La Muerte de La Medicina Con Rostro Humana

December 12, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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LA MUERTE DE LA MEDICINA CON ROSTRO HUMANO

Peter Skrabanek

LA MUERTE DE LA MEDICINA CON ROSTRO HUMANO

Traducción del original inglés realizada por: José Francisco García Gutiérrez y Julián Velasco Gutiérrez

Internet: http://www.diazdesantos.es E-mail: [email protected]

Título original: The Death of Human Medicine Publicado con el consentimiento de The Social Affairs Unit

© Social Affairs Unit, 1994 © Ediciones Díaz de Santos, S.A., 1999 Juan Bravo, 3-A 28006 MADRID

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el consentimiento previo y por escrito de los titulares del Copyright.

I.S.B.N. en lengua inglesa: 0-907631-59-2 I.S.B.N. en lengua española: 978-84-7978-389-1 Depósito legal: M. 8.565-1999

Diseno de cubierta: Ángel Calvete Fotocomposición: FER, S.A. Impresión: Edigrafos, S.A. Encuademación: Rústica-Hilo, S.L.

RUMIACIONES ESCEPTICAS A MODO DE PRÓLOGO

Rara temporum felicitas, ubi fentire, Quae velis, et quae fentias, dicere licet. Tacitus Raramente los hombres reciben la bendición de poder pensar lo que quieran y de poder decir lo que piensan. Tácito

Una vida Petr Skrabanek nació en Checoslovaquia en 1940 y murió el 21 de junio de 1994 en Dublín. Arquitecto de la escepticemia, experto picante de la sustancia P, bullicioso pianista altisonante de buggy-buggy, erudito joyciano, incansable y ameno conversador, Petr fue además un brillante e influyente pensador de la medicina. En un mundo plagado de meritocracia, su personalidad no encumbrada por la falsa dignidad y el pretendido decoro anunciaba a cada paso: ahí va una mente no convencional, un personaje honesto carente de la gravitas de la oficialidad, con una mezcla de Buñuel y Groucho Marx metidos a científicos... un tipo feliz y creativo que no se acomoda a los moldes del académico al uso. ¿No es arete la palabra griega para definir una calidad brillante? Él la tenía. Quizá por eso, muchos oficiantes y gurús de la salud pública y la prevención tenían serios problemas para aceptar en su seno a este iconoclasta, capaz de defender la crítica destructiva con la habilidad de un virtuoso. Sagaz y cómico, enemigo de la pompa y lo convencional, de la charlatanería y la hipocresía, él fue el niño que vio desnudo al emperador de la salud pública con su invisible traje nuevo. VII

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Una persona Skrabanek era un erudito autodidacta, educado según la cultivada tradición humanista europea: sabía de arte, de literatura, de música, de cine... Aprendió por sí mismo a leer diez idiomas, a tocar el piano, a pintar y a montar collages, a hacer tortilla de patata... y consideraba todo ello como actividades artesanales con reglas que se pueden aprender. Sin embargo, su obsesión era la originalidad. Sentía la necesidad de cuestionar cualquier principio, una peligrosa virtud que a veces lleva a la frustración y al fracaso. Tenía la clase de mentalidad que a menudo produce perdedores: una rara habilidad para buscar aristas en las ideas aceptadas e indagar en sus orígenes. Esta cualidad podría haberse convertido en una invalidante debilidad si no hubiera sido redimida, una y otra vez, por una poderosa inteligencia. Para sus alumnos era un maestro difícil porque no podía ser emulado y era terriblemente frustrante convivir con la forma misteriosa en que su mente de mago provocador trabajaba. Sus detractores decían que era un científico de sillón, un ser destructivo y arrogante que se regodeaba en las contradicciones, un investigador de evidencias selectivas: concepciones erróneas que desconocían por completo su estilo de trabajo y sus más profundas convicciones. No cabe duda de que la imagen que proyectaba sirvió más para esconder la verdadera naturaleza de sus intenciones que para iluminarla. A veces, entre sus estudiantes y colegas surgía la pregunta: ¿Es Skrabanek humano? Todos envidiábamos tanto su enorme capacidad de trabajo como esa agudeza que permanentemente acompañaba a sus juicios y opiniones. Pero había otras cualidades menos aparentes: su fe en las simples verdades de la naturaleza, su escepticismo irritante sobre las «versiones» oficiales, su humor surrealista, su impaciencia frente a la mediocridad, su conmovedora ternura con los seres humanos, su entendimiento con los gatos...

Un maestro Curiosamente, siempre me pareció que Petr Skrabanek no tenía la paciencia suficiente para guiar de forma paternalista a un estudiante, y que levantaba barreras contra los que intentaban acercarse superficialmente a su mundo. Sin embargo, cada vez que daba clase dejaba una profunda impronta en quienes le escuchaban.

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Durante años impartió un misterioso curso para posgraduados llamado «Viaje alrededor de Finnegan's Wake», en una pequeña clase del University College de Dublín. Reconozco que asistir a aquellos impredecibles seminarios, de contenidos casi tan caóticos como la obra de James Joyce, fue la experiencia intelectual más intensa de mi educación reglada. Allí muchos aprendimos, entre sonrisas cómplices y puzzles lingüísticos, que «no es lo mismo conocer el nombre de las cosas, que saber lo que las cosas realmente son». Su método de enseñanza no consistía en transmitir conocimientos de o conocimientos sobre, sino conocimientos para. Cómo... Cómo... Cómo... Un conocimiento pragmático y sin prejuicios. En el campo de la medicina, Petr impartía una asignatura que denominaba «Evaluación crítica de la evidencia científica». Su estilo era cortante, y en muchas ocasiones había largos silencios. Los asistentes hacían pocas preguntas, y a veces reaccionaban agresivamente frente a sus argumentos. Recuerdo cuántas veces comentaba lo frustrante que para él era encontrarse atado a un sistema docente donde la memorización había sustituido al entendimiento, donde el principal y único objetivo parecía ser mejorar el curriculum, donde los programas de posgrado carecían del lujo de instructores innovadores y librepensantes. En su opinión, los estudiantes memorizaban nombres y concepciones abstractas que luego eran incapaces de aplicar a la realidad. Conocían los conceptos y fórmulas para calcular la sensibilidad y especificidad de las pruebas diagnósticas, pero cuando se les preguntaba por el valor predictivo positivo de la mamografía en las campañas poblacionales de screening para la prevención del cáncer de mama, eran incapaces de elaborar una respuesta razonada y discutir sus implicaciones: «Sólo se les dice lo que significa una palabra en comparación con otras palabras: palabras sobre palabras. Eso no es científico, ni siquiera buena literatura. Que no aprendan ciencia es predecible, pero lo peor es que además memorizan mala literatura». Pero no sólo se sentía incómodo con las perversiones del aprendizaje estandarizado. La enseñanza «psicorrígida» empleada por la mayoría de las universidades para seguir creando lo que Ortega y Gasset definió como «los bárbaros modernos», amordazaba todo aquello que él apreciaba más de la ciencia: las mentes inquisitivas, el hábito de buscar mejores formas para hacer mejor cualquier cosa: «Esa forma de entender el conocimiento que te da estabilidad, sentido de la proporción, domina los miedos y desenmascara las supersticiones».

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Parafraseando a uno de sus personajes favoritos, el físico Richard Feynman: «La ciencia es una forma de enseñar cómo se llega a conocer algo, de acotar qué no se conoce y delimitar hasta qué punto conocemos algo (ya que nada se conoce por completo), de aprender a convivir con la duda y la incerteza, de interiorizar cuáles son las reglas de la evidencia, de saber cómo pensar sobre cuestiones de manera que podamos generar juicios, de cómo distinguir la verdad del fraude y del exhibicionismo»

Un amigo La mía fue una amistad, imagino que como muchas otras en su vida, intelectualmente enriquecedora y sentimentalmente desigual. Como para muchos de sus alumnos, la mayoría provenientes de la absorbente práctica clínica y poco dados a hacer preguntas sobre las «verdades incuestionables de la medicina», Petr representó mi primer encuentro con un provocador librepensante y con una pregunta que ha marcado mi vida: ¿Cuál es la evidencia? Aún recuerdo con nostalgia el doloroso proceso por el que fui entendiendo algunos de sus argumentos, canjeando mi confusión y mi irritación a cambio del inesperado placer que descubría en sus ideas provocadoras. Otros le ignoraban o se alejaban espantados... pero todos le queríamos. El día de su muerte fue uno de los días más tristes de mi vida. ¿Cómo era posible que Petr hubiera desaparecido? He visto morir a muchas personas queridas, pero esta pregunta sólo me la hago cuando pienso en él. Es un sentimiento terrible, pero lo siento y no lo puedo evitar. Era una persona tan extraordinariamente especial, uno de esos raros especímenes que le hacen a uno sentirse orgulloso de ser un ser humano.

Un escándalo en Mi-minor Durante el verano de 1998, el nombre de Petr Skrabanek se vio envuelto en un escándalo desencadenado por la sospecha de que podría haber sido un consultor de la compañía tabaquera Phillips Morris al mismo tiempo que un «topo» entre los editorialistas de la revista Lancet. En un informe confidencial de un bufete de abogados con sede en Londres que había trabajado para dicha tabaquera captando «científicos

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a sueldo en Europa» —y que se había hecho público entre los miles de páginas lanzadas a Internet por las cinco grandes compañías tabaqueras americanas tras una sentencia por ocultación de información—, se cita en dos apartados diferentes a un editorialista del Lancet y al autor de un libro llamado Sofismas y desatinos en medicina. Varios artículos y cartas aparecidos en las revistas Lancet, BMJ y New Scientist, y en distintos periódicos como The Irish Times, The Times o The Guardian a lo largo de los meses de junio y julio del pasado año, han discutido y especulado, atacado y defendido la memoria de Skrabanek. Ahora que el tiempo de la «carnaza periodística» ya pasó, y reconociendo mi conflicto de intereses como antiguo colaborador y «sesgado» amigo de Petr, quisiera hacer algunas consideraciones al respecto: • Los muertos no tienen derecho a libelo, por lo que no se pueden realizar acciones judiciales para salvaguardar «legalmente» la memoria de Skrabanek. (Seguro que sus cenizas están riéndose al leer esto: «¿Quién necesita qué? No me lavéis mucho el nombre que, como la sábana santa, igual destiñe».) Sólo quedaría esperar que la compañía tabaquera o sus abogados hicieran lo que sería decente en un caso así, una declaración pública —negando o demostrando—, pero rehúsan hacerlo amparándose en el juego de la duda y en un impenetrable muro de silencio. • Los que le conocíamos sabemos que Petr no tenía ambiciones económicas, que jamás habría manchado sus ideas y sus ideales por treinta monedas. Y algo aún más importante, jamás le hubiera hecho algo así a sus amigos. • Por otro lado, el «caso Skrabanek» ha servido para recordarnos a muchos médicos, científicos y académicos las insondables trampas de los conflictos de intereses, un tema «tabú» de permanente actualidad... del que casi nadie quiere hablar.

Un libro El libro que se presenta a continuación es un auténtico testamento vital: Petr Skrabanek terminó de escribirlo unos días antes de su muerte, y en algunos párrafos incluso puede leerse entre líneas la morfina que durante aquellos últimos meses fue compañera inseparable del cáncer de próstata que acabó con su vida.

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LA MUERTE DE LA MEDICINA CON ROSTRO HUMANO

Este libro habla de la conciencia histórica, de los límites de la ciencia, de la compasión humana, de la necesidad del médico personal, y de los peligros que acechan en el cruce de caminos de dos siglos y dos paradigmas de la medicina: el paradigma preventivo y el genético. Disfrútenlo. José Feo. García Gutiérrez Escuela Andaluza de Salud Pública Granada, febrero 1999

NOTA: LOS traductores quisiéramos agradecer, de corazón, a Joaquín Vioque todo su apoyo y su inmensa paciencia de editor, sin la cual esta interminable traducción no hubiera sido publicada. Tanto los beneficios económicos como los derechos editoriales derivados de la traducción de este libro serán donados a la Fundación Skrabanek.

ÍNDICE

Rumiaciones escépticas a modo de prólogo.................................

VII

Sobre el autor .............................................................................

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Prefacio (Robin Fox) .................................................................. XVII Introducción ...............................................................................

XIX

Agradecimientos.........................................................................

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Primera Parte LA IDEOLOGÍA DE LA SALUD La ascensión del culto a la salud ................................................ Después de Illich ........................................................................ Antes de Illich ............................................................................ El comercio de la salud .............................................................. Medicina «anticipatoria»............................................................. La malsana obsesión con la salud................................................ La «salud positiva» y su promoción ........................................... Salud «verde» ............................................................................. Tanatofobia y medicalización de la muerte .................................

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Segunda Parte EL CULTO AL ESTILO DE VIDA Recetas para la longevidad.......................................................... La manía de estar en forma ............................................. .......... La obsesión con la dieta.............................................................. El precio del pecado ................................................................... El demonio del alcohol ............................................................... Maldito tabaco............................................................................ XIII

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Tercera Parte LA MEDICINA COERCITIVA De la teoría a la práctica ............................................................. El altruismo coercitivo ............................................................... El médico como agente del Estado ............................................. La medicina totalitaria ................................................................ La policía del embarazo ............................................................. La monitorización de los estilos de vida .................................... El operario «estajanovista» ........................................................ La tiranía genética ...................................................................... La guerra contra las drogas ........................................................ El concepto de autonomía ..........................................................

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BIBLIOGRAFÍA ........................................................................

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SOBRE EL AUTOR

Petr Skrabanek murió el 21 de junio de 1994 a la edad de 53 años, a consecuencia de un agresivo cáncer de próstata. Había completado el manuscrito de La muerte de la medicina con rostro humano unos días antes de su propia muerte. Nacido en Checoslovaquia, realizó su doctorado en la Universidad de San Carlos y durante unos años trabajó como toxicólogo y forense. Estaba finalizando sus estudios de medicina cuando, en el transcurso de una corta estancia en Irlanda en compañía de su esposa Vera, los rusos invadieron Praga. Decidieron permanecer en Irlanda, y allí Petr obtuvo su título de medicina. Trabajó como médico y como investigador en neurotransmisores, llegando a ser una autoridad en la sustancia P. Se incorporó al Departamento de Salud Comunitaria del Trinity College de Dublin en 1984, en principio como becario de la Fundación Wellcome, para posteriormente convertirse en profesor adjunto y catedrático asociado. Fue catedrático asociado, miembro honorífico del Trinity College y del Colegio de Médicos de Irlanda. Su anterior libro, Sofismas y desatinos en medicina, escrito con James McCormick, ha sido traducido al alemán, danés, francés, holandés, italiano y español.

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PREFACIO

¿Quién es esa víbora en el seno de la medicina, ese Barba Azul? Uno de los grandes acontecimientos de mi vida laboral fue conocer a Petr Skrabanek. Su historia es muy interesante. En 1968, cuando las tropas rusas invadieron Praga, Petr y Vera, su mujer, se encontraban de vacaciones en Dublín. Decidieron quedarse en Irlanda y desempolvar su inglés con la ayuda del Ulysses (posteriormente Petr se convertiría en una autoridad de prestigio internacional sobre la obra de James Joyce). A su titulación en Checoslovaquia como toxicólogo, Petr añadió el título de medicina en Irlanda, y a partir de mediados de los años setenta comenzó a hacerse notar a través de una serie de cartas, tan críticas como ocurrentes, publicadas en The Lancet y escritas desde un departamento de endocrinología de un hospital católico. Cada vez más su afilada pluma fue dirigiéndose a la medicina «poblacional» y a los apóstoles del estilo de vida —aquellos que predican la falacia de la muerte burlada—. En los círculos de la epidemiología y de la salud pública, Skrabanek se convirtió en un nombre que levantaba ardorosas pasiones, y por ello resultó tan sorprendente como reconfortante que en 1984 encontrara un puesto en el Departamento de Salud Comunitaria del Trinity College de Dublín. En sus visitas a las oficinas del Lancet, este supuesto Barba Azul resultó ser un hombre amable y con buen humor, y con una inmensa cultura. Un cigarrillo entre los labios, un destello en la mirada. Entró en nuestro equipo de editorialistas, y pronto nos dimos cuenta que ciertos médicos hablaban de él afectuosamente en lugar de con exasperación. Con el tiempo, la comunidad médica comenzó a aceptarle como el moscardón que da vueltas añadiendo zumbidos y controversias a reuniones por otra parte anodinas. Como le había sucedido antes a Ivan Ulich, Petr estaba siendo reconocido y admitido.

XVII

XVIII

LA MUERTE DE LA MEDICINA CON ROSTRO HUMANO

La muerte de la medicina con rostro humano reinstaurará a Petr Skrabanek en su papel preferido, el de crítico independiente y contestatario. No importa que sus detractores argumenten que su análisis carece de equilibrio. ¿Qué pienso yo de sus negros pronósticos? Yo no soy tan pesimista, y estoy más del lado de lo liberal que de lo libertario. Pero cuidado, Skrabanek dice muchas verdades a las que debemos prestar atención. ROBÍN FOX Editor de la revista The Lancet

INTRODUCCIÓN

Los caminos hacia la falta de libertad son muchos. En uno de ellos, los indicadores llevan la inscripción: SALUD PARA TODOS. Este libro trata de los peligros del culto a la salud, de los peligros de una ideología de «salud nacional». Todos tenemos derecho a hacer lo que queramos con nuestras vidas, a tener autonomía para buscar nuestra propia felicidad, a vivir libremente como el Salvaje en el «Bravo Nuevo Mundo» de Huxley. Las ideologías totalitarias emplean la retórica de la libertad y la felicidad basadas en falsas promesas de un futuro feliz para todos. A quienes no reconocen, o no quieren reconocer, la naturaleza utópica del movimiento de promoción de la salud, mis críticas les parecerán, en el mejor de los casos, desinformadas y, en el peor, misantrópicas y maliciosas. ¿Cómo puede la búsqueda de la salud derivar en una pérdida de libertad? ¿Acaso no es la salud una condición necesaria para la libertad? ¿Es un hombre libre y moribundo más feliz que un esclavo sano? La estructura de este libro es simple. La primera parte muestra cómo el tema de la Salud es explotado con fines profesionales, políticos y comerciales. La ideología del «salubrismo» o del «higienismo», del culto a la salud (healthism), apareció en las democracias occidentales en los años setenta, inicialmente en los Estados Unidos. Sin embargo, fue un ingrediente de las ideologías totalitarias del Nazismo en Alemania y del Comunismo en Rusia. El primer autor que denunció el peligro del salubrismo en las democracias occidentales fue Ivan Illich, y parece apropiado iniciar el debate donde él lo dejó. La segunda parte trata sobre los estilos de vida {lifestylism), y nos lleva a través de ejemplos históricos en la búsqueda individual de la quimera de la salud hasta la instauración de la normalización colectiva del XIX

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comportamiento como política estatal. A pesar de la variedad de regímenes específicos para garantizar y mantener la buena salud, la trinidad de demonios de los moralistas —la bebida, el tabaco y el sexo— ha sido siempre la misma. Las exhortaciones sobre el estilo de vida de los modernos promocionistas de la salud, aunque basados ostensiblemente en la ciencia, contienen un asombroso parecido con sus antecedentes históricos. La tercera parte se centra en la tiranía de la normalización, en la importancia que tiene mantener el paternalismo social (Big Brotherism) para la supervivencia de los estilos de vida, y en otras manifestaciones de la medicina coercitiva. Una vez que la mayoría está persuadida de que la «salud de la nación» es un fin loable, y sin reparar en los medios empleados para que ésta se consiga, el culto al estilo de vida saludable obtiene un apoyo universal. La perversión del lenguaje oscurece el poderoso motivo que se esconde tras el aparente propósito altruista de la salud para todos. Carece de sentido defenderse uno mismo contra la acusación de ser iconoclasta u ofrecer disculpas por el tono empleado, ya que eso sólo serviría para ahuyentar a los partidarios potenciales. El propósito de este libro no es agradar, sino servir de advertencia. Algunos amigos, que por otra parte aprueban el contenido de la obra, no están de acuerdo con el prominente papel dado al libro Némesis Médica de Iván Illich, y reprochan a este autor su catolicismo tradicionalista y reaccionario. Las creencias religiosas de Illich no me interesan, pero es necesario reconocer su perspicacia para discernir los peligros del culto a la salud antes que nadie. Algunas gentes de izquierda han tomado como pretexto las visiones místico-religiosas de Solzhenitsyn para desacreditar El Archipiélago Gulag. Este libro no trata de la medicina sino de la perversión de sus ideales, especialmente en los países dominados por la ideología médica anglo-americana. Y eso que la medicina occidental es la única que tiene fundamentos racionales. No creo en el relativismo médico, y mis críticas no implican que apruebe las pavadas holisticas orientales. Un jeque enfermo busca tratamiento en un hospital de Occidente en lugar de recurrir a la magia local. Para asistir a una cumbre sobre el petróleo, un rico potentado de un país islámico fundamentalista prefiere viajar en un avión fabricado en Occidente que en una alfombra voladora.

AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer a Sinéad Doran el milagro de transferir el original escrito a máquina a un diskette de ordenador, la incorporación de las modificaciones realizadas al texto y la organización de las referencias bibliográficas. Muchos amigos me han dado ánimos y realizado valiosos comentarios de los borradores: Biddy McCormick, Gerard Victory, Eoin O'Brien, Tom O'Dowd, James Le Fanu, Alvan Feinstein, Lars Werko. Mi especial agradecimiento a Renée Fox, que siempre ha dado apoyo moral cuando lo necesitaba. James McCormick ha sido algo más que un amigo y un alma gemela. Para mí ha sido una fuente permanente de sabios consejos y un oasis de calma en los momentos duros de mi vida. No es fácil encontrar una editorial que publique un libro como éste. Digby Anderson, en una muestra de auténtica amistad, encontró los medios para publicarlo y ha realizado una meticulosa edición. Raramente las instituciones reciben agradecimientos. El ambiente liberal del Trinity College de Dublín, manteniendo su espíritu independiente contra las crecientes presiones políticas, comerciales y tecnológicas, ha hecho que los años que he pasado allí hayan sido los más felices de mi vida. No hay palabras para decir lo que quisiera sobre mi alter-ego, Vera Capková.

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I LA IDEOLOGÍA DE LA SALUD

La ascensión del culto a la salud La salud, como el amor, la belleza o la felicidad, es un concepto metafísico, que elude cualquier intento de aproximación objetiva. La gente sana no piensa en la salud, a menos que sean hipocondríacos, lo que no es, a decir verdad, un signo de buena salud. Del mismo modo, cuando nuestros órganos realizan sus funciones perfectamente no nos preocupamos de ellos. Es la ausencia de salud lo que provoca los sueños sobre la salud, de la misma forma que el significado real de la libertad sólo se experimenta cuando se está en una cárcel. La búsqueda de la salud es un síntoma de mala salud. Cuando esta búsqueda no es un anhelo individual, sino que forma parte de la ideología del Estado —es decir, del Deber de la Salud— se convierte en un signo de enfermedad política. Las versiones extremas de esta ideología se emplean para justificar el racismo, la segregación y el control eugénico, ya que «sano» quiere decir patriótico y puro, mientras «no-sano» se equipara a extranjero y contaminado. En las versiones atenuadas, tal y como se encuentran en las democracias occidentales, los poderes públicos van más allá de la educación y de la información en temas de salud y recurren a la propaganda y a varios modos de coerción para establecer las normas sobre el «estilo de vida saludable para todos». Las acciones humanas se dividen en aceptables y reprobables, sanas y malsanas, prescritas y proscritas, responsables e irresponsables. Los comportamientos irresponsables incluyen actividades, denominadas «vicios» por los moralistas, tales como la práctica «inmoral» del sexo o el consumo de drogas, tanto legales (alcohol y tabaco) como ilegales, pero también otras actividades como no someterse a chequeos médicos regulares, comer alimentos «insanos», o no hacer deporte. La finalidad que persigue esta ideología es «la salud de la nación», lo que conlleva 1

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la promesa implícita de obtener mayor felicidad para todos. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre «maximizar la salud» y «minimizar el sufrimiento». Como señaló Karl Popper en The open society and its enemies (1) («La sociedad abierta y sus enemigos»), todas las tentativas para maximizar la felicidad del pueblo conducen al totalitarismo. La profesión médica —y en particular los especialistas en salud pública— se encargan de facilitar el soporte teórico necesario. Es la doctrina de los estilos de vida, que sostiene que la mayoría de las enfermedades son causadas por comportamientos malsanos. Aunque esta ideología posee un fuerte contenido moral, su lenguaje es matemático. A cada «factor de riesgo» se le atribuye un número que cuantifica ese riesgo. Geoffrey Rose, uno de los más eminentes epidemiólogos británicos, cree que la mayoría de la gente vive de forma poco saludable y que somos una «población enferma». Teniendo en cuenta que dicho mensaje es «demasiado amenazador para ser aceptable» y que podría desencadenar una reacción fatalista en contra de la doctrina del estilo de vida «sano», Rose sugiere que toda la sociedad debe ser reeducada en su «percepción de lo que es normal y socialmente aceptable» (2). Así, se invita a los médicos a que no se limiten a su función tradicional de atender a los enfermos, y a que adopten un nuevo papel activo como expertos consejeros de los sanos y arbitros del patrón de «normalidad». Para los políticos, la retórica fácil de la «buena salud» tiene sus recompensas. Aumenta gratuitamente su popularidad y su poder de controlar a la población y es aceptada por los partidos de la oposición, quienes prometen mejorar, aún más, la «salud de la nación». Los primeros documentos sobre el «culto a la salud» se publicaron en 1974: A new perspective on the health of canadians («Una nueva perspectiva de la salud de los canadienses») —también conocido como el «Informe Lalonde», que era el Ministro de Sanidad en Canadá—, y el Forward Plan for Health («Plan hacia la salud») del Ministerio de Sanidad de los Estados Unidos. Según estos informes, que han sido imitados posteriormente por otros países, los estilos de vida no saludables serían la causa de la mayoría de las muertes y del incremento del gasto sanitario. Un corolario de esta doctrina es culpar a la víctima, ya que las grandes enfermedades serían «autoinducidas» por llevar estilos de vida «irresponsables». En 1977, el Presidente de la Fundación Rockefeller, J. H. Knowles, declaraba: «Creo que la idea del derecho a la salud de-

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bería ser reemplazada por la idea de la obligación moral de cada individuo de preservar su salud —una obligación pública si se quiere—» (3). Estar sano es políticamente correcto y un deber para todo ciudadano responsable. El culto de la salud es una ideología poderosa que, en las sociedades modernas y laicas, ha llenado el vacío dejado por la religión. Como cualquier sucedáneo de la religión, tiene un amplio poder de convocatoria, especialmente entre las clases medias, que han perdido sus lazos con la cultura tradicional y se sienten cada vez más inseguras en un mundo que cambia con rapidez. La salud puede llegar a ser un camino para lograr la salvación. Si la muerte es el punto final, quizás lo inevitable pueda posponerse indefinidamente. Y si la enfermedad puede conducir a-la muerte, se debe prevenir mediante rituales propiciatorios. Los justos se salvarán, y los mezquinos perecerán.

Después de Illich En su libro Nemesis Médica, publicado en 1975, Illich diagnosticaba que la medicina estaba enferma (4). La reacción del «paciente», como era de prever, fue negar la enfermedad. Illich describía cómo la medicina había usurpado el monopolio de la interpretación y de la administración de la salud, del bienestar, del sufrimiento, de la enfermedad, de la minusvalía y de la muerte, en detrimento de la salud misma. Por «salud», Illich entendía «adaptación», el proceso de adaptarse a crecer, a envejecer, a enfermar y a morir; es decir, el mecanismo más profundo de la cultura y la tradición de los pueblos. El monopolio médico había privado a las gentes de su autonomía al supervisar y cuidar de ellas desde el nacimiento hasta la muerte (o incluso desde antes de nacer). El arte de vivir y el arte de morir, transmitidos de generación en generación, se habían olvidado y perdido. La cohesión de las comunidades tradicionales se había sustituido por la soledad de los individuos, y había generado una masa anónima de «consumidores de salud». Dos décadas después, todavía se advierte el poderoso impacto de Némesis Médica, seguramente porque revelaba algunas verdades importantes. El ataque de Illich a la expropiación médica de la salud desencadenó una predecible reacción hostil de los médicos. En principio, porque muchas de sus evidencias provenían de fuentes médicas y

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estaban destinadas exclusivamente al consumo interno. Además, la mayoría de estas críticas internas describían sólo algunas manchas aisladas aparecidas en un cuerpo hermoso. Si los médicos se hubieran fijado en las manchas en conjunto, habrían descubierto la existencia de una enfermedad generalizada. Lo que irritó al colectivo médico no fue sólo el ataque frontal sino también el hecho de que Illich fuese «uno de fuera», un cura, un filósofo. ¡Qué osadía, cuánto atrevimiento! Philip Rhodes, Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Adelaida en Australia, respondió a Illich con una típica refutación médica: «Todo lo que Illich dice ya ha sido dicho por algún médico», «en realidad, no aporta nada nuevo», «dentro de la medicina existen pensadores más radicales que Illich», quien no es más que un amateur que no entiende nada. Si Rhodes tuviera razón y no hubiera nada nuevo en la acusación de Illich de que la profesión médica es una amenaza para la salud, entonces ¿para qué armar tanto jaleo sobre las tonterías de un aficionado que repite verdades de sobra conocidas? Deseoso de mostrar lo poco que Illich conocía sobre las verdaderas intenciones de la medicina, Rhodes llegó incluso a decir que la profesión médica «jamás ha pretendido prolongar la vida». ¿Cómo es posible que no haya oído la máxima de los preventivistas modernos: «Añadir vida a los años y años a la vida»? ¿Acaso tampoco ha visto los datos estadísticos con los que se pretende demostrar que seguir un estilo de vida saludable aumenta espectacularmente la esperanza de vida? Alee Patón, un médico de Birmingham, fue una de las contadas personalidades que aceptó las críticas de Illich considerándolas bien fundadas. Quizás hablando en nombre de una generación de médicos más antiguos, Patón escribió: «Sólo los médicos más chovinistas negarían que las mejoras en la salud son el resultado de unas mejores condiciones de vida —alimentación, agua, vivienda, higiene, educación— y que tienen poco que ver con los avances de la medicina» (6). Algunos médicos se ponían tan ciegos de rabia cuando se les citaba con el capote de la Némesis Médica que no podían contener su logorrea. Uno de ellos escribió en el British Medical Journal: «Si existiera algo más repugnante, más inhumano que esos escritos pervertidos, me gustaría saberlo. Aunque pensándolo bien, mejor preferiría no saberlo» (7). Hubo un crítico que incluso llegó a escribir un libro completo para re-

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futar a Illich. David Horrobin ridiculizaba a Illich identificándole con un «predicador del Antiguo Testamento», «brillante y elocuente», «seductoramente convincente», pero «extremadamente peligroso para aquellos con una inteligencia media» (8). Cuando diez años después Illich puso al día el concepto de «expropiación de la salud», y sugirió que la mayor amenaza para la salud ya no era la clase médica sino la búsqueda de la salud, del bienestar completo (9), uno de los corresponsales del Lancet le diagnosticó «deterioro intelectual incipiente» y padecer el «síndrome de celebridad intelectual» (10). En realidad, Illich no pretendía ajustar las cuentas a los médicos. Como cualquier otra persona, emplea los servicios sanitarios cuando los necesita. Sus ataques a la clase médica son sólo parte de una visión más amplia: los efectos perniciosos que pueden tener las élites profesionales. Médicos, abogados, clérigos, burócratas, maestros o consejeros pueden decidir ir más allá de «dar consejos», pueden monopolizar el poder de prescribir y codificar. Ellos definirían no sólo lo que es malo, sino también lo que es bueno. Illich hacía una clara distinción entre la medicina como «profesión liberal» (en la que tanto los conocimientos como la competencia profesional se utilizan para tratar de aliviar el sufrimiento humano) y la medicina como «profesión dominante», «que dicta cuáles son las necesidades de salud de la población y convierte la tierra entera en un servicio hospitalario». La profesión dominante se convierte a la vez en juez, jurado y verdugo, o por usar la analogía empleada por Illich, teólogos, curas, misioneros e inquisidores. Traspasando su función de consejera «liberal», la medicina se convierte en una institución de control social que une sus fuerzas a las de otras profesiones dominantes para remediar los problemas humanos de forma multidisciplinaria. Cada parte del cuerpo o de la mente de una persona es explorada y examinada por un profesional diferente —un psicólogo, un psiquiatra, un consejero matrimonial, un terapeuta sexual, un preventivista, o un trabajador social—. Llegan facturas separadas del patólogo, del fisioterapeuta, del proctólogo o del farmacéutico. El paciente es tratado por «un equipo de atención integral a la salud» formado por desconocidos. En los hospitales cada día aparecen caras nuevas, dependiendo de los turnos de guardia. Con frecuencia sólo las enfermeras y el personal de limpieza desarro-

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lian algo parecido a una relación personal con el ocupante de una cama de hospital. La aparición constante de nuevas «necesidades de salud» —determinadas por una profesión que insiste en la supervisión regular y el control de toda la población sana enarbolando el estandarte de la «atención proactiva o anticipatoria»— alarga las listas de espera, dispara los costes y, finalmente, bloquea el sistema sanitario. Existe un punto más allá del cual desaparece el equilibrio entre la autonomía personal y el paternalismo médico. Entonces la sociedad se desliza hacia un estado «institutriz», y después hacia el tecno-fascismo, «un infierno planificado en el que la supervivencia es obligatoria». En los años ochenta, Ian Kennedy, un abogado británico, desencadenó un nuevo ataque a la profesión médica en el transcurso de la «Conferencia Reith» de la BBC, que luego apareció en un libro titulado The Unmasking of Medicine (11) («Desenmascarando a la medicina»). Como era predecible, la clase médica se puso furiosa. ¡Cómo era posible que otra vez alguien ajeno a la profesión osara criticar sus nobles esfuerzos! Kennedy estaba jugando a ser Illich pero, ¿acaso los hombres de leyes no eran incluso peores que los médicos? El psiquiatra Anthony Clare, en un intento de desarticular los violentos ataques de Kennedy contra los psiquiatras declaraba que «en el fondo, los médicos habían estado diciendo lo mismo que Kennedy desde hacía años» (12). En respuesta a las críticas, Kennedy se preguntaba por qué se dedicaba tanta vehemencia y energía en contradecir unos puntos de vista tan faltos de originalidad, tan indefendibles o simplemente falsos (13). Aunque el análisis crítico de Kennedy era fino y penetrante, este autor cayó en la trampa de la tradición británica de proponer algo «constructivo». Sus comentarios sobre la salud de la nación contenían todos los puntos débiles de los argumentos de la promoción de la salud. Víctima de la propaganda activista —según la cual la mayoría de las enfermedades de la civilización están causadas por el tabaco, el alcohol y la mala alimentación— y persuadido de que la gente es poco razonable, recalcitrante e incapaz de corregir sus hábitos por sí misma, Kennedy dedujo que era necesario crear equipos «que promovieran la salud en nombre de los individuos», o dicho de otra manera, formar institutrices que planificaran la felicidad humana. Preocupado por «la salud para todos» y por el «aprendizaje para vivir una vida sana», Kennedy sostenía

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que la pobreza es la causa principal de la mala salud. Sea esto verdad o no, la razón por la que la pobreza es inaceptable no es porque acorte la vida de los pobres, sino porque en sí misma es envilecedora, cruel e injusta. Todos tenemos derecho a unas condiciones de vida decentes, no porque vayan a hacernos vivir más tiempo (un efecto secundario siempre bienvenido), sino porque en las sociedades humanas el principio de equidad y justicia es fundamental. Lo que Kennedy no supo ver es la necesidad de reducir el poder de los profesionales, incluyendo los de su propia profesión, en lugar de transferir parcialmente el poder de los médicos a los hombres de leyes. Meses después de la publicación de Némesis Médica, Thomas McKeown, catedrático de medicina social en Birmingham, publicó un análisis sobre la contribución de la medicina a la mejora de la salud en Gran Bretaña durante los dos últimos siglos (14). Aunque The role of medicine: Dream, mirage or némesis? («El papel de la medicina: ¿sueños, milagros o némesis?») critica fuertemente la pretensión de que la medicina haya sido un factor importante en la mejora de la salud de la población. Este libro fue recibido por la clase médica de forma bastante equilibrada. McKeown demostraba que el descenso de la mortalidad causada por las principales enfermedades infecciosas, como la tuberculosis, la escarlatina o la tosferina, no podía atribuirse a las intervenciones médicas puesto que había comenzado mucho antes del descubrimiento de la causa de estas enfermedades o de su tratamiento. Basándose en estas observaciones, McKeown concluía que lo importante no era la medicina, sino los factores sociales y ambientales como la nutrición, la higiene, la vivienda, la disminución de los índices de natalidad y el agua potable. En lo que McKeown se equivocó fue en su intento de extrapolar su correcta interpretación de las estadísticas de mortalidad del siglo xix a la política sanitaria de finales del siglo xx, sugiriendo que los médicos debían encargarse del medio ambiente. Los factores sociales y medioambientales son todavía los principales determinantes de mortalidad entre las clases más pobres, especialmente en el Tercer Mundo, pero su importancia es mínima entre las poblaciones favorecidas de Occidente. Merece la pena, sin embargo, repetir la esencia del mensaje de McKeown, expresado con otras palabras por el cardiólogo David Spodick en un editorial del American Heart Journal en 1971:

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«Los médicos curamos muy pocas veces. Sabemos cómo modificar la fisiología, detener la inflamación y extraer tejidos, pero con la excepción de algunas infecciones y de algunos estados carenciales, son pocas, o ninguna, las curaciones en términos de restitutio ad integrum» (l5) . El papel de la medicina no es vencer a las enfermedades y a la muerte, sino aliviar el sufrimiento, limitar el mal y allanar el doloroso viaje del hombre hacia la tumba. La medicina no tiene derecho a inmiscuirse en la vida de aquellos que no lo necesitan. Philip Rhodes, el mismo que envió a Illich al estercolero, expresaba un cierto resentimiento hacia la profesión médica y hacia su permanente estado de crisis en un libro titulado The valué of medicine ( l 6 ) («El valor de la medicina»). Habiendo aceptado la devaluación del status de la medicina como algo inevitable, Rhodes hacía un llamamiento para que los médicos recuperaran la bondad, la piedad y el interés por sus pacientes, y reconocía que la moda de la «medicina medioambiental» era «un arco-iris pasajero, un fuego fatuo». Escribiendo como un «illichiano» converso, añadía: «Esta medicina no hará a la gente más sana, sólo cambiará el escenario. Ni la medicina, ni ninguna otra cosa, puede librar a los individuos y a la especie de la muerte, de la enfermedad y del sufrimiento. Es hora de que lo reconozcamos.» Los sociólogos de la medicina han observado a la profesión médica desde fuera durante mucho tiempo, y sus comentarios son tan poco complacientes que jamás aparecerán en los programas de estudio de las

facultades de medicina. En Spare parís: organ replacement in American society (17) («Recambios: trasplante de órganos en la sociedad americana»), dos sociólogos médicos, Renée Fox y Judith Swazey, analizan un mundo en el que la gente está siendo «reparada» con «recambios» extraídos de cadáveres todavía calientes o de cerdos y monos manipulados genéticamente, a pesar de que millones de americanos no tengan acceso a una atención sanitaria mínima. Incapaces de aceptar las limitaciones del envejecimiento y de la mortalidad natural de los hombres, y considerando que «la muerte es el enemigo, la medicina y la sociedad están olvidándose de la ética y la moral con el fin de perpetuar infinitamente la vida».

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Antes de Illich En la antigüedad, los médicos no gozaban de una gran reputación. En el Antiguo Testamento se menciona a los médicos en dos ocasiones: una como sirvientes y buenos embalsamadores (Génesis 50, 2), y otra como «mentirosos y carentes de valor» (Job 13, 4). En el Nuevo Testamento se hace una velada alusión: una mujer «que había sufrido las consecuencias de haber sido tratada por muchos médicos, en los que se había gastado todo lo que poseía, y no había mejorado, sino que al contrario había ido de mal en peor» (Marcos 5, 26). Este punto de vista no es sólo de los cristianos. Henri de Mondeville, en su obra Cirugía, escrita en el siglo xiv, resaltaba que «desde la más remota antigüedad las gentes habían considerado a los cirujanos como ladrones, asesinos y embaucadores de la peor especie» ( l 8 ) . Dado que la enfermedad, el dolor y el sufrimiento son inseparables de la condición humana, siempre ha existido un grupo de personas que se han encargado de los enfermos, encontrado explicaciones e inventando tratamientos, a menudo peores que las propias enfermedades. Las nobles aspiraciones de la medicina siempre han estado limitadas por la impotencia y la ignorancia. Con la excepción de algunas útiles técnicas quirúrgicas desarrolladas hace varios siglos, sólo a principios de este siglo se logró el equilibrio entre los posibles beneficios y perjuicios de acudir al médico. Maximilianus Urentius se preguntaba: «¿Qué diferencia a un cirujano de un médico? Uno mata con sus medicinas, y el otro con su cuchillo. Sólo se diferencian del verdugo en que hacen despacio lo que aquél hace con rapidez» (19). Montaigne tenía una visión muy escéptica de lo que los médicos podían hacer. Los temía porque, según su experiencia, la gente empeoraba tras la visita del médico. Por otra parte, los médicos no vivían más ni eran más felices que sus pacientes. «Para ser sinceros, qué sentido tiene toda esta diversidad y confusión de prescripciones que no sea la de vaciar el vientre, algo que se puede hacer con miles de remedios domésticos» (20). Y cuál es la evidencia, se preguntaba, de que estas purgas reporten algún beneficio. «La violenta lucha entre las medicinas y la enfermedad

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se hace a nuestras expensas, ya que la lucha se dirime en nosotros mismos». (¡Cómo evoca esto a las quimioterapias anticancerosas actuales!). Montaigne también señalaba que los médicos siempre habían tenido la tendencia a proclamar sus éxitos cuando la suerte, la naturaleza o el placebo, como lo llamaríamos hoy día, devolvían la salud al paciente. Si la enfermedad empeoraba, los médicos no tardaban en culpar al paciente o incluso sugerían que sin tratamiento las cosas habrían ido aún peor. El poeta griego Nicocles pensaba que los médicos eran una raza feliz, ya que el sol resplandecía con sus éxitos y la tierra escondía todos sus fracasos. Montaigne se reía de las medicinas («el pie izquierdo de una tortuga, el orín de un lagarto... los excrementos de rata pulverizados y otras monerías»), del lenguaje ininteligible, de las pretensiones de ser los maestros de lo misterioso, de las doctrinas contradictorias, de las increíbles promesas, de los razonamientos mágicos. Los médicos cometían el error de no guardar aún más sus secretos y de no mantener un frente unificado, «ya que cuando se descubre su falta de resolución, la debilidad de sus argumentos, fundamentos y predicciones, sus amargas contestaciones llenas de odio, envidia y autocomplacencia, uno tiene que estar completamente ciego para no darse cuenta de que al ponerse en sus manos se corre un gran riesgo». Algunos escritores de otras épocas pueden servir como antídoto a la imagen sobrevalorada que los médicos presentan de sí mismos, y de la gloriosa historia de la medicina, desde los tiempos de Hipócrates. Las clases educadas han tenido siempre una baja opinión de los médicos. Por ejemplo, Joseph Addison escribía en Spectator (21) («El Espectador»), en 1710, que «cuando una nación es rica en doctores se empobrece en personas», y dividía a los médicos en las siguientes clases, «como el ejército británico en tiempos de Cesar, algunos avanzan en carrozas y otros a pie... y alrededor de estas tropas regulares están los irregulares, que sin estar debidamente enrolados, causan un daño infinito a los desafortunados que tienen la desgracia de caer en sus manos». Robert Campbell escribió en 1747 que «para adquirir el Arte de la Medicina sólo se requiere estar familiarizado con algunos libros, convertirse en maestro de algunos aforismos y observaciones de sentido común, comprar un diploma en latín en algún colegio de mercenarios, unas bellas instalaciones, una figura severa, una espada y una larga pe-

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luca. Cuando el título Doctor en Medicina se añade a sus nombres, estos farsantes obtienen una licencia oficial para matar a cuantos confíen en ellos» (22). Pero en favor del crédito de la profesión médica siempre han existido renegados y traidores entre sus filas. En 1805, el editor del Edinburgh Medical and Surgical Journal se preguntaba si existía alguna certeza en la ciencia médica y expresaba su preocupación de que «la medicina estaba repleta de hombres que disfrazaban su ignorancia con imprudencia y arrogancia» (23). El editor de The Lancet, Thomas Wakley, admitía abiertamente en 1825 que «si los pacientes están satisfechos con el tratamiento médico, cualquiera que sea, esto denota su ignorancia y nada más. No podemos negar que algunos pacientes pueden ser tratados correctamente en los hospitales, pero podemos asegurar que otros son asesinados» (24). Otro médico que firmaba como Homo Sum, MD, escribió en 1848 en el Dublin Medical Press que la profesión médica se caracterizaba por «su masiva obesidad mental, su parasitismo, su vanidad presuntuosa, su orgullo irlandés, sus intereses discordantes, sus celos y una impenetrable fatuidad ciegamente suicida» (25). En una pequeña obra postuma publicada en 1880, The black arts in medicine (26), John Jackson, antiguo vicepresidente de la Asociación Médica Americana, escribió que la mayor parte de los médicos de su tiempo desconocían cómo usar el musgo del cráneo de un cadáver o la blanca porción final del excremento del pavo real, que eran usados como remedios infalibles por sus predecesores; pero que en el fondo empleaban las mismas artes mágicas con diferentes nombres. Jackson concluía que el hombre es el más crédulo de los animales y que la tentación de abusar de esta credulidad se hace irresistible. Las burlas sobre los desatinos de la medicina tienen una función diferente según las haga un profano o un miembro de la profesión. En el primer caso, el proposito es poner a los médicos en su sitio y desmitificar su arte. En el segundo, la broma forma parte del humor privado de los propios médicos, algo así como un cínico mecanismo de defensa que les permite soportar el estrés añadido al ejercicio de sus tareas. Cuando en 1889, el presidente de la Asociación Médica Británica (AMB) se atrevió a lavar los trapos sucios en público, recibió una severa reprimenda del editor del Provincial Medical Journal (27). Sin em-

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bargo, en el mismo editorial se comentaba un chiste contado en el transcurso de una reunión privada de la Asociación y que había deleitado a los asistentes: una mujer en una fiesta organizada por un famoso médico está siendo presentada a uno de los invitados y dice, «con los privilegios reconocidos al sexo débil»: «¿Imagino que es usted un médico joven?», «Sí» —le responde él—. «Ah, entonces aún no ha tenido tiempo de hacer mucho daño» (risas). Disfrutar esta broma en privado permitía difuminar su amenaza implícita. Pero lo que inquietaba al editor del Provincial Medical Journal era que la impertinencia de esta mujer habría podido tener su origen en el ya bien conocido discurso del presidente de la AMB. Sólo los masoquistas podrían comprender que en 1908 la Sociedad Médico-Legal invitara a George Bernard Shaw a dar un conferencia sobre «la crítica socialista a la profesión médica» (28). Shaw definió a los médicos como comerciantes y tenderos que tienen intereses pecuniarios en que la gente esté enferma. Una vez en «el negocio de las curaciones», se convierten en «los más grandes impostores», ya que «la abyecta dependencia de sus pacientes les obliga a probar cualquier remedio o charlatanería en boga». Shaw continuó hostigando a la audiencia acusándoles de inventar enfermedades inexistentes, de falsificar las estadísticas, y de tener la arrogancia de proclamar sus poderes sobre la libertad del hombre de la calle. Los asistentes reían entusiamados. El resto de los oradores felicitó al Señor Shaw por su «brillante» charla y expresó su acuerdo con los contenidos. Sir Clifford Allbutt, uno de los más eminentes representantes de la profesión en esa época, dijo: «Creo que todos estaremos de acuerdo con la afilada espada del señor Shaw, y deberíamos admitir que sus propuestas contienen grandes verdades y han sido expresadas con gran respeto hacia nuestra profesión». Qué diferencia entre las buenas maneras y la gentileza de aquella generación de médicos y los accesos histéricos de nuestros contemporáneos cuando un profano como Ulich osa cuestionar los derroteros que ha tomado la medicina actual. Shaw insistió en estos puntos de vista sobre la medicina en Preface on doctors («Prefacio sobre los médicos»), publicado junto a The doctor' s dilemma («El dilema del médico») en 1911. Su propia filosofía de la salud se resumía en las siguientes frases: • No intentes vivir para siempre. No tendrás éxito. • Sírvete de tu salud hasta que se desgaste. Es para lo que sirve.

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• Dispon de todo lo que poseas antes de morir; después no te servirá. • Asegúrate de ser bien nacido y estar bien educado. En el tono se asemeja a la exhortación de Píndaro (522-443 a.C.) en su Oda Pitia: «Querida Alma, no busques ser inmortal; agota los recursos de lo posible». Lo que diferencia a la medicina de hoy de la de antaño es la distinción entre una profesión y un negocio. La vocación de la tradición humanista ha dado paso a un complejo médico-industrial gobernado por intereses monetarios y políticos. Esta transición ocurrió durante los años sesenta y setenta, y se realizó tan lentamente que sólo algunos agudos observadores, como Illich, se dieron cuenta.

El comercio de la salud Hasta el siglo xix, el término «consumir» se empleaba sobre todo por sus connotaciones negativas de «destrucción» y «detritus». La tuberculosis era una enfermedad que «consumía» y «destruía». Entonces aparecieron los economistas con una intrépida teoría —que se ha ido generalizando— según la cual la base de una sólida economía está en el incremento ininterrumpido del «consumo» de bienes (esto es, de sus desperdicios). En las sociedades capitalistas este principio ha sido aplicado también a la salud, que se ha convertido en un bien de consumo. El producto se sirve al consumidor envuelto en la retórica de la compraventa. En el argot del comercio de la medicina, el médico es un «dispensador de salud» que trabaja en equipo, pero se diferencia del repartidor de periódicos en que reparte promesas en lugar de productos tangibles. Tradicionalmente se ha llamado al médico cuando se le ha necesitado. Sin embargo, esto está cambiando. Ahora cada vez más es el médico el que invita a las personas a que le visiten. Se pide a gente sana que acuda a la consulta para realizar un «chequeo» cuando su historia clínica informatizada así lo indica. Si no se acude, uno se convierte en «no cumplidor», lo que implica comportarse como un irresponsable. Con el fin de suscitar el interés, es importante hacer publicidad de los nuevos productos para convencer a los consumidores potenciales de que no pueden vivir sin ellos, aunque no se hayan dado cuenta hasta ese

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momento. En el caso de «la salud», la tarea no es difícil. Todo el mundo la necesita. El lema del vendedor está tomado literalmente de los manuales de ventas de seguros de vida: «Esta prueba salva un millón de vidas al año.» «Imagine a una joven madre que deja huérfanos a sus adorables hijos porque no se ha hecho una simple prueba para prevenir el cáncer.» «Mire estas fotos de gente que agoniza: ¿Quiere usted acabar como ellos?» El hecho de que la salud sea un producto invisible hace que se venda fácilmente. Y como la salud no tiene precio, puede pedirse lo que se qukiü por ella. Cuando una necesidad se convierte en universal, se puede justificar la producción. A los productores les conviene mantener la ficción del mercado nacido de la demanda. La combinación de monopolio y publicidad ingeniosa sirve para protegerse contra los gustos imprevisibles de los consumidores y garantiza la estabilidad de los beneficios. Ante la complejidad creciente de los servicios de salud, los gestores se han interpuesto entre el médico y el paciente, y son ellos los que controlan la compra, la publicidad y la comercialización de los medios tecnológicos creando así nuevos mercados. Como auténticos parásitos, participan de los beneficios sin producir nada ellos mismos. Dependiendo de que el sistema político sea el «estado de bienestar» o el «libre mercado», se establece una estrecha cooperación entre los productores y los gestores, con o sin la participación del Estado. En 1986, el 12 % de los hospitales de Estados Unidos estaban bajo el control de cuatro grandes compañías con fines lucrativos (29). Marc Renaud observó que esta incesante búsqueda de la salud a través del consumo de innumerables productos y servicios «beneficia más a aquellos que los capitalizan que a la salud del público» (30). Barsky comentaba sobre la «fiebre americana de hacer ejercicio físico»: existen en Estados Unidos alrededor de 30-40 millones de personas que hacen jogging y que son potenciales compradores de cintas para el pelo, trajes especiales de nylon y polipropileno, podómetros para medir la distancia recorrida, muñequeras para colgar las llaves, relojes digitales para monitorizar los latidos del corazón, o vestimentas reflectantes para correr de noche. Eso por no mencionar las zapatillas para correr, que se han convertido en un negocio multimillonario. La industria del material deportivo tiene unos beneficios aproximados de doce mil millones de dólares anuales. Los dietistas cobran 40 dólares por hora, a aquellos que pueden permitírselo, por elaborar un «régimen nutricional». Se gastan

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alrededor de diez mil millones de dólares anuales en «adelgazamientos» (pildoras, libros, gimnasios y dietas especiales). Citando de nuevo a Barsky, «preocupaciones malsanas pueden generar sanos beneficios» (31). Según McKinght, detrás de las «verdaderas necesidades» de la floreciente industria de la salud están las de los mismos profesionales: la necesidad de beneficios, la necesidad de expansión, la necesidad de clientes, la necesidad de ser necesitado (32). Por supuesto, lo mismo podría aplicarse a la jerarquía burocrática. La extensión de la «atención a la salud de los sanos» es un asunto relativamente simple. Se debe persuadir a los sanos que sentirse sano no es lo mismo que estar sano, puesto que uno podría vivir la vida sin darse cuenta de lo enfermo que está. Una vez que uno está sano, pero asustado, los consumidores de salud comienzan a hacer colas a las puertas del sistema demandando su derecho a entrar (puesto que se les ha dicho, y ahora ellos así lo creen, que la salud es un derecho inalienable). Entonces los productores de salud pueden decir, con algo de razón, que ellos están haciendo todo lo posible para atender la demanda, pero que debido a la escasez de lo demandado (la salud, en este caso), desgraciadamente habrá que aumentar el precio. Paradójicamente esta espiral de costes en la atención médica está parcialmente justificada por la necesidad de ahorrar dinero previniendo las enfermedades, y es en ese campo donde la industria está tratando de repartir salud para todos, lo necesiten o no.

Medicina «anticipatoria» El abrupto cambio desde una medicina tradicional, que se dedicaba a atender a los enfermos, hacia un nuevo estilo de medicina anticipatoria se ha realizado durante las dos últimas décadas. Podría parecer que ambas no son antagónicas, ya que tanto la medicina curativa como la preventiva han coexistido siempre como arte y parte de la práctica médica. Sin embargo, la medicina anticipatoria no es lo mismo que la medicina preventiva tradicional, que se limitaba esencialmente a la vacunación contra determinadas enfermedades y al control de las enfermedades infecciosas mediante el mantenimiento de la calidad de las aguas, la inspección de mataderos, la monitorización de la cadena

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alimentaria, etc. La medicina anticipatoria no se dedica a controlar los agentes identificables de la enfermedad, sino a dar rienda suelta a especulaciones probabilísticas sobre el riesgo futuro de los llamados desórdenes «multifactoriales» en individuos, y a prometer a sus clientes que —siempre que sus factores de riesgo sean regularmente evaluados y debidamente modificados siguiendo un complejo ensamblado de reglas definidas como el «estilo de vida saludable»— la mayoría de las enfermedades, si no todas, pueden prevenirse o al menos posponer su aparición casi indefinidamente. La atracción de la medicina anticipatoria es la promesa implícita (y, a veces, explícita) de un enorme ahorro en los gastos sanitarios del Estado y de una extensión de la esperanza de vida sin precedentes. La transición desde la medicina preventiva a la anticipatoria presupone el salto desde un enfoque empírico y pragmático a otro teórico y visionario. Los chequeos regulares y la identificación de los «factores de riesgo» pueden ser comparados con la confesión de los creyentes, cuya absolución depende de la penitencia. Esta transición ha sido facilitada por la ambigüedad del término «prevención». En cierta forma, la «prevención» es preferible a la enfermedad, pero cuando se utiliza en sentido anticipatorio, la «prevención» se convierte sólo en una promesa de prevención. Un médico general compartía con los lectores del British Medical Journal el malestar que le producía esta moda de la atención anticipatoria (33). Para él, esta nueva clase de medicina se asemeja a la gestión eficiente de un ejército. Los individuos dejan de existir y sólo queda un ejército que debe estar preparado para cumplir sus obligaciones militares. Aunque todos los soldados están sanos, el médico debe asegurarse de que cada soldado dispone de los alimentos y medicamentos profilácticos que establece el reglamento y controlar regularmente la salud de cada uno. Esta clase de medicina requiere un esquema mental completamente diferente al del médico tradicional, que escucha y trata de encontrar un sentido a la mezcla de mensajes, llenos de miedo y de síntomas, que aporta el paciente. Para ello, uno necesita olvidarse de los cuestionarios «anticipatorios» y de las preguntas y, en su lugar, sintonizar con el estado mental y de ánimo del paciente. La medicina anticipatoria es sinónimo de la medicina «proactiva» o del «mantenimiento de la salud», un término acuñado como una analo-

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gía del mantenimiento de un coche. Dale Tussing, un economista americano de la salud, sugirió durante una conferencia en Dublín que los seres humanos deberían estar sometidos al mantenimiento y a los chequeos de salud, de forma similar a los coches, «examen físico cada 15.000 kilómetros, inmunización cada 40.000, pruebas de detección del cáncer de cérvix cada 100.000 kilómetros, etc.» (34). Como buen economista, Tussing creía ingenuamente que de esta manera podrían prevenirse las enfermedades y reducir considerablemente los gastos sanitarios. Como Richard Asher solía decir, la única similitud entre un coche y un cuerpo humano es que cuando existe un serio problema de diseño hay que devolverlo al fabricante. Aunque la periodista Katharine Whiterhorn no es economista de la salud, muestra un envidiable sentido común cuando dice: «si evitamos que la gente muera de las enfermedades de las que muere ahora, morirán de otra cosa más tarde, pero será más despacio y más caro» (35). Para ilustrar lo que la atención anticipatoria implica en la práctica, podemos emplear como ejemplo las recomendaciones preventivas oficiales para una mujer sana de bajo riesgo con una edad comprendida entre los 20 y los 70 años. Según el American College of Physicians, esta mujer debería visitar a su médico anualmente y someterse a 278 consultas que incluirían exploraciones, pruebas y consejos. Nótese que esto es lo que se recomienda para una mujer sana, y que no se incluyen actividades anticipatorias antes de los veinte años ni después de los setenta. Mientras que la salud pública «tradicional» se basaba en los descubrimientos de las ciencias naturales, de la tecnología y la ingeniería, la «nueva» salud pública —aunque retiene ese nombre— tiene poco que ver con la ciencia; por el contrario, despliega los rasgos característicos de una «ciencia patológica» según la descripción del premio Nobel Irving Langmuir: «Acepta la evidencia no por su calidad sino por su conformidad con una conclusión previamente establecida. Y la mayor parte de sus pruebas se basan en enrevesados argumentos estadísticos» (36). Un ejemplo clásico sobre la supresión de evidencias «dañinas» es el único estudio británico randomizado y controlado sobre el screening multifásico (37). Este estudio se llevó a cabo bajo la dirección del profesor Walter Holland —uno de los más respetados epidemiólogos ingleses— en dos grandes consultorios del sur de Londres, y los resultados

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no mostraron ningún beneficio en el grupo sometido a cribaje. Los autores concluían: «Cualquier tipo de screening, incluido el multifásico, debe evaluarse por sus efectos beneficiosos demostrables. Dado que los resultados de este ensayo controlado no han mostrado ningún efecto beneficioso ni en la mortalidad ni en la morbilidad, consideramos que el uso del screening multifásico por los médicos generales en personas de mediana edad no puede ser defendido como una medida deseable de salud pública desde una perspectiva científica, ética o económica.» A pesar de este claro, honesto y sincero resumen, incluso los especialistas en el tema parecen no conocer este estudio, que no se cita ni en los manuales de screening, ni en las publicaciones gubernamentales, ni en artículos de epidemiología. Por el contrario, el gobierno británico está empleando incentivos económicos (extraídos de los fondos públicos) para seducir a los médicos generales y promover su participación, como agentes del Estado, en las campañas de screening. Hasta ahora el screening de las enfermedades se ha efectuado sin el menor control ético puesto que la mayoría de los médicos cree que es algo bueno, y el público, que cree en su médicos, aún no ha cuestionado este acto de fe. Los trabajadores (o sus empresarios) pagan sin rechistar alrededor de 55.000 pesetas a las compañías de seguros para que les realicen todas las pruebas de screening imaginables. Otros se gastan sus ahorros en unidades del Servicio Nacional de Salud (NHS) que están lanzando campañas de screening a precios reducidos. Por si acaso, las clínicas y laboratorios privados están a la caza del resto de los hipocondríacos. Y por si aún se escapara alguien, a todos los pacientes que acudan a las consultas de los médicos generales se les realizarán pruebas de screening, quieran o no, ya que sus médicos recibirán beneficios especiales si cumplen con la cuota que se les ha asignado. A los políticos les gusta ser vistos como los benefactores de la humanidad y, equivocadamente, piensan que las campañas de screening servirán para ahorrar dinero que podría ser empleado en departamentos con presupuestos insuficientes, como el servicio civil, el ejército o la policía. El tipo de screening poco importa, lo mismo da que sea del cáncer, del colesterol, del SIDA o del alcoholismo. ¿Acaso no es siempre mejor prevenir que curar? ¿Quién se atreve a reconocer que odia a su madre?

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Poner en duda el componente ético de las campañas de screening, generalmente dirigidas a hacer más sana a gente sana, se considera perverso, o al menos, frivolo. El hecho de que el screening sea un negocio en expansión y muy lucrativo no es más que un fenómeno incidental —uno de esos raros ejemplos en los que la bondad de algunos humanos es recompensada en la Tierra. Así pues, ¿dónde está el problema? Todos los problemas complejos tienen soluciones que son sencillas... y equivocadas. Puesto que somos las posibles presas de tantas enfermedades, cuantas más pruebas diferentes de screening realicemos, mejor. Carece de sentido hacerlo únicamente en las mujeres, y buscar sólo enfermedades raras como el cáncer de cérvix. ¿Por qué no hacer también screening de la hipertensión arterial, de la diabetes, del glaucoma, de la toxoplasmosis, de los factores de riesgo de la cardiopatía isquémica, del cáncer de ovario, del cáncer de pulmón, del cáncer de mama, del cáncer gástrico, del cáncer de próstata, del melanoma, del cáncer de testículo...? Y, seguro, cuantas más pruebas hagamos, más probabilidades tendremos de detectar algo que no está del todo bien. Además, el screening de muchas enfermedades es un proceso que debe repetirse regularmente. ¿Todo bien? ¿Cómo lo ve usted? Sea una buena chica y continúe autoexplorándose las mamas. Es algo maravilloso para mantener la mente ocupada en cuestiones de vida y muerte. En las órdenes monásticas a esto se le llamaba memento morí. Según el Comité de Expertos del Consejo de Europa, el screening preventivo, aplicado con o sin indicación clínica, «persigue y garantiza (implícita o explícitamente) una contribución positiva directa en la salud de la población». Nótese la palabra «garantiza». ¿Acaso tenemos esa garantía? ¿Y dónde está la contribución positiva directa para el individuo sometido a screeningl ¿No debería informarse a toda persona invitada a someterse a pruebas de screening de cualquier posibilidad de efectos adversos, además de las promesas de beneficio? Si un médico admitiera con franqueza que, por ejemplo, según el último estudio sueco sólo se beneficia una de cada 65.000 mujeres que se hacen mamografías cada año, cómo respondería a su paciente que con cara de estupefacción le dice: «Doctor, usted debe de estar bromeando».

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La probabilidad de tener un resultado «falso positivo» está en función del número de pruebas que se realizan. Después de todo, somos normales sólo porque no se nos hacen suficientes pruebas. Habría que sopesar la ansiedad, las pruebas complementarias —no exentas de peligro— y, ocasionalmente, las operaciones quirúrgicas innecesarias que sufrirían muchas personas sanas debido a los resultados «falsos-positivos» con los posibles beneficios que obtendrían los afortunados. Si un médico no informa a sus clientes sanos sobre estas complicaciones debería correr el riesgo de ser denunciado. Sin embargo, admitir que algunas pruebas de screening no son muy fiables, que los tratamientos disponibles para las enfermedades buscadas no tienen demasiado éxito, o que el propio médico no se hace esas pruebas, serviría para desalentar a posibles «candidatos al screening». Si una médico dijera que no sabe qué colesterol tiene su marido, o que no realiza pruebas de detección de sangre oculta en heces cada seis meses entre los miembros de su familia, quizás sus pacientes no querrían hacerse tantas pruebas. Existe una asimetría ética entre la situación del paciente que llama a la puerta de la consulta y solicita ayuda, y la de una persona a la que se acosa en la calle y se la invita a que se haga la última prueba para prevenir una terrible enfermedad. En el primer caso uno está practicando «simplemente medicina»: se puede no saber qué le pasa al paciente y no curarle, pero el pobrecillo tiene un problema y no tiene a dónde ir (excepto quizás al acupuntor de la calle de al lado). Uno consuela al paciente, le da esperanza y le reconforta, le pone un tratamiento (a menudo acompañado de consentimiento informado) y espera que todo vaya bien. La mayoría mejora, y no se le ha prometido nada. En el segundo caso uno se está buscando problemas. Se solicita la colaboración de los pacientes sin garantías de beneficio, y las cosas pueden torcerse. El cliente, que estaba sano hasta que se topó con el médico, podría demandar a través de los tribunales que le devuelvan la salud y el dinero. Es como una pescadilla que se muerde la cola. Si a uno se le pasa una citología ligeramente anormal y la mujer desarrolla un cáncer, se vuelve a saber de la paciente a través de su abogado. Si, por otro lado, uno deriva al 10 % de sus pacientes para que se les haga una colcoscopia y otros desagradables «tratamientos», las mujeres podrían pensar que el uso del espéculo es demasiado especulativo, y no volverán la próxima vez. El argumento de que son ellas las que lo piden no durará mucho

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tiempo, ya que en realidad la demanda se ha generado mediante falsas promesas emanadas de los médicos.

La malsana obsesión con la salud Hay gente que se priva de todas las cosas que se pueden comer, beber o fumar y que, por cualquier causa, hayan adquirido mala reputación. Es el precio que pagan por su salud. Y salud es todo lo que obtienen. ¡Qué extraño! Es como gastarte toda tu fortuna en una vaca que no da leche. Mark Twain

Nunca ha habido escasez de mesías de la salud, incluso en los tiempos de Mark Twain, pero el hombre de la calle los consideraba como chiflados entrometidos y los ridiculizaba. Sylvester Graham, un bostoniano excéntrico de la salud, enseñaba la importancia de la abstinencia, el salvado y la castidad. A sus seguidores, que solían ser flacuchos y tenían pinta de enfermizos, se les conocía popularmente como la «Sociedad Patológica del Salvado y el Serrín». Hoy día ya no predican los charlatanes ambulantes, sino que los mensajes se transmiten a través de canales oficiales y gubernamentales. Lewis Thomas, uno de los más agudos estudiosos de las estupideces sobre la salud, ya nos advertía hace más de veinte años de los cambios que se estaban dando. En un artículo publicado en el New England Journal of Medicine (38) describía la preocupación de los americanos por la salud y la comida saludable como una obsesión malsana que estaba convirtiendo a los habitantes de toda una nación en hipocondríacos sanos, convencidos de que sin una constante vigilancia médica, el cuerpo humano se haría pedazos y se desintegraría. En la misma revista (39), el doctor León White urgía a los médicos para que incrementasen la conciencia pública de que «el estilo de vida era la principal amenaza para la salud en este país», lo que es parecido a decir que la vida es una enfermedad peligrosa, y casi siempre mortal de necesidad. Es sólo cuestión de tiempo hasta que se establezca una nueva especialidad médica, la de «ortobioestilista», quien nos aconsejará sobre el estilo de vida correcto. Como Barsky comenta en su libro Worried sick («Enfermo de miedo») (40) sólo la mitad de los americanos están satisfechos con su salud y

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esta proporción está decreciendo. La dieta se ha convertido en la mayor obsesión y se recomienda a los americanos que coman «alimentos saludables» para retrasar el envejecimiento, fortalecer el sistema inmune y aumentar la potencia sexual y la creatividad. Casi todos los americanos (96 %) querrían cambiar alguna parte de su cuerpo. Las clases media y media-alta son particularmente vulnerables a estas obsesiones. La obsesión por la salud en la Casa Blanca se ha convertido en una norma. Es importante para la imagen del presidente que se le vea haciendo deporte, y que su mujer prohiba los ceniceros en la Casa Blanca. Los políticos de otros países también se están adhiriendo a esta cruzada. Por ejemplo, la Ministra de Sanidad británica, Virginia Bottomley, suprimió los dulces a la hora del café (sustituyéndolos por fruta) y manifestó públicamente que se abstendría de tomar bebidas alcohólicas dos días a la semana. En el periódico The Independent, Keith Botsford describía así la vida americana: «Sin duda, los americanos están constantemente preocupados por la inmortalidad, a la que consideran como un derecho constitucional. Sus fobias incluyen el fumar cigarrillos —activo, pasivo o aoristo (sic)—, las enfermedades, las drogas, las pistolas y, por supuesto, las sustancias cancerígenas» (41). Esta situación no es el fruto de una conspiración mundial sino el resultado de los mecanismos de retroalimentación entre las masas aterrorizadas por el miedo a la muerte y los promotores de la salud ávidos de dinero y poder. La gente corriente, embrutecida por la papilla de la televisión, la dieta blanda de la cultura expurgada y el semianalfabetismo, es el caldo de cultivo ideal para el evangelio del estilo de vida. Según la socióloga americana Renée Fox, la aportación de los médicos a la creciente preocupación por la salud es sólo una variable de la ecuación. El otro componente es la necesidad que tienen los humanos de emplear el término «salud» como «una forma codificada de referirse a un estado ideal tanto desde el punto de vista individual como del social o del cósmico» (42). En el pasado la medicina y los rituales mágicoreligiosos estaban fundidos en un mismo sistema para explicar lo que acontecía con la salud, la enfermedad, la fortaleza, la fecundidad o la invulnerabilidad, todas ellas investidas de un origen supranatural. En la sociedad moderna, la medicina se ha distanciado enormemente de la religión, pero la salud ha retenido su simbolismo religioso (o mejor, pseu-

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dorreligioso), metafísico y místico. Por ejemplo, Rick Carlson ha escrito en su libro The end of Medicine («El fin de la Medicina»): «No hemos comprendido qué es la salud... Pero durante las próximas décadas nuestros conocimientos aumentarán. Entonces la búsqueda de la salud y el bienestar será posible, pero sólo si conservamos el medio ambiente y transformamos nuestro orden social de manera que la mejora de la salud no suponga la supresión del disfrute de la vida. De lo contrario, seguiremos siendo dependientes y enfermos. El fin de la medicina no es el fin de la salud sino el principio» (43). Fox cita a Carlson como un ejemplo de las tendencias «desmedicalizadoras» que se oponen a la medicalización profesional de la vida. Sin embargo, como ya había apuntado Illich, la idea de la «auto-ayuda» estaba siendo mediatizada por un grupo diferente de profesionales de la salud. Illich encontró 2.700 libros publicados entre 1965 y 1975, sólo en los Estados Unidos, «que le enseñan a uno a ser su propio pedente». La diferencia entre la medicalización «oficial» y la «alterativa» es que en el caso de ésta última los esclavos adornan sus cadenas con flores. Cuando un siglo y una cultura agonizan, declarar la muerte a la muerte se convierte en una preocupación esencial. Christopher Lasch en The culture of narcissism («La cultura del narcisismo») analiza la paradoja de las sociedades occidentales, particularmente la americana, en las que cuando decae la fe en el futuro y se pierde la esperanza, resurgen las expectativas de permanecer sano si se siguen al pie de la letra ciertos rituales. La única solución para esta paradoja es, según Lasch, el narcisismo (44). Cuando el hombre pierde el sentido de su continuidad histórica con el pasado, cuando ya no tiene la esperanza de ver a sus hijos mantener la lucha de sus antepasados por una existencia digna, limita su horizonte a su propia existencia individual. La muerte se convierte en una injusticia, en la confiscación del único bien personal que se posee, la vida, y uno se ve en la obligación de combatirla, de evitarla, de engañarla. «Patológico en sus orígenes y motivaciones psicológicas, supersticioso por su fe en el poder de la medicina —escribe Lasch—, el movimiento para prolongar la longevidad es una forma peculiar de expresar la ansiedad de una cultura que no cree en el futuro» (45).

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En Utility of religión («La utilidad de la religión»), John Stuart Mili plantea que «en general, no son las personas felices las que están preocupadas con la prolongación de la vida o con el más allá, sino aquellas que nunca han sido felices» (46). El culto narcisista a la juventud, a la salud y a la belleza que predican los promotores de la salud acrecienta el sentimiento de culpa y la ansiedad de una población que envejece irremediablemente, y que daría cualquier cosa por un espejo mágico que les dijera que son bellos y les hiciera sentirse necesarios. La búsqueda del Santo Grial de la Salud se basa en la errónea creencia de que la salud equivale a la felicidad. Se exhorta a los acólitos de la New Age a que coman menos grasas, a que produzcan heces voluminosas, y a que se compren una bicicleta estática. Así no habrá más dolor ni desamor, más sufrimiento ni desesperanza, más sacrificios ni más lágrimas. Mientras la violencia gratuita, el terrorismo y los crímenes aumentan, los guardianes de la sociedad hablan de cómo atajar las causas de los desórdenes sociales. Con un discurso similar, los promotores de la salud dicen que «no sirve de nada secar el agua del suelo si no se cierra antes el grifo» o que «en lugar de sacar del río a los que se están ahogando, habría que encontrar a quien los está tirando al agua». No hay nada malo en estas metáforas, excepto que no queda claro a qué río, a qué personas o a qué salvadores se refieren. El famoso perro San Bernardo, Barry, que se exhibe disecado en el Museo de Historia Natural de Berna, salvó 42 vidas humanas —más que cualquier promotor de la salud que yo conozca. Virgilio decía que «uno destruye su salud tratando de preservarla». Pero los promotores de la salud no leen a Virgilio. Pregúnteles por De rerum natura de Lucrecio, Gargantua de Rabelais, los Ensayos de Montaigne, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, o sobre la poesía de Verlaine, la rebelión de Lautréamont o la compasión de Beckett. Estos nombres no figuran en su lista. En el mejor de los casos les mirarán estupefactos; en el peor, intentarán medirles el colesterol.

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La «salud positiva» y su promoción En 1926, el Presidente de la Asociación Médica Americana, Wendell Phillips, declaró que «los médicos debían darle un nuevo significado a la palabra paciente, ya que actualmente los enfermos, como las personas sanas, deberían estar incluidos en las listas de sus médicos». Tener buena salud podría no ser suficiente. Phillips añadía: «Demasiados de nuestros conciudadanos van por la vida conformándose con una salud aceptable, y jamás conocerán la euforia y la felicidad que acompañan a un perfecto estado de salud. Por consiguiente, uno de los objetivos de los médicos del mañana será conseguir y mantener una salud perfecta, como un derecho inherente a cada persona. A más salud más felicidad, mayor bienestar, utilidad y valor económico del individuo. Nunca habrá superhombres sin supersalud» (47). Aunque escrito hace 70 años, este instructivo pasaje tiene sorprendentes resonancias modernas y contiene todos los ingredientes de la retórica actual de la promoción de la salud. La salud tiene que ser algo más que la ausencia de enfermedad, tiene que ser salud exhuberante, «supersalud». La salud es felicidad y la felicidad es salud. Todas las personas sanas deben estar bajo constante supervisión. Incluso no omite mencionar ni «el valor económico del individuo» ni el absurdo «derecho inherente» de cada persona a la «supersalud». La idea del superhombre es típicamente americana. ¿Debería ser la función de la medicina convertir a la gente en felices autómatas económicamente útiles? La idea de la «supersalud» de Phillips se incluyó en los estatutos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1946, en los que la salud se define como «no sólo la ausencia de enfermedad» sino como «un estado de completo bienestar físico, psíquico y social». El tipo de sensación que el común de los mortales puede experimentar brevemente mientras tiene un orgasmo o está bajo el efecto de las drogas. En 1975, el doctor Halfdan Mahler, Director General de la OMS, escogió el tema «¡Salud para todos en el año 2000!» —los signos de exclamación son suyos— para un comunicado dirigido a los Comités Regionales de la Organización. Reconocía que uno debe ser realista y que «tendría que pasar toda una generación de la población mundial para que se pudiera conseguir un nivel aceptable de salud repartido deforma

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igualitaria en el mundo» —la cursiva es mía—. Al final de su discurso, Mahler confesaba que «no le quedaba la menor duda de que se conseguiría este objetivo antes del año 2000» (48). La asamblea de la OMS en 1977 adoptó el eslogan «Salud para todos en el año 2000» para definir su principal objetivo. Un solo enfermo o, Dios nos perdone, un solo moribundo que no experimentara la euforia de la salud positiva definida por la OMS aguaría la fiesta. Los viejos afectados por la senilidad y la demencia, las solteronas amargadas, los amantes despreciados, los jugadores arruinados, las viudas de pescadores ahogados, las víctimas de la violencia, o los lunáticos de los manicomios, también ellos estropearían el cuadro. Incluso los cristianos, con su optimismo ilimitado, son más realistas y retrasan la promesa de la felicidad absoluta a la otra vida. En 1978, en el Palacio Lenin de Alma-Ata, los representantes de la OMS de 134 países aceptaron por unanimidad la Declaración de AlmaAta, que reafirmaba la definición de la OMS y declaraba a la salud como «un derecho fundamental del ser humano». Los delegados aplaudieron el mensaje de su anfitrión, Leónidas Brezhnev, para quien «los temas de salud nacional figuraban en la primera línea de las actividades del Partido Comunista y del Estado Soviético» (49). Los delegados del Haití de Bebé Doc, de la Uganda de Idi Amin, de la República Centroafricana de Bokassa —por mencionar sólo algunos de los representantes de regímenes criminales, estados totalitarios o dictaduras militares—, estaban convencidos de que la «Salud para todos en el año 2000» era una objetivo realista. En 1981, la XXXIV Asamblea de la OMS adoptaba «una estrategia global para conseguir la salud para todos en el año 2000» y, en 1983, el tema del Día Mundial de la Salud (7 de abril) fue «Salud para todos en el año 2000: ¡La cuenta atrás ha comenzado!» —un eslogan bastante chocante considerando que la cuenta atrás ya había comenzado en Alma-Ata hacía cinco años—. En 1986, Halfdan Mahler era todavía optimista. En su alocución de bienvenida a una princesa de Tailandia, felicitaba a este país «por demostrar al mundo que la salud para todos en el año 2000 no era una utopía». En Irlanda, en 1987, un importante promotor de la salud y por entonces profesor de cardiología preventiva declaraba al periódico The Irish Times que «las principales causas de mortalidad —como la cardio-

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patía isquémica, los accidentes cerebro vasculares, las enfermedades respiratorias y muchos cánceres— habrán desaparecido en el año 2000» (50). Este hombre consideraba que las actividades preventivas «eran sólo una pequeña parte de un gran movimiento para conseguir un mundo perfecto para todos los habitantes de la tierra. Únicamente un movimiento de esta clase nos permitirá alcanzar la divinidad» (51). En 1988, según un comunicado de prensa de la OMS, el doctor Mahler recibió como regalo simbólico, durante la celebración del cuarenta aniversario de su organización, el siguiente poema: Mankindis true I Health must come I With the new I Millenium. Heed the cali I For common wealth I Health for all I Allfor health. («La verdadera salud de la humanidad llegará con el nuevo milenio. Respondamos a la llamada de la riqueza compartida. Salud para todos. Todos para la salud»). Que unos versos tan poco convencionales justifiquen un comunicado de prensa oficial es indicativo de la atmósfera enrarecida que impregna el cuartel general de la OMS. Ya no se oye hablar mucho de la «cuenta atrás». Durante los años ochenta los gastos sanitarios por habitante se redujeron en la mitad de los países africanos, en dos tercios de los de Latinoamérica y en un tercio de asiáticos (52). En 1992, 1.200 millones de personas no disponían de agua potable, uno de cada tres niños estaba malnutrido y tres millones de niños morían de enfermedades prevenibles mediante vacunaciones (53). La reelección del doctor Iroshi Nakajima como Director General de la OMS en 1992 no ha servido para mejorar la reputación de la organización (54). La OMS tiene 1.400 empleados que perciben un salario medio de 150.000 dólares libres de impuestos. Por cada dos dólares que se gastan en programas, se invierten ocho en gastos administrativos. ¡Y la oficina de la OMS de Ginebra produce más de 100 millones de páginas de informes anualmente! (55). El Secretario General de la Organización Médica Mundial, André Wynén, durante una reunión en Viena en 1986, describía las fantasías de la OMS como algo que «los médicos con buena preparación y con experiencia no podían ni entender ni aceptar» (56). Ni siquiera la gente de la calle, que ciertamente posee un menor grado de formación, las aprobaría. Wynén consideraba que la definición de «salud» de la OMS es demasiado vaga, demasiado simplista y que olvida el significado de la

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enfermedad. También apuntaba que la medicina preventiva no es un sustituto de la medicina curativa sino un lujo para los que están sanos y un gasto adicional para los servicios sanitarios. Mantener con vida a los enfermos crónicos, a los minusválidos severos y a los discapacitados, o facilitar que los viejos vivan más años, genera inevitablemente un aumento de la demanda de camas hospitalarias y de servicios médicos que presten atención a las enfermedades degenerativas de la vista, del oído, del sistema cardiovascular, del aparato respiratorio, del sistema musculoesquelético, del aparato urogenital y, sobre todo, cerebrales. La primera conferencia de la OMS sobre promoción de la salud tuvo lugar en Ottawa, Canadá, en 1986 y de ella surgió la Carta para la Promoción de la Salud. Entre los firmantes estaban los representantes a la Rumania de Ceaucescu y de otras dictaduras comunistas. Los países asiáticos y africanos, con la excepción de Ghana y Sudán, no asistieron. En el informe anual de Ammistía Internacional de 1993 se acusaba a 110 gobiernos de torturas en las prisiones y las comisarías de policía, pero los documentos de la OMS, naturalmente, jamás mencionaban este problema, quizás porque los gobiernos que apoyaban la tortura también apoyaban las declaraciones de la OMS. Los firmantes de la Carta de Ottawa se comprometían a «reconocer a los individuos como la principal fuente de salud; a apoyarles y a facilitarles los medios para que permanecieran sanos, ellos, sus familias y sus amigos, y a aceptar a la comunidad como el portavoz primordial en materias de salud, condiciones de vida y bienestar». Además expresaban su esperanza de que el objetivo de la OMS de «Salud para todos en el año 2000» se hiciera realidad (57). Los británicos han sido tradicionalmente gentes reticentes, a las que se educa para afrontar las adversidades con la frente bien alta y sin rechistar. Así pues, no es de extrañar que consideraran como excentricidades las ideas de visionarios como Alee Bourne. En su libro Health for the future («Salud para el futuro») (58), Bourne sostiene que la salud es algo más que la ausencia de enfermedad y que «se debe ir más allá de la medicina preventiva... hacia una forma de medicina y de higiene destinada a crear salud positiva... La delincuencia moral, las extravagancias emocionales y la pobreza espiritual limitan la plena expresión de la naturaleza humana y su desarrollo. Nuestro deber sería coordinar los esfuerzos y crear un Hombre Total de un orden superior. No se trata de un

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idealismo ridículo sino de un deber que todo hombre responsable tiene con sus semejantes. Es la forma de ennoblecer nuestro destino. El hombre está hecho para preservar la "imagen divina" con la que ha nacido». Sólo cuando la salud pública británica sucumbió a la influencia dominante de la ideología de la salud pública americana, la retórica de la promoción de la salud se hizo idéntica en ambos países. Esta ideología postula que la sociedad necesita de la medicina anticipatoria tanto a nivel individual como nacional. Fue cuando comenzamos a oír que era preciso cambiar el «colesterol nacional», la «dieta nacional» o el «consumo de alcohol nacional», y que los individuos necesitan consejos personalizados sobre el estilo de vida y chequeos médicos regulares. Aunque ambos países son oficialmente cristianos, permanecen selectivamente sordos a las palabras de Jesús de que «no son los justos los que necesitan de la medicina» (Mateo 9,12). El agnóstico Montaigne decía lo mismo pero con más vigor: «Los médicos no se contentan con ocuparse sólo de los enfermos, sino que corrompen la salud por miedo a que los hombres escapen a su autoridad» (59). En 1984, el director del Departamento de Educación para la Salud de la Asociación Médica Americana, William Carlyon, acusaba a los promotores de la salud de fomentar extravagantes ideas sobre la felicidad y de estar medicalizando a una humanidad deseosa de utopías (60). Considerando el puesto de trabajo que ocupaba, es de imaginar que tras estas declaraciones o se jubiló o le despidieron. Lo que preocupaba a Carlyon era la extensión de la medicina preventiva —legítima en aspectos como la inmunización, la pasteurización o el alcantarillado— a los dominios de lo espiritual, de lo filosófico y de lo social, apoyándose en la mullida y magnánima definición de «salud» de la OMS. Esta clase de «bienestar» da carta blanca a los promotores de la salud para inmiscuirse en cualquier área de la vida pública y privada que escojan. Cualquier aspecto de la vida cotidiana —hábitos, actitudes, sexualidad, creencias— pueden convertirse en objetivos legítimos de intervención. Como I. K. Zola ha remarcado, aunque las soluciones que se proponen son en apariencia objetivas —científicas y técnicas—, y el proceso en conjunto está enmascarado de altruismo, el objetivo real es la conquista de poder (61). Para Carlyon, los rituales ascéticos, la celosa búsqueda de nuevos conversos, el júbilo ante cualquier nueva prohibición, multa, impuesto o restricción de simples placeres, y la actitud cruel de estos

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puritanos «en los que la intolerancia virtuosa se aproxima el fascismo de la salud», son sólo una muestra de lo que se nos avecina. El American Journal of Health Promotion examinó las diferentes definiciones de promoción de la salud, a partir de las cuales elaboró una versión «más amplia» que reza: «La promoción de la salud es la ciencia y el arte de ayudar a que la gente cambie su estilo de vida para conseguir un estado óptimo de salud. La "salud óptima" es el equilibrio entre la salud física, emocional, social, espiritual e intelectual» (62). El responsable ideal de la promoción de la salud ha sido descrito en el Health Education Journal como «un nuevo especialista que se ocupará de las barreras sociales, económicas o de cualquier otro tipo que se opongan a la salud» (63). Dado que algunas de estas barreras incluyen el racismo, la intolerancia, el fanatismo, el desprecio hacia los perdedores y la culpabilización de las víctimas, el trabajo de los que se dediquen a la promoción de la salud va a ser peliagudo. La revista Health Promotion International eligió 1975 como el año «paradigmático» del nacimiento de la promoción de la salud: «Las naciones tenderán a adoptar este paradigma, si no para reemplazar al paradigma biomédico, sí al menos para equiparar los conceptos de la promoción de la salud a los de la medicina científica» (64). En la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres existe una unidad denominada Ciencias de Promoción de la Salud. El promotor de la salud no es sólo un científico sino también un psicólogo cum psiquiatra, un experto social, un asesor espiritual y un intelectual. La promoción de la salud es un negocio redondo. Como su mercancía es la felicidad universal se vuelve inmune a las críticas, que de cualquier manera sólo se atreverían a hacer los misántropos y los necios. La teoría es elaborada por departamentos universitarios y por expertos y consultores que trabajan para el gobierno; de la parte práctica se ocupan los negociantes: tiendas, gimnasios y granjas de la salud, revistas de promoción de la salud, centros holísticos y clínicas de chequeos (unas sólo para «ejecutivos», otras sólo para «mujeres sanas», otras, en fin, para cualquiera que lo desee). Las industrias de alimentación y los fabricantes de pildoras también se han subido al carro de la promoción de la salud. En 1984 se abrió el Instituto de Promoción de la Salud de la

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Facultad de Medicina de Gales con el objetivo de «desarrollar experiencias académicas y de investigación sobre la promoción de la salud». Durante la II Escuela Internacional de Verano organizada por este departamento (y copatrocinada por la OMS), se prometía a los participantes que aprenderían todo lo que quisieran sobre cómo «conseguir dinamismo y cambios» mediante hábiles técnicas de «marketing social» y la utilización de los «medios de comunicación». En 1986, el Instituto lanzaba la revista Positivé Health. En 1987, la Facultad de Medicina Comunitaria del Roy al College of Physicians publicaba el primer número del boletín Salud para Todos en el Año 2000. También nacía un nuevo cuerpo académico, los Profesores Asociados de Promoción de la Salud, quienes se encargarían de promocionarse a sí mismos «combinando sus poderes individuales bajo una bandera común» (65). Algunos observadores, filósofos y médicos han expresado sus dudas sobre los motivos y la utilidad del movimiento de promoción de la salud. Un editorialista del Lancet lo definía como «el movimiento de subirse al carro», y describía como «extremadamente limitada» la evidencia de la efectividad de los chequeos de salud, puesto que no sirven para reducir ni la mortalidad ni la morbilidad pero sí para aumentar el gasto de los servicios sanitarios (66). Los tratados firmados por el clero de la prevención (indulgencia plenaria para los no indulgentes) tienen pocos visos de ser cumplidos. El voluminoso informe The natiorí s health («La salud de la nación»), publicado en el Reino Unido en 1988, proponía «una estrategia de salud para los años noventa». Tanto el Lancet como el British Medical Journal lo consideraron moralizante, ingenuo y lleno de medias verdades (67) En su respuesta a través de la sección de cartas al director del British Medical Journal, los autores del informe mostraban su descontento y protestaban porque el revisor de su trabajo había sido un «médico general» (68). Este médico general era en realidad un profesor de medicina y un experto en medicina preventiva. Además, en el preámbulo del informe se mencionaba que el texto debía ser «accesible no sólo a los especialistas» sino también al «lector general» (pero, obviamente, parece que no a un «médico general»). Según el catedrático de Salud Pública estadounidense Marshall Becker, la promoción de la salud confunde el deseo con la realidad. El control directo que un individuo puede ejercer sobre su salud personal

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es muy pequeño si se compara con el que ejercen los factores hereditarios, la cultura, el medio ambiente y el azar. Para Becker, «estamos molestando y asustando a la gente con demasiadas cosas; hacemos campañas contra los placeres y ni siquiera estamos de acuerdo entre nosotros sobre la validez científica y la importancia de muchas de nuestras recomendaciones» (69). Para Gilí Williams, según recoge el Journal of Medical Ethics, los «expertos» en promoción de la salud recurren a afirmaciones sin fundamento para justificar su «sabiduría en materias de salud» y dejan al público a expensas de prácticas poco escrupulosas y de creencias ingenuas (70). Los objetivos del movimiento de promoción de la salud son tan vagos que cualquier campo está abierto a la construcción de enormes pirámides administrativas. (Por ejemplo, «es necesaria la asociación, cualquiera que sea, de la educación para la salud y de organizaciones políticas y económicas para facilitar las adaptaciones ambientales y del comportamiento para mejorar la salud».) Para vender «salud» se emplean los mismos métodos que para vender una nueva marca de detergente. Williams sugiere que se debería proteger al «consumidor de salud» contra los métodos agresivos de los «comerciantes de la salud» mediante algo equivalente al reglamento de las ventas comerciales. Así el cliente tendría derecho a reclamar los daños ocasionados por los productos defectuosos o la publicidad engañosa. Irma Kurtz, una crítica observadora de los disparates humanos que escribe en la revista Cosmopolitan, ha denunciado el carácter egocéntrico de esta nueva religión de la salud. En el Journal of Medical Ethics la describe como una fe miserable, ajena a la mejora de la condición humana, como un mero ejercicio de auto-admiración (71) . ¿Quién quisiera ser recordado como alguien que ha consagrado su vida a «estar en forma», a evitar el sol (haciendo jogging con un sombrero de ala ancha), a alejarse del colesterol y de los amigos que fuman, y a depositar diariamente heces voluminosas (porque la fibra es buena para la salud)? Hace algunos años, el periódico The Guardian informaba que se estaba desarrollando un «retrete inteligente» en Japón (72). Automáticamente medía los índices de salud y enfermedad en las heces y en la orina, y si uno metía el dedo... en un dispositivo acoplado en la parte lateral podía medirse instantáneamente el pulso y la presión arterial. Según palabras del responsable del equipo investigador, «nuestro sueño es que

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algún día cada domicilio esté comunicado con un centro de salud que podrá monitorizar los cambios de los signos vitales registrados en el retrete».

