LA IGLESIA de DIOS. Comunión en El Misterio de La Fe - KURT KOCH...
KURT KOCH
La Iglesia de Dios Comunión en el misterio de la fe Con el prólogo del autor a la edición en lengua española
SAL T2ERRAE
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Título del original: Die Kirche Gottes. Gemeinschaft im Geheimnis des Glaubens © Sankt Ulrich Verlag GmbH, Augsburg Con la colaboración del Instituto de Teología, Ecumenismo y Espiritualidad «Cardenal Walter Kasper», vinculado a la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania) Traducción: José Manuel Lozano-Gotor Perona Melecio Agúndez Agúndez © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández, OSA Administrador diocesano de Santander 23-12-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2428-0
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Prólogo a la edición en lengua española EL núcleo íntimo de la fe cristiana no es ante todo una cosmovisión ni un programa moral, sino una relación y, más en concreto, la relación con una persona. El cristianismo es fe en Jesucristo, en quien Dios nos ha mostrado a los seres humanos su rostro verdadero; consiste en entablar y vivir una relación de íntima amistad con el Cristo crucificado y resucitado. Al igual que en toda amistad humana los amigos de nuestro amigo se convierten también en amigos nuestros, así no es posible vivir como cristianos la amistad con Cristo sin vincularnos al mismo tiempo con todos los amigos de este. Entablar amistad con Cristo significa, en consecuencia, incorporarse simultáneamente a la gran comunidad de sus amigos, llamada Iglesia por la fe cristiana. El cristiano no puede vivir su fe personal en una amistad privada con Jesús, queriéndola guardar para sí mismo; antes bien, o el yo de la fe vive en el nosotros de los amigos de Jesucristo o no vive en realidad. Precisamente por ser un acto íntimamente personal, la fe cristiana es también un acto de comunión, fundado en el acto de la comunicación de Jesucristo con nosotros, los seres humanos. Pues Cristo, la Palabra invisible de Dios, se ha creado un cuerpo visible, a saber, la Iglesia, en la que quiere hacerse –y se hace– presente para nosotros, los seres humanos. Jesucristo y la Iglesia como cuerpo suyo forman una unidad tan profunda que no es posible separarlos. Como cristianos, no podemos tener a Jesucristo sin aquella realidad que él mismo se ha creado y en la que se nos comunica. Entre el Hijo de Dios encarnado y su cuerpo eclesial no puede existir contradicción alguna; y ello, pese a las múltiples insuficiencias y pecados de los seres humanos que constituyen la Iglesia. Para reforzar esta visión de la fe cristiana, el papa Francisco emplea la elocuente imagen del nombre y el apellido: «No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta; no, nuestra identidad cristiana es pertenencia. Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es “soy cristiano”, el apellido es “pertenezco a la Iglesia”» 1. Creer en Jesucristo y vivir en su cuerpo constituyen una unidad indisoluble; y la fe cristiana es, por esencia, fe eclesial. En ello consiste la convicción fundamental del presente libro, que escribí siendo obispo de Basilea (Suiza). Puesto que al obispo se le encomienda un ministerio especial al servicio de la unidad de la Iglesia local que tiene a su cargo, es también su deber recordar una y otra vez que al margen de la Iglesia no se puede ser realmente cristiano, que en la existencia cristiana más bien hay que vincular de manera creíble el nombre con el apellido. Cuando en 2010 fui llamado por el papa Benedicto XVI a Roma para presidir el Pontifico Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, los deseos expresados en el libro La Iglesia de Dios no se 4
hicieron en modo alguno más pequeños; antes al contrario, mi compromiso con la unidad de la Iglesia y la unidad entre los cristianos no ha hecho sino acrecentarse. El corazón de todo esfuerzo ecuménico es el restablecimiento de la perdida unidad de la Iglesia. De ahí que quien se preocupa por la unidad de la Iglesia deba saber qué es la Iglesia y dónde cabe encontrarla. Dar razón de ello se inscribe en el centro del diálogo ecuménico, sobre todo por una importante razón adicional. En el forcejeo ecuménico de la actualidad hay que diagnosticar como principal problema el hecho de que hasta la fecha no se haya logrado alcanzar entre las distintas Iglesias y comunidades eclesiales un acuerdo realmente sólido sobre la meta del movimiento ecuménico; a causa de ello, la finalidad del ecumenismo ha devenido con el tiempo más y más borrosa. Es ahí donde debe verse el reto crucial en la actual situación ecuménica. Pues si los distintos interlocutores ecuménicos no tienen en mente un objetivo común, corren peligro de caminar en direcciones diferentes, para verse más tarde obligados a constatar que posiblemente no han hecho sino alejarse aún más unos de otros. De ahí que se imponga un cercioramiento de hacia dónde debe dirigirse el viaje ecuménico. El hecho de que hasta ahora haya resultado imposible alcanzar un entendimiento realmente viable sobre la meta del ecumenismo responde fundamentalmente a que cada Iglesia y cada comunidad eclesial posee y realiza su concepción confesionalmente específica de la unidad de la propia Iglesia, por lo que se afana por transferir también a la meta del ecumenismo su propia concepción confesional. Esta situación conlleva como consecuencia que en el fondo existan tantos objetivos ecuménicos como eclesiologías confesionales. Si, según lo anterior, la falta de entendimiento sobre la finalidad del ecumenismo tiene su razón principal en la considerable ausencia de un consenso ecuménico sobre la esencia y unidad de la Iglesia, entonces existe una gran necesidad de clarificación en lo que concierne a la comprensión de la Iglesia en perspectiva ecuménica. Esto se muestra sobre todo en que, siendo ecuménicamente sinceros, no se puede pasar por alto la existencia de concepciones de Iglesia bastante diferentes en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales; antes al contrario, también y precisamente a la vista de las Iglesias y comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, es necesario hablar, por así decir, de otro tipo de Iglesia. En este sentido, el papa Benedicto XVI ha acentuado con razón que las comunidades nacidas de la Reforma son Iglesia «de otro modo»: «Como ellas mismas explican, justamente de manera distinta a como lo son las Iglesias de la gran tradición de la antigüedad» 2. Que los distintos modos del ser Iglesia entablen diálogo entre sí para encontrar un consenso ecuménico más amplio sobre la Iglesia es un importante paso en el camino hacia su unidad. Sin embargo, no cabe afirmar que la clarificación material de la concepción de Iglesia se haya realizado ya satisfactoriamente en los diálogos ecuménicos mantenidos hasta la fecha. Ello representa más bien una tarea ecuménica que hoy debe ser acometida con decisión. El diálogo sobre la esencia y misión de la Iglesia debe ocupar, por consiguiente, el centro de las conversaciones ecuménicas tanto en la actualidad como en 5
el futuro. Pero este diálogo solo puede llevarse a cabo con éxito si las distintas concepciones de Iglesia son discutidas con toda apertura en un fructífero encuentro ecuménico. Pues la responsabilidad ecuménica y el conocimiento claro de la esencia de la Iglesia forman hasta tal punto una unidad que no es posible separar lo uno de lo otro. Estoy muy agradecido a la editorial Sal Terrae por su disposición a publicar ahora en español mi obra La Iglesia de Dios, cuyo original alemán apareció en 2007. Con esta nueva edición vinculo la esperanza de que el libro siga cumpliendo su servicio ecuménico y pueda suscitar en los lectores nuevo gozo por la Iglesia. Pues esta únicamente es «Iglesia de Dios» si, en vez de limitarse a proclamar la palabra de Dios, ella misma deviene un lugar de Dios en el que a los seres humanos les sea dado experimentar la presencia divina. Roma, en el Adviento de 2014
† CARDENAL KURT KOCH
1. PAPA FRANCISCO, catequesis impartida durante la audiencia general del 25 de junio de 2014 (accesible en www.vatican.va). 2. PAPA BENEDICTO XVI, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die Zeichen der Zeit. Ein Gespräch mit Peter Seewald, Freiburg i.Br. 2010, 120 [trad. cast.: Luz del mundo: el papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald, Herder, Barcelona 2010].
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Introducción COMO «siglo de la Iglesia» anunció Otto Dibelius el siglo XX en sus comienzos1. Por el mismo tiempo, Guardini observaba un «proceso religioso de alcance imprevisible», que él interpretaba con la fórmula: «La Iglesia está despertando en las almas» 2. Porque, frente a la crisis radical que había desencadenado la primera guerra mundial y que había disuelto la idea de socialidad y de comunidad en un conglomerado masificado de seres humanos, la Iglesia aparecía como salvación y remedio del aislamiento social de las personas. Se había redescubierto la Iglesia como comunidad viva, integrada por personas reales y concretas. El despertar de la Iglesia en las almas lo percibía Guardini, sobre todo, en un proceso: «la realidad de las cosas, la realidad del alma, la realidad de Dios» se le presentan a la persona con pujanza renovada. «En esta relación religiosa aparece vivo también el prójimo. Hay comunidad religiosa, y esta no es un conglomerado de mónadas singulares cerradas en sí mismas, sino una realidad que supera y engloba a los individuos: la Iglesia» 3. A partir de este supuesto, no es casualidad que, a los ojos de Guardini, la Iglesia haya sido «redescubierta con temor y con gozo», sobre todo, en el movimiento litúrgico, y que la vida eclesial se esté renovando continuamente a través de la liturgia: «Después de tanto considerar la vida religiosa en el ámbito individual sobre todo, se tomó conciencia del alcance y de la riqueza que se alumbran en el ejercicio comunitario del actus ecclesiae» 4. A comienzos del siglo XXI, la Iglesia se encuentra, al menos en nuestras latitudes, en una situación completamente distinta. Pocas cosas apuntan a que este pudiera llegar a ser un «siglo de la Iglesia». No es un despertar de la Iglesia en las almas lo que se puede constatar, sino más bien el hecho de que en las almas de muchas personas la Iglesia se está muriendo. Esto guarda relación en gran medida con el hecho de que aquel fenómeno que a principios del siglo XX llevó a una masificación cerrada en la vida social y que Guardini describió con la apretada fórmula: «No era una comunidad, era una organización» 5, ahora ha prendido incluso en el espacio vital mismo de la Iglesia. Porque en la esfera social pública, a la Iglesia se la percibe hoy casi únicamente como una organización y una institución social similar a otras instituciones, y no como comunidad de fe. A esto se añade que incluso miembros de la Iglesia cortan con frecuencia su relación con ella más por patrones de opinión pública que por los datos de la fe. Esto se puede constatar sobre todo en el hecho de que incluso miembros de la Iglesia se han acostumbrado a criticarla más que a estar agradecidos a ella. Con demasiada facilidad se olvida, sin embargo, que a la Iglesia le debemos lo más bello que nos es dado conocer en nuestra vida: el mensaje liberador del Evangelio. Un motivo esencial de este desequilibrio actual entre actitud crítica hacia la Iglesia y actitud agradecida hacia ella podría 7
seguramente residir en que, también en las controversias eclesiales, las instituciones de la Iglesia ocupan el primer plano, de tal modo que, con frecuencia, se impone un concepto de Iglesia alarmantemente pragmático y horizontal. A la Iglesia se la considera entonces casi exclusivamente como obra de hombres y apenas ya como espacio vital de la gracia de Dios. De aquí se derivan también, sin lugar a dudas, más de un desengaño e irritación contra la Iglesia. Esta visión unilateral de la Iglesia tiene su raíz en que, las más de las veces, se la considera casi exclusivamente desde una perspectiva teórico-institucional y estructural, con lo que la dimensión que va más allá de lo sociológico, la dimensión de misterio, queda ocluida. Ahora bien, para una visión de fe, la Iglesia es infinitamente más que una simple organización humana. Si no fuera más que eso, se asemejaría a un esqueleto que provoca en los creyentes antes temor que alegría y más bien carga que gozo. Pero como espacio vital de la gracia de Dios, la Iglesia es un organismo: exactamente, el organismo sacramental de Jesucristo que, sobre todo en la vida sacramental, transfigura y cambia la Iglesia en «cuerpo de Cristo». Por eso, lo peculiar de la Iglesia solo se capta cuando no se habla de la Iglesia como «pueblo de Dios» sin tratar de ella, al mismo tiempo, como «cuerpo de Cristo». En todo caso, la Iglesia es, siempre y a la vez, «pueblo de Dios» y «cuerpo de Cristo», o con más precisión: es pueblo de Dios desde el cuerpo de Cristo. Esta visión de la Iglesia es la que pretende recordar el presente libro. Esta obra ha nacido de diversos cometidos teológicos y pastorales que he tenido que afrontar en los años pasados de mi ministerio episcopal. Evidentemente, no puede ofrecer una exposición completa de la eclesiología católica. Se centra, más bien, en los rasgos esenciales, y pretende sobre todo sacar de nuevo a la luz aquellas dimensiones que en las controversias eclesiales del presente con demasiada frecuencia se dejan al margen. La primera parte describe la vida y la estructura interna de la Iglesia. La segunda gira en torno a la iniciación a la Iglesia y a los problemas relacionados con esa iniciación en la coyuntura pastoral actual. La tercera parte trata de los gestos fundamentales de la Iglesia. En la cuarta, finalmente, se reseñan aquellas dimensiones de la Iglesia en las que se condensa su auténtica esencia y cuyo rescate se verá como de importancia decisiva para ella tanto en el presente como de cara al futuro. A la vista de la enmarañada diversidad de las así llamadas imágenes de Iglesia, espero poder ofrecer, con la publicación de estas reflexiones, ayudas que sirvan de orientación. Porque la situación pastoral de la Iglesia en nuestras latitudes, en modo alguno fácil, nos retrotrae una y otra vez a los comienzos de la reflexión eclesial y nos fuerza a preguntarnos de forma renovada qué es en último término la Iglesia. Hablando con más precisión, la pregunta no es: «qué» es la Iglesia sino «quién» es la Iglesia. Dado que, en su verdadero núcleo, la Iglesia es una textura de personas concretas, no es primariamente un «qué» sino un «quién». Porque el espíritu objetivo que se manifiesta y actúa en las estructuras e instituciones de la Iglesia presupone un espíritu subjetivo, es decir, la fe como aquella matriz en la que puede ser concebida y llegar a fructificar la semilla de la palabra de Dios. De aquí ha sacado Hans Urs von Balthasar con razón la 8
consecuencia de que «Iglesia –en su más alto grado– hay allí donde –en su más alto grado– se encuentran fe, amor, esperanza, donde –en su más alto grado– hay desprendimiento personal y apoyo al prójimo» 6. A la luz de esta eclesiología personalista se puede tratar también de manera constructiva de los defectos y carencias de la Iglesia, de los que hoy tan a menudo se habla. Claramente se ve, en efecto, que lo que en nuestros ámbitos le falta a la Iglesia no es principalmente lo personal, si bien muy concretamente la falta de sacerdotes ha adquirido dimensiones alarmantes. Tampoco es el dinero, aun cuando las finanzas disminuyen a ojos vista. Lo que sobre todo le falta hoy a la Iglesia es la convicción de que, en la vida y la celebración comunitaria de la fe, se abre el sentido más profundo de la vida humana, y de que nosotros, como Iglesia, tenemos una importante y hermosa contribución que hacer al mundo de hoy, que puede convertir a la Iglesia en una comunidad atrayente para hombres y mujeres en búsqueda. Esta contribución consiste en la proclamación de la presencia del Dios vivo y en el gozoso reconocimiento de que nosotros tenemos el privilegio de vivir en su presencia. En este servicio está la Iglesia y si en su vida y en su actividad se transparenta el misterio de Dios, su mensaje podrá brillar con luz propia todavía hoy. Entonces aparecerá la Iglesia, también al comienzo del siglo XXI, como respuesta liberadora a la estructura masificante que percibimos en la sociedad actual y bajo cuya soledad y aislamiento sufren hoy muchas personas; y entonces saldrá de nuevo a la luz la auténtica esencia de la Iglesia: la de ser en el mundo comunidad de peregrinación en la fe. A esta luz esperanzadora, la presente crisis de la Iglesia aparece también como oportunidad de que, de esa crisis de hoy, emergerá aquella renovación que el papa Benedicto XVI profetizó ya en la década de 1960, y que todavía hoy no ha perdido nada de su actualidad. El papa estaba convencido de que «de una Iglesia interiorizada y simplificada» brotará una gran fuerza: «Porque los hombres y mujeres de un mundo total y absolutamente planificado van a estar indeciblemente solos. Van a experimentar, una vez que Dios haya desaparecido enteramente de su vida, su plena y estremecedora pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo: como una esperanza que les afecta, como una respuesta que en lo más recóndito de su ser han estado buscando siempre. Por eso me parece seguro que a la Iglesia le esperan tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis apenas si ha comenzado: hay que contar con considerables convulsiones. Pero estoy también completamente seguro de lo que al final va a quedar: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Seguramente no volverá a ser ya nunca más la fuerza socialmente predominante en la medida en que lo ha sido hasta hace poco. Pero volverá a florecer de nuevo y las personas volverán a percibirla como hogar que les da vida y esperanza hasta más allá de la muerte» 7. Tras este diagnóstico resplandece el misterio de la noche de Pascua: así como el viernes santo fue un día ruidoso, todo golpes y martillazos, así también mucho de lo que hoy se resquebraja en la Iglesia produce un ruido enorme e interminable, como lo 9
prueban tantos enfrentamientos eclesiales públicos. Pero así como la resurrección del Señor se realizó silenciosamente y –en la noche de Pascua– la muerte imperceptiblemente se transformó en vida, con lo que el muro entre la eternidad y el mundo de nuestra vida terrestre se hizo transitable, así también la verdadera reforma de la Iglesia procede calladamente –como ya ha sucedido en la historia de la Iglesia, en la que los santos han sido los reformadores silenciosos–. Esta renovación de la Iglesia, que puede elevar los acuíferos de la fe, alarmantemente mermados en estas latitudes, tiene que ser el centro de todos los empeños en favor de la Iglesia. A la vista de la lucha que se libra a plena luz del día entre una «Iglesia de abajo» y una «Iglesia de arriba», solo la apuesta apasionadamente equilibrada por una «Iglesia de dentro» conducirá al futuro, porque solo una Iglesia así brilla a la luz pascual de la resurrección. Pues, en verdad, la Iglesia solo se renueva «desde dentro»: ¡por supuesto, tanto abajo como arriba! Que bajo esta luz pascual también hoy la Iglesia pueda despertar de nuevo en las almas de los hombres y mujeres: este fue el más hondo empeño del concilio Vaticano II. Así como, al principio, la Iglesia nació en el momento en que en el alma de María se alumbró su fiat, así también hoy volverá a nacer y puede despertar en el alma de los hombres y mujeres, si hoy pronuncia su fiat mariano. En esta esperanza lanzo el presente libro a su aventura.
† KURT KOCH Obispo de Basilea Solothurn, 25 de marzo de 2007
1. O. DIBELIUS , Das Jahrhundert der Kirche, Berlin 1926. 2. R. GUARDINI, Vom Sinn der Kirche, Mainz 1922 [trad. esp.: Sentido de la Iglesia, Dinor, San Sebastián 1964]. 3. Ibid., 29s. 4. R. GUARDINI, «PAPST PIUS XII.
UND DIE
LIT UR gie»: Liturgisches Jahrbuch 6 (1956), 129.
5. R. GUARDINI, Vom Sinn der Kirche, op. cit., 23. 6. H. U. VON BALT HASAR , «WER 181.
IST DIE
KIRCHE?»,
EN
Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Einsiedeln 1961,
7. J. RAT ZINGER , Glaube und Zukunft, München 1970, 124s [trad. esp.: Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007].
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PRIMERA PARTE:
Vida y estructura de la Iglesia «JESÚS anunció el reino de Dios, ha llegado la Iglesia». Esta expresión del teólogo francés Alfred Loisy, de comienzos del siglo XX, citada con tanta frecuencia, ha hecho historia y está muy difundida en la conciencia de muchos cristianos, incluso católicos, que la entienden en el sentido de una estricta contraposición entre el reino de Dios y la Iglesia. En esta perspectiva, la Iglesia no sería otra cosa, desde sus mismos comienzos, que un aborto monstruoso y, en último término, un fraude. Sería «el residuo de una esperanza frustrada y la malograda estructura de lo que Jesús realmente pretendió» 1. Desde luego, el mismo Alfred Loisy entendió esta frase de manera completamente distinta. Él vio más bien una evolución histórica legítima en la transformación que, de la esperanza en la llegada del reino de Dios, se operó hacia el nacimiento de la Iglesia. Pero es que, además, la contraposición de reino de Dios e Iglesia ni es objetiva ni responde en modo alguno a los datos admitidos de la crítica bíblica. Porque, ya según la convicción judía, la reunión y purificación de los humanos para el reino forma parte indisoluble de la llegada del reino de Dios. Ahora bien, hasta tal punto fue precisamente esta la intención de la vida y obra de Jesús, que el exégeta neotestamentario Joachim Jeremias puede asentar la siguiente formulación: «El único sentido de la actividad entera de Jesús es la reunión del escatológico pueblo de Dios» 2.
1. K. LEHMANN, Neuer Mut zum Kirchesein, Freiburg 1982, 14. 2. J. J EREMIAS , Neutestamentliche Theologie, vol. I, Gütersloh 1971, 167 [trad. esp.: Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 19855 ].
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CAPÍTULO 1:
Pueblo de Dios desde el cuerpo de Cristo ESTA reunión del nuevo pueblo de Dios es la Iglesia. Por eso, Cristo en cuanto anunciador del reino de Dios, e Iglesia en cuanto reunión para el reino de Dios, no se pueden separar, como pretende el eslogan que hace algunos decenios se convirtió en moda y que afirma: «Jesús, sí. Iglesia, no». Y es que entre Cristo y la Iglesia no puede haber contradicción alguna: y eso, a pesar de los muchos pecados de las personas que componen la Iglesia. En consecuencia, el eslogan –«Jesús, sí. Iglesia, no»– es incompatible con la intención de Jesús y no es cristiano, como enérgicamente ha acentuado el papa Benedicto XVI: «Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica. Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia hay una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo» 3.
I. Nacimiento pentecostal de la Iglesia La Iglesia, como reunión y asamblea para el reino de Dios, evidentemente no es ya ella misma el reino de Dios. Por eso, tiene en sí algo de provisional; mejor, algo de precursora, por cuanto es ella la que conduce la asamblea de hombres y mujeres reunida por Jesús hacia el reino de Dios. Desde un punto de vista histórico, presupone la separación de sinagoga e Iglesia, de Israel e incipiente cristianismo, de tal manera que –dicho con el lenguaje de la parábola del banquete regio de bodas– se la puede calificar como el «salón de bodas lleno con invitaciones añadidas» 4. Por eso, en su estructura concreta no puede basarse solo en la acción del Jesús histórico, si bien él la configuró en sus elementos esenciales. Pero plenamente fundada, solo lo fue en Pentecostés. Por ello, consideremos, primero, su nacimiento pentecostal para, desde ese nacimiento, echar una mirada hacia atrás, a la actividad fundante de Jesús. El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el acontecimiento de Pentecostés (cf. Hch 2,1-13) llama ya la atención sobre dos características de la Iglesia, que tienen que ser todavía hoy su distintivo y en las que también hoy tiene que ser reconocida.
1. Universalidad de la Iglesia en el bautismo El relato que el libro de los Hechos de los Apóstoles hace de Pentecostés presenta a la Iglesia en la hora de su nacimiento. Pero esa hora remite hacia atrás, a la hora del pueblo 12
de Dios del Antiguo Testamento en el Sinaí. Lucas expresa esta conexión cuando describe el acontecimiento de Pentecostés como acompañado de una violenta tormenta y de lenguas en forma de fuego. Estas imágenes de tormenta y fuego evocan un suceso veterotestamentario fundamental, a saber: el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios se manifestó al pueblo de Israel en una tormenta y fuego, le entregó los diez mandamientos y selló con él su alianza. Ahora bien, estos mandamientos de Dios no los percibió Israel precisamente como foso y alambrada de su libertad sino, al contrario, como consumación de aquella liberación que Dios había comenzado y realizado con la salida de Egipto. Lo sucedido en el Sinaí, con la entrega de la ley, lo recibió Israel como el don definitivo de la libertad. Por eso, celebraba el quincuagésimo día después de la Pascua, aniversario de la salida de Egipto, como la fiesta en la que se selló la alianza en el Sinaí. Sobre este trasfondo, con las imágenes de tormenta y fuego que irrumpen sobre los discípulos del Señor reunidos en el cenáculo, presenta Lucas el acontecimiento de Pentecostés como una renovación de lo acontecido en el Sinaí: Pentecostés es, por decirlo así, el nuevo Sinaí, con el don de la nueva alianza de Dios con su pueblo y con la entrega de la nueva ley que consiste en el amor, que es el mismo Espíritu Santo. Así como Israel solamente se constituyó en pueblo de Dios en sentido pleno con la alianza en el Sinaí, así Pentecostés significa el nacimiento de la Iglesia mediante el Espíritu Santo. La Iglesia, como el nuevo Sinaí, se extiende al mismo tiempo a todos los pueblos, como expresamente notan los Hechos de los Apóstoles: «En Jerusalén vivían judíos, hombres piadosos de todos los pueblos bajo el cielo» (Hch 2,5). Lucas cita por extenso y con minuciosidad los muchos nombres de países; y lo hace, claro está, porque le interesa la universalidad de la Iglesia ya en la hora de su nacimiento. De este a oeste y de norte a sur nombra Lucas, en primer lugar, los doce países del mundo de entonces. Luego salta esas fronteras y va hasta la isla de Creta y a Roma. Con esto muestra Lucas que la universalidad de la Iglesia no es asunto que solo haya ido realizándose poco a poco en el curso de la historia. Más bien, la Iglesia es, por su origen y desde su nacimiento, el nuevo pueblo de Dios, que procede y se compone de todos los pueblos y cuya «primera tarjeta de visita en la historia» es su universalidad5. Al hablar en todas las lenguas desde el primer momento de su nacimiento, la Iglesia se presenta a sí misma como comunidad de fe con horizonte universal. La Iglesia es la comunidad de fe que abarca todo el mundo, que salta las fronteras de todas de naciones, razas y clases, y une a los seres humanos en la confesión del Dios de la Trinidad. En este sentido originario y auténtico, la Iglesia es «católica», es decir, que habla en todas las lenguas y, sin embargo, es una en el mismo Espíritu: la Iglesia es, desde el comienzo, católica; y en eso consiste su más profunda esencia. Al considerar el acontecimiento de Pentecostés se hace patente todavía otro aspecto. El relato de Pentecostés pasa sin solución de continuidad al relato del bautismo de los primeros cristianos y cristianas: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron y aquel día se incorporaron unas tres mil personas» (Hch 2,41). De este modo, la universalidad de la Iglesia y el bautismo único forman un todo indisoluble. El bautismo es 13
«la puerta de entrada en la Iglesia» 6 y el sacramento universal de la Iglesia, sin más. Porque en el bautismo, la persona individual es aceptada en la Iglesia que se compone de muchos pueblos. El bautismo, por consiguiente, no procede de la comunidad particular: en él, más bien, se abre la puerta a la Iglesia una. Por eso, el bautismo es mucho más que socialización en una comunidad particular: es acogida en la Iglesia universal por la vía de la acogida en una comunidad concreta. La universalidad del bautismo tiene como consecuencia, sobre todo, que una vez que una persona es bautizada, si cambia de residencia, es miembro de pleno derecho en cualquier otra Iglesia local y no vuelve a ser bautizada. El que ha sido bautizado en Venecia, en Lisboa, en Madrid o en Sarajevo, es miembro de cualquier otra Iglesia local lo mismo que de la Iglesia en la que ha sido bautizado. Porque miembro de esa Iglesia única se llega a ser solo por el hecho del bautismo y de ninguna manera por la presentación de algún otro documento nacional de identidad. En el bautismo radica la razón más profunda de por qué en la Iglesia no puede darse por principio ninguna clasificación en nativos y extranjeros. Desde un punto de vista de teología bautismal, el concepto de «extranjero» hay que catalogarlo, más bien, como una categoría no católica. En la Iglesia, por principio, solo puede haber cristianos y cristianas bautizados: «En la Iglesia no hay ni puede haber forasteros ni huéspedes. Todos los bautizados son conciudadanos del único pueblo de Dios» 7.
2. La Iglesia como asamblea eucarística Con esto queda ya aludida la segunda característica de la Iglesia. El relato de Pentecostés muestra inequívocamente que la Iglesia no es un producto de los seres humanos sino la obra del Espíritu Santo. La obra de los hombres la ve la Biblia, más bien, en Babel, donde los humanos quieren tomar por asalto el cielo con su acción arbitraria y precisamente por eso ya no se entienden sino que entran en conflicto unos con otros: un conflicto que se expresa y se traduce en la confusión de las lenguas. Es verdad que los seres humanos buscan también en Babel la unidad y la unificación, pero pretenden establecerlas por sí mismos y con la torre babélica construir el paraíso en la tierra. Por eso colaboran unos con otros en la construcción de la torre. Sin embargo, muy pronto ya no construyen cooperando unos con otros sino enfrentándose entre sí. Mientras creen poder prescindir de Dios y ser capaces de construir por sí mismos el camino hacia el cielo, se resquebraja la voluntad de entendimiento mutuo y se pone en juego el carácter de lo humano. En todo caso, la sociedad única de Babel, autónomamente construida, no lleva a las personas a la unión sino que las conduce a la confusión y a la disgregación. Para Lucas, Pentecostés es el antitipo salvífico de Babel. Esto lo expresa diciendo que todos los presentes en el acontecimiento de Pentecostés se entienden entre sí a pesar de que hablan en lenguas diversas. Así pues, la unidad que los humanos buscan más profundamente solo se puede lograr allí donde hombres y mujeres se abren al regalo, por parte del Espíritu Santo, de un corazón nuevo y consiguientemente de un lenguaje 14
nuevo, tal como puede observarse esto en Pentecostés: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse» (Hch 2,4). Este milagro pentecostal de las lenguas es precisamente no la prolongación y repetición de la confusión de lenguas de Babel sino su superación y su cura por la fuerza del Espíritu Santo. Porque la Iglesia pentecostal no habla una única lengua. Habla, más bien, muchas lenguas, pero en aquella unidad liberadora que es don del Espíritu Santo. Con esto se indica ya el ensamblaje de unidad de la Iglesia universal y pluralidad de las diversas Iglesias locales, en el sentido de que de la Iglesia-una forman parte lenguas y culturas múltiples, y que la Iglesia-una vive en Iglesias locales de muy diversa configuración, las cuales, a su vez, integran la única Iglesia universal. Aquí salta a la vista la diferencia radical entre Babel y la Iglesia de Pentecostés. Los hombres y mujeres de Babel hablan en una lengua, pero solo de suspropias hazañas. Los hombres y mujeres de Pentecostés, por el contrario, hablan en muchas lenguas, pero hablan con un solo ánimo de las grandezas de Dios, como se dice en la última frase del relato de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles: «Todos los oímos contar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (Hch 2,11b). Mientras que los hombres y mujeres en Babel atacan autosuficientemente el cielo y, precisamente por eso, yerran en el intento, en Pentecostés es el mismo cielo el que se abre y baja con fuego y Espíritu a la tierra. Con estas imágenes muestra Lucas que en Pentecostés se ha cumplido la promesa de Juan el Bautista: «Yo os bautizo solo con agua en señal de arrepentimiento; pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no tengo derecho a llevarme sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). Al descender Espíritu Santo y fuego sobre la comunidad de los discípulos reunidos, nace la Iglesia. Que la Iglesia es obra del Espíritu Santo se pone de manifiesto en los Hechos de los Apóstoles sobre todo por una circunstancia: la Iglesia nace de la oración. No es ninguna casualidad que, en el cuadro pentecostal descrito por Lucas, los discípulos antes de Pentecostés estén reunidos en el cenáculo para la oración: «Todos ellos, con algunas mujeres, la madre de Jesús y sus parientes, persistían unánimes en la oración» (Hch 1,14). De este modo, el cenáculo es el lugar de la naciente Iglesia; y los once apóstoles, a los que se cita por su propio nombre, y María, las mujeres y los hermanos, constituyen una peculiar asamblea de alianza, que representa ya al nuevo pueblo de Dios. La acción de María consiste, sobre todo, en estar abierta a la voluntad de Dios, con lo que, en este cenáculo pre-pentecostal, María se muestra como primera orante de la comunidad de fe reunida, y como madre de la Iglesia orante. Es esta, sin duda, la más bella imagen de Iglesia, por la que también hoy tiene que orientarse constantemente. Así como al suceso pentecostal precedió entonces una preparación intensa de oración, así también hoy solo puede haber en la Iglesia un nuevo Pentecostés si este es preparado y apoyado intensamente en la oración. Con esto se pone de manifiesto que la oración es la máxima urgencia de la fe y la realización radical de la vida eclesial. La Iglesia no está nunca tan en su elemento como cuando ora. La Iglesia es
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antes que nada comunidad de oración porque en la oración se juega nada más y nada menos que «la “armonización” entre el querer humano y el querer divino» 8. Tenemos que expresarlo con más precisión aún: la Iglesia es comunidad de culto. A eso apunta ya la palabra más antigua utilizada para decir Iglesia: la expresión griega ekklēsía. Esta palabra significa: asamblea para el culto y para la alabanza a Dios. La Iglesia es, por lo mismo, la comunidad de los que acogen la con-vocación de Cristo para el culto a Dios. Tanto es así, que Iglesia y culto, en último término, son idénticos. El culto divino es el espacio omniabarcante y el centro dinámico de la Iglesia y de la vida eclesial, y pone a la luz del día que, por grande que sea el compromiso que hombres y mujeres asumen por ella, lo decisivo en ella lo realiza Dios y a él se le debe el agradecimiento primero. La palabra ekklēsía apunta con más precisión a la eucaristía y designa la asamblea del pueblo de Dios convocada para el culto cristiano y, con ello, para la eucaristía. La esencia más profunda de la Iglesia es la asamblea eucarística: la Iglesia está, sobre todo, allí donde los cristianos se reúnen para la celebración de la eucaristía9, que no es simplemente uno de los siete sacramentos sino el sacramento de los sacramentos y, consiguientemente, fuente, centro y culmen de la vida de la Iglesia. Por eso, no es que la Iglesia celebra simplemente la eucaristía sino que nace de ella, como el papa Juan Pablo II lo expresó ya en la primera línea de su encíclica sobre la eucaristía: «La Iglesia vive de la eucaristía» 10.
II. Actividad fundante de Jesús Al contemplar el nacimiento pentecostal de la Iglesia por la fuerza del Espíritu Santo, nos hemos encontrado ya con los dos sacramentos –bautismo y eucaristía– que forman parte constitutiva del ser de la Iglesia. Pero con esto nos hemos adelantado demasiado; antes tenemos que volver la vista atrás, a la vida y actividad terrenas de Jesús, y preguntarnos por los comienzos de la Iglesia en él. Para ello, hay que partir de la intención de la actividad de Jesús: intención que él mismo describió diciendo que había venido «para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Toda la actividad de Jesús consiste en la reunión del nuevo pueblo de Dios para la llegada de su reino. En su actividad de reunión destacan, sobre todo, dos hechos fundacionales de la Iglesia.
1. Los Doce como célula originaria de la Iglesia El primer acto es la constitución del círculo de los Doce. Al comienzo mismo de su actividad pública, Jesús reunió discípulos en torno a sí y eligió de entre ellos a sus doce testigos. Su llamada la describe el evangelista Marcos con la enérgica expresión: Jesús «hizo» los Doce (cf. Mc 3,14). Con la llamada de los Doce, Jesús ponía de manifiesto su misión a Israel, que se entendía a sí mismo como el pueblo de las doce tribus y, con la 16
mirada puesta en el tiempo salvífico mesiánico, esperaba ante todo la restauración de las doce tribus de Israel: las que, en tiempos remotos, habían nacido de los doce hijos de Jacob. Pues bien, al «hacer» ahora a los Doce, Jesús se entendía a sí mismo como el nuevo Jacob que ponía los cimientos del nuevo Israel. Jesús se presentaba a sí mismo como Patriarca del nuevo pueblo de Dios, para cuyo origen y fundamento instituía a los Doce –que se llaman simplemente los «Doce» y solo después de la Pascua recibirán el título de «apóstoles»–. Cuán importantes fueran estos Doce en la intención de Jesús se puede deducir también de que, tras la traición de Judas, se volvió a completar el número. Es claro que los apóstoles consideraron cometido suyo recomponer el número de doce, perdido con el suicidio de Judas. Supuestos estos datos, parece plausible compartir el juicio del exégeta católico del Nuevo Testamento, Gerhard Lohfink: «La persona de Jesús y la figura de los Doce son lo nuevo en el Nuevo Testamento» 11. ¿En qué consiste la misión de los Doce? Marcos la describe en los siguientes términos: Jesús hizo los Doce «para que vivieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios» (Mc 3,13-14). La primera tarea de los Doce consiste solamente en ser precisamente los Doce y en vivir con Jesús. Esta es la vida apostólica de los Doce con Jesús, de la cual se sigue la misión apostólica de los Doce al mundo para la proclamación de la palabra de Dios y para expulsar demonios: misión que de nuevo desemboca en la vida apostólica con Jesús. Ambas vocaciones no solo forman un todo indisoluble sino que en ellas hay también una secuencia inequívoca, por cuanto la llamada a la vida apostólica con Jesús precede a la llamada a la misión apostólica. Con la elección de los Doce se perfila ya la misión del ministerio apostólico en la Iglesia, sobre todo el del obispo y el del sacerdote, que consiste y no puede menos de consistir en suceder a los apóstoles. También su presupuesto fundamental consiste en estar-con-Jesús y en la íntima comunión con él. De ahí se deriva la misión del ministerio eclesial, cuyo núcleo central consiste en llevar ese «estar-con-Jesús» a los hombres y mujeres, y en reunirlos dentro de esa mística de «estar-con-él». Y así como Jesús confirió a los apóstoles plenos poderes para expulsar a los malos espíritus, así también el ministerio eclesial tiene que sanar y purificar a los hombres y mujeres desde dentro, llevar adelante la reunión del nuevo pueblo para la llegada del reino de Dios y convertirlo en asamblea de Dios. Que, por tanto, el ministerio eclesial no puede ser simplemente cuestión de delegación por parte de la comunidad, sino de la misión sacramental por parte de Jesucristo mismo, tiene su expresión en el hecho de que aquellos cristianos que están al servicio de la predicación del Evangelio, de la celebración de los sacramentos y del gobierno de la Iglesia, reciben el sacramento del orden.
2. La última cena de Jesús como sello de una nueva alianza Con la creación del círculo de los Doce está dada la célula germinal de la Iglesia. Pero el segundo acto fundante de la misma, el decisivo, es la última cena con los Doce, con el que Jesús, la noche antes de su pasión, instituyó la eucaristía y con ella fundó finalmente 17
el pueblo de la nueva alianza. Porque la cena pascual que Jesús celebra con sus discípulos, la enmarca en dos gestos y en palabras que interpretan esos gestos: gestos y palabras que son completamente nuevos. Antes de la cena pascual, Jesús toma pan, lo parte, se lo da a los discípulos y dice: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Al final de la cena, toma una copa con vino y dice: «Esta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (Lc 22,19-20). Una vez más, el sentido profundo de estas acciones símbolo, y de las palabras de Jesús que las acompañan, realmente solo se descubre a la luz de la fe veterotestamentaria y de la espiritualidad judía. Esto vale de manera especial a propósito del rito de la fracción del pan, que remite ante todo a la praxis cotidiana en aquellos tiempos, en la que toda comida se iniciaba con la fracción del pan. El pan partido es el signo de la comunidad de mesa. Por el hecho de partir el pan, aquellos que reciben un bocado de ese pan partido quedan estrechamente unidos en comunión. El que ha recibido un trozo del pan partido forma parte con toda propiedad de la comunidad bendecida por Dios. Desde esta perspectiva se puede entender que, para el Antiguo Testamento, la deslealtad verdaderamente más reprobable se vea en el hecho de que un compañero de mesa traicione a otro. Absolutamente execrable ha de ser considerada la traición de Judas, porque se cometió después de que Jesús le diera un bocado de pan, con lo que le otorgaba al mismo tiempo comunión consigo mismo12. Porque el significado más profundo de la fracción del pan consiste en que crea comunión: quien ha recibido un trozo del pan partido, forma parte de la ḥaburah, la familia. También en este sentido celebró Jesús la pascua, es decir, en casa con su familia: en este caso, con los apóstoles que habían pasado a formar su nueva familia. Por eso, la fracción del pan por parte de Jesús funda en embrión la Iglesia, entendida como el Israel reunido por él. Con qué seriedad tomó posteriormente la Iglesia primitiva este signo de la fracción del pan se puede deducir del hecho de que con esta palabra designó la eucaristía. En la Iglesia primitiva, la fracción del pan se convirtió en el distintivo fundamental de la presencia del Cristo resucitado. Así se dice en los Hechos de los Apóstoles a propósito de la comunidad madre de Jerusalén: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). No solo el rito del partir el pan: también el compartir una misma copa en la última cena de Jesús expresa la participación en el mismo destino. El cáliz es el símbolo del destino doloroso de una persona; y beber juntamente de la misma copa es el signo de una profunda solidaridad en la comunidad de destino. Por eso, la intención de la última cena de Jesús se hace aún más clara en sus palabras sobre el cáliz. Según Lucas y Pablo, Jesús habla en ese momento de la «nueva alianza sellada con mi sangre». Se remonta con ello al profeta Jeremías, quien predijo que, en lugar de la alianza del Sinaí, quebrantada por los hombres, Dios establecerá una nueva alianza que no podrá volver a ser quebrantada, porque ya no se ofrece a los humanos en forma de libro o de tabla de piedra, sino que está escrita en su corazón. Dios, pues, como predice el profeta, sustituirá 18
la alianza condicionada, vigente hasta entonces, que ha dependido de la fidelidad humana a la ley y que, por lo mismo, ha sido quebrantada una y otra vez, por su nueva alianza incondicional, en la que Dios se obliga a sí mismo irrevocablemente. Esa alianza nueva, inquebrantable y definitiva, es la que sella Jesús en la última cena. A esto se añade que Jesús habla explícitamente de «mi sangre». De ese modo expresa que no solo funda esa nueva alianza, sino que él mismo es esa nueva alianza de Dios, la que ahora se sella con su sangre que él entrega por la multitud. Esto se ve con más claridad aún en Marcos y en Mateo, en los cuales la palabra de Jesús sobre el cáliz está tomada directamente del relato veterotestamentario sobre el establecimiento de la alianza en el Sinaí. Allí Moisés rocía con la sangre del sacrificio, primero el altar como signo del Dios escondido. Luego toma el documento de la alianza y lo lee delante del pueblo, el cual responde: «Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos». A continuación, Moisés toma otra vez sangre y rocía al pueblo al tiempo que dice: «Esta es la sangre del pacto que el Señor hace con vosotros a tenor de estas cláusulas» (Ex 24,6-8). Este rito de sangre en el Sinaí significa que Dios entra en una misteriosa comunidad de sangre con los seres humanos, de tal manera que desde ese momento él les pertenece a ellos y ellos le pertenecen a él. Cuando Jesús en la última cena ofrece la copa a los discípulos y dice: «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza», en ese momento las palabras de Dios en el Sinaí desvelan su nuevo sentido y su estremecedora profundidad. Desde este contexto, la última cena de Jesús es inteligible como el «sello de un pacto, precisamente en prolongación del pacto del Sinaí, que aquí aparece no abolido sino renovado» 13. La última cena de Jesús, en cuanto sello de un pacto, es la fundación de la relación de alianza de Dios con los discípulos de Jesús. El nuevo pueblo de la Iglesia es, en su núcleo, comunidad de cuerpo y de sangre con Jesús: comunidad que es al mismo tiempo comunidad con Dios.
III. Iglesia como pueblo de Dios a partir del cuerpo de Cristo Con la constitución del círculo de los Doce y con la última cena, Jesús ha creado una nueva comunidad visible de salvación: el nuevo pueblo de Dios, el cual tiene su fundamento y su centro vital en el acontecimiento del que ha nacido, es decir, la celebración de la última cena. Desde esta perspectiva se puede describir la Iglesia, con el papa Benedicto XVI, como el nuevo pueblo de Dios, que es «pueblo a partir del cuerpo de Cristo» 14. En esta perífrasis de la auténtica esencia de la Iglesia, cada palabra es importante y, sobre todo, no es lícito dejar en un segundo plano la segunda parte. Esta advertencia tiene aplicación, sobre todo, en el tiempo posterior al concilio Vaticano II, que se caracteriza por una cierta paradoja. Mientras que el concilio recordó la pluralidad y convergencia de diversas imágenes de la Iglesia, tales como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, la visión de la Iglesia se ha focalizado después del concilio de manera unilateral en la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios. 19
Prueba de ello es ya el hecho de que, de la Constitución conciliar Lumen gentium sobre la Iglesia, se ha recibido sobre todo el segundo capítulo, acerca del pueblo de Dios, pero en ese proceso se le ha desgajado cada vez más del más amplio contexto de la constitución, en la que ya en el primer capítulo se trata del misterio de la Iglesia15. Con esta visión parcial de la Iglesia –solo como «pueblo de Dios» y no ya como «Iglesia a partir del cuerpo de Cristo»– y con un discurso posconciliar auténticamente inflacionista sobre el «pueblo de Dios», hasta el genitivo «de Dios» amenazó con desaparecer, con lo que solo quedaba el «pueblo», lo que el teólogo pastoralista vienés Paul M. Zulehner expresó en la apretada fórmula: «Se pretendía llegar a ser pueblo, pero en el intento se olvidaba que, de lo que en realidad se trataba, era de llegar a ser pueblo de Dios» 16. Por eso, el término «pueblo de Dios» se fue interpretando cada vez más no de acuerdo con el uso lingüístico bíblico, sino conforme al significado político y sociológico, en el que el misterio de la Iglesia ya no tenía mucho que hacer. Estrechamente ligados a esta autosecularización de la Iglesia, surgieron intentos de equiparar ampliamente a la Iglesia con una democracia. Por eso, a la Iglesia-pueblo de Dios se le entendió cada vez más descarnadamente en el sentido de la soberanía popular, es decir, como el «derecho de todos a la decisión democrática común sobre lo que la Iglesia debe ser y hacer». El auténtico creador y soberano de este pueblo, Dios, expresado en el genitivo, quedó en este proceso fuera de juego; o mejor, «se le fundió en el pueblo que se fundamenta y configura a sí mismo» 17. En determinadas corrientes particulares de la teología de la liberación se llegó incluso a entender el término «pueblo de Dios» a partir del uso lingüístico marxista y, con ello, como antipolo de las capas sociales dominantes, con lo que se pretendió que la soberanía popular tenía que aplicarse también en la Iglesia18. A la vista de esta relectura selectiva del concilio Vaticano II y de un vuelco de tanta envergadura en su interpretación de la Iglesia, es necesario volver a la autodesignación originaria de la Iglesia como ekklēsía y, a partir de aquí, preguntar de nuevo en qué sentido la Iglesia es «pueblo de Dios». Que «pueblo de Dios» no puede ser la caracterización primaria –y por supuesto mucho menos la única– de la Iglesia se deduce ya de los mismos datos positivos de la investigación bíblica. Estos ponen de manifiesto que las expresiones que en el Nuevo Testamento hablan del «pueblo de Dios» no designan precisamente a la Iglesia, sino casi exclusivamente al pueblo de Israel: «“Pueblo de Dios” no es en el Nuevo Testamento ninguna designación de la Iglesia: solo en una reinterpretación cristológica del Antiguo Testamento, es decir, mediante y a través de la transformación cristológica, puede designar al nuevo Israel» 19. Además, en el pensamiento veterotestamentario –a diferencia del discurso actual sobre el «pueblo de Dios», que en la mayoría de los casos se sitúa en un plano horizontal– la dirección vertical de la relación de Dios con su pueblo ocupa inequívocamente el primer plano, como finamente nota el exegeta Werner Berg: «A pesar de la exigua cantidad de pasajes que contienen la expresión “pueblo de Dios” –en este 20
sentido, “pueblo de Dios” es un concepto bíblico raro–, hay algo, sin embargo, que de forma general se puede establecer: la expresión “pueblo de Dios” expresa la “familiaridad” de Dios, la relación desde Dios, la unión entre Dios y el designado como “pueblo de Dios”» 20. Por tanto, en el Antiguo Testamento, la expresión «pueblo de Dios» no designa a Israel simplemente en su estructura empírica; Israel es designado, más bien, «pueblo de Dios» en cuanto está referido a su Señor. A pesar de este sentido inequívocamente vertical, apenas existe en el Nuevo Testamento la designación «pueblo de Dios» para significar la Iglesia fundada por Jesús. La Iglesia naciente no se entendió a sí misma como «pueblo de Dios», sino como ekklēsía, en relación con la sinagoga judía21. Esta palabra, en el lenguaje griego profano, designa la asamblea popular de una comunidad política, y en el lenguaje religioso, la comunidad popular israelita reunida. Esta se distingue de la anterior, sobre todo, en que en la pólis griega se reúnen los varones para adoptar acuerdos importantes, mientras que el pueblo de Israel se congrega no para decidir por sí mismo sino para escuchar lo que Dios ha decidido y para darle su asentimiento. Por eso, en Israel, la reunión sinaítica en la que Dios comunicó al pueblo sus mandatos es la que se convirtió en símbolo y medida radical de todas las posteriores asambleas del pueblo. Ciertamente, Israel anduvo siempre muy alejado de esa imagen ideal de su existencia como pueblo de Dios. De aquí que su esperanza se dirigiera cada vez más hacia una nueva ekklēsía venida de Dios mismo, es decir, hacia una nueva reunión y fundación del pueblo de Dios. Así pues, la insistente plegaria por esa reunión constituía también un factor integrante de la oración de Israel en la época tardojudaica22. Si la naciente Iglesia se designó entonces a sí misma ekklēsía, expresaba de ese modo su convicción de fe, de que en ella y con ella, su plegaria por la reunión del pueblo de Dios se había cumplido, porque Jesucristo mismo es el Sinaí viviente y porque todos los que se reúnen en torno a ese nuevo Sinaí forman la asamblea definitiva del pueblo de Dios. Desde este punto de vista, la expresión veterotestamentaria «pueblo de Dios» se llena de nuevo contenido, en el sentido de que las personas solo llegan a ser pueblo de Dios mediante la comunión con Cristo en el Espíritu Santo: «El pueblo de Dios se convierte en Iglesia cuando es reunido de nuevo por Cristo y el Espíritu Santo» 23. Con esto se comprende perfectamente que el Nuevo Testamento no utilice el término veterotestamentario «pueblo de Dios» para designar a la nueva comunidad de la Iglesia. Mientras que «pueblo de Dios» traduce la esencia auténtica y total del pueblo de Israel, la Iglesia del Nuevo Testamento se acredita como «pueblo de Dios» solo por el hecho de que, al mismo tiempo, es el cuerpo de Cristo y está construida a partir del cuerpo sacramental de la eucaristía. Por el hecho de ser-cuerpo-de-Cristo, el neotestamentario pueblo de Dios se distingue no solo del modo de ser-pueblo de los pueblos civiles, sino también del modo de ser-pueblo de Israel. Porque la Iglesia es pueblo de Dios solo en y por el cuerpo de Cristo.
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Como la nueva comunión con Cristo se transmite concretamente en los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, los bautizados son pueblo de Dios solamente por el hecho de ser cuerpo de Cristo y estar continuamente convirtiéndose en cuerpo de Cristo: a medida que la Iglesia se va convirtiendo en cuerpo de Cristo desde y por la eucaristía, como una y otra vez subraya, sobre todo, Pablo. Porque él utiliza la expresión «cuerpo de Cristo» tanto para significar el don eucarístico como también la comunidad eclesial, cuando plantea a los corintios la pregunta: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Uno es el pan. Por eso, nosotros –que somos muchos– formamos un cuerpo, pues todos comemos el único pan» (1 Cor 10,16-17). Sin solución de continuidad, Pablo pasa del «cuerpo de Cristo», del que hace partícipe el pan eucarístico, al «cuerpo de Cristo», que es la Iglesia. De este modo hace Pablo comprensible que la construcción de la Iglesia se realiza mediante la eucaristía y que la unidad de la multitud de creyentes en la Iglesia una procede del único pan eucarístico y, con eso, del Cristo uno: porque Cristo es solo uno, el pan eucarístico es también solo uno. Y a la inversa, porque mediante ese pan eucarístico uno tienen los creyentes parte en el Cristo uno, por eso también la Iglesia, como cuerpo de Cristo, solo puede ser una. Por consiguiente, la ekklēsía, desde la eucaristía, es «no solo como el cuerpo de Cristo sino que es el cuerpo de Cristo, porque ella se debe a la acción salvadora del Crucificado resucitado, se llena de su presencia pneumática y está puesta por él al servicio de la reconciliación. Como tal cuerpo de Cristo, la ekklēsía precede siempre a la decisión de fe de los individuos» 24. Esa indisoluble conexión vital entre la participación en el cuerpo eucarístico de Cristo y la vida de la Iglesia como cuerpo de Cristo, la tradujo san Agustín en esta bella y apretada fórmula: «Si, pues, vosotros mismos sois cuerpo de Cristo y miembros suyos, entonces vuestro misterio personal está en la mesa eucarística… Debéis ser lo que veis y debéis recibir lo que sois» 25. Este doble misterio del cuerpo de Cristo –cuerpo de Cristo como don sacramental y cuerpo de Cristo como Iglesia– constituye, por tanto, un único sacramento; y por ello no se puede separar la corporeidad del sacramento de la corporeidad de la Iglesia.
