Una maravillosa fábula sobre los lazos que nos unen....
Una maravillosa fábula sobre los lazos que nos n os unen
Kelly Kell y Barnhill
LA NIÑA QUE BEBIÓ LUZ DE LUNA KELLY BARNHILL
DESTINO INFANTIL Y JUVENIL, 2018
[email protected] www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com www.planetadelibros.com Editado por Editorial Planeta, S. A. Título original: The girl who drank the moon © del texto, Kelly Barnhill, 2016 © de la traducción, Isabel Murillo, 2018 © Editorial Planeta, S. A., 2018 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona Primera edición: septiembre de 2018 ISBN: 978-84-08-19349-4 Depósito legal: B. 16.526-2018 Impreso en España – Printed in Spain El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico. No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográcos) si necesita fotocopiar o escanear
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1 En el que se cuenta una historia
Sí. En el bosque hay una bruja. Siempre ha habido una bruja. ¿Quieres dejar de moverte de una vez? ¡Por todas mis estrellas! Jamás he visto una criatura tan inquieta como tú. No, cielo, yo no la he visto. No la ha visto nadie. Desde hace muchísimos años. Hemos hecho lo posible para no volver a verla más. Y ha sido terrible. No me obligues a contártelo. Aunque, de todos modos, ya lo sabes. Ay, no lo sé, cariño. Nadie sabe por qué quiere niños. No tenemos ni idea de por qué insiste en que siempre sea el de menor edad. No podemos preguntárselo, evidentemente. No la vemos. Hacemos todo lo que está en nuestra mano para no verla. Por supuesto que existe. ¡Vaya pregunta! ¡Mira el bosque! ¡Lo peligroso que es! Hay humo venenoso, pozos sin fondo, géiseres de agua hirviendo y peligros horripilantes por dondequiera que vayas. ¿Crees que es por casualidad? ¡Pamplinas! Todo es obra de la bru-
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ja y nadie sabe qué sería de nosotros si no hiciéramos lo que ella nos manda. ¿De verdad es necesario que te lo cuente? Preferiría no hacerlo. Venga, no llores. El Consejo de Ancianos no va a venir a por ti. Eres demasiado mayor. ¿De nuestra familia? Sí, cariño. Hace mucho tiempo. Antes de que tú nacieras. Era un niño precioso. Y ahora, termina la cena y haz los deberes. Mañana hay que levantarse temprano. El Día del Sacrificio no espera por nadie, y debemos estar todos presentes para dar las gracias al niño que nos salvará un año más. ¿Tu hermano? ¿Cómo pretendes que luchase por él? De haberlo hecho, la bruja nos habría matado a todos y ¿dónde estaríamos ahora? Sacrificar a uno o a todos. El mundo es así. No podríamos haber cambiado las cosas por mucho que lo hubiéramos intentado. Ya basta de preguntas. A callar. Ilusa.
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2 En el que una mujer desgraciada se vuelve loca
Aquella mañana, el Gran Anciano Gherland se tomó su tiempo. El Día del Sacrificio era solo una vez al año, al fin y al cabo, y le gustaba lucir su mejor aspecto durante la sobria procesión hasta la casa maldita y durante el triste encierro. Anima ba a los demás ancianos a seguir su ejemplo. Era importante que el pueblo presenciara un espectáculo. Con cuidado, se maquilló con colorete las flácidas mejillas y los ojos con gruesos trazos de kohl. Comprobó la dentadura en el espejo para asegurarse de que no hubiera restos ni porquería. Le encantaba aquel espejo. Era el único que ha bía en todo el Protectorado. Nada proporcionaba más placer a Gherland que poseer un objeto en exclusiva. Le gustaba ser «especial». El Gran Anciano siempre tenía posesiones únicas en el Protectorado. Era una de las ventajas del puesto. El Protectorado —al que algunos llamaban el Reino de los 9
Juncos y otros, Ciudad de la Tristeza— estaba emparedado entre un bosque traicionero por un lado y una ciénaga enorme por el otro. La mayoría de los habitantes del Protectorado se ganaba la vida en la Ciénaga. Conocerla bien era el futuro, decían las madres a sus hijos. No un gran futuro, claro está, pero siempre era mejor que nada. En primavera, la Ciénaga estaba repleta de brotes de Zirin, de flores de Zirin en verano y de bulbos de Zirin en otoño, además de un amplio surtido de plantas medicinales y casi mágicas que podían cultivarse, prepararse, tratarse y venderse a los mercaderes del otro lado del bosque, que a su vez transportaban las frutas de la Ciénaga a las remotas Ciudades Libres. El