Salud «verde» El retorno a la naturaleza es un sueño recurrente para aquellos que no pueden hacer frente a las complejidades de la vida, aquellos que prefieren las visiones simples al confuso caleidoscopio de las sociedades industriales, aquellos que desearían regresar a la infancia y enterrar sus cabezas entre los generosos pechos de la Madre Naturaleza. Algunos corren desnudos por los bosques, otros cultivan verduras «orgánicas» y se hacen sus propias sandalias, y mientras, los que están dotados de un espíritu más filosófico, evocan la utópica visión de una armonía holística entre el hombre y el universo. Estas inocentes aspiraciones pueden ser aprovechadas por la ideología del culto a la salud y convertirse en movimientos políticos. Tales corrientes románticas suelen florecer en épocas de confusión, cuando se derrumban los ídolos de la autoridad. Los sentimientos de vacío y alienación, y el miedo al futuro facilitan la propagación de las ideas «verdes». Como nos dice el ecologista John Horsfall, la ideología verde atrae a los ignorantes científicos, que se preocupan mucho por los problemas del medio ambiente pero que son incapaces de distinguir entre los peligros reales y las anécdotas, entre la ciencia y el apocalipsis pseudocientífico (73). En un panfleto publicado en 1991 por el Instituto Europeo de Estudios Estratégicos y de Defensa con el título The New Authoritarians: Reflections on the Greens (74) («Los nuevos autoritarios: Reflexiones sobre los verdes»), Andrew McHallan lanzaba una advertencia: «Aunque en Europa los Verdes tienen una representación parlamentaria mínima, su ideología forma parte del espíritu de nuestro tiempo, y refleja los sentimientos y las actitudes de la mayoría. La atracción que ejercen los Verdes debe mucho a su aparente preocupación por la salud que, según ellos, está amenazada por la industria capitalista que contamina el aire, el agua, la comida y la mente. Sus promesas de un futuro feliz, y su aparente anti-autoritarismo, atraen a las clases medias. La gente compra productos «biodegradables», se procupa por el «efecto invernadero», el

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«calentamiento global» y el «agujero en la capa de ozono». Son alérgicos al siglo xx y estudian los códigos E de los aditivos en los alimentos envasados. El romanticismo utópico de los Verdes está repleto de ideas ecosocialistas sobre «el férreo control que ejerce la economía y la coerción a gran escala». Sus planes totalitarios se acompañan de un fuerte sentimiento religioso impregnado de un neopaganismo que eleva la tierra a un estado de divinidad —la diosa madre Gaia. El movimiento Verde como fuerza política es un fenómeno nuevo, pero su romanticismo ha conocido versiones anteriores. Paul Weindling ha descrito numerosas comunidades, fundadas a finales del siglo pasado en Alemania y alrededores, cuya meta era la renovación física, social y espiritual (75) Una de estas comunidades, situada cerca de Ascona, había atraído la atención de revolucionarios y de anarquistas como Bakunin, Kropotkin, Lenin y Trosky. Los ingredientes de la mezcla ideológica de estas comunidades incluían el retorno a la naturaleza, el misticismo, el anarquismo, el vegetarianismo y sustituir la mantequilla por margarina. En cierto modo, se parecían a las comunas «hippies» de los años sesenta. La desintegración de la sociedad alemana tras el Tratado de VersaUes creó el terreno abonado para que florecieran las ideas de pureza racial, fuerza física, belleza y estilo de vida «natural». Como Robert Proctor documenta en su libro Racial Hygiene: Medicine under the Nazis («Higiene racial: La medicina bajo los Nazis»), durante los primeros años de la Alemania nazi se produjo el resurgimiento de los ideales románticos sobre la salud (76). Lo que Alemania necesitaba era una «nueva ciencia alemana para curar». Las muertes por enfermedad cardiaca o por cáncer eran consideradas como una prueba del fracaso de la medicina ortodoxa, la medicina «judía». Se recomendaban productos «naturales», como el pan integral, para prevenir las enfermedades comunes. El alcohol y el tabaco eran descritos como «venenos raciales» o «venenos genéticos». Paracelso se convirtió en el símbolo de esta nueva medicina, basada en la naturopatía, la homeopatía, la antroposofía y otras pseudo-ciencias. Se integró la «medicina natural» en el curriculum de las facultades de medicina. Lo que se necesitaba era una medicina holística que devolviera a la raza aria su pujanza física y su fortaleza espiritual. Gozar de buena salud era el deber de cualquier

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ciudadano alemán responsable. «Estar sano y mantenerse sano no es sólo una cuestión personal, es vuestra obligación» —escribía en 1938 una revista especializada en la promoción de la salud—. El movimiento Verde contiene el germen de un nuevo totalitarismo, pero eso no le convierte en un movimiento peligroso. Su existencia muestra simplemente que el irracionalismo anda suelto otra vez: el «retorno a la naturaleza» puede ser de nuevo explotado con fines totalitarios por políticos «no del todo verdes». Ambrose Evans-Pritchard, describiendo el «medioambientalismo» irracional que ha dominado a los gobiernos americanos, observaba que las desacreditadas ideas marxistas sobre el control centralizado del Estado habían encontrado una nueva forma de expresión bajo el disfraz medioambiental del movimiento Verde (77). Según este autor, la Agencia para la Protección del Medio Ambiente (EPA), aunque políticamente fuera correcta estaba científicamente corrupta, y se había convertido en «el instrumento de ingerencia más poderoso del poder federal. La EPA les dice a las gentes hasta de qué color deben pintar su casa, si pueden secar una charca en sus tierras o si pueden cortar un árbol».

Tanatofobia y medicalización de la muerte Cuando la muerte llega «antes de tiempo», se pasa factura al estilo de vida de la víctima. La muerte no ocurre por azar; algo o alguien tiene que ser el culpable. Los necrólogos buscan en la vida del difunto la «explicación» del momento y la naturaleza de la muerte. La muerte de un hombre de treinta y tres años sin «factores de riesgo» conocidos por una repentina crisis cardiaca, llena de perplejidad a un amigo suyo epidemiólogo y a sus colegas médicos. «Este ataque cardiaco no debería haber ocurrido en este paciente» —fue el veredicto de los expertos—. Pero ocurrió. No es justo. ¿Quizás fumaba en secreto? ¿Tal vez tomaba demasiada sal en casa, aunque nunca la consumía en la cantina del hospital? Por fin, un médico resolvió el misterio: el joven era un «apalancado» que se pasaba las horas muertas tumbado en un sofá viendo la televisión (78). Según palabras de Illich, «la muerte sólo ocurre cuando cumple la profecía de un médico». Es frecuente que cuando una persona muere de una «enfermedad prevenible», como el cáncer o la cardiopatía isqué-

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mica, los médicos «expliquen» la muerte por una «conducta no saludable», es decir, por mal comportamiento. «La muerte no se acepta socialmente hasta que la persona se haya convertido en un inútil, improductivo e incapaz de consumir los tratamientos heroicos para sobrevivir» (79). Esta actitud se hace evidente en la categorización de las muertes en «prematuras» (es decir, prevenibles y acontecidas antes de la edad de jubilación) y «tardías» (cuando la persona ya no es productiva y se convierte en una carga financiera para el Estado). El héroe de los «tratamientos heroicos» no es el médico sino el paciente, cuya muerte es aceptada por la sociedad sólo cuando fracasan todos los remedios disponibles. A muchos pacientes con cáncer se les impone este heroísmo involuntario, ya que se sienten obligados a consumir «tratamientos» contra la muerte hasta el último instante. Hasta el siglo xvi, se aceptaba la muerte como parte del orden natural. Entonces, la prolongación de la vida se convirtió en «la tarea más noble» del médico. Cada vez más obsesionados con esta idea, a los médicos les gustaba verse como valientes generales que combaten al supremo adversario, la muerte. El discurso médico se tornó en lenguaje guerrero. Los tratamientos mortales se convirtieron en «heroicos». Los médicos arrancaban a las víctimas de las garras de la muerte. El frío acero y el fuego candente eran parte de las armas que las brigadas médicas esgrimían contra el agresor en esta guerra desesperada. Y así hasta nuestros días, en los que el miedo a la muerte lo ha impregnado todo: los sanos cultivan la ilusión de que ciertos rituales sirven para espantar a la muerte; los enfermos ponen todas sus esperanzas en los médicos para que alejen a la Parca de su camino. Los médicos, víctimas de su propia propaganda, sólo hablan con eufemismos del Santo Terror. Antes de que la muerte se medicalizara, los libros sobre el arte de morir, ars moriendi, eran populares y permitían la preparación de la muerte en el círculo familiar y de amistades cercanas. Se estudiaban «las últimas palabras» de personas ilustres y se aprendía el ceremonial tradicional de cómo conducir los últimos asuntos desde el lecho de la agonía. No existían medios para posponer la muerte, y los últimos granos del reloj de arena de la vida caían sin interferencias externas. Aun así, los moribundos tenían mayor control sobre su final que hoy día, cuando el momento de la muerte suele devenir al desenchufar una máquina.

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Muchos pasan la vida muertos de miedo a morir, temerosos de «ese instante por el que esperamos, con la respiración contenida, toda nuestra vida» (Seifert). En casos extremos, el miedo a la muerte se puede acrecentar con el miedo a no estar muerto y ser enterrado vivo. La mayoría de la gente es capaz de recordar algún incidente en su vida en el que «escapó de la muerte», ya que «la fortuna, no la sabiduría, rige la vida de los hombres». Decía Montaigne: «Habiendo escapado a la muerte en tantas ocasiones, habiendo visto a tantos otros caer a nuestro alrededor, deberíamos reconocer cuan extraordinaria es la fortuna que nos rescató de aquellos peligros inminentes y nos ha permitido llegar a viejos, pero que no durará para siempre» (80). Para Montaigne, romperse la cabeza de una caída, ahogarse en un naufragio, o morir de una enfermedad era tan «natural» como morirse de decrepitud. Pensaba además, parafraseando a Lucrecio, que era sabio querer vivir hasta que «el cuerpo se sienta sacudido por el paso y la violencia del tiempo, hasta que la sangre y el vigor nos abandonen, la lengua se nos trabe y la cabeza se nos vaya». El mismo Cicerón en Tusculan Disputations considera como un desatino pensar que es malo morirse «antes de tiempo»: «¿Cual es nuestro tiempo? Deberíamos acaso llorar más a los que mueren siendo niños que a los que mueren a cierta edad. ¿Cuándo es larga una vida... si la comparamos con la eternidad?» (1,39). Y Terencio, en Phornio, escribió unos versos que cualquier adepto al jogging haría bien en memorizar mientras corre para escapar de la muerte: «Aunque la fortuna nos sonría, no debemos olvidar que las desgracias regresarán: un peligro, un desastre doméstico, un exilio. Piense el padre, regresando de un viaje, que sus hijos podrían estar cometiendo una fechoría, la esposa muriendo o la hija adorada, enfermando. Tarde o temprano, es lo que sucederá. No debiera parecemos tan extraño. Toda fortuna que va más allá de lo esperado debe tomarse cual ganancia» (2.7.77). Hacer de la muerte un tabú como pretenden los promotores de la salud —que piensan que se puede «indultar» la sentencia de nuestra muerte mediante un «prudente» estilo de vida— es empeñarse en negar la realidad metiendo la cabeza en un agujero, como las avestruces. La

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religión puede ser un forma de respuesta inmadura al trágico destino del hombre, pero al menos acepta la dura realidad del sufrimiento humano. Los manuales de los promotores de la salud poco o nada saben decir sobre las relaciones humanas, la soledad, la degradación, la traición, la injusticia, las esperanzas rotas y la desesperanza. Vivir con miedo a la muerte es tener miedo a vivir. Marguerite Yourcenar puso en boca del Emperador Adriano estas palabras memorables: «Aunque uno se libre hasta donde es posible de las servidumbres inútiles y evite las desgracias innecesarias, aún le quedarán por vivir esa larga serie de sucesos que son los que de veras ponen a prueba la fortaleza del hombre: las enfermedades incurables, la muerte, la vejez, el amor no correspondido, la amistad traicionada, la mediocridad de la vida —que es menos extensa que nuestros proyectos y más aburrida que nuestros sueños—; en definitiva, todos los males causados por la naturaleza divina de las cosas» (81).

II EL CULTO AL ESTILO DE VIDA

Recetas para la longevidad Desde tiempos inmemoriales la gente ha tratado de burlar la muerte mediante la magia, los rezos o las dietas. En uno de los más bellos poemas épicos que se conservan, fechado en el tercer milenio antes de Cristo, Gilgamesh, el héroe babilonio-sumerio, lucha por conseguir la inmortalidad pero una divina doncella, Sirudi, le aconseja que haga frente a la realidad y que disfrute de los días que aún le quedan por vivir: (...) ¡Oh Gilgamesh!, llene su merced el vientre, y esté alegre día y noche. Disfrute cada momento con regocijo, y dance y juegue día y noche " (1).

La longevidad extrema, preferiblemente en un estado de juventud permanente, sería lo más cercano a la inmortalidad y los anales de la humanidad están repletos de divertidas historias sobre cómo podría alcanzarse. Incluso en este siglo, científicos respetables han creído encontrar algún medio para rejuvenecer. Filósofos y médicos han competido por el monopolio para decidir qué es una «vida saludable». Aunque salud no es sinónimo de longevidad, ambos conceptos se equiparan a menudo. La búsqueda de la longevidad solía ser una cuestión privada, y la salud de las personas o los esclavos tenía interés para los gobernantes sólo en lo que concernía a su aptitud para las actividades militares. Con la llegada del nacionalismo, esta preocupación se extendió a la supervivencia de la nación frente al enemigo. Así, por ejemplo, sultanes, reyes y dictadores han prohibido fumar no porque esto dañara la salud de sus subditos sino porque podría disminuir su capacidad de luchar o de reproducirse y, por consiguiente, su aptitud para engendrar más soldados y esclavos. 39

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La preocupación actual de los gobiernos occidentales sobre la «salud de la nación» se sustenta en hipótesis economicistas, aunque no existan evidencias que demuestren que el cuidado de los ancianos —que son improductivos y consumen una porción considerable del presupuesto sanitario— sea ventajoso económicamente hablando. Ciertamente existen otras razones aparte de las económicas para sustentar la ideología del mens sana in corpore sano. Aunque el término «estilo de vida» es parte de la jerga moderna de promoción de la salud y cuenta con varios precedentes históricos, nada tiene que ver con hacer lo que uno quiera, modus vivendi, vitae modus, o vivir con estilo. (Los aristócratas, que viven con estilo, son poco propensos a prestar mucha atención a las modas transitorias de promoción de la salud.) El uso moderno del término «estilo de vida» implica seguir un determinado régimen de vida que incluye la obsesión dietética, ciertas formas de ejercicio físico, evitar «comportamientos no saludables», la reducción o eliminación de «factores de riesgo», y someterse regularmente a chequeos y despistajes médicos. Tal «estilo de vida» es políticamente correcto, y por tanto tiene poco interés para los pobres y los menesterosos. Una corta excursión a través de la historia podría servir para poner en contexto las diversas manifestaciones de la promoción del culto a la salud y al estilo de vida. En la antigua India, se ponía un gran énfasis en la prevención de la enfermedad mediante mandatos específicos sobre actividades tales como cepillarse los dientes, peinarse, la dieta, el ejercicio físico, no actuar de testigo o garante, evitar los cruces de caminos, o no orinar en presencia de supervisores, vacas o en contra del viento (2). Para los judíos, el origen de la enfermedad era Dios, que la utilizaba como una herramienta de castigo. Así, por ejemplo, los pecadores sufrían los azotes de la peste (Éxodo 9,14), de la fiebre (Levítico 26, 21), la tuberculosis, la inflamación o las quemaduras (Números 15, 37), la lepra (Reyes 11-15,5), y de otras plagas, como las hemorroides, la sarna, los picores, la locura o la ceguera (Deuteronomio 28,15). En estas circunstancias, el estilo de vida correcto era la obediencia ciega a los mandamientos, y los justos y virtuosos eran recompensados con la longevidad. Ninguna cantidad de fibra en la dieta serviría para cambiar el destino ni un ápice.

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En la antigua Grecia, varias sectas médicas y filosóficas desarrollaron diversas teorías sobre la causa de la enfermedad y su prevención. La noción hipocrática de enfermedad era la ruptura de la homeostasis del cuerpo, debido sobre todo a una dieta incorrecta. La regla general era la moderación. En «Medicina Antigua» (Ancient Medicine), un autor hipocrático nos habla de que el «malestar que el hombre siente tras una intempestiva abstinencia no es menor que el que siente tras un intempestivo atracón». De forma similar, Aristóteles, en su Etica, aboga por la moderación empleando un lenguaje moral: «Aquel que se deleita con todos los placeres y no refrena ninguno es inmoderado; aquel que evita todos es aburrido e insensible». Era poco lo que la vieja medicina griega podía ofrecer a sus pacientes excepto consuelo filosófico y curas placebo, como las que se practicaban en los templos de Esculapio, donde los pacientes eran «incubados», es decir, postrados en cama, y las curaciones acontecían mientras dormían. Los Cínicos y los Estoicos veían la enfermedad con indiferencia, algo que debía sufrirse estoicamente, y si fuera necesario, ser resuelta mediante el suicidio. Esta actitud era sensata, ya que no existían alternativas reales. La salud y la belleza eran admiradas y atesoradas, pero se consideraban más como un regalo de los dioses que como un logro personal. La vejez no era valorada por sí misma. En La República de Platón (BKIII) el maestro de gimnasia Herodicus llega a la vejez después de una prolongada lucha con la muerte. La estirpe dorada de Hesíodo moría repentinamente, durante el sueño, sin llegar a una edad avanzada. En el mito de la caja de Pandora, Zeus envía a la bella y tentadora Pandora para que castigue a la humanidad por robar el fuego sagrado. Prometeo advierte a su hermano Epimeteo para que no toque ningún regalo enviado por los dioses, pero éste sucumbe a los encantos de Pandora. De la caja de regalos (aunque el contenedor era en realidad un ánfora) salieron guerras, pestes, hambre y otras plagas de la humanidad, incluyendo la vejez. Con la llegada del Cristianismo la salud deja de tener importancia, excepto como muestra del agrado o la ira de Dios. En los textos de los místicos el cuerpo humano cristiano aparece como «barro y sangre», como una «sucia bolsa de excrementos» (3). La mujer era «un recipiente del diablo», y el hombre un infeliz sólo apto para el infierno que se aferra orgullosamente a su condición humana. El abad Odo de Cluny, por ejemplo, refiriéndose al cuerpo de la mujer, escribió en el siglo x: «Y nosotros que abominamos tocar el vómito o el estiércol incluso con la

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punta de los dedos, cómo es posible que deseemos estrechar en nuestros brazos tal saco de excrementos» (4). Estar sucio era un signo de santidad. En La vida de los Santos leemos que hubo hombres y mujeres santos que jamás se lavaban y cuyos cuerpos estaban cubiertos de insectos. La enfermedad era un regalo enviado por Dios para hacer del pecador un individuo mejor y para recordar al creyente que los horrores del infierno eran aún peores. Dauphine de Puimichel, que llegó a ser santificado, era de la opinión de que si las gentes supieran cuan útil eran las enfermedades para la salvación del alma, harían colas para conseguirlas en los mercados (5). La salud era peligrosa (perniciosa sanitas) ya que distraía la atención sobre el Juicio Final, y la enfermedad era un sano recordatorio sobre la necesidad de enmendar nuestro camino (salubris infirmitas). Los retruécanos, tales como la «sana enfermedad» y la «insana salud» (salud enferma), caracterizan el amor cristiano por las paradojas oscurantistas. Sin duda la más famosa se debe a Tertuliano: certus est quia impossibile (puede que sea cierto porque es imposible), que podría parafrasearse libremente como credo quia absurdum (lo creo porque es absurdo). La adoración de los cristianos por la enfermedad dio paso al delirio masoquista de los conventos del siglo xvn donde las monjas besaban materias malolientes, olían heridas, chupaban vómitos, se restregaban con el pus de los enfermos, o envolvían sus cuerpos con vendas impregnadas con los efluvios de los chancros (6). El primer manual de estilo de vida saludable que tuvo una amplia difusión en Europa fue Régimen Sanitatis, que provenía de la primera Facultad de Medicina de Salerno. Esta institución ecléctica, que floreció en los siglos xn y xm a unos 50 kilómetros al sur de Ñapóles, contaba entre sus empleados con muchas mujeres y sintetizó sin prejuicios los conocimientos de la medicina griega, latina, judía y árabe. No existe un texto estándar del Régimen, aunque se conserva una centena de manuscritos que datan de los siglos xiv al xvi. Con la aparición de la imprenta, el Régimen se convirtió en uno de los mayores best-sellers de todos los tiempos y se han realizado entre 500 y 1.000 ediciones y traducciones diferentes. La primera traducción al inglés apareció en 1607 y fue obra de Sir John Harington, inventor del retrete y bromista oficial de la corte isabelina. Las primeras líneas del Régimen —traducidas del latín con grandes licencias— dicen:

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«¡Salud!, oh Rey de Inglaterra. Toda la Escuela de Salerno te saluda. Si su Majestad desea permanecer sano y fuerte, no se preocupe por las nimiedades y no deje que la ira le domine. No beba vino en exceso y no coma demasiado. Almuerze ligero y no duerma la siesta. Orine antes de que su vejiga se distienda demasiado y no apriete demasiado mientras defeca. Si no hay médicos a su alrededor, no se preocupe: los mejores médicos son el buen humor, la ausencia de preocupaciones y la moderación» (7). No está mal si se compara con los numerosos «regímenes» que se han propuesto con posterioridad. Sin embargo, el resto del Régimen de Salerno alterna divertidos disparates con proposiciones totalmente absurdas como, por ejemplo, que el vino, las mujeres, el ajo y las lentejas son malos para la vista, o que no se debe comer oca ni el primero de mayo ni el último día de abril y septiembre. Los aristócratas tenían el privilegio de disponer de un médico personal que les ayudaba a mantener un estilo de vida sano. Por ejemplo, Conrad Heingarter, un médico del siglo xv, aconsejaba a Jehan de la Gutte, tras haber consultado su horóscopo: «Haga ejercicio —es uno de los mejores y más nobles tratamientos para regular la salud del cuerpo humano y prolongar la vida—; mastique bien (este consejo se convirtió en el siglo xix en el símbolo de un movimiento para la salud conocido con el nombre de «Fletcherismo»); evite la gula; lleve una dieta variada que contenga verduras y pan integral; beba vino con moderación; cepíllese los dientes; báñese con frecuencia; no tome narcóticos; evite los lugares llenos de humo; no se exceda sexualmente y no duerma boca arriba». Heingarter también alertaba a Jehan contra los charlatanes que «nos prometen la salud con mentiras y que sólo quieren nuestro dinero» (8). ¡No están nada mal para ser consejos del siglo XV! En un manuscrito gaélico del siglo xvi empleado por los médicos de los reyes escoceses (y editado en 1911 por Gillies con el inevitable título de Régimen Sanitatis), se encuentran recomendaciones parecidas a las del Régimen de Salerno: comer poco, hacer ejercicio y estar de buen humor. Como novedad, aparecen los primeros signos de la preocupación de los británicos por el movimiento de sus intestinos: se debe evacuar dos o tres veces cada día para mantenerse sano (9). Los ricos disponían de un médico particular, pero ¿qué pasaba con los pobres? Aunque hoy día se asocie la pobreza a la mala salud y los

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moralistas de la medicina sostengan que esto se debe a estilos de vida inadecuados, en el pasado algunos pensadores argumentaban que la pobreza daba salud y que la riqueza desencadenaba enfermedades. Según Burton, «los ricos difrutan de gran variedad de manjares, de buenos vinos, de finas salsas, de música delicada y elegantes vestidos... pero con ellos les llega la gota, la hidropesía, la apoplejía, la parálisis, los cálculos, las viruelas, los reúmas, las cataratas, las úlceras, las oclusiones, la melancolía, etc.» (10). Para Séneca, que era inmensamente rico, la pobreza conducía a la virtud y la salud dependía de la moderación. Como diría Burton, es fácil predicar el ayuno con el vientre lleno. El discurso hipócrita de algunos ideólogos de las clases dirigentes contra la riqueza tiene dos útiles funciones: justifica la «virtud» de la pobreza y presenta al rico como alguien digno de lástima. El Discorsi della vita sabría es otro manual sobre los estilos de vida saludable que se ha venido empleando hasta el siglo xx. Se publicó en Padua en 1558 y ha conocido incontables reediciones y traducciones. La última edición inglesa se publicó en Oxford en 1935 (11). La historia de su autor, Luigi Cornaro, es la típica de los reformadores de la salud, quienes a menudo son personas enfermizas que de repente descubren algo que les hace mejorar y se empeñan en convertirlo en una panacea universal. Cornaro llevaba una vida teriblemente disipada y a los 35 años se sentía tan enfermo y miserable que escribía: «la única cosa que anhelo es la muerte». Algunos médicos le aconsejaron que comiera menos y él lo tomó al pie de la letra. Suprimió de su dieta los melones y otras frutas, la lechuga, las legumbres, los pasteles, el pescado, la carne de cerdo y las salchichas. Vivía de pan, sopa, carne de cabrito y de cordero, y jamás excedía los 300 gramos de comida ni los 350 gramos de líquido (vino) diarios. Hacia el final de su vida, sólo comía uno o dos huevos al día. No se sabe con exactitud la edad a la que murió, entre los 95 y los 104 años según algunas fuentes. El caso de Cornaro es un claro ejemplo de que, si alguien ha nacido para morir de viejo, poco importa lo que coma o de lo que se abstenga. Desde siempre se ha tenido curiosidad por saber qué es lo que hacen los centenarios para llegar a esa bendita edad. Es como si vidas tan singulares escondieran el secreto de la longevidad. Comptom Mackenzie contaba el sabroso caso de una tal Pheasy Molly, que había sido una

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empedernida fumadora toda su vida y que murió a la edad de 96 años al incendiarse sus ropas cuando encendía su pipa en la chimenea (1 2 ) . En 1856, cierta señora Jane Garbutt moría a los 110 años de edad en el pueblo de North Riding en Yorkshire, habiendo disfrutado su pipa hasta el último momento. Y el Lancet informaba del fallecimiento de una indigente, Mary Galligall, a los 102 años en un asilo de Shrewsbury: «Gracias a la gentileza del médico del asilo, el doctor Keate, esta mujer había gozado de muchos privilegios raramente al alcance de los pobres, como un vaso de ginebra con las comidas y una pipa que ella fumaba a las 11 de la mañana cada día. El Día de Año Nuevo tras fumarse su pipa y beber su ginebra como de costumbre, se recostó plácidamente y murió» (l3). Un caso similar se menciona en un número de la revista Medical Press de 1883. La señora Mary Murray, una vendedora ambulante de libros, había muerto a la edad de 110 años. Su afición por el ponche y el tabaco negro eran bien conocidas (14). En 1884, el periódico Provincial Medical Press comentaba el deceso de una «digna señora» de 106 años. Se pensaba que «su longevidad se debía al hábito de fumar buen tabaco que esta mujer galesa había iniciado en su juventud. Hasta el día anterior a su muerte dio su paseo habitual, y sus vecinos siempre la recordarían balanceándose lentamente con sus muletas, con una sonrisa en su boca... y la pipa en sus labios» (15). Aunque la mayoría de los centenarios son mujeres, la persona más vieja del mundo (según el Libro Guinness de los Records) fue Shigechiyo Izumi, un japonés que murió en 1986 a la edad de 120 años. Él mismo atribuía su longevidad a la falta de preocupaciones, a que se levantaba a las cinco o las seis de la mañana, a la botellita de licor de caña de azúcar con la que acompañaba las verduras que comía, y a la gracia divina (l6). Jeanne-Louise Calment, que era la persona más longeva del planeta tras la muerte del señor Izumi, celebró su 116 cumpleaños con un cigarrillo y un vasito de oporto, una costumbre que repetía a diario mientras comía algunos bombones. «Seguramente me moriré riendo» —declaraba a los periodistas— ( l 7 ) . En 1991, el diario suizo Neue Zürcher Zeitung publicaba un artículo sobre el ciudadano más viejo de Berna, Fritz Kách. «Nunca he hecho nada especial por mi salud —declaraba el anciano riéndose entre dientes—. Todo lo más dejar de fumar a los 53 años». Celebraría su 106 cumpleaños con cognac, porque nunca

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perdía la ocasión de tomarse una buena copa (18). La persona más anciana de Gran Bretaña se llamaba Charlotte Hughes y murió a la edad de 115 años. Achacaba su longevidad a una alimentación sana —desayunó el día de su cumpleaños brandy y huevos con tocino— y a la observancia de los Diez Mandamientos ( l 9 ) . Otros recurren a métodos más inusuales para prolongar sus vidas. En 1933, Robert Chesebrough en su lecho de muerte atribuía su longevidad a la cucharada de vaselina que se había tomado cada día durante 72 años; tenía 96 años (20). Archibald Lyall en su libro The future oftaboo in these islands («Los futuros tabúes de estas islas») cuenta el caso de una duquesa escocesa que vivió más de 100 años y que cuando se le preguntaba cómo lo había logrado respondía: «Durante toda mi vida me he bañado al menos una vez cada seis meses, lo necesitara o no» (21) . Seguro que usted, querido lector, también podría contarnos las anécdotas de alguien cercano que murió de viejo y que siempre fumó y bebió. Todas estas historias carecen de valor epidemiológico, y no pueden extrapolarse a todos los bebedores o fumadores. Pero, sin duda, pueden ser relevantes para los descendientes directos de los implicados puesto que la longevidad parece ser un bien hereditario. Un proverbio español [citado en castellano en el original] nos muestra la otra cara de la lotería de la vida: «El que no fuma, ni bebe vino, el diablo le lleva por otro camino». Cuando Voltaire visitó la Inglaterra georgiana en 1728, encontró el comportamiento de sus habitantes bastante excéntrico en materias de salud: «Aquí la razón es libre y va por su propio camino. Los hipocondríacos son particularmente bienvenidos. Ninguna forma de vivir parece extraña: se ven hombres que para estar sanos caminan 10 kilómetros al día, se nutren de raíces, no comen carne y cuando hace frío no se abrigan. El que lo hace tendrá sus razones y nadie lo toma a mal». (Carta a Rolland Puchot des Alleurs en abril de 1728). Curiosamente, éstos fueron también los tiempos en que los hijos de la Gran Bretaña se dieron a la bebida. Fanáticos de la salud convivían al lado de bebedores empedernidos, como nos muestran las memorables pinturas de Hogarth: puritanos coexistiendo con hedonistas. Samuel Johnson, una auténtica institución británica en lexicografía y frases

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ingeniosas, decía: «El mayor placer en esta vida es joder y el segundo beber. Lo que no acabo de entender es cómo no hay más borrachos, porque aunque todo el mundo puede beber, no todos pueden joder». Esta perla fue recobrada recientemente entre la escoria literaria por Roy Porter (22). El ascetismo Victoriano sucedió a los excesos georgianos. En el siglo xix, la embriaguez se medicalizó y se convirtió en una «enfermedad» aunque los moralistas seguían considerándola un vicio animal. Haciéndose eco de la cantinela de los puritanos, William Cobbett, un periodista político aficionado a la literatura, llegó a declarar la bebida como «uno de los vicios más odiosos y destructivos en la lista negra de las depravaciones humanas». En su libro Advice to young men («Consejos a los jóvenes»), Cobett se ponía en guardia incluso contra «la esclavitud del té, del café y otros brebajes» (23). Todavía en nuestra época, algunos epidemiólogos consideran el café como una sustancia cancerígena. Ahora que fumar se está desterrando de los lugares de trabajo, resulta útil recordar lo que sucedía en Lichfield en 1852. Allí los oficinistas debían respetar un reglamento que incluía los siguientes preceptos: «No se permite hablar durante las horas de trabajo. Se prohibe a todos los trabajadores el consumo de tabaco, vino o licores, por considerarlo debilidades humanas». El personal debía acudir también a los rezos matinales, que tenían lugar a diario en la oficina principal. El siglo xix produjo una buena cosecha de mesías de la salud. Uno de los más influyentes fue Sylvester Graham (1794-1851) que, aunque no llegó a viejo, se hizo famoso por ser el promotor del pan integral y de las galletas que todavía hoy día llevan su nombre. Con sus campañas contra el pan blanco y el consumo de carnes rojas se ganó el sobrenombre de «el persuasivo peristáltico» y la hostilidad de los panaderos y carniceros. Graham se empeñaba en que cada uno debía cocer su propio pan y abstenerse de la carne, el combustible de la lujuria carnal. Su doctrina en materia de higiene, que según él garantizaba buena salud y una larga vida, incluía la renuncia al tabaco, el alcohol, el café, el té, las especias y la sal. La actividad sexual era particularmente nociva —especialmente si se practicaba como un «vicio solitario»— y producía diabetes, ictericia, acné y caries dental. No es de extrañar que la doctrina de Graham se convirtiera posteriormente en la de los Adventistas del Sép-

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timo Día, ya que la fundadora de la secta, Ellen Harmon White, era una de sus seguidoras. Los detalles de esta fascinante historia pueden encontrarse en un libro delicioso de Ronald Deutsch titulado The nuts among the berries (24) («Las nueces entre las bayas»). Cuando los Adventistas establecieron su cuartel general en Battle Creek, Michigan, se nombró al doctor John Harvey Kellogg como director de una «granja de salud» conocida como El Sanatorium. Este médico fue el inventor de los corn-flakes (cereales de desayuno), el descubrimiento americano más importante después de la Coca Cola. Kellogg era un hombre de fuerte carácter y un escritor prolífico con ideas radicales en materias de higiene sexual y estilos de vida aunque, como Graham, no aparezca en la edición de la Enciclopedia Británica de 1956. Según Deutsch, «Kellogg convirtió a Battle Creek en un auténtico sanatorio de maniacos, donde se daba cita una impresionante cabalgata de charlatanes, de mesías de la alimentación, de millonarios chiflados y de curanderos internacionales». En Man, the masterpiece, or plain truths plaintly told about boyhood, youth, and manhood (algo así como «El nombre, la obra maestra, o simples verdades dichas sencillamente sobre la infancia, la juventud y la madurez» —una obra publicada por primera vez en 1880 y reeditada en numerosas ediciones—), Kellogg cita 39 signos sospechosos del «vicio solitario». El signo 28, consumo de tabaco, se acompaña del siguiente comentario: «Las excepciones a esta regla son decididamente muy raras. ¿Existen? Debemos dudarlo» (25). El buen doctor dedicó largas noches de insomnio a la búsqueda del tratamiento para la masturbación. En Plain facts for oíd and young («Verdades sencillas para viejos y jóvenes»), citado en un excelente libro de John Money sobre Graham y Kellogg (26), Kellogg recomienda «la aplicación de ácido carbólico en el clítoris como un medio excelente para calmar cualquier excitación anormal», y para los varones sugiere «atarles las manos», «cubrir el órgano con una jaula» o «hacerles la circuncisión sin anestesia, ya que el dolor de la operación tendrá un efecto saludable sobre el espíritu, especialmente si la intervención se asocia a una forma de castigo, como puede ocurrir en algunos casos». Money señala que la moda de la circuncisión en Estados Unidos creció durante esos años (1870-1880). ¡Probablemente los estadounidenses circuncidados que toman sus cereales por la mañana no se han dado cuenta de la conexión!

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Kellogg enseñaba que «la enfermedad es la consecuencia de alguna falta cometida por el individuo» (27). Esta idea ha sido retomada y modernizada por los actuales promotores de la salud que la han convertido en la teoría de los «factores de riesgo» y del «estilo de vida no-saludable». La moderna preocupación por «la salud de la nación» se asemeja a los temores de Kellogg de que la raza se puede deteriorar «por la acción de influencias nefastas que se encuentran en los cimientos de la degeneración física y moral» y «por la atracción maléfica que sobre los jóvenes inocentes ejercen el alcohol, el tabaco o las comidas condimentadas». Kellogg consagró gran parte de sus energías a diseñar un régimen de salud que produjera «un tipo más alto, más puro y más noble» de masculinidad y feminidad. Aunque este componente abiertamente moralizante está ausente de la retórica de nuestros promotores de la salud, su espécimen ideal de vividor «sano y limpio» está muy lejos de gentes como Mozart, Picasso, Bacon o Verlaine. Como escribió el inimitable H. L. Mencken, el prototipo que se busca es el de «un interminable rebaño de hombres sin distinción y casi indiferenciables, los donnadie de la raza (...) los productos finales, flácidos y faltos de voluntad, de miles de años de subordinación, de "orden", de miedos ocultos, de conformismo ardiente y apologético, y, sobre todo, de esfuerzos oblicuos e inconstantes, fatales para la claridad del pensamiento, para encubrir el miedo con conceptos morales, para darle a ese "orden" una apariencia de voluntariedad altruista, y para dotar a la subordinación y al conformismo de una dignidad falsa y anestesiada» (28). La lectura de las esquelas de defunción ofrece a las mentes holgazanas la ocasión de experimentar un sentimiento de superiorioridad como supervivientes. «Ellos» están muertos, y yo resurjo entre los caídos. Elias Canetti, en Crowds and power («Las masas y el poder»), dedica un capítulo completo a analizar este fenómeno. En tiempos más recientes, bajo la influencia del «bio-estilismo», los necrólogos buscan los puntos comunes entre el modo de vida y el tipo de muerte del fallecido. Que un fumador muera de un cáncer de pulmón es algo que probablemente no se pasará por alto. Pero lo contrario también se da. Cuando un conocido epidemiólogo murió en 1990 a la edad de 72 años (aproximadamente la esperanza de vida media para un varón occidental), otro famoso epidemiólogo escribió una nota necrológica en el International Journal of Epidemiology para aclarar que aunque el falle-

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cido había muerto de un cáncer de pulmón, jamás en su vida había fumado. Aparentemente, ésta era una aclaración importante. La muerte había sido injusta (29). Algunos expertos incluso analizan su propio estilo de vida en las páginas de los periódicos. Un catedrático de epidemiología clínica y con reconocido prestigio en el círculo de expertos en factores de riesgo cardiovasculares, confesaba en una entrevista publicada en 1989 por The Sunday Times Magazine: «Soy perfectamente consciente de la acción de las grasas sobre el colesterol sanguíneo y del papel que juegan en la obesidad. Por eso evito comer chocolate, algo que adoro [la cursiva es añadida], y otros alimentos como las empanadas, las galletas y los pasteles, que están llenos de grasas ocultas. La única cosa que echo de menos son las salchichas. [Sueño [en cursiva en el original] con las salchichas! (30). Además tomaba margarina y leche semidesnatada. Tenía 61 años cuando concedió esta entrevista. Las primeras estadísticas sobre el cáncer aparecieron a principios de este siglo, y daban la impresión de que las tasas de cáncer estaban creciendo. Se buscaron las causas entre los hábitos de vida, particularmente los relacionados con la bebida, el tabaco y el consumo de carne. Un corresponsal del British Medical Journal escribía en 1902 que «los negros americanos eran casi tan susceptibles a padecer un cáncer como sus vecinos blancos» (31). ¿Sería que la emancipación y la imitación del estilo de vida de los blancos eran nocivas para la salud de los negros? Pronto se añadió el cáncer a las llamadas enfermedades de la civilización. El cáncer era una enfermedad de «la gente pudiente e indolente que habitualmente come más de lo que debería» (32). El catedrático Richard Dolí, en uno de sus primeros libros sobre la prevención del cáncer publicado en 1967, evocaba de manera bastante precisa las causas de esta enfermedad (aunque entonces todavía no empleaba el término causa): «La exposición de la piel al sol, la masticación de varias mezclas de tabaco, betel y lima, fumar tabaco, consumir alcohol, las relaciones sexuales y la falta de higiene corporal están todas, de un modo u otro, asociadas con el desarrollo del cáncer» (33). Sorprendentemente no mencionaba la dieta que, desde entonces y según varios expertos, podría ser responsable de hasta el 80 % de todos los cánceres, es decir, todos aquellos que no causa el tabaco. Un discípulo de Dolí, Richard Peto, escribía en 1979: «Muchos, y quizás la mayoría, de los cánceres están causados por ciertos hábitos sexuales, el tabaquismo y la dieta» (34). ¿Por qué ra-

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zón Peto no mencionaba el alcohol? Para dos epidemiólogos americanos, Wynder y Gori, la mayor parte de los cánceres están relacionados con los hábitos de vida, especialmente con el tabaco, el alcohol, la sobrealimentación y los contaminates industriales (35). ¡Éstos dejan el sexo fuera! En el programa de una conferencia sobre prevención del cáncer, organizada por las instituciones oficiales británicas de prevención y co-financiada por la Unión Europea, se resumían las causas del cáncer de esta manera: «En 1986, un informe solicitado por la Comisión Europea señalaba que un tercio de todas las muertes por cáncer podrían atribuirse al consumo de cigarrillos, un tercio a la dieta, incluyendo el consumo de alcohol, y el tercio restante (sic!) a otros factores que incluyen el comportamiento sexual y reproductivo y las actividades profesionales». Este punto de vista se parece extraordinariamente a las advertencias proferidas durante el siglo pasado por los seguidores de Graham. Como todos los cánceres son causados por actividades evitables, podría sacarse la conclusión de que si uno tiene cáncer es porque se lo ha buscado. Uno se muere por su mal comportamiento, por su mala conducta. Sin embargo, existen algunos problemas al llevar esta teoría a la práctica. Como se leía en una pintada en una pared de una cárcel irlandesa: «Ni fumo ni bebo. No salgo de noche ni me acuesto con chicas. Llevo una dieta sana y hago ejercicio. Todo esto va a cambiar cuando salga de la cárcel». O como dice una de las máximas del Duque de La Rochefoucauld: «Es una aburrida enfermedad conservar la salud sometiéndose a un régimen demasiado estricto».

