnidos, los paneles con moluscos y la reproducción sexual de las plantas. Mi héroe es Carolus Linnaeus, un naturalista sueco que vivió en el siglo dieciocho y con su
obra Systema Naturae ideó el sistema de ordenamiento moderno de los seres vivos. No se crean que yo soy un erudito, sólo memorizo los carteles del museo. Aunque si hay algo sobre lo que puedo dar cátedra es sobre los tres meteoritos que están expuestos en el vestíbulo. No es fácil lo mío, no converso mucho con mis amigos, pero estoy acostumbrado. Escucho música, me gusta el rock. Y el más amigo de todos mis amigos es Gabriel, que se apasiona con el sonido de los discos, es detallista y puede detectar cuándo entra el bajo o si el guitarrista mete la pata con una nota. Estudia guitarra eléctrica con un profesor particular. Para mí, hacer música es un enigma: no tengo oído. Los músicos me parecen magos; me intriga mucho todo eso. A mí me gusta cantar por cantar, pero la gente tiende a burlarse de los desafinados. Como si para cantar, hubiera que hacerlo bien. Gabriel me acompañó al museo algunas veces; otras, fuimos juntos a un recital. Yo estaba con él y con Mechi (la grandiosa Mechi) cuando sufrí el incidente en el zoológico. Tengo una marca en la mano, hecha por el monstruo de Gila; apenas se
nota, una cicatriz corta, un poco más pálida que el resto de la piel, en donde termina el pulgar. El error fue mío, por meter la mano dentro de la jaula. Yo no encerré al monstruo, pero los hombres (y yo soy uno de ellos) lo alejaron de los otros monstruos y de su ambiente natural: ¡tenía sus razones para estar enojado! Mi accidente en el zoológico es apenas una anécdota comparado con las experiencias que viví en el Museo de Ciencias Naturales. Y todo por culpa de mi atracción por los meteoritos. Mejor empiezo a poner orden en la historia, para que se pueda entender. Si no, se me va a hacer difícil contar lo que me pasó. Y yo quiero que esto sea un cuento bien contado.
2. Mi familia, las momias egipcias y el desodorante de ambientes
Me llamo Valentino Bravard y vivo sobre la
avenida Gallardo en un edificio que está buenísimo, un poco antiguo, con habitaciones amplias y mucha luz. Tengo un cuarto para mí solo, con libros y la computadora que uso, más que nada, para entrar a Internet y estudiar; a veces chateo, pero me aburre, me gusta más jugar al solitario o a la carta blanca. Desde la ventana se ven las araucarias y los jacarandás del Parque Centenario y parte de la fachada del Museo de Ciencias Naturales. Cuando el viento agita las ramas de los palos borrachos que crecen en la vereda, hasta puedo ver los pumas, las vicuñas o los lobos marinos esculpidos en los altorre- lieves, bajo ios
ventanales del primer piso. También veo, si me lo propongo, las tejas del Instituto Divino Rostro, cuyas persianas, al menos las que dan a la avenida Gallardo, están siempre clausuradas. Según papá, que se siente orgulloso de haber comprado el departamento “B” del piso seis, tenemos una de las mejores vistas de la ciudad. Papá es ingeniero agrónomo y trabaja en la provincia, visitando estancias y pueblos; es una especie de “gaucho sobre cuatro ruedas”, como él dice, orgulloso de su familiaridad con la gente de tierra adentro. Le gustan los dichos camperos. En verano, suele repetir una frase: “Estoy más acalorado que mono con tricota”. En invierno, la cambia por otra: “El día está frío como panza de sapo”. Vuelve a casa los viernes por la tarde, cansado, aunque se esfuerza por preguntarme cómo me fue en la escuela, si tuve algún examen, y así. Los sábados, cuando vamos en el auto a algún lado, hablamos de cualquier cosa. Es fantástico charlar de cualquier cosa con papá. De música, del mejor color para un auto, de River. También de los insectos que arruinan cosechas: las chicharritas, las tucuras, el picudo del algodonero y la mosca de los cuernos.
El Mal del enanismo rugoso del maíz puede ser un tema para varias cuadras. El sabe que me encantan los animales y todos esos nombres misteriosos. Siempre que habla conmigo, papá sentencia: “¡Es muy necesario distraer la mente!”. Para papá, todo lo que no es trabajo es distracción de la mente. A veces, jugamos al ajedrez. En medio de una apertura siciliana, es capaz de exclamar: “¡Qué bueno, Valentino, distraer la mente!”. Es extraordinario papá. Mamá es profesora de historia. Va y viene de un colegio a otro, acarreando libros y quejas, porque no le gusta andar de aquí para allá. Le gustaría trabajar en un solo colegio y estar más tiempo en casa, pero dice que necesitamos el sueldo para pagar la cuota del crédito hipotecario, el mismo que nos permitió comprar un departamento con vista. Ceno con mamá todas las noches, pero a la mañana me despierta Felipa, la empleada doméstica que trabaja en casa y se encarga de que las cosas brillen, de desempolvar los libros, de hacer las compras y de planchar las camisas. Felipa tiene el pelo negro, es muy delgada y le gusta cantar mitad en castellano, mitad en guaraní: Por qué eres tan ingrata, jha che rojaijhú
ete-í cuñamí che yarará. ¡Qué tendrá que ver una víbora con la ingratitud! Con el tema de que se arrastran por el piso, siempre están de turno... Por la tarde, pasamos horas enteras sin hablarnos con Felipa. Cada tanto ella canta y me advierte de su presencia. A veces me pide algo o me ofrece un caramelo, que siempre lleva en sus bolsillos. Le fascinan los dulces y a mí también, aunque prefiero las manzanas rojas. Después, cuando me voy al museo o a visitar a un amigo, me da un beso y me toca la nariz. Le encanta apretar mi nariz como si fuera un timbre. Me pide que me porte bien, como si yo todavía fuera chiquito, y sigue con sus tareas. A su manera, Felipa tiene un humor amable. Ella es tranquila, la casa es tranquila. Cuando viene mamá, Felipa se va. Mamá siempre vuelve acelerada de la calle; por diez minutos, es una bola de energía. Grita, señala, arenga, pregunta, reta y da besos. Todo al mismo tiempo. Es su manera de sacarse de encima los bocinazos del tránsito, la humedad, el griterío de los alumnos. “No saben si Alejandro Magno fue un
conquistador o una momia egipcia”, jura mamá. “Dios los perdona, porque es su oficio”, agrega. Una vez que comprueba que durante su ausencia no ocurrió el Apocalipsis y que en la heladera hay comida, fumiga los cuartos con desodorante de ambientes y se da un baño. Mamá les tiene terror a los olores. El único olor que acepta es el perfume a desodorante, que yo detesto. Es fanática de uno que mata al noventa y nueve coma nueve por ciento de las bacterias, virus y hongos que pueden habitar en una casa. A esa altura del día, cuando está por anochecer, miro un programa de animales en el cable. Hay que decir algo de mamá: acelerada y todo, suele tener buen humor. Hay dos cosas que le hacen perder el buen humor: a) las cucarachas; b) no encontrar el desodorante de ambientes. De ambas cosas, siempre soy el culpable. No tengo ninguna relación con las cucarachas: sé que son feas, acorazadas y hacen “cric-cric”, como una papa frita, cuando un zapato las aplasta. Mamá tiene sus razones para acusarme de favorecer a esos insectos crujientes: asegura que por culpa de mi
costumbre de dejar abierta la ventana del cuarto, entran las cucarachas, trepándose por las paredes. También afirma que, “¡Dios no lo permita!”, un día podría entrar una rata. Que ella se ha cansado de ver una rata alpinista en un colegio viejo donde da clases; los chicos de 8o “A” la llaman “Petra” y le dan miguitas de pan a escondidas. También hay ratas que caminan por sobre los cables del alumbrado, agrega mamá, espantada. Un día, cuando tenía diez años (ahora tengo catorce), cometí un crimen terrible: metí tres aerosoles en una bolsa de basura y los arrojé a la vereda. Confesé mi acto para salvar a un inocente: la pobre Felipa. Por una semana, mamá fue implacable: me prohibió ver los documentales de animales, justo cuando pasaban una serie sobre castores (yo admiro a los castores, en serio, son geniales para hacer diques en los ríos). Cuento todo esto, porque el verdadero inicio de esta historia se puede describir de este modo: mamá entra a casa; se queja del portero porque no arregló la luz de la entrada; me da un beso; despide a Felipa después del parte diario; entra al baño, busca el desodorante y no lo encuentra. Me pregunta; le
digo que no sé; revuelve toda la casa; entra otra vez a mi cuarto; abre el armario y allí están (en perfecta fila) tres envases de desodorante, uno en uso y dos de reserva. No entiendo nada. Mamá se enoja; le juro que no tengo nada que ver, se lo juro de tal manera que se le pasa el enojo; le agarra un ataque de humanidad, me pregunta si me volví alérgico; le aseguro que solo me disgusta el perfume a flores de frasco, pero que ni los escondo ni los volvería a tirar a la basura. “Entonces habrá sido Felipa.” Lo bueno fue que mamá se convenció de mi inocencia. Lo malo fue que Felipa no había puesto los desodorantes ahí: Felipa ni toca los desodorantes, porque sabe que los detesto...
3. La pelota de tenis color naranja
Digamos que, hasta ahora, no escribí nada extraordinario, quizá lo de las ratas y cucarachas trepadoras. No hablé de Ruperto, mi gato. Soy el encargado de desparasitarlo, cuando le toca. Ruperto odia tomar pastillas: siempre vende cara su derrota. El recurso que encontré, aconsejado por papá, fue molerle la pastilla, mezclarla con dulce de leche y untarle la mezcla en una pata. Ruperto, gato al fin, no tiene más remedio que lamerse. El día en que comienza esta historia, lo buscaba para su cura y lo descubrí jugando con una peloti- ta peluda: de acá para allá, le pegaba
con la pata. Me miró, lo agarré, lo unté con dulce de leche, y empezó a lamerse con un gesto rabioso, como diciéndome que había cosas más importantes que hacer. Yo no dejaba de mirar la pelotita. No la reconocía; tengo algunas pelotitas de tenis color verde manzana, pero esa era una pelotita peluda, de color naranja. La tomé. Entonces escuché: —¡Basta, bellacos! ¿Quién podría gritar así? La tele estaba apagada. No había nadie en el cuarto, salvo Ruperto, yo... y la pelotita. Acto seguido, entró mamá echando desodorante de ambientes. Se fue. Oí unas toses. Miré la pelotita. Tosía. Sentí que el cuarto daba vueltas. Ruperto estaba erizado; era lo que mejor sabía hacer. Pensé que por suerte ya me iba a despertar, que las pelotitas solo tosen en los sueños. Reaccioné cuando me llevé un dedo a la boca. Todavía quedaban rastros del dulce de leche con la pastilla del gato: el sabor era horrible. Ruperto tenía razón en resistirse. ¡Pobre Ruperto!
—¡Cof, cof! Bueno, había que terminar con esa locura. Me habían pasado algunas cosas extrañas en la vida.
Cuando era chico, los reyes magos me traían juguetes, y el ratón Pérez me ponía unas monedas en la almohada cada vez que perdía un diente. Pero eran cosas que pasaban cuando uno dormía. Jamás vi en persona a los reyes. Jamás me tosió el ratón Pérez. Además, mamá no lo hubiera permitido: le habría dado unos comprimidos para el resfrío, antes de revolearlo por la ventana. Con la tos, la pelotita comenzó a estirarse. Vi unos bracitos de pulpo, algo parecido a una boca, media docena de ojos. Todo eso me miraba y lo que veía no parecía ser de su agrado. Levantando uno de sus bracitos-tentáculos, la pelotita rugió: —Permítame presentarme... ¡Pardiez! ¡Cof, cof! No se incomode. Me dirijo a usted atentamente... ¡Cof, cof!... a fin de solicitarle un favor. Tenga a bien escucharme... Ruperto se subió a la cama y se aferró a lo que le quedaba de valentía para mirar el espectáculo desde allí. Yo me desmayé definitivamente.