bosque era increíblemente peligroso, y navegable solo junto a la Carretera. Y los Ancianos eran los propietarios de la Carretera. Que es lo mismo que decir que el Gran Anciano Gherland era el propietario de la Carretera, y que los demás tenían su parte. Los Ancianos también eran los propietarios de la Ciénaga. Y de los huertos. Y de las casas. Y de las plazas del mercado. Incluso de los jardines. Por eso las familias del Protectorado se fabricaban los zapatos con juncos. Por eso, en tiempos de penuria, alimenta ban a sus hijos con el espeso y rico caldo de la Ciénaga, confiando en que los hiciera fuertes. Por eso los Ancianos y sus familias crecían grandes y fuertes y sonrosados a base de buey, mantequilla y cerveza. Alguien llamaba a la puerta. —Adelante —murmuró el Gran Anciano Gherland, mientras acababa de ajustarse la caída de la túnica. 10
Era Antain. Su sobrino. Un Anciano en Formación, pero solo porque Gherland, en un momento de debilidad, así se lo había prometido a la ridiculísima madre de aquel ridículo chico. Aunque eso no le hacía justicia. Antain era un joven agradable, de casi trece años de edad. Era trabajador y aprendía rápido. Se le daban bien los números y era hábil con las manos, capaz de construir un banco confortable para un Anciano cansado prácticamente a la misma velocidad con la que respiraba. Y, a pesar de todo, Gherland había aca bado sintiendo un cariño inexplicable y creciente hacia el chico. Pero... Antain tenía grandes ideas. Grandes conceptos. Y preguntas. Gherland frunció el entrecejo. Antain era... ¿cómo decirlo? Demasiado aplicado. Si aquello seguía así, tendría que acabar gestionando el asunto, tanto si era de su propia sangre como si no. La idea pesaba como una piedra sobre el corazón de Gherland. —¡TÍO GHERLAND! Antain casi tira al suelo a su tío con su insufrible entusiasmo. —¡Cálmate, chico! —le espetó el Gran Anciano—. ¡Es una ocasión solemne! El joven se tranquilizó visiblemente, e inclinó su cara impaciente y perruna hacia el suelo. Gherland resistió la tentación de darle unos golpecitos cariñosos en la cabeza. —Me envían —prosiguió Antain, en voz mucho más baja— para comunicarte que los demás Ancianos ya están lis11
tos. Y que el pueblo entero se ha congregado a lo largo del camino. Todo el mundo está en sus puestos. —¿Todo el mundo? ¿No hay ningún remolón? —Después de lo del año pasado, dudo que vuelva a ha berlos —replicó Antain, estremeciéndose. —Una lástima. Gherland se miró una vez más en el espejo, para retocarse el colorete. Le gustaba impartir alguna que otra lección a los ciudadanos del Protectorado. Servía para aclarar las cosas. Se acarició los pliegues que se le apiñaban por debajo de la barbilla antes de proseguir. —Bien, sobrino —dijo, dando un habilidoso meneo a la túnica, un movimiento que había tardado más de una década en perfeccionar—. Vámonos. La criatura no puede sacrificarse sola. Y salió a la calle con Antain pisándole los talones. @
Normalmente, el Día del Sacrificio transcurría con toda la pompa y la seriedad que el acto exigía. Los niños eran entregados sin protestas. Las aturdidas familias lamentaban en silencio la pérdida, con ollas de caldo y alimentos nutritivos amontonados en la cocina, mientras el consuelo de los abrazos de los vecinos intentaba apaciguar su dolor. Normalmente, nadie rompía las reglas. Aunque esta vez era distinto. El Gran Anciano Gherland cerró la boca con fuerza hasta 12
esbozar una mueca. Los sollozos de la madre se oían incluso antes de que la procesión doblara la esquina. Los ciudadanos empezaron a mostrar signos de malestar. El Consejo de Ancianos se encontró con una escena asombrosa cuando llegó a casa de la familia. Los recibió en la puerta un hombre con la cara arañada, el labio inferior hinchado y zonas ensangrentadas en la cabeza, allí donde le habían arrancado el pelo a puñados. Intentó sonreírles, pero la lengua se le deslizó de manera instintiva hacia el agujero donde hasta hacía muy poco debía de haber habido dientes. Se mordió los labios y probó entonces a forzar un saludo. —Lo siento, señores —dijo el hombre, que seguramente sería el padre—. No sé qué le ha dado. Es como si se hubiera vuelto loca. Cuando los Ancianos entraron en la casa, oyeron los gritos y aullidos de una mujer en el piso de arriba. Asomó entonces la cabeza; su cabello negro parecía un nido de serpientes retorciéndose. Silbaba entre dientes y escupía como un animal acorralado. Se colgó entonces con un brazo y una pierna de las vigas del techo, sin soltar el bebé que sujetaba con el otro brazo contra su pecho. —¡MARCHAOS ! —gritó—. No podéis llevárosla. Escupo y maldigo vuestros nombres. ¡Salid de mi casa enseguida, si no, os arrancaré los ojos y se los arrojaré a los cuervos! Los Ancianos se quedaron mirándola boquiabiertos. Era increíble. Nadie luchaba jamás por una criatura condenada. Eso no se hacía, así de simple. 13
(Antain rompió a llorar. Y se esforzó para que los adultos no se dieran cuenta.) Gherland, pensando con rapidez, fijó una expresión bondadosa en su cara arrugada. Extendió el brazo con la palma de la mano abierta hacia la madre para demostrarle que no quería hacerle ningún daño. Detrás de su sonrisa, apretó con fuerza los dientes. Tanta amabilidad lo estaba matando. —Nosotros no nos la llevamos, mi pobre niña, estás confundida —dijo Gherland con su tono de voz más paciente—. Es la bruja quien se la lleva. Nosotros simplemente hacemos lo que se nos ordena. La madre emitió un sonido gutural que le salió de lo más profundo del pecho, como un oso enfadado. Gherland posó la mano en el hombro del perplejo marido y presionó con delicadeza. —Me parece, buen amigo, que tienes razón: tu esposa se ha vuelto loca. —Intentó disimular su rabia con una fachada de preocupación—. Se trata de un caso raro, es obvio, aunque tiene precedentes. Debemos responder con compasión. Necesita cariño, no que la culpemos. —¡MENTIROSO! —espetó la mujer. La pequeña empezó a llorar y la mujer siguió encaramándose, colocando los pies en vigas paralelas y apoyando la espalda contra la pendiente del tejado, mientras intentaba posicionarse de tal modo que pudiera permanecer fuera del alcance de los Ancianos para poder amamantar al bebé, que se calmó al instante—. Si os la lleváis —dijo con un gruñido—, la encontraré. La encontraré y la recuperaré. Ya veréis cómo lo consigo. 14
—¿Piensas enfrentarte a la bruja? —inquirió Gherland riendo—. ¿Tú sola? Eres una pobre mujer patética y perdida. —Sus palabras sonaron melosas, pero su rostro era un ascua al rojo vivo—. El dolor te ha hecho perder el sentido común. Este suceso ha conmocionado tu pobre mente. No importa. Cuidaremos de ti, querida mía, lo mejor que podamos. ¡Guardias! Chasqueó los dedos y al instante hicieron su entrada las guardias armadas. Eran una unidad especial que siempre proporcionaban las Hermanas de la Estrella. Llevaban arcos y flechas a la espalda y espadas cortas enfundadas en el cinturón. Su largo cabello trenzado les envolvía la cintura, donde quedaba sujeto con fuerza; un testamento de sus años de contemplación y entrenamiento de combate en lo alto de la Torre. Su expresión era implacable, y los Ancianos, a pesar de su poder y de su posición, se apartaron rápidamente de ellas. Las Hermanas eran una fuerza aterradora. No se debía jugar con ellas. —Apartad a la niña de las garras de esta lunática y escoltadla hasta la Torre —ordenó Gherland. Miró fijamente a la madre, que seguía en las vigas pero que de repente se había quedado muy pálida—. Las Hermanas de la Estrella saben qué hacer con las mentes descarriadas, querida. Estoy seguro de que apenas te dolerá. La Guardia se comportaba siempre de forma eficiente, calmada e implacable. La madre no tenía la más mínima oportunidad de escapar. En cuestión de minutos, la ataron, cargaron con ella y se la llevaron. Sus alaridos resonaron por la silenciosa ciudad y se pararon en seco cuando las puertas de 15
madera de la Torre se cerraron con estruendo, confinándola en su interior. El bebé, una vez en brazos del Gran Anciano, sollozó brevemente y luego centró su atención en la cara flácida que tenía enfrente, toda arrugas y pliegues. La niña mostraba una expresión solemne, serena, escéptica y tan intensa que a Gherland le costó apartar la mirada. Tenía el pelo oscuro y rizado, y los ojos negros. La piel luminosa, como ámbar pulido. En el centro de la frente, una marca de nacimiento en forma de luna en cuarto creciente. La madre tenía una marca similar. La sabiduría popular decía que esa gente era especial. En general, a Gherland le desagradaban esas leyendas y no le gustaba en absoluto que los ciudadanos del Protectorado se las metieran en la cabeza y por ello se creyeran mejores de lo que en realidad eran. Frunció el entrecejo y, arrugando la frente, se acercó a la niña. El bebé le sacó la lengua. «Una niña espantosa», pensó el anciano. —Caballeros —dijo, con todo el ceremonial del que fue capaz—, es la hora. El bebé eligió aquel momento en particular para dejar una caliente mancha de humedad en la túnica de Gherland, que fingió no darse cuenta, aunque por dentro bullía de rabia. Lo había hecho a propósito. Estaba seguro. Era un bebé repugnante. Como era habitual, la procesión fue triste, lenta y se prolongó insufriblemente. Gherland pensó que iba a volverse loco de impaciencia. Pero en cuanto las puertas del Protectorado se cerraron a sus espaldas y los ciudadanos regresaron 16
con sus melancólicas proles a sus humildes hogares, los Ancianos aceleraron el paso. —¿Por qué corremos, tío? —preguntó Antain. —¡Silencio, chico! —dijo Gherland entre dientes—. ¡Y no te quedes rezagado! A nadie le gustaba estar en el bosque lejos de la Carretera. Ni siquiera a los Ancianos. Ni siquiera a Gherland. La zona que quedaba justo al lado de los muros del Protectorado era segura. En teoría. Pero todo el mundo sabía de alguien que se había aventurado accidentalmente demasiado lejos. Y había caído en un sumidero. O pisado arenas movedizas y acabado despellejado. O entrado en una zona contaminada de la que no había regresado nunca. El bosque era peligroso. Siguieron un sendero tortuoso hacia la pequeña hondonada rodeada por cinco árboles antiquísimos, conocidos como las Doncellas de la Bruja. O seis. «¿No eran cinco?», Gherland miró bien los árboles, los volvió a contar y meneó la cabeza. Había seis. Daba igual. El bosque le estaba jugando una mala pasada. Pero, al fin y al cabo, aquellos árboles eran casi tan antiguos como el mundo. El espacio del interior del anillo formado por los árboles estaba cubierto de mullido musgo, y los Ancianos depositaron allí a la pequeña, esforzándose por no mirarla. Dieron la espalda a la niña y se disponían a emprender rápidamente la marcha cuando el miembro más joven del grupo tosió para aclararse la garganta antes de hablar. —¿Y la dejamos aquí? —preguntó Antain—. ¿Así es como se hace? 17
—Sí, sobrino —respondió Gherland—. Así es como se hace. Notó que una oleada repentina de fatiga se instalaba so bre sus hombros como el yugo de un buey. Su columna vertebral empezó a combarse. Antain se pellizcó el cuello, un tic nervioso que no podía evitar. —¿Y no tendríamos que esperar a que llegara la bruja? Los Ancianos se quedaron sumidos en un incómodo silencio. —¿Qué has dicho? —inquirió el Anciano Raspin, el más decrépito de todos. —Pues que... —Antain dudó—. Que tendríamos que esperar a que llegara la bruja —dijo en voz baja—. ¿Qué sería de nosotros si antes apareciera un animal salvaje y se la llevara? Todos los Ancianos, muy tensos, se quedaron mirando al Gran Anciano. —Por suerte, sobrino —intervino este rápidamente, apartando al chico de allí—, nunca ha habido ningún problema de este tipo. —Pero... —replicó Antain, pellizcándose de nuevo el cuello, tan fuerte esta vez que dejó incluso una marca. —Pero nada —sentenció Gherland, colocando con firmeza una mano en la espalda del chico y echando a andar a paso ligero hacia el camino. Y, uno a uno, los Ancianos se marcharon de allí, dejando atrás al bebé. Se fueron sabiendo —todos menos Antain— que daba 18
igual si los animales devoraban al bebé, porque a buen seguro lo harían. Se marcharon sabiendo que no había una bruja. Que nunca la había habido. Que solo había un bosque peligroso, una única carretera y un frágil hilo que los sujetaba a un tipo de vida que los Ancianos llevaban generaciones disfrutando. La bruja —es decir, la creencia de que existía— había sido extendida para mantener al pueblo asustado, sometido, obediente, que vivía en un abotargamiento triste, en el que las nubes del dolor les aturdían los sentidos y les ofuscaban la mente. Era muy conveniente para el tipo de vida acomodada de los Ancianos. Desagradable también, por supuesto, pero eso no podía evitarse. Caminando entre los árboles, oyeron los sollozos de la pequeña, que pronto dieron paso a los suspiros del pantano, al canto de los pájaros y a los crujidos del bosque. Y todos y cada uno de los Ancianos creyeron con toda seguridad que la niña no vería el amanecer del día siguiente y que ellos jamás volverían a oírla, ni a verla, ni a pensar en ella. Creyeron que se había ido para siempre. Se equivocaban, naturalmente.
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