IV. Iglesia como red de comunidades eucarísticas La eucaristía, en la que Cristo nos regala su cuerpo y, al mismo tiempo, nos constituye en cuerpo suyo, es el permanente lugar de nacimiento de la Iglesia, en el que él mismo sigue re-fundándola sin cesar. Por eso, la eucaristía pertenece a la entraña misma de la eclesiología. Esto quiere decir en concreto que la Iglesia no nace ni vive como una simple federación de comunidades. Nace, más bien, a partir del único pan eucarístico y, por lo mismo, a partir del único Señor y, desde él, es en todas partes la Iglesia una, es decir, el cuerpo único de Cristo que procede del pan eucarístico único. En la eucaristía, la Iglesia es ella misma en su más alta densidad: por supuesto, en todos los sitios en los que se celebra. Pero en ese proceso, se trata siempre de la única eucaristía en la que las diversas 22
Iglesias locales están unidas entre sí. En la eucaristía conseguimos no solo comunión con Cristo sino también entre nosotros. Por eso, la esencia de la Iglesia es comunión. Iglesia es: estar el Señor en comunión con su comunidad y, como consecuencia, estar también los cristianos y las comunidades en comunión entre sí. Esta dimensión «católica» –en el sentido originario de este término– de la eucaristía tuvo en la primitiva Iglesia su más notable expresión en las llamadas «cartas de comunión», que se designaron litterae communicatoriae y litterae pacis.El que como cristiano emprendía un viaje, llevaba consigo uno de esos certificados de su comunión eucarística, expedido por el obispo. Con él encontraba hospedaje en cualquier comunidad cristiana y asistía a la comunión del cuerpo del Señorcomo centro de la hospitalidad eucarística. Estas cartas de comunión ponen de manifiesto que el cristiano, por razón de la eucaristía, es miembro de pleno derecho de cualquier comunidad cristiana, y que el derecho de acceder a la comunión eucarística, como pertenencia a la Iglesia, es universal. Porque quien pertenece a una Iglesia local, pertenece al mismo tiempo a todas. Por eso, la eucaristía no puede nacer de la Iglesia local y tampoco terminar en ella; es, más bien, universal, e implica la incorporación de todos los que comulgan en el Cristo único y, con ello, la identificación de todos en la comunidad universal de la Iglesia. Porque solo hay un Cristo y solo un cuerpo de Cristo, la eucaristía se celebra desde luego en cualquier lugar, pero al mismo tiempo es siempre universal. La asamblea eucarística constituye el centro de la Iglesia; y eso, en un doble sentido: por razón de la eucaristía, cada Iglesia particular es Iglesia totalmente; pero ninguna Iglesia particular es toda la Iglesia. Más bien, toda Iglesia particular es y sigue siendo Iglesia solo cuando está en unión con las demás asambleas eucarísticas. Aquí reside el motivo más hondo de por qué la eclesiología católica habla siempre, y al mismo tiempo, de «Iglesia», en singular, y de «Iglesias», en plural. Con ello se expresa que la única Iglesia universal subsiste en y consta de muchas Iglesias locales, es decir, las diócesis; y que, a la inversa, la multitud de Iglesias locales a lo largo y ancho del mundo existen como la Iglesia única, y que, de este modo, la unidad de la Iglesia universal y la pluralidad de las Iglesias locales están en una relación de mutua vinculación: y todo ello, en razón de la eucaristía. Desde ella y por razón de ella, la Iglesia se presenta como una red de comunidades eucarísticas, extendida por todo el mundo. Con esto se abre la mirada a la peculiar e inintercambiable estructura constitucional de la Iglesia católica, tal como la ha descrito el concilio Vaticano II y como la ha expresado con la fórmula básica: «En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium 23). Esta imbricación de Iglesia universal e Iglesias locales pone de manifiesto que la Iglesia tiene una constitución al mismo tiempo local y universal y, con ello, episcopal y papal, por cuanto los obispos son los guías de las Iglesias locales y el papa es el guía de la Iglesia universal. Desde aquí se aclara también la misión del ministerio consagrado en la Iglesia. El distintivo específico de la eclesiología católica consiste en que el ensamblaje de unidad de 23
la Iglesia y pluralidad de las Iglesias está atestiguado en todos sus niveles por una persona concreta. La Iglesia tiene una voz auténtica y un gestor responsable de su unidad y de su fidelidad a la fe en el párroco, en el nivel de la comunidad local, en el obispo, en el nivel de la Iglesia local y en el papa, en el nivel de la Iglesia universal. La eclesiología católica parte en este punto de una convicción: que no existe solo el carácter de comunidad propio de la historia realizada por Dios, sino que existe también la implicación personal y la responsabilidad de personas singulares revestidas de autoridad. Por eso, el servicio a la unidad de la Iglesia y del testimonio de la fe se da, en último término, como responsabilidad personal, de tal manera que ese servicio está vinculado a una persona concreta. En esta dimensión testimonial reside la razón más profunda de que los ministerios eclesiales de párroco, de obispo y de papa no sean solo algo acorde con el orden exterior de la Iglesia, sino que son teológicamente necesarios en virtud de la naturaleza interna de la misma Iglesia.
V. Fidelidad al concilio como camino hacia el futuro Con esta mirada de conjunto a la estructuración ministerial de la Iglesia tenemos que volver de nuevo al sentido más hondo del famoso dicho de Alfred Loisy, citado al principio: «Jesús anunció el reino de Dios, ha llegado la Iglesia». Puesto que el reino de Dios designa la acción del mismo Dios y dado que Dios ha actuado de modo insuperable en Jesucristo, habría que interpretar la sentencia con más precisión diciendo que se anunció el reino de Dios y que ha llegado Jesucristo. Porque Jesucristo mismo es la cercanía de Dios; y el reino de Dios está allí donde está Jesucristo. Él es, como lo formularon teólogos de la Iglesia primitiva, la autobasileía de Dios. Él tiene que ser el punto de referencia de la Iglesia; con él tiene que familiarizarse. La adaptación que la Iglesia viene postulando una y otra vez no es primariamente adaptación a los tiempos modernos, sino a Cristo y a la verdad de su Evangelio, como inequívocamente lo ha expresado el sínodo general de las diócesis de la República Federal Alemana con su confesión de fe «Nuestra esperanza»: «La crisis de la vida de la Iglesia reside, en último término, no en dificultades de adaptación a la vida moderna y a su espíritu, sino en la dificultad de adaptación a Aquel en el que radica nuestra esperanza y de cuyo ser recibe esa esperanza su altura y su profundidad, su camino y su futuro: Jesucristo, con su mensaje del “reino de Dios”» 26. Con esto se pone de relieve la verdadera profundidad de la controversia que se desencadenó ya en el concilio Vaticano II y, mucho más, después de este gran acontecimiento eclesial. Mientras una parte estaba convencida de que la necesaria reforma de la Iglesia requería un decidido ressourcement, es decir, una vuelta a las fuentes de la fe –la Sagrada Escritura y los Santos Padres– y de que por esta razón hay que entender el aggiornamento desde el ressourcement, otra parte desvinculó llamativamente el aggiornamento del ressourcement bíblico y patrístico, de tal modo que 24
la vuelta a las fuentes apenas si ha interesado ya, y el aggiornamento se ha interpretado lisa y llanamente en el sentido de acomodación a la cultura moderna27. En este sentido, el papa Benedicto XVI, en su alocución pronunciada con ocasión de la recepción navideña al colegio cardenalicio y a los miembros de la curia romana, el 22 de diciembre de 2004, dejaba constancia de dos corrientes de interpretación muy diferentes en la recepción del concilio Vaticano II: por una parte, la «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura», cuyo punto de partida es que los textos aprobados serían expresión solo muy imperfecta del espíritu del concilio y de su novedad, de tal manera que sería necesario ir más allá de los textos de compromiso del concilio Vaticano II para abrir espacio al nuevo espíritu y distinguir entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar; por otra parte, la «hermenéutica de la reforma», es decir, de la renovación de la Iglesia una, bajo salvaguarda de su continuidad fundamental, para renovar a la Iglesia desde sus fuentes y, con ello, desde lo radical originario28. La diferencia entre estas dos hermenéuticas del concilio la puntualizó el papa Benedicto XVI, ya poco después del concilio, con estas significativas palabras: «La verdadera reforma es aquella que se afana por lo verdaderamente cristiano encubierto; la que se deja interpelar y configurar por ello; la falsa reforma es la que se deja llevar por la corriente de la gente, en vez de ser su guía, con lo que transforma el cristianismo en un tenderete de mala muerte que vocea buscando clientela» 29. No es, por tanto, la adaptación al espíritu del tiempo sino la adaptación a Cristo la que tiene que preocupar a una verdadera reforma de la Iglesia. Porque Lumen gentium –luz de los pueblos– no es la Iglesia, sino Cristo, como acentuó el concilio Vaticano II ya en la primera frase de su Constitución sobre la Iglesia, de lo que dedujo su propia obligación de «iluminar a todos los hombres con la claridad de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda creatura» (Lumen gentium 1). Esta orientación fundamental la rescató el concilio Vaticano II hace más de cuarenta años sobre todo con sus cuatro constituciones que, en su armoniosa sinfonía melódica, vertió el Sínodo extraordinario de los Obispos del año 1985 en la siguiente fórmula: «La Iglesia (Constitución sobre la Iglesia), bajo la palabra de Dios (Constitución sobre la revelación), celebra los misterios de Cristo (Constitución sobre la liturgia) para la salvación del mundo (Constitución pastoral)» 30. Que la Constitución sobre la sagrada liturgia estuviese al comienzo del concilio pone de manifiesto que, en la Iglesia, al principio está la adoración y, con ella, Dios. Que la Iglesia se deriva del encargo fundamental de glorificar a Dios se expresa en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. La tercera Constitución, sobre la revelación divina, trata de la palabra viva de Dios, que convoca a la Iglesia y la revivifica en todo tiempo. Cómo la Iglesia lleva al interior del mundo la luz recibida de Dios, y cómo con ello lleva adelante la glorificación de Dios, es finalmente el tema de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy. Este programa de principios, aprobado por el concilio Vaticano II hace cuarenta años, no ha perdido nada de su actualidad. Con ello, a nosotros se nos plantea un 25
problema de conciencia: si hemos asimilado suficientemente este deseo ardiente del pasado concilio, o si no tendremos que volver una y otra vez a la escuela del concilio. En todo caso, solo serviremos a un futuro prometedor de la Iglesia si todos nuestros empeños en y por la Iglesia los ponemos en línea con las directrices del pasado concilio. El concilio es y seguirá siendo la Carta Magna de la Iglesia católica también en el camino comenzado del tercer milenio. Nos mostramos conciliarmente válidos sobre todo si seguimos la convicción fundamental del concilio: que la Iglesia no existe por razón de sí misma sino «por querer de Dios»; y, por supuesto, en el sentido literal. Consiguientemente, la Iglesia solo vive de modo creíble y realmente evangélico cuando habla lo menos posible de sí y, como contrapartida, lo más intensamente posible de Dios y de su misterio; por tanto, cuando todo discurso en la Iglesia y sobre la Iglesia está subordinado al único discurso sobre Dios. La actual situación de la Iglesia muestra inequívocamente que ha llegado el momento de pensar con intensidad en Dios31. Qué significa esto en concreto, se aclara al preguntarnos por las dimensiones fundamentales de la Iglesia.
3. BENEDICTO XVI, «Catequesis en la Audiencia general», 15 de marzo de 2006. 4. J. RAT ZINGER , «Kirche III. Systematisch», en LThK² , vol. 6, 177. 5. J. RAT ZINGER , Komm, Heiliger Geist. Pfingstpredigten, Donauwörth 2004, 40. 6. W. KASPER , «Ekklesiologische und ökumenische Implikationen der Taufe», en A. Raffelt (ed.), Weg und Weite. Festschrift für Karl Lehmann, Freiburg 2001, 581. 7. PONT IFICIA COMISIÓN PARA LA PASTORAL Città del Vaticano 1978, 34.
DE LAS
MIGRACIONES
Y DEL
T URISMO, «Iglesia y movilidad humana»,
8. C. M. MART INI, «Die Heilige Schrift als Quelle christlichen Betens», en Willi Lambert y Melanie Wolfers (eds.), Dein Angesicht will ich suchen. Sinn und Gestalt christlichen Betens, Freiburg 2005, 38s. 9. J. LÉCUYER , «Die liturgische Versammlung. Biblische und patristische Grundlagen»: Concilium 2 (1966), 79-87. W. Kasper, Sakrament der Einheit. Eucharistie und Kirche, Freiburg 2004, espec. 115-146: «Eucharistie – Sakrament der Einheit. Zum inneren Zusammenhang von Eucharistie und Kirche» [trad. esp: Sacramento de la unidad: eucaristía e Iglesia, Sal Terrae, Santander 2005, espec. 101-130: «La eucaristía: sacramento de la unidad. Sobre el vínculo íntimo entre eucaristía e Iglesia»]. 10. J UAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia 1. 11. G. LOHFINK, Gottes Volksbegehren. Biblische Herausforderungen, München 1998, 259. 12. En este sentido pudo decir también san Bernardo de Claraval (Sermones super Cantica Canticorum 33,16) que la mayor amargura no se la infieren a la Iglesia sus enemigos sino los propios, «los de casa», con su paz presuntuosa: «Ecce in pace amaritudo mea amarissima» («He aquí que en la paz está mi más amarga amargura»: una verdad que se puede constatar hasta el día de hoy). 13. J. RAT ZINGER , «Der Neue Bund. Zur Theologie des Bundes im Neuen Testament», en Id., Die Vielfalt der Religionen und der Eine Bund, Hagen 1998, 64. 14. J. RAT ZINGER , «Vom Ursprung und vom Wesen der Kirche», en Id., Das neue Volk Gottes. Entwürfe zur Ekklesiologie, Düsseldorf 1969, 80 [trad. esp.: El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Barcelona, Herder 1972].
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15. Cf. J. MEYER ZU SCHLOCHT ERN, «“Das neue Volk Gottes” – Rückfrage nach einer umstrittenen Bestimmung der Kirche», en J. Ernst y S. Leimgruber (eds.), Surrexit Dominus vere. Die Gegenwart des Auferstandenen in seiner Kirche. Festschrift für Erzbischof Johannes Joachim Degenhardt, Paderborn 1995. 16. P. M. ZULEHNER , «Kirche ereignet sich in Gemeinden», en W. Ludin et al. (eds.), Wir Kirchenträumer. Basisgemeinden im deutschsprachigen Raum, Olten 1987, 13. 17. J. RAT ZINGER , «Communio – ein Programm»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 21 (1992), 458. 18. L. BOFF , Kirche: Charisma und Macht. Studien zu einer streitbaren Ekklesiologie, Düsseldorf 1985 [trad. esp. del orig. portugués: Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante, Sal Terrae, Santander 1982]. 19. J. RAT ZINGER , «Die Ekklesiologie des Zweiten Vatikanischen Konzils», en Id., Kirche, Ökumene und Politik. Neue Versuche zur Ekklesiologie, Einsiedeln 1987, 25 [trad. esp.: Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid 1987]. 20. W. BERG, «“Volk Gottes” – ein biblischer Begriff?», en W. Geerlings y M. Seckler (eds.), Kirche sein. Nachkonziliare Theologie im Dienst der Kirchenreform. Festschrift für Hermann Josef Pottmeyer, Freiburg 1994, 20. 21. R. PESCH, Gott ist gegenwärtig. Die Versammlung des Volkes Gottes in Synagoge und Kirche, Augsburg 2006. 22. O. LINTON, «Ekklesia», en RAC IV, 905-921. 23. J. RAT ZINGER , «Vorwort zur Neuauflage», en Id., Volk und Haus Gottes in Augustins Lehre von der Kirche, St. Ottilien 1992, XIV [cf. trad. esp.: Pueblo y casa de Dios en la doctrina de Agustín sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 2012]. 24. T H. SÖDING, Einheit der Heiligen Schrift? Zur Theologie des biblischen Kanons, Freiburg 2005, 212. 25. AGUST ÍN, Sermo 272. 26. GEMEINSAME SYNODE DER BIST ÜMER IN DER BUNDESREPUBLIK Deutschland, Offizielle Gesamtausgabe, I: Beschlüsse der Vollversammlung, Freiburg 1976, 101. 27. G. WEIGEL, Das Projekt Benedikt. Der neue Papst und die globale Perspektive der katholischen Kirche, München 2006, espec. 191-194. 28. En Insegnamentidi Benedetto XVI, I 2005, Città del Vaticano 2006, 1018-1032 [hay trad. esp. en www.vatican.va]. 29. J. RAT ZINGER , «Was heißt Erneuerung der Kirche?», en Id., Das neue Volk Gottes, op. cit., 271. 30. «Zukunft aus der Kraft des Konzils». Die außerordentliche Bischofssynode ’85. Die Dokumente mit einem Kommentar von Walter Kasper, Freiburg i.B. 1986, 61 [cf. trad. esp.: W. Kasper, «El futuro que brota de la fuerza del concilio. Comentario de Walter Kasper al sínodo extraordinario de los obispos de 1985», en Id., La Iglesia de Jesucristo, Obra Completa de Walter Kasper 11, Sal Terrae, Santander 2013, 153-199]. 31. K. LEHMANN, Es ist Zeit, an Gott zu denken. Ein Gespräch mit Jürgen Hoeren, Freiburg i.B. 2000 [trad. esp.: Es tiempo de pensar en Dios. Conversaciones con Jürgen Hoeren, Herder, Barcelona 2002].
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CAPÍTULO 2:
Vocación, reunión, misión EN relación con sus dimensiones fundamentales, ser y vida de la Iglesia se pueden acotar con tres palabras clave que también en la situación pastoral de hoy hay que desarrollar, a saber: vocación, reunión, misión. Porque todos los miembros de la Iglesia están llamados a vivir en la presencia de Dios. Todos los creyentes necesitan, en el ajetreo del tiempo actual, lugares de reunión para asegurarse de la presencia de Dios en su vida. Y todos son enviados para dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo actual. También hoy persiste la responsabilidad fundamental de todos los bautizados respecto de su vocación personal, de su convocación en la Iglesia y del envío a dar testimonio de la Buena Nueva.
I. Vocación a ser cristiano en la Iglesia Si la vida eclesial ha de entenderse y configurarse a la luz del mensaje bíblico, a los conceptos básicos de reunión/asamblea y envío/misión, que han dominado la reflexión de la teología pastoral durante mucho tiempo, debe anteponerse el de llamada/vocación. Porque vocación es una categoría fundamental de la relación Dios-hombre en general y, por eso, forma parte del contexto más amplio de la alianza de Dios con su pueblo32. Además, la situación pastoral de la Iglesia constituye un desafío a repensar la categoría básica de la vocación33. Esta necesidad se pone de manifiesto, sobre todo, si uno se da cuenta del modo y manera como se habló en el pasado, y en cierto modo se sigue hablando todavía en el presente, de vocación en la Iglesia; esto se puede aclarar con tres constataciones.
1. Profesión y vocación En primer lugar, si se busca la entrada «Berufung» [vocación/llamada] en la edición original del renombrado Lexikon für Theologie und Kirche, se encuentra uno con un artículo de Franz Dander con el título «Berufung zum Priester- und Ordensstand» [Vocación al estado sacerdotal y religioso]34. Esta constatación es sintomática de una tradición bastante extendida en nuestra Iglesia, sobre todo en tiempos recientes, en la que la palabra «vocación» se ha reservado casi exclusivamente para las «vocaciones religioso-clericales» y por eso se ha distinguido claramente entre las vocaciones espirituales de los llamados «clérigos» y las profesiones seglares de los llamados «laicos». Con esta distinción entre vocación espiritual y profesión laical, la originaria convicción cristiana de la vocación de todos los cristianos y cristianas en el bautismo y en 28
la confirmación ha caído ampliamente en el olvido: en la primitiva cristiandad, sin embargo, estaba viva. Entonces, tanto la actividad profesional de los bautizados como el estado social derivado de la profesión se entendían con toda naturalidad como realidades de una llamada de Dios. Esta convicción de fe se fue perdiendo cada vez más, sobre todo con la organización eclesiástico-popular del cristianismo; porque el cristianismo vocacional de signo eclesiástico-catecumenal se fue transformando progresivamente en un cristianismo popular de signo social-tradicional. La convicción cristiana primitiva solo se ha revitalizado, dentro de la Iglesia católica, con el concilio Vaticano II, que en modo alguno se aviene a reservar la noble designación de «vocación» solamente a los sacerdotes y a los cristianos consagrados, sino que más bien quiere que todas las profesiones que desarrollan los cristianos en la vida diaria, y todos los estados en los que viven, se entiendan como vocaciones. En segundo lugar, la anterior polarización del discurso vocacional en las vocaciones «religioso-clericales» sigue repercutiendo todavía hoy cuando, bajo el lema «pastoral vocacional», se piensa, sobre todo, en la promoción de vocaciones religiosas y, especialmente, sacerdotales. En efecto, es verdad que, a la vista de la falta en cierto modo dramática de sacerdotes para la Iglesia en muchos países –también y de manera particular en Europa–, apenas si hay una tarea más importante que la pastoral vocacional35. Sin embargo, no es lícito olvidar en este punto que la pastoral eclesial en general solo puede ser pastoral vocacional. Porque la pastoral de la Iglesia consiste, en esencia, en escuchar la multiforme llamada de Dios y en ayudar a las personas a poder dar una respuesta de fe a la llamada personal divina. Por eso, para la pastoral vocacional tiene una importancia fundamental profundizar y actualizar la espiritualidad del bautismo y de la confirmación, en la cual se concreta la vocación para el cristiano individual. En tercer lugar, incluso en las vocaciones «religioso-clericales» muchas veces se toma conciencia de la dimensión de la llamada sobre todo como hora del comienzo y menos como un comprometerse en una historia vocacional de por vida y cargada de vicisitudes que Dios desea llevar con los llamados. Evidentemente, en toda vocación la hora inicial es decisiva. Pero en este asunto no se puede tratar simplemente de un comienzo que uno puedadespués echarse a la espalda y dejarlo atrás. Porque en ese caso existe el grave peligro de que, ante los múltiples desafíos del trabajo pastoral, la hora inicial de la vocación quede como soterrada, de tal manera que, en el curso del tiempo, la vocación originaria se diluya en simple profesión o que incluso degenere en «tarea» pastoral. En la vocación, lo que está en juego es, más bien, una perspectiva fundamental que es preciso cuidar y desarrollar a lo largo de toda la vida y que uno tiene que hacerse recordar también y sobre todo en las situaciones difíciles de la vida, como escribe Pablo a Timoteo: «Por eso te recuerdo que avives el carisma de Dios que recibiste por la imposición de mis manos» (2 Tim 1,6). Si, según lo dicho, la perspectiva de la vocación no se puede reservar solo para las vocaciones religioso-clericales sino que vale para todos los bautizados, si la pastoral de la Iglesia es en general una pastoral vocacional, y si la vocación no se refiere solo a la hora 29
del comienzo sino que implica un programa de vida, entonces, en la situación actual de la Iglesia reviste una decisiva importancia desarrollar en profundidad una teología y una espiritualidad de la vocación.
2. Un Dios que llama. Un Dios al que se puede llamar Una teología de la vocación de base bíblica tiene que partir de que la vocación no es primariamente una categoría fundamental de la historia de la salvación, sino que lo es ya antes de la historia de la creación. Porque la afirmación fundamental de la teología bíblica de la creación apunta a que Dios es un Dios que llama y que, en su llamada, actúa creativamente. El primer capítulo del Génesis expresa este poder creador de Dios con la imagen de la mirada: «Dijo Dios: “Que exista la luz”. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena» (Gn 1,3-4). Dado que la fuerza de la mirada de Dios consiste, no en que ve simplemente realidad ya existente sino en que, por el hecho de que Dios mira, surge realidad de raíz, Dios crea mirando. En este sentido radical, la mirada creadora de Dios es el comienzo de toda llamada de una creatura a su existencia; y esta llamada es creatio ex amore, creación por amor: «Dios crea el mundo con total libertad, por pura, desbordante bondad, para hacerle partícipe de la plenitud de su vida, del amor inagotable entre Padre e Hijo en el Espíritu Santo» 36. De forma especialmente apropiada vale esto de la mirada de Dios en la creación del ser humano y en la protección divina de la dignidad personal de cada vida humana. Al mirar Dios al ser humano, le otorga dignidad. Esto se subraya todavía más por el hecho de que, en la creación del ser humano, la mirada de Dios verbaliza: y verbaliza diciendo un nombre propio. Porque Dios llama a cada ser humano por su nombre y se dirige a él nominalmente. El precioso Salmo 139 acentúa incluso que esta llamada nominal de Dios vale ya para el niño no nacido en el seno de la madre, porque Dios otorga gratuitamente respeto y dignidad también y especialmente al no nacido: «Tus ojos veían mi embrión; se escribían en tu libro, se definían todos mis días, antes de llegar el primero» (v. 16). Ya al comienzo de cada vida humana, Dios llama al ser humano a una peculiar vida personal. Esa llamada de Dios es la clave musical de la pastoral vocacional de la Iglesia en su totalidad. El Dios de la revelación bíblica, además, no es un Dios que llama solo en y por el hecho de crear la realidad. Hay más: es un Dios que llama también porque se dirige concretamente a la persona y por eso quiere ser oído por ella. Ya en el jardín del paraíso, Dios se dirige a Adán y le llama: «¿Dónde estás?» (Gn 3,8). De este modo, Dios llama a Adán a su presencia inmediata, le llama a comparecer ante él y apela a su responsabilidad. En el caso de Adán ya se ve con claridad que la llamada no es puramente asunto de la propia decisión, sino que la iniciativa parte siempre de Dios y es prerrogativa permanente suya. Por eso, la llamada de Dios espera la respuesta del que ha sido llamado. Esto tiene especial aplicación cuando la llamada divina tiende a que alguien –como Abrahán– salga de su suelo nativo y abandone su profesión habitual. 30
La categoría bíblica fundamental de la llamada afirma algo esencial sobre Dios y le identifica como un Dios que llama. Considerado a esta luz, Dios realmente es no solo un Dios que llama sino también un Dios al que se puede llamar, invocar. Esta invocabilidad hace posible y sirve de base a una relación personal con Dios, tal como el papa Benedicto XVI, ya en su discurso de ingreso en la universidad de Bonn en el año 1959, caracterizó la esencia fundamental la fe bíblica en Dios en referencia al hecho de que Dios tiene un nombre: «Al darse Dios a sí mismo un nombre entre los seres humanos, lo que hace en realidad no es tanto expresar de ese modo su esencia cuanto más bien crear una posibilidad de ser invocado: se hace accesible al ser humano, entra en una relación de co-existencia con él, o mejor dicho, admite a los humanos a compartir existencia con él» 37. De acuerdo con la convicción bíblica, no es el hombre el que podría dar un nombre a Dios y así, en cierto modo, forzarle a aceptar ser invocado. Al contrario, a Dios se le puede invocar solamente porque él permite que se le invoque, y su nombre nos es conocido a los humanos solo porque Dios mismo lo da a conocer. Por esto, la relación que el nombre de Dios hace posible entre los seres humanos y él no está establecida por nosotros, los humanos, sino únicamente desde Dios. De este modo, el nombre de Dios se convierte en la expresión elemental del hecho bíblico fundamental: que Dios es Alguien que se da nombre a sí mismo y a sí mismo se revela. La fe bíblica en Dios es, por lo mismo, infinitamente más que la aceptación de un fundamento espiritual del mundo. Es un acto personal de confianza y produce una relación mutua de personas. La fórmula central de la confesión de la fe, por tanto, no es «creo algo», sino «creo en ti» y «te creo a ti». La fe cristiana es la búsqueda y el hallazgo de un «tú» personal que me sostiene y me regala la promesa de un amor indestructible en el que no solo puedo anhelar vida eterna, sino en el que realmente se me otorga esa vida. Aquí reside el motivo más profundo de por qué, también y precisamente en el diálogo interreligioso, la idea personal de Dios, de la fe cristiana, y la idea impersonal de Dios, de otras religiones, no puedan llegar a armonizarse: «Entre Dios y los ídolos, entre la comprensión personal y la comprensión impersonal de Dios no hay ninguna mediación última» 38. Solo si Dios mismo es persona, es lo primero de todo y lo último de todo, y lo más concreto al mismo tiempo; y solo así, el ser humano está en el ámbito vital de su amor. Y solo si Dios mismo es persona, es posible en absoluto la oración. La quintaesencia de la pastoral vocacional en la Iglesia es hacer posible y profundizar tal relación personal de Dios con los hombres.
3. Vocación fundamental cristiana en el bautismo y en la confirmación La llamada de Dios y su propia posibilidad de ser invocado se realizan concretamente en la vida del cristiano, de manera singular, en el sacramento del bautismo. Esta convicción de la vocación de todos los cristianos y cristianas en el bautismo ha sido redescubierta por el concilio Vaticano II, que atribuyó una gran importancia a la «vocación universal a la santidad». Todo el capítulo quinto de la Constitución dogmática sobre la Iglesia está 31
dedicado a esta trascendental perspectiva, guía de la vida cristiana: «Todos los creyentes de cualquier estado o dignidad están llamados a la plenitud de la vida cristiana y al amor perfecto» (Lumen gentium 40). Desarrollando este principio, el papa Juan Pablo II, en su escrito apostólico Novo millennio ineunte, ha esbozado directrices pastorales para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio; entre ellas ha recordado, como primera prioridad pastoral, la común vocación a la santidad: «Digo sin ambages, antes que cualquier otra cosa: la perspectiva en la que se inscribe el camino pastoral se llama santidad» (n. 30). Esta perspectiva tiene un fundamento bíblico. A la pregunta, sin duda la más elemental de la fe cristiana: «¿En qué consiste la voluntad de Dios?», Pablo, en la Primera carta a los Tesalonicenses, da esta respuesta igualmente elemental: «Lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos» (1 Tes 4,3). Con esto afirma Pablo que la voluntad de Dios es, en último término, muy simple y, en su núcleo, igual para todos los hombres y mujeres, a saber: la santidad. La vocación cristiana a la santidad no es elitista sino total y absolutamente igualitaria. Santo es, a los ojos de Dios, no precisamente lo extraordinario sino lo ordinario y, consiguientemente, lo normal para todo bautizado. La santidad no consiste en no sé qué heroísmos inimitables sino en la vida corriente de los cristianos, vivida desde Dios, con Dios y hacia Dios, para modelar esa vida en el espíritu de la fe. Que todo cristiano puede y debe recorrer su camino personal a la santidad y, desde luego, en la rutina de cada día: esta convicción la defendió hace ya cuatrocientos años san Francisco de Sales, el gran obispo de Ginebra, quien a la luz de esta perspectiva básica, naturalmente con el trasfondo de su propio mundo de entonces, pudo escribir: «Es una equivocación, más aún, una peligrosa herejía querer desterrar del cuartel de los soldados, del taller de los trabajadores manuales, del palacio de los príncipes o del hogar de los esposos, una vida genuina de piedad». La vocación cristiana a la santidad tiende a realizarse de innumerables maneras y se puede vivir en toda profesión y en todo estado. Santa es la persona que busca la voluntad de Dios y está dispuesta a darle su asentimiento. Pero en este asunto nosotros no somos aquellos que pudieran hacerse santos a sí mismos, sino que somos santificados ante Dios. Así como el verdadero amor presupone siempre la voz pasiva –el ser amado–, así también la santidad cristiana es siempre fruto de un pasivo, es decir, de la aceptación de ser amado por Dios y del mantenerse firme en esa creyente acogida incluso en situaciones de sufrimiento y de cruz. La santidad cristiana se realiza sobre todo en la pertenencia a Dios, el verdadero Santo, el que es «tres veces santo» (Is 6,3). Santo es, por esto, única y solamente, Dios; y nosotros, hombres y mujeres, podemos llegar a ser santos solo en cuanto participamos de la santidad de Dios. Acto seguido, el concilio Vaticano II concreta esta vocación universal a la santidad acentuando una vocatio propria de los laicos: «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según 32
Dios» (Lumen gentium 31). Aquí es de importancia trascendental que, también y de manera especial, la vocación bautismal no se quede única y simplemente en el comienzo de la vida cristiana, sino que acompañe a lo largo de toda su vida a quien ha sido llamado en el bautismo. Por esa razón, la vida cristiana ha de ser entendida en su totalidad como la deuda bautismal que hay que ir saldando a diario a lo largo de toda la vida: «Toda la historia que sigue al bautismo en la vida de una persona, hasta la llegada efectiva de la muerte» se convierte «en la consumación de aquello que ya se ha anticipado en el acontecimiento del bautismo» 39. La llamada al seguimiento del Señor en el mundo de hoy se le hace a la persona individual en el bautismo y en su ratificación en la confirmación, entendida esta como la aceptación personal de la alianza del bautismo. Por esto, la confirmación es el auténtico sacramento-raíz de la vocación eclesial. Eso es lo que indica ya el rito litúrgico de la confirmación, que muestra notables paralelismos con los ritos de las diversas consagraciones sacramentales: el rito de la confirmación se realiza dentro de la celebración eucarística, en el mismo momento que las ordenaciones, es decir, entre la liturgia de la palabra y la celebración de la eucaristía. Ambos comienzan con un interrogatorio sobre la disposición a la confesión de la fe y prosiguen con una oración por los confirmandos u ordenandos. Ambos alcanzan su punto culminante en la imposición de las manos, que va acompañada de una unción crismal. Y ambos concluyen con el beso de paz. Si reflexionamos sobre este evidente paralelismo, la confirmación es la «ordenación para el sacerdocio común de todos los bautizados» 40 y el sacramento-base de la vocación eclesial. Lo que importa decisivamente en la pastoral hoy es la vida de esa llamada dirigida en el bautismo y en la confirmación a cada creyente individual. Porque la revitalización de la conciencia bautismal es una de las primeras prioridades en la Iglesia hoy. Si el núcleo de la pastoral consiste en ayudar a los hombres y mujeres a escuchar la llamada de Dios en su propia vida, y en ayudarlos igualmente a ser capaces de dar su respuesta original y propia a esa llamada, entonces la pastoral vocacional de la Iglesia es un acontecimiento mistagógico de punta a cabo.
4. Vocación de servicio a las vocaciones Si se vuelve a descubrir en su profundidad y en su fuerza de irradiación la vocación básica del bautismo a ser cristiano, volverá a haber en la Iglesia, aún hoy y mañana, más vocaciones a la vida consagrada y al ministerio eclesial, como con razón enfatiza el cardenal Karl Lehmann: «Solo de la fuente de la nueva vida que se comunica en el bautismo fluyen los carismas, servicios y ministerios en la Iglesia» 41.Con esto se pone al descubierto el más profundo misterio de la vocación: que, por supuesto, es Dios el que llama, pero que siempre llama por medio de otras personas. Ambas dimensiones encuentran su más bella expresión en los múltiples relatos veterotestamentarios de vocación, sobre todo, en el de Samuel. En este caso, el Señor llama tres veces en sueños 33
a Samuel. Samuel, sin embargo, cree que ha sido el sacerdote Elí quien le ha llamado. Elí, por su parte, solo a la tercera vez cae en la cuenta de que es el Señor el que llama a Samuel. Este relato no solo muestra lo enmarañada y complicada que puede ser una vocación, sino que en él se pone igualmente de manifiesto que Dios necesita de Elíes siempre que quiere llamar a Samueles –¡también hoy!–. Por eso, el hecho de que en la Iglesia falten hoy muchas vocaciones para el ministerio eclesial y, en particular, para el sacerdotal, y el hecho de que la sensibilidad para la llamada de Dios se haya debilitado un tanto, ¿no podrían tener su razón de ser en que entre nosotros todavía hoy hay muchos Samueles pero tal vez pocos o muy pocos Elíes que hagan caer en la cuenta a los Samueles de que es Dios en persona el que llama y da la vocación, y que puedan ayudarles a discernir la llamada de Dios? ¿Acaso no residirá el problema más serio de la pastoral vocacional de hoy en aquella densa fórmula que acuñó Peter Klasvogt: «Hay muchos Samueles, pero pocos Elíes”?» 42. También hoy busca Dios Elíes que ayuden a los Samueles a reconocer la vocación de su vida, a oír con oídos sensibles la voz del Señor y a responder con la vida a su llamada. En este sentido fundamental, la pastoral eclesial es, en último término, pastoral vocacional. Y el servicio de los ministros de la Iglesia es servicio a las vocaciones, nacido de una vocación43. Con esto se aclara el motivo de que, desde un punto de vista teológico, incluso el sacerdocio ministerial tiene su base en el bautismo y en la confirmación, como fundamento sacramental de todas las vocaciones eclesiales: sacerdocio ministerial que está totalmente al servicio del sacerdocio bautismal y tiene que servirle de ayuda para que las personas vivan como bautizadas; y se aclara también la razón de que el concilio Vaticano II haya visto la diferencia entre el sacerdocio bautismal de todos los creyentes y el sacerdocio especial ministerial, no precisamente en el plano existencial de fe, de la vocación, sino en el nivel teológico-objetivo de la habilitación y el encargo: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico tienen evidentemente una diferencia esencial y no solo de grado. Sin embargo, están ordenados el uno al otro: ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo» (Lumen gentium 10). Según esto, en la relación entre el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial hay dos formas eclesiales de participación en el único sacerdocio de Cristo, una primacía sustancial del sacerdocio bautismal dado que el sacerdocio ministerial está al servicio de aquel, y una diferencia esencial y no solo de grado entre ambas formas de participación en el único sacerdocio de Cristo. También los ministros eclesiales –y en especial ellos–, a la vista de los numerosos retos, agobios y puestas en tela de juicio, tienen derecho, en la vida de su propia vocación, a consolarse con aquel principio fundamental, vigente en la historia de las vocaciones divinas, que el papa Benedicto XVI ha llamado la «elección del pequeño» 44 y que Pablo concretó refiriéndolo a las personas dedicadas al ministerio apostólico: «Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no 34
muchos poderosos, no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a los que son algo. Y así, nadie podrá engreírse frente a Dios. Gracias a él vosotros sois del Mesías Jesús, que se ha convertido para vosotros en sabiduría de Dios y justicia y consagración y redención. Así se cumple lo escrito: “Quien se gloría, que se gloríe en el Señor”» (1 Cor 1,26-31).
II. Reunión de la Iglesia en la eucaristía Con la convicción de fe de que el sacerdocio ministerial está plenamente al servicio del sacerdocio común bautismal, la palabra clave «vocación» pasa inmediatamente a la de «reunión», «asamblea». Porque la llamada de Dios no se refiere solamente, y ni siquiera en primer lugar, al individuo sino que se dirige a todo su pueblo. Ya en la historia salvífica del Antiguo Testamento, la voluntad salvadora de Dios no tiene por objeto primariamente al individuo sino al pueblo de Israel y, expresamente dentro de él, al individuo para un servicio peculiar a ese pueblo. En ese pueblo, también Jesús entendió toda su actividad como llamada por parte del Señor y, a su vez, él llamó a personas a seguirle en una existencia para Dios y para los hombres. En este cometido, su actividad mesiánica se dirigió, en primer lugar, a la reunión de las doce tribus de Israel, representada en la vocación de los doce apóstoles.
1. Reunión/asamblea como llamada eclesial Hasta qué punto la actividad de Jesús tenía por objetivo la reunión de la qahal veterotestamentaria y, en consecuencia, también la creación de una nueva comunidad que él mismo había prometido, se hace patente, de manera prototípica, en su respuesta a una objeción de Pedro. Tras la seria instrucción de Jesús sobre riqueza y seguimiento, Pedro hace la siguiente reflexión: «Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». En la respuesta de Jesús a Pedro se evidencia, en primer lugar, cómo nace esa comunidad pretendida por Jesús: «Todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mí y por la Buena Noticia…» (Mc 10,29). Con esto queda acotado el espacio vital, plenamente normal, de un israelita; hoy nosotros diríamos tal vez: su espacio vital social, en el que el padre –más exactamente, el patriarca– constituye el centro de la vida. Así pues, a la comunidad de seguimiento de Jesús se llega dejando el espacio vital heredado con el patriarca como centro de la vida. Esto, claro está, es solo lo primero. El abandono del espacio vital heredado se hace, en segundo lugar, para ganar un nuevo espacio vital. En efecto, a quien deja su espacio vital nativo le dirige Jesús esta promesa: «Ha de recibir en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, aunque con persecuciones, y en el mundo futuro, la vida eterna» (Mc 10,30). Quien abandona el estado de vida social 35
que ha heredado se establece en un ámbito vital nuevo. Este ámbito vital se caracteriza porque, de aquello que uno abandona, lo recupera todo de nuevo, excepto el padre. En este espacio vital nuevo falta el padre. ¿Por qué? Simplemente por esto: porque en esa nueva comunidad ya no es el padre humano, el patriarca, el que constituye el centro de la vida. El centro vital de esa nueva comunidad es más bien Dios mismo. Entrar en la comunidad de seguimiento de Jesús significa, por tanto, salir del espacio vital social y abandonar al patriarca como centro de vida, para incorporarse a una nueva comunidad cuyo centro vital es solo Dios. Esa nueva comunidad de fe de la Iglesia vive únicamente en el Espíritu de Jesús cuando no solo anuncia la palabra de Dios sino cuando ella misma es un espacio vital de Dios. Esa reunión para hacer Iglesia es la llamada eclesial fundamental de Dios. De aquí que los cristianos y cristianas son llamados a hacerse inquilinos de la Iglesia en sentido propio, y no a ser simplemente visitantes ocasionales de la Iglesia. Porque la vocación fundamental del cristiano es la pertenencia fundamental a la Iglesia, como ya afirmó Tertuliano, Padre de la Iglesia: «Un cristiano es ningún cristiano». Aquí es Dios mismo el que llama a la persona individual a la comunidad de fe de la Iglesia. Desde esta perspectiva se libera la mirada para ver la esencia auténtica de la Iglesia, que consiste en la asamblea de los que creen en Jesús, el Cristo, y están bautizados en su nombre. Esto suena a verdad de Perogrullo. Pero seguro que deja ese carácter tan pronto como, en mirada retrospectiva al tiempo del concilio Vaticano II y a la época posconciliar, se considera lo controvertida que fue y sigue siendo todavía hoy en nuestra Iglesia la interpretación de la palabra clave «reunión/asamblea». En este punto merece la pena analizar en su comienzo esa controversia de entonces: controversia que se anuncia ya en los nombres de dos revistas teológicas bien dispares y que George Weigel caracterizó como la auténtica «escisión concilium-communio» 45 en la Iglesia posconciliar.
2. ¿Asamblea eclesial como concilium o como communio? En el año 1965 se fundó la revista Concilium, que se entiende a sí misma como voz permanente del concilio y de su espíritu. Tras ella está el programa eclesiológico que entiende la Iglesia como concilio y que Hans Küng había elaborado ya en su libro Strukturen der Kirche [Estructuras de la Iglesia] el año 196246. En este punto, Küng partía del supuesto etimológico según el cual tras las palabras originarias de Iglesia (ekklēsía) y concilio (concilium) se oculta la misma raíz verbal, a saber: kaleîn y concalare, que significan «llamar a escena» y «convocar». De ahí deducía él una igualdad básica de sentido y casi una identidad de Iglesia y concilio, en el sentido de que la Iglesia, según su naturaleza, es el concilio permanente de Dios en el mundo. Para Küng, la Iglesia como tal es el concilio convocado por Dios mismo; más exactamente: «concilio ecuménico de convocatoria divina», mientras que lo que ordinariamente se llama «concilio» es «concilio ecuménico de convocatoria humana» y tiene su esencia en ser la representación del «concilio ecuménico de convocatoria divina». De aquí concluía 36
Küng, principalmente, que la estructura y forma de un concilio tendrían que derivarse de la estructura y naturaleza de la Iglesia y que, por tanto, no es lícito en modo alguno entenderlo como asamblea de obispos, sino que exige una intensa participación de laicos. Quien ha seguido la ulterior evolución de Küng sabe que ha continuado desarrollando constantemente esta teoría eclesiológica y que muchas de sus posiciones y postulados se derivan de este supuesto fundamental. Contra esta teoría eclesiológica de Küng sobre la esencia fundamental conciliar de la Iglesia se enfrentó el teólogo Joseph Ratzinger ya en la década de 1960. Ratzinger concedía que con la estrecha vinculación que Küng establecía entre concilio e Iglesia se había puesto de manifiesto algo importante para la recta comprensión del concilio y que su teoría contiene puntos verdaderos que hay que tomar en serio. Pero, tanto por motivos etimológicos como por la idea objetiva de Iglesia, Joseph Ratzinger percibía en la teoría de Küng una «simplificación», que «no puede armonizarse con los datos de la tradición y que, en su resultado, desemboca en un problema completamente central para la comprensión fundamental de Iglesia»; que la palabra concilium no solo no es, ni en la Biblia latina ni en los Padres de la Iglesia, la traducción de ekklēsía –dado que es el equivalente de synédrion–, sino que también desde un punto de vista teológico el «radio del concilio es más corto que el de la Iglesia en su conjunto» 47; que un concilio es ciertamente un acontecimiento importante en la vida de la Iglesia, pero que la Iglesia misma es más que un concilio y tiene un mayor alcance; que el concilio es algo que hace la Iglesia, pero que la Iglesia no es ella misma concilio: «[La Iglesia] no existe sobre todo para deliberar sino para vivir la palabra que se nos ha dado». «La Iglesia celebra concilios, ella es communio» 48. En esta densa fórmula se puede traducir la confrontación crítica de Ratzinger con Hans Küng en la década de 1960. Esto supuesto, a nadie puede sorprender que poco después del concilio, Joseph Ratzinger, juntamente con teólogos amigos como Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar, Louis Bouyer y Jorge Medina fundaran una nueva revista con el objetivo de exponer y desarrollar la herencia del concilio Vaticano II y que –conscientemente, como contrapunto a la revista Concilium– le dieran el nombre de Communio. Porque la palabra sustantiva y básica, la que expresa la auténtica esencia de la Iglesia es, para Joseph Ratzinger, la palabra communio, como más tarde confirmó sobre todo el sínodo extraordinario de los obispos en el año 1985, que veinte años después de la conclusión del concilio abordó la tarea de determinar su emplazamiento doctrinal49. Aun cuando la palabra communio en el concilio mismo no ocupó todavía ningún puesto central, sin embargo el Sínodo extraordinario intentó resumir la eclesiología conciliar con el concepto básico communio. En este sentido, esta palabra puede servir de síntesis de la eclesiología conciliar. Esta eclesiología de comunión tiene consecuencias fundamentales para la comprensión más precisa de lo que significa «reunión/asamblea». En primer lugar, el concepto de communio quiere servir de contrapeso a la visión limitadora posconciliar de 37
la Iglesia como «pueblo de Dios», entendido este como una realidad predominantemente sociológica, en plena contraposición con la idea bíblica, en la que está en primer plano el sentido, por así decirlo, vertical de la relación de Dios con el «pueblo de Dios». Esta dirección bíblica queda recogida en la idea de Iglesia como communio porque, por una parte, la Iglesia solo puede ser pueblo de Dios en y por el cuerpo de Cristo y porque, por otra parte, communio está anclada antes que nada en el sacramento de la eucaristía.
3. Densidad eucarística de la eclesiología De aquí se deriva connaturalmente una concentración cúltica del concepto de Iglesia, en el sentido de que la Iglesia es Iglesia en el culto y precisamente, sobre todo, en la eucaristía. A esto apunta ya el nombre que recibió la eucaristía en la primitiva Iglesia. Cuando Pablo habla de la Cena del Señor, las más de las veces comienza con las palabras: «Cuando os reunís en asamblea» (1 Cor 11,18). Celebrar la eucaristía es esencialmente un reunirse en asamblea. En consonancia con esto, una de las más antiguas designaciones de la eucaristía es la de sýnaxis, que significa asamblea y reunión del pueblo de Dios. La Iglesia es, en su núcleo, asamblea eucarística, y la Iglesia está sobre todo allí donde se celebra la eucaristía: «Solo por la participación en la asamblea cúltica eucarística se convierte uno en miembro, en sentido estricto, de la comunidad fraterna eucarística. Si alguno no participa nunca en el banquete fraterno de los cristianos, tampoco se le puede contar entre la fraternidad como tal. La comunidad fraterna de los cristianos se compone más bien de aquellos –y solo de aquellos– que al menos con una cierta regularidad concurren como participantes a la celebración de la eucaristía» 50. Esta eclesiología eucarística que halla la esencia de la Iglesia en la reunión para el culto hay que mantenerla y preservarla todavía hoy, incluso a la vista de la falta cada vez mayor de sacerdotes, que lleva consigo el que ya no se pueda celebrar la eucaristía los domingos en todas las parroquias. En esa situación tiene pleno sentido y es de aplaudir que, a pesar de todo, los cristianos y cristianas se reúnan y celebren una liturgia de la palabra o la liturgia de las Horas, o una adoración eucarística o alguna otra liturgia. Porque el Cristo resucitado nos regala con su presencia también en su palabra y allí donde dos o tres están reunidos en su nombre. El encuentro con Cristo en su palabra está en el centro de una celebración de la palabra de Dios: que por eso, conscientemente lleva este bello nombre. Con todo, no debemos acostumbrarnos fácilmente a esta situación. Porque la celebración de la eucaristía en domingo, en último término, no es ni sustituible ni intercambiable por nada. Igualmente, la presidencia en la eucaristía y el cometido de guiar la comunidad forman un todo indisoluble: el sacerdote ejerce del modo más intenso posible el servicio de guía de la comunidad como asamblea del pueblo de Dios cuando preside la eucaristía51. Es importante redescubrir esta mutua implicación en la situación actual de la Iglesia, en la que existe la gran tentación de interpretar el servicio de guía de 38
la comunidad solo en un sentido sociológico o de técnicas de liderazgo, y no teológica y sacramentalmente. Porque en sentido teológico, la guía de la comunidad no es simplemente «gestión de lo que se presenta» sino «reconducción continuamente nueva de la vida de la Iglesia en la comunidad al fundamento que ya no está en la comunidad misma» 52. El sacerdote sacramentalmente ordenado y enviado como pastor tiene la misión de representar visiblemente que el Cristo resucitado es el genuino guía de la Iglesia y de cada comunidad y, consiguientemente, que la Iglesia depende de Cristo y tiene en él el verdadero punto de referencia de la unidad de su asamblea. En la situación pastoral actual sería conveniente rememorar una vieja costumbre de la Iglesia, que estuvo vigente entre nosotros hasta el siglo XIX y que sigue en vigor hasta hoy en la Iglesia oriental, a saber: que en cada comunidad, en domingo, solo se celebraba una eucaristía en calidad de la reunión de la comunidad. Tras esta práctica está la convicción de fe según la cual la celebración de la eucaristía el domingo tiene que servir a la reunión de la comunidad y no a su dispersión, como a una especie de diáspora. Volver a mentalizarnos en esta vieja tradición y restaurarla de acuerdo con las circunstancias podría ser un reto de la situación pastoral en la que hoy estamos. Podría hacer posible la celebración de la eucaristía en más parroquias los domingos y que se fomentara la solidaridad eucarística entre las comunidades cristianas. En todo caso, tiene que ser objetivo pastoral «posibilitar al mayor número de comunidades posible la celebración eucarística dominical única» 53.
4. Llamada básica a estar-con-él Que la Iglesia es esencialmente reunión en torno al Señor es claro ya en la vida prepascual de Jesús. Porque tiene que hacernos pensar constantemente el hecho de que Jesús no llamó a sus discípulos primariamente para enviarlos, sino para que estuvieran con él. «Subió a la montaña, fue llamando a los que él quiso y se fueron con él. Nombró a doce para que vivieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios» (Mc 3,13-14). Se trata, por tanto, de una llamada doble. La primera llamada se podría designar la vida apostólica de los Doce con Jesús –vita apostolica–; la segunda llamada se podría calificar como envío apostólico de los Doce al mundo –missio apostolica–. Ambas llamadas no solo forman una unidad indisoluble, sino que también existe entre ellas una secuencia inequívoca: la llamada para la misión apostólica sigue a la llamada para la vida apostólica. El Evangelio de Marcos apunta muy claramente en esa dirección. Ciertamente, Jesús envía a los Doce: «Llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos» (Mc 6,7). Pero muy pronto vuelven los discípulos a Jesús: «Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: “Vosotros venid aparte, a un paraje despoblado, a descansar un rato”» (Mc 6,30-31a).
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Si tomamos en serio la estructura del Evangelio de Marcos, la llamada a estar-conJesús quedaría desdibujada o hasta malentendida si se la interpretara solo en el sentido de un tiempo provisional y limitado de adiestramiento para el envío, algo así como un curso básico o un seminario, solo después del cual vendría lo auténtico, es decir, el tiempo en que los Doce se ponen en camino y entran en liza como luchadores apostólicos solitarios. La relación, más bien, es la inversa: en la estructura del Evangelio de Marcos, el envío de los Doce no desempeña en modo alguno un papel mayor, sino más bien un papel más secundario que el incesante empeño de los Doce por estar-con-Jesús. Vida apostólica y misión apostólica son, en el Evangelio de Marcos, «no dos periodos de tiempo que se suceden el uno al otro sino dos formas de existencia del círculo de los Doce, mutuamente imbricadas, la segunda de las cuales presupone permanentemente la primera» 54. El llamamiento a la vita apostolica constituye el auténtico paréntesis del capítulo 6 del Evangelio de Marcos. A los ojos de Jesús, el envío de los Doce presupone su estar-con-él, lo cual representa un proceso permanente de aprendizaje. Frente a este claro orden de prioridades, sin duda hay que constatar una y otra vez en el curso de la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy, la tentación de otorgar a la misión apostólica la primacía sobre la vida apostólica. En este sentido, en el estar-con-Jesús se ve en cierto modo solamente el lugar y el tiempo de adiestramiento para que la misión pueda empezar lo antes posible. Esta fijación de prioridades se muestra en la historia de la Iglesia, en que el ministerio apostólico de la misión no ha faltado nunca, mientras que la vida apostólica en la Iglesia ha ido retrocediendo continuamente y cada vez más, o simplemente se les ha asignado como una especialidad a las órdenes y comunidades religiosas. Sin embargo, precisamente en esta evolución equivocada ve Gerhard Lohfink la raíz más profunda de la crisis actual en la vida de la Iglesia: «Que la Iglesia viva todavía hoy, se lo debe al ministerio apostólico. Que viva renqueante, tiene su causa en la mengua de la vida apostólica» 55. Este crudo diagnóstico es motivo suficiente para concentrar toda nuestra atención en la llamada a estar-con-Jesús, en la llamada a la vita apostolica, de la Iglesia en general y de los ministros de la Iglesia en particular56. Porque en la situación pospascual, ese estarcon-Jesús –ahora, claro está, con el Resucitado y con el Cristo presente en la persona del Espíritu– en modo alguno se ha hecho menos importante. En todo caso, la vita apostolica es para la Iglesia el presupuesto imprescindible de una fructífera missio apostolica. Porque la Iglesia solo puede andar hoy el camino de Jesucristo hacia los hombres y mujeres y acompañarlos prestándoles ayuda, si antes ella misma vive con el Resucitado. Tal vita apostolica es particularmente necesaria al que está constituido en autoridad, para poder presentar y representar de manera fidedigna ante su comunidad a Cristo y su obra. Porque su más importante cometido consiste en llevar a los hombres y mujeres el estar-con-Jesús y hacer de intermediario para que entren dentro de ese estarcon. Por eso, con razón enfatizó el papa Benedicto XVI, en su alocución al clero de Roma en la Basílica Lateranense, que «el tiempo que pasamos en la presencia de Dios» 40
es una «auténtica prioridad pastoral» y «en fin de cuentas, la más importante de todas», como lo mostró «de manera concreta y luminosa» el papa Juan Pablo II «en cada una de las facetas de su vida y ministerio» 57.
III. Envío para la proclamación del Evangelio Con esto entramos en la tercera palabra clave: «misión», que evidentemente deriva de la reunión. Quien en la asamblea eucarística tiene el privilegio de experimentar y gustar la presencia del Resucitado, siente también el reto de dar testimonio en el mundo actual de la presencia del crucificado Resucitado. Eucaristía y misión forman un todo indisoluble, porque la celebración litúrgica de la eucaristía tiene que encontrar su continuación y confirmación en la misión eucarística en la vida ordinaria. Como los discípulos de Emaús, nada más reconocer al Señor en el partir del pan, «al punto» se levantaron (cf. Lc 24,33) para contar lo que habían sentido, oído y visto, de la misma manera, el encuentro con Jesucristo en la eucaristía suscita también hoy en la Iglesia y en cada cristiano «el impulso a dar testimonio y a evangelizar». Por esto, el papa Juan Pablo II consideró la eucaristía también como «principio y plan de la misión» de la Iglesia y, en esta perspectiva, destacó sobre todo sus aspectos sociales y políticos: la eucaristía no es solo expresión de la comunidad de vida de la Iglesia, sino también un «proyecto de solidaridad para toda la humanidad». Porque el cristiano que participa en la eucaristía, la «gran escuela del amor», siente el desafío de «convertirse en promotor de comunión, de paz y de solidaridad» (Mane nobiscum, Domine 24 y 27).
1. Saludo de paz y envío en paz A esta implicación de reunión y envío hace referencia la misma liturgia de la eucaristía con la sintonía del saludo litúrgico de la paz y del envío diario en paz: el saludo de la paz expresa que Jesucristo nos da, sobre todo en la eucaristía, la paz que el mundo no puede dar. En la eucaristía experimentó ya la Iglesia antigua cuánta verdad encierra la palabra del apóstol en la Carta a los Efesios: «Cristo es nuestra paz» (Ef 2,14). Por eso, con mucha frecuencia, a la eucaristía se la designó simplemente como «paz». Pax –paz– se convirtió muy pronto en uno de los nombres del sacramento de la eucaristía. Porque al atraernos Jesús hacia sí, a la comunión de su cuerpo, al introducirnos en el mismo ámbito de su amor y alimentarnos y fortalecernos con el mismo pan de la vida, nos transforma también en hermanos unos de otros. El saludo de paz nos permite experimentar a Cristo como el que se muestra complaciente con nosotros, el que se comunica con nosotros, hombres y mujeres, y el que de ese modo nos pone en comunión unos con otros. La eucaristía abre y regala un nuevo espacio vital de paz: ella es la paz que brota del Señor resucitado.
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Pero la paz que se nos regala en la eucaristía está destinada a que nosotros la transmitamos a otros. Si la paz de Cristo procede del altar eucarístico, tenemos que llevar esa paz al mundo en la vida ordinaria. Quien tiene el privilegio de recibir en la eucaristía el maravilloso don de la paz, está también llamado y contrae el compromiso de transmitir esa paz al ámbito de la actividad de su vida y servirla de tal manera que esa paz tenga alguna oportunidad en el mundo de hoy. Por eso, el saludo de paz desemboca al final de la celebración eucarística en el envío en paz: «¡Podéis ir en paz!». Saludo de paz y envío en paz son, por así decirlo, los dos puntos focales del sacramento eucarístico. Manifiestan que la eucaristía se proyecta por encima y fuera de sí misma y penetra en lo cotidiano de la vida. La eucaristía quiere sobre todo actuar hacia fuera, en el mundo, transformando las relaciones diarias de hombres y mujeres. Puesto que por la eucaristía estamos unidos en una comunidad universal de mesa, toda tendencia al aislamiento y a la separación contradice a la celebración de la presencia de Jesucristo en la eucaristía. Por el contrario, su presencia empieza a ser creída y realmente aceptada solo cuando nosotros nos transformamos en su «cuerpo». Porque el Señor espera y recibe en la mesa de la eucaristía, como invitados suyos, a todos los bautizados, sea cual sea su nación de procedencia. La communio eucarística es una comunidad de mesa más allá de cualquier frontera nacional o cultural y quiere extenderse también a la vida ordinaria de la comunidad eclesial y, así, actuar creando paz. En la eucaristía está abierto el nuevo espacio vital de una hospitalidad por encima de fronteras, que es la raíz de una paz de largo alcance. En la Iglesia antigua esto se manifestaba en que los obispos de todo el orbe se comunicaban unos a otros su elección mediante cartas de paz. O en el hecho de que, quien en cualquier lugar llegaba como cristiano a una comunidad cristiana con una carta eucarística de paz, en todas partes estaba en su familia, como hermano o hermana. Los primeros cristianos hicieron precisamente con lo más íntimo de su fe, con la asamblea eucarística, algo muy importante también para la vida pública: «Crearon espacios de paz, construyeron, por así decirlo, calzadas de paz a través de un mundo sin paz» 58. De igual manera, también nosotros, cristianos y cristianas, tenemos hoy el desafío de vivir de la paz que Cristo regala en la eucaristía, alistarnos al servicio de la paz y ponernos a disposición en el mundo de hoy como movimiento eucarístico de paz. Por eso, el envío eucarístico consiste en vivir el «por nosotros», que es la entraña de la vida y de la obra de Jesús y por ello es también factor esencial de la Iglesia, en el mundo concreto. Nosotros llamamos «misión» a la demostración visible de ese «por otros» en el mundo.
2. Misión a dar un testimonio creíble en el mundo Con esto hemos introducido un término clave que entre muchas personas, incluso cristianas, ha adquirido hoy un tono negativo, si es que en absoluto logra pasar la censura de cabezas modernas. Para muchos, con la palabra «misión» se asocian inmediata, y casi 42
exclusivamente, recuerdos desagradables. Evidentemente no es lícito ponerse de perfil ante los recovecos sombríos de la historia de la misión cristiana. Pero, por otra parte, tampoco ayuda mucho condenar por igual a justos y pecadores en asunto tan absolutamente importante; como tampoco lo es, con la palabra, dar carpetazo también a la realidad de la misión. Que el envío a la evangelización del mundo es parte esencial de la Iglesia lo ha recordado inequívocamente el concilio Vaticano II. Ha caracterizado a toda la Iglesia como «misionera» y a la «obra de la evangelización» como un «deber fundamental del pueblo de Dios». Y ha invitado «a todos a una profunda renovación interior para que, teniendo una viva conciencia de la responsabilidad propia en la difusión del Evangelio, asuman su papel en la obra misionera entre los gentiles» (Ad gentes 35). Si la Iglesia existe para evangelizar, con la misión está en juego nada menos que la Iglesia misma y, desde luego, tan en serio, que es preciso aceptar el juicio de la fiel y digna de crédito pionera de la misión en un mundo secularizado, Madeleine Delbrêl: una Iglesia que ha dejado de misionar, en el fondo ya ha dimitido de sí misma. Por eso, la situación pastoral actual nos emplaza ante una alternativa fundamental: ¿queremos capitular resignadamente a una pérdida de importancia del cristianismo y de la Iglesia, que en nuestras latitudes se va haciendo cada vez más vertiginosa, y a gestionar únicamente los saldos que quedan de una Iglesia popular, o creemos que el Evangelio es una fuerza de configuración vital de tal calidad, que todavía hoy podemos ganar nuevos cristianos y cristianas? ¿Queremos restringir nuestros empeños pastorales a gestionar, con el mínimo de fricciones y del modo más indoloro posible, la gran tradición de la Iglesia popular, aunque nosotros mismos no veamos ya ningún futuro en esta política, o queremos ser todavía hoy, como Iglesia, «pescadores de hombres» para Dios? Esta alternativa conduce indudablemente al centro mismo de la fe cristiana. Porque el Evangelio que se ha confiado a la Iglesia contiene un mensaje tan fascinante que únicamente podemos vivir nosotros de él cuando también lo transmitimos y no lo retenemos autosatisfechos para nosotros. La autosatisfacción egoísta en la fe no malogra simplemente en algo de la fe: malogra la fe. Por lo demás, en los tiempos que corren, ni la resignación ni la dimisión son actitudes adecuadas, sino una nueva interiorización del cometido fundamental misionero del cristiano individual y de la Iglesia. Cuando hasta las empresas y los partidos políticos han redescubierto hoy la palabra «misión» y en tono impostado de convicción suelen decir: «We have a mission»[«Tenemos una misión»], ¿cómo precisamente la Iglesia no habría de tener una «misión», máxime en nuestra situación europea occidental que se ha convertido en gran medida en país de misión? En esta situación tenemos que volver a reconocer que ser cristiano exige siempre ánimo para dar testimonio de la fe. En un mundo como el actual, todo él basado en la experimentabilidad, visibilidad, sensibilidad, la Iglesia tiene que dar a la persona secularizada de hoy una respuesta también secular; y esa respuesta secular reside simplemente en el testimonio. Con razón subrayó una y otra vez el papa Pablo VI que el hombre y la mujer de hoy no buscan ni necesitan maestros sino testigos; y maestros solo en tanto en cuanto pueden ser percibidos también como testigos. Porque el secreto de la 43
misión reside en una vida cristiana convincente. La misión de la Iglesia se realiza hoy no tanto mediante una publicidad filo-consumista o por la proliferación de papel, y tampoco por la aparición en los medios de comunicación social. El medio decisivo de irradiación de Dios son los mismos cristianos y cristianas que viven su fe fehacientemente y, de ese modo, dan al Evangelio un rostro personal. Si realmente Cristo nos ilumina como «luz del mundo», nosotros irradiaremos de un modo connatural, seremos cristianos y cristianas irradiantes. Con esto se cierra el círculo y volvemos al comienzo de este capítulo. Porque solo podemos ser cristianos y cristianas con irradiación si conseguimos gozo nuevo de nuestra vocación en la Iglesia. La Iglesia necesita hoy, ante todo, bautizados cuyo corazón haya sido abierto por Dios y cuya razón haya sido iluminada por la luz de Dios, para que su corazón pueda abrir los corazones de los otros y para que su razón pueda hablar a la razón de los demás: «Solo a través de personas tocadas por Dios, puede volver Dios otra vez a las personas. Necesitamos personas como Benito de Nursia, que en un tiempo de descomposición y decadencia descendió hasta la más extrema soledad y después de todas las purificaciones que hubo soportado, pudo salir a la luz, ascender de nuevo y fundar en Montecassino la ciudad sobre el monte que, a través de todos los ocasos, reunió personas de las que se formó un nuevo mundo. Así, como Abrahán, se convirtió en padre de muchos pueblos» 59. La Iglesia vive hoy en una situación similar y necesita igualmente un nuevo arranque que se condensa en las tres palabras clave: vocación, reunión, misión. Ahora bien, un arranque así solo puede tener éxito si sigue las pautas de aquel gran arranque de la Iglesia en sus comienzos, en el que se evidencia el cometido y la promesa que le acompaña del Cristo resucitado, que hoy también queremos que se haga verdad: «Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Según esto, la misión de la Iglesia muestra cuatro dimensiones: una misional («id a todos los pueblos»); otra pastoral («id a hacer discípulos»); una tercera, litúrgica («bautizadlos, consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo»); y una última, profética («enseñadles a cumplir cuanto os he mandado»). Para poder cumplir este encargo, la Iglesia necesita aquella anchura universal que se expresa en el encargo y que ahora ha de merecer nuestra atención.
32. W. PANNENBERG, Die Bestimmung des Menschen. Menschsein, Erwählung und Geschichte, Göttingen 1978 [trad. esp.: El destino del hombre. Reflexiones teológicas sobre el ser del hombre, la elección y la historia, Sígueme, Salamanca 1981]. 33. Cf. G. GRESHAKE (ED.), Ruf Gottes – Antwort des Menschen. Zur Berufung des Christen in Kirche und Welt, Würzburg 1991. 34. LT HK² 2, 284S . 35. J AN KERKHOFS
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PAUL M. ZULEHNER (EDS .), Europa ohne Priester, Düsseldorf 1995.
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36. M. KEHL, Und Gott sah, daß es gut war. Eine Theologie der Schöpfung, Freiburg i.B. 2006, 37s [trad. esp.: Contempló Dios toda su obra y estaba muy bien. Una teología de la creación, Herder, Barcelona 2009]. 37. J. RAT ZINGER , Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, nueva ed., Leutesdorf 2004, 18 [trad. esp.: El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Encuentro, Madrid 2006]. 38. J. RAT ZINGER , Glaube – Wahrheit – Toleranz. Das Christentum und die Weltreligionen, Freiburg i.B. 2003, 85 [trad. esp.: Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005]. 39. W. PANNENBERG, «Die Bedeutung von Taufe und Abendmahl für die christliche Spiritualität», en Id., Beiträge zur Systematischen Theologie, vol. 3: Kirche und Ökumene, Göttingen 2000, 80. 40. P. HENRICI, «Die Firmung – das Sakrament des Heiligen Geistes»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 27 (1998), 130. 41. K. LEHMANN, «Grundzüge einer Theologie und Pastoral der Berufungen», en Neue Berufungen für ein neues Europa. Kongreß über die Berufungen zum Priestertum und zum gottgeweihten Leben in Europa. Rom, 510.5.1997. Dokumentation, Wien 1998, 41 42. P. KLASVOGT , «Priester – Visionär und Realist. Zum Dienst und Leben des Priesters heute», en (P. Klasvogt y K. Koch [eds.]), Priester – Visionär und Realist. Zur prophetischen Dimension des geistlichen Amtes, Paderborn 2001, 82. 43. K. KOCH, «Berufung ist ein Lebensprogramm. Wegweisungen kirchlicher Berufungspastoral»: Pastoralblatt für die Diözesen Aachen, Berlin, Essen, Hamburg, Hildesheim, Köln, Osnabrück 54 (2002), 3-13. 44. J. RAT ZINGER , Gott und die Welt. Glauben und Leben in unserer Zeit. Ein Gespräch mit Peter Seewald, München 2000, 182 [trad. esp.: Dios y el mundo: creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald, DeBolsillo, Barcelona 2005]. 45. G. WEIGEL, Das Projekt Benedikt, op. cit., 197. 46. H. KÜNG, Strukturen der Kirche, Freiburg i.B. 1962 [trad. esp.: Estructuras de la Iglesia, Estela, Barcelona 1965]; cf. Id., Kirche im Konzil, Freiburg i.B. 1963, espec. 41-61. 47. J. RAT ZINGER , «Zur Theologie des Konzils», en Id., Das neue Volk Gottes, op. cit., 155, 159. 48. J. RAT ZINGER , «Eucharistie – Communio – Solidarität: Christus gegenwärtig und wirksam im Sakrament», en Unterwegs zu Jesus Christus, Augsburg 2003, 115. 49. «Zukunft aus der Kraft des Konzils», op. cit. 50. J. RAT ZINGER , Die christliche Brüderlichkeit, München 1960, 99s [trad. esp.: La fraternidad de los cristianos, Sígueme, Salamanca 2004]. 51. K. KOCH, «Priesterlicher Dienst an der Eucharistie», en G. Augustin et al. (eds.), Priester und Liturgie. Manfred Probst zum 65. Geburtstag, Paderborn 2005, 13-40. 52. E.-M. FABER , «Zur Frage nach dem Berufsprofil der Pastoralreferent (inn)en»: Pastoralblatt für die Diözesen Aachen, Berlin, Essen, Hamburg, Hildesheim, Köln, Osnabrück 51 (1999), 114. 53. W. KASPER , Sakrament der Einheit, op. cit., 19. 54. G. LOHFINK, Braucht Gott die Kirche? Zur Theologie des Volkes Gottes, Freiburg i.B. 1998, 220 [trad. esp.: Necesita Dios la Iglesia. Teología del pueblo de Dios, San Pablo, Madrid 1999]. 55. Ibid., 218s. 56. K. KOCH, «Leben mit dem, der lebt. Perspektiven priesterlicher Weggefährtenschaft im Licht von Johannes 21», en Klasvogt y Koch (eds.), Priester – Visionär und Realist, op. cit., 147-176. 57. En Insegnamentidi Benedetto XVI, I 2005, op. cit., 89-93. 58. J. RAT ZINGER , Gott ist uns nah. Eucharistie: Mitte des Lebens, Augsburg 2001, 125. 59. J. RAT ZINGER , «Europa in der Krise der Kulturen», en M. Pera y J. Ratzinger, Ohne Wurzeln. Der Relativismus und die Krise der europäischen Kultur, Augsburg 2005, 83.
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CAPÍTULO 3:
La Iglesia vive en la comunidad local, pero no se agota en ella YA el mensaje veterotestamentario apunta a la universalidad cuando, por ejemplo, el profeta Isaías anuncia la futura salvación como peregrinación de pueblos (cf. Is 2,1-4), o cuando habla de la aceptación en la comunidad de fe de los extranjeros que Dios trae a su santo monte y colma de alegría en su casa de oración. Pero de esta casa de oración dice el Señor: «Y a mi casa la llamarán todos los pueblos: Casa de Oración» (Is 56,7b). No otro es el mensaje del Nuevo Testamento cuando Cristo resucitado se aparece a los discípulos a orillas del lago de Tiberíades, en el que habían pescado en su red 153 peces (cf. Jn 21,1-14). Ya los Santos Padres hicieron notar que el número 153 es múltiplo de 17. Ahora bien, 17 es el número de los pueblos que se citan en el relato de Pentecostés. Es un número de totalidad, de plenitud. Como los 17 pueblos del relato de Pentecostés hacen referencia a la Iglesia integrada por todos los pueblos, así los 153 peces indican la amplitud de la Iglesia de Jesucristo, capaz de acoger en sí y hacer sitio a toda clase de peces. Y el Evangelio destaca expresamente que la red no se rompió a pesar de ser tantos. El erudito judío Robert Eisler ha llamado la atención, además, sobre el dato de que 153 es la suma de los valores numéricos de Símōn (76) e ichthýs (pez = 77) y que, consiguientemente, el pez, Jesucristo, y Pedro forman una unidad irrompible y no se pueden separar entre sí. Con esto tenemos ante la vista una bonita imagen de la catolicidad y universalidad de la Iglesia, que está llamada a ser, en unión con el sucesor de Pedro, el espacio vital de todos los peces de Jesucristo.
I. Comunidad local, Iglesia local e Iglesia universal A pesar de esta inequívoca visión, el término «Iglesia universal» se ha convertido hoy, incluso para no pocos católicos, casi en un término extraño o hasta en una imagen hostil. Los motivos para ello son sin duda numerosos. Uno, no baladí, bien podría consistir en que la conciencia eclesial media se concentra en que la Iglesia, en un espacio concreto de vida, está tan en el centro, que la inserción de la comunidad local en el todo mayor de la Iglesia y, con ello, su dimensión universal, quedan considerablemente difuminadas. Esto ya es observable en la relación entre la parroquia y la diócesis: muchos miembros de la Iglesia perciben la parroquia como el ámbito vital primario de Iglesia. Desde luego, esto es perfectamente comprensible. Porque para la vida eclesial diaria, la comunidad local, la parroquia, tiene sin lugar a dudas una gran importancia. Para el 47
católico individual, ella es el espacio inmediato de vida, que le permite experimentar la fe en su forma eclesial. En situación normal, el cristiano católico encuentra también emocionalmente en la parroquia y, por consiguiente, en el entorno de su vida diaria, de su círculo de amigos y conocidos, y en el encuentro dominical de la comunidad litúrgica, su domicilio eclesial. De esta inserción en una parroquia depende el creyente individual particularmente hoy, «si no quiere, en una sociedad crecientemente secularizada, convertirse en un “sin papeles” desde el punto de vista de la fe» 60. La parroquia desempeña además un papel insustituible sobre todo en la transmisión de la fe a las generaciones venideras. Porque en este cometido, que se presenta cada vez más claramente como cuestión de vida o muerte para la Iglesia, importa decisivamente el testimonio de fe inmediato de los individuos creyentes y de la comunidad local de fe. Este es el motivo por el que el concilio Vaticano II ha atribuido también a la parroquia la cualidad teológica de «Iglesia», por cuanto esta «en cierto modo, representa a la Iglesia visible establecida por todo el mundo» (Sacrosanctum Concilium 42). Desde este punto de vista, la Iglesia vive completamente en primer lugar en la parroquia, mientras que, en comparación con ella, la diócesis queda relegada más bien a un segundo plano61. Sin embargo, inmediatamente hay que añadir que la Iglesia ni puede ni debe agotarse nunca en la parroquia. Iglesia es siempre más que parroquia, como puede mostrar una simple mirada a los tiempos primitivos de la Iglesia: originariamente la comunidad episcopal se entendía y se designaba como paroikía, lo que traducido con exactitud quiere decir «ser extranjero en el mundo». Esta palabra expresa la idea que los primeros cristianos tenían de sí mismos, al entenderse como «extranjeros» y «peregrinos» en este mundo. En él se sentían «en el destierro», «lejos del Señor», junto al cual sabían que estaba su verdadera patria (cf. 2 Cor 5,6). Los primeros cristianos se entendían hasta tal punto como pároikoi que, a partir de la idea que tenían de sí mismos, se pudo desarrollar también la designación de su forma de comunidad, es decir, paroikía. Ahora bien, originariamente la comunidad del obispo era denominada paroikía precisamente para expresar la idea originaria cristiana de que la Iglesia en la tierra no está propiamente en su patria, sino que es extranjera e inmigrante. Para el cristianismo primitivo era evidente de por sí que la Iglesia, primariamente, era Iglesia episcopal, y que se realizaba sobre todo en el hecho de que el obispo presidía la eucaristía. Eucaristía, Iglesia y ministerio episcopal formaban una unidad orgánica. Qué importante se consideró esa unidad se puede comprobar históricamente, por ejemplo, en el hecho de que, todavía en el siglo VII, en Roma, solo se celebraba en cada ocasión una eucaristía bajo la presidencia del obispo, aun cuando el creciente número de cristianos hubiera hecho realmente plausible la celebración de varias. Con todo, cuando el número de cristianos se hizo aún mayor, hubo que erigir parroquias en las que el obispo ya no podía presidir personalmente la eucaristía. Entonces, al presbítero, que al principio había concelebrado con el obispo, se le constituyó en presidente de la asamblea eucarística de la parroquia. A causa de esta evolución, la designación de paroikía se trasladó de la comunidad episcopal a la 48
comunidad presbiteral, mientras que, a cambio, la comunidad episcopal recibió el nombre de dioecesis. Como este título designaba originalmente toda clase de administración, en la conciencia común de los creyentes dejó de percibirse la diócesis como el lugar primario de la vida eclesial; más bien, la paroikía pasó a ser entonces «el lugar de primer rango de la vida de la Iglesia» 62. Paralelamente, también el ministerio pastoral en la Iglesia se vio primariamente en el párroco y ya no en el obispo que, a partir de entonces, se convirtió en una especie de «super-pastor» y en el que se vio sobre todo al «administrador» de la Iglesia, sobre el que, claro está, recayó la tarea nueva y peculiar de velar por que ninguna parroquia particular se cerrara sobre sí misma y se hiciese autónoma, sino que permaneciera abierta al todo mayor de la Iglesia. El mismo desplazamiento en la designación de los obispos y de los sacerdotes se puede constatar también en la evolución histórica. Mientras que originalmente la designación de sacerdos se reservó exclusivamente para el obispo, en la segunda mitad del siglo VI se sustituyó por el concepto de episcopus y, luego, hacia finales del siglo VII, al presbítero se le llamó sacerdos. Esta evolución bien podría explicarse por la circunstancia de que «al presbítero, a la vista de la creciente proliferación del presbiterado, a causa de la asunción de tareas hasta entonces genuinamente episcopales, se le fue percibiendo cada vez más como sacerdos, mientras que, a la inversa, el obispo, con la disminución de sus apariciones sacerdotales en las comunidades, poco a poco fue desapareciendo de la órbita de las personas» 63. Esta visión de la Iglesia tiene repercusión hasta hoy, aunque el concilio Vaticano II ha traído un fundamental cambio de agujas. Ha restablecido la praxis y la visión original de la Iglesia, al subrayar decididamente que la primera forma de desarrollo de la Iglesia es la Iglesia que se reúne en torno al obispo y celebra la eucaristía: por tanto, la diócesis que, a su vez, está articulada en diversas partes, es decir, las parroquias. En consecuencia, el concilio ha visto la plenitud del sacramento del orden en el obispo y ha enseñado que los sacerdotes solo pueden percibir su servicio en las parroquias en unidad con el obispo y por comisión suya. Esta visión recuperada por el concilio se ha recogido también en el nuevo derecho canónico, en el que se dice de la parroquia que es «una determinada comunidad de fieles, constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se encomienda a un párroco como su propio pastor» (CIC, canon 515). Consiguientemente, que la Iglesia es más que la parroquia lo expresa el teólogo ruso ortodoxo Alexander Schmemann con estas nítidas palabras: «La Iglesia es no solo “cuantitativamente” sino también “cualitativa” y ontológicamente más que la parroquia; y la parroquia es Iglesia solo en la medida en que participa de la plenitud de la Iglesia, se “trasciende” a sí misma y supera su interior y natural autocentramiento y contracción a todo lo específicamente “local”» 64. Lo que se dice de la parroquia es igualmente relevante para la diócesis. Así como la Iglesia, por mucho que primerísimamente viva en la parroquia, ni puede ni debe agotarse en la parroquia, del mismo modo la diócesis tiene 49
que estar también abierta y receptiva a la Iglesia universal, la cual subsiste en y consta de muchas Iglesias locales, es decir, las diócesis, de tal manera que la unidad de la Iglesia universal y la pluralidad de las Iglesias locales están en una relación de mutua vinculación.
II. Iglesia universal y concilio bajo sospecha La concentración, hoy dominante, de la vida eclesial en la parroquia arrastra consigo no solo una considerable difuminación de la conciencia de diócesis, sino también un generalizado apagón de la dimensión universal de la Iglesia. En esta situación, a la Iglesia universal la perciben muchos, tal como ya hace tiempo diagnosticó Hans Urs von Balthasar, «no más que como un esqueleto de instituciones», mientras que, por el contrario, el pequeño grupo se convierte en «criterio de vitalidad eclesial»: «Para esa gente, la Iglesia, en cuanto católica/universal, es como un cobertizo que planea arriba por encima de los pisos que habitan los inquilinos, sin conexión alguna ya con ellos» 65. Si en esta deriva la Iglesia universal no es percibida nada más que como carga y no ya como riqueza, la conciencia de pertenecer a una Iglesia universal amenaza con irse difuminando cada vez más. Sintomáticas de esta tendencia ampliamente extendida hoy son afirmaciones de la promotora de la declaración «sobre problemas candentes de pastoral», emitida por la institución de derecho constitucional eclesiástico del Sínodo de Lucerna, al final del otoño de 2003, dirigida a los obispos suizos, en la que volvían a repetirse los conocidos postulados de la abolición del celibato obligatorio para los sacerdotes y la introducción de la ordenación sacerdotal para las mujeres. Según una entrevista, la promotora de esta iniciativa esperaba de los obispos suizos la disposición a «pronunciarse contra el magisterio, en favor de las personas», lo que no puede significar otra cosa sino que los obispos deben cumplir los postulados del sínodo en solitario. A la respuesta de los obispos suizos –a saber: que los problemas formulados solo podrían ser abordados en conexión con la Iglesia universal– llegó a oponer la promotora que la Iglesia universal es solo un «constructo que para ella no existe, sin más». A la vista de tales afirmaciones no puede extrañar que cualquier referencia de los obispos a la Iglesia universal inmediatamente sea descalificada como evasiva. Incluso para no pocos católicos, para los que la Iglesia universal todavía sigue siendo una realidad, ella está muy lastrada por asociaciones negativas. Esto se manifiesta sobre todo en el hecho de que muchos católicos repudian y rechazan declaraciones del magisterio, que vienen de Roma, sin haberlas leído y sin haberlas analizado a fondo. Solo el hecho de que proceden del magisterio eclesiástico desencadena inmediatamente la actitud de repulsa y de resistencia. Tales reacciones son evidentemente síntoma del formalismo en las controversias, ampliamente constatable en la sociedad actual: lo que piensa una persona, en realidad no interesa para nada. Sobre su pensamiento ya se ha dictado sentencia tan pronto como resulta posible encasillarlo en las correspondientes 50
categorías formales: conservador-progresista, fundamentalista-liberal. El encasillamiento en un esquema formal es suficiente para hacer innecesaria la confrontación con el contenido del pensamiento de la persona en cuestión. Tal incultura del diálogo y de la comunicación en el ámbito público actual no mejora en modo alguno en la vida eclesial, cuando también en ella el puro formalismo en el juzgar está por encima de la discusión sobre el contenido. Que haya que constatar esta primacía de lo formal sobre lo objetivo también en la Iglesia constituye sin lugar a dudas un fenómeno alarmante. A la vista de tales fenómenos, es tiempo de recordar, sobre el trasfondo de la eclesiología del concilio Vaticano II, por qué para la visión católica de la Iglesia es fundamental e irrenunciable la Iglesia universal66 y por qué los obispos católicos solo pueden actuar en comunión con la Iglesia universal. Esta irrenunciabilidad vale también naturalmente respecto del pontificado. Porque el hecho de que el escepticismo, ampliamente difundido, respecto de la Iglesia universal sube de grado en el escepticismo respecto del papa no deja de ser algo en sí mismo consecuente. Si no existe una Iglesia universal, el primado tampoco tiene ningún sentido; y si la Iglesia universal no es más que un constructo, entonces, en último término, también el primado solo puede representar una pretensión absurda. El ministerio petrino y su responsabilidad solo pueden existir porque previamente existe una Iglesia universal. Además, si no existe una Iglesia universal, la intensa lucha del concilio Vaticano II por la correcta y sana interrelación de episcopado y primado, de colegio episcopal y pontificado67, sería un juego académico de abalorios. Ahora bien, el gran tema del pasado concilio y, sobre todo, de su Constitución dogmática sobre la Iglesia fue la coordinación y mutua imbricación de Iglesias locales e Iglesia universal: tema que el concilio expresó con la fórmula básica: «En ellas [las Iglesias locales] y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium 23). La puesta en tela de juicio o incluso la negación de la existencia de la Iglesia universal delata, por lo mismo, lo deficitaria que ha sido en nuestras latitudes la recepción del concilio Vaticano II. Justamente aquellos católicos que de continuo acusan a los obispos de sospechosos de querer retroceder al tiempo anterior al concilio Vaticano II son prueba palmaria de qué poca idea tienen del contenido de este concilio. En cualquier caso, es continuamente constatable el uso claramente selectivo que se hace del concilio; el teólogo pastoralista Hubert Windisch lo ha analizado muy atinadamente: «No raras veces puede uno constatar que el concilio sirve de pretexto para legitimar puntos de vista pastorales personales, sin que el mismo concilio ofrezca base alguna para el respectivo abuso (autojustificatorio). Los textos del concilio, como antes la Biblia, se han convertido en cantera de conceptos privados de pastoral. Usando el paralelismo con la praxis de la compra diaria, de la estantería de los textos del magisterio se escoge lo que a uno le gusta, como en un establecimiento de autoservicio» 68. Qué incitante resulta todavía hoy el problema de la recta relación entre Iglesias locales e Iglesia universal y, como consecuencia, el tema de la herencia del concilio 51
Vaticano II, se puede deducir de que, sobre este tema, hace aún muy poco, tuvo lugar una disputa dentro de la curia, entre los cardenales Walter Kasper y Joseph Ratzinger: discusión que, dicho sea de paso, pudo llegar a un muy amplio acercamiento de posturas69. La tendencia a la difuminación de esta herencia del concilio en nuestras latitudes apunta, por otro lado, a un problema de mucho mayor calado en las actuales controversias eclesiales.
III. ¿Eclesiología reformista en la Iglesia católica? El problema nuclear en la situación de la Iglesia hoy está en que, en la conciencia eclesial media, y de manera muy general, no es la idea católica conciliar la que marca el camino sino la consciente o inconsciente orientación a una visión de Iglesia propia de la Reforma. La eclesiología reformista, y también la evangélica, tienen su inequívoco punto neurálgico, y como su centro de gravedad, en la comunidad local concreta, siguiendo a Martín Lutero, que ya dio a la palabra «comunidad» una clara preferencia sobre el término «Iglesia», que era para él «una palabra opaca y confusa» 70. Para la visión evangélica, la Iglesia en sentido pleno está presente en la comunidad concreta litúrgica, reunida en torno a la palabra y el sacramento: ella es la realización prototípica de Iglesia. También según la eclesiología evangélica, las comunidades singulares viven, es cierto, en intercambio mutuo. En este sentido, el aspecto supralocal de Iglesia está implícitamente presente; pero, en último término, se manifiesta secundario. El aspecto eclesial de universalidad, en sentido pleno, queda teológicamente muy desdibujado. Esta es también la razón de por qué la eclesiología evangélica no tiene ninguna teología universalmente reconocida sobre el ministerio episcopal y, por supuesto, absolutamente ninguna teología sobre un ministerio eclesial universal como el que la Iglesia romanocatólica ve realizado en el ministerio petrino del obispo de Roma. En la eclesiología evangélica, este problema en el fondo ni se plantea. Porque si se ve en la comunidad particular concreta la forma básica de realización de Iglesia, el ministerio del párroco en la comunidad representa también el prototipo del ministerio eclesial, sin más. Esta concentración de la eclesiología reformada en la comunidad particular ha tenido amplia repercusión en la Iglesia católica romana principalmente en la Suiza de habla alemana, donde aparecen con particular relieve tendencias que son constatables también en otras Iglesias locales. Esta evolución se ha visto impulsada predominantemente por el hecho de que la Iglesia católica en la Suiza de habla alemana vive con las mismas estructuras de derecho eclesiástico estatal que las Iglesias reformadas. Pero mientras que estos sistemas de derecho eclesiástico estatal sintonizan armónicamente con las Iglesias reformadas, porque son idénticos con la idea esencial que estas tienen de Iglesia, en la Iglesia católica romana están al menos en una tensión fundamental con la visión conciliar de la Iglesia71. Estos sistemas de derecho eclesiástico estatal tienen ciertamente la gran ventaja de que dan a muchos católicos y católicas comprometidos la posibilidad de 52
percibir su corresponsabilidad para con la vida de la Iglesia. Pero los problemas que esos sistemas causan a la Iglesia católica se sitúan en un nivel estructural. En el presente contexto, baste con aludir a los dos problemas más básicos. En primer lugar, las estructuras de derecho eclesiástico del Estado en Suiza no se guían por la idea de Iglesia del concilio Vaticano II, que tiene su punto de gravedad en la Iglesia universal, la Iglesia diocesana y la parroquia, sino que están cortadas por el patrón de las estructuras estatales de Suiza, sobre todo, en el nivel de las comunas (municipios) y de los cantones. Por eso se entienden a sí mismas no solo como análogas a la realidad estatal de Suiza, sino que, respecto al orden jurídico y a la gestión de los asuntos, la organización funcionarial y la cadena de instancias son también copias exactas de las comunidades estatales ciudadanas y, en ese sentido, comunidades especiales de derecho público. Este duplicado de las estructuras eclesiales –sobre todo, la comunidad eclesial en el nivel parroquial– se refleja también en el trato con las personas en el ministerio eclesial. Esas personas, en sentido canónico, son autoridades eclesiásticas; por el contrario, desde el punto de vista del derecho eclesiástico del Estado son funcionarios de una corporación de derecho eclesiástico estatal. Como esas instituciones de derecho eclesiástico estatal pueden ser percibidas por los fieles con mucha más inmediatez que las realidades canónicas de la diócesis y de la Iglesia universal, existe el grave peligro de que también ejerzan un influjo más inmediato sobre la conciencia de los creyentes y que configuren su autocomprensión eclesial más en el sentido del modelo helvético que en el de la Iglesia católica. El segundo problema tiene íntima conexión con el precedente: mientras que en la visión del concilio Vaticano II la Iglesia se realiza primariamente en la diócesis, a la que se ha designado como «Iglesia local» y que ha sido revalorizada de nuevo, los sistemas de derecho eclesiástico del Estado tienen su centro de gravedad no en la diócesis sino en la parroquia: más precisamente, en la comuna eclesial, a la que se le atribuye una amplísima autonomía. Pero con esto, la Iglesia católica presenta estructuras que no se corresponden con su propia comprensión eclesiológica. Esto vale sobre todo del principio de autonomía de la comuna eclesial: principio en el que se sostienen o caen los sistemas de derecho eclesiástico estatal, pero que, desde un punto de vista católico, debe ser considerado como el verdadero problema nuclear, del que el obispo auxiliar Peter Henrici juzgó, con razón, que constituye «el mayor freno para la Iglesia en Suiza» y que fortalece las espaldas –ya de por sí fornidas– al helvético «pensamiento de campanario» 72. «Autonomía de la comuna eclesial» es un principio helvético-democrático, pero no católico-conciliar. Que las comunas eclesiales de derecho eclesiástico estatal sean autónomas desde un punto de vista financiero puede resultar una necesidad, si bien responsabilidad pastoral y responsabilidad financiera no admiten separación73. Pero esto se torna peligroso cuando una parroquia se entiende a sí misma como autónoma también en un sentido eclesial. Porque una parroquia solo es una comunidad de la Iglesia católica y, con esto, una realidad social significativa más allá de la pura asociación, cuando no es autónoma, cuando no está cerrada en sí misma. El ser eclesial de una parroquia se basa, 53
al contrario, en que está integrada en el todo de la Iglesia; solo así es católica. Una parroquia es Iglesia en la Iglesia solamente porque cree y vive en el seno de la Iglesia diocesana y, por encima de esta, dentro de la Iglesia universal extendida por todo el orbe. Una parroquia merece, por tanto, el honroso nombre de «católica» solo cuando es, por principio, un lugar abierto: abierto solidariamente a otras parroquias, a la diócesis y a la Iglesia universal: y esto, tanto en el dar como en el recibir. A esto está obligada, sobre todo, desde y a partir de la asamblea eucarística que constituye el centro de la Iglesia en el doble sentido, a saber: que toda asamblea eucarística local es plenamente Iglesia, pero que toda asamblea singular solo sigue siendo realmente Iglesia cuando se mantiene en una unidad fundamental con las demás asambleas eucarísticas. Porque la Iglesia no es precisamente la suma de parroquias en sí autónomas, sino una red de fe de comunidades eucarísticas: y ella está permanentemente unida mediante el único cuerpo que todos los miembros de la Iglesia reciben.
IV. Iglesia como comunión de Iglesias A la vista de la creciente difuminación de la idea católica de Iglesia es un deber especial de la hora eclesial actual recordar la peculiar e inconfundible estructura constitucional de la Iglesia católica. La imagen más aproximada de tal estructura es la de una elipse con dos focos: la unidad de la Iglesia universal y la pluralidad de las Iglesias locales. La Iglesia católica es al mismo tiempo local y universal y, en consecuencia, simultáneamente episcopal y papal. Según esto, como ha recordado el concilio Vaticano II, «en ellas [las Iglesias particulares] y a partir de ellas, existe la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium 23). Esta inconfundible estructura constitucional de la Iglesia católica, para la que no existen analogías en ninguna constitución estatal, solo se puede entender realmente si se la considera a la luz del misterio de fe de la Trinidad divina74. Así como en este misterio la unidad de las divinas personas y su distinción constituyen dos dimensiones igual de esenciales, así también la unidad de la Iglesia universal y la pluralidad de Iglesias locales se realizan al mismo tiempo y en mutua imbricación, de tal manera que la Iglesia es el espacio de salvación predeterminado desde el Dios trinitario o, como dice el concilio Vaticano II, «toda la Iglesia aparece como el pueblo unido “por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”» (Lumen gentium 4). La Iglesia se presenta, pues, como icono de la Trinidad75. El misterio trinitario divino contiene, por una parte, el mensaje de que en Dios mismo hay espacio vital para la alteridad y, con ello, también para la pluralidad. Porque el Padre es diferente del Hijo y este, a su vez, es diferente del Espíritu Santo. En la divinaTrinidad existe una originaria y bella diversidad de personas. Por eso, no es que la única naturaleza divina se muestre simplemente en tres formas y concreciones distintas; 54
más bien, es que en Dios la diferencia existe en la distinción de las personas. A él le es ajena toda tendencia a lo uniforme. De ahí que la Iglesia universal no pueda ser sin más un modelo trascendente que se realiza –de modo homogéneo, además– en cada una de las Iglesias particulares. En ese caso, las Iglesias locales no serían otra cosa que, por así decirlo, simples sub-departamentos, simples filiales de la Iglesia universal. Frente a esto, el cardenal Joseph Ratzinger ha enfatizado con razón que las Iglesias locales «no son distritos administrativos inferiores», sino «células vivas en las que vive el organismo todo» y que, «a la inversa, la Iglesia universal no es una superestructura organizativa, sino la necesaria forma de la unicidad de Cristo en la pluralidad de sus comunidades» 76. Por otra parte, el misterio trinitario divino subraya que el Dios uno y trino es una comunidad acaeciente, aunque no al estilo de una comunidad humana de tres personas autónomas en sí que se suman, por así decirlo, para formar una comunidad de dioses. En Dios no existen tres personas que solo de una manera accesoria entran en relación mutua a partir de su ser propio. Si bien es verdad que el Padre es diferente del Hijo y este, a su vez, es diferente del Espíritu Santo, las divinas personas, en cuanto celestes interlocutores de un diálogo a tres bandas, se encuentran, no obstante, en un mismo plano ontológico: el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. En Dios existe una originaria y maravillosa unidad de personas. Porque Dios es en sí comunidad viviente en la originaria unidad de relación del amor. Por eso, a él le es extraña toda tendencia al anárquico existir por libre y al pluralismo separatista. De ahí que la Iglesia universal tampoco pueda ser entendida como agrupación a posteriori de Iglesias locales plenamente subsistentes en sí mismas, al estilo de una federación de organizaciones. Porque entonces la Iglesia universal no sería otra cosa más que una alianza congregacionalista de Iglesias particulares, que tienden con rapidez a identificarse nacionalmente. Pero frente a tal federalismo de Iglesias particulares y tal particularismo nacionalista, el cardenal Christoph Schönborn ha subrayado con razón que la Iglesia católica, por su más íntima naturaleza, es supranacional: «Destinada a todos los hombres y mujeres y a todos los pueblos, está abierta a todos, no conoce barreras de razas ni fronteras de clases. La idea de una Iglesia nacional es una contradicción en sí» 77. Toda Iglesia local solo es realmente católica cuando está abierta a las otras Iglesias locales y a la Iglesia universal. Así pues, el Dios de la revelación cristiana es, de forma igualmente constitutiva, unidad y diversidad, communio y diferencia. Representar visiblemente y vivir este misterio trinitario constituye la vocación radical de la Iglesia. Icono de la Trinidad solo puede serlo, por consiguiente, la Iglesia en la unidad de la única Iglesia universal y, simultáneamente, en la diferencia y pluralidad de las Iglesias locales. Así como, por un lado, la unidad y unicidad de Dios solo puede reconocerse en la tríada de divinas personas, así también la unidad de la Iglesia universal únicamente se puede reconocer y realizar en la pluralidad de Iglesias locales. Y así como, por otra parte, en la Trinidad la triplicidad de personas ni anula la unidad de la esencia divina ni la origina en cuanto tal, lo mismo vale también de la Iglesia universal una: es algo cualitativamente distinto de la 55
mera suma de Iglesias particulares autónomas, si bien solo subsiste en y a partir de las Iglesias locales. Si se toma en serio esta tensa y dinámica imbricación de unidad de Iglesia universal y pluralidad de Iglesias locales, entonces se impone la consecuencia que extrae el cardenal Walter Kasper: «La Iglesia católica no es, por tanto, ni la suma o confederación a posteriori de las Iglesias particulares (ex quibus) ni tampoco una superiglesia formada por meras provincias de la Iglesia universal. Las Iglesias particulares son en verdad Iglesia de Jesucristo. La Iglesia particular y la Iglesia universal se realizan perijoréticamente en mutua imbricación; se contienen una a otra (in quibus)» 78.
V. Necesidad eclesial del ministerio papal en la Iglesia universal La inmanencia recíproca de Iglesias locales y de Iglesia universal se concreta, en el nivel de los ministerios eclesiales, en la recíproca referencia de ministerio episcopal y ministerio papal: por una parte, el episcopado está presente por sí mismo en la Iglesia universal; y, por otra, también el primado del papa está presente en toda Iglesia local. Ambas se son tan interiores una a otra que ni son deducibles la una de la otra ni se pueden reducir una a otra. Al contrario, solo conjuntamente contribuyen ambas al concierto creíble de unidad católica y de pluralidad apostólica en la vida eclesial. En la situación actual es especialmente oportuna la indicación de que el pontificado forma parte necesariamente de la esencia de la Iglesia católica79. Esto se puede hacer comprensible ya desde un punto de vista histórico, como se puede documentar con unos cuantos ejemplos: la evolución de las Iglesias ortodoxas, con su innegociable principio de autocefalia y con el problema de los nacionalismos a él vinculado, muestra que sin un eficiente pontificado, también la Iglesia católica romana hubiera corrido la misma suerte: sin el pontificado, también ella se habría disgregado hace ya mucho tiempo en diversas Iglesias nacionales. Además, con cuánta frecuencia la unión con la Iglesia universal ha ahorrado a Iglesias locales particulares una excesiva acomodación al dominante espíritu nacional. Uno puede preguntarse, por ejemplo, si no fue la unión con la Iglesia universal la que protegió a la Iglesia católica en Alemania, durante el Tercer Reich, de imponentes peligros de identidad, similares a los que tuvo que arrostrar la cristiandad evangélica80. También la diócesis de Basilea puede servir de ejemplo histórico. Sin la ayuda de la Iglesia universal, su nueva erección en el año 1828 no hubiera sido posible. El rígido absolutismo estatal de los cantones diocesanos que dominaba, como sobre todos los ámbitos sociales, igualmente también sobre la Iglesia, era entonces tan fuerte que su mayor deseo hubiera sido establecer una Iglesia nacional «católica» separada de Roma. Incluso el derecho de elección de obispo por medio del cabildo catedralicio tiene que agradecérselo esta diócesis a Roma, porque en aquel tiempo la conferencia diocesana estatal se consideraba a sí misma como el «auténtico órgano electoral» y al cabildo catedralicio quería reservarle solo un «papel de comparsa»; pero Roma se opuso a esta pretensión. Otro ejemplo: antes del concilio Vaticano I había en la diócesis de Basilea 56
círculos influyentes que querían hacer realidad el plan, perseguido desde la década de 1830, de constituir una diócesis nacional suiza, tal como se deduce con claridad, por ejemplo, de una carta del párroco de Laufenburg, Cajetan Bosshard, a Augustin Keller, del año 1873: «Sería estupendo llegar de una vez a una ruptura definitiva con Roma y que una Iglesia nacional dirigiera nuestros intereses» 81. Aun cuando tales planes se llevaron a la práctica, si bien de manera distinta –es decir, con la institución de una Iglesia cristiano-católica propia, que en realidad había nacido de un movimiento católico de protesta contra el concilio Vaticano I82–, no se podrá afirmar que la tentación de estructurar la Iglesia católica en la diócesis de Basilea al modo de una Iglesia nacional, hubiera sido desde entonces conjurada para siempre. La historia de la Iglesia conoce muchos ejemplos que muestran que la re-vinculación a la Iglesia universal, sobre todo por parte de Iglesias particulares que tuvieron que vivir bajo opresión política, hizo experimentar a la Iglesia universal como baluarte de la libertad. Evidentemente, solo Iglesias bien dotadas pueden permitirse el lujo de encontrar problemas únicamente en la Iglesia universal. Ciertamente, los problemas existentes ni se pueden ni se deben silenciar: baste solo con pensar en la alarmante falta de sacerdotes en nuestras latitudes. Pero, por otra parte, tampoco nos es lícito pasar por alto los bellos aspectos de la Iglesia universal. A la vista, sobre todo, de la globalización actual de la economía, es un alivio que haya también una globalización de la fe y de la comunidad eclesial, y que la Iglesia católica represente en nuestro mundo una realidad religiosa globalizada, aunque no sea la única. En todo caso, es el más antiguo «global player» 83 y, por encima de todo, «global player» es, por así decirlo, la comunidad de alcance mundial más antigua por la que nos preocupamos y de la que no nos es lícito desengancharnos. ¿No debería dar que pensar que muchas veces hay más sensibilidad fuera de la Iglesia que dentro de ella para reconocer esta preciada herencia de la Iglesia católica?
VI. Iglesia con horizonte católico Si se reflexiona en estos contextos, realmente no queda más que una alternativa. Una cara de esa alternativa consiste en la vía histórica de las Iglesias reformadas, las cuales han «solucionado» la mayoría de los problemas y conflictos con divisiones, de tal manera que ya solo queda un gran «pluriverso» de comunidades eclesiales reformadas. La otra cara es la vía de la Iglesia católica, la cual, mientras de algún modo sea posible, intenta mantener unidas en la única Iglesia universal las diversas corrientes y tendencias. Que por esta vía las tensiones y los conflictos ni son menos ni se hacen más pequeños es evidente de por sí. Sin embargo, para el que cree y piensa en católico, para ese no existe la alternativa reformista; para él solo puede existir esta vía de la Iglesia católica constantemente acreditada en la historia. Esto es lo que sucede, en todo caso, cuando la Iglesia piensa en su origen pentecostal y constantemente se renueva en clave pentecostal. Porque Pentecostés 57
muestra que la Iglesia, por su origen y desde su comienzo, es universal y, con ello, una comunidad de fe con horizonte católico. Esta universalidad de la Iglesia es la que ha recordado de manera nueva el concilio Vaticano II. Con razón, pues, se ha calificado a este grandioso acontecimiento del pasado siglo de «nuevo Pentecostés». Si tomamos en serio esta idea fundamental, sencillamente no puede haber una Iglesia en el primer mundo, otra en el segundo y una más en el tercero. Más bien, o somos Iglesia universal o no somos realmente Iglesia católica. Por eso, la Iglesia no puede atarse solo a un país o a una cultura: ni siquiera en Europa. Porque Europa no es el ombligo del mundo ni el ombligo de la Iglesia. Si la Iglesia tiene en absoluto un ombligo, ese se encuentra en Jerusalén, como igualmente aparece con claridad en el relato de Pentecostés. Dar testimonio de esta bella necesidad de la dimensión universal de la Iglesia, que ya de entrada hace saltar todo marco eclesial nacional, le es ciertamente más posible a un testigo no sospechoso: al teólogo y mártir cristiano Dietrich Bonhoeffer. Cuando, durante su estancia en Roma, un domingo de Ramos, vivió su primera ceremonia solemne en San Pedro, anotó en su diario: «Universalidad de la Iglesia». Y tras las Vísperas en Trinità del Monte recogió sus impresiones con estas palabras: «Empiezo –me parece– a entender el concepto de Iglesia». Fue sobre todo la universalidad de la Iglesia católica la que hizo que la propia Iglesia evangélica en su patria alemana le pareciera como realmente de corte provinciano, pequeño-burgués y nacionalista. A veces tengo la impresión de que, dentro de nuestra propia Iglesia, necesitaríamos hoy, por decirlo así, un Bonhoeffer católico que nos pusiese más al alcance la auténtica esencia de nuestra Iglesia y que, sobre todo, revitalizase entre nosotros la sensibilidad bastante perdida de la universalidad de la Iglesia. El concilio Vaticano II vio la misión de la Iglesia en el mundo, sobre todo, en vivir y actuar como signo e instrumento de unidad entre los pueblos. Pero de esta misión solo puede posesionarse la Iglesia si ella misma está abierta a todos los pueblos. Tal apertura de Iglesia universal exige valor para enfrentarse con la pluralidad en la unidad y la unidad en la pluralidad, como con razón enfatiza el obispo de Limburgo, Franz Kamphaus: «Si la Iglesia vive en todos los pueblos y habla todas las lenguas, por el mismo hecho se hace multicolor, variopinta. Eso tiene que ser y seguir siendo, por mor de su misma identidad» 84. Para ensanchar la mirada por encima y más allá de nuestras fronteras políticas y culturales hacia la universalidad total de la Iglesia, puede servir de ayuda preguntarse de forma nueva por las necesarias y multiformes relaciones comunitarias en la Iglesia y comprender en diversos niveles la esencia de la Iglesia como communio, redescubierta por el concilio Vaticano II. Por eso, en lo que sigue se van a presentar escuetamente aquellas relaciones comunitarias eclesiales que ya se perciben en el Nuevo Testamento, a saber: la comunión entre las comunidades, la comunión de las comunidades con sus apóstoles y la comunión entre los apóstoles85.
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VII. Perspectivas de comunión eclesial Hay que partir de que la Iglesia nace de la comunión con el Cristo resucitado y, por tanto, no es ni una comunidad de intereses ni una sociedad de objetivos, ni una asociación ni una coalición, sino el pueblo de Dios en Jesús, el Cristo, que él mismo ensambla en comunidad, en su cuerpo. Porque la palabra communio tiene, antes que nada, un carácter teológico, cristológico e histórico-salvífico. Todas las dimensiones esenciales de la comprensión cristiana de communio se pueden encontrar en la frase, cargada de sentido, de la Primera carta de Juan: «Lo que nosotros hemos visto y oído, eso es lo que os predicamos también a vosotros para que tengáis comunión con nosotros. Pero nosotros tenemos comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3) El decisivo punto de partida de toda communio está en el encuentro con Jesucristo como el Hijo de Dios hecho carne. De ese encuentro nace comunión entre las personas, que se basa en la comunión con el Dios trinitario. La Iglesia es realmente ek-klēsía, el pueblo convocado por Dios y su amor. Puesto que, en último término, solamente el amor de Dios es capaz de crear comunión, las diversas relaciones comunitarias en el ámbito de la vida de la Iglesia tienen que estar también impregnadas de ese amor de Dios y dar testimonio de él.
1. Comunión de los cristianos en las comunidades Esto vale en primer lugar respecto de las relaciones intracomunitarias de cristianos y cristianas entre sí, que se concretan en el apoyo mutuo, en el testimonio común de la fe, en la celebración comunitaria del culto divino y en la construcción solidaria de la comunidad. La Iglesia es el espacio vital en el que se vive el amor entre sus miembros, tal como se escribió de la primera Iglesia: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la solidaridad, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Con esto da Lucas una definición prototípica ideal de la Iglesia cuyos cuatro elementos esenciales consisten en mantenerse firmes en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Palabra y sacramento aparecen aquí como los dos pilares fundamentales sobre los que se edifica la Iglesia, con lo que palabra y sacramento quedan vinculados a la responsabilidad personal de los testigos apostólicos. En especial, la designación del sacramento como «fracción del pan» expresa el carácter social de la communioeclesial en general, y de la eucaristía en particular. Porque la eucaristía no es simplemente un acto individualizado de culto, sino que implica toda una forma de existencia que consiste en la comunión con el Cristo que se da gratuitamente a sí mismo y, consiguientemente, en el compartir común. Comunión en y con el cuerpo de Cristo significa siempre comunión de unos con otros. La comunidad eclesial es siempre «comunidad de mesa», en el exigente sentido de que sus miembros comparten unos con otros la vida. Cristianos y cristianas no pueden ser simples llaneros solitarios que solo a posteriori y complementariamente se 59
unen para formar la comunidad de la Iglesia. Están llamados, más bien, a ser miembros vivos de la Iglesia y a servir de apoyo y soporte los unos para los otros. De este modo, la comunidad de los creyentes consiste en que lo tienen todo en común y en que entre ellos no hay ya diferencia entre pobre y rico, como una vez más enfatizan los Hechos de los Apóstoles: «La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. No llamaban propia a ninguna de sus posesiones, antes lo tenían todo en común» (Hch 4,32). Aun cuando esta forma radical de comunidad incluso material ya no se pudo sostener cuando la Iglesia creció, sigue sin embargo en pie el núcleo de lo que realmente importaba: que dentro de la comunidad de los creyentes no puede existir ninguna pobreza. Porque el amor al prójimo, enraizado en el amor a Dios, es ciertamente en primer lugar un cometido de cada uno de los creyentes, pero al mismo tiempo es también un encargo dado a toda la comunidad eclesial, porque también la Iglesia tiene que ejercitar el amor, y porque esa actividad de amor forma parte de los cometidos esenciales de la Iglesia, como subraya inequívocamente el papa Benedicto XVI: «Ejercer el amor con viudas y huérfanos, con los cautivos, los enfermos y los que sufren alguna necesidad, de cualquier clase que sea, forma parte de su esencia de la misma manera que el servicio de los sacramentos y la proclamación del Evangelio. La Iglesia no puede prescindir de las obras de caridad, al igual que no puede prescindir del sacramento y de la palabra» (Deus caritas est 22). Esta perspectiva fundamental de la comunidad de los creyentes es especialmente constatable en la ética eclesial de Pablo, que está toda ella enteramente referida a la comunidad eclesial y por eso gira en torno al «unos con otros» y al «unos por otros» de los creyentes en la comunidad de la Iglesia. La comunidad es el lugar primero en el que el amor de Dios a los bautizados y, consiguientemente, el amor entre los bautizados, deben hacerse efectivos, como escribe Pablo en la Carta a los Gálatas: «Mientras tengamos ocasión, hagamos el bien a todos, especialmente a la familia de los creyentes» (Gal 6,10). Qué significa en concreto esa ética de la communio lo aclaró Pablo en la Carta a los Romanos: «Llorar con los que lloran, alegrarse con los que se alegran» (Rom 12,15). Tal participación en la suerte de los otros es, a los ojos de Pablo, mucho más que bonhomía humana y bondad de corazón. Es «sentir y transmitir la participación del mismo Jesucristo en el destino de los hijos de Adán, a quienes él quiere ganar mediante el Evangelio para la fe y el reino de Dios» 86.
2. Comunión entre las comunidades En el centro de la ética de la communio está para Pablo el amor fraterno de los creyentes. Muy íntimamente unida con ese amor está la hospitalidad. La amonestación de Pablo al respecto tiende a que cristianos y cristianas en las comunidades locales den a otros cristianos que están de camino un techo donde cobijarse y algo para comer, y que les presten apoyo de cualquier manera posible. En este contexto merece la pena recordar
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que tal hospitalidad entre comunidades en la Iglesia antigua tenía su raíz en la eucaristía que celebraban conjuntamente. La communio eucarística existente entre las comunidades era también en la Iglesia antigua el presupuesto elemental de una misión convincente. El recuerdo que el teólogo católico pastoralista Rolf Zerfass aporta sobre la cultura originaria cristiana de la hospitalidad tiene que hacer reflexionar constantemente, también y precisamente hoy: «La Iglesia primitiva es verdaderamente una “Iglesia en las casas”: sin la hospitalidad de innumerables cristianos individuales y de comunidades cristianas primitivas, la expansión de la fe en los primeros siglos es absolutamente ininteligible. Gran parte de la fascinación del cristianismo en el mundo antiguo se basa en la práctica de la hospitalidad, cuyo resultado fue que las primeras comunidades urbanas se convirtieron también en las primeras organizadoras de hospicios y cocinas populares» 87. La praxis de la hospitalidad difundió sin duda entre la gente más evangelio que la proclamación explícita del Evangelio mismo. O dicho con más precisión: la praxis vivida de la hospitalidad se mostró como el mejor anuncio del Evangelio y encarnó un potencial misionero que no se puede sobrestimar. Una vez más es Pablo quien fomenta tal comunión entre comunidades. Para él, esa comunión incluye también apoyo material de otras comunidades; sin embargo, sobrepasa el apoyo material, porque en esa comunión ve una expresión vital de la fe y, para él, se deriva connaturalmente de la participación común de todos los bautizados en la gracia de Cristo. Aquí radicó, por poner un ejemplo, el sentido profundo de la organización de las «colectas» entre las comunidades cristiano-gentiles para la comunidad madre de Jerusalén, estipuladas en el concilio de los apóstoles. Esta colecta de dinero no era solo una acción caritativa en favor de la comunidad madre sino, ante todo, una acción simbólica, tanto para hacer visible y creíble que las comunidades de reciente creación tenían conocimiento de su pertenencia a la comunidad primera de Jerusalén, como también, a la inversa, para expresar, por parte de la comunidad primera, la aceptación sin reserva de las comunidades misioneras paulinas. Por esto, la comunión eclesial entre las comunidades se enraíza profundamente, más allá de la solidaridad material, en una espiritualidad cristiana de comunión. En este sentido, Pablo recuerda a los tesalonicenses, presa de múltiples y variadas tribulaciones, que en su sufrimiento por el Evangelio «imitan a las comunidades de Dios en Judea, que sufren lo mismo que nosotros de vuestros propios paisanos» (1 Tes 2,14s). En esta enérgica advertencia del apóstol se ve con claridad que es propio de la vocación de las comunidades cristianas no aislarse unas de otras, sino construir en todos los niveles, unas con otras, comunión acorde con la pertenencia a la Iglesia única de Jesucristo.
3. Comunión de las comunidades con sus apóstoles Hacer posible y fomentar tal comunión eclesial entre las comunidades cristianas es el cometido preferente de los apóstoles en el tiempo neotestamentario, y el de los obispos 61
en la actualidad en cuanto sucesores de los apóstoles. Pablo mismo tuvo presente esta tarea sobre todo con sus andanzas misioneras, con sus viajes pastorales, con el envío de sus colaboradores y con la redacción de sus cartas, con las que fomentó significativamente el intercambio de experiencias y una conciencia de Iglesia universal. Para que esta dimensión universal de Iglesia pueda seguir manteniéndose en la conciencia, la comunión de las comunidades cristianas con sus apóstoles es condición indispensable. Evidentemente, como atestiguan las dos cartas a los Corintios, incluso en los comienzos de la Iglesia esa communio no siempre estuvo garantizada, sino que amenazó con irse al traste en graves conflictos relativos al itinerario de la evangelización y al núcleo de la fe cristiana. Por eso, fue necesario reconquistarla de nuevo una y otra vez con grandes esfuerzos: tarea en la que precisamente Pablo invirtió y arriesgó muchísimo. Porque Pablo estaba convencido de que el fundamento de la communio entre las comunidades y sus apóstoles reside en la común aceptación, por parte de Jesucristo, de los apóstoles así como de todas las personas bautizadas, y que encuentra su expresión en la confesión común, en el trabajo común para la edificación de la Iglesia y, por lo mismo, en el trato recíproco como «hermanos y hermanas en la fe». Con todo, Pablo estaba convencido de que esa comunión entre las comunidades cristianas y sus apóstoles no puede ser simétrica. Esta convicción la expresaba en el hecho de entenderse a sí mismo como «padre» (1 Tes 2,11) y como «madre» (1 Tes 2,7s) de los creyentes, y de profesar decididamente la opinión de que él era el «arquitecto» que pone los cimientos, mientras que las comunidades debían edificar sobre ellos según sus diversas capacidades. Porque la comunión entre las comunidades cristianas y sus apóstoles consiste en que los apóstoles incrementan los conocimientos de fe de los cristianos y fomentan su capacidad de discernimiento, suscitan los carismas de los bautizados y apoyan los servicios en las comunidades cristianas, mientras que, por su parte, los miembros de las comunidades afirman a los apóstoles como los enviados de Jesucristo y consiguientemente como los líderes de su comunidades y modelos en la fe. Para la situación ideal, Pablo puede incluso llegar a escribir: «Doy gracias a mi Dios… por vuestra participación en el anuncio de la Buena Noticia desde el primer día hasta hoy» (Flp 1,3.5). Cuando, por el contrario, hubo problemas, Pablo se empleó a fondo en la recuperación de la comunión entre las comunidades cristianas y sus apóstoles.
4. Comunión entre los apóstoles Dado que Pablo está convencido de que el ministerio peculiar de los apóstoles consiste en poner el fundamento de la Iglesia sobre el que todos los bautizados deben seguir edificando, y de que este fundamento no puede ser otro que «el que ha sido puesto: Cristo Jesús» (1 Cor 3,11), él vislumbra en la communio de los apóstoles entre sí una importante dimensión ulterior de la comunión eclesial. Esta comunión, por supuesto, no puede estar centrada en sí misma, sino que toda ella está al servicio de la Iglesia. Sellar esta comunión entre los apóstoles: en eso consistió el resultado fundamental del concilio 62
de los apóstoles, que Pablo pudo lograr en interés de los cristianos gentiles y, consiguientemente, de la universalidad del Evangelio: las «columnas», es decir, Santiago, Cefas y Juan, me dieron «la mano a mí y a Bernabé en señal de comunión» (Gal 2,9). Este apretón de manos de communio no crea evidentemente la comunidad, sino que la consolida y la refuerza precisamente por ese medio. Porque su fundamento es la misión en la que Dios, por medio de Jesucristo, confió a Pedro el «apostolado de la circuncisión» y a Pablo el «apostolado de los incircuncisos» (Gal 2,8). Con esto salta a la vista que la comunión entre los apóstoles persigue el interés de una unidad viva y sustantiva de la Iglesia más allá del uniformismo y del personalismo, y que se centra sobre todo en el servicio al Evangelio. Qué capacidad de resistencia pudo tener esta comunión entre los apóstoles lo muestra el «incidente de Antioquía» (Gal 2,11-14), en el que Pablo, según su propio relato, «plantó cara» a Pedro porque había traicionado la «verdad del Evangelio». Sin embargo, no se llegó a la ruptura porque las coincidencias en la fe eran más de fondo que el conflicto. Pero este conflicto de Antioquía muestra precisamente que, sin la comunión entre los apóstoles, la Iglesia se habría astillado, las comunidades particulares habrían quedado aisladas y solitarias y, sobre todo, se habría atacado el fundamento que Dios ha puesto en Jesucristo por medio de los apóstoles. En este servicio a la unidad de la Iglesia están hoy los obispos, a propósito de los cuales el concilio Vaticano II dice que la unidad colegial se pone de manifiesto también en las relaciones mutuas de cada uno de los obispos tanto con las Iglesias locales como con la Iglesia universal: «El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de fieles. Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal» (Lumen gentium 23). Para la visión conciliar del ministerio episcopal es, en este punto, de importancia capital que ambas perspectivas estén unidas entre sí lo más estrechamente: el obispo es, primero, miembro del colegio episcopal; pero en ese colegio es admitido precisamente porque es el obispo personalmente responsable de una Iglesia local. A la inversa, su copertenencia al colegio episcopal se muestra como condición de que pueda presidir una Iglesia local. En esta mirada de doble dirección, el cometido capital del obispo consiste en ser un puente vivo de comunicación entre la Iglesia local y la Iglesia universal y, por supuesto, en ambas direcciones de la communio eclesial.
60. E. SCHULZ, «“Ein Schiff, das sich Gemeinde nennt...”. Pastoraltheologische Fährtensuche angesichts einer elementar-pluriformen Kirchenwirklichkeit», en Philipp Müller y Hubert Windisch (eds.), Seelsorge in der Kraft des Heiligen Geistes. Festschrift für Weihbischof Paul Wehrle, Freiburg i.B. 2005, 187. 61. J. WANKE, «Was das Bistum zur Heimat macht»: Stimmen der Zeit 119 (1994), 87-97. 62. H.-J. VOGT , Bilder der frühen Kirche. Bildworte der Bibel bei den Kirchenvätern. Kleine Geschichte des Credo, München 1993, 8.
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63. G. PREDEL, Vom Presbyter zum Sacerdos. Historische und theologische Aspekte der Entwicklung der Leitungsverantwortung und Sacerdotalisierung des Presbyterates im spätantiken Gallien, Münster 2005, 197. 64. A. SCHMEMANN, Eucharistie. Sakrament des Gottesreiches, Einsiedeln 2005, 137. 65. H. U. VON BALT HASAR , «Communio – ein Programm»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 1 (1972), 15. 66. T H. RUCKST UHL, «Ecclesia universalis». Das sakramentale Universalitätsverständnis als hermeneutischer Schlüssel für die Kirche in der Moderne, Frankfurt 2003. 67. K. RAHNER Y J. RAT ZINGER , Episkopat und Primat, Freiburg i.B. 1961 [trad. esp.: Episcopado y primado, Herder, Barcelona 1965]. 68. H. WINDISCH, Laien – Priester. Rom oder der Ernstfall. Zur «Instruktion zu einigen Fragen über die Mitarbeit der Laien am Dienst der Priester», Würzburg 1998, 11. 69. W. KASPER , «Zur Theologie und Praxis des bischöflichen Amtes», en W. Schreer y G. Steins (eds.), Auf neue Art Kirche sein. Wirklichkeiten – Herausforderungen – Wandlungen. Festschrift für Bischof Dr. Josef Homeyer, München 1999, 32-48; J. Ratzinger, «Die Ekklesiologie der Konstitution Lumen gentium», en Weggemeinschaft des Glaubens. Kirche als Communio, Augsburg 2002, 107-131; W. Kasper, «Das Verhältnis von Universalkirche und Ortskirche. Freundschaftliche Auseinandersetzung mit der Kritik von J. Kard. Ratzinger»: Stimmen der Zeit 218 (2000), 795-804 [trad. esp.: «La relación entre Iglesia universal e Iglesia local. Controversia amistosa con la crítica del cardenal Joseph Ratzinger», en Id., La Iglesia de Jesucristo. Escritos de eclesiología I, Obra Completa de Walter Kasper 11, Sal Terrae, Santander 2013, 509-522]. 70. M. LUT HER , WA Bd. 50, 625. 71. K. KOCH, «Staatskirchenrechtliche Systeme und katholische Ekklesiologie»: Schweizerische Kirchenzeitung 168 (2000), 541-555. 72. «Konzentration auf das Wesentliche. Weihbischof Dr. Peter Henrici SJ, Zürich, im Gespräch mit Georg Riman», en Urban Fink y René Zihlmann (eds.), Kirche – Kultur – Kommunikation. Peter Henrici zum 70. Geburtstag, Zürich 1998, 922. 73. K. KOCH, «Geld oder Gott? Marginalien zu einer vernachlässigten Theo-Logie des Geldes», en Konfrontation oder Dialog? Brennpunkte heutiger Glaubensverkündigung, Graz 1996, 32-43. 74. Cf. K. KOCH, «Primat und Episkopat in der Sicht einer trinitätstheologischen Ekklesiologie», en Libero Gerosa et al. (eds.), Patriarchale und synodale Strukturen in den katholischen Ostkirchen, Münster 2001, 9-30. 75. B. FORT E, La chiesa – Icona della Trinità. Breve ecclesiologia, Brescia 1984 [trad. esp.: La Iglesia: icono de la Trinidad. Breve eclesiología, Sígueme, Salamanca 1992]. Cf. K. Koch, Im Glauben an den dreieinen Gott leben, Fribourg 2001, espec. 41-63: «Kirchliche Gemeinschaft als irdische Darstellung des dreieinen Gottes». 76. J. RAT ZINGER , Vom Wiederauffinden der Mitte. Grundorientierungen, Freiburg i.B. 1997, 36. 77. CH. SCHÖNBORN, Die Menschen, die Kirche, das Land. Christentum als gesellschaftliche Herausforderung, Wien 1998, 48. 78. W. KASPER , «Zur Theologie und Praxis des bischöflichen Amtes», art. cit., 43. 79. K. KOCH, «Unaufgebbares und Revidierbares in der Gestalt des Papsttums aus römisch-katholischer Sicht»: Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie 52 (2005), 5-30. 80. Tiene que dar que pensar, por ejemplo, que en aquellas zonas de Alemania –como Baviera o el sur de Oldenburg– en las que se había conservado una piedad estrictamente católica, «el nacionalsocialismo estuvo débil y la resistencia, por el contrario, muy fuerte» (V. T WOMEY, Benedikt XVI. Das Gewissen unserer Zeit. Ein theologisches Portrait, Augsburg 2006, 108). 81. Citado en V. CONZEMIUS , «Eugène Lachat (1863-1886) – Bischof im Kulturkampf», en Urban Fink et al. (eds.), Die Bischöfe von Basel 1794-1995, Fribourg 1996, 135, 146. 82. K. KOCH, «Die Beziehungen zwischen der römisch-katholischen und der christkatholischen Kirche in der Schweiz», en Hans Gerny et al. (eds.), Die Wurzel aller Theologie: Sentire cum Ecclesia. Festschrift zum
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60. Geburtstag von Urs von Arx, Bern 2003, 326-347. 83. P. SCHULMEIST ER , «Papst und Papstamt als sozialpolitische Wirklichkeit in einer globalen Welt», en Silvia Hell y Lothar Lies (eds.), Papstamt. Hoffnung, Chance, Ärgernis. Ökumenische Diskussion in einer globalisierten Welt, Innsbruck 2000, 17-36. 84. F. KAMPHAUS , Zwischen Nacht und Tag. Österliche Inspirationen, Freiburg i.B. 1998, 151. 85. K. KERT ELGE, «Koinonia und Einheit der Kirche nach dem Neuen Testament», en Josef Schreiner y Klaus Wittstadt (eds.), Communio Sanctorum. Einheit der Christen – Einheit der Kirche. Festschrift für PaulWerner Scheele, Würzburg 1988, 53-67; Th. Söding, «Ekklesia und Koinonia. Grundbegriffe paulinischer Ekklesiologie»: Catholica 57 (2003), 107-123. 86. T H. SÖDING, «Ekklesia und Koinonia», art. cit., 22. 87. R. ZERFAß, Menschliche Seelsorge. Für eine Spiritualität von Priestern und Laien im Gemeindedienst, Freiburg i.B. 1985, 18.
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SEGUNDA PARTE:
Iniciación al centro de la vida eclesial EN la recepción del concilio Vaticano II, la esencia de la Iglesia se ha descrito de forma cada vez más clara con ayuda del concepto de communio1. Así y todo, communio no es un concepto esencialmente sociológico y, en consecuencia, horizontal, sino un concepto teológico y, por ende, vertical, que expresa que la unión horizontal entre las personas únicamente es posible en la dinámica de instauración vertical de unidad. Solo bajo esta premisa se revela también la dimensión sacramental de la communio eclesial. Pues la communio eclesial es, antes de nada, communio sanctorum, tal como afirmamos en el credo niceno-constantinopolitano. Sin embargo, la «comunión de los santos» que en él confesamos no apunta en primer lugar a la congregación de los creyentes ni tampoco a la comunión con los mártires y testigos de sangre santos, esto es, con los sancti, sino a la participación de los creyentes en las sancta, en las cosas santas, a saber, los sacramentos de la Iglesia, que conceden la salvación eterna. Communio sanctorum significa, por consiguiente, «participación en los salvíficos misterios divinos, que a través de Jesucristo se han tornado accesibles a la humanidad y cuyo auténtico sentido es la comunión con el propio Jesucristo y, a través de él, con Dios» 2. Ello vale en especial medida para los sacramentos cristianos fundamentales: el bautismo y la eucaristía. Estos dos sacramentos son las vías decisivas a través de las cuales los seres humanos somos incorporados al espacio vital de Jesucristo. El bautismo comporta que la persona bautizada se coloca bajo el nombre de Jesucristo. Y la eucaristía es comensalía con el Resucitado, que transforma a quienes participan en ella, asimilándolos al Cristo vivo, y al mismo tiempo busca unirlos entre sí. El evangelista Juan expresa este punto de forma muy bella haciendo derivar los sacramentos del bautismo y la eucaristía –y, por tanto, la Iglesia misma– de la cruz de Jesús en tanto en cuanto indica que de la herida que le fue infligida al Jesús crucificado en el costado manaron sangre y agua. Pues la sangre y el agua son, para Juan, imágenes de los dos sacramentos fundamentales de la Iglesia, o sea, del bautismo y la eucaristía. Por eso, quien quiera comprender la Iglesia debe tener contacto con estos sacramentos. La Iglesia no puede pensarse sin más desde su organización externa; antes bien, esta tiene que ser entendida desde la Iglesia. Ello significa que las estructuras eclesiales, de las que hemos hablando una y otra vez en la primera parte del presente libro, no se cuentan entre los elementos primordiales de la concepción católica de Iglesia. Los «puntos K» (en saltos de esquí, la distancia mínima que debe alcanzar el saltador para que su salto sea válido), el «contenido auténtico» y el «verdadero modo de existencia» de tal concepción son más bien los sacramentos del bautismo y la eucaristía3, 66
a la luz de los cuales, sin embargo, hay que entender también las estructuras eclesiales. Pero los sacramentos conducen a los seres humanos al centro, al corazón de la Iglesia. Esta es la razón de que los dos sacramentos fundamentales de la Iglesia sean presentados explícitamente en esta segunda parte del libro, aunque ya en la primera hayamos hecho frecuente referencia a ellos y posteriormente tengamos que ocuparnos aún de los graves problemas que la iniciación de las personas a la Iglesia como espacio vital de Jesucristo plantea en la actual situación pastoral.
1. Cf. W. KASPER , «Kirche als Communio. Überlegungen zur ekklesiologischen Leitidee des II. Vatikanischen Konzils», en Id., Theologie und Kirche, Mainz 1987, 272-289 [trad. esp.: «La Iglesia como communio. Reflexiones sobre la idea eclesiológica rectora del concilio Vaticano II», en W. Kasper, La Iglesia de Jesucristo, Obra Completa de Walter Kasper 11, Sal Terrae, Santander 2013, 405-425]; B. J. Hilberath (ed.), Communio – Ideal oder Zerrbild von Kommunikation?, Freiburg i.B. 1999. 2. W. PANNENBERG, Das Glaubensbekenntnis ausgelegt und verantwortet vor den Fragen der Gegenwart, Hamburg 1972, 158 [trad. esp.: La fe de los apóstoles, Sígueme, Salamanca 1975]. 3. Cf. J. RAT ZINGER , Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis, München 1968, 282 [trad. esp.: Introducción al cristianismo: lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 20132 ].
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CAPÍTULO 1:
El bautismo, fundamento de la existencia eclesial QUIEN reflexiona sobre la existencia cristiana y eclesial debe comenzar por el fundamento, a saber, por el bautismo, en el que la persona se sitúa al abrigo del nombre de Jesucristo. Que aquí se trata de un acontecimiento vinculante y serio se advierte en el proceso del matrimonio: de modo análogo a la comunión de apellido que el matrimonio – en el mundo anglosajón y centroeuropeo, por ejemplo, pero no en los países ibéricos– establece entre dos personas como expresión de la recíproca vinculación de sus vidas, también el bautismo significa que una persona se sitúa bajo el nombre de Jesucristo –de suerte que la vida de este pueda impregnar su propia vida– y que, por así decir, se «casa» con él, para que la vida de Jesucristo se convierta en norma del bautizado. El bautismo, en cuanto realización sacramental del hacerse cristiano, constituye un proceso del todo análogo al matrimonio, o sea, se trata de la incorporación de la vida del bautizado a la vida de Jesucristo. En el bautismo se hace visible y experimentable de este modo que el inicio del devenir cristiano es un necesario proceso de conversión y purificación de la vida. Sea como fuere, tal es la clave bíblica desde la que debe entenderse el bautismo cristiano y desde la que vamos a desarrollar este sacramento en las páginas que siguen.
I. Líneas maestras de una teología cristiana del bautismo No es históricamente seguro, pero sí posible, que Jesús acudiera al Jordán para dejarse bautizar por Juan y que también él mismo bautizara, como sugiere una breve indicación del Evangelio de Juan (cf. Jn 3,22; 4,1). A ello se contrapone, no obstante, la constatación de que los discípulos, en su misión prepascual, recibieron de Jesús el encargo de anunciar la proximidad del reinado de Dios y de curar a los enfermos, no así, sin embargo, el de bautizar. Puesto que Jesús, al enviar a los discípulos a evangelizar antes de la Pascua, les encarga justo lo que ocupa el centro de su propia actividad, de la observación anterior se desprende que Jesús mismo seguramente apenas bautizó y que, en consecuencia, tampoco pudo enviar a los discípulos a bautizar. Los evangelios sinópticos, en cambio, otorgan gran importancia a que Jesús mismo se dejara bautizar por Juan, a que durante ese su bautismo por Juan recibiera la primera revelación de su condición de Mesías y a que con ello diera inicio a su actividad mesiánica. Pero, por otra parte, es igualmente seguro que la comunidad pospascual de discípulos siguió el mandato de bautizar del Cristo elevado (cf. Mt 28,16-20) y bautizó desde el primer momento; y ello, además, con tal naturalidad que en modo alguno cabe suponer que existiera una 68
época inicial de la Iglesia en la que no se bautizaba. El hecho de que Jesús, a semejanza de muchos otros, se dejara bautizar por Juan podría haber desempeñado un papel decisivo en la asimilación del bautismo de Juan por los primeros cristianos, quienes vieron este bautismo como un rito de paso para la conversión al cristianismo, reinterpretándolo al mismo tiempo. Así como la perícopa del bautismo de Jesús (cf. Mc 11,27-33) manifiesta, en el contexto de los evangelios, sobre todo un significado cristológico en tanto en cuanto responde a la pregunta por la identidad de Jesús, así también el bautismo protocristiano posee una elemental referencia cristológica. Puesto que está vinculado a la confesión de fe en que aquel que ha de regresar para el juicio no es otro que Jesucristo en cuanto Hijo del hombre, el bautismo se administra «en el nombre de Cristo». El signo distintivo del bautismo cristiano es que concede participación en el misterio de Cristo4.
1. El bautismo como cesión de propiedad existencial a Cristo «Si confiesas con la boca que Jesús es Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás» (Rom 10,9). En esta afirmación del apóstol Pablo en el capítulo 10 de su Carta a los Romanos, en el que habla del mensaje salvador para todos, encontramos uno de los pasajes más antiguos en que trasluce la visión fundamental que del bautismo tenía la Iglesia primitiva. Es cierto que no se alude directa y explícitamente al bautismo. Pero se habla de una profesión de fe; en concreto, del más antiguo credo cristológico de la Iglesia primitiva, conservado en la fórmula breve: «Jesús es Señor» (cf. 1 Cor 12,3). Esta profesión se basa en la fe en que el Dios vivo ha resucitado a Jesús de entre los muertos. De ahí que para este credo no existe más ocasión que el bautismo. Tras él late la convicción de que el bautismo y, como condición sine qua non de este, la profesión externa vinculada con la fe operan la salvación en el corazón del bautizado. Por eso, Otto Michel puede resumir el hilo conductor de la teología bautismal neotestamentaria de la siguiente manera: «La confesión y la fe están tan indisolublemente entrelazadas como el acontecimiento bautismal y la doctrina de la justificación» 5. La particularidad decisiva del bautismo protocristiano en comparación con el bautismo de Juan como su raíz consiste en el hecho de que se realiza «en el nombre de Jesucristo» (cf. Hch 2,28; 8,16; 10,48; 19,5). Con esta expresión, que en alemán tiene resonancias «bancarias» 6 en el sentido de que algo se «transfiere a la cuenta de fulano», el bautismo es entendido como una cesión de propiedad a Cristo como nuevo señor del bautizado, para quien el bautismo significa, por tanto, que en adelante pertenece a Cristo y a nadie más que él (cf. Gal 3,29). En el bautismo, el bautizando es sometido al kýrios celestial o, lo que viene a ser lo mismo, el kýrios celestial se apropia en el bautismo del bautizando, otorgándole la salvación. Puesto que en el bautismo ofrece su alianza a todo individuo, Cristo nos invita a una relación por entero personal con él. Esta relación personal con Cristo se revela dotada de una importancia tan fundamental que al
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bautizado solamente se le facilita la entrada en el reinado de Dios a través de la relación con Jesucristo. Para expresar esta nueva pertenencia a Cristo que obra el bautismo, Pablo emplea una imagen tan drástica como realista7. En la Carta a los Romanos recurre a una práctica habitual en su época en el comercio de esclavos: al esclavo que debía ser transferido a un nuevo dueño se le marcaba en el hombro con un hierro caliente el sello de su nuevo propietario, a fin de que resultara visible y pública su subordinación a ese nuevo señor. Sobre el trasfondo de esta experiencia de la vida diaria, Pablo parte de que el ser humano se asemeja en general a un esclavo y siempre es, por así decir, «terreno ocupado». Su primer amo es el pecado, que lo mantiene prisionero. No obstante, mediante el bautismo la persona es manumitida de la esclavitud del pecado y transferida a un nuevo señor: «Pero ahora, emancipados del pecado y esclavos de Dios, vuestro fruto es una consagración que desemboca en vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; mientras el don de Dios, por Jesucristo Señor nuestro, es la vida eterna» (Rom 6,22-23). El bautismo es el sello oficial de este paso del ser humano del dominio esclavizador del pecado a la nueva y liberadora «esclavitud de Dios», sello que muestra que el bautizado pertenece a Cristo. De ahí que los bautizados sean identificables como «esclavos de Cristo». El lenguaje empleado aquí por Pablo resulta ciertamente extraño y, en esa su extrañeza, áspero y duro; pero este duro lenguaje no es sino el reflejo de la seria realidad que se esconde detrás de él. Pues la Iglesia antigua estaba convencida de la trascendencia existencial del bautismo, que consideraba justamente como un «cambio de dominio», como un tránsito de la persona del ámbito de poder del pecado y la muerte a la esfera de dominio de Jesucristo. Al bautizado se le llama en este horizonte y se le recuerda que no debe servir más a los dioses de este mundo, sino al Dios verdadero y su plan de salvación para el mundo. En este sentido elemental, el bautismo es considerado «alejamiento de los dioses y demonios de la sociedad pagana» y al mismo tiempo «ingreso en la Iglesia como espacio del señorío de Cristo» 8. El bautismo implica un radical cambio existencial: de la existencia «carnal», a merced del pecado y la muerte, a la existencia «espiritual», guiada por el Espíritu de Dios en el sentido de la liberación al ser verdadero, que debe cobrar forma en un profundo cambio de estilo de vida. En esta convicción se funda el hecho de que el bautismo, sobre todo en la Iglesia antigua, acarreara drásticas consecuencias para la vida de los cristianos. Para los cristianos quedaban descartadas en adelante numerosas profesiones paganas; y más en concreto, todas aquellas profesiones que guardaban relación con el culto pagano, como, por ejemplo, actores de teatro, gladiadores, astrólogos, intérpretes de sueños, proxenetas y prostitutas. En la Iglesia antigua, los candidatos al bautismo únicamente eran aceptados si estaban dispuestos a renunciar a tales profesiones. Detrás de ello se ocultaba la convicción adicional de que el bautismo debe llevar asimismo a rechazar determinadas conductas de la persona normal. Pues quien pertenece a Jesucristo debe reconocerlo como Señor también mediante la renovación de su estilo de vida, pero antes que nada en la confesión de fe. Hasta qué punto el bautismo y la fe forman una unidad 70
indisoluble se echa de ver en la Iglesia antigua sobre todo en que la proclamación de la fórmula bautismal, que en realidad es un credo dialogado, supone un largo proceso de aprendizaje y vida y debe ser realizada como expresión de una nueva orientación existencial.
2. El bautismo como participación en la muerte y resurrección de Jesucristo Ser bautizado «en el nombre de Jesucristo» no significa solo la completa transferencia del bautizando a Cristo, sino que además promete la incorporación al acontecimiento salvífico acaecido en este. Pues el nombre simboliza la totalidad de la salvación a él vinculada. Especialmente según la visión de Pablo, el bautismo concede participación en la muerte y la resurrección de Jesucristo, aun cuando esta última siga siendo para los bautizados un acontecimiento pendiente. Pablo formula con claridad la tensión entre el «ya» y el «todavía no», que caracteriza ya el mensaje de Jesús sobre la venida del reino de Dios: «Por el bautismo nos sepultamos con él en la muerte, para vivir una vida nueva, lo mismo que el Mesías resucitó de la muerte por la acción gloriosa del Padre. Pues, si nos han injertado por una muerte como la suya, lo mismo sucederá por su resurrección» (Rom 6,4-5). No cabe expresar la relación existencial entre la Pascua y el bautismo con mayor claridad que la mostrada por Pablo con estas palabras teológicamente llenas de sentido. Él interpreta la inmersión litúrgico-sacramental del bautizando en el agua del bautismo como inmersión en las abisales aguas de la muerte; y por cierto, en comunión solidaria con Jesús, quien antes fue sumergido en esas oscuras aguas. Y el refrescamiento pascual mediante el baño del bautismo lo considera Pablo resurrección a una vida nueva e imperecedera, que se revela más fuerte que la muerte y que la tumba; y, una vez más, en comunión solidaria con Cristo, quien en la fuerza del Espíritu divino fue resucitado del sepulcro de la muerte a la vida eterna de Dios: así como Jesucristo mismo se sumergió en el baño de la muerte, pero emergió de él en la mañana de Pascua como el nuevo y consumado hombre de Dios, así también en el baño del bautismo el ser humano desciende al sepulcro de Cristo, a fin de resucitar de esta tumba de muerte, junto con Cristo, como hombre nuevo. Ser bautizado significa, en consecuencia, morir con Cristo como hombre viejo, para ser resucitado con Cristo como hombre nuevo mediante el baño del bautismo. Lo acaecido en la Pascua en y con el sepulcro de Cristo acontece para cada persona individual a través de Cristo en y con ocasión del bautismo; a saber, el definitivo tránsito pascual de la muerte a la vida. En el bautismo tiene lugar toda la Pascua personal para el individuo humano. El gran sí que Dios le dijo al mundo entero en la Pascua se torna en el bautismo pagadero a cada individuo a modo, por así decir, de pequeño sí de Dios. Más exactamente, con el bautismo el bautizando es incorporado al movimiento de Jesucristo desde la muerte a la vida de la resurrección. Sin embargo, esto significa en primer lugar que el bautizando es sumergido «en la muerte de Jesucristo». Quien en 71
virtud del bautismo pertenece a Cristo participa también de su sufrimiento y agonía. Puesto que, a través de la administración del bautismo, la vida es confiada de una vez para siempre a aquel en cuyo nombre el ser humano es bautizado, Pablo puede afirmar incluso que, dondequiera que vayamos, siempre transportamos «en el cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste en nuestro cuerpo la vida de Jesús» (2 Cor 4,10). Este «para que» tiene de hecho una importancia decisiva. Pues en virtud del bautismo están llamados los cristianos a compartir el camino de Jesús hacia su muerte, con vistas a participar también de su nueva vida. Mediante el bautismo son sumergidos en la muerte de Jesucristo, porque esta comunión bautismal con Jesucristo en su muerte es la prenda de que también su propia vida, la de los cristianos, no tendrá que terminar algún día en la muerte, sino que permanecerá vinculada más allá de la muerte con la nueva y eterna vida de Jesucristo, tal como esta se ha manifestado en su resurrección. Los cristianos son bautizados en la muerte de Cristo con la esperanza de la resurrección. En el bautismo se les asegura que Jesucristo ha muerto en la cruz por ellos, como no se cansa de subrayar Pablo. Pues Jesucristo, mediante su muerte en cruz, ha logrado que en nuestra propia muerte no estemos separados de él ni de su Padre, sino que nos mantengamos vinculados a él más allá de la muerte. Al igual que Dios, lejos de abandonar a su propio Hijo en la muerte, lo resucitó, así la comunión de los bautizados con Jesús en la muerte de este garantiza que también ellos participarán de su vida. Esta comunión con la muerte de Cristo se recibe en el bautismo. Por el bautismo somos sumergidos en la muerte de Cristo, con vistas a que en la hora de nuestra propia muerte no seamos separados de Dios ni de la vida divina: «En el bautismo, nuestra propia muerte futura es simbólicamente anticipada y vinculada con la muerte de Cristo, para que vivamos con él» 9. Sobre el trasfondo de esta convicción de fe, el bautismo se llevaba a cabo en el cristianismo primitivo mediante inmersión en el agua. Con ello debía visibilizarse que nuestra propia muerte futura ha sido anticipada ya en el bautismo, porque mediante este hemos sido sumergidos en la muerte de Jesucristo. Aunque en nuestra vida terrena aún caminamos hacia la muerte, los cristianos podemos creer así, sin embargo, que con el bautismo ya ha comenzado en medio de la vida terrena la consumación de nuestra vida en la participación en la resurrección de Jesucristo. Por eso se nos exige nada menos que ver la auténtica línea divisoria de nuestra vida no en la muerte corporal, que todavía tenemos ante nosotros, sino en el bautismo. En este sentido, el bautismo implica un elemental adelantamiento de la muerte y al mismo tiempo una sacramental experiencia anticipada de la resurrección, puesto que en el bautismo acontece desde Dios nada menos que la muerte y el nuevo nacimiento del ser humano. Esto significa que, en realidad y en lo más hondo, la muerte que nos aguarda a las cristianas y los cristianos al final de nuestra vida ha dejado de contar, porque vivimos ya en el cuerpo del Cristo resucitado. En comparación con la muerte física, el bautismo –y, por ende, el tránsito de la sociedad vieja del hombre viejo a la sociedad nueva del Hijo del hombre, con su nueva praxis programática del cielo– se manifiesta como una muerte mucho más seria, en la que 72
realmente se renuncia a todo un mundo y se abre otro mundo nuevo. Por eso, los bautizados son personas por entero pascuales. 1 Juan interpreta este indisoluble vínculo vital entre resurrección y bautismo como un tránsito de la muerte a la vida: del mismo modo que Cristo «entregó su vida por nosotros» y, por medio del tránsito de la Pascua, fue resucitado a la vida eterna de Dios, a los cristianos «nos consta que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14). Así como la celebración protocristiana de la Pascua, cuya vigilia constituía el «pivote de toda la fiesta pascual» 10, tenía por contenido el tránsito de la muerte de Jesucristo a su resurrección, así también el bautismo es entendido como participación sacramental en ese tránsito escatológico de la muerte a la vida o, más exactamente, a un nuevo espacio de vida que se caracteriza sobre todo por la justicia, como pone de relieve Cirilo de Alejandría en su exégesis del capítulo sobre el bautismo de la Carta a los Romanos: «Como morir al pecado es sinónimo de ser enterrado con Cristo, no hay duda de que la resurrección no puede ser entendida sino como vivir en la justicia» 11.
3. El bautismo como lugar de la recepción del Espíritu Desde ahí se entiende con facilidad que, para los cristianos, el bautismo escatológico con el Espíritu deja de ser tan solo un asunto del futuro; antes bien, considerado a la luz del bautismo de Jesús, se halla vinculado ya con el bautismo con agua. Así como en la perícopa del bautismo el descenso del Espíritu desde el cielo abierto revela a Jesús como portador del Espíritu o, más exactamente, como profeta del tiempo final sobre quien descansa el Espíritu, así también el efecto esencial del bautismo protocristiano se ve en la comunicación del Espíritu. Según los Hechos de los Apóstoles, el bautismo opera la recepción del «don del Espíritu Santo» (cf. Hch 2,38). En la Primera carta a los Corintios, hablando de los efectos salvíficos del bautismo «en el nombre del Señor Jesucristo», Pablo añade: «y en el Espíritu de nuestro Dios» (cf. 1 Cor 6,11). Con ello, Pablo deja claro que en el bautismo se confiere el Espíritu Santo o, lo que viene a ser lo mismo, que el bautismo es eficaz en la fuerza de dicho Espíritu. Con la comunicación del Espíritu en el bautismo se cumple la profecía veterotestamentaria de Joel, quien para el tiempo final mesiánico promete que Dios derramará su Espíritu sobre toda carne: «Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. También sobre siervos y siervas derramaré mi Espíritu aquel día» (Jl 3,1-2). No es casualidad que Pedro recurra a esta promesa profética en su predicación de Pentecostés y la considere realizada en este día: «Está cumpliéndose lo que anunció el profeta Joel» (Hch 2,16). Según esta promesa veterotestamentaria y su realización neotestamentaria, el Espíritu Santo será derramado sobre el pueblo de los creyentes en su totalidad y lo transformará en un pueblo de personas espirituales, es decir, dotadas del Espíritu de Dios, en el cual los hijos e hijas de este pueblo profetizan. Esta participación originaria –regalada en el bautismo a todos los 73
creyentes– en el comúnmente recibido Espíritu del pueblo escatológico de Dios constituye la «carta magna» de la Iglesia cristiana, promulgada en Pentecostés y ratificada por medio del bautismo cristiano. Desde esta promesa de la comunicación del Espíritu en el bautismo se comprende también que en la posterior teología bautismal neotestamentaria el bautismo sea considerado un nuevo nacimiento o una nueva creación mediante el Espíritu Santo, quien concede la vida eterna, como anuncia la Carta a Tito: «Pero cuando se manifestó la bondad de nuestro Dios y salvador y su amor al hombre, no por méritos que hubiéramos adquirido, sino por su sola misericordia, nos salvó con el baño del nuevo nacimiento y la renovación por el Espíritu Santo, que nos infundió con abundancia por medio de Jesucristo nuestro salvador, de modo que, absueltos por su favor, fuéramos en esperanza herederos de la vida eterna» (Tit 3,4-7). De ahí que el bautismo sea percibido «como lugar de la recepción del Espíritu y, con ello, al mismo tiempo como lugar del don salvífico escatológico de Dios» 12. Esta dimensión pneumatológica del bautismo se expresa en los ritos bautismales posteriores en el hecho de que, junto a la imposición de manos, se realiza una unción como signo ritual de la infusión del Espíritu, que ciertamente resuena ya en el Nuevo Testamento cuando se afirma de Dios que es él «quien nos mantiene, a nosotros y a vosotros, fieles al Mesías; nos ha ungido, nos ha sellado y ha puesto en nuestro corazón como prenda [de la salvación prometida] el Espíritu» (2 Cor 1,21-22). El Espíritu obra en el bautizado una nueva vida: «Si uno es cristiano, es criatura nueva. Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo. Y todo es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio del Mesías y nos encomendó el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,17-18). Por eso resulta comprensible que el tema del perdón de los pecados ocupe el centro de la teología bautismal neotestamentaria. Pues el perdón de los pecados tiene lugar, según la visión del Nuevo Testamento, en el bautismo, como se hace patente sobre todo en la respuesta de Pedro durante su sermón de Pentecostés: «Arrepentíos, bautizaos cada uno invocando el nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). También según Pablo es el bautismo lo que purifica de los pecados, tal como el apóstol caracteriza a los cristianos por contraposición al pleitear improcedente: «Habéis sido lavados y consagrados y absueltos por la invocación del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11). Y la Carta a los Hebreos exhorta a los cristianos a acercarse a Dios «con corazón sincero y llenos de fe», puesto que «[habéis sido] purificados por dentro de la mala conciencia y lavados por fuera con agua pura» (Heb 10,22).
4. La obligación bautismal de llevar una vida cristiana en la Iglesia Detrás de esta atribución del perdón de los pecados al bautismo se encuentra la convicción, avalada por el Nuevo Testamento, de que en el bautismo los pecados de los hombres son perdonados de una vez para siempre; pero también desde ahí resultan 74
comprensibles las exhortaciones neotestamentarias que desean y realmente presuponen una vida libre de pecado por parte de los cristianos después del bautismo: «Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en el Mesías Jesús. Que el pecado no reine en vuestro cuerpo mortal haciendo que os sometáis a sus deseos» (Rom 6,11-12). En el bautismo, el ser humano recibe, junto con el perdón de los pecados, un nuevo ser, no solo el encargo de mantener una conducta éticamente adecuada. Pero, por otra parte, el bautismo constituye también la justificación de una ética cristiana. De hecho, puesto que la «nueva vida» del bautizado –que ya se le regalado en Jesucristo– cobra forma en la vida en el mundo y debe revelarse así como nuevo ser, la novedad de la vida como don del bautismo constituye el fundamento de todo imperativo ético. En este sentido, del bautismo brota por sí sola la obligación elemental de llevar una vida verdaderamente cristiana. Esta obligación se deriva ya de que la mayoría de las afirmaciones neotestamentarias sobre el bautismo son parénesis bautismales eclesiales. En la doctrina sobre el bautismo que expone en el capítulo 6 de la Carta a los Romanos, Pablo exige de manera especial una conducta acorde con la novedad de la vida donada por Dios; más en concreto, un servicio a Dios consecuente y radical que deje atrás las previas esclavizaciones a los poderes del pecado. Lo que Pablo escribe en la parte parenética de su carta, o sea, del capítulo 12 en adelante debe entenderse, por tanto, como despliegue concreto de la ética que desarrolla a partir del bautismo. De este vínculo entre bautismo y ética o, lo que viene a ser equivalente, entre credo bautismal y obligación bautismal no se sigue solo la praxis del «servicio a Dios en la vida diaria del mundo», o sea, el servicio a los hermanos y las hermanas y a todos los hombres que se exige de nuevo a diario. Antes bien, los neófitos se familiarizan con una comunidad en la que las personas vinculan sus vidas, actúan sintiéndose responsables unas de otras y se llevan recíprocamente las cargas. Ello se hace patente sobre todo en el sermón bautismal más antiguo, que Pablo recoge y con el que muestra que en el bautismo cristiano todas las injusticias históricas y humanas son desactivadas y eliminadas: «Por la fe en el Mesías Jesús todos sois hijos de Dios. Los que os habéis bautizado consagrándoos al Mesías os habéis revestido del Mesías. Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues con el Mesías Jesús todos sois uno» (Gal 3,26-28). Esta antigua fórmula bautismal, que se pronuncia sobre los neófitos y que Pablo retoma aquí, contiene una solemne declaración que manifiesta la dinámica ético-eclesial del bautismo, vinculando así íntimamente la teología bautismal y la eclesiología13. Con la tríada de injusticias principales incluida en esta fórmula bautismal –a saber, el racismo como discriminación de determinadas razas humanas en beneficio de la propia raza, el imperialismo como discriminación de determinados estratos sociales en beneficio de otras posiciones sociales y el sexismo como discriminación de la mujer en beneficio del varón– Pablo quiere documentar que los tres pecados por excelencia de la humanidad y, con 75
ello, el carácter separador de la raza, la clase y el sexo son superados por principio en el bautismo: «Gal 3,28 destruye estas concepciones dominantes en la medida en que Pablo habla de la unidad en Cristo» 14. Pero, según Pablo, en Cristo únicamente puede estar quien al mismo tiempo vive en la Iglesia. En esta eclesiología del ser en Cristo y, por tanto, en la Iglesia, el bautismo señaliza, para Pablo, el irrevocable comienzo del restablecimiento del orden –querido por Dios– de una sociedad realmente solidaria que vive en paz y justicia. A juicio de Pablo, esta nueva sociedad puede y debe comenzar en medio de la sociedad secular en la comunidad cristiana en virtud del bautismo. Pues la Iglesia es llamada por Dios a vivir en el mundo como una nueva sociedad que –al mismo tiempo que irradia su novedad en él– no está precisamente de vuelta de todo o, como se dice en alemán, no «se ha lavado ya con todas las aguas» (mit allen Wassern gewaschen), sino que más bien tan solo se deja lavar con la única agua bautismal de la solidaridad, el amor, la justicia y la paz. De ahí que la ética cristiana, en el sentido del seguimiento de Jesucristo, sea en esencia ética bautismal. Pues el bautismo no solo posibilita el seguimiento de Jesucristo, sino que también reclama ese seguimiento durante toda la vida y a diario: «El bautismo asumido con fe es el llamamiento a seguir a Cristo en el tiempo pospascual» 15. En ello, sin embargo, nunca debe desaparecer de la conciencia de fe el hecho de que del bautismo no solo se deriva una ética específicamente cristiana, sino que a la praxis bautismal le es inherente un fundamental significado simbólico de carácter ético. Puesto que tiene que ver con la personalísima apropiación de la gracia y con la aceptación de la persona individual en la alianza gratuita con Dios, el bautismo simboliza la cristiana «individualidad desde la libertad»; promete a todo bautizado una dignidad «de la que no pueden privarle sus propias acciones ni tampoco las pretensiones de poder de otros» 16. Debe darnos que pensar sin descanso el hecho de que el bautismo acontezca en el ser humano individual precisamente en el sentido de la acogida en la comunidad cristiana. De ahí que el bautismo cristiano pueda ser entendido como proclamación pública del derecho humano a la vida. En la medida en que lo refiere directamente a Dios, el bautismo confiere a todo nuevo ser humano una inconmensurable dignidad. Esta relación directa con Dios que se celebra en el bautismo visibiliza al mismo tiempo el hecho de que ningún hombre debe permanecer sometido a poderes mundanos como el poder y el dinero. En este sentido, el bautismo es «un profundo rito de la dignidad humana y de la inviolable libertad» 17, un rito del que tenemos urgente necesidad en el actual mundo social de la vida. La teología bíblica del bautismo es, por eso, doctrina práctica de la justificación.
II. El bautismo como acogida en el cuerpo de Cristo Con ello ya se ha evidenciado que el bautismo no solo señaliza el tránsito de una persona a la fe cristiana, sino que implica asimismo el ingreso en la Iglesia. Pues en cuanto lugar 76
en el que el bautizado se somete a Cristo y alcanza la salvación, el bautismo es al mismo tiempo expresión esencial de la pertenencia a la Iglesia como cuerpo de Cristo. A través del bautismo, los cristianos y cristianas son llamados –y se comprometen– a vivir como personas que tienen su nuevo hogar en la comunidad eclesial. Los cristianos y cristianas bautizados tienen, por consiguiente, su primer domicilio en la Iglesia: la filiación primordial de los cristianos y las cristianas es la filiación-pertenencia a la Iglesia, y su vocación fundamental consiste en ser miembros del nuevo pueblo de Dios. Si ser bautizado en el nombre de Jesucristo equivale a incorporarse a su existencia de Hijo, entonces la incorporación del ser humano a esta filiación divina de Jesús representa al mismo tiempo «el ingreso en la gran familia de quienes son hijos con nosotros», y el nuevo nacimiento desde Dios que acontece en el bautismo es simultáneamente «un nacer al Cristo total, cabeza y miembros» 18. Toda vez que la pertenencia de una persona a Cristo, fundamentada en el bautismo, quiere y debe traducirse y concretarse en la vida diaria en la pertenencia fundamental a la Iglesia, la acogida en la Iglesia se revela ya como una dimensión central de la comprensión protocristiana del bautismo. Ello se visibiliza ante todo en el relato neotestamentario del acontecimiento de Pentecostés, con el que la Iglesia fue definitivamente fundada. Y este conduce de inmediato a la narración del bautismo de los primeros cristianos y cristianas: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron y aquel día se incorporaron unas tres mil personas» (Hch 2,41). Desde el principio mismo, bautismo e Iglesia forman una unidad indisoluble, si bien ello no quiere decir que la Iglesia solo surgiera por el hecho de que un grupo de personas se asociaron para formarla. En este sentido, uno no ingresa en la Iglesia mediante el bautismo, sino que más bien en el bautismo es incorporado a la Iglesia como realidad salvífica previamente dada. Desde el bautismo se hace visible con la máxima claridad lo que es la Iglesia, a saber, ek-klēsía,la comunidad de los convocados por Dios y «añadidos» por Dios a la Iglesia, como de los primeros cristianos se dice en los Hechos de los Apóstoles: «A diario acudían fielmente y unánimes al templo; en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera. Alababan a Dios y todo el mundo los estimaba. El Señor iba incorporando a la comunidad a cuantos se iban salvando» (Hch 2,46-47). A los primeros cristianos no les habría sido posible decir en tono convencido: «Somos Iglesia», sin afirmar al mismo tiempo que «hemos sido “añadidos” por Dios a su Iglesia» 19. Con ello, la Iglesia se hace visible como misionera comunidad de salvación, que quiere acoger e incorporar en sí mediante el bautismo a cuantos creen en Cristo. En el Nuevo Testamento es una vez más sobre todo Pablo quien pone de relieve de manera consecuente el aspecto eclesial del bautismo. Para él, el bautismo y la Iglesia forman una unión hasta tal punto indisoluble que su visión de la Iglesia como cuerpo de Cristo tiene en el bautismo su firme fundamento. Es el bautismo lo que incorpora al bautizando a la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo: «Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, y 77
hemos absorbido un solo Espíritu» (1 Cor 12,13). Para Pablo, el mismo Espíritu colma a todos los bautizados y los incorpora al cuerpo de Cristo. En efecto, el Espíritu, quien en el bautismo une a todos, es para Pablo el verdadero principio de unidad de la Iglesia, como se evidencia en la pegadiza fórmula de la Carta a los Efesios: «Uno es el cuerpo, uno el Espíritu, como es una la esperanza a que habéis sido llamados, uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno Dios, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos, en todos» (Ef 4,4-6). El bautismo es la puerta de entrada a la Iglesia y, por ende, también al ecumenismo, como recuerda el Decreto de ecumenismo del concilio Vaticano II. Ya en el primer capítulo de este decreto se ve en el bautismo el fundamento de la pertenencia de todos los cristianos a la Iglesia: «Quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan constituidos en alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica» (Unitatis redintegratio 3). En el tercer capítulo, en la descripción de las Iglesias y comunidades eclesiales separadas de Occidente, se pone de relieve con especial énfasis el bautismo, que –administrado conforme a la intención con que se instituyó y recibido en la fe– incorpora al bautizado al Señor crucificado y glorificado y opera su nuevo nacimiento para que participe de la vida eterna. De ahí que se acentúe que el bautismo crea un «vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado». Solamente a continuación y sin perjuicio de lo anterior se afirma que el bautismo no es más que «un principio y un comienzo», puesto que «todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo» y «se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente, a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (Unitatis redintegratio 22). Con toda razón no solo fue empeño del movimiento ecuménico desde sus mismos inicios hacer del bautismo común a todos los cristianos el punto de partida y fundamento de los esfuerzos ecuménicos, sino que también en la actualidad la suerte del ecumenismo depende por completo del reconocimiento recíproco del bautismo entre las Iglesias. Con ello se cierra el círculo, en tanto en cuanto la transferencia del bautizado a Cristo como su nuevo kýrios y la incorporación del bautizado a la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo forman una unidad indisoluble en la concepción cristiana del bautismo. La relevancia eclesiológica del bautismo debe entenderse incluso como concreción de su relevancia cristológico-soteriológica en el plano histórico-experimentable de la fe. Pues «ser con Cristo» y «ser en Cristo» como don del bautismo son una realidad eclesial fundamental, ya que «ser en Cristo» es sinónimo de «ser en el cuerpo de Cristo». Y habida cuenta de que el bautismo para ingresar en la Iglesia es al mismo tiempo bautismo para participar en ella, la eucaristía constituía ya en la Iglesia antigua el punto cimero de la celebración litúrgica del bautismo, como todavía se echa de ver claramente en los ritos bautismales de la antigüedad tardía en Siria y en el mundo mediterráneo20. Pero también objetivamente forman el bautismo y la eucaristía una unidad indisoluble: si la Iglesia debe su llegar a ser Iglesia al bautismo, su permanecer Iglesia se lo debe a la eucaristía.
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4. Cf. G. BART H, Die Taufe in frühchristlicher Zeit, Neukirchen 1981 [trad. esp.: El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1986]; L. Hartmann, «Auf den Namen des Herrn Jesus». Die Taufe in den neutestamentlichen Schriften, Stuttgart 1992. 5. O. MICHEL, Der Brief an die Römer, Göttingen 1955, 227. 6. R. MEßNER , Einführung in die Liturgiewissenschaft, Paderborn 2001, 72. 7. Cf. W. KIRCHSCHLÄGER , «Was bedeutet: Jesus Christus hat uns erlöst? Von der überwältigenden Liebe Gottes», en Id. (ed.), Das Phänomen des Bösen. Beiträge zu einem theologischen Problem, Luzern-Stuttgart 1990, espec. 97-100. 8. G. LOHFINK, Braucht Gott die Kirche?Zur Theologie des Volkes Gottes, Freiburg i.B. 1998, 261 [trad. esp.: ¿Necesita Dios la Iglesia? Teología del pueblo de Dios, San Pablo, Madrid 1999]. 9. W. PANNENBERG, Freude des Glaubens. Predigten, München 2001, 50. 10. Cf. O. CASEL, «Art und Sinn der ältesten christlichen Osterfeiern»: Jahrbuch für Liturgiewissenschaft 14 (1938), 1-78. 11. CIRILO DE ALEJANDRÍA, Explanatio in epistolam ad Romanos, en PG 74, 793a. 12. R. SCHNACKENBURG, «Die Taufe in biblischer Sicht», en W. Molinski (ed.), Diskussion um die Taufe, München 1971, 23. 13. Cf. U. SCHNELLE, Gerechtigkeit und Christusgegenwart. Vorpaulinische und paulinische Tauftheologie, Göttingen 1982. 14. T H. SÖDING, Einheit der Heiligen Schrift? Zur Theologie des biblischen Kanons, Freiburg i.B. 2005, 205. 15. R. SCHNACKENBURG, «Die Taufe in biblischer Sicht», art. cit., 26. 16. W. HUBER , «Der Protestantismus und die Ambivalenz der Moderne», en J. Moltmann (ed.), Religion der Freiheit. Protestantismus in der Moderne, München 1990, 62. 17. P. M. ZULEHNER , Ein Kind in ihrer Mitte. Wir brauchen Familien, geprägt von Stabilität und Liebe, Wien 1999, 40. 18. J. RAT ZINGER , «Taufe, Glaube und Zugehörigkeit zur Kirche – die Einheit von Struktur und Gehalt», en Id., Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie, München 1982, 33 [trad. esp.: «Bautismo, fe y pertenencia a la Iglesia. La unidad de estructura y contenido», en Id., Teoría de los principios teológicos: materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 2005]. 19. Cf. P. M. ZULEHNER , Für Kirchenliebhaberinnen. Und solche, die es werden wollen, Ostfildern 1999, 9. 20. Cf. R. MEßNER , Einführung in die Liturgiewissenschaft, op. cit., espec. 85-103: «Zwei spätantike Traditionen».
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CAPÍTULO 2:
La eucaristía, centro de la vida eclesial A comienzos del siglo IV, el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos bajo amenaza de pena de muerte poseer la Sagrada Escritura y reunirse en domingo para celebrar la eucaristía. Cuando en el año 305, según relatan las actas del mártir norafricano Saturnino y de sus compañeros, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos en la casa de Octavio Félix en Abitene, un pequeño pueblo en Túnez, celebrando la eucaristía e infringiendo, por consiguiente, la prohibición imperial, se procedió a arrestarlos y trasladarlos a Cartago, para que fueran interrogados por el procónsul Anulio. A su pregunta de por qué habían vulnerado la orden del emperador, contestaron: Sine dominico non possumus, «El cristiano no puede vivir sin la eucaristía, ni la eucaristía sin los cristianos» 21. Sin la eucaristía dominical, estos cristianos no habrían tenido la fuerza para aguantar todas las contrariedades diarias. Después de esta confesión, los cuarenta y nueve cristianos fueron cruelmente torturados y asesinados. Con la sangre por ellos derramada confesaron su fe en la necesidad vital de la eucaristía dominical. Son los «primeros mártires de la eucaristía», que atestiguaron que «el cristiano existe para la eucaristía y la eucaristía para los cristianos» 22.
I. La eucaristía y el domingo Aunque para quienes somos cristianos no existen ya en la actualidad tales prohibiciones imperiales en nuestras latitudes y aunque no somos perseguidos –al menos no físicamente, si bien a veces sí verbalmente y en los medios de comunicación–, se nos interpela a reflexionar sobre la experiencia de los mártires de Abitene y a dejar que tal testimonio nos llegue al alma. ¿No deberíamos entonces hacer también nuestra su respuesta de que no podemos vivir sin la eucaristía dominical: Sine dominico non possumus? Pues la eucaristía y el domingo forman una unidad indisoluble. Ya en la Iglesia primitiva, el domingo y la celebración de la eucaristía en ese día se convirtieron en signo inequívoco de la identidad de la comunidad cristiana y fueron reconocidos como centro de su vida. Así, a comienzos del siglo II, Ignacio de Antioquía pudo caracterizar a los cristianos como aquellos que «viven según el domingo» 23, esto es, quienes viven desde la resurrección de Jesucristo y, por ende, desde la presencia del Resucitado en la fiesta de la eucaristía. En la celebración dominical vieron el cumplimiento del encargo conmemorativo dado por el propio Jesucristo. Según la tradición de Lucas y de Pablo, en la última cena 80
Jesús, a las palabras que pronunció sobre el pan y el cáliz, añadió luego las siguientes: «Haced esto en memoria mía». En la medida en que celebra la eucaristía en memoria de Jesucristo, la Iglesia tiene necesidad de ella como celebración conmemorativa. Pero entonces se plantea la pregunta de qué significa y qué comporta exactamente el mandato de Jesús: «Haced esto en memoria mía». Intentaremos ofrecer una respuesta a esta pregunta interrogándonos tanto por la continuidad como por la diferencia entre la eucaristía de la Iglesia y la última cena de Jesús. En primer lugar hay que tener en cuenta el sencillo hecho de que la eucaristía de la Iglesia se celebró desde sus inicios en domingo, por lo que el domingo, como día de la resurrección de Jesucristo, devino el lugar tanto exterior como interior para la celebración de la eucaristía en la naciente Iglesia. La eucaristía de la Iglesia fue extraída, pues, del contexto de la Pascua judía en el que se enmarcó la última cena de Jesús y trasplantada al contexto cristiano de la resurrección, de suerte que la verdadera esencia de la eucaristía de la Iglesia se vio en el hecho de ser fiesta de la resurrección de Jesucristo y de su presencia en la Iglesia. Desde los inicios apostólicos de la Iglesia, los cristianos se reúnen en domingo para celebrar la eucaristía, el día de la resurrección de Jesús constituye el espacio interior de la eucaristía y el domingo y la eucaristía forman una unidad indisoluble24, tal como todavía hoy lo expresamos en la tercera plegaria eucarística: «Atiende los deseos y súplicas de esta familia que has congregado en tu presencia en el domingo, día en el que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal». El contexto dominical de la eucaristía remite además a algo aún más profundo. Entre la última cena de Jesús y la eucaristía de la Iglesia se encuentra el acontecimiento salvífico de la muerte y resurrección de Jesucristo. El auténtico punto de partida para la conformación del legado de Jesús en la primitiva Iglesia lo constituyó sobre todo el acontecimiento pascual. Pues después de la Pascua la comensalía con el Jesús terreno se convierte en «comensalía con el Señor elevado, que desde la eternidad se revela en el banquete como el Crucificado resucitado» 25. En consecuencia, la eucaristía de la Iglesia representa algo nuevo que, sin embargo, únicamente pudo encontrar también una forma nueva cuando la Iglesia, mediante la cruz y la resurrección de Jesucristo y la historia subsiguiente, se desgajó de Israel convirtiéndose en una realidad autónoma. Por eso, esta evolución no permite entender el mandato de Jesús: «Haced esto en memoria mía», como si la Iglesia pudiera y debiera repetir hoy sin más lo que Jesús hizo durante la última cena. Ahondemos, por eso, en la decisiva pregunta por la continuidad y discontinuidad entre la última cena de Jesús y la eucaristía de la Iglesia e intentemos responderla considerando con mayor detenimiento cómo se celebraba la eucaristía en la Iglesia primitiva. De la segunda mitad del siglo II nos ha llegado el bello testimonio de Justino Mártir, quien con las palabras que siguen describe la vida litúrgica de las comunidades cristianas y explica al pagano emperador Antonino Pío qué hacen los cristianos en domingo: «Y en el día que se llama del Sol se reúnen en un mismo lugar los que habitan 81
tanto las ciudades como los campos y se leen los comentarios de los apóstoles y los escritos de los profetas por el tiempo que se puede. A continuación, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes. Después nos levantamos todos a la vez y elevamos nuestras preces por nosotros mismos... y por todos los demás que se encuentran por doquier, para que... seamos también enriquecidos con la gracia de que, llevando por nuestras obras una vida recta, vengamos a ser cumplidores de los divinos preceptos y mediante esto consigamos la eterna salvación... Acabadas las oraciones, nos saludamos mutuamente con un beso. Luego se le ofrece a aquel que preside a los hermanos pan y una copa de mezcla de agua y vino. Él, tomándolos, tributa alabanza y gloria al Padre del universo por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y pronuncia una larga acción de gracias [a Dios] por habernos concedido esos dones de su parte. Concluidas las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama: “¡Amén!”, que en hebreo significa “Así sea”. Hecha la acción de gracias por el presidente, y tras la aclamación de todo el pueblo, aquellos de nosotros llamados “diáconos” dan a cada uno de los presentes su parte del pan y de la mezcla de vino y agua sobre los que se pronunció la acción de gracias y lo llevan a los ausentes» 26. Aquí tenemos una descripción muy temprana de la liturgia de la eucaristía dominical. Contiene ya elementos esenciales que se han mantenido inalterados en todas las grandes familias litúrgicas y todavía hoy nos resultan familiares. Me gustaría llamar la atención sobre dos elementos en especial, porque muestran claramente tanto la continuidad como la diferencia existentes entre la eucaristía de la Iglesia y la última cena de Jesús.
II. La eucharistía de Jesús y la eucaristía de la Iglesia De la descripción de san Justino se desprende en primer lugar que la liturgia de la eucaristía comenzaba por una celebración de la palabra en la que se leían en público «los comentarios de los apóstoles y los escritos de los profetas». Esto, sin embargo, es un desarrollo posterior, porque la eucaristía apostólica estaba vinculada con un banquete copioso, que saciaba (Sättigungsmahl) y precedía a la celebración eucarística como unidad cerrada. Detrás de ello se encontraba la bella convicción de que el ágape recíproco de la comunidad debía preparar el espacio vital en el que luego, con la celebración de la eucaristía, podía entrar el agápē transformador de Jesucristo. En la evolución real de las cosas, sin embargo, esta bella visión no se mantuvo. El ágape comunitario estaba concebido como puerta para la llegada del Resucitado. Pero de hecho se convirtió en la puerta de entrada del egoísmo anticristiano, deviniendo así inadecuado como preparación para la celebración de la eucaristía. Sea como fuere, esta fue la razón por la que ya Pablo quiso separar el banquete copioso de la eucaristía propiamente dicha, reprochando a los corintios lo siguiente: «Y así resulta que, cuando os reunís, no coméis la cena del Señor. Pues unos se adelantan a consumir su propia cena, y mientras uno 82
pasa hambre, otro se emborracha. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿Menospreciáis la asamblea de Dios y avergonzáis a los que nada poseen? ¿Qué puedo deciros? ¿Voy a alabaros? En esto no os alabo» (1 Cor 11,20-22). La separación del banquete copioso y la eucaristía tuvo, sin embargo, una consecuencia decisiva: mientras la eucaristía se mantuvo directamente asociada a un banquete copioso, los cristianos pudieron seguir participando al mismo tiempo en la celebración de la palabra de la sinagoga, en la que se leían e interpretaban las Sagradas Escrituras, se rezaban salmos, se alababa en común a Dios y se le dirigían preces. Tras la definitiva separación de la sinagoga y la Iglesia hacia finales del siglo I, ello dejó de ser sensato e incluso posible. De ahí en adelante, la Iglesia tuvo que desarrollar su propia celebración de la palabra, que progresivamente fue entrelazándose con la eucaristía para terminar formando una unidad. Con ello surgió la forma esencialmente cristiana en la que seguimos celebrando la eucaristía en la actualidad y que ya no refleja sin más una situación normal de comensalía. Aquí enlaza la segunda observación. Justino dice que el presidente de la celebración pronuncia sobre el pan y el vino «una larga acción de gracias» (eucharistía). Y para concluir su narración, el santo habla de que a cada uno de los presentes se le administra un trozo del pan «sobre el que se pronunció la acción de gracias» (por así decir, eucaristizado). De ahí recibió la celebración su nombre: «eucaristía». Si se estudia la historia lingüística en la Iglesia antigua27, se observa que las primeras designaciones de esta celebración –«cena» y «cena del Señor»– desaparecieron ya muy pronto, siendo sustituidas inequívocamente por la palabra «eucaristía». Ya a mediados del siglo II –en Ignacio de Antioquía–, «eucaristía» es el nombre por excelencia de la celebración. Este desplazamiento lingüístico pone de manifiesto que el elemento que sostiene todo en esta celebración es la alabanza y la acción de gracias, la eucharistía. Para entender esto mejor, debemos recurrir a las raíces veterotestamentarias de la eucaristía28. Eucharistía se revela entonces como traducción griega del término hebreo berakah, que significa asimismo: alabanza, acción de gracias, bendición. Tales oraciones de alabanza y acción de gracias tienen una gran importancia en la piedad judía. Según una bella tradición, el judío piadoso debe alabar a Dios cien veces al día, presentarle una berakah, desde el momento en que se levanta hasta que se acuesta, en toda ocasión que se preste a ello. El número cien indica que el judío debe devolver a Dios en la alabanza todo lo que ha recibido de él. Todo debe convertirse, podríamos decir también, en eucaristía. No debemos recibir nada sin alabar a Dios, sin, por así decir, «eucaristizarlo» 29. Esta piedad veterotestamentaria arroja una iluminadora luz sobre la última cena de Jesús, de la que el relato de Marcos pone claramente de relieve que Jesús dijo la oración de alabanza sobre el pan y la oración de acción de gracias sobre el cáliz. Con ello, Marcos interpreta la última cena de Jesús como eulogía y eucharistía; y ello, situándose por completo en la tradición de la oración judía de alabanza y acción de gracias, de la 83
berakah. A partir de esta alabanza judía surgió posteriormente el canon de la misa romana, nacido por completo de la oración de Israel y de la oración de Jesús. La plegaria eucarística debe entenderse, por eso, como continuación de la oración de Jesús en la última cena y, en esa misma medida, constituye el centro de la eucaristía eclesial. Si la plegaria eucarística es la forma de sentido esencial de la eucaristía, el mandato de Jesús: «Haced esto en memoria mía», no puede significar que Jesús nos encargara repetir como tal la liturgia judía que él celebró con sus discípulos. La orden de repetición se refiere más bien a lo nuevo que él nos regala en el contexto de la liturgia de Israel. En este sentido cabe afirmar que la última cena de Jesús constituye el fundamento de toda liturgia cristiana, pero no es todavía ella misma liturgia cristiana. En liturgia cristiana solo se convirtió la última cena una vez que las palabras de la institución dichas por Jesús fueron consideradas punto cimero de la gran oración de acción de gracias y de bendición que procede de la tradición sinagogal y que también fue asumida por Jesús en la última cena al dar gracias a Dios en la tradición judía, aun cuando mediante la entrega de su cuerpo y sangre confirió una nueva profundidad a esta acción de gracias. De ahí que la Iglesia antigua tuviera siempre claro que el mandato jesuánico de repetición no se refiere a la última cena en cuanto tal, sino a sus acciones específicamente eucarísticas y a las palabras que las interpretan, así como que lo esencial en el acontecimiento de la última cena no es la ingesta del cordero y los demás platos tradicionales, sino la gran oración de alabanza, cuyo centro está en las palabras de la institución pronunciadas por Jesús: «Este es mi cuerpo», «esta es mi sangre». Así pues, la Iglesia primitiva vio el núcleo esencial de la última cena de Jesús en la eucharistía, en lo que hoy denominamos «plegaria eucarística» 30, percibiendo la forma fundamental del sacramento eucarístico en la eucharistía. Por consiguiente, la eucaristía de la Iglesia no es sencillamente la repetición de un banquete, sino la celebración conmemorativa de la muerte y resurrección de Jesucristo, como profesamos tras las palabras de la institución: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Quien, sin tener esto en cuenta, pretende volver a hacer de la celebración de la eucaristía un banquete sencillo y fraternal no se dirige al origen, sino que se retrotrae más allá del momento crucial de la muerte y resurrección y, por tanto, más allá de la realidad que funda al cristianismo en su novedad. Por el contrario, quien hoy reflexiona sobre la bella continuidad entre las acciones y palabras eucarísticas de Jesús en su última cena y la celebración eucarística de la Iglesia y hace justicia a la importancia fundamental de la plegaria eucarística en la celebración de la eucaristía, esa persona demuestra un respeto especial por la susodicha oración de alabanza y comienza a comprender que su configuración no puede dejarse sin más al arbitrio de cada liturgo. Recordar y garantizar este carácter no arbitrario también en el sentido de que la eucaristía no nace de la comunidad misma, sino que es un don de Jesucristo a la Iglesia entera es el verdadero sentido de la convicción católica de que la celebración de la 84
eucaristía está vinculada a la presidencia de un sacerdote sacramentalmente ordenado. El ministerio presbiteral remite en este sentido al extra nos del sacramento: «El hecho de que para la eucaristía se requiera del sacramento del ministerio sacerdotal se basa cabalmente en que la comunidad no puede darse a sí misma la eucaristía; debe ser recibida del Señor a través de la mediación de la Iglesia una» 31. Desde aquí también resulta comprensible que la plegaria eucarística es una oración unitaria desde el punto de vista compositivo y, por consiguiente, en su totalidad una «oración ministerial del sacerdote» 32, que puede ser pronunciada en nombre de la comunidad, pero no –ni siquiera determinados fragmentos de ella– por la comunidad o por laicos dedicados profesionalmente a tareas pastorales.
III. Celebración de la presencia del Resucitado La plegaria eucarística expresa lo que los cristianos celebran en la eucaristía, a saber, la presencia del Cristo resucitado en su Iglesia. En la Primera carta a los Corintios, Pablo caracteriza la eucaristía como kyriakòn deîpnon (1 Cor 11,20), como un banquete que pertenece al Señor y de él procede. Detrás de ello se esconde la convicción de fe de que en la celebración eucarística experimenta la comunidad cristiana a su Señor resucitado y elevado como presente en persona33. Es recibido y alabado como el verdadero anfitrión que convoca a los suyos, como todavía hoy lo hacemos sobre todo con las invocaciones del kyrie al comienzo de la celebración eucarística, tras el introito. En la eucaristía celebramos ante todo el encuentro personal de Jesucristo con su Iglesia. Esto significa que el kýrios exaltado mismo está presente en la celebración de la eucaristía; y ello, bajo múltiples signos, como recuerda el fundamental número 7 de la Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II: «Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (Sacrosanctum Concilium 7). La liturgia de la Iglesia expresa este misterio de los múltiples modos de presencia de Jesucristo en la eucaristía estipulando que el sacerdote, en puntos nodales muy determinados de la liturgia –a saber, al comienzo de la celebración, antes de la proclamación del Evangelio, antes de la plegaria eucarística y antes de la bendición final–, diga las precisas palabras: «¡El Señor esté con vosotros!». Con ellas expresa la eficaz garantía de que Cristo está presente en la comunidad reunida para la eucaristía, en su 85
palabra, en el banquete sacrificial eucarístico y, más allá de la eucaristía, también en la vida diaria del seguimiento de Jesús34. En el curso de la historia, tanto la praxis de la fe como la reflexión teológica se han concentrado con creciente claridad en la presencia de Jesucristo en los elementos eucarísticos del pan y el vino, de suerte que, con la vista puesta en la eucaristía, se habló de la presencia somática real del cuerpo y la sangre de Cristo, que se expresa sobre todo con ayuda del concepto de «transustanciación» y que también entró a formar parte de las decisiones doctrinales del concilio de Trento35, que en 1551 definió lo siguiente: «Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan […]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo concilio: que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia católica» (DH 1642). «Transustanciación» es, ciertamente, una palabra difícil para los cristianos actuales; y ello, en primer lugar a causa del carácter extraño del lenguaje, que a fin de cuentas tan solo puede entenderse sobre el trasfondo de la distinción filosófica, habitual en la Edad Media, entre sustancia y accidentes, según la cual estos últimos son las realidades concreta y empíricamente perceptibles y asibles, como el pan y el vino, mientras que la sustancia es la verdadera esencia de esas materias, que subyace invisiblemente a su concreta realidad empírica36. Por tanto, el concilio de Trento quería expresar que en la celebración eucarística la verdadera esencia del pan y el vino se transforma en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo, mientras que los accidentes del pan y el vino permanecen inalterados. En ello, es el Cristo resucitado mismo quien se sirve y adueña de los elementos eucarísticos del pan y el vino, con el fin de, por así decir, sacarlos del quicio de su ser habitual e introducirlos en un nuevo orden de ser. Aunque permanecen inalterados desde el punto de vista meramente físico, en lo más hondo se transforman en algo distinto; a saber, en signos eficaces de la presencia corporal de Jesucristo en la eucaristía. No obstante, «transustanciación» no se ha convertido en un término difícil solamente a causa del carácter extraño del lenguaje, sino también sobre todo debido a lo que con dicho término se pretende decir. Máxime en una época como la actual, en la que las personas a menudo ya únicamente pueden pensar y vivir en categorías funcionales, hasta el punto de que el ser humano es clasificado atendiendo solo a las funciones que desempeña y a su valor funcional. Precisamente en esta mentalidad propia de una época determinada de la historia del espíritu, la Iglesia debe confesar con el sacramento de la eucaristía que ella conduce más allá de lo meramente funcional y toca el fundamento más profundo de la realidad. Lo que acontece en la eucaristía no es una transfuncionalización, sino una verdadera trans-formación del pan y el vino, que la tradición 86
eclesial llama trans-sustanciación. Por eso, con la palabra «transustanciación» la Iglesia cuestiona precisamente la actitud superficial que se atiene sobre todo a lo asible, lo mensurable y lo funcional. Sin embargo, el verdadero problema de este concepto radica en que fácilmente suscita en el hombre actual la impresión de que Cristo está presente en los dones eucarísticos como algo natural, lo que por supuesto constituye un total desconocimiento de la fe eucarística de la Iglesia católica. Pues el Cristo resucitado está presente en la eucaristía de un modo no natural, sino personal y, por tanto, también en la relación con personas. En la eucaristía celebramos la presencia personal de Jesucristo. Pues Cristo está presente en la eucaristía según su propio ser esencial; y ello, en la medida en que transforma el pan y el vino en signos eficaces de su presencia. En todo esto se hace presente «su amor, que ha pasado por la cruz y en el que él mismo se nos entrega (la “sustancia” de su ser): su tú signado por la muerte y la resurrección como realidad salvífica» 37. Los elementos del pan y el vino son los signos sacramentales realizadores de esta presencia personal de Jesucristo, el cual regala a su Iglesia su presencia en estos signos del pan y el vino. De ahí que tales signos no sean sencillamente signos recordatorios, como, por ejemplo, los regalos simbólicos en una amistad humana. Pues a diferencia de esos otros signos, que remiten a algo distinto de ellos, los signos del pan y el vino contienen exactamente aquello que designan, o sea, el cuerpo y la sangre de Jesucristo: «En el fragmento de los signos eucarísticos está la totalidad de aquello que el amor crucificado y resucitado es en persona, a fin de regalarse a sí mismo» 38. Desde el misterio de la presencia corporal de Jesucristo en la eucaristía se explica también la convicción de fe católica relativa a la permanente duración de la presencia eucarística de Jesucristo, incluso una vez concluida la celebración litúrgica. Dado que Jesucristo mismo ha vinculado su presencia a los signos del pan y el vino, su presencia se prolonga mientras estos signos existen. Cristo se regala a sí mismo a su Iglesia en la eucaristía en tanto en cuanto su presencia encuentra en los signos del pan y el vino una forma concretamente material. De ahí que por principio no se entienda por qué no debería perdurar su presencia mientras los signos eucarísticos vivan en la Iglesia. La presencia sacramental de Jesucristo no acontece solo en aras de la celebración litúrgica, sino principalmente en aras de la Iglesia misma. Por eso, mientras viva y crea, la Iglesia será acompañada por Cristo en la concreción y corporalidad que su acompañamiento ha adoptado en los dones eucarísticos. En estos pervive la eucaristía, cristalizada, por así decir, aun cuando la liturgia haya concluido como proceso. De ahí que no exista disyuntiva ni tampoco rivalidad alguna entre la comunión en la eucaristía y la adoración eucarística. Antes al contrario, ambas se exigen y fomentan recíprocamente. Solo en este clima de adoración puede recibir la celebración de la eucaristía su grandeza y fuerza; y en la adoración nos es dado intuir la verdadera profundidad del misterio de la presencia real de Jesucristo en la eucaristía. Como dijo 87
muy bellamente el papa Juan Pablo II, la adoración nos invita a «que, ante la eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo» (Mane nobiscum, Domine 16).
IV. El sacrificio de la eucaristía La eucaristía es la celebración de la presencia personal de Jesucristo. Pero es también la conmemorativa presencia actual del acontecimiento salvífico realizado «por vosotros» mediante Jesucristo en su muerte. Junto con su persona, en la eucaristía se hace presente también el acontecimiento salvífico que culmina en su muerte y resurrección. Ya Pablo llama la atención sobre el hecho de que en la cena del Señor y por medio de la cena del Señor acontece el anuncio eficaz de la muerte de Jesucristo: «En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). Desde aquí se abre una puerta a una comprensión más profunda de lo que la tradición católica quiere decir cuando caracteriza la eucaristía como sacrificio. La eucaristía debe entenderse como sacrificio en el sentido de que la actualización sacramental del único y singular sacrificio de la cruz es la donación de su fruto salvífico a la comunidad de los congregados para la celebración litúrgica. En el pasado, sin embargo, esta visión quedó oscurecida con no poca frecuencia por el hecho de que en algunas peligrosas corrientes teológicas, en especial después del concilio de Trento, se diferenció entre la eucaristía como sacramento y la eucaristía como sacrificio, acentuándose que la eucaristía es sacramento y sacrificio: sacramentum et sacrificium. Esta distinción no podía por menos de suscitar la impresión de que la actualización sacramental del único sacrificio de la cruz de Jesucristo en las ofrendas eucarísticas está separada de la realización sacramental de la presentación de tales ofrendas. A partir de ahí terminó por imponerse la funesta consecuencia de que el sacrificio de la misa debe entenderse y celebrarse como repetición real, si bien incruenta, o incluso como complemento del único y singular sacrificio de la cruz de Jesucristo, aunque ya no es Cristo, sino la Iglesia el sujeto que presenta las ofrendas: «Habida cuenta de que la eucaristía no podía ser entendida ya como símbolo sacramental real de la passio Christi, el carácter sacrificial de la eucaristía y su relación con el sacrificio de la cruz estaban abocados a convertirse en adelante en un problema aparentemente irresoluble» 39. Desde esta perspectiva debe entenderse la enérgica protesta de los reformadores y, en especial, el juicio del Catecismo de Heidelberg de que la misa de la Iglesia católica es una «maldita idolatría» 40. Ello constituye, sin embargo, una deformación de la fe eucarística católica, según la cual el singular sacrificio de la cruz de Jesucristo no se repite en la eucaristía ni la misa constituye un nuevo sacrificio. La eucaristía es más bien conmemoración en el sentido de actualización sacramental del sacrificio de la cruz de Jesucristo, como rezamos en la Plegaria Eucarística III: «Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción 88
de gracias, el sacrificio vivo y santo». Aún más precisa a este respecto es la Plegaria Eucarística I, en la que se afirma: «memores igitur offerimus», «al celebrar este memorial... ofrecemos». Puesto que en la celebración eucarística rememoramos el sacrificio de la cruz de Jesucristo, este sacrificio mismo se hace presente. Pues la rememoración en sentido bíblico no es el mero recuerdo de los acontecimientos del pasado. Antes bien, en la celebración litúrgica se hacen presentes y cobran nueva vida los acontecimientos del pasado. El judío piadoso está convencido de que en la celebración de la Pascua él mismo sale de Egipto, como se dice en la hagadá de Pascua: «Todo el que ahora participa en esta celebración considere que él mismo salió de Egipto». En este mismo sentido, en la eucaristía no solo recordamos lo que Jesús hizo por nosotros en la última cena y en la cruz; antes bien, al rememorarlo y celebrarlo, se nos hace presente. En esta comprensión de la conmemoración bíblica, el sacrificio de la cruz de Jesucristo y el sacrificio de la eucaristía constituyen, en consecuencia, un único sacrificio. Es el mismo Cristo quien en su día se sacrificó en la cruz y quien hoy, mediante el ministerio del sacerdote, se entrega al Padre en la eucaristía. De ahí que la Iglesia pueda entenderse como la comunidad que, en su culto divino, presenta a Cristo al Padre celestial, devolviendo a este, por tanto, el don que él anteriormente nos hizo, como se expresa en la Plegaria Eucarística III: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad».
V. La eucaristía como sacrificio de la Iglesia La eucaristía no solo es, sin embargo, actualización sacramental del sacrificio de la cruz de Jesucristo, sino también realmente un sacrificio de la propia Iglesia. Este sacrificio de la Iglesia consiste en la agradecida adoración y glorificación de Dios en recuerdo de sus grandes gestas. Con semejante sacrificio, la Iglesia manifiesta su disposición a ser incorporada en cuanto cuerpo de Cristo al sacrificio de Cristo mismo y a emular en cuanto esposa de Cristo el sacrificio de este en obediente sumisión, tal y como decimos asimismo en la Plegaria Eucarística III: «Que él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos». Pues la Iglesia no se limita a presentar el sacrificio de Cristo, sino que ella misma se convierte en ofrenda. De la celebración sacramental en la que se actualiza la entrega vital de Jesús en la cruz se sigue también de por sí la entrega de la comunidad cristiana que celebra la eucaristía. La celebración de la eucaristía tiene como meta «la presentación del Cristo total, formado por cabeza y miembros, o sea, el ofrecimiento de nuestra propia persona junto con él, la participación en la entrega de Jesucristo, la entrega que la propia comunidad, la Iglesia, hace de sí misma como hostia viva en la vida diaria del mundo» 41. Desde aquí se abre la puerta a la concepción genuinamente bíblica del sacrificio, que entiende por «sacrificio» la entrega incondicional a Dios que se expresa en la palabra de 89
la oración. Esta dimensión existencial de la comprensión cristiana del sacrificio puede palparse sobre todo en la piedad de los Salmos y los profetas, por ejemplo, en la idea de que un espíritu contrito constituye el verdadero sacrificio a ojos de Dios, de que nuestras oraciones se elevan hacia Dios como incienso y de que la oración pesa más para Dios que millares de carneros. Tales afirmaciones documentan cómo Israel, en prolongada lucha espiritual, llegó a la convicción de que el sacrificio que resulta realmente adecuado a Dios y le satisface no es sino el hombre que vive conforme a su voluntad, y de que, por tanto, el verdadero sacrificio es la oración, la agradecida alabanza a Dios, en la que nos entregamos de vuelta a él como criaturas suyas. Sobre todo en los Salmos «resulta patente que el sacrificio de alabanza y acción de gracias, como signo de la actitud interior del oferente hacia su Dios, es el aspecto central y más importante» 42. Desde esta raíz veterotestamentaria43 ha de entenderse también la oración eucarística como sacrificio de la Iglesia; y ello, en el doble sentido de que se trata de nuestra incorporación a la entrega que el Hijo hace de sí mismo al Padre y de que toda la vida del cristiano es eucarística. Pues quienes celebran la eucaristía no pueden permanecer, por así decir, fuera, junto a la puerta, durante la presentación de los dones eucarísticos; antes bien, son invitados y exhortados a dejarse incorporar personalmente a tal ofrecimiento eucarístico y a convertirse ellos mismos en una «ofrenda viva en Cristo». De ahí que en la plegaria eucarística pidamos que el sacrificio de Jesucristo que sacramentalmente celebramos en la eucaristía no sea sin más exterior a nosotros; que no se limite a estar, por decir así, presente frente a nosotros ni se nos antoje meramente un sacrificio objetivo y material susceptible de ser contemplado cual los cosificados sacrificios de épocas antiguas y de otras religiones. En tal caso, sin embargo, no habríamos realizado aún el tránsito decisivo hacia lo cristiano. Pero le suplicamos a Dios que interioricemos la entrega de Cristo a Dios y a los seres humanos, que celebramos en la eucaristía, y que seamos incorporados al movimiento de la entrega de Jesús. O con otras palabras, le rogamos a Dios que nos tornemos cada vez más semejantes a Cristo y que, con Cristo, devengamos eucaristía. En ningún lugar se advierte el significado concreto de tal «eucaristización» existencial mejor que en los mártires. En un temprano artículo, el papa Benedicto XVI llamó la atención sobre la relevante circunstancia de que el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, que pertenece todavía a la época de los discípulos de los apóstoles, describe dicho martirio como liturgia, presentándolo en forma de plegaria eucarística44: primero se cuenta que el obispo Policarpo es encadenado y las manos le son atadas a la espalda. Con ello se asemeja, tal como se dice en las actas martiriales, a «un noble carnero conducido desde el rebaño a Dios, una ofrenda agradable al Altísimo, preparada para él». Después de esta preparación del martirio, que es descrita como si se tratara de un ofertorio, Policarpo, colocado sobre el montón de leña y a él amarrado, pronuncia una suerte de plegaria eucarística. Da las gracias por el conocimiento de Dios, que le es concedido a través de su amado Hijo Jesucristo. Alaba a Dios porque ha sido hecho digno de participar en el cáliz de Jesucristo con vistas a la resurrección. Por 90
último, con palabras del veterotestamentario libro de Daniel, que evidentemente ya pronto fueron incorporadas a la liturgia cristiana, suplica ser «aceptado hoy por ti como ofrenda agradable y enjundiosa». Esta plegaria concluye, al igual que las plegarias eucarísticas, con una gran doxología. Una vez que Policarpo ha pronunciado el amén, los siervos prenden la pila de madera. A continuación se menciona explícitamente que su cuerpo abrasado no parece carne quemada sino pan horneado y que los presentes perciben una fragancia dulce «como de incienso o aromas valiosos». Si se considera que ambas imágenes –la conversión en pan y el olor agradable– forman una unidad y proceden de la teología sacrificial tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se hace patente una vez más el carácter litúrgico del acontecimiento45. La presentación del martirio como liturgia eucarística muestra que, por medio de su suplicio, el obispo Policarpo se ha hecho semejante a Cristo y su vida ha devenido entrega (Hingabe) y don (Gabe) eucarístico: así como de la cruz de Cristo no emana precisamente el veneno de la descomposición de lo vivo por el poder de la muerte, sino la fuerza de la vida; así como Cristo, cual pan bueno, nos da la vida, así también la incorporación personal del testigo de la fe Policarpo al cuerpo de Cristo mediante el martirio derrota al poder de la muerte. En la medida en que dona vida justo a través de su muerte, el mártir mismo ingresa en el misterio eucarístico. Aquí radica la razón más profunda de que las actas martiriales describan el martirio de san Policarpo como «“eucaristización” del mártir..., quien entra en comunión plena con la Pascua de Jesucristo, convirtiéndose así, junto con él, en eucaristía» 46. El martirio cristiano no solo es vida desde el misterio de la eucaristía, sino también –y ante todo– el ser incorporados existencialmente a este misterio. Desde aquí se pone de manifiesto asimismo el sentido profundo de que ya la tradición bíblica aplique el lenguaje litúrgico-eucarístico también –y de modo especial– a la existencia cristiana diaria y considere, a la inversa, que la misión de la Iglesia en el mundo es fruto de la eucaristía. El hecho de que el verdadero sacrificio consista en la entrega incondicional a Dios, en la confianza en Dios y en la palabra de la oración lo asume el Nuevo Testamento sobre todo con la idea de sacrificio verbal, de la palabra. (Para todo lo que sigue, téngase en cuenta que el término griego lógos significa tanto «palabra» como «razón») Así, Pablo exhorta a los cristianos de Corinto a ofrecerse «como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: sea ese vuestro culto racional [o espiritual, o verdadero y adecuado, según la traducción]» (Rom 12,1). La acción de gracias como sacrificio es, en consecuencia, el verdadero culto divino, que abarca la vida entera del cristiano, incluso antes de que se realice en el culto litúrgico a Dios en sentido estricto. La existencia cristiana tiene en conjunto un sentido cúltico o, más exactamente, eucarístico, porque se trata de «una ofrenda sustraída a lo mundano y consagrada a Dios» 47; y a través de ello, el pensamiento determinado por el egoísmo humano ciertamente se renueva.
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Entre el culto racional a Dios, que abarca la entera existencia cristiana, y el culto litúrgico a Dios en sentido estricto existe, en consecuencia, un vínculo intrínseco, pues también el culto litúrgico a Dios se halla «determinado por la acción de gracias en la forma de sacrificio, esto es, entrega incondicional» 48. A la vista de esta espiritualización y personalización de la concepción cristiana del sacrificio resulta imposible considerar como un extravío que la idea de la acción de gracias se vinculara ya muy pronto con la del sacrificio y que, por tanto, de la palabra eucharistía se derivara de manera cada vez más consciente la idea de oblatio [ofrenda]. El paso del gratias agere [dar gracias] al offerre [ofrecer] en la eucaristía se revela en último término como un mero desarrollo de aquello que venía dado ya desde el principio. Es, por tanto, del todo consecuente que la idea de un sacrificio verbal o de la palabra fuera asumida también en el canon romano, aunque en él se habla de una oblatio rationabilis [ofrenda racional]. La plegaria eucarística es, como continuación de la hagadá de Pascua, un rationabile obsequium, o sea, un sacrificio de carácter racional [o espiritual] y constituye, por tanto, como volverá a evidenciarse, el verdadero núcleo de la eucaristía.
VI. La Iglesia como sacrificio El verdadero problema del concepto tradicional de sacrificio es, sin lugar a dudas, la comprensión de este como un hecho compensatorio por el mal y por el pecado, como expiación y, en consecuencia, como un acto que, por su naturaleza, reclama sufrimiento y, en último término, la muerte. En cambio, el teólogo ruso-ortodoxo Alexander Schmemann acentúa con razón que el sacrificio, por su esencia, «no está vinculado con el pecado y el mal, sino con el amor» y es, por tanto, «autorrevelación y autorrealización del amor»: «No hay amor sin sacrificio, pues, como entrega de sí al otro, como entrega de la propia vida en aras del otro, como obediencia perfecta al otro, el amor es sacrificio» 49. Pero en este sentido, no solo la cruz, sino toda la obra salvífica de Jesucristo es «sacrificio» o eucaristía, o mejor dicho: puesto que en la cruz se visibiliza sin reservas el amor de Jesucristo, toda la obra salvífica de Jesucristo en la presentación de la ofrenda eterna del amor es «cruz». Más aún, Cristo no solo es eucaristía en su ministerio eficazmente salvífico, sino antes de nada y por encima de todo en su filiación eterna, o sea, en la entrega de sí mismo en amor y en perfecta obediencia al Padre. La eucaristía se convierte en sacrificio de la Iglesia en tanto en cuanto se inserta en la oración de Jesucristo y, por tanto, en la entrega que el Hijo hace de sí mismo al Padre, entrega que en la cruz deviene al mismo tiempo entrega de la humanidad al Padre y, de ese modo, eucaristía. En la eucaristía, la Iglesia se revela no solo como quien presenta la ofrenda, sino como quien, «conjuntamente con su cabeza, se presenta a sí misma como ofrenda, como víctima» 50. Pues Cristo mismo es la verdadera víctima que nos convierte a nosotros en víctimas asemejándonos a Dios y uniéndonos a él. La comunión con Dios y los seres humanos es, por tanto, la verdadera meta del sacrificio de la eucaristía, como 92
con exquisita sensibilidad observa san Agustín en su gran obra La ciudad de Dios: «Sacrificio verdadero es toda acción realizada para unirse a Dios en la santa comunión» (De civitate Dei X,6). Esta comunión con Dios se establece de la forma más intensa e íntima en la eucaristía. En ella acontece la transformación de la persona pecadora y egoísta en una persona consonante con Dios. El ser humano se transforma en una figura conforme a Dios en la medida en que deviene amor. Por eso, según Agustín, el término «sacrificio» alude a nuestro amor: «Nuestro sacrificio consiste en amare Deum et amare omnia propter Deum [amar a Dios y amar todo en razón de Dios]. Si orientamos en el amor nuestra vida entera hacia Dios, seremos en cuerpo y alma una ofrenda agradable a él» 51. El amor, sin embargo, solo es verdadero si nos conduce a Dios y se ordena, por tanto, a nuestra verdadera meta, porque la unidad entre los seres humanos únicamente puede acontecer en la fusión y comunión con Dios. Por eso, según Agustín, lo que cuenta es el sacrificio de todos los cristianos, a saber, la realización del amor que todo lo abarca y, por ende, la edificación de la ciudad de Dios. Desde ahí, el obispo de Hipona encuentra el camino a una glosa adicional de lo que es el sacrificio: «La entera comunidad humana redimida, o sea, la asamblea y la comunión de los santos es ofrecida a Dios cual víctima por el sumo sacerdote que se ofreció a sí mismo como víctima» (De civitate Dei X,6). Aquí radica la razón más profunda de que solamente podamos celebrar la eucaristía en comunión con la Iglesia entera. Esta dimensión eclesial se deriva de la esencia misma de la eucaristía. Pues la Iglesia es, en el fondo, comunión con el entero cuerpo de Cristo. Por eso, quien comulga con Jesucristo comulga necesariamente también con los hermanos y las hermanas de Jesucristo. En la eucaristía no solo se vincula el cristiano individual con el Cristo resucitado, sino que, mediante la recepción común del cuerpo de Cristo, quienes comulgan se unen asimismo entre sí para formar la comunidad del cuerpo de Cristo. La eucaristía, en la que Cristo nos regala su cuerpo y al mismo tiempo nos transforma en su cuerpo, es el auténtico lugar de nacimiento de la Iglesia. De ahí que la Iglesia, además de celebrar la eucaristía, brote de ella; en la eucaristía se unen también entre sí las diversas Iglesias locales. Pues la eucaristía es universal e implica la incorporación de todos al único Cristo y, consiguientemente, la fusión de cuantos comulgan en la comunión universal de la Iglesia. Esta comunión con la Iglesia entera de todos los lugares y todos los tiempos y, por ende, también en unión con los santos y los difuntos la confesamos en la plegaria eucarística con la triple proclamación de una comunidad universal, que debe entenderse, más en concreto, como «actualización lingüística de la comunidad de sacrifico y comunión que trasciende el espacio y el tiempo» 52. En el memento ecclesiae [conmemoración de la Iglesia] se trata de la comunión con toda la Iglesia de antaño y de hoy, de aquí y de allí, y de su unidad visible y mencionable con el obispo del lugar y el papa. La mención de los nombres del obispo y el papa en la plegaria eucarística señaliza que verdaderamente se celebra la única eucaristía, posible 93
solo en la única Iglesia. En el memento sanctorum [conmemoración de los santos] nos cercioramos de la firme confianza en la consumación de nuestra participación en la resurrección de Jesucristo, que, sin embargo, únicamente puede alcanzar su meta en la comunión con todos los que han llegado ya a la consumación. En esta comunión de los santos se incluyen también, por último, en el memento mortuorum [conmemoración de los muertos] todos los difuntos en tanto en cuanto se impetra la compasión de Dios para ellos, así como que sean acogidos en la gloria del Padre. Solo en esta triple comunión universal merece la asamblea eucarística el honroso nombre de «sacrificio» u «ofrenda». Por eso, Agustín puede afirmar a modo de recapitulación: «Este es el sacrificio de los cristianos: los muchos forman un único cuerpo en Cristo» (De civitate Dei X,6). Pues quien en la eucaristía recibe el cuerpo de Cristo está llamado y obligado a vivir la Iglesia como cuerpo de Cristo. En el presente y el futuro –«hasta el final de los tiempos»– quiere Dios, por eso, reunir a su pueblo universal –«desde donde sale el sol hasta el ocaso»– a fin de celebrar la eucaristía, «para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha», como decimos en la Plegaria Eucarística III, proclamando con ello nuestra convicción creyente de que la definitiva reunión de la Iglesia, que algún día alcanzará su consumación, acontece ya ahora en la celebración de la eucaristía y constituye el verdadero sacrificio, cuya esencia consiste en establecer la comunión con Dios y con los seres humanos. Desde ahí resulta por completo evidente que en último término Dios no necesita este sacrificio, sino que somos nosotros, los seres humanos, quienes lo necesitamos para reintegrarnos a la comunión con él. En este sentido, Dios es «el receptor, pero no el beneficiario del sacrificio; el beneficiario es el ser humano, lo somos nosotros, y en ello se diferencia el sacrificio cristiano de cualquier otro sacrificio» 53. Es imposible que quien tenga en cuenta esto piense que el carácter sacrificial de la eucaristía se cuenta entre las reliquias superadas de la fe cristiana. Antes bien, no le cabrá duda de que solamente podemos encontrar lo grande y hermoso, lo que Dios abre para nosotros y nos regala en la eucaristía, si nos sentimos agradecidos por el sacrificio de Cristo, el sacrificio de la eucaristía y el sacrificio de la Iglesia y presentamos la Iglesia misma a Dios como ofrenda. Pues este es el sacrificio, la ofrenda de los cristianos: «Los muchos forman un único cuerpo en Cristo». Solo de ese modo deviene la eucaristía centro vital de la Iglesia y corazón de la vida cristiana54. Y así, tenemos todas las razones para confirmar el testimonio de fe de los mártires de Abitene en el siglo IV en el sentido de que los cristianos no podemos vivir sin eucaristía: Sine dominico non possumus.
21. Cf. Acta ss. Saturnini et sociorum martyrum, 10-13. 22. R. CANTALAMESSA, Gottheit tief verborgen. Das Geheimnis der Eucharistie im Licht großer Hymnen, Freiburg i.B. 2006, 82s [trad. esp. del orig. italiano: Esto es mi cuerpo: la eucaristía a la luz del «Adoro te devote» y del «Ave verum», Monte Carmelo, Burgos 2005]. 23. Cf. IGNACIO DE ANT IOQUÍA, A los magnesios 9.1: «iuxta dominicam viventes».
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24. Cf. K. KOCH, Ist der Sonntag noch zu retten? Unzeitgemäße Fragmente, Ostfildern 1991. 25. R. MEßNER , Einführung in die Liturgiewissenschaft, op. cit., 159. 26. J UST INO, Apología I,65 y 67. 27. Cf. H. B. MEYER , Eucharistie. Geschichte, Theologie, Pastoral, Regensburg 1989, espec. 34-43: «Namen der Eucharistiefeier». 28. Cf. A. SCHENKER , Das Abendmahl Jesu als Brennpunkt des Alten Testaments. Begegnung zwischen den beiden Testamenten – eine bibeltheologische Skizze, Fribourg (Suiza) 1977. 29. Cf. CHRISTOPH SCHÖNBORN, Wovon wir leben können. Das Geheimnis der Eucharistie, Freiburg i.B. 2005, espec. 13-26. 30. Para la relación entre la berakah/eucharistía de la última cena de Jesús y la plegaria eucarística, cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique, Tournai 1966 [trad. esp.: Eucaristía: teología y espiritualidad de la oración eucarística, Herder, Barcelona 1969]. 31. J. RAT ZINGER , «Die Ekklesiologie der Konstitution Lumen gentium», en Id., Weggemeinschaft des Glaubens. Kirche als Communio, Augbsurg 2002, 123 [trad. esp.: «La eclesiología de la constitución Lumen gentium», en Id., Convocados en el camino de la fe: la Iglesia como comunión, Cristiandad, Madrid 2004]. 32. Cf. O. NUßBAUM, «Einheit, Variabilität und Pluralität der Hochgebete», en Id., Geschichte und Reform des Gottesdienstes. Liturgiewissenschaftliche Untersuchungen, Paderborn 1996, 91. 33. Cf. H.-J. KLAUCK, «Präsenz im Herrenmahl. 1 Kor 11,23-26 im Kontext hellenistischer Religionsgeschichte», en Id., Gemeinde, Amt, Sakrament. Neutestamentliche Perspektiven, Würzburg 1989, espec. 325-330. Véase también Id., Herrenmahl und hellenistischer Kult. Eine religionsgeschichtliche Untersuchung zum ersten Korintherbrief, Münster 1986. 34. Cf. F. EISENBACH, Die Gegenwart Jesu Christi im Gottesdienst. Systematische Studien zur Liturgiekonstitution des II. Vatikanischen Konzils, Mainz 1982. 35. Cf. A. GERKEN, Theologie der Eucharistie, München 1973, espec. 141-156: «Das Konzil von Trient und die nachtridentinische Theologie» [trad. esp.: Teología de la eucaristía, Paulinas, Madrid 1991]. 36. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Die eucharistische Gegenwart. Zur Diskussion über die Realpräsenz, Düsseldorf 1968 [trad. esp. del orig. holandés: Lapresencia de Cristo en la eucaristía, Fax, Madrid 1970]. 37. J. RAT ZINGER , «Das Problem der Transsubstantiation und die Frage nach dem Sinn der Eucharistie»: Theologische Quartalschrift 147 (1967), 154. 38. B. FORT E, Dem Licht des Lebens folgen. Die Exerzitien des Papstes, Freiburg i.B. 2005, 214 [trad. esp. del orig. italiano: Siguiéndote a ti, luz de la vida, Sígueme, Salamanca 2004]. 39. W. KASPER , «Einheit und Vielfalt der Aspekte der Eucharistie. Zur neuerlichen Diskussion um Grundgestalt und Grundsinn der Eucharistie», en Id., Theologie und Kirche, op. cit., 306. 40. Cf. Catecismo de Heidelberg, pregunta 80: «¿No es, pues, la misa sino una negación del sacrificio y el sufrimiento singular de Cristo y una maldita idolatría?». 41. T H. SCHNEIDER , Zeichen der Nähe Gottes. Grundriß der Sakramententheologie, Mainz 1979, 168. 42. M. ST UFLESSER , «“... daß mein und euer Opfer Gott, dem allmächtigen Vater, gefalle!”. Liturgietheologische Überlegungen zur Frage der Eucharistie als Opfer», en G. Augustin et al. (eds.), Priester und Liturgie. Manfred Probst zum 65. Geburtstag, Paderborn 2005, 254. 43. Para las raíces judías de la concepción cristiana del sacrificio, cf. L. BOUYER , Eucharistie, op. cit. Cf. también H. U. von Balthasar, «Die Messe, ein Opfer der Kirche?», en Id., Spiritus Creator, Einsiedeln 1967, 166-217 [trad. esp: «La misa, ¿un sacrificio de la Iglesia?», en Id., Ensayos teológicos, vol. 3: Spiritus creator, Encuentro, Madrid 2006]; J. Ratzinger, «Theologie der Liturgie»: Forum Katholische Theologie 18 (2002), 1-13. 44. Cf. J. RAT ZINGER , «Eucharistie und Mission», en Id., Weggemeinschaft des Glaubens, op. cit., 98. 45. Cf. G. BUSCHMANN, Das Martyrium des Polykarp, Göttingen 1998.
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46. J. RAT ZINGER , «Eucharistie und Mission», en Id., Weggemeinschaft des Glaubens, op. cit., 98. 47. H. SCHLIER , Der Römerbrief, Freiburg i.B. 1977, 358. 48. H. HOPING, «Gottesrede im Raum der Liturgie. Theologische Hermeneutik und christlicher Gottesdienst», en Id. y Birgit Jeggle-Merz (eds.), Liturgische Theologie. Aufgaben systematischer Liturgiewissenschaft, Paderborn 2004, 21. 49. A. SCHMEMANN, Eucharistie. Sakrament des Gottesreiches, Einsiedeln 2005, 273. 50. R. CANTALAMESSA, Gottheit tief verborgen, op. cit., 101. 51. B. ST UDER , «Die Eucharistielehre des Heiligen Augustinus», en Id., Durch Geschichte zum Glauben. Zur Exegese und zur Trinitätslehre der Kirchenväter, Rom 2006, 465. 52. R. MEßNER , Einführung in die Liturgiewissenschaft, op. cit., 200. 53. R. CANTALAMESSA, Die Eucharistie: Unsere Heiligung, Köln 1998, 21 [trad. esp. del orig. italiano: La eucaristía, nuestra santificación, EDICEP, Valencia 1997]. 54. Cf. K. KOCH, Eucharistie. Herz des christlichen Glaubens, Fribourg (Suiza) 2005.
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CAPÍTULO 3:
La unidad interior y exterior, de la iniciación eclesial DE la eucaristía como corazón de la Iglesia brota toda vida y actividad eclesial y a ella regresa. La celebración de la eucaristía representa, por eso, la consumación de la incorporación de una persona a la comunidad de fe que es la Iglesia. Sin embargo, esto únicamente puede entenderse si se considera la eucaristía en el proceso global de la iniciación cristiana. Con ello estamos ante uno de los grandes retos que plantea la situación pastoral en la actualidad y al que están dedicadas las siguientes reflexiones.
I. Una mirada retrospectiva a una historia cambiante «El bautismo, la confirmación y la eucaristía son los sacramentos que incorporan a la persona a la Iglesia y la liberan del dominio del mal». Con estas palabras comienzan las observaciones previas en los rituales litúrgicos «La celebración del bautismo de niños» y «La celebración de la confirmación». De este modo recuerdan la unidad originaria, tanto intrínseca como extrínseca de los sacramentos de iniciación55. Pues la verdadera iniciación a la Iglesia culminaba originariamente, con motivo del bautismo y de la subsiguiente unción con el crisma, en la primera comunión, que por eso se denominaba también «comunión bautismal». Este orden exterior y esta unidad interior –bautismo, confirmación, eucaristía– fue práctica generalizada también en la Iglesia latina hasta el tránsito del siglo XII al XIII. La unidad de los sacramentos de iniciación en una única celebración se ha conservado hasta el presente en las Iglesias de Oriente, mientras que en Occidente la iniciación de niños de corta edad se dividió en las celebraciones separadas del bautismo, la confirmación y la primera recepción de la eucaristía, alargándose el proceso con frecuencia más de una década, hasta alcanzar el orden actual: bautismo, primera comunión, confirmación. Tal unidad exterior representa, por consiguiente, un desarrollo específico incluso dentro de la Iglesia latina, que en último término solamente resulta comprensible sobre el trasfondo de dos cambios decisivos acontecidos en el curso de la historia. El primer cambio tiene que ver con la diferenciación del ministerio eclesiástico de gobierno. En las pequeñas Iglesias locales originarias se sobreentendía que correspondía al obispo presidir la celebración anual de la iniciación en la Pascua. Al igual que la celebración dominical de la eucaristía, también la celebración anual de la iniciación a través del bautismo, la unción con el crisma y la eucaristía era competencia de aquel a quien se había confiado el gobierno de la Iglesia local, a saber, el obispo. Pero cuando a comienzos del siglo IV las pequeñas Iglesias locales crecieron tanto hacia dentro como 97
hacia fuera, en las grandes ciudades, por una parte, se transfirió a algunos presbíteros el gobierno de comunidades particulares y, por otra, en los alrededores rurales surgieron filiales de la Iglesia local urbana, que fueron encomendadas a presbíteros o diáconos. Este desarrollo tuvo como consecuencia que en las comunidades particulares recién formadas las ceremonias de iniciación se confiaran por completo a la dirección de los sacerdotes, reservando en exclusiva al obispo –en la Iglesia occidental– la imposición de manos sobre los neófitos y la culminación de la iniciación mediante la unción crismal. Estos dos signos quedaron reservados al obispo como representante de la Iglesia local y eslabón de unión con la Iglesia universal. De este modo se inició una clara diferenciación entre las ceremonias de iniciación del bautismo y la confirmación. En segundo lugar, la situación de política eclesial repercutió de manera especialmente perdurable en la iniciación y sus celebraciones. El gran cambio en la relación Iglesia-Estado a raíz del giro constantiniano en las primeras décadas del siglo IV llevó a que la incorporación de adultos a la Iglesia –en la que el originario orden de bautismo, unción con el crisma y eucaristía no representaba problema alguno– dejara de ser habitual. En cambio, el bautismo de menores pasó progresivamente a primer plano. Puesto que el peso se desplazó poco a poco del bautismo de adultos al bautismo de niños, el catecumenado de la Iglesia antigua, o sea, el prolongado tiempo de preparación para la iniciación tuvo que adoptar una forma nueva. Se siguió hablando de catecúmenos, pero estos ya no tenían mucho en común con los candidatos al bautismo de los siglos II y III. El originario cristianismo catecumenal se transformó cada vez más en un cristianismo popular, en el que, sin embargo, no pocos candidatos al bautismo, entre ellos incluso personas muy importantes en la Iglesia, demoraban deliberadamente su opción definitiva. Así, por ejemplo, Ambrosio fue bautizado con al menos treinta y cuatro años, ocho días antes de su ordenación como obispo de Milán. Jerónimo se bautizó después de cumplir los veinte años. Por consiguiente, Agustín, quien fue bautizado a los treinta y tres años, en modo alguno constituye la gran excepción por la que con gusto se le tiene. También en la Iglesia de Oriente se constata una praxis análoga: Basilio Magno, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo únicamente fueron bautizados cuando tenían unos treinta años. Pero en el desarrollo posterior el bautismo de niños se hizo cada vez más habitual. A pesar de estos decisivos cambios, se mantuvo el orden bautismo, confirmación y eucaristía, y a los niños se les administraba la comunión con vino inmediatamente después del bautismo. Esta praxis se fundamentaba con el argumento de que para los menores era salvíficamente necesaria no solo la recepción del bautismo, sino también la de la eucaristía. Mientras que en las Iglesias de Oriente dicha praxis se ha conservado hasta hoy, en el tránsito del siglo XII al XIII se dejó de administrar en la Iglesia de Occidente la comunión a los niños pequeños. En la resolución que el concilio Lateranense IV adoptó en 1215 de que todos los creyentes, tan pronto como alcanzaran la edad de discernimiento, tenían obligación de confesar al menos una vez al año y de comulgar por Pascua de resurrección se daba por supuesto que los bebés y los niños pequeños estaban exentos de tal obligación. A ello se añadió que en el siglo XIII la edad 98
de la confirmación fue elevada con creciente frecuencia. Puesto que la confirmación no se administraba antes de haber alcanzado la edad de discernimiento y puesto que, por otra parte, nadie que no estuviera confirmado podía ser admitido a la eucaristía, la cuestión de la comunión bautismal de los menores se resolvió en realidad por sí sola. Más tarde se abandonó también la exigencia de la confirmación como condición indispensable para la eucaristía. Estas son las razones históricas que llevaron en la Iglesia latina al orden bautismo, eucaristía y confirmación hoy vigente. Herbert Vorgrimler las resume de la siguiente manera: «Separando en el tiempo la unción (posbautismal) –como símbolo de fortalecimiento y de apropiación de la persona para Dios– y la imposición de manos por el obispo del bautismo con agua, la confirmación se configuró en la Iglesia latina como sacramento específico. Tal escisión se tornó definitiva con la reforma carolingia» 56. Estos desarrollos históricos evidencian que, en la configuración de un sacramento de la confirmación autónomo en la Iglesia latina, la reflexión teológica no pesó más que la realización práctica; antes bien, a la inversa, el desarrollo fáctico fue reflexionado y teológicamente interpretado a posteriori. En este sentido, las cosas apenas son diferentes en la actualidad. Ello puede leerse ya en el hecho de que la confirmación tiene hoy en la praxis catequética y litúrgica una importancia mucho mayor que durante la época preconciliar. Mientras que la teología de la confirmación todavía se distingue por una inseguridad relativamente grande, que Klemens Richter, liturgista de la Universidad de Münster, caracteriza de la siguiente manera: «Objeto de controversia son ante todo el verdadero significado del sacramento y, por tanto, la praxis pastoral requerida; su lugar en el orden de los sacramentos de incorporación a la Iglesia (sacramentos de iniciación); y, como consecuencia de lo anterior, la edad a la que ha de administrarse y quién debe hacerlo» 57. Pero con ello se plantea con tanta mayor razón la pregunta teológica por la unidad interna de los sacramentos de iniciación.
II. Individualización y privatización de la iniciación Para poder abordar esta pregunta, primero debemos ocuparnos del principal problema subyacente. Este consiste en que, en la situación social que actualmente vivimos, a la profunda individualización de la vida humana le corresponde una asimismo profunda deseclesialización y desconfesionalización de la vida eclesial58. En este ambiente, la palabra «iniciación» se ha convertido ya en una palabra apenas comprensible: ¿qué se supone que es la iniciación, a qué se supone que hay que iniciar si la vida religiosa sigue deseclesializándose y haciéndose cada vez menos diferenciada desde el punto de vista confesional?
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El problema se plantea con toda claridad en el sacramento del bautismo. Aunque Iglesia y bautismo forman desde el principio mismo una unidad indisoluble y el bautismo fue caracterizado como puerta de acceso a la Iglesia, en el curso de la historia y hasta la fecha difícilmente hay otro sacramento que haya sido tan individualizado y privatizado como este sacramento fundamental de la Iglesia. Ello tiene que ver sobre todo con el hecho de que el bautismo de niños se convirtió en la historia poco menos que en forma exclusiva del bautismo, algo que se fomentó adicionalmente mediante la marcada acentuación de la doctrina del pecado original en la medida en que el bautismo fue entendido como liberación del pecado original, necesaria desde el punto de vista de la salvación. Esto tuvo como consecuencia que la comprensión y la praxis del bautismo fueran vistas sobre todo desde la perspectiva de la salvación individual y que la dimensión eclesial del bautismo apenas se tuviera en cuenta. Con ello, el bautismo dejó en gran medida de entenderse y celebrarse en la Iglesia como sacramento de iniciación; antes bien, se orientó y sigue estando orientado primordialmente a la situación individual de salvación de la persona. Este desarrollo repercute todavía en la actualidad, como puede apreciarse, por ejemplo, en el hecho de que los padres continúan pidiendo el bautismo para sus hijos, aunque por lo demás no concedan mucha importancia a la Iglesia y quizá hasta la hayan abandonado. Si piden, pese a todo, el bautismo para sus hijos, no lo hacen para incorporarlos a la Iglesia, sino para ponerlos en contacto con la realidad divina. El bautismo sirve entonces, por así decir, de «vehículo» religioso para que el niño ingrese en el mundo de Dios y para impetrar la bendición de Dios. En la concepción y la práctica de la eucaristía como sacramento de la communio eclesial por excelencia se constata una individualización y privatización análoga. Henri de Lubac mostró de modo imponente que en la tradición de la Iglesia católica, sobre todo en el contexto de la segunda disputa de la eucaristía en el siglo XI, la dimensión eclesial de la eucaristía quedó en gran medida suprimida y cayó en el olvido59. El concilio Vaticano II enraizó de nuevo la comunión eclesial en la comunión eucarística, en concreto en el pasaje de la Constitución dogmática sobre la Iglesia en el que se afirma: «Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con él y entre nosotros» (Lumen gentium 7). Sin embargo, la privatización de la eucaristía influye en la conciencia media de fe de numerosos católicos cuando quieren el «cuerpo de Cristo» sacramental sin el «cuerpo del Señor» real, o sea, la comunidad eclesial; cuando, por consiguiente, suprimen la inmediata orientación de la celebración eucarística a la comunión solidaria de la Iglesia y terminan en un sacramentalismo egoísta, en el que todo gira alrededor del individuo y «su Salvador» Incluso en el sacramento de la confirmación, que en la actualidad constituye, por así decir, la culminación de la iniciación cristiana, pueden constatarse tendencias parecidas. Estas varían, por supuesto, según la edad a la que se administre la confirmación. Todas las edades propuestas y practicadas para la confirmación tienen su sentido, aunque ciertamente también sus peligros60. La dimensión de iniciación eclesial de la confirmación 100
resulta, cuando menos, insuficientemente realzada cuando se celebra ante todo como conclusión de la época escolar, como opción de vivir de forma personal el propio ser cristiano o sencillamente como «sacramento de la mayoría de edad» en vez de como confirmación y ratificación del acontecimiento bautismal.
III. Revitalización de la eclesialidad de los sacramentos de iniciación La Iglesia haría bien, por supuesto, en tomarse en serio también en los sacramentos de la iniciación las expectativas antropológicas y las necesidades individuales de los seres humanos, que ocupan el primer plano de la praxis actual. Por otra parte, la Iglesia tiene asimismo la obligación, sin embargo, de volver a elevar decididamente a la conciencia de las personas la dimensión eclesial de los sacramentos de iniciación. Pues la cuestión de la unidad interna de estos no se puede clarificar sin una enérgica acentuación de su dimensión eclesial. La dimensión eclesial de los sacramentos de iniciación se pone de manifiesto, sobre todo, en el sacramento del bautismo. El bautismo de infantes tiene también hoy justificación teológica61, en tanto en cuanto «la dación previa (Vor-gabe) de la fe es realmente un don (Gabe)» 62. A la inversa, el sentido del bautismo corre peligro de quedar difuminado allí donde ya no es entendido como una dación previa (Vor-Gabe) que debe desplegarse después del bautismo, sino como un rito cerrado en sí mismo, pero también allí donde la gente únicamente se aferra al bautismo porque confiere al comienzo de la vida de una persona un carácter festivo y la ritualidad que necesita. De ahí que haya que hacer valer de un modo nuevo la dimensión eclesial del bautismo, tal y como ha ocurrido en las múltiples reformas litúrgicas llevadas a cabo después del concilio Vaticano II, no solo en la reforma del rito del bautismo de niños, en el Ordo baptismi parvulorum de 1969, sino sobre todo en el nuevo ritual para la iniciación de adultos, el Ordo initiationis christianae adultorum de 1972, que cabe considerar «la más importante innovación de toda la reforma litúrgica posconciliar» 63. De ahí que el sacramento de la confirmación pueda entenderse como celebración de la aceptación personal de la alianza bautismal. Pues mediante el bautismo y su consumación en la confirmación la persona es acogida en la comunión de la Iglesia y se le encomienda la misión básica de vivir su fe con credibilidad, anunciar el Evangelio en sus ámbitos vitales cotidianos y contribuir a la edificación de la Iglesia. Así como el bautismo es el fundamento de todos los demás sacramentos, así también la misión de atestiguar la fe en la vida diaria, encomendada con el bautismo, constituye el ministerio fundamental de la Iglesia, que desde el concilio Vaticano II se conoce como sacerdocio bautismal de todos los creyentes. Esta misión es lo que más profundamente une entre sí a todos en la Iglesia, ya sean laicos, diáconos, sacerdotes u obispos.
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Del todo manifiesta resulta la dimensión eclesial de la eucaristía, que el papa Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Ecclesia de Eucharistia. Pues para él la eucaristía no es sin más una fiesta litúrgica entre otras, ni siquiera simplemente uno de los siete sacramentos. Antes bien, la eucaristía encierra en síntesis «el núcleo del misterio de la Iglesia»; en ella se da «todo el bien espiritual de la Iglesia» (n. 1). La eucaristía es expresión plena del infinito amor de Jesucristo a su Iglesia. Por eso, la comunión eucarística de los creyentes con Cristo representa al mismo tiempo la comunión de los creyentes entre sí, o sea, la comunión en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La communio eucarística no solo es participación personal de los creyentes en Cristo y comunión personal íntima con él, sino también comunión eclesial de los creyentes entre sí en Cristo. De ahí que tenga perfecto sentido que la expresión habitual para referirse a la recepción de la eucaristía en la tradición católico-romana sea «comunión». Pues la Iglesia nace y pervive en la medida en que Cristo se comunica a los seres humanos, entra en comunión con ellos y, de este modo, los pone en comunión entre sí. En consecuencia, la Iglesia siempre nace alrededor de un altar. La celebración de la eucaristía implica la unión de todos cuantos comulgan en la comunión universal de la Iglesia. Por eso, la eclesiología de communio es, por esencia, eclesiología eucarística; y la communio eclesial es, en lo más hondo, communio eucarística. Más aún, la eucaristía constituye el sacramento de la communio por excelencia.
IV. La unidad interna de la iniciación Solamente en el contexto más amplio de la dimensión eclesial de los sacramentos de iniciación cabe preguntar de manera razonable por su unidad interna. El vínculo intrínseco del bautismo y la confirmación es evidente. El nuevo ordo de la confirmación lo expresa claramente en la fórmula de administración del sacramento: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». La imagen de la señal (o el sello) retoma la teología bautismal del Nuevo Testamento, tal como aparece sobre todo en Pablo, y ofrece la clave para una comprensión razonable y creíble de la confirmación, capaz también de hacer máxima justicia a los datos históricos. Puesto que la confirmación se desarrolló a partir de la imposición de manos del obispo y de la unción como último acto de la liturgia bautismal de la Iglesia antigua, y puesto que tal acto se realizaba a modo de revalidación del acontecimiento bautismal, la confirmación puede entenderse como «selladura, ratificación, consumación del bautismo» 64. Sin embargo, esta relación no debe interpretarse como si en la confirmación se produjera un incremento cuantitativo de la gracia bautismal. Se trata más bien de la consumación de la participación en Jesucristo fundamentada en el bautismo. En este sentido cabe perfectamente afirmar que, sin la confirmación, el ser cristiano permanece incompleto.
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Esta unidad interna del bautismo y la confirmación se pone en peligro cuando la confirmación es entendida con estrechez de miras como «sacramento de la mayoría de edad» 65, como sacramento de la madurez cristiana o como lugar de la opción de fe. La confirmación se presenta entonces no solo como una suerte de «”consagración juvenil” [Jugendweihe, ceremonia de iniciación no religiosa, introducida en 1852, que tiene lugar a los 14 años] cristiana» 66, sino que además se olvida que la «madurez» conferida en el bautismo y la confirmación no es tanto una realidad psicológica cuanto una realidad obrada por la gracia: la configuración con Cristo. La «mayoría de edad espiritual» que confiere la confirmación no debe equipararse con la madurez psicológica. Detrás de esta distorsionada concepción del sacramento de la confirmación (Firmung) se oculta la idea de la Konfirmation de las Iglesias evangélico-reformadas, surgida no por casualidad en la época de la Ilustración y según la cual el cristiano mayor de edad ratifica el bautismo que le fue administrado de niño. Bajo esta óptica, la confirmación se perfila, por así decir, como un medio salvífico a posteriori que compensa las deficiencias del bautismo de niños. Pero con ello la confirmación no solo pierde su específica impronta sacramental, sino que así se pone igualmente en peligro el vínculo de la confirmación con el bautismo como realidad sacramental básica de la Iglesia. Por todas estas razones, la llamada «confirmación tardía» (Spätfirmung) no puede sino parecer, como mínimo, problemática, algo sobre lo que con razón ha llamado la atención Michael Kunzler, liturgista de Paderborn: «De este modo, la confirmación, que es don de la vida divina, se convierte fácilmente en un “sacramento” que refuerza las tendencias “sectarias”, pues no se tiene reparos en distinguir como “comprometidos” y cristianos auténticos a quienes solicitan la confirmación frente a aquellos otros que –quizá por sentirse sobrepasados– se “niegan” a recibir esa confirmación. Esta teología y esta praxis de la confirmación excluyen y refuerzan la proclividad al “pequeño rebaño” de los “verdaderos cristianos”, provisto de un funesto rasgo de vano autoconsuelo». Kunzler manifiesta plena comprensión ante el hecho de que «es conveniente que para la fase de transición de la juventud a la temprana edad adulta exista algún rito». Pero cuestiona que la confirmación deba ser esa celebración, porque la confirmación es y debe seguir siendo «parte inseparable de la iniciación cristiana» 67. Esto resulta del todo claro si se considera la unidad interna del bautismo y la confirmación, por una parte, y la eucaristía, por otra. El bautismo como puerta de entrada en la Iglesia y la confirmación como fortalecimiento y consumación de aquel confieren una comunión básica, si bien no completa, con la Iglesia. El bautismo es por entero vínculo de la unidad y fundamento de la comunión eclesial, pero siempre está orientado a la confesión de fe y la eucaristía. Mientras que el bautismo es principio y punto de partida de la vida cristiana y eclesial, la celebración de la eucaristía es plenitud y cima de esta. Solo la comunión eucarística constituye el fundamento más profundo de la unidad de la Iglesia y el punto álgido de la comunión eclesial. Habida cuenta de que en la celebración de la eucaristía adviene a nuestro presente la entrega que Jesucristo hace de su vida y de la que nosotros vivimos en cuanto bautizados, la celebración de la eucaristía 103
debe entenderse, por así decir, como realización siempre nueva del bautismo, en el que ya hemos sido vinculados con la muerte y resurrección de Jesucristo e incorporados a la comunión de la Iglesia. De ahí que resulte fácil de entender la necesidad de prestar especial atención al vínculo entre el bautismo y la confirmación, por una parte, y la eucaristía, por otra. Pues la conformidad con Cristo posibilitada y mediada por el bautismo y la confirmación se orienta a la salvación del ser humano y a la glorificación de Dios. Esta doble orientación finalista se realiza de manera especial en la participación en la entrega eucarística que de su vida hace Jesucristo. Así como esta participación está vinculada ya con el bautismo, así también el bautismo constituye, por otra parte, la condición previa para la participación en la celebración de la eucaristía: «Mientras que el bautismo fundamenta la pertenencia del individuo a la Iglesia en tanto en cuanto lo convierte en miembro del cuerpo de Cristo, la comunión eucarística expresa en la celebración de la Cena el carácter comunitario de esta participación en Jesucristo en la esperanza del futuro reinado de Dios» 68. Si se considera la indisoluble relación entre bautismo, confirmación y eucaristía, la piedad del bautismo y la confirmación, desacoplada de la eucaristía, se extraviaría con facilidad por el camino de un individualismo religioso. Por otra parte, la unión de rememoración eucarística y memoria bautismal hace patente que solo «en Cristo», esto es, como miembros de su cuerpo, podemos celebrar realmente su eucaristía. A la vista de estas reflexiones sobre la unidad interna de los sacramentos de iniciación no puede caber duda alguna de que el cristiano ya confirmado está mejor preparado, al menos por lo que respecta al fundamento sacramental de la confirmación, para participar en la celebración de la eucaristía y extraer de ella fruto abundante. Por eso, la unidad interna de los sacramentos de iniciación sugiere que la confirmación precede, por regla general, a la primera comunión. En este sentido, sobre todo Hans Küng ha abogado por la administración de la confirmación antes de la primera comunión. Puesto que la confirmación no es «un sacramento autárquico y autónomo, o sea, independiente del bautismo», sino «un sacramento secundario que participa del bautismo (el cual, junto con la eucaristía, es el sacramento principal)» y puesto que, en consecuencia, la confirmación únicamente puede tener sentido como «fase conclusiva del único rito de la iniciación», según Küng debe ser administrada antes de la admisión a la eucaristía, a ser posible incluso en la misma celebración69. De modo análogo, el benedictino estadounidense Aidan Kavanagh reclama que la administración de la confirmación preceda a la primera comunión, aduciendo, más en concreto, que la confirmación «no tiene absolutamente nada que ver con la “mayoría de edad” biológica, social, emocional, intelectual o incluso espiritual de los confirmados» 70.
V. Restablecimiento del orden originario de la iniciación
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Puesto que los sacramentos de la iniciación tienen como meta la plena incorporación de todo cristiano en Cristo a la comunidad creyente de la Iglesia, lo que precisa de justificación no es la administración de los sacramentos de iniciación en una única celebración, sino su separación. De ahí que teológicamente sea deseable que, siempre que ello resulte posible, se restablezca su orden originario. En este sentido, Michael Kunzler aboga a favor de que la confirmación, según el modelo de la praxis de la crismación en las Iglesias orientales, sea considerada y administrada junto con el bautismo como parte integral de la iniciación. Pues a tenor de la teología ortodoxa, «solo la persona plenamente iniciada (lo que también incluye, siendo consecuentes, la comunión bautismal) es capaz de entrar en sinergia con Dios» 71.
1. Redescubrimiento del catecumenado El restablecimiento del orden originario de los sacramentos de iniciación podría ser viable ante todo en el caso de la incorporación de adultos a la Iglesia y, en este sentido, al hilo del redescubrimiento del catecumenado antiguo. En la Iglesia antigua, el catecumenado era la institución en la que los candidatos al bautismo debían demostrar la seriedad de la conversión personal vinculada al bautismo. Tenían que participar en una catequesis bautismal de tres años de duración, cuyo objetivo era iniciarlos cuidadosamente en el conocimiento de la fe judío-cristiana y en la forma de vida cristiana. Pues la Iglesia antigua partía de forma natural del supuesto de que la vida cristiana no nacía por sí sola en los candidatos al bautismo, sino que requería aprendizaje y ejercitación. Con idéntica naturalidad partía de que el mal es poderoso y de que hay que luchar por el reinado de Dios. La trascendencia existencial que se atribuía al catecumenado se echa de ver, por ejemplo, en la comparación que Agustín establece entre la iniciación cristiana y la elaboración del pan: así como el grano disperso por las montañas, tras ser cosechado, trillado y molido, se mezcla con agua para formar la masa y se cuece al fuego, así también los catecúmenos deben atravesar los esfuerzos de la preparación al bautismo, ser bautizados en agua y transformados en el fuego del Espíritu Santo en un pan, a saber, el cuerpo de Cristo (cf. Sermo 227,1). Aquí radica la razón de que la instrucción de los catecúmenos y el bautismo mismo fueran acompañados de acciones simbólicas que expresaban esta lucha, como, por ejemplo, el exorcismo, la unción, la imposición de manos y la renuncia solemne al diábolos. Incluso la actual liturgia bautismal recuerda aún los distintos pasos básicos del antiguo catecumenado. La apertura de los ojos, de la boca y de los oídos apunta, por ejemplo, a que, en virtud del bautismo y de la comunión de vida a la que conduce, se supera nuestra mudez y sordera para lo que tiene que ver con Dios: «Abrir los oídos y los ojos en la ceremonia bautismal debía anticipar el hecho de que en la comunidad de vida de la fe aprendemos a oír y a hablar adecuadamente, de que vemos en la creación la transparencia de lo divino y ello nos une con Dios en el signo de la cruz» 72.
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Un vistazo a la historia muestra que, ya en el Nuevo Testamento de modo embrionario y luego en la Iglesia antigua explícitamente, el bautismo estaba vinculado con el catecumenado como introducción a la fe y a la vida de la Iglesia y era sellado con la celebración de la eucaristía. El catecumenado como iniciación e incorporación de un no cristiano a la Iglesia, tal como está documentado de forma impresionante en Hipólito a comienzos del siglo III, era de hecho el camino originario y verdadero del devenir cristiano y, por ende, de la conversión. Pero con el giro constantiniano primero y luego plenamente con la declaración del cristianismo como religión oficial del Estado, los motivos de los candidatos a la iniciación cambiaron de forma tan radical que hacia el siglo V resultaba ya imposible contener el desmoronamiento del catecumenado. «El lugar de un amplio catecumenado para no bautizados lo ocupó la instrucción de los niños después del bautismo» 73. Desde el punto de vista litúrgico, este cambio fundamental se plasmó en que, como se hace patente en el rito del bautismo de niños en el Rituale Romanum de 1614, los originarios ritos catecumenales fueron incorporados a la propia liturgia del bautismo y el rito del bautismo de adultos se adaptó a la situación de los bebés. Hoy, sin embargo, volvemos a estar ante una situación nueva, fundamentalmente distinta. La Iglesia vive en la actualidad el fin definitivo de la forma constantiniana de cristianismo, con la consecuencia de que la naturalidad –dada con la secular alianza entre la fe cristiana y la sociedad mundana– de la familiarización de las personas con la Iglesia en virtud del asimismo natural proceso de socialización de la fe pierde sin cesar eficacia. En esta situación, la Iglesia no puede partir ya de que las personas saben hoy qué significan el ser cristiano y la vida eclesial. Más bien debe partir de que hay que aprender de nuevo la fe y la vida en la Iglesia desde su raíz. De ello forma parte ante todo el ayudar a las personas a entablar –o hacer más profunda– una relación personal con Cristo, de suerte que puedan vivir la experiencia de que el bautismo trasciende la vida entera y le es regalado al ser humano, por así decir, como «arco iris de Dios sobre nuestra vida» 74, como promesa de su gran sí, como puerta de la esperanza y al mismo tiempo como instrucción que nos enseña qué significa ser cristiano. El teólogo evangélico Wolfhart Pannenberg ofrece un elocuente testimonio de qué puede significar semejante saber en la vida de una persona. A pesar de haber sido bautizado de niño, no recibió educación cristiana alguna, porque sus padres se habían distanciado de la Iglesia hasta el punto de abandonarla. «Pero cuando como adolescente me reencontré con la fe cristiana– confiesa Pannenberg–, para mí cobró cada vez mayor importancia el hecho de que Dios ha estado presente en mi vida desde el principio mismo, tomándola a su servicio mediante el acto del bautismo» 75. Mientras que las Iglesias de misión redescubrieron hace ya tiempo el vínculo entre iniciación y catecumenado y este vínculo ha devenido importante también para las Iglesias libres (Freikirchen) protestantes, «la renovación del catecumenado constituye entretanto una necesidad vital y de supervivencia también para las Iglesias históricas», como con razón opina el cardenal Kasper76. Puesto que la naturalidad de la forma 106
tradicional de un cristianismo «heredado» se ha vuelto quebradiza, y dado que tampoco en las sociedades occidentales podemos ni debemos cerrarnos ya a los retos que plantea una situación misionera77, el redescubrimiento del catecumenado es para nosotros un desafío pastoral que no podemos dejar de arrostrar78. En el catecumenado puede restablecerse el orden originario y la unidad interna de los sacramentos de iniciación, tal como lo deseó el papa Juan Pablo II, caracterizando al obispo como «responsable de la iniciación cristiana». El papa polaco estaba convencido de que, en las circunstancias actualmente existentes en la Iglesia y en el mundo, no solo en las Iglesias jóvenes sino también en los países en los que el cristianismo está establecido desde hace siglos, «resulta providencial la recuperación, sobre todo para los adultos, de la gran tradición de la disciplina relativa a la iniciación cristiana». El sentido profundo de esta disciplina de la iniciación la ve en papa en lo siguiente: «Por el bautismo los fieles nacen de nuevo y participan del sacerdocio real. Por la confirmación, cuyo ministro originario es el obispo, se corrobora su fe y reciben una especial efusión de los dones del Espíritu. Al participar de la eucaristía, se alimentan con el manjar de vida eterna y se insertan plenamente en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo» (Pastores gregis 38).
2. La confirmación y la primera comunión El restablecimiento del orden originario de los sacramentos de iniciación no implica el cuestionamiento de la justificación teológica del bautismo de infantes, aunque sí el postulado de que también en el bautismo de niños debería perseguirse la reunificación del bautismo, la confirmación y la eucaristía, como ya ha sucedido en el caso del bautismo de adultos. De ahí que se plantee una pregunta adicional: ¿qué puede hacerse en la actual situación pastoral, en la que sigue bautizándose a bebés y la confirmación se administra después de la primera comunión, para que la unidad interna de los sacramentos de iniciación sea más experimentable? Aquí tendremos que contentarnos con tres indicaciones. En primer lugar habría que repensar la relación interna y temporal entre la primera comunión y la confirmación. Hay que considerar al menos extraño que se declare a los jóvenes de doce años como aún no maduros para la confirmación, mientras que a los niños de ocho años se los tiene ya por aptos para recibir la eucaristía. ¿No se sobrevalora con ello la confirmación al tiempo que se subestima la eucaristía? Habría que plantearse además si no sería mejor celebrar la primera comunión –tal cual en parte sucede ya con la confirmación– de forma individual en vez de por clases, como ha sido el caso en una larga tradición de nuestra Iglesia. Sea como fuere, el llamado «domingo in albis», el primero después de la Pascua, refleja una tradición más limitada y reciente que la introducción personal de los niños a la primera comunión por sus progenitores y por los agentes de pastoral. También para la primera comunión puede valer lo que Paul M. Zulehner afirma de la confirmación: «La asunción de la fe personal (o sea, la conversión) 107
tiene un momento temporal determinado por Dios, no por la pastoral» 79. Semejante fijación individual de la primera comunión posibilitaría sin duda una mayor flexibilidad en la configuración de la relación entre confirmación y eucaristía. En segundo lugar, caso de administrarse después de la primera comunión, la confirmación debería estar vinculada a todo trance con la celebración de la eucaristía, a fin de que así resulte patente al menos «la fundamental relación de este sacramento con la totalidad de la iniciación cristiana, que alcanza su cima en la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo: … de ahí que los confirmandos participen en la eucaristía, mediante la cual son incorporados plenamente a la Iglesia» 80. En ello hay que procurar de manera especial que sea posible experimentar el vínculo intrínseco existente entre la confirmación y la eucaristía. También a este respecto debe considerarse cuando menos extraño que sean confirmados jóvenes que (ya) no participan con regularidad de la eucaristía. Por eso, ¿no debería una concienzuda catequesis eucarística ser parte integral de la preparación para la confirmación? La celebración de la eucaristía no puede ser bajo ningún concepto un apéndice a una bien preparada celebración de la confirmación; antes bien, ha de estar orgánicamente vinculada a esta. En la celebración misma es fundamental que resulte perceptible la unidad interna de confirmación y eucaristía. Ambas están íntimamente unidas por la epíclesis. Esta ocupa el centro de toda liturgia cristiana y, en especial, de la eucaristía. La epíclesis es aquí la invocación del Espíritu Santo; y además, tanto sobre las ofrendas eucarísticas como sobre la comunidad. La epíclesis pone de manifiesto que la eucaristía no está a disposición de la Iglesia, sino que es humilde y eficaz oración de la Iglesia en impetración de la venida del Espíritu Santo y, en consecuencia, epíclesis en su totalidad. En ello, la epíclesis posee una importancia tan fundamental que eucaristía y epíclesis son verdaderamente uno y lo mismo y juntas constituyen la forma fundamental de la Cena del Señor81. Al igual que en la eucaristía, también en la confirmación ocupa la epíclesis el centro. Con ello se hace experimentable, en tercer lugar, que tampoco la confirmación –y ella en menor medida aún– en cuanto acontecimiento sacramental es primeramente acción del receptor, ni siquiera en el sentido de la opción personal de ser cristiano, sino acción de Jesucristo en la persona. De ahí que la confirmación no pueda entenderse como conclusión de la iniciación a la Iglesia. Al igual que en el sacramento del matrimonio lo decisivo no es el enlace nupcial en sí, la celebración de la boda, sino la entera vida matrimonial que se configura con la bendición de Dios, así también el sacramento de la confirmación es el comienzo –por entero vinculante– de una vida responsable ante Dios en la comunidad de fe que es la Iglesia. En este sentido, la confirmación tan solo es una rúbrica provisional (vorläufig) –o para ser más exactos, que antecede (vorlaufend) a la vida entera de un joven– del bautismo. Pues solamente en la vida diaria de la fe cristiana se pondrá de manifiesto qué es lo que del confirmado se ha pretendido con su confirmación; y ello, prescindiendo por completo de que la verdadera confirmatio del ser 108
cristiano no acontece en la confirmación, sino únicamente en nuestra muerte: ¡la muerte es la verdadera «confirmación» de la vida cristiana! Esta impronta escatológica es irrenunciable para el perfil específico de la confirmación. El carácter indeleble y la gracia de la confirmación tienen repercusiones en la consumación de la salvación en la vida eterna. Esta impronta escatológica no solo es propia de todos los sacramentos de iniciación, sino que constituye también la razón de que la confirmación esté destinada para todos los bautizados sin excepción. Aunque la tradición católica –a diferencia de la ortodoxa– no la considere necesaria en sentido estricto para la salvación de cada bautizado, la confirmación es necesaria para la salvación de la Iglesia en su conjunto. Pues se celebra con el fin de sellar la salvación personal y dar testimonio de la fe. Este testimonio de fe resulta tanto más creíble cuanto con mayor claridad permite la celebración de la confirmación experimentar la unidad interna de los sacramentos de iniciación, en tanto en cuanto se celebra como consumación del bautismo y como participación en el sacerdocio de Cristo, cuya máxima realización se alcanza en la eucaristía. De ahí que, como ha acentuado con fuerza la Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II, la eucaristía sea fuente y cima de la vida eclesial y, por ende, también de la iniciación (cf. Sacrosanctum Concilium 10).
55. Cf. B. KLEINHEYER , Sakramentliche Feiern I: Die Feiern der Eingliederung in die Kirche, REGENSBURG 1989. 56. H. VORGRIMLER , Sakramententheologie, DÜSSELDORF 1987, 144 [T RAD. HERDER , BARCELONA 1989].
ESP .:
Teología de los sacramentos,
57. K. RICHT ER , «Fragen um die Firmung. Die gegenwärtige Praxis und ihre Kritik»: Bibel und Liturgie 48 (1975), 159. 58. Cf. M. N. EBERT Z, Aufbruch in der Kirche. Anstöße für ein zukunftsfähiges Christentum, FREIBURG I.B. 2003, ESPEC . 17-20. 59. H.
DE
LUBAC , Corpus mysticum. Kirche und Eucharistie im Mittelalter, EINSIEDELN 1969.
60. Cf. K. KOCH, «Das angemessene Firmalter: Ein Schmelztiegel von Problemen. Sakramententheologische Überlegungen zu einer nicht nur pastoralen FRAGE», EN ID., Leben erspüren – Glauben feiern. Sakramente und Liturgie in unserer Zeit, FREIBURG I.B. 1999, 118-149. 61. Cf. K. LEHMANN, «Das Verhältnis von Glaube und Sakrament in der katholischen T AUFT HEOLOGIE. ERWACHSENEN- UND KINDERTAUFE», EN ID., Gegenwart des Glaubens, MAINZ 1974, 201-228. 62. J. RAT ZINGER , «Taufe, Glaube und Zugehörigkeit zur Kirche», art. cit., 45. 63. R. MEßNER , Einführung in die Liturgiewissenschaft, op. cit., 131. 64. F.-J. NOCKE, «Spezielle Sakramentenlehre», en Th. Schneider (ed.), Handbuch der Dogmatik, VOL. 2, DÜSSELDORF 1992, 265 [T RAD. ESP .: «DOCT RINA ESPECIAL DE LOS SACRAMENTOS », EN T H. SCHNEIDER (ED.), Manual de teología dogmática, HERDER , BARCELONA 20052 , 892-932]. 65. Cf. O. BET Z (ED.), Sakrament der Mündigkeit, MÜNCHEN 1968. 66. M. HAUKE, Die Firmung. Geschichtliche Entfaltung und theologischer Sinn, PADERBORN 1999, 460. 67. M. KUNZLER , «Ist die Praxis der Spätfirmung ein Irrweg? Anmerkungen zum Firmsakrament aus ostkirchlicher Sicht»: Liturgisches Jahrbuch 40 (1990), 107S .
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68. W. PANNENBERG, «Die Bedeutung von Taufe und Abendmahl für die christliche Spiritualität», en Id., Beiträge zur Systematischen Theologie, VOL. 3: Kirche und Ökumene, GÖT T INGEN 2000, 84. 69. H. KÜNG, Was ist Firmung?, ZÜRICH 1976, 29S . 70. A. KAVANAGH, «Bürgerliches Ritual und kirchliches Ritual bei der Feier von Höhepunkten im Lebenszyklus»: Concilium 14 (1978), 85 [T RAD. ESP . DEL ORIG. INGLÉS : «LOS ACONT ECIMIENTOS DEL CICLO VITAL: LOS RITOS CIVILES Y EL CRIST IANO»: Concilium ( ESP .) 132 (1978), 167-181]. 71. M. KUNZLER , «Ist die Praxis der Spätfirmung ein Irrweg?», art. cit., 107. 72. J. RAT ZINGER , Gott und die Welt. Glauben und Leben in unserer Zeit. Ein Gespräch mit Peter Seewald, MÜNCHEN 2000, 343 [T RAD. ESP .: Dios y el mundo: creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter Seewald, DEBOLSILLO, BARCELONA 2005]. 73. H. MÜHLEN, Kirche wächst von innen. Weg zu einer glaubensgeschichtlich neuen Gestalt der Kirche. Neubestimmung des Verhältnisses von Kirche und Gesellschaft, PADERBORN 1996, S. 97. 74. J. RAT ZINGER , Weihnachtspredigten, MÜNCHEN 1998, 75 [T RAD. Navidad, ENCUENT RO, MADRID 2012].
ESP .:
Y Dios se hizo hombre: homilías de
75. W. PANNENBERG, «Die Bedeutung von Taufe und Abendmahl für die christliche Spiritualität», art. cit., 80. 76. W. KASPER , «Ekklesiologische und ökumenische Implikationen der Taufe», en A. Raffelt (ed.), Weg und Weite. Festschrift für Karl Lehmann, FREIBURG I.B., 585. 77. Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, «Zeit zur Aussaat». Missionarisch Kirche sein, BONN 2000. 78. Cf. SECRETARIADO DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA (ED.), Erwachsenentaufe als pastorale Chance. Impulse zur Gestaltung des Katechumenats, BONN 2001. VÉASE TAMBIÉN M. BALL Y E. WERNER (EDS .), Wege zum Christwerden. Der Erwachsenenkatechumenat in Europa, OST FILDERN 1994. 79. P. M. ZULEHNER , Übergänge zum Leben, MEIT INGEN-FREISING 1980, 44. 80. Die Feier der Firmung in den katholischen Bistümern des deutschen Sprachgebietes. Vorbemerkungen, N. 22. 81. Cf. J. BET Z, Die Eucharistie in der Zeit der griechischen Väter,
110
VOL.
I/1, FREIBURG I.B. 1955, 319.
TERCERA PARTE:
Gestos fundamentales de la Iglesia «DIOS no viene primordialmente como maestro para nosotros (“verdadero”) ni como redentor para nosotros (“bueno”), sino para manifestarse a sí mismo, para mostrar e irradiar lo glorioso de su eterno amor trinitario, en ese “desinterés” común al verdadero amor y a la verdadera belleza. El mundo fue creado para gloria de Dios y también será redimido por ella y hacia ella» 1. Con estas palabras describe el gran teólogo y cardenal suizo Hans Urs von Balthasar la cima de sentido de su obra teológica, siendo así que en esta todo, incluido el ser verdadero y bondadoso de Dios, apunta a la contemplación de la belleza de Dios. Pues Dios, además de verdadero –lo que nos permite confiar en su palabra– y bondadoso –lo que nos permite seguir sus mandatos–, es también, y ante todo, bello, lo que nos permite regocijarnos en él en nuestro corazón. Anunciar la verdad, la bondad y la belleza de Dios constituye la tarea fundamental encomendada a la Iglesia. Esta lo percibe en sus autorrealizaciones esenciales, a las que también podemos denominar sus gestos fundamentales2. El primer gesto fundamental de la Iglesia es la recepción; más exactamente, la recepción de la verdad de la palabra de Dios. Pues nadie puede comunicarse a sí mismo ni inventarse el mensaje de que Dios es imperturbablemente digno de confianza para nosotros los hombres y de que él mismo se ha hecho hombre con el fin de que podamos confiar y creer en él. Antes bien, lo único que está al alcance de la persona humana es dejar que ese mensaje le sea proclamado sin cesar. Los cristianos recibimos con fe la palabra que Dios nos comunica. Tal palabra es Dios mismo y constituye la verdad por excelencia. Por eso, junto con su palabra, recibimos a Dios mismo, inmerecidamente, por pura gracia. Porque el propio Dios se dirige a nosotros y se nos regala en persona, no podemos sino recibirlo con las manos vacías. La respuesta del cristiano a la recepción de Dios mismo y su palabra solamente puede ser la alabanza; y este es el segundo gesto fundamental de la Iglesia. Los creyentes son personas que, antes de nada, tienen tiempo para alabar a Dios y su belleza y desarrollan ante los ojos de Dios su sagrada liturgia. Están tan colmados de agradecida alabanza que no dejan pasar ninguna ocasión importante sin entonar sus cantos de alabanza y ofrecer a Dios su aplauso por la acción divina en la historia humana, en la historia de la Iglesia y en la creación entera. Máxime en el mundo actual, en el que los hombres nunca pueden crear y acaparar lo suficiente, los creyentes se distinguen por el hecho de que se permiten el ostensible lujo de alabar la belleza de Dios. Las personas creyentes no pueden guardar para sí bajo ningún concepto aquello que reciben de Dios y por lo que lo alaban. Esto las empuja más bien a compartirlo con otros seres humanos, a fin de dar testimonio de este modo de la bondad de Dios. En ello 111
consiste el tercer gesto fundamental de la Iglesia. Las personas creyentes se distinguen porque transmiten el mensaje de Dios, que para ellas es pan de vida, sobre todo a aquellas personas que pasan por dificultades o se encuentran bajo la sombra de la muerte, con vistas a que también ellas puedan llegar a la vida. Recibir, alabar, transmitir: estos son los tres gestos fundamentales de la Iglesia, cada uno de los cuales perfila de manera especial un atributo divino: la predicación de la Iglesia se orienta a la verdad de Dios, la liturgia de la Iglesia celebra la belleza de Dios y la diaconía de la Iglesia hace resplandecer la bondad de Dios. Para poder entender aún mejor cómo vive y cómo se realiza la Iglesia, queremos reflexionar sobre estos tres gestos fundamentales suyos.
1. H. U.
VON
BALT HASAR , Rechenschaft 1965, Einsiedeln 1965, 27.
2. Cf. J. BRANDNER Y P. M. ZULEHNER , Lebe! Das Anliegen Gottes als Schwerpunkt der Pastoral seiner Kirche, Meitingen 1981.
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CAPÍTULO 1:
La predicación, servicio a la verdad divina La verdad de Dios, a la que se debe la Iglesia y que ella predica, se llama «evangelio». Esta palabra originariamente no tenía, sin embargo, la resonancia un tanto tierna e inocua que hoy nos gusta percibir en ella, por ejemplo, cuando hablamos de la «buena nueva». En tiempos de Jesús, la voz «evangelio» era más bien un término esencialmente político y pertenecía a la «teología política» de la época. «Evangelio» era cualquier decreto del emperador, incluso en el peor de los casos, en el que no contenía ninguna «buena nueva» para los afectados. «Evangelio» significaba, traducido de manera simplificada, mensaje del emperador. No era «buena nueva» ante todo en virtud de su contenido, sino porque procedía del emperador y, por tanto, de la persona que –supuestamente– tenía el mundo en sus manos. Justo en este sentido es también «evangelio» el mensaje de Jesús: ciertamente no porque ese mensaje nos guste a la primera o nos resulte cómodo o placentero, sino porque procede de alguien que, a diferencia del emperador, ya no pretende ser Dios ni tiene necesidad de declarar por eso «evangelios» sus mensajes, porque procede de alguien que más bien es el Hijo de Dios en persona y, en consecuencia, posee en su Evangelio la llave de la verdad. Aunque la verdad del Evangelio no siempre nos parezca cómoda a los cristianos y cristianas –y de hecho no lo es–, esa verdad es la única que libera e infunde alegría a las personas, porque en esta palabra del mensaje regio resuena la palabra de la vida eterna. Pero ¿cómo se sitúa en la actualidad la Iglesia ante la verdad del Evangelio?
I. ¿Miedo a la verdad? The Screwtape Letters [Cartas del demonio a su sobrino] es el título de un exitoso libro del escritor y filósofo inglés C. S. Lewis que no se publicó hasta la década de 1940. En este libro, Lewis dilucida en la forma de cartas ficticias de un diablo de alto rango (llamado Screwtape, nombre que a veces se vierte en lengua española como Escrutopo) la especial amenaza que se cierne sobre el hombre moderno. Un demonio raso manifiesta a su superior una preocupación que le embarga, a saber, que las personas especialmente inteligentes puedan leer los libros sapienciales de los antiguos, poniéndose así sobre el rastro de la verdad. Pero Screwtape tranquiliza a este demonio raso indicándole que el punto de vista histórico que los hombres de letras del mundo occidental, persuadidos por los espíritus infernales, han adoptado significa que «la única pregunta que con seguridad nunca se plantearán es la pregunta por la verdad de lo leído; en vez de ello se preguntan
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por las influencias y dependencias, por la evolución del autor en cuestión, por la historia de su repercusión, etcétera» 3. Es posible, por supuesto, que Screwtape exagere. En tal caso, tan solo se trataría, sin embargo, de esa exageración que Umberto Eco elevó a programa fundamental en su igualmente famosa novela El nombre de la rosa. En ella aparece un dicho intelectualmente macabro que confirma por completo a Screwtape: «La única verdad consiste en aprender a liberarse de la enfermiza pasión por la verdad» 4. Pero si la pregunta de si lo afirmado por un autor es verdad –y en caso de respuesta afirmativa, en qué medida– fuera declarada propia de iletrados o incluso imposible; y si, en consecuencia, todos los esfuerzos intelectuales consistieran ya solo en posibilitar una comprensión puramente histórica de la realidad, pero carecieran de la valentía de examinar también –y sobre todo– de forma crítica si las afirmaciones realizadas son realmente verdaderas, entonces la erudición degeneraría en inmunización frente a la verdad. En tal caso, la ciencia llevaría «a una crisis de la sabiduría» y el saber exacto «cerraría el camino, en virtud de su exactitud, a la sabiduría, que se pregunta por las razones más profundas de nuestra existencia» 5. Eso sería ciertamente lo peor que le podría ocurrir a la ciencia, máxime a la teológica. Pero ¿está hoy la Iglesia realmente protegida frente a este peligro? ¿O no es este peligro en especial virulento también –y precisamente– allí donde, incluso en la Iglesia, nos damos por satisfechos con las meras interpretaciones históricas de los textos decisivos de la fe, pero ya no nos preguntamos por la verdad contenida en ellos? Por supuesto, es importante y en extremo meritorio estudiar y conocer la prehistoria y la historia de la repercusión de los textos de la fe. Pero si en la Iglesia, siguiendo a Screwtape, nos limitáramos a ello, ya solamente nos preguntaríamos, por así decir, por el diseño histórico de los enunciados de fe, pero ya no por el ser de la verdad misma. Asimismo, es importante y adecuado que seamos capaces de explicar cuándo y en qué circunstancias históricas surgió un enunciado de fe. Pero ¿no existe el peligro de que lo incluyamos en lo meramente histórico, que en último término ya no nos afecta de forma personal y, por tanto, tampoco nos conmueve el corazón? ¿No existe detrás de esta suerte de interpretación histórica una actitud fundamental ante la realidad que considera absurdo preguntar qué es, y qué es verdadero? ¿No debería darnos que pensar, por ejemplo, el hecho de que el destacado exegeta protestante Ulrich Luz –siguiendo de todo en todo a Screwtape– constate que en la Modernidad la pregunta por la verdad ha abdicado a favor de la crítica histórica, acepte esta capitulación y afirme que hoy no puede encontrarse ya verdad alguna más allá de los textos, sino tan solo postulados y propuestas de verdad, que hay que defender en el mercado de las visiones del mundo en un discurso público6? Pero si ya no cabe preguntar si lo que dijo Jesús es verdad, sino que únicamente se puede discutir si lo dijo o no, es posible que antes o después también esta pregunte se torne superflua.
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Si la Iglesia en general y su exégesis en particular ya solo se interesaran por –y se orientaran a– la verdad histórica, desentendiéndose de la verdad material objetiva, quedarían atrapadas en el gabinete de espejos de las más diversas interpretaciones históricas. Frente a ello, se les plantea el reto de atreverse a salir de ese gabinete e intentar acceder a lo real que se encuentra detrás de los textos y se manifiesta en las palabras y a través de las palabras, como acertadamente lo acentúa Juan Pablo II en su encíclica sobre la fe y la razón: «La interpretación de esta palabra [la palabra de Dios] no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación sencillamente verdadera» (Fides et ratio 84).
II. Las múltiples palabras y la palabra de vida eterna Sin embargo, este peligro es especialmente virulento en la época actual, en la que nos vemos anegados de verdad por la proliferación de palabras. En anuncios y vallas publicitarias, en folletos y prospectos, en la pantalla de televisión y en la radio se nos ofrece un número casi infinito de palabras. Hoy vivimos en un mundo en el que las palabras experimentan una inflación. No es de extrañar que sin cesar digamos: «Eso no son más que palabras». Estas palabras ya no cuestan nada. El número de palabras se ha incrementado inmensamente, pero las palabras se han depreciado también en idéntica medida. Dada tal inflación de palabras, hasta los cristianos corren peligro, naturalmente, de tomar las palabras que se escuchan en la Iglesia por meras palabras, por palabras que nada cuestan. Solo con dificultad se consigue escuchar en las múltiples palabras de la vida diaria la única palabra que es palabra de Dios. La Iglesia ya solo aparece entonces como Iglesia de palabras humanas, no como Iglesia de la palabra de Dios. Por eso, precisamente en la época actual el cristiano anunciador está llamado a dar testimonio con toda su actividad –y antes de ello, con su entera existencia– de que lo que cuenta en la vida de las personas no son las palabras, sino la palabra que es «palabra de vida eterna» (cf. Jn 6,68). La palabra de vida eterna nos sale al encuentro en la Sagrada Escritura. Que podamos encontrarla y hacerla fecunda para los seres humanos depende, sin embargo, de lo que busquemos en la Sagrada Escritura. Pues en la Biblia encontramos en último término tan solo lo que buscamos en ella: si no buscamos nada en ella, tampoco encontraremos nada en ella. Si únicamente buscamos en ella realidades históricas, al final no encontraremos en ella más que lo histórico. En cambio, si buscamos en ella a Dios, encontraremos en ella a Dios. Si buscamos en ella verdad, encontraremos en ella verdad, incluso la verdad, como Jesús lo promete en el Evangelio de Juan: «Soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Si, persiguiendo la verdad, buscamos en la Biblia buen consejo para nuestra vida y para la vida de las personas, lo encontraremos, como de forma muy bella dice san Francisco de Asís: «Leer la Sagrada Escritura significa pedir consejo a Jesucristo». En la Biblia encontramos de hecho buen consejo para la vida cargada de tensión de los seres humanos desde el nacimiento hasta la muerte y también 115
una esperanza que trasciende la muerte y podemos anunciar con alegría en el mundo actual. Sin embargo, esto solo puede lograrse si la Sagrada Escritura no es para nosotros mero objeto de interpretación histórica, sino que nos encontramos con ella antes de nada como palabra de Dios, en la que Cristo mismo se dirige a nosotros y nosotros le respondemos de manera igualmente personal en la oración. Pues el encuentro con la Sagrada Escritura es encuentro con Jesucristo mismo, como ya solía decir Jerónimo: «Ignoratio scripturarum ignoratio Christi est», «Quien no conoce la Escritura tampoco conoce a Cristo». Por eso, la Sagrada Escritura solo es tomada realmente en serio allí donde, con su liberadora promesa (Zu-Spruch) y su interpelante pretensión (An-Spruch), encuentra lectoras y lectores receptivos a los que conmueve el corazón, los mueve a la conversión y los llama al seguimiento de Cristo. Pues solo siguiendo a Jesús podemos entender realmente la Biblia como palabra de Dios. A ello se presta en especial la lectura diaria de la Escritura en el sentido de la lectio divina, que se asemeja a una elipse con dos focos, a saber, lectio y oratio. En la lectio de la Biblia nos encontramos con la llamada de Dios, y en la oratio subsiguiente damos respuesta a la llamada divina. La lectio divina puede ayudar a escuchar en las múltiples palabras de la vida diaria la única palabra de Dios. Pues al leer la Sagrada Escritura, se nos exhorta a colocar de nuevo nuestra vida bajo la palabra de Dios, a orientarla y a aplicarle, por así decir, la aguja de la brújula divina. Es entonces cuando nos es dado experimentar que en la Biblia no solo nos encontramos palabras que, como es bien sabido, pueden ser ruido y humo. Nos encontramos más bien palabras de vida eterna que merecen oyentes receptivos. Únicamente con esta actitud es posible hoy llevar a cabo una predicación creíble y superar el peligro que el sociólogo alemán Franz-Xaver Kaufmann diagnostica con clarividencia de la siguiente manera: «El hablar con Dios fue sustituido por el hablar de Dios y más tarde por el hablar sobre Dios, que no tardó en ceder paso al hablar del hablar sobre Dios: el hablar sobre teología o reflexión» 7. Pero la Iglesia, en su servicio a la predicación, está obligada no solo a contar que en algún lugar existe un fuego sagrado, sino a vivir junto a este fuego sagrado del hablar con Dios. Por eso, la palabra «Dios» no puede entenderse de verdad en un clima eminentemente académico, sino solo en la oración como conversación personal con el Señor y como súplica a él dirigida: «Ayúdame a entender tu palabra y a comprender en el corazón lo que me quieres decir con ella». Si se dejan conmover una y otra vez por la palabra de Dios en la oración, los predicadores se percatan también de la seriedad de la palabra de vida eterna, como ya lo experimentaron los discípulos de Jesús. Cuando Jesús habla en la sinagoga de Cafarnaún del pan del cielo, los discípulos tienen la impresión de que las palabras de Jesús son duras: «Este discurso es bien duro. ¿Quién podrá escucharlo?» (Jn 6,60). Sin embargo, si se atiende al texto original griego, el discurso de Jesús no es lo único que se les antoja
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duro a los discípulos, sino el «Logos» mismo; y ello, sobre todo porque con la persona de Jesús está vinculada la inequívoca pretensión de ser el «Dios sagrado». Pero a la vista de la experiencia de lo insoportable, Jesús no hace el más mínimo intento de retener junto a sí a los decepcionados discípulos de un modo, como hoy se diría, «adaptado a las exigencias del cliente», con la oferta de una interpretación más cómoda de la voluntad divina. Al contrario, plantea a sus discípulos la pregunta decisiva: «¿Queréis marcharos también vosotros?». Jesús en modo alguno actúa «adaptándose a las exigencias del cliente», sino orientándose al encargo que le ha sido encomendado. Él vive y actúa conforme por entero al encargo recibido de anunciar la voluntad de Dios. Y Jesús sabe que su mensaje –en aquel entonces tanto como en la actualidad– es inconciliable con una interpretación más laxa de su palabra. Antes bien, su Evangelio únicamente lo puede entender y realizar quien por plena convicción camina detrás de él. Desde ahí se entiende la dureza de la pregunta con la que Jesús replica a sus discípulos: «¿Queréis marcharos también vosotros?». Esta es sin duda la más dura de todas las preguntas posibles, a la que únicamente cabe responder con la sabia perspicacia de Pedro: «Señor, ¿a quién iríamos? Solo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,67-68). La Iglesia está al servicio de la predicación de estas palabras de vida eterna y de su seriedad, para concederles espacio.
III. La Iglesia, voz de la palabra de Dios Desde aquí se visibiliza la importancia fundamental que la Iglesia ha atribuido al servicio de la palabra de Dios también a lo largo de la historia, como pueden ilustrar tres testimonios ejemplares. Ya santo Tomás de Aquino vio en el officium docendi [oficio de enseñar] lo primordial, lo principalissimum [lo más importante] del ministerio episcopal. Que Tomás entienda a los responsables de la Iglesia desde su cometido de predicar y, por tanto, desde su misión de evangelizar no puede sorprendernos si tenemos en cuenta que él pertenecía a la orden de predicadores y, en consecuencia, estaba especialmente comprometido con el espíritu del apóstol Pablo8. En el siglo XVI, el gran arzobispo de Braga, Bartolomé de los Mártires, acentúa que el obispo tiene su tarea principal en la homilía, a la que no se debe anteponer ni siquiera la solicitud por los pobres. Pues, al igual que Juan el Bautista, el obispo ha de ser por completo «voz» para la «palabra» que Cristo es9. Que Bartolomé se dedicara en especial a la predicación del Evangelio se explica también por el hecho de que su trayectoria vital resultó decisivamente marcada por el encuentro con el cardenal Carlos Borromeo, quien, tras hacerse cargo del arzobispado de Milán, diagnosticó en la ausencia de homilía una de las más graves y extendidas negligencias del clero y entendió que su más importante misión como obispo radicaba en la predicación apostólica. Así, por ejemplo, en el sermón que pronunció en la fiesta de la Ascensión de Cristo de 1583 acentuó que «el oficio principal de los obispos y
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pastores consiste en ser testigos, anunciar los misterios de Cristo y predicar el Evangelio a toda criatura» 10. El concilio Vaticano II hizo suya esta visión fundamental del ministerio episcopal desde la predicación apostólica. Al servicio del obispo a la predicación subordinó incluso el servicio litúrgico a los sacramentos y el servicio regulador (kybernetisch en alemán) de gobierno de la Iglesia local: «Entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea, los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la revelación cosas nuevas y viejas, la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan» (Lumen gentium 25). Si, según la visión del concilio, el obispo es primero maestro del Evangelio y luego sacerdote en la liturgia y pastor en la dirección de la diócesis, entonces tiene que procurar ante todo que el Evangelio de Jesucristo alcance los oídos y, en especial, los corazones de las personas que viven en su diócesis11. De modo análogo, el concilio Vaticano II entiende al sacerdote desde su servicio a la palabra de Dios cuando en el Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes acentúa: «El pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo» (Presbyterorum ordinis 4). En este sentido, el papa Juan Pablo II, en su carta apostólica Novo millennio ineunte, que promulgó como conclusión del Año Santo 2000 y en la que expuso un programa pastoral para la Iglesia a comienzos del tercer milenio, dedica una especial atención a la escucha de la palabra de Dios: «Alimentarnos de la Palabra para ser “servidores de la Palabra” en el compromiso de la evangelización es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio» (n. 40). El papa Benedicto XVI, al ser ordenado arzobispo de Múnich y Freising, eligió como lema el sintagma: «Colaborador de la verdad». Que también como papa desea guiarse por este lema lo mostró de manera inequívoca en la misa de inicio de su ministerio en tanto en cuanto, en lugar de exponer un programa de gobierno en sentido mundano, más bien acentuó lo siguiente: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia» 12. El servicio a la palabra de Dios tiene, por consiguiente, una especial prioridad en la misión de la Iglesia. Pues la Iglesia es, antes de nada, testigo del Evangelio. Esta misión la ilustra muy bellamente san Agustín en la medida en que ve prefigurado el ministerio presbiteral en la figura de Juan el Bautista (cf. Sermo 393,1-3). Como es sabido, en el 118
Nuevo Testamento este es llamado voz, mientras que Cristo es designado como palabra. Con ayuda de esta relación entre voz y palabra, Agustín dilucida la esencia del ministerio presbiteral: la palabra, antes de poder ser percibida sensorialmente a través de la voz, vive ya en el corazón de la persona que la pronuncia. Del mismo modo, la bella tarea del sacerdote consiste en ser voz sensorial y vida para la palabra de Dios, que le precede. En ello tiene también una importancia capital la observación de que el sonido sensorial –o sea, la voz que lleva la palabra de una persona a otra– pasa, mientras que la palabra permanece. En consecuencia, la voz humana no tiene otro sentido que el de transmitir la palabra; una vez cumplida su misión, puede retornar a segundo plano y enmudecer, a fin de que la palabra permanezca en el centro. De estas observaciones concluye Agustín que el sacerdote, al igual que Juan el Bautista, debe ser un mero precursor (Vorläufer), una persona que va por delante (vorlaufend) y, en este sentido, tiene algo de provisional (vorläufig); solo así puede ser servidor de la palabra de Dios. Pues como «voz» se halla referido por completo a la «palabra» que Cristo es y mantiene con este un vínculo por entero relacional. Con razón acentúa el Decreto sobre los sacerdotes del concilio Vaticano II: «Es siempre su deber enseñar no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y la santidad» (Presbyterorum ordinis 4). Esto solo puede acontecer de manera creíble si el sacerdote da a conocer en su predicación que no habla de sí mismo y que tampoco se limita a imbuir a las personas las teorías e hipótesis del último artículo que ha leído sin haberlas digerido antes él mismo. El sacerdote está obligado más bien a ponerse a disposición de Cristo como voz, a fin de conceder espacio a su palabra. Pues lo que cuenta en último término no es la voz, sino la palabra. El sacerdote existe por completo a su servicio, si bien no a la manera de un repartidor de telegramas, quien se limita a transmitir con fidelidad palabras ajenas sin que estas le afecten. Lo que distingue al fiel repartidor de telegramas es que no se deja llevar por la curiosidad de conocer el contenido del texto. Muy distinto es el caso del sacerdote, que debe transmitir personalmente la palabra de Dios y apropiársela de modo tal que se convierta en su propia palabra. El mensaje del Evangelio no necesita precisamente de una persona que accione el teletipo, sino de un testigo.
IV. Concentración en la verdad cristológica Esto vale sobre todo en la actual situación, en la que la fe en Cristo atraviesa una profunda crisis incluso dentro de la Iglesia. Pues en la sociedad contemporánea, que se caracteriza permanentemente por la multiculturalidad y, en consecuencia, también por la multirreligiosidad, se plantea con especial seriedad la pregunta de cómo responder honradamente de la fe cristológica de la Iglesia a la vista de la variada oferta religiosa actual sin degradarla a una mera jesuología humanista. Este peligro puede constatarse hoy incluso en la teología y la predicación de la Iglesia. Se manifiesta sobre todo en la marcada tendencia a concentrar el Evangelio en el mensaje del Jesús terreno, consistente 119
en el anuncio de la venida del reino de Dios. No cabe duda de que con ello se refleja certeramente el núcleo del mensaje y la misión del Jesús terreno. Sin embargo, esto vale solo si uno se concentra en –o incluso se circunscribe a– la tradición de los sinópticos. Mientras que en los evangelios sinópticos aparece muy a menudo –en ochenta y tres ocasiones, en concreto– el concepto de reinado de Dios, en el resto del Nuevo Testamento lo hace con relativa poca frecuencia: dos veces en el Evangelio de Juan y otras nueve veces en toda la literatura epistolar neotestamentaria. Así pues, que en la predicación protocristiana el discurso sobre el reinado de Dios pasara ya muy pronto a segundo plano plantea la pregunta de cómo deba interpretarse este fenómeno singular. La clave para una respuesta puede encontrarse en el hecho de que la Iglesia antigua viera realizada en el bautismo –y revitalizara y modificara como teología bautismal– la realidad que Jesús proclamó en su predicación del reinado de Dios; y ello, conservando las dimensiones esenciales del mensaje jesuánico de la basileía: la Iglesia primitiva entiende el bautismo –al igual que Jesús entendió la venida de la basileía–, en primer lugar, como una acción de la gracia de Dios, que brota de la iniciativa de este y le es regalada inmerecidamente al bautizando. Así como para la venida de la basileía vale la ley del «hoy», así también la Iglesia primitiva está convencida, en segundo lugar, de que los bautizados participan ya de ese nuevo mundo que ha irrumpido con Jesús. Así como el reinado de Dios no flota informe sobre las nubes a la manera de una idea platónica, sino que quiere cobrar forma concreta en la tierra y, por eso, se crea un Israel renovado, así también la Iglesia primitiva está convencida, en tercer lugar, de que Dios mismo se crea en el bautismo un pueblo definitivo, al que añade sin cesar más y más personas. Y al igual que la aceptación del reinado de Dios incluye siempre sufrimiento e incluso muerte, Pablo interpreta el ser bautizado como morir con Cristo. De ahí que justamente hoy seamos interpelados a conjugar de nuevo la tradición sinóptica y la paulina: sin el mensaje paulino de la muerte y resurrección de Jesucristo, el mensaje sinóptico de la venida del reino de Dios resulta vacío; leído al margen de aquel perdería su fundamento tanto histórico como también sistemático. Y a la inversa, el anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo estaría en último término ciego sin el mensaje jesuánico de la venida del reino de Dios. No debemos sustituir un extremo por otro: si antaño llegó a decirse que los evangelios eran en realidad relatos de la pasión precedidos de una relativamente larga introducción, en la actualidad existe más bien la tendencia inversa a entender los evangelios ante todo como relatos de la vida con un apéndice breve sobre la pasión. Frente a uno y extremo hay que ver conjuntamente las diversas tradiciones del Nuevo Testamento y, por ende, el mensaje de Jesús sobre la venida del reino de Dios y el mensaje sobre Jesús como el Cristo crucificado y resucitado. Por eso debemos regresar con decisión al Jesús de los evangelios, reuniendo en ello la valentía de «ver a Cristo en toda su grandeza, tal como los cuatro evangelios conjuntamente lo muestran en su unidad tensionada» 13.
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V. La Iglesia en el Areópago del mundo actual La actual crisis de la fe en Cristo se manifiesta sobre todo en la actitud media del hombre contemporáneo, que se deja conmover por completo por todas las dimensiones humanas de Jesús de Nazaret, pero al que sigue costándole gran esfuerzo confesar que este Jesús es el Hijo unigénito de Dios –presente entre nosotros como el Resucitado en la figura y la persona del Espíritu Santo– y, en consecuencia, aceptar la fe cristológica de la Iglesia. De ahí que esta se encuentre en una situación análoga a la que ya Pablo experimentó durante su estancia en Atenas, cuando se dejó llevar al Areópago y entabló intensa conversación con filósofos epicúreos y estoicos. Esta situación dialógica es una de las escenas más impresionantes que Lucas refiere de la vida de Pablo. Constituye hasta tal punto una «cima de la teología paulina» que el teólogo bíblico católico Thomas Söding estima que Pablo actúa aquí como «un Sócrates cristiano» 14. Por eso, esta escena tiene algo muy importante que decir en la actual situación de la Iglesia, siempre inmersa en un Areópago mayor y más mundano. La citada perícopa de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17,16-34) contiene sobre todo tres indicaciones para la predicación de la Iglesia en el actual mundo de la vida. En primer lugar, Pablo afronta sin reservas el diálogo con los atenienses sobre el Dios por él anunciado y, en especial, sobre el Evangelio de la resurrección: «En la sinagoga discutía con judíos y prosélitos; en la plaza pública hablaba todo el día a los que pasaban por allí» (v. 17). Este apunte de Lucas, a primera vista lacónico, pero sumamente informativo en una consideración más detenida, muestra que Pablo está dispuesto a entablar conversación con la gente y a exponerse al diálogo. Con ello, Pablo sirve de ejemplo de lo que el papa Pablo VI, en su encíclica inaugural Ecclesiam suam, elevó a programa fundamental de la Iglesia en el presente y el futuro: «La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (n. 27). Reveladora es, en segundo lugar, la manera en que Pablo practica su predicación dialógica en el encuentro con los oyentes en el Areópago ateniense. Con una notable franqueza habla a los atenienses del «Dios desconocido» al que ellos adoran e incluso se atreve a identificar este «Dios desconocido» con el Dios creador de la Biblia: «Al que veneráis sin conocerlo yo os lo anuncio» (v. 23). Luego habla del «Dios que hizo cielo y tierra y cuanto contienen», del Dios «que es Señor de cielo y tierra». Y de semejante Dios afirma Pablo: «En él vivimos, y nos movemos y existimos» (v. 28). Los atenienses se darían cuenta enseguida de que, con ello, Pablo había referido al Dios creador de la Biblia un verso acuñado para Zeus por el poeta griego Arato. De esta valiente y generosa alusión de Pablo a Zeus no puede sino extraerse, siguiendo a Wolfhart Pannenberg, la consecuencia de que, para Pablo, «la adoración de Zeus por los griegos debe referirse de algún modo al Dios verdadero, aun cuando se realice sin plena conciencia de la auténtica identidad de este». Pablo practica aquí de modo sublime lo que hoy llamamos «diálogo interreligioso» 15. 121
En tercer lugar, esta apertura a la religión griega de Zeus no exime a Pablo, sin embargo, de su misión de anunciar el Evangelio. Esto se aprecia ya en las reacciones de los atenienses al anuncio paulino de la resurrección de los muertos. Algunos varones y una mujer, Dámaris, se unieron a Pablo. Pero otros se burlaron de él o eludieron con elegancia el tema: «En otra ocasión te escucharemos sobre este asunto» (v. 32). Así pues, Pablo en modo alguno suspendió la predicación del Evangelio, sino que llevó a cabo su misión de forma dialógica. El fundamento de su misión radica en la identificación del «Dios desconocido» con el Dios creador de la Biblia. El cardenal Joseph Ratzinger llamó con razón la atención sobre ello, mostrando al mismo tiempo el verdadero núcleo de la misión cristiana: «En esta anámnesis del Creador, que coincide con el fundamento de nuestra existencia, se apoya la posibilidad y legitimidad de la misión. El Evangelio puede, más aún, debe ser anunciado a los paganos, porque estos en secreto así lo esperan (cf. Is 42,4). La misión se justifica cuando sus destinatarios, al encontrarse con la palabra del Evangelio, vuelven a reconocer: “En efecto, esto es lo que yo esperaba”» 16. En esta rememoración primigenia del Dios creador y, por tanto, de lo verdadero y bueno de toda persona se basa la posibilidad de que también la Iglesia actual se encuentre en el Areópago del contemporáneo mundo de la vida con personas de las diferentes corrientes y los plurales credos con la misma generosa apertura que Pablo puso en práctica en el Areópago ateniense.
VI. Una nueva forma de guiar hacia la palabra de Dios en la actual crisis de transmisión Estancia en el Areópago del mundo, disposición dialógica a conversar con todos los seres humanos y anuncio misionero del Evangelio: estas son las tres lecciones que también la Iglesia actual debe aprender de Pablo de cara a la tarea de predicación que le ha sido encomendada. En el Areópago del actual mundo de la vida, la pregunta decisiva no puede rezar si la Iglesia debe ser hoy misionera o no; la pregunta decisiva es más bien cómo tiene que serlo, a saber, en una apertura vinculante y una vinculación abierta. Únicamente de este modo puede hacer justicia la Iglesia a la situación en la que hoy se encuentra y en la que debe vivir una nueva –o quizá más bien originaria– experiencia de Iglesia: la experiencia fundamental del pueblo de Dios en el desierto, en el extranjero y en la diáspora, tal como las relata la Biblia. Esta experiencia cultural global puede reconocerse sin falta en el hecho de que hoy la fe cristiana ya no es asumida sin más por tradición ni de forma automática. Esto tiene que ver sobre todo con que las vías de transmisión de la fe surgidas históricamente se han debilitado de manera progresiva o incluso han desaparecido. En consecuencia, los lugares de aprendizaje de la fe tradicionalmente preferidos –familia, escuela e incluso la catequesis y la clase de religión– experimentan en gran medida, por lo que se refiere a la transmisión de la fe, un fracaso de enormes proporciones. Pero si las vías tradicionales 122
de transmisión de la fe devienen cada vez más precarias, también la fe cristiana corre peligro de volatizarse crecientemente en la sociedad actual y de «fundirse como la nieve tardía bajo los rayos del cada vez más intenso sol primaveral» 17. En cualquier caso, la pregunta de cómo puede transmitirse la fe a la generación venidera se ha convertido en una pregunta decisiva para la Iglesia18. En afrontar este reto con los ojos de la fe y darle la prioridad que merece puede percibirse una llamada del Espíritu Santo en la actual situación de la Iglesia, en modo alguna sencilla. A este desafío solamente se podrá responder como es debido explorando nuevas vías catecumenales que conduzcan a la conversión al cristianismo y a la vida sacramental. Pues incluso la conversión al cristianismo y el ser Iglesia deben ser aprendidos de nuevo, máxime en una sociedad como la nuestra, en la que también los adultos deben aprenderlo todo, desde conducir el coche hasta envejecer. En esta situación no se puede partir ya del supuesto tácito de que las personas están familiarizadas de forma natural con el ser cristiano y el ser Iglesia. Antes bien, es necesario que lo aprendan de nuevo, para lo cual se necesita mucha imaginación pastoral. En la situación actual, pastoralmente tan difusa, en la que la conciencia de fe de numerosos miembros de la Iglesia corre peligro de volatizarse y la Iglesia tiene que anunciar el Evangelio en un entorno en el que la ignorancia sobre materias religiosas está ampliamente extendida, es necesario conceder la máxima importancia al ministerio de predicación de la verdad de Dios y partir, como ya pronto acentuó el cardenal Walter Kasper, de «la prevalencia de la palabra sobre el sacramento» 19. A ello habrá que prestar atención al considerar con mayor detenimiento el segundo gesto fundamental de la Iglesia, a saber, el culto divino.
3. C. S. LEWIS , The Screwtape Letters, London 1965, 139s [trad. esp.: Cartas del diablo a su sobrino, Rialp, Madrid 1993]. 4. U. ECO, Der Name der Rose, München 1982, 624 [trad. esp. del orig. italiano: El nombre de la rosa, Lumen, Barcelona 1983]. 5. J. RAT ZINGER , «DIE GABE DER WEISHEIT », 6. Cf. U. LUZ, «KANN
DIE
BIBEL
EN
W. SANDFUCHS (ED.), Die Gaben des Geistes, Würzburg 1977, 41.
GRUNDLAGE FÜR DIE KIRCHE SEIN? ÜBER DIE AUFGABE Gesellschaft»: New Testament Studies 44 (1998), 317-339.
HEUT E NOCH
EINER RELIGIÖS PLURALIST ISCHEN
DER
EXEGESE
IN
7. Cit. por H. WINDISCH, Laien-Priester. Rom oder der Ernstfall. Zur «Instruktion zu einigen Fragen über die Mitarbeit der Laien am Dienst de Priester», Würzburg 1998, 55. 8. Cf. W. KASPER , «Steuermann mitten im Sturm. Das Bischofsamt nach Thomas von Aquin», en Id., Theologie und Kirche. vol. 2, Mainz 1999, 103-127. 9. Cf. M. SCHLOSSER , «Stimulus pastorum. Zur Spiritualität des Bischofs nach Bartholomäus a Martyribus (15141590)», en M. Weitlauff y P. Neuner (eds.), Für euch Bischof – mit euch Christ. Festschrift für Friedrich Kardinal Wetter zum siebzigsten Geburtstag, St. Ottilien 1998, 219-243. 10. Cit. por G. ALBERIGO, Karl Borromäus. Geschichtliche Sensibilität und pastorales Engagement, Münster 1995, 39s.
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11. Cf. K. KOCH, «Der Bischof als erster Verkünder, Liturge und Leiter der Ortskirche», en Id., Fenster sein für Gott. Unzeitgemäße Gedanken zum Dienst in der Kirche, Fribourg (Suiza) 2002, 76-91. 12. En Insegnamentidi Benedetto XVI, I 2005, Città del Vaticano 2006, 20-26 [la trad. esp. de esta homilía puede encontrarse en www.vatican.va]. 13. J. RAT ZINGER , «“Einführung in das Christentum” – gestern, heute, morgen», prólogo a la nueva edición de Id., Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis, München 2000, 26 [trad. esp.: Introducción al cristianismo: lecciones sobre el símbolo apostólico, Sígueme, Salamanca 20132 ]. 14. T H. SÖDING, Einheit der Heiligen Schrift? Zur Theologie des biblischen Kanons, Freiburg i.B. 2005, 172. 15. W. PANNENBERG, «Die Religionen in der Perspektive christlicher Theologie und die Selbstdarstellung des Christentums im Verhältnis zu den nichtchristlichen Religionen»: Theologische Beiträge 23 (1992), 308. 16. J. RAT ZINGER , Wahrheit, Werte, Macht. Prüfsteine der pluralistischen Gesellschaft, Freiburg i.B. 1993, 52 [trad. esp.: Verdad, valores, poder: piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, Madrid 1995]. 17. W. KASPER , «Die Weitergabe des Glaubens. Schwierigkeit und Notwendigkeit einer zeitgemäßen Glaubensvermittlung», en Id., Theologie und Kirche, Mainz 1987, 117 [trad. esp.: «La transmisión de la fe. Dificultad y necesidad de una mediación acorde con los tiempos», en Id., Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989]. 18. Cf. K. KOCH, «Das ABC des Glaubens angesichts des heutigen Glaubens-Analphabetismus», en J. Müller (ed.), Das ABC des Glaubens. Den Glauben neu buchstabieren, Fribourg (Suiza) 1999, 104-140. 19. W. KASPER , «Wort und Sakrament», en Id., Glaube und Geschichte, Mainz 1970, 310 [trad. esp.: «Palabra y sacramento», en Id., Fe e historia, Sígueme, Salamanca 1974].
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CAPÍTULO 2:
La liturgia, servicio a la belleza divina «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam» [Por tu inmensa gloria te damos gracias]:con estas palabras del «Gloria» de la celebración eucarística, la Iglesia no da gracias a Dios tanto por lo que hace por ella cuanto por el hecho mismo de que él existe y es bello. Tales palabras expresan al mismo tiempo una dimensión adicional de la misión primordial de la Iglesia. Presentar al Dios trinitario el sacrificio de alabanza es vocación y misión de todos los bautizados. El culto divino es, por eso, el lugar abarcador y el centro dinámico de la Iglesia. Esta importancia central de la liturgia en la vida de la Iglesia resulta ya de las raíces judías de la fe cristiana. Pues además de la Biblia y la Misná o, lo que viene a ser equivalente, el Talmud, los judíos conocen un tercer libro sagrado oficial: el Sidur. Este libro de las oraciones oficiales de la comunidad de fe israelita, que desde la época inicial en la que no existía aún el templo ha ido creciendo en todos los siglos, muestra de un modo muy vinculante cómo el israelita debe formular y vivir su relación con Dios. La oración litúrgica judía puede ser entendida realmente «como alabanza por la redención acontecida, como confianza en la redención que ahora se realiza y como esperanza en la redención futura». Esta certera glosa de Clemens Thoma pone de manifiesto que la liturgia judía es «la revelación de Dios al pueblo de Israel configurada» como ‘abodah, como culto divino y, por ende, la fuente directa en la que pueden percibirse las convicciones de fe de Israel20. En el mismo sentido, ekklēsía significa «asamblea para dar culto y alabanza a Dios», de suerte que en ningún lugar se siente la Iglesia tan en su elemento como en la liturgia de la comunidad eclesial de fe.
I. La crisis de la vida litúrgica La casi dramática disminución de la participación en la eucaristía dominical en las últimas décadas afecta, por eso, al núcleo de la Iglesia en mucha mayor medida de lo que hasta ahora muchos sospechaban. Pues la participación en la eucaristía comunitaria del domingo es un «sensible barómetro de la participación en el resto de la vida eclesial» 21. Aunque hoy no nos guste escucharlo, esto es una verdad de Perogrullo de la vida eclesial; y ello, desde los comienzos de la Iglesia, como ya se hace patente en los Hechos de los Apóstoles: la Iglesia nació tras la ascensión de Jesús al cielo, cuando los apóstoles, las mujeres que habían seguido a Jesús y María la madre de Jesús se reunieron en el cenáculo y perseveraron unánimemente en la oración impetrando la venida del Espíritu Santo. A la luz de esta imagen de la Iglesia, sin duda la más hermosa, se pone de manifiesto la necesidad hoy también de la vida litúrgica. Puesto que, como muestran los 125
Hechos de los Apóstoles, el tiempo de culto a Dios y de oración es ante todo tiempo de espera y vigilia, se plantea en primer lugar la pregunta de si la actual crisis del culto divino no será ante todo una crisis del tiempo y del sentimiento moderno de este.
1. Crisis del tiempo acelerado El literato alemán Botho Strauß escribió hace algunos años un libro que lleva un título a primera vista extraño: Beginnlosigkeit [Ausencia de comienzo]. Pero, visto con mayor profundidad, con este título Strauß ha puesto nombre certeramente a la sensación temporal media del hombre contemporáneo. Tan solo hay que añadir que a la ausencia de comienzo diagnosticada por Botho Strauß en la experiencia actual le corresponde, por supuesto y con mayor razón aún, la ausencia de un final del tiempo. En el fondo, a los seres humanos actuales nos fascina un tiempo que parece no tener principio ni fin. Esta idea de un tiempo sin comienzo ni final no merece, sin embargo, el nombre de «tiempo». Aquí radica la razón por la que hoy el tiempo, a pesar de que fluye sin descanso, pierde más y más importancia para muchas personas. No es posible detenerlo ni revertirlo; todo pasa, desaparece y se encamina hacia un final implacable. Pero las personas creen hoy en gran medida en un tiempo que progresa evolutivamente sin cesar o también en un tiempo que siempre retorna. Sea como fuere, en la época actual el tiempo se ha convertido para los seres humanos en el gran problema. Ello tiene que ver sobre todo con que nuestra vida, a despecho de ser cada vez más larga, de hecho resulta cada vez más corta: antaño, los seres humanos vivían cuarenta años más una eternidad. Hoy vivimos tan solo noventa años. Eso es bastante menos tiempo. En esta fundamental diferencia se esconde una profunda verdad: para la gente de épocas anteriores, la eternidad era parte natural de la vida. Hoy, en cambio, las personas se concentran tanto en la vida terrena que casi tienen la impresión de que su vida es «la última oportunidad» 22. Y dado que en esta última oportunidad aspiran a la máxima y óptima felicidad, están condenadas a buscar ante todo su propio bienestar, a extraer de la vida lo máximo y lo mejor –por supuesto, para sí mismas– viviendo cada vez más deprisa. El ritmo forzado de nuestro presente tiene que ver en gran medida, pues, con la pérdida de la expectativa de eternidad. Es justo esta pérdida la que nos hace vivir con tamaña premura: como tan reveladoramente dice nuestro lenguaje, queremos estar en todo «al corriente», a lo que corre, por así decir, y a tal fin competimos con el tiempo. Queremos vencer al tiempo mediante trenes de alta velocidad y aviones, mediante el fax y el correo electrónico, mediante Internet y el móvil. Queremos verlo todo y captarlo todo en diapositivas y vídeos, pero solamente podemos interiorizar y asimilar un poco. Por eso tenemos tantas vivencias (Erlebnisse), pero apenas vivimos experiencias (Erfahrungen). Asimismo, tenemos numerosos contactos, pero apenas relaciones. Deglutimos fast food, comida rápida, y nos alimenta McDonald’s; y a ser posible, de pie, porque ya apenas existe algo que seamos capaces de disfrutar. Como turistas hemos estado en todas partes, pero 126
apenas hemos llegado a algún sitio, porque siempre nos encontramos meramente en tránsito. Puesto que siempre queremos ganar tiempo, no tenemos ya tiempo. Y puesto que corremos detrás del tiempo, nos robamos la vida, en el caso extremo incluso nos la quitamos literalmente. En este ambiente de ajetreada prisa no hay sencillamente espacio ni oportunidad para el culto divino y la oración. Pues el tiempo de la oración y la liturgia es un tiempo muy especial. Es sobre todo tiempo de espera y de vigilia, tal como Silja Walter ha articulado esta dimensión en su bello texto sobre Das Kloster am Rande der Stadt [El monasterio en la periferia de la ciudad]. Esta monja benedictina suiza ve el sentido más profundo de un monasterio en que haya alguien en casa cuando Dios venga, en que alguien aguante la ausencia de Dios sin dudar de su venida, en que alguien soporte el silencio de Dios y, pese a todo, cante. Este tiempo dedicado a alabar a Dios se contrapone a la grave pérdida del tiempo en la época actual. Pues la alabanza a Dios sabe que de cuando en cuando nuestro tiempo debe cambiar. No nos presenta un tiempo evolutivamente extendido ni tampoco un tiempo siempre retornante. Antes bien, se trata de un tiempo limitado, con principio y final. Este horizonte de tiempo limitado experimentable en la alabanza a Dios no conlleva, sin embargo, ninguna relativización del presente. ¡Al contrario! Solo en este horizonte resulta experimentable el presente de ese modo empático que caracteriza al mensaje bíblico. Pues este está, como si dijéramos, enamorado del «ahora» y del «hoy». La oración y el culto divino, en los que se condensa la concepción bíblica del tiempo, se revelan como auténtico medio de salvación contra la pérdida del tiempo en nuestra época. De ahí que no sea ninguna casualidad que la fe cristiana estructurara muy pronto el tiempo con el culto a Dios y la oración; a saber, primero la semana con la celebración dominical de la eucaristía, luego el día con el rezo diario de las horas y, por último, el año con las fiestas que se repiten anualmente. Esta impronta cristiana del tiempo encuentra su expresión en que el año litúrgico no comienza con el día de Año Nuevo, sino con el Adviento. En esta evidente «subordinación del comienzo civil al misterio de la fe y su nuevo principio» se anuncia la «transformación del tiempo que acontece mediante la fe» 23. Habida cuenta de que de vez en cuando nuestro tiempo del mundo debe cambiar, la alabanza a Dios a lo largo del año litúrgico quiere llevar a los cristianos a vivir el tiempo no al margen de Dios, sino ante Dios y con Dios, lo cual significa: orando y alabando al Altísimo. Ahí radica el estilo de vida alternativo al que la oración y el culto divino quieren alentar a los cristianos.
2. Crisis del funcionalismo moderno La dificultad de la oración y el culto divino en la actualidad no solo guarda relación, sin embargo, con la crisis del tiempo que acabamos de esbozar, sino con la moderna visión del mundo, impregnada de palabras clave como eficiencia y funcionalidad, que ha devenido casi habitual. Cuando en mi época de vicario parroquial hablaba en la clase de 127
religión del colegio sobre la bendición de la mesa y preguntaba si en casa se rezaba en las familias antes de comer, un alumno de cuarto curso me respondió espontáneamente: «No, no tenemos necesidad de ello; nuestra madre cocina bien». Este alumno expresó de forma certera en qué consiste la actual dificultad e imposibilidad de la oración y el culto divino. Pues la alabanza a Dios debe enmudecer allí donde el mundo mismo ha enmudecido para los seres humanos, porque estos ya solo lo consideran como material funcional para la investigación y la tecnología. El mundo moderno «ha llevado a la “primavera silenciosa” (R. Carson) y convertido el canto de alabanza de la creación viva en silencio sepulcral del mundo asolado» 24. En semejante visión del mundo, la oración y el culto divino no tardan en antojarse algo singular y extraño. La preponderancia de la funcionalidad se pone hoy de manifiesto en una permanente concentración en el hacer. «¿Cómo se hace esto?». Esta se ha convertido en la pregunta decisiva. Pues «solo entendemos desde su raíz aquello que nosotros mismos hemos hecho» 25: con este principio filosófico, ya Immanuel Kant plasmó de manera programática la autocomprensión del hombre moderno. El hombre moderno se entiende a sí mismo como el ser que actúa por antonomasia, como el ser que siempre tiene que estar haciendo algo. Esta nerviosa concentración en el hacer ha penetrado hoy en gran medida en la Iglesia. Cómo hacer esto o aquello se ha convertido en la decisiva pregunta directriz incluso en el espacio vital de la Iglesia. También en la Iglesia actual se concede gran importancia a la acción y al hacer. Conforme a esta lógica de la razón instrumental, incluso la acción de la fe y de la Iglesia es considerada y realizada como acción productora, cuyo principal criterio radica en la eficiencia, cual reveladoramente muestran nuevas creaciones semánticas como, por ejemplo, «concepciones pastorales» o «estrategias de cura de almas». Pero este dominio de lo funcional y del hacer confina la alabanza a Dios a los márgenes, o bien transforma su función, reduciéndola a mera preparación para la acción y el hacer, para el «rearme moral», por así decir, de los cristianos y cristianas para su modo de obrar ético. Frente a ello, debe darnos que pensar el hecho de que, según la Sagrada Escritura, la oración está impulsada por el Espíritu Santo e incluso es uno de sus efectos más hermosos, como acentúa Pablo: «De ese modo el Espíritu socorre nuestra debilidad. Aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inarticulados» (Rom 8,26). En este sentido, no somos en realidad los seres humanos quienes oramos y alabamos a Dios; es más bien el Espíritu Santo quien ora en nosotros. Él es el verdadero y auténtico director de la oración en nosotros. Y la oración y el culto divino son el aliento de la fe, que únicamente resulta posible en el campo de fuerzas del Espíritu de Dios. A la luz de la alabanza a Dios se hace patente que la acción de la fe y de la Iglesia no es tanto una acción productora (herstellend) cuanto una acción representadora (darstellend), que visibiliza aquello que nos viene dado de antemano, a saber, la acción pastoral del único pastor Jesucristo en su Iglesia. En comparación con esta, la tarea de los pastores humanos no puede tener otro sentido que representar visiblemente al único pastor de la Iglesia. Si Cristo mismo es el pastor de su Iglesia y si 128
en realidad él es representado de manera visible «únicamente» por los pastores humanos, entonces la acción de la fe y de la Iglesia no constituye un producir (Her-Stellen), hacer y gestionar eficiente, sino un representar (Dar-Stellen) de forma creíble la acción de Jesucristo en el sacramento y la palabra, en la diaconía y en el acompañamiento pastoral a las personas. Semejante acción representadora se expresa con suma claridad en la oración y el culto divino.
3. Crisis de la conciencia bíblica de Dios Cuando el hacer y el actuar humanos ocupan el primer plano, la acción divina pasa a un segundo plano. Con ello se patentiza la tercera raíz de la actual crisis de la oración y el culto divino, que Oscar Cullmann, en su bello libro sobre La oración en el Nuevo Testamento, formula de la siguiente manera: «El problema de Dios determina la actitud ante la oración, no solo la actitud negativa, de rechazo, sino también la actitud positiva: ¿cómo se presenta el orante a Dios?» 26. La inconfundible especificidad de la fe bíblica en Dios consiste en tener permanentemente como tema la acción en el mundo del Dios trascendente. Pero esta imagen bíblico-cristiana de Dios como un Dios presente y activo en la historia corre peligro de difuminarse crecientemente en el mundo actual e incluso en la Iglesia. Este fenómeno, que tiene consecuencias fundamentales para la oración y el culto divino, lo ha puesto de relieve con la expresión clave «crisis de Dios» Johann B. Metz, quien percibe en él «la situación ecuménica» por antonomasia en la época actual27. Esta crisis de Dios no es fácil de diagnosticar, máxime teniendo en cuenta que acontece en un ambiente extremadamente propicio a la religión. Pero en cualquier caso expresa que en gran medida ya no es posible concebir a Dios como un Dios que se preocupa de cada persona individualmente y actúa en el mundo en general. Esto no significa, sin embargo, que hoy los hombres no crean ya en Dios; sí que creen en él, pero parece tratarse en gran medida de un Dios que no puede ser percibido ya como presente en la historia humana. En la llaga de esta crisis de la fe cristiana en Dios, probablemente la más profunda, puso el dedo el papa Benedicto XVI en la homilía que pronunció en la clausura del Congreso Eucarístico Italiano celebrado en Bari en 2005, acentuando que esta crisis tiene su fundamento en el hecho de que muchas personas «no quieren tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos». La gente quiere más bien que Dios «sea grande» 28. Religión, sí; un Dios personal, no: en esta fórmula abreviada podría condensarse el sentimiento religioso en la época actual. Muestra que en la actualidad el deísmo surgido en la Ilustración europea se ha impuesto en la práctica en la conciencia general. Según esta concepción, Dios tal vez impulsó la gran explosión, el big bang, en caso de que existiera algo así, pero en el mundo ilustrado no le queda ya mucho más que hacer. A muchos se les antoja punto menos que irrisorio imaginar un Dios susceptible de 129
interesarse en nuestras acciones y fechorías, pues somos muy pequeños en comparación con la magnitud del universo. Y a otros muchos les parece pura mitología querer atribuir a Dios acciones en nuestro mundo. Pero un Dios entendido de forma así de deísta no puede ser temido ni amado. Falta la elemental pasión que suscita Dios; y en ello radica, a no dudarlo, la más honda dificultad de la fe en la época actual, que se concreta con insuperable claridad en los problemas que experimenta el culto divino. Pues a un Dios entendido a la manera deísta no es posible rezarle. La oración y el culto divino presuponen más bien una relación personal con Dios y con su Hijo revelado en Jesús de Nazaret. En la oración somos incorporados incluso a la íntima relación filial de Jesús con su Padre; y ello, de manera tal que «se nos concede el honor de invocar el inefable misterio de Dios del mismo modo en que Jesús lo hace, o sea, con las palabras del padrenuestro» 29. La oración y el culto divino nos ayudan además a dejar ser a Dios tal como él se entiende a sí mismo y se nos ha revelado. Propician la nueva tolerancia hacia Dios que con tanta urgencia necesitamos30. Así como nos hemos acostumbrado a ser tolerantes con nuestros semejantes y a respetar sus peculiaridades, así también debemos permitir a Dios que se nos muestre y revele como él quiera. Si desea acercarse a nosotros tanto como lo ha hecho en su Hijo, deberíamos al menos tolerarle eso; y luego aceptarlo agradecidamente y vivir de ello. La oración ofrece una buena oportunidad, si no la mejor, para practicar tal tolerancia hacia Dios. La oración y el culto divino nos facilitan el devenir y ser tolerantes también con Dios.
II. La gratitud cultual de la Iglesia Esta triple crisis del culto divino se revela en lo más hondo como una crisis de fe. Este el reverso de esa sabiduría preservada en la tradición eclesial de que la ley de la oración es también la ley de la fe: lex orandi, lex credendi 31. En esta sabiduría se condensa la elemental convicción de fe de la Iglesia de que la oración de los creyentes y la liturgia de la comunidad eclesial de fe constituyen el crisol de la fe cristiana y la vida eclesial. Este crisol es un motivo vital para que los cristianos nos autocercioremos de lo que celebramos en la oración y el culto divino.
1. Elevación litúrgica para la gratitud Esta cuestión nos lleva de regreso, sin embargo, a los inicios de la comprensión, lo que al mismo tiempo significa que debemos comenzar por la renovación de los fundamentos antropológicos del culto divino. En ello, la base humana de la liturgia radica en el canto. Este no solo es la forma elemental de la participación activa en la liturgia por parte de la comunidad de fe reunida. Se trata más bien del lenguaje del amor, como solía decir san Agustín: Cantare amantis est. Si el canto de la Iglesia brota del amor, entonces desde él 130
se revela una dimensión fundamental de la liturgia cristiana. Representa literalmente un acontecimiento sublime de la Iglesia. Así solemos designar en general los grandes acontecimientos; y con el término «sublime» (en alemán: erhebend, «elevador, edificante») nos referimos a algo muy verdadero y profundo. Los seres humanos percibimos sin cesar en nuestro interior la tendencia a elevarnos por encima de nosotros mismos, con objeto de ampliar nuestro horizonte y alcanzar clarividencia. Por experiencia sabemos, no obstante, que esta tendencia puede manifestarse de modos muy diversos. Podemos, por ejemplo, buscar y encontrar elevación por encima de nosotros mismos también en la embriaguez originada por el alcohol o las drogas. La embriaguez que causa semejante elevación por encima de nosotros mismos, a primera vista beneficiosa, nos conduce, sin embargo, en derechura al olvido. En este sentido, el olvido de sí que se persigue con la embriaguez es expresión de encerramiento en uno mismo, huida del mundo y desesperación y, en consecuencia, no precisamente expresión de una elevación vital afirmadora de la vida. La fe, en cambio, eleva también a la persona por encima de sí, pero lo hace de una manera que afirma la vida y sirve a la vida. Esto acontece sobre todo en el amor. Pues también el amor consiste en esencia en una elevación de la persona por encima de sí, con objeto de poder estar junto a otra persona, unirse con ella y participar conjuntamente, en último término, del amor eterno de Dios. De ahí que el amor sea algo más que una mera conducta humana. El amor es más bien la realidad y el poder propios de Dios, que hacen que el ser humano trascienda su personal limitación. En el amor se manifiesta con suma claridad que, tal como acentúa el filósofo Gabriel Marcel, la estructura fundamental de la condición humana es «no el sum [yo soy]», sino el «sursum [hacia arriba]» 32. La persona que ama participa de esta dinámica creadora del amor divino y ella misma actúa de forma creadora. De ahí que semejante amor nunca sea obra exclusiva del ser humano. En el amor, la persona se experimenta más bien elevada más allá de sí al fundamento amoroso de Dios, que es la madre del entusiasmo auténtico. El verdadero amor únicamente es posible en la sobria «embriaguez del Espíritu» 33. Ahí radica la decisiva disyuntiva que plantea la fe cristiana y que la Carta a los Efesios llama inequívocamente por su nombre: «No os embriaguéis con vino, que engendra lujuria, antes llenaos de Espíritu» (Ef 5,18). Los cristianos y las cristianas comparten ciertamente con todos los seres humanos la tendencia a elevarse por encima de sí. Pero se diferencian en que, para ello, no se embriagan con vino, sino que se llenan del Espíritu, están embriagados del Espíritu Santo. ¿Cómo nos llenamos del Espíritu? ¿En qué se reconoce tal estado? Para responder a esta pregunta, la Carta a los Efesios nos remite no por casualidad al culto divino y, más en concreto, a la acción de gracias y el canto litúrgicos: «Entre vosotros entonad salmos, himnos y cantos inspirados, cantando y tañendo de corazón en honor del Señor, dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,19-20). El más bello signo de reconocimiento de que los cristianos y las cristianas dejan 131
que el Espíritu Santo los eleve por encima de sí es, por consiguiente, el canto litúrgico. Encuadrándose en esta tradición bíblica, también Tomás de Aquino ve el núcleo del canto litúrgico en el «ascenso». Pues está convencido de que, mediante la alabanza divina, el ser humano asciende hasta Dios mismo34. El canto litúrgico es, por tanto, la más clara expresión de la gratitud hacia Dios. Dar gracias a Dios por todo y encontrar sin cesar motivos de agradecimiento incluso en medio de todas las dificultades que nos vemos obligados a experimentar constituye el misterio de la liturgia cristiana. Semejante liturgia beneficia a la persona, porque le posibilita la profunda experiencia de que no se debe a sí misma el ser y la vida, sino que sin cesar recibe la vida como don de Dios, de suerte que se experimenta como un ser agradecido y, en consecuencia, no solo capaz de celebración litúrgica, sino también necesitado de ella. La liturgia se convierte, por tanto, en la más elevada condensación de lo que constituye la determinación última y más profunda del hombre, que el cardenal Walter Kasper describe certeramente con las siguientes palabras: «La condición humana cristianamente determinada es ser en recepción, ser en acción de gracias. El ser humano no puede extraer de sí mismo las líneas esenciales de su existencia. Es hambre y sed de lo incondicionado, definitivo y absoluto» 35. El culto divino es, por consiguiente, beneficio antropológico. Pues pone de manifiesto que el cristiano encuentra en la acción de gracias su modo primero y fundamental de «actividad». Como Romano Guardini acentúa con énfasis, en la liturgia no se trata de hacer algo, sino de ser algo, por lo que la primera «actividad» del cristiano consiste, por así decir, en la no actividad del agradecimiento y la celebración. Desde el culto divino se hace patente que la vida y la actividad cristianas están fundamentalmente impregnadas del primigenio acto humano del agradecimiento, de suerte que el cristiano deviene activo de modo originario en la acción de gracias. En la lógica de la fe cristiana, el ser humano se revela antes de nada no como homo faber u homo functionalis, sino como homo festivus; y la liturgia cristiana tiene, como no se cansa de subrayar el papa Benedicto XVI, «por esencia carácter de fiesta» 36. Por eso no debería sorprendernos que una de las palabras más empleadas en las Escrituras sea el término «canto». En el Antiguo Testamento aparece trescientas nueve veces y en el Nuevo Testamento treinta y seis. Esta constatación de estadística terminológica muestra una vez más la capital importancia que le corresponde al canto como rasgo básico de la liturgia tanto judía como cristiana. Asimismo, salta a la vista que el cantar no se entiende como carga, sino como placer, también y de manera especial en la relación del ser humano con Dios. Detrás de ello se encuentra una fundamental convicción bíblica: cuando entra en contacto con el misterio divino, el ser humano percibe, por así decir, instintivamente que el mero hablar sobre Dios ya no resulta suficiente, que más bien lo que debe hacer es cantar el misterio de Dios y, por tanto, no solo reflexionar y confesar la fe, sino sobre todo celebrarla y cantarla. Pues existen verdades que solamente están en su auténtico elemento cuando son cantadas, como con 132
razón acentúa el teólogo evangélico Eberhard Jüngel: «Cantando, la fe potencia su propia verdad» 37. Sea como fuere, la fe cristiana no quiere solo ser vivida en la vida diaria e interpretada en la reflexión teológica. Antes bien, únicamente puede ser percibida en toda su belleza si también es celebrada y cantada. En consecuencia, tanto en Israel como en la Iglesia cristiana, la liturgia es el crisol de la fe.
2. La relación de la liturgia cristiana con el lógos Tanto para la fe de Israel como para la Iglesia cristiana tiene capital importancia que el canto litúrgico posea un fundamento y un contenido especificables de manera concreta. Esto se advierte ya en la primera mención del canto en la Biblia, que encontramos en el relato del paso del mar Rojo por el pueblo de Israel. A este fundamental acontecimiento salvífico de redención, mediante el cual Israel es liberado de una vez por todas de la esclavitud en Egipto, el pueblo responde en primer lugar con la confesión de fe: «Los israelitas vieron la mano magnífica de Dios y lo que hizo a los egipcios, respetaron al Señor y se fiaron del Señor y de Moisés, su siervo» (Ex 14,31). Pero el versículo inmediatamente posterior del veterotestamentario libro del Éxodo refiere una segunda reacción, que deriva espontáneamente de la primera: «Cantaré al Señor, sublime en su victoria, caballos y jinetes ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mi padre: yo lo ensalzaré» (Ex 15,1-2). Con este canto de Moisés en el mar Rojo (o de las Cañas) tocamos el núcleo más íntimo de la liturgia judía y ciertamente también de la liturgia cristiana. En la celebración de la vigilia pascual, la Iglesia cristiana se une todos los años a este canto, y lo entona de un modo nuevo como un canto propiamente suyo. Así como Moisés, siendo un bebé, fue sacado de las aguas del Nilo, regalándosele de nuevo la vida; así como Israel fue sacado en el mar Rojo, como si dijéramos, de las aguas de la perdición, así también la Iglesia cristiana se sabe sacada de las aguas de la muerte por el poder de Dios y liberada en la resurrección de Jesucristo de la muerte hacia la vida verdadera. Lo que el acontecimiento salvífico en el mar Rojo es para Israel lo representa para la Iglesia cristiana la resurrección de Jesucristo, quien ha atravesado el «mar Rojo» de la muerte y en virtud de cuyo verdadero éxodo a la resurrección nosotros hemos sido acogidos mediante el bautismo en la comunión de su nueva vida. Y al igual que el acontecimiento salvífico en el mar Rojo es el tema principal del canto con el que Israel da culto a Dios y el fundamento sustentador de la alabanza divina, así también la Iglesia cristiana está convencida de que con la resurrección de Jesucristo le ha sido concedida la salvación definitiva y tiene todos los motivos para entonar el nuevo canto de la resurrección. Con ello deviene visible un fundamental rasgo distintivo de la liturgia judía y cristiana. No celebra cualquier cosa ni tampoco se celebra a sí misma, sino que celebra la acción salvífica que Dios realiza en el ser humano. La liturgia cristiana presupone, por tanto, la fe. A la inversa, quien tenga a Jesús tan solo por una persona ejemplarmente 133
buena, pero no sea capaz de confesar a Jesucristo como Señor resucitado y exaltado, difícilmente podrá participar en lo que celebra la liturgia cristiana. Pues la liturgia cristiana celebra los acontecimientos salvíficos que Dios realiza en beneficio del ser humano, acontecimientos que, atestiguados en la Sagrada Escritura y actualizados en el culto, prosiguen en la historia de la Iglesia, si bien tienen su centro esencial y permanente en el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II recuerda con énfasis el hecho de que el misterio de la Pascua, en el que el cristiano es incorporado a través del bautismo, o sea, en virtud de su morir y resucitar con Cristo, es la palabra soteriológica fundamental y la bella lógica de la liturgia cristiana. En este sentido, la liturgia cristiana se halla rigurosamente referida al lógos y, por consiguiente, se orienta por completo al acontecimiento salvífico acaecido en Jesucristo38. Con todo, la relación con la palabra significa mucho más que mera racionalidad. Esto se desprende ya de la afirmación paulina de que, a la vista de la magnitud del misterio de Dios, nos quedamos sin palabras y, por consiguiente, no podemos saber por nosotros mismos qué rezar, aunque el Espíritu intercede por nosotros «con gemidos inarticulados» (cf. Rom 8,26). Según la Sagrada Escritura, la liturgia no es obra humana, sino que está impulsada por el Espíritu y constituye una de sus más bellas acciones. La liturgia, el orar y cantar ante Dios que trasciende de forma especial la palabra, es un regalo del Espíritu, quien es el amor y opera en nosotros el amor y, de ese modo, nos mueve a cantar. Pues a este amor de Dios la Iglesia tan solo puede responder asimismo con amor; de ahí que la liturgia mane del amor. Pero si nace del amor y se lleva a cabo con amor, la liturgia no puede ser una carga. Antes bien, brota del «ser amado», un placer que conduce a aquella alegría de la que Haydn decía que le inundaba cada vez que conseguía transponer textos litúrgicos en notas musicales.
3. Exoneración en virtud del carácter no arbitrario de la liturgia La liturgia se convierte en una carga, en cambio, siempre que pierde el respeto por sus modelos bíblicos y siempre que el carácter por principio no arbitrario de la liturgia cristiana es desplazado por la llamada creatividad litúrgica del individuo o de una determinada comunidad. En tal caso, la liturgia queda sometida a la presión de lo siempre nuevo, si bien no del nuevo himno que la Iglesia canta a raíz del acontecimiento salvífico de la resurrección de Jesucristo, sino de aquella propensión a la originalidad en la configuración litúrgica que, en vez de inspirarse en el origo [origen] de la fe cristiana, coloca en el centro la recreación y originalidad subjetivista de la liturgia. Y entonces se corre el grave peligro de que lo nuevo en la liturgia, que procede exclusivamente de Dios, no resulte ya visible, sino que la liturgia degenere más bien en monótona repetición del mundo secular en lugares sagrados, en la que no se hace más que repetir lo que en la experiencia diaria se entiende ya de por sí. Semejante liturgia no se presenta ya como servicio de Dios (Gottes-Dienst), sino como obra humana (Menschen-Werk) y, en el peor 134
de los casos, como «pedagogía (social) minuciosamente estructurada y orientada a una meta de aprendizaje» 39. A la vista de tendencias tan peligrosas es necesario volver a reflexionar sobre el hecho de que la disciplina litúrgica no es enemiga de la libertad de la fe. Esto, por lo demás, se confirma también desde el fenómeno antropológico básico del juego40. El juego no es precisamente el polo de libertad y espontaneidad contrario a la seriedad de las reglas y la reglamentación. Antes bien, el juego –aunque se trate solo de un juego de naipes– únicamente resulta posible si los jugadores se atienen a las reglas que subyacen a él y lo constituyen. Justo cuando requiere disciplina, el juego es experimentado como fin en sí y, por ende, como libertad. En cambio, la reducción del juego a la arbitrariedad subjetiva de lo lúdico no capta la esencia verdadera del juego. Esta dialéctica de libertad y disciplina vale en mayor medida aún para el arte. Un buen artista no es bajo ningún concepto la quintaesencia de la falta de disciplina. Justamente una obra de arte lúdica solo resulta lograda si obedece a rajatabla las reglas del arte. Incluso cuando el artista viola de forma intencionada alguna regla, ello tan solo es posible porque se atiene a las reglas y las aplica. Que el artista sea percibido, no obstante, como dotado de una mayor libertad que otras personas guarda relación con el hecho de que las reglas de su obra de arte no son algo meramente exterior para él, sino que las ha interiorizado. Cuanto más concentrado y detallado sea el dominio que un artista tiene de las leyes del oficio, tanto más soberano será su arte. La liturgia de la Iglesia es ciertamente más que una obra de arte, pero también es una obra de arte y, por consiguiente, obedece a las mismas leyes que el arte. Sería bueno redescubrir esta dimensión artística y estética de la liturgia. De hecho, en la actualidad necesitamos una nueva sensibilidad para el carácter no arbitrario del rito litúrgico, entendido como «expresión hecha forma de la eclesialidad y la índole comunitaria –que trasciende la historia– de la oración y la acción litúrgicas» 41. Es cierto que el rito litúrgico admite diversos modelados y desarrollos vivos, pero excluye en igual medida la arbitrariedad excesivamente subjetiva. El hecho de que la liturgia de la Iglesia no pueda entenderse al margen de reglas modeladoras, que son propias de toda buena obra de arte, tiene que ver sobre todo con la idea fundamental del cristianismo de que Dios se ha hecho carne y de que, a consecuencia de ello, el Absoluto se ha vinculado a la finitud de la naturaleza y la historia. Ignorar esta dimensión encarnatoria de la fe cristiana y, por tanto, también de la liturgia eclesial sería una variante moderna de la animadversión al cuerpo. Si además se entiende la cultura como «doctrina de los modales», este moderno maniqueísmo va a parar a un «auto-malentendido» de la fe: «como si Dios no concediera importancia a los modales» 42. De ahí que se imponga recordar «el sentido del culto, no reductible a ninguna otra función» 43, así como el hecho de que la liturgia siempre es también «un proceso 135
tradicional» y, en este sentido, incluye –como con razón destaca Gunda Brüske– la «audacia» de «manejar palabras que no hemos inventado nosotros mismos» 44. La Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II ha mostrado el camino decisivo para ello estableciendo como meta de la renovación de los textos y ritos litúrgicos el «que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria» (Sacrosanctum Concilium 21). Si se toma al pie de la letra este programa fundamental, la liturgia es sobre todo un servicio simbólico a las cosas santas45; y entonces la fácil comprensibilidad de la liturgia y la posibilitación de la participación activa y comunitaria del pueblo de Dios en la liturgia se siguen de la transparencia de esta para lo santo, bajo ningún concepto a la inversa. La deseada actuosa participatio en el sentido de la participación de todos los bautizados en la actio litúrgica en virtud de su sacerdocio real se subordina inequívocamente, en consecuencia, a la transparencia mistagógica para lo santo y debe interpretarse desde esta. A la vista de lo anterior, resulta obvio que el concilio piense sobre todo en la participación espiritual de los creyentes en la liturgia en la interiorización meditativa y en la oración, que únicamente pueden ser propiciadas mediante una iniciación espiritual de los creyentes a las realizaciones litúrgicas en el sentido de la mistagogia y de una buena formación litúrgica. Esto parte de una fundamental convicción en el terreno de la teología de la liturgia que el famoso liturgista católico Josef Pascher solía expresar con ayuda de un juego de palabras latino; a saber, no basta con observar las rúbricas, o sea, las prescripciones ceremoniales externas (impresas en rojo en los libros litúrgicos de la Iglesia católica); mucho más importante resulta percibir sobre todo las «négricas», es decir, la pretensión interior de lo impreso en negro y, con ello, del texto litúrgico mismo. Este acompañamiento interior de las acciones litúrgicas es lo decisivamente importante, lo único capaz de conferir verdadero sentido a toda la participación exterior en la liturgia. Solamente si se hallan marcados por este signo interior posibilitan los diferentes ministerios litúrgicos que dan expresión visible a la actuosa participatio la manifestación de la belleza de Dios en la liturgia, en vez de favorecer la «epifanía» del yo personal de quienes desempeñan los distintos roles litúrgicos. El concilio Vaticano II expresa inequívocamente el deseo de que la celebración de la liturgia no esté colmada solo de experiencia, sino sobre todo de Dios. La Iglesia primitiva dio expresión visible a esto en especial celebrando la oración común con la mirada dirigida a Oriente46. Esta orientación de la oración común hacia el Este se remonta a los inicios mismos de la Iglesia y se considera tradición apostólica. Ello vale en primer lugar para la celebración de la eucaristía en la Iglesia antigua: al concluir la celebración de la palabra, que se realizaba desde la cátedra del obispo, toda la comunidad se encaminaba junto con este hacia el altar mientras se escuchaba la exhortación: «Conversi ad Dominum», «¡Convertíos al Señor!», lo que exactamente significa: dirigid todos juntos la mirada hacia Oriente y contemplad la definitiva salida del sol sobre la historia humana, 136
que ha comenzado ya con Jesucristo. De ahí que la eucaristía represente, en lo más profundo, un alzar la mirada hacia Cristo, quien es en persona la luz que sale en Oriente y viene a nuestro encuentro: ex oriente lux; y, por tanto, cumplimiento de la exhortación de la Carta a los Hebreos: «Fijemos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús» (Heb 12,2). Sin embargo, la orientación de la oración hacia el Este no es sino expresión exterior y visible de la orientación interior de la liturgia hacia Jesucristo y su misterio pascual. Semejante orientación quiere servir asimismo al rito de la liturgia, que, en consecuencia, no es modificable sin más a discreción. Antes bien, su carácter no arbitrario constituye la verdadera grandeza de la liturgia y descarga inmensamente a quienes celebran la liturgia; esto es, les hace sentir no la carga del hacer y el configurar litúrgicos, sino el placer de estar englobados en el todo mayor que nos es posibilitado por el rito precedente y que nosotros mismos nunca somos capaces de alcanzar por entero. Pues el rito es expresión del carácter comunitario de la acción litúrgica, que trasciende la historia. De ahí que la liturgia, como el papa Benedicto XVI acentuó con energía en su temprano libro El espíritu de la liturgia, «no viva de las ocurrencias (Einfällen) de un individuo ni de las de un grupo de planificación litúrgica cualquiera. Muy al contrario, se trata de la entrada (Ein-Fall) de Dios en nuestro mundo, y libera de verdad». De ello extrae el papa la justificada consecuencia: «Solo él [Dios] puede abrir la puerta a la libertad. Cuanto más se esfuercen sacerdotes y creyentes por entregarse humildemente a esta entrada de Dios en nuestro mundo, tanto más “nueva” resultará sin cesar la liturgia, tanto más personal y verdadera será» 47. En ello consiste sin duda la mayor des-carga (Ent-Lastung) para quienes celebran la liturgia, lo que al mismo tiempo lleva al núcleo más íntimo de la liturgia cristiana. Pues en la liturgia los hombres «hacemos» algo que por principio no podemos hacer, porque lo que acontece en la liturgia no brota del hacer humano, sino de la acción de Dios en el hombre. La oración y el culto divino, que desde el punto de vista empírico ciertamente son «hechas» por seres humanos, nos recuerdan que no todo en la vida es factible. La tarea humana en la oración y en el culto divino radica más bien en cultivar la disposición a dejarse ayudar. En la oración y en el culto divino se evidencia que los cristianos y cristianas (también en la Iglesia, y en ella quizá con mayor razón aún) no solo miran a –y construyen sobre– lo visible y factible, lo planificable y realizable, sino que miran a –y construyen sobre– la para ellos indisponible actividad del Espíritu Santo y le conceden espacio a este; y asimismo se evidencia que confían en la oración y el culto a Dios al menos tanto como en su propia actividad.
4. La liturgia como celebración de la fe La liturgia cristiana es sobre todo –en el sentido de un genitivo subjetivo(genetivus subiectivus)– un servicio de Dios mismo a la vida del ser humano y su éxito. Solo de modo derivado es la liturgia cristiana –en el sentido de un genitivo objetivo(genetivus 137
obiectivus)– la acción de gracias de los cristianos y de la Iglesia a Dios. En este sentido fundamental, la liturgia no tiene nada que ver con algo que haya que realizar ante Dios. No se trata en primer lugar de un culto debido a Dios y mucho menos de una negociación con Dios, como si este nos exigiera a los seres humanos determinadas prestaciones a fin de luego recompensarlas. En la Edad Media, «a la vista del miedo de las personas al juicio y el pecado», esta concepción «desempeñó un importante papel» 48. Considerada en mayor profundidad, la liturgia es antes de nada una celebración de la fe, en la que desinteresadamente –y, por tanto, sin segundas intenciones en lo relativo a un beneficio determinado– alabamos a Dios, creador y conservador, redentor y consumador del ser humano y la creación entera. La liturgia, en consecuencia, encuentra su verdadera finalidad en la adoración de Dios. En cuanto irradiación de la belleza de Dios y «posibilidad de percibir el cielo por iniciativa de Dios» 49, la liturgia permite experimentar que la fe cristiana nunca se agota en la moral. Protege frente a cualquier pretensión totalitaria de la moral, cabalmente en tanto en cuanto es una fiesta, más aún, la fiesta por excelencia, que, lejos de imponernos a los seres humanos carga alguna, nos permite complacernos en la belleza de la fe. Por eso, en la liturgia la acción de Dios a favor del ser humano es siempre lo primero; todo lo demás se sigue de ahí. Al imperativo categórico de la acción –también litúrgica– del ser humano le precede invariablemente el indicativo categórico de la acción gratuita de Dios en el hombre. Desde aquí cabe entender la liturgia cristiana como comunicación histórico-salvífica entre la solicitud gratuita de Dios por el ser humano y la respuesta creyente de este a aquel. Para ser exitosa, la comunicación litúrgica requiere, pues, tres pasos. En el diálogo histórico-salvífico, toda iniciativa parte en primer lugar de Dios, quien, como creador y redentor, se vuelve hacia los seres humanos en amor y gracia. Este acercamiento de Dios se concreta en la liturgia antes de nada en el anuncio de su palabra. Puesto que la palabra de Dios, en virtud del misterio fundamental de la encarnación divina, es una palabra sacramental, el acercamiento de Dios al ser humano acontece de un modo especialmente condensado en las prácticas sacramentales básicas de la Iglesia. En segundo lugar, en el diálogo histórico-salvífico que es la liturgia los seres humanos son llamados por Dios e invitados a ofrecer la respuesta de la fe; y al acercamiento gratuito de Dios reaccionan volviéndose a su vez hacia él para darle gracias, alabarlo y adorarlo. Esta respuesta de la comunidad reunida, que se dirige de forma directa a Dios, se plasma litúrgicamente en la berakah y, en grado sumo, en la alabanza de la plegaria eucarística. Entre el interpelante acercamiento de Dios en su palabra y sus sacramentos y la responsiva entrega a Dios que ellos realizan en la liturgia, los seres humanos necesitan tiempo y espacio vital para percibir interiormente el acercamiento libre divino y poder preparar su respuesta de fe. A esta indispensable fase intermedia de percepción, interiorización mística de la experiencia de salvación y preparación de la respuesta de fe 138
corresponde en la liturgia ante todo el canto. Este es la más elemental «expresión de interiorización por parte de los creyentes» y «reacción a lo que les ha acontecido en virtud del acercamiento de Dios» 50. De ahí que, en la liturgia de la Iglesia, al canto le preceda siempre la llamada divina; y que el canto, a su vez, lleve a la alabanza a Dios. Con ello regresamos al inicio de nuestras reflexiones, que han partido de la importancia fundamental del canto en la liturgia tanto judía como cristiana. Además, en el canto es donde la Iglesia terrena se une de la forma más perceptible con la liturgia del cielo y con el canto de los coros celestiales. La fe cristiana está convencida de que la gloria celestial se encuentra colmada de ángeles que adoran, cantan, exultan y tocan música, así como de que estos coros celestiales se hacen presentes incluso en el culto divino de la Iglesia terrena, como Orígenes explicó a los fieles en una homilía: «No me cabe duda alguna de que también en nuestra asamblea hay presentes ángeles, no solo en general para toda la Iglesia, sino para cada creyente individual» 51. Esta convicción de fe se expresa de la forma más clara en el Sanctus de la misa, que comienza con la invitación a que los fieles se unan al canto de los coros celestiales de los serafines, los querubines y las multitudes angélicas. Esta dimensión cósmico-universal de la liturgia, sobre todo de la eucaristía, que anticipa la alabanza escatológica de la realidad entera y en la que «el mundo celestial penetra en nuestro mundo y se hace presente en él» 52, la redescubrió especialmente Pierre Teilhard de Chardin en su Misa sobre el mundo, que escribió durante una estancia de investigación en el desierto chino de Ordos53. Pero esta dimensión cósmica de la liturgia la intuyó también Mahatma Gandhi, cuando distinguió tres espacios vitales en el cosmos atribuyendo a cada uno de ellos modos distintos de ser. Según su profunda visión, en el mar viven los peces, que callan; sobre la tierra gritan los animales terrestres; en cambio, los pájaros, cuyo espacio vital es el cielo, cantan: «Al mar le es propio el callar, a la tierra el gritar y al cielo el cantar» 54. La liturgia cristiana puede entenderse y celebrarse como trasunto y experiencia previa de este canto celestial de alabanza. Deviene así expresión de la inconmensurable alegría de las criaturas ante Dios y en razón de Dios, gesto de adoración y alabanza a Dios, de lo que el libro veterotestamentario del Deuteronomio llama «regocijarse en presencia de Dios» (Dt 14,26). Allí donde se experimenta de este modo, allí la liturgia cristiana no es una carga eclesiásticamente impuesta, sino el placer de respirar con libertad en el mundo del misterio divino, placer desde el que invita a la creación entera a convertirse con ella en canto, como bellamente lo expresa el Salmo 57: «¡Despierta, honor mío! ¡Despertad, cítara y arpa! Despertaré a la aurora. Te daré gracias ante los pueblos, Señor; tañeré para ti ante las naciones: por tu lealtad, que llega hasta el cielo; por tu fidelidad, que alcanza las nubes. ¡Álzate sobre el cielo, oh Dios, y llene la tierra tu gloria!» (Sal 57,9-12). Cabalmente en su carencia de finalidad, la liturgia cristiana no es una carga, aunque tampoco un lujo superfluo; antes bien, se trata de algo de vital
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importancia para el cristiano y la Iglesia, de algo que posibilita que la «complacencia» en Dios y su misterio cobre expresión en el canto y la celebración.
III. La liturgia de la Iglesia en una nueva situación catecumenal Desde este centro de la liturgia eclesial se plantea la seria pregunta de si la Iglesia puede celebrar su liturgia en la actual situación social, que cabe caracterizar de la forma más adecuada con la palabra clave «secularización». Cuán insoslayable ha devenido esta pregunta se evidencia en el momento mismo en que se considera que los seres humanos, que hoy sienten tanta necesidad de liturgia como antaño, tienen improntas muy diferentes y llevan al culto divino de la Iglesia las expectativas más variadas. Debemos pensar primero en el número relativamente estable y grande de miembros de la Iglesia que practican la fe motivados y abogan por una liturgia viva y celebrada con credibilidad en el lugar de su vida eclesial. Pero no hay que olvidar, en segundo lugar, el número –que no debemos infravalorar– de miembros de la Iglesia de mentalidad tradicional o incluso tradicionalistas que se siente en casa en la misa tridentina o busca refugio en ella a causa de la desbordante voluntad de experimentación litúrgica existente en parroquias y otras comunidades eclesiales. Junto a unos y otros existe, en tercer lugar, un número grande, cada vez mayor, de miembros de la Iglesia que en buena medida viven de manera pasiva su pertenencia eclesial y la demuestran sobre todo o exclusivamente en las fiestas solemnes y en los puntos nodales de la vida y que, por tanto, acuden al culto divino de la Iglesia mayormente con expectativas relacionadas con los ritos de paso. También hay que tener en cuenta, en cuarto lugar, a aquellos miembros de la Iglesia que, si bien están bautizados, en realidad permanecen en un estado precatecumenal y a los que, siendo sinceros, habría que referirse como catecúmenos bautizados. Tampoco se puede ignorar, en quinto lugar, el número atormentadoramente grande de cristianos marginales y de alejados, de personas no pertenecientes a ninguna confesión y de no bautizados que existe en la actual sociedad secularizada y que, a pesar de ello, tienen expectativas relativamente elevadas respecto a los «servicios» cultuales de la Iglesia.
1. Liturgia eclesial y celebración cultual El Ökumenische Basler Kirchenstudie [Estudio Eclesial Ecuménico de Basilea] ha puesto de manifiesto, por ejemplo, que las personas que han abandonado la Iglesia esperan mucho del culto divino de esta. Las expectativas relativas a las celebraciones del bautizo, el matrimonio y las exequias son las más importantes. El teólogo reformado David Plüss extrae de estos resultados la sorprendente conclusión: «Por lo que atañe a las expectativas que mantienen respecto a servicios ocasionales de la Iglesia, quienes la han abandonado apenas se distinguen de quienes siguen perteneciendo a ella. Si se parte de las expectativas que tienen unos y otros, la Iglesia es en igual medida Iglesia de quienes la han abandonado e Iglesia de quienes permanecen en ella» 55. 140
A la vista de esta inabarcable diversidad, en modo alguno resulta fácil, por no decir que es imposible, hacer justicia con una única forma de liturgia eclesial a las muy diferentes situaciones existenciales de las personas y sus heterogéneas expectativas. Se plantea en especial la pregunta de si se puede y se debe responder a estas dispares expectativas solo con las formas sacramentalmente plenas de la liturgia eclesial o si en la actual situación no serían necesarias también, por así decir, celebraciones pre-eucarísticas para adultos. Pues no solo se trata de que muchas personas se sientan desbordadas por las liturgias sacramentales de la Iglesia, sino también de que estas no le han sido confiadas a la Iglesia para simular una pertenencia eclesial de personas que apenas tienen contacto ya con los sacramentos y con la Iglesia. Por eso resulta también descaminado y en modo alguno útil adaptar la forma de las liturgias sacramentales de la Iglesia a las distintas expectativas de las personas, con objeto de que puedan ser comprendidas por todos. Con ello no se hace sino privarlas de su contenido intrínseco y su identidad eclesial. Pues las liturgias sacramentales presuponen la fe y una clara pertenencia a la Iglesia, como expresamente acentúa la Constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II: «No solo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la “fe”» (Sacrosanctum Concilium 59). Es, por tanto, una acuciante necesidad del momento presente desarrollar formas de celebración alternativas y distinguir entre las celebraciones precatecumenales o catecumenales y las liturgias sacramentales56; y ello, conforme al principio de que no toda celebración cultual es ya de por sí liturgia eclesial57. La Iglesia se encuentra hoy insoslayablemente ante el reto que la Comisión de Pastoral de la Conferencia Episcopal Alemana se ha atrevido a llamar por su nombre, a saber, ampliar y diferenciar el repertorio de celebraciones bendicionales festivas y litúrgicas de modo tal que no a todas las expectativas y necesidades religiosas haya que responder de inmediato con un sacramento58. Lo que se necesita en la actual situación de la Iglesia es una pastoral cultual catecumenal situada más allá del laxismo, que se guía unilateralmente por las necesidades de las personas, pero también más allá del rigorismo, que se atiene sin más a la letra rubricista59. En la configuración de la liturgia es donde con mayor claridad se hace patente el reto ante el que hoy se encuentra la Iglesia en su conjunto: en nuestro ámbito cultural es percibida y buscada en gran medida como una organización religiosa, social y diaconal de servicios. Medard Kehl ha intentado mostrar que esta forma de manifestación de la Iglesia, social y culturalmente condicionada, puede aprovecharse como oportunidad pastoral en la medida en que la Iglesia sea capaz de responder con su competencia sacral, diaconal y escatológica a las expectativas de los hombres contemporáneos y de entender tales expectativas como puntos de enganche para el anuncio de la fe. Pero Kehl desea mostrar también que esta concepción de Iglesia es susceptible de ser integrada de forma dogmáticamente responsable en la autocomprensión teológica de la Iglesia, en concreto haciendo uso de la imagen rectora de la Iglesia como sacramento universal de salvación 141
propuesta por el concilio: «Como signo e instrumento del universal designio salvífico de Dios, la Iglesia misma deviene en su conjunto más universal, más abierta, más amplia y, ciertamente, más indeterminada». Pero justo por ello es necesario, por otra parte, revalorizar la Iglesia como sacramento concreto de salvación, porque, «sin un sujeto eclesial claramente identificable», también «la sal de la diaconía cultural devendrá poco a poco sosa» y, por ende, será «fácil que antes o después la sociedad prescinda de ella y la sustituya». Por eso, Kehl aboga no solo por una respuesta pastoral-diaconal de la Iglesia a las expectativas de los hombres de hoy, sino en igual medida por una mayor valentía de la Iglesia y una «decidida opción a favor de una cultura eclesial propia, muy diferenciada a su vez en sí misma, sin presentarla programáticamente como una cultura alternativa a la Modernidad» 60. Tal equilibrio entre adaptación amenazadora de la identidad y atrincheramiento negador de la cultura se le exige hoy también de manera especial a la configuración de la vida cultual de la Iglesia. Pero este equilibro solamente puede mantenerse si la Iglesia intenta, por una parte, responder a las heterogéneas expectativas de los hombres actuales en lo relativo a «servicios» cultuales con el desarrollo de formas de celebración tanto precatecumenales como catecumenales y se atreve, por otra parte, a tomar la valiente determinación de cuidar con esmero una cultura eclesial-litúrgica propia, cuyo motivo central no pueden ser sino las celebraciones sacramentales de la Iglesia, en especial la eucaristía. Por eso, lo urgentemente necesario hoy es la asunción y revitalización –a buen seguro, con modificaciones– de la disciplina protoeclesial de los arcanos, en la que los aún no bautizados participaban en la celebración de la palabra, pero eran excluidos de la segunda parte del culto divino, la esencial, en la que se cantaba el credo apostólico y se celebraba el banquete sacrificial eucarístico de Jesucristo. Sea como fuere, la Iglesia únicamente puede dar respuesta con gran sinceridad y generosa franqueza a las expectativas cultuales de los hombres contemporáneos sin llevar a cabo un saldo del culto si al mismo tiempo reúne la valentía necesaria para cuidar el arcano de la fe, que le ha sido confiado junto con sus liturgias sacramentales.
2. La irradiación del arcano en el mundo También el arcano de la fe, y precisamente él, puede irradiarse al mundo si es celebrado de manera creíble. La capital importancia que la liturgia tiene para la Iglesia y su misión en el mundo puede ilustrarla con insuperable elocuencia una antigua leyenda sobre el origen del cristianismo en Rusia. Esta leyenda cuenta que el príncipe Vladimir de Kiev buscaba la religión idónea para su pueblo. Sucesivamente se presentaron ante él representantes del islam y el judaísmo venidos de Bulgaria, así como legados del papa desde Alemania, cada uno de los cuales le presentó su respectiva fe como la verdadera y la mejor. Pero todas estas ofertas dejaron insatisfecho al príncipe. Tan solo tomó una decisión cuando sus enviados regresaron de una celebración solemne en la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla. Pues entusiasmados le contaron al príncipe: «Y al llegar a 142
los griegos, estos nos condujeron al lugar donde sirven a su Dios… No sabemos si hemos estado en el cielo o en la tierra… Hemos experimentado que allí Dios habita entre los seres humanos» 61. Desde el punto de vista histórico, la conversión de Rusia al cristianismo y la decisión definitiva de vincularse a Bizancio requirió, ciertamente, un proceso mucho más prolongado y complejo. Sin embargo, la leyenda contiene un profundo núcleo de verdad. Llama la atención sobre el hecho histórico de que la fuerza interior de la liturgia desempeñó en la expansión del cristianismo un papel esencial que no debe infravalorarse. Esto vale de modo especial para la liturgia bizantina, que trasladaba al cielo a los visitantes extranjeros y a los buscadores de Dios, aun cuando no estaba orientada precisamente a la misión. No era ni es una interpretación propagandista de la fe dirigida ad extra a los no creyentes, sino que estaba y está avecindada por completo en el interior de la fe. Pero precisamente en esta carencia de finalidad, algo que en modo alguno es misionero, ha atraído sin cesar a personas buscadoras de Dios, influyendo en ellas de un modo creíble. Pues lo que posibilita que en la celebración litúrgica la luz de Dios resulte perceptible también para quienes están fuera de la Iglesia es la desinteresada presentación de los creyentes ante Dios y la contemplación de este. Y a la inversa, hay que afirmar que la liturgia de la Iglesia siempre ha perdido en gran medida su fuerza de irradiación allí donde ha querido ser directamente misionera. Pues cuando eso ocurre, el elemento catequético-aleccionador y la inteligibilidad de la liturgia también para quienes se encuentran fuera de la Iglesia son elevados a primer criterio de la configuración litúrgica. Pero la liturgia se lleva a cabo entonces en último término para los seres humanos. Sirve bien a la transmisión de contenidos, bien sencillamente a la edificación de comunidad entre los hombres. Las propuestas de configuración de la liturgia son tomadas en gran medida de modelos profanos, como el de la asamblea, o de ritos de socialización, ya arcaicos, ya modernos. Pero allí donde la asamblea (Versammlung) de los seres humanos ocupa el primer plano en vez del recogimiento (Sammlung) desde Dios, allí no se suscita fe. Solo allí donde la fe es celebrada y la liturgia, por eso mismo, se «hace» para Dios, no para nosotros mismos, puede brotar la credibilidad (Glaubwürdigkeit) que suscita fe (Glaube). Pues en la liturgia no celebramos sin más nuestras experiencias humanas; antes bien, recibimos un regalo de Dios que, lejos de proceder de nuestra experiencia, la trasciende. La suerte de la Iglesia dependerá completamente también en el futuro de una liturgia que celebre el misterio y, por consiguiente, no pretenda resultar agradable a los hombres ni entretenida, sino que tan solo se esfuerce por ser agradable a Dios (cf. Rom 12,1: euárestos). Esto es más cierto aún en la actual situación, en la que numerosas personas anhelan poder experimentar en sus vidas el misterio de Dios. La Iglesia únicamente será capaz de responder a este anhelo si en su liturgia vuelve a concentrarse con decisión en lo santo, tal como fue la intención del concilio y su reforma litúrgica. De ahí que la mencionada leyenda conserve su actualidad también –y sobre todo– hoy, puesto que en nuestras sociedades avanzadas volvemos a encontrarnos en una situación misionera. Que liturgia y misión formen una unidad indisoluble podría ser uno 143
de los mayores retos para la Iglesia en la actualidad. Con razón tematizó el papa Juan Pablo II este vínculo en su mensaje para la Jornada Misionera Mundial de 2004: «Eucaristía y misión forman un binomio inseparable». Pues la liturgia de la Iglesia cumple plenamente su sentido cuando se realiza el ministerio fundamental de la alabanza a Dios y a las personas les es dado experimentar «que allí Dios habita en medio de los seres humanos». Asimismo, es un bello signo que precisamente santa Teresa de Lisieux, quien nunca pisó tierra de misión y nunca realizó actividades directamente misioneras, sino que más bien entregó su corazón a la alabanza eucarística de Dios en el Carmelo, fuera declarada patrona de la misión universal. Con su vida, Teresa mostró a su manera que recibir y celebrar a Dios lleva de por sí a repartir lo recibido como regalo. Con ello, llegamos al tercer gesto fundamental de la Iglesia. Las reflexiones que siguen se concentrarán en la diaconía cultural de la Iglesia en el mundo social de la vida, tarea que hoy posee la máxima urgencia.
20. C. T HOMA, «Erlösung in jüdischer Optik», en E. Christen y W. Kirchschläger (eds.), Erlöst durch Jesus Christus. Soteriologie im Kontext, Fribourg (Suiza) 2000, 17. 21. K. LEHMANN, Frei vor Gott. Glauben in öffentlicher Verantwortung, Freiburg i.B. 2003, 210. 22. Cf. M. GRONEMEYER , Das Leben als letzte Gelegenheit. Sicherheitsbedürfnisse und Zeitknappheit, Darmstadt 1993. 23. J. RAT ZINGER , Gottes Angesicht suchen. Betrachtungen im Kirchenjahr, Meitingen-Freising 1978, 9 [trad. esp.: El rostro de Dios: meditaciones sobre el año litúrgico, Sígueme, Salamanca 1983]. 24. J. MOLT MANN, Die Quelle des Lebens. Der Heilige Geist und die Theologie des Lebens, Gütersloh 1997, 130 [trad. esp.: El Espíritu Santo y la teología de la vida: la fuente de la vida, Sígueme, Salamanca 2000]. 25. I. KANT , «Carta a Johann Pflücker», en Kants Briefwechsel III, 1795-1803 (Gesammelte Schriften XII), Berlin 1922, 57. 26. O. CULLMANN, Das Gebet im Neuen Testament. Zugleich Versuch einer vom Neuen Testament aus zu erteilenden Antwort auf heutige Fragen, Tübingen 1994, 161 [trad. esp.: La oración en el Nuevo Testamento: ensayo de respuesta a cuestiones actuales a la luz del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1999]. 27. J. B. MET Z, «Gotteskrise. Versuch zur “geistigen Situation der Zeit”», en Id., Diagnosen zur Zeit, Düsseldorf 1994, 77. 28. En Insegnamentidi Benedetto XVI, I 2005, op. cit., 167-172. 29. W. PANNENBERG, «Die Bedeutung von Taufe und Abendmahl für die christliche Spiritualität», en Id., Beiträge zur Systematischen Theologie, vol. 3: Kirche und Ökumene, Göttingen 2000, 80. 30. Cf. G. L. MÜLLER , «Gegen die Intoleranz der Relativisten. Die Erklärung der Glaubenskongregation “Dominus Iesus”», en Id., Mit der Kirche denken. Bausteine und Skizzen zu einer Ekklesiologie der Gegenwart, Würzburg 2001, 314-325. 31. Cf. W. MÜLLER , «“Lex orandi, lex credendi”. Wo Systematik und Liturgiewissenschaft heute zusammenarbeiten können»: Münchener Theologische Zeitschrift 49 (1998), 145-154. 32. Cf. G. MARCEL, Philosophie der Hoffnung, Düsseldorf 1949 [trad. esp. del orig. francés: Homo viator: prolegómenos a una metafísica de la esperanza, Sígueme, Salamanca 2005]. 33. Cf. W. PANNENBERG, Gegenwart Gottes. Predigten, München 1973, 109. 34. Cf. T OMÁS
DE
AQUINO, Summa theologiae q 91 a 2 opp 5 y ad 5.
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35. W. KASPER , «Das theologische Wesen des Menschen», en Id. (ed.), Unser Wissen vom Menschen. Möglichkeiten und Grenzen anthropologischer Erkenntnisse, Düsseldorf 1977, 114. 36. J. RAT ZINGER , «Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier», en Id., Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des Gottesdienstes, Einsiedeln 1981, 56 [trad. esp.: «La estructura de la celebración litúrgica», en Id., La fiesta de la fe: ensayo de teología litúrgica, DDB, Bilbao 20052 ]. 37. E. J ÜNGEL, ... ein bißchen meschugge. Predigten und biblische Besinnungen, Stuttgart 2001, 93. 38. Cf. K. KOCH, «“Erhebet die Herzen!”. Theologische Grundlagen der Kirchenmusik», en M. Brandazza et al. (eds.), Geistliche Musik und die Jesuitenkirche Luzern, Luzern 2002, 261-279. 39. M. KUNZLER , «Kirchennot als Liturgienot. Zur Suche nach einem tragfähigen liturgie-theologischen Paradigma», en P. Reifenberg et al. (eds.), Licht aus dem Ursprung. Kirchliche Gemeinschaft auf dem Weg ins 3. Jahrtausend, Würzburg 1998, 217. 40. Cf. W. PANNENBERG, Anthropologie in theologischer Perspektive, Göttingen 1983, espec. 312-328: «Freiheit im Spiel». 41. J. RAT ZINGER , Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i.B. 2000, 143 [trad. esp.: El espíritu de la liturgia: una introducción, Cristiandad, Madrid 20074 ]. 42. «GOT T ES FORM. KOMMENTAR »: Frankfurter Allgemeine Zeitung, 24 de abril de 2004, 33. 43. A. MÜLLER , «Bleibt die Liturgie? Überlegungen zu einem tragfähigen Liturgieverständnis angesichts heutiger Infragestellungen»: Liturgisches Jahrbuch 39 (1989), 167. 44. G. BRÜSKE, «Von der Pflicht, immer wieder neu zu beginnen. Eine Skizze zur bleibenden Relevanz der Liturgiekonstitution»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 34 (2005), 601. 45. Cf. K. KOCH, «Liturgie als Zeichendienst am Heiligen. Vierzig Jahre nach der Liturgiekonstitution des Zweiten Vatikanischen Konzils»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 33 (2004), 73-92. 46. Cf. K. GAMBER , Zum Herrn hin! Fragen um das Gebet nach Osten, Düsseldorf 2003; U. M. Lang, Conversi ad Dominum. Zu Geschichte und Theologie der Gebetsrichtung, Einsiedeln 2003; J. Ratzinger, Der Geist der Liturgie, op. cit., espec. 65-73: «Der Altar und die Gebetsrichtung in der Liturgie». 47. J. RAT ZINGER , Der Geist der Liturgie, op. cit., 145. 48. K. RICHT ER , «Liturgiereform als Mitte einer Erneuerung der Kirche», en Id., (ed.), Das Konzil war erst der Anfang. Die Bedeutung des II. Vatikanums für Theologie und Kirche, Mainz 1991, 61. 49. M. KUNZLER , Zum Lob Deiner Herrlichkeit. Zwanzig neue Lektionen für Männer und Frauen in liturgischen Laiendiensten, Paderborn 1996, 8. 50. PH. HARNONCOURT , «Gesang und Musik im Gottesdienst», en H. Schützeichel (ed.), Die Messe. Ein kirchenmusikalisches Handbuch, Düsseldorf 1991, 16. 51. ORÍGENES , In Lucam homiliae 23.8 y 9. 52. W. KASPER , Sakrament der Einheit, Freiburg i.B 2004, 124 [trad. esp: Sacramento de la unidad: eucaristía e Iglesia, Sal Terrae, Santander 2005]. 53. Cf. P. T EILHARD DE CHARDIN, Lobgesang des Alls, Olten/Freiburg 1961, 13-42 [trad. esp. del orig. francés: Himno del universo, Trotta, Madrid 20043 ]. 54. Cit. por J. RAT ZINGER , «Das Welt- und Menschenbild der Liturgie und sein Ausdruck in der Kirchenmusik», en Id., Ein neues Lied für den Herrn. Christusglaube und Liturgie in der Gegenwart, Freiburg i.B. 1995, 164 [trad. esp.: Un canto nuevo para el Señor: la fe en Jesucristo y la liturgia hoy, Sígueme, Salamanca 20113 ]. 55. D. PLÜSS , «Wider die Rhetorik vom sinkenden Schiff – Erwägungen zum kommunizierten Selbstbild der Kirche», en M. Bruhn y A. Grözinger (eds.), Kirche und Marktorientierung. Impulse aus der Ökumenischen Basler Kirchenstudie, Fribourg (Suiza) 2000, 241. 56. Cf. T. KOPP , «Katechumenat und Sakrament – nicht aber Sakramentenspendung an Ungläubige»: Anzeiger für die Seelsorge 97 (1988), 35-38; L. Pohle, «Zwischen Verkündigung und Verrat»: Geist und Leben 60 (1987),
145
334-354; W. Schäfer, «Christsein lernen von Grund auf: Katechumenale Wege für Getaufte»: Lebendige Katechese 10 (1988), 110-119; M. Probst et al. (eds.), Werkbuch: Katechumenat heute, Freiburg i.B. 1976. 57. Cf. H. BAUERNFEIND, «Sakramentenpastoral heute – notwendige Quantensprünge im Denken»: Anzeiger für die Seelsorge 109 (2000), 74-77; K. Schlemmer, «Sakramentenzugang zwischen Ausverkauf und Rigorismus. Sakramentenpastoral in einer sich wandelnden Kirche», en P. Fonk y H. Pree (eds.), Theologie und Seelsorge in einer zukunftsfähigen Kirche. 1. Deutsch-Ungarischer Theologentag, Passau 2000, 70-81; Id. (ed.), Auf der Suche nach dem Menschen von heute. Vorüberlegungen für alternative Seelsorge und Feierformen, St. Ottilien 1999; Id. (ed.), Ausverkauf unserer Gottesdienste? Ökumenische Überlegungen zur Gestalt von Liturgie und zu alternativer Pastoral, Würzburg 2002. 58. CF . CONFERENCIA EPISCOPAL 1993.
DE
ALEMANIA, Sakramentenpastoral im Wandel (Comisión de Pastoral 12), Bonn
59. Cf. D. EMEIS , Zwischen Ausverkauf und Rigorismus. Zur Krise der Sakramentenpastoral, Freiburg i.B. 1991. 60. M. KEHL, «Kirche als “Dienstleistungsorganisation”? Theologische Überlegungen»: Stimmen der Zeit 125 (2000), 395 y 397s. 61. Cf. P. B. I. BILANIUK, The Apostolic Origin of the Ukrainian Church, Toronto 1988.
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CAPÍTULO 3:
La diaconía, servicio a la bondad de Dios «AL enterarse de que Juan había sido arrestado, Jesús se retiró a Galilea, salió de Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí» (Mt 4,12-13). Según este relato del evangelista Mateo, Jesús comienza su actividad mudándose de Nazaret a Cafarnaún. Aunque un cambio de domicilio es ya en sí un acto público, a primera vista esta indicación del evangelista parece tan solo un suceso simple e irrelevante. Pero como muestra la frase subsiguiente de Mateo –«Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías»–, tal mudanza se revela como un acontecimiento de capital importancia: Nazaret es una insignificante aldea de Galilea, un lugar de rural sosiego y sencillas formas de vida que no se menciona en el Antiguo Testamento ni en el Talmud. Cafarnaún, en cambio, es una ciudad abierta y abigarrada, una localidad limítrofe en la Galilea de los gentiles y un centro comercial y financiero. Al territorio de Zabulón y Neftalí había prometido el profeta Isaías que «el pueblo que vivía en tinieblas» vería «una luz intensa». Jesús, por consiguiente, comienza su actividad pública trasladándose de Nazaret a Cafarnaún. Este cambio de lugar debió de significar para Jesús la osada aventura de la confrontación pública con la ciudad de Cafarnaún o, traduciéndolo a nuestra situación actual, la «confrontación con la “Modernidad”, la “complejidad”, el “pluralismo”»: «Bajar a Cafarnaún implicaba, pues, confrontarse con un nuevo estilo de vida, con personas, con una vida diaria caracterizada por el duro trabajo y el sufrimiento, por la novedad y la inseguridad» 62.
I. El Evangelio en una esfera pública plural Además, Jesús no lleva a cabo este cambio de domicilio en contra de su voluntad. Antes a contrario, se siente hasta tal punto en casa en Cafarnaún que Mateo habla de «su ciudad». La mudanza de Jesús a la ciudad debe entenderse, en consecuencia, como señal de que ahora desarrolla su actividad de forma totalmente pública y cumple su encargo público de anunciar a los seres humanos la llegada del reino de Dios. Si se considera este traslado de Jesús a la esfera pública, apenas puede sorprendernos que más tarde la fe cristiana se extendiera primero en ciudades grandes como Jerusalén, Corinto, Atenas, Roma y Éfeso, que el cristianismo fuera inicialmente una religión urbana, que buscara desde sus inicios la presencia pública. El cristianismo es –no solo desde sus inicios, sino también por esencia– misionero y, por ende, público. Desde el punto de vista teológico, la pretensión de presencia pública de la fe cristiana se funda ni más ni menos que en el propio Evangelio. Con el obispo luterano 147
Wolfgang Huber puede decirse verdaderamente que el encargo de presencia pública de la Iglesia se basa en el «carácter público de Jesús» mismo. Pues a él se le ha concedido «plena autoridad en cielo y tierra» (Mt 28,18). Del mandato misionero del Cristo resucitado no se deriva, sin embargo, una pretensión de presencia pública que la Iglesia pueda y esté legitimada a reclamar en aras de sí misma. En ese mandato cobra voz más bien la pretensión de presencia pública de Jesucristo mismo, a cuyo servicio se halla la Iglesia. El discurso y la acción públicos de la Iglesia tienen, por eso, «en conjunto y en cada uno de sus rasgos, el carácter de testimonio» 63. La Iglesia y todos sus miembros están llamados y obligados a ofrecer en la esfera pública de la sociedad actual semejante testimonio –convencido y convincente– del Evangelio de Dios, con su liberadora promesa (Zuspruch) a los hombres y su desafiante pretensión (Anspruch) sobre ellos; y esto, con la clara conciencia de que con la disposición a rendir cuentas en público sobre la fe se halla en juego el futuro del cristianismo y de la comunidad eclesial. La rendición pública de cuentas sobre el Evangelio tiene que llevarse a cabo hoy en un contexto social que se caracteriza ante todo por la permanente pluralización de todos los ámbitos de realidad. ¿Qué debe entenderse más en concreto por «pluralismo», esta palabra que en la actualidad tan se utiliza de manera tan inflacionaria y, sin embargo, no deja de ser difusa? Para empezar, podría ser de utilidad recordar que este término no se emplea hasta la Edad Moderna y que en su uso filosófico designa originariamente lo «contrario del egoísmo» 64. Así, en Immanuel Kant puede leerse: «Al egoísmo solo cabe contraponerle el pluralismo» 65. Hoy, sin embargo, por «pluralismo» no se entiende una conducta contrapuesta al egoísmo, sino una actitud ante la realidad que presupone y también legitima una no pequeña medida de egoísmo. La palabra «pluralismo» se ha convertido en general en un concepto básico para caracterizar la actual experiencia de la realidad66. La idea de que la pluralidad es el único modo posible de dársenos la realidad en su conjunto ha devenido, por así decir, dogma fundamental de la filosofía moderna. Detrás de esto se encuentra la convicción de que uno no puede remontarse intelectualmente más allá de la pluralidad de lo real sin atraer sobre sí la sospecha de estar cultivando el pensamiento totalitario y fundamentalista67. Esta permanente pluralización no solo de las formas de vida, sobre todo en el ámbito del matrimonio y la familia, sino también de las convicciones valorativas, las visiones del mundo y los supuestos éticos fundamentales ha avanzado tanto en las últimas décadas que el pluralismo social se ha perfilado como la más clara constante de las sociedades posmodernas. Con ello, también el cristianismo se encuentra por principio en un espacio vital signado de forma permanente por el pluralismo y se ve confrontado insoslayablemente con la pregunta de cómo responder con honradez de la fe de la Iglesia en Cristo en la esfera pública contemporánea a la vista de la variada oferta religiosa sin degradar dicha fe a una jesuología meramente humanista, que apenas molesta pero también mueve poco68.
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Este peligro es virulento hoy, porque la fe de la Iglesia en Cristo contradice la difundida tendencia en el mundo actual –y en parte también en la Iglesia– de encontrar dificultades para descubrir en Jesucristo la revelación de Dios por antonomasia. En Jesús se ve más bien solo una forma de revelación entre muchas otras, a lo que sirve de trasfondo el supuesto de que el misterio de Dios no puede manifestarse por entero en forma alguna de revelación. Así, algunos teólogos del pluralismo religioso afirman que resulta inaceptable que Dios se haya revelado de una vez por todas en la figura histórica de Jesús de Nazaret; más bien se ha manifestado únicamente en un determinado ámbito cultural, de suerte que el cristianismo ya solo puede ser entendido y representado como «el lado del rostro de Dios vuelto hacia Europa» 69. En consecuencia, aseguran estos teólogos, no solo existe una diversidad de religiones, sino también una pluralidad de revelaciones de Dios; de ahí que Jesucristo no sea hoy sino un genio religioso junto a otros muchos en el panteón de las religiones70. Estas tendencias visibilizan una certeza fundamental del hombre moderno que parte de que los seres humanos no podemos conocer a Dios mismo y de que la fe cristiana no ofrece sino una representación simbólica de Dios entre otras muchas. Aquí radica la razón de que en la actualidad incluso en la Iglesia se le quiere dar la menor importancia posible a la fe en Cristo, máxime en el encuentro con otras religiones, tal como tal tendencia se expresa en la afilada pregunta del teólogo protestante Reinhold Bernhardt: «¿Debemos desarmarnos cristológicamente para poder cultivar el diálogo interreligioso?» 71. Pero no cabe duda de que negando que Jesucristo sea el mediador único, singular y, en consecuencia, al mismo tiempo universal de la salvación se toca el que probablemente sea el punto más central y fundamental de la fe cristiana. Pues en ello está en juego la identidad del cristianismo y de la Iglesia cristiana72; no en vano, la fe cristiana tiene que ver con la fundamental confesión de la encarnación histórica de Dios en Jesús de Nazaret: «El centro del cristianismo lo ocupa la confesión –que también separa al cristianismo del judaísmo– de que Dios no solo viene al mundo, sino que ha venido al mundo como hombre, en la persona de Jesús de Nazaret, de un modo que ya no es sobrepujable» 73. El contexto social actual, con sus supuestos pluralistas, coloca, por consiguiente, al cristianismo ante el reto primordial de confrontarse sin miedo con el pluralismo cosmovisional, que relativiza su propia existencia, y abordarlo productivamente. Esta arriesgada empresa no equivale, por supuesto, a una autodispensa de defender también en la esfera pública de las sociedades pluralistas la pretensión de verdad del Evangelio – que la Iglesia no puede por menos de defender– como pretensión universal de verdad. Antes bien, con ello la Iglesia se obliga simultáneamente a afirmar dentro de las sociedades europeas, que han devenido plurales desde el punto de vista cosmovisional, la pretensión universal de verdad del Evangelio, para ella fuera de toda duda, como una pretensión de verdad entre otras muchas. Sin embargo, este doble reto en modo alguno 149
excluye la misión pública, sino que más bien la exige. Pero tal misión debe comenzar siempre con la autoevangelización de la Iglesia en el sentido de que esta recupere su persuasión de que en el Evangelio se le ha confiado una perla de gran valor incluso para la sociedad secularizada de hoy.
II. El carácter público del cristianismo más allá de su privatización y estatalización Este necesario retorno al propio centro de la fe posibilita a la Iglesia cumplir con su encargo de presencia pública, del que ciertamente tampoco la sociedad pluralizada y secularizada –y sobre todo ella– puede prescindir. Pues el problema probablemente más profundo de las sociedades plurales, seculares y neutrales desde el punto de vista de la cosmovisión consiste en que, a pesar de su neutralidad cosmovisional, tienen que poder vