La Iglesia, Misterio, Comunión y Misión - Antonio Maria Calero de Los Rio

March 20, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

La Iglesia, Misterio, Comunión y Misión - Antonio Maria Calero de Los Rio...

Description

2

3

Colección CLAVES CRISTIANAS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Matrimonio y familia. Eugenio ALBURQUERQUE. En la presencia de Dios. Giorgio GOZZELINO. El Evangelio y Jesús de Nazaret. Juan José BARTOLOMÉ. Teología y espiritualidad laical. Raúl BERZOSA. Por los caminos de la increencia. Antonio JIMÉNEZ. Ciencias sociales y doctrina social de la Iglesia. Restituto SIERRA. Pablo de Tarso. Juan José BARTOLOMÉ. 8. El laico en la Iglesia. Antonio Ma CALERO. 9. La nostalgia del Eterno. José Luis SÁNCHEZ NOGALES. 10. Cristianismo e Islam. José Luis SÁNCHEZ NOGALES. 11. Moral de la vida y de la sexualidad. Eugenio ALBURQUERQUE. 12. La entrevista personal y el diálogo pastoral. Jesús ANDRÉS VELA. 13. Cuarto evangelio. Cartas de Juan. Juan José BARTOLOMÉ. 14. La Iglesia: Misterio, Comunión y Misión. Antonio Ma CALERO. 15. Catequesis evangelizadora. Manual de catequética fundamental. Emilio ALBERICH. 16. Catequesis de adultos. Elementos de metodología. Emilio ALBERICH / Ambroise BINZ. 17. Sociología de la religión. Giancarlo MILANESI / Joaquim M. CERVERA. 18. María, signo de esperanza cierta. Manual de Mariología. Antonio Ma CALERO.

4

5

6

Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Antonio María Calero © 2001. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (pdf): 978-84-9842-920-6 Fotocomposición: M&A, Becerril de la Sierra (Madrid)

7

DEDICATORIA A la memoria de mi padre de quien aprendí la seriedad en el trabajo. Y en agradecimiento a las Carmelitas Descalzas de Sanlúcar la Mayor (Sevilla) por su inestimable testimonio de verdadero amor a la Iglesia.

8

SUMARIO

Presentación Prólogo Capítulo 1. La Iglesia en la Palabra revelada Capítulo 2. La Iglesia en la historia de la Teología Capítulo 3. La Iglesia en el Concilio Vaticano II Capítulo 4. La Iglesia es un Misterio Capítulo 5. La Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios Capítulo 6. La Iglesia es una Comunión Capítulo 7. La Iglesia, Sacramento de salvación Capítulo 8. La Iglesia, enviada al mundo Capítulo 9. María, primera Iglesia Bibliografía general Índice general

9

PRESENTACIÓN

Cuando el concilio Vaticano II hace pública la constitución sobre la Iglesia y comienza hablando de una luz, la de Cristo, para la salvación de todas las gentes, la teología de la Iglesia recibe el implícito e ineludible encargo de ocuparse de un tema tan fundamental como es el misterio, la comunión y la misión de la Iglesia. La eclesiología ha sido considerada, y no sin razón, como el centro de la reflexión teológica y, también, por qué no recordarlo, el motivo de no pocas tensiones y disensos. Aunque mejor sería decir que, por olvidar una auténtica eclesiología, surgieron esas situaciones de conflicto. Pablo VI tuvo la gran intuición de recuperar el Sínodo de los Obispos y hacer, de esta institución, uno de los caminos más acertados para vivir la colegialidad y para estudiar, en comunión episcopal, los asuntos más importantes y actuales sobre la vocación y ministerio de la Iglesia. Fruto de esas asambleas sinodales, son los documentos magistrales de los que se alimenta la teología actual y, particularmente, la eclesiología. Pueblo de Dios, sacramento de Cristo, campo y viña del Señor, rebaño del buen Pastor... Siempre la Iglesia una y santa, llamada y reunida por el mismo evangelio que ha escuchado, santificada por los sacramentos y enviada al mundo entero para ser testigo del misterio Pascual. Los miembros de este pueblo de Dios son diversos, porque distintos son los carismas que reciben del Espíritu, pero la unidad sobresale en una profunda comunión en el misterio de Cristo. Tendrá la eclesiología que adentrarse en el misterio de Cristo y su presencia en los días de los hombres, buscando raíces y haciendo historia, que no puede ser otra que la de la salvación. Porque si la Iglesia es misterio, el origen y manantial hay que encontrarlo en Dios, aunque la manifestación se realice en el tiempo y necesite la luz del Espíritu que la misma Iglesia ha recibido. En las manos de Pedro se puso y edificó la Iglesia. Con él, y con los que le habían de suceder, se establece un vínculo profundo e imprescindible de unidad: la comunión. Que es, al mismo tiempo, don del Espíritu y alianza nueva de unos hombres y mujeres 10

renacidos en el bautismo e incorporados a la comunidad que celebra la cena del Señor. Como luz del mundo, así es enviada la Iglesia. Tendrá que llamar a las puertas de todos los pueblos y anunciar el misterio nuevo de la resurrección del Señor, leer las Escrituras, celebrar la Eucaristía, vivir el mandamiento nuevo, dar testimonio de Cristo resucitado y anunciar el reino de Dios. Entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de Dios, la Iglesia va realizando su vocación evangelizadora hasta el día del encuentro escatológico y definitivo. En el centro, entre vocación y misión, siempre el misterio de Cristo. Todo viene de Dios y todo se realiza en Cristo. Metida en la realidad histórica y siendo comunidad visible encarnada entre los gozos y las esperanzas de los hombres. Colmada de santidad y gustando todos los días la debilidad de quienes han sido llamados a realizar una obra grande: evangelizar. Esta es la misión de la Iglesia. Es garantía sobrada que un tratado de eclesiología esté pensado y escrito por el profesor Don Antonio Calero de los Ríos, Director del Centro de Estudios Teológicos de Sevilla. Don Antonio, al estilo de los mejores maestros de teología, expone en la cátedra lo que vive, escribe de lo que ha contemplado, enseña de lo que ha estudiado, investiga seriamente y, sólo después, habla. Este libro, magnífico libro, es buena prueba de ello. Por otra parte, a su condición de teólogo, el autor une unas cualidades pedagógicas y didácticas nada comunes. Creo que lo ha aprendido en la mejor escuela salesiana, congregación a la que pertenece Don Antonio Calero. La investigación teológica se une a la experiencia de la cátedra y da, como resultado, un magnífico tratado de eclesiología y un eficaz instrumento para la imprescindible relación entre el maestro que enseña y los que buscan el verdadero saber teológico. Del amor a la Iglesia habla cada una de las páginas de este libro. De la competencia, seriedad, garantía teológica y bondad personal, podemos ser testigos cuantos tenemos el privilegio de conocer y tratar de cerca y frecuentemente al profesor Don Antonio Calero de los Ríos.

Carlos Amigo Vallejo Arzobispo de Sevilla

11

PRÓLOGO

¿Una Eclesiología más? Pues sí. Creemos que no es inútil ni mucho menos, cualquier esfuerzo —por pequeño y modesto que sea— realizado para profundizar e ilustrar el misterio de la Iglesia. Un misterio que, como el de Cristo, estuvo escondido durante siglos en Dios, y fue manifestado «en los últimos tiempos»: que todos los hombres, sin excepción, están llamados a formar en Cristo una comunidad de salvación. Hoy, la Iglesia, como realidad social, pero sobre todo como realidad sobrenatural, no solo es un tema recurrente en círculos y medios de comunicación, sino que sigue estando fuertemente cuestionada. El escándalo frente a la Iglesia es hoy una realidad en acto. Además, el alejamiento creciente (no siempre clamoroso sino silencioso y discreto) de muchos de sus miembros, es un hecho innegable que está ahí para su fácil, por más que dolorosa, constatación. Hay que consignar, por otra parte, la inercia atávica de no pocos, creyentes y no creyentes, que siguen viendo y considerando a la Iglesia desde esquemas y categorías que han sido amplia y valientemente superadas por el Concilio Vaticano II. Sin duda alguna la eclesiología sigue siendo hoy una asignatura pendiente incluso para muchos miembros de la Iglesia. Y es que la Iglesia es una realidad vivida, antes que una realidad reflexionada con mayor o menor acierto: la vida eclesial precede a la reflexión de la comunidad sobre su propia condición de iglesia. De hecho, cuando comenzaron las primeras reflexiones acerca de la Iglesia, la comunidad eclesial era ya una realidad existente y actuante en la historia. No se puede olvidar que «la eclesiología católica en vísperas del siglo XX se presentaba más como el fruto de reacciones y de defensas que como el anuncio gozoso y liberador del “misterio” escondido en los siglos y revelado en Cristo» 1. Efectivamente, los distintos capítulos que conformaban la eclesiología hasta la celebración del Concilio Vaticano II, eran otras tantas reacciones frente o contra movimientos por los que se había ido sintiendo amenazada la Iglesia a lo largo de los siglos: desde el regalismo medieval, al modernismo de principios del siglo XX, pasando por el conciliarismo, el espiritualismo, la Reforma, el jansenismo, el galicanismo tanto episcopal como regalista, el laicismo y el absolutismo estatal del siglo XIX. ¿Qué remedio puede ofrecerse a la actual situación? Y-M. Congar reflexionando 12

hace años (1935) sobre posibles caminos para hacer frente a la situación de incredulidad de aquel momento, no dudó en afirmar que «el esfuerzo a realizar era un esfuerzo de renovación de la eclesiología. Era preciso encontrar de nuevo, en las fuentes siempre vivas de nuestra tradición profunda, un sentido y un rostro de la Iglesia, los de Pueblo de Dios - Cuerpo de Cristo - Templo del Espíritu Santo» 2. Aceptando también hoy este camino de renovación eclesial, es preciso valorar la importancia decisiva que ha tenido la amplia, profunda y hasta sufrida reflexión sobre la Iglesia hecha por el Concilio Vaticano II (1962-1965). Este Concilio, al menos a nivel de Documentos, ha superado de forma oficial, solemne y autorizada, el planteamiento eclesiológico que había estado vigente de forma prevalente y hasta exclusiva durante siglos. En el Concilio Vaticano II, en efecto, «no se trata ya de “lo que la Iglesia nos propone creer”, sino de esta misma Iglesia, de lo que ella “es” para el creyente. De aquí se desprende su misión y consiguientemente el derecho y hasta el deber que ella invoca de transmitir por todas partes el mensaje. En nuestros días está ampliamente rebasado el método de ataque que se centraba en un punto preciso de la doctrina católica, y las herejías de este tipo llevan aires de anacronismo. El hombre moderno es radical: más que derrochar sus fuerzas contra un dogma particular, lo que hace es rehusar con desdén la noción misma de dogma. No ha sido casualidad que la constitución dogmática sobre la naturaleza de la Iglesia fuera tomando poco a poco proporciones de clave de bóveda del Vaticano II: todo lo demás, en efecto, está determinado por ella. No se desconoce el aspecto apologético de la controversia eclesial, pero se lo supera muy ampliamente» 3. Por todo ello, nuestro interés se ha centrado en las que pueden llamarse líneas de fuerza que se desprenden de la novedad eclesiológica del Concilio, adivinando, hasta donde es posible, la repercusión renovadora de los planteamientos conciliares en la vida eclesial de cada día. 1. Siguiendo la enseñanza del Vaticano II según el cual «la Sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología» (OT 16), en el capítulo primero se pretende recoger las auténticas líneas de fuerza que aparecen en los distintos escritos del Nuevo Testamento de forma más o menos refleja, acerca de esa realidad viva y determinante para todo bautizado que es la Iglesia: ¿cuáles son los datos fundamentales, cuál es la imagen que transmiten los diversos escritos del Nuevo Testamento acerca de la Iglesia, sobre su vida, sobre los elementos que la constituyen en su realidad más profunda y esencial? Es evidente que el Nuevo Testamento no se propuso presentar una visión global y sistemática del misterio de la Iglesia. El tema de la Iglesia —excepto en algunos escritos, vgr. la Carta a los Efesios—, no es el objeto o la preocupación central y explícita de los escritos del Nuevo Testamento. Sí aparece, aunque de forma implícita, por cuanto 13

todos ellos recogen testimonios que la comunidad cristiana ofrece de su propia vida a partir de la forma de entenderse a sí misma, como lugar e instrumento de salvación. Es inútil, por tanto, pretender que el Nuevo Testamento ofrezca lo que podría llamarse un cuadro completo, orgánico y sistemático de la realidad iglesia: «lo que el Nuevo Testamento dice sobre la Iglesia no son más que llamadas dirigidas a la fe, invitando a escucharlas, meditarlas y vivirlas a fin de “edificar” la Iglesia de acuerdo con las características que en ellas se contienen» 4. 2. Puesto que la historia es maestra de la vida, ha parecido necesario, mejor diría indispensable, escribir un largo capítulo sobre la teología de la Iglesia a lo largo de la historia. Si la Iglesia es obra de Dios pero es simultáneamente obra de los hombres, y los hombres son seres históricos y circunstanciados, resulta inevitable que la Iglesia refleje el influjo que la sociedad de cada momento histórico ha tenido en su vida y configuración. Recorriendo la historia de la eclesiología se constanta como una evidencia innegable que «la manera de comprender a la Iglesia ha estado ampliamente condicionada por la manera de ver su relación con el mundo» 5. Decía ya en 1968 G. Philips, conocedor como pocos de todos los entresijos y de la laboriosa construcción de la Constitución dogmática Lumen Gentium: «las generaciones futuras podrán medir más fácilmente en su justo valor la importancia de la Constitución sobre la Iglesia. Estamos persuadidos de que sabrán apreciar la riqueza, la profundidad y el equilibrio de la declaración dogmática. Se trata verdaderamente de una renovación que hunde sus raíces en los más antiguos tesoros de la revelación, para asegurar una vida más abundante al pueblo de Dios» 6. Hay que decir, sin embargo, que las generaciones futuras difícilmente van a poder calibrar y valorar la importancia de la revolución copernicana que supuso la Constitución Lumen Gentium, por el simple hecho de que les falta el contraluz de la eclesiología que estuvo en vigor largos siglos en la Iglesia hasta la celebración del Concilio Vaticano II. Solamente conociendo bien el antes del Vaticano II, se podrá apreciar y valorar de alguna forma, en alguna medida, el después del mismo Concilio. 3. Como quiera que el Concilio Vaticano II ha significado un verdadero giro copernicano en la forma de entenderse la Iglesia a sí misma, se hacía igualmente indispensable escribir un entero capítulo en el que se pusiera de relieve, hasta donde fuera posible, el apasionante proceso de conversión y renovación realizado por los Padres conciliares, desde el primer Esquema «De Ecclesia» preparado por la Comisión Central (1959) hasta la Constitución dogmática Lumen Gentium aprobada definitivamente el 21 de noviembre de 1964. 4. Un primer fruto de esa verdadera conversión operada en el Concilio, es haber pasado de una visión eminentemente societaria, a una visión radicalmente mistérica de la Iglesia: no es la sociedad civil el referente ni el paradigma según el cual tiene que vivir y 14

construirse la comunidad eclesial, sino el doble misterio de la Trinidad (UR 2) y del Verbo encarnado (LG 8): en su esencia más honda la Iglesia no es una sociedad perfecta, sino un profundo y admirable misterio. 5. Particular interés presenta el capítulo 5 en el que hemos querido elaborar de forma, que no dudamos en calificar de genética, todos los elementos constitutivos de la realidad iglesia. La categoría Pueblo de Dios, valorada y preferida inequívocamente por los PP. Conciliares frente a otras categorías que, si se quiere, eran más familiares y estaban más cercanas a la mente de la eclesiología de aquel momento (vgr. Cuerpo místico de Cristo), constituye un eje central en toda la estructuración de la realidad eclesial. La reflexión sobre la Iglesia como Pueblo de Dios permite afrontar de forma orgánica, los elementos constitutivos de la Iglesia. Si el sujeto en la Iglesia es la comunidad misma, Pueblo de Dios, es en esa comunidad (no por encima de ella) y en orden a esa comunidad (no al margen o de forma paralela a la misma), donde y como han de vivirse y ejercerse los distintos carismas y ministerios con los que el Espíritu ha querido enriquecer a la comunidad. Es claro, en efecto, que «si la eclesiología no quiere limitarse a ser la simple suma de todos los enunciados posibles sobre la Iglesia sino la comprensión de su misterio reflejada en la fe, entonces su tema tendrá que ser la unidad y totalidad sistemática de las verdades que atañen a este misterio» 7. Por lo demás, la Iglesia no es solamente un Pueblo orgánicamente estructurado, sino también un Pueblo peregrino, con un insuprimible horizonte escatológico; un Pueblo que se mueve entre el «ya» y el «todavía no». Con ello quiso el Concilio superar la visión esencialista y estática propia de toda la eclesiología preconciliar. 6. La naturaleza mistérica de la Iglesia se realiza y se expresa en un único y gran movimiento que comprende, por una parte, la comunión (en la doble dimensión vertical: hacia Dios-Trinidad, y horizontal: hacia todos los hombres como hermanos); por otra, su condición de sacramento universal de salvación; y por otra, el ineludible compromiso evangelizador. 7. Finalmente, volviendo a la Tradición patrística, se presenta el misterio de la Iglesia a la luz del misterio de María. Se supera así el progresivo aislamiento que durante siglos había tenido la Madre del Señor respecto al resto de la comunidad eclesial: no por efecto de una indiferencia de la Iglesia respecto de María, sino como consecuencia del distanciamiento de María respecto de la Iglesia a causa de los numerosos, altísimos e insuperables privilegios de que había sido revestida. Con el Concilio se intenta hacer ver que, si por una parte, María «ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto», por otra ocupa también «el lugar más próximo a nosotros» 8. En la misma perspectiva en que lo hizo muy pronto la primitiva comunidad cristiana, María es presentada por el Concilio como su prototipo, su paradigma, su primera y mejor realización en plenitud y definitividad. 15

Por lo demás, hay que recordar que la Constitución Lumen Gentium se mueve claramente en la doble coordenada del cristocentrismo y de la perspectiva históricosalvífica. Más aún, «en la Constitución (LG), el Concilio ha hallado y conservado el nuevo tono que le dio Juan XXIII» 9. Este tono de optimismo realista de la eclesiología conciliar viene asegurado por la dimensión pneumatológica que estará constantemente presente en estas páginas, sobre todo a partir del capítulo IV. La presencia y la acción del Espíritu Santo en esta realidad místicosociológica que llamamos Iglesia, no sólo es una preocupación personal del que esto escribe, sino que es una exigencia esencial e irrenunciable de una eclesiología que pretenda presentarse como una realidad renovada. En cuanto al sentido de la Bibliografía ofrecida, hemos preferido presentar unas notas bibliográficas que, más que eruditas o altamente especializadas, sean absolutamente solventes desde el punto de vista teológico, y, al mismo tiempo, relativamente asequibles al lector. Somos plenamente conscientes de la modestia y límites de nuestro esfuerzo. Como decía ya en su día un adelantado de la renovación eclesiológica, «es un acontecimiento importante el hecho de que se haya impuesto en la doctrina del Concilio (Vaticano II) sobre la Iglesia, la idea clara de que no es posible comprender totalmente la esencia y peculiaridad de la Iglesia bajo un solo concepto o una sola figura. (...) Es cierto que la Teología, como toda ciencia, debe intentar comunicar la mayor precisión y claridad en sus afirmaciones. Pero también debe hacerse consciente de la temeridad que envuelve esa pretensión de querer abarcar y describir perfectamente, en conceptos conseguidos por la experiencia de aquí abajo, la realidad sobrenatural revelada de la salvación que Dios ha obrado. A una tal modestia está llamada la Teología en sus esfuerzos por descubrir el misterio de la Iglesia» 10. El misterio de la Iglesia, en todo caso, tiene que ser acogido y vivido como una auténtica paradoja. Efectivamente, «la constitución de la Iglesia es un caso único, sin verdadera analogía con la de las sociedades humanas» 11. Ella es complexio oppositorum: Iglesia de Dios e Iglesia de los hombres, visible e invisible, histórica y escatológica, santa y siempre necesitada de purificación, evangelizada y evangelizadora, universal y singular unidas en la católica. Sevilla, 8 de diciembre de 2000 Fiesta de la Inmaculada Concepción

16

1 B. Forte, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 17. 2 Y-M. Congar, en «Esprit» (diciembre 1961), p. 695. 3 Philips I, p. 96. 4 H. Schlier, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 108. 5 Y-M. Congar, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en M. Schmaus y otros (eds.), Historia de los Dogmas III 3c-d, Madrid 1976, p. 290. 6 Philips I, pp. 86-87. 7 M. Kehl, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 58. 8 LG 54. 9 A. Grillmeier, Espíritu, actitud fundamental y peculiaridad de la Constitución, en Baraúna I, p. 247. 10 O. Semmelroth, La Iglesia como Pueblo de Dios, en Baraúna I, p. 457. 11 H. de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974, p. 102. Este mismo autor publicó una obra con el significativo título Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967.

17

SIGLAS Y ABREVIATURAS

AAS: «Acta Apostolicae Sedis» (Ciudad del Vaticano). Baraúna I/II: La Iglesia del Vaticano II I-II, G.Baraúna (dir.), Flors, Barcelona 1966. CFC: Conceptos Fundamentales del cristianismo, C.Floristán-J.J.TamayoAcosta (eds.), Trotta, Madrid 1993. CFT: Conceptos Fundamentales de Teología I-II, H.Fries (dir.), Madrid 19792. ChL: Christifideles Laici (30 diciembre 1988), exhortación apostólica de Juan Pablo II: AAS 81(1989) pp.393-521. D.C.: Documentation Catholique, París. DH: El Magisterio de la Iglesia, H.Denzinger-P.Hünermann, Herder, Barcelona 1999. DNT: Diccionario del Nuevo Testamento, X-Léon Dufour, Cristiandad, Madrid 1977. DPC: Diccionario de Pensamiento contemporáneo, M.Moreno Villa (dir.), San Pablo, Madrid 1997. DTE: Diccionario Teológico Enciclopédico, L.Pacomio-V.Mancuso (dirs.), Verbo Divino, Estella 1995. DTI: Diccionario Teológico Interdisciplinar I-V, L.Pacomio y otros (dirs.), Sígueme, Salamanca 1981-1983. DTF: Diccionario de Teología Fundamental, R.Latourelle-R.Fisichella (dirs.), San Pablo, Madrid 1992. DTNT: Diccionario Teológico del Nuevo Testamento I-IV, L.Coenen y otros (dirs.), Sígueme, Salamanca 1980-1984. ECLESIOLOGÍA: Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, Y-M. Congar, Madrid 1965. EphMar:Revista «Ephemerides Mariologicae» (Madrid) EN: Evangelii Nuntiandi (8 diciembre 1975), exhortación apostólica de Pablo VI: AAS 68(1976), pp.5-96. ES: Ecclesiam Suam (6 agosto 1964), encíclica de Pablo VI: AAS 56(1964) pp.609-659. 18

ET: Escritos de Teología I-VII, K.Rahner, Taurus, Madrid 1961-1969. IGLESIA CRISTO: La Iglesia de Cristo, A.Antón (BAC Maior), Madrid 1977. IGLESIANT: La Iglesia en el Nuevo Testamento, R.Schnackenburg, Taurus, Madrid 1965. GLNT: Grande Lessico del Nuovo Testamento I-XVI, G.Kittel-G.Friedrich (dirs.), Paideia, Brescia 1965-1992. MANSI: Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio 1-53, J.D.Mansi, Graz 1960-1961. MAR: Revista «Marianum» (Roma) MC: Marialis Cultus (2 febrero 1974), Exhortación apostólica de Pablo VI: AAS 66(1974) pp. 144-149. ML: Mysterium liberationis I-II, I. Ellacuría-J. Sobrino (dirs.), Trotta, Madrid 1990. MS: Mysterium Salutis I-V, J. Feiner-M. Löhrer (eds.), Madrid 1971-1984. NDL: Nuevo Diccionario de Liturgia, D. Sartor-A-M. Triacca (dirs.), Madrid 1987. NDM: Nuevo Diccionario de Mariología, S.De Fiores-S.Meo (dirs.), San Pablo, Madrid 1988. NDT: Nuevo Diccionario de Teología I-II, G.B Arbaglio-S. Dianich (dirs.), Cristiandad, Madrid 1982. NDTB: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, P. Rossano y otros (dirs.), San Pablo, Madrid 1990. Philips I/II: La Iglesia y su Misterio en el Concilio Vaticano II I-II, G. Philips, Herder, Barcelona 1968-1969. RH: Redemptor hominis (4 marzo 1979), encíclica de Juan Pablo II: AAS 71(1979), pp. 257-324. RM: Redemptoris Mater (25 marzo 1987), encíclica de Juan Pablo II: AAS 79(1987), pp. 361-433. RMi: Redemptoris missio (7 diciembre 1990), encíclica de Juan Pablo II: AAS 83(1991), pp. 249-340. SM: Sacramentum mundi 1-6, K. Rahner (dir.), Herder, Barcelona 19821986. STh: Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino.

19

DOCUMENTOS CONCILIARES

AA: AG: CD: DV: GS: LG: NAE: OE: PO: SC: UR:

«Apostolicam Actuositatem», decreto sobre el apostolado de los seglares, del Concilio Vaticano II, 1965. «Ad Gentes», decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, del Concilio Vaticano II, 1965. «Christus Dominus», decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos, del Concilio Vaticano II, 1965. «Dei Verbum», constitución dogmática sobre la revelación divina, del Concilio Vaticano II, 1965. «Gaudium et Spes», constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, 1965. «Lumen Gentium», constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, 1964. «Nostra aetate», declaración sobre las religiones no cristianas, del Concilio Vaticano II, 1965. «Orientalium Ecclesiarum», decreto sobre Las Iglesias orientales católicas, del Concilio Vaticano II, 1964. «Presbyterorum ordinis», decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, del Concilio Vaticano II, 1965. «Sacrosanctum Concilium», constitución sobre la sagrada liturgia, del Concilio Vaticano II, 1963. «Unitatis redintegratio», decreto sobre el ecumenismo, del Concilio Vaticano II, 1964.

20

CAPÍTULO

1

LA IGLESIA EN LA PALABRA REVELADA

21

22

Nota bibliográfica R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987. A. ANTÓN, La Iglesia de Cristo, Madrid 1977, pp. 70-704. P. BENOIT, Corps, tête et plérome dans les Épîtres de la captivité, en Exégèse et Theologie II, París 1961, pp. 107-153. R. E. BROWN, La Comunidad del Discípulo amado, Salamanca 1983. R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986. L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en G. Baraúna(dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 309-323. O. CULLMANN, Heil und Geschichte. Heilgeschichtliche Existenz im Neuen Testament, Tübingen 1975. P. V. DIAS, La Iglesia en la Escritura y en el siglo II, en M. Schmaus y otros (dirs.), Historia de los Dogmas III 3a-b, Madrid 1978, pp. 4-112. J. A. ESTRADA, La Iglesia. ¿Institución o carisma?, Salamanca 1984, pp. 21-116. P. FAYNEL, La Iglesia I, Barcelona 19822, pp. 49-142. B-M. FERRY, Iglesia, en AA.VV., Diccionario Enciclopédico de la Biblia, Barcelona 1993, pp. 743-748. N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en J. Feiner-M. Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/1, Madrid 1973, pp. 30-105. H. HAAG, Iglesia, en H. Haag-S. de Ausejo (eds.), Diccionario de la Biblia, Barcelona 19662, cols. 878888. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986. L. DE LORENZI, Iglesia, en P. Rossano y otros (dirs.). Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990, pp. 785-806. A. MEDEBIELLE, Église, en Dictionaire de la Bible. Supplement II, Paris 1934, cols. 487-691. X. PIKAZA, Pan, Casa, Palabra. La Iglesia en Marcos, Salamanca 1998. J. RIUS-CAMPS, De Jerusalén a Antioquía. Génesis de la Iglesia cristiana, Córdoba 1989. K. H. SCHELKLE, Jüngerschaft und Apostelamt, Freiburg 1957. K. H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testamento IV, Barcelona 1975. H. SCHLIER, Eclesiología del Nuevo Testamento, en J. Feiner-M. Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/1, Madrid 1973, pp. 107-229. K. L. SCHMIDT, Ekklesía, en G. Kittel-G. Friedrich(dirs.), Grande Lessico del Nuovo Testamento IV, Brescia 1968, cols. 1490-1580. R. SCHNACKENBURG, La Iglesia en el Nuevo Testamento, Madrid 1965. R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios, Madrid 19702. P. TENA, La palabra Ekklesía. Estudio histórico-teológico, Barcelona 1958. W. TRILLING, Studien zur Theologie des Mathausevangelium, Leipzig 19643. R. VELASCO, La Iglesia de Jesús, Estella 1992, pp. 13-88. V. WARNACH, Iglesia, en J. B. Bauer (dir.), Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, cols. 477499.

23

24

Introducción En la reflexión teológica sobre cualquiera de los puntos o aspectos que conforman el misterio cristiano, el obligado e inequívoco punto de partida ha de ser necesariamente la Palabra de Dios, leída y entendida como fuente, origen y posibilidad de penetrar ese misterio. Este planteamiento vale para esa parte del misterio cristiano que llamamos la Iglesia. No se puede estudiar el misterio de la Iglesia (eclesiología), si no es partiendo de los datos que encontramos en la Palabra revelada: tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento. El método que seguiremos en esta presentación será el de ir pasando uno por uno todos los escritos del Nuevo Testamento para descubrir no solo lo que cada autor, como expresión de la conciencia de las distintas comunidades cristianas primitivas, sentía y pensaba, sino sobre todo cómo se vivía la realidad «Iglesia». Concluiremos realizando un esfuerzo de síntesis que abarque: — Los puntos adquiridos, convergentes y complementarios. — Los puntos de divergencia. — Los temas que quedan abiertos a la investigación ulterior, como pueden ser: los ministerios, la sucesión apostólica, el primado de Pedro, etc. Algunas observaciones a tener presentes: Cada uno de los autores del Nuevo Testamento es completamente autónomo y hasta original en el planteamiento de su escrito: no es posible, por consiguiente, mezclarlos como si fueran magnitudes homogéneas. Es inevitable, por ello, que cada autor, aun tratando de comunicar la tradición, «lo recibido» de otros anteriores a él (cf. Lc 1,1-4; 1Cor 11,23), haga esa transmisión con una carga de subjetividad no indiferente en algunos casos. A lo largo de los años, la autocomprensión de la Iglesia estuvo ciertamente sometida a evolución, teniendo presente la notable diversidad de comunidades surgidas por una parte y por otra a partir de Pentecostés. Por otra parte, y como es completamente lógico, el lenguaje, sobre todo en un primer momento, es vacilante y no unificado: la comunidad es «la Iglesia de Dios», «el conjunto de los santos», «el nuevo Pueblo de Dios», «el resto elegido y santo de Israel», etc. 25

Desde el inicio mismo, ciertamente no sin dificultades y titubeos (cf. Hch10,915; 11,1-3.18), la joven Iglesia se siente enviada al mundo, también a los gentiles, para anunciar la Buena Noticia del Reino a todos los hombres. La duda se ponía sobre todo en saber si esa misión había que iniciarla después de haber de haber logrado que todos los miembros del antiguo pueblo elegido aceptasen la salvación traída por Jesús, el Mesías, o de forma simultánea con esa misma misión a los judíos (cf. Mt 10,5-6; 15,21-27; Mc 7,24-30).

1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»? Las primeras comunidades cristianas, al reflexionar sobre su propia realidad comunitaria fueron descubriendo —no sin admiración e indecible gozo ante el misterio—, que esa realidad (la ekklesía), era fruto no de una iniciativa humana sino de un profundo y gratuito proyecto de Dios en la historia. Ellos, aunque nacidos recientemente a la nueva vida surgida de la Resurrección y de Pentecostés, estaban en profunda conexión con todos los justos de la historia, comenzando por el justo Abel1. La Iglesia, pues, como comunidad de los creyentes y seguidores de Cristo, existía bastante antes de que, como tal comunidad, comenzara la reflexión sobre sí misma: sobre su origen, naturaleza, existencia concreta, estructuración interna, objetivo, finalidad, etc. De ahí, que exista un doble camino para el conocimiento de la Iglesia a partir de la Escritura: un camino existencial que parte del análisis de la vida concreta de la comunidad eclesial, y un camino doctrinal a partir de la reflexión que se va haciendo en las distintas comunidades particulares sobre el ser más íntimo y radical de la Iglesia en sí. Los dos movimientos, el existencial y el doctrinal, tienen una importancia decisiva en orden a conocer en profundidad la realidad «Iglesia» como viene presentada en el Nuevo Testamento. No son aspectos contradictorios ni mucho menos, sino plena y perfectamente complementarios. La eclesiología neotestamentaria, en efecto, «recoge datos históricos de la vida concreta de la Iglesia primitiva, intercalados con muchos otros teologúmenos fruto de una verdadera reflexión teológica» 2. Son puntos claros y adquiridos en la reflexión actual, que: 1. El Nuevo Testamento no se propuso en ningún momento dar una visión global y sistemática de la Iglesia. 2. Cada uno de los escritos del Nuevo Testamento tiene su propia arquitectura en función de unos destinatarios concretos, del mensaje central que el autor les quería hacer llegar, de la problemática que vivía la comunidad a la que se dirigía, etc. Por

26

consiguiente, exceptuando el Libro de los Hechos, la Carta a los Efesios y las Cartas pastorales, el tema de la Iglesia, no era central ni prioritario en ninguno de los escritos del Nuevo Testamento: su presencia es, con frecuencia, circunstancial e incluso tangencial. 3. El tema de la Iglesia aparece siempre estrechamente unido al tema de Cristo como mensajero y realizador de la salvación. Una salvación que se perpetúa y se hace eficazmente presente, justamente en la vida y acción concreta de la Iglesia como instrumento de salvación que es. 4. La vida de la comunidad eclesial, su existencia histórica, el desarrollo concreto que experimentó, condicionó en gran parte la propia autocomprensión de la Iglesia, su imagen en el plano doctrinal. «Los escritos del Nuevo Testamento —no era de esperar otro resultado, dado su origen ocasional y decisivamente concreto que los ha motivado —, ofrecen una imagen de la Iglesia tan parcial y fragmentaria, tan condicionada históricamente, tan caracterizada por diferencias y divergencias en los varios escritos neotestamentarios, que se impone el concebirla abierta a una continua reflexión teológica y el hablar solamente de líneas de fuerza y de diversos tipos de eclesiología en el Nuevo Testamento» 3. 5. La Iglesia, como aparece en el Nuevo Testamento, tiene un carácter eminentemente histórico: es decir, se hace presente y se encarna en un pueblo determinado, con una cultura determinada, con sus vivencias y sensibilidad determinadas, con sus deseos y aspiraciones determinados. Esta concretez histórica condiciona a la Iglesia y le impide que se identifique por completo con los esquemas antropológicos, culturales o sociales de la comunidad humana en la que se hace presente. 6. De todas formas, la naturaleza peculiar de la revelación cristiana, hace que la Iglesia neotestamentaria, tanto en su vertiente doctrinal como en la vertiente existencial, adquiera un carácter normativo para la Iglesia de todos los tiempos.

2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS» Una cuestión que condiciona en cierto modo y orienta desde luego el pensamiento eclesiológico del Nuevo Testamento es la relación que pueda existir entre el llamado «movimiento de Jesús» que en Pentecostés cristalizó en la ekklesía, y la «qahal Yahvé» en cuanto «pueblo de Dios de la antigua Alianza». ¿Fueron dos realidades dependientes la una de la otra? ¿Fueron realidades absolutamente independientes entre sí? ¿Tuvieron conciencia los primeros cristianos de ser, de alguna forma, continuadores del antiguo pueblo de Dios? Entre las soluciones dadas al problema planteado prevalece hoy la persuasión de que 27

entre el pueblo de Dios de la antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios —formado por los seguidores de Cristo y del que tienen ya clara conciencia los miembros de la primitiva comunidad cristiana—, existe una estrecha relación que es, al mismo tiempo, de continuidad y de novedad. ¿Qué entendía el pueblo de la antigua Alianza por Qahal Yahvé? En contraposición a la ekklesía griega, que era fundamentalmente una reunión del pueblo para resolver problemas relativos a la «polis» (problemas sociales en general), la Qahal Yahvé existe porque Dios mismo es el que, por puro amor, de forma absolutamente gratuita, toma la iniciativa de llamarlos a formar un pueblo y de mantenerlos reunidos como comunidad convocada. La respuesta del pueblo a ese gesto, «original» de Yahvé, hace que, en contraposición con los pueblos circunvecinos, ese pueblo se sienta como propiedad peculiar de Dios, como pueblo de Dios, como cosa y posesión santa de Dios (cf. Lev 26,11-13; Dt 4,7-8.32-34; Ezq 36,28; 37,27; 48,35; Sal 145,18; 147,19s; 148,14). Por eso precisamente, esta asamblea es la Qahal Yahvé; y por eso, cuando el pueblo de Israel se reúne, no es para dilucidar problemas sociales o políticos, sino formalmente para estrechar más y más los lazos de pertenencia a Dios: bien mediante la escucha de la Palabra, bien renovando la voluntad de hacer lo que Yahvé les diga (cf. Ex 24,3; Jos 24,16-24), bien para recordar las grandes hazañas con las que Yahvé se ha cubierto de gloria al librar al pueblo con brazo fuerte y poderoso (cf. Ex 6,6; Dt 5,15; Jer 32,21), bien para celebrar el culto en sus varias formas: holocausto, oblación, sacrificio pacífico, acción de gracias, etc. Por otra parte, situados en un punto de vista meramente linguístico se observa que el vocablo hebreo qahal es traducido por varios términos: desde ekklesía que es el más frecuente (81 veces), siguiendo por synagogé (35 veces), ojlos (6 veces), pléthos (2 veces) y synedrion y systasis (traducidos una sola vez de esta forma). Como se ve, los términos fundamentales que aparecen son tres: qahal, ekklesía y synagogé. En cuanto a la extensión de su significado hay que decir que «la fórmula matemática que podría expresar la comparación de las tres palabras no sería una igualdad perfecta ni una oposición absoluta. Lo exacto es colocar a synagogé como el término más amplio entre los tres; en segundo lugar qahal; por fin, restringiendo el mismo significado de qahal, ekklesía» 4. Y en cuanto al contenido, se puede afirmar que en la conciencia del pueblo judío la Qahal-Yahvéh, tiene un amplio significado: puede tener un significado local, o también universal; una dimensión ideal (de lo que tenía que ser), o incluso empírico (de lo que de hecho era); una perspectiva de realidad que pertenecía al pasado, o también con una clara referencia al presente o incluso al futuro. En el sentir judío, «lo decisivo no es que se reúna alguien y algo sin más, sino quién y qué se reúne, es decir, que Dios reúne, y la 28

ekklesía se constituye así en junta o comunidad de Dios (aun cuando a menudo se hable siempre de ekklesía sin el aditamento de Dios). Aquí no se da ya una reunión cualquiera de hombres cualesquiera. La ekklesía de Dios es algo más que el suceso fáctico de juntarse en cada caso. Ekklesía es la reunión del grupo antes escogido por Dios, que se congrega en torno a Dios como su centro. De este modo, ya en los Setenta se convierte en noción religiosa y cultual, que luego se entiende más y más escatológicamente, como lo atestigua el Qahal» 5. De hecho, «el pueblo disperso en las ciudades de Israel, nunca es llamado ekklesía; esta palabra se reserva para las ocasiones en que aparece al menos un mínimum de sentido de reunión» 6. Por el contrario, synagogé se aplica, sobre todo a partir del libro del Deuteronomio, para hablar de forma indiferente, de multitudes o de reuniones de cualquier tipo, sin especificar su naturaleza: religiosa, civil, política, etc.: es simplemente la reunión del pueblo. Más tarde, el judaísmo fue haciendo una especie de contraposición entre los términos ekklesía y synagogé, «en el sentido de que synagogé designa más bien la comunidad según su realidad empírica, y ekklesía según su significación ideal... Synagogé no indicaría sino una situación de hecho (que no se limita necesariamente al pueblo judío), mientras ekklesía llevaría consigo un juicio de valor dogmático» 7. De esta forma, poco a poco el término Qahal, va significando cada vez más, la asamblea litúrgica: una asamblea o comunidad de culto, aun cuando en algunos casos se aparta de su significado habitual, para designar la simple asamblea del pueblo. Por otra parte, en el Antiguo Testamento el término ekklesía (traducción predominante, como se ha dicho, de la palabra qahal en el texto de los LXX), nunca es sinónimo de laós (pueblo): indica fundamentalmente a Israel en cuanto formaba una comunidad-asamblea cultual en la que «intervienen todos o alguno de los cuatro elementos siguientes: a) convocación solemne del pueblo de Dios...; b) presencia de Yahvé en la asamblea...; c) recuerdo de la Ley y de la alianza...; d) confirmación y ratificación por el pueblo con la oblación de un sacrificio» 8. La comunidad de Israel se sentía llamada y convocada para dilucidar los grandes problemas que le afectaban como a tal comunidad, pero sobre todo aquellos problemas que se referían de forma directa a la relación del pueblo con su Dios, como podían ser la ratificación de la Alianza, escuchar la Palabra de Yahvé, las celebraciones cultuales, la renovación del compromiso de observar la Ley, etc. Es este proceso dinámico de una asamblea reunida en nombre de Yahvé, de convocación y de encuentro, el que fue designado en el Antiguo Testamento con la expresión «Qahal Yahvé». Ahora bien, ¿en qué relación está la Iglesia de Cristo con la Qahal Yahvé? ¿En oposición? ¿En continuación? ¿En ampliación? Como respuesta general puede decirse que, en perfecto paralelismo con la Thorá (cf. Mt 5,17), a la que Cristo vino a darle su «cumplimiento», es decir, a llevarla a la plenitud prevista y querida por Dios, la ekklesía 29

de Cristo, lleva a plenitud lo significado y vivido en la Qahal Yahvé. En esta plenitud hay elementos antiguos que son asumidos y quedan asimilados en una síntesis superior, y otros que, por el contrario, son completamente nuevos y característicos, aportados por el mismo Jesús como «enviado personal» del Padre. El nuevo pueblo de Dios, en efecto, se presenta como continuación y herencia legítima del antiguo pueblo, por cuanto el plan salvífico de Dios, su acción salvadora en la historia de la humanidad es una y, sobre todo, única9. La historia de la salvación, en la que Israel tiene un protagonismo innegable, es realmente única. De ahí, que exista, en el fondo y como consecuencia de la unicidad del plan salvífico de Dios, una unidad fundamental entre el pueblo de Dios de la antigua Alianza y el de la Alianza nueva: «se trata de la misma realidad, de tal forma que, a pesar de todas las negativas y fracasos por parte de Israel, y a pesar de la unicidad insuperable del acontecimiento Cristo, se puede y se debe hablar no sólo de una continuidad, sino, en cierto modo, de una identidad. La mujer del Apocalipsis, que da la vida al Mesías niño y se oculta con él (Ap 12,1-7), simboliza a la vez el pueblo de Dios del AT y del NT» (...) «Por eso la Iglesia, como observa acertadamente el Vaticano II (cf. NAE 4; LG 2.9.16), no solamente está prefigurada en Israel, sino que está también incluida en él. Con otras palabras, que proceden igualmente de la tradición cristiana: el objeto de la eclesiología es en definitiva el único corpus ecclesiae, el pueblo de Dios único e indivisible» 10. El nuevo pueblo de Dios, por consiguiente, no pretende ser, desde ese punto de vista, más que cumplimiento y consumación del viejo Israel de Dios. De ahí que, «al autodesignarse como la ekklesía, la comunidad primitiva era consciente de ser la verdadera Qahal-Yahvé, el verdadero pueblo de Dios de los últimos tiempos, tanto en su dimensión universal como en sus realizaciones locales, y, a un mismo tiempo, de distinguirse esencialmente de la synagogé hebraica11. Por otra parte, en la historia de la salvación ha aparecido Cristo, el Enviado del Padre por excelencia (cf. Jn 8,16.29.42; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21), y, como tal, portador, realizador y consumador de la Nueva Alianza. Su obra redentora es de tal forma nueva y determinante, que sus seguidores constituyen el nuevo pueblo, el nuevo Israel de Dios, al que, además, no quisieron incorporarse los miembros del antiguo Israel rechazando de plano al «enviado» (cf. Mt 21,33-46). Es preciso, pues, mantener la tensión entre continuidad y discontinuidad entre ambos pueblos. Ni son tan discontinuos que no tuvieran que ver nada el uno con el otro, ni son tan continuos que se difuminase la auténtica novedad (plenitud respecto a la realización parcial: Mt 5,17, y luz plena respecto de las sombras: Col 2,17; Hbr 10,1), aportada por Cristo, autor, plenificador y consumador de la Nueva Alianza. Como dice agudamente Dahl, «la ekklesía es el Israel único del tiempo escatológico» 12. 30

3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO Hablando en términos generales, el término ekklesía lleva en sí el significado fundamental de «pueblo llamado», «comunidad convocada», incluso «asamblea política reunida» para una determinada acción que competía, atañía y comprometía a todo el pueblo13. Referido al ámbito de la comunidad cristiana conviene, ante todo, hacer una distinción entre el término ekklesía y el concepto o realidad que subyace al mismo. Estadísticamente el término aparece de forma decreciente desde los escritos más antiguos del Nuevo Testamento a los más recientes: «es frecuentísimo en el libro de los Hechos y en las cartas paulinas, mientras en las cartas pastorales apenas recurren a él, la carta a los Hebreos usa la ekklesía solo dos veces y no aparece en absoluto en las así llamadas cartas primera y segunda de Pedro, en las cartas de Tito, segunda a Timoteo, la de Judas y la primera de Juan. Extraña en cierto sentido aún más, que los mismos evangelios (hecha excepción de Mt 16,18 y 18,17), no hayan recogido el vocablo ekklesía» 14. Por el contrario, la realidad subyacente al término se advierte presente en la conciencia de los primeros cristianos desde el primer momento, y va creciendo constantemente en todos ellos con el paso del tiempo. Es cierto que «la palabra ekklesía en la línea bíblica no constituye una invención o una creación del cristianismo, sino que se relaciona con el ambiente judío. Sin embargo es objetivamente cierto que la misma palabra adquiere en el Nuevo Testamento un significado más técnico y más profundo» 15. Efectivamente, la palabra ekklesía «tiene ya en los escritos neotestamentarios y en los de la primera generación cristiana un marcado sabor de término propio de la comunidad de los creyentes» 16, cobrando desde el primer momento, un sentido eminentemente religioso y litúrgico. De ahí que, cuando los primeros convertidos judeo-cristianos comienzan a autodenominarse «Pueblo de Dios» o también y sobre todo la «ekklesía de Dios» (o, en algún caso, de Cristo), tienen como trasfondo no tanto la concepción de ekklesía propia del ámbito cultural helenístico, cuanto el profundo sentido hebreo de Qahal-Yahvé: «en esta autodesignación manifiesta la comunidad cristiana primitiva su conciencia de sentirse en una línea de continuidad con el Israel de la Vieja Alianza, enriquecida, sin embargo, con la experiencia del misterio de Cristo, Cabeza del nuevo pueblo de Dios» 17. Por eso, hay que valorar debidamente el hecho de que la primitiva comunidad de los seguidores de Jesús, sintiéndose legítimos continuadores del pueblo de Israel, asumiera el término ekklesía para designarse a sí misma como grupo socialmente identificable y sobre todo de forma específica cuando se reunía para las celebraciones del culto: la escucha de la Palabra, la celebración de la Eucaristía, la Oración en común, etc. «El hecho de que falte el genitivo de Cristo, cuando las primeras comunidades hablan de la Iglesia, significa que 31

los cristianos no hicieron por su cuenta el añadido toû Theoû —comunidad de Dios—, sino que lo recibieron del Antiguo Testamento. Lo utilizan para caracterizarse como los herederos legítimos del viejotestamentario pueblo de Dios; pero el cristiano supo que el nuevo pueblo de Dios era el pueblo de Dios fundado por Cristo y reunido en torno a Él» 18. Por eso, la vinculación expresa y formal que la comunidad cristiana sabe y siente tener con la persona de Cristo (cf. Hch 20,28), hace que esa comunidad no sólo se autodenomine en general ekklesía toû Theoû, sino que lo haga específicamente llamándose a sí misma ekklesía toû Xristoû (cf. Rom 16,16). El paso del significado veterotestamentario de ekklesía al significado propio del Nuevo Testamento, se ve realizado incluso literiamente, sobre todo por el evangelista Mateo con su texto central de Mt 16,16-18, al dar el paso de la profecía a la realidad. En la perspectiva de Mateo, las profecías de la restauración post-exílica tienen su cumplimiento: «Cristo se presenta como el edificador de la nueva Jerusalén anunciada por los profetas para los tiempos mesiánicos. Una Jerusalén sin Templo, y, a la vez, Templo toda ella por la presencia de la gloria de Dios en Cristo glorificado. Y en esta Jerusalén, congregada en nueva y universal ekklesía, todos los pueblos y naciones, que, al entrar por las puertas jamás cerradas, quedan también ellos iluminados por la antorcha, reunidos en este Templo, penetrados interiormente por la gloria de Dios, transformados en piedras vivas de esta Jerusalén animada, Ciudad, Templo y Esposa del Cordero» 19. Cristo, según Mateo, ha querido reproducir lo que Yahvé hizo con su propia ekklesía en el Antiguo Testamento: adquirirla para sí, convocar a todos los hombres, estar presente no ya en el Templo sino como su Templo viviente, dándole la Ley del amor. Con una diferencia importante: mientras la Asamblea de Yahvéh tiene una delimitación bien concreta y determinada (Jerusalén), la ekklesía de Cristo no conoce, de por sí, límite alguno de espacio, de tiempo, de destinatarios. De tal forma que los encuentros o congregaciones de los judíos en Jerusalén durante las fiestas, eran —también en este punto— «sombra de lo futuro» (Col 2,17): sombra y preanuncio de la ekklesía o de las ekklesíai de los seguidores de Jesús. Aun cuando, como se ha dicho, la expresión ekklesía Xristoû aparece raramente, es evidente, con todo, que la ekklesía del Nuevo Testamento aparece siempre indisolublemente unida a Cristo como su Cuerpo que es: — Unida al Jesús histórico que formó el grupo de seguidores y lo envió a predicar la Buena Noticia del Reino, haciendo otros seguidores del Maestro (Mc 3,13-19; Mt 28,19-20). — Unida al Cristo que murió y resucitó «por nosotros y por todos los hombres» (cf. Jn 11,49-52; Mt 26,27-28). 32



Unida al Cristo presente por siempre en la historia (cf. Mt 28,20).

En resumen, en el ámbito del Nuevo Testamento, la ekklesía designa realidades varias, ricas y complementarias entre sí: Designa ante todo, a la comunidad creyente reunida bien para escuchar la Palabra de Dios, bien para «partir el pan», para la oración, para hacer memoria del Señor en la eucaristía, etc. (cf. 1Cor 11,18; 14,4.5.12.19.23.28.33-35). Designa, otras veces, al conjunto de cristianos de una localidad concreta; la Iglesia de Dios de Roma, de Corinto, de Éfeso, etc. Supuesto este contexto local y en ese mismo contexto, la comunidad se siente y es llamada ekklesía, sobre todo en el momento central de la misma: la celebración de la Eucaristía (cf. Hch 5,11; 8,1; 11,22.26; 12,1.5; 15,22; 20,28; Rom 16,1.4.16.23). Designa finalmente, al Pueblo de Dios extendido y disperso por todo el mundo, asumiendo así un sentido auténticamente universalista aún cuando ordinariamente se parta de la experiencia de la comunidad local: cada Iglesia es «la» Iglesia (cf. Hch 8,3; 9,31; Ef 1,22; 3,10.21; 5,23-25.27.29.32; 1Tim 3,15ss). Se ha planteado con cierta frecuencia una cuestión que no deja de tener su importancia: si en el Nuevo Testamento se habla de «Iglesia particular» o de «Iglesia universal». Sería equivocado plantear este tema en términos de dilema o disyuntiva. K.L.Schmidt ha demostrado que la conciencia de los primeros cristianos era la de pertenecer a un único y universal pueblo de Dios, del que participaban los demás creyentes estuvieran donde estuvieran20. Dicho de otra manera, la realidad Iglesia se vivía en una Iglesia particular concreta y determinada, pero siempre y de forma inequívoca, con un horizonte de universalidad. Los miembros de las primeras comunidades cristianas no tuvieron nunca espíritu o actitud de secta, sino siempre conciencia de Iglesia. El horizonte universal fue una componente esencial de la comunidad cristiana desde sus mismos orígenes. Otra cuestión discutida, a la que ya se ha hecho referencia, es, si hay que hablar de «Iglesia de Dios» o de «Iglesia de Cristo«. Hay que reconocer que en el Nuevo Testamento aparece solamente una vez la expresión «Iglesia de Cristo» (Rom 16,16). Las restantes veces aparece siempre la expresión «Iglesia de Dios». Las primeras comunidades cristianas, a pesar de tener por Cabeza a Cristo el Señor, se siguieron autodenominando ekklesía toû Theoû. Solo en Rom 16,16, se encuentra la expresión ekklesía toû Xristoû. El hecho se puede explicar teniendo en cuenta que los primeros cristianos como cosa normal y por la propia inercia de los hechos, adoptaron términos o expresiones hechas del Antiguo Testamento, aunque siempre dándoles un significado sustancialmente nuevo. Es claro, por esa misma razón, que «la autocomprensión de los

33

primeros cristianos de constituir la Iglesia de Cristo que Él adquirió con su sangre (Hch 20,28) y la llenó de su Espíritu, se manifestó en la denominación ekklesía que la comunidad cristiana primitiva se dió a sí misma» 21. En conclusión: «cuando pronunciamos esta palabra (ekklesía) es toda una línea la que evocamos; una línea que empieza al pie del Sinaí, que llega a su punto culminante en Jerusalén, en la plenitud de la Nueva Alianza de Sión, el día de Pentecostés, y que recibe su apoteosis definitiva en la visión escatológica. Y junto a la línea histórica, inseparable de ella, toda una teología: una convocación que se va ensanchando hasta llegar a ser universal; una íntima reunión con Yahvé y con Cristo glorificado; una Ley que es superada por una alianza indestructible en los corazones; una zona de influencia de la vida divina; un «cuerpo de Cristo»; una nueva creación que recibe cuerpo dondequiera los Apóstoles, portadores de la Iglesia, hacen reposar este tabernáculo, como los antiguos levitas, en medio de los hombres; una esposa radiante de hermosura y claridad divinas, que baja del cielo y es madre de los hombres, que es la nueva Jerusalén y que acompaña inseparablemente al Esposo, quien, a su vez, le hace participar de las riquezas incomparables que constituyen la plenitud de Dios» 22.

4. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS 4.1. Eclesiología de Marcos Ante todo, no deja de llamar la atención y hasta de causar extrañeza, el hecho de que obras y estudios específicamente dedicados a la eclesiología del Nuevo Testamento, no dediquen siquiera unas líneas al trasfondo eclesiológico, ciertamente existente, del Evangelio de Marcos23. De hecho, este Evangelio se escribió para una comunidad concreta, es decir, para una Iglesia particular que, como toda comunidad, tendría naturalmente conciencia de su propia identidad; tendría, siquiera mínimamente, su propia autocomprensión, tanto desde el punto de vista del «ser» (¿quiénes somos? ¿por qué somos así?), como desde el punto de vista del «hacer» (¿qué hacemos? ¿para qué existimos?). Hay que reconocer de todas formas, en relación con el Evangelio de Marcos, que si, desde una apreciación general resulta objetivamente dificultoso «reconstruir el perfil teológico del evangelio más antiguo» 24, mucha mayor dificultad se encuentra para poder establecer con cierta garantía la naturaleza de la comunidad que dirigía Marcos. De hecho, es Mateo el que «recoge y explica las escasas indicaciones de Marcos sobre la preformación de la Iglesia entre los discípulos de Jesús» 25. 34

Es cierto que «Marcos no ha desarrollado temáticamente su visión de Iglesia, pero ha ofrecido las bases teológico-simbólicas de toda posible eclesiología mesiánica desde el fondo de la vida de Jesús» 26. Y es a la luz de ese Jesús, que constituye el verdadero centro del Evangelio de Marcos, como hay que entender los signos bajo los que presenta Marcos a la Iglesia. Así27: — La Iglesia es barca desde la que predica Jesús y en la que acompaña a los discípulos en momentos de zozobra (cf. 4,1.35-41; 6,46-52). — La Iglesia es comunión con Jesús, a quien escuchan los discípulos y cuya doctrina aceptan y comparten (cf. 4,10-12; 7,17-23; 10,10-11). — La Iglesia es rebaño, disperso en la muerte de Jesús, pero reunido de nuevo por el Pastor misericordioso después de la Resurrección (cf. 6,34; 14,27-28; 16,7-8). — La Iglesia es el nuevo Templo, verdadera casa de oración y comunión con el Resucitado (cf. 11,17; 12,10-11; 14,58; 15,29). — La Iglesia es la nueva familia de Jesús, constituida desde la palabra y comprometida en el seguimiento del Maestro (cf. 3,31-35; 10,29-31). De esta forma, es innegable que en el Evangelio de Marcos la Iglesia aparece embrionariamente como un «grupo de hombres» que se sienten llamados de forma personal y hasta incondicional a seguir a Jesús de Nazaret (1,17.20; 2,14; 3,14; 10,21.52) y, por eso mismo, desvinculados de los anteriores lazos sociales: familiares, laborales e incluso raciales. Un grupo de hombres que reciben un bautismo, no de agua sino del «Espíritu» (1,8; 13,11); que tienen confiada la comprometida misión de predicar la Buena Noticia del Reino y de instaurar ese Reino entre los hombres (4,1.10.14; 6,7s;13,9s.37; 14,9). Un grupo de hombres que se sienten llamados especialmente a prestar un servicio generoso a los propios hermanos, creando así una comunidad nueva, germen de una realidad histórica nueva. Aunque no pueda detectarse todavía en la comunidad de Marcos una «organización eclesial» por mínima que sea (no deja de llamar la atención, con todo, la relevancia de Pedro en el Evangelio de Marcos), sin embargo es una comunidad que «conoce el bautismo y la cena del Señor como acciones esclesiásticas. Su vida parece caracterizarse por la actividad misionera ambulante, por las curaciones de los enfermos, por las expulsiones de demonios, así como por las privaciones, pobreza, persecución, impugnaciones múltiples y procedimientos judiciales» 28.

4.2. Eclesiología de Mateo Hay que dejar constancia, ante todo, del gran influjo que el Evangelio de Mateo ha ejercido en la Iglesia a través de todos los tiempos, por haber sido considerado «el más 35

adecuado a las múltiples necesidades de la Iglesia posterior, el más citado por los Padres de la Iglesia, el más utilizado en la Liturgia y el más útil para los propósitos catequéticos» 29. Como se sabe, respecto del Evangelio de Mateo existe una cuestión (que es a su vez auténtica «clave interpretativa» de todo su Evangelio), acerca de si, en todos sus pasos, los relatos son constatación posterior de lo sucedido históricamente, o si, por el contrario, son proyección anticipativa de lo que sucedió con posterioridad a la desaparición de Jesús de la escena de este mundo. En el campo concreto que nos ocupa, «sigue en pie —dice H.Schlier—, la cuestión de si la Iglesia no es la interpretación, adecuada en principio, del discipulado de Jesús; Mateo lo habría comprendido así y, atendiendo a la realidad, habría interpretado con razón lo anterior a la luz de lo posterior» 30. Si esto es así, «según Mateo el grupo de discípulos de Jesús es la preformación de la Iglesia. Muchas veces este grupo aparece ya caracterizado con los rasgos de la comunidad posterior» 31. Mateo, que es el único evangelista que emplea la palabra ekklesía, parte en su evangelio del profundo contraste entre el viejo Israel, étnico-nacionalista y particularista, y el nuevo Israel, el «nuevo pueblo» que se entendía a sí mismo como una comunidad universal de salvación. Más aún, «Mateo hace de la ekklesía como nuevo pueblo de Dios, o mejor aún, como verdadero Israel, el tema central de su evangelio o punto donde converge todo el material propiamente suyo. En este sentido, el Evangelio de Mateo es comunmente llamado el evangelio de la Iglesia o también la primera eclesiología» 32. El ideograma «el verdadero Israel», es realmente la idea básica de este evangelio33. Efectivamente, «la eclesiología de Mateo hay que buscarla todo a lo largo de su evangelio precisamente en torno a esta problemática: viejo pueblo de Dios-nuevo pueblo de Dios. Este binomio, que radica en el Sitz im Leben de su evangelio, es considerado como la clave para interpretar todo el complejo de su obra y en particular su concepción eclesiológica» 34. Para Mateo, «el “pueblo” es, pues, el verdadero pueblo de Dios que se constituye sobre un nuevo fundamento; que abarca de igual manera a los miembros creyentes de Israel y a los súbditos convertidos y probados de los pueblos gentiles (cf.12,21; 24,14; 25,32; 28,19). Es una comunidad puramente religiosa, hecha posible por la sangre de expiación de Jesús (cf.26,28), convocada por sus enviados, constituida por el bautismo y por el seguimiento obediente de Cristo (cf.28,19); pero sociedad que está también obligada a dar frutos en lo moral, especialmente en el amor al hermano, al prójimo y aún al enemigo (cf. 5,43-48; 18,23-25; 25,31-46)» 35. Sobre la base mateana de la Iglesia entendida como el nuevo pueblo de Dios, se construye su representación básica de la ekklesía: «la iglesia de Dios de la Antigua

36

Alianza se ha convertido ahora en la Iglesia de Cristo (cf.16,19) y a ella corresponde la antigua dignidad del pueblo elegido por Dios» 36, de tal forma que «la ekklesía es el lugar de la reunión y apresto de los ekklektói, la comunidad que otorga la salvación pero que (sin frutos morales) no la garantiza; si se quiere (y si no se teme la expresión): el “instituto de salvación”» 37. Del análisis del Evangelio de Mateo se puede sacar esta conclusión en cuanto al universalismo de la Iglesia y de su mensaje: la comunidad a la que se dirige Mateo es una comunidad que tiene conciencia de universalidad. No es una comunidad encerrada en sí, con visión corta, restringida únicamente a los judíos. Esta «concepción plenamente universalista culmina en el epílogo del evangelio con el mandato misional sin restricciones a los gentiles» 38. Más aún, la Iglesia del evangelio de Mateo «no se comprende a sí misma como la Iglesia compuesta de judíos y gentiles, sino como la ekklesía abierta a todos los pueblos» 39. De forma que «la concepción universalista del Evangelio de Mateo es una de las líneas de fuerza de su eclesiología y echa sus raíces en la predicación de Jesús» 40. Hasta tal punto es importante esta perspectiva en el Evangelio de Mateo que «sólo quien tome en cuenta ambos puntos de vista —origen judeocristiano y universalismo— podrá entender la temática y la “eclesiología” del Evangelio de Mateo» 41. Esta perspectiva de universalidad aplicada tanto a los posibles miembros de la comunidad eclesial (judíos y no judíos), como a los destinatarios del mensaje (cf. Mt 21,43), es la perspectiva central de la eclesiología mateana. De tal manera, que «el envío solemne por el Kyrios constituido por el dominio del mundo (20,18.20), no es algo inesperado42, sino más bien el culmen a que todo el libro tiende» 43. En el Evangelio de Mateo la Iglesia tiene una relación esencial con Jesús, pero con una particularidad. Si Lucas, aun dentro de una visión profundamente unitaria, escribió el Evangelio para narrar lo que ocurrió a Jesús en su vida terrena, y los Hechos para transmitir a la posteridad lo acontecido a los primeros seguidores de Jesús después de la resurrección, Mateo «no separa la época de la Iglesia de la época de Jesús» 44. La ligazón intrínseca entre ambos momentos —vida de Jesús, vida de la Iglesia— se pone de relieve en la técnica usada por Mateo (también por Juan), de entrelazar «su comprensión de la era post-resurrecional en la narración del ministerio público de Jesús» 45. En este mismo sentido, una nota que caracteriza igualmente la eclesiología de Mateo es la certeza de la presencia de Cristo en medio de la comunidad. Una presencia que se asegura hasta el final del tiempo (cf. 28,20) y en virtud de la cual la Iglesia llevará incansablemente, con energía siempre renovada la tarea del anuncio de la Buena Noticia, y una presencia misteriosa pero realísima de Cristo resucitado, semejante a la de Yahvé 37

en la Antigua Alianza (shekiná), en los momentos en que los creyentes se reúnen en nombre de Jesús para la oración y el culto (cf. 18,19-20). Otra forma de presencia de Jesús en la comunidad de los creyentes es mediante la aceptación y vivencia de su doctrina. Efectivamente, «la doctrina de Jesús, ejemplificada en los cinco grandes sermones del primer Evangelio (sermón de la montaña: caps. 5-7; sermón de la misión: cap. 10; sermón en parábolas: cap. 13; sermón del orden y vida de la Iglesia: cap. 18; sermón escatológico: caps. 24-25), es la forma en la cual y a través de la cual, Jesús permanece presente en una comunidad deseosa de vivir según sus mandamientos» 46. Un capítulo del todo especial, monográficamente eclesial, del Evangelio de Mateo es el capítulo 18. Capítulo que ha sido llamado «sermón de Jesús sobre el orden y la vida de la Iglesia» 47, y que afronta en sus líneas generales los peligros y tentaciones que pueden vivir las iglesias desde la perspectiva de las estructuras y de la autoridad: El peligro del engreimiento, de la vanidad y del uso del poder en contra del espíritu de «niños» que pide Jesús a todos. El peligro de convertirse en la figura principal del grupo desde unas coordenadas y planteamientos estrictamente mundanos. Mateo hace ver que «la primera cuestión para una Iglesia que ha de sobrevivir en el mundo como la sociedad de Jesús, es cómo evitar la aceptación de los valores opuestos de la sociedad que le rodea» 48. El peligro preventivo (más que la denuncia), de posibles escándalos tanto en el interior de la comunidad eclesial, como hacia fuera de la misma. El peligro de preterir e incluso despreciar a los pequeños e irrelevantes. El peligro de no atender a los alejados, centrándose únicamente en los miembros dóciles y fieles, y procediendo más por la fuerza que por el amor. Efectivamente, «en el versículo 18, Mateo manifiesta conocer la existencia de autoridad dentro de la Iglesia; pero tal autoridad no es en sí misma ni cristiana ni no cristiana. Dicha cualidad no procede únicamente de la forma en que se ejerce la autoridad, sino también de la resistencia a apelar a ella» 49. Finalmente, el peligro de no ser generoso en el perdón del hermano, de cansarse de perdonar, no siendo capaz de perdonar al que nos ofende. La manera en que Mateo concibe la estructura interna de la Iglesia la encontramos en la llamada «regla de la comunidad» (Mt 18,1-20). En esta «regla de la comunidad» se descubre (v. 18) un círculo determinado de personas a las que se les otorga, por parte de Dios y no de la comunidad, un pleno poder que dice relación y afecta a la salvación. De tal forma que «la autoridad de la ekklesía del v. 17 no se apoya sólo en su dignidad como representante del pueblo de Dios, sino también en que está guiada por aquellos que de 38

Dios han recibido pleno poder» 50. Efectivamente, «Mateo no rechaza indiscriminadamente para su comunidad los principios de autoridad farisaicos» 51. Más aún, «los modelos de autoridad rabínicos no están lejos del pensamiento de Mateo y parecen tolerables, en tanto en cuanto se reconozca que la autoridad viene en último término de Jesús» 52. Además de los Doce, existen en la ekklesía otros miembros a los que se les confía el servicio de la comunidad. Mateo, en efecto, «conoce y reconoce funciones y oficios directivos en la comunidad, pero los coloca bajo la ley del servir y de la responsabilidad ante el Señor (cf. 24,45-51; 25,14-30)» 53. Pero Mateo que, como queda dicho más arriba, es «el único evangelista que usa la palabra iglesia y que habla de la construcción o fundación eclesial de Jesús, entendía que la Iglesia podía convertirse en una entidad autosuficiente, gobernada (en nombre de Cristo, para seguridad) por su propia autoridad, sus propias enseñanzas, y sus propios mandamientos. Para contrarrestar tal peligro, Mateo ha insistido en que la Iglesia debería gobernar no sólo en nombre de Jesús, sino también en el espíritu de Jesús, y a través de sus enseñanzas y mandamientos» (...) «Mateo acepta la institución, la ley y la autoridad, pero quiere una sociedad peculiar donde la voz de Jesús no haya sido suplantada y siga siendo normativa» 54. Con todo, puede afirmarse que todos los ejemplos de poder «otorgado por Jesús, demuestran con claridad que la Iglesia de Mateo tiene un fuerte sentido de la organización y de la autoridad» 55. Por otra parte, llevado de un concreto espíritu realista, Mateo es consciente de la debilidad humana y, por tanto, de la posibilidad del pecado en la Iglesia. No es —la Iglesia— una comunidad de solos puros y santos. Se dan en ella —al menos como posibilidad—, también pecadores que pueden escandalizar a los miembros sencillos y humildes de la comunidad (vv. 6-9). Resumiendo, en Mateo la ekklesía aparece como: — El verdadero Israel de Dios, que tiene su centro real y verdadero en Jesús crucificado, resucitado y exaltado en plenitud de poder, que ha hecho un llamamiento universal a su seguimiento. — La nueva comunidad mesiánica, congregada por Dios, nacida de arriba, fruto de un llamamiento por parte de Dios. — Una comunidad reunida en nombre de Cristo el Resucitado, en cuyo nombre se sienten vinculados entre sí los miembros de esa comunidad. — Una comunidad que, en consecuencia de lo anterior (llamamiento de Dios y presencia del Resucitado), se siente fraternalmente unida, de forma que cada miembro es un hermano para los demás. Los factores a tener presentes para descubrir la Eclesiología del Evangelio de Mateo son, pues: 39

El Reino o reinado de Dios. El grupo de seguidores-discípulos. El pequeño grupo de los Doce. Efectivamente, idea central y determinante en el Evangelio de Mateo es la realidad del Reino de Dios o Reino de los cielos. Es un Reino «próximo»: tan próximo, que se hace presente y se inaugura en la «palabra» de Jesús (parábolas), en sus «signos admirables» (milagros) y, sobre todo, en su «persona«. Su obra (palabras y signos) coloca a los hombres ante su persona con el compromiso de decidirse en favor o en contra (11,12ss; 16,25; 19,29). Ese Reino penetra y se hace presente en la historia no sólo en la persona de Jesús (palabras, signo, vida), sino también a través de «su Iglesia», es decir, a través de su comunidad, del grupo de sus discípulos: un grupo amplio y abierto que se distingue de la masa del pueblo por sentirse particularmente llamados al seguimiento, siendo discípulos de Jesús y hermanos entre sí. En este grupo de discípulos aparece preformada la estructura de la Iglesia, algunos de cuyos elementos constitutivos son el bautismo, la predicación y aceptación de la doctrina, la vivencia de una verdadera fraternidad y la tensión escatológica frente al Reino de Dios que irrumpe. Entre todos los seguidores y discípulos, destaca un pequeño grupo, los Doce, al frente de los cuales se encuentra Pedro. «Para Mateo este grupo de discípulos, con los Doce y Simón Pedro, constituyen la preformación de la futura Iglesia. Podríamos decir incluso que el grupo es esta Iglesia en su estructura fundamental, a modo de promesa» 56. Es importante poner de relieve que en el Evangelio de Mateo se detecta una comunidad plural desde varios e importantes puntos de vista: Ante todo, es plural y diversificada desde el punto de vista étnico: está compuesta por judíos y gentiles, situación que acarreó a la comunidad problemas externos e incluso internos. Es plural, además, desde el punto de vista socio-económico: es una comunidad en la que hay ricos y pobres, en la que éstos son los preferidos y en la que los mismos ricos están llamados a ser «pobres de espíritu». Es plural, igualmente, desde el punto de vista ético-moral. La Iglesia de Mateo es una comunidad en la que pueden crecer simultáneamente el trigo y la cizaña, es decir, miembros sanos y miembros de mala conducta, ante los cuales, de todas formas, la comunidad ha de mostrarse paciente y misericordiosa. En una palabra, los elementos que configuran la realidad social de la ekklesía en el Evangelio de Mateo son57: — Ante todo, la realidad del Reino de los cielos, o Reino de Dios, manifestado en el curso de la historia a través de la comunidad cristiana. 40

— — —

— —

La noción de Pueblo escogido, aplicada a la nueva comunidad mesiánica. El discipulado como núcleo de la futura comunidad del Cristo pospascual, destacando, dentro del grupo, los Doce. El grupo formado por judíos y gentiles, que, como núcleo del verdadero Israel de Dios, está llamado a ser una comunidad de hermanos, con una dimensión espiritual y no puramente sociológica. La «Regla de la comunidad» (cap. 18) en la que aparece ya esbozada la estructura interna de la Iglesia. El paso de Mt 16,16-18, como realidad anticipada al tiempo del Jesús histórico, de algo que fue sucediendo a partir del momento de la Resurrección de Cristo.

4.3. Eclesiología de Lucas: Evangelio y Hechos R. Schnackenburg comienza su investigación sobre la Iglesia en la obra de Lucas afirmando que «la considerable contribución que en sus dos obras (Evangelio y Hechos) ha aportado Lucas a una teología de la Iglesia, puede muy bien consistir en haber colocado a Iglesia e historia en una mutua relación y en haber asignado a la Iglesia su tiempo y su tarea entre la recepción de Jesús en el cielo (cf. Lc 9,51; Hch 1,2.11.22) y su retorno (Hch 1,11; cf. 21,27ss)» 58.

Un proyecto universal de Dios Ante todo, Lucas presenta a la Iglesia como la heredera legítima de Israel. La Iglesia, según Lucas, «se encuentra situada en la continuidad de los planes y de las disposiciones salvíficas de Dios» 59. De ahí, que no sólo trata de establecer, hasta donde era posible, las relaciones entre Iglesia y judaísmo, sino que, una vez constatada la actitud negativa de Israel ante el llamamiento a la salvación hecho por Jesús, deslegitima las tendencias judaizantes existentes entre algunos cristianos. En estrecha relación con esta perspectiva, se constata que «el escenario de la Ciudad Santa adquiere en la geografía lucana un significado salvífico central, como el lugar de las enseñanzas de Jesús en el Templo y de su pasión y glorificación, y como el lugar también del nacimiento de la ekklesía y comienzo del tiempo de la Iglesia en el desarrollo del plan histórico-salvífico» 60. Al autodefinirse la comunidad primitiva como ekklesía toû Theoû (Hch 20,28), puso de relieve la conciencia que tenía de ser la continuidad del viejo Israel. Más aún: la comunidad mesiánica, la ekklesía presentada por Lucas, tiene una preexistencia eterna (Hch 15,18), por cuanto es obra de Dios que cumple sus promesas hechas a los «padres antiguos» según su plan de salvación (cf. Hch 3,18; 4,28; 8,32; 41

9,22; 10,43; 13,29; 17,2-3; 18,5.28; 26,22-23.27; 28,23); tiene por cabeza a Jesús, el Mesías siempre presente, exaltado por Dios a su diestra (cf. Hch 2,32-36; 3,13-15.2026;5,30-32;7,5-56...). «Esta primacía del Resucitado y de su acción en la ekklesía, es un elemento esencial de la autocomprensión de la comunidad cristiana primitiva, que pasa a constituir un rasgo característico de la imagen lucana de la Iglesia» 61. Según esto, la universalidad de la Iglesia tiene, según Lucas, un triple fundamento: «el decreto de Dios, la misión de Jesús y el mismo correr de la historia sagrada» 62.

Iglesia y Espíritu Santo En la obra lucana (Evangelio † Hechos) aparece la Iglesia (que tiene su origen en la aparición del crucificado-resucitado), no sólo como una obra portentosa de Dios en perfecta sintonía con la trayectoria vivida por Israel en la historia de la salvación, sino también como una obra protagonizada de forma activa y manifiesta por el Espíritu Santo. Efectivamente, el tiempo de la Iglesia es, para Lucas, el tiempo del Espíritu que está presente en ella, vive en ella, actúa en ella y se vale de ella para llevar adelante el proyecto único de Dios en la historia de la salvación. Por eso precisamente, la efusión del Espíritu «es un momento esencial de la constitución de la comunidad cristiana. En y por el evento de Pentecostés, la comunidad de discípulos de Jesús se convierte en Iglesia de Cristo. Consumada la actividad terrena de Jesús y de su partida al Padre, entra en escena la Iglesia equipada con el Espíritu para prestrar su servicio al mundo perpetuando en el espacio y en el tiempo la obra redentora del Señor63. La múltiple acción del Espíritu se experimenta, además, en el protagonismo que tiene en la vida y en la acción de la Iglesia, especialmente en la dirección de los misioneros que predican el evangelio y hacen crecer la Iglesia mediante el bautismo de los nuevos creyentes: Gracias al Espíritu, esos misioneros son enviados a predicar la Palabra, agregando a la comunidad a los nuevos convertidos, hechos cristianos mediante el bautismo. Gracias al Espíritu, crece y se difunde la Iglesia como portadora de la Buena Noticia. Gracias al Espíritu, que penetra y vivifica a los creyentes, la vida de la comunidad se desenvuelve con pujanza, aunque no desprovista de sombras. Gracias al Espíritu, los momentos más oscuros y difíciles de la comunidad eclesial se resuelven con la paz y reconciliación de todos sus componentes: vgr. en el Concilio de Jerusalén (cf. Hch 15,22). 42

Gracias al Espíritu, los ministros ejercen su función directiva en el seno de la comunidad, con la actitud de servicio querida por el Maestro. Gracias precisamente al mismo Espíritu, la comunidad eclesial está enriquecida con multitud de dones, gracias y carismas, que, de esa forma, funcionan para el acrecentamiento de la comunidad misma y no para el desorden o la rivalidad. El Espíritu está presente y activo tanto en la comunidad eclesial en cuanto tal, como en los miembros que ejercen un ministerio en el interior de la misma: la multitud de los creyentes, los «Doce», Pedro, Juan, Esteban, Bernabé, Pablo..., aparecen reiteradamente como sujetos guiados, impulsados, sostenidos, fortalecidos e iluminados por el Espíritu. El Espíritu es, igualmente, el que lleva a su plenitud el «acontecimiento Cristo», realizando la promesa del Padre (Lc 24,49), a la vez que abre el tiempo de la Iglesia. Efectivamente, así como Jesús recibió el Espíritu Santo para consumar, por una parte, las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento y para iniciar, por otra, su obra mesiánica en la historia, de manera paralela, la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad del Cenáculo representó la consumación y plenificación de la historia de la salvación, y el inicio del caminar misionero de la Iglesia por la historia. De tal forma, que «el tiempo de Jesús sigue corriendo en el tiempo de la Iglesia. Y más aún: éste desarrolla lo que aquel prometía y sin duda tanto sobre la base de la glorificación y de la investidura en poder de Jesús (cf. Hch 2,34-36), como de la donación del Espíritu. No hay entre el tiempo de Jesús y el período de la Iglesia cesura alguna disyuntiva: allí y aquí se proclama el Evangelio que, tras la Pascua, se ha enriquecido por el mensaje de Jesús, Mesías crucificado y resucitado, Señor ensalzado» 64. De la misma manera, «por medio de Espíritu Santo enviado “de arriba”, conduce el Señor su comunidad terrena, le otorga predicadores y pastores, procura su edificación y crecimiento, le da paz y unidad, fortaleza en la persecución y fuerza para la victoria. Brevemente, la dirige a través de los tiempos hasta la plenitud del Reino de Dios (cf. Hch9,31; 20,28; Ef 4,11-16)» 65. En una palabra, el Espíritu es el enviado por excelencia por el Jesús exaltado en la Resurrección y Ascensión; el Espíritu que se adueña de «los Doce», testigos de la resurrección de Jesús, dirigentes de la ekklesía, guardianes fieles de la doctrina; el Espíritu que actúa en la comunidad eclesial, particularmente en la Palabra y en los Signos en los que misteriosamente se hace presente y operativa la obra salvífica de Jesús. La Iglesia presentada por Lucas surge como comunidad de discípulos y hermanos, en la que se escucha, se acoge y se cree en la Palabra, gracias a la cual se realiza la conversión sellada por el bautismo. Es una comunidad integrada por judíos y gentiles, a pesar de las 43

grandes reticencias y hasta oposición existente por parte de los judeocristianos. Hasta tal punto protagoniza el Espíritu la vida de la Iglesia, que es posible afirmar que, en la mente de Lucas, «el tiempo de la Iglesia es el tiempo de la actuación eficaz del Espíritu» 66.

Un proyecto de Dios en la historia Por otra parte, Lucas sitúa toda la obra de Cristo, y por tanto también la Iglesia, en el contexto de la historia de la salvación. Una historia que expresa una profunda unidad en todo el plan salvífico de Dios, y que se sitúa en el tiempo que transcurre entre la creación y la parusía, comprendiendo tres fases sucesivas: la época de Israel, marcada por la Ley y los Profetas; la época del ministerio de Jesús, que constituye precisamente el centro de la historia y, de alguna manera, su consumación escatológica; y la época o tiempo de la Iglesia, que no será breve y que se extiende precisamente entre la ascensión de Jesús al cielo y su segunda venida en gloria. «En su visión de la ekklesía Lucas ha determinado con mayor precisión que Mateo y Marcos el tiempo de la Iglesia. Todos sus comentaristas convergen, dentro de una gama de tonalidades diversas, en señalar la perspectiva histórico-salvífica como el elemento más característico de la concepción eclesiológica de Lucas» 67. Por eso precisamente, «el lugar desde el que Lucas despliega su visión de la historia (es) la Iglesia que cree en Jesucristo» 68. Los dos «tiempos», pues, el de Jesús y el de la Iglesia, están en íntima relación el uno con el otro, de forma que deben ser vistos y considerados dentro de un único plan divino de salvación, implicando elementos de una profunda continuidad que van del uno (tiempo de Jesús), al otro (tiempo de la Iglesia).

El discurso de la última Cena De particular interés eclesiológico aparece la larga conversación de Jesús con los discípulos, que presenta Lucas después de la Cena: Lc 22,21-38. En esa conversación aparecen estos elementos eclesiológicos de primera importancia: 1. Ante todo, la donación que hace Cristo a la Iglesia de la Eucaristía. Porque habrá de hacerse «en memoria suya«(v. 19), Lucas presentará en Hechos la Eucaristía como una realidad central y determinante para la vida y para la existencia misma de la comunidad cristiana: los primeros cristianos se reunían precisamente para «la fracción del pan» (2,47). 2. En segundo lugar, la comunidad cristiana, puesto que es la continuación en la historia del Maestro, tiene que contar con el dolor, el sufrimiento, la incomprensión, la persecución: es ése el destino de la Iglesia futura (cf.Lc 6,22ss; 11,4-12; 14,25ss; 21,1244

19). 3. Se percibe, igualmente, en esa conversación de la Cena, un esbozo de estructura apostólica de la Iglesia. Ahí tienen un particular protagonismo «los Doce» y, dentro de ellos, «Simón» al que se le confía una tarea concreta: confirmar a los hermanos (v. 32), es decir, a todos los miembros creyentes de la Iglesia. Según eso, el protagonismo de Pedro se desarrolla y se ejercita, de una manera notable e innegable en Hch 1-12. Es así cómo, «en la ekklesía que describe Lucas, se tocan ya los elementos de la tradición, la sucesión y las potestades de magisterio y gobierno, en resumen, del ministerio eclesiástico» 69. 4. Finalmente, resulta interesante descubrir en el relato que hace Lucas de la Cena, el espíritu, el talante y, por consiguiente, la forma como hay que entender el oficio (ministerio) que se confía a los miembros de la Iglesia: hay que ejercerlo «sirviendo» (22,24-27). Lo que desea poner de relieve Lucas en este texto (que habría que completar con el de Hechos 6,1-16), es precisamente «el cometido de quienes se hallan en la Iglesia con una jerarquía y una misión» 70. Por el contrario, «en lo que concierne a la organización externa y a la distribución de oficios, no se deja ver especial interés alguno» 71. En esta misma línea aparece el texto de Hechos 20,28 sobre el cuidado que han de tener los pastores acerca del rebaño que el Espíritu Santo les ha confiado. Un texto, por lo demás, que no parece específico y peculiar de Lucas, sino más bien común a todas las comunidades cristianas primitivas. Se puede por todo esto afirmar que «lo que permanece específico suyo (de Lucas) sigue siendo el haber asegurado a la Iglesia un tiempo y un espacio, una misión y un camino hacia el futuro» 72.

Elementos constitutivos de la Eclesiología lucana Varios son los elementos que constituyen esencialmente la Eclesiología lucana y que destacan en la experiencia de Iglesia que refleja Lucas en sus escritos: 1. Ante todo, los miembros de la comunidad: los que, siguiendo la llamada de Dios, aceptan en la fe el Bautismo, se convierten por ese mismo hecho, en discípulos (Hch 6,12) y llegan a constituir el «pueblo de Dios» (Hch 15,14; 18,10), la ekklesía (Hch 5,8.11; 8,1.3ss; 9,31; 11,26; 19,1ss; 14,23; 20,17.28). Son miembros que pertenecen a diversas clases sociales, pero en los que existe, por igual, una seria preocupación, un interés constante, eficaz y operativo por los que, dentro de la misma comunidad eclesial e incluso más allá de ella, son pobres y necesitados. 2. Después la Palabra: proclamada, ante todo, por Jesús, el portador de la Buena 45

Noticia y confiada a los mensajeros y heraldos de la misma que, en este caso es ya el mismo Jesús convertido por Lucas, en centro de la proclamación de la palabra: Jesús ha pasado de ser «predicador» a «predicado». Es una Palabra, que ofrece incansablemente la predicación apostólica y gracias a la cual surgen las comunidades en todo el mundo. «Mediante esta Palabra apostólica surge la Iglesia. Es su fuente y su fuerza interior permanente» 73. Es una Palabra, por consiguiente, mediante la cual se va construyendo cada comunidad, se renueva y consolida la fe de los creyentes. Una Palabra de la que, incluso antes que los mismos ministros, deben ser portadores todos los miembros de la comunidad. En efecto, «la vinculación intrínseca de la ekklesía con la Palabra no solo en el momento creador de su mismo ser comunitario, sino en los demás aspectos de la vida eclesial, implica una responsabilidad común a todos sus miembros en función de la Palabra, que trasciende la misión específica de los ministros del Evangelio» 74. 3. En tercer lugar la vida sacramental, especialmente el Bautismo y la Eucaristía: — El Bautismo, como rito de entrada y adscripción a un grupo religioso, era común en el contexto religioso del Nuevo Testamento; incluso en su conexión con el judaísmo. Sin embargo, en la concepción de Lucas, el Bautismo va mucho más allá, apareciendo como el camino normal mediante el cual Dios otorga su Espíritu Santo, y como el «signo» fundamental gracias al cual se entra a participar «en la salvación adquirida por Jesucristo y que incorpora, a la par, a su comunidad soteriológica. Es ésta una indisoluble interconexión: toda salvación viene de Jesucristo. No existe ninguna (verdadera y plena: cf, Hch 18,24-28) pertenencia a Él, que no se dé en su Iglesia. Y para ganar la salvación, para ser agregado a su Iglesia, hay que hacerse bautizar en el nombre de Jesús» 75. — En cuanto a la Eucaristía hay que decir que «la celebración eucarística es, desde un comienzo, el culto central y común de las iglesias cristianas, que les era propio y que las fusionaba interiormente en la memoria de su Señor y en el cumplimiento de su sagrada tarea» 76. En ella se hace memoria del Señor y como consecuencia se comparten entre todos los bienes incluso materiales. En la Iglesia que Lucas refleja en sus escritos, en efecto,«se partía el pan por las casas» (klásis ton árton kat’oikón) y con ello se significaba que la comunidad, en el marco de una comida familiar, prolongaba en el tiempo tanto la última Cena con el Jesús terreno, como el convite con el Resucitado. Era un encuentro específicamente cristiano del que consta, al menos para la Iglesia de Troade (Hch 20,7.11), que se celebraba «el primer día de la semana», es decir, el domingo. La comunidad creyente —según Lucas— es consciente de que en la Eucaristía celebra la Nueva Alianza. Esta conciencia produce entre los creyentes alegría, recrea los 46

lazos de fraternidad de la nueva familia de Dios, y profundiza el convencimiento de hallarse en camino hacia la consumación escatológica. Hay que reconocer, con todo, que «todo intento de determinar ulteriormente la frecuencia de este perseverar de los primeros cristianos en la fracción del pan encuentra también dificultades insolubles» 77. La Eucaristía, por consiguiente (cualquiera que fuera la forma de su celebración), es «un elemento constitutivo de la comunidad eclesial, que pone a un mismo tiempo de manifiesto cómo su unidad no proviene de abajo, ni es el resultado de iniciativas humanas, sino que es un don de arriba, comunicado por Cristo a su Iglesia en la koinonía con su cuerpo y sangre, ofrecidos en sacrificio y dados como alimento. La alegría de la comunidad en la celebración de la cena del Señor era, sobre todo, un gozo vivencial de esta comunión con Cristo y de la comunión de los fieles entre sí» 78. 4. Está también la Oración en común: es la primera actividad de la que nos dan cuenta los Hechos (cf. 2,41-42; 3,1; 5,12). La actividad orante de la comunidad va jalonando los momentos particularmente importantes o críticos de esa comunidad: la espera del Espíritu, la elección de los diáconos, la liberación de Pedro, la elección de Matías, la misión de Pablo y Bernabé, etc. La Oración en común y, dentro de ella, la celebración de la Eucaristía (actividad permanente de la comunidad), son, para Lucas, a la vez, expresión de la comunión existente entre todos los bautizados, y compromiso para profundizar y hacer operativa en la vida diaria esa comunión. Como dice A. Antón, «la asamblea litúrgica implica un estado de comunidad eclesial, de la cual la reunión cultual no es más que su manifestación localizada» 79. Esta comunión, por otra parte, no suprimía ni anulaba en forma alguna la diversidad de dones, carismas, servicios y ministerios, sino que se iba realizando en forma de un rico pluralismo; hizo a los creyentes profundamente solidarios entre sí, hasta crear en ellos una arraigada conciencia de fraternidad. En efecto, «los miembros de las comunidades no son sólo discípulos, creyebntes y santos (mathetái, pistoi y hagioi), sino también hermanos (adelphoi) (por ejemplo, Hch 1,15; 9,30; 10,23; 11,1, etc.). Para Lucas, la Iglesia es por su origen, sus dones y su modo de vida, una fraternidad, aunque el evangelista no emplee nunca el concepto de adelphotes» 80. 5. Elemento constituyente de la Iglesia es el Ministerio: en Lucas no encontramos una reflexión más o menos estructurada de la comunidad que describe y de la que habla constantemente. Sin embargo, «los Hechos nos han legado algunos datos sueltos, pero valiosos, sobre la existencia de ciertas estructuras jerárquicas en la comunidad cristiana primitiva, de los que se ha hecho eco la eclesiología de Lucas. Todo intento, sin embargo, de describir más en concreto las estructuras ministeriales o jerárquicas y de precisar sus funciones, topa con problemas insuperables, radicados sea en la escasez de los datos, sea en la variedad y flexibilidad de formas de realización, que el ministerio 47

eclesial adoptó en la Iglesia ya desde sus mismos orígenes y que fue cambiando de acuerdo con los postulados de espacio y tiempo, firme siempre un cierto substrato inmutable» 81. Teniendo presente la observación anterior, se puede afirmar la existencia de una ministerialidad propia y verdadera, fácilmente detectable en el Libro de los Hechos sobre todo, aun cuando dicha ministerialidad no tenga unos contornos suficientemente precisos y definidos. Se pueden establecer en consecuencia, como elementos que conforman el ministerio jerárquico en la obra de Lucas los siguientes: los Doce, cierta posición primacial de Pedro en la dirección de la comunidad de Jerusalén, la actuación de los presbíteros y ancianos en las comunidades junto a los apóstoles, la elección y funciones de los siete diáconos, la presidencia de Santiago en la iglesia de Jerusalén, y la posición de Pablo en relación con el grupo de los Doce y con los apóstoles de las Iglesias particulares. En una palabra y teniendo bien presente el dinamismo propio de todo lo que es vivo y como tal tiende a un desarrollo homogéneo, «en la ekklesía que describe Lucas se tocan ya los elementos de la tradición, la sucesión y las potestades de magisterio y gobierno; en resumen, del ministerio eclesiástico» 82. 6. Determinante en la eclesiología de Lucas es la Misión. Situada en la historia, la Iglesia tiene una esencial e irrefrenable vocación misionera: una misión que tiene que comenzar por Jerusalén, continuar por Samaría y Galilea, extendiéndose y llegando «hasta los confines del mundo», es decir, a todos los hombres y a todos los pueblos sin excepción (cf. Lc 24,47; Hch 1,8). Una misión dirigida, no sólo a los pobres y marginados de la tierra, sino a todos aquellos que están alejados de Dios y a los que se les ofrece, en nombre de ese Dios, el inefable y sorprendente don de la misericordia (cf. Lc 15,3-32; 18,9-14; 19,1-10). Una misión para la que todos los obreros son pocos, puesto que la mies es mucha (cf. Lc 10,1-12; Hch 11,19-26).

5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN: Evangelio, Apocalipsis, Cartas De entrada es preciso superar la impresión de subjetivismo e individualismo religioso que puede dar el Evangelio de Juan. Algunas de sus afirmaciones, en efecto, leídas en clave individualista, han propiciado y hasta afianzado a lo largo de la historia esa impresión, con las consiguientes actuaciones en el plano de la espiritualidad cristiana. Hasta tal punto ha podido estar afianzada esta impresión, que es legítimo hacerse esta pregunta: ¿tiene Juan (sobre todo en el Evangelio) una Eclesiología?

5.1. Evangelio 48

Resulta absolutamente claro que «el interés primario del cuarto evangelista se dirige a la cristología» 83: es Cristo preexistente en el seno del Padre, Enviado del Padre por excelencia, luz del mundo, pan vivo bajado del cielo para la vida del mundo, pastor y puerta del rebaño, etc.., el que ocupa el centro de atención del cuarto evangelio. Y sin embargo, «si se mira profundamente en el evangelio de Juan, se advierte que a la Iglesia se le ha asignado un puesto muy determinado en la obra de la salvación» 84. Hasta tal punto está presente la comunidad eclesial en la obra de Juan, que Brown no duda en afirmar que «la eclesiología juánica es la más atractiva y excitante del Nuevo Testamento» 85. La concepción eclesiológica de Juan en el Evangelio, viene expresada sobre todo en las dos grandes imágenes de las que se vale: 1. En primer lugar, la imagen del rebaño (10,6-16) que es verdaderamente directriz. Es una imagen que, además de estar presente a lo largo de todo el Evangelio —desde el inicio hasta el último capítulo llamado «adicional»—, tiene una honda raigambre veterotestamentaria: Dios, el dueño de las ovejas, las va encargando a distintos pastores que no siempre responden al corazón de Dios. Por eso, suscitará un Pastor por excelencia, bueno y verdadero, que no sólo reunirá a las ovejas y las servirá, sino que dará su misma vida por ellas. En esta imagen, además de las condiciones del Pastor, aparece, por una parte, la preocupación (verdaderamente esencial en la visión de Juan), por la unidad de todas las ovejas entre sí (Jn 10,16); y, por otra, la perspectiva de la universalidad: se supera el ámbito de los creyentes de procedencia estrictamente judía, apareciendo el horizonte de una universalidad sin límites geográficos ni étnicos, por la que desaparecen entre los discípulos las barreras de cualquier tipo que fueran. La comunidad juánica, además, en cuanto «rebaño» no está regida únicamente por Cristo Pastor en el tiempo de su presencia terrena, sino que seguirá estándolo igualmente cuando ese Pastor desaparezca y, en su nombre, aparezcan otros pastores (cf. Jn 1,42; 6,68ss; 21,15-17). 2. La segunda gran imagen juánica es la de la vid y los sarmientos (15,1-8), con la que se pone de relieve lo que puede llamarse el misterio más íntimo de la Iglesia, su esencia, su vida interna: la unión íntima de los creyentes con Cristo. También aquí es fácil descubrir la raiz veterotestamentaria de la imagen, al recordar que Israel es una viña plantada con todo mimo e ilusión por Dios para que le dé frutos (cf. Is 5,1-7; 27,2-6; Jer 2,21; Ps 80,9-16). En esta imagen se ponen de relieve dos aspectos importantes en la visión eclesiológica de Juan: por una parte, la de la pertenencia personal, en cuanto el discípulo pertenece al pueblo elegido por Dios: «la viña es el pueblo del Dios Sebaoth» (cf.Is 5,1-7); y, por otra, la estrecha relación existente entre cada discípulo y el Maestro que los llama. La exigencia de Cristo a sus seguidores de 49

«permanecer en Él» como el sarmiento en la vid, tiene una proyección más allá del Cristo histórico: es una exigencia planteada a todos aquellos que habrían de creer en Él por la palabra de aquellos a los que directamente Jesús se había dirigido en la Cena (cf. Jn 17,21). De esta forma, la autocomprensión de la Iglesia en Juan va por la persuasión de que «en ella se cumple la más profunda comunidad con Cristo, la única que capacita para “dar frutos”» 86. En estas dos imágenes resume Juan su doctrina eclesiológica haciendo ver que «la vid se hace fructuosa en el nuevo pueblo de Dios a causa de su unión con Cristo que le otorga vida y virtud divinas»; y, al mismo tiempo, el rebaño, «por su interna ligazón a Él, llega a ser verdadera y plena comunidad de Dios» 87. Teniendo como fondo estas imágenes es posible encontrar los elementos eclesiológicos fundamentales presentes en el Evangelio de Juan: 1. Al igual que para Lucas, existe también para Juan un «tiempo de Jesús» y un «tiempo de la Iglesia», que, como en Lucas, se caracteriza precisamente por la presencia del Espíritu, pero con la diferencia de que en Juan ambos tiempos están ya presentes en la palabra de Cristo. Efectivamente, la mirada del Jesús de Juan se abre siempre hacia el futuro y, en ese sentido, se orienta hacia la Iglesia. La del Espíritu es una presencia no sólo en el creyente individual, sino también y particularmente en la comunidad eclesial. 2. En la eclesiología del Evangelio de Juan junto con la misión confiada a toda la Iglesia y en particular a los Doce (Jn 20,21), aparece la centralidad de la Palabra (1,14; 3,31-36; 6,65-69; 8,31-37.51-53; 14,22-24) y la acogida de la misma como forma y garantía a la vez de acoger al mismo Cristo. Aparecen, además, el Bautismo con agua y Espíritu contrapuesto al bautismo de agua de Juan (Jn 1,26.31.33; 3,5-11); la Eucaristía como comida que produce una identificación con Jesús (Jn 6,26-58); la capacidad de perdonar y de retener los pecados (Jn 20,23); Pedro y el discípulo amado como dos aspectos del discipulado: el del ministerio (piedra firme, pastor) en nombre de Jesús, y el de la intimidad con el Maestro. 3. La naturaleza comunitaria de la fe en Cristo vivida en la Iglesia, que se expresa de forma eminente en las dos mencionadas figuras simbólicas de la vid y los sarmientos (cap. 15) y del rebaño (cap. 10). 4. La vivencia de la permanente presencia de Cristo en persona, en la vida de la comunidad creyente. Se puede afirmar que la autocomprensión de la Iglesia en Juan va por la línea de que «en ella se cumple la más profunda comunidad con Cristo, la única que capacita para dar frutos» 88. 5. El culto celebrado y vivido «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23-24), como contexto general en el que hay que celebrar los sacramentos del bautismo y de la 50

eucaristía, que constituyen la nueva Pascua cristiana. 6. La fuerte componente misionera. Porque, aunque «el Evangelio de Juan no sea un escrito declaradamente misional, no puede desconocerse su interés misionero» 89. De hecho, a lo largo de su Evangelio, presenta Juan a un Jesús preocupado misioneramente por los demás (cf. 4,1-42; 8,1-20; 10,1-21; 12,20-26). 7. La persecución de que serán objeto los miembros de la Iglesia al igual que lo había sido el propio Maestro. Aunque, al igual que ocurrió con el Maestro que «venció al mundo» (Jn 16,33), también la comunidad eclesial saldrá victoriosa de las dificultades y persecuciones.

5.2. Apocalipsis En cuanto a la eclesiología presente en el Apocalipsis, he aquí las ideas centrales de este escrito: El objetivo del libro es poner de relieve la fuerza de la fe de la comunidad creyente, así como la confianza de la Iglesia en Cristo, siempre presente en ella. La Iglesia es el verdadero Israel de Dios, el nuevo Pueblo que, después de una peregrinación larga y hasta dolorosa por la tierra, llega a su plenitud y consumación escatológica (cf. 7,1-17). Entre el antiguo Pueblo y el nuevo Pueblo, existe una verdadera continuidad, como quiera que, en definitiva, el Pueblo de Dios es único, representado en la visión de la mujer, figura de una sola Iglesia que tiene su antecedente en la Antigua Alianza y su consumación escatológica en la Nueva Alianza instaurada de forma definitiva e irrepetible en Cristo y por Cristo. Entre la Iglesia peregrina en la tierra, iglesia de mártires (cf. 7,14ss; 13,7-10; 20,4) y el conjunto de hombres salvados definitivamente en el cielo, existe una estrecha relación que se decanta a favor de los miembros peregrinos de la Iglesia. No existe, en efecto, «sino una única Iglesia en el cielo y en la tierra, que se encamina a su triunfo y a su acabamiento en las bodas del Cordero» 90. Esta única Iglesia, peregrina y hasta mártir y al mismo tiempo gloriosa y triunfante, es la esposa del Cordero, profundamente unida a Cristo, anhelando llegar a su plena consumación, llamada a convertirse en la nueva Jerusalén (cf. 21,2-5). La Iglesia que aparece en el Apocalipsis es, ante todo y sobre todo, la Iglesia de Jesucristo, el gran presente (misteriosamente) y, al mismo tiempo, el gran ausente (visiblemente), pero que constituye el centro de la comunidad eclesial, y que tiene 51

todavía que venir. Esta Iglesia se sabe y se siente radicalmente redimida por la sangre del Cordero. Es una Iglesia que, aunque interiormente tentada de apostasía, es una Iglesia mártir, es decir, que confiesa su fe en medio de dolores, persecuciones y sacrificios. Es, efectivamente, una Iglesia perseguida por el mundo (12,1-12) cumpliéndose la palabra del Señor: «si a mí me persiguieron a vosotros os perseguirán también» (cf. Jn 15,20); pero es también una Iglesia a la que se le promete el triunfo aunque no vaya a ser en un futuro próximo, sino a largo plazo. En definitiva, «también en el Apocalipsis la Iglesia, en cuanto Iglesia de Jesucristo, es una magnitud escatológica» (...) «Por ser la Iglesia de lo santos y de los siervos de Dios, que dan testimonio de Jesucristo hasta la muerte, en la fe y la esperanza, ha de soportar toda clase de agobios y sufrimientos y toda clase de seducciones y tentaciones por parte del poder desarraigado del mundo. Pero también valen para ella las promesas de una victoria en cuya gloria puede y debe verse ya proféticamente» 91. Resulta interesante —como se verá en su momento— observar que la imagen que nos da el Apocalipsis de la Iglesia, «se asemeja grandemente a la de la Carta a los Hebreos. En ambos escritos la Iglesia se halla “en camino” en esta tierra, en lucha y probación y a la vez en unión íntima con el cielo, tendiendo a su fin escatológico» 92.

5.3. Cartas Las Cartas de San Juan, sea cual fuere el autor de las mismas, tienen como factor motivante, una concepción cristológica errónea que circulaba entre los cristianos (la naturaleza humana de Cristo es sólo aparente), y, por eso mismo, sustancialmente alejada de la concepción del cuarto Evangelio. A causa de esta concepción falsa de la persona y del misterio de Cristo, se produce un verdadero cisma en las iglesias dependientes del entorno de Juan. A partir de esta situación doctrinal frente al misterio de Cristo, en las Cartas, al igual que en el Evangelio, el tema de la Iglesia está siempre en el trasfondo de la doctrina, apareciendo en ellas, con mayor claridad que incluso en el Evangelio, los elementos estructurales de la Iglesia. En las Cartas, efectivamente, pueden descubrirse algunas lineas teológicas fundamentales en orden a conocer los valores de las comunidades juánicas93. Estas líneas son: ante todo el bautismo como auténtica generación de Dios que hace realmente al bautizado hijo suyo porque nace de la «semilla de Dios». Gracias a esa «semilla» que es el mismo Espíritu Santo, el bautizado puede no sólo vivir sin pecado (1Jn 3,9) sino también perseverar en la doctrina auténtica (1 Jn 2,20.27). Esa filiación divina se expresa 52

y reconoce en la recta confesión de Cristo (1Jn 2,22; 4,2ss; 5,1) y muy especialmente en el amor fraterno (1Jn 2,9ss; 3,14.23; 4,20ss; 5,2). Los verdaderos hijos de Dios son los que constituyen realmente la Iglesia: la Iglesia que posee el Espíritu (1Jn 3,24; 4,13) y que, por eso mismo, posee la comunidad con Dios (1Jn 1,3.6; 2,3ss). La comunidad eclesial en las Cartas es una comunidad que se funda en el amor proveniente de Dios, y que, por consiguiente, está en profunda comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, gracias a la presencia y acción del Espíritu. Es una comunidad que vive de la Palabra, manifestada en la persona de Jesús, Palabra transmitida «desde el principio», que dispone de la vida y la da gratuitamente a quien quiere. Es una comunidad creyente situada en el mundo oscuro y hostil: un mundo que ha entrado en la misma comunidad, sobre todo a causa de la negación de la autenticidad de la naturaleza humana de Jesús el Cristo (cf. 1Jn 2,22; 4,2ss). Es una comunidad «a la cual se dirige el representante y portavoz de un grupo existente dentro de ella» 94. De hecho, el sujeto y autor de la primera Carta se denomina a sí mismo como «el anciano» y reivindica para sí una autoridad espiritual, en virtud de la cual habla en nombre de la comunidad ortodoxa. Esta comunidad ha comenzado a vivir en el final de los tiempos. Tiene, por eso, una innegable y decisiva orientación escatológica. En 1Jn 5,6-9, aparecen los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía en profunda conexión con la presencia transformante y santificadora del Espíritu. Existe además en la comunidad la capacidad de perdonar pecados y de limpiar de toda injusticia (1Jn 1,9), aunque, de todas formas, no se dice nada acerca de los posibles ministros de ese perdón. Como se ve, la Iglesia de las Cartas es «una comunidad fundada por la acción del amor de Dios en Jesucristo, dotada del Espíritu que revela esta acción de Dios en verdad. En ella actúa como testimonio y mandamiento la palabra transmitida y confesante; el bautismo y la eucaristía desempeñan un papel importante en cuanto sacramentos que dan testimonio por la fuerza del Espíritu, y se da la confesión y el perdón de los pecados. Es, pues, la comunidad de los que creen, conocen y aman, la comunidad de los que han sido purificados por el perdón de Dios y de Jesucristo, descansan en Dios y gozan de su favor» 95.

Líneas centrales de la eclesiología de Juan Eclesiología y Cristología La eclesiología en el cuarto evangelio —dice Brown— «está dominada por la extraordinaria cristología de Juan» 96. La eclesiología de Juan, en efecto, está fuertemente vinculada y hasta condicionada, por la cristología presente, sobre todo, en su evangelio. 53

La Iglesia para Juan es el grupo de los discípulos, tanto de los del Jesús terreno, como de los del Jesús Resucitado y Exaltado. Estos discípulos tiene una realización paradigmática: el grupo de «los doce», que constituyen el grupo de los discípulos por antonomasia, que no son solamente los siervos del Señor (13,13.16; 15,20), sino también sus amigos (15,14ss), sus hermanos (20,17), sus hijitos (13,33), que tienen que vivir unidos a Él como los sarmientos a la vida (15,1ss), y que, como dóciles ovejas, encuentran en Él a su verdadero y único Pastor (10,1-17). De esta forma, «los discípulos que Jesús ha recibido de Dios y a quienes Él ha elegido, ha ganado por su entrega, ha puesto al abrigo de su palabra mediante su presencia en el Espíritu y mantiene con su plegaria, viven de Jesús en todos los aspectos. Jesús es el origen, el futuro común y el centro fecundo de su comunidad» 97. Superando el posible peligro de fosilización (existente en los sinópticos) de la relación de Jesús como fundador o piedra angular de la Iglesia, Juan ve a Jesús más que como fundador de la comunidad, como «principio vitalizador que permanece en medio de ella, vivo y justo» 98.

Unión del discípulo con Cristo La eclesiología de la tradición juánica «se distingue por enfatizar la relación del cristiano individual con Jesucristo» 99, de forma que «el núcleo de la eclesiología es la relación personal y duradera con el dador de vida que viene de Dios» 100. Juan hace de Jesús un retrato que responde plenamente a la necesidad y al deseo del creyente de encontrarse personalmente con el Dios que es Amor. Ahora bien, «la relación amorosa con Jesús que formaba parte del seguimiento durante su vida, se mantiene como necesidad intrínseca en la Iglesia» 101. En este sentido hay que subrayar que «la cercanía a Jesús, que es el gran aspecto positivo de la eclesiología del cuarto evangelio, tendía a originar un grupo interno para el que la mayor parte de los otros, constituía un mundo externo maligno» 102: en el caso del evangelio (de Juan), constituído fundamentalmente por los judíos; en el caso de las cartas (de Juan), por los cristianos que se separaron heterodoxamente de la comunidad. La comunidad de Juan, además, en nueva contraposición con la de los sinópticos, no es una comunidad llamada a entrar en el Reino de Dios, sino a adherirse personal y vitalmente a Jesús. Este mismo dinamismo se encuentra referido a los sacramentos (bautismo y eucaristía): en el cuarto evangelio «Jesús no sólo es el que instituyó los sacramentos de la Iglesia; Él es el dador de vida que permanece activo en y a través de esos sacramentos. Así, la extrema importancia que Juan da a la relación del cristiano con Jesús, se subraya mediante la simbología sacramental» 103. De aquí que, desde el punto de vista de la relación íntima y personal del discípulo 54

con Cristo, Maestro, es preciso constatar un límite no indiferente de la eclesiología juánica: a saber, que presenta un fácil flanco al individualismo del cristiano. El miembro de la Iglesia puede sentirse plenamente satisfecho si entiende y siente que establece una estrecha e íntima relación con Jesús, aunque pierda de hecho el sentido de Iglesia, es decir, de comunidad, que podría llegar a resultar completamente superflua e innecesaria.

El Espíritu Santo en la vida de la comunidad cristiana104 El Espíritu Santo, bajo el título de Paráclito, representa un aspecto particularmente importante de la eclesiología de Juan. En la doctrina juánica, también en lo que se refiere a la comunidad eclesial, el Espíritu Santo tiene un protagonismo decisivo. Efectivamente, el Espíritu Santo «emerge claramente como una presencia personal, la presencia permanente de Jesús durante su ausencia de la tierra, mientras está con el Padre en el cielo» 105. Y así, el verdadero discípulo es el que nace del Espíritu convirtiéndose así en un auténtico hombre nuevo (cf. Jn 3,5-8); el que oye incansablemente y en actitud de docilidad plena al Espíritu (Ap 2,7.11.17.29; 3,6.13.22); el que da culto a Dios «en Espíritu y en verdad» (Jn 4,22-24); el que recibe por parte de Cristo el Espíritu «en abundancia» (Jn 3,33-34; 7,37-39; 20,23); el que supera totalmente la confianza en la carne y la pone completamente en el Espíritu (Jn 6,63). Por lo demás, el Espíritu que promete y da Cristo a la comunidad de creyentes es: Espíritu de la Verdad: 14,15-16; 15,25-26; 16,12-15. Espíritu que substituye a Cristo después de su marcha al Padre: «para el tiempo de la Iglesia, Jesús había anunciado que Él enviaría desde el Padre otro Paráclito, es decir, otro Él mismo» 106. Espíritu «abogado» ante el Padre: 14,16.25; 16,5-7. Espíritu que vive con los discípulos y está en ellos: 14,17. Espíritu que hace a los discípulos testigos de Cristo: 15,27. Efectivamente, el Espíritu aparece como elemento fundamental en la exigencia propia de la comunidad juánica de dar testimonio significativo de Cristo delante de los hombres, aunque, por otra parte, «quizá la limitación más seria en la eclesiología juánica y la que más se muestra en las epístolas, radica en el papel del Paráclito» 107. Espíritu que hace acoger y aceptar de forma vital (6,63.68) las palabras de Jesús: «gracias a la acción del Espíritu de Verdad, están aseguradas de ahora en adelante, la permanencia y la eficacia de la palabra de Jesús, de la verdad de Jesús, de Jesús mismo» 108. 55

Espíritu que es agua viva (4,10.14) y unción de los cristianos (1Jn 2,20.27). Espíritu que hace constantemente presente a Cristo en medio de los suyos: «la actualización de Cristo se hace en el Espíritu: no es posible, esa actualización, más que para aquellos que buscan penetrar en el misterio de Cristo. En esto consistirá precisamente “el bautismo en el Espíritu”; ese bautismo realiza la presencia permanente de Jesús en el creyente; pero de Jesús tal como se nos ha revelado a nosotros: Jesús que vive en comunión con el Padre y que está en el Padre» 109.

Igualdad radical entre los discípulos Una nota que caracteriza fuertemente la eclesiología juánica es el llamado igualitarismo. En la eclesiología juánica, en efecto, se observa un auténtico igualitarismo que proviene y se fundamenta en un hecho básico: todos los creyentes en Jesús son discípulos. Esta condición de discípulo es lo verdaderamente definitivo que, al mismo tiempo, que los iguala a todos, impide que en la comunidad haya miembros de primera o de segunda clase: ni por la geografía (judíos o gentiles), ni por el tiempo (contemporáneos de Jesús o no). «La eclesiología juánica no establece fronteras de estatus, espacio o tiempo que podría situar a unos más lejos de Jesús que otros» 110. Frente a otras iglesias del Nuevo Testamento (cf. 1Cor 12,28; Cartas pastorales, etc.), en las iglesias de Juan la categoría más importante es la de discípulo. Las de Juan son, por consiguiente, unas iglesias que cortan de raíz cualquier intento de vanidad, de prepotencia, de superioridad de unos miembros sobre otros: todos son radicalemente discípulos, con ese estatus que lo establece precisamente el amor que se tiene a Jesús. Por eso, en relación a la diferenciación de miembros dentro de la comunidad eclesial, hay que decir que en Juan «la relación con Jesús supera en importancia a todas las diferencias que surgen de los servicios especiales en la Iglesia» 111. Hasta tal punto, que el evangelista «no presta interés a los diversos carismas que distinguen a los cristianos: se interesa por un estatus básico y receptor de la vida que todos disfrutan» 112. En el Evangelio de Juan, el mismo Pedro (que en la tradición sinóptica tiene una indudable preponderancia y protagonismo), queda siempre en segundo lugar respecto al Discípulo Amado. Con lo que se quiere poner de relieve —siempre dentro de la eclesiología de Juan—, que la condición fundamental del cristiano es la de ser discípulo y que, en todo caso, «la grandeza entre los discípulos se determina por su relación de amor con Jesús, no por su función o cargo» 113. Efectivamente, en el cuarto evangelio, lo verdaderamente importante y decisivo no son los carismas, los cargos o las distinciones de cualquier tipo, sino la condición de discípulo: condición que, a su vez, se mide por el 56

amor a Jesús. Hay que decir, además, que, en el Evangelio de Juan, el grupo de discípulos de Jesús no es un grupo cerrado o elitista, sino abierto y hasta universal. Son numerosos los indicios que, a lo largo del evangelio, aparecen de esta universalidad: samaritanos (4,20.26-28ss), griegos (12,21), judíos de toda condición (12,19), todos los hombres (11,51s), otras ovejas (10,16). De todas formas, en la eclesiología de Juan, existe una cuestión abierta que aquí no es posible abordar: el mandamiento del «amor», que se presenta como un valor decisivo para la supervivencia de la Iglesia, ¿tiene alcance universal (judíos y gentiles, amigos y enemigos, fieles y heterodoxos), o está limitado única y exclusivamente a los hermanos de la propia comunidad, extensible, en todo caso, a los miembros de las otras iglesias cristianas? Cotejando los distintos escritos juánicos, se puede afirmar, en resumen, que el punto de contacto entre ellos es «sin duda alguna el “centro eclesiológico”: la Iglesia está en este mundo firme sobre el fundamento de la obra salvífica de Cristo, intocable en esta su posesión de la salvación, fecunda en su vida cúltica, ofreciendo su frente al mundo impío y desechando segura el error. No ha de menester sino conservar apretadamente lo que se le ha otorgado para estar segura de su triunfo futuro» 114. Finalmente, es preciso recordar que «al hablar de la Iglesia en Juan, hemos de tener en cuenta que en él no solamente falta el concepto de ekklesía, sino que nunca alude expresamente a la Iglesia en cuanto tal. No obstante, el evangelista la tiene continuamente ante sus ojos, aunque sólo en una determinada perspectiva, concretamente en la que mira, si se nos permite la expresión, a su ser interior» 115. Es con todo igualmente cierto que «siempre que Juan dirige su mirada al grupo de los discípulos de Jesús, habla de la Iglesia concreta. En el trasfondo del evangelio se muestran determinados elementos de la estructura de la Iglesia: la misión, el ministerio, la tradición y el culto. Por tanto, no se trata de una comunidad puramente espiritual o carismática, aunque el aspecto espiritual predomine. Es significativo que dentro de este contexto espiritual hable explícitamente del bautismo y de la eucaristía116. Sea como fuere, «la comunidad del Discípulo Amado continúa dando testimonio y advirtiendo que en la Iglesia nunca debe permitirse reemplazar el papel único de Jesús en la vida de los cristianos» 117.

6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO

57

En la vida y en la misma personalidad de Pablo existen una serie de factores personales, sociológicos, religiosos e incluso psicológicos, que condicionan y conforman notablemente su concepción eclesiológica. Pablo, en efecto, fue un judío profundamente convencido no sólo del valor y significado del pueblo judío en la historia de la salvación (cf. Flp 3,4-6), sino de que en Dios hay un único plan de salvación en la historia, en cuya plenitud, es decir, en su momento culminante, envió ese Dios a su propio Hijo «nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para recibir la filiación adoptiva divina» (Ga 4,4-5). A partir de su profunda convicción de la validez del Viejo Israel, Pablo tuvo que romper con él para incorporarse al Nuevo Israel de Dios, desde el momento en que se encontró («fui alcanzado»: Flp 3,12) personalmente con Jesús a quien él propiamente perseguía, creyendo perseguir a los seguidores del Resucitado (cf.Hch 9,1-9). Fue Pablo un judeo-cristiano que, al ver la incredulidad de sus propios connacionales, llegó a la conciencia de su vocación misionera entre los gentiles (cf. Hch 9,15; 13,44-52; Ga 2,8); un judío fervoroso, de la secta de los fariseos (Hch 23,6), que tuvo que afrontar el drama personal de la persecución por parte de sus congéneres, arrostrando toda clase de sufrimientos y persecuciones por amor a Cristo y a su cuerpo, la Iglesia (cf. Hch 22,1-16; 2Cor 11,22-33). Pablo fue un convertido que, partiendo de la observancia más estricta y escrupulosa de la ley, llegó al convencimiento de la total inutilidad de la misma para la justificación, y de la absoluta necesidad de la fe en Cristo muerto y resucitado para llegar a esa justificación (cf. Ga 2,15-21). Por otra parte, tuvo una clara conciencia de que el mensaje de salvación tenía como destinatarios a todos los hombres sin excepción, judíos o griegos, hombres o mujeres, esclavos o libres, y de que, por consiguiente, la comunidad eclesial es, por su propia naturaleza, una comunidad abierta y misionera (cf. 1Cor 12,13; Ga 3,27-28; Col 3,11). Pablo fue alguien profundamente convencido de que, en la perspectiva de la historia de la salvación en que se sitúa, la Iglesia no es obra de hombres, sino una realidad que «nace de arriba», fruto de un designio oculto de Dios y revelado en los últimos tiempos (mysterion), y agraciada con dones y carismas del Espíritu (cf. Ga 4,2131). En una palabra, fue un creyente que reflexionó hondamente sobre el misterio de la Iglesia a partir de su experiencia personal como incansable fundador de diversas comunidades cristianas. La compleja personalidad de Pablo y la rica experiencia espiritual hecha, tanto en el nivel íntimo de su persona como en el nivel comunitario, hicieron de Pablo un verdadero teólogo del misterio que es la Iglesia.

Nuevo Pueblo (Israel) de Dios Un doble punto de partida convergente en la visión eclesiológica de Pablo son: por una 58

parte, la constatación de que Israel se ha hecho profundamente infiel a Dios, al no reconocer a Cristo como el Mesías; y, por otra, que la fidelidad de Dios no desecha sino que mantiene a Israel como el tronco bravío (cf. Rom 11,17.24) en el cual deberá ser injertado el nuevo Israel de Dios: la Iglesia. Para Pablo resulta claro, uniendo Rom 9-11 con Gálatas 4,21-31, que «un nuevo pueblo de Dios ha irrumpido en lugar del antiguo, formándose sobre la base de éste o, por mejor decir, sobre las promesas que se le hicieron, pero que, por lo demás, se asienta sobre un fundamento nuevo por completo. Sobre la fe en el único heredero de bendición e intermediario de salvación: Jesucristo» 118. Pablo traslada a la Iglesia no sólo el título de el Israel de Dios propio del pueblo de la Antigua Alianza, sino todos los privilegios y consecuencias que de ese traslado se derivan; de tal forma que la Iglesia aparece como la legítima heredera del antiguo pueblo de Dios. Por este camino, hace despertar «la conciencia de la Iglesia primitiva de ser una comunidad independiente, abriendo un camino más amplio a la concepción de los cristianos como la tercera generación» 119. Cuando Pablo se refiere a la comunidad cristiana llamándola ekklesía toû Theoû está significando que esa comunidad es el nuevo pueblo de Dios en continuidad y en cumplimiento al mismo tiempo, del antiguo pueblo, de Israel (cf. Rom 8,33; 9,11; 11,5ss; 1Cor 1,27; Ef 1,4; Col 3,12; 1Tes 1,4). Dice además el Apóstol que éste es el pueblo de los últimos tiempos, un pueblo escatológico que, siendo único, se hace presente en todas y cada una de las Iglesias particulares: Tesalónica, Corinto, Roma, etc. Cada una de estas Iglesias, formadas por los «santos» (bautizados), constituye una verdadera asamblea festiva, una reunión sacra festiva (cf. Rom 1,7; 1Cor 1,2). En analogía con lo que ocurre en la sociedad civil (llamada alguna vez también ekklesía: Hch 19,32.39.40), la ekklesía cristiana es concebida como una asamblea convocada legítimamente por Dios para la escucha de la Palabra y la celebración del culto: una asamblea, por consiguiente, con verdadera dimensión pública. Por otra parte, Pablo afronta la situación, tanto de los judíos como de los gentiles, en relación con la Iglesia, el nuevo Israel de Dios. Frente a los judíos, se muestra absolutamente inflexible defendiendo la no necesidad de que los gentiles se incorporaran a la Iglesia a través de la circuncisión y de la adopción de la ley judaica. Y frente a los gentiles les previene una y otra vez contra el engreimiento y frente a la fácil tentación de despreciar al antiguo Israel de Dios. Más aún, aboga constantemente por la más estrecha unión y concordia entre judíos y gentiles en el seno de la comunidad eclesial, único cuerpo de Cristo (cf. Ef 2,11-22). «Con todo ello —dice Schnackenburg— ha colaborado Pablo de manera esencial, teológica y prácticamente, a la formación de una conciencia paneclesial. Humanamente hablando, el gran mérito de que la Iglesia, que 59

crecía rápidamente en extensión, no se escindiese internamente, hay que atribuirlo a la teología de Pablo, que hizo conciencia viva en todos los creyentes la unidad donada por Dios, que exigía imperiosamente la unificación: una fe en Jesucristo, el Señor (cf. 1Cor 8,5ss), un bautismo que conduce a la unidad en Cristo (Ga 3,26ss; 1Cor 12,13; Col 3,11; Ef 4,3-6), la común participación en el único pan eucarístico y, por tanto, en el cuerpo de Cristo, por la que muchos vienen a ser un único cuerpo (1Cor 10,16ss)» 120. La concepción paulina de la vocación cristiana tiene una repercusión inmediata en su concepción eclesial. Pablo, en efecto, concibe siempre la vocación cristiana con una dimensión esencialmente comunitaria: cada uno es llamado personalmente a la fe. Pero esta fe ha de vivirse necesariamente en el seno de una comunidad. Además, la vocación cristiana es esencialmente escatológica: el cristiano es un peregrino (cf. 2Cor 5,6-8), cuya «naturaleza se encuentra en el cielo» (Flp 3,20), donde tiene su verdadera patria. En consecuencia, la Iglesia es la comunidad, formada a partir de una sola fe, de un solo bautismo, de un único pan partido, en la que el individuo realiza su ser-cristiano, resultando por eso absolutamente imprescindible para el bautizado: «la nueva existencia del individuo “en Cristo” (cf. 2Cor 5,17) es al mismo tiempo la existencia de una nueva comunidad, fundamentada en Cristo Jesús. No es posible una separación del aspecto individual y social; con la personal unificación en Cristo, viene dada también la incorporación en aquella colectiva comunidad de Cristo» 121. Y, por otra parte, la Iglesia es una comunidad peregrina pero que, viviendo ya con Cristo elevado al cielo y sentado a la derecha de Dios (cf. Col 1,13), está avecindada en el cielo y, por consiguiente, ha de vivir en la permanente expectación de lo que nos aguarda (cf. Rom 8,23).

Cuerpo de Cristo La eclesiología de Pablo no sólo es anterior en el tiempo a Lucas y Marcos, sino que hace una aportación original a la eclesiología bíblica en general: la imagen del «cuerpo de Cristo». Para expresar la estrecha relación entre Cristo y la Iglesia, comunidad eclesial, utiliza una expresión peculiar y característica suya: el «cuerpo de Cristo». Expresión que no aparece ciertamente ni en Romanos ni en 1Corintios, pero que en Efesios y Colosenses es utilizada de forma prevalente sacando además de ellas todas las consecuencias posibles. De hecho, todos los aspectos del misterio de la Iglesia los sintetiza Pablo, efectivamente, en la densa expresión con que llama a la comunidad eclesial «cuerpo de Cristo». 1. Hay que señalar, ante todo, que en el Nuevo Testamento, el concepto de «cuerpo de Cristo» no es disyuntivo respecto a la idea de «pueblo de Dios»: son, por el contrario, 60

dos formas complementarias de ver y vivir el misterio de la Iglesia, por más que sea cierto que «la concepción paulina del cuerpo de Cristo se abre paso enérgicamente como el fruto más maduro de la idea de Iglesia en el Nuevo Testamento» 122. De todas formas, «sería una peligrosa autorresignación el prescindir del concepto histórico-salvífico de pueblo de Dios, absolutizando la idea de cuerpo de Cristo y especulando solamente desde ella. La Iglesia es pueblo de Dios en cuanto cuerpo de Cristo; y es cuerpo de Cristo en un sentido que la idea de pueblo de Dios determina e incluso fundamenta» 123. 2. Aceptando y aplicando las categorías antropológicas hebreas presentes en las cartas a los Efesios y a los Colosenses, afirma Schlier que en dichas Cartas «no se habla sólo de la Iglesia como cuerpo de Cristo, sino que, en relación con ella, se habla también de Cristo como cabeza de este cuerpo (cf. Ef 1,22s; 4,12.16; 5,23,30; Col 1,18.24; 2,19). En ambos escritos se indica mediante este concepto la relación de Cristo con la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo. No se trata de compararla simplemente con Él, sino que se habla a partir de la realidad. La Iglesia es Cristo en su cuerpo. Según Pablo, el cuerpo de un hombre es el hombre en su cuerpo, es decir, el cuerpo es el hombre en un determinado aspecto, y no sólo una parte de él (cf. Rom 1,24; 6,12; 7,24; 8,10ss.23; 12,1, etc.). Lo mismo ocurre con Cristo y su cuerpo» 124. 3. La unión entre el Cristo glorioso y los miembros de Cristo, es creada por el Espíritu. La relación íntima, profunda, entre la comunidad eclesial y Cristo, se realiza siempre gracias a la presencia y actuación del Espíritu: «el pneuma (procedente del Señor) es el principio de unión en el cuerpo de Cristo; así se nos confirma en 1Cor 12,13. Él une tanto a los bautizados con Cristo como a los bautizados recíprocamente» 125. El Espíritu es el que une y plenifica al cuerpo total de Cristo: el cuerpo que todavía peregrina y el que está sentado glorioso con Cristo junto a Dios. Esta unidad dada en Cristo a la Iglesia mediante el Espíritu, tiene que ser celosamente conservada y hecha fructificar de forma visible y palpable por el amor fraterno y la armonía entre todos los miembros de la Iglesia. 4. El momento en el que los creyentes se unen con Cristo quedando injertados en Él e incorporados a su cuerpo, es precisamente el bautismo (cf. Ga 3,26s; 1Cor 12,13). Esta incorporación al cuerpo de Cristo es de tal importancia y definitividad, que gracias a ella, hemos sido con-muertos, con-resucitados y co-instalados en el cielo con Cristo. Lo que aconteció a Cristo, acontece igualmente a los miembros de su cuerpo, gracias a la unión y cohesión indisolubles que produce objetivamente el bautismo. 5. En la edificación incesante de este cuerpo de Cristo hay un elemento absolutamente eficaz y, por ello, absolutamente imprescindible: la Eucaristía (cf. 1Cor 10,14-22), el segundo gran «sacramento del cuerpo de Cristo» 126. La participación de todos los miembros en la Eucaristía, no a título individual sino formalmente en cuanto 61

miembros de la comunidad eclesial, tiende objetivamente a realizar la unidad de la Iglesia. De esta forma, «la Eucaristía fundamenta y realiza de una forma nueva lo que, en especial respecto a la unidad, ya es ella por el bautismo: un único cuerpo, el cuerpo de Cristo» 127. 6. La Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, vive permanentemente la insuprimible tensión dialéctica de su profunda unión con el Cristo-cabeza triunfante y glorificado, y de su condición terrena de peregrina hacia la plenitud. De ahí, que deba tener siempre, en cuanto cuerpo de Cristo, una inseparable apariencia terreno-celestial. Desde este punto de vista se puede afirmar que «la Iglesia es considerada como una magnitud cósmica y escatológica que en su existencia terreno-temporal sólo despliega y ambiciona lo que ya es realidad en Cristo su cabeza» 128. 7. La eclesiología de Efesios y Colosenses tiende a hacer de Cristo y de la Iglesia una sola realidad personal. De ahí, entre otras consecuencias, que la «santidad» sea una de las notas características de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. Ef 5,27). Esa condición de cuerpo de Cristo, hace que se la pueda y se la deba considerar «santa e inmaculada» a pesar de la experiencia de pecado que los miembros de la Iglesia (a todos sus niveles), hacen a diario. Se podría decir paradójicamente, a partir de la enseñanza de estas Cartas (Col/Ef) que «existe una Iglesia sin mancha llena de pecadores» 129. 8. De todas formas, hay que reconocer que «el concepto de cuerpo de Cristo es múltiple y denuncia diversos estratos. Con él se alude a la relación de la Iglesia con Cristo, con el mundo, con los creyentes que la forman, y a la relación de los creyentes entre sí. Ese pueblo de Dios de los últimos tiempos, tiende a penetrar corporalmente en un cuerpo —el cuerpo de Cristo— en este mundo; se sale fuera de éste, pero con intención de incorporarlo a su salvación. En el cuerpo de Cristo es donde ese pueblo se acredita y se mantiene como pueblo de Dios» 130. De hecho, en las Cartas auténticamente paulinas (1Tes, Ga, 1 y 2Cor, Rom, Flp y Flm), los cristianos son presentados como miembros de un cuerpo real que sufrió, murió y resucitó. En Efesios y Colosenses, por el contrario, la imagen del cuerpo ya ha evolucionado hacia una comprensión corporal con Cristo como Señor del cuerpo (cf. Ef 4,4-5). Como se sabe, la eclesiología presente en las Cartas a los Efesios y a los Colosenses ha ejercido un enorme influjo en la consideración eclesiológica a lo largo del tiempo, debido sobre todo al énfasis que ponen en la santidad y en el amor presentes en la Iglesia gracias a la profunda relación existente entre Cristo y la misma Iglesia. De todas formas, hay que subrayar también que «el énfasis puesto en la Iglesia en estas epístolas (Col/Ef), atenúa la función de las iglesias locales dentro de la eclesiología» 131. Queda siempre claro que, a pesar de todos los esfuerzos de profundización y explicitación, la doctrina paulina del cuerpo de Cristo, es decir, de la estrecha unión de la 62

Iglesia con Cristo, de su íntima relación con el Señor exaltado a los cielos, sigue y seguirá siendo un auténtico y profundo misterio para todo cristiano. De hecho, «cuerpo de Cristo es (en Pablo) más que una imagen. La expresión dice directamente algo sobre la relación de la Iglesia con Cristo, su profunda unión con Él por el Espíritu, sobre la fundamentación de esa unidad por el bautismo y su renovación por la eucaristía, y sobre la mutua unión interna de los miembros con la obligación de hacer visible y fructífera dicha unión» 132.

Templo de Dios en el Espíritu La Iglesia, además de ser Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, es también, según Pablo, Templo de Dios: un concepto, de todas formas, que no tiene en el apóstol ni la relevancia y ni la fuerza de los otros dos. En cuanto Templo, la Iglesia es el lugar donde Dios actúa en el Espíritu y mediante el Espíritu: penetrada por el Espíritu, la comunidad eclesial es la posesión sagrada de Dios entre los hombres, «morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,23); por eso mismo, es sustancialmente santa en virtud de esa presencia permanente del Espíritu en la comunidad eclesial; hace que cada miembro en particular, se convierta a su vez en verdadero «templo del Espíritu» (1Cor 6,19) presente en él, de forma que deje de pertenecerse a sí mismo para pertenecer a Dios, el Santo por excelencia. En este contexto hay que recordar que en la eclesiología paulina tiene un protagonismo particular el Espíritu. Es, efectivamente, el Espíritu Santo el que «edifica el cuerpo crucificado de Cristo en la dimensión salvífica concreta de la Iglesia terrestre, se sirve para ello de la palabra humana y de determinados signos, e instaura los servicios ministerial y carismático. Mediante el movimiento inagotable del Espíritu Santo en los medios y servicios salvíficos, la Iglesia queda ordenada y recibe vitalidad» 133.

Misterio escondido y revelado Igualmente, Pablo tiene un hondo sentido de la naturaleza «misteriosa» de la Iglesia. Hablando del origen de la Iglesia, el apóstol enseña que la Iglesia «no debe su ser y su existir al mundo y a su historia. Su ser es el de la insondable voluntad salvífica de Dios, que es anterior a todo ser y la llamó a la existencia. Esto pertenece ya a su misterio» 134. En su núcleo más profundo, pues, la Iglesia es un misterio. Misterio presente en el eterno designio salvífico de Dios, presente en la misma creación, presente en forma del todo particular en Cristo, muerto y resucitado, en quien se ha manifestado de manera plena y definitiva la voluntad salvífica de Dios; presente en la Iglesia, pueblo de Dios, 63

cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. En esta grandiosa perspectiva mistérica, creatural y salvífica al mismo tiempo, hay que situar a la Iglesia cuyo ser más íntimo «no es otra cosa que dicho misterio dentro de la caducidad del mundo. En la fuerza del Espíritu Santo revelador, la Iglesia es el efecto y la plasmación visible del misterio de Dios en la tierra, misterio que se ha manifestado definitivamente en Jesús» 135.

Elementos en la construcción de la Iglesia En el pensamiento de Pablo los elementos mediante los que se edifica y crece la Iglesia son fundamentalmente tres: la Palabra que es «la buena noticia» y el «poder de Dios» (Rom 1,16; 1Cor 1,18), que ilumina, juzga, salva, discierne, construye, hace que la verdad se manifieste, etc.; los Sacramentos, en particular el Bautismo gracias al cual el creyente es transferido a Cristo y «sellado» por el Espíritu, y la Cena del Señor, gracias a la cual el Cuerpo de Cristo, por la fuerza del Espíritu, crece y se amplia continuamente; los Ministerios encarnados en hombres concretos a los que Dios les confía la recta y prudente administración, tanto de la Palabra como de los «misterios de Dios» en general, y del «ministerio de la reconciliación» en particular. Resumiendo, se puede pensar que, a la luz de los diversos aspectos considerados, los puntos claves de la eclesiología paulina son: — La relación Iglesia-Israel: el Israel según la carne y el Israel según el Espíritu136. — La Iglesia como cuerpo de Cristo: un sólo cuerpo con diversidad de miembros y de funciones137: Rom 12,3-8; 1Cor 6,12-20; 10,16-17; 12,3-8. — La Iglesia, Templo de Dios en el Espíritu: no solo cada cristiano, sino también y particularmente la comunidad cristiana, es Templo de Dios138. — La edificación y el crecimiento de la Iglesia se realiza: En virtud de la Palabra. A partir de la regeneración bautismal. Nutridos con el Cuerpo eucarístico de Cristo.



La presencia de dones y carismas, entre los que destaca particularmente el ministerio, gracias a los cuales la comunidad eclesial queda interiormente dinamizada: Rom 12,3-8; 1Cor 12,4-30; Ef 4,7-13.

7. ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO 7.1. Primera Carta de Pedro 64

La Primera Carta de Pedro se caracteriza «por su insistente descripción de la Iglesia sobre el trasfondo de Israel» 139. Toda la presentación que se hace, sobre todo en el capítulo primero y parte del segundo, de los puntos básicos del cristianismo, tiene una fuerte base en temas particularmente peculiares del Antiguo Testamento: la constitución en «pueblo», la «marcha por el desierto» en un éxodo interminable, la consecución de la «tierra prometida», etc. A lo largo de toda la Carta, y especialmente en el famoso texto 2,4-10, están presentes algunas imágenes que dicen referencia directa a la comunidad eclesial: La Iglesia es «el pueblo de Dios» (2,9; 5,13), cuyos miembros, a pesar de ser en gran parte gentiles, es decir, «no-pueblo», llegan a formar, junto con los judíos convertidos, un linaje escogido, una nación santa, un pueblo adquirido, llamado de las tinieblas a la luz admirable de Dios; es un pueblo de creyentes —judíos y gentiles— elegidos y llamados a una salvación que se realiza por medio de la predicación-aceptación de la Palabra (1,25) y del Bautismo (3,21). Hay que señalar, a este respecto, que «a pesar de ser bastantes diferentes el concepto del cuerpo de Cristo en las cartas a los Colosenses y Efesios de la tradición pospaulina y el del pueblo de Dios de la tradición postpetrina, tienen en común un fuerte sentido de la Iglesia como comunidad» 140. La Iglesia es la «comunidad de bautizados» elegidos y llamados a ejercer un «sacerdocio santo», consistente en el ofrecimiento de «sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo» (2,5b); es la «casa espiritual» en la que las piedras vivas son justamente los bautizados; es un «templo vivo», un edificio construido sobre una «piedra angular»: Cristo, «la piedra viva rechazada por los hombres, pero escogida por Dios, preciosa» (2,4). La Iglesia es, además, el «rebaño de Dios», sobre el que ejercen un cuidado pastoral aquellos que han sido puestos por el Espíritu (cf. Hch 20,28), y que, por eso mismo, debe ser ejercido «no por obligación, sino de buena gana, como Dios quiere; tampoco por sacar dinero, sino con entusiasmo; no tiranizando a los que os han confiado, sino haciéndoos modelo del rebaño» (5,2-3). Texto que resulta particularmente iluminador para conocer la forma de concebir la naturaleza del ministerio en la comunidad eclesial. La Iglesia es un pueblo «peregrino», que llega a sentirse incluso «extranjero» en este mundo; es un pueblo «en diáspora»: no tanto en el sentido de pueblo dispersado por una parte y por otra entre los gentiles, sino en el de sentirse extraño en medio del mundo. Esta situación de peregrinos y extranjeros, lleva consigo para los bautizados, la exigencia de una vida moral irreprensible, portándose honradamente entre los gentiles (cf. 2,11-12; 3,8-17). La Iglesia es, según ésto, una comunidad de naturaleza escatológica, es decir, una 65

comunidad que sabiendo que «el final de todas las cosas ha llegado» (4,7), vive ya de forma anticipada, en el aquí y ahora del mundo, la comunión plena y definitiva con Dios y entre los hermanos. En resumen, en la Carta primera de Pedro, la Iglesia aparece como el conjunto de hombres, judíos pero sobre todo gentiles, a los que mediante el Espíritu de Dios se les ha ofrecido una nueva vida, al ser llamados de forma especial para que constituyan el Nuevo Pueblo de Dios: un pueblo que es sacerdotal, profético y regio. Un pueblo que está apacentado, en nombre del único y gran Pastor, por unos pastores conscientes de su responsabilidad. Un pueblo sometido a numerosos sufrimientos y persecuciones justamente por su condición de cristianos. La primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos, agobiados por todas estas cosas, «a resistir las pruebas de la fe (1,7), a perseverar constantemente en la esperanza (1,13), a no dejarse llevar por el egoísmo de antes (1,14) y a no ceder a las pasiones (4,2ss; cf.2,11). Dicho de una manera positiva: los cristianos han de tener paciencia (1,6ss; 2,20s; 5,16s), ser humildes (3,8; 5,5s), practicar el derecho y la bondad (2,14.15.20, etc.), vivir en la justicia (2,24), amar incondicionalmente (2,17; 3,8s; 4,8.12), ser santos en toda su conducta (1,15.22) porque Dios es santo (1,16)» 141. La Iglesia, de todas formas, es un pueblo que tiene naturaleza escatológica, por cuanto tiene delante un horizonte de auténtica trascendencia en plenitud. Un pueblo de peregrinos, es decir, de hombres que permanecen poco tiempo en un mismo lugar, que no tienen una residencia en el destierro, que no son propiamente ciudadanos de esta tierra. La Iglesia es la «familia de Dios», la «casa de Dios» (2,5; 4,17), el «nuevo templo», cuya construcción es inacabada e inacabable, y cuyo fundamento y piedra angular es Cristo. Según la 1a de Pedro, la vida del cristiano está conformada por: la fe (1,7-9), la esperanza viva y activa (1,21); el amor (1,2; 2,17; 3,8-9; 4,8); la paciencia y la constancia (1,6-7; 2,18-22); la sensatez, sobriedad y vigilancia (1,13; 4,5; 5,8); la humildad (3,8; 5,5); la justicia (2,24); la santidad (1,14-16); la oración (4,7).

7.2. Cartas pastorales Comencemos constatando que las Cartas pastorales son unos escritos del todo peculiares dentro de la literatura del Nuevo Testamento. De hecho, dice Schnackenburg que «cuando emprendemos el análisis de las Cartas pastorales para percatarnos de su idea de la Iglesia, es un aire totalmente nuevo el que nos rodea» 142. La primera imagen que aparece de la Iglesia en 1Tim 3,15 y en 2Tim2,19ss, es la de «casa de Dios»: pero no una casa en construcción, sino una casa ya construída, un edificio terminado y concluido, bien cimentado y, por eso, sólido y bien plantado. Es una 66

casa cuyo cimiento —a diferencia de los primeros escritos paulinos— no son los apóstoles y profetas, y ni siquiera Cristo, sino la comunidad misma. Una casa tan reciamente trabada y construida que puede convertirse para sus miembros en verdadero baluarte, en auténtica defensa para preservar la verdad frente al error, a la mentira y superchería de otros tantos falsos maestros que han ido apareciendo en el horizonte de la comunidad (cf. 1Tim 1,20; 2Tim 2,25; Tit 2,12). Es, la Iglesia, una «casa» que es verdadera fundación de Dios, y, por ello, una casa «bien dispuesta», perteneciente no tanto a la esfera «celeste» (a diferencia de la presentación paulina de Efesios y Colosenses), cuanto a la esfera «terrestre». Un elemento importante aparece en las Pastorales: la tradición (parádosis) apostólica. Es un elemento que tendrá una trascendencia realmente decisiva en la vida de la Iglesia a lo largo de toda su historia. Esta tradición, como viene presentada en las Cartas pastorales, «se guarda recibiéndola en la fe y en el amor, comprendiéndola bajo la asistencia del Señor y en la fuerza del Espíritu y transmitiéndola después de haberla interpretado y asimilado» 143. Por eso precisamente, en cada Iglesia particular existe un «apóstol», es decir, un miembro que, de forma oficial, en virtud de la «ordenación», recibe la misión legítima de proclamar, de forma oficial y autorizada, el mensaje cristiano y de preservar la tradición apostólica (cf. 2Tim 3,1-9); recibe, además, una función de gobierno pastoral (como padres que gobiernan y rigen su casa, de una forma benevolente, eficaz y santa al mismo tiempo), y regula la actividad litúrgico-sacramental de la comunidad. En las Cartas pastorales, en efecto, la Iglesia viene presentada como «casa del Dios vivo», «columna y fundamento de la verdad», «misterio de piedad» (cf. 1Tim 3,15-16), es decir, como un instrumento de Dios, con una finalidad salvífica clara, para la realización de una misión explícita de salvación. Para que siga siendo esto, incluso después de la muerte del Apóstol Pablo, el «ministerio» que éste tenía, recibido de forma personal y carismática directamente de Jesucristo, se transmite de forma institucional mediante la «ordenación» a aquellos varones sensatos y de fiar a los que hay que confiarles, a lo largo del tiempo, ese mismo «ministerio» al servicio de la Iglesia. En todo caso, se puede estar de acuerdo con algunos exegetas cuando afirman que «si las pastorales han descrito una imagen de la Iglesia quizá recargada de preocupaciones de orden institucional, ha sido por la necesidad de dar una respuesta a problemas concretos planteados por la situación histórica determinada, de la cual estos escritos se hacen eco» 144. Desde esta perspectiva, absolutamente preocupada por la fidelidad a la tradición recibida, resulta indudable que «la Iglesia goza en las Cartas pastorales, de una consideración más institucional, que parece contrastar con la esencia pneumática, 67

celestial, de la Iglesia de las primeras Cartas de Pablo» 145. Además de la imagen de la «casa de Dios», aparece en las Pastorales la imagen de la Iglesia como «pueblo de Dios» (cf. Tito 2,14): un pueblo que, por estar situado entre el «ya» y el «todavía no», está al mismo tiempo lleno de gloria y de ignominia; lleno de gozo y de tristezas; lleno de alegrías y de penalidades; lleno de triunfos y persecuciones (cf. 1Tim 2,5ss; 4,10; 6,14; 2Tim 2,11ss; 4,8; Tito 1,2; 2,13-14; 3,7). Una tercera perspectiva desde la que es vista y presentada la Iglesia en las Cartas pastorales es la del ministerio personal de Pablo, transformado y transmitido a la Iglesia mediante el ministerio ordenado. Las Pastorales son Cartas no dirigidas a la comunidad eclesial propiamente, sino a los ministros responsables de la misma, y sobre un argumento muy concreto: el ministerio que ejercen en el interior de ellas. En las Cartas pastorales, en las que todo está subordinado a las instrucciones del apóstol Pablo, se percibe claramente el paso del Ministerio carismático de Pablo, al ministerio instituido u ordenado. La Iglesia, por esta razón, aparece bajo el aspecto particular del ministerio eclesiástico. Los ministros, dentro de la comunidad eclesial tienen indudablemente una autoridad. Una autoridad, de todas formas, que es esencialmente espiritual, porque está basada en la fe y en el amor como corresponde a una Iglesia que viene entendida como la «familia de Dios» (1Tim 5,1s). Las Pastorales tienen como modelo propuesto para el orden interno de la iglesia, el de la administración familiar. Según ésto, la Iglesia, en las Pastorales, aparece como una institución divina pero formada por hombres, que descansa sobre el ministerio apostólico de Pablo que cuida de ella. Al faltar Pablo, su ministerio carismático personalmente recibido de Jesucristo, destinado a perpetuarse en la Iglesia para el servicio de la doctrina, es decir, para la predicación, el testimonio, la enseñanza, la exhortación pastoral, para las actividades de tipo directivo sobre personas y servicios comunitarios y para la regulación del culto, sufre una transformación que le hace pasar del derecho divino al derecho eclesiástico. De esta forma, «los ministerios eclesiásticos, proceden de los servicios personales que Pablo había hecho suyos» (...) «El derecho divino se convierte en un derecho eclesiástico, precisamente con el fin de salvaguardar aquél, dentro de la nueva situación» 146. Teniendo la Iglesia una dimensión ‘terrestre’ es lógico que «al orden y a la buena disposición de esta casa colaboran ante todo los oficios eclesiásticos. Su tarea esencial es seguir edificando sobre el fundamento de Dios, defender su casa de peligros y desplegar también la vida interior» 147. Sería por supuesto unilateral «ver en la Iglesia de las Cartas pastorales sólo una institución establecida en la tierra y estableciéndose para un largo tiempo; pero es cierto que en ella decrece la tensión escatológica, se agudizan las virtudes burguesas, se prepara la lucha con las herejías y son reconocibles un orden y una disciplina más rigurosos» 148. 68

El contenido del ministerio, según las Cartas pastorales, abarca dos puntos fundamentales: ante todo, la fidelidad doctrinal. «En este tiempo de estabilización de la Iglesia y de nacimiento de las herejías, la predicación se convierte en tarea magisterial que el Apóstol traspasa a sus discípulos y mandatarios y que es administrada en las iglesias locales por los obispos y presbíteros. Por ello reciben un acento especial, acompañado de urgente monición (parakaleîn) (cf. 1Tim 4,11; 6,2; Tit 1,9; 2Tim 1,9.11; 2,2; 4,2), el adoctrinar, y —frente a las perniciosas herejías—, la sana doctrina (Tit 1,9; 2,1; 2Tim 4,3). Esto explica que la doctrina apostólica venga a ser una heredad (parathéke) que Pablo transfiere a Timoteo y que éste debe guardar (1Tim 6,20) “por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros” (2Tim 1,14). Así comienza a delinearse el principio de la tradición y sucesión eclesiásticas» 149. En segundo lugar, el ministerio dice relación directa al orden doméstico de la comunidad, gracias a la dirección autoritativa de los Apóstoles, a la que se accede mediante la «imposición de manos» (jeirotonía) u ordenación. Esta imposición de manos es la que da capacidad dentro de la comunidad cristiana para que los designados, «varones fieles, capaces de enseñar a otros» (2Tim 2,2) y de dirigir a la entera comunidad en fidelidad a la tradición, puedan efectivamente tener pleno poder en nombre de Cristo y de forma definitiva. «De esta suerte, los portadores locales de oficios eclesiásticos participan también del poder de enseñanza y de dirección que originariamente se reunían en los Apóstoles» 150. Como se ve, las Cartas pastorales, «tienen a la vista una nueva estructura de la Iglesia. Pero mantienen la convicción de que la nueva forma de la Iglesia y, sobre todo, del ministerio eclesiástico, es una transformación histórica de la Iglesia paulina en la nueva situación pospaulina, y que esta transformación constituye la consecuencia de las instrucciones de Pablo a sus discípulos, y, por tanto, corresponde al espíritu y voluntad del Apóstol» 151. De hecho, los requisitos que se le exigen a los presbíteros-obispos (cf. 1Tim 3,2-7; Tit 1,6-9), «reflejan el surgimiento de la Iglesia como una sociedad con normas establecidas que se imponen sobre sus figuras públicas» 152. Cabe consignar todavía la idea de que las Pastorales consideran a la comunidad local (cada comunidad local), como una verdadera realización de la Iglesia de Cristo. Quedan, con todo, abiertas y pendientes algunas preguntas importantes en relación con la eclesiología de las Cartas pastorales: 1) ¿Ha sufrido una profunda transformación la autocomprensión de la Iglesia desde los tiempos de Pablo a las Cartas pastorales? ¿Se ha dado una transformación de una visión eminentemente escatológica y mística en la concepción paulina de la Iglesia, para pasar a una visión más externa, más realistamente externa, societaria y hasta jurídica de la misma? 2). ¿Es la de las Pastorales, una imagen eclesial a caballo, mezcla o síntesis de las imágenes «jerosolimitana» y «paulina» de la 69

Iglesia, resultado de una evolución lógica y necesaria por ambas partes? En cuanto a la primera pregunta, hay que responder que «según todos los indicios, la concepción eclesiológica de las Cartas pastorales podría presentar un grado avanzado de desarrollo histórico y teológico, que supone tanto el antiguo cristianismo palestinense como el paulino. Pero junto a eso debe decirse una vez más, que el estilo y el objetivo de estos escritos determina una imagen de la Iglesia que es —y lo es necesariamente—, unilateral» 153. Respecto a la segunda pregunta hay que afirmar como un hecho evidente que «el elemento institucional y el carismático se han desarrollado en las Cartas pastorales hasta constituir una unidad orgánica, en cuanto aquí la imposición de manos confiere el Espíritu» 154.

7.3. Carta a los Hebreos La idea central sobre la que gira toda la Carta a los Hebreos es la noción de pueblo de Dios. De ahí que el objetivo de este escrito —según algunos exegetas— es «dirigir una palabra positiva al pueblo de Dios en una peculiar («alejandrina») exégesis de la Escritura, para espolearle así en su camino al mundo celestial» 155. En la Carta existe, ante todo, un claro y manifiesto interés cristológico: en ella aparece Jesús, el Hijo, que como capitán conduce a muchos hijos, sus hermanos, a la gloria (2,5-18); el Hijo puesto al frente de la «casa de Dios» (3,1-6); el caudillo que conduce al nuevo pueblo de Dios a su «descanso» (3,7-4,11); el Hijo que, como verdadero Sumo Sacerdote, abre definitivamente el Santuario para la salvación de todos los hombres (caps.7-10). A semejanza y en perfecto paralelismo con la Primera de Pedro, esta Carta a los Hebreos tiene una finalidad claramente cristológica, por lo que no pretende «ofrecernos expresamente una imagen real de la ekklesía, ni una teología desarrollada sobre la misma. Sin embargo, en ambas descubrimos un trasfondo eclesiológico muy rico de significado y fruto de la reflexión teológica —al menos por lo que se refiere a Hebreos— más avanzada» 156. Desde esta preocupación cristológica central, y como derivación de ella, aparecen tanto el interés soteriológico como el eclesiológico: Entre Cristo y sus hermanos existe una estrecha relación incluso de naturaleza: «como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él asumió una como la de ellos» (2,14), pudiendo de esa manera, «parecerse en todo a sus hermanos» (2,17). De esta forma, al pertenecerse mutuamente, Cristo y los unidos con Él, forman un pueblo con el que Dios, gracias a ese Mediador único y del todo peculiar, 70

concluye su nueva y definitiva Alianza. La comunidad es «la casa de Dios», la «familia de Dios» (10,21), «el pueblo de Dios» (4,9; 10,30; 11,25), el conjunto de «hermanos de Cristo» el primogénito (2,1-13; 3,3.6), «el templo de Dios» en el cual Jesucristo es el «gran Sacerdote», que ha realizado —en nombre del pueblo— la nueva Alianza con Dios (7,22; 8,13; 9,15; 12,24). La comunidad eclesial es de naturaleza escatológica: es decir, está ya objetivamente redimida, se ha acercado «al Monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste» (12,22ss), en una palabra, pertenece al cielo, pero al mismo tiempo está sometida a las limitaciones y penalidades de todo tipo (físicas, psicológicas, morales), propias de la condición de peregrinos: «cumplimiento y espera, defensa y cumplimiento de la promesa, descansan unos en otros; pero aún subsiste aquella tensión que debe ser vencida en la prueba terrena. Las promesas escatológicas fundamentales se han cumplido en la Nueva Alianza (8,6); pero la promesa de paso al reposo, que corona todas las demás, no ha llegado aún a término (4,1)» 157. El pueblo de la nueva Alianza está siempre en camino, es el nuevo pueblo de Dios peregrino, que, no teniendo aquí una ciudad permanente, encuentra una meta clara en el cielo (2,1); meta hacia la que camina constantemente (12,12) aun en medio de las dificultades, persecuciones y problemas, y a pesar del desánimo general que pueda invadir a los miembros de la comunidad. Es, además, una peregrinación que hay que hacer en la fe, alentados por el ejemplo de todos los grandes personajes de la historia de la salvación (11,1-13), incluido Jesús, autor y consumador de la fe (12,2). Este pueblo de Dios, como verdadera caravana de peregrinos, necesita ser fiel y perseverante en la fe, sabiendo que es corto el espacio de tiempo que lo separa de la manifestación plena y definitiva de Jesucristo. Hay que permanecer, pues, firmes en la confesión de la fe. Como se ve, al igual que en otros escritos del Nuevo Testamento, encontramos también en la Carta a los Hebreos los conceptos de pueblo de Dios, peregrinos, diáspora, casa de Dios, ciudad futura, Jerusalén del cielo. De esta forma, «la total concepción, la fundamentación escrituraria, la peculiar manera de pensar en dos planos (el terreno, velado; el celeste, real), quedan como algo propio suyo, una síntesis teológica de originalidad única» 158. En la Carta a los Hebreos «la estructura concreta de la Iglesia queda en el trasfondo. Pero la comprensión de su ser puede reconocerse claramente en relación con el tema cristológico que es el principal. La Iglesia es el pueblo de Dios peregrino; Israel, su historia... de Cristo en este mundo extraño» 159.

71

No es mucho ciertamente lo que sabemos sobre la estructura concreta de la comunidad a la que se dirige la Carta a los Hebreos. Sabemos, de todas formas, que «se trata de una comunidad de la segunda generación cristiana, formada por cristianos procedentes de la gentilidad; esta comunidad ha pasado ya su período de iniciación (5,1ss; 6,1ss), ha soportado ya muchos padecimientos (10,32ss), pero también ha demostrado mucho amor por el hombre de Dios (6,10). Cuando la carta se escribe está en peligro de desfallecer y desanimarse en la fe (12,3.12ss)» (...) «Conoce y estima el bautismo..., la tradición (2,3), la confesión 3,1; 4,14; 10,23), la alabanza (13,15), la plegaria (13,18). Tiene superiores o dirigentes (hegoúmenoi)... a los cuales debe obedecer y someterse porque son ante Dios los responsables de las almas de los creyentes (13,17)» 160. Los elementos que aparecen como esenciales de la ekklesía según la Carta a los Hebreos, son: a) La Palabra de Dios. b) El Bautismo. c) El orden jerárquico. a) Se trata, ante todo, de una Palabra viva y eficaz: una Palabra que tiene su origen en el seno del Padre que nos la ha comunicado, después de largos siglos, a través de su Hijo, su Verbo personal hecho hombre; una Palabra que, por eso mismo, es la última y definitiva. Entre la Palabra y la ekklesía existe una estrecha relación de dependencia, en cuanto que «la palabra de Dios implica la respuesta en el sujeto receptor y tiende así a formar la comunidad de creyentes, y la ekklesía no se da sin esta palabra de Dios de la cual trae su existencia y mediante la cual difunde su mensaje de salvación» 161. Es por esa precisa razón, una Palabra viva y eficaz, por cuanto, como mensaje de salvación proclamado por Cristo y confiado a la comunidad eclesial, se mantiene presente y operante entre los cristianos. b) El Bautismo en la consideración de la Carta a los Hebreos es el camino de la incorporación definitiva del nuevo cristiano a la comunidad, y al mismo tiempo, el momento en que ese cristiano profesa su fe ante los demás miembros de la comunidad. El bautismo, por consiguiente, es momento realmente importante y hasta decisivo, para todo aquel que, mediante la fe, se incorpora al pueblo peregrino de Dios. El pueblo que marcha hacia la salvación, ha hecho su primera y definitiva «conversión» (metanoia) en el bautismo (6,4ss; 12,16s), por lo que este sacramento es irrepetible. En virtud del bautismo, el cristiano es un «iluminado» (10,32) que, anticipando el estado final, gusta ya aquí y ahora el «don celestial», y queda hecho partícipe del Espíritu Santo que le hace gustar las buenas nuevas de Dios, es decir, el mensaje 72

salvador de Cristo y las manifestaciones carismáticas presentes en la comunidad eclesial (2,4). El bautismo aparece además en esta Carta como «el rito de purificación que dispone al cristiano a entrar en el santuario, para acercarnos al misterio litúrgico donde la comunidad actualiza la gracia del perdón obtenida en el (mismo) bautismo» 162. c) A lo largo de toda la Carta, aparecen también, por una parte, algunos dirigentes a los que se les ha confiado la grave responsabilidad de presidir con desvelo la comunidad (13,7.17.24); y, por otra, el resto de la comunidad, «hermanos» y «santos» (3,12; 13,22.24), a los que se les invita a guardarles respeto y fidelidad a los primeros, siempre dentro de una gran confianza entre todos. Una fidelidad que revierte, en definitiva, en aceptación íntegra de la doctrina sana y genuina que les habían predicado los fundadores de la comunidad. Como dice Antón, «esta instantánea de una comunidad cristiana compuesta de dirigentes y de hermanos sometidos a la dirección de sus pastores no está en contradicción con el resto de la carta, que nos ha trazado una imagen de la Ekklesía como la casa de Dios que tiene a Cristo como cabeza y abraza fraternalmente a todos los creyentes que a través del evento bautismal han sido iluminados y han gustado el don celestial y tienen abierta la entrada en el santuario y acceso a Dios (6,4-5; 10,19.22)» 163. La ekklesía de la Carta a los Hebreos es, pues, una comunidad en busca de su consumación escatológica, en marcha hacia el reposo eterno (4,1.9). La concepción de esta dimensión escatológica es realmente peculiar de la Carta, por cuanto ha cambiado el esquema temporal, «por otros de orden espacial metafísico, al parecer, inspirado por las corrientes filosóficas de impronta platónica. Según este esquema, se distinguen en Hebreos claramente dos planos: uno terreno, con el carácter de algo imperfecto, transitorio y de sombras, que determina también en este sentido sus realidades; otro, celeste, propio de cuanto es definitivo, real y eterno. Aplicando este esquema nuevo a la situación de la ekklesía como pueblo esencialmente peregrinante, le es posible a Hebreos dar una respuesta al problema de cómo concebir la realización presente de las realidades futuras y la realización futura de las realidades presentes. La salvación definitiva y eterna, está ya presente en Cristo y en su ekklesía» 164.

7.4. Carta de Santiago La Carta de Santiago parece ser una Homilía en la que, desde un trasfondo claramente veterotestamentario de naturaleza sapiencial que el autor parece conocer perfectamente, se hacen una serie de exhortaciones morales sobre la paciencia en las dificultades (1,112; 5,7-11), las tentaciones a que se ve sometido el creyente (1,13-18), la autentificación de la fe gracias a las obras (2,14-26), el dominio de la propia lengua (1,26; 3,1-18), la importancia decisiva de la misericordia (2,8.13; 3,13-4,2.11s), la eficacia de la oración (1,5-8; 4,2s; 5,13-18), el duro juicio de Dios contra los explotadores (5,1-6), la unción de 73

los enfermos (5,14ss), etc. Dentro de la universalidad de estos consejos y exhortaciones, hechas claramente a unos destinatarios judeo-cristianos, la Carta hace una doble alusión a la existencia de la comunidad. Una comunidad estructurada a partir de la ley del amor (1,25; 2.8.12-13), presidida por unos presbíteros (5,14), en la que existen doctores (3,1), contando además con sus ritos (5,14). Una comunidad por otra parte, a la que se le reprocha también, con claridad y dureza, el comportamiento negativo que supone la discriminación entre los miembros de la comunidad, a causa de su diversa situación social y económica (2,1-10), al tiempo que se pondera el valor de la oración y de la unción realizada por parte de los responsables de la comunidad en momentos particularmente delicados del creyente (5,13-18). Es posible incluso encontrar en la Carta alguna alusión válida al sacramento del Bautismo, cuando recuerda que los cristianos son engendrados por pura iniciativa divina «con el mensaje de la verdad» (1,18); y que, además, deben ser dignos del «nombre ilustre» que les han impuesto (2,7).

8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO 1. De la amplia exposición realizada a lo largo de este capítulo, se constata que «ninguno de los autores bíblicos discutidos intentó ofrecer una imagen completa de lo que debería ser la Iglesia» 165. Resulta por ello evidente que no existe «una» eclesiología del Nuevo Testamento; menos aún existe «la» eclesiología del Nuevo Testamento. Por el contrario, los escritos dirigidos a las distintas comunidades cristianas difieren (a veces notablemente) en el énfasis que ponen en acentuar los distintos elementos constitutivos de la comunidad eclesial. De hecho, «los escritos del Nuevo Testamento —no era de esperar otro resultado, dado su origen ocasional y decisivamente concreto que los ha motivado—, ofrecen una imagen de la Iglesia tan parcial y fragmentaria, tan condicionada históricamente, tan caracterizada por diferencias y divergencias en los varios escritos neotestamentarios, que se impone el concebirla abierta a una continua reflexión teológica y el hablar solamente de líneas de fuerza y de diversos tipos de eclesiología» 166. Un énfasis, de todas formas, que, aunque pudiera subrayar fuertemente aspectos diversos en las distintas comunidades y hasta hacer de correctivo de otras comunidades, nunca pone en contradicción los unos con los otros. Diferencias y hasta cierta tensión, sí; contradicción, no. Sin embargo, «tomados colectivamente, estos énfasis constituyen una importante lección sobre el primitivo idealismo en relación a la 74

vida de la comunidad cristiana» 167. 2. La Iglesia tiene en el designio salvífico de Dios, designio global, único e irrevocable, una vinculación esencial con Israel: como «Pueblo de Dios», como continuación del «resto de Israel», como relevo del «antiguo Israel». La Iglesia llega a ser, por eso, «el verdadero Israel de Dios», formado por judíos y gentiles, pero mediados por Cristo. En virtud de esta vinculación y de esta mediación —observación esta de gran trascendencia—, los nuevos acontecimientos salvíficos protagonizados por Cristo, aun siendo realidades realmente «nuevas», vienen de hecho expresados en lenguaje del Antíguo Testamento: vgr. Alianza, Pascua, Culto, Sacrificio... 3. La Iglesia tiene su origen remoto en el grupo formado por el Jesús histórico. Este grupo es la prefiguración o preformación de la Iglesia que nace de la cruz y resurrección de Cristo. En el grupo de Jesús «existe ya la Iglesia de una manera provisional y oculta» 168. El nacimiento de la Iglesia, de todas formas, lo sitúa el Nuevo Testamento de forma próxima e inmediata, en el Cristo muerto y resucitado. La muerte y resurrección de Cristo, señalan el momento en que la comunidad vuelve a reunirse (no se reúne por primera vez...), para dar comienzo a su andadura por la historia como Iglesia del crucificado-resucitado. Remontándose más hacia su origen, la comunidad eclesial primitiva se descubre a sí misma como obra misteriosa de Dios. No es simple producto de la voluntad de los hombres y, por eso mismo, no es una realidad meramente sociológica. Más aún, en el designio de Dios, es una realidad anterior a la misma historia. 4. En el crucificado-resucitado tiene su origen no sólo la Iglesia, sino el Espíritu que es enviado a esa Iglesia. Este envío y presencia del Espíritu es de tal importancia, que llega a convertirse en verdadero protagonista en la Iglesia. Es Él, el que la construye, al convocarla y encontrar en Él su fuerza vital. Es el Espíritu el que conduce a la comunidad: asegura su edificación, suscita pastores, doctores y maestros, le da unidad, paz y fortaleza en las dificultades y persecuciones, abre las mentes de los discípulos a la universalidad (catolicidad), y dirige en consecuencia sus pasos a través de la historia. Por eso, en realidad de verdad, «el tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu, y la historia del Espíritu es la historia de la Iglesia. El Espíritu vive y alienta en la Iglesia, de tal modo que hace presente en y con la Iglesia el ámbito vital del cuerpo crucificado de Cristo» 169. A partir de la Pascua, la comunidad cristiana vuelve a reunirse y comienza a ser una comunidad vivificada y dirigida por el Espíritu, que es siempre el Espíritu de Jesús resucitado (1Cor 15,45), hasta el momento final de la historia en la resurrección. 5. La Iglesia aparece en el Nuevo Testamento con una clara conexión y referencia a los apóstoles. Al ser continuación del pueblo de Israel, construido sobre las doce tribus, la Iglesia como «el nuevo Israel de Dios», está construída sobre los Doce apostóles. Ellos, no solamente fueron los compañeros de Jesús durante su existencia terrena, sino que 75

fueron igualmente los receptores fundamentales del Espíritu, convirtiéndose así en los primeros y principales testigos de Cristo, muerto y resucitado. «La Iglesia del Nuevo Testamento, Iglesia de Dios, de Jesucristo y del Espíritu, vive de los apóstoles y por eso se mantiene en una constante y necesaria referencia a ellos» 170. 6. La Iglesia de Jesús, según el Nuevo Testamento, es, por su propia naturaleza, una. Y no sólo por la razón fundamental de que está llamada a ser epifanía de la unidad profunda existente entre Cristo y el Padre, sino también porque el Dios en quien se cree es uno; el bautismo en virtud del que se incorporan los miembros al Cuerpo de Cristo es uno; la Fe a la que son llamados y profesan los seguidores de Cristo es una; y el testimonio a que están comprometidos esos seguidores para que todos los hombres crean, es precisamente un testimonio de unidad. Esta unidad, sin embargo, no significa ni indiferenciación, ni unicidad ni uniformismo. El Espíritu, presente en la Iglesia, es fuente, al mismo tiempo, de unidad y diversidad de dones, carismas, gracias y ministerios que edifican y enriquecen el cuerpo eclesial. La unidad de la Iglesia, de todas formas, no es estática, sino dinámica: no es una realidad automáticamente hecha de una vez para siempre; no está exenta de tensiones, y, por eso mismo, se está realizando constantemente, incansablemente. La Iglesia primitiva es una Iglesia empeñada en trabajar por construir y mantener una profunda unidad, entendida, al mismo tiempo, como don de Dios y tarea y meta de la propia comunidad. Esta unidad debe hacerse visible en la doctrina, en la confesión de la fe, en el culto y en la forma de dirigir las comunidades. Es, por lo demás, una unidad que hay que ir consiguiendo constantemente, a pesar de las diferencias e incluso discrepancias que puedan existir entre sus miembros. 7. Pero esta diversidad, para que no degenere en anarquía sino que sea positiva y constructiva, tiene que estar sometida a un principio de orden. En la comunidad cada uno tiene que intervenir en su lugar, en su momento, desde la peculiaridad del propio carisma o del servicio que tenga confiado. Es, por tanto, una comunidad orgánicamente estructurada. Esta estructura no es fruto de la propia iniciativa comunitaria, sino del poder (exousía) salvador de Cristo que, a su vez, lo transmite a los miembros de la comunidad. Es un poder, de todas formas, que tiene que ser entendido absolutamente como un servicio. En esta perspectiva hay que situar el ministerio que «surge en la Iglesia desde el principio, sea en la forma que fuere y de un modo más o menos reflejo. Su punto de arranque está ya en el boceto eclesial del grupo de discípulos del Jesús terreno, concretamente en la función escatológica de los doce y después va adquiriendo vigencia en el ministerio, es decir, en la elección, instauración y otorgamiento de la potestad, en el mandato y en la misión por parte de los apóstoles, que son los responsables de la Iglesia» 171. Hasta tal punto está presente y activo el ministerio en la primitiva comunidad eclesial, que «la afirmación de que en un principio se dio una Iglesia exclusivamente carismática que luego fue evolucionando hasta convertirse en Iglesia 76

ministerial —lo cual significaría efectivamente el paso a otro género—, no puede probarse a partir del Nuevo Testamento. Ni siquiera 3Jn nos presenta una contraposición de principio» 172. Por lo demás, este servicio o ministerio, tiene, dentro de la comunidad eclesial, unos destinatarios preferenciales: los pobres, los pecadores, las ovejas descarriadas, los sencillos y marginados. 8. Existen, desde el inicio mismo de la Iglesia, dos factores realmente decisivos en su vida y actuación: la Palabra y los Signos sacramentales como forma de celebrar el culto173. a) La Palabra aparece, desde el origen como un factor decisivo en la construcción de la Iglesia. Convocada por la Palabra que salva, la Iglesia se reúne y edifica alrededor de la Palabra, se alimenta de ella, crece y es juzgada por la Palabra, la sirve, la proclama y la ofrece a todos los hombres. Una Palabra que es Buena Noticia, enseñanza, testimonio, mensaje, y cuya transmisión urge, inquieta y estimula, siempre en plena fidelidad a la enseñanza de los apóstoles. b) Por otra parte, la celebración del culto se realiza fundamentalmente mediante los Signos sacramentales: factores igualmente determinantes en la vida de la comunidad eclesial. Entre ellos aparecen con toda claridad el Bautismo y la Eucaristía. Por el Bautismo, el seguidor de Jesús es incorporado a su Cuerpo que es la Iglesia, llegando a ser, de esta forma, una nueva criatura. Así, la comunidad eclesial queda constituida como comunidad de hombres nuevos, de criaturas nuevas, nacidas no de la carne y de la sangre (es decir, no según unos parámetros puramente humanos), sino del agua y del Espíritu (es decir, concebidos y dados a luz según el proyecto re-novador de Dios realizado por Cristo). Por la Eucaristía, la Iglesia es edificada como cuerpo de Cristo, llegando a convertirse en aquello mismo que celebra y recibe: el Cuerpo glorificado de Cristo. Gracias a la Eucaristía, se establece objetivamente en la Iglesia una doble y profunda comunión de cada bautizado: con Cristo, Cabeza del Cuerpo, y con los demás bautizados como miembros de ese Cuerpo. En esta doble y profunda comunión, consiste y se realiza la salvación a la que el bautizado está llamado. 9. La Comunidad de Jesús, no es una Comunidad destinada a «algunos escogidos», a una «élite privilegiada». Es una Comunidad de hombres y mujeres procedentes de los cuatro puntos cardinales (cf. Mc 13,27), que se sienten llamados a la plenitud (= perfección) de sí mismos según el Proyecto de Dios; es decir, a ser santos. Cristo, en efecto, se preparó una Iglesia «radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada» (Ef 5,27). No es una santidad fruto de una ascesis de origen y motivación estrictamente humana. Se trata de una santidad objetiva recibida de Dios por el miembro de la Iglesia en el momento del bautismo; sacramento que crea en el 77

creyente la exigencia irrenunciable de una santidad subjetiva, desde una respuesta personal e intransferible. La santidad recibida mediante el agua y el Espíritu, crea en el bautizado el compromiso de una santidad personal y subjetiva. 10. Desde su primer andar por la historia, la Iglesia, que es ante todo la Iglesia particular y concreta en que se vive la propia vocación a la fe, el bautizado tiene conciencia —en virtud del Espíritu—, no solamente de que en su seno tienen cabida hombres de toda raza, lengua, pueblo o nación (cf. Hch 10,34-47; 11,17-18; 15,6ss; Ap 7,9-10), sino también de que la salvación de la que se siente portadora, está destinada a alcanzar a todos los hombres sin excepción. Todas las comunidades eclesiales primitivas tienen, a pesar de su localismo, conciencia de universalidad, presente en los escritos apostólicos (tanto de Mateo como de Pedro, de Juan y sobre todo de Pablo) de los que esas comunidades se alimentaban. En esos escritos no aparece la Iglesia como un grupo religioso cerrado, con un mensaje esotérico destinado solamente a algunos iniciados, o con la estrechez particularista propia de una actitud proselitista, sino como una sociedad completamente pública y abierta a judíos y gentiles, ricos y pobres, sabios e ignorantes, personas relevantes o marginados de la sociedad; y, además, como una comunidad a la que se le ha confiado una misión de ámbito universal por la que se siente urgida y constreñida constantemente174. 11. Desde este horizonte de universalidad misionera, es preciso descubrir el sentido de la relación de la Iglesia con el mundo. Esta relación —según el Nuevo Testamento— es una relación de presencia y de distancia al mismo tiempo. El mundo es el lugar donde necesariamente está la comunidad seguidora de Jesús: lugar de su presencia santificadora y de su acción salvadora. Pero, al mismo tiempo, es lugar en el que, como tal comunidad, se siente «extraña y peregrina». Más aún, es lugar con el que, normalmente, se siente confrontada, porque el mundo no solamente resiste y combate el mensaje de Jesús, los valores y exigencias que ese mensaje lleva consigo y a los mismos mensajeros. La comunidad eclesial no hace en esto más que compartir la actitud y el destino del Maestro que, por una parte, amó entrañablemente al mundo, y, por otra, murió perseguido y crucificado por ese mismo mundo (cf. Jn 1,10-11; 15,18-25; 16,33). Por eso, para los miembros de esta comunidad la incomprensión, la persecución e incluso el martirio, no tienen que resultarles particularmente extraños y lejanos: son algo con lo que deben contar. Por lo demás, el mundo no sólo actúa fuera o alrededor de la Iglesia: en su mismo seno se hace presente por el pecado, la desunión y la herejía175. 12. En línea con la contraposición frente al mundo, y sobre todo desde la conciencia de ser la realización plena y definitiva de lo anunciado por los Profetas sobre el nuevo pueblo de Dios, aparece una dimensión que es esencial y determinante en el ser y en el actuar de la Iglesia: su dimensión escatológica. La comunidad eclesial ha llegado —en 78

Jesucristo y por Jesucristo— a la «ciudad celeste». Por consiguiente, vive y actúa desde ese horizonte de totalidad, de plenitud y definitividad. Es consciente de que no tiene aquí una ciudad permanente (cf. Hb 13,14), sino que busca la ciudad futura en la que no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, ni penas ni lágrimas. De ahí, su condición de peregrina, su inquietud, su permanente disconformidad, su actitud crítica frente a las realidades terrenas y, a la vez, su inquebrantable esperanza porque todo se hace nuevo (cf. Ap 21,4). En esta comunidad escatológica, está ya funcionando la salvación realizada por Jesús el Mesías y lo seguirá haciendo hasta la venida última (parusía) del mismo Señor: una venida que, de inminente, se fue haciendo cada vez más lejana en el tiempo y, por eso mismo, cada vez más ansiosamente esperada en las comunidades: MARANATHÁ (cf. 1Cor 16,22; Apo 22,20)

79

1 Cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche, Düsseldorf 19652, pp. 79-108. 2 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 307. 3 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 309. 4 P. TENA, La palabra Ekklesía. Barcelona 1958, p. 56. 5 H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1969, pp. 103-104. 6 P. TENA, o.c., p. 55. 7 E. SCHÜRER, Geschichte des Judischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi II, Leipzig 19074, p. 504s. Citado por P. Tena, o. c, p. 54. 8 P. TENA, o.c., p. 56. 9 Basta analizar con detenimiento los Discursos de Pedro y de Esteban en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (2,14-40; 3,12-26; 4,8-12; 7,2-53), para ver la continuidad y, al mismo tiempo, la novedad entre el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, dentro de la única historia de la salvación. En esta misma perspectiva hay que situar la Carta de Judas, en la que, para denunciar y fustigar algunas corrientes heréticas que ponían en peligro la fe cristiana, así como algunos comportamientos morales absolutamente inadmisibles para un cristiano, echa mano el autor de personas y acontecimientos pertenecientes al antiguo Israel: liberación de Egipto y exterminio de los que no creyeron en el desierto (v. 5), castigo de Sodoma y Gomorra (v. 7), castigo de Caín, Balaán y Coré (v. 11), e incluso alusiones a algunos apócrifos del Antíguo Testamento (vv. 9. 14). 10 N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, pp. 103-104. 11 A. ANTÓN, La Iglesia de Cristo, p. 78. 12 N. A. DAHL, Das Volk Gottes, Oslo 1941, p. 243, citado por A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 108. 13 Cf. J. L. SCHMIDT, Ekklesía, en GLNT IV, cols. 1490-1580; H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1969, pp. 100-109. 14 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 81. 15 P. TENA, o.c., p. 74. 16 P. TENA, o.c., p. 123. 17 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 81. 18 M. SCHMAUS, Teología dogmática IV: La Iglesia Madrid 19622, p. 41. 19 P. TENA, o.c., p. 91. 20 Cf. K. L. SCHMIDT, Ekklesía, en GLNT IV, cols. 1491-1494 y 1576-1579. En cuanto al uso de las expresiones «Iglesia particular»—«Iglesia local» y al uso indiferenciado de ellas a causa de su mutua equivalencia, cf. H. de Lubac, Las iglesias particulares y la iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 37-58; Grupo de Les Dombes, El ministerio episcopal, n. 9 y nota 4, en A. GONZÁLEZ, Enchiridion oecumenicum, Salamanca 1986, p. 674. Por razones tanto teológicas como ecuménicas, parece preferible la expresión «Iglesia particular». 21 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 85. 22 P. TENA, o.c., pp. 284-285.

80

23 Recientemente, con todo, se ha publicado una obra sobre el Evangelio de Marcos, que tiene precisamente a la Iglesia como clave hermenéutica del primero de los Evangelios. Se trata, como dice el autor, de una Eclesiología confesional elaborada en perspectiva mesiánica, sobre la base de Marcos, del que no duda en afirmar que es «un testigo clave de la Iglesia primitiva y actual» (X. PIKAZA, Pan, Casa, Palabra. La Iglesia en Marcos, Salamanca 1998, p. 9). Este mismo autor comparte nuestra extrañeza (cf. o.c., p. 12, nota 7). 24 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 28. 25 H. SCHLIER, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 108. 26 X. PIKAZA, o.c., p. 10. 27 Cf. X. PIKAZA, o.c., p. 11. 28 P. V. DIAS, La Iglesia en la Escritura y en el siglo II, en M. Schmaus y otros(dirs.), Historia de los Dogmas III, Cuaderno 3a-b, Madrid 1978, p. 73. 29 R. E. BROWN, o.c., p. 121. 30 Idem. 31 H. SCHLIER, a. c., p. 118. 32 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 312. 33 Cf. R. SCHNACKENBURG, La Iglesia NT, p. 89. 34 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 362. 35 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT., p. 88. 36 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 92. 37 Idem. 38 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 363. 39 W. TRILLING, Das wahre Israel. Studien zur Theologie des Mathäusevangelium, Leipzig 19643, p. 111. 40 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 364. 41 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 87. 42 Es decir, una sorpresa que aparece inesperadamente al final del evangelio. 43 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 91. 44 R. E. BROWN, o.c., p. 122. 45 Idem. 46 R. E. BROWN, o.c., p. 133. 47 R. E. BROWN, o.c., p. 134. 48 R. E. BROWN, o.c., p. 136. 49 R. E. BROWN, o.c., p. 139. 50 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 93.

81

51 R. E. BROWN, o.c., p. 130. 52 R. E. BROWN, o.c., p. 131. 53 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 94. 54 R. E. BROWN, o.c., p. 134. 55 R. E. BROWN, o.c., p. 131. 56 H. SCHLIER, a.c., p. 117. 57 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 417-420. 58 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 78. 59 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 80. 60 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 423. 61 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 430. 62 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 82. 63 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 437. 64 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 82. 65 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 151. 66 H. SCHLIER, a.c., p. 126. 67 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 420-421. 68 E. LOHSE, Lukas als Theologe der Heilsgeschichte, en «EvTh» 14(1964), p. 266, citado en R. Schnackenburg, o.c., p. 80. 69 H. SCHLIER, a.c., p. 140. 70 H. SCHÜRMANN, Das Abendmahlsbericht Lukas 22,7-38 als Gottesdienstordnung, Gemeindeordnung, Lebensordnung, Leipzig 1960, citado por R. Schnackenburg, o.c., p. 85. 71 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 86. 72 Idem. 73 H. SCHLIER, a.c., p. 135. 74 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 453. 75 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 59. 76 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 22. 77 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 464. 78 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 467. 79 Idem. 80 H. SCHLIER, a.c., p. 138.

82

81 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 471. 82 H. SCHLIER, a.c., p. 140. 83 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 126. 84 Idem. 85 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 120. 86 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT,, p. 133. 87 Idem. Subrayado nuestro. 88 Idem. 89 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 136. 90 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 140. 91 H. SCHLIER, a.c., pp. 215-216. 92 Idem. 93 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 127. 94 H. SCHLIER, a.c., p. 154. 95 H. SCHLIER, a. c., p. 157. 96 R. E. BROWN, o.c., p. 86. 97 H. SCHLIER, a.c., p. 146. 98 R. E. BROWN, o.c., p. 88. 99 R. E. BROWN, o.c., p. 85. 100 R. E. BROWN, o.c., p. 88. 101 R. E. BROWN, o.c., p. 97. 102 R. E. BROWN, o.c., p. 117. 103 R. E. BROWN, o.c., pp. 90-91. 104 Cf. I. DE LA POTTERIE, Christologie et pneumatologie dans S. Jean, en Commission Biblique Pontificale, Bible et Christologie, París 1984, pp. 271-286. 105 R. E. BROWN, o.c., p. 105. 106 I. DE LA POTTERIE, a.c., p. 286. 107 R. E. BROWN, o.c., p. 118. 108 Idem. 109 I. DE LA POTTERIE, a.c., p. 287. 110 R. E. BROWN, o.c., p. 107. 111 R. E. BROWN, o.c., p. 91.

83

112 Idem. 113 R. E. BROWN, o.c., p. 93. 114 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 141. 115 H. SCHLIER, a.c., p. 142. 116 H. SCHLIER, a.c., p. 153. 117 R-E. BROWN, o.c., p. 120. 118 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 98. 119 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 99. 120 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 101. 121 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 199. 122 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 197. 123 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 198. Subrayado nuestro. 124 H. SCHLIER, a.c., p. 165. 125 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 202. 126 H. SCHLIER, Der Brief an die Epheser, p. 260: citado por R. SCHNACKENBURG, o.c., p. 206. 127 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 203. 128 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 209. 129 R. E. BROWN, o.c., p. 56. 130 H. SCHLIER, o.c., p. 169. 131 R. E. BROWN, o.c, p. 59 132 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 203-204. 133 H. SCHLIER, a.c., p. 179. 134 H. SCHLIER, a.c., p. 171. 135 H. SCHLIER, a.c., p. 174. 136 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 542-543. 137 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 566-568. 138 Esta condición de Templo de Dios aparece siempre en un claro contexto trinitario: vgr., 2Cor 13,13; Ef 4,3-6. Cf. Biblia de Jerusalén: comentario al texto 2Cor 13,13; A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 579. 139 R. E. BROWN, o.c., p. 76. 140 R. E. BROWN, o.c., p. 85. 141 H. SCHLIER, a.c., p. 208. 142 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 115.

84

143 H. SCHLIER, a.c., p. 192. 144 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 651. 145 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 121. 146 H. SCHLIER, a.c., p. 190. 147 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 119. 148 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 122. 149 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 120. 150 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 121. 151 H. SCHLIER, a.c., p. 187. 152 R. E. BROWN, o.c., p. 34. 153 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 124. 154 Idem. 155 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 109. 156 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 670. 157 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 111. 158 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 115. 159 H. SCHLIER, a.c., pp. 202-203. 160 H. SCHLIER, a.c., p. 195. 161 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 679. 162 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 683. 163 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 685. 164 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 670. 165 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 143. 166 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 308-309. 167 R. E. BROWUN, o.c., p. 143. 168 H. SCHLIER, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 218. 169 Idem. 170 H. SCHLIER, a. c., p. 219. 171 H. SCHLIER, a.c., p. 221. 172 Idem; cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 27-44. 173 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 44-61.

85

174 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 61-68. 175 En base a los datos bíblicos se puede afirmar que la comunidad cristiana vive, desde sus mismos inicios, en una tensión dialéctica con el mundo, que puede formularse diciendo que es una relación de simpatía crítica.

86

CAPÍTULO

2

LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA

87

88

Nota bibliográfica AA.VV., El futuro de la Iglesia, en «Concilium» (número extra monográfico), Madrid 1970. A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas I, Madrid 1986. A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia II, Madrid 1987, pp. 3-675. R. BELARMINO, Controversiae christianae fidei adversus huius temporis haereticos, Lyon 1596; París 1870-1874. D. BONHÖFFER, Sanctorum communio, Brescia 1972. L. BOUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973, pp. 15-187. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en M. Reding (ed.), Abhandlungen über Theologie und Kirche, (Fs. K. Adam), Düsseldorf 1952, pp. 79-108. Y-M. CONGAR, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Estela, Barcelona 19663. Y-M. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 19682. Y-M. CONGAR, L’ecclesiologie du haut Moyen-Âge, París 1968. Y-M. CONGAR, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en M. Schmaus y otros (dirs.), Historia de los Dogmas III, 3c-d, Madrid 1976. P. V. DIAS-P. Th. CAMELOT, Eclesiología. Escritura y Pastrística hasta San Agustín, en M. Schmaus y otros (dirs.), Historia de los Dogmas III, 3a-b, Madrid 1978. A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975. J. A. ESTRADA, La Iglesia: identidad y cambio, Madrid 1985, pp. 17-134. P. FAYNEL, La Iglesia I, Barcelona 19822, pp. 143-222. J. FRISQUE, La eclesiología en el siglo XX, en AA.VV., La teología del siglo XX I, Madrid 1974, pp. 162-203. S. JÁKI, Les tendances nouvelles de l’ecclesiologie, Roma 1957. M. KEHL, ¿A dónde va la Iglesia?, Santander 1997. H. KÜNG, Sinceridad y verdad. En torno al futuro de la Iglesia, Barcelona 1970. J. LORTZ, Historia de la Reforma, Madrid 1964. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 1980. M. LUTERO, Obras. Edición crítica de Weimar (= WA), 1883ss. E. MERSCH, Le Corps mystique du Christ. Etudes de théologie historique I-II, Desclée de Brouwer, Paris 19513. E. MERSCH, La théologie du Corps Mystique I-II, París-Louvain 1955. H. RAHNER, L’ecclesiologia dei Padri, Paoline, Roma 1971. K. RAHNER, Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974. J. RATZINGER, El Nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, pp. 5-83. U. VALESKE, Votum Ecclesiae, München 1962. R. VELASCO, La Iglesia de Jesús, Estella 1992, pp. 91-223. R. WINLING, La Teología del siglo XX. La teología contemporánea (1945-1980), Sígueme, Salamanca 1987, pp. 64-69; 228-239.

89

90

Introducción La Eclesiología fue vivencia del Seguimiento de Cristo y praxis de una Fe proveniente de ese Seguimiento vivido en comunidad, antes que reflexión teológica sobre el misterio del Cristo, continuado en la historia en su comunidad y por su comunidad. Como quiera que la Iglesia es una realidad siempre viva y, por consiguiente, cambiante aun dentro de su permanente identidad, se puede hablar de una historia de la teología de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, aparece a lo largo de sus veinte siglos de historia, como una realidad paradójicamente idéntica a sí misma, dentro de unas apariencias profundamente cambiadas y cambiantes. Por otra parte, si la Iglesia apareció en la historia como una realidad vivida antes que como una realidad reflexionada, resulta mucho más fácil experimentar lo que es la Iglesia, que definir o al menos describir lo que es su esencia. Durante siglos, la Iglesia no fue tanto objeto de reflexión cuanto de vivencia: la Iglesia es una vida concreta, un ámbito vital en el que el bautizado desarrolla su vida cristiana, antes que una idea o una reflexión sistematizada. Y esto, desde los primeros momentos. «Las primeras generaciones cristianas, en efecto, —dice Faynel— no empezaron por sistematizar su fe, sino por vivirla. En el caso concreto del tema que aquí nos ocupa, fue viviendo su vida de Iglesia y a partir de los problemas concretos que esa vida les planteaba, como las primeras generaciones cristianas descubrieron y precisaron poco a poco las primeras grandes líneas de la teología de la Iglesia» 1. Dos elementos fundamentales se descubren en la vivencia del misterio de la Iglesia a lo largo de toda su historia: ante todo, la constante presencia y acción del Espíritu Santo que va guiando a la Iglesia en su incesante caminar por la historia y la va llevando fiel y progresivamente a la plena verdad de sí misma y del mensaje de salvación; y en segundo lugar, la naturaleza histórica de la comunidad del crucificado-resucitado, en virtud de la cual no sólo tiene una relación esencial con la sociedad en la que está presente y vive, sino que es incluso «conformada» por esa misma sociedad, con sus preocupaciones y avatares, y con las diversas formas sociales, culturales e incluso políticas en que la sociedad se va plasmando y configurando a lo largo de la historia. Esto hace que podamos hablar de «la Iglesia de los Santos Padres», de «la Iglesia de la Edad Media», de «la Iglesia de la Reforma y de la Contrarreforma», de «la Iglesia de la Edad Contemporánea», de «la Iglesia del Vaticano II». Cada una de estas épocas en 91

las que ha vivido la Iglesia, ha tenido, dentro de una igualdad fundamental que constituye su identidad esencial, expresiones, manifestaciones, acentuaciones, que sin hacerle perder una fidelidad permanente a los valores tanto del evangelio como de la tradición apostólica, han modulado, a veces muy profundamente, el ser de la Iglesia, su forma de estar presente y, particularmente, su forma de actuar. Como todo organismo vivo, para poder mantener su identidad fundamental, la Iglesia ha debido ir desarrollándose tomando las formas del entorno concreto y determinado en que estaba presente. No siendo, por otra parte, una realidad artificialmente superpuesta a la sociedad, y siendo sus miembros al mismo tiempo ciudadanos del cielo (Hbr 12,22) y ciudadanos del mundo, la Iglesia ha debido vivir y debe seguir viviendo en la no fácil dialéctica del «ya pero todavía no». Los bautizados son verdaderos ciudadanos del mundo, pero, de igual forma son plenamente conscientes de que no tienen aquí ciudad permanente, sino que buscan la futura (cf. Hbr 13,14).

1. LA ECLESIOLOGÍA, DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD MEDIA 1.1. En los cuatro primeros siglos Ya en la época patrística, diríamos que sobre todo en la época de los Padres, la Iglesia es más objeto de vivencia que de reflexión. Se vive la Iglesia y se vive en la Iglesia. Se experimenta la Iglesia como el misterio de Dios entre los hombres, revelado en Cristo y por Cristo. El bautizado se sabe y se siente miembro del Pueblo de Dios «reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» 2. Se concibe y se experimenta la Iglesia como la gran comunión de los santos: comunión en Cristo y con Cristo, y comunión con los que, cercanos o lejanos, también creen en Él. Se la compara con el Arca de Noé en la que se salvaron los que hicieron caso a Dios (cf. Gen 6,5-22; 1Pe 3,20; 2Pe 2,5). Se percibe como la realización plena y definitiva de la Alianza hecha por Dios en la antigüedad, como «sombra y prenda» de lo futuro; como el lugar en que se encuentra la salvación querida por Dios desde siempre para el hombre; y, por eso mismo, como una realidad que preexiste desde antes de la creación y, desde luego, desde el momento mismo de la creación del hombre3. De esta forma, para los Padres la Iglesia es mucho más un «misterio de crecimiento, que una simple transmisión o mera profundización de una doctrina» 4. El misterio que es la Iglesia se va viviendo. Y, en la medida en que se ve amenazado desde fuera o también desde dentro, se va reflexionando sobre él.

92

Y así, cuando la comunidad cristiana de Corinto sufre una seria crisis interna rompiendo gravemente la unidad y con ella la paz llegando incluso a la destitución de sus presbíteros, el obispo de Roma, Clemente, escribe una autorizada Carta5, en la que les llama, amable pero enérgica y autorizadamente, a la paz y a la unidad, garantizadas precisamente por aquellos que ejercen en la comunidad la presidencia de la Eucaristía: los presbíteros. El mandato del Señor de ser «unos» como Él y el Padre lo son, es hasta tal punto esencial, que se puede afirmar que la comunidad cristiana (la Iglesia) es, en su esencia más profunda, un misterio de paz y de unidad6. En esa misma línea se mueve Ignacio de Antioquía († 107), «el hombre siempre dispuesto a la unidad» 7. Siguiendo su concepción de Cristo y consecuente con la misma, concibe a la Iglesia como un misterio profundo de unidad: entre lo visible y lo invisible, entre lo corporal y lo espiritual, entre lo divino y lo humano. En categorías actuales se puede afirmar que Ignacio tiene ya, tanto de Cristo como de la Iglesia, una concepción esencialmente sacramental. En efecto, el misterio de Cristo, Verbo encarnado, se refleja de tal modo en el misterio de la Iglesia, que negar la autenticidad de la naturaleza humana de Cristo —con todo lo que ello significa—, es devaluar y hasta negar la verdadera realidad de lo visible en la Iglesia: la autenticidad de lo humano y estructural, reduciéndolo a simple apariencia8. Según Ignacio, el símbolo por excelencia y al mismo tiempo la pieza clave e imprescindible para la construcción de la Iglesia como misterio de unidad es precisamente el obispo, sacramento visible del Obispo invisible: Cristo9. Por otra parte, la unidad en la Iglesia procede y conduce simultáneamente al amor (agápe): un amor que une profundamente a Dios y hace participar de la misma vida divina; un amor que, desde esa fuente, dimana después hacia todos los miembros de la comunidad a través del obispo y de su presbiterio. Completa esta visión primigenia, embrionaria si se quiere pero riquísima sobre la Iglesia, la enseñanza de Ireneo de Lyon († 165), el primer pensador sistemático dentro del cristianismo10. También en Ireneo cristología y eclesiología van tan unidas de la mano, que las herejías en el campo cristológico tienen una inevitable repercusión en el campo eclesiológico. Una categoría teológica fundamental de Ireneo, que llega a convertirse en el término clave de toda su teología es la «recapitulación». La «recapitulación» en el pensamiento de Ireneo es el proceso por el que —según el designio de Dios—, Cristo ha asumido verdadera y realmente la naturaleza humana (y con ella, de alguna manera, toda la naturaleza cósmica), para restaurarla, es decir, para reconducirla objetivamente al primitivo proyecto de Dios. Es un proceso en el que lo humano de Jesús, su naturaleza humana auténtica, tiene un valor y una eficacia determinante. Es un proceso, además, que, iniciado por Cristo, durará hasta el fin de la historia. 93

Pues bien, en el desarrollo y realización de ese proyecto, la Iglesia tiene un papel fundamental. Es la Iglesia la que, teniendo siempre como Cabeza a Cristo (cf. Col 1,18), y gracias a la presencia y a la acción constante del Espíritu enviado a la Iglesia por Cristo11, va realizando a lo largo de la historia el lento y laborioso proceso de «recapitularlo todo en Cristo» (cf. Ef 1,9-10), es decir, de salvar a la humanidad devolviéndola al proyecto primigenio de Dios al crear al hombre y al mundo. Otro factor fundamental en la que podemos llamar concepción eclesiológica de Ireneo es su alto concepto de la Tradición. Como se sabe, «la elaboración de la doctrina ireniana de la tradición fue provocada, en cierta medida, por la pretensión de los gnósticos de completar la enseñanza de la Escritura con tradiciones esotéricas supuestamente apostólicas» 12. Desde el momento en que concibe el misterio de la Iglesia como continuación del misterio de Cristo y éste es un misterio de encarnación, la Iglesia tiene que tener, además de la presencia invisible del Espíritu Santo, la visibilidad histórica que garantiza precisamente la Tradición. Una Tradición cuyos pilares son, ante todo, los apóstoles puestos en la Iglesia por Cristo, y después sus sucesores en la historia que son los obispos. Por eso —dice Ireneo— «la verdadera gnosis es la doctrina de los apóstoles, es el organismo antiguo de la Iglesia extendido por toda la tierra. Y el carácter distintivo del cuerpo de Cristo es la sucesión de los obispos a quienes los apóstoles confiaron cada Iglesia local» 13. En Tertuliano († h.220) es preciso distinguir, como se sabe, dos etapas en su vida: la del católico y —a partir del 207—, la del montanista. En la etapa de pertenencia a la Iglesia (la católica, es decir, la universal), se presenta Tertuliano, a semejanza de Ireneo, como un defensor acérrimo de la Tradición, es decir, del valor decisivo de la sucesión apostólica como garantía de permanencia en la verdad, y de fidelidad a Cristo. En esta misma etapa (y paradójicamente aun siendo montanista), llama frecuentemente a la Iglesia con el nombre de madre. La Iglesia es la domina mater Ecclesia14. En el De poenitentia (escrito hacia el año 203 siendo todavía católico), al hablar del dolor que significa la penitencia pública para el pecador en la Iglesia, dice: «El cuerpo no puede encontrar placer en las heridas de uno de sus miembros. Es preciso, por el contrario, que todo él sufra con el miembro enfermo... Cuando dos cristianos permanecen unidos, ahí está la Iglesia. Pero la Iglesia es Cristo. Así pues, cuando te abrazas a las rodillas de tus hermanos, abrazas a Cristo y a Cristo oras. Y cuando ellos lloran sobre ti, es Cristo el que sufre y ruega a su Padre por ti» 15. Por lo dicho a propósito de la tradición, llama más la atención el hecho de su paso al montanismo, es decir, a una Iglesia de los espirituales, a una Iglesia en la que la sucesión apostólica no tiene importancia alguna, porque se identifica (la Iglesia) con el mismo Espíritu Santo. Más aún, la Iglesia de la que se separó llega a ser descrita por Tertuliano 94

(no sin cierto desprecio), como una simple «colección de obispos» 16. De forma que entre la Iglesia de los obispos y la Iglesia del Espíritu, existe una total y absoluta oposición. He aquí sus palabras: «La Iglesia propia y principalmente es el mismo Espíritu, en quien reside la Trinidad de la única Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (El Espíritu) forma esta Iglesia, que el Señor ha hecho para ser “tres”. Por eso, desde entonces, todas (las personas) reunidas en esta fe constituyen “la Iglesia una”, a los ojos del Autor y Consagrador. Es verdad, ciertamente, que “la Iglesia” perdona los pecados, pero (es) la Iglesia del Espíritu, por medio de un hombre espiritual, y no la Iglesia (que es) asamblea de obispos» 17. Una figura de particular relevancia en esta época es Cipriano de Cartago († 258). La idea central de su eclesiología es la unidad: la Iglesia es esencialmente una. Por eso, no tienen sentido de Iglesia todos aquellos que, por una razón o por otra, por un camino o por otro, atentan o rompen la unidad de la Iglesia: sería como romper la túnica inconsútil de Cristo. «Este sacramento de la unidad —dice Cipriano—, este vínculo de concordia indisoluble, se nos da a conocer cuando se nos habla en el Evangelio de la túnica de Cristo, la cual no podía ser dividida ni rota, sino que echando suertes para ver quién se vestiría con ella, uno solo la recibe y la posee íntegra e indivisa...» 18. La «fraternidad» que es la Iglesia en su esencia más profunda, se fundamenta, por una parte, en vínculos internos como son: el Espíritu Santo, la única fe, el único amor entre todos los bautizados; y, por otra, en vínculos externos, especialmente en la eucaristía y en el obispo. Es notable, y hace recordar inevitablemente a Ignacio de Antioquía, la concepción que tiene Cipriano del obispo como el vínculo absolutamente necesario, más aún indispensable, para poder realizar la unidad en la Iglesia. En sus cartas, y especialmente en el Tratado De catholicae Ecclesiae unitate, insiste una y otra vez en el papel verdaderamente fundamental del obispo: «La Iglesia es el pueblo unido a su pontífice, y el rebaño unido a su pastor. Debéis, pues, saber y entender que el obispo está dentro de la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y que todo el que no está con el obispo no está dentro de la Iglesia» 19. Ahora bien, así como la unidad en la Iglesia particular está realizada y garantizada de forma visible por el obispo de cada Iglesia, análogamente la Iglesia católica que es una también en su nivel universal, «no está dividida ni partida, sino está indudablemente bien trabada y coherente con el vínculo de los obispos unidos entre sí» 20. Por otra parte, Cipriano está tan convencido de que la Iglesia es como el arca de Noé, arca única de salvación, que llega a afirmar que «fuera de la Iglesia no hay salvación» 21, que «es imposible que tenga a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia

95

por madre» 22, que «no es cristiano el que no está en la Iglesia» 23, que «no llegará a conseguir los premios de Cristo el que abandona a la Iglesia de Cristo» 24, que «el cristiano que se separa de su seno se condena a la muerte» 25. Dentro del colegio episcopal, Cipriano pone de relieve y admite la peculiaridad del obispo de Roma. Una peculiaridad, con todo, que no alcanza el nivel de primado de jurisdicción. Efectivamente, tanto en su relación con Cornelio, obispo de Roma, como, sobre todo con Esteban, sucesor de Cornelio, Cipriano afirma una y otra vez que la cátedra de Pedro es el principio y el origen de la concordia episcopal. «A Pedro — escribía en el De unitate— se le otorga el primado y se muestra con ello una sola Iglesia y una sola cátedra. Y todos son pastores, pero el rebaño es uno sólo, que es apacentado por todos los apóstoles en unánime concordia. El que abandona la cátedra de Pedro, sobre el que está cimentada la Iglesia, ¿va a creer que está dentro de la Iglesia?» 26. De ahí, entre otras consecuencias, la deferencia respetuosa que demuestra al notificar al obispo de Roma los asuntos de mayor importancia de su Iglesia. Este reconocimiento, sin embargo, no le impidió un duro enfrentamiento con Esteban, obispo de Roma, cuando éste le acusó de forma enérgica y hasta airada, de atacar la unidad y concordia de los obispos. Escribía en su carta a Quinto: «Ni Pedro, a quien eligió el Señor como el primero y sobre el que edificó su Iglesia, cuando discutió con Pablo sobre la circuncisión, se adjudicó ni reivindicó insolente y arrogantemente algún privilegio; no dijo que tenía la primacía y que debía ser obedecido por los recientes y posteriores; ni despreció a Pablo porque había sido antes perseguidor de la Iglesia, sino admitió la razón de la verdad y se rindió a las justas razones que defendía Pablo, dándonos ejemplo de concordia y paciencia...» 27. Parece claro, pues, a pesar de algunos pareceres contrarios28, que «Cipriano concedía a la iglesia de Roma y a su obispo una primacía, pero de antigüedad y de preeminencia de honor, no de jurisdicción y poder. Ciertamente no estaban claros ni definidos el carácter y límites de esa preeminencia general, que desde su germen evangélico que alega varias veces él mismo, irá germinando y consolidándose como signo y centro visible de la unidad de la Iglesia universal, de la que fue defensor acérrimo» 29. Al decir de Quasten, «la escuela de Alejandría llegó a su apogeo bajo el sucesor de Clemente, Orígenes (* h. 185 † 253), doctor y sabio eminente de la Iglesia antigua, hombre de conducta intachable y de erudición enciclopédica, uno de los pensadores más originales de todos los tiempos» 30. La Escuela teológica de Alejandría tenía una clara orientación platónica, estando hondamente preocupada por afirmar la más estrecha unidad de las dos naturalezas en Cristo, subrayando al tiempo que subraya con toda su fuerza la autenticidad de su 96

naturaleza divina. En este doble marco, filosófico y teológico, es preciso inscribir toda la teología de Orígenes, incluido naturalmente su pensamiento eclesiológico. Y así, su formación platónica le llevó —de forma completamente lógica y natural— a pensar que la verdadera Iglesia, es propiamente hablando, la Iglesia del cielo. La Iglesia de la tierra, la que Orígenes llama «coetus populi christiani»31, el «coetus omnium sanctorum»32, la «credentium plebs»33, debe reproducir (al estilo platónico), en cuanto sea posible, esa otra Iglesia del cielo. De ahí que, en cuanto reflejo de la Iglesia del cielo, la Iglesia terrena «existe desde los comienzos del género humano, incluso desde la creación del mundo» 34. Sin embargo, refiriéndose a esta Iglesia terrena, dice en su escrito apologético más importante: «afirmamos, conforme a las divinas Escrituras, que la Iglesia toda de Dios es el cuerpo de Cristo, animado por el Hijo de Dios; que todos y cada uno de los creyentes, forman los miembros de ese cuerpo, de esa totalidad. Como el alma anima e impulsa al cuerpo, que en su defecto estaría inerte, así el Verbo da fuerza e impulso para el bien a todo ese cuerpo que es la Iglesia; mueve a cada miembro de la Iglesia, y ninguna hace nada sin él» 35. Más aún, Orígenes, según Quasten, «es el primero en declarar que la Iglesia es la ciudad de Dios sobre la tierra (In Ier.hom. 9,2; In Ios.hom. 8,7)» 36. Por otra parte, hasta tal punto está persuadido Orígenes de que la doctrina, las leyes y la misma sangre redentora de Cristo se encuentran única y exclusivamente en la Iglesia, que llega a afirmar —al igual que Cipriano—, que «fuera de esta casa, es decir, fuera de la Iglesia, no se salva nadie» 37. Dentro de la Iglesia terrena, manifiesta Orígenes un grandísimo aprecio por la Tradición, hasta el punto de afirmar en su primera obra: «No se ha de aceptar como verdad, más que aquello que en nada difiera de la tradición eclesiástica y apostólica» 38. En este sentido, llama no poco la atención que Orígenes no preste particular atención al ministerio y función del obispo de Roma, aunque por Eusebio se sabe que hacia el año 212, durante el pontificado del papa Ceferino, hizo un viaje a Roma «porque deseaba ver la antiquísima Iglesia de los romanos» (Hist.eccl. 6,14,10). Por el contrario, desde su propia experiencia como «uno de los grandes místicos de la Iglesia» 39, sí habla de la necesidad e importancia decisiva de la santidad en la Iglesia. Aun reconociendo al hombre en general y a la Iglesia en particular su condición de pecadora40, parece vincular de alguna manera la eficacia del sacramento del Orden a la santidad tanto del ordenado como del mismo obispo ordenante. La plenificación del proceso de divinización de la humanidad es, según los

97

PP.griegos, precisamente la Iglesia. Así lo entienden San Atanasio († 373)41, San Gregorio de Nisa († 385) (el autor que «más ha contribuído a poner al servicio de la doctrina revelada la concepción filosófica de una naturaleza humana única, indivisible, ya real antes de su multiplicación histórica en los individuos» 42) y el mismo Hipólito de Roma († 236/7) a quien puede incluirse entre los autores griegos, ya que —como dice Quasten a juzgar por una serie de indicios: su conocimiento de la filosofía griega, su familiaridad con los misterios griegos, etc.—, no sólo «procedía del Este», sino que «es griego en la expresión y en el pensamiento» 43. Esta es también la forma de entenderla, especialmente, San Cirilo de Alejandría († 444), en cuya eclesiología nos vamos a detener44. Preocupación central en la mente de Cirilo, como se sabe, es el Misterio de Cristo. Es una preocupación percibida, no tanto desde una preocupación teórica o intelectual, sino desde una percepción y sensibilidad pastoral: si Cristo no es realmente una Persona divina, el hombre no está de verdad redimido, es decir, divinizado. Ahora bien, «la humanidad está enteramente en Cristo en cuanto hombre» 45, en lo que podría llamarse su fase inicial. La culminación de la encarnación es precisamente el misterio de la Iglesia que, en cuanto conjunto de los fieles, está contenida toda ella en Cristo: «el Señor es una gavilla, porque contiene a todos en Él..., y Él es las primicias de la humanidad consumada en la fe. Así, cuando el Señor ha vuelto a la vida y se ha ofrecido con un gesto a Dios, su Padre, como las primicias de la humanidad..., hemos sido entonces transformados en una nueva vida» 46. En esta transformación divinizadora del hombre que es continuación de la divinidad misma de la Persona de Cristo, tienen parte decisiva tanto la Persona divina del Espíritu Santo como la Eucaristía, sacramento central en la vida y construcción de la Iglesia. Aún siendo muchos y diversos los miembros de la Iglesia, «el Hijo único ha inventado un medio. Por un solo cuerpo, su propio cuerpo, bendice a sus fieles en la comunión mística, haciéndolos concorporales con Él y entre ellos. Por eso la Iglesia es llamada cuerpo de Cristo y nosotros sus miembros» 47. En el sentir de E.Mersch, la Eucaristía es, para Cirilo, el acto de esta humanidad de Cristo universalmente divinizante. Cristo vivifica en la Eucaristía como vivificaba en otro tiempo. La encarnación se continúa en la Eucaristía, de forma que, el que desconozca o menosprecie la encarnación, debe desconocer o menospreciar la Eucaristía48. En resumen, se puede decir que el trasfondo eclesiológico de los PP. griegos viene conformado por esta sucesión de conceptos: la idea de una realidad es, de alguna forma, real antes de ser realizada en particular; la Encarnación del Verbo es la asunción de una naturaleza humana: más aún, es asunción de la naturaleza humana; la Iglesia es 98

plenificación de la encarnación, en cuanto que Cristo, cabeza, se prolonga en los miembros de la comunidad eclesial. La Iglesia, por consiguiente, existe incluso desde antes de la misma Encarnación.

1.2. San Agustín (354-430)49 El esquema mental de San Agustín, el marco general de todo su pensamiento, la base filosófica en la que descansa su posición, también en el ámbito de la Teología, es una síntesis de inspiración claramente neoplatónica. Sobre esta base, se configura su pensamiento teológico en general y el eclesiológico en particular. Un pensamiento que no cambiará a lo largo de toda su existencia y que descansa a su vez en tres preocupaciones: — La necesidad de explicar a los creyentes el misterio de la Iglesia a partir de la Escritura. — Su lucha abierta y constante contra los herejes, en particular contra los donatistas. — La aplicación, al ámbito de la Iglesia, de su postura tanto en el tema de la justificación del hombre como en el de la gracia. La primera intuición sobre la naturaleza de la Iglesia le viene a Agustín a partir de su lectura de dos textos neotestamentarios importantes: la conversión de Saulo (Hch 9,1-19) y la enseñanza de la Carta a los Efesios sobre la profunda unidad de los esposos en el matrimonio (Ef 5,31; Gen 2,24). A partir de estos textos, en efecto, Agustín llega a definir la Iglesia como un cuerpo cuya Cabeza es Cristo: Cristo y la Iglesia forman una única persona, el Cristo total. Por otra parte, el concepto de la Iglesia de los donatistas —una Iglesia de los «mártires», paralela y enfrentada a la llamada Iglesia de los «traditores»—, dio pie a Agustín, ante todo, para plantear y defender, como nota imprescindible de la auténtica Iglesia de Cristo, la catolicidad: solo una comunión tan vasta como el mundo, puede ser verdaderamente la Iglesia de Cristo. Y por otro lado, la lucha contra el puritanismo de los donatistas llevó a Agustín a admitir una Iglesia en la que los santos están materialmente mezclados con los pecadores50. Siempre en lucha contra los donatistas, enseña también Agustín, de forma enérgica e indudable, que la eficacia objetiva de los sacramentos y sobre todo la gracia sacramental, no depende en absoluto de la santidad moral del ministro. Y esto por una razón profunda y decisiva: el sujeto de la acción sacramental en la Iglesia es el mismo Cristo: «Que bautice Pedro, o Pablo, o Judas, siempre es Él (Cristo) el que bautiza» 51. Es la santidad de Cristo y no la del ministro, la que alcanza al creyente que recibe el sacramento. 99

«Toda esta teología —afirmar Congar—, que se incorpora a las posiciones mantenidas por la Iglesia romana desde mediados del siglo III, entra igualmente a formar parte del tesoso de la tradición católica. Ella ha influenciado la eclesiología de diferentes formas» 52. Situado siempre en una perspectiva platónica, según la cual la realidad —toda realidad en el orden del conocimiento, de la vida social, de la mera existencia humana, etc.—, existe al menos en dos planos (el del esbozo y el de la realización plena y de la verdad objetiva propiamente dicha), San Agustín distingue, también en la Iglesia, dos planos: el de la «communio sacramentorum» y el de la «societas sanctorum». La «communio sacramentorum» se crea por el mero hecho externo de celebrar y recibir los sacramentos. La «societas sanctorum», por el contrario, se realiza gracias a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en el corazón de los santos. Es el Espíritu el que protagoniza las operaciones salvíficas dentro de la Comunidad eclesial y el que hace posible la «unidad por la caridad» 53. Un punto clave para entender la eclesiología agustiniana es la confección y publicación del De Civitate Dei, entre los años 413 a 42654. Cuando Agustín habla de la «Ciudad de Dios», no habla precisamente «de una institución o de una sociedad particular que se designa como “ciudad de Dios”, sino de una grandeza mística que coexiste con el designio creacional de Dios. Esta ciudad ha comenzado a existir antes de la creación del hombre por la decisión que se planteó, ante todo, a los ángeles, de amarse a sí mismos hasta el desprecio de Dios, o amar a Dios hasta el desprecio de sí (De civ. Dei XIV, 28)» 55. De ahí que, para Agustín, la «Ciudad de Dios» propiamente dicha, «es de suyo esencialmente celestial, y los ángeles son los primeros ciudadanos» 56. Por eso precisamente, una parte de esta Ciudad de Dios —los creyentes—aunque llamada a ir ocupando los lugares de los ángeles caídos, está todavía peregrinando por la tierra, siendo ayudada por la otra parte presente ya en el cielo. De todas formas, hay que reconocer una cierta ambivalencia y hasta confusión en el empleo que hace Agustín de los términos Iglesia y Ciudad de Dios, como si fueran plenamente equivalentes57, siendo así que, propiamente hablando, la Ciudad de Dios es más amplia que la Iglesia: la encierra en sí. En cualquier caso, por una parte, la relación de una y otra con Cristo es esencial, en virtud precisamente de que Cristo ha llegado a ser cabeza de la Iglesia gracias a su encarnación y a su pasión58; y, por otra, la viva conciencia «de una Iglesia en destierro e itinerante, no impide a Agustín sostener que esta Iglesia es ya el Regnum Dei, y que su historia presente responde al reino de mil años de que habla el Apocalipsis» 59. Con todo, 100

hay que observar que Agustín distingue claramente el «regnum militiae» del Reino que «erit post finem saeculi» 60. Esta ambivalencia en la concepción de la Ciudad de Dios ha llevado a plantear la cuestión de si Agustín tenía dos conceptos de Iglesia61. La verdad es que, por una parte, Agustín subraya la necesidad no sólo de la Iglesia, sino también del bautismo y la Eucaristía para la salvación; y por otra, afirma que la salvación misma no está, en rigor de términos, supeditada estrictamente al marco sacramental de la Iglesia62. En cuanto a la visión y valoración que tiene Agustín de la Iglesia de Roma entre todas las Iglesias apostólicas, es necesario decir que se basa en el hecho histórico de que, esa Iglesia, posee la Cátedra de Pedro. No es propiamente un fundamento bíblico (los célebres textos de Mt 16,18-19; Jn 21,15-17) lo que hace que todas las Iglesias deban conservar la comunión con la Iglesia romana, sino el hecho de que Pedro, cuya Cátedra se conserva en esa Iglesia, fue constituido el primero entre todos los apóstoles. Lo que da auténtica garantía a una Iglesia determinada de ser verdadera Iglesia y de mantenerse fiel a la verdadera doctrina apostólica es la comunión con todas las otras Iglesias y en particular con la Iglesia romana63. En este contexto hay que dejar constancia de la valoración que hace Agustín de los Concilios plenarios: ellos, al precisar todos aquellos aspectos —doctrinales y disciplinares — no precisados suficientemente ni por la Escritura ni por la Tradición, gozan de una verdadera autoridad en esos campos. De hecho, Agustín en sus dificultades con los herejes (donatistas y pelagianos especialmente), no apela propiamente a la autoridad de la Iglesia de Roma. Para él, la instancia suprema, no solo doctrinal sino también autoritativa, son, de vía normal, los Concilios, justamente «porque en ellos se refleja y se realiza la unanimidad de la Catholica» 64. Por lo demás, el influjo de la doctrina de San Agustín acerca de la Iglesia a lo largo de los siglos es innegable: no por nada le llamó Pedro el Venerable «maximus post apostolos ecclesiarum instructor» 65. A él se deben las líneas fundamentales de la teología del Cuerpo místico; a él, se debe igualmente la visión de una Iglesia que está compuesta, al mismo tiempo, por santos y pecadores: una Iglesia «sin manchas ni arrugas» (Ef 5,2627), que, sin embargo, debe decir diriamente y con toda sinceridad «dimitte nobis debita nostra» 66. De origen agustiniano —como recordábamos anteriormente—, es la doctrina acerca del valor objetivo de los sacramentos y del carácter sacramental, más allá de la calidad moral de los ministros. Igualmente agustiniana es la visión de la Iglesia como instrumento y administradora de la gracia y no como fuente de la misma. Su doctrina de las llaves entregadas precisamente a la Iglesia en la persona de Pedro («non uni sed unitati»), así como su concepción de Pedro «unus pro omnibus», tuvieron una

101

aplicación y un influjo relevante en los pensadores conciliaristas y galicanos a partir del siglo XIV y hasta el mismo Vaticano I. Hay que reconocer que el De Civitate Dei influyó en la Iglesia, sobre todo a lo largo de la Edad Media: aunque más como inspiradora de actitudes y comportamientos morales, que como un programa propiamente político para los príncipes cristianos. Es innegable, de todas formas, que «San Agustín ha proporcionado las grandes categorías, esencialmente morales y religiosas, con las cuales estructuró la Edad Media su visión de la historia y de la sociedad» 67. A lo largo de los siglos posteriores, hasta nuestros mismos días, las posiciones doctrinales de San Agustín, su poderosa síntesis del misterio cristiano, han sido fuente de inspiración y base justificativa de las posturas más diversas y hasta opuestas: ya se trate de corrientes espirituales, de movimientos reformistas, o incluso de la manera de concebir las formas y cauces de relación de la Iglesia con la función social de los gobernantes68. El breve recorrido hecho por la doctrina de los Santos Padres permite afirmar, como resumen, que «recogiendo las enseñanzas de la Escritura, se contentan con tratar de Cristo, de los Sacramentos, de la comunión de los Santos, de los misterios del Cuerpo místico, y no se ocupan, sino incidentalmente y de pasada, de los elementos estructurales y jurídicos, sobre los que posteriormente se construyó la eclesiología» 69.

2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV En estos siglos el misterio de la Iglesia seguía siendo una realidad más vivida que reflexionada. Sin embargo, las dificultades que encontraron los mismos por una parte, la necesidad de justificar jurídicamente las actuaciones de los mismos en sus relaciones con los reyes y emperadores por otra y la reflexión de la gran escolástica, por otra, dieron lugar a ir dando forma sistemática a todas las vivencias y realidades eclesiales. Es en estos siglos cuando aparecen los primeros «Tratados» De Ecclesia de los que se tiene conocimiento.

2.1. Los Papas de los siglos XI al XIV70 Ante la imposibilidad de estudiar uno por uno el pensamiento y la acción eclesial de los papas en estos siglos (fueron 45 los papas habidos entre el siglo XI y el XV), nos centramos en tres de ellos que han marcado de forma del todo particular la vida de la Iglesia y, a partir de la vida, incluso la forma de entenderse la Iglesia a sí misma. 102

Gregorio VII (1073-1085) Partiendo de las ideas comunes de su tiempo sobre la Iglesia (Cuerpo de Cristo, la Eucaristía como alimento de la Iglesia, un cuerpo jerarquizado...) y convencido de la necesidad de una reforma profunda, Gregorio VII «se distingue de los demás celadores de esta reforma por la manera más rigurosa como ha fundamentado la empresa sobre principios jurídicos, a saber: prohibición de toda investidura laica (Sínodo romano de febrero de 1075, urgiendo el canon 6 del Sínodo de 1059); la Iglesia y los hombres de Iglesia deben ser juzgados por un derecho de la Iglesia, original e independiente; este derecho depende absolutamente del Papa. De esta manera, la Iglesia está totalmente dependiente de la monarquía pontificia. Gregorio VII ha dibujado de este modo, los rasgos de una eclesiología jurídica, dominada por la institución papal. Su acción ha determinado el mayor cambio que haya jamás conocido la eclesiología católica»71. Las 27 proposiciones publicadas en marzo de 1075 bajo el título de Dictatus papae, tienen como denominador común que todo el orden eclesiástico y el mismo orden temporal dependen del que es la cabeza en la Iglesia: el papa. Pues bien, hay que obedecer el orden fundado por Dios. Y lo que Dios ha fundado no ha sido la realeza, sino el sacerdocio que tiene, precisamente en la institución papal, su máxima expresión. De ahí, la necesidad de someterse a la disciplina romana, de estar en perfecta relación con el papa, si se quiere realizar la justicia y asegurar de verdad la libertad. Gregorio VII aún admitiendo la dualidad de potestades (espiritual y temporal), al poner la potestad temporal al servicio de los intereses de la potestad espiritual, se constituía, de hecho, en jefe y árbitro de todas las actuaciones de los gobernantes y del mismo emperador. A reforzar esta línea contribuyeron no poco los canonistas. En efecto, para los canonistas «gregorianos», el papa no solo es «el origen del orden sacerdotal», sino que es también aquel «a quo omnis ecclesiastica potestas procedit», con todas las consecuencias que de ahí se derivan en el orden legislativo, judicial e incluso coercitivo. El papa tiene sobre toda la Iglesia una potestad y una jurisdicción de naturaleza episcopal, pero superior a la que tiene el obispo local. De hecho, Gregorio VII además de llamarse a sí mismo «universalis pontifex», «universalis Ecclesiae episcopus» 72, afirma en el Dictatus papae, que «solus Romanus Pontifex iure dicatur universalis» 73. De esta forma, la Iglesia entera entró por caminos de un progresivo y acentuado juridicismo: el Misterio cede ante el Derecho.

Inocencio III (1198-1216)74 «Con Inocencio III —dice Congar— el papa ha realizado el ideal de un jefe, no sólo de 103

la Iglesia, sino del “populus christianus”» 75. El razonamiento era sencillo y hasta lógico: el príncipe, si es cristiano y por el mismo hecho de serlo, está completamente sometido al papa, incluso en los asuntos temporales. Si así no fuera, habría en el único pueblo cristiano (en el que coinciden los bautizados y los ciudadanos), dos cabezas. Se daría por tanto un auténtico bicefalismo en un mismo y único cuerpo, lo que es una auténtica monstruosidad. Por consiguiente, y en cuanto Vicario de Cristo, el papa no solo goza de una soberana libertad de acción, sino que es el único monarca posible en la realidad de una Iglesia que coincide exactamente con el mundo: «es evidente que, en la medida en que se ve al emperador intra Ecclesiam, este principio equivalía a afirmar la monarquía papal, incluso en materia temporal» 76. Inocencio III afirma, además, que así como Cristo no le dió a los demás apóstoles la potestad de atar y desatar sin Pedro, sí le dió a Pedro sin los demás apóstoles la potestad personal de atar y desatar. De ahí que la plenitudo potestatis del sucesor de Pedro, del Vicario de Cristo, el obispo de Roma, une al papa directamente a Cristo y lo hace independiente de la estructura apostólica de la autoridad en la Iglesia77 En el interior de la Iglesia el papa tiene, pues, una auténtica plenitudo potestatis, con facultad suprema y universal para intervenir personalmente en todas y cada una de las Iglesias. Y de puertas a fuera, en la sociedad temporal, el papa tiene una amplísima potestad para intervenir aunque siempre «ratione peccati», «casualiter», «certis causis inspectis». Y esto, por el hecho de que, por una parte, se le había dado a Pedro el poder de atar y desatar quodcumque, y, por otra, la «donación» de Constantino a la Iglesia le habría transferido a ésta, dicha amplitud de acción en lo temporal78. Desde 1179 con Alejandro III comienzan a hacerse colecciones de Decretales, de forma que, entre Graciano y Bonifacio VIII se desenvuelve la que puede llamarse «era canónica» con un verdadero predominio de papas que eran en su mayoría canonistas79.

Bonifacio VIII (1294-1303)80 El final del siglo XIII y el paso al siglo XIV marcan en el terreno de la eclesiología un giro que será decisivo por largos siglos en la Iglesia: la eclesiología de los poderes (del papa y de los emperadores, reyes y gobernantes en general) que luchan y se enfrentan con la Iglesia en unas relaciones siempre difíciles. En este contexto hay que situar la figura y la actuación de Bonifacio VIII. El papa Bonifacio VIII sin percibir que el régimen monolítico de cristiandad comenzaba a resquebrajarse, no sólo defendió para sí la potestad indirecta sobre los negocios y asuntos temporales, sino que se adjudicó la potestad directa sobre esos mismos asuntos y cuestiones. 104

Hacia el final de su pontificado (1302) y en plena lucha con Felipe el Hermoso, rey de Francia, promulgó la Bula Unam Sanctam que parte, como premisa, de un rígido concepto de unidad y hasta de unicidad dentro de la Iglesia. A partir de ahí, se sacan las consecuencias que perseguía como objetivo fundamental Bonifacio VIII: «en la potestad de la Iglesia se dan las dos espadas, a saber, la espiritual y la temporal; mientras ésta es para (pro) la Iglesia, aquella debe ser ejercida por (ab) la Iglesia. La espiritual es propia del sacerdote, la temporal pertenece a los reyes y caballeros, pero debe ser ejercida ad nutum et patientiam sacerdotis». Es preciso, afirma la Bula, «que una espada esté subordinada a la otra, vale decir, que la potestad temporal se someta a la espiritual. La supremacía de lo espiritual, puesto en comparación con lo temporal es indiscutible. El papa no puede ser juzgado por otro tribunal humano. Él ejerce una autoridad por manos humanas, como hombre que es; pero su potestad no es simplemente humana, sino divina, confiada personalmente por Cristo a Pedro y a sus sucesores» 81. La Bula concluye con una afirmación que necesita absolutamente de una recta hermenéutica que tenga presente tanto el momento histórico como la coyuntura política en que fue escrita: «Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus et difinimus, omnino esse de necessitate salutis»82. Como es fácil ver, en esta Bula culmina la corriente eclesiológica que ha sido llamada hierocrática. Después de este breve recorrido por el pensamiento y la acción de los papas es posible concluir que «la teología del poder papal, que se fija y se formula a partir de Gregorio VII hasta Inocencio III, quien la lleva a su apogeo, se resiente... del notable desarrollo de la ciencia canónica: es una teología de un poder sacerdotal, enfrente (y por encima) de un poder real. En la línea gregoriana, el poder papal se convierte en una pieza de la visión teológica de la Iglesia, según un proceso que no terminará hasta la victoria del papado sobre el conciliarismo, e incluso sobre el episcopalismo» 83.

2.2. Los canonistas La doctrina eclesiológica de estos siglos (doctrina reducida con demasiada frecuencia a los temas de la plenitudo potestatis del papa y de las dos espadas: poder espiritual y poder temporal), se apoya muy fuertemente tanto en la doctrina de las Escuelas (la Escolástica en general), como, de forma muy particular, en la doctrina de los canonistas.

Juan Graciano Por el enorme influjo que ha ejercido a lo largo de los siglos en el Derecho en la Iglesia y, 105

a través de él, sobre la misma teología, es necesario recordar a Graciano. Efectivamente, hacia el año 1140 el camaldulense Juan Graciano recogió, seleccionó y ordenó de forma sistemática en orden a sus clases, todo el material canónico hasta entonces existente, en una obra que tiene el significativo título Concordia discordantium canonum, conocida habitualmente bajo el título de Decretum Gratiani 84. En esta obra recoge los principales temas, no sólo canónicos sino también eclesiológicos, presentes hasta aquel momento en la Iglesia, yuxtaponiendo frecuentemente opiniones y argumentos contrarios y hasta contradictorios. A partir de Graciano sobre todo, adquiere el Derecho un claro e innegable predominio incluso y especialmente sobre los mismos aspectos teológicos del misterio de la Iglesia. Se observa, después de Graciano, el paso de una prevalencia de la realidad Ecclesia en cuanto comunidad cristiana que protagoniza la propia vida eclesial, a la prevalencia de la potestas inherente al sacerdocio y muy especialmente al papado. Un tema realmente emblemático en la visión eclesiológica del Decretum Gratiani es el de la autoridad suprema y universal del sucesor de Pedro. Es un tema que tenía en aquel momento y ha tenido a lo largo de la historia de la Iglesia un protagonismo del todo particular. Para Graciano, junto a la presentación del papa como supremo y hasta único legislador en la Iglesia, se encuentran (y de aquí lo significativo del título de la obra), otras afirmaciones que parecen insinuar un verdadero protagonismo de la Comunidad eclesial en cuanto tal en el orden de las actividades e iniciativas, atribuyendo por consiguiente a la Iglesia de Roma, una mera preeminencia en orden a tomar decisiones apoyadas siempre por las demás Iglesias locales. De hecho, hablando de la posibilidad de un papa hereje, afirma Graciano que el papa «a nemine est iudicandus nisi deprehendatur a fide devius» 85. Por lo demás, en el tema de la relación entre el poder sobrenatural y el poder temporal, Graciano se decanta por una postura dualista a partir del hecho de que los dos poderes han sido instituidos por Dios de forma separada: cada uno de ellos puede actuar de forma independiente, aunque siempre el poder temporal ha de estar sometido en lo espiritual a la jurisdicción de la Iglesia. En el planteamiento eclesiológico de la Bula Unam Sanctam tienen un influjo decisivo las tesis de los agustinos Egidio Romano y Giacomo da Viterbo. Egidio Romano (1243-1316) afirma en su obra fundamental86, que el papa «tenet apicem Ecclesiae et potest dici Ecclesia» (III c. 12); que «nulli sunt sub Christo rectore, nisi sint sub summo pontifice, qui est Christi vicarius generalis» (III c. 10); que «nullum dominium cum iustitia, nec rerum temporalium, nec personarum laicarum, nec quorumcumque, quod non sit sub Ecclesia et per Ecclesiam«(II c. 9); que «sicut Deus hoc agit de regimine omnium creaturarum, ita summus pontifex, Dei vicarius, hoc agit in 106

gubernatione Ecclesiae et in regimine fidelium«(III c. 2); que «Ecclesia est catholica universaliter dominando» (II c. 7); que «Ecclesia dupliciter potest accipi: pro tota congregatione fidelium; por ipsis praelatis... praelati qui supremum gradum in Ecclesia tenent, dicuntur Ecclesia» 87. Por su parte Giacomo da Viterbo, al hacer en su obra De regimine christiano un planteamiento más teológico que el de su maestro Egidio, es considerado como el padre del Tratado De Ecclesia. Basó todo su razonamiento en las dos dimensiones del Reino de Cristo: en cuanto que es creador de todo, y en cuanto que es fundador de la Iglesia. De G. da Viterbo procede la distinción entre «Ecclesia militans» y «Ecclesia triumphans», así como las cuatro Notas de la verdadera Iglesia que han perdurado a lo largo del tiempo hasta llegar a nuestros días. Tanto en una caso como en otro, la Iglesia se convierte paradójicamente en una realidad al mismo tiempo hierocrática y secularizada: realidad hierocrática por la exaltación exagerada de los poderes del papa en la Iglesia; y realidad secularizada porque comienza a configurarse (en virtud de unos principios y de la misma reflexión) como una realidad terrena a imagen y semejanza de los reinos de la tierra. Y aunque es cierto que la expresión plenitudo potestatis no tiene, en sí misma, una pretensión hierocrática sino de una monarquía papal intraeclesial, sin embargo el contenido se fue deslizando, cada vez más, hacia el significado de un sentido absoluto e ilimitado, por obra de los canonistas y curialistas que «han inflado la plenitudo potestatis de un contenido ilimitado, sin detenerse más que ante los enunciados de la fe. Ellos han hecho del poder papal un poder quasi divino» 88. De esta forma, la doctrina de las dos espadas y la de la plenitudo potestatis en manos del papa, llegará a constituir «uno de los elementos más característicos de la herencia eclesiológica de la Edad Media» 89. Es preciso decir, con todo, que hubo autores como Juan de París, Pedro de la Palude y Marsilio de Padua que, siendo conscientes, por una parte, del resurgir de los estados nacionales y, por otra, de la sustitución de una intelectualidad de tipo sacral y simbólico por una epistemología de tipo empírico científico, interpretaron de forma más objetiva y matizada, tanto la doctrina de las dos espadas, como la de la plenitudo potestatis90.

2.3. Los teólogos: los escolásticos Una pregunta se ofrece al estudioso en el momento mismo de abordar este punto: ¿cómo es posible que los escolásticos que estructuraron tantos tratados concretos de la teología (Dios, Cristo, los Sacramentos...) no sintieran la necesidad de estructurar un Tratado De 107

Ecclesia? Una respuesta puede darse. Una respuesta al mismo tiempo lógica y profunda. En efecto, al no contradistinguirse en aquel momento la Iglesia del mundo, más aún, al coincidir prácticamente la Iglesia con el mundo conocido, convertido en cristiandad, no se sentía la necesidad de hacer una reflexión teológica sistemática sobre el misterio de la Iglesia como algo distinto y separado de la vivencia real que todos tenían de ese misterio. La Iglesia, en cuanto tal, era una realidad para ser vivida, experimentada, gozada o sufrida, mucho más que para ser reflexionada teológicamente. Como dice gráficamente Faynel, «la Iglesia representaba mucho más una ley general de la arquitectura que una parte especial del edificio» 91. De todas formas, se encuentran entre los autores escolásticos innumerables elementos, tanto de orden jurídico como de orden estrictamente teológico, que han ido conformando los distintos Tratados De Ecclesia que han ido apareciendo a lo largo de los siglos hasta nuestros días: unas veces, bajo el signo del Derecho y otras, desde una perspectiva propiamente teológica. Se observa, una vez más, que en el ámbito de la Escolástica, también en el tema de la eclesiología, «la visión de las cosas está dominada por el influjo de los temas agustinianos. Esto se siente, en particular, en los temas de la unidad por medio de la fe, de la Ecclesia, del Cuerpo de Cristo» 92.

Santo Tomás Por la especial representatividad que tiene en la tradición escolástica, porque recoge toda la tradición teológica anterior (desde los Santos Padres hasta sus antecesores más inmediatos) y por el enorme influjo que ha ejercido y sigue ejerciendo en los planteamientos teológicos, nos ceñiremos en este punto a la doctrina eclesiológica de Santo Tomás (1225-1274)93. Aplicando al caso de Santo Tomás la observación que acabamos de hacer, resulta relativamente extraño el hecho que el Doctor Angélico no dedicara, de forma expresa y directa, una parte de la Summa Theológica o algún otro de sus numerosos escritos al tema de la Iglesia. El tratado De Ecclesia, en efecto, está ausente del horizonte mental de Santo Tomás. Las respuestas a esta cuestión han sido varias hasta el día de hoy, no todas ellas satisfactorias en su totalidad94. Sea de ello lo que fuere, lo que sí se puede afirmar es que, siendo Dios —Veritas prima— para Santo Tomás el obligado e inequívoco punto de partida, el verdadero centro y alma de toda la teología, todas las otras realidades, incluida la realidad Iglesia, adquieren y tienen consistencia en tanto en cuanto se unen a esa «Verdad primera». Siendo por otra parte el hombre, en el pensamiento teológico de Santo Tomás, el otro polo de tensión, en cuanto que toda la obra de Dios, especialmente la obra de la 108

Encarnación del Verbo, está dirigida a que el hombre pueda llegar a la felicidad de la vida inmortal95, la Iglesia, como función mediadora intrínsecamente vinculada a Cristo cabeza, está necesariamente implicada en la obra de la divinización del hombre. Si esta divinización depende de la comunicación que el hombre tenga con el misterio de Dios en su divinidad, resulta lógico pensar que «la Iglesia, en su realidad más profunda, que es también aquella por la cual alcanza su extensión más total y la que permanecerá de ella eternamente, es comunión divinizante con Dios» 96. Siempre a la luz del Verbo encarnado, cuya humanidad es causa instrumental de la gracia, la Iglesia, en su realidad histórica y concreta, llega a ser —sobre todo mediante los sacramentos—, mediación de gracia para la divinización de los hombres. Manteniéndose en esta perspectiva del misterio de la Encarnación, la Iglesia es para Santo Tomás no solamente «la Congregación de todos los fieles», el «collegium christianorum», «la reunión de los hombres para hacer todos algo en común» 97, sino también una realidad social y hasta jurídica. Para Tomás de Aquino, la Iglesia como institución y la Iglesia como comunidad de los fieles es una y la misma. Son dos, pues, las coordenadas en las que hay que situar el pensamiento eclesiológico de Santo Tomás para una justa y objetiva valoración del mismo: Dios y las virtudes teologales, especialmente la fe. En su dimensión de relación con Dios, la Iglesia está llamada a ser una auténtica comunión divinizante con Dios. Solo que, en la condición terrestre que vive de hecho la Iglesia peregrina, esta comunión divinizante no es posible realizarla más que gracias a Cristo, el Verbo encarnado, y gracias a todo aquello que, por Él, nos ha venido: la fe, los sacramentos y la misma institución eclesial. De esta forma y por esta razón, la humanidad de Cristo se convierte en causa instrumental dentro de ese cuerpo —la Iglesia— en el que el mismo Cristo es su cabeza. Por esta misma razón Cristo es auténtica «via qua ad divinitatem pervenitur» 98. Siendo un efecto de la gracia, más aún, siendo una verdadera «obra de la gracia» 99, la Iglesia merece el calificativo cuerpo de Cristo. En la Iglesia existe, además, un principio último de unidad: el Espíritu Santo que, al habitar en todos los bautizados, comenzando por la humanidad de Cristo, perfecciona y unifica a todos los miembros del cuerpo de Cristo100. Tomás, con toda la tradición de la Iglesia, no duda en afirmar que «de latere Christi dormientis in cruce fluxerunt sacramenta, id est, sanguis et aqua, quibus est Ecclesia instituta» 101. Apoyado en este principio tomado de la tradición, puede afirmar, por una parte, que «Ecclesia fundatur in fide et fidei sacramentis» 102, y, por otra, que «Ecclesia est una unitate fidei et sacramentorum» 103. Aun siendo una y la misma, la Iglesia puede ser vista y considerada tanto desde el 109

punto de vista institucional, como, muy especialmente, desde la perspectiva comunitaria, es decir, en cuanto «comunidad de los fieles», de la cual hace Santo Tomás su definición preferida de Iglesia104. Una definición, por lo demás (congregatio fidelium..), que es omnicomprensiva en el sentido de que abarca no solo a los comprehensores, es decir, a los peregrinos que viven de la gracia y de la fe aquí en la tierra, sino también a los habitantes del cielo que viven en la gloria y en la visión de Dios. Más aún, abarca a los creyentes que vivieron antes de Cristo y a los que han de vivir después de Él: una Iglesia auténticamente universal105. Santo Tomás tiene una visión de la Iglesia en consonancia con la grandiosidad de su concepción teológica general: «en su sentido más amplio, la Iglesia abraza la totalidad de todas las creaturas racionales que creen en Dios Uno y Trino. En un segundo significado es equiparada con la Iglesia militante; y, finalmente, en una tercera aceptación viene a nuestra consideración la comunidad de bautizados iluminada por el Espíritu Santo, que vive unificada bajo la cabeza de Cristo y su representante en la tierra. La concepción de la Iglesia en Santo Tomás entra así, según el contexto, en una perspectiva apologética, histórica, dogmático-mística, ética y jurídica. Es la armonía de todos estos matices y resonancias la que revela y pone en evidencia toda la belleza de la concepción tomista sobre la Iglesia» 106. Se ha suscitado la cuestión de si Santo Tomás enseñó y defendió la realidad de una Iglesia teocrática. Existe, en efecto, un texto de 1254 que ha dado pie a esa interpretación: «Potestas spiritualis et saecularis utraque deducitur a potestate divina. Et ideo in tantum saecularis potestas est sub spirituali in quantum est ei a Deo supposita, sc. in his quae ad salutem animae pertinent. Et ideo in his magis est oboediendum potestati spirituali quam saeculari. In his autem quae ad bonum civile pertinent est magis oboediendum potestati saeculari quam sprituali secundum illud Mt 22,21: Reddite quae sunt Caesaris Caesari, nisi forte potestati spirituali etiam saecularis potestas coniugatur, sicut in papa, qui utriusque potestatis apicem tenet... hoc illo disponente qui est Sacerdos et Rex» 107. La interpretación más verosímil es la que ve en este texto una referencia al dominio temporal de la Santa Sede y al caso en que se sometían al papa distintos argumentos para que él fuera el árbitro108. Por esto precisamente se ha podido afirmar que el concepto de Iglesia de Santo Tomás «se sitúa en la tradición eclesiológica medieval» 109. Si se quisieran resumir los elementos esenciales de la reflexión eclesiológica de la escolástica en general y de Santo Tomás en particular, podrían señalarse estos puntos: 1. Ante todo, Cristo como fuente de la que dimana toda la gracia de que se vive en la Iglesia: la gracia capital de Cristo es causa y origen de toda otra gracia. 2. En segundo lugar, la presencia y la acción del Espíritu Santo, como elemento 110

3.

4.

principal en la Ley de la Nueva Alianza, de la que vive la misma Iglesia. Después, la concepción de la naturaleza de Cristo como el gran Sacramento de Dios para los hombres que constituye el fundamento y origen de la naturaleza sacramental de la Iglesia. En el contexto de esta naturaleza sacramental de la Iglesia hay que situar no solo los siete sacramentos como conjunto de los medios que comunican al creyente la gracia de Cristo y le ayudan a vivir de ella, sino también la relación profunda existente entre los aspectos internos y externos en el organismo eclesial: la Iglesia como sociedad visible, no es otra cosa que el sacramento, el signo eficaz de la Iglesia entendida como comunidad de vida divina con Cristo y en Cristo. Finalmente, en este contexto de encarnación y de comunión aparece y se sitúa la Eucaristía como el sacramento de la «unidad eclesial» y, por eso mismo, como el culmen y centro de todos los demás sacramentos.

2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam (*ca. 1290 † 1349)110 Para G. de Ockam la Iglesia santa y católica, cuya cabeza es Cristo, no es el colegio del papa y de los cardenales, sino el conjunto de los fieles unidos en la celebración de los mismos sacramentos. Más aún, tiene de la Iglesia una idea multitudinaria de hombres y mujeres, comprometidos en virtud del bautismo en promover el bien de toda la comunidad. Ockam concibe la Iglesia como una «multitud»: es «la totalidad de los fieles que viven al mismo tiempo en esta existencia mortal» 111. Esta y otras expresiones (congretatio, communitas, collectio, collegium, societas) no las entiende Ockam en un sentido teológico de realidad orgánica, sino en un sentido sociológico y, por bien decir, acumulativo, es decir, como un colectivo: la congregatio fidelium es la suma de los creyentes. Da origen y propicia, de esta forma, a una corriente multitudinarista dentro de la Iglesia. El elemento fundamental y determinante en la Iglesia es la fe, situada en la cual, la multitud de creyentes puede acusar y juzgar al mismo papa de herejía. La inerrancia está prometida no al papa ni al mismo concilio, sino a la Iglesia universal de tal forma que podría subsistir, esa inerrancia, incluso en uno solo de los creyentes: sólo la Ecclesia universalis es infalible. En cuanto al tema que tanto preocupó a la eclesiología del medioevo, la interpretación de la plenitudo potestatis del papa, Ockam rechaza la que podría llamarse interpretación omnímoda y poco menos que caprichosa de esa potestad, pero admite — 111

dada la coincidencia en la misma persona del creyente y del ciudadano— un poder de suplencia en los casos y asuntos en que la instancia competente falta. Por otra parte, dadas sus raices humanas y espirituales (inglés y franciscano), Ockam aboga y predica la libertad de la persona y de la aceptación de la fe, constituyéndose de esta forma en «el iniciador de un mundo nuevo» al inaugurar para el creyente, efectivamente, «en vez de un mundo de las naturalezas, de la institución y de las leyes, un mundo de las personas y de la libertad en la fe» 112. Congar resume el esfuerzo de reflexión hecho por los teólogos escolásticos acerca del misterio de la Iglesia diciendo que la eclesiología en los escolásticos «es todavía muy teológica, sacramentaria y antropológica, aunque las aportaciones canónicas tiendan a conquistar en ella un puesto. Pero todavía no ha dado lugar en ellos a un tratado separado. Cuando esto ocurra, semejantes tratados estarán esencialmente consagrados a estas cuestiones de concurrencia entre poderes. La eclesiología se orientará hacia una afirmación de autoridad y de potestas sacerdotal, frente y por encima de la potestas real» 113.

2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia» Al irse, no sólo distinguiendo, sino separando más y más la realidad Iglesia y la Sociedad civil, se fueron acentuando los aspectos institucionales propios de la Iglesia, desarrollándose un creciente interés por la realidad Iglesia «en sí». Así, «mientras que los grandes escolásticos no habían redactado ningún tratado independiente de eclesiología, repentinamente en pocos años, aparece un gran número de ellos, cuyos títulos se asemejan. Estos títulos son significativos; se trata esencialmente de poderes, de los dos poderes (espiritual y temporal) y de sus difíciles relaciones. Hemos entrado en otra época, en otro clima muy distinto del de los grandes escolásticos» 114. Una nota predominante de todos estos Tratados es la de una defensa a toda costa de la autoridad papal. Aparecen así, a partir sobre todo del siglo XIV, los Tratados de Eclesiología de una forma separada y autónoma dentro del universo teológico. El primero de ellos parece ser, como se dijo anteriormente, el de Giacomo da Viterbo que, significativamente llevaba el título De Regimine christiano y data del año 1302. El Tratado aparece en el contexto polémico de la lucha entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso. Del mismo año 1302, como se sabe, es la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII, que debe su inspiración a autores como Bartolomé de Lucca, Egidio Romano y el mismo Giacomo da Viterbo. Ellos «han dado la consistencia de una síntesis coherente, filosófica y teológicamente elaborada, a las que eran, en los canonistas, tesis dispersas. Han creado 112

una tradición que seguirá la escuela agustiniana» 115. Justamente a partir del siglo XIV y teniendo como telón de fondo el problema del «papa hereje» (cuándo deja de ser papa, en qué momento pierde la plenitudo potestatis, quién le depone, cómo hay que entender la condición herética del papa, etc.), comienza a desarrollarse la teoría estrictamente conciliarista que llegará a un punto culminante en el siglo XV con los Concilios de Constanza y Basilea116. Es por ello posible decir que «la aparición de los primeros tratados eclesiológicos coinciden con el inicio de un nuevo período en la historia de la Iglesia y de la doctrina teológica sobre la Iglesia» 117.

2.6. Los Concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (14311437)118 En la segunda mitad del siglo XIV y en los primeros veinte años del siglo XV se generalizaron y tomaron rápido auge las ideas conciliaristas, es decir, la revalorización de los Concilios por encima y, con frecuencia, contra el poder centralista y absoluto del papa. Un punto de partida importante del conciliarismo fue la profundización teórica del tema de la posibilidad de un «papa hereje» que, como tal, no podría ser juzgado por nadie más que por un Concilio. Otro acontecimiento no menos importante que condujo a plantearse el tema de dónde brota el poder en la Iglesia y en qué relación estaba el papa con la Iglesia como «congregatio fidelium», fue el hecho del cisma de occidente, con dos y hasta tres papas coexistentes. Así se llegó a «una Iglesia que no se deducía del papa, como la de los gregorianos y la de los hierócratas, sino que era ella misma la realidad y el concepto de base, en dependencia de su jefe infalible, Cristo. Se dan cuenta de que, en ausencia de un papa conocido, la Iglesia universal permanece intacta. Se expresa, por consiguiente, una eclesiología de la Ecclesia universal, única infalible, bajo el signo, no de un papa-obispo universal, sino de Cristo. Tal es el fondo común de todas las teologías conciliares que se abren paso a partir de 1379» 119.

Concilio de Constanza El principal mérito del Concilio de Constanza es, posiblemente, haber puesto término al doloroso cisma de Occidente. Gregorio XII dimitió voluntariamente y Juan XXIII y Benedicto XIII fueron depuestos a la fuerza. El Concilio eligió a Martín V el 11 de noviembre de 1417. Pero con ser un problema de orden jurídico y disciplinar, el fondo último era verdaderamente un problema teológico: ¿dónde está la fuente de la autoridad 113

en la Iglesia? ¿cuál es su última instancia? ¿frente a un papa hereje, quién tiene poder para destituirlo? ¿dónde reside, en último término, la autoridad en la Iglesia? En las sesiones IV y V el Concilio estableció: «Haec sancta Synodus Constantiensis generale concilium faciens, pro exstirpatione praesentis schismatis, et unione et reformatione Ecclesiae Dei in capite et in membris fienda... ad consequendam facilius, securius, uberius et liberius unionem ac reformationem Ecclesiae Dei ordinat, diffinit, statuit, decernit et declarat ut sequitur. Et primo declarat quod ipsa Synodus in Spiritu Sancto congregata legitime, generale concilium faciens, Ecclesiam catholicam militantem repraesentans, potestatem a Christo immediate habet, cui quilibet cuiuscumque status vel dignitatis, etiam si papalis exsistat, oboedire tenetur in his quae pertinent ad fidem et exstirpationem dicti schismatis, ac generalem reformationem dictae Ecclesiae Dei in capite et in membris» 120. La pregunta, ante este texto, es obvia: ¿en manos de quién quedaba para el futuro la potestad suprema en la Iglesia: en las del papa o en las del Concilio? Se entra así, de una forma quasi-oficial por caminos de conciliarismo, preconizado, entre otros autores, por J. Gersón121 (†1429) para el que todo cristiano, incluido el papa, debe someterse al juicio de la Ecclesia según la regla establecida por Cristo (cf. Mt 18,17)122. Es claro, de todas formas, que al carecer la doctrina de la Haec Sancta de una aprobación subsiguiente por parte del papa (Eugenio IV en este caso), desde un punto de vista formal, Constanza resulta un Concilio válido, pero que —siempre según Eugenio IV —, debería ser entendido conforme a la doctrina de los Padres, entendiendo por tal, la doctrina que sostenía la monarquía papal. La doctrina del Concilio de Constanza, con todo, ni buscaba ni tenía necesidad de aprobación alguna fuera de sí mismo: su autoridad conciliar era más que suficiente.

Concilio de Basilea El Concilio de Basilea se desarrolló bajo el pontificado del papa Eugenio IV (1431-1447). Como se sabe, Basilea tuvo dos períodos. El primero (1431-1437) se desarrolló como Concilio ecuménico en plena línea ortodoxa. El segundo (1437-1448) ya como Concilio cismático. A juicio de Congar, «los hombres reunidos en Basilea (1431), venidos en su mayoría de las universidades, pero ejerciendo el derecho de voto, no hicieron ninguna aportación a la eclesiología. Se contentaron con apelar a los decretos de Constanza, exasperando, en el curso de un conflicto superagudo con Eugenio IV, su aspecto parlamentarista y antipapal. Además, la afirmación de Haec Sancta, que había conservado en Constanza cierto carácter circunstancial, se convierte en Basilea en dogma de fe. Mejor: para la 114

asamblea de Basilea no solamente el papa estaba sometido al concilio, sino que no tenía autoridad propia: todo se reduce al concilio, que se considera que representa a la Iglesia» 123. En este Concilio se mantuvieron conciliaristas grandes autores como Nicolás Panormitano, Juan de Ragusa, Nicolás de Cusa, Alfonso Tostado, Juan de Segovia e incluso el mismo Eneas Silvio Piccolomini que, convertido más tarde en Pío II, no dudó en calificar de «viro pestífero» a la doctrina de la apelación del papa al concilio. En contra del conciliarismo de Constanza y especialmente de Basilea en lo que tuvo de conciliarista, brilla con todo su esplendor el dominico Juan de Torquemada. Toda la obra literaria de Torquemada gira alrededor de la Iglesia, recogiéndola en una obra ingente que tituló Summa de Ecclesia124. Basilea escribió una epístola sinodal Cogitandi (septiembre de 1432) en la que reconoce la plenitudo potestatis del papa, pero en dependencia de la Ecclesia que es la que sustenta de verdad la garantía de inerrancia en la comunidad de creyentes, y de la que, por consiguiente, el papa no es más que una parte, sometida lógicamente al todo125. Hasta tal punto tenían conciencia los Padres conciliares de la centralidad de la Ecclesia que, según testigos presenciales, todos se arrodillaban al pronunciar las palabras del Credo: «et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam» 126. El concilio de Basilea fue transferido, a partir del año 1437, a Ferrara y más tarde a Florencia, momento en el que se recondujo de nuevo la doctrina del primado papal en la Bula de unión con los griegos Laetentur caeli. En ella se define que «la Santa Sede apostólica y el Pontífice romano tienen el primado de todo el universo«(...) «que el poder pleno de apacentar, dirigir y gobernar a la Iglesia universal le ha sido entregado en San Pedro por nuestro Señor Jesucristo, como se encuentra (afimado) en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» 127.

3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES128 El pensamiento eclesiológico de los Reformadores es el resultado convergente de un múltiple influjo de corrientes filosóficas, teológicas, espirituales, y reformistas. En su pensamiento y en sus actuaciones han influido, en diverso grado pero de forma innegable y decisiva, algunas posturas y corrientes anteriores a ellos. Y así, es innegable el influjo, por remoto que pueda parecer, de San Agustín, con su hondo sentido de la trascendencia de Dios, su distinción entre lo exterior y lo interior de los hombres y de las cosas, su, a veces mal disimulada, sospecha (de origen claramente 115

maniqueo...) frente a la carne y a todo lo que depende o se relacione con ella. Innegable igualmente es el influjo de la espiritualidad monástica medieval, al acentuar en demasía una visión de la Iglesia como una realidad compuesta fundamentalmente por hombres auténticamente espirituales. Es particularmente innegable el influjo de Guillermo de Ockam (a quien Lutero no duda en llamar su «maestro»), desde dos puntos de vista: desde el punto de vista de su filosofía nomimalista (la realidad material no tiene consistencia, no es realidad más que en apariencia...), y desde el punto de vista teológico, no sólo al propiciar una religiosidad subjetiva, sino también al considerar a la Iglesia como la simple suma de los verdaderos creyentes, sin contar además —siempre por parte de Ockam— con la «oposición a un papado al que acusaba de múltiples herejías» 129. La filosofía social de Marsilio de Padua, con su atribución al príncipe del derecho a regular plenamente la vida externa de la Iglesia hizo, igualmente, que los Reformadores se sintieran atrapados en el binomio «autoridad eclesial-autoridad civil», estableciendo una oposición disyuntiva y una pugna constante entre el «dentro de la Iglesia» y el «fuera de la Iglesia». Finalmente, los Reformadores sufrieron, por una u otra causa, de una u otra forma, el influjo no indiferente de los movimientos espirituales, frecuentemente heréticos y sectarios, que venían produciéndose en la Iglesia desde la Edad Media: los cátaros y valdenses (s. XII-XIII), los fraticelli con Joaquín de Fiore († 1202), los espirituales de Pedro de Olivi († 1298), el espiritualismo eclesiológico de J. Wiclif († 1384) con su radical negación de la institución papal, el predestinacionismo profesado por J. Huss († 1415) con su idea de una Iglesia radicalmente escatológica, etc.130 Además de estas causas que podrían calificarse entre espirituales, teológicas, históricas y sociológicas, existe, a nuestro entender, una causa estrictamente teológica. Y es, la visión que los Reformadores, y en especial, Lutero, tuvieron de la validez y consistencia objetiva de la naturaleza humana de Cristo en orden a la obra de la salvación. La doctrina de los Reformadores sobre la Iglesia estuvo —como no podía ser menos —, en dependencia directa de su doctrina sobre el misterio de la Encarnación: fue determinante la visión que tenían del misterio de Cristo, Verbo encarnado, formalmente en cuanto encarnado. Y este misterio, a su vez, depende, por una parte, de la filosofía que profesaron, y, por otra, de la concepción que tenían de Dios como único y exclusivo protagonista en la obra de la redención. En el misterio de la Encarnación visto por los Reformadores, subyace, en efecto, la postura filosófica de Guillermo de Ockam (* ca. 1300 † ca. 1350)131. Influídos por el 116

nominalismo de Ockam (de ascendencia innegablemente agustiniana), los Reformadores no apreciaron nunca en su justo y objetivo valor el misterio de la Encarnación y, en particular, la naturaleza humana asumida por el Verbo132. De hecho, a juicio de Congar, el problema central en la teología de Lutero es «el papel que desempeña o no desempeña la humanidad, incluso de Cristo, en la economía de la salvación» 133. Según Lutero en el comentario a la Carta a los Gálatas de 1535, la creación, el Reino de Dios y la misma justificación son obras únicamente de la divinidad. Aplica a todas esas obras, de forma radical, el principio de «solus Deus». El protagonismo de Dios en la obra salvadora es de tal forma exclusivo y excluyente, que incluso en la justificación del hombre se niega la cooperación de la humanidad de Cristo a la economía de la salvación: «aún en Cristo, se verifica la famosa Alleinwirksamkeit Gottes» 134. Es Dios el único agente o sujeto de la salvación, de forma que Cristo es aquel en quien Dios actúa: es decir, destruye la muerte y las obras del diablo. La desvalorización de la naturaleza humana del Verbo hecho carne es tal, por parte de los Reformadores, que en Cristo, su humanidad no es causa de salvación, sino el lugar en el que «solo Dios» actúa la salvación: en Cristo está Dios actuando bajo el manto de una carne humana. Cristo no es «causa de nuestra justicia»: es «nuestra justicia» solamente en cuanto que, por la fe, intercambia con nosotros su «justicia» con nuestro «pecado», y en cuanto que, siempre por la fe, es el modelo (exemplar) a cuya imagen se «conforman» los hombres que se salvan. Ahora bien, si la misma humanidad asumida por el Verbo de Dios resulta irrelevante (desde el plano de la causalidad) en orden a la justificación del hombre, cuánto menor relevancia tendrá lo externo, lo estructural, lo organizativo en la Iglesia (desde los sacramentos hasta la jerarquía, pasando por el magisterio, los ministerios...) en orden a la transformación interior del creyente. Para Lutero, en efecto, la expresión paulina «cuerpo de Cristo» aplicada a la Iglesia no es, a pesar del uso frecuente que hace de ella, una categoría de particular relieve, mucho menos decisiva en la consideración de la Iglesia. Para él, «el Cuerpo místico no es el organismo eclesial visible de los sacramentos y de los ministerios jerárquicos. Es el conjunto de las personas, a las que, por la verdadera fides Christi, se ha aplicado la iustitia Christi; la suma de los que, con Cristo, forman un solo cuerpo de maldición y de perdón y, en este sentido, una caro. No somos miembros de Cristo por influjo suyo, sino por una identificación con él en el momento decisivo del drama en que Dios le condena a muerte y le llama de nuevo a la vida» 135. En esta perspectiva, «el papel de “caput” de la Iglesia consiste, para Cristo, en ser el punto inicial y decisivo en el que Dios ha vencido el pecado» 136. Aferrados, además, a la literalidad de la Escritura («sola Scriptura»), los 117

Reformadores no admiten otro sacerdocio que no sea el sacerdocio bautismal, ni otros sacramentos que los que aparecen literalmente en el Nuevo Testamento, ni unos ministerios instituidos, ni una jerarquía propiamente dicha, ni otra verdadera comunidad que la del Espíritu. Admiten, eso sí, aunque con diversidad de matices, una Iglesia visible que exprese externamente la realidad de la verdadera Iglesia que es siempre una realidad invisible o escondida. En una palabra, profesan y predican «no una eclesiología de la institución sacramental y jerárquica, sino una eclesiología de la vida cristiana, es decir, de la fe en la gracia saludable de Dios, dada en Jesucristo y comunicada por su Santo Espíritu» 137. Finalmente, no es ni mucho menos indiferente, para explicar la postura violentamente reactiva de los Reformadores frente al misterio de la Iglesia, la progresiva hipertrofia, experimentada a partir de la Edad Media, de los elementos estructurales y societarios de la Iglesia. Esta hipertrofia, acompañada de más sombras que luces en la vivencia de no pocos sectores de la comunidad eclesial, produjo en todos ellos un profundo rechazo de la Iglesia, como de una realidad completamente infiel y prostituida138.

4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL SIGLO XIX Se entiende por Contrarreforma el movimiento iniciado en la Iglesia católica como sólida y cerrada reacción frente a los planteamientos de los Reformadores para mantener la fidelidad más absoluta a lo que la Iglesia había sido y vivido hasta entonces. Esta reacción se hace no sólo frente a, sino muy especialmente contra la visión eclesiológica de los Reformadores, tanto en su dimensión doctrinal como en la dimensión existencial. Y esta actitud contra fue de tal manera determinante, que marcó la vida de la Iglesia prácticamente hasta la mitad del siglo XX. Congar describe el movimiento de la Contrarreforma diciendo que «la fidelidad católica aprieta sus filas con la Iglesia, su sacerdocio, su jefe romano, sus santos y sus prácticas. Se expresa en una teología que ha inspirado inmediatamente una catequesis y una predicación. Epistemológicamente, esta teología es un producto de la escolástica, es decir, de las escuelas; una síntesis entre una información positiva orientada hacia la defensa de las posiciones católicas más confesionales, y un uso abundante de razonamiento, con la convicción de que la razón es homogénea con la fe y que se puede, por medio de ella, precisar e incluso ampliar las afirmaciones dogmáticas. (...) Un sistema católico y romano, dinámico y conquistador hacia el exterior, pero cerrado sobre sí mismo, en estado de sentimiento de asedio» 139. 118

No creemos que esté fuera de lugar citar aquí al cardenal Cayetano (Tomás de Vío: *1469 † 1534) que, aunque no publicó ningún trabajo sobre la Iglesia, sin embargo, prolongó con verdadera eficacia el pensamiento eclesiológico de Juan de Torquemada. «Cayetano ha utilizado categorías filosóficas y todo su rigor lógico para sistematizar una teología del poder monárquico papal. Ha contribuido de esta manera poderosamente a la formación de una teología que, a través de la Contrarreforma y una difícil victoria sobre el galicanismo y el episcopalismo, desembocará en el primer concilio Vaticano» 140. En este contexto de Contrarreforma se inscribe la celebración del Concilio de Trento141, asi como el desarrollo de toda la doctrina, especialmente la referente a la Iglesia, de los siglos posteriores.

4.1. El Concilio de Trento (1545-1563)142 No deja de llamar la atención el hecho de que, en plena Reforma protestante, uno de cuyos puntos neurálgicos era precisamente una lucha abierta contra toda forma institucional de la Iglesia, el Concilio tridentino no dedicara, (a lo largo de sus muchos años de duración: más de 40 entre preparación y celebración), al tema de la Iglesia en forma directa y específica ninguna Sesión propia. De los grandes argumentos tratados por Trento (Fuentes de la fe, Pecado original, Justificación, Sacramentos del Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Sacrificio de la Misa, Penitencia, Extremaunción y Orden: DH 1500-1835), ninguno de ellos abordó formalmente el tema de la Iglesia a pesar de la oposición frontal de los Reformadores143. A lo largo del Concilio, sin embargo, se ponen de relieve algunos puntos importantes dentro de la eclesiología: Frente a una relación exclusivamente interna, de gracia, espiritual, en el mero orden de la redención (DH 1546), Trento establece que la relación de todo bautizado con Cristo es la de un súbdito con su legislador (DH 1571 y 1620), para deducir de ahí, la necesidad y el valor santificador de los aspectos sacramentales, estructurales e institucionales de la Iglesia. Subraya fuertemente el valor autoritativo de un Concilio en relación con la autoridad monárquica del papa individualmente considerado. De hecho, el Concilio aparece siempre como el sujeto doctrinal y disciplinar de todas las actuaciones conciliares, de forma que los Decretos, son todos Decretos del Concilio: «ab ipsa Synodo suscipiuntur«(DH 1501); Tridentina Synodus..statuit, fatetur ac declarat» (DH 1510); «placuit sanctae Synodo hos canones subiungere» (DH 1550); «Tridentina Synodus..hos praesentes canones statuendos et decernendos censuit» (DH 1600); «eadem sacrosancta 119

Synodus..omnibus Christi fidelibus interdicit» (DH 1635); «placuit sanctae Synodo hos canones subiungere» (DH 1650); «quem nunc sancta Synodus christianis omnibus perpetuo servandam proponit» (DH 1667); «haec sancta oecumenica Synodus profitetur et docet, atque omnibus Christi fidelibus credenda et tenenda proponit» (DH 1700); «itaque sancta ipsa Synodus a Spiritu Sancto..edocta..declarat ac docet» (DH 1726); «Sacrosancta oecumenica et generalis Tridentina Synodus... haec quae sequuntur, docet, declarat et fidelibus populis praedicanda decernit» (DH 1738); «sacrosancta Synodus... hos canones constituit» (DH 1750); «mandat sancta Synodus» (DH 1821); «Cum sancta Synodus animadvertat» (DH 1814). De todas formas, y para evitar equívocos y malas interpretaciones de tipo conciliarista, como conclusión del Concilio se aprobó la Bula Benedictus Dominus del 26 de enero de 1564 (DH 1847-1850), en la que se reconoce oficialmente la dependencia del Concilio Ecuménico del Sumo Pontífice. Más aún se reafirma que el Concilio ha podido tratar libremente argumentos y temas que, hablando con toda propiedad, estaban reservados a la Sede Apostólica (DH 1847). Se pone de manifiesto que el papa, accediendo a la petición del mismo Concilio, confirmó con su autoridad apostólica todas y cada una de las enseñanzas y disposiciones conciliares (DH 1848). Y para evitar cualquier peligro o tentación de interpretar arbitrariamente los comentarios y disposiciones de la doctrina conciliar, prohibe el papa que se publiquen dichos comentarios sin su expresa autoridad (DH 1849). Una autoridad, por lo demás, que ha reconocido con reverencia el mismo Concilio (DH 1850). Un argumento estrictamente eclesiológico planteado en la Sesión XXIII (15 de julio de 1563) del Concilio Tridentino (DH 1763-1778) fue el del origen de la jurisdicción de los obispos. No estando clara la relación entre el orden sacramental y la potestad de jurisdicción, se daban dos posturas: la de los que creían que tanto el orden como la jurisdicción proceden de forma inmediata de Cristo, y la de los que —siguiendo la doctrina de los grandes escolásticos—, pensaban que el orden sí procede de Cristo, pero la jurisdicción deriva del papa. La consagración episcopal no llevaba consigo el poder de jurisdicción. Es esta una cuestión que el Tridentino dejó sin resolver y que se ha mantenido abierta prácticamente hasta el Concilio Vaticano II144. Por lo demás, los Padres del Concilio Tridentino se debatían entre la consideración del obispo separado de los demás a causa de su pertenencia a una diócesis, y la del obispo sujeto de un doble vínculo: con la Iglesia universal en virtud de su misma consagración (vínculo completamente inamisible), y con la Iglesia particular en virtud de la determinación del papa (vínculo mudable y en no pocos casos temporal). En resumen, el Concilio de Trento dio un decidido impulso a una construcción del 120

orden jerárquico, no en torno a la Eucaristía, sino sobre la base de una concepción jurídica de la Iglesia, en la cual Roma ocupa el centro y la cima. Por ello, «cualesquiera que fuesen las promociones, en tantos aspectos admirables, de la vida cristiana de los fieles y de los pastores, se abría una era de jurisdicismo para la eclesiología teórica. Finalmente, una ortodoxia, no solamente de fe, sino de teología, se fijaba por medio de una especie de canonización del sistema conceptual y verbal, heredado de la escolástica, que, desde entonces y hasta nuestros día, ha consituido un solo cuerpo con el catolicismo» 145.

4.2. Roberto Belarmino (*1542 † 1621)146 Entre los autores que han marcado un hito en la construcción del tratado De Ecclesia, figura ciertamente Roberto Belarmino. No es el único, pero es innegable la repercusión que ha tenido su postura eclesiológica en los siglos siguientes hasta la celebración del Concilio Vaticano II (1962-1965). Por ello nos ceñimos a su pensamiento147. El punto de partida de Belarmino, la preocupación fundamental que manifiesta en su obra por antonomasia, las Controversias (1576-1588)148, está centrada en demostrar cuál es la verdadera Iglesia y dónde se encontraba en aquel momento histórico. Desde esta perspectiva establece la visibilidad como una de las notas fundamentales de la verdadera Iglesia. Esta Iglesia es, en efecto, «la asamblea de los hombres reunidos por la profesión de la misma fe cristiana, por la comunión en unos mismos sacramentos, y bajo el gobierno de los legítimos pastores y muy principalmente de un solo Vicario de Cristo en la tierra, el pontífice romano» 149. Por lo demás, «la Iglesia es una asamblea de hombres, tan visible y palpable como son las asambleas del pueblo romano o el reino de Francia o la República de Venecia» 150. Siguiendo una corriente de pensamiento anterior a él, Belarmino fue construyendo un Tratado De vera Ecclesia en el que insistía fuertemente sobre la dimensión terrestre de la Iglesia, incidiendo además en una clara contraposición entre el que es cabeza de la Iglesia y como tal representa al mismo Cristo, y el resto del cuerpo eclesial, es decir, todos los demás miembros, incluidos los obispos. Siempre en esa dirección, Belarmino extrema el poder apostólico del papa, haciendo brotar y por consiguiente depender de su autoridad, no sólo el poder de los obispos en sus diócesis, sino incluso el de los Concilios generales que sólo son «ecuménicos» cuando los reconoce como tales el papa con su autoridad suprema. El poder del papa es tal, que se extiende —bien que de forma indirecta— también al ámbito político: en el caso de los reyes y gobernantes cristianos, por el hecho de que Iglesia y poder civil constituyen como un sólo cuerpo compuesto de cuerpo (el Estado) y 121

el alma (la Iglesia). Y en el caso de los estados no católicos porque el papa tiene derecho a deponer a los reyes y gobernantes indignos.

4.3. Controversias y controversistas Los planteamientos clarificadores y defensivos de la Iglesia frente a las posturas doctrinales y existenciales de los Reformadores dieron lugar en el catolicismo a una corriente de pensamiento y de actuaciones llamada de las Controversias151. Una corriente que tuvo su manifestación más característica posiblemente en el campo de la eclesiología y que, iniciada en el siglo XVI atravesó, con diversidad de expresiones, los siglos XVIII y XIX hasta llegar a las mismas puertas del Concilio Vaticano II. He aquí algunas de las notas que caracterizan a la eclesiología en el marco de la Controversia: Ante todo, la consideración de la Iglesia como «sociedad perfecta», dotada, por tanto, de los tres poderes propios de toda verdadera y auténtica sociedad: el legislativo, el judicial y el coercitivo. Una segunda nota, consecuencia lógica e inmediata de la anterior, es la reducción, hasta su identificación total de la Iglesia con la jerarquía152. La tendencia progresiva, imparable y cada vez más acentuada, a concentrar y reducir de forma predominante toda la tradición viva de la Iglesia, y especialmente la firme tradición de la infalibilidad de la Iglesia universal, en la persona del papa. Así comienza a defenderse la doctrina de la infalibilidad papal como doctrina «proxima fidei» (R. Belarmino, F. Suárez)153. En este contexto general, aparece la distinción, cada vez más nítida y pronunciada (hasta generalizarse en el siglo XIX) entre Iglesia «docens» e Iglesia «discens» (Stapleton, Fenelón, Tournély, Billuart, Perrone...). La reafirmación de la necesidad de la Iglesia para la salvación, si bien es verdad que comienza a abrirse paso la idea de que, en caso de conciencia invenciblemente errónea, sería posible, de alguna forma, esa salvación. La ausencia absoluta de la dimensión escatológica de la Iglesia: es decir, de una Iglesia proyectada desde el interior y por propia esencia, al Reino de Dios como horizonte último y definitivo, al Reino como a su término final. En todo caso, si aparece el Reino en el ámbito de la eclesiología, es para afimar que la Iglesia es precisamente el Reino al que tienen que converger todos los hombres sin excepción.

4.4. Galicanismo154 122

La postura cerrada, intransigente y progresivamente centralista de la Contrarreforma frente a la sociedad y particularmente frente a la Reforma, produjo como reacción la corriente eclesiológica conocida como galicanismo. El término galicanismo «designa en su origen una cierta concepción de las relaciones de la Iglesia de Francia con el poder real y con el papado, y la actitud práctica que de ello se desprende: celosa autonomía respecto a la Santa Sede, sumisión respetuosa a la monarquía, considerada válidamente cualificada para representar a la Iglesia nacional e internacional en su disciplina interna» 155. El galicanismo se encuentra ya sus raíces en la Universidad de París en 1396 con una serie de medidas que tendían claramente a una autoafirmación, sea del clero (obispos especialmente), sea del mismo rey, frente a las pretensiones centralistas y personalistas del obispo de Roma. Este movimiento contra el creciente absolutismo papal, tiene como raíz, por una parte, el deseo de volver a la antigua Iglesia, es decir, a la Iglesia anterior a Gregorio VII y a la escolástica; y, por otra, la acentuada aversión hacia una Iglesia totalmente dominada por el papado. Movimiento que, como se ha visto, había estado presente a lo largo de la historia: desde la alta Edad Media con Hincmarus de Reims († 881), hasta los Concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-1437) con su afirmación de que el Concilio representa a la Iglesia «universal». La pregunta que subyace al galicanismo, en cualquiera de las formas que se presente, es esta: ¿donde reside el poder en la Iglesia? ¿cuál es su fuente? ¿Es en la Congregación de los fieles que después entrega ese poder al papa? A esta pregunta responde una primera forma de galicanismo diciendo que la potestas reside ante todo y sobre todo, por derecho divino, en el episcopado, mientras que el ministerio de Pedro fue una cosa de orden estrictamente personal y por consiguiente no transmisible. En esta línea tiene una relevancia particular J-B. Bossuet († 1704)156. En el pensamiento eclesiológico de Bossuet es preciso distinguir dos planos: el teológico y el jurídico. En el plano teológico Bossuet tiene una visión eclesiológica en plena consonancia con la doctrina de los Santos Padres y, en consecuencia, considera a la Iglesia como un misterio esencialmente trinitario: lo que equivale a decir como un misterio de comunión y de profunda unidad. En esa misma perspectiva presenta a la Iglesia como la Esposa de Cristo y como su Cuerpo místico. Desde la perspectiva de la constitución de la Iglesia, Bossuet se mueve en la línea del galicanismo episcopalista. Reivindica el poder original de los obispos que, según él, ni dimana ni es un simple reflejo del poder del papa, sino que viene directamente de Cristo, como viene directamente de Cristo el poder de Pedro. Y aunque es cierto que según Bossuet «el papa es el primero del colegio episcopal y de toda la comunión católica» (Defensio IX,1), sin embargo, 123

defiende la necesidad del acuerdo de los obispos para que una decisión papal pueda imponerse a la Iglesia universal, puesto que la Iglesia no se deduce del papa. Son famosos los Cuatro artículos redactados por Bossuet y aprobados en 1682 por la Asamblea del clero de Francia en los que resume su pensamiento claramente galicano157. Se presenta además el galicanismo bajo una segunda modalidad, presbiteriana en este caso. El autor de la misma es E. Richer († 1631), según el cual así como los obispos son sucesores de los apóstoles, de la misma forma los presbíteros lo son de los setenta y dos discípulos. Por eso, a la hora de un Concilio deben sentarse todos por igual — obispos y presbíteros— como testigos de la fe de sus Iglesias. El papa, por su parte, es cabeza de la Iglesia, pero una cabeza no esencial sino accidental y de naturaleza puramente ministerial. Por la importancia, la difusión y el influjo que ejerció su doctrina —aun no coincidiendo exactamente con el galicanismo francés— es preciso recordar a Febronius, pseudónimo bajo el que escribió Nicolás de Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris (17011790)158. Sus tesis fundamentales son: el poder de las llaves pertenece de forma principal y radical a la Iglesia en cuanto tal; de la Iglesia deriva esa potestad hacia todos los ministros, incluido por supuesto el mismo sumo pontífice, que no tienen más que simples poderes ministeriales; el papa no tiene más que un primado de rango y de coordinación; el poder civil tiene, frente al poder eclesiástico, la capacidad de dar el «placet» y de apelar frente a una decisión que no crea justa u oportuna159. En conclusión se puede decir que «los teólogos galicanos estaban convencidos de que ellos se acomodaban a la antigua Iglesia, la Iglesia anterior a Gregorio VII, a las Decretales, a la escolástica y a su rama teocrática. Ellos conocían los textos antiguos, los textos de los Padres y de los concilios, editados por los humanistas y por los eruditos del siglo XVII» 160.

5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL CONCILIO VATICANO II 5.1. El siglo XIX Es, el XIX, un siglo en el que se realiza lo que Congar llama «la contrarrevolución católica» 161 que vino a desembocar y a expresarse en una verdadera obra de «restauración». La persecución abierta y encarnizada —sobre todo de tipo ideológico— de la Iglesia 124

en los siglos anteriores, produjo por contra y como reacción, el reforzamiento defensivo de una Iglesia concentrada y prácticamente identificada con la figura y autoridad del papa. Era idea compartida por todos los apologetas del momento, no sólo clérigos sino también laicos, que «no existe moral pública, ni carácter nacional sin religión; no existe religión europea sin el cristianismo; no existe cristianismo sin el catolicismo; no existe catolicismo sin el papa; no existe el papa sin la supremacía que le pertenece» 162. En esta misma persuasión se movía J. de Maistre, cuando ante la convocatoria del Vaticano I, se pregunta: «¿Por qué un concilio ecuménico, cuando la cumbre basta?» 163. Los temas eclesiológicos fundamentales que dominaron el siglo XIX fueron: cuestión de los poderes de la Iglesia, el Magisterio164, la autoridad o potestad en Iglesia, la naturaleza divina y las notas de la Iglesia, el origen de la Iglesia romana, necesidad absoluta de la Iglesia para salvarse y, finalmente, los beneficios que reporta Iglesia a la humanidad.

la la la la

Esta auténtica exacerbación de los aspectos societarios, estructurales y jurídicos de la Iglesia que a lo largo de los siglos (comenzando por Gregorio VII) no había hecho más que reforzarse, se vio de alguna forma compensada por autores que, tanto dentro como fuera del catolicismo, subrayaron la dimensión pneumatológica y comunional de la Iglesia. Entre ellos es necesario recordar a S. Khomiakov († 1860) y a J. A. Möhler († 1838) el principal representante de la Escuela de Tubinga. Según Khomiakov, la Iglesia es fundamentalmente un organismo de amor, de forma que al conocimiento y a la confesión de la verdad se llega única y exclusivamente desde el amor: es la comunión de los creyentes y no los concilios, los obispos o el mismo papa, lo que asegura que el carisma de la verdad en la Iglesia165. El pensamiento de J. A. Möhler, por su parte, se recoge en sus dos obras Die Einheit in der Kirche (1825) y Symbolik (1832). La primera de ellas tiene un perfil eminentemente pneumatológico: «La Iglesia es ante todo —dice Möhler— un efecto de la fe cristiana, el resultado del amor viviente de los fieles agrupados por el Espíritu Santo» 166. De todas formas, es preciso tener presente que el Espíritu Santo y su acción es en el pensamiento de Möhler absolutamente inseparable de la totalidad del organismo visible al que cada creyente está vinculado especialmente en el aspecto doctrinal167. En la Symbolik, por el contrario, la perspectiva eclesiológica es fundamentalmente cristológica. En este sentido hay que decir, con Congar, que «la aportación eclesiológica decisiva de la Symbolik, lo que le valió a Möhler el influjo que nosotros le reconocemos sobre la escuela romana y, mediante ella, hasta el Concilio Vaticano I, fue el esclarecimiento decididamente cristológico bajo el cual es abordada la realidad eclesial. La Iglesia aparece vinculada a la institución del Verbo encarnado y considerada como unión de lo humano y de lo divino según una estructura de encarnación» 168. Situado en esta perspectiva cristológica, puso Möhler de 125

relieve y valoró los aspectos institucionales de la Iglesia y en particular el papel del primado del papa. Hay que decir con todo, y no sin cierta decepción, que la orientación eclesiológica de la Escuela de Tubinga a la que perteneció Möhler como uno de sus más ilustres representantes, no tuvo particular eco en los ambientes teológicos de la época (exceptuando a la Escuela romana), sino más bien lo contrario: críticas y hasta indiferencia. En este siglo ejercen un indudable influjo en la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta, los papas Gregorio XVI (1831-1846)169 y Pío IX (1846-1878)170. La reacción de estos papas frente a los distintos movimientos ideológicos y políticos provenientes del siglo XVIII fue sustancialmente el volver a planteamientos que encuentran su origen más remoto en el papa Gregorio VII (1073-1085). La Iglesia, en efecto, en cuanto sociedad perfecta es completamente independiente de cualquier Estado; y en cuanto realidad sobrenatural es superior a cualquier Estado. Convencidos además de que el desorden viene de la falta de autoridad, refuerzan más y más (no sólo en el interior de la Iglesia, sino también de puertas afuera) el orden hierocrático que encuentra su cúspide precisamente en el papa: «la cima de la pirámide, principio de unidad, la norma, y, por decirlo así, el todo de la Iglesia» 171. A medida que avanzan los años dentro de este siglo XIX, se va acentuando esta tendencia centralista que se manifiesta «en las correcciones aportadas a los tratados teológicos en un sentido romano; en las modificaciones análogas introducidas en los catecismos; en los concilios provinciales, corregidos a veces en Roma a partir de 1850; en la eliminación de las liturgias locales en beneficio del único rito romano; en la difusión de las formas italianas de piedad y el desarrollo, en beneficio de Pío IX, de una verdadera devoción al papa; finalmente en la multiplicación de publicaciones favorables a las tesis papales que frecuentemente vulgarizan los trabajos antifebronianos de finales del siglo XVIII sin investigación histórica original ni visión eclesiológica nueva» 172. La eclesiología dominante en estos pontificados está centrada en gran parte, en la reivindicación de los derechos de la Iglesia así como en su indiscutible autoridad. Otros temas, como por ejemplo, la consideración de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, sonaban a demasiado espirituales cuando no a exclusivamente teóricos173. Una autoridad, por otra parte, que se concentraba en la persona del papa, «principium, radix et origo indefectibilis de toda potestad en la Iglesia» 174. Paralelamente a esta orientación eclesiológica del Magisterio tenía lugar una reflexión teológica sobre la Iglesia, realizada en la misma ciudad de Roma175, en línea con los planteamientos de Möhler. La Iglesia, según esta línea de pensamiento, es la continuación de Cristo en la historia, a modo de una encarnación continuada, una realidad que, a imagen del Verbo encarnado es, al mismo tiempo y de forma inseparable, visible e 126

invisible, humana y divina. Dentro de semejante perspectiva teológica, es obligado reseñar la posición del cardenal Newman, el cual «presenta en su conjunto una visión de la Iglesia diferente de la visión de la Escuela romana. Es que aporta a su visión el sentido histórico, personalista y concreto, propio de su temperamento inglés y de la tradición anglicana: efectivamente, Newman pudo hacerse católico sin renegar de los principios eclesiológicos de su período anglicano» 176. El influjo de Newman, con todo, fue significativamente débil, casi imperceptible.

5.1.1. El Concilio Vaticano I En este mismo siglo XIX tiene lugar un hecho decisivo en el campo de la eclesiología: la celebración del Concilio Vaticano I (8 de diciembre de 1869-18 de julio de 1870)177. El Concilio Vaticano I comenzó a celebrarse sin un planteamiento eclesiológico previo propiamente dicho: es decir, sin una base doctrinal fruto de una reflexión global y sistemática del misterio de la Iglesia. Durante siglos había predominado lo que Congar llama una «jerarquiología» 178, es decir, un conjunto doctrinal de naturaleza eminentemente societario y jerárquico, sustentado en una lectura e interpretación de los datos del Nuevo Testamento desde claves prevalentemente (cuando no exclusivamente) históricas y sociológicas. Teniendo presente, sin embargo, los fermentos eclesiológicos a los que hemos hecho referencia anteriormente (Escuela de Tubinga, Escuela de Roma), se puede razonablemente afirmar que «el Concilio se inscribe, a un tiempo, en la línea postridentina por la mentalidad de algunos de sus miembros, y en la línea de renovación eclesiológica, por la nueva orientación presente incluso en la Constitución Pastor Aeternus» 179. Con todo, en la mente de Pío IX con la convocación del Concilio Vaticano I «se trataba, en el cuadro de la restauración general de la sociedad cristiana emprendida desde el comienzo de su pontificado, de completar y confirmar la obra de exposición doctrinal esbozada en el Syllabus, realizando contra el racionalismo teórico y práctico del siglo XIX lo que el Concilio de Trento había efectuado en el siglo XVI contra el protestantismo» 180. Teniendo presente, sin embargo, los fermentos eclesiológicos a los que hemos referencia anteriormente (Escuelas de Tubinga y de Roma), se puede razonablemente afirmar que «el concilio se inscribe, a un tiempo, en la línea postridentina por la mentalidad de algunos de sus miembros, y en la línea de renovación eclesiológica, por la nueva orientación presente incluso en la Constitución Pastor aeternus» 181. Los trabajos conciliares del Vaticano I se centraron en la elaboración y aprobación de la Constitución dogmática Pastor aeternus, el primer texto de la Iglesia proclamado solemnemente en un Concilio con rango de Constitución. El 20 de octubre de 1969 se 127

presentó un primer documento De Ecclesia que, reformado y ampliado, llevó a un Esquema propiamente dicho de Constitución dogmática presentado a los Padres conciliares el 21 de enero de 1970. Este primer Esquema tuvo como redactor fundamental al jesuita G.Schrader y constaba de 15 capítulos, 21 cánones y 70 notas explicativas182. Ante la extensión del mismo, el Esquema fue dividido en dos partes cuyos títulos fueron Pastor aeternus y Tametsi Deus. Esta segunda parte no fue discutida y consiguientemente tampoco votada. Dos críticas fundamentales se hicieron a la Pastor aeternus por parte de la mayoría de los Padres conciliares. En primer lugar, se le tachaba de excesivamente espiritualista, puesto que comenzaba hablando de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, cuando lo que se necesitaba de verdad era un serio reforzamiento de los aspectos estructurales y jurídicos frente a una sociedad que no la reconocía suficientemente como verdadera sociedad perfecta. Por otra parte, se criticaba que se tratase casi exclusivamente del papa, de su jurisdicción verdaderamente episcopal, inmediata, y ordinaria, y no también del episcopado, introduciendo así un desequilibrio no pequeño al dar la impresión de que los obispos son simples delegados administrativos del papa en las diversas diócesis, siendo el papa el único y verdadero obispo de la Iglesia universal183. Por eso se pedía insistentemente que, al tratar del papa, se hiciese sin separarlo ni de la Iglesia ni del colegio episcopal. Un tema de particular relieve y dificultad en el Vaticano I fue el de la infalibilidad184. Se planteaba, ante todo, la cuestión de si la infalibilidad es una prerrogativa de toda la comunidad eclesial o al menos del episcopado en su totalidad, o si, por el contrario, es una prerrogativa propia y personal del obispo de Roma185. Al hacerse, para resolver esta cuestión, una planteamiento más jurídico que propiamente eclesiológico, se llegó a la conclusión de que el papa gozaba ex sese y no por consentimiento con la Tradición de la Iglesia, «de aquella infalibilidad de la que Cristo quiso que gozara la Iglesia al definir la doctrina relativa a la fe o a las costumbres» 186. Esta precisión, con todo, no canonizó «una teología según la cual el cuerpo de los obispos o de la Iglesia no serían infalibles sino mediante una comunicación o derivación de la infalibilidad del papa» 187. Asegurado el hecho, se planteaba la cuestión de si el sujeto de la infalibilidad era uno o doble: es decir, si era el Colegio episcopal con el papa a la cabeza, o si eran dos los sujetos, o sea, por una parte el Colegio episcopal incluido el papa naturalmente, y, por otra, el papa en forma personal, independientemente del Colegio, cuando habla «ex cathedra» 188. La solución a que llega el Concilio es la de no separar el papa ni de la Iglesia, ni del Colegio episcopal, ni del Concilio, aunque dejando bien claro que la autoridad personal del papa, al gozar éste de un primado de jurisdicción verdaderamente 128

episcopal, ordinario e inmediato, no puede ser condicionada o limitada por ninguna otra instancia humana. Es, de todas formas, una infalibilidad situada en el interior de la infalibilidad de la Iglesia. Dado lo agitado de la situación social y política del momento, dada la carencia de una eclesiología más bíblica y menos jurídica y, dada particularmente la premura e inestabilidad que acompañó la celebración del Vaticano I189, se echa de menos «la ausencia de una doctrina expresa del episcopado» que ha «desequilibrado durante largo tiempo la enseñanza católica en provecho de la única autoridad papal, lo mismo que se puede deplorar la ausencia de un dinamismo misionero, de una verdadera pneumatología, de una exposición sobre la dignidad y el papel activo de los laicos. En cuanto a una apertura ecuménica, no había cuestión en absoluto» 190.

5.1.2. León XIII (1878-1903) El pontificado de León XIII, en general y su amplia y apreciada producción doctrinal, se centra con notable insistencia en el tema de la Iglesia. Este interés por los temas eclesiológicos se había manifestado ya en él siendo obispo de Peruggia, centrando su atención en los distintos aspectos del misterio de la Iglesia191. Convencido de la centralidad de la Iglesia en la sociedad y en el mundo, se convirtió pronto en un incansable promotor de la paz, a partir precisamente de su asumido y profesado eclesiocentrismo: buscó la paz de la Iglesia católica con las Iglesias disidentes tanto del Oriente como del mismo Occidente; procuró la paz política entre las distintas potencias civiles del mundo; trabajó denodadamente por construir en aquel momento altamente conflictivo, la paz social gracias a un entendimiento hondo y progresivo entre el capital y los obreros; se esforzó con los medios diplomáticos a su alcance por consolidar la paz civil haciendo que los grupos y facciones enfrentados en el interior mismo de las naciones llegaran a verdadero entendimiento. Desde una perspectiva doctrinal propiamente dicha, se descubre en el pensamiento de León XIII dos claras líneas de pensamiento, siempre dentro del eclesiocentrismo a que se acaba de aludir: — Por una parte, aparece con toda claridad la idea de una Iglesia como sociedad perfecta. Siguiendo la línea de reflexión teológica que se prolongaba ya con fuerza desde la Contrarreforma con R. Belarmino192, y teniendo presente la traumática historia del pontificado en los primeros setenta años del siglo XIX, parecía completamente lógico y hasta necesario, insistir con gran fuerza en la naturaleza de la Iglesia como verdadera y auténtica sociedad perfecta, con todas sus prerrogativas y exigencias de orden incluso sociológico. 129



Por otra, León XIII fue igualmente sensible a los aspectos mistéricos de la Iglesia: la presencia y acción del Espíritu Santo en ella; la importancia central de los sacramentos para la vida de la gracia; el valor de la Palabra revelada; la presencia de los dones y carismas del Espíritu, etc.

Con todo, hay que confesar que este papa dio todavía una clara prevalencia al concepto de Iglesia como sociedad perfecta, llegando incluso, a partir de esta noción, a posturas claramente apologéticas y hasta beligerantes: tanto frente a la sociedad civil, como, particularmente, frente a los modernistas193 que empezaron a manifestarse cada vez más claramente con sus escritos, en contra de los aspectos doctrinales y estructurales o externos de la Iglesia. Sin embargo, «sería un error hablar de dos nociones de Iglesia contrapuestas en el Magisterio de León XIII. Es un hecho, con todo, que en su doctrina sobre la Iglesia, a pesar de ser tan vasta, no logró elaborar la síntesis eclesiológica en la que los teólogos trabajaban desde siglos atrás. Más aún, un balance de su doctrina eclesiológica da como resultado la yuxtaposición de elementos de ambas nociones eclesiológicas. Es necesario, con todo, admitir que sus dos Encíclicas Satis cognitum194 y Divinum illud195, constituyen un intento serio de presentar una noción de Iglesia que integra en sí elementos que provienen de ambas corrientes eclesiológicas» 196. Otros aspectos importantes en los que expresó su doctrina sobre la Iglesia de León XIII son: la relación de la Iglesia, sociedad perfecta, con las otras sociedades humanas y en particular, con el Estado, en clave generalmente polémica; la consideración de la Iglesia como cuerpo de Cristo197, verdadero punto neurálgico para un pontífice hondamente preocupado —según lo dicho anteriormente—, por el tema de la unidad en la Iglesia; la certeza de que la misión de la Iglesia continúa en la historia la obra y la misión misma de Cristo198; la presentación del Espíritu Santo, según la antigua doctrina de San Agustin199, como verdadera alma de la Iglesia200; la Eucaristía201, a la que da una importancia central en orden a la unidad de la Iglesia, hasta llegar a llamarla «veluti anima Ecclesiae» 202; la insistencia verdaderamente llamativa (como no podía ser menos en aquellos momentos posconciliares del Vaticano I), en los temas de la suprema e indiscutible autoridad del romano pontífice y su magisterio infalible, así como la unidad de la Iglesia, condicionada a una triple e inseparable realidad: la profesión de la misma fe, el ejercicio fiel del culto, y la sumisión total a la jerarquía, bajo la autoridad del sucesor de Pedro. Finalmente, un tema que, aun dentro del predominio clerical existente en la Iglesia del siglo pasado mereció gran atención por parte de León XIII, es el del lugar y función de los laicos en la Iglesia. La larga historia de silencio y pasividad de los laicos en la comunidad eclesial, no podía superarse en pocos años. Por eso, si por una parte se detecta en estos años un movimiento de mayor presencia y acción de los laicos hasta 130

percibirla como indispensable en la misión de la Iglesia203, por otra, se tiene buen cuidado de mantenerlos en el propio lugar, sin permitir mínimamente ingerencias o críticas en la marcha de la Iglesia, que es competencia fundamental y hasta exclusiva de la jerarquía. De todas formas, se puede afirmar, hablando en términos generales, que el episcopado del último tercio del siglo XIX y en particular el papa León XIII, inició, lentamente desde luego, una época de mayor acercamiento y diálogo con los seglares, llegando incluso a consultarles sobre problemas que debía afrontar la Iglesia en la nueva época. Hay que reseñar por último dos hechos, entre otros, de particular importancia eclesiológica en el pontificado de León XIII: ante todo, el acercamiento de María a la Iglesia, poniendo de relieve —en línea con la mejor tradición eclesial— las estrechas relaciones existentes entre ambas204. Y, en segundo lugar, el amplio desarrollo que experimentó el magisterio ordinario del Papa con las alocuciones a diversas grupos y especialmente con sus Cartas Encíclicas205.

5.2. El siglo XX En el siglo XX, la Iglesia —como realidad mistérica y social— fue desde los primeros años, objeto de atención, de reflexión y hasta de preocupación central por parte de teólogos y pastoralistas. Ya en los años veinte sentenció R.Guardini: «el siglo XX será el siglo de la Iglesia». Efectivamente, con fina percepción afirmaba: «se ha iniciado un proceso religioso de incalculable alcance: la Iglesia despierta en las almas» 206. Y unos años más tarde O. Dibelius habló del siglo XX dándole el calificativo de «el siglo de la Iglesia» 207. Gracias a diversos fermentos existentes en el interior mismo de la comunidad eclesial, el interés por la realidad Iglesia en este siglo fue creciendo progresivamente hasta hacerse realmente relevante como en pocos momentos de la historia. El despertar del sentido de Iglesia en la conciencia de los bautizados no ha hecho más que crecer a lo largo de los años. Varios factores y movimientos, procedentes tanto del campo de las ideas (eclesiología) como de la vida misma de la Iglesia (actuaciones y comportamientos), han contribuido a que el interés de los teólogos se concentrara en la consideración de la Iglesia como objeto de la reflexión teológica. Entre estos fermentos están, de forma convergente y conjunta: — La renovación de los estudios bíblicos, y, en particular, el redescubrimiento de la Biblia como fundamento de la Teología en la Iglesia. — La profunda renovación litúrgica, sobre todo a partir del año 1909. — El renovado interés por los estudios patrísticos. 131

— — — — — —

La vuelta a una espiritualidad cristocéntrica. El redescubrimiento de la dimensión comunitaria de la vocación cristiana. El lento pero imparable despertar de los laicos. El esperanzador, aunque laborioso, movimiento ecuménico. La preocupación por los estudios históricos también en el ámbito de la Iglesia. La apertura y simpatía crítica frente al mundo moderno: un mundo profundamente diversificado y en fatigosa búsqueda de unidad.

Todas esas corrientes de pensamiento, dieron como resultado que, por paradójico y hasta elemental que pueda parecer, creciera significativamente el interés por la Iglesia como objeto central de la reflexión teológica208. En el desarrollo y hasta en la orientación de estos Tratados tuvieron parte no pequeña los papas de este siglo con las orientaciones fundamentales de su magisterio en el campo de la eclesiología.

5.2.1. San Pío X (1903-1914) El pontificado de Pío X, en general, y su concepción y visión de la Iglesia, en particular, se mueve entre su propósito de «instaurarlo todo en Cristo» (Ef 1,10) y las líneas de fuerza eclesiológicas que dimanan del Concilio Vaticano I. Esto explica la doble línea, existencial y doctrinal, que es fácil constatar en las enseñanzas y actuaciones del Papa Sarto. A) Existencialmente, Pío X se propone renovar internamente la vida de la Iglesia. Para ello, toma una serie de decisiones que marcaron un importante punto de inflexión respecto a lo que había sido la época anterior, a partir del siglo XVIII. Y así, propicia y aconseja la Comunión frecuente de los bautizados209; hace posible que se haga la Primera Comunión en edad temprana210; impulsa y alienta la revitalización de las celebraciones litúrgicas, especialmente la Eucaristía, cuidando incluso y muy particularmente la música sagrada211; renueva por completo y publica el nuevo Breviario212. En esta misma línea existencial, se empeña seriamente en la implicación de los seglares en el apostolado de la Iglesia, llamando Acción Católica o Acción de los católicos al conjunto de obras apostólicas promovidas por los laicos en los diversos países del mundo. Les invita reiteradamente a una clara y eficaz acción en el campo social, mostrándose por el contrario claramente reticente en la acción estrictamente política de los laicos. Subraya sobre todo y de manera insistente tanto en un campo como en el otro, la necesidad de una sumisión total y absoluta de los seglares respecto de la 132

jerarquía, en virtud precisamente de la naturaleza misma de la Iglesia que es una sociedad desigual. B) Desde el punto de vista doctrinal se mueve, como decimos, en la línea de la eclesiología de la Contrarreforma y, más cercana en el tiempo, en la perspectiva eclesiológica del Concilio Vaticano I, centrada igualmente en los aspectos institucionales de la Iglesia y en particular en la potestad monárquica del primado romano. Y así, la Iglesia, para Pío X, es una sociedad perfecta, aunque de un orden distinto y superior a cualquier otra sociedad, por el doble motivo de haber sido fundada por Cristo, y por tener un fin estrictamente sobrenatural: la salvación de las almas. Pero precisamente por ser una sociedad perfecta, tiene pleno y justificado derecho a su propia independencia frente a los Estados. Y por esa misma razón (ser una sociedad perfecta) pero con una finalidad sobrenatural, la Iglesia busca el verdadero bien del hombre: su perfección, su plenitud incluso humana, haciendo posible y garantizando de esa forma la realización de un mundo más justo y más humano213. La Iglesia, en efecto, es una sociedad sobrenatural y, en ese sentido, una sociedad peculiar: por su propia naturaleza, es decir, por voluntad de Cristo, la Iglesia es una sociedad desigual, en la que la jerarquía ocupa, por constitución divina, un lugar de indiscutible predominio. Escribía en 1906: «La Sagrada Escritura nos enseña y la tradición de los Padres nos lo confirma, que la Iglesia es el cuerpo místico de Jesucristo, cuerpo dirigido por los Pastores y Doctores, a saber: una sociedad de hombres en cuyo seno se encuentran rectores investidos de pleno y perfecto poder de gobernar, de enseñar y de juzgar. Resulta de aquí que la Iglesia es, por su naturaleza, una societas inaequalis, es decir, una sociedad formada por dos categorías de personas: los pastores y el rebaño; por aquellos que ocupan un grado en la jerarquía y por la multitud de simples fieles. Estas dos categorías de personas son tan distintas entre sí, que sólo en el cuerpo de los pastores se dan el derecho y la autoridad necesarios para promover y ordenar a todos los miembros hacia los fines de dicha sociedad. Por lo que a la multitud se refiere, sólo tiene el deber de dejarse conducir y de seguir, como un rebaño dócil, a sus pastores» 214. Un aspecto notabilísimo del pontificado de Pío X en su doble aspecto, doctrinal y existencial, fue su lucha abierta y decidida frente al modernismo. Partiendo del principio según el cual el modernismo es un sumario apretado y envenenado de todas las herejías215, lo combatió enérgicamente. Efectivamente, en el Decreto Lamentabili publicado el 3 de julio de 1907 por el Santo Oficio, se condenan los errores modernistas referentes a: — La emancipación de la exégesis respecto del Magisterio de la Iglesia. — La inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura. 133

— — — — —

El concepto de Revelación y de Dogma. La persona de Cristo. Los Sacramentos de la Iglesia. La constitución de la Iglesia. La inmutabilidad de las verdades religiosas.

El Papa, por su parte, en la Encíclica Pascendi dominici gregis, del 8 de septiembre del mismo año 1907, condena personalmente los errores modernistas referentes a: — Los principios filosóficos. — El concepto de fe. — Los dogmas teológicos. — Los principios de la disciplina histórica y crítica. — El método apologético. De esta forma, San Pío X, al tiempo que en la línea existencial marca una línea de apertura en consonancia con una teología más cristocéntrica, en el aspecto doctrinal se mantiene fundamentalmente en la línea marcada por la trayectoria eclesiológica de la Contrarreforma y en particular del Concilio Vaticano I.

5.2.2. Benedicto XV (1914-1922) El pensamiento eclesiológico de Benedicto XV se mueve por completo en las líneas fuertemente marcadas por el Concilio Vaticano I, reforzadas, si cabe, por la preocupación de combatir, hasta su erradicación, esa «síntesis de todas las herejías» que fue el modernismo, combatido ya con toda energía por su antecesor Pío X216. La concepción de Iglesia sigue siendo la de una sociedad perfecta, reciamente jerarquizada217, fuertemente centrada en el primado romano, con clara y activa capacidad legislativa en todos los campos dentro de la Iglesia218, con una inequívoca autoridad doctrinal no sólo por parte del sucesor de Pedro sino también por parte de los obispos219, y, por consiguiente, con una estricta obligación de sumisión y obediencia por parte de todos, especialmente de los laicos. Escribía, en efecto, al año siguiente de asumir el ministerio de Pedro: «Cuando la legítima autoridad imparta una orden, a ninguno le es lícito transgredirla meramente porque no le agrada; sino que cada uno someta la propia opinión a la autoridad de aquel al cual está sujeto y le obedezca por obligación de conciencia. Igualmente, ninguno privadamente asuma la función de maestro, sea publicando libros o revistas, sea a través de conferencia públicas. Todos saben a quien ha confiado Dios el magisterio en la Iglesia; se le deje, pues, libre el campo, para que hable cuando y como crea oportuno. Incumbe a los otros prestarle respeto obsequioso y obedecer a su palabra» 220. 134

Por otra parte, invitó a los laicos a participar en el apostolado misionero, sea en la propia nación, sea en la frontera misional de la Iglesia. Los invitó igualmente a emprender una acción política en la sociedad, fundando, si es necesario, partidos políticos de confesionalidad católica. Se puede afirmar que Benedicto XV representó —desde el punto de vista eclesiológico— el final de un período de tiempo que se inició con la celebración del Concilio Vaticano I, para dar paso a una perspectiva eclesiológica en la que, superando los planteamientos y actuaciones de la Contrarreforma (Iglesia = sociedad perfecta), irá cobrando progresiva importancia la consideración bíblica de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Esta inflexión la marcó, en los últimos años de su pontificado, precisamente la Encíclica Spiritus Paraclitus221, en la que invitaba a entrar por caminos de renovación en los estudios bíblicos, siempre sin embargo en actitud de total docilidad y obediencia al Magisterio de la Iglesia. Una perspectiva bíblica que debía conducir —en el pensamiento del Papa— a crecer en el amor a la Iglesia cuerpo místico, y al que es su Cabeza, Cristo222.

5.2.3. Pío XI (1922-1939) El Papa Ratti heredó, como no podía ser menos, la doctrina eclesiológica de sus antecesores. Se mueve, por ello, fundamentalmente en las líneas de fuerza marcadas por el Concilio Vaticano I y por el Magisterio de los papas que siguieron a dicho Concilio. Sin embargo, los gérmenes de renovación que habían ido apareciendo por una parte y por otra en la Iglesia comenzaron poco a poco a dar su fruto. Por eso, la de Pío XI puede ser llamada una eclesiología de transición: es decir, una eclesiología que se mueve entre los parámetros de una eclesiología societaria (Iglesia = sociedad perfecta), y una eclesiología de naturaleza eminentemente bíblica. Efectivamente, la doctrina de Pío XI supuso un cierto avance en relación con sus antecesores acerca de su concepción de la Iglesia, y, especialmente, de la relación de la Iglesia con el mundo. Porque, si por una parte la gracia no sólo no destruye la naturaleza sino que la presupone y la lleva a su plenitud dándole su sentido último, y, por otra, la Iglesia está al servicio de su propia misión en el mundo, es lógico pensar que a la Iglesia han de interesarle todos los problemas y necesidades de los hombres (sociales, culturales, políticos e incluso económicos), debiendo estar presente allí donde se afrontan y resuelven esos problemas. Y esto, no sólo en virtud de su propia misión, sino también y particularmente, por el hecho de ser, por su propia naturaleza, una sociedad perfecta223. Como tal, puede y debe 135

ser interlocutora válida con todas aquellas que, como ella misma, son sociedades perfectas. De esta concepción de Iglesia como sociedad perfecta, deduce Pío XI algunas consecuencias importantes como las que se refieren, entre otras, a la libertad y autonomía de la Iglesia frente a cualquier Estado224; a la aportación que puede hacer la Iglesia para la construcción y consolidación de la paz entre los hombres; a su contribución en el campo crucial de la educación cristiana225; a la tarea, cada vez más necesaria, de formar cristianos responsables en el ámbito de la política; al indiscutible primado de Pedro y de sus sucesores como verdaderos monarcas o jefes de estado; al poder de jurisdicción de que goza la jerarquía en la Iglesia; a la función doctrinal del magisterio eclesiástico y al alcance del mismo llegando incluso a la infalibilidad. Así y todo, Pío XI contrapone la Iglesia sociedad perfecta, a otras dos formas de sociedades perfectas: la sociedad civil y la sociedad familiar, por tratarse —dice hablando de la Iglesia— de una sociedad que, aunque posee todos los medios necesarios para lograr su fin, es, sin embargo, «estrictamente sobrenatural» y por eso mismo «suprema en su orden» 226. Junto con esta visión de Iglesia que podría llamarse híbrida por situarse entre lo sociológico y lo estrictamente teológico, Pío XI desarrolla también la dimensión más propiamente teológica: es decir, la consideración de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Es una visión de Iglesia en la que Cristo tiene un lugar determinante, tanto en el orden del ser como en el orden del actuar. La Iglesia, en efecto, tiene una vinculación esencial con Cristo: no sólo como el que tiene todo efecto respecto de su causa, o como el que tiene la realidad fundada respecto a la causa fundante, sino de forma más específica como la que se da entre la realidad divina y la realidad humana en la única persona de Cristo. La vinculación de la Iglesia con Cristo le proviene además del compromiso que tiene de realizar en la historia la misma misión de Cristo. Desde esta visión más estrictamente bíblica y sobrenatural, cobran particular importancia algunos elementos presentes en la visión eclesiológica de Pío XI. Entre ellos cabe destacar, ante todo, la presencia y la acción del Espíritu Santo que, al igual que en León XIII, es presentado como «el alma de la Iglesia» 227: no sólo en el nivel personal de cada bautizado, sino también y muy especialmente en orden a la misión que tiene confiada la Iglesia hasta el fin de los siglos228. En esta misma perspectiva bíblica debe considerarse la revalorización de los laicos en la Iglesia, como colaboradores de la jerarquía en las varias actividades y campos apostólicos. Los fermentos eclesiológicos encontrados en los pontificados anteriores (León XIII, Pío X y Benedicto XV) así como la nueva situación social del mundo en los 136

primeros veinte años del siglo, llevaron a Pío XI a poner de relieve la creciente importancia del laicado en la Iglesia. Sobre la persuasión de que el cristiano, por el simple hecho de serlo, está llamado a ser un apóstol en medio del mundo, hace Pío XI un reiterado e insistente llamamiento a formar parte de la Acción Católica, es decir, a colaborar «con la actividad del apostolado jerárquico» 229, precisamente porque «es Jesús mismo quien puso los principios de la Acción Católica, eligiendo y formando en los apóstoles y discípulos colaboradores de su divino apostolado, ejemplo inmediatamente imitado por los primeros apóstoles» 230. Se trata, pues, de una colaboración que se realiza en virtud del mandato específico que el seglar recibe expresamente de la jerarquía. Por esta razón precisamente, esa colaboración exige una auténtica y estricta «dependencia de la jerarquía» 231. Es claro, de todas formas, que el monopolio que atribuye Pío XI de toda la misión de la Iglesia a la jerarquía, está lejos de lo que enseñará su inmediato sucesor Pío XII, y sobre todo del planteamiento que hará el Concilio Vaticano II acerca del sujeto de la misión eclesial y, por consiguiente, de la relación jerarquía-laicos232. Por eso, «la doctrina eclesiológica de Pío XI desde este punto de vista (de los laicos) quedó todavía muy lejos de la meta» 233. A pesar de todo, es de justicia reconocer que «las repercusiones eclesiológicas de este desarrollo de la Acción Católica se manifestaron ya durante el pontificado de Pío XI. Ella modificó las relaciones de la Iglesia con la sociedad, abriéndole nuevos campos de acción y restableciendo el contacto con las clases obreras. La Acción Católica contribuyó, sobre todo, a despertar en los seglares una nueva conciencia del puesto y de la misión que tienen en la Iglesia. Por este camino se llegará más tarde a crear un cierto equilibrio entre jerarquía y laicado en cuanto estructuras de la Iglesia, y a desclericalizar gradualmente la imagen de la Iglesia» 234. Hay que reconocer, sin embargo, que con Pío XI «nos hallamos ante los primeros escarceos en el desarrollo de una auténtica teología del laicado» 235. Un aspecto importante, que de alguna forma es complementario con lo hasta ahora dicho, es la consideración que hace Pío XI de las notas de la Iglesia. Un argumento que tuvo gran relieve en otros momentos de la eclesiología, pero que en la actualidad parece haber pasado a un segundo plano del interés eclesiológico236. En el contexto de una eclesiología societaria que se presenta en no pocos momentos como una doctrina polémica, apologética y hasta beligerante, presenta Pío XI las cuatro Notas de la Iglesia, verdaderas «cartas de identidad por las que todos en cada momento puedan conocer dónde está la verdadera Iglesia de Cristo» 237. La interpretación que hace Pío XI de las Notas de la Iglesia, responde plenamente al planteamiento de una Iglesia 137

sociedad perfecta, única y verdadera Iglesia de Cristo. Y así, al tener a Cristo por cabeza que asegura su unidad y estar animada por el Espíritu Santo, la Iglesia forma un cuerpo único bien trabado y unido, del que es garante externo y visible precisamente el obispo de Roma en su calidad de sucesor de Pedro238. El primado romano, en efecto, es «principio perpetuo y fundamento visible» de unidad de fe y de gobierno239. Y esto, no en virtud de un simple reconocimiento de honor o incluso de prestigio moral, sino por el poder de jurisdicción dado por Cristo a Pedro, y en él, a todos sus legítimos sucesores. De esta recia unidad defendida y asegurada por la potestad de jurisdicción, brotan una serie de capacidades y hasta de exigencias de diverso orden frente a la sociedad: sobre la familia, sobre problemas sociales o políticos, sobre la orientación de la educación, sobre el uso del latín como lengua que asegura sociológicamente la unidad en la Iglesia, etc. Esta Iglesia, siendo la única y verdadera Iglesia de Cristo, no sólo debe extenderse a todos los extremos del mundo, sino que debe ser recibida y aceptada por todos los hombres: en esto consiste fundamentalmente su catolicidad. Además, es santa, no sólo por los medios eficaces de santidad que ofrece, sino también y muy especialmente por los frutos de santidad que ha producido y sigue produciendo en sus hijos. Finalmente, es indiscutiblemente apostólica por el hecho de la innegable e ininterrumpida sucesión apostólica que se ha dado sobre todo en la sede de Roma. Como conclusión, hay que dejar constancia de la innegable sensación de yuxtaposición que se dan en los dos enfoques de la eclesiología de Pío XI. Los elementos de un planteamiento y de otro, no sólo no están debidamente sintetizados, sino que incluso no aparecen suficientemente articulados. Se puede afirmar por ello, que «el magisterio eclesiológico de Pío XI, habiéndose hecho eco de no pocos elementos de la corriente renovadora de la eclesiología, se mantiene todavía en el estadio de transición de la eclesiología de la sociedad perfecta a la del cuerpo místico. Precisamente aquí radican ciertas antinomias de la doctrina eclesiológica de Pío XI. Son patentes sus esfuerzos por trazar una síntesis de ambas concepciones eclesiológicas. La tarea, sin embargo, de armonizar la doctrina sobre la Iglesia concebida como comunión de vida entre los fieles y Cristo, con la de la Iglesia como sociedad perfecta, no obtuvo en el magisterio de Pío XI resultados de interés particular para la historia de la eclesiología» 240.

5.2.4. Pío XII (1939-1958) En el ámbito de la eclesiología Pío XII es conocido fundamentalmente por su famosa Encíclica Mystici Corporis Christi publicada en la fiesta de San Pedro de 1943241. Sin embargo, como dice Congar, «para exponer de una manera más completa la enseñanza 138

eclesiológica de Pío XII, habría que hablar igualmente de su doctrina sobre la Liturgia, sobre el Laicado, sobre la acción temporal y sobre la relación íntima que une el misterio de la Madre de Dios al misterio de la Iglesia» 242. Hay que reconocer, con todo, que la de Pío XII es una eclesiología deudora, en gran parte, a la del siglo que precedió a su pontificado: 1858-1939. Es por ello una eclesiología que, aunque no avance mucho más que la de sus predecesores, puede situarse a mitad de camino entre la perspectiva eclesiológica de naturaleza societaria y jerarcológica proveniente de la Contrarreforma243, y la eclesiología resultante de una serie de fermentos que venían actuando callada pero eficazmente desde el tiempo de León XIII. Entre estos fermentos pueden citarse: la pronunciada referencia de la Iglesia al misterio de Cristo, la revalorización de la presencia y acción del Espíritu en la Iglesia (dimensión pneumatológica), la relación dialéctica existente entre los aspectos internos (carismáticos) y los aspectos externos (estructurales u organizativos) de la Iglesia, la amplitud de la misión eclesial, la conciencia de ser la Iglesia santa y, al mismo tiempo, «necesitada de reforma, la lectura e interpretación renovada de las Notas de la Iglesia, la forma de concebir y realizar la relación existente entre el episcopado y el primado en la Iglesia, el puesto de los seglares en su doble condición de miembros de la Iglesia y de la sociedad civil, etc. En particular es preciso subrayar en la visión eclesiológica de Pío XII, ante todo, una clara dimensión cristológica. Pío XII, en efecto, concibe a la Iglesia en profunda conexión con el Misterio de Cristo el Verbo encarnado, y como su continuación en la historia. Así como en Cristo reconocemos y confesamos una sola realidad personal en la dualidad de sus dos naturalezas auténticas, divina y humana, de forma análoga en la Iglesia es preciso reconocer una única realidad en su doble vertiente divina y humana. De esta consideración de fondo, va deduciendo consecuencias importantes en diversos ámbitos de la vida de la Iglesia: En primer lugar, la estrecha vinculación de la Iglesia con Cristo. Una vinculación que excede la mera relación del fundador a la realidad fundada, e incluso la relación extrínseca causa-efecto. Es una relación misteriosa y profunda por más que tenga un real fundamento en la historia. La Iglesia no sólo está en conexión esencial com los acontecimientos históricos del Verbo hecho hombre, sino que perpetúa en la historia hasta el fin de los tiempos la misión y la obra salvífica de Cristo: «el divino Redentor ha fundado la Iglesia, a fin de comunicar mediante ella a la humanidad su verdad y su gracia hasta el fin de los tiempos. La Iglesia es su cuerpo místico. Ella es toda de Cristo y Cristo de Dios» 244. La presencia constante de Cristo Resucitado en la Iglesia, la hace capaz, gracias al Espíritu, de continuar en la historia la misión de salvación que el

139

mismo Cristo realizó245. Como Cristo es personalmente «uno» a pesar de la dualidad de naturalezas, así también la Iglesia, a pesar de la multiplicidad de los elementos que componen su realidad visible, es profundamente «una». Y así como Cristo, el Verbo encarnado recapitula al género humano y hasta la misma creación, así también la Iglesia está llamada, desde su profunda unidad, a ser principio y fermento de unidad entre todos los hombres246. La esencial relación de la Iglesia con el misterio de Cristo hace además que, aunque en el orden humano sea verdadera y auténtica sociedad, la Iglesia no puede homologarse sin más, a las sociedades civiles, verdaderas sociedades, pero de un orden y de una naturaleza esencialmente diversa. Llamar a la Iglesia sociedad perfecta, no equivale en absoluto a situarla en todos los planos y en igualdad de naturaleza, en el mismo nivel que el resto de las sociedades civiles. Su relación de origen, de dependencia y hasta de misteriosa prolongación, hacen que la dimensión societaria de la Iglesia sea de naturaleza propia y peculiar, es decir, analógica respecto a las otras sociedades. De ahí que rechace enérgicamente el concepto de Iglesia «como imperio terreno y dominación mundial», como un concepto «fundamentalmente falso» 247. Al afirmar, pues, la naturaleza societaria de la Iglesia comparándola con la sociedad civil, tiene siempre la preocupación de superar la univocidad belarmiana («tan perfecta como la República de Venecia o el Virreynato de Nápoles...»), subrayando la naturaleza analógica con que usa ese parangón al aplicarlo a la Iglesia. Siguiendo la misma ley de la analogía, la Iglesia está llamada a encarnarse en el mundo y en la historia, siendo verdadera sal y auténtico fermento en la sociedad248. Esta encarnación, de todas formas, de ninguna manera puede significar una total identificación con el mundo. En efecto, al igual que Cristo, Verbo encarnado, la Iglesia ha de estar plenamente unida a los hombres para la construcción de una gran familia según el proyecto de Dios. No hay, por consiguiente, lugar en el mundo o ámbito en la sociedad, en el que, por su propia naturaleza, la Iglesia no pueda o no deba estar presente249. Esta presencia e identificación, sin embargo, de ninguna manera puede significar una identificación acrítica con el mundo y sus planteamientos. Por el contrario, hay que marcar siempre bien las diferencias con todo aquello que signifique pecado, injusticia, división, opresión de unos hombres por otros, en una palabra, forma alguna de mal250. En virtud de su condición de sociedad perfecta, compete a la Iglesia igualmente un serio y eficaz servicio a la paz y a la justicia entre los hombres. Su «estar en el mundo sin ser del mundo» 251 hace posible y fiable la acción de la Iglesia en 140

favor de la sociedad. Y no sólo en el orden sobrenatural, sino también y especialmente en todo aquello que contribuye al verdadero progreso de la humanidad, a la verdadera humanización del hombre, guiándolo al pleno desarrollo de sus posibilidades humanas y, como consecuencia, a la construcción de un mundo más justo y más humano. Pío XII está convencido, y así lo proclama constantemente a lo largo de su pontificado, que la Iglesia, por su propia naturaleza y constitución, es principio de unidad y de paz entre los hombres, así como incansable defensora de la verdadera libertad de todos los hombres a partir de la dignidad ínsita en el corazón de cada hombre: «la pertenencia a la Iglesia de Cristo, una, santa, católica, en la cual todos los fieles tienen el mismo derecho de ciudadanía, la única fe, que hace que todos sean uno en el sentido más íntimo y elevado; la única mesa sagrada que a través de montes y mares une a todos en Cristo; el único Espíritu Santo, del que todos son templo suyo en virtud de la gracia santificante; la única cabeza visible de la Iglesia católica, que abraza a todos en la misma caridad; todo esto constituye por su naturaleza y por la experiencia de los siglos, el medio más poderoso de sanar las heridas de las guerras para reconciliar y pacificar los pueblos» 252. Pío XII manifiesta igualmente una particular sensibilidad, presente ya en autores de final del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX, frente a la dimensión trinitaria del misterio de la Iglesia. Concibe por eso la Iglesia como una realidad que es obra de Dios uno y trino. En la Alocución del día de Pentecostés del año 1941 decía: «A la orilla del lago de Tiberíades, sosegado en las tempestades y fecundado por Cristo mediante las redes de los apóstoles, nació la Iglesia, con Pedro Pastor de los corderos y de las ovejas de Cristo; pero el fuego del Espíritu Santo que debía llevar a cumplimiento su bautismo, lo recibió ella en el cenáculo, para que se cumpliese también en ella el nacimiento sobrenatural, a semejanza de su divino Fundador y Esposo, sobre el cual, saliendo de las aguas del Jordán, se abrió el cielo y en forma de paloma descendió el Espíritu de Dios y la voz del Padre lo proclamó Hijo suyo predilecto. El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo aman a la Iglesia y están con ella» 253. En este contexto trinitario, Pío XII hace resaltar la presencia y la acción del Espíritu Santo, que él concibe en su relación con la Iglesia, como el que está presente en el nacimiento mismo de la comunidad eclesial; el que la asiste para que esa comunidad conozca en profundidad la revelación de la Palabra que Dios le transmite254; el que asiste igualmente a los ministros, ante todo en su condición de testigos del resucitado, y, después, en el ejercicio de sus funciones sobre todo jerárquicas255; el que es —por excelencia— vínculo de amor y de unidad entre todos los miembros de la Iglesia. Un aspecto de particular importancia en la eclesiología de Pío XII es la concepción 141

realmente globalizante y omnicomprensiva que tiene del Magisterio dentro de la Iglesia. En su Encíclica Humani Generis256, que marcó un hito de particular importancia en su largo pontificado, expone su pensamiento enseñando con toda claridad y seguridad que «el magisterio que la Iglesia ejercita en relación con el sagrado depósito presupone el poder de juzgar de toda verdad, ya que el destino eterno del hombre es uno solo y nada se sustrae en su vida de esta finalidad. Las realidades culturales, políticas, sociales y morales influyen sobre la orientación de su conducta. Encargada la Iglesia de conducir el hombre a Dios y poseyendo los medios infalibles para discernir la verdad del error, ella es capaz de apreciar el exacto valor de los principios intelectuales y morales, así como también de las exigencias de la verdad en las situaciones concretas de la vida individual y social... Algunos han limitado el objeto de la competencia del magisterio eclesiástico al campo de los principios, excluyendo el de los hechos de la vida concreta. Baste repetir aquí que esta afirmación es insostenible: en la medida en que no se trata simplemente de comprobar un hecho material, sino de apreciar las consecuencias religiosas y morales que él comporta, está en juego el destino sobrenatural del hombre y, por esto, también la responsabilidad de la Iglesia» 257. A partir de estos presupuestos, el magisterio de la Iglesia tiene —según Pío XII— la potestad y, por ello, la capacidad y hasta la obligación y responsabilidad de enseñar, ante todo lo perteneciente al depósito de la revelación y además, y como parte de la misma, en materia de fe y costumbres (normas generales de ética y de conducta moral y social), en la interpretación de la misma ley natural258, e incluso en las cuestiones sociales. Hay que consignar, en este contexto magisterial, el paso que dio Pío XII proclamando y reconociendo el derecho a expresar la opinión pública a la que dió carta de ciudadanía en el seno de la Iglesia católica259. En su visión de la Iglesia revalorizó de forma peculiar y significativa la vocación laical tanto en el interior de la misma Iglesia, como de cara a su compromiso en la sociedad. A juicio de A. Antón260, las claves que explican la nueva forma de entender y considerar a los laicos son dos: por una parte, subrayar el sentido analógico cuando afirmamos que la Iglesia es una sociedad perfecta comparándola con la sociedad civil: ambas son sociedades perfectas, pero no en un sentido unívoco, sino analógico. La segunda clave proviene de la constante preocupación de no identificar la Iglesia con la jerarquía. Pío XII fue siempre cuidadoso en el empleo reductivo del término Iglesia evitando referirlo exclusivamente a la jerarquía eclesiástica. Sobre la base de que «todos los fieles sin excepción, son miembros del Cuerpo místico de Jesucristo» 261, más aún, de que los laicos no sólo pertenecen a la Iglesia sino

142

que «son la Iglesia» 262, Pío XII no duda en afirmar, a partir precisamente de la vida litúrgica de la Iglesia, que «los pastores y el rebaño, la Iglesia docens y la Iglesia discens, forman un sólo y único cuerpo. Por tanto, no hay motivo alguno para abrigar desconfianza, rivalidades, contrastes manifiestos o paliados, tanto en el pensar como en el hablar y obrar. Entre los miembros de un mismo cuerpo deben reinar ante todo la concordia, la unión y la colaboración. En esta unión, realmente, la Iglesia ora, se santifica y, por tanto, puede justamente afirmarse que la liturgia es obra de la Iglesia toda entera» 263. Después de siglos de existencia de un profundo foso entre la jerarquía y los fieles laicos en la Iglesia, a partir precisamente de la superioridad (incluso cristiana) de los ministros en relación con los que no lo son en la Iglesia, Pío XII puso las bases para que el laicado cobrara el lugar que le corresponde en el cuerpo de Cristo, lugar del que dan testimonio los mismos escritos del Nuevo Testamento264. Y lo hizo a partir de los dos principios recordados anteriormente, que son realmente determinantes y complementarios: la naturaleza analógica de la Iglesia-sociedad respecto a la sociedad civil, y la complementariedad sustancial entre todos los miembros de la Iglesia. En un célebre texto hacia el final de su pontificado decía: «La jerarquía eclesiástica no es toda la Iglesia y ella no ejerce su poder desde fuera, a la manera, por ejemplo, del poder civil, que tiene relaciones con subordinados sólo sobre el plano jurídico. Vosotras (mujeres de las organizaciones femeninas católicas) sois miembros del cuerpo místico de Cristo, incorporadas en él como en un organismo animado por un sólo Espíritu y dotado de una misma y única vida. La unión de los miembros con la cabeza no implica en absoluto que éstos cedan su propia autonomía o renuncien a ejercitar sus funciones; más aún, es de la cabeza de quien reciben los miembros el impulso continuo que les permite obrar con vigor y acierto, en perfecta coordinación con todos los otros miembros para el bien del cuerpo entero» 265. De todas formas y, a pesar de todo, Pío XII mantuvo con toda nitidez la distinción entre jerarquía y laicos, particularmente desde el punto de vista de ministerios y funciones. Como se ha dicho más arriba, un capítulo del todo particular en el pensamiento eclesiológico de Pío XII viene constituido por la publicación de la Encíclica Mystici corporis Christi 266. La Encíclica de Pío XII nació en un ambiente preparado por el creciente interés de los teólogos y del mismo Magisterio de la Iglesia267 por el tema del misterio de Cristo concebido como un cuerpo. Interés agravado, como veremos enseguida, por unas interpretaciones excesivamente biologistas o también dualistas de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Se puede asegurar, pues, que la Mystici corporis no surgió en la Iglesia de forma 143

repentina e improvisada, como algo completamente sorprendente e inesperado: el tema flotaba en el ambiente incluso con una nota negativa de polémica268. Por otra parte, siguiendo la enseñanza de Pablo (cf. Rom 12,5; 1Cor 6,15; 10,17; 12,12-27; Ef 4,4.12.16; Col 1,18; 2,19; 3,15), la Iglesia había sido concebida de una u otra forma, y cualquiera que fuese la explicación, como cuerpo de Cristo. En el tiempo inmediatamente anterior a la publicación de la Encíclica la forma de interpretar esta corporeidad variaba notablemente269, según se concibiera a la Iglesia como un organismo animado por el Espíritu Santo, siendo de importancia secundaria los vínculos que mantienen sociológicamente unidos a estos miembros, o bien se acentuaran los aspectos personales de los miembros de la Iglesia en su doble dimensión, con Cristo y de los miembros entre sí. Otra corriente, con la expresión cuerpo de Cristo entendía acentuar fundamentalmente, hasta llegar a la misma exclusividad, la dimensión interna de la vida de gracia dimanante de Cristo cabeza, y de la consiguiente vida sobrenatural que culmina en la santidad. Una gracia que, brotando de Cristo, cabeza no sólo de la Iglesia sino de la creación y de toda la humanidad, abarca a todos los hombres sin excepción, formando con todos ellos y entre todos ellos, un solo cuerpo: el Cristo total. Evidentemente, al hablar de cuerpo de Cristo restringiendo esa expresión exclusivamente a la realidad interior de la Iglesia, existe el peligro de desconocer, minusvalorar o de interpretar de forma dualista, los aspectos estructurales e institucionales que son esenciales a la realidad Iglesia. Existe todavía una cuarta forma de interpretar la expresión cuerpo de Cristo aplicada a la Iglesia: consiste en concebir a la Iglesia «como la corporación constituida por una gran variedad de miembros y funciones sociales, pero unidos por vínculos internos y aspiraciones comunes a realizar en la Iglesia» 270. La indefinición y hasta la amplia confusión existente en cuanto al significado y contenido concreto de la expresión Cuerpo de Cristo aplicado a la Iglesia, llevó, pues, a Pío XII a la publicación de la Encíclica Mystici corporis. El panorama ante el que se encontraba el papa venía configurado, por una parte, por un exagerado racionalismo que «tiene por absurdo todo lo que supera las fuerzas de la inteligencia humana» 271; por otra parte, por una naturalismo craso según el cual la Iglesia no es más que una realidad meramente sociológica y jurídica; y, por último, por un falso cristicismo, motivado en gran parte por el deseo insaciable de realidades espirituales que, en no pocos creyentes, habían desatado las amargas experiencias de dos guerras devastadoras (1914 y 1939). Ante este panorama, Pío XII reacciona desde una perspectiva doctrinal, pero con un objetivo claramente pastoral: denunciar de forma clara y directa las desviaciones más peligrosas de falso misticismo o de peligroso dualismo entre los aspectos místicos y 144

estructurales de la Iglesia que corrían entre los creyentes272, poniendo al mismo tiempo orden y claridad en las ideas, actitudes y comportamientos religiosos de no pocos cristianos. Frente a la doble perspectiva en que puede verse la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo —es decir, partiendo del concepto de cuerpo místico para aplicarlo después a la Iglesia, o partir de la Iglesia en cuanto realidad visible y jerárquica para ver en ella el cuerpo místico de Cristo—, Pío XII se sitúa en la segunda de estas perspectivas. La Encíclica está de tal modo centrada en la imagen de la Iglesia como «cuerpo místico de Cristo», que se ha podido hablar, con motivo de su publicación, de haber consolidado «el monopolio práctico de la eclesiología del cuerpo místico identificado con la Iglesia católica» 273. De hecho Pío XII no duda en afirmar que «para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo —que es la Iglesia santa, católica, apostólica, romana—, no existe otra expresión más noble, más célebre y, finalmente, más divina, que la del cuerpo místico de Cristo, la cual ciertamente, deriva y está avalada por el testimonio de la Escritura y de los Padres» 274. De esta forma, al colocarse en una perspectiva sobrenatural, y al hablar de cuerpo místico contraponiéndolo al cuerpo físico de Cristo y a un simple cuerpo moral, aún conservando y defendiendo la dimensión visible y jerarquizada de la Iglesia, Pío XII superó la concepción de la Iglesia como simple cuerpo social, y en concreto como una sociedad. La intención de Pío XII al escribir la Mystici corporis, fue, ante todo y según sus propias palabras, la de «impedir todo acceso a los numerosos errores»; pero fue, sobre todo, la de «exponer la doctrina sobre el cuerpo místico de Jesucristo y sobre la unión de los fieles en este cuerpo con el divino Redentor». De esta forma, «brillará con nuevo esplendor la belleza de la Iglesia, de modo que la nobleza sobrenatural e imperecedera de los fieles, que están unidos en este cuerpo con la cabeza, aparezca en una luz nueva» 275. La estructura de la Encíclica es simple. Después de una Introducción en la que aborda la problemática a que hemos hecho referencia hace un momento, da un primer paso declarando lo que significa y lo que implica la naturaleza de cuerpo «aplicado a la Iglesia». En un segundo paso analiza la relación existente entre este cuerpo y Cristo, de quien se dice ser «cuerpo de Cristo»: la Iglesia. Cristo es para la Iglesia su Creador, su Señor, su Conservador, su Redentor. En la tercera y última parte, profundiza el término místico dado a este cuerpo. Místico se contrapone, por una parte, a cuerpo físico y a cuerpo simplemente moral, zanjando de esta forma discusiones teológicas que, con frecuencia, degeneraban en interpretaciones erróneas, tanto en el plano eclesiológico como en el mismo plano cristológico. Y, por otra parte, el término «místico» estaba destinado a darle nueva vida a elementos eclesiales que se habían ido empobreciendo y hasta esclerosando, al ser vistos y considerados exclusivamente desde una perspectiva y 145

clave societaria y jurídica de la Iglesia. Según Congar, «las tesis esenciales —de la Mystici corporis— conciernen a la definición del concepto paulino de cuerpo de Cristo, como realidad socio-corporativa, orgánica; la afirmación de la identidad entre cuerpo místico de Cristo e Iglesia católico romana276, y, por vía de consecuencia, la doctrina sobre la pertenencia a este cuerpo: únicamente los católicos romanos son efectivamente, reapse, miembros de la Iglesia, y, por ende, también del cuerpo místico277; de los demás (entre los cuales no se distinguía entre bautizados y no bautizados), decía la Encíclica que no lo son incluso si están ordenados (referidos) al Cuerpo místico por algún deseo y voto inconsciente» 278. Resumiendo, se puede afirmar que la Mystici corporis propició un serio giro de la eclesiología que la precedió. Y lo hizo desde una doble perspectiva. Ante todo, desde la perspectiva cristológica: «el misterio de la encarnación ilumina el misterio de la Iglesia a partir de la unidad en Cristo de naturalezas distintas para comprender la unidad en la Iglesia de diferentes aspectos, visibles e invisibles. Aquí está el mérito y la novedad de la encíclica sobre el cuerpo místico de Cristo, a saber, en haber dado una orientación cristológica a la eclesiología» 279. La segunda perspectiva es la organicidad, es decir, la complementariedad y hasta la mutua necesidad de unos miembros en relación con los demás. Superando el jerarcologismo característico de la eclesiología anterior, Pío XII enseña que la Iglesia, como verdadero organismo vivo, es un cuerpo en el que cada miembro en su propio puesto es capaz de dar y de recibir; incluso la jerarquía, indispensable en la Iglesia por voluntad divina, no puede pensarse como un grupo eclesial aislado y ni siquiera contrapuesto al resto del cuerpo. La organicidad implica, por su propia esencia, la comunión entre todos los miembros. El mérito de la doctrina eclesiológica de Pío XII expuesta en la Mystici corporis fue el de «completar la doctrina expuesta sobre la Iglesia dejando entrever bajo la societas perfecta de la Ecclesia militans, la Iglesia pneumática; bajo la institución jurídica, el organismo vivo del cuerpo místico; bajo la organización jerárquica centralizada en el primado infalible del papa, la unión esencial y sobrenatural de todos los fieles como miembros en Cristo» 280. Es cierto que la doctrina expuesta se prestaba a una cierta absolutización de la institución jerárquica. Sin embargo, Mystici Corporis ha sido el primer documento en la historia de la Iglesia en el que el Magisterio ha tratado de forma directa y expresa este argumento, no para fundamentar o robustecer su propia posición dentro de la Iglesia, sino para resaltar la relación esencial que la Iglesia tiene con el mismo Jesucristo. Hay que constatar, con todo, y no sin cierta sorpresa, que «en los dos decenios siguientes a la Mystici corporis, la eclesiología se desarrolló no en la orientación propuesta por la encíclica, a saber, no imponiendo el llamado monopolio del «cuerpo místico de Cristo» sobre las demás nociones de Iglesia, sino intentando trazar una 146

síntesis de todas ellas, capaz de recoger en sí, combinados armónicamente, la pluralidad de aspectos del misterio eclesial» 281. Es innegable que la Encíclica Mystici corporis Christi escrita por Pío XII en los primeros años de su pontificado (29.6.1943), gracias a la profundidad de la doctrina y a la indudable autoridad del propio papa, marcó una inflexión importante en la consideración eclesiológica de los siglos precedentes, y preparó lo que, con el tiempo, sería la base del llamado giro copernicano que experimentó la eclesiología en el Concilio Vaticano II, plasmado sobre todo, en la Constitución dogmática Lumen Gentium (21.11.1964).

6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA Decíamos al principio que la Iglesia es una realidad viva, y por eso mismo, sometida, en este caso, tanto al influjo permanentee indefectible del Espíritu que vive en ella y la conduce a lo largo de la historia, como de la realidad social en la que está inserta y enraizada. De ahí que a la pregunta sobre el futuro de la Iglesia, o mejor, sobre la Iglesia del futuro, es preciso responder que no es fácil hacer futurología, menos aún, cuando es el Espíritu, siempre imprevisible e improgramable, el que protagoniza su vida y el que la va llevando por caminos siempre nuevos e inéditos (cf. Jn 3,5-8). Ahora bien, a la Iglesia no se le ha asegurado un futuro con determinadas formas o contornos prefijados. A la Iglesia se le ha asegurado la indefectibilidad hasta el final de los siglos. Esto quiere decir que, mientras la Iglesia permanezca, con la fuerza del Espíritu, fiel a su Señor y Maestro muerto y resucitado, mientras permanezca fiel a los elementos estructurales que le fueron dados, tiene asegurada su existencia en el tiempo y en la historia. Pero así como a lo largo de los siglos la Iglesia ha cambiado para poder ser un instrumento útil en manos de Dios para la construcción del Reino, esta misma Iglesia podrá y deberá cambiar permaneciendo fiel a Cristo y a su Evangelio en su esencia más profunda. El dinamismo en la fidelidad y la fidelidad en el dinamismo, han de ser dos principios que se conjuguen y complementen constantemente en el devenir histórico de la Iglesia. Al no ser una magnitud estática que se transporta de un lugar a otro, de un siglo a otro, de una época histórica a otra, sino un acontecimiento de gracia siempre antiguo y siempre nuevo, la Iglesia tiene una historia siempre abierta. Es evidente, según esto, que la Iglesia, sin perder su propia identidad esencial como obra del Dios uno y trino, deberá hacer frente en el futuro a algunos desafíos, tanto de puertas adentro como de puertas afuera282: deberá ahondar en la eclesiología de 147

comunión, y, en particular, abrirse a nuevas y más amplias experiencias de colegialidad, especialmente para afrontar el desafío de unidad en la diversidad que lleva consigo la exigencia de la inculturación; deberá reflexionar, en orden a la acción, sobre el lugar y la función de los laicos y especialmente de la mujer en la comunidad eclesial; deberá resolver el problema de la verdadera integración de los Movimientos eclesiales en la comunión de la pastoral diocesana y parroquial; deberá abordar los temas relativos a la sexualidad humana en toda su amplitud; deberá ahondar en las relaciones con las Iglesias cristianas no católicas, en especial con las ortodoxas; deberá seguir afrontando las líneas de evolución del mundo en el que vive y al que la misma Iglesia pertenece; deberá, en una palabra, hacer frente, desde una inquebrantable fidelidad a Cristo, al desafío de responder a las necesidades y urgencias profundas e inéditas del mundo para el que existe. Esto supuesto, la Iglesia del futuro, en rigurosa fidelidad dinámica a su propia esencia, deberá ser una Iglesia283: Abierta: en estado de evangelización y de diálogo tanto en el propio interior de la Iglesia como hacia fuera de sí misma. Verdadera comunión de iglesias particulares y locales. Pluralista en su interior. De talante pastoral en la que queden excluidas las imposiciones. Ecuménica, en permanente comunicación con las iglesias cristianas nocatólicas. Para el mundo, y, por ello, en incansable en actitud de servicio, superando la visión eclesiocéntrica y centrípeta que, durante siglos, ha predominado en la praxis eclesial durante siglos. Construida desde las exigencias del bautismo. De los pobres. Democratizada de manera analógica, al igual que, durante siglos y de forma pacífica, lo ha sido de manera monárquica y piramidal. De creyentes adultos y corresponsables. Con unas estructuras modernizadas. Con profundo sentido escatológico que se traduce en un talante de provisionalidad. ¿Es posible y legítimo, según esto, hablar de un «nuevo modelo» de Iglesia para el futuro?284. La historia de la Iglesia, una larga historia hecha de luces y sombras, de fidelidad y de alejamiento al Proyecto de Jesús de Nazaret, de generosidad y de prepotencia, de utopía y de terrenidad, nos dice que efectivamente, dentro de la fidelidad cabe el dinamismo y, por consiguiente, modelos de Iglesia que respondan a la única y gran misión recibida de Cristo: la construcción del Reino de Dios ya aquí en la tierra. En 148

el futuro, al igual que en el pasado, se cumplirá la constatación hecha por el Concilio Vaticano II: «caminando la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne; antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso» 285.

149

1 P. FAYNEL, La Iglesia I, pp. 145-146. 2 SAN CIPRIANO, De orat. domin. 23: PL 4,553; cf. SAN AGUSTÍN, Serm. 71, 20,33: PL 38,463s; San Juan Damasceno, Adv. iconocl. I,2: PG 96,1358D. 3 San Ireneo da por supuesto que Cristo es el Redentor de todos los hombres: de los que son, de los que serán y de los que fueron (cf. Adv. Haer. IV, 11,38; V, 36: PG 7,1001ss; 1105ss; 1221ss); Orígenes afirma que la Iglesia es esposa de Cristo desde el nacimiento del género humano... antes de la constitución de este mundo (cf. In Cant. lib. 2: PG 13,134); y San Agustín no duda en afirmar que cuerpo y miembros de Cristo son todos los hombres justos, desde el justo Abel hasta el fin de los siglos (cf. Serm. 341, 9,11: PL 39,1499ss); cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en M. REDING (ed.), Abhandlungen über Theologie un Kirche, (Fs. K. Adam), Düsseldorf 1952, pp. 79-108. 4 P. FAYNEL, o.c., p. 144. 5 Cf. D. RUIZ BUENO, Los Padres apostólicos, (BAC 65), Madrid 1950, pp. 89-238, especialmente pp. 142-151. Este autor fija la fecha de la Carta entre los años 95 ó 96: o.c., p. 115. 6 Cf. Idem, XIX-XX; XXXVII-XXXVIII; XLII; XLIV; XLVI; LIX; LXV. 7 SAN IGNACIO, Carta a los Filadelfios 8,1, en D. RUIZ BUENO, o.c., p. 485. 8 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 354-357. 9 Cf. Eph 5,3; 6,2; Magn 3,2; Rom 9,1. 10 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, o.c., pp. 372-382; Id., Carne de Dios, Barcelona 1969; P. FAYNEL, La Iglesia I, pp. 151-155. 11 IRENEO, Adversus haereses V,1: PG 7, 1121. 12 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 154 nota 9. 13 IRENEO, Adversus haereses IV,33,8: PG 7,1077-1078. 14 Ad mart. I,1: CCSL I, p. 3; De orat. II,6: CCSL I, p. 258; De praescr. 42,10: PL 2,58; De Bapt. 20: PL 1,1224; De anima 43: PL 2,723; De monogamia 7: PL 2,939; De pudic. 4: PL 2,986-987. Según Quasten, «Tertuliano es el primero en aplicar el título de Madre a la Iglesia» (Patrología I, Madrid 1961, p. 608). A partir sobre todo de Tertuliano y hasta nuestros mismos días, ha sido robusta la corriente de pensadores que han puesto de relieve la naturaleza y condición «maternal» de la Iglesia: cf. H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 189-219. 15 De poenit. X,5-6: PL 1,1245. 16 De pudic. 21, 16-17: PL 2,1026. 17 TERTULIANO, De pudicitia 21,17: PL 2,1026. Subrayado nuestro. 18 De catholicae Ecclesiae unitate (= De unit.) 7, en J. CAMPOS, Obras de San Cipriano, (BAC 241), Madrid 1964, p. 149. 19 Epistola (=Epist.) 66,8,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 629. 20 Epist. 66,8,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 629. 21 Epist. 73,21,2, en J. CAMPOS, o.c., p. 689. 22 De unit. 6, en J. CAMPOS, o.c., p. 148.

150

23 Epist. 55,24,1, en J. CAMPOS, o.c., p. 538. 24 De unit. 6, en J. CAMPOS, o.c., p. 148. 25 De unit. 23, en J. CAMPOS, o.c., p. 165. 26 De unit. 4, en J. CAMPOS, o.c., p. 147. 27 Epist. 71,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 668. 28 Cf. M. BÉVENOT, A Bishop is Responsible to God Alone, en «RSR» 39-40(1951-1952), pp. 397-415. 29 J. CAMPOS, o.c., p. 54. 30 J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, p. 338. 31 In Ez. hom. 1,11: PG 13,677. 32 In Cant. 1,37: PG 3,83. 33 In Ex. hom. 9,3: PG 12,364-365. 34 In Cant. comment. II: PG 13,134A; cf. H. CROUZEL, Orígenes. Un teólogo controvertido, Madrid 1998, pp. 287-327. 35 Contra Celsum 6,48: PG 11,1374. 36 J. QUASTEN, o.c., p. 380. 37 In Ies. hom. 3,5: PG 12,841. 38 De principibus Praef. 2: PG 39 J. QUASTEN, o.c., p. 391. 40 Cf. H. URS VON BALTHASAR, Casta Meretrix, en Ensayos Teológicos II (Sponsa Verbi), Madrid 1964, pp. 239-366. 41 Cf. De Incarnatione Verbi et contra Arrianos 21: PG 26,1021; III Contra Arrianos 33: PG 26,393-396; Oratio de Incarnatione 30: PG 25,148; Epist. ad Epictetum 6-7: PG 26,1060-1061. 42 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 173. Subrayado nuestro. 43 J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, pp. 452-453. 44 Cf. J. MAHÉ, Cyrille d’Alexandrie, en DTC VI, cols. 2476-2527, especialmente cols. 2517-2518, donde el autor hace una apretada síntesis del pensamiento eclesiológico de Cirilo; E. MERSCH, Le Corps Mystique du Christ I, París 19513, pp. 489-526; P. FAYNEL, o.c., pp. 176-180. 45 In Ioh (7,39) 5: PG 73,756C. 46 Glaphyra in Numeros: PG 69,624 A-B; 625 A. 47 In Ioh (17,20-21) 11: PG 74,560 A-B; cf. Quod unus sit Christus: PG 75,1256 C-1265 BC; Thesaurus: PG 75,368 B - 429 C. 48 Cf. E. MERSCH, o.c., pp. 499-503. 49 Seguimos en esta exposición del pensamiento agustiniano la obra de Congar, Eclesiología, pp. 2-10. Usaremos la edición de las Obras de San Agustín hecha por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).

151

50 Cf. De vera religione 6,10: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 81-83; Ep. ad cath. de unitate XV, 38: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 721-725; De bapt. IV 5,6: en Obras de San Agustín XXXII, Madrid 1988, pp. 520-522. 51 Tract. in Joan. V, 18; VI, 7s; XV, 3: en Obras de San Agustín XIII, Madrid 1955, pp. 193-195. 183. 407; De bapt. III,4; VII,10: en Obras de San Agustín XXXII, Madrid 1988, pp. 518-520; 528-530. 52 CONGAR, Eclesiología, p. 5. 53 Cf. Ep. 98,5, en: Obras de San Agustín VIII, Madrid 1951, p. 681; Ep. 105,5,16: en Obras de San Agustín, VIII, Madrid 1951, pp. 763. 775-777. 54 Cf. G. PHILIPS, Estudios sobre la «Ciudad de Dios», 2 vols., La Ciudad de Dios, Madrid 1955. 55 CONGAR, Eclesiología, p. 6. 56 Idem. 57 Cf. Enchiridion LVIs: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 543-545. 58 Cf. Sermo 341,11 y 12; Enchiridion LXI. 59 CONGAR, Eclesiología, p. 7. 60 Cf. De Civitate Dei XX 9; Tract. in Joan. XXI 2; Sermo 56,6. 61 Posiblemente se supera esta ambivalencia si se tiene en cuenta que el término «Ecclesia» en San Agustín no responde exactamente a lo que el común de cristianos (y no cristianos) entienden hoy bajo esa palabra: «la Ecclesia de Agustín está más cercana a nuestro término “comunidad”, y podría ser reemplazada por populus, genus, societas» (CONGAR, Eclesiología, p. 7). 62 Será Fulgencio de Ruspe († 533), discípulo de Agustín, el que extreme de forma estricta y restrictiva el principio formulado ya por San Cipriano (cf. supra) de que Extra Ecclesiam nulla salus»: cf. De fide ad Petrum: PL 38,79 = ML 65,704. 63 Cf. Contra epist. Parmem. III 4,24; Contra Iulian. I 4,13. 64 Cf. CONGAR, Eclesiología, p. 7. 65 Carta a San Bernardo: PL 182,405. 66 Cf. Enarrat. in Ps. 9,12; Contra Faust. XI 7 y XII 36; De Civit. Dei XX 9,1; Ep. 187,28; Tract. in Ioan. LXXIV 5; Sermo 181 7; De continentia 25. 67 CONGAR, Eclesiología, pp. 9-10. 68 Baste pensar, por una parte, en el uso más que abundante que hace Santo Tomás en sus escritos de la doctrina y autoridad de San Agustín; y, por otra, en el uso que hacen del mismo Agustín los Reformadores en no pocas de sus tesis teológicas. 69 J. SALAVERRI, El Misterio de la Iglesia, en AA.VV., Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966, p. 117. 70 Puede verse una exposición, tanto de los papas como de la lucha conciliarista en estos siglos en K. SCHATZ, El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Santander 1996, pp. 117-163; G. LANGEVIN, Synthèse de la Tradition doctrinale sur la primauté du successeur de Pierre durant le second millénaire, en Il Primato del Successore di Pietro, Atti del Simposio Teologico, Roma 1998, pp. 147-160; W.

152

HENN, Historical-theological synthesis of the relation between primacy and episcopacy during the second millennium, en Id., pp. 222-273. 71 CONGAR, Eclesiología, pp. 58-59. 72 Gregorii VII Registrum I 21a; VI 17a; VIII 21. 73 Dictatus Papae II. 74 Para la obra de Inocencio III Regestum super Negotio Romani Imperii, ver PL 214-217; cf. Y-M. CONGAR, Eclesiología, en o.c., pp. 115-119; A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia I, Madrid 1986, pp. 142146. 75 CONGAR, Eclesiología, p. 154. 76 CONGAR, Eclesiología, p. 155. 77 Cf. INOCENCIO III, Carta al Patriarca de Constantinopla: PL 214,760BC; DH 775. 78 Cf. INOCENCIO III, Regestum super Negotio Romani Imperii VIII 190: PL 215,767B; DH 774. 79 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 86-92; H. TEDIN, Manual de Historia de la Iglesia IV, Barcelona 1973, pp. 383-387. 80 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 164-174; cf. J. E. SCHENK, Centralización pontificia y tendencias nacionales, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XI, Valencia 1979, pp. 119-169. 81 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 150; cf. DH 873-874. 82 DH 875. 83 CONGAR, Eclesiología, p. 106. 84 Del Decretum -publicado en Bolonia en 1140- afirma Congar, para hacer ver la importancia que tuvo ya en su momento, que «nos quedan más de 600 manuscritos» (Eclesiología, p. 86, nota 95). 85 GRACIANO, Decretum XL c. 6. 86 De ecclesiastica potestate III c. 12; cf. R. WEIGAND, Aegidius von Rom en LThK I, Freiburg 19933 cols. 180-181. 87 Comentario al Cantar de los Cantares. Citado por CONGAR, Eclesiología, p. 166, nota 6. 88 CONGAR, Eclesiología, p. 156. 89 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 151. 90 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 171-174; A. ANTÓN, El Misterio I, pp. 112-117. 91 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 197. 92 CONGAR, Eclesiología, p. 93. 93 Cf. Y-M. CONGAR, Ensayos sobre el Misterio de la Iglesia, Barcelona 1959, pp. 47-69; M. Useros, «Statuta Ecclesiae» y «Sacramenta Ecclesiae» en la eclesiología de Santo Tomás, Roma 1962. 94 Cf. A. ANTÓN, El Misterio I, pp. 100-104. Por lo demás, es un hecho innegable que «el De Ecclesia, como tratado relativamente autónomo y en su forma estrictamente sistemática, aparece pro vez primera incorporado al sistema teológico en el siglo pasado» (A. ANTÓN, o.c., p. 100).

153

95 Cf. STh III, Prol. 96 CONGAR, Eclesiología, p. 141. 97 Cf. Contra impugnantes Dei cultum et religionem (1256). 98 Summa Theologica (STh) II q. 3; I q. 2 prol. ; III prol. 99 Cf. Sent. III d. 25, q. 1, a. 2 ad 10; De verit. q. 29, a. 5c. 100 STh I q. 147; I-II q. 106, a. 1; II-II q. 183, a. 3 ad 3; Sent. III d. 13, q. 2, a. 2 sol. 2. 101 STh I q. 92,a. 3; III q. 64,a. 2 ad 3; Sent. IV d. 3,q. 1,a. 3 sol. 2. 102 Sent. IV d. 17,q. 3,a. 1 sol. 5; d. 27,q. 3,a. 3 ad 2. 103 In Ioan. 6, lect. 3; Quodl. XII,19. 104 Cf. STh I q. 117,a. 2 ad 1; III q. 8, a. 4 ad 2; De ver. q. 29,a. 4; Sent. IV d. 2, q. 1, a. 4 sol. 1; C. Gent. IV q. 78. 105 Cf. Sth I-II q. 106, a. 1 ad 3; II-II q. 2, a. 7; q. 98, a. 2 ad 4; III q. 8, a. 3 ad 3; q. 68, a. 1. 106 F. MERZBACHER, Wandlungen des Kirchenbegriffs im Spätmittelalter, «ZRG Kan» 39(1953), p. 290: citado en A. ANTÓN, o.c., p. 104. 107 Sent. II d. 44. 108 Cf. CONGAR, Eclesiología, p. 146. 109 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 151. 110 Cf. E. GILSON, La Filosofía en la Edad Media II, Madrid 1958, pp. 328-385; E. AMANN, Occam, en Vacant-Mangenot-Amann, DTC XXI, cols. 864-904, esp. cols 890-903; P. VIGNAUX, Nominalisme, en Vacant-Mangenot-Amann, DTC XI, cols. 748-784; A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974, pp. 507-572; CONGAR, Eclesiología, pp. 177180; J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía 2, Madrid 19908, pp. 1404-1409; R. HEINZMANN, Filosofía de la Edad Media, Barcelona 1995, pp. 359-392. 111 Dialogus I, 1,4. Este planteamiento dió pie a la llamada doctrina del «multitudinarismo» aplicada especialmente a los Concilios. Konrad von Gelnhausen decía que «el concilio general es la reunión en un lugar común de numerosas personas —o incluso del mayor número— convocadas regularmente y que representan los diversos estados, órdenes, sexos y personas de toda la Cristiandad, venidos o delegados para tratar del bien común que pertenece a la Iglesia universal» (Epistola concordiae). 112 CONGAR, Eclesiología, p. 180; cf. A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974, pp. 518-530. 113 CONGAR, Eclesiología, p. 158. 114 CONGAR, Eclesiología, pp. 164-165, con amplísima bibliografía. Para una presentación de los distintos elementos que fueron conformando los Tratados De Ecclesia, ver E. DELARUELLE y otros, Espiritualidad y política en la Edad Media, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIII, Valencia 1977, pp. 272-300. 115 CONGAR, Eclesiología, p. 167. 116 El «conciliarismo» fue haciendo su aparición ya a partir del siglo XIII y fue llevado adelante por una

154

serie de autores con posiciones más o menos radicales o matizadas. Entre ellos pueden citarse como particularmente representativos a: Marsilio de Padua (1275/80-1312/43), Guillermo de Ockam (1285-1347), Juan de París (†1306), Konrad von Gelnhausen (1320-1390), Enrique de Langenstein (1340-1397), Pedro de Ailly (1350-1420), Juan Gerson (1363-1429), Francisco Zabarella (1360-1417), Nicolás Tudeschi (1386-1445), Nicolás de Cusa (1401-1464) y Juan de Ragusa (†1443). 117 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 117 118 Cf. H. JEDIN, Manual de Historia de la Iglesia IV, Barcelona 1973, pp. 700-752; A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974; CONGAR, Eclesiología, pp. 197-208; A. FRANZEN, Conciliarismo, en K. RAHNER y otros (dirs.), Sacramentum Mundi 1, Barcelona 1982, cols. 864-870; G. ALBERIGO (ed.), Historia de los Concilios ecuménicos, Salamanca 1993. 119 CONGAR, Eclesiología, pp. 191-192. 120 Mansi 27, 585 B, 590 D. Subrayado nuestro. El papa Martín V obligó a todos los fieles a aceptar este Concilio como Concilio general, aunque no marcara con claridad el ámbito y alcance de los Decretos del mismo. Cf. G. ALBERIGO y otros, Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1991, pp. 403-451; E. DELARUELLE y otros, Espiritualidad y política en la Edad Media, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIII, Valencia 1977. 121 Cf. P. GLORIEUX, Oeuvres complètes, 7 vols., Paris-Tournai 1960-1966. 122 De todas formas, dada la diversidad y hasta la perplejidad de los Padres conciliares en el uso de los términos, es posible pensar —con Congar— que se puede «entender el texto del Decreto de una manera que, honrando su letra, se distancia del conciliarismo sistemático de los teólogos de París» (Eclesiología, p. 199). 123 CONGAR, Eclesiología, p. 201. Hay que reconocer con A. Antón que «el predominio cada vez más monopolizador que se dio a estas categorías jurídicas humanas, hasta elevarlas a la razón última en orden a declarar la institución, la naturaleza y la misión de la Iglesia, implicó, tanto en este punto de las relaciones entre el papa y el concilio como en tantos otros temas eclesiológicos, consecuencias muy funestas» (A. ANTÓN, El Misterio I, p. 154). 124 J. DE TORQUEMADA, Summa de Ecclesia, Venecia 1561. La estructura material de esta obra comprende cuatro partes: 1a, De universali Ecclesia; 2a, De Ecclesia romana et Pontificis eius primatu; 3a, De universalibus conciliis; 4a, De schismaticis et haeresibus. Según algún historiador, «la Summa de Ecclesia constituye el más desarticulante o «yugulador» espadinazo teológico contra el conciliarismo en aquel siglo y en los venideros. Un monumento de la teología eclesial. ¿Su estilo? More hispano. ¿Su trama o cañamazo interno? More thomista« (A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974, p. 690). Por lo demás, es altamente significativo que, en momentos críticos de la historia de la Iglesia en que parece rebrotar incesantemente la doctrina conciliarista (vgr. en Trento y en el Vaticano I), se ha reimpreso y distribuido a los Padres conciliares la obra de Juan de Torquemada. 125 Cf. MANSI 29, 245 E y sig. 126 Cf. JUAN DE TORQUEMADA, Summa de Ecclesia I 20. 127 DH 1307. 128 Cf. Y-M. CONGAR, Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia, Madrid 19732, Parte IIIa, pp. 317-467; E. DE MOREAU-P. JOURDA-P. JANELLE, La crisis religiosa del siglo XVI, en A. FLICHE-V. MARTIN (dirs.), Historia de la Iglesia XVIII, Valencia 1978. 129 CONGAR, Eclesiología, p. 178.

155

130 Cf. H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento I, Pamplona 1972, pp. 186-218; CONGAR, Eclesiología, pp. 119-129. 131 Ver lo dicho anteriormente a propósito de este autor hablando de los Escolásticos. 132 Ver los amplios y profundos estudios de Y-M. CONGAR: Falsas y verdaderas reformas de la Iglesia, Madrid 1954; El misterio del Templo, Barcelona 1964; Cristianos en diálogo, Barcelona 1967; Cristo, María y la Iglesia Barcelona 19682. 133 Y-M. CONGAR, Cristo María y la Iglesia, Barcelona 19682, p. 28. 134 Y-M. CONGAR, Cristianos en diálogo, Barcelona 1967, p. 434, con nota 39. 135 Id., o.c., pp. 441-442. 136 Id., p. 441, nota 73. 137 CONGAR, Eclesiología, p. 221. 138 Cf. H. Jedin, Historia del Concilio de Trento I, Pamplona 1972, pp. 186-218. 139 Congar, Eclesiología, p. 237. 140 Congar, Eclesiología, p. 217. 141 Basta ver el tono beligerante de sus veinticinco Sesiones: DH 1500-1835. 142 Cf. G. ALBERIGO, Die Ekklesiologie des Konzils von Trient, en R. Baumer (ed.), Concilium Tridentinum, Darmstadt 1979, pp. 278-300; L. Cristiani, El Concilio de Trento, en A. FLICHE-V. MARTIN (dirs.), Historia de la Iglesia XIX, Valencia 1976; H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento I-IV1/2, Pamplona 1972-1981. 143 Cf. L. CRISTIANI, El Concilio de Trento, en o.c, pp. 9-14; 263-281. 144 Cf. LG 20. 24. 25. 26. 27. 41; ChD 12; PO 7. 145 CONGAR, Eclesiología, p. 228. 146 Cf. L. WILLAERT, La Restauración católica, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XX, Valencia 1976, pp. 313-340. 147 Un antecesor inmediato de Roberto Belarmino, sobre el que había ejercido un indudable influjo, es Thomas Stapleton († 1598). Su doctrina eclesiológica, centrada en la función docente de la jerarquía, sostenía que «en la doctrina de la fe, el pueblo fiel no tiene que estar atento a lo que se diga, sino a quién lo diga» (De Principibus fidei doctrinalibus, Controv. VI, lib. X, capt. V, en Opera omnia I, Lutetiae Parisiorum 1620, fol. 343). Igualmente, defendía que «a la debilidad e ignorancia humana en todo aquello que pertenece necesariamente a la fe, no se le viene al encuentro, no se le socorre más que por la sabiduría de la Iglesia docente» (Principiorum fidei analysis et ad universum opus introductio, Controv. IV, Cuest. II, en Opera qua exstant omnia I, Lutetiae Parisiorum 1620, fols. 744-750; aquí, fol. 744). Una Iglesia docente, por lo demás, que, para que pueda dar certeza en la fe, tiene que haber recibido necesariamente la potestad infalible de enseñar y regir (Ibd.). 148 R. BELARMINO, De controversiis christianae fidei adversus nostri temporis haereticos, Edición de 1598 en Lyón. Las Controversias, escritas entre 1576 y 1588, forman un cuerpo de doctrina dividido en tres volúmenes: en el Io, aborda siete problemas: la Palabra de Dios escrita o no escrita; Cristo, cabeza de toda la Iglesia; el Sumo Pontífice, cabeza de la Iglesia militante; la Iglesia militante, congregada en Concilio o esparcida

156

por toda la tierra; los miembros de la Iglesia militante: clérigos, monjes, laicos; la Iglesia que está en el Purgatorio; la Iglesia triunfante en el Cielo. En el volumen IIo aborda cinco temas: los Sacramentos en general; el Bautismo y la Confirmación; la Eucaristía y el sacrificio de la Misa; la Penitencia; la Extrema Unción, el Orden y el Matrimonio. Finalmente, en el volumen IIIo trata tres cuestiones: la Gracia del primer hombre y el estado de inocencia; la pérdida de la Gracia y el estado de pecado; la recuperación de la Gracia y la justificación por Cristo. La obra de Belarmino en general y, en particular, las cuestiones tratadas en el primer volumen con el orden en que aparecen, han tenido una persistente repercusión en la eclesiología posterior, hasta la víspera misma de la celebración del Concilio Vaticano II. Esta obra, en efecto, tuvo una grandísima difusión: «entre 1586 y 1608 — precisa Congar— las Controversias conocieron dieciséis ediciones. El influjo de Belarmino ha sido inmenso y durable, particularmente sensible en el Concilio Vaticano I. Su definición de Iglesia ha inspirado la de un gran número de tratados hasta el Vaticano II» (CONGAR, Eclesiología, p. 232). 149 Controversia IV, III c. 2. 150 Id. 151 Autores católicos que se significaron en este campo son entre otros: F. de Toledo († 1596), Gregorio de Valencia († 1603), D. Báñez († 1604), J. de Perron († 1618), San Francisco de Sales († 1622), Juan de Santo Tomás († 1644). 152 Congar reproduce la afirmación que, desde una postura evidentemente crítica, hacía ya en 1823 Möhler de la Eclesiología de la Aufklärung: «Dios ha creado la jerarquía y así ha provisto más que suficientemente a las necesidades de la Iglesia hasta el fin del mundo» (CONGAR, Eclesiología, p. 238). 153 Más aún, Inocencio XI «pretendió definir la infalibilidad papal en agosto de 1682. El episcopado húngaro reaccionó en el mismo sentido. Numerosos teólogos, igualmente, a finales del siglo XVII y principios de siglo XVIII» (CONGAR, Eclesiología, p. 240). 154 Cf. L. WILLAERT, La Restauración católica, en o.c., pp. 399-451. 155 E. PRECLIN-E. JARRY, Luchas doctrinales, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXII, Valencia 1976, pp. 505. 156 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 247-248. 157 Estos artículos fueron declarados nulos el 4 de agosto de 1690 en la Constitución Inter multiplices del papa Alejandro VIII: DH 2281-2285. 158 Cf. E. PRECLIN-E. JARRY, Luchas doctrinales, en A. Fliche-V. Martin, o.c., pp. 505-541. 159 La doctrina de Febronius, prolongada por el canonista vienés José Valentín Eybel (1782), fue condenada en el Breve de Pío VI Super soliditate petrae (28-XI-1786): DH 2592-2597; cf. DH 2600. 2602. 160 CONGAR, Eclesiología, p. 248. 161 CONGAR, Eclesiología, p. 258. 162 F. DE LAMMENAIS, De la religion considerée dans ses rapports avec l’ordre politique, Paris 18263, p. 181. 163 J. DE MAISTRE, Du Pape II, p. 16. 164 Acerca del desarrollo del Magisterio, cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 279-280, especialmente, nota 92. 165 Cf. S. KHOMIAKOV, L’Église est une, Lausanne 1872.

157

166 J. A. MÖHLER, La Unidad en la Iglesia, Pamplona 1996, § 49, p. 240; Id., Simbólica, Madrid 2000, $$ 36-43, pp. 381-435. 167 Cf. J. A. MÖHLER, o.c., § 10, p. 121. 168 CONGAR, Eclesiología, pp. 263-264. Cf. J. A. MÖHLER, Simbólica § 36 [6-8], Madrid 2000, pp. 384-385. 169 Cf. J. LAFLON, La Revolución, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIII, Valencia 1975, pp. 461-502. 170 Cf. R. AUBERT, Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974. 171 CONGAR, Eclesiología, p. 266. Pío IX se presentó a sí mismo como el «único» testigo de la tradición: cf. R. AUBERT, Le Pontificat du Pie IX (1846-1878), París 1952, pp. 301. 328. 354; Id., Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974, p. 379, nota 160. 172 CONGAR, Eclesiología, p. 267. En la obra de Congar cada una de estas serias afirmaciones está fundamentada por otras tantas notas ilustrativas. 173 Esta tendencia a minusvalorar la dimensión «mistérica» de la Iglesia se puso claramente de manifiesto en la preparación y celebración del Concilio Vaticano I, sobre todo en la elaboración de la Constitución dogmática Pastor aeternus: cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 276-277. 174 Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra (16-IX-1864): DS 2888. 175 Es la línea seguida sobre todo por teólogos de la Escuela romana: Perrone, Passaglia, Schrader, Franzelin, Petau, Thomassin, Scheeben... 176 CONGAR, Eclesiología, p. 272. Subrayado nuestro. Cf. H. TRISTAM-F. BACCHUS, Newman, en Dictionaire de Théologie Catholique XI, cols. 327-398. 177 Cf. G. ALBERIGO, Lo sviluppo della dottrina sui poteri nella Chiesa universale. Momenti essenziali tra il secolo XVI e il XIX secolo, Roma 1964; R. Aubert, L’ecclesiologie au concile du Vatican, en AA.VV., Le concile et les conciles París-Chevetogne 1960, pp. 245-284; Id., Vaticano I. Concilios ecuménicos, Vitoria 1970; Id., Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974, pp. 347-389; U. BETTI, La Costituzione dommatica «Pastor Aeternus» del Concilio Vaticano I, Roma 1961; J. BRUGERETTE-E. AMANN, Vatican I, en DTC XV, cols. 2536-2585; C. COLOMBO, Il problema dell’episcopato nella Costituzione «De Ecclesia catholica» del Concilio Vaticano I, en «La Scuola cattolica» 89(1961), pp. 344-372; J. MADOZ, La Iglesia, cuerpo de Cristo, según el primer esquema «De Ecclesia» en el Concilio Vaticano, en «RET» 3(1943), pp. 159-181; H. RONDET, Vaticano I, Bilbao 1964; G. THILS, L’infallibilité pontifical. Sources, conditions, limites, Gembloux 1969; A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996. 178 CONGAR, Eclesiología, p. 291; Id., Jalones para una Teología del laicado, Barcelona 1961, p. 62. 179 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 215. 180 R. AUBERT, Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974, p. 347. Sobre el Syllabus, ver la misma obra, en pp. 272-285. 181 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 215. 182 Ver texto íntegro en Mansi 51, cols. 539-636; cf. DH 3050-3075. 183 Esta impresión —mejor se diría certeza—, la tuvo y manifestó el Canciller Bismark sobre los obispos

158

alemanes, que reaccionaron enérgicamente, respaldados por Pío IX con su carta Mirabilis illa constantia del 4 de marzo de 1875: DH 3112-3117. 184 Según CONGAR (Eclesiología, p. 150, nota 145), el término infallibilis aplicado al papa se encuentra (al parecer) por primera vez en Pedro de Olivi en 1295, para rechazar una asimiliación del papa a Cristo, que le haría infalible como era éste. Después de 1312 se encuentra en Hervaeus Natalis; más tarde, en 1320, en Agostino Trionfo; y finalmente, antes de 1328, en Guido Terrena; cf. B. TIERNEY, Origins of papal infallibility 1150-1350, Leiden 1970: es éste posiblemente el mejor estudio histórico sobre el origen y evolución del término infalible. 185 Cf. Intervencicón de Mons Pie el 13 de mayo de 1870, en Mansi 52, cols. 29-37. Según Congar abundan los testimonios «sobre la incertidumbre de numerosas inteligencias al principio del siglo XVI, referentes al primado del papa iure divino, y sobre todo, su infalibilidad. La Iglesia era infalible; pero ¿cuál era precisamente el sujeto de esta infalibilidad? Sobre este punto la incertidumbre, es decir, las negaciones se prolongarán hasta mediados del siglo XIX» (CONGAR, Eclesiología, p. 239). 186 DH 3074. 187 CONGAR, Eclesiología, p. 279. 188 La expresión «hablar ex cathedra» aplicada al papa, se encuentra ya en Humberto de Silva Cándida (1054), en Nicolás de Cusa (1441), en Melchor Cano (1563) y en Francisco Suárez (1600). 189 Cf. A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996, pp. 73-83. 190 CONGAR, Eclesiología, p. 281. 191 En 1867 había escrito sobre Las prerrogativas sobrenaturales de la Iglesia católica; en 1871 centró su atención (a raiz del Concilio Vaticano I) en el tema del primado del Romano Pontífice; en 1876 ofreció una amplia reflexión sobre la Iglesia en el siglo XIX; en 1877 abordó el no fácil problema (sobre todo en el siglo pasado) de la Iglesia y la civilización en el plano meramente material; en 1878, meses antes de su elección como obispo de Roma, prosiguió la reflexión, en este caso poniendo en relación a la Iglesia con la dimensión moral de la civilización. Era claro, en todo caso, el interés del obispo de Peruggia por los temas eclesiológicos. 192191 Cf. lo dicho más arriba sobre R. Berlamino, especialmente en nota 148. 193 Cf. M. GUASCO, El modernismo, Bilbao 2000, pp. 129-150. 194 Lleva fecha de 29. 6. 1896, y publicada en ASS 28(1895-1896), pp. 708-739. 195 Fechada el 9. 5. 1897, en ASS 29(1896-1897), pp. 644-658. 196 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 482. 197 Expuesta sobre todo en la Encíclica Satis cognitum (29. 6. 1896), se centra en la analogía existente entre el misterio de la Iglesia y el misterio del Verbo encarnado. Desde ahí, es posible hablar de lo visible y lo invisible en la Iglesia; de cuerpo y alma; del Espíritu y de las estructuras; de los elementos humanos y de los elementos divinos en la Iglesia. 198 «Munus idem, idemque mandatum in eam continuandam transmittere, quod ipse acceperat a Patre»: Enc. Satis cognitum, en ASS 28(1895-1896), p. 712. 199 Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 267,4: PL 38,1231A. 200 Cf. Divinum illud (9. 5. 1897), en ASS 29(1896-1897), p. 650. 201 Enc. Mirae caritatis (28. 5. 1902), en ASS 34(1902), p. 642ss.

159

202 Ibidem. Cf. DH 3364. 203 Ven la luz en estos años numerosas agrupaciones laicales como la Hermandad Romana de San Pedro, la Asociación Olivaint de ayuda a los trabajadores, la Sociedad paulina para al difusión de la prensa católica, la Hermandad francesa del trabajo, la Liga protectora católica de Marsella, la Unión por el descanso dominical, la Unión belga contra la esclavitud, la Asociación de la prensa católica de San Agustín, etc. También en España, y desde esa misma perspectiva apologética-defensiva, aparecen Asociaciones laicales de diversa índole: cf. A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXV, Valencia 1985, pp. 117-123 204 Cf. G. QUADRIO, Le relazioni tra Maria e la Chies nell’insegnamento di Leone XIII, en AA. VV., Maria et Ecclesia. Acta Congessus Mariologici-Mariani in civitate Lourdes anno 1958 celebrati III, Roma 1959, pp. 611-641. 205 A propósito de esta forma concreta de magisterio ordinario —las Encíclicas— en el que el papa dice comprometer su propia autoridad apostólica, observa Congar que «tendió a elevarse por encima del magisterio ordinario del episcopado disperso y a adquirir un valor que participa del valor del magisterio solemne de definición, tal como lo había expresado el dogma de 1870; esto sin que quede bien expresado si las encíclicas equivalen a juicios definitivos» (CONGAR, Eclesiología, p. 285). 206 R. GUARDINI, Vom Sinn der Kirche, Maguncia 1922, p. 1. 207 O. DIBELIUS, Das Jahrhundert der Kirche, Berlin 1926. 208 Son numerosos los Tratados De Ecclesia que han visto la luz en este siglo desde sus primeros años. Entre ellos se pueden citar algunos de los más representativos: J. M. HERVE, Manuale Theologiae dogmaticae. De Ecclesia Christi, Parisiis 1924-1926; H. DIECKMANN, De Ecclesia. Tractatus historici-dogmatici I-II, Freiburg 1925; R. M. SCHULTES, De Ecclesia Catholica praelectiones apologeticae, París 1926; L. BILLOT, De Ecclesia Christi sive continuatio theologiae de Verbo Incarnato, Romae 1927-1929; D’HERBIGNY, Theologia de Ecclesia, Paris 19273; De GUIBERT, De Ecclesia Christi, Romae 19282; L. LERCHER-F. SCHLAGENHAUFEN, Institutiones theologiae dogmaticae ad usum scholarum, Oeniponte 1927-1930; E. MERSCH, Le Corps Mystique du Christ. Etudes de théologie historique I-II, París 1933; E. MURA, Le Corps mystique du Christ I-II, París 19372; T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi. I Pars Apologetica, II, Pars Dogmatica, Romae 1940; M. Schmaus, Katholische Dogmatik III/1, München 1940; Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarné: I Hiérarchie apostolique; II Sa Structure interne et sa unité catholique, París 1941; S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia: I Introductio; II De Christo Capite; III De spiritu Christi anima, Romae 1946; J. SALAVERRI, De Ecclesia Christi, Madrid 19625; Y-M. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1966, con una amplísima bibliografía sobre la Iglesia en los treinta primeros años del siglo XX. 209 Decr. Sacra Tridentina Synodus (20.12.1905), en AAS 2(1910), pp. 894-898. 210 Decr. Quam singulari (8.8.1910), en AAS 2(1910), pp. 577-583. 211 Motu proprio Inter pastoralis officii sollicitudines, (22. 11. 1903) en Acta Pontificia 1(1903),pp.306314. 212 Const. apost. Divino afflatu (1. 11. 1911), en AAS 3(1911), pp. 633-638. 213 Alocución Vi sono grato, en Acta Pii X, 4, p. 310. 214 Enc. Vehementer Nos (11.2.1906), en Acta Pii X, 3, p. 34s. 215 Decr. Lamentabili (3.7.1907) en DH 3401-3467; cf. D 2105; M. GUASCO, o.c., pp. 150-183. Sobre el Modernismo y sus secuelas, cf. J. M. JAVIERRE, El mundo secularizado (II), en A. FLICHE-V. MARTIN (dirs.), Historia de la Iglesia XXV, Valencia 1991, pp. 399-428.

160

216 Cf. Pío X, Enc. Pascendi dominici gregis (8.9.1907), en ASS 40, p. 596ss; Decr. Lamentabili (3.7.1907), en ASS 40, p. 470ss. 217 Cf. Constitución apostólica Providentissima mater Ecclesia (27.5.1917), en AAS 9 (1917), pp. 5-8. 218 Benedicto XV promulgó el Código de Derecho Canónico el 27 de mayo de 1917, en AAS 9(1917), pp. 11-521. 219 Ep. Cum semper (10.2.1921) a los obispos belgas, en AAS 13 (1921), pp. 127-130. 220 Enc. Ad beatissimi Apostolorum Principi (1.11.1914), en AAS 6 (1914), pp. 565-581. 221 Tiene fecha del 15 de septiembre de 1920, en AAS 12 (1920), pp. 385-422. 222 Cf. Enc. Spiritus Paraclitus (15.9.1920), en AAS 12 (1920), p. 389s. 223 Cf. Enc. Mortalium animos (6.1.1928), en AAS 20 (1928), pp. 5-16. 224 Cf. Enc. Mit brennender Sorge (14.3.1937), en AAS 29 (1937), pp. 145-167; Ep. Firmissimam constantiam (28.3.1937), en AAS 29 (1937), pp. 196-199. 225 Cf. Enc. Divini illius Magistri (31.12.1929), en AAS 22 (1930), p. 49-86; Const. Apost. Deus scientiarum Dominus (24.4.1931), en AAS 23 (1931), pp. 241-247ss. 226 Pío XI, Enc. Divini illius Magistri (31.12.1929), en AAS 22 (1930), pp. 52-56ss. 227 Cf. lo dicho más arriba acerca de la enseñanza de León XIII. Pío XI repite en la práctica la enseñanza de San Agustín: Sermo 267,4: PL 38,1231A. 228 Cf. Enc. Ecclesiam Dei (12.11.1923), en AAS 15 (1923), p. 573ss; Enc. Rerum Ecclesiae (28. 2. 1926), en AAS 18(1926), p. 65; Enc. Iniquis afflictisque (18.11.1926), en AAS 18 (1926), p. 465. 229 Enc. Non abbiamo bisogno (29.6.1931), en AAS 23 (1931), p. 285ss. 230 Ibidem. 231 Carta Dobbiamo intrattenerla (26.4.1931), en AAS 23 (1931), p. 145. 232 Cf. Conc. Vat. II, Lumen Gentium 30.33; Apostolicam Actuositatem 1. 2. 3. 233 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 535. 234 Idem. 235 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 530. 236 Cf. el amplísimo artículo de Y-M. CONGAR, Propiedades esenciales de la Iglesia, en MS IV/1, pp. 371-609. 237 Const. Apost. Umbratilem remotamque (8.7.1924), en AAS 16 (1924), p. 385s. Recordar que las cuatro Notas de la Iglesia (una, santa, católica y apostólica), aparecen ya en el Símbolo del Concilio I de Constantinopla del 381: D 86; DH 150. Estas cualidades o notas, habían sido ya tomadas en el Símbolo de San Epifanio, el cual las había tomado, a su vez, del Símbolo de San Cirilo de Jerusalén. 238 Cf. Enc. Ecclesiam Dei (12.11.1923), en AAS 15 (1923), p. 573ss. 239 Cf. Con. Vaticano I, Constitución Pastor Aeternus: «ut vero episcopatus ipse unus et indivisus esset, et per cohaerentes sibi invicem sacerdotes credentium multitudo universa in fidei et communionis unitate conservaretur, beatum Petrum ceteris Apostolis praeponens in ipso instituit perpetuum utriusque unitatis

161

principium ac visibile fundamentum, super cuius fortitudinem aeternum exstrueretur templum, et Ecclesiae caelo inferenda sublimitas in huius fidei firmitate consurgeret» (DH 3051). Cf. Pío XI, Enc, Rerum Ecclesiae (28.2.1926), en AAS 18 (1926), p. 24ss; Enc. Mortalium animos (6. 1. 1928), en AAS 20(1928), p. 5ss; Enc. Ad salutem humani generis (20.4.1930), en AAS 22 (1930), p. 201ss; Enc. Mit brenneder Sorge (14.3.1937), en AAS 29 (1937), p. 145ss. 240 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 519. 241 Cf. AAS 35(1943), pp. 193-248. 242 CONGAR, Eclesiología, p. 294, nota 32. 243 Cf. lo dicho a propósito de SAN ROBERTO BELARMINO: Opera omnia II, 33.7.18; Controversiae III, 3.5.6. 244 Aloc. C’est bien volontiers (9.3.1956), en AAS 48 (1956), p. 210. 245 Cf. Radiomensaje Sospinti della sete (6.4.1958), en AAS 50 (1958), p. 263. 246 Cf. Aloc. L’elevatezza (20.2.1946), en AAS 38 (1946), pp. 142-148. 247 Radiomensaje Già per la decimaterza volta (24.12.1951), en AAS 44 (1952), pp. 5-15. Aquí, p. 6. 248 Cf. Enc. Mediator Dei (20.11.1947), en AAS 39 (1947), pp. 527-528. 249 Cf. Radiomensaje Grave e ad un tempo tenere (24. 12. 1948), en AAS 41(1949), p. 10ss; Radiomensaje Leva, Jerusalem (22.12.1957), en AAS 50 (1958), pp. 18-24. 250 Cf. Aloc. In questa vigilia (24.12.1944), en AAS 37(1945), p. 9ss. 251 Aloc. In questo giorno (2.6.1939), en Discorsi e Radiomessaggi I, p. 23ss. 252 Aloc. Graditissima, in mezzo (17.2.1942), en AAS 34 (1942), p. 142; cf. Enc. Summi Pontificatus (20.10.1939), en AAS 31 (1939), pp. 413-453. 253 Aloc. La grandissima solennità (1.6.1941), en AAS 33 (1941), p. 191. 254 Cf. Const. Apost. Munificentissimus Deus (1.11.1950), en AAS 42 (1950), p. 753. 255 Aloc. Di gran cuore (14.9.1956), en AAS 48 (1956), pp. 622ss; Aloc. Graditissima in mezzo (17.2.1942), en AAS 34 (1942), pp. 137ss. 256 En: AAS 42 (1950), pp. 561-578. 257 Enc. Humani generis (12.8.1950), en AAS 42 (1950), p. 561. 258 Aloc. Vi diamo il nostro (4.5.1958), en Discorsi e Radiomesaggi XX, p. 151ss. 259 Mensaje L’importance de la Presse catholique (17.2.1950), en AAS 42 (1950), pp. 251-257. 260 Cf. A. Antón, El Misterio II, p. 608. 261 Aloc. De quelle consolation (14.10.1951), en AAS 43 (1951), pp. 788-792. 262 Aloc. L’elevatezza (20.2.1946), en AAS 38 (1946), pp. 149; Aloc. Il vostro Congresso (26.4.1958), en AAS 50 (1958), pp. 320-322. 263 Aloc. Vous Nous avez (22.9.1956), en AAS 48 (1956), p. 714. 264 Cf. el capítulo XVI de la Carta a los Romanos que es verdaderamente emblemático a este respecto. Cf.

162

igualmente, 1Cor 16,15-20; Flp 4,2-3. 18-23; Col 4,7-17; 2Tim 4,19-22; Tit 3,12-14. 265 Aloc. Poussées par le désir (29.9.1957), en AAS 49 (1957), p. 906. 266 Seguimos en esta presentación a A. Antón en su obra El Misterio II, pp. 625-653. 267 Basta recordar aquí las dos Encíclicas de León XIII: Satis cognitum (29.6.1896) y Divinum illud (9.5.1897). 268 Una de las voces más radicales fue la del teólogo M. D. Koster en su obra Ekklesiologie im Werden, Paderborn 1940. 269 Cf. A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 615-625. 270 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 622. 271 Cf. AAS 35(1943), p. 197. 272 Cf. Enc. Mystici corporis, en AAS 35(1943), pp. 197,211,223,234. 273 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 628. 274 Enc. Mystici corporis, en AAS 35 (1943), p. 199. 275 Enc. Mystici corporis (29.6.1943), en AAS 35 (1943), p. 198. 276 Cf. AAS 35(1943), p. 199. La misma convicción la expresó años más tarde en la Encíclica Humani Generis del 12 de agosto de 1950: en AAS 42 (1950), p. 571. 277 Cf. AAS 35(1943), p. 202. 278 Cf. AAS 35(1943), p. 243. Hay que dejar constancia, sin embargo, de que «los fundamentos de esta doctrina, a saber, la identidad entre cuerpo místico e Iglesia católico romana y la definición orgánico-social del sôma Xristôu paulino dejaban una insatisfacción» (CONGAR, Eclesiología, p. 296). 279 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 652. 280 N. OHMEN, L’écclesiologie dans la crise. Questions sur l’Église et son unité, Gembloux 1943, p. 2. 281 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 653. 282 Cf. C. FLORISTÁN, La Iglesia, comunidad de creyentes, Salamanca 1999, pp. 599-624; Ch. DUQUOR,, «Creo en la Iglesia», Precariedad institucional y Reino de Dios, Santander 2001, pp. 37-99. 283 Cf. K. RAHNER, Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, pp. 114-162; JUAN PABLO II, Carta apostólica. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), nn. 29-41. 284 Cf. A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 15-109; Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe, NOTA: Sobre usos inadecuados de la expresión «modelos de Iglesia», en «Ecclesia», n. 2397 (12-XI-1988), pp. 29-34;. 285 LG 9.

163

CAPÍTULO

3

LA IGLESIA EN EL CONCILIO VATICANO II

164

165

Nota bibliográfica A. ACERBI, Due Ecclesiologie: ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di communione nella «Lumen Gentium», Bologna 1975. A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia II, Madrid 1987, pp. 835-1180. AA.VV., Puntos de vista de los teólogos protestantes sobre el Concilio Vaticano II, Madrid 1969. U. BETTI, Crónica de la Constitución, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 145-170. R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988. J. Ma CASTILLO, La Iglesia que quiso el Concilio, Madrid 2001. Y-M. CONGAR, El Concilio día tras día, Barcelona 1963. Y-M. CONGAR, Diario del Concilio, 3 vols., Barcelona 1967. G. DEJAIFVE, La ecclesiologia del Concilio Vaticano II, en AA. VV., L’ecclesiologia dal Vaticano I al Vaticano II, Brescia 1973, pp. 80-90. J. A. ESTRADA, Eclesiología del Vaticano II, Madrid 1995. C. FLORISTÁN, Vaticano II. Un Concilio pastoral, Salamanca 1990. C. FLORISTÁN, La Iglesia, comunidad de creyentes, Salamanca 1999, pp. 123-316. S. GAROFALO-T. FEDERICI, Dizionario del Concilio Ecumenico Vaticano II, Roma 1969. A. GRILLMEIER, Espíritu, actitud fundamental y peculiaridad de la Constitución, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 235-248. O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 249-278. B. KLOPPENBURG, Votaciones y últimas enmiendas a la Constitución, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 205-234. R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II: balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 23-94. G. MARTELET, Les idées maîtrisses de Vatican II. Initiation à l’esprit du Concile, Paris 1969. G. MARTELET, No olvidemos el Vaticano II, Madrid 1998. Ch. MÖLLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 170-204. C. MORCILLO (ed.), Concilio Vaticano II. Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966. B. MONDIN, Le nuove ecclesiologie. Un’immagine attuale della Chiesa, Roma 1980. G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio I-II, Barcelona 1968-1969. J. M. ROVIRA BELLOSO, Vaticano II: un Concilio para el tercer milenio, Madrid 1997. A. SCHÖNMETZER (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del Concilio Vaticano II, Barcelona 1972. VATICANO II, Acta et Documenta Concilio Vaticano II apparando. Series I (antepraeparatoria), 16 vols. (1960), et II (praeparatoria), 6 vols. (1960-1963), Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1960- 1961. VATICANO II, Schemata Constitutionum et Decretorum ex quibus argumenta in Concilio disceptanda seligentur, Typis polyglottis Vaticanis, Romae 1962-1963. VATICANO II, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, 26 vols., Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1970-1980. R. VELASCO, La Iglesia de Jesús, Estella 1992, pp. 225-444. R. WINLING, La Teología del siglo XX. La teología contemporánea (1945-1980), Salamanca 1987, pp.

166

101-166. A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996.

167

168

Introducción En la Iglesia, como en la vida, los hechos preceden a las fórmulas; aparece antes la vida que la reflexión, y la experiencia antes que la formulación sobre ella. Por eso, desde sus mismos inicios, la Iglesia es mucho más una experiencia de salvación que se vive, que no una realidad que se reflexiona. Antes se vivió la realidad Iglesia y después (aunque muy pronto), comenzó la reflexión sobre ella: ¿quiénes somos? ¿cuáles son nuestras señas de identidad? ¿por qué somos lo que somos? ¿de dónde venimos? ¿cuál es nuestra misión en el mundo? La reflexión sobre la Iglesia, comenzada bien pronto1, se ha ido haciendo a lo largo del tiempo, a partir siempre de lo que la Palabra, la experiencia y las actuaciones de Jesús, recogidas en los escritos del Nuevo Testamento, iban sugiriendo a sus seguidores, profundamente insertos, por otra parte, en la sociedad que les ha ido tocando vivir en cada momento2. La Iglesia, en efecto, no es sólo (como veremos) un misterio, sino también una realidad histórica. Es una realidad que vive y se desarrolla en la historia; está (en el sentido más profundo del verbo estar) en la historia: es decir, no como una realidad artificialmente superpuesta, sino como una realidad profundamente enraizada en ella. Por eso, se pigmenta en cada momento, de las características sociales, culturales, e incluso políticas de la época histórica concreta en que vive; ella misma hace historia, y por eso precisamente está sometida a todos los vaivenes e incluso a los errores de la historia; sufre y comparte los avatares de la historia. Pues bien, el Concilio Vaticano II (1962-1965) se inserta en esa ineludible corriente histórica en la que se han desarrollado todos los momentos (felices o desdichados) por los que ha ido pasando la Iglesia en su larga existencia. Es necesario conocer el mundo, y dentro de él, la sociedad de los siglos XIX y XX, (sometido éste particularmente a cambios rápidos y profundos), para comprender y saberse explicar la necesidad urgente que había de celebrar un nuevo Concilio ecumémico. Acerca del Vaticano II se ha discutido ampliamente sobre su naturaleza eclesiológica y renovadora: ¿fue, y hasta qué punto, el Vaticano II un Concilio renovador, sobre todo y específicamente, en el ámbito de la eclesiología?3. El Concilio Vaticano II, que —como se sabe— fue convocado oficialmente para hacer frente a la múltiple problemática que debía afrontar la Iglesia sobre todo en su

169

relación con el mundo y para una puesta al día («aggiornamento») de todas sus estructuras e instituciones4, terminó siendo un Concilio sustancialmente eclesiológico: encontró en la realidad Iglesia el punto de convergencia, el elemento aglutinante de todos los demás temas, problemas y cuestiones con los que se enfrentaba y a los que quería responder, y hasta su principio hermenéutico fundamental: desde la conciencia que la Iglesia de nuestro tiempo tuviera de sí misma, sería posible entender e interpretar todos los demás aspectos de su vida: la liturgia, los carismas y ministerios, la estructura jerárquica, su actividad misionera, las relaciones existentes entre sus miembros, etc.5 Hasta el punto de poderse afirmar que el Vaticano II «ha sido el primer Concilio que se ha propuesto exponer la doctrina global del misterio de la Iglesia» 6. Pero terminó siendo, igualmente, un Concilio renovador de forma que ha representado, en el ámbito de la misma Teología de la Iglesia (eclesiología), una auténtica revolución copernicana. Así lo reconocía el mismo Pablo VI cuando al abrir la 2a Sesión conciliar (29-IX1963) afirmaba: «está fuera de duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia, que se dé finalmente una más meditada definición de sí misma» 7. Y más adelante añadía: «otro objetivo principalísimo de este Concilio es el de la así llamada reforma de la Santa Iglesia» (...) «El Concilio se presenta como un decidido propósito de rejuvenecimiento no sólo de las fuerzas interiores, sino también de las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales» (...) «Sí, el Concilio tiende a una nueva reforma» (...) «al querer despojarla (a la Iglesia) de toda caduca y defectuosa manifestación para hacerla genuina y fecunda» 8.

1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO El Concilio Vaticano II, según se ha visto anteriormente al examinar la vida de la Iglesia en el siglo XIX y primera mitad del XX, fue preparado, desde un punto de vista humano, por los grandes Movimientos eclesiales que, a modo de fermento, se fueron produciendo en esos años: bíblico, litúrgico, catequético, pastoral, ecuménico, teológico en general y eclesiológico en particular. Teniendo presente cuanto queda dicho en referencia al interés por la eclesiología en la primera mitad del siglo XX9, queremos referirnos más en particular a tres grandes corrientes teológicas precursoras de la renovación eclesiológica conciliar: 1.1. Por su especial relevancia y por la estrecha relación de la Liturgia con el Misterio de la Iglesia, centramos nuestra atención, ante todo, en el Movimiento litúrgico 10. 170

Este Movimiento, así llamado y puesto en marcha por Dom L. Beauduin en una Conferencia pronunciada en «el día de los católicos» celebrado en Malinas (23-IX1909), había tenido su momento de incubación, su prehistoria, en pleno siglo XIX gracias a la actividad renovadora de la Liturgia suscitada por Dom P. Guéranger(1805-1875) en Solesmes y por los hermanos Mauro y Plácido Wolker en Beuron. Es un movimiento que nace con tal ímpetu y empuje que «ni siquiera la guerra (1914-1918) estuvo en condiciones de detenerlo» 11. Jalones importantes de este Movimiento litúrgico fueron: ante todo, el Motu proprio de Pío X Tra le sollecitudini (22-XI-1903) al afirmar que «la participación activa en los misterios sacrosantos y en la oración pública y solemne de la Iglesia es la fuente primera e indispensable del genuino espíritu cristiano» 12. Otro jalón importante y hasta decisivo es la actividad divulgativa de la Liturgia entre el pueblo realizada por la abadía benedictina de Maria Laach a partir de 1918, así como la promoción y difusión de la Misa comunitaria o dialogada en lengua vernácula, no sin reticencias por parte de la Congregación de Ritos que, sin embargo manifestaba en 1922, que, «per se», está permitido que el pueblo responda en la Misa. Igualmente relevante fue la actividad desarrollada, a partir de 1930, por Pío Parsch con sus escritos populares sobre el sentido y el valor de la Liturgia. Entre los Documentos oficiales hay que mencionar: el Decreto emanado en 1943 por la misma Congregación de Ritos dando amplia libertad para la celebración de la Misa dialogada; la Encíclica Mediator Dei de Pío XII (1947) que representó un reconocimiento oficial del Movimiento litúrgico por parte de la suprema autoridad eclesiástica; la restauración de la Vigilia pascual ordenada por Roma (1951); la reforma de la Semana Santa ordenada igualmente por Roma (1955); el Congreso internacional de Liturgia pastoral celebrado en Asís en 1956; y, finalmente, la «Instrucción» romana de 195813. Evidentemente, una nueva forma de entender la celebración eclesial del misterio cristiano, llevaba implícita (aunque no siempre se explicitara ni con mucho), una nueva forma de entender el sacerdocio ministerial en relación con la asamblea cristiana, verdadera protagonista de la celebración en virtud del sacerdocio bautismal; la necesidad y la manera de participar en la celebración del misterio cristiano, y, en definitiva, una nueva concepción de Iglesia. Se forma por ese camino «una nueva conciencia de Iglesia; la Iglesia se hace viva en el alma de los fieles, sobre todo cuando éstos se encuentran reunidos en torno al altar como Iglesia local. Se dan cuenta de que todos los bautizados están llamados, como sujetos de un sacerdocio universal y bajo la guía del sacerdote ordenado celebrante, a celebrar el culto en una acción sagrada que tiene un sentido, es simbólica, sacramental» 14. El movimiento litúrgico está, pues, en estrecha relación con el cambio en la forma de 171

entender lo que es la Iglesia. Efectivamente —afirma L. Mayer—, «cuando ya la idea de Iglesia del siglo XIX, que venía a ser la de una Iglesia social, organizadora y pedagógica, había agotado su propia vitalidad, fue precisamente el movimiento litúrgico el que contribuyó de manera decisiva y profunda a crear una nueva idea de la Iglesia. Y esto sucedió en el sentido de que a los hombres liberados de las estructuras ficticias de las concepciones pasadas, el movimiento litúrgico les presentaba no un nuevo rostro de la Iglesia, sino un rostro que había permanecido durante mucho tiempo en la sombra; trataba, en efecto, de acercarlos lo más posible a lo que la Iglesia era en su naturaleza más profunda, a saber: a su ser sacramental y a sus celebraciones litúrgicas, mientras que les enseñaba que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, o sea, el misterio del Cristo que continúa su existencia humana» 15. 1.2. Otro fermento importante en la renovación eclesiológica llevada a cabo por el Vaticano II ha sido el Movimiento ecuménico 16. El Movimiento ecuménico, en efecto, ha tenido un influjo particular en la renovación de la forma de entenderse la Iglesia católica a sí misma en relación con las diversas confesiones cristianas. Hay que recordar que uno de los objetivos fundamentales propuestos por el Papa Juan XXIII para el Concilio por él convocado, y recogido por el propio Concilio, fue precisamente «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos: uno de los principales propósitos del Concilio ecuménico Vaticano II» 17. El Movimiento ecuménico no sólo ha surgido en el siglo XX, sino que ha experimentado en este mismo siglo un auge realmente impensado hasta impensable en el pasado. Entre los protestantes nace y tiene su punto de arranque como tal movimiento, en la Conferencia de Edimburgo celebrada en 191018. Esta Conferencia, nacida del escándalo que suponía una labor misionera hecha desde Iglesias cristianas no sólo diversas sino contrapuestas y hasta enemigas entre sí, dio origen a dos Movimientos: Vida y Trabajo (Estocolmo 1925) y Fe y Constitución (Lausana 1927), desembocando finalmente en el Consejo Ecuménico de las Iglesias (Amsterdam 1948). Entre los ortodoxos fue sobre todo el Patriarca de Constantinopla Atenágoras I (1886-1972) el que, desde principios de siglo alentó este movimiento: en primer lugar, con sus cartas Encíclicas, contribuyendo de forma notable a la renovación de la eclesiología, a partir de la forma en la que, en la Ortodoxia, se concibe el misterio de la Iglesia; y después, y de forma del todo particular, con sus históricos encuentros con Pablo VI en Jerusalén (1964), en Estambul (1967) y en Roma (1967). Entre los católicos, se inició, algo remotamente, con la Encíclica Satis cognitum de León XII en 1896, se prosiguió con la Encíclica Mortalium animos de Pío XI en 1928 y se impulsó con la Encíclica Ad Petri Cathedram de Juan XXIII en 1959. 172

Hay que confesar, de todas formas, que la actitud de la Iglesia católica ante el Movimiento ecuménico fue, si se exceptúa la de Juan XXIII, una actitud de superioridad y de no poco recelo frente a las otras Iglesias. De hecho, no había en la tradición católica ningún antecedente de una acción ecuménica promovida de manera oficial y a nivel mundial. Más aún, hasta el Concilio Vaticano II la jerarquía católica había mirado no sin preocupación e incluso con cierta hostilidad el Movimiento ecuménico19. Por consiguiente, la participación de los católicos en los encuentros ecuménicos estaba restringida a unos pocos observadores, muy bien seleccionados por otra parte. Se habían ido celebrando, no obstante, conversaciones informales entre miembros de la Iglesia católica con otros de las distintas confesiones cristianas, además de fomentar lo que se llamó el «ecumenismo espiritual». Subyacente al Movimiento ecuménico, como es fácilmente comprensible, había unos fermentos eclesiales innegables que, en el Concilio Vaticano II, desembocaron, por una parte, en la presencia en el Aula conciliar de observadores de las distintas confesiones cristianas no-católicas; y, por otra, en el Decreto Unitatis Redintegratio: un Decreto eminentemente eclesiológico por encima de su naturaleza operativa. Dichos fermentos eclesiológicos condujeron tanto a una fuerte y operativa toma de conciencia del escándalo y antitestimonio que significa el espectáculo de la Iglesia «una» de Jesucristo, dividida hasta la atomización y enfrentada escandalosamente en sus diversas ramas, como al progresivo redescubrimiento de la Iglesia, como Iglesia particular o diocesana, y, por consiguiente, de la Iglesia universal como comunión de Iglesias locales, es decir, como Comunidad de comunidades; condujo, finalmente, a la constatación de que las Iglesias cristianas (católica, ortodoxa y protestante), tienen no pocos elementos en común, y de todas formas, tienen más y más fundamentales cosas que las unen (confesión de fe en Dios Uno y Trino, en la divinidad de Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres, la Escritura como Palabra de Dios, el Sacramento del Bautismo, el ministerio) que elementos que las separan irremediablemente. Estos fermentos eclesiológicos condujeron a una triple forma de Ecumenismo: espiritual, plasmado en la Oración por la unidad de todos los cristianos; doctrinal, que encontró su cauce central en numerosos diálogos entre teólogos de las distintas confesiones cristianas; y pastoral, plasmado en una serie de acciones y actuaciones conjuntas en favor de la paz, de la justicia, de la promoción de los pueblos, del ecologismo, etc. 1.3. Un tercer e importante movimiento de largo alcance renovador ha sido, en el siglo XX, el Movimiento misionero. El siglo XX se ha caracterizado —particularmente en su primera mitad— no sólo por un renovado fervor misionero, sino por iniciar una reflexión seria, orgánica y sistemática 173

sobre el hecho mismo de la Misión: es lo que se llama la Misionología. Efectivamente, por una parte, los Papas del siglo XX impulsaron notablemente con sus escritos el hecho misionero: Benedicto XV con su Encíclica Maximum illud (1919), Pío XI con su Encíclica Rerum Ecclesiae (1926), Pío XII con sus dos Encíclicas Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957) y Juan XXIII con la Encíclica Princeps pastorum (1959). Y por otra, tanto en el campo protestante (con G.Warnack) como en el campo católico (R. Streit, OMI), la reflexión sistemática sobre el hecho misionero (su historia, la situación actual, la formación de los misioneros, los métodos seguidos o a seguir en la evangelización, en una palabra, la misionología), se comenzó a desarrollar en los primeros años del siglo XX, tomando cada vez mayor importancia hasta merecer un Documento propio entre los 16 promulgados por el Concilio Vaticano II: el Decreto Ad Gentes divinitus. Comienzan a funcionar en estos mismos años las categorías de inculturación del Evangelio, prosiguiendo la de implantación de la Iglesia, pero no entendida como un simple trasplante de la Iglesia de Roma con sus formas organizativas e incluso rituales a los diversos países y culturas, sino como fundación de nuevas Iglesias particulares, implantadas y enraizadas en la propia cultura. Todo esto lleva consigo la superación de una Iglesia uniforme y monolítica por una Iglesia que permaneciendo verdaderamente «una», sea diversa y pluriforme. La convergencia de todas estas realidades fueron persuadiendo a la comunidad eclesial de algunas verdades fundamentales que están a la base no sólo del Decreto Ad Gentes, sino de la misma Constitución Lumen Gentium: a saber, que la obra evangelizadora no es cosa de unos pocos dentro de la Iglesia, sino de todos y cada uno de los bautizados por el único y fundamental hecho de serlo; que en la obra misionera, antes incluso que la «plantatio Ecclesiae» está el compromiso de anunciar a Cristo; que los destinatarios de este anuncio no viven únicamente en los llamados «paises de misión», sino que se encuentran también, a causa de la creciente indiferencia e incluso del ateísmo, en los países tradicionalmente católicos20. Las diversas corrientes de pensamiento y movimientos eclesiales, y especialmente los tres a los que acabamos de referirnos, estuvieron en parte promovidos y en gran parte iluminados y liderados personalmente por una serie de pensadores y teólogos21 que, con frecuencia, pagaron personalmente la audacia (¡!) de su pensamiento, pero que más tarde resultaron ser los mejores y más decisivos mentores de la profunda renovación eclesial que ha significado el Concilio Vaticano II22. En el contexto de una Iglesia secretamente trabajada y preparada por el Espíritu del Resucitado con estos «fermentos», hizo Juan XXIII la inesperada convocatoria del Concilio Vaticano II el 25 de enero de 195923. 174

2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO El Vaticano II puede ostentar la gloria de ser el primer Concilio en la historia de la Iglesia que ha abordado, de forma global, orgánica, sistemática, pacífica, no polémica ni apologética frente a los no católicos (cristianos o no), una profunda reflexión sobre el ser y el actuar de la Iglesia: tanto hacia dentro (es decir, hacia la propia Iglesia), como hacia fuera (o sea, mirando al mundo en el que está, en el que vive, para el que es). Desde el inicio, y a pesar de la relativa cercanía en el tiempo (1943), los PP. conciliares fueron conscientes de que «no estaba todo dicho en la Encíclica Mystici Corporis» 24. Y, por consiguiente, el argumento de la Iglesia estaba llamado a ocupar un puesto central en el Concilio, llegando a ser su mismo meollo. Esta persuasión, no desprovista de preocupación, fue expresada en la pregunta hecha por Mons. Huygue, obispo de Arrás, y recogida por el cardenal Suenens en su primera intervención conciliar: «Ante todo, hemos de decir qué es la Iglesia misma, como misterio de Cristo que vive en su Cuerpo Místico; cuál es la verdadera naturaleza de la Iglesia. Le preguntamos pues a la Iglesia: ¿qué dices de ti misma?» 25.

3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA APROBACIÓN FINAL 3.1. El planteamiento eclesiológico inicial En primer lugar, y como resultado de la consulta preconciliar mandada realizar por el Papa Juan XXIII, se hizo, a partir de posibles temas sugeridos por los obispos para su estudio y desarrollo en el Concilio, un esbozo de Constitución que constaba de 13 puntos: 1) Índole y misión divina de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo; 2) La Iglesia y la Comunión de los Santos; 3) Los miembros de la Iglesia y sujetos por derecho de la Iglesia; 4) Necesidad de la Iglesia; 5) Autoridad magisterial auténtica de la Iglesia; 6) Autoridad disciplinar de la Iglesia; 7) Sacramento del episcopado; 8) Relación de los obispos con el sacerdocio; 9) Puesto de los laicos en la Iglesia y responsabilidad de los mismos; 10) Derecho y deber de la Iglesia de predicar el Evangelio a todas las gentes y en todas partes; 11) La Iglesia y el retorno de los separados; 12) La Iglesia y el Estado; 13) La tolerancia cristiana26. A partir de estos trece puntos, se redactó el primer Esquema De Ecclesia propiamente dicho, ultimado e impreso en noviembre de 196227. Este Esquema comprendía los siguientes once capítulos: 1) Naturaleza de la Iglesia militante; 2) 175

Miembros de la Iglesia militante y necesidad de la misma para salvarse; 3) El episcopado como grado supremo del sacramento del Orden, y el sacerdocio; 4) Los Obipos residenciales; 5) Los Estados de perfección evangélica; 6) Los laicos; 7) El Magisterio de la Iglesia; 8) Autoridad y obediencia en la Iglesia; 9) Relaciones entre la Iglesia y el Estado; 10) Necesidad que tiene la Iglesia de anunciar el Evangelio a todas las gentes y en todas partes; 11) El Ecumenismo. Ahora bien, al establecer el estudio de un Esquema De Ecclesia, el Concilio se había propuesto hacer un planteamiento y una línea de reflexión eclesiológica que superara lo que, con un término no del todo pertinente y si se quiere hasta impertinente, se llamaba el «escolasticismo» de la Teología. A juicio de G.Philips —buen conocedor del tema por haber llegado a ser el último y definitivo redactor de la Constitución Lumen Gentium—, el deseo del Papa Juan XXIII era expresamente que «la Constitución no se presente como una lección de clase. La dogmática escolástica, cuyo valor y mérito son indiscutibles, no padecerá por esto ninguna injuria. Con todo, un Concilio no se reúne para proponer unos temas de libro de texto nada más: la cristiandad tiene actualmente necesidad de interés por los elementos más importantes sin los cuales no puede desarrollar normalmente su vida de fe. Para esto hay que emplear los mejores trabajos de exégesis y de patrística, tal como la investigación científica los pone hoy a nuestra disposición» 28.

3.2. La reacción conciliar Por eso, este Esquema (el primero), distribuido el 23 de noviembre de 1962, no tuvo buena acogida entre los Padres conciliares, por entender que no estaba en sintonía con la orientación dada por el Papa Juan XXIII en su ya mencionado Discurso de Apertura del Concilio el 11 de octubre de 196229. El Esquema, además, al provenir de la misma Comisión teológica (presidida por el cardenal Ottaviani) que había redactado el Esquema sobre las fuentes de la Revelación (ásperamente discutido y contestado por una parte notable del Concilio ya en la primera Sesión conciliar)30, no gozó de la plena simpatía de los Padres conciliares. Más aún, el texto del Esquema (que contenía además de los once capítulos un apéndice sobre la Virgen María), fue criticado abierta y radicalmente: se trataba, en efecto, a juicio de los intervenientes, de un texto excesivamente esquemático, abstracto, falto de organicidad y de cohesión interna, y de verdadero alcance pastoral como había pronosticado y deseado el Papa Juan XXIII en su Discurso de Apertura: «nuestro deber no es sólo custodiar ese tesoro precioso como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte 176

siglos. Si la tarea principal del Concilio fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo con mayor difusión la enseñanza de los padres y teólogos antiguos y modernos, que suponemos conocéis y que tenéis presente en vuestro espíritu, para esto no era necesario un Concilio» 31. Por eso, en su histórica intervención (4-XII-1962), el cardenal Suenens, en nombre de un cualificado grupo de Padres conciliares32, pidió que se retirara el Esquema y así se hizo con la aprobación del Papa. A la luz de las múltiples intervenciones de los Padres señalando, quien un aspecto, quien otro, de las muchas carencias observadas en el Esquema, y especialmente a la luz del programático Discurso de Juan XXIII en la Apertura del Concilio, se hizo inevitable refundir el Esquema I para llegar a otro Esquema (el II), que respondiera lo más plenamente posible a las expectativas levantadas y a las carencias apuntadas. Para ello se adoptó y adaptó, por parte de una nueva Subcomisión «De Ecclesia» (26-II-1963), un Esquema de origen belga que presentaba la doctrina sobre la Iglesia en cuatro capítulos. En consecuencia, la Comisión doctrinal aprobó el siguiente Esquema: 1) El Misterio de la Iglesia. 2) Constitución jerárquica de la Iglesia y en especial el Episcopado. 3) El Pueblo de Dios y en particular de los Laicos. 4) Vocación a la santidad en la Iglesia33. Estos cuatro capítulos, precedidos de una Introducción (Lumen Gentium) formaron el Esquema segundo que se envió a los Padres conciliares en los meses de mayo y junio de 1963.

3.3. Las distintas redacciones El nuevo Esquema se estudia, ante todo, desde la perspectiva de su validez global como base de trabajo y discusión conciliar. Como tal (como válida base de trabajo), se aprobó por una casi unanimidad: 2.231 placet; 43 non placet; 27 votos nulos. A partir de ese momento, el Esquema De Ecclesia y el mismo argumento «la Iglesia», se convertirán en el verdadero centro de los trabajos conciliares hasta el punto de poderse llamar, el Vaticano II, un Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia34. Así lo había pronosticado de alguna forma Pablo VI en su primera intervención conciliar como nuevo papa, en la inauguración de la Segunda Sesión conciliar el 29 de septiembre de 196335. Como acertadamente hace observar U. Betti, la peculiaridad de este Esquema (segundo) «no es tanto la materia, cuando la diversa disposición de la misma y, lo que

177

más cuenta, la diversa perspectiva del conjunto y un acento muy marcado de algunos puntos en particular» 36. Es efectivamente ese cambio de perspectiva, la forma diversa de acentuar, lo que hace posible y asegura el cambio de clave que significó el Concilio Vaticano II en la historia de la Iglesia, frente a la forma de entenderse a sí misma que había tenido la Iglesia sobre todo a partir de la Edad Media. Es este profundo cambio de clave el que hace posible y permite hablar del Vaticano II, haciéndolo coincidir con «el fin de la era constantiniana». Puede afirmarse, sin temor a exagerar, que la verdadera «inflexión» de la marcha del Concilio, tanto en su aspecto operativo como sobre todo en su orientación doctrinal, la marcó la intervención del cardenal Suenens con su intervención del día 4 de diciembre de 1962, en la que afirmó rotundamente: «la Iglesia debe presentarse al mundo que espera y darle a conocer su respuesta a los problemas de mayor importancia que se plantean hoy» 37. En la Segunda Sesión conciliar se tomó la decisión de dividir en dos, el capítulo sobre el Pueblo de Dios y los laicos, a partir de una consideración que, siendo sencilla y hasta elemental, no deja de tener una enorme trascendencia: a saber, que todos los bautizados, sin distinción alguna, forman por igual el Pueblo de Dios ontológicamente, antes de pertenecer a la jerarquía o a un estado de especial consagración. En la discusión del capítulo II del Esquema segundo (sobre la jerarquía), los Padres conciliares se encontraron con el problema de no saber cómo armonizar debida y justamente la doctrina enseñada y hasta definida por el Vaticano I en la Pastor Aeternus38, con la doctrina del colegio episcopal del que se afirmaba, un poco genéricamente y sin mayores especificaciones, que sucedía al colegio apostólico. La discusión, complicada por la introducción de un sondeo sobre cinco puntos que pretendían aclarar la materia en discusión39, no sirvió grandemente a la clarificación que se buscaba sobre la relación entre el Romano Pontífice y el Colegio episcopal. Peor destino tuvo en esta Segunda Sesión el capítulo IV del Esquema presentado que, a pesar del esfuerzo realizado por un grupo de Padres conciliares para que se desdoblara (religiosos por una parte y vocación universal a la santidad por otra), no se logró, permaneciendo unidos en un mismo capítulo ambos argumentos. En esta misma Segunda Sesión, y por un estrecho margen de 40 votos (1.114, sí; 1074, no), quedó incluido en el Esquema sobre la Iglesia el Esquema propuesto sobre la Virgen María que entraría, así, a formar parte del Esquema general De Ecclesia como capítulo V40. Igualmente, se había pedido a lo largo de la Sesión, en diversas intervenciones, la inclusión de un nuevo capítulo en que se presentaran las relaciones entre la Iglesia 178

peregrinante en este mundo y la Iglesia del cielo o triunfante41. De esta forma, como se ve y a pesar de los puntos todavía en discusión, en la Segunda Sesión conciliar (1963), estaba perfectamente perfilada la doctrina y hasta la organización interna de la misma, como se hizo patente en el Esquema definitivamente aprobado en la Tercera Sesión conciliar (noviembre de 1964). Un Esquema que, debidamente corregido, modificado y hasta notablemente enriquecido, fue enviado a los Padres conciliares en julio de 196442. En resumen, el iter del Documento en la Segunda Sesión conciliar fue el siguiente: — Se redacta un Esquema de once puntos a partir de las 13 Cuestiones presentadas. — Se pasa de un Esquema de once puntos a uno de cuatro. — El Esquema de cuatro se desdoble en uno de seis: El capítulo II se desdoble en dos: —el Pueblo de Dios.



Los Laicos. El capítulo IV se desdobla igualmente en dos: La Vocación universal a la santidad. Los Religiosos.

— —

A este Esquema de seis capítulos se le añade uno sobre la dimensión escatológica de la Iglesia. Finalmente, después de una amplia y hasta áspera discusión, se integra en el De Ecclesia el Tratado De Beata.

3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium En la Sesión Tercera y entre los días 16 de septiembre y 29 de octubre (1964), tuvo lugar la votación (con iuxta modum todavía, es decir, con posibilidad de enmiendas no sustanciales del texto) de los ocho capítulos en que, finalmente, había quedado estructurado el Esquema De Ecclesia. Una vez modificado el texto según las enmiendas admitidas por la Comisión doctrinal para los diversos capítulos (140 en total), tuvo lugar la votación de todo el Esquema que fue respaldado por una amplísima mayoría. Efectivamente, el 21 de noviembre de 1964 fue aprobado (por 2.151 placet sobre 2.156 votantes), el quinto y último Esquema cuyos ocho capítulos son: 1) El Misterio de la Iglesia. 2) El Pueblo de Dios. 3) Constitución jerárquica de la Iglesia, y particularmente el Episcopado. 4) Los Laicos. 5) Universal vocación a la santidad en la Iglesia. 179

6) Los religiosos. 7) Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial. 8) La Santísima Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Como dice U. Betti, «el Esquema sobre la Iglesia, habiendo recorrido un largo y atormentado camino, estaba finalmente preparado para la votación final y para la promulgación conciliar que lo transformaría en la Constitución dogmática» 43. «Entre los no iniciados —dice G. Philips con cierte deje de justificación y hasta de amargura—», son muchos los que no se dan cuenta de modo suficiente de que la Constitución sobre la Iglesia es realmente el trabajo del Concilio mismo y de sus miembros más activos. La forma es evidentemente obra de un grupo de teólogos, pero el fondo les fue casi dictado por los padres» 44. Desde otra perspectiva es importante subrayar con Ch. Möller que «desde el punto de vista de la madurez de las ideas, lo que extraña es la rapidez del cambio» 45. Y explicita más su pensamiento haciendo suyas las palabras de Congar cuando éste afirma que «se ha pasado de una concepción de predominio jurídico a la primacía de la ontología de la gracia, de un predominio del sistema, a la afirmación del hombre cristiano, y, por lo que respecta a las estructuras de autoridad en el pueblo de Dios, se ha reconocido mejor, junto a la monarquía romana, el lugar del colegio universal de obispos, el de los organismos locales y la parte de la Ecclesia, de la Iglesia como comunidad» 46 Por lo demás, según el autorizado juicio de G.Philips, el Padre conciliar «que tuvo la intuición más clara del esquema definitivo y que se constituyó en defensor del mismo, fue el cardenal chileno Mons. Silva Henríquez. Además de una exposición sobre el pueblo de Dios, el cardenal Silva propone un capítulo especial sobre los santos del cielo y una exposición final sobre la Virgen María como coronamiento de la Constitución» 47.

4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTOS ECLESIOLÓGICOS: su reflejo en la Constitución Lumen Gentium48 En el Concilio se manifiestaron, desde muy pronto49, dos tendencias teológicas claramente contrapuestas: la primera, mayoritaria, deseaba simplemente continuar los caminos ya trazados y seguidos en el siglo anterior: es la corriente llamada (sorprendentemente) tradicional, siendo así que no seguía la mejor Tradición de la Iglesia50. La segunda, llamada corriente innovadora (más que «renovadora»), se abría totalmente, desde la tradición patrística particularmente, a las tendencias de la 180

problemática actual, también en el campo de la Teología51. La primera tendencia estaba empeñada en mantener y defender, por encima de todo y a cualquier precio, la eclesiología proveniente del Concilio Vaticano I (incompleta, como se sabe, a causa de la brusca interrupción del Concilio en 1870). Considerando a la Iglesia fundamentalmente como una religión, se sentía ordenada al culto y a la frecuencia de los sacramentos en vista a una santificación individual y, por eso mismo, muy centrada en torno a la jerarquía y a todo lo que es poder sagrado en general. Hondamente preocupada por la enseñanza de la verdadera doctrina, manifestaba una seria y hasta obsesiva preocupación por las formulaciones claras, precisas y bien definidas. La segunda corriente (que fue ganando terreno progresivamente y hasta cierto punto logró imponerse), estaba claramente en línea con la orientación y finalidad pastoral marcada al Concilio desde el primer momento por el Papa Juan XXIII. Partía, por ello, de un concepto de Iglesia como Pueblo de Dios, que, desde una profunda comunión, se presenta como portador de una Buena Noticia y, por consiguiente, como sacramento de salvación para todos los hombres. Es un Pueblo, además, estructurado en comunidades en las que se celebra la fe, en las que se viven los ministerios, ordenados o no, con una exigencia fundamental de servicio y no como expresión de una potestad, aunque fuese sagrada. Es un Pueblo llamado, todo él, a una comprometida actividad misionera. Como se ve, era una corriente preocupada por los aspectos vitales del dogma, a partir siempre de los datos de la Escritura y de la Tradición. Como consecuencia de esta situación doctrinal y hasta emocional, hay que reconocer en los Documentos del Vaticano II, y especialmente en la Constitución dogmática Lumen Gentium, la existencia de dos planteamientos eclesiológicos, no pocas veces antitéticos, reflejo de la situación existente en el aula conciliar. Estas luchas dialécticas (con frecuencia muy duras y hasta encarnizadas), dejaron su huella en unos textos conciliares que, sobre todo en algunos temas, llegan a resultar de cierto compromiso. No es infrecuente, en efecto, que, junto a un texto que acepta, confiesa e impulsa una abierta eclesiología de comunión y participación corresponsable de todos los bautizados, se puedan encontrar otros textos en los que aparece una eclesiología verticalista de la desigualdad de los miembros dentro de la Iglesia, con innegables aires de paternalismo de la jerarquía frente a los laicos: vgr. LG 27.30.35.37; CD 11.16; GS 43; PO 9; AA 24.25. Junto a una eclesiología de base claramente teológica y más concretamente trinitaria y de comunión, se encuentra un conjunto de afirmaciones pertenecientes a la eclesiología proveniente de la Contrarreforma. Ello era más fruto de un cierto irenismo que del convencimiento profundo. Y ello hace «que los conflictos de interpretación que siguieron al Vaticano II encuentren aquí su origen, así como la dificultad de encontrar un centro unificador de la doctrina conciliar en su conjunto» 52.

181

No obstante esta constatación, a pesar de todo y hablando globalmente, se puede afirmar que «el Vaticano II nos legó una eclesiología profundamente renovada respecto, tanto del método y de los modos de expresión empleados, como de su mismo contenido. La eclesiología del Vaticano II ha dado pasos decisivos ilustrando aspectos fundamentales del dogma eclesiológico relegados por varios siglos a un segundo plano de la atención, si es que no sería más exacto hablar de un olvido, al menos en lo que se refiere a algunos de dichos aspectos. Se aducen como más significativos: el origen trinitario de la Iglesia; su índole mística o carismática; la igualdad fundamental de todos sus miembros; el sacerdocio universal de los fieles; la colegialidad y responsabilidad del episcopado; la entidad de la Iglesia particular; el significado eclesial de las Iglesias no católicas; la responsabilidad de la Iglesia y del cristiano frente a los problemas de los hombres a nivel local y mundial» 53. Es preciso tener en cuenta, por consiguiente, para valorar en su justa medida las afirmaciones del Vaticano II en general y de la Constitución Lumen Gentium en particular, «todas las vicisitudes por que cada elemento del texto y cada encadenamiento de ideas tuvieron forzosamente que pasar. Que el conjunto sea un monumento de armoniosa arquitectura no es un efecto del azar, sino el resultado de un serio trabajo de reflexión colectiva sobre un tema central» 54. De la misma Nota previa (presentada en el último momento de la tercera Sesión conciliar: 16-XI-1964), dice G. Philips que el papa consiguió su aprobación (el 19-XI-1964) a costa de un gran precio de «dificultades y penas» 55. Refiriéndonos en particular al aspecto doctrinal ofrecido por el concilio, hay que recordar que la vida de la Iglesia, desde esa vertiente es un «continuum» en el que el Espíritu Santo es garantía de fidelidad y de dinamismo al mismo tiempo. Esta presencia del Espíritu, en efecto, garantiza en el campo doctrinal la definitividad y la relatividad de las fórmulas dogmáticas a la manera de como el cuerpo en el hombre, se renueva constantemente permaneciendo el hombre siempre el mismo, con su propia identidad personal. Aplicando este principio a la doctrina expuesta en la Lumen gentium en relación con la doctrina eclesiológica del Vaticano I56, se puede afirmar de manera objetiva, que «el Vaticano II no anula sino completa al Vaticano I; ni la colegialidad, al primado; ni afirmar que la Iglesia católica en su ejercicio católico de fe es infalible, supone negar que lo sea también el colegio episcopal y su cabeza; ni el acentuar la fundamental igualdad ontológica de los miembros del Pueblo de Dios pone en peligro la diversidad funcional, también sacramentalmente fundada; ni la constatación de la llamada universal a la santidad significa minusvalorar el estado religioso; ni los carismas hacen innecesaria la autoridad, ya que afirmar ante todo la presencia y actuación del Espíritu Santo no lleva consigo negar la jerarquía, sino todo lo contrario; ni afirmar que María ha de quedar 182

eclesiológicamente integrada, significa olvidar su especial papel en la historia de la salvación» 57. En resumen, creemos que se puede y se debe afirmar que los Documentos conciliares no son el fruto fácil de un entendimiento rápido, sencillo, inmediato y tal vez superficial entre los Padres conciliares, ni tampoco fruto de una componenda política. Por el contrario, son el fruto muchas veces sufrido, el destilado de un laborioso empeño de búsqueda, de un diálogo con frecuencia difícil, de contraposición de posturas lúcidas, claras, sin engaños mutuos, de valientes y esclarecedoras defensas: en una palabra, de una dialéctica en que se afirman los dos términos del binomio, pero con un claro posicionamiento por la eclesiología de comunión. Por eso, son Documentos que reflejan de verdad, el punto de convergencia consciente y lúcida a que llegaron las dos corrientes fundamentales en que estaban divididos los Padres conciliares al iniciarse la celebración del Concilio en octubre de 1962. Las votaciones finales de los Documentos certifican que se puede estar seguros de que esos Documentos recogen el pensamiento verdadero del Concilio en sí, y no el punto de vista de un grupo más o menos amplio de Padres, vencedor sobre el otro grupo. Hay que ser conscientes, de todas formas, de que, al no estar siempre suficientemente armonizadas ambas tendencias eclesiológicas, la interpretación de la eclesiología del Vaticano II depende, no pocas veces, del horizonte hermenéutico mental del que la interpreta.

5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS DOCUMENTOS CONCILIARES58 Los Documentos del Concilio Vaticano II recogen todos el fruto de los prolongados y serios debates que tuvieron lugar en el aula conciliar. Es sabido, como acabamos de recordar, que entre los más de dos mil Padres conciliares existían dos corrientes fundamentales de pensamiento y de planteamiento: una corriente (claramente mayoritaria al comenzar el Concilio) empeñada en repetir doctrinas y comportamientos que pertenecían claramente al pasado, y otra corriente (minoritaria en un principio) que era particularmente sensible a la problemática del mundo con el que, desde hacía más de un siglo, se encontraba enfrentada la Iglesia. Los Documentos conciliares, aún resintiéndose de esa doble corriente como se ha puesto de relieve más arriba, son el fruto de todos los Padres conciliares que, en la casi totalidad de los Documentos, lograron una unanimidad admirable y hasta milagrosa59.

183

Dentro de ellos es posible descubrir lo que podría llamarse «la columna vertebral» de toda la doctrina conciliar: la Constitución dogmática Lumen Gentium. Efectivamente, el pensamiento eclesiológico del Concilio Vaticano II, su visión teológica del de la Iglesia, está recogido y plasmado, fundamental pero no exclusivamente, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium. En ella aparece: — Una Iglesia totalmente pendiente de la Palabra de Dios y construida dentro de la gran Tradición eclesial: Dei Verbum. — Una Iglesia que no sólo acoge en la fe la Palabra, sino que la celebra en unión con Cristo, verdadero protagonista en el compromiso de alabanza y de acción de gracias a Dios Padre en el Espíritu, a través de los siglos: Sacrosanctum Concilium. — Una Iglesia centrada en Cristo y convencida de que Cristo es salvador de todos los hombres y de todo el hombre: Ad Gentes. Gaudium et Spes. — Una Iglesia viva y activa en todos sus miembros, que, por eso mismo, han de sentirse corresponsables dentro de la comunidad eclesial: Apostolicam Actuositaten. — Una Iglesia que se sabe, toda ella, servidora de los demás a la luz de Cristo, el gran servidor de la humanidad: Christus Dominus. Presbyterorum Ordinis. Optatam Totius. — Una Iglesia que se siente constantemente llamada y estimulada a un seguimiento fiel y generoso de Cristo, el Señor: Perfectae Charitatis. — Una Iglesia que siente profundamente el dolor y el escándalo de la división entre los cristianos: Unitatis Redintegratio. — Una Iglesia inserta en el mundo, a cuyo servicio se siente enviada y por el que siente una verdadera «simpatía crítica»: Gaudium et Spes. — Una Iglesia que aprecia y valora debidamente el sentido religioso del hombre en sí: Nostra Aetate. — Una Iglesia que valora a la persona en sí y en particular aquello que la hace verdaderamente tal: la libertad auténtica: Dignitatis humanae. — Una Iglesia preocupada y solícita ante problemas humanos y sociales de importancia: Gravissimum educationis momentum, Inter mirifica. Como se ve, los restantes 15 Documentos pueden ser vistos como el desarrollo de los ocho capítulos que forman la Lumen Gentium. Y así: — El capítulo primero, El misterio de la Iglesia, misterio trinitario y prolongación del Misterio del Verbo encarnado, tiene un desarrollo espléndido en las dos Constituciones Dei Verbum y Sacrosanctum Concilium. — En el capítulo segundo, El Pueblo de Dios, se analiza en las distintas 184







direcciones de su esencia en una serie de nueve Documentos. Porque éste, efectivamente, es un Pueblo que se encuentra tanto en el Occidente como en el Oriente: Orientalium Ecclesiarum; es un Pueblo dividido que está llamado a la re-unificación: Unitatis Redintegratio; es Pueblo que siente la urgencia de anunciar la Buena Noticia del Evangelio a todos los hombres: Ad Gentes divinitus; es un Pueblo que siente un profundo respeto y aprecio por las demás religiones y particularmente por las religiones monoteistas, el judaísmo y el islamismo: Nostra aetate; es un Pueblo que, estando en el mundo, tiene que preocuparse del decisivo tema de la educación: Gravissimum aeducationis momentum, así como de los Medios de Comunicación social, decisivos en la cultura de la imagen en que vive la sociedad: Inter mirifica; es un Pueblo que, por la misma razón, tiene que tener una simpatía crítica frente al mundo a cuyo servicio se siente enviado: Gaudium et spes; es un Pueblo que respeta profundamente la libertad personal de cada hombre, y especialmente su libertad en el campo de la opción religiosa: Dignitatis humanae. El capítulo tercero, Constitución jerárquica de la Iglesia, y particularmente el Episcopado encuentra su desarrollo y complemento en tres Documentos que hacen referencia tanto al ministerio episcopal: Christus Dominus, como al ministerio presbiteral: Presbyterorum ordinis, y a la misma preparación de aquellos que, en su día, serán llamados a ejercer el Ministerio ordenado en la Comunidad eclesial: Optatam totius. El capítulo cuarto, Los laicos, tiene su ampliación y prolongación en el Decreto Apostolicam actuositatem en el que se abordan aspectos importantes de la vida laical, que van, desde la espiritualidad hasta la formación, pasando por los aspectos asociativos de los mismos laicos. El capítulo sexto, Los religiosos, se desarrolla, desde un punto de vista más operativo que teológico, en el Decreto Perfectae charitatis, en el que se establecen normas y determinaciones para una adecuada renovación de la Vida consagrada.

De esta forma, se ve cómo la Constitución dogmática Lumen Gentium guarda una perfecta armonía y homogeneidad, no sólo con las otras tres Constituciones, (DV, SC y GS) sino también con los nueve Decretos, (CD, PO, OT, PC, AA, OE, UR, AG, e IM), y con las tres Declaraciones (DH, GE y NAE) del mismo Concilio. Como se ha dicho anteriormente, esta Constitución dogmática es realmente la verdadera «columna vertebral» de todo el Concilio Vaticano II60.

185

6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA LUMEN GENTIUM Toda la doctrina conciliar referente a la Iglesia puede organizarse alrededor de algunas lineas de fuerza, que constituyen, por eso mismo, como el armazón de toda la eclesiología conciliar. A nuestro entender esas líneas de fuerza son: 6.1. La dimensión mistérica como fundamental y decisivo punto de partida. Situar la Eclesiología a la doble luz del misterio de la Trinidad y del misterio del Verbo Encarnado, no es sólo darle su verdadero sentido, sino superar de una vez por todas la eclesiología societaria y jerarcológica dominante desde la Edad Media hasta la celebración misma del Concilio Vaticano II. 6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios, como dimensión primera y radical que vive todo bautizado como miembro de la Iglesia. Antes de establecer ninguna distinción a causa de las vocaciones peculiares desde las que se vive la vocación bautismal, antes de distinguirse a causa de los carismas de los que se pueda estar adornados, antes de contraponerse por motivo del ministerio que se tenga confiado al servicio de la comunidad eclesial, todos los bautizados comparten una única y misma condición: la de ser miembros del único Pueblo de Dios. 6.3. La naturaleza sacramental de la Iglesia, en la que, en profunda analogía con el misterio del Verbo encarnado, los aspectos externos y estructurales y los elementos internos de gracia y de salvación están íntimamente unidos formando una sola realidad compleja, pero de tal forma, que lo externo esté al servicio de lo interno, la articulación social al servicio del misterio de gracia y de salvación, haciéndolo manifiesto de forma válida y significativa. Esta naturaleza sacramental es consecuencia inmediata del «cristocentrismo» profesado por el Concilio. Es un tema que será abordado explícitamente en el capítulo 5. Baste dejar aquí consignada la persuasión de que «este tomar en serio la estructura sacramental de la Iglesia es algo revolucionariamente nuevo en la Lumen gentium» 61. 6.4. La exigencia de comunión existente entre todos los bautizados: tanto singularmente considerados como constituidos en comunidades en las que, formalmente, se vive en profundidad la comunión con Cristo cabeza y con cada una de las restantes comunidades particulares. 6.5. El compromiso misionero de una Iglesia que se siente, toda entera, enviada a anunciar a todos los hombres la Buena Noticia del Evangelio, superando definitivamente el doble reduccionismo vivido durante la larga etapa de cristiandad: a saber, el reduccionismo por el que solamente algunos de sus miembros eran misioneros, quedando

186

todos los demás tranquila y pasivamente insertos en una Iglesia arca de salvación, y el reduccionismo de los llamados territorios de misión, dando por supuesto que las fronteras de la misión estaban más allá de los llamados píses cristianos. 6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre del Señor. Con la Edad Media María había comenzado a ser progresivamente la Madre bondadosa frente a un Hijo justiciero, la Intercesora y la Mediadora entre Dios-Cristo y los hombres pecadores. Aparecía también María, es cierto, como el modelo a imitar por los cristianos. Pero había ido desapareciendo la gran perspectiva patrística según la cual María es primera Iglesia, microhistoria de la salvación, prototipo y paradigma de la Iglesia, realización en plenitud de aquello a lo que la comunidad eclesial, en cuanto tal, está llamada a ser. Son éstas las verdaderas líneas de fuerza que con-forman la eclesiología resultante del Vaticano II, y serán, por ello, los capítulos en los que estructuraremos la reflexión eclesiológica que se hará a lo largo de esta obra.

7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II Son varios los autores que se han ocupado de analizar y hacer ver las novedades aportadas por la eclesiología del Vaticano II, así como las características de la misma. Entre ellos se pueden citar a G. Philips que se centra sobre todo en la novedad de las claves de interpretación62, al profesor L. Gallo63 y al profesor A. Antón que analiza las novedades tanto desde el punto de vista del método como desde el punto de vista del contenido64. E. Schillebeeckx, otro autor, testigo particularmente cualificado de la renovación eclesiológica que tuvo lugar en el Vaticano II, ha consignado también los puntos de renovación presentes en la Lumen Gentium65. Por nuestra parte, creemos con O. G. Hernández que la Constitución Lumen Gentium ha querido, ante todo, «redescubrir el fundamento original de la Iglesia, e interpretar su misterio desde sí misma, con categorías elaboradas en una contemplación del plan de Dios sobre sí, y no deducidas de estructuras humanas: órdenes sociológicos o sistemas filosóficos. Así, por ejemplo, para la Lumen Gentium, la fórmula “Iglesia = sociedad perfecta”, no es la palanca más a propósito para facilitar su comprensión. Antes que imitar la existencia de una sociedad humana, imita ella la existencia y revive el destino del Verbo encarnado. Por ello tiene una estructura teándrica y deberá saberse prolongadora del vivir y morir de Cristo» 66. Los dos ejes sobre los que se ha centrado y afirmado con fuerza el Concilio han sido: Cristo y la comunidad eclesial vista como pueblo de Dios. La Iglesia, a la luz de

187

Cristo el servidor de los hombres (Mc 10,45; Lc 17,7-10; Jn 13,12-17), se ha entendido a sí misma, de forma real, libre y operativa, como la gran servidora de la humanidad. Y es que «por primera vez con esta franqueza y esta amplitud, ha abandonado la Edad Media, ha aceptado la autonomía de lo temporal dentro de su orden, su carácter laico, y reconocido el pluralismo de las sociedades modernas» 67. En este sentido, hay que reconocer que «el Vaticano II se ha distanciado un poco de determinadas tesis eclesiológicas de Pío XII: no privilegia en un mismo grado la imagen del cuerpo; supera el unilateralismo de su interpretación socio-corporativa; no recoge en sentido exclusivo la identidad entre cuerpo místico e Iglesia católica ni la expresión “ordinati ad”, y distingue perfectamente el caso de los bautizados no católicos del caso de los no-bautizados; ofrece una interpretación más amplia y más conforme con la historia, de la relación entre la jurisdicción ordinaria de los obispos y el primado papal» 68. He aquí los rasgos que, a nuestro entender, caracterizan de forma peculiar eclesiología emanada del Concilio Vaticano II, de forma que, en adelante, tanto misterio de la Iglesia como el mismo Tratado De Ecclesia, tendrán que plantearse vivirse desde estas coordenadas, profundamente transformadas, establecidas por Concilio.

la el y el

7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma La presencia y la intervención de los Padres conciliares venidos de todo el mundo (el mayor número de obispos que jamás se haya reunido nunca en la Iglesia para un Concilio), la inestimable ayuda y asesoramiento de los mejores peritos y teólogos del momento (de todas las escuelas y tendencias), el seguimiento vivo y continuado por parte de todos los creyentes (no sólo católicos sino también de otras confesiones cristianas), la presencia de observadores religiosos/as, de laicos y especialmente de ortodoxos y protestantes (en un número, de todas formas, sumamente escaso), todos estos factores hicieron que la eclesiología que nos ha legado el Vaticano II sea, en realidad de verdad y a pesar de todas sus limitaciones, «la fiel expresión de esta fe de la entera Iglesia» 69. El recurso que se hizo frecuentemente a la Tradición (comenzando por las intervenciones doctrinales de Juan XXIII), se hizo teniendo siempre presente el concepto profundo y dinámico de Tradición, que no es la simple repetición de la doctrina y, mucho menos, la conservación de usos y costumbres incluso fuertemente arraigadas en la praxis de la Iglesia, pero que no pertenecen propiamente hablando a la esencia misma de la Iglesia. Para el Concilio la Tradición es «la presencia de un mismo principio en todos los momentos de una historia» 70, y no la mera repetición de la doctrina formulada en un momento histórico determinado, o el simple hecho de conservar usos y costumbres 188

propios y peculiares de una época, por ancestral que sea. La verdadera tradición sabe conjugar armónicamente fidelidad y dinamismo: es decir, el mantenimiento de la propia identidad esencial en el aquí y ahora del momento histórico en que se vive71.

7.2. Eclesiología cristocéntrica72 Si hay alguna característica por la que pueda quedar identificado el Concilio Vaticano II es, exactamente, por el esfuerzo realizado por los Padres, a lo largo de las cuatro Sesiones conciliares y en los 16 Documentos promulgados, de «descentrarse» la Iglesia de sí misma para «centrarse» única y exclusivamente en Cristo. Poner a Cristo en el centro de la Iglesia con todas las consecuencias que de ese cristocentrismo se derivan, superando el conocido eclesiocentrismo vivido y practicado a lo largo de muchos siglos, es posiblemente el gesto más fecundo y determinante del Vaticano II73. La condición histórica de la Iglesia hace que, situada en unas coordenadas de espacio y de tiempo determinadas, llegue a tener una percepción y hasta una valoración diversa de los elementos que la conforman. Es por ello posible, que, por múltiples razones, en algunos momentos o épocas históricas, la atención de la Iglesia se centre en aspectos de la vida eclesial que, aun siendo importantes, no son verdaderamente esenciales y, en concreto, no es el elemento esencial. El elemento esencial de la Iglesia no es otro que Cristo. Pues bien, hasta tal punto Cristo constituyó el único y verdadero centro de todos los trabajos y reflexiones conciliares, que sin haber dedicado un Documento expreso y ni siquiera una parte específica dentro de algún Documento al tema de Cristo, se puede afirmar con absoluta objetividad, que el Vaticano II es una Concilio esencialmente cristológico. Por eso, aunque es cierto que el Vaticano II no es un Concilio cristológico en cuanto que no pretendió en ningún momento dar una visión completa y sistemática del misterio de Cristo, es cierto sin embargo que «ha puesto de relieve los aspectos fundamentales de este mismo, sobre algunos de los cuales hasta ahora poco o nada había dicho el magisterio de la Iglesia, y que proyectan nueva luz sobre varios problemas teológicos, particularmente en el campo de la cristología y de la eclesiología» 74. De tal forma que puede afirmarse con toda certeza que es Cristo el verdadero y único centro del Concilio. Este camino cristocéntrico lo señaló en su primera intervención conciliar el hasta unos meses antes Cardenal Montini, convertido en papa con el nombre de Pablo VI. Con palabras encendidas decía a los Padres conciliares: «¿De dónde arranca nuestro viaje? ¿qué ruta pretende recorrer? ¿y qué meta deberá fijarse nuestro itinerario? Estas tres preguntas sencillísimas y capitales, tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos y anunciarla al mundo que nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo nuestra vida y nuestro guía; Cristo, 189

nuestra esperanza y nuestro término. Que preste este Concilio plena atención a la relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y clarísima, que nos apremia y nos hace felices, entre nosotros y Jesús bendito; entre esta santa y viva Iglesia, que somos nosotros, y Cristo, del cual venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles» 75. Guiados por esta orientación de fondo, los trabajos conciliares encontraron un «eje» determinante a partir del cual todos los temas y argumentos encontraron su verdadero sentido. Así se ha podido afirmar que «la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II está orientada por la fecunda intuición de la analogía del misterio de la Iglesia con el misterio fundamental del cristianismo, la encarnación del Hijo de Dios: la Iglesia no es inteligible sino como la proyección del misterio de Cristo en la familia humana. La expresión y comunicación de la gracia de Dios en la estructura visible de la Iglesia se funda en la revelación y comunicación suprema de Dios en el hombre Jesús, su Hijo» 76. Y ese conocedor excepcional de la Lumen Gentium que fue G. Philips afirma sin el menor asomo de duda que «ya desde el exordio la Constitución (LG) adopta explícitamente sobre la Iglesia una perspectiva cristocéntrica, perspectiva que no cesará de afirmarse un sólo instante a todo lo largo de la exposición» 77. De esta forma, el reflejo de Cristo a lo largo de todos los Documentos conciliares y en especial de la Constitución dogmática Lumen Gentium, no sólo es innegable sino que es verdaderamente determinante. «La eclesiología del Vaticano II —afirma A. Antón— ha insistido reiteradamente en la dependencia de la Iglesia de Cristo, no sólo en calidad de fundador, legislador y cabeza histórica, sino también porque Cristo es su cabeza actual que está siempre en ella y con ella hasta el fin de los tiempos. En la Iglesia todo es de Cristo: su origen, sus estructuras, su mensaje, sus sacramentos, la gracia santificante. De Cristo emaman también el amor, la fe, la esperanza y la libertad cristianas. La Iglesia es la continuación de Cristo en los siglos: en ella Cristo ora, sufre, muere y resucita» 78. Centrada en Cristo, la conciencia de la Iglesia comenzó a cambiar: no en el sentido de negar todo lo anterior de su historia, sino de integrarlo en una nueva y superior síntesis; en cambiar los ejes axiológicos de las verdades, en la diversa acentuación de los elementos constitutivos de la fe cristiana, en la forma de entenderse a sí misma como mediación de salvación, en redescubrir y vivenciar de una forma nueva, aspectos olvidados o puestos en la sombra en épocas pasadas; en acentuar perspectivas y tomar opciones que en tiempos pasados hubieran parecido improcedentes o incluso erróneos; en percibirse interiormente a sí misma como llamada a un valiente y decidido seguimiento de Cristo, mucho más que a una simple renovación moral. 190

7.3. Eclesiología pneumatológica79 En íntima relación con el aspecto cristocéntrico, aparece en el Vaticano II el aspecto pneumatológico. Se ha cuestionado la importancia que los Padres conciliares dieron a la presencia y a la acción del Espíritu en la vida de la Iglesia. Congar, que toma nota del reproche que los Observadores no-católicos hacían a los textos en discusión por la ausencia en ellos de una dimensión pneumatológica, concluye su breve estudio afirmando sin ningún género de duda que «el Concilio Vaticano II posee una verdadera pneumatología» 80. El redescubrimiento de la presencia y de la acción vivificante, unificante y santificadora del Espíritu en el seno de la Iglesia es realmente otro elemento determinante en la conciencia eclesial según el Concilio. A lo largo de toda la Constitución Lumen gentium81 se pone de relieve la múltiple acción del Espíritu en la vida de la Iglesia, hasta el punto, de que «esta dimensión pneumática de la Iglesia, de la que es un aspecto la dimensión carismática, será una de las aportaciones más fecundas de la Lumen gentium para la renovación actual de la Iglesia» 82. Esta realidad cobra un valor especial si se tiene en cuenta que, en los últimos siglos, la eclesiología estuvo completamente encorsetada y hasta determinada por el derecho público eclesiástico: «se olvidó que las leyes brotan como precipitado jurídico de una concepción teológica, que, a su vez, lo es de una conciencia eclesial. ¡Pero nunca a la inversa!» 83. El Espíritu del que habla el Concilio es, ante todo y sobre todo, el Espíritu de Cristo, el que realiza la obra de Cristo, el que construye el cuerpo de Cristo (LG 7.8.14). Es, por eso mismo, el vivificador de la Iglesia (LG 4.7.8.17; UR 2; AG 4); el principio de la comunión eclesial (LG 13.25.49; AG 19; UR 2; OE 2); el vínculo de unidad en la Iglesia (LG 4.7.9.13; AG 4) y como tal, el impulsor de la unidad de la Iglesia (LG 15; UR 1; GS 92) y del ecumenismo (UR 1.4). Él es el que congrega al Pueblo de Dios (AG 15), el distribuidor de los carismas (LG 12; UR 2; AA 3; AG 4.23), la fuente de la santificación (LG 4; GS 22), el impulsor de la acción de gracias en la Liturgia de la Iglesia (SC 6), el custodio de la verdad en la Iglesia (LG 8.25) y el que la conduce al pleno conocimiento de la verdad (DV 8.19.20). Incluso más allá de la comunidad eclesial, el Espíritu también actúa: «inunda el universo» (PO 22; GS 11), «restaura internamente a todo el hombre» (GS 22), «guía el curso de los tiempos, renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución» (GS 26), «obra en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y restableciendo los generosos propósitos de la familia humana» (GS 38), hace que el hombre «no sea totalmente indiferente al problema religioso» (GS 41). Por lo demás, una eclesiología cristocéntrica es imposible sin una correspondiente 191

pneumatología. Lo mismo que lo es una eclesiología de comunión, una eclesiología de tipo personalista o una eclesiología planteada desde una perspectiva verdaderamente ecuménica. Es el Espíritu el que hace posible establecer la analogía entre el Misterio del Verbo encarnado y el Misterio de la Iglesia: «porque así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el crecimiento de su cuerpo» (LG 8). Es el mismo y único Espíritu el que habita y anima a la Cabeza y a los miembros (LG 10.12.35). Como es el Espíritu Santo el que hace posible que en la Iglesia, la gracia de la salvación y las estructuras externas estén de tal forma unidas, que la conviertan en un sacramento: signo e instrumento de salvación (LG 1.9.48; SC 2.5.26; GS 42.45; AG 1.5).

7.4. Eclesiología de comunión Es posible pensar que «la innovación de mayor trascendencia del Vaticano II para la eclesiología y para la vida de la Iglesia, ha sido el haber centrado la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión» 84. Una perspectiva, por otra parte, enraizada en la mejor y más constante tradición cristiana85. Efectivamente, la Eclesiología resultante del Vaticano II es sustancial y ontológicamente, una Eclesiología de comunión. La Iglesia, como reflejo del Misterio trinitario, es misterio de comunión, como quiere que la Trinidad cristiana, es, en su esencia más íntima y profunda, misterio de comunión, paradigma y modelo (como llegará a afirmar el Concilio más adelante: Unitatis Redintegratio 2) para toda forma de comunión entre los cristianos y para la misma configuración de la Iglesia. Es misterio de comunión entre las Iglesias particulares y la Iglesia de Roma; es misterio de comunión en el interior del colegio episcopal en su relación con el obispo de Roma, cabeza de este colegio; es misterio de comunión entre las diversas vocaciones vividas eclesialmente; es misterio de comunión muy particularmente en el sacramento de la Eucaristía, raíz y quicio de la comunidad eclesial en general y de cada una de las Iglesias locales en particular: es la Eucaristía la que hace y construye la Iglesia, que, por eso mismo, se siente interiormente impelida a celebrar y vivir incansablemente la Eucaristía86; es misterio de comunión, por cuanto está llamada a la unidad en la diversidad, dejándose guiar por el Espíritu Santo, principio de unidad y de comunión entre las Divinas Personas. El Vaticano II, para hablar de las diversas categorías de miembros que forman la Iglesia y de las relaciones que entre ellos existen, escogió la categoría fundamental de «communio fidelium»: es decir, dando un vuelco profundo a la que había sido desde siglos la perspectiva eclesiológica, tomó como punto de partida, no el vértice 192

sacramental constituido por el sacramento del Orden, sino la base sacramental constituida por el sacramento del Bautismo. Desde esa base sacramental, se plantea y enfoca la doctrina del ministerio en la Iglesia y de su forma de ejercicio; la común dignidad de todos los bautizados; la unidad más profunda dentro de la más amplia y legítima diversidad; la realidad de las Iglesias particulares en la Iglesia universal; la unicidad de la Iglesia aun dentro de la variedad de tradiciones, oriental y occidental; la forma de entender y ejercer la autoridad en la comunidad eclesial, etc. Como se ve, es la realidad sacramental del Bautismo, compartida por todos los miembros de la Iglesia antes que cualquier otra diferenciación, lo que constituye el fundamento sobre el que descansa la comunión eclesial al mismo tiempo que la exige y la hace posible87.

7.5. Eclesiología personalista No sólo desde el punto de vista humano cada persona es única e irrepetible —y por ello digna de todo respeto y consideración—, sino también en el ámbito de la comunidad eclesial. También en la Iglesia la persona bautizada es única e irrepetible en virtud del sacramento de la incorporación a esa comunidad: el Bautismo. Ahora bien, la persona humana, siempre desde su irrepetible originalidad, se constituye como tal, precisamente en virtud de la esencial relación que tiene con el otro, con los otros. De ahí que, también en la comunidad eclesial, el yo y el nosotros son dimensiones absolutamente constituyentes del ser del cristiano como lo es del ser del hombre; y, por eso mismo, absolutamente insuprimibles. La supresión de alguno de los dos términos del binomio llevaría necesariamente al individualismo más radical o al colectivismo más destructor de la persona. Pues bien, al entender la presencia del bautizado en la Iglesia como el resultado de un llamamiento personalizado de Dios y de una respuesta igualmente personal del hombre a ese llamamiento divino, el Concilio Vaticano II ha visto lógicamente el Bautismo como un gesto absolutamente personal del creyente. Más aún, una de las claves fundamentales para entender la revolución copernicana del Vaticano II es precisamente el haber puesto el acento en lo personal, mejor, en la persona, antes y por encima de lo estructural y normativo: la respuesta personal, la responsabilidad personal, la libertad personal de conciencia y de opción religiosa, el respeto a la persona discrepante, el juicio y la decisión personal en asuntos y argumentos incluso muy importantes (paternidad responsable, opción política, comportamientos sociales, etc.), son otras tantas expresiones externas de ese profundo y trascendental cambio de clave realizado por el Concilio88.

193

7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica Desde el primer momento, en el Vaticano II estuvo presente de una forma activa y esperanzada, la instancia o inquietud ecuménica89. En su intervención del 19 de noviembre de 1962 decía el obispo De Smedt (miembro del Secretariado para la unión de los cristianos) que con el sistema seguido hasta entonces consistente en exponer cada uno claramente sus puntos de vista doctrinales pero sin hacer el menor esfuerzo para comprender los puntos de vista del interlocutor, «no se ha realizado ningún avance por la vía de la unidad, muy al contrario». Por eso no es posible ocuparse «únicamente de la verdad como tal, sino también de la forma de presentarla a fin de hacerla comprensible a los demás». Y ponía como ejemplo el problema del lenguaje escolástico que es «mal comprendido por los no católicos; por contra, el lenguaje bíblico y patrístico evita muchos errores y prejuicios» 90. En esto no hacían los Padres conciliares otra cosa que coincidir o posiblemente seguir las inquietudes y puntos de vista del Papa Juan XXIII, puestas de relieve en su Discurso de Apertura del Concilio91. Son numerosos los momentos de la discusión conciliar en los que se pone de relieve esta sensibilidad ecuménica. Uno de ellos, de los más decisivos a nuestro parecer, es aquel en el que se discutía la cuestión concerniente a la pregunta: ¿dónde se encuentra la verdadera Iglesia? El Vaticano II, en contraposición al Concilio de Trento, no responde que es la Iglesia católica y concretamente la Iglesia católica romana. Responde (cf. LG 8b) con una expresión, subsistit in92, una expresión de la que pronosticaba G. Philips que haría «correr ríos de tinta», y sobre la que, de todas formas, el Concilio no ofreció ninguna dilucidación ulterior con el objeto de aclarar y precisar el sentido exacto en el que debía ser entendida dicha expresión. Se puede pensar con Philips que la expresión significa: «ahí es donde encontramos a la Iglesia de Cristo en toda su plenitud y en toda su fuerza, al modo como san Pablo dice de Cristo resucitado que ha sido establecido Hijo de Dios en dynamei, con potencia(Rom 1,4)» 93. Sea cual fuere el sentido, lo importante es subrayar la sensibilidad de los Padres conciliares al superar la consideración de herejes o cismáticos que en la Iglesia católica había estado vigente durante siglos al referirse a los cristianos que, por diversas razones y en diversos momentos de la historia, se habían ido separando de la confesión católica de la Iglesia de Roma. Estos cristianos no-católicos son, según el Vaticano II, «hermanos separados» y sus confesiones constituían verdaderas iglesias94.

7.7. Eclesiología para la vida La eclesiología del Vaticano II ha querido ser, en perfecta sintonía con la orientación 194

general que impimió Juan XXIII a todo el Concilio, una eclesiología al mismo tiempo dogmática y pastoral95. Al afirmar esto hay que interpretar los dos términos —dogmático y pastoral— en su justo y preciso sentido: un sentido eminentemente positivo, según el cual, la doctrina es sensible a la situación y urgencias que presenta el mundo, y las actuaciones pastorales encuentran en la doctrina su mejor y más decisivo fundamento. Doctrinal o dogmático no quiere decir que el Concilio tuviera que definir nuevos dogmas o condenar doctrinas inaceptables o lanzar anatematismos, sino que subrayaba la necesidad de repensar el mensaje cristiano, presentándolo en términos positivos y en forma y lenguaje propio y adecuado a nuestro tiempo. Pastoral, por su parte, excluye toda interpretación superficial o peyorativa, como si se tratara de entrar por caminos de un pragmatismo pastoral de tipo inmediatista y carente de todo fundamento doctrinal serio y consistente. Nada más lejos de la realidad. «Nuestro deber —decía Juan XXIII— no es sólo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo»..., porque «una cosa es la sustancia del “depositum fidei”, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral» 96. La Eclesiología conciliar es una letra, pero también y sobre todo, un espíritu, como ha puesto de relieve uno de los artífices del Concilio Vaticano II y uno de los mejores conocedores de la profunda transformación operada en el seno del mismo Concilio. Dice en efecto Congar: «se ha notado que un espíritu anima a este gran cuerpo (el Concilio). Sin duda, sin que lo haya compartido íntegramente la totalidad o la unanimidad cuantitativa de los obispos. No hemos ocultado ni tampoco exagerado las tensiones que se han manifestado. Sea lo que quiera de tal o cual individuo, existe, se ha formado y afirmado netamente un espíritu del Concilio, muy de acuerdo con el de S. S. Juan XXIII. Es un espíritu de franqueza y de libertad, alejado de todo servilismo y de todo cálculo interesado. Es un espíritu de servicio a los hombres, alejado de toda actitud señorial, ávida de privilegios. Es un espíritu evangélico y apostólico, un espíritu de respeto y de amor para los hombres, cuidadoso de honrar su libertad y su dignidad. También un espíritu de apertura a los demás, libres del espíritu de triunfo teológico o clerical. Es, en fin, una atención intensa para escuchar lo que Dios, que habla también por medio de los acontecimientos, exige hoy de su Iglesia» 97.

8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS 195

DEFINITIVAMENTE 1) Un tema importante apareció y fue creciendo en interés y en esfuerzos de clarificación en las sucesivas Sesiones del Vaticano II, es el tema de la Colegialidad98. Su aparición en el Concilio se debe, en buena parte, a la controversia (que tuvo particular relieve y protagonismo entre los años 1955-1960) acerca de la esencia y sacramentalidad del Episcopado99, así como la sensibilidad creada en la Iglesia católica gracias al movimiento ecuménico especialmente en su relación con las Iglesias ortodoxas100. El Concilio, en consecuencia, ha revitalizado el concepto de colegialidad episcopal: «un concepto que no era nuevo, pero cuyo reconocimiento había sido impedido durante la Edad Media por una consideración excesivamente exclusiva de los apóstoles y de los obispos dispersos; posteriormente, por una cierta ideología del colegio cardenalicio; finalmente, tras el conciliarismo, por una distinción mal aplicada entre una sucesión de los apóstoles como apóstoles, y una sucesión de los apóstoles como obispos» 101. En este sentido, la doctrina de la Colegialidad está llamada a corregir «el unilateralismo de una eclesiología de pura monarquía pontificia y sitúa al episcopado en la apostolicidad de la Iglesia de modo interesante para los ortodoxos» 102. 2) A propósito del tema de la Colegialidad es preciso detenerse en la presentación de la Nota explicativa previa comunicada a los Padres conciliares, «por mandato de la autoridad superior», el 16 de noviembre de 1964103. Esta Nota explicativa que, como decía el Secretario del Concilio Mons.Felici, «es previa a los modos (modi) referentes al capítulo tercero del esquema De Ecclesia, de alguna manera tomó por sorpresa al Concilio en cuanto que fue presentada y leída a los Padres conciliares en el último momento de la Tercera Sesión conciliar. En sí no contenía nada verdaderamente nuevo, no haciendo otra cosa que puntualizar, con la «autoridad superior» de Pablo VI, los cinco puntos o cuestiones que habían sido presentados en el aula conciliar un año antes (30 de octubre de 1963) para que, sobre ellas, expresaran los Padres conciliares su parecer. En la Nota explicativa previa se precisa, ante todo, el sentido en que debe ser tomado el término «colegio» cuando se aplica al cuerpo episcopal: ni se puede entender en el sentido del Derecho romano o bizantino (coetus aequalium = grupo de iguales), ni en el sentido simplemente jurídico. Su contexto es el de una verdadera «comunión eclesial» vista y entendida desde la Tradición de la Iglesia y, más aún, desde la peculiaridad que enseña la Palabra revelada: la proporcionalidad existente entre Pedro y los Apóstoles y el Papa y los Obispos (1a observación). Se reafirma, en segundo lugar, que la raíz y la fuente de la triple potestad pastoral (santificar, enseñar y gobernar) es la 196

gracia de la Consagración episcopal. Por consiguiente, la jurisdicción que el Papa otorga al nuevo Obispo brota de su propia Consagración episcopal, aunque deba ser definida de modo más concreto por el Papa en lo tocante al área de su aplicación, forma y medida en que la jurisdicción deba ser ejercida (2a observación). Precisa, en tercer lugar, sin rebasarla de todas formas, la doctrina del nº 22 de la Lumen Gentium, al afirmar que el Colegio, que no existe sin su Cabeza, «es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal». Teniendo presente, de todas formas, que «la distinción no se establece entre el Romano Pontífice y los Obispos colectivamente considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice junto con los Obispos» (3a observación). Finalmente, la Nota explicativa previa reafirma la doctrina (del Vaticano I) según la cual para todo acto estrictamente colegial, se requiere el consentimiento del Papa. Es de notar que, tanto en el nº 22 de Lumen Gentium como la misma Nota explicativa previa, no se habla de «dependencia del Papa», sino «con el consentimiento del Papa». Y se dice «con el consentimiento de su Cabeza —prosigue la Nota— para que no se piense en una dependencia, por así decirlo, de un extraño; el término consentimiento evoca, por el contrario, la comunión entre la Cabeza y los miembros e incluye la necesidad del acto, que compete propiamente a la Cabeza» (4a observación). De todas formas, en relación con el planteamiento eclesiológico del Vaticano II puede decirse que si esta Nota explicativa previa no contradice efectivamente la letra del Concilio, no es de ninguna manera fácil afirmar que interpreta la intención del mismo Concilio. A lo largo de toda ella se tiene la impresión (mejor se diría la persuasión), de que subraya y refuerza más y más la doctrina del Vaticano I acerca del primado en relación con los restantes miembros del Colegio episcopal. 3) Otra cuestión abierta incluso después del Vaticano II es la relativa al poder supremo en la Iglesia. ¿Es estrictamente monárquico o está distribuido sobre dos sujetos inadecuadamente distintos? ¿es siempre colegial? ¿cuáles son las relaciones exactas entre primado y episcopado? ¿de dónde procede el poder universal ejercido por los obispos en el Concilio: de su propia Ordenación episcopal (supuesta siempre la comunión con los restantes miembros del Colegio y, naturalmente, con su Cabeza), o del jefe del Colegio? En este mismo contexto es preciso situar una cuestión que ha cobrado especial relieve sobre todo a raíz de la Encíclica Ut Unum sint de Juan Pablo II: es la reinterpretación del ministerio petrino en el contexto de una Iglesia-comunión104. 4) En íntima conexión con el tema de la relación existente entre primado y colegio episcopal, y posiblemente a la base del mismo, está el problema de la relación entre Iglesia particular e Iglesia universal. La articulación de las Iglesias particulares en el ámbito de la Iglesia universal es una cuestión particularmente importante y hasta decisiva 197

en una eclesiología basada sobre todo en la Escritura y en la Tradición105. Sentado el principio de que la Iglesia particular reunida alrededor de su obispo para celebrar la Eucaristía es «la principal manifestación de la Iglesia» (SC 41; cf. LG 23.26), es claro que esa Iglesia particular no es una parte de la Iglesia universal como si fuera una parte respecto del todo, sino que es la Iglesia de Cristo presente en un territorio concreto y determinado: es la parte por el todo. Resulta igualmente claro que la única Iglesia de Dios se encuentra presente en cada celebración local, y, por consiguiente, que la Iglesia particular no gravita en torno a la Iglesia universal (cf. LG 13.23; CD 6; OE 2.3; AG 15-22). La pregunta determinante que subsiste, sin embargo, es la siguiente: ¿cómo han de articularse Iglesia particular e Iglesia universal, de forma que la Iglesia particular, siendo plenamente Iglesia de Cristo, lo sea en la católica (es decir, en la comunión con las demás Iglesias locales y particularmente con la Iglesia de Roma), y la Iglesia universal, presidida por la Iglesia de Roma, no empobrezca, minusvalore o haga desaparecer a la Iglesia particular? La colegialidad de las Iglesias particulares, ¿ha de ser entendida desde la perspectiva de la Iglesia universal o en la perspectiva de la Iglesia particular? E) Un tema abierto en el campo de la eclesiología católica es igualmente el de la sinodalidad como forma de gobierno en la Iglesia: ¿es posible? ¿contradice la enseñanza del Vaticano I? ¿va contra la Tradición de la Iglesia? ¿es (la sinodalidad) una dimensión ontológica de la constitución de la Iglesia? ¿se actualiza sólo en los sínodos o también en otras formas no específicamente institucionales? ¿debe funcionar no sólo en el nivel de obispos-obispos, sino también en el de los obispos-presbíteros, e incluso en el de los obispos-presbíteros-laicos?106 F) Finalmente, un punto que está pidiendo una amplia y lúcida profundización es el de la relación existente entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial: ¿basta la enseñanza de la Lumen Gentium cuando afirma que difieren «esencialmente y no sólo en grado», de forma que «se ordenan el uno al otro» (n. 10)?

9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL En la Constitución apostólica Humanae salutis (25-XII-1961) de convocatoria del Concilio afirmaba con gran sencillez pero con total claridad el Papa Juan XXIII: «acogiendo como venida de lo alto una voz íntima de nuestro espíritu, hemos creido estar ya maduros los tiempos para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el don de un nuevo Concilio Ecuménico» 107. Juan Pablo II, abriendo el mismo Sínodo extraordinario convocado para evaluar los frutos del Concilio a los veinte años de su 198

conclusión (24-XI-1985) no dudaba en calificar al Concilio como «gracia excepcional», «gran acontecimiento eclesial», «semilla de vida nueva» 108. Y los Padres sinodales, en el Mensaje dirigido al Pueblo de Dios al concluir el Sínodo, se expresaban de forma indudablemente positiva no exenta de realismo: «Todos nosotros, obispos de los ritos orientales y del rito latino, hemos compartido, unánimemente, en acción de gracias, la convicción de que el Concilio Vaticano II es un don de Dios a la Iglesia y al mundo. En plena adhesión al Concilio, percibimos en él una fuente ofrecida por el Espíritu Santo a la Iglesia de hoy y para el mañana. No nos detengamos ante los errores, las confusiones y los defectos que, a causa del pecado y de la debilidad de los hombres, han ocasionado sufrimientos en el seño del pueblo de Dios. Nosotros creemos firmemente y lo estamos viendo, que la Iglesia encuentra en el Concilio la luz y la fuerza que Cristo prometió dar a los suyos en cada época de la historia» 109. Este «don del Espíritu» hizo que, a lo largo de la celebración del Concilio Vaticano II se fuera formando una nueva conciencia eclesial, no sólo entre los Padres conciliares sino también entre el común de los bautizados. Efectivamente, si «el retorno a sus fuentes, el vivir profundamente su contenido sobrenatural, el choque con el mundo, el esfuerzo misional, la inserción de Dios en la historia a través de los acontecimientos que Él provoca o permite, son los factores que condicionan el modo de conciencia que la Iglesia tiene en cada momento de sí misma» 110, es evidente que en el Concilio Vaticano II se llegó a una nueva conciencia eclesial. A lo largo de la celebración del Concilio, en efecto, la Iglesia llegó a unas nuevas relaciones con la Palabra de Dios, a unas nuevas relaciones con el mundo y a un nuevo talante misionero. Se pasó de una cierta instrumentalización de la Palabra, a una actitud de plena docilidad ante esa Palabra teniéndola siempre como punto de partida111 y no como simple confirmación de una doctrina elaborada desde parámetros sustancialmente filosóficos o de autoridad; se pasó de una actitud de confrontación y hasta de rechazo frontal del mundo, a una postura de simpatía crítica frente a las realidades temporales112; se pasó de una actitud impositiva del propio mensaje cristiano y hasta de la propia realidad eclesial, a una actitud propositiva de la propia riqueza al hombre contemporáneo113. Es posible, por todo ello, detectar una verdadera contraposición entre un antes y un después del Concilio en la consideración de la Iglesia. Decía, en efecto, Mons. Elchinger (Estrasburgo) en una intervención conciliar: «Ayer, la Iglesia era considerada sobre todo como institución; hoy, la vemos mucho más claramente como comunión. Ayer, se veía sobre todo al papa; hoy, estamos en presencia del obispo unido al papa. Ayer, se consideraba al obispo solo; hoy, a los obispos todos juntos. Ayer, la teología afirmaba el valor de la jerarquía; hoy, descubre el pueblo de Dios. Ayer, la teología ponía en primera línea lo que separa; hoy, lo que une. Ayer la teología de la Iglesia consideraba sobre todo 199

su vida interna; hoy, es la Iglesia vuelta hacia el exterior» 114. Pero este cambio —dice agudamente el historiador G. Martina— «no implica una ruptura con el pasado. Como siempre sucede en la historia, el progreso no excluye la continuidad. Y, a su vez, ésta no constituye una repetición monótona y mecánica; se presenta, más bien, como una superación de muchos aspectos de la mentalidad anterior» 115. Por su parte, Pablo VI hablando a la Conferencia episcopal italiana en la víspera misma de la clausura del Concilio Vaticano II (6-XII-1965): «lo primero, nos parece, es la conciencia posconciliar. Tenemos que predicárnosla a nosotros mismos, desde el momento en que todos debemos tratar de infundirla en los demás, en el clero y en los fieles. ¿Terminado el Concilio todo vuelve a ser como antes? Las apariencias y las costumbres responderán que sí. El espíritu del Concilio responderá que no. Alguna cosa, y no pequeña, tendrá que ser, también para nosotros —sobre todo para nosotros—, nueva. ¿El cambio de muchas formas exteriores? Sí, pero no aludimos a éstas ahora. Nos referimos a nuestro modo de considerar la Iglesia; modo, que el Concilio tanto ha cargado de pensamientos, de temas teológicos, espirituales y prácticos de deberes y consuelos, que nos exigen un nuevo fervor, un nuevo amor, casi un nuevo espíritu» 116. Ya antes, en la Navidad de 1964, había afirmado: «debemos asegurar a la vida de la Iglesia una manera nueva de sentir, de querer y de comportarse» 117. Entre la nueva conciencia eclesial y la conciencia eclesial anterior al Concilio hay que establecer una tensión dialéctica: no se niega lo que constituía el núcleo central de la vieja conciencia eclesial, sino que se asume en una síntesis superior y enriquecida. La nueva conciencia eclesial, puede explicitarse diciendo que existe en la Iglesia posconciliar: — una nueva forma de ser, — una nueva forma de estar presente — nueva forma de actuar. — La nueva forma de ser de la Iglesia se expresa al poner el acento en su naturaleza sacramental de la Iglesia, por encima de los aspectos institucionales fuertemente acentuados en el preconcilio; en la condición de nuevo Pueblo de Dios, dentro del cual y a cuyo servicio está la jerarquía en las tres dimensiones de su ministerio: santificadora, magisterial y de gobierno pastoral; en la corresponsabilidad propia de todos los miembros de la Iglesia por el solo y fundamental hecho de ser bautizados, superando cualquier forma de discriminación que provenga de la diversidad de vocación, de ministerios o funciones; se manifiesta, además, en la naturaleza misionera de toda la Iglesia y en la atención que presta a su vocación profética en el mundo, por encima de su condición de simple guardiana y custodia del depósito de la fe; 200

en la experiencia de profunda comunión entre todas las Iglesias particulares, superando el monolitismo de una Iglesia universal de la que las Iglesias particulares pudieran parecer simples sucursales o representaciones diplomáticas. — La nueva forma de estar presente la Iglesia se echa de ver fácilmente en la dimensión escatológica a la que se le ha dedicado un entero capítulo en la Lumen Gentium; en la consiguiente conciencia de Iglesia peregrina en el mundo, frente a la impresión —dada durante siglos— de una Iglesia bien instalada y afincada en este mundo. Está presente además en este mundo la Iglesia, no desde una posición defensiva o incluso de ataque; no con la actitud recelosa y desconfiada de tiempos pasados, sino con una actitud de simpatía crítica y, por eso mismo, con un talante auténticamente humanista: es decir, acogiendo todo lo humano en lo que tiene de auténtico, así como con el compromiso y el esfuerzo de humanizar todos los aspectos de la vida del hombre actual, compartiendo los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, convencida de que nada hay verdaderamente humano que no deba encontrar eco en el corazón de los discípulos de Cristo (cf. GS 1). — La nueva forma de actuar de la Iglesia posconciliar parte de la conciencia de no encontrarse ya en situación de cristiandad. De ahí, que prefiera actuar «desde dentro», «a modo de fermento», «siendo lo que el alma es en el cuerpo» (cf. LG 9.31.38). De ahí también que esté más preocupada de celebrar en toda su plenitud y profundidad el Misterio Pascual, que de los aspectos estrictamente rituales de las celebraciones litúrgicas. De ahí que actúe más con el desinterés de un testigo que con el interés del que hace proselitismo. De ahí que esté más preocupada de los derechos del hombre que de los derechos de la ortodoxia. De ahí, la exigencia de superar el individualismo, para actuar en una pastoral de conjunto que parta y conduzca a una verdadera comunión. Esa forma nueva se expresa igualmente en la actitud de diálogo y en el talante pastoral de sus actuaciones en todos los órdenes: doctrinales, disciplinares, jurídicos, frente a las actuaciones preconciliares caracterizadas por decisiones de carácter impositivo e incluso conminatorio. La Iglesia del Vaticano II es una Iglesia que cultiva el pluralismo en la comunión; que ofrece su verdad y la salvación de que se siente portadora, pero sin imponerla por la fuerza. Resumiendo, con el Vaticano II se ha pasado de una visión eminentemente societaria de Iglesia, a una visión mistérica y sacramental; de una visión fundamentalmente institucional y verticalista, a una visión comunional y participativa; de una concepción de Iglesia construida prevalentemente a partir del protagonismo de la jerarquía, a una Iglesia construida a partir del protagonismo del Pueblo de Dios; de una conciencia prácticamente exclusiva de Iglesia universal, a la conciencia viva y operante de Iglesia particular como lugar concreto y determinado en que cada bautizado vive y realiza el Misterio de la Iglesia; de una visión estática de Iglesia, a una visión dinámica de la misma. Lo 201

característico del Concilio ha sido precisamente «este radical deseo de autenticidad: voluntad de distinguir y, sobre todo, de deducir en la Iglesia las estructuras de la esencia, las apariencias externas del contenido interno, los comportamientos exteriores de las convicciones interiores, las encarnaciones sociológicas de la misión espiritual» 118. Es posible, pues, concluir con G. Bartina reconociendo que «ha sido un camino laborioso el paso de la Iglesia postridentina a la Iglesia del Vaticano II. Todo esto implicaba necesariamente una eclesiología más abierta y objetiva (Lumen Gentium), un concepto de Revelación más sensible a la dimensión histórica (Dei Verbum), una mayor comprensión de la auténtica presencia de la Iglesia en el mundo (Gaudium et Spes)... Hemos pasado de la condena al diálogo, del ghetto a la presencia, de la defensa de la cristiandad a la construcción de una Iglesia que se apoya en la fuerza de la verdad y en la eficacia de la gracia» 119.

202

1 Cf. lo dicho en el capítulo primero sobre la Eclesiología en los escritos del Nuevo Testamento. 2 Refiriéndose a la vida de los primeros cristianos el Discurso a Diogneto, afirma: «habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor peculiar de conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente» (V. 4). «Los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo» (VI. 7) (D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, (BAC 65), Madrid 1950, pp. 813-860. Aquí, pp. 850-852). 3 Cf. R. LAURENTIN, Balance de las sesiones del Concilio, 4 vols., Madrid 1964-1967; Y-M. Congar, Diario del Concilio, 3 vols., Barcelona 1967; E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno según el Vaticano II Madrid 1969, pp. 212-237; J. M. ROVIRA BELLOSO, Significación histórica del Vaticano II, en AA.VV., El Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985, pp. 17-46; A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 835840. 4 Juan XXIII lo hizo saber y sentir en repetidas ocasiones. Es significativo en este mismo sentido, el hecho de que la Constitución Sacrosanctum Concilium, el primer Documento aprobado en el Concilio (4-XII-1963) comience precisamente afirmando: «Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia»(SC 1). Subrayado nuestro. 5 Ver la Constitución Humanae salutis (25-XII-1961) convocando oficialmente el Concilio, en AAS 54 (1962), pp. 5-13, y el Discurso de Apertura del mismo de Juan XXIII (11-X-1962), en AAS 54 (1962), pp. 786795. 6 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 913. 7 Pablo VI, Discurso de Apertura de la 2a Sesión conciliar, en AAS 55(1963), p. 850. El mismo Juan Pablo II en la homilía pronunciada al concluir el Sínodo extraordinario a los veinte años de Clausura del Vaticano II (8XII-1985), no dudó en afirmar que «el tema central del Concilio había sido la Iglesia», en El Vaticano II, don de Dios, PPC (Documentos de estudio, nº 110), Madrid 1986, p. 99. 8 Idem, pp. 850-851. 9 Cf. capítulo anterior en la Nota en que recogemos los Tratados y Obras referentes a la Teología de la Iglesia. Pueden completarse esos datos con la Bibliografía eclesiológica aportada por Y- M. CONGAR en Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 397-630; Idem., El Concilio día tras día, Barcelona 1963, pp. 103-140. 10 Cf. B. NEUNHEUSER, Movimiento litúrgico, en NDL, pp. 1365-1382; Id., Historia de la Liturgia, en NDL, pp. 990-998; G. PASQUALETTI, Reforma litúrgica, en NDL, pp. 1691-1714. 11 B. NEUNHEUSER, Movimiento litúrgico, en NDL, p. 1374. 12 Palabras estas que, por desgracia, quedaron prácticamente en letra muerta como se vió en el decurso de la historia inmediata. 13 Cf. AAS 43(1951), pp. 128-137; 47(1955), pp. 838-847; 50(1958), pp. 630-663. 14 B. NEUNHEUSER, Historia de la Liturgia, en NDL, p. 991. 15 A. L. MAYER, Die Liturgie in der europäischen Geistesgeschichte, Darmstadt 1971, p. 432s, citado en NDL, pp. 1372-1373. 16 Cf. Y-M. CONGAR, Aspectos del ecumenismo, Barcelona 1965; G. THILS, Historia doctrinal del

203

movimiento ecuménico, Madrid 1965; Y-M. CONGAR, Cristianos en diálogo, Barcelona 1967; J. BOSCH, Para comprender el Ecumenismo, Estella 1993: con amplia bibliografía; J. E. VERCRUYSSE, Introducción a la teología ecuménica, Estella 1993. 17 UR 1. 18 Entre los pioneros, ya desaparecidos, del Movimiento ecuménico entre protestantes, reformados y anglicanos, es imprescindible recordar a Ch. Brent (1862-1929), N. Soederblom (1866-1931); Lord Halifax (1839-1934); L-Th. Wattson (1863-1940); K. Barth (1886-1968); M. Boegner (1881-1970); W. A. Visser’T Hooft (1900-1985). 19 Cf. J. WICKS, La cuestión eclesiológica en el diálogo católico-luterano, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II, Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 663-689. 20 Cf. H. GODIN y DANIEL, Francia, ¿pais de misión?, París 1943. En este mismo contexto, contribuyó no poco a profundizar y clarificar la naturaleza soteriológica de la Iglesia, así como la voluntad salvífica universal de Dios, la polémica posición doctrinal levantada por K. Rahner acerca del cristianismo implícito o de los cristianos anónimos. Cf. K. RAHNER, Los cristianos anónimos, en Escritos de Teología (ET) VI, Madrid 1969, pp. 535-544; Id., Misión y cristianismo implícito, en SM 4, cols. 696-700. 21 Entre otros, L. Beauduin, P. Parsch, Hermanos Wolker, J. Jugmann, O. Semmelroth, J. Danielou, H. de Lubac, K. Rahner, H. U. von Balthasar, Y-M. Congar, M-D. Chenu, J. Geiselmann, H. Fries, J. Ratzinger, E. Schillebeckx, etc. 22 Sobre la parte y el influjo de no pocos de los autores citados en las líneas renovadoras del Vaticano II, cf. K. H. NEUFELD, Obispos y teólogos al servicio del Concilio Vaticano segundo, en R. LATOURELLE(ED.), Vaticano II, Balance y Perspectivas, Salamanca 1989, pp. 65-84. Refiriéndose a H. de Lubac y a Y-M. Congar, en particular, afirma O. Glez. de Cardedal que «de su aliento, trabajo, libros y alma, nació la posibilidad del Concilio Vaticano II, a la vez que de toda una generación anónima de pensadores, liturgistas, exégetas, historiadores de la Iglesia y patrólogos«(Revista «El Ciervo», n. 574 [enero 1999] p. 38). 23 Alocución a los cardenales en San Pablo extramuros, en AAS 51(1959), pp. 65-69. 24 O. ROUSSEAU, La Constitución (LG) en el cuadro de los movimientos renovadores de técnica y pastoral de las últimas décadas, en Baraúna I, p. 126. 25 Cf. D. C., 60 (1963), pp. 47-48; Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II I/IV, p. 223. Semejante idea la expresaba en su intervención conciliar también el cardenal Bea en la misma XXXIII Congregación General: «desde el anuncio mismo del Concilio, con mucha frecuencia y por parte de muchos, se ha enumerado el problema de la Iglesia como uno de los principales problemas a tratar por este Concilio». Por eso «es claro que este Esquema debe ocupar un lugar absolutamente central en nuestro Concilio» y esto, «para el bien de la Iglesia, más aún, para el bien de toda la humanidad»: Ib., p. 227. 26 Cf. Schemata Constitutionum et Decretorum ex quibus argumenta in Concilio disceptanda seligentur, Series Secunda, Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1962; cf. U. BETTI, Crónica de la Constitución (LG), en Baraúna I, pp. 145-170; aquí p. 146, nota 7; Ch. MOELLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en Baraúna I, pp. 171-204; B. KLOPPENBURG, Votaciones y últimas enmiendas a la Constitución, en Baraúna I, pp. 205-234. 27 Cf. U. BETTI, Crónica de la Constitución (LG), en Baraúna I, pp. 148-149. 28 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 25. 29 Cf. AAS 54(1962), p. 792.

204

30 He aquí cómo describe la situación A. Borrás, profesor de Historia eclesiástica: «La discusión del Esquema de las Fuentes de la Revelación duró desde el 14 al 21 de noviembre. Se le dedicaron 6 Congregaciones generales. Hubo 104 intervenciones de 99 padres. De ellos 19 italianos, 12 españoles, 10 franceses, 6 alemanes, 4 norteamericanos, etc. Ottaviani presenta el Esquema, pero por su edad prosigue la presentación Mons. Garofalo. Sigue la pedrea: Liénart ataca fuerte: Non placet! Lo mismo dice Frings; lo defienden Ruffini y Siri; Quiroga Palacios se sitúa en una posición intermedia; continúa el ataque: Léger, incisivo, König, Alfrink, Suenens, Ritter... hicieron notar su pleno desacuerdo; Bea dice que es contrario a los fines que el Papa se ha propuesto al convocar el Concilio. La oposión era tan clara, el debate tan fuerte, que L’Osservatore Romano del 14 noche para el 15 ¡pide prudencia a los periodistas! (Vaticano II. Enciclopedia conciliar, Ed. Regina, Barcelona 1967, p. 70). 31 JUAN XXIII, Discurso de Apertura del Concilio Vaticano II, en AAS 54(1962), pp. 793-794. 32 Cf. Documentation Catholique (D. C.) 60(1963), pp. 47-48; cf. Acta Synodalia I/IV, p. 224. 33 Schema Constitutionis dogmaticae «De Ecclesia», Typis Polyglottis Vaticanis 1963, pars I, p. 47; pars II, p. 31. 34 K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche, en «Geist und Leben» 39(1966), p. 4. 35 Discurso en la Apertura de la Segunda Sesión conciliar, en AAS 55(1963), pp. 847-850. 36 U. BETTI, Crónica de la Constitución, en Baraúna I, p. 153. Subrayado nuestro. 37 D. C. 60(1963), p. 48; Acta Synodalia I/IV, p. 223. 38 Cf. DH 3050-3075. 39 Los cinco puntos son: 1) La consagración episcopal constituye el grado supremo del sacramento del Orden. 2) Cada obispo, legítimamente consagrado, en comunión con los demás obispos y con el Romano Pontífice, es miembro del cuerpo episcopal. 3) El cuerpo o colegio de obispos sucede al colegio de los Apóstoles y, unidos a su cabeza, el Romano Pontífice, posee plena y suprema potestad en la Iglesia universal. 4) Esta plena y suprema potestad le compete al colegio de obispos, unidos a su cabeza, por derecho divino. 5) Es menester considerar la oportunidad de restablecer el diaconado como grado jerárquico permanente. Cf. Acta Synodalia II/III, pp. 574-575. 40 Cf. A. M. CALERO, María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1988, pp. 60-63. 41 Esta idea había partido del propio Juan XXIII en febrero de 1961. 42 Schema Constitutionis «De Ecclesia», Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1964, 220 páginas. 43 U. BETTI, Crónica de la Constitución, en Baraúna I, p. 169. Subrayado nuestro. 44 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 63. 45 Ch. MÖLLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en Baraúna I, p. 201. 46 Y-M. CONGAR, «Informations catholiques internationales», 224, (15-IX-1964) p. 1. 47 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 33. 48 Cf. J. MOINGT, Services et lieux d’Église, en «Etudes» 350/6(1979), pp. 835-849; 351/1(1979), pp. 103-119, y 351/4(1979), pp. 363-394. Es sobre todo en la segunda parte de este amplio artículo (351/1[1979], pp. 103-119), donde el autor presenta en toda su crudeza el problema de la dualidad de planteamientos presente en el Concilio Vaticano II: conflicto de dos discursos; tentativa de innovación; persistencia de lo sagrado; audacias y dudas; lo nuevo brota de lo viejo. Ver resumen en «Selecciones de Teología» 75 (1980), pp. 239-242.

205

49 Efectivamente, ya en la discusión acerca de las dos fuentes de la Revelación (primera cuestión importante comenzada a discutir en el Concilio el día 14 de noviembre de 1962), se pusieron de relieve entre los Padres conciliares dos tendencias seriamente contrapuestas. 50 Cf. Y-M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones I-II, San Sebastián 1966. 51 Cf. R. LATOURELLE, Teología de la Revelación, Salamanca 19773, pp. 351-398 52 P. TIHON, La Iglesia, en B. SESBOÜÉ (dir.), Historia de los Dogmas III, Salamanca 1996, p. 398. 53 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 836. 54 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 75. 55 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 86. 56 Cf. PÍO IX, ASS 6(1870/71), pp. 40-47; DH 3050-3075. 57 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en Baraúna I, p. 276. 58 Acerca de la «novedad» que ha aportado cada uno de los Documentos conciliares, cf. E. SCHILLEBEECKX, o.c., pp. 209-238. 59 He aquí, por orden cronológico de votación, el resultado de las votaciones de los distintos Documentos: Sacr. Concilium votantes: 2. 152 Sí: 2. 147 No: 4 Nulos: 1. Inter mirifica votantes: 2. 131 Sí: 1. 960 No:164 Nulos: 7. Lumen Gentium votantes: 2. 156 Sí: 2. 151 No: 5 Nulos: 0. Orientalium Eccl. votantes: 2. 149 Sí: 2. 110 No: 39 Nulos: 0. Unitatis Red. votantes: 2. 148 Sí: 2. 137 No: 11 Nulos: 0. Christus Dominus votantes: 2. 322 Sí: 2. 319 No: 2 Nulos: 1. Perfectae caritatis votantes: 2. 325 Sí: 2. 321 No: 4 Nulos: 0. Optatam totius votantes: 2. 321 Sí: 2. 318 No: 3 Nulos: 0. Grav. educationis votantes: 2. 325 Sí: 2. 290 No: 35 Nulos: 0. Nostra aetate votantes: 2. 310 Sí: 2. 221 No: 88 Nulos: 1. Dei Verbum votantes: 2. 350 Sí: 2. 344 No: 6 Nulos: 0. Apost. Actuositatem votantes: 2. 342 Sí: 2. 340 No: 2 Nulos: 0. Dignitatis humanae votantes: 2. 384 Sí: 2. 308 No: 70 Nulos: 6. Ad Gentes votantes: 2. 399 Sí: 2. 394 No: 5 Nulos: 0. Presb. ordinis votantes: 2. 394 Sí: 2. 390 No: 4 Nulos: 0. Gaudium et spes votantes: 2. 391 Sí: 2. 309 No: 75 Nulos: 7. 60 Bastará consultar, para tener una visión relativamente completa de la eclesialidad de los Documentos conciliares, algún Índice analítico: vgr., el de la Edición bilingüe promovida por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1993, pp. 1232-1237. 61 O. G. HERNÁNDEZ, o. c., en Baraúna I, p. 268. Subrayado nuestro. 62 Cf. La Iglesia II, pp. 409-433. Señala como puntos de novedad presentes en la Lumen Gentium: el

206

retorno a las fuentes; la síntesis centrada en el Misterio; la dimensión histórica; el aspecto comunitario; el personalismo; la apertura a los demás; el dinamismo. 63 Cf. L. GALLO, Le quattro costituzioni del Vaticano II. Identità, struttura, portata, en «Note di pastorale giovanile», noviembre 1987, pp. 7-13. 64 Cf. El Misterio II, pp. 866-914. Desde el punto de vista del método, señala: el retorno a las fuentes de la teología; el enfoque histórico-salvífico; el misterio de la Iglesia como punto de partida de la Eclesiología. Y desde el punto de vista del contenido: la Eclesiología teológica y antropológica; la búsqueda de integración; la dimensión histórica; la fidelidad a la estructura teándrica de la Iglesia; la eclesiología de comunión; la eclesiología personalista; la eclesiología ecuménica; la eclesiología misional; una eclesiología abierta a la dimensión escatológica de la Iglesia; una eclesiología de carácter dogmático y pastoral. 65 Cf. E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno según el Vaticano II, Madrid 1969, pp. 213-217. Estos son los puntos de novedad señalados por Schillebeeckx:

— — — — —

— — — — — — —

Haber puesto, como punto de partida, la dimensión mistérica de la Iglesia. Haber situado a Cristo en el centro mismo de la realidad eclesial, situando esa realidad en el contexto de la historia de la salvación. Haber recuperado en la eclesiología católica la idea de reino de Dios, punto de partida de la tensión escatológica en que debe vivir la Iglesia. Presentar a la Iglesia, en primerísimo lugar, como el pueblo de Dios: un pueblo carismática, profético y sacramental. Concebir la pertenencia a la Iglesia no en sentido unívoco, sino analógico: incluso los increyentes de buena voluntad tienen algo que ver con esta Iglesia y no están completamente fuera de ella. Existencia de ministerios clericales y no-clericales, todos ellos en orden al servicio. Reconocimiento de la colegialidad episcopal bajo el principio rector del primado del papa. La concepción de la Ordenación episcopal como base de toda misión ministerial: santificar, autoridad magisterial y potestad de jurisdicción. Redescubrimiento de la teología de la Iglesia local o particular, en la que se hace presente toda la Iglesia universal. La vocación de todos los bautizados a la santidad. La sacramentalidad de la Iglesia respecto al mundo: signo e instrumento de la mutua unidad de los hombres. Integración de la figura de María en el doble misterio de Cristo y de la Iglesia.

66 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en Baraúna I, pp. 274-275. 67 Y-M. CONGAR, Eclesiología, p. 298. Subrayado nuestro. 68 Y-M. CONGAR, Eclesiología, p. 297, nota 46; cf. Idem., Bulletin d’Eclésiologie, en «RSPT» 66 (1982), pp. 93-98, a propósito del estudio del P. Ghirlanda sobre la «comunión jerárquica».

207

69 A. Antón, El Misterio II, p. 914. 70 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 11; cf. Constitución Dei Verbum 8.9.10.21. 71 Cf. Y-M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones I-II, San Sebastián 1964. 72 Cf. J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Vaticano II, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, pp. 105-120. 73 Es interesante observar, con G. Philips, cómo se pasó de aplicar la expresión «Luz de los pueblos» a la Iglesia (como hizo el cardenal Suenens en la primera sesión: 4.XII.1962), a la redacción final de la Constitución, que comienza justamente con esa expresión, pero aplicada a Cristo y no a la Iglesia. «Luz de las gentes» no es la Iglesia, sino únicamente Cristo: «es la manera de poner inmediata e incondicionalmente el Verbo encarnado a la cabeza de la exposición y de llegar así al cristocentrismo a que el cardenal Montini mostraba tan profunda adhesión» (PHILIPS, La Iglesia I, p. 22). 74 J. ALFARO, Cristología y eclesiología del Vaticano II, en Idem., o.c., p. 110. 75 PABLO VI, Discurso de Apertura de la Segunda Sesión conciliar, en AAS 55(1963), (nn. 11 y 12) pp. 845-846. 76 J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Vaticano II, en Idem., o.c., p. 118. 77 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 91. 78 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 920. 79 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, pp. 445-690; Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 195-201; A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 920-925 80 Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, p. 201. En la misma obra (p. 196) deja constancia de que son 258 las menciones que los Documentos conciliares hacen del Espíritu Santo. 81 LG 4. 6. 7. 8. 9. 11. 12. 15. 17. 19. 21. 22. 25. 26. 32. 34. 38. 39. 41. 42. 43. 44. 45. 48. 49. 50. 52. 53. 56. 63. 64. 65. 82 O. G. HERNÁNDEZ, a.c., en Baraúna I, p. 265. 83 O. G. HERNÁNDEZ, a.c., en Baraúna I, p. 266. 84 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 900; cf. en este mismo sentido G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 14. 76; II, pp. 38s. 226-236. 421-426. J. Ratzinger no duda en afirmar que «esta esclesiología de la communio ha llegado a ser el auténtico corazón de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia, el elemento nuevo y, al mismo tiempo, enteramente ligado a los orígenes, que este Concilio ha querido ofrecernos» (Iglesia, ecumenismo y política, Madrid 1987, p. 10). 85 Cf. cuanto queda dicho en el capítulo anterior hablando de los Santos Padres. 86 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 112-132. 87 Es digno de recordar que, en el Sínodo extraordinario de los obispos, celebrado en 1985 a los veinte años de concluido el Concilio Vaticano II para hacer su evaluación, los Padres sinodales siguen afirmando con toda claridad que «la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio. Koinonía/comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las iglesias orientales hasta nuestros días» (G. Card. DANEELS, Relación final, II, C) 1). Con todo, el mismo Relator, Cardenal Daneels, había constatado que «la idea Iglesia-comunión no ha penetrado en los entresijos del pueblo cristiano» (Primera Relación sinodal, II, 3c).

208

88 Esta dimensión personalista de la eclesiología se pone de relieve, no solo en la Lumen Gentium al tratar de la colegialidad episcopal, de la relación del obispo con los presbíteros y con los laicos (LG 23. 28. 37), sino a lo largo de todos los Documentos conciliares, especialmente en la debatida y trabajosamente asumida Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae. Esta Declaración comienza reconociendo abierta y positivamente no sólo que «los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», sino que «crece el número de los que exigen que los hombres actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» (DH 1). 89 Baste pensar en el hecho, inédito hasta este momento, de la presencia de un grupo de 39 observadores permanentes, pertenecientes a 18 iglesias o confesiones cristianas no-católicas (además de 5 invitados a título personal), cuya sola presencia tuvo ya en sí un gran valor, además del indudable influjo que esa presencia ejerció en el planteamiento y en la resolución de los problemas, fueran de índole teológica o simplemente disciplinar. 90 Mons. DE SMEDT, Intervención conciliar, en Acta Synodalia I/III, pp. 184-187. Aquí, p. 185. Cf. D. C., 59 (1962), cols. 1.586-1.587. 91 Cf. AAS 54 (1962), pp. 786-795. 92 Cf. G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 149-150; H. Mühlen, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, pp. 492-500; F. A. SULLIVAN, El significado y la importancia del Vaticano II de decir, a propósito de la Iglesia de Cristo, no «que ella es», sino que ella «subsiste en» la Iglesia católica romana, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 607-627. 93 G. Philips, La Iglesia I, p. 149. 94 Recientemente parece haberse matizado esta doctrina conciliar: cf. Congregación para la Doctrina de la fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 16-17, en «Ecclesia» n. 3014 (16-X-2000), pp. 34-35. 95 Desde el mismo inesperado anuncio del Concilio el 25 de enero de 1959 (en AAS 51[1959], pp. 65-69) hasta el Discurso de Apertura el 11 de octubre de 1962 (en AAS 54[1962], pp. 786-795), pasando por la Constitución apostólica Humanae salutis (en AAS 54[1962], pp. 5-13), en todo momento y en todos sus pasos reafirmó constantemente Juan XXIII que el Vaticano II debía ser un Concilio de «aggiornamento», es decir, de puesta al día, actualizando simultáneamente y de forma inseparable, la doctrina y el talante pastoral de la Iglesia. 96 JUAN XXIII, Discurso de Apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, en AAS 54 (1962), pp. 791-792. 97 Y-M. CONGAR, El Concilio día tras día, Barcelona 1963, pp. 96-97. 98 Cf. Ch. MÖLLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en Baraúna I, pp. 172-175. 99 Cf. B. BOTTE, Presbyterium et ordo episcoporum, en «Irenikon» 29 (1956), pp. 5-27. 100 Cf. A. SCHMEMANN, La notion de Primauté dans l’ecclésiologie orthodoxe, en AA. VV., La Primauté de Pièrre, Neuchâtel 1960. Este autor (ortodoxo) reconoce que «la Iglesia siempre conoció y poseyó un primado universal. El error eclesiológico de Roma consiste no en la afirmación de su primado, sino en el hecho de haber identificado dicho primado con la potestad suprema» (l. c., p. 141). 101 CONGAR, Eclesiología, p. 299; cf. Y-M. CONGAR-D. DUPUY (dirs.), L’episcopat et l’Église universelle, Paris 1962. 102 Y-M. CONGAR, en «Informations catholiques internationales» 229 (1-XII-1964), p. 5. 103 Cf. J. RATZINGER, La Colegialidad episcopal, en Baraúna II, pp. 768-774; PHILIPS, La Iglesia II,

209

pp. 389-392; E. BUENO-R. CALVO, La Iglesia local, Madrid 2000. 104 Cf. JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint (25 mayo 1995), nn. 88-97, en AAS 87 (1995), pp. 973-979. 105 Cf. H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974; H. LEGRAND, La Iglesia local, en B. LAURET-F. REFOULÉ, Iniciación a la práctica de la Teología III, Madrid 1985, pp. 138-267; J-M-R. TILLARD, El obispo de Roma, Santander 1986; E. BUENO DE LA FUENTE-R. CALVO, La Iglesia local, Madrid 2000, pp. 37-87. 106 Cf. K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y primado, Barcelona 1965; E. CORECCO, Sinodalidad, en G. BARBAGLIO-S. DIANICH (dirs.), NDT II, pp. 1644-1673, con amplísima bibliografía; J. TAPIA PÉREZ, Sinodalidad e Iglesia, en F. CHICA y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii Advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 315-328. 107 AAS 54(1962), p. 8. 108 Juan Pablo II, Homilía en la Apertura del Sínodo extraordinario, en El Vaticano, don de Dios, en Documentos de estudio, PPC, Madrid 1986, p. 12. 109 El Vaticano II, don de Dios, en PPC, Documentos de estudio, nº 110, Madrid 1986, p. 91. 110 Cf. O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en Baraúna I, pp. 249-278. Aquí, p. 257. 111 Fue altamente significativo el gesto «diario» de la entronización de la Palabra situándola en el centro del Aula conciliar. 112 Cf. entre otros lugares GS 34-37. 113 DH 1; Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente (10.XI.1994), n. 35 114 Doc. Cath. (1963), col. 38. Acta Synodalia I/IV, pp. 147-148. 115 G. MARTINA, El contexto histórico en el que nació la idea de un nuevo concilio ecuménico, en R. Latourelle (ed.), Vaticano II. Balance y perpsectivas, Salamanca 1989, p. 64. 116 PABLO VI, Alocución al episcopado italiano, en AAS 58 (1966), p. 67. 117 PABLO VI, Discurso a los miembros de la Curia Romana con motivo de la Fiesta de Navidad (24.XII.1964), en AAS 57 (1965), pp. 169-173. Aquí, p. 171. 118 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos históricos-teológicos, en Baraúna I, p. 275; cf. G. Martina, a. c., en R. Latourelle (ed.), o.c., pp. 25-64. 119 G. BARTINA, El contexto histórico en el que nació la idea de un nuevo concilio ecuménico, en R. Latourelle (ed.), o.c., p. 64

210

CAPÍTULO

4

LA IGLESIA ES UN MISTERIO

211

212

Nota bibliográfica A. ALCALÁ GALVE, La Iglesia. Misterio y misión, Madrid 1963, pp. 142-170. H. BORNKAMM, Mysterion, en G. Kittel-G. Friedrich (dirs.), Grande Lessico del Nuovo Testamento VII, Brescia 1971, cols. 645-716. O. CASEL, El misterio de la Ekklesía, Madrid 1964. L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959. J. A. ESTRADA, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca 1984. J. A. ESTRADA, Del Misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988. B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992. G. FROSINI, La Trinità mistero primordiale, Bologna 2000. C. HOLBÖCK-TH. SARTORY, El misterio de la Iglesia. Fundamentos para una eclesiología, Barcelona 1966. Ch. JOURNET, El carácter teándrico de la Iglesia, fuente de tensión permanente, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 365-376. H. KÜNG, Estructuras de la Iglesia, Madrid 1974. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 23-106. J. MOLTMANN, La Iglesia fuerza del Espíritu, Salamanca 1978. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974. R. PENNA, Misterio, en P. Rossano y otros(dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990, pp. 1224-1234. M. PHILIPPON, La Santísima Trinidad y la Iglesia, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 341-363. G. PHILIPS, La Iglesia y su Misterio en el Concilio Vaticano II I, Barcelona 1968, pp. 99-159. PÍO XII, Encíclica Mystici Corporis Christi, en AAS 35(1943) pp. 193-248. K. PRÜMM, Mystères, en DBS VI, cols. 1-225, con abundante bibliografía. K. RAHNER, El pecado en la Iglesia, en G. Baraúna(dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 433-448. K. RAHNER, Cambio estructural en la Iglesia, Madrid 1974. B. RIGAUX, El misterio de la Iglesia a la luz de la Biblia, en G. Baraúna(dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 289-307. A. SCHILSON, Mysterientheologie, en LTK VII, Freiburg im Breisgau 1998, cols. 575-576. M. SCHMAUS, Teología Dogmática IV, La Iglesia, Madrid 19622, pp. 314-367. G. SIGISMONDI, La versione ecclesiologica delle controversie cristologiche, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii millennii advenientis, PIEMME, Casale Monferrato 1997, pp. 289- 296. N. SILANES, La Iglesia de la Trinidad, Salamanca 1981. T. STROTMANN, La Iglesia como Misterio, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 325-339. V. VALESKE, Votum ecclesiae, München 1962, pp. 160-195.

213

214

Introducción A partir de la Edad Media y en un proceso progresivo e imparable que encontró su punto culminante en el momento de la Contrarreforma, pero que ha perdurado hasta bien mediado el siglo XX, la Iglesia se ha sentido y se ha presentado ante el mundo como una sociedad perfecta con todas las consecuencias de orden sociológico, político, económico, jurídico, etc., que dicha definición comportaba1. Efectivamente, la Iglesia como realidad histórica que es, puede ser vista y considerada desde diversas perspectivas y formalidades: sociológica, política, cultural, jurídica y particularmente religiosa, no raramente en confrontación con otras religiones igualmente venerables y legítimas, especialmente del judaísmo. Todas estas perspectivas, siendo completamente legítimas y respondiendo a aspectos objetivos del verdadero ser de la Iglesia, no la sitúan, con todo, en su verdadero y esencial contexto, no la iluminan con su verdadera luz, no descubren su verdadera esencia: el misterio. Por eso llega a decir con fina ironía G. Philips, recordando la famosa definición de Belarmino («la Iglesia es una sociedad perfecta, tan perfecta y visible como la república de Venecia...»), aceptada pacíficamente por la teología postridentina, hecha vida y sobre todo convertida en criterio de actuación hasta la celebración misma del Concilio Vaticano II, que «no es fácil ver cómo se las arreglaría un historiador para unir los orígenes de la serenísima república (de Venecia), con un decreto del Padre eterno» 2. En contra de esa conciencia y de esa visión extrinsecista, sociológica y jurídica, hoy se sabe que, desde muy pronto, «la Iglesia se entendió a sí misma como misterio, en cuanto que se reconoció globalmente como una comunidad convocada y reunida por una decisión y designio misterioso de Dios Padre, consumada en Jesucristo a través del don de su palabra y de su amor otorgado en el bautismo, en la eucaristía y en el perdón de los pecados, y santificada por la participación en la santidad divina; asamblea que realiza su comunidad por la koinonía o comunión, así como por los dones del Espíritu» 3.

1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA DE LA IGLESIA

215

El Concilio Vaticano II, volviendo a la mejor tradición tanto bíblica como patrística, subrayó en diversos momentos y documentos la naturaleza mistérica de la Iglesia, haciendo de esta perspectiva (mistérica) un indudable y fecundo punto de partida: En la Constitución dogmática Lumen Gentium (n. 5), afirma claramente que «el misterio de la Iglesia santa se manifiesta en su misma fundación». En el Decreto Ad Gentes (n. 5) recuerda cómo Jesús «cuando hubo completado en sí mismo el misterio de nuestra salvación y de la restauración de todas las cosas con su muerte y resurrección..., antes de ascender al cielo, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los Apóstoles al mundo entero». En la Constitución pastoral Gaudium et spes (n. 40) enseña más explícitamente la dimensión trinitaria del misterio de la Iglesia: «Procedente del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, congregada en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene un fin salvífico y escatológico que sólo podrá alcanzar plenamente en el siglo futuro». Superando, pues, la visión meramente extrincesista y predominantemente jurídica y sociológica de la Iglesia en relación casi exclusiva con el texto de Mt 16,16-19, el Concilio Vaticano II «ha querido presentar a la Iglesia en su profundidad trinitaria, en el origen que la convierte en una realidad inaferrable respecto a toda captación puramente mundana, don que hay que acoger con asombro y con acción de gracias y que hay que vivir en la disponibilidad concreta al servicio de los seres humanos» 4. Hay que observar, además, que al hablar de la Iglesia como misterio «la Lumen Gentium no empieza por una definición, sino por la afirmación de un hecho de la historia (de la historia santa, desde luego). Para la fe, en la base misma de la Iglesia se encuentra la economía de la salvación tal cual Dios la ha querido» 5. De ahí que pueda afirmarse con toda razón que no «es admisible la pretensión de hablar de la Iglesia-misterio como si éste fuera un título más que se puede poner en línea con los otros. En realidad, el misterio de la Iglesia nos habla de la riqueza y pluridimensionalidad de la realidad eclesial y, en este sentido, es mucho más que un título. Nos indica, a priori, cuál es el enfoque desde el que hay que canalizar toda la reflexión eclesiológica. Podríamos hablar de su realidad mistérica como de una nota previa a todo el tratado de eclesiología» 6. Por eso —sigue diciendo el mismo autor—, «eclesiológicamente sería suicida ignorar este tema, tanto por su importancia teológica como por la posibilidad de manipulación a la que se presta en virtud de la ambigüedad del concepto mismo de misterio» 7. Es importante dejar constancia, a este propósito, que la naturaleza mistérica de la Iglesia enseñada por el Concilio Vaticano II, fue plenamente reafirmada en su día, por el 216

Sínodo extraordinario de los obispos, celebrado en 1985 —a los veinte años de Clausura del Concilio—, con el que se quería celebrar dicha efemérides, al tiempo que se evaluaba el período posconciliar y se proponía un nuevo relanzamiento del espíritu renovador que significó el Concilio en la Iglesia. En la Relación final del Sínodo, el primer argumento particular tratado es precisamente el relativo al «misterio de la Iglesia» 8. Y es que la Iglesia, como Cristo, nace de lo alto: no es obra de la carne y de la sangre; no nace de abajo; ni es fruto del entusiasmo de unos discípulos atraídos por la doctrina o el talante personal del Rabbí de Galilea con el que se sentían profundamente identificados (cf. Lc 1,78; Jn 3,13-19. 31; 8,23; 15,16); ni es fruto de unos intereses de cualquier tipo (religiosos, políticos, de poder, o incluso económicos...) más o menos confesables. La Iglesia, según la renovada visión conciliar, es la revelación del misterioso pero inquebrantable designio de Dios, de salvar, en Cristo y por Cristo, a todos los hombres a lo largo de la historia hasta el final de los tiempos. No sólo: la Iglesia es, de la misma forma y al mismo tiempo, lugar en el que ese designio salvífico se realiza siendo verdadera microrrealización histórica de la salvación de Dios en Cristo, e instrumento para la realización en la historia de ese designio. De esta forma, «en el misterio eclesial queda superado igualmente el visibilismo de la Contrarreforma y recuperada la dimensión histórica de la Iglesia entre los tiempos, es decir, la Iglesia puesta entre su origen en las misiones divinas, y su cumplimiento en la gloria de Dios, todo en todos. El Concilio de la Iglesia restituye así a la eclesiología católica la frescura y la profundidad de sus relaciones con la Trinidad y la conciencia de estar en la historia, que es un simple ser de la historia» 9. Y puesto que, como veremos inmediatamente, el término bíblico «misterio» tiene un significado enormemente amplio, al aplicarlo en particular a la Iglesia, se puede prestar a establecer en ella un doble plano de realidades que conduzca a un verdadero y nefasto dualismo. De ahí la necesidad de estudiarlo en mayor profundidad para matizarlo debidamente.

2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO Para captar con la mayor profundidad posible la naturaleza mistérica de la Iglesia es preciso conocer la noción que de misterio se encuentra en el Nuevo Testamento. Una primera constatación salta a la vista: en el Nuevo Testamento, el término misterio no aparece con el sentido con el que es usado habitualmente en el lenguaje de la

217

Iglesia: ni en el sentido cultual significando la presencia real pero siempre misteriosa en la celebración de los sacramentos o de la liturgia de un Dios que salva, ni en el sentido prevalentemente intelectual de un contenido de fe cuya comprensibilidad escapa a la inteligencia humana, a causa del exceso de luz que llega a ser inalcanzable no sólo para la lógica, sino también para la misma inteligencia del hombre10. En los escritos neotestamentarios que más directamente abordan la realidad del misterio se observa, de forma negativa, que se distancian clara y voluntariamente de cualquier significado que diga relación a los misterios cúlticos del paganismo11. De forma positiva se observa igualmente un triple movimiento que caracteriza el contenido de ese término: ante todo, una realidad largamente oculta en Dios, un gran secreto celosamente guardado porque es exclusivamente suyo; en segundo lugar, es una realidad que «al llegar la plenitud de los tiempos» (cf. Ga 4,4; Ef 1,9-10), Dios tuvo a bien desvelar, manifestar, revelar, dar a conocer: es precisamente en ese momento, en esa plenitud, con la aparición de Cristo en la historia de los hombres, cuando se dio el paso decisivo al pasar de la situación de ocultamiento en que se encontraba el proyecto de Dios, a su fase de revelación y de realización plena en la historia de la salvación. Finalmente, misterio es una sorprendente buena nueva, un evangelio, confiado a la Iglesia en cuanto tal, que hay que comunicar, predicar, anunciar y propagar entre todos los hombres, puesto que los destinatarios de la misma son todos los hombres, la humanidad entera. La aceptación de este secreto de Dios revelado a los hombres, dará a éstos sabiduría, comprensión, penetración en la obra realizada por Dios en Cristo a favor de toda la humanidad. En el Evangelio de Mateo (13,11 y 11,25), misterio debe interpretarse «bien como el significado oculto de las parábolas, o mejor, como la irrupción concreta del Reino mediante la palabra y la acción de Jesús, y percibido por los discípulos con la fe» 12. En la mayor parte de los textos, cuando el Nuevo Testamento habla de misterio, entiende «el designio de Dios de realizar la salvación de los hombres por medio de Jesucristo, designio tomado desde el comienzo de los tiempos y oculto, pero revelado ahora en la plenitud de los tiempos. Se trata pues, del misterio de Cristo» (...) «Siempre, incluso en Ap 17,5. 7, aparece relacionado de algún modo con el misterio de Cristo, el cual se funda en el designio salvador de Dios, es revelado y proclamado en el ahora escatológico y alcanzará su consumación al fin de los tiempos» 13. Designa además, una realidad actual, es decir, «no un hecho meramente pretérito cognoscible de un modo teórico, sino un dinamismo que implica al hombre hasta lo más íntimo de su ser» 14. Por otra parte, el misterio, como lo presenta en particular el apóstol Pablo, tiene tres etapas sucesivas: la entrada de Jesús en la historia de la humanidad, el tiempo de la Iglesia, y la consumación del mundo más allá del tiempo y de la historia. De esta forma, el misterio de Dios engloba toda la historia de la salvación: desde la venida de Cristo 218

hasta su parusía. Es un misterio escondido, es decir, mantenido en secreto y envuelto en el silencio por siglos y siglos, y manifestado ahora15, para ser dado a conocer a todas las naciones (cf. Rom 16,25-27). En la primera Carta a los Corintios (1Cor 2,1-2. 6-7. 14-15), el misterio de Dios es, en primer lugar, el misterio de la cruz de Cristo, que Dios ha predestinado para nuestra gloria al fin de los tiempos: un misterio ante el cual los hombres quedan sobrecogidos y los que lo acogen sienten la necesidad de ponerse a su servicio difundiéndolo entre los demás, como verdaderos y responsables administradores del mismo. Dios, en su sabiduría, desde todos los siglos, ha predestinado la cruz de Cristo para nuestra glorificación al final de los tiempos (cf. 1Cor 2,2. 7; Rom 16,25). Ese misterio, ese designio salvífico universal de Dios por medio de la cruz de Jesucristo, oculto y desconocido desde el principio de los tiempos, fue revelado y dado a conocer en el origen del cristianismo por medio de la predicación apostólica; ahora (en el «ahora» de cada época histórica y hasta el final de los tiempos) es dado a conocer por la Iglesia en la que se ha perpetuado la predicación evangélica de generación en generación. La proyección y el destino universal (tanto en relación con los destinatarios cuanto en relación al espacio y al tiempo), hace que ese misterio tenga una esencial connotación escatológica. La predicación apostólica, por consiguiente, presente y continuada en la Iglesia a lo largo de la historia, forma parte del plan salvífico de Dios revelado en el misterio (Col 1,25; 4,3s). En la carta a los Efesios, presenta Pablo el misterio salvífico de Dios, como misterio de Cristo y también como misterio de la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo: Ef 1,22s; 2,11-22; 3,10. 21. De esta forma es posible deducir de Ef 5,32, que «la unión de Cristo y de la Iglesia, comprendida en el enunciado completo del “gran misterio” paulino, ofrece motivos para llamarse “misterio” o sacramentum» 16. Teniendo presente el desarrollo de Rom 9-11, habría que decir que «este misterio consiste en el llamamiento hecho a los judíos y gentiles a formar una única Iglesia. En las Cartas de la cautividad, el misterio adquirirá un lugar más preeminente. Entraña las dos grandes preocupaciones doctrinales de San Pablo: que los cristianos de la gentilidad han sido solemnemente admitidos a la comunión del pueblo de Dios, y, algo más novedoso, que Cristo es el único intermediario entre Dios y el mundo» 17. En suma, en la doctrina paulina el misterio de la Iglesia consiste fundamentalmente en el llamamiento que Dios hace, tanto a los judíos como a los paganos, para que entren a formar parte del nuevo Pueblo de Dios, del nuevo Israel de Dios. Para Pablo el misterio es el Plan de Dios de salvar a todos los hombres (judíos y gentiles, sabios e ignorantes, hombres y mujeres) en Cristo: Plan o proyecto que había estado mucho tiempo oculto, que se ha revelado en los últimos tiempos y que debe irse realizando a lo 219

largo de la historia hasta el fin de los siglos. El sentido de misterio en el Nuevo Testamento es, como se ve, sumamente variado, significando, unas veces, las cosas de Dios o del Espíritu (cf. 1Cor 4,1); otras, las realidades trascendentes escondidas (cf. 1Cor 13,2); otras, las cosas incomprensibles (cf. 1Cor 14,2); otras, una realidad enigmática, especialmente la misteriosa realidad del mal (cf. 2Tes 2,7); otras, el final de los tiempos y las circunstancias en que se desarrollarán, siempre en dependencia del incontrolable y soberano querer de Dios (cf. Mc 4,11 y parls.). Toda esa multiplicidad de significados presente en el Nuevo Testamento, puede reducirse claramente a estos tres: El camino de la cruz, como designio y camino querido por Dios para la redención y salvación final de los hombres. El designio (los designios = mysteria) salvador de Dios en relación con Cristo, la humanidad y la comunidad cristiana en particular. La necesidad de revelar, es decir, de predicar, comunicar a todos los hombres este designio largamente escondido en Dios y revelado recientemente. En esta compleja realidad se descubren unas componentes que la configuran dándole su significado propio y específico: ante todo, una componente teológica (la iniciativa es siempre de Dios Padre); después, una decisiva componente cristológica (Cristo es, en relación con el misterio, el centro, el enviado, el revelador, el recapitulador); en tercer lugar, una imprescindible componente eclesiológica (en cuanto la Iglesia, cuerpo de Cristo, es manifestación concreta del designio de Dios e instrumento para hacer de la humanidad una única y gran familia), y, finalmente, una componente antropológica (en cuanto que, en Cristo, ha aparecido, se ha manifestado el hombre nuevo, cabeza de la nueva humanidad). Por otra parte, entre el misterio, como viene presentado por la apocalíptica judía y el misterio del Reino revelado por Jesús (cf. Mc 4,11) y en especial por la presentación que del misterio de Cristo hace el apóstol Pablo, se observa una progresión continua y creciente: cada etapa va asumiendo a la anterior, y la va llevando a su plenitud. Nota importante del misterio, como lo presenta el Nuevo Testamento, es su naturaleza inabarcable, sobreabundante, rica, supereminente, incalculable. Y no solo en la objetividad concreta de lo que es en sí, sino en virtud de su trascendencia más allá de la historia. El proyecto de Dios, celosamente guardado por generaciones y generaciones y revelado finalmente en Cristo y por Cristo, no se agota en este eón; está destinado a trascenderse, es decir, a llegar a su plenitud total en la consumación de la historia, cuando Dios sea «todo en todos» (1Cor 15,28). Existe por eso siempre en el misterio cristiano, un elemento reservado al futuro, de ulterior conocimiento y de ulterior realización, 220

presentado a veces en clave apocalíptica (cf. 1Cor 15,52-55; 1Tes 4,15-18; 2Tes 1,5-10; Ap 10,6-7). Es, por consiguiente, en esta perspectiva trascendente y apocalíptica, donde hay que situar también a la Iglesia en virtud de su naturaleza mistérica. Aplicando esta doctrina neotestamentaria al caso de la Iglesia, es posible decir que ésta es la comunidad en que se revela el designio escondido desde siempre en Dios de salvar en Cristo y por Cristo, a todos los hombres sin distinción de sexo, edad, clase social, nivel cultural, pertenencia religiosa, etc. Y no es sólo el lugar de esa revelación, sino que es, al mismo tiempo, el instrumento que el mismo Dios ha destinado para que su designio se vaya realizando a lo largo de la historia hasta el final de los tiempos18. «La Iglesia —dice P. Smulders—, es algo más que un instrumento o una servidora, pues, de algún modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la humanidad a imagen de su Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La Iglesia manifiesta ya la unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así, sirve a esa unidad que prefigura. En su vida, se nos anticipa parte de la existencia celeste. Todo esto, que los términos mysterion y sacramentum designaban en la antigua acepción cristiana, trae a la memoria un contenido mucho más rico, mucho más relacionado con la realidad de la salvación que las frías palabras signo e instrumento. La Iglesia es algo más que un mero instrumento salvífico; ella es la forma terrena de la salvación» 19. De aquí que se haya afirmado con toda razón que lo que significa propiamente mysterion es «una realidad que supera nuestras posibilidades de conocimiento porque sobrepuja a la mera manifestación visible; pues la dimensión corpórea no solo nos facilita el acceso —en el plano didáctico — al conocimiento, contiene realmente en sí la realidad incorpórea. Por tanto, el velo corporal del mysterion tiene que atraer también hacia sí la atención del hombre, precisamente porque es envoltura y signo que señala hacia lo que en él se contiene; por eso no cabe pasar de largo ante estos signos, sino que es preciso encontrar su auténtico contenido al contemplarlos. Pero, al mismo tiempo, la envoltura del mysterion tiene que señalar más allá de sí misma, hacia algo distinto, o a través de su propia entidad hacia una realidad que halla presente en su estrato más profundo, aunque sin confundirse con ella» 20. En resumen, la Iglesia, es misterio: Porque es «revelación en la historia» del Proyecto de Dios, Uno y Trino, que ha decidido salvar en Cristo y por Cristo, al hombre de todos los tiempos. Porque es «salvación verdadera», es decir, «presencia salvífica de Dios» en la mediación humana. Porque, en su condición de mediadora de salvación, es: — Epifanía del misterio trinitario. — Continuación en la historia del misterio del Verbo encarnado. — Manifestación del «mysterium absconditum a saeculis in Deo»: Ef 3,9. 221

Por lo demás, no es superfluo decir que, dada la amplitud y riqueza de significado bíblico del término misterio, cuando se aplica a la Iglesia, se hace en sentido real pero analógico: es decir, se trata de una aplicación y predicación analógica y por extensión. Por todo ello, y como se verá más adelante, la Iglesia es objeto de nuestra fe: «credo ecclesiam unam, sanctam, catholicam et apostolicam» 21.

3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO Como se ha recordado anteriormente, los Padres conciliares del Vaticano II tuvieron la valentía de preguntarse por boca del cardenal Suenens: «Iglesia católica, ¿quién eres? ¿qué dices de ti misma?». Frente al progresivo malestar que se había ido gestando y manifestando por el imparable proceso de hipertrofia juridicista de la Iglesia desde la Edad Media hasta el mismo siglo XX pasando por la Contrarreforma, surgía en la Iglesia una necesidad imperiosa e impostergable de profundizar en la propia esencia, en la propia identidad, no sólo para dar una respuesta válida a los que la veían desde fuera, sino, ante todo, para darse a sí misma una respuesta satisfactoria que la pusiera en conexión directa con los propios orígenes y con la posterior reflexión de los Padres de la Iglesia. Si el princeps analogatum para descubrir la propia identidad de la Iglesia no era — como se defendió sobre todo en el período de la Contrarreforma22— el modelo de sociedad perfecta, es decir, la consideración social y política en paralelo con una sociedad puramente humana, ¿cuál es, cuál puede ser el referente obligado para encontrar la verdadera y propia identidad, para que pueda llamarse y ser de verdad la Iglesia de Jesús, la Iglesia que Dios ha querido antes de la creación del mundo? (cf. Ef 1,4-10). Y en definitiva, ¿a qué o a quién debe parecerse la Iglesia? ¿cuál es el modelo según el cual debe ser, vivir y construirse? El Vaticano II, en un acto de profunda coherencia interna, dio una doble clave formada por las dos coordenadas en las que necesariamente ha de situarse la Iglesia para encontrar y establecer la propia identidad y para vivir y actuar en perfecta coherencia con ella: — La primera de esas coordenadas o punto de referencia determinante es, nada más y nada menos, que el misterio de la Santísima Trinidad. Dice, en efecto, el Decreto Unitatis redintegratio: «El supremo modelo y supremo principio de este misterio (la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR 2). — La segunda, el misterio de Jesucristo el Verbo encarnado: «la Iglesia... es una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro 222

divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado» (LG 8). Aquí están pues, los dos puntos de referencia inequívocos e inseparables, a cuya luz y en cuyo contexto es preciso situar la Iglesia para descubrir su verdadera esencia sacando de ella todas las consecuencias lógicas y necesarias en el desenvolvimiento de su vida: tanto de su vida interna, como de cara a sus actuaciones y comportamientos en el mundo que la rodea. Resulta sintomático que sea precisamente en el Decreto Unitatis redintegratio sobre el Ecumenismo, donde el Concilio haya hecho la rectificación más clara y profunda acerca de la naturaleza de la Iglesia, corrigiendo enérgicamente, aunque sin expresarlo con palabras, el juridicismo eclesiológico propio de los siglos anteriores. Rectificando el planteamiento societario y jurídico de la Iglesia que había hecho en su día R. Belarmino, como reacción contra el espiritualismo eclesiológico de los Reformadores23, el Vaticano II sitúa a la Iglesia no sólo en el contexto del misterio (LG capítulo I), sino precisamente en el marco del misterio cristiano por excelencia: el misterio de la Trinidad. Es la unidad más profunda en la irrenunciable trinidad de las Personas, el misterio que está llamada a reproducir la Iglesia en su realización histórica, aunque sea de forma ideal y siempre analógica. Y así como en la Trinidad la diversidad de las Personas no solo no niega ni contradice la unidad más profunda y esencial, de forma análoga en la Iglesia de Jesús la diversidad de personas, ministerios, dones, carismas y vocaciones, tiene que servir de forma convergente a la unidad: una unidad dinámica, enriquecedora y salvífica. Diversidad y unidad, son en la Iglesia, como en su supremo modelo la Trinidad, dos dimensiones y exigencias absolutamente imprescindibles, irrenunciables e inseparables. Un segundo punto de referencia para establecer la verdadera y misteriosa identidad de la Iglesia lo encuentra el Vaticano II en el misterio del Verbo encarnado. La Constitución dogmática Lumen Gentium, al analizar el misterio de la Iglesia, enseña, siguiendo lo dicho ya en su día por Pío XII24, que en la Iglesia, lo visible y lo espiritual, lo divino y lo humano, lo social y lo pneumático, lo carismático y lo jerárquico, lo sacramental y lo jurídico, son ciertamente dimensiones diversas pero simultáneas, distinguibles pero inseparables, distintas pero insuprimibles. Y para ilustrar esta naturaleza teándrica de la Iglesia, el Vaticano II echa mano de una notable analogía no dudando en afirmar que «así como la naturaleza (humana) asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de foma semejante (por una notable analogía), la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (LG 8). Siguiendo, pues, la enseñanza del Vaticano II daremos dos pasos considerando en primer lugar el misterio de la Iglesia a la luz del misterio trinitario, para, en un segundo 223

momento, penetrar en ese mismo misterio a la luz del misterio del Verbo encarnado.

3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario25 En el umbral mismo de este apartado hay que poner de relieve la importancia que tiene para la eclesiología el volver a la perspectiva trinitaria —propia de la patrística—, superando, no sólo la visión jurídico-societaria que se fue formando sobre todo a partir de la alta Edad Media, sino incluso la visión cristomonista que comenzó a formarse en el Renacimiento y que ha prevalecido en perfecta simbiosis con la anterior hasta la celebración del Concilio Vaticano II. Efectivamente, «a medida que perdió fuerza esta idea de Dios dialogal-trinitaria en la conciencia del cristianismo, fue pasando a primer plano, en el curso del segundo milenio, una imagen de la Iglesia que tenía su base fundamental y por bien decir, exclusiva, en la cristología, pero de una cristología de vía muy estrecha que se había ido desgajando del marco general de la teología trinitaria y en particular de la pneumatología. Esa cristología vio en Cristo primariamente al fundador y legislador de la Iglesia institucional» 26. En la enseñanza de los Padres es frecuente encontrar la expresión «Ecclesia de Trinitate» para poner de relieve como, efectivamente, «es en la Trinidad beata en donde la Iglesia tiene su primer origen, donde subsiste en su vida más oculta y a donde tiene que volver en la consumación de los tiempos» 27. Efectivamente, en la gran Tradición de la Iglesia, desde sus mismos comienzos, es digno de notarse el hecho de que toda la simbología usada en referencia a la Iglesia, subraya de forma muy especial, la relación de la «congregación de los fieles» (como viene llamada la Iglesia), con cada una de las tres divinas personas de la Trinidad o con la Trinidad misma en cuanto tal. En la consideración de la Iglesia «aparece la función dinámica y vital de la primitiva comunidad cristiana contemplando el misterio de la Iglesia en función de las personas trinitarias. Son ellas quienes intervienen en la Iglesia siguiendo su propio ritmo nocional y personal y guardando siempre la misteriosa armonía que las reúne en una sola melodía» 28. Volviendo, pues, a la mejor doctrina de los Santos Padres y en especial de San Cipriano29, el Concilio Vaticano II pone de relieve la indudable raíz trinitaria de la Iglesia. Su eclesiología puede resumirse diciendo que la Iglesia es una «Ecclesia de Trinitate»: en concreto, «De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» 30. G. Philips dice, refiriéndose a este texto de San Cipriano, que «el sutil juego de palabras del original es casi intraducible: De unitate... plebs adunata. La preposición de evoca al mismo tiempo la idea de imitación y la de participación: a partir de esta unidad entre las hipóstasis se prolonga la unificación del pueblo, el cual, unificándose, participa en una unidad diversa, de modo que para San Cipriano la unidad de la Iglesia no se puede comprender sin la de 224

la Trinidad» 31. La Iglesia es verdaderamente «la obra de la Trinidad. Como el hombre ha sido hecho a imagen de Dios y refleja la actividad divina por su conocimiento y su amor, de la misma manera la Iglesia, que prolonga a Jesucristo, debe ser la manifestación en el tiempo de la vida trinitaria» 32. Por otra parte, «lo mismo que el Padre por el Hijo viene al hombre en el Espíritu, así el hombre en el Espíritu por el Hijo puede ahora llegar al Padre: el movimiento de bajada permite un movimiento de subida, en un circuito de unidad, cuya fase eterna es la Trinidad y cuya fase temporal es la Iglesia» 33, que para H. de Lubac es «una misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo34. El Vaticano II pone de relieve la naturaleza trinitaria del misterio de la Iglesia en un doble sentido: A) Ante todo, presentándola como obra de las tres divinas Personas. B) En segundo lugar, poniendo de relieve la exigencia interna que tiene la Iglesia de ser epifanía, manifestación, presencialización en la historia, del misterio de Dios uno y trino.

A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas Si el obrar sigue al ser, y el ser de Dios es trinitario, la Iglesia, en cuanto obra ad extra de Dios, tiene que ser necesariamente, en su esencia más profunda, un misterio trinitario, es decir, obra de toda la Trinidad: decisión del Padre realizada por Cristo con la fuerza del Espíritu.

1. La Iglesia, obra del Padre Una de las vivencias más primigenias y constantes de los primeros cristianos es la de que la comunidad cristiana existe porque Dios, en su misterioso designio revelado en los últimos tiempos, así lo ha decretado y querido. La Iglesia no es fruto de la iniciativa humana, «de la carne y de la sangre» (cf. Jn 1,13), sino iniciativa de Dios. Una iniciativa que se conecta con el comienzo mismo de la creación en general y de la existencia del hombre sobre la tierra en particular. Efectivamente, Dios, al crear, lo hace según un designio que tiene en Cristo su centro, su culmen, su fin, su meta y su sentido último, su explicación definitiva. Puesto que en Dios no existe un pensamiento discursivo, un antes y un después, ni etapas sucesivas de programación en su designio, es claro que, desde toda la eternidad, existe un único y definitivo designio salvador de Dios, que abarca la creación y la redención de todo lo creado en general y del hombre en particular. 225

El origen y la existencia de la Iglesia se remonta, pues, al designio mismo de Dios, un designio completamente original («¿quién fue su consejero?»: Rom 11,34), incondicionado y libre («¿quién le ha prestado para que él devuelva?»: Rom 11,35) de salvar a toda la humanidad en Cristo y por Cristo. En este sentido, se ha podido hablar de «Ecclesia ab Abel» 35: es decir, de la existencia de la Iglesia antes de que la Iglesia existiera de hecho en su realidad histórica. Por designio y voluntad libre e incondicionada de Dios, existe la Iglesia como germen e instrumento de salvación para la humanidad. Así como en la Antigua Alianza Dios se escogió un Pueblo —de forma completamente libre y gratuita (cf. Dt 7,6-9; Ezq 16,1-14; Os 14,5)—, para hacerlo «luz de las naciones» (Is 49,6; 60,1-6) y prenda de salvación para toda la humanidad, así también, al llegar la plenitud de los tiempos y establecer con la humanidad la «nueva y definitiva Alianza» (cf. Lc 22,20; 1Cor 11,25; Hbr 7,22; 8,6-8; 9,15; 12,24), ha querido llamar y formar un Pueblo nuevo, el Pueblo de la Nueva Alianza, para salvar a todos los hombres en Cristo y por Cristo: ese nuevo Pueblo es precisamente la Iglesia que, como tal, tiene su principio y su origen en la iniciativa gratuita de Dios. Este designio salvador, único, originario, global, de Dios en la historia de la humanidad, lleva a la Iglesia directamente, desde sus propios orígenes históricos, a entrar por caminos de universalismo, es decir, de catolicidad. Efectivamente, es ésta una de las líneas más constantes en la reflexión de la tradición cristiana: la Iglesia, historia concreta de la salvación, tiene un destino salvífico universal que abarca desde el justo Abel hasta el último de los llamados por Dios. Un punto de partida inequívoco es: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Este todos hay que entenderlo —así lo entendió desde el inicio mismo la comunidad cristiana primitiva (no sin esfuerzo y sobre todo no sin la intervención del Espíritu Santo: cf. Hch 9-10 y 15)—, tanto en proyección misionera de presente y de futuro, como en proyección retrospectiva de todos los hombres —desde el inicio de la humanidad— y en particular respecto a los judíos (cf. Rom caps. 9,10 y 11) comenzando por el justo Abel e incluso por el mismo Adán. La tradición cristiana es constante en esta visión del mundo desde sus mismos orígenes36: la Iglesia es, en su ser más íntimo, expresión y manifestación de la voluntad salvífica universal de Dios, que quiere servirse de los hombres para realizar su designio ofreciendo una ayuda verdadera y eficaz, no contentándose con una simple declaración de intenciones. Visto en su totalidad histórica y metahistórica, el misterio de la Iglesia «realiza gradualmente la preordenación del Padre a lo largo de las diversas fases históricas de la humanidad: en el comienzo del mundo, la prefiguración; en la historia de Israel, la 226

preparación; en la era del Espíritu Santo, la institución; y, al fin de los siglos, la consumación» 37. Existe un hilo conductor de la historia que va desde el momento mismo de la creación hasta el momento final de la consumación de todas las cosas. Ese hilo conductor está misteriosamente constituido por el libre y original designio de Dios Padre que ha decidido, desde toda la eternidad, centrar toda la creación en la persona de Cristo y salvar a toda la humanidad gracias a la obra redentora realizada por Cristo: a todos los hombres que le precedieron en el tiempo, a todos sus contemporáneos y a todos los que le seguirán hasta el fin de los tiempos. En el centro de esta dinámica salvífica, establecida por Dios desde toda la eternidad, aparece precisamente la Iglesia, que, en cuanto instrumento querido por Dios, está ya «prefigurada desde los comienzos del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza» (LG 2), se estableció y manifestó en la historia mediante la efusión del Espíritu, estando llamada a alcanzar su perfección gloriosa al final de los tiempos cuando finalmente «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28). El Concilio Vaticano II es plenamente consciente de que el propósito de salvar al hombre por Jesucristo continuado históricamente en la Iglesia «dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre» (AG 2) que, es Principio sin principio, creador gratuito del hombre y de toda la creación, difundiendo graciosamente su bondad en todos los hombres. De esta forma, el Concilio ha redescubierto la dimensión teológica del misterio de la Iglesia en su misma fuente: en el corazón de Dios Padre.

2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado Ya se ha hecho ver anteriormente, cómo la Iglesia tiene un inequívoco punto de vinculación con Cristo, el Verbo encarnado. Más aún, con palabras de Pablo VI, recordadas más arriba, hay que decir que Cristo es el inicio y el fin del caminar de la Iglesia por la historia de los hombres, puesto que es su prolongación hasta el final de los siglos. Se descubre aquí la inequívoca dimensión cristológica del misterio de la Iglesia. Pero ¿en qué relación está Jesús de Nazaret con la Iglesia?, ¿se puede afirmar que Jesús fundó la Iglesia? ¿es Cristo realmente su «fundador»?, ¿hasta qué punto es la Iglesia «obra de Cristo»? Y, en todo caso, ¿cómo hay que entender esa afirmación? Hasta no hace demasiado tiempo —prácticamente hasta la renovación eclesiológica del Vaticano II—, a la pregunta ¿quién fundó la Iglesia? se respondía de forma clara y precisa: Jesucristo en Cesarea de Filipo. El texto de Mt 16,13-19, entendido en la literalidad prepascual en que lo presenta Mateo, no dejaba lugar a la mínima duda. Con 227

ello, no quedaba suficientemente explicitado, si no implícitamente excluido en la génesis y nacimiento de la Iglesia, tanto el designio del Padre, cuanto la presencia y la acción del Espíritu Santo. La Iglesia tenía que ver única y exclusivamente con el Cristo prepascual, y, además, desde una perspectiva esencialmente societaria y hasta jurídica38. Hoy, se ha llegado a la persuasión de que «la fundación de la Iglesia es una de las cuestiones en las que se hace necesario precisar los conceptos» 39. Gracias a esa mayor precisión, «se ha alcanzado un consenso prácticamente unánime entre los teólogos para afirmar que el comienzo de la Iglesia no tiene lugar por un acto fundacional único en el que Jesús hubiera promulgado la Iglesia y determinado su aspecto institucional, de forma que nada esencial quedará por hacer después de su paso por la tierra. La Iglesia ha sido fundada por Jesús en cuanto que ella ha nacido de una libre decisión suya. Eso no significa que la naturaleza y la actividad de la Iglesia quedaran plenamente determinadas por Jesús, como tendía a pensar parte de la apologética clásica que veía necesario defender el sentido institucional y jurídico de la Iglesia» 40. De esta forma, la respuesta a la pregunta planteada no sólo supera una visión completamente aislacionista de la Iglesia en cuanto realidad ligada exclusivamente al Jesús histórico, sino que implica por eso mismo, la presencia y acción de las tres divinas personas. La conexión de la Iglesia con la persona de Cristo, se matiza hoy mucho más, y se sitúa en una perspectiva teológicamente mucho más rica (la Trinidad), e históricamente mucho más dinámica como realidad que se va realizando de forma progresiva hasta llegar a su concreción histórica a partir de Pentecostés41. Los pasos que son posibles constatar a partir de los datos de la Escritura podrían resumirse en la siguiente secuencia42: Jesús, el Enviado del Padre por excelencia, recibe una misión concreta y precisa: predicar, iniciar, instaurar ya en esta tierra, e incluso personificar el Proyecto de Dios que llamamos el Reino: Mc 1,15. Por esa instauración predica y trabaja incansablemente, a pesar de la abierta oposición que encontró entre los responsables judíos, muriendo además en plena fidelidad al Padre que le ha hecho esa encomienda. En orden a la proclamación, implantación y construcción del Reino, lo primero que hace Jesús es formar un grupo de discípulos que viviendo permanentemente con Él, no sólo lo siguieran, sino que se identificaran progresivamente con el Proyecto del Reino. Ese grupo no estaba llamado simplemente a mejorar y ni siquiera a reformar la Antigua Alianza en aspectos concretos y determinados al estilo de lo que habían pretendido los antiguos profetas. Por el contrario, el grupo estaba llamado a cambiar radicalmente, desde una 228

profunda vivencia religiosa de Dios, la sociedad humana, constituyendo una auténtica «alternativa» a la sociedad del antiguo Israel: no se trataba simplemente de reformar una sociedad teocrática más o menos corrompida, sino de construir una sociedad diferente, más aún, una sociedad completamente nueva desde sus cimientos: desde sus criterios y valores fundamentales. En consecuencia, el grupo tenía que vivir, proclamar y ofrecer unos valores (igualdad entre todos los miembros del grupo, renuncia a honores y poder dentro del mismo, permanente actitud de servicio, aprecio sincero y operativo por los débiles y necesitados, superación del propio egoismo, decisión de compartir generosamente lo que se tiene, solidaridad con todos en lugar de dominio, etc.), que estuvieran en perfecta consonancia con el Reino que se predica y que se intenta instaurar entre los hombres. Por otra parte, no era un grupo cerrado, elitista, para iniciados o perfectos, sino un grupo abierto, llamado a crecer gracias a la incorporación de todos aquellos (hombres y mujeres, pobres y ricos, sabios e ignorantes, socialmente notables y marginados, santos y pecadores), que se sintieran identificados con el Proyecto de esa nueva manera de vida. Este grupo, con todo, se disolvió tristemente en el momento de la tentación y de la prueba del Maestro: cuando «hirieron al pastor, se disolvieron las ovejas» (Mt 26,31); el sueño de la desilusión se apoderó de ellos (Mt 26,40. 43); la desesperanza los invadió (Lc 24,21), la cobardía pudo más que su buena voluntad (Mt 26,56). Así habría terminado sencillamente el movimiento de Jesús si no hubiera sobrevenido la acción poderosa, unificante, creativa y misionera del Espíritu Santo. Se puede entonces afirmar, que Jesús, fundó la Iglesia, pero matizando y precisando debidamente esta expresión, en el sentido de que lo que hace Jesús, lo hace, por una parte, siguiendo el designio eterno del Padre de salvar a toda la humanidad mediante un instrumento que existía ya, antes de Cristo, gracias a la realidad e instituciones de la Antigua Alianza; se realiza, además, durante la existencia terrena de Cristo, gracias a su mediación única e irrepetible; y, después de Cristo, se lleva a cabo mediante el pueblo de la Nueva y Definitiva Alianza. La funda, además, en el sentido de que pone las bases fundamentales: la constitución de un grupo al que le encomienda la misión que Él mismo había recibido del Padre, y al que le confiere los elementos necesarios para que la salvación por Él realizada no desemboque en el vacío. La funda, finalmente, en el sentido de que esa obra comenzada por Cristo «en los días de su vida mortal» (Hb 5,7), tiene que ir cobrando forma, estabilidad, consistencia, definitividad y progresiva plenitud 229

hasta constituir la realidad que hoy se conoce con el nombre de Iglesia. Algunas conclusiones: — Teniendo en cuenta los datos que nos suministran en la actualidad tanto la exégesis como la misma teología, no es fácil hablar hoy de una institución próxima y directa de la Iglesia por parte de Jesucristo; no es posible, determinar un acto en el que, formal y explícitamente, pudiera fijarse la fundación de la Iglesia en sus estructuras y en los rasgos fundamentales que la constituyen. No existe un día, una fecha, un momento concreto y determinado a partir del cual pueda decirse: hasta este momento, no existe la Iglesia; de hoy en adelante, sí existe la Iglesia. — Entre el grupo que Jesús fue eligiendo y reuniendo para que vivieran con Él durante su ministerio, el grupo de discípulos reunidos en el cenáculo después de su Ascensión al cielo y el grupo que se manifiesta el día de Pentecostés capitaneado por Pedro, existe una verdadera continuidad histórica. — No es Cristo el que, con independencia del Padre y del Espíritu, haya dado vida por su cuenta a esta realidad que conocemos con el nombre de Iglesia. — La existencia de la Iglesia es incomprensible y se desvirtúa por completo si se la aisla del contexto trinitario que está en el origen mismo de su existencia y que es, por consiguiente, la explicación última y definitiva de su naturaleza. ¿Qué pensar, entonces, del texto de Mt 16,13-19? Dada la centralidad de este texto en la tradición de Pedro, no es nada extraño que, por una parte, siga siendo un texto ante el que los exégetas no quedan en absoluto indiferentes; y, por otra, que sea un pasaje del Nuevo Testamento particularmente discutido por los críticos43. Sobre el origen de la perícopa se observa, ante todo, una gran variedad y hasta variabilidad en el debate seguido. Las oscilaciones han sido muchas y no pequeñas. He aquí algunas de ellas: Es un logion que relata una aparición personal a Pedro. Es un logion muy posterior a la redacción del Evangelio de Mateo, formado con ideas que ni son ni pueden ser originales del Jesús histórico. Dada la mentalidad y la perspectiva escatológica en que se movía, Jesús ni quiso ni pudo haber querido una Iglesia. De hecho, el término ekklesía es desconocido para los evangelistas: aparece sólo tres veces en los evangelios, y únicamente en el Evangelio de Mateo: una, en 16,18 y dos, en 18,17. Se trata de un logion fuera de su verdadero contexto, puesto que perteneció en un primer momento a un contexto en el que se relataban hechos posteriores a la resurrección. 230

Se trata de un acontecimiento pascual, situado posteriormente en la vida terrena de Jesús. Es un logion perteneciente al discurso de la última Cena, que hay que situar, por otra parte, en el contexto de las negaciones de Pedro: Lc 22,31-32. Es un texto que responde a un hecho histórico, pero la fecha y circunstancias en que ese hecho tuvo lugar no son del todo claras: de ahí, que Marcos y Lucas que narran el episodio de Cesarea (Mc 8,27-30; Lc 9,18-21), no se refieran para nada al logion que reproduce las palabras de Jesús a Pedro (Mt 16,17-19) sobre la Iglesia y sobre el rol que el apóstol iba a desempeñar en ella. Por otra parte, es innegable y, por consiguiente, absolutamente válida la contextura aramaica del texto, que denota un inequívoco contexto judío del relato: el saludo introductorio, el título de Bar-Jona, las imágenes usadas (llaves, atar-desatar, puertas del infierno...), etc. «Mt 16,16-19 contiene demasiadas expresiones semíticas arcaicas en virtud de las cuales puede ser obra del evangelista (Mateo), cosa que reconocen por otra parte los partidarios del desplazamiento de nuestra perícopa a un contexto posterior a la resurrección» 44. Este logion es perfectamente coherente con el puesto verdaderamente relevante de Pedro en todos los escritos del Nuevo Testamento. Ese telón de fondo, ofrece una inequívoca garantía del hecho y de la autenticidad histórica del mismo texto. Se puede por consiguiente concluir que Mt 16,16-19 «es un logion que Mateo es el único que nos transmite en toda su integridad, pero que no es él, el único en conocerlo como lo prueban las tradiciones presentes en Jn 1,41-42 y 20,23. Este logion ha llegado a Mateo por el canal de la comunidad palestina y ya en ese momento, estaba puesto en relación con la confesión mesiánica ligada al cuadro del Kippur y con la Transfiguración, fiesta de la entronización mesiánica ligada al cuadro del Sukkot. (...) Nada impide pensar que se remonta al mismo Jesús» 45.

3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo En el nacimiento de la Iglesia hay que reconocer la inequívoca presencia y el decisivo influjo del Espíritu. El Espíritu, en efecto, media entre el Cristo resucitado y el nacimiento mismo de la Iglesia46. La Iglesia nace en el momento mismo en que, clavado en la cruz, Cristo «entrega el Espíritu» (parédoken tò pneuma) según la significativa expresión del evangelista Juan (Jn 19,30; cf. Jn 7,37-39). O, según Lucas, (Hch 2,1-21), 231

en el momento en que, en el día de Pentecostés, «se efunde y derrama el Espíritu sobre todo hombre», según la profecía de Joel (cf. Jl 3,1-5). El Espíritu está, pues, en la raíz misma del momento histórico en el que el movimiento de Jesús se convierte en la Comunidad constituida por los seguidores de Jesús47, es decir, en Iglesia. El Espíritu está en el origen mismo de la Iglesia «del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María, y Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre Él mientras oraba» 48. Es en Pentecostés cuando, al venir sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre del Señor (cf. Hch 1,14), los Apóstoles y discípulos cobraron clara conciencia de ser «Iglesia», es decir, comunidad de hombres y mujeres comprometidos de forma estable y orgánica en el seguimiento de Jesús el Nazareno crucificado y resucitado, así como de ser depositarios en la historia hasta el fin de los tiempos, de la misión que el mismo Jesús había recibido del Padre. En este mismo sentido hay que añadir (observación ésta que hace ver con mayor claridad la parte decisiva que tiene el Espíritu en la formación y primeros pasos de la Iglesia por la historia), que ante la obstinada y lógica resistencia (mental, psicológica, espiritual, y hasta de ortodoxia religiosa) de los apóstoles, es el Espíritu Santo el que los lanza y les hace entrar (incluso contra la voluntad de ellos), por caminos de universalismo de tiempos, lugares, culturas y sobre todo personas (cf. Hch caps. 9, 10 y 15). La Iglesia tiene, pues, de una forma constitutiva, es decir, no como algo añadido o accidental sino como una realidad que pertenece a su misma esencia y naturaleza, una dimensión pneumatológica. El Vaticano II fue plenamente consciente no sólo de que el Señor Jesús y el Espíritu Santo «están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre» 49, sino también y de forma específica, de la múltiple acción del Espíritu en la Iglesia. Y así, lo presenta como fuente de agua viva, como principio de su incesante rejuvenecimiento, como protagonista en la obra de la santificación, como dador de diversos dones y carismas, como principio de unidad en la diversidad, como guía en la búsqueda y construcción de la verdad, etc.50 Fue consciente, igualmente, de la vinculación profunda, esencial, existente entre la misión del Espíritu por parte del Padre y del Hijo, y la «misión» de la Iglesia con su irrenunciable carácter de universalidad51. Por eso, la Iglesia es absolutamente inseparable del Espíritu, aunque de ninguna manera puede identificarse con Él. El Espíritu está siempre, en todo tiempo y en cualquier eventualidad en ella, pero no se mezcla ni se confunde nunca con ella. Hay que reconocer, por tanto, que «la unión estructural de la Iglesia y del Espíritu es de una importancia primordial para la exposición teológica. La Iglesia es el signo de la presencia del Espíritu Santo, y éste realiza en ella y por ella la salvación de los escogidos» 52. Efectivamente, entre el Espíritu Santo y la organización social de la Iglesia, 232

con todo lo que esta expresión lleva consigo, existe una unión profunda que asegura de manera objetiva y eficaz para el hombre de cada generación, la salvación realizada por Cristo con su vida entera consumada en la muerte y en la resurrección. De ahí, que «toda tentativa de disyunción entre la comunidad de gracia y de la caridad y la sociedad jurídicamente estructurada, ha de ser rechazada» 53. Si la Iglesia es «obra del Espíritu», es evidente que la dimensión carismática pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia54. Así se constata en las listas de carismas que encontramos en los escritos paulinos: 1Cor 12,1-31; Rom 12,3-21; Ef 4,1-16. Por otra parte, es claro que si en la Iglesia existen carismas «libres» es porque también existen carismas institucionalizados, siendo tan legítimos y necesarios los unos como los otros. El misterio de la Iglesia, por consiguiente, no puede verse y entenderse sólo a la luz del misterio de Cristo. Es preciso hacerlo también, de forma no solo simultánea sino integradora, a la luz del misterio del Espíritu. Efectivamente, «el presente de la existencia creyente, personal y eclesial, puede leerse en clave sólo cristológica —y en este caso destacará la visibilidad, la institución, la autoridad, la jerarquía, la ley, la letra, el primado —, o en clave sólo pneumatológica —y entonces se subrayará la profundidad invisible, el carisma, la libertad, el sacerdocio universal, la gracia, el Espíritu, la colegialidad—. Una lectura históricamente atenta a la reciprocidad y a la complementariedad de la cristología y la pneumatología, pondrá de manifiesto la inclusividad recíproca y dialéctica entre lo visible y lo invisible, entre la institución y el carisma, entre la autoridad y la libertad, entre la comunidad y los ministerios, entre la ley y la gracia, entre la letra y el espíritu, entre el primado y la colegialidad. La misión de los creyentes no es pues sólo la de llevar a cabo un proyecto ya dispuesto (perspectiva cristológica), no sólo la de inventarlo en cada ocasión (perspectiva sólo pneumatológica), sino de la de ser creativamente corresponsable en la acogida y en la realización del mismo» 55.

B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario Dando un paso más, hay que decir que la Iglesia no es sólo obra de la Trinidad, sino que está llamada a ser en la historia de los hombres epifanía, es decir, manifestación histórica y tangible, representación objetiva y actualizada del misterio trinitario. Ahora bien, es completamente lícito, más aún, necesario, que el cristiano se pregunte: ¿y cómo es la vida íntima de ese Dios-Trinidad? Aun siendo conscientes de que, frente al insondable misterio de la trinidad de las Personas en la unidad de la naturaleza divina, sería preferible callar y adorar56, sin embargo, puesto que, con no poca frecuencia, el Magisterio presenta a la Trinidad como punto de referencia para la vida de 233

la Iglesia, es preciso hacer un esfuerzo, en la fe y desde la fe, de penetración en la vida íntima de Dios que se autorrevela como trino para nuestra salvación57. Asumiendo la visión económica de la Trinidad, se descubre —siempre a partir de la Palabra revelada— que la vida íntima de Dios consiste, al mismo tiempo, en: — Una vida de profunda comunión ad intra entre las divinas Personas. — Una profunda comunidad de vida que se manifiesta en su acción ad extra. La Iglesia, por consiguiente, está llamada a ser manifestación, epifanía del misterio de la Trinidad en sus dos dimensiones más profundas: Misterio de comunión de amor. Misterio de comunidad de vida.

1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra Si nos preguntamos por la vida intratrinitaria de Dios en lo que tiene de más íntimo, de más profundo y hasta de más misterioso, habrá que responder, desde una conciencia clara de la distancia y de la pobreza conceptual y terminológica de lo que expresamos58, que es una profunda comunión de amor. Entre las divinas personas existe una apertura amorosa, una comunicación de la esencia divina tan total, tan absoluta, tan plena, tan infinita de cada persona respecto a las otras dos, que precisamente por eso no se multiplica la única esencia divina a pesar de la objetividad de cada una de las tres divinas Personas. El ininterrumpido diálogo de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es de tal naturaleza, de tal profundidad e infinitud, que hace posible el que cada Persona divina posea en su totalidad la esencia divina que es propia de las otras dos. No hay, pues, multiplicación de la única esencia divina. La comunión divina es profunda y esencialmente «una» en la diversidad de las personas, que establecen entre sí, desde el amor, un intercambio infinitamente fecundo y personalizador de relaciones. El amor es la única fuerza que une, sin destruir, sin absorber ni anular la verdadera y peculiar personalidad de los amantes; antes bien, los mantiene en su propia identidad aunque puedan dar, desde fuera, la impresión de que, al fundirse en el amor, ha desaparecido el uno en el otro. Lo más íntimo en la vida del Dios Trinidad al que hemos llegado de la mano de la revelación del Nuevo Testamento, es precisamente la entrega recíproca de las divinas Personas conservando la propia identidad personal en la más profunda unidad de la esencia divina. Por eso, «confesar a Dios como Padre, Hijo y Espíritu —dice M. Kehl— significa concebir a Dios como amor, como diálogo, como amistad, como vida en relación que se desenvuelve entre un yo y un tú, en la pluralidad de un nosotros que los aúna y que se da además a lo otro» (...) «La fe cristiana confiesa a Dios como unidad de 234

amor personal; más exactamente, como unidad de un proceso relacional de amor infinitamente autodonante (= Padre), amor infinitamente agradecido y respondiente (= Hijo) y amor infinitamente aglutinante que armoniza el dar y el recibir y lo desborda en la creación (= Espíritu Santo)» 59. Decir, pues, que la Iglesia es imagen de la Trinidad es afirmar que, aun dentro de la analogía, la Iglesia ha de estructurarse como una profunda comunión que lleva a todos sus miembros (ministros, religiosos, seglares) y en todos sus niveles (parroquial, diocesano, universal) a un constante diálogo en el amor, a semejanza de la comunión dialogal intratrinitaria. La Iglesia está llamada, en efecto, a expresar objetivamente en la historia «la unidad de la comunión de Dios, la trama relacional del amor de Dios diferenciada trinitariamente» 60. De ahí que la comunión en la Iglesia, que es siempre «una en la variedad de las Iglesias locales y de los carismas y ministerios que se dan en ellas, refleja la comunión trinitaria» 61. Precisamente en la relación de la Iglesia con el Dios trino ve el Concilio Vaticano II «el mysterium de la Iglesia, su sentido teológico más profundo: en virtud de la participación en la vida del amor trinitario de Dios acontecida fundamentalmente en Cristo y abierta a todas las personas en el Espíritu Santo, la Iglesia es llamada y capacitada para ser a su vez, como imagen y semejanza, incluso como sacramento de esta comunión divina, una comunión entre los hombres tanto en su propia figura social, como en el servicio de reconciliación universal para el género humano y toda la creación» 62. Por consiguiente, si la Trinidad es «comunión de amor», tiene que suscitar, en su epifanía histórica, la Iglesia, un profundo, inquebrantable e irrenunciable compromiso de comunión en el amor.

2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra En el Nuevo Testamento aparecen las tres divinas Personas en una perfecta concordancia y sintonía en la obra de la Redención de los hombres: Jesús es, ante todo, el que «no ha bajado del cielo para realizar un designio propio, sino el designio del que lo envió» (Jn 6,39); el «hijo que no puede hacer nada por sí, si antes no lo ve hacer a su padre» (Jn 5,19); el que «no tiene otro alimento que no sea el cumplir el designio del que lo envió llevando a cabo su obra» (Jn 4,34); el que «hace siempre lo que le agrada al Padre» (Jn 8,29), el que «no hace nada por su propia cuenta» (Jn 8,42), el que «ha venido a cumplir, a realizar, a llevar hasta su plenitud» la voluntad del Padre (Jn 5,30; Mt 12,50; 26,39. 42). Por su parte, el Espíritu Santo realiza su acción santificadora del hombre, su acción iluminadora, impulsora de la misión, consoladora de los apóstoles y 235

discípulos, porque, según la profunda expresión de Jesús, «recibirá de lo mío» (Jn 16,14). De esta forma, la acción de las tres divinas Personas hacia fuera de sí mismas, es una acción profundamente armónica y convergente desde la diversidad y peculiaridad personal de cada una de ellas. Hasta tal punto captó la reflexión de la Iglesia esta profunda unidad convergente en la acción ad extra de las divinas Personas, que poco a poco se fue formulando hasta quedar plasmada en el principio clásico de la teología según el cual «In divinis omnia sunt unum ubi non obviat relationis oppositio» 63. Principio que, al tiempo que salvaguarda la identidad y peculiaridad personal de cada una de las tres divinas personas, subraya fuertemente la unidad de acción de las mismas. Hasta tal punto es profunda la unidad de acción ad extra del Dios trino, que constituyen un único principio de acción. Pues bien, «la Iglesia, estructurada sobre la ejemplaridad trinitaria, tendrá que mantenerse lejos tanto de una uniformidad que aplaste y mortifique la originalidad y la riqueza de los dones del Espíritu, como de toda contraposición hiriente, que no resuelva la tensión entre los carismas y los ministerios diversos en la comunión, dentro de una mutua recepción fecunda de las personas y de las comunidades en la unidad de la fe, de la esperanza y del amor» 64. En esta doctrina encuentra su fundamento y justificación teológica más plena y exigente la tan añorada y todavía tan lejana pastoral de conjunto dentro de la Iglesia. La acción pastoral en el seno de las diversas comunidades eclesiales está objetivamente marcada por la exigencia de una acción convergente desde la diversidad de los dones, carismas, ministerios, gracias y servicios que el Espíritu, fuente de diversidad y de unidad al mismo tiempo, suscita en el interior de la Iglesia. Nada más antieclesial (por antitrinitario), por consiguiente, que el atomismo pastoral, sobre todo cuando pretende encontrar justificación en la diversidad de carismas y ministerios existentes en la Iglesia. Sólo cuando esa diversidad de dones, carismas y ministerios es convergente y enriquecedora en la construcción del Reino, llega a ser la Iglesia auténtica epifanía del misterio trinitario en su acción ad extra. De lo dicho anteriormente se puede concluir que «la lectura trinitaria de la comunión eclesial se extiende así desde la historia del origen hasta la historia del presente y del porvenir de la Iglesia: la Trinidad se ofrece como la respuesta rica e inagotable, no sólo a la pregunta ¿de dónde viene la Iglesia?, sino también a las preguntas sobre lo que es la Iglesia y adónde va» 65. Más aún, se puede afirmar, con una formulación concisa pero densa de significado, que «la Iglesia viene de la Trinidad, camina hacia ella y está estructurada según su imagen» 66.

3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado 236

Como se ha dicho más arriba, el misterio de la Iglesia no tiene solamente una dependencia esencial respecto al misterio de la Trinidad. Tiene también, y de una forma igualmente esencial, una relación de dependencia inmediata y condicionante con el misterio de Cristo el Verbo encarnado. Con esto, estamos afirmando que, así como la Iglesia sería completamente inexplicable si se la desconectara del misterio trinitario, de la misma forma y por análoga razón, se convierte en un auténtico jeroglífico para los demás e incluso para sí misma, si pierde su referencia fontal al misterio de Cristo. La Iglesia nunca es más Iglesia que cuando está descentrada de sí misma y totalmente centrada en Cristo su único y definitivo Señor. En este sentido hay que afirmar que el eclesiocentrismo es una auténtica perversión del misterio de la Iglesia. La Iglesia no tiene otro centro que no sea Cristo: únicamente a partir de Cristo cobra la Iglesia su importancia; y únicamente en cuanto orienta al hombre y lo pone en relación con Cristo y su misterio, se hace indispensable para la humanidad.

A) Jesucristo, realidad personal teándrica Jesucristo, Verbo encarnado, es verdadera presencia de Dios en una realidad auténticamente humana: «Dios se ha expresado del todo en Jesús. Jesús es el presente definitivo de Dios en el mundo. Quien ve a él, ve al Padre (cf. Jn 14,9). Él es “el hijo” en un sentido que no se puede aplicar a ningún otro hombre» 67. Con Nicea confesamos que Jesucristo es «Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero» (DH 125), pero -y es una observación de la mayor importancia y trascendencia- en forma objetiva y misteriosamente kenotizada. Hay que dejar constancia en este punto, del tenaz y perseverante esfuerzo de la Iglesia por defender la autenticidad del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, tan Dios como hombre, tan hombre como Dios. Frente a todo intento de falsear la Persona de Cristo mutilándola o interpretándola de forma reductiva, la Iglesia ha reaccionado siempre con verdadera pasión y energía a fin de que el misterio «que es Cristo» (cf. Col 2,2; 4,3) sea, hasta donde es posible, explicado, entendido y aceptado en toda su integridad. Frente a las oscilaciones de los distintos herejes, planteadas siempre desde la disyuntiva «aut», «aut» (o una cosa u otra), la Iglesia oficial ha mantenido con todo vigor la dialéctica enriquecedora del «et», «et» (una cosa y otra) en el misterio de Cristo68. En particular, el Concilio de Calcedonia enseñó, siguiendo el magisterio del Papa León Magno, no sólo la permanencia de ambas naturalezas (divina y humana) en Cristo, sino también —aspecto menos puesto de relieve en la reflexión cristológica posterior—, el dinamismo intencional y finalizante, la convergencia de esas naturalezas, gracias a la 237

cual llegan a ser una sola realidad personal: «unum eundemque Christum Filium Dominum unigenitum, in duabus naturis inconfuse, inmutabiliter, indivise, inseparabiliter agnoscendum, nusquam sublata differentia naturarum propter unitionem magisque salva proprietate utriusque naturae, et in unam personam atque subsistentiam concurrente, non in duas personas partitum seu divisum, sed unum et eundem Filium unigenitum Deum Verbum Dominum Iesum Christum» 69.

B) Naturaleza teándrica de la Iglesia En la Tradición, el misterio de la Iglesia se relaciona tanto con el misterio trinitario como, de igual forma y hasta con cierta preferencia, con el misterio de Cristo, el Verbo encarnado. Sin poderse identificar evidentemente la Iglesia con Cristo, existe sin embargo entre ellos una correlación sumamente estrecha, de forma que la Iglesia aparece como la continuidad de Cristo en la historia y, por eso mismo, entre otras consecuencias, los mismos errores cristológicos encontrados en los primeros siglos, tienen su perfecta continuidad, su reflejo más fiel, en otros tantos errores eclesiológicos. En este sentido, es posible afirmar que la eclesiología llega a convertirse en un capítulo de la cristología70. Por eso mismo, el misterio de la Iglesia, aun siendo radicalmente un misterio trinitario, es también un misterio específicamente cristológico: en la Trinidad tiene su origen, y en Cristo tiene su centro71. Este centralismo cristológico, por otra parte, no excluye, antes por el contrario, reclama como igualmente esencial, la dimensión pneumatológica de la Iglesia, como quiera que la Persona y la acción del Espíritu Santo es —según lo visto—, absolutamente imprescindible para una inteligencia profunda y objetiva del mismo misterio de Cristo, comenzando por su aparición en la historia de los hombres. A la luz, pues, del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es preciso establecer y afirmar la naturaleza de la Iglesia: una naturaleza de carácter teándrico. Análogamente a lo que sucede en el misterio de Cristo, también en el misterio de la Iglesia hay que reconocer una doble realidad objetiva: su dimensión divina y su dimensión humana; de forma, con todo, que en la Iglesia al igual que en Cristo, lo divino se descubre y se expresa en lo humano: es decir, en su existencia y realidad humana e histórica. Se comprende así que el pasaje de la Lumen Gentium en el que el Concilio aborda la naturaleza humano-divina de la Iglesia (LG 8), es, al decir del redactor último de esta Constitución, «uno de los más importantes y de los más característicos de toda la Constitución» 72. Y es que, efectivamente, si la Iglesia por una notable analogía debe reproducir el Misterio del Verbo encarnado del que es prolongación en la historia, es necesario que en ella se den, en una unidad absolutamente inseparable, las dos 238

dimensiones fundamentales: la divina y la humana73. Delante de la Iglesia nos encontramos ante de una realidad verdaderamente compleja al ser una realidad absolutamente indivisible en sus elementos que, por eso precisamente son diferenciables pero inseparables. El elemento divino de la Iglesia (que no es posible identificar ni confundir simplemente con el Espíritu Santo), viene constituido por la Palabra de Dios, los sacramentos, los ministerios, la disposición y apertura de los cristianos para lo sobrenatural, la experiencia de la gracia que es posible hacer, y, especialmente, por la presencia —siempre divina y trascendente— del Espíritu Santo, el cual, de todas formas, se transmite y se entrega en la articulación social de la comunidad74, es decir, en realidades en las que lo humano tiene una parte imprescindible y hasta determinante. El Concilio Vaticano II puso de relieve claramente esta naturaleza teándrica de la Iglesia presentando en forma de binomios aparentemente contrapuestos «la sociedad jerárquica y el cuerpo místico de Cristo», «la asamblea visible y la comunidad espiritual», «la Iglesia terrena y la Iglesia ataviada con los dones celestiales» (LG 8), y afirmando que esta realidad —la Iglesia— es ciertamente compleja, pero que es igualmente indivisible e inscindible en sí misma, aunque manteniendo siempre la diferencia de ambos elementos: el humano y el divino. Estos elementos están unidos entre sí de forma intrínseca y no meramente juxtapuestos; están, además, funcionalizados el uno al otro: el humano al divino. El modelo o paradigma que establece el Concilio es precisamente el de Cristo, el Verbo encarnado: «así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, no de otra forma (non dissimili modo) la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo(cf. Ef 4,16)» 75. No existe, evidentemente una unión hipostática, ni siquiera quasihipostática, entre el Espíritu Santo y los creyentes o entre el Espíritu Santo y la realidad material de la Iglesia (materia de los sacramentos, materialidad de los libros santos, estructuras, organización material de la Iglesia en sus distintos niveles de servicios)76. Pero tampoco estamos ante una unión —para seguir el símil tomista— como la que existe entre el jinete y el caballo, o entre el carpintero y la sierra77. La realidad material es, en la Iglesia, tan imprescindible como lo es en Cristo su verdadera naturaleza humana, para salvaguardar en el verdero misterio de Cristo. Por eso precisamente, «la estructura humana de la Iglesia se ha de tomar completamente en serio, so pena de verla desvanecerse no en Dios sino en el vacío. Por dificultosa que sea la conciliación de este doble aspecto, la Iglesia está ahí, anclada en nuestro suelo, en pleno medio humano, perfectamente identificable y al mismo tiempo substrato de un poder supraterreno y espiritual: si este milagro no se realiza, la redención no está a nuestro alcance» 78. 239

Prolongando la reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado que tuvo un punto culminante en el Concilio de Calcedonia, se puede decir —siempre de forma análoga—, que también en la Iglesia lo humano y lo divino existen en una sola realidad histórica y social, «sin mezcla ni confusión, sin cambio, sin división y sin separación, no suprimida las diferencias a causa de la unión, antes por el contrario, salvada la propiedad de cada uno de los elementos» 79. Pero, al igual que en el Verbo encarnado, estructuras y sobre todo organización, tienen que estar, en la Iglesia, de forma real, operativa, visible y constatable, al servicio de la salvación de los hombres que es la razón última y definitiva de la existencia misma de la Iglesia. De ahí, el principio mantenido inequívocamente en la tradición de la Iglesia: «salus animarum suprema lex».

Herejías cristológicas y su reflejo en la eclesiología El misterio de la Iglesia está de tal manera unido al misterio de Cristo, su dependencia de éste es de tal forma determinante, que las herejías que a lo largo de la historia fueron apareciendo en la forma de entender y explicar el misterio de Cristo, han tenido su reflejo casi literal al reflexionar sobre el misterio de la Iglesia80. No es éste, ciertamente, un argumento irrelevante o de poco interés. Así como la tradición de la Iglesia defendió siempre una explicación correcta y ortodoxa de la Persona y del misterio de Cristo, convencida de que un falseamiento de esa Persona humanodivina llevaría indefectiblemente a una falseamiento de la salvación realizada por el mismo Cristo, de forma semejante y por el mismo principio, un falseamiento de la naturaleza de la Iglesia, llevaría necesariamente a una neutralización o anulación de la función mediadora de la Iglesia en el plano de la redención. Como se sabe, en la mayor parte de las herejías cristológicas, la realidad humana de Jesús, su naturaleza de hombre verdadero, queda completamente mutilada, anulada, o reducida a mera apariencia; y, por consiguiente, desposeída de cualquier relevancia o valor objetivo en orden a la redención de la humanidad. No pocas veces se afirma el protagonismo de Dios, la fuerza redentora de su gesto, a costa del valor objetivo e igualmente determinante del hombre. En el fondo se destruye la tensión dialéctica existente entre Dios y el hombre; se establece una disyuntiva: o Dios o el hombre, siendo así que Dios es imprescindible para el hombre, pero, supuesta la creación y la redención, el hombre resulta misteriosamente imprescindible para Dios. En la Tradición de la Iglesia el hombre ni es ni puede nada sin Dios; pero, de la misma forma, Dios no puede nada frente al hombre sin la libre colaboración de éste. Al crear Dios al hombre, Dios se lo ha tomado completamente en serio: el hombre no es una marioneta en manos de Dios. Por eso resulta cierto aquello de «no tú sin Dios»; pero lo es también aquello de «no Dios sin 240

ti». Como dijo profundamente San Agustín, «Dios no obra la salvación en nosotros como si se tratara de piedras insensibles o seres en los que la naturaleza no ha puesto razón y voluntad» 81. Así como para crearnos no ha contado Dios con nosotros, para justificarnos y salvarnos cuenta necesariamente con nosotros; dicho de otra manera, ni el libro albedrío puede destruir la gracia, ni la gracia puede destruir el libre albedrío. Refiriéndonos en particular a las dos herejías que cobraron mayor relieve e importancia, tanto en el plano teológico como en el eclesial e incluso en el político, (nestorianismo y monofisismo) hay que decir que, a semejanza de lo que ocurre en Cristo («non dissimili modo»: LG 8), es posible, si no se plantea debidamente, que el misterio de la Iglesia, sea neutralizado, vaciado (cf. 1Cor 1,17; Ga 5,4. 11), bien por una interpretación monofisita (el elemento divino, absorbe y hace desaparecer el elemento humano, el cual carece en absoluto de todo valor objetivo y de todo interés verdadero en el orden de la salvación), o bien haciendo de él una interpretación nestoriana según la cual los dos elementos —humano y divino— son auténticos pero permanencen disociados y meramente yuxtapuestos. En ambos casos, las consecuencias de un falso planteamiento (monofisita o nestoriano) son igualmente nefastas, tanto en lo referente al misterio de Cristo como en su aplicación al misterio de la Iglesia. En definitiva se está poniendo en cuestión la naturaleza de la voluntad salvífica de Dios sobre la humanidad. Porque: 1. La salvación de Dios no es una realidad que quede superpuesta al hombre, afectándole únicamente de una forma externa o jurídica, ni el hombre (la naturaleza humana) queda reducido a pura pasividad delante de un Dios que sería el único que, sin contar con el hombre para nada, le aplica su salvación de una forma objetiva, automática, casi mecánica. 2. Igualmente nefasta es la repercusión en el orden sacramental: los sacramentos serían simplemente «ocasión» para que Dios actúe salvíficamente en el creyente. En el sacramento hay que valorar ciertamente el opus operatum, es decir, la eficacia objetiva (por parte de Dios) de su gesto salvador. Pero hay que tener igualmente presente y contar con ello, el opus operantis subiecti, o sea, la actitud y disposición positiva del sujeto, asi como el opus operantis Ecclesiae, a saber, la participación consciente y activa de la comunidad eclesial. 3. La realidad humana no tiene en la Iglesia únicamente un valor aparente, como si no fuera en sí vehículo de nada, ni exigencia de nada, ni manifestación de nada: es decir, como si fuera pura y simple apariencia. 4. La dimensión divina de la Iglesia se hace presente y se revela en su dimensión humana, de forma análoga a lo que ocurre en la persona de Cristo, en la que su divinidad se revela misteriosamente en su humanidad82, y en una humanidad sometida en todo y 241

por todo a la condición humana, excepto el pecado (cf. Hbr 4,15).

4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO DE LA IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS»83 La Iglesia es un misterio de santidad trinitaria que se realiza en la historia: la condición histórica pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia. Ahora bien, la historia —como lo demuestra la experiencia de cada día—, está toda ella transida de ese otro «mysterium iniquitatis» (el mal, el pecado) que se enraiza y actúa no sólo en el corazón del hombre (en nuestro caso, de cada bautizado), sino también en las estructuras que el propio hombre construye, de las que se sirve en su actuar y de las que llega incluso a ser esclavo. Existe, efectivamente, un pecado personal y un pecado estructural84. Gracias a la inalterable presencia del Espíritu en la Iglesia, ésta es, en su raíz más profunda, sustancialmente «santa». La gracia de Dios presente en la Palabra revelada, en los Sacramentos, en el Ministerio, en el corazón de cada bautizado, hace que la santidad sea una realidad objetiva en la Iglesia. Pero la realidad de la gracia y la misma presencia y acción del Espíritu no solamente no excluye la participación libre y responsable del hombre, sino que la exige absolutamente. Y esto, porque es esa misma presencia del Espíritu y de la gracia en el bautizado la que suscita y hace posible la respuesta libre del hombre a la acción de Dios sobre él. Es el Espíritu el que transforma interiormente con su acción al hombre hasta llegar a una auténtica «divinización» 85. En este sentido hay que afirmar que la santidad de la Iglesia es, ante todo y sobre todo, iniciativa y don absoluto de Dios (santidad objetiva); pero es, también, fruto de la respuesta positiva del hombre a Dios, suscitada por el mismo Dios en el corazón del bautizado (santidad sujetiva). Esta santidad se realiza en la comunidad y en cada bautizado, afectando también a las instituciones, ministerios y en especial a los sacramentos. Pero en el seno de la Iglesia, verdadero «mysterium santitatis», está presente y actúa el «mysterium iniquitatis», el pecado. El misterio de santidad que constituyen, tanto la Trinidad de las Personas como el Verbo encarnado, coexiste en la Iglesia con el misterio de iniquidad que penetra también aquí no sólo el corazón de los bautizados, sino la comunidad misma creyente en cuanto tal, y las instituciones a las que el hombre da vida en la Iglesia. De esta forma, la comunidad eclesial que peregrina en la historia, es al mismo tiempo, santa y pecadora. Efectivamente, «el Nuevo Testamento (donde la palabra diábolos figura 53 veces)

242

nos revela la tensión de dos fuerzas, de dos reinos, de dos misterios en recíproca oposición, agudizada, reivindicando uno y otro el derecho de dominar al hombre» 86. De hecho, ya en 2 Tes 2,7-12 habla Pablo de un «misterio de iniquidad»: una realidad que desconcierta al mismo creyente y que permanece oculta en el inescrutable designio de Dios; que será revelada en el tiempo determinado por el mismo Dios y que, de todas formas, está igualmente relacionada con la consumación escatológica aneja a la parusía de Jesús: bastará recordar, a este propósito, la parábola del trigo y la zizaña en el campo del único dueño (cf. Mt 13,24-30). Por otra parte, encontrándose la Iglesia en un inacabable devenir hacia el reencuentro trinitario en plenitud y definitividad, sin llegar nunca del todo a la meta «mientras peregrina hacia el Señor» (cf. 2Cor 5,6), está siempre necesitada de una continua purificación, de una constante renovación. Su condición de peregrina hace que sienta continuamente en sí misma el peso de las contradicciones del presente y que, como dice San Agustín, camine «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» 87. El Concilio Vaticano II, lleno de gran realismo, declaró abiertamente que «la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» 88. Por eso, concluye el capítulo Io de la Constitución Lumen gentium con la que —a juicio de G. Philips—, es posiblemente «la frase más importante de todo el capítulo» 89: la Iglesia «se siente fortalecida con la virtud del Señor resucitado... para revelar fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» 90. Existe a este propósito una cuestión que ha dividido largo tiempo a las distintas confesiones cristianas y cuya formulación es la siguiente: Es la Iglesia «santa», ¿sí o no? Es pecadora, ¿sí o no? ¿Es más «santa» que «pecadora»? ¿Es más «pecadora» que «santa»? ¿Es «santa» y «pecadora» al mismo tiempo? Se habla con normalidad del pecado en la Iglesia. Pero ¿se puede y se debe hablar también de pecado de la Iglesia? Es ésta una cuestión que excede la simple fenomenología y la misma sociología, es decir, lo que aparece o lo que se percibe exteriormente de la Iglesia. Es, en efecto, una cuestión que afecta al ser más íntimo de la Iglesia, a saber, a la presencia y parte que tiene Dios en ella, y a la presencia y responsabilidad que atañe al hombre. Es una cuestión en la que, con no poca frecuencia, subyace un inaceptable planteamiento dualista de la Iglesia, sea desde una vertiente monofisita (la Iglesia «sólo» es santa), sea desde una vertiente puramente sociológica (la Iglesia es una institución puramente humana sometida por consiguiente, como cualquiera otra institución, a los defectos, claudicaciones, defectos y pecados de todo lo humano). 243

Existe, por otra parte, una notable diferencia entre católicos y protestantes a la hora de abordar el tema tanto de la santidad (objetiva e incluso subjetiva en muchos casos) de la Iglesia, como de esa otra realidad de la que no se ve exenta la Iglesia desde sus mismos orígenes históricos: el pecado de la Iglesia. ¿En qué sentido se puede aplicar a la comunidad eclesial el principio que se aplica a cada bautizado de forma personal: «simul iustus et peccator»?91. En contra de la posición teológica de los primeros y de los actuales cristianos luteranos y reformados, la confesión católica sostiene que la comunidad eclesial en cuanto tal y cada bautizado singularmente considerado, no es ante Dios pura y absoluta pasividad: la mediación eclesial es, en la historia de la salvación, signo e instrumento a la vez, de la presencia y actividad santificadora de Dios en la vida del hombre y de la misma historia de la humanidad. Porque no vale entender y hablar de la Iglesia como de una especie de ente ideal o entelequia espiritual de la que, prescindiendo de sus miembros los bautizados, se afirma que es «santa» o que «no es pecadora». Es cierto que la Iglesia es más que la simple suma de los bautizados y en este sentido no puede identificarse simplistamente con la comunidad eclesial. Pero es completamente irreal y nominalista hablar de la Iglesia prescindiendo de la comunidad de bautizados en general y de cada miembro bautizado en particular. Comunidad creyente y bautizados singularmente considerados, están sometidos todos a la debilidad de la condición humana de que habla Santo Tomás92: en cuanto compuesta de seres humanos y en cuanto realidad histórica, la Iglesia, que no existe al margen de la comunidad de bautizados, no es sólo limitada sino también pecadora. No es posible querer eximir a personas, instituciones o colectivos eclesiales de la condición de pecadores, ignorando así los errores, infidelidades, faltas y pecados que unos y otros han cometido a lo largo de la historia93, o achacándolos de forma meramente externa a personas o colectivos, como si, en cuanto creyentes, no pertenecieran de forma intrínseca y constitutiva al ser mismo de la Iglesia. La condición pecadora del hombre no desaparece a pesar de su condición de redimido y, a pesar de la presencia del Espíritu santificador en medio de los bautizados. De ahí que santidad y pecado sean dos realidades simultáneas en la Iglesia peregrina en la historia. Además, mediante el bautismo, el cristiano entra a formar parte, de manera personal, de un pueblo: el nuevo Pueblo de Dios. Esto quiere decir, en el contexto del «mysterium iniquitatis» que nos ocupa, que el pecado afecta no únicamente al bautizado singularmente considerado, sino también al cuerpo social al que pertenece y en el que es introducido precisamente en virtud del bautismo. Pecado personal y pecado social son dos realidades que acompañan de forma misteriosamente negativa a la Iglesia. 244

El Concilio Vaticano II —en este punto concreto— estuvo más atento a la línea apologética del Concilio de Trento que a la gran Tradición de los Padres (que no dudaron en calificar a la Iglesia como la «casta meretrix» 94) y a la misma enseñanza teológica del medioevo. El Vaticano II, en efecto, no declaró nunca, de forma directa y explícita, que la Iglesia en cuanto tal, fuera también pecadora. Sólo lo reconoció de manera indirecta al enseñar que está necesitada de purificación a pesar de ser santa (cf. LG 8), que sus miembros hieren a la propia Iglesia con sus pecados (cf. LG 11), que todos caemos en muchas faltas (cf. LG 40), que está sometida al pecado en sus miembros (cf. UR 3), y que también los católicos pecamos contra la unidad (cf. UR 7). Sin embargo y aunque lentamente, crece hoy en la misma comunidad católica y no sólo entre sus teólogos, el convencimiento de que, efectivamente, la Iglesia es, paradójicamente, una comunidad de «santos pecadores» o de «pecadores santos»: es decir, que tanto en la comunidad eclesial como tal, cuanto en su estructura ministerial o incluso sacramental, la realidad del pecado puede estar y de hecho está presente, de forma que no siempre son transparencia irrefutable de la acción salvífica de Dios y de la actitud servicial de Cristo. La instrumentalización de los sacramentos y hasta del mismo Dios, el abuso de poder, el orgullo del brillo terreno, son realidades que, como tentación permanente, han acompañado y siguen acompañando la vida real y diaria de la Iglesia en su peregrinar por la historia95. La Iglesia no es ni sólo santa, como con demasiada frecuencia ha sido entendida y presentada por la apologética católica, ni radical e inexorablemente pecadora como ha sostenido sistemáticamente la tradición protestante, desde una visión antropológica sustancialmente negativa y para defender además la absoluta trascendencia de Dios sobre el hombre. El pecado impregna ciertamente a la Iglesia, no sólo en cada uno de sus miembros, sino también en las mismas realidades eclesiales. Pero no es menos cierto que la indudable presencia del Espíritu, la luz santificante de la Palabra, la fuerza santificadora de los sacramentos y la vida personal de innumerables bautizados, hace que sea al mismo tiempo objetivamente santa, es decir, responda sustancialmente al proyecto de Dios sobre ella: «sed santos porque Yo soy santo» (Lev 11,44; 19,2); o como dice Jesús, «sed santos como el Padre es santo» (Mt 5,48)96. Por otra parte, desde su clara conciencia de comunidad afectada por el mal moral a pesar de su condición de «santa», la Iglesia, «inquieta y crítica consigo misma en el compromiso incesante de su reforma, se muestra igualmente crítica e inquieta con todas las realizaciones mundanas, cuya miopía tiene que denunciar, anunciando al mismo tiempo su meta más alta que le ha abierto la esperanza del Reino» 97. En profunda unidad de pensamiento y de ontología existencial de una Iglesia santa y pecadora al mismo tiempo, aparece la necesidad de perdón que tiene el bautizado como 245

hombre pecador, y la capacidad que existe en la comunidad eclesial de ofrecer ese perdón a todo el que lo desee de corazón. Así se ve en el poder de perdonar pecados dado por Cristo a la Iglesia en la persona de Pedro: cf. Mt 16,19; 18,15-18. «Esto —dice J. Ratzinger— me parece un elemento de mayor importancia. En el centro mismo del nuevo ministerio (confiado por Cristo a Pedro), que priva de energías a las fuerzas de la destrucción, está la gracia del perdón. Ella es la que constituye a la Iglesia. La Iglesia está fundada en el perdón. Pedro mismo representa en su persona este hecho: el que ha caído en la tentación, ha confesado y recibido el perdón puede ser el depositario de las llaves. La Iglesia en su esencia íntima es el lugar del perdón, en el que queda desterrado el caos. Ella se mantiene unida por el perdón, de lo que Pedro es una perenne demostración; ella no es la comunidad de perfectos, sino la comunidad de los pecadores que tienen necesidad del perdón y lo buscan. Las palabras sobre la autoridad ponen de manifiesto el poder de Dios como misericordia, y por tanto como piedra angular de la Iglesia» 98.

5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD99 En la concepción cristiana, la realidad es, al mismo tiempo, inmanente y trascendente, de tal forma que lo trascendente sólo es accesible al hombre en lo inmanente y a partir de lo inmanente. De esta forma, desde la constatación y experiencia de lo inmanente, es posible llegar al descubrimiento del Trascendente. El apóstol Pablo, en efecto, abre su Carta a los Romanos con un largo reproche a los que no son capaces de «trascender» la realidad, quedando atrapados en lo puramente fenoménico, en la estricta inmanencia: «lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista, Dios mismo se lo ha puesto delante; desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, de modo que no tienen disculpa. Porque al descubrir a Dios, en vez de tributarle la alabanza y las gracias que Dios se merecía, su razonar se dedicó a vaciedades y su mente insensata se obnubiló» (Rom 1,19-21). El conocimiento de Dios a partir del conocimiento de las criaturas es una profunda convicción que aparece en la literatura sapiencial judía: basta recordar el Libro de la Sabiduría (13,1-9). Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento cuando, en el ámbito de la reflexión cristiana y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, se convierte en un principio indiscutible la posibilidad real de descubrir lo trascendente (mejor se diría «el Trascendente») en lo inmanente100. Entendemos aquí el concepto de trascendencia no en la posible multiplicidad de sus 246

acepciones y dimensiones, sino como «el movimiento fundamental del espíritu abierto hacia arriba en dirección al misterio no comprendido» 101. El misterio cristiano, en su relación con el hombre, encuentra su paradigma y su realización más profunda y palpable al mismo tiempo, en el misterio del Verbo encarnado. Jesucristo, en efecto, en cuanto Verbo es absolutamente trascendente, pero en cuanto encarnado, es absolutamente inmanente. De esta forma, en Jesucristo, Verbo encarnado, la inmanencia está llamada a una efectiva participación o comunión con la trascendencia; más aún, en Él se han unido, «sin mezcla, sin confusión, sin división y sin separación», trascendencia e inmanencia: una unión «que no se limita a ser un coniunctio oppositorum en la que uno de los opuestos anularía al otro o sería absorbido por él, sino una alianza en la que el ámbito divino interpela a la humanidad y hace posible una relación dialogal» 102. Y es que, por paradójico que pueda parecer, la distancia infinita entre Dios y el hombre, «desemboca en la conjunción de trascendencia e inmanencia en el Dios-Hombre, el punto de inserción de la mismidad y alteridad humanas en el misterio trinitario» 103. A partir del misterio del Verbo encarnado (trascendencia en la visibilidad: Jn 12,45; 14,9; Tito 2,11; 3,4), es preciso captar y entender todo el universo misterioso del cristianismo. Desde entonces particularmente, el misterio se trasluce en lo visible, en lo que se ve, en lo real y tangible, en lo que es y aparece. De forma que lo que se ve es el vehículo, el camino, la mediación, para descubrir en toda su profundidad, lo que aun siendo una realidad objetiva absoluta, no se ve. De ahí que sólo en lo humano, es posible captar lo divino; sólo en lo visible, se entrevee lo invisible; sólo en lo material, se hace realmente presente lo divino y lo trascendente. Este principio, que vale para todo el universo sacramental cristiano, tiene un valor muy particular aplicado al misterio de la Iglesia. Efectivamente, si se pierde de vista esta perspectiva esencial del misterio cristiano, puede existir (tanto en el interior de la comunidad eclesial como, sobre todo, fuera de la misma), el peligro de lo que puede llamarse inmanentismo histórico, que no sólo «no conoce un más allá de la historia y del tiempo del mundo, sino que pretende que el sentido y objetivo (si se dan) de la historia e historicidad, sólo se realizan dentro de ésta» 104. Aplicado al misterio de la Iglesia este inmanentismo histórico, llevaría a desconocer por completo o a echar en un nefasto olvido, el carácter manifestativo y sacramental de la Iglesia, o a atribuir la eficacia de la acción eclesial, en sus diversas dimensiones, a la misma Iglesia en lugar de atribuirla fundamentalmente a la intervención absolutamente trascendente, libre y gratuita de Dios. El capítulo I de la Lumen Gentium concluye con el reconocimiento del carácter apocalíptico, final de la Iglesia, que, según se vio más arriba, forma parte esencial del concepto de misterio105: la Iglesia-Misterio, peregrina en medio de múltiples dificultades, 247

está sin embargo «fortalecida con la virtud del Señor resucitado para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» 106. La Iglesia es el misterio de la trascendencia máxima en la máxima debilidad, pobreza, indefensión y hasta bajeza humana; más aún, es la prolongación del misterio escondido en el reconocimiento del Hijo de Dios en el crucificado del Gólgota: Mc 15,39. Este misterio, fundado en la Palabra, acogida, leída e interpretada en el contexto de la Tradición107, es celebrado en la Liturgia108.

6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE Al misterio se responde siempre con la fe. La fe, por eso, es clave de lectura del misterio cristiano: también del misterio de la Iglesia. Este misterio ni puede ser captado, ni puede ser mínimamente entendido, ni puede ser apreciado y vivido, si no es desde una clave de fe. «Sólo con los ojos de la fe se puede ver la Iglesia tal como se la describe en el capítulo I de la Constitución Lumen Gentium» 109. A semejanza de lo que ocurre con el misterio de la Trinidad (primer analogatum del misterio de la Iglesia) o con el misterio de la Encarnación del Verbo, la Iglesia vista desde unas claves estricta y exclusivamente humanas, resulta ser una realidad absolutamente ininteligible, cuando no completamente absurda e inaceptable. Efectivamente, «la Iglesia es objeto de fe, prolongación del misterio trinitario y de la encarnación redentora, como lo anunciaba ya el principio del capítulo primero (* de la Lumen Gentium). Desembocamos así, en la más auténtica dogmática, a la vez teología de la cruz y teología de la gloria, porque organiza todo en torno al misterio central de Cristo, Hijo de Dios y Salvador» 110. De ahí que, sin la fe, tanto de los bautizados que pertenecen a la Iglesia como de los que la contemplan desde fuera, la Iglesia se convierte en una empresa completamente humana, en la que funcionan los aspectos promocionales, estratégicos, de supervivencia, de acomodación estratégica, de competencia política, económica, social, etc., como en cualquier otra empresa o colectividad meramente humana. El objeto central de la fe, propiamente hablando, es Dios y su plan de salvación sobre los hombres. Pero siendo la Iglesia obra de Dios uno y trino y prolongación del misterio Verbo encarnado en el sentido antes visto, es parte de la actuación salvífica de Dios en la historia de los hombres, de cuya salvación tiene que ser testigo e instrumento al mismo tiempo: participa, por ello, de la naturaleza misteriosa de Dios. Ahora bien, el misterio sólo se alcanza en la fe y desde la fe. De ahí, que siendo 248

misterio la Iglesia se convierta, por eso mismo, en objeto de fe. De hecho, en las fórmulas de fe de la Iglesia que son los Credos, aparece bien pronto el «credo ecclesiam», si bien como explicitación del «credo in Spiritum Sanctum» 111. Por otra parte, si la fe «no se reduce a la mera comprensión del sentido de la palabra, sino que abarca también la aceptación de la realidad que en ella se afirma y que está a la vez latente y patente en el sentido humano de esa palabra, creer a la Iglesia no significa comprender únicamente su realidad visible y su organización ni tampoco se reduce a reconocer y afirmar en ella una organización similar a la del estado o a una asociación con vistas a una meta común hacia la que tienden todos sus miembros y que vendría a ser el ejercicio de la fe y de la piedad cristianas. Creer a la Iglesia significa más bien, afirmar esta Iglesia visible con su existencia vivida comunitariamente por los hombres como un signo, como una vocación y autocomunicación de Cristo resucitado; en la convicción de que la eficacia divina se encontrará precisamente en la búsqueda de aquella eficacia propia del Espíritu divino latente en la actividad humana de la vida eclesial» 112.

249

1 Cf. Lo dicho en el capítulo 2. 2 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 100. 3 H. FRIES, Cambios en la imagen de la Iglesia y desarrollo histórico-dogmático, en MS IV/1, p. 234. 4 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1998, p. 193. 5 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 100. 6 J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, p. 12. 7 Id., o.c., p. 13. 8 Cf. El Vaticano, don de Dios, en PPC (Documentos de estudio, no 110), Madrid 1986, pp. 71-75. 9 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, pp. 23-24. Subrayado nuestro. 10 En el Nuevo Testamento el término misterio aparece 28 veces: de ellas, 23 en singular (mysterium); el resto en plural (mysteria). No aparece ni en el evangelio ni en las cartas de San Juan, ni tampoco en Hechos ni en Hebreos. Por el contrario, en las cartas deuteropaulinas (Efesios y Colosenses) aparece hasta 10 veces; 3 en los sinópticos, 4 veces en el Apocalipsis; 11 veces en Pablo y 11 en los escritos deuteropaulinos. Cf. K. PRÜMM, Mystères, en DBS VI, cols. 1-225, con abundante bibliografía; H. BORNKAMM, Mysterion, en GLNT VII, cols. 645-716; G. FINKENRATH, Misterio, en DTNT III, 1983, pp. 94-98; R. PENNA, Misterio, en NDTB, pp. 12241234. 11 Por ejemplo, Pablo en ninguno de sus escritos presenta el bautismo o la eucaristía en clave «mistérica», al estilo o en paralelo con los cultos helenistas de iniciación o de convivium sagrado. 12 R. GERARDI, Misterio, en DTE, p. 642. 13 G. RICHTER, Misterio, en CFT II, pp. 65-66. 14 G. FINKENRATH, Misterio, en DTNT III, p. 96. 15 Hay que poner de relieve la importancia neotestamentaria del «ahora» (nyn) en fuerte contraposición con el «antes» de la venida de Cristo: el «ahora» está marcado ya definitivamente por Cristo (cf. 2Cor 6,2; Ef 5,7); cf. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Barcelona 1968; MJL-PG, Tiempo, en X. LÉON-DUFOUR, VTB, Barcelona 19736, pp. 894-896; H.-Chr. HAHN, kairós, en DTNT IV, pp. 267-272; G. STÄHLIN, nyn, en GLNT VII, cols. 1475-1498; A. MARANGON, Tiempo, en NDTB, pp. 1863-1866; G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, pp. 178-185. 16 L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, p. 255, nota 4. 17 L. CERFAUX, o.c., p. 251. 18 Cf. G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, pp. 36-71. 19 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 394-395. 20 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 325. 21 DH 150. 22 Cf. lo dicho en el capítulo segundo hablando de la Eclesiología surgida en el momento de la Contrarreforma. 23 Ver lo dicho a este propósito en el capítulo segundo.

250

24 Cf. Encíclica Mystici Corporis Christi en AAS 35(1943) pp. 199-221. 25 Cf. J. M. ALONSO, Ecclesia de Trinitate, en AA.VV., Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966, pp. 138-165; B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992; G. FROSINI, La Trinità mistero primordiale, Bologna 2000, pp. 320-335. 26 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 57. 27 J. M. ALONSO, a.c., p. 139; cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia de Trinitate, en Irenikon 14(1937), pp. 131146. 28 J. M. ALONSO, a.c., p. 140. 29 Cf. SAN CIPRIANO, De orat. dom. 23: PL 4,553; SAN AGUSTÍN, Serm. 71,20,33: PL 38,463ss; SAN JUAN DAMASCENO, Adv. icon. 12: PG 96,1358D; SAN FULGENCIO DE RUSPE, Ad monim. 2,11: Pl 65,190s; SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catech. 5 append. : PG 33,535-536. 30 SAN CIPRIANO, o.c.,: PL 4,553; cf. LG 4. 31 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 116. 32 E. ZOGHBY, Unidad y diversidad en la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, p. 537. 33 B. FORTE, o.c., p. 27. 34 H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, p. 49. 35 Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche (Festschrift für K. Adam), Düsseldorf 1952, pp. 79-108; G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, pp. 11-71. 36 Ver los testimonios de Ireneo, Orígenes y Agustín aducidos en el capítulo 2. 37 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 103. 38 No es dicícil constatar esta línea de pensamiento en los Manuales de Teología anteriores al Concilio Vaticano II. Entre los más representativos: S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 1937; T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi, Roma 19556; J. SALAVERRI, De Ecclesia Christi, en Sacrae Theologiae Summa I, Madrid 19625, pp. 502-586; Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarné I-II, DDB, Paris 1941 (I) y 1951 (II). Es significativo que de los dos volúmenes de que consta esta obra, novedosa y hasta clásica en su momento, sea el primero el que esté dedicado íntegramente a La Hierarchie apostolique; Id., Teología de la Iglesia, Bilbao 1962, pp. 41-85; U. Domínguez del Val, La eclesiología en los últimos años (1959-1964). Orientaciones bibliográficas, en «Salmanticensis» 12 (1965), pp. 319-394. 39 C. IZQUIERDO, Cristo y el origen de la Iglesia, en «Scripta Theologica» 28 (1996/2), p. 454; cf. Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología, en C. POZO (ed.), Documentos (1969-1996), Madrid 1998, pp. 327-334. 40 C. IZQUIERDO, a.c., pp. 454-455. Hay que observar, a este propósito, el hecho, que no deja de llamar la atención, de que el Vaticano II, un Concilio todo él centrado en el tema de la Iglesia, se haya referido a su fundación por parte de Cristo solamente en tres Documentos y de una forma más bien genérica: «El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. (...) Por esto, la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador...» (LG 5). «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación» (GS 40). «Después, el Señor..., antes de ascender a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación...» (AG 5). 41 Cf. M. SCHMAUS, Teología dogmática IV: La Iglesia, Madrid 1960; J. Ratzinger, El Nuevo Pueblo de

251

Dios, Barcelona 1972; Id., La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, pp. 7-26; Y-M. CONGAR, Le Concile de Vatican II. Son Eglise, Peuple de Dieu et Corps du Christ, París 1984; G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986; J. Auer, La Iglesia Barcelona 1986; F. Schüssler Fiorenza, Foundational Theology. Jesus and the Church, New York 1986, pp. 57-192; H. FRIES, Teología Fundamental, Barcelona 1987. Una posición completamente radical entre los autores católicos es la de H. Küng, La Iglesia, Barcelona 1968, pp. 57-99; Id., Ser cristiano, Madrid 1977, pp. 607-639. 42 Cf. J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 27-42; Themata selecta de Ecclesiologia occasione XX anniversarii conclusionis Concilii oecumenici Vaticani II (1984), en: Commissione Teologica Internazionale, Documenti (1969-1985), pp. 468-477; De Iesu autoconscientia quam scilicet Ipse de se Ipso et de Sua missione habuit (1985), en Ibid., pp. 580-586; J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, pp. 142-155. 43 Cf. O. CULLMANN, Petrus-Jünger-Apostel-Märtyrer, Zurich 1952, pp. 176-190; Id., Pétros, Kefás, en GLNT, cols. 136-148; P. BENOIT, La primauté de Pierre selon le Nouveau Testament, en «Istina» 2 (1955), pp. 305-334; J. M. VAN CANGH-M. VAN ESBROECK, La primauté de Pierre (Mt 16,16-19) et son contexte judaïque, en «Rev. Théol. de Louvain» 11 (1980), pp. 310-324; G. CLAUDEL, La «Confession» de Pierre. Trajectoire d’une péricope évangelique (Études Bibliques, N. S. 10), Paris 1988, pp. 167-388; J. RATZINGER, La Iglesia, una comunidad en camino, Madrid 1992, pp. 33-38; R. PESCH, Was an Petrus sichtbar war, ist in den Primat eingegangen, en Il primato del successore di Pietro (Atti del Simposio teologico: Roma dicembre 1996), Roma 1998, pp. 22-111. 44 J. M. VAN CANGH-M. van Esbroeck, a.c., p. 323. 45 Id., p. 324. 46 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, pp. 342-358; Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 205-269. 47 Cf. Ch. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1962, pp. 87-115; R. E. BROWN, La comunidad del discípulo amado, Salamanca 1983; R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987. 48 Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes (AG) 4. 49 AG 4. 50 LG 4. 51 AG 4. 52 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148. 53 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 149. 54 AG n. 4; cf. LG 10-12; Y-M. CONGAR, El misterio del Templo, Barcelona 1964; K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 1968, pp. 15-92; A. LEMMONYER, Charismes, en DBS I, cols. 1223-1243; L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, Santander 1982, pp. 245-262; J. A. ESTRADA, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca 1984, pp. 21-116; P. NEUNER, Carisma, en P. EICHER (dir.), Diccionario de conceptos teológicos I, Barcelona 1989, pp. 100-104; A. VANHOYE, Carisma, en NDTB, pp. 282-288. 55 Congresso dell’Associazione Teologica Italiana del 1983, Tesi sul «Filioque». Tesi 5, en «Rassegna di Teologia» 25(1984), p. 87, citado por B. Forte, Trinidad como historia, Salamanca 1988, pp. 195-196. 56 Hay quien, ante el Misterio de Dios, aboga por la llamada teología apofática, es decir, la que se niega a hablar de él, dada la imposibilidad de penetrar en el misterio: cf. I. MANCINI, Dios, en NDT I, pp. 328-338; B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, pp. 23-25; M. M. GARIJO-GUEMBE, Palamismo, en XPIKAZA-N. SILANES (dirs.), El Dios cristiano, Salamanca 1992, pp. 1029-1042; Y. SPITERIS, Apofatismo, en

252

AA.VV., Diccionario Teológico Enciclopédico, Estella 1995, pp. 68-69. 57 Es la llamada visión «económica» de la Trinidad, frente a una visión trinitaria completamente teórica y de carácter metafísico, que sería como una especie de juego intelectual por el que se descubre la posibilidad de la trinidad de las personas en la unidad de la esencia. 58 Santo Tomás no duda en afirmar que «a Dios se le honra con el silencio, no por el hecho de estar callados y sin investigar nada acerca de Él, sino porque tomamos conciencia de estar siempre más acá de una comprensión adecuada del mismo»: In Boet. de Trinitate, Proem., q. 2,a 1, ad 6. Recordemos aquí de nuevo el valor y sentido de la Teología apofática: nota 56. 59 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 56. 60 M. KEHL, o.c., p. 58. 61 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 14. 62 M. KEHL, o.c., p. 58. 63 Este principio —que, al parecer, lo formuló por vez primera San Anselmo de Canterbury en su obra De processione Spiritus Sancti (c. 2: PL 158,288C)—, aparece en la Bula Cantate Domino del Concilio de Florencio bajo Eugenio IV (4 de febrero de 1441/2) por la que se unían los coptos y los etíopes con la Iglesia de Roma: DH 1330. 64 B. FORTE, o.c., p. 30. 65 B. FORTE, o,c, p. 29. 66 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 195. 67 G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, p. 184. 68 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846 pp. 353-476; A. GRILLMEIER, Cristo en la Tradición cristiana, Salamanca 1997, pp. 313-847. 69 DH 302. Cf. A. GRILLMEIER, o.c., pp. 825-836. 70 Cf. H. RAHNER, Symbole der Kirche, Salzburg 1964, pp. 13-18; 91-96; 177-181; S. TROMP, De nativitate Ecclesiae ex corde Iesu in cruce, en «Gregorianum» 13(1932), pp. 489-527. 71 Cf. Pablo VI, Discurso en la Apertura de la Segunda Sesión del Concilio Vaticano II (29 septiembre 1963), en AAS 55(1963), pp. 845-847. 72 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148. 73 Cf. Ch. JOURNET, El carácter teándrico de la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 365-376; G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 143-150. 74 Cf. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios, Salamanca 1988, pp. 58-62. 75 LG 8. 76 Cf. Y-M. CONGAR, Dogme christologique et Ecclesiologie. Vérité et limites d’un parallèle, en A. GRILLMEIER-H. BACHT (eds.), Das Konzil von Chalkedon III, Würzburg 1954, pp. 239-268: publicado en Id., Santa Iglesia, Estela, Barcelona 1965, pp. 65-96. 77 Cf. STh q. 2, a. 6; q. 18, a. 1; cf. qq. 4.5.6.13.19. 78 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148.

253

79 DH 302. 80 Entre las herejías cristológicas de mayor relieve y repercusión histórica y eclesial pueden citarse: Adopcionismo: un simple hombre, es tomado y considerado por Dios como «Hijo predilecto», en un plano que llega a ser «quasi-divino». Docetismo: en Cristo lo humano es pura apariencia, sin una realidad auténticamente humana subyacente, como quiera que «lo material» tiene necesariamente una connotación negativa de pecado o próxima a él. Apolinarismo: en Cristo, su inteligencia humana (noûs) estaría substituida por el «logos divino». Se priva así a Cristo de lo más específicamente humano del hombre. Nestorianismo: en Cristo se da una auténtica yuxtaposición de dos realidades personales, con una unión meramente moral entre ambas. Monofisismo: toda la realidad humana de Cristo, desaparece al quedar absolutamente absorbida por su persona divina: lo humano en Cristo queda reducido a la mera apariencia, sin mayor relevancia salvífica objetiva. Monotelismo: la única voluntad existente en Cristo es la divina, de forma que su voluntad humana y su correspondiente libertad de hombre, o no existe enteramente, o es meramente aparente. 81 De peccatorum meritis et remissione II,5,6, en Obras de San Agustín, BAC(79), Madrid 1952, p. 319; cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991, pp. 272-285; L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, Madrid 1993, pp. 155-163. 82 Cf. J. IGN. GONZÁLEZ FAUS, Este es el hombre, Santander 1980, pp. 26-47; J. LOIS, Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, Madrid 1995, pp. 261-349. 83 Cf. K. RAHNER, El pecado en la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 433-448; H. U. VON BALTHASAR, Casta meretrix, en Sponsa Verbi II, Madrid 1964, pp. 239-354; G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 155157; Ch. DUQUOC, o. c., pp. 134-141. 84 Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, Roma 30-XII-1987, nn. 16. 17. 36. 37. 40, en AAS 80(1988), pp. 531-533; 561-569; Id., Carta apostólica, Tertio millennio adveniente, Roma 10-XI-1994, nn. 33. 35. 36, en AAS 87(1995), pp. 25-29. 85 Encontramos aquí la razón posiblemente más profunda y radical del desencuentro y de la falta de entendimiento teológico (que a nuestro juicio persiste a pesar de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación: 24-X-1999) entre el protestantismo y el catolicismo. Encontramos aquí, de forma particular, la mayor razón de la distancia entre católicos y protestantes en el campo de la Mariología como hemos tenido ocasión de exponer en María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 381-399. 86 T. STROTMANN, La Iglesia como Misterio, en G. Baraúna, La Iglesia I, p. 337. 87 SAN AGUSTÍN, De civitate Dei XVIII, 51, 2: PL 41,614. 88 LG 8. 89 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 158. 90 LG 8. 91 Cf. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, pp. 50-58; Federación Luterana Mundial y Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada en Augsburgo el 24 de octubre de 1999, nn. 28-30. 92 Cf. STh I-II, q. 21, a. 2 ad 3; q. 47, a. 2c; q. 73, a. 6c; II-II, q. . 14, a. 3c; q. 77, a. 3; q. 85, a. 3 ad 4; q. 150, a. 4 ad 3.

254

93 Buena prueba de este realismo eclesial se encuentra en la citada Carta apostólica de Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, nn. 33-36, en AAS 87(1995), pp. 25-29; cf. J. RATZINGER, La Iglesia una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, pp. 35-38. 94 Cf. capítulo 2, al hablar de Orígenes. 95 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, o.c., pp. 169-178; Id., La Teología de cada día, Salamanca 1976, pp. 2761. 96 Cf. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 19672, pp. 100-102; 107-115; Id., La Iglesia de los santos, en ET III, Madrid 1967, pp. 110-115; Id., Iglesia de los pecadores, en ET VI, Madrid 1969, pp. 295-313. 97 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 194. 98 J. RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, pp. 37-38. Subrayado nuestro. 99 Cf. K. LEHMANN, Trascendencia, en SM 6, cols. 713-726; E. SAURAS GÓMEZ, Trascendencia, en DPC, pp. 1183-1188. 100 Cf. Concilio Vaticano I, Const. Dei Filius (24 abril 1870): DH 3004. 101 K. RAHNER, Misterio, en SM 4, col. 714. 102 E. SAURAS, a.c., p. 1184. 103 E. SAURAS, a.c., p. 1188. 104 P. HENRICI, Inmanentismo, en SM 3, col. 915. 105 Cf. el punto 2 de este mismo capítulo. 106 LG 8. A juicio de G. Philips, es ésta posiblemente –como recordamos más arriba– «la frase más importante de todo el capítulo» (La Iglesia I, p. 158). 107 Cf. DV 21. 24. 108 Cf. SC 2. 6. 109 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 144. 110 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 159. 111 La Iglesia como objeto de fe aparece sistemáticamente en todas las formas del Credo desde las redacciones más simples y primitivas del mismo: Cf. H. DENZINGER-P. HÜNERMANN (DH), El Magisterio de la Iglesia, Barcelona 1999, nn. 1-76; Y-M. CONGAR, Propiedades esenciales de la Iglesia, en MS IV/1, Madrid 1973, pp. 371-605; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, pp. 322-330; W. PANNENBERG, La fe de los apóstoles, Salamanca 1975, pp. 166-181; Th. SCHNEIDER, Lo que nosotros creemos. Exposición del símbolo de los Apóstoles, Salamanca 1991, pp. 341-410; H. KÜNG, Credo, Madrid 1994, pp. 125-146. 112 O. SEMMELROTH, a.c., p. 330.

255

CAPÍTULO

5

LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE DIOS

256

257

Nota bibliográfica A. ANTÓN, La Iglesia de Cristo, Madrid 1977, pp. 134-303. A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia II, Madrid 1987, pp. 676-759. A. ANTÓN, Conferencias episcopales ¿instancias intermedias?, Salamanca 1989. AA.VV., La Infalibilidad en la Iglesia, Barcelona 1964. AA.VV., Teología y Magisterio, Salamanca 1987. D. BOROBIO, Ministerio sacerdotal. Ministerios laicales, Bilbao 1982. A. M. CALERO, El laico en la Iglesia. Vocación y Misión, Madrid 19982. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 309-323. Y-M. CONGAR, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1959. Y-M. CONGAR, Jalones para una teología del laicado, Barcelona 1961. Congregación para la Doctrina de la Fe, Mysterium Ecclesiae, 24 junio 1973, en AAS 65 (1973), pp. 396408. J. DELORME (dir.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975. S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, Madrid 1988. J. A. ESTRADA, La Iglesia: identidad o cambio, Madrid 1985, pp. 137-271. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988. J. A. ESTRADA, La identidad de los laicos, Madrid 1990. J. A. ESTRADA, La espiritualidad de los laicos, Madrid 1992. J. A. ESTRADA, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella 1999, pp. 111-155. H. HAAG, ¿Qué Iglesia quería Jesús?, Barcelona 1998. J. M. IMÍZCOZ BARRIOLA, Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en una Iglesia comunión, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii millennii advenientis, PIEMME, Casale Monferrato 1997, pp. 162-197. H. KÜNG, ¿Infalible?, Buenos Aires 1972. H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963. J. MANZANARES MARIJUÁN, Vocación y misión de los laicos dentro de la relación «iglesia-mundo», en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii millennii advenientis, PIEMME, Casale Monferrato 1997, pp. 786-802. P. MOLINARI, Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y sus relaciones con la Iglesia del cielo, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II II, Barcelona 1966, pp. 1143- 1162. R. PARENT, Una Iglesia de bautizados, Santander 1987. K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 19682. K. RAHNER, El pueblo de Dios, en J. Döpfner (ed.), El nuevo pueblo de Dios, Estella 1970, pp. 29-40. J. RATZINGER, El Nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972. P. RODRÍGUEZ y otros (dirs.), Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo, Pamplona 1996. K. SCHATZ, El primado del Papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Santander 1996. E. SCHILLEBEECKX, La misión de la Iglesia, Salamanca 1971. M. SCHMAUS, Carácter escatológico de la Iglesia peregrinante, en J. Döpfner (ed.), El nuevo pueblo de Dios, Estella 1970, pp. 93-109.

258

O. SEMMELROTH, La Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 451-465. H. STRATHMANN, Laós, en G. Kittel-G. Friedrich, Grande Lessico del Nuovo Testamento VI, Brescia 1970, cols. 87-166. D. VITALI, Sensus fidelium. Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede, Brescia 1993.

259

260

Introducción La consideración global de la Iglesia en cuanto pueblo de Dios como categoría teológica prevalente, la debemos de forma muy marcada al ámbito teológico de Centroeuropa en los primeros cincuenta años del siglo XX. Tanto la exégesis como la Teología dogmática e incluso el mismo Derecho canónico, dieron a la categoría bíblica «Pueblo de Dios» una relevancia superior a la misma de «Cuerpo místico de Cristo» 1, que había sido ya particularmente diseñada en el Concilio Vaticano I por influjo de Kleutgen. Pero, como es sabido, fue el Concilio Vaticano II el que dio carta de ciudadanía a la categoría bíblica de pueblo de Dios aplicada a la Iglesia. Esta categoría, con todo, no pretende ser exclusiva o excluyente. El Vaticano II, en efecto, antes de abordar de forma amplia el estudio de la Iglesia como pueblo de Dios (LG 9-17), presenta a la Iglesia bajo diversas imágenes: redil (cf. Jn 10,10), labranza de Dios (cf. 1Cor 3,9), familia de Dios (cf. Ef 2,19-22), edificación de Dios (cf. 1Cor 3,9), tienda de Dios entre los hombres (cf. Ap 21,3), templo santo (cf. 1Pe 2,5), esposa engalanada para su esposo (cf. Ef 5,25-28; Ap 21,1s), Cuerpo de Cristo (cf. 1Cor 12,27; Col 2,19; Ef 4,11-16)2.

1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y CUERPO DE CRISTO Entre las múltiples imágenes de que se ha servido el Vaticano II para referise a la Iglesia, existen dos que, desde el inicio mismo de la reflexión que los cristianos comenzaron a hacer sobre la propia identidad, aparecen con toda claridad y profusión en el Nuevo Testamento. Ellas son la imagen de pueblo de Dios y de cuerpo de Cristo.

A) Pueblo de Dios Es una imagen que proviene fundamentalmente del ámbito bíblico-veterotestamentario. La consideración de la Iglesia como pueblo de Dios «describe más adecuadamente la Iglesia en su desarrollo histórico y en su expansión universal» 3. Sobre ella hablaremos más extensamente. 261

B) Cuerpo de Cristo4 La segunda imagen usada en el Nuevo Testamento, exclusivamente por el apóstol Pablo, es la de «Cuerpo de Cristo». La idea de aplicar a la Iglesia la denominación de «cuerpo» proviene, sobre todo, del ambiente cultural helénico: hacía referencia a una categoría sociológica en cuanto que podía expresar tanto la solidaridad de las diversas clases sociales, como la unidad existente en una sociedad o en otra colectividad u organización cualquiera como podía ser, por ejemplo, un ejército5. Ahora bien, la aplicación a un colectivo del término «cuerpo» pone de relieve, sobre todo, la organicidad y reciprocidad existente entre unos miembros y otros, afectando a todos los miembros de ese cuerpo por igual. El miembro de un cuerpo tiene que interesarse por la salud del resto, y por consiguiente no puede desentenderse de la situación que sufra el resto de los miembros. A partir de esta experiencia fundamentalmente humana, aplica Pablo a la comunidad cristiana el concepto de «cuerpo». Y lo hace en dos sentidos: — Por una parte, «ante la anarquía originada por el espíritu individualista de los griegos y, más concretamente, por el abuso de los carismas en las reuniones litúrgicas, Pablo echó mano de esta comparación ya clásica. En la sociedad cristiana, como en un cuerpo humano, debe reinar entre los miembros la armonía y la solidaridad» 6. Este aspecto aparece particularmente puesto de relieve sobre todo en 1Cor 12,4-27: así como en el mismo Cristo la pluralidad de sus miembros no constituyen sino una sola realidad física y personal, de forma semejante, la Iglesia no constituye sino una sola realidad social, un solo cuerpo profundamente unido y trabado entre sí, a pesar de la amplia pluralidad de dones y carismas diversos existentes en el mismo. — Por otra parte, se encuentra en San Pablo «una mística de la vida en Cristo que va a transformar la comparación helénica. Ésta, desde ahora, significará algo más que la unidad; expresará que esa unidad es producida por la única vida de Cristo que anima a todos los cristianos, como si fueran, o mejor dicho, porque lo son (con esta vacilación mística inevitable entre las dos expresiones) los miembros del cuerpo de Cristo» 7. En el capítulo sexto de la Carta a los Romanos expone Pablo la inserción personal del cristiano en Cristo, gracias a su participación en la muerte y resurrección de Cristo en el bautismo (Rom 6, 3-11). Por contraposición, en el capítulo doce de la misma Carta, pone de relieve la unión mística con Cristo que existe en la comunidad, gracias precisamente a que la misma y única vida de Cristo se difunde en el corazón de todos los que viven en Él8.

262

Es importante subrayar que no se trata aquí de una simple metáfora: la unión de los cristianos con Cristo «por la comunicación de su Espíritu» (LG 7), por la presencia y actuación de la gracia, por la recepción de los sacramentos (especialmente el bautismo y la eucaristía), y sobre todo por la inquebrantable fe en la resurrección de Jesús: es una realidad completamente objetiva aunque sea difícilmente expresable. De esta forma, la comunidad eclesial es, en su realidad objetiva, el Cuerpo de Cristo, siendo el mismo Cristo la cabeza (cf. Ef 4,15-16; 5,23; Col 1,18; 2,19; 5,23).

1.1. Dos imágenes complementarias entre sí A veces se ha querido hacer una fuerte y hasta frontal contraposición entre estas dos imágenes de la Iglesia (pueblo de Dios/cuerpo de Cristo) como si la acentuación de una de ellas fuera en detrimento de la otra9. Cualquiera que sean las razones que se aduzcan, resulta algo completamente incuestionable que el Vaticano II al tema de la Iglesia como Cuerpo de Cristo le ha dedicado un solo parágrafo (LG 7), mientras que a la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios le ha dedicado un entero capítulo: el tercero (LG 9-17). Esta apreciación, por paradójica que pueda parecer, tiene su mejor fundamento en la teología paulina de la Iglesia, en la que aparecen en estrecha relación y complementariedad la realidad eclesial entendida tanto en cuanto pueblo de Dios, como cuerpo de Cristo. En Pablo, «la idea de pueblo de Dios perdura: pero se interioriza y espiritualiza. En lugar de ser simplemente su pueblo, la comunidad cristiana es también el cuerpo de Cristo, proveniendo su unidad de la vida de Cristo que circula por ella y por cada uno de sus miembros» 10. De esta forma, «los principios más abstractos extraídos de la teología judaica se concretizan en la experiencia cristiana; viviendo de la vida de Cristo, en el Espíritu, el pueblo nuevo encarna, al fin, el ideal pretendido por Israel» 11.

1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios El Vaticano II, de todas formas, tiene el enorme mérito de haber situado el capítulo de la Lumen Gentium dedicado a la Iglesia como pueblo de Dios, en el segundo lugar, inmediatamente después de la consideración de la Iglesia como misterio. Este gesto — puntualiza E. Schillebeeckx—, señala un hito realmente decisivo en la vida misma de la comunidad eclesial para los años sucesivos al Concilio: «la Iglesia es presentada en primerísimo lugar, como el pueblo de Dios, mientras que antes, la Iglesia era identificada casi invariablemente con la jerarquía eclesiástica. Esta novedad —sigue diciendo este autor— determinará intensísimamente el futuro de la Iglesia» 12. En este mismo sentido se ha afirmado, como sentir común de los peritos y protagonistas del mismo Concilio que «la inserción de un segundo capítulo (II) sobre el Pueblo de Dios, antes del capítulo III 263

sobre la Jerarquía, es acaso el cambio de plan más decisivo: desplaza el ángulo de visión y permite evitar de ahora en adelante una visión de la Iglesia como pirámide clerical; además, permite esclarecer el problema del sacerdocio universal» 13. Ya en su momento había afirmado un gran biblista que «si se quiere decir algo más positivo y sustancial sobre el misterio de la Iglesia, se ofrece en primer lugar la idea... de pueblo de Dios» 14. Y es que «en realidad, el término pueblo de Dios no se puede aplicar a la Iglesia como una comparación, sino como la expresión de su mismo ser. No se puede decir: la Iglesia es semejante a un pueblo de Dios, como diríamos: el reino es semejante a un grano de mostaza. Hay que afirmar: la Iglesia es el pueblo de Dios en la nueva y eterna alianza. Nada hay aquí de figuras, sino la plena y total realidad» 15. Las razones que llevaron a la redacción e inserción en la Constitución del capítulo II sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, fueron expuestas el 19-IX-1964 en la 82a Congregación General16: Se pone mejor de relieve la naturaleza histórica de la Iglesia peregrina. Se ve a la Iglesia en su totalidad, es decir, en lo que es común a todos los bautizados haciendo ver, además, que la jerarquía existe en función de todo el pueblo de Dios. Se pone de relieve la vocación y el consiguiente compromiso de todo bautizado de ser miembro vivo y activo de la Iglesia. Se expresa con mucha mayor claridad la unidad de la Iglesia en la variedad católica: de Iglesias particulares, de tradiciones, de culturas, etc. Se subraya con fuerza la dimensión misionera de toda la Iglesia. La noción de la Iglesia como pueblo de Dios, frente a la de sociedad perfecta e incluso frente a la de «cuerpo de Cristo» revalorizada particularmente por Pío XII (como se ha visto en el capítulo segundo), hizo posible el redescubrimiento de una amplia gama de la riqueza que encierra en sí la realidad «Iglesia»: la dimensión histórica de la Iglesia, la categoría bíblica de Alianza, la continuidad y discontinuidad de la Iglesia respecto a Israel, la relación de los bautizados dentro de la comunidad eclesial, la igualdad fundamental y la dignidad de todos ellos en cuanto bautizados, la distinción entre Iglesia y Reino de Dios, la naturaleza esencialmente escatológica de la Iglesia, el compromiso de la Iglesia en la historia de los hombres, etc. En particular, «en la Lumen Gentium el capítulo II está en íntima dependencia y es consecuente prolongación del I. Ambos son los capítulos centrales, y a pesar de lo que se haya dicho sobre el III, superan en importancia a todos los demás, que no son sino explicitación del contenido de aquellos dos. Todas las dimensiones de la Iglesia brotan y explicitan su constitución teándrica, es decir, su dimensión cristocéntrica y sacramental» 17. El Vaticano II ha representado, en este punto concreto, un giro auténticamente 264

copernicano al romper una doble y nefasta conexión que había funcionado durante siglos en la Iglesia, propiciando un reduccionismo no menos nefasto. Efectivamente, por una parte, superó el reduccionismo del Pueblo de Dios a los solos laicos frente a los ministros ordenados que era ante todo y sobre todo, jerarquía. Y por otra, rompió la idea de que la Iglesia era, por excelencia, la Jerarquía que, por consiguiente era el elemento primero, principal e imprescindible a tener presente cuando se habla o se reflexiona sobre la Iglesia. Al poner de relieve que Pueblo de Dios en la Iglesia son absolutamente todos los bautizados antes de cualquier otra función o ministerio que se tenga en la comunidad eclesial, el Vaticano II subrayó que también la Jerarquía, antes de ser jerarquía, es Pueblo de Dios por el hecho fundamental de ser bautizados. Además, al situar el capítulo del Pueblo de Dios por delante del capítulo referente a la Jerarquía, dejó bien sentada la idea de que en la Iglesia la protagonista es la comunidad misma, de forma que la misma jerarquía existe y está siempre en función del Pueblo de Dios y no al revés.

2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTIGUA ALIANZA, AL NUEVO PUEBLO DE DIOS A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza Comencemos señalando que «Pueblo de Dios se ha convertido, por así decir, en un slogan teológico a partir del Vaticano II. Y, en cuanto tal, corre el riesgo de sufrir el destino que aguarda, tarde o temprano, a las frases de moda: ser trivializadas, en vez de ser entendidas; darse por sabidas y por evidentes, sin hablar de ellas; ocultar, en vez de revelar los hechos en que se piensa» 18. En el Antiguo Testamento se establece una clara y neta distinción entre el pueblo de Israel que es, por antonomasia, el «pueblo de Dios» (‘am ó laós toû Theoû), y los restantes pueblos y naciones de la tierra que son irremediablemente los «gentiles» (goyim ó éthne). En la historia de la salvación el «pueblo» tiene un protagonismo especial. Efectivamente, «en todo tiempo y en todo pueblo —dice el Vaticano II— es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente» 19. El inicio del proceso de formación de este pueblo se encuentra ya en la elección y vocación de Abrahán («te haré padre de un gran pueblo...: Gen 17,4-5; cf. Gen 15,5; 265

22,17), seguida de la odisea del pueblo por el desierto capitaneado por Moisés, continuada por la constitución política de Israel como pueblo (claramente teocrático en este caso), hasta llegar a la situación de pueblo políticamente sometido al imperio romano. En el proceso de constitución, formación y desarrollo histórico del pueblo, tiene además una fuerza fundamental, vinculante y decisiva, la Alianza establecida entre Dios y Abrahán (cf. Gen 17,1-9), renovada después a lo largo de las sucesivas etapas históricas con Moisés (cf. Ex 24,3-8), Josué (cf. Jos 8,30-35; 24,1-28), David (2Sam 7,8-16), Salomón (1Re 8,14-29. 52-61) y especialmente con los profetas, que comienzan a preanunciar una Alianza, pero, en este caso, nueva y definitiva (cf. Is 55,3-5; Jr 31,3134; Ezq 36,24-28; 37,27). Hasta tal punto penetra y arraiga la categoría de «pueblo de Dios» en el Antiguo Testamento, que «en el pensamiento hebreo, el pueblo es un todo, una personalidad completa y participa como tal en los acontecimientos históricos, de modo que el individuo está implicado en el destino del todo, aun por encima de los tiempos» 20. La culminación de este proceso se alcanza con el anuncio del nuevo Pueblo de Dios por los profetas, a partir del resto santo de Israel: nuevo éxodo, nueva y eterna Alianza, nueva Ley, nuevo Templo, nuevo Culto, nueva Tierra, en una palabra, un pueblo nuevo abierto a todas las gentes. El Pueblo de Israel tiene en la antigua Alianza sus características propias21: Es propiedad de Dios. Es aliado de Dios. Es morada o santuario de Dios. Es una comunidad cultual. Es enviado de Dios en medio de los otros pueblos. Es mediador entre Dios y los otros pueblos. Es un Pueblo en cuyo centro mora Dios como en un templo, siendo el propio Yahvé el que lo conduce y dirige en su incesante caminar. Es, por eso mismo, un pueblo esencialmente peregrino y batallador, que se concibe a sí mismo como el ejército personal de Yahvé: «el pueblo de Dios, la tropa de Yahvé, que él lleva a la guerra y que van de campamento en campamento. Israel es la hueste de Dios; su Dios es el Dios de la Alianza y el Dios caudillo, y, por tanto, es también esencialmente un Dios guerrero. La comunidad nómada es también una comunidad guerrera. Este aspecto agonístico del concepto de pueblo de Dios se halla en todos los estadios y estratos del Antiguo Testamento» 22. Es un Pueblo construido sobre la base de las doce tribus que reconocen todas a un 266

único padre, Jacob, aunque procedían de madres distintas: Lía, Raquel, Zilpa, y Bilha. Es un Pueblo elegido por pura bondad de Dios y, por consiguiente, de forma completamente gratuita (cf. Deut 32,1-12; Is 5,1-7). Quiere esto decir que es un pueblo llamado y escogido entre otros muchos; un pueblo que es propiedad personal de Yahvé, un pueblo con el que establece una Alianza, un pacto inquebrantable de amor: «vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Lev 26,11-12). De esta forma, «en la teología de la ekklesía veterotestamentaria, la alianza es un elemento fundamental en la constitución y en la existencia histórica de Israel como pueblo de Dios» 23. En consecuencia, es un Pueblo plenamente consciente de que, por todo ello, es «pueblo de su propiedad»: cf. Ex 19,5; 23,22; Dt 7,6; 14,2; 26,18.

B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza Es preciso resaltar, ante todo, tanto la continuidad como la novedad del Nuevo Pueblo de Dios en relación con el Antiguo Pueblo de Dios24. El nuevo pueblo de Dios, en efecto, tiene, por una parte, una conexión profunda y esencial respecto al antiguo pueblo25; pero por otra, aporta una novedad innegable, que se expresa en diversas direcciones y manifestaciones, comenzando por los miembros que lo componen. En efecto, así como un goy (= pagano) al convertirse en ‘am (= miembro de la familia) supera la simple unidad histórico-biológica para convertirse en miembro de una gran familia en la que funcionan fundamentalmente los vínculos personales y familiares, de forma semejante, en la concepción de los primeros seguidores de Jesús convertidos en el nuevo pueblo de Dios, los goyim (= paganos) están todos llamados a entrar en la gran familia de Dios, estableciendo relaciones filiales con Él, y fraternales con los restantes miembros del Pueblo. La comunidad del Nuevo Testamento tiene la conciencia de que constituye el nuevo Pueblo de Dios preanunciado y de que Dios es para ellos su Dios: «Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios»: cf. 2Cor 6,16; Hbr 8,10; Ap 21,3. Y esto, por pura gratuidad divina: el Nuevo Pueblo de Dios «formado del resto de Israel y de muchos gentiles, se ha constituido, como el antiguo, solamente por libre amor y gracia de Dios» 26. Se constata con claridad que «al autodesignarse la comunidad cristiana primitiva con el vocablo ekklesía, tuvo ciertamente conciencia —y la manifestó ocasionalmente— de ser el nuevo pueblo de Dios escatológico, que tiene por Cabeza a Cristo» 27. El concepto de Iglesia como Pueblo de Dios, lleva, en la mente de los primeros seguidores de Jesús, una concepción colectiva, o mejor, comunitaria, del cristianismo, superando la tentación de grupo cerrado, de ghetto, que podría dominar en cada 267

comunidad particular. En virtud de esta conciencia, las primeras comunidades cristianas no fueron «conventillos autónomos que funcionaran por libre» 28. La comunidad primitiva cristiana vio realizada en la Iglesia la realidad de pueblo de Dios y por eso se consideró (cf. 1Pe 2,9) como el pueblo escatológico (último y definitivo) preanunciado largamente por los profetas: Jer 24,7; 30,22; 31,1. 23; 32,38; Ezq 11,20; 14,11; 36,28; 37,23-27; Os 2,3. 25; Zach 8,8; 13,9; Ap 1,6; 5,10. El nuevo Pueblo de Dios: Nace en una nueva y definitiva Pascua: Cristo, Muerto y Resucitado. Nace como fruto de una elección, de un llamamiento completamente gratuito e inmerecido. Es de naturaleza escatológica y, por consiguiente, peregrina. Se basa en una Alianza nueva y definitiva. Está llamado a ser la esposa fiel de Dios. Es la viña amada del Señor, que da el mejor fruto: Cristo. Es el rebaño fiel y dócil de Dios. Tiene la Ley (del Amor), grabada en el corazón. Da un culto nuevo, profundamente grato a Dios. Ofrece un único y definitivo sacrificio, de olor agradable (Ef 5,2). Está llamado a vivir en una tierra nueva. Está abierto también a los gentiles: ofrece a todos la salvación. Es un pueblo llamado a anunciar la Buena Noticia del evangelio hasta los confines del espacio y del tiempo. Este Pueblo nuevo se lo escoge y lo constituye Dios gracias a la entrega (sangre) redentora de Cristo. Por eso, entre otras consecuencias, para entrar a formar parte de este pueblo, para incorporarse plenamente a él, no hace falta en absoluto el antiguo signo de la Alianza, la circuncisión; lo único necesario e indispensable, es la fe en Jesucristo y el bautismo en su nombre: lo que el apóstol Pablo llamaría la «circuncisión del corazón» (Rom 2,29).

3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS De lo dicho hasta ahora se deduce claramente que la Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, no puede confundirse ni ser interpretada desde una clave sociológica. Por consiguiente, ni puede decirse que sea simple y llanamente una democracia, ni tampoco —como se ha hecho sin tantos escrúpulos ni matizaciones en épocas pasadas, desde la Contrarreforma hasta el Vaticano II—, como una monarquía. Decir que la Iglesia es el 268

pueblo de Dios es afirmar, ante todo y sobre todo, que es un pueblo cuyo origen, misión y mensaje no proceden de él mismo, de la carne y de la sangre ni por iniciativa de varón (cf. Jn 1,13), sino de la iniciativa de Dios Padre por Cristo en el Espíritu. La Iglesia es ciertamente una organización con una componente innegablemente humana, pero no es sólo humana: tiene un origen más allá de sí misma: en la iniciativa de Dios, uno y trino, como queda dicho en el capítulo anterior. Supuesto este origen divino más allá de la propia iniciativa humana, decir que la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios es afirmar que, en la comunidad eclesial, persona y comunidad son realidades no sólo insuprimibles, sino absolutamente referidas la una a la otra. En la Iglesia «persona y comunidad constituyen dos realidades inseparables. Fuera de la comunidad, la persona no llega a desarrollarse, y sin Cristo ningún hombre llega a Dios ni a la comunión con sus hermanos en Dios. Inversamente, sin personas, la comunidad no es más que un rebaño. Si el Evangelio emplea, con todo, la imagen de rebaño es en un sentido completamente diferente ya que en la parábola de Jesús, cada oveja tiene su nombre y sigue libremente la voz del pastor que ella conoce» 29. La orientación personalista presente de forma clara y determinante en la eclesiología del Vaticano II30, «se opone a todo intento de cosificación o masificación en las relaciones entre las varias categorías de personas en la Iglesia, siendo ésta un misterio de comunión interpersonal opuesto a la masa o mera yuxtaposición de partes. La comunidad eclesial, fundada sobre la realidad de una koinonía espiritual, forma un todo irreductible a una masa» 31. La común condición de miembros hace que, en la comunidad eclesial, «no sólo cuentan desde ahora como pueblo de Dios los que ejercen cargos en la Iglesia —papa, obispos y clérigos en general—, sino que a todos sus miembros, antes y por encima de cualquier diferenciación presente o futura, se les atribuye una común dignidad y un mismo rango individual [...]. Ni los miembros del pueblo de Dios vienen a sumarse desde fuera, por así decirlo, a los representantes oficiales, ni los seglares en cuanto pueblo de Dios, se ponen frente a ellos como desde otro estrado; al contrario, haciendo tabla rasa de todas estas diferencias y suprimiéndolas, unos y otros constituyen juntos (y solamente juntos) el pueblo de Dios» 32. Más aún, en virtud del único y mismo Bautismo, los miembros del nuevo pueblo de Dios, son todos iguales en dignidad. En una eclesiología fundamentada y construida sobre parámetros primordialmente sociológicos más que sacramentales, resultaba normal y hasta lógico, hablar de una Iglesia de «desiguales«: es decir, una Iglesia en la que se llegaba a afirmar oficialmente que la desigualdad de sus miembros pertenecía a la esencia misma de la Iglesia33. Y no a partir de los dones, carimas o ministerios que cada miembro pudiera recibir, sino a partir de la pertenencia o no al estado clerical al que se 269

accedía a través del sacramento del Orden. En esta concepción, el sacramento del Bautismo parecía no significar algo verdaderamente ontológico y determinante en el ser de la Iglesia, sino más bien algo que pertenecía al orden extrínseco de los trámites o condiciones de pertenencia a la comunidad eclesial. Por el contrario, en una Iglesia que tiene como fundamento sacramental y determinante el sacramento del Bautismo, como forma de inserción radical en el Pueblo de Dios, resulta completamente normal afirmar que es común la dignidad de sus miembros: una dignidad que deriva precisamente de la regeneración en Cristo, iniciada en el Bautismo. Por eso afirma el Vaticano II que «aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común de todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» 34.

3.1. Pueblo Uno y Diferenciado San Pablo, al pedirle a los cristianos que «por favor» vivan a la altura del llamamiento que han recibido, manteniendo por encima de todo «la unidad que crea el Espíritu», les da como argumento fundamental y decisivo, el hecho de que «hay un sólo Señor, una sola fe, un sólo Bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,1-6). Desde esa unidad en el plano ontológico de la fe, unidad fuertemente subrayada y exigida, puede y debe hablarse de la diversidad en la Iglesia. De hecho, así lo hace el mismo apóstol: diversas son las vocaciones, diversos los carismas, diversas las gracias, diversas las funciones, diversos los ministerios. Pero toda esa amplia y rica diversidad en los miembros, brota de un único y mismo Espíritu, y, por consiguiente, tiene que servir no para una lucha antagónica entre ellos, sino para el enriquecimiento mutuo y de todo el cuerpo eclesial. En particular: En la Iglesia, a lo largo del tiempo se han ido configurando tres formas categoriales de vivir la única vocación a la fe y al seguimiento de Cristo: la ministerial, la de especial consagración y la laical. Los miembros del nuevo pueblo de Dios, en virtud del único Bautismo, son todos llamados por igual a una misma y única Fe en el Seguimiento de Cristo para la construcción del Reino. Pero esta única vocación puede vivirse y de hecho se vive, según tres formas paradigmáticas, categorialmente diversas y complementarias. Ninguna de ellas es superior a la otra, puesto que las tres se inscriben y son expresión de la única vocación a la Fe, fruto de un único y mismo Bautismo. Las tres vocaciones son, por consiguiente, indispensables en la vida de la Iglesia, y, por eso mismo absolutamente insuprimibles y complementarias entre sí35. Desde el punto de vista de los carismas, hay que reconocer, con gozo y 270

agradecimiento, la multiplicidad de los mismos, puesto que brotan de una misma y única fuente: el Espíritu. «Los dones, en efecto, son variados, pero el Espíritu el mismo; las funciones son variadas, aunque el Señor es el mismo; las actividades son variadas, pero es el mismo Dios quien lo activa todo en todos» (1Cor 12,46). Teniendo siempre presente, además, que «la manifestación particular del Espíritu se le da a cada uno para el bien común» (1Cor 12,7): es decir, «para la construcción del cuerpo de Cristo» (Ef 4,12. 16. 29; 1Cor 14,3. 5. 12. 26). Dentro de los carismas merece mención especial el ministerio ordenado: más que ningún otro, este carisma tiene como objetivo último y hasta único, precisamente el de construir la unidad en la diversidad. No se confía el ministerio para «dominar» a los otros miembros de la comunidad (cf. 1Pe 5,3), sino para servirlos humildemente, siguiendo el ejemplo del Maestro (cf. Jn 13,1-13; Mt 20,25-27; Mc 10,42-44; Lc 22,24-27). La diversidad de funciones en el seno de la comunidad eclesial, tiene un objetivo único: la construcción de un único Pueblo de Dios, a partir de la rica y plural diversidad de sus miembros.

3.2. Orgánicamente estructurado La Iglesia, Pueblo de Dios, como toda realidad social compuesta por muchos hombres, tiene necesariamente necesidad de estructuras, directrices y normas de comportamiento. La estructuración del Pueblo de Dios, con todo, no tiene ni un origen exclusivamente humano, ni una dimensión meramente externa, sociológica o jurídica, como si se tratara de una realidad pensada para el mejor funcionamiento de una sociedad estrictamente humana y terrena. La estructuración de que se habla (cuando se refiere a la Iglesia), proviene de dentro a fuera a semejanza a como toda realidad viviente es propiamente hablando una realidad orgánica, es decir, construida genéticamente a partir de una célula inicial, teleológicamente pensada y diseñada. Este aspecto de la organicidad estructural de la Iglesia lo expresa el apóstol Pablo cuando llama a la Iglesia «el cuerpo de Cristo» (cf. 1Cor 12,12ss). La Iglesia, según esta concepción, no es una realidad amorfa en la que los diversos elementos, funciones y ministerios, están meramente juxtapuestos o artificialmente superpuestos. El Espíritu del Señor es fuente de la diversidad de dones, carismas, gracias, vocaciones y ministerios, y, al mismo tiempo, fuente de una unidad que es el resultado de la convergencia de los diversos elementos. Se trata de una unidad genética, constitutiva de la naturaleza misma de la Iglesia. Una unidad que es, simultáneamente, don del Espíritu y tarea de todos los miembros del cuerpo. En el interior, pues, del pueblo de Dios y al servicio del mismo, el Espíritu suscita 271

ministros y servidores que aseguren la fidelidad de todo el pueblo a lo que son sus dimensiones esenciales y por eso mismo imprescindibles. Los ministerios, particularmente el ministerio ordenado surge en el interior del pueblo, pero no por iniciativa del mismo: «dijo el Espíritu Santo: apartadme a Bernabé y a Saulo para la tarea a la que los he llamado...» (Hch 13,2). Con todo, estos ministros designados por iniciativa del Espíritu, no están por encima del pueblo, sino precisamente a su servicio. La jerarquía, por consiguiente, dentro de la Iglesia ni es anterior ni es exterior a la comunidad eclesial en cuanto tal, puesto que Jesús la ha pensado como esencialmente finalizada en orden a la comunidad: la comunidad es el humus en el que, gracias al bautismo, se gestan y nacen los distintos ministerios (también el ministerio ordenado) y particularmente los ministros36. Es importante, en este contexto, distinguir netamente entre elementos estructurales y elementos organizativos dentro de la Iglesia: los primeros son imprescindibles porque son constitutivos de la esencia misma de la Iglesia. Y así, la Palabra de Dios, los sacramentos, los carismas, el ministerio ordenado, la comunidad, la misión, son elementos sin los cuales no puede darse la Iglesia de Jesús. Por el contrario, los elementos organizativos son, por su propia esencia, variables y relativos: es decir, responden a las conveniencias o funcionalidad de los objetivos santificadores y misioneros de la comunidad en los distintos momentos de la historia.

3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey37 Cristo, preanunciado «en múltiples ocasiones y de muchas maneras» en la revelación hecha por Dios a los profetas en los tiempos antiguos (Hb 1,1), es presentado en la revelación hecha por el mismo Dios «en esta etapa final» de la historia (ibd.) como el Único y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (Hb, 4,14; 5,10; 7,26; 9,11); como el Profeta-Maestro por excelencia de los hombres (Lc 7,16; Jn 4,19; 6,14; Jn 3,2), y como verdadero Rey (Jn 18,33-37), cuyo reinado, con todo, no es como los de este mundo, sino que consiste en ser «el buen Pastor», «el Pastor» por antonomasia (Jn 10,10), «el Pastor supremo» (1Pe 5,4) que da su vida por sus ovejas (Jn 10, 11-15). Pues bien, el nuevo pueblo de Dios es presentado como el pueblo que participa, todo él y de forma objetiva aunque misteriosa, de esta triple condición de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey.

3.3.1. Pueblo de Sacerdotes En virtud de su inserción en Cristo mediante el Bautismo, la comunidad de los creyentes 272

en Cristo constituye, toda ella, una comunidad sacerdotal (jieráteuma: 1Pe 2,9): una comunidad llamada a compartir el nuevo y hasta revolucionario sacerdocio de Cristo38. Frente a un sacerdocio proveniente de una casta o tribu sacerdotal, heredado en virtud de la carne y de la sangre, restringido a algunos varones dentro del pueblo de Dios, el sacerdocio del nuevo pueblo de Dios participa del sacerdocio de Cristo en cuanto que son todos los miembros de ese pueblo el sujeto del sacerdocio. Es todo el pueblo el que tiene que ser en su vida y desde su vida, alabanza a Dios, oblación santa, grata y aceptable a Dios ofreciéndole un culto en espíritu y en verdad. Un culto que se traduce de múltiples formas, todas ellas orientadas al servicio de Dios en los hombres y al servicio de los hombres como servicio hecho al mismo Dios. Se trata, por consiguiente, de un sacerdocio proveniente del Espíritu, no restringido solamente a algunos miembros del pueblo sino participado por todos los bautizados, hombres y mujeres sin distintición; un sacerdocio que consiste no en ofrecer dones más o menos preciados y preciosos pero en definitiva exteriores o ajenos a los oferentes, sino en ofrecerse a sí mismos como oblación santa, como sacrificio espiritual de olor agradable y completamente acepto a Dios (cf. Rom 12,1; Ef 5,1). La primitiva comunidad cristiana entendió el sacerdocio de Cristo y el suyo propio en clave esencialmente existencial: es decir, centrado todo él en la persona, en su relación más profunda y trascendente con Dios. Si Dios lo que quiere realmente es un culto realizado y celebrado «en espíritu y verdad» (Jn 4,21-24), si no es el templo material por suntuoso que sea el centro del culto (cf. Mt 24,1-3; Mc 13,1-4; Lc 21,5-7), si no es la Ley (Thorá) la que determina la justicia profunda del hombre frente a Dios, si no es la sangre de machos cabríos ni el mucho incienso (Hb 9,11-14) lo que verdaderamente agrada a Dios y transforma al hombre en su interior, ¿dónde está el centro, en qué consiste verdadera y realmente el culto a Dios y, condicionadamente, el sacerdocio de la Nueva Alianza? En la ofrenda de la propia vida, entendida en toda su amplitud, como sacrificio agradable a Dios (cf. Rom 12,1; Ef 5,1). El Concilio Vaticano II, remontándose a la mejor tradición bíblica, ha descubierto perspectivas y riquezas ocultas durante mucho tiempo, de este sacerdocio bautismal. Y así, después de haber afirmado que «los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo» 39, profundiza en la naturaleza y expresiones de ese sacerdocio afirmando de todos los bautizados que «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación 273

del cuerpo del Señor» 40. Invita, por ello, el Concilio a todos los cristianos a que «aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él» 41. En el interior de este Pueblo sacerdotal, el Espíritu del Señor suscita algunos miembros a los que se les confía el servicio a los hermanos desde la participación en el sacerdocio de Cristo formalmente «en cuanto Cristo es Cabeza y Pastor de la Iglesia». Es el llamado sacerdocio ministerial del que se participa gracias a la Ordenación sacramental42. Ambos sacerdocios, aun procediendo de una misma y única fuente que es precisamente el sacerdocio de Cristo, son formas sustancialmente diversas y complementarias de participación; sabiendo, además, que el sacerdocio ministerial está siempre, por sus propia esencia, en función del sacerdocio bautismal: su sentido radical y fundamental es el de hacer que la Palabra de Dios sea, cada vez más, luz y guía del Pueblo; que el verdadero culto a Dios sea, cada vez más, la vida de los bautizados vivida con total autenticidad en unión con Cristo y por eso mismo como un sacrificio de olor agradable a Dios; que el compromiso misionero de anunciar a los hombres la Buena Noticia del Reino por parte de todo el Pueblo, sea constantemente asumido y renovado desde el testimonio de la propia vida y desde el anuncio gozoso del mismo. Para descubrir por tanto la razón más honda, tanto de la diferencia esencial como de la funcionalidad de un sacerdocio (bautismal) en relación con el otro (ministerial), hay que partir de Cristo que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5) es el único y definitivo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Hb 3,1; 4,14-15; 5,5. 10; 7,26; 9,11). Ahora bien, en la Persona de Cristo es posible distinguir dos formalidades diversas y complementarias: respecto del Padre, realizó Cristo, de una vez por todas, la ofrenda de la propia vida como el supremo sacrificio de olor agradable (cf. Ef 5,1); y respecto a la comunidad de sus seguidores, Cristo es la Cabeza del cuerpo (la Iglesia: Col 1,18), estando al servicio de ese cuerpo para que todos sus miembros vivan en plenitud la propia vida como ofrenda igualmente agradable a los ojos de Dios Padre. La formalidad primera y definitiva es la de la oblación de sí mismo al Padre para salvación del mundo. La formalidad de Cristo, Cabeza del cuerpo, es esencialmente diversa en cuanto tiene la finalidad y el objetivo de hacer que todo el cuerpo y cada uno de sus miembros, entren en la dinámica de esa oblación a Dios Padre siendo ofrenda de olor agradable para la salvación del mundo. La primera forma de participación se realiza mediante el sacramento del Bautismo, puerta obligada que sitúa al creyente de manera definitiva en su relación con Dios. La segunda forma de participación se realiza mediante el sacramento del Orden, gracias al 274

cual un bautizado participa de la condición de Cristo, Cabeza y Pastor del pueblo de la nueva Alianza. El sacramento del Bautismo y la consiguiente participación en el Sacerdocio de Cristo cuya vida entera fue una oblación acepta a Dios Padre, se sitúa en el orden de los fines últimos, de los objetivos definitivos. Por el contrario, el sacramento del Orden y la consiguiente participación en el Sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor de su Pueblo, mira al ámbito de las mediaciones: al servicio de la Palabra, de la Eucaristía y del gobierno pastoral («sacra potestas»), para asegurar y desarrollar el ejercicio del sacerdocio bautismal, actuando siempre «in persona Christi», es decir, personificando al mismo Cristo en el ejercicio de ese sacerdocio43. La unidad absoluta del sacerdocio de Cristo, hace que las dos formalidades, verdaderas y sustancialmente diversas, no pueden ser simplemente paralelas, ni superior la una a la otra, sino que sean funcionales: es decir, una esté al servicio de la otra. El sacerdocio ministerial está, todo él, al igual que Cristo Cabeza y Pastor de su pueblo, al servicio de la comunidad bautismal y para la evangelización de todos los hombres: «los presbíteros —dice Juan Pablo II—, existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre» 44. De esta forma, el sacerdocio bautismal alcanza la plenitud de su valor eclesial gracias al sacerdocio ministerial, a la vez que el sacerdocio ministerial existe en vista del ejercicio del sacerdocio común: es decir, para que sea vivido y ejercido en toda su plenitud y profundidad en la vida de cada día. El Concilio Vaticano II resume todo lo dicho, poniendo de relieve la realidad del sacerdocio común o bautismal, al tiempo que su articulación con el sacerdocio ministerial: «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real, y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» 45.

3.3.2. Pueblo de Profetas A) El Vaticano II al revalorizar el sacramento del Bautismo recordando a todos los miembros de la Iglesia que es el sacramento que los inserta en la comunidad eclesial 275

como miembros vivos y activos siendo, por consiguiente, el sacramento de donde arranca todo el ser y el hacer del cristiano, ha revalorizado de nuevo y de forma muy particular, la condición profética de todo el Pueblo de Dios (cf. LG 12. 35). No es la Iglesia un Pueblo en el que solamente algunos son profetas, mientras que el resto carece de dicha condición. El deseo de Moisés, «ojalá todos fueran profetas» (Num 11, 24-29), se realiza en la comunidad eclesial desde el día mismo de Pentecostés (cf. Hch 2,14-21). El profetismo del Nuevo Testamento, con todo, tiene evidentemente sus propias características que no se pueden ignorar y que es posible esquematizar de la siguiente forma46: Es un profetismo completamente inspirado en el de Jesús, el «gran Profeta», el Profeta por antonomasia aparecido entre los hombres (cf. Lc 7,16. 39; Jn 4,19; 6,14; 9,17)47. Es un profetismo en total dependencia del Espíritu del Resucitado: Espíritu que está presente y actúa de forma ininterrumpida en la comunidad de los seguidores de Jesús (cf. Jn 14,15-17; 15,26-27; 16,7-15). Es un profetismo cuyo sujeto primero no son los individuos, sino la comunidad misma de seguidores, y en ella y a través de ella, los distintos miembros de esa comunidad, según los dones, carismas, ministerios y servicios que el Espíritu les da. Es un profetismo cuyo contenido fundamental abarca, de forma unitaria, estos cuatro aspectos: — El descubrimiento de Dios en medio de los afanes y avatares de la vida y de la historia: en el tráfago de la vida. — El hacer presente a Dios y su Reino en toda realidad humana por adversa que parezca, y más allá del espacio y del tiempo. — El anuncio de la Buena Noticia de que el Reino de Dios no es una veleidad o un simple buen deseo por parte de Dios, sino que es un designio absolutamente serio, un Proyecto inquebrantablemente querido por Dios. — La denuncia sistemática de todo aquello que se opone a la realización de ese Proyecto de Dios en la historia de los hombres. En el seno de un Pueblo, todo él profético, se inscribe el magisterio de aquellos que tienen confiado en la Iglesia el ministerio de enseñar: es decir, de mantener vivo y operante en la comunidad cristiana, desde la fidelidad a la Palabra revelada, el don del profetismo para salvación del mundo48. El mensaje salvador de Jesús ha sido confiado, como sujeto de la revelación, a toda la comunidad creyente para que, aceptándolo y creyendo en él ella misma, lo pueda ofrecer a todos los hombres de generación en generación. Pero, dentro de la comunidad de los seguidores de Jesús hay algunos 276

miembros que tienen la irrenunciable e indelegable responsabilidad de custodiar y exponer fielmente el contenido salvador de ese mensaje. Así lo expresa la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II cuando dice que «para que este Evangelio (la Buena Noticia de la salvación, o lo que se conoce también con la expresión, el depósito de la Revelación) se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los Obispos, dejándoles (como dice San Ireneo: Adv. Haer. III,3,1: PG 7,848) su cargo en el magisterio» 49. De este planteamiento se deducen ya algunas consecuencias importantes50: 1. En primer lugar, que la realidad y el hecho mismo del magisterio tiene su contexto necesario y obligado en el hecho y en la realidad de la fe de la comunidad eclesial en cuanto tal. En la Iglesia no puede entenderse ni tendría sentido un magisterio que se situara al margen, en independencia o por encima de la fe de la misma Iglesia. 2. Situado de forma absolutamente necesaria en el interior de la Iglesia, el magisterio está por completo al servicio de la fe de la comunidad creyente, exponiendo, defendiendo y testimoniando con fidelidad la fe de toda la Iglesia, sin que, por consiguiente pueda pretender tener el monopolio de la fe y de la verdad. La potestad doctrinal, en efecto, «no constituye por sí misma ningún fin. En el seno de la comunidad eclesial está el servicio de todo el pueblo religioso que, según la voluntad de Cristo, constituye una comunidad organizada de personas» 51. 3. Si la función del magisterio, según la doctrina del Vaticano II (cf. DV 8), consiste en estar al servicio de la fe, es evidente que este Magisterio no puede inventar doctrina alguna más allá de lo explícita o implícitamente revelado, sino sólo declarar o explicitar de forma autoritativa esa doctrina, como también defenderla cuando la doctrina esté de alguna forma objetivamente amenazada. Más aún, «la tarea del magisterio ordinario no es la de formular con precisión una verdad, sino la de guiar a la comprensión de los misterios de la salvación, la de indicar los medios de la acción pastoral y la de aplicar espiritual y vitalmente el mensaje de la fe. Esto explica por qué las indicaciones del magisterio ordinario no son de suyo irreformables, sino que tienen a menudo un valor y un significado prudencial» 52. 4. Como todo lo auténticamente estructural en la Iglesia, el magisterio tiene su fundamento último y legitimador en la Palabra revelada. Jesús, en efecto, confió a los apóstoles la responsabilidad de transmitir a sus seguidores de todos los tiempos el conjunto del mensaje que Él mismo trajo como Enviado del Padre: «Vosotros me llamáis Maestro y decís bien porque lo soy...» (Jn 13,13); por eso —sigue diciendo—, «lo que os digo en privado, decidlo en las azoteas» (Mt 10,27); y de ahí también el mandato: «Id, pues, por todo el mundo y haced discípulos de todas las naciones..., enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19). La Buena Noticia que 277

Él había comunicado a los suyos (cf. Mc 16,15; Mt 28,18ss; Jn 17,18ss; 20,21), es la que tienen ellos que proclamar por todo el mundo hasta el fin de los tiempos. La primitiva comunidad cristiana, que comenzó inmediatamente a predicar a todos los hombres la conversión y la salvación (cf. Lc 24,47; Hch 2,14-36. 42; 4,8-20), percibió desde el principio este doble movimiento: de Jesús a los discípulos y de los discípulos a todos los demás, mediante hombres especialmente fiables a causa de la responsabilidad que se les confiaba como guardianes fieles del Mensaje (cf. Hch 2,42; 2Tim 2,2)53; percibió que los apóstoles constituían en verdad un punto de referencia absolutamente irrenunciable para un concimiento cierto y garantizado de las enseñanzas de Jesús y para mantener a lo largo de la historia la autenticidad de su mensaje de salvación (cf. 1Cor 3,10ss; Ef 2,20; 3,5; 4,11). Las Cartas pastorales son particularmente significativas a este respecto: cf. 1Tim 1,2-5. 11; 4,6; 6,3-5. 20; 2Tim 1,12-14; 2,14; 3,14; 4,1-5; Tit 1,9; 2,1. 5. Al establecer la relación (imprescindible por esencial) existente entre la Escritura y el magisterio, aparece clara la relación de subordinación entre ambas. Porque es cierto que «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio de la Iglesia» 54. Pero es igualmente cierto, que «el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido; pues, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe (Escritura y Tradición), saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creido» 55. La autoridad magisterial en la Iglesia está, pues, toda ella y siempre, orientada a declarar lo que se contiene en la revelación y a conservar fielmente el mensaje en ella contenido. 6. Se deduce también, de lo dicho hasta aquí, la estrecha relación existente entre el magisterio y la Tradición de la Iglesia desde sus primeros pasos por la historia. Es una relación que tiene que verse e interpretarse en una clave dinámica, es decir, en el contexto de una Iglesia que es un cuerpo viviente. El Vaticano II, en efecto, afirma que «la tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 56. Explica, además, la forma en que esa Tradición crece: con la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas «cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19. 51); cuando comprenden internamente los misterios que viven; cuando la proclaman los obispos sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad». De esta forma, «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» 57. 7. Una última consecuencia, que de alguna manera justifica y resume las anteriores, es que el magisterio oficial de la Iglesia, puesto que está al servicio del desarrollo del 278

auténtico profetismo de la comunidad eclesial, tiene que tener él mismo, ese espíritu profético gracias al cual va por delante de la comunidad creyente ayudándole a descubrir a Dios en el tráfago de la vida diaria, a hacerlo presente en las circunstancias más variadas e incluso adversas, a anunciar incansablemente la Buena Noticia del Evangelio a todos los hombres, y a denunciar con auténtica valentía evangélica («parresía»: Hch 4,13. 29. 31; 9,27-28) todo aquello que se opone al Proyecto de Dios: hacer de la humanidad una verdadera y única familia en Dios y desde Dios. «El servicio a la verdad cristiana que rinde el magisterio es un servicio a todos los fieles llamados a entrar en la libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo y que, mediante la asistencia del Espíritu Santo, es guardada y profundizada por la Iglesia» 58. B) Una de las prerrogativas de mayor importancia de las que goza el Pueblo de Dios, desde la perspectiva del profetismo, es la de la Infalibilidad59. El tema de la Infalibilidad en la Iglesia hay que situarlo necesariamente, si no se quiere desvirtuar, hipertrofiar y hasta pervertir, en el marco de la Infalibilidad de toda la Iglesia. La Iglesia, toda entera, no puede equivocarse al expresar su fe y al adherir al mensaje revelado presentado por los legítimos Maestros de la fe: a saber, el colegio episcopal en su totalidad, y el papa personalmente: es lo que se llama infallibilitas in credendo. La garantía de esta infalibilidad es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad que, como dijo Jesús, «está con vosotros y mora en vosotros»: Jn 14,15-16. 26-27; 15,25-26; 16,12-15. En este ámbito pneumatológico, que es el propio de la comunidad eclesial, es necesario enraizar la prerrogativa de la Infalibilidad: es el Espíritu, siempre presente en la Iglesia, guiándola y haciéndola crecer en fidelidad a la Buena Noticia del Evangelio, el que garantiza la permanencia en la verdad, y la preservación global del error (cf. Mt 16,18; 28,18-20; Lc 22,31-32). R. Berlarmino, el influyente teólogo en la plasmación de una eclesiología societaria, decía ya en su tiempo, que «cuando decimos que la Iglesia no puede equivocarse nos referimos lo mismo a la totalidad de los creyentes que al conjunto de los obispos, de tal modo que la significación del aserto la Iglesia no puede equivocarse es la siguiente: lo que todos los fieles aceptan como verdad de fe (de fide) es necesariamente verdadero y de fide; y paralelamente, lo que los obispos del mundo enseñan como perteneciente a la fe, es verdadero y de fide» 60. El Concilio Vaticano II ha enseñado esta misma doctrina con toda claridad, cuando afirma que «el Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo. (...) La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2,20. 27), no puede equivocarse (in credendo falli nequit) cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando, desde los obispos hasta los últimos fieles laicos, presta su consentimiento universal en las 279

cosas de fe y costumbres» 61. De esta forma, el Vaticano II, superó una visión reduccionista (empobrecedora, por consiguiente, si no claramente errónea) de la Infalibilidad como si ésta fuera una prerrogativa exclusiva del papa, el cual podría usarla además a su completo arbitrio, en práctica independencia del resto de la comunidad eclesial. En consecuencia, tuvo buen cuidado el Vaticano II, ante todo, de abordar el tema de la Infalibilidad dentro del capítulo II de la Constitución Lumen Gentium al tratar del Pueblo de Dios. Lo hizo, además, desde la perspectiva de una prerrogativa que atañe a todo el Pueblo de Dios: a la comunidad universal de los creyentes. Es, pues, el Pueblo santo, la Iglesia en su totalidad, el sujeto primario y fundamental de la infalibilidad. Pues bien, al servicio de esta infalibilidad en el creer (infallibilitas in credendo), propia del Pueblo de Dios, está la llamada infallibilitas in docendo: es decir,la infalibilidad de todo el cuerpo episcopal cuando sus miembros, los obispos, en unión con el papa, cabeza de ese colegio, «ejercen el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro» 62. Está, igualmente, la infalibilidad del papa que, en cuanto cabeza y presidente del Colegio episcopal, goza de forma personal «de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, actuando como supremo pastor y doctor de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres» 63. La tematización de la realidad de la infalibilidad aplicada de forma particular y específica al magisterio (colegio episcopal presidido por su cabeza, el papa, y el papa singularmente considerado) no es anterior al siglo XIII. En su origen, se entendió de una manera bastante imprecisa: unas veces, como confirmación irreformable de una doctrina expuesta o de una decisión tomada con anterioridad; y otras, aplicándola previamente a una doctrina que iba a ser expuesta por el papa personalmente64. Se impone, pues, clarificar, precisar y puntualizar el concepto mismo de la Infalibilidad. Negativamente hablando la Infalibilidad puede entenderse, ante todo, como imposibilidad intrínseca, absoluta, permanente y personal de equivocarse por parte de un sujeto. En este sentido, es evidente que de sólo Dios se puede predicar que es infalible. Ya decía, durante el debate de la Infalibilidad en el Concilio Vaticano I el relator Gasser que «infallibilitas absoluta competit solo Deo, primae et essentiali veritati, qui nullibi et nunquam fallere et falli potest» 65. Pero la infalibilidad puede entenderse también (y es así como hay que entenderla referida a la Iglesia, al Colegio episcopal y al Papa personalmente), como la preservación de equivocarse y de equivocar a otros. Es lo que, con término técnico se conoce como 280

«inmunitas ab errore»: bien distinta, como se ve, de la llamada «impossibilitas errandi». No se está, pues, ante una imposibilidad intrínseca de equivocarse (prerrogativa sola y exclusivamente de Dios), sino ante la inmunidad de equivocarse o de equivocar a otros, gracias a una asistencia exterior al propio sujeto, sea éste colectivo o personal: en nuestro caso, gracias a la presencia y acción del Espíritu Santo. Por eso, hablando de forma positiva, puede decirse que la infallibilitas in docendo es la prerrogativa de que goza el colegio episcopal en su totalidad y su cabeza el papa, singularmente considerado, en virtud de la cual, gracias a una asistencia especial del Espíritu Santo, ni se equivocan ni pueden equivocar de hecho a la comunidad creyente, cuando le exponen la doctrina revelada referente a la fe y a la vida moral, en determinados momentos, en determinadas circunstancias y con determinadas condiciones. Se deduce de ahí la seguridad y certeza absoluta de que, con todas esas garantías, Dios se compromete mediante su Espíritu a que los maestros en la Iglesia (colegio episcopal reunido en Concilio ecuménico o esparcido por toda la tierra pero con total unanimidad, o su cabeza visible el obispo de Roma de forma personal), no enseñan algo que va contra lo auténticamente revelado por Dios a su Iglesia para salvación de la humanidad. Hay que recordar a este propósito con G. Philips, que «no hay sino una sola clase de infalibilidad y, desde este ángulo, no hay diferencia entre el papa que habla ex cathedra y el concilio que promulga un juicio definitivo. En ninguno de los casos, propiamente hablando, puede ser sometida la decisión al juicio de los fieles, puesto que son los pastores los que conducen al rebaño y no al revés. La asistencia del Espíritu Santo es la garantía de que la Iglesia, en su totalidad o en sus representantes legítimos y universales, formula fielmente la verdad revelada» 66. Entre la infalibilidad personal del papa y la infalibilidad del colegio episcopal, existe, con todo, una igualdad que podemos llamar inadecuadamente distinta, en cuanto que el colegio episcopal no es infalible sin su cabeza el papa que lo preside; el papa, por el contrario, en determinadas ocasiones y bajo determinadas condiciones, es infalible personalmente sin necesidad de contar, como vinculación previa vinculante, con el asentimiento del colegio episcopal. El Concilio Vaticano I, en efecto, después de un largo y caluroso debate y poniendo de relieve la larga trayectoria seguida en la Tradición sobre el tema de la infalibilidad67, definió: «Romanum Pontificem, cum ex cathedra loquitur, id est, cum omnium christianorum pastoris et doctoris munere fungens pro suprema sua Apostolica auctoritate doctrinam de fide vel moribus ab universa Ecclesia tendendam definit, per assitentiam divinam ipsi in beato Petro promissam, ea infallibilitate pollere, qua divinus Redemptor Ecclesiam suam in definienda doctrina de fide vel moribus 281

instructam esse voluit; ideoque eiusmodi Romani Pontificis definitiones ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae, irreformabiles esse» 68. Según esta definición, la doctrina definida infaliblemente por el papa, lo es «ex sese et non ex consensu Ecclesiae». Contra la postura galicana69, el Vaticano I mantuvo que la enseñanza infalible del papa, para que tenga plena definitividad, no necesita, de por sí, ser refrendada o aceptada previamente por lo obispos. Tiene valor en sí misma, por el hecho mismo de ser enseñada por el papa personalmente. Como reafirma el Vaticano II, esas enseñanzas «son llamadas con justo título irreformables por sí mismas y no en virtud del consentimiento de la Iglesia, puesto que son pronunciadas bajo la asistencia del Espíritu Santo» 70. Conviene precisar, con todo, que «la fórmula controvertida ex sese (por sí misma, por esencia) es el ejemplo típico de una expresión jurídica plenamente defendible, con tal de tener en cuenta su contexto; pero que llega a ser inadmisible cuando se la traslada, desde luego indebidamente, al plano espiritual. Ex sese indica el carácter irrevocable de la declaración, la cual no puede ser sometida a una instancia superior, precisamente porque es la autoridad suprema la que se ha pronunciado. Pero no indica en modo alguno el origen de la infalibilidad. Esta fuente es únicamente el don del Espíritu Santo a su Iglesia por Él protegida contra todo error» 71. Refiriéndose a la infalibilidad personal del papa, el Concilio Vaticano I estableció unas condiciones claras y bien precisas para poder ser ejercida: «El Pontífice Romano es infalible (en el sentido antes visto) cuando habla ex cathedra» 72. Y habla «ex cathedra», según el mismo Concilio: — «cum omnium christianorum pastoris et doctoris munere fungens, — pro suprema sua apostolica auctoritate, — doctrinam de fide vel moribus, — ab universa Ecclesia tenendam definit, — per assistentiam divinam ipsi in beato Petro promissam». Todas estas condiciones y precauciones establecidas por el Vaticano I, ponen de relieve varios aspectos importantes a tener muy en cuenta: Ante todo, que la Infalibilidad no es una cualidad estable o permanente en la vida del papa, y ni siquiera en todos sus actos magisteriales. En segundo lugar, y como consecuencia inmediata, que la prerrogativa de no equivocarse ni equivocar a otros, le viene de fuera: a saber, de la asistencia divina que se le promete a él «en el bienaventurado Pedro» (DH 3074). Después, que deben cumplirse claramente las condiciones antes establecidas, para que pueda afirmarse inequívocamente que estamos delante de una definición infalible propiamente dicha. Las formulaciones infalibles han de ser 282

propuestas con toda claridad y precisión, sin forma alguna de ambigüedad. Ddice igualmente que el Pueblo de Dios, la comunidad creyente, no puede pronunciar una definición dogmática. Asegura también que el papa personalmente (y a fortiori el colegio episcopal reunido en un Concilio), no puede proceder de forma independiente o arbitraria respecto de la comunidad eclesial, puesto que, en definitiva, «ea infallibilitate pollere, qua divinus Redemptor Ecclesiam suam... instructam esse voluit» 73. Hace ver que definir no es inventar una doctrina y menos una verdad (cf. DH 3070). Establece el ámbito doctrinal de la prerrogativa de la Infalibilidad: la doctrina relativa a la fe y a las costumbres. Otros campos eclesiales, incluso importantes (como pueden ser, el de la disciplina o el referente al mismo gobierno de la Iglesia), caen fuera del alcance de lo infalible. Que en el ejercicio de su magisterio, el papa ha de proceder con absoluta libertad, sin la más mínima coacción, ni extraeclesial ni intraeclesial, pudiendo así asegurar la profesión libre de la fe de la misma comunidad creyente. Que el objeto directo del acto definitorio, son siempre las verdades reveladas, pudiendo ser también objeto indirecto, aquellas verdades naturales que, aun sin estar directamente reveladas, son necesariamente requeridas para proponer, entender y defender las verdades formal y directamente reveladas. Que la Infalibilidad se predica de las personas y no de las proposiciones doctrinales. Es evidente, pues, que la infalibilidad personal del papa se inscribe, aunque no dependa propiamente de ellas, en el doble círculo de la Infalibilidad eclesial: el de la comunidad eclesial en cuanto Pueblo profético, y el de todo el colegio episcopal. No es el papa el que comunica su infalibilidad personal a la Iglesia, sino que es la infalibilidad eclesial la que, en determinados momentos y en determinadas condiciones, toma cuerpo, se personaliza en el sucesor del Pedro, el obispo de Roma. En la Iglesia y para la Iglesia, y en su condición de sucesor de Pedro y en su consiguiente misión de «confirmar en la fe a los hermanos» (cf. Lc 22,32), el obispo de Roma goza personalmente de esa preservación de error personal y magisterial que llamamos infalibilidad. Por lo demás, «para hacer teológicamente comprensible —dice K. Rahner—el magisterio (infalible) eclesiástico, hay que partir del acontecimiento del Cristo escatológicamente victorioso. Este acontecimiento tiene en sí como factor interno la palabra de su propia testificación. Ahora bien, sólo puede permanecer escatológicamente victorioso y presente en el mundo, si no perece en la palabra de su testificación propia. Esta palabra del testimonio que hace el acontecimiento de Cristo históricamente presente para todos los tiempos, tiene su sujeto primero y total en la comunidad de los creyentes 283

en Cristo, en la Iglesia como tal y como totalidad» 74. En definitiva, es el hecho escatológico de Cristo, el Señor muerto y resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, que envía su Espíritu de Verdad a toda la comunidad eclesial, el fundamento último de la infalibilidad en la Iglesia. Se puede preguntar, a este punto, si una proposición doctrinal infaliblemente definida no sólo es absolutamente irreformable, sino que tampoco es perfectible. La irreformabilidad de la doctrina encuentra su fundamento último y su garantía definitiva en la asistencia del Espíritu Santo: el fondo de lo que se quiere decir o enseñar, al contar con la garantía del Espíritu de la Verdad prometido por Jesús a los apóstoles, no necesita ninguna otra confirmación o respaldo que garantice su veracidad. Es irreformable en la sustancia de lo que se afirma. Pero, como quiera que el Misterio de Dios, en cualquiera de sus facetas o aspectos es absolutamente inabarcable e imposible de agotar por ninguna palabra humana, por ninguna forma de pensamiento o categoría mental, se puede afirmar que las fórmulas definidas (los dogmas), pueden ser ulteriormente mejor entendidas, mejor matizadas, mejor expresadas, mejor trasvasadas a un lenguaje humano más preciso y actual. Si ya en el plano estrictamente humano, es preciso reconocer que jamás una terminología real finita, puede ser adecuada para la realidad considerada75, ¡con cuánta mayor razón hay que decirlo cuando la cosa considerada es, ni más ni menos, que el Misterio de Dios! Si se tiene además en cuenta que el hombre, como «ser situado en la historia» alcanza siempre la verdad en y desde una perspectiva histórica, en un momento determinado, en un contexto histórico concreto, si se tiene en cuenta que «una proposición puede ser verdadera o falsa según sea el horizonte de comprensión y el ámbito de pregunta en los que la proposición se sitúa» 76, la irreformabilidad de la proposición doctrinal, tiene que referirse necesariamente al fondo de lo que con ella se quiere afirmar, mucho más que a las categorías mentales y a los términos con los que se formula en un momento concreto. Aparece así «la necesidad absoluta de una hermenéutica correcta y responsable de las afirmaciones doctrinales..., para comprender cada afirmación en su verdad de sentido y en su significación precisa y necesariamente limitada» 77. Ya en su momento afirmó certeramente Santo Tomás que «assensus fidei non terminatur ad ennuntiabile sed ad rem» 78. Existe una cuestión, que en otros momentos tuvo en la Iglesia un notable relieve e importancia, acerca del sujeto de la Infalibilidad: ¿son dos los sujetos adecuadamente 284

distintos: el colegio episcopal, por una parte, y el papa por otra? La respuesta que hoy se da a esta cuestión es que se trata de un sólo sujeto, que, dentro del contexto infalible de la Iglesia, se ejerce de dos formas distintas. Porque ni el colegio episcopal puede actuar infaliblemente sin su cabeza que es el Obispo de Roma79, ni éste puede actuar independientemente de la Iglesia y en particular de aquellos que, en virtud del sacramento del Orden, vienen constituidos en la comunidad eclesial maestros auténticos en su condición de sucesores de los Apóstoles. Por otra parte, el Magisterio auténtico de la Iglesia, que no es siempre y en toda ocasión infalible, puede ejercerse, según el Concilio Vaticano I, de dos formas: «sive solemni iudicio sive ordinario et universali magisterio» 80: — El Magisterio ordinario, como su mismo nombre indica, es el que ejercen los obispos esparcidos por todo el mundo en sus diversas diócesis, o bien el papa personalmente en el ejercicio pastoral ordinario. — Por el contrario, el Magisterio extraordinario, que por definición se ejerce de forma extraordinaria, lo ejercen, por una parte, tanto el Colegio episcopal reunido en Concilio, como los obispos reunidos en Sínodos o Concilios regionales y, en determinadas ocasiones y bajo determinadas condiciones, las Conferencias episcopales81. Lo ejerce igualmente el papa personalmente, bien cuando define ex cathedra, bien cuando publica Documentos de particular relieve e importancia, dirigidos a la Iglesia universal, o también a las Iglesias particulares: Encíclicas, Constituciones apostólicas, Motu proprio, etc. No hace falta decir que estos Documentos, tanto los del papa personalmente, como los del colegio episcopal, no tienen todos el mismo valor doctrinal, y, por consiguiente, no todos tienen la misma fuerza vinculante de la conciencia del creyente. Como enseña el Vaticano II, la importancia de la doctrina en la Iglesia tiene grados; y esa gradualidad está siempre en relación con el verdadero e irrenunciable núcleo de la doctrina revelada, que no es otro que el hecho de la Resurrección del Señor: «Al comparar las doctrinas — advierte el Concilio a los teólogos y por extensión a todos los creyentes, incluidos los maestros en la fe—han de recordar que existe un orden o jerarquía de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana» 82. En este mismo sentido, una cuestión importante en relación con el magisterio de la Iglesia, es el grado de asentimiento que el bautizado ha de prestar a las formas y expresiones no infalibles del magisterio: ¿es un asentimiento siempre firme y hasta irreformable?, ¿hay que prestar una adhesión absolutamente incondicional?, ¿se trata en todos los casos de una adhesión absoluta y definitiva?83. La respuesta a esta cuestión la ha ido dando la Teología desde la Edad Media: es decir, desde bastante antes que el Magisterio de la Iglesia tomara la masiva 285

preponderancia que se observa a partir del inicio mismo del siglo XX. Tradicionalmente, en efecto, se matizaba no poco el grado de definitividad de la doctrina enseñada y el consiguiente grado de adhesión que se pedía al creyente84. Según esta doctrina tradicional: Hay que creer como de fe divina y católica, la doctrina contenida en la Palabra de Dios escrita o transmitida oralmente, y proclamada como tal por un acto solemne del Magisterio extraordinario o por el Magisterio ordinario universal. Hay que creer con asentimiento definitivo todas aquellas proposiciones doctrinales que enseña el Magisterio de forma definitiva, por estar íntima y estrechamente relacionadas con la revelación. Hay que adherir con asentimiento religioso del espíritu (entendimiento y voluntad) a la doctrina referente a la fe y a las costumbres, propuesta por el Magisterio auténtico, del papa personalmente o del colegio episcopal (los obispos con el papa) de manera no definitiva. Esta enseñanza, aunque no definitiva por referirse a cuestiones muchas veces en discusión, sí pretende ser orientativa. Exige por ello una adhesión respetuosa, religiosa; pero, al no excluir una maduración ulterior en la comprensión de la cuestión enseñada, no excluye por eso mismo una eventual reforma o cambio de la doctrina, y del consiguiente asentimiento. Como se ve, «la enseñanza dada directamente por el magisterio eclesiástico abraza una gama de verdades en las que el refrendo magisterial no es siempre necesariamente de la misma intensidad. Efectivamente, una doctrina eclesiástica, incluso la de un catecismo, está hecha de verdades de diversa naturaleza: verdades directamente reveladas; verdades reveladas en virtud de la analogía de la fe; verdades reveladas por implicación lógica; verdades no reveladas directamente pero en conexión necesaria, en diversa forma, con las reveladas; certezas teológicas comunes; hipótesis teológicas válidas; filosofía religiosa subyacente a la revelación, etc. No hay ninguna síntesis cristiana que no contenga verdades de cada una de estas categorías. Ahora bien, es cierto que a cada categoría de verdad corresponde un distinto refrendo del magisterio eclesiástico» 85. En el contexto del ámbito magisterial dentro de la Iglesia, hay que afirmar el valor determinante del «sensus fidei» y del «sensus fidelium» de toda la comunidad eclesial en relación con el magisterio infalible86. El magisterio de la Iglesia se inserta, como en su ámbito natural y obligado, en el «sentido de la fe» de los bautizados: en aquello que en la teología paulina se llama «el sentido de Cristo» (1Cor 2,16), «los ojos iluminados del corazón» (Ef 1,18; cf. Flp 1,9; Jn 14,17; 16,13); «la inteligencia espiritual» (Col 1,9). Por eso, aunque es cierto según el Vaticano II, que el «sentido de la fe» del Pueblo de Dios no puede perscindir de la guía 286

del magisterio (cf. LG 12), de forma análoga y por el mismo principio, es preciso afirmar que el magisterio no puede prescindir en sus actuaciones y pronunciamientos doctrinales y en sus decisiones disciplinares del «sentido de la fe» del Pueblo. Efectivamente, la importancia del «sensus fidei» en la vida de la Iglesia se ha puesto de relieve constantemente a lo largo de la historia —desde los Santos Padres hasta nuestros mismos días—, en campos y aspectos verdaderamente importantes: la elección de los obispos, a veces por aclamación; la complementariedad, en el contexto de la comunión eclesial, entre la llamada Iglesia docente y la Iglesia discente; el ejercicio de la corresponsabilidad dentro de la Iglesia; la praxis como locus theologicus; el valor epistemológico preciso de la religiosidad popular, aplicado vgr. a las últimas definiciones dogmáticas de otras tantas verdades referentes a María (Inmaculada y Asunta), en cuya definición infalible tuvo una parte realmente trascendente y hasta determinante, precisamente el «sentido de la fe» del pueblo creyente. Si el «sentido de la fe» o el «sentido de Cristo» es la capacidad que tiene el Pueblo santo de Dios de percibir en su conjunto y en cada uno de sus miembros el sentido y el valor de todo lo que es objeto de fe, y el magisterio eclesiástico, por su parte, no tiene el monopolio de la verdad en la Iglesia, es evidente que este magisterio tiene que tener en cuenta esa especie de instinto sobrenatural de la comunidad creyente en la percepción de todo aquello que está presente, de forma explícita o de forma implícita, en el depósito de la Revelación. El Pueblo de Dios, en virtud de la presencia en él del Espíritu que es el «Maestro interior», tiene esa especie de instinto sobrenatural, de sabiduría del corazón, con la que capta, por cierta «connaturalidad» 87, lo que es o no es conforme con la verdad revelada en Cristo y por Cristo. No se trata de un saber puramente intelectual, sino de una intuición instintiva gracias a la cual la comunidad creyente se siente identificada con la verdad que salva, con anterioridad y más allá de lo que los maestros auténticos puedan enseñar de forma más teórica, intelectual o especulativa. En virtud de la presencia del «Maestro interior», en el fondo del corazón del creyente cristiano late una profunda simpatía (sün-pathos) con el Hijo, que es la verdad revelada por el Padre a la humanidad; se trata de una sintonía profunda y global con el Mensaje de la Revelación, que es anterior a cualquier conocimiento consciente y reflejo: es un conocimiento intuitivo que no tiene nada que ver con cualquier forma de instinto ciego, sino que está guiado por la luz interior del Espíritu que, gracias a sus dones de inteligencia, de ciencia y de sabiduría especialmente, crea en el corazón del creyente esa simpatía y sintonía previa con el Mensaje revelado88.

3.3.3. Pueblo de reyes89 La primera Carta de Pedro (1Pe 2,9) así como el libro del Apocalipsis (1,6; 2,26-27; 287

5,10; 20,6; 22,5) presentan a la entera comunidad de los seguidores de Jesús como un pueblo de reyes. No son solamente algunos miembros de esa comunidad los que detentan la dignidad de reyes: son todos ellos como singularidad corporativa y por el hecho de haber entrado a formar parte en la comunidad de los bautizados. Esta realeza, por otra parte, que tiene su ancestro y su raíz en la realeza creada por Dios en la Antigua Alianza (cf. 1Sam 8,1-22), tiene sin embargo unas connotaciones que la hacen completamente original y por eso mismo nueva en el sentido más amplio y profundo del término. Para interpretar correctamente esta designación dándole su exacto y justo valor, es decir, para no sobrevalorar ni infravalorar la condición de reyes propia de los miembros de este Pueblo, es absolutamente necesario referirse a la persona de Jesús que fue preanunciado como el rey, el príncipe de la paz (cf. Is 9,6-7; 62,11; Za 9,9; Sal 71,2; 118,26; Mt 2,1-6; Lc 19,37-38; 22,28-30). De hecho Él se presentó a sí mismo como Rey. Efectivamente, la novedad de esta realeza tiene su origen y paradigma en Jesús de Nazaret que preguntado por Pilato para que le dijera abiertamente si era rey o no, no dudó en afirmarlo, aunque puntualizando de forma igualmente clara que su reino «no era de este mundo», es decir, como los de este mundo (cf. Jn 18,33-37). Tiene entonces el Reino que Jesús proclama sus peculiaridades. Así como Él no es un Rey convencional más, tampoco su Reino lo es. De ahí que el pueblo de Reyes que constituyen sus seguidores, sea un pueblo de reyes extraño, no convencional: no homologable ni siquiera equiparable a las categorías sociales y políticas al uso. Las peculiaridades regias del Nuevo Pueblo de Dios se pueden ir encontrando a lo largo de todo el Nuevo Testamento y en particular en los Evangelios, puediéndose resumirse en los siguientes rasgos: Es un reino con el que hay que identificarse por completo haciendo propio el proyecto global de Dios sobre la historia, en la linea presentada por las Cartas a los Efesios (1,4-14) y a los Colosenses (1,13-20). Es un reino que exige de todos sus miembros: — Tener una actitud fundamental de hombres y mujeres servidores y no de personas que explotan o se sirven de los otros. — Estar, formalmente en cuanto Pueblo, al servicio del mundo, en orden a construir el Proyecto de Dios en la historia: la fraternidad universal. — Ser verdaderamente libres y dueños de sí mismos, como corresponde a la condición de hijos de Dios, superando toda forma de esclavitud, en particular la esclavitud fundamental que padece el hombre: la del pecado: cf. Jn 8,31-36; Rom 6,6-23; 8,15; Ga 4,7. — Ser dueños de las cosas en lugar de ser sus esclavos: Mt 6,19-33. — Ser dueños incluso de los acontecimientos: Jn 14,1. 27; 16,6. 20-22. 288



— —

Tener, en la sociedad en que viven, una recia y coherente actitud de ética profesional, siendo un Pueblo que, en virtud de su condición regia, se esfuerza individual y colectivamente en adquirir y aplicar una verdadera competencia profesional en todos los campos del saber y del actuar90. Estar empeñados en la liberación de la misma creación (cf. Rom 8,21). En particular, es un reino en el que los que detentan el poder tienen que ejercer su condición de reyes fundamentalmente, sirviendo a los demás: cf. Lc 22,24-30; Mt 20,25-27; Mc 10,42-44; Jn 13,3-17; 1Pe 5,1-4.

En el interior del Pueblo de Dios, Pueblo de reyes, y al servicio de esa realeza del pueblo, surge el ministerio pastoral de los obispos y presbíteros91. Efectivamente, es en el contexto de este pueblo de reyes donde es necesario situar la sacra potestas de que están investidos aquellos a los que se les ha confiado, por el ministerio ordenado, el gobierno pastoral de la comunidad cristiana. Dentro de la Iglesia, como pueblo orgánicamente estructurado, existe un gobierno, una potestad, unos ministros a los que se les da esa potestad. Afirmada sin la menor sombra de duda, la necesidad y la presencia de los ministros que ejerzan esa potestad sagrada en el seno de la comunidad eclesial, es preciso igualmente descubrir y establecer el origen y la verdadera naturaleza de esa sacra potestas, ya que, a lo largo de la historia, esta sacra potestas ha sido entendida, interpretada y ejercida de formas muy diversas en los distintos niveles de la Iglesia: universal, particular o diocesana, local o parroquial92. ¿De dónde brota la potestad en la Iglesia? Evidentemente de Cristo: «Dios me ha dado autoridad plena en el cielo y en la tierra...» (Mt 28,18). De Cristo, pasó de forma inmediata a los Apóstoles, y de éstos a sus sucesores a través del sacramento del orden93. El Concilio Vaticano II aportó, como una de sus novedades más profundas eclesialmente y más ricas en consecuencias, la sacramentalidad de la triple potestad (de santificar, enseñar y gobernar) de que goza todo el Pueblo de Dios y, dentro de él y a su servicio, los ministros ordenados. De hecho, el capítulo III de la Constitución Lumen Gentium comienza con estas programáticas palabras: «Para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó Cristo el Señor en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios y tienen, por tanto, la verdadera dignidad de cristianos, aspirando al mismo fin, en libertad y orden, lleguen a la salvación» 94. Hasta el Concilio Vaticano II, en efecto, y durante casi un milenio había prevalecido la doctrina según la

289

cual el poder de santificar y enseñar, se les confería objetivamente a los ministros en virtud del sacramento del orden; por el contrario, la potestad de gobernar les venía concedida a esos ministros por vía jurídica: es decir, por delegación de aquel que detentaba la suprema y prácticamente única potestad en toda la Iglesia, el papa. En la eclesiología de comunión, recuperada por el Vaticano II incluso la potestas iurisdictionis es fruto del sacramento del orden. Volviendo a la mejor tradición bíblica y patrística, el Concilio Vaticano II ha subrayado una característica fundamental del gobierno que se ejerce en la Iglesia: la de pastoral. Esta «pastoralidad» se expresa, ante todo y sobre todo, en la actitud de servicio a la comunidad misma para ayudarla a vivir con progresiva plenitud su triple condición sacerdotal, profética y regia (real). En la Comunidad eclesial el gobernante (ministro ordenado), no está por encima de la comunidad, sino en el seno mismo de la comunidad, y «no como el que es servido, sino como el que sirve» (Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,30; Jn 13,14-15). Más aún, siguiendo la enseñanza del apóstol Pedro al gobernante en la Iglesia se le pide que ejerza su indiscutida potestad «haciéndose modelo de la grey que tiene confiada» (1Pe 5,1-4). «Los obispos —dice el Concilio— como vicarios y legados de Cristo, rigen las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor» (cf. Lc 22,26-27)95. Por lo demás, el fin último del gobierno pastoral en la Iglesia es, a todos los niveles, la «comunión»: que la Iglesia llegue a ser en realidad de verdad esa «de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» 96. El papa en el nivel universal, el obispo en el nivel de la Iglesia particular y el presbítero en el de la Iglesia local, están llamados a ejercer la sacra potestas de que están investidos, al servicio de una Iglesia que está llamada a ser realmente «en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» 97. En resumen, cada una de estas tres dimensiones de la persona de Cristo, es servida —desde dentro, puesto que surgen del interior mismo de la comunidad cristiana— por el ministerio ordenado que participa, desde formalidades diversas y específicas de la triple condición de Cristo: El sacerdocio real de todos los bautizados es servido desde el sacerdocio ministerial. El profetismo del pueblo de Dios, desde el ministerio magisterial que Cristo, Profeta y Maestro, encomendó a los apóstoles. La realeza del pueblo, desde un gobierno pastoral inspirado en la persona de 290

Cristo, el Buen Pastor por excelencia.

4. UN PUEBLO PEREGRINO El evangelista Marcos presenta a Jesús, ante todo y sobre todo, como el gran proclamador de la Buena Noticia de la llegada del Reino: «se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la Buena Noticia» (Mc 1,15). El Reino, pues, se presenta como el obligado horizonte de la Iglesia. Pero surge, una vez más, una pregunta fundamental a este respecto: ¿pensó Jesús alguna vez en la Iglesia?, ¿se mantuvo, por el contrario, únicamente en el horizonte del Reino de Dios? Conocida, casi tópica, es la afirmación de Loisy a este propósito: «Jesús predicó y esperó el Reino y nació la Iglesia» 98. En todo caso como es cierto que tanto la realidad del Reino como la de la Iglesia se rehacen inequívocamente a la figura de Jesús de Nazaret, se hace inevitable la pregunta: ¿en qué relación están Reino e Iglesia? Ya en los capítulos anteriores se ha respondido aunque sea indirectamente a esta cuestión. Efectivamente, la Iglesia no es fruto de un acto fundacional expreso, determinado, puntual y datable del Jesús histórico: es obra, por una parte de toda la Trinidad y, por otra, de los apóstoles, en cuanto que interpretando el pensamiento del Resucitado y con la presencia activa del Espíritu, la fueron dotando de las formas y elementos estructurales que conforman las líneas esenciales de la realidad eclesial. Como se ha visto en otro punto de esta obra, hay una progresiva constitución estructural en aspecto importantes de la Iglesia como son, entre otros, la Palabra revelada, el ministerio ordenado, los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, etc. La acentuación de estos elementos estructurales, con todo, no puede hacer desaparecer del horizonte de la Iglesia la realidad del «Reino». ¿Hacia dónde, si no, caminaría la Iglesia?, ¿cuál sería su norte inequívoco e incuestionable? Al igual que Cristo, que no fue fin de sí mismo, sino que desde su pre-existencia y gracias a ella fue el pro-existente, el hombre-para-los-demás, así también la Iglesia, pensada y querida por Dios desde siempre99, no es fin de sí misma, sino que tiene una esencial pro-existencia. «La Iglesia —dice el Vaticano II— entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» 100. Pero si, por una parte, el horizonte existencial y operativo de Jesús fue el Reino de Dios hasta constitutir en Él algo central en su actividad mesiánica101, y por otra, la Iglesia

291

encuentra en Jesús su inequívoco y radical punto de referencia e identidad, es preciso preguntarse, efectivamente, en qué relación están Reino de Dios e Iglesia de Jesús. Al estudiar esta relación se han dado varias respuestas: Para algunos ha existido una identificación total y absoluta entre Iglesia y Reino de Dios: identificación que ha tenido sus serias repercusiones incluso de orden social y político, como lo demuestra hasta la saciedad la historia de la propia Iglesia. Para otros, entre Iglesia y Reino no existe relación alguna, por cuanto el Reino es una realidad total y absolutamente trascendente que empezará en el más allá de la historia y de la vida personal de cada hombre. En todo caso, se podría admitir que el tiempo de la Iglesia y en particular la vida de cada cristiano, es una preparación para llegar con seguridad al Reino de los cielos. Una tercera postura, hoy prevalente, es la de aquellos que afirman que el Reino ya ha comenzado, está ya presente, pero no puede identificarse adecuadamente con la Iglesia: «ésta es objeto y lugar de la actividad divina y a la vez órgano e instrumento de la salvación. No es el Reino de Dios» 102. El Reino, en cuanto Proyecto de Dios, está presente en la historia aunque la trascienda, y encuentra, precisamente en la Iglesia, su lugar privilegiado de realización (lo que podría llamarse una anticipación y microrealización), sirviéndose además de ella como de un instrumento particularmente eficaz para su realización hasta el final de los tiempos: es la comunidad en la que, aunque débil e imperfectamente, ese Reino se está ya realizando, y es, a la vez, el instrumento del que Dios quiere servirse para que se instaure y realice en toda la humanidad. El Reino es más amplio que la Iglesia, la rebasa; pero ni es extraño a ella, ni puede prescindir de ella como de su instrumento principal. La Iglesia está, pues, al servicio del Reino. Más aún, la realidad del Reino es precisamente la que descentra de sí misma a la Iglesia, y la que la conduce a «fijar los ojos en el autor y consumador de la fe» (Hbr 12,2), es decir, a «centrarse en Cristo» 103.

Condición escatológica del Pueblo La Iglesia no es un pueblo que camine sin rumbo: conoce su condición de peregrina pero sabe a dónde va. Siendo la Trinidad en la Iglesia y para la Iglesia «el pasado fontal y el futuro prometido, el comienzo y el fin, el destino final a la gloria, en donde la comunión de los hombres quedará inserta en la plenitud de lo eterno en la vida divina, fundamenta —por eso mismo—, la índole escatológica de la Iglesia peregrinante» 104. Por otra parte, 292

Cristo, Cabeza de la Iglesia, tuvo clara la meta última de su caminar: la construcción del Reino. Un Reino que se manifiesta y brilla en las palabras, en las obras y especialmente en la persona misma de Cristo (cf. LG 5). En la perspectiva del Reino de Dios, obligado horizonte de la Iglesia, aparece su naturaleza escatológica. Pedro, en un denso pasaje de su primera Carta (1Pe 2,9), recoge toda la realidad del pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Una realidad que se ve realizada en la Iglesia, en la que se cumplen las antiguas promesas hechas a Israel. La Iglesia, en efecto, es —en la visión de Pedro— el pueblo escatológico adquirido por Dios, gracias a la obra de redención de Cristo, su Hijo105. La Iglesia es, pues, el pueblo de Dios en camino por las sendas de la historia: un pueblo peregrino que, teniendo siempre presente la meta final, camina incansablemente hacia la construcción de una fraternidad universal hasta aquel día en que «Dios sea todo en todos» (1Cor 15,28), es decir, hasta aquel día en que esa fraternidad universal sea de forma plena y definitiva, don de Dios y fruto del esfuerzo del hombre106. «Como comunidad de hombres, congregada y conservada por la acción salvífica de Dios en Cristo, la Iglesia es un anticipo de la salvación definitiva; en ella, la unidad con los demás hombres, ya no constituye un peso, sino una liberación. [...] Está constituida por aquella humanidad a la que se dirige y en la que es aceptada la acción salvífica del Padre» 107. Esta dimensión escatológica hace que la comunidad eclesial, consciente de que «no tenemos aquí una ciudad permanente sino que buscamos la futura» (Hb 13,14), no sólo viva en una «esperanza que no defrauda» (Rom 5,4-5), sino que sea una «comunidad en éxodo», permanentemente insatisfecha, y, por eso mismo, crítica frente a todo lo que es temporal y caduco, y en la medida en que lo es: una comunidad que vive en la permanente expectación de la venida en plenitud del Reino108. El nuevo pueblo de Dios es, por tanto, un pueblo, esperanzado, pero con una esperanza «viva y activa» (cf. 1Pe 1,3), que le impulsa a trabajar, con un compromiso sin límites, por aquello mismo que espera alcanzar. Sabe este pueblo, por otra parte, que la plenitud de lo que espera es puro don de Dios. Gratuidad y compromiso son, por eso, las coordenadas en que ha de moverse permanentemente el nuevo Pueblo de Dios. Si la humanidad está en marcha hacia el futuro, la historia aparece para el cristiano como la situación límite de la esperanza en su dimensión comunitaria. De esta forma, el Reino de Dios en cuanto Proyecto ya en marcha pero falto todavía de su plenitud hasta el día final, hace que la comunidad eclesial viva en una constante tensión dialéctica entre lo presente y lo futuro: entre una actualidad histórica que no la satisface y un futuro que la inquieta y estimula; entre el «ya» de un Reino presente, y el «todavía no» de un Reino que espera su consumación: vive por ello en una permanente actitud escatológica. Como dice G. Philips, la Iglesia de la tierra no «se desintegrará en el más allá, ni se verá reemplazada 293

por una nueva colectividad, a la cual únicamente deberíamos llamar con el nombre de verdadero cuerpo místico. (...) La Iglesia de la tierra vive ya desde ahora en la plenitud de los tiempos y en los días postreros: únicamente le falta todavía ser gloriosamente metamorfoseada: su porvenir no es el retiro sino la apoteosis» 109. Además de esta proyección histórica como germen del Reino de Dios, aquí y ahora, la Iglesia es un Pueblo en camino, en constante superación de sí mismo hacia la santidad. El nuevo pueblo de Dios, gracias a la fidelidad de Jesús al Padre hasta la muerte, y a la presencia del Espíritu Santo que habita en él como en su templo, está llamado, en su conjunto, a la santidad: lleva en sí la certeza de la perfección, es decir, de la plenitud del amor (consumación), a pesar de estar en estado de peregrinación terrestre. Es necesario, por tanto, «entender la Iglesia en su sentido más amplio, que resulta ser, en definitiva, su único sentido exacto. En este mundo su estatura es aún tan imperfecta, que la Iglesia sólo en parte realiza su propia definición. Esto explica su dolorosa tensión hacia el estado final: tiene todavía que convertirse (completamente) en aquello que ya es (de modo incompleto pero real)» 110. El Concilio Vaticano II, que fue particularmente sensible a la dimensión escatológica de la Iglesia111, resumió todos estos aspectos afirmando que «la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo..., mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Filp 2,12). La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada... Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2Pe 3,13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de dios (cf. Rom 8,19-22)» 112.

5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES Uno de los protagonistas de mayor relieve e influjo en el Concilio Vaticano II, no dudó en afirmar: «si se me preguntase cuál es el germen de vida más rico en consecuencias pastorales que se debe al Concilio, respondería sin dudarlo: el haber vuelto a descubrir al Pueblo de Dios como un todo, como una totalidad, y en consecuencia, la corresponsabilidad que de aquí deriva para cada uno de sus miembros» 113. Pues bien, es el sacramento del Bautismo, como puerta de la vida cristiana, el que fundamenta y exige la corresponsabilidad en la Iglesia. Superando la visión prevalente 294

antes del Concilio, según la cual, los miembros no jerárquicos de la Iglesia participaban de la vida y misión de la misma en virtud de la delegación de la jerarquía, el Concilio ha puesto de relieve la raíz sacramental de esa corresponsabilidad. Es la condición de bautizados la que no sólo iguala a todos los miembros de la Iglesia desde el punto de vista de la dignidad, sino que los corresponsabiliza entre sí, y a todos juntos frente a la misión que la Iglesia entera está llamada a realizar en el mundo. Por eso no duda el Vaticano II en afirmar que «la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad» 114. Previa a cualquier otra distinción, la participación radical de todos los bautizados en la triple condición de Cristo, sacerdote, profeta y rey, conduce directamente a una corresponsabilización de todos por igual en el compromiso de desarrollar una vida pujante tanto en el interior mismo de la Iglesia para mutua edificación, cuanto hacia fuera de la misma, siendo portadores de la Buena Noticia, testigos de Cristo muerto y resucitado en todos los ambientes (familiar, laboral, social, político), y fermento de fraternidad para todos los hombres. Son múltiples los niveles y campos en los que esta corresponsabilidad está llamada a funcionar, y en los cuales es imposible entrar aquí. Lo importante en este contexto eclesiológico es afirmar clara y firmemente la necesidad de esta esencial corresponsabilidad intraeclesial. Porque «no se trata únicamente, ni ante todo, de una colaboración escalonada, en vistas a una mayor eficacia práctica de la pastoral; sino de una colaboración que aparezca como el corolario y la manifestación de la naturaleza profunda de la Iglesia» 115.

295

1 Cf. O. SEMMELROTH, La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en Baraúna, La Iglesia II, pp. 454-456. Por lo demás, la consideración de la Iglesia como pueblo de Dios fue la gran categoría bíblico-teológica con la que y desde la que el Concilio Vaticano II quiso expresamente abordar el tema de la Iglesia. No es que fuera la única presente en la mente de los Padres (se verán más adelante otras categorías importantes y hasta determinantes en orden a la renovación eclesial, empleadas por el Concilio: la comunión, la sacramentalidad); pero la de pueblo de Dios mereció ciertamente la atención y preferencia de los PP. conciliares hasta construir desde ella, un entero capítulo (el segundo) de la Constitución dogmática Lumen gentium. 2 Cf. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 309-323. No será superfluo recordar que en el Nuevo Testamento se pueden encontrar hasta ochenta imágenes diversas para hablar de la Iglesia, aunque el Vaticano II las ha reducido a cuatro grupos fundamentales en los que se pueden encuadrar efectivamente el resto de las imágenes: la vida pastoril, la vida agrícola, la actividad constructiva y la vida de familia. 3 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 66. 4 Acerca de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y toda la problemática —bíblica y teológica— que ello conlleva, la bibliografía es inmensa: cf. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en G. BARAÚNA, La Iglesia I, p. 319, nota 12; Id., La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, pp. 222234. Se ha querido establecer una clara contraposición y hasta un cierto enfrentamiento (por cierto aritificial), entre ambas categorías teológicas (Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo), siendo así que se exigen y complementan mutuamente, enriqueciéndose la una a la otra (cf. J. Losada, La comunión en la Iglesia-Comunión, en «Communio» 10[1988/I], pp. 38-47). 5 Pablo utiliza el conocido apólogo helenista del cuerpo y de los miembros, recogido de Esopo y aplicado al orden social por Menenio Agripa. 6 L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, p. 222. 7 L. CERFAUX, o.c., p. 223. 8 Resulta altamente iluminador el paralelismo y a la vez el contraste que establece L. Cerfaux entre los dos textos aludidos (1Cor 12,27 y Rom 12,5), haciendo ver cómo «gracias precisamente a este paralelismo, podemos presenciar en 1Cor. y Rom., el nacimiento de la expresión mística el cuerpo de Cristo» (o.c., p. 230, nota 32). 9 En el posconcilio no es demasiado difícil descubrir esa tendencia, sobre todo en el sentido de «acallar» un poco la imagen de Pueblo de Dios, como si la preponderancia de esta imagen condujera a una visión meramente externa, sociológica y hasta política de la Iglesia. No es posible, sin embargo, a pesar de estos sutiles esfuerzos, restar importancia al debate conciliar acerca del lugar que esta imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios debía ocupar en la Constitución dogmática Lumen Gentium: cf. Acta Synodalia Concilii Vaticani secundi 10 L. CERFAUX, o.c., p. 237. 11 Idem. 12 E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno según el Vaticano II, Madrid 1969, p. 214. 13 Ch. MOELLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en G. Baraúna, La Iglesia I, p. 201. Subrayado nuestro. 14 R. SCHNACKENBURG, IglesiaNT, p. 179. 15 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 132. Subrayado nuestro.

296

16 Cf. B. KLOPPENBURG, Votaciones y últimas enmiendas a la Constitución, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 207-208. 17 O. GONZÁLEZ HDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en Baraúna, La Iglesia I, p. 266. 18 N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, p. 31. 19 LG 9. 20 R. SCHNACKENBURG, IglesiaNT, p. 180. 21 Cf. N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, pp. 62-85. 22 N. FÜGLISTER, a.c., p. 33. 23 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 167. 24 H. STRATHMANN, Laós, en GLNT IV, cols. 87-166; Cf. N. FÜGLISTER, o.c., pp. 103-104; A. Antón, Iglesia Cristo, p. 134. 25 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 86-109. 26 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 183. 27 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 85. 28 R. E. BROWN, Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 144. 29 G. PHILIPS, La Iglesia II, p. 428. 30 Cf. lo expuesto en el capítulo tercero de esta obra. 31 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 902. 32 D. WIEDERKEHR, «Volk Gottes» erster und zweiter Klasse?, en AA. VV., Wir sind Kirche, Freiburg im Breisgau 1995, pp. 113s. 33 Cf. Pío X, Enc. Vehementer Nos, en ASS 39(1906-7), pp. 8-9. 34 LG 32. Subrayado nuestro. 35 Cf. Juan Pablo II, Exh. Vita consecrata (Roma 25 marzo 1996), nn. 16. 31. 33. 49. 54. Hemos tratado más ampliamente este punto en El laico en la Iglesia. Vocación y misión, Madrid 19982, pp. 67-85. 36 Cf. Y-M. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial Madrid 1973, p. 8; J. FONTBONA, Ministerio de comunión, Barcelona 1999. 37 Para lo que sigue, cf. mi obra El laico en la Iglesia, Madrid 19982, pp. 89-128. 38 Cf. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, Salamanca 1984. 39 LG 10. 40 LG 34. 41 SC 48. 42 Cf. AA.VV., Sacerdozio comune e sacerdozio ministeriale, Unità e specificità, en «Lateranum» 47(1981) 1, pp. 7-324: es un número monográfico sobre este tema; D. BOROBIO, Ministerio sacerdotal Ministerios

297

laicales, Bilbao 1982, pp. 171-288; Temi scelti d’ecclesiologia, en Commissione Teologica Internazionale, Documenta-Documenti (1969-1985), Città del Vaticano 1988, pp. 521-533; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, Madrid 1988; H. U. VON BALTHASAR, Estados de vida del cristiano, Madrid 1994, pp. 187-199; 249-254; Congregaciones Romanas, Algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, Roma 15 agosto 1997, en «Ecclesia», n. 2. 876 (17 enero 1998), pp. 26-35; A. FAVALE, I Presbiteri, Leumann (Torino) 1999, pp. 110-116. 43 LG 10. 21. 28; PO 2. 6. 44 JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis 15, Roma 25 marzo 1992, en AAS 84(1982), p. 680. 45 LG 10. 46 Cf. A. M. CALERO, El laico en la Iglesia, Madrid 19982, pp. 106-110, con la bibliografía allí indicada. 47 Sobre el profetismo mesiánico de Jesús, cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente, Madrid 1981, pp. 409-417; 442-480; Biblia de Jerusalén, comentario a Mt 16,14. 48 Cf. G. B. SALA, Magisterio, en DTI III, pp. 36-38; K. RAHNER, Magisterio eclesiástico, en SM 4, cols. 382-398: con abundante bibliografía; M. LÖHRER, Sujetos de la transmisión, en MS I/2, pp. 625-669; AA.VV., Teología y Magisterio, Salamanca 1987; J. ALFARO, La teología frente al Magisterio, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de teología fundamental, Salamanca 1982, pp. 481-503; F. ARDUSSO, Magisterio eclesial, Madrid 1998. 49 DV 7. 50 Cf. J. M. CASTILLO, Teología de la Iglesia II, Madrid 1974, pp. 85-91. 51 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 218. 52 G. POZZO, Magisterio, en DTE, p. 588. 53 Cf. A. M. JAVIERRE, Los «ellógimoi ándres» de la 1a Clementis y la sucesión apostólica, en «Salesianum» 19(1957), pp. 420-451; Id., «Pistói Ánthropoi» (IITim 2,2). Episcopado y sucesión apostólica en el Nuevo Testamento, en Studiorum Paulinorum Congressus Internationalis Catholicus 1961, Roma, Pontificio Istituto Biblico 1963, vol. II, pp. 108-118. 54 DV 10; cf. P. LENGSFELD, Tradición y Sagrada Escritura: su relación, en MS I/1, pp. 522-557. 55 DV 10. 56 DV 8. 57 Idem. 58 G. POZZO, a.c., p. 589. 59 Cf. Congregación para la Doctrina de la fe, Mysterium Ecclesiae, en AAS 65(1973), pp. 398-401; AA.VV., La Infalibilidad de la Iglesia, Barcelona 1964. En esta obra se puede encontrar el análisis del concepto y realidad de la Infalibilidad no sólo en el ámbito de la Iglesia católica, sino también en la ortodoxia y en el protestantismo tanto calvinista como anglicano; A. TORRES QUEIRUGA, Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Santander 2000, pp. 122-169. 60 Citado en MANSI 51,579(15). Sobre la infalibilidad in credendo de la comunidad eclesial, cf. el estudio de G. THILS, L’Infallibilité du Peuple chrétien «in credendo», en Bibl. Eph. Th. Lov., Lovaina 1963. 61 LG 12.

298

62 LG 25. 63 LG 25 que cita al Vaticano I en Pastor Aeternus (cap. 4) De Romani Pontificis infallibili magisterio: DH 3074. 64 Acerca del origen histórico del concepto, de la amplitud de su significado y del uso del término, cf. Y-M. CONGAR, Eclesiología, pp. 148-151; 239-242; 277-282; cf. E. DUBLANCHY, Infallibilité du Pape, en DThC VII, cols. 1638-1717; U. BETTI, La costituzione dommatica «Pastor Aeternus» del Concilio Vaticano I, Roma 1961; K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y primado, Barcelona 1965, pp. 99-108; B-D. DUPUY, Infallibilité de l’Eglise, en Catholicisme V, cols. 1549-1572; K. RAHNER, «Creo en la Iglesia», en ET VII, pp. 113-131; Id., Zur Geschichtlichkeit der Theologie, en ET VIII, pp. 88-110; H. KÜNG, ¿Infalible? Una pregunta, Buenos Aires 1971; K. RAHNER y otros, Infalibilidad de la Iglesia, Madrid 1971; H. KÜNG, Respuesta a propósito del debate sobre ¿Infalible? Una pregunta, Madrid 1971. 65 MANSI 52,1214. 66 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 47. 67 Cf. lo dicho a este propósito en el capítulo 2. 68 DH 3074. Subrayado nuestro. Cf. G. DEJAIFVE, «Ex sese, non autem ex consensu ecclesiae», en «Salesianum» 25(1962), pp. 283-295; H. FRIES, «Ex sese, non autem ex consensu ecclesiae», en AA.VV., Volk Gottes, Friburgo 1967, pp. 480-500. 69 Cf. lo dicho más arriba en el capítulo 2. 70 LG 25. 71 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 47. 72 Const. Dogm. Pastor Aeternus, cap. 4: DH 3074. 73 Idem. 74 K. RAHNER, Magisterio eclesiástico, en MS 4, cols. 383-384. 75 Cf. K. RAHNER, ¿Qué es un enunciado dogmático?, en ET V, Madrid 1963, pp. 68-69. 76 J. M. CASTILLO, La Iglesia II, p. 100. 77 Idem. 78 Santo Tomás, STh II-II, q. 1, a. 2 ad 2. 79 Cf. La Nota explicativa previa a la Const. Dogm. Lumen Gentium, sobre el uso y significado del término «colegio» y su aplicación al colegio episcopal. 80 Constitución Dei Filius, cap. 3 De fide: DH 3011. 81 Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Apostolos suos, Roma 21 de mayo de 1998, en AAS 99(1998), pp. 641-658; en «Ecclesia» n. 2904 (1 agosto 1998), pp. 17-23. En esta carta se precisa el alcance y la obligatoriedad de las enseñanzas de las Conferencias episcopales. Es inevitable la sensación de debilidad doctrinal que el Documento atribuye a dichas Conferencias. 82 UR 11. 83 Cf. Professio fidei et iusiurandum, en AAS 81(1989), p. 105.

299

84 Es un fenómeno que ha sido observado y estudiado por varios autores, sobre todo a causa de la diversidad de «calificaciones teológicas» que se han dado a las diversas manifestaciones y actuaciones doctrinales del Magisterio. Cf. entre otros, Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarnée I, Fribourg 1941, pp. 184-185; 538549; J. FINSTERHÖLZL, Calificaciones teológicas, en SM 1, cols. 611-624, con abundante bibliografía. 85 G. THILS, La infalibilidad de la Iglesia en la Constitución «Pastor Aeternus» del I Concilio Vaticano, en AA.VV., La infalibilidad de la Iglesia, Barcelona 1964, pp. 149-150. 86 A este tema nos hemos referido en nuestra obra María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 209-215; 269-273. Cf. A. G. AIELLO, Sviluppo del dogma e tradizione, Roma 1979, pp. 144-170; D. VITALI, Sensus fidelium, Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede, Brescia 1993; J-M. R. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, pp. 343-354. Un autor, ya desaparecido, que ha escrito la historia del «sensus fidei» entre los años 1940 y 1970 es L. M. FDEZ DE TROCONIZ, en «Scriptorium Victoriense» 27(1980), pp. 142-183; 28(1981), pp. 39-75; 29(1982), pp. 133-179; 31(1984), pp. 5-54; 32(1985), pp. 5-39. Estudió igualmente El «sensus fidei» según Santo Tomás de Aquino, en «Scriptorium Victoriense» 49(1993), pp. 195-208. Por lo demás, el Vaticano II a la infallibilitas in credendo, la llama con diversos nombres relacionados todos con el «sentido de la fe«: «sensus fidei» (LG 12; PO 9), «sensus catholicus» (NAE 2; DH 4; GS 59); «sensus Dei» (DV 15; GS 7); «sensus Christi et Ecclesiae» (AG 19); «instinctus» (SC 24; PC 12; GS 18). 87 Acerca del conocimiento del misterio de Dios por «connaturalidad», cf. SANTO TOMÁS, Summa Theologica I, q. 1, a. 6 ad 3; q. 83, a. 1, ad 5; I-II, q. 58, a. 5; q. 78, a. 2c; II-II, q. 1, a. 3, ad 1; q. 1, a. 5 ad 1; q. 8, a. 5c; q. 45, a. 2c; III, q. 55, a. 2, ad 1. 88 Cf. M. M. CUERVO LÓPEZ, Definibilidad de la Asunción de María a los cielos, en «Ciencia Tomista» 77(1950), pp. 191-198; Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 340-347. 89 Hemos tratado este tema con cierta amplitud en nuestra obra El laico en la Iglesia. Vocación y Misión, Madrid 19982, pp. 117-128. 90 Cf. GS 43; LG 31. 36. 91 Cf. G. COLOMBO, Tesi per la revisione dell’esercizio del ministero petrino, en «Teologia» 21(1996), pp. 322-339. 92 Cf. Ch. JOURNET, L’Èglise du Verbe Incarnée I, Fribourg 1941, pp. 173-396; CONGAR, Eclesiología, pp. 58-68; 84-92; 105-119. 93 Cf. LG 21b; W. FOERSTER, exousía, en GLNT III, Brescia 1967, cols. 630-665; G. GHIRLANDA, El Derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 19922, pp. 301-324. 94 LG 18. Subrayado nuestro. 95 LG 27. 96 San CIPRIANO, De orat. Dom. 23: Pl,4,553, citado en la Constitución Lumen Gentium 4. 97 LG 1. 9; cf. GS 45. 98 A. LOISY, L’Évangile et l’Église, Paris 1902, p. 111: «Jésus annonçait le royaume, et c’est lÉglise qui est venue». 99 Cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche. Festschrift für K. Adam, Dortmund 1952, pp. 79-108. 100 GS 40. Subrayado nuestro; cf. 3. 14. 24. 38. 42; LG 38; GE 8.

300

101 Entre las numerosas obras que estudian el binomio Jesús-Reino de Dios, cf. S. A. PANIMOLLE, Reino, en NDTB, pp. 1616-1639, con abundante bibliografía; J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy, Madrid 1997, pp. 13-29; J. P. MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1, Estella 1999; J. M. CASTILLO, El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Bilbao 1999. 102 B. RIGAUX, El misterio de la Iglesia a la luz de la Biblia, en Baraúna, La Iglesia I, p. 298; cf. Ch. DUQUOC, o.c., pp. 251-271. 103 Cf. J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Concilio Vaticano II, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, pp. 105-120; S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991. 104 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 194. 105 Es importante poner de relieve cómo el Concilio Vaticano II recuperó esta dimensión escatológica perdida durante mucho tiempo en la Iglesia. Una recuperación que, significativamente, fue paralela a la recuperación de la realidad Reino de Dios como obligado horizonte de la misma Iglesia. Esta dimensión se plasmó en el capítulo VII de la Constitución dogmática Lumen Gentium, cuya elaboración resulta altamente aleccionadora: cf. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii oecumenici Vaticani Secundi, vol. III, pars I, Romae 1973, pp. 336-352. En las páginas 351-352 se justifica la introducción de este capítulo en la Constitución Lumen Gentium antes del cap. VIII dedicado a la Virgen María. A partir de la página 375 y hasta la 395 aparecen las intervenciones orales de los Padres conciliares. Entre las páginas 479 y 494, se encuentran las intervenciones entregadas por escrito. 106 Cf. GS 39. 107 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, p. 398. 108 Cf. K. RAHNER, Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones teológicas, en ET IV, Madrid 1961, pp. 411-439; J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 19722; J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972; L. BOROS, Somos futuro, Salamanca 19733; F-J. NOCKE, Escatología, Barcelona 1984, pp. 23-120; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión, Santander 1986; Id., La Pascua de la creación, Madrid 1996; Ch. SCHÜTZ, Fundamentos de la Escatología, en MS V, pp. 527-664; M. KEHL, Escatología, Salamanca 1992; J-J. TAMAYO-ACOSTA, Para comprender la Escatología cristiana, Estella 1993, pp. 111-151; 276-316; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raiz de la esperanza, Salamanca 1995. 109 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 146. 110 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 106. 111 A lo largo de la Constitución Lumen Gentium se hace presente constantemente esta dimensión dinámica de un Pueblo que camina hacia una meta. Citamos únicamente los números ya que reproducir los textos sería demasiado prolijo: nn. 1.2.3.4.5.6.7.8.9.10.13.14.16.17.18.21.24.35.36.38.41.42.44.59.62.64.65.68. En todos estos lugares va poniendo de relieve, unas veces, que la vida cristiana en la tierra tiene esa índole escatológica; otras, que el ministerio jerárquico tiene que recordarla constantemente a los bautizados; otras, que es una dimensión imprescindible tanto en la vocación religiosa como en la vocación laical; otras, que es una componente de la vocación bautismal; otras, finalmente, que María, la Madre del Señor, ya glorificada, es un signo inequívoco y una esperanza cierta para el peregrinante Pueblo de Dios. 112 LG 48. 113 Card. SUENENS, La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy, Bilbao 1968, p. 27. Subrayado nuestro. 114 LG 32.

301

115 Card. SUENENS, o.c., p. 30. Subrayado nuestro.

302

CAPÍTULO

6

LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN

303

304

Nota bibliográfica A. ANTÓN, Primado y Colegialidad. Sus relaciones a la luz del primer Sínodo extraordinario, Madrid 1970. S. W. BERTRAM, La collegialità episcopale, en «La Civiltà Cattolica» I, 115(1964) pp. 436- 455. S. W. BERTRAM, Communio, communitas et societas in Lege Fundamentali Ecclesiae, en «Periodica de re Morali, Canonica, Liturgica» 61(1972) pp. 553-604. R. BLÁZQUEZ, Una institución conciliar con futuro: el Sínodo de los Obispos, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 549-559. P. C. BORI, Koinonia. L’idea della communione nell’Ecclesiologia recente e nel Nuovo Testamento, Brescia 1972. J. BOSCH, Para comprender el ecumenismo, Estella 1991. Y-M. CONGAR, Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, Madrid 1954. Y-M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones, San Sebastián 1964. Y-M. CONGAR, El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1965. Y-M. CONGAR, Cristianos en diálogo. Algunas aportaciones católicas al ecumenismo, Barcelona 1966. Y-M. CONGAR, Cristianos desunidos, Estella 1967. Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, Roma 28 mayo 1992, en AAS 85(1993), pp. 838-850; en «Ecclesia», n. 2. 587(4 julio 1992), pp. 34-38. S. DIANICH, La Chiesa mistero di Comunione, Torino 19782. A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 49-65. C. FLORISTÁN, Parroquia, en C. Floristán-J. J. Tamayo(eds.), Conceptos Fundamentales de Pastoral, Madrid 1983, pp. 696-716. J. FONTBONA, Ministerio de comunión, Barcelona 1999. B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992. H. FRIES, Iglesia e Iglesias, en R. Latourelle-G. O’Collins(eds.), Problemas y perspectivas de Teología fundamental, Salamanca 1982, pp. 440-461. H. FRIES-K. RAHNER, La unión de las Iglesias, Barcelona 1987. L. A. GALLO, Ecclesia una. Hacia la recomposición de la unidad cristiana, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 122-135. M. GESTEIRA, La Eucaristía, misterio de Comunión, Salamanca 19922. G. GHIRLANDA, «Hierarchica Communio». Significato della formula nella «Lumen Gentium» en «Analecta Gregoriana» 216, Roma 1980. G. GHIRLANDA, Iglesia universal, particular y local en el Concilio Vaticano II y en el nuevo Código de Derecho Canónico, en R. Latourelle(ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 629-650. G. GHIRLANDA, El Derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 19922. J. HAMER, La Iglesia es una Comunión, Barcelona 1965. JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), pp. 921-982. JUAN PABLO II, Apostolos suos, Carta apostólica en forma de «motu proprio» sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias episcopales, Roma 21 de mayo de 1998, en «Ecclesia», n. 2.

305

904 (1 de agosto de 1998), pp. 17-24. J. LÉCUYER, Ètudes sur la Collegialité épiscopale, Le Puy 1964. H. Legrand, La Iglesia local, en B. Lauret-F-Refoulé(dirs.), Iniciación a la práctica de la Teología III, Madrid 1985, pp. 138-174. P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978. J. LÓPEZ MARTÍN, La comunión eclesial: carismas y jerarquía en la Iglesia, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 217-237. H. DE LUBAC, Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Église au Moyen-Âge, París 19492. H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967. H. DE LUBAC, Las iglesias particulares en la iglesia universal, Salamanca 1974. E. MERSCH, Le Corps mystique du Christ. Études de Théologie historique, Paris 1951. J. A. MÖHLER, La unidad en la Iglesia, Pamplona 1996. S. PANIZZOLO, Gli elementi essenziali della «Communio» secondo i Padri, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 266-275. S. PIÉ I NINOT, Sinodalitat eclesial, Barcelona 1993. J. RATZINGER, Iglesia, Ecumenismo y Política, Madrid 1987, pp. 77-160. K. SCHATZ, El primado del Papa, Santander 1996. J-M. R. TILLARD, El obispo de Roma, Santander 1986. J-M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias, Salamanca 1991. J-M. R. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999. E. ZOGBY, Unidad y diversidad de la Iglesia, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 537-557.

306

307

Introducción Al abordar el tema de la Iglesia desde su perspectiva de «comunión» es preciso, ante todo, ponerla en profunda relación con el capítulo anterior en el que se ha estudiado a la Iglesia como Pueblo de Dios, y con el capítulo siguiente en el que se profundizará el Misterio de la Iglesia como Sacramento de salvación para todos los hombres. Efectivamente, la realidad Iglesia se constituye por la relación entre los elementos visibles (la comunión visible en la doctrina de los apóstoles, los sacramentos, el orden jerárquico) y los elementos invisibles (la comunión con Dios Uno y Trino, la participación en la naturaleza divina, los dones del Espíritu, la misma fe), como quiera que entre elementos invisibles y elementos visibles existe una íntima y esencial relación, análoga a la que existe entre la divinidad y la humanidad en la única Persona divina del Verbo encarnado1. En el umbral mismo de este capítulo hay que recordar que el concepto de comunión no es unívoco. Como otras tantas realidades y conceptos, el de comunión tiene una amplia gama de significados y, por consiguiente, es analógico, al poder significar diversidad de niveles, de comunicación, de encuentro, de entrega, de objetivos, de metas a conseguir, de finalidades concretas, de realizaciones, etc. En el ámbito de la eclesiología, la comunión deberá ser entendida a la luz de los parámetros específicos que presenta la Palabra revelada y que el Vaticano II ha recordado cuando afirma que «el supremo modelo y supremo principio de este misterio es, en la trinidad de personas, la unidad de un sólo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» 2. Desde esta perspectiva trinitaria se puede afirmar que la comunión eclesial tiene que ser la convergencia de personas muy diversas entre sí, que sin perder la peculiar diversidad de lo que son, tienden hacia un centro que las unifica formando un «nosotros» enriquecido y enriquecedor. La comunión eclesial, por otra parte, es, al mismo tiempo, don de Dios y compromiso del hombre. El Dios que se automanifiesta y se entrega al hombre, es un Dios-comunión, es el Dios Padre, Hijo y Espíritu que en la comunión de las personas, constituye la unidad más profunda de la misma y única realidad divina. Este Dios, uno en la trinidad, que ya por la creación gratuita había hecho al hombre 308

a su imagen y semejanza, al llamarlo a la comunidad de los salvados que es la Iglesia le hace un nuevo llamamiento y, por eso mismo, un nuevo don de la unidad en la diversidad. De ahí, que la comunión a la que está llamada y urgida la comunidad eclesial por su propia esencia, no es fruto de la propia voluntad y de las propias fuerzas. La Iglesia tiene que trabajar de forma constante e ininterrumpida para construir la comunión, siempre amenazada por el pecado de la desunión, de la confrontación violenta, de la disparidad de criterios que enfrentan a unos miembros con otros, de la emulación egoísta y vanidosa, de la prepotencia de unos frente a otros. Pero, la verdadera comunión eclesial, para que no se reduzca a una simple convivencia diplomática, buscadora de una convivencia apacible y tolerable pero superficial y de apariencias, tiene que ser entendida siumltáneamente como don de Dios y tarea del hombre: es un caso más de la sinergia Dios-hombre, expresión, en definitiva, de la misteriosa coexistencia de un Dios que no quiere anular al hombre haciendo de él una marioneta, y de un hombre que siente que sin Dios no es nada, pero que, con no poca frecuencia, en su autonomía pretende autobastarse en todos los órdenes del ser, prescindiendo de Dios e incluso luchando contra Él o negándolo. La actitud de los constructores de la torre de Babel (cf. Gen 11,4) es paradigmática de la actitud autosuficiente y desafiante del hombre frente a Dios y de su capacidad de desunión y alejamiento de unos con otros. La comunión eclesial de la que aquí se habla es, pues, fruto conjunto de un Dioscomunión que se entrega al hombre pidiéndole realizar esa comunión en la historia, y del trabajo y esfuerzo del hombre que siente dentro de sí una irresistible fuerza centrífuga que le inclina a la separación y confrontación constante con sus semejantes (cf. Rom 7,15-24; 1Cor 11,17-19).

1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN» La dimensión comunitaria, dimensión realmente constitutiva de la vocación cristiana, encuentra un firme fundamento y un sólido punto de partida en la dimensión comunitaria de la persona humana en cuanto tal. Ser persona, en efecto, es ser-en-comunión y parala-comunión. Ya en cuanto ser corporal, es decir, en cuanto ser dependiente biológicamente de unos progenitores, y en cuanto ser que gracias al cuerpo se relaciona con el resto de los seres de la creación (incluida la totalidad de los hombres), el hombre es un ser social. Esta dimensión de la socialidad humana, superando el simple nivel de la individualidad, se afianza y profundiza mucho más en el hombre, a causa de su condición de ser espiritual y en definitiva de ser persona, haciendo de él un ser dialogal por esencia. De esta forma, «individualidad y exigencia de comunidad son datos igualmente originarios 309

para el hombre; ambos aspectos quedan integrados en la noción de persona, que significa necesariamente ser en relación» 3. Por otra parte, la psicología ha hecho ver y la experiencia de cada día lo confirma, que «la conciencia de nuestro propio yo nace en la contraposición a un tú. El dato original de que partimos en nuestra existencia no es sólo la autoconciencia sino, a la vez, la relación y la diferenciación con los demás» 4. La filosofía personalista, impulsada particularmente por E. Mounier ha hecho en esta dirección aportaciones de primera importancia, descubriendo al hombre actual su esencial e irrenunciable dimensión comunional5. La persona supera al mero individuo en cuanto que el individuo queda asumido en la persona sin perder la propia individualidad pero abierto esencialmente al otro. De forma análoga, la comunidad supera a la persona en cuanto la persona queda asumida en la comunidad sin perder la propia personalidad pero abierta al resto de la comunidad. Por eso resulta legítimo pensar que es «imposible alcanzar la comunidad esquivando a la persona, sentar a la comunidad sobre otra cosa que no sean personas sólidamente constituidas» 6. Según esta filosofía la persona es relación. De ahí que el ser personal es de manera inexorable y por su misma esencia, ser social como condición «sine qua non» para poder realizar su propia personalidad. Esta es precisamente la razón por la que «la unión verdadera no tiende a disolver unos en otros los seres que comprende, sino a completar los unos por los otros» 7. Por todo ello es posible afirmar, desde un punto de vista antropológico, que «la comunión representa un grado de socialidad intenso y participado, manifestación madura de que se ha alcanzado una etapa existencial-comunicativa en la que los individuos están profundamente sumergidos en la realidad de los otros, hasta llegar a poder decirse constituidos con y para ellos» 8. Si, como decían los estoicos, el hombre es un «animal comunitario» (koinônikon zôon), vivir en comunión es para el hombre más que una necesidad externa, una exigencia profunda de la naturaleza humana en cuanto tal. Por lo demás, se vive hoy un tiempo en el que se multiplican las relaciones entre los hombres, los pueblos y los continentes. Se vive, por eso mismo, una situación de progresiva e imprescindible interdependencia: una situación que, aunque no exenta de peligros y tentaciones antihumanas, «ofrece, sin embargo, muchas ventajas para confirmar y aumentar las cualidades de la persona humana y proteger sus derechos» 9. El mundo contemporáneo, en efecto, «se caracteriza ante todo por una evolución acelerada hacia la unidad, ya sea en el terreno económico y social, ya en el plano del progreso técnico o en el de los intercambios culturales. A pesar de las duras rivalidades que levantan a unos pueblos contra otros, jamás se ha sentido la humanidad tan solidaria en 310

su conjunto como en nuestros días. Y sin embargo, ya pueden multiplicarse al infinito las posibilidades de intercambios espirituales y materiales: nunca llegarán estas posibilidades por sí mismas, a hacer latir al unísono todos los corazones humanos. La unificación total y universal de la humanidad no puede hacerse sino en un plano más elevado, el de la gracia salvadora de Cristo» 10. Si todas estas consideraciones valen para el hombre en sí, sin adjetivación alguna por ningún otro concepto que no sea el simple hecho de ser hombre, la perspectiva comunional aquí presentada se hace mucho más esencial y exigente para el seguidor de Cristo —el hombre perfecto11— como quiera que «las grandes facetas del ser-cristiano en cada bautizado guardan efectivamente todas ellas, de alguna manera, una relación esencial con la comunión» 12. La comunión «define y recoge la experiencia cristiana en cuanto tal» 13. El Concilio Vaticano II al abordar el estudio del hombre, ha puesto de relieve una y otra vez, que, desde una visión cristiana, el hombre es un ser abierto a la comunión: está hecho para la comunión con otros hombres. Y se trata de una apertura que no es algo sobreañadido a la propia naturaleza del hombre, sino que pertenece a lo más íntimo y constitutivo de su ser. «Dios, dice el Concilio, no creó al hombre solo: en efecto, desde el principio los creó hombre y mujer (Gen 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas. Pues el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» 14. Y ahondando en esta condición social del hombre, llega el Concilio a la conclusión de que si, por su propia naturaleza tiene necesidad de la vida social, ésta «no es para el hombre algo accidental; el hombre desarrolla todas sus cualidades y puede responder a su vocación, mediante el trato con los otros, la ayuda mutua y el diálogo con los hermanos» 15. Por todo esto, «afirmar de la Iglesia que es comunión de comuniones equivale a reconocer que en ella quedan asumidos los registros concretos de solidaridad en los que se realiza la humanidad-tal-como-Dios-la quiere» 16. Si según lo dicho hasta aquí «no hay falseamiento más profundo del hombre que la cerrazón en el egoísmo» 17, es claro que el mandamiento de Cristo «amáos los unos a los otros» (Jn 13,34; 15,12) no es algo advenedizo o periférico al hombre, sino que «está en la exigencia misma de la naturaleza humana, creada con vistas a la unión con Dios. De ahí que la comunidad y las necesarias estructuras sociales que la sostienen no son obstáculo a la realización y plenificación de la persona, sino su misma condición de posibilidad. A la inversa, la sociedad no puede renunciar a ser en la medida de lo posible comunidad, es decir, ha de reconocer al hombre como persona irrepetible si quiere enriquecerse con las posibilidades creativas de todo orden que éste puede ofrecer a

311

todos» 18.

2. LA COMUNIÓN, ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO Supuesta la base antropológica de la dimensión comunional que lleva en sí el hombre por el simple y único motivo de serlo, es preciso acercarse a la relación que existe entre Cristo y la comunión eclesial. Desde este punto de vista dos aspectos diversos y complementarios aparecen a primera vista: 1. El Jesús histórico, misionero por excelencia de la Unidad. 2. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo.

1. El Jesús histórico, misionero por excelencia de la unidad19 El papa Juan Pablo no ha dudado en afirmar que «creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad» 20. Efectivamente, Cristo quiere que su pueblo crezca y lleve a perfección su comunión en la unidad (cf. UR 2). Si esto es así, es posible y hasta obligado preguntarse por qué la comunión es un valor central en la mente y en la actividad mesiánica de Jesús. Para dar una respuesta adecuada a esta pregunta es necesario tener presente que Jesús vino de forma muy principal, a desandar el camino recorrido desde sus mismos orígenes por el hombre: el camino del alejamiento de Dios y de los hermanos que llamamos pecado (cf. Gen 3,8-13. 23-24; 4,6-12). Al alejarse de Dios, rompió la comunión con Aquel que es el sentido último y definitivo de su existencia. Por el pecado, el hombre había roto la comunión que Dios había establecido con él desde el momento mismo de su creación. Pero Dios, en lugar de enojarse con el hombre rompiendo definitivamente su Alianza, la renovó constantemente hasta el momento en que llegó el Mediador de la Nueva y Definitiva Alianza. Entonces, por pura gracia (cf. Ef 5,1-10), Dios reconcilió al hombre consigo a pesar de la resistencia ofrecida por el propio hombre (cf. 2Cor 5,18-21), restableciendo por medio de Cristo la paz con Dios y entre los hombres «matando en sí mismo la hostilidad» (Ef 5,16). Esta obra de restauración y reconciliación pone de relieve —desde su vertiente negativa— la misteriosa y trágica capacidad de desintegración que tiene el pecado. El 312

pecado es des-unión y crea más y más des-unión en el interior del hombre y entre los hombres. «Al negarse —afirma el Vaticano II— con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» 21. El pecado, en efecto, es, en su raíz más honda y en sus efectos más oscuros, desunión, destrucción de la armonía y de la múltiple común-unión del hombre: con Dios, consigo mismo, con el hombre su semejante y con la misma creación en la que vive y de la que forma parte. Es insondable el trágico y misterioso poder disgregador del pecado: «la gravedad del pecado indica su absoluta y enmascarada fuerza destructora [...]. Todo pecado es originante, es decir, genera nuevos males y da entrada a una ley sutil y casi inapreciable, por la que el mal se hace necesario. Al verlo como necesario se deja entonces de verle como mal y, de esta manera, se le sigue aceptando hasta que uno se encuentra, sin saber cómo, prendido en su espiral o en su círculo diabólico y sin salida posible» 22. Y es que «el pecado actúa como factor de desintegración, late en él una dinámica centrífuga; siendo afirmación egolátrica, tiene que ser simultáneamente negación de la relación con Dios y con la imagen de Dios» 23. Pues bien, si Cristo vino para recomponer lo desintegrado y para realizar «la reunión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52), resulta evidente que la comunión —con Dios, consigo mismo, con los demás, con la creación— es el verdadero objetivo, el sentido último y central de la misión de Cristo: una comunión que, comenzando por los suyos (cf. Jn 17,20-23), va mucho más allá del propio círculo, para alcanzar absolutamente a todos los hombres de todos los tiempos: hasta el momento aquel en que se logre «un solo rebaño con un sólo pastor» (Jn 10,16). En la mente de Cristo, la comunión del hombre con Dios aparece al mismo tiempo como fuente y garantía de la múltiple comunión del hombre: consigo mismo, con los demás y con la naturaleza en la que vive y de la que forma parte.

2. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo24 ¿En qué relación está la Iglesia con Cristo? ¿Es simplemente la de lo fundado con su fundador? ¿Es lo causado con su causa? ¿Es una relación de mayor profundidad? La carta a los Efesios da una respuesta de gran calado al afirmar que la unión en el amor del marido y la esposa es el gran signo para expresar la relación que existe entre Cristo y la Iglesia: «los maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo» (...) «nadie ha odiado nunca a su propio cuerpo, al contrario, lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5,27-29). 313

Pablo, tanto en la carta a los Romanos (12,3-8) como escribiendo a los Corintios (1Cor 6,12-20; 10,17; 12,12-27), a los Efesios (4,4. 12. 16) o a los Colosenses (1,18. 22; 2,19), no duda en llamar a la Iglesia «cuerpo de Cristo»: una expresión que es plurivalente. Efectivamente, por una parte, traduce en clave semita el concepto griego de sôma que indicaba la sociedad en cuanto cuerpo político orgánicamente estructurado. Tiene además el significado semítico de personalidad corporativa. Significa también la presencia visible entre los hombres de Cristo, «el Resucitado», por cuanto el término «cuerpo» designa a la comunidad eclesial en cuanto vehículo tangible e histórico gracias al cual el Resucitado entra en contacto con la humanidad. De este cuerpo se afirma que tiene como cabeza precisamente a Cristo (cf. Ef 1,2022; 4,15; 5,23; Col 1,18). Con ello se está queriendo decir no sólo que de Cristo —como dirán los escolásticos— dimana toda la gracia de la Iglesia25, sino también que «la soberanía del Señor sobre todas las cosas en orden a su plenificación en la unidad, se manifiesta también en la Iglesia» 26. De tal forma es intenso este influjo unificador de Cristo en la Iglesia y, a través de ella, en la plenificación progresiva y ascendente de toda la creación, que la misma Iglesia es presentada en la teología paulina como el pléroma de Cristo: «el complemento del que llena totalmente el universo» (Ef 1,23)27. A partir de esta doctrina paulina, el Concilio Vaticano II entre las diversas imágenes de la Iglesia que presenta, da un relieve particular a esta de «cuerpo místico de Cristo». Es importante subrayar que esta imagen está situada en el contexto del capítulo primero de la Constitución dogmática Lumen Gentium en el que aparece la Iglesia como misterio: «communicando enim Spiritum suum, fratres suos, ex omnibus gentibus convocatos, tanquam corpus suum mystice constituit» 28. Como hace observar sutilmente G. Philips en su comentario a la Lumen Gentium29, el texto no dice corpus suum mysticum constituit, sino que subraya el tanquam suum corpus mystice constituit. Puede por tanto legítimamente traducirse de esta forma: «los constituye místicamente como cuerpo suyo». Con esto se está queriendo decir —a juicio de G. Philips que compartimos—, que «los fieles que se adhieren a Cristo se convierten en su cuerpo, es decir, en su cuerpo físico de individuo en la humanidad, no de una manera material, lo cual sería absurdo, sino de una manera oculta, en relación con la economía de la salvación, de una manera por consiguiente misteriosa o mística. Tal es, en todo caso, la versión literal del texto del Apóstol (1Cor 12,12), y el Concilio se ha quedado con este sentido, sin pretender imponer oficialmente una determinada exégesis» 30. Para evitar el doble peligro de reducir el sustantivo «cuerpo» a un nivel puramente humano en el orden sociológico, o, por el contrario, subrayar excesivamente los aspectos meramente internos, invisibles, morales, de dicho cuerpo31, «se ha hecho observar con toda razón que místico dice más que moral; que connota un elemento de oscuridad, de 314

misterio, que debe tener en cuenta la interpretación doctrinal» 32.

2.1. En la fuente de la «comunión eclesial» En el capítulo 4 se ha analizado el origen trinitario de la Iglesia: iniciativa del Padre, implantación del Verbo encarnado, plenificación del Espíritu. Se puede afirmar, por tanto, que análogamente a como dice la Escritura que la paternidad de Dios es la fuente, origen, causa y modelo de toda paternidad humana (cf. Ef 3,15), también la comunión entre los hombres (especialmente en su dimensión trascendente como comunión con Dios), encuentra en la vida íntima de Dios, Uno y Trino, no sólo su modelo y paradigma, sino su misma fuente, origen y causa33. Ahora bien, si el actuar sigue al ser, resulta evidente que la Iglesia tiene que estar estructurada a imagen de la Trinidad. De forma que la comunión, antes que ser una tarea apasionada del hombre, un exigencia profunda de su propia naturaleza, es «don de Dios» que, por medio de Cristo, se automanifiesta en su misterio trinitario: es decir, como comunión profunda entre tres Personas esencialmente referidas unas a otras en un diálogo ininterrumpido de amor. Efectivamente, «la intercomunicación entre el Padre y el Hijo, lo mismo que sus personas entre sí, es también realidad divina, el Espíritu Santo; mas se distingue de ambos como comunidad entre ellos y precisamente así consuma la relación entre Padre e Hijo en la única esencia divina» 34.

2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas El Nuevo Testamento —dice Ruiz de la Peña—, «contiene una revelación trascendental: no sólo el hombre es un ser comunitario: también Dios lo es. La manifestación del misterio trinitario arroja sobre la socialidad humana una nueva luz: ella es la analogía divina; el ser social del hombre es un nuevo aspecto de su ser imagen de Dios. Se confirma así, de otro lado, que la persona no es concebible sino en el contexto de la comunidad interpersonal; si Dios es un ser personal, tal ser no puede darse en un espléndido aislamiento, sino en la mutua correlación de los tres diversos sujetos en la comunión de la misma y única esencia. Con la doctrina de la Trinidad, la comprensión cristiana de la socialidad humana rebasa el peligro que acecha al personalismo dialógico, y que estriba en estrechar la socialidad en el menguado círculo de la relación yo-tú. Dios no es sólo el yo solitario del Padre, pero tampoco es el yo-tú del Padre-Hijo; es el nosotros del Padre, el Hijo y el Espíritu. De modo análogo, el hombre no es el yo del solipsismo cartesiano, ni el idílico yo-tú de la relación intimista de la pareja enamorada que pretende bastarse a sí misma. Es el nosotros de su ser social, que lo engasta en la comunidad divina de la Trinidad y en la comunión solidaria de la entera humanidad. 315

Dicho brevemente, el nosotros trinitario, el hecho de que también Dios existe como ser social, es el supuesto previo del nosotros interhumano» 35. La Trinidad aparece así, como «lo uno en lo múltiple». La reflexión teológica de la Edad Media llevó la enseñanza bíblica a una profundidad admirable presentando el misterio trinitario como un misterio de total y absoluta «relación» (esse ad) entre las personas divinas. Y así, presenta al Padre como pura referencia al Hijo y al Espíritu Santo comunicándoles todo su ser infinito en un acto eterno de amor puro y gratuito; presenta al Hijo como simple y absoluta apertura al Padre a quien se entrega y dona en un acto de amor igualmente eterno y gratuito; y presenta al Espíritu Santo como el Amor substancial y personal, lazo de unión infinita existente entre el Padre y el Hijo. De esta forma, el misterio trinitario es el misterio de la mutua in-existencia (circumincessio) de cada persona en las otras dos, gracias a la donación total y absoluta de cada una de ellas a las otras36. Con toda razón, pues, la Constitución Lumen Gentium después de haber presentado a la Iglesia como fruto de la Trinidad (nn. 2. 3. 4), concluye con una afirmación de San Cipriano gracias a la cual se ha podido hablar de «Ecclesia de Trinitate»: Iglesia de la Trinidad. Una afirmación en la que «el sutil juego de palabras del original es casi intraducible. De unitate Patris et Filii et Sipiritus Sancti plebs adunata. La preposición latina de evoca al mismo tiempo la idea de imitación y la de participación: a partir de esta unidad entre hipóstasis se prolonga la unificación del pueblo, el cual, unificándose, participa en una unidad diversa, de modo que para San Cipriano la unidad de la Iglesia no se puede comprender sin la Trinidad» 37.

2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria Siendo fruto de la comunión trinitaria, la Iglesia no sólo está llamada a ser manifestación en el tiempo de la vida trinitaria, sino que ha de estar estructurada necesariamente en su comunión a imagen y semejanza de la comunión trinitaria. Efectivamente, el apóstol Juan en el capítulo 17 de su evangelio, no solo pone en labios de Jesús aquella oración: «Padre, que todos sean uno», sino que presenta a los discípulos un modelo y prototipo de unidad: «como tú, Padre, en mí y yo en tí» (Jn 17,21). Es altamente significativo —a este propósito—, que el evangelista no usa, en este como en numerosos casos dentro de este mimo capítulo 17, la conjunción hôs (como), sino la conjunción kathôs. Y es que mientras hôs «significa una semejanza fundada en una imitación, un parecido externo [...], kathôs evoca la semejanza que procede de una relación de causalidad o de origen entre los dos elementos comparados [...]. En nuestro caso, la comunión del Padre y del Hijo es mucho más que el simple modelo de la 316

comunión fraterna: es su fuente, su origen, su lugar» 38. De esta forma, la Iglesia «estructurada sobre la ejemplaridad trinitaria, tendrá que mantenerse lejos tanto de una uniformidad que aplaste y mortifique la originalidad y la riqueza de los dones del Espíritu, como de toda contraposición hiriente, que no resuelva la tensión entre los carismas y los ministerios diversos en la comunión, dentro de una mutua recepción fecunda de las personas y de las comunidades en la unidad de la fe, de la esperanza y del amor» 39. Vista, pues, desde la fe, «la Iglesia de Dios no es otra cosa sino la comunión de los discípulos de Jesucristo en cuanto que, por el Espíritu, se encuentra asumida en la relación integral del Padre y del Hijo» 40. A la luz del misterio trinitario se puede decir que la comunión eclesial es el hecho de abrirse totalmente una persona a otra o varias personas entre sí, para comunicarse en profundidad, para intercambiar, para compartir juntos las mismas realidades y bienes, para enriquecerse los unos a los otros, guiados y sostenidos siempre en el Amor y por el Amor. Si, además de esta consideración, se tiene en cuenta lo que se dijo arriba, a saber, que el hombre sólo puede realizarse plenamente en la apertura y comunicación con el otro, resulta lógico concluir que sólo en la comunión y por la comunión, puede realizarse el bautizado en toda su plenitud. Es lícito concluir que «la lectura trinitaria de la comunión eclesial se extiende así desde la historia del origen hasta la historia del presente y del porvenir de la Iglesia: la Trinidad se ofrece como la respuesta rica e inagotable, no sólo a la pregunta “¿de dónde viene la Iglesia?”, sino también a las preguntas sobre lo que es la Iglesia y adónde va» 41.

2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia42 2.2.1. El redescubrimiento de la comunión como categoría eclesiológica El Concilio Vaticano II, siguiendo los pasos de la tradición patrística redescubrió la eclesiología de comunión hasta hacer de ella una categoría central y hasta determinante de toda la reflexión eclesiológica43. El concepto de comunión se convirtió en una privilegiada clave de lectura, más aún, en verdadera clave hermenéutica del misterio de la Iglesia. Con el término comunión el Vaticano II expresa una amplia y riquísima gama de significados, que van desde la esencial catolicidad de la Iglesia entendida como comunión de vida, de amor y de unidad entre los bautizados44, a la configuración de las relaciones 317

y mutua in-existencia de la Iglesia particular y de la Iglesia universal45; desde la vinculación de los obispos entre sí46, hasta la vinculación de los obispos con el papa, cuya cátedra «preside la comunión universal de caridad» 47. Con todo, la Nota explicativa previa presentada a los PP. Conciliares el 16 de noviembre de 1964, completando el capítulo III de la Constitución Lumen Gentium, no dejó de puntualizar: «la comunión es una idea que se tuvo en gran honor en la antigua Iglesia (como incluso hoy se le tiene sobre todo en el Oriente). Ahora bien, la comunión no es un cierto y vago sentimiento, sino una realidad orgánica que exige, al mismo tiempo, una forma jurídica y estar animada por el amor» 48. Veinte años después de la conclusión del Vaticano II, se celebró en 1985 un Sínodo extraordinario de obispos para evaluar los frutos producidos por el Concilio en la renovación de la Iglesia. Se constataron luces y sombras: aspectos positivos de fidelidad al Concilio y también algunos aspectos negativos producidos en la vida de la Iglesia en el posconcilio. Pero hubo algo en lo que los Padres sinodales no dudaron un momento, antes por el contrario, lo valoraron positivamente una y otra vez: la plena validez de la eclesiología de comunión. Afirmaron, en efecto, los Padres sinodales: «la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio. Koinonía/comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida» 49. Y es que «la naturaleza de la Iglesia, tal como la comprende la primera tradición, se resume en la comunión, en la koinonía. Es la Iglesia de iglesias captada en toda su amplitud; es comunión de comuniones, apareciendo como comunión de las iglesias locales extendidas por todo el mundo, de las que cada una es a su vez comunión de los bautizados, reunidos en comunidades por el Espíritu santo, sobre la base de su bautismo, en la sinaxis eucarística. Este ser de comunión consituye su esencia. Y la relación con la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu indica cómo está arraigada en la realidad eterna del misterio de Dios» 50. Ahora bien, «la dificultad de una eclesiología-comunión reside en armonizar las dimensiones teológico-trinitarias de esa noción con una figura estructural comunicativa de la Iglesia. Es preciso dar cabida a ambas cosas, porque una Iglesia de carácter comunicativa sin una conciencia viva de su fundamento teológico en la comunión del Dios trino, corre peligro de degenerar en un sistema quizá efectivo, pero vacío de contenido y de sentido, destinado a todas las posibles necesidades religiosas; mas, por otra parte, una Iglesia que se siente teológicamente una comunión pero no expresa ésta estructuralmente, se hace sospechosa de querer conformarse con una ideología 318

teológica» 51. A nivel ontológico, la comunión es una comunión con Dios y con los hombres, y, a nivel estructural de la constitución de la Iglesia, es una comunión de las Iglesias.

2.2.2. La comunión en el contexto del Reino52 El Reino de Dios (como se ha visto más arriba) fue, sin duda, el centro del anuncio de Jesús, la causa o proyecto que dió sentido a toda su existencia humana, desde la Encarnación hasta la Resurrección, pasando por su Pasión y Muerte en la cruz. Pues bien, la realidad del Reino de Dios es, en su esencia más profunda, una realidad de comunión. Efectivamente, el Reino es el Proyecto de Dios sobre la humanidad, según el cual los hombres están todos llamados y destinados a formar una sola familia desde la viva conciencia de ser hijos de un mismo Padre, es decir, desde la conciencia de proceder todos de un mismo origen; de tener todos, por esa razón, los mismos derechos y deberes, de tener todos una misma y única meta: la fraternidad universal. En el ámbito de este Proyecto y a su entero servicio, aparece la Iglesia constantemente llamada y urgida a ser, al mismo tiempo y de forma inseparable, microrrealización del Reino e instrumento válido para su progresiva realización hasta el fin de los tiempos. Tanto desde una perspectiva (realización en pequeño del Reino) como de otra (instrumento a su completo servicio), la Iglesia es, en su esencia más íntima y tiene que ser, en su realización existencial, una comunión: reflejo de la comunión trinitaria y compromiso y testimonio en la humanidad de comunión entre todos los hombres. Como se ve, también la centralidad del Reino de Dios, plantea a la Iglesia su exigencia más radical de ser una verdadera comunión.

2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo Para los seguidores de Jesús, ya desde los primeros pasos que dieron por la historia como discípulos del crucificado-resucitado, la unidad no ha sido una cualidad de mayor o menor importancia, una realidad más o menos central, una nota prácticamente periférica. El «que todos sean uno para que el mundo crea» del evangelista Juan (cf. Jn 17,20-23), es la versión abstracta del mandamiento nuevo, del único mandamiento que el Maestro dejó a sus discípulos y seguidores convertidos en Iglesia por obra del Espíritu: «en esto conocerán que sois míos: en que os amáis los unos a los otros» (Jn 15,12-17). Según esto, el núcleo de la eclesiología tiene que estar centrado precisamente en la unidad, si se quiere que, por una parte, no se convierta en simple historia de la eclesiología y, por otra, no quede reducida a una mera jerarcología. 319

Se comprende cómo «esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape» 53. Hasta tal punto es determinante la comunión en la Iglesia, que todo, absolutamente todo, tiene que estar a su servicio: la Palabra, los Sacramentos, el Ministerio ordenado54, la Misión55, las leyes y normas56, etc.

2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia Teniendo presente lo dicho en el capítulo 1 sobre la realidad Iglesia en el Nuevo Testamento, se ha de admitir que «el término y el concepto de iglesia tiene que emplearse con pleno derecho y verdad, pero al mismo tiempo con un sentido analógico: abarca la unidad con la diversidad, señala la diversidad en la unidad» 57. De hecho, las primeras comunidades cristianas tuvieron clara conciencia de que la multiplicación de las iglesias no significaba la multiplicación de la Iglesia: era siempre la misma y única realidad —la Iglesia de Jesucristo—, la que se hacía presente en cada una de las iglesias particulares (cf. Rom 1,7; 1Cor 1,2; 2Cor 1,1; Ga 1,2; Flp 1,1; Col 1,1; 1Tes 1,1; 2Tes 1,1). «Con la misma intensidad con que el nuevo testamento nos habla de la unidad de la iglesia, y de la iglesia en singular, nos habla también de las iglesias en plural, esto es, de las iglesias locales, de las asambleas litúrgicas de Corinto, Jerusalén, Roma, etc. No se trata de filiales o de satélites de la única central, sino de “iglesia” en el sentido pleno de la palabra: son iglesias como suceso. En ellas tiene lugar y se realiza lo que hace iglesia a la Iglesia: la proclamación del anuncio de Jesús y sobre Jesús, el Cristo, la perseverancia en la doctrina de los apóstoles, la fracción del pan como celebración de la eucaristía, el ministerio diaconal (Hch 2,42)» 58. Las primeras comunidades fueron conscientes desde el primer momento de que había muchas iglesias pero una sola Iglesia. San Hilario exponente cualificado de la tradición, expresó esta realidad afirmando que «aunque en el mundo haya una sola Iglesia, sin embargo cada ciudad tiene la suya propia; y aunque sean mcuhas, sin embargo en todas es una, porque es una sola la que se tiene en las muchas» 59. Esta multiplicidad en la unidad, o también, esta unicidad realizada en la multiplicidad, no deja de ser en sí una no pequeña y sorprendente paradoja, que no tiene parangón en el ámbito de las estructuras humanas60.

2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo 320

En esa única Iglesia, que es presentada por Pablo como el Cuerpo de Cristo (cf. Rom 12,5; 1Cor 10,17; 12,12. 20. 27; Ef 4,4; Col 2,19), los bautizados están todos unidos graciaas a la profunda comunión existente entre ellos. La unidad de fe, de bautismo, de eucaristía y especialmente la presencia en cada uno y entre todos los miembros de un único y mismo Espíritu, establece entre ellos la mutua apertura y comunicación en lo que consiste la verdadera comunión. No se trata de una mera yuxtaposición de los miembros, ni siquiera de una buena organización en orden a una mayor eficacia: se trata de una comunión orgánica a la manera de la que existe entre todos los miembros de un cerupo; una comunión existente entre ellos de forma objetiva, más allá de la propia subjetividad o incluso de la simpatía que pueda existir entre ellos.

2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia61 La Iglesia, según se ha visto anteriormente (capítulo 2), comenzó su andadura por la historia en el momento de la efusión del Espíritu por obra del Resucitado. Resulta por eso evidente que sin esa presencia activa y vivificante del Espíritu, el movimiento iniciado por Jesús habría quedado en una simple secta dentro del judaísmo, pero no se habría convertido en la Iglesia de Dios. Ahora bien, el Espíritu dado a la Iglesia para su conformación en la historia, es el mismo Espíritu que en el seno de la Trinidad es el lazo de unión entre el Padre y el Verbo, el vínculo de Amor que los une hasta hacer de ellos una sola realidad divina en la pluralidad de las Personas; el Espíritu es la comunión sustancial entre el Padre y el Verbo. Pues bien, es esa misma la función que realiza el Espíritu en la Iglesia: y no porque la tenga encomendada por el Padre y el Verbo, sino porque en su misma realidad personal intratrinitaria es el Amor sustancial. Y si el actuar sigue al ser, es evidente que al ser comunión interpersonal trinitaria, tiene que ser, igualmente, el principio de la comunión intraeclesial. La función de comunión entre los bautizados en el seno de la Iglesia no es una función añadida o accidental del Espíritu: es su propia Persona presente y actuante en el seno de la Iglesia. Es el mismo Espíritu Santo, en el que el Padre y el Hijo forman una misma y única comunión divina, el que «constituye la intercomunicación de la Iglesia con su Señor y la de todos los miembros de Cristo que viven en gracia» 62. El Espíritu Santo, vínculo de amor y de comunión en el seno de la Trinidad, es igualmente, en el interior de la Iglesia, el vínculo más profundo de comunión en la diversidad de dones, carismas, gracias y ministerios: «tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» 63. En efecto, así como en el seno de

321

la Trinidad la acción vinculante del Espíritu no anula sino que mantiene profundamente diversos al Padre y al Hijo en la plena comunión de un amor que mantiene la unidad de la única naturaleza divina, así también, en la comunidad eclesial es el Espíritu el que mantiene a los bautizados en la unidad más profunda sin anular la diversidad más variada y enriquecedora de dones y ministerios, al servicio y para el crecimiento del único Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,7-16). Es el Espíritu el que conserva en la Iglesia la verdadera unidad fruto de su acción en la comunidad de los bautizados. Gracias al Espíritu, la comunión en la Iglesia no sólo no es fruto de la destrucción de la diversidad de dones y carismas, sino que es el resultado prodigioso de la convergencia de lo diverso. Gracias al Espíritu, en el interior de la Iglesia no existe ni la unicidad ni el uniformismo, sino una verdadera y rica unidad, fruto de la convergencia de lo diverso. Por todo esto el apóstol Pablo no se cansa de repetir que, en la Iglesia, es el Espíritu el principio no sólo de la diversidad de dones, sino también y muy especialmente, de la unidad, es decir, de la comunión en la Iglesia (cf. Rom 12,3-8; 1Cor 12,4-30; Ef 4,3-13). Es el Espíritu Santo, el que, en la Iglesia, crea, mantiene y desarrolla la unidad en la diversidad; no suprime la diversidad, sino que la hace converger hacia su verdadero centro: la vida de Dios, Uno y Trino. Al contrario de lo que sucedió en Babel, donde la unidad saltó hecha pedazos en una distanciadora diversidad que enfrentó a los hombres unos con otros (cf. Gen 11,1-11), el Espíritu en Pentecostés, respetando y conservando la diversidad de cada pueblo, raza y nación (expresada plásticamente en la diversidad de lenguas), hizo que todos los hombres entendieran la unidad del mensaje de salvación que se les anunciaba, y, a partir de ahí, se entendieron entre sí, sin dejar de ser lo que eran (cf. Hch 2,5-11). Esta acción diversificadora y unificante al mismo tiempo, tiene ya su inicio en el corazón mismo del bautizado, a partir de su relación con Cristo muerto y resucitado. De hecho, «si en su estrato más profundo el ser-cristiano es esta relación con el Cristo Salvador, esto se debe evidentemente a que éste lleva la fuerza del Espíritu. Pues bien, el Espíritu salva reconciliando a la persona con lo que Dios soñaba de ella: un ser que no encuentra su plenitud más que en la apertura a los demás y comulgando con Él, para realizar así su imagen y semejanza» 64. Si en el corazón de cada bautizado actúa el Espíritu abriéndolo a cada uno de sus hermanos y dándole la capacidad de darse a los demás compartiendo los propios dones y de recibir en sí a los otros en la originalidad de lo que cada uno es, resulta evidente que la comunión es, al mismo tiempo, fruto y expresión de la acción del Espíritu en la Iglesia. No hay, pues, Iglesia sin Espíritu. En su esencia más profunda, la Iglesia es una realidad absolutamente pneumática65. Esto quiere decir que: — Sin el Espíritu, no existe una verdadera y auténtica «con-vocación» (ekkaleo): 322

— — — — —

— — — — — — —

la Iglesia de Jesús. Sin el Espíritu, ni se acoge, ni se entiende, ni se vive la Palabra de Dios. Sin el Espíritu, el agua del Bautismo ni purifica, ni transforma, ni vivifica. Sin el Espíritu, no hay remisión de los pecados. Sin el Espíritu, no hay transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Sin el Espíritu, los ministros ordenados de la Iglesia se convierten en meros funcionarios y guardianes externos de unas normas y de una disciplina eclesial que esclaviza y no salva. Sin el Espíritu, ningún hombre puede confesar, con profundidad de fe: «Jesús es Señor» (1Cor 12,3). Sin el Espíritu, la diversidad se convierte en atomismo empobrecedor, en dispersión, emulación y controversia entre unos y otros. Sin el Espíritu, la unidad es aniquiladora de toda originalidad y riqueza personal de cada bautizado. Sin el Espíritu, la misión de la Iglesia se convierte en mero proselitismo. Sin el Espíritu, la comunidad eclesial entra por caminos de infecundidad y esterilidad salvadora. Sin el Espíritu, la fidelidad al Evangelio se convierte en fanatismo a la letra. Sin el Espíritu, en fin, la Iglesia es un conglomerado de individuos y no una comunidad viva y rica en su variedad de seguidores de Jesús.

Entre unidad y diversidad existe, pues, en la Iglesia, siempre gracias al Espíritu, una verdadera tensión dialéctica y no una empobrecedora disyuntiva excluyente. Es el único y mismo Espíritu el que hace converger lo diverso para que, manteniéndose en su diversidad, forme una auténtica unidad.

3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL «La comunión eclesial se expresa en su visibilidad y se construye al mismo tiempo en su profundidad en ese acto de Iglesia por excelencia que es la sinaxis eucarística» 66. Efectivamente, desde el primer momento en que la comunidad de los seguidores de Jesús se siente iglesia (es decir, pueblo reunido por la con-vocación de que ha sido objeto por parte de Dios), sintió, por eso mismo y de forma simultánea, la necesidad de realizar aquel gesto misterioso que Jesús había confiado a los discípulos en la última Cena: «haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24). De hecho, después de Pentecostés los seguidores del Resucitado sienten la necesidad de reunirse, una y otra vez, «para la fracción del pan» (cf. Hch 2,42-47; 1Cor 10,16-21; 11,17-22). 323

En esta perspectiva histórica es impresionante el testimonio de Justino († 165) que en su primera Apología67 narra la forma en que los cristianos, impulsados por un misterioso pero real «sentido de la fe» celebraban ya en el siglo II la Eucaristía con la clara conciencia no sólo de estar dando cumplimiento a un rito mandado por el Maestro (cf. Lc 22,19; 1Cor 11,25-26), sino también de estar construyendo la Iglesia desde su mismo fundamento o corazón. Con toda razón se puede afirmar con H. de Lubac, que «hay una causalidad recíproca entre Eucaristía e Iglesia. Puede decirse que el Salvador ha confiado la una a la otra. Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia [...]. En virtud de esta misteriosa interacción, es el cuerpo único, en fin de cuentas, el que se construye, en las condiciones de la vida presente, hasta el día de su definitiva perfección» 68. Los Padres fueron profundamente sensibles a esta relación (que no dudaríamos en llamar genética) entre Eucaristía y comunión de las Iglesias que iban surgiendo por una parte y por otra. Esta tradición patrística fue recogida y sistematizada en la Edad Media por los grandes escolásticos69, hasta hacer de la Eucaristía el «sacramento de los sacramentos» dentro de la Iglesia70, y de la unidad (con Cristo y con los hermanos), la gracia específica de la Eucaristía. Sólo más tarde y a causa de las controversias con la Reforma protestante, esta esencial relación entre Eucaristía e Iglesia fue totalmente oscurecida, pasando a ser la Eucaristía en la consideración de los creyentes y de los mismos ministros, por una parte, el Santo Sacrificio de la Misa, y, por otra, una obligación semanal impuesta al cristiano, penalizada además, en caso de ausencia voluntaria, con el pecado mortal. Es digno de notarse que los teólogos ortodoxos han mantenido constantemente viva conciencia la naturaleza radicalmente eucarística de la eclesiología71. En la Iglesia católica ha sido el Concilio Vaticano II el que, significativamente, ha recuperado al mismo tiempo, tanto el valor esencial y decisivo de la Eucaristía en orden a la verdadera construcción de la Iglesia, como la primacía y el protagonismo de las Iglesias particulares siempre en el marco de la Católica, es decir, de la Iglesia universal. Efectivamente, en el Decreto Christus Dominus se afirma que «la diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la cooperación de su presbiterio, de suerte que, adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica» 72. Y llevando adelante su razonamiento, el Concilio no duda en afirmar que «la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde 324

preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» 73. Hasta tal punto fue la Eucaristía, desde el primer momento de su existencia, el corazón de la Iglesia, el sacramento eclesial por excelencia, que llegó a plasmarse el aforisma de que «la Eucaristía hace la Iglesia» y, por eso mismo, «la Iglesia hace la Eucaristía» 74. Entre Iglesia y Eucaristía, en efecto, «hay una causalidad recíproca [...]. Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace a la Iglesia [...]. En virtud de esta misteriosa interacción, es el Cuerpo único, en fin de cuentas, el que se constituye, en las condiciones de vida presente, hasta el día de su definitiva perfección» 75.

3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia» La Eucaristía es raíz y centro de la comunión eclesial: fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia; el lugar en el que, de forma permanente, se expresa la Iglesia en su forma más esencial. El Concilio Vaticano II repite una y otra vez, con expresiones diversas, que Cristo «instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por el cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia» 76. Cuando la comunidad creyente celebra la Eucaristía con total sinceridad y autenticidad, como ya en su tiempo exigía Pablo a los primeros cristianos (cf. 1Cor 10,16-17; 11,17-34), la comunidad eclesial, la Iglesia particular en este caso, queda construida por esa celebración. De esta forma, «la Eucaristía es el hogar de la Iglesia. Allí donde se celebra, acontece la Iglesia de manera fundamental. No puede, por ello, ser considerada la comunidad eucarística como una sucursal administrativa. Aquí y ahora está presente la totalidad del misterio salvífico. Por eso es legítimo afirmar que la Eucaristía forja, hace, acendra, consolida la Iglesia. El cuerpo único e indiviso del Señor se ofrece en totalidad y no parcialmente. Por la celebración eucarística es la comunidad reunida enteramente Iglesia, aunque evidentemente no es la totalidad de la Iglesia. La eclesiología eucarística conduce a la eclesiología de la Iglesia particular y ésta a la Iglesia como comunión de iglesias. Porque, si en totalidad está presente la única Iglesia de Cristo en cada una de las asambleas locales para celebrar la eucaristía, estas totalidades no pueden estar en recíproca incomunicación» 77. En este misma dirección afirma K. Rahner que «en el sentido más profundo, la Iglesia no llega a ser plenamente acontecimiento sino en la celebración local de la Eucaristía. En último término, y por esta razón, la Escritura puede llamar Ekklesía a la 325

comunidad local, nombre que significa, al mismo tiempo, la unión de todos los creyentes dispersos por el mundo. No sólo resulta cierto decir: la Eucaristía existe porque existe la Iglesia, sino también, con tal que se interprete rectamente, existe la Iglesia porque existe la Eucaristía. La misma Iglesia universal existe y perdura porque se realiza siempre de nuevo el acontecimiento único y total, la Eucaristía. Por el hecho de estar este acontecimiento, por su propia naturaleza, localizado y vinculado a un elemento espaciotemporal en una comunidad local, la Iglesia particular no es como una agencia, libremente creada como consecuencia de la única Iglesia universal, sino que es el acontecimiento mismo de esta Iglesia universal» 78. En otras palabras, tanto la Iglesia universal como la Iglesia particular, «acontecen», «llegan a su plena realización aquí y ahora», precisamente en la celebración de la Eucaristía. Por lo demás, la Eucaristía ha sido siempre entendida en la Iglesia en clave de universalidad: pertenece a su propia naturaleza. De forma que el horizonte de toda celebración eucarística es justamente la catolicidad de la Iglesia.

3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía» Hemos recordado más arriba, cómo los seguidores de Jesús, apenas se sienten convocados (ek-klesía) de nuevo por el Espíritu (cf. Hch 2,1) después de la desgraciada y cobarde dispersión en el momento de la Pasión y Muerte del Maestro (cf. Mt 26,56; Mc 14,50), comenzaron no sólo a recordar su Persona, su doctrina y sus hechos (anámnesis), sino también y sobre todo, a celebrar su presencia de Resucitado entre ellos (memorial), dando gracias a Dios Padre por su santo siervo Jesús, el Ungido de Dios (cf. Hch 4,24-30): comenzaron, en otras palabras, a hacer la Eucaristía. De ahí que, a lo largo de la historia, la comunidad eclesial, precisamente porque se sabe hecha por la Eucaristía, ha ido haciendo incansablemente la Eucaristía. Pero la incesante celebración de la Eucaristía no lleva a la Iglesia a construirse de forma automática: no cualquier forma de celebración eucarística es, de por sí, construcción objetiva de la comunidad eclesial, como ya advertía Pablo a los primeros cristianos (cf. 1Cor 11,17-34). La Eucaristía construye ciertamente la Iglesia, pero no a cualquier precio ni de forma automática. El Concilio Vaticano II ha indicado algunos parámetros para que se pueda hablar con toda verdad de auténtica celebración de la Eucaristía: «esta celebración, para ser sincera y plena, debe conducir tanto a las varias obras de caridad y a la mutua ayuda como a la acción misional y a las varias forma de testimonio cristiano» 79. Según estos criterios de autenticidad, se puede afirmar que la Iglesia particular hace 326

Eucaristía: En la medida en que se hace verdaderamente católica, es decir, universal, abriéndose más y más a la Iglesia universal en la que es, desde la que es, y por la que es iglesia. Es absolutamente cierto que, «como el cuerpo eucarístico es verdaderamente el cuerpo del Señor que asume en sí mismo a la totalidad de los creyentes, cada celebración eucarística hace comulgar a la Iglesia entera. La Iglesia universal es inmanente a la Iglesia particular en la comunión con el cuerpo eucarístico. Y correlativamente, la Iglesia particular que celebra el memorial del Señor es sacramentalmente comunión de la Iglesia en su totalidad, una totalidad que abarca todos los tiempos desde el justo Abel, todos los lugares, todas las situaciones. Cuando la tradición afirma que la Iglesia es eucarística, manifiesta ese sentido profundo de la unidad irrompible de la Iglesia de Dios, inseparable de su catolicidad, basada en su santidad, es decir, en su inserción en Cristo Señor. Donde se celebra una sinaxis eucarística, allí está la Iglesia de Dios tal como está en todas las sinaxis eucarísticas, como lo ha estado y como lo estará» 80. En la medida en que este «crisol de la unidad» 81, va haciendo que la comunidad celebrante se vaya convirtiendo, en realidad de verdad, en aquello mismo que celebra y recibe, es decir, el Cuerpo de Cristo82. Sólo así, los miembros de la comunidad «confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento» 83. Sólo así, este pueblo mesiánico que es la Iglesia «aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal» 84. En la medida en que crece y se afianza en su compromiso de construir la unidad entre todos los hombres, más allá de su condición particular de raza, sexo, nación, e incluso religión. La universalidad de la redención de Cristo (cf. Mt 26,28; Mc 14,24), su condición de «mediador» único y universal entre Dios y los hombres (cf. 1Tim 2,5; Hch 4,12)), hace que la comunidad cristiana, comunidad esencialmente eucarística «reunida de todos los pueblos y naciones que hay debajo del cielo» (cf. Ap 7,9), esté abierta a todos los hombres siendo fermento de fraternidad universal. La comunidad eucarística «avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo y encuentra su razón de ser en actuar como fermento y como alma de 327

la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» 85. Si el Reino, como se recordaba más arriba, es el Proyecto de Dios de hacer de la humanidad una única y gran familia, la comunidad cristiana celebra la Eucaristía, no ritualmente sino en la realidad de los hechos, en la medida en que se compromete a construir esa única y gran fraternidad entre los hombres. En la medida en que el impulso misionero del «id y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) se siente constantemente renovado: un impulso que no nace en la Iglesia de un elemental afán de proselitismo o del innato deseo de supervivencia, sino de la profunda experiencia, personal y comunitaria, de ser salvados por Cristo. La comunidad de bautizados, hecha consciente en la Eucaristía de su condición de comunidad salvada, siente la necesidad no sólo de celebrarla, sino también de proclamarla y de ofrecerla a todos los hombres, puesto que por todos los hombres (cf. Jn 11,51-52) se entregó aquel que, en la Eucaristía, no sólo nos ofrece su gracia, sino a sí mismo como autor de la gracia. Con razón dice Santo Tomás que en la Eucaristía «se contiene todo el misterio de nuestra salvación» 86. Por lo demás, ha de realizarse aquello de que «el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino, sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia» 87.

4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA88 El ministerio en la Iglesia, sobre todo el ministerio ordenado, depende absolutamente del concepto y de la visión de Iglesia que se tenga, no tanto en relación con su origen cuanto en relación con su naturaleza y con la forma de ejercitarlo. Una Iglesia concebida prevalentemente, por no decir exclusivamente, como una «sociedad perfecta», es natural que se estructure de forma piramidal de arriba abajo, y que entre sus miembros existan categorías, dividiéndose entre jerarcas y no jerarcas, jefes y súbditos, gobernantes y gobernados. Se sigue así una pauta de actuación fundamentalmente profana: es decir, se actúa en completa analogía, más aún, en paralelismo perfecto con la estructura de la sociedad civil. La importancia de cada miembro depende, por tanto, del lugar que ocupe en el organigrama general de la sociedad. Por el contrario, en una Iglesia concebida desde la categoría bíblica de «comunión», 328

los miembros de la comunidad son todos de la misma dignidad (cf. LG 32), no diferenciándose por el puesto que ocupan en el organigrama societario, sino por la función que desarrollan en la totalidad del cuerpo de Cristo según el ministerio que cada uno tiene confiado: una diferencia, por lo demás, que no los distancia entre sí, sino que los sitúa en una posición de insuprimible complementariedad de unos respecto a los otros. Esta diferencia, realmente fundamental entre un planteamiento eclesiológico y otro, se echa de ver claramente si se analizan, de forma paralela, las enseñanzas del Concilio de Trento y las del Vaticano II. Se observa en ellas el paso del ministro-jerarca en la comunidad, al ministro-servidor de la comunidad89. Pues bien, es en el marco de una Iglesia toda ella ministerial, es decir, servidora indiscutible de todos los hombres, donde aparecen los diversos ministerios que se encuentran en el Nuevo Testamento. Es verdad que «el Nuevo Testamento atestigua cierta intederminación en las formas de ejercicio y organización de los ministerios, pero presenta también un tipo bastante sencillo de articulación entre las funciones fundamentales que parecen pertenecer a la vida de la Iglesia de todos los tiempos» 90. En el Nuevo Testamento, en efecto, las grandes tareas o servicios que se confían a los ministros dentro de las comunidades son: el servicio de la Palabra y el de los sacramentos, especialmente la Eucaristía. Dos servicios aparentemente diversos, pero que, en definitiva, constituyen un mismo y único servicio: crear, afianzar y hacer crecer (= auctoritas) la comunión entre los bautizados. Efectivamente, la predicación de la Palabra que aparece como el primer objetivo del ministerio ordenado dentro de la comunidad (cf. Rom 12,6-8; 1Cor 12,8; Ef 4,11; Hbr 13,7; 1Tim 3,2; 4,6. 13; 5,17; 2Tim 2,2; Tit 1,9; 2,15; Hch 20,28-32; 1Pe 4,11), es en el fondo un servicio a la Comunión, puesto que la Palabra de Dios es siempre una Palabra que «con-voca», que «une»: «la vida que transmite se traduce en unas relaciones nuevas entre los hombres [...]. A los que engendra, los consagra para que se amen (1Pe 1,22; 2,3). Por eso el mundo no puede creer en Jesucristo sin el testimonio de la unidad de los creyentes (Jn 17,23)» 91. Esta Palabra sinceramente acogida por la comunidad, está llamada a ser, ante todo, una Palabra realmente unificadora de todos los miembros en el interior de una comunidad en las que se viva la fraternidad y el servicio de unos respecto de otros, ya que «el evangelio aporta a los hombres, además de la salvación en Jesucristo, un modo de entenderse recíprocamente y de colaborar que los libera del egoísmo y de la voluntad de dominio» 92. La Palabra sinceramente acogida, lanza además necesariamente a la comunidad a una actividad incoerciblemente anunciadora (cf. Hch 4,13-20; 5,25-30. 4042) de la Buena Noticia a todos los hombres sin distinción. Una Buena Noticia, por otra 329

parte, que no es otra que el anuncio de la comunión entre todos los hombres, en una fraternidad que encuentra su fundamento y su exigencia fundamental precisamente en la comunión establecida por Dios con la humanidad. El Concilio Vaticano II abre su documento central —la Constitución dogmática Lumen Gentium—, afirmando que la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» 93. O sea, la Iglesia, por su propia esencia, está llamada a ser en la realidad de la vida, signo e instrumento de comunión al mismo tiempo. Siendo la comunión, en su doble vertiente (vertical hacia Dios y horizontal hacia los hombres), el gran objetivo, el sentido último, la meta final hacia la que tiende en definitiva toda la acción de la Iglesia, resulta evidente y completamente lógico, afirmar que todo en la Iglesia, absolutamente todo, tiene que estar al servicio y en función de la comunión. En esta perspectiva general de servicio a la comunión aparece y tiene que ser ejercido el ministerio ordenado en la Iglesia, como parte de ese todo constitutivo que, como el resto de elementos, tiene que ser puesto al servicio de la comunión. Por otra parte, aunque es cierto que «el hecho ministerial se expresa en el Nuevo Testamento sin el dualismo posterior de sacerdotes y laicos, y sin relación con una doctrina elaborada del sacerdocio» 94, sin embargo, el ministerio ordenado no nace en la Iglesia desde abajo: no se origina en el pueblo de Dios, no es algo que haya sido inventado por ese pueblo o que haya nacido de la propia comunidad eclesial como algo propio y original: le ha sido «dado» previamente; ha nacido de arriba, proviene de Jesús y del Espíritu: «separadme a Bernabé y Saulo...» (Hch 13,2). Pero con igual claridad y seguridad tiene que ser expresada y subrayada la naturaleza diaconal del ministerio ordenado: los ministros no son dueños ni amos en el interior de las comunidades; son bautizados, al servicio de los demás miembros en virtud de un ministerio que se les ha confiado oficialmente mediante un sacramento. San Agustín lo sentía y lo expresaba espléndidamente cuando decía: «Si me aterra lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros, en efecto, soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo (onus) que se asume; éste el de la gracia que se recibe; aquél, el del peligro; éste, el de la salvación. Trabajando en un cargo que nos es personal, descansamos en el beneficio que nos es común a todos. Que el hecho de ser redimido con vosotros me seduzca más que el de ser vuestro jefe, y por lo mismo, seré más totalmente vuestro siervo, como lo prescribe el Señor. Ojalá así, pueda yo no ser deudor del precio, gracias al cual he obtenido ser vuestro compañero de servicio» 95. El ministro es, por eso y en virtud de la propia Ordenación, el incondicional servidor del resto de los hermanos (la grey como es llamada con frecuencia la comunidad 330

creyente: cf. Mt 26,31; Lc 12,32; Hch 20,28-29; 1Pe 5,2-3), dentro de la comunidad. El ministerio ordenado no ha sido inventado por el Pueblo de Dios: su origen está más allá de la iniciativa y de la posibilidad creativa y estructuradora de la propia comunidad. Pero también la naturaleza del servicio está igualmente dada y señalada desde su mismo origen. De ahí que, en virtud de su origen, hay que afirmar que todo ministerio en el interior de la Iglesia, también y especialmente el ministerio ordenado, tiene una naturaleza de servicio: «Yo, vuestro Señor y Maestro, estoy en medio de vosotros, no como el que es servido, sino como el que sirve» (cf. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27; Jn 13,14-15). En plena sintonía con esta perspectiva bíblica, el Vaticano II presenta la autoridad de los ministros ordenados, señaladamente la del obispo como una autoridad cuyo sentido fundamental es del de crecer en comunión a toda la comunidad eclesial: «en el ejercicio de su oficio de padre y pastor, sean los obispos en medio de los suyos como los que sirven [...]; verdaderos padres que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos [...]. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» 96. La misma sacra potestas de la que están inequívocamente investidos los ministros ordenados —los obispos en primer lugar—, tienen que usarla «únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad» 97. En esta misma línea ha afirmado Juan Pablo II que «para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el pueblo de Dios» (cf. Hb 5,1)98.

5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y HORIZONTAL99 Eclesialmente hablando, la comunión implica siempre y de forma necesaria e inseparable, una doble dimensión: vertical (comunión con Dios), y horizontal (comunión entre los hermanos). En la tradición bíblica y patrística, la koinonía ha implicado invariablemente la dimensión vertical hacia el Dios, Uno y Trino, y la horizontal hacia todos los hombres, en especial hacia los propios hermanos de la comunidad (cf. 1Tim 5,8; Ga 6,10; Rom 16,5). No se puede estar en comunión con Dios sin estarlo con los hermanos los hombres (cf. Mc 12,28-31; Mt 22,36-40; 25,40. 45; Lc 10,25-28; Rom 13,8-10). El apóstol Juan, sobre todo en su Primera Carta, captó y expresó de manera notable el sentido profundo de la comunión enseñada y pedida por Cristo a sus seguidores: «Podemos amar nosotros 331

(a Dios) porque Él nos amó primero» (4,19); «sabemos que amamos a los hermanos cuando amamos a Dios» (5,2); «quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios a quien no ve, no puede amarlo» (4,20; cf. 1Jn 3,10. 16-17. 23; 4,7-12. 19-21; 5,1-2). Ambas dimensiones —hacia Dios y hacia los hermanos— son absolutamente inseparables, y por eso mismo, absolutamente imprescindibles. Cada una de ellas es expresión y garantía de la autenticidad de la comunión con la otra parte: no hay verdadera comunión con Dios que no se exprese en la comunión con los demás miembros de la comunidad eclesial, como tampoco hay comunión con los hermanos que no encuentre en la comunión con Dios su raíz, su fundamento, y su razón última y determinante. El amor a Dios, el grado de comunión que se tiene con Él se expresa y se mide por el grado y autenticidad del amor a los hermanos; al igual que el verdadero amor cristiano a los otros, encuentra su raíz y motivación más honda y permanente en la comunión con Dios. La koinonía eclesial, en efecto, tiene su raíz y su inagotable principio generador, en el Amor que el Dios Trinidad tiene por el hombre, como proyección del Amor sustancial que es Él mismo en su interior: es el Dios, comunión trinitaria, el que tiene la iniciativa absoluta en el establecimiento de las relaciones de comunión y de amor con el hombre. La comunión del hombre con Dios es siempre respuesta a un ofrecimiento previo, totalmente original y gratuito por parte de Dios. La comunión del hombre con Dios es, siempre, respuesta, «acto segundo», en relación con el «acto primero» original y precedente de un Dios que, por pura bondad, por el amor con que amó al hombre desde toda la eternidad, se ha automanifestado al hombre y lo ha hecho como un Amor que crea y funda la comunión. La profundidad de la comunión con Dios tiene que ir de la mano con la extensión y amplitud de la comunión que la comunidad eclesial está llamada y comprometida a establecer con todos los hombres sin excepción, más allá de toda raza, lengua, pueblo, nación, sexo, opción política o religiosa: es decir, una comunión auténticamente ecuménica, universal. Si el verdadero amor no conoce fronteras, es evidente que la comunión que el amor crea, debe carecer igualmente de fronteras. Cuando el amor y la consiguiente comunión es mayor que las diferencias de cualquier tipo, sobre todo ideológicas, entonces la actitud ecuménica no es una imposición desde fuera, sino una exigencia desde dentro. Además de esa comunión horizontal y visible con los hermanos mediante el amor, existe una comunión que puede llamarse específicamente eclesial: es la comunión que se da con la doctrina que transmitieron los apóstoles, la comunión en unos mismos sacramentos, la comunión con los ministros a los que ha puesto el Espíritu Santo para gobernar pastoralmente a las comunidades (cf. Hch 20,28).

332

6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES El Concilio Vaticano II recuperó la realidad de la Iglesia particular, en la comunión de la Iglesia universal100. Presentó a la Católica, es decir, a la Iglesia universal, en la comunión de las Iglesias locales o particulares. Ahora bien, «cada Iglesia particular no es ni puede pensarse como una mera suma de fieles, así como tampoco la Iglesia universal se constituye de la suma de las Iglesias particulares. Aquella consta de éstas (ex quibus), porque al mismo tiempo la Iglesia universal se realiza en cada una (in quibus) de las Iglesias particulares» 101. Por otra parte, la relación entre Iglesia universal e iglesias particulares es de naturaleza mistérica y, por consiguiente, «no es comparable a la del todo con las partes en cualquier grupo o sociedad meramente humana» 102. Existe una correlación radical entre Iglesias particulares e Iglesia universal: una correlación que es consubstancial e interior a la misma catolicidad de la Iglesia. Por eso, Iglesia particular e Iglesia universal no pueden relacionarse de una forma exageradamente dialéctica y según una lógica de dos términos poco menos que contrapuestos: en la Iglesia particular está la católica, es decir, la realidad de la Iglesia abierta no sólo a la universalidad de las demás Iglesias, sino incluso del mismo mundo. Así la católica no es otra cosa que la comunión de todas las Iglesias particulares unidas entre sí por la común Eucaristía, garantizada, además, por el ministerio de unidad confiado a Pedro y a sus sucesores.

6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia universal Una cuestión no del todo indiferente en la relación Iglesia universal-Iglesias particulares, es si éstas son parte o porción de la Iglesia universal. A primera vista estos términos pueden parecer perfectamente equivalentes. De hecho así se usan en el lenguaje común, y hasta en el diccionario asumen una equivalencia total en la práctica. En el mismo Concilio Vaticano II aparecen ambos términos en textos diversos: — «Queda como principio sagrado que, dirigiendo (los obispos) bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal (portio Ecclesiae universalis; portio Populi Dei), contribuyen eficazmente al bien de todo el cuerpo místico, que es también el cuerpo de las Iglesias» 103. — «Los obispos... no deben olvidar... a las otras Iglesias particulares, pues son partes (partes unius Ecclesiae Christi) de la única Iglesia de Cristo» 104. De todas formas, resulta importante precisar debidamente el significado de ambos términos por las consecuencias que de ello pueden derivarse. En su sentido más propio, 333

filosófico si se quiere, la parte es una fracción de un todo al que pertenece de una forma que puede ser extrínseca, accidental y hasta artificial: las partes integran al todo; contribuyen a la conformación de la totalidad desde una perspectiva no necesariamente ontológica, sino externa, accidental, integrativa. Por el contrario, se puede describir la porción como aquella parte del todo en la que están presentes todos los elementos esenciales e imprescindibles que constituyen e identifican el todo en su ser más profundo, conservando todas y cada una de las cualidades y propiedades del conjunto. En la porción está el todo, contenido de una forma esencial y plena aunque condensada. En la parte no está el todo; en la porción, sí. De forma que toda porción es también parte, pero no toda parte es porción; las partes componen el todo, la porción lo expresa. Según este análisis, se comprende que el concepto de porción (y el correspondiente término), expresa con mucha mayor precisión la relación Iglesia particular-Iglesia universal, que el concepto (y el correspondiente término) de parte. La Iglesia universal no se compone de partes que la integran: no es una realidad compuesta de partes. La Iglesia se realiza en su totalidad esencial en cada una de las Iglesias particulares; por eso se puede afirmar que cada Iglesia particular es porción de la Iglesia universal. El Concilio Vaticano II puso de relieve la plenitud eclesial de cada Iglesia particular al afirmar que éstas están constituidas «a imagen de la Iglesia universal» 105, o que cada una de ellas es «una porción del Pueblo de Dios» 106. Efectivamente, cada Iglesia particular posee el Espíritu de Cristo, acepta la totalidad de la organización eclesial, los medios de salvación establecidos en la Iglesia, está unida a Cristo en su cuerpo visible por la profesión de una misma fe, de unos mismos sacramentos, del mismo gobierno y comunión eclesiástica y, especialmente, a través del propio obispo que la preside, por la comunión con todas las demás Iglesias gracias a su comunión con la Iglesia de Roma107.

6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal Entre Iglesia particular e Iglesia universal existe, pues, una peculiar relación de inexistencia, es decir, de mutua interioridad, como quiera que en cada una de las iglesias particulares «se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica» 108. Por eso precisamente, la Iglesia universal «no puede ser concebida como la suma de las Iglesias particulares ni como una federación de Iglesias particulares» 109. De la misma forma que la Iglesia católica, una y única, existe, —según el Vaticano II — en las Iglesias particulares y a partir de las Iglesias particulares110, así también las Iglesias particulares existen en la Iglesia universal y a partir de la Iglesia universal111. El Papa Juan Pablo II ha expresado esta esencial relación entre Iglesia universal e 334

Iglesia particular, con unas palabras que vamos a reproducir por extenso: «Sobre el fundamento de comunión, que sostiene a la Iglesia en su constitución más íntima y en sus más variadas expresiones, concretas e históricas, se construye la exhuberante correlación de mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesias particulares. En virtud de esta constitutiva relación se establecen en las distintas partes vínculos de íntima comunión acerca de las riquezas espirituales, mientras la variedad de Iglesias locales concordes entre sí, demuestra con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa(cf. LG 13). Por esta unidad, la Iglesia universal puede sentirse enriquecida por los tesoros de las Iglesias particulares y las Iglesias particulares pueden gloriarse de pertenecer a la Iglesia universal, la cual precisamente, está verdaderamente presente y actúa en ellas (cf. CD 11). Tal reciprocidad, mientras expresa y preserva la dignidad de ambas, ilustra adecuadamente la figura de la Iglesia, una y universal, que en las Iglesias particulares encuentra al mismo tiempo, tanto la propia imagen como un lugar propio de expresión, estando las Iglesias particulares formadas a imagen de la Iglesia universal, y en ellas y de ellas se constituye la una y única Iglesia católica (cf. LG 23). Las Iglesias particulares a su vez se constituyen ex et in Ecclesia universali: de ésta y en ésta, en efecto, adquieren la propia eclesialidad. La Iglesia particular es «Iglesia» justamente porque es presencia particular de la Iglesia universal. De esta forma, por una parte, la Iglesia universal encuentra su existencia concreta en cada Iglesia particular, en la que ella está presente y operante, y, por otra parte, la Iglesia particular no agota la totalidad del misterio de la Iglesia, puesto que algunos de sus elementos constitutivos no son deducibles del puro análisis de la Iglesia particular misma. Tales elementos son el oficio del sucesor de Pedro y el mismo colegio episcopal» 112.

6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia113 El mundo es y ha sido siempre una realidad plural desde muchos puntos de vista: filosófico, cultural, sociológico, político e incluso religioso. La historicidad radical del hombre hace que, aun dentro de una sustancial inmutabilidad, los esquemas y formas de percibir y vivenciar la realidad, cambien de un tiempo a otro, de una cultura a otra, de un momento histórico determinado a otro. Incluso en el plano específicamente religioso — también cristiano—, el hombre, a causa de su radical finitud, tiene una objetiva incapacidad de agotar categorial y vivencialmente el misterio de Dios que se le automanifiesta: las categorías mentales del hombre ni agotan ni pueden agotar la infinitud del Dios que se revela. El lenguaje humano, por otra parte, ni expresa, ni puede expresar de forma total y exhaustiva el misterio revelado. En consecuencia, ese misterio puede ser cada vez mejor captado y expresado de lo que lo haya sido con anterioridad. Y no sólo en la sucesión cronológica del tiempo, sino en la amplia variedad de las culturas. La 335

trascendencia del misterio de Dios, —revelado en nuestro caso en Cristo y por Cristo—, y la finitud del hombre que lo capta y lo expresa, llevan necesariamente al pluralismo teológico que, sin embargo, está condicionado por los márgenes de la comunión de la fe de la Iglesia, garantizada a su vez por el magisterio auténtico gracias al cual el pluralismo no degenera en desintegración de la fe, sino que mantiene siempre la unidad en la diversidad. Es un hecho innegable que la Iglesia, desde sus mismos orígenes ha sido una realidad plural114. Como se vió en su momento, los autores del Nuevo Testamento y en particular los evangelistas fueron muy distintos unos de otros en la forma de presentar y transmitir el mismo y único mensaje de salvación, pudiéndose observar varias teologías en los diversos escritos neotestamentarios. Existencialmente, además, se constata que una es la forma como se entendió y vivió el misterio de la Iglesia en el ámbito judeocristiano, otra en el ámbito de la comunidad antioquena y otra bien distinta en el ámbito de la ciudad de Corinto. Plural ha sido además, desde siempre, la forma de celebrar la única y misma fe (diversidad de liturgias...), la forma de entender y explicar el mismo y único misterio cristiano (diversidad de escuelas teológicas...), la manera concreta de entender la única y misma misión confiada por el Maestro a sus seguidores (formas de colonización espiritual o formas de auténtica inculturación). Este amplio pluralismo eclesial fue progresivamente eliminado sobre todo a partir de la Reforma protestante, siendo substituido por un uniformismo rígido y empobrecedor en todos los órdenes (litúrgico, teológico, misionero, pastoral) dentro de la Iglesia115. El Concilio Vaticano II, superando el monolitismo uniformizador fuertemente acentuado en tiempos de León XIII (Encíclica Aeterni Patris: 4 agosto 1879) y de Pío XII (Encíclica Humani Generis: 12 agosto 1950), abrió las puertas de nuevo a la posibilidad y consiguiente legitimidad del pluralismo en los diversos órdenes y aspectos de la vida eclesial: bien de forma genérica (GS 33. 44), de la liturgia (SC 1. 37-40. 50. 63. 64. 81), de la cultura (GS 59. 62), de la política (GS 43. 75), e incluso en el terreno íntimo de la conciencia (GS 50; DH 2). El Papa Juan Pablo II, en plena fidelidad y sintonía con el Vaticano II, escribió la Encíclica Slavorum Apostoli (2 junio 1985) en la que ponía de relieve cómo «el evangelio no lleva al empobrecimiento o desaparición de todo lo que cada hombre, pueblo y nación y cada cultura en la historia, reconocen y realizan como bien, verdad y belleza». Y esto, por el hecho fundamental de que «cada hombre, cada nación, cada cultura y civilización tienen una función propia que desarrollar y un puesto propio en el misterioso plan de Dios y en la historia universal de la salvación» 116.

Unidad y pluralismo, dos polos en constante tensión en la Iglesia 336

Según se ha dicho anteriormente, la Iglesia, como misterio de comunión, se mueve por su propia esencia y desde sus mismos orígenes, entre la unidad y el pluralismo. Estos dos polos constituyen dos puntos de referencia a los que la Iglesia no puede en forma alguna renunciar. Al ser reflejo y manifestación del misterio de la Trinidad por una parte, y al encontrar en el mismo y único Espíritu la fuente tanto de la unidad como de la diversidad (cf. 1Cor 12,4-14), la Iglesia no puede situarse en la tesitura de una disyuntiva excluyente: por su propia esencia y, por consiguiente, de forma necesaria, unidad y pluralismo se mantienen en la Iglesia en la relación de una radical dialéctica: no sólo, sino también et... et... Los miembros de la comunidad eclesial han de conservar y vivir la unidad más profunda en la más amplia diversidad, sabiendo de todas formas, que la diversidad se mantiene y vive en razón de la unidad. La Iglesia no puede ser una sacrificando toda forma de legítimo pluralismo; como no puede ser plural olvidando la necesaria y esencial unidad. No se puede lograr la unidad a costa de la diversidad, ni se mantiene la diversidad a costa de la unidad. Estando llamados a ser, o mejor, siendo cuerpo de Cristo, la verdadera unidad se construye y mantiene desde la diversidad, de la misma forma que la legítima diversidad se garantiza y justifica desde una auténtica unidad. Es necesario con todo reconocer que no resulta siempre fácil mantener en su justo punto esta tensión, que siendo dialéctica, es decir, debiendo afirmar los dos términos del binomio, unas veces sacrifica la unidad al pluralismo hasta crear la sensación de un inaceptable y disgregador atomismo, y otras sacrifica el pluralismo a la unidad llegando a formas y actuaciones de la más absoluta y empobrecedora uniformidad. El pluralismo comienza a ser negativo cuando la pluralidad de pensamiento, de opciones, de valores, de actitudes, se convierte en principio y causa de disgregación y antagonismo. De la misma forma que la irrenunciable unidad se convierte en objetivo negativo cuando cercena, coarta, aplasta o silencia la verdadera pluralidad de dones, carismas, gracias o ministerios. Con toda razón se puede afirmar con H. Fries que «la unidad de la Iglesia y en la Iglesia no puede subsistir en la uniformidad, sino en una unidad vital y libre, rica y multiforme. De todas formas, sigue habiendo un límite: precisamente en donde resulte amenazada la unidad que se exige en las cosas necesarias, y en donde la variedad se convierte en oposición y contradicción y conduce a la división» 117. A la verdadera comunión en la unidad se oponen, pues, igualmente tanto el pluralismo anárquico, sin límites ni fronteras, como el sectarismo que pretende asegurar la unidad interna del grupo a base de eliminar cualquier forma de pluralismo (subjetivo u objetivo), y de cortar todo vínculo de comunión más allá del propio grupo, anulando el horizonte de la universalidad. 337

1) Ante todo, el pluralismo sin límite alguno Admitido el hecho de la profunda diversidad entre los hombres, hay que decir que el pluralismo, como proyección social de la propia condición humana, puede ser interpretado desde diversos ángulos según el origen que tenga. Puede indicar, ante todo, que las perspectivas desde las que puede ser considerada la realidad, cualquiera que ella sea (objetos, personas, cosas, problemas, soluciones...), son ilimitadas. Puede decir igualmente que nadie tiene el monopolio de la verdad como quiera que el mundo ha sido puesto a la eterna discusión de los hombres. Puede incluso indicar que la capacidad de equivocarse del hombre corre pareja con su capacidad de límite. Y, en el ámbito específicamente cristiano, puede decir que nadie agota de forma exhaustiva el misterio y la verdad de Dios, de Cristo y de su Evangelio. Pues bien, cuando el pluralismo carece de todo principio unificador, de toda referencia objetiva y compartida por un grupo, cualquiera que sea, se convierte en un movimiento centrífugo; conduce de forma casi irremediable al relativismo más absoluto y por ello mismo, de manera inequívoca y necesaria, a formas y comportamientos de disgregación. Para que el pluralismo también en el seno de la Iglesia sea legítimo, no puede convertirse en fuerza disgregadora, destructora del hombre o incluso del tejido social. Al igual que, para que la unidad, también en el seno de la Iglesia, pueda ser su meta suprema, no puede anular o hacer desaparecer la riqueza de la diversidad.

2) A la verdadera unidad se oponen igualmente las distintas formas de sectarismo La génesis y las razones profundas del sectarismo pueden ser muchas y variadas. Puede tratarse de un problema de inseguridad, personal o colectiva; puede ser efecto de una personalidad excesivamente poderosa por parte del líder y demasiado débil en el devoto; puede obedecer a razones de ambición política o de cualquier otro género. K. Rahner ha individualizado ampliamente las notas que caracterizan a toda secta: «se da una tal secta cuando la gran mayoría de un grupo social se retira de hecho o a propósito de la vida pública de la sociedad y se limita ya sólo a protestar, a ver alrededor un mundo que va de mal en peor, cuyos objetivos y deberes intramundanos no le interesan ya a uno, al menos en cuanto miembro de ese grupo, cuyo estilo de vida está encuadrado por la mayor cantidad posible de prohibiciones tipo tabú; cuando se procura ofrecer dentro de la secta, de modo autárquico, lo máximo posible de la vida, que al fin y al cabo hay que llevar; cuando con toda naturalidad se considera como enemigos más o menos peligrosos a quienes no pertenecen a ese grupo; cuando se sabe con toda exactitud y en cada momento cuál es el partido político al que ha de dar su voto un miembro de 338

esa secta; cuando se sostiene la opinión (naturalmente sin confesarlo) de que para cada cuestión que surja se tiene preparada de inmediato una respuesta, sabiendo, por ejemplo, con toda precisión qué tipo de literatura y de arte es adecuado a la sensibilidad cristiana y cuál no; cuando a las expresiones de la vida cultural de la sociedad se reacciona ya de entrada sólo desde puntos de vista morales (o que se tienen por tales); cuando se es supersensible a las críticas procedentes de las filas propias, sobre todo las dirigidas a quienes detentan cargos en ellas, apelando con excesiva prontitud y gusto a una unidad cerrada para poder resistir a los enemigos» 118. Resumiendo, se puede asegurar que todo grupo que se repliega sobre sí mismo, que convierte lo propio, lo parcial, lo local, en una realidad absoluta, cerrada e impermeable a cualquier forma de cuestionamiento, de interpelación venida de fuera, es un grupo que ha entrado inequívocamente por caminos de sectarización. Tanto en un caso como en otro, pluralismo ilimitado o sectarismo, conducen al grupo —a la Iglesia en sus diversos niveles en nuestro caso—, a la atomización; tanto en un caso como en otro, se rompe la verdadera unidad; tanto en una caso como en otro, se quebranta la fidelidad a la tradición recibida, originando actitudes beligerantes frente a otras posturas o grupos igualmente legítimos en el seno de la comunidad eclesial: se rompe la comunión. Y tanto en un caso como en otro, existe, por institución divina (cf. 1Cor 7,10-11. 15; 2Cor 13,10; 1Tim 1,20; 4,6-16; 6,3-4; 2Tim 2,14-18; 3,14-17; Tit 3,8-11; 2Pe 1,20-21), una instancia que está llamada a hacer de correctivo: el ministerio ordenado en sus distintos niveles, sobre todo el ministerio episcopal. Si, como se ha dicho más arriba, el objetivo central del ministerio es construir y asegurar la comunión en el ámbito de la comunidad eclesial, resulta evidente que es al ministerio al que se le ha confiado también el discernimiento y el juicio último para decidir los límites del pluralismo teniendo presente la verdadera fidelidad al mensaje confiado a la Iglesia para su custodia, juzgando de igual forma y estableciendo las connotaciones sectarias de un grupo determinado.

7. EL ECUMENISMO EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL La vocación bautismal es, por su propia naturaleza, una vocación ecuménica, es decir, abierta a la universalidad: tanto desde el punto de vista del mensaje en sí como del de los destinatarios del mismo. Jesús llamó a los suyos para una misión más allá de toda frontera, de espacio, de tiempo y de personas: «Id por el mundo entero pregonando la buena noticia a toda la humanidad» (Mc 16,15). 339

Así como en el nivel personal la comunión tiene dos dimensiones, (vertical y horizontal), así institucionalmente tiene que realizar la comunión también en doble dimensión: hacia Dios (la doxa), y hacia todos los hombres sin excepción especialmente hacia los «domestici fidei» (Ga 6,10). El movimiento centrífugo de expansión y universalidad va íntimamente unido, en la mente de Jesús, a otro movimiento, centrípeto en este caso: el de la unidad. Una unidad que debe realizarse tanto entre sus seguidores («Padre, que todos sean uno»: Jn 17,11. 21. 23), como más allá, entre todos los hombres, llamados a realizar una fraternidad auténticamente universal («porque todos sois hermanos»: Mt 23,8). Desgraciadamente, los seguidores de Cristo ni han permanecido profundamente unidos siempre en el horizonte de la universalidad, ni la fraternidad universal ha sido de forma constante y palpable su primera y definitiva preocupación; con frecuencia se han movido más en la línea de la confesionalidad, es decir, del grupo cerrado y contrapuesto a otros, que de la universalidad. De ahí, que la Iglesia deba afrontar en la actualidad un doble nivel de ecumenismo: la recomposición de una unidad rota y perdida entre los seguidores de Jesús a lo largo de la historia, y el compromiso de construir entre los hombres una fraternidad que esté más allá de cualquier frontera. La comunión entre todos los seguidores de Cristo y la comunión entre todos los hombres según el Proyecto de Dios (el Reino), es la doble tarea a la que tiene que aplicarse la Iglesia en la actualidad. Y no por táctica, por supervivencia o por inconsciente afán de dominio, sino por fidelidad a Jesús, el Maestro; por fidelidad al Proyecto del Padre, por docilidad al impulso del Espíritu. La Iglesia única de Cristo rota, y la situación de una humanidad dividida y enfrentada son realidades absolutamente inaceptables para la comunidad seguidora de Jesús. Se descubre así, que es desde la pasión por la comunión (intracristiana e intramundana), desde donde ha de abrirse la Iglesia al doble ámbito del ecumenismo, para que éste no sea el simple fruto de una estrategia de poder o el logro de un oportunismo fácil. La pasión por la unidad conduce necesariamente a la Iglesia a relativizar la realidad en todos los órdenes: no sólo en el de la práctica o de los comportamientos, sino incluso y especialmente en el de la doctrina119. La capacidad de relativizar, por su parte, lleva a poner en su sitio justo cada uno de los elementos de una realidad. Este criterio relativizador (no relativista), estuvo presente en el Concilio Vaticano II y quedó plasmado en el Decreto Unitatis redintegratio. En él encontramos un principio de la máxima importancia que dice relación precisamente al aspecto doctrinal del cristianismo: «en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, al investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben proceder con 340

amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al comparar las doctrinas, recuerden que existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» 120. Una eclesiología de comunión es necesariamente una eclesiología preocupada por el ecumenismo: tanto en su sentido amplio (con otras religiones no-cristianas e incluso con todos los hombres), como en su sentido estricto y consagrado, comenzando por el ámbito de la propia Iglesia católica.

7.1. Ecumenismo intraeclesial El Concilio Vaticano II ha lanzado a la Iglesia católica por caminos de ecumenismo comenzando por el que podemos llamar, con toda razón, el ecumenismo intraeclesial. Efectivamente, después de largos siglos en los que, en el interior de la Iglesia las diversas comunidades (diocesanas, parroquiales, religiosas...) han funcionado como verdaderos compartimentos estancos, el Concilio, en virtud de la eclesiología de comunión propugnada por él mismo, ha planteado en perspectiva de apertura a la comunión los diversos niveles en que se realizan las comunidades eclesiales: — Ha reafirmado el valor de la comunidad parroquial construida a partir de la comunión. La parroquia es «la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad» 121, que ofrece un «modelo clarísimo del apostolado comunitario, reduce a unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran y las inserta en la universalidad de la Iglesia» 122. Por eso precisamente, «hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial sobre todo en la celebración común de la Misa dominical» 123. Y dentro de la comunidad parroquial, son los presbíteros los que «hacen visible en cada lugar la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo» (cf. Ef 4,12)124. — Ha definido la comunidad diocesana como una «porción» del Pueblo de Dios: una comunidad que «adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica» 125. No duda el Concilio en afirmar que «la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» 126. — Ha visto la Iglesia universal, no como un simple ente de razón, ni como la 341





mera suma de múltiples iglesias, sino precisamente como la «comunión de las Iglesias particulares» o diocesanas: «esta variedad de las Iglesias locales, tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa» 127. De tal forma que «la Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias» 128. Recuerda en particular a los obispos el deber que les incumbe de promover toda actividad que sea común a toda la Iglesia, porque «rigiendo bien la propia Iglesia como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el cuerpo místico, que es también el cuerpo de las Iglesias» 129. Ha abordado, en este contexto de Iglesia universal, el tema de la colegialidad episcopal, no sólo en el texto de la Lumen Gentium, sino también y especialmente en la Nota explicativa previa130. En dicha Nota se aclara y puntualiza, en primer lugar, el concepto de colegio aplicado en el ámbito de la Iglesia: «el término colegio no se entiende aquí en un sentido estrictamente jurídico, es decir, como un grupo de iguales que confieren su poder a su presidente, sino como un grupo estable cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación» 131. La Nota hace, además, una importante distinción entre munus (oficio o ministerio) y potestas (potestad). El ministerio, con la consiguiente función pastoral, lo reciben los obispos en virtud del Sacramento del Orden, mientras que el hecho de ejercerlo en un lugar concreto, en una diósesis concreta, sobre unas comunidades concretas, es fruto de la potestas. El papa no confía el ministerio (munus), sino la potestas expedita ad actum132. Por último, la Nota deja bien sentado el principio de que es al papa a quien corresponde ordenar y promover el modo colegial de proceder, teniendo en cuenta las necesidades de la Iglesia que cambian con el decurso de los tiempos. Esto no quiere decir, sin embargo, que el papa actúe o pueda actuar en total independencia de los restantes miembros del Colegio. La actuación del papa se califica en la Nota con el adverbio seorsim (singular), y no con los términos «personaliter», «solus» o «separatim» 133. Ha considerado la realidad eclesial incluso desde la visión primigenia de los patriarcados como forma providencial de reunirse en forma estable y orgánica varias Iglesias sobre todo de origen apostólico, que manteniendo «la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen su disciplina propia, sus liturgias propias y su patrimonio tanto espiritual como teológico propios, sin

342

detrimento de la verdadera unidad eclesial» 134.

• La «sinodalidad» de la Iglesia135 En este contexto de comunión intraeclesial, es necesario situar el tema de la sinodalidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, al no desarrollar suficientemente una teología de la Iglesia a partir de la categoría central de comunión, abordó el tema de la sinodalidad de una forma no suficientemente adecuada, antes al contrario, con una cierta perplejidad doctrinal y termonológica. De hecho, no aparecen en los Documentos conciliares los términos colegialidad y, por supuesto, sinodalidad. Teniendo presente que «la función específica del oficio episcopal es, por una parte, garantizar la autenticidad de la celebración de los sacramentos y de la palabra, y, por otra, la unidad de la communio ecclesiastica» 136, la sinodalidad se presenta como una dimensión ontológica de la Iglesia que pertenece a la sustancia misma del oficio episcopal, siendo un deber fundamental para todo obispo. No equivale a la noción de colegialidad, y se expresa de varias formas137, entre las que destaca, como particularmente significativa, la actividad que se realiza a través de los concilios, sean ecuménicos, nacionales, regionales o diocesanos, con los que, de todas formas, no puede identificarse adecuada y exclusivamente138. Aun siendo un deber fundamental para todo obispo, sin embargo el ejercicio de la sinodalidad es una función subsidiaria en cuanto que puede ejercerse en toda la Iglesia, en el caso de que en alguna Iglesia particular hiciera falta. El concepto teológico de sinodalidad supera tanto el simple nivel del ejercicio monocrático del poder, como la autogestión de un grupo o la mera división y coordinación de funciones en un mundo altamente tecnocratizado y especializado como el actual. La raíz de la dimensión sinodal del ministerio eclesial, el episcopal ante todo y de forma específica, es la estructura peculiar de la Iglesia universal, que no es ni una especie de multinacional con múltiples sucursales en cada uno de los lugares donde está presente, ni tampoco una mera federación de Iglesias particulares, sino una auténtica «comunión» de Iglesias: la Iglesia universal está constituida por la pluralidad de Iglesias particulares. La constitución sinodal dentro de la Iglesia, por tanto, «no está fundada, como en la sociedad civil, en el principio de la división del poder, sino sobre el hecho de que la responsabilidad del obispo es indivisible y no puede ser sustituida por la responsabilidad de una mayoría» 139. Por el contrario, la sinodalidad es la dimensión operativa de la communio ecclesiastica, y se realiza en su sentido propio y pleno en el

343

ejercicio del ministerio episcopal. Hasta el gran cisma de 1054, «la Iglesia oriental y latina consideraron la expresión conciliar de la sinodalidad como subsidiaria respecto al ejercicio personal-monocrático del ministerio episcopal» 140. Fue, a partir de ese momento, cuando se diversifican profundamente ambas Iglesias, caminando definitivamente la Iglesia oriental por el camino de la sinodalidad entendida como forma constitutiva suprema de autoridad en la Iglesia, y la Iglesia latina, al entrar por caminos de societariedad y juridicismo, entró simultáneamente por el camino de la desaparición práctica de la sinodalidad, con el abandono progresivo pero imparable de la «comunión» como categoría estructurante de todo el misterio de la Iglesia. Así se entiende cómo, a pesar de ser la comunión el fundamento y raíz de la sinodalidad, ésta se plantea, particularmente en relación con la Iglesia ortodoxa, como uno de los problemas centrales. Y, por otra parte, la verticalidad juridicista que durante siglos ha predominado en la Iglesia latina, hace que, o no se entienda suficientemente la sinodalidad en todas sus consecuencias, o se la vea con verdadera aprensión sobre todo por el miedo de que la figura del sucesor de Pedro quede obnubilada. Sobre el supuesto de la sinodalidad, para las Iglesias ortodoxas el acto redentor de Cristo se agota por completo en su dimensión sacramental, quedando por consiguiente fuera de ese acto redentor la dimensión jurídica. De ahí que: El sucesor de Pedro no tiene un verdadero primado de jurisdicción sobre el resto de los obispos. La subordinación de un obispo a otro —si es que existe— obedece únicamente a una cuestión o problema de carácter meramente histórico y humano. El único principio eclesiológico válido es el de la Iglesia como «pars in toto» y no como la «pars pro toto». La competencia de autoridad última no está nunca en una persona concreta y determinada (el obispo de Roma), sino siempre en un colegio de obispos. El sistema constitucional de la Iglesia universal es siempre paritario y acéfalo. Desde el llamado «cisma de oriente» (1054), «la Iglesia ortodoxa ha adoptado una forma constitucional de sinodalidad cualitativamente diferente con relación al pasado, sólo después de que las eclesiologías de Oriente y Occidente se diversificaran irreversiblemente» 141. Una pregunta cabe hacerse: siendo indiscutible la sinodalidad en el nivel de la Iglesia universal, ¿cabe también en el nivel de la Iglesia diocesana entre el obispo y los presbíteros y entre el obispo y los laicos? Teniendo presente que el término sinodalidad y su mismo significado no sólo no está muy generalizado sino que es incluso discutido, hay que afirmar que la sinodalidad 344

de la Iglesia se basa indiscutiblemente en la sinodalidad episcopal. Se puede, con todo, aplicar el concepto de sinodalidad también al ámbito de la Iglesia diocesana entendiendo que es «el vínculo de comunión estable que existe entre todos los fieles, con especial referencia a los laicos y presbíteros, efecto de los sacramentos del bautismo y confirmación, que se expresa en su solicitud por la misión de toda la Iglesia y que tiene su traducción jurídica, especialmente en su participación en asambleas eclesiásticas. Su expresión más acabada es el sínodo diocesano» 142. De esta forma, la estructura sinodal de la Iglesia particular se funda, por una parte, «en la participación de los presbíteros en la plenitud del ordo episcopalis y en la communio hierarchica en el obispo, cabeza del presbiterio. Es, por consiguiente, sólo análoga a la del colegio episcopal, donde todos los obispos poseen por derecho propio el ministerio eclesial sacramental y jurisdiccional y no como participación o derivación del ministerio primacial del papa. Por eso, la sinodalidad del presbiterio no se funda en la autonomía sacramental y jurisdiccional de cada presbítero, sino en la participación de todos en la plenitud del ministerio episcopal» 143. Por otra parte, aunque es cierto que los laicos, en virtud de su participación — gracias al bautismo— en los tres oficios de Cristo (Sacerdote, Profeta y Rey) pueden de alguna forma compartir la sinodalidad dentro de la Iglesia particular, su participación es cualitativamente diversa de la sinodalidad de los obispos que la poseen en virtud del sacramento del Orden y no del Bautismo como los laicos. Sin embargo, siendo la communio la raíz última de la sinodalidad en la Iglesia, y compartiendo también los laicos (en virtud de su Bautismo) la communio que engloba toda la experiencia eclesial, puede ser compartida analógicamente («suo modo et pro sua parte» dice el Vaticano II: LG 31) también por los laicos, siendo expresada mediante el ejercicio de la corresponsabilidad dentro de la Iglesia particular. La inserción de los laicos en las estructuras sinodales diocesanas subraya la responsabilidad global que, como bautizados, tienen los laicos respecto a la misión de la Iglesia en el mundo. En resumen, siendo la sinodalidad «la dimensión operativa de la communio ecclesiastica, se realiza en sentido propio sólo en el ejercicio del ministerio episcopal. Se expresa de modo pleno y supremo, válido para toda la Iglesia, en la actividad ordinaria o colegial del coetus episcoporum y se realiza con valor vinculante, limitado a una agrupación de Iglesias particulares, en los concilios menores y en las conferencias episcopales. A nivel de Iglesia particular, la sinodalidad se expresa, como participación cualitativamente diferente de la sinodalidad episcopal, en la actividad de los presbíteros dentro del presbiterio y, sólo como experiencia análoga, en la actividad de los laicos dentro de las estructuras sinodales propias de la comunidad eucarística» 144.

345

7.2. Ecumenismo intracristiano145 Comencemos afirmando que, teniendo presente el vehemente deseo de Cristo («Padre, que todos sean uno»: Jn 17,21) y la decisiva proyección testimonial de esta unidad en relación con la autenticidad mesiánica de Cristo («para que el mundo crea que Tú me has enviado»: Jn 17,23), hay que admitir que «la búsqueda de la unidad de los cristianos no es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma naturaleza de la comunidad cristiana» 146.

• La eclesialidad de las confesiones cristianas no católicas ¿Dónde está la verdadera Iglesia de Cristo? Una pregunta que no se habría planteado, de forma clara y preocupante, antes de las grandes escisiones padecidas por la Iglesia: la del oriente en 1054 con Miguel Cerulario, y la del occidente en el siglo XVI con las diversas Reformas. A la pregunta ¿dónde está la verdadera Iglesia de Cristo?, la respuesta dada en su momento fue, tanto en un caso como en otro: en la Iglesia católica, que tiene su centro y garantía en la Iglesia de Roma presidida por el sucesor de Pedro. También en el Concilio Vaticano II, dentro de la preocupación ecuménica existente entre todos los Padres conciliares, se planteó este tema y se hizo inevitablemente esa pregunta. Pero la respuesta, después de no pocos e iluminadores debates, fue esta otra: «Haec Ecclesia, in hoc mundo ut societas constituta et ordinata, subsistit in Ecclesia catholica» 147, es decir, la verdadera Iglesia de Cristo «subsiste» en la Iglesia católica. Pues bien, afirmar que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, es afirmar que efectivamente esta Iglesia no solamente cuenta «con la unidad que Cristo ha querido para su Iglesia, sino también con la integridad de todas sus propiedades inalienables. Decir que la Iglesia de Cristo subsiste, significa que ella existe todavía con todos aquellos dones con los que Cristo la ha dotado. Decir que ella subsiste en la Iglesia católica, significa que es en la Iglesia católica donde aún se puede encontrar existiendo con todas sus propiedades esenciales: su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Esto no significa, por supuesto, que dichas propiedades se encuentren en su estado de perfección escatológica» 148. Por su parte, observa agudamente H. Fries, el est es un verbo exclusivo, mientras que el subsistit es positivo y abierto. Por eso precisamente, «el subsistit, en el sentido del Concilio, tiene la intención y desempeña la función de evitar una identificación incontrolada de la Iglesia de Cristo con la Iglesia romano-católica, para mantenerse por el contrario abierto a la realidad eclesial presente en las otras confesiones cristianas» 149.

346

El Concilio Vaticano II ha hecho además caer en la cuenta a la comunidad creyente que «fuera de la Comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia) que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas» 150. De hecho el papa Juan Pablo II no ha dudado en afirmar que «el Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás cristianos» 151. En resumen, la afirmación de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica romana, significa que únicamente en la Iglesia católica continúa existiendo la Iglesia de Cristo con todas aquellas notas y propiedades, con todos los elementos verdaderamente determinantes y estructurales sin los cuales dejaría de ser la Iglesia de Cristo.

• De sectas cristianas a iglesias cristianas En virtud de esa cambiada visión, que no representa simplemente un legítimo desarrollo, sino una clara corrección, las iglesias cristianas no-católicas, dejaron de ser vistas como simples sectas separadas de la Iglesia madre, para ser consideradas a partir de entonces como verdaderas iglesias cristianas152. En efecto, al descubrir el Concilio Vaticano II en el seno de las otras confesiones cristianas no católicas elementos de autenticidad eclesial, no dudó en abandonar el término de secta con que habían sido designadas esas otras confesiones, y les dio sin ambages el reconocimiento de iglesias. Y es que, efectivamente, «son muchos los que veneran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios salvador y están unidos a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de ellos tienen también el episcopado, celebran la sagrada eucaristía y fomentan la devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Éste actúa, sin duda, también en ellos y los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera querida por Cristo, en un sólo rebaño bajo un sólo pastor» 153. En el Decreto Unitatis redintegratio superando a la misma Constitución Lumen Gentium, llega el Concilio al reconocimiento explícito de la eclesialidad de las confesiones cristianas nocatólicas: «justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre 347

de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen, con razón, como hermanos en el Señor» 154. De hecho, «los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica» 155. Sobre esta base es posible y necesario establecer un sincero y fraterno diálogo entre las diversas iglesias cristianas. Un diálogo en el que es preciso partir del principio de que «es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la experiencia histórica concreta del otro» 156. Se hace necesario, por eso, relativizar en su justa medida las propias posiciones, ya que «las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde perspectivas diversas». De ahí, igualmente, la necesidad de «superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones» 157. Constatando, además, las aportaciones que dichas iglesias cristianas han hecho y siguen haciendo en beneficio de la humanidad, la Iglesia católica «valora mucho y de buen grado lo que las otras Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con trabajos similares (en favor de la personas y de la sociedad) han aportado y aportan para el cumplimiento de esta tarea» 158.

7.3. Ecumenismo interreligioso La verdadera comunión no conoce fronteras: ni siquiera fronteras religiosas. Más aún, ante el peligro nada ilusorio de que las religiones puedan ser motivo particularmente fuerte de división y hasta de violentos enfrentamientos entre los hombres, se impone la exigencia de hacer ver que la verdadera religión, al abrir al hombre al Trascendente o, al menos, a lo trascendente, lo abre necesariamente en actitud positiva a los demás hombres, sean de la religión que fueren. La Iglesia debe afrontar en este momento de amplio puralismo religioso, el doble problema de la unicidad y universalidad de Jesucristo en el contexto de las otras religiones, y la necesidad y el valor del diálogo interreligioso en su misión evangelizadora. Sólo clarificando y puntualizando ese doble tema, podrá hablar la Iglesia con total sinceridad de ecumenismo interreligioso159. El Concilio Vaticano II, que dedicó uno de sus Documentos al tema de las relaciones de la Iglesia con las otras religiones, particularmente con el judaísmo y con el islam160, expresó su sincero aprecio por todas las religiones sin excepción. Por su parte, el Papa Juan Pablo II, a lo largo de su amplio magisterio, ha expresado 348

reiteradamente su persuasión de que se está «entrando en una nueva era de diálogo interreligioso» 161. Por eso, en plena sintonía con el Concilio Vaticano II ha reafirmado abiertamente la voluntad de la Iglesia católica de «fomentar un diálogo interreligioso sincero y fructífero con los miembros de la fe judía y con los seguidores del islam» 162. El punto de partida para una actitud de encuentro sincero y de diálogo constructivo entre todas las religiones está precisamente en la naturaleza trascendente de la religión en cuanto re-ligación con Dios de cada uno de los creyentes: «Todos estamos convencidos de que la religión debe centrarse auténticamente en Dios, y que nuestro primer deber religioso estriba en la adoración, la alabanza y la acción de gracias» 163. No obstante, teniendo como trasfondo de su pensamiento las largas y a veces encarnizadas luchas entre las diversas confesiones religiosas, Juan Pablo II ha recordado a todos que «la religión es enemiga de la exclusión y de la discriminación, del odio y de la rivalidad, de la violencia y del conflicto. La religión no es, ni debe ser, pretexto para la violencia, especialmente cuando la identidad religiosa coincide con la identidad cultural y étnica. ¡La religión y la paz caminan juntas! La fe y la práctica religiosa no pueden separarse de la defensa de la imagen de Dios en todo ser humano» 164. Reflexionando después sobre la aportación que las religiones deben hacer a la construcción de la sociedad decía el Papa: «Somos conscientes de que unos vínculos más estrechos entre todos los creyentes, constituyen una condición tan precisa como urgente para asegurar un mundo más justo y pacífico» 165. De ahí que haya que encontrar «en nuestras respectivas tradiciones religiosas esa sabiduría y esa motivación superior capaces de garantizar el triunfo del entendimiento recíproco y de un cordial respeto» 166. Puede ser legítimo, por todo ello, concluir con K. Rahner que, si por una parte, el pluralismo religioso de la sociedad no irá a menos sino todo lo contrario, y, por otra, los no-cristianos pueden ser considerados como una cristiandad de índole anónima, «no se considerará entonces la Iglesia hoy como la comunidad exclusiva de los pretendientes a la salvación, sino más bien como la avanzada históricamente perceptible, como la explicitación histórica y socialmente constituida de eso que el cristiano espera como dado en cuanto realidad escondida fuera también de la visibilidad de la Iglesia» 167.

7.4. Ecumenismo interhumano Si, según lo dicho al iniciar este capítulo, la persona es, por su propia naturaleza, un-serpara-la-comunión, es claro que la comunidad eclesial, en cuanto compuesta de hombres, tiene que ser una comunidad abierta a todos: no sólo desde el punto de vista de

349

la acogida, sino también desde el punto de vista de la capacidad de establecer comunión con todos los hombres. Esta actitud básica de apertura universal se afianza, además, si se tiene en cuenta que el mensaje de salvación traído por Jesucristo no es un mensaje destinado a algunos escogidos sino «para todos los hombres» (Mt 26,28). Hay que reconocer, con todo, que esta capacidad de universalidad, este ecumenismo humano de amplio horizonte, no ha sido siempre fácil en la historia de la Iglesia: no lo fue desde el principio, cuando se debatía si el mensaje salvador de Jesús era para todos los hombres sin distinción o para los judíos exclusivamente; o si, en todo caso, era para todos pero asumiendo la práctica religiosa de los judíos (cf. Hch 11,1-3.18; 15,1-35; Ga 2,11-15). En esta línea del ecumenismo interhumano, es decir, del esfuerzo de entendimiento con toda la humanidad para, con todos y entre todos, construir la gran fraternidad universal, se movió el Concilio Vaticano II, propiciando una colaboración universalizada para evitar toda forma de dispersión y conducir a la humanidad a la unidad de la familia de Dios (GS 43); un diálogo con el mundo y con los hombres de cualquier opinión (GS 43.92); un entendimiento con todos incluso con los que la persiguen (GS 92); un respeto a todo lo verdadero, bueno y justo que se encuentra en las variadísimas instituciones que el género humano ha fundado para sí y continúa fundando sin cesar (LG 36; GS 42); un reconocimiento de todo el bien que se encuentra en el actual dinamismo social, sobre todo, la evolución hacia la unidad (GS 42.72); una ayuda a cada persona y a todos los seres humanos en sus actividades (GS 41. 42.43). Con palabras que no dejan lugar a dudas el Vaticano II confiesa que «la Iglesia, al disponer de una estructura social visible, que es el signo de su unidad en Cristo, puede enriquecerse y se enriquece también con la evolución de la vida social humana, no como si faltase algo en la constitución que Cristo le ha dado, sino para conocer esta constitución más profundamente, expresarla mejor y adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia percibe, con agradecimiento que, tanto en su comunidad como en cada uno de sus hijos, recibe distintas ayudas de hombres de toda clase o condición. Pues quienes promueven la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económica y social, y de la política tanto nacional como internacional, aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial, en la medida en que ésta depende de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa haberse aprovechado mucho y poder aprovecharse de la oposición misma de sus adversarios o perseguidores» 168.

8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS 350

En el capítulo anterior se ha abordado ya la dimensión escatológica de la Iglesia. Toca ahora completar lo dicho allí presentando el alcance y la trascendencia de la comunión eclesial169. ¿Se circunscribe la comunión entre los miembros de la Iglesia al tiempo de su existencia en la tierra? ¿Va más allá, traspasando el umbral de la muerte?, ¿qué relaciones existen, en todo caso, entre la comunidad que «peregrina hacia el Señor» (cf. 2Cor 5,6) y aquellos bautizados que están ya «para siempre con el Señor» (1Tes 4,17)? La teología, tanto de Juan como de Pablo, están centradas de alguna forma en la realidad de la koinonía, es decir, de la comunión de todos los hombres con Dios y entre ellos mismos, más allá de la frontera de la muerte170. Esa koimonía tiene su fundamento y razón de ser en la comunión que el mismo Dios estableció con la humanidad, muy especialmente a partir del momento de la Encarnación de su propio Hijo (cf. Jn 1,14; Rom 5,8. 10; 8,3. 32ss; Hb 2,14-17). En el Verbo encarnado, Dios pone de relieve que «quiere ser para nosotros aquello que es para Él mismo» 171: comunión, creadora de filiación divina y de fraternidad universal (cf. Mt 23,8; 1Jn 1,3; 4,7-16). No sólo toda la vida de la Iglesia tiene que girar alrededor de la comunión, sino que la misma parusía, en definitiva, es en la consideración del apóstol Pablo, un acontecimiento de comunión. Para Pablo, en efecto, «pertenecer a Cristo» (1Cor 15,23) por el bautismo es iniciar una forma de pertenencia y de comunión que culminará precisamente en la parusía, para «estar para siempre con el Señor» (1Tes 4,16-17; 5,10; 2Tes 2,1). Es así cómo, desde muy pronto los bautizados fueron teniendo la intuición de que, además de la «comunión en las cosas santas» (de la que dan fe los Credos172), existe una «comunión entre todos los santos», es decir, entre todos los bautizados173; y no sólo durante el tiempo de su peregrinación en la tierra, sino también y especialmente, una vez traspasados los límites de la muerte y entrados en la eternidad. Esta común-unión más allá del tiempo se va estableciendo, ante todo, con los mártires y con aquellos cristianos que han tenido una vida digna de la vocación a la que fueron llamados por el bautismo (cf, Ef 4,1). Más tarde, la realidad de esta comunión se va ampliando, y se confiesa la comunión con todos los que, más allá de la mortalidad, «están en Cristo» 174. La expresión «comunión de los santos» adquiere, de esta forma, un doble significado vigente hasta hoy: comunión en los medios de santidad existentes en la comunidad eclesial, y comunión con todos los creyentes en Cristo, también con los que viven definitiva y plenamente en la visión de Dios Uno y Trino. Se ha dicho, con toda razón, que «la Iglesia es una realidad mayor que la fracción de la misma que trabaja, gime y sufre aquí en la tierra; ante todo, su parte más viva es la que ya reina con Cristo en el cielo» 175. Y es que efectivamente —como dice el Vaticano II—, todos los bautizados, «en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a 351

nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (cf. Ef 4,16). La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1Cor 12,12-27)» 176. Existe, pues, una profunda y real aunque misteriosa comunión entre la Iglesia peregrina en la tierra y la comunidad de los salvados en el cielo. Esta comunión entre Iglesia peregrina y comunidad de los santos en el cielo tiene, ante todo, el valor de recordar constantemente a los «peregrinos en el Señor» (cf. 2Cor 5,6) el sentido último, la meta definitiva de toda la vida cristiana: la alabanza y glorificación del Dios Trinidad. «La actuación de nuestras relaciones con la Iglesia del cielo precisamente en los actos de adoración, alabanza y acción de gracias a Dios constituye... la meta de cualquier contacto nuestro con ellos, el móvil en el que se inspira y la norma intrínseca de su desarrollo» 177. La Iglesia, comunión de los santos, comporta solidaridad espiritual, efectiva y operativa unión en la caridad, compromiso de unión en la oración. Implica profunda relación con la Iglesia que ha llegado a su término pleno y definitivo, de forma que «la esencia de la devoción a los santos..., responde a la profunda realidad de la Iglesia como misterio de comunión» 178. Tiene además valor de estímulo y ejemplaridad: «mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cf. Hb 13,14; 11,10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad, según el estado y condición de cada uno» 179. Aunque veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, mucho más lo hacemos —como dice el mismo Vaticano II—, «con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna» (cf. Ef 4,1-6). Como dice Santo Tomás con una intuición admirable, «en la vida eterna está en primer lugar la unión con Dios [...]. Consiste además en la sociedad jubilosa de todos los bienaventurados, y esta sociedad será sumamente deliciosa, ya que cada uno posee todos los bienes que tienen todos los bienaventurados. Porque cada uno amará al otro como a sí mismo y por consiguiente se alegrará del bien del otro como de su propio bien. Por este motivo, la alegría y el gozo de uno crece en la medida en que es también el gozo de todos» 180. La comunión de los santos en el cielo se convierte, así, en paradigma de la comunión a la que está llamada constantemente la Iglesia peregrina. «Para la Iglesia peregrinante los 352

santos que se encuentran en la gloria son el signo de la meta a la que aspiramos, la certeza de la esperanza, la seguridad de la nueva creación, el testimonio de la fecundidad de las promesas, la Iglesia en su consumación y por ello a la vez modelos e intercesores» 181. La comunión entre la comunidad de los peregrinos y «la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo» (Hb 12,23), tiene, igualmente, el valor de crear y robustecer la mutua ayuda que se prestan los creyentes mientras peregrinan por la tierra: «porque ellos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor (cf. 2Cor 5,8), no cesan de interceder, por Él, con Él y en Él, a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (cf. 1Tim 2,5)... Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad» 182. La comunión de los santos —en su sentido más pleno y total— encuentra su momento culminante en la celebración de la Eucaristía. Efectivamente, «la más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando (...) celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, lengua, pueblo y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cf. Ap 5,9) y consagrados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María; más también del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles, de los mártires y de todos los santos» 183. Después de todo lo dicho, se puede concluir que, efectivamente, el fruto primero y principal, el centro, el objetivo y la meta (lo que los escolásticos llamaban la res sacramenti) de este protosacramento que es la Iglesia es precisamente la comunión.

9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS Tanto en el orden simplemente humano, como especialmente en el orden cristiano, la verdadera y auténtica comunión desemboca y se expresa en la fraternidad entre todos los hombres. Desde la fe cristiana la humanidad ha sido concebida por Dios —como afirma una y otra vez el Concilio Vaticano II—, como una única y gran familia. Son innumerables los textos que se pueden aducir en este sentido. Bastará recordar algunos de los más característicos.

353

El Concilio no duda en afirmar, ante todo, que la fraternidad universal es un claro designio de Dios en la historia: «Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos» 184. La fraternidad es, además, un claro y explícito mandato de Cristo: «en su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. [...] Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva evangélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor» 185. De ahí, que la vocación cristiana sea, en último análisis, una vocación a la fraternidad: «La Iglesia... está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano, la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor» 186. De ahí, igualmente, que la vocación más honda de la Iglesia sea precisamente la fraternidad: «Todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en Cristo (cf. Hb 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, secundamos la íntima vocación de la Iglesia y participamos, pregustándola, en la liturgia de la gloria consumada» 187. Resulta por ello evidente que la razón última de ser de la Iglesia, es precisamente la de trabajar por la fraternidad entre todos los hombres: «La Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo y su razón de ser es actuar como fermento y alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» 188. Eso hace que en la Iglesia «los obispos, ejerciendo en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnan la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad» 189. Desde esa experiencia de fraternidad la Iglesia está particularmente comprometida a colaborar con todos los que están empeñados en construirla en todo el mundo. Efectivamente, «al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación» 190. Hasta tal punto es decisiva la fraternidad universal para la Iglesia, que el esfuerzo por construirla entre todos los hombres no es una utopía inútil por inalcanzable: «a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que... no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal» 191.

354

La conclusión se impone: si, por designio de Dios y voluntad expresa de Cristo la Iglesia está llamada a ser fermento válido y eficaz de fraternidad universal, es evidente que está llamada, por eso mismo, a ser una verdadera fraternidad en el interior de ella misma.

355

1 Cf. LG 8. 2 UR 2. 3 L. F. LADARIA, Antropología teológica, Roma 1983, p. 127. Subrayado nuestro. 4 Idem. 5 Ver, entre otras obras de E. MOUNIER, Revolución personalista y comunitaria, en Id., Obras completas I, Salamanca 1992, pp. 159-458. Se trata de un escrito de particular fuerza en el que Mounier pone de relieve la necesidad profunda y urgente de poner en marcha la pacífica pero trascendente revolución del personalismo. 6 E. MOUNIER, o.c., p. 225. 7 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963, p. 239. 8 G. GRASSO, Comunión, en DTI II, p. 87. 9 GS 25. 10 PHILIPS, La Iglesia I, p. 97. 11 GS 22. 38. 41. 45. 12 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 40. 13 Id., p. 41. 14 GS 12. 15 GS 25. Subrayado nuestro. Cf. L. F. LADARIA, Antropología teológica, Roma 1983, pp. 87-170; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp. 153-212; W. PANNENBERG, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca 1993, pp. 195-301. 16 J-M. R. TILLARD, o.c., p. 42. 17 L. F. LADARIA, o.c., p. 127. 18 Idem. 19 Cf. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986. 20 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 9, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 926. 21 GS 13. 22 J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19866, pp. 496-498; 510-512. Aquí 510. 23 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, p. 209. 24 Cf. lo dicho en el capítulo 2 acerca de la doctrina del Cuerpo Místico en el magisterio de Pío XII. Sobre este tema la Bibliografía es inmensa. Bastará recordar algunas de las obras más significativas: H. DE LUBAC, Corpus mysticum. L’Eucharistie et l’Église au moyen âge, Paris 1944; E. MERSCH, La Théologie du Corps mystique, Paris 1944; Id., Le Corps mystique du Christ. Études de Théologie historique, Paris 1951; S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 19462; E. SAURAS, El Cuerpo místico de Cristo, Madrid 19562. 25 Cf. Santo Tomás, STh III, q. 8, sobre todo los seis primeros artículos.

356

26 E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998, p. 56. 27 Cf. P. BENOIT, Corps, Tête et Plerôme dans les épîtres de la captivité, en Exégèse et Théologie II, Paris 1961, pp. 107-153. 28 LG 7. 29 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 135. 30 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 135. El autor, al tiempo que recuerda la controversia existente sobre la interpretación de este texto paulino, manifiesta su adhesión a la postura de L. Cerfaux en su obra La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, pp. 219-237. Cerfaux, en efecto, afirma: «este sôma de Cristo que, en cierto momento, viene a yuxtaponerse al sôma (cuerpo humano) de la comparación helénica y, después, lo suplanta, hasta tal punto que, con la expresión helénica hen sôma se designará al único cuerpo de Cristo, este sôma, decimos, es su cuerpo real, personal. Este cuerpo real es el centro y el origen de la unidad del mundo cristiano; precisamente, podemos ser todos un todo, un unum, porque, a causa de la unión mística, nos identificamos con ese mismo cuerpo» (p. 233). 31 Ya decía en su tiempo Passaglia en su De Ecclesia Christi, Roma 1853, que «la verdadera naturaleza de la Iglesia es completamente desconocida para aquellos que, como Kant, la juzgan como una sociedad en la que los hombres se reúnen para practicar la virtud y para confesar la religión». Citado en H. DE LUBAC, o.c., p. 111, nota 20. 32 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 111. 33 Cf. B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992. 34 W. BREUNING, Comunión de los santos, en SM 1, col. 835. 35 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp. 207-208, 36 Cf. SANTO TOMÁS, STh I, q. 28, aa. 1 y 3. 37 G. PHILIPS. La Iglesia I, p. 116. 38 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 62-63. 39 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 30. 40 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 63. 41 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 29. 42 cf. F. HAUCK, koinós, en GLNT V, cols. 671-726; G. GRASSO, Comunión, en DTI II, pp. 77-92; S. DIANICH, La Chiesa mistero di comunione, Torino 19782; J. M. ROVIRA BELLOSO, Vivir en comunión, Salamanca 1991. 43 Cf. LG 4. 8.13-15.18.21.24-25; DV 10; GS 32; UR 2-4.14-15.17-19.22. 44 Cf. LG 9.13.15.23; CD 5.15; GS 32; AA 1.4.11.38; AG 18.19. 45 Cf. LG 13.23; CD 7.11. 46 Cf. LG 21; CD 4.5. 47 Cf. LG 8. 13. 8.22; AG 22.

357

48 Concilio Vaticano II, Nota explicativa previa n. 2o. 49 Sínodo extraordinario de los Obispos (1985), Relación final II, C), 1: en El Vaticano II don de Dios, PPC, Madrid 1986, p. 78. 50 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 40. 51 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, pp. 45-46. 52 Cf. J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 64-85. 53 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 9, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 926. 54 Hablaremos de él más adelante. 55 JUAN PABLO II pone la Nueva Evangelización en íntima y esencial relación con la creación de «comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida en la caridad y en el servicio: ChL 34, en AAS 81(1989), p. 456. 56 Recordar cómo, antes de llegar a la redacción y promulgación del actual Código de Derecho Canónico (25 enero 1983), se estudió largamente la posibilidad y necesidad de redactar una Ley fundamental, a partir de la cual y en función de la cual se fuera articulando un nuevo Código de Derecho Canónico. La idea no prosperó al argumentarse que, para la Iglesia, su Ley fundamental, su verdadera Constitución ni ha sido ni puede ser otra que el Evangelio con el primer y único mandamiento: el Mandamiento Nuevo del Amor. Este Evangelio con su mandamiento central ha sido releido para la Iglesia de nuestro tiempo en el Concilio Vaticano II. Sus documentos, especialmente las cuatro Constituciones, representan la lectura actualizada del Mandamiento Nuevo del Amor dejado por Cristo a sus seguidores. La doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión, ha quedado recogida en el C. I. C: basta recorrer los cánones 204 al 223 y 368-369. Cf. J. M. PIÑERO CARRIÓN, La Ley de la Iglesia I, Madrid 1985, pp. 29-55; G. GHIRLANDA, El derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 19922, pp. 35-52. 57 H. FRIES, Iglesia e iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de Teología fundamental, Salamanca 1982, p. 456. 58 H. FRIES, a.c., p. 458. 59 San HILARIO, In Ps. 14,3: PL 9,301A; cf. SAN GREGORIO MAGNO, Moralia IV,7,12: PL 75,643C; SAN BASILIO, In Isaiam 15,296: PG 30,638C. 60 Cf. H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, pp. 11-30; K. RAHNER, ET VI, Madrid 1969, p. 384. 61 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; J. MOLTMANN, La Iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca 1978; N. SILANES, «La Iglesia de la Trinidad», Salamanca 1981, pp. 355-434; Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 205-269; A. M. TRIACCA, El Espíritu Santo y la Iglesia, en P. RODRÍGUEZ y otros(dirs.), Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo, Pamplona 1996, pp. 245-281. 62 W. BREUNING, o.c., col. 835. 63 UR 2. 64 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 41-42. 65 Hay que reconocer que, hasta el día de hoy, esta afirmación es más teórica que práctica en la Iglesia

358

accidental. Por el contrario, en la tradición oriental, es una realidad profundamente vivida y reflexionada desde la vida. Cf. P. EVDOKIMOV, L’ortodossia, Bologna 1965, pp. 191-211. 66 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 48. 67 Cf. D. RUIZ BUENO (ed.), Padres apologistas griegos, Madrid 1954, pp. 258ss. 68 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 112. 69 Valga el ejemplo de SANTO TOMÁS, STh III, q.65, a.3, ad 1m; q.67, a.2c; q.73, a.2; a.3; a.4c; q.79, a.1, ad 1m; q.80, a.4c. 70 Santo Tomás en sus escritos ha resaltado de forma sistemática la centralidad de la Eucaristía entre los sacramentos de la Iglesia: es «el sacramento de los sacramentos» (Suppl. q. 37, a. 2); es el sacramento «por antonomasia» (STh III, q. 65, a. 4, ad 3m; q. 73, a. 2. 3 y 4; q. 82, a. 2); es el «fin al que se ordenan los otros sacramentos» (STh III, q. 65,a. 3) y en especial el bautismo (STh III, q. 65, a. 3); es el más excelente de los sacramentos, el que los lleva a su consumación (Contra Gentiles 1. IV, c. 74). 71 Cf. P. EVDOKIMOV, L’ortodossia, Bologna 1965; N. AFANASIEFF, Una Sancta, en «Irénikon» 36(1963), pp. 436-475; Id., L’Église du Saint-Esprit, Paris 1975. Hay que dejar constancia, por otra parte, de cómo, en las Iglesias ortodoxas, esta naturaleza eucarística va íntimamente unida a la naturaleza pneumática de la Iglesia. En el pensamiento ortodoxo, en efecto, Eucaristía y Espíritu Santo conforman la naturaleza más íntima de la Iglesia. 72 CD 11. Subrayado nuestro. 73 SC 41. Subrayado nuestro. 74 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 107-132; Id., Corpus Mysticum, Paris 19492. 75 H. DE LUBAC, o.c., p. 12. 76 UR 2; cf. LG 11. 26; SC 10. 26. 41. 47. 48; PO 5. 6. 77 R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988, pp. 118-119. 78 K. RAHNER, Algunas reflexiones sobre los principios constitucionales de la Iglesia, en Y-M. CONGARB. D. DUPUY (eds.), El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, p. 504. 79 PO 6. Subrayado nuestro. 80 J-M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias, Salamanca 1991, p. 37; cf. Id., La eucaristía, sacramento de la comunión eclesial, en B. Lauret-F. Refoulé(dirs.), Iniciación a la práctica de la teología III, Madrid 1986, pp. 400-409. 81 Asi llama H. de Lubac a la Eucaristía: o.c., p. 123. 82 Cf. SAN LEÓN MAGNO, Sermo 63,7: PL 54, 357C. San Agustín, con una genialidad y profundidad admirables decía a sus cristianos: «Cuando vosotros comulgáis se os dice: “el Cuerpo de Cristo”; y vosotros respondéis “Amén”. Pero vosotros mismos debéis formar el Cuerpo de Cristo. Es pues el misterio de vosotros mismos el que vais a recibir» (Sermo 272: PL 38,1246). 83 LG 11. 84 LG 9.

359

85 GS 40; cf. GS 3.14.24.38.42; LG 28. 38; GE 8. 86 SANTO TOMÁS, STh III, q.65, a.3; q.83, a.4. 87 Pablo VI, EN 24, en AAS 68(1976), p. 21; cf. nn. 13 y 15, en pp. 12-15. 88 No es el momento de entrar aquí en el estudio pormenorizado del origen del Ministerio ordenado en la Iglesia. Este tema debe ser abordado y tratado en profundidad en su propio lugar: el Tratado del Sacramento del Orden. De todas formas, se puede sugerir, dentro de la abundante bibliografía: AA.VV., El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, Madrid 1984; J. I. GONZÁLEZ FAUS, Hombres de la comunidad, Santander 1989; M. M. GARIJO-GUEMBE, La comunión de los santos. Fundamento, esencia y estructura de la Iglesia, Barcelona 1991; A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, Salamanca 19922; G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad del ministerio sacerdotal, Salamanca 1995; B. SESBOÜÉ, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Santander 1998; J. FONTBONA, Ministerio de comunión, Barcelona 1999; D. BOROBIO, Los ministerios en la comunidad, Barcelona 1999, con amplia y sistematizada Bibliografía. 89 Son notables, a este respecto, las diferencias de las afirmaciones doctrinales de ambos Concilios. Trento, en la Sesión XXIII (15 julio 1563) aprobó el canon 6o según el cual «si alguno dijere que en la Iglesia católica no existe una jerarquía, instituida por ordenación divina (divina ordinatione institutam), que consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema» (DH 1776). Por su parte, el Vaticano II enseña que «el ministerio eclesiástico (ministerium ecclesiasticum), instituido por Dios (divinitus institutum), está ejercido en diversos órdenes (diversis ordinibus exercetur), que ya desde antiguo (ab antiquo) recibían los nombres de obispo, presbíteros y diáconos» (LG 28). Las diferencias son apreciables y van, desde la institución misma del presbiterado (la Santa Cena [Trento] o la institución apostólica en su conjunto [Vaticano II]), hasta el destino fundamental del ministerio (ordenado para la Eucaristía [Trento] o para la misión de la Iglesia [Vaticano II]), pasando por el contenido del ministerio (sacerdocio cultual [Trento] o ministerio apostólico [Vaticano II]), o por la especificidad del presbiterado (el poder sobre el cuerpo eucarístico de Cristo [Trento] o la acción in persona Christi [Vaticano II]). Cf. J. FONTBONA, o.c., pp. 53-55. 90 J. DELORME, Diversidad y unidad de los ministerios según el Nuevo Testamento, en AA. VV., El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975, p. 288; cf. Y-M. CONGAR, La jerarquía como servicio según el Nuevo Testamento y los documentos de la Tradición, en Y-M. CONGAR-B. D. DUPUY (eds.), El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, pp. 67-96. 91 J. DELORME, a.c., p. 285. 92 J. DELORME, a.c., p. 287. 93 LG 1. 94 J. DELORME, a.c., p. 289. 95 SAN AGUSTÍN, Sermo 340,1: PL 38,1483; cf. LG 32. 96 CD 16. 97 LG 27. 98 JUAN PABLO II, ChL 22. El mismo Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint, subraya con particular énfasis la naturaleza del ministerio ordenado, y específicamenten el ministerio del sucesor de Pedro, como servicio a la comunión/unidad, tanto en el interior de la Iglesia como en relación con las otras confesiones cristianas: Enc. Ut unum sint nn. 92-97, en AAS 87(1995), pp. 976-979; cf. LG 10. 21. 28; CD 30; PO 2. 6. 99 Cf. A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 900-902.

360

100 El Concilio usa indistintamente los términos «local» y «particular» para referirse a cada una de las Iglesias extendidas por toda la tierra: LG 23. 26. 27. 45; CD 3. 11. 30; AG 4. 6. 10. 15. 19. 20. 22; SC 42; UR 14; AA 30. Los autores, por el contrario, difieren en la nomenclatura y manifiestan sus preferencias: cf. H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 31-58; H. FRIES, Iglesia e Iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de Teología fundamental, Salamanca 1982, pp. 440-461. Aquí, 458-461; Congregación para la doctrina de la Fe, Communionis notio 9, en AAS 85(1993), pp. 843-844; en «Ecclesia» n. 2. 587(4 julio 1992), p. 35; B. SESBOÜÉ, Creer, Madrid 2000, pp. 493-494. Por el contrario, J. M. R. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999: este autor prefiere Iglesia «local» a Iglesia «particular»; «sinodalidad» a «colegialidad»; «conciliaridad» a «iglesia universal». 101 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 901. 102 Congregación para la doctrina de la Fe, Communionis notio 9, en AAS 85(1993), pp. 843-844; en «Ecclesia», l. c., p. 35. 103 LG 23; cf. CD 11. El uso doble de la terminología (portio, pars), tiene su reflejo en el articulado del C. I. C. : vgr. en los cánones 369 y 515 $ 1, aplicados respectivamente a la Diócesis (populi Dei portio), y a la Parroquia, de la que se dice que es «certa communitas christifidelium in Ecclesia particulari stabiliter constituta»: aquí está implícito el concepto de parte aunque no se use el término. 104 CD 6. 105 LG 23; AG 20; cf. Pontificia Comisión Bíblica, Unité et diversité dans l’Eglise, Roma 1989, pp. 14-28. 106 CD 11. 107 Cf. LG 14; PHILIPS, La Iglesia I, pp. 243-249. 108 CD 11. 109 JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América, 16 septiembre 1987, en «Ecclesia» n. 2. 340 (10 octubre 1987), pp. 22-23. 110 Cf. Const. dogm. Lumen Gentium 23. 111 Cf. LG 13. 23; CD 11. 112 JUAN PABLO II, Discurso a la Curia romana 9, 20 diciembre 1990, en AAS 83(1991), pp. 745-746. 113 Cf. W. KASPER, Unidad y pluralismo en teología, Salamanca 1969; C. VAGAGGINI, Pluralismo teológico, en NDT II, Madrid 1982, pp. 1349-1365; Comisión Teológica Internacional, De unitate fidei et theologico pluralismo (1972), en Documenta(1969-1985), Roma 1988, pp. 32-39. 114 Cf. R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986. 115 Cf. supra, cap. 2, pp... 116 JUAN PABLO II, Enc. Slavorum Apostoli nn. 18 y 19, en AAS 77(1985),pp. 779-813. Aquí, pp. 800801; en «Ecclesia», n. 2. 229(13 julio 1985), pp. 9-22. Aquí, pp. 16-17. 117 H. FRIES, o.c., p. 450. Ya en su tiempo Pío XII puso de relieve la posibilidad e importancia de la opinión pública en la Iglesia: vgr. Mensaje L’importance de la Presse catholique (17 febrero 1950), en AAS 42(1950), p. 251ss. 118 K. RAHNER, Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, pp. 114-115; cf. A. M. CALERO, Somos Iglesia, Madrid 1993, pp. 123-124; Id., El laico en la Iglesia. Vocación y Misión, Madrid 19982, pp. 186-187.

361

119 Cf. H. FRIES-K. RAHNER, La unión de las Iglesias, Barcelona 1987, pp. 25-174. 120 UR 11. Subrayado nuestro. 121 LG 28; cf. AA.VV., Parroquia urbana, presente y futuro, V Semana Nacional de la Parroquia, Madrid 1975; P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978, pp. 103-111; C. FLORISTÁN, Parroquia, en CFP, pp. 696-716. 122 AA 10. 123 SC 42. Vale, aplicado a la comunidad parroquial, todo cuanto se ha dicho a propósito de la Eucaristía como instrumento en la construcción de la comunidad cristiana. 124 LG 28. 125 CD 11. 126 SC 41. 127 LG 23. Cf. H. DE LUBAC, Las iglesias particulares en la iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 31140; P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978; J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991. 128 LG 65. 129 LG 23. 130 Esta Nota explicativa previa fue comunicada a los PP. Conciliares el 16 de noviembre de 1964 de parte de la autoridad superior, con el propósito de que, a su luz, se explique y comprenda toda la doctrina expuesta en el capítulo III de la Constitución dogmática Lumen Gentium acerca de la Jerarquía. Cf. G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 42. 83-85. 337-340. 352-353; II, pp. 389-392. 422; J. RATZINGER, La colegialidad episcopal, en BARAÚNA, La Iglesia II, pp. 768-774. 131 Nota explicativa previa n. 1o. 132 Cf. Nota explicativa previa n. 2o. 133 Cf. Nota explicativa previa n. 3o; H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 101-103. 134 Cf. LG 23. Cf. el interesante estudio sobre este tema en el Código de Derecho Canónico de las Iglesias Orientales (CCEO), de R. M. SCHMITZ, Der Papst als quasi-patriarch? Die autonome Metropolitankirche des CCEO im vergleich zur Patriarchalkirche, en F. CHICA y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Casale Monferrato 1997, pp. 704-721. 135 Cf. K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y Primado, Barcelona 1965; E. CORECCO, Sinodalidad, en NDT II, pp. 1644-1673; S. Pié i Ninot, Sinodalitat eclesial, Barcelona 1993; J. M. MARTÍ, Sínodos españoles posconciliares, en «Revista Española de Derecho Canónico» 51(1994), pp. 51-82; J-M. R. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, pp. 423-528. 136 E. CORECCO, a.c., p. 1670. 137 J. TAPIA PÉREZ, Sinodalidad e Iglesia, en F. CHICA y otros (eds.) Ecclesia Tertii Millennii advenientis, Roma 1997, pp. 315-328. 138 Cf. F. HOUTART, Las formas modernas de la colegialidad episcopal, en Y-M. CONGAR-B. D. DUPUY (dirs.), El episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, pp. 455-487.

362

139 E. CORECCO, a.c., p. 1671. 140 E. CORECCO, a.c., p. 1667. 141 E. CORECCO, a.c., pp. 1667-1668. 142 J. M. MARTÍ, Sínodos españoles posconciliares, en «Rev. Esp. Der. Can.» 51(1994), p. 54. 143 E. CORECCO a.c., pp. 1668-1669. 144 E. CORECCO, a.c., p. 1671. 145 Recordar lo dicho en el capítulo 2 acerca del llamado Movimiento ecuménico. Cf. A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 904-908; J. BOSCH, Para comprender el ecumenismo, Estella 1993; B. SESBOÜÉ, Por una teología ecuménica, Salamanca 1999, pp. 125-170: ver las observaciones a esta obra en la Recensión que le hace J. BOSCH en «Vida Nueva», n. 2. 229 (15 abril 2000), p. 43. 146 JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint 49, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 949. Subrayado nuestro. 147 LG 8; UR 4. 13; cf. G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 149; F. A. SULLIVAN, El significado y la importancia del Vaticano II de decir, a propósito de la Iglesia de Cristo, no «que ella es», sino que ella «subsiste en» la Iglesia católica romana, en R. LATOURELLE (ed.). Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 607-616. 148 F. A. SULLIVAN, a.c., p. 611; cf. B. SESBOÜÉ, o.c., pp. 143-161. 149 H. FRIES, Iglesia e iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de Teología fundamental, Salamanca 1982, p. 450. 150 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 13, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 929. 151 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 10, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 927. 152 No obstante la Declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe (6 agosto 2000), parece haber venido a matizar algo restrictivamente esta visión optimista surgida de la doctrina conciliar: ver nn. 16-17, en «Ecclesia» n. 3014 (16 octubre 2000), pp. 34-35. Cf. Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30-6-2000), La expresión «Iglesias hermanas», en «Ecclesia» n. 3. 023 (18 noviembre 2000), pp. 3637. 153 LG 15. 154 UR 3. 155 JUAN PABLO II, Ut unum sint 11, en AAS 87(1995), p. 927. 156 JUAN PABLO II, Ut Unum sint 36, en AAS 87(1995), pp. 942-943. Subrayado nuestro. 157 JUAN PABLO II, Ut Unum sint 38, en AAS 87(1995), pp. 943-944. 158 GS 40. 159 Cf. J. DANIÉLOU, El misterio de la historia, San Sebastián 1957; K. RAHNER, El cristianismo y las religiones no cristianas, en ET V, Madrid 1964, pp. 135-156; P. DAMBORIENA, La salvación en las religiones no cristianas, Madrid 1973; J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones, Madrid 1991, con amplia Bibliografía hasta el año de su publicación. 160 NAE 3 y 4.

363

161 JUAN PABLO II, Discurso en el encuentro interreligioso, en el Instituto «Notre Dame» de Jerusalén (23 marzo 2000), en «Ecclesia», n. 2. 991 (1 abril 2000), p. 35. 162 JUAN PABLO II, l. c., p. 36. 163 JUAN PABLO II, ibid. 164 JUAN PABLO II, ibid. 165 JUAN PABLO II, l. c., p. 35. 166 Idem. 167 K. RAHNER, a.c., p. 154. 168 GS 44. 169 Cf. LG 49-50; K. RAHNER, La Iglesia de los santos, en ET III, Madrid 1961, pp. 109-123; P. MOLINARI, Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y sus relaciones con la Iglesia del cielo, en G. BARAÚNA, La Iglesia II, pp. 1143-1162; D. BONHÖFFER, Sociología de la Iglesia. Sanctorum communio, Salamanca 1980; W. BREUNING, Comunión de los santos, en SM 1, cols. 833-838; G. COLZANI, La Comunión de los santos, Salamanca 1986; Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio 6, en «Ecclesia» n. 2. 587(4 julio 1992), p. 35. 170 Cf. lo dicho a este propósito en el capítulo 1. 171 W. BREUNING, a.c., col. 834. 172 El Credo primero en el que se encuentra la expresión «communio sanctorum» es un Credo del siglo IV atribuido a Nicetas, obispo de Remesiana: DH 19.25-30. 173 Tener presente lo dicho en el capítulo 4 sobre la Iglesia, «santa y pecadora» al mismo tiempo. 174 Esta expresión tiene una fuerte raigambre paulina: vgr. Rom 6,11.23; 8,39; 9,1; 12,5; 1Cor 1,2.4.30; 3,1; 4,10.15.17; 15,18.19.22.31; 2Cor 5,17.19; Ga 2,16; 3,14.24.26.28; Ef 1,1.3.10.12.20; Filp 1,26; 2,5; 4,7,19; Col 1,2.4.28. 175 P. MOLINARI, a.c., p. 1152. 176 LG 49. 177 P. MOLINARI, a.c., p. 1154. 178 Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio 6, en AAS 85(1993), p. 841; en «Ecclesia» l. c., p. 35. 179 LG 50. 180 Opuscula theologica 2, Torino 1954, p. 217. Citado en J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 43. 181 E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998. p. 323. 182 LG 49. 183 LG 50. 184 GS 24.

364

185 GS 32. 186 GS 40. 187 LG 51. 188 GS 40. 189 LG 28. 190 GS 3. 191 GS 38

365

CAPÍTULO

7

LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN

366

367

Nota bibliográfica J. ALFARO, Cristología y Antropología, Madrid 1973, pp. 121-140. A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia II, Madrid 1987, pp. 760-831. J. AUER-J. RATZINGER, La Iglesia. Sacramento universal de salvación, Barcelona 1986. Y-M. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 367-392. Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, Roma 6 agosto 2000, en AAS 92(2000), pp. 742-765; en «Ecclesia», n. 3. 014 (16-X-2000), pp. 28-38. M-D. CHENU, Los signos de la época, en AA. VV., La Iglesia en el mundo actual, Bilbao 1968, pp. 93112. A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 67-79. R. HOTZ, Los sacramentos en nuevas perspectivas, Salamanca 1986. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 163-187. H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988. J. A. MÖHLER, Simbólica, Madrid 2000. C. POZO, La Iglesia como sacramento primordial. Contenido teológico real de este concepto, en «Estudios Eclesiásticos» 41(1966) pp. 139-159. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967. K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche, en Id., Schriften zur Theologie VIII, Einsiedeln 1967, pp. 329354. E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián 1965. Th. SCHNEIDER, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982, pp. 11-67. O. SEMMELROTH, El problema de la unidad del concepto de Iglesia, en J. Feiner-J. Trütsch-F.Böckle (eds.), Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, pp. 401-422. O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián 1965. O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en J. Feiner-M. Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/1, Madrid 1973, pp. 321-370. P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 377-400. F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999.

368

369

Introducción Si la Iglesia —según lo dicho en anteriores capítulos— es imagen y expresión histórica del misterio trinitario, es evidente que tiene que ser una realidad visible y, como tal, constatable y valorable en su desarrollo histórico: en otras palabras, una realidad significante, sacramental. No ha sido fácil, sobre todo a partir de la Contrarreforma, entender y aceptar a la Iglesia como sacramento. Al subrayar durante siglos su dimensión jurídica y societaria, parecía como si al aplicarle la categoría de sacramento, se hiciera de la Iglesia una especie de ente de razón, una realidad excesivamente etérea y espiritual, sin la fuerza, el vigor, la energía y los medios concretos, incluso coercitivos, con que toda sociedad auténticamente humana tiene que contar para el logro de sus fines propios. Por otra parte, al haber dado los Concilios de Florencia (DH 1310) y de Trento (DH 1601) una definición técnica de sacramento y haber declarado oficialmente el número septenario como numerus clausus, aplicar el término sacramento a la Iglesia como tal, equivalía de hecho a introducir un nuevo elemento de confusión en la comunidad eclesial. Por eso, cuando a mediados del siglo XIX algunos teólogos presentaron el misterio de la Iglesia en clave sacramental, no tuvieron particular fortuna habiendo sido silenciados hasta época bien reciente1. Y sin embargo, «la palabra sacramento aplicada a la Iglesia, es la clave que abre la puerta de una nueva concepción eclesiológica. No hay otra categoría más adecuada que la sacramental para designar la estructura primaria de la Iglesia entera. En efecto, la existencia, la estructura y la misión de la Iglesia... están en función de toda una economía sacramental, la cual radica en la Encarnación y tiene sus órganos fundamentales en los siete sacramentos» 2. Hasta tal punto es importante descubrir la naturaleza sacramental de la Iglesia como realidad de iniciativa divina, que «fuera de esta perspectiva, tanto el mismo ser como la misión absolutamente universal del cuerpo místico dejan de ser inteligibles» 3. En realidad, la Iglesia no significa absolutamente nada para el hombre en general y, en particular, para el hombre no-creyente de nuestros días, si no es el sacramento, es decir, el signo visible y tangible de Cristo en la humanidad4. La concepción de la Iglesia como sacramento hace posible el que se presente y sea en realidad, una mediación válida 370

en el encuentro del hombre con Cristo, el Salvador. En una admirable síntesis patrística en la que presenta la profunda conexión existente entre Cristo y la Iglesia, afirma H. de Lubac que «el Esposo y la Esposa forman una sola carne. Cristo, que es el jefe de su Iglesia, no la gobierna, sin embargo, desde fuera: entre ella y Él existe subordinación y dependencia, pero al mismo tiempo ella es su remate y su plenitud. Ella es también el Tabernáculo de su Presencia. Es el Edificio del que Cristo es a un tiempo el Arquitecto y la clave de bóveda. Es el Templo donde Él enseña y a donde Él atrae consigo a toda la Divinidad. Ella es la Nave pilotada por Él, el amplio Arca del que Él es la Columna central y que asegura la comunicación con el cielo de cuantos cobija. Ella es el Paraíso del que Él es el árbol y la fuente de la vida. Ella es el astro cuya luz toda, que ilumina nuestra noche, es Él» 5. Esta perspectiva ha dado a todo el universo sacramental de la Iglesia una hondura, una riqueza, una trascendencia y una capacidad de renovación testimonial y de compromiso de vida que posiblemente desde el tiempo de los Padres no tenía. Cristo, al que nos vamos a acercar como «el sacramento original o fontal», es realmente el fundamento primero y definitivo de todo el orden sacramental en la Iglesia. Porque Cristo es sacramento, la Iglesia, como su continuación en la historia, tiene una naturaleza sacramental, encontrando en la celebración de los siete sacramentos la forma suprema de expresarse y de actuar. Como los peregrinos griegos dijeron a los apóstoles, el hombre de hoy, sabiéndolo o no, dice a la Iglesia: «queremos ver a Jesús» (Jn 12,20-22). Un fin fundamental de la Iglesia es, en efecto, «mostrarnos a Cristo» al igual que Él nos «muestra al Padre» (Jn 14,8). Pero más que mostrarlo, como si se tratara de algo ajeno o extrínseco, la Iglesia está urgida a transparentar a Cristo, a revelarlo, a hacerlo perceptible en su realidad histórica concreta. En relación con Cristo, el compromiso concreto de la Iglesia en esta perspectiva es repetir, de forma análoga por supuesto, lo que Cristo hablando de sí mismo dijo en relación al Padre: «el que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9). En el Concilio Vaticano II la Iglesia se ha percibido a sí misma y se ha presentado ante el mundo específicamente, como sacramento de salvación. Con ello, se ha planteado una cuestión particularmente viva y hasta desafiante para la Iglesia de nuestros días: la unicidad de Cristo como único Salvador de todos los hombres y de todo el hombre. Las grandes religiones, y especialmente el humanismo moderno, ponen en cuestión la especificidad y sobre todo la exclusividad de la naturaleza soteriológica de Cristo y, por consiguiente, del cristianismo. De ahí, que, a pesar de la dificultad que este tema pueda plantear, hay que abordarlo: se trata, en verdad, del primer presupuesto del que arranca el cristianismo: «la salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de Él al que debamos invocar para salvarnos» (Hch 4,12). 371

1. NATURALEZA SIMBÓLICA DE LA REALIDAD6 Los estudios antropológicos actuales descubren que para el hombre la realidad en que vive inmerso, tanto la creatural (el universo) como la humana (la sociedad), es toda ella sacramental: para el hombre la realidad es de naturaleza simbólica. El hombre capta siempre la realidad de una forma simbólica, significativa. De ahí que, frente a la invasión actual de la técnica y en particular de la tecnología en todas sus direcciones, con el peligro de secar la capacidad interpretativa del hombre frente a la realidad, se asiste hoy a la recuperación del valor de la función simbólica para el hombre. El hombre actual siente la exigencia profunda de recuperar lo significativo, la experiencia simbólica, como forma de expresión de sí mismo; una experiencia en la que confluyen sus recursos más personales: la sensibilidad, la imaginación, la memoria, la voluntad, la intuición, la capacidad estética o interpretativa. Y es que si la realidad está compuesta por entes y «el ente es por sí mismo necesariamente simbólico porque necesariamente se expresa para hallar su propio ser» 7, es evidente que «la realidad como tal y la realidad cristiana, sobre todo, es esencialmente y a partir de su origen, una realidad a cuya autoconstitución le pertenece necesariamente el símbolo» 8. Resulta así que el redescubrimiento del simbolismo es uno de los fenómenos culturales más significativos en la actualidad. Por otra parte, la antropología actual coincide notablemente con la antropología bíblica9: es decir, considera al hombre como una unidad profundamente única en la dualidad de la corporeidad espiritualizada o del espíritu corporeizado, aunque profundamente compleja en esa misma dualidad. Después de siglos en los que, en el ámbito de la Iglesia se admitió y profesó una visión dualista del hombre como si éste fuera la reunión (más o menos artificial por cierto y desde luego llamada, tarde o temprano, a la disolución) de dos seres separados, independientes y hasta enemigos entre sí (el cuerpo y el alma), la vuelta a una concepción bíblica del hombre y a una lectura más profunda y objetiva del pensamiento tomista, ha conducido a recuperar una visión de profunda y originaria unidad: la autorrealización del hombre como ser espiritual, va necesariamente unida a la percepción corporal de los sentidos, y sólo en ella puede realizarse el hombre completo. «El hombre entero es, en definitiva, alma y, a la vez, cuerpo; pero no como mera contigüidad de facto de ambos, según pensaba el cartesianismo. Es alma en tanto que esa totalidad una está dotada de una interioridad, densidad y profundidad tales que no se agotan en la superficialidad del hecho físico-biológico. Es cuerpo en tanto que dicha interioridad se visibiliza, se comunica y se autoelabora históricamente en el tiempo y en el espacio» 10. El hombre, en efecto, según esta visión unitaria, es una totalidad formada —según la 372

expresión bíblica— de barro de la tierra y de hálito vital, o, también, de carne y de espíritu. Así resulta evidente que «el signo realizante o realizador más fuerte de nuestra proximidad personal es nuestro cuerpo como indicación y expresión de esta persona humana. El cuerpo, como tal, no es simplemente la persona humana en una identificación total. Es signo, posibilidad de hacer ver a la persona, pero es un signo realizante. En él se realiza la persona. El cuerpo es un signo realizador para ese hombre, su yo, su conducta, su pensar y su actuar, su realización propia» 11. En el fondo, el cuerpo es expresión y símbolo de la realidad espiritual fundamental del hombre. Efectivamente, el hombre tiene una estructura según la cual llega al conocimiento de algo, siempre a través de la propia corporeidad; incluso lo más espíritual y pneumático es percibido siempre por el hombre a través de los sentidos coporales. Por eso se puede afirmar que la condición humana exige una estructura sacramental; más aún, que el hombre es un ser sacramental. La naturaleza del hombre es tal que «la corporeidad no es sólo la aparición y el semblante de la persona humana que se revela, sino que es juntamente aquello en lo cual y por lo cual el alma se constituye en persona. La corporeidad es aquello en que el alma muestra hacia afuera su propia personificación. [...] El encuentro entre un hombre y otro hombre tiene lugar en el cuerpo y por el cuerpo. En consecuencia, por muy independiente que sea en sí misma del encuentro corporal, la intersubjetividad espiritual entre los hombres encuentra su culminación en este encuentro corporal y en él se hace presente de manera perfecta. [...] El encuentro personal corporal significa para ambas partes la vivificación y la consumación decisivas del encuentro espiritual» 12. El hombre es un espíritu que existe y vive en la corporeidad: esta condición implica necesariamente cuatro momentos decisivos que han sido designados como sacramentos de la naturaleza: el nacimiento, la muerte, la intercomunicación profunda mediante el ejercicio de la sexualidad y la necesidad de alimentarse. Unos sacramentos que, a poco que se reflexione, implican una conciencia de trascendencia: ¿de dónde?, ¿hacia dónde?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿cuál es su significado? Desde este punto de vista, aparece el ser humano constitutivamente como un ser sacramental, por cuanto, en base a y a partir de la experiencia de la propia corporeidad, es capaz el hombre de ir más allá de sí mismo, es capaz de hacer una auténtica experiencia de trascendencia. Más aún, el hombre en la propia corporeidad se descubre a sí mismo como un ser simbólico. En la unidad de «símbolo y simbolizado formados por el cuerpo y el alma, las partes del cuerpo, cada una por sí, son más que porciones del cuerpo entero sumadas de manera meramente cuantitativa; son siempre partes en una forma tan peculiar que contienen en sí el todo» 13. Esta condición hace que, desde siempre, el hombre se haya expresado 373

personalmente, se haya comunicado con los demás y se haya hecho entender, mediante signos y símbolos que constituyen el lenguaje más universal que existe entre los humanos. Hay que dejar constancia ya en este momento, —aunque se vuelva sobre ello más adelante— que con la entrada en la historia humana del Verbo de Dios como un auténtico hombre (cf. Flp 2,5), se amplió y reafirmó sustancialmente la realidad de lo sacramental en el sentido de que la misma historia se convirtió en historia de la salvación, es decir, en signo real y objetivo de la presencia del Dios viviente entre los humanos. Por eso, signos y símbolos son términos que constituyen una categoría antropológica de gran importancia aunque no son unívocos; dicen, con matices diversos, relación a los elementos sensibles en los que el hombre capta significados que trascienden la realidad concreta ante la que se encuentra.

EXCURSUS I: Signos y símbolos Signo es una señal, una imagen, un icono, un indicador: es toda realidad sensible que, conocida o percibida de alguna manera, remite a otra realidad ausente o que, incluso si está presente, no lo está de manera sensible y constatable: vgr. el afecto entre dos amigos. Al afectar a toda la persona, un signo, cuando es auténticamente tal, pone en relación con un acontecimiento del que hace participar al que percibe el signo. El signo, como es sabido, puede ser natural (humo respecto del fuego), o convencional (apretón de mano como signo de amistad). El signo acentúa especialmente la presencialidad objetiva de la realidad significada. Todo signo se constituye por tres elementos fundamentales e indispensables: la realidad significante, la realidad significada y la relación entre ambas. Es esta relación sobre todo, la que constituye propiamente el signo: una relación que descubre y manifiesta «la capacidad efectiva del significante de ser tal, para determinadas personas. Una capacidad, por otra parte, que puede depender no sólo del elemento sensible, sino también de un código común de los comunicantes, del contexto, de la experiencia exterior, etc.» 14. Efectivamente, un mismo signo puede significar una cosa y su contraria, dependiendo del contexto social, cultural, o psicológico en que se realice: supone siempre una psicología en el que percibe el signo, desde la que se lee y se entiende lo significado. Por eso, «para leer y descifrar un determinado signo es absolutamente indispensable situarlo en la estructura que lo constituye, lo genera y lo hace inteligible. Un signo fuera de su estructura no es signo de nada» 15. Por otra parte, «para el que conoce, el signo tiene que ser mejor conocido que la 374

cosa que significa, ya que tiene que llegar a través del conocimiento del signo al conocimiento de la cosa significada» 16. Y es que, por su propia naturaleza, el signo no expresa siempre de forma absoluta, perfecta y adecuada la realidad significada al no ser ésta inmediatamente perceptible. Resulta siempre cierto que «lo esencial es invisible a los ojos» 17. Si esto es así, se comprende que, cuando el que percibe el signo no tiene las claves de interpretación del mismo, es decir, no conoce el código común de lectura que relacionan al significante con el significado, el signo se convierte en una realidad ininteligible: se convierte sencillamente en un jeroglífico. Símbolo, etimológicamente, es la convergencia o encuentro de dos partes que forman una misma y única realidad: vgr. una moneda partida en dos, un objeto (piedra, estatua, documento) partido en dos de tal forma que, al ponerse juntos de nuevo, formen una sola realidad que pueda ser reconocida como auténtica por los poseedores de cada una de las partes. Desde el punto de vista antropológico hay que recordar que existen en el hombre experiencias realmente fundamentales «que no son traducibles al nivel consciente de lo que puede ser formulado adecuadamente mediante el discurso» 18. Existen experiencias humanas que son muy difíciles, por no decir imposibles de expresar con palabras: se hace con «símbolos», es decir, con un conjunto de elementos convergentes que expresan de forma intuitiva, no propia ni necesariamente verbal, la realidad que desea expresarse. Símbolos, según esta descripción pueden ser las personas, los gestos, los objetos con los que se identifica bien una persona, bien un grupo social determinado. El símbolo hace presente la realidad simbolizada de una forma idealizada, poética, idílica, evocadora, sugerente, trascendental. En este sentido, símbolo es la expresión no lingüística de experiencias humanas profundas que resultan extremadamente difíciles de expresar mediante palabras o frases descriptivas. Se trata de experiencias vividas por la persona a un nivel que es previo a toda conceptualización. El símbolo aparece, entonces, como la expresión de una experiencia que no se puede tematizar y que, por eso mismo, resulta literalmente inefable. Para K. Rahner símbolo «no significa algo que, separado de lo simbolizado —o en tanto distinto unido, real o conceptualmente, de forma meramente aditiva con lo simbolizado— lo señale y esté así vacío de ello. Símbolo es, por el contrario, la realidad que, como elemento intrínseco de sí mismo, constituido por lo simbolizado, lo revela, lo manifiesta y, en tanto existencia concreta de lo simbolizado mismo, está lleno de ello» 19. Símbolo es, pues, una realidad significante en la que, de alguna forma, está presente lo significado: la parte visible e históricamente observable del símbolo representa solo la parte que ha emergido de una totalidad que permanece en su mayor parte escondida. Por eso precisamente el término símbolo no tiene un sentido 375

unívoco, razón por la cual tampoco tiene siempre un sentido claro, inequívoco, exento de toda ambigüedad. En este mismo sentido Santo Tomás puso de relieve el valor del lenguaje simbólico, su función pedagógica para el hombre, a causa no solo ni en primer lugar de la debilidad humana, cuanto, ante todo, de la naturaleza corporal del mismo hombre20. Según lo dicho más arriba, es, en efecto, un espíritu encarnado en la materia, o si se quiere, un cuerpo (materia) animado por un espíritu. El espíritu de cada hombre se comunica con los demás hombres y con todo lo que es de naturaleza espiritual, gracias a su corporeidad. Y es que, «en un emsamblamiento misterioso en orden a la función simbólica del cuerpo, cada parte lleva en sí la fuerza simbólica y la función del todo aportando su parte al todo del símbolo» 21. De ahí, que en el hombre «el cuerpo es el símbolo del alma en tanto es formado como la auto-realización —bien que no adecuada — del alma y en tanto el alma se hace presente y aparece en el cuerpo diverso de ella» 22. Cuando el símbolo se considera no simplemente como lo inefable, como una realidad profunda del ser humano, sino desde una clave religiosa personal, entonces el símbolo se convierte en signo religioso. Efectivamente, «la recta comprensión de la realidad significada por el término sacramento, al menos en el caso de la religión cristiana, permite descubrir la complementariedad de los términos que forman esas expresiones, ya que el sacramento surge de la fe y sin ella pierde su sentido, pero está llamado a realizarse en la vida y debe así, ser órgano de expresión, de celebración y de anuncio de esa fe en medio del mundo» 23. Aplicando todas estas reflexiones al ámbito de la relación mutua entre Dios y el hombre, se llega a la noción cristiana de sacramento, que incluye siempre y necesariamente la relación estrecha entre un aspecto humano que incluye gestos o realidades intramundanas, y una componente divina garantizada por la misteriosa y eficaz presencia de Dios. Por otra parte, hay que dejar constancia ya en este momento, —aunque se vuelva sobre ello más adelante— que con la entrada en la historia de los hombres del Verbo de Dios como un auténtico hombre, se amplió e intensificó sustancialmente la realidad de lo sacramental en el sentido de que la misma historia se convirtió en historia de la salvación, es decir, en signo de la presencia del Dios viviente entre los hombres. En conclusión, la base antropológica más estable y firme para todo el universo sacramental dentro del cristianismo es, precisamente, la naturaleza misma del hombre, su forma peculiar de ser, por la que percibe que su autorrealización como ser espiritual y libre se hace no solo en la propia corporeidad, sino también en su relación-con-los-demás y en su mismo ser-en-la-historia. Estas tres dimensiones constituyen al hombre en lo más íntimo, y, por consiguiente, todo intento de relación más allá de sí, incluso su deseo 376

profundo de relación con el Trascendente (cualquiera que sea la forma en que lo percibe), pasa necesariamente por esa triple mediación: él mismo, los demás y la historia. De ahí que, «a pesar de las múltiples alienaciones que se operan en la conciencia moderna, a pesar de la tecnificación del mundo que nos rodea y a pesar de una racionalidad en parte excesiva y de la ausencia de misterio en la concepción vital de hoy, existe una amplia base experimental para la realidad sacramental» 24. Es la propia naturaleza del hombre, la que constituye esa base innegable e insuprimible del universo sacramental.«La realidad como tal y la realidad cristiana, sobre todo, es esencialmente y a partir de su origen, una realidad a cuya autoconstitución le pertenece necesariamente el símbolo» 25.

2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA El contexto histórico, social y cultural en el que vive la Iglesia en cada momento de la historia es enormemente importante para la misma porque, como signo o sacramento de Cristo, su realidad es leída, captada y entendida por hombres que pertenecen a ese contexto histórico preciso. Como quiera, por otra parte, que la psicología del hombre va evolucionando en cada época según modelos mentales y culturales diversos, la Iglesia, en cuanto signo no puede permanecer inmóvil y fija en aquellos aspectos sociales y fenomenológicos en los cuales y gracias a los cuales es percibida, conocida y entendida. En efecto, lo que en un momento determinado pudo ser un signo de respeto, de reverencia, de admiración y consideración social, en otro momento de la historia puede convertirse en signo inequívoco de desigualdad intolerable, de minusvaloración de la persona, de superioridad inaceptable o incluso de soberbia. Pues bien, hoy se vive entre los hombres una situación de exacerbación de la imagen26: se leen las imágenes; se ven más que se leen los periódicos y las revistas, se cuida la imagen, se valora más la estética de la forma que la ética del contenido, se enjuicia y valora a partir de una imagen. El lenguaje icónico, llevado hasta el paroxismo por los mass media, es tan común y connatural para el hombre actual, que llega a poner en peligro otras formas y medios de comunicación como puede ser la letra impresa. Una Iglesia, pues, que se descubre a sí misma como signo o sacramento, no puede ser indiferente frente al mundo de la imagen, ni convertirse en una realidad insignificante para el mundo circundante, para la cultura en la que, de buena o de mala gana, está profundamente inmersa: se convertiría en una verdadera contradictio in terminis, es decir, en un signo in-significante. Por el contrario, la Iglesia está llamada a 377

ser un signo fácilmente legible y entendible por el hombre actual como por el hombre de cada época. El signo entre los hombres es siempre —como queda dicho— una señal dada por una persona27, y recibida y leída por otra persona.«Un verdadero signo humano es una acción, en la cual, una persona expresa a otro ser personal sus pensamientos, sus intenciones, su propio interior. El que establece un signo, comunica algo que estaba más o menos profundamente escondido en su propio ser, para que esto sea también accesible a los demás. [...] El signo no es un mero dar a conocer —por lo menos, en sus formas más intensas—, sino una automanifestación y una invitación e, incluso, el principio de una nueva comunidad personal» 28. Esto equivale a decir que el signo es siempre recibido y leído desde una psicología concreta y determinada. Esta sencilla pero al mismo tiempo profunda constatación, está llamada a tener repercusiones verdaderamente importantes para la Iglesia, a la que le plantea una cuestión fundamental: a saber, la clase de imagen que está dando al hombre contemporáneo. Porque es posible que señales o signos que en un determinado momento o época fueron perfectamente adecuados para transmitir el Mensaje de la salvación, al cambiar la psicología de los lectores, esos mismos signos llegan a convertirse en auténticos rompecabezas, en verdaderos jeroglíficos.

3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II El Concilio Vaticano II, además de reafirmar la centralidad de Cristo en la Iglesia dando el paso decisivo del eclesiocentrismo de los últimos siglos al cristocentrismo de la gran tradición patrística, puso de relieve constantemente que ese Cristo, Luz de los pueblos, resplandece en el rostro de la Iglesia. No duda en afirmar, en el primer documento aprobado, la Constitución Sacrosanctum Concilium (4-XII-1963), que «del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» 29. No duda después en comenzar el documento central del mismo Concilio —la Constitución dogmática Lumen Gentium—, afirmando que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo de la unidad de todos los hombres» 30. De esta forma se puede decir que «el tema de la Iglesia como sacramento de salvación es uno de los que caracterizan la visión que de la Iglesia ha formulado y nos propone el Concilio. Su importancia supera la proporción cuantitativa que ha recibido en los textos y ello a causa de su valor de síntesis y del dinamismo que le caracteriza» 31. Con todo, «estamos tan acostumbrados a designar con el nombre de sacramento a los siete ritos principales de la Iglesia, que nos vemos tentados a interpretar esas palabras de la Constitución en un sentido figurado, poético, útil ciertamente para la meditación piadosa, pero no para el conocimiento 378

dogmático. Sin embargo, hay muchos factores que hablan en contra de una interpretación figurada a saber: el hecho de que las palabras citadas se hallen al mismo principio de la Constitución y en tantos otros lugares importantes de la misma; la insistencia con que varios Padres conciliares exigieron —o aprobaron— la expresión; y los abundantes pasajes dispersos donde un lector atento puede ver una alusión a ese concepto sacramental de la Iglesia» 32.

3.1. Revalorización de la categoría sacramental Recogiendo la sensibilidad antropológica y cultural del último siglo, especialmente, el Vaticano II recuperó la categoría simbólica y sacramental para describir la naturaleza de la Iglesia, pudiendo así hablar al hombre contemporáneo con su propio lenguaje. Si el hombre está particularmente familiarizado con el lenguaje de los signos, si la cultura actual es una cultura eminentemente icónica, la Iglesia, que es una realidad no sólo simbólica sino, más aún, sacramental, no puede presentarse como realidad perteneciente irremediablemente al pasado, ni seguir anunciando el mensaje de la salvación en un lenguaje arcaico, cada vez más extraño y lejano a las categorías mentales e incluso verbales del hombre contemporáneo. Debe presentarse, puesto que lo es, como un signo legible y fácilmente inteligible, que usa en su lenguaje no sólo categorías semánticas exactas, sino también categorías antropológicas y culturales contemporáneas33. La perspectiva antropológica en que se situó el Vaticano II lleva a tener muy en cuenta la totalidad de la persona humana al reflexionar y establecer sus relaciones con Dios. Dios se relaciona con el hombre a la medida del hombre; es decir, en la totalidad de su ser humano. La corporeidad es de tal manera importante y decisiva en el hombre, que el mismo Santo Tomás llega a decir que «el alma separada» (del cuerpo) no sólo no es persona, sino que ni siquiera merece el nombre de «persona» 34. La realidad personal del hombre exige, pues, la corporeidad como elemento esencial del mismo hombre. No es posible relacionarse con Dios sino en el cuerpo y a través del cuerpo; y esto, a pesar de la fragilidad, de la debilidad y de la misma caducidad de la condición humana35. En el contexto de la revalorización general de la realidad sacramental, el Vaticano II comenzó por situar a toda la comunidad eclesial en esa perspectiva, presentándola como un: — — — —

«Sacramento en Cristo» (LG 1. 8; SC 5). «Sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1. 5). «Sacramento de la únión íntima con Dios» (LG 1. 9; GS 42) «Sacramento de la unidad del género humano» (LG 1; SC 2. 26)

379

Para presentar el misterio de la Iglesia el Concilio Vaticano II (LG 6 y 7) se sirvió de múltiples imágenes y símbolos bíblicos: es el redil cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10); es una grey de la que Dios mismo es el Pastor (cf. Ezq 34,11ss); es labranza de Dios (cf. 1Cor 3,9); es el conjunto de los sarmientos cuya cepa es Cristo (cf. Jn 15,1-5); es edificación de Dios, de la que Cristo es la piedra angular (cf. 1Cor 3,9); es la familia de Dios (1Tim 3,15), la tienda de Dios entre los hombres (cf. Ap 21,3), el templo santo (cf. 1Cor 3,16-17; 6,19-20); es la ciudad santa que baja del cielo ataviada como una novia engalanada para su esposo (cf. Ap 21,1s); la esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ef 5,25-26); es, en particular, el cuerpo de Cristo (cf. 1Cor 12,12-27), siendo Él la Cabeza y todos los bautizados sus miembros: son imágenes y símbolos con los que se quiere expresar la verdadera esencia de la Iglesia, la naturaleza profunda de una realidad exterior que no siempre corresponde a lo que su esencia pide. Según la doctrina del Concilio, mantenida a lo largo de todos sus documentos, la Iglesia es realmente «un signo poderoso y eficaz del plan salvífico que se reveló en Jesucristo» 36. Es un misterio a partir de su relación íntima con Cristo, el gran misterio revelado por Dios; es, en Cristo y por Cristo, signo e instrumento de salvación; es signo e instrumento precisamente en un mundo que, en medio de no pequeñas divisiones y enfrentamientos, camina sin embargo hacia su unificación y, en definitiva, hacia su unión con Dios en Cristo. Un signo de la seriedad con que el Vaticano II tomó la dimensión sacramental de la Iglesia en su valor significante ante el hombre contemporáneo y del convencimiento de que los signos son siempre percibidos y leídos desde una psicología concreta y determinada, es que quiso explícitamente que se reformaran todos los signos y ritos litúrgicos, a fin de que «expresen con mayor claridad las cosas santas que significan, y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria» 37.

3.2. La Iglesia signo en el contexto de los signos de los tiempos38 El Vaticano II fue igualmente sensible a la necesidad de situar a la Iglesia-signo de Cristo, en el contexto actual de los llamados signos de los tiempos. Dentro de los signos con que los hombres se entiende entre sí, existen algunos que, por la fuerza, la constancia, y la definitividad con que caracterizan una determinada época de la historia, son llamados y conocidos como signos de los tiempos. Son aquellos fenómenos o conjunto de fenómenos que marcan y expresan al mismo tiempo una época histórica no de una manera superficial o transitoria, sino de forma profunda y determinante. Según eso, no cualquier fenómeno que se produce en una época concreta 380

es un «signo de los tiempos»: sólo aquellos que no son epidérmicos, que no son pasajeros sino que, de alguna forma, hacen cambiar el curso de la historia, pueden ser y llamarse en realidad signos de los tiempos. Entre los fenómenos actualmente admitidos como tales pueden señalarse: La aceleración de la historia, sometida, hoy particularmente, a cambios rápidos y profundos. La personalización o descubrimiento del valor central y supremo de la persona, de toda persona, sin ningún otro aditamento o cualificación de alcurnia, posición económica, consideración social, laboral, cultural, etc. La socialización o crecimiento cualitativo en la conciencia de solidaridad entre los hombres y los pueblos, de forma que nadie sea indiferente a nadie, los problemas de unos sean los problemas de todos y las desigualdades entre unos y otros resulten cada vez menos tolerables. La secularización o progresiva autonomía de las realidades temporales (cultura, arte, política, economía, campo científico, investigación...), en virtud de la cual esas realidades no estén sometidas, ni sean dependientes de ningún otro factor, incluso de orden religioso, que no sean las leyes propias de cada sector de la realidad: económico, cultural, social, profesional, científico, etc. La globalización en virtud de la cual el planeta Tierra se ha convertido en una pequeña aldea. La búsqueda y construcción de la paz por encima de otros valores como puedan ser la patria, la raza, el prestigio internacional. La progresiva promoción de la mujer hasta alcanzar la plena paridad con el varón en todos los campos del saber, de las decisiones, de la política, de la ciencia, y también de la religión. El ecologismo como preocupación creciente por la habitabilidad futura del planeta Tierra. Estos «signos», apreciables en sí mismos, tienen no obstante también, en el mundo actual, sus «contra-signos»: El relativismo más absoluto, que rechaza toda realidad o valor permanente y objetivo, puesto que todo cambia constantemente. El individualismo más exacerbado, por el que cada uno se siente con el derecho de pensar, hablar y actuar sin referencia alguna al otro ni al conjunto de la sociedad a la que pertenece y en la que está objetivamente inmerso. La colectivización más extrema que conduce de manera inmediata y muchas veces inconsciente a la despersonalización y a formas de colectivismo falto de toda iniciativa y de verdadera libertad personal. El secularismo más radical que conduce directamente a un mundo que, si bien 381

puede construirse sin Dios, con demasiada frecuencia se revuelve contra el propio hombre39. El pacifismo a ultranza y a cualquier precio, aunque ese precio sea la propia dignidad del hombre en sus diversos aspectos. El riesgo, nada irreal de que la globalización funcione sólo para los países desarrollados. El feminismo extremista que propugna un igualitarismo entre varón y mujer que intenta superar toda barrera o límite impuesto incluso por la propia naturaleza. Pues bien, en un mundo fuertemente marcado por estos signos y contrasignos, la Iglesia no puede aparecer como un antisigno o, lo que sería mucho peor, como un auténtico jeroglífico. Y no podría aducirse, como fácil coartada, que la Iglesia está llamada, por su propia naturaleza y semajanza de Cristo, a ser signo de contradicción. La Iglesia ha de ser signo de contradicción frente al mal en cualquier de sus formas o manifestaciones, pero no frente a estos signos concretos en los que, leídos evangélicamente, no es difícil encontrar la presencia y la acción del Resucitado que hace fermentar la historia con la fuerza del Espíritu. Frente a estos signos, por consiguiente, la Iglesia-signo está llamada no sólo a conocerlos, valorarlos y apreciarlos en su justa medida a fin de no convertirse en antisigno, sino también a mantener una actitud abiertamente crítica. El Vaticano II, plenamente consciente de esta realidad, no dudó en afirmar que, para cumplir su misión salvadora, «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época, e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad. [...] Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas y aspiraciones» 40.

4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO En el universo cristiano el verdadero y auténtico prototipo de todo sacramento, «está en la Persona de Jesús; pero, en el tiempo que media entre su Ascensión a los cielos y la Parusía, es su cuerpo en la tierra —la Iglesia—, el que constituye el arquetipo sacramental» 41. Teniendo presente cuanto se ha dicho al hablar del misterio, es posible añadir todavía algunos datos a fin de poder dar todo su valor y profundidad a la afirmación de que la Iglesia es un sacramento. 382

En el Antiguo Testamento el término mysterion tiene siempre un sentido de algo que se realiza anticipadamente: una realidad que se prefigura, bien en forma verbal de profecía, bien en forma real de personaje. De ahí que los autores de los primeros siglos (II-III), fueron aplicando a Cristo y a la Iglesia esas profecías y esas figuras personales. En la revelación cristiana, por su parte (cf. Mc 4,11), y especialmente en la enseñanza paulina (cf. Rom 11,25; 16,25-26; Ef 3,1-9; Col 1,25-27; 2,2; 4,3), mysterion significa el plan oculto que tiene Dios de salvar a todos los hombres (judíos y gentiles) en Cristo y por Cristo: un plan que se revela en cuanto que se realiza en la historia. Para Pablo el misterio no es tanto la salvación de Cristo, sino Cristo mismo salvador de todos los hombres: es Cristo el auténtico mysterion de Dios. En Cristo se hizo visible de forma personalizada el favor (járis) de Dios, la bondad (jrestótes) de Dios, su amor (filanthropía) por los hombres (cf. Tit 2,11; 3,4). Es preciso recordar, a este propósito, cómo la Palabra de Dios, a diferencia de la palabra del hombre, no es una palabra meramente constatativa y mucho menos un puro «flatus vocis». Por el contrario, es siempre, por su propia esencia, una palabra creativa, que es objetiva en su propia realización, en su hacerse, al traducirse en realidad Dios se revela como creador, creando; se revela como perdonador, perdonando; se revela como salvador, salvando. Las de Dios no son palabras vacías, huecas o falsas; son siempre palabras creadoras de la realidad que anuncian o enuncian, y, en ese sentido y desde ahí, son palabras llenas, verdaderas, auténtica expresión de su propio ser, con el que se identifican plenamente. Por eso los términos mysterion o sacramento aplicados al ámbito de la revelación de Dios no indican sólo una realidad que está más allá del signo, sino una realidad que está presente en el mismo signo, que, precisamente por esa presencia real, se convierte en signo. De ahí que, desde «el momento en que Jesús es designado como mysterion de Dios, el centro de gravedad está en la realización y en la forma terrena, bajo la cual nos es accesible el plan salvífico de Dios. Desde ese momento, el término puede designar los sucesos terrenos en los que se manifiesta veladamente y se realiza el plan salvífico de Dios» 42. Aunque mysterion en griego o sacramentum en latín no son términos que se equivalgan totalmente en todos sus aspectos y matices, sin embargo, en la consideración y en el uso de los Santos Padres, encierran una riqueza y una hondura de significado mucho mayor de lo que significó por ejemplo el termino sacramento en el Concilio de Trento y de lo que puedan significar los términos castellanos signo o sacramento. Efectivamente, mysterion o sacramentum en los primeros siglos cristianos comprenden y designan de forma unitaria un triple contenido: la Persona de Cristo, el designio eterno de Dios de salvar al hombre en Cristo, e incluso las prefiguraciones veterotestamentarias, que señalaban esa misma realidad. En efecto, la distinción de significado entre mysterion y sacramentum, iniciada ya por San Agustín en cuanto al uso de los términos43, se 383

acentúa y perfila sobre todo con los escolásticos. Es en la Edad Media (siglos XII-XIII) cuando mysterion (sobre todo usado en singular) va adquiriendo el significado específico que tiene en la actualidad (lo que hoy se entiende por misterio), al igual que sacramentum comienza a designar, de forma específica y exclusiva a cada uno de los siete signos sacramentales de la actualidad. En resumen, cuando en la Iglesia de los primeros siglos se habla de mysterion o de sacramentum, no se está hablando ante todo y sobre todo de los contenidos doctrinales «misteriosos» que forman parte del credo cristiano, «sino de una estructura general, de una perspectiva que hacía comprensible el todo de la economía salvífica y de sus partes. La categoría sacramental designaba allí la Encarnación del poder y del plan salvíficos de Dios, los cuales —a través del sacramento — se hacen presentes entre los hombres y para los hombres. Y, a su vez, a través del sacramento, el hombre encuentra, conoce y afirma la acción salvífica de Dios, la posee y se entrega a ella, o mejor dicho, se deja poseer por ella» 44. De esta forma, la benevolencia manifestada por Dios en la historia de la salvación, al llegar la plenitud de los tiempos, se vio realizada de forma plena y definitiva en Cristo y en su continuación histórica la Iglesia. Con una diferencia sin embargo: para Cristo, muerto y resucitado, lo escatológico está «ya» plena y definitivamente cumplido y realizado; en la Iglesia —su continuación en la tierra hasta el final de los siglos—, lo escatológico (lo último), es una realidad iniciada, presente en verdad, pero «todavía no» realizada en su forma plena y definitiva y, por consiguiente, en permanente tensión hacia el futuro, en camino hacia una plenitud todavía por realizar. También en este aspecto entre Cristo y la Iglesia hay continuidad pero no identificación plena y absoluta.

4.1. Cristo, el Sacramento original o fontal Para descubrir en toda su hondura la sacramentalidad de la Persona de Cristo es preciso poner de relieve el valor decisivo de la Encarnación en sí misma. Efectivamente, la Encarnación —seguimos aquí abiertamente la perspectiva de Ireneo de Lyon— no tuvo un sentido estrechamente temporal o meramente funcional: es decir, no se realizó por un tiempo, en función de o en orden a la muerte en cruz para la redención de la humanidad. Por el contrario, «en la encarnación abrazó Dios al mundo radical y definitivamente en su misericordia. Con la encarnación queda ya toda la redención formalmente predefinida. [...] En la encarnación la humanidad entera fue ya asumida fundamentalmente para la salud» 45. Decía ya en su tiempo San Agustín: «non est enim aliud Dei sacramentum nisi Christus»46. Y es que, gracias al misterio de la Encarnación, la humanidad de Jesús es «instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él» (LG 8). Cristo es, pues, el Sacramento de Dios, entendiendo bien, de todas formas, que «la humanidad de Cristo 384

no puede ser concebida como librea o disfraz de Dios, sólo como señal de la que él se sirve, como si sólo lo manifestado por esa señal dijera algo sobre el Logos. [...] La humanidad de Cristo es, por el contrario, la automanifestación del Logos mismo. De forma que cuando Dios, expresándose, se aliena de sí mismo, aparece justamente eso que nosotros llamamos la humanidad del Logos. [...] El Logos, como Hijo del Padre, es en su humanidad como tal, en toda verdad, el símbolo revelador —por ser el símbolo que hace presente lo revelado mismo— en el que el Padre se dice al mundo en ese Hijo» 47. Hasta tal punto es Cristo el símbolo por excelencia del Padre, que «si debiera escribirse una teología de la realidad simbólica, la cristología... tendría que constituir, evidentemente, el capítulo central. Y dicho capítulo no tendría que ser casi nada más que una exégesis de lo que refiere Juan en su evangelio (14,9): quien me ve a mí ve al Padre» 48. Antes incluso de que Pablo llamara a Cristo, el gran Sacramento, el misterio por excelencia de Dios (cf. Rom 16,25-26; Ef 3,1-9; Col 1,26-27; 2,2; 4,3), ya el mismo Cristo había hablado de sí como el signo principal y hasta exclusivo que se le daría, en particular a los judíos, de la autenticidad de su persona: «Esta generación pide signos y no se le dará otro que el signo de Jonás» (Lc 11,29; Mt 12,39; 16,4). Cristo es, además, en su misma realidad personal, el gesto máximo, la realización ejemplar, el signo supremo y absolutamente eficaz, del Amor salvador de Dios a la humanidad (cf. Jn 3,16-17); en su realidad personal, es decir, no por lo que dice, predica o enseña; incluso no por lo que hace, sino por lo que es en sí mismo, en su realidad personal. Por eso se dice y es, en realidad, el Sacramento original, fontal, fundamental: el sacramento en el cual todos los demás signos o sacramentos salvíficos del cristianismo (y en especial los siete «sacramentos») encuentran su fuente y fundamento, del cual beben y se alimentan, al que reflejan en la realidad específica de cada uno de ellos. De ahí que «cuando hablamos de Cristo como “sacramento” de la benevolencia eficaz y salvadora de Dios para con los hombres, ello ha de entenderse conforme a una plenitud que los usos modernos del término “sacramento” corren el riesgo de no sugerir. Cristo es mucho más que un signo, aun eficaz, de la gracia. Cristo es la epifanía, la manifestación, la presencia reveladora de Dios. [...] El Hijo, por el que la epístola a los Hebreos entiende el mismo que fue crucificado y luego glorificado, es llamado “resplandor de la gloria (de Dios), imagen de su sustancia” (1,3). Si Jesús significa, es siendo aquello mismo que significa revelándolo» 49. En su condición de hombre por antonomasia, de hombre perfecto, Cristo es el gran sacramento50. En Él, «la voluntad salvífica de Dios ha recibido una real presencia histórica en el mundo. En Él, esa voluntad salvífica de Dios no sólo vela sobre el cosmos desde una perspectiva creatural, sino que ha sido implantada en la tierra y se ha hecho 385

palpable en medio de nuestro mundo espacial-temporal. Como Palabra encarnada de Dios, Cristo es el signo de la voluntad salvífica y de la misericordia divina; y, simultáneamente, es la misma realidad de la gracia de Dios palpablemente presente en medio de la historia. Por la Encarnación, la voluntad salvífica de Dios se ha mostrado de un modo históricamente palpable a la humanidad y, en principio, ésta ha quedado introducida en la misericordia y en la gracia divinas» 51. Esta es la razón por la que, en su humanidad singular y concreta, Cristo es signo inequívoco: Del Proyecto que tiene Dios sobre la persona humana (cf. Ef 1,4-7), realizando y manifestando plenamente el hombre al propio hombre52. Del inquebrantable e infinito Amor redentor de Dios a la humanidad en general, y a cada hombre en particular (cf. Jn 3,16-18; Ga 2,20). Del Amor de predilección de Dios por los pobres, los sencillos, marginados, pecadores (cf. Lc 4,18). Del Proyecto que tiene Dios sobre la historia de la humanidad: la construcción del Reino a pesar de las dificultades, problemas, obstáculos y resistencias (cf. Lc 20,9-19). Del poder de Dios para vencer toda maldad y para desarrollar y afianzar la bondad de la que el hombre es capaz (cf. 1Jn 3,8-13). En Cristo, Dios llama, encuentra y une al hombre a Sí mismo, de la manera más profunda y definitiva que puede pensarse: de una forma personal. De la misma forma que en Cristo el hombre se encuentra y responde a Dios de una forma absolutamente objetiva, irrevocable y personal. En Cristo, en quien «habita la plenitud de la divinidad de una manera corporal» (Col 2,9), Dios se autocomunica plenamente al hombre, y el hombre acoge y responde plenamente a Dios (cf. 2Cor 1,18-22). En Jesucristo, Persona divina única en la realidad de sus dos naturalezas (divina y humana), se realiza en plenitud, por una parte, la oferta generosa e irrevocable de salvación que Dios hace al hombre; y por otra, la aceptación plena y totalmente fiel por parte del hombre, de esa oferta de salvación sobreabundante y gratuita y generosa de Dios (cf. Ef 2,1-10; 2Cor 5,18-21; Tit 3,3-7). Cristo es, por tanto, al mismo tiempo, sacramento del Amor infinito de Dios al hombre, y de la respuesta totalmente generosa e incondicional que está llamado a dar el hombre a Dios ante el don recibido. En virtud de la encarnación del Verbo en el hombre Jesús, «la gracia de Dios no viene ya... brusca y perpendicularmente de arriba..., sino que está permanentemente en el mundo, y lo está con tangibilidad histórica, inserta en la carne de Cristo como una porción del mundo, de la humanidad y de su misma historia. Esto es lo que queremos decir con estas palabras: Cristo es la presencia real e histórica del triunfo escatológico de la misericordia de Dios en el mundo. Ahora se puede indicar ya en el mundo mismo una 386

realidad visible, históricamente captable, fijada en el espacio y en el tiempo, y decir: porque esto existe, está Dios reconciliado con el mundo; aquí aparece la gracia de Dios en nuestra espacialidad y en nuestra temporalidad; en ella tiene su signo espacial y temporal, que lleva consigo eso mismo que indica. Cristo, en su existencia histórica, es a un tiempo la cosa y su signo, sacramentum y res sacramenti de la gracia redentora de Dios, que por medio de él, en lugar de dominar sobre el mundo, del modo que hacía antes, como la voluntad todavía oculta del Dios lejano y trascendente, se da de hecho y viene a manifestarse como algo inserto definitivamente en el mundo» 53. La cita ha sido larga, pero es de una profundidad y belleza difícilmente superable para expresar la sacramentalidad de la persona de Cristo, el Verbo encarnado. De esta forma, «el ser entero de Jesús se halla caracterizado por su condición de enviado a los hombres. El hombre Jesús, impulsado por el peso de su propia esencia, sale infatigablemente en busca de sus hermanos del linaje humano, los oye en su angustia, en su inquietud, en sus aspiraciones, y les dice una palabra de alivio, de perdón, de orientación luminosa. Él es el hombre que da su mano a los perdidos y come con los desechados. Para ese fin lo ha enviado el Padre y lo ha ungido el Espíritu Santo. Precisamente por la bondad inagotable y siempre inventiva de su esencia humana, es por la que derriba los muros de separación entre los hombres y, así, funda vida comunitaria donde reinaba la soledad; Jesús revela el corazón de Dios, que es bueno para todos. Cristo se hizo hombre entre los hombres. Él es el hombre bueno, en cuya bondad está reflejada la faz del Padre. En efecto, quien ve a Jesús ve al Padre; y quien se abre a esta bondad absoluta de un hombre, aceptando sus exigencias ilimitadas, encuentra el amor divino» 54.

4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la Iglesia Si «expresada en la categoría del tiempo, la encarnación de Dios significa la temporalización del Redentor eterno» 55, ese Verbo encarnado se perpetúa en la historia en la Iglesia. Efectivamente, la presencia salvadora y sacramental de Cristo en la humanidad quedó recogida y perpetuada en la historia, en la comunidad de sus seguidores a partir del momento mismo de su Resurrección: tanto el Resucitado como los apóstoles y discípulos reunidos de nuevo gracias al impulso del Espíritu, tomaron conciencia de que permaneciendo entre ellos de manera real aunque misteriosa hasta el fin de los siglos (Mt 28, 18), ellos tomaban el relevo y se hacían responsables del mensaje de salvación que Cristo había traido de parte del Padre: la misión no era una tarea que ellos inventaban o asumían por propia cuenta e iniciativa, sino que era un «encargo» que habían recibido (cf. Jn 15,16; 20,21-22; Mt 28,19; 1Cor 9,16-18). 387

Cristo se queda para siempre en la Iglesia como fuente y principio de salvación (Mt 28,20). Pero ahora, el instrumentum coniunctum divinitatis no es ya su humanidad propia, sino que, «por una notable analogía» (LG 8), es la comunidad de los discípulos y seguidores que, como tal, forma su cuerpo. Es ese cuerpo social, el que en este entretiempo hasta la parusía, tiene que sacramentalizar —hacer visible y eficazmente salvífica, de forma palpable e inteligible— la constante aunque invisible presencia salvadora del crucificado-resucitado que continúa su acción salvadora en favor de todo el mundo. Las acciones humanas de Jesús son, en efecto, «en su visibilidad y corporeidad, la forma humana en que se manifiesta el don de la gracia divina; son signo y causa de la gracia, y eso de tal manera que lo externamente visible (el signo) es la misma virtud salvadora interna en forma visible: es la corporización del acontecimiento de la gracia. El hecho de que las acciones humanas de Cristo tengan en sí una virtud sacramental redentora, significa en último término que nuestro encuentro espiritual-corporal con el hombre Jesús es el sacramento de nuestro encuentro con Dios» 56. El Vaticano II puso de relieve de manera sistemática a lo largo de los distintos documentos las múltiples formas de presencia de Cristo en la Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica57. Cristo está presente: En la Palabra que se proclama. En el ministro que preside la celebración, particularmente la Eucaristía, in persona Christi. En el sacramento de la Eucaristía con una presencia del todo específica y peculiar. En su Espíritu que convoca y reúne a los bautizados formando el cuerpo de Cristo. En la comunidad reunida que se siente convocada, no por propia iniciativa, sino por iniciativa del Espíritu de Cristo resucitado. En los pobres, sencillos y marginados: es decir, en los miembros de Cristo más débiles y necesitados. Todas ellas son formas sacramentales (sensu lato) de presencia de Cristo en la comunidad eclesial, que no sólo se siente reunida y construida por el Espíritu, alrededor del mismo Cristo, sino que toma conciencia de su naturaleza sacramental, de cara a los que no pertenecen a su propio seno. Al referirse a la presencia salvífica de Cristo en la realidad histórica de la Iglesia, K. Rahner habla de una triple presencia de Cristo conservada en la comunidad eclesial como presencia del mismo Cristo: «Una presencia encarnatoria de la voluntad de Cristo... manifestada en la Escritura, tradición y magisterio». 388

«Una presencia encarnatoria de la voluntad de Cristo en el magisterio... —en cuanto notifica el precepto de Cristo— y en el ministerio pastoral de la Iglesia, en su derecho y en su constitución». «Una presencia encarnatoria de la gracia de Cristo... para los individuos en cuanto tales, mediante los sacramentos» 58. La presencia de Cristo va unida así, de forma muy especial, al universo sacramental de la Iglesia como recuerda profundamente Santo Tomás: el sacramento es «Signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et demonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, idest praenuntiativum futurae gloriae» 59; o, como dice hablando en particular del sacramento de la Eucaristía, es el sacramento por excelencia, «in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius, mens impletur gratiae et futurae gloriae nobis pignus datur» 60. En la vida de la Iglesia se descubre así, a lo largo de la historia, la presencia sacramental de Cristo, tanto en la comunidad como en la celebración de los distintos sacramentos. En una densa descripción recuerda a este propósito P. Smulders que «sacramento es el eterno designio salvífico de Dios, el cual se revela y realiza poderosamente entre los hombres. O, también, es una acción eficaz de Dios —que comprende tanto la iniciativa y operación divina, como su efecto en el mundo humano—, por la cual Él, revelando su plan salvífico, lo realiza en esta tierra, para que los hombres reconozcan a su salvador en esa revelación escondida y realización transitoria, crean en Él y lo afirmen en la fe, se dejen poseer por Él, y, en un encuentro personal con el Redentor, participen de la salvación. El sacramento es un signo eficaz, pues en él se manifiesta la virtud victoriosa del poder salvífico de Dios, que convierte a los hombres hacia sí mismo» 61.

4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo62 El pueblo de Dios es en su totalidad, como realidad corporativa y social, el gran Signo, existente hoy en la humanidad: el sacramento fundamental, el primer sacramento, el signo por antonomasia «en el que Cristo se transparenta en todos» 63. Según lo dicho «el auténtico prototipo de todo sacramento está en la Persona de Jesús; pero, en el tiempo que media entre su Ascensión a los cielos y la Parusía, es su cuerpo en la tierra —la Iglesia— el que constituye el arquetipo sacramental» 64. Es el signo intramundano de la gracia redentora de Cristo: una gracia definitivamente victoriosa del pecado y del mal. Precisamente teniendo presente que en Cristo encontramos el Sacramento por excelencia, es posible afirmar que «la realidad y su manifestación en la carne son en el cristianismo, inconfusa e inseparablemente, para siempre una sola cosa» 65. De esta 389

forma, la Iglesia es, en su visibilidad histórica, la presencialización de la redención que realizó Cristo de una forma personal en favor de toda la humanidad. En perfecta analogía con el Verbo encarnado, la Iglesia se configura como sacramento por cuanto la realidad social, jurídica, visible y externa y su realidad invisible de gracia, de santidad, de salvación, constituyen una realidad ciertamente compleja, pero única. Usando la terminología de los escolásticos, la realidad humana de la Iglesia y la comunión de gracia propia de su carácter de cuerpo místico de Cristo, se relacionan como el sacramentum y la res sacramenti, es decir, como el signo y lo significado, como el símbolo y lo simbolizado. De forma que, análogamente a lo que ocurre con el misterio del Verbo encarnado, la distinción entre los dos aspectos del misterio eclesial constituyen una sola y única realidad, sin quedar anulada dicha distinción entre ambos elementos66. Se puede afirmar, pues, que «la Iglesia es la continuación, la permanencia actual de esta presencia real escatológica de la victoriosa voluntad gratífica de Dios, inserta definitivamente con Cristo en el mundo. La Iglesia es la presencia permanente de esa protopalabra sacramental de la gracia definitiva que es Cristo en el mundo, palabra que actúa lo dicho, al ser esto dicho en el signo». [...] Por eso, «por parte de Cristo tiene la Iglesia ya en sí una estructura sacramental». [...] Ahora bien, «siendo la Iglesia signo de la gracia de Dios, que en Cristo triunfa definitivamente en el mundo, este signo no puede nunca —en la posibilidad real— venir a ser un signo vacío de contenido. La Iglesia, en cuanto entidad histórica y social, es siempre y definitivamente el signo con el cual siempre e indefectiblemente se da lo que él mismo indica» 67. Por lo demás y como es fácil observar, el Vaticano II al hablar de la sacramentalidad de la Iglesia matiza su afirmación diciendo que «la Iglesia es en Cristo, como un sacramento o signo e instrumento...» (LG 1). Con esta expresión el Concilio está diciendo: 1. Ante todo, que la Iglesia no se identifica sin más con Cristo: que la Iglesia no es Cristo. El Sacramento por antonomasia, el sacramento fontal o radical, es única y exclusivamente Cristo: sólo Él es fuente y raíz de cualquier otra forma de sacramentalidad en la Iglesia. La Iglesia, eso sí, es el protosacramento, el primer sacramento que mana de Cristo sacramento fontal. En este sentido, la Iglesia es el sacramento fundamental. La Iglesia no es un mero símbolo ni un signo simplemente convencional, sino un sacramento en sentido amplio: es decir, una realidad que pertenece al género de lo simbólico por ser y contener objetivamente en sí lo que ella significa; pero al mismo tiempo, participa de la naturaleza de lo significativo, por estar llamada a expresar exteriormente, de forma convicente, aquello que ella es en sí, en su realidad más profunda: la unión íntima con Dios y una realización objetiva, aunque en pequeño, de la unificación de la raza humana en cuanto tal. 390

2. Dice igualmente el Vaticano II con esa expresión que la Iglesia no es sacramento por sí misma: su naturaleza sacramental encuentra en Cristo su fuente, su razón última de ser, su referente obligado, primero y principal; el primer analogado, al tiempo que tiene que ser reflejo fiel y fiable del mismo Cristo. El hecho de que su sacramentalidad no tengas su raíz última en sí misma, no la exime de ser verdadero y palpable sacramento de Cristo para los hombres. 3. Dice además el Concilio, como lógica consecuencia, que la Iglesia no es el centro de sí misma; que su único e inequívoco centro es Cristo el Señor, a cuyo derredor debe girar y del que está llamada a ser reflejo y transparencia68. 4. Dice, finalmente, que la Iglesia no es una simple pregonera, una simple trasmisora del mensaje, una mera portavoz al servicio del anuncio de la Buena Noticia de la salvación, que se mantenga en una relación externa o periférica respecto al mismo Cristo anunciado. Ella es, en sí, en su existencia concreta, el primer y principal anuncio de esa Buena Noticia de la salvación. Como se recordó más arriba (Introducción) con palabras de Scheeben, «conectada con la Encarnación y con la Eucaristía, la misma Iglesia se convierte en un gran Sacramento» 69. De esta forma —dice H. de Lubac—, «si Cristo es el sacramento de Dios, la Iglesia es para nosotros como el sacramento de Cristo; ella le representa, según toda la antigua fuerza del término: nos lo hace presente en verdad. No solamente prosigue su obra, sino que lo continúa a Él mismo, en un sentido incomparablemente más real que aquél en que una institución humana continúa a su fundador» 70. A pesar de que a veces las apariencias puedan sugerir lo contrario, «la Iglesia no es una mera mancomunidad de intereses, aunque dirigidos hacia lo sobrenatural, sino un sacramento cuya característica propia es comunicar con efectividad salvífica, al que crea a la Iglesia y en el que esta fe perviva, todo aquello que ella misma significa en virtud de su institución por Cristo» 71. Decir, pues, que la Iglesia es en Cristo como un signo e instrumento de salvación es lo mismo que decir que la Iglesia: Depende total y absolutamente de Cristo en su ser y en su actuar. Encuentra en Cristo su fundamento y su finalidad última. No es, de por sí, fuente de salvación para ningún hombre. No existe desde sí, ni existe por sí, ni existe para sí. No vive de sus propios recursos y de sus propias fuerzas, sino gracias al Espíritu del Resucitado que está siempre vivo y actuante en ella. La naturaleza sacramental efectivamente «alcanza un significado todavía mayor cuando el misterio sobrenatural no sólo penetra sencillamente en lo visible, sino que 391

precisamente en lo visible y mediante lo visible se presenta a nosotros, o quizá obra y se comunica aprovechando lo visible como vehículo e instrumento. Lo primero ocurre en el hombre y en la naturaleza creada, que sólo reciben en sí lo sobrenatural; lo segundo en el Hombre-Dios, que asume su cuerpo visible en su Persona divina y así lo levanta haciéndolo portador y vehículo de su fuerza divina. En ello se funda todo el organismo sacramental del cristianismo, cuya esencia consiste en que la gracia sobrenatural no solamente es depositada como una joya oculta en el mundo visible, sino que en su comunicación también se ve vinculada a órganos e instrumentos visibles» 72. Ampliando el horizonte se puede afirmar que, en el designio de Dios, la Iglesia es incluso sacramento del mundo, tomando el término mundo en un triple significado: Sentido cósmico: la realidad creada en cuanto habitat necesario del hombre. Sentido sociológico: la humanidad, en cuanto llamada por Dios a convertirse en una fraternidad auténticamente universal. Sentido teológico: en cuanto escenario de la lucha luz-tinieblas, gracia-pecado, fuerzas del bien-fuerzas del mal. En estos tres sentidos o direcciones la Iglesia está destinada a ser sacramento del mundo: En la dirección cósmica, la Iglesia-sacramento es prenda de plenitud: una plenitud humana que no se logra ni se consigue, sin la plenitud cósmica de la que el hombre forma parte integrante y hasta esencial (cf. Rom 8,18-24; 1Cor 3,22). En la dirección sociológica, la Iglesia es el signo (real y anticipativo) de la vocación de fraternidad universal a la que están llamados todos los hombres a lo largo de la historia, y a la que aspiran en el fondo aun en medio de luchas y múltiples contradicciones. En la dirección teológica, la Iglesia, aun siendo consciente de su condición de pecadora (cf. LG 8), no puede abdicar ni desentenderse de su irrenunciable vocación de denunciadora del pecado en todas sus formas y expresiones, y de anunciadora de la gracia de la redención: denuncia y anuncio que ha de hacer la Iglesia más con su testimonio y compromiso personal que con la pura palabra73. Como en toda verdadera sociedad humana, también en la Iglesia las estructuras sociales son necesarias. La Iglesia «como pueblo de Dios, organizado social y jurídicamente, no es sólo institución de salud, sino la continuación, la presencia permanente de la tarea y de la función de Cristo en la historia de la salud, su presencia en la historia, su vida» 74. Pero en la Iglesia existe una razón que da mucha mayor profundidad y solidez a los 392

aspectos estructurales y visibles de la misma. Y es, que «la universal acción salvífica de Dios se ha encarnado en Jesús y ha quedado históricamente injertada en la familia humana, de modo que no es posible una participación perfecta de la salvación sin una vinculación visible e histórica a dicha familia» 75. De esta forma, «considerada por parte de Cristo, la Iglesia es la permanente notificación de su propia presencia en el mundo; considerada por parte de los sacramentos, la Iglesia es el protosacramento» 76. La naturaleza sacramental de la Iglesia lleva en sí y manifiesta, al mismo tiempo, no sólo su unión íntima con Dios, sino también la unidad entre todos sus miembros; es, por eso mismo, «una perpetua invitación para todos los hombres, un ejemplo vivo, una fuente indefectible de energía» 77, para realizar la unidad entre todos los hombres, el proyecto de Dios de hacer de la humanidad una única y gran familia. En cuanto símbolo de la gracia de Dios, la Iglesia contiene verdaderamente lo que significa: «es el protosacramento de la gracia de Dios, que no sólo significa, sino que posee además lo que ha sido traído al mundo definitivamente por medio de Cristo: la gracia escatológica de Dios, que no se vuelve atrás, triunfadora victoriosamente sobre la culpa de los hombres. La Iglesia... es verdaderamente el símbolo pleno de que Cristo se ha quedado aquí como misericordia vencedora» 78.

5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE79 En el contexto de una Iglesia que es toda ella, en su esencia más íntima, sacramento —el protosacramento—, tienen que ser situados los llamados sacramentos (sacramenta separata) de la Iglesia. Por ser sacramento, las acciones esenciales de la Iglesia son precisamente los llamados sacramentos. «Los mismos signos sensibles —dice el Concilio — que utiliza la sagrada liturgia para significar las realidades divinas invisibles han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia» 80. Es importante recordar en este momento que la negación frontal que hicieron los Reformadores de la naturaleza sacramental de algunos ritos y gestos eclesiales considerados como sacramentos sobre todo desde la Edad Media (Confirmación, Confesión auricular, Unción de enfermos, Orden sacramental, Matrimonio), junto con la negación de la eficacia objetiva de los sacramentos con independencia de la situación espiritual o moral del ministro que los presidía y «administraba», hizo que el Concilio de Trento se centrara, por una parte, en la defensa cerrada de la sacramentalidad de los siete ritos llamados sacramentos; y, por otra, de forma muy especial y casi exclusiva, en la 393

defensa del conocido «opus operatum» y en todo caso, del «opus operantis subiecti»: es decir, en la eficacia objetiva de los sacramentos más allá de cualquier otra consideración, y, en la situación espiritual del que los recibe: en su preparación y disposición personal81. Quedó completamente al margen, en un desconocimiento y olvido práctico, la componente eclesial del rito y sobre todo de la celebración sacramental: lo que puede llamarse con toda razón el «opus operantis Ecclesiae», es decir, la aportación decisiva de la mediación eclesial para lograr una verdadera plenitud sacramental. Era lógico por otra parte que así fuera. Al establecer una relación directa pero puramente externa, funcional, casi jurídica, entre Cristo y cada uno de los sacramentos —relación entre el que instituye y lo instituido82— sin pasar para nada por la Iglesia como necesaria mediación sacramental ella misma, la relación del creyente se establecía, de forma directa e inmediata, con Cristo, quedando la Iglesia, en todo caso, como simple «administradora externa» (y en algunos casos hasta administradora incidental) de dichos medios de gracia. El redescubrimiento, por parte del Vaticano II, de Cristo como el sacramento por excelencia, fuente y origen de todo el universo sacramental cristiano, condujo de forma natural y hasta lógica al redescubrimiento analógico de la Iglesia como el primer gran Sacramento. Este doble redescubrimiento ha llevado hoy al convecimiento de que es imposible entender en toda su hondura y amplitud la naturaleza, la esencia misma de los siete sacramentos establecidos por el Tridentino (DH 1601) si no es en el obligado contexto de la Iglesia-sacramento. Efectivamente, si el planteamiento tridentino, más allá de la voluntad de los Padres que formaron aquel Concilio, llevó a una visión cosificadora de los sacramentos (los sacramentos como «cosas»), el renovado planteamiento cristológico/escatológico hecho por el Vaticano II, lleva a considerar los sacramentos como encuentros personales con el hombre glorificado Jesús y, en Él, con el mismo Dios vivo. Por eso «la Iglesia, como permanencia de Cristo en el mundo, es realmente el protosacramento: el punto de origen de los sacramentos en el sentido propio de la palabra» 83. De esta forma, después de siglos en que los sacramentos fueron vistos y presentados fundamentalmente como remedios para distintos males espirituales y fueron administrados como ritos religiosos que había que realizar con la mayor exactitud posible, el Vaticano II, supuso una vuelta a la gran tradición patrística, también y de forma especial, en el ámbito de la sacramentalidad. La vuelta a esa tradición patrística, hizo posible recuperar el sentido profundo del misterio (en la Iglesia oriental) y del sacramento (en la Iglesia occidental), viendo en los sacramentos no sólo su naturaleza de instrumentos de la gracia y de la salvación, sino, ante todo, la de signos de una salvación presente, actuante y comunicada aquí y ahora por el Cristo pascual. Resulta fácil y hasta lógico, por otra parte, llegar a este redescubrimiento: basta 394

aplicar el principio, universalmente admitido de que «el actuar sigue al ser» (operari sequitur esse): si la Iglesia es en Cristo, y por tanto en su esencia más íntima, el protosacramento, es lógico que su actuar más esencial y nuclear, sea igualmente sacramental. Efectivamente el misterio redentor de Cristo, «no en su dimensión histórica, sino como acción divina, se hace activamente presente en los sacramentos, de tal manera que en éstos somos inmediatamente bañados por la virtud redentora de la incarnatio redemptrix» 84. No es posible, por tanto, pasar de forma directa e inmediata de Cristo institutor directo de los sacramentos, a los gestos sacramentales concretos: esos gestos surgen en la Iglesia y de la Iglesia, que a su vez ha surgido en Cristo y de Cristo. Si la Iglesia es en su ser más íntimo «sacramento», su actuar más profundo y esencial, ha de ser igualmente sacramental. El actuar más profundo y esencial lo realiza la Iglesia precisamente celebrando los sacramentos. Los siete sacramentos son, en efecto, las acciones específicamente esenciales de la Iglesia-sacramento: las actuaciones en que, de forma realmente propia y específica se expresa la Iglesia-sacramento. En los sacramentos, como acciones esenciales de la Iglesia, «el Señor está en ella y la dirige personalmente, conjugando misteriosamente la palabra y la misión transmitidas por los Apóstoles, con la iluminación y el impulso dados por el Espíritu» 85. Con razón afirma K. Rahner que «si concebimos los sacramentos como autorrealizaciones de la Iglesia, en cuanto ésta es el signo de la presencia escatológica de la salud de Dios en Cristo, podemos también comprender mejor cómo el hecho sacramental y el hecho personal se compenetran y se presuponen mutuamente en el caso del agraciamiento del individuo, sin que por ello sencillamente coincidan. [...] Así, pues, en la eclesiología general bastaría mostrar en qué relación están la Iglesia en cuanto sociedad visible y la Iglesia en cuanto comunidad interior de la fe y de la gracia, con lo cual se habría dicho ya propiamente todo lo esencial sobre la relación, diferencia y referencia mutua entre el sacramento como rito en una sociedad históricamente captable y la aceptación personal, con espíritu de fe, de la gracia interior, mediante este hecho ritual, en él y con él» 86. Desde la perspectiva cristológica que venimos considerando un sacramento de la Iglesia puede ser definido como «una acción redentora personal (cultual y santificadora) del Cristo glorioso. Esta acción se realiza en y por su Iglesia. La Iglesia oficialmente (por haber sido para ello mandada y autorizada por Cristo) sacramentaliza esta acción celeste e invisible de Cristo en un misterio santificador de culto de la Iglesia, el cual da visibilidad pública, terrena e histórica a la acción redentora del Dios hombre, que es única, eternamente actual, y, por ello presente ya a nosotros, y a la que la Iglesia se adhiere con reverente fidelidad» 87. 395

El Concilio Vaticano II superando no sólo la que puede llamarse visión interesada y algo mercantilista de los sacramentos (recibidos primordialmente en función de conseguir la mayor cantidad de gracia posible...), sino también una visión puramente ritualista de los mismos (conjunto de ceremonias realizadas con la mayor precisión y perfección posible...), los ha presentado como una celebración actualizada, aquí y ahora, del Misterio pascual de Cristo, verdaderos acontecimientos de gracia, momentos cumbre y determinantes de la historia de la salvación88. Los sacramentos, pues, no son cosas, objetos ni simples ritos sagrados que producen, más o menos mágica y automáticamente, unos efectos maravillosos en relación con Dios, aunque sean imperceptibles por los sentidos. Los sacramentos con «acciones a través de las cuales Dios realiza su salvación, actúa y está dinámicamente presente (eficacia de encuentro) para aquellos que lo acogen en la libertad y en la fe» 89. Por todo ello hay que decir que una visión exacta de los sacramentos (que integra la esencial eclesialidad de los mismos), está integrada por estos tres elementos: La garantía de la presencia salvadora de Dios, el sí eterno e irrevocable de su voluntad salvífica que garantiza la eficacia objetiva de los mismos: el llamado opus operatum90. La disposición adulta, activa y creyente, de total y consciente apertura a la acción santificadora de los sacramentos por parte del sujeto que los celebra y recibe: el llamado opus operantis subiecti. El sacramento, como don de Dios, pide una respuesta en libertad por parte del hombre: «el sacramento es un signo en el que la realidad divina, gratuita, que se ha de comunicar a través de dicho signo, solicita la decisión existencial del hombre, interpelándole e invitándole a que se abra a la aceptación de la gracia contenida en el sacramento» 91. La esencial, y en este sentido, imprescindible acción de mediación de gracia de la comunidad eclesial, en la que y de la que brota la misma celebración sacramental: el llamado opus operantis Ecclesiae. En la medida en que estos tres elementos estén presentes de forma confluyente en la acción sacramental, ésta conseguirá de forma plena y totalizadora su efecto santificador y transformante del miembro de la Iglesia. Un efecto santificador que por ser globalizador, lleva en sí, necesariamente, el compromiso de transformación del mundo en una gran y única familia de Dios: en una gran y única fraternidad. La eclesialidad, es decir, la comunitariedad de los gestos sacramentales, impide que éstos se conviertan en medios privados de una santidad individualista y egocéntrica del miembro de la Iglesia; y, al mismo tiempo, que se sienta comprometido en el proyecto de Dios en la historia. Celebrar y recibir un sacramento es hacer presente y abrirse al misterio pascual de Cristo, 396

misterio de redención universal de todos los hombres sin excepción de ninguna clase. Redención que, en el fondo, no es otra cosa que el restablecimiento de la comunión plena y definitiva del hombre con Dios en el amor, y de los hombres entre sí, sentidos y tratados como hermanos. Según lo expuesto, los siete sacramentos son «medios diferenciados que permiten a la institución salvífica por excelencia que es la Iglesia, santificar al cristiano a todo lo largo de las diversas fases de su vida» 92. Por lo demás, los sacramentos, como la Iglesia misma, tienen una naturaleza anticipativa: es decir, son anticipación objetiva de lo que está todavía por venir en toda su plenitud y definitividad; son prenda, arras del futuro; surgen y se insertan en el seno de una Iglesia que está siempre expectante y esperanzada ante la inminente venida del Señor. Si la Iglesia es la comunidad del Maranathà (cf. Ap 22,17. 20; Hch 3,20; 1Cor 15,23), la comunidad que vive en una constante e ininterrupida «esperanza bienaventurada» (Tit 2,13), resulta natural, dada la naturaleza corpóreo-espiritual del hombre, que esta actitud expectante no esté sólo «sustentada por un encuentro personal, espiritual o creyente pneumático con Cristo, sino, en igual grado, por un encuentro misterioso ciertamente, pero real, corporal-empírico, con el Kyrios vivo, el cual se nos da en y por los sacramentos de la Iglesia. Este encuentro corporal-empírico, estrictamente sacramental, con Cristo, es justamente por ello una anticipación del encuentro escatológico pleno. [...] Los sacramentos, en efecto, son encuentros empírico-corporales con el hombre Jesús glorificado: son una toma de contacto con el Señor, velada, pero real y plenamente humana, es decir, anímico-corporal; por ello, en virtud del acontecimiento redentor de Cristo, que es en sí mismo lo eschaton (lo último), son una celebración misteriosa de la Parusía» 93.

6. LA VIDA CONSAGRADA, UN SIGNO EN LA IGLESIASACRAMENTO En el contexto de una Iglesia llamada a ser, toda ella, signo, se sitúa la pregunta por la naturaleza, el sentido y la función de la Vida Consagrada en la comunidad eclesial. A lo largo de la historia de la Iglesia la Vida Consagrada ha sido entendida y vivida desde coordenadas muy diversas: desde la contestación frente a la mundanización de la Iglesia, desde el ansia de ascetismo, desde el deseo de mayor perfección frente a la mediocridad de los bautizados, desde la centralidad del culto debido a Dios, desde la valoración de la vida en común como forma del mayor servicio divino, etc. Y, siempre, ha sido regulada por leyes canónicas más o menos estrictas que, con no poca frecuencia, 397

han entrado en abierta colisión con el impulso carismático no solo de las comunidades sino de los mismos Fundadores94. El Vaticano II pidió e impulsó en su día una adecuada renovación y adaptación de la Vida Consagrada, y más en particular de la Vida Religiosa, situándola desde el punto de vista eclesial, en el marco de una Iglesia toda ella signo o sacramento; y, desde el punto de vista social, en el contexto de los signos de los tiempos95. En efecto, refiriéndose a la VR no duda el Concilio en afirmar que «la profesión de los consejos evangélicos aparece como un símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana» 96. Hasta tal punto tiene importancia este símbolo dentro de la Iglesia, que aunque «el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad» 97. La Vida Consagrada, por tanto, al ser respuesta a una lectura peculiarmente carismática del Evangelio, es ella misma de naturaleza carismática. De ahí que no sea importante por lo que hace, sino ante todo y sobre todo por lo que es en la Iglesia y para la Iglesia98. Los religiosos, en efecto, «en virtud de su estado, —es decir, por lo que son— proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de la bienaventuranzas» 99. Esta es, pues, la función fundamental que la Iglesia asigna a los religiosos: una función simbólica, una función en el orden de los signos. De tal forma que «por su medio, la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante los fieles e infieles a Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos, siempre, sin embargo, obediente a la voluntad del Padre que lo envió» 100. La Vida Consagrada es, pues, un signo; pero no un signo artificial, sobrevenido, o meramente imaginativo, sino un signo objetivo, un signo en sí mismo, en su propia realidad objetiva, que impulsa, arrastra y encabeza a la comunidad eclesial en su exigencia de ser signo y sacramento de Cristo en el mundo. Y, desde ahí, y por eso precisamente, se convierte además en instrumento que crea, difunde, posibilita, realiza e impulsa la venida del Reino de Dios en la historia: la construcción de la fraternidad universal entre los hombres. Si hubiera que señalar líneas o aspectos esenciales de la función de signo propia de la Vida Consagrada, se podrían enumerar sin duda los siguientes101: El Absoluto de Dios: «en el corazón mismo de la Iglesia comprometida en la comunión con las esperanzas y con los problemas de los hombres, los 398

religiosos hacen recordar, a través de las grandes decisiones impresas en su carne y en su corazón, en su manera de poseer y en la forma de organizar su vida, que lo prioritario está en la atención a Dios. Su proyecto de vida... proclama que el Dios revelado en Jesucristo, aunque no sea ciertamente el único Bien, es, sin embargo, el único necesario» 102. El Seguimiento de Cristo. Evidentemente el seguimiento de Cristo no es privilegio exclusivo de la Vida Religiosa: todo bautizado y la comunidad eclesial como tal está comprometida en ese seguimiento. «Pero la actual situación eclesial requiere un empujón, una especie de shock en dirección al seguimiento. Y ¿de dónde ha de venir este empujón radical, si no es de las Órdenes (y Congregaciones)? [...] La radicalidad de su vida de seguimiento no debe consistir hoy tanto en expresar la vida eclesial en formas exclusivas que ya apenas si tienen valor de signos, cuanto en convertirse en iniciadoras de una prontitud más decidida para el seguimiento, en el seno de la Iglesia» 103. La esencial dimensión carismática de la Iglesia. Institución y carisma son dos realidades absolutamente imprescindibles e inseparables en la Iglesia. De todas formas, la historia está ahí para demostrar que, con excesiva frecuencia, los aspectos institucionales han absorbido o al menos oscurecido notablemente la dimensión carismática de la Iglesia. La dialéctica institución-carisma se ha decantado demasiadas veces por el primero de los términos, haciendo callar o incluso apagando el Espíritu (cf. 1Tes 5,19). Pues bien, situada en el polo carismático, la Vida Consagrada tiene la ineludible función de recordar verbal pero sobre todo existencialmente a la comunidad eclesial, que las estructuras están en función del Espíritu, y que es el Espíritu el verdadero protagonista de la vida eclesial: que no son los «carros y caballos» (Sal 19,8; 32,16-19; 146,10-11) los que salvan a la Iglesia, sino el Espíritu el que la guía, muchas veces por caminos inesperados, en el compromiso de construir el Reino de Dios. La naturaleza comunitaria de la Iglesia. Si, al decir de Juan Pablo II, la Nueva Evangelización tiene como gran objetivo «la formación de comunidades eclesiales maduras» 104, la Vida Religiosa, que tiene como uno de los puntos centrales de su compromiso la vida en común y cuyos miembros, por consiguiente, deben ser verdaderos «expertos en comunión» 105, tiene una función propia y específica: ser fermento válido en la construcción de comunidades eclesiales renovadas; convertirse en signo de que la vida cristiana no sólo debe vivirse en comunidad, sino que es posible hacerlo a pesar de la diversidad de caracteres, sensibilidades, temperamentos y orientaciones que puedan tener las personas singulares. 399

El valor de las Bienaventuranzas en orden a la construcción del Reino. El anti-Reino sobre el que está construido la sociedad con sus valores de la posesión egoísta, del poder opresor, y del atropello del amor, constituidos como puntos firmes de la convivencia entre los hombres—, no puede ser vencido más que por una pobreza voluntariamente asumida que se expresa y convierte en solidaridad sincera; por unas relaciones interpersonales desde el autodominio y el respeto al otro; por sentir hambre y sed de que todo hombre pueda realizarse según el Proyecto de Dios; por la capacidad de disolver, mediante la misericordia, la opacidad del egoísmo humano; por la transparencia del corazón frente a toda forma de falsedad e hipocresía; por el apasionado ejercicio de la fraternidad universal como fundamento firme de la paz. El gozoso servicio fraterno. La entrega sencilla, generosa, desinteresada, es siempre un signo claro, legible, fácilmente inteligible para todos los hombres, creyentes o no. El servicio a los demás, según las prioridades marcadas de forma clara e indudable por Jesús de Nazaret (cf. Mc 10,13-52; Lc 4,18-21), es uno de los caminos privilegiados para el anuncio de la Buena Noticia. Se puede afirmar que en la realización de ese servicio a los otros hecho de forma fraterna, cercana, casi desapercibida, se cumplen las palabras del Salmo: «Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje» (Sal 18,3-4). El hombre nuevo, construido a imagen de Cristo, el Hombre Nuevo por excelencia. El compromiso más radical que asume el bautizado es aquel que expresa el apóstol Pablo cuando afirma: «caminar en novedad de vida» (Rom 6,4). Esta novedad significa que la vida, a partir del bautismo, se estructura y se construye desde unos parámetros completamente diversos y ajenos a los del «hombre viejo» (cf. Ef 4,17-32. 5,1-20). La Vida Consagrada, surge en la Iglesia precisamente como un camino de formar hombres nuevos desde parámetros auténticamente evangélicos, expresados y resumidos en los conocidos Consejos evangélicos de pobreza solidaria, castidad virginal por una entrega total a la construcción del Reino, y una disponibilidad absoluta a la voluntad salvífica de Dios. De esta forma la Vida Consagrada es signo en la Iglesia: con la vida del consagrado personalmente, y con la de la comunidad de consagrados en cuanto tal comunidad.

7. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN106 La Iglesia no es un sacramento en general. El Vaticano II la ha presentado, 400

específicamente, como un «sacramento de salvación». Esto quiere decir que, para la Iglesia, el compromiso de salvación y la consiguiente dimensión salvífica, no son un sobreañadido a su naturaleza sacramental. Por el contrario, es la expresión de su sacramentalidad; más aún, es la garantía de que su naturaleza sacramental es auténtica. De forma que si no se presenta como comunidad salvada al mismo tiempo que portadora, proclamadora e instrumento de salvación, la Iglesia no «significa» nada. La Iglesia, en efecto, es «algo más que un instrumento o una servidora, pues, de algún modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la humanidad a imagen de su Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La Iglesia manifiesta ya la unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así, sirve a esa unidad que prefigura. En su vida, se nos anticipa parte de la existencia celeste. [...] La Iglesia es algo más que un mero instrumento salvífico; ella es la forma terrena de la salvación; la realización germinal en la tierra del reinado definitivo de Dios. [...] Y precisamente en cuanto constituye un anticipo de la salvación, la Iglesia es también un medio o signo salvífico» 107. La sacramentalidad de la Iglesia, por consiguiente, está, por una parte, en íntima y total depedencia de la condición sacramental del mismo Cristo como de su fuente; y, por otra, de la condición de Cristo como único y definitivo Salvador de todos los hombres y de todo el hombre. La Iglesia es sacramento de Cristo y, formalmente, en cuanto Cristo es salvador de los hombres. En la Iglesia «se hace visible y real la gracia de Cristo, a saber, la comunicación de la vida gloriosa de Cristo a la humanidad por el Espíritu Santo, la participación de los hombres en la vida divina de Cristo (y por Cristo en la vida intradivina) y la unidad de la familia humana en Cristo» 108: que en esto consiste precisamente la salvación. De la misma forma que Jesús aparece en la humanidad como «el nuevo hombre, así también, la Iglesia es la nueva familia humana, engendrada por el Dios salvador en el seno de la descendencia adamítica y constituida en signo —lleno de realidad— de la salvación que ella obra. [...] Es el signo poderoso de la continua actividad que el eterno designio de nuestro Dios Salvador ejerce en esta tierra. Para el tiempo que media entre la Ascensión y la Parusía, la Iglesia constituye el sacramento de la humanidad» 109. La Iglesia se presenta como sacramento de salvación en el contexto de una humanidad profundamente necesitada de salvación, y en el marco de unas religiones que son otras tantas ofertas de salvación para los hombres.

7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación110 La historia del hombre sobre la tierra, desde que el propio hombre tiene memoria de sí, 401

es la historia de una búsqueda constante, ininterrumpida, a tientas muchas veces, apasionada siempre, de salvación. La historia de la humanidad dice que el hombre ha buscado siempre con afán la salvación porque se ha sentido constantemente falto y necesitado de ella. Una salvación que varía notablemente en su naturaleza, en sus expresiones, en sus caminos, en sus soluciones, en dependencia siempre de la forma concreta en que se entienda la fuente y el origen del mal, la causa radical de la que surja la situación desgraciada del hombre en cada caso, como quiera que la salvación/redención quiere responder a la naturaleza de la causa que origina el sentimiento y la persuasión del hombre de estar necesitado de salvación. Por eso, unas veces la busca, exclusivamente, dentro de sí mismo y por sí mismo; otras, en el sentido de la religación que experimenta con un ser «trascendente» o, al menos, mayor y más poderoso que el mismo hombre. Sobre la base de la propia creaturalidad y, más en particular, sobre su condición de ser ontológicamente finito, son varios los caminos de salvación que ha buscado y seguido el hombre. A) Para unos, la salvación significa redención por la inteligencia. Si, efectivamente, es la ignorancia, la incultura, el analfabetismo, la ofuscación u oscurecimiento de la mente la raiz última de la situación trágica que vive el hombre, es claro que hasta que el hombre no consiga la plena sabiduría, el saber perfecto (que coincide con la desaparición del deseo y del dolor), tiene que renacer una y otra vez. El Budismo, expresión religiosa característica de esta postura, incluye, por principio, la huida del mundo, de la cultura, el desprecio del trabajo y de la mujer, como elementos negativos que impiden llegar a la verdadera sabiduría y, por consiguiente, a la verdadera salvación. La luz de la sabiduría que redime, se encuentra en el interior de uno mismo, y no en otra parte. B) Para otros, la raíz de la profunda irredención del hombre está en la voluntad, en cuanto que está afectada por una esencial debilidad moral. De ahí que la desorientación moral y ética que sufre el hombre sólo puede ser superada, redimida, por el esfuerzo moral personal: la salvación, es decir, la plenitud de la vida sólo se encuentra en el cumplimiento exacto del deber. El deber por el deber, salva (Confucio, Kant). Frente a la dejadez, a la pereza, a la decadencia moral, la libertad personal lleva al hombre a hacerse a sí mismo, mediante el deber indefectiblemente asumido y realizado. C) El análisis de otros autores les lleva a la conclusión de que la irredención del hombre procede de un orden social radicalmente injusto, siendo ésta la causa decisiva de todos los males en los que se ve envuelto el propio hombre. De ahí proceden las profundas injusticias y las irritantes desigualdades existentes entre los hombres, sobre todo en el orden económico. Por consiguiente, la única redención que necesita verdaderamente la humanidad es aquella que consiste en adoptar medidas políticas, 402

sociales y económicas adecuadas. Es una redención, si se puede hablar así, de orden estructural. Son las estructuras injustas las que llevan al hombre a la doble condición de explotador y explotado, de forma que, cambiadas esas estructuras, el hombre será realmente salvado. D) La observación de la permanente situación problemática del mundo en el que el hombre ha vivido históricamente y vive en la actualidad, hace que los factores negativos de la existencia actúen hasta tal punto en el propio hombre, que se instale en cada uno individualmente y en la sociedad, la conciencia de la inevitabilidad del pesimismo y de la desesperanza. No hay posibilidad de redención. O, en todo caso, redención es para el hombre la capacidad que pueda tener para echar mano de sus propios recursos en orden a superar todos aquellos factores que le conduce inevitablemente al pesimismo y al derrotismo existencial. Hay que proclamar, por un mecanismo exactamente contrario al que conduce a ese pesimismo, que la vida es bella, que el hombre puede superarse en una mayor plenitud de sí mismo. Un optimismo cuya fuente se encuentra en el interior del propio hombre, porque no existe ni lo santo ni el santificador fuera del hombre y del mundo: todo eso debe ser buscado y conseguido únicamente aquí, en este mundo, gracias a la inquebrantable voluntad de poder que es atributo del superhombre. Al no haber trascendencia, no hay huida posible del mundo finito. En todo caso, se puede pensar que, si existiera una posibilidad de autotrascedencia, es únicamente la que pueda alcanzar la existencia humana en la muerte.

7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones111 La religión como fenómeno que, de alguna manera antecede y desde luego supera al hombre, es, simultáneamente, un misterio de absoluta trascendencia y de absoluta inmanencia: el Absoluto es el totalmente Otro del hombre, de su vida de su mundo; pero al mismo tiempo, es el absolutamente íntimo, cercano, interior, inevitablemente presente al mismo hombre, a su vida y a su mundo. Por eso el Concilio Vaticano II no duda en afirmar que «los hombres esperan de las diversas religiones las respuestas a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón» 112. Y entre estos enigmas enumera «el sentido y el fin de la vida», «el camino para conseguir la felicidad», y la «retribución después de la muerte»: en una palabra, la salvación. Efectivamente, las diversas tradiciones religiosas, al tiempo que son expresión externa, simbólica o ritual del sentido profundo de trascendencia que experimenta en sí todo hombre, son también manifestación de la necesidad imperiosa que el hombre, personal y socialmente, siente de ser salvado de su finitud no sólo ontológica, sino 403

también existencial y moral. El hombre busca salvación y tiene la persuasión de lograrla haciendo suya la experiencia religiosa de personas o grupos que la han experimentado a través de diversas prácticas rituales y de tradiciones recogidas y codificadas en sus libros sagrados. Es cierto que, con frecuencia, las manifestaciones de las distintas tradiciones religiosas pueden resultar más o menos aceptables. Esto puede deberse, además de la debilidad moral de los hombres, a la imposibilidad objetiva de expresar verbal o existencialmente una experiencia soteriológica válida en sí misma. La fenomenología religiosa hace ver que en las religiones, incluso en las más primitivas, hay siempre un redentor mítico con el que se identifica el adepto: un redentor que nace muchas veces de la misma tierra, siendo producto y proyección del anhelo de salvación que anida en el corazón del hombre. De ahí que el camino de salvación sea generalmente un camino de identificación con el ritmo muerte-vida propio de la naturaleza, perdiendo toda forma de identidad personal el devoto, que se funde en ese ritmo natural. La preocupación soteriológica de las religiones no sólo es innegable desde un punto de vista fenomenológico, sino que, desde el punto de vista de la naturaleza de la religión en sí, es esencial. La religiones se presentan todas como movimientos humanos comprometidos en ser y ofrecer un camino de salvación para el hombre como tal. Realmente «el concepto de salvación es tan esencial en todas las religiones, que cabe afirmar que las diferencias entre éstas y las características de cada una de ellas están determinadas principalmente por el modo de concebir la salvación» 113. Sobre este inequívoco fondo común, las religiones varían de unas a otras en la forma de establecer la relación entre el Absoluto y el hombre, el tipo de salvación que ofrecen y las prácticas o ritos mediante los que se accede a la salvación, los caminos y medios propuestos a sus adeptos en orden a asegurarla y alcanzarla, etc. De ahí, entre otras consecuencias, que unidad y multiplicidad sean las dos notas que caracterizan el carácter soteriológico de las religiones. De ahí, igualmente, el atractivo que ejercen sobre los hombres y su activo afán proselitista. En el planteamiento concreto de este problema es esencial poner como punto de partida firme la historia de la salvación que, como automanifestación de Dios a la humanidad, se desarrolla en diversas etapas que culminan en la plenitud de los tiempos con Jesucristo, hombre entre los hombres (cf. Ga 4,4; Hbr 1,1-2). Situados en esta perspectiva, se entiende que las sucesivas etapas de esta historia no se eliminan o anulan unas a otras: las etapas posteriores no eliminan a las anteriores. Más aún, ni siquiera la etapa final y definitiva inaugurada por Jesucristo, elimina en su valor soteriológico a todas las etapas anteriores. «Éstas mantienen a este respecto el papel que Dios les ha asignado como medios de salvación, reales aunque sean esencialmente incompletos; ahora bien, 404

desempeñan este papel en relación con el misterio de Jesucristo y bajo la influencia de su poder» 114. Este principio vale incluso para tradiciones religiosas que, como el islamismo, son posteriores a la venida de Jesucristo, ya que «el advenimiento en el tiempo de la historia especial de la salvación, no suprime la validez de la historia general de la salvación» 115. El Concilio Vaticano II, situado plenamente en la perspectiva de la historia de la salvación, reconoce no obstante de forma expresa que en las tradiciones religiosas no cristianas existen «semillas del Verbo» (AG 11. 15), «elementos estimables, religiosos y humanos» (GS 92), «cosas verdaderas y buenas» (LG 16), «tradiciones contemplativas» (AG 9), «elementos de verdad y de gracia» (AG 9), «un resplandor de esta verdad que ilumina a todos los hombres» (NAE 2). En una palabra, el Vaticano II reconoce la aportación positiva de las diversas tradiciones religiosas en el camino de la salvación. No es el momento de entrar aquí en la cuestión del valor objetivo de las religiones para salvar al hombre en el orden trascendente. Bastará dejar consignados estos puntos: Todas las religiones, las anteriores y las posteriores a Cristo, salvan en función y dependencia de la salvación realizada por Cristo y en Cristo. Las grandes religiones —entre ellas, el Budismo116, el Islam y el Judaísmo117 — tienen un objetivo soteriológico que es central en todas ellas.

7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia118 Teniendo presente la necesidad de salvación que, hoy como ayer, experimenta el hombre de todos los tiempos, y teniendo presente que, de una forma u otra, todas las religiones ofrecen a sus seguidores un camino de salvación, es preciso abordar en su especificidad la salvación que ofrece la Iglesia a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). Esa salvación no es otra que la «salvación de Jesús»: una salvación que se mueve y realiza, aunque superándola cualitativamente, en la perspectiva de la salvación realizada por Yahvé con su Pueblo en la Antigua Alianza. A) «Dios salva»: es el gran mensaje, la profunda certeza, el esperanzador anuncio que recorre todo el Antiguo Testamento. Con muy variadas expresiones (Yahvé salva, es salvador, es la salvación del Pueblo, sale a salvar a su Pueblo, etc.), es siempre el mismo grito, idéntica certeza, la misma confianza: «Dios salva». Una salvación que, a lo largo de la historia va tomando significados que, sin ser contradictorios, van enriqueciendo la experiencia y la reflexión que hace el Pueblo sobre la misma. 1. En un primer momento la salvación tiene una dimensión fundamentalmente histórica y temporal. El acontecimiento de salvación por excelencia, que está a la base de

405

la experiencia más profunda, determinante e identificadora del Pueblo, prototipo de toda salvación, es precisamente la liberación de Egipto (cf. Ex 13,17-22; 14,1-31; 15,1-21). Es una salvación en la que el protagonista es el mismo Dios. Es una salvación que afecta a todo el pueblo. Es una salvación que —sobre todo después del destierro de Babilonia (cf. Is 41,14; 43,14; 44,6. 24; 47,4; 48,17; 49,7. 26; 54,5. 8; 59,20)—, implica al mismo tiempo vuelta a la tierra prometida y reunión de un pueblo completamente disperso (cf. Ier 31,7-11; 33,7s; 50,4. 19; Ezq 34,12s; 36,24). 2. Sucesivamente, la salvación va tomando una dimensión más profunda y personal, que supera la liberación temporal de los hombres. Aparece entonces el paso del Mar Rojo como el prototipo de la salvación-liberación que Dios ofrece al hombre, salvándolo del mal en general y de la esclavitud del pecado en particular. Es el interior del hombre, sobre todo, el que está esclavizado por diversas formas de tiranía y esclavitud, y es Dios el que le ofrece el camino, la meta y sobre todo la fuerza para salir de esa situación. 3. Esta nueva perspectiva lleva de forma natural a relacionar salvación con conversión. Efectivamente, si la salvación consiste en pasar de una situación de pecadoesclavitud a una situación de amistad-salvación/liberación con Dios, es lógico pensar que el primer paso de la salvación es convertirse: no hay salvación sin conversión. El pecado es alejamiento de Dios, esclavitud del mal; y la vuelta a Dios (= conversión) es salvación, auténtica liberación, que, por lo demás, es un don gratuito que Dios hace al hombre: «Vuélvete a mí, porque yo te he rescatado» (Is 44,22). 4. Una última etapa en la consideración veterotestamentaria de la salvación es la perspectiva escatológica: la salvación que Dios ofrece al hombre traspasa con mucho los simples límites de la vida del hombre. Traspasa incluso los límites de la misma historia que, como tal, será sometida a un juicio inexorable por parte de Dios (cf. Jl 2,1-11; 3,45; 12s; Sal 96 y 98; Is 66,15s). B) Pero la salvación, como aparece en el Antiguo Testamento, es también «sombra de lo futuro» (cf. Col 2,17). La salvación aparece en toda su plenitud, fuerza y definitividad, en la persona de Jesús: Él, no solo trae la salvación a los hombres, sino que es, en su persona, la Salvación de Dios para el hombre. Lo indica su propio nombre: «le pondrás por nombre Jesús (Yeshuá = Dios salva), porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21; cf. Lc 1,68-75). 1. Es claro que Jesús, con sus gestos, con sus acciones e incluso con sus declaraciones formales, se presentó a sí mismo como salvador (cf. Mt 9,1-8. 12; 12,2530; 26,28; Mc 2,1-12; 3,23-27; 10,45; 14,24; Lc 4,18; 5,17-26; 11,17-23; 19,10; 22,1920). 2. La naturaleza de la salvación traída por Jesús se manifiesta, ante todo, en la transformación profunda del hombre, en el cambio de su corazón (cf. Mc 7,14-23; Jn 406

3,3-7). No se mueve, por consiguiente, en la línea del mesianismo temporal que esperaban muchos judíos. 3. Jesús no adoptó en su actividad mesiánica ningún programa social o político. Ni siquiera, por cuanto aparece en los evangelios, se interesó particularmente por propugnar reformas sociales en favor de los más necesitados o marginados. Sin embargo, es innegable que sus actuaciones y sobre todo sus palabras no dejaron de causar un auténtico impacto social, como se pone de relieve en las acusaciones que se hacen contra Él en el momento de la pasión (cf. Lc 23,1-2). La persona de Jesús, sus palabras y sus actuaciones, son la profecía no sólo de un hombre nuevo, sino también la de una sociedad nueva. Jesús no es sólo el prototipo del hombre nuevo singularmente considerado: en cuanto hombre nuevo, Jesús es también «primogénito de la creación», «primicia de los resucitados» (cf. Col 1,15-19), «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29), en definitiva, primogénito y cabeza de la nueva humanidad. De hecho, propició la creación de una sociedad nueva119, en la que el hombre pueda ser plenamente feliz (cf. Mt 5,3-10), en la que se superen los tres falsos valores, dinero, ambición de figurar y poder; una sociedad en la que, en lugar de acaparar, se comparta; en lugar de encumbramiento, haya igualdad entre todos; en lugar de dominio, haya verdadera solidaridad; en lugar de prepotencia, haya servicio generoso y voluntario; en lugar de rivalidad, odio y violencia, exista hermandad, amor y vida. 4. La salvación que ofrece Jesús en su persona, implica dos dimensiones particularmente significativas en la vida del hombre: por una parte, las curaciones que son como el símbolo de la salvación global e integral de todo el hombre, como quiera que en el ámbito bíblico el cuerpo es el hombre entero en su manifestación sensible. Para los que creen en Jesús, pues, la salvación es una realidad que engloba a toda la persona. Por otra parte, la salvación que Jesús es, tiende a restablecer de forma nueva y total las relaciones entre los hombres: los hombres no son enemigos entre sí, sino que son auténticos hermanos (cf. Mt 23,8). Jesús ha venido «para salvar lo que estaba perdido» (cf. Mt 18,11; Lc 15,4. 6; 19,10). Y lo que estaba perdido no era solamente el hombre singularmente considerado, sino el hombre en su esencial dimensión social: es decir, en sus relaciones fraternales. De ahí su sorprendente y hasta escandaloso acercamiento a los pecadores, a los publicanos, a los samaritanos, a los leprosos, a los marginados, a la mujer, a los niños. La salvación de Jesús tiende a restablecer, recreándolas, las relaciones fraternas entre los hombres. 5. Otra connotación importante y hasta esencial de la salvación de Jesús es la libertad. Jesús libera al hombre; al llamarlo a su seguimiento, no le hace entrar en otra forma de esclavitud religiosa120. El principio enunciado por el mismo Jesús «si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la 407

verdad os hará libres» (Jn 8,31-32), fue asumido desde el principio por los seguidores de Jesús como fruto y expresión de la salvación por Él realizada. Ser cristiano era ser salvado; y ser salvado era ser libre. Al igual que la salvación era un don que se recibía, así también la libertad era, al mismo tiempo, don y vocación del cristiano. Una libertad, por otra parte, que se definía sustancialmente por su referencia a Dios, más allá de las condiciones, sobre todo sociales, en que pudiera vivir el creyente en Jesús. La liberación social no era ciertamente el núcleo del mensaje salvador de Jesús, pero tampoco le podía resultar ajeno o indiferente, desde el punto y hora en que la salvación tendía a establecer unas relaciones nuevas entre los hombres, transformando decididamente las relaciones esclavizantes y opresoras existentes entre ellos. 6. Una última nota de la salvación de Dios hecha realidad tangible en la persona de Jesús de Nazaret es la dimensión escatológica. La salvación de Jesús, en efecto, comienza ya aquí y ahora, pero ni termina ni se agota en el aquí y en el ahora: por esencia, es una salvación trascendente, escatológica, es decir, que se plenificará y se hará definitiva más allá de la vida personal de cada uno y de la misma historia. Es salvación del pecado (en todas sus formas y dimensiones) y de la muerte (en todas sus formas y dimensiones igualmente): salvación que, paradójicamente, está ya presente, pero se espera todavía; está ya realizada en cuanto a su principio, pero está aún por realizar en cuanto a la plenitud de sus efectos; actúa ya, y se aguarda con expectación; es eficaz, pero inestable y fracasada en no pocos casos; está ya adquirida, aunque no enteramente alcanzada; es compromiso y esfuerzo del hombre, pero en definitiva, don absoluto de Dios.

7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación Antes de hablar de salvación, y de autoproclamarse portadora e instrumento de la misma, la Iglesia tiene que presentarse ante el mundo como comunidad «salvada». Efectivamente, desde el primer momento, la Iglesia ha sido consciente de ser objeto y depositaria a un tiempo de la salvación realizada por Jesús con su vida, muerte y resurrección. Jesús es, en su persona, «propiciación y redención» es decir, salvación para todos los hombres, y en primer lugar para sus seguidores, para aquellos que han acogido y dado fe a su palabra poniendo en Él toda su confianza (cf. Mt 20,28; Lc 21,28; 1Jn 2,2; 4,10. 14; Rom 3,25; 1Cor 1,30; Ef 1,7; Col 1,14; 1Tim 2,6; Hbr 9,12). Por eso, para ellos, ser cristianos era hacer una profunda y transformante experiencia de salvación: del pecado, del maligno, del mundo (en cuanto conjunto de fuerzas del mal que se oponen al Proyecto del Reino), del egoísmo, de la soberbia, del afán de dinero, etc., pasar el reino de la gracia, de la paz del amor (cf. Col 1,13). Desde esta profunda experiencia es desde donde puede ser la Iglesia pregonera y 408

portadora de salvación. La Iglesia debe proclamar y ofrecer la salvación que ella misma ha experimentado, con la que se ha identificado y en la que, finalmente, se ha convertido. Entendiendo la «evangelización» no como algo completamente teórico, sino como el anuncio concreto y objetivo de una salvación real que actúa en el evangelizado, se puede decir con Pablo VI que, antes de evangelizar (= anunciar la salvación en Jesucristo), es necesario sentirse evangelizado (= salvado). Sólo «aquellos que ya han recibido la Buena Nueva y están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla» 121. Es impensable, en efecto, «que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino, sin que se convierta en alguien que a su vez da testimonio y anuncia» 122. La Iglesia, como el apóstol Juan, está llamada a presentarse ante los hombres proclamando: «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida —pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó—, lo que hemos visto y oído, eso es lo que os anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo» (1Jn 1,1-3). El compromiso fundamental de la Iglesia no es, por tanto, transmitir unos conocimientos más o menos hermosos, profundos, difíciles, con perfiles exactamente establecidos, propios de iniciados, acerca de la salvación: su compromiso primero e irrenunciable es transmitir sustancialmente una «experiencia de salvación». Un punto de partida firme e inequívoco para la Iglesia en el compromiso de vivir y predicar la salvación en Cristo es el convencimiento de que «la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente» 123. Esta persuasión encuentra su fundamento en la convicción de que «la Iglesia es la continuación, la permanencia actual de esta presencia real escatológica de la victoriosa voluntad gratífica de Dios, inserta definitivamente con Cristo en el mundo» 124. Esta persuasión, por otra parte, tiene un fundamento sólido en la Palabra revelada. Basta pensar en la enseñanza de Pedro cuando compara la comunidad eclesial, a la que se pertenece en virtud del bautismo, con el arca en el que Noé y su familia se salvaron en medio del diluvio (cf. 1Pe 3,19-22). Es posible, por consiguiente, afirmar que la Iglesia es «algo más que un instrumento o una servidora, pues, de algún modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la humanidad a imagen de su Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La Iglesia manifiesta ya la unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así, sirve a esa unidad que prefigura. [...] La Iglesia es algo más que un mero instrumento salvífico; ella es la forma terrena de la salvación; la realización germinal en la tierra del 409

reinado definitivo de Dios (LG 5). [...] Y, precisamente en cuanto constituye un anticipo de la salvación, la Iglesia es también un medio o signo salvífico» 125. Como se ha dicho repetidamente, la Iglesia es, a la vez, realización en pequeño de la salvación y, al mismo tiempo, instrumento de la misma para el mundo: en la Iglesia hace Dios realidad viva y operante la oferta de salvación hecha a todos los hombres.

7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya Con igual persuasión, la comunidad eclesial sabe, desde el inicio mismo de su andar por la historia, que la salvación que ella vive y proclama no es suya: la Iglesia no es fuente de salvación. Ella es beneficiaria primera y portadora de una salvación cuya fuente se encuentra única y exclusivamente en Cristo Jesús. Son innumerables los textos del Nuevo Testamento en los que esta realidad está palpablemente afirmada. En consecuencia, la Iglesia debe superar constantemente la tentación de constituirse en centro, fuente y causa de salvación, substituyendo al único Salvador y Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1Tim 2,3-7). Ella, como Juan el Bautista y como los apóstoles, debe señalar siempre y de forma inequívoca (cf. Jn 1,29-30. 35-36; Hch 3, 5-16; 4, 8-12; 5,29-32; 10, 23-26. 34-43) a Aquel en quien ha puesto Dios la única fuente de salvación: Jesucristo126. La conciencia de ser portadora de la salvación de Jesús y no fuente de la misma, debe llevar a la Iglesia, entre otras, a dos conclusiones importantes: 1a. Proclamar incansablemente la salvación de Jesús en todo momento, en toda circunstancia, a todo hombre. Desde el inicio mismo de su camino por la tierra la comunidad cristiana ha proclamado una salvación que es universal, como universal es la obra redentora de Cristo. Puesto que Cristo murió por todos (cf. Jn 11,50-52; Rom 5,619), son todos los hombres los destinatarios del mensaje de salvación confiado a la Iglesia. No fue fácil a los primeros seguidores de Jesús entender y asumir el destino universal de la salvación y la consiguiente universalidad de los destinatarios del mensaje. Fue el Espíritu Santo el que abrió la mente y el corazón de los creyentes ensanchando hasta los confines de la tierra (en tiempo, espacio y destinatarios) el alcance de la salvación realizada por Cristo. Si Jesús había muerto por todos los hombres sin excepción, todos los hombres sin excepción tienen derecho a formar parte de la comunidad de salvados (cf. Mt 26,28; Hch 2, 38-41. 47; 10,9-16; 11,1-18) 2a. Ser dinámicamente fiel al mensaje de salvación recibido. Puesto que la salvación no es suya, y puesto que las situaciones de irredención son infinitamente diversas a lo largo del tiempo y del espacio, la Iglesia tiene que vivir en una permanente tensión de fidelidad creativa y dinámica a la salvación de Jesucristo sabiendo expresarla y ofrecerla 410

en cada momento de forma adecuada, inteligible y aceptable por el hombre al que va dirigida: una es la forma de salvación que se ofrece al pobre, al marginado, al oprimido, y otra la que se ofrece al rico, al potentado, al opresor; una es la forma de salvación que se ofrece al sencillo, al ignorante, al que carece de cultura, y otra la que se ofrece a la persona instruida, culta, intelectual; una es la forma de presentar y ofrecer la salvación de Cristo al enfermo, al que sufre, al increyente, y otra la que se presenta al sano, al que goza, al creyente. Es evidente que la salvación de Cristo es siempre una y la misma: la salvación integral del hombre, como se verá más adelante, pero esa salvación se hará realidad concreta en cada uno según sea la situación de irredención en que se encuentre.

7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo127 Se ha dicho más arriba que la manera de concebir la salvación corresponde siempre, por una parte, a la manera de concebirse el hombre a sí mismo, a la forma en que descubre su posición frente a la creación, a la relación que establece entre este mundo y el más allá (ontología creatural); y, por otra, al peligro, al sufrimiento o dolor, a la situación de irredención de la que quiere verse libre o salvado. Según estas coordenadas, es posible establecer configuraciones diversas según las cuales en la historia de la Iglesia se ha entendido, vivido y predicado el tema de la salvación a lo largo de los siglos. 1. En el cristianismo primitivo, que surge y comienza a desarrollarse en un ambiente greco-latino, el influjo de la cultura ambiente es inequívoco por inevitable. Si el emperador era el «salvador» por excelencia y, como tal, fuente de salvación, de paz, de prosperidad, de bienestar total para sus súbditos, era inevitable que esas mismas prerrogativas se aplicaran —aunque sublimándolas— a Cristo que había sido ya presentado, por el apóstol Pedro especialmente, como el único y definitivo Salvador (cf. Hch 4,12). De ahí, que apareciera bien pronto el símbolo del pez (ichthys = iesoús, christós, theoú, hyós, sotér), como identificativo de los cristianos. Jesucristo, Salvador universal, salva transfigurando y divinizando al hombre (concepción de la Iglesia en el Oriente), o liberando de las miserias de este mundo, y especialmente reestableciendo la comunión con Dios rota por el pecado (concepción de la Iglesia de Occidente). 2. En la Edad Media se va estableciendo poco a poco una contraposición cada vez más pronunciada entre la tierra y el cielo: la tierra como lugar de paso, más aún, como valle de lágrimas, destierro y sufrimiento; en todo caso, de preparación para el más allá. Y el cielo, como lugar de término, de llegada, de estancia definitiva, de gozo pleno y de alegría sin fin. Por otra parte, y no obstante el cambio antropológico-cultural que se efectúa, la salvación cristiana sigue en conexión profunda con Cristo: un Cristo, en este caso, no sólo crucificado y resucitado, sino también y especialmente juez implacable de 411

vivos y muertos que, según su inapelable juicio, da el premio o el castigo a los hombres según sus obras128. La salvación aparece en este contexto como el fruto de una lucha constante contra el demonio, y de una vida de ascesis (activa y pasiva) gracias a la cual aplaca el hombre a Dios enojado por el pecado, se reconcilia con Él y merece el cielo. En todo este proceso, resulta fundamental la presencia de María, madre de misericordia frente a la insobornable e implacable justicia divina. 3. En el momento del Renacimiento el panorama no cambia sustancialmente respecto a la Edad Media, pero el problema de la salvación va íntimamente unido al de la libertad personal del hombre frente a la gracia divina. La salvación, en consecuencia, adquiere un tinte de corte acentuadamente individualista y hasta intimista, influenciado por el ambiente teológico del momento, tanto en el seno de la Iglesia católica, como especialmente en el ámbito de las Iglesias luterana y calvinista. Es un momento en el que interesa, a toda costa, «salvar la propia alma». 4. A partir del siglo XVIII se inicia un camino —que llega prácticamente hasta la celebración del Concilio Vaticano II—, caracterizado, según Congar129, por cuatro rasgos: una viva y hasta dramática conciencia de la alternativa establecida entre salvación y condenación; una salvación del alma completamente descircunstanciada de la creación, de la historia del hombre y de cualquier referencia intramundana; la certeza de la salvación fuertemente condicionada a una serie de prácticas piadosas; y, finalmente, la despreocupación por la salvación de los hombres todavía no evangelizados. Es cierto que, como afirma el mismo Congar, en todos esos siglos «la Iglesia no ha cesado de abrir escuelas y dispensarios, de construir hospitales, de promover e incluso de organizar el trabajo productivo, de proteger y realzar la dignidad de la mujer y del niño, de civilizar, en fin, y de humanizar» 130. Pero la clave inequívocamente espiritualista con que, en líneas generales, ha planteado, vivido y predicado el problema de la salvación, hace que todas esas actividades caritativas, asistenciales e incluso promocionales, no formaran parte esencial de la salvación, sino que se vieran, bien como expresión y proyección necesaria de la caridad que anida en el corazón de la Iglesia, bien como ejemplo a imitar por otros, bien como forma de generar y acumular méritos en orden a «ganarse el cielo».

7.3.4. Salvación cristiana hoy131 El concepto de salvación, como se dijo más arriba, va unido siempre a una determinada concepción del hombre y de su situación de irredención; en definitiva, a una antropología concreta y determinada. De ahí que, cambiada hoy la visión que la Iglesia tiene del hombre, ha cambiado notablemente su forma de entender la salvación. 412

Después de siglos en los que la Iglesia ha proclamado y hasta vivido una salvación puramente espiritual y trascendente, sin valorar debidamente en sí, ni los valores del cuerpo, ni los valores terrenos como anticipo de lo que es la plenitud de salvación realizada y ofrecida por Cristo, la salvación que ofrece hoy la Iglesia —siguiendo la enseñanza del Vaticano II sobre la razón de ser de la propia Iglesia (la que puede llamarse su causa formal)—, puede expresarse diciendo que es el desarrollo de la fraternidad universal entre todos los hombres, llamados —por vocación y decisión divinas— a constituir una gran familia de hijos y de hermanos132. Una familia en la cual Dios sea el único Padre todos de los hombres por igual, y éstos se sientan, se quieran, se traten, se comporten como auténticos hermanos: una realidad que, comenzada aquí en la tierra, está llamada a consumarse de forma plena y definitiva, en el más allá133. La Iglesia, en efecto, «tiene una finalidad escatológica y de salvación que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor» 134. Hoy se habla de una salvación integral, es decir, de salvar la totalidad de la persona. Es el hombre en la integridad de su ser individual, social e histórico, el que ha de ser salvado en la Iglesia y por la Iglesia. Se ha superado la dicotomía de una salvación que afectaba al alma y precisamente en el más allá: es decir, a partir del momento en el que el hombre dejaba este mundo para entrar en el cielo. Hoy, desde una visión integradora y unitaria del hombre en su propia individualidad, en sus relaciones sociales conformativas de la propia persona, y en su intrínseca y esencial dimensión histórica, la salvación cristiana tiene una naturaleza inseparablemente trascendente e inmanente: la salvación del más allá se inicia objetivamente en el más acá, gracias a Cristo Resucitado, el Hombre Nuevo, primicia de la Nueva Humanidad; y, por su parte, la salvación del más acá tiende de forma esencial e intrínseca hacia la salvación en el más allá: una salvación, además, que es pura gratuidad, don absoluto de Aquel que nos amó primero y se entregó como víctima de propiciación por la salvación de todos (cf. 1Jn 4,7-10). Por otra parte, si es cierto que «el hombre es él y sus circunstancias», es decir, si es cierto que el hombre es, por su propia esencia, un ser social hasta el punto de que «el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionadas» 135, es claro que, cristianamente hablando, no es pensable una salvación que afecte única y exclusivamente al hombre, aislado del cosmos, sobre todo desde las claves de totalidad somático-espiritual en que hoy se piensa. El hombre, desde una perspectiva cristiana, no puede ser pensado sin su entorno cósmico, social, familiar, cultural, político, económico. De ahí, que la salvación de que se siente portadora y proclama la Iglesia es una salvación integral en el más amplio sentido del término: de esa salvación no queda fuera ni la 413

individualidad del hombre en sí, ni todo aquello sin lo cual el hombre no podría realizarse como tal hombre en toda su totalidad y plenitud. A través del hombre, el mismo cosmos está llamado a la renovación total, superando «la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21). La enseñanza del Magisterio eclesiástico reciente es inequívoca a este respecto: Pablo VI en la Exhortación Evangelii Nuntiandi abordó el tema de la salvación del hombre en la línea marcada por el Vaticano II. En una rica secuencia de principios concatenados, pone de relieve, con todo énfasis, que Jesucristo ofrece su salvación a todos los hombres: «no una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal y se identifica totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales del hombre, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único Absoluto, Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad» 136. Siempre en esta línea de visión integral del hombre, proclama que «la Iglesia... tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos...; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total» 137, puesto que entre evangelización y promoción humana existen también «lazos de orden teológico: no se puede disociar el plan de la Creación del plan de la Redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar» 138. Juan Pablo II, por su parte, ya en su primera Encíclica señalaba con toda claridad la posición de la Iglesia en el compromiso de salvación del hombre: la Iglesia, que siente la exigencia del bien temporal y del bien eterno del hombre, «no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede permanecer indiferente a lo que lo amenaza. [...] Aquí se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto, sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo para siempre por medio de este misterio. [...] Tal solicitud (de la Iglesia) afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo» 139. Por eso, «el hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social —en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad— este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el 414

cumplimiento de su misión: él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo» 140. A la luz, pues, tanto del profundo cambio antropológico realizado en la actualidad en la forma de entenderse el hombre a sí mismo, como del no menor cambio operado en la Iglesia en la forma de entender la salvación como realidad que afecta al hombre en su totalidad y en su doble dimensión existencial inmanente y trascendente, la salvación cristiana hay que entenderla como un profundo misterio de comunión. Es la comunión lo que verdaderamente anhela el hombre en lo más profundo de sí mismo, lo que lo hace plenamente feliz, lo que, en definitiva, lo salva. Una comunión que tiene tres dimensiones fundamentales, esenciales y complementarias: consigo mismo, con Dios (el Trascendente, el más allá de sí mismo del hombre), y con los demás hombres. Es esta comunión la que hace que el hombre se sienta y experimente como realmente salvado. Un hombre en comunión plena y definitiva, es un hombre plena y definitivamente salvado. En este camino de salvación, la Iglesia —en nombre de Jesucristo, el gran realizador de la comunión en todas sus direcciones (cf. Ef 2,13-18)—, es sacramento: es decir, lugar donde ya se realiza (aun con las incidencias y limitaciones propias de la condición de peregrinos) esa triple comunión, y también instrumento —mediante el testimonio y la palabra— del proceso de creciente comunión del hombre consigo mismo, con Dios Creador y Padre, y con todos los hombres convertidos en hermanos.

EXCURSUS I: Fuera de la Iglesia, ¿hay salvación?141 La afirmación del apóstol Pedro según el cual «no hay bajo el cielo ni sobre la tierra otro nombre en el cual puedan los hombres ser salvos, sino en el nombre de Cristo» (Hch 4,12) junto con la presentación que hace el mismo apóstol de la Iglesia como el arca en la que, a semejanza de la Noé (cf. Gen 7,1-24), se salvan solamente algunos hombres (exacta y exclusivamente los que están dentro del Arca) del diluvio universal (cf. 1Pe 3,20), ejerció desde muy pronto entre los bautizados un gran influjo sobre la necesidad de estar dentro la Iglesia como garantía absoluta de salvación. Es ésta una persuasión fácilmente constatable en la literatura de los Santos Padres teniendo como base las afirmaciones de Pedro antes mencionadas. No resulta extraño, por eso, que, desde el inicio mismo de la reflexión teológica sobre el valor y la misión soteriológica de la Iglesia, se haya ido afirmando sistemáticamente en una u otra forma, con unos términos o con otros, el principio según el cual «extra Ecclesiam nulla salus»142. Axioma que se sostuvo en la Iglesia durante 415

largos siglos. Pero la evolución del entorno eclesial, y sobre todo del mundo circundante que se amplió de forma espectular tanto geográfica como mentalmente con el descubrimiento del Nuevo Mundo así como la expansión de la Iglesia hacia el oriente, fue cuestionando progresiva pero inexorablemente el sentido de ese axioma hasta ponerlo en clara y abierta crisis. ¿Es sostenible hoy, absolutamente hablando, que fuera de la Iglesia no hay salvación? ¿Se puede sostener rigurosa y razonablemente? Si no es así, sigue «planteada la cuestión de qué significado puede conservar el axioma “Fuera de la Iglesia no hay salvación” para la Iglesia actual, en circunstancias que han cambiado ampliamente» 143. Resulta por eso altamente ilustrativo hacer un recorrido histórico —por breve que sea— de esta afirmación, para ver cómo una doctrina de la Iglesia puede ser interpretada de diversa manera en una época histórica y en otra. Las etapas por las que ha ido pasando ese principio y su interpretación a lo largo de la historia pueden reducirse a las siguientes: 1. En los cinco primeros siglos de la Iglesia, a ese principio (convertido en verdadero «dogma») se le dio un significado y una interpretación más o menos rígida según los autores (Cipriano144/Orígenes145), y se refería tanto a la Iglesia en cuanto institución única y eficaz para la salvación, como a cada uno de los individuos. El autor que formuló ese principio con mayor rigidez y crudeza en esa época es San Fulgencio de Ruspe146. 2. En la Edad Media Santo Tomás, que presenta a Cristo como único Salvador147, enseña, sin embargo, que Dios nunca abandona al hombre en lo necesario para su salvación, a no ser que el hombre mismo se oponga culpablemente a ella148. La Providencia divina, con todo, ofrece muchas ocasiones para la salvación del hombre149. En esta época es el Magisterio oficial de la Iglesia el que, de manera clara e inequívoca, reitera e insiste en la interpretación rígida del principio, en base a la tradición fijada ya, según se dice, por los Padres150. 3. A partir del siglo XV especialmente, se producen algunos acontecimientos que pusieron en seria cuestión el principio y que obligaron a matizar mucho más las afirmaciones: tanto las de San Cipriano como las de San Fulgencio. Esos acontecimientos son: — Los grandes descubrimientos de nuevas tierras y nuevos pueblos sobre todo en el continente americano. — La forma nueva en que los teólogos moralistas fueron considerando el problema de la ignorancia invencible y de la conciencia errónea del hombre. Se comenzó a pensar como posible el que la ignorancia de la fe, al no ser siempre voluntaria por haber casos de conciencia invenciblemente errónea, no 416







fuera siempre culpable; en definitiva, comenzó a admitirse el principio según el cual el hombre no es siempre y necesariamente culpable frente a la ignorancia de la fe católica. La convicción generalizada de que Dios no abandonará absolutamente en la ignorancia de la verdad a un hombre que sea recto y leal en su pensar y en su actuar. La invasión en toda Europa de las ideas liberales de los siglos XVIII-XIX, referidas especialmente al campo de la conciencia religiosa individual, que fueron minando y debilitando cada vez más la fuerza del principio «Extra Ecclesiam nulla salus». La aceptación expresa de que la ignorancia invencible excusa de la nopertenencia a la Iglesia151.

4. En la época más reciente resulta necesario recordar el caso L. Feeney que, entre los años 1949-1952, hizo una interpretación absolutamente literal y restrictiva del «Extra ecclesia nulla salus», a causa del cual fue excomulgado el 13 de febrero de 1953152. Este incidente sirvió para aclarar aún más que la necesidad de la Iglesia en general y de los sacramentos, en particular, es una necesidad de medio, no por la necesidad intrínseca de la misma, sino por provenir de una institución positiva de Dios. Por consiguiente, esa necesidad puede ser satisfecha no necesaria y únicamente con los hechos (re), sino también —en casos de absoluta ignorancia o de conciencia erróneamente invencible— con el deseo (saltem in voto), incluso implícito de la misma. 5. El Concilio Vaticano II se refirió a este tema, aunque de forma indirecta, corrigiendo notablemente y de forma autorizada la trayectoria seguida en siglos anteriores. En el Decreto Unitatis redintegratio, después de reconocer que en la división de las Iglesias nadie, tampoco la Iglesia católica está exenta de culpa, afirma que «además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida a la propia Iglesia, pueden encontrarse algunos, más aún, muchísimos y muy valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia católica. [...] Todas estas realidades, que provienen de Cristo y a Él conducen, pertenecen por derecho a la única Iglesia de Cristo» 153. En la Declaración Nostra Aetate, partiendo de la unicidad de Dios, Padre de todos los hombres por igual, llega a afirmar que la Iglesia «reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión» 154, lo que equivale a un reconocimiento al menos implícito del valor soteriológico de las demás religiones e incluso de la conducta natural de los hombres de buena voluntad. 417

Cosa que ya había hecho antes confesando que la eficacia objetiva del misterio pascual de Cristo afecta no sólo a los cristianos, sino también «a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible... En consecuencia —sigue diciendo—, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» 155. En la Declaración Dignitatis humanae defiende abiertamente y sin paliativos el derecho de cada hombre a creer o no creer libremente. Un derecho que «se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón» 156. De ahí, que no se pueda ejercer presión o coacción alguna sobre la conciencia de cada uno en orden a forzar su postura religiosa, ya que «el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza» 157. 6. A la luz de la trayectoria histórica del axioma, brevemente esbozada, la interpretación actual del mismo es el resultado de tener presentes todos estos elementos: 1o. Se reafirma, ante todo, la doctrina de que la plenitud de los medios de salvación queda sustancialmente garantizada para todos los hombres, gracias a su pertenencia efectiva a la unidad visible de la Iglesia, como institución positiva hecha por Dios, Uno y Trino158. Este hecho impide una interpretación que llevara a una minusvaloración de la realidad Iglesia o a un auténtico indiferentismo frente a la realidad eclesial. 2o. Se valora en toda su trascendencia el principio paulino de que «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4). Este principio exige, por parte de la Iglesia, una actitud y unas actuaciones en medio de los hombres cada vez más auténticamente «católicas», es decir, universales. Este principio lleva igualmente a valorar de forma positiva la situación de todos aquellos hombres (incluso «oficialmente» ateos...), que trabajan seriamente en orden a la consecución de auténticos valores humanos: justicia, verdad, solidaridad, paz, fraternidad, etc. En consecuencia, hay que valorar ante todo y por encima de todo, la voluntad salvífica universal de Dios, pero también el compromiso de cada hombre de construir el Reino de Dios en la historia (Mc 1,15), teniendo presente el juicio de valor que hace el mismo Cristo de los comportamientos positivos o negativos de los hombres (creyentes o no), frente a sus hermanos necesitados (Mt 25,31-45). 3o. Se valora positivamente la posibilidad de que, aunque sea de una manera inconsciente, se desee y hasta se esté en la intención de pertenecer a la Iglesia por parte de los hombres de buena voluntad. En este caso, puede hablarse de una ordenación interna a la Iglesia en cuanto realidad visible y social.

418

4o. Se valora de forma igualmente positiva la coincidencia entre lo que es realmente la Iglesia en su esencia más profunda (especialmente su mensaje y su misión: la construcción del Reino de Dios), y lo que es la conciencia, la actuación y los comportamientos de hombres que, siendo creyentes de otras religiones (o incluso sin serlo), tienen unos valores, unos objetivos y unas metas ampliamente coincidentes con los de la Iglesia. 5o. La exclusión —de forma clara e inequívoca— de una interpretación literal y restrictiva del «axioma» en la línea de San Cipriano, San Fulgencio o L. Feeney: no se puede pedir, de forma absoluta y como condición indispensable para la salvación, una pertenencia explícita y material a la unidad visible de la Iglesia. En suma, el dinamismo propio de la historia y de forma muy especial el descubrimiento de América, contribuyó notablemente a cuestionar no sólo los límites geográficos del ámbito de la salvación, sino también, lo que es mucho más decisivo, los límites teológicos y soteriológicos de la comunidad eclesial. Con motivo de ese acontecimiento, se hizo patente que, más allá del «finis terrae», había tierra. Y que, más allá del factor sicológico de la aceptación, explícita o no, de Cristo y de la Iglesia como medio indispensable de salvación, había centenares de miles de hombres que, sin culpa alguna por su parte, no habían tenido la posibilidad de aceptar o rechazar la Buena Noticia del Evangelio y su heraldo que es la Iglesia. ¿Estaban todos esos miles de hombres —posiblemente millones— inexorablemente destinado a la condenación eterna por parte de un Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad? ¿Es más necesaria la Iglesia que Cristo para la salvación? ¿Es igualmente necesaria? No parece razonable. Por eso, a partir del siglo XV y especialmente con el Concilio Vaticano II, se ha operado en la Iglesia una apertura de horizontes que, sin negar la necesidad de la misma para la salvación, relativiza la necesidad de una pertenencia consciente y material, dándole un lugar subordinado respecto al que es verdaderamente el elemento absolutamente primario y decisivo: la voluntad salvífica universal de Dios. La expresión, pues, «fuera de la Iglesia no hay salvación» parece «un modo, y muy imperfecto además, en el que los cristianos han expresado su creencia en que Dios ha dado a su Iglesia un papel necesario en su plan para salvar al mundo» 159. Hoy, ante las cambiadas formas de concebir el mundo y la historia a partir de los datos objetivos que nos ofrece la ciencia (baste pensar que el hombre está sobre la tierra desde hace no menos de tres millones de años...), hay que pensar con Congar que «el axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, debe evidentemente recibir una nueva explicación» 160. En todo caso, es preferible quedarse con el «meollo positivo» del axioma: «Dentro de la Iglesia, hay salvación» 161. A nuestro entender lo que el axioma, en el fondo quiere verdaderamente afirmar es 419

que «fuera de Cristo» no hay salvación. Efectivamente, entre Cristo y la Iglesia existe una identificación mística a pesar de la subordinación y total dependencia de la Iglesia respecto de Cristo, por ser ella la continuidad y la plenitud del mismo Señor (cf. Ef 1,22). Por eso, si se afirma que fuera de Cristo no hay realmente salvación y se afirma además esa identificación mística entre Cristo y la Iglesia, resulta natural afirmar —siempre en una clave radicalmente cristológica—, que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Entre Cristo y la Iglesia existe una equivalencia como entre la cabeza y el cuerpo. Y es en base a esa equivalencia, como se puede afirmar que «fuera de la Iglesia no hay salvación», porque, en definitiva, es «fuera de Cristo donde no hay salvación» (cf. Hch 4,12). A la luz de esta consideración hay que interpretar la afirmación de que la voluntad salvífica de Dios no puede tener un sentido de exclusión de nadie (sería una «contradictio in terminis»), sino un sentido de estímulo constante para la Iglesia en su compromiso y en su actividad misionera. Desde esta perspectiva se podría decir con razón que en la actualidad «lo que realmente ha cambiado en el transcurso del tiempo, no es tanto lo que los cristianos han creído sobre la necesidad de estar en la Iglesia para la salvación, sino el juicio que han hecho sobre aquellos que estaban fuera» 162. En este contexto resulta oportuno hacer una breve referencia al problema suscitado por K. Rahner con su doctrina acerca de los «cristianos anónimos» 163. Rahner parte de tres supuestos: En primer lugar, toda gracia viene a través de Cristo orientando al hombre hacia el mismo Cristo y hacia su Iglesia visible. En segundo lugar, la gracia ofrecida a todo hombre es gratuita y sobrenatural, es decir, está dada con vistas a la visión final de Dios, que trasciende las fuerzas y facultades naturales del hombre. Finalmente, la autocomunicación de Dios al hombre (= gracia) configura realmente la condición humana. En el hombre se da, en efecto, un existencial sobrenatural, por cuanto la autodonación libre de Dios afecta intrínsecamente a la estructura interna del hombre, llamando a todo hombre a esa meta definitiva. Frente a esta postura doctrinal de Rahner, son tres las objeciones fundamentales que han presentado algunos teólogos: ante todo, respecto a la adecuación entre la expresión y el contenido de lo que quiere realmente decir; en segundo lugar, respecto a la abusiva interpretación «cristiana» de los que no son cristianos o ni siquiera quieren serlo; finalmente respecto a la relativización del cristianismo explícito o de la fe cristiana formal y claramente confesada. De todas formas, y más allá de las polémicas más o menos sutiles y bien fundadas (H. U. von Balthasar, H. Küng, Klinger, Jüngel), hay que preguntarse que, si como cristiano se cree de verdad, por una parte, que Dios quiere con auténtica voluntad política que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 420

2,3-4), y, por otra, que toda salvación sobrenatural está esencialmente vinculada y dependiente de Cristo, único salvador de todos los hombres y de todo el hombre, ¿cómo podrían llamarse aquellos hombres que, gracias a la rectitud y nobleza de su vida, están en verdadero y objetivo camino de salvación? Parece, pues, completamente razonable que «independientemente de lo que declara en su reflexión conceptual, teórico-religiosa, quien no dice en su corazón no hay Dios (como el “insensato” del salmo), sino que da testimonio de él por medio de la radical aceptación de su existencia, ése es un creyente. Y si en acción y en verdad cree en el santo misterio de Dios, no rebaja esa verdad, sino que le da espacio, la gracia de esa verdad, por la cual se guía, es siempre la gracia del Padre en su Hijo. Y a aquel que se deja apresar por dicha gracia podemos designarlo con pleno derecho como “cristiano anónimo”» 164.

EXCURSUS II: ¿Es legítima la Teología de la liberación?165 El concepto e incluso el término de «liberación» no sólo no es ajeno o extraño a la Palabra revelada (Antiguo y Nuevo Testamento), sino que le es sumamente cercano166. En efecto, el relato cumbre de la historia de la salvación en el Antiguo Testamento, es precisamente un relato de liberación presentado en forma paradigmática, en el libro del Éxodo, que es, todo él, un canto de liberación del Pueblo elegido de la opresión de los egipcios (cps. 3-15). Pero este mismo hecho es tipo, figura, anticipo y profecía de otra gran gesta de liberación: la Resurrección de Cristo, como momento cumbre de toda la historia de la salvación. Es una gesta iniciada con la presencia entre los hombres de Jesús, el Mesías, el Señor (cf. Lc 1,26-38; 2,11-12.29-35.38), continuada con su actividad mesiánica (cf. Lc 4,17-21), y culminada con su Muerte y Resurrección (cf. Ga 4,31). La historia de la salvación, en efecto, encuentra en la Pascua de Cristo su punto máximo como gesta de liberación plena y definitiva de la humanidad. Formando bisagra entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, se encuentra el Cántico de Zacarías (Lc 1,67-79), verdadero canto de liberación, sea cual fuere la interpretación general que se le dé, y sea cual fuere el alcance que se dé al término liberación167. Teniendo presente el proceso de progresiva espiritualización del concepto y de la realidad de la salvación presentado más arriba (7.3.3), hay que decir que la recuperación del término liberación para hablar de la salvación en Cristo es relativamente reciente en la Iglesia. Se hace presente de una manera consciente y refleja, tanto en el Oriente como en 421

África y sobre todo en América Latina, a partir de los años 70, en que se comienza no solo una reflexión explícita sobre el tema de la liberación, sino también la práctica de la misma en la vida de las comunidades cristianas168. La cuestión de fondo de que se parte en la Teología de la Liberación (TL) se formula así: «cómo ser cristianos en un mundo de miserables». Por eso, la TL arranca de la dura experiencia de la vida de los pobres y oprimidos en el Tercer Mundo, yendo, en un segundo momento, a la Palabra revelada, buscando en ella una base firme para hacer una verdadera Teología que tenga como centro y objetivo fundamental el Dios que libera a los pobres de la tierra. Por otra parte, para hacer «teología» —se dice— el momento previo, la condición inicial indispensable, es el compromiso real del teólogo con los pobres. Sobre esa base indispensable, se comienza a hacer teología, partiendo del análisis de la situación de los pobres y oprimidos de la tierra. Un análisis que se realiza metodológicamente con la ayuda conjunta de una triple mediación: socio-analítica, hermenéutica y práctica. a) En la primera de estas mediaciones tiene una importancia especial —de modo puramente instrumental en todo caso— el uso del análisis marxista de la realidad169; es decir, se analiza y valora la importancia decisiva de los factores económicos, de la atención a la lucha de clases, y del poder mistificador de las ideologías, incluidas las de naturaleza religiosa. Ese análisis constituye un inequívoco principio hermenéutico o instrumento epistemológico. De todas formas, se afirma que «el teólogo de la liberación mantiene una relación decididamente crítica frente al marxismo. Marx puede sin duda ser compañero de camino, pero jamás podrá ser el guía. “Porque uno solo es vuestro guía, Cristo” (Mt 23,10). Siendo así, para un teólogo de la liberación, el materialismo y el ateismo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación» 170. b) La segunda mediación es la Palabra revelada, que tiene una importancia hermenéutica decisiva. Es la Escritura sagrada, y en particular, el Libro del Éxodo, los Profetas, los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y el Libro del Apocalipsis, la que ilumina constantemente el camino de reflexión sobre la situación de los pobres y oprimidos de la tierra y sobre los porqués de esa situación. No se lee y reflexiona la Palabra de Dios de una forma intemporal, abstracta o individualista, sino de forma concreta y real, en el «Sitz im Leben» de las comunidades. c) La tercera y última mediación, tan fundamental como las otras dos, es la praxis. La TL «está lejos de ser una teología inconcluyente. Sale de la acción y lleva a la acción, y ese periplo está todo él impregnado y envuelto en la atmósfera de la fe. Desde el análisis de la realidad del oprimido, pasa a través de la palabra de Dios para llegar finalmente a la práctica concreta. La vuelta a la acción es característica de esta teología. 422

Por eso quiere ser una teología militante, comprometida y libertadora» 171. Es una Teología que parte de la experiencia concreta, para volver a ella con el compromiso de transformarla. Algunos puntos importantes a subrayar frente a la TL, supuesta su validez y legitimidad fundamental172, son estos: 1. Es preciso destacar, ante todo, la diferencia profunda del método teológico usado en la TL respecto al método teológico clásico. En la Teología tradicional el punto de partida es (como indica el mismo término «teo-logía»), Dios: se parte de la pregunta sobre Dios. Santo Tomás, paradigma del teólogo y de todo quehacer teológico comienza la Summa Theologica con la pregunta sobre Dios: «Utrum Deus sit» (STh I, q. 2, a. 3). En la TL, por el contrario, el punto de partida es la constatación de la situación de los pobres y oprimidos de la tierra. Con una condición concreta previa como se ha dicho: el compromiso del teólogo en el proceso liberador de los oprimidos. Realizados estos dos pasos, se accede al tercero que es recurrir a la Palabra de Dios, para buscar en ella la luz de Dios, preguntándole cuál es su actitud frente a estas situaciones. Como se adivina fácilmente, la TL es una Teología metodológicamente irreductible a la Teología clásica. 2. Frente al tema de la liberación recuerda Pablo VI que «la Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización» 173. De todas formas — sigue diciendo el papa—, «la Iglesia asocia pero no indentifica nunca liberación humana y salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de liberación es necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica del hombre, de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de Dios» 174. El concepto cristiano de salvación, por consiguiente, es más amplio, profundo y globalizante que el de liberación. 3. En el fondo de cualquier TL auténtica (africana, asiática o latinoamericana) tiene que estar presente y actuante siempre la realidad del Reino de Dios en el sentido expuesto en otro momento. El verdadero progreso del hombre, en efecto, la verdadera justicia del hombre, el estricto respeto y cumplimiento de los derechos humanos, la auténtica igualdad entre los hombres en todos los planos —también en el plano económico (cf. 2Cor 8,13-15)—, no pueden confundirse sin más con el Reino de Dios. Sin embargo, afirma el Vaticano II, «el primero (es decir, el progreso del hombre cuando es auténtico), en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa grandemente al Reino de Dios» 175.

423

4. La situación de opresión e injusticia que sufren los pobres y marginados del mundo, no es sólo fruto de una mala distribución de las riquezas, de unas relaciones humanas profundamente deformadas a lo largo de la historia, o de unas estructuras objetivamente opresoras del hombre. Es fruto, en su raíz última y determinante, del pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,14-23). Un pecado que toma cuerpo y cobra forma en los comportamientos negativos, tanto en el ámbito de las relaciones interpersonales, como también y particularmente, en las estructuras que condicionan opresoramente esas mismas relaciones, llegando a convertirse en verdaderas máquinas de fabricar pobres y, por eso mismo, en estructuras de pecado. Es, en definitiva, en el corazón del hombre donde hay que buscar y encontrar la verdadera raíz de la situación de los pobres y marginados en el mundo. Es el corazón del hombre lo que hay transformar en primer lugar (prioritate naturae, non tantum temporis), sabiendo, sin embargo, que no existe disyuntiva entre el corazón perverso del hombre y las estructuras de pecado: existe una relación dialéctica que es preciso superar cambiando ambos al mismo tiempo por cuanto sea posible. 5. Resulta por todo ello evidente que «la prioridad reconocida a la libertad y a la conversión del corazón en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las estructuras injustas. [...] Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversión de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado que se encuentra en la raíz de las situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de la persona» 176. 6. En la Teología clásica la salvación/liberación —don generoso de la gracia y liberación del pecado—, se presenta como fruto de una profunda y coherente reflexión sobre el Misterio de Dios y de Cristo, el redentor de todos los hombres y de todo el hombre: la ortodoxia es principio y garantía de la ortopraxia. En la TL, por el contrario, la salvación/liberación es punto de partida incuestionable para garantizar y autentificar la verdadera reflexión sobre Dios y sobre la salvación en Cristo: la ortopraxia es condición de la ortodoxia. 7. La TL cristiana (africana, asiática o latinoamericana) tiene que ser ecuménica: es decir, tiene que ser consciente, ante todo, de que comparte con otros muchos hombres, creyentes o no, el mismo contexto no solo geográfico sino sobre todo social, político y económico. Ha de ser consciente, además, de que en otras tradiciones religiosas no cristianas, existe idéntica ansia de liberación de los adeptos, e idéntica oferta de liberación por parte de la religión misma. Tiene que ser ecuménica, igualmente, en cuanto que se comparten con los hombres de buena voluntad y especialmente con esas otras tradiciones religiosas, valores que liberan auténticamente al hombre, como son la verdad, la solidaridad, el respeto a la persona sea quien fuere, el perdón, la misericordia, la

424

compasión, el silencio interior de la persona, la oración, la paz, la sinceridad del corazón, la preocupación por los marginados, etc. De esta forma, «en una situación en la que creyentes de distintas religiones comparten estructuras económicas, políticas, sociales y culturales, si la religión no se limita al terreno privado, todos deben ser capaces de colaborar en la defensa y el fomento de valores espirituales y humanos comunes, aunque cada grupo religioso encuentre la inspiración y la motivación para este compromiso en su propia religión» 177. La TL en sus perspectivas, preocupaciones y versiones diversas, se presenta como el gran esfuerzo realizado por un grupo de teólogos particularmente sensibles a la problemática de los hombres pertenecientes al tercer mundo e inmersos en esa misma problemática. Representa el esfuerzo intelectual y operativo de buscar en el hoy del mundo, nuevos caminos para que la Iglesia siga siendo y actuando como verdadero sacramento de salvación. Los teólogos de la liberación —sea en África, en América Latina o en el Oriente— están absolutamente convencidos de que, al menos en esas latitudes y regiones, la Iglesia será de verdad sacramento de salvación, en tanto en cuanto sea instrumento válido para cambiar el corazón de los hombres, al tiempo que contribuye eficazmente a los cambios estructurales que hagan posible que el hombre sea, finalmente, hombre en plenitud: hijo de Dios.

8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS Personal y comunitariamente, la primera y fundamental vocación de los seguidores de Cristo es la de ser sus testigos: «recibiréis una fuerza, el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, para ser testigos míos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). A semejanza, pues, de Jesús, sacramento y testigo del Padre y de su amor entre los hombres, la comunidad eclesial tiene como primera e irrenunciable vocación la de ser una comunidad de hombres que, desde su propia experiencia, son testigos de la salvación realizada por Dios en Cristo, el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). La primera comunidad eclesial, en efecto, fue consciente de su vocación fundamental: «nosotros somos testigos...» (cf. Hch 2,32. 4447; 3,15; 4,33-35; 5,32; 10,39). A imagen de la primera comunidad cristiana, el Espíritu va reuniendo constantemente a lo largo de la historia a los discípulos del crucificadoresucitado, dándoles la capacidad de convertirse en signo para los no cristianos («mirad cómo se aman...»; «estaban todos impresionados y admirados»), al tiempo que les da la fortaleza (parresía) necesaria para serlo hasta sus últimas consecuencias. Es el Espíritu el 425

que, hoy como ayer, actualiza aquí y ahora la obra redentora de Cristo, haciéndolo presente y contemporáneo a los hombres de todas las generaciones, impidiendo que Cristo se convierta en un puro recuerdo histórico dejando de ser el redentor vivo y actual que opera en el hoy del mundo la salvación de todos los hombres y de todo el hombre178. El testigo es alguien que habla desde la experiencia: da fe de un acontecimiento, suceso, palabra, de la que él mismo tiene una experiencia directa, sea positiva o negativa, alegre o triste. El testigo evita además todo protagonismo, tendiendo a desaparecer detrás de su testimonio, para que brille siempre la verdad de lo testificado. Por eso el testigo es digno de credibilidad en la medida en que sus obras y actuaciones garantizan y acreditan sus palabras. De él se pide fundamentalmente que sea “fiel” (cf. Ap 1,5; 1Cor 4,2). A semejanza de Jesús (cf. Hch 1,1-2), la comunidad eclesial testifica, es decir, hace objetivamente verdadero su testimonio, no tanto por lo que dice o incluso hace, sino por lo que realmente es. En cuanto testigos, la comunidad de bautizados es signo válido; es realidad viviente que hace presente aquello mismo que anuncia; es realidad tangible de algo que está más allá de sí misma, a saber, la obra salvadora de Dios Padre, por Cristo en el Espíritu. De esta forma se convierte en auténtico sacramento. Gracias a su testimonio, la comunidad eclesial garantiza la autenticidad de la personalidad de Jesús como Hijo del Padre (cf. 17,21), único y definitivo Redentor de todos los hombres, y primogénito entre muchos hermanos. Gracias a su testimonio, los sacramentos que celebra la comunidad eclesial superan el riesgo de ser puros ritos, ceremonias vacías, gestos más o menos vistosos y convencionales, para convertirse en verdaderas celebraciones de la fe que conducen directamente al compromiso de construir una Iglesia fermento de la nueva humanidad. Gracias a su testimonio, la comunidad eclesial se convierte en símbolo de una humanidad llamada a formar la gran fraternidad de los hijos de Dios. Gracias a su testimonio, puede responder la comunidad eclesial al compromiso al que la lanzó el Concilio Vaticano II cuando recuerda que todos los creyentes están llamados de verdad a formar una auténtica unidad entre ellos. El Concilio, en efecto, pide a todos los bautizados que vivan en una constante actitud de purificación y renovación, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» 179. La Iglesia es en Cristo sacramento de salvación, en cuanto testigo de esa salvación que ella misma ha experimentado previamente en sí. Porque es cierto que «la estructura social de la Iglesia debe servir de medio de expresión a su condición de comunidad 426

pneumática»; pero es igualmente cierto que «si la organización externa expresa insuficientemente el carácter personal de dicha comunidad, esas estructuras pueden también velar el signo de gracia que es la Iglesia» 180. Como dice H. de Lubac, «es preciso que lo que es en sí misma (la Iglesia), lo sea también en sus miembros. Lo que es para nosotros, es menester que lo sea también por medio de nosotros. Es necesario que Jesucristo continúe siendo anunciado por medio de nosotros y que continúe transparentándose a través de nosotros. Esto constituye algo más que una obligación, ya que se puede decir que es una necesidad orgánica» 181. Efectivamente, «la comunidad de los creyentes sólo podrá constituir un sacramento de salvación si es un lugar de contraste y verificación de los proyectos de vida que la humanidad en su conjunto, y cada hombre como individuo, van inscribiendo en la trama de la historia para la realización de ese Reino de Dios, por el que murió Cristo» 182. La comunidad eclesial está siempre anhelando el encuentro pleno, definitivo y gozoso con Dios; su vocación primera y principal es la de ser testigo del Dios vivo. Pero es éste un deseo y un anhelo que de alguna forma queda siempre en el anonimato. Pues bien, ese anonimato «de la experiencia viva de Dios queda suprimido en el encuentro con Cristo» 183.

427

1 Puede ser el caso de J. A. MÖHLER en La unidad en la Iglesia, y especialmente en la Simbólica. En la primera de estas dos obras afirma que en la Iglesia lo exterior es «el amor corporeizado» (§ 64). Y en Simbólica (§ 36 [5-8], Madrid 2000, pp. 383-385), desarrolla con mayor amplitud la relación entre lo humano y lo divino en la Iglesia, a partir precisamente de la perspectiva cristológica de la Encarnación: una perspectiva que, como se verá, retoma el Vaticano II (LG 8). Algunos años después, Scheeben escribía que «con relación a la Encarnación y a la Eucaristía la Iglesia llega a ser luego un sacramento grande, se convierte en misterio sacramental, porque —visible exteriormente y aparentando según su lado visible no ser más que una reunión de puros hombres— oculta en su interior el misterio de una unión admirable con el Cristo humanado que habita en su seno y con el Espíritu Santo que la fecunda y guía» (M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19572, pp. 591-592). Ver en este mismo sentido, H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 77-106. 2 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, p. 378. 3 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95. 4 Cf. H. DE LUBAC, o.c., pp. 171-176. 5 H. DE LUBAC, o.c., pp. 168-169. 6 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 283-321. En la nota 3 que va de la página 285 a la 287, ofrece una amplia Bibliografía sobre la filosofía y la teología del símbolo; Id., Espíritu en el mundo, Barcelona 1963; M. ELIADE, Imágenes y símbolos, Madrid 1974; J. M. CASTILLO, Símbolos de libertad, Salamanca 1981, pp. 165-187; Th. SCHNEIDER, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982, pp. 11-25; D. SARTORE, Signo-símbolo, en DTI IV, Salamanca 1983, pp. 307-322: con amplia Bibliografía. 7 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, p. 286. 8 K. RAHNER, a.c., p. 318. 9 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp. 19-151. 10 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, o.c., p. 131. 11 Th. SCHNEIDER, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982, pp. 19-20. 12 H. SCHILLEBEECKX, Los sacramentos como órganos del encuentro con Dios, en J. FEINER-J. TRÜTSCH-J. BÖCKLE(eds.), Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, pp. 474-475. Y-M. Congar hablando en este mismo sentido pone de relieve «el milagro del lenguaje» entre los hombres como vehículo de comunicación entre los espíritus (Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 28). 13 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 315; cf. p. 317; A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 70-73. 14 D. SARTORE, Signo-símbolo, en DTI IV, p. 308. 15 J. M. CASTILLO, Símbolos de libertad, Salamanca 1981, p. 171. 16 R. GERARDI, Signo sacramental, en DTE, p. 906. 17 A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, Madrid 1989, p. 87. 18 J. M. CASTILLO, o.c., pp. 172-173. 19 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 319-320. 20 Cf. STh I, q.1, a.9; a.10, ad 3.

428

21 K. RAHNER, a.c., p. 316. 22 K. RAHNER, a.c., p. 315. 23 J. MARTÍN VELASCO, La religión en nuestro mundo, Salamanca 1978, pp. 198-263. Aquí, p. 211. 24 Th. SCHNEIDER, o.c., p. 25. 25 K. RAHNER, a.c., p. 318. 26 Cf. F. MARTÍNEZ DÍEZ, Teología de la Comunicación, Madrid 1994; F. FEDER, Palabras hechas amistad. La comunicación humana a la luz del Evangelio y la Psicología, Madrid 1995; F. RODRÍGUEZ FASSIO, El hombre intercomunicado a la búsqueda de un nuevo modelo antropológico cristiano, en «Isidorianum» 9(2000), pp. 167-184. 27 Cf. SAN AGUSTÍN, De doctrina christiana II, caps. 1-2: PL 34, col. 35-37. 28 P. SMULDERS, o.c., p. 389. 29 SC 5. 30 LG 1; cf. LG 8.9. 48.59; SC 2.5.26; GS 43.48.45; AG 1.5; cf. Acta Synodalia I/IV, pp. 218-220; II/I, p. 343. Es digna de seguirse la discusión sobre la Introducción a la Lumen Gentium, sobre todo las intervenciones de BEA, FRINGS, LIÉNART, RITTER, RAMANANTOANINA, SILVA HENRÍQUEZ, etc., en Acta Synodalia, Indices, Romae 1980, pp. 277-798, passim. 31 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 15. 32 P. SMULDERS, a.c., p. 377. 33 Cf. PABLO VI, EN 63. 34 Cf. Summa Theologica I, q.29, a. ad 5; q.75, a. 4 ad 2; q.76, a.1c; III, q.19, a. 1 ad 4; q.50. a.4c. 35 Cf. SANTO TOMÁS, STh I-II, q.21, a.2 ad 3; q.47, a.2c; q.73, a.6c; II-II, q.14, a. 3c; q.77, a. 3; q.85, a.3 ad 4; q.150, a.4 ad 3. Cf. K. RAHNER, Devoción personal y sacramental, en ET II, Madrid 1961, pp. 115140; Id., Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios, en ET III, Madrid 1961, pp. 47-59. 36 P. SMULDERS, a.c., p. 395. 37 SC 21. 38 M-D. CHENU, Los signos del tiempos, en Y-M. CONGAR (ed.), La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid 1970, pp. 253-278; L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Los signos de los tiempos. El Reino de Dios está entre nosotros, Santander 1987; F. PLACER UGARTE, Signos de los tiempos, signos sacramentales, Madrid 1991, pp. 61-191; R. FISICHELLA, Signos de los tiempos, en DTF, pp. 1360-1368. 39 Cf. H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 19672, p. 11. 40 GS 4. 41 P. SMULDERS, a.c., p. 391; cf. J. ALFARO, Cristo, sacramento de Dios: la Iglesia, sacramento de Cristo, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, pp. 121-140; C. POZO, La Iglesia como sacramento primordial. Contenido teológico real de este concepto, en «Estudios Eclesiásticos», 41(1966), pp. 139-159. Aquí, 144-145. 153-155. 42 P. SMULDERS, a.c., p. 383.

429

43 Cf. C. COUTURIER, «Sacramentum» et «Mysterium» dans l’oeuvre de saint Agustin, en H. RONDET, Etudes augustiniennes, Paris 1953, pp. 161-132. 44 P. SMULDERS, a.c., p. 388. 45 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 15. Ver en esta misma perspectiva las enseñanzas del Vaticano II: GS 22. 32. 38. 41. 45. 46 SAN AGUSTÍN, Ep. 187,34: PL 38,845. 47 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 304-305. 48 K. RAHNER, a.c., p. 302; cf. E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián 1968. 49 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 44. 50 Sobre la naturaleza y el consiguiente carácter instrumental de la humanidad de Cristo para la salvación del hombre, no sólo como mérito sino especialmente como causa eficiente de la misma, la doctrina de la Iglesia se ha basado ampliamente en las constantes afirmaciones y enseñanzas de Santo Tomás, el cual, a su vez, se basó en la doctrina de los Santos Padres, en particular de San Juan Damasceno (De Fide orthodoxa III, cap. XV: PG 94,1049): STh III, qq. 2. 4. 5. 6. 8. 13. 18. 19. 49. 62. 69; De veritate q. 27, a. 4. 51 J. FEINER, citado por P. SMULDERS, o.c., p. 393, nota 34; cf. F. HOLBÖCK, Das Mysterium der Kirche in dogmatischer Sicht I, Salzburg 1962, pp. 327-328. 52 Cf. GS 22; AG 8. 53 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 16. 54 P. SMULDERS, a.c., p. 392. 55 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 483. 56 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 473. 57 SC 7; cf. LG 1.5-9.11.14.19.26; GS 3.44.48.76; AA 2; AG 7; OE 2; UR 2.24. 58 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 20. 59 STh III, q. 60,a. 3. 60 Oficio de la Fiesta de Corpus Christi, antífona en las segundas Vísperas. 61 P. SMULDERS, a.c., p. 391. 62 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 163-187. 63 P. SMULDERS, o.c., p. 400; cf. Ch. JOURNET, El carácter teándrico de la Iglesia fuente de tensión permanente, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 365-376. 64 P. SMULDERS, a.c., p. 391. 65 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 320. 66 Cf. LG 8. Se aplica aquí con toda propiedad la enseñanza del Concilio de Calcedonia: «La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una sola hipóstasis» (DH 302); cf. J. A. MÖHLER, Simbólica § 36[5-8], Madrid 2000, pp. 383-385.

430

67 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, pp. 19-20. 68 Cf. J. ALFARO, Cristología y Eclesiología en el Concilio Vaticano II, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, pp. 105-120. 69 M. J. SCHEEBEN, Los Misterios del cristianismo, Barcelona 1957, p. 591. 70 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, p. 56. 71 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 330. 72 M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19572, p. 593. 73 Cf. C. FLORISTÁN-L. MALDONADO, Los Sacramentos signos de liberación, Madrid 1977; J. M. CASTILLO, Símbolos de libertad, Salamanca 1981. 74 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 14. 75 P. SMULDERS, a.c., p. 397. 76 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 20. 77 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95. 78 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 307. 79 H. SCHILLEBEECKX, Los sacramentos como órganos del encuentro con Dios, en J. FEINER-J. TRÜTSCH-F. BÖCKEL (eds.), Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, pp. 469-498. 80 SC 33. 81 Cf. DH 1601.1606-1608.1610.1628.1701.1716.1773.1801. 82 Cf. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, pp. 44-81. 83 K. RAHNER, o.c., p. 19. 84 H. SCHILLEBEECKX, o.c., p. 485. 85 P. SMULDERS, a.c., p. 398. 86 K. RAHNER, o. c, pp. 80-81. 87 H. SCHILLEBEECKX, o.c., p. 495. 88 Cf. LG 7. 11. 14. 26. 28. 47. 61; SC 5. 6. 9. 59. 61. 62. 106. 107; AG 9; UR 2. 89 D. BOROBIO, De la celebración a la teología. ¿Qué es un sacramento?, en Id., La celebración en la Iglesia I, Salamanca 19872, p. 403. 90 K. Rahner reflexionando sobre la eficacia de la Palabra de Dios afirma bellamente que «el opus operatum es la palabra escatológicamente incondicionada de Dios al hombre, la palabra que ya no está como en el aire y en peligro de ser suprimida por otra palabra intrahistórica salvíficamente nueva. El opus operatum es la palabra escatológicamente eficaz de Dios en tanto auto-realización absoluta de la Iglesia según su esencia propia como protosacramento» (K. RAHNER, Palabra y Eucaristía, en ET IV, Madrid 1961, p. 350). 91 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 330. 92 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95.

431

93 H. SCHILLEBEECKX, a.c., p. 477. 94 Cf. J-M-R. TILLARD, Religiosos, un camino de Evangelio, Madrid 1980; J. ÁLVAREZ GÓMEZ, Historia de la Vida Religiosa I, Madrid 1987; Id., Historia de la Vida Religiosa, en A. APARICIO-J. CANALS (dirs.), Diccionario Teológico de la Vida Consagrada, Madrid 1989, pp. 787-797. 95 Cf. PC 2. 3. 12. 13. 14. 15 96 LG 44. 97 Idem. Subrayado nuestro. 98 Cf. Congregaciones para los Religiosos e Institutos Seculares y para los Obispos, Mutuae Relationes, Roma 14 mayo 1978, nn. 10. 14. 20. 50. 99 LG 31. 100 LG 46. 101 Ver nuestros trabajos Religiosos y Religiosas en la Comunidad eclesial, en AA.VV., IIIa Semana andaluza de Vida Religiosa, Granada 1995, pp. 117-146: reproducido también en «Confer» 131(julio/septiembre 1995), pp. 455-485; Id., En la Iglesia y para la Iglesia. Lectura eclesiológica de la «Vita Consecrata», en «Confer» 136(octubre /diciembre 1996), pp. 629-645. 102 J-M-R. TILLARD, o.c., pp. 150-151; cf. A. TORRES QUEIRUGA, Por el Dios del mundo, en el mundo de Dios, Santander, 2000. 103 J. B. METZ, Las Órdenes religiosas, Barcelona 1978, p. 43. 104 JUAN PABLO II, ChL 34. 105 Cf. SCRIS, Religiosos y Promoción humana, n. 24, PPC, Madrid 1981, pp. 31-32; Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, Congregavit nos in unum Christi amor (2-II-1994), PPC, Madrid 1994, pp. 564. 106 Cf. Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 123-199; W. FOERSTER-G. FOHRER, sódso-sotería, en GLNT XIII, cols. 445-552; E. GARULLI-P. ROSSANO-C. MOLARI, Salvación, en G. Barbaglio-S. Dianich(dirs.), NDT II, Madrid 1982, pp. 1572-1614; C. MOLARI, Redención II. La figura del Redentor, en DTI IV, pp. 31-45; W. MUNDLE-J. SCHNEIDER, Redención, en DTNT IV, pp. 54-66; A. GONZÁLEZ MONTES, Salvación, en DTF, pp. 1301-1310, con abundante bibliografía. No todos los autores abordan de una manera global el tema de la salvación. Ni siquiera P. Smulders en el artículo al que nos hemos referido abundantemente lo ha hecho, poniendo más bien de relieve las dificultades que un tratamiento global pueda encontrar. Y ésto, a pesar de reconocer que para la Iglesia «la salvación debería ser el principal tema de reflexión teológica y pastoral» (P. SMULDERS, a.c., p. 379). 107 P. SMULDERS, a.c., pp. 394-395. 108 J. ALFARO, Cristo, sacramento de Dios: la Iglesia, sacramento de Cristo, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, p. 134. 109 P. SMULDERS, a.c., p. 399. 110 Cf. M. SCHMAUS, Teología Dogmática III. Dios Redentor, Madrid 19622, pp. 15-25. 111 Cf. K. RAHNER, Cristianismo y religiones no cristianas, en ET V, Madrid 1964, pp. 135-156; E. GARULLI-P. ROSSANO-C. MOLARI, Salvación, em NDT II, pp. 1572-1614; F. PAREJA, Islam, en SM 3, cols.

432

971-984; H. KÜNG, El Judaismo, Madrid 1993, pp. 297-380; J. JOMIER, Para conocer el Islam, Estella 19942; J. MARTÍN VELASCO, Religión, en DPC, pp. 1033-1040; J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones, Madrid 1991, pp. 194-210; J. M. MARDONES, Para comprender las nuevas formas de Religión, Estella 1994; M. AMALADOSS, Vivir en libertad, Estella 2000, pp. 103-222; Declaración Dominus Iesus, nn. 20-22, en AAS 92(2000), pp. 761-764; en «Ecclesia» n. 3. 014(16-X-2000), pp. 36-37. A. PIERIS, Liberación, inculturación, diálogo religioso, Estella 2001. 112 NAE 1; cf. GS 10. 12. 21. 25. 113 P. ROSSANO, Salvación, en NDT II, p. 1587. 114 J. DUPUIS, o.c., p. 195. 115 Idem. 116 Dejamos aparte la cuestión de si el Budismo es más una doctrina filosófica que una religión propiamente dicha. 117 Cf. NAE 3 y 4. 118 Cf. K. RAHNER, Historia del mundo e historia de la salvación, en ET V, Madrid 1964, pp. 115-134; YM. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 123-199. 119 Cf. J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 26-42; M. AMALADOSS, Vivir en libertad, Estella 2000, pp. 240-242. 120 Cf. J. MOUROUX, Sentido cristiano del hombre, Madrid 1956, pp. 136-178; H. SCHLIER, eleútheros, en GLNT III, cols. 423-468; AA.VV., Jesucristo y la libertad humana, en «Concilium» 93(1974), pp. 325-463; Ch. DUQUOC, Jesús, hombre libre, Salamanca 19763. 121 PABLO VI, EN, n. 13. 122 PABLO VI, EN, n. 24. 123 LG 48. 124 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 19. 125 P. SMULDERS, a.c., pp. 394-395. 126 Cf. R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I, Madrid 1999, pp. 262-285. 127 Cf. Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 177-199. 128 Bastará recodar aquí la Secuencia Dies irae, dies illa, con su dramática estrofa: Rex tremendae maiestatis, qui salvandos salvas gratis: salva me fons pietatis. O aquella otra no menos dramática: Judex ergo cum sedebit, quidquid latet apparebit: nihil inultum remanebit. 129 Cf. o.c., pp. 181-182. 130 o.c., p. 180. 131 Cf. J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Santander 2000, pp. 450-485. 132 Cf. GS 3. 10. 11. 12. 13. 19. 22. 24. 29. 32. 38. 40. 42. 133 Cf. GS 39. 134 GS 40.

433

135 GS 25; cf. GS 12. 32; P. LAÍN ENTRALGO, Qué es el hombre, Oviedo 1999, pp. 97-218. 136 PABLO VI, EN, n. 27. 137 Id., n. 30. 138 Id., n. 31. 139 JUAN PABLO II, RH, n. 13. Subrayado nuestro. 140 Id., n. 14. 141 Cf. K. RAHNER, La incorporación a la Iglesia según la Encíclica de Pío XII «Mystici Corporis Christi», en ET I, Madrid 1961, pp. 41-57; Id., Los cristianos anónimos, en ET VI, Madrid 1969, pp. 535-544; Y-M. CONGAR, Hors de l’Église pas de salut, en Enciclopedia Catholicisme V, Paris 1963, pp. 417-432; Id., Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 367-381; Id., Amplio mundo, mi parroquia, Barcelona 1965; J. RATZINGER, El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, pp. 375-399; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, pp. 347-354; Congregación para la Doctrina de la Fe, Mysterium Ecclesiae, en AAS 65(1973), pp. 386-402; P. FAYNEL, La Iglesia II, Barcelona 1982, pp. 51-68; H. de Lubac, Catolicismo, Madrid 1988, pp. 153-172; F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999; R. BERNHARDT, La pretensión de absolutez del cristianismo, Bilbao 2000; J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Santander 2000, pp. 130-163; Declaración Dominus Iesus nn. 20-22, en AAS 92(2000), pp. 761-764; en «Ecclesia» n. 3. 014 (16-X-2000), pp. 36-37. 142 Cf. H. DE LUBAC, Catolicismo, Madrid 1988, pp. 165-169; F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999, pp. 23-56. 143 J. DUPUIS, o.c., p. 150. 144 De cath. Eccl. unit. VI: PL 4,502 = R. de J. 557. 145 Cf. In libr. Jesu Nave, hom. III,5: PG 11, cols. 841-842; R. de J. 537. 146 «Firmissime tene, et nullatenus dubites, non solum omnes paganos, sed etiam omnes Iudaeos, et omnes haereticos atque schismaticos, qui extra ecclesiam catholicam praesentem finiunt vitam, in ignem aeternum ituros, qui paratus est diabolo et angelis suis (Mt 25,41)», (De fide, ad Petrum: PL 65,704); en Rouët de Journel. 2275; cf. 2269. 2273-74. 147 STh III, q.61, a.3c, ad 2 y ad 4; q.68, a. 1 y 2c; q.73, a.5c; q.84, 5c. 148 STh I-II, q.98, a.2 ad 4; II-II, q.177, a.1c; q.178, a.1c. 149 STh I-II, q.87, a.2 ad 1 y ad 2. 150 Cf. DH 792; 870-872; 1051; 1351; 1870; 2305; 2429; 2540; CIC de 1917: ccnn. 737 §1; 1322 §2. Esta postura se vuelve a encontrar en el siglo XIX a raíz de la condena, por parte del Magisterio, del indiferentismo: DH 2730ss; 2865-2867; 2916-2917; MANSI 48, col. 77B; col. 774A. 151 Cf. Concilio Vaticano I, en MANSI 51, cols. 541-542. 152 Cf. AAS 45(1953), p. 100. 153 UR 3. 154 NAE 5. 155 GS 22.

434

156 DH 2. 157 Idem. 158 Cf. supra, cap. 4. 159 F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999, p. 244. 160 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 183. 161 H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1968, p. 379. 162 F. A. SULLIVAN, o.c., p. 22. 163 Cf. K. RAHNER, Los cristianos anónimos, en ET VI, Madrid 1969, pp. 535-544; Id., Anonymes Christentum und Missionsauftrag der Kirche, en Schriften zur Theologie IX, Einsiedeln 1970, pp. 498-515; Id., Bemerkungen zum Problem des «anonymes Christen», en Schiften zur Theologie X, Einsiedeln 1972, pp. 531-546; K-H. WEGER, Karl Rahner. Introducción a su pensamiento teológico, Barcelona 1982, pp. 128-158. 164 K. RAHNER, en ET VI, p. 540, 165 En la imposibilidad material de tratar ampliamente este tema que, por otra parte, no es objetio directo de nuestro interés en este momento, ofrecemos una selecta bibliografía sobre la Teología de la Liberación, sabiendo que existen otras muchas obras, particularmente de los propios teólogos de la liberación, que podrían ser relacionadas. Cf. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Salamanca 1972; L. BOFF-C. BOFF, Cómo hacer Teología de la Liberación, Madrid 1986 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación», Roma 6 agosto 1984; Id., Libertad cristiana y liberación, Roma 22 marzo 1986; J. B. LIBÂNIO, Teología de la liberación, Santander 1989; J. J. TAMAYO, Para comprender la Teología de la Liberación, Estella 1989, con abundante Bibliografía hasta el año de su publicación; Id., Presente y futuro de la teología de la liberación, Madrid 1994; Id., Liberación, en DPC, pp. 716-722; I. ELLACURÍA-J. SOBRINO, Mysterium liberationis I-II, Madrid 1990; A. PIERIS, El rostro asiático de Cristo, Salamanca 1991; B. MONDIN, Los téologos de la liberación, Valencia 1992; M. AMALADOSS, Vivir en libertad. Las teologías de la liberación del continente asiático, Estella 2000; KÄ MANA, Teología africana para tiempos de crisis, Estella 2000. 166 Cf. H. SCHLIER, Eleútheros, en GLNT III, cols. 423-468. 167 Cf. S. MUÑOZ ALONSO, Los evangelios de la infancia II, Madrid 1987, pp. 9-32; A. FITZMYER, El Evangelio de Lucas II, Madrid 1986, pp. 165-193; J. LUZURRAGA, El Benedictus (Lc 1,68-79) a través del arameo, en «Bíblica» 80(1999), pp. 305-359. 168 Cf. R. OLIVEROS, Historia de la Teología de la Liberación, en ML I, pp. 17-50. 169 Cf. E. DUSSEL, Teología de la liberación y marxismo, en ML I, pp. 115-144. Especialmente, pp. 122136. 170 L. BOFF-C. BOFF, Cómo hacer teología de la liberación, Madrid 1986, p. 41. 171 L. BOFF-C. BOFF, o.c., p. 54. 172 JUAN PABLO II en una Carta dirigida a los Obispos de Brasil en abril de 1986, afirmaba textualmente que «la teología de la liberación no sólo es conveniente, sino útil y necesaria», en «Ecclesia», n. 2268 (24 mayo 1986), pp. 28-31. Aquí, p. 30. 173 PABLO VI, EN, n. 30. 174 PABLO VI, EN, n. 35.

435

175 GS 39. 176 Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientiae n. 75, Roma 22 marzo 1986. 177 M. AMALADOSS, Vivir en libertad, Estella 2000, p. 228; cf. GS 44. 92; NAE 2. 5. 178 Cf. W. KASPER, Tâches de la christologie actuelle, en A. SCHILSON-W. KASPER, Théologiens du Christ aujourd’hui, Paris 1978, pp. 169-190. 179 Const. dogm. Lumen Gentium 15. Hay que recordar la renovada sensibilidad que tuvo el Concilio Vaticano II ante el tema del testimonio: Cf. LG 10.12.28.31.32.34.35.39.41.42.50; GS 21.38.49.52. 76.88; DV 3.4.17; PC 13.25; OT 9.10; AG 6.24.40; UR 4.12.20. 180 P. SMULDERS, a.c., p. 399. 181 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 176. 182 C. MOLARI, Salvación, en NDT II, p. 1613. 183 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 475.

436

CAPÍTULO

8

LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO

437

438

Nota bibliográfica J. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000. A. M. CALERO, Evangelizar, una exigencia renovada, Madrid 1985. Y-M. CONGAR, Iglesia y mundo en la perspectiva del Vaticano II, en Y-M. Congar- M. Peuchmaurd (eds.), La Iglesia en el mundo de hoy III, Madrid 1970, pp. 17-49. M-D. CHENU, La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid 1967, pp. 379-399. S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988. A. DE GROOT, La misión después del Vaticano II, en «Concilium» 36 (1968) pp. 553-571. A. GARCIADIEGO, Katholiké Ekklesía, México 1953. M. J. LE GUILLOU, La vocación misionera de la Iglesia, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 697-712. A. M. HENRY, Bosquejo de una teología de la misión, Barcelona 1961. S. KAROTEMPREL (dir.), Seguir a Cristo en la misión, Estella 1998. JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Missio, Roma 1990, en AAS 83 (1991), pp. 249-340. J. MASSON, Misión, en K. Rahner y otros (dirs.) Sacramentum Mundi 4, Barcelona 1984, cols. 629-696. PABLO VI, Exhortación Evangelii Nuntiandi, Roma 1975, en AAS 68 (1976), pp. 5-96. K. RAHNER, Misión y Gracia I-II, San Sebastián 1966-1968. L. y A. RETIF, Para una Iglesia en estado de misión, Casal i Vall, Andorra. P. ROSSANO, Teología de la misión, en J. Feiner-M. Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/1, Madrid 1973, pp. 517-546. A. SANTOS HDEZ, Teología bíblico-patrística de las misiones, Santander 1962. A. SANTOS HDEZ, Decreto «ad gentes» sobre la actividad misional de la Iglesia, Madrid 1966. L. J. SUENENS, La Iglesia en estado de misión, Bilbao 1964.

439

440

Introducción Durante no poco tiempo se ha confundido la misión de la Iglesia con un quehacer más o menos esencial y primordial, confiado en todo caso a un grupo de bautizados considerados como avanzadilla de una Iglesia, que, en el fondo, podía concebirse sin la dimensión misionera como una dimensión realmente esencial. Todavía hoy, cuando se habla de misión resulta casi inevitable pensar en tierras lejanas, en hombres de tez morena o amarilla, de costumbres exóticas, de culturas remotas o muy diversas de las europeas. Hasta tal punto se había ido identificando a la Iglesia con el continente europeo y con el oriente próximo, que las tierras más allá de ese horizonte geográfico eran necesariamente y por antonomasia paises de misión. Por eso, cuando en 1948 el cardenal Suhard en una famosa Carta pastoral se hizo eco de la obra Francia país de misión1, fue enorme el impacto que dicho escrito produjo: fue como el escandaloso descubrimiento de una situación que no se hubiera supuesto pocos años antes, cuando Francia había sido declarada en otros tiempos la hija predilecta de la Iglesia. Este hecho representó una seria toma de conciencia de diversos interrogantes de enorme importancia, que dieron origen a una renovada concepción de la realidad misión dentro de la Iglesia: ¿qué se entiende por misión?, ¿es necesariamente una missio ad gentes?, ¿dónde están hoy los paganos a evangelizar y, en su caso, a convertir?, ¿dónde están las fronteras del cristianismo y del paganismo?, ¿es Europa un continente mayoritariamente cristiano?, ¿coincide la Iglesia como tal con los confines de Europa? Esta situación vale hoy particularmente para países tradicionalmente católicos, es decir, para «países y naciones en los en un tiempo la religión y vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, que están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo» 2. Teniendo presente, además, que «el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado» 3. Con esta situación de profunda transición ideológica, religiosa y pastoral dentro de la Iglesia, se llegó a la celebración del Concilio Vaticano II. En él, se puso de relieve una y

441

otra vez, el carácter esencialmente misionero de la Iglesia y consiguientemente de la vocación cristiana en sí. Ya al afirmar la universalidad o catolicidad del único Pueblo de Dios como sacramento universal de salvación (LG 13) el Vaticano II había puesto de relieve implícitamente ese carácter misionero. Posteriormente lo explicitó (LG 17), sobre todo dedicando un entero y sufrido documento al tema de la misión eclesial: el Decreto Ad gentes divinitus4. Es éste, posiblemente, «uno de los documentos que más fuertemente han padecido los avatares del decurso conciliar y, al ser aprobado al final de la experiencia sinodal, ha recogido los logros y adquisiciones de aquellos años» 5. Con esto se está diciendo que es, en la estimación de no pocos teólogos, el documento más logrado desde el punto de vista teológico, por cuanto en los debates de los sucesivos esquemas se fue buscando más y más un fundamento teológico sólido, una definición clara y suficiente de la noción de misión, así como una actualizada fundamentación bíblica, ecuménica y pastoral de la misma. Entre los logros del Ad gentes divinitus cabe destacar —siempre en íntima y lógica relación de dependencia y complementariedad con la Constitución Lumen Gentium—, los siguientes: Siguiendo el planteamiento de la Lumen Gentium que presenta a la Iglesia como misterio y como pueblo de Dios, se reafirma la naturaleza radicalmente misionera de toda la comunidad eclesial, cuyos miembros, en consecuencia, deben asumir la propia responsabilidad según la vocación de cada uno. Se supera de esta forma una visión puramente geográfica y jurídica hasta entonces vigente de la actividad misionera de la Iglesia. La afirmación de que, en la Iglesia, el sujeto primero y fundamental de la misión y de la consiguiente actividad misionera en sentido específico es la misma comunidad eclesial. Nadie se envía a sí mismo, ni toma, por propia iniciativa, la decisión de misionar aquí o allí: todo auténtico misionero es un enviado por la comunidad. Las Iglesias particulares tienen una importancia de verdaderas protagonistas en el compromiso misionero. En consecuencia, el obispo diocesano tiene un papel específico por encima de la Congregación de la Propagación de la fe. Entre creación y redención no existe antinomia: por el contrario, desde un punto de vista teológico, ambas dimensiones tienen una mutua implicación y complementariedad. De ahí, el valor de lo humano en el orden de la misión, así como el reconocimiento de los caminos de salvación que pueden encontrarse fuera de la visibilidad de la Iglesia. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que «el concilio Vaticano II nos ha 442

ayudado a tener una idea clara de que misión es el verdadero nombre de la Iglesia y en cierto sentido su definición. La Iglesia llega a ser ella misma, cuando cumple su misión, su envío» 6. Por eso, hoy, después del Vaticano II, se puede afirmar con toda objetividad que «la misión es el lugar en donde se plantea el problema de la autoidentificación de la Iglesia. El encuentro del anuncio evangélico con realidades sociales y culturales diversas, la agregación de nuevos fieles a la comunidad, la complejidad de las relaciones que la comunidad naciente tiene con los contextos sociales de donde proceden los adeptos y en los que la comunidad tiene que vivir, todos estos elementos provocan en los cristianos la pregunta: Pero entonces, ¿qué es lo que somos?» 7. La misionariedad pertenece, pues, a la esencia más íntima y radical de la Iglesia: es constitutiva de la misma Iglesia. Una Iglesia no misionera es una realidad absolutamente impensable. Si recordamos que el Nuevo Testamento sólo conoce una forma de apostolado y es precisamente la misión, llegamos a descubrir que el Concilio Vaticano II, también en este aspecto, ha vuelto a la mejor tradición del cristianismo primitivo. La Iglesia del Vaticano II es una Iglesia misionera en el sentido de que es una Iglesia en diálogo (claro, afable, confiado, prudente, sincero, respetuoso...) con el mundo, en una auténtica interacción con las diversas tradiciones religiosas, con la cultura y las culturas, y hasta con los distintos contextos socioeconómicos. a) Es una Iglesia que ha pasado del anuncio de la Iglesia al anuncio de Cristo salvador. Si hasta la celebración del Vaticano II se entendía la misión eclesial como anuncio de la Iglesia como única y exclusiva arca de salvación8, el paso dado en el Concilio de un innegable eclesiocentrismo a un manifiesto cristocentrismo, llevó como consecuencia lógica y natural a entender la misión de la Iglesia como el anuncio de Cristo salvador de todos los hombres y de todo el hombre. La salvación no se encuentra en la Iglesia como en su origen: se encuentra en Cristo, el Enviado por el Padre y con la fuerza del Espíritu. Por consiguiente, la Iglesia no puede hacerse centro y meta de su propia misión. Es, eso sí, lugar en el que actúa ya eficazmente la salvación de Cristo, al tiempo que se sabe sacramento e instrumento de esa salvación. b) Es una Iglesia que ha pasado de la implantatio Ecclesiae a la construcción del Reino. Si hasta la celebración del Vaticano II la obra misionera de la Iglesia culminaba cuando la propia Iglesia se podía asegurar estar implantada en un territorio determinado con su obispo, sus presbíteros y diáconos, con sus estructuras más o menos establemente establecidas, con sus propios recursos personales y materiales asegurados, es posible afirmar que el Vaticano II en su planteamiento misionero ha extendido su mirada, 443

superando el horizonte de la propia Iglesia, para ponerla en el telón de fondo de toda su actividad a lo largo del espacio y del tiempo: la construcción del Reino. Efectivamente, la estabilidad de la Iglesia en todos los órdenes de su ser (geográfico, personal, estructural, material, económico incluso), es una condición, importante ciertamente pero no absolutamente decisiva, para ser eficaz en su condición de instrumento al servicio del Reino. En consecuencia, hoy ha cambiado profundamente el concepto de misión dentro de la Iglesia: El fenómeno migratorio hace que se encuentren no-cristianos (¿paganos en otro tiempo?) en cualquier gran ciudad del Occidente «oficialmente cristiano»... El fenómeno de la secularización, con su secuela de secularismo, hace que la mentalidad pagana («los que viven sin Dios y sin esperanza alguna trascendente en este mundo»: cf. Ef 2,11-12), sea —incluso entre los bautizados— mucho más generalizada de lo que se podría pensar. El desinterés y abandono práctico, real y hasta teórico de la realidad eclesial, es fenómeno de masas y no de pequeños grupos. La creciente mentalidad consumista hace que el hombre occidental — tradicionalmente cristiano— esté hoy centrado en las cosas de aquí abajo (Col 3,1-2), en las cosas de la tierra (cf. Flp 3,19), completamente ajeno a otros intereses que no sean la calidad de vida y el máximo bienestar a costa de lo que sea y por encima de lo que sea.

1. LA VIDA TRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA MISIÓN ECLESIAL9 Recorriendo la historia de la Iglesia se hace una constatación que no ha dejado de tener sus serias consecuencias: «la eclesiología se ha despojado de su referencia trinitaria como de un vestido engorroso, confiando en su fundamento cristológico como si le importase únicamente la legitimación divina que le venía de Cristo legado y no el ofrecimiento que Cristo hacía al Padre de su propia vida, o la misión del Espíritu que consagraba a Jesús como Cristo y mandaba a sus apóstoles como embajadores suyos por el mundo» 10. La Iglesia, en efecto, «ha atravesado vastas zonas de silencio trinitario, dominada por el sentimiento de su propia investidura divina para ser la guía del mundo en representación de Dios más que por la convicción de ser testigo para el mundo de la vida de otro, de Cristo enviado por el Padre, muerto y resucitado, que envió a su Espíritu 444

para que, por medio de él, todo pudiera volver al Padre» 11. Se constata igualmente que el rígido monoteísmo monopersonal del pueblo judío, no produjo ninguna forma de misión propiamente dicha entre los demás pueblos; produjo únicamente una rígida teocracia en el interior del propio pueblo judío y un relativo proselitimo de cara a los no judíos. El monoteismo trinitario cristiano, por el contrario, produjo desde el primer momento el sentido y la urgencia de la misión. Y esto porque (en el caso del pueblo judío), «tener una relación privilegiada con el Dios único coloca inmediatamente a la comunidad de los creyentes en una posición de superioridad frente a los demás, le da la sensación de haberse situado en la orilla de Dios frente a los hombres, más bien que en la orilla de los hombres frente a Dios y de ser en la tierra la delegada plenipotenciaria del dominio celestial de Dios en el mundo» 12. En la Palabra revelada, y más especialmente en el Evangelio de Juan, aparecen las personas de la Trinidad en estrecha relación entre sí en el contexto de la misión. Son textos especialmente paradigmáticos que es necesario tener presentes y desde los cuales resulta aún más sorprendente el olvido que pueda haber habido de esta dimensión trinitaria al plantear el tema de la misión eclesial. La reducción de esta relación a sólo Cristo y aun en este caso relegando a un último lugar su condición esencial de enviado del Padre con la fuerza del Espíritu: cf. Hch 10,38), hizo que la Iglesia no sólo se identificara con la misión de Cristo, sino que —olvidándose de toda analogía—, se identificara incluso con las prerrogativas únicas e intransferibles de Cristo: su condición divina, su condición de único y definitivo salvador de todos los hombres y de todo el hombre, su centralidad en la historia del mundo y de la historia, etc. Este olvido se demostró nefasto por cuanto la Iglesia se hizo centro de sí misma, con el lamentable olvido de su condición de instrumento al servicio de y no meta de y objetivo último de nada ni de nadie; se constituyó en juez y árbitro universal de la marcha del mundo, olvidándose de su condición fundamental de testigo de Cristo; subrayó con toda la fuerza su condición de maestra universal inapelable, olvidando la exigencia esencial que le incumbe de ser, con los hechos y de palabra, incansable discípula del Señor y profeta en medio de los pueblos. En el Evangelio de Juan la misión aparece siempre como fruto de una iniciativa del Padre mediada por Cristo el enviado por antonomasia, y gracias a la acción del Espíritu. Basta recorrer algunos textos para cerciorarse de esta esencial dinámica trinitaria de la misión13: «Si me voy os lo enviaré...»: Jn 16,7. «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando a la verdad plena, porque no hablará en su nombre, sino comunicará lo que le digan y os interpretará lo que vaya viviendo. Él manifestará mi gloria, porque tomará de 445

lo mío y os lo interpretará»: Jn 16,13-15. «El abogado que os enviará el Padre cuando aleguéis en mi nombre, el Espíritu Santo, ése os lo enseñará todo y os irá recordando todo lo que yo os he dicho»: Jn 14,25-26. «Yo le pediré al Padre que os dé otro abogado que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad»: Jn 14,15-16. «Cuando venga el abogado que os voy a enviar yo de parte de mi Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él será testigo en mi causa»: Jn 15,26. Si no se quiere entrar —en el interior de la Iglesia— en una psicología y en una dinámica propias de una empresa multinacional, si no se quiere transmitir inevitablemente esa impresión a los que la miran desde fuera, es absolutamente necesario remontarse al origen mismo de la Iglesia y de su misión en la historia; hay que preguntarse en consecuencia: ¿de dónde arranca la misión eclesial? ¿cuál es su única y verdadera fuente? En el origen de cada ser está ya en germen toda su realidad como ser y como ser en actuación. Por eso, si se tiene presente que la misión de la Iglesia es la continuación en la historia de la misión misma de Cristo, y la misión de Cristo es la que recibió del Padre y la que fue realizando «con la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14), hay que responder a las preguntas planteadas, que es toda la Trinidad la que está en la raíz y en el origen de la misión eclesial. El misterio trinitario cristiano enseña que en la Trinidad el Padre es el ingénito sin principio; el Hijo es el principiado y engendrado por el Padre; y el Espíritu es el expirado que procede del Padre y del Hijo. Bien entendido que la alteridad de las Personas en el seno de la Trinidad no las hace inferiores ni dependientes las unas de las otras, sino simplemente diversas e insuprimibles entre sí: «las tres formas distintas de comunicarse Dios a nosotros —como Padre, Logos y Espíritu— muestran tres modos de ser o de subsistir en el interior mismo de Dios, puesto que no hay un Dios hacia fuera que sea trino y un Dios hacia adentro que sea monolíticamente y exclusivamente uno» 14. A partir de la constatación, revelada en la Escritura, de que uno es el que envía, el Padre; otro es el que es enviado a los hombres para instaurar el Reino, el Hijo; y otro, el enviado por el Padre y por el Hijo para ir llevando a su plenitud el Proyecto de Dios en la historia, el Espíritu, se llegó en la comunidad eclesial a la formulación del misterio trinitario: es decir, a partir de las misiones divinas ad extra, se llega al descubrimiento del ser de Dios ad intra. Quiere esto decir que las misiones en Dios no son sólo un camino de automanifestación de Dios al hombre, sino incluso un elemento constitutivo del ser mismo de Dios. Las misiones ad extra del Verbo en la persona de Jesucristo y del Espíritu Santo 446

hacen ver de forma irrefutable que «Dios mismo, como permanente misterio sagrado, como el fundamento inabarcable de la existencia trascendente del hombre, no es sólo el Dios de la lejanía infinita, sino que quiere ser también el Dios de la cercanía absoluta en una verdadera comunicación de sí mismo, y así él está dado en la profundidad espiritual de nuestra existencia lo mismo que en la dimensión concreta de nuestra historia corporal» 15. Partiendo, pues, de la Palabra revelada hay que afirmar que «la Trinidad dada en la historia de la salvación y de la revelación es la inmanente» 16. Por eso, la doctrina psicológica de la Trinidad que —iniciada por San Agustín y seguida siglos más tarde por Santo Tomás—, ha prevalecido largo tiempo en la Iglesia, «olvida propiamente que la faz de Dios que se nos muestra en la autocomunicación... es en realidad su en-sí, si es que la autocomunicación divina, en la gracia y en la gloria, ha de ser realmente la comunicación de Dios en sí mismo a nosotros» 17. De tal forma, que «en la Trinidad económica de la historia de la salvación y revelación hemos experimentado ya la Trinidad inmanente en sí misma. En cuanto Dios se nos muestra bajo la forma insinuada como el trino, es experimentada en sí misma la Trinidad inmanente del misterio sagrado, porque su libre movimiento sobrenatural hacia nosotros nos otorga toda su intimidad, porque su identidad absoluta consigo mismo no significa una unicidad muerta y vacía, sino que aprehende en sí como vitalidad divina lo que nos sale al encuentro en la Trinidad de su venida a nosotros» 18. El envío, por otra parte, es necesario entenderlo —si se quiere evitar cualquier forma mítica de traslado físico de las personas divinas o de comienzo de presencia allí donde teóricamente antes no estuvieran—, precisamente como el hacerse visible: en el caso del envío del Verbo, lo invisible de Dios se hace visible en la persona de Jesucristo; en el envío del Espíritu Santo, Dios se hace visible en el amor real y operativo existente entre los miembros de la comunidad eclesial, cuando ese amor procede y está movido por el propio Espíritu. El Padre actúa en la historia a través de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. El monoteísmo monopersonal profesado por Israel, por el que concebía a Dios como el Rey y Dueño absoluto del universo, le llevó a entender la elección de Dios como un «privilegio» exclusivo y excluyente frente y contra todos los demás pueblos (considerados como goîm: no-pueblos, no-elegidos, impuros, despreciables), cayendo en la tentación de cerrarse sobre sí mismos y formando, en consecuencia, un gueto de «no contaminados» (cf. Lev 11; Ezq 4,14; Hch 10,15). Olvidaron así que la elección divina se hacía en orden a la misión entre los demás pueblos. Por el contrario, el monoteísmo tripersonal propio del cristianismo, es el fundamento del universalismo profesado por los seguidores de Jesús y, por consiguiente, la raíz última 447

y la causa fundamental del irrefrenable impulso misionero de la comunidad eclesial desde sus mismo inicios.

2. CRISTO, EL ENVIADO POR EXCELENCIA19 El concepto y la realidad de personas enviadas por Dios para desarrollar una determinada misión en relación con el pueblo de Israel o incluso en relación con hombres y pueblos situados más allá de los límites de ese pueblo, fue algo habitual al pueblo judío. Efectivamente, Israel conoció enviados (profetas sobre todo, pero también mujeres y hombres no propiamente profetas), a los que Yahvé había conocido20 y confiado alguna misión particular. Así puede verse la misión confiada a Moisés (Ex 3,4-15; 4,10-17), a José (Gen 45,5-7), a Samuel (1Sam 15,1), a Elías (1Re 19,15-18), a Isaías (Is 6,8; 42,17; 48,1-9a; 50,4-9; 52,13 - 53,12), a Gedeón (Jueces 6,14), a Jeremías (Jer 1,4-10), etc. Todos ellos estaban persuadidos de que el origen de su misión se encontraba en Yahvé que los había llamado; tenían conciencia, por eso, de que la elección no era un privilegio sino una tarea que se les había confiado; tenían conciencia de ser enviados, desde la profunda experiencia de Dios que habían hecho; no actuaban por iniciativa propia; se entregaban a la misión confiada con la totalidad de sus vidas y no sólo con la palabra; sentían la desproporción entre lo que Dios les pedía y lo que ellos eran, y, por consiguiente, actuaban con la fuerza del Espíritu y no gracias a la propia capacidad humana. La misión aparecía como el tercer paso de un proceso unitario que comenzaba con el Llamamiento, continuaba con la Unción-Consagración del llamado y culminaba en el Envío: «Ven, que te voy a hacer mío (consagración) para enviarte: irás a donde yo te envíe» (cf. Jer 1,7). Efectivamente, «en Israel selección y elección siempre hacen referencia a envío por parte de Yahvé con un propósito, una misión. La elección no es un privilegio otorgado a una persona o individuo, sino una tarea confiada a esa persona o nación en beneficio de los demás» 21.

2.1. Conciencia de Jesús de ser «el Enviado» En este contexto veterotestamentario es preciso situar la figura de Jesús de Nazaret, como el Enviado por excelencia de Dios: y no para una misión puntual, de mayor o menor alcance, sino para instaurar de forma plena y definitiva el Reino de Dios entre los hombres. En Jesús, en efecto, se realizan cumplidamente todas las connotaciones que caracterizan a la misión en el Antiguo Testamento. Por una parte, Jesús es el llamado por Dios: «De Egipto llamé a mi Hijo» (Mt 2,15); por otra es el ungido por antonomasia: «El Espíritu me ungió» (Lc 4,18; Hch 10,38); y, finalmente, es el enviado 448

personalmente, superior a todos los demás enviados: «El Padre me envió» (Jn 5,27; 6,40. 44). Hay que precisar, de todas formas, que, en el caso de Jesús, más que llamamiento propiamente dicho (como algo hecho desde fuera), lo que se da es un ofrecimiento personal hecho por Él mismo en el propio seno de la vida intratrinitaria (cf. Hb 10,5-10). De ahí que se pueda afirmar que en Cristo «ser» y «misión» coinciden: es el esencialmente Enviado. Jesús, en efecto, no es sólo el rostro humano del Padre (cf. Jn 13,31-32; 14,6-11), sino también la suprema realización personal de la misión: el Reino, objeto central de su propia misión22. Los evangelios sinópticos, en una famosa parábola que relatan los tres evangelistas, pusieron de relieve, con intencionado énfasis, el contraste entre los muchos enviados previos a Jesús, y Jesús mismo en cuanto enviado. Ante la constatación de que los viñadores iban matando sucesivamente a los enviados, el dueño de la viña se dice : «voy a mandar finalmente a mi propio hijo: al menos a ese lo respetarán» (cf. Mt 21,33-46; Mc 12,1-12; Lc 20,9-19). En el Evangelio de Juan, por su parte, aparece Jesús con una clara, casi obsesiva, conciencia de ser el enviado: Jesús, precisamente porque es esencialmente el Enviado, «no hace nada por su cuenta»; hace todo y sólo lo que le ha mandado que haga «el que le envió» (cf. Jn 3,16-17; 4,32-34; 5,24. 30. 36-38; 6,28-29. 37-40. 44-57; 7,16. 28-29. 33; 8,16. 29. 42; 10,36; 11,42; 12,44-45; 13,16; 14,24; 16,5; 20,21). Realmente, «en la vida de Jesús la conciencia de ser enviado es prioritaria sobre todo lo demás: sobre su familia, su comodidad, sus amigos, su vida. Su misión está por encima de todo desde el momento en que la asume como propia a orillas del río Jordán hasta su último grito en la soledad del Calvario: “Todo lo he cumplido”. Su vida entera es la total y completa dedicación a la misión que le da su Padre. Guía todas sus palabras, sus acciones, sus oraciones. No pocas veces percibimos el poderoso empuje de esta misión, la urgencia de llevarla a cabo, de cumplirla hasta el fin» 23.

2.2. Alcance de la misión de Cristo El horizonte en el que Cristo concibe y entiende su misión es la universalidad. Tanto los sinópticos como Juan ponen de relieve que la Buena Noticia que proclama Cristo, el anuncio de salvación del que se siente portador, está dirigido a todos los hombres. Según los evangelistas la universalidad no es un horizonte ajeno y mucho menos desconocido para Jesús de Nazaret, sino todo lo contrario. La percepción que las comunidades cristianas primitivas y en particular los evangelistas tuvieron de Jesús24, es de alguien que se entendía a sí mismo en un horizonte de universalidad, con un destino de salvación 449

dirigido a todos los hombres, alguien cuya vida estaba destinada a interesar de forma insoslayable a todos los hombres sin excepción. Jesús no se entendía a sí mismo como alguien destinado a salvar únicamente a un pequeño grupo de seguidores y de iniciados que formaran un restringido grupo de élite. Su mensaje y sobre todo su persona, la entendía como alternativa de salvación a todos los que le habían precedido e incluso a los que habrían de venir después de Él. Son muchos los textos que pueden aducirse para avalar estas afirmaciones: «Éste está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida» (Lc 2,34). «Mientras estoy en el mundo, Yo soy la luz del mundo» (Jn 9,5; cf. 1,9; 8,12). «Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que conducirlas» (Jn 10,16). «Donde quiera que se predique este evangelio, en el mundo entero, se recordará también en su honor lo que ha hecho esta mujer» (Mt 26,13; Mc 14,9). «Lo que habéis oído en privado, predicadlo desde las azoteas» (Mt 10,27; Lc 12,3). «El que no está conmigo está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23; Mt 12,30). «El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos» (Mt 20,28). «Bebed todos, que ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Caifás... profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,49-52). «Id y haced discípulos de todas la naciones...» (Mt 28,19). «Seréis testigos míos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta el confín del mundo» (Hch 1,8). El mensaje de Jesús es universal en sí, por cuanto va dirigido a todos los hombres y a todo el hombre. Es universal, además, porque el mensajero también lo es, en sí y de por sí: el Verbo de Dios25 que asume al hombre» para, desde el hombre, ser capaz de dar una respuesta plena y definitiva a la oferta de salvación hecha por Dios a todo hombre sin distinción: judío o griego, hombre o mujer, esclavo o libre, sabio o ignorante... (cf. Ga 3,28; Rom 10,12; 1Cor 12,13; Col 3,11). La universalización de la persona de Cristo y de su misión es, de todas formas, absolutamente irrealizable y hasta impensable, sin la presencia y la acción del Espíritu Santo en el mundo26.

450

Como se ve por lo dicho hasta aquí, es preciso concluir que «el concepto de “envío” es un concepto importante para la comprensión de Jesús y también de enorme importancia para entender nuestra propia vocación como cristianos y especialmente nuestra misión dentro del cristianismo» 27.

3. LA IGLESIA, ENVIADA POR CRISTO EL ENVIADO 3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos En la Iglesia el envío no tiene su origen en la inquietud interior de la propia comunidad eclesial. En paralelismo con Jesús, la Iglesia, desde su mismo origen, tiene conciencia de no estar haciendo algo «por propia cuenta» (Jn 8,42). La experiencia personal de Pablo es la condensación en una persona concreta de la experiencia que, de forma viva aunque inconsciente en muchos casos, tiene la comunidad eclesial desde sus mismos orígenes: «el hecho de predicar el evangelio no es para mí un motivo de orgullo, ése es mi sino, ¡pobre de mí si no lo hiciera! Si lo hiciera por mi voluntad, tendría mérito; pero si me han confiado un encargo independientemente de mi voluntad, ¿dónde está entonces mi mérito? En predicar el evangelio ofreciéndolo de balde» (1Cor 9, 16-18). Pablo traduce en estas palabras, a nivel personal, el mandato de Jesús: «Como el Padre me envió, así os envío Yo» (Jn 20,21). De esta clara conciencia brota el que la Iglesia, ya en sus orígenes, no va a donde ella quiere, sino a donde se siente enviada por el Espíritu; no dice lo que ella quiere, sino lo que el Espíritu le dicta o le sugiere; no se dirige con su mensaje a los que ella quiere, sino a los destinatarios a los que el Espíritu la envía; siente una urgencia en el anuncio, que no brota de sus simples fuerzas ni se basa en sus propio recursos; siente un impulso irrefrenable que nada ni nadie puede detener o frenar (cf. Hch 4,8-22; 5,27-33. 40-42). La Iglesia no es «auto-enviada»: «irás a donde tú no quieras» (Jn 21,18), le fue dicho a Pedro como premonición no sólo personal, sino paradigmática para todo lo que es el desarrollo de la misión de la Iglesia a lo largo del tiempo. Una Iglesia auto-enviada es una Iglesia interesada, calculadora, prudente con la prudencia de la carne (cf. Rom 8,6), buscadora de estrategias humanas para medrar, en paz y concordia con los ricos y poderosos del mundo aunque sean injustos y opresores de los pobres y humildes, seguidora de políticas basadas en la conveniencia, en la metira, en el soborno... Una Iglesia enviada, por el contrario, es una Iglesia valiente, audaz, libre, desafiante, imprudente y hasta temeraria frente a los poderes de este mundo. Por eso recuerda Pablo VI que «si hay hombres que proclaman en el mundo el Evangelio de salvación, lo hacen

451

por mandato, en nombre y con la gracia de Cristo Salvador. ¿Cómo predicarán si no son enviados? (Rom 10,15) escribía el que fue sin duda uno de los más grandes evangelizadores. Nadie puede hacerlo, sin haber sido enviado» 28. Nadie, por consiguiente, puede atribuirse a sí mismo la misión eclesial recibida de Cristo, al igual que nadie puede sentirse objetivamente enviado, si no es en unión con la misión misma de la Iglesia y en su nombre. Esto no obsta para que, a lo largo de la historia, se haya ido dando en la Iglesia un proceso de creciente cristomonismo eclesial: es decir, la Iglesia se ha ido centrando y relacionando de forma casi exclusiva con la persona de Cristo, dejando en la sombra la persona del Padre y prescindiendo prácticamente de la persona del Espíritu Santo. La Iglesia era cosa de Cristo casi en exclusividad. Ahora bien, la indudable conexión de la Iglesia con el Cristo que la envía no puede dejar en el olvido, sino a costa de un evidente empobrecimiento, la naturaleza esencialmente trinitaria de su misión. El mismo envío que hace Cristo de la Iglesia al mundo, no es más un reflejo y una consecuencia lógica del envío del que fue objeto Él mismo por parte del Padre. Teniendo presente, además, la parte decisiva que el mismo Cristo atribuye al Espíritu en el proceso del envío (cf. Jn 14,15-17. 25-26; 16,5-7. 12-15; Hch 1,8). De ahí que como se recordaba más arriba, cuando la dimensión trinitaria se desdibuja del horizonte de la Iglesia, «el hecho de que Cristo haya muerto en obediencia al Padre, el que haya resucitado y el que haya sido enviado el Espíritu no tiene prácticamente ninguna importancia para la autoconciencia y la estructura de la Iglesia. Cristo es su divino fundador y más allá de Cristo parece como si no existiera el Padre, la persona de Dios más allá de Cristo, a la que puede hacer alguna referencia y en cuyo horizonte plantear sus propias relaciones con el mundo. Prevalece la figura de una Iglesia delegada plenipotenciaria de la divinidad, que está entre el cielo y la tierra, y a la que el mundo debe el mismo obsequio y obediencia que se le deben a Dios» 29. Evidentemente, «el aspecto anómalo de esta eclesiología no consiste en la apelación a la fundación divina de la Iglesia, sino en el hecho de que la fundación divina no se coloca en el interior de la riqueza, de la complejidad y del dinamismo de la misión trinitaria» 30. Es necesario recordar, que el envío de la Iglesia por parte de Cristo, no la equipara sin más a su Señor en todo y por todo: la naturaleza y las prerrogativas de Cristo son instransferibles. De tal forma, que la comunidad eclesial participa de ellas de una forma analógica. Entre el envío de Cristo por parte del Padre y el envío de la Iglesia por parte de Cristo, existe un paralelismo que se mueve completamente en el marco de la analogía. La Iglesia no substituye a Cristo: es su prolongación en la historia, el sacramento de su presencia viva entre los hombres, el instrumento de su salvación a lo largo de los siglos. Cristo, gracias al Espíritu que lo hace presente constantemente en la Iglesia, es el que, 452

hoy como ayer, sigue enviando a la Iglesia en nombre del Padre. Incluso el contenido del mensaje que se confía a Cristo por parte del Padre y el que se confía a la Iglesia por parte de Cristo, tienen sus características peculiares: en el primer caso (Padre-Cristo), es el Reino de Dios, la venida, la presencia y la instauración del Reino de Dios lo que constituye el núcleo de la predicación misionera de Cristo. En el segundo (Cristo-Iglesia), no es sólo ése el contenido, sino que es también la persona de Cristo, «hombre acreditado por Dios» (Hch 2,22), «profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante el pueblo» (Lc 24,19), «constituido por el Padre como único Juez definitivo de la humanidad» (Hch 10,42), «Salvador único de todo los hombres y de todo el hombre» (Hch 4,12), el que la Iglesia tiene que anunciar incansablemente a los hombres de todos los tiempos (cf. Mc 16,15-20; Mt 28,18-20).

3.2. Evolución del concepto de misión a lo largo de la historia31 La naturaleza misionera de la comunidad eclesial aparece diversamente plasmada en los distintos escritos del Nuevo Testamento, sobre todo en los cuatro evangelios. Así, Mateo pone el acento misional en la fundación de la Iglesia y en su enseñanza; Marcos presenta la misión como proclamación o kerigma; Lucas presenta la misión fundamentalmente como testimonio; y Juan lo hace mencionando expresamente el mandato que Jesús da a sus seguidores, como continuación del que Él mismo había recibido del Padre. De esta forma, la manera de concebir la misión confiada a la Iglesia por Cristo corre pareja a la consideración, no solo teológica sino también sociológica que la Iglesia tuvo de sí misma desde el principio y a lo largo de la historia32. En un primer momento, la Iglesia era el conjunto de aquellos hombres y mujeres que, habiéndose sentido llamados a formar parte del nuevo camino (cf. Hch 9,2), se habían bautizado en el nombre de Jesús y, con ello, se habían comprometido a ser discípulos suyos observando todo lo que el Maestro les había enseñado y a ir por todo el mundo predicando la Buena Noticia y haciendo discípulos del Resucitado. La comunidad cristiana era un pueblo entre los pueblos, un pequeño y hasta insignificante grupo en medio de un mundo totalmente pagano y con frecuencia hostil. Con terminología actual se diría que era una Iglesia en diáspora. A partir de la conversión de Constantino (a. 313) y sobre todo al ser asumido el cristianismo como religión oficial del Imperio gracias al Edicto del emperador Teodosio (a. 380), las cosas cambian radicalmente. Ser ciudadano del Imperio era, por ese mismo hecho, ser cristiano. La Iglesia comienza a coincidir, de hecho, con los límites del Imperio. La misión de la Iglesia oficialmente había concluido al ser todos los ciudadanos oficialmente cristianos. La sociedad era 453

toda ella cristiana y con ello las estructurales sociales, en todas sus dimensiones y expresiones (sociales, culturales, económicas, políticas, religiosas) fueron cristianas: el cristianismo comenzó a vivirse en régimen de cristiandad haciendo que la unidad de la fe fuera no sólo imperativo eclesial, sino también imperativo político. La misión, en todo caso, seguía teniendo sentido, pero en relación con los pueblos bárbaros que todavía no habían sido sometidos a la autoridad del Imperio. Esta concepción se afianza y robustece hasta límites insospechados a lo largo de la Edad Media hasta llegar al siglo XV cuando comienzan los grandes descubrimientos de otras tantas tierras de infieles. Con ello se acrecienta de forma notabilísima el fervor misionero en la Iglesia, deseosa de convertir a todos los hombres a la religión católica puesto que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Entre tanto, la sociedad occidental había entrado inexorablemente, a pesar de los múltiples esfuerzos de la jerarquía, en una creciente dinámica de pluralismo (social, político, cultural, filosófico...) que llevaba aparejado un imparable proceso de secularización. Los paganos dejaban de estar más allá de los límites geográficos del llamado occidente cristiano, encontrándose dentro de esos límites. Muchos cristianos pertenecientes a ese occidente cristiano lo son por el mero hecho de ser bautizados, pero en sus vidas y sobre todo en su mentalidad son tan paganos como los habitantes de los llamados oficialmente paises de misión. La Iglesia comenzó a ser de nuevo «Iglesia en diáspora» 33, es decir, una Iglesia que no es una realidad socialmente compacta, sino diseminada en el seno de una sociedad que ha dejado de ser oficialmente cristiana. De ahí, el giro copernicano que se ha operado con el Concilio Vaticano II, en el concepto de Iglesia y en el consiguiente concepto de «misión». Desde este renovado concepto de misión (análogo en tantos aspectos al de los primeros siglos del cristianismo), resulta evidente que para ser misioneros hoy en la Iglesia, no es necesario trasladarse a ningún lugar más o menos lejano a las propias fronteras. Si según Santo Tomás «ser enviado es ir allí donde no se estaba de ninguna manera, o bien empezar a existir de un modo diferente allí donde ya se estaba» 34, es claro que lo que se pide hoy a los seguidores de Cristo en todos los países del mundo, y particularmente en los paises poscristianos, es comenzar a vivir y actuar desde una renovada conciencia misionera. Cristo, que está ya en el mundo antes de que éste fuera creado (cf. Jn 8,58; 17,24-26; Ef 1,4-12; Col 1,15-17), ha de comenzar a estar en el mundo de forma visible e histórica, gracias al testimonio y a la proclamación de todos los miembros de la Iglesia. 454

4. LOS DOS POLOS DE LA MISIÓN ECLESIAL Por definición, el enviado tiene que estar —so pena de convertirse en autoenvia-do— en profunda y constante conexión con aquel que lo envía y con aquellos a los que es enviado. En el concepto mismo de envío está presente esta dualidad de polos de referencia con los que ha de estar esencialmente vinculada la persona enviada. En el caso de la comunidad cristiana estos dos polos esenciales de referencia son: Dios, el que envía, y los hombres, destinatarios de la misión.

4.1. Dios, desde donde se es enviado Según lo dicho anteriormente, la misión eclesial encuentra su fuente, su origen y su razón última de ser, en el corazón mismo de Dios (cf. AG 2). No es, ni puede ser otra, la raíz de donde brota el impulso misionero de la Iglesia. Ahora bien, porque es raíz e impulso determinante de la misión eclesial, es importante saber quién y cómo es el Dios de cuyo corazón nace esa misión. Ese Dios no es otro que el que aparece en las fórmulas bautismales más primitivas: es decir, un Dios trinitario: «Id y haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf. Mc 16,15-16). El mandato explícito «id», va íntimamente unido a la fórmula trinitaria de Aquel en cuyo nombre se va y en cuyo nombre se bautiza35. Este Dios, «entendido trinitariamente, no será ya el arquetipo de los poderosos de este mundo: sólo cuando sea comprendido como el Padre del Cristo que fue crucificado por nosotros, su verdadera omnipotencia será concebida como la omnipotencia del amor. Su señorío se manifiesta exclusivamente en el rostro del crucificado y de sus hermanos que, como él, sufren opresión y violencia36. Un soberano absoluto en el cielo no puede ser principio de libertad para los hombres en la tierra; pero sí que puede serlo un Dios que sufre por los hombres y por su liberación» 37. De ahí que sea inevitable —como lo ha demostrado con demasiada frecuencia la historia— que, cuando la Iglesia pierde el sentido teológico de su misión, se convierte en centro de sí misma, origen, fuente y meta de todas sus actividades, defensora meticulosa de todos sus derechos, celosa de las propias atribuciones y prerrogativas, custodia de las verdades por encima de las personas, con el consiguiente riesgo, nada imaginario, de perder su sentido de instrumento de Dios al servicio de los hombres. La relación con Dios se expresa y estrecha en la oración. La oración, por consiguiente, está en la raíz misma de la misión eclesial. No se ora para ser más y mejores misioneros: se es misionero de verdad en la medida en que se ora; de tal forma, 455

que una Iglesia misionera es necesariamente una Iglesia orante. O por mejor decir, una Iglesia será verdaderamente misionera en la medida en que sea realmente orante. La oración no es un sobreañadido a la misión eclesial: está en su misma raíz, constituyendo la posibilidad misma de responder a la vocación misionera.

4.2. Los hombres, a quienes se es enviado. La misión eclesial, a semejanza de las misiones intratrinitarias divinas, es de naturaleza esencialmente personal: antes que de un mensaje doctrinal, se trata de una comunicación de personas. O, por bien decir, el mensaje fundamental son las mismas personas en sí. Efectivamente, el que envía es una persona, o mejor, una misteriosa personalidad tripersonal38; los destinatarios del envío son personas, en la irrepetible originalidad de cada una de ellas, y en la irrepetible originalidad de sus circunstancias concretas: familiares, sociales, culturales, religiosas...; el mismo mensaje es, en definitiva, una persona, antes y por encima de cualquier otro aspecto: doctrinal, social o cultural (cf. Hch 17,18-23; 1Cor 1,23; 2,2; Flp 1,18). Si se tiene presente además que «lo que se recibe se recibe al modo del que lo recibe», es claro que el mensaje cristiano no puede ser una doctrina impersonal y atemporal, desencarnada o ajena al hombre concreto de cada época histórica, sino un mensaje que, siendo invariablemente el mismo, se adecue perfectamente a las categorías mentales y culturales del hombre al que va dirigido. La comunidad eclesial, por tanto, y particularmente sus dirigentes y responsables máximos, han de ser personas particularmente sensibles a las situaciones concretas de los hombres, destinatarios del mensaje de salvación: a su psicología, necesidades, parámetros mentales, escala de valores, formas de apreciar y de valorar, acentuaciones, énfasis, dolores y gozos. El Libro del Éxodo, en el Antiguo Testamento, y los Evangelios en el Nuevo, son paradigmáticos de la actitud de atención sostenida que ha de mantener la comunidad eclesial frente a la situación concreta de los hombres a evangelizar: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto —dice Yahvé a Moisés—; he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias... El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas... He visto claramente cómo os tratan los egipcios y he determinado sacaros de la aflicción de Egipto» (Ex 3,7-10. 1617). «Al ver Jesús a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es abundante, pero los obreros son pocos. Rogad por tanto al dueño de la mies 456

que envíe obreros a su mies» (Mt 9,36-37; cf. Mt 14,14-21; 15,32-38)39. El compartamiento de Yahvé con su pueblo y la cercanía solidaria de Jesús con sus contemporáneos, es la que llevó a la comunidad eclesial a formular —especialmente en el decurso de las luchas cristológicas de los primeros siglos—aquel principio que la orientó de forma inequívoca en la apasionante tarea de descubrir y expresar verbalmente la verdadera (y misteriosa) personalidad de Jesús: «lo que no ha sido asumido, no ha sido sanado. Lo que está unido con Dios es lo que se salva» 40. En época reciente Pablo VI expresó esta misma persuasión formulándola como un reto teológico y pastoral lanzado a la propia Iglesia: «No se salva el mundo desde fuera. Es necesario, como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hacerse una misma cosa, en cierta medida, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo. Es preciso compartir, sin establecer distancias de privilegios o diafragmas de lenguaje incomprensible, las costumbres comunes, con tal de que sean humanas y honestas, especialmente y sobre todo las de los más pequeños, si queremos que se nos escuche y se nos comprenda. Es necesario, lo primero de todo, antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre; comprenderlo en cuanto sea posible, respetarlo y, donde lo merezca, secundarlo. Es necesario hacerse hermano de los hombres, en el momento mismo en que queremos ser sus pastores, padres y maestros» 41. La Iglesia no puede anunciar la Buena Noticia del Reino al «hombre que fue», al hombre de épocas pasadas incluso recientes: ese hombre ya no existe. Si el hombre es una realidad dinámica, y si, además, el hombre es él y sus circunstancias, es evidente que el hombre actual ha cambiado profundamente al cambiar el mundo en que vive y las circunstancias en que se desenvuelve. El Concilio Vaticano II fue plenamente consciente de la novedad del mundo actual, afirmando con toda claridad que «las circunstancias de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con toda razón de una nueva época de la historia humana» 42. Efectivamente, nuestro mundo ha pasado en poquísimos años43, de un período precientífico a un período increiblemente científico y altamente tecnológico; de una manera feudal de entender y construir la sociedad, a una forma radicalmente democrática; de una ideología sustancialmente homogénea, a una ideología inequívocamente pluralista. El hombre que ha hecho posible estos profundos y acelerados cambios y que es, al mismo tiempo, resultado de los mismos, es un hombre que tiene conciencia de globalidad y, por consiguiente, se diferencia sustancialmente del hombre de hace unos años cuyos horizontes no excedían con mucho los límites del propio pueblo o ciudad. En la actualidad, el hombre vive en un mundo globalizado sintiéndose por ello, cada vez más, verdadero ciudadano del mundo. Sólo que, esta globalidad, no es tal para todos los hombres por igual. En una progresión que es 457

verdaderamente dramática e inquietante al mismo tiempo, la globalidad de la que están disfrutando miles de millones de hombres, es la globalidad de una pobreza creciente e insufrible. Por eso, dentro del hombre profundamente cambiado de nuestros días en la línea brevemente apuntada, y con la trágica globalidad de la pobreza ante los ojos, hay que afirmar con la claridad y la voluntad política del que está dispuesto a hacer frente a un problema cualquiera, que los destinatarios inequívocamente preferenciales de la misión/anuncio de la Iglesia, son, hoy más que ayer, precisamente aquellos hombres y mujeres en los que confluyen, de forma absolutamente intolerable, los diversos factores de pobreza: económica, cultural y afectiva, con el incalculable cúmulo de consecuencias negativas que le impiden crecer y realizarse, no ya como hijos de Dios, sino simplemente como personas humanas44.

EXCURSUS I: «Mundo» en la Palabra revelada En el Nuevo Testamento se afirma una y otra vez que Jesús fue enviado al mundo. Él mismo tuvo conciencia y lo confesó reiteradamente, de ser enviado al mundo (cf. Jn 3,17; 11,27; 12,47; 17,18; Mt 15,24). El término mundo, por otra parte, es usado en el lenguaje bíblico para designar realidades que no sólo no son homogéneas, sino que aparecen incluso como antitéticas45. En algunos casos tiene un sentido cósmico: la creación como tal (ktísis); en otros, un sentido antropológico, a saber, la humanidad como conjunto de los seres humanos; otras veces tiene un sentido teológico, y designa, positivamente, la humanidad en cuanto llamada y destinada por Dios a convertirse en su única y gran familia; y, negativamente, el conjunto de fuerzas del mal que anidan en el corazón del hombre y de las estructuras que se oponen frontalmente al plan de Dios en la historia: estructuras que proceden del mal, producen el mal y conducen a una situación objetiva de injusticia. Ante esta multiplicidad de significados, no siempre debidamente clarificados, la Iglesia a lo largo de la historia, sobre todo a partir de la Contrarreforma y hasta la celebración misma del Concilio Vaticano II, ha ido manteniendo un duro y permanente contencioso en relación con el mundo, que fue llevando a un progresivo e imparable proceso de distanciamiento entre ambos. Así, entre Iglesia y mundo, ha existido no sólo la necesaria y debida diferencia y distinción, sino una creciente y beligerante separación y enfrentamiento. ¿Cuál es la postura de la Palabra revelada frente al mundo? En el Antiguo Testamento no se hace una reflexión teórica (teológica propiamente dicha), sobre la relación pueblo de Dios-mundo. Se narra fundamentalmente una «historia de salvación»: una historia hecha de luces y sombras. Tanto unas como otras, 458

su mezcla, la simultaneidad y coexistencia de ambas, forman «el mundo». Es una historia de elección —jamás revocada por parte de Dios—, pero transida de infidelidades, pecados, distanciamientos del pueblo en relación con Yahvé por una parte, y de vuelta y conversión a su Señor y Padre por otra. El horizonte, con todo, es siempre un horizonte de universalidad: el horizonte es «el mundo». Así se ve ya en Noé (cf. Gen 9,12-17) y muy especialmente en Abrahán (cf. Gen 12,3; 18,18; 22,18; 26,4; 28,14), seguido por Isaac (cf. Gen 26,28s), Jacob (cf. Gen 30,27. 30), José (cf. Gen 39,2-5), y el conjunto de los hebreos en Egipto (cf. Ex 12,32). Por su parte, la bendición de Dios tiene igualmente un alcance universal: está destinada a todas las gentes, es decir, al mundo entero. De esta forma, «las perspectivas de salvación para Israel no aparecen nunca solitarias, a pesar de los fuertes impulsos particularistas y la gran fe en la elección: la escena de la historia de la salvación es constantemente el mundo» 46. Será más tarde cuando se reduzca el horizonte, y el pueblo judío se haga en exclusividad centro y destinatario único de la salvación de Dios. En el Nuevo Testamento son fundamentalmente dos los autores que más inciden en el uso del término mundo con su correspondiente uso conceptual: ellos son, Juan y Pablo. 1. Juan presenta el tema del mundo fundamental aunque no exclusivamente en clave de enfrentamiento Cristo-mundo: si recibe a Cristo o no; si el seguidor de Cristo pertenece al mundo o no; si el mundo lo odia o no; si Cristo lo juzga o no; si el mundo lo reconoce y acepta como enviado del Padre o no; si acepta su salvación o no, etc. (cf. 1,10; 7,7; 8,23; 15,18-19; 17,4-16). Pero es especialmente en la última Cena (caps. 1317) donde el enfrentamiento Cristo-mundo alcanza su cota máxima de reflexión, como anteriormente, había ido alcanzando el enfretamiento referido a las personas (caps. 7-11). En la última Cena, en efecto, Jesús «bruscamente repudiado del mundo, no pide por él en su oración de despedida (17,9), ni después de su resurrección se le revelará (14,1922). El mundo no está en condiciones de recibir al Paráclito (14,17); pero éste le convencerá de pecado, de justicia y de juicio (16,8). Como se ve, en Juan el mundo es, en cierto sentido, una potencia personal colectiva que culmina en el demonio (1Jn 5,19: el mundo entero yace bajo el maligno; cf. también 1Jn 4,4). En 14,27, Cristo y el mundo están enfrentados el uno al otro como enemigos. De esta forma, y debido a los hombres que se oponen a Dios, el mundo presenta el carácter de una esfera enemiga de Dios; peor aún, aparece como una potencia diabólica, contra la que tienen que combatir él y los suyos (16,33; 1Jn 5,4)» 47. 2. La literatura paulina, por su parte, presenta el mundo como una realidad global marcada profundamente por el pecado que se opone sistemática y frontalmente a Dios (cf. 1Cor 2,12). Esa realidad —el mundo— comprende no solamente al conjunto de los 459

hombres, sino también a los mismos ángeles, a las potencias y dirigentes ocultos o perfectamente identificables, que tienen emprendida una lucha encarnizada contra el Proyecto de Dios en la historia: el Reino. Una lucha que, en el caso de Cristo, le condujo inexorablemente a la muerte (a quien, por otra parte, resucitado y glorioso, terminará sometiéndose: cf. Rom 8,35-47; 1Cor 2,8; 4,9; 15,24; Ef 1,21). Una lucha que se prolonga en la historia para impedir por todos los medios que ese Proyecto de Dios se realice. Una lucha, por consiguiente, que está declarada contra los que son de Cristo y están comprometidos, como comunidad de seguidores, a llevar adelante su misión. En virtud de esa actitud hostil, el mundo está marcado no sólo por el pecado sino también por la muerte (cf. Rom 5,12s; 1Cor 1,20; 2,6; 3,19), y lo que es más grave y decisivo, por un implacable juicio de Dios y por su condenación (cf. Rom 3,6; 1Cor 6,2; 11,32). Resumiendo, el «mundo» en la Palabra revelada no es un concepto unívoco, sino un concepto analógico, y, como tal, debe ser valorado: En cuanto significa el cosmos pensado por Dios como habitat para el hombre (cf. Gen 1,11-25. 28-32; 2,15-17; Jn 11,19; 17,5. 24; 21,25), es una realidad sustancialmente buena, destinada a crecer y desarrollarse siempre en función del hombre: para su mayor bienestar, y ante el que el hombre tiene que mostrarse respetuoso y agradecido. En cuanto significa el conjunto de los hombres, sometidos a los vaivenes y limitaciones de su condición de seres frágiles y contingentes, pero destinados por Dios a crear entre ellos una única y gran familia en la que el mismo Dios sea el único y definitivo Padre de todos por igual (cf. Mt 23,9); Cristo, el Primogénito entre la multitud de los hermanos (cf. Rom 8,29), y todos los hombres llamados a sentirse, quererse y comportarse como auténticos hermanos los unos con los otros (cf. Mt 23,8; Jn 1,9. 10. 29; 3,16-19; 6,33; 8,12). En cuanto conjunto de las fuerzas del mal —de todo orden, a todos los niveles, en todos los ámbitos— que, sobre todo en cuanto fuerzas organizadas, se oponen sistemática y radicalmente al Proyecto de fraternidad universal querido y decretado por Dios (cf. Jn 1,10-11; 5,16. 18; 7,4. 7; 8,23,26; 11,53; 15,1920; 17,6. 9; 1Jn 2,16-17). En los tres sentidos apuntados, es evidente que la comunidad eclesial no puede quedar indiferente frente al mundo; por el contrario, tiene unas relaciones bien concretas y determinadas ante él: en el primer y segundo sentido, relación de profundo respeto y de apasionado compromiso; en el tercer sentido, de rechazo frontal y de verdadera beligerancia para erradicar el anti-Reino que se opone al Proyecto de Dios en la historia. Se trata en definitiva de un doble compromiso de salvación y de cruz: — De salvación, porque Dios no ha abandonado definitivamente a su suerte a 460



ese mundo enemigo y beligerante de su Proyecto: Dios, en efecto, «no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). La Iglesia, a imitación de Dios Padre, no responde ni puede responder al odio, a la ferocidad y al rechazo, con el odio, el desprecio o la jactancia, sino con el amor, el perdón, la misericordia y la inacabable paciencia (cf. 1Pe 3,8-18; 4,12-19). De cruz, porque la persecución a la cabeza (cf. Jn 15,18-23) se continúa en la persecución a los miembros del cuerpo (cf. 2Cor 6,14-16; Ga 6,14). El contraste entre unos valores y otros, entre un Proyecto y otro es tan frontal e irreconciliable, que se hace inevitable la cruz: tanto para soportar con fortaleza los embates como para erradicar esforzadamente el mal48.

5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA MISIÓN49 Jesús, apenas comienza a poner en marcha su misión mesiánica, lo primero que hace es llamar a un grupo de discípulos para que fueran sus compañeros, vivieran con Él y para enviarlos a predicar la Buena Noticia del Reino (cf. Mc 3,13-19). Con la particularidad de que, frente a la praxis de rabinos y grandes doctores y exegetas de la Ley contemporáneos de Jesús, sus discípulos dejaron la propia familia, comenzaron a vivir con Él formando una comunidad en la que lo compartían todo («vosotros sois los que habéis permanecido siempre conmigo»: Lc 22,28), incluso los bienes materiales y hasta el dinero (cf. Jn 12,6). No se trata de discípulos en un plano simplemente doctrinal para profundizar teológicamente en la Escritura. Son discípulos que, a partir de la experiencia hecha con el Maestro («venid y veréis», «ven y verás»: Jn 1, 39. 46), comenzarán a predicar como Él y en su nombre, la necesidad de la conversión a las exigencias del Reino. Por eso resultó completamente lógico y normal que el Maestro, al desaparecer de este mundo en su realidad histórica y temporal, confiara a sus seguidores constituidos en comunidad, la misión que Él mismo había recibido del Padre: «como el Padre me ha enviado, así os envío yo también a vosotros» (Jn 20,21). Ya se dijo anteriormente que en la comunidad eclesial no existen miembros activos y miembros pasivos, miembros comprometidos en la misión y miembros ajenos a la misma. Si la misión ha sido encomendada por Cristo a sus seguidores, es evidente que todos están implicados y comprometidos por igual en esa única misión, aunque los carismas, ministerios y funciones de cada uno sean diversos. Así podrán hacer frente, de 461

forma armónica y adecuada, a las diversas funciones requeridas por la misma y única misión. Los dones, carismas y gracias son diversos, pero la misión salvadora es una y la misma para todos. De hecho, ya en el cristianismo más primitivo, es la comunidad la que envía a sus miembros a anunciar la Buena Noticia por una parte y por otra: cf. Hch 8,14; 11,22. 30; 13,1-3. 46-48. El Concilio Vaticano II, desde la eclesiología de comunión y participación que elaboró y promulgó, no duda en afirmar: «saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas, de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» 50. Por su parte, Pablo VI recordó que «evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial». De ahí, sigue diciendo, que el evangelizador evangeliza «no por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre». Por consiguiente, «ningún evangelizador es el dueño absoluto de su acción evangelizadora» 51. Por otro lado, a la comunidad eclesial, en cuanto tal, «le compete una “sacramentalidad excéntrica” por cuanto que su acción, si se entiende adecuadamente a sí misma, señala siempre por encima de ella; la Iglesia se realiza a sí misma en su actuación, de forma esencialmente misionera, ya que la misión no es un simple cometido suyo en la historia, sino más bien una definición estructural del ser de la Iglesia en todos los tiempos y lugares. La Iglesia se realiza apuntando, por ello, precisamente a quienes todavía no forman parte de la misma, a quienes han de encontrarla» 52. La misión no es cosa de unos o de otros en la Iglesia: es un compromiso de toda la comunidad eclesial, enviada por Cristo al mundo para anunciar incansablemente la Buena Noticia del Reino. Por eso, si lo primero a lo que puso Jesús manos a la obra fue a formar un grupo en el que se viva la fraternidad universal a partir de la universal paternidad de Dios, quiere decir que mientras no existan comunidades así, portadoras y realizadoras de ese mensaje «no hay salvación, el objetivo de Jesús está anulado y su doctrina y ejemplo se convierten en una ideología más» 53.

6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN ECLESIAL

462

El olvido del Espíritu Santo como verdadero protagonista de la misión de la Iglesia no sólo tiene el serio peligro de convertir a la Iglesia en una especie de empresa multinacional que se desarrolla con criterios puramente empresariales, es decir, estrictamente humanos, sino que olvida o desconoce de hecho la verdadera naturaleza de dicha misión como aparece en el Nuevo Testamento. Efectivamente, sobre todo en el Libro de los Hechos54, es el Espíritu el que, por encima y con anterioridad a los propios ministros, abre la mente de todos los bautizados a la universalidad de la misión en cuanto a sus destinatarios (cf. Hch 10, 19-24.34-35.4448; 11,1-9.17-18) y el que, por encima de dificultades, persecuciones, obstáculos, cárceles, castigos y prohibiciones, imprime un impulso irrefrenable a la actividad misionera de la primera comunidad cristiana. Desde el inicio mismo de la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo aparece como Aquel que, enviado por Cristo desde el Padre (cf. Jn 16,12-15), la va guiando a la Verdad entendida en toda su plenitud de significado. Si la Iglesia recibe y prolonga en la historia la misma misión de Cristo, y el propio Cristo inició y desarrolló toda su misión «movido e impulsado» por el Espíritu (cf. Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,14), la Iglesia no puede asumir, desarrollar, ni realizar en forma auténtica su misión, sino con la fuerza y la acción del Espíritu Santo. En la vida de Jesús el Espíritu Santo tuvo un protagonismo difícil de medir e incluso de valorar. Si se tiene en cuenta que el Espíritu está en el origen mismo de la existencia humana de Jesús y que en el origen de las cosas está germinalmente presente todo su desarrollo posterior e incluso su propio destino y fin, se puede intuir la parte realmente determinante y única del Espíritu en la vida de Jesús. Ya en el momento de su Bautismo es literalmente invadido por el Espíritu: un Espíritu que es fuego que consume y transforma al sujeto sobre el que viene (cf. Mt 3,12). Es el Espíritu el que lo impulsa al desierto para hacer la dura experiencia que ha de prepararlo de forma inmediata a su destino y actividad mesiánica (Mt 4,1; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Es el Espíritu el que lo conduce a Galilea para iniciar de hecho esa actividad. Es el Espíritu el que, según confesión y exégesis del propio Jesús, viene sobre Él en la sinagoga de Nazaret, dando cumplimiento a las palabras del profeta Isaías (61,1-2). Movido por el Espíritu Santo va intuyendo Jesús, con un gozo creciente, los misteriosos designios de Dios Padre, que se da a conocer a los anawim (pobres, sencillos, humildes, niños, ignorantes, iletrados), revelándoles sus designios de salvación que, paradójicamente, quedaban ocultos e ignorados para los sabios, los poderosos e influyentes según el mundo (cf. Lc 10,21). Y porque el Padre le dio a Jesús el Espíritu «sin medida» (Jn 3,34), es capaz Él mismo, que muere redentoramente en virtud del Espíritu (cf. Hb 9,14), de dar el Espíritu en el momento de su muerte (parédoken tò pneuma: Jn 19,30), de forma que ese Espíritu se 463

convierta en torrente caudaloso, imparable, arrollador, en el seno de todos los que lo reciban con corazón sencillo y abierto (cf. Jn 7,37-39). Es el Espíritu, el gran regalo, el Don mesiánico por excelencia que hace el Resucitado a los suyos en la tarde misma de Pascua (cf. Jn 20,21): un Espíritu que los hará irrefrenablemente misioneros, portadores de paz, de perdón y de reconciliación hasta los últimos confines de la tierra. El protagonismo del Espíritu en la vida de Jesús está, pues, inequívocamente afirmado en la Palabra revelada, aunque mucho más con los hechos y las actuaciones que de una forma verbal y con afirmaciones abstractas. Con razón se ha afirmado que «entre Espíritu y Cristo reina una familiaridad, una reciprocidad, una unidad dinámica tal, que el Apóstol puede hablar de Cristo convertido en Espíritu» (1Cor 15,45; 2Cor 3,17)55. Se descubre así que el envío, por parte del Padre, de Jesús al mundo para instaurar el Reino, llevaba aparejada como elemento esencial del envío, la presencia activa y la acción fecunda del Espíritu Santo. El Espíritu no es, pues, un «plus», un «sobreañadido», un elemento importante para el melius esse del envío y de la misión: es sencillamente, la condición previa e indispensable para el esse mismo de la misión. A partir del momento de Pentecostés es el Espíritu el que «asume aún más la función de “guía” tanto en la elección de las personas como de los caminos de la misión» 56, llenándolos de una valentía, de una fuerza, de una audacia sobrehumana (sobrenatural), que los hace realmente irresistibles e imparables en su actividad misionera (cf. Hch 2,29; 4,13. 29. 31; 9,27-28; 13,46; 14,3; 18,26; 19,8. 26; 28,31). Efectivamente, «bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las “gentes” y el testimonio de Cristo se extiende a los centros más importantes del Mediterráneo oriental para llegar posteriormente a Roma y al extremo occidental. Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» 57. Se establece con esto la ley perenne en el acontecimiento único: es decir, así como el Espíritu protagonizó de forma única e irrepetible la vida y la actividad de Cristo, el Enviado del Padre, de forma semejante y hasta el fin de los siglos, el Espíritu debe protagonizar la vida y la actividad misionera de la Iglesia. Trasladando a la comunidad eclesial la relación de Jesús con el Espíritu hay que afirmar que en la comunidad de seguidores de Jesús el Espíritu tiene que tener un indiscutible y activo protagonismo. Si cristianos son «todos y sólo aquellos que se dejan guiar por el Espíritu» (Rom 8,29), se puede asegurar con toda certeza que una comunidad misionera podrá ser reconocida y aceptada en su más profunda identidad cristiana en la medida en que el Espíritu pueda ejercer y de hecho ejerza en ella un indiscutible protagonismo, en la medida en que se deje llevar por Él. 464

Es el Espíritu Santo el inagotable motor misionero de la Iglesia, la fuente de donde mana sin cesar el combustible necesario para la actividad misionera de la comunidad creyente, el que la impulsa incesantemente «a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo» 58. Hoy, la Iglesia se encuentra en una situación no menos novedosa que la que encontraron los primeros discípulos de Jesús a la hora de anunciar al mundo la Buena Noticia del Evangelio. El mundo al que hay que anunciarle a Jesús, muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres, es en muchos aspectos literalmente «nuevo». Quedaron atrás, como se recordaba al principio de este capítulo, los tiempos de una Iglesia en situación de cristiandad. No está supuesto, sino todo lo contrario, que el hombre de hoy, incluso el hombre de occidente por más bautizado que esté, sea un verdadero creyente en Jesús de Nazaret. La Iglesia se encuentra literalmente ante una situación misionera de diáspora como en Pentecostés. Quiere esto decir que es necesario emprender una Nueva Evangelización59. Pues bien, así como en la primera evangelización el Espíritu fue el indudable protagonista, así también hoy, al emprender la tarea de una Nueva Evangelización, el Espíritu tiene que seguir siéndolo. Y es que el Espíritu es creatividad, novedad, audacia, valentía, juventud, fidelidad dinámica, sorpresa, respuesta inédita, luz, fuerza, ímpetu misionero, apertura al futuro60. Frente a los retos de una Nueva Evangelización, sólo el Espíritu puede asegurar a la Iglesia la proporcionalidad requerida para dar una respuesta adecuada a tales desafíos; sólo el Espíritu —que hace nueva todas las cosas: 2Cor 5,17; 2Pe 3,13; Ap 21,5; Is 43,19—, puede hacer apta a la Iglesia para emprender el camino de una Evangelización que sea «nueva en su ardor», «nueva en sus métodos» y «nueva en sus expresiones». En definitiva, la misión de la Iglesia no se basa ni depende de las capacidades humanas de los enviados, sino en la fuerza del Espíritu que el Resucitado comunicó a la propia Iglesia. Sin él, decía agudamente Pablo VI, «la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas, se revelan pronto desprovistos de todo valor» 61.

7. CONTENIDO E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL Dos cuestiones aparecen de forma inmediata y natural al abordar el contenido esencial de lo que tiene que anunciar la Iglesia para realizar en fidelidad su misión. Ante todo, individuar los núcleos fundamentales que está llamada a trasmitir a los hombres de todos los tiempos, en la inacabable tarea que le ha sido encomendada. Esos contenidos, por su propia índole y naturaleza, son invariables. Pero teniendo presente el doble principio del 465

dinamismo interior garantizado por el Espíritu («os irá llevando a la Verdad plena»: Jn 14,15-17.25-26; 16,12-15), y del hombre en cuanto receptor condicionante decisivo en la forma de entender y acoger el mensaje, éste tiene que ser presentado de una forma que pueda ser entendido y aceptado por el hombre de cada momento como lo que es: una Buena Noticia (cf. Mt 2,10; 13,20.44; Lc 10,17.52; Jn 17,13; Hc 13,17.52; 1Tes 1,6; File 7). Una segunda cuestión es la referente a la naturaleza de la misión que la Iglesia tiene confiada. ¿Es una simple sabiduría de este mundo llena de trampas políticas o estrategias diplomáticas, de lo que Pablo llama «la prudencia de la carne» (cf. Rom 8,6; Flp 3,19)? ¿Es un mensaje que amortigua o acalla, en favor de unos pocos, las legítimas aspiraciones de los más en favor de un mundo en el que finalmente el hombre pueda ser hombre en el sentido pleno e integral pensado y querido por Dios? ¿Es un mensaje estrictamente religioso al que le importe poco o nada la situación real de desigualdad existente entre los hombres? ¿Es un mensaje de naturaleza social? ¿Es un mensaje político?

7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción misionera de la Iglesia62 Jesús es presentado por los sinópticos como el portador de la Buena Noticia del Reino que no sólo predica, sino que inaugura e instaura Él mismo con su persona (cf. Mt 12,28; 21,43; Lc 10,9; 17,21). Por eso, si la misión de la Iglesia es la misma que recibió Cristo del Padre (cf. Jn 20,21), resulta evidente que el Reino constituye no sólo el horizonte central sino también el marco determinante para toda la acción misionera de la Iglesia. Sin ese horizonte, ¿qué podría hacer la Iglesia sino predicar a un «dios» ajeno a la realidad del hombre o, lo que sería peor aún, predicarse a sí misma? Sin estar centrada y comprometida en la realización del Proyecto de Dios en la historia (el Reino), ¿qué podría hacer la Iglesia sino constituirse en centro y razón, en principio y finalidad última de su propio ser? La «extro-versión» de la Iglesia únicamente es posible desde el horizonte del Reino63. Si para Cristo, el Enviado por excelencia, el Reino de Dios fue el objeto central, la cifra condensada de su misma realidad existencial y de toda su actividad mesiánica hasta el punto de explicar y hasta agotar su presencia en la historia humana y su condición redentora64, de forma paralela la misión de la Iglesia encuentra su origen y su razón misma de ser en el anuncio de la Buena Noticia del Reino. Con una doble puntualización todavía. Y es, por una parte, el sentido desconcertante de la trascendencia de ese Reino: una trascendencia que no se demuestra en la grandiosidad y en el poderío, sino, paradójicamente, en el anonadamiento de la cruz y en el amor a los preferidos de Dios: los pobres. En efecto, «la gran verdad sobre la trascendencia del Dios cristiano, su 466

anonadamiento, nos viene privilegiadamente mediada a través de la misma situación del pobre» 65. Por otra parte, es preciso recordar que el Dios cristiano es un Dios de la historia: lo que equivale a decir que no es un simple absoluto capaz de ser descubierto por el hombre a fuerza de razonar, sino que es Alguien que se automanifiesta al hombre gratuitamente en la realidad histórica que va construyendo el mismo hombre. Por eso el Reino tiene necesariamente una fase histórica, aun cuando no se agote en la historia humana. La historia del hombre no agota el Reino de Dios pero no le es indiferente en absoluto. Más aún, se puede afirmar que Dios, al crear al hombre histórico, se ha tomado completamente en serio la historia que ese hombre construye con sus luces y sus sombras, con sus logros y retrocesos, con sus heroicidades y mezquindades. El Concilio Vaticano II con intuición novedosa y admirable afirma que «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» 66. Por otra parte, el Reino de Dios tiene que construirse necesaria e inevitablemente dentro de la historia en contra del reino de este mundo: es decir, de todas aquellas fuerzas, personales y estructurales, que impiden al hombre ser hombre en toda su plenitud y autenticidad. La comunidad eclesial tiene que comprometerse denunciando y luchando esforzadamente y con perseverancia, contra todo aquello que es contrario al verdadero desarrollo del hombre o que le impide a éste ser hombre según el Proyecto de Dios. Entre ese Proyecto y el proyecto del mundo «asentado sobre la riqueza absorbente, las relaciones sociales de dominación y el privilegio del más fuerte..., no hay reconciliación posible» 67.

7.2. Dios, Padre de todos los hombres La misión que recibió Cristo al venir al mundo es ésta, según el relato de Juan: «que te conozcan a ti, oh Padre, como único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, como Mesías» (Jn 17,3). La misión de la Iglesia, por consiguiente, es, ante todo y sobre todo, una misión teologal: dar a conocer a Dios. Sin embargo, «la misión no puede concebirse como una gran y perenne teodicea, como si la Iglesia tuviera que demostrar al mundo la grandeza de Dios y llevar a cabo su dominio sobre la tierra, olvidándose de que ella misma es el fruto de la presencia de Dios y de que su misión está en donde se manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu, de la que la Iglesia es signo e instrumento, pero no ciertamente causa, garantía o condición de posibilidad» 68. 467

Por eso, es de capital importancia precisar lo más exactamente la naturaleza del Dios anunciado por Jesucristo, ya que de la forma de concebirlo depende no sólo su aceptación, sino también, y de forma muy particular, los comportamientos religiosos y hasta sociales que puedan adoptar los propios creyentes. La Iglesia, dentro del ámbito religioso no anuncia a un dios cualquiera. La Iglesia está seriamente comprometida a anunciar fielmente al «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre cariñoso y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3). Ahora bien, ¿cómo es el Dios revelado en Jesucristo y por Jesucristo? Es un Dios que se presenta, ante todo, como Padre69. Esto quiere decir que es un Dios personal y no una fuerza impersonal difusa en el mundo; un Dios Amor y por consiguiente fuente inagotable de vida, autor de la vida que «llama a la existencia a lo que no existe» (Rom 4,17; cf. Mt 22,32; Mc 12,27; Hb 11,19); un Dios único frente a las mil formas de divinidades a las que adora el hombre en su inacabable capacidad de construirse ídolos; un Dios que siendo único es, por eso mismo, universal, es decir, no ligado a límite alguno de tierra, etnia, pueblo, región o imperio: Dios de todos los hombres, a quien nadie puede acaparar, monopolizar y ni siquiera tener de su parte en exclusividad frente a otros hombres; un Dios profundamente coherente consigo mismo y por consiguiente profundamente respetuoso de la libertad del hombre al que responsabiliza de la marcha del mundo y de la historia; un Dios que libera al hombre de sus múltiples formas de esclavitud: tanto las personales (vgr. el pecado, la muerte, el egoísmo, el agobio del dinero, el ritualismo formalista, el fariseísmo, la hipocresía, la falsedad, la doblez, la superficialidad), como las sociales (estructuras e instituciones que esclavizan al hombre en lugar de liberarlo); un Dios que, paradójicamente, es al mismo tiempo el esencialmente trascendente, el totalmente Otro del hombre, y el esencialmente inmanente, más íntimo al hombre que el hombre a sí mismo70; un Dios que siendo esencialmente «santo», es también esencialmente «misericordia» y, por eso precisamente, tiene una inequívoca y misteriosa predilección por los pecadores para que se conviertan y vivan; el Dios de las Promesas, y, en consecuencia, el Dios del futuro, el Dios de la Esperanza que orienta al hombre de forma constante hacia lo que ha de venir, hacia lo que está por venir, hacia una dirección irreversible de la historia humana que, salvada definitivamente en Cristo, camina hacia su plenitud a pesar de los retrocesos, caídas y tropiezos que pueda experimentar; un Dios que ha creado el mundo según un Proyecto (que Cristo presenta como «el Reino»): a saber, hacer de toda la humanidad una única y gran familia en la que Él, Dios, sea el Padre, Cristo el primogénito entre muchos hermanos, y los hombres todos hermanos entre sí; un Dios que, en el colmo del misterio, se automanifiesta como trinidad: es decir, como el Padre que toma la iniciativa de salvar al hombre; como el Hijo que llevado del amor al hombre se hace uno de nosotros, siendo fiel al designio del Padre hasta sus últimas consecuencias; como el 468

Espíritu que va llevando a su plenitud ese designio salvador a lo largo de la historia hasta el fin de los tiempos. Este es el Dios que anunció Jesucristo y que lo hizo ver en su vida: un Dios tan trascendente como inmanente, Dios de la metahistoria y de la historia, Dios del Amor y del perdón, Dios de la vida y de la libertad, Dios de todos los hombres, con una innegable predilección por los pobres. Y este es el Dios que, como misión suya fundamental, tiene que transparentar y anunciar la Iglesia.

7.3. Del Jesús predicador, al Jesús predicado En la historia del mensaje de salvación traido por Jesús a los hombres «de parte de Dios» (cf. Jn 6,46; 9,16.33; Mt 22,16-17) llama poderosamente la atención el cambio que se produce en el objeto de lo anunciado: el Jesús histórico anuncia sustancialmente el Reino de Dios, su Padre y Padre de todos los hombres (cf. Jn 20,17), presentándose además a sí mismo como «el enviado» por Dios para realizar ese anuncio. Muerto y Resucitado, gracias a la acción del Padre que lo «acredita» (Hch 2,22) delante de todos los hombres y del Espíritu que lo vivifica eternamente (cf. Rom 8,11; 1 Cor 15,45), Jesús deja de ser el «predicador del Reino», para convertirse, por parte de sus seguidores, de forma definitiva y a lo largo de toda la historia, en el «predicado». De hecho, el sumo sacerdote y el Consejo, después de recordar a los apóstoles la prohibición formal que les habían impuesto de no predicar «en nombre de ese», les reprochan severamente: «vosotros estáis llenando a toda Jerusalén con la doctrina de ese hombre...» (Hch 5,28). Así, el Resucitado, que es el mismo que vivió, padeció y murió ignominiosamente en una cruz a manos de los judíos, se ha convertido en el Salvador único, universal y definitivo de todos los hombres y de todo el hombre71. A partir de entonces el mensaje de la Iglesia se centra de manera preferente en anunciar a Jesús como «el ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38); aquel al que «Dios ha nombrado juez de vivos y muertos» (Hch 10,42); aquel al que Dios «resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,24-25); aquel que «ha sido constituido por Dios Señor y Mesías» (Hch 2,36) a pesar de haber sido crucificado como un maldito; el ungido de Dios «para realizar cuanto la eficacia y la decisión de Dios habían decretado que sucediera» (Hch 4,28). Jesús es aquella buena noticia según la cual, «la promesa que Dios hizo a nuestros padres nos la ha cumplido a nosotros resucitándolo de entre los muertos» (Hch 13,32-33). En una palabra, la Iglesia anuncia a Jesús como «la piedra viva rechazada por los constructores, que se ha convertido en piedra angular, de forma que nadie más que Él puede salvarnos, pues sólo a través de Él 469

nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra» (Hch 4,11-12).

7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la misión de la Iglesia Según queda dicho más arriba, el horizonte hermenéutico obligado de la misión eclesial es el Reino de Dios. Con ello se está queriendo decir que esa misión es de naturaleza radicalmente religiosa, es decir, trascendente: más aún, se quiere afirmar que la raíz de esta misión hay que buscarla en el corazón mismo de Dios (cf. AG 2). La misión eclesial, pues, es de naturaleza trascendente: ha de desarrollarse indudablemente en un ámbito religioso y sobrenatural. Es una misión que, puesto que no es de iniciativa de la propia Iglesia sino que es recibida, no es sólo de naturaleza religiosa (es decir, nacida de la necesidad profunda que tiene todo hombre de «re-ligarse» con un ser que le supera), sino que es específicamente sobrenatural: se origina más allá del hombre en el Proyecto de Dios sobre el mundo; el hombre ni la origina ni la fundamenta sino que la recibe. La misión en la Iglesia no es de iniciativa humana, no nace «de la carne y de la sangre» (Jn 1,13-14); y, por consiguiente, ni puede llevarse a cabo contando únicamente con los propios recursos humanos, ni debe pretender fines y objetivos de orden exclusivamente humanos. «No se mueve la Iglesia —dice el Vaticano II— por ambición terrena alguna. Sólo pretende una cosa: continuar bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» 72. Y concretando más aún, ofrece el Concilio este texto con el que difícilmente se podría poner de relieve de forma más profunda y sintética la índole religiosa y sobrenatural de la misión eclesial: «a la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias, bajo la guía del Espíritu Santo» 73. La Iglesia no anuncia un producto de naturaleza religiosa fruto de la propia iniciativa, de la propia investigación o de un minucioso estudio de mercado: proclama en voz alta y de forma incansable un mensaje que, como se ha repetido a lo largo de estas páginas, tiene su fuente y su origen en la iniciativa de Dios de salvar al hombre: un mensaje recibido y no inventado (cf. 2Pe 1,16-21); un mensaje no simplemente religioso (que como tal podría ser fruto de la propia cosecha), sino un mensaje sobrenatural (que como tal, tiene su origen en Dios).

7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad Considerada desde un punto de vista antropológico, la misión confiada por Cristo a la Iglesia tiene como objetivo último llevar al hombre a la plenitud de sí mismo, como quiera que la plenitud del hombre viviente es precisamente «la gloria de Dios» 74. La 470

afirmación de Jesús «Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10), puede entenderse, a partir del misterio de la Encarnación (es decir, de la asunción por parte del Verbo de Dios de la naturaleza humana en toda su veraz radicalidad), como un auténtico objetivo de plenificación total del hombre en todas sus dimensiones. Si el Verbo asumió absolutamente todo lo humano, menos el pecado (cf. Hb 4,15), la abundancia de vida de la que habla Jesús no tiene por qué reducirse únicamente a los que podrían llamarse aspectos o dimensiones sobrenaturales del hombre. Si el hombre en su dinamicidad creatural e histórica es pretensión de humanización y, por consiguiente, está en proceso de crecimiento y humanización constante e indefinida, la encarnación de Cristo no sólo no frena, obstaculiza o bloquea dicho proceso, sino todo lo contrario: da plena garantía de que la pretensión del hombre de un crecimiento indefinido en humanidad, no sólo no es una utopía inalcanzable, sino que es una aspiración legítima y plenamente garantizada en su realización, por la presencia de Cristo, el hombre perfecto (cf. GS 41). En seguimiento de Cristo y a la luz de su ejemplo, la Iglesia acepta, pues, una misión que está completamente al servicio del hombre: «del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto, sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este misterio» 75. Por otra parte, el hombre visto en toda su integridad engloba necesariamente al «mundo» en el que el hombre está enraizado, del que forma parte como su culmen, con el que, de alguna manera, se confunde puesto que el hombre es mundo. La misión de la Iglesia, en consecuencia, tiene que realizarse en el mundo y a favor del mundo, sabiendo que su miembros los bautizados no son del mundo (cf. Jn 15,18-19; 17,9-16); por consiguiente, sin mundanizarse76, es decir, sin asumir ni usar parámetros, métodos, objetivos, estrategias, políticas, que son las propias del mundo y ante las cuales Jesús reaccionó sistemáticamente77. En consecuencia, la dimensión escatológica, no sólo del hombre sino también del mundo, que ha sido una dimensión irrenunciable en la predicación de la Iglesia desde el primer momento («Maranathà»: 1Cor 16,22; Ap 22,20; Rom 13,12; Flp 4,5; St 5,8; 1Pe 4,7; «pasa la figura de este mundo»: 1Cor 7,29-31; «no tenemos aquí ciudad permanente»: Hb 13,14, etc.) forma parte esencial del anuncio que la Iglesia ha de hacer en su misión.

7.6. Carácter mesiánico de la misión

471

La misión que trajo Jesús a la historia del hombre confiada por su Padre y que Él, a su vez, confió a la Iglesia, más que religiosa, es —según lo dicho anteriormente—, neta y abiertamente sobrenatural, pero con claras y comprometidas repercusiones sociales. Jesús constituyo un grupo (cf. Mc 3,16) que, en su pequeñez, debía ser una auténtica alternativa a la sociedad profundamente injusta por más sacral que fuera, que Él encontró. Aun admitiendo el deseo expreso de Jesús de que su condición mesiánica no fuera tergiversada ni mal interpretada por sus contemporáneos e incluso por los propios discípulos78, es innegable que su mesianismo tiene que ser situado en el contexto de injusticia establecida, de dominación romana, de opresión por parte de los vencedores, de explotación de los pobres a base de impuestos, etc., en que vivió. De hecho, el grupo por Él constituido debía ser capaz de vivir unos valores que contradecían frontalmente los valores sobre los que estaba construida aquella sociedad79. A la luz de esa situación cobra todo su valor y profundidad la aplicación a Cristo de la condición de Mesías preanunciado: Aquel que, como príncipe de la paz, trae la justicia y la paz a todos los hombres80. El mesianismo de Jesús, con todo, además de responder a la doble perspectiva de constructor de la paz desde una situación de justicia verdadera (cf. Sal 17,29. 32. 40; 84,11), tiene como características propias la misericordia y el perdón (cf. Mt 11,2-6; Mc 8,27-30; Lc 7,18-23)81. En consecuencia, el mensaje que anuncia la Iglesia como depositaria del mensaje que el mismo Jesús le confió, tiene que tener ineludiblemente como trasfondo, una inequívoca resonancia mesiánica: la necesidad y el compromiso de construir un mundo en el que la paz sea obra y efecto de la justicia; un mundo en el que, en el marco de la misericordia y del perdón, la justicia y la paz se besen (cf. Sal 84,11).

EXCURSUS II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio En la dinámica del proceso de comunicación de la Buena Noticia del Reino al hombre de cada época histórica, como en todo proceso de comunicación, se encuentran dos elementos a conjugar: por una parte, está el mensaje y, por otra, el destinatario del mismo: el hombre. El mensaje, en cuanto originado y procedente de Dios, es invariablemente siempre el mismo. Pero ese mensaje confiado a la Iglesia para que lo transmita de generación en generación, no es una realidad inerte, a manera de joya bien labrada y concluida que se debe guardar en lugar seguro: es, por el contrario, una Palabra «viva y eficaz, más tajante que una espada de dos filos» (Hbr 4,12). Por su parte, el hombre, su destinatario, es un ser histórico, sometido al dinamismo de un hacerse continuo, pero uniformemente diverso: el mismo siempre en su identidad más profunda, pero variable en la conciencia que tiene de sí, en su psicología, en sus expresiones y 472

manifestaciones sociales, políticas, culturales, etc.; el mismo siempre, pero cambiante tanto en su conciencia más íntima como en el desarrollo de su historia a lo largo del tiempo. Los destinatarios a los que se dirige el mensaje, hombres de todos los tiempos y de todas las culturas, no solo pertenecen a distintos momentos históricos y a distintas culturas, sino que siendo seres vivos, están sometidos al dinamismo de un desarrollo continuo en todos los órdenes del ser. El hombre en sus manifestaciones más peculiares y características como hombre, hace cultura. «El hombre —dice Juan Pablo II— vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura en este sentido también, pues el hombre se distingue y se diferencia por medio de ella de todo lo que existe por otra parte en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura. La cultura es un modo específico del existir y del ser del hombre. El hombre vive siempre según una cultura, que le es propia y que, a su vez, crea entre los hombres un vínculo propio también, determinando el carácter interhumano y social de la existencia humana» 82. Y, dada la variedad de hombres y de situaciones en las que éste vive, no existe una cultura única y homogénea: existe una pluralidad de culturas, no sólo en cuanto a su difusión en el espacio geográfico, sino también teniendo en cuenta el decurso de la historia. Ahora bien, como quiera que la cultura presenta no sólo un aspecto histórico y social en cuanto que se despliega a lo largo de la historia y de múltiples sociedades, sino que asume además un sentido etnológico y sociológico, se puede y se debe hablar de pluralidad de culturas. Son muchos, en efecto, los conceptos e ideas existentes sobre la cultura. El Vaticano II constata que «con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano» 83. Si el hombre es necesariamente un ser «cultural», en cuanto que hace cultura y es al mismo tiempo fruto de la cultura, el anuncio de la Buena Noticia, tiene que tener en cuenta esa nota constitutiva del hombre quienquiera que él sea: su naturaleza cultural. Por esta razón entre cultura y mensaje del Evangelio tiene que darse una mutua fecundación si no se quiere que ese Mensaje quede simplemente superpuesto en el alma de un pueblo. Mientras el mensaje del Evangelio no haya enriquecido y se haya como fundido con la cultura de un pueblo, no se puede afirmar que ha llegado a ser salvador para ese pueblo. «Una fe —dice Juan Pablo II— que no se haya convertido en cultura es una fe que no ha sido completamente aceptada, ni completamente comprendida, ni fielmente vivida» 84. Y al contrario: mientras un pueblo no enriquezca con sus valores 473

humanos a los valores del Evangelio hasta hacerlo aparecer como completamente homogéneo con las manifestaciones culturales de ese pueblo, la Buena Noticia es algo artificialmente superpuesto en esa cultura. El complejo proceso de comunicación a los hombres y de enraizamiento en las culturas de todos los tiempos del mensaje confiado a la Iglesia, ha sido designado bajo el término de inculturación85. Con él se quiere expresar tanto el movimiento por el que los valores del evangelio van penetrando progresivamente todos los aspectos de la mentalidad de los hombres y de la cultura creada por ellos, como también el proceso por el que, contemporáneamente el Evangelio se va impregnando de los valores del medio cultural en el que se hace presente. P. Arrupe expresó con toda precisión este proceso al afirmar que «inculturación significa encarnación de la vida y del mensaje cristiano en una concreta área cultural, de tal modo que esta experiencia no sólo llegue a expresarse con los elementos propios de la cultura en cuestión (cosa que sería sólo una adaptación superficial), sino que se convierta en principio inspirador, normativo y unificante que transforma y recrea esta cultura, dando origen a una “nueva creación”» 86. De esta forma, «por medio de la inculturación —dice Juan Pablo II—, la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro. Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es, e instrumento más apto para la misión» 87. A) Como fenómeno humano, la inculturación es, ante todo, una exigencia y hasta una condición sine qua non de orden psicológico y sociológico. Para entenderse con alguien es absolutamente necesario entrar en sus parámetros mentales, psicológicos, sociales y culturales: entrar en su misma longitud de onda, hablar su mismo lenguaje. Un lenguaje que «debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario, cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural» 88. La comunicación con el otro sólo es posible cuando se da un entendimiento basado en unas categorías mentales compartidas. Si no es así, resulta imposible toda comunicación, el mínimo entendimiento, cualquier forma de convergencia y de mutua aceptación entre los interlocutores. Desde esta perspectiva hay que decir que una Iglesia alejada o ajena a las coordenadas culturales del hombre al que se quiere comunicar el mensaje del Evangelio, es una Iglesia incapaz de hacerse entender y, por consiguiente, incapaz de transmitir ese mensaje; se convierte en una Iglesia inútil, que predica en el desierto objetivo de unos interlocutores con los que no conecta por falta de instrumentos y de cauces de comunicación. Es importante, a este respecto, descubir que la Palabra revelada, aun siendo verdadera palabra de Dios, es ella misma una palabra humanamente inculturada, como 474

quiera que es «Palabra de Dios en palabra de hombre». Por eso, el Concilio Vaticano II no duda en afirmar que «el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras. (...) El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y su cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época. Para comprender exactamente lo que el autor propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se solían emplear en la conversación ordinaria» 89. Ahora bien, si es cierto que «sólo desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse histórica y creadora de historia» 90, no resulta absolutamente exagerada la apreciación de Pablo VI cuando afirmaba que «la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra época, como también lo fue de otras. Es necesario, por tanto, hacer todos los esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más exactamente, de las culturas» 91. Con esto no estaba haciendo otra cosa el Papa que volver a las raíces de lo que el cristianismo ha vivido desde sus mismos orígenes. Efectivamente, después de unos siglos en los que la Iglesia caminó como de espaldas al cambio cultural de su entorno, no obstante haber sido ella históricamente generadora de auténtica cultura en todos los países del occidente cristiano, el Vaticano II, desde un análisis amplio y profundo del hecho cultural, con sus luces y sombras, con sus posibilidades y limitaciones, hizo el esfuerzo de reconciliar de nuevo la fe con la cultura, superando los enfrentamientos existentes entre ambos, sobre todo durante los siglos XVII al XX. En su compromiso seriamente asumido de acercamiento y comprensión del hombre y a todo lo que el hombre es y produce, el Vaticano II se acercó lógicamente a aquello que es lo verdaderamente característico y peculiar del hombre: la cultura. En la Constitución Gaudium et spes después de hacer una descripción concreta de cultura, entre las muchas posibles, reconoce explícitamente el Concilio la autonomía del hecho cultural frente a cualquier instancia religiosa, señalando no sólo las dificultades que puede encontrar la Iglesia en este campo, sino también las múltiples conexiones existentes entre la Buena Nueva de Cristo y la cultura, con la consiguiente tarea de discernimiento, crítica y aceptación a un tiempo, que tiene que ejercer la Iglesia, sobre todo en una época en la que los medios de comunicación social conducen de manera casi inexorable a una cultura de masas (cf. GS 53-62). B) Hasta tal punto es complejo y delicado este proceso92, que ha suscitado en la Iglesia el llamado problema de la Inculturación del Evangelio. Como fórmula literaria, es ésta una expresión relativamente reciente en el ámbito de la Teología93. Como concepto y sobre todo como realidad objetiva, es tan antigua como el Evangelio mismo. 475

La inculturación del mensaje y por consiguiente de la misión eclesial, además de ser una exigencia humana, es, también, una exigencia teológica que tiene su raíz más profunda en el misterio de la Encarnación. El Verbo de Dios, al hacerse hombre, no sólo asumió el lenguaje, los usos y costumbres de la sociedad humana y religiosa en que nació, vivió y murió, sino que todo eso lo hizo precisamente porque había asumido de forma verdadera, en toda su profundidad, desde dentro, la condición humana. Una condición que ningún hombre asume en abstracto, sino siempre en concreto, de una forma psicológica y sociológica inculturada: es decir, dentro de un pueblo y de una cultura. De hecho, comenzando por la comunidad cristiana primitiva94, más aún, por los propios evangelistas, el camino histórico de la Iglesia viene marcado por un doble movimiento complementario: por una parte, por la pasión y el esfuerzo constante de evangelizar las culturas con las que entraba en contacto, ofreciéndoles y comunicándoles los propios valores del evangelio y el Proyecto del Reino que Cristo les había confiado95; y, por otra, vaciando las verdades y valores del Evangelio en los parámetros mentales y hasta en las categorías filosóficas de las distintas culturas en las que la Buena Noticia se iba haciendo presente: judíos, griegos, romanos, egipcios, germanos, orientales, etc. Así, la Iglesia no sólo ofrecía los propios valores a las diversas culturas, sino que aceptaba y hasta asimilaba los valores que, como “semillas del Evangelio”96, encontraba en las diversas culturas evangelizadas. Hoy, en un momento en que paradójicamente se da un pronunciado pluralismo cultural junto con una creciente globalización de la cultura como efecto imparable de los medios de comunicación social, resulta particularmente urgente y necesario seguir haciendo el esfuerzo de inculturación: hay que perseverar en el proceso profundo y global de afianzar, gracias a los gérmenes cristianos, los valores auténticos de la cultura actual en la medida en que los valores evangélicos se van enraizando en las diversas culturas, al tiempo que los mismos valores del Evangelio se van explicitando, desarrollando y hasta enriqueciendo con la aportación de los valores de las diversas culturas97. Se trata de comunicar los propios valores a esas culturas, al mismo tiempo que se asume todo aquello que hay de bueno en ellas para renovarlas desde dentro98. La Iglesia, siempre a partir de la Palabra, no pretendió simplemente iluminar las situaciones que encontraba, sino transformarlas según el Proyecto de Dios en la historia: es decir, quiso inculturar el Evangelio. Efectivamente, para la Iglesia no se trataba solamente de «predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» 99.

476

Por eso precisamente, para la Iglesia el paradigma y modelo de todo el proceso de inculturación del Evangelio es precisamente el misterio de Cristo: el Verbo de Dios uniéndose sustancial e hispostáticamente a la naturaleza humana, sin dejar de ser lo que era, comenzó a ser lo que no era: con ello, enriqueció profundamente a la naturaleza humana, comenzando Él mismo a hacer la profunda experiencia de ser hombre, y llegando en esa experiencia hasta sus últimas consecuencias. Más aún, «por su encarnación se vinculó a las condiciones sociales y culturales determinadas de los hombres con quienes vivió» 100. A la luz, pues, del Verbo encarnado, se le ofrecen a la Iglesia unas pautas pastorales para realizar el camino de la inculturación del Evangelio: «no se salva el mundo desde fuera, dice Pablo VI. Es necesario, como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hacerse una misma cosa, en cierta medida, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo. Es preciso compartir, sin establecer distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible, las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo, las de los más pequeños especialmente, si queremos que se nos escuche y comprenda» 101. Hay que reconocer, con todo, que durante largo tiempo la misión de la Iglesia, inculturada de forma natural en el occidente hasta llegar a configurarlo como «occidente cristiano», se identificó con esa forma occidental de cultura, presentándola de manera exclusiva como la forma de ser y actuar esa misión hasta llegar a creer que era la única manera de poder ser realizada. De hecho, fue esa forma inculturada occidental la que se fue transportando —poco menos que como se transporta una mercancía inerte— a los distintos países y ambientes a los que iban llegando los misioneros, que, en consecuencia y en no pocas ocasiones, llegaron a ser vistos más como portadores de una cultura occidental que del mensaje del Evangelio. Olvidó la Iglesia durante siglos, que ella «no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente», y que, por eso mismo, «puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas» 102. En este sentido el Vaticano II dio un profundo giro en el aprecio y asunción de las culturas. Afirmó, en efecto, que la Iglesia «respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos. Estudia con simpatía y, si puede, conserva íntegro lo que en las costumbres de los pueblos encuentra que no esté indisolublemente vinculado a supersticiones y errores, y aun a veces lo acepta en la misma liturgia, con tal que se pueda armonizar con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico» 103. A la luz del Misterio del Verbo encarnado la inculturación exige, pues, «insertarse en el mundo sociocultural de aquellos a quienes se es enviado, superando los condicionamientos del propio ambiente de origen» 104. La inculturación, proceso lento y 477

no siempre fácil, exige, además, estar en condiciones objetivas y subjetivas de conectar realmente con el ambiente cultural en el que se anuncia el Evangelio, a fin de que éste alcance el máximo de significatividad en ese determinado ambiente cultural. Y es que un mensaje «no inculturado», abstracto, genérico, descircunstanciado, global en cuanto dirigido a todos en general pero sin tener en cuenta al hombre concreto, es un mensaje completamente inútil e ineficaz, que tiene más de colonización que de evangelización, si es verdad aquello de que «lo que se recibe, se recibe al modo del que lo recibe». El «anuncio», en efecto, no se hace en abstracto, al hombre en cuanto «esencia humana». El anuncio se hace al hombre concreto, al hombre histórico, al hombre-en-situación105. Y los hombres concretos, como individuos y como grupos, son seres muy distintos unos de otros, aun dentro de la igualdad sustancial que todos comparten como seres humanos. Hay que recordar además, desde esta misma vertiente teológica, que el mensaje confiado a la Iglesia, tiene como meta última e inconmovible la construcción del Reino: es decir, el Proyecto de Dios de hacer de la humanidad su única y gran familia. Y es desde la peculiaridad de cada pueblo, desde la singularidad de cada cultura, desde donde hay que partir para esa construcción. Toda cultura es asumible por el Evangelio en la medida en que los elementos que la constituyen sean expresión y causa al mismo tiempo de verdadera humanidad. Los valores del Reino tienen que fecundar y hasta donde sea necesario trasformar las diferentes culturas en orden a construir la gran fraternidad entre los hombres, a la vez que las diferentes culturas tienen que enriquecer, desde la variedad de sus formas, todos los gérmenes de fraternidad encerrados en el propio Evangelio. La Iglesia, en efecto, «no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume... todas las capacidades, riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno» 106, teniendo presente, por otra parte, que todo proceso de inculturación conlleva un componente de muerte y un componente de vida107. Reafirmando lo dicho más arriba sobre el protagonismo del Espíritu Santo en la misión eclesial, hay que subrayar aquí con especial énfasis, que en el no fácil compromiso eclesial de la inculturación el Espíritu Santo tiene una parte realmente decisiva: es el Espíritu el que «esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo» 108. Gracias, en efecto, a la contundente acción del Espíritu en el Concilio de Jerusalén (cf. Hch 15,5-11. 28), «la Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en contraste con el Evangelio» 109. C) Como quiera que este proceso de inculturación del Evangelio se mueve en un difícil equilibrio entre lo específicamente cristiano, lo genérico religioso, lo sociológico, lo 478

cultural, y no pocas veces incluso lo político, se hacen necesarios algunos criterios que aseguren y autentifiquen el proceso. Estos criterios son fundamentalmente dos: «la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión con la Iglesia universal» 110. Efectivamente, no cualquier realidad que es un «valor» en una determinada cultura es, por eso mismo, un «valor» desde el punto de vista evangélico; y, por otra parte, cada Iglesia particular, aun conservando la propia identidad cultural, ha de ser consciente, en sus principios doctrinales y en sus actuaciones pastorales, de que forma parte de la Iglesia universal con la que debe conservar la comunión en todo momento, especialmente en argumentos de verdadera importancia en relación con el depósito de la Revelación. Se hace pues necesario, establecer algunos criterios, a fín de que el lento y delicado proceso de inculturación, ni «desvirtúe» el vigor transformador y sanador del Evangelio, ni quede reducido a una simple «manera decorativa, como un barniz superficial» 111 que se da a la cultura, sino que cale en ella y la impregne en profundidad llegando hasta sus mismas raíces. La Iglesia, consciente de la universalidad de su misión y fiel a su tradición más primitiva, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas (cf. GS 58). Enviada como está a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, la Iglesia no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente (cf. GS 58). La fe en Cristo no se identifica con ninguna cultura cualquiera que ella sea. Fe y cultura no se confunden, se distinguen entre sí, pero no se disocian necesariamente, ni se contraponen enfrentándose como si fueran dos realidades contradictorias: «hay una dialéctica que respetar entre la trascendencia de la palabra revelada y su destino a fecundar todas las culturas. Rechazar una de estas dos exigencias es exponer la inculturación bien al sincretismo, que confunde la fe con las tradiciones humanas, bien a una acomodación ficticia y superficial del evangelio a unas culturas determinadas» 112. La cultura debe estar siempre subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana en que se da (cf. GS 59). Aunque no siempre sea fácil y en algunos caso ni siquiera del todo factible, es necesario distinguir el contenido de la fe, de la envoltura cultural en la que inevitablemente hay que presentarlo. Una cosa, en efecto, es el depósito 479

mismo de la fe, o sea sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas (cf. GS 62). En la presentación del mensaje, por otra parte, es de capital importancia tener constantemente presente la jerarquía de verdades existente en el credo católico, según el enlace que cada una de esas verdades tenga con el fundamento de la fe cristiana (cf. UR 11). La inculturación tiene que responder al sincero aprecio y respeto que han de tenerse mutuamente las realidades teológicas (derivadas directamente del Evangelio) y las realidades antropológicas (procedentes del mismo hombre, con sus luces y sus inevitables limitaciones y sombras). El mensaje cristiano que tiene —según queda dicho— como fundamento teológico indiscutible el misterio de la encarnación del Verbo de Dios, es compatible con toda cultura que tenga como base y como objetivo último, la verdadera humanización del hombre. Un hombre, por lo demás, cuya realización suprema y definitiva se encuentra en Cristo, el Hombre perfecto113. Un criterio realmente importante, aunque no siempre fácil de aplicar es el de salvaguardar, dentro de la comunidad eclesial, la unidad en el pluralismo: la comunión eclesial exige una unidad que no se convierta en uniformismo empobrecedor; al igual que requiere un pluralismo que en ningún caso sea germen y principio de atomización y disgregación eclesial. En consecuencia, como quiera que tanto la evangelización de las culturas como la inculturación del evangelio son realidades vivas de las que resulta imposible anticipar el futuro de forma teórica, este proceso exige una permanente actitud de discernimiento para ver tanto las potencialidades como los obstáculos y riesgos que este proceso implica en el doble plano de la fidelidad al Evangelio y de la fidelidad al hombre. D) Puesto que la fe cristiana tiene una exigencia intrínseca «de encarnarse en las diversas dimensiones individuales y sociales de la vida humana como tal, es decir, como realidad cultural en su más hondo y denso sentido» 114, la inculturación del mensaje evangélico exige, para que no se quede en simples palabras, unos caminos concretos de realización. El primer camino ha sido, desde los inicios mismos de la Iglesia, la proclamación. La Iglesia recibió el mandato de ser una incansable «pregonera» (kerixzo) del mensaje que Jesús le confió para llevarlo «hasta el confín del mundo» (cf. Mt 28,19; Mc 16,15; Hch 1,8). La proclamación verbal de la Buena Noticia es una realidad que se constata desde el primer momento de la vida de la Iglesia, aun a costa de arrostrar cuantas dificultades, obstáculos y persecuciones de las que pudiera ser objeto: «estáis llenando Jerusalén con vuestra predicación...» (Hch 5,25-32. 40-42; cf. 4,8-14). El apóstol Pablo en esta misma 480

línea se pregunta enfáticamente: «¿Cómo van a invocar a aquél en quien no creen? ¿Y cómo van a creer en él, si no les ha sido anunciado? ¿Y cómo va a ser anunciado si nadie es enviado? Por eso dice la Escritura: ¡Qué hermoso son los pies de los que anuncian buenas noticias! Pero no todos han aceptado la buena nueva. Isaías lo dice: Señor, ¿quién ha dado crédito a nuestro mensaje? En definitiva, la fe surge de la proclamación, y la proclamación se verifica mediante la palabra de Cristo» (Rom 10,14-18). Exige además, una adecuación seria y rigurosa, no meramente táctica, a las formas de comunicación y transmisión que existen en el mundo actual. El hombre de hoy ha dado un salto inmenso pasando de la civilización de la palabra escrita a la civilización de la imagen. La comunicación entre los hombres de hoy se establece por múltiples cauces, llamados «mass media». Pues bien, la Iglesia no puede quedar al margen de estos poderosos y penetrantes medios de comunicación, para hacer llegar a todos los rincones del mundo su propio Mensaje. Tanto más, cuanto que —como se ha dicho con intuición profética— «el medio es el mensaje» 115. En este sentido, hay que decir que no sólo es necesario inculturar a través de «los medios», sino que incluso hay que inculturar «el medio». La cultura icónica, como cualquier otra forma de cultura, tiene que ser, por parte de la Iglesia, objeto de su compromiso de inculturación: la Iglesia tiene que llevar a los medios los valores del Evangelio, como tiene que hacer también posible que los valores de los medios fecunden y enriquezcan al Evangelio. Por eso dijo ya en su día Pablo VI que «estos hechos deberían ciertamente impulsarnos a utilizar en la transmisión del mensaje evangélico, los medios modernos puestos a disposición por esta civilización» 116.

8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA: BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN La misión se fundamenta en la Iglesia en un doble soporte: por una parte, está el mandato del Señor a los primeros discípulos (cf. Mt 28,19; Lc 10,1-3; 24,45-47); y, por otra, los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía), que patentizan la autenticidad de su celebración precisamente en la proyección misionera que les es connatural. Efectivamente, la afirmación de que, puesto que la misión es de todo el Pueblo de Dios, «la Iglesia es toda ella misionera» 117 encuentra su fundamento bíblico en el explícito mandato de Jesús «Id por todo el mundo» (Mt 28,19), «en marcha, mirad que os mando como corderos entre lobos» (Lc 10,2). La materialización tanto del mandato como de la aceptación del Mensaje por parte de los hombres, se encuentra justamente en 481

la recepción del bautismo. Desde el primer momento —desde el día mismo de Pentecostés—, los que acogieron el Mensaje predicado por los apóstoles se bautizaron: tres mil en un primer momento (Hch 2,41), cinco mil más tarde (Hch 4,4), y de una forma sistemática y permanente apenas las primeras comunidades cristianas se fueron estructurando y funcionando de manera regular. Hasta el punto de que bautizarse significaba precisamente haber comenzado a seguir el nuevo «camino» (Hch 9,2; 18,2526; 19,9.23; 22,4; 24,14.22); ser y sentirse transformados en criaturas nuevas, que celebran el memorial del Señor Jesús, muerto y resucitado; compartir los propios bienes (Hch 2,42-47; 4,32-35), y sentirse comprometidos personalmente en la difusión de la Buena Noticia del Reino (Hch 8,4-8): es decir, ser Iglesia. La componente misionera no fue para los primeros bautizados un plus o una obligación añadida desde fuera a su vocación cristiana, sino una exigencia fundamental del propio bautismo. El Vaticano II, al revalorizar la naturaleza sacramental de la Iglesia y con ello situar a los propios sacramentos en su verdadera luz118, ha contribuido decididamente a superar una visión pragmatista y utilitarista de los mismos, en especial del Bautismo, que había sido durante siglos un sacramento pensado casi única y exclusivamente para lavar el pecado original, con un lamentable olvido práctico de su esencial dimensión eclesial. También en este punto, el Concilio representó una vuelta a la gran Tradición de la Iglesia, revalorizando los sacramentos de la iniciación cristiana, y presentándolos como verdadero fundamento sobre el que se basa y del que deriva, como exigencia inmediata y elemental, el compromisio misionero del cristiano. El bautismo al insertar simultáneamente en el misterio trinitario (somos bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”: Mt 28,19) y en el misterio de la Iglesia, lleva necesariamente a asumir la misión de la comunidad eclesial desde su raíz trinitaria. Si en la Iglesia —como queda dicho— no hay verdadera misión que haya sido asumida por propia iniciativa, toda auténtica misión tiene una esencial componente eclesial puesto que es la comunidad su verdadero sujeto. Ahora bien, si a la comunidad se accede mediante el bautismo personalmente aceptado y vivido, es evidente que la misión tiene, en la Iglesia, un esencial soporte sacramental en el bautismo con su complemento de la confirmación. Bautismo y confirmación, son el fundamento de la misión que todo cristiano asume al incorporarse a la comunidad eclesial119. El Vaticano II, rectificando abiertamente el pensamiento y la praxis de la Iglesia preconciliar, afirma claramente que «el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo, en virtud del bautismo y de la confirmación» 120. Nuestra incorporación a la comunidad eclesial se hace, pues, en el bautismo y por el 482

bautismo121. Ahora bien, la misión de la Iglesia es engendrar «hijos de Dios» 122. Y estos hijos son engendrados del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5), precisamente en el momento de ser bautizados. El agua bautismal, fecundada por el Espíritu como lo fue el seno virginal de María, da vida a los hijos de la Iglesia. Por eso, San León Magno († 461) en línea con una inequívoca tradición de la Iglesia, «después de haber mostrado que “la generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano” (Sermo 26, c. 2: PL 54,213B), enseñaba en el misterio de nuestra generación actual por la Iglesia, el fin de la generación que se obró en Jesús por María, y como su continuación por la influencia del mismo Espíritu» 123. El Vaticano II, fiel a esta perspectiva patrística, afirma que «por su nuevo nacimiento como hijos de Dios, los creyentes se comprometen a confesar delante los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia. El sacramento de la Confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fuerza especial del Espíritu Santo. De esta manera, se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y con sus obras» 124. En consecuencia, todos los bautizados, también los laicos, «están llamados como miembros vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor. El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia. Todos están destinados a este apostolado por el Señor mismo a través del bautismo y de la confirmación» 125. En el universo sacramental la confirmación, como «don» del Espíritu, está destinada a completar la gracia del bautismo (cf. Hch 8,15-17). Y precisamente en cuanto complemento del bautismo incorpora de forma más plena y perfecta a la Iglesia. Esto significa que si el compromiso misionero de la Iglesia encuentra su base sacramental última en el bautismo, gracias a la confirmación ese compromiso se enraiza más aún, se consolida y se hace más exigente e ineludible. La enseñanza del Vaticano II es inequívoca a este respecto: «incorporados por el bautismo al cuerpo místico de Cristo y fortalecidos con la fuerza del Espíritu Santo por medio de la confirmación, son destinados al apostolado por el mismo Señor» 126. La gracia de Cristo, además de ser gracia que brota de la muerte de Cristo en el bautismo (cf. Rom 6,3-11) es también, al mismo tiempo, «gracia de la encarnación, gracia de asunción del mundo para glorificarlo, gracia cuya victoria en el mundo quiere hacerse patente, visible, es decir, en el restablecimiento de su salud, en su preservación, en su redención de la nada y de la vanidad a que está sometido; por eso tal gracia es también gracia de misión al mundo, de encargo en el mundo, de glorificación del 483

mundo» 127. Esta gracia, como dimanante de la humanidad santificadora de Cristo, debe tener también su expresión sacramental y ésta no es otra que el sacramento de la confirmación. Con este sacramento no se trata fundamentalmente de confiarle al bautizado «un apostolado de defensa y de afirmación de la Iglesia misma, cuanto de un envío para la misma función que fue confiada a la Iglesia, no para que ella misma se afirme ansiosamente y se salve, sino para que salve al mundo por medio de sí. El encargo dado al cristiano con la confirmación es, por consiguiente, el encargo de una misión apostólica al mismo mundo, como parte de la función y del encargo de la Iglesia de hacer que el mundo retorne glorificado a la casa paterna, al reino de Dios que está por venir. No es tanto la gracia de procurar su propia salud individual del alma, sino el don carismático (= provechoso para los demás) de colaborar en la misión de la Iglesia con todos los dones que pueden servir a la salud de todos» 128. Por lo demás, el Vaticano II no sólo recuerda a los fieles que, marcados ya por el bautismo y la confirmación, se insertan plenamente en el Cuerpo de Cristo por la recepción de la Eucaristía, sino que presenta a la misma Eucaristía como «la fuente y la cumbre de toda evangelización» 129. Señala además, como garantía de autenticidad de la celebración eucarística, precisamente «la actividad misionera y las diversas formas de testimonio cristiano» 130. Efectivamente, la misión de la Iglesia se ordena a que el hombre, una vez se haya incorporado como miembro al Cuerpo de Cristo, haya aceptado en el bautismo la gracia de la filiación y, por la confirmación se haya comprometido a extender el mensaje de la salvación desde su condición de testigo, se reúna con los demás creyentes para alabar y glorificar a Dios en medio de la Iglesia, participando en el sacrificio y comiendo la cena del Señor131.

9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL El destinatario de la misión eclesial, como queda dicho, es el hombre. Pero el hombre es un ser circunstanciado que, como tal, se encuentra en situaciones muy diversas, con entornos bien diferentes, con problemas y necesidades diferenciadas, necesitados todos de la Buena Noticia del Evangelio. Surgen de ahí, ámbitos muy diversos en los que tiene que hacerse presente, desplegarse y actuar la misión confiada a la Iglesia. Por otra parte, la salvación que ofrece la Iglesia no es una magnitud estática que, como tal, es transportable en su íntegra materialidad, con total independencia del medio en que se sitúe y con un grado de objetivación tal, que pueda prescindir perfectamente del entorno humano en que sea anunciada y ofrecida. Más arriba se ha puesto ya de manifiesto ese carácter dinámico de la misión eclesial. No se trata, por consiguiente, de 484

transportar de un sitio a otro una preciosa mercancía, sino de anunciar al hombre concreto, aquí y ahora, el único e invariable mensaje de salvación traído por Jesucristo a la humanidad. Es preciso, por eso, conocer en cada momento histórico, las necesidades y aspectos concretos de salvación que tiene el hombre, así como los ámbitos del hombre y de la sociedad por él formada. Si, como se puso de relieve al hablar de la Iglesia como sacramento de salvación, no se salva sino lo que se asume, la comunidad eclesial está llamada y urgida a permanecer atenta y sensible a las necesidades y circunstancias en que va viviendo sucesivamente el hombre destinatario de su misión. Éste ha sido y sigue siendo, uno de los grandes valores y méritos del Concilio Vaticano II que, en el umbral mismo de su Constitución pastoral Gaudium et spes, confiesa que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» 132. Sobre la persuasión de que «la Iglesia, persiguiendo su propio fin salvífico, no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que, en cierto modo, también difunde el reflejo de su luz sobre el universo mundo» 132, el Vaticano II abordó algunos ámbitos de particular importancia en los que la Iglesia tiene que anunciar y hacer eficazmente activo su mensaje de salvación. En la segunda parte de la Gaudium et spes aborda, en efecto, algunos problemas y ámbitos que se presentan como particularmente urgentes y necesitados de la Buena Noticia del Evangelio. Ellos son: la dignidad del matrimonio y de la familia; el amplísimo y cambiante ámbito del progreso cultural; el cada vez más complicado y decisivo campo de la vida económica y social del que depende en gran parte que en el mundo actual los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres; la vida en la comunidad política, con una sensibilidad del todo peculiar frente al dramático tema de la paz y la guerra134. Son áreas y ámbitos en los que la Iglesia tiene que anunciar incansablemente su mensaje de salvación de todos los hombres y de todo el hombre. Pero una Iglesia profética, es decir, atenta a la voz del Dios del futuro, del Dios de la esperanza que se automanifiesta en la historia, tiene que descubrir —anticipándolos— otros ámbitos y formas de anuncio que hagan posible la contemporaneidad del mensaje con el hombre de cada momento histórico. Son numerosos, en efecto, los sectores y areópagos del mundo moderno que han de ser iluminados con la luz del Evangelio y «hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del 485

niño; la salvaguardia de la creación» 135. En este mismo sentido el Papa Juan Pablo II no ha dudado en afirmar que «el primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse— en una aldea global. Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos medios» 136. Ahora bien, preciso es recordar una vez más, que para que la misión no quede reducida en la Iglesia a una mera actividad más o menos inteligentemente planteada, más o menos rentable, con una eficacia garantizada como la de cualquier empresa humana, hay que contar con el Espíritu: el mismo Espíritu que en el inicio de la Iglesia impulsaba o prohibía acometer la misión en un determinado lugar (cf. Hch 11,12; 13,2-3; 15,28; 16,6-7; 20,28). Es el Espíritu el que rejuvenece y renueva incesantemente a la Iglesia; el que le da, de forma siempre nueva e inédita, la inagotable capacidad de responder de forma adecuada a los nuevos retos y necesidades que surgen entre los distintos hombres y culturas a lo largo de la historia. Hoy como ayer y como mañana, es el Espíritu — fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia— el que suscita y mantiene además las diversas formas de realización de la misión única recibida por los discípulos del Señor. El pluralismo en la realización de la única misión eclesial, no obedece solamente a la diversidad de situaciones en las que la misión ha de ejercerse, y menos aún, a la peculiaridad o idiosincrasia de los misioneros. El pluralismo encuentra su fuente y origen en la múltiple riqueza de carismas, ministerios, servicios y oficios que brotan de la inagotable fuente del Espíritu: es fruto, en definitiva, del múltiple y dinámico empuje del único y mismo Espíritu (cf. 1Cor 12,4-11). Y es que el Espíritu, por su propia naturaleza, es siempre nuevo, original e inédito: de ahí que en cada coyuntura histórica impulsa a la Iglesia a realizar la misma y única misión, pero con la novedad que exigen las circunstancias históricas. Teniendo presente siempre, eso sí, dos referentes imprescindibles y determinantes que orientan la dirección de toda la acción misionera: el Hombre Nuevo, Jesucristo, modelo según el cual debe rehacerse cada hombre, cualquiera que sean las circunstancias concretas en que pueda encontrarse; y la Humanidad Nueva, como Proyecto inquebrantablemente decidido y querido por Dios para toda la humanidad. Un Proyecto que tiene como objeto central la creación de una gran Familia137, en la que «por exigencia de la igualdad, al que tiene mucho no le sobra y al que no tiene nada no le falta» (2Cor 8,15).

486

10. UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS Si la misión se confía a la Iglesia en cuanto comunidad, es toda la comunidad eclesial la que tiene que sentirse comprometida a anunciar a todos los hombres las «maravillas de Dios» en el misterio de la salvación (cf. Mt 21,15; Lc 5,26; Hch 2,11; 1Pe 2,9; Sal 9,2; 25,7; 39,6; 71,18; 76,15; 77,4. 12; 85,10; 88,6; 97,1; 106,24; 135,4; 144,5). La vuelta a los orígenes del cristianismo, como lo encontramos sobre todo en el Libro de los Hechos, nos hace ver, en efecto, que «al comienzo de la Iglesia, la misión ad gentes, aun contando ya con misioneros de por vida, entregados a ella por una vocación especial, de hecho era considerada como un fruto normal de la vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio personal y el anuncio explícito, cuando era posible» (...) «En sus orígenes, por tanto, la misión es considerada como un compromiso comunitario» 138. Siguiendo esta conciencia primigenia la comunidad eclesial está emplazada por un doble compromiso: tiene, ante todo, que evangelizar llevando la Buena Noticia del Reino a todos los hombres. Como Pablo, la Iglesia tiene que sentirse constantemente urgida por esa necesidad: «Ay de mí si no evangelizare...» (1Cor 9,16). Pero con una condición previa realmente determinante para que su misión evangelizadora sea auténtica: dejarse evangelizar de forma permanente. Tiene que sentirse evangelizada para poder evangelizar a los demás, no sólo con eficacia, sino desde una postura de plena coherencia. Sólo una comunidad evangelizada, que vive el gozo de la salvación que anuncia, puede anunciar y ofrecer esa Buena Noticia a los demás. Pablo VI dejó clara su enseñanza a este respecto: «La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el evangelio (...) La Iglesia se evangeliza a través de una conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo de una manera creible» 139. «Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva... constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora (...) Aquellos que ya la han recibido y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla» 140. «El que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí, la prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino, sin convertirse en alguien que, a su vez, da testimonio y anuncia» 141. Dejarse evangelizar y evangelizar constituye, pues, en la Iglesia un doble movimiento que se implica y se garantiza mutuamente: la autenticidad de sentirse evangelizada la pone de relieve y la manifiesta de forma auténtica la Iglesia, en el ardor con que evangeliza a los demás; y, a su vez, la capacidad evangelizadora hacia fuera, pone de manifiesto el grado de ardor y de verdadera mística misionera con que la Iglesia 487

vive su condición de comunidad evangelizada. Al establecer los caminos de su actividad misionera, encuentra la comunidad eclesial en la Palabra revelada una serie de afirmaciones que pueden parecer contradictorias entre sí y que, sin embargo, son sustancialmente complementarias. En el Salmo 18 se afirma: «sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje» (v. 3-4). Y en la Carta a los Romanos afirma el apóstol Pablo: «cómo van a invocar a Dios sin creer en él?, y ¿cómo van a creer sin oír hablar de él?, y ¿cómo van a oir hablar sin uno que se lo anuncie?, y ¿cómo lo van a anunciar sin ser enviados? Según aquello de la Escritura: “Bienaventurados los que traen buenas noticias”» (Rom 10,14-15). No existe aquí contradicción alguna: la evangelización tiene que realizarla la comunidad de los creyentes, ante todo, con el testimonio de la propia vida, es decir, sin pronunciar muchas palabras, sino mostrándose como una comunidad realmente salvada. Siguiendo la enseñanza de Cristo, la Iglesia ha de ser misionera «ante todo, por lo que ella misma es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace» 142. Para la Iglesia, en efecto, «el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites» 143. El testimonio es, pues, la primera forma de misión y evangelización. La comunidad eclesial ha de ser consciente, en efecto, de que «aun antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación» 144. Pero a esta actitud testimonial, la comunidad eclesial tiene que añadir la valentía, la audacia y la fuerza de la proclamación verbal. Desde el horizonte ampliado de la aldea global en que se ha convertido el mundo, situada la Iglesia en medio de una sociedad ampliamente pluralista en todos los órdenes y dimensiones del existir humano, convertida ella misma en Iglesia en diáspora después de haber sido —en occidente especialmente — la religión oficial de la sociedad viviendo un cristianismo de cristiandad, la comunidad de los seguidores de Jesús, tiene que entrar en la dinámica de un cristianismo misionero en el sentido más auténtico y primigenio del término. El anuncio de Jesús muerto y resucitado, la Buena Noticia del Reino, no está confiada solamente a algunos miembros de la Iglesia sino a toda la comunidad creyente. Bautizados en el nombre de Dios, Uno y Trino, obedientes al mandato de su Maestro, los cristianos constituyen esencialmente una comunidad de enviados que no pueden eludir el compromiso de proclamar en voz alta la salvación de Dios en Jesucristo. Así pues, «como la Iglesia es toda ella misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios, el Concilio invita a todos a una profunda renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en 488

la difusión del Evangelio, acepten su participación en la obra misionera entre los gentiles» 145.

489

1 H. GODIN-Y. DANIEL, Francia país de misión, Paris 1943. 2 JUAN PABLO II, ChL 34. 3 Idem. 4 Fueron, en efecto, ocho y no poco accidentadas, las redacciones del Decreto a partir de 1962 hasta llegar al 7 de diciembre de 1965 en que se votó de forma definitiva, consiguiendo la votación más alta de todas las realizadas en el Concilio: 2. 394 placet con sólo 5 non placet. Los problemas que había habido que superar eran muchos y de gran calado teológico y pastoral: ¿cuál es el fundamento teológico y cuál la finalidad de la misión en la Iglesia?, ¿cuál el alcance de la mediación eclesial en el problema de la salvación de los no cristianos?, ¿en qué relación está la misión eclesial con las misiones ad gentes?, ¿las misiones no han sido históricamente una forma de colonialismo occidental, inaceptable en nuestros días?, ¿las misiones, hoy, no están aquí, a causa no solo del neopaganismo occidental, sino también y particularmente a causa de las fuertes corrientes migratorias?, ¿qué papel hay que atribuir a los nativos de las distintas regiones (obispos, clérigos, diáconos y laicos) en la configuración de las propias Iglesias?, ¿se puede aplicar por igual el Derecho canónico a las Iglesias de larga tradición cristiana, que a las Iglesias recientemente implantadas? 5 Conferencia Episcopal Española, Concilio Ecuménico Vaticano II, Madrid 1993, p. 818. 6 JUAN PABLO II, Homilía en la Fiesta de la Epifanía de 1979. 7 S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988, p. 141. 8 Cf. lo dicho en el capítulo 7: Extra Ecclesiam nulla salus. 9 Cf. lo dicho en el capítulo 4 a propósito de la Trinidad como paradigma y origen del misterio que es la Iglesia. Cf. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca 19934, pp. 572-582. 10 S. DIANICH, o.c., p. 207. 11 Idem. 12 S. DIANICH, o.c., p. 212. 13 Ver un estudio de estos textos joanneos en J. Ma ROVIRA BELLOSO, o.c., pp. 486-497. 14 J. Ma ROVIRA BELLOSO, o.c., p. 578. 15 K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, p. 171. 16 K. RAHNER, o.c., p. 169. 17 Idem. 18 K. RAHNER, o.c., pp. 170-171. 19 Cf. J. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000, pp. 29-52. 20 De tener presente que «conocer», por parte de Yahvé, significa y equivale a elegir y predestinar para algo: cf. Rom 8,29; Ef 1,3-5. 21 J. P. BRENNAN, o.c., p. 33. 22 Cf. LG 5. 23 J. P. BRENNAN, o.c., p. 44. 24 Cf. J. P. BRENNAN, o.c., pp. 176-180.

490

25 Cf. LG 8; GS 22; AG 3. 26 Cf. W. KASPER, Unicidad y universalidad de Jesucristo, en AA.VV., Jesucristo en la historia y en la fe, Salamanca 1977, pp. 266-279. 27 J. P. BRENNAN, o.c., p. 29. 28 PABLO VI, EN 59. 29 S. DIANICH, o.c., p. 213. 30 Idem, pp. 213-214. 31 Cf. J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, pp. 371-380. 32 Cf. Capítulo 2 de esta obra. 33 Cf. K. RAHNER, Misión y Gracia I, Madrid 1966, pp. 39-86; Id., Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, pp. 25-53; K. L. SCHMIDT, Diasporá, en GLNT II, cols. 995-1012; N. GREINACHER, Diáspora, en SM 2, cols. 271-277. 34 SANTO TOMÁS, STh I, q. 43, a. 1. 35 El mismo bautismo «en nombre de Jesús» (Hch 1,5; 2,121; 3,16; 8,16; 10,48; 19,5; 22,16; Rom 6,3; 1Cor 1,13. 15; 6,11; 10,2; Ga 3,27), es una fórmula trinitaria implícita, por cuanto Jesús había ordenado —como característica peculiar de su nuevo bautismo y en contraposición al bautismo de Juan—, precisamente la referencia explícita al Padre y al Espíritu (cf. Hch 1,5.11.16; Jn 3,22; 4,1-2). 36 Cf. J. MOLTMANN, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 19872, pp. 208-217. 37 S. DIANICH, o.c., p. 209. 38 Cf. J. M. ROVIRA BELLOSO, o.c., pp. 615-638; Id., La SSma Trinidad, en «Vida Nueva», n. 2. 238 (24 junio 2000), pp. 26-27. 39 Son numerosos los pasajes en los que los evangelistas perciben y consignan los sentimientos de «lástima» que sentía Jesús frente a las diversas situaciones de dolor, sufrimiento, necesidades materiales diversas (hambre, peligro, enfermedad, o muerte), sin contar las necesidades religiosas, morales, psicológicas o sociales de los hombres concretos a los que había sido enviado: «las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24). Desde el punto de vista humano se puede afirmar que es la constatación de esta «lástima» de Jesús, la condición previa y fundamental, así como el punto de arranque de todas sus actuaciones misioneras (cf. Mc 1,41; 6,34; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13; 10,33; 15,20). 40 SAN GREGORIO NAZIANCENO, Epist. 101,87: PG 37,181; cf. Orígenes, Diálogo con Heráclides, en Sources chretiennes 67, p. 70; SAN DÁMASO, Carta a los obispos orientales (h. 374): DH 146; SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa: PG 94,1005. 1071. 1082; PG 95,161. 184; PG 96,612. 41 PABLO VI, ES 80. 42 GS 54; cf. 4.5.6.7.33. 43 Cf. N. M. WILDIERS, La Iglesia en el mundo de mañana, Salamanca 1969; M. LÉGAUT, Der alte Glaube und die neue Kirche. Meine Erfahrungen, Freiburg im B., 1974; Id., Creer en la Iglesia del futuro, Santander 1988; R. LAURENTIN, La Iglesia del futuro más allá de sus crisis, Barcelona 1991. 44 Cf. J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Santander 1981; G. GUTIÉRREZ, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca 1982; I. ELLACURÍA,

491

Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Para anunciarlo y realizarlo en la historia, Santander 1984; L. BOFF, Teología desde el lugar del pobre, Santander 1986. 45 Cf. G. BOF, Mundo, en NDT II, pp. 1136-1152; X-LEÓN DUFOUR, DNT, p. 317; H. SASSE, kósmos, en GLNT V, cols. 877-958; S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988, pp. 136-141; R-E. BROWN, El Evangelio según Juan, Madrid 1999, Índice analítico, pp. 1709-1710; A. BONORA, Cosmos, en NDTB, pp. 351372. 46 S. DIANICH, o.c., p. 139. 47 A. WIKENHAUSER, El evangelio según san Juan, Barcelona 1967, pp. 266-267; Cf. J. MATEOS-J. BARRETO, El evangelio de Juan, 1979, pp. 1040-1042. 48 Cf. L. BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid 1981, pp. 289-443. 49 Cf. L. J. SUENENS, La Iglesia en estado de misión, Bilbao 1964; J. MOLTMANN, La Iglesia fuerza del Espíritu, Salamanca 1978, pp. 353-368. 50 Const. LG 30. Subrayado nuestro. 51 PABLO VI, EN 60. 52 J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, p. 114. 53 J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, p. 28. 54 Cf. P. RICHARD, El movimiento de Jesús antes de la Iglesia, Santander 2000. 55 F-X-DURRWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1986, p. 48. 56 JUAN PABLO II, RMi 24. 57 JUAN PABLO II, RMi 25. 58 LG 17. El Concilio Vaticano II fue particularmente sensible al hecho de la centralidad del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia: cf. LG 4.12.43.45; DV 5; GS 1.3.11.21.23; PO 12.13.17.18; AG 4.5. 59 Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la IX Asamblea General del CELAM, el 9 de marzo de 1983 en Puerto Príncipe (Haití), en «Ecclesia» no 2. 119 (26 marzo 1983), p. 415; Id., Discurso a los Obispos del CELAM el 12 de octubre de 1984 en Santo Domingo, en «Ecclesia» no 2. 193 (13-20 octubre 1984), p. 1. 281; Id., Discurso al Colegio Cardenalicio, a la Curia y a la Prelatura Romana, 20 de diciembre de 1985, en «Ecclesia» no 2. 251 (411 enero de 1986), p. 27; Id., Carta del Santo Padre a los participantes en la XVa Asambela general ordinaria de los religiosos de Brasil, 11 de julio de 1989; Id., Exh. Apost. ChL 34 (Roma 1988), en AAS 81 (1989), p. 455; Id., Discurso en la primera reunión de la Pontificia Comisión para América Latina, 7 diciembre de 1989, en AAS 82 (1990), p. 763; Id., Discurso a los Obispos mejicanos, 16 de junio de 1994, en «Ecclesia» no 2. 694, pp. 2627. 60 Cf. LG 4; AG 4. 61 PABLO VI, EN 75. 62 Al tema del Reino nos hemos referido reiteradamente a lo largo de toda esta obra. Con todo, es absolutamente necesario referirnos una vez más a él si se quiere entender y situar en su verdadera perspectiva el misterio de la Iglesia en su dimensión misionera. 63 Cf. S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991.

492

64 Cf. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000, pp. 73-98. 65 J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia, Santander 1981, p. 308. 66 GS 39. Subrayado nuestro. 67 Cf. L. BOFF, El rostro materno de Dios, Madrid 1984, p. 233. 68 S. DIANICH, o.c., p. 211. 69 No hay que perder de vista que cuando hablamos de Dios lo hacemos siempre por analogías y, por consiguiente, por acercamiento a su realidad. La realidad divina nunca puede ser captada en su totalidad por el hombre, y menos aún, agotada. Decimos esto para ahuyentar cualquier forma de interpretación machista, como si Dios fuera «varón» y «no mujer», como si fuera «padre» y no también «madre»: un tema, como se sabe, de la más viva actualidad y en el que, por la naturaleza de esta obra, no es posible entrar ahora. Baste citar entre la más que abundante bibliografía, el esclarecedor artículo de X. PIKAZA, Padre, en X. PIKAZA-N. SILANES, El Dios cristiano, Salamanca 1992, pp. 1003-1021. 70 Cf. San Agustín, Confesiones III 6,11: BAC (11), Madrid 19553, p. 164. 71 Cf. PABLO VI, EN 9. 26. 27. 72 GS 3. 73 GS 21. 74 Cf. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses IV, 20,7. Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 373-376. 75 JUAN PABLO II, RH 13. 76 Cf. Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada. 77 Cf. J. MATEOS, o.c., p. 41. 78 En esta perspectiva es interpretado el reiterado «silencio» que, sobre todo en el evangelio de Marcos, impone Jesús a los discípulos: cf. Mc 1,34. 43-44; 3,12; 5,43; 9,9. 79 Cf. J. MATEOS, El Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 27-31. 80 En la Palabra revelada, sobre todo en los Profetas, es constante la relación del Mesías con una nueva situación de justicia y de paz entre los hombres: Is 2,1-5; 9,1-7; 11,1-0; 25,6-10a; 26,1-6; 30,18-21.23-26; 40,15.9-11; Za 9,9-10; Jl 4,9-11; Os 2,20; Ba 5,1-9. En cuanto a bibliografía cf. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Barcelona 1967; Id., La Cristología del Nuevo Testamento, Salamanca 1998, pp. 171-197; J. COPPENS, Le messianisme et sa relève prophetique, Gembloux 1974; M. CIMOSA, Mesianismo, en NDTB, pp. 1170-1187; R. FISICHELLA, Mesianismo, en DTF, pp. 900-908. 81 Es de notar que, con la aplicación de forma prevalente a Cristo del título de Mesías, se está «ante un fenómeno de evolución semántica de los más impresionantes: el sentimiento genérico de esperanza se convierte en proclamación precisa de un acontecimiento, que sirve luego de base a una fe, que llega a transformar el adjetivo “Cristo” en un nombre propio, para atribuírselo a una persona histórica: Jesús de Nazaret» (R. FISICHELLA, o.c., p. 904). 82 Discurso a la Unesco (2 de junio de 1980), en «Ecclesia», n. 1.986 (14 junio 1980), pp. 16-22. Aquí, p. 17; en AAS 72 (1980), pp. 737-738. Aquí 738. 83 GS 53.

493

84 JUAN PABLO II, Discorso ai partecipanti al Congresso Nazionale dei “Movimenti Ecclesiali di impegno culturale”, 16 de enero de 1982, con motivo de la institución del Pontificio Consejo para la Cultura, en: AAS 74 (1982), p. 685. 85 Cf. P. POUPARD, Evangélisation et nouvelles cultures, en «NRT» 99 (1977), pp. 532-549; Id., Iglesia y culturas, Valencia 1988; J. LÓPEZ GAY, Pensiero attuale della Chiesa sull’inculturazione, en AA.VV., Inculturazione, Concetti, problemi, orientamenti, Roma 1979, pp. 9-35; Comisión Teológica Internacional, Documenta (1969-1985), Roma 1988, pp. 494-505; Id., Fede ed Inculturazione, en «La Civiltà Cattolica», 3. 326 (21 enero 1989); H. CARRIER, Evangelización de la cultura, en DTF, pp. 448-459; E. CHIAVACCI, Cultura, en DTI II, pp. 230-240; A. TORRES QUEIRUGA, Inculturación de la fe, en CFC, pp. 611-619; P. SUESS, Inculturación, en ML II, pp. 377-422. 86 P. ARRUPE, Carta, en AA. VV., Inculturazione, Concetti, problemi, orientamenti, Roma 1979, p. 145. 87 JUAN PABLO II, RMi 52. 88 PABLO VI, EN 63; cf. Idem., 20; Juan Pablo II en su Alocución del Ángelus el Domingo de Pentecostés de 1986, pedía al Espíritu que permita hablar a la Iglesia «en todas las lenguas del mundo contemporáneo: de la cultura o de la civilización; de la renovación social, económica y política; de la justicia y de la liberación; de la información y de los medios de comunicación social». 89 DV 12. 90 JUAN PABLO II, ChL 44. 91 PABLO VI, EN 20. 92 Cf. GS 62. 93 Después de no pocos tanteos acerca del término adecuado para expresar el concepto que se quería transmitir (acomodación, adaptación, contextualización, encarnación, incluso indigenización), es a partir de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los obispos del año 1977 sobre La transmisión de la catequesis en nuestro tiempo, especialmente a jóvenes y niños, cuando se impone y prevalece el término inculturación: cf. M. ALCALÁ, Historia del Sínodo de los obispos, Madrid 1996, pp. 161-190; A. AMATO, Inculturazione Contestualizzazione - Teologia di contesto: elementi di bibliografia scelta, en «Salesianum» 45 (1983), pp. 79111; A. A. ROEST CROLLIUS, Inculturación, en S. KAROTEMPREL (dir.), Seguir a Cristo en la misión, Estella 1998, pp. 100-109. 94 Es importante destacar cómo en el día mismo de Pentecostés, los Apóstoles hablaban de tal forma, que cada uno de los oyentes, «judíos devotos de todas las naciones de la tierra», «oía hablar en su propio idioma» (Hch 2,5-6), «en su lengua materna» (v. 8), «en su propia lengua» (v. 11). Con esta reiteración de expresiones se quiere decir que el Mensaje no resultaba lejano y extraño a los oyentes destinatarios del mismo, sino todo lo contrario: inteligible, entendible y, por lo mismo, asumible; de hecho, «se les agregaron aquel día unas tres mil personas» (v. 41). 95 Según Juan Pablo II «el vínculo fundamental del Evangelio, esto es, del mensaje de Cristo y de la Iglesia con el hombre en su humanidad misma, es creador de cultura en su fundamento más hondo» (Discurso en la Unesco, el 2 de junio de 1980: en «Ecclesia», n. 1.986 (14 junio 1980), p. 19; en AAS 72 (1980), p. 741. 96 Basta recordar a San Justino con su doctrina del «logos spermatikós» y de los «lógoi spermatikoi»: Apología II, 7 (8), 1-3; 13,3-6, en D. RUIZ BUENO, Padres apologistas griegos (s. II), Madrid 1954, pp. 269 y 276-277; cf. J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, pp. 190-204; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 359-371; A. GRILLMEIER, Cristo en la tradición cristiana, Salamanca 1997, pp. 228-234 (con abundante bibliografía).

494

97 Cf. GS 75-76. 98 Con un sentido de profundo realismo y de sincera humildad, confiesa el Vaticano II que «la Iglesia, al disponer de una estructura social visible, que es el signo de su unidad en Cristo, puede enriquecerse y se enriquece también con la evolución de la vida social humana, no como si faltase algo en la constitución que Cristo le ha dado, sino para conocer esta constitución más profundamente, expresarla mejor y adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia percibe con agradecimiento que, tanto en su comunidad como en cada uno de sus hijos, recibe distintas ayudas de hombres de toda clase o condición. Pues quienes promueven la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económica y social, y de la política tanto nacional como internacional, aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial, en la medida en que ésta depende de las realidades externas« (GS 44). 99 PABLO VI, EN 19. 100 AG 10. 101 PABLO VI, ES 80. 102 GS 58. 103 SC 37; cf. AG 22. 104 JUAN PABLO II, RMi 53. 105 Cf. JUAN PABLO II, RH 13-14. 106 LG 13. 107 Cf. J. DANIELOU, Le mystère du salut des nations, Paris 1948, pp. 44-65: cap. III, Ce qui doit vivre et ce qui doit mourir. 108 JUAN PABLO II, RMi 28; cf. LG 17; AG 3. 8. 15; GS 40. 58. 109 JUAN PABLO II, RMi 24. 110 JUAN PABLO II, Exh. Familiaris consortio (22 noviembre 1981) 10, en AAS 74 (1982), p. 91. 111 Cf. PABLO VI, EN 20. 112 H. CARRIER, Inculturación, en DTF, p. 705. 113 Cf. GS 22. 38. 41. 45; AG 3. 114 A. TORRES QUEIRUGA, Inculturación de la fe, en CFC, p. 619. 115 MCLUHAN, El medio es el mensaje, Barcelona 1987. 116 PABLO VI, EN 42. 117 Cf. LG 17; AG 5.6.7.10. 118 Cf. SC 2.6.7.10.26.27.33.41.42.59.66.67.71. 119 Cf. LG 10. 31. 120 Cf. LG 10. 31. No entramos aquí en el debate sobre la relación existente entre los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Ver, para ello, los Tratados específicos de sacramentología; cf. entre otros, J. C. R. GARCÍA PAREDES, Iniciación cristiana y eucaristía, Madrid 1992, con abundante bibliografía sobre la Iniciación cristiana.

495

121 LG 11. 14; AA 3; AG 6. 7. 122 LG 28. 32. 64; AG 14. 15. 21. 123 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 263. Este mismo autor ilustra el pensamiento de San León con palabras de diversos sermones. Baste recordar éstas por su particular belleza y concisión: «Originem quam sumpsit in utero virginis, posuit in fonte baptismatis; dedit aquae quod dedit matri; virtus enim Altissimi et obumbratio Spiritus Sancti quae fecit ut Maria pareret Salvatorem, eadem facit ut regeneret unda credentem» (Sermo 20, c. 5: PL 54,211C). 124 LG 11. Subrayado nuestro; cf. SANTO TOMÁS, STh III, q.63, a.2; q.65, a.3; q. 72, aa.1 y 5. 125 LG 33. Subrayado nuestro. Cf. AA 1. 3. 10; AG 28. 35. 36-41. 126 AA 3. Subrayado nuestro. 127 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 19672, p. 98. 128 K. RAHNER, o.c., p. 99. Subrayado nuestro. 129 PO 5; cf. SC 10. 130 PO 6. 131 Cf. LG 11.26; SC 10; PO 5.6; UR 2. 132 GS 1. Subrayado nuestro. 133 GS 40. 134 Estos temas fueron ulteriormente analizados y ofrecidos a los laicos como campos prevalentes —pero no exclusivos— de su compromiso misionero en la sociedad por el Papa Juan Pablo II en su Exhortación apostólica Christifideles laici 36-44. 135 JUAN PABLO II, RMi 37. 136 Idem; cf. PABLO VI, EN 42. 137 Cf. GS 3.14.24.32.38.40.42.92; LG 28.38.51. 138 JUAN PABLO II, RMi 27. 139 PABLO VI, EN 15. 140 PABLO VI, EN 13. 141 PABLO VI, EN 24. 142 JUAN PABLO II, RMi 23. 143 PABLO VI, EN 41; cf. nn. 21. 26. 69. 76. 144 JUAN PABLO II, RMi 26. 145 AG 35. Subrayado nuestro.

496

CAPÍTULO

9

MARÍA, PRIMERA IGLESIA

497

498

Nota bibliográfica G. M. BESUTTI, Lo Schema mariano al Concilio Vaticano II, Roma 1966. A. M. CALERO, María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 89-117. L. DE CANDIDO, Santa María, en S. De Fiores-S. Meo (dirs.), Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, pp. 1804-1817. Y-M. CONGAR, Cristo, María y la Iglesia, Barcelona 1964. Y-M. CONGAR, María y la Iglesia, Barcelona 1968. F-X. DURRWELL, María, meditación ante el icono, Madrid 1990. B. FORTE, María la mujer icono del misterio, Salamanca 1993. J. GALOT, María, tipo y modelo de la Iglesia, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II II, Barcelona 1966, pp. 1185-1200. I. GEBARA-Ma. C. BINGEMER, María, mujer profética, Madrid 1988. G. GHARIB y otros (dirs.), Testi mariani del primo millennio 1-4, Roma 1988-1991. B. GHERARDINI, Iglesia, en S. De Fiores-S. Meo (dirs.), Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, pp. 889-909. C. I. GONZÁLEZ, María en los Padres griegos, México D. F., 1993. R. LAURENTIN, Etudes Mariales. Marie et l’Eglise I. (Bulletin de la Societé français d’études mariales, IX, 1951, publicado en 1953). R. LAURENTIN, María, prototipo e imagen de la Iglesia, en J. Feiner-M-Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/2, Madrid 1975, pp. 312-331. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 247-296. Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, XVI vols., Romae 1959-1962. A. MÜLLER, Reflexiones teológicas sobre María, Madre de Jesús, Madrid 1985. G. L. MÜLLER, ¿Qué significa María para nosotros, los cristianos?, Madrid 2001. I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la Alianza, Madrid 1993. H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958. J. RATZINGER, La figlia di Sion, Milano 1979. J. RATZINGER-H. U. VON BALTHASAR, María primera Iglesia, Madrid 1982. O. SEMMELROTH, María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, en J. Döpfner (ed.), El nuevo pueblo de Dios, Estella 1970, pp. 111-123. A. SOTO GUERRERO, María, eje de la unidad de la Iglesia en el Tercer Milenio, en F. Chica y otros (eds.), Ecclesia Tertii millennii advenientis, PIEMME, Casale Monferrato 1997, pp. 297-314. M. THURIAN, María Madre del Señor, imagen de la Iglesia, Zaragoza 1966.

499

500

Introducción1 No ha resultado excesivamente normal concluir una obra de eclesiología con un capítulo dedicado por entero a la figura de María. Podría parecer que la eclesiología se agota en el misterio cristológico o, en todo caso, en el trinitario. Y sin embargo, el presente capítulo no sólo no es superfluo o simplemente complementario de los que lo preceden, sino que tiene el valor y el sentido profundo de condensar, de forma personificada en la figura de María, toda la exposición hecha a lo largo de los capítulos que preceden. Efectivamente, en fidelidad al Concilio Vaticano II, que realizó en gran medida, particularmente en el campo de la eclesiología-mariología, una vuelta a la mejor tradición de la Iglesia2, nos proponemos presentar el misterio de la Iglesia plasmado en la figura personal de María como prototipo, paradigma, referente obligado para captar en toda su hondura este misterio. No se podría leer correctamente la constitución Lumen Gentium, como dijo ya en su día la Comisión Teológica Internacional, «sin interrogar la aportación del capítulo VIII a la inteligencia del misterio de la Iglesia. La Iglesia y el Reino encuentran su más alta realización en María. Que la Iglesia sea ya la presencia “in mysterio” del Reino, se esclarece definitivamente a partir de María, morada del Espíritu Santo, modelo de “Realsymbol” de la Iglesia» 3. De hecho, «en la época patrística, se proyectó toda la mariología en la eclesiología, naturalmente sin citar el nombre de la Madre del Señor: la Virgo Ecclesia, la Mater Ecclesia, la Ecclesia immaculata, la Ecclesia assumpta; lo que más tarde sería la mariología se pensó en un principio como eclesiología» 4. El Concilio Vaticano II supuso una decisiva superación de la visión parcial del misterio de María: había sido olvidada sistemáticamente la dimensión eclesiológica de este misterio. Por eso, en el umbral mismo del capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen Gentium afirma el Concilio que quiere profundizar y exponer el misterio de María a la doble luz del misterio de Cristo y del misterio de la Iglesia. No solamente superó, pues, la posible dicotomía o incluso cierto divorcio existente entre el misterio de la Iglesia y el de María, sino que, volviendo a la Tradición patrística más primitiva, afirmó sin dudarlo que «la Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María..., por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las 501

supremas verdades de la fe» 5. Pues bien, la dimensión más honda y decisiva del misterio de María es su raíz radicalmente trinitaria. En el misterio de María está implicada de forma personal y directa toda la Trinidad, sin que esto impida que tenga una visibilización del todo particular en su vertiente cristológica. Así como, andando el tiempo, se pudo hablar de «Ecclesia de Trinitate», cuando la reflexión de los Padres se fue dirigiendo de forma directa y explícita hacia María, fue apareciendo una verdadera figura de «Maria de Trinitate», siendo vista como la hija predilecta del Padre, la Madre divina (Theotókos) del Hijo, el Templo y Sagrario del Espíritu Santo6.

1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA7 1.1. La Tradición de la Iglesia En la Tradición cristiana María y la Iglesia han sido dos realidades en profunda y constante relación. Con todo, «los padres y los escritores del tiempo antiguo rarísimamente escriben sobre María de modo directo y exclusivo; normalmente hablan de ella dentro de un contexto, cuando, p. ej., explican las divinas escrituras, profundizan y defienden el acontecimiento salvífico de Cristo o ilustran el misterio, la vida, el culto de la iglesia» 8. Por eso se ha podido decir que la mariología fue en primer lugar eclesiología, hasta el punto de poderse afirmar de forma completamente objetiva que todo lo que, con el andar del tiempo, se fue proclamando y confesando acerca de la persona de María, se había proclamado y confesado ya en relación con el misterio de la Iglesia: «todo lo que se ha escrito de la Iglesia puede también leerse pensando en María» 9; y, a su vez, «todo lo que se ha escrito de María, puede también, en lo esencial, leerse pensando en la Iglesia» 10. Desde muy pronto María fue vista como «claro espejo de la santa Iglesia». Por eso la comunidad eclesial comenzó a proyectar sobre María como persona singular y del todo eminente, la reflexión que iba haciendo sobre sí misma a partir de la Palabra de Dios. La conciencia cristiana se percató bien pronto de que entre María y la Iglesia existen unos lazos que van mucho más allá de lo que puedan sugerir o expresar el acercamiento puramente externo y material de ambas realidades11. Por el contrario, María fue vista por la Tradición como «la figura ideal de la Iglesia» 12, el «sacramento» de la Iglesia13, el «espejo en el que se refleja toda la Iglesia» 14, «su tipo y su ejemplar, su punto de origen 502

y de perfección. «En cada momento de su existencia, María habla y obra en nombre de la Iglesia —figuram in se sanctae Ecclesiae demonstrat (San Ambrosio, De institutione virginis, c. 14: PL 16,326)—, no en virtud de una decisión sobreañadida ni, entiéndase bien, por efecto de una decisión explícita por su parte (de María), sino porque, por así decirlo, la lleva ya y la contiene toda entera en su persona» 15. Entre María y la Iglesia no existe, pues, solamente una «mera semejanza. Es debido a una razón de conexión íntima, objetiva, que todo lo que conviene a la Iglesia, madre del Cristo colectivo, se haya realizado primeramente en la existencia personal de María» 16. Ya había dicho en su tiempo San Juan Damasceno que «el sólo nombre de la Madre de Dios, encierra en sí todo el misterio de la Economía» 17. Siglos más tarde, en plena Edad Media, recogiendo una tradición que se remonta a los primeros pensadores de la Iglesia18, pero en la misma perspectiva, autores como el abad Isaac de la Stella no dudaban en hacer un profundo y concreto acercamiento entre la maternidad de María y la maternidad de la Iglesia: «así como la cabeza y los miembros son un hijo a la vez que muchos hijos, asimismo María y la Iglesia son una madre y varias madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, y ambas vírgenes; ambas concibieron sin voluptuosidad por obra del mismo Espíritu; ambas dieron a luz sin pecado la descendencia de Dios Padre. María, sin pecado alguno, dio a luz la cabeza del cuerpo; la Iglesia, por la remisión de los pecados, dio a luz el cuerpo de la cabeza. Ambas son la madre de Cristo, pero ninguna de ellas dio a luz al Cristo total sin la otra. Por todo ello, en las Escrituras divinamente inspiradas, se entiende con razón como dicho en singular de la virgen María, lo que en términos universales se dice de la virgen madre Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en general lo que en especial se dice de la virgen madre María; y lo mismo si se habla de una de ellas que de la otra, lo dicho se entiende casi indiferente y comúnmente como dicho de las dos» 19. Como se ve, pone en evidencia el misterioso lazo que une profundamente a María y la Iglesia: tanto la una como la otra, «dan a Dios Padre una posteridad». Y, con una expresión genial, difícil de traducir sin empobrecerla, afirma en otra ocasión: «Maria et Ecclesia, una mater et plures» 20. Como se irá viendo a lo largo de este capítulo, «los lazos que existen entre la Iglesia y la Virgen María no son solamente numerosos y estrechos, sino también esenciales. Están íntimamente entretejidos. Estos dos misterios de nuestra fe son más que solidarios: se ha podido decir que son “un solo y único misterio” (Ruperto María de Manresa). Digamos al menos que es tal la relación que entre ambos existe, que ganan mucho cuando el uno es ilustrado por el otro; y aún más, que para poder entender uno de ellos, es indispensable contemplar al otro» 21.

503

Con razón pudo hablar en su tiempo Scheeben22, recogiendo el sentido de la gran Tradición eclesial, de una cierta «perijóresis» entre María y la Iglesia, es decir, de una mutua “in-existencia” en el sentido de que todo el misterio de María se reproduce en el misterio de la Iglesia, y todo el misterio de la Iglesia está condensado de forma personal en María. En analogía con el misterio trinitario se puede decir que entre María y la Iglesia rige una profunda unidad, existe un profundo entrelazamiento de las personas por el que, sin perder la propia identidad cada una de ellas, se acogen y se entregan totalmente en el amor: son realidades diversas, pero unificadas en la misma relación de aceptación mutua y de mutuo amor: «entre la una y la otra hay un constante intercambio de atributos, una penetración mutua que autoriza cierta “comunicación de idiomas”» 23, en analogía a la que existe entre las tres divinas Personas de la Trinidad: cada una está en las otras dos, y donde está una, están necesariamente las otras dos. De esta forma, «con los inexplotados tesoros de la afectuosa teología de los Padres de la Iglesia..., el misterio de la santa Madre Iglesia, está ligado indisolublemente con los insondables misterios de la Madre de Jesús» 24.

1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el Misterio de la Iglesia El Concilio Vaticano II en el redescubrimiento que hizo de María en su profunda relación con la comunidad eclesial, puso de relieve no sólo su condición de «reconocida y venerada Madre de Dios y del Redentor», sino también —algo más novedoso—, su condición de «miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia» 25. No hacía con esto más que retomar la rica y profunda tradición eclesial, especialmente la que procede de San Agustín. Es Agustín, en efecto, el que se expresa diciendo: «Sancta Maria, beata Maria, sed melior est Ecclesia quam Virgo Maria. ¿Quare? Quia Maria portio est Ecclesiae, sanctum membrum, excellens membrum, supereminens membrum, sed tamen totius corporis membrum. Si totius corporis, plus est profecto corpus quam membrum» 26. El misterio de la Iglesia se preanuncia y se realiza de forma anticipada y eminente en la persona de María: María es la microhistoria de la salvación. Efectivamente, en María confluye, se resume y culmina de modo admirable la historia de la salvación desarrollada en la Antigua Alianza: los personajes, profecías, signos y símbolos que van anunciando y preparando la aparición en la historia del Mesías. María es «la mujer» por excelencia que en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 1,1-4) hace posible que el Mesías aparezca entre los hombres no sólo en forma humana,

504

sino en la realidad y autenticidad de la naturaleza humana, como un verdadero hermano de los hombres (cf. Hb 2,11-19), «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). María es la «criatura» que anticipa de forma concentrada la historia de la salvación en el tiempo de la Iglesia, siendo su prototipo, su modelo, el paradigma según el cual Dios quiere actuar en la comunidad eclesial, y según el cual esta comunidad debe acoger y responder al don de Dios. María desde el momento mismo de la Anunciación está en la génesis del Cristo histórico, como en el momento de Pentecostés, vuelve a estar presente —de forma activa— en la génesis del nacimiento de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. De tal forma, que la que engendró y dio a luz al que es Cabeza de la Iglesia, llegara a ser a un tiempo y de forma misteriosa, miembro y madre de la comunidad eclesial. María, por otra parte, que «precede con su luz al peregrinante pueblo de Dios» 27, es «ya» lo que la Iglesia en su totalidad espacio-temporal, desea y espera llegar a ser algún día. Ella, en su realidad personal ya consumada en Dios, es garantía para todos los creyentes en Cristo de que, también ellos, no sólo tienen prometida verbalmente su propia consumación, sino que la tienen garantizada con los hechos, con una criatura real e histórica como el resto de los mortales. El Concilio Vaticano II (LG 61-65) puso de relieve, de forma sintética pero con innegable claridad, las relaciones entre María y la Iglesia: Ella, como miembro primero y perfecto de la Iglesia, no sólo no está fuera ni por encima de la Iglesia, sino que con Ella, comienza la misma Iglesia y alcanza ya su perfección. Ella es su figura y modelo, de tal forma que en su desarrollo histórico la Iglesia tiene que asumir un ininterrumpido proceso, no sólo de imitación, sino de verdadera y auténtica identificación, como quiera que María ha conseguido ya la cima de la santidad (moral y apostólica), a la que está irrevocablemente llamada la comunidad eclesial. Ella, de forma particular y eminente, está destinada, en virtud de su maternidad divina, a cooperar ininterrumpidamente con Cristo ejerciendo su maternidad espiritual sobre todos los miembros de la Iglesia y aun sobre todos los hombres del mundo. Si tal es la hondura y esencialidad de la relación entre María y la Iglesia, ésta tiene que mirar constantemente a María para poder percibir en todo su profundidad, tanto lo que Dios quiere hacer en la comunidad eclesial, como la respuesta que esta comunidad está llamada a dar a Dios. Lo que Dios hizo en María y la respuesta que María dio a Dios constituye el modelo, el paradigma, el punto inequívoco de referencia para una Iglesia que quiera ser plenamente consciente del don de Dios, y de la respuesta que Dios espera de ella. 505

2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE MARÍA Según se ha visto, la Iglesia es un misterio trinitario con una acentuada y lógica vertiente cristológica. Al hacerse consciente del don de Dios y de la respuesta que espera Dios de ella, la Iglesia vuelve instintivamente su mirada hacia María y se pregunta: ¿qué hizo Dios en María?, ¿cuáles son las «maravillas» de que ella es consciente y que canta con tan profunda alegría? Y, por otra parte, ¿cuál fue la respuesta de María a la acción de Dios sobre ella? Si, como dice la Tradición patrística, «María es el “tipo” de la Iglesia, el “modelo”, el “compendio” y como el “resumen” de todo lo que luego iba a desenvolverse en la Iglesia, en su ser y en su destino» 28, viendo el itinerario de María, la Iglesia descubre tanto la maravillosa acción de Dios sobre la comunidad eclesial y sobre cada uno de sus miembros, como la grave responsabilidad que pesa sobre ellos a la hora de dar una respuesta adecuada al don de Dios. A) Dios hizo a María: «La-toda-santa», preparada por el Espíritu que es, por antonomasia «eltodoSanto». La Madre de Jesús, el Verbo encarnado, culminación de toda la creación y redentor de todos los hombres y de todo el hombre. La criatura consumada en su plenitud existencial, más allá de su exclusiva existencia terrena. B) La respuesta de María a Dios fue dada: En la clara oscuridad de la Fe. Desde el reconocimiento de su pequeñez, de su nada. poniéndose incondicionalmente a disposición de Dios y de su Proyecto en la historia: construir, ya desde aquí, su única y gran familia.

2.1. El Misterio de María Delante de María estamos ante una persona envuelta en el misterio: Estamos, en primer lugar, ante una verdadera mujer, una criatura de la raza de Adán, con todas las connotaciones de verdadera humanidad que se encuentran en los demás seres humanos. Nos situamos ante el misterio de una criatura sobre la que Dios se ha fijado y a la que ha llamado, desde su más estricta humanidad, «a la obra de los siglos» 29: la salvación de los hombres. Esta 506

dimensión antropológica del misterio de María fue en su día luminosamente destacada por Pablo VI30. Estamos, además, ante una creyente. Frente a una pintura, proveniente de siglos anteriores en que se idealizó excesivamente la vida de María, el Concilio Vaticano II y toda la Mariología subsiguiente a él, incluida la del Magisterio de la Iglesia, ha revalorizado plenamente la cualidad fundamental de María en su relación con Dios: la fe. No se ha hecho, con esto, más que volver, una vez más, a la mejor tradición de la Iglesia, especialmente a la escuela agustiniana. El pensamiento de Agustín puede resumirse en aquella afirmación según la cual «María concibió a Cristo por la fe en su mente, antes que en su vientre» 31. Más aún, que lo concibió en el vientre porque antes lo había concebido en su mente por la fe. Desposeer, pues, a María de la fe es despojarla del único camino que tiene el hombre de acceso a Dios: «quien se acerca a Dios debe, ante todo, creer...» (Hbr 11,6). Estamos, finalmente, delante de un signo. El misterio de María no le atañe única y exclusivamente a Ella, en independencia de todos los demás mortales. María ha sido pensada por Dios como la personificación en una pura criatura del proyecto de Dios sobre la humanidad. En ella se resume, de forma densa y clara al mismo tiempo, lo que Dios ha proyectado y querido para todos los hombres, y especialmente para los miembros de la Iglesia. La existencia de María tiene un valor paradigmático: es, para la Iglesia, «prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» 32. La Teología mariana anterior al Concilio Vaticano II se había caracterizado por ser una «Mariología de los privilegios». La figura de María era vista, fundamentalmente, como alguien completamente singular, fuera de todo esquema o cálculo, absolutamente distinta del común de los mortales, digna de todos los elogios, objeto de todos los privilegios y excepciones posibles por parte de Dios. El Vaticano II ante esa postura que según algunos autores podría calificarse de hipertrófica33, se propuso situar a María en el contexto en que situó a todo el misterio Cristo: la historia de la salvación. Al hacer esto, el Concilio pretendió, por una parte, darle a la Mariología su verdadero y lógico marco: la Palabra revelada en la historia y por la historia; y, por otra, salir al encuentro de todos aquellos cristianos —no católicos— que honrando y venerando a María como la Madre del Señor, no comparten con los católicos ni todas las expresiones cultuales, ni todos los desarrollos doctrinales de que ha sido objeto la doctrina mariana en los últimos siglos. Hecha la elección de esta perspectiva fundamental, María es presentada en el 507

capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen Gentium, como una «microhistoria de la salvación» 34. Efectivamente, en ella convergen y se condensan todos los anuncios, profecías y figuras que van delineando la figura del futuro Redentor y de su propia Madre: «con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación» 35. Ella se convierte en una especie de hilo conductor de todo lo que fue la presencia en la historia de Jesús el Redentor, desde el momento de la Anunciación hasta el día de la Ascensión y Pentecostés: «María, en efecto, ha entrado profundamente en la historia de la salvación y en cierta manera reúne en sí y refleja las exigencias más radicales de la fe» 36. En ella, está presente ya in nuce todo lo que es la vida de la Iglesia, tanto desde el punto de vista de la ejemplaridad como tipo de la Iglesia, como desde la acción materna que María está llamada a realizar en la comunidad seguidora del Hijo: «en su acción apostólica, la Iglesia mira con razón hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes37. Es, pues, el de María un misterio que, si por una parte, le atañe a Ella en cuanto criatura singular en la que Dios hizo «obras grandes», atañe igualmente a todos aquellos que, por el bautismo, son «hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz» 38. El misterio de María es paradigma eclesial en un doble sentido: 2.1.1. Para descubrir lo que Dios quiere hacer en la comunidad de bautizados. 2.1.2. Para presentar el modelo de respuesta que espera Dios de la comunidad de los redimidos.

2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo María, dando vueltas en su corazón a lo que percibía que Dios había hecho y seguía haciendo en ella, se iba concienciando progresivamente de las «magnalia» de Dios en ella: «ha hecho en mí cosas grandes el que es poderoso» (Lc 1,49). Y lo fundamental que había hecho Dios en María era «redimirla» plenamente en virtud de los méritos de Jesús, su propio Hijo. Una redención que no hay que entender necesariamente en el sentido exclusivo de una «liberación» de un pecado en el que ya se hubiera incurrido (redención liberativa), sino que es posible pensarla igualmente en el sentido positivo de una plenitud de gracia en la persona que hace imposible que el pecado tenga cabida alguna en el corazón de la criatura así redimida39. El centro del misterio de María, desde un punto de vista personal, es la gracia de la maternidad: es ésta «la gracia suprema. Esta es, como designio divino, eterna, pero su 508

realización en María es temporal; es decir, la plenitud de gracia de María fue produciendo gradualmente los efectos temporales correspondientes. El primero de los efectos de una gracia y de una redención eminentes fue la preservación de María del pecado original» 40. La gracia redentora de la maternidad, como don central hecho por Dios Padre a María, se extiende y actúa hacia el origen mismo de su existencia humana, llenándola de su gracia, siendo ella la primera en ser incluida en una relación divinizante con Cristo. Se extiende igualmente hacia el final de su peregrinación terrestre, llevándola a esa plenitud existencial en Dios que llamamos «asunción en cuerpo y alma». Desde su maternidad divina «María representa la realización plena de la redención de Cristo. Todos los hombres participan en Cristo de esa redención. La participación de María en esa gracia fue tan completa que se vio totalmente libre del pecado original, y eso constituye ya una “gracia escatológica”. María recibió la participación en Cristo como su verdadera madre en sentido físico, lo cual trasciende la situación de los demás redimidos. De ahí que la dimensión social y la fecundidad para los demás que en el cuerpo de Cristo tiene la gracia de la redención, tuviera en María un carácter universal, al igual que su maternidad. Porque ella, por ser madre del Redentor, es en la gracia madre de todos los redimidos. No es que queramos sacar de aquí nada definitivo, pero sí resulta lógico pensar que María, como corona de la elección que marcó su vida, recibiera la plenitud de gracia de un modo superior al de los demás redimidos: con la glorificación inmediata después de su muerte» 41. En tres dimensiones fundamentales se plasma la obra redentora de Dios sobre María: Eligiéndola y llenándola de su gracia desde el primer momento de su existencia terrena. Haciéndola Madre consciente y libre del propio Verbo encarnado. Haciendo que la gracia redentora actuara en Ella consumándola en su destino último y definitivo.

• Su elección y plenitud de gracia: Inmaculada42 En el Canto con que se abre la carta a los Efesios (Ef 1,3-7) se afirma que los bautizados han sido elegidos y predestinados por Dios, antes de la creación del mundo, por pura iniciativa de Dios, para ser «santos e inmaculados ante Él por el amor». Pues bien, este designio de Dios ha tenido su realización literal más amplia y cumplida precisamente en la persona de María: elegida por Dios desde toda la eternidad, y llena de gracia en atención a los méritos redentores de Cristo. «El inefable Dios —dice la Bula Ineffabilis Deus— eligió y señaló desde el principio y antes de los tiempos, una Madre para que su Hijo 509

unigénito, hecho carne de ella, naciese en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas... que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios» 43. El primer gesto de Dios sobre María es, pues, el gesto de su plena y total gratificación: llenarla por completo de su amor redentor y transformador, en vistas del designio de hacerla Madre del Verbo encarnado. En María, la mujer «llena de gracia» en vistas a la maternidad divina, se pone de manifiesto, en primer lugar, la gratuidad y fidelidad del amor de Dios Padre a la humanidad. Dios, absolutamente fiel, en María, la criatura llena de gracia desde el momento mismo en que comenzó a existir, da una respuesta que es absolutamente gratuita por una parte, y totalmente original por otra: es decir, es una respuesta que encuentra su origen, su fuente y su motivación única y última en el puro amor de Dios a la humanidad; brota únicamente de su amor, sin que nadie se lo pida ni se lo exija. En María, como en nosotros, todo es gracia. La plenitud de gracia en la persona de María desde el comienzo mismo de su existencia terrena revela, además, la profundidad de la fuerza redentora del amor de Dios a la humanidad. Ese amor redentor hace «criaturas nuevas» (cf. 2Cor 5,17; Ga 6,15) según el modelo prefigurado y realizado ya en Cristo, el Hombre Nuevo (cf. Ef 4,24; 1Cor 15,45-49). María, la llena de gracia, es, por ese mismo hecho, «la mujer nueva»: en ella la redención de Cristo se ha visto realizada y lograda en toda su eficacia y potencia, hasta el punto de poderse afirmar que María «es la única redimida sin la cual la redención no puede concebirse como victoria» 44. En María, como en nosotros, todo procede de Dios, todo es obra suya. Por otra parte, en María, la llena de gracia desde el primer instante de su vida terrena, se pone de manifiesto de forma eminente y hasta única, la presencia y la acción del Espíritu. Efectivamente, si no hay forma alguna de redención sin infusión y comunicación del Espíritu Santo, es evidente que la forma máxima de redención (la realizada en María), exige la forma máxima de presencia del Espíritu en el redimido. María llega a ser así, en virtud de su condición de redimida, el icono por excelencia del Espíritu en la Iglesia: es la obra maestra del Espíritu desde el primer momento de su existencia. La autocomunicación plena y definitiva de Dios a María mediante su Espíritu, gratificó radicalmente a María haciendo de ella «la-toda-santa» (= panagía), obra y fruto del «Todo-santo» (= panagion). Según el pensamiento de G. M. Roschini —como lo 510

resume A. Amato45— entre el Espíritu Santo y María hay de hecho como una especie de simbiosis. Toda la vida de la Virgen está bajo la luz y la potencia del Espíritu. El Espíritu da sus dones, y María los recibe con una adecuada correspondencia humana. El papel que juega María en el acontecimiento salvífico está en dependencia del Espíritu como causa principal; ella, en cambio, obra como causa instrumental (como la humanidad de Cristo, de la cual María es indisociable y a la cual está completamente subordinada). María, instrumento consciente y libre recibe toda su virtud al actuar (por ej., en la encarnación redentora y en la cooperación con Cristo en toda la obra de nuestra salvación) de la causa principal que es el Espíritu Santo, poniendo de relieve sus infinitas virtualidades. Dicho lo anterior se comprende cómo la vocación primera y fundamental de María es la vocación a la santidad. La percepción que tuvieron los primeros seguidores del Señor en relación con María, su madre, fue precisamente la de encontrarse delante de una «santa», es decir, de una persona que respondía plenamente, sin fisuras, al proyecto de Dios sobre el hombre. De ahí que bien pronto aparece alabada como «la-toda-santa», epíteto que pasa inmediatamente a las fórmulas de fe: «nacido de “santa María” la Virgen» 46.

• Su esencial destino a la Maternidad virginal de Cristo47 Dejando de lado el problema mariológico acerca del principio fundamental y estructurante de la mariología en el cual tiene una importancia ciertamente determinante el tema de la maternidad divina de María48, hay que reconocer que en la tradición de la Iglesia la divina maternidad de María ocupó un puesto de honor en la veneración de los cristianos y en la reflexión de los teólogos49. Desde el momento en que Dios Padre decide que el Verbo, para redimir al hombre fuera «semejante en todo al hombre menos en el pecado» (Hb 4,15); desde el momento en que los hombres tienen todos la misma carne y sangre, también el Verbo en su encarnación debía asumir una carne como la de ellos para poderse parecer en todo a sus hermanos (cf. Hb 2,14-17), a fin de que la redención no fuera un proceso extrínseco o extraño al hombre, sino que fuera un proceso realizado desde dentro, desde la solidaridad humana más real y profunda, el Verbo debía tener una madre: tenía que ser engendrado y nacer de una mujer (cf. Ga 4,4). Ahora bien, todo eso, supone la presencia viva y activa de esa mujer, de esa madre, que garantizara la autenticidad de la naturaleza asumida. Esa Madre es María50: su destino para madre de Jesús es de tal forma sustancial y determinante, que es pensable que, si María no hubiera sido de hecho madre de Jesús, no tendría razón de haber existido históricamente. 511

María fue destinada a ser, ante todo, la madre del Cristo físico. Pero como quiera que ese Cristo es, a su vez, destinado por el Padre para ser la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia (cf. Col 1,18; 2,10; Ef 4,15; 5,23), el destino maternal de María no se agota en su maternidad física: su destino global, en el pensamiento de Dios es el de ser la Madre espiritual de todos los hombres, a los que dio a luz estanto junto al Primogénito cuando éste moría en la cruz. La maternidad de María, por consiguiente, tiene un innegable alcance eclesial. En el proyecto de Dios, la maternidad de María no debía quedar circunscrita simplemente al hecho material de engendrar y dar a luz un hijo según la carne. La naturaleza y el destino de ese Hijo era tal, en el plan de Dios, que la misma madre debía quedar implicada en el destino universal de salvación que tenía que realizar el Hijo engendrado y dado a luz por ella. El horizonte de la maternidad de María no se agota en la pura biología, sino que trasciende en un horizonte histórico-salvífi-co51. De ahí que, como verdadera madre biológica de Cristo y como asociada por Dios Padre a la obra redentora del Hijo, «María no sólo no es un episodio individual teológicamente carente de interés en una biografía de Jesucristo, sino que en esta historia de la salvación, ella es de manera explícita una magnitud histórico-salvífica» 52. María es así, verdadera y auténtica madre de Cristo, en su doble e inseparable condición de hombre y de salvador de todos los hombres y de todo el hombre. Gracias a la singularidad de esa maternidad, vivida en la fe, María se hace madre de muchos. «El acontecimiento Cristo no se produjo sin María (...) Con ello se quiere decir que, así como Dios no operó la salvación de la humanidad al margen de ésta y de su historia, sino que entró en la historia mediante la encarnación, de igual modo al encarnarse lo hizo sometiéndose a las leyes del ser humano, sometiéndose a la maternidad de María» 53. La Maternidad de María viene marcada además, desde el primer momento, por una nota que la caracteriza y le da toda su peculiaridad. María fue una madre «del todo singular» no sólo por la peculiaridad del Hijo engendrado (el Santo, el Hijo de Dios, el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Salvador: cf. Mt 1,22-23; Lc 1,35), sino también y muy particularmente en la forma con que concibió a ese Hijo: «el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35; Mt 1,20). La narración evangélica de la concepción virginal de Cristo, impulsó ya a San Justino a llamar a María «la virgen», título que recogen inmediatamente las confesiones de fe (los credos) que van confesando sistemáticamente todos los que quieren entrar a formar parte de la Iglesia a partir del siglo III54. La virginidad no es, en el caso de la maternidad de María, un elemento o nota sobreañadida, sino una forma específica de esa misma maternidad: más que madre y virgen, María es Madre virginal de Cristo. La concepción virginal de Cristo por obra del Espíritu en el seno de María es, para la misma María, el signo exterior, material, de una realidad profunda y decisiva en su vida: su radical disponibilidad personal para aceptar en plenitud de entrega sin reservas, el proyecto de 512

Dios sobre Ella, perteneciéndole en exclusividad en orden a la obra de la salvación de los hombres. Con todo, y como subraya luminosamente Pablo VI, María no fue una madre posesiva, «celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales» 55.

• Su consumación en el Misterio de Cristo: Asunta María dio vida humana al Verbo de Dios según la carne, en pobreza, en debilidad, de forma kenótica (cf. Flp 2,5-7). Esa condición «kenotizada», pedía que, por el poder de Dios se convirtiera en Hombre glorificado, dotado de «doxa»: no era posible, en efecto, que el Hijo permaneciera en el sepulcro. Frente al rechazo, por parte de la humanidad, del Hijo amado, «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,24-25). De manera semejante, la gracia de la maternidad, realizada en la forma kenotizada del Verbo de Dios entre los hombres hasta aparecer como un hombre cualquiera, tenía que florecer en la gracia de la maternidad consumada que llamamos asunción. La consumación de María es la culminación lógica de la gracia de su maternidad divina: llena de gracia en vista de su condición de madre, y plenamente consumada precisamente porque fue madre. Si la gracia de la maternidad divina es la gracia central y determinante en la vida personal de María, esta gracia tiene su prolongación lógica y normal en su plena, completa y definitiva consumación en el final de su existencia: en el hecho de su Asunción. Si María, en virtud de su maternidad participó de los gozos y de los dolores, de las alegrías y del sufrimiento supremo del Hijo en la cruz, resulta una exigencia completamente lógica el hecho de que la Resurrección de Cristo tuviera un inmediato reflejo en la vida de la Madre, siendo la primera de todos aquellos que, en virtud de la resurrección de Cristo, van a resucitar de entre los muertos (cf. 1Cor 15,22-24. 50-57): gracias a Cristo resucitado, su vida fue consumada, es decir, llevada a su plena y definitiva situación existencial, al ser invadida por la fuerza transformante del Resucitado. María es la primera criatura en la que la fuerza dinámica y transformante de Cristo Resucitado ha actuado con todo su ímpetu y eficacia, haciendo que en ella también, se operara la gran transformación: es decir, el momento en el que «este cuerpo, sembrado en debilidad, surge en plenitud de vigor y en definitividad de vida (cf. 1Cor 15,42-49). Así como la gracia de la maternidad actuó misteriosamente hacia atrás en el tiempo remontándose al inicio de la existencia de María invadiéndola por completo y haciéndola «llena de gracia», así también, y con mayor razón, actuó hacia adelante, invadiéndola en el último momento de su existencia terrena y transformándola en la plenitud de su

513

existencia creatural. La causalidad ejemplar y final que ejerce María en relación con la Iglesia tomada en su totalidad, dice relación al futuro: «en la Virgen resucitada con Cristo, la Iglesia en marcha hacia la parusía, realiza ya el cumplimiento de su misterio. En este primer miembro, que no ha dejado nunca de precederla, consigue su término, su reposo y su plenitud: la presencia corporal definitiva junto a Cristo resucitado. Definiendo el dogma de la Asunción, Pío XII quiso proponer a la Iglesia una señal renovada de esperanza» (...) Por eso «María es el icono escatológico de la Iglesia» 56. Así como no era posible que el Cordero sin macha, que quita el pecado del mundo, naciera de una Madre manchada en algún momento por el pecado, de la misma forma no era posible que el Hijo, preservado de la corrupción del sepulcro (cf. Hch 2,24-31) no impidiera el que aquella que había sido tabernáculo purísimo de su propia Persona, fuera presa de la destrucción de su cuerpo en la muerte. La misma lógica de gracia que alcanzó el momento primero de la existencia de María, es la que alcanzó también el último momento de su existencia terrena. Es la lógica que ha llevado a formular el principio: Assumpta quia Immaculata; Immaculata et Assumpta quia Mater! Sometida María a la precariedad de la existencia humana, como el resto de los hijos de Eva —hija de Eva ella también—, fue alcanzada por la fuerza transformante del Resucitado, que la llevaba a la superación definitiva de esa precariedad existencial y hacia la plenificación de todos aquellos límites que conformaban las coordenadas de su existencia terrena. Vivir plena y definitivamente en el gozo transformante de la visión de Dios, Uno y Trino, es el don y la gracia de la Asunción. En esta lógica de «exaltación», de «glorificación», de «asunción», comenzó a ser interpretado en sentido mariológico el texto del Apocalipsis XII. Referido en primer lugar de forma directa e inmediata a la comunidad eclesial, resultó fácil dar el paso de aplicarlo a María, la mujer sometida a las dificultades y problemas que lleva consigo la vida de fe y de seguimiento de Cristo, pero glorificada finalmente como primicia de todas las criaturas resucitadas, en virtud de los peculiares vínculos de sangre y de fe que la unían al que es, por excelencia, «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18; 1Cor 15,20; Ap 1,5)57. Por lo demás, la Asunción no significa para María el simple coronamiento de una serie de privilegios pasivamente recibidos por parte de Ella, sino la etapa final de un largo camino recorrido en la fe, de forma responsable y comprometida, vivido y expresado particularmente en el hecho de su maternidad libremente aceptada, tanto en relación con Cristo el Primogénito, como con los hombres sus hermanos.

2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella 514

Estamos aquí, posiblemente, en el corazón mismo, en el verdadero nudo gordiano del problema existente entre la Iglesia católica y las iglesias cristianas procedentes del protestantismo en relación con María, la Madre del Señor58. Efectivamente, en el fondo del secular contencioso entre la Iglesia católica y las Iglesias de la Reforma, más que un problema mariano o mariológico propiamente, existe un problema antropológico: es decir, la cuestión sobre la postura del hombre frente a Dios: ¿pura pasividad?, ¿autosuficiencia?, ¿alguna posibilidad de autonomía? En definitiva, es la pregunta por la visión y concepto de hombre que se tiene desde un punto de vista cristiano: ¿el pecado ha incapacitado al hombre de manera esencial e irreversible para hacer nada bueno o meritorio a los ojos de Dios? ¿Le queda al hombre alguna capacidad, aunque sea mínima, de bondad por sus propios recursos? ¿Está el hombre irremediablemente corrompido de forma que la redención de Cristo le afecte en un plano meramente jurídico a los ojos de Dios? La redención de Cristo, ¿capacita al hombre en lo más profundo de su ser para hacer algo objetivamente bueno? ¿Transforma interiormente la gracia redentora de Cristo al hombre haciéndolo ontológica y no sólo jurídicamente de pecador en justo? El Concilio Vaticano II en un espléndido texto y en plena coherencia con la doctrina católica tradicional no dudó en afirmar que «María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» 59. Por su parte, Pablo VI al reflexionar sobre el misterio de María desde una perspectiva antropológica, señala cómo el cristiano actual y en particular la mujer de nuestro tiempo «comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1,51-53); (...) y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales» 60. Sobre esta base de la capacidad de una respuesta activa de María a la acción de Dios en ella y de su consiguiente colaboración real y positiva a la obra de la redención de 515

Cristo, es posible descubrir algunos aspectos de esa colaboración: En primer lugar, María da una respuesta desde una profunda actitud de fe. Responde, además, María desde la clara conciencia de su pobreza personal. Responde, en fin, manifestando una total y absoluta disponibilidad al Proyecto de Dios en la historia.

• María es, por excelencia, la peregrina en la Fe, primera discípula de Cristo La actitud fundamental de María ante Dios y su acción en ella, fue la fe: fiarse plenamente de Dios de tal manera, que llegó a ser reconocida y proclamada por las primeras comunidades cristianas como la gran creyente, la creyente por excelencia. La exclamación que pone Lucas en boca de Isabel es la proyección de lo que toda la comunidad cristiana sentía de María: «bienaventurada tú, la creyente» (Lc 1,45). Una alabanza que tiene que situarse necesariamente en el contexto de las numerosas afirmaciones de Cristo acerca del que «cree sin ver» (Jn 20,29; 4,48). En esta luz, desde esta perspectiva, tienen que ser interpretados todos aquellos textos en los que, al menos aparentemente, Jesús minusvalora a María en su condición de madre biológica (cf. Mt 12,46-50; Mc 3,31-35; Lc 2,49-50; 8,19-21). Si Jesús había venido a fundar una nueva familia, no basada en los lazos de la carne y de la sangre, sino en el proyecto de Dios en la historia (familia escatológica en la que Dios sea el único Padre, Él el primogénito entre todos los hermanos, y los hombres —todos sin excepción ni diferencia— hermanos entre sí), María —también ella—, debió dar el paso de un planteamiento según la carne a otro según el Espíritu. La respuesta de fe la dió María «con todo su “yo” femenino» 61, es decir, desde lo más profundo de su existencia humana y por tanto con una disponibilidad completa al proyecto de Dios como se lo había presentado el ángel en la Anunciación (cf. Lc 1,3138). Una actitud de fe y de disponibilidad que no fue una realidad pasajera en su vida sino que mantuvo de manera firme y creciente a lo largo de su existencia hasta el momento mismo de la pasión y muerte del Hijo: aquel momento en el que, al decir de Juan Pablo II, «María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido» 62 de las palabras del ángel que le había asegurado: «será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado, reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (Lc 1,32-33). No es irrelevante subrayar, además, que la cercanía física con la que vivió María al lado de Jesús durante largo años, lejos de facilitarle el ejercicio de la fe, lo fue requiriendo cada vez con mayor exigencia y hondura: «aquella a la que había sido 516

revelado más profundamente el misterio de su filiación divina (de Jesús), su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y “manteniendo fielmente la unión con su Hijo”, avanzaba en la peregrinación de la fe» 63. La fe le planteó a María, entre otras exigencias, la de pasar de una concepción religiosa veterotestamentaria a la nueva y hasta revolucionaria concepción que trajo Jesús con su predicación y sobre todo con su vida. María debió pasar de ser simplemente la verdadera madre de Jesús según la carne (cf. Mc 6,3), a ser la primera y principal discípula de Cristo64: un paso que debió dar únicamente en «la obediencia de la fe» (Rom 16,26; cf. Rom 1,5; 2Cor 10,5-6). Y lo hizo con una decisión y una entereza que le valió ser considerada por la primera comunidad cristiana como la discípula de Jesús por excelencia. Una vez captada la esencia del mensaje de Jesús que no era otro que el Reino, María se pone al servicio de ese Proyecto de Dios, sintiéndose seducida por el mismo65. La imagen del perfecto discípulo «se aplica en primer lugar a María. Ella es, por excelencia, en el Nuevo Testamento, el modelo de apertura atenta, de docilidad fiel y de entrega virginal a Dios y a su Hijo, Jesús. Por esta razón pueden aplicarse a la madre de Jesús otros textos neotestamentarios que no hablan directamente de ella, pues, en cuanto “Hija de Sión”, ella es la imagen, el prototipo de toda la vida cristiana: es aquella que, “sentada a los pies del Señor, escucha sus palabras” (Lc 10,39); ella fomentó “el trato asiduo con el Señor sin distracción” (1Cor 7,35); ella, la mujer escatológica (Ap 12), es también la imagen y el arquetipo de la Iglesia triunfante, de estos “ciento cuarenta y cuatro mil que fueron rescatados de la tierra” y que “siguen al Cordero adondequiera que va” (Ap 14,4)» 66.

• María es la primera entre los pobres de Yahvé67 La primera condición puesta por Cristo para un seguimiento verdadero de su persona es la negación de sí mismo (cf. Mt 16,24; Lc 9,23), o dicho de otra forma, abrazar voluntariamente la pobreza de espíritu (cf. Mt 5,3). Sólo desde la pobreza como viene presentada en el Evangelio, se puede responder de verdad al proyecto de Dios de hacer un mundo de hermanos68. Ahora bien, la pobreza radical del hombre es el vaciamiento de sí mismo: el vaciamiento (kénosis) a la que se refiere la Carta a los Filipenses (2,7-8) cuando describe la encarnación del Verbo como un profundo y radical empobrecimiento: «se despojó de su rango» (heautòn ekénosen), «se abajó» (etapéinosen heautòn). Un empobrecimiento

517

que no se realiza para lograr el vacío por el vacío, sino para llenarse por completo de Dios, para dejarle espacio a Dios en la propia vida, para dejar que Dios sea Dios en la existencia personal. El vaciamiento comenzado en la encarnación encuentra su punto culminante y desconcertante, en el momento de la crucifixión y muerte de cruz, cuando aparece Cristo como un maldito, como un despreciado y abandonado por el mismo Dios, como carente hasta de figura humana, como un gusano, despreciado y expulsado del pueblo de Israel, que eso significaba su muerte «extramuros» de la ciudad santa. Cristo, en su encarnación, en su vida y en su muerte, es la suprema realización de la pobreza del espíritu. En María, la pobreza cobra realidad en manifestaciones, actitudes y comportamientos que se mueven en la linea del «pobre de Yahvé por excelencia»: Jesús de Nazaret. La pobreza de María se manifiesta: — En un total vaciamiento de sí (kénosis), en un verdadero y total descentramiento de la propia persona, en una viva e intransferible experiencia de humildad: es decir, de su «pequeñez», de su «nada» (nichtigkeit), de su personal «insignificancia». — En la clara conciencia de la desproporción abismal existente entre lo que Dios le proponía y lo que Ella objetivamente era. Esta constatación lejos de abatirla o hundirla en alguna forma de complejo, la lleva a cantar gozosamente la «misericordia» de Dios que dirige su mirada benevolente precisamente a la pobreza (tapéinosis) de su sierva (cf. Lc 1,47s). Efectivamente, «la exultación, llena de maravilla (Lc 1,46-49), se produce por la comprobación del contraste entre la potencia que Dios ha desplegado al realizar el misterio de la encarnación y su radical impotencia para alcanzar con sus solas fuerzas tal meta. De cualquier manera que se quiera analizar, el texto de Lc 1,48a tendrá siempre las características de una lúcida toma de conciencia de la desproporción entre el gesto supremo de Dios y su condición de criatura, aun contada entre los pobres de Yahvé» 69. — En el absoluto abandono en Dios: en ese Dios que es capaz de hacer y realizar lo que el hombre no puede ni siquiera pensar o imaginar (cf. 1Cor 2,9-16). — En la viva persuasión de su radical impotencia para responder mínimamente al Proyecto de Dios con los propios recursos personales. — En la elección de la virginidad por amor de Dios, que llevaba naturalmente aparejada la más absoluta infecundidad biológica: es decir, la voluntaria carencia de hijos que, en la mentalidad oriental en general y judía en particular, son, por antonomasia, la riqueza que Dios da al hombre (cf. Sal 126,3-5; 127,3-4). «La virginidad de María no es ascética, sino cristológica, 518

— —

teológica; más que explicable por una decisión autónoma, es el signo del origen teológico de Jesús, y de la incapacidad de lo humano para engendrar la presencia de lo divino en la tierra» 70. En el amor sincero y operativo a los pobres y necesitados como predilectos de Dios. En la valentía y en la verdadera audacia (parresía), que es propia de los pobres de espíritu, es decir, de los que no se basan ni se fundamentan para sus actuaciones en sus simples recursos, sino en la total confianza en Dios (cf. Lc 1,51-53).

• María es la generosa colaboradora de Cristo en la obra de la redención Dios al llenar a María con su gracia, suscitó en Ella la capacidad de respuesta: una respuesta tanto más plena y generosa, cuanto mayor fue la plenitud de gracia comunicada. El misterio de María, como el mismo misterio de la Iglesia, ponen de relieve la seriedad con la que la comunidad cristiana católica toma la verdad de la Encarnación del Verbo: la criatura humana, asumida de forma personal por el Verbo de Dios en la profundidad de la propia Persona divina formando una sola realidad personal, está seria y responsablemente asociada a la obra de su salvación: el hombre no es un sujeto meramente pasivo, sobre el cual actúa Dios en un sentido o en otro según quiera. La relación del hombre frente a Dios no es, en la doctrina y en la persuasión del cristiano católico una relación de dueño a esclavo, de jefe a subalterno de mera criatura frente a un Creador supremo, de pura pasividad ante la suprema e irrefrenable actividad divina71, sino la de un hijo frente a su padre, la de una criatura seria y responsablemente asociada a la obra de su salvación. En el misterio cristiano de la justificación/salvación del hombre, la actividad humana tiene una parte ciertamente subordinada, y por consiguiente no original ni fontal, pero sí completamente real y capital; la cooperación humana a la Redención, no solamente no es superflua ni estorba la obra del único Redentor y Mediador, sino que la requiere: es absolutamente imprescindible. Si la obra de la Redención es, en su esencia más profunda, una obra de amor y el amor no se impone por la fuerza sino que se ofrece y se acepta en auténtica libertad (con mayor profundidad en la medida en que se es más libre), es evidente que la cooperación humana en su primer nivel que es el de la respuesta positiva, se requiere para que se pueda hablar de verdadera redención humana. Nadie es redimido a la fuerza y en contra de su propia voluntad: es preciso abrirse al don de Dios que se automanifiesta y se autoentrega, correspondiendo a esa autoentrega para producir los frutos en su momento oportuno.

519

En el Nuevo Testamento se encuentra claramente expuesta, de forma indudablemente complementaria, la doble dirección en las relaciones de Dios con las criaturas: en primer lugar, aparece de forma indudable el protagonismo de Dios en la vida del hombre: «¿quién le dio a Él primero para que Él tenga que corresponder devolviéndole algo a la criatura» (Rom 11,33-36). Pero con idéntica claridad confiesa Pablo: «por favor de Dios soy lo que soy y su gracia en mí no ha sido vana; al contrario, he rendido más que todos ellos, no yo, en verdad, sino la gracia de Dios que me acompaña» (1Cor 15,10). Según esta ley, presente en toda la historia de la salvación («al que más se le dió más se le va a pedir»: Lc 12,48), Dios al gratificar plenamente a María, suscita en Ella la capacidad de la respuesta: una respuesta tanto más plena y generosa, cuanto más plena y profunda era la autocomunicación de Dios, Uno y Trino, a María. Santo Tomás recuerda cómo Dios no le impuso a María el hecho de la divina maternidad: por el contrario, lleno de respeto por su criatura y valorando la actitud de la misma hacia su proyecto sobre ella, esperó la respuesta de María a lo que el ángel le anunciaba: así, la encarnación, que fue el primer momento consciente de María de lo que Dios había comenzado a realizar en ella desde su misma concepción, fue un gesto profundamente humano, consciente y aceptado. Ante el hecho de la voluntariedad de la Anunciación, por parte de María, Santo Tomás no duda en justificar el hecho de que Dios, en lugar de imponerse de forma prepotente, le pidiera permiso a aquella joven y humilde doncella: ante todo, para que guardase el debido orden en la unión del Hijo de Dios con su Madre y que la mente fuera informada antes de concebirlo en la carne; después, para que la misma virgen María pudiera ser un testigo más seguro del misterio que se realizaba en ella; también, para que el ofrecimiento de sus servicios en orden a la obra salvífica de Cristo, fuera completa y absolutamente libre; y por último para que fuese manifiesto el matrimonio espiritual que, en su Encarnación, contrajo el Hijo de Dios con la naturaleza humana72. El Concilio Vaticano II, después de un serio y acalorado debate sobre la realidad y el alcance de la aportación del hombre en general y de María en particular, a la obra divina de la justificación, llegó a la conclusión de que la persona y la obra de Cristo son absolutamente decisivas y suficientes para realizar y asegurar la reconciliación definitiva del hombre con Dios: «en Cristo estaba Dios reconciliando consigo a la humanidad, cancelando la deuda de los delitos» (2Cor 5,19). En este sentido, asegura el Concilio que «jamás podrá compararse criatura alguna (ni siquiera María: añadimos nosotros), con el Verbo encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la

520

mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente» 73. De esta forma, María «se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él con la gracia de Dios omnipotente» (...) «No fue, por tanto, un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» 74. Aplicando este principio, verdadero quicio de la antropología teológica, precisa el Concilio la forma de colaboración de María a la obra redentora de Cristo: «concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el tiempo, padeciendo con su hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente singular a la obra del Salvador» 75. Por lo demás, la colaboración de María a la obra de Cristo no se agota con su aportación inmediata y concreta a la persona del Hijo; no con su cercanía, junto al Hijo en los momentos más decisivos de su existencia como hombre y como Mesías. A partir del momento de la cruz con su esencial y decisivo complemento de Pentecostés, la maternidad de María se ensanchó hasta los límites mismos de la humanidad, y, con ello, su capacidad de colaboración, liberada —a partir del momento de su Asunción— de los límites del tiempo y del espacio. Desde entonces su maternidad universal es la forma peculiar de colaboración76; sabiendo, de todas formas, que «la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres, no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder» 77.

2.2. El Misterio de la Iglesia Más arriba se ha analizado ampliamente la naturaleza mistérica de la Iglesia. Bastará ahora presentarla desde la perspectiva mariana propia de este capítulo. Teniendo por lo demás presente que «María, como tipo de la Iglesia, no es solamente algo más que se añade a un tratado ya completo en sí mismo, sino algo que debe ponerse absolutamente al comienzo como misterio fundamental» 78. Efectivamente, el proyecto de Dios sobre la Iglesia, se realiza de forma personal, plena, prototípica y por adelantado en María. Al igual que la respuesta que espera a su acción salvífica de parte de la humanidad, y en particular de parte de la Iglesia, la encuentra de forma personal, anticipada, plena y prototípica en María. Dios ha pensado en una humanidad que sea, al fin, la que dé a luz al Cristo total, 521

principio, causa, origen, meta y sentido último de la creación. Una creación, sin embargo, que sigue gimiendo con dolores como de parto, esperando la restauración plena y definitiva, la vuelta al proyecto primigenio de Dios: puro, sin pecado, auténtico, santo (cf. Rom 8,19-24). La creación, lo mismo que la humanidad entera, tienden a su consumación: alcanzar la realización en plenitud, la liberación plena y definitiva, la gloria de los hijos Dios. Pues bien, dentro de esa creación/humanidad, formando parte de ella, y actuando en su interior como fermento, está la comunidad eclesial: una comunidad que se ve a sí misma presente y realizada en la criatura en la que de forma personal, ese Proyecto de Dios es ya una realidad totalmente conseguida y plenamente lograda: María, prototipo y paradigma de la Iglesia. Esto sentado, será suficiente hacer la presentación de algunos aspectos del misterio de la Iglesia a la luz del misterio de María, siendo conscientes de que no son los únicos, sino que pueden desubrirse otros más79.

2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina La comunidad eclesial dándole vueltas en su corazón, al igual que María, a lo que Dios ha hecho y sigue haciendo en ella, y dejándose guiar por Aquel —el Espíritu de la verdad — que se le ha prometido para que la lleve a la verdad en toda su plenitud (Jn 14,17: 15,26; 16,13), se hace más y más consciente de que debe reproducir en sí los rasgos de María: será más ella misma, más Iglesia de Jesús, en la medida en que sea más mariana, es decir, en la medida en que en cada uno de sus miembros y en todos ellos como comunidad, esté el alma de María80. En perfecto paralelismo con el misterio de María, es posible descubrir: 1. La obra de Dios en la Iglesia: La gratuita y desconcertante elección de Dios. La llamada que Dios hace a la Iglesia para engendrar a su Cristo. La dimensión escatológica que lleva en sí la elección y la llamada de Dios. 2. La respuesta que espera Dios de la Iglesia. La condición de peregrinos en la fe propia de los miembros de la Iglesia. La radical pobreza que tiene que vivir la Iglesia para ser fiel a Dios. La incondicional disponibilidad de la Iglesia para continuar hasta el fin de los siglos la obra de salvación de todos los hombres y de todo el hombre.

• «Elegidos por pura iniciativa suya, para ser santos e inmaculados...» (Ef 522

1,4-6) La palabra de Jesús «sed santos como el Padre es santo» (Mt 5,48), a la que hacen eco los constantes consejos de los apóstoles, llevaron a la persuasión de que el bautizado es alguien con una vocación primigenia y sustancial: la santidad. Como se ha visto más arriba, desde muy pronto aparece en los credos o profesiones de fe de la Iglesia el artículo «creo en la comunión de los santos». Sea cual fuere la interpretación que se le dé a esta expresión (participación en las cosas santas, especialmente en la eucaristía, o comunión de vida que une a los bautizados)81, la expresión pone de relieve la exigencia de vida santa que incumbe a la comunidad cristiana, sea a causa de lo santo en que todos los miembros participan, sea por el grado de comunión que debe existir entre todos los bautizados: los que han pasado ya a la eternidad y los que aún peregrinan en el Señor (cf. 2Cor 5,6). Esta vocación a la santidad de todos los bautizados fue experimentando bien pronto un progresivo y lamentable proceso reduccionista. Efectivamente, a partir del momento en el que la Iglesia, mimetizándose con la sociedad civil, se fue repartiendo los roles de cada uno de sus miembros en el interior de la comunidad, destinando algunos al ministerio y especialmente al culto en el sentido más estricto, otros a la vida retirada del mundo en el estado religioso y otros a los asuntos terrenos y temporales82, los laicos fueron vistos, cada vez más, como bautizados de segunda clase: es decir, como personas sin auténticas exigencias de santidad. Con ello, la santidad sufrió un doble y lamentable reduccionismo: por una parte, el compromiso de santidad se redujo a algunas personas en la Iglesia: los obipos(in statu perfectionis acquisitae), y los presbíteros y religiosos (in statu sanctitatis acquirendae). Por otra parte, y como consecuencia lógica, se hacía consistir la santidad fundamentalmente en comportamientos y prácticas reservadas casi en exclusividad a esas mismas personas: muchas y diversas oraciones, penitencias corporales, abstinencia de carne, castidad virginal, etc. La vida ordinaria y sobre todo el bautismo, no aparecían ni como lugar idóneo a la vida santa, ni como el primer y fundamental motivo para aspirar y tender a la plenitud de la vida cristiana; para conseguir ese objetivo había que tomar otros caminos: el del ministerio ordenado o el de la vida religiosa. El resultado no ha podido ser más lamentable y funesto: el de una comunidad instalada en la mediocridad como forma normal de vivir la propia condición de bautizado. El Vaticano II reaccionó enérgicamente contra este planteamiento secular, siendo el primer Concilio en la historia de la Iglesia que ha planteado de forma clara e inequívoca la exigencia que atañe a todo miembro de la Iglesia: la santidad de vida. Es la primera vez que un Concilio reflexiona en profundidad sobre la vocación bautismal como vocación radical de todos los bautizados a la santidad de vida, y lo hace precisamente en una Constitución dogmática, fundamentando esta exigencia, no en el estado de vida que se 523

tenga (ministerial, religioso, laical), sino, precisamente, en la propia condición de bautizado83. En este contexto sitúa el Concilio a María como prototipo de santidad: «mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo» 84. La comunidad eclesial, en efecto, está llamada a ser «santa» a la luz y en seguimiento de Aquella a la que el Espíritu, «el-todo-Santo», hizo «la-toda-Santa». La santidad en la Iglesia, como en María, es fruto de la presencia y de la acción del Espíritu en el corazón de los bautizados, llamados todos sin excepción, a la plenitud de sí mismos según el proyecto de Dios: «siendo auténticos en el amor —dice Pablo— crezcamos en todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo. De él viene que el cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor» (Ef 4,15-16). No nos llamó efectivamente Dios «a la inmoralidad, sino a una vida santa» (1Tes 4,7), es decir, a «reproducir en nosotros los rasgos de su Hijo» (Rom 8,29), revistiéndonos «del hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la rectitud y santidad propias de la verdad» (Ef 4,24). Y es que Cristo «amó a la Iglesia y se entregó por ella: quiso así consagrarla con su palabra, lavándola en el baño del agua, para prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada» (Ef 5,26-27). Resulta completamente lógico, a la luz de este planteamiento neotestamentario, que el Concilio no sólo dedique un capítulo íntegro de la Constitución dogmática Lumen Gentium a profundizar en La universal vocación a la santidad en la Iglesia, sino que dé una visión renovada de la santidad como destinada a todos en las circunstancias normales de la vida: «todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santifican más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo» 85. Este camino de santidad encuentra en María su prototipo y paradigma más perfecto y acabado: «La Virgen ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que Ella llevó, y tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en 524

sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1,38), porque acogió la palabra y la puso en práctica, porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente» 86.

• Llamados a «engendrar a Cristo» en el corazón de los hombres Desde muy pronto en la historia del cristianismo aparece la expresión «Mater ecclesia» para expresar la naturaleza de aquella institución a la que los creyentes comienzan a pertenecer en virtud del bautismo recibido87. No entran a formar parte de una estructura empresarial, económica, y ni siquiera estrictamente social aunque tenga unas inequívocas connotaciones sociales. La presencia de los bautizados en la comunidad eclesial es fruto del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5) que forman como el seno en el que son engendrados los nuevos bautizados. De ahí, que la comunidad creyente fue vista y sentida desde muy pronto como una madre fecunda que le va engendrando hijos a Dios. En esta función maternal de la Iglesia, «que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre» 88. Efectivamente, la Iglesia acogiendo y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre (cf. Mt 12,46-50), «por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» 89. De la misma forma que al mantenerse profundamente fiel a los compromisos asumidos por amor en el momento del bautismo, la Iglesia-Esposa reproduce la virginidad de María. «María, madre en el amor, imagen maternal de aquel que es gratuidad radiante en su paternidad divina, le recuerda a la Iglesia que debe dar en todo la primacía a la caridad, subordinarlo todo al amor, ya que, como en la Trinidad divina todo nace del manantial eterno del amor, el Padre, así también en la imagen eclesial de la Trinidad todo ha de ser engendrado y alimentado por la fuerza vital de la caridad de Dios, que el Espíritu santo ha derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5)» 90. San Agustín, con una profunda sensibilidad eclesial decía a sus cristianos: «María dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la Iglesia. Por eso es también al mismo tiempo —la Iglesia— madre y virgen; es madre a través del seno del amor, es virgen en la incolumidad de la fe devota: Ella engendra pueblos que son sin embargo miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo cuerpo y Esposa, pudiéndose también así comparar con la única Virgen María, ya que ella es entre muchos, la Madre de la unidad» 91. En una de sus famosas contraposiciones hace ver que si la Iglesia engendra muchedumbres, ella (María) hace de todos sus hijos, congregados 525

de todas partes, los miembros de un cuerpo único; y de esta suerte, así como la Virgen Madre, engendrando a uno sólo, viene a ser la madre de la muchedumbre, también ella (la Iglesia) al engendrar a la muchedumbre viene a ser «madre de la unidad» 92. Por su parte, y con semejante profundidad y belleza el Liber mozarabicus sacramentorum, canta: «La una ha dado la salud a los pueblos, la otra da los pueblos al Salvador. La una ha llevado la Vida en su seno, la otra la lleva en la fuente del sacramento. Lo que en otro tiempo fue concedido a María en el orden carnal, ahora se le concede espiritualmente a la Iglesia; ella concibe al Verbo en su fe indefectible, ella lo da a luz en un espíritu libre de toda corrupción, ella lo contiene en un alma cubierta de la virtud del Altísimo» 93. Y ya en la baja Edad Media escribía Honorio de Autun: «la Virgen gloriosa representa a la Iglesia, que también es virgen y madre. Madre porque, fecundada por el Espíritu Santo, todos los días da a Dios nuevos hijos en el bautismo. Virgen al mismo tiempo porque, conservando la integridad de la fe de una manera inviolada, no se deja corromper en lo más mínimo por la mancha de la herejía. Así también María, fue madre al dar a luz a Jesús y virgen al permanecer incorrupta después del parto» 94. La Iglesia, como María, está llamada a ser madre y virgen, o por bien decir, una madre virginal. «La total receptividad de la Virgen acogedora frente a la acción del Paráclito en la que fue hecha Madre de Dios, la convierte en imagen y en primicia de lo que la Iglesia es y tendrá que ser cada vez más: arca de la alianza ella misma, esposa bella “sin mancha ni arruga” (cf. Ef 5,23-27), “pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4)» 95. El Concilio Vaticano II, haciéndose eco de la Tradición de la Iglesia, afirma bellamente que «en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la Madre» 96. De hecho, «María fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» 97.

• Una comunidad radicalmente «escatológica» La Iglesia es una comunidad que vive entre el «ya» de la Resurrección de Cristo, y el «todavía no» de la propia consumación. Es, por tanto, una comunidad llamada a trascenderse a sí misma, en un «más allá» de este mundo que no sólo no la aliena, sino que estimula y orienta constantemente su existencia en el compromiso diario de construir el Reino de Dios en medio de pecados, tentaciones y tribulaciones, pero siempre confortada con el poder de la gracia de Dios98. Ese «más allá» no es para la Iglesia un ejercicio de voluntarismo, una proyección de su propio deseo o necesidad de pervivencia: 526

es la certeza de un don prometido por Aquel que es «fiel» (cf. 1Cor 1,9; 10,13; 1Tes 5,24; 2Tes 2,13; 3,3), al tiempo que un compromiso de crear aquí y ahora todo aquello que —en cuanto plenitud— se presenta como don cierto y gratuito de Dios en la eternidad. En esta perspectiva de plenitud garantizada por el Dios fiel, aparece María asunta al cielo como el icono personal de una Iglesia peregrina que camina con paso firme y esperanzado hacia la propia consumación. «Mirando a María, esperanza realizada y Esposa de las bodas eternas, la Iglesia aprende a ser profecía de la esperanza: se afianza en la certeza de los bienes futuros, se siente estimulada a ponerse en la vigilancia de la espera, afina el sentido de lo efímero y de lo caduco frente a lo que permanece, saborea de antemano el gozo del mañana de Dios en el don acogido y contemplado» 99. Con intuición admirable y exquisita sensibilidad contemporénea afirmaba Pablo VI que «la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto de discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones» 100. La Iglesia, justamente porque sabe que «no tenemos aquí una ciudad permanente sino que buscamos la futura» (Hb 13,14), porque «aguarda la plena revelación de este cuerpo de muerte» (Rom 7,24), porque sabe que «la creación entera aguarda la redención plena» (Rom 8,18-25), vive «en la bienaventurada esperanza» (Tit 2,13; 3,7): más aún, porque ella es un Pueblo de esperanza101, se convierte en esperanza del mundo. «Con la exaltación del hijo da comienzo una nueva época en la historia de la salvación. Ahora no es necesaria ya una madre terrenal del Mesías, pero análogamente, y en el mismo sentido, es necesaria una Iglesia. El papel de María “se eterniza” en la Iglesia de la misma manera que Cristo continúa en ella su vida, su muerte y su gloria. A esta eternización de la misión de María, a la permanente actualidad de su papel ya supratemporal, responde como correlato su entrada en la gloria, en el ámbito que trasciende incluso la situación terrena de la Iglesia. En María, pues, ha entrado ya la Iglesia en la etapa definitiva y eterna de la historia de la salvación, de una manera parecida a como la Iglesia “antes de sí misma” estaba ya presente en María, cuando ésta llevaba a cabo su más elevada misión, la maternidad divina. El papel histórico-salvífico de María alcanza su culminación “natural”, desde un punto de vista teológico, con su entrada en la gloria» 102. Con toda razón afirma el Concilio Vaticano II que «la Madre de Jesús..., glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia 527

que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura» 103. María «es ya lo que la Iglesia, toda entera, ansía y espera ser» 104. La Iglesia es, tiene que ser, por su propia esencia, una comunión en permanente tensión, siendo cada vez más consciente de lo que es y de lo que tiene que ser, de lo que vive en realidad y lo que le aguarda en el futuro, de su vida de mediocridad y de la santidad a la que es constantemente llamada, de la esquizofrenia que le origina constantemente «este cuerpo de muerte» (cf. Rpm 7, 14-24) y la gloria sin medida que le aguarda y que va a reflejarse en él (cf. Rom 8,18). En María, Asunta al cielo, encuentra la Iglesia el icono de su propia realidad, la certeza personalizada de su propio destino, la culminación realizada de las promesas recibidas, la certeza inequívoca de la redención realizada por Cristo, la criatura glorificada que ya aquí en la tierra «precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios, como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (cf. 2P 3,10)» 105. Efectivamente, «la glorificación corporal de María es un signo de la elección de la Iglesia, un signo de que la escatología ha comenzado, un signo de que la resurrección de la Cabeza lleva consigo la resurrección de todo el cuerpo. En éste como en todos los demás hitos de la vida de María se hace patente que su gracia personal, su relación con Cristo y su proyección sobre la Iglesia constituyen una sola realidad que tiene ya en sí toda su plenitud. Es ahí donde radica todo el significado de María en la historia de la salvación» 106. A la luz de María, Asunta al cielo, la Iglesia clama a todos los hombres: «la carne ha sido salvada. La carne ya está salvada: Ya se ha logrado en una mujer, en un ser humano de nuestra raza, que ha llorado y sufrido con nosotros y que con nosotros ha muerto. La pobre carne odiada por unos y adorada por otros, ya ha sido hecha digna de estar eternamente junto a Dios y por tanto de ser salvada y reafirmada para siempre. Y no solamente en el Hijo del Padre, el que vino de arriba, sino en alguien de nuestra raza que, como nosotros, era de aquí abajo» 107. Además de este valor antropológico, la Asunción de María dice que «ella es en totalidad —en su vida y en su muerte, en su existencia histórica concreta y en el significado cristiano de la misma—, fruto de la acción salvadora de Dios. La Asunción, en paralelo perfecto de contenido y de categorías de expresión con la Ascensión de Jesús, explicita que María ha sido “cogida” por la misma “dynamis” pascual que resucitó a Jesús de entre los muertos y le constituyó Señor» 108. Si María, Asunta al cielo, es la imagen gloriosa de la Iglesia, llamada a su plenitud escatológica, quiere decir que incluso en su caminar terreno por la historia, con María Asunta ha comenzado ya a actuar la futura realidad escatológica de la comunidad eclesial. «La glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener 528

en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte» 109.

2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo También aquí, como cuando se habló de María, el punto inequívoco de partida en la reflexión del misterio de la Iglesia es la capacidad radical que tiene el hombre de responder a la obra de Dios, una vez que Dios ha dado el primer paso, ha hecho el primer gesto de benevolencia divina sobre su criatura: una vez que autocomunicado al hombre por Amor, ese amor autocomunicado es capaz de suscitar una respuesta adecuada por parte del hombre110. La enseñanza evangélica no puede ser más clara y explícitia a este propósito: la parábola de los talentos que concluye con la exigencia de los intereses de lo confiado e invertido (cf. Mt 25,14-30; Lc 19,11-27); la párabola de la viña infrutuosa a pesar de haber sido objeto de tantos y tantos cuidados por parte del dueño (cf. Lc 13,6-9; Mc 12,1-11), etc., son otras tantas enseñanzas inequívocas de que, una vez que Dios ha dado el paso en su gesto de benevolencia y gratificación del hombre, éste no puede permanecer absolutamente pasivo, esperando que Dios lo haga todo en él. Dios ha hecho al hombre responsable: y no sólo en el aspecto negativo de poder estropear o frustrar por completo la obra de Dios en él a causa de su egoísmo, sino también en el sentido positivo de hacer fructificar las gracias y dones que ha recibido de Dios. No tendría sentido, si no, la sentencia de Jesús: «al que mucho se le dio, mucho se le va a exigir» (Lc 12,48). Conscientes de todos modos, de que después de haber hecho todo lo que se debe, hay que reconocer y confesar: «somos siervos inútiles: hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). El Nuevo Testamento no atestigua, sino todo lo contrario, que el hombre ante Dios sea pura pasividad: el hombre es un tú frente a Dios: un tú libre y por consiguiente responsable de sus actos, sin predeterminación alguna previa. De ahí que, tanto a nivel personal («poned cada vez más ahínco en ir ratificando vuestro llamamiento y elección»: 2Pe 1,10) como a nivel comunitario, el cristiano esté objetivamente comprometido por Dios y se sienta subjetivamente comprometido en su interior, para que «la gracia de Dios no sea vana» (1Cor 15,10), es decir, no caiga en el vacío ni se frustre por su indolencia... Por otra parte, en el capítulo anterior al analizar la dimensión misionera de la Iglesia, se ha subrayado el compromiso que corresponde a la comunidad de bautizados de ser portadores de la Buena Noticia a todos los hombres, sus contemporáneos, a fin de que la salvación por ellos recibida gratuitamente, pueda llegar a todos los hombres con el mismo grado de gratuidad: «lo que habéis recibido gratuitamente, dadlo gratis» (Mt 10,8). Como 529

Pablo, la Iglesia está comprometida a «engendrar a Cristo» en el corazón de todos los hombres: no ella, sino la gracia de Dios con ella, pero no sin ella (cf. Ga 4,19). La Iglesia, con María y como María, no puede ser una comunidad puramente pasiva ante la obra de Dios. La gracia, que siempre previene y se adelante a la actuación del hombre («¿quién le ha prestado para que él le devuelva?»: Rom 11,35), suscita sin embargo en el hombre y en la comunidad cristiana, al igual que lo hizo en María, la capacidad objetiva de respuesta. Y al igual que de María, la respuesta que espera Dios de la comunidad cristiana gratificada en Cristo Jesús, es precisamente: Una respuesta dada desde la Fe. Una respuesta dada desde una clara y profunda conciencia de la propia incapacidad y pobreza. Una respuesta dada desde la total y generosa disponibilidad a la obra redentora de Cristo.

• Peregrinos en la FE: una comunidad creyente Hoy como ayer, el desafío fundamental al que tiene que hacer frente la Iglesia es «fiarse de Dios». Si la Iglesia es, en su esencia más profunda, fruto y reflejo del misterio trinitario y al misterio se responde con la fe, la Iglesia está llamada a ser ante todo y sobre todo, una comunidad creyente, una comunidad en la que el punto de partida, la luz que la conduce y el faro que la ilumina constantemente es la fe, la total confianza en Dios, el pleno abandono a lo que Él vaya queriendo y señalando en cada momento de la historia. La Iglesia es una comunidad que, como María, no se señala ella el camino a sí misma, sino que, en atención sostenida y permanente al Dios que se revela y automanifiesta en la historia, es capaz de descubrir sus designios en el tráfago de la vida diaria, leyendo constantemente los «signos de los tiempos». El Vaticano II en el umbral mismo de su Constitución Pastoral (Gaudium et Spes) confiesa que «para cumplir su misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación entre ambas» 111. El Dios que se hizo presente entre los hombres en forma de hombre, «como un hombre cualquiera» (Flp 2,7), se automanifiesta en la historia y por la historia. De ahí, que la Iglesia deba rastrear su presencia y sus designios en la clara oscuridad de la fe: como María. «Precisamente esta fe de María —dice Juan Pablo II— que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en 530

Jesucristo, esta heroica fe suya precede el testimonio apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María» 112. Por eso mismo, «los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el auxilio para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María, decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra» 113. La respuesta de la Iglesia a la vocación divina ha de realizarse siempre en la fe. De esta forma «el sí de María es para todos los cristianos, una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y medio de santificación propia» 114.

• Desde una actitud de profunda pobreza La pobreza evangélica, como reconocimiento de que «sólo Dios salva» y como condición de un «servicio generoso y gratuito al hombre», es una condición fundamental para asegurar un compromiso serio y perseverante en la colaboración redentora de Cristo. En particular, «la pobreza de los medios terrenos es en este sentido un aspecto de la virginidad de la Iglesia; el recurso a los poderes de este mundo, la búsqueda de honores o de prestigio, la confianza en las garantías humanas, son otras tantas formas de tentación y de pecado contra su virginidad» 115. La pobreza de la Iglesia, como la pobreza de María, inspiradas en la de Cristo, ha de tener varias vertientes y expresiones: — Ante todo, tiene que ser la pobreza del «vaciamiento» personal y comunitario: sólo desde una «kénosis» verdadera y profunda (Flp 2,7), es posible vivir una auténtica pobreza evangélica como la que vivió María cuando se reconoció y autoproclamó la «sierva» de Dios: una pobreza para la que la única verdadera riqueza es Dios. — Es, en segundo lugar, la glorificación de Dios como lógica consecuencia del reconocimiento de que el Señor -como en María-, ha mirado la pequeñez de su sierva y ha hecho obras grandes en ella el que es Todopoderoso (cf. Lc 1,48-49). 531



— —





El reconocimiento, con los hechos y desde la objetiva realidad de los hechos, de que «sólo Dios salva»: que no son los propios recursos humanos (los propios carros y los propios caballos: Sal 19,8-9; 32,17; 146,10), los que constituyen el fundamento y la seguridad de la existencia y de la fecundidad salvífica de la Iglesia. Más aún, el reconocimiento de su condición de pecadora, necesitada siempre de redención116. Es también la actitud de sincera solidaridad universal, que reproduce el comportamiento de María desde el momento mismo de la Anunciación (cf. Lc 1,39-40. 56). Se traduce, igualmente, en un servicio generoso, diligente y gratuito como el de María a los necesitados (cf. Lc 1,39-56; Jn 2,3-5), consciente de que una Iglesia que no sirve, no sirve para nada. Es, finalmente, una verdadera opción preferencial por los pobres de la tierra (los necesitados, marginados, ignorados, oprimidos, despreciados, ancianos, enajenados mentales, el deshecho de la humanidad, etc.), en orden a su verdadera e integral promoción y, en definitiva, en orden a construir el Reino de Dios ya aquí en la tierra117: esta solicitud prolonga en la historia la solicitud mostrada por María en las Bodas de Caná de Galilea (Jn 2,3-5).

Es la pobreza evangélica la que hace realmente posible el servicio generoso, constante e incondicional de la Iglesia al hombre de cada época.

• Comunidad misionera portadora de la Buena Noticia del Reino118 En la comunidad eclesial resuenan de forma permanente las desafiantes palabras de la Escritura: — Por una parte, la Palabra revelada aviva constantemente la conciencia sobre dónde está la única fuente, la verdadera raíz de su capacidad evangelizadora: «¿qué tienes que no lo hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?» (1Cor 4,7); «No es que de por sí uno tenga aptitudes para poder apuntarse algo como propio. La aptitud nos la ha dado Dios. Fue Él quien nos hizo aptos para el servicio de una alianza nueva, no de código, sino de Espíritu» (2Cor 3,5-6). Palabras que recuerdan las de Jesús: «vosotros, cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: no somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer»: Lc 17.10. — Por otra, la Palabra urge igualmente a la comunidad eclesial a anunciar a todos

532

de forma incansable, oportuna e importunamente (cf. 2Tim 4,2), la buena noticia a los hombres de todos los tiempos: «Ay de mí si no evangelizare...» (1Cor 9,16). La comunidad eclesial se mueve, pues, en la permanente dialéctica de la conciencia de su incapacidad, de su radical insuficiencia para abordar la tarea que se le ha encomendado, y la necesidad ineludible, el compromiso del que no se puede escapar, de dar a conocer a todos «las insondables riquezas de Dios» (Ef 3,8). Pues bien, toda la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia tiene que estar iluminada por el talante evangelizador de María. La Virgen, en efecto, «fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» 119. Reproduciendo las actitudes de María, que se demostró siempre una pronta y ágil servidora de los necesitados (cf. Lc 1, 39-46; Jn 2,1-12), la comunidad eclesial está llamada a ser —en virtud del bautismo recibido—, una comunidad radicalmente comprometida a servir a los hombres proclamando el Evangelio y construyendo el Reino hasta el fin de los tiempos. María, en su persona y con su persona, mucho más que con sus palabras, fue una Buena Noticia para los demás. Ella le llevó a Isabel, ante todo y sobre todo, a Cristo y, con Cristo, el Espíritu y, con el Espíritu, sus dones: «amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí» (Ga 5,22). De forma semejante, la Iglesia, a lo largo del tiempo, debe anunciar al hombre de cada época de una forma creíble y asimilable, la persona de Cristo como garantía de auténticos valores: más aún, como único y definitivo salvador de todos los hombres y de todo el hombre (cf. Hch 4,12).

CONCLUSIÓN A la luz de todo lo dicho es lícito concluir que la Iglesia está comprometida a «marianizar» toda su existencia120. Sabiendo que, en la medida en que la comunidad eclesial reproduzca las actitudes, el talante, los comportamientos, la docilidad de María ante la acción de Dios en ella y su total disponibilidad para ser instrumento dócil de su acción en el mundo, responderá más y mejor al Proyecto de Dios sobre la historia. En María, en efecto, se encuentra el Proyecto de Dios convertido en realidad personal en una pura criatura. María «aparece en la singularidad de su vocación y de su misión, marcada totalmente por la intensidad de su relación con el Hijo, con la Trinidad, con Israel, con la Iglesia. En ella se entrecruzan las líneas fundamentales del antiguo y del nuevo pacto; en ella se celebra la alianza entre la tierra y el cielo, alianza que es el mismo Jesús en persona, su Hijo. En la sobriedad de lo que es María se condensa la totalidad de 533

la historia de la salvación y de las múltiples relaciones que forman su entramado; por eso podría compendiarse el mensaje de la Escritura en torno a la Virgen Madre diciendo que es icono de todo el misterio cristiano, la palabra abreviada de todo lo que el Dios trinitario hace por el hombre y al mismo tiempo de todo lo que la criatura ha sido capacitada por su Dios para ofrecerle en respuesta de su libertad» 121. María es, al mismo tiempo, primera Iglesia e Iglesia en anticipo: «imagen e inicio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura» 122, y también Iglesia realizada en cuanto que en María «la Iglesia ha alcanzado ya la perfección por la que existe sin mancha ni arruga» (cf. Ef 5,27)» 123. Por eso, la comunidad eclesial «admira y ensalza en ella el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» 124.

534

1 Para profundizar los diversos temas que aquí serán abordados de una forma necesariamente condensada y hasta esquemática, ver nuestra obra María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990. 2 Cf. A. M. CALERO, o.c., pp. 58-74; Philips II, pp. 263-365. 3 Temas selectos de eclesiología (1984), en C. POZO (ed.), Documentos (1969-1996), Madrid 1998, p. 375. 4 J. RATZINGER-H. U. VON BALTHASAR, María primera iglesia, Madrid 1982, p. 36. 5 LG 65. Subrayado nuestro. 6 Cf. entre otras obras y estudios, los volúmenes de «Estudios Marianos» en los que se ha abordado ampliamente la dimensión trinitaria del misterio de María: Cristo y María (Granada 1998), El Espíritu Santo y María (Granada 1999), y Dios Padre y María (Granada 2000). 7 Ver, para un desarrollo más amplio, A. M. Calero, o.c., pp. 79-117. 8 E. TONIOLO, Padres de la Iglesia, en NDM, p. 1514. 9 HONORIO DE AUTUN, Sigillum beatae Mariae: PL 172, 499D. 10 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 253. 11 No se tiene aquí en cuenta, y mucho menos se comparte, una visión puramente antropológica según la cual los primeros cristianos, convertidos del paganismo, habrían encontrado en María sencillamente la transposición del culto a las diosas que habían abandonado al abrazar el cristianismo: María habría sido la sustituta cumplida de las figuras divinas femeninas del paganismo: cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, Mariología, Madrid 1995, pp. 157-186; E. BAUTISTA, El culto de María en la liturgia de la Iglesia y en la religiosidad popular, en I. GÓMEZ-ACEBO (ed.), María, mujer mediterránea, Bilbao 1999, pp. 77-125. 12 C. DILLENSCHNEIDER, Le mystère de la Corédemption mariale, Paris 1951, p. 79. 13 Himno Mariae praeconio, estrofa XIIIa: Analecta hymn., t. LIV, p. 391. 14 P. GANNE, La Vierge Marie dans la vie de l’Eglise, en Dialogue sur la Vierge, Paris 1950, p. 152. 15 H. DE LUBAC, o.c., p. 252; cf. J. Huhn, Maria est typus Ecclesiae secundum Patres, imprimis secundum S. Ambrosium et S. Augustinum, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, III, Romae 1959, pp. 163-199. 16 C. DILLENSCHNEIDER, Le mystère de la Corédemption mariale, Paris 1951, p. 79. 17 De fide orthodoxa l. III, c. 12: PG 94,1029C. 18 Vgr. Ireneo de Lyon (Adversus haereses), Justino (Diálogo con Trifón), Orígenes (In Cant. l. III), Tertuliano (De monogamia), Agustín (De Gen. ad litt. l. XI, c. 25, n. 32; De sancta virginitate; Sermo Denis, 25; 102; 138; 191; 213), Ambrosio (De Institutione virginis; In Lucam l. II, c. 57), Epifanio (Expositio fidei), León Magno (Sermo 42, c. 3), Zenón de Verona (Tract. 4, n. 1; Tract. 30,32 y 33), Isidoro de Sevilla (Allegoriae, 138), Juan Damasceno (De fide orthodoxa; In Dormitionem). Para mayor ampliación, cf. S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia I, Roma 1946, pp. 35ss...; H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958; H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 248-264; E. Toniolo, Padres de la Iglesia, en S. DE FIORES-S. MEO (dirs.), NDM, pp. 1514-1554; C. I. GONZÁLEZ, María en los Padres griegos, México D. F., 1993. 19 I. DELLA STELLA, Sermo 51: PL 194,1862-1863. 1865. 20 In Assumptionem beatae Mariae, Sermo I: PL 194, 1. 863A.

535

21 H. DE LUBAC, o.c., p. 249. 22 Periodische Blätter, 1870, pp. 508; cf. Dogmatik, l. V., p. 629. 23 H. DE LUBAC, o.c., p. 257. 24 H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958, p. 11; cf. O. SEMMELROTH, Urbild der Kirche, Würzburg 1950. 25 LG 53. 26 Sermo Denis 25,7: Obras de San Agustín, BAC 53, Madrid 19582, p. 135. 27 LG 68. 28 H. RAHNER, o.c., p. 14. 29 PABLO VI, MC 37. 30 Pablo VI, MC 32-37. 31 SAN AGUSTÍN, Sermo 215,4: PL 38,1074; cf. Sermo 25,7-8: PL 46,937-938; Sermo 191,4: PL 38,1011; Sermo 291,5: PL 38,1318; Sermo 293,1: PL 38,1327, donde dice bellamente: «Fit prius adventus fidei in cor virginis, et sequitur fecunditas in utero matris»; cf. I. DIETZ, Maria und die Kirche nach dem hl. Augustinus, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, III, Romae 1959, pp. 201-239. 32 LG 53. 33 A. M. CALERO, o.c., pp. 49-59. 34 Expresión feliz de S. De Fiores. 35 LG 55. 36 LG 65. 37 LG 65. 38 LG 62. 39 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 500-520; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991, pp. 315-406. 40 A. MÜLLER, María en el acontecimiento Cristo, en MS III, p. 893. 41 A. MÜLLER, o.c., p. 949. 42 Sobre la incidencia y repercusiones que la crisis del Pecado original ha tenido sobre la doctrina de la Inmaculada, cf. cuanto escribimos en María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 227-236; ver A. VILLALMONTE, Cristianismo sin pecado original, Salamanca 1999, pp. 129-132, con nota 70 en p. 127. 43 Pío IX, Bula Ineffabilis Deus (8 diciembre 1854), en «Pii IX Pontificis Maximi Acta» = APN I 597: Romae in typographia Vaticana 1854. 44 S. De FIORES, Inmaculada, en NDM p. 928. 45 A. AMATO, Espíritu Santo, en NDM p. 704. Cf. G. M. ROSCHINI, Il Tuttosanto e la Tuttasanta. Relazioni tra Maria ss. e lo Spirito Santo. Parte I: Quadro storico, Marianum, Roma 1976. Parte II: Sintesi dottrinale, Marianum, Roma 1977.

536

46 Cf. R. LAURENTIN, Santa María, en «Concilium» 149(1979), pp. 390-400. 47 Sobre el título y el significado teológico de María «Madre de la Iglesia», cf. A. M. CALERO, o.c., pp. 166-175; B. FORTE, María, la mujer icono del misterio, Salamanca 1993, pp. 229-235. 48 Cf. A. M. CALERO, a.c., pp. 57-58; A. MÜLLER, a.c., pp. 877-888. 49 Baste pensar en el término theotókos (que aparece a finales del siglo III, sobre el año 270) y en la recia y hasta áspera discusión sobre el sentido auténtico de ese término aplicado a María, que culminó con la celebración del Concilio de Éfeso (a. 431): DH 251. 50 Cf. nuestro trabajo, Jesús el Hijo de María, en «Isidorianum» 7(1998), pp. 27-50. La maternidad divina encuentra su base indispensable y firme en el hecho real y objetivo de su maternidad humana. 51 Cf. A. M. CALERO, o.c., pp. 121-124. 52 K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, p. 446. 53 A. MÜLLER, o.c., p. 867. 54 Cf. DH 10.11.12.13.14.15.16.17.19.21.22.23.25.27.28.29.30.42.44.46.48.51.55.72. 55 Pablo VI, MC 37; Id., Exh. Apost. Signum magnum I, en AAS 59(1967), pp. 467-468. 56 R. LAURENTIN, Breve trattato su la Vergine Maria, Cinisello Balsamo 19877, pp. 249-251. 57 Sobre la visión del cap. XII del Apocalipsis y su aplicación a la relación Iglesia-María, cf. F. SPEDALIERI, Maria et Ecclesia in Apocalipsi XII, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958 III, Romae 1959, pp. 61-70. 58 Efectivamente, para el protestantismo, la mariología es «el cáncer o tumoración» que hay que extirpar del ámbito de la reflexión teológica cristiana (cf. K. BARTH, Kirchliche Dogmatik 1/2, Zürich 19483, p. 153); es la señal inequívoca de la profunda infidelidad el resumen de todas las «herejías» en que ha caido el catolicismo desde el punto de vista doctrinal (cf. R. MEHL, Catholicisme romain - Approche et interpretation, París 1957, p. 91). 59 LG 56. Subrayado nuestro. 60 PABLO VI, EN 34-37. Aquí, n. 37. Subrayado nuestro. 61 JUAN PABLO II, RM 13. 62 JUAN PABLO II, RM 18. 63 JUAN PABLO II, RM 17; cf. LG 58. 64 Cf. mi trabajo María, de madre a discípula, en «Estudios Marianos» 64(1998), pp. 415-453. 65 Cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, María seducida por el Reino de Dios, Madrid 1985, pp. 93-116. 66 I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la Alianza, Madrid 1993, p. 189. 67 Ver nuestro estudio María, sierva de Dios Padre, en «Estudios Marianos» 66(2000), pp. 111-147. 68 Cf. E. BAMMEL, Ptochós, en GLNT XI, cols. 709-788; L. COENEN-H. H. ESSER, Pobre, en DTNT III, pp. 380-385; C. ESCUDERO, María pobre, asociada a la liberación de Jesús, en «EphMar» 29(1979), pp. 33-52; A. GELIN, Los pobres de Yahvé, Barcelona 1965; A. GEORGES, Pauvre, en DBS VII, cols. 387-406; W. GRUNDMANN, tapeinós, tapeinóo, en GLNT XIII, cols. 821-892; F. HAUCK, Pénes, en GLNT IX, cols. 1453-

537

1464; S. A. PANIMOLLE, Pobreza, en NDTB, pp. 1484-1500; A. SERRA, Fecit mihi magna (Lc 1,49a). Una formola comunitaria?, en «Mar» 40(1978), pp. 305-343; W. TRILLING-L. HARDICK, Pobreza, en CFT II, pp. 384-395. 69 E. PERETTO, Pobre, en NDM, p. 1628. 70 J. C. R. GARCÍA PAREDES, María seducida por el Reino de Dios, Madrid 1985, pp. 115. 71 Cf. lo dicho en el capítulo anterior acerca del Dios de Jesús. 72Cf. Sto. TOMÁS, STh III, q. 30,a. 1. 73 LG 62. Subrayado nuestro. Cf. G. L. MÜLLER, ¿Qué significa María para nosotros, los cristianos?, Madrid 2001, pp. 65-74; 81-87. 74 LG 56. 75 LG 61. Subrayado nuestro. 76 Cf. LG 53. 54.62.63.65.67.69. Cf. JUAN PABLO II, RM 38. 77 LG 60. Subrayado nuestro. 78 O. SEMMELROTH, Urbild der Kirche, Wüzburg 1950, p. 47. 79 Cf. D. BERTETTO, Il parallelismo «Maria e la Chiesa» alla luce delle altre verità mariologiche, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, III, Romae 1959, pp. 547-567. 80 Cf. PABLO VI, MC 21. 81 Cf. W. BREUNING, La comunión de los santos, en SM 1, 833-838; D. BONHÖFFER, Sociología de la Iglesia: sanctorum communio, Salamanca 1980; X. PIKAZA, Creo en la comunión de los santos, en AA.VV., El credo de los cristianos, Madrid 1982, pp. 134-149; Th. SCHNEIDER, Lo que nosotros creemos, Salamanca 1991, pp. 371-388. 82 Cf. B. FORTE, Laicado, en DTI III, pp. 257-258. 83 Cf. PHILIPS II, pp. 87-153; M. LABOURDETTE, La santidad, vocación de todos los miembros de la Iglesia, en Baraúna II, pp. 1061-1072; I. IPARRAGUIRRE, Naturaleza de la santidad y medios para conseguirla, en Baraúna II, pp. 1073-1088. 84 LG 65. 85 LG 41. 86 PABLO VI, MC 35. 87 A este tema nos referimos en el capítulo 2, al presentar el pensamiento de los Santos Padres sobre la Iglesia; cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 189-219. 88 LG 63. 89 LG 64. 90 B. FORTE, o.c., p. 229. 91 SAN AGUSTÍN, Sermo 192,2: PL 38,1012D. 92 Paráfrasis de H. DE LUBAC, en Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 255.

538

93 Liber mozarabicus sacramentorum. Missa de Nativitate Domini (ed. FEROTIN, 1912, col. 56). Reimpresión preparada por A. Ward-C. Johnson, Ed. Liturgiche, Roma 1995, p. 208. 94 HONORIO DE AUTUN, Sigillum beatae Mariae: P. L., 172,499D. 95 B. FORTE, o.c., pp. 261-262. 96 LG 63; cf. LG 64. 97 LG 65. 98 Cf. LG 9; SAN AGUSTÍN, De civ. Dei XVIII 52,2: PL 41,614. 99 B. FORTE, o.c., p. 264. 100 PABLO VI, MC 37. 101 Esta afirmación que tiene validez universal para la historia de la Iglesia desde sus mismos inicios, cobra una importancia especial en el mundo actual en el que posiblemente la esperanza es el valor que más se ha perdido en la sociedad. Cf. entre otros muchos, G. MARCEL, Homo viator. Prolegómenos para una metafísica de la esperanza, Buenos Aires 1954; P. LAÍN ENTRALGO, Espera y esperanza, Madrid 1957; J. B. METZ, Teología del mundo, Salamanca 1970; L. BOROS, Vivir de esperanza, Estella 1971; Id., Somos futuro, Salamanca 1972; J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972; J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 1977; E. BLOCH, Principio esperanza, Madrid 1980; A. TORNOS, Esperanza y más allá en la Biblia, Estella 1992; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raiz de la esperanza, Salamanca 1995. 102 A. MÜLLER, a.c., p. 942. 103 LG 68. 104 SC 103. 105 LG 68. Cf. «Isidorianum», n. 9(1996), pp. 16-251, número dedicado monográficamente al tema de la esperanza vista desde la perspectiva mariana. 106 A. MÜLLER, o.c., p. 950; cf. D. FLANAGAN, La escatología y la Asunción, en «Concilium» 91(1969), pp. 144-145. 107 K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona 1967, pp. 121-122. 108 M. RUBIO, María de Nazaret. Mujer, creyente, signo, Madrid 1981, p. 122; cf. A. PIZZARELLI, La presencia de María en la vida de la Iglesia, Madrid 1992, pp. 122-133. 109 S. MEO, Asunción, en NDM, p. 269. 110 Cf. Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, de la Federación luterana mundial y el Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos: Augsburgo 31 de octubre de 1999: nn. 15. 20. 24. 25. 37. 38. 111 GS 4. 112 JUAN PABLO II, RM 27. 113 Idem. 114 PABLO VI, MC 21. 115 B. FORTE, o.c., p. 197.

539

116 Cf. LG 8. 48; Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente 33-36 (10. 11. 1994). Ver lo dicho en otro lugar de esta obra sobre la condición de la Iglesia, santa y pecadora al mismo tiempo. 117 Cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, o.c., pp. 191-205. 118 Tener presente, para reafirmarlo a la luz del misterio de María, todo cuanto se ha dicho en el capítulo anterior. 119 LG 65. 120 Cf. PABLO VI, MC 21. 121 B. FORTE, o.c., p. 112. 122 LG 68. 123 LG 65. 124 SC 103

540

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

Ya, a lo largo de los distintos capítulos, hemos ido ofreciendo una Nota bibliográfica apropiada a los temas tratados. Queremos sin embargo complementar esas Notas presentando brevemente algunas obras, particularmente significativas, que han tratado de forma orgánica y sistemática la Teología de la Iglesia. A. ALCALÁ, La Iglesia. Misterio y Misión, Madrid 1963. J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986. L. BOUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973. E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998. J. COLLANTES, La Iglesia de la Palabra I-II, Madrid 1972. S. DIANICH, La Chiesa mistero di comunione, Torino 1975. S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988. P. FAYNEL, La Iglesia I-II, Barcelona 1982. B. FORTE, La Iglesia de la Trinidad, Salamanca 1996. C. GARCÍA EXTREMEÑO, Eclesiología. Comunión de vida y misión al mundo, Salamanca 1999. J. J. HERNÁNDEZ, La nueva creación, Salamanca 1976. Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarné I-III, París 1941,1962,1969. Ch. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1962. M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996. H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1968. F. MARTÍNEZ, Iglesia sacerdotal, Iglesia profética, Salamanca 1992. J. MOLTMANN, La Iglesia fuerza del Espíritu, Salamanca 1978. G. B. MONDIN, La Chiesa primizia del Regno, Bologna 19892. S. P IÉ-NINOT, Introducción a la Eclesiología, Estella 1995. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, pp. 375-462. J. RATZINGER, Iglesia, Ecumenismo y Política, Madrid 1987. J. RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992. I. RIUDOR, Iglesia de Dios, Iglesia de los hombres I-II, Madrid 1972-1974. 541

M. SÁNCHEZ MONGE, Eclesiología. La Iglesia, misterio de comunión y misión, Madrid 1994. M. SCHMAUS, Teología Dogmática IV. La Iglesia, Madrid 1960. N. SILANES, La Iglesia de la Trinidad, Salamanca 1981. F. A. SULLIVAN, La Iglesia en la que creemos, Bilbao 1995. J-M. R. T ILLARD, Iglesia de iglesias. Eclesiología de comunión, Salamanca 1991. R. VELASCO, La Iglesia de Jesús, Estella 1992. S. WIEDENHOFER, Eclesiología, en AA. VV., Manual de Teología Dogmática, Barcelona 1996, pp. 665-772. L. L. WOSTYN, Iglesia y misión hoy, Estella 1992.

542

ÍNDICE GENERAL

Presentación Prólogo Siglas y abreviaturas Documentos Conciliares Capítulo 1

LA IGLESIA EN LA PALABRA REVELADA 1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»? 2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS» 3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO 4. ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS 4.1. Marcos 4.2. Mateo 4.3. Lucas: Evangelio y Hechos 5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN 5.1. Evangelio 5.2. Apocalipsis 5.3. Cartas 6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO 7. LA ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO 7.1. Primera carta de Pedro 7.2. Cartas pastorales 543

7.3. Carta a los Hebreos 7.4. Carta de Santiago 8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA Capítulo 2

LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA Introducción 1. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD MEDIA 1.1. En los cuatro primeros siglos 1.2. San Agustín 2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV 2.1. Los Papas de los siglos XI al XV 2.2. Los canonistas 2.3. Los teólogos: los escolásticos 2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam 2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia» 2.6. Los Concilios de Constanza y Basilea 3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES 4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL SIGLO XIX 4.1. El Concilio de Trento 4.2. Roberto Belarmino 4.3. Controversias y controversistas 4.4. Galicanismo 5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL CONCILIO VATICANO II 5.1. El siglo XIX 5.1.1. El Concilio Vaticano I 544

5.1.2. León XIII 5.2. El siglo XX 5.2.1. San Pío X 5.2.2. Benedicto XV 5.2.3. Pío XI 5.2.4. Pío XII 6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA Capítulo 3

LA IGLESIA EN EL CONCILIO VATICANO II Introducción 1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO 1.1. Movimiento litúrgico 1.2. Movimiento ecuménico 1.3. Movimiento misionero 2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO 3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA APROBACIÓN FINAL 3.1. El planteamiento eclesiológico inicial 3.2. La reacción conciliar 3.3. Las distintas redacciones 3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium 4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTO ECLESIOLÓGICO: SU REFLEJO EN LA CONSTITUCIÓN LUMEN GENTIUM 5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS DOCUMENTOS CONCILIARES 6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA LUMEN GENTIUM 6.1. La dimensión mistérica 6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios 545

6.3. La exigencia de comunión 6.4. La naturaleza sacramental de la Iglesia 6.5. El compromiso misionero 6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre de Cristo 7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II 7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma 7.2. Eclesiología cristocéntrica 7.3. Eclesiología pneumatológica 7.4. Eclesiología de comunión 7.5. Eclesiología personalista 7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica 7.7. Eclesiología para la vida 8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS DEFINITIVAMENTE 9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL Capítulo 4

LA IGLESIA ES UN MISTERIO Introducción 1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA DE LA IGLESIA 2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO 3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO 3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas: 1. La Iglesia, obra del Padre 2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado 3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario 1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra 546

2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra 3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado A) Jesucristo, realidad personal teándrica B) Naturaleza teándrica de la Iglesia 4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO DE LA IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS» 5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD 6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE Capítulo 5

LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE DIOS Introducción 1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y CUERPO DE CRISTO A) Pueblo de Dios B) Cuerpo de Cristo 1.1. Dos imágenes complementarias entre sí 1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios 2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTÍGUA ALIANZA, AL NUEVO PUEBLO DE DIOS A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza 3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS 3.1. Pueblo Uno y Diferenciado 3.2. Pueblo orgánicamente estructurado 3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey 3.3.1. Pueblo de sacerdotes 3.3.2. Pueblo de profetas 3.3.3. Pueblo de reyes 4. UN PUEBLO PEREGRINO

547

5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES Capítulo 6

LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN Introducción 1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN» 2. LA «COMUNIÓN», ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO 2.1. En la fuente de la «comunión eclesial» 2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas 2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria 2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia 2.2.1. El redescubrimiento de la comunón como categoría teológica 2.2.2. La comunión en el contexto del Reino 2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo 2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia 2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo 2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia 3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL 3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia» 3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía» 4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA 5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y HORIZONTAL 6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES 6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia universal 6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal 6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia 7. EL ECUMENISMO, EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL 7.1. Ecumenismo intraeclesial 548

7.2. Ecumenismo intracristiano 7.3. Ecumenismo interreligioso 7.4. Ecumenismo interhumano 8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS 9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS Capítulo 7

LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN Introducción 1. NATURALEZA SIMBÓLICA Y SIGNIFICATIVA DE LA REALIDAD Excursus I: Signos y símbolos 2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA 3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II 3.1. Revalorización de la categoría sacramental 3.2. La Iglesia, «signo» en el contexto de los «signos de los tiempos» 4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO 4.1. Cristo, el sacramento original o fontal 4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la Iglesia 4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo 5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE 6. LA VIDA CONSAGRADA, UN «SIGNO» EN LA IGLESIA-SACRAMENTO 7. LA IGLESIA «SACRAMENTO DE SALVACIÓN» 7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación 7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones 7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia 7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación 7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya 7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo 7.3.4. Salvación cristiana hoy 549

Excursus I: Fuera de la Iglesia ¿hay salvación? Excursus II: ¿Es legítima la Teología de la Liberación? 8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS Capítulo 8

LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO Introducción 1. LA VIDA INTRATRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA MISIÓN ECLESIAL 2. CRISTO, «EL ENVIADO» POR EXCELENCIA 2.1. Conciencia de Jesús de ser «el enviado» 2.2. Alcance de la misión de Cristo 3. LA IGLESIA, «ENVIADA» POR CRISTO EL «ENVIADO» 3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos 3.2. Evolución del concepto de «misión» a lo largo de la historia 4. LOS DOS POLOS DE LA «MISIÓN ECLESIAL» 4.1. Dios, desde donde se es enviado 4.2. Los hombres, a quienes se es enviado Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada 5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA MISIÓN 6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN ECLESIAL 7. NATURALEZA E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL 7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción misionera de la Iglesia 7.2. Dios, Padre de todos los hombres 7.3. Del Jesús «predicador», al Jesús «predicado» 7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la Misión de la Iglesia 7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad 7.6. Carácter mesiánico de la Misión 550

Excursus II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio 8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA: BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN 9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL 10. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS Capítulo 9

MARÍA, PRIMERA IGLESIA Introducción 1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA 1.1. La Tradición de la Iglesia 1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el Misterio de la Iglesia 2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE MARÍA 2.1. El Misterio de María 2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo 2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella 2.2. El Misterio de la Iglesia 2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina 2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo CONCLUSIÓN: UNA IGLESIA «MARIANIZADA» Bibliografía general

551

Index Anteportada Colección CLAVES CRISTIANAS Portada Página de derechos de autor Dedicatoria Índice Presentación Prólogo Siglas y abreviaturas Documentos Conciliares Capítulo 1: LA IGLESIA EN LA PALABRA REVELADA 1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»? 2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS» 3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO 4. ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS 4.1. Marcos 4.2. Mateo 4.3. Lucas: Evangelio y Hechos 5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN 5.1. Evangelio 5.2. Apocalipsis 5.3. Cartas 6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO 7. LA ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO 7.1. Primera carta de Pedro 7.2. Cartas pastorales 7.3. Carta a los Hebreos 7.4. Carta de Santiago 8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA 552

2 4 5 7 8 9 10 12 18 20 21 26 27 31 34 34 35 41 48 48 51 52 57 64 64 66 70 73 74

Capítulo 2: LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA

87

Introducción 1. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD MEDIA 1.1. En los cuatro primeros siglos 1.2. San Agustín 2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV 2.1. Los Papas de los siglos XI al XV 2.2. Los canonistas 2.3. Los teólogos: los escolásticos 2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam 2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia» 2.6. Los Concilios de Constanza y Basilea 3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES 4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL SIGLO XIX 4.1. El Concilio de Trento 4.2. Roberto Belarmino 4.3. Controversias y controversistas 4.4. Galicanismo 5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL CONCILIO VATICANO II 5.1. El siglo XIX 5.1.1. El Concilio Vaticano I 5.1.2. León XIII 5.2. El siglo XX 5.2.1. San Pío X 5.2.2. Benedicto XV 5.2.3. Pío XI 5.2.4. Pío XII 6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA

91 92 92 99 102 102 105 107 111 112 113 115

Capítulo 3: LA IGLESIA EN EL CONCILIO VATICANO II Introducción 1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO 1.1. Movimiento litúrgico 1.2. Movimiento ecuménico

553

118 119 121 122 122 124 124 127 129 131 132 134 135 138 147

164 169 170 170 172

1.3. Movimiento misionero 2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO 3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA APROBACIÓN FINAL 3.1. El planteamiento eclesiológico inicial 3.2. La reacción conciliar 3.3. Las distintas redacciones 3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium 4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTO ECLESIOLÓGICO: SU REFLEJO EN LA CONSTITUCIÓN LUMEN GENTIUM 5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS DOCUMENTOS CONCILIARES 6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA LUMEN GENTIUM 6.1. La dimensión mistérica 6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios 6.3. La exigencia de comunión 6.4. La naturaleza sacramental de la Iglesia 6.5. El compromiso misionero 6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre de Cristo 7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II 7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma 7.2. Eclesiología cristocéntrica 7.3. Eclesiología pneumatológica 7.4. Eclesiología de comunión 7.5. Eclesiología personalista 7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica 7.7. Eclesiología para la vida 8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS DEFINITIVAMENTE 9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL

Capítulo 4: LA IGLESIA ES UN MISTERIO Introducción 1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA DE LA IGLESIA 2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO 554

173 175 175 175 176 177 179 180 183 186 186 186 186 186 186 187 187 188 189 191 192 193 194 194 195 198

211 215 215 217

3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO 3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas: 1. La Iglesia, obra del Padre 2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado 3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario 1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra 2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra 3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado A) Jesucristo, realidad personal teándrica B) Naturaleza teándrica de la Iglesia 4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO DE LA IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS» 5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD 6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE

Capítulo 5: LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE DIOS Introducción 1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y CUERPO DE CRISTO A) Pueblo de Dios B) Cuerpo de Cristo 1.1. Dos imágenes complementarias entre sí 1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios 2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTÍGUA ALIANZA, AL NUEVO PUEBLO DE DIOS A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza 3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS 3.1. Pueblo Uno y Diferenciado 3.2. Pueblo orgánicamente estructurado 3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey 3.3.1. Pueblo de sacerdotes 3.3.2. Pueblo de profetas 3.3.3. Pueblo de reyes 4. UN PUEBLO PEREGRINO 555

222 224 225 225 227 231 233 234 235 236 237 238 242 246 248

256 261 261 261 262 263 263 265 265 267 268 270 271 272 272 275 287 291

5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES

Capítulo 6: LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN Introducción 1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN» 2. LA «COMUNIÓN», ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO 2.1. En la fuente de la «comunión eclesial» 2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas 2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria 2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia 2.2.1. El redescubrimiento de la comunón como categoría teológica 2.2.2. La comunión en el contexto del Reino 2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo 2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia 2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo 2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia 3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL 3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia» 3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía» 4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA 5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y HORIZONTAL 6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES 6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia universal 6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal 6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia 7. EL ECUMENISMO, EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL 7.1. Ecumenismo intraeclesial 7.2. Ecumenismo intracristiano 7.3. Ecumenismo interreligioso 7.4. Ecumenismo interhumano 8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS 9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS

Capítulo 7: LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN Introducción

294

303 308 309 312 315 315 316 317 317 319 319 320 320 321 323 325 326 328 331 333 333 334 335 339 341 346 348 349 350 353

366 370

556

1. NATURALEZA SIMBÓLICA Y SIGNIFICATIVA DE LA REALIDAD Excursus I: Signos y símbolos 2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA 3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II 3.1. Revalorización de la categoría sacramental 3.2. La Iglesia, «signo» en el contexto de los «signos de los tiempos» 4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO 4.1. Cristo, el sacramento original o fontal 4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la Iglesia 4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo 5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE 6. LA VIDA CONSAGRADA, UN «SIGNO» EN LA IGLESIASACRAMENTO 7. LA IGLESIA «SACRAMENTO DE SALVACIÓN» 7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación 7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones 7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia 7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación 7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya 7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo 7.3.4. Salvación cristiana hoy Excursus I: Fuera de la Iglesia ¿hay salvación? Excursus II: ¿Es legítima la Teología de la Liberación? 8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS

Capítulo 8: LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO Introducción 1. LA VIDA INTRATRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA MISIÓN ECLESIAL 2. CRISTO, «EL ENVIADO» POR EXCELENCIA 2.1. Conciencia de Jesús de ser «el enviado» 2.2. Alcance de la misión de Cristo 3. LA IGLESIA, «ENVIADA» POR CRISTO EL «ENVIADO» 3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos 3.2. Evolución del concepto de «misión» a lo largo de la historia 4. LOS DOS POLOS DE LA «MISIÓN ECLESIAL» 4.1. Dios, desde donde se es enviado 557

372 374 377 378 379 380 382 384 387 389 393 397 400 401 403 405 408 410 411 412 415 421 425

437 441 444 448 448 449 451 451 453 455 455

4.2. Los hombres, a quienes se es enviado Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada 5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA MISIÓN 6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN ECLESIAL 7. NATURALEZA E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL 7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción misionera de la Iglesia 7.2. Dios, Padre de todos los hombres 7.3. Del Jesús «predicador», al Jesús «predicado» 7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la Misión de la Iglesia 7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad 7.6. Carácter mesiánico de la Misión Excursus II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio 8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA: BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN 9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL 10. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS

Capítulo 9: MARÍA, PRIMERA IGLESIA Introducción 1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA 1.1. La Tradición de la Iglesia 1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el Misterio de la Iglesia 2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE MARÍA 2.1. El Misterio de María 2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo 2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella 2.2. El Misterio de la Iglesia 2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina 2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo CONCLUSIÓN: UNA IGLESIA «MARIANIZADA»

Bibliografía general Índice general

456 458 461 462 465 466 467 469 470 470 471 472 481 484 487

497 501 502 502 504 506 506 508 514 521 522 529 533

541 543 558

559

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF