La instrucción de la mujer cristiana - Juan Luis Vives.
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La instrucción de la mujer cristiana
Juan Luis Vives audaz va a acabar necesitando pan y que el varón es consumido por la mala esposa igual que la madera por la carcoma; y en la misma obra, qué maravilloso y extraordinario elogio hace de la mujer honrada, de la que dice: «Ante sus puertas irradia nobleza su esposo, cuando está sentado con los ancianos del lugar; la fortaleza y el encanto son la indumentaria de una santa mujer que sonreirá hasta el último día; abrió su boca para la sabiduría y en su lengua está la ley de la bondad; se abrazaron sus hijos y la llamaron bienaventurada y su esposo la encomió; muchas hijas reunieron riquezas, pero tú las sobrepasaste a todas ellas» 286. Estas y otras cosas dijo el sapientísimo rey, las cuales veo que con un consenso generalizado son aprobadas por todos los hombres más cuerdos.
Capítulo I EL MATRIMONIO 1. Éste no es lugar apropiado para tratar de las alabanzas o de la censura del matrimonio, ni tampoco se han de tratar viejas cuestiones, como por ejemplo, la de que si el sabio debe casarse, ni aquellas otras examinadas por nuestros autores cristianos sobre el matrimonio, el celibato y la virginidad y otras sobre las que disputó San Agustín y el resto de escritores de nuestra religión. Yo sé que no han faltado quienes han atacado con vehemencia la institución del matrimonio, y no sólo los herejes, como los maniqueos 281 que aconsejaban mantenerse completamente alejados del matrimonio y cuya equivocación fue rechazada y reprobada, sino también los gentiles, quienes, partiendo de unos males muy concretos, emitieron parecer sobre casi todo el sexo, de acuerdo con una costumbre demasiado generalizada, por la que solemos pronunciarnos sobre un pueblo entero aunque hayamos conocido sólo algunos de sus integrantes, quedando de esta manera todos desacreditados, como es el caso de los cartagineses por la deslealtad 282, el de los habitantes de Cilicia por el robo, el de los romanos por su avaricia, el de los griegos por la volubilidad.
En realidad no me esfuerzo en comprobar sobre qué puntos discutieron los hombres inteligentes o, mejor aún, qué es lo que ellos expusieron, aunque los hombres doctos enseñaron que se debía escoger esposa, algo que también hicieron ellos mismos. Diremos primero, que los siete Sabios de Grecia estuvieron todos casados; también se casaron Pitágoras, Sócrates, Aristóteles, Teofrasto, los Catones, Cicerón y Séneca, seguramente porque vieron que nada estaba tan en concordancia con la naturaleza como la unión de un hombre y de una mujer, gracias a la cual el género humano, que es mortal en cada uno de sus miembros, en su totalidad se perpetúa, y devuelves a tus descendientes lo que recibiste de tus ascendientes, como si le dieras las gracias a la naturaleza. Aristóteles aconseja en sus libros morales que el ciudadano tome esposa no sólo por causa de los hijos sino también por la convivencia, pues ésta es la primera y la mayor de las uniones 287. Así es realmente la situación.
Las matronas honradas deberían odiar y perseguir a las deshonradas por ser la vergüenza y la deshonra de todo el sexo. Nadie se atrevió a denostar de esta manera al género femenino sin que dejara de reconocer que la mujer buena es una cosa óptima, portadora de muy buenos auspicios y sumamente favorables. Como dice Jenofonte en su «Económico»: «Es el elemento más importante para la felicidad humana» 283. El sabio Teognis dice: «En ninguna parte se encuentra nada más dulce que una buena esposa» 284. Sixto en sus Sentencias la llama gloria del varón. El poeta trágico Eurípides, quien, irritado por dos esposas poco honestas, acumuló en sus tragedias invectivas y maldiciones contra las mujeres y que fue llamado «el aborrecedor de las mujeres» con la correspondiente voz griega, sin embargo no duda en afirmar que no existe placer comparable al que consiguen los buenos cónyuges. Hesíodo, el poeta enemigo de las mujeres, dice que, así como no hay nada tan desgraciado como el varón que se encuentra con una mala esposa, igualmente nada hay más feliz que aquél que la ha obtenido buena 285.
2. Si partimos de esa comunidad y amistad universal por la que se mantienen unidos todos los hombres como hermanos procedentes de Dios, Padre de todas las cosas, y por la que la propia naturaleza, que casi es la misma en todos los hombres, nos ata entre nosotros mismos con un cierto vínculo de amor, más estrecha es aquella relación que se establece entre quienes participan de los mismos sacramentos y se hace más estrecha por las instituciones humanas y el derecho civil; también somos más propensos a entablar relaciones con nuestros conciudadanos que con otros extraños; y, de los que están unidos por la sangre, nada está más cerca que la mujer, a la cual, tan pronto como la vio aquel primer progenitor de la raza humana, le declaró en seguida que «era hueso de sus huesos y carne de su carne» 288. Y cuando aún no había ni padres ni madres, sin embargo presentó una ley como si brotara de las palabras de la naturaleza: «Por ésta dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán dos en una sola carne» 289.
Salomón, el rey que enloqueció a causa de las mujeres y que de muy sabio se volvió muy necio, como maldiciendo sus propios crímenes, muchas veces se ve arrastrado con gran vehemencia a reprender a las mujeres, pero lo hace de tal manera que con frecuencia dice abiertamente en cuáles está pensando. Así pues, en los Proverbios escribe que la mujer necia y
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¿Quién se atreverá a negar que el matrimonio es algo muy sagrado, puesto que Dios lo instituyó en el Paraíso, cuando los hombres todavía eran puros e íntegros y no estaban corrompidos por mancha alguna, lo escogió para su madre, lo aprobó con su presencia, y en la celebración de unas bodas quiso hacer el primero de sus milagros y dar allí una muestra de su divinidad para evidenciar que El había venido para conservar a aquéllos que habían sido arruinados por quienes así estaban unidos y nacían gracias a los que estaban así unidos? Pero aquí no escribimos sobre las excelencias del matrimonio, algo que otros hombres disertísimos han conseguido con frecuencia ayudándose de grandes discursos, sino que educamos tan sólo a la mujer santa.
se cumplió en Cristo y su Iglesia, como nos enseña el apóstol San Pablo 292. Ninguna fuerza sería capaz de lograr esto, de no ser una fuerza divina; preciso es que se trate de algo muy santo donde esté presente Dios de esta manera tan particular. Por lo tanto, la mujer debe pensar que no se dirige a un baile, a un juego o a un convite cuando se acerca al matrimonio, sino que debe pensar en otra cosa de mucha más enjundia. Dios es el testigo, la Iglesia la madrina; por esta razón, aquello que ha sido unido y sellado por unos agentes de tan alto rango, no permite Cristo que por la acción de cualquier mortal se vea anulado o disuelto y se hagan dos a partir de uno quienes llegaron a ser uno partiendo de dos, diciendo en su Evangelio: «Lo que Dios unió, el hombre no lo separe» 293. Y si es un crimen que se separe ese nudo que Dios encadenó, en modo alguno debe ser desatado por manos humanas, ni nadie debe intentar abrir lo que está cerrado con la llave de David, que sólo tiene aquel Cordero Inmaculado.
Capítulo II EN QUE DEBE PENSAR LA MUJER QUE SE CASA 1. La mujer, al casarse, debe recordar el origen de los matrimonios y con frecuencia revolver en su alma y en su pensamiento las leyes que lo regulan, y ella, personalmente, debe prepararse de manera que, una vez conocido misterio tan grande, cumpla luego con su deber. El guía y fundador de esta obra descomunal fue Dios, quien tan pronto como hubo puesto al hombre macho en la faz de la tierra pensó que no era conveniente que estuviera solo, por lo que le dio como compañera un ser vivo, muy parecido en alma y cuerpo, con el que pudiese tratar, intercambiar conversaciones y pasar el tiempo con comodidad y dulzura, y sirviera también para la procreación de descendencia, si así les viniera en gana 290. Porque el matrimonio no fue instituido tanto para asegurar la continuación de la especie como para una cierta comunidad de vida e indisoluble sociedad; ni el nombre de marido es un nombre de placer sino de unión para todos los actos de la vida. Dios llevó la mujer a presencia del varón, lo cual no es otra cosa sino que el mismo Dios estuvo al frente de las bodas como autor y agente principal. Así pues, Cristo dice en el Evangelio que han sido unidos por Dios. El varón, tan pronto como vio a la mujer de su misma raza, empezó a amarla sólo a ella y dijo: «Este hueso de mis huesos y esta carne de mi carne será llamada varona, porque ha sido tomada a partir del varón; por ella dejará el hombre a su padre y a su madre se unirá con su esposa y serán dos en una sola carne» 291.
Mujer honesta, prepárate ya desde un principio a unir a ti en el amor a quien Dios unió mediante el sacramento, para que esa cohabitación te resulte fácil y llevadera; no deseéis un vínculo desatado o aflojado para que no te envuelva a ti ni a tu compañero en una molestia inextricable y en una miseria inacabable; porque una gran parte de este asunto se ubica en tu mano, para que con honradez, modestia y siguiendo las costumbres disfrutes de un marido complaciente y paséis los días agradablemente; o, por el contrario, con los defectos de tu alma y de tu cuerpo, disfrutesde otro marido duro y desagradable y generéis una gran molestia ya gran angustia para ti y para él, que ni siquiera finalizará con la muerte. Continuamente serás una esclava en el molino, trabajarás, harás girar la muela, llorarás, te afligirás, maldecirás el día en que te uniste con él en el lecho nupcial y también el instante en que naciste, renegarás de tus padres y parientes y de cuantos pusieron su grano de arena para que ese matrimonio fuese posible, si, con tus vicios, empujas a tu marido ofendido a exteriorizar su odio contra ti. En cambio, vivirás como una señora en tu agradable casa, te alegrarás, estarás exultante, bendecirás el día que te casaste y a aquéllos que te unieron, si con tus virtudes, tu modestia y tu bondad te mostrares amable con él, pues como dice el prudente mimo: «La buena mujer, obedeciendo, da órdenes al marido» 294.
Cuando dice «en una sola carne», hay que entender una única carne; además, carne quiere decir hombre; ambos términos están sacados de la precisión propia de la lengua griega; así pues, quienes antes habían sido dos hombres, unidos por el matrimonio, se convierten en uno solo. Este es el admirable misterio del matrimonio: que los cónyuges copulen y se unan de tal manera que se haga un solo cuerpo a partir de dos, lo cual también
Plinio el Joven, gozando placenteramente de su mujer y mostrándose a su vez con ella afable y amable, da gracias a Híspula, tía de su mujer, en nombre propio y de su esposa. «Yo, -dice-, porque tú me la diste, ella porque tú me la entregaste como si nos hubieras elegido recíprocamente» 295. Por encima de todas estas particularidades se encuentra aquel primer principio de las leyes conyugales y no sé si, tal
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vez, el único: «Serán dos en una sola carne» 296. Este es el quicio del matrimonio, el vínculo de esta sagrada sociedad. Si la mujer encaminara a esa especie de blanco sus pensamientos, sus palabras y sus acciones para proteger y conservar muy recta e íntegramente la pureza del matrimonio, es inevitable que pueda vivir en condiciones óptimas y muy agradables. El espíritu de la mujer casta y honrada debe siempre prestar atención a esto. Para dar cumplimiento a esta ley, para reproducirla e imitarla en todas sus obras consumirá días y noches pensando en ella, sin ignorar que no le va a faltar ninguna virtud si acata esta ley, considerando que la esposa es una sola cosa con el marido y que debe vivir de tal manera que no sólo parezca claramente que son una sola cosa sino que lo sean; por el contrario, ninguna virtud estará con ella si no se comporta así.
fácilmente. Pero para que se adhiera con más fuerza y extienda sus raíces con más firmeza, desarrollado y expuesto de muchas maneras y expresado de varias formas, hay que ponerlo ante los ojos y enseñarlo así para que pueda ser comprendido y retenido con mayor facilidad. Recuerde, no obstante, toda mujer prudente que, lo que hemos oído, es la única lección, igual que el hombre es siempre el mismo aunque cambie de vestido. 3. El día de la boda (puesto que significa el principio de una vida nueva cuyo desenlace es incierto) no hay ninguna necesidad de bailes, de danzas ni de jaleos propios de los festines, ni de alegrías excesivas y desorbitadas, no vaya a suceder lo que dice el Sabio: «La risa se mezclará con el dolor y el llanto ocupa el último eslabón de la alegría» 299. Hay que comenzar, más bien, con ofrendas y súplicas para que aquél, en cuya mano están, les proporcione acontecimientos agradables. Cuando hay que emprender un largo viaje incierto y complicado, nadie hace llamar al flautista, ni reúne a los amigos para que bailen, sino que implora la ayuda de Dios para que salga bien y felizmente la empresa que acomete. ¡Con cuánta más precaución y espíritu más piadoso hay que hacer esto el día de la boda, que representa para ambos cónyuges el natalicio tanto para la felicidad como para la calamidad!
2. Este precepto es muy parecido a aquél que Cristo tantas veces declaró que era el único que dejaba a sus discípulos, «que se amaran los unos a los otros» 297. El sapientísimo Hacedor de los afectos humanos no ignoraba que, cualquier sociedad que caminase con el cortejo de ese componente, en absoluto estaría necesitada de otras leyes, edictos, estatutos, pactos o convenios, pues todas las acciones se desarrollarían entre una paz, una concordia y una tranquilidad muy plácidas; ni se originarían peleas, pleitos o disensiones, porque nadie envidia, ni se enoja, ni comete atropello, ni promueve una discusión, ni crea un entorpecimiento, ni desea anteponerse a aquel que ama; no piensa del otro de manera diferente a como lo haría de sí mismo, ni le desea un bien menor que para sí, considerando no sólo que todas sus cosas son del otro, sino que, a su vez, todo lo del otro es suyo, que él es también el otro y que el otro también es él. ¡Oh fuerzas de la palabra divina, cuán dignas sois de veneración! El señor empleó claramente un pensamiento muy corto para que no sólo resumiera toda la sabiduría divina sino que sobrepasara, con mucho, toda la humana. Sólo pronunció tres palabras y expresó todo lo que los mortales, con larguísimos discursos no tanto explican como intentan y se esfuerzan en expresar de manera balbuciente y torpemente.
Una mención especial merece la manera como arruina el diablo los sentimientos de los hombres, consejero e instigador de los ejemplos más pésimos, de manera que, a los antídotos que por voluntad divina se nos han dado contra el veneno, nosotros le añadimos tanta cantidad de ponzoña que claramente se convierte en algo funesto, y de donde se debía esperar la salvación, de allí mismo surge la perdición. En el bautismo nos obligamos a renunciar a las pompas de Satanás, y nosotros añadimos una gran pompa al bautismo. Se han permitido las bodas como remedio contra la concupiscencia y nosotros conseguimos que no haya otra cosa más libidinosa que las propias bodas. Se queja muy amargamente San Juan Crisóstomo de que en el mismo día nupcial el alma de la tierna muchacha sea atacada en todos sus flancos por baterías llenas de acciones infames. Nosotros nos comportaríamos bastante bien si, en medio de una tempestad de pasiones tan desatadas, pudiéramos mantener recto el timón de nuestra mente y, mucho más, para llegar sanos y salvos al puerto empujados y conducidos por esos vendavales.
Yo no propongo otra ley para los casados, ésta sola es suficiente, ésta sola encierra todo aquello que es capaz de imaginar el ingenio humano o de pronunciar la elocuencia de los mortales. No me crea a mí la mujer sino a Adán, primer padre del género humano. Mejor aún: obedezca a Cristo cuando prescribe en su Evangelio que «sean dos en una sola carne» y cuando dice «lo que Dios unió»298. Porque la mujer que vive con el pensamiento puesto en que ella y el marido son una única cosa, cumple con todas las obligaciones de una piadosa esposa. Se nos hubiese eximido de la tarea y preocupación de escribir si este único precepto de Dios hubiese penetrado en las mentes de las mujeres tan hondamente que pudieran y quisieran entenderlo, mantenerlo y llevarlo a la práctica
Capítulo III LAS DOS COSAS MÁS IMPORTANTES EN LA MUJER CASADA
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1. Entre las virtudes propias de la mujer casada, conviene que tenga dos de máxima importancia y que sobresalen por encima de las demás. Si esas dos estuvieran presentes, pueden convertirse los matrimonio en algo firme, estable, duradero, fácil, soportable, dulce y agradable; si una u otra no están, los matrimonios serán inseguros, pesados, desagradables, intolerables y sumamente infelices. Estas virtudes son la castidad y un gran amor al marido. La primera debe traerla de la casa paterna, la segunda tomarla al cruzar el umbral de la casa del marido, de manera que, una vez dejados los parientes de sangre y todos los deudos, no dude que va a encontrar todas esas cosas en el marido. En ambas particularidades refleja la imagen de la Iglesia, que es casta en extremo y conserva con gran firmeza una sincera fidelidad a Cristo, su esposo, acosada como está internamente por tantos pretendientes, como los herejes bautizados, y externamente atacada por tantos gentiles, como los agarenos y judíos. A pesar de todo jamás se ha visto salpicada por la más mínima mancha, pues considera y comprende que todos los bienes que le van a resultar beneficiosos están puestos en Cristo.
sangre, transfieres herencias de sus dueños a personas ajenas; pones en peligro a los hermanos, en el sentido de que lleguen a mezclarse incestuosamente. Quienes abaten su patria, quienes suprimen las leyes y la justicia, quienes matan a sus padres, quienes manchan y ensucian tanto lo sagrado como lo profano, ¿cómo es posible que pequen más o se contaminen con un crimen más horrible? 2. ¿Qué dioses o qué hombres piensas que te pueden ser propicios? A ti los ciudadanos, a ti los preceptos, a ti las leyes humanas, a ti la patria, los padres, los parientes, los hijos, y el marido te condenan y te castigan; en ti Dios vengará horriblemente su majestad ofendida y menoscabada por ti; para que no seas una mujer que todo lo desconoce, tienes, ciertamente, la honradez y la castidad, pero prestada y depositada bajo tu palabra dada y protegida por tu marido; por ello es más injusto que entregues lo ajeno no sin el consentimiento del dueño, de manera que al resto de fechorías le añades también el hurto. Una mujer espartana casada le respondió a un joven que le pedía una fea acción: «Te lo concedería si me pidieras algo que es mío, porque, lo que me pides, era de mi padre mientras permanecía virgen, pero ahora, después de haberme casado, es de mi marido». Ciertamente le dio una respuesta graciosa e ingeniosa, y también prudente para prevenir a las buenas mujeres. No es menos apropiada la de aquella mujer en la Insubria 300, la cual, amando con mucho cariño a su esposo Marfidio y pretendiendo un libertino conseguir de ella una acción vergonzosa presionándola con claras alusiones a la vida y a la salud de Marfidio, le dijo: «Pero Marfidio preferiría morir cien veces antes de que yo cometiera una sola vez lo que me pides invocando su salvación; pídeselo a él mismo».
La castidad en la mujer casada debe ser incluso mayor que en la soltera, porque si la corrompes y la ensucias entonces (¡Dios no lo quiera!), mira a cuánta gente haces daño, a cuántos jueces pones en contra tuya. Ante todo injurias a dos y conviene que nada haya mejor, ni mayor, ni más querido para tí que ellos, o sea a Dios, bajo cuya acción os unisteis, y con El como testigo, juraste conservar la pureza en el lecho; luego injurias también a tu marido que está muy cerca de Dios, al que te entregaste por completo, en quien has quebrantado las caridades y los amores de todos, pues tú eres para él lo que Eva fue para Adán, o sea, hija, hermana, compañera y esposa. Añade a estos dos un tercero, que eres tú misma, por que es como si te atacaras a ti.
El apóstol San Pablo enseñando a la Iglesia de Dios dijo: «La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el varón» 301. Hasta tal punto resulta adecuada esta respuesta para apartar de la mujer toda acción repugnante y abominable y mantenerse alejada de las normas de vida más corrompidas, que ni siquiera San Agustín aprueba el voto o las reglas de continencia entre los casados a no ser que el marido las acepte. Bien sea San Jerónimo, bien sea cualquier otro varón, sin duda alguna docto y santo, que le escribió, censura a Celancia, la mejor de las madres de familia, porque, sin haber consultado al marido, había hecho votos de perpetua castidad. La mujer ni siquiera tiene poder sobre su cuerpo para el bien de la castidad. ¿Cuánto piensa cada cual que tiene para el mal de la deshonestidad? Se reprueba la continencia si el marido no lo sabe; ¿qué ocurriría con el adulterio si se produjera contra la voluntad del esposo? Escucha qué palabras utilizaba: «También he sabido algo que me angustia y me atormenta bastante, a saber, que empezaste a guardar este bien tan preciado de la continencia sin el consentimiento y el acuerdo de tu marido,
Con ello disolverás la mayor de todas las uniones, romperás el vínculo más sagrado de todos los asuntos humanos, a saber, la fidelidad, que muchos, que la dieron incluso a enemigos armados, la conservaron perjudicándose a sí mismos. Has ultrajado a tu marido, a ese corazón que debía ser más querido por ti que el tuyo propio. Ensucias a la purísima Iglesia que prestó sus manos para unir las tuyas; acabas con una sociedad civil; vulneras las leyes y tu patria; golpeas a tu padre con un azote muy duro; flagelas a tu madre, hermanas, hermanos, familiares, deudos; sirves de ejemplo a tus semejantes para cometer maldades; impones para siempre a tu familia una señal marcada con hierro, y tú, madre dementísima y demasiado cruel, llevas a tus hijos a la fatalidad de no poder oir hablar de la madre sin ruborizarse, ni del padre, ni del deudor; en consecuencia, te encadenas por el perjurio y el sacrilegio, pues por medio del sacramento y del voto vuestros cuerpos se consagraron a Dios. Después, además del honor de la
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siendo así que la autoridad apostólica lo prohibe, que, por lo menos en esta causa, no sólo subordina la mujer al varón sino también somete al marido a la voluntad de la esposa. La esposa, -dice-, no tiene ningún poder sobre su cuerpo, sino el varón, pero igualmente el varón no tiene ningún poder sobre su cuerpo, sino la mujer; mas tú, como olvidada de la alianza nupcial, sin acordarte de ese pacto y de esa norma, ofreciste atolondradamente al Señor tu castidad. Pero se promete arriesgadamente algo si está bajo la potestad de otro y yo desconozco cuán agradable puede ser la ofrenda a Dios si uno solo ofrece lo que pertenece a ambos» 302. Así se expresa él. Esta idea está de acuerdo con la de todos los escritores sagrados. Y si él, por un tema tan sagrado que no entraba en el terreno de su jurisdicción, reprende con tanta dureza a una honestísima matrona, ¿qué palabras hubiera usado con una abominable tratando de censurar un asunto vergonzosísimo?
sus hijos. Entonces, ¿qué no será capaz de ofrecer una mujer así al hombre por el que se prostituyó a sí misma y a su honestidad, que es su máximo galardón?, ¿tal vez le negará el dinero, o la soberanía, o la muerte de sus hijos a quien no le negó ni a sí misma y a quien le entregó su conciencia? Livia, hermana de Germánico, después de haber entregado su honestidad a Sejano, hombre de más de mediana edad, sin ninguna reputación e impuro, no pudo oponerse a la muerte de su marido Druso, hijo del emperador Tiberio, heredero de un imperio tan grande, joven bellísimo, muy gentil y emprendedor 305; además, tampoco se pudo oponer a la muerte de los hijos que había tenido con él, despreciando la esperanza segurísima de poder reinar, olvidando por completo el amor a los hijos, no respetando a su madre Antonia, ni a su abuela Augusta, las matronas más respetables de su época, sin pensar para nada en la nobleza de su sangre, o en su padre, o en su hermano, a los que, el género humano veneraba como dioses por su honradez; fueron preparadas unas torturas por mandato de su suegro, que era muy sagaz y cruel, con las que estaban condenados a morir (como así sucedió) en medio de mil horribles tormentos, tanto la propia Livia como Sejano y todos sus amigos.
3. Para que comprendas qué crimen tan horrendo piensan que es el adulterio tanto Dios como los hombres, Cristo en su Evangelio, habiendo prescrito que las esposas estuviesen totalmente retenidas sin haberles dado posibilidad alguna para separarse, concedió el adulterio como única solución. Por lo tanto hay que soportar a la mujer borracha, a la iracunda, a la lujuriosa, a la perezosa, a la tragona, a la mentirosa, a la vaga, a la convaleciente, a la pendenciera, a la maldiciente, a la fatua, a la loca, y únicamente se permite echar a la adúltera. Los restantes vicios son realmente graves, sin embargo pueden tolerarse, pero es insoportable no haber guardado fidelidad al lecho matrimonial. Homero, entre las maldiciones y los malos presagios contra los varones, sitúa, como la más importante, la de que las esposas se junten con otros hombres. También Job, si pusiera asechanzas contra la puerta del enemigo, pediría esto para sí: «Sea mi mujer, -dice-, la cortesana de otro y encima de ella se encorven otros»303. Esto es así por estar en contradicción con la propia naturaleza y razón de ser del matrimonio, que se sitúa en el amor mutuo. En el mismo instante en que una mujer admite en su corazón a un hombre distinto al legítimo se ve perturbada por la acción de estos caprichos y por el temor al marido, hasta el punto que nada odia tan profundamente como a él; nunca le sale al encuentro sin que se horrorice o atemorice igual que si fuera perseguido por las Furias con teas ardiendo, como sucede en las fábulas 304.
5. Ciertamente nada reserva para sí la mujer que rechazó la honestidad. Esto lo comprendieron no sólo las santas mujeres cristianas sino también las paganas, de las que hubo algunas que, una vez corrompidas, pensaron que eran indignas de vivir, como Lucrecia, esposa de Colatino, cuya proeza es conocidísima con toda razón por su admirable amor a la honestidad 306; otras, para que no llegara a perderse su honestidad, se dieron muerte. Conquistada Atenas por Lisandro, rey de los lacedemonios, fue impuesto un régimen bajo el mando de los Treinta tiranos para gobernar la ciudad, los cuales se comportaban con tanta soberbia e insolencia que también fueron llamados Tiranos e incluso se burlaban de la honestidad de muchas mujeres. La esposa de Nicerato, para no ser obligada ella también a complacer la lujuria de aquellos personajes, se quitó la vida voluntariamente 307. ¿Por qué hablar de las demás una por una? Las mujeres de los teutones, después de la batalla junto a Aguas Sextias, en la que Mario desbarató a una gran multitud de ellos, le pidieron que las enviase como regalo a las sagradas vírgenes de Vesta, diciéndole que vivirían sin relacionarse con hombres no menos que las propias Vestales; como no consiguieron esto de aquel espíritu de hierro que tenía Mario, a la noche siguiente se colgaron todas con cuerdas 308.
4. Hay además otros dos bienes con los que la naturaleza obsequió al matrimonio: los hijos y la hacienda familiar. El adulterio también vicia y corrompe a ambos, porque, como decía no hace mucho, convierte en dudosa la prole, arruina la economía doméstica, pues la mujer, enajenada por el adulterio y olvidada de sí misma, desatiende la casa y ya no puede amar los bienes de aquél cuya vida odia, ni tampoco hacer lo propio con
En la guerra que hubo entre focenses y tésalos 309, habiendo invadido los segundos con un poderoso ejército el territorio de los primeros, Daifanto, el magistrado de más categoría entre los focenses, conminó al pueblo a que saliera al encuentro de los enemigos formando un ejército grande, poderoso y apretado, en cambio a los niños, a los viejos, a las esposas y
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demás gente no capacitada para la guerra los recluyeran a todos en un lugar bastante alejado, amontonando allí también gran cantidad de paja y leña para que, si fuesen vencidos, de repente prendieran fuego y se quemaran 310. Como todo el pueblo reunido decidiese esto se levantó una persona de bastante edad opinando que se debía averiguar el parecer de las mujeres sobre el asunto: si ellas consentían, se haría así; pero si opinaban de manera diferente, era una iniquidad decidir algo sin estar ellas de acuerdo. Fueron preguntadas las mujeres y todas ellas, tras tomar una decisión conjuntamente, contestaron que aprobaban la propuesta de Daifanto; más aún, incluso le daban las más expresivas gracias porque había atendido perfectamente al bien de la ciudad y a su salvación. Así pues, fueron conducidos con esa intención a un lugar bastante oculto; pero los focenses, tal como merecía la honestidad tan destacada de esas mujeres, vencedores en la guerra, regresaron a casa.
Y si la amistad que parte de dos almas las convierte en una unidad, ¿cuánto más verdadera y eficazmente conviene que esto se garantice con el matrimonio, siendo como es lo único que aventaja, con mucho, a todas las demás amistades? Por esta razón se dice que forman no sólo un alma o un cuerpo partiendo de dos, sino también una sola persona. Por lo tanto, lo que el varón dijo de la mujer: «Por ella dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa», conviene que, incluso con mayor razón y motivo, lo diga y lo sienta la mujer, porque, aunque de dos se haga uno, la mujer es hija del varón, es más débil y necesita su apoyo; separada del marido, se encuentra sola, desnuda y expuesta a la afrenta, pero, acompañada por él, esté donde esté, lleva consigo la patria, la casa, los dioses lares, los padres, los parientes, los recursos y hay muchos ejemplos que así lo atestiguan. Hipsicratea, esposa de Mitrídates, rey del Ponto 312, que, con atuendo masculino, siguió a su marido derrotado, mientras huía, por donde quiera que buscara escondrijos en parajes solitarios, consideró que encontraría el reino, las riquezas y la patria en el mismo lugar que estuviera el marido. Este comportamiento fue para Mitrídates el mayor alivio contra sus dolores y el consuelo de todos sus males. Flacila acompañó al exilio a su marido Nomo Prisco y Egnacia Maximilia hizo lo propio con el suyo Glitón Galo, incluida la pérdida de enormes riquezas, porque habían tenido que salir de Roma y de Italia.
Damo, hija de Pitágoras, preguntada cuándo la mujer permanecía intacta de varón, respondió que del suyo, al punto, pero del ajeno, jamás. Esto lo hacían unas mujeres bárbaras, que vivían entre tinieblas, para las que todo era oscuro e incierto y que ignoraban el misterio tan profundo del matrimonio, por lo que más se deberían avergonzar las mujeres cristianas, redimidas por la sangre del Señor, purificadas por el bautismo, instruidas por la doctrina de la Iglesia e ilustradas por la luz divina.
Pero todas estas mujeres estaban convencidas de que, para ellas, sus maridos rebasaban y reproducían copiosamente todas las riquezas que abandonaban; por este motivo alcanzaron gran renombre entre todos los pueblos. No menor fue la fama de Turia, que a su marido Q. Lucrecio, proscrito por los triunviros, lo mantuvo escondido entre la bóveda y el tejado de su alcoba, sabiéndolo sólo una criada, libre de una muerte inminente y no sin grave riesgo para ella misma. Sulpicia, la mujer de Léntulo 313, como fuese vigilada estrechísimamente por su madre Tulia para que no siguiese a su marido proscrito por los triunviros, habiéndose vestido con ropas de esclavo, acompañada de dos esclavas y dos esclavos, llegó clandestinamente hasta donde él se encontraba y no se negó a proscribirse a sí misma para que su fidelidad hacia él permaneciera firme en su esposo proscrito.
Capítulo IV COMO DEBERÁ COMPORTARSE LA ESPOSA CON EL MARIDO 1. Con una sola palabra, tal como acabo de decir, expone Nuestro Señor un tema tan diverso y difícil de explicar sobre la obligación de la esposa para con el marido. Recuerde la mujer lo que, desde hace algún tiempo, hemos dicho, a saber, que forma con el marido una sola persona y por eso no lo ha de amar de forma distinta a como se ama ella misma. Lo he expuesto hace bien poco, pero hay que repetirlo muy a menudo, pues ésta es el compendio de todas las virtudes de la mujer casada. Esto significa y esto es lo que impone el matrimonio: que la mujer está obligada a pensar que el marido lo es todo para sí y que es lo único que reemplaza a todos los demás nombres, al padre, a la madre, a los hermanos, a las hermanas, lo mismo que fue Adán para Eva, lo mismo que en Homero dice la virtuosísima Andrómaca que Héctor representaba para ella: «Tú para mí, tú solo eres mi padre y mi verdadera madre, tú mi dulce hermano, tú eres el grato esposo para todas las cosas» 311
2. Hubo muchas mujeres que prefirieron soportar personalmente el peligro en lugar de sus maridos. La mujer de Fernán González, conde de Castilla, cuando el rey de León, que es una ciudad de la España asturiana, tenía en prisión a su marido, ella se acercó a la cárcel con la intención de visitarle y convenció a su esposa para que, después de intercambiarse el vestido, se escapase, y la dejase a ella en la prisión a la suerte del peligro. Así lo hizo él. Sorprendido el rey por el amor de aquella mujer, pidiendo para sí y sus hijos esposas iguales, la devolvió a su marido 314. De esa misma clase de
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personas fue también aquella mujer que estaba casada con Roberto, rey de Britania 315; como su marido en una expedición contra los sirios hubiese recibido en el brazo una herida considerable con una espada envenenada y hubiese vuelto a su patria, sin posibilidad de que la herida sanase a no ser que alguien con la boca succionase aquél pus emponzoñado, y el rey, sabiendo que una muerte segura le esperaba a aquel que se prestara a realizar ese trabajo y no permitiendo que nadie se expusiese a un peligro así, su esposa, por la noche, habiéndole desatado las vendas de la herida, primero sin que se enterase el marido, después dando incluso su consentimiento, chupando y escupiendo poco a poco, le sacó todo el veneno y dejó preparada toda la herida para que fuera curada fácilmente.
orden de Nerón y conservó la vida; habiéndole atado los brazos y cortado la hemorragia, bien fuera contra su voluntad, bien fuera sin darse cuenta, vivió luego unos pocos años pero con el rostro y los miembros tan pálidos que sirvieran de prueba de lo sucedido y con el aspecto de su cuerpo dando testimonio muy claro de su amor conyugal 320. Una hija virgen de Democión, príncipe de los Areopagitas, una vez conocida la muerte de su prometido Leostenes, se quitó la vida ella misma, afirmando que, a pesar de conservar aún la virginidad, no obstante, estando desposada espirirtualmente con él, cometería adulterio con cualquier otro hombre con el que se casase 321. Los escritores más antiguos cuentan que Halción no había podido sobrevivir a su marido Ceice y que, por eso, se arrojó al mar. Añaden las leyendas, que en muchas situaciones nos ayudan a educar nuestra vida, que ambos se convirtieron en unas aves denominadas alciones, tan queridas a Tetis que, siempre que hacen sus nidos, en el mar y en el cielo reina la máxima tranquilidad y que esto ocurre todos los años en fechas señaladas, por lo que se llaman días alcioneos, y que esto es una concesión que hacen los dioses al amor de la mujer hacia su esposo 322. Cuentan los mismos historiadores que Andrómeda, hija de Cefeo, fue situada por Palas Atenea en las constelaciones siderales, por haber antepuesto su marido Perseo a su patria y sus padres 323. Evadne, celebrando los funerales de su esposo Capaneo, se arrojó a la pira para no verse separada de su queridísimo compañero ni siquiera por la misma muerte 324.
¡Cuánto dolor tengo, si de alguna manera creemos en esta historia, por no conocer el nombre de una matrona tan valiente, tan digna de que se la elogie con los más elocuentes encomios! Sin embargo, no se pasó por alto este suceso, pues, si no me engaño, se puede leer en los relatos de España que escribió Rodrigo, Arzobispo de Toledo 316, de donde yo los traspasaré algún día con una mención especial. Habiendo emigrado los tirrenos en número considerable desde su isla a Esparta y habiendo sospechado los lacedemonios que aquéllos tramaban una especie de revolución, los tirrenos fueron todos encerrados en la cárcel del pueblo y condenados a la pena de muerte; sus mujeres, una vez conseguida de los guardianes la posibilidad de acceder hasta donde se hallaban sus maridos para saludarlos y consolarlos, permutaron sus vestidos con ellos. Estos, con la cabeza recubierta según la costumbre de sus esposas, se evadieron de la cárcel y en su lugar dejaron a sus esposas, a las que más tarde recuperaron junto con sus hijos y todos los enseres, aterrorizando a los lacedemonios porque habían ocupado el monte Taigeto como su ciudadela 317. De este suceso tan relevante hicieron mención tanto Valerio Máximo como Plutarco. Como Acasto, hijo de Pelias, desease la muerte de sus hermanas porque ellas se la habían infligido a su padre, aunque por causa de una imprudencia, ya que habían querido devolverle el vigor de la juventud, Alcestes, una de ellas, se encontraba junto a su esposo Admeto; a éste Acasto lo apresó y amenazó con matarlo si no le entregaba a su mujer, pero él se negaba con firmeza, y cuando no faltaba mucho para que fuese ejecutado, Alcestes, espontáneamente fue llevada a la muerte para salvar a su marido 318.