La manía de estar en forma La necesidad de ejercicio es una superstición moderna, inventada por gente que come demasiado y piensa demasiado poco. El atletismo no hace que uno viva más o sea más útil. George Santayana

Este comentario resulta particularmente apropiado ya que proviene de un filósofo que murió a la edad de 99 años. En el pasado, el deporte se consideraba una diversión placentera, una actividad sin objeto, un

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pasatiempo agradable del homo ludens. En su origen, el término «deporte» significaba «regocijo», «chanza», «juego», lo que indicaba su carácter recreativo e intrascendente. En Anatomy of melancholy («Anatomía de la melancolía»), Robert Burton dedica un capítulo entero al «ejercicio», pero incluye dentro de este término muchas actividades que los actuales manuales «para mantenerse en forma» parecen ignorar. Aparte de ejercicios mentales, Burton cita la cetrería, la caza mayor y menor, la pesca, cavar el jardín, arar, jugar a la pelota, montar a caballo, pasear por las riberas, visitar amigos y ciudades, remar en una barca una bella tarde escuchando música, cantar, bailar y retozar, en fin, otras distracciones físicas placenteras y agradables. El interés de los médicos por el ejercicio ha sido tardío, y a menudo se han mostrado aprensivos hacia sus peligros. En 1895 un profesor de Paris, Germain See, tras realizar un concienzudo estudio recomendaba que los niños menores de 12 años no montaran en bicicleta, aunque a partir de esa edad la práctica moderada del ciclismo podía servir como tratamiento para la neurastenia. A otro médico, G. H. Hammon, especialista en enfermedades nerviosas y mentales, le preocupaba el desarrollo de muslos anormales en los ciclistas. El editor del Provincial Medical Journal llamaba la atención sobre «la curiosa cara de angustia» de los ciclistas, debida a que «este ejercicio exige demasiado esfuerzo al corazón y a los pulmones... lo que podría provocar una muerte súbita u ocasionar una grave enfermedad (36). Otra fuente de preocupación eran los órganos pelvianos, sobre todo los de la mujer. En el New York Medical Record de 1895, la doctora Theresa Bannan opinaba que «el sillín era peligroso, física y moralmente para la mujer. Los tejidos sensibles están sometidos a presión y los efectos nefastos no se pueden evaluar todavía. Además, la protuberancia acompañada de vibración del sillín puede actuar como un excitante sexual» (37). El doctor Joseph Price, en un congreso organizado por la Asociación Médica de Filadelfia en 1901, atribuía «el enorme incremento de apendicitis entre las mujeres al golf, al cricket, a la bicicleta y otros deportes al aire libre» (38). Un editorial del Medical Press en 1896 advertía a las mujeres ciclistas sobre «la mano del ciclista», caracterizada por bultos, aplanamiento, hinchazón lateral y dedos deformados (39). El doctor H. Macnaughton-Jones atendió varios casos de mujeres en las que el ciclismo había causado irregularidades en el ritmo del corazón, anemia y problemas menstruales. Además, «no tenía la menor

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duda de que el sillín era una fuente de excitación sexual» (40)». Otro especialista en enfermedades de la mujer, el doctor J. W. Ballantyne, admitía que, aunque algunas mujeres podían beneficiarse de este nuevo pasatiempo, «las mujeres de edad avanzada, especialmente las menopáusicas, debían tener cuidado con esta forma de ejercicio, ya que la literatura médica está repleta de ejemplos que demuestran los perjuicios de la bicicleta: bocio, dilatación del corazón, disentería, apendicitis, demencia, ataques de histeria y muchos otros» (41) La última adición a esta letanía de males apareció hace pocos años en el Journal of the Royal Colleges of Physicians de Londres, y describía seis casos de melanoma maligno (cinco en mujeres) en pacientes que durante su juventud habían montado en bicicleta con pantalones cortos (42). Incluso formas más suaves de ejercicio, como tocar el piano, no han escapado a la censura médica. En los años 1890, se pensaba que tocar el piano era responsable de la hiperexcitabilidad nerviosa de las chicas. De entre 6.000 jóvenes examinadas en la provincia de Goa, en la India, al menos el 12 % sufrían afecciones atribuidas al piano. El editor del Provincial Medical Journal comentaba que no merecía la pena correr el riesgo, dado que la mayoría de las jóvenes raramente sobrepasaba el estadio de pianistas mediocres (43). El patinaje también ha sido censurado. Un tal doctor Hill, tras estudiar concienzudamente el tema, concluía que patinar incrementaba cualquier predisposición latente hacia la enfermedad. El caso más grave de anemia por él diagnosticado había sido producido por el patinaje. La leucorrea era otra de las complicaciones, y las afectadas «confesaban que se agravaba incluso con ejercicio moderado» (44). Por el contrario, para los moralistas la forma física era una obligación patriótica y racial. El presidente J. F. Kennedy mostraba su preocupación porque «nuestra creciente debilidad, nuestra progresiva falta de forma física, representa una amenaza para la seguridad nacional. Si queremos recuperar el vigor y las fuerzas necesarias para defender la libertad debemos ejercitar nuestros músculos». En los países comunistas el deporte formaba parte de la propaganda política y la educación física se convirtió en una disciplina académica que se enseñaba en las universidades. Anualmente se organizaban grandes demostraciones gimnásticas en las que participaban miles de hormigas humanas para festejar la salud, la belleza y la victoria de las clases trabajadoras sobre sus opresores.

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En Gran Bretaña, el frenesí por estar en forma apareció antes de la Segunda Guerra Mundial. Ann Karpf ha seguido la pista de esta historia (45). Las primeras emisiones radiofónicas de la BBC sobre la salud datan de 1927. La meta de la «Liga de las Mujeres por la Salud y la Belleza», que contaba con 90.000 miembros en 1936, era «la salud de la raza que conduciría a la paz». Los programas matinales de calistenia fueron introducidos en la BBC a partir de 1939 y sus impulsores sostenían que la forma física era importante ya que comportaba ventajas militares, sobre todo en aquellos tiempos en los que el país estaba sumido en la agonía de la crisis económica, la malnutrición y el desempleo. La historia del jogging es muy instructiva e ilustra claramente el entramado que existe entre la preocupación por la salud, la moral y la política. Durante los años sesenta los Estados Unidos atravesaron un periodo de crisis moral. Fueron los años de la guerra de Vietnam, de la explosión de los problemas raciales y del aumento de la pobreza, del colapso del sentido cívico y de la pérdida del optimismo «típicamente americano». Muriel Gillick ha constatado que, inicialmente, el interés por la forma física fue puramente militar. En 1943 se creó el Comité Nacional para la forma física en el seno del Ministerio de Defensa con la intención de mejorar la forma de los conscriptos (46). Pero en los años sesenta América necesitaba algo más que reclutas en forma. Precisaba una renovación espiritual y del sentido patriótico, y esto se podía conseguir mediante dietas sanas y jogging, una nueva forma de fe en un futuro saludable. Esto sedujo a las emergentes clases medias de raza blanca para las que el jogging se convirtió en un medio para «encontrar su máximo potencial espiritual e intelectual». El libro de James Fixx sobre las distintas formas de correr (Complete book ofrunning) se publicó en 1977 y se vendieron más de un millón de ejemplares. Este libro prometía al lector que corriendo estaría más sano y sería más feliz «de lo que nunca habría sido capaz de imaginar». Fixx, que había corrido 15 kilómetros diarios durante más de 20 años, murió repentinamente mientras corría, en 1984, a la edad de 52 años. Para entonces la «locura del jogging» era imparable. Algunos médicos llegaron más lejos que Fixx. En las Olimpiadas de 1972, el estadounidense Frank Shorter ganó la medalla de oro en la prueba de maratón. Ese mismo año un patólogo californiano y maratoniano, Thomas J. Bessler, lanzó la teoría de que correr maratones daba una protección completa contra la arterieesclerosis y la cardiopatía is-

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quémica. Esta idea fue aceptada rápidamente por los médicos y, entre 1973 y 1978, se animaba incluso a pacientes que habían sufrido un infarto de miocardio a que corrieran maratones. Entonces algunas revistas médicas comenzaron a publicar casos de corredores que habían muerto con las zapatillas puestas, presumiblemente debido a ataques al corazón. A pesar de ello, Bessler seguía en sus trece y mantenía que «hasta que las autopsias no demuestren que existe arterieesclerosis fatal en las arterias de los corredores de maratón, parece conveniente continuar recomendando esta práctica para prevenir la enfermedad» (47). Poco después los cardiólogos del hospital Groóte Schuur, de Ciudad del Cabo, presentaban las pruebas requeridas: cinco corredores de maratón que habían muerto de un ataque cardiaco a las edades de 44, 41, 38, 36 y 27 años (48). La «hipótesis del maratón», como se la denominaba, es un claro ejemplo de cómo el sentido común puede ser reemplazado por «autos de fe». La causa más frecuente de muerte entre los corredores y los maratonianos es la cardiopatía isquémica (49). ¿Es la falta de educación clásica lo que hace que los médicos ignoren la historia de Feidípides, el primer corredor de maratón? En el año 490 a. C, este hombre corrió desde Maratón a Atenas para informar a los atenienses de la derrota del ejército persa. Murió a su llegada tras pronuciar estas palabras: «¡Alegraos, hemos vencido!». La leyenda dice que paró a diez kilómetros de Atenas, en Físico, hoy un barrio de la ciudad, para recuperar el aliento. Ignorando esa advertencia, como muchos corredores, corrió hacia su muerte. La carrera anual entre Morat y Friburgo en Suiza conmemora un evento similar pero menos conocido. En 1476, un soldado suizo corrió 17 kilómetros para anunciar la victoria de las tropas suizas sobre Carlos «el Calvo». Habiendo proclamado la buena nueva, se desplomó y murió bajo un limonero en medio de la plaza mayor de Friburgo (50). Pero al menos existía un corredor de maratón que trataba de emular la gesta de Feidípides. Un hombre de 49 años corría con una camiseta en la que se leía la inscripción: «Uno no ha corrido una buena maratón hasta que no cae muerto en la línea de llegada — Feidípides». Y así fue como murió, según nos informa el doctor Colt en el New England Journal of Medicine (51). El British Medical Journal publicó recientemente una nota necrológica sobre un médico general «dedicado a la salud positiva y que corría la maratón de Manchester» y cuya muerte súbita a la edad de 45 años fue «por tanto, totalmente inesperada» (52).

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Los corredores, y los maratonianos en particular, corren graves riesgos de lesiones e invalidez crónica. Alrededor del 10 % de los corredores habituales sufren lesiones que requieren atención médica y, como Barsky cita en su libro Worried sick («Enfermo de preocupación»), en Estados Unidos se tratan anualmente más de 20 millones de lesiones deportivas de diversa consideración (53). Joe Nicholl, en una carta publicada por el British Medical Journal, estimaba que en Gran Bretaña los médicos ven anualmente cerca de millón y medio de lesiones relacionadas con el deporte, lo que supone alrededor de cinco millones y medio de días de trabajo perdidos (54). En un informe holandés sobre prioridades sanitarias, conocido como el «Informe Dunning», el apartado sobre deportes concluye diciendo que no está claro si la práctica del deporte sirve para reducir el gasto sanitario o para incrementarlo (55). En 1985, el cardiólogo americano Henry Solomon estimaba que en Estados Unidos mueren cada año alrededor de 40.000 personas mientras realizan ejercicios físicos para mantener su salud (56). Aunque los médicos insisten en que nadie se ponga a hacer jogging sin que se le haya hecho un reconocimiento a fondo, esto no es viable y además carece de sentido, ya que las pruebas de esfuerzo que se realizan son poco fiables. Por otro lado, el screening masivo de millones de corredores sería muy costoso. Graboys ha calculado que en los Estados Unidos esto supondría dos billones de dolares anualmente; y eso sin tener en cuenta los once billones adicionales que conllevaría el tratamiento de las anormalidades subclínicas detectadas, más el coste intangible de las muertes provocadas por los procedimientos diagnósticos invasivos (57). Lo absurdo del tiempo perdido en intentar prolongar la vida corriendo queda patente en una carta de un adolescente de 15 años publicada por el diario The Times: «Sobre el entusiamo actual por hacer jogging quisiera puntualizar que si uno corre 15 kilómetros al día y vive hasta los 80 años se habría pasado aproximadamente 9 años de su vida corriendo. ¿Merece la pena?». El corresponsal de la BBC en los Estados Unidos, Alistair Cooke, leyó esta carta en uno de sus programas y añadió: «He aquí, resumido en pocas palabras, lo absurdo de intentar prolongar la vida mediante un procedimiento que en realidad la acorta» (58). Un cálculo similar demuestra que ver la televisión tres horas diarias durante 70 años acorta la vida útil otros nueve años.

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Bryan Appleyard dijo sobre el maratón de Londres que «combina el peor tipo de regocijo en masa con toda la opresión de la parafernalia del fascismo de la salud, y condensa en una única imagen todo lo fatuo y perjudicial de nuestra época» (59). En la primera epístola de San Pablo a Timoteo (7,8) se lee: «Ejercita la piedad. El ejercicio corporal no sirve gran cosa». La expresión mens sana in corpore sano es un verso de Juvenal, no un precepto médico. Es encomiable que aquellos que tienen un cuerpo y una mente sanas estén decididos a mantenerlos mediante ejercicios físicos y mentales. La utilidad de tales ejercicios no se discute. Hacer ejercicio es bueno también para los prisioneros, los caballos y los perros. Hasta una vieja viuda en un cuento de Chaucer (The Nunís Priesf s Tale) nos dice que su mejor medicina ha sido evitar el vino, una dieta moderada, ejercicio y un corazón jovial. Pero de ahí a que una actividad natural y espontánea —como ir andando al trabajo, pasear, o practicar un deporte como homo ludens— se convierta en un precepto, y que el sedentarismo se medicalice como un «factor de riesgo» de muerte prematura, caveat emptor.

La obsesión con la dieta La palabra «dieta» viene del griego y significa «modo de vida», y esta acepción fue respetada en el inglés antiguo para designar «una forma de vivir y de pensar». Ciertamente en la actualidad hemos recuperado el sentido primario de esta palabra. Cuando el gobierno habla de «la dieta nacional» se refiere a algo más que a evitar comerse un bombón o una bolsa de patatas fritas. Se sobrentiende que la puerta de la felicidad y la salud está abierta sólo para aquellos que cambian sus hábitos y siguen una «dieta sana». Fue Thomas Jefferson, el gran presidente liberal de los Estados Unidos, quien dijo que si el gobierno recomendara una dieta a las gentes, sus cuerpos se pondrían tan tristes como sus almas. En el lenguaje común la palabra «régimen» tiene connotaciones de privación: a los criminales se les impone un «régimen carcelario», y los médicos ponen a sus pacientes a régimen. El doctor John Harvey Kellogg pensaba que «la degeneración de las naciones que en otros tiempos dominaron la tierra comenzó por la glotonería». Esta idea ha sido compartida por muchos dictadores. La escasez de alimentos en

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China sirvió de excusa para que Zhao Ziang pusiera a los chinos «un régimen de comida sana»: menos carne, pescado y huevos. El dictador rumano Ceausescu advertía a sus subditos que comer demasiado era una seria amenaza para la salud. La dieta y el placer de comer son dos cosas diferentes. Un gastroenterólogo sabe sobre gastronomía poco más de lo que sabe un ginecólogo sobre el amor de Tristán e Isolda. Eminentes epidemiólogos atribuyen hasta el 85 % de todos los cánceres a factores ligados a la dieta, y algunos piensan que han descubierto la relación entre la dieta y las enfermedades del corazón, del hígado, de los ríñones, del cerebro y del intestino, por citar sólo algunas. Este tipo de información inquieta a la gente cuando se sienta a comer y algunos llegan incluso a negarse a comer. Los médicos están tratando de encontrar una dieta que permita a la vez evitar la muerte por comer demasiado y la muerte por no comer. Para ello siguen una regla: si es delicioso, prohíbase; si es insípido, prescríbase. Incluso los filósofos han estado preocupados por la dieta. «No comer alubias» (kuamói apeklhestia) fue un importante precepto de la escuela pitagórica. Los expertos no terminan de ponerse de acuerdo sobre si esto era en realidad una prohibición contra los excesos sexuales (puesto que kuamói también significa «testículos») o se debía al coraje que le daba a Pitágoras que sus pupilos se tiraran pedos en clase. Jonathan Swift, al igual que Plutarco y Cicerón, se inclinaba por la segunda posibilidad, y entre los consejos a una pareja de recién casados incluía: «Que coman todos los alimentos sanos que les plazca /pero no dejéis que prueben aquellos que producen flatulencia, / porque ésta fue la recomendación de la escuela de Samos / que prohibió a sus discípulos las alubias». Aunque los curas están preocupados por el futuro del alma, sus amonestaciones coinciden a menudo con las de los médicos. La renuncia a los dulces, no comer carne y ayunar son parte de las penitencias impuestas por los pecados. Por ejemplo, en Irlanda durante el verano de 1985 llovió tanto que los labradores pensaron que se iban a arruinar; el cardenal O Fiaich organizó procesiones y rezos para que cesasen las lluvias e instó a todos los creyentes a que hicieran un sacrificio personal: menos tabaco, menos alcohol y menos diversiones... y ¡ayunar! Renunciar a los placeres terrenales para aplacar la cólera divina se parece a las

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recomendaciones de los puritanos de la medicina que se empeñan en que las «enfermedades de la civilización» puede evitarse si se renuncia al tabaco, al alcohol, al sexo fuera del matrimonio, y se sigue una dieta estricta que no contenga alimentos básicos como las carnes rojas, la mantequilla, la sal, el azúcar o los huevos. En el Eclesiastés (37, 34-35) se lee: «Comer en exceso es malsano y la intemperancia es la causa de los cólicos nocturnos. Muchos son los que han muerto por haber comido demasiado. Aquel que se modera alargará su vida». Este consejo lleno de sentido común ha estado presente desde hace muchos siglos, pero resulta demasiado vago para sustentar las carreras profesionales de los promotores de la salud. Para convertirse en «científico», el consejo dietético recurre a prohibiciones y recomendaciones específicas, avaladas por estadísticas y departamentos universitarios, y a la jerga de los «riesgos relativos» y de los «factores de riesgo». Pero incluso «la moderación en todos lo órdenes de vida» debe ser tomada con moderación. La diferencia entre la moderación y el exceso es como la que hay entre una bombilla de 40 vatios y la luz del sol mediterráneo. Algunos gourmets sobreviven a sus excesos y los vegetarianos mueren como el resto del género humano. Hay periodos en los que los regímenes dietéticos sobrevienen de forma natural, como después de las fiestas navideñas. Invitado a cenar en un momento inoportuno, Mark Twain se disculpaba diciendo: «No puedo. Llevo tres semanas de vida familiar y cenas sin digerir en mi organismo. Me quedaré en casa haciendo dieta y purgándome hasta que dé a luz. ¿Quiere que le ponga al retoño su nombre?». La noción medieval de disfrutar la vida mientras durara fue gradualmente remplazada por el puritanismo físico promulgado por los reformadores del siglo xvn. El vegetarianismo entremezclado con un neoplatonismo místico se puso de moda en el siglo xvm (60). La filosofía que ha sostenido las ideas de los reformadores de la salud durante los siglos xix y xx (por ejemplo, Graham, Alcott, Kellogg) fue descrita en cierta ocasión por James Whorton como «una forma de arminianismo físico» basado en la creencia de que la salvación corporal está abierta a todos aquellos que luchan por ella: la enfermedad y la muerte pueden evitarse siguiendo un estilo de vida prudente (61). [Los arminianos fueron una secta que seguía las enseñanzas de Arminio (1560-1609) y negaba la doctrina calvinista de la predestinación absoluta y de la gracia divina.] Los seguidores de Graham fueron ridiculizados por su apañen-

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cia: «Parecen como una vejiga inflada de la que se ha escapado un poco de aire, ajados y arrugados. Sus ojos son tan mortecinos como una candela con poco aceite. Me recuerdan a las cucharas de palo, todo piernas, un tronco estrecho, con cabeza y sin barriga. Son criaturas que cuando se las destripa están tan huecas como una caña de bambú, pero el doble de amarillas» (62). El mismísimo Graham no llegó a viejo y murió a los 57 años. Su discípulo, el doctor William Alcott (1798-1859), añadió su erudición a las intuiciones de Graham sobre el valor saludable de los cereales cum verduras, y los peligros del tabaco, del alcohol, de las especias, del azúcar, del café, del té y del sexo. Alcott fundó una revista llamada The Moral Reformer («El Reformador Moral») y fue uno de de los miembros fundadores de la Sociedad Vegetariana Americana. Uno se encuentra de todo entre los vegetarianos. Algunos son personas normales a las que no les gusta la carne. Otros recurren a principios religiosos y morales para explicar por qué no comen carne, por ejemplo aduciendo que la carne acrecienta los instintos animales. Un subgrupo cree que los vegetarianos viven más. Los que son defensores de los animales aborrecen comer los cadáveres de animales. J. B. Morton escribió en el periódico Daily Express lo siguiente: «Los vegetarianos tienen los ojos vivos, la mirada furtiva y se ríen de un modo peculiar, con calculada frialdad. Le dan pellizcos a los niños, roban sellos, beben agua y les gusta llevar barba». Los maniáticos de la alimentación pueden ser de tantas clases diferentes que hacer una lista supondría hacer un diccionario con entradas de la A a la Z. Por ejemplo, he aquí a los comedores de ajo satirizados por Sir John Harignton, el inventor del retrete con cisterna: «Puesto que el ajo tiene el poder de salvaros de la muerte, no renunciéis a él, aunque os dé mal aliento. No hagáis caso de los que os dicen que sólo sirve para que os paséis la vida guiñando los ojos, bebiendo y oliendo». El último descubrimiento sobre los poderes mágicos del ajo es que sirve para prevenir los ataques al corazón. La manía de la alimentación no afecta sólo a las mentes sencillas. En un conmovedor artículo publicado por la revista médica Journal of the American Medical Association, un cardiólogo nos cuenta que había descubierto a su hijita Ariel de 4 años cogiendo a escondidas del frigorífico un pedazo del helado que la abuela había traído para postre. «Por las conversaciones que escuchaba en

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casa, Ariel sabía que debía evitar las comidas ricas en grasas saturadas y colesterol». La niña se sintió culpable y su padre se sintió culpable de que ella se sintiera culpable. El padre se sintió aún más culpable por no haber medido el colesterol de la niña todavía, pero se consoló a sí mismo pensando que «no había acuerdo entre los expertos sobre la edad en la que se debía iniciar el despistaje del colesterol en niños». ¡Pobre Ariel!(63). A veces resulta casi increíble cómo puede sobrevivir el hombre. Michael Tracey, el presidente de la Sociedad de Bioquímica de Australia, mencionó en una de sus conferencias a un tal Stefansson que vivió nueve años en el Ártico alimentándose exclusivamente de carne —este hombre murió a los 82 años y había publicado su libro número veintitrés a los 80 años—. La variedad de las costumbres dietéticas es maravillosamente heterogénea. Lo que es bueno para unos es veneno para otros. De la misma forma que el sexo es algo más que el instinto de reproducción, comer es algo más que el instinto de sobrevivir. Los placeres de unos pueden ser las perversiones de otros. A algunos les gusta caliente, y a otros les gusta crudo. Es tanta la variedad de paladares —escribía Burton en The anatomy of melancholy («La anatomía de la melancolía»)— que cada hombre podría hacer de su capa un sayo. Tiberio tenía razón en reírse de los adultos que van a la caza de los consejos de otros para alimentarse. Proponer al conjunto de la población recomendaciones generales sobre la dieta —ya sea el Ministerio de Sanidad, el Gobierno o la OMS— es algo tan absurdo como decirle a un marinero qué viento le favorece sin saber a qué puerto se dirige. El público se ve expuesto diariamente a un aluvión de falsas proclamas difundidas complacientemente por los medios de comunicación que hojean la literatura médica en busca de nuevos «milagros» dietéticos. Coma brócoli para prevenir el cáncer. No tome sal para prevenir el ictus. Ingiera forraje para tener heces más voluminosas y evitar el cáncer de colon. No coma paté de hígado si está embarazada. Como se decía en un editorial de la revista Times: «Los miedos y las modas en materia de alimentación cambian tan deprisa que el "comedor sano" es incapaz de seguirlos» (64). En 1878, Sir Thomas Lauder Brunton, un famoso médico de Londres y director de la revista The Practitioner, escribió en su diario que

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una de las mayores causas de la tuberculosis era el precio de la mantequilla que poca gente podía costearse. Brunton pensaba que el tocino de cerdo era lo mejor para desarrollar un trabajo intelectual intenso, y él lo tomaba para desayunar, antes de ir a ver a sus enfermos y cuando daba clases a los estudiantes de medicina. Citaba también el caso de un hombre con depresión que se curó yendo a Irlanda, comiendo carne grasa y bebiendo whiskey. Personalmente el tocino no le hizo mucho daño a Sir Thomas, quien murió en 1916 a los 72 años. Durante los años 30 y 40, la profesión médica recomendaba dietas con alto contenido en grasas. A partir de los años 50, se empezó a sospechar que los derivados lácteos y la carne podrían ser la causa de las enfermedades cardiovasculares. En 1966, la Academia Nacional de Ciencias y el Consejo Nacional de Investigación de los Estados Unidos publicaron un informe sobre las grasas y la salud en el que mantenían que no existía suficiente evidencia del beneficio de disminuir drásticamente el consumo de grasas, y expresaban su preocupación sobre los «efectos impredecibles, y posiblemente deletéreos» que podrían derivarse de semejante práctica(66). Desde 1966 no ha aparecido ninguna evidencia científica nueva que contradiga esta sabia conclusión, pero eso no quita que numerosos comités de expertos se dediquen a promulgar recomendaciones que a menudo se contradicen entre sí. Por ejemplo, un grupo de expertos americanos conducidos por el infatigable líder de las campañas anti-colesterol, Jeremiah Stamler, publicó en 1970 una serie de recomendaciones dirigidas a todos los estadounidenses (incluyendo niños, mujeres embarazadas y ancianos), exhortándoles a evitar la mantequilla, la yema de huevo, la panceta, el tocino y la manteca (67). Súbitamente los alimentos se habían convertido en «buenos» y «malos», en «saludables» y «nocivos». La Asociación Médica Americana aceptó estas directrices, aunque no existía ninguna evidencia de que una dieta semejante fuera a prolongar la vida. Uno de los críticos, K. A. Oster, apuntaba que «estas recomendaciones suponen cambios dietéticos tan importantes —y desprecian alimentos tan nutritivos como la mantequilla, los huevos, la leche entera, los quesos o la carne de buey— que rayan en lo irresponsable y deben considerarse como mera charlatanería médica». Oster también predijo con tino que «las técnicas intimidatorias empleadas por los apóstoles de la reducción del colesterol generarán hipocondríacos que tendrán miedo a comer alimentos completos» (68).

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Este miedo se ha extendido a toda clase de comidas y bebidas. Si quieren un ejemplo, aquí tienen uno jugoso. Durante la guerra del Golfo un rehén americano, al que habían tenido dos días con los ojos vendados y sin comer, se negó a beber una taza de té que le ofrecieron sus secuestradores árabes ¡porque contenía cafeína! (69). En 1976, dos eminentes instituciones médicas británicas (British Royal College of Physicians y British Cardiac Society), siguiendo el ejemplo de dirigismo dietético de los americanos, publicaron unas recomendaciones similares (70). Una de ellas era que las grasas aportaran menos del 35 % del consumo calórico total. No existe ninguna justificación para esta cifra, ni siquiera en el estudio de los «Siete Países», que fue la base de la «hipótesis lipídica» y convirtió (erróneamente) al colesterol en el malo de la película. Lugares con baja incidencia de enfermedades cardiovasculares, como Creta, tienen un consumo total de grasas del 40 %, similar al del Reino Unido (71). En Holanda, donde se tiene una de las mayores esperanzas de vida del mundo, el porcentaje de la energía total derivada de las grasas es un asombroso 48 % (72). Los Masáis del África Oriental, que consumen el 66 % de sus calorías en forma de grasas, tienen el colesterol sanguíneo muy bajo y los casos de arterioesclerosis son raros (73). De igual modo, las recomendaciones de innumerables comités para incrementar el consumo de grasas poliinsaturadas al 10 % no están avaladas por evidencias científicas que demuestren sus efectos beneficiosos para la salud. Al contado, los ácidos grasos poliinsaturados son potencialmente carcinogénicos si se consumen en exceso, y en el estudio de los «Siete Países», las poblaciones con tasas más bajas de enfermedades cardiovasculares fueron las que tenían un consumo entre 3 %7 % de grasas poliinsaturadas. Por otro lado, reducir el consumo de grasas desde el 40 % al 30-35 % (o como proponen algunos entusiastas al 25 %) sería ponernos al mismo nivel que los barrios bajos de Glasgow hace medio siglo (75). Sin embargo, en aquellos tiempos el consejo de los médicos a la población era que comiera más mantequilla, huevos y carne, y que bebiera mucha leche. Un argumento bastante absurdo para disminuir el consumo de grasas y calorías fue propuesto, en un artículo del American Journal of Public Health, por dos investigadores que sostenían que estar obeso no sólo era malo para la salud sino también para la economía mundial.

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Dado que el 16,5 % de la energía producida en los Estados Unidos en 1974 se empleó en la producción y el consumo de alimentos, si todos los americanos consiguieran cu «peso ideal» se ahorrarían 160 tollones de BTU (British Thermal Uniis), es decir, «en términos más claros, la energía equivalente a 6 billones de litros de gasolina durante el periodo de régimen, más 3,5 billones de litros por año a partir de entonces». Este «ahorro» serviría, según los autores, «para satisfacer las necesidades energéticas de 20 millones de indios» (76). A finales de los años ochenta, la fómula energética general aceptada por todos los «comités de consenso» del mundo para un «dieta correcta» era: menos del 30 % de grasas repartidas por igual entre saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas; menos de 300 gramos de colesterol y menos de 3 gramos de sal por día. El número mágico «3» nos recuerda los cuentos de los hermanos Grimm. Estas recomendaciones se han adoptado y promulgado sin que estudios poblacionales hayan probado que son beneficiosas. Como ha señalado Ahrens, los únicos estudios de los que se disponía en aquella época (el de los Veteranos de la Administración de Los Ángeles y el de los Hospitales Mentales de Finlandia) no habían demostrado ningún beneficio empleando diferentes dietas. Dicho de otra forma, «se proponía a la nación una nueva dieta que no había demostrado ventajas evidentes al compararla con otras» (77). Pero como el Comité Especial sobre Nutrición del Senado estadounidense era una institución demasiado prestigiosa para ser criticada por simples mortales o incluso por simples médicos, el informe Dietary goals for the United States («Objetivos dietéticos de los Estados Unidos») se convirtió en el modelo a seguir por otros países (78). Cundió el pánico cuando este mismo Comité afirmó que la dieta de los estadounidenses «representaba una amenaza para la salud pública comparable al tabaquismo», es decir, le hacía la competencia al enemigo público número 1: «seis de cada diez muertes en los Estados Unidos están relacionadas con la dieta». En definitiva, el que come, muere. Uno de los pocos que se atrevieron a criticar el informe del Comité Especial fue Alfred Harper, quien se quejó de que las recomendaciones se basaran en conclusiones no probadas, extraídas de investigaciones insuficientes e inapropiadas, y llegó a compararlas con los consejos sobre alimentación que dan los charlatanes y los curanderos, que se escudan en sus dotes mágicas para prometer panaceas, que ni ellos mis-

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mos entienden, contra las enfermedades (79). Harper, un distinguido profesor de bioquímica y nutrición, no podía comprender cómo se recomendaba la misma dieta a todos los americanos «sin tener en cuenta la naturaleza de sus problemas de salud, sin saber si estaban enfermos o sanos». Como escribió Henri de Mondeville en su libro sobre cirugía: «Cualquiera que piense que una misma cosa puede convenir a todos es un gran necio. La medicina no se ocupa de la humanidad en general sino de cada individuo en particular» (80). Lo que Mondeville no pudo prever es que, 700 años más tarde, naciones enteras se convertirían en «pacientes» atrapados en el juego de la uniformidad alimenticia (Gleichschaltung). En octubre de 1981, los doctores Jeremiah Stamler y John Farquhar llegaron a Londres y desde la embajada norteamericana advirtieron a Inglaterra que debía despertar y hacer algo sobre las innumerables víctimas de las enfermedades cardiovasculares, o sea, seguir el ejemplo de los Estados Unidos. «La idea era organizar una guerra relámpago (blitzkrieg) contra la población y emplear una cortina de humo de anuncios de televisión, películas y libros de auto-ayuda, que estaría respaldada por una lluvia de panfletos contándoles la misma historia... para así salvar más de 100.000 vidas al año» (81). Una década después, la misma mentalidad de «guerra relámpago» sigue reinando en los círculos preventivos. Frederick Stare, un conocido dietista de Harvard, citaba una reseña del Wall Street Journal sobre una campaña orquestada por la Asociación Médica Americana en colaboración con la industria farmacéutica, empresas de alimentación y personalidades de la televisión: «Entre febrero y julio de 1989 la campaña bombardeará a la población y a los médicos con anuncios, folletos, programas de televisión y un libro sobre cómo bajar el colesterol, con el fin de que la gente asocie el colesterol elevado y las enfermedades cardiovasculares con los correspondientes productos y servicios sanitarios» (82). La creciente comercialización de la profesión médica y sus estrechos lazos con la industria farmacéutica y alimentaria han sido analizadas brillantemente por el periodista T. J. Moore en su libro Heart failure («Fallo cardiaco») (83). Pero ésto sólo explica una parte de la «colesterolmanía». El ciego fanatismo de los evangelistas de la alimen-

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tación, combinados con su total incompresión de lo que es la evidencia científica, son quizás factores aún más importantes. El análisis crítico de la hipótesis lipídica revela las numerosas dudas y discrepancias que aún subsisten. No se ha demostrado, primero, que la dieta recomendada sirva para reducir el colesterol sérico; segundo, que el riesgo de enfermedad cardiovascular disminuya bajando los niveles de colesterol (84); y tercero, que la dieta propuesta esté exenta de efectos adversos a largo plazo (85). El editorial que acompaña al documento de la Conferencia de Consenso del NIH (National Institutes of Health) sobre la reducción del colesterol sanguíneo (86) ilustra la confusión de ideas que prevalece entre los que se empeñan en ligar la dieta a las enfermedades cardiovasculares (87). El editorialista comienza por admitir: «Es necesario reconocer que ignoramos la o las causas de la arterioesclerosis, [y que] es difícil aceptar desde un punto de vista puramente científico que exista una prueba irrefutable sobre la eficacia de la reducción ligera o moderada de la hipercolesterolemia». Luego adopta una posición consensuada: «El contenido graso de la dieta no debe sobrepasar el 30 % (o mejor el 20 %) de la ingesta calórica total. Las grasas saturadas deberán ser inferiores al 10 % (o mejor 8 % o 6 %)». Por otro lado, los expertos del consenso «no dudan de que las modificaciones dietéticas apropiadas reducirán la tasa de colesterol» y que estos cambios aportarán «una protección significativa contra la cardiopatía isquémica coronaria»; esta dieta, «deberá ser seguida por todos los miembros de la familia, exceptuando los menores de dos años». En otras palabras, en ausencia de evidencia científica los expertos la reemplazan por el «consenso»; ni siquiera son capaces de imaginar que el acuerdo de muchos no representa necesariamente la realidad. Philip Payne, director de un departamento de nutrición humana en Londres, dijo en una conferencia que a nivel personal se negaba a seguir estas recomendaciones, a las que consideraba como «consejos gratuitos, en el mejor de los casos, excesivamente entusiastas, y en el peor, impertinentes». Lo que le preocupaba era el daño que estas directrices podían causar a la población general, que siendo incapaz de juzgar su contenido científico, comenzarían a preocuparse por lo que comen. Según Payne, era discutible si lo que querían los activistas de la nutrición «era nuestra obediencia, independientemente de su posible beneficio, o

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si lo que buscaban era un medio de hacer al público todavía más dependiente de los profesionales sanitarios» (88). Las complejidades políticas e ideológicas ligadas a lo que Digby Anderson acertadamente llama «leninismo dietético» han sido ignoradas durante mucho tiempo. J. R. Kemm ha sugerido que debemos dejar de pretender que la política alimentaria es sólo una cuestión de «salud»: «Los defensores del laissez-faire en materia de política nutricional subrayan, con razón, que virtualmente ninguna de las hipótesis en las que se basa la política alimentaria están probadas más allá de la duda razonable», y añade que incluso si las aserciones de los promotores de la salud fueran ciertas, «la cruda realidad es que sólo beneficiarían a una minoría, y que la mayoría sólo sufriría molestias» (89). Una de las características coercitivas de las campañas dietéticas es que nadie le pregunta al consumidor lo que quiere, presumiblemente porque el consumidor no sabe lo que es bueno para él. Bernard Levin se preguntaba en su columna del diario The Times por qué un país libre necesitaba «objetivos dietéticos» en lugar de dejar el asunto en manos de la gente, que de por sí tiene apetitos diferentes (90). Pero —insinuaba maliciosamente Levin— si cada uno decidiera lo que come se abriría una puerta a la anarquía. ¡Incluso habría algunos que desayunarían huevos con jamón! A decir verdad, lo que Kemm llamaba «molestias para la mayoría», que no se beneficiaría de los cambios en su dieta, podría ser algo más que simples «incomodidades». Bajar el colesterol no es necesariamente algo bueno. Frank y sus colaboradores han sugerido que bajar el colesterol por debajo de 225 mg/dl podría aumentar la mortalidad (91). Por razones obvias, estas especulaciones se le ocultan al hombre de la calle, no vaya a ser que decida prescindir de la «dieta nacional». Los principales centros de «irreflexión dietética» en Gran Bretaña son conocidos por las siglas NACNE (National Advisory Council on Nutrition Education) y COMA (Committee on Medical Aspects ofFood Policy). En 1983, un informe de NACNE («no destinado al público» pero rápidamente difundido) afirmaba: «Las enfermedades cardiacas pueden prevenirse mediante la reducción del consumo de grasas al 3035 % del aporte energético total» (92). No se aportaba ninguna prueba para sostener esta afirmación porque no existe. Un año después, COMA, reiterando los criterios de NACNE, insertaba una curiosa frase

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en su preámbulo: «La evidencia [de la relación entre la dieta y las enfermedades cardiovasculares] carece de pruebas» (93). Esto es correcto, puesto que no existen pruebas, pero no impidió que COMA publicara recomendaciones dirigidas a toda la población mayor de cinco años. Una interesante desviación en los informes de COMA y NACNE durante aquellos años fue su caballerosa actitud hacia el consumo de huevos... que ha sido posteriormente rectificada. Sir Kenneth Blaxter comentó que las directrices de COMA eran científicamnete indefendibles —aunque estuvieran políticamente acordadas—, puesto que no «existía una base racional para concluir que la dieta de la población debía ser modificada cambiando la composición de ácidos grasos». Según Blaxter, la creencia de que las grasas animales eran perjudiciales era puro «folclore»; no había más que compararlo con un famoso dicho del siglo xix que decía que el pescado era bueno para el cerebro (94). ¿Cuál ha sido el impacto, si es que ha existido alguno, de las campañas dietéticas en el colesterol de la población? Según los resultados de una encuesta a nivel nacional realizada en el Reino Unido, los británicos comen menos huevos, consumen menos azúcar y la mitad de mantequilla que hace diez años, beben más leche desnatada y han incrementado el aporte de grasas poliinsaturadas. A pesar de estos esfuerzos y del lavado de cerebro, los niveles poblacionales de colesterol de los británicos siguen siendo los mismos (95). Esto no parecía importarle mucho a un antiguo secretario del Ministerio de Agricultura que se regocijaba del «continuo progreso hacia una dieta nacional más sana»(96). En realidad, los meta-análisis de los ensayos randomizados y controlados no han demostrado que las dietas para bajar el colesterol tengan efectos beneficiosos (97). Esta situación ambigua, marcada al mismo tiempo por el «progreso» y el «estancamiento», ha sido explotada por los activistas de la salud con fines propagandísticos. Cuando quieren probar que la receta está dando sus frutos hacen hincapié en los cambios «positivos» que se han dado en los hábitos alimenticios de la nación. Cuando quieren convertir a Gran Bretaña en la «enferma» de Europa, en el país que lidera la liga de mortalidad europea (o mundial, como ocasionalmente han pretendido), entonces resaltan que no ha habido cambios ni en la media poblacional de colesterol ni en el consumo total de grasas, y piden más di-

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ñero para convertir su sueño en realidad. En Estados Unidos, un grupo baptista que se autodenomina National Heart Savers Association («Asociación Nacional de Salvadores del Corazón») ha inundado los medios de comunicación con anuncios publicitarios que en grandes titulares anuncian: ¡AMÉRICA SE ENVENENA!, y claro, el veneno es el colesterol. Como dijo en cierta ocasión el obispo Mandell Creighton: «Nadie hace tanto daño como aquellos que van por ahí haciendo el bien». No existe evidencia científica que justifique las recomendaciones para reducir el consumo de colesterol a menos de 300 mg por día. Esta cifra es completamente arbitraria. Incluso consumiendo 1.500 mg por día, el colesterol sanguíneo aumenta como promedio un 10 % en los individuos estudiados, y tras un largo periodo de consumo tiende a retornar a los niveles determinados genéticamente. Cuatro estudios diferentes han fracasado en demostrar la relación entre el consumo de huevos (la principal fuente de colesterol dietético) y la tasa de colesterol (98). El consumo de 25 huevos diarios durante varias décadas (!), por un hombre que decía odiar los huevos pero era lo único que podía comer, no tuvo ningún efecto sobre sus niveles de colesterol (99). Recuerden los lectores que el colesterol no es una grasa y que su fórmula química es la de un alcohol con estructura esteroide. Afirmar que los aceites vegetales o los cacahuetes son bajos en colesterol es engañoso y erróneo, puesto que ese tipo de alimentos no contiene ningún colesterol. En la práctica, el colesterol sanguíneo de un individuo no tiene valor predictivo sobre el riesgo de padecer un ataque cardiaco en el futuro (100), y la modificación de los niveles séricos mediante la dieta o los medicamentos no afecta la tasa de mortalidad total, aunque podría aumentar significativamente el riesgo de muerte por cáncer (101). Estas verdades de sabor amargo no se mencionan jamás en los informes de los comités de consenso. Es fácil entender por qué. Con el encomiable escepticismo del que intermitentemente hace gala la revista médica The Lancet, un editorialista se preguntaba sobre el fundamento de las recomendaciones norteamericanas dirigidas a la modificación de los hábitos alimenticios, y que cuentan con el apoyo de las instituciones sanitarias oficiales (Surgeon General): «Nadie entre las tropas del Director General de Sanidad de los Estados Unidos, ni caballos ni hombres, han podido aportar una sola prueba de cómo las grasas saturadas llevan a cabo su nefasta misión». En el mismo tono sarcástico, el autor sugiere al Di-

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rector General que revele la proporción de grasas, fibra e hidratos de carbono complejos que ingiere, de manera que «mientras tomamos una decisión, podamos saber si sufre una de esas terribles enfermedades» (102). Esto es periodismo médico de primera clase: interpelar a la autoridad que pontifica sin pruebas, y hacer la pregunta: ¿cuál es su evidencia?, o mejor todavía, ¿cómo se podría refutar su hipótesis? La falta de solidez de las recomendaciones oficiales, su carencia de rigor intelectual, el lenguaje burocrático en el que están escritas, su descarado desprecio de la realidad, y su descuidada malinterpretación de la evidencia, sugieren más que una conspiración una actitud borreguil. ¿Un ejemplo? La Guía Dietética («Dietary Guide for Americans») publicada conjuntamente por los Ministerios de Agricultura y de Sanidad de los Estados Unidos, en la que se señala que «si el colesterol se encuentra por encima de 200 mg/dl, el riesgo de padecer una enfermedad cardiaca aumenta» (103). Esto es falso por varias razones. Primero, presupone implícitamente que un nivel de colesterol, digamos, de 210 es más peligroso que uno de 200. No existe ninguna evidencia de esto. Segundo, se dice que es mejor tener el colesterol por debajo de 200, una cifra totalmente arbitraria y sin ninguna significación clínica. Tercero, implica que sería deseable que la gente hiciera algo para conseguir que su nivel de colesterol sea igual o menor de 200 mg/dl. No sólo no es deseable sino que podría resultar peligroso. En las mismas directrices, que están repletas de mensajes neopuritanos, hay una sección dedicada al alcohol en la que se menciona que «algunos estudios sugieren que su consumo moderado está asociado con un menor riesgo de ataques cardiacos», pero «beber también está relacionado con un aumento del riesgo de hipertensión arterial y de hemorragia cerebral». Nótese el uso de la palabra «sugieren» en la primera parte, poniendo en duda los beneficios, aunque luego se dé por cierto el peligro de hipertensión y de ictus. En realidad no existe evidencia de que beber moderadamente produzca una hipertensión peligrosa o un accidente cerebrovascular. Incluso podría ser cierto todo lo contrario. Por ejemplo, en el estudio de Framingham (conocido como el «Rolls-Royce» de los estudios del corazón), «la presión arterial estaba más elevada en los no bebedores que en los bebedores moderados, pero entre los bebedores la presión arterial era mayor cuanto más alto era el consumo de alcohol» (l04). En un estudio británico, «el riesgo relativo de accidentes cerebrovasculares fue más bajo en los bebedores moderados

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(menos de 30 unidades por semana) que en los abstemios» (105). De forma similar, en un estudio realizado en 87.500 enfermeras, el riesgo de ictus fue menor entre las bebedoras —independientemente de la cantidad que bebieran— que en las abstemias (106). El efecto globalmente protector del alcohol contra las enfermedades cardiacas ha aparecido en numerosos estudios ( l 0 7 ) , tanto en hombres como en mujeres, pero los promotores de la salud encuentran embarazoso mencionarlo. Un brandy doble antes de irse a la cama, o media botella de buen vino con la comida de cada día podría ser mejor medicina preventiva que todas las recomendaciones sobre el colesterol juntas. Durante las últimas décadas ha circulado la idea de que todos deberíamos seguir una «dieta mediterránea», aunque por el momento nadie haya propuesto que todos emigremos hacia el sur. No hay duda de que los españoles, los franceses, los italianos o los griegos disfrutan de su cocina, de sus bebidas y de l'amour. Pero los ingenieros de nuestras dietas no aluden a esto cuando hablan de la «dieta mediterránea»; ellos se refieren sólo al aceite de oliva y a las verduras. El razonamiento simplista que está detrás de esta idea se puede esquematizar como sigue: En los países mediterráneos la mortalidad por cardiopatía isquémica es menor, mucho menor, que en Gran Bretaña. Nosotros queremos prevenir las enfermedades del corazón. Estas enfermedades están causadas por la grasa de los alimentos, pero obviamente el aceite de oliva tiene que ser una grasa «buena». Por consiguiente, la prescripción es aceite de oliva, una cucharada tres veces al día. Por favor, mantequilla no. Como sucede a menudo con los fanáticos de ideas fijas, esta gente se olvida de que los mediterráneos no viven más que los británicos; simplemente, se mueren de otra cosa, o para ser más precisos, aparece escrita una causa diferente en sus certificados de defunción. La esperanza de vida de los varones ingleses al nacer en 1988 era 73 años, la misma que en Francia o Italia. (En el caso de las mujeres inglesas, la esperanza de vida era de cinco años más.) Proposiciones aún más absurdas nos llegan de Oriente. Los población china ha servido de ejemplo para los países occidentales en materias de colesterol porque se decía que los campesinos chinos tenían bajas tasas de colesterol y de mortalidad por enfermedades cardiacas (l08). Lo que no se nos decía es ni cuánto viven, ni que casi la mitad de las

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muertes en China se atribuyen al cáncer. Las diferencias en las tasas de mortalidad global entre los que tienen el colesterol más bajo y los que tienen el más elevado son mínimas. A pesar de ello, el mensaje era claro: imitemos a los chinos. El caso de los japoneses es todavía más curioso. Comen cosas muy raras y, sin embargo, tienen la esperanza de vida más alta de mundo y las enfermedades cardiacas son incluso menos prevalentes que en los mediterráneos. Así que, ¿por qué no comemos como los japoneses? A fin de cuentas ya tenemos coches japoneses, aparatos de música japoneses y cámaras japonesas. El silencio de los expertos y de los comités de consenso sobre este tema es ensordecedor. Aún más, mientras que entre 1950 y 1980 los japoneses aumentaron el consumo de grasas saturadas y mantuvieron su elevadísimo consumo de cigarrillos, la frecuencia de las enfermedades cardiacas disminuyó un 30 % (109). A los gurús de la dieta se les debería preguntar: Ustedes que están tan preocupados con la prevención de las enfermedades del corazón, ¿comen comida japonesa y se la recomiendan a sus amigos? El «malsano» consumo de grasas saturadas se ha acompañado de un inexplicable descenso de la cardiopatía isquémica en Suiza (110) y en Italia (111). A la inversa, en el estudio de Framingham, todos los «factores de riesgo» —tabaquismo, hipertensión, colesterol— han disminuido durante los últimos 30 años pero, supongo que también inexplicablemente, la morbilidad y la mortalidad cardiovascular han aumentado entre los hombres de mediana edad (ll2). Los expertos ni lo han notado. La hipótesis sobre el origen de las enfermedades cardiacas no ha sido probada; no es verificable porque no se puede refutar, es extremadamente compleja, a menudo mal interpretada y, en parte, contradictoria (ll3) . Recientemente un respetado epidemiólogo, el profesor Geoffrey Rose, reafirmaba que las enfermedades cardiacas son el resultado de la decadencia de los hábitos en Occidente. Sostenía que los esfuerzos de los polacos y de los rusos por imitar el estilo de vida occidental iban a provocar «en dos años... las tasas más altas de cardiopatía isquémica del mundo». (Si la gente en Polonia y en Rusia, dada la precariedad de sus economías, pudiera emular la afluencia de Occidente, aceptaría encantada la posibilidad de que algunos de ellos murieran de un ataque al corazón en un futuro lejano.) Este mismo tipo de razonamientos fueron los que llevaron a los primeros epidemiólogos a decir que «desde la abolición de la esclavitud, y con la modificación de los hábitos que esto con-

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lleva, los negros de los Estados Unidos desarrollan casi tantos cánceres como sus vecinos blancos» (114). Según cita el periódico The Daily Telegraph, Rose observó que «Escocia tiene las tasas de cardiopatía isquémica más altas del mundo» (115). ¿Es que los escoceses han descubierto también repentinamente los hábitos perversos de la decadencia de Occidente? Sir Donald Acheson, por entonces director general de la sanidad británica, proponía otra explicación: los escoceses no comen verduras ( l l 6 ) . ¿Quiere esto decir que si los polacos y los rusos adoptan el modo de vida occidental podrían escapar de la fatalidad si comen verduras? Nevin Scrimshaw describe así el funcionamiento de los comités de expertos: «Analizando mi experiencia personal como participante en docenas de comités técnicos, consultores y de expertos durante los últimos 20 años, me preocupa que con el tiempo se haya demostrado que los miembros más dogmáticos y perentorios sobre cualquier tema estaban equivocados. En ocasiones también he visto como un obstinado y persistente oponente tenía razón. Convendría que tuviéramos siempre presente que ni los individuos ni los comités son infalibles, y que todos los asuntos científicos deben afrontarse con humildad» (117). Esta humildad, esta disposición a admitir la propia ignorancia, a ver las cosas como son en lugar de como uno quisiera que fueran, ha brillado por su ausencia en los dictados dietéticos propuestos ex cátedra por el concilio de expertos autodesignados de los consensos. Sus pronunciamientos (en castellano en el orginal) son extraordinariamente ingenuos, simplistas e irrelevantes. Más de un experto en nutrición ha aconsejado no tomar demasiado en serio las recomendaciones dietéticas oficiales (118). En 1991, mientras África sufría una catastrófica hambruna, la OMS publicó un documento de 200 páginas titulado Dieta, nutrición y prevención de las enfermedades crónicas en el que se prescribía la «dieta correcta» para todo el mundo (l l 9 ) , es decir, la «dieta prudente» de los americanos obsesionados con la salud. (La dieta japonesa ni se mencionaba.) La OMS advertía que «las enfermedades cardiovasculares y el cáncer emergerían, o se establecerían como importantes problemas de salud en casi todos los países del mundo en el año 2000» (120). Un curio-

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so cambio de ritmo (volte-face) para una organización cuyo eslogan oficial es «Salud para todos en el año 2000». Teniendo en cuenta los problemas crecientes de la superpoblación, el hambre, la pobreza, la malnutrición y la guerra en los países en desarrollo, es difícil imaginar que estos mismos países adoptarán antes del año 2000 la «malsana» dieta de Occidente, y que se convertirán en las víctimas de las «enfermedades de la civilización» que prevalecen en los países con una esperanza de vida entre 70 y 80 años. El perverso argumento de los burócratas de la OMS implica que el pobre debe seguir comiendo verduras y dejar de añorar las grasas de occidente para no sufrir un ataque al corazón. La utópica fantasía de los expertos de la OMS está dominada por la idea de que las enfermedades crónicas son «en gran parte prevenibles». Se han empleado argumentos tan inverosímiles para convertir a las grasas y el azúcar en causas de mortalidad como comparar su consumo actual en Gran Bretaña con el que existía hace 200 años (121) . Que la longevidad y la salud de las gentes haya mejorado espectacularmente en ese período no forma parte de la misma ecuación. Una vez más, la grasa era el chivo expiatorio. Se la asociaba con el cáncer de mama y con el cáncer de colon. Por la misma regla de tres, estos cánceres están relacionados con el número de automóviles, de televisiones, de máquinas de lavar y con el producto nacional bruto. El informe de la OMS reconocía que las tendencias seculares de la cardiopatía isquémica en algunos países resultaban «inexplicables» (122) , pero al mismo tiempo pedía «cambios urgentes en la política agrícola y alimentaria» para prevenir la cardiopatía isquémica en el año 2000. Éste es un argumento típico de los comités de consenso: «si no sabemos qué hacer, hagámoslo enérgicamente». A las paradojas orientales se las echó con cajas destempladas. Los expertos incluso llegaron a inventarse que la mortalidad de origen cardiaco se estaba incrementando progresivamente en Japón (123) y que en China —país que se había tomado como referencia de niveles poblacionales bajos de colesterol— las enfermedades cardíacas se encontraban entre las tres principales causas de mortalidad (124). El viejo bulo del colesterol revivió y se aconsejaba que nadie en el mundo comiera más de 300 miligramos al día. Se afirmaba que «no existía un límite inferior de colesterol con el que no se obtuviera una re-

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ducción beneficiosa de la cardiopatía isquémica» (125). ¿Un colesterol cero como objetivo final? Esto se daba por cierto, dado que «el consumo óptimo de colesterol en la dieta es probablemente cero, lo que significa evitar los productos animales» (126). Al informe de la OMS le faltó poco para preconizar el vegetarianismo mundial, si no fuera porque en los países pobres —según Philip James, el portavoz del grupo— «la falta de hierro está afectando el desarrollo cerebral de los niños y la mejor manera de evitarlo es introducir un poco de carne en la dieta» (127). ¡Sólo un poco! Una vez que han pasado la pubertad ya pueden ir olvidándose de la carne porque su cerebro ya se ha desarrollado. También se reconfirmaban los horrores de la sal, y de paso se dejaba caer que podía causar cáncer de estómago (128). Los nuevos límites inferiores recomendados sobre el consumo de grasas totales, grasas saturadas y colesterol eran 1 5 % , 0 % y 0 % respectivamente. Hasta el mágico número «3» había desaparecido. El grupo de expertos «no había podido fijar, sobre una base sólida, los límites superiores de consumo de colesterol» (129), y había optado por «una solución consensuada» —empleando sus mismas palabras— para recomendar 300 mg al día. Sin embargo, las directrices sobre las grasas poliinsaturadas se habían modificado. La cifra previamente recomendada (10 % del consumo energético total) era demasiado alta, y los expertos estaban alarmados por «el progresivo aumento en el consumo de grasas poliinsaturadas en algunas poblaciones», un hábito que curiosamente ellos mismos habían aconsejado. Antes eran «muy buenos». Ahora ya «no eran tan buenos». Tarde o temprano alguien acabará vinculándolos al cáncer. Como los consejos de la OMS carecían de base científica, era conveniente repetir el mensaje a menudo; tan a menudo que parecieran verdad. El informe hacía un llamamiento a cualquier organización que mereciera ese nombre para que empleara todos los medios a su alcance para propagar el mensaje: «En los países en los que el gobierno controla la radio y la televisión, el ministerio de sanidad deberá tomar las medidas necesarias para que otros medios de comunicación... también participen, de manera que la población perciba que la información es tan relevante para ellos como beneficiosa para el gobierno... Se recomienda igualmente que los gobiernos recluten especialistas en manipulación del comportamiento ca-

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paces de determinar la forma más adecuada para potenciar la actuación comunitaria» (130). Sin duda, hay momentos en los que el término «fascismo de la salud» no es exagerado para describir los métodos empleados por los modernos promotores de la prevención. En un hipotético sistema político donde el monopolio de la información sea «beneficioso para el gobierno» es virtualmente imposible que se oigan voces críticas y que se den discusiones abiertas sobre cualquier evidencia que contradiga la línea oficial. Mientras las guerras, las enfermedades y el hambre aullan, los ciudadanos leales a la Utopía de la Salud para Todos en el Año 2000 son instruidos por el Ministerio del Verdadero Estilo de Vida para medir la cantidad de fibra en su comida y para pesar sus voluminosas heces. Dejando de ser seres civilizados no sufrirán las enfermedades de la civilización. Se habrán ganado la muerte por demencia. ¿Una exageración? Quizás. Pero muchos pensaron lo mismo sobre las sociedades descritas por Zamyatin, Huxley y Orwell. Mientras que los burócratas juegan con las estadísticas de la salud, el planeta está ardiendo. En los años cincuenta, había 12 guerras en el mundo; en los años setenta, 32; en los ochenta, 40, y en 1992, 52. El narcisismo solipsista de alguien haciendo jogging puede servir como metáfora del hombre tratando de escapar de su propia imagen. El pasado es «irrelevante»; el futuro, amenazador. Por eso, el corredor da otra vuelta al circuito. Medir la condición humana con la escala del colesterol es algo tan absurdo que sólo se justifica como una nota cómica que nos hace reír en el cruel teatro del mundo.

El precio del pecado La corrupción de la medicina por la moralidad se hace aún más evidente en el discurso médico sobre la sexualidad. Más fuerte que la razón y que el instinto de conservación, el instinto sexual ha representado siempre un desafío a los poderes terrenales de la iglesia y de la medicina. Llámese pecado mortal, Eros, amor, Venus, love o sexo:

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«Subvierte a los reinos; conquista ciudades, pueblos, familias y mares; corrompe y masacra a los hombres; truenos y relámpagos, guerras, fuegos y pestes no le han hecho tanto daño a la humanidad como esta ardiente lujuria, esta pasión brutal... Pero además, todos esos duelos cotidianos, asesinatos, derramamientos de sangre, violaciones, desórdenes y dispendios desmedidos para satisfacer la lujuria... La miseria, la vergüenza, la ruina, la tortura, los castigos, las desgracias y las repugnantes enfermedades que de la lujuria se derivan, peores que las calenturas y las fiebres pestilentes, que la gota, la viruela, la artritis, la parálisis, los calambres, la ciática, las convulsiones, los dolores y combustiones que atormentan el cuerpo... Esa salvaje melancolía que crucifica el alma en vida, y que siempre atormentará al mundo» (131). La misma fuerza irracional que hace que el salmón remonte las corrientes y salte desesperadamente en las represas conduce al hombre a descargar el contenido de sus vesículas seminales, y hace que las mujeres pierdan el sentido y la vergüenza. La procreación es un efecto secundario. «Si los niños vinieran al mundo sólo por una decisión puramente racional, ¿existiría aún la raza humana?» —se preguntaba Schopenhauer—. Son vanos los intentos de subyugar el instinto sexual con teorías, amenazas o castigos. La mujer, a la que se ha considerado como un enviado del diablo o una fuente de enfermedades, suscita el temor en el hombre, quien en revancha trata de dominarla y domarla. La moda actual de los «cribajes» practicados sobre los órganos sexuales de las mujeres con el pretexto de prevenir el cáncer, es la prolongación directa de las preocupaciones de la clase médica del siglo xix por la genitalia femenina: fonts et origo, las fuentes y el origen de un mal que debía ser exorcizado mediante histerectomías, ovariectomías, clitoritomías, sanguijuelas en la vagina y cauterizaciones. En 1881, en su alocución anual ante la Facultad de Medicina y Cirugía de Maryland, el doctor William Goddell expresaba sus miedos de que la noción de igualdad intelectual entre el hombre y la mujer condujera a la desintegración del matrimonio, al divorcio y al asesinato de las esposas. Él sabía por experiencia que las mujeres no tenían la misma capacidad para el trabajo mental que los hombres, y que cuando ellas trataban de emularlos arruinaban su salud y dejaban de ser aptas para las obligaciones que el Creador las había encomendado, esto es, ovulación, embarazo, alumbramiento, lactancia y maternidad. La vertiente patrió-

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tica del tema también fue abordada usando el ejemplo de la caída de los imperios griegos y romanos por abandonar la santidad del matriminio. Goddell añadía que la emancipación de la mujer no sólo era algo inmoral sino también un serio riesgo para la salud. Sin ir más lejos, los intentos para regular la concepción podrían producir cáncer de ovario (132). Hoy día, la medicalización de la moralidad está todavía muy extendida. Según un artículo del British Journal of Obstetrics and Gynaecolgy, escrito por un profesor de ginecología, «por primera vez en la historia se puede reivindicar científicamente la moralidad, ya que la temprana actividad sexual en las adolescentes aumenta el riesgo de cáncer de cérvix» (133). Sin embargo, también existe evidencia del efecto protector del embarazo temprano contra el cáncer colorrectal, una enfermedad mucho más común que el cáncer de cérvix. La posibilidad de que algunos comportamientos «inmorales» resulten «científicamente» beneficiosos, debe dejar pasmadas las mentes de los moralistas médicos. En 1984, un grupo de destacados médicos irlandeses lanzó una advertencia a los políticos que en esos momentos estaban considerando levantar la prohibición de la venta de condones. Después de haber hecho un largo listado de las consecuencias desastrosas que podría conllevar esa «liberalización» —y que incluían el aumento de las enfermedades venéreas, de los abortos y del cáncer de cérvix— el manifiesto de esos médicos concluía: «Además, legalizar algo que produce tantas secuelas patológicas y sociales demostradas es para nosotros reprensible y horroroso». ¡Qué poco ha cambiado el lenguaje de los moralistas con el paso del tiempo! En 1887, el doctor T. M. Dolan, un conocido ginecólogo británico, arremetía contra cualquier forma de contracepción artificial por razones médicas, morales y económicas: «La madre prolífica ha sido siempre el prototipo de la felicidad, porque la familia es el fundamento del Estado, y porque el Estado necesita a sus ciudadanos». Incluso el coitus interrumptus se condenaba porque era, entre otras razones «médicas», en primer lugar, una ofensa a las leyes naturales; en segundo lugar, por ir en detrimento de los intereses de la sociedad y, tercero, porque causaba daños psicológicos (134). Como los métodos anticonceptivos sin prescripción o supervisión médicas proporcionan a la gente demasiado control sobre la procreación, cualquier intento para liberar la sexualidad humana del control de

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los médicos se topa con la fiera resistencia de «la profesión». La batalla a favor del aborto «a demanda», es decir, dejar que cada mujer tome su propia decisión, continúa en pleno vigor. En Irlanda, por ejemplo, el aborto incluso en casos de incesto, de violación o de fetos anencefálicos es todavía un anatema para la mayoría de los médicos. Aquellos que pueden, lo hacen; los que no pueden, moralizan. Cicerón, en su vejez, veía en el declive de la libido y en sus barbas blancas, la liberación de una maldición humana: el sexo era el cebo que el pecado empleaba para pescar a los hombres. Los viejos, olvidando su juventud, predican sobre la virtud de la abstinencia (135). En Trasymachus, C. E. M. Joad lo expresaba de esta manera: «En la esfera de la moralidad, la función de los viejos se reduce a descubrir métodos para alejar a los jóvenes de los placeres que ellos ya no pueden disfrutar. Las personas mayores les dan a los jóvenes buenos consejos porque ya no son capaces de darles malos ejemplos» (136). En el siglo xix incluso besarse se convirtió en algo sospechoso. Un médico de Ohio llegó a proponer una ley para abolir los besos porque eran una amenaza para la salud pública (137). Y en 1886, Samuel Adams, un profesor de medicina, revisó en el Journal ofthe American Medical Association los peligros del beso, entre los que se incluían el escorbuto, la difteria, el herpes, enfermedades parasitarias, la tina y la estomatitis ulcerosa. Citaba el caso de una persona que sufrió una rotura de tímpano al ser besada en la oreja, «indudablemente debido a la succión», y advertía que besar con frecuencia a los niños podía inducir pubertad precoz, excitación anormal de los órganos sexuales y una menstruación irregular (138). Besar es todavía para ciertas autoridades un acto inmoral, peligroso, o ambas cosas a la vez. En 1991, como contribución al Día Mundial del SIDA, la OMS ponía en guardia contra el «beso francés». El año anterior sólo había llegado a declarar que «el beso en la mejilla» era seguro (139). Según la agencia France Press, en Fujeirah, en los Emiratos Árabes, una mujer había sido condenada a dos meses de prisión por besar a un amigo en plena calle (140). ¡Por lo menos la policía de la moral islámica no medicaliza los besos! En una carta al Lancet, cinco médicos finlandeses desaconsejaban besar a jóvenes rusas porque un turista (entre más de 400.000 finlandeses que visitan Rusia cada año) había regresado de San Petersburgo con difteria. Aunque el hombre admitía haber

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besado a una chica, también reconocía que había bebido en vasos sin lavar durante una fiesta de cumpleaños. La chica no estaba enferma, pero los médicos estimaban que «todo contacto con la población local» podría ser un problema de salud pública (l41) . La «promiscuidad» es un término indefinido empleado con frecuencia por epidemiólogos y que, en el fondo, lo que implica es que uno tiene más amantes que el epidemiólogo. Durante el siglo XVII, se creía que el coito frecuente era el culpable de numerosas enfermedades. Nicolás Venette, un eminente cirujano francés, menciona en su célebre obra Tablean de l'amour conjugal («Retrato del amor conyugal») [traducido al inglés en 1750] algunas de las consecuencias de los excesos venéreos: «El cerebro se deshace como el hielo en el fuego, la visión se nubla, aparecen la consunción y la diabetes, se pierde el cabello y la memoria, y se acorta en dos tercios la esperanza de vida». El sexo con moderación era, por el contrario, saludable: «servía para aclarar la mente y la vista, y protegía contra la epilepsia, la gota y el mal verde». Según Venette, «no existía un medio más seguro ni más eficaz para preservar la salud y evitar la muerte repentina que de vez en cuando pasar un buen rato con una mujer» (l43). ¡Todo es cuestión de decidir cual será la frecuencia de ese «de vez en cuando»! Sin embargo, los calvinistas no quieren saber nada de la concepción francesa sobre los placeres carnales. En 1758 un médico suizo, Samuel August Tissot, publicó su libro El onanismo: tratado sobre los desórdenes causados por la masturbación, una «obra seminal» que ha servido para estimular la mente de los médicos durante más de dos siglos. Alex Comfort ha analizado la sórdida historia de la guerra contra el «abuso de uno mismo», una guerra en la que finalmente la profesión médica se ha tenido que batir en retirada (143). Esto me recuerda una viñeta que mostraba a dos ancianos centenarios hundidos en sus sillones y que llevaba la leyenda: «Y ahora nos dicen que la masturbación es inofensiva». Quién podría creer que en 1945 la revista Lancet temiera que el uso de tampones podría llever a la pérdida «antinatural» de la virginidad en las mujeres británicas, y que el General Medical Councü (Colegio Oficial de Médicos), consecuentemente, decretara que todas las cajas de tampones deberían llevar impresas la frase: «No conveniente para mujeres solteras». Caroline White, editora del Journal of Clinical Patho-

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logy, considera que esta fue probablemente la primera «advertencia» sobre la salud en un bien de consumo (144). Aunque el SIDA es una enfermedad reciente, casi todo lo que se ha hecho y dicho sobre ella recuerda curiosamente a la historia de la sífilis. Owsei Temkin, en su clásica descripción histórica sobre la relación entre la sífilis y la moral, distingue cuatro grandes periodos en la reacción social contra esta enfermedad (145). Cuando a finales del xv la sífilis se convirtió en una enfermedad epidémica, todavía sin una clara conexión con la actividad sexual, los moralistas la consideraron como una plaga, una nueva maldición divina. Los médicos rehusaron tratar a las víctimas y éstas tuvieron que recurrir a los barberos y charlatanes, que como «cura» vendían un ungüento letal a base de mercurio. Durante la primera mitad del siglo xvi, se reconoció que la enfermedad era transmitida sexualmente y que «la tortura del mercurio permitía expiar los pecados». Pero el sufrimiento no era necesario para las numerosas víctimas de la aristocracia para quienes los médicos inventaron una agradable poción a base de «madera santa» (guaaicum). En la época galante, las ideas de «expiación» y de «justo castigo» no formaban parte del código moral. El tercer periodo estuvo marcado por el puritanismo de una burguesía emergente. La sífilis no era sólo un pecado de la carne, era un vicio, un signo de degeneración moral, un estigma de desgracia. El último periodo se inició en la segunda mitad del siglo XIX y estuvo marcado por la intervención del Estado: la sífilis se convirtió en una amenaza para la salud de la nación y en un crimen. Los médicos aceptaron gustosamente el papel de controladores de las desviaciones sociales y actuaban como agentes del Estado para combatir el vicio. Paralelamente, ellos asumieron por sí mismos el papel de «guardianes de la moral». En 1860, el famoso cirujano londinense Samuel Solly, presidente del Colegio de Cirujanos, consideraba a la sífilis no como un mal sino como una bendición, ya que había servido para reprimir la pasión desenfrenada. «Si la enfermedad fuera exterminada, lo que espero que no ocurra, los fornicadores galoparían de nuevo por la tierra» (l46). La causa de la sífilis, Treponema pallidum, fue descubierta en 1905 por Schaudinn, y el año siguiente August von Wassermann ponía a punto una prueba diagnóstica. Walsh McDermott, Profesor Emérito de Salud Pública y Medicina en la Universidad de Cornell, recordaba cómo el

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uso de la prueba de Wassermann en los exámenes prenunciales obligatorios había arruinado la vida de numerosas personas ya que el resultado «positivo» era correcto sólo en la mitad de los casos. Esta experiencia, «masiva y lamentable» duró 40 años (147). En 1910, Paul Ehrlic introdujo el Salvarsan, un compuesto de arsénico, para el tratamiento de la sífilis. Éste fue el primer agente quimioterapéutico sintético efectivo contra una infección. Los moralistas dieron la bienvenida a este descubrimiento con consternación. El castigo del pecado perdía su aguijón. En 1916, la Comisión Real contra las Enfermedades Venéreas lanzaba una campaña contra el tratamiento gratuito con el fin de refrenar la fornicación sin riesgo. El Consejo Nacional Británico de la Lucha contra las Enfermedades Venéreas fue aún más lejos y se opuso a las campañas profilácticas de educación. Según su presidente, Sir Francis Champneys, «las enfermedades venéreas deben ser combatidas sólo en parte, y las medidas que se tomen para evitarlas no deben animar a los hombres a cometer pecados mortales» (148). Champneys temía que una amplia publicidad sobre la prevención y los tratamientos disponibles hundiera al país en una orgía sin fin. Algunos desgraciados inocentes sufrirían las consecuencias, pero ése era el precio que había que pagar. «Es preferible que haya una persona que muera de una sífilis contraída de forma involuntaria» —decía en 1922— «a que haya alguien fornicando sin riesgo y sin arrepentimiento». En The Kreutzer Sonata de Tolstoi, este mismo punto de vista es expresado por el personaje de Pozdnyshev, quien arrepentido reconoce que «curar la sífilis es proteger el vicio». La penicilina mejoró y simplificó notablemente el tratamiento de la sífilis. En lugar de las 40-60 inyecciones de derivados de arsénico a la semana, el tratamiento con penicilina duraba sólo una semana, y esto causó de nuevo inquietud entre los cruzados de la moralidad. Por ejemplo, en un libro ingenuamente titulado New problems in medical ethics («Nuevos problemas en bioética»), uno de los autores hacía sonar la alarma: «Los jóvenes descubren rápidamente la existencia de los diferentes medios de protegerse, y los argumentos sobre los peligros venéreos pierden, por tanto, gran parte de su fuerza» (149). Este libro era una traducción de la publicación católica francesa Cahier Laennec, y uno de los capítulos se ocupa de las secuelas médicas y psicológicas de la masturbación en los niños; curiosamente había sido escrito por el doctor J. G. Prick (prick en inglés coloquial significa pene). ¿Nornen ornen?

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Durante los años treinta, los Servicios de Salud Pública de los Estados Unidos iniciaron un abominable experimento que terminó en 1970 tras un gran escándalo. En Tuskegee, Alabama, a 400 negros pobres que estaban infectados de sífilis no se les trató para así poder estudiar la historia natural de la enfermedad (150) A estas cobayas humanas se les dijo que tenían «mala sangre» y para que cooperaran en el experimento se les prometió un funeral gratuito. (A finales de mayo de 1997, 60 años después, desde la Casa Blanca y en nombre del Gobierno y de los norteamericanos, el presidente Clinton se disculpó públicamente frente a cinco de los ocho supervivientes del experimento.) La actitud de los médicos reconociendo las virtudes del miedo para luchar contra la sífilis se parece a ciertas justificaciones actuales, ofrecidas por algunos cruzados de la moral, para denegar jeringuillas y drogas «limpias» a los drogadictos, con lo que se incrementa enormemente el riesgo de contraer SIDA y otras infecciones. Otro posible paralelismo sería la Ley Seca americana, cuando, en 1930, los «secos» intentaron que el Senado aprobara una ley para que se adulterara obligatoriamente todo el alcohol industrial con metilalcohol. Se pretendía reprimir el consumo, pero los «no-reprimidos» podían quedarse ciegos o morir si lo bebían. En este último supuesto, según los prohibicionistas, lo que ocurriera equivaldría a un suicidio (151). El SIDA cogió a los Estados Unidos por sorpresa. ¿Cómo era posible que un país que se consideraba a sí mismo como puro y limpio fuera visitado por semejante calamidad? Había que encontrar las causas y los chivos expiatorios. Tenía que ser algo importado por los extranjeros (la teoría inicial apuntaba a los haitianos). Era la última advertencia divina. Comparado con la sífilis, el SIDA tenía una característica especial adicional que facilitaba la designación de los culpables: era una «plaga homosexual». Los responsables de la salud pública, gentes normalmente calmadas y frías, se pusieron histéricos. A los médicos les entró el pánico. Incluso se propuso una campaña de despistaje a la que debería someterse todo el mundo. En una encuesta pública realizada en 1987, el 29 % de los americanos opinaba que todas las personas «positivas» debían ser tatuadas para así poder reconocerlas con facilidad. Los periodistas comenzaron a escribir necrologías de personajes conocidos que habían muerto de SIDA. Se introdujeron varias formas de despistaje obligatorio en las empresas, en las oficinas de inmigración, en las compañías de seguros, en las escuelas y en las prisiones. Algunos países ins-

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tituyeron la detección obligatoria, el aislamiento o la cuarentena para los portadores del virus VIH. En casos extremos, los infectados fueron ejecutados. En 1992, según el corresponsal en Bangkok del Daily Telegraph, 25 prostitutas birmanas afectadas por el virus fueron ejecutadas con inyecciones de cianuro (152). Algunos médicos estadounidenses, australianos o irlandeses han defendido como «éticamente justificable» su negativa a atender pacientes con SIDA o a portadores del virus. Recientemente se han dado actitudes similares negando tratamiento a los fumadores. ¿Quiénes serán los siguientes? Cuando la promoción de la salud se deja llevar por sus ansias de poder en lugar de preocuparse por el bienestar de las personas, pierde el sustento de los principios éticos y morales. Así, los mensajes aparentemente neopuritanos llegan a coexistir con exhortaciones a la fornicación —siempre que la actividad sexual esté bajo control médico y sea estéril y seguro—. Según la agencia Reuters, algunos expertos de salud finlandeses hicieron un llamamiento para que «el gobierno organice "vacaciones sexuales" como una cura para los ciudadanos que están destrozados por el estrés de la vida moderna» (153). Puede que estos «expertos» no sean conscientes de que quizás algunas de esas personas, que ellos quieren curar con vacaciones sexuales, deban su estrés a la promoción de salud en Finlandia, a la propaganda contra el tabaco, el alcohol y el sexo como causas del cáncer. En Gran Bretaña las autoridades encargadas de la educación para la salud (Health Education Authority) han hecho trizas su propio libro Your pocket guide to sex («Tu libro de bolsillo sobre el sexo») —dirigido a jóvenes entre 16 y 24 años— con «información para la salud» que incluye frases del tipo de «si tus relaciones sexuales son seguras y usas un condón, podrás "joder" con cientos de personas y no contraer el virus VIH» (154). Esta clase de textos obscenos y vulgares, del «todo vale», escritos por expertos autodesignados de organizaciones estatales que no rinden cuentas a nadie, coexisten con campañas en las que una simple mirada al sexo opuesto podría constituir un delito de acoso sexual. El acoso sexual es uno de esos conceptos de la retórica de la salud destilados en los Estados Unidos por los cenáculos feministas de los años setenta. Hoy día, el 50 % de las funcionarías del gobierno federal se consideran víctimas de esta nueva plaga. Una encuesta realizada por

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una organización académica (American Association of University Women's Educational Foundation) entre niños de 8 a 11 años en 79 escuelas americanas mostró que el 85 % de las niñas y el 70 % de los niños consideraban que habían sido sexualmente acosados. Según la presidenta de la organización, Sharon Schuster, «el acoso sexual es endémico» (155). La profesión médica no tardó en subirse al carro. En 1993, el New England Journal of Medicine publicó un artículo «científico» según el cual, entre los jóvenes médicos, el 73 % de las mujeres y el 22 % de los varones habían sido objeto de acoso sexual durante sus estudios de medicina (156). En general se precisan de 10 a 15 años para que esta clase de estupideces cruce el Atlántico y eche raíces en Europa. Sin embargo, en esta ocasión sólo pasaron unos meses hasta que se publicó un editorial en el Lancet. En él se tachaban de hipócritas las recomendaciones de la Asociación Médica Americana para que se definiera y se aplicara una política en materia de acoso sexual: «Se impone una respuesta más rigurosa» —bramaba el editorialista (157) —. ¿Quizás la instalación en cada oficina, sala o pasillo de cámaras ocultas monitorizadas desde una base central en el departamento de personal y manejadas las 24 horas del día por expertos en acoso sexual? En esta atmósfera artificial de sospecha y de miedo, creada por feministas que consideran a todos los hombres como potenciales acosadores sexuales, violadores y pederastas, la familia nuclear está en peligro. En Gran Bretaña, los trabajadores sociales y otros «cuidadores», cuyos círculos han sido impregnados por esta ideología, han usurpado los poderes inquisitoriales y organizado a nivel nacional la caza de los agresores sexuales de niños. En 1986, dos pediatras de Leeds publicaron un artículo en Lancet sobre la «sodomía en la infancia» (158). La validez de la prueba diagnóstica empleada, conocida como «reflejo anal de dilatación», todavía no había sido validada mediante controles en niños normales. Esto no frenó el entusiasmo de los pediatras para diagnosticar violaciones anales en niños pequeños, un proceso que culminó en la «Encuesta Cleveland» llevada a cabo en el noreste de Inglaterra en 1987. Esta encuesta concluía que un gran número de niños habían sufrido violencia sexual, y muchos de ellos fueron arrancados de sus familias e internados en instituciones públicas. Ninguna prueba diagnóstica es perfecta, pero la va-

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lidez del reflejo de dilatación es dudosa. Según sus propias declaraciones, Hobbs y Wynne encontraron la prueba positiva sólo en el 43 % de los niños sodomizados (159). Dos años después, en 1989, aparecieron los primeros datos sobre la prevalencia del reflejo de dilatación anal en niños «normales». Dos pediatras de Birmingham informaron en el British Medical Journal que la prueba era positiva en el 14 % de los niños pequeños normales (160). Un simple cálculo matemático revela los horrores engendrados por la utilización de esta prueba, que ha sido la causante de que algunos padres hayan sido acusados de sodomizar a sus propios hijos. Según Stanton y Sunderland, menos del 1 % de los niños son sodomizados. Partiendo de esta premisa, la aplicación de la prueba del reflejo de dilatación anal a 10.000 niños daría 43 verdaderos positivos por cada 100 sodomizados (es decir, el 1 %) y 1.386 falsos positivos (o sea, el 14 % de los 9.900 niños normales restantes). En otras palabras, de cada 100 pruebas con resultado positivo, 97 serían falsos positivos. No hay palabras para describir el sufrimiento de las innumerables familias que han sido erróneamente acusadas de un crimen incalificable. En las postrimerías de la histeria sobre el abuso sexual en niños, se encontraron algunos chivos expiatorios, como los ritos satánicos. Pero la cuestión esencial ha quedado sin respuesta: ¿quién alimentó la histeria colectiva de que «en general» los niños eran víctimas de agresiones sexuales? En 1991, casi se separó a una niña de 4 años de su familia porque sufrió una alergia a la savia de un arbusto silvestre. Esta niña, como su hermano, desarrolló una erupción cutánea tras haber estado jugando con su padre a tirarse guisantes secos unos a otros, utilizando unos tirachinas hechos con ramas del arbusto en cuestión. No se creyó la versión de la familia y la niña fue retenida por los trabajadores sociales durante tres días en el hospital del Royal London Trust (161) . En 1994, en West Sussex, un par de botas de agua con un nombre de niña escrito con tinta en su interior casi provoca la separación de una niña de seis años de su familia. Un maestro vigilante detectó «moratones» sospechosos en las piernas de la niña. La llevó a un hospital, y allí, un pediatra, un detective y un trabajador social llegaron a la conclusión de que las «severas contusiones» se debían a golpes con un látigo o con una caña. La familia fue obligada a llevar al hospital al resto de sus hijos para que se les realizara una humillante inspección en busca de otros signos de «abuso». Cuando la niña se lavó las piernas, las contusiones desapare-

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cieron (162). Estas historias contienen los ingredientes típicos de los métodos de la Inquisición. Las negativas del acusado o del niño se tornan en admisiones de culpabilidad. No está presente nadie que defienda los derechos del niño o de la familia. La total incompetencia de estos cazadores de brujas, empeñados en encontrar «pruebas», es aterradora. Los peores excesos de esta clase han sido perpretados por trabajadores sociales decididos a demostrar que los abusos satánicos en niños son frecuentes. A pesar de que esta teoría no ha sido nunca confirmada por la policía, el pánico ha barrido las Islas Británicas, desde Kent, cruzando Nottingham, Cheshire, Lancashire y West Yoorkshire, hasta Strathclyde y las islas Orkneys. La presión ejercida sobre los trabajadores sociales por varias sectas religiosas y grupos fundamentalistas americanos ha facilitado la propagación del «mito satánico». Para algunos terapeutas, consejeros y especialistas en prácticas satánicas, el alarmismo se ha convertido en un lucrativo negocio.

El demonio del alcohol Y yo te ruego, oh Dios, que creaste al hombre y que pusiste el dolor y la muerte en la botella, acuérdate de los pobres pecadores a los que no queda ya ninguna esperanza, y deja que en el momento de su partida haya whisky y agua y una inyección de morfina. George MacBeth

En la imaginación popular, el alcohol, en sus diferentes formas paladeables, ha sido siempre visto como el «agua de la vida», el gran reconstituyente. Incluso la Biblia admite el papel de la bebida para hacer frente a las dificultades humanas: «Deja que beba y olvide su pobreza y no vuelva a recordar su miseria» (Proverbios, 31, 6-17). También encontramos en la obra Dieta medicorum de Stanihurst un himno estravagante al whisky, una auténtica panacea: «Él seca las pústulas de las manos y mata los parásitos. Él limpia la suciedad y las escaldaduras de la cabeza, cuando uno se lava antes de las comidas. Si se bebe con moderación, retrasa el envejecimiento, fortalece la juventud, ayuda a la digestión, combate los humores, aleja la melancolía, eleva el corazón, ilumina la mente y estimula el espíritu. Él hace

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que no se nos vaya la cabeza, que la vista no se nuble, que la lengua no se trabe, que la boca no se arrugue, que los dientes no rechinen, que la garganta no enronquezca, que las manos no tiemblen, que los nervios no encojan, que los huesos no duelan y que el tuétano no se ablande» (163). La actitud de la profesión médica hacia el alcohol ha oscilado entre la aprobación del consumo controlado y la total condena. En 1961, la tasa de mortalidad por cirrosis hepática entre los médicos británicos era 3,5 veces mayor que en la población general. Como George Bernard Shaw dijo con el humorismo que le caracterizaba, «nadie parece haberse dado cuenta de que los médicos mueren de las mismas enfermedades que dicen que previenen o curan». En el siglo XIX, el «alcohol» era una de las «drogas» más prescritas, y se usaba para tratar la fiebre, el tifus, el reumatismo, la neumonía, la pleuresía, la pericarditis y como tónico general. Sin embargo, el doctor John Eaton escribía en el Provincial Medical Journal en 1891 que el alcohol era tan peligroso que «sólo debía prescribirse en casos de peligro extremo para la vida y no usarse jamás sin el consejo y el permiso del médico» (164). La locura, el vicio y la muerte eran algunas de las consecuencias derivadas del consumo de bebidas alcohólicas sin supervisión. La ciencia médica tenía pruebas: el doctor W. Cárter, un profesor de terapéutica, había observado que las semillas germinan mejor en agua que en alcohol, ergo, el alcohol era nocivo para la vitalidad del protoplasma, mataba la vida (165). Una variante de esta «prueba» es la vieja broma de colegio sobre un profesor que quiere demostrar el efecto funesto del alcohol y para ello sumerge a un gusano en un recipiente con agua y a otro en uno con whisky. El primer gusano permanece contorneándose y el segundo muere con prontitud. ¿La moraleja de la historia? ¡Si tienes gusanos, bebe whisky! Por un lado, los moralistas hacen sus cruzadas contra el demonio de la bebida, mientras que por el otro los médicos defienden su monopolio sobre el diagnóstico, el tratamiento y la prevención del alcoholismo. Se dice que entre 1838 y 1841, el padre Matthew, un carismático cruzado de la lucha contra el alcohol, convirtió a la abstinencia total a más de dos millones de irlandeses. El texto del «juramento» con el que uno se convertía era el siguiente:

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«Por ti, la mayor gloria y el más grande consuelo, oh Sagrado corazón de Jesús. Para dar, por ti, el buen ejemplo, para demostrar mi abnegación y para reparar mis pecados de intemperancia y por la conversión de los bebedores, yo me abstendré durante toda mi vida de cualquier bebida alcohólica».

Pero incluso la cruzada del padre Matthew tuvo un efecto limitado sobre el consumo de alcohol. En ciertas áreas de Irlanda (por ejemplo, en los condados de Londonderry, Antrim y Tyrone) beber éter se hizo muy popular, ya que al no ser un alcohol uno podía tomarlo «sin romper el juramento». El doctor C. Graves, un médico de Cookstown, remarcaba en sus memorias cómo los días de mercado la atmósfera de su dispensario apestaba a éter. El tratamiento del alcoholismo en manicomios o por medios médicos no era más efectivo que el juramento. Los remedios de los charlatanes abundaban, y los más solicitados por los «pacientes» contenían alcohol u opio. Como los innumerables esfuerzos de las ligas contra el alcoholismo fracasaban y los médicos eran incapaces de reparar los daños que el consumo generalizado de alcohol hacía a la moral y a la forma física de la nación, el Estado se vio obligado a penalizar esta «adicción». Para los responsables nazis de la salud pública, el alcohol era incluso más peligroso que la morfina o la cocaína, y los alcohólicos se convirtieron en candidatos a la esterilización (166). Pero ni siquiera la Alemania nazi pudo emular la «solución final» de la prohibición total que fue introducida en los Estados Unidos, Rusia y los Países Escandinavos entre 1915 y 1920. La «prohibición americana» se convirtió en ley el 16 de enero de 1920, y el evangelista Billy Sunday proclamaba exultante: «Adiós, malvado. Tú que eras el peor enemigo de Dios. Tú que eras el mejor aliado del infierno. Te odio tanto que amo odiarte» (167). La mentalidad de los promotores de la «Ley Seca» aparece condensada en un discurso pronunciado ante el Congreso en 1914 por el diputado de Alabama, Richmond P. Hobson (168). En él se desplegaba toda la gama de argumentos prohibicionistas, desde la pseudo-ciencia hasta el fascismo de la salud. El propósito de la «prohibición» era deshacerse para siempre de los agentes «que corrompen a la juventud del país y, por consiguiente, perpetúan su dominio sobre la nación». Debía considerarse una ley humanitaria que respetaba los derechos individuales: no

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se coercionaba al bebedor como individuo, simplemente se prohibía la fabricación y venta del veneno. «Nosotros no tratamos de forzar a los que beben para que dejen de beber sino que intentamos poner fin de forma efectiva a la corrupción sistemática y organizada de nuestra juventud». Entonces Hobson apelaba a la ciencia: «La ciencia nos dice que el alcohol es dañino [y que ha sido la causa] del declive gradual y la degeneración de las naciones en el pasado». Los científicos habían probado de forma concluyente que el alcohol creaba dependencia, y que destruía el cerebro y el espíritu del hombre. «El alcohol era un veneno protoplásmico que disminuía de forma pavorosa los estándares de eficiencia de la Nación, reducía enormemente la riqueza nacional, forzaba a subir los impuestos y agravaba las dificultades de la lucha contra el crimen, la pobreza y la locura. El alcohol corrompe a los políticos y a los funcionarios, a los gobiernos y a la moral pública. Él disminuye de manera aterradora el civismo del ciudadano medio y amenaza a las libertades y a las instituciones de la Nación. Él mina y debilita la casa y la familia, se mofa de la educación y ataca a los jóvenes, quienes tienen el derecho de ser protegidos. El alcohol destruye la salud pública, abate, mata y hiere a nuestros conciudadanos incluso más que la guerra, las plagas y el hambre combinadas. Él arruina la descendencia de la Nación, inundándola de una horda de degenerados. Él asesta golpes mortales contra la supervivencia de la Nación, e incluso de la raza».

Por otro lado, un puñado de libertarios, como Clarence Darrow, H. L. Mencken, Walter Lippmann y Will Rogers, pensaba que «la Prohibición» era una amenaza contra la democracia y las libertades, una cortina de humo para conseguir imponer la tiranía del puritanismo. Mencken describió a los prohibicionistas como «esa clase de personas con los que uno no se tomaría una copa —aunque bebieran—». Hobson replicaba a sus detractores: «Nosotros no decimos que un hombre no deba beber, [...] sólo prohibimos la venta de alcohol. Un hombre puede pensar que tiene derecho a beber, pero eso no implica que tenga el derecho inherente a vender licores. En esta resolución se respetan todas las libertades individuales.» (Esto era una mentira para captar votos, puesto que incluso la posesión de alcohol se convirtió en un delito durante la Prohibición.)

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Henry Ford, preocupado por los beneficios de sus fábricas, era favorable a la Prohibición «porque en términos económicos es acertada. Y sabemos que todo aquello que es bueno para la economía es también bueno moralmente» (168). En parte, el fervor moral que convertía en delito al consumo de alcohol era sólo una postura hipócrita para disfrazar el verdadero motivo de la Prohibición: aumentar la productividad de los trabajadores. Diez años antes de que la Prohibición se convirtiera en ley, Clarence Darrow había reprochado al ardor de los «secos» (aquellos que se oponían a que otros bebieran) su indiferencia sobre las desastrosas condiciones de vida de la clase trabajadora. Cada año medio millón de trabajadores moría o quedaba inválido en accidentes de trabajo, pero lo único que preocupaba a los cruzados contra el alcohol era el ron. Cuando los trabajadores demandaban mejoras en las condiciones de trabajo, mejores casas y aumentos de salario, la respuesta de los prohibicionistas era siempre la misma: «Comencemos por destruir el ron. Uniros a nosostros en nuestra lucha moral. Destruyamos el ron, y luego nosotros os ayudaremos». Darrow predijo que una vez se hubieran deshecho del ron nos dirían: «ahora destruyamos el tabaco, y después nosotros os ayudaremos» (170). Después de la Segunda Guerra Mundial, mientras una Europa desmoralizada se lamía sus heridas, el tema del alcohol se puso de lado provisionalmente. En 1949, el Lancet escribía que «el alcohol no era ya el principal problema social» (171). Los nuevos estudios ponían en duda la antigua convicción de que el alcoholismo era un enfermedad. Se podían modificar los hábitos de los bebedores excesivos mediante terapias de conducta. El clima de los años sesenta y setenta propició el auge de actitudes liberales hacia las drogas, y los psiquiatras se pusieron a la defensiva. Un editorial del Lancet en 1977 resumía la situación diciendo que el alcoholismo era una etiqueta más que una enfermedad, y sugería que existían tantas formas de beber como alcohólicos y que cada caso era un problema particular y evolucionaba de forma diferente (l72) . En los años ochenta la situación empeoró de nuevo, tanto desde la perspectiva política como de la científica. Los gobiernos, aconsejados por grupos cada vez más poderosos de epidemiólogos «sabelotodo», se embarcaron en la retórica del «interés nacional», «la salud de la nación» y «ha llegado el momento de actuar». Los epidemiólogos sostenían que

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el número de alcohólicos estaba relacionado con el consumo de alcohol per capita. Esto, aunque fuera verdad, tiene tan poca utilidad como decir que la hierba es más verde en los países de clima húmedo, pero sirvió de excusa a los gobiernos para aumentar los impuestos sobre el alcohol y así rellenar sus arcas. «La distribución de bebidas alcohólicas es algo demasiado importante para el bienestar público como para dejarlo en manos de las fuerzas del libre-mercado» (173). Y el «Estado-nodriza» se puso a preparar los pañales. En 1987 el Lancet declaraba que «no existe ningún nivel de consumo de alcohol carente de riesgo» y en ese mismo año el Colegio de Médicos Británico (The Royal College of Physicians) publicaba un libro con el siniestro título de A great and Growing evil (174) (algo así como «un mal terrible y cada vez más amenazador»), que hubiera sido más apropiado para hablar de la masturbación en el siglo xix que para referirse a un asunto tan mundano como las bebidas alcohólicas. En 1987, la OMS pidió a todos los Estados miembros de la organización que redujeran su consumo de alcohol al menos un 25 % antes del año 2000. La meta última de esta campaña es llegar a la prohibición total de forma gradual, dado que la prohibición súbita no es viable políticamente. ¿Por qué contentarse con una reducción del 25 % cuando los puritanos anti-alcohol argumentan que la media nacional de consumo de alcohol está íntimamente relacionada con el número de muertes producidas por el alcoholismo? En los Estados Unidos, por orden del máximo responsable de la salud pública (Surgeon General), no se pueden servir bebidas alcohólicas a las mujeres embarazadas en los bares, y se han dado casos en los que un bebé ha sido puesto bajo custodia porque las enfermeras habían detectado «olor a alcohol» en el aliento de la madre. Una actitud tan «irresponsable» es equiparable para la vigilante «policía del embarazo» con el abuso contra los niños. Esta es la clase de amenazas que obligarían a cualquier madre a tomarse una copa para calmar sus nervios... Para H. M. Leichter, «la corriente anti-alcohólica en los Estados Unidos está anclada desde el siglo XIX entre los protestantes fundamentalistas». Leichter se refiere al Bible Belt, el «cinturón de la Biblia, que designa la amplia banda de territorio que recorre de este a oeste parte de los Estados del Sur y donde se asientan importantes movimientos religiosos radicales cuyos miembros recurren a la Biblia para tomar deci-

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siones, incluso sobre simples cuestiones cotidianas. Es posible que la ola creciente de fervor hacia los abstemios se deba en parte al resurgimiento del fundamentalismo religioso en los Estados Unidos» (175). En Gran Bretaña, un documento oficial sobre la promoción de la salud titulado The Nation's Health (La Salud de la Nación), publicado en 1988, proponía que todas las bebidas alcohólicas llevaran impresas advertencias similares a las del tabaco (176). En ese mismo año, el doctor David Owen (hoy, Lord Owen), antiguo dirigente del partido social demócrata, propuso que las bebidas alcohólicas deberían estar sometidas a la reglamentación de los productos farmacéuticos (177). El primer país del mundo que impuso la obligatoriedad de imprimir advertencias sobre el riesgo para la salud en todas las bebidas alcohólicas fue Colombia, donde la cocaína, sin advertencias sobre la salud, se vende libremente en las calles. Sin embargo, hay un cabo suelto en la lucha de la medicina contra el alcohol. Numerosos estudios han descubierto una inesperada y poderosa correlación negativa entre el consumo de alcohol y la cardiopatía isquémica. Es decir, los abstemios tienen mayor probabilidad de morir a consecuencia de un ataque cardiaco que los bebedores. Teniendo en cuenta que la cardiopatía isquémica es «el asesino N.° 1» —según la propaganda de la promoción de la salud— y que una forma placentera de prevenirla está justo en el bar de la esquina, es chocante lo reacios que son los promotores de la salud a promover la bebida. Considerando incluso el incremento de la mortalidad por enfermedades relacionadas con el alcohol, este aumento no es suficiente para contrarrestar, en el caso de un bebedor moderado, el notable efecto protector del alcohol sobre las enfermedades cardiovasculares. Pero esto ni se menciona en los panfletos sobre promoción de la salud. Cuando la información apareció en los periódicos, los epidemiólogos protestaron: «Las noticias sobre nuestros trabajos aparecidas en la prensa no especializada, desgraciadamente, implican que beber moderadamente es una buena medida preventiva» ¿Qué otra cosa se suponía que tenía que decir la prensa cuando los estudios publicados en el Lancet y en el British Medical Journal mostraban reducciones del 40-60 % del riesgo de cardiopatía isquémica en bebedores de 40-60 unidades a la semana? (178). El profesor Gerald Shaper, uno de los máximos oponentes a la idea de que el alcohol es beneficioso para la salud, dijo:

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«Puede que la creencia de que el consumo ligero o moderado de alcohol sea buena para la salud en general —y para el sistema cardiovascular en particular— esté bien(l79) documentada y apoyada por muchos. Pero esto no hace que sea cierta» . Parece como si en medicina hubiera dos tipos de criterios para aceptar o rechazar la evidencia. La menor indicación de que algo placentero pueda ser perjudicial se acepta inmediatamente como evidencia, se exagera y se propaga. Éste es el caso de las habituales «campañas de rumores alarmistas» que se producen cada mes. Si, por el contrario, se demuestra que esa misma actividad placentera es beneficiosa en cualquier aspecto, tal evidencia debe ser suprimida, ridiculizada o desechada. La idea de que el alcoholismo es una enfermedad y que el alcohol es su agente etiológico está ganando terreno de nuevo. La cura consiste en la abstinencia total. Esto es algo tan absurdo como decir que la comida es la causa de la obesidad. Lo que el modelo médico no se pregunta es por qué algunas personas comen (o beben) más de lo que es beneficioso para ellas. El «tratamiento» obligatorio del alcoholismo mediante abstinencia puede que haga desaparecer las consecuencias físicas del consumo excesivo de alcohol, pero no remediará las razones psicológicas subyacentes por las que se bebe demasiado. El modelo médico medicaliza los problemas del vivir, de los que el beber demasiado es un síntoma. La refutación más elocuente a la idea de que el alcoholismo es una enfermedad proviene de Thomas Szasz (180). Aunque beber demasiado puede ser la causa de varias enfermedades, esto no significa que beber sea una enfermedad. «El mal uso del alcohol no es más "enfermedad" que el mal uso de cualquier otro producto de la invención humana, desde el lenguaje a la energía nuclear.» Szasz añade que el tratamiento obligatorio de los alcohólicos, llamado eufemísticamente «responsabilidad civil», es la traducción de una situación aún más alarmante que la enfermedad contra la cual ese «tratamiento» se impone y se justifica. Hoy día los moralistas hablan el lenguaje de las neurociencias. En 1986, el encargado en temas de sanidad de la Secretaría de Estado para la Defensa de Estados Unidos, William Mayer, anunció que el gobierno americano había «comenzado a desenredar el complejo entramado del alcoholismo mediante la neurociencia». La extirpación de la circunvolución cerebral culpable será una cura duradera.

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En el XXXVI Congreso sobre Dependencia de Alcohol y Drogas, celebrado en Glasgow en 1992, los asistentes debían «analizar si la prohibición total del alcohol era una posibilidad realista y médicamente justificada» (181) . Durante el debate, la Princesa de Gales —que era la promotora del congreso— realizó la profunda observación de que «si el alcohol se hubiera descubierto en la actualidad, hubiera sido prohibido». Pero para que eso ocurriera, necesitaríamos un nuevo Diluvio y un nuevo Noé.

Maldito tabaco Esto es una plaga, una maldición, un violento destructor de bienes, de tierras y de salud; infernal, demoniaco y maldito tabaco, ruina y destrucción del cuerpo y del alma (182).

El tabaco, junto con la bebida y la fornicación, han sido siempre para los virtuosos las pajas en el ojo ajeno. Las condenas morales y médicas salen a menudo de la misma boca. En una reciente campaña americana de propaganda a favor de la salud, el tabaco iba «sólo después de la aniquilación nuclear», el alcohol era «el mayor problema de la salud pública de nuestro tiempo», y el SIDA «un peligro para nuestra especie» (183). No hay duda de que los placeres conllevan riesgos, pero es igualmente cierto que donde no hay riesgo no hay diversión. Como la vida está llena de riesgos, la mayoría de ellos inevitables, es una explicación moral más que médica lo que se necesita para comprender por qué sólo los comportamientos llamados «hedonistas» merecen oprobio. En una reunión sobre tabaco y salud patrocinada por la Asociación Médica del Distrito de Columbia, un especialista en cuestiones éticas explicaba que fumar era «intrínsecamente inmoral» puesto que violaba al menos tres de los principios morales fundamentales. Primero, negaba el principio de que la vida era sagrada. Segundo, negaba la libertad del individuo, porque generaba dependencia. Y tercero, iba en contra de «las relaciones humanas en la sociedad» debido a los «repugnantes efectos» a los que se sometía al no fumador (184). Fumar es un comportamiento complejo, con mecanismos neurofisiológicos y psicológicos poco conocidos. Un fumador de 20 cigarrillos al día durante 50 años fumaría 365.000 cigarrillos, los cuales, puestos

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uno detrás de otro formarían una línea de 30 kilómetros. Asumiendo una media de 15 caladas por cigarrillo, el fumador habría dado 5 millones de caladas. Considerando las 5.000 sustancias nocivas que se dice que contiene el tabaco, nuestro hombre recibiría 25 billones de dosis. Lo realmente sorprendente es que muchos fumadores sobrevivan relativamente bien a este envenenamiento crónico. La imponente intensidad de la guerra contra el tabaco en todas sus formas no se puede explicar únicamente por el hecho de que algunos estudios epidemiológicos hayan demostrado que los fumadores tienen mayores probabilidades de morir de cáncer de pulmón que de otras enfermedades. Las actuales campañas anti-tabaco son un ejemplo flagrante del creciente control ejercido por el Estado sobre la vida privada de los ciudadanos, del paternalismo de los tecno-burócratas que quieren imponer su visión de «comportamiento racional» a toda la población, y del recrudecimiento de un nuevo puritanismo despojado de cualquier contenido espiritual. Los problemas emanados de las recientes campañas antitabaco en Estados Unidos van más allá de lo científico o de la interpretación estadística, y han inundado la política, la ideología, la ética, la economía y las leyes. Esto suscita nuevas preguntas sobre la relación entre el Estado y el individuo, sobre el derecho a la vida privada y sobre la legislación de la moralidad. ¿Dónde está la frontera entre información y propaganda, entre educación y coerción? Los daños que se dice provoca el «tabaquismo pasivo», ¿están basados en la evidencia científica o son «una verdad políticamente correcta»? En 1988, según información aparecida en el British Medical Journal, la prensa australiana publicó 1.600 artículos o notas sobre el tabaco, de los cuales el 83 % intentaba provocar miedo (185). Ahora, incluso la «visión pasiva» es condenable. Las autoridades sanitarias británicas ponen objeciones a que aparezcan personajes fumando en las películas, aunque la mayoría de los que se ven ahora sean villanos. Los educadores para la salud se quejan sistemáticamente de que los periódicos publiquen fotos de fumadores. No se verá a Einstein fumando su pipa: la fotografía será cuidadosamente retocada para no corromper a los jóvenes lectores. Se acostumbraba hacer esto con la imagen de Trotsky en fotografías históricas oficiales de la Unión Soviética. El continuo bombardeo de la propaganda anti-tabaco solía prometernos una mejora de la salud, lo que constituía su última meta. Sin em-

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bargo, las campañas han degenerado gradualmente hacia el fanatismo. Como la mayoría de los fumadores pertenecen a grupos de clase social baja, los cruzados anti-tabaco de las nuevas clases dirigentes, que controlan los medios de comunicación y la educación, han encontrado poca resistencia entre la clase media, incluso cuando su retórica ha pasado del altruismo coercitivo al abuso puro y duro. La clase media tiene el monopolio de la indignación moral. Cuando fumar era la norma entre la clase media, los efectos perjudiciales del tabaco podían ser discutidos con calma (por ejemplo, en la década de los ochenta del siglo pasado los cigarrillos eran popularmente conocidos como «tornillos de ataúd»), pero hubiera sido impensable describir a un fumador como un enfermo mental, un irracional, un irresponsable o un paria. El salto desde los aspectos médicos del fumar a la exhortación moral sólo aconteció cuando el hábito de fumar comenzó a declinar entre las clases medias (las clases altas se limitan a observar el espectáculo, distantes y divertidas) y fue facilitado por la ascensión del neopuritanismo. En The way of allflesh («El fin del género humano»), Samuel Butler comenta la ausencia de cualquier mandato bíblico contra el tabaco: «El tabaco aún no había sido descubierto [pero] es probable que Dios supiera que san Pablo lo prohibiría, así que tomó sus medidas para que no se descubriera hasta que Pablo estuviera muerto». He visto anuncios de promoción de la salud que decían: «Los fumadores son peligrosos y repugnantes», y pegatinas políticamente correctas con la leyenda: «Si tu no fumaras, yo no me tiraría pedos». Un editorial del Journal ofthe American Medical Association comparaba el fumar con «hacer el amor con la muerte» (186), y en World health («La salud mundial»), una publicación de la OMS, se esperaba con ansiedad el día en que «los desafortunados y malqueridos fumadores tuvieran que fumar en un rincón [...] y respirar el aire contaminado con otros avergonzados fanáticos que sufren de la misma debilidad» (187) Este aislamiento es ya una realidad en algunos lugares. En 1986, la revista New Scientist declaraba que «había llegado el momento de tratar a los fumadores como parias» (188). Según el periódico The Guardian, un médico de Harley Street (la calle donde se encuentran las consultas privadas de los más afamados médicos londinenses) se arrepentía de haber aconsejado a Saddam Hussein, un fumador empedernido, sobre los peligros del tabaco: «Creo sinceramente que sin mis consejos Saddam habría muerto hace años. No

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puedo dejar de pensar que en su caso cometí un serio error» (189). Periódicamente, las revistas médicas relanzan el controvertido debate sobre si los fumadores deben recibir los mismos cuidados médicos que los no fumadores, sobre todo cuando no se abandona el detestable hábito de fumar. Geoffrey Wheatcroft nos recordaba en el diario The Daily Telegraph que cuando el historiador Raymond Carr se fracturó un brazo durante una cacería, el cirujano que lo atendió declaró que si hubiera tenido algún respaldo moral o legal no le hubiera atendido, puesto que odiaba la caza con todas sus fuerzas (190). Si los médicos no rehusan tratar a los conductores borrachos o a los terroristas, ¿por qué demuestran tanto interés en defender medidas discriminatorias contra los fumadores?. El presidente del Royal College ofPhysicians ha sugerido que los fumadores y los bebedores deberían contribuir a financiar los costes de los tratamientos que necesiten. Lo que el presidente no tiene en cuenta es que ya lo han hecho con creces a través de los impuestos indirectos que han pagado por el tabaco y las bebidas alcohólicas (191). En Gran Bretaña, los fumadores pagan alrededor de 20 millones de libras esterlinas al día en impuestos sobre el tabaco. El doctor Karsten Vilmar, presidente del colegio de médicos en Alemania, tiene un punto de vista similar y ha declarado que «los obesos, los fumadores y aquellos que practican deportes como el parapente, deberían contribuir a los elevados gastos sanitarios que provocan con sus extravagantes costumbres» (192). Recientemente, dos cirujanos cardiotorácicos de Leicester propusieron que se denegaran los «bypass» coronarios a los fumadores (193), y recibieron el apoyo de otros seis cirujanos de Manchester (194). Si toda debilidad humana se penaliza de esta manera, pronto el mismo argumento se extenderá a los pacientes con SIDA y otras enfermedades «auto-inducidas». La extensión lógica de esta línea de pensamiento sería ofrecer tratamiento sólo a los «inocentes», lo que serviría sin duda para reducir las listas de espera considerablemente. En agosto de 1993, un fumador murió en Manchester tras la negativa de un cardiólogo a atenderle, y declaraba: «Quiero dejar claro que normalmente no realizamos este tipo de pruebas [para valorar la posibilidad de un bypass coronario] en personas que fuman cigarrillos» (195). El doctor Keith Ball, un activista anti-tabaco, comentaba sobre este caso en The Guardian: «Esperemos que la publicidad que ha desatado el desafortunado caso del señor Elphick sirva para convencer a los fumadores de los enormes beneficios de dejar de fumar» (196). En otras palabras, ¡vamos a dar a ésos una lección!

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En octubre de 1993, un ginecólogo del hospital Billinge de Wigan canceló una operación para inducir la fertilidad en una joven de 22 años cuando ésta le dijo que fumaba 15 cigarrillos al día. Aunque se considera que éste fue el primer caso en Gran Bretaña en que se denegó un tratamiento por un proceso no relacionado directamente con el tabaco (197), en septiembre de 1993 se había denegado una operación dental a un niño de 4 años en el Thanet General Hospital cuando el anestesista descubrió que la madre del niño fumaba. Según el periódico Sunday Express, el médico le echó un sermón a la madre y le dijo que no trataría a su hijo hasta que ella no dejara de fumar (198). Algunas empresas despiden a los fumadores o se niegan a darles empleo. En Londres se ha visto a diplomáticos australianos fumando en las escaleras de la Casa de Australia porque está totalmente prohibido fumar en el interior (199). La prohibición de fumar es habitual en los hospitales y en las cárceles. En enero de 1993, un joven de 16 años se suicidó en un centro de detención de menores en Deerbolt County Durham cuando se le trasladó a una celda de «no fumadores» a instancias del médico de la prisión (200). El muchacho dejó una nota explicando que necesitaba los cigarrillos para combatir la depresión. En diciembre de 1993, una niña de 13 años se suicidó en el Cawston College de Norfolk, porque tenía miedo de ser expulsada del colegio por haber fumado (201). Un psiquiatra canadiense protestaba indignado tras haber visto a varios esquizofrénicos fumando fuera del hospital con temperaturas bajo cero porque algún fanático de la salud había decidido que fumar dentro no era «saludable»: «Llenos de fanatismo represor estamos persiguiendo a los fumadores con datos estadísticos, parches de nicotina y diatribas» (202). Y un geriatra se planteaba en las páginas del Lancet la crueldad que se infligía a sus pacientes, que tenían una edad media de 82 años, impidiéndoles fumar en el hospital (203). En los Estados Unidos, la organización Parents Against Secondhand Smoking (Padres contra el tabaquismo pasivo) aconseja que los padres que se baten por la custodia legal de sus hijos utilicen el argumento de que el otro cónyuge es fumador para denegar visitas o exigir la custodia (204). Los tribunales americanos consideran que los padres fumadores no son aptos para retener la custodia de sus hijos (205). Hay abogados que instan a los niños para que denuncien a sus padres por el daño recibido al ser «fumadores pasivos» (206), y las agencias de adopción británicas recomiendan que los huérfanos «no sean asignados a los fuma-

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dores» (207). Un corresponsal del American Journal of Public Health se preguntaba si los niños que vivían con padres fumadores no estarían sometidos a una forma de «abuso de menores», tal como viene definida en la ley Child Abuse and Prevention Act, y si un cónyuge fumador estaría cometiendo un delito de «abuso de la pareja» (208). Un repaso a tres siglos de «tabacofobia» nos puede ayudar a comprender mejor la histeria anti-tabaco de la actualidad. En 1604, año de su ascensión al trono, el rey Jaime I de Inglaterra escribió un corto panfleto contra el tabaco (A Counterblaste to Tobacco). A menudo los activistas anti-tabaco citan con deleite las últimas frases: «Una costumbre repulsiva a la vista, odiosa para la nariz, dañina para el cerebro y peligrosa para los pulmones, que genera un humo negro, horrible y maloliente, semejante al vapor que efluye de un pozo sin fondo». La lectura del texto completo revela que el monarca no estaba preocupado por el bienestar de sus subditos sino por el suyo propio. Según su opinión, los placeres ociosos y refinadamente delicados, entre los que él incluía el fumar tabaco, eran «las primeras semillas de subversión de todas las grandes monarquías». El rey sentía aprensión al ver a sus subditos debilitados por el tabaco e inservibles para cumplir la obligación de defender con sus cuerpos «el honor y la seguridad de su rey y de la Commonwealth». El soberano proclamaba además que «no había forma de corrupción más indigna y más peligrosa que el infame hábito de fumar que se está apoderando del reino». A quienes no les agraden las opiniones del rey Jaime I deben tener en cuenta que estaba afectado por la enfermedad de Bright (sufría hipertrofia de las amígdalas, cálculos renales, ictericia, hemorroides, caries dental, piorrea y artritis) —algo que podría amargar a cualquier hombre (209). Las siguientes anécdotas, ocurridas antes del siglo xix, están tomadas de las obras de Conti, Christen et al., y Kiernan (210). En 1605, ansioso de recibir el apoyo de los círculos científicos y académicos, el rey Jaime I se invitó a sí mismo a Oxford para intervenir en un debate público sobre los peligros del tabaco. Como era de esperar, el rey y los académicos llegaron al acuerdo de que se prohibiera fumar en la facultad de medicina y que la gente sensata no debía fumar. Sólo hubo un médico que tuvo coraje para contradecir la sabiduría del rey:

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«un tal doctor Cheynell, diplomado hacía apenas dos años, tomó la palabra, replicó y fumó su pipa». Afortunadamente para él, lo hizo con tanta gracia que el rey se rió, le tomó por un bufón y le perdonó la vida. Después el rey fue a Cambridge, donde el vice-canciller se encargó de tomar las precauciones necesarias y ordenó que nadie fumara o esnifara rapé durante la visita del soberano. Jaime I fue el primer gobernante que se dio cuenta de que la imposición de elevados impuestos de importación sobre el tabaco sería más beneficiosa para él que una orden de prohibición total. En 1629, el cardenal Richelieu aconsejó esta misma medida al rey Luis XIII de Francia, que por cierto también odiaba a los fumadores. La actitud de la Iglesia hacia el tabaco ha pasado cíclicamente de la extrema aversión a la tolerancia. En 1642, el Papa Urbano VII publicó una bula (Adfuturam rei memoriam) en la que denunciaba el uso del tabaco por el clero: «Me avergüenza decir que en el curso de la celebración de la Santa Misa, los sacerdotes no se privan de tomar tabaco por la boca o por la nariz, ensuciando los manteles del altar e infectando las iglesias con nocivos humos». Por consiguiente, Urbano VII decretó que cualquiera que consumiera tabaco en la iglesia sería instantáneamente excomulgado. Su sucesor, el Papa Inocencio X, mantuvo la prohibición, pero el siguiente Papa, Benedicto X, la invalidó y ordenó que fuera «retirada, anulada y totalmente revocada, como si nunca hubiera existido». Benedicto se había convertido en un adicto a la nicotina, y el Papado autorizó la venta de tabaco y brandy, eso sí mientras que los vendedores pagaran una cantidad razonable al Estado Vaticano. En otras partes del mundo menos iluminadas, los fumadores han sido perseguidos por cometer un mostruoso crimen. Por ejemplo, en 1633, el sultán otomano Murad IV castigaba a los que fumaban con la pena capital. Hay rumores —más o menos confirmados— de que su padre, Ahmed, castigaba a los pobres desgraciados que eran descubiertos fumando en público metiéndoles una boquilla de pipa por la nariz y los exhibía luego por las calles montados en un asno, para que sirviera de advertencia a otros. Al igual que Jaime I, Murad IV pensaba que fumar disminuía las cualidades guerreras de sus soldados, que provocaba es-

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terilidad en los hombres (un efecto secundario redescubierto recientemente por los propagandistas anti-tabaco) y reducía el potencial militar de los futuros ejércitos otomanos. Los soldados sorprendidos fumando en el campo de batalla eran decapitados, encarcelados o abandonados a su suerte, con los pies y las manos rotas. Ni siquiera semejantes salvajadas pudieron contener la inexorable difusión del tabaco, y el sucesor de Murad IV llegó a ser un inveterado fumador. En la Rusia del siglo XVII, los tártaros castigaban a los fumadores cortándoles los labios o la nariz, y a los que que vendían tabaco castrándoles o azotándoles hasta que morían. En Dinamarca, en 1655, el médico de la corte, Simón Paulli, escribió una denucia censurando el tabaco a petición de Christian IV, rey de Dinamarca y Noruega. En Japón, en 1616, se confiscaban las propiedades de los fumadores, y en China, en 1638, una ley amenazaba a los vendedores de tabaco con ser decapitados. En Inglaterra, sin embargo, fumar se convirtió durante esa época en una extendida costumbre, distinguida y respetable, y se pensaba que protegía contra la peste. En 1665, en la universidad de Eton, se obligaba a fumar a todos los niños por la mañana, y como recordaba Tom Rogers, que fue responsable de la capilla de Eton, jamás había recibido un paliza en su vida como la que le dieron una mañana que no quiso fumar. En 1899, cuando los que recibían las palizas eran los niños que fumaban, el editor de The Medical Press hacia la observación de que los niños son unos curiosos animales: «Esto nos prueba que los médicos deberían prescribir a los niños exactamente lo contrario de lo que se debe, para así darle una oportunidad a la ciencia de la medicina» (211). En otros lugares, como en Baviera después de la Guerra de los Treinta Años, el tabaco se empleaba por prescripción facultativa. (Esta idea fue retomada por el doctor Kilcoyne, presidente de la Irish Heart Foundation —fundación irlandesa de las enfermedades del corazón—, que propuso la apertura de un registro para los fumadores de Irlanda, de manera que nadie pudiera fumar a no ser que estuviera registrado (212). Y en 1976, George Teeling-Smith, director de la Oficina de Economía Sanitaria de Gran Bretaña, sugirió que los cigarrillos sólo deberían estar disponibles por prescripción del médico). En 1667, el burgomaestre de Zurich ordenó que los fumadores fueran sometidos a trabajos forzados o desterrados. Un predicador alemán, Jacob Balde, escribió en 1658: «Lo que diferencia a un fumador y un

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suicida es que uno tarda en morir más que el otro». En 1699, el decano de la Facultad de Medicina de París declaró que hacer el amor era una breve crisis epiléptica pero que fumar era una crisis epiléptica permanente. El resurgimiento de la propaganda anti-tabaco durante el siglo xix tuvo el carácter de una cruzada en la que los médicos y los moralistas iban a la par. La creciente expansión de la industria capitalista necesitaba una masa de trabajadores que no estuvieran afectados por el tabaco o el alcohol. En la Inglaterra victoriana, las debilidades humanas, sobre todo aquellas a las que sucumbía la clase trabajadora, eran vistas como una amenaza a la acumulación de capital. El espíritu puritano de la época aparece plasmado en las regulaciones impuestas a los trabajadores de Lichfield en 1852, las cuales, entre otras prohibiciones, especificaban que «el ansia por el tabaco o por los vinos y los licores es una debilidad humana, y como tal, se prohibe a todos los empleados». Esto ocurría en la misma era en la que se explotaba a los niños en las minas de carbón, donde trabajaban 12-14 horas diarias bajo tierra, sin ninguna objeción por parte de las autoridades médicas y eclesiásticas, que a menudo apoyaban las recién formadas ligas y sociedades anti-tabaco. Esporádicamente, una llamada a la sensatez aparecía en la prensa médica. En 1833, James Johnson, el redactor jefe de Medico Chirurgical Review manifestaba sus dudas sobre los alarmistas informes provenientes de Alemania según los cuales el tabaco era responsable del 50 % de todas las muertes acontencidas en varones entre 18 y 25 años de edad. Johnson escribió que aunque fumar pudiera parecer un hábito detestable e intolerable, no era «tan pernicioso como a sus adversarios les gustaba imaginar que fuese», e intentó disipar los temores sobre la polución del aire de Londres por el tabaco señalando que «se requerirían muchas más pipas de las que actualmente están en circulación para manchar el humeante aire de la nueva Babilonia» (213). El decenio de 1850 estuvo marcado en Gran Bretaña por el denominado Gran Debate sobre el tabaco. El debate fue provocado en 1856 por un artículo del Lancet escrito por Samuel Solly, un cirujano del hospital St. Thomas de Londres, quien argumentaba que el aumento recientemente observado de casos de parálisis era debido al tabaco (214). Uno tras otro, numerosos corresponsales fueron enumerando todo tipo de enfermedades causadas por el tabaco, incluyendo debilidad muscular,

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ictericia, cánceres de lengua, de labio y de garganta, rodillas tambaleantes, manos temblorosas, licuefacción del cerebro, epilepsia, retraso intelectual, locura, impotencia, espermatorrea, apoplejía, manía, cretinismo, enfermedades del páncreas y del hígado, sordera, bronquitis y enfermedades cardiacas. Otros aseguraban que el tabaco dañaba no sólo al fumador sino también a su descendencia. Un tal doctor Pidduck escribía en el Lancet en 1856 que: «Los trastornos nerviosos, la hipocondriasis, la histeria, la locura, el enanismo y sus deformidades, el sufrimiento y la muerte temprana de los hijos de fumadores inveterados son claros testimonios de la debilidad y de la fragilidad de constitución transmitidos por este pernicioso hábito» (215).

También se expresó preocupación porque la salud de Inglaterra estaba amenazada y porque fumar reduciría el nivel de la raza inglesa hasta el punto de degeneración nacional de los turcos. Un corresponsal apuntaba que el uso permanente del tabaco en Alemania había sido la causa de que las gafas se hubieran convertido en algo tan necesario para un alemán como el sombrero lo era para un inglés, y concluía que la comparación cuidadosa de la morbilidad y la mortalidad entre fumadores y no fumadores demostraba claramente que la nicotina, el alquitrán y muchos otros venenos del tabaco acortaban la vida. El sentido común, como de costumbre, abundaba por su ausencia. Y el psiquiatra J. C. Bucknill, advertía que la exageración era contraproducente: «Los argumentos empleados en contra del uso moderado del tabaco son tan parciales y poco concluyentes como los que aducen los abstemios contra el placer de tomar bebidas fermentadas. Se basan en la misma falacia: si una cosa no es necesaria para el mantenimiento de la salud, y dado que su abuso es a veces causa de enfermedad, su uso es pernicioso y reprensible bajo cualquier circunstancia» (216). En un momento del Gran Debate, el editor del Lancet también advertía que con tanta exageración se estaba perdiendo «nuestra influencia sobre las mentes del público», ya que no se sabe hasta dónde pueden llegar los desvarios de las «incursiones morales»: ahora contra el taba-

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co, y luego contra la carne, la sal, el alcohol y el azúcar. El editorialista se preguntaba: «¿Serán también la poesía, la pintura, el vino de Oporto y la pipas arrolladas por una incursión moral, y será la humanidad, con sus innumerables anhelos y capacidades para el disfrute, reducida al estado de un vegetal intelectual?» (217).

Éste era el sentimiento general del público, poco convencido por las arengas anti-tabaco. El abogado A. Steinmetz escribió un panfleto defendiendo a los fumadores y acusando a Solly de estar sufriendo el síndrome de los ex-fumadores. Y añadía: «¿Realmente esperan que el público crea que los médicos están interesados en la salud permanente de las naciones?» (218). Hoy día se puede seguir haciendo legítimamente esta pregunta. En la actualidad la lista de enfermedades y aflicciones que esperan a aquellos que continúan fumando es todavía más larga que la lista del Gran Debate de 1865, pero sólo con contadas coincidencias. Ahora incluye: fractura de cadera, ictus, abscesos de mama, leucemia, infertilidad, desarreglos menstruales, varicocele, migraña, úlcera péptica, sordera, embolismo pulmonar, demencia, hipertensión arterial, SIDA, y toda clase de cánceres aparte del cáncer de pulmón. Se dice que los hijos de los fumadores tienen poca inteligencia, y son propensos a la delincuencia, el asma, la neumonía, la bronquitis, la meningitis, las otitis, la hiperactividad, el cáncer y a la muerte súbita en los lactantes. Se amenaza a las mujeres que fuman durante el embarazo con la posibilidad de que sus hijos, si no son abortados, nacerán con perforaciones del paladar y otras malformaciones congénitas, y se las acusa de estar poniendo en peligro su salud física y mental. Las mujeres que viven con fumadores corren el riesgo de desarrollar cáncer de cervix, o de mama, o de sufrir un ataque cardiaco. En 1969, el doctor J. H. Jaffe, un psiquiatra a quien el presidente Nixon había puesto al mando de la «guerra contra las drogas», declaró que fumar era una enfermedad mental —un eufemismo moderno que suplantaba a la «degeneración» de los fumadores del siglo XIX (219). En la guerra a muerte contra el mortal enemigo no se excluye ninguna treta, estratagema o táctica. En el opúsculo Smoking out the barons («Ahumando a los potentados»), publicado en 1986 por la British Medical As-

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sociation, se recomienda a los propagandistas antitabaco que «si en un momento dado se paraliza la actividad (o si todo va mal), hagan intervenir a una personalidad conocida, lancen una campaña publicitaria ingeniosa o publiquen estadísticas escandalosas» (220). Para fortalecer su opinión de que el tabaco es el mayor riesgo conocido para la salud, los activistas y fabricantes de ansiedad encuentran útil comparar el número de muertes atribuidas al tabaco con las del Holocausto. Así, por ejemplo, el doctor Foege estimaba que «el número de muertes producidas por el tabaco cada año terminará por igualar el número total de muertes del Holocausto de la Alemania nazi», y para asegurarse de que su mensaje no era malinterpretado, tituló su editorial The growing brown plague («La creciente plaga marrón») (221). En otro editorial del Journal ofthe American Medical Association se decía: «El tabaco cuesta en vidas y en dólares más que la cocaína, la heroína, el SIDA, los accidentes de tráfico, los asesinatos y los atentados terroristas juntos. [...] A este ritmo perderemos a seis millones de nuestros hermanos y hermanas durante los próximos 16 años y cuatro meses» (222). [El tiempo exacto se calculó para hacerlo coincidir con el milenio]. Esto fue exactamente lo que había dicho el congresista Hobson en el Parlamento americano muchos años antes, el 22 de diciembre de 1914: «El tabaco mina la salud pública, mata, asesina y hiere a nuestros ciudadanos más que la guerra, la peste y el hambre juntos». Para aquellos fumadores que se pierden con los números, siempre ha resultado útil recordarles el viejo dicho de que fumar produce arrugas. En la obra Bartholomew Fayre (1614) de Ben Jonson, el juez Overdo advierte que el tabaco convierte el semblante del que fuma en «parecido al del indio que lo vende» y hace que «se pudran sus pulmones, su hígado se llene de manchas y su cerebro se ahume». Este fenómeno es ahora conocido como «cara de fumador» y el British Medical Journal publicó en 1985 una galería de fotografías de fumadores empedernidos, incluida la del poeta W. H. Auden, para mostrar lo feos que eran (223). La «cara de fumador» ha sido estudiada también en otras publicaciones médicas, pero hasta ahora nadie ha mencionado la observación que hizo H. L. Mencken de que «las mujeres que fuman tienen la nariz roja y un bigote que pica» (Americana, 1920) (224).

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Nuehring y Merkle han seguido el rastro de las actitudes oficiales hacia el tabaco en la sociedad americana desde el inicio de este siglo, cuando 14 estados americanos prohibieron el consumo de cigarrillos y el resto (excepto Texas) promulgaron leyes contra la venta de tabaco a menores de edad (225). En Michigan, por ejemplo, la ley decía que cualquiera que vendiera o diera cigarrillos a un menor de 21 años podría ser encarcelado y debería pagar una multa. La posesión de cigarrillos por un menor también estaba castigada. Luego, los beneficios económicos desbancaron a los prejuicios morales y en 1927 todos los estados abolieron las leyes anti-tabaco. Tras un largo período, el péndulo se movió de nuevo con la publicación en 1964 del informe Tabaco y Salud, firmado por el Surgeon General. En cuestión de un año aparecieron las advertencias en los paquetes de tabaco, y en 1971 se prohibieron los anuncios en la televisión. Sin embargo, los fabricantes de cigarrillos americanos no se vieron muy afectados por estas medidas, ya que la reducción del consumo doméstico se vio más que compensada por el aumento de las exportaciones, sobre todo a países de Tercer Mundo. Como Nuehring y Merkle apuntan: «El celoso antitabaquismo de las administraciones federales sigue siendo un misterio. Parece que gran parte de su persistencia estaba ligada a consideraciones relativas a su supervivencia, a la definición de sus obligaciones y a su poder». La última campaña europea, antes de la presente que está inspirada por los americanos, fue la cruzada anti-tabaco de la Alemania nazi. Como suele ocurrir, el tabaco y el alcohol fueron «objetivos» simultáneos. El corresponsal en Berlín del Journal of the American Medical Association informaba en 1939 que un profesor de salud pública había dado un discurso delante de 15.000 personas sobre los nefastos efectos del tabaco y del alcohol: el tabaco era altamente peligroso para la salud y disminuía el número de jóvenes aptos para el servicio militar. Según este catedrático, existía una clara conexión entre fumar y la susceptibilidad hacia enfermedades físicas y mentales. El fenómeno de dependencia debía ser combatido sin piedad por el gobierno, y «los cada vez más vergonzosos métodos de publicidad» prohibidos (226). Hermann Goering, el comandante en jefe de la Luftwaffe, prohibió a sus pilotos fumar en público. (En 1993, se prohibió fumar a los militares de Singapur mientras estuvieran de uniforme) (227). El mismísimo Hitler donó

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100.000 marcos de sus fondos personales al «Instituto contra el Tabaco» de la Universidad de Jena. El sueño de un mundo sin tabaco en el año 2000 que tiene el Surgeon General de Estados Unidos (228) es una visión irrelevante para solucionar los verdaderos problemas del mundo: hambre, superpoblación, guerras, enfermedades de la pobreza, y la crueldad del hombre contra el hombre. En los países desarrollados, deberíamos aceptar que, por la razón que sea, algunas personas seguirán fumando. Aunque los riesgos que conlleva fumar son indiscutibles, deberían ser expuestos con honestidad, sin exageraciones ni prejuicios morales. No es honesto que los estados culpen a los fumadores por su dependencia mientras que al mismo tiempo se embolsan enormes cantidades derivadas de los impuestos sobre la venta de tabaco. Hasta cierto punto, el paternalismo hacia los niños podría estar justificado, pero persuadir a los jóvenes para que no fumen es una responsabilidad de los padres y no del aparato coercitivo del Estado. Una de las inesperadas víctimas de la guerra contra el tabaco es la ciencia. El filósofo Antony Flew, discípulo de Hume, remarcaba: «Todas las personas y organizaciones que hacen campaña contra el tabaco tienen una buena razón para intentar probar que fumar es perjudicial, y cuanto mayor y más extenso sea el perjuicio ocasionado, mejor. Sin embargo, éste es precisamente el pretexto que necesitan para des(229) hacerse a la vez de cualquier oposición libertaria» .

Los científicos que se consideran como «progresistas» dentro de la cruzada para promover la salud pública están tan motivados a encontrar las pruebas que justifiquen su actitud que «la tentación de engañarse a sí mismos es tan grande como la de sus intereses materiales». El filósofo político John C. Luik ha expuesto convincentemente cómo la necesidad, para el movimiento anti-tabaco americano, de encontrar pruebas sobre el peligro que corren los inocentes «fumadores pasivos» ha engendrado la corrupción política de las investigaciones científicas en las oficinas de la EPA (Environmental Protection Agency) y del Surgeon General. Para Luik, la corrupción de la ciencia tiene tres grandes características:

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«Primero, una ciencia corrupta es una ciencia que no parte de una hipótesis y de datos para llegar a conclusiones, sino de conclusiones preconcebidas o aceptables que permiten seleccionar los datos para llegar a esa conclusión perconcebida o aceptable. Es decir, es una ciencia que usa datos seleccionados para llegar a la conclusión "acertada", una conclusión que por la naturaleza misma de los datos empleados falsifica la realidad. Segundo, una ciencia corrupta es una ciencia que no sólo disfraza la realidad sino también los procedimientos empleados para llegar a "sus" conclusiones. En lugar de reconocer su proceso selectivo y la necesidad oficial de demostrar la conclusión "acertada", y en vez de admitir la complejidad del problema y las limitaciones de las pruebas disponibles, inviste tanto al proceso como a las conclusiones con el manto de lo indudable. Tercero, y quizás aún más importante, mientras que la verdadera ciencia valora las objeciones en función de la calidad de las pruebas y de los argumentos que se aportan, y considera que los argumentos ad hominem son científicamente inaceptables, la ciencia corrupta busca la creación de formidables barreras institucionales a la crítica, excluye a los que disienten del proceso de evaluación, y reduce al silencio a sus oponentes, no por su calidad, sino cuestionando su carácter y sus motivaciones» (230).

Hasta los años cincuenta, la epidemiología era una disciplina que se dedicaba principalmente al estudio de los patrones de las enfermedades infecciosas. Desde entonces, se ha ido convirtiendo cada vez más en el juego de las asociaciones entre las «enfermedades de la civilización» y los «factores de riesgo». Si quiere ganarse el respeto debido a cualquier ciencia, es crucial que esta nueva epidemiología adopte los rigurosos cánones de la inferencia científica y aplique la crítica científica sin ideas preconcebidas ni preferencias, aun cuando los resultados no satisfagan a los investigadores. Sus conclusiones deben ser válidas y reproducibles y no estar dictadas por las modas, la política, los intereses del propio epidemiólogo o por la definición de algún otro epidemiólogo sobre lo que debe constituir el interés público. El siglo xx ya ha tenido suficientes regímenes que han tolerado, o incluso promocionado, una ciencia indigna y fraudulenta, en el nombre del bien de la nación o de la sociedad. Estos regímenes degradan la ciencia y potencian sociedades sumamente incómodas.

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¿Cuanto rigor científico tiene la epidemiología actual? El profesor John Last es una de las máximas figuras de la epidemiología canadiense. En una sesión plenaria de la Asociación Internacional de Epidemiología, Last se mostraba indignado por las críticas que estaban recibiendo algunos estudios que, aunque científicamente no eran del todo adecuados, llevaban a conclusiones que podríamos llamar «políticamente correctas», y sugería que tales críticas eran «irresponsables». Dicho con sus propias palabras: «Otra clase de credibilidad es más preocupante. Es la aplicación insensible y rígida del rigor científico que desprecia el peso de la evidencia circunstancial y cuestiona la validez de los hallazgos epidemiológicos incluso cuando esto no es conveniente para el interés público» (231). (El énfasis de las letras itálicas es añadido.)

Y siguió diciendo que lamentaba ver cómo «algunos epidemiólogos continuaban cuestionando las pruebas que establecían la relación entre el tabaco y el cáncer» (presumiblemente refiriéndose a los fumadores pasivos), para finalizar sugiriendo que esos científicos «deberían rendir cuentas por el mal que estaban ocasionando». ¿Rendir cuentas a quién? Uno se pregunta: ¿al Gran Inquisidor?

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De la teoría a la práctica En su magistral On Power: The Natural History ofits Growth («Sobre el poder: La historia natural de su crecimiento») De Jouvenel señalaba que hasta el siglo xvm eran frecuentes los escritos que criticaban los mecanismos de crecimiento del poder del Estado. Así lo hicieron, por ejemplo, Montesquieu, de Tocqueville o de Taine, pero «ahora ya no entendemos este proceso, ya no protestamos, y ya no reaccionamos» (1). En el Reino Unido el último defensor de «la única libertad que merece ese nombre», fue John Stuart Mili. Sin embargo, pocos jóvenes al dejar la escuela han oído hablar de Mili, ya que los proveedores de la educación estatal obligatoria toman precauciones para que el ensayo On liberty («Sobre la libertad») no caiga en manos de sus pupilos. Hasta el siglo XVIII, la Iglesia se encargó de definir el papel del hombre en el universo y sus reglas de conducta. Después, y por primera vez en la historia humana, «la búsqueda de la felicidad», codificada en la Declaración de la Independencia Americana, se convirtió en un nuevo derecho garantizado a cada ciudadano por un gobierno secular. Pasaron 200 años hasta que el Estado comenzó a utilizar sus recursos para hacer cumplir el aumento de la suma total de «felicidad» humana, entendido no ya como el fuerte individualismo de los «Padres Fundadores», sino como la adherencia a un estilo de vida prescrito por el gobierno. El cambio fue facilitado por la aparición de una nueva clase de expertos en la felicidad humana que lograron convencer a las masas de que el falso resplandor de las viejas utopías podía transmutarse en métodos objetivos de «modificación del comportamiento», basados en estrictos principios científicos y racionales. (El término «felicidad» dejó de emplearse y se sustituyó por el de «salud», que se consideró más científico.) Los conceptos de buena conducta, decencia e incluso de 111

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buenos modales fueron sustituidos por el «bio-estilismo» 1. Los expertos en el estilo de vida provenían fundamentalmente de la epidemiología y la estadística. Para llevar a cabo sus planes, necesitaban —y lo recibieron inmediatamente— todo el poder del aparato coercitivo del Estado y una armada auxiliar de burócratas y «ayudantes», que fueron proporcionados de buena gana por los gobernantes para mantener su poder. Los destinatarios de estos cambios jamás fueron consultados sobre si su idea de la felicidad tenía algún parecido con el correcto estilo de vida establecido por las publicaciones gubernamentales. Como dijo De Jouvenel: «Se ha confiado el manejo de los asuntos públicos a una clase que se declara necesitada físicamente de certidumbres y que acoge en su seno las verdades dudosas con el mismo fanatismo con que en otros tiempos lo hicieron los husitas 2 y los anabaptistas 3 .»

La epidemiología actual se ha convertido en una fuente inagotable de verdades dudosas, que adquieren el aspecto de certezas transformadas por los malabarismos de la estadística (2). Como el leninismo, la ideología del «culto a la salud» 4, con sus maravillosas promesas, atrae a altruistas perseverantes y a gente en otros aspectos inteligente. Algunos de ellos incluso reconocen que la gente puede ser dañada en el proceso, pero como los activistas marxista-leninistas solían decir, cuando uno está limpiando el bosque, las astillas vuelan alrededor. Sólo lacayos irresponsables en la nómina de las industrias que prosperan haciendo enfermar a la gente o moralistas estúpidos se atreverían a criticar la visión gloriosa de la Salud para Todos, o del Planeta sin Humo y sin Fumadores (Smoke-free Planet) en el año 2000.

1 En el original inglés lifestylism, término acuñado por el autor e intraducibie al castellano, que se refiere a la tiranía de los estilos de vida impuestos. (N. del T.) 2 Seguidores del reformador de Bohemia John Hus, que murió mártir en 1415. 3 Secta Protestante de origen germano (1521) que rechazaba el bautismo de los recién nacidos y perseguía el establecimiento de un comunismo cristiano. 4 En el original healthism, otro término intraducibie que se refiere a la supuesta obligación de estar y permanecer sanos. (N. del T.)

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Las vías para potenciar las «políticas saludables» incluyen la sustitución de la educación para la salud por la propaganda de la promoción de la salud; la introducción del screening regular para todos los ciudadanos; la coacción a los médicos generales, a través de incentivos económicos, para actuar como agentes del estado; la presentación de la políticamente corrupta ciencia del «culto a la salud» como conocimiento objetivo; los impuestos sobre las sustancias consideradas como «malsanas»; la interferencia con la publicidad de productos legales; y la introducción de leyes «que no son nada más que apresuradas chapuzas de intereses miopes y ciegas pasiones» (3). Las autoridades sanitarias no rinden cuentas a la población. Operan en un vacío moral. En la práctica, su poder es difícilmente cuestionado dada su legitimidad —arrancada ilegitimante de la medicina y de otras ciencias— y su ánimo benefactor. Y además no tienen en cuenta los daños potenciales que pueden causar.

El altruismo coercitivo ¿Cuales son los motivos por los que los educadores de la salud diseñan estrategias para modificar el comportamiento? ¿Por qué la profesión médica ha aceptado sin rechistar la tarea de control del comportamiento? ¿Se trata simplemente de una preocupación altruista? ¿Es una forma benigna de paternalismo o por el contrario es ardor puritano que busca establecer un conformismo generalizado? Los estilos de vida «arriesgados» que se nos insta a evitar son a menudo aquellos que difieren de lo que debe ser según el punto de vista de los puritanos de clase media: las actividades placenteras como beber, comer en exceso o tener relaciones sexuales pueden ser dañinas y por tanto deben ser erradicadas. Aunque la clase médica no es precisamente famosa por el puritanismo ejemplar de sus miembros, su control sobre el estilo de vida de los demás acrecienta su poder, que es celosamente guardado e investido de autoridad moral, carismática y científica. La autoridad moral de los médicos ha sido muy pocas veces puesta en entredicho ya que son como los ángeles, y se dedican a luchar contra la maldad, el sufrimiento y la muerte. Su carisma se acrecienta por la naturaleza de su trabajo: pueden ver a través del paciente mediante rayos X, pueden ponerle en un estado similar a la muerte con la anestesia y cogerle el corazón con sus manos,

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operar su cerebro, e implantar piezas de repuesto. Su autoridad científica proviene de que se hacen pasar por científicos. Por ejemplo, durante el siglo xix las «batas blancas» se convirtieron en el uniforme estándar de los médicos, que querían imitar a los científicos de laboratorio. Con un microscopio y unos tubos de ensayo encima de la mesa del médico, el paciente tenía la impresión de estar frente al mismísimo Pasteur. El estudio del comportamiento humano no es una ciencia porque descubre únicamente leyes que no son universales. Construye historias morales, con significado sólo para una sociedad, una época y un lugar determinados. Esto no implica que el estudio del comportamiento humano no sea importante y fascinante, pero no todo lo que es interesante es una ciencia. Michael Oakeshott5 empleó la metáfora de los «parpadeos» y los «guiños» para distinguir entre los fenómenos subjetivos y objetivos. El parpadeo representa un hecho, mientras que un guiño conlleva un significado. En medicina, el parpadeo se corresponde con los signos objetivos de enfermedad, pero el concepto de enfermedad está en parte construido a partir de guiños, y el propósito de la medicina es dar significado al parpadeo. En este proceso, la interpretación subjetiva (moral) es fundamental, pero queda enmascarada por un argot técnico (objetivo) que imita el lenguaje de la ciencia. Usando uno de los ejemplos de Thomas Szazs, la anorgasmia (la incapacidad para experimentar placer sexual) es una «enfermedad», «tratada» por los médicos, mientras que la incapacidad de llorar cuando se esa triste no es —en base a criterios arbitrarios— una enfermedad. De forma similar, la adicción a las drogas es una «enfermedad» pero la adicción al dinero o al poder no lo son. Una de las principales fuentes del poder de la profesión médica es su monopolio para definir «lo normal» y estigmatizar «lo anormal». En el pasado esta función normativa se aplicaba sólo a los desórdenes físicos, y a los mentales suficientemente severos como para requerir la opinión de un psiquiatra. Recientemente, el afán de fijar una norma se ha extendido al comportamiento de gente sana, como parte de una nueva política de promoción de la salud y prevención de la enfermedad. Algunos estilos de vida son considerados como «no saludables» o «irresponsables», dependiendo de si el modelo descriptivo es implícita o explícitamente moralista. Resulta irónico que el término de «sociedad 5

Escritor y sociólogo inglés (1901 -1990).

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permisiva» haya aparecido al mismo tiempo que la autorización para incrementar el control que los médicos ejercen sobre la vida de la gente. Malcolm Bradbury asistió a una conferencia académica en 1993 y describió el campus universitario como «un típico infierno de los noventa: prohibido fumar, prohibido beber, el tipo de lugar políticamente correcto en el que te ponen condones al lado de las bolsitas de Nescafé en la habitación, pero donde todas las chicas llevan alarmas contra los violadores». Desde Singapur, un corresponsal de prensa me envió algunos recortes de periódicos locales. En uno de ellos, el Ministro de Educación anunciaba una nueva estrategia gubernamental para combatir la obesidad en los niños en edad escolar: se iban a poner notas según el peso corporal para que los padres, al inspeccionar en el libro de calificaciones los progresos académicos de sus hijos, pudieran también tener conocimiento de su nivel de salud y de su estado físico (4). El periódico Straits Times cita a un cardiólogo que proponía la exención de impuestos para cualquiera que fuera socio de un gimnasio o comprara equipamiento deportivo, del tipo de cintas mecánicas para correr o bicicletas estáticas (5). La propaganda de salud se distribuye en inglés, mandarín, tamil y malayo para que llegue al mayor número posible de los habitantes de Singapur. Incluso la goma de mascar está prohibida en el país, aunque según el Ministro de Sanidad, sólo aquellos que la mastiquen en lugares donde se consuman alimentos serán perseguidos (6). En el año 1991, y más cerca de nosotros, aparecieron en la prensa titulares como «el malsano estilo de vida británico está matando a los enfermos de Europa», para dar soporte publicitario a un informe del Gobierno titulado The Health of the Nation («La Salud de la Nación»). Según este informe el 85 % de las muertes por cáncer se podrían prevenir, y el 30 % de las muertes por enfermedad cardiovascular deberían ser suprimidas antes del año 2000. Para conseguir estos objetivos, se abogaba por cambios radicales en el estilo de vida de la población. Una de las justificaciones de la intervención gubernamental en la vida de los ciudadanos es que se hace en su beneficio, aunque algunos podrían no darse cuenta de esto por ser tontos, estúpidos o irresponsables. Este argumento es difícil de refutar ya que aquellos que tienen el poder de forzar a otros a cambiar sus hábitos tienen también el monopolio de definir lo que es tonto, estúpido o irresponsable.

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Daniel Wikler, en un exhaustivo análisis de la vertiente ética de las medidas gubernamentales para reformar el estilo de vida de los ciudadanos, citaba a Craig Clairborne, editor gastronómico del New York Times, quien defendía elocuentemente su derecho a ser un necio: «Me gustan las hamburguesas, y el chile con carne y los perritos calientes. Y el foie-gras con Sauternes y esos pajarillos llamados «escribanos». Me gustan los banquetes de huevos de codorniz con salsa holandesa, y las meriendas en la playa con langosta y crepés rellenos de crema. Y si esto abrevia mi estancia en esta tierra durante algunas horas, sólo puedo decir que no tengo ningún deseo de ser un Matusalén, de tener más de cien años y estar todavía vivo, por la gracia de ser algo enchufado a un desagüe eléctrico» (7).

Puede que Clairborne sea un «necio», pero no puede decirse que sea estúpido o que no sepa lo que quiere. Además, su prosa es mejor que la de muchos panfletos de promoción de la salud. Esto hace que la gente como Clairborne sea peligrosa. La educación para la salud debe proporcionar información útil y objetiva para ayudar a la toma racional de decisiones; es decir, de elecciones razonadas. Uno de los posibles resultados de estas decisiones es ignorar las advertencias y aceptar los riesgos. Los promotores de la salud considerarían este resultado como un fracaso de sus esfuerzos y describirían tal elección como «irracional». Además, la frustración resultante les llevaría a abogar por métodos más «eficientes», es decir, diferentes formas de coerción basadas en la legislación, las presiones morales, y el uso de sofisticadas técnicas de manipulación desarrolladas por la industria de la publicidad. Como dice Winkler: «La educación para la salud puede optar deliberadamente por la desinformación, y sus directrices implicar o incluso constatar que la evidencia científica está de forma inequívoca a favor de una determinada práctica saludable, aunque en realidad no sea así».

En lugar de facilitar decisiones racionales, este enfoque provoca que la gente dependa aún más de las opiniones de los «expertos». Dado que gran parte de la «educación para la salud» se centra en actividades que se clasifican gratuitamente como inmorales, uno se pregunta si en realidad su propósito fundamental es mejorar la salud. Por

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ejemplo, cierto educador de salud advertía de los peligros de «la pereza, la gula, del exceso en la bebida, de la conducción peligrosa, del frenesí sexual y del fumar» (8). Existen otras actividades que pueden poner en peligro nuestra salud, por ejemplo la práctica de ciertos deportes, pero dado que son considerados moralmente impecables, no se adjuntan advertencias sobre la salud con los equipos de puenting, los coches deportivos, los crampones de los alpinistas o el material para hacer footing. Desde un punto de vista puramente económico, como ha apuntado Wikler, tampoco se aplica este principio con equidad, ya que se debería penalizar a los no fumadores por vivir más y consumir excesivos recursos de la seguridad social y de los fondos de pensiones. Algunos especialistas en ética han tratado de defender el papel paternalista del Estado argumentando que sólo se están adoptando medidas sensatas, y que no existe peligro alguno de que el Estado vaya a convertirse en el «Gran Hermano»6. Así Dan Beauchamp afirmaba, en 1988, que no se iría más allá de «limitar el consumo de alcohol y tabaco a través de impuestos y de restringir su distribución, de controlar las armas de fuego, de imponer el uso obligatorio del casco para los motoristas, y de cinturones de seguridad o bolsas de aire en los automóviles». Beauchamp consideraba que la experiencia de la Prohibición no fue un acto de patemalismo sino «un episodio moralizador» (9). Ésta es una distinción engañosa ya que el patemalismo exento de moralismo es una entidad abstracta sin un equivalente real: modificar los hábitos de vida de la población es patemalismo moralizante por excelencia. No es sorprendente que los teóricos y los defensores de las actitudes paternalistas —como Beauchamp— critiquen a aquellos que defienden la autonomía individual —como John Stuart Mili o Ronald Dworkin—, a los que acusan de perseguir un mítico ideal «que debe ser echado por tierra». El patemalismo médico puede ser también practicado por delegación, como en el caso de los médicos que aconsejan al gobierno que adopte medidas para promocionar la salud. Mike Oppenheim se oponía a la obligación impuesta a los médicos de «mantener la salud pública» puesto que ellos carecen de poder para dirigir a la gente hacia la salud (10). Ese papel, sugería él, debería ser adoptado por el gobierno, «que es quien está obligado a coaccionar cuando resulta necesario en beneficio de todos». Los programas de esta índole estarían a cargo de enfer6

Referencia al Big Brother aquel que todo lo ve, de la obra de Huxley.

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meras y de personal debidamente entrenado. Un ejemplo de coerción útil, citado por Oppenheim, es conceder el permiso de conducir a condición de que el candidato se someta a pruebas específicas de screening. Otro ético, Daniel Callahan, en un editorial en The New England Journal of Medicine, pensaba que deberíamos resistir pero «no oponernos totalmente al uso del poder coercitivo del Estado para forzarnos a comportarnos de manera saludable». Este autor sugería que debe intentarse primero la educación, pero que si ésta fracasa «deben tomarse medidas más radicales» (11). La línea divisoria entre la preocupación por el bienestar de los individuos y las medidas de presión para que nos comportemos «de manera saludable» es tan borrosa que no se puede delimitar. Algunos médicos han llegado a sugerir a las compañías de seguros que instauren «escalas de penalización» para que aquellas personas que tienen hábitos de vida no saludables, porque comen demasiado, no hacen ejercicio o toman bebidas alcohólicas, paguen pólizas más altas. Según J. Stokes, este sistema «incentivaría a la gente a tomar mayor responsabilidad sobre su salud» y evitaría la acusación de entrometerse en la vida privada de los pacientes: los que rehusaran someterse a una valoración de su perfil de estilo de vida deberían pagar pólizas similares a las de aquellos considerados como de máximo riesgo (12). El mismo año en que Beauchamp afirmaba que el uso obligatorio de casco para los motoristas sería el límite de la coerción, la revista Lancet se preguntaba: «¿Cuando van a llevar casco los ciclistas?» (13). En esos días ya existía legislación al respecto en Australia. Sin embargo, la evidencia de que los cascos sirven para prevenir traumatismos craneales graves es dudosa. Mark McCarthy, un director de salud pública en Londres, mantenía que los cascos no mejoraban la seguridad y que sólo servían para transferir la responsabilidad de la protección contra los accidentes a la víctima (14). Si los políticos realmente creyeran que los cascos sirven para prevenir las lesiones craneales —añadía este autor— entonces los peatones y los ocupantes de los coches deberían llevarlos, ya que en estos dos grupos ocurren muchas más lesiones craneales que entre los ciclistas (15) . En la región de Nueva Gales del Sur, Australia, la ley requiere que todas las piscinas privadas estén valladas para prevenir que los niños pequeños se caigan a ellas. No existen límites para legislar

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en nombre de la medicina preventiva, y así el Estado aumenta sus poderes de vigilancia, control y castigo. Se puede querer hacer el bien y tener buenas intenciones, pero como el término «benefactor» implica, la intención puede ser negada por los resultados, o los fines pueden no estar justificados por los medios. Incluso aplicar castigos puede ser interpretado como «bueno», y hacer sentirse bien, si sirve a algún propósito elevado, como ser beneficioso para la sociedad o para el propio castigado, aunque sea a largo plazo. Una característica de los paternalistas, o por usar una palabra diferente, de los autoritarios, es su convicción de que poseen mayor sabiduría y más moralidad que las personas a su cargo. Dado que ellos comprenden mejor que nadie lo que está bien, lo que es bueno y lo que es sano, se sienten llamados a compartir su superior conocimiento con los menos privilegiados. Cuando estos últimos no son receptivos a sus guías, bien porque son demasiado torpes o simplemente recalcitrantes, inmediatamente se pone en marcha alguna forma de «dictadura» (Diktat). Como ha señalado William Carlyon: «Históricamente, la humanidad ha corrido siempre los mayores peligros mientras se intentaba que las personas mejoraran y dieran lo mejor de sí mismas, [...] según la opinión de alguien» (16).

La aportación intelectual que contienen las teorías y métodos para mejorar la vida de las masas proviene de las clases profesionales, entre las que se incluyen los médicos, los curas, los jueces, los filósofos, los educadores o los sociólogos. El grado de sufrimiento que el marxismo ha causado a las masas sólo puede equipararse con el ocasionado por ese otro movimiento de masas que perseguía la mejora de la economía y la salud de la nación, y que estaba liderado por Partido Nacional Socialista de los trabajadores alemanes durante el Tercer Reich. En ambos sistemas, «la salud» constituía una prioridad.

El médico como agente del Estado Sir Theodore Fox, ex-editor del Lancet y padre del editor actual, escribió en cierta ocasión que:

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«El médico no es un servidor de la ciencia, ni de su raza, ni siquiera de la vida. Es el servidor individual de un paciente individual, y siempre debe basar sus decisiones en los intereses individuales mutuos» (17).

Sin embargo, los médicos de los servicios de salud pública, los empleados por el gobierno, por las compañías aseguradoras o por las industrias, tienen, por la naturaleza de sus contratos, diferentes lealtades. Más aún, incluso se puede coaccionar a los médicos privados mediante sanciones o leyes para que divulguen información confidencial obtenida durante sus consultas, o para impedir que ofrezcan ayuda médica a aquellos pacientes que deciden utilizar medicamentos no autorizados. Es un fenómeno común que los pacientes hospitalarios sean utilizados en proyectos de investigación, cuyo propósito fundamental no es beneficiar a los pacientes sino mejorar la carrera profesional de los médicos. En 1971, el sociólogo americano Irving Zola describió a la medicina como una de las principales instituciones de control social. Dado que el control social tiene gran importancia para el Estado, el Estado prefiere mantener una relación amistosa con los médicos y emplear su experiencia con propósitos económicos y políticos. En tiempos recientes, la cooperación de los médicos con los regímenes más brutales es consternadora. Los médicos están investidos de un enorme poder: toman decisiones sobre quién debe ser empleado, sobre quién está capacitado para casarse o tener hijos, sobre quién tiene derecho a abortar, sobre cuándo una persona debe morir, sobre la competencia para firmar contratos, adoptar niños o criar a los propios hijos, o sobre quién debe ser recluido en hospitales psiquiátricos. Sus opiniones autoritarias sirven para decidir la dieta correcta, el comportamiento sexual adecuado o la forma de emplear el tiempo libre. Es lo que Illich denominó la medicalización de la vida. Dado que toda esta vigilancia y control no se expresa en términos de poder sino en el lenguaje de la «ciencia», parece como si las decisiones médicas fueran políticamente neutrales y científicamente objetivas. Esto las hace peligrosas cuando son utilizadas por el Estado, ya que su verdadera naturaleza está oculta. Los médicos de salud pública proclaman abiertamente que su objetivo es la ingeniería social. Por ejemplo, en un artículo programático de 1975 sobre «modificación del comportamiento en medicina preventiva» Pomerleau et al. escribían:

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«Aunque el abordaje tradicional de la educación para la salud cimentado en el adoctrinamiento y la exhortación seguirá jugando un papel importante para modificar el comportamiento social, se precisan técnicas adicionales basadas en la experimentación sistemática y objetiva. Nosotros proponemos que el análisis científico del comportamiento y su aplicación —conocida popularmente como modificación del comportamiento— pueden aportar las bases teóricas y empíricas para la modificación efectiva del estilo de vida» (18).

Nótese el uso de «objetivo» y «científico» —palabras clave que disimulan la naturaleza política de la ingeniería social—. Después los autores del artículo analizan varias estrategias de «modificación del comportamiento» basadas en el condicionamiento y empleadas en casos de bulimia, tabaquismo o alcoholismo: «Este campo representa la aplicación de la investigación básica sobre el aprendizaje en animales realizada por I. P. Pavlov y B. F. Skinner a problemas del comportamiento humano». En otras palabras, lo que Pavlov demostró en perros y Skinner en palomas podría aplicarse a los «patrones de mala adaptación para la salud» de los ciudadanos, bajo la supervisión de los «científicos del comportamiento» al servicio del Estado. En la Rusia estalinista, los escritores eran conocidos como los «ingenieros de las almas humanas»; sus textos redactados en el llamado lenguaje del realismo socialista tenían la función de lavar los cerebros de las gentes para que aceptasen una realidad alternativa. En Occidente este método se consideraba, en aquella época, un descarado ejemplo de «zombificación» comunista y un insulto a la libertad y a la dignidad humana. Sin embargo, en la actualidad los países occidentales están adoptando las «modificaciones del comportamiento», propuestas por los ingenieros del cuerpo humano, sin que la clase médica «liberal» ponga el menor reparo. Éste es un rasgo distintivo de las ideologías totalitarias que gravan en las cadenas palabras como «libertad», «igualdad», «justicia» o «salud para todos», mientras que las multitudes aplauden y hacen cola para que les pongan los grilletes. El ideal del médico como agente del Estado fue descrito en detalle por primera vez en La República de Platón. Este príncipe de los filósofos y teórico del Estado autoritario confió a los médicos el deber de preservar una raza limpia.

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«Los médicos tratarán a aquellos ciudadanos cuya constitución física y psicológica sea buena. En cuanto al resto, dejarán morir a los enfermos y matarán a aquellos cuya constitución psicológica esté perturbada y sea incurable. Ésta es la mejor solución tanto para los individuos como para la sociedad.»

En cuanto a la reproducción «sólo las crías de las mejores uniones se conservarán». El ideal platónico de una nación sana no ha podido ponerse en práctica hasta la aparición de las organizaciones sanitarias centralizadas durante el último periodo capitalista. Por ejemplo, uno de los primeros signos del giro oficial hacia una medicina estatal en los Estados Unidos de América fue un editorial aparecido en 1893 en el Journal ofthe American Medical Association. Su autor consideraba que había llegado el momento de cambiar el papel tradional de los médicos como servidores de sus pacientes por el papel de «oficiales del Estado». «El servicio que provee el médico es un servicio personal, como el de un barbero, un manicura, o un mayordomo. Cuando quien recibe el servicio paga, puede mirar al médico como alguien sólo diferente en grado a sus otros empleados. Esto será completamente diferente en el nuevo sistema, en el que los médicos nos convertiremos en oficiales del Estado, con la obligación de preservar la salud de la población, y con el estímulo de perseguir el desarrollo de la ciencia de la vida, lo que en efecto, acrecentará tanto la dignidad de nuestra profesión como el intelecto humano y la benevolente naturaleza nos permitan (19)...».

La semilla sembrada hace cien años se ha convertido en frondosa hiedra. Se han elaborado, aprobado y están a punto de ponerse en práctica anteproyectos sobre la salud de la nación, la salud de Europa y la salud del mundo. Se recoge, clasifica y almacena información computarizada sobre perfiles de estilos de vida. Se invita a que la gente sana se someta a «chequeos» anuales. El screening está a la orden del día, y el control eugénico está a la vuelta de la esquina. Se han necesitado 2.500 años en convertir en realidad la utopía de Platón. La perversión extrema de la noble misión de la medicina es la participación de los médicos en la aplicación de la pena de muerte. En el mundo «civilizado», el peor ejemplo es el de Estados Unidos. Muchos

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médicos americanos creen que ayudar a ejecutar a un convicto es no sólo ético sino que constituye una obligación cívica (20). La Asociación Médica Americana (American Medical Association) no se opone a la pena capital (21). Según un informe de Ammistía Internacional publicado en 1992, sólo en tres países se ejecutan más personas que en Estados Unidos: China, Irán y la antigua Unión Soviética. Durante una Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en diciembre de 1989, los Estados Unidos votaron en contra de una moción para considerar la pena de muerte como una violación de los derechos humanos (22). La participación de los médicos en las ejecuciones ordenadas por el Estado tiene varias formas. Los psiquiatras pueden certificar que una persona es «competente para ser ejecutada», o pueden aplicar «tratamientos» para restaurar la aptitud de un prisionero para ser ejecutado (23). Los médicos de prisiones realizan en la persona condenada un «examen médico antes de la ejecución» para establecer que él (u ocasionalmente ella) son «aptos» para ser ejecutados, y después inyectan un medicamento al «paciente» para que «se relaje» (24). Cuando en 1984, Margie Barfield fue ejecutada mediante una inyección letal en Raleigh, Carolina del Norte —la primera mujer ejecutada en Estados Unidos desde hacía 22 años— hubo un intento frustrado de utilizar sus órganos para trasplantes (25). La ejecución mediante inyección de una dosis letal de medicamentos, «hasta que la muerte es certificada por un médico colegiado», fue legalizada por primera vez en Oklahoma y en Texas en 1977. Otros estados americanos pronto promovieron leyes similares, en parte con la esperanza de que «el nuevo método estimulara a más miembros de los jurados a votar a favor de la pena de muerte» (26), ya que la cámara de gas o la silla eléctrica eran percibidos como métodos demasiado bárbaros. En 1990, tres médicos residentes de la Universidad de Illinois ayudaron a ejecutar a Charles Walker, que había sido sentenciado a morir con una inyección letal. Resulta irónico que un país obsesionado con la guerra contra las drogas, emplee medicamentos como castigo extremo. En algunos casos, los médicos monitorizan el proceso de la ejecución y aconsejan al verdugo si se necesita «medicación» o descargas eléctricas adicionales (27).

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La medicina totalitaria Los caminos para imponer la felicidad a toda la población fueron empedrados con las piedras doctrinarías de los filósofos franceses. Para J. L. Taalmon, los orígenes de la democracia totalitaria se remontan a Jean Jacques Rousseau («una de las naturalezas más inadaptadas y egocéntricas que jamás hayan existido») y a sus seguidores ideológicos, entre los que se contaban Robespierre, Saint-Just y Babeuf (28). Las utopías religiosas fueron reemplazadas por una religión secular basada en la Razón y en la Ciencia. En el nuevo orden natural, la felicidad sería compartida por todos, incluso por aquellos que tendrían que aprender a «sufrir con docilidad el yugo de la felicidad pública». Las cadenas de la enfermedad y el vicio desaparecerían y la única misión de los médicos sería la de prevenir que otras personas cayeran enfermas. Las enfermedades desaparecerían cuando la sociedad recobrara su orden natural. Michael Foucault, en The birth of the clinic («El nacimiento de la clínica»), hacía mención a los revolucionarios franceses que soñaban con un medio ambiente incesantemente supervisado, con ciudadanos instruidos y alimentados con regímenes dietéticos sencillos e imbuidos por un espartano sentido del deber, todo lo cual les permitiría permanecer sanos y felices hasta que les llegara la muerte a una edad avanzada. Sin embargo, la dictadura era un primer paso necesario para la liberación final. El primer departamento gubernamental de salud pública fue establecido en 1789, año de la Revolución Francesa, y su director fue el doctor Guillotin (29). Resulta paradójico que en el Siglo de las Luces, cuando se destruyeron las falsas certezas de los dogmas religiosos y se liberó al hombre de la superstición, se forjaran al mismo tiempo nuevas cadenas para esclavizar al hombre, al considerarle como una máquina gobernada por leyes materialistas y deterministas. Durante el siglo xix, se apagó temporalmente la veta mesiánica de la salud pública, siendo reemplazada por la policía médica, que se hizo cargo de tareas como el control obligatorio de las prostitutas. El concepto de policía médica fue desarrollado en Alemania durante los siglos xvn y xvm, y formaba parte de la política mercantilista encaminada a asegurar mayor poder y riqueza para el monarca y el Estado (30). A finales del siglo xvm, las palabras Gesundheits-Polizei (policía de la salud) figuraban en el título de varias revistas médicas alemanas. A

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principios del siglo xix, los términos Saatsarzneiwissenschaft (ciencia médica del estado) y Gesundheit des Staatcs (la salud de la nación) eran utilizados con frecuencia. Rudolf Virchow, fundador de la patología celular, comparaba al cuerpo humano con el Estado y las células con los cuidadanos. La política era, para él, como la medicina pero a mayor escala. La salud de los «organismos sociales» era mantenida por los médicos que actuaban en nombre del Estado, en el interés de la sociedad y de las futuras generaciones. Weindling ha mostrado cómo estas ideas sirvieron para crear los cimientos de la política de salud del Nazismo (31) Acontecimientos similares ocurrían en Gran Bretaña. Lord Rosebery, que llegaría a ser el líder del partido liberal, afirmaba en un discurso pronunciado en la Universidad de Glasgow en 1900: «Un Imperio como el nuestro requiere como primera condición una Raza Imperial —una raza vigorosa, industriosa e intrépida—. Pero ¿estamos criando semejante raza? [...] Recordemos que cuando promovemos la salud y combatimos la enfermedad, cuando convertimos a un ciudadano enfermo en uno sano [...] además de cumplir con nuestro deber estamos trabajando para el Imperio. La salud de cuerpo y de espíritu exalta a una nación en la competición por el universo. La supervivencia del más sano es una verdad absoluta bajo las condiciones del mundo moderno (32)». Los reformadores de la alimentación, como el campeón inglés de tenis, Eustace Miles, en su libro de 1902, Avenues to health («Los caminos de la salud»), abogaban por el establecimiento de una dieta nacional que incrementaría la vitalidad y la fuerza moral de la nación. La salud era una obligación «hacia nosotros mismos, hacia la nación, hacia todas las naciones y hacia la posteridad. Es, en una palabra, nuestra obligación con Dios» (33). Esta combinación de darwinismo social, moralidad y bio-estilismo se parece de modo sorprendente al culto actual por la salud. Hoy en día, los gobiernos prescriben «dietas nacionales» con renovado entusiasmo. Las naciones se han convertido en pacientes. Estar sano es una obligación de los ciudadanos. Quién recuerda ahora lo que Henri de Mondeville escribió en su libro Chirurgie («Cirugía») en 1320:

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«Quienquiera que crea que una misma cosa puede convenir a todo el mundo es un gran necio, porque la medicina no se practica en los seres humanos en general sino en cada individuo en particular» (34). El punto culminante de la «higiene social» al servicio del Estado fue alcanzado por el Tercer Reich. Su eslogan dominante era Gesundheit ist Pflicht (la salud es una obligación). Se ponía más énfasis en la prevención que en las necesidades individuales. El médico era un agente del Estado. La salud era la norma y la enfermedad era la consecuencia de un estilo de vida malsano o un signo de degeneración hereditaria. La glorificación de la salud (que era equiparada a la belleza) y la inculpación de los enfermos recibió el apoyo incondicional de la clase médica. Sólo durante la última década ha sido posible en Alemania analizar con objetividad la ideología nazi de la salud pública, y hoy día ya se dispone de numerosos estudios excelentes escritos en alemán. El corresponsal médico del Journal of the American Medical Association informó de la situación durante 1938-1939 pero sus informes no provocaron ninguna reacción crítica en los Estados Unidos. La obligación principal de los médicos alemanes era preservar la salud y la pureza racial de la nación. El secreto profesional dejó de ser un precepto obligatorio ya que el bien público debía preceder a los intereses individuales. El abuso del tabaco y del alcohol se convirtieron en las grandes amenazas para la salud pública, y de ellas se responsabilizaba al liberalismo de la era pre-Nazi. El criterio de una vida útil era la capacidad en los varones de luchar por la madre patria, y en las mujeres de procrear niños sanos y racialmente puros (35). Para Josef Goebbels, beber café era un acto antipatriótico. Toda publicidad sobre el tabaco dirigida a las mujeres, los deportistas y los conductores de coches fue prohibida (36). Incluso el tiempo de ocio de los trabajadores necesitaba la supervisión del Estado y para ello se empleaba un sistema denominado Freizeitgestalung (organización del tiempo libre). En Scylla y Charybdis, un premonitorio ensayo escrito en los años treinta, Bertrand Russell advertía sobre la «falacia de los manipuladores», basada en la creencia de que las sociedades eran máquinas inanimadas que podían ser manipuladas para fines y funciones preestablecidas. En cuanto a la medicina comunista, sus características fueron esbozadas por primera vez en Voyage en Icarie («Viaje a Icaria») por Etienne Cabet (1788-1856), un revolucionario francés seguidor de Ba-

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beuf. Hausheer ha publicado un excelente y exhaustivo análisis de los pensamientos de Cabet sobre la medicina y el comunismo (37). En Icaria, el estado comunista ideal, los médicos no tendrían que depender de la práctica privada, ya que serían miembros asalariados de la comunidad, y sus servicios serían gratuitos para todos. El título de «médico» sería abolido por ser una reliquia de la jerarquía artificial del pasado, y los nuevos graduados se llamarían «médicos nacionales» o «cirujanos nacionales». Se realizaría la autopsia de todos los cadáveres para favorecer el avance de la ciencia. Un estilo de vida saludable sería la llave de la salud de la nación. Habría que hacer ejercicio físico y no se tolerarían el abuso de la comida y de la bebida, los excesos sexuales o el consumo de tabaco (contra el que Cabet tenía sentimientos particularmente hostiles). La meta de la ciencia médica sería prevenir que ocurrieran las enfermedades. Sólo aquellos individuos que tuvieran las cualidades físicas y mentales adecuadas estarían autorizados a tener hijos. No sería necesario imponer estas medidas desde arriba puesto que estarían avaladas por un consenso nacional democrático. Cualquier persona que haya vivido en un país comunista encontraría extraña esta premonición. Los resultados de décadas de promoción de la salud en los países comunistas deberían ser cuidadosamente estudiados y evaluados por todos aquellos que intentan introducir principios similares en las democracias occidentales. Por ejemplo, ¿qué beneficios se han obtenido de los programas obligatorios de screening del cáncer de cérvix organizados por los estados comunistas? Una delegación de eminentes médicos británicos que visitó Rusia en 1960 quedó impresionada por el énfasis soviético en la promoción de la salud. «Los métodos rusos parecen estar pagando dividendos. Si bien muchos hombres y mujeres de mediana edad tienen un aspecto triste y cansado, los niños y los jóvenes parecen sanos, felices y amistosos. "Anticiparse a la enfermedad" es la consigna nacional. "Adopta hábitos sanos de vida" demanda el Estado. Un Estado que ayuda restringiendo la venta de vodka y aumentando su precio. Se pone además mucho énfasis en el ejercicio físico» (38). Estos médicos eran tan ingenuos como sus colegas americanos que, acompañando al presidente Nixon en su visita a la China maoísta, que-

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daron fascinados por las operaciones quirúrgicas realizadas con acupuntura como anestesia. Para Ludwig von Mises, el denominador común de los sistemas políticos fascistas, comunistas, e incluso socialistas es la asignación «al Estado de la tarea de guiar a los ciudadanos y de mantenerlos bajo su tutela. Su meta es impedir que los individuos actúen libremente. Se persigue moldear su destino y conferir todas las iniciativas al gobierno». Von Mises apunta que la diferencia entre el comunismo y el fascismo de un lado, y el socialismo del otro, está sólo en los medios para conseguir idénticos fines. Esta tutela permanente, a la que Von Mises llama estatismo y los autores británicos denominan «estado niñera», existe de hecho en algunas democracias occidentales, aunque en una versión diluida, debido a condicionantes constitucionales, filosóficos, políticos y morales. Las tentativas de la salud pública para controlar la vida privada son ocasionalmente descritas por los periodistas como «fascismo de la salud». Esta expresión es demasiado dura, aunque transmite la sensación de peligro. Una descripción más apropiada sería la de «fascismo de la salud con rostro humano» o «fascismo cordial de la salud». Es «cordial» porque se manifiesta como una preocupación paternalista y tiene que ver más con el «Nuevo Mundo» (Brave New World) de Huxley que con la visión brutal de «1984» (Nineteen Eighty-Four) de Orwell. Sin embargo, en esta «cordialidad» reposa su mayor peligro, ya que su tendencia hacia la salud dictatorial puede pasar inadvertida y no ser contestada. Los «estados niñera» occidentales, al no ser ni comunistas ni fascistas, basan su ideología en materia de salud pública en una mezcla de aportaciones de la derecha y de la izquierda. Como ha mostrado Talmon, la izquierda parte de la premisa de que el hombre es susceptible de perfeccionamiento, como pensaba Rousseau, y que cambiando el insano ambiente creado por el capitalismo radical, el hombre puede estar sano y ser feliz, aunque en ocasiones sean necesarias algunas medidas de coacción. La izquierda argumenta que intentar cambiar el estilo de vida de la gente, sin cambiar las presiones sociales y comerciales que fuerzan a la gente a llevar una vida poco sana, está condenado al fracaso y que su único resultado es inculpar a la víctima. Por ejemplo, se sabe que los pobres sufren más enfermedades y tienen una esperanza de vida más corta, pero ¿debería culparse por esto al estilo de vida o a las condiciones políticas que son la causa de la pobreza? Esta clase de análisis,

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que parece ser «bien intencionado» por su preocupación social, enmascara sus motivos políticos. Al ligar la pobreza con la enfermedad (lo que no es irracional por sí mismo) los marxistas prometen que en una sociedad sin clases la salud de los pobres mejoraría. Ésta no ha sido la experiencia de la clase trabajadora en los países comunistas. Además, la izquierda en varios de sus manifiestos sobre la salud propone incrementar los poderes del Estado para prescribir actividades saludables y proscribir actividades nocivas. Por otra parte, la derecha está más preocupada por la «nación» que por el individuo. Para que una nación pueda mantener un alto grado de disponibilidad para defender la supremacía de la raza, la población debe ser responsable de su propia salud. Muy a menudo, este argumento se presenta en términos de economía de la salud. Cuidar a los enfermos es caro. Los pacientes «deben pagar», especialmente ahora que se considera que la mayoría de las enfermedades son «causadas» por estilos de vida no saludables. Los documentos del Ministerio de Sanidad británico están repletos de directrices políticas que presuponen que el individuo debe controlar y ser responsable de su salud. Para el ciudadano existen pocas diferencias entre si estas directrices —como la lista de las metas nacionales sobre el ejercicio físico publicada por la Facultad de Salud Pública en febrero de 1993— emanan de la derecha o de la izquierda, ya que en cualquier caso está amenazado por la tiranía de la mayoría si escoge no cumplir su cuota de ejercicio. Cualquier sistema obligatorio para hacer a los hombres libres, o sanos, termina por esclavizarlos o por quitarles la salud. Ésto es lo que Illich denominaba la medicalización de la vida. Las siguientes declaraciones de L. W. Sullivan resultan inquietantes: «Sólo con el liderazgo, el apoyo y la asistencia de los profesionales de la salud americanos se pueden alcanzar las importantes metas que mejorarán la salud de nuestros ciudadanos y asegurarán la viabilidad de nuestra nación» (40)».

Lo «correcto» en materia de salud es sólo una faceta de lo «políticamente correcto». Un editorial del Sunday Times describía este proceso como intolerancia malévola, «tan odiosa en todas sus formas como las actividades del partido Nazi en Alemania durante su ascenso al poder» (41). De manera similar, Paul Johnson vio en la nueva corrección

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política «la forma más peligrosa de fascismo liberal» salida de la veta puritana y fanática americana (42). La revista The Economist, en un artículo de 1990, denunciaba la tiranía del conformismo que está inundando América: «Pensar correctamente sobre temas como el tabaco o los programas para corregir las desigualdades raciales... contribuyen a crear la cultura del conformismo» (43). El conformismo es un signo de totalitarismo progresivo. Aquellos que se conforman «bien por avaricia, cobardía, estupidez o entusiasmo genuino... casi invariablemente desarrollan intensos sentimientos de hostilidad hacia los que se apartan y observan con escepticismo el nuevo poder» (44). Cualquier desviación de la norma, del promedio o de «lo normal» marca a una persona como políticamente desleal, irresponsable o peligrosa. Lo que amenaza la «viabilidad de la nación» no son los individuos que actúan libremente sino el conformismo forzado que presagia la muerte de una sociedad. El fascismo y el comunismo son formas históricas de totalitarismo que tienen pocas probabilidades de reaparecer de la misma forma en las democracias occidentales, y menos aún bajo el mismo nombre. El «mejor de los mundos» del año 2000 está siendo proclamado en nombre de la ciencia médica, de la genética y de las promesas de longevidad.

La policía del embarazo Los órganos sexuales de la mujer han sido siempre objeto de la mirada inquisitiva de los hombres. La literatura médica del siglo XIX estaba interesada en examinar, explorar, cortar, escindir y mutilar los genitales femeninos. El útero era descrito tradicionalmente como un animal salvaje, que podía atacar cualquier otra parte del cuerpo de la mujer y causar serios desórdenes, a no ser que fuera domado. La principal función del cuerpo de la mujer era procrear una descendencia robusta para el progenitor, y por consiguiente la reproducción femenina debía ser controlada por una profesión dominada por los hombres. En una época «tan liberal» como la nuestra resulta sorprendente que las mujeres sean tratadas todavía como máquinas de procrear, o como contenedores de fetos. La mayoría de los ejemplos vienen de Estados Unidos, como era de esperar.

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Según el Christian Science Monitor, «al menos 50 mujeres han sido inculpadas con crímenes por su comportamiento durante el embarazo» (45). La criminalización de la maternidad ha sido estudiada por Ernest Drucker, profesor de epidemiología y de medicina social en el Montefiori Medical Center del Bronx, en Nueva York, donde alrededor de una cuarta parte de las mujeres que dan a luz consumen drogas como la cocaína (46). Alrededor de la mitad de los recién nacidos dan positivo a las pruebas de detección de drogas, por lo que son separados de sus madres y confiados a familias que aceptan adopciones temporales. Drucker cita el caso de una mujer puertorriqueña pobre que había sido separada de su bebé después del alumbramiento. Esta mujer regresó al hospital y se llevó a su bebé, y su acción fue descrita como un «secuestro». Secuestrar a tu propio hijo es un nuevo crimen. Drucker comentaba que quizás esta mujer era una mala paciente, pero que era una buena madre. George Annas, un profesor de derecho médico, ha analizado el primer caso en América en el que una mujer fue acusada del crimen de «negligencia fetal» (47). Esta mujer sufría una complicación del embarazo conocida como placenta previa pero no siguió las órdenes de su médico, que incluían no permanecer de pie, evitar los contactos sexuales y no tomar anfetaminas. El bebé murió poco después de nacer. Annas se preguntaba: «¿Tiene algún sentido decretar que una mujer embarazada debe vivir para su feto? [...] Que ella comete un crimen si no come alimentos sanos, si fuma o bebe alcohol; si consume drogas (legales o ilegales); si mantiene relaciones sexuales con su marido? [...] Favorecer sistemáticamente al feto devalúa a la mujer embarazada, y la convierte en una incubadora inerte, o en un medio de cultivo para el feto. Esto hace de la mujer un ciudadano inferior». Las mujeres han sido siempre, al menos a los ojos de la medicina, ciudadanos de segunda clase, pero esto ha sido enmascarado con la retórica de la igualdad. Muchas mujeres han sido despedidas de trabajos que se consideraban peligrosos para el feto, aunque no estuvieran embarazadas. En 1978, la empresa American Cyanamid despidió a todas las mujeres en edad de procrear (entre los 16 y los 50 años) de sus plantas industriales en el oeste de Virginia, a menos que pudieran probar

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que habían sido esterilizadas. Se ofreció esterilización gratuita y cinco mujeres aceptaron para no ser despedidas (48). En 1990, en Estados Unidos, cuando la advertencia a las mujeres embarazadas del Director General de Salud Pública (Surgeon General) apareció, conforme a la ley, en todas las bebidas alcohólicas, en algunos restaurantes los camareros se negaron a servir bebidas alcohólicas a mujeres embarazadas por miedo a que pudieran nacer bebés con malformaciones. La policía del embarazo espía a las mujeres que beben. Una mujer de Wyoming fue encarcelada por «abuso prenatal» porque unas enfermeras detectaron olor a alcohol en su aliento. En Nevada, una mujer que había bebido cerveza el día antes de dar a luz perdió la custodia de su hijo (49). En varios estados norteamericanos, las intervenciones obstétricas pueden hacerse preceptivas por mandato judicial. El New England Journal of Medicine citaba 21 de estos casos en mujeres que, por lo general, eran solteras, pobres y de color: «Si se acepta que puedan hacerse cesáreas forzadas, detenciones hospitalarias y transfusiones intrauterinas, esto podría facilitar la aparición de órdenes judiciales para realizar screening prenatales, cirugía fetal, o para restringir la dieta, el trabajo, las actividades atléticas y sexuales de las mujeres embarazadas» (50). Toda esta aparente preocupación sobre el bienestar del feto cuando la mujer está, metafóricamente o no, atada a la mesa de operaciones contra su voluntad, tiene pocas probabilidades de mejorar la atención obstétrica, dado que las mujeres que más cuidados necesitan preferirán dar a luz en los lavabos o bajo un seto. Una mujer americana de 28 años que padecía un cáncer terminal y estaba embarazada de 26 semanas quiso morir con su bebé. Sus deseos fueron desoídos por un jurado que decretó una cesárea. Un obstetra realizó la operación, y ambos, la mujer y el bebé, murieron (51). En 1981, en Georgia, Estados Unidos, una tal señora Jefferson se encontraba en su último mes de embarazo cuando un médico diagnosticó una placenta previa y ordenó una cesárea. La mujer no consintió y fue llevada a juicio. Durante el proceso el médico mantuvo que había un 99 % de probabilidades de que el niño muriera y un 50 % de probabi-

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lidades de que la madre muriera si no se realizaba la cesárea. La mujer ganó la apelación ante el Tribunal Supremo de Georgia y, poco después, dio a luz a un bebé sin necesidad de ninguna intervención quirúrgica (52). En Australia, el Tribunal Supremo de Nueva Gales del Sur, adjudicó 2,8 millones de dólares australianos a una joven con parálisis cerebral que denunció a su madre por haber fumado, bebido alcohol y conducido peligrosamente durante el embarazo (53). Mientras que algunas mujeres pueden ser forzadas a mantener su embarazo en contra de sus deseos, a otras se las puede obligar a no quedarse embarazadas. En 1992, un juez californiano decretó que una mujer convicta por «abuso de menores» debía elegir entre someterse a llevar un implante anticonceptivo bajo su piel o ir a la cárcel. El empleo punitivo de la anticoncepción es una práctica judicial cada vez más frecuente en los Estados Unidos (54). Normalmente pasan entre 15 y 20 años antes de que las modas de la salud pública americana sean adoptadas en Gran Bretaña. Según el corresponsal de asuntos legales de la revista The Lancet, Diana Brahams, bajo las leyes británicas prevalecen los intereses y deseos de la madre (55). Sin embargo, en octubre de 1992, un juzgado de Londres ordenó una cesárea urgente en una mujer de 30 años, que se negaba a ser operada por razones religiosas. La operación «para salvar la vida» terminó con la muerte del niño (56). También en 1992, en Erlangen, Alemania, una mujer de 18 años embarazada de cuatro meses murió en un accidente de automóvil. Se decidió mantener a esta mujer con muerte cerebral unida a una máquina de soporte vital hasta que el bebé fuera viable. El feto nació muerto (57). Los poderes de la policía pueden llegar hasta forzar a las mujeres a someterse a un examen ginecológico si existen sospechas de que se les haya realizado un aborto ilegal en otro país. Según un estudio realizado en 1991 por el Instituto de Derecho Internacional Max Planck en Friburgo, se daban alrededor de diez de estos casos al año, especialmente entre mujeres alemanas que regresaban de Holanda (58).

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La monitorización de los estilos de vida El examen y el diagnóstico son el centro del oficio médico. La palabra examen proviene del término latino que designa el fiel de la balanza y significa «indagación y estudio que se hace acerca de las cualidades y circunstancias de una cosa o de un hecho»; consecuentemente, es una forma de escrutinio para detectar cualquier desviación de la norma. Michael Foucault en Surveiller et punir (59) («Vigiliar y castigar») mantiene que el «examen» es el principal medio de control, ya que combina las técnicas de observar y emitir un juicio normativo. Los sujetos bajo el control de la autoridad se convierten en objetos que son clasificados, medidos, sometidos a screening y etiquetados como «normales» y «anormales», o «desviados». Ya en 1963, Erwin Goffman destacaba que en Estados Unidos sólo había un tipo de hombre perfecto: «Varón joven, casado, blanco, urbano, del norte, heterosexual, protestante, padre de familia, licenciado, con trabajo fijo, buena complexión, talla y peso adecuados y que hace deporte con regularidad» (60). Nelkin y Tancredi han constatado cómo en Estados Unidos se están utilizando los resultados de los test biológicos para definir y modelar las opciones individuales de manera que se adapten a los valores institucionales (60) El screening médico en personas sanas es una vía más para recoger información sobre la vida privada de los ciudadanos. Una investigación realizada por un subcomité del Senado norteamericano sobre la «dictadura de los informes» reveló que un ciudadano americano medio tiene de 10 a 20 informes en los ordenadores del gobierno o de compañías privadas. Esto era en 1970. Es probable que en la actualidad la situación haya empeorado. H. L. Mencken describió a las personas consideradas «normales» como «el interminable rebaño de hombres indistinguibles y casi indiferenciados, los ceros, los cartuchos vacíos de la raza —los productos finales del conformismo». La aparente benevolencia de los propósitos del screening de salud —prevenir la enfermedad y prolongar la vida— es lo que les hace particularmente peligrosos, ya que sus aspectos más siniestros pasan desapercibidos. No existen pruebas que demuestren que el screening masivo de salud en gente sana disminuya su riesgo de enfermar. Sin embargo, disponemos de evidencias que confirman que las pruebas anormales («positivas») llevan a la discriminación —por ejemplo, en las ofertas de empleo, en la atención médica y en el aseguramiento sa-

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nitario— o provocan estigmatización social. Como Deborah Stone ha señalado al respecto, gran parte de los screening de salud no detectan estadios tempranos de enfermedad sino la presencia de «factores de riesgo», es decir, componentes de comportamiento o bioquímicos cuya presencia se relaciona con la probabilidad de contraer alguna enfermedad en el futuro. «A menudo los epidemiólogos, los médicos y los políticos consideran que la estimación de la probabilidad de que a un individuo le suceda algo es una característica importante de dicho individuo» (62). A pesar de que la mayoría de las personas pueden no llegar a sufrir las consecuencias esperadas por «tener» un determinado «factor de riesgo», una vez que el factor ha sido identificado, el riesgo se materializa en algo real —como una parte de la constitución de la persona. Este nuevo concepto estadístico o actuarial de riesgo pasó a formar parte de la retórica de la promoción de la salud en los años setenta. En 1975, L. White advertía que «el estilo de vida se ha convertido en el principal peligro para la salud» (63) y en 1979, un informe sobre promoción de la salud y prevención de la enfermedad del Surgeon General, titulado Healthy People («Gente Sana»), atribuía «casi la mitad de las muertes registradas en los Estados Unidos [...] a los hábitos no saludables o al estilo de vida» (64). De la cuantificación del peligro surgió el concepto de factor de riesgo, en la línea de las tendencias neopuritanas hacia la normalización de los hábitos de vida. La búsqueda de factores de riesgo a gran escala sirve para dividir a la población en dos grupos, uno de normales y responsables, y otro de inadaptados e irresponsables que malgastan los recursos del Estado y amenazan la «supervivencia de la nación». Desde un punto de vista técnico, los factores de riesgo no tienen nada que ver con las causas de las enfermedades, y su introducción es un ejemplo de malabarismo estadístico para dotar de una «explicación» a mecanismos causales que, en realidad, se desconocen. Por ejemplo, la homosexualidad es un factor de riesgo del SIDA. Sin embargo, resulta evidente que la homosexualidad no es la causa de la enfermedad, y que incluso si se exterminara a todos los homosexuales no se erradicaría la enfermedad. Tener carnet de conducir es un factor de riesgo para sufrir un accidente de automóvil. Saber nadar es un factor de riesgo para morir ahogado. Ser japonés es un factor de riesgo para morir

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por harakiri. En general, el estudio de los factores de riesgo y su detección en las personas no nos ayuda a comprender los mecanismos causales. Con frecuencia, los factores de riesgo sirven más para oscurecer que para iluminar la senda hacia un entendimiento adecuado de las causas. Hagen Kühn ha señalado que la prevención basada en la epidemiología de los factores de riesgo se fundamenta en la clase de lógica que lleva a meter el termómetro en un recipiente con hielo para disminuir la temperatura de la habitación (65). La información recogida durante las campañas de screening de los factores de riesgo raramente beneficia a las personas que participan en ellas, pero es aprovechada por quienes las organizan. En los países comunistas los chequeos periódicos eran a menudo obligatorios, y esta práctica se está extendiendo en la actualidad por las democracias occidentales. ¿Un ejemplo? En 1991, el gobernador de Maryland, W. D. Schaefer, propuso que todos los beneficiarios del sistema nacional de salud deberían someterse a exámenes regulares para poder optar a ayudas económicas (66). El abuso del screening en el lugar de trabajo y por las compañias aseguradoras se discute más adelante. El reverso de la moneda del screening es «culpar a la víctima». Cuando una persona sufre un ataque al corazón, y en un screening previo se hubiese encontrado que su colesterol era «alto», la enfermedad o la muerte podría ser interpretada como «auto-infligida», sobre todo si dicha persona no hubiera modificado su dieta como se le ordenó. A. R. Moore, un cirujano australiano, trató este problema en el Journal of Medical Ethics y concluía que dado que «la mayoría de las enfermedades modernas son auto-infligidas», los pacientes deberían ser penalizados mediante un «cálculo de culpabilidad». Para el doctor Moore, negarse a tratar a un paciente no es aceptable como regla general, pero las «multas económicas» incentivarían el cumplimiento de los consejos que se dan a los pacientes (67). No puedo discernir ningún atisbo de ironía swiftiana en la propuesta de Moore. Allegrante y Sloan proporcionaron una explicación psicológica para la versión moderna de la culpación de la víctima: «Tendemos a percibir el mundo como un lugar justo en el que la gente recibe lo que se merece y merece lo que recibe. Esto se aplica no sólo a aquellos que se benefician de sucesos positivos, sino también a los que son víctimas de la desgracia [...] de esta manera, al menos psi-

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cológicamente, nos protegemos contra la posibilidad de sufrir las mismas enfermedades» (68).

Como observa Leichter, el debate actual sobre el SIDA se acomoda confortablemente a esta visión del mundo (69). El rechazo a tratar personas estigmatizadas, sin embargo, está muy extendido en la actualidad entre la profesión médica. Por ejemplo, en un hospital de Melbourne, un comité de consultores médicos recomendó que no se atendiera a pacientes VIH positivos (70). Y en 1993, el Consejo Nacional de la Asociación de Especialistas de los hospitales irlandeses decidió que los jefes de servicio tenían el derecho de negarse a tratar pacientes con SIDA o a aquellos con «un riesgo significativo de SIDA». Esta última categoría incluía a drogadictos, homosexuales y «personas que hubieran tenido relaciones heterosexuales u homosexuales mientras vivían en ciertas partes del mundo» (71). Según una encuesta, el 22 % de los médicos generales irlandeses de más de 40 años pensaba que era razonable negarse a tratar pacientes VIH positivos, y el 38 % estaba de acuerdo con realizar las pruebas diagnósticas del VIH sin el consentimiento de los pacientes (72). Discriminaciones similares se aplican a los fumadores. Un precedente se encuentra en la revista American Mercury dirigida por H. L. Mencken: «Noticias médicas del Pontífice de los Mormones publicadas por el Salk Lake Telegram: El Presidente Grant ha dicho que existen muchos médicos eminentes que no atienden embarazos si la madre es fumadora, porque la tasa de mortalidad es demasiado alta para arriesgar su reputación» (71).

Samuel Butler satirizó la culpación de la víctima en Erewhon hace más de cien años. En el mundo erewhoniano las enfermedades eran consideradas al mismo tiempo como criminales e inmorales. Existía una graduación de la culpa y del castigo, dependiendo de la gravedad de la enfermedad. Mientras que quedarse ciego o sordo a los 65 años se castigaba con una multa, las personas jóvenes con enfermedades graves recibían severas penas de cárcel. Cuando la enfermedad era crónica, por ejemplo la bronquitis crónica, los afectados eran considerados reincidentes y acusados de «bronquitis agravada». Por otra parte, los pirómanos y los falsificadores de cheques eran enviados al hospital y tratados con cargo a los gastos públicos.

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Hoy día está sucediendo algo similar. Las personas que enferman por llevar un «estilo nocivo de vida» son castigados mucho antes de contraer alguna enfermedad relacionada con sus hábitos. Sin embargo, se estudia a los criminales para detectar la presencia de genes «criminales» y se les administran tratamientos en hospitales psiquiátricos. No es raro ver pedófilos etiquetados como enfermos que reciben más atención médica que sus víctimas. Incluso el Vaticano está siguiendo la moda de manipular las culpas. Según un despacho de la agencia Reuter: «El Vaticano dijo ayer que la sociedad permisiva debería reconocer su parte de culpa en los casos de abuso sexual en menores cometidos por los sacerdotes católicos» (74). ¿Acaso sodomizar monaguillos es realmente una ofensa moderna? Un detenido recorrido por las penitenciarías medievales serviría para que nadie se sintiera víctima de un abuso por una noción tan ingenua. «Es raro que todas las libertades se pierdan de repente», escribió David Hume. Cuando el poder del Estado invade la libertad en nombre de la «salud», son muchos los que no ven ni siquiera la amenaza, puesto que en lenguaje cotidiano la «salud» no está asociada con la esclavitud. Ésto hace que la estrategia de conquista del poder a través de la salud sea más efectiva. Las libertades se ganan o se pierden, pero nunca se ofrecen en bandeja de plata. Dado que las reglas del juego del poder siempre están a favor de la autoridad y no de los individuos, es necesaria una vigilancia constante frente a las renovadas amenazas contra la libertad (que a menudo se presentan engañosamente como medidas para reforzar la libertad). En el estado teocrático, Dios era la máxima autoridad y gozaba de un poder absoluto del que eran investidos, por delegación, los sacerdotes. Cualquier acto de desobediencia («pecado») era tenido anotado y castigado. Aquello que escapaba al control de los curas era inscrito por la policía celestial en el Libro de la Vida, o al menos eso era lo que se le decía a los creyentes: «El Juez Supremo conserva el libro en el que cada acción y deseo, cada palabra y pensamiento del difunto han sido escritos. Aunque jamás haya tocado una pluma o leído un libro, aunque jamás haya dictado una sola línea o sellado una carta, aquel que tiene fe debe recordar, cada vez que entre por la puerta de la iglesia, que incluso con sus pensamientos

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más secretos escribe el libro de su vida, por el que será juzgado el día del Juicio Final» (76). En el Estado iatrocrático (por usar el término de Szasz), el poder es delegado en los sacerdotes del cuerpo y en los sacerdotes de la mente. La «salud» es la virtud suprema y debe mantenerse a cualquier precio. Toda persona, aun sin darse cuenta, escribe su propio informe donde cada desviación de la norma es anotada durante las actividades de screening. Se toman notas sobre el estilo de vida, los factores de riesgo y el perfil genético. Los médicos, los patronos, las compañías de seguros y la policía conservan (o pronto lo harán) en sus ordenadores interconectados toda la información requerida, de manera que toda persona será juzgada cuando pida trabajo, vaya al médico, solicite una póliza de seguros, intente viajar al extranjero o quiera tener hijos. El «culto a la salud» como ideología del Estado es el anteproyecto del Estado iatrocrático. Sus planes de desarrollo se están aplicando gradualmente. Este libro pretende ser una advertencia. Espero que no sea demasiado tarde.

El operario «estajanovista» Alexei Estajanov 7 es una leyenda soviética. Fue un minero que pulverizó todas las normas y que llegó a cavar 102 toneladas de carbón durante un turno de trabajo. Esto sucedió en 1935, durante la época de los peores excesos del régimen de terror estalisnista. Estajanov fue proclamado héroe nacional y era considerado como un glorioso ejemplo para todos los trabajadores soviéticos. Ni bebía ni fumaba. En un libro publicado por la Oficina de Asuntos Nacionales de los Estados Unidos (US Burean of National Affairs) titulado Medical Screening for Workers («Revisiones Médicas para Trabajadores»), se cita a un médico especialista en salud laboral que declaró ante un comité del Congreso que la obligación de los médicos de empresa «es la de proveer a la industria de trabajadores que sean los especímenes físicamente más perfectos que nosotros podamos encontrar» (76) La búsqueda del perfecto trabajador estajanovista, abandonada por los países comunistas, ha sido ahora retomada por los empresarios de las demo7

Transcripción fonética del nombre ruso Stakhanov.

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cracias occidentales. Para ello se aplican a las personas que solicitan un empleo tests psicológicos y biológicos. Hasta 1988, se habían realizado en Estados Unidos más de 2 millones de pruebas con el «detector de mentiras» entre personas que buscaban empleo, pero las regulaciones impuestas ese año por el Ministerio de Trabajo restringieron este tipo de prácticas (77) Los tests de personalidad, todavía empleados en los Estados Unidos, han sido descritos por el psicólogo R. L. Lowman como algo asombrosamente similar a la lista de virtudes de los boy-scouts. Alrededor de cinco millones de americanos realizan «tests de honestidad» cada año; aquellos que no los pasan, se quedan sin trabajo (78). Muchas compañías utilizan chequeos por sorpresa para detectar la presencia de drogas en la orina. La detección de metabolitos de nicotina en la orina, incluso si la persona no fuma en el lugar de trabajo, podría dificultar un ascenso o la posibilidad de obtener un empleo permanente (79). En 1987, en los Estados Unidos se analizaron más de cinco millones de muestras de orina para detectar restos de drogas tanto en empleados como en personas que buscaban trabajo. El director médico de la multinacional DuPont aseguraba en 1987 que estos análisis para rastrear drogas «han servido probablemente para romper las barreras psicológicas sobre las pruebas genéticas» (80). En Gran Bretaña los empresarios han comenzado a imitar el ejemplo americano. Así, la compañía británica de ferrocarriles British Rail anunció que a partir de octubre de 1993 se podría exigir a cualquiera de sus 90.000 trabajadores que se sometiera a «pruebas de aliento» para detectar la presencia de alcohol, incluso si sus puestos de trabajo no estaban relacionados con problemas de seguridad. Tener niveles de alcohol entre 30 y 80 miligramos (el límite para conducir automóviles es 80 miligramos) supondría la apertura de un expediente disciplinario (81). En menor escala, se ha dado rienda suelta a los burócratas para perseguir a los fumadores. En el campus universitario de Belfield en Dublin, todos los jefes de departamento recibieron el 28 de octubre de 1991 una circular firmada por el encargado de seguridad, cuyo nombre iba seguido por una lista de siete títulos académicos. Dicha circular informaba que se había sorprendido fumando a 25 personas en las instalaciones de la Universidad y que «se habían tomado sus nombres y direcciones. Por esta vez, a los infractores sólo se les había hecho una advertencia». Además, se incluía una copia de la carta enviada a cada

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uno de ellos, firmada por un burócrata del Servicio de Medio Ambiente, que terminaba con la siguiente advertencia: «Por esta vez he decidido no procesarle, [...] pero le aseguro que en el futuro haré nuevas inspecciones en Belfield, y que cualquier persona que sea sorprendida fumando será procesada sin previo aviso». Los contribuyentes pagan el sueldo y las dietas de estos husmeadores que huelen el aire de los pasillos de la Universidad en busca de pruebas incriminatorias. En Gran Bretaña, un hombre de 67 años y dueño de un famoso bar, recibió una notificación del Consejero de Medio Ambiente en la que se le advertía que si no dejaba de fumar su pipa mientras servía pintas de cerveza debería pagar una multa de 5.000 libras (alrededor de un millón de pesetas) y/o ir a la cárcel durante tres meses (82). Como dijo Bertrand Russell: «El deseo de hacer buenas acciones sirve para camuflar el amor al poder de la gente virtuosa». El screening genético de los empleados y de las personas que buscan trabajo es una extensión lógica y refinada de los screening médicos que han sido aceptados sin discusión desde hace tiempo. El screening genético se había extendido tanto en Estados Unidos que en 1982 tuvo que realizarse una investigación oficial. El informe final de la Oficina para la Evaluación de Tecnología (Office of Technology Assessment), reveló que un elevado número de grandes compañías planeaban utilizarlo o ya lo habían hecho. Según un artículo publicado en Science, los defensores del screening genético mantenían que el principio del screening para seleccionar trabajadores no era nuevo (83). Las compañías ferroviarias utilizaban rayos X para excluir candidatos con problemas de espalda. Los irlandeses con pecas y piel demasiado blanca no eran contratados por las industrias de alquitrán y creosota, porque se creía que podrían desarrollar cáncer de piel. Sin embargo, el toxicólogo Samuel Epstein describió el screening genético para seleccionar empleados como una nueva forma de culpar a la víctima y «suprimir a los susceptibles», en lugar de depurar los productos tóxicos en los lugares de trabajo. No existen grandes obstáculos legales para evitar que la industria emplee el screening genético. Por ejemplo, en 1938, en Baltimore, se realizaban análisis para detectar la sífilis en los trabajadores (con una prueba muy poco fiable) y según los resultados eran contratados o despedidos (84). Según un portavoz del Consejo de Ética y Política Sanitaria de los Estados Unidos, el screening genético es análogo al empleado

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para detectar enfermedades infecciosas o el consumo de drogas, y está respaldado por las leyes vigentes (85). Por consiguiente, está próxima la posibilidad de ver aparecer una nueva clase de «intocables genéticos». El libro de Elaine Draper Risky business (86) («Un negocio peligroso») presenta un análisis particularmente acertado de las tendencias actuales sobre el screening genético en los Estados Unidos. La lista de enfermedades de origen genético que podrían condicionar el mercado de trabajo es larga y ha convertido el desarrollo de pruebas genéticas en una boyante industria. Parece que con dichas pruebas se podría «predecir» la aparición del cáncer, de la cardiopatía isquémica, de la demencia, de las enfermedades mentales y de muchas otras. En el mundo de las compañías aseguradoras se ha producido un cambio gradual desde las «pólizas comunitarias», en las que todos los que participan en el mismo plan pagan las mismas primas de manera que la carga financiera se distribuye de forma igualitaria, hacia las «pólizas según riesgo», en las que aquellos que supuestamente tienen mayor riesgo pagan más. Esto ha generado una situación paradójica en la que aquellos con mayor riesgo y, por consiguiente, los que más necesitan el aseguramiento, son declarados «no asegurables». Con la desaparición de la tradicional confidencialidad médica y del secreto profesional, es relativamente fácil para las compañías aseguradoras obtener información relevante sobre sus clientes potenciales. Incluso pueden insistir en que el candidato presente los resultados de pruebas previas. Algunas compañías incluso realizan pruebas en sus clientes de forma subrepticia (87). Recientemente, el genético alemán Beño Müller-Hill comentaba que nuestros genes pueden llegar a excluirnos del mercado de trabajo o impedirnos la obtención de un seguro si las fuerzas del mercado así lo requirieran: «Lo que los nazis forzaron como un plan desde arriba puede llegar a convertirse en realidad como un proceso selectivo desde abajo, conducido por las fuerzas del mercado» (88). Este autor expresaba su temor al ver que hoy día muchos científicos consideran éticos los cálculos de coste-beneficio que los empresarios o las compañías de seguros utilizan para justificar sus prácticas de selección-exclusión. Muchos países exigen a los emigrantes que prueben que no son VIHpositivos antes de permitirles entrar en su territorio. Hace algunos años, la obligación impuesta a las emigrantes asiáticas de probar su virginidad fue la causa de un gran escándalo en Inglaterra. En Alemania, como ya hemos señalado, se interrogaba a las mujeres que regresaban del ex-

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tranjero si se sospechaba que podían haber ido a abortar. Así pues, la práctica del «chequeo médico» al cruzar las fronteras permanece aún vivo. Históricamente, el primer screening médico masivo y obligatorio fue, de hecho, realizado por los servicios de emigración. En 1891, bajo la mirada fría de la estatua de la Libertad, en la Isla Ellis del puerto de Nueva York, los pasajeros de tercera clase desfilaban de uno en uno frente a los oficiales del Departamento de Salud Pública de los Estados Unidos, quienes marcaban con tiza a cualquier «extranjero defectuoso» para que fuera deportado. Como documentó Elizabeth Yew, se examinaban las ingles de los varones para «detectar sífilis», y se realizaban citologías vaginales en las mujeres sospechosas de portar gonorrea (89). Como recordaba uno de los inspectores, los diagnósticos se realizaban de manera bastante casual: «Las líneas profundas alrededor de la boca parecían estar relacionadas con las hernias, los párpados caídos con el tracoma o algo parecido; cierta palidez indicaba que debía examinarse cuidadosamente el corazón y los ojos brillantes sugerían tuberculosis.» En 1919, la deportación se extendió a los individuos que profesaban «doctrinas sociales anómalas», y posteriormente ha ido afectando a los anarquistas, comunistas, homosexuales y a las personas VIH seropositivas. Según palabras de un emigrante, estar en la fila de la Isla Ellis era «la experiencia terrestre más parecida al Día del Juicio Final». Es fácil imaginar que en el futuro para cruzar las fronteras se exigirá someterse a análisis genéticos que identifiquen a los individuos con tendencia a la violencia, con enfermedad mental o con otras características socialmente inaceptables.

La tiranía genética Es una característica humana buscar una explicación para la desgracia de los justos y para la fortuna de los libertinos. La medicina, compitiendo con la teología, ofrece respuestas aparentemente científicas, y por tanto más creíbles, para los caprichos del destino humano. El fatalismo calvinista de la salvación a través de la gracia ha sido reempla-

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zado por los «marcadores genéticos»; la salvación mediada por las obras piadosas ha sido sustituida por la doctrina del estilo de vida. Los inmemoriales debates filosóficos que enfrentaban al libre albedrío versus determinismo y herencia han sido reemplazados por el «bio-estilismo»y la genética. La manipulación política de estos dos aspectos mutuamente excluyentes permite a los preventivistas afirmar que la gente puede controlar su equilibrio físico y mental si adopta un estilo de vida saludable, y que el riesgo de padecer una enfermedad puede, en la mayoría de los casos, ser detectado mediante pruebas genéticas. Como ocurre con todas las medias verdades, ni las explicaciones genéticas ni las medioambientales son completamente falsas. De cualquier manera, ni siquiera combinadas en proporciones variables sirven para «explicar» la condición humana, nuestros miedos y nuestros deseos, el amor y el odio, el egoísmo y el sacrificio personal. La idea de que el destino del hombre está escrito en sus genes existía mucho antes de que la genética se convirtiera en una ciencia. No se empleaba el término «gen» porque aún no había sido descubierto, pero esto no impedía que los «frenólogos» identificaran las características innatas de una persona por la forma y el tamaño de las protuberancias de su cráneo. Hacia finales del siglo xix, la escuela lombrosiana de antropología criminal desentrañaba las tendencias criminales de un individuo a través de los rasgos faciales y de ciertos «estigmas corporales», tales como órbitas oculares amplias, mejillas prominentes, fosas nasales distendidas, frente aplastada, pelo abundante, piel morena y bronceada, orejas puntiagudas, estrabismo ocular, etc. Otros estudiaban la forma del cerebro y la configuración de sus circunvoluciones. En 1882, durante el Congreso Médico Internacional de Viena, el doctor Benedict exhibió 50 cerebros de criminales ejecutados con los que demostró las características típicas de criminalidad (90). En un congreso de antropología criminal en París, la discusión se centró sobre la cuestión de si el criminal debería ser considerado una víctima indefensa de sus características anatómicas y, por tanto, si no tendría que ser exonerado de la responsabilidad sobre sus actos por enfermedad cerebral en lugar de ser catigado. Todavía se producen debates similares, aunque más sofisticados. Sin embargo, ya en 1889, un corresponsal del Provincial Medical Journal desacreditaba a la antropología criminal y a la frenología como pseudociencias, y citaba al Rey Lear (91):

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«He aquí la excelente estupidez del mundo... como si todos fuéramos villanos por necesidad... admirable subterfugio del hombre putañero cargar a cuenta de un astro su caprina condición» (Acto I, escena ii)8.

Hemos cambiado los telescopios por los microscopios, las estrellas por los genes, pero nos enfrentamos al mismo mensaje: el hombre no es culpable, los genes comandan su destino. Los nuevos neuro-calvinistas mantienen que «el libre albedrío es meramente una racionalización, un artefacto o un epifenómeno de la predestinación bioquímica y genética» (92). La idea de la reproducción eugénica de la raza humana tiene una larga tradición en Gran Bretaña. El término «eugenesia» fue introducido por el fundador del movimiento eugénico, Francis Galton, un erudito de suprema inteligencia pero que moralmente —según palabras de Peter Medawar— «era un fascista espiritual». Karl Pearson, un bioestadístico discípulo de Galton, fundador de la revista Biometrica y editor del Annals of Eugenics («Anales de Eugenesia»), ilustraba los estrafalarios razonamientos de los eugenecistas británicos con sus opiniones acerca de las Actas Laborales (Factory Acts). Las Actas Laborales fueron introducidas a mediados del siglo XIX para aliviar las horrendas condiciones de trabajo de los niños. En una conferencia de 1909, Pearson declaró que esta legislación había tenido consecuencias indeseables, ya que: «[...] había servido para debilitar la raza, en primer lugar, reduciendo la intensidad de la selección natural y, en segundo lugar, produciendo una población con una fortaleza media inferior. [Además] un niño considerado como un bien pecuniario no se encontraba globalmente en una situación desfavorable; había que mantenerlo sano porque si enfermaba perdía su valor pecuniario» (93).

La escuela lombrosiana de antropología criminal usaba los «estigmas criminales» como evidencia de la relación ancestral del hombre con los simios. En 1992, el Director del Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos, el psiquiatra Frederick Goodwin, comparó a los negros de los suburbios con los monos hiperagresivos e hipersexuales, y propuso iniciar a nivel nacional una campaña de 8

Traducción de Luis Astrana Marín. Madrid, Aguilar Ediciones, 1951.

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screening en los niños para detectar la «predisposición» genética y bioquímica al crimen y a la violencia (94). Como ha apuntado Lewontin con ironía: «Todo aquello que consideramos como un problema moral, económico o político complicado (el alcoholismo, el desempleo, la violencia familiar o social, la drogadicción) resulta ser, después de todo, una simple cuestión de sustituciones ocasionales de nucleótidos en el patrimonio genético» (95).

En un artículo emanado del departamento de neurogenética del Instituto Nacional de Salud Mental americano, se esbozaba el brillante futuro que les espera a los psiquiatras del «salubrismo». A la vuelta de la esquina nos esperan las pruebas diagnósticas que permitirán identificar y, eventualmente, tratar con «terapia genética» a las personas con riesgo (es decir, que de momento están todavía sanas) (96). El Congreso norteamericano y el presidente Bush declararon al periodo 1990-1999 como la «Década del Cerebro». Allí es donde reside lo que de verdad le interesa a «El Gran Hermano». Imitando la búsqueda del Santo Grial de los genéticos —el mapa del genoma humano—, el «proyecto del cerebro humano», cuyo coste aproximado será de 3 billones de dólares americanos, «intentará definir la estructura y funciones de la última gran frontera bioquímica: cómo pensamos, creamos, improvisamos o aprendemos [y] cómo las enfermedades causan demencia, manía, pérdida de memoria, alucinaciones y delirio» (97).

Dado que la psiquiatría biológica envuelve sus promesas en un lenguaje técnico que puede deslumbrar a los incautos, no está de más recordar que la frenología fue aceptada como ciencia por mentes eminentes como Augustine Comte, Karl Marx, Goethe y el editor fundador de la revista The Lancet, Thomas Wakley. El señuelo de una explicación genética para el crimen, la homosexualidad, la drogadicción, la violencia y la enfermedad mental es un arma de doble filo. A los controladores de las desviaciones sociales les permite justificar las intervenciones sobre el comportamiento mediante productos químicos, psicocirugía o programas eugénicos. A las víctimas les ofrece la exculpación para sus transgresiones, por lo que se

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sienten agradecidas. Las explicaciones sencillas para problemas complejos han atraído siempre a los ingenuos. En este caso, el pecado y su absolución están entrelazados en la doble hélice del ADN. Una variante de la predestinación genética del comportamiento es la teoría medioambiental que postula que durante el desarrollo fetal en el útero se producirían accidentes bioquímicos. En 1987, el periódico The Irish Times presentaba el caso de un «varón irlandés, padre de seis hijos, al que se acusaba de abusar sexualmente de una de sus hijas. Este hombre había llegado a ser nominado por el arzobispo para formar parte del comité nacional de educación y era considerado como uno de los pilares de la comunidad dublinense» (98). Al hilo de la noticia, un psiquiatra, al que se describía como un «experto en problemas psicosexuales», declaraba que «según las teorías más actuales, la explicación de los abusos sexuales en niños sería que durante estadios muy tempranos del desarrollo, probablemente en el útero, se producía algún accidente funcional en el cerebro del varón». Este determinismo no genético, aunque innato, de nuestro destino se ha extendido ahora a otras enfermedades. Según el corresponsal médico del diario The Times: «Algunos eminentes investigadores consideran que muchas enfermedades de los adultos, incluyendo las enfermedades del corazón, la esquizofrenia y la diabetes, se originan durante el periodo fetal» (99). Un catedrático londinense de psiquiatría había explicado que «ocurría alguna calamidad, quizás debida a una infección viral, al efecto de los medicamentos o a la nutrición de la madre, que impedía el desarrollo normal del cerebro del feto». Estas especulaciones pseudocientíficas podrían tener consecuencias muy serias en una «sociedad normalizada», en la que un hijo podría demandar a su madre por los daños debidos a una dieta incorrecta o al uso de algún medicamento. A la inversa, en lugar de ir a la cárcel los pedófilos podrían ser «tratados» mediante manipulaciones genéticas o bioquímicas. En 1987, el director de la Oficina para la Prevención de las Enfermedades y la Promoción de la Salud de los Estados Unidos 9 predijo que en el año 2000 la mayoría de la gente tendría su perfil genético registrado (100). En 1984, la genética Marjory Shaw declaraba que los poderes del Estado debían ser empleados para controlar la diseminación de ge9

US Office of Disease Prevention and Health Promotion.

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nes causantes de efectos deletéreos severos «del mismo modo que se controlan las bacterias y los virus patológicos» (101). En 1993, el jefe del laboratorio de biología molecular de la Universidad de Manchester, Mark Fergusson, pronosticó que dentro de 20-50 años, los «pasaportes genéticos» serán tan comunes como los carnets de conducir. El perfil genético puede ser almacenado en una tarjeta, o incluso en un microchip implantado en el cuerpo humano (102). El mensaje está escrito en la pared. No podremos decir que no lo sabíamos y que no se nos había advertido. Pero la ciencia no es la culpable. La mente inquisitiva del hombre no puede paralizarse mediante decretos y leyes. Lo que hay que detener, antes de que sea demasiado tarde, son las aplicaciones tecnológicas con fines políticos. La genética es una ciencia, pero el screening genético no lo es.

La guerra contra las drogas La guerra contra las drogas es la agresión de ciertas personas contra otras... la humanidad tiene una antigua pasión por «purgarse» a sí misma de sus «impurezas» poniendo en escena terribles dramas de persecución de víctimas propiciatorias. T. Szasz, 1988

Éste no es el lugar apropiado para presentar los complejos argumentos a favor y en contra de la despenalización de las drogas. Sin embargo, sí lo es para hacer notar el coste de la guerra contra las drogas, especialmente en términos de libertad. Estos costes recuerdan a otros ya citados en este libro. En 1984, el doctor Thomas Bewley, presidente del colegio británico de psiquiatría (Royal College of Psychiatry), habló a los miembros de la Sociedad de Medicina Legal de reacciones exageradas sobre la dependencia de las drogas. En el auditorio, algunos policías y jueces no podían creer que drogas como la heroína pudieran ser consumidas en cantidades moderadas (como el alcohol) sin producir ningún daño al consumidor (103). A lo largo de la historia, las drogas nuevas —como el té, el café o el tabaco— fueron recibidas con la misma histeria, con argumentos exagerados sobre sus efectos nocivos, y con la violencia fi-

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nanciada por el Estado contra sus consumidores. La droga que está causando más problemas, más daño y más enfermedades que ninguna otra —sostenía Bewley— es el alcohol. A pesar de tal reconocimiento, éstas no son razones suficientes para prohibirlo. El hombre es un animal que tiende a la adicción, y sus adicciones no se limitan a las sustancias químicas. Un artículo en el British Journal of Addiction describía tres casos de adicción a las zanahorias (104). Una mujer de 35 años adicta a las zanahorias crudas, que consumía alrededor de un kilo diario. Otra mujer que consumía diariamente grandes cantidades de zanahorias y guardaba las cascaras como reserva en caso de necesidad. El tercer caso, un hombre que intentaba dejar de fumar masticando zanahorias, y que llegó a consumir hasta cinco manojos diarios, lo que suponía un coste importante cuando éstas estaban fuera de la estación. Sólo logró liberarse de su adicción volviendo a fumar. Los síntomas de abstinencia en estos pacientes eran tan fuertes que estos «adictos a las zanahorias» consumían su «droga» incluso en situaciones sociales inaceptables. En todas las épocas y en todas las culturas la gente ha empleado plantas, matojos, hongos, partes de animales o minerales para procurarse sensaciones placenteras, intoxicantes, eufóricas, estimulantes, alucinógenas o hipnóticas. Por ejemplo, los aborígenes australianos utilizaban las hojas secas de la planta Duboisia hopwoodü para la confección de un producto llamado pituri, por sus efectos estimulantes y, en dosis elevadas, por sus propiedades narcóticas. La planta contiene varios alcaloides potentes, especialmente nicotina. Se comercializaba a lo largo de un territorio de más de medio millón de kilómetros cuadrados (105). La tribu de los Kung en el desierto del Kalahari usa ciertas plantas locales para provocar experiencias alucinatorias (106). El descubridor del LSD, Albert Hoffman, en un libro escrito con el director del Museo Botánico de Harvard, documentaba una enorme variedad de productos alucinógenos, estimulantes o narcóticos, extraídos de plantas y empleados por las sociedades primitivas en todo el mundo. Por ejemplo: la nuez de «kola» en Nigeria, «khat» en Yemen, «kava-kava» en Polinesia, «kanna» en Sudáfrica, «keule» en Chile, «kieli» en México, «koribo» en Brasil, «kwashi» en Botswana, aparte otras más conocidas como el opio, la marihuana o la cocaína (107). Muchas religiones han utilizado drogas que alteran el estado de la mente. El cornezuelo del centeno, del que el LSD es un derivado sintético, probablemente tuvo un papel im-

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portante en los misterios de Eleusis. El «soma», la bebida que dio al dios Indra poderes sobrenaturales, se menciona en el Rig-Veda (VIII, 48). Hace más de 3.000 años, los Escitas inhalaban cannabis. Los relatos históricos sobre la transición del uso libre de algunas drogas, como el opio, hasta su prohibición muestran claramente que la razón para adoptar medidas punitivas no fue un aumento apreciable de los daños causados por las drogas sino una combinación de monopolización (por la profesión médica, y más tarde por el Estado), moralismo, políticas raciales, y la búsqueda de chivos expiatorios. Las consecuencias de la guerra contra las drogas, con su cuartel en los Estados Unidos, son más serías que los daños potenciales que las drogas pueden causar, y afectan a la sociedad a varios niveles. En estado de guerra está justificada cualquier medida. Se suspenden los derechos constitucionales, se abrogan las libertades civiles y las tradiciones democráticas son aplastadas. Incluso ciudadanos que no han cometido ningún delito pueden ser espiados, sus conversaciones telefónicas «pinchadas», sus informes secretos puestos al día, y los delatores pueden recibir recompensas. La policía dispone de facultades sin límite para registrar a cualquier persona, vehículo o edificio. El catedrático americano de Derecho, Witosky, en su libro Beyond the war on drugs (l08) («Más allá de la guerra contra las drogas»), ha estudiado las formas de intrusión del Estado omnipotente. En los Estados Unidos, la Agencia contra la Droga guarda informes computarizados de más de un millón y medio de personas, que contienen datos provenientes de informadores y agentes encubiertos, incluso cuando el 95 % de estas personas no están siendo investigados por ningún delito. Sin embargo, no se oyen protestas. Según Witosky, «el incremento gradual de los poderes policiales se mueve tan despacio que resulta inapreciable a los ojos de aquellos que no están acostumbrados. Los derechos de los ciudadanos no se engullen súbitamente; están siendo erosionados gradualmente mediante continuos mordiscos». Los análisis aleatorios de orina para detectar el uso de sustancias ilegales entre los empleados o los candidatos a un trabajo se generalizaron en los Estados Unidos en los años ochenta. En 1981, el Comité contra el Crimen Organizado del presidente Reagan solicitó que los empresarios que firmaban contratos con el Gobierno Federal realizaran este tipo de análisis en sus empleados (alrededor de un millón). Estas pruebas pro-

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ducen grandes beneficios para las compañías que realizan los análisis, y que mantienen que son exactas (lo que se aleja mucho de la verdad). Un corresponsal científico del diario inglés The Independent envío su orina para que fuera analizada después de comer dos pedazos de pan ácimo rociados con semillas de amapola, y los resultados dieron positivos a opiáceos (109). Una de estas compañías de análisis se anunciaba en 1989 en el Journal of Occupational Medicine (una de las revistas internacionales más importantes en el ámbito de la salud laboral) citando a un consultor gubernamental sobre drogadicción: «Recogiendo muestras aleatorias cualquier día y en cualquier lugar de trabajo, alrededor del 14 %-25 % de las personas entre 20 y 40 años, pueden dar positivo a los análisis para detectar el uso de drogas ilegales». El negocio del screening en 1990 movía alrededor de 800 millones de dólares americanos por año. En Suecia, treinta de la compañías más importantes del país introdujeron el screening de orina para detectar drogas, con un coste aproximado de 200 dólares por muestra (110). En 1991, más de la mitad de las grandes compañías norteamericanas sometía a este tipo de análisis a todos los candidatos para un puesto de trabajo. Según una encuesta pública de Equifax, el 83 % de los norteamericanos apoyan este tipo de medidas (111). Cuando los esclavos comienzan a venerar a sus amos, éstos no deben temer ninguna rebelión. Algunas empresas en Gran Bretaña, incluyendo un banco, utilizan una nueva prueba basada en el análisis del cabello, con la que se pretende detectar si se han consumido drogas semanas o incluso meses antes de la entrevista de trabajo (112). En 1990, el parlamentario laborista Ray Powell sacó adelante una moción apoyada por todos los partidos para introducir el uso de análisis aleatorios de orina para detectar el consumo de drogas en las escuelas (113). La compañía americana Sher-Test Corporation vende un aerosol que permite detectar pequeñas cantidades de droga en las manecillas de las puertas o en las mesillas. ¡Ideal para padres e hijos, marido y mujer, e incluso para los amigos! Como apuntaba Keith Botsford: «La familia que se fumiga unida, no permanecerá unida» (114) . En Los Angeles, un grupo que se denomina a sí mismo DARÉ (Drug Abuse Resistance Education: Educación para Vencer a la Drogadicción) recomienda a los niños que espíen a sus padres, lo que ya ha servido para que algunos hayan sido juzgados por tomar sustancias ilícitas tras haber sido denunciados por sus propios hijos.

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A finales de los años setenta apareció una nueva modalidad de contrabando de drogas: las «muías» o «tragadoras». La droga se mete en pequeñas bolsas de plástico o en condones y después se traga o se esconde en la vagina o el recto. (¡E incluso, como publicaba El British Medical Journal (115) un desafortunado fue sorprendido transportando droga en sus oídos!). La cantidad de droga que se mueve así es relativamente pequeña, sobre todo si se compara con el apresamiento de toneladas de droga que ocurre en ocasiones. Desgraciadamente, las «tragadoras» (a menudo mujeres pobres con niños pequeños que tratan desesperadamente de llegar a fin de mes) corren el riesgo de envenenamiento mortal si las bolsas se rompen (116) . Estas mujeres arriesgan sus vidas por unas miserables cantidades de dinero, y si las cogen son condenadas a largas sentencias de cárcel, mientras que los que las utilizan como marionetas se hacen millonarios. A las «tragadoras» se las suele detener en los aeropuertos donde los médicos, actuando como agentes del Estado, realizan «simples exámenes manuales» (del recto o de la vagina), rectoscopias, lavados intestinales, radiografías abdominales y análisis de las heces (ll7) . En el aeropuerto londinense de Heathrow estos especialistas son jocosamente conocidos como «dedos de oro». Según un prospecto del consejo británico para la defensa de las libertades civiles (National Council for Civil hibernes) que se incluía en la revista The Spectator en marzo de 1990, «los aduaneros de forma aleatoria ordenan a la gente que se desnude. En los últimos 12 meses han hecho desnudarse a 22.214 (personas)». Esto contraviene el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que dice: «Nadie deberá ser sometido a degradaciones o castigos». Sólo los potentados tienen la posibilidad de hacer oír sus protestas. Recientemente Margaret Jackson, una juez de Nueva York de raza negra, fue invitada oficialmente a ir a Londres para dar una conferencia en un congreso de Derecho. A su llegada, le hicieron un registro corporal y tuvo que dejar una muestra de orina. No encontraron nada (118) . En octubre de 1991, 18 policías irlandeses hicieron una redada en una fiesta particular en una casa de campo. Registraron los cuerpos de tres mujeres y de cuatro adolescentes de edades comprendidas entre los 14 y los 17 años. No se encontraron drogas y no se realizó ninguna denuncia. Sin duda, una escena digna de Buñuel o de Godard (119).

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El doctor Donal McDonald, el consejero del presidente Reagan en materia de drogas y ex-jefe del Instituto de Alcoholismo, Drogadiccion y Salud Mental, realizó una propuesta para que todo aquel que consumiera drogas fuera arrestado y llevado ajuicio ... «y el presidente le dio el visto bueno» (120). De los 40.763 reclusos que había en el estado de Nueva York a finales de 1987, la mitad habían sido encarcelados por cargos relacionados con las drogas
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