4. Un pedido de ayuda
M e despertó mamá... la voz de mamá:
—¡Valentino! ¡Ya está la comida! Abrí los ojos: estaba en el piso y Ruperto a mi lado. De la pelotita, ni noticias. Esa fue la cena más desganada de mi vida. No sé lo que comí, ni lo que hablé con mamá. Ella se dio cuenta de que algo raro me pasaba, quiso saber si me sentía bien; le contesté que no, que me sentía mal. Tuve la tentación de decirle que había una pelotita parlante en el cuarto. -—Mam i, ¿vos o papá trajeron una especie de pelotita peluda que hay en mi cuarto? —¿Pelotita peluda? Habrá sido Ruperto, le encanta despeluzar las de tenis. Pregúntale a él. No fui más allá. No le dije que la pelotita estaba viva y hablaba. Se comprenderá por qué. Besé a mamá. Me lavé los dientes y dudé un segundo antes de atravesar la puerta del cuarto. Revisé el armario como al descuido; miré abajo de la cama; apagué el velador. No tenía sueño. Con la cabeza en la almohada, me entretuve un rato mirando el resplandor de las luces de la calle en la pared y en el techo. Hasta que al lado de mi oreja, casi adentro, escuché:
—Prometa no desmayarse y se lo explicaré todo, por favor. Era una voz muy parecida a la de la pelotita. —No prenda la luz. Atentamente. Muy agradecido. Mejor así, hasta que usted se haga a la idea. Fantástico. La pelota hablaba y, además, me tranquilizaba para que me hiciera a la idea de que las pelotas hablan. —¿Quién es usted? —le pregunté a la voz. —¿Ya está mejor, vuesa merced? Disculpe las molestias. Agradezco su atención... Era una voz agradable, que transmitía calma: como la voz de Felipa, pero en varón. Aquello parecía una pelotita varón. No dije nada. Sentía que se me revolvían los pensamientos, que alguien los pasaba por una licuado- ra y hacía sopa con ellos, sopa de pensamientos. No iba a abrir más la boca. —Mi nombre es Sancho Fragancia Bebé. ¡Ah, bueno! Aquello era la locura más grande que había oído en mi vida. Que la pelotita peluda me hablara era una cosa, pero que se llamara “Sancho” y que el apellido fuera “Fragancia Bebé”, era el más allá de la locura absoluta. Ya
comenzaba a creer en un castigo divino por abandonar mis clases de tenis, con lo cara que había salido la raqueta. Pero entonces escuché: —Valentino, por favor. Necesito su ayuda... su ayuda. Gracias... Perdón. No tengo dádivas ni mercedes para ofrecerle, solo mi amistad —me dijo, y agregó—: no soy un majadero, es menester que usted me preste atención...
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S. El umbral del asombro
L/ádivas ni mercedes para ofrecerle”, me dijo la pelotita, y me pregunté por qué hablaría así, como antiguo. Al menos, yo ya estaba en condiciones de preguntarme algo. Ya no tenía miedo de desmayarme. Sancho Fragancia Bebé era amigable, no importaba lo que fuera. El mismo Ruperto dormía a mis pies, sin atender a nuestra conversación. Arriba, el cielo estaba lleno de estrellas y las luces del cuarto estaban apagadas. Me sentía espectral, como uno de los pececitos atrapado en el silencioso acuario del Museo de Ciencias Naturales. —Escuche, vengo de Titán —me dijo Sancho— . La luna más grande de Saturno: Titán. s
¿Qué más podía impresionarme? Nada. El venía de Titán, a mí me había arañado un monstruo de Gila, quizá todo estuviera relacionado. Sólo debía superar “el umbral del asombro”. Así llamaba nuestro profesor de Física a la sensación de los científicos ante un gran descubrimiento. Revelar nuevas leyes, nuevos mundos, requiere una mente adaptable a lo misterioso. Bueno, yo no soy un científico. Así que casi me muero: no lograba trasponer el umbral del asombro. Pero me iba serenando. Lo primero que me explicó la pelotita fue que aprendió mi idioma gracias a los libros que había en mi escritorio, entre ellos, los dos volúmenes del Quijote. También aprendió leyendo las cartas que papá les enviaba a los clientes, y que estaban en la computadora. Ahí entendí por qué hablaba tan raro. ¡Pobre, qué mezcla! Además, me aclaró que él escondió los desodorantes en el armario porque le producían alergia. De ahí sacó el apellido, del desodorante que tenía fragancia Bebé. —¡¿Y su nombre es “Sancho”?! —le pregunté. —¡No, bellaco! Lo tomé de ese venturoso libro. Atentamente... Mi verdadero nombre no tendría sentido para vuesa merced...
Entonces, me contó que él buscaba meteoritos. Que sabía que a mí me atraían los meteoritos y que por eso yo era la persona más apropiada para ayudarlo. —Hay un meteorito que se llama “El Toba”. Usted lo conoce muy bien. Está en el museo. Por eso, por el meteorito, yo vine aquí. Yo necesito el meteorito, ya le explicaré —dijo Sancho. El Toba era una mole compacta de cuatro mil kilogramos: ¡como para cargarlo al hombro!—. Hace mucho que estoy aquí, aprendiendo su idioma, escondido y trasudando, bellaco. Ahora puedo hablar, con licencia y facultad —insistió. Cada año se derrumban millones de estrellas fugaces, miríadas de estrellas fugaces, en todo el sistema solar. La Luna se encuentra llena de agujeros hechos por los impactos de los meteoritos. El universo entero está bombardeado por meteoritos. Entonces... ¿por qué razón una criatura extraterrestre venía a reclamarme el meteorito que se encontraba en el museo, enfrente de mi casa? Encima, Sancho no se explicaba demasiado. ¿No es tener un poquitito de mala suerte? O como dirían los gauchos de papá: “¡Qué suerte pala desgracia!”.
6. El universo y las abejas
No sé a qué hora me dormí esa noche. Creo que no dormí; que, lejos de tener un sueño reparador, me pasaron otras cosas. Soñé que flotaba en un agujero negro y que el universo entero me hablaba como don Quijote. Soñé que deseaba regresar a casa, que volvía a mis clases de tenis y que mi raqueta era una varita mágica que hacía callar al universo quijotesco; pero un segundo después, alguien en el sueño cantaba con voz penosa: “Ahí va, hacia su última aventura, el caballero de la triste figura”. Y no sé por qué, pero esos versos eran para mí, así lo sentí en el sueño, en serio. No entendí nada, pero me hablaban a mí.
Cuando Felipa me despertó para ir a la escuela, la luz de la mañana, aunque débil y fría, asomaba en el cuarto. Un poco de luz de sol siempre es reconfortante. Pero apenas me lavé la cara, recordé a la pelotita con tentáculos y me aceleré. Los lunes, cuando papá está apurado para ir al trabajo, dice: “Me voy más rápido que chisme en pueblo chico”. Yo también estaba apurado para contar algo, pero no era un chisme. Era una noticia que solo una persona en el mundo me podía creer. Felipa había preparado el café con leche. Mordí dos o tres galletitas y las dejé a todas por la mitad. No tenía nada de hambre. En realidad, tenía hambre, lo que no tenía eran ganas de comer. Ganas de irme a la escuela, eso tenía. De contarle todo a Mechi... Mechi, mi amiga del alma... ¡Esto era la primera gran cosa que había experimentado en mi vida! Por fin la iba a impresionar con algo que me había pasado a mí y solamente a mí. Mechi estaba con la cara hinchada. Me contó que la había picado una abeja. No cualquier abeja, una abeja africana “asesina”.
—Son terribles, son abejas que se escaparon de un laboratorio en Brasil, ¿sabías? —No, no sabía —dije, fastidioso. —Sí, quisieron cruzarla con la abeja común en América, porque la abeja africana casi no necesita flores para producir miel. —¡Qué bien! Como el burro del cuento, que se murió justo cuando estaba aprendiendo a no comer. —¡No hablés como tu papá!, ¿querés?... Parece que se escaparon del laboratorio unas cuantas y, en poco tiempo, desplazaron a las abejas americanas. Y son capaces de... -—Córtala, Mechi, basta. A mí me pasó algo peor. Además, acá no hay abejas africanas. —¿Que no hay? ¿No me creés? —Te voy a creer, cuando vos me creas a mí. A la salida de la escuela te cuento. —¿Qué te pasa? ¿Pero, qué te pasó? Estás... —Estoy apurado por contarte todo, pero no es un chisme ni nada por el estilo. Ya vas a ver... — le contesté, justo cuando terminaba el recreo.
Z Escalofrío
Si hay algo intrigante, Mechi es capaz de escuchar. Así que, a la salida de la escuela, la tenía a mi disposición. Antes llamé a Felipa para decirle que iba a llegar media hora más tarde. “¿Tenés unas monedas? Pasá por el kiosco y traeme de los blanditos de avellanas”, me encargó, antes de cortar. —Bueno, contame —me apuró Mechi. —En mi casa hay un extraterrestre —le disparé; ¿para qué andar con rodeos ? —El chiste está bueno —me contestó Mechi—. Ahora, hablá en serio. Nos miramos; la miré; me miró; miré para arriba. Suspiré como para meter en mis pulmones to-
do el oxígeno del sistema solar. Mechi tiene unos ojitos orientales que me gustan demasiado, el pelo castaño, largo y lacio. Además, arruga la nariz cuando se pone impaciente. Le dije que estaba linda y me contestó: —¡No digas pavadas! Exactamente lo mismo que le oí decir a mamá, una vez que papá la vio con un vestido negro, arreglada para una fiesta. —Mechi, en serio: es un bicho rarísimo, se parece a una pelota de tenis. Le gané por cansancio. Prometió que, después de comer, vendría a visitarme, así yo le mostraba al “marciano”. Le advertí que no era de Marte y que, por lo tanto, no era un marciano. Ella me miró como solo se puede mirar a los que creen en marcianos. Y yo no creía en marcianos; solo tenía un bicho de otro planeta en mi cuarto, lo que es algo muy distinto. De regreso a casa, me detuve en la entrada del museo. Vi los escalones y la enorme fachada del edificio de un modo diferente, con un escalofrío. Volví a casa, le di los caramelos a Felipa y fui
derecho al armario. En un rincón, al lado de los zapatos, estaba Sancho Fragancia Bebé, junto a los tres aerosoles de desodorante de ambientes. —No los soporto. No soporto tal veneno, alcornoque; doquiera que eso flote no deja cosa sana. Antes de cerrar el armario, tomé los desodorantes y le aclaré: —No se preocupe. Ni Felipa ni yo los usamos. Pero, si mamá no los encuentra, estamos fritos. —Por favor, bellaco alcornoque, le ruego su intervención. No podré sobrevivir a otra fumigación —suplicó Sancho. —Veré qué puedo hacer —le dije.
8. Mechi, la maravillosa
Cuando Mechi llegó, luciendo unos pantalones pata de elefante violetas con flores estampadas y una remera negra, me alegré, más por verla que por otra cosa. Pero enseguida ella me preguntó: —¿Dónde está el marciano? Felipa estaba cerca. Le hice un gesto a Mechi para que me acompañara al cuarto. Por un momento tuve la sensación de que la pelotita se ocultaría, pero estaba, muy quieta, en la oscuridad del armario. —¡Allí está! —le informé triunfal. Sentí la vacilación en Mechi; se agachó, miró, tomó la pelotita en sus manos y me dijo: —No es más que una pelota de tenis. Tenía razón. Era apenas una pelota de tenis.
Verde. Mechi se permitió una broma: —Al final era cierto: los marcianos son verdes. —No, no... —contesté apresurado—. Es cierto, pero no es... ¡no es esa! Comencé a buscar como un poseído debajo de la cama, entre los libros, en el baño. Mechi se asustó, pero no del marciano. Se asustó de mi estado. Me pidió que me calmara. No la escuché: —¡Felipa! Felipa pensó que queríamos comer algo y nos ofreció la merienda. Pasé por alto su ofrecimiento y le pregunté si había visto una pelotita peluda de color naranja. Arqueó las cejas, torció ligeramente la cara y me hizo un gesto de negación con la cabeza, se dio vuelta y comenzó a cantar en voz baja. Si no encontraba a Sancho, iba a perder toda mi credibilidad ante los ojos de Mechi. Era encontrar a Sancho o entregarme, como un condenado, a las garras de un psiquiatra: “¿Así que el joven oye voces? No se preocupe. Sucede. Dígame: ¿a usted le gusta el calor o el frío? ¿Lo dulce o lo salado? ¿Alguna vez usó chaleco?
Tengo uno para regalarle...”. —¡Tiene que aparecer! —dije, hablando como para mí, cuando volví al cuarto.
Mi amiga estaba pálida y seria. —Ya apareció —dijo Mechi. Frente a ella, sobre mi escritorio, Sancho nos observaba con su media docena de ojos. Luego, apuntando con uno de sus tentáculos a Mechi, comentó: —Le ruego, le ruego, Valentino... ¿la doncella es confiable? —Sí, Sancho, es confiable —respondí más tranquilo... ¡y libre del psiquiatra! De inmediato intenté suavizar la llegada de Mechi al umbral del asombro. No quería que se desmayara como yo. Para mi sorpresa, ella me dijo: —¡Qué alivio! No estabas loco... O tu locura es contagiosa. Mechi es maravillosa. Mi amiga...
9. Salvar un mundo cualquiera
Le avisé a Felipa que íbamos a estudiar un rato los mitos griegos, y le pedí si nos podía preparar la merienda para más tarde. Ella me dio dos caramelos guiñándome un ojo. Me hizo poner colorado como un tomate. ¡Qué se le estaría ocurriendo! Cerré la puerta del cuarto. Mechi estaba acariciando a Ruperto, sorprendida, pero controlando sus emociones. Me asombró su entereza. Yo mismo me sentía más preparado ahora que tenía un testigo: mi cabeza, entonces, funcionaba bien. A esta altura, solo quedaba encontrar razones que explicaran la presencia de Sancho, y de eso se tendría que encargar é l .
Sancho me señaló la computadora: se había tomado el trabajo de archivar un montón de notas de diarios, que informaban sobre el descenso de una sonda terrestre en Titán. Me rogó que las leyera. 29 DE OCTUBRE DE £984 _____________________ ftCTUftUOftD CIENTÍFICA
¿HABRÁ UIDA EN TITÁN, LA UJNA D£ SATURNO? (Madrid) Las dos principales agencias espaciales mundiales, la Nasa y la Agencia Espacial Europea, son las responsables de una misión histórica: el envío de un vehículo explorador a un satélite de Saturno. Hasta el momento, solo se había hecho una cosa parecida en Marte, donde aún hoy permanecen
los
robots
estadounidenses
Spirít
y
Opportunity. Titán es la más misteriosa de las lunas de Saturno. Su composición química es similar a la que tenía la Tierra antes de que apareciera cualquier signo de vida, hace unos 3.800 millones de años...
£4 DE DICIEMBRE DE £604 _________________ ftCTUftLIOftD CIEHTÍFICñ
UIAJE SIN RETORNO (México DF) La sonda europea Huygens iniciará mañana un viaje sin retorno a la luna Titán de Saturno, tras desplazarse durante siete años por el sistema solar junto con la nave Cassini, Informó hoy una fuente oficial.
El día de Navidad ha sido el elegido para que la sonda efectúe la separación de su nave nodriza. Huygens iniciará un descenso controlado de 21 días, de tal modo que los científicos confían en que el 14 de enero pueda posarse sobre la superficie de Titán, una de las más de 30 lunas de Saturno y el único satélite natural con atmósfera en el sistema solar...
£3 D£ ENERO DE £005
ACTUALIDAD CIENTÍFICA
LA SONDA HUyGGNS DESCENDIÓ CON ÉXITO EN TITÁN. (Barcelona) Finalmente, el 14 de enero pasado, la sonda Huygens se posó sobre la superficie de Titán. Traspasada la atmósfera, el descenso llevó 2 horas y 48 minutos y, durante ese lapso, Huygens registró una multitud de datos con los seis instrumentos científicos que llevaba a bordo y continuó transmitiendo otros 72 minutos más tras su aterrizaje, el primero efectuado por un artefacto terrestre en ese satélite. Un alto funcionario de la misión aseguró que Titán es "un mundo fantástico, muy extraño, formado de hielo, alquitrán y petróleo, que llena las riberas y los lagos. No es aconsejable un paseo porque los pies se quedarían pegados o se hundirían. Tampoco es buena idea ir desabrigado, sin un tubo de oxígeno y, por supuesto, está prohibido fumar", afirmó el experto...
Sancho nos explicó que la irrupción de la
sonda Huygens había provocado reacciones químicas complejas en la atmósfera de Titán y que toda la vida allí estaba amenazada. Solo tenían una forma de salvarse: conseguir un elemento muy escaso en el sistema solar. Un elemento que se encuentra en algunos meteoritos; más precisamente, en El Toba, el meteorito más grande de los que se exponen en la entrada del Museo de Ciencias Naturales. El Toba era un trozo metálico de puro hierro. Se lo dije. Sancho me respondió: —No es el hierro lo que buscamos. Solicito a usted un momento de su atención: es lo que ustedes llamarían la “esencia” o el “alma” de El Toba. Algo que hay allí. Algo más. Entonces le hice la pregunta del millón. Qué tenía que ver yo, o ahora, qué teníamos que ver Mechi y yo con todo este asunto, bastante caótico. Sancho se enojó: —¡Mi mundo se está muriendo! ¡Por su culpa! Atentamente. Mi muy estimado: con toda corrección, me dirijo a usted... —¡Sancho, organice mejor las oraciones! —le rogué, ya medio harto.
—Tiene que ver, porque la epidemia fue producida por su nave espacial. —¿Mi nave espacial? Sancho, en la Tierra viven miles de millones de personas. Yo vivo en un país de cuarenta millones. Nunca tuvimos un astronauta y ni soñar con construir una nave espacial. No somos de los más... ricos de este mundo. ¿Entiende? Sancho, sin embargo, agregó: —Hoy le toca salvar a Titán. Mañana le tocará a otro la venturosa ocasión. Agora le toca a muy señor mío Valentino. Mañana, otro lo hará. Atentamente, bellaco. Pero yo seguía sin entender demasiado. Entonces, los tres pares de ojos emitieron un resplandor que, de algún modo, me atravesó. De golpe sentí algo extraordinario, una ventana que se abrió en algún lugar desconocido y que me mostraba un paisaje nuevo y hermoso. Mechi me tomó de la mano y sonreía, igual que yo. Con una sonrisa boba. Estábamos sintiendo lo mismo: que a todos, en algún momento, nos tocaba salvar el mundo. Un mundo cualquiera, aunque no fuera el nuestro.
—¿Cuántos habitantes hay en Titán? —pregunté, aún inundado de alegría. —Muchos, muchos. -—Pero... según las fotos... ¡no hay nadie! No hay ciudades, nada. —¡Voto a tal, corazón de alcornoque! No vivimos ansí, en la superficie, que allí todo se marchita, de mi consideración. Muy por debajo de la corteza, en las entrañas, hay sendas floridas y casas, con afecto, apreciado bellaco. Entonces, él quiso saber concretamente cuántos humanos había en el planeta. Puse “población de la Tierra” en un buscador de Internet y a los pocos segundos tenía los datos en la pantalla. Tuve que explicarle la división del mundo en continentes y países. —Hay dos países que superan los mil millones de habitantes, Sancho. Y, luego, hay nueve países que tienen más de cien millones, ¿lo ve? Estos son los once países más poblados. Argentina está en el puesto 31: casi cuarenta millones. Sancho se quedó pensativo, como masticando la información. Seguí mirando la tabla. Hay más de 200 países en el mundo. Comprobé que la
Ciudad del Vaticano es un país, aunque está dentro de otro país, Italia. POBLACIÓN D£ LA TIERRA China: 1.313.661.696 India: 1.080.264.388 Estados Unidos: 300.061.309 Indonesia: 261.973.879 Brasil: 186.112.794 Pakistán: 162.419.695 Bangladesh: 144.319.263 Rusia: 143.420.209 Nigeria: 128.765.112 Japón: 127.417.244 México: 106.202.364
Me llamó la atención Niue, uno de los últimos de la lista. Según la tabla, en Niue viven 2.166 personas. Hasta ese momento, no me había enterado de que Niue existía. Cuando lo descubrí pensé que sería una isla, un atolón, algún lugar exótico y bello, perdido en las aguas del Pacífico. Casi tan extraño como las ciudades subterráneas de Titán.
10. Nosotros
Y o había elegido contarle todo a Mechi no solamente por aquellos motivos que suponía Felipa y que me hacían poner colorado. Es verdad que Mechi me gusta. Pero el motivo principal que me impulsó a compartir con ella mi secreto es... que Mechi me gusta. Eso ya lo había dicho, cierto. Lo que no dije es que Mechi es capaz de pensar con frialdad aun en las situaciones más comprometidas; es organizada y práctica. Y lo demostró enseguida: —Sancho, ¿qué espera de nosotros? La pregunta fue tan directa y contundente que, creo, tomó a Sancho por sorpresa. —Vuestra gran bondad, moza fermosa, me ha
puesto en la ocasión de solicitarle su atención; ¡no huyáis, bellaco Valentino! y llevadme al museo, que solo no puedo ni debo, atentamente. “¿Nada más que eso?”, iba a preguntarle, cuando la puerta del cuarto se abrió. Felipa, contra su costumbre, estuvo poco prudente. Más charlatana que nunca, enseguida fue hacia Sancho: —¡Encontraron la pelota! Por suerte, Sancho ya se había enrollado y sólo se veía como una pelota peluda de color naranja. Felipa nos avisó que ya estaba lista la merienda y se fue canturfeando uno de sus boleros preferidos. —¿Nada más que eso, Sancho? —retomé. —En realidad, mi muy estimado amigo, sí, algo más... Le ruego, solicito su atención... Entonces comprendí que cuanto más nervioso se ponía Sancho, más parecía hablar como una carta comercial. —Mas esto que voy a decirle, le mando que guarde en secreto: la próxima luna llena debemos hacer posada en el museo, a medianoche, mi muy bellaco. Cuando El Toba libere su esencia, nosotros la recogeremos. Ansí terminarán las aventuras,
atentamente, y curaremos la epidemia. Sin perjuicio desto, lléveme agora mesmo al museo, necesito conocerlo, hermano alcornoque, de mi mayor estima. Y usted, fermosa doncella, venga también. Dicho esto, Sancho se hizo pelota otra vez. Guardó sus bracitos-tentáculos, entornó su media docena de ojos y se cerró. Como una ostra. Faltaban solo dos días para la luna llena, según el calendario. El sábado. Mientras tomábamos la merienda, Mechi, con el gesto más serio que le vi en toda mi vida, me dijo: —¿Te diste cuenta de una cosa, Valentino? —¿De qué? —Dijo “nosotros”. Sancho dijo “nosotros”. ¿Sabés lo que eso significa? —Sí —le respondí, tan serio como ella—, que no está solo, que hay otros titanes en la ciudad...
11. Visita al museo
Después de la merienda, fuimos al museo. En un bolsito llevaba a Sancho. Cruzamos la avenida Gallardo. Eran las cinco, el sol comenzaba a caer. Admiré el conjunto de árboles del Parque Centenario, detrás y a los costados del colosal edificio del museo. En realidad, hacía mucho que no los miraba; yo sabía que vivía en un barrio lleno de árboles hermosos, pero nunca los había disfrutado, en serio. La ciudad estaba llena de vida, de energía y de calor. Quise imaginarme el mundo de Sancho. ¿Habría soles artificiales bajo la superficie? ¿Qué comerían los titanes? Sancho no parecía tener necesidad de alimentarse. Si los castores o los monos aprendieran a cocinar, nos
taparían la boca, pero no tener necesidad de comer debe ser lo máximo de la evolución... aunque un poco aburrido. —¿Estás pensando lo mismo que yo? —me interrumpió Mechi. —No sé. ¿Vos qué pensás? —Nada. Una pavada. Un presentimiento... Que vamos a viajar —me dijo al oído. —¡No me pongas más nervioso! —le dije, tragando saliva. Ella se quedó callada. Sonreía más embobada que antes. Enseguida la imité: me sentía como iluminado, tan alegre que hubiera abrazado a un monstruo de Gila. Era el “efecto resplandor” de Sancho. En cuanto subimos las escaleras, vi en la balaustrada los caracoles y la escultura de unas benditas lagartijas. ¿Qué podían estar haciendo las lagartijas? Trepándose a un tronco. Siempre trato de entrar sin mirarlas siquiera, es un temor que me quedó después del incidente en el zoo. Todo lo que sea lagartija (el monstruo de Gila no es más que una fea y horrible lagartija de bellos colores) me pone a la defensiva.
Don Luis, el boletero, vestía, como tantas tardes, una vieja camisa de lino arrugada: —¡Llegó el hombre de la casa! Veo que hoy viene acompañado. ¡Y muy bien acompañado! Mechi lo saludó, sorprendida por el piropo. Saqué las dos entradas y estábamos por pasar, cuando sucedió lo inesperado: —¡Alto! Valentino, las normas... Tengo que revisar tu bolso. —¡No! ¿Por qué? —yo no entendía nada. —Ah... ¡Las normas! —insistió don Luis. ¡Ya empezaban las complicaciones! Salió de la boletería. Era un hombre bajo, más bien gordo. Daba la impresión de que podría rodar sin problemas. Don Luis revisó el bolso y comentó: —Perfecto. Todo en orden. Trajiste lo que había que traer... —me palmeó la espalda y con una sonrisa me indicó que podía entrar. En cuanto nos alejamos, aturdí a Mechi: —¡Es la primera vez que me pasa! ¡No sabía que revisaban los bolsos! ¿Por qué habrá revisado el bolso él y no el guardia de seguridad? ¿Y escuchaste lo que dijo sobre “lo que había que
traer”? ¿No es raro? —Rarísimo, ¿no? ¡Justo vos te asombrás de las rarezas! —me contestó, divertida. Como para disimular, me acerqué a ver los libros que estaban en la vitrina, enfrente de la boletería. Los títulos eran interesantes: El mesozoico de América del Sur y sus tetrápodos; Introducción a las diatomeas fósiles. —¿Sabes que las diatomeas son algas unicelulares? —le comenté entusiasmado a Mechi. Ella arrugó la nariz, impaciente, y me dijo que prefería las ballenas, que son un poco más... rotundas. Después, tiró de mi brazo y me arrastró hasta los meteoritos. Miré de reojo a don Luis: estaba muy ocupado atendiendo a un contingente de una escuela; era un buen momento para cumplir con el plan. Me puse a leer por enésima vez el cartel de El Toba. Este meteorito fue hallado en 1923 en el “Campo del cielo”, zona limítrofe entre las provincias del Chaco y Santiago del Estero, donde hay gran cantidad de materia caída del espacio. Se presume que son fragmentos de otro u otros planetas. La composición química es de un 90% de hierro, con un 7% de níquel, lo que forma una aleación a la que se denomina “hierro meteòrico” o “sideritas”. El 3% restante contiene cobalto, azufre,fósforo, estaño, silicio y carbono. A diferencia de otras
sideritas, El Toba no presenta ciertas líneas rectas entrecruzadas, a las que se llama “Figuras de Widrnanstatten Esta ausencia ha despertado la curiosidad de los expertos...
—No sabía que los meteoritos tenían nombre —me interrumpió Mechi. —Es una costumbre de algunos museos, lo dice el cartel —le expliqué, con tono de conocedor y ya no pude parar—. Al primer meteorito lo encontraron a principios del siglo XIX; pesaba novecientos kilos. ¿Sabés qué hicieron los funcionarios de entonces? Lo partieron y le regalaron seiscientos kilos al cónsul británico para que lo llevara al Museo de Historia Natural en Londres. Con el resto, se fabricaron armas. ¿Ves? Lee acá. La voz de Sancho me interrumpió, imperativa, desde su encierro: —Mi estimado bellaco: quiero ver el meteorito. ¡Sáqueme del bolso! Dudé. Sancho estaba loco. ¿Sacarlo? —Es solo una pelotita, Valentino. Quiero decir: para los demás. ¡Y lo estás aburriendo con tu sabiduría! —dijo Mechi maliciosa. Su voz tranquila me devolvió la lucidez. Caminé hasta el acuario, a un costado, y saqué a
Sancho del bolso. Me temblaba la mano. Volví. Mechi seguía firme junto al meteorito. Demasiado cerca de la boletería. Don Luis me guiñó un ojo... ¡Ufff! Disimulé
mirando las vigas con los murciélagos esculpidos que hay en el techo. Todo me parecía irreal. Sancho estaba inquieto, era un cuerpo frío, pero lleno de vida. Yo no tenía idea de lo que se proponía hacer. —Toque el meteorito, por favor, Valentino, amigo —me imploró. Un grupo de personas pasó por nuestro lado. —¡Mechi, está muy charlatán! ¡Nos van a descubrir! —susurré. Mechi, por toda respuesta, se puso a cantar. Lo hacía para disimular. Rocé el meteorito con la yema de los dedos. —¡Bellaco! —rugió Sancho. —¿Me habla a mí? —pregunté ofendido. —Discúlpeme. Se lo ruego. Valentino, bellaco, déjeme tocarlo a mí, ahora. Es necesario —rogó. —Dámelo —me pidió Mechi. Se lo di y ella comenzó a recorrer la superficie del meteorito con Sancho en la palma de su mano. Sancho no protestó más. Asomó uno de sus ojos a través del camuflaje peludo y redondo: su expresión era de absoluta concentración. Dos o tres minutos después, exclamó:
—¡Suficiente, Mechi! ¡Gracias! Atentamente... Creo que me puse celoso, pero también sentí alivio: la serenidad de mi amiga resolvió todo. No me atreví a salir a la calle tan rápido. Fuimos hasta el primer piso y nos sentamos en los bancos de madera, debajo de la enorme cabeza de un búfalo y frente a cuatro babuinos embalsamados, ubicados en el centro de la sala. —Ya está. Podemos irnos. No te preocupes, nos van a dejar salir —me dijo, y al ver mi cara de susto agregó—: ¡no seas miedoso! ¿Qué hiciste de malo? Mechi tenía razón. No habíamos hecho nada malo, salvo entrar al museo con un extraterrestre que quería acariciar un meteorito. Supuse que no habría leyes penales en contra de eso. Cuando salimos a la calle, entre los bocinazos y el ruido de los motores, la voz de Sancho sonó triunfal desde el bolso: —¡Confirmado! No tengo palabras, bellaco... Ese meteorito tiene alma. No tiene líneas entrecruzadas. ¡Titán estará a salvo! Quedo a su disposición, alcornoque amigo. —¿Se refiere a las figuras de Widmanstatten?
—pregunté, con conocimiento de causa. —Llámelo así, si quiere, bellaco. Si esas figuras no están, la esencia está. Me dejé llevar por un arranque de curiosidad. Quería saber un poco más. Por ejemplo, el verdadero nombre de Titán; cómo lo llamaban sus habitantes. Sancho, desde el bolso, soltó una carcajada. Entonces, apoyé el bolso en la cabina de un teléfono público para preguntarle dónde estaba la gracia. Me dio una respuesta que me hizo pensar por mucho tiempo: —¡Pardiez! ¿Usted pensó en explicarle su alfabeto a una hormiga, bellaco? —No. Pero yo no soy una hormiga, Sancho. No me compare con una hormiga. ¿Acaso no puede hablar conmigo? —Cuando usted, mi mayor estimado, aprenda a comunicarse con una hormiga en su idioma, yo le diré cómo llamamos nosotros a Titán. Que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra pregunta, no podría. —Luego, muy bajito, y sin altivez, confesó—: Yo aprendí a hablar con las hormigas. Los tres pares de ojos de Sancho parecían des-
pedir chispas de inteligencia. No sé por qué, pero en ese momento me sentí un poco insignificante.
12. El huracán Mamá vernos entrar. No le contesté. Necesitaba seguir hablando con Sancho bastante más. Apenas entramos al cuarto, se puso a saltar (más bien, a rebotar) de alegría. —Sancho, por si acaso... ¿piensa llevarse el meteorito a Titán? —yo estaba tomando conciencia de que íbamos a hacer algo peligroso. Un robo. —De ninguna manera, estimado, que ese escrúpulo viene torcido, mentecato amigo. Solo vamos a aspirar. No se congoje, don alcornoque Valentino. Aspirar el alma. Es menester, ya se lo dije —me tranquilizó.
Entonces, llegó mamá. Imposible no darse cuenta de que... ¡llegó mamá! Hablaba con Felipa en su tono habitual: acelerada y gritando. —¿Compraste el pollo, Felipa? ¿Te dieron la citación del consorcio? ¿Cómo anduvo Valentinito? A veces me dan ganas de sacarle la venda de los ojos y decirle: “ma, el bebé creció: soy yo, ¡hola! Era Valentinito, no soy más”. Pronto se calmaría. Mamá era el huracán Mamá los primeros diez minutos; luego, la locura se iba disipando. En segundos estaría en el cuarto. Sancho alcanzó a decirme, antes de enrollarse: —¡Sálveme del desodorante! Enseguida, mamá entró al cuarto. Se alegró al ver a Mechi y lo demostró: —¡Nena! ¡Qué linda estás! Creo que a mamá le preocupaba que yo pasara demasiado tiempo solo, en mi cuarto, leyendo o jugando con la computadora. Me encantó el modo en que trató a Mechi. Pero venía con el desodorante fragancia Bebé en la mano. —¡¡No, ma!! —¿No qué?
—¡Mechi es alérgica al desodorante! —mentí. —Ay... ¡Perdón! —dijo mamá, muy compungida. Y de inmediato comenzó a hacerle preguntas a Mechi sobre su alergia. Había metido en un lío a mi amiga, pero ella dio muestras, una vez más, de lo genial que es. Le inventó que su sistema inmunológi- co estaba debilitado por el polen de los árboles y que se estaba convirtiendo en alérgica a todo tipo de cosas, y que una “nadita” de desodorante le hacía a su organismo el mismo efecto que la patada de un caballo. Cerró el comentario, diciendo: —¡Debo ser una bacteria, ja! Mamá quedó horrorizada, miró el desodorante como si estuviera a punto de gatillar un revolver; se llevó la mano libre a la boca y gritó: —¡Ay! ¡Dios mío! ¡Casi te mato! ¡Perdóname, mi amor! Antes de irse, Mechi me dijo: —Acordate de que mañana hay fiesta en casa. ¿Venís temprano? ¡Era el cumpleaños de Mechi! Con todos los
acontecimientos, me había olvidado, pero le prometí que sí, que iba a ser el primero en llegar.
13. La fiesta de cumpleaños
Fui a una casa de regalos y compré un par de aros para Mechi. La vendedora me miró con una sonrisa extraña, como si los aros fueran para mí. O tal vez le provocó esa sonrisa torcida mi pelotita color naranja: había decidido que ya no debía ir a ningún lado sin Sancho. Temía que algo le pasara, que una lluvia antimicrobiana lanzada por mamá acabara con su vida. Estaba, también, preocupado por Titán. Pensaba en un mundo de pelotitas color naranja que vivían debajo de la superficie, lejos del frío helado, al abrigo de los fuegos subterráneos. Me imaginé que se agruparían en comunidades, que habría padres, hijos, hermanos. Sin duda, existiría
el amor entre ellos, o sentimientos de algún tipo. Incluso entre los monstruos de Gila deben existir los sentimientos... Si Sancho había encontrado el modo de viajar a la Tierra (y en un tiempo tan corto), significaba que su civilización poseía una tecnología superior a la nuestra. La nave Cassini tardó siete años en llegar a Titán y él, apenas meses, semanas o acaso minutos en hacer el viaje inverso. Sancho no contestaba estas preguntas ni ninguna otra sobre su mundo. Presumí que eran asuntos confidenciales y no insistí. Como sea, me la pasaba aferrado a Sancho y estoy seguro de que él estaba contento; prefería la palma de mi mano al oscuro armario. Al anochecer, me sorprendió con algo nuevo. Había encontrado un libro de mamá, con poemas de Guido y Spano. Me preguntó: —Valentino, ¿qué es esto? —Son poemas. —¿Y qué quiere decir eso, bellaco? ¡Y dale con “bellaco”! Parecía enamorado de esa palabrita. Le expliqué, lo más poéticamente que pude, de qué se trataba la poesía. “Un cuento que no precisa historia”, le dije. Seguía sin
entender. “Un cuento que sólo necesita música”, insistí. —¿Y qué es la música? —arremetió Sancho. —Eh... Un cuento que no necesita palabras — me inspiré. —Entonces la poesía es un cuento con palabras que no necesitan historia, solo música; pero la música no necesita de palabras —definió, triunfante. —Más o menos... —intenté conciliar—. Lo que importa es la belleza. —¿Todos los poemas son bellos, entonces? —¡Ojalá! —¿Me deja recitarle uno? —agregó el muy caradura. Y comenzó—: “¿Conocéis a la rubia y tierna Amira? ¡Qué belleza, qué flor, qué luz, qué fuego! Su andar se ajusta al ritmo de la lira, Hay en su voz la suavidad de un ruego”. Lo que me faltaba: la pelotita recitadora. Una guitarra y hacíamos un fogón. De pronto, se puso melancólico: —“Es aquí donde exhausto peregrino Quisiera alzar mi solitario albergue,
¡Y arrullado del aura y de las ondas Vivir lejos del mundo, para siempre! ” Y agregó emocionado: —Me gusta su armario. Me gustan los poemas. Me quedaría aquí para siempre, Valentino, amigo. Sentí que la humanidad se reivindicaba a los ojos de Sancho. Seríamos hormigas, pero hormigas poetas. La casa de Mechi era de dos plantas, tan linda como cualquiera de las del barrio, con un quincho en el jardín, al fondo. Allí estaba ella con sus amigas. Al verme llegar, las chicas interrumpieron la charla. Pero yo había alcanzado a escuchar algo: —¡Está bárbaro! —¡Nooo! ¡Mirá lo que es eso! —¡Ay, es relindo! —No está bueno, ¡está espectacular! Pronto comprendí que el afortunado destinatario de los elogios era el chico del momento. Un pedante sin límites, encima rubio, alto y de ojos celestes. Le decían “Lobo” y tenía su propia banda de rock: Nandú. En homenaje a su presencia, Mechi y sus amigas descartaron la
cumbia y pusieron rock. En la mayoría de las fiestas, se pasaba un noventa por ciento de cumbia, un cinco por ciento de rock, un cuatro por ciento de lentos y un uno por ciento de cosas inclasificables. Mechi me dijo una vez, hablando de esto: “Vos sos muy estadístico”, y arrugó la nariz. Mi tema preferido, esa noche, en esa fiesta, fue You’re beautiful, de James Blunt. Un tema lento a morir, un tema que te puede hacer enamorar hasta de una jirafa. Saludé a Gabriel, mi amigo con alma de sonidista. Gabriel me producía admiración porque a todo le encontraba un lado cómico. No tardó en preguntarme qué llevaba en el bolso de mano. —Nada... Una pelotita... Abrí el bolso para mostrarle a Sancho, pero... ¡no estaba! Por suerte, nadie me prestó atención... ¿a quién podía importarle mi pelotita en una fiesta? Tal vez Gabriel tuvo miedo de que me pusiera a hablar de los amonites fosilizados del jurásico, porque de pronto comenzó a preguntarle cosas a Lobo. La conversación giraba en torno a Nandú. Lobo estaba vestido de “estrella”, con
una remera y un pantalón negros. La remera decía en letras amarillas: “Nandú va por vos”. Gabriel, que había estado en un ensayo de la banda, le dijo: —Tenés rebuena voz, Lobo. ¡Buena enserio! Lobo, el muy pedante, ni se inmutó. No pareció importarle el elogio, aunque sí le importó (¡y cómo!) lo que siguió: —Tu forma de cantar es apasionada y con sentimiento, pero ojo con la afinación, ¿eh? —le dijo Gabriel, siempre con tanta puntería. Lobo miró a Gabriel con cara de perro rabioso. Los perros rabiosos no suelen aceptar la crítica constructiva, y mi amigo es un especialista en crítica constructiva. —Es una pena lo que te voy a decir, Lobo, pero la música suena a petardo —siguió Gabriel, cavándose su propia tumba. —¡Idiota! —Lobo se estaba hartando. —¡No te ofendas, no es el punto! —le aclaró Gabriel. Y agregó—: Tendrías que conseguirte, aunque sea, una sound blaster que pueda cargar sound fonts... O meter esos midis en un multipistas...
—¡Metete los midis en tu multipistas! —aulló Lobo, y empujó a Gabriel, que cayó encima de unos arbustos. El cantante se conformó con lo que hizo y se retiró hacia otro sector del parque, donde no se practicara la “crítica constructiva”. Mientras mi amigo se levantaba, vi algo que brillaba , casi fluorescente, entre las ramas: ¡era Sancho! El propio Gabriel tomó la pelotita. —¿Esto es tuyo? —dijo, olvidándose de Lobo. Agarré a Sancho y, sin pensar en lo que hacía, exploté: —¡Que sea la última vez! Gabriel me miraba sin comprender: no le encontraba el lado cómico al asunto. Algunas personas suelen arengar a sus perros, a sus gatos, incluso les hablan a las plantas. ¡Pero no a una pelota de tenis! Salí del paso como pude. Solo quería que la fiesta terminara y eso ocurrió a medianoche. Me fui solo a casa, eran apenas tres cuadras. En la calle, sombras y niebla. De pronto un tipo con impermeable y acento extranjero se cruzó en mi camino:
—¿Egues Valentino? —me espetó. —¡No! Sí... más o menos... —llegué a decir, bastante asustado. —Tengo que hablag con vos. —¡Yo no! No tengo nada que hablar con un desconocido. Mis padres están en la esquina — mentí.
—Vos no mientas. Ellos están comiendo en la paguilla Los chanchitos. Tenía razón, estaban cenando ahí, en Marechal y Gallardo, a pocos metros de casa. Me asusté más. El tipo era inmenso, un pedazo de bestia de casi dos metros y ancho como una pared. Creo que ocupaba toda la vereda. Era una pared. —Soy Jean-Pierre Platini, investigadog de la Agencia Espacial Eugopea. Necesito hablag con vos un momento —dijo, mientras, de manera poco amistosa, me pasaba un brazo por los hombros y comenzaba a arrastrarme hacia el parque.
14. El hombre de la Agencia Espacial Europea
Jean-Pierre Platini olía a pipa, pero tuvo el buen gusto de no encenderla durante la breve charla que compartimos esa medianoche, en uno de los bancos del Parque Centenario, muy cerca del edificio con cúpula redonda de la Asociación Argentina “Amigos de la Astronomía”. Allí hay un modesto observatorio para contemplar la Luna, Marte, o los anillos de Saturno. Alguna vez, fui con papá para conocer el Mar de la Tranquilidad, la región donde alunizó la Apolo en 1969. Aunque a monsieur Platini no le importaba esa clase de recuerdos. Era imposible negarme a su pedido de conversar. Podía ser un tipo muy persuasivo. Cada vez que decía la palabra “vos”, sonreía. Un tipo vivo. Como
esperaba una ciudad fulgurante. Los insectos aman las luces urbanas, se lanzan a los focos, vuelan locamente hasta que es demasiado tarde y mueren. Jean-Pierre Platini carraspeó: —¿Vos quiegues sabeg, Valentino, qué hago aquí? ¡Ah!... ¡Esas computadogasl Comenzó un largo ataque a los programadores y a los programas de las computadoras, a los aparatos de transmisión y a unas cuantas cosas más. Me dijo que todo debía tratarse de un tremendo error (“egog”) humano, porque no podía ser cierto lo que las máquinas indicaban: que aquí, en este país, en esta ciudad, precisamente en este lago artificial frente al cual conversábamos, se encontraba la Huygens. —¿Vos la ves? Porque yo no la veo —me confesó incrédulo, fastidiado, el desconcertado investigador, antes de largar una real carcajada francesa. Luego, a pesar de la oscuridad, sentí que se sonrojaba—: No creegás vos,jeune, que sospecho tales cosas. Egaguen humanum est... ¡Todos nos equivocamos alguna vez! Yo estaba muerto de miedo, con Sancho en el bolsillo. Le pregunté cuál era su trabajo concreto. Casi vanidoso, dijo que era un investigador muy hábil y que por eso lo habían mandado a él a esta “sensible misión”. Que debía llevar un informe completo a sus jefes, para que nadie dudara de que
había estado trabajando y no de vacaciones en esta lejana capital del sur. Estaba convencido de que su esfuerzo era inútil, de que las máquinas se habían vuelto locas. Durante semanas, gracias a sus múltiples recursos, había investigado el parque, sus alrededores, los vecinos... —¿Y por qué me cuenta todo esto a mí? —le pregunté, para ver si podía zafar. -—Sentido común —observó. Me dijo que podía poner las manos en el fuego por mis vecinos. Ninguno había visto algo extraordinario en los últimos días: todos seguían sus rutinas, tan normales. Trabajo, gimnasio, estudio, llevar a los chicos al colegio, preocuparse por las cosas por las que se preocupan los hombres y las mujeres en cualquier lugar del mundo. Pero, según él, yo era distinto. Ni mejor ni peor: diferente. Si era un anzuelo para mi curiosidad, ya estaba atrapado; me mordí la lengua, pero igual se me escapó un: —¿Por qué? En pocas palabras, me dio a entender que si él tuviera que hacer una lista de personas del barrio sospechosas de haber tenido un encuentro con extraterrestres, me pondría a mí en primer lugar.
Entendí lo que Platini me estaba sugiriendo: que yo era un bicho raro. Eso me decían mis amigos... y siguen siendo mis amigos. En el fondo, todos somos bichos raros. Me da risa, ¡cómo si fuera el único! Cuando me dicen “Sos raro, ¿eh?”, no se refieren a mi cara, no tengo joroba como el jorobado de Notre-Dame, ni la piel de color verde. Se refieren a mis gustos, a mi fascinación por los animales (vivos o muertos). Yo les digo que escarben un poco dentro y ¡ya verán qué cosa los fascina! La gente se hace rutinas para no salirse del molde y parecer un bicho corriente. Yo conocí a un tipo así, convencional a morir. Un día, el día más frío del invierno, se desnudó y comenzó a hacer aerobismo alrededor del parque. La policía se lo llevó y él gritaba en el patrullero: “¡Necesito completar mi rutina! ¡Tengo que dar otra vuelta!”. Ni siquiera sabía que estaba desnudo: se había hundido en la rutina hasta enloquecer. La cuestión es que, bicho raro o no, al final todos venían a tocar a mi puerta: primero Sancho, ahora Platini. ¡Muy afortunado de mi parte! El francés, cortando el hilo de mis pensamientos, me espetó: —Acabemos, Valentino. ¿Estás seguro de no habeg visto una sonda espacial en los últimos días?
—¡Jamás en mi vida! —respondí rápido, asustado de nuevo. —¿No llevas vos, pog ejemplo, un magciano en el bolsillo? Vos tienes la mano allí desde que nos sentamos. Su instinto era terrible, pero el tipo no creía en lo que decía. ¡Por suerte! ¿Se estaba tomando todo a la chacota... o simulaba? Por las dudas, le dije: —Es solo una pelotita que no quiero perder. Nada más. El hombre de la Agencia Espacial miró las estrellas y luego el lago. Cruzó las piernas. Suspiró. —Es una bella ciudad la tuya, Valentino. Me habló de los jacarandás en flor, de las veredas manchadas de flores violetas. Me habló de los meteoritos del museo. A él también le fascinaban: al fin y al cabo, eran como naves espaciales. —Aunque no como las que yo busco —comparó. Monsieur Platini me había seguido todos estos días. Era hábil. Su problema era que ya no creía en nada. Sentí que el francés no me iba a lastimar. Entonces, súbitamente audaz, tomé a Sancho y se lo puse frente a los ojos: —Me encanta esta pelotita, es la única pelota de tenis color naranja que vi en mi vida —le dije, con el corazón acelerado.
—Ah... —contestó Platini con indiferencia total. Y enseguida agregó—: Debo irme. Vos toma esta tarjeta. Si me necesitas, vos me llamas. Monsieur Platini me extendió la tarjeta y luego sacó un enorme chocolate de su impermeable. Me lo dio con unas palmadas en el hombro, rogándome que lo aceptara, en agradecimiento por mi charla. Se puso de pie. Percibí que se sentía avergonzado, fuera de lugar, obligado a un trabajo que consideraba una pérdida de tiempo. Era noviembre y soplaba un viento fresco. Había tantas flores en el suelo como en la copa de los árboles. La primavera había convertido las veredas en espejos: algo mareado, sin saber si pisaba el cielo o la tierra, también me puse de pie. Vi cómo el altísimo monsieur Platini se hundía con lentitud en las sombras del parque, intentando atrapar alguna flor en el aire, el paso lento y dejando tras de sí un olor a vainilla y tabaco; había encendido la pipa. Pensé que extrañaría a su familia, en algún pueblito francés, y me dio un poco de lástima. Me fui a casa, pensando mil cosas. Tenía mucho que hablar con mi amigo Sancho Fragancia Bebé.
15. Un intruso en casa
Las sirenas de la policía aullaban. Eran las doce y media de la noche. En la puerta del edificio estaban papá y mamá. Los policías y yo llegamos al mismo tiempo. —No te asustes, Valentino, pero alguien entró a la casa —me informó papá, con la frente arrugada. Mamá me abrazó, llorando. —El encargado estaba llegando al edificio y vio /
las ventanas de casa iluminadas. El sabía que habíamos salido. Por las dudas, nos avisó al celular. La verdad, pensamos que nos habríamos olvidado de apagar la luz de la cocina —agregó papá. Cuando volvieron de cenar en Los chanchitos, encontraron todas las habitaciones revueltas y
algunos muebles corridos de lugar. Los ladrones no robaron nada. Nada en absoluto. Igual, los policías hicieron un escándalo espantoso: —¡No toquen! ¡Pueden borrar huellas! —¿Y ustedes dónde estaban? —¿Y el chico? ¿Dónde estaba el chico? Me di cuenta de quién había entrado cuando vi que mi computadora estaba encendida. Sentí frío en todo el cuerpo. Jean-Pierre Platini sabía lo que hacía. Ni los policías, ni papá ni mamá sospecharon nada; para ellos, yo la había dejado encendida, y punto. Pero no, yo la había apagado y monsieur Platini, sin duda, habría encontrado el archivo grabado por Sancho sobre la misión a Titán. Por eso, en el parque, me habló de la sonda sin preámbulos: sabía que era un tema familiar para mí. Dos horas más tarde, los policías seguían en casa. Fue muy molesto. Incluso, uno de ellos se permitió decir: —¿Están seguros de que el muchacho no hizo esto? A veces, los adolescentes buscan llamar la atención... Mamá puso el grito en el cielo. ¡Cómo iban a pensar eso de “Valentinito”! Pero le sembraron la
semilla de la duda, porque cuando los policías se fueron, me preguntó: —Nene, ¿vos no habrás... ? Quiero decir, nosotros te queremos mucho... Si tuvieras un problema, sabés que podes confiar en papá y en mamá, ¿no, mi amor? La quería matar, pero pensé que no tenía derecho a preocuparlos. Dudé. ¿Qué sería menos preocupante para ellos? ¿Un ladrón o un hijo que quería llamar la atención? Al final, me decidí: —Mamá, papá, tengo algo que decirles. Papá, que daba vueltas nervioso, se acercó. —No sé lo que me pasó. No me animé a decírselo cuando estaban los policías. Yo... —¿Qué, hijo? ¿Qué? —se desesperó mamá. —¿Cómo van a pensar que yo revolví todo para llamar la atención? Es que perdí las llaves de casa, al salir. Y mi carpeta... y ahí estaba la dirección de acá, de casa... y no sé... Sabía que papá se iba a aliviar con eso. Tenía lógica. Había sido el típico caso de “la ocasión hace al ladrón”: llave más datos igual robo. Para solucionar el asunto, bastaba con un cambio de cerraduras. “Y listo el pollo”, dijo papá.
Por supuesto, desde entonces tuve que ocultar mis llaves y mi carpeta, que no se me habían perdido. Solo quería darles a papá y a mamá una explicación. Les mentí, sí. Pero... ¿qué les iba a contar? ¿La verdad? ¿Cómo? De inmediato, papá habló con el portero (que andaba despierto por ahí, excitadísimo después de tanto uniformado alrededor) y le comunicó las novedades. Después papá dijo: —Bueno, ahora mismo viene el cerrajero y se encarga de hacer llaves nuevas. No hablé una palabra con Sancho; imaginé que Platini había sembrado la casa de micrófonos invisibles. El hombre no creía en los extraterrestres, pero estaba empeñado en justificar el sueldo que le pagaba la Agencia Espacial. Yo jamás lo perdonaría por haber entrado en casa y haberle dado tal disgusto a papá y, sobre todo, a mamá.
16. La confesión de Sancho
Li
amé a Mechi temprano. Nos comimos el chocolate que me regaló monsieur Platini; hice un bollo con el papel y lo puse en la bolsa de basura, después de romperlo en muchos pedazos. Le propuse ir al parque con Sancho. Mamá y papá nos saludaron sonrientes, a pesar de que, pobres, por sus ojeras apenas si habrían dormido. El portero me miró con saña. Como si yo fuera un delincuente peligroso. Sin duda, me había culpado por toda la escena nocturna. ¡Claro, para él yo realmente había perdido las llaves y había puesto en peligro al edificio! Luego de asegurarme de que nadie nos seguía, nos sentamos en el mismo banco que habíamos
ocupado la noche anterior con monsieur Platini. Y le conté a Mechi lo que había pasado cuando terminó la fiesta: la charla con el investigador y el intruso en casa. Luego, saqué a Sancho de mi bolso y antes de que pudiera decirle una palabra, habló él: —Ya está todo resuelto, estimado don alcornoque. —¿Qué cosa? —Los aparatos transmisores de la sonda están mascando barro, vuesa merced. Esos majaderos de la Agencia Espacial ya no recibirán más señales. Con beneplácito se lo digo, amigo Valentino bellaco. ¡Fantástico! Había olvidado que cuando estuve con Platini, Sancho también estaba conmigo y escuchó la conversación. Pero yo seguía enojado: —Sancho, quiero que me cuente todo. ¿Quién más está aquí? Anoche, el investigador entró a casa. ¡Mis padres están como locos! —se me hizo un nudo en la garganta. Me estaba poniendo muy sensible. Mechi me apretó con fuerza la mano. —Entiendo, muy estimado amigo melindroso Valentino. Le pido perdón y buen provecho os haga. Solo crea en mí: usted y la doncella fermosa Mechi salvarán a Titán. Ahora le cuento todo. Mis
amigos están aquí, dígolo con señorío, bellaco. —¿Dónde? —Aquí. Allí, debajo de ese monumento. Sancho señaló el promontorio, en el centro del lago: la mujer saliendo de la piedra. —Allí está nuestra nave y la sonda de ustedes. Tuvimos que sacarla de nuestro mundo, porque su presencia nos hacía daño. Ya sabe. Ahora, mis compañeros inutilizaron sus aparatos. No más señales. Lo tendríamos que haber hecho antes, pero las necesitábamos para orientarnos, para llegar a la Tierra. —Pero... ¿cómo es que están allí? —Están debajo. No en el fondo del lago, más abajo. —Sí... pero, ¿cómo? —Nosotros podemos hacerlo. Es decir, ellos... —¿Quiénes son ellos? —Ellos. Los titanes. Los verdaderos. No puedo decir más. Ni una palabra más. —¿Verdaderos? ¿De qué...? —¡Ni una palabra más! Lo acepté. Comprendí que el juego se complicaba. Entonces, le pregunté a Sancho cómo haríamos para entrar y salir del museo por la noche.
—Por la puerta —me contestó. ¡Ah! Fantástico. El portero me odiaba. Una pelota de tenis se burlaba de mí—. Es verdad, estimado amigo. Entraremos por la puerta. Alguien la abrirá para nosotros. Desde adentro —me aclaró. Bien. Lo asimilé... como pude. —¿Y qué tendríamos que hacer adentro? —No puedo adelantar nada. Su presencia es... no podríamos hacer nada sin su presencia. No podríamos salvar Titán sin su presencia. —Y sin esperar mi respuesta, dijo—: Caballero don Quijote, soy su escudero, de mi mayor estima. Solicito a usted, don Valentino Quijote; usted no está loco, que acá no hay encantamientos ni fantasmas. Soy tan Sancho como usted Quijote; somos otros, sí, pero ahora... somos ellos. Me quedé con la boca abierta por el discurso. Pero no me sonó mal ser un quijote. Después de todo, no iba a ser por mucho tiempo, de acuerdo a lo que agregó Sancho: —Estimado, de sabios será guardarse hoy para mañana. Pero en lo que respecta a nosotros, solicito su atención: no tenemos más remedio que aventurarnos todo en un día.
Así estaban las cosas. Entonces, Mechi me dijo: —Quiero ir con vos. ¡Y no se te ocurra decirme Dulcinea, porque no te hablo más! Voy a entrar al museo con vos esta noche. —¡¡Noooü Ni de casualidad. ¡Ni lo pienses! No sé lo que va a pasar. —¿Y si te llevan a Titán? —me susurró al oído, para que Sancho no escuchara. No. Eso sí que no. No lo creía posible. —¡Te lo prohíbo! —me mandé—. Además, ¿cómo saldrías de tu casa? —De eso me puedo encargar. ¡Y vos no sos quién para prohibirme nada, nene! O voy con vos, o les confieso todo a tus papás: elegí. Jaque mate de Mechi. Pero me encantó perder.
17. Una obra maestra
A esta altura comprendí que algo en mi cerebro no funcionaba bien. Había tenido oportunidad de delatar a Sancho, un extraterrestre cuyo nombre verdadero no conocía (y que, dicho sea de paso, ¿qué importancia podía tener?). Me impidió hacerlo un increíble sentimiento de protección hacia él. Sería su modo de protestar, de enrollarse, o su voz al recitar los poemas de Guido y Spano. Sancho era redondo, suave, parecido a un pulpo, terriblemente inteligente. Yo intuía que él no mentía, a lo sumo, no me contaba todas las cosas. Aunque hasta eso, supongo, demostraba un cuidado hacia mí: me iba preparando de a poco para revelaciones más y más profundas.
Con delicadeza, me señaló una nota que había copiado del sitio de Internet del que se había hecho fanático: 8 DE MOUIEMBRE DE 2004
ACTUALIDAD CIENTÍFICA
UNA OBRA MAESTRA (Madrid) Este vehículo explorador constituye una obra maestra de la ingeniería europea y tal vez sea la sonda más compleja jamás construida. El sofisticado equipo que porta la nave permitirá mostrar por primera vez la realidad física del satélite más intrigante del sistema solar: Titán. Si tiene éxito, enviará grandes cantidades de datos sobre la composición de la atmósfera de esta luna, sus nubes y su superficie. Dependiendo de las condiciones que encuentre en el aterrizaje (aún no se sabe si lo hará en una superficie sólida, líquida o fangosa) y de su resistencia, podrá remitir a la Tierra, durante más de 70 minutos, datos e imágenes desde el suelo, que se sumarán a las dos horas y media de datos obtenidos durante el descenso. Cuando Huygens se separe de Cassini y penetre en las nubes de Titán, se convertirá en el objeto fabricado por el ser humano que más lejos haya aterrizado jamás. La misión en conjunto tiene otro récord: por su presupuesto, de 3.200 millones de euros, es la más cara de la historia...
Bien, la obra maestra ahora era un montón de chatarra, debajo del lago, en el Parque Centenario. Papá y mamá se estaban recuperando de la no-
che anterior y me propusieron ir al cine con ellos. De solo pensar en una cosa así, me corrió por la espalda un escalofrío de aburrimiento. Les dije que no, que tenía que verme con Mechi. Mamá no se privó de comentar: —¡Qué nena tan rica! ¡Qué preciosura! ¡Tenés muy buen gusto! —¡Es mi amiga, mamá! —dije con fastidio. —¡Hijo’e tigre! —se enorgulleció papá. Cuando querían, podían ser insoportables. Por suerte, no se les ocurría tratarme así en público. Fue un largo sábado. Lo único que hice fue perder el tiempo. Y toser. Me vino una tos seca, sin catarro, como si quisiera expulsar... no sé, algo de adentro, un alien. Pero no, mi alien estaba en el armario. Con todo lo que me estaba pasando, tendría bajas las defensas, como dice mamá cuando me resfrío. Con Sancho no crucé ni media palabra. Todo alrededor eran paredes que escuchaban. En cuanto mamá me oyó toser, propuso suspender el cine. Le dije, en broma, que si hacía eso me moría. No le gustó el chiste. Me dijo, muy seria, que con la muerte no se hacen chistes.
Apenas si me reprocharon que, por mi culpa, un ladrón les hubiera revuelto la casa. Pensaban que tenía la cabeza en las nubes por amor a Mechi. ¡¡Si tan solo hubiera sido eso...!!
18. Un mundo de animales muertos
Era de noche. Tendría que escribir: “Hacía frío y llovía torrencialmente”. Pero no. Era una hermosa noche estrellada, de luna llena. A la hora señalada, salimos de casa con Mechi y Sancho. En el bolsillo, Sancho se movía. Saltamos las rejas, que no eran muy altas, en el sector donde se encontraba el ejemplar de palo borracho más fantástico de la ciudad. El tronco, inflado como un globo, y la extraña copa lo convertían
en un árbol ideal para una película de ciencia ficción. Al pisar el pasto, no sonó ninguna alarma, ningún perro ladró. Solo dos gatos, en silencio, se alejaron de nosotros. Nos acercamos a una puerta lateral ubicada debajo del nivel de la calle, al final de una corta * escalera descendente. Nadie podía vernos. Hubo un ruido de llaves desde el interior. La puerta de hierro, pesada, hermética, se abrió. Con Mechi estábamos pegados, como gemelos. Gemelos del miedo. Pensé en retroceder, largar todo y volar a casa, a la cama. Pensé, también, que si había llegado hasta allí, ya no había forma de volver atrás. Don Luis, con una sonrisa más grande que un ropero, nos recibió. En cuanto traté de hablar, me ordenó silencio, llevándose el índice a la boca. Un gesto muy simple, pero efectivo. Un nuevo umbral del asombro. ¿Era posible lo que estaba viendo? ¿Qué hacía allí el boletero, a medianoche? ¿Estaba aliado con los titanes? —Vamos, chicos, vamos. No se asusten —murmuró don Luis. Caminamos a tientas por las salas inmensas, apenas iluminadas con luces penumbrosas, que hacían brillar los huesos (reales o de manipostería) de las
decenas de criaturas del museo, de esos monstruos espantosos. Olor a formol, a naftalina, a lechuza muerta. Lo bueno de todo esto era que Mechi se aferró un par de veces a mi brazo y su barbilla rozó mi hombro. Yo soy un poco más alto que ella, y ella es... es hermosa. —¿Adonde nos lleva? —pregunté. —¡Qué pregunta! Vamos a ver El Toba —dijo, muy suelto de cuerpo, don Luis. Después de cruzar la galería del acuario, con sus peceras iluminadas, llegamos al vestíbulo. Sancho vibraba en mi bolsillo. —No entiendo, don Luis. ¿Qué hace usted aquí? —pregunté. —¿De veras que no entendés quién soy yo? El cuerpo de don Luis hizo un giro a medias y despidió chispas y niebla. Eso creí. Porque en cuanto completó el giro, todo era perfectamente natural en él. Era don Luis, con su pantalón viejo y su camisa de lino arrugada. Entonces, volvió a girar y alcancé a ver un rostro diferente, una cara angulosa, calva, ojos pequeños rodeados por un resplandor rojizo. Lanzó una carcajada alucinada. Mechi me tiró del brazo, se le estaba haciendo costumbre:
—No te dejes asustar —susurró asustada. —¿Qué hay que hacer? ¿Para qué nos necesitan7 atine a decir.
Los titanes, al fin y al cabo, parecían tener muchos recursos. ¿Para qué querrían a un par de humanos? Pero, antes de que pudiera escuchar la respuesta, alguien gritó: —¡Están todos detenidos! ¡Quietos o dispagol Monsieur Platini, con una pistola en la mano, nos apuntaba. Era lo único que faltaba.
19. Viaje a Titán
—¿Dónde están? —monsieur Platini parecía muy, muy nervioso—. ¿Dónde están los alienígenas? — Apenas dijo eso, bajó la cabeza y murmuró—: \Mon Dieul ¿Qué estoy diciendo? ¿Alienígenas? ¿Estoy loco? Don Luis (quiero decir: el ser no terrestre que yo pensé que era don Luis) le respondió: —Señor... no sé quién es usted, ni sé cómo ha logrado entrar al museo. En cuanto a alienígenas... ¿Se siente bien, señor? El detective de la Agencia Europea sudaba. La mano que sostenía la pistola sufría convulsiones y tenía los ojos muy abiertos, sin pestañear. De pronto, algo crujió.
A espaldas de Platini, el globo terráqueo de la sala de Mineralogía y Geología se movía lentamente sobre su eje. Al fondo, el gigantesco panel que ilustraba el origen del universo comenzó a titilar. Centenares de luces rojas, amarillas y verdes se encendían y se apagaban, como si las estrellas dibujadas fueran reales. Toda la sala había cobrado una extraña vida. Las rocas, miles de muestras de todo el planeta, resplandecían en aureolas naranjas y emitían un sonido de líquido hirviendo en su interior. Un cristal de amatista del Brasil, turquesa y violeta, parecía sangrar colores. Tenía la forma de un dedo, el dedo de un gigante de piedra. Sentí que la piedra se quejaba, herida, que deseaba volver a su lugar, a su
sombría cantera. Monsieur Platini giró lentamente su cabeza y la actividad de la sala lo fulminó. De pronto, pareció que algo se cortaba en él y cayó como una bolsa de papas sobre las baldosas. Exánime. —¡Pronto, atentamente! ¡Valentino, Mechi, de mi mayor atención me dirijo a don bellaco y a la fer- mosa doncella, vamos, no hay tiempo! —apuró Sancho. —¿No hay tiempo para qué? —Ya está la nave, distinguido bellaco. Ya está todo preparado. Debemos llevarnos, le solicito, lo que vinimos a buscar, tenga a bien, mis cordiales saludos. Atentamente, por medio de la presente —Sancho vibraba desesperado en mi bolsillo. —Acabo de tener un mal augurio. Creo que jamás debimos haber venido aquí. ¡Creo que fue un terrible error! —me dijo Mechi, en un tono sepulcral. Tomé a Sancho y le dije: —¿Es verdad lo que dice Mechi? ¿Es verdad que nos equivocamos en confiar?
Sancho dijo, con humildad: —Lo siento, bellaco amigo. Lo siento, soy un robot. Fui la carnada. Lo siento. Soy su amigo... Su amigo, bellaco. —Es verdad que es un robot. Pero ustedes solo deben hacer una cosa: tocar el meteorito. Cuando yo les indique. Eso será todo. La energía que duerme en El Toba despertará y la recogeremos —don Luis sonreía, tranquilo. Ya estaba claro quién era él. Pero la revelación de que Sancho era una criatura artificial me entristeció. De golpe me sentí vacío, desconcertado, sin respuestas y, lo peor, sin preguntas. Don Luis me arrancó de mis reflexiones: estaba emitiendo un resplandor que nos envolvía a Mechi y a mí. Entonces, volvió a invadirnos la sensación de ser los salvadores del planeta y nos sentimos tranquilos y confiados otra vez. El Toba estaba allí, tan inerte y oscuro como solo puede estarlo un trozo de
hierro. Don Luis sacó un hilo casi invisible de su camisa. Me dio una punta, le pidió a Mechi que lo sostuviera desde el centro para que no rozara el suelo y él lo tomó desde el otro extremo. Con la otra mano sostenía un cuenco plateado: —¿Para qué es eso? —pregunté. —Para recoger lo que rebase. —¿Lo que rebase de dónde? —De todas partes. Es un imán que atrae la energía, el alma... En cuanto me lo ordenó, apoyé mi mano sobre el meteorito. El hilo se erizó, como el pelaje de Ruperto cuando se enoja. Tuve la sensación de que algo venía, una ola gigante, un maremoto. Sentí cosquillas en los dedos y, luego, la furia de la naturaleza. ¿Cómo explicarlo? El viento y todo lo que pudiera arrastrar un ciclón pasó por mí. Pasó rápido, pasó como un relámpago. Todavía podía ver a Mechi. De sus ojos brotaba un líquido amarillo; de sus orejas, de su boca. Todo en ella resplandecía. Mechi (o algo en ella)
parecía derretirse. Seguramente, yo también. Don Luis se movía sin cesar, intentando que el líquido se vertiera en el cuenco. Y, al final, una bola de algo caliente y oscuro me envolvió. Me había convertido en agua. No me dolía. Sabía que algo insólito estaba sucediendo conmigo, sabía que había dejado atrás una vida, que era mi vida. Pero todo eso era como un eco remoto y el dolor de haberlo perdido resonaba en mi corazón, aunque mi corazón también estaba lejos. Me sentía un lugar, una cosa de la naturaleza, un algo sin conciencia. ¿Así sería estar muerto? No lo sé. Yo sé que no estaba muerto, porque de la muerte nadie regresa, porque al momento de escribir estas palabras, respiro, me late el corazón, tengo pulso. Y puedo contar... contar el cuento. Recuerdo una caverna gigantesca, de rocas naranjas y rosadas. Recuerdo que todo fue suave, que fui tratado suavemente. También sé que después
perdí noción de las formas que había alrededor.
Mis ojos solo veían niebla; a veces, manchas de color. Por momentos descubría un ojo o una boca, pero sueltos, sin cuerpo, flotando en el aire. Otras veces, creí entender que ese ojo o esa boca formaban parte de una criatura monstruosa que yo veía solo como el negativo de una foto; que estaba allí, pero que mis ojos eran incapaces de asimilar. Mis ojos desconocían lo que veían, no estaban educados para descifrar el mundo subterráneo de Titán. No sé qué lamento más, si haber estado sin ver o haber estado tan poco tiempo. Porque, en algún punto de mi permanencia, comencé a captar más cosas, como si estuviera en un país que hablara otro idioma y, a fuerza de escucharlo, descifrara los primeros signos, los más elementales, los más comunes. Durante ese lapso tuve la increíble idea de que una máquina o una bestia se estaba alimentando de mí. Después, supe que a Mechi le había pasado lo mismo. No podía distinguirla en la bruma de las formas, hasta que comprendí que algo se interponía entre nosotros: un objeto... un mueble. Un día (o quizá no hubo días, quizá todo transcurrió en un único y largo segundo), alguien corrió el mueble y la
vi. Era la única forma que podía identificar con claridad; lo demás era un enjambre confuso de átomos. Solo Mechi era hermosa. Dormía. Una especie de insecto la sobrevolaba y cada tanto se posaba en sus párpados, en su cuello. Después vi unas sombras tan oscuras, que eran como recortes de una noche sin luna en la Tierra; sombras sólidas, con peso, con tres dimensiones. Mechi estaba dentro de una campana rosada, una burbuja de luz que la envolvía. Cuando las sombras se fueron, la campana de luz se desvaneció. Y así ocurrió muchas veces. Las sombras pasaban con sus máquinas, con sus herramientas, con todo lo que eran y hacían, todo lo que yo no acertaba a distinguir. Desvié mis ojos y comprobé que aquellas sombras que tanto me impresionaban en torno a Mechi, también estaban en torno a mí; tan sutiles, que su presencia no me producía ninguna sensación. No me tocaban o, si lo hacían, yo estaba bajo una anestesia total. Extraían de nosotros, como hábiles cirujanos, hilachas de luz rosada. Yo también estaba atado a la luz, aprisionado o cobijado por una campana que a veces era visible, a veces no. Tuve la extraña idea de
que nos habíamos convertido en dos pequeños soles, manuables, portantes; que aquellas sombras no eran más que el esbozo incompleto de un rompecabezas humanamente imposible de armar. Por momentos, sentía que despertaba de un sueño violento, hipnótico, y que estaba en mi casa. Quise recordar las caras de mis papás, mi cuarto, las cosas que me gustaban: el silencio antes de dormir, el sol del parque. Pero todo estaba tan lejos, todo era tan inaccesible, que no podía armar ni un recuerdo completo. Una languidez absoluta me mantenía en un estado de latencia casi mortal, donde sólo vagaba por paisajes breves, rotos, dispersos, las pocas imágenes que mi mente podía recordar. Comencé a habituarme a la ronda de sombras. Me ejercité en fijar mis ojos sobre ellas; a la tercera o cuarta vez, supe que eran tres; a la siguiente, les vi los rostros, pero eran lisos, sin ojos, sin bocas. Vi algo que no era parecido a ninguna pesadilla, que estaba más allá de la suma de todas las pesadillas. Que no era máquina ni humano. Bajé los ojos. El tiempo también pasó, y las sombras dejaron de pasar. No hubo más luces sobre el cuerpo de
Mechi. Tampoco hubo luces sobre mí. Mis ojos se cerraron. Pude sentir olores nuevos, frescos, agradables; de brotes que surgen después de la lluvia en el desierto, de perfumes que despiertan, de hojas quemadas al comienzo del otoño. Olor a bizcochuelo en el horno; olor a un campo cubierto de flores silvestres, de esas que crecen solas. Un disparo de aromas me llevó hacia una puerta blanca, y comencé a descender hasta que todo lo que se movía dejó de moverse, y el viento del sueño me dejó sin perfumes.
20. Regreso a la Tierra
JVtechi estaba en el piso, a mi lado. No sé cuál de los dos reaccionó primero. El museo era un cementerio de silencio. —¿Cómo estás? ¿Qué pasó? Nos abrazamos un buen rato. Mechi me mojó la cara: estaba húmeda o lloraba. Nos sentíamos debilitados, con el cuerpo flojo y los huesos desajustados; como si se hubieran vuelto a unir de apuro o todavía estuvieran reuniéndose, luego de una imposible disgregación. Allí estábamos. Enteros. Mechi no había perdido nada de Mechi. Su cara de cansancio me hizo olvidar todos mis males. La redonda mole de El Toba yacía a nuestro lado. No había luces en la sala de Mineralogía y
Geología. Las altas ventanas vidriadas aún guardaban el eco de lo sucedido en sus cortinas verdes: un viento secreto las agitaba. Desde la remota biblioteca central, desde las protegidas áreas de los laboratorios del subsuelo, donde sobre frías mesas azulejadas yacían fósiles y huevos de especies perdidas, ninguna señal llegaba, solo el silencio. El globo terráqueo estaba tan quieto como siempre. Una figura oscura se irguió, en la galería de los peces. —¿Dónde están los egstrategrestres? —Monsieur Platini tenía los bigotes torcidos y parecía despistado: se apuntaba a sí mismo con la pistola. —¡Cuidado! ¡Se va a matar! —le grité. Platini, con una expresión desaforada, miró el caño de la pistola. Sus gestos, el temblor de las manos, delataban que era un hombre perdido, al menos por esa noche. Guardó la pistola en el bolsillo de su gabardina, avergonzado. Pidió disculpas. Nervioso, nos preguntó qué hacíamos a medianoche en ese lugar. Era una pregunta difícil de contestar. Pero decidí probar con la verdad: —Vinimos a ayudar a los habitantes de Titán a o llevarse el meteorito.
—¡ Tres bien\ ¿Y cenagon antes en Los chanchitos? —preguntó con ironía. —En realidad, no sé de qué modo se alimentan. Pero querían algo de este meteorito, del más grande. Se llama “El Toba”. ¿Lo ve? —Magnífico. Lo veo... lo veo completo. —Sí, es cierto. Lo ve entero porque lo que se llevaron no es visible. Es más, creo que ni siquiera es imaginable... —Muy ciegto. Yo no me lo puedo imaginag, Valentino —siguió en su tono irónico—. Me paguece que sus padgres los dejan veg demasiada televisión. — Luego, agregó, murmurando para sí mismo—: ¿Pego qué hago yo aquí? \Mon Dieu\ Esto me pasa pogpegseguig a unos cgríos un sábado a la noche... ¿Qué espegaba encontrag? ¡Qué stupide\ La conversación entró en un punto muerto. No había nada más que decir. Monsieur Platini estaba claramente superado por las circunstancias, aunque intentaba que no se le notara. Pero todavía estábamos en el museo y a don Luis no se lo veía por ninguna parte. Entonces me di cuenta: nadie sabía la verdad, solo nosotros.
Vi lfi Luna, alta, helada, al otro lado de los vidrios, montada sobre el cielo, encima del Instituto Divino Rostro. Quería irme. Me puse a buscar, ansioso, algún manojo de llaves por ahí, hasta que Mechi, con sonrisa triunfal y la mano en el picaporte, me dijo: —Vamos, que no tiene llave. El par de búhos de piedra de las ventanas del primer piso nos miraba con un dejo de extrañeza. Como un perro de caza fracasado, el detective de la Agencia Espacial nos siguió, cabizbajo. —Quería decirle solo una cosa, monsieur. Usted hizo algo imperdonable: asustó a mis padres —le reproché, sin derecho a réplica. Platini puso cara de “yo no fui”, y se perdió nuevamente en la noche. Fue la última vez que lo vimos. Mechi me dijo: —Ahora que el franchute se fue, te pregunto: ¿no te parece que te olvidaste algo? —y de un bolsillo sacó una cosa redonda, naranja. ¡Sancho!
21. El idioma de las hormigas
mundial de Alemania está por comenzar y cuando alguien lea esto ya se sabrá si Argentina fue eliminada en la primera ronda, o si llegó a octavos de final (poca cosa), a cuartos de final (una actuación discreta, insuficiente), a semifinales (no está mal...), o si fuimos finalistas (¡pero más lindo es salir campeón!). Ruperto duerme cada vez más, aunque a cambio se ha vuelto más mimoso; en cuanto llega el otoño los gatos son más mimosos, será por el frío. A don Luis recién lo volvimos a ver cuando, con Mechi, nos atrevimos a entrar al museo otra vez. No fue fácil animarse, en serio, pero la intriga por volver a “la escena del crimen” terminó por darnos coraje.
Pudimos comprobar que no recordaba nada de lo que había pasado con los titanes y el meteorito, en aquella noche de luna llena. Pero nos esquivaba decorosamente, como si su instinto le dijera que, por su bien, se tenía que mantener apartado de nosotros. ¡Pobre hombre! Mechi, claro, es mi mejor amiga. ¡No es poca cosa! Aunque seguro que ya va a estar pasado de moda, para el cumpleaños que viene le voy a regalar el disco donde está la balada de James Blunt, You’re beautiful. La primera estrofa es remelosa, pero me parece que a veces es medio inevitable ser meloso; no siempre se puede hablar de vizcachas pampeanas o del calco de un dinosaurio. Traducida, dice así: Mi vida es brillante. Mi amor es puro. He visto un ángel. De eso estoy seguro. Y Sancho, mi noble escudero Sancho, se quedó sin batería. Es una forma de decir que se murió, porque los robots no tienen pulso propio. No como nosotros. Aquella noche, cuando Mechi lo encontró junto a la base de El Toba, opaco, casi sin luz, supo que algo trascendental había ocurrido para la
diminuta y peluda pelotita. En cuanto monsieur Platini desapareció de nuestra vista, nos confesó que era un robot con “voluntad”. Orgulloso, dijo que su misión estaba cumplida: la esencia de El Toba ya estaba en Titán. Como único reconocimiento por el éxito de la misión, pidió a sus creadores retirarse en la Tierra. Bah, no sé si le gustaba la Tierra entera; pero mi barrio, el Parque Centenario, los palos borrachos, Ruperto, la “fermosa doncella” Mechi, mi armario, el cuarto, las canciones de Felipa, eso, seguro. Y, sobre todo, las conversaciones. En Titán no se conversa. En Titán no existe la amistad tal como se la conoce en la Tierra y a él le había encantado aprender “el idioma de las hormigas”. Nos anticipó que le quedaban unos días antes de ser, para siempre, apenas una pelotita color naranja, el color de Titán, de su atmósfera, de sus nubes. Y citó a don Quijote, resuelto a demostrarme que lo había leído entero: —“Presto habré de morir, que es lo más cierto; que al mal de quien la causa no se sabe milagro es acertar la medicina.,, Me juró que en verdad habíamos estado en Titán, porque nuestros cuerpos (el mío, el de Mechi) esta-
ban cargados de esa materia (no visible, no imaginable), de esa alma que estaba protegida dentro de la compacta densidad del meteorito. En las noches de luna llena, como una marea imantada por el plenilunio, el alma borbotea en los invisibles intersticios del meteorito, buscando un puente para escapar de su cárcel de hierro y ser liberada. Mechi y yo fuimos el puente. Y en Titán, aquellos seres que no fueron más que sombras para nosotros nos “descargaron”. No me importó entenderlo del todo, lo confieso. En los sueños, creo saberlo todo; y al despertar, olvido. O al revés... Durante un tiempo, me costó mucho tomar sopa. Cada vez que veía un plato de sopa, me venían imágenes ajenas y, sin embargo, mías; imágenes que parecían de otra realidad en la cual yo era líquido, era sopa. Por momentos, se me daba por filosofar. Pero abandoné esa actitud cuando Mechi me preguntó, arrugando la nariz: “Y ahora, ¿qué?, ¿cuando seas grande vas a ser un gurú, como esos del cerro Uritorco, que están años esperando un ovni y juntando adeptos para no sé qué?”. ¡Ni loco! Ahora escribo letras de rock. A veces, con Mechi.
Yo estuve en otro planeta (en el satélite de otro planeta, más precisamente). Eso no me hace mejor ni peor que nadie. Un día que no olvidaré, Mechi dijo que nuestros hijos (no me animé a preguntarle si se refería realmente a nuestros hijos) van a ir a ver los juegos olímpicos en la Luna. Con una gravedad más débil, todos saltarán más alto, especificó. Ayer, mientras terminaba de escribir esto, me encontré con un artículo en el diario. El informe aseguraba que los últimos datos enviados por la sonda Huygens, en enero de 2005, habían sido recientemente interpretados y confirmaban que son nulas las evidencias de vida en Titán. La abundancia de metano que hizo pensar en la posibilidad de que hubiera vida en el satélite no se debía a ningún cuerpo orgánico, sino a otras causas. Supongo que monsieur Platini habrá leído con alivio estas conclusiones. Pero yo tengo a Sancho, mi pelotita de tenis color naranja, en un cajón de la mesa de luz. No estamos solos. Yo tampoco estoy solo. Esta noche nos vamos con Mechi a ver un recital de Nandú. Ahora, Gabriel es el sonidista y guitarrista de la banda; al final,
Lobo y él aprendieron el “idioma de las hormigas” y se entienden muy bien, aunque sean tan distintos. Con Mechi les escribimos un montón de letras, que Lobo canta sin desafinar demasiado. Ahí va la más “colgada”, como dice Mechi. “El universo tampoco sabe quién es” Letra: Mechi y Valentino. Música: Gabriel. Voz: Lobo. Músicos: grupo Nandú. (Dedicatoria secreta: para Sancho Fragancia Bebé.)
El universo tampoco sabe quién es, porque no se trata de saber. ¿Y qué? ¿Nos íbamos a hacer los sabios? El sentido solo vos lo conocés. Vos sos el sentido, yo soy el sentido, no te hagas el vivo.
¡Viví!
Eso es para los que dicen que la vida no tiene sentido. ¡El sentido de la vida es vivir! Y de ahí para adelante... El universo es tu instrumento la canción hacela vos. Está bien, ¿no? Estos últimos versos son el estribillo. Simple, pero contundente. Bueno... ¡a Mechi le gusta! Y a mí me gusta Mechi. La seguiría hasta Caronte, si fuera necesario. ¡No, el barquero del infierno, no!: Caronte, el satélite de Plutón. /
Indice
1. Animales .......................................................... 2. Mi familia, las momias egipcias
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y el desodorante de ambientes ............................... 3. La pelota de tenis color naranja .......................... 4. Un pedido de ayuda ........................................... 5. El umbral del asombro ....................................... 6. El universo y las abejas ...................................... 7. Escalofrío .......................................................... 8. Mechi, la maravillosa ......................................... 9. Salvar un mundo cualquiera............................... 10. Nosotros ............................................................ 11. Visita al museo .................... ........................... 12. El huracán Mamá ..................................... ....... 13. La fiesta de cumpleaños ......................................
15 23 27 31 35 39 43 47 55 59 69 73
14. El hombre de la Agencia Espacial Europea------------------ 83 15. Un intruso en casa -------............................ 93 16. La confesión de Sancho.........................................99 17. Una obra maestra ---------------- 105 18. Un mundo de animales muertos -------- 109 19. Viaje a Titán ...........................................H3 20. Regreso a la Tierra ....................................125
21. El idioma de las hormigas .........................129
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