La mala educación de Fernando Atria: Comentario

December 18, 2016 | Author: Sylvia Eyzaguirre | Category: N/A
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Comentario al libro de F. Atria...

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LA MALA EDUCACIÓN DE FERNANDO ATRIA Sylvia Eyzaguirre Doctora en Filosofía por la Universidad de Friburgo (Este texto fue parcialmente expuesto en la presentación del libro de Fernando Atria en la Universidad Alberto Hurtado el 5/9/12)

¿Provocación o resurrección? Fernando proclama la instalación de una “nueva” forma de entender la educación, una nueva forma de entender la democracia, pero lo que nos ofrece en este libro son las mismas viejas ideas de siempre, que por supuesto no por ser viejas son malas o falsas, pero de nuevo NADA. Tal vez el principal valor del libro radica en que abre un debate sobre aspectos fundamentales de ética, política y educación. Fernando en cada párrafo desafía las leyes de la lógica, rebate principios a priori de epistemología, redefine democracia y nos desafía botando por la borda años y años de estudio dedicados a asuntos que creíamos complejos, que creíamos difíciles, que por la naturaleza de su objeto no se dejaban reducir a simples verdades absolutas y por ende exigían no sólo especial cuidado y rigor de nuestra parte, sino también humildad al reconocer la precaria situación epistemológica en que nos encontrábamos. Asuntos como qué es democracia, cómo legitimamos una ética a partir de la razón, cuál es o son los principios éticos que deben imperar a la hora de organizar una sociedad o cuál es el punto de equilibrio entre libertad e igualdad (que como bien dice Fernando no siempre están en tensión) son problemas que mantuvieron en vilo las investigaciones de los grandes pensadores de nuestra humanidad y que Fernando no sólo los resuelve, sino que la respuesta a ellos le parece tan evidente que ni siquiera amerita tratamiento alguno, dejando casi en ridículo a pensadores como Aristóteles, Kant, Popper, Hayek, Habermas y Rawls, que ingenuamente creían ver ahí un problema y que incluso a ratos creyeron no poder resolverlos. En las primeras líneas Fernando nos saluda con la siguiente afirmación: “En efecto, en una discusión yo no busco que el otro me conceda algo, sino mostrarle que está equivocado. En principio, la discusión hace a la negociación innecesaria, porque una de las partes entenderá que está equivocada. Entonces no me ‘concederá’ lo que quiero, sino se sumará a mí”. Permítanme detenerme en esta afirmación, que creo es fundamental para todo de lo que aquí se sigue, pues es el supuesto que está implícito en todo el libro. Si el objeto de discusión fuera la aritmética o la lógica, vale decir conocimientos a priori, esta afirmación no nos llamaría la atención, pues es evidente, que A=A es verdadero y que 1 es mayor a 2 es falso, y eso por definición. El problema es que el autor parece no advertir que parte importante de los asuntos propios de la política y por ende también de la ética son de una naturaleza muy distinta a los objetos matemáticos y por lo tanto no gozan de la certeza de este tipo de conocimiento, algo que ya Aristóteles vislumbró: “no ha de exigirse el rigor matemático al tratar todas las cosas”. La política, sobre todo aquella que se lleva a cabo en el Congreso y es a lo que apunta la frase antes citada, trata asuntos que tienen una faceta empírica y por cierto implica también valores éticos: ¿es conveniente legalizar la droga?, ¿debemos legalizar el aborto?, ¿debemos prohibir la venta de cigarrillos?, ¿cuánto es el grado de alcohol que vamos a permitir a los

conductores?, ¿vamos a prohibir a los padres que aporten a la educación de sus hijos?, ¿vamos a permitir que establecimientos puedan discriminar por género aceptando únicamente a hombres o mujeres?, ¿vamos a tener un régimen parlamentario o presidencial? o ¿vamos a prohibir que las mujeres anden en bicicleta, como hace poco lo estaba en Corea del Norte por ser poco femenino? Ninguna de estas preguntas puede resolverse de forma a priori, por lo tanto ninguna puede aspirar a una verdad apodíctica, lo que no impide por cierto que cada uno tenga y deba tener su propia opinión. Las ciencias que tratan con asuntos empíricos por definición deben observar el mundo y a partir de él inducir “verdades”, que por su construcción jamás pueden ser absolutas, sino sólo probables y contingentes. Y esto es una verdad a priori. De esta