Cecina Peto tuvo por esposa a Arria; como éste se ocupase en la guerra, que había sido promovida por Escribonio en Iliria contra el emperador Claudio, fue conducido a Roma. Arria pidió a los soldados que le permitieran ir como sirvienta de su marido en lugar de las esclavas que le tenían que dar a él por ser varón consular. No habiendo conseguido este favor, tomando prestada una barquilla de pescadores, siguió a la gran nave, y en Roma, pocos días después de la ejecución del marido, se dio ella misma la muerte, aunque le había quedado una hija casada con Trásea, el más severo y el más sabio varón de aquellos momentos 325. Porcia, hija de Catón, esposa de Marco Bruto, una vez vencido y muerto el marido, tomó la decisión de morir; aunque le quitaron la espada, se ahogó tras ponerse en la boca brasas ardiendo 326. Pantia, esposa del príncipe Susio, guardó fidelidad a su esposo mientras estaba prisionero y gastando todas sus riquezas en pro de su salvación después de la muerte de él en la guerra, ella siguió sus pasos suicidándose. Julia, hija del dictador César, cuando desde el campo de batalla le llevaron a casa el vestido ensangrentado de su marido Pompeyo
Hubo mujeres que no fueron capaces de sobrevivir a la muerte de sus maridos. Laodamía, habiendo recibido la noticia de que su marido Protesilao había sido muerto en Troya por Héctor, se mató ella también 319. Paulina, esposa de Séneca, quiso morir juntamente con su marido, y le fueron cortadas las venas; pero fue detenida en el intento por
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Magno, sospechando que su marido estaba herido, se desmayó cayéndose al suelo; por esta consternación de ánimo se le adelantó prematuramente el parto y murió. Cornelia, la última mujer del propio Pompeyo, decía que era una torpeza no morir, aunque sólo fuera de dolor, una vez muerto el marido. Artemisa, reina de los lidios, según ha sido transmitido por los libros, se dice que bebió las cenizas de su difunto marido Mausolo mezcladas en un brebaje por el desmesurado amor que le profesaba, deseando convertirse, viva, en su sepulcro 327.
con veneno. Tan pronto como vio que Sinorix había bebido aquello levantó la voz y puesta de hinojos ante la diosa dijo: «Te pongo por testigo, diosa santa y venerable, de que, a causa de este día y este momento fui capaz de sobrevivir a mi marido Sinato, no sacándole ningún otro provecho a la vida en todo este período intermedio que la esperanza únicamente de venganza y que, una vez conseguida ésta, desciendo a los infiernos a reunirme con mi marido. A ti, en cambio, el más criminal e impío de todos los mortales, que tus esclavos te preparen el sepulcro en lugar de las nupcias y el lecho nupcial». Tan pronto como Sinorix escuchó esto, sintiendo que el veneno corría ya por el interior de sus órganos vitales y que todo su cuerpo se excitaba, subió a un carro para agitarse y moverse enérgicamente, pero sin ser ya dueño de sí mismo, trasladado a una litera expiró al atardecer. Gama, por su parte, habiendo prolongado la vida todavía durante toda la noche, después de saber que él había muerto, gustosamente y con la sonrisa en los labios expiró» 329. Esto lo cuenta Plutarco.
3. No se debe pasar por alto la egregia acción de Gama. Voy a reproducir en latín lo mismo que hace Plutarco en griego, aunque yo jamás podría alcanzar su perfección. Dice así: «En Galacia 328vivían Sinato y Sinorix, los más poderosos tetrarcas de aquel país, unidos por lazos de sangre. Sinato tenía una mujer, llamada Gama, con una belleza y una simpatía ciertamente notables, pero también con una perfección moral especialmente digna de admiración; no sólo era moderada y amante de su marido sino prudente y magnánima, y por su bondad y su benevolencia también la apreciaban sus vasallos. A todas estas virtudes se unía la distinción, porque era sacerdotisa de Diana, diosa a la que los gálatas veneran y adoran principalmente, en cuyos ritos sagrados y procesiones Gama se comportaba con gran magnificencia. Así pues, Sinorix se quedó prendado de amor por ella, pero como no pudiese atraérsela ni con estímulos ni con la fuerza, astutamente dio muerte a Sinato con un horrible y muy indigno crimen. Y así, no mucho después, le habló a Gama sobre el matrimonio, mientras se ocupaba en el templo de los ritos sagrados, soportando la muerte del marido ni de forma lamentable ni vilmente sino ocultando su enojo en el fondo de su corazón, atenta en todo momento para encontrar la ocasión de vengar el asesinato de Sinorix. Él, por su parte, le pedía continuamente que accediese a sus ruegos, utilizando unas palabras del todo indecorosas, porque, siendo como era mucho más aventajado que Sinato en todas las demás cosas, no le había causado la muerte por ninguna otra cosa o maldad sino inducido por el amor a Gama y su incapacidad para contenerlo. La mujer, al principio, no se oponía violentamente, luego aparentó que poco a poco iba cediendo y se iba ablandando, pues sus familiares y parientes, para captar el favor de Sinorix, hombre con mucho poder, propiciaban esa misma disposición de espíritu, aconsejándola, importunándola y como obligándola.
4. Gracias a estas mujeres todo el sexo femenino tiene buena fama y resulta agradable casarse, tener hijos y educarlos para la buena esperanza; como ocurre, al contrario, cuando miramos sólo a aquéllas que desdeñan o descuidan las obligaciones propias de una mujer virtuosa. He expuesto los ejemplos más sobresalientes para que, al menos, no diera vergüenza mostrar los medianos. ¿Existe algo más insoportable que la inhumana impiedad de aquéllas que pueden soportar que a sus maridos les sobrevengan ignominias, perjuicios o cualquier otra adversidad, a causa del dinero, cuando ellas mantienen escondido en el arca una buena cantidad de ese dinero con el que podrían sacar a sus maridos de esas calamidades? Aunque no lo tuvieran, tampoco deberían soportarlo. ¡Oh alma más cruel que cualquier bestia! ¿Puedes soportar que tu sangre, tu cuerpo y toda tú te aflijas así en la persona de tu marido? Ciertamente las costumbres cívicas y las leyes que toleran eso pusieron mayor empeño en el dinero que en la piedad y la confianza; pero estas costumbres, como otras muchas que nos transmitieron los gentiles, arraigaron entre los cristianos con mayor intensidad de la que permitía la ley de Cristo, dentro de la que ya no digo que lo haga la esposa en favor del marido sino que un cristiano debe sacar por otro cristiano, cualquiera que él sea, todos los vestidos y metales que se ocultan en las arcas y todas cuantas riquezas se posean. Por lo tanto, la mujer que no gasta su patrimonio para evitar al marido la más pequeña de las incomodidades, sepa que no es digna de ostentar el nombre de cristiana, ni de honrada, ni de esposa.
Finalmente Gama accedió y lo hizo ir al templo donde ella estaba para formalizar el acuerdo, la mutua aprobación, el pacto matrimonial poniendo a la diosa por testigo y juez. Una vez hubo entrado en el templo lo recibió afablemente y lo condujo hasta el altar, donde le presentó para beber una copa, de la que ella misma, primero, sorbió una parte y la otra se la entregó para que la apurara. Pero en la copa había vino y miel mezclados
5. El signo más seguro de castidad es, como suele decirse, amar al marido de todo corazón. Agripina, esposa de Germánico, gozó de una fama tan grande de castidad por el amor que profesó a su esposo que Tiberio César,
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acusándola a ella y a sus hijos por odio para perderlos bajo cualquier pretexto, a Nerón, hijo de Agripina le reprochó su desvergüenza; pero esta acusación, ni siquiera se atrevió a insinuarla contra la madre a pesar de haberle dicho otras cosas horribles 330. Ese reconocimiento se ve también confirmado por los maridos, de manera que ellos aman ardientemente a las esposas por las que con seguridad se saben amados. Así, cuentan que Ulises despreció a las diosas Circe 331 y Calipso 332 por la mortal Penélope y que se dirigió y llegó hasta donde ella estaba tras diez años de pasar penalidades, tribulaciones y dificultades por el mar. Héctor, sabiendo que Andrómaca tenía puesto todo su amor en él, la amó tan profundamente que dijo que la destrucción de Troya no le dolía tanto por sus padres o sus hermanos como por su esposa. Aunque yo no entro a discutir si todo esto es ficción o no, seguramente fueron inventadas por el más ingenioso de los poetas como ejemplo de vida humana 333. Pero de entre los hechos reales, Cicerón, Valerio Máximo, Plinio y otros relatan que Tiberio Graco, habiéndosele planteado la opción sobre quién de los dos prefería que sobreviviese, si él o su mujer Cornelia, por la que era exclusivamente amado, aunque estaba convencido que al final tanto uno como otro se verían obligados a rendir cuentas a los hados, prefirió morir él antes que Cornelia ¡Dichosa esposa que tuvo un marido así y desgraciada ella por haberle sobrevivido! 334
tutela y mostrarse condescendiente con él para poder vivir con mayor seguridad y comodidad. 6. Pero trasladémonos desde el comportamiento de los animales, por el que debiéramos avergonzarnos si no los aventajamos en virtud, a la evaluación de las personas. ¿Qué mujer ha llegado a tal punto de insolencia y arrogancia que no quiera escuchar la orden de su marido, si piensa que él es para ella como un padre, como la madre, como todos los parientes y que ella le debe únicamente a él todo su amor y el cariño de todos los demás? Esto no lo piensa la mujer demente que no obedece a su marido, a no ser que hubiese decidido obedecer ni a su padre, ni a su madre, ni a sus familiares, pues, si obedeciera a ellos, necesariamente también obedecería a su marido, en quien, según todo derecho, costumbre, decreto, precepto natural, humano o divino, están puestas y situadas para ella todas las cosas. No es más apreciada entre los hombres la mujer que se atribuye a sí misma un honor por encima de su marido, sino más necia y más ridícula; añade, además, que es odiada por todos y llega a ser execrable, como si quisiera alterar las leyes ratificadas por la naturaleza, no de manera distinta a la del soldado que pretendiera imponerse a su general, o la luna estar por encima del sol, o el brazo ser más importante que la cabeza. En el matrimonio, como en la persona, el varón hace las veces de alma y la mujer las de cuerpo; conviene que aquélla imponga su criterio y éste obedezca si el hombre está dispuesto a vivir.
No ha de ser amado el marido del mismo modo que amamos al amigo o al hermano gemelo, donde sólo hay amor, sino que conviene que en él se combinen una buena dosis de refinamiento, de respeto, mucha obediencia y sumisión. No sólo las costumbres de nuestros antepasados y las instituciones, sino todas las leyes divinas y humanas e incluso la misma naturaleza proclaman que la mujer debe estar sometida al marido y obedecerle. En todas las especies animales las hembras obedecen a los machos, los siguen, los acarician y soportan pacientemente que ellos las castiguen y las maltraten. La naturaleza enseñó que era conveniente apropiado que esto sucediera y esa misma naturaleza, como dice Aristóteles en su obra sobre los animales, dió a las hembras de todos los animales menos nervios y menos fuerza que a los machos, la carne más blanda y el pelo más delicado 335.
La propia naturaleza declaró esto, la cual concibió al hombre más apto que la mujer para gobernar. Lo cierto es que, en las grandes empresas y en las situaciones críticas, el miedo quebranta y confunde de tal manera a la mujer que se siente incapacitada para hacer uso de la razón y del juicio, siendo como es aquella pasión desenfrenada en grado sumo, puesto que priva por completo a la mujer de poder obrar con prudencia; el varón, por su parte, es valeroso, ni se ve tan afectado por el miedo que no descubra fácilmente lo que conviene en las situaciones inmediatas. Además de esto, como en la mujer las alteraciones se producen con mayor frecuencia, su juicio está siempre perturbado por alguna pasión y, por tanto, es menos firme en sí mismo, sacudido por los vaivenes de los sentimientos que se dirigen hacia objetivos dispares, por lo que a menudo es inválido e ineficaz. Como ocurre con otras cuestiones muy sabiamente dice San Pablo: «La cabeza del varón es Cristo, la cabeza de la mujer el varón» 336. Tronco es el hombre y un tronco realmente muerto aquél cuya cabeza no es Cristo; demente y temeraria es la mujer a la que no dirige su marido.
Además, negó a la mayoría de las hembras aquellos elementos que otorgó para protegerse, como dientes, cuernos, uñas y similares, pero en cambio los concedió a los machos, como es el caso de los ciervos y jabalíes; pero si la naturaleza dotó a las hembras de alguno de estos apéndices, esas mismas defensas las hizo más poderosas en los machos, como ocurre con los cuernos, mucho más fuertes en los toros que en las vacas. Con todas estas cosas la naturaleza, que es muy sabia, nos enseñó que al macho le corresponde la defensa y a la hembra seguir al macho, ampararse bajo su
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7. En este momento me dispongo a abordar los mandamientos divinos que, en las mentes más sanas, es justo y lícito que valgan y puedan más que todas las leyes humanas juntas, más que la voz de la propia naturaleza, ya que ésta a menudo cambia y se tuerce, en cambio Dios se mantiene siempre inalterable, permanece el mismo y semejante a sí mismo; Dios es el creador de la naturaleza, por lo que tiene que tener más valor y ser más respetable para nuestras mentes y en quien más tenemos que confiar. Así pues, es el autor de la totalidad de este mundo y siendo el mundo todavía joven y tosco, cuando imponía las leyes al género humano, decretó esto para la mujer: «Estarás bajo la potestad del marido y él te dominará » 337. Hay que resaltar en estas palabras que no sólo se entrega al varón el derecho y el dominio sobre la mujer, sino también su posesión y disfrute.
8. Más, para que puedas obedecer mejor al marido y llevarlo todo a buen recaudo siguiendo las indicaciones de su pensamiento, ante todo hay que conocer sus costumbres y tener presente elestado de su naturaleza y su suerte. Se encuentran muchas clases de maridos; a todos hay que amarlos, servirlos y reverenciarlos, hay que obedecerlos a todos, pero no se les debe tratar a todos de forma parecida, como una línea blanca sobre una piedra blanca, como se suele decir. Opino que con los maridos debería ponerse en uso lo que Terencio, partiendo de Platón, dice sobre la vida humana: «La vida de los hombres, -asegura-, es igual que si jugaras a los dados: si no te sale lo que necesitas en tu lanzamiento, debes corregirlo con tu destreza» 343. Hay que actuar del mismo modo con los maridos: si te toca en suerte uno conforme a tus deseos, hay que alegrarse y él debe ser honrado, amado y seguido por ti; si te ha tocado otro poco deseable, si eres capaz, con habilidad debes enmendarlo o volverlo menos molesto; pues el marido o es afortunado o desafortunado; y llamo afortunados ahora a quienes les cupo en suerte disfrutar de algunos bienes, como el de la vida, el del cuerpo o el del alma; infortunados si les sobreviene algún mal en esas tres cosas. Los afortunados satisfacen con facilidad a sus mujeres; hay que deliberar, por tanto, sobre los infortunados.
El apóstol San Pablo, maestro de la doctrina cristiana, o sea, de la sabiduría divina, no admite que la mujer domine al varón, sino que esté sometida a él; y esto no lo expone en un pasaje únicamente 338. Este es el mandamiento de Pedro, el primero de los apóstoles: «Estén las mujeres sometidas a sus maridos», como lo están también las santas mujeres que esperan en el Señor339. De esta manera obedecía Sara a Abraham, llamándole «señor». San Jerónimo da consejos a Celancia en este sentido: «Ante todo, resérvese al varón la autoridad y toda la casa aprenda por ti cuánta honra le debe, y demuéstrale con obediencia que él es tu dueño y con tu humildad que es grande, y así llegarás a ser tanto más honrada cuanto más lo honrares a él, pues, como dice el Apóstol, la cabeza de la mujer es el varón y el resto del cuerpo no resulta más honrado por otra parte que por la dignidad de su cabeza» 340. Esto dice San Jerónimo.
Aunque al principio deben ser advertidas en el sentido de que no sitúen el amor en la fortuna del marido más que en el propio marido, de lo contrario amarán con menos firmeza y con más indiferencia; y si la fortuna, dado que casi siempre es vacilante y variable, lo abandona, también se llevará consigo el amor. No amen a los hermosos por la belleza, ni a los ricos por sus riquezas, ni a los magistrados por su dignidad, pues, de otro modo, les odiarían si se pusiesen enfermos, se volvieran pobres o pasaran a ser ciudadanos particulares. Si has conseguido un marido sabio, tienes que sacar de él santos preceptos, si lo has logrado bueno, te lo propondrás como ejemplo a imitar; pero si fuera infortunado, lo primero que debe venir a tu memoria son aquellas palabras de Gneo Pompeyo, sin duda un varón grande y prudente, a su esposa Cornelia, que puso en versos el poeta Lucano:
Aunque todo honor existente en las mujeres dimana de los maridos, las necias no consideran que se verían privadas de todo honor si tuvieran maridos sobre los que ellas pudieran prevalecer. Así, mientras tratan de obtener el honor, lo dejan escapar, pues lo pierden enseguida, por lo que el máximo honor vuelve a las mujeres al estar casadas con hombres honorables; de nada valen ni el linaje, ni las riquezas, ni la fortuna; carecerás de honor si no lo tiene tu marido. ¿Quién podría tener en consideración a aquel varón a quien vea que su mujer le da órdenes? Por el contrario, en nada te perjudicará tu origen humilde, ni tu pobreza, ni tu rostro nada agraciado. Serás honrada si tu marido recibe honores. Así, ni la belleza, ni el linaje, ni las riquezas ayudaron a Orestila a que ella, esposa del criminal Catilina, dejase de ser odiada y menospreciada 341.
«Vencido, pues, Pompeyo por Cayo César, habiéndose encaminado a la isla de Lesbos a recoger a su esposa para llevársela consigo en la huida, ella, tras ver a su marido vencido, se desplomó semi-inconsciente al suelo, doliéndose no tanto por haberse caído como por su marido derrotado. Pompeyo, tras haberla levantado del suelo y recobrado el conocimiento, la consoló con las siguientes palabras: 'Cornelia, esposa mía, a quien yo quiero por encima de todas las cosas, me sorprende que tú, mujer nacida de linaje tan distinguido, te encuentres abatida por el primer revés de la fortuna; ahora está abierto para ti el camino que conduce a la gloria eterna, pues la elocuencia no es materia motivo de loa en el sexo
La indigencia tampoco perjudicó a Salonia, esposa del censor Catón, como para que el pueblo romano dejase de quererla y admirarla 342.
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femenino, ni responder a quienes formulan consultas sobre temas jurídicos, ni hacer guerras; solamente existe una, en caso de tener un marido desgraciado, al que si amaras, si cuidaras, si, en absoluto irritada por la adversidad trataras como merece un marido, todos los siglos te celebrarían con gran honor. Alcanzarás más gloria por haber amado a Pompeyo vencido que a Pompeyo príncipe del pueblo romano, jefe del Senado y emperador de reyes. Amar todas estas excelencias es fácil incluso para cualquier esposa necia y malvada; en cambio, abrazar al desgraciado es propio sólo de una esposa extraordinaria. Por lo tanto, el hecho de que yo haya sido vencido debes amarlo como objeto de tu virtud, porque si tú, estando yo vivo, lloras un poco y echas de menos algo, demuestras claramente que aquello que ha desaparecido es lo que era apreciado por ti y no yo que aún estoy vivo'» 344. Estas y otras palabras semejantes utilizaba él en aquellas circunstancias, animándola a ella que estaba enferma de espíritu.
horribles infamias para beneficiarse ellas, atendiendo sólo a su gula, su vanidad, su soberbia y no a sus maridos. ¿Qué decir de algunas mujeres que se encuentran molestas y se oponen a las virtudes de sus maridos si ven que éstas son gravosas para la economía familiar? Esto resulta más desagradable porque, como el sexo femenino tiene a la piedad en una muy alta consideración y parece que, por naturaleza, sienta mayor inclinación que el sexo masculino a los oficios sagrados, se olvida de sí misma y rechaza por completo la piedad a causa del dinero. Las Sagradas Escrituras acusan a estas mujeres en las esposas de Job y Tobías, las cuales en el colmo de la locura, reprochaban a sus maridos, agobiados por el infortunio, la piedad y sus nobles virtudes 345. En esta situación ellas obraban impíamente, más aún, de manera insensata al no considerar o que son mayores las riquezas que se adquieren gracias a las virtudes o que está en la mano del Señor hacer riquísimo o feliz en un solo instante a quien El quiera. ¿Qué necesidad hay de otros tiranos para llegar al martirio? Estas mujeres irreligiosas persiguen por motivos religiosos a sus maridos no de otra forma a como lo hizo Nerón con los apóstoles o Domiciano, Maximino, Decio o Diocleciano con otros cristianos 346. Estoy plenamente convencido que a Job le fue dejada la mujer sólo para abrumar más la tristeza del marido y para añadir, con su maldiciente furor, más peso sobre quien estaba perseguido por mil adversidades347.
Estas consideraciones meditaría a menudo en su interior la matrona virtuosa, como si fueran un oráculo, para no afligirse porque a su marido le haya acaecido algún infortunio, para no odiarle por este motivo, para no despreciarle; todo lo contrario, si fuera pobre, le tendrá que consolar diciéndole que las únicas riquezas son la virtud, le ayudará con aquellas cualidades que sepa que le van a complacer, y que aprueben en ti conocidos y familiares y que convienen a la dignidad de una matrona buena.
¡Oh mujer execrable y consciente de cualquier atisbo de piedad! ¿Pones reparos, como si de un crimen se tratara, a tu marido por su santidad de vida? Ni tan siquiera los demonios osarían hacer esto. Destruyó el diablo toda la fortuna de Job, exterminó por completo su familia, le arrebató los hijos, le llenó de úlceras y pus, en cambio, jamás le reprobó por permanecer en la prístina sencillez de espíritu; le vituperó su mujer para demostrar al diablo que ella era más insolente 348. Insúltele, sí, la esposa tanto cuanto quiera, pues por esto el esposo se ha de alegrar no de otra forma a como lo hicieron los apóstoles, quienes estaban orgullosos de soportar ultrajes por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Tú, hija mía, tan lejos estarás de apartar de la honradez a tu marido que, incluso con la pérdida segura de todo el patrimonio familiar, imitando a tantas mujeres cristianas, debes incitarlo a la inocencia y a la piedad, al recuerdo de la bondad divina y su poder y conseguirás para ti lo que dice San Pablo: «Santifíquese el marido infiel por medio de la mujer fiel» 349. De esta manera se obtienen grandes posibilidades e ingentes riquezas. Recuerda la palabra del Señor cuando dice: «no hay nadie que con su gracia menosprecie algo en este mundo, sin que consiga muchas más cosas no sólo en el otro sino también en éste» 350.
Procura no caer en una disposición de espíritu tan depravado hasta el punto de querer que tu marido realice trabajos indecorosos por dinero o lleve a cabo alguna acción ignominiosa, o para alimentarte más delicada y abundantemente, o para vestirte con más elegancia o para vivir en una casa más cómoda; en resumen, para que tú gozaras de una situación óptima y regalada, tuviera él que soportar grandes sudores y trabajos incluso peligros. Es mejor para ti alimentarte sólo con pan de calidad inferior y beber agua turbia que obligar a tu marido a entregarse, ya no digo a acciones rastreras y sórdidas o a un trabajo desorbitado, sino a cualquier otro ejercicio al que él se preste, aunque sea de mala gana, para complacerte a ti, para evitar las peleas domésticas y para que haya un mínimo de paz en casa. 9. El marido tiene pleno derecho sobre sí mismo y es dueño de la esposa, pero no la esposa del marido; no debe la mujer esforzarse en conseguir del marido más de lo que vea que conseguirá de él voluntariamente y de buen grado. En este sentido se equivocan muchas mujeres que, reclamando y cansando a sus maridos con palabras inadecuadas, acaban por empujarlo con su odio a cometer actos ilícitos, graves crímenes y
En primer lugar, son ciertas y seguras aquellas riquezas que se conservan sin estar expuestas a ningún tipo de suerte, ni interna, como la herrumbre
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en los metales o la polilla en los vestidos, ni externa, como los ladrones, los corsarios, el príncipe violento e inicuo o el juez rapaz. Luego el salmista proclama que, con las experiencias sobre esta vida y los largos años de su existencia, ha aprendido que «jamás ha visto a un hombre abandonado o a su vástago mendigar pan» 351. Pero en el Evangelio de Nuestro Señor disponemos del documento por el que se nos ordena que tenemos las mejores esperanzas sobre Él cuando nos dice que «el Padre Celestial sabe qué es lo que necesitamos para vivir; El nos procurará todas estas cosas a nosotros una vez que hayamos buscado su reino y su justicia» 352.
el vecino, a excepción de que el marido está en casa y el vecino fuera? Eres, en efecto, una mujer desvergonzada en grado sumo si pretendes que te llame esposa, dado que no cumples las obligaciones propias de la esposa. ¿Quieres, tal vez, que se te considere tejedora, cuando ni siquiera has aprendido a tejer, a echar la lanzadera, ni a sacudir la tela con el peine? Aunque la virtud, incluso sin ser ayudada por ninguna luz extrínseca, obtiene su esplendor en medio de las mismas tinieblas siendo brillante e ilustre, sin embargo, por lo que a mí respecta, no permitiré que tanto los presentes como los futuros ignoren este hecho, que yo mismo he comprobado y que otros muchos conocen a la par conmigo.
10. Si tu marido está contrahecho debes amar su espíritu porque te casaste con él; si está enfermo, entonces es cuando debe salir a relucir la verdadera esposa; tienes la obligación de consolarle, animarle, cuidarle, ofrecerle no menos muestras de cariño y afecto que si estuviera perfectamente sano y robusto y, con ello, desviarás hacia ti una gran porción de su enfermedad. Así ocurrirá que él se duela menos al ver que tú te has asociado a su dolor. No es una buena esposa aquélla que se regocija cuando el marido está triste y la que rejuvenece estando el marido enfermo. Es necesario que te mantengas asida al lecho, bien mitigando su dolor con palabras, bien aliviándolo con apósitos. Ocúpate con tus propias manos del enfermo, de sus heridas, de sus llagas, tápale el cuerpo, destápalo, límpiale, apréstale la bebida, ponle el orinal, y no sientas aversión hacia estas cosas, ni te asqueen más en él que en ti; no dejes en manos de las criadas estas atenciones, que ellas ponen mucho menos empeño en el asunto y son más negligentes porque no le aman, y cuando el enfermo se percata de que no se le cuida con amor, la dolencia corporal se va agravando por influencia de la aflicción que padece su alma.
11. Clara Cervent, esposa de Bernardo Valldaura, habiendo sido conducida a Brujas siendo como era una doncella hermosísima y de una enorme sensibilidad, para estar al lado del marido que a la sazón contaba ya más de cuarenta años, la primera noche de bodas vio que las piernas de él estaban vendadas y al momento se dió cuenta que le había tocado en suerte un marido enfermo y achacoso, pero a pesar de todo esto no se apartó ni un instante de él, ni comenzó a odiarlo, precisamente cuando aún no parecía posible que llegara a amarlo. No mucho tiempo después Valldaura cayó en una enfermedad muy grave, por cuya salvación y vida temían todos los médicos. Ella, en compañía de su madre, se encontraba junto al lecho del enfermo con tanta preocupación y asiduidad que ambas, durante seis semanas completas, no se desvistieron sino para cambiarse la ropa interior y cada noche no descansaban más allá de una o dos horas, siempre vestidas, y hubo muchas noches que las pasaron completamente en vela. La causa de la enfermedad era el mal del Índico, que aquí llaman el mal galo, terrible y contagioso. Los médicos aconsejaban que ella no estuviera tan en contacto con él ni se le acercara mucho.
¿Cómo podré llamar esposas, matronas y santas, si place a los dioses, a aquellas mujeres que, en las enfermedades de los maridos, viven tranquilas hasta el punto que les satisface el cuidadoque para con ellos tienen las sirvientas, permaneciendo completamente al margen de las obligaciones de esposas? Pues, como veo que algunas mujeres no están inclinadas a interrumpir ni sus prácticas religiosas, ni los convites, ni las visitas y reuniones con sus iguales, ni las diversiones acostumbradas, estando sus maridos recluidos en casa por motivos de enfermedad, habrá que decir que ésta no es la obligación de las mujeres casadas sino de las concubinas o, si incluso hablamos con más claridad, de las meretrices, esas mujeres que yacen con hombres seducidas por regalos.
Los familiares la prevenían también en este sentido; además, las mujeres que tenían los mismo sentimientos religiosos que ella la querían persuadir argumentando que, un hombre condenado ya por los hados y del que una gran parte de su cuerpo se podía considerar muerta, no debía ser atormentado (éstas eran las palabras que ellas empleaban) con un cuidado tan angustioso, en cambio había que atender a su alma, pues sobre su cuerpo, en nada más se podía pensar que en el lugar donde debería ser enterrado. Estas palabras no la disuadieron hasta el punto de preocuparse sólo de aquello que concernía al alma, sino que ella, personalmente, estaba siempre muy solícita preparándole los brebajes que remediarían su enfermedad, cambiándole a menudo los paños (pues estaba afectado por una fuerte disentería y por otras partes del cuerpo supuraba un repugnante pus); correteaba durante todo el día de arriba abajo y de abajo arriba, apoyando su pequeño cuerpo en un alma grande, incapaz de realizar tantos trabajos si no la ayudase la fuerza de un amor tan
¿Por qué, pues, me voy a avergonzar por llamarlas con ese nombre justificado, ellas que no se avergüenzan de hacer algo que las hace merecedoras de ese nombre? ¿Y qué pensar, si tú estás convencida de que no hay ninguna diferencia entre que tu marido esté enfermo o que lo esté
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desmesurado. Con semejantes cuidados Valldaura superó la más crítica de las situaciones, perjurando los médicos que había sido arrebatado de las garras del Orco 353 gracias a la fuerza de su esposa. Otra persona, con más gracia que fe cristiana, dijo que Dios había decidido que Valldaura muriese pero que su mujer se había negado a dejarlo escapar de sus brazos.
no sólo ella sino ninguno de sus hijos, manteniendo todos ellos un cuerpo completamente sano y limpio. Por todo esto parece evidente cuán grande es la virtud, cuán considerable santidad de aquellas mujeres que aman de verdad y de todo corazón, como parece adecuado, a sus maridos y cómo Dios les ofrece y les otorga también las actuales dádivas.
Comenzó a deteriorársela la carnecilla que hay en la parte interna de la nariz a causa de un líquido abrasador que manaba desde la cabeza; los médicos le dieron un polvillo con el que rociar de vez en cuando la herida con un ligero soplo a través de una caña o un canuto; no encontrándose nadie que no se negara a realizar aquel trabajo, estremeciéndose todos ante algo tan repugnante, sólo su mujer se prestó a ello; brotándole por las mejillas y la barbilla las pústulas de la enfermedad, y como ningún barbero ni quisiese ni pudiese rasurarle cómodamente la barba, su mujer se la cortaba con suma destreza con unas tijeritas cada ocho días. Habiendo caído después en otra enfermedad mucho más larga de casi siete años de duración, ella, con una diligencia incansable, le preparaba también la comida a pesar de que él disponía de dos criadas y una hija bastante crecida; ella misma examinaba cada día sus hediondas úlceras y sus fétidas piernas que supuraban pus por todos lados; le ponía ungüentos e introducía en las heridas clavos de hilas, las ataba con vendas hasta el punto que diríase que tocaba almizcle y no cosas que despedían un hedor insoportable. Más aún, incluso el alimento, que nadie era capaz de soportar a diez pasos de distancia, ella perjuraba que era muy suave, y me reprendió muy en serio cuando en cierta ocasión le dije que hedía. Comentaba ella que aquella fetidez le parecía como la fragancia que tienen los frutos maduros y bien sazonados.
El anciano enfermo finalmente murió, o no murió, sino que, si hablamos con más propiedad, se fue y evitó un suplicio perenne; con todo, fue tan grande el dolor de Clara que, los que la conocen, aseguran que jamás un marido joven y de cuerpo sano, hermoso y rico dejó su muy querida esposa con tanta añoranza, tanta tristeza y tanto dolor. Muchos creían que se le debían dar muestras de congratulación en vez de consuelo, pero a esos, ella, llegaba casi a maldecirlos deseando que su marido, si hubiese sido posible, le fuera devuelto tal como estaba, aunque perdiera a todos sus hijos, de los que tenía cinco. Estando todavía de buen ver decidió no volverse a casar más, pues dice que no volvería a encontrar otro Bernardo Valldaura. Paso, además, por alto su honestidad, de la que es un claro ejemplo; renuncio también a hablar de la santidad de sus costumbres. Aquí estamos hablando de la santidad de la esposa, la cual jamás viene sola sino siempre acompañada de las restantes virtudes. ¿Quién no será capaz de comprender que ella no se casó con Bernardo Valldaura corporal sino espiritualmente? ¿o que no pensó que el cuerpo de él era el suyo?; ¿y qué decir del hecho de que ella sigue cumpliendo todos los preceptos y mandatos del marido igual que si estuviese aún vivo y hace muchas cosas de las que le dejó mandado, repitiendo siempre que él había ordenado y decidido hacerlo así? Si tú, Eurípides, hubieses tenido una mujer con estas virtudes, ¿habrías alabado a las mujeres tanto como las denostaste? 354; y si tú, Agamenón, la hubieses tenido como ella, ¿tu patria, tras largos años y una vez vencida Troya, no te hubiese recibido a ti alegre y triunfador? 355.
12. Pues bien, como durante todo el tiempo de la enfermedad tuvieran que hacerse grandes dispendios para alimentar y curar a un hombre destrozado por tantos achaques, en una casa en la que hacía ya muchos años no había entrado ninguna ganancia por ningún concepto, ni tampoco tenía cosechas anuales, ella, muy de su agrado, se iba desprendiendo de sus sortijas, de sus collares de oro, de sus gargantillas, de sus vestidos, vaciaba su aparador repleto de vasos de plata para que ningún detalle le faltara al marido, y además se contentaba con cualquier clase de comida con tal de que estuviese a disposición del marido aquello que fuese útil a un cuerpo asediado por tantos males. De esta manera él pudo alargar su existencia gracias al cuidado de su esposa, con un cuerpo cadavérico o, más propiamente, sepulcral, hasta diez años después de su primera enfermedad. Durante ese período ella tuvo dos hijos de él, habiendo dado a luz antes seis, casada a los veinte años, y jamás resultó afectada por la contagiosísima enfermedad de su marido, ni por ninguna clase de sarna, y
13. No debieron silenciarse estas acciones heroicas, cuando a menudo se confían a la memoria otras menos importantes, para advertir a las mujeres casadas cuáles son sus obligaciones. Eso pertenece a las plebeyas, dice la mujer noble. Ante todo debe recordarse que Clara Valldaura en absoluto procedía de las capas más bajas de la sociedad; además era joven, muy hermosa y tenía un gran encanto, e iba siempre acompañada de criadas, a las que podía encomendar gran parte de su ocupación si lo hubiese consentido. Pero hay muchas mujeres de reconocida nobleza que responden igual, a las que no puedo recordar en su totalidad, y no sólo entre las contemporáneas sino entre las que vivieron hace tiempo, pues los períodos históricos posteriores recuerdan sobre todo los vicios de
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edades anteriores. ¿O eres tú más noble que la mujer de Temístocles, príncipe de Atenas, mejor dicho, de Grecia, la cual, casi sola, atendió a su marido cuando su salud era mala?356 ¿Eres más noble que Estratónica, esposa del rey Deyótaro 357, que, para su marido cuando fue viejo y estuvo enfermo y afligido, ella era la cocinera, la médica, la cirujana y ninguna cosa la consumía más que el hecho de ser, a veces, un anciano gruñón y malhumorado y manifestando siempre que ella ponía poco celo en complacerle? ¿Más noble que aquella reina de Inglaterra que desecó la herida de su marido?
entre los bueyes, los perros, los leones, los osos, las bestias, tanto domésticas como salvajes. ¿Y no será capaz una mujer de tocar y ni siquiera de examinar las que tiene su marido? ¿Queréis que hable con toda franqueza? No pocas mujeres, que jamás tocan las de su marido, se atreven a tocar las del amante, pues hubo algunas que fueron sorprendidas en estos menesteres, para que veáis que no es la naturaleza quien las retiene sino sus malas intenciones, ni que parezca que Juvenal arremetió injustamente contra ellas con las siguientes palabras: «La mujer que sigue al adúltero, es fuerte de estómago» 358. Y esta mujer es sumamente delicada con el marido e incapaz de soportar las contrariedades más mínimas.
Las más destacadas matronas romanas no consentían que otras manos diferentes a las suyas se ocupasen de sus maridos enfermos. ¿O tal vez crees que también aventajas en nobleza a los romanos, que si alguien quiere comparar su linaje con ellos, se consideran los más nobles de todos? ¿Pero es que hay alguna obligación de tomar como puntos de referencia la sangre y las riquezas, si queremos referirnos a personas nobles? Son nobles aquéllos que destacan por su virtud y sus brillantes acciones. Tú, con tu nobleza, permanecerás en la oscuridad y sin reputación; en cambio, cualquier edad y tiempo y cualquier sexo conocerá y rendirá pleitesía a estas mujeres. Ve y enorgullécete ahora de tu nobleza, pues nadie, estés viva o muerta, te reconocerá. He puesto un dinero, -dice alguna-, del que se aproveche quien esto haga. ¿Así que tu marido se casó con tu dinero y no contigo y opinas que eres esposa sólo porque un hombre duerme contigo? ¿O es que crees que el matrimonio consiste exclusivamente en esto?
13. Retomo el hilo de mi discurso y voy a examinar otras clases de hombres desafortunados, aunque ni puedo ni quiero hablar de todos ellos. Si él tiene costumbres molestas, hay que soportarlo y se debe porfiar con él en perversidad hasta el punto que jamás llegue el final de la maldad y la desgracia. No pretendas reprimir su desvergüenza con la tuya, ni con tu iracundia refrenar la suya, porque tu acción serviría para estimular e irritar su enfermedad, y no sanar; no esperes lavar el lodo con lodo, ni poder apagar un incendio echando aceite. Vuélvete hacia aquellas mujeres que tienen unos maridos envueltos en toda clase de vicios o tal vez mayores, y que son ásperos e intolerables, y de las desgracias que ellos soportan consuélate para las tuyas. No puedes amar en él aquello que sabe a vicio, en cambio ama a tu marido porque carece de muchos otros y no menos importantes; no vuelvas tu mirada hacia aquéllas que, estando casadas, parecen gozar de mejor felicidad; esta manera de pensar haría desagradable toda vuestra vida, aunque tú no sabes cuál es la realidad que se esconde en esas cosas; mira, por el contrario, aquellas otras cuyas condiciones de vida son más duras.
Transgredes, ciertamente, las leyes de Dios y de la naturaleza, porque si no te contrariaras mucho por tratar tu cuerpo y mirar o poner las manos en las pústulas y en las llagas, ¿por qué rehusas a tu marido así afectado, cuando sois dos en una sola carne o si hablamos con un tono más latino, una sola persona? A no ser que pienses que lo dicho no te atañe para nada. Además, ¿dónde está aquella esposa, compañera y amiga inseparable del esposo, si te alejas cuando convenía que estuvieras mucho más unida a él? Luego tú tampoco prestarías ese servicio ni a tu hermano gemelo, ni a tu padre, ni a tu madre, que son los que te dieron la esperanza? Porque si te ruborizas al admitir esto, avergüénzate también al pensarlo de tu marido, que en tu corazón debe ser antepuesto a todos ellos; si bien es verdad que, entre ellas, hay algunas que abandonan a sus madres enfermas y no aman a nadie más que a sí mismas, por lo que, a su vez se hacen merecedoras de que ninguna otra persona las ame, como que realmente no son amadas.
Por lo demás, en el instante que tu marido se mostrare más tratable, debes advertirle amigable y dulcemente que intente vivir mejor; si te hiciera caso, conseguirías un provecho enorme tanto para ti como para él. Has cumplido ya con tu obligación; mortifícate, pues, y conseguirás en beneficio propio no sólo una gran fama entre los hombres sino también mucho mérito ante Dios. Y si fueras golpeada por su culpa al haber perdido el control él sobre sí mismo, piensa que es Dios el que te reprime, que esto te sucede por haber cometido alguna falta, la cual es expiada así. Eres dichosa si por una insignificante fatiga en esta vida, redimes los enormes tormentos de la otra. Aunque son raras las esposas buenas y prudentes que son golpeadas por sus maridos, por más desalmados y locos que sean. Trágate en casa tu dolor y no lo vayas pregonando entre
¿Cuántas veces hemos visto que la hembra, entre los animales irracionales, lame la inmundicia y las llagas a su macho? Tal acontece
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tus vecinas, ni te quejes a otras mujeres de tu marido, no vaya a parecer que interpones un juez entre tú y él; encierra los males domésticos entre las paredes y el umbral de tu casa, procura que no salgan fuera ni se propaguen ampliamente. De esta manera, con tu moderación, harás más benevolente a tu marido, a quien, por otra parte, irritarías con tus quejas y la futilidad de tus palabras.
Ahora me doy cuenta que algunas mujeres pueden dudar hasta qué punto están obligadas a obedecer a sus maridos. Puesto que la perversidad y la obstinación de algunas de ellas ha hecho esta cuestión más dificultosa, desarrollaré algo más extensamente en qué consiste el dominio del varón sobre su mujer. En las cosas realmente honestas o en las que, de por sí, ni son malas ni buenas, en absoluto debe discutirse si las órdenes del marido deben ser para la mujer el sucedáneo de cualquier mandamiento divino, pues el marido reemplaza a Dios en la tierra y, después de esa Divina Majestad, únicamente él da cuenta a la mujer de todos los afectos, cuidados y honores.
14. Hay, además, algunos maridos fatuos y locos; a éstos la mujer virtuosa los tratará con destreza y procurará no irritarlos, ni tampoco quitará la honra del marido, sino que, tras persuadirlo de que ella va a hacerlo todo según su parecer y opinión y como más ventajoso resulte para él, con su prudencia fácilmente le gobernará, como si de una fiesta amansada se tratara. Con un maridoasí la mujer se relacionará igual que las madres con sus hijos, adoptan para con ellos una actitud de extraordinaria consideración, y a partir de esa conmiseración va creciendo el amor de tal forma que, a menudo, llegan a amar más a los débiles, mutilados, necios, deformes o enfermos que a los fuertes, sanos, prudentes, hermosos o robustos. No quiero detallar las demás clases de infortunados sino que, de una sola vez, hay que dar instrucciones de todos ellos.
15. Por lo tanto, si la esposa quisiera ofrecer algo a Dios, que no se sienta obligada por Dios, pues, cuando el marido no lo permite, ella ni debe ni puede dárselo. ¿Qué cosa hay que sea tanto de la mujer como el cuerpo o como el alma? Porque, según el testimonio de San Pablo, ni puede la mujer casada ejercer dominio sobre su propio cuerpo, ni ofrecer a Dios su castidad, ya no digo contra la voluntad del marido, sino sin que él lo sepa 359. Así pues, cuando tu marido necesite de tu concurrencia y tú le respondas que quieres, ya no digo ir a bailar, a las fiestas públicas, a los banquetes y a divertirse (todo esto es más bien propio de las cortesanas), sino a rezar o a visitar templos, sábete que tus oraciones no le van a agradar a Dios, ni tampoco vas a encontrarlo a El en el templo; Dios quiere que hagas la oración, pero cuando andes libre de las obligaciones para con tu esposo; Dios quiere que visites los templos, pero cuando ya no haya nada que el marido necesite de ti en casa, pues éstas son las obligaciones conyugales que impuso Dios para el estado de casada. El te ordena que te acerques a sus altares, pero después de haber calmado a tu marido. ¿Cuánto mejor, una vez aplacado primero tu marido, el más entrañable amigo tuyo entre todos los mortales? ¿Por qué motivo vas a las funciones sagradas, por qué visitas templos, siendo así que tu esposo te ordena expresamente otras cosas o te las pide tácitamente? ¿Buscas a Dios en el templo mientras abandonas en casa a tu compañero enfermo o hambriento y a quien Dios unió contigo? Junto a su lecho están todos los ritos sagrados, allí se encuentran los altares, allí está Dios, donde moran la paz, la concordia y la caridad, principalmente entre aquéllos que, aglutinados por estas cosas, deben permanecer inseparables. Lograrás fácilmente hacerte amigo de Dios si te haces amigo de tu hombre. Dios no ha necesitado de nuestros servicios; únicamente se reservó para El la piedad y el culto supremo; pide obediencia, no sacrificio; casi todo lo demás lo ordena a los hombres a causa de los mismos hombres, para que vivan entre sí en buena armonía y amistosamente.
Te has casado con uno, sea quien sea. A éste, en concreto, Dios, la Iglesia, tus padres te lo dieron por esposo, marido y señor. De entre tantos miles de varones como hay, esa es tu suerte y tu parte; hay que sobrellevar con buen talante lo que ya no puede cambiarse, y tienes que amarle, respetarle y honrarle, si no por él personalmente, al menos por respeto hacia aquéllos que te lo asignaron y encomendaron, por la fe que tú prometiste, igual que muchos favorecen y benefician a personas que no se lo merecen por un solo motivo, a saber, porque les fueron encomendados por seres muy queridos; muchos realizan ciertas acciones sólo porque así lo prometieron, de lo contrario no las harían. Además, tienes que poner mucho empeño en aparentar que haces aquello que, incluso sin quererlo, tendrías que hacerlo, y debes hacerlo con mucho agrado, pues, de esta manera, convertirás en algo más llevadero y más agradable para ti todo aquello que resultaría muy pesado y molesto si lo hicieras de mala gana. La reflexión sobre el destino nos enseñará a soportar las adversidades con fortaleza, la costumbre a hacerlo con facilidad, la cual encuentra consuelo incluso en las dificultades más graves, «reduciendo rápidamente al ámbito familiar los reveses más difíciles», como dice Séneca 358a. Piensa que esto se lo debes a tu marido, que de esta manera alcanzas ante los ojos de Dios un enorme crédito y ante los hombres un renombre muy considerable y muy noble.
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16. Esto nos enseña Dios porque nos infunde muy a menudo la mutua caridad, porque promete que El, por la benevolencia para con los hombres, dará a cambio su felicidad a aquéllos que acoge en su seno; a los que rechaza, lo hace precisamente porque no fueron ni complacientes ni benévolos con los hombres. Dios se reconcilia fácilmente contigo si tú te reconcilias con el hombre, y no hay camino más fácil para alcanzar la gracia de Dios que a través de la gracia de los hombres. Por lo tanto, piense la mujer que ella cumple con los cultos sagrados más solemnes, cuando presta servicios al marido, recorre los grandes templos sagrados, cuando está alrededor del lecho del marido.
contrario ni podrá satisfacer al maestro San Pablo, ni a Cristo su Señor y perderá la religión desde el seno de esa misma religión que trata de practicar. El mismo Apóstol, escribiendo a Timoteo sobre las obligaciones de la esposa, dejó escrito lo siguiente: «Aprenda la mujer en silencio con total sujeción; yo no consiento que la mujer enseñe ni que domine al esposo, sino que esté en silencio» 363. En la epístola a los corintios dice también: «Vuestras esposas no deben hablar en la Iglesia; pero si tienen alguna duda, cada una que se lo pregunte al marido en casa» 364.
Sin embargo, hay algunas que en absoluto abandonarían sus iglesias, aunque sus maridos estuvieran enfermos, no tanto por piedad, como, según opino, por costumbre o por placer. Pero, ¿qué necesidad hay de que hablemos de ellas? En cuanto a las que impulsa la religión, San Pablo las aconseja de esta manera: «La doncella medita las cosas que son del Señor, cómo agradar a Dios; la casada medita las cosas que son del marido, cómo agradarle» 360. No quita la preocupación por la religión en la mujer casada, pero da a entender que ya es menor, porque la doncella pertenece completamente al Señor y tiene la posibilidad de pensar sólo en El; en cambio, la casada se divide entre el marido y Dios, de manera que, la que en primera instancia se ocupaba por completo de la contemplación de la vida celestial, ahora ha descendido a las preocupaciones de la vida del mundo a causa del marido. No porque ese estado sea ajeno al Señor, pues fue El mismo quien lo creó, sino porque el otro estado era más elevado y cercano al Señor. La esposa agrada, ciertamente, al Señor, pero a través del marido, porque se esfuerza en complacer al marido, a quien el Señor puso al frente. Le agrada la doncella y la viuda sin hombre y como sin intermediario. Diferentes son sus pensamientos como diferentes eran las obras de Marta y Magdalena 361, no por oposiciónsino por el grado, como más sobresalientes son las de la soltera que las de la casada. Luego, en la mujer casada, la mayor parte de la piedad consiste en cumplir con el cuidado y el servicio del marido.
Esta norma, ciertamente, me parece que va encaminada a que la mujer aprenda del marido y, en las situaciones dudosas, siga las indicaciones de aquél y crea lo mismo que él. Si se equivocare en algo, sólo el marido tendrá la culpa, permaneciendo la esposa inocente, a no ser que las equivocaciones sean tan evidentes que no puedan ignorarse sin culpa o enseñen otra cosa diferente a aquéllos en quienes es preceptivo que también confíe el marido; pues, lo que va contra el mandamiento de Dios, aunque tu marido te lo ordene y te lo exija encarecidamente, no se debe hacer, si supieras que va contra la ley de Dios, ya que sólo hay que reconocer a uno superior al marido, y más querido que al marido, es decir, Cristo. La cabeza de la mujer es el varón y la cabeza del varón es Cristo 365. Muchas santas mujeres de nuestra religión también sufrieron suplicios de sus maridos, porque siguieron, en contra de la voluntad de ellos, los mandamientos de Cristo; sin embargo hay que procurar no formarse un juicio sobre la piedad del marido de manera imprudente o siguiendo el parecer de cualquiera. Esto es muy grave como para que se llegue a dar crédito al juicio de uno cualquiera, y llegaría a ser, en el conjunto del género humano, una materia muy adecuada y amplia para las desavenencias. Antiguamente el Apóstol prohibía que la mujer se separara del marido impío, a no ser que él lo permitiera 366. Está claro que el vínculo del matrimonio es tan grande que, según San Pablo, ni la piedad lo rompe, a no ser que la impiedad lo haga posible. ¡Qué deberemos proponer si tanto uno como otro son cristianos y también piadosos? ¿Cómo debe seguir la esposa al buen esposo?
Que nadie crea que el Apóstol, cuando dice «la mujer casada piensa en las cosas que conciernen al marido», indica qué es lo que suele hacerse y no lo que se debe hacer, pues San Pablo no admite en la conversación las cosas malas, ni tan siquiera les abre la ventana para que se cuelen 362. ¿Y qué decir de que no todas las doncellas piensan en el Señor, ni todas las esposas en sus maridos? Nos enseña, por tanto, qué conviene hacer en unas y en otras y qué quiere El que se haga, de manera que aquella mujer que, antes, cuando era doncella, convenía que dirigiese únicamente su pensamiento hacia el Señor, esa misma, ahora, quite de aquella contemplación el tiempo que emplee en sus deberes matrimoniales, de lo
17. No quiero, por cierto, ni debo pasar por alto aquellas gravísimas advertencias sobre las obligaciones de la mujer casada, que están en el último volumen del «Económico» y escrito con el nombre de Aristóteles. Dice así: «Conviene que la mujer honrada piense que las costumbres del marido son la ley de su vida, que Dios le impone a ella mediante la unión del matrimonio y de la comunidad de bienes; si ambas uniones las sabe llevar con espíritu equilibrado, gobernará con facilidad su casa, pero si hace lo contrario, la situación se le pondrá muy difícil. Por este motivo, conviene que se muestre totalmente concorde con el marido, y quiera servirlo no sólo en la prosperidad y con la fortuna de cara, sino también en
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la adversidad. Si faltase alguna cosa o sobreviniese alguna enfermedad corporal o un enajenamiento mental, sobrellévelo serenamente o muéstrese complaciente, a no ser que se trate de algo feo e indigno. Si el marido comete alguna falta a causa de cierta perturbación mental, no lo conserve en su memoria, sino atribúyalo a la pasión o a la ignorancia, pues cuanto más escrupulosamente le obedezca en estas cosas, tanto mayor será el agradecimiento a él, cuando se le calme la perturbación mental; y si no le obedece cuando le ordena alguna cosa fea, lo reconocerá mejor una vez vuelto al equilibrio mental. La mujer, por lo tanto, debe guardarse de estas cosas y, en las otras, obedecer mucho más que si, comprada, hubiese llegado a casa. Porque fue comprada a gran precio por la comunidad de vida y por la procreación de hijos, que son las dos cosas más grandes y más sagradas que puedan encontrarse.
maestro Pitágoras, atendían sobre todo a aquéllos que usaban muy a menudo, a saber: «Deben evitarse y suprimirse por completo la molicie que emana del cuerpo, la falta de experiencia del espíritu, la lujuria producida por el vientre, la sedición que se produce en la ciudad, la discordia que surge en casa, la falta de moderación, en general, que proviene de todas las cosas». Según leemos en Homero, Ulises desea para Nausícaa, hija de Alcínoo, un marido, una casa y concordia, ya que no existe en la vida un bien mejor o más deseable; pues cuando marido y mujer viven en paz y concordia causan muchos sufrimientos a sus enemigos, muchas satisfacciones a sus amigos y, antes que a nadie, a sí mismos 368. Así se pronuncia Ulises. ¡Cuán afortunado pensamos que fue el matrimonio de Albutio, que vivió durante veinticinco años en compañía de su mujer Terenciana sin el más mínimo disgusto! ¡Cuánto más afortunado fue el de Publio Rubrio Céler, cuya convivencia con Enia se prolongó cuarenta y cuatro años, libre de cualquier desavenencia. De la discordia surge el desacuerdo, la disputa, el altercado, la batalla.
Además, si hubiese vivido con un marido afortunado, su virtud no hubiera brillado hasta ese punto, dado que ciertamente es bien poco hacer buen uso de la prosperidad, sin embargo, soportar con moderación la adversidad, debe considerarse mucho más meritorio; pues, no cometer ninguna bajeza en las grandes calamidades e injusticias, es propio de un espíritu más elevado. Pero hay que pedir que nada de esto sobrevenga al marido; y si acontece alguna adversidad, debe pensar que de ahí le puede sobrevenir la mayor gloria, si obrase correctamente, pensando ella misma consigo, que ni Alcestes hubiese conseguido para sí tanta gloria, ni Penélope hubiese merecido tantas y tan importantes alabanzas de haber vivido con maridos afortunados. Pero las adversidades de Admeto y Ulises les procuraron memoria sempiterna, guardando durante las contrariedades de sus maridos fidelidad y justicia para con ellos y no sin merecimiento, alcanzaron la gloria. Porque, en realidad, es fácil encontrar compañeros en la prosperidad, en cambio, en la adversidad, a no ser que se trate de mujeres extraordinarias, todas rehusan ser compañeras. Por todas estas razones conviene mucho más honrar al marido y no despreciarlo» 367. Hasta aquí las palabras de Aristóteles.
La mayoría de las mujeres son quejicosas y difíciles y, cuando por motivos intrascendentes reprenden a sus maridos, acaban siempre en los mayores disgustos para sus almas. Y no hay otra cosa que aleje tanto al marido de la mujer como la disputa frecuente, la lengua mordaz de la esposa, a la que Salomón compara con una casa que tiene goteras cuando llueve en invierno, ya que una y otra cosa echan al varón de su casa 369. Y el mismo marido dice: es mejor vivir en un lugar deshabitado que con una mujer litigiosa e irascible. Algunas mujeres intolerables traspasan a todas las demás este «beneficio», hasta el punto que parece que ninguna deba exceptuarse. De ahí proviene la interpretación que da Gayo 370 «Los célibes son como célites», es decir, habitantes del cielo; e igualmente se dice en griego: «Los célibes son como semidioses». A partir de eso surgió la siguiente máxima: «Quien no se pelea, es célibe». Como si se pelearan todos los que están casados. Esta misma situación llevó a muchos hombres apacibles y enemigos de disputas a mantenerse alejados del matrimonio; también por este motivo se escribieron muchas invectivas, generalmente sin motivo, contra el sexo femenino y, en tiempos antiguos, se buscaron y se practicaron cruelmente algunos divorcios; estos divorcios, en nuestros días, entre el pueblo cristiano, lo buscan muchos, porque dicen que recibirían un trato más placentero de sus mujeres si ellas supieran que podían ser rechazadas en caso de no ser condescendientes y tratables. En este tema, o los hombres se equivocan o las mujeres son demasiado simples al no considerar que su obligación es mostrarse tanto más benevolentes con sus maridos, para vivir más agradablemente en su compañía, de la que bajo ningún concepto pueden separarse, y para no cambiar una constante necesidad en una
Capítulo V LA CONCORDIA DE LOS ESPOSOS 1. Pasar revista a los bienes de la concordia y de qué forma se mantienen en paz y armonía todas las cosas que en el mundo existen e incluso el propio mundo, sería una tarea sin límites e impropia de este lugar, porque sólo nos hemos propuesto hablar del matrimonio. Afirmo rotundamente que su máxima tranquilidad, del mismo modo que una parcela de su felicidad, es la concordia, en cambio su mayor tormenta y gran parte de sus desgracia es la discordia. Los pitagóricos, entre los preceptos de su
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desgracia de la que nunca puedan desprenderse. Depende, efectivamente, mucho de la habilidad de la mujer que exista concordia en casa. Porque el espíritu del varón es irritable en menor grado, pero no sólo en la raza de los humanos, sino en todas las especies animales, como dice Aristóteles. Los machos, igual que son esforzados y más feroces, también son más ingenuos y menos pérfidos, dotados, por supuesto, de ánimo más noble. Las hembras, por contra, son más caprichosas y más propensas a sospechas e intrigas, por lo cual resulta que se ven arrastradas también por conjeturas muy poco seguras, y sus espíritus debiluchos piensan que son dañados por cualquier golpe, aunque sea insignificante; esto motiva que se quejen a menudo e irriten a sus maridos por lo injusto de sus quejas 371.
solo corazón, que no desean cosas diferenciadas, con un mismo parecer y sin albergar pensamientos opuestos. 3. A mi madre Blanca, tras haber cumplido quince años de matrimonio, jamás la vi pelearse con mi padre o defender una opinión distinta o contraria a su voluntad. Ambos tenían un único pensamiento e inclinaciones muy parecidas. Solía tener en los labios con frecuencia algo así como dos refranes. Cuando quería dar a entender que mi padre quería algo decía: «Como si lo hubiese dicho Luis Vives»; y cuando quería dar a entender que quería algo decía: «Como si lo quisiera Luis Vives». En muchas ocasiones he oido a mi padre, Luis Vives, afirmar cuando relataba aquella anécdota de Escipión Africano, el Menor, o de Pomponio Atico 372, y yo creo que de entrambos, que nunca había tenido que reconciliarse con su madre ni con su esposa, algo que todavía era más difícil. Habiéndose admirado todos por estas palabras, siendo así que era casi proverbial la concordia entre Vives y Blanca, él contestaba: «Como Escipión con su madre, de cuyo amor jamás se había separado y por eso no tuvo que reencontrarlo». Pero en otra ocasión más apropiada hablaré con mayor profusión de mi madre.
2. En cambio, es más propenso a la reconciliación el hombre que la mujer, tal como sucede entre los varones que, cuanto más cercano está uno al comportamiento mujeril y se manifiesta con mucha menos generosidad, tanto más recuerda las ofensas y busca con mayor ahinco la venganza, y en absoluto se encuentra satisfecho si se ha vengado sólo a medias. Había en Roma, en el monte Palatino, un pequeño santuario de una diosa, en el cual, tras haber pedido lo que querían los cónyuges si había surgido en casa algún motivo de confrontación, se reconciliaban; esta diosa fue designada con el nombre de «Aplacadora de varones» y que, con su nombre, daba a entender que la mujer no debe ser aplacada por el varón sino el varón por la mujer. Incluso si la culpa fuera de tu marido y en absoluto tuya, no obstante tú, que estás bajo su gobierno y su potestad, debes tomar la iniciativa para recuperar las buenas relaciones.
Además, algunas mujeres, si aman un tanto atolondradamente, se ven arrastradas con fuerza a quebrantar la concordia y, entonces, habrá que reactivar su prudencia con la ayuda de unos breves preceptos y moderar sus impulsos. Lo más importante de todo es refrenar esos impulsos, es decir, la pasión y la emoción que, como un inmenso torbellino, arrebatan y arrastran consigo los espíritus pusilánimes de las mujeres, puesto que ellas pueden oponerse con menos vigor. Por lo tanto, debe haber en el ánimo de la mujer una gran dosis de humildad, que mostrará y evidenciará con sus obras.
¡Cuánto más, si en ti hubiese algún indicio de culpabilidad, debes mitigar a tu marido con sumisión, con lisonjas y con arrepentimiento. A pesar de que la mejor parte de las cosas que hemos dicho hacen referencia a la concordia, con todo, trataremos aquí algunas de ellas más apropiadas.
Una vez más hay que advertir a la mujer, y debemos hacerlo muy a menudo, que no haga algo para que se vea que lo hace, pues resulta ineficaz y sin ningún valor. Sea tal cual pretenda aparecer y, de esta manera, parecerá más fácilmente, más acertadamente y más en consonancia con la realidad. Jamás piense que, con la ayuda de la simulación, puede engañar a todos los demás; los hombres no son troncos o piedras, incapaces de diferenciar lo teñido o disfrazado de lo verdadero y genuino. Añade que, aunque engañen a quienes los miran, jamás engañarán a la propia naturaleza, que no puso la misma energía y eficacia en las cosas falsas y ficticias que en las naturales y reales. Pongan a prueba esto en ellas mismas y reflexionen con sus almas si consideran que son mesuradas aquellas mujeres que imitan la modestia cuando no la tienen, o si corresponden al amor de aquéllas que mienten cuando aseguran que las aman.
El elemento primordial y más eficaz para la concordia estriba en que la esposa ame al varón, pues la naturaleza del amor se basa en que produce amor. Y no se sorprendan algunas mujeres por el hecho de que sus maridos no las amen, al tiempo que ellas aseguran que los aman. Deben ver si los aman tanto como alardean de ello ostensiblemente. Amenlos de verdad y ellas serán amadas, pues lo ficticio, lo simulado, lo falso o bien acaba por desenmascararse o bien no consigue el mismo vigor que lo genuino, lo auténtico y lo vivo. Además, si el marido y su mujer se amaran mutuamente, querrían lo mismo y lo mismo dejarían de querer, que es, a fin de cuentas, como dijo uno, la amistad estable. No podrá haber ningún atisbo de discordia y disensión entre aquéllos que no tienen más que un
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4. También resultará provechoso para la mujer casada recordar aquel consejo que Horacio, poeta prudente, dió a Lolio sobre un amigo, para que se habituara a las costumbres y quehaceres del mismo: «Si él quisiera ir a cazar, no te dediques tú a componer poemas, sino que, dejando de lado las Musas, sigue a las acémilas cargadas de redes y a los perros» 373. Hubo unos hermanos, Anfión y Zeto, hijos de Antíope, y que también eran mellizos; el primero de ellos estaba muy ducho en tocar la lira y el segundo era un ignorante. Como el sonido de la lira agradase poco a Zeto y a Anfión le pareciese que por este motivo podían romperse las buenas relaciones de los hermanos, él dejó de tocar la lira 374. Del mismo modo debe la esposa acomodarse a las costumbres y aficiones del marido para no aborrecerlas o desdeñarlas. Se ha conservado en la memoria que Andrómaca, esposa de Héctor, daba con sus manos el heno y la cebada a los caballos de Héctor, porque su marido se deleitaba con ellos, y los alimentaba con sumo cuidado y complacencia para utilizarlos en la guerra 375.
mis hijos, porque ve que soy muy estudioso». Por esta razón, la esposa de Guillermo Budeo, según mi opinión, merece incluso mayor loa que la mujer de Plinio, porque ésta desconoce las letras, en cambio aquélla las conocía. ¿Con cuánta más prudencia y honestidad obran estas esposas que las otras que apartan a sus maridos del estudio de las letras y de las artes nobles, y los animan y los incitan a los negocios, a los juegos y a los placeres para poder participar ellas de las ganancias, de las diversiones o de los goces, puesto que desconfían en poder compartir los estudios con ellos? Las mujeres necias ignoran cuánto más sólido y más auténtico es el placer que emana de la gloria por disfrutar de maridos sabios, que por tenerlos ricos o de vida voluptuosa; también ignoran cuánto más placentero y agradable es vivir en compañía de varones sabios que junto a los necios o con aquéllos que no pusieron los frenos propios de la sabiduría a sus pasiones, siendo así que las perturbaciones que se suscitan en el interior de su alma se apoderan indistintamente de todos ellos y, sin esperar, los arrastran a un camino totalmente alejado de la rectitud y la justicia. La esposa no sólo no desdeñará los estudios del marido, sin ninguna otra cosa ni con palabras, ni con miradas, ni con gestos, ni con cualquier otra alusión; los amará todos, los admirará, los protegerá y estará de acuerdo con ellos; creerá todo lo que él diga incluso si contara cosas contrarias a la verdad o increíbles; asumirá las mismas expresiones de su rostro, reirá si él ríe, se mostrará triste si le ve triste, conservando siempre la autoridad que da la integridad y la virtud propias de la matrona, para que esas cosas dimanen más de un espíritu amigo que de otro adulador.
Cecilio Plinio declara en muchas cartas suyas que únicamente amó a su mujer y entre esas cartas hay una dirigida a Híspula, tía de su mujer y que la había educado a ella. En esa carta no sólo le da las gracias por haberle dado a la muchacha una formación tan esmerada sino también le descubre el motivo por el que amaba tan entrañablemente a su esposa, expresándose sobre ella de la siguiente manera: «Me ama, algo que es indicio de castidad; hay que añadir a esto su afición a las letras, afición que surgió precisamente del amor que me profesaba. Maneja mis libritos, los lee y relee e incluso los aprende de memoria. ¡Cuánta preocupación muestra cuando le parece que tengo que actuar y cuánta alegría después de haber actuado! Distribuye esclavos para que le comuniquen qué acogida ha tenido, cuántos aplausos he provocado, qué resultado he obtenido. Ella, si alguna vez recito, se sienta en las proximidades recubierta con un velo y va recogiendo las alabanzas que me dirigen con oidos avidísimos. Canta mis versos y les pone música con la cítara, sin que ningún maestro le enseñe, sino movida por el amor, que es el máximo maestro 376.
En ninguna situación se pondrá a sí misma por delante del marido; lo considerará como un padre, como su dueño, como mayor, más digno y mejor que ella, lo reconocerá y aceptará ostensiblemente. ¿Cómo podrá mantenerse la amistada y el amor si, siendo tú rica, menosprecias a tu marido que es pobre, si, siendo tú hermosa, al que es feo, o, siendo tú noble, al de baja condición? Dijo un poeta satírico: «No hay cosa más insoportable que una mujer rica» 378. Lo mismo dice San Jerónimo contra Joviniano y en términos semejantes se expresa Teofrasto: «No creo que sea ningún tormento soportar una mujer rica, si no le añades el calificativo de mala o necia» 379.
No hace mucho, cuando yo estaba en París y me encontraba en casa de Guillermo Budeo 377 al pasar por el impluvio, por donde estábamos paseando, su mujer me pareció muy hermosa y (por lo que me era posible deducir por su rostro y por todo el porte de su cuerpo muy parecido al de una heroína) especialmente honrada, además de una prudente madre de familia; después de haber saludado al marido con aquel respeto que la caracterizaba, y también a mí de forma amable y cortés, le pregunté a él si aquélla era su mujer. Me respondió: «Esta es mi esposa, la cual me complace de tal manera que no trata con más descuido a mis libros que a
Porque, ¿acaso no es una locura considerar el dinero como un mal, siendo como es algo tan liviano y lo último entre aquellas cosas que suelen elevar el espíritu de los hombres? Pero a muchos les ocurre que sus espíritus inconstantes y vacíos se hinchan por una suave brisa. Insensata, ¿acaso el matrimonio no lo hace todo común? Si gracias a la amistad todas las cosas se hacen comunes, ¿cuánto más comunes no se volverán con el
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matrimonio? Y no sólo el dinero sino también los amigos, los parientes y todas las cosas. Como dice Plutarco, «igual que lo expresaron los romanos en sus leyes, en las que se prohibía que se diera o se aceptara algo entre los cónyuges para que no pareciera que hubiese algo distinto o fuese propiedad de cada uno de ellos». En la mejor república, como enseña Platón, «conviene que se quite 'lo mio' y 'lo tuyo'» 380. ¡Cuánto más debería darse en el mejor de los hogares, que sólo entonces es el mejor, el más perfecto y por este motivo el más feliz, cuando, bajo una cabeza única, sólo existe un único cuerpo! Porque si tuviera varias cabezas o varios cuerpos sería un monstruo. ¿Qué puedo decir?, ¿tal vez que nada pertenece a la mujer y todo al marido? Según el ejemplo que nos da Plutarco, igual que el vino aguado, aunque tenga más porción de agua que de vino, sigue denominándose vino, del mismo modo, cualquier cosa de más que aportase la mujer al marido, pasa a ser propiedad del esposo.
No digo qué cosa tan necia y abominable es eso que llamamos nobleza, conquistada y conservada mediante guerras, crueldades, latrocinios, fraudes y expoliaciones, cuya fama se mantiene gracias al pueblo, el gran maestro del error. Pero aunque seas todo lo noble que quieras, si te casas con alguien sin reputación, tú tendrás menos reputación que él; la mujer no es más noble que el marido, pues en modo alguno sucederá en el linaje humano aquello que no se da en ninguna especie animal. Los hijos, según costumbre de todos los pueblos, siguen al padre, es decir, al más importante. Y si eres muy noble, tu marido o bien se convierte en un ser nobílisimo gracias a ti o te conviertes en una persona sin reputación por su influencia. De acuerdo con el derecho civil, los maridos asignan la dignidad a sus esposas y no los padres, de manera que no se pueden llamar muy ilustres aquellas mujeres nacidas de padres muy ilustres, si se casaron con plebeyos. Declararon esto aquellas mujeres romanas patricias, que expulsaron del pequeño santuario de la pureza patricia a Virginia, nacida de padres patricios, por haberse casado con un plebeyo, aduciendo reiteradamente que era plebeya y no patricia. Ella no negó esto, ni tampoco se avergonzó por el hecho de ser plebeya, ni ante el patriciado de aquéllas despreció a su plebe, ni se sonrojó por llamarse Virginia, esposa de Lucio Volumnio.
¿Acaso no posee todas las cosas que son de la mujer quien posee a la propia mujer y es su dueño y señor? Entonces atiendes las palabras de Dios, Señor y Hacedor de todas las cosas: «estarás bajo la potestad del varón y él dominará sobre tí» 381. Por lo tanto no debe ser despreciado el marido ni por su figura; tú, mujer, tienes la belleza en el cuerpo, pero el marido tiene tu hermosura y a ti con posesión completa. Ante todo no discuto cuán débil e insignificante es el don de la belleza, cómo se mantiene en la opinión en general; una misma mujer parece muy hermosa a unos pero muy fea a otros. ¡Qué frágil y cambiante, a cuántas eventualidades está expuesta, qué efímero es ese don! Por una mínima calentura, por un solo lunar, o por un solo pelo, de ser una mujer hermosísima te transformarías en otra feísima. Yo no sé por qué una cosa tan insignificante y tan frágil, hincha y encumbra de manera tan sorprendente los corazones necios y vanos, igual que hace el viento con un odre. Un poeta dijo: «La soberbia acompaña a la hermosura» 382.
Cornelia, hija de Escipión, habiendo entrado a formar parte de una familia realmente importante y distinguida por muchas magistraturas, aunque era plebeya y en modo alguno admitía parangón con su familia paterna, pues provenía de la estirpe Cornelia, sin lugar a dudas la más importante de todas en Roma y de la estirpe y familia destacada de los Escipiones, hija de aquel Escipión que sometió África, príncipe del Senado del pueblo romano y de todas sus gentes e hija de Tercia Emilia, que descendía de la familia Emilia, la más famosa en Roma y en todo el orbe, en medio de tanta gloria, de tanta distinción y de tanta nobleza de todos sus antepasados, bien paternos bien maternos, no obstante prefirió llamarse siempre Cornelia de Graco en vez de Cornelia de Escipión; incluso se enojaba contra muchos que, pensando que la honraban más así, le daban el sobrenombre de Escipión 385.
6. Con todo, nadie busca en los hombres la cualidad de la belleza, pero en las mujeres todo el mundo piensa que es conveniente que esté. No obstante puedes leer lo que dijo el más sabio de los reyes: «El encanto resulta engañoso y la hermosura inconsistente, pero la mujer que teme a Dios será alabada» 383. Además, sois una misma carne o, mejor, una misma persona tú y tu marido, realmente no puede ser feo quien tiene una mujer hermosa. Pero, ¿hacia dónde conduce esa ostentación de la belleza, como si no supiéramos que el cuerpo de una mujer, por más hermoso que sea, no es más que un estercolero recubierto con un velo blanco y de púrpura? No sé que filósofo dijo que, si pudiese mirarse por dentro aquel hermosísimo cuerpo de Alcibíades, cuántas cosas repugnantes y abominables aparecerían en él. Como dijo Juvenal, «la nobleza es única y exclusivamente la virtud» 384.
Marpesa, según relatan los escritores griegos, prefirió a su marido Idas, hombre mortal, en lugar de Apolo, dios, según se creía, inmortal 386. Tesia, hermana de Dionisio primero, tirano de Siracusa, estaba casada con Filoxeno; habiendo huido éste de Sicilia tras urdir alguna trama contra Dionisio, el tirano hizo llamar a su hermana y la castigó por no haberle comunicado y desvelado la fuga de su marido; entonces ella le dijo: «¿Por qué razón has pensado que soy una esposa tan indigna y tan abyecta que, si hubiese tenido conocimiento de la huida de mi marido, no le hubiese seguido a él y hubiera preferido que se me considerara esposa de
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Filoxeno, desterrado en cualquier rincón de la tierra, antes que aquí, en mi patria, ser la hermana del rey Dionisio?». Los siracusanos, tras haber desterrado a los tiranos, sintieron admiración hacia ese espíritu tan santo y tan generoso y no sólo la honraron estando ella viva sino que también la acompañaron después de muerta con todo tipo de honras.
consiguiente, apropiado para el fuego; de aquí proviene esa rabia, imposible de contener, a veces de la pasión, a veces de la lengua y que, en incontables ocasiones, se detecta con gran estupor por nuestra parte, entre las mujeres honradas. Aunque yo no echara de menos en ellas ni la honradez ni el recato, ni la pureza, ni otras importantes y distinguidas virtudes, no obstante me siento obligado a echar de menos su modestia y la moderación de su ira y su lengua, incluso no sin cierta vergüenza por mi parte, a pesar de que nada me importaría de toda una discusión que se diera entre personas completamente ajenas a mí, si es que aquello que es de los cristianos puede considerarse ajeno a otro cristiano. Por lo cual, cuanto más difícil tanto más hermosa y distinguida será la virtud de la mujer, a saber, dominar su lengua.
Cuando María, esposa del emperador Maximiliano, recibió por herencia de su padre Carlos este condado de Flandes 387 y como los flamencos minusvaloraran el carácter sencillo y apacible de Maximiliano y le consultasen a ella, como primera princesa que era, acerca de todos los asuntos que estaban bajo su jurisdicción, jamás decidió nada sobre cuestiones sobre las que tenía autoridad sin consultarlo previamente con su marido, cuya voluntad siempre tuvo por ley; y ella sola, sin el enfado del marido, podía administrar con total libertad todas las cosas, permitiéndoselo todo Maximiliano a su queridísima y prudentísima esposa, no sólo por su carácter benigno sino también por las buenas disposiciones naturales de ella. De esta manera María encumbró a su marido en muy poco tiempo a la máxima autoridad, otorgándole a él los mayores poderes; desde entonces el pueblo estuvo más sumiso al poder de los príncipes, redoblado el respeto, como si la soberanía de cada uno de ellos estuviese afianzada y apuntalada por la del otro. 7. No debe la mujer prudente sopesar su propia fortuna o cuánto dinero aporta a la casa del marido, o cuánta hermosura, o la celebridad de su linaje, sino el recato, la castidad, la honradez, la obediencia a las órdenes del marido, la preocupación esmerada por los hijos y por la casa. Perfectamente dotada llega una mujer a casa, si está adornada con estas cualidades. De otra manera, aporta desaprobación y no derecho conyugal aquella mujer que dispone de fortuna que la hace insolente y, en cambio, no tiene virtud que la guíe a ella. Estas son las palabras que Alcmena dirige a Anfitrión en la comedia de Plauto: «No creo que sea dote aquello que se denomina dote, sino la castidad, el recato, el deseo controlado, el amor a los dioses, el amor a los padres y la concordia entre los parientes; que yo sea complaciente contigo, generosa con los buenos y provechosa con los virtuosos» 388. Esta es mi idea.
En absoluto será esto difícil de conseguir si la mujer mantiene el dominio sobre sí misma, si se protege, si se asegura y no permite que las pasiones la arrastren como si de unas tempestades se tratara. Ante todo, mientras está tranquila, mientras está sana, mientras está sobria y ejerce dominio sobre sí misma, piense esto muchas veces y manténgalo en su ánimo para que, si alguna vez entrase en discusión con su marido, no le espere algún ultraje grave bien de su familia, bien de su cuerpo, bien de su alma, bien de su vida, sabiendo que él lo va a tomar muy mal; y esto no debe darse en ningún lugar, pero bajo ningún concepto en presencia de aquéllos que él en absoluto desee que se enteren del altercado. Porque, si le provoca con una afrenta así, más tarde la reconciliación será más difícil; más aún, incluso una vez reconciliado, tantas cuantas veces le viniese a la memoria aquel ultraje, jamás volverá a mirar a su mujer con los mismos ojos. ¡Qué ofensa tan grande ante la mirada de Dios! Dice el Señor en el evangelio de San Mateo: «Cualquiera que, enojado contra su hermano le llame 'raca' para insultarlo (como si alguien te dijera: ¡pero, tú!) será reo ante la asamblea; quien te llame fatuo, será reo de las llamas del fuego» 389. Piensa ahora en ti misma: ¿qué sucederá contigo, que has lanzado una descomunal injuria no sólo contra tu hermano sino contra tu padre, contra el vicario de Dios (por lo que a ti respecta), contra todos sus parientes?
Ahora hay que utilizar frenos para la lengua, que son fruto fácil de un espíritu moderado, pues muchas mujeres tienen una lengua desenfrenada que proviene del desenfreno del espíritu; el furor se apodera totalmente de ellas, las domina y no les permite ejercer ningún dominio sobre sí mismas. La consecuencia es la falta de mesura y moderación de los improperios cuando surge un altercado, puesto que no hay lugar ni para la razón ni para el juicio; la pasión lo invade todo y lo hace suyo, pues ha encontrado fácilmente combustible en un material delicado y sensible y, por
8. Pero si fuera tu marido quien lo lanzara contra tí, procura que no se adhiera a tu memoria; sopórtalo estoicamente, pues, tan pronto como él se haya calmado, con tu paciencia alcanzarás un gran reconocimiento por su parte; y su ánimo indómito lo harás bueno y después gozarás de un trato más agradable y más benevolente. Terencio, que en sus comedias describe las costumbres de los hombres, dice de una doncella honesta: «Esta muchacha, tal como conviene que sea toda muchacha de talante liberal, es prudente, modesta, soporta todas las molestias e injurias que le
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lanza el marido y disimula sus reproches» 390. Siguiendo este comportamiento, el sentimiento del marido retornó a la mujer de la que se había alejado. Este mismo es el consejo de una sabia nodriza, que daba a Octavia, esposa de Nerón, según leemos en la tragedia de Séneca: «Antes bien, mostrándote condescendiente vence a tu indómito marido» 391.
Existen algunos pequeños detalles con los, que el amor se robustece o se resquebraja, que la esposa irá, descubriendo cuidadosamente en el marido para adaptarse a su carácter y a su voluntad. Me voy a referir a algunas a modo de ejemplos, a partir de las cuales se llegará a comprender las demás, como por ejemplo, qué clase de comidas le gustan, cómo deben aderezarse, cómo condimentarse, cuáles le disgustan; si las prefiere saladas o sosas, calientes o frías; qué clase de pescados, de carnes, de bebida o de cualquier otra cosa; a qué hora, con qué manteles, servilletas, qué panes, con qué tarteras, con qué escudillas, con qué calderos, con qué salero, con qué copas; cómo le gusta que le pongan la mesa, qué convidados le apetece seleccionar; qué temas de conversación; también cómo le gusta que le hagan la cama, con qué colchas, con qué cobertores, con qué sábanas, con qué almohadas; lo mismo con las sillas, los bancos, todo lo relacionado con la comida, el ajuar y el instrumental doméstico que están bajo las órdenes y cuidado de la mujer.
Vosotras, mujeres, tenéis, en efecto, un cuerpo delicado y débil; a esto se añaden los trabajos casi cotidianos propios del sexo, las molestias de la menstruación, las molestias de la matriz, y los peligros al parir. Tenéis, ciertamente, una condición digna de que los maridos privándoos se compadezcan de vosotras. Procurad que vuestras importunidades no provoquen la alteración de ánimo de vuestros maridos privándoos de la conmiseración que se os debe, para no ser dignas de compasión cuando, por otra parte, seáis unas desgraciadas. Tampoco echarás en cara a tu marido algún favor que le hayas hecho; esta acción, incluso entre personas extrañas, resulta muy odiosa, porque quien echa en cara algo, pierde la debida gratitud por el favor hecho, pues la aparta del ánimo del otro. Si piensas adecuadamente, añade que no puede haber ningún beneficio hecho a tu propio marido, puesto que le debes tanto como a tu padre y a ti misma. Una mujer mesurada tampoco estará continuamente recordando ni su linaje, ni su ingenio, ni sus cualidades; es una situación que resulta molesta y suele producir repugnancia incluso en el más amante de los maridos.
9. Estas cosas son, en realidad, como antes apuntaba, pequeñas de por sí, pero a veces de capital importancia entre los seres humanos, los cuales no se dejan impresionar por la magnitud de las cosas, sino por sus apreciaciones sobre las cosas mismas. ¿Acaso no es mucho menos importante partir una ciruela con un cuchillo, morder una tela, afilar una sierra, que gruña el cerdo y gran cantidad de cosas insignificantes y livianas como éstas? Pero, ¡cuántos hay que se dejan impresionar y se estremecen con estos detalles, hasta el punto que preferirían ser heridos antes que tolerar aquello, por causa de esa sensibilidad oculta de la naturaleza peculiar de cada cual! ¡Cómo apreció Isaac el plato de vianda de su hijo, que, con eso, se hizo merecedor de la bendición de su padre, la herencia de máximo valor en aquella época! 393. ¿Quién no ha oido hablar de odios conyugales producidos por la tardanza en comer, porque el caldo estaba un poco frío o porque el mantel estaba sucio, y que todo ello terminó en desavenencia y en un horrible divorcio?
Juvenal dice que desea antes a una mujer de origen oscuro y sin reputación que a Cornelia, hija del Africano, de cuya virtud dijimos muchas cosas sobre si se vio encumbrada por el renombre de su padre. Dice Juvenal: «Prefiero a Venusina antes que a ti, Cornelia, madre de los Gracos, si al lado de tus grandes virtudes muestras tu gran arrogancia y en tu dote añades los triunfos. Llévate, por favor, a tu Anibal y a Sifax vencido en su campamento y márchate en compañía de toda Cartago» 392.
He aquí el compendio de todos los preceptos: que la esposa, una vez estudiadas con atención y reflexión las costumbres del marido, se ofrezca a él igual que ella quisiera que su criada se presentara, si la esposa estuviere adornada con las mismas costumbres. Hay que añadir también que las pequeñas ofensas, primeramente, perturban el amor, aunque esté enraizado y firme y, luego, cuando titubea, lo arruina con suma facilidad. La habilidad de los reyes en la antigüedad consistió en que ellos, personalmente, afrontaban las situaciones agradables y aquéllas que les reportaban la benevolencia, tales como la munificencia, la liberalidad y el perdón; en cambio, las horribles, las desagradables y las penosas las despachaban por medio de los ministros, como los destierros, las privaciones de bienes y las penas de muerte. Según recuerdan nuestros
Plutarco, hombre de gran rigor, recomienda que en los comienzos del matrimonio debe evitarse cualquier motivo de confrontamiento y riña, puesto que el amor aún no está bien afianzado, todavía es débil y frágil y podría quebrarse por cualquier motivo, no de manera distinta a las de las vasijas, acabadas de modelar, que se rompen con el golpe más mínimo. También dice Plutarco que no se debe discutir en el lecho conyugal, pues, ¿dónde van a deponer las heridas infringidas a sus almas, si el lugar más apropiado para la reconciliación lo han vuelto, con sus altercados, aborrecible y odioso y, por decirlo de algún modo, han desperdiciado la medicina más apropiada para curar las enfermedades de sus almas?
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padres, hubo en Sicilia una mujer muy importante que, con el máximo cuidado, observaba si sus criados hacían alguna acción agradable a su señor y después, ella misma las realizaba, y a ellos les encomendaba las que resultarían más ingratas y molestas.
ello que convenía que no se diese entre los casados ni la ira ni ninguna otra clase de amargura. Ellas mismas a la diosa Venus le adjuntaban el dios Mercurio, como acoplando el donaire y la dulzura en el matrimonio, dado que la mujer, una vez seducido el marido con la suavidad de sus costumbres, el encanto de su conversación y sus caricias, debe sujetarlo y tenerlo cada día más unido a ella; porque nada hay que arrastre y atraiga hacia sí con tanta eficacia como la dulzura de las costumbres y la conversación. ¿Qué aprovechan a la mujer la prudencia y la inteligencia si no estuvieran presentes la suavidad y la benevolencia para con el marido? No hay nadie que no prefiera conversar con un perro antes que con su esposa brusca y altanera.
10. Por esta razón debo censurar con cierta dureza a las esposas de aquí de Bélgica, las cuales, ofreciendo con pereza y desidia a sus maridos lo que necesitan cuando quieren levantar su ánimo decaído y ser complacientes con su genio, los alejan del hogar, como si fuera un lugar solitario, y ellos se recluyen en la cervecería o en la taberna; allí encuentran compañeros apropiados para cualquier menester y todas las cosas en abundancia, por lo que se entregan fácilmente a toda clase de vicios: la glotonería, la embriaguez, el juego, el trato con prostitutas, la desidia; abandonados en casa mujer e hijos pequeños, abrumados por el hambre, ellos malgastan toda su hacienda incluidos los vestidos y las camas, alejándose de la casa, como si de una caverna se tratara, en la que anidara una bestia feroz, a saber, su hostil esposa.
La mujer prudente sabrá de memoria leyendas, historietas y cuentos cortos, tan divertidos como, por supuesto, honestos y puros, con los que reponer y divertir a su marido cuando esté cansado o enfermo; deberá conocer igualmente los preceptos de la sabiduría, adecuados para inducirle a la virtud o alejarle de los vicios; asimismo, algunos pensamientos profundos que le sirvan contra los ataques de la buena y mala fortuna y le hagan volver a la realidad, poco a poco, si se ha dejado llevar por la euforia, o le levanten el ánimo si se halla abatido o derrotado por las adversidades. Y, tanto de uno como de otro extremo, retorne al término medio. Si se apoderan de él y se alborotan algunas pasiones, la mujer mitigará y aliviará esa tempestad con lenitivos femeninos, castos y prudentes. Así, Placidia, hija de Teodosio, a Ataúlfo rey de los godos, marido suyo, que intentaba borrar el nombre romano, después de haberlo hecho más apacible y más placentero con sus dulces palabras y sus buenas costumbres le hizo desistir de semejante idea y lo redujo a la sensatez y a la humanidad 394.
Tampoco faltan entre esas mujeres quienes soportan, no de mala gana, todas estas adversidades, con tal de no tener ellas que mover una mano para limpiar el ajuar o hacer una comida. Tanta indolencia y apatía anida en sus corazones y, a veces, tanta desvergüenza y tanta obcecación, que incluso prefieren perecer antes que empezar a indignarse por una vez a cambiar lo más mínimo su estado de ánimo en favor de sus maridos. Ellas son, por lo tanto, el motivo por el que se corrompen las costumbres de los maridos junto con el patrimonio familiar; algunos se ven que, de solteros, eran sobrios, pero una vez casados se hacen muy desvergonzados y depravados. Pero estas mujeres que son tan perezosas y desidiosas para las necesidades de la casa, parece increible que se diga cuán dispuestas y preparadas están para vagabundear, ir de aquí para allá y charlar, utilizando una inusitada diligencia y actividad para acicalarse y arreglarse.
Muchas son las cosas que sobre este tema escribió San Juan Crisóstomo en sus comentarios al evangelio de San Juan, cuyo contenido lo resumimos aquí brevemente: «La mujer tiene enorme importancia para aconsejar correctamente al marido y, si alguna enfermedad se apoderase de su alma, aplacarle; porque el marido no escuchará con igual atención al padre o al maestro como a la esposa honesta. La advertencia que hace la esposa contiene no sé qué placer, ciertamente no pequeño, puesto que parece emanar de su gran benevolencia; en efecto, la mujer ama a aquél por quien se preocupa y no desearía para él un cuidado distinto al que querría para sí misma.
Capítulo VI EL COMPORTAMIENTO DE LA ESPOSA CON EL MARIDO EN PRIVADO 1. No sería nada impropio de este lugar exponer ya cómo debe comportarse la esposa con su marido en privado y sin la presencia de testigos. Sepa, ante todo, que aquellas mujeres antiguas que hacían sacrificios a Juno, protectora y defensora de los matrimonios, jamás dejaban la hiel en la víctima sacrificada, sino que, tras quitársela fuera, acostumbraban a echarla detrás del altar, queriendo dar a entender con
Muchos ejemplos podría aducir, como testimonio, de hombres que, siendo crueles, fueron amansados gracias a sus esposas. Pero, en verdad, el marido debe ser advertido con el ejemplo y no con el estrépito de palabras sin contenido; conseguirás esto si advierte que no eres una viciosa, que no
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te vistes con ostentación, ni que andas buscando lo que es superfluo, sino que te contentas con lo indispensable; porque si filosofas con las palabras, pero te sitúas con acciones muy alejadas, al instante tu marido menospreciará tus bagatelas y refutará tus indicaciones con tus propias obras. He aquí un ejemplo: cuando no busques oro, ni piedras preciosas, ni vestidos elegantes, sino que, en vez de todo eso, te revistas de modestia y caridad, le obligaras a que él cumpla, y te tolerará cuando le des consejos. Pues, si quieres empeñarte en agradar a tu marido, debes engalanar tu alma, no corromper tu cuerpo. No es, efectivamente, el oro el que hace a la mujer amable y deseable del mismo modo que la modestia, la piedad y el afecto con que darías la vida por el marido si fuera necesario; el aderezo del cuerpo resulta oneroso y gravoso para el marido, en cambio el del alma, agradable y sin dispendio». Estas son las palabras de San Juan Crisóstomo.
pensamientos ocultos de sus maridos. Muchas veces resulta molesta su curiosidad y sospechosa la indiscreción y, de vez en cuando, irrita los ánimos de sus maridos. Los esposos conservan algunas cosas que no quieren que las conozcan sus esposas y se las reservan sólo para ellos. Leemos en Homero que Juno dice a Júpiter: «En lo sucesivo no te enfades conmigo, si desciendo a las moradas del profundo Océano sin que tú lo sepas». Júpiter responde a Juno: «No quieras escudriñar todos mis planes, ni esperes poder conocerlos» 395. Sin embargo la mujer sabia, con la máxima atención y sagacidad de que sea capaz, indagará si en el ánimo del marido anida alguna funesta sospecha sobre ella, si existen semillas de ira o de odio, si hay algún residuo o si hay indicios. Si algo semejante descubre en él, ponga el empeño conveniente para no dejar que las raíces se desarrollen, pues se extienden fácilmente por motivos insignificantes y se hacen perniciosas. La mujer las arrancará con dulzura y procurará dar satisfacción al marido. Las enfermedades ocultas y encubiertas se desarrollan y se cortan más rápidamente que las que se manifiestan externamente. No produzca un disloque, no las trate con dureza, no las haga más profundas cuando intente acabar con ellas; quítelas, más bien, sin que el marido sienta dolor, o sea, sin quejas ni lamentos. Piense que ni los hombres ni los dioses en ningún momento les serán propicios si su marido no está aplacado. Dice el Señor en su Evangelio: «Si entregas tu ofrenda y junto al altar recuerdas que en ti hay alguna pequeña ofensa contra tu hermano, tras depositar allí el presente, apresúrate a reconciliarte inmediatamente con él; de esta manera, por fin, ofrecerás a Dios lo que te propusiste» 396. Inútilmente imploras la paz de Dios, si antes no te has reconciliado con él. ¿Cuánto más con el marido airado?
2. Por otra parte, hay que tener presente la oportunidad de la amonestación, pues no todos los momentos son adecuados. Un servicio prestado a deshora es una molestia. En cera blanda imprimirás el sello y los consejos en un ánimo suave, o sea, cuando el pecho del marido no esté sacudido por ninguna perturbación, en lugar secreto y sin la presencia de testigos. Utiliza palabras oportunas y suaves y no seas desmesurada cuando le aconsejes; deja de hablar antes de hacerlo hasta la saciedad; añade, además, las razones por las que le das esos consejos, pues esos motivos, no de modo diferente al de las primeras flechas que han dado en el blanco, conseguirán que las admoniciones calen con mayor profundidad en su corazón. Cambiarás el tema de la conversación con otro más agradable que mitigue y quite toda la aspereza de las primeras palabras, si es que hubo alguna. Cuéntale todas tus preocupaciones y pensamientos con tal de que no sean frívolos e indignos del oido varonil. En él tendrás al único compañero, interlocutor, consejero, maestro y señor; en su pecho depositarás tus pensamientos y en él harás descansar todo lo que te angustia.
Procure una y mil veces la esposa que, todo aquello que se dice o se hace en el aposento o en el sacrosanto lecho matrimonial, sea considerado secreto inviolable y debe guardarse incluso con más silencio del que, antiguamente se guardaba en Eleusis con los ritos de la diosa Ceres 397 o, si queremos decirlo más correcta y adecuadamente, como las cosas que al oido del confesor le cuenta quien se confiesa. ¿Qué clase de locura, es divulgar cosas que deben callarse y silenciarse con tanto cuidado?
Estos detalles contribuyen al amor mutuo, ayudan a la concordia, puesto que, por naturaleza, amamos a aquéllos hacia cuyo pecho dirigimos nuestras preocupaciones y afectos, como una porción de nuestra carga, y en ellos depositamos nuestra máxima confianza; ellos, por su parte, nos aman porque se sienten amados, y se sienten tan seguros de sí que incluso se les permite el acceso a lo más recóndito y abstruso del alma, de manera que nada haya en nuestro corazón que permanezca cerrado para ellos.
El pueblo de Atenas, generoso y adecuadamente educado, estando en guerra contra Filipo, rey de Macedonia 398, no se atrevió a abrir y leer unas cartas que le arrebataron al propio rey Filipo y que iban dirigidas a su mujer Olimpíades, porque pensaba (algo que es cierto) que los secretos de los esposos son sagrados y no es lícito divulgarlos o que los conozcan personas ajenas; así pues, las enviaron selladas e intactas a la reina que estaba en Macedonia. ¡Pueblo merecedor de que todas las esposas le guarden fidelidad y secreto! Si esto hicieron ellos con un enemigo en armas, ¿cuánto más lógico es que tú hagas lo mismo con tu esposo?
3. No piensen las mujeres que esta ley conviene que sea común e igual para ellas y sus maridos. No quieran ellas escudriñar todos los
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Porcia, la mujer de Marco Bruto, con una herida voluntaria quiso probar la firmeza por ver si era capaz de guardar grandes secretos y, después que comprobó que podía silenciar y ocultar su herida, se atrevió a preguntar al marido qué preocupaciones mantenían angustiado su ánimo; el plan para asesinar a César, confiado a ella por Bruto, lo guardó tan tenaz y fielmente como cualquier otro conjurado 399.
hacen los gentiles que desconocen a Dios» 401. El esposo, en elCantar de los Cantares, llama a la Esposa «hermana suya» para denominar el amor matrimonial más puramente 402. Pero volvamos a las mujeres. No ensucien las esposas el casto y santo lecho con actos sucios y libidinosos. «Honorable sea entre todos vosotros el matrimonio, -dice igualmente San Pablo-, y el lecho inmaculado 403. Una casta mujer espartana, preguntada si alguna vez se había acercado por propia iniciativa al marido, dijo: «en absoluto, sino siempre el marido a mí». Es decir, que aquella púdica mujer jamás había encendido el deseo del marido, ni había practicado el coito con él sino para acceder a sus ruegos. Trebelio Polión 404 escribe que Cenobia reina de los palmirenos 405, mujer de extraordinaria erudición y muy prudente para gobernar su reino, hasta tal extremo fue casta que ni siquiera permitía la intimidad con su marido hasta después de haber comprobado si había concebido, pues, cuando había copulado una vez, se abstenía del marido hasta el momento de la menstruación; si había concebido, dormía siempre sola hasta después de haber parido, pero si no ocurría eso, ofrecía la posibilidad al marido de buscar hijos. ¿Quién llegaría a creer que la reina Palmira tuvo unión sexual no sólo por deseo sino por un placer incluso mediano? ¡Matrona merecedora de que se le admire y se le ensalce, a la que la fuerza propia de la mujer no la empujaba al placer más que un pie o una mano! ¡Digna de parir sin la concurrencia carnal, que sólo buscaba para poder parir, o hacerlo sin dolor, ya que la realizaba sin placer ninguno! Mucho más destacó nuestra cristiana Ethelfrida, reina de los británicos, quien después que hubo parido una vez, ya no volvió a unirse más con el marido. Mucho más lejos llegó Edeltrudis, aquélla que fue igualmente reina de ese pueblo, la cual, habiéndose casado con dos maridos, a ambos los indujo a castidad perpetua. También hubo otras parejas conyugales que vivieron totalmente alejadas de la unión sexual, como Enrique de Baviera 406, príncipe de romanos, al lado de Sinegunda; Julián mártir y Basilisa; en la ciudad de Alejandría Crisanto y Daría; también Amós junto con su esposa; igualmente el monje Malco, cuya vida escribió San Jerónimo junto con la de su compañera.
4. Pero la esposa no sólo intentará ser amiga perenne para él sino también procurará no crearle otros enemigos y ponerle en peligro al haber suscitado rivalidades. Tampoco debe utilizar a su marido, como si fuera alcahuete, para vengar sus injurias, si es que en verdad cree que se las han infligido, a no ser que se encuentre en peligro su castidad, que es el don más preciado de todos para la mujer; no obstante, ella no correrá ningún peligro si no quiere y es precavida. Si alguien le dijera palabras poco honrosas o realizara algún gesto que pareciera dañar su delicada alma, no debe ir corriendo al marido y, con palabras encendidas (como las que suele producir la ira) soliviantar su corazón y armar sus manos. La mujer discreta engullirá todos esos malos tragos y pensará que manos se encuentra segura y protegida en todas partes, mientras su castidad permanezca intacta y a salvo, pero si ella se ve mancillada, nada queda puro. En la habitación conyugal y en el lecho matrimonial no sólo habrá castidad sino también pudor, de forma que recuerde que ella es la esposa, en la que Plutarco quiere que se encuentren unidos y conjugados el amor máximo y el pudor supremo. Cuentan que las esposas legítimas de los reyes persas comían siempre con ellos y estaban acostumbradas a vivir rodeadas de placeres, sin embargo no se les permitía entrar en las cenas, un tanto más licenciosas, en las que sólo había bailarinas y concubinas 399a. Concedían ese honor al matrimonio, pues según solía decir un príncipe: «Esposa es sinónimo de dignidad, no de placer». Del mismo modo, marido quiere decir unión, parentesco, proximidad, y no placer, como hemos declarado algo más arriba. Conviene que los varones no anden sumergidos en placeres desmedidos, ni se diviertan con otras mujeres diferentes a sus esposas. Pero aquí no adoctrinamos a los maridos, a pesar de que este lugar debería dirigirse más bien a ellos con objeto de que no se erigieran en maestros de placeres y lascivia para sus esposas y recordaran aquel breve pensamiento del pitagórico Xisto: «Comete adulterio con su mujer todo el que ama a su mujer impúdicamente y con demasiado ardor» 400; y a su vez obedecieran al apóstol San Pablo, quien recomienda a los maridos «que posean con satisfacción a sus mujeres como si se tratara de vasos de generación y no sumidos entre pasiones desmesuradas e ilícitas, como
Unos seres realmente excepcionales comprendieron algo que nos fue transmitido por otros muy sabios, a saber, que el placer corporal es indigno de esa excelencia nuestra que poseemos por la naturaleza del alma. Por lo tanto, cada cual lo desprecia y lo rechaza tanto más cuanto más distinguido es el espíritu que le haya tocado en suerte y más cerca esté de Dios; en cambio, no hace uso del placer, ni se siente atraído con insistencia por él, sino el espíritu que es poco generoso, que es rastrero y abyecto y ha respirado un ambiente extremadamente sórdido y despreciable y ni la mínima brizna de aquel otro más excelso.
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Esposas, después de quitaros las ropas, recubriros de pudor y conservad siempre el pequeño velo, el más honesto de la naturaleza, durante el día, de noche, con los extraños, con el marido, con la luz y en la oscuridad. Jamás Dios, jamás los ángeles, jamás vuestra conciencia os contemplen desprovistas del velo del pudor, pues nada puede pensarse más feo o más vergonzoso que vosotras desposeídas de él. El profundo poeta Hesíodo tampoco quiere que las mujeres se quiten de noche la camisa, porque las noches también son de los dioses inmortales. Rebeca, hija de Batuel, cuando era conducida hasta Isaac, con el que iba a casarse, habiéndose tropezado con él mientras estaba paseando por el campo, preguntó quién era aquél. Tan pronto como supo que se trataba de Isaac, su esposo, inmediatamente se cubrió con el palio. La prudente doncella, que estaba adecuadamente instruida, enseñó a todas las demás que al marido se le debe el mayor y el máximo respeto, pues, ¿a quién se debe mostrar mayor vergüenza sino a quien se debe a la máxima reverencia ? 407
erradicarlos. La mujer logrará esto con una sola medida, a saber, si nada dijera o hiciera que pudiese hacer entrar en sospecha al marido y, mucho menos, si él fuera suspicaz por propia naturaleza. Hablaron bien sobre esta cuestión San Pablo, San Jerónimo, Aristóteles y otros destacados santos varones: «Ni hay que hacer mal ni aquello que tenga apariencia de mal». Eso es difícil, -dices-, porque ¿quién es capaz de dominar las sospechas? Tú, y de muchas maneras. En primer lugar, si llevas una vida casta, pues éste es el único camino completamente desembarazado. El tiempo es el padre de la verdad ya que debilita y descubre las falsedades, en cambio reafirma y corrobora las verdades. Si fueras una mujer casta y tuvieras un marido celoso, espera que él abandone fácil y brevemente la perturbación que ensombrece su espíritu; pero si fueras impúdica, ten por seguro que ese malestar no sólo no llegará jamás a borrarse sino que cada día tomará nuevas fuerzas. En resumen: si toleras, siendo inocente, los celos de tu marido, eres una mujer afortunada, pero, siendo culpable, eres una desgraciada. Amarás a tu marido y pondrás sumo cuidado en que se percate de que es amado, pero procura no hacerlo fingidamente, pues tanto más y con mayor acritud te odiará cuanto más premeditadamente vea que disimulas, pues las acciones fingidas no sólo no consiguen el fin que se proponen sino, con frecuencia, el contrario.
Capítulo VII LA CELOTIPIA 1. Cicerón, de acuerdo con el parecer de los estoicos, define la celotipia como «una inquietud pasional que surge porque otro goza también de aquéllos que alguien deseó ardientemente» 408. También se define así: «Es un miedo a que alguien comparta contigo algo que quieres que sea exclusivamente tuyo». Sean cuales sean las palabras empleadas para explicarlo, se trata, evidentemente, de una perturbación truculentísima y de un tirano descomunal y despótico, que mientras reina en el ánimo del marido y se ha adueñado de él, no existe la menor esperanza de mantener la armonía con la esposa. Mejor sería para ambos morir que uno de ellos cayera en la celotipia y, sobre todo, el varón. ¿Qué suplicios, qué tormentos pueden compararse, bien sea con los del que está soliviantado por el furor de la celotipia, bien sea con los de aquél de quien parte del temor? Luego vienen las quejas, las reclamaciones, los gritos, el odio contra sí mismo y contra el otro, la sospecha continuada de engaño, las riñas, los altercados, los enfrentamientos y hasta las muertes. Hemos leído y también oído de palabra que muchas esposas han sido asesinadas por sus respectivos cónyuges inducidos sólo por la celotipia; muchas bestias salvajes también se ven arrastradas por esta pasión. Escribe Aristóteles que, si una leona es sorprendida en adulterio, es destrozada por el macho; muchas personas han visto cómo la hembra del cisne ha sido muerta por el macho, por el hecho de haber seguido a otro 409.
2. Muy a menudo aconsejo a las mujeres, y tendré que hacerlo mucho más de lo que lo hago con los hombres, en el sentido de que no se engañen pensando que nada importa si haces algo o si parece que lo hagas. Son ignorantes y necios y esperan poder cambiar la naturaleza de las cosas con sus ficciones y engaños. Demuestre claramente la mujer que a nadie ama, ya no de la misma manera que al marido, sino a nadie más que a su marido; si amara a otros hombres, ámelos en atención a su marido, o ni siquiera los ame, por muy queridos que le sean al marido. Porque la mayoría de los hombres fácilmente toleran e incluso se alegran de tener las demás cosas en común con la esposa, sin embargo no quieren tener amigos comunes, lo mismo que acostumbran a hacer las mujeres respecto de las criadas y de las mujeres amigas suyas. Compórtese públicamente con el máximo recato, no esté de buen grado ni hable con hombres extraños, ni tampoco con mujeres a las que difaman por haber descuidado su honestidad, ni tolere la presencia de la alcahueta; no envíe ninguna carta ni la reciba sin que el marido tenga conocimiento de ello; hable de otros hombres con palabras contadas y no ensalce su hermosura ni otra cualidad física que sobresalga en ellos o escuche con agrado a quien les encomie, ni los mire fijamente, ni, estando ellos presentes, haga algo que cualquier extraño interprete como signo de ignorancia.
Por lo tanto la esposa debe procurar con toda su energía que esos furores no se apoderen del marido, pero si entraren en él debe intentar
Si tu marido se opusiera a que mantuvieras una conversación con un hombre determinado o con una mujer concreta, evita encontrarte o hablar
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con ellos, aunque se trate incluso de tu madre, si con ello complaces a tu marido. Y si sabes que tu marido es suspicaz, tampoco intercedas por varón alguno ni ante él ni ante tu hermano, o el hijo, o el padre, o el pariente, a no ser que se trate de uno tan cercano o tan afín que en ese asunto no se pueda dar ninguna interpretación equivocada. De otra forma él pensará que te ha inducido a hacerlo cualquier otro motivo en vez del afán de beneficiarle o por compasión, puesto que las sospechas siempre se decantan hacia la parte más negativa. Podrás hacerlo con mayor seguridad por muchos hombres conjuntamente, como por ejemplo, por una ciudad, por un pueblo o por una provincia, lugares en los que tendrá menos fuerza una interpretación desfavorable.
convencidos de que esos personajillos obtienen la enemistad por nuestra parte. Harmonía, esposa de Cadmo, rey de Tebas, habiéndose separado de su marido por celos, en una tragedia de Eurípides se lamenta y se duele de haber sido llevada a la perdición al reunirse con unas mujeres perversas y haberles prestado atención y haberlas creído, siendo como eran unas detractoras 410. Si una mujer, por engaños, resolviera denunciar a su marido o pelearse violentamente con él, intente solucionar en su pensamiento aquel aforismo que, según cuentan, dijo un desconocido, cuando perseguía a un fugitivo, el cual se había refugiado en un molino: «¿En qué lugar preferiría yo verte?». Es decir, ¿en qué lugar sino en ese, en el que te arrojaría si te cogiera? Del mismo modo piensa ella. ¿En dónde le gustaría verme la concubina o haciendo qué cosa, sino alejada de mi casa y de mi lecho conyugal, o en grave disensión con mi marido para, en esas circunstancias, acabar de seducir por completo, con el mínimo esfuerzo, el pensamiento de mi esposo, que yo misma alejé y aparté con mi carácter violento? De tal suerte que yo pasaría por alto las habladurías del vulgo, a las que la honesta matrona, afectada por algunas afrentas y ultrajes por parte del marido, no debe prestarse ni a sí misma ni al esposo como tema de conversación.
He tenido que decir todas estas cosas porque mi consejo es que no sólo se debe evitar el mal sino también su apariencia y semejanza. Por otra parte, las mujeres deben rehuir aquel pensamiento equivocado según el cual algunas veces entienden como celotipia el afecto de los maridos y la preocupación y desvelo que muestran por su castidad, dado que es sumamente importante que las esposas sean honradas. Hay mujeres que, si no se les otorga libertad absoluta para todas las cosas, al instante interpretan que el marido es celoso y, con desmesurada temeridad y desvergüenza,imponen al marido un estigma imborrable, que la fama se encarga de extender, por lo que escucha hablar mal de él inmerecidamente, se ve menospreciado por muchos y es mirado con malos ojos. ¿Estas son mujeres o víboras, esposas o enemigas? Esto no es disciplina cristiana, sino una inmoderada e irracional estupidez. No se sabría con seguridad si produce más risa o indignación el hecho de que algunas mujeres van y vuelven, se quedan, conversan, confraternizan donde, cuando y con quien les apetece, haciéndolo todo según el capricho de su alma, con la permisividad de sus maridos y, en la vorágine de tantas veleidades, reprochan los celos de sus maridos.
En el recuerdo de algunos perdura el que unas doncellas recién casadas, como sospecharan que sus maridos, los cuales pernoctaban fuera del hogar algunas veces debido a su afición por la caza, familiarizaban con otras mujeres, los perseguían por los bosques, y que en esos parajes oscuros y solitarios fueron acribilladas a flechazos por sus propios maridos y destrozadas por los perros, creyendo que se trataba de fieras. Dieron unos castigos demasiado desproporcionados para unos celos tan indiscretos ¡Cuánto más moderada y prudentemente se comportó Tercia Emilia, esposa del primer Africano, la cual, habiéndose dado cuenta que una de sus esclavas era del agrado del marido, disimuló el hecho, para que no pareciera que reprobaba la incontinencia de quien dominaba el mundo y era el príncipe de su pueblo, y también su impaciencia, sin que fuera capaz de soportar la injuria del esposo, el hombre más importante de su época. Y para que no se creyera que se ocultaba en su corazón alguna herida que lo hubiese lastimado, una vez muerto su marido, a la esclava que había sido su concubina, la casó con un honrado liberto suyo, pensando que, si entre los difuntos existe alguna posibilidad de conocer nuestros actos, ese hecho resultaría muy grato a los manes del marido 411. Sabía muy bien aquella sapientísima mujer que ella era la esposa, que ella era la dueña, fuera cual fuese el lugar al que su marido se dirigiera; dado el caso que ella envidiara a otra por ser la concubina de su marido, eso sería más bien a causa del placer que no del amor.
3. Es obligado hablar ahora de la celotipia femenina; si alguna mujer se sintiera contagiada por ella, en realidad yo no utilizaría muchos recursos para curarla, mientras no fuera excesiva o virulenta, perturbara la paz de la casa y resultara grave y difícil de soportar para el marido, porque, si toma ese cariz, opino que el remedio hay que buscarlo en la medicina. Ante todo, debe tener presente la mujer que el marido es el señor de la casa y que a ella no le está permitido lo mismo que al marido; que las leyes humanas no exigen al varón la honestidad que se busca en la mujer; que en todas las circunstancias de la vida los hombres gozan de mayor libertad que las mujeres; que los hombres han de preocuparse de muchas cosas, la mujer únicamente debe poner atención a su honestidad; hay que cerrar los oidos a aquéllos que pretenden relatarles algún detalle siniestro relacionado con su marido; de manera que nosotros y ellas estemos
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¿Y qué decir del hecho de que irritarás más a tu marido, si te enojas con él y, si en cambio lo aguantas, le harás cambiar de actitud más rápidamente, sobre todo si él compara tus afables costumbres con la descarada insolencia de su concubina? Así, Terencio, que describe las pasiones humanas, escribe en su comedia Hecyra que Pánfilo, estando muy enamorado de su concubina Baquis, pasó a querer a su esposa, antes odiada, una vez que el joven se conoció a sí mismo, conoció a aquella Baquis y también a la esposa que estaba en casa, pensando que era suficiente, como ejemplo, comparar las costumbres de ambas: «Esta, de acuerdo con el proceder de una persona noble, es vergonzosa, modesta, capaz de soportar los enojos y todas las injurias del marido y disimular sus afrentas. Su espíritu, en parte subyugado por compasión hacia la mujer, en parte vencido por las injurias de ésta, poco a poco se fue alejando de Baquis y trasladó su amor a la otra en el momento que encontró un carácter semejante al suyo» 412. Esto dice Terencio.
jamás quejarse o mostrar su indignación. Tras un año el marido se convirtió totalmente a la mujer y empezó a mostrar odio capital a su amiga y, una vez que la echó, transmitió tanto amor a su esposa que proclamaba a los cuatro vientos que toda su alma, toda su vida y todo su espíritu estaban concentrados en ella y no soportaría, según decía, sobrevivir a ella. Me abstengo de decir los nombres, puesto que aún viven todos ellos. He dicho estas cosas para aquellas mujeres que tienen un motivo seguro de celos, pues aquéllas que lo tienen inseguro obran inadecuada e intolerablemente y ocasionan a sí mismas y a sus respectivos cónyuges un tormento seguro por una falta no segura. Esto lo hacen muchas mujeres que aman de forma desmesurada o aquéllas que se entregan a sus inclinaciones naturales o esas otras que fabrican ellas mismas ensueños en beneficio propio y toman endebles conjeturas como argumentos seguros y comprobados. ¿Bromea tu marido con otra mujer? Que nadie piense que de repente se ha enamorado. Una gran parte del afecto está ubicado en lo que pienses, pues esos amores nacen más veces en las opiniones de los demás que en la realidad. No te dejes arrastrar por cualquier sospecha, ya que ni siquiera es conveniente alterarse por cosas comprobadas y constatadas.
4. No debo pasar por alto la acción de aquella noble matrona romana, la cual, como tuviese un marido que andaba cautivado por el amor de otra mujer casada y viendo que diariamente se desplazaba hasta su casa, acechándole por todas partes el esposo y los hermanos de ella, con gran peligro para su integridad, se dirigió a su marido y le dijo: «Tú, esposo mío, no puedes alejarte de este amor ilícito, ni tampoco yo intento que así sea por tu parte; sólo te ruego que no ames con un riesgo tan grande para tu propia vida. Ella dice que quiere seguirte; tráela, pues, a tu inexpugnable mansión; yo le cederé esta parte de la casa que está totalmente pertrechada y me retiraré a la otra, prometiéndote que la consideraré igual que si fuera una hermana verdadera. Si notases que obro de manera distinta, expúlsame al instante de casa y consérvala a ella».
Capítulo VIII LOS ADORNOS 1. También este apartado, como los demás, hay que relacionarlo con la voluntad y las costumbres del marido. Si él quiere que te vistas con sencillez, debes adaptarte a ese uso, pues si buscas vestidos más adornados y suntuosos, ya no te arreglas tanto para los ojos de tu marido como para los ajenos, algo que no es propio de la mujer honesta. Porque, ¿qué debe hacer con el oro y la plata la mujer que, primero es cristiana y después tiene un marido al que le complacen esos adornos? Si tu esposo te lo ordena, ¿no eres capaz de adaptarte a los adornos propiamente cristianos, tú que incluso debes vestirte diabólicamente, si él así lo quisiera? San Ambrosio escribe esto sobre los afeites: «De ahí nacen los estímulos de los vicios; así, las mujeres acaban pintándose con colores rebuscados, en tanto que temen desagradar a sus esposos y, con el adulterio de su rostro, ensayan el adulterio de su castidad. ¿Qué locura tan desmesurada es ésta que pretende cambiar el rostro que la naturaleza dio y buscar otro pintado, y mientras sienten temor ante el juicio del marido traicionan el suyo? Porque antes de nada emite juicio sobre sí misma aquélla que desea cambiar el rostro con el que nació. De esta manera,
Persuadió al marido y una noche llevó al castillo a la concubina, que estaba terriblemente asustada y temerosa de la esposa de su amante. Ella, tras recibirla de forma muy amable y con gran humanidad, la instaló en sus aposentos y no la llamó sino hermana; la visitaba siempre dos veces por día y dio órdenes para que la trataran con más esmero y delicadeza que a ella misma, sin que se notara un ápice de odio en las palabras ni en las acciones. «Ahora, esposo, -le dijo-, la amarás libre de peligro y gozarás de ella». El marido, casi durante un año, no se acercó a su esposa tierna, noble, casta y, con seguridad, más hermosa que la concubina. Sólo Dios sabe qué pensamientos albergaban en su corazón la esposa. Por lo que los hombres eran capaces de juzgar, parecía llevar aquel asunto con bastante talante, sobre todo después de haberle evitado el peligro al marido. Pasaba muchas horas en la iglesia y oraba muy a menudo. Todos comprendían que se hallase afligida, pero nadie la oyó
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mientras se esfuerza en complacer a otro, primero se desagrada a sí misma» 413. Esto dice San Ambrosio.
renace tantas veces y con aspectos tan diversos, aplica muchos remedios. Su manera de pensar, dado que está diseminada por todas partes, la resumiré en unas pocas palabras sacadas no sólamente de una obra: «Es una especie de idolatría ese culto a los vestidos, a las joyas y a toda la ornamentación doméstica, tan exquisita y tan angustiosa que, para ti son como ídolos de oro las piedras preciosas y los vestidos; y no los tratas ni los adoras de manera distinta a como, en otros tiempos, hacia la ignorancia de los antiguos con sus ídolos. ¿No sabes que eso, a los ojos del marido, vuelve a la esposa vil, despreciable y odiosa? Pues, ¿a quiénes estimamos menos sino a los que necesitan de nosotros? Y si la mujer importuna muchas veces al marido a causa del acicalamiento, se convertirá finalmente en un objeto sin valor para él, y le entrará la sospecha de si no lo ama por el simple hecho de ser su esposo, unido a ella por Dios, sino porque es quien esmeradamente le proporciona todas las riquezas y alimenta su vanidad y el cebo de su soberbia.
Las cosas que él piensa, aunque nada de todo ello el marido lo ordena expresamente a la esposa, el varón prudente tampoco se lo ordenará; y si lo hiciera o supieras que él desea esto, disuádelo oportuna y adecuadamente y hazlo con seriedad; si no adelantas nada, harás esto solamente para sus ojos y según su voluntad, pero dirás con la santa Ester, adornada y engalanada con toda aquella pompa del diablo: «Tú conoces, Señor, mi necesidad, cómo abomino toda señal de soberbia y de mi gloria, que está sobre mi cabeza en los días que me presento ante el pueblo, y la detesto como si de un paño menstruado se tratara, y que no la llevo en los días de recogimiento» 414. Y si la mujer, una vez que se haya casado tuviera plena libertad para vestirse y engalanarse como quisiera, piense que ya no tiene motivo para buscar con tanto ahinco la altanería y el esplendor en el modo de vestir, dado que ya ha encontrado lo que otras dicen que buscan con unas redes de esa textura. San Cipriano mártir aconseja a las casadas «que procuren no complacerse excesivamente a sí mismas por el deseo de agradar y consolar a sus cónyuges, y no atraerlos a una sociedad de consenso pecaminoso, mientras presentan a ellos como excusa suya» 415.
El marido comprenderá que es amado de verdad, prescindiendo de todo lo relacionado con aquello que es útil, y que se le obedece como persona más importante y como vicario de Dios, precisamente cuando su esposa le pida muy pocas cosas y, si lo hace, que sean de bajo precio. De esta manera él se dará cuenta que no es amado por necesidad, sino por la caridad que Dios prescribe.
Las mujeres saben cuál es la opinión que anteriormente hemos expresado sobre los adornos; ahora les convendrá más escuchar a San Pedro y a San Pablo, los cuales quieren que el arreo de la mujer cristiana sea sencillo y no cueste mucho dinero y que resplandezca más por la santidad de vida que por el oro y las piedras preciosas 416. Porque la mujer honesta ha conseguido ya otros adornos más verdaderos, ya sea en la castidad, como dice Xisto 417, y sea en la correcta educación de los hijos, como decía Cornelia de sus hijos los Gracos 418, ya sea en la gloria del marido. La mujer de Filón, quien seguía los caminos de la sabiduría, habiendo salido en público sin corona de oro una vez mientras las otras mujeres la llevaban, preguntada por qué no la llevaba, respondió: «Es suficiente adorno para una esposa la virtud y los honores de su marido». ¿Quién no tenía en mayor estima a la mujer de Catón, hombre no precisamente rico, que a las esposas de muchos hombres públicos, que tenían abundantes riquezas? ¿Acaso no fue mejor para Jantipa haber sido la esposa de Sócrates, que era pobre, que la de Escopas 419 o de cualquier otro hombre rico de aquella época? Dice Demócares: «El atavío de la mujer estriba en la moderación, en el hablar y en el vestir 420. Y está muy adornada aquélla que tiene un marido extraordinario.
Además, cuando la mayor parte del dinero se despilfarra con los atavíos de la mujer y la economía familiar se reduce a una situación angustiosa, ¿qué placer puede tener un matrimonio? Tal vez esta suntuosidad de la mujer llegará a ser agradable por su novedad, en los comienzos del matrimonio, pero, poco a poco, con la novedad se irá diluyendo aquel encanto inicial, de la misma manera que tenemos la costumbre de observar los cielos y las estrellas, el más bello espectáculo de cuantos existen, que acabó con toda nuestra admiración. Y si tu marido ya no se preocupa de esas cosas, ¿para quién te acicalas? Quieres agradar fuera de casa y ser elogiada por los demás; por lo tanto ese es el deseo de una mujer muy poco pudorosa. ¿No sabes que la mujer modesta y discretamente ataviada encuentra muchos más hombres e incluso mujeres que la encomian, que aquélla que es fastuosa y hace ostentación de sus vestidos? Los hombres probos y sabios ensalzarán a la mujer templada, en cambio los jóvenes amantes del lujo e incontinentes elogiarán a la disipadora, aunque esos no tanto la alabarán como la ensalzarán, pues, por más que su deseo sea estimulado, no obstante rechazarán el lujo y la incontinencia de la mujer. Quizás diga alguna de ellas: ¿Qué cosa merezco yo si alguien sospecha mal de mí? Das motivo para esa sospecha con tu aspecto, con tus andares, con tu actitud, con todos los meneos de tu cuerpo, y le suministras argumentos, pues si
San Juan Crisóstomo persigue con hierro y fuego en numerosas páginas de sus escritos, a esa hidra del afeite femenino y contra esa calamidad, que
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el Apóstol 421 con tanto afán recorta todas aquellas cosas que son indicios de riqueza, a saber, el oro, las perlas, los vestidos suntuosos, ¿cuánto más no hará con aquéllas otras que se buscan con tanta ansiedad y tanta habilidad? Cosas tales como, por ejemplo, recubrir el rostro de púrpura, pintar los ojos con antimonio, caminar con pasos indecisos, poner la voz delicada o la mirada lasciva, provocar fuegos de pasión, agitar superfluamente el palio y la túnica, lucir un cíngulo elaborado artísticamente, unas sandalias que hacen excesivo ruido y toda una serie de detalles que invitan a la lascivia. Lo cierto es que estas cosas son muy ajenas al recato y todo el mundo opina que están cargadas de fealdad y torpeza.
honestamente y con decoro» 423. Por lo tanto, hay que hacer, siempre, mayores concesiones a la razón, a la piedad y a la santidad que a los vanos juicios y a las costumbres depravadas,introducidas por algunos hombres desvergonzados y aceptadas y corroboradas por el sentimiento corrupto del vulgo. 3. Algunas matronas honradas deberían, a modo de conspiración urdida, arremeter contra esta clase de costumbres, de manera que, vistiéndose ellas con telas baratas y sencillas, se distinguieran por lo que se debiera hacer y les mostraran a los demás el camino en el que debían mantenerse. ¡Cuánta mayor gloria sería haber erradicado una mala costumbre que haberla seguido! Pero no hay que perder la esperanza de que algunas mujeres logren erradicarla, siendo así que otras la introdujeron. Tampoco se debe considerar al espíritu humano tan deplorable como para que sea capaz de aceptar los males e incapaz de recibir los bienes, sobre todo cuando el recto proceder del alma tiene propensión hacia él. La misma fuerza que tuvo para el mal la unión de las malas costumbres, la tendría para el bien de las buenas, con tal de que empezasen a combatir con honestidad, con modestia y con recato y considerasen un honor vencer con estas armas y no mediante la ostentación de riquezas, que es la que induce a los espíritus sencillos a las mayores rivalidades y contiendas. Todos los maridos aprueban y alaban la probidad, la paciencia, el amor y la obediencia; pocas mujeres envidian a otras para imitarlas, sin embargo todas envidian y desean ardientemente los adornos, los vestidos, los collares, las púrpuras, las gargantillas, los zarcillos, los anillos, los vasos labrados. ¡Oh animales necios y cargados de soberbia concebidos para la vanidad y la ostentación!
En efecto, si el Apóstol prohibe estas cosas a las mujeres que se encuentran bajo la potestad del hombre, a las que viven regaladamente, a las que están rodeadas de riquezas, ¿qué pensamos que diría respecto de las vírgenes? Está bien que no debata nada con una mujer gentil, sobre la manera de acicalarse, pero ¿qué me contestará la cristiana que entra con tanta ostentación a la iglesia, en donde oye decir, desde un lugar más elevado, que los Apóstoles predican lo contrario? ¿O es que va allí para contradecir con su comportamiento las palabras de aquéllos, o como para proclamar, por más que se repitan y se inculquen sus palabras, que ella, o no las oye, o nada le importa? Si algún pagano estuviese presente en nuestras asambleas y oyera lo que dicen los sacerdotes de Cristo y, por otra parte, viera que la discípula de los Apóstoles hace otra cosa, ¿sería capaz de contener la risa y no se marcharía, más bien, como ofendido por una representación cómica e importuna? 422. Todo esto lo he extraído de San Juan Crisóstomo. 2. Por lo demás, igual que no aprobamos la fastuosidad, la ostentación y la excesiva elegancia en la mujer cristiana, tampoco admitimos la sordidez y la inmundicia, a condición de que en un vestido sencillo y llano no se note una preocupación y un deseo por el ornato. Hay mujeres a las que, incluso un vestido de paño basto y áspero les sienta bien por el encanto de su rostro; las hay que con su habilidad consiguen que sea atractivo. Hay que conceder, -dicen-, algo al lugar, al tiempo, a las condiciones especiales de vida y a las costumbres aceptadas por la ciudad; sin duda, de vez en vez hay que admitir algo, cuando no se puede obtener forzosamente nada, pero no demasiado y, siempre, mucho menos de lo que pidan. Aristóteles, en su libro «Económico», partiendo de la vieja sabiduría opina que la mujer debe vestirse y acicalarse con menos suntuosidad de la que prescriben las leyes y las costumbres de la ciudad, «puesto que conviene tener presente -dice- que ni el resplandor de los vestidos ni la excelencia de la belleza, ni la sobrecarga de oro tienen el valor para encomiar a una mujer como la modestia en su comportamiento y su afán de vivir
Este es el origen de las rivalidades que encrespan los ánimos y que llegan a tales extremos que, según se expresa de manera tan sabia Catón en la obra de Tito Livio 424, las mujeres ricas querrían obtener lo que ninguna otra fuera capaz, y las pobres, con tal de no ser desdeñadas por eso mismo, abarcarían más de lo que sus fuerzas les permitieran. Así acontece que, avergonzándose de aquello que no conviene, ya no se avergüenzan de lo que importa. Despojan a sus maridos y a sus hijos para vestirse ellas. En casa reina el hambre y la indigencia, con tal de pasearse ellas públicamente recargadas de oro y vestidas de seda; inducen a sus maridos con sus quejas a oficios deshonrosos y acciones ignominiosas, para que su vecina, su parienta o su allegada no se muestre más rica y engalanada que ella. Y todos estos hechos tan graves y tan desmesurados podrían tolerarse, si con ellos no vendieran también su castidad, para alcanzar, así, lo que el marido no puede o no quiere.
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Se podría poner remedio a semejantes males o bien mediante el consenso y el acuerdo de todas las mujeres ricas, las cuales, con su ejemplo, empujaran a las restantes a una idea mejor o bien mediante la ayuda de alguna ley, como tratando de poner frenos, igual que aquella vieja ley Opia 425, que establecía un límite a los gastos de las mujeres. Convendría que los predicadores cristianos imitaran no sólo a los santos que destacaron por su piedad cristiana, sino también a un personaje de la gentilidad, como Pitágoras, y vencerle incluso en pugna bellísima; de él San Justino escribe las siguientes palabras: «Enseñaba Pitágoras a las matronas castidad y obediencia a sus maridos y entre esas virtudes imponía a todas la frugalidad, que es la madre de todas ellas, y con sus reiteradas disertaciones había conseguido que las mujeres abandonaran los vestidos ribeteados con oro y los demás ornamentos propios de su estado, como instrumentos de lujo, asegurando que el verdadero adorno de las matronas era la honestidad, no los vestidos».
vacía de realidad? Si andas con la cabeza al descubierto, menosprecias también el mandato del Apóstol 427; el rubí es como el resplandor del amor conyugal; el diamante es como la firmeza en un santo propósito, resistente e indestructible, pues dicen que así es la naturaleza de esa roca; la esmeralda representa la alegría en el Señor, de la que dice el Apóstol: «Alegraos siempre en el Señor». Los anillos son los adornos de las manos en las buenas obras, de los que Salomón dice: «Actuó con la prudencia de sus manos» 428; aquel yugo del Señor suave y llevadero es el collar de oro, adornado con piedras quiere el Señor que hagamos mientras esperamos su venida; las camisa es el recato y preciosas; el ceñidor sirve para apretar las espaldas, como la castidad con que se recubre todo el cuerpo de la mujer. ¿O tal vez hay otro vestido más brillante que esa combinación de virtudes, con que se adorna la esposa, hija del rey, en el salmo cuarenta y cuatro, la cual está junto a la derecha de su esposo, vestida con traje ribeteado en oro. Su gloria se reduce por completo a su interior, donde pone los ojos aquel esposo, que resplandece por su belleza, ante los hijos de los hombres, en cuyos labios la gracia fue esparcida. Desgraciadas, ¿por qué perseguís sombras vanas? Los adornos seguros y duraderos son aquéllos que os darán renombre tanto vivas como muertas, los que os proporcionarán honra grande entre los hombres, y ante Dios una gracia abundantísima y eterna.
¿Acaso no se encontrará idéntico pensamiento con mayor abundamiento y claridad en nuestros autores cristianos? Llenos están de consejos parecidos San Cipriano, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín y San Fulgencio. Tertuliano, por su parte, exhortaba así a las mujeres: «Mostraos vosotras ya, pertrechadas con los cosméticos y los adornos de los Apóstoles, aceptando el candor a partir de la sencillez y la rubicundez de la honestidad, con los ojos recubiertos de timidez y los espíritus adornados por el silencio, sembrando en los oídos las palabras de Dios, imponiendo en los cuellos el yugo de Cristo; someted vuestra cabeza al marido y os encontraréis suficientemente ataviadas; ocupad vuestras manos con la lana, clavad los pies en la casa y agradarán más que si se calzaran con oro; vestíos con la seda de la honradez, con el lino de la santidad, con la púrpura de la castidad; adornadas de esta manera tendreis a Dios como amador» 426. Así se expresa Tertuliano. A lo cual voy a añadir unas pocas cositas, que, a mi entender, se relacionan con esta clase de exhortación. Todas las cosas corpóreas son señales claras de las incopóreas; en el espíritu se halla la eficacia y la verdad, en el cuerpo la sombra y la imagen; la cabeza del varón es Dios, la cabeza de la mujer es el varón. ¿Acaso buscas un adorno mejor y más distinguido que la excelencia y la nobleza de tu marido? Por lo tanto, si recubres tu cabeza con la obediencia, llevarás contigo la más elegante peluca.
Capítulo IX EL COMPORTAMIENTO EN PÚBLICO 1. No parece bien que las casadas sean vistas en público con mayor frecuencia que las doncellas, pues, lo que evidentemente éstas buscan, aquéllas ya lo han conseguido. Por tanto, toda su preocupación debe reducirse a conservar lo que han alcanzado y aprestarse a complacer exclusivamente al marido. El legislador espartano 429 dio la orden de que las casadas salieran en público con la cara tapada, porque no convenía ni que ellas miraran a los demás, ni que los otros las miraran a ellas, pues en casa tenían al único al que debían mirar y por quien debían anhelar ser miradas. Esta costumbre la mantuvieron los persas y la mayoría de los pueblos orientales e, incluso, muchos griegos. Pero que no vayan con la cabeza tapada, como sucede ahora en algunas ciudades de Europa, de manera que, sin ser ellas vistas o reconocidas, vean y reconozcan a los demás. Y en esto ocurre que no nos sorprenden tanto las delicadezas de las mujeres (¿delicadezas, he dicho?; más bien desvergüenza a raudales en un rostro recubierto con un fino velo) como la estupidez de los maridos que no consideran la ocasión tan pintada que se les presenta para las maldades. «No las cometerán» -dirán los maridos-. Ojalá nunca las hubiesen cometido, pues de no ser así jamás se habría abierto la ventana
4. No parece bien que el varón cubra su cabeza, dado que es la imagen de Dios en el mundo, en cambio, sí parece bien en la mujer, pues está sometida al hombre; por lo tanto, toda mujer que no obedece la ley del marido se descubre; si tu cabeza resplandece por el oro y las piedras preciosas, opones resistencia a tu marido; si, libre de la autoridad del marido, te vistes con encajes y sedas, ¿de qué te aprovecha una señal
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para la ocasión de pecar. Por consiguiente, permanezca libre de velos la cara de las mujeres, pero recubierta y rodeada de modestia, pues aquel velo primero no servía tanto para que la mujer no fuese vista por los hombres como para que ellas no pudiesen mirarlo.
infortunio de su cuerpo, no por el fastidio de su esposa sino por las injurias de su enemigo. Dicen que esto mismo sucedió a Hierón, rey de Siracusa. No podrían decir, evidentemente, lo mismo las mujeres que besaron a muchos hombres antes de casarse y a muchos estando casadas.
Fauna, esposa de Fauno, rey de los primeros pobladores de Italia 430, mientras vivió, jamás miró a ningún varón que no fuera su esposo Fauno, por lo que, una vez muerta, fue venerada bajo el nombre de «Diosa buena», y en los sacrificios que se le hacían no sólo se le prohibía la presencia a todos los varones, sino que estaba prohibido mirar la figura de cualquier animal macho. Con ello no quiero dar a entender que mis preceptos se inclinan a que las mujeres permanezcan enclaustradas o tapadas, sino que su presencia en público no sea frecuente, y mucho menos entre hombres, que es lo más agradable que puede acaecer a los maridos. Cuán grata imaginamos que resultaría a Tigranes la respuesta de su mujer cuando, habiendo invitado a comer a casa a Ciro, rey de los persas, y habiendo hablado largamente tras la cena en la casa de Tigranes sobre la belleza de Ciro, pues era una belleza que asombraba, Tigranes preguntó a su mujer que le había parecido el rostro de Ciro. «No lo puedo decir, -contestó-, pues, que los dioses me confundan si, durante todo el banquete, aparté la mirada de ti y la dirigí a otro hombre» 431.
Cuánto recato debe observarse públicamente puede deducirse con facilidad de todos los preceptos que dijimos que debía guardar la mujer casada tanto en la casa y en el dormitorio como cuando está a solas con el marido y durante la noche. ¿Qué interés tiene censurar aquella costumbre bárbara por la que, entre ciertas gentes, los hombres y las esposas se lavan en los mismos baños públicos? Ni siquiera debemos mencionarla, ya que parece una costumbre más propia de animales que de humanos. Pocas cosas escuchará la mujer, sobre todo si hablan hombres, y dirá pocas; mas si piensa que va a escuchar o ver algo lascivo, aléjese cuanto antes del lugar. Un orador mundano habla sabiamente de las mujeres así: «Mantenga la matrona los ojos clavados en tierra y frente al saludador obsequioso muéstrese descortés mejor que retraída. Niegue su desvergüenza con muestras palpables de su rostro antes que con palabras». Aquel Hierón que acabo de mencionar, impuso una multa onerosa al poeta Epicarmo 434 por hacer referencia a alguna historieta fea estando presente la reina. César Augusto prohibió, mediante un edicto, que las mujeres pudieran ir a los espectáculos de atletas, porque acostumbraban a quedarse desnudos, algo que no debe sorprendernos, pues éste es el César que promulgó leyes sobre los adulterios y la honestidad. Por el mismo motivo, mientras duraban las competiciones olímpicas, todas las mujeres se marchaban de Olimpia y Pisa precisamente para no mezclarse con tantos hombres.
La mujer honesta ni escuchará de buen grado a varones ajenos ni discutirá de ellos ni de su belleza. ¿Qué le importa la belleza de los otros a aquella mujer, para la que todos los hombres conviene que sean igualmente hermosos e igualmente feos a excepción de su esposo? Sea únicamente éste más hermoso que el resto, más encantador que los demás, como lo es para la madre su único hijito. Al esposo, en el «Cantar de los Cantares», su esposa le parece la más hermosa de todas la mujeres y, a su vez, para ella él vence en belleza y donaire a todos los varones 432.
2. Así pues, la mujer no hablará sino aquello que, si se calla, puede ser nocivo, ni escuchará ni prestará la menor atención a aquellas cosas que en absoluto atienden a las costumbres honradas. Es un asunto peligroso ese cosquilleo de la carne que en todo momento pulula en nuestro interior y que no obedece ni a la razón ni al juicio. Observó el divino San Agustín algo que había dicho sobre los demás vicios el apóstol San Pablo: «Oponed resistencia, huid del deseo carnal, pues -dijo- al resto de los vicios con la ayuda de los Dioses debemos resistir con energía, en cambio a la lujuria se la combate huyendo; contra los ataques de la pasión, opta por la huida, si pretendes obtener una victoria; y que no te resulte vergonzoso huir, si tu deseo se cifra en alcanzar la palma de la castidad. Hay que huir porque a la castidad le ha tocado en suerte un terrible enemigo al que se resiste cada día y al que se teme siempre. En efecto, es muy digna de conmiseración y muy lamentable aquella situación en la que, lo que deleita, pasa con mucha rapidez y, lo que atormenta, jamás se acaba;
Y no fue menos grata a Duelio la sencillez de su esposa; lo voy a decir con las palabras de San Jerónimo: «Duelio, que fué el primero en alcanzar un triunfo para Roma en un combate naval, tomó por esposa a la virgen Bilias, la cual gozaba de tan estimable honestidad, que incluso se tomó como ejemplo en unos tiempos en los que la deshonestidad era un monstruo y no sólo ya un vicio; siendo él viejo y temblándole el cuerpo, durante una discusión oyó que se le echaba en cara su olor de boca, por lo que afligido se retiró a su casa; habiéndose quejado a su mujer por el hecho de que jamás se lo hubiese advertido con objeto de poner remedio a ese defecto, ella respondió que lo habría hecho si no hubiese creído que a todos los hombres la boca les olía igual» 433. Esa mujer honrada y noble merece ser elogiada por los dos motivos: por ignorar el defecto del marido y soportarlo pacientemente; y por cuanto el marido se dió cuenta del
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pues, en un instante, se termina la vigencia del placer y permanece, sin acabar nunca, el oprobio de un alma infeliz». Esto dice San Agustín:
acostumbró a las mujeres a que permanecieran calladas o se abstuvieran de beber vino, y que no hablaran, estando ausente el marido, de cosas importantes 439. Cuentan que, en cierta ocasión, habiendo expuesto una mujer su propia causa en el foro, el senado consultó a los dioses para saber qué presagiaba aquel suceso insólito para la ciudad.
«¿Dónde están esas señoras de la corte para quienes el hecho de estar alguna vez solas, sin la multitud de jóvenes con los que departir día y noche, significa la muerte? ¿Qué respuesta darán a San Agustín o, más bien, al Apóstol de Cristo? Ellas dicen que obra con pureza y sin ninguna sospecha de mal, pero a mí no me parece creíble ni tampoco al Sabio, el cual pregunta: «¿Cómo puede alguien mantener fuego en su seno y no quemarse ?» 435, Pero supón que ellas se hallan libres de cualquier pensamiento obsceno; del mismo Rey Sabio también es la siguiente sentencia: «Quien busca el peligro perecerá en el peligro» 436. Y aunque a ellas no les sobrevenga, -extremo realmente muy difícil-, ningún mal pensamiento, ¿podrás afirmar lo mismo de los hombres que de ti misma? Por lo tanto, delinques de obra o por peligro o por estímulo.
3. Conviene que las recién casadas, una vez perdida la virginidad, permanezcan ocultas en casa durante algunos meses. Así lo hizo Elisabet, esposa de Zacarías, quien, tras haber concebido, se mantuvo recogida por espacio de algún tiempo 440; ésta porque, siendo anciana, había mantenido relación sexual con el marido, aquéllas otras porque eran vírgenes; es conveniente que ambas sientan pudor del acto, aunque en modo alguno sea ilegítimo. Hay mujeres a quienes se les encrespa la arrogancia con los honores ajenos, como los del marido, los del hermano, del deudo, del allegado, incluso (si me perdonan los dioses) del amigo, o de algún vecino conocido sólo ligeramente. ¡Qué gran tontería es obrar pensando que la virtud hace bueno y digno de honor a otro, en cambio, a ti, la virtud ajena te hace mala e indigna del honor! Tampoco faltan las que abusan del poder de sus familiares hasta el punto que, no sólo se vuelven odiosas ellas sino que también hacen odiosos a aquellos hombres poderosos, como en el caso de la esposa del hermano del emperador Vitelio, 441 la cual por el principado de su cuñado se concedía más atribuciones que la misma emperatriz. La despótica opresión de los hermanos de Hierón, rey de Siracusa, indujo al pueblo a la sedición que acabó con él y toda su gente 442. Un noble de nuestro tiempo tenía una mujer sumamente orgullosa, el cual perdió su enorme fortuna; todo el mundo pensó que sufrió este revés con toda justicia, porque su mujer, debido al poder del marido, se mostraba arrogante y cruel en grado sumo. Tucídides ni siquiera permite que la mujer buena sea elogiada en las conversaciones de la gente; todavía está muy lejos de admitir que se la vitupere, aunque quiere que sea totalmente desconocida por personas ajenas y que en modo alguno la fama pregone sus acciones.
Escarnece Juvenal a aquellas mujeres que saben «qué acciones realizan los seres y los tracios, qué es lo que acontece en todo el orbe de la tierra» 437. Catón, en su discurso sobre las mujeres, quiere que las matronas honestas ignoren totalmente qué leyes se discuten o se anulan en la ciudad, qué se delibera en el foro o en la curia. A partir de ahí surgió aquel refrán entre los griegos: «El trabajo de las mujeres es la tela, no los discursos». Aristóteles considera mucho menos vergonzoso para el varón el hecho de conocer lo que se cuece en la cocina, que para la mujer conocer lo que ocurre fuera de casa, por eso le prohibe totalmente hablar o escuchar temas sobre la situación del estado. Séneca escribe que una tía suya materna, durante los dieciséis años que su marido dirigió los destino de Egipto, jamás fue vista en público, ni admitió en su casa a ninguna persona de aquella provincia, ni pidió nada a ningún hombre, ni toleró que se lo pidieran a ella. «Así pues -dijo- aquella provincia charlatana y aguda en los reproches dirigidos contra los gobernadores, en la que algunos no se escaparon de la infamia a pesar de estar libres de culpa, la admiró como ejemplo único de honradez; y, algo que resulta muy difícil para aquéllos a quienes les complacen los chistes arriesgados, contuvo toda licencia en sus palabras, y en estos momentos desean (aunque en modo alguno esperan) otra mujer semejante a ella. Era ya todo un acontecimiento el que la provincia la hubiese aceptado por espacio de dieciséis años, pero es mucho más el hecho de haberla ignorado» 438. Hasta aquí llegan las palabras de Séneca.
No es una demostración de honestidad el hecho de que una mujer sea demasiado conocida, elogiada y ensalzada y que, distinguida públicamente por algún sobrenombre, vaya revoloteando de boca en boca, como por ejemplo, ser reconocida con el sobrenombre de hermosa, o bizca, o tuerta, o pelirroja, o coja, u obesa, o pálida o delgada. Pues estas cosas conviene que se desconozcan públicamente en una mujer honrada, tal como hemos puesto de relieve en el primer libro 443. No obstante, las hay cuya clase de vida conlleva el estar en público, como es el caso de las vendedoras o de las que van de compras. A mí no me gustaría, dentro de lo posible, que las mujeres anduvieran ocupadas en semejantes tareas, aunque en este punto hay que atender a las costumbres de la región y a sus condiciones
Efectivamente, aquella sapientísima mujer entendía que el trato con los hombres sería un obstáculo para la pureza de su nombre, pues la seda, que es delicada y suave, no debe ser manoseadapor muchas manos. Numa, el rey de los romanos, siguiendo lo que escribió Plutarco,
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de vida. Por consiguiente, si no puede ser de otra forma, recúrrase a mujeres mayores para estos menesteres o a casadas que hayan pasado la mediana edad; y si es completamente necesario que lo realicen muchísimas, procuren ser serviciales sin prodigarse en halagos, pudorosas sin arrogancia, y prefieran que sus mercancías sufran pérdida antes que su honestidad. Digo esto por algunas de ellas que quieren atraerse a los compradores con excesivas melindres. «No es una obligación propia de matronas, -dice Plauto-, sino de meretrices, halagar a hombres extraños» 444.
Ni la voz, ni las palabras, ni los gestos, ni los andares de la mujer en público proporcionarán indicio alguno de arrogancia, o de desprecio, o de voluptuosidad; todo será en ella sencillo y llano, moderado y atemperado por la modestia y el pudor. A las matronas, estén donde estén, les sentarán bien la seriedad y la circunspección en sus palabras, en su rostro y en todos sus gestos; con los varones jóvenes y juguetones mostrarán insolencia y severidad, y mucho más que con nadie, con aquellas mujeres cuya fama no es irreprochable, para que no parezca que aprueban sus costumbres con lisonjas y humanidad, antes bien, den muestras palpables en su cara de lo que piensan de ellas. Escribe Tito Livio que Híspala, célebre cortesana de Roma, llamada por Sulpicia, casi se desmayó porque tenía que entrevistarse con una mujer tan importante 446b. Las matronas deben velar por su dignidad hasta el punto que a las mujeres honestas les da vergüenza mirarlas a ellas. Y no piense la mujer que, por estar casada, ya le está permitido oir o hablar lo que le venga en gana. Cuando era doncella podía achacarse a la ignorancia si oía o decía alguna cosa obscena sin ruborizarse, pero ahora que ya está casada y ha tenido experiencias con un varón, no está exenta de indicios de intemperancia y vileza si sucede algo parecido.
Los compradores rehuyen también los engaños de esas mujeres, que descubren de inmediato, como si de cantos de sirena se tratara. La mujer vergonzosa conseguirá mayor ganancia, porque los compradores deducirán por su aspecto y sus costumbres que no les va a mentir ni engañar. Al comprador rico le complace a veces que le halaguen con donaires y gracias, pero es raro aquél que los obtiene a cambio de dinero, y al llegar el momento clave del negocio, no se tiene ninguna confianza en la vendedora pícara; y si alguna vez la tienen los compradores jóvenes, seducidos por la pasión, algo muy distinto ocurre con los viejos, los avezados y los ricos por su experiencia, en los que el afán de lucro supera todas las pasiones. Por lo demás, sea como sea todo esto, la casada debe siempre tener presente en su espíritu y en su pensamiento que el tesoro más seguro, y probablemente el único de la mujer, es la honestidad acompañada de recato.
Y puesto que los espíritus frívolos de algunas mujeres son arrastrados fácilmente por la sutílisima brisa de un honor pasajero, se les debe advertir que sean tan serias como para dejarse llevar por un soplo tan suave y tan prudentes como para no ignorar cuán ridícula y despreciable cosa es lo que todos conocemos con el nombre de honor. ¿Qué importancia tiene que te llamen Cornelia o señora Cornelia?, ¿señora o, tal vez, señorita, o semiseñora?; porque todas estas diferencias se establecen en Francia ¡Qué espíritu tan vacío el que se deja impresionar por el sonido de tan diminuta palabrita! ¿Acaso no ves, necia, que no eres señora para siempre porque te llamen así?; ¿qué me dices de los que llaman a las mujeres reinas y augustas?; ¿lo hacen realmente porque son así? El ángel Gabriel llama sólo con el nombre de María a su Reina y Señora 447. ¿Y aceptas indignamente que tu marido, que es más noble que tú, te llame con tu propio nombre? ¡Qué ignorancia tan supina demuestras sobre aquellas cosas que anhelas. Nadie, en efecto, puede llamar señora sino a aquélla de la que está enamorado, porque ella es su dueña y su tirana, a la que sirve vergonzosa y miserablemente. Y si no es honrada la mujer a la que no se le antepone el tratamiento de señora, todas aquéllas que vivieron en tiempos de los romanos, en toda Italia, Grecia o África fueron deshonradas y, por tanto, desgraciadas, pues entonces ninguna mujer era llamada señora, como tampoco ningún hombre señor 448.
4. Después de haber dejado encerrada en casa a la esposa honrada con las condiciones detalladas, puede deducirse meridianamente qué lugar le tengo asignado en la orientación de las acciones de guerra y en el manejo de las armas. No quiero que nombre en absoluto estas cosas, que ojalá fueran borradas del pensamiento de los hombres cristianos. Desapareció ya Judit, aquella viuda que fue sólo una sombra de acontecimientos futuros, la cual con su continencia y castidad cortó la cabeza de Holofernes, es decir, del diablo 445. Débora, que juzgó al pueblo de Israel, dejó paso ya al Evangelio de Cristo, aunque ella no ayudó tanto al pueblo de Dios, que estaba en guerra en esa época, con consejos y técnicas bélicas como con ayunos, plegarias y predicaciones 446. San Ambrosio, hablando de esas dos mujeres en su libro sobre las viudas, dirigiéndose a las cristianas dice: «La Iglesia no vence el poderío enemigo con las armas de este mundo sino con las espirituales, que, a los ojos de Dios son más fuertes para destruir las trincheras y la enormidad de la maldad espiritual. Las armas de la Iglesia son la fe y la oración, que derrotan al enemigo»446a.
Y bien, ¿cuánta diferencia piensas que hay entre sentarte o caminar la primera o la última? En algunos pueblos los primeros lugares son para las
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personas que gozan de mayor dignidad, en otros son los últimos, en otros los del centro; por consiguiente, todo esto está de acuerdo con las distintas formas de pensar y no con la propia naturaleza. Si tuvieras que satisfacer a la opinión, cuando estás en primer lugar, imagina que te encuentras entre aquéllos que conceden el máximo honor a los primeros; si estás en el centro, entre aquéllos que lo conceden a los del centro; si en último lugar, entre quienes lo otorgan a los que van en última posición. Así parecerás la más distinguida ante tus propios ojos. Y, al contrario, para que no te encumbres demasiado cuando te encuentres situada en un lugar de máximo realce, piensa que te hallas entre aquellas gentes para quienes ese lugar es el ínfimo.
6. Yo soy hombre, pero, puesto que acepté ocuparme de vuestra formación con una especie de amor paternal, nada de lo que crea adecuado para vuestra erudición, lo ocultaré o lo disimularé. También os descubriré nuestros secretos e ignoro cómo me lo agradecerán los hombres. Por lo tanto, quiero que sepais que sois objeto de burla, y, bajo la vana apariencia de los honores, sois engañadas por nosotros, y cuanto más deseosas estáis de honores tanto más sois para nosotros objeto de escarnio y burla; os damos con abundancia estas tonterías que vosotras denominais honores, pero no sin ninguna compensación, pues vosotras nos proporcionais no pequeños placeres en desquite por la necedad de vuestras pasiones y gustos. No sabéis, efectivamente, dónde está ubicado el honor verdadero. Es conveniente merecer el honor pero no buscarlo afanosamente; él debe ser el resultado natural, no ser atraído. Será un argumento para vosotras merecer el honor, cuando seáis capaces de desdeñarlo sin sufrir nada, pues es de naturaleza y condición tan perversa que (algo que escriben los físicos 449 sobre el cocodrilo) persigue a los que huyen y huye de quienes le persiguen, esquivo con quienes le lisonjean y halagador con los esquivos. «No hay camino más expedito para la gloria, -dice Sócrates-, que el de la virtud, que es lo único que no busca la gloria, pero la encuentra» 450. Escribe Salustio que Catón de Utica prefirió ser bueno en lugar de parecerlo y, por eso, cuanto menos buscaba la gloria tanto más la conseguía 451.
5. El apartarse del camino, ¿qué otra cosa es sino que el más fuerte es el más condescendiente con el más débil, como el ileso con el cojo, o el fuerte y el fornido con el que carece de fuerza, o el desembarazado con el que tiene complicaciones, o el rápido con el tardo? ¿Piensas que es otro el motivo por el que los hombres reprendan tan suavemente y hablen con tanta dulzura a las mujeres, las tengan en tanta estima y veneración y las lleven siempre delante de ellos, sino porque el sexo más fuerte trata delicadamente, como si fuera un cristal delgado y por tanto frágil, al sexo débil en el que penetran las contrariedades, por mínimas que sean, y quedan profundamente grabadas? No es, por tanto, vuestra virtud la que os proporciona el honor, sino la condescendencia ajena, y no sois honradas porque merecéis la honra, sino porque siempre andáis deseosas de honores; pues al ver los hombres que buscáis eso con tanto anhelo y que os seduce tan poderosamente, son condescendientes de buen grado con vosotras en asunto tan nimio. Os llaman señoras, os sonríen, os hablan con dulzura. ¿Cuánto cuestan las palabras? Os ceden el paso y eso representa una leve pérdida de un trayecto insignificante y, mientras tanto, ellos descansan; os sitúan en primer término, ellos estarán sentados cómodamente detrás de vosotras; os conceden la parte mejor dotada de la casa, los vestidos más suaves, oro, plata, joyas: lo mismo hacen con los niños para que no lloren; ni os consideran más sabias que a los niños, ni los sois mientras os dejáis halagar por ellos.
Así que el camino más seguro para los honores más auténticos es la virtud, la cual, del mismo modo que no puede verse privada de la honra, tampoco se enoja por ser despreciada. Pues, para que entendáis con claridad en qué consiste el honor, él es la veneración y como el testimonio de la excelsa virtud. La virtud, ciertamente, está contenta consigo misma, no reclama los honores y, cuanto más preeminente es, tanta menos pleitesía le tributamos cuando queremos desempeñar nuestra obligación justa y concreta. Comúnmente se dice que «a las mujeres se les debe honor», algo que ellas, que son juezas injustas para consigo mismas, reconocen con facilidad y acogen de muy buen grado, pero lo hacen sin habilidad y con torpeza, como suele hacer el pueblo con otras muchas cosas, pues, si resulta evidente que el sexo masculino es superior en todo el conjunto de virtudes, a él se le debe honor por parte del género femenino y no al revés.
Finalmente, os conceden aquellas cosas que, si se os quitan, os consumen, mientras que para ellos es una grandeza y un honor menospreciarlas con tal de que vosotras cultivéis cuidadosamente esas futilidades para las que ellos no tienen tiempo. Y como los hombres saben que sois así, nadie os considera más honradas por el hecho de que ellos os honren, sino que se cree que son más educados y amables quienes conceden los honores a aquéllas que saben que, si se vieran privadas de la imagen del honor, difícilmente lo soportarían.
7. También Dios, Hacedor y Autor de todas las cosas, dando la preeminencia al varón sobre la mujer, proclama al hombre más merecedor de honor, y a él hay que manifestárselo; a no ser que hayamos alcanzado ya un grado tan absurdo de perversidad que pensemos que reyes y príncipes deben honor a los súbditos suyos y no al revés, que el súbdito se lo debe al príncipe. Realmente no sería ningún honor si el rey se
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descubriera ante un campesino o un criado suyo y le cediera el paso, no sería, repito, ningún honor, sino una acción torpe, o una fatuidad, o una broma; así tampoco es honor el que el varón muestra ante la mujer, sino una especie de broma y un objeto de mofa. ¡Cuánto más auténtico sería el pensamiento de que las mujeres no debieran verse honradas así! Pero ese pensamiento se ha desarrollado de la manera siguiente: hay que someterse a la endeblez femenina, hay que soportar y tolerar a las mujeres, como sucede con el sexo débil por el más fuerte, como el ciego por quien goza de buena visión y el enfermo por quien tiene buena salud. La mujer que piensa que las adulaciones, las lisonjas, los halagos son honores o alabanzas, ya no merece recibir ni otros honores ni otras alabanzas. Sin embargo existen algunas mujeres tan chifladas que, cuando se dan cuenta que son aduladas, creen que reciben loas. ¿Cómo ignoráis, desgraciadas, la gran distancia que separa la adulación de los elogios?; ¿tal vez pensáis que son alabanzas las que el hombre os dirige sin que le salgan del fondo de su alma, y que vosotras sabéis, bien que son falsas, bien que a él no le salen del corazón, sino que las inventa para hacer reír o para engañar?
envidiamos a quien recibe estas dádivas, sino que reprendemos a Dios que es quien distribuye los beneficios.
culpamos
y
Paso por alto el hecho de que estas cosas no deben envidiarse más en quien las posee que los abultados bagajes en quienes han empezado un largo y penoso camino porque, ¿qué otra cosa son estos bienes de la fortuna sino molestas cargas en la vida y, lo que es peor de todo, que por su tendencia y su peso precipitan sobre la tierra al espíritu que tiende a mirar al cielo? Si no hay envidia, sin ninguna dificultad evitará también aquel vicio que casi suele nacer de la envidia, como pelearse, reprenderse, insultarse, tener curiosidad por lo que se cuece en casa ajena y examinar y observar qué hacen, qué dicen, cómo viven y gracias a quién. Estas cosas jamás las hará una mujer virtuosa, sino la impúdica, merecedora de que la difame una sátira, a no ser que te preocupes por prestar ayuda al necesitado; pues el pobre fue dejado bajo tu cuidado y tú serás quien ampare al huérfano. Serás dichosa si tu mente es aquélla de la que se dice en el salmo: «Bienaventurado quien sabe apreciar al pobre y al necesitado, pues en el día malo le librará el Señor. El Señor le conserve y le vivifique y lo haga dichoso en la tierra y no lo entregue al antojo de sus enemigos. El Señor le prestará ayuda cuando esté en el lecho del dolor; agitaste su lecho entero durante la enfermedad» 453.
Con relación a vuestros bienes no creáis a nadie más que a vosotras misma. La mujer que hizo un minucioso examen de sí misma distingue con meridiana claridad que nada hay en ella que merezca alabanza a excepción de su alma, y que se considera indigna de todo encomio. Si algún bien se encuentra, es un don de Dios y que, una vez aceptado, hay que asignárselo a El, igual que las alabanzas y la acción de gracias. Si por el contrario, se nota la presencia de algún mal, se debe a nuestra indignidad. Aunque el oprobio y la censura nos atañen por derecho a nosotros, la alabanza pertenece a otro, y a pesar de que yo aconseje que el honor debe despreciarse, sin embargo no querría que se menospreciara por completo la deshonra de la honestidad, pues es un escalón cercano a la deshonestidad. «La mujer que es capaz de no sentir temor ante la sospecha de adulterio, puede no temer al adulterio», dijo Porcio Latrón 452.
Capítulo X EL COMPORTAMIENTO DE LA ESPOSA EN CASA 1. Si a aquellas dos virtudes, a saber, la castidad y el máximo amor al marido se le añade la pericia en gobernar la casa, los matrimonios serán más agradables y más felices; sin ésta tercera virtud no habrá patrimonio familiar, sin aquéllas dos primeras no hay matrimonio, sino una terrible y perpetua cruz. San Pablo añade la preocupación por la hacienda familiar 454 a la prudencia y a la castidad de las mujeres, de cuyo pasaje San Juan Crisóstomo habla así: «Atended, os lo ruego, a la increible diligencia de San Pablo, él, que no dejó nada sin comentar sobre aquello que nos aleja de las tempestades de los temas humanos, presta una gran atención a la hacienda familiar; resulta evidente que si ella está debidamente estabilizada, se encuentra un espacio enorme en el que asentarse la gracia celestial, de lo contrario todo se viene abajo de una sola vez. La mujer que se ocupa con celo de su casa, necesariamente conservará con el mismo celo su castidad, pues, atendiendo esa ocupación y administración, no se inclinará fácilmente hacia otros pasatiempos, banquetes y juegos inoportunos e inútiles». Esto dice San Juan de Constantinopla. Habiendo preguntado el vencedor a una mujer espartana, cautiva de guerra, si sabía hacer alguna cosa, respondió: «gobernar una
Siendo así que este es el grado de vileza que hallamos en los honores humanos, en la dignidad y en las alabanzas, es más bien propio de una mente abyecta rebajarse tanto que envidiemos a alguien por asuntos humanos. Y si es vergonzoso sentir envidia por los honores y alabanzas, mucho más lo es sentirla por el dinero, los vestidos o las pasiones, pues el honor aventaja a estas cosas. Tampoco es conveniente que se sienta envidia de la belleza, ni de la buena salud, ni de la fecundidad, pues éstas son dádivas de Dios, como todos los demás bienes que sobreviven, según se suele decir, a los mortales. Que quede bien claro que nosotros ya no
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casa». Dice Aristóteles que los hombres, en los asuntos domésticos, «deben ser quienes busquen los alimentos, las mujeres quienes los guarden 455.
severidad, intente conseguir el respeto de todos ellos, cuyo camino más breve hacia él se sitúa en la virtud. Nada añaden a su autoridad y respeto las riñas, las disensiones, las injurias, los gritos, los golpes, más bien los rebajan; con reflexiones, con razonamientos, con el rigor de tus costumbres, de tus palabras o de tus consejos conseguirás lo que quieras con más rapidez y oportunidad que haciendo uso de la fuerza y la violencia; respetamos más a las personas prudentes que a las iracundas; obliga más un mando reposado que otro violento; la tranquilidad es más severa que la perturbación.
Parece que la naturaleza las hizo meticulosas en ese tema, para que no malgastaran lo adquirido, albergando siempre la preocupación y el cuidado de que nada falte, pues si la mujer fuera derrochadora, jamás el marido podría allegar tanto como ella despilfarrara en un poco tiempo; así, perdida al punto toda la hacienda familiar, no puede tomar consistencia. Por lo tanto, no es apropiado que una honrada madre de familia sea derrochadora; ni tampoco prestan mucha atención a la honestidad quienes no velan por el dinero, como dice Salustio de Sempronia, «para quien todas las cosas siempre fueron más queridas que el decoro o el dinero, y no se podría adivinar con facilidad si atendía menos a su fama o a su dinero» 456. No es que me agrade que ella quiera retener con uñas y dientes lo que ha reunido el marido o prohibir que el marido reparta dinero en obras piadosas, y que la moneda que ha entrado una vez en la caja fuerte no encuentre salida, como si estuviera en un laberinto o en la torre de Dánae 457, algo que hacen determinadas mujeres ignorando hasta qué punto hay que conservar y retener lo adquirido. Por este motivo los eseos no permitían que las mujeres formaran parte de aquella especie de vida, que tenía un no sé qué de venerable, alegando que eran aptas para la comunidad de bienes, pues, cuando una mujer ve que algo está bajo su poder, no puede soportar que pase graciosamente a otra parte.
Cuando digo esto no estoy aconsejando que las matronas sean negligentes o desidiosas, sino que deben ser respetadas, ni que descansen de manera que parezca que se duermen, ni que den órdenes hasta el punto de verse despreciadas; vigilen, estén atentas, sean severas sin llegar a la crueldad, rigurosas sin mordacidad, diligentes sin violencia; no muestren odio hacia ninguno de los sirvientes, especialmente si no es perverso; y si durante mucho tiempo hubiéramos utilizado sus servicios, se le considerará de manera igual que a un hermano o un hijo. Si apreciamos a los gatos y a los perros que durante algún tiempo se criaron en nuestra casa, ¡cuánto mayor afecto y más auténtico hay que mostrar para con el hombre! 3. Entre los criados, esclavas, sirvientas e incluso entre todas aquéllas que prestan sus servicios, bien obligadas por la necesidad, bien atraídas por una recompensa, surgen graves defectos, como el de la imprudencia y el de la desvergüenza, debidos a su ignorancia, de manera no distinta a como ocurre en todas las concentraciones de jornaleros o de hombres ignorantes. Por lo tanto, deben ser adoctrinadas y amonestadas para que recuerden el precepto, no de un hombre cualquiera del vulgo sino de San Pablo 459, en el sentido de que asuman su obligación con diligencia, con mansedumbre, con afabilidad e incluso con alegría, sin interrumpir, sin responder, sin murmurar, ni tampoco tristes o gruñonas, no vaya a ser que pierdan el favor del trabajo no sólo ante los hombres sino también ante Dios.
Así pues, la esposa acostumbrará a la familia al ahorro y a la frugalidad, ya que este cometido pertenece más a las mujeres que a los hombres, pero de manera que sepa que el ahorro es una cosa distinta de la avaricia, que existe una gran diferencia entre frugalidad y sordidez, que no es lo mismo vivir con sobriedad que pasar hambre. Ella procurará que nada falte a la familia tanto en la comida como en el vestir. Sobre este asunto hay que tener presente el parecer de Aristóteles. Dice así: «Puesto que hay tres cosas, el trabajo, la comida y la moderación, la comida sin moderación y sin trabajo te vuelve petulante; por otra parte, el trabajo y la moderación sin comida engendran la violencia y debilitan al esclavo; por lo tanto, sólo queda que la madre de familia disponga el trabajo que deben realizar los criados y la comida suficiente que es la recompensa del esclavo» 458.
Mantengan, igualmente, sus manos limpias de robos y rapacidad, pues en esta cuestión el comportamiento de todos los animales es más agradecido que el de muchos hombres. ¿Qué alimaña hay tan cruel que pague el beneficio de los alimentos y su crianza, robando una parte de las propiedades de aquél que le preste tantos servicios? Si bien esto no suelen hacerlo sino los espíritus depravados y claramente merecedores de la esclavitud, vicio del que algunas están perfectamente servidas y por su gula son voraces, glotonas, ladronas o se quejan continuamente de que no todo les está abierto, tienen palabrería fútil y peligrosa y se enojan porque se las aparte de los secretos de la casa; son pedigüeñas incómodas, jamás
2. La mujer debe administrarlo todo de acuerdo con la voluntad y el mandato del marido, o de manera que sepa que él no lo va a desaprobar jamás. No sea arisca ni dura con la servidumbre, sino afable y benévola, de forma que la experiencia les muestre en tí más una madre que una señora, según dice San Jerónimo. Empleando más la dulzura que la
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llegan a saciarse; no prestan ninguna atención a la cuantía del montón del que reciben sino sólo a aquello que satisface su codicia; la mala y desvergonzada educación, recibida de unos padres vulgares y de baja condición, la traspasan a familias honradas y, luego, acusan a sus dueñas de ser impacientes; atentas sólo a sus conveniencias, odian a las señoras y les exigen amor a ellas; más aún, creen que se comete injusticia con ellas si no reciben lo que ni siquiera merecieron. Entre estos vicios, cuando todas las cosas no se resuelven de acuerdo con su parecer, denigran virulentamente aquella casa en la que fueron tratadas con delicadeza y respeto, aunque no se dio libertad para los desmanes.
visto desde ninguna parte. «Todo lo contrario, -dijo él-; edifícame, si es posible, una casa en la que, cualquier cosa que yo haga, pueda verlo el pueblo romano entero». Realmente la postura de Druso contenía mucha valentía. Y es como debe ser, pues todas las personas buenas deberían vivir en privado del mismo modo que querrían hacerlo en público; de tal manera debiéramos comportarnos entre las paredes de nuestra casa que, si de repente nos observaran personas ajenas, no hubiese ningún motivo para sonrojarnos. Sin embargo, la pusilanimidad de cuerpos y almas, en la totalidad del género humano, es tan evidente que por costumbre se ocultan muchas cosas. Y muchas cosas se permiten en casa que, si las hacemos en la calle, se consideran necias y ridículas, sobre todo porque cada uno de nosotros no quiere conceder al otro el perdón que pide para sí. ¡Tanta es la falta de equidad que albergamos en nuestra mente! Si uno sorprende a otro haciendo una sola vez lo que él hace seriamente y a diario, se burla del otro e incluso lo calumnia. Todo el mundo ha experimentado en muchas ocasiones cuántas rivalidades y enemistades se originan por estas revelaciones, en tanto que todos deseamos, por curiosidad, conocer los asuntos ajenos, pero soportamos muy mal que los nuestros sean conocidos o juzgados con malquerencia o desfavorablemente. La tranquilidad de los ciudadanos se ve perturbada por estas acciones; la malevolencia se convierte en rabia, por lo que surgen riñas y altercados, bandos entre los poderosos y entre los jóvenes, en cambio, delaciones calumniosas del cabeza de familia, de las fortunas, del buen nombre. Decía un viejo refrán: «El culpable teme el castigo, el inocente, el azar». Aunque éste no me gusta y, quizá, sería mejor este otro: «El culpable teme el castigo, el inocente, la calumnia». La causa de tamaños males es la garrulería de las domésticas, quienes, airadas, manifiestan no cuanto han visto sino cuanto les sugiere su ánimo, enardecido por el deseo de venganza.
Sepan, pues, las que se comportan de este modo que son personas, que fueron bautizadas con agua sagrada y que un día habrán de comparecer ante el tribunal de Cristo, quien les pedirá cuentas de su trabajo y sus obligaciones igual que se las exige a los grandes príncipes sobre la administración del estado, pues Cristo, en cada hombre, atiende a su alma y a su intención, en modo alguno a la grandeza, a la cualidad de su condición o de su fortuna, ya que Dios no mira el rostro de los hombres y ha dado órdenes a sus jueces para que no admitan a juicio al pobre, ni que se pronuncien respecto a él por el simple hecho de ser pobres. Igual que es grato a Dios el pobre moderado, justo, parecido a Cristo, del mismo modo es odiado y es abominable quien a la pobreza ha unido los vicios. 4. Contengan, por tanto, sus concupiscencias y traten lo ajeno con no menos cuidado y fidelidad que si fuera lo propio, persuadidas de que no son ajenas aquellas cosas con las que ellas mismas se sustentan. Estimen y honren a sus dueños y dueñas igual que hacen con sus padres y sus madres, puesto que el que nutre y el educador están en lugar del padre. Esto nos lo demuestra el mismo nombre con que los dueños y las dueñas son llamados padres y madres de familia. Según la costumbre de los romanos, los libertos ya utilizaban los nombres de sus patronos como si se tratara de sus padres. Piensen ellas que las cosas que vieron u oyeron en casa son todas secretas, que no pueden divulgarse sin que se cometa una gran maldad, no sólo mientras están viviendo en aquella casa, sino tampoco una vez la hayan abandonado.
Las señoras serán muy injustas si les quitan un as del salario pactado y no puede haber ningún perdón para ellas ante Dios. ¡Cuántos gritos de espanto, cuántos clamores, cuántas maldiciones! Porque, para ellas, es un juego revolver y perturbar así las situaciones tranquilas y trastornar y afligir las familias perfectamente armonizadas. La culpa de que vivan así la tienen su incapacidad y su ignorancia, que jamás pueden proporcionar a nadie ninguna clase de bien; jamás se les ocurre que todas nuestras acciones, tanto palabras como pensamientos, son observadas por aquel Juez eterno, quien devuelve a cada cual según sus propias obras.
Porque, ¿qué razón de ser tienen las puertas y las paredes si ellas todo lo hacen público?; ¿no sería mejor alimentar en casa una víbora que unas sirvientas tan indiscretas, por cuya locuacidad o interpretaciones muchas veces siniestras, producto de su estupidez o de sus mentiras, del odio y de la ira, se forjan grandes calamidades contra hombres inocentes y honestos?; ¿de qué manera o cuándo repararán ellas una pérdida tan enorme o expiarán semejante delito? Un arquitecto garantizaba a Marco Livio Druso 460 que él le construiría una casa en la que no sería
Las madres de familia no deben comentar con cualquiera de las criadas lo que conviene que permanezca en secreto, si no con quien sea de confianza
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probada, y las fámulas, a su vez, con su silencio y su lealtad, muéstrense tales que se las pueda confiar cualquier cosa igual que si se tratara de las propias hijas. No digan ni hagan nada que tanto la señora como sus hijos puedan tomar como ejemplo o estímulo para pecar. Con frecuencia se delinque más gravemente con el ejemplo que con los hechos. Si vivieran de esta manera no sólo harían su condición de sirvientas más cómoda, sino también más honorable, más grata a los ojos de Dios y de los hombres y la antesala más segura para una fortuna mejor; de lo contrario se consumirán en la miseria de su esclavitud, odiadas y menospreciadas por todos. Las domésticas deben, sobre todo, conocer y retener en su memoria estos detalles. Además, de vez en cuando deben leer algún libro que les ayude a mejorar su inteligencia y sus costumbres; y si no saben leer, escuchen atentamente a quienes lean en voz alta; cuando estén libres, acudan a los sermones, pero, cuando anden ocupadas, en los momentos de descanso las dueñas o sus hijas cuéntenles lo que ellas hubieran leído u oído, con lo cual llegarán a ser más prudentes y mejores. Pero ya he hablado suficiente sobre las sirvientas. Volvamos a las matronas.
cree que las sirvientas son similares a las dueñas. Es muy conocido aquel pensamiento de San Jerónimo que dice que «se valora a las señoras por sus criadas». Esto no es de extrañar, ya que, según el proverbio griego, «se diría que las perritas reflejan las costumbres de sus dueñas»; también unos jóvenes de una comedia de Terencio, partiendo de la sordidez y de la negligencia de los vestidos de la criada, deducen el pudor de su dueña. 460a Escribe Homero que el sabio Ulises, cuando hubo regresado a su casa dio muerte a aquellas esclavas que habían yacido con sus pretendientes, porque no sólo habían aportado deshonra a su casa, sino que habían sido un peligro para la honestidad de Penélope 461. El rey David, tras el sometimiento de su hijo Absalón, a las concubinas que él había mancillado de forma ignominiosa siguiendo los consejos de Aquitofel, las alejó de sí y las encarceló a perpetuidad, lugar del que jamás fueron sacadas 462. 6. La madre de familia se ejercitará en aquellas artes que fueron objeto de comentario en el primer libro y mantendrá en su obligación a las fámulas, como hizo Lucrecia, a la que los jóvenes de estirpe regia sorprendieron trabajando de noche junto con sus esclavas y repartiendo los lotes de lana. 463 Esto lo llevará a cabo con mayor diligencia y precisión si una parte de la familia ha de ser alimentada con este trabajo. Salomón, en sus alabanzas a la mujer honesta, dice: «Ella ha buscado la lana y el lino y los ha trabajado con la destreza y atención de sus manos» 464. Preguntada Téano de Metaponto 465 cuál era la matrona mejor, respondió con un verso de Homero: «La mujer que trabaja la tela se está preocupando del lecho del marido». «Gracias a ese afán, -continua diciendo el rey Sabio-, se ha convertido en algo así como la barca del mercader, que trae su pan desde la lejanía» 466. Y, para no mostrar que se entrega demasiado al sueño, añade: «Se levantó siendo aún de noche y dio a sus sirvientes la correspondiente porción de alimento» 467. Después, recogiéndose con sus esclavas les ordenó lo que tenían que hacer.
5. Es más fiel y más agradable la complacencia que se consigue del amor que la que se saca con el miedo. Me complace que el miedo esté muy alejado, pero no el temor respetuoso. No seas demasiado blanda con los sirvientes varones, ni tampoco afable ni graciosa, ni tengas excesivos tratos con ellos. Procura que ninguno se atreva a bromear o juguetear contigo. Haz que te quieran, pero que no te quieran tanto como te respeten; si no quieres ser temida como señora, exige respeto como madre. El colectivo de las criadas está ansioso de libertad, que, una vez que se les muestra, la agarran con fuerza y la incrementan. Yo, exactamente, no prescribiría al hombre que procurara familiarizrse menos con los sirvientes de lo que lo he hecho con la mujer, la cual no me gustaría que tuviera mucho trato ni muchas relaciones con ellos. Que no inculpe a los criados varones la señora, sino que deje, mejor, esta obligación en manos del marido. Esté de continuo con aquellas fámulas y criadas cuyas costumbres sean íntegras y de probada honestidad. Al mismo tiempo ella les prestará una gran ayuda con su ejemplo, sus consejos, sus preceptos, sus advertencias, acompañadas de una constante preocupación para que ningún detalle le pase por alto sobre cómo viven las domésticas y ponga remedio a sus defectos, igual que se dan antídotos contra las enfermedades.
Es propio de una mujer diligente preparar los alimentos para toda la familia, notificar la tarea exclusivamente a las mujeres. Como se verá, a los hombres se la señalará el marido. Sobre el trabajo nocturno de la mujer hay unos versos de Virgilio tan ingeniosos como elegantes: «Después, cuando el primer descanso había disipado el sueño precisamente al filo de la medianoche, es cuando la mujer que tiene que sustentarse trabajando con el tamiz o con el sutil telar, quitando la ceniza aviva el fuego que estaba dormido, sumando la noche a su trabajo, con luz artificial hace hilar a las esclavas la interminable madeja de lana para poder mantener casto el lecho matrimonial y poder criar a sus hijos pequeños» 468.
Si alguna de ellas es sorprendida descuidando la integridad de su pureza o creemos que así es, y ya no se obtiene ningún resultado con amonestaciones y castigos, hay que echarla de casa, pues la ponzoña corrompe fácilmente todo lo que hay a su alrededor, y el vulgo, suspicaz,
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7. Una vez se ha satisfecho a la familia, reparta en limosnas todo lo que le ha sobrado. «Abrió -dice- su mano al necesitado y extendió sus palmas al pobre» 469.
reparar. Ella, con exquisita diligencia, atiende y conserva el patrimonio familiar. Estará junto a las domésticas cuando estén enzarzadas en su trabajo, ya sea mientras cocinen, ya sea mientras hilen, ya sea mientras tejan, ya sea mientras cosan, ya sea mientras limpien los muebles, pues todos estos trabajos se realizan así con mayor precisión estando la dueña presente. «La frente está delante del occipucio», dice Catón 473.
La mujer virtuosa no debe dedicarse tan sólo a amontonar riquezas; es más, distribúyalas entre los pobres y repártalas a los necesitados, y no escasamente sino a manos llenas, pensando que las da a interés en este mundo para recibir mucho más y mejor en el otro. Y añade: «No temerá por su casa durante los rigores de la nieve» 470. Tampoco temerá si alarga entre los dedos a los pobres no sólo una moneda de curso, sino también si abre la mano y extiende la palma distribuyéndolas con largueza; y no temerá porque, con su diligencia y su trabajo con la lana, nada falta ni nada se echa de menos en su casa. «Y todos sus domésticos se visten con doble vestidura» 471. Porque nada hay más provechoso en el quehacer familiar que alimentarse bien, vestirse correctamente atendiendo no a la voluptuosidad sino a la necesidad, no con delicadeza sino con provecho. Con todo, se conserva mal la virtud que es acosada de cerca por ejemplos desfavorables.
Aquello que dijeron tan acertadamente los antiguos: «Nada engorda más al caballo o fertiliza al campo que el ojo de su dueño 474, puede trasladarse a la madre de familia y al patrimonio familiar, es decir, nada hay que conserve la hacienda por más largo tiempo, o con más integridad, mayor limpieza, o más elegancia que el ojo de una señora diligente y cuidadosa. Haciendo esto y dedicándose diariamente a sus labores «no se come el pan sin trabajar» 475 y obedece el mandamiento de Dios que no quiere que comamos el pan sin el sudor de nuestro rostro; sigue también el ejemplo propuesto por San Pablo, que, cuando estaba entre aquéllos a los que anunciaba el ministerio del señor, no comía en los ratos de ocios sino que, durante días y noches y entre penalidades y fatigas, cuanto tiempo le quedaba libre después de ejercer su ministerio divino, ocupaba las manos en su trabajo para no resultar gravoso a nadie, advirtiendo con frecuencia lo de que nadie merece comer, si rehúye el trabajo 476.
Por lo tanto, la señora, personalmente, antes de nada, con su forma de vida debe ser un ejemplo de moderación y así impondrá con suma facilidad esta preocupación a los servidores, de lo contrario, criados y criadas pensarán que es injusto que tú exijas lo que no haces, y los encontrarás a todas horas indispuestos y murmurando contra el cumplimiento de tus órdenes. Así pues, amante siempre sobria, siempre moderada, y no tanto a causa de tus criados como de ti misma. ¡Qué cosa tan fea es la embriaguez y la glotonería, las mayores rivales del pudor y la honestidad y enemigas de todo nombre honesto! Todo el mundo echa pestes contra una mujer borracha y glotona, como si se tratara de un ave infausta y de mal agüero. Todos saben que, entre comilonas desmesuradas, la castidad corre peligro, puesto que la distancia entre la cabeza y el costado es nula.
8. No permitirá la mujer que nadie entre en su casa sin mandamiento del marido, tal como enseñó Aristóteles, y mucho más cerrada debe quedar la casa cuando el marido se marchase a un país extranjero; en ese tiempo, como dice Plauto, es justo que las mujeres buenas procuren tener a los maridos ausentes como presentes 477. Mas, puesto que el cuidado del interior de toda la casa incumbe a la mujer, pondrá remedio a las enfermedades habituales y casi diarias, y esos remedios los tendrá preparados en una pequeña despensa para socorrer al marido, a los hijos pequeños y a la servidumbre cuando surja la ocasión, y no precisará hacer venir inmediatamente al médico y comprarlo todo en la familia.
Salomón, luego, dice por añadidura: «Y no deja en casa nada que le resulte desconocido sin que lo inspeccione a menudo y lo vuelva todo conocido y fácil para ella, para que, cuando necesite utilizarlo, no desconozca ningún detalle ni vaya a perder mucho tiempo en buscarlo; sabe cuál es la situación y el estado del patrimonio familiar, cuánto conviene gastar, cuánto ahorrar, qué es lo que hay que comer, cómo hay que vestirse. Pues dice: consideró los senderos de su casa» 472. Sin duda, ella, en cualquier ángulo de su casa, bien hilando, bien cosiendo, bien tejiendo o quizásocupándose de cualquier otro trabajo parecido, en el que el pensamiento adquiere mayor libertad, lanzará su espíritu por todas las alcobas, las arcas, los armarios, por cualquier rincón de la casa, para tener en cuenta qué es lo que falta, qué sobra, qué hay que comprar, vender o
No obstante yo no quisiera que la mujer se dedicara a la ciencia médica o, en este asunto, confiase demasiado en sí misma; le aconsejo que conozca los remedios para las enfermedades frecuentes y casi cotidianas, como la tos, catarros, prurito, cólico, diarrea, estreñimiento, lombrices, dolores de cabeza y de ojos, fiebres poco altas, luxaciones con arañazos y accidentes parecidos, que casi todos los días ocurren por motivos insignificantes. Añade a estas cosas la adecuación de la comida diaria, que tiene la máxima importancia para la buena salud: qué es lo que hay que tomar, qué es lo que debe evitarse, cuándo y hasta qué punto. Y esa habilidad la aprenderá de la experiencia de otras matronas prudentes o de los consejos dados por algún pariente médico, de algún librito de lectura fácil escrito
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con ese fin, antes que de los grandes y precisos volúmenes de los médicos.
molestias ha de sufrir la embarazada en el período de gestación, cuántos dolores, cuánto peligro en el momento de parir; después, para alimentarlos y educarlos, cuántas contrariedades, cuánta ansiedad para que no salgan los hijos malos y perversos, cuánto sobresalto ininterrumpido, preocupación por saber dónde van, qué hacen, deseando que no hagan daño ni lo reciban. En realidad no soy capaz de explicar el motivo de ese deseo por tener hijos. ¿Quieres ser madre?; ¿para qué?; ¿tal vez para incrementar la población? Como si tuviera que disminuir si tú no parieras uno o dos animalitos y añadieras a las mieses de Sicilia y Egipto una espiga, o a lo sumo dos, y, como si Dios no lo supiera, si esa es su voluntad, hacer salir de estas piedras hijos de Abraham. No estés preocupada por cómo se hinchará la casa del Señor; El, personalmente, atenderá su casa. Pero sientes, tal vez, horror por la vergüenza de tu esterilidad; eso se disipó ya con la ley mosaica al resplandor de la gracia de Cristo.
9. La virtuosa madre de familia, una vez ande libre de las preocupaciones domésticas y familiares, elija para sí cada día si puede, y si no, al menos los días festivos, un lugar recogido en casa, alejado del bullicio y del ruido; en ese lugar, relegadas algunos instantes las preocupaciones de la casa y con el recogimiento del alma, piense cuán despreciables son estas cosas humanas, cuán livianas e inestables, cuán frágiles y abocadas a perecer rápidamente y que la brevedad de nuestra vida avanza con tanta rapidez que parece que no somos llevados, sino arrebatados, que no pasamos sino que huimos. Entonces elévese, con la ayuda de alguna lectura devota, al pensamiento y la contemplación de los asuntos celestiales. Luego, tras confesar a Dios todos sus pecados, pida y suplique el perdón y la paz a El, ruegue en primer lugar por sí misma; después, cuando ya se ha vuelto grata a los ojos de Dios, pida también por su marido, por los hijos; finalmente, por el resto de la familia, para que Nuestro Señor Jesucristo les conceda a todos una buena predisposición mental.
Ahora vives en una ley, en el marco de la cual ves que la virginidad es preferida con todo merecimiento al matrimonio. ¿Qué me dices de aquello que, por medio del profeta Isaías, el Señor promete a las santas mujeres estériles un lugar en su ciudad, mucho más anchuroso y más honorable que si hubiese dejado una descendencia numerosa? 481. Por eso debe ser reprochada aquella mujer de Flandes, la cual, habiendo vivido casada durante casi cincuenta años sin haber parido, cuando se le murió el marido se casó con otro hombre, alegando sólo que quería saber cuál de los dos había tenido la culpa de no poder engendrar hijos, si había sido ella o su marido. ¡Un deseo realmente digno de una mujer vieja pero también extravagante! 482. Aunque desconozco si era otro el motivo de estas segundas nupcias, ella pretextaba el que parecía más honesto a los ojos de la necia multitud. No le resultó muy agradable aquel matrimonio, pues parió un hijo tal que ninguna mujer hubiese deseado tener.
San Pablo, paladín de los mandamientos divinos, adoctrinando en Corinto a la Iglesia de Dios habla así: «Si algún hermano en Cristo tiene una esposa infiel y ésta consiente habitar con él, no la eche; y si alguna mujer fiel tiene un marido infiel, y éste consiente habitar con ella, no se aparte de ese varón, pues el varón infiel es santificado por la mujer fiel y la mujer infiel es santificada por el varón fiel» 478. Pues ¿conoces alguna manera, mujer, de poder salvar a ese hombre? Esto se consigue en parte mediante súplicas (pues, como dice Santiago, mucha fuerza tiene la oración constante del hombre justo 479, y en parte con el ejemplo de vida que el apóstol San Pedro explica diciendo: «Igualmente las mujeres manténganse sometidas a los maridos, de manera que si algunos no creen en la palabra divina, por medio de la mujer, obtengan conversación sin necesidad de sermón, apreciando vuestra conversación en el santo temor de Dios» 480. Leemos que ha habido muchas mujeres con cuya ayuda sus maridos fueron llevados al fervor religioso, como Flavio Clemente, uno de los allegados del emperador Domiciano, por Domicia: Clodoveo, rey de Francia, por Clotilde; Hermógilo, rey de los godos, por Ingulda; y otros muchos por otras.
Pero es que quieres ver hijos nacidos de ti. ¿Serán acaso distintos a los de las demás? Tienes a los niños de la ciudad, y todos están bautizados, a los que puedes abrazar con amor materno y puedes pensar que han nacido de ti. Esto te aconseja la humanidad y te lo ordena la religión; además, si tu marido es bueno, es para ti el sucedáneo de muchos hijos, como Helcana dijo a su mujer Ana 483. ¿Estás angustiada por los hijos y no descansas en tu marido, quien, él sólo, te ama más de lo que te amarían diez mil hijos nacidos de ti? Realmente, mujeres, y no sólo vosotras las que estáis preñadas sino también las que no lo estáis, os veis infectadas de aquellos apetitos desmesurados y absurdos que se denominan antojos. Desgraciadas, ¿a qué viene ese deseo tan cruel de tener hijos, como alguien dijo? Si os pintasen en una tablilla las preocupaciones y desvelos que los hijos producen a sus madres, no habría una mujer tan ávida de
Capítulo XI COMO HAY QUE CUIDAR A LOS HIJOS 1. Ante todo, si no pares, sopórtalo no sólo con ánimo moderado y equilibrado sino incluso con alegría, porque quedas libre de una increible molestia y de un gran cansancio. Este no es momento de explicar cuántas
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hijos que no se horrorizase de éstos como si de la misma muerte se tratase, y si llegara a tenerlos, los odiaría más que a descomunales fieras o serpientes venenosas.
produce es mayor que en el de la mujer, pues la inducción a engendrar procede más del varón que de la hembra. Dado que la infecundidad reside en ti, mujer, te enfureces vanamente y, aunque urdas cualquier clase de maldad, jamás un feto se albergará en tu útero. Además, ¿qué responderías si te dijera que, con cierta frecuencia, encontramos matrimonios que no tienen descendencia por razones privadas de Dios, muy justas por cierto, aunque ignoradas por nosotros? Porque es un regalo de Dios tener hijos sanos y buenos, o simplemente tener hijos, de manera que recurrir a otros remedios que no sean Dios, es tarea vana. Hay que pedir hijos a Dios y que sean buenos, pues si casualmente la prole es mala, mejor hubiera sido haber parido una víbora o un lobo.
¿Qué alegría y qué placer hay en los hijos? Cuando son niños, puro aborrecimiento; cuando están algo creciditos, miedo continuado por saber qué inclinaciones tendrán; si son malos, tristeza sempiterna, si buenos, inquietud constante por si les ocurre algo, temor de que se marchen o que cambien. ¿Qué necesidad hay de que traiga a colación ahora a Octavia, hermana de Augusto? 484Ojalá no fuesen tan frecuentes los ejemplos de aquellas madres que de repente pasaron de la alegría más completa a la aflicción y se consumieron y murieron entre dolores indescriptibles. Además, si tienes más hijos, tu ansiedad será mayor, pues los vicios de un hijo no sólo desvirtúan la alegría que recibías de los demás sino que la anulan. Hablé sólo de los hijos varones. En la custodia de las hembras, ¡qué tortura y cuánta angustia!; ¡qué cúmulo de preocupaciones para situarlas! Añádase a esto el que los padres raras veces ven buenos a sus hijos, porque la verdadera bondad, acompañada de sabiduría, no llega sino en edad madura y casi acabada. Dijo alguien que cuando empezamos a tener inteligencia, entonces morimos. Platón dice que es dichoso aquél que, incluso en la juventud, le es concedido no sólo tener buen juicio sino también organizar su vida. Pero en esa edad de los hijos sus padres se han transformado ya en polvo.
Así pues, pide un hijo, como Ana, la esposa de Helcana, quien con súplicas, lágrimas y santidad de vida pidió no sólo un hijo sino un profeta y un juez para Israel 485. Igual que la otra Ana, la esposa de Joaquín, la cual, habiendo confiado en Dios por completo, dio la vida a María, reina de todo el orbe, para salvación de los hombres. Lo mismo que Isabel, esposa de Zacarías, la cual, incluso siendo estéril, engendró a Juan, aquel heraldo del Señor que convirtió muchos hijos para Cristo y que fue el mayor entre los hijos de mujer 486. El Señor dio a Sara, que sobrellevaba con resignación su esterilidad en unos tiempos en que la infecundidad era considerada un gran oprobio, un hijo en su vejez, Isaac, viva imagen de Cristo Nuestro Señor. El mismo Isaac suplicó al Señor en favor de Rebeca, su estéril esposa, de quien consiguió dos mellizos, fundadores de dos grandes pueblos 487. El ángel del Señor anunció a la esposa de Manué, mujer modesta y honrada, que de ella nacería Sansón, juez y libertador del pueblo de Israel. Tales recompensas reciben quienes suplican en este tono. He aquí las palabras del ángel a la madre de Sansón: «Eres estéril y careces de hijos, pero concebirás y parirás un hijo; procura, por tanto, no beber vino, ni sidra, ni comas ninguna inmundicia, porque concebirás y parirás un hijo, cuya cabeza no tocará navaja, porque será nazareno de Dios desde su infancia y desde el vientre de su madre, y él comenzará a liberar al pueblo de Israel de las manos de los filisteos» 488.
2. Además, ¿no es verdad que son muy pocos los hijos que restituyen el favor y dan las gracias a sus padres por tantos desvelos? Más bien se desentienden de aquéllos por quienes fueron educados con tanto esmero, e incluso odian a quienes les amamantaron con mayor ternura de la que mostraron consigo; fueron tratados por sus padres con dulzura e indulgencia y ellos los soportan con severidad y aspereza. !Oh desgraciada mujer que desconoces el favor tan grande que has recibido de Dios o porque pariste o porque perdiste a los hijos antes de la tristeza! Como dijo muy sabiamente Eurípides, «el que carece de hijos es más feliz que la desgracia».
Estas palabras me recuerdan que advierta a las mujeres embarazadas que durante el período de gestación no se entreguen a la borrachera ni se embriaguen. Muchos reflejaron en las costumbres de su vida lo que hicieron sus respectivas madres durante la gestación. Y puesto que el poder de la imaginación es enorme y descomunal en la mente humana, procuren las madres, mientras están gestando, no dar opción a ningún pensamiento violento de alguna acción torpe, fea u obscena; eviten igualmente los peligros en los que pueda aparecer algún aspecto repugnante para nuestra vista. Y si las ocasiones las persiguen a ellas de continuo, piensen de antemano qué es lo que puede presentárseles ante
Yo podría tratar todas estas cosas con mucha mayor extensión, pero en este punto del tratado son totalmente innecesarias. Así pues, si no puedes parir, procura no echar la culpa de tu esterilidad al marido. El defecto tal vez se encuentra en ti, que, bien por naturaleza, bien por voluntad de Dios, estás condenada a la esterilidad. Veo que entre los más destacados filósofos se está de acuerdo en que las mujeres no conciben por insuficiencia propia más que por la de sus maridos; la naturaleza hizo estériles a muy pocos hombres, en cambio a muchísimas mujeres, y con muy buen criterio, porque en la infecundidad del hombre el daño que se
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sus ojos, con el fin de que, si de repente vieran algo, no les cause daño alguno esa imprevista novedad, ni perjudique en absoluto al feto.
que añadir que es más útil para el recién nacido la leche materna que la de la nodriza, bien porque nos lamentamos más convenientemente con aquéllos alimentos con los que estamos conformados, y nada es más adecuado para el lactante como aquella misma sustancia con que fue modelado, bien porque la nodriza no pocas veces da el pecho al niño de mala gana y algo enojada, en cambio, la madre siempre lo hace contenta y alegre o, si existe en su ánimo algún motivo de tristeza, con la misma mirada del hijo se tornarisueña, alegre y jovial tanto más cuando observa que el niño succiona con mayor avidez.
3. Detallar los cuidados que hay que tener para educar a los hijos, tan pronto como hayan nacido, resultaría una tarea harto complicada y que rebasaría los límites del objetivo de este tratado, si tuviéramos que hacerlo con cierto detenimiento en cada uno de sus apartados. Sobre esta cuestión existen muchos escritos tanto entre los preceptistas antiguos como entre los más recientes, incluso libros completos dedicados a este asunto. Yo, por mi parte, desbrozaré unos pocos temas que me parecen ser obligaciones de una mujer casada y virtuosa.
4. Cuando el niño empieza ya a reir y a balbucear, la madre se llena de un gozo y un entusiasmo increibles y no puede uno imaginarse qué leche tan saludable produce la madre en esas circunstancias. Este beneficio de la naturaleza no sólo es general en el género humano, sino también se observa entre todas las restantes especies animales. Sobre los perros, por poner un sólo ejemplo entre todos, Columela escribe lo siguiente: «Jamás toleraremos que aquellos, cuya buena raza queramos conservar, sean alimentados con las ubres de una madre extraña, porque tanto la leche como el aliento materno aumentará mucho más la fuerza del cuerpo y del instinto» 492. Sin embargo hay algunas madres, que quedan eximidas por causas justas. Por tanto, no quiero que parezca que doy normas sin ninguna excepción. De este tema hablé también en el libro primero.
Ante todo, una madre considerará que la totalidad de sus tesoros se ubica en los hijos. Habiendo llegado a Roma una mujer rica de la Campania y siendo recibida hospitalariamente por Cornelia489, esposa de Graco, mostró a Cornelia todo su ajuar femenino, que se basaba sobre todo en el valor de sus joyas, de sus vestidos y de sus piedras preciosas. Tras haber encomiado Cornelia ese ajuar, la matrona campaniense le preguntó si no le incomodaría mucho que ella le mostrase su cofre de joyas. En aquel momento sus hijos pequeños habían salido a la escuela, por eso Cornelia le respondió que lo haría por la tarde. Cuando los niños regresaron le dijo: «Estos son mis únicos tesoros» 490. Vanagloriándose una mujer jónica delante de otra espartana de sus vestidos bordados y lujosos, ella le dio esta respuesta: «sin embargo yo no tengo más que cuatro hijos, adornados con toda clase de virtudes, que son mi vestido, mi valor y mis riquezas».
Si la madre conociera las letras, enséñelas ella personalmente a sus hijos pequeños, para que en una misma persona tengan a la madre, la nodriza y la maestra, y la amen más y aprendan con mayor rapidez, ayudando el amor hacia la que les enseña. A las niñas, además de las letras, las instruirán también en aquellas destrezas propias de la mujer, tales como trabajar la lana y el lino, hilar, tejer, coser, cuidar del patrimonio doméstico y administrarlo.
Por eso, en la conservación y en el perfeccionamiento de este tesoro no se debe escatimar ningún esfuerzo. El amor todo lo volverá fácil y llevadero. Alimentará a sus hijos, si ello es posible, con su propia leche 491 y de este modo obedecerá la voz de la naturaleza, la cual, habiendo provisto a las parturientas de mamas y leche abundante, parece gritar y ordenar: «la mujer que para, alimente al nacido igual que hacen los restantes animales». Más aún, la generosa y sabia madre de todas las cosas, a aquella misma sangre que en el útero se convertía en un diminuto cuerpecito, después del parto, lo hace pasar al pecho, que es como el cráter de una fuente copiosa y saludable de leche blanca, para que se alimente el recién nacido y no abandone el tierno fruto de su vientre sin nutrirle con el mismo alimento con que lo había formado. No es, sin duda, pequeña la recompensa que la propia naturaleza otorga a la madre que alimenta a sus hijos por su trabajo y el agradecimiento dado por nutrir al recién nacido, de manera que están más sanos los cuerpos de aquellas mujeres que hacen esto, en tanto que las otras, que rehúyen la molestia de criar, corren mucho peligro al tratar de secar esa fuente láctea. Hay
A una madre piadosa no le resultará molesto dedicarse de vez en cuando, bien sea a las letras, bien sea a la lectura de libros santos y sabios, si no por ella misma, al menos por sus hijos, con la intención de instruirlos para hacerse mejores. Eurídice, ya bastante mayor, se dedicó a las letras y al estudio de los preceptos morales, sólo para trasmitírselos a sus hijos; y así lo hizo 493. Porque el niño oye a su madre primero que a nadie, y se esfuerza en reproducir las palabras de ella en su primer balbuceo; como esa edad temprana nada hace sino imitar y en esto sólo es hábil, recibe las primeras impresiones y la primera información en su mente a partir de lo que oye y ve de la madre. Por lo tanto, para modelar las costumbres de los niños, las madres tienen más fuerza de la que nadie puede imaginar. Puede hacer que su hijo sea el mejor o el peor; para hacerlo el mejor, dentro de poco daré unos breves preceptos. Procure, al menos por sus
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hijos, que no hable generosamente, no vaya a ser que esa misma forma de hablar, arraigada en el alma candorosa de los niños, crezca a la par con la edad, y una vez que se hubiere robustecido, a duras penas podría olvidarse. Ninguna forma de hablar aprenden los niños mejor y con mayor tenacidad, ninguna con mayor arraigo que la materna; reproducen esa forma con los mismos defectos y virtudes, si es que realmente los tuvieren.
rectas y las genuinamente cristianas, a saber, que las riquezas, el poder, la honra, la gloria y la belleza son cosas inútiles, necias y despreciables; en cambio, la justicia, la piedad, la fortaleza, la continencia, la sabiduría, la clemencia, la misericordia, el amor al género humano, todas ellas son hermosas y admirables; hay que buscarlas, son bienes seguros y sólidos, y no se debe encarecer aquello en lo que residen los primeros, sino en lo que se asientan los segundos.
5. A mi Valencia, conquistada a los agarenos por Jaime, rey de Aragón (por cuya acción famosa la memoria de ese hombre nos será siempre grata), a esa ciudad mía, expulsados los árabes, ordenó que inmigraran numerosos hombres aragoneses y mujeres leridanas para que la repoblaran. Los hijos nacidos de ambos conservaron el habla de sus madres, la misma que hablamos hace más de doscientos cincuenta años. Tiberio y Cayo Graco fueron considerados muy elocuentes y su lengua la educó su madre Cornelia, de la que en tiempos antiguos se leían unas epístolas de una elocuencia exquisita 494. Istrina, reina de los escitas, esposa de Arífite, enseñó personalmente a su hijo Sile las letras griegas. Platón prohibe a las nodrizas que narren a los niños relatos vacíos de contenido y propios de viejas.
Cualquier cosa realizada por otro con sabiduría, con ingenio y con honestidad será narrada y, además, acompañada de encomios; en cambio, aquello que esté hecho con maldad, con astucia, con engaños, con desvergüenza, con perversidad, con impiedad, recibirá muchos reproches. Cuando abrazare al niño, cuando lo besare y quisiera pedir bienes, no haga así su petición: ¡«Ojalá consigas mayores riquezas que Creso o Craso, o Cosme de Médicis, o Fugero 495, mayores honores que Pompeyo o César! 496 ¡Ojalá seas más feliz que Augusto o Alejandro»! Debes formular, por el contrario, tu petición así: «¡Ojalá Cristo te conceda el que seas justo, sobrio, menospreciador de la fortuna, piadoso, seguidor de El, imitador de San Pablo, más irreprochable que los Catones, mejor que Sócrates o Séneca, más justo que Arístides, más sabio que Platón o Aristóteles, más elocuente que Demóstenes o Marco Tulio Cicerón 497.
Lo mismo debe prescribirse a las madres, pues ello origina que algunos, desde aquella primera educación, conserven unos ánimos blandos, débiles y pueriles, incluso cuando son mayores, sin que puedan oir ni tolerar algo profundo o juicioso sino tan sólo ir en pos de los libros de cuentos extremadamente necios, los cuales nada cuentan que sea verdad, es decir, verosímil. Así pues, tendrán a mano los padres algunas historietas agradables y fábulas nobles, que estén orientadas a recomendar la virtud y aborrecer los vicios; éstas serán las que oiga el niño en primer lugar, y cuando aún no sepa qué es el vicio y qué es la virtud, comenzará, no obstante, a amar unas y odiar otras. Irá creciendo con estos sentimientos y se esforzará en hacerse semejante a aquellos que su madre le asegurará que obraron rectamente y diferente de quienes obraron perversamente. La madre añadirá alabanzas a las virtudes y denuestos contra los vicios; volverá continuamente sobre ambos e intentará inculcarlos en sus espíritus dóciles. Tenga preparados, asimismo, algunos pensamientos piadosos tocantes a la familia, fórmulas de vida, que, oidas con insistencia, se asienten en la memoria de los niños, incluso cuando están haciendo otra cosa.
6. Considerará lo más elevado, deseará, anhelará y buscará aquello que oiga que, quienes son sus seres más queridos, piden para él como lo mejor. Jamás reciba con risas o asentimiento, la madre de familia que yo instruyo, cualquier cosa que diga o haga el niño neciamente, con desvergüenza, con maldad, con insolencia o con petulancia; pues los niños se acostumbran de manera que, lo que ven que tiene la aprobación de sus padres y les resulta agradable, no lo abandonan siendo jóvenes y hombres por estar habituados a ello. Castíguelo la madre y hágale ver que aquello no debe hacerse y que a ella no le agrada; y al revés, llénelo de besos y abrazos si alguna vez diera pruebas de mejor carácter. Hay en nosotros, como observaron los filósofos estoicos, como una especie de destellos luminosos o gérmenes de las virtudes puestos por la naturaleza. Los cristianos lo denominan sindéresis 498, utilizando un término griego, que sería como una especie de reproducción o centella de aquella justicia con la que Dios había obsequiado al primer hombre. Esa pequeña llama podría crecer, según piensan ellos, e incluso nos conduciría hasta la grandiosidad de la virtud, pero es abrumada por opiniones y juicios depravados y, cuando comienza a dar luz y a emerger en forma de una llamarada enorme, no sólo no es alimentada con alguna asistencia, sino que se va apagando, ahogada por lluvias y vientos. Los padres, las amas de cría, los ayos, los maestros de la erudición, allegados, parientes,
Los niños acuden a su madre, le piden parecer sobre todas las cosas, se lo preguntan todo, creen, admiran y tienen por muy cierto cualquiera de sus respuestas. ¡Madres, cuántas oportunidades para hacer buenos a los hijos o para volverlos pésimos! En esa edad se les deben inculcar las ideas más
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familiares, el pueblo que es el gran maestro del error, todos ellos porfían por quitar de raíz esas semillas de las virtudes y sofocar con la necedad de sus opiniones, como si fuera una desgracia, el resplandor de esa pequeña llama.
tan grande muestra la mujer que no ama al hijo que parió! Pero disimulen ese amor para que no tomen, por ese motivo, la licencia de actuar caprichosamente, ni su amor sea un obstáculo para alejar de los vicios por medio de azotes, llantos y lágrimas, y para que tanto cuerpo como alma se fortalezcan más con la austeridad del sustento y la educación.
7. Todos dan mucha importancia a las riquezas, se levantan como muestra de respeto ante la nobleza, veneran los honores, buscan el poder, encomian la hermosura, admiran la gloria, persiguen el placer, desdeñan la pobreza, creen que no hay maldición más grave que la indigencia, se mofan de la sencillez de espíritu, tienen la religión como algo sospechoso, el saber como algo odioso, a la honradez íntegra la denominan demencia o fraude. Cuando suplican bondadosamente, desean aquellas cosas, y si alguien nombra estas virtudes se horrorizan como si de algo infausto y de mal agüero se tratara. Así pasa que estas virtudes carecen de vigor y son menospreciadas, nadie les presta atención, en cambio todo el mundo aprecia y honra a aquellas otras y corre alocadamente tras ellas. Este es el motivo por el que son tan numerosos los malos y los necios, y los buenos y los sabios tan escasos, siendo así que la naturaleza del hombre es mejor y, por propia inclinación, más propensa a la virtud que a los vicios.
Sobre la vara y el castigo encontramos en el Sabio varón estos consejos, que conviene que cada uno de nosotros obedezcamos: «La necedad se esconde en el corazón del niño y la vara de la corrección la obligará a marcharse» 499. No suprimas la corrección al niño, pues, si le golpeas con la vara, no va a morir; le golpearás con la vara, pero librarás su alma del infierno; la vara y la corrección proporcionan la sabiduría; mas el niño que es abandonado a su antojo, confunde a su madre. En efecto, la carne de pecado, proclive al mal desde su origen, se ha convertido en el esclavo más desvergonzado, que no puede corregirse sino a base de golpes. Por eso el Señor declara que ama a quien corrige y castiga. En este tema conviene que los padres cuerdos imiten la bondad divina, pues no ama a su hijo quien se abstiene de corregirlo y castigarlo, como dice el mismo Sabio: «Quien se abstiene de la vara, odia a su hijo, pero quien le ama, lo educa de manera apremiante» 500.
La buena madre de familia saldrá al paso de estas opiniones corruptas con otras más puras y dignas de una mujer cristiana y fomentará aquella pequeña llama, de la que antes hablamos, en el interior de su hijo con la instilación de unos buenos preceptos y consejos, e irá regando esas semillas para que la llama se transforme en una potente luz y la simiente en abundantes y excelentes frutos. Tampoco debilitará la madre el vigor del cuerpo, de la inteligencia, de la virtud con una educación suave y con una complacencia excesiva, no le atiborre de alimentos, ni permita que los niños se entreguen a un sueño excesivo y a los placeres, pues son cosas que retardan los reflejos de la mente. Existen algunas madres para las que sus hijos nunca comen, ni beben, ni duermen bastante, ni se les viste ni se les cuida suficientemente. Traspasen esta preocupación al cuidado de su alma, que hace que, tanto alma como cuerpo, estén fuertes y robustos. Recuerdo haber visto en muy pocas ocasiones a hombres grandes y destacados por su formación y su inteligencia que fueran educados con complacencia por sus padres.
9. Madres, yo querría que no ignoraráis que la mayor parte de hombres malos llegan a serlo por vuestra culpa, y así entenderíais cuánta gratitud os deben vuestros hijos. Vosotras, con vuestra necedad, les inculcáis ideas erróneas, vosotras las fomentáis, vosotras esbozáis sonrisas ante sus faltas, sus ignominias, sus maldades. Vosotras, cuando bordean la senda de las virtudes más excelsas, y renuncian, horrorizados, a las riquezas del mundo y a las pompas del demonio, con vuestras lágrimas y vuestras amargas reprimendas, los hacéis volver a sus lazos, porque preferís verlos ricos y honrados en lugar de buenos. Agripina, madre del emperador Nerón, habiendo consultado a unos oráculos sobre su hijo, le respondieron: «Será un emperador pero asesinará a su madre». «Asesínela, -dijo ella-, mientras sea emperador». Ambas cosas sucedieron: él fue emperador y la mató a ella, pero, ¡cómo le hubiese gustado a Agripina no haber sido asesinada y cómo se arrepentiría de haberle preparado el imperio a su hijo! 501. En una palabra, vosotras queréis que, con vuestra permisividad y no mediante el esfuerzo, aprendan el camino de la virtud, y gozáis de verlos llenos de vicios gracias a vuestro regalamiento. Por eso, la mayor parte de vosotras (no me refiero, en efecto, a todas) lloráis y os lamentáis, e incluso en esta vida pagáis con todo merecimiento por vuestra locura, deplorando que vuestros hijos sean tal cual vosotras los moldeasteis, y no sois correspondidas en amor por aquéllos que se sienten desalmados por todos a causa de vuestro amor.
8. Además, ¿qué podemos decir del hecho de que los cuerpos no alcanzan la fuerza precisa, si se debilitan con los placeres? Así que, cuando las madres creen mantener intactos a los hijos, los echan a perder, y mientras se esfuerzan para que vivan más sanos y más íntegros, ¡necias!, están debilitando su salud y menguan su capacidad de vida. Amen realmente a sus hijos como es justo que se les ame, es decir, muchísimo, pues, ¿quién se atrevería a derogar y desaprobar la ley de la naturaleza? ¡Qué ferocidad
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Conocida es la anécdota de aquel adolescente que, siendo conducido al suplicio, pidió hablar con su madre, y poniendo su boca junto a la oreja de ella, como si fuera a comunicarle algún secreto, de un mordisco se la amputó. Al increparle quienes estaban presentes, que no sólo era ladrón sino despiadado para con su madre, respondió que aquello era el premio por la educación recibida. «Pues si ella, -dijo- me hubiese castigado cuando, siendo un niño, le robé en la escuela la libreta a mi compañero, y que fue precisamente mi primer robo, no habría llegado hasta los crímenes de ahora; en cambio ella se mostró condescendiente conmigo y acogió con un beso al ladrón». Había en Brujas, mientras estaba yo escribiendo este tratado, una madre que, contra la voluntad del padre, había educado a sus dos hijos con mucha permisividad y, por tanto de forma, muy viciosa. Ella, a escondidas, le suministraba dinero para jugar beber y tratar con cortesanas. A uno de ellos lo encontró ahorcado y al otro decapitado. Por eso se nos advierte sabiamente con un dicho popular que «es mejor llorar cuando se es niño que cuando viejo».
cuantas veces se me presenta su recuerdo, ya que no puedo hacerlo con el cuerpo la abrazo con el espíritu y con el más dulce de los pensamientos. Tuve un compañero en París, varón instruido como el que más, quien, entre los múltiples beneficios recibidos de la Providencia benefactora, contaba el haber perdido a su bondadosísima madre, «si viviera la cual, me dijo-, yo no hubiese venido a París para instruirme, sino que habría envejecido en mi casa entre juegos de rameras, deleites y placeres igual que había empezado» ¿Cómo habría podido amar él a su madre, si se alegraba de que estuviese muerta? Una madre prudente no pedirá para su hijo más placeres que virtud, ni más riquezas que instrucción o un buen nombre, ni una vida indecorosa antes que una muerte honesta. Las mujeres espartanas preferían que sus hijos sucumbieran honradamente por su patria antes que conservaran la vida huyendo del combate; así se recuerda que muchas de ellas, con sus propias manos, dieron muerte a sus hijos cobardes, añadiendo el siguiente epitafio: «Este ni fue mi hijo ni tampoco lacedemonio». Santa Sofía, que tenía tres hijas muy hermosa llamadas con los nombres de las tres virtudes, Fe, Esperanza y Caridad, con gran alegría vio cómo eran degolladas por la gloria de Cristo, y ella las enterró con sus manos no lejos de Roma durante el principado del emperador Adriano 502.
¿Qué diré de la locura de aquellas madres que en muchas ocasiones aman más a sus hijos deformes, contrahechos, ignorantes, obtusos, torpes, borrachos, orgullosos y necios que a los hermosos, justos, sabios, inteligentes, ingeniosos, sobrios, modestos, tranquilos y prudentes?; ¿realmente qué es esto?; ¿se trata, tal vez, de un error de las mentes humanas o de un merecido castigo por nuestros pecados, para que amemos aquello que en absoluto debe amarse? Los animales irracionales favorecen a los cachorrillos o polluelos más hermosos y la señal más evidente en ellos de la nobleza de los hijos estriba precisamente en el hecho de que la madre los ame. Los cazadores saben de antemano que el mejor perro será aquél cuya madre lo cuida muchísimo, por el que se preocupa más que de los otros, a quien antes lleva al cubil. En la raza humana sabrías que probablemente el hijo más indigno y despreciable es aquél a quien la madre ama con más ternura.
10. Los padres, por tanto, no enseñarán a sus hijos las artes lucrativas más que las virtuosas, ni les propondrán como modelos de imitación a aquéllos que amasaron ingentes riquezas en breve espacio de tiempo, sino a los que alcanzaron las mayores virtudes. Con todo merecimiento se reprocha a los megarenses 503, que enseñaban a sus hijos una frugalidad mezquina y les inculcaban la avaricia, con la que llegarían a tener esclavos en lugar de hijos moderados. ¡A cuántos pueblos de la Europa contemporánea podría, con toda justicia, hacerse extensivo este viejo reproche contra los megarenses! A Florencia y Génova en Italia, Burgos en España, Londres en Inglaterra, Ruán en Francia.
¿Queréis ser amados por los hijos, precisamente en la edad en que ya saben en qué consiste amar de verdad y en santidad? Procurad que no os amen cuando ignoran todavía qué es el amor, y prefieren pasteles, miel o azúcar antes que a sus padres. Ninguna madre amó con más ternura a su hijo que la mía a mí, ni ningún otro hijo se sintió menos querido por su madre; casi nunca me sonrió ni fue complaciente conmigo y, no obstante, habiéndome ausentado de casa durante tres o cuatro días sin que ella supiera dónde me encontraba yo, estuvo a punto de caer en una gravísima enfermedad. Al volver, no me enteré de que me había echado de menos. Así que, cuando era yo niño, de nadie huía yo más, a nadie desdeñaba más que a mi madre; en cambio, siendo adolescente, a ningún otro mortal estimé más; su memoria, ahora, es para mí la más sagrada y, tantas
De esta manera se sigue lo que vemos que acontece por doquier, es decir, advertidos tantas veces de que se procuren patrimonio, lo alleguen, lo incrementen y lo adquieran a cualquier precio, admiten crímenes capitales y horrendos, de los que una parte de culpa no pequeña la tienen los padres, quienes se lo aconsejaron siendo sus promotores e impulsores y, lo que es más justo que nada, cuando no hay otro camino para enriquecerse, los hijos expolian a sus propios padres; y si ven que está cerrado cualquier acceso al dinero, empiezan por odiar a sus padres, después del odio a desear su muerte y buscar el motivo para eliminarlos. Cuentan que muchísimos padres fueron envenenados por sus propios hijos, para los que se les hacía larga la espera de la muerte de sus padres
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viejos. Por lo tanto, esos padres que enseñaron a sus hijos que deben anteponer el dinero a todas las demás cosas, experimentan en si mismos la virulencia de ese principio, pues los hijos anteponen el dinero a sus propios padres y les reprochan en incontables ocasiones sus vicios, como si el ejemplo o la negligencia de los padres les hubiese conducido a la perdición.
«Ninguna cosa que resulte vergonzosa decirla o verla se mantenga en los mismos umbrales en los que se halla el niño. Lejos de aquí, muy lejos estén las chicas de las alcahuetas y los cantos del parásito trasnochador. Al niño se le debe la máxima reverencia. Si te aprestas a realizar alguna torpeza, no menosprecies los pocos años de tu niño, antes bien, ese hijo, que aún no habla, sea un obstáculo cuando te dispusieses a pecar» 505.
Un joven disoluto, hijo de padre también disoluto, se expresa así en un fragmento que recitan los declamadores: «Echaré la culpa de mi lujuria a mi padre, pues no estuve sujeto a ninguna disciplina severa, ni a la ley de un principio correctamente ordenado, capaz de formar las costumbres de un adolescente y alejarlo de los vicios propios de la edad». Pero, ¡cómo hay que contener la edad primera de los hijos y mantenerla con la seriedad de una disciplina piadosa para que el desenfreno no les lleve a los vicios, de los que a duras penas podrá deshacerse! No debe separarse la vara de las espaldas del muchacho, pues, precisamente esa complacencia corrompe a los hijos, pero a las hijas las pierde por completo. Con la permisividad los hombres nos volvemos peores, pero las mujeres se hacen malvadas, porque el temperamento de las pasiones desatado en pasiones, si no se le amordaza con frenos, desemboca precipitadamente en un sinfín de maldades. A esto se refieren los sabios consejos de Jesús, hijo de Sirac: «Si tienes hijas, resguarda su cuerpo y no les pongas cara alegre a ellas» 504. En el primer libro expliqué ya cómo hay que educar a las hijas; la madre hará la selección de reglas, porque hay muchas que también se destinan a la instrucción de las casadas, y es propio de las madres cuidar que las hijas cumplan las reglas que propusimos.
Cecilio Plinio escarnece a Numidia Cuadratila porque halagaba, con más entusiasmo del que convenía a una dama de abolengo, a los pantomimos; sin embargo alaba la prudencia de la anciana precisamente porque no permitió que Cuadrado, un nieto suyo adolescente, viera sus pantomimos ni en su casa ni en el teatro, y cuando ella se disponía a escucharlos o a dar libertad al espíritu con el juego de las damas, solía ordenar a su nieto que se marchase y que estudiase 506. Ese mismo autor, en una carta, da las más expresivas gracias a Híspula, tía materna de su mujer, porque con sus consejos y sus ejemplos había habituado a la rectitud y a la honestidad a su esposa, educada a su lado, y nada vio en aquella casa que no fuese piadoso y digno de imitación 507. Efectivamente, debe ser mayor la vigilancia que se tome respecto de las hijas, no vaya a ser que algo mancille su pudor, su honestidad o su modestia, porque estas virtudes se buscan con mayor ahinco en la mujer que en el varón. Las hembras de todos los animales imitan con mayor perfección, y lo que es común a ambos sexos, a saber, los vicios, lo hacen con mayor prontitud y perfección; ni pueden refrenarse si la autoridad se suma al ejemplo, como si se diera el caso de tener que imitar a la madre o a otra persona que ven que es aprobada por el vulgo.
11. Después que los padres, dentro de los límites de lo posible, hayan procurado que ninguna palabra torpe, fea, obscena, perniciosa, abominable se consolide en el ánimo del niño, intentará sobre todo con hechos y con ejemplos que nada observe que no pueda imitarlo sin torpeza. Por lo demás, esa edad, como ya dije, es claramente imitadora, nada refleja como propiamente suyo, y es evidente que no lo tiene, mas imita todas las cosas. Además, está el hecho de que los padres tal vez han borrado los ejemplos ajenos de sus espíritus pueriles con su autoridad y el amor haciaellos, y también puede añadirse, con buenos ejemplos; no obstante lo que ellos hicieren, jamás podrán reprendérselo y si se lo reprenden, al niño no le hará reaccionar tanto lo que oye como lo que ve.
12. De ahí que en las ciudades en las que sus damas más relevantes son malvadas, escasean las mujeres corrientes buenas, y las que son educadas por personas malvadas, no es frecuente que sean de otra manera. No deja de ser muy cierto el refrán que dice que «la hija es igual a la madre». No obstante la hija no es siempre semejante a la madre sino a la que la educa, pues se conocen muchas que crecieron al lado de sus piadosas abuelas paternas y, distanciándose de sus madres, imitaron la vida y las virtudes de las abuelas que las educaron. Marco Catón el Censor apartó del senado a Cayo Manlio por haber besado a su esposa en presencia de la hija.
Con mucho acierto dice Juvenal que, entre los hijos, tienen mucho más peso los ejemplos de sus padres que los consejos y preceptos de muchos doctores. Así, con una sola cosa mal hecha dañarán con más contundencia de lo que puedan aprovechar muchos consejos piadosamente formulados. Así pues, en la sátira decimocuarta Juvenal da estos sabios consejos:
No sabe la edad primera por qué se hace cada cosa, pero reproduce las mismas acciones, como hace el espejo con las imágenes recibidas, aunque con fines distintos. Entendiendo esto el muy prudente y muy piadoso anciano Eleazar, como fuese obligado por un edicto de Antíoco a comer carne de cerdo y, negándose él, sus amigos gentiles le aconsejaron que al menos simulase que la comía para que le soltase con aquella excusa, como
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si hubiese obedecido la voluntad del rey, respondió que prefería morir a hacer algo que fuera aceptado por los jóvenes como ejemplo de acción pésima. Estas son las palabras: «No es digno de mi edad fingir para que muchos jóvenes, pensando que Eleazar a los noventa años ha pasado a la vida de los alienígenos, sean engañados por mi simulación y por un módico espacio de tiempo de esta vida corruptible, y por este motivo sufra yo ignominia y maldigan mi ancianidad. Pues, aunque en la hora presente fuera sustraído a los suplicios de los hombres, con todo no escaparía a la mano del Todopoderoso, ni estando yo vivo ni muerto. Por lo tanto, terminando mi vida con valentía, pareceré digno de mi ancianidad, y dejaré a los jóvenes un ejemplo vigoroso, si con ánimo decidido y valeroso termino la vida con una muerte honesta en atención a las leyes que son muy respetables y muy importantes».
salvará gracias a la generación de sus hijos, si persistiera en la fe, en la caridad, en la santificación junto con la castidad» 510. 12. Si murieran los hijos, hay que pensar que no es otra cosa sino que se devuelve un depósito. ¡Con qué profusión escribieron Platón, Cicerón, Jenócrates y Séneca sobre la consolación de la muerte! ¡Qué célebre es aquella máxima encaminada a quienes opinan que para una vida tan corta las tribulaciones son excesivas: «lo mejor es no nacer y lo siguiente ser aniquilado lo más rápidamente posible!» 511. Dicho aforismo lo confirmaron los seguidores de la sabiduría, pronunciado, según se cree, por un tal Sileno, que vivió en tiempos de Creso y Ciro 512 con los siete Sabios de Grecia, pero ofrecido por Salomón, mucho más antiguo que todos ellos y aludido por Job Husita, quien, antes de Moisés, fue rey de Arabia 513. Por lo que algunos pueblos, como los tracios 514y los druidas de la Galia 515, bien por hastío de la vida, bien por la esperanza de que luego viene otra mejor, acompañaban a quienes morían con cánticos y alegría. Pero el consuelo más cierto y más seguro es aquél que tomamos de la verdad, a saber, la atención a la vida futura. La muerte en sí no es un mal, tan sólo se la considera en sí por la forma y las circunstancias con que acaece. ¡Dichosos los humanos a los que sorprende la salida de la presente vida estando en paz con Dios y desdichados a quienes les sucede lo contrario! Aquéllos pasan a una felicidad enorme, éstos a los tormentos más terribles, a la miseria. Por ello debes preocuparte en educar y modelar a tus hijos de tal manera que, cuando el Emperador les ordene salir de esta vida como de un puesto de guardia, lo hagan dando gracias a ese Emperador, recibiendo su alma y sus acciones la aprobación de El.
Pronunciadas estas palabras, al instante es conducido al suplicio. Pero quienes le guiaban y un poco antes se habían mostrado más condescendientes con él, cambiaron la benevolencia en cólera por las palabras que había dicho, y que ellos creían que las había pronunciado por altanería. Mas, cuando estaba muriendo a causa de los golpes, gimió y dijo: «Señor, que posees la sagrada sabiduría, sabes muy bien qué dolores tan espantosos estoy soportando en mi cuerpo, pudiendo haberme librado de la muerte, sin embargo en el alma los tolero con agrado por vuestro temor»508. Y de este modo murió aquel santo varón dejando, no sólo a los jóvenes sino a toda la gente, memoria de su muerte como ejemplo de virtud y fortaleza. Por consiguiente, los hijos se han de formar con el ejemplo de sus padres y no hay que mostrarles lo que con facilidad pueda pasar a vicio, para que ellos no lo traspasen más fácilmente, tanto por la inexperiencia de los mejores como por la naturaleza de los hombres siempre propensos a las peores acciones. Castigó el Señor a Elí, juez y pontífice de Israel, no porque él había sido un mal ejemplo para sus hijos, Ofni y Finees, sino porque, siendo ellos malos y perversos, no los había castigado. Así pues murió al caerse fortuitamente de la silla y el sacerdocio pasó a otra familia 509. ¡Cuánto más duramente castigará a aquellos padres que, con sus advertencias o sus ejemplos, enseñaron a vivir criminalmente a sus hijos!
Siendo esto así, ¿con qué gozo tan grande no debe aceptarse la muerte de los niños, que, sin llegar a conocer los trabajos y las zozobras de esta vida, la ambición, la envidia, la arrogancia o la necesidad, antes de que les sobrevenga ese gran ejército de los males, todavía con el cuerpo puro, con una sensación muy débil de la muerte, permutan esta cárcel tan horrorosa por una bienaventuranza sumamente agradable? ¿Qué felicidad mayor se les puede desear que, estando en un camino odiosísimo y repleto de contrariedades y peligros, sean transportados súbitamente, como en un vuelo rápido, al asilo, y que, mientras a los demás les toca soportar una milicia prolongada y laboriosa, ellos consigan idéntico premio con mucho menos trabajo? Tampoco hay que desearles otras cosas con mayores promesas, sino que, por los méritos y la misericordia de aquél que nos dejó limpios de mancha y nos redimió de la esclavitud del diablo, tras purgar los delitos, puros y contentos sean arrebatados de las tinieblas de la presente vida, antes de que la maldad modifique su corazón y vuelen a aquella patria en la que está ubicada la sempiterna felicidad. ¿A qué reinos les gustaría a los padres que se desplazaran sus hijos, que admitan
Y si el castigo por los pecados de los hijos adultos se extendió hasta el padre, puesto que no los contuvo cuando estuvo de su mano, ¿qué sucederá con aquéllos que, con palabras o con acciones, empujaron a sus tiernos hijos a los placeres, pasiones, ambiciones y maldades? Por el contrario, sobre la mujer que habituó a sus hijos a la virtud dice el Doctor de las gentes: «La mujer fue engañada en la prevaricación, pero se
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comparación con éste? Ciertamente a ningún otro, si no se vieran arrastrados más por sus propias pasiones que por el provecho de sus hijos.
de lo pasado. Pero a Salomón no le complace que esa idea se apodere del pensamiento del sabio, hasta el extremo de pensar que los años transcurridos son mejores que los actuales 516. Tampoco le parecerá lo mismo a la mujer prudente, ni pensará que el marido muerto fue mejor y más ventajoso que el que vive, pues muchas veces se engañan ya que, si algún detalle del actual marido les produce contrariedad, recuerdan entonces sólo los detalles agradables del otro muerto; y esto lo hacen con mayor rencor si, aquello en lo que el marido vivo les satisface poco, el difunto, a su juicio, era mucho más prestante. Entonces, sin pensar en otras cosas, lo reducen todo a la comparación entre los dos maridos; y ese es el origen de su aflicción, de sus continuadas quejas, y de los gritos molestos al marido; además, mientras imploran al que ha fallecido y doloridas testimonian con sus quejas que echan de menos a alguien, no conservan ni uno ni otro.
Con todo, no parece correcto que los padres envidien esa felicidad de los hijos en comparación con sus vanas alegrías o, mejor, esas sombras de goces, ni que simulen que sienten dolor por la suerte de los hijos, siendo así que lamentan la suya propia. Mejor les sería mostrarse alegres y contentos, de manera que, quienes hubiesen engendrado ciudadanos para aquella ciudad cuyo Príncipe es Dios y los ángeles sus moradores, sean los que la merezcan más. Habiendo engendrado tal descendencia y así educada, de esta manera y con razón sucedería lo que, según creo, enseña San Pablo, a saber, que la mujer se salvaría. Por tanto, será más ponderado y más virtuoso alegrarse por este motivo que consumirse de dolor, porque se les pidió algo que no les había sido concedido, sino prestado, y no condenar mediante nuestras quejas y nuestro llanto el juicio de Dios que reclama el préstamo. Hay que darle, por el contrario, las gracias por el disfrute durante ese espacio de tiempo y no se deben imitar aquellas personas desagradecidas, quienes, olvidando el regalo recibido, lo toman por una injusticia, si no poseen por siempre y a su antojo el beneficio que se les entrega gratuitamente.
Todo el mundo habla mal de la madrastras, como si fueran hostiles a sus hijastros, y de ello encontramos no pocos ejemplos. Todo el conjunto es atacado en un epigrama griego, porque un hijastro, cuando honraba el sepulcro de su madrastra, fue muerto por una pequeña columna que se derrumbó de él. Una y mil veces deben ser advertidas esas mujeres para que se esfuercen en mantener bajo su control las pasiones y las perturbaciones del alma. Esta es la fuente y el origen de todos los bienes y males. Si permites que las pasiones te dominen, arrastrarán consigo, de una sola vez, todo un ejército de calamidades y desgracias, que después difícilmente podrás alejar; pero si ejerces tu dominio sobre ellas, vivirás muy piadosamente y con mucha felicidad. Conseguiremos esto si, con la tranquilidad y la paz de nuestra alma, atentamente meditamos cómo comportarnos cuando nos acucien las causas de estas perturbaciones y de estas tempestades.
Capítulo XII LAS CASADAS EN SEGUNDAS NUPCIAS Y LAS MADRASTRAS 1. A las mujeres que, habiendo perdido a su primer marido, se casaron nuevamente, se les debe advertir lo siguiente, además de lo que hemos escrito: procuren no agraviar a sus actuales maridos con el desmesurado recuerdo de los anteriores, pues suele habitualmente acaecer a las mentes humanas que lo pasado siempre nos parezca mejor que lo presente, precisamente porque no hay una felicidad tan grande que no arrastre consigo y lleve mezclada una considerable porción de molestias y amarguras. Cuando esto se manifiesta, nos apremia duramente, cuando se ausenta, no deja un gran rastro de sí. Por este motivo nos parece que fuimos menos afectados por las contrariedades transcurridas de lo que estamos por las presentes.
Por consiguiente, no son ni injustas ni rigurosas las madrastras, sino aquéllas a quienes tiranizan las pasiones, no las que predominan sobre las inquietudes del alma, sino las que son esclavas de ellas; porque la mujer que es guiada por la mente, la razón y el buen juicio, pensará que es una misma cosa con el marido, y que conviene, por tanto, que los hijos de ambos sean comunes. Pues si la amistad lo hace todo común, hasta el punto que muchos amigos aman, cuidan y ayudan a los hijos de los amigos igual que si fueran los suyos propios, ¿con cuánta mayor plenitud y precisión debe garantizar esto el matrimonio, que no sólo es el punto culminante de las amistades sino de todos los parentescos y de todas las familiaridades? Si los tíos del marido, los primos hermanos, los hermanos, los padres son considerados como tales, y la esposa los llama así, ¿cuánto más debe esto cumplirse con los hijos?
Está en declive la edad que empeora acarreando día a día molestias y se siente más impotente para soportar las cargas; entonces, el recuerdo de aquella edad más vigorosa, la inevitable comparación con la que se nos está haciendo más pesada, produce el rechazo de lo presente y el anhelo
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2. La mujer se compadecerá de su tierna e insegura edad, y con el recuerdo de sus hijos, si los tiene, amará los ajenos, pensando en el destino común del género humano, y que los suyos encontrarán en ella lo mismo que ofreciere a los ajenos, bien esté muerta, bien esté viva. En fin, la buena madre será para los hijastros lo que con tanta frecuencia oye de ellos: la madre. Porque, ¿qué mujer hay tan distanciada de todo sentimiento de humanidad y mansedumbre, a quien la palabra madre no la mitigue y la amanse, venga de quien venga, pero sobre todo si viene de boca de los niños, quienes desconocen lo que es adular, y que con la sencillez de su corazón la invocan así, con el mismo afecto que a la madre verdadera de la que nacieron?
padres naturales aman a sus hijos. Mas, ¿acaso dije que no los aman? Algunas madres son tan estúpidas que apenas creen que los hijos comunes son amados por el padre, porque no bromean ni juegan con ellos todos los días y noches. El sexo fuerte no puede juguetear con los hijos del mismo modo que lo hace la madre; la grandeza del espíritu varonil fácilmente esconde y encubre el amor; lo domina, no es esclavo de él. Pero vosotras, madrastras, ¿por qué no besáis continuamente a vuestros alnados, ni los peináis, ni los embellecéis como si fueran vuestros? ¡Cuántas tinieblas, efectivamente, reposan en vuestros ánimos procedentes de la oscuridad de las pasiones! Lo que vosotras amáis, pensáis que es muy digno de que todos lo amen y os parece que nadie lo ama bastante; lo que odiáis, lo consideráis merecedor de odio y pensáis que otros lo aman demasiado. No faltan tampoco madrastras que, odiándolos a muerte, no obstante juran que los aman. Están locas, bien por creer esto ellas mismas, bien por esperar que otros lo puedan creer, y mucho más locas si confían en llegar a engañar a Dios. ¿Y pides así que Cristo te oiga, llamándole Padre, tú que odias a los alnados y a quien ellos llaman madre? No cree el apóstol San Juan que Dios, que es invisible, sea amado por aquél que odia al hermano que ve 519.
¡Qué dulce es el nombre de «amistad»! ¡Cuántas iras ablanda! ¡Cuántos odios disipa! ¿Qué nombre puede encontrase más eficaz que el nombre de madre? ¿No es verdad que está lleno, cargado de increible amor? ¿Acaso no te amansas si estás muy airada, cuando oyes que te llaman madre? Eres más inhumana que cualquier otra fiera si el nombre de madre no te ablanda. No existe una bestia tan cruel y tan salvaje, a la que si se acerca con halagos un animalito de su misma especie, no se amanse enseguida con él. En cambio, a ti no pueden ablandarte con sus halagos los hijos de tu marido; tú, que eres llamada madre, te muestras como un enemigo, exhibes unos odios preconcebidos, muchas veces sin motivo alguno, contra una edad indefensa e inofensiva; siendo así que es justo que todos los cristianos, por benevolencia y caridad, sean hermanos, son odiados por ti quienes comparten contigo la casa y son hermanos de tus hijos. ¿No te aterrorizan, ni te persiguen, ni te atormentan los manes de su madre? 517
Capítulo XIII EL COMPORTAMIENTO DE L A MUJER CASADA CON SU FAMILIA Y CON LA DE SU MARIDO 1. Nigidio Fígulo transmite que la palabra «hermana» se llama así porque tendrá que separarse y pasar a otra casa y a otra familia 520. Siendo esto así, la mujer casada empezará a ser más condescendiente con los parientes del marido que con los suyos. Conviene que sea así por muchos motivos: bien porque está como trasplantada a aquella familia para la que ha de engendrar los hijos y a la que se dispone a hacer más numerosa con su fecundidad; bien porque ya se procuró la benevolencia de deudos y hermanos y, a continuación, debe buscar el amor de los parientes del marido. Añade a estas razones, porque también los hijos, si los tuviere, son más queridos para sus parientes de sangre y deudos, empujados por su amor no sólo al padre sino también a la madre. En fin, aporta muchas ventajas, tanto en el matrimonio como en la viudez, el que seas amada por los parientes del marido, y muchos inconvenientes el que seas odiada. Atendieron también a esto quienes trasladaron los matrimonios realizados entre parientes a otras personas extrañas, con objeto de que se difundiera y se propagara más extensamente el amor y la amistad de los hombres en ellos mismos. Conviene, por tanto, procurarse con presteza el amor de los familiares, o conservarlos si se ha conseguido ya y, además, fomentarlo.
Sabed, madrastras, las que así os comportáis, que estas desenfrenadas iras vuestras han surgido exclusivamente de los sueños de vuestra insensatez y vuestra pasión desatada. ¿Por qué los padrastros no odian de la misma manera a sus hijastros? Casi no existe ningún padrastro que no ame al hijastro como si de su propio hijo se tratara. Mentiría si no dijera, porque así lo leemos, que muchos padrastros legaron también a sus hijastros grandes reinos: Augusto dejó el Imperio Romano en manos de Tiberio, Claudio a Nerón, a pesar de que aquél tenía nieto y biznietos y éste un hijo 518; y no porque ignoraran que no los habían engendrado, sino porque por razón y sano juicio comprendieron que no existían motivos de odio entre padrastros e hijastros, a no ser que ellos las creen con sus costumbres. Porque, ¿qué pecado han cometido los hijastros contra sus padrastros, por el hecho de no haber sido engendrados por los mismos padres? No es propio de hombres sino de Dios garantizar esto. Pero no siempre halagan, no siempre juegan los padrastros con los hijastros como quisieran las madres. Por este argumento tampoco los
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Dicen que las suegras arden en odios, propios de madrastra, contra las nueras y, a su vez, éstas les profesan a aquéllas un amor y una querencia no menores. Terencio, de acuerdo con la costumbre y el sentir unánime de los hombres, dice: «Todas las suegras odian a sus nueras» 521. Graciosa fue aquella mujer que dijo: «También el retrato de la suegra, hecho de azúcar, es amargo». Plutarco de Queronea, y también lo hace San Jerónimo tomándolo de este escritor en su obra «Contra Joviniano», cuenta que en Leptis, ciudad de Africa, hubo una vieja costumbre, consistente en que la recién casada, al día siguiente de las bodas, pidiera a su suegra una olla para poder usarla y ella dijera después que no la tenía, para que desde el instante preciso de la boda, conocidas las costumbres de la suegra parecidas a las de la madrastra, se ofendiera menos en lo sucesivo, si ocurría algún incidente un tanto desagradable. En cambio a mí, al considerar el motivo de esta enemistad, me parecen estúpidos, la mayoría de las veces, los celos de una y otra.
corresponde a un hijo. La nieta del emperador Augusto, que se había casado con Germánico, nieto de Livia e hijo de Druso, era odiada por Livia tanto como nuera como por hijastra, la cual, por otro lado, era severa y rigurosa, pero de tanta honestidad y de un amor tan excepcional para con su marido que, con la ayuda de estas dos virtudes, trocaría en bondad aquel espíritu indómito de Livia 522. Las nueras, en la necesidad, deben ayudar a sus suegras con el mismo afecto que si se tratara de sus propias hijas. Rut, la moabita, por la suegra desdeñó su patria y sus parientes, por no dejar sola, afligida y desgraciada, a la anciana entre tanta confusión y tristeza; así pues, por un lado la consolaba con sus palabras, y por otro la ayudaba con su trabajo y cumplía en todos los detalles con las obligaciones de una hija; y no careció de recompensa aquella acción piadosa, pues instruida Rut por los consejos de su suegra, tomó por marido a Boz, hombre rico, y parió a Obed y fue abuela del rey David y de esa estirpe nació Nuestro Señor Jesucristo 523.
El marido está situado en un punto intermedio entre la madre y la esposa, y cada una persigue a la otra como si fuera su concubina. La madre tolera a duras penas que todo el amor del hijo pase a la nuera; la esposa no consiente que el marido ame a otra que no sea ella; de ahí surgen las rivalidades, los odios y las disputas, igual que ocurre entre dos perros cuando alguien acaricia a uno de ellos mientras el otro mira. Los pitagóricos, en la antigüedad, pensaban que la amistad no menguaba si se añadían unos amigos, sino que se acrecentaba y se robustecía. Del mismo modo la madre debe pensar que ella no va a ser menos madre si su hijo se une en matrimonio, ni la esposa será menos esposa si tiene suegra; es más, conviene que una de ellas reconcilie al varón con la otra si surgiere algún pequeño motivo de agravio.
Veo que también hay otra causa de ese odio. Las suegras muchas veces resultan pesadas y molestas para sus nueras por sus amonestaciones, como si fueran unas censoras y unas maestras de costumbres; las nueras a su vez lo son también tratándose del gobierno de la casa; por ambas partes, unas y otras no conservan la mesura. En efecto, no es conveniente que tanto los castigos como las amonestaciones sean duros e inoportunos, sino que se debe tener presente la oportunidad del momento, por lo que hay que abstenerse de usar palabras mordaces y duras. A la madre de familia de ningún modo le conviene estar en casa sin hacer nada y permanecer sentada, ociosa y segura, como una huésped. Todo lo contrario a los jóvenes, no sólo les son útiles las observaciones y los consejos de los viejos sino imprescindibles; quien los rehúye no da muestras de buen carácter. Has de saber que alberga en sí muchos defectos censurables, quien se muestra contrario al que le amonesta. Leemos lo siguiente en los Proverbios del rey Sabio: «A aquél que con dura cerviz desprecia a quien le enmienda, le sobrevendrá una muerte repentina, y la salud no le seguirá» 524. Siempre aprovecha la reprensión, incluso la del enemigo, incluso equivocada, la que al menos se preocupa de hacernos más cautos para no cometer nunca una falta, sobre la que merecidamente recaería un reproche de esa clase.
Suegra estúpida, ¿acaso no quieres que tu hijo ame a su esposa, a su amiga, a su compañera inseparable?; ¿habrías tú soportado no verte amada por tu marido?; ¿qué desgracia más grande puedes desear para tu hijo que la de vivir con una mujer a la que odia y aborrece? Nuera estúpida, ¿no quieres que el hijo ame a la madre?; ¿pero es que tú no amas a la tuya? Serás amada por el marido como compañera, como dulce esposa; la madre será amada por tu marido como la persona a la que tu marido le debe la vida, la nutrición y la educación y por estas cosas se merece un gran amor. La nuera, ya que no ignora que ella y el marido son una misma cosa, pensará que también es suya la madre del marido y no la respetará menos que a su propia madre, sino que la tratará con mayor complacencia para atraérsela y ganársela con más fuerza.
Además, para cuidar el patrimonio doméstico es sumamente útil que la muchacha sin práctica alguna, inexperta e incluso la que tiene mucha experiencia, preste atención a la que es más vieja. El perro viejo no ladra por una nimiedad. Te harás más prudente si a tu prudencia le sumares la prudencia de los viejos. Por lo tanto, cada cual ceda a la otra una parte de sus derechos para conseguir la concordia. La suegra amoneste, aconseje y
2. No tomará a mal, sobre todo la mujer piadosa y virtuosa, que el marido ame a su madre, y si notase que él no fuera bastante condescendiente con su madre, se lo advertirá y le pedirá que se comporte con su madre como
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desaconseje en el momento oportuno, y, si hace falta, reprenda haciéndolo todo por amor verdadero y con el oportuno afecto, no con la dureza del odio; la nuera, por su parte, con ánimo atento, dispuesto y rápido, escuche aquello con lo que puede llegar a hacerse mejor y asuma las leyes de la probidad que emanan de la prudencia de la vejez. Instruya la suegra a su nuera en la administración del patrimonio familiar, pero hágalo como la buena consejera y educadora lo hace con la futura señora. Obedezca a la nuera como a la madre de su dueño, o, mejor, como a la suya, puesto que por el vínculo del matrimonio se funden todos los parientes, y con mucha más fuerza aquellas primeras entre padres y hermanos.
el que Dios está presente como testigo y protector, vemos que la Iglesia lleva la antorcha como la prónuba. ¿A dónde conducen tantas ocasiones de pecado y maldad? Banquetes llenos de hombres y mujeres, reuniones en las que a causa del vino y las borracheras, se propician los bailes, los pellizcos, los tocamientos, las bromas, todo ello encaminado a incrementar la lujuria con tanto refinamiento y tanta pompa; y no falta el diablo, celoso conciliador y proxeneta de quienes están en relación tan estrecha. En un día de un misterio tan grande, cuando no debería permitirse que se dijera o se hiciese nada que no fuese limpio o piadoso, los manjares incitan a la lujuria, la belleza es realzada por el arte, el vino enciende las pasiones, la ocasión incita, los adornos encumbran la soberbia, la edad estimula la fogosidad; las designaciones de algunos honores necios provocan la arrogancia en unos, el odio en otros, la envidia en unos terceros y no es suficiente con un día para las nupcias, hay que celebrarlo antes y después de la boda, gastando, mientras, buena parte del patrimonio en el convite, en gratificaciones y regalos, repartidos entre aquéllos a quienes nada aprovechará ni quedarán agradecidos, antes bien, los reclamarán. Todas estas cosas se dan para complacer la vanidad de la mujer; mientras se entregan a la gula, a la soberbia, al placer, y también a su caprichosa vanidad y saltan de gozo por deleitarse con alegrías sumamente desenfrenadas o por hacer ostentación de unas riquezas, de las que incluso no disponen.
Capítulo XIV EL COMPORTAMIENTO CON EL HIJO Y LA HIJA CASADOS, CON EL YERNO Y CON LA NUERA 1. Así como conviene que la mujer se adapte al criterio y voluntad del marido en las restantes cosas, así también obrará cuando llegue el momento de casar a sus hijos. Esto, igual que lo enseña Aristóteles en el libro segundo de su economía familiar 525, también lo prescribe la propia razón, a saber, que la suprema autoridad reside en el padre. Así, en las leyes romanas los hijos no estaban bajo la potestad de la madre sino del padre, mientras vivieran, incluso estando casados y siendo mayores de edad, a no ser que se emanciparan. ¡Cuánta potestad conviene que tengan los padres sobre sus verdaderos hijos, siendo así que Dios quiso que San José la tuviera sobre Jesucristo! Cuando el ángel del Señor le anuncia en sueños a San José que lo que se albergaba en el vientre de María no había sido concebido con germen viril sino por obra y gracia del Espíritu Santo, le dijo: «Parirá María un hijo, le llamarás con el nombre de Jesús». No le dijo «parirá un hijo para ti» como suele decirse a los padres verdaderos, pues las mujeres paren los hijos para sus maridos; y sin embargo, añade «le llamarás», como dando a entender el derecho y la autoridad de aquél que es tenido por padre, cuando le dijo a la Virgen: «Será llamado con el nombre de Jesús» 526.
2. Después que acaben las bodas de los hijos, la mujer prudente no andará persiguiendo a su nuera, ni tampoco pensará que odiándola va a conseguir el amor no sólo de ella, sino ni siquiera del hijo; si, por contra, la ama a ella, si la aconseja bien, si la instruye, si en su presencia dice y hace lo que la nuera pueda aceptar como ejemplo de castidad o de frugalidad; si no siembra rencillas entre los cónyuges sino que, cuando surgen por algún otro lado, las disipa y se esfuerza con todos los medios a su alcance en reconciliarlos entre sí: finalmente, si manifiesta y declara que su corazón materno está abierto a la nuera, logrará con facilidad atraerse a su hijo y grangearse un gran amor y un gran respeto de su nuera. Y el hijo, ¡con cuánta más fuerza amará a aquélla de quien nació y gracias a la cual disfruta de una mujer más casta, más prudente y que está mucho más de acuerdo con él, hasta el punto que se sienta obligado no sólo por el bien que le hizo como madre sino por haber sido el aya de su esposa y autora de una porción no pequeña de su felicidad!
Yo quisiera, a la hora de casar a la hija, que esperase como mínimo a que cumpliera diecisiete años. Así lo aconsejan Platón, Aristóteles y Hesíodo; así también la propia naturaleza que en la primera pubertad enciende las mismas llamas del placer; hay que dejar que espontáneamente se apaguen, para que después sientan menos inclinación al placer carnal. En esa edad sobreviene la fuerza suficiente para que el útero sobrelleve la gestación, suficiente alimentación para el feto y para darle un crecimiento mayor. Si el matrimonio es un sacramento, si es un acto casto y puro, en
La nuera profesará a la suegra el mismo afecto que profesa a su madre, gracias a la cual ella adquiere mayor experiencia, se hace mejor y disfruta de un marido más apacible y más enamorado de ella. Ocurre todo lo contrario con una suegra huraña. La madre no pretenderá que la hija que
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se le ha casado, sea tan suya como cuando era aún soltera. Piense que ya ha sido enviada a una casa ajena, como a una especie de colonia, para poder perpetuar allí la especie; le dará mejores consejos, o, los preceptos enseñados cuando era doncella, se los recordará de nuevo estando casada; no tratará con ella cosas que piense que puedan disgustar al yerno; no la llevará a las iglesias; no la sacará de su casa; ni siquiera le hablará si cree que se hace contra la voluntad del marido; y no me digas mujer, vivamente indignada: «¿No podré yo hablar con mi hija?» Realmente es tu hija, pero ya no es mujer tuya; todo derecho que mantenías sobre ella, lo pasaste al yerno. Tú, mejor, si amas a la que de ti es nacida, y quieres verla feliz, o sea, viviendo en paz con su marido, se de por siempre la proveedora para ella, e indúcela a que se muestre condescendiente con su marido en todas las cosas. Y ni siquiera hable contigo si él no quiere.
conocido su nombre, precisamente cuando sea desconocida su cara». Entonces empezará a traslucir su vida pasada que transcurrió de manera muy santa; entonces la mujer honrada, obedeciendo al marido, le dará órdenes y conseguirá una enorme autoridad ante él, ella que siempre vivió bajo su autoridad. Arquipa, esposa de Temístocles 529, obedeciendo con suma diligencia al marido, obtuvo un amor tan grande de él y estrechó tanto el vínculo amoroso entre ambos que, a su vez, aquel varón prudentísimo y, sobre todo, valeroso general, complacía a su esposa en casi todo. De ahí surgió aquella gradación de los griegos que muchos pronunciaban como un juego; «Lo que este niño quiere, -se trataba de Cleofanto, únicamente querido por el marido-, lo quieren los griegos; pues lo que él quiere, lo quiere la madre; lo que quiere la madre, lo quiere el propio Temístocles; lo que quiere Temístocles, eso mismo lo quieren los atenienses; lo que quieren los atenienses, lo quieren todos los griegos».
Es adúltero aquél que pretende tener más derecho sobre una mujer ajena del que permite su marido; es un ladrón quien toca un objeto ajeno contra la voluntad de su dueño. Amará a su yerno igual que a su hijo, pero le respetará más. Tampoco la suegra pensará que tiene mayor confianza con el yerno que con el hijo, a no ser que desee para él bienes mejores, ni le aconsejará ni le exhortará de manera distinta, sino pareciendo como si le suplicara o le propusiera algo, en vez de ordenárselo o prescribírselo. Y dado que él está unido a la hija con vínculo indisoluble, sea quiensea él, no sólo hay que tolerarle sino aprobarle. En presencia de la hija debe alabarle, no vaya a surgir entre ellos un motivo de desavenencia, es decir, la fuente de la mayor desgracia. Más feliz vivirá la esposa si ignorare por completo las faltas del marido, que si anduviere luchando por consolarse. ¿Qué decir, además, de las suegras que acusan a los yernos delante de las hijas, ya que condenan su propia decisión al haberlos elegido tal como son?
El Señor manda a Abraham que preste atención a las palabras de Sara, porque ella era vieja y con el apetito carnal apagado y, por lo tanto, no le aconsejaría ninguna cosa propia de los jóvenes, ni nada de lo que pudiera avergonzarse por causa de la instigadora lujuria 530. Cualquiera que sea su edad, no crea la mujer que está desligada de las leyes y que ha conseguido la libertad para hacer todo lo que le apetezca. Siempre debe permanecer sujeta al marido y vivir bajo su patrocinio y tutela y estar siempre adornada con el pudor. Pero cuando llegare ese momento de la vida, estando ya sus hijos colocados, libre de preocupaciones terrenales, mirando sin duda a la tierra con el cuerpo que ha de ser devuelto a ella, en cambio mirando con el alma al cielo, que es el lugar al que ha de retornar, entonces elevará al Señor todas sus sensaciones, su espíritu, su mente entera y, dispuesta y preparada completamente para el camino, nada pensará que no esté estrechamente relacionado con el inminente viaje.
Capítulo XV LA MADRE DE FAMILIA DE EDAD AVANZADA
Tenga sólo presente no deslizarse, por ignorancia, de la religión a la superstición, único vicio que suele infestar esa avanzada edad. Dedíquese mucho a las buenas acciones, pero confíe más en la clemencia y en la bondad de Dios. No confíe tanto en sí misma, como si con sus obras pudiera llegar a la meta que se propuso más que con el favor y el beneficio de Cristo. Y si el alma tuviese aún más vigor que el cuerpo, quítele trabajos al cuerpo y aumente los del alma; ore más y con mayor atención; piense en Dios más a menudo y con mayor ardor; ayune más de tarde en tarde; fatíguese menos visitando iglesias; no hay ninguna necesidad de engañar a su genio en perjuicio propio o de cansar su cuerpo envejecido.
1. A la matrona de edad avanzada le ocurrirá lo mismo que a Ibis, ave de Egipto, de la que cuentan quienes se han preocupado por el estudio de la naturaleza que, siendo ya un tanto vieja, con aromas procedentes de la cercana Arabia limpiaba cualquier humor que había degenerado en su cuerpo y por su pico exhalaba un aliento muy agradable 527. La mujer, una vez libre de los impulsos de la carne y de las obligaciones de parir y criar, olerá y respirará más las cuestiones del cielo que las de la tierra; ni hable ni haga nada que no sea santísimo y que no sirva de ejemplo para que la imiten los más jóvenes. Como decía Gorgias 528, «Comenzará a ser
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Sea provechosa para los demás dando buenos consejos y con el ejemplo de su vida, pues una pare no ciertamente pequeña de su provecho ha de retornar a ella.
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