forma cualquier discurso que se arrogue la verdad absoluta y tilde de completamente falso al contrincante no solamente es ignorante de sus propias limitaciones, sino también altamente sospechoso y peligroso; nada más aterrador que el monopolio de la verdad, propio de las dictaduras y contrario al espíritu democrático. Esto es lo ocurre con los principios éticos, que es en última instancia donde se fundan las decisiones políticas. Los asuntos éticos son sumamente complejos y delicados. Después de la crítica de Kant a las éticas materialistas se vuelve dificultoso, si no del todo imposible, afirmar juicios singulares éticos a priori, es decir universales. El debate sobre la legitimidad por medio de la razón de la ética excede con creces mi propósito de comentar el libro de Fernando, sin embargo, es importante mencionar que quienes legitiman en última instancia la ética en Dios y le otorgan un carácter universal, deben hacerse cargo de la crítica kantiana que sostiene que la existencia no es un predicado real. Por su parte, la ética de Kant ha estado sujeta a críticas y con ello se ha puesto en duda incluso la posibilidad de fundar una ética formal a priori. Si por medio de la razón no podemos conocer con certeza absoluta principios éticos o juzgar actos individuales en su calidad ética, ¿cómo se legitima una ética? El peligro que enfrentamos en este vacío de legitimidad es la caída en el relativismo moral, que molesta a cualquier persona que ve la necesidad de proteger valores que le resultan fundamentales, problema central de la filosofía, especialmente después de la segunda guerra mundial. Pensadores importantes se han hecho cargo de este asunto, como por ejemplo Habermas y Rawls, reconociendo esta precaria situación (pues no por negarla deja de existir) e intentando desde ahí fundar una ética, pues a pesar de que no tengamos verdades absolutas en este plano, ello no nos dispensa de la necesidad de fundar una ética colectiva. No es el momento de abordar este asunto, pero sí es relevante destacar que en el plano ético las verdades absolutas al menos resultan dudosas. Creer que unos están en lo correcto y otros del todo equivocados revela una subestimación del “otro” y, más grave aún, la negación de las posibles legítimas diferencias, que albergan las sociedades globalizadas y pluralistas, que no se dejan reducir todas a intereses particulares o simplemente al paradigma de “ricos” y “pobres”, “malos” y “buenos”, “derecha” e “izquierda”. Ello sólo puede ocurrir cuando no vemos que en el otro hay un “tú”. La democracia no sólo es el sistema que hemos elegido para resolver nuestras diferencias, sino que en su esencia reconoce como legítima esta diversidad, la valora y protege. Juan Manuel Garrido, en su libro sobre El imperativo de la humanidad, se hace cargo, desde Kant, precisamente de esta situación y nos dice: “Se le reprocha obstinadamente a Kant haberse limitado a describir la ‘forma’ que debe tener una acción moral para ser digna de su nombre (…) y en cambio haber sido incapaz de explicar satisfactoriamente algún mecanismo para

averiguar cuáles son las acciones específicas que, en cada caso, cumplirán con esta exigencia formal de la moralidad. Se le reprocha al filósofo no habernos dado la receta para saber qué debemos y qué no debemos hacer en cada caso. Estos reproches no reparan en que si fuera posible concebir un mecanismo como ese, suprimiríamos con él la moralidad misma –libertad y la responsabilidad- de nuestras acciones, pues dejaríamos en manos de otra cosa –de un saber dado, de un mecanismo o de otra voluntad-, el principio de determinación de nuestro libre actuar”. Termina su texto con la siguiente reflexión “lo inhumano está al acecho de todos. Lo inhumano es actuar conforme a la idea de humanidad que creemos conocer sin tener que mirar, conforme a la ley que creemos presente inequívocamente en la conciencia, es tener la certidumbre de qué está bien y qué mal.” Como ven, el mensaje no puede ser más distinto a lo que nos ofrece Fernando, mientras Juan Manuel nos muestra lo problemático de las verdades éticas y de las dificultades y peligros que conlleva su determinación y nos invita a reflexionar sobre ello, sin recetas, entregándonos a cada uno de nosotros la responsabilidad de la última palabra; Fernando por el contrario nos entrega la receta, dispensando al lector de cualquier esfuerzo en esta materia, y quien ose no pensar como él cae automáticamente en la categoría de equivocado, que no debe concederle algo, sino sumarse a él. Del hecho que el conocimiento empírico por su constitución nunca pueda ser absoluto, no se sigue que no podamos decir nada respecto del mundo, prueba de ello son las distintas disciplinas que se ocupan de él como la historia, la física, química, biología, medicina, etc. También es verdad que podemos mostrar errores y falacias en las argumentaciones de los otros sin tener que atender a la realidad, pero no nos olvidemos que de ello no se sigue que la hipótesis esté errada, sino sólo su argumentación. Podemos formular hipótesis novedosas, creativas, bonitas, pero si aspiramos a que sean verdaderas o al menos plausibles, no podemos sino buscar evidencia empírica para robustecerlas o debilitarlas. Las reflexiones que en este libro Fernando nos entrega sufren, a mí parecer, cinco graves problemas formales: En primer lugar, el autor parte sus lugares comunes subestimando al contrincante y lo anula con un recurso que me parece poco legítimo como son los argumentos ad hominem. En el comienzo de su introducción declara que los que tienen privilegio defienden este sistema exclusivamente porque les permite mantener sus privilegios. Como Fernando se da cuenta de que esto significa un beneficio personal a costa de la desgracia de los más vulnerables y eso francamente sería acusarlos de malvados, los salva achacándoles falsa conciencia, ¡prueba rotunda de ello son los think-tanks, centros de estudios, encuestas, etc. que financian! El problema de acusar a alguien de falsa conciencia es que no se puede rebatir. Todo intento del interlocutor será inútil, pues no se da cuenta que en última instancia, ya sea de modo consciente o inconsciente, lo que le importa son su propios intereses. No por nada la academia ha reprobado este tipo de argumentos, pues lo que uno espera y la democracia fomenta es que ambas posturas puedan exponer sus puntos de vista y que sea la fuerza de las ideas lo que se imponga y no las características físicas, psíquicas, económicas o sociales de los hablantes; es lo que con justa razón critica Fernando a quienes lo califican de resentido social, pues esto no agrega nada a la discusión y no hace ni más cierto ni más falso los argumentos que él nos entrega.

En segundo lugar, el texto cae reiteradamente en la falacia dialéctica del espanta pájaros. Consiste en representar al oponente en su versión más débil, de manera que al hacer pedazos su argumento da por ganada la batalla, cuando en realidad nunca refutó la posición original. La actitud académica consiste precisamente en lo contrario, en construir la mejor versión del otro y luego intentar rebatirla. Esto se puede ver cuando rebate el argumento contra la eliminación del financiamiento privado por ser una nivelación hacia abajo. Fernando muestra con razón que no toda nivelación hacia abajo es per se indeseable, de manera que no se hace necesario falsear el argumento, sino mostrar las ventajas de ello, y creo que lo hace muy bien. Pero de ahí no se puede concluir que la eliminación del financiamiento privado lo mejor. Fernando da por ganada la batalla del financiamiento privado bajo dos supuestos: 1. el financiamiento privado es ilimitado, 2. el Estado tiene suficientes recursos para proveer educación para todos. Si el argumento para eliminar el financiamiento privado se basa en garantizar igualdad de oportunidades, bastaría con fijar un monto máximo al financiamiento privado que no supere el monto que entrega el Estado por niño. Con ello se resguarda la igualdad de oportunidades y se hace más equitativo el uso de los recursos. El segundo punto es importante sobre todo cuando existen problemas de cobertura. Si la introducción del financiamiento compartido, por ejemplo, hubiera ayudado a extender la cobertura de la educación escolar a los niños más vulnerables, entonces no es del todo descabellado pensar que ésta, contrario a lo que se cree, podría haber tenido un efecto integrador, pues no existe segregación más grosera que la que se da entre quienes tienen acceso a la educación y quienes no. Por supuesto que eso no dispensa de revaluar si hoy se justifica permitir el financiamiento privado. Esta reflexión no sólo debiera contemplar nuestra actual situación de cobertura, calidad y nuestro PIB, sino también los efectos indeseados que podrían producirse al eliminar esta posibilidad y los argumentos a favor del financiamiento privado como es la libertad individual, que no se deja simplemente reducir a la libertad negativa, como pretende Fernando. El equilibrio entre libertad positiva y negativa es difuso, y precisamente la tarea de las sociedades democráticas, dado que ese equilibrio no es a priori, consiste en establecerlo a través de la deliberación y del voto. No por nada los estados totalitarios abusan de la libertad positiva, estableciendo por principio el límite sin consultarle al pueblo. La idea abstracta de libertad que nos entrega Fernando, parafraseando a Rawls, donde se aspira al máximo grado de libertad posible compatible con el mismo grado de libertad para el otro, tiene la dificultad de que su aplicación en cada caso es difícil de decidir, pues no es para nada evidente que actos tan personales como fumar o tomar Whysky no afecten en ningún sentido la libertad del otro, en la medida en que afecta los recursos económicos de una familia o del Estado. Con esto no se busca reventar el argumento de Fernando y declarar un empate, en absoluto, sino sólo hacer hincapié en que el asunto en cuestión exige un tratamiento mucho más delicado, que el aquí expuesto. Lo mismo ocurre en su lugar común sobre el lucro. En vez de atacar los argumentos de peso que existen para defenderlo, se ensaña con uno que a mí parecer ni siquiera amerita atención. El argumento es el siguiente: “se debería permitir que existan colegios que persigan fines de lucro, pues todos lucran, los profesores también”. Como muestra muy bien Fernando, la remuneración de los profesores o la de los trabajadores del Hogar de Cristo responde a una lógica diferente a la de la Institución en que trabajan. Según Fernando, la prohibición del lucro en educación, y me refiero en particular a la educación escolar -pues en la universidad está

prohibido-, buscaría una vinculación no instrumental con la educación, suponiendo, por supuesto, que lo único que le interesa al sostenedor que lucra es la maximización de sus utilidades. Me parece que acá Fernando cae en la misma lógica “neoliberal” que critica, a saber: en “creer que lo único que mueve a cada agente es su interés, estrechamente entendido”. ¿Me pregunto si lo único que motivaba a Steve Jobs eran las ganancias y en absoluto la tecnología? ¿Me pregunto si la mayoría de los sostenedores de colegios con fines de lucro que son profesores lo único que los mueve son las ganancias y no su vocación por la enseñanza? Por supuesto, no tengo la respuesta. Parece de todas formas razonable velar porque quienes se dediquen a la educación lo hagan de forma no instrumental, pero ¿acaso los establecimientos religiosos o que responden a una ideología política sólo tienen por fin educar o no más bien adoctrinar, aumentando así su número de fieles y adquiriendo más poder? Para mí no es en absoluto evidente que no tengan conflictos de intereses, sobre todo cuando vemos la evidencia empírica y con asombro nos percatamos que los colegios católicos que no persiguen el lucro son los que cobran el copago más alto y son también los más segregados, no por nada educan a la elite más poderosa del país. Y ¿qué pasa con quienes no quieren enviar a sus hijos a colegios del Estado pero tampoco a religiosos? Si bien es verdad que prohibir el lucro no pone directamente en peligro la diversidad de proyectos educativos, no obstante la evidencia empírica nos dice que la gran mayoría de los colegios sin fines de lucro son confesionales; lo mismo ocurre en los otros países que no permiten el lucro, donde la mayoría de los colegios o son públicos o son de carácter religioso. Y el Estado, ¿acaso tampoco tiene intereses? Precisamente uno de los argumentos más poderosos a favor de la libertad de educación tiene que ver con resguardar a los ciudadanos del peligro eventual de la manipulación de la educación en manos del Estado. Me parece importante la acotación que hace Fernando, que la decisión sobre permitir o prohibir el lucro en educación escolar no se reduce al problema de si afecta la calidad, la equidad, la libertad o la segregación, es también un asunto ético. ¿Estoy de acuerdo en permitir que terceros obtengan un beneficio económico con los recursos que son para la educación de los niños o no?, ¿estoy dispuesto a prohibir los colegios que persigan lucro, aun cuando éstos ofrezcan educación de excelencia y no sean segregados? Que por supuesto los hay y no son pocos. A diferencia de Fernando, creo que aquí pueden existir diferencias legítimas de opinión, que no necesariamente responden al ánimo de perpetuar las ventajas de los privilegiados. El tercer problema es la falta de rigurosidad en la argumentación. Muchas de las argumentaciones son desde un punto de vista inferencial falaces, es decir caen en el error de obtener conclusiones que no se siguen de las premisas. Esto ocurre, cuando a partir de una premisa absoluta del tipo “todo A” y luego de mostrar que no hay “todo A”, concluye “nada A”. Esto es improcedente, lo que debiera concluir es “no todo A”. Así procede en varios de sus lugares comunes, como por ejemplo cuando trata el problema de la educación pública. Aquí Fernando concluye que el problema de la educación pública radica en la educación privada, dado que el problema no es su calidad. La falacia es evidente, que el problema de la educación pública no radique en su calidad, no significa que todo el problema radica en la educación particular. No sólo comete una falacia, sino además peca de reduccionista, al creer que todo el problema de la educación pública tiene una única causa y no considera aspectos fundamentales para su buen funcionamiento, como es por ejemplo su institucionalidad -no

por nada hay relativo consenso en la urgencia de mejorar su institucionalidad. El mismo proceder se observa cuando concluye que quienes creen que las capacidades intelectuales están distribuidas uniformemente, independiente de su nivel socioeconómico, creen necesariamente entonces que la pobreza no influye. Del hecho que uno crea que los talentos están distribuidos en la sociedad independientemente de la cuna, no se sigue con necesidad lógica que uno desconozca que se requieren ciertas condiciones para desarrollar dichos talentos y que por cierto la pobreza influye y lamentablemente mucho. Y el reconocer que la pobreza sí es un obstáculo para lograr equidad, no significa que no podamos creer que se pueda avanzar en equidad con medidas efectivas y exigir a las escuelas más, junto con entregarles asesoría, y así revertir los niveles de inequidad de nuestro sistema, como algunos países lo han hecho. También es falaz cuando declara falsa lo injusta que puede resultar la gratuidad, porque eso implicaría que no habría límites en el aporte que pueden hacer los ricos a la educación de sus hijos. El salto cuántico es impresionante, ¿por qué gratuidad necesariamente implica ningún tope al aporte de los padres? Fernando confunde peras con manzanas, pues una cosa es cómo se recaudan los impuestos, otra cómo se gastan y otra muy distinta los límites que puede poner la ley al aporte de las familias a la educación de sus hijos. Esta manera falaz de argumentar se repite una y otra vez en los distintos lugares comunes. Les dejo como tarea que descubran las trampas lógicas que nos pone el autor en los otros lugares. En relación con su crítica a la propuesta del Gobierno sobre financiamiento estudiantil para educación superior, resulta importante hacer notar que la propuesta conlleva un subsidio de la tasa de interés (que implica un tercio de los recursos invertidos) y la fórmula está de tal manera construida que siempre, independiente del salario o del costo de la carrera, el Estado subsidiará parte de los costos del estudio de esa persona, esa es la razón por la cual no es conveniente con esta fórmula incluir al 10% más rico. Tampoco al parecer ha reparado el autor en el problema que conlleva determinar un número de años fijo para todos en el pago del impuesto, en el caso que se financiara con un impuesto focalizado contingente en el ingreso, pues no parece justo que dos personas que tienen el mismo sueldo paguen el mismo número de años y monto de impuesto por estudios, si una estudió una carrera muchísimo más cara y larga que el otro. Mucho más justo parece un equilibrio entre remuneración y costo de los estudios. Pero Fernando tiene un punto y a saber valioso, se podría incluir al 10% más rico del país y luego exigirle a los que tengan mejores remuneraciones una retribución mayor al monto que puso el Estado, independientemente de su origen socioeconómico. Es una alternativa y nada de mala, para ello el Estado no debería subsidiar la tasa de interés y/o cambiar el tope de la retribución. Pero claramente aquí no estamos hablando de gratuidad, pues lo que hace un impuesto focalizado contingente en el ingreso es atrasar el pago de algo y establecer las condiciones de pago no según el origen socioeconómico, sino según la posición económica futura. Entonces, no ha demostrado que sea falso el considerar regresiva la gratuidad. Junto con ello, se observa una confusión entre correlación y relación causal, confusión grave a la hora de sacar conclusiones y más grave aún si pretendemos influir en políticas públicas. La

correlación nos indica que existe una probabilidad muy alta de que dos fenómenos se den juntos, ahora bien, ella no nos dice nada sobre si existiría una relación causal. Por ejemplo, existe una correlación muy alta entre portar un encendedor y cáncer al pulmón, pero de ello no se sigue que el encendedor sea la causa del cáncer. De esta misma forma, Fernando no es prolijo a la hora de concluir que el financiamiento compartido es causa de la segregación, sin evidencia alguna y sin atender las posibles endogeneidades: ¿es el copago la causa de la segregación o no es más bien su consecuencia o ambas son consecuencia de una variable omitida? La respuesta no es tan obvia y por eso la pregunta es importante, pues puede pasar que al eliminar el financiamiento compartido no haga al sistema más integrado, así lo indicarían algunos estudios. Por supuesto que también podría suceder lo contrario y hacer del sistema uno más integrado, pero una buena decisión requiere observar la evidencia empírica. Esto no dispensa, sin embargo, de tener una discusión sobre si es ético o no cobrar financiamiento compartido, discusión que creo necesaria, pero que nada tiene que ver con segregación. El cuarto problema es que se queda simplemente en silogismos lógicos, sin contrastarlos con la realidad. Se echa de menos un apronte más empírico, sobre todo ahí cuando la discusión precisamente es sobre asuntos empíricos y no conceptuales. El texto cae en el defecto de algunos economistas que desatienden la realidad utilizando el viejo truco de sacar conejos reales de sombreros lógicos. Por supuesto, con ello no quiero decir que debamos desatender a la lógica, más bien lo que critico es que no se preocupe de confrontar sus hipótesis con la realidad y haga caso omiso de hipótesis alternativas, igualmente razonables, que sí tienen sustento empírico. Esto no significa que debamos ser ingenuos y pensar que la “evidencia empírica” es la panacea y que son los datos los que hablan y a saber de forma neutral. Quienes trabajan con ella saben lo imperfecta que es y las limitaciones de su poder predictivo, además de los sesgos humanos insoslayables; pero ello no puede ser justificación para dejarla de lado, pues lamentablemente es la única manera que tenemos de intentar demostrar que tiene sustento lo que proponemos. Así trabajan las ciencias naturales y por cierto las ciencias sociales e incluso las humanidades. El quinto problema es el reduccionismo de los análisis en que cae el autor. Tal vez por mi sesgo humanista me sorprende la superficialidad con que son abordados los asuntos, como por ejemplo cuando en las primeras páginas habla sobre democracia y establece sin mayor problema que la negociación no sería propia de ella, todo bajo el supuesto que en estos asuntos existe una verdad y que por lo tanto es la que debería imponerse, lo que hace prescindible el proceso de votación, pues ya en el deliberativo debería quedar zanjado cuál es la mejor medida. O por ejemplo la conclusión tan fácil a la que llega Fernando cuando afirma que nuestro sistema democrático se rige por la lógica de mercado, pues negociación y presión es acción de mercado. Si esto es así me asombro con terror hasta donde ha llegado esta lógica de mercado, pues veo que llegó hasta el seno de las familias. Creer que la negociación no es parte del quehacer humano es obviar que existen relaciones de poder. ¿O sólo yo “negocio” con mi pareja, si vamos a ver fútbol o una película, o con mis sobrinos, si van a comer chocolate o manzana? Pero, ¿será realmente que la lógica de mercado ha teñido todas nuestras relaciones humanas o no será más bien que la negociación, vale decir el que cada una de las partes ceda y se llegue a un punto intermedio, es intrínseca a toda relación humana, es la manera “cordial” que tenemos de tomar decisiones cuando hay diferencias? ¿No será que la

“negociación”, el llegar a acuerdos, es propia de la vida en comunidad y sólo por ello ha permeado también al mercado? Por supuesto que reconocer diferencias legítimas no significa desconocer que también existen conflictos de intereses o que no cualquier opinión es válida solo por el hecho de ser opinión y que por ende no sea necesario argumentarla. Para qué decir los lugares comunes en que cae cuando se refiere a los neoliberales, nunca en mi vida pensé que tendría que ser yo la que los saliera a defender, pero francamente caricaturizar así a un contrincante no me parece, es un insulto para los que tenemos diferencias con ellos y es un insulto para quienes creemos en el respeto al prójimo. Lo mismo con su falsa dicotomía entre lo político y lo técnico, pues es evidente que cualquier decisión sobre políticas públicas es una decisión política y está hecha sobre la base de principios éticos. Los conocimientos técnicos sólo ayudan a la toma de decisión, que obviamente es mejor si estamos bien informados. Todo lo anterior se debe, me parece, a ese afán de reducirlo todo a un único o a unos pocos factores, algo que por cierto es atractivo, pero altamente improbable. Me hubiera gustado que se hubiera reflexionado sobre el lugar común que afirma que los sistemas educacionales son complejos y no se dejan reducir a un puñado de factores, sino que su tratamiento exige considerar múltiples factores y a saber no de forma aislada, sino integrada, lugar común que por cierto comparto. Echo de menos una perspectiva más histórica en el tratamiento de los asuntos, pues creo que la historia puede ayudar a comprender de manera más profunda nuestro presente y así también algunos aspectos de nuestro sistema educativo, que claramente no tienen todos su origen en la Constitución de 1980, sino que algunos son anteriores o posteriores, como por ejemplo el lucro en educación, el financiamiento compartido o la discusión sobre la libertad de enseñanza (que a todo esto ha sido bandera de lucha tanto de un bando como de otro, según el contexto político, desde hace 200 años). Es interesante el análisis que ofrece Fernando respecto de cuáles serían las trabas de nuestro sistema democrático. Él reconoce tres problemas: el primero tiene relación con los quórums de aprobación de las leyes orgánicas constitucionales, que exige más que la simple mayoría para su modificación. Si bien es importante resguardar ciertos derechos fundamentales y que éstos no estén al vaivén de tiranías mayoritarias, como por ejemplo la igualdad de las personas ante la ley, la libertad de expresión o el derecho a la educación, no tiene sentido que otras normas exijan un quorum calificado, entorpeciendo el proceso democrático. El segundo tiene relación con nuestro sistema electoral. El sistema binominal lleva a una sobre representación de las dos primeras mayorías, perjudicando a las minorías que están subrepresentadas. Es verdad que la ventaja de un sistema como éste es la propensión a asegurar gobernabilidad al gobierno de turno y también es cierto que muchos otros sistemas democráticos en el mundo tienen mecanismos que persiguen el mismo fin. Pero no hay que ser ciegos frente a las evidentes desventajas que nuestro sistema binominal tiene y que Fernando explica con claridad en este libro. Por último, menciona el Tribunal Constitucional, que si bien tiene el sentido de proteger la Constitución, es problemático si está en mejor condición de hacerlo que el Parlamento o que la Corte Suprema. Junto con estos tres problemas de nuestra institucionalidad democrática yo agregaría un cuarto que dice relación con la falta de

regulación y poca transparencia de los partidos políticos. Si no mejoramos las prácticas al interior de los partidos y no logramos una mayor participación ciudadana en ellos, puede suceder que subsanando los tres problemas que menciona el autor no podamos realmente revertir el descrédito en que ha caído nuestro sistema político. Por último, llama la atención lo optimista que es el autor con respecto a las soluciones de los problemas que aquejan a nuestro sistema educativo. Fernando sugiere fundamentalmente tres medidas, que apuntan sobre todo a disminuir la segregación y con ello mejorar la equidad: 1) proscribir el gasto privado en educación, eso implica educación gratis para todos, 2) prohibición de seleccionar alumnos, 3) prohibir el lucro. La verdad es que la solución de Fernando no es muy novedosa, se parece bastante a lo que existe hoy en la mayoría de los demás países, tanto de buen desempeño como de pésimo desempeño, tal vez la única diferencia con éstos es la eliminación de los colegios particulares pagados. Bastante pobre la propuesta, pues el punto 2 ya lo recoge en parte la LGE, prohibiendo la selección de alumnos en la educación parvularia y básica. Es curioso que permitiéndose la selección en la enseñanza media, ésta sea menos segregada que la básica. Seguramente la segregación residencial juega un rol fundamental, pues la distancia de la escuela pesa más cuando los niños son más pequeños que cuando ya pueden desplazarse solos. La Ley actualmente no sólo prohíbe la selección, sino que incluso exige que todos los colegios subvencionados tengan al menos 15% de niños vulnerables. Como se ve, el problema no radica únicamente en su prohibición, sino más bien en su fiscalización. En relación al punto 3, no es claro que con ello se mejore la calidad, la equidad o incluso la integración social del sistema educativo y no se perjudique de forma significativa la oferta de proyectos educativos. Más bien la evidencia empírica indicaría que su prohibición sí afectaría la oferta, no mejoraría la calidad, tampoco la equidad y sí podría afectar de forma negativa la integración social. Como dice Fernando, ello no significa que no existan otras razones para discutir su eliminación, pero es importante tener en cuenta también los efectos negativos que podría conllevar. Por último, está su propuesta de proscribir el gasto privado en educación. Me parece que aquí radica la gran propuesta de Fernando para mejorar la equidad y la integración social del sistema. Si bien es dudoso que pueda tener un efecto muy significativo sobre la integración social, dada la exacerbada segregación residencial que caracteriza a nuestro país, sí podría tener un impacto en equidad. Lo mismo se podría lograr con aranceles diferenciados, lo que sería incluso más equitativo, pues así el gasto fiscal daría más a quienes tienen menos. Sin embargo, habría que sopesar los efectos negativos de esta medida, que ya mencioné anteriormente, y recordar que los mejores sistemas de educación logran excelencia académica, relativa equidad y baja segregación sin eliminar los colegios particulares pagados. Llama la atención que Fernando no cuestione la libertad de elección de los padres, pues la evidencia indica que existe una correlación positiva entre libertad de elección y segregación, aunque no exista lucro, ni financiamiento compartido ni selección por parte de los colegios. Además, existen muy buenos argumentos para eliminar la educación privada, por supuesto también existen argumentos poderosos para su defensa, pero es un asunto que claramente no se deja zanjar ex ante y amerita discusión. Para terminar, también llama la atención que el único tipo de segregación que le preocupa sea la socioeconómica. Si lo valioso de la integración social radica en la formación ciudadana que adquiere el niño al compartir con otros niños distintos a él, repercutiendo directamente en la construcción de una sociedad más cohesionada, no entiendo por qué entonces no sería deseable que los niños no

estuvieran segregados por religión, género, ideología política, etc. Por supuesto, esto atentaría contra la libertad de educación, pero si tanto nos importa la integración social, y por supuesto que nos importa, ella debería incitarnos a reflexionar al respecto. Nada se dice sobre la educación parvularia, que sería pieza clave en la lucha contra la desigualdad. Tampoco se menciona la formación de profesores, algo que la evidencia y también la lógica muestran como crucial. Con todo Fernando tiene razón. Nuestro sistema educativo sigue siendo muy inequitativo, segregado y de baja calidad, a pesar de los avances que en estos últimos 10 años hemos realizado. Comparto con él su indignación por la segregación, pero de igual manera me enfurece la inequidad, y no creo que una sea consecuencia de la otra, pues perfectamente puede darse un sistema integrado socialmente pero inequitativo; no nos olvidemos que el principal factor a la hora de explicar el desempeño académico es el capital cultural de los padres. Este libro tiene la gracia de provocarnos y con ello nos invita a reflexionar sobre educación, pero incluso más allá, sobre nuestra institucionalidad democrática, y aún más allá, sobre los principios que fundan la democracia, sobre ética. Es importante que como sociedad nunca abandonemos la tarea de repensar nuestras instituciones, nuestro sistema democrático, nuestra manera de organizar la sociedad, que debatamos y enfrentemos los distintos puntos de vista, y ojalá lo hagamos con respeto, con rigurosidad y con humildad, ya que errar es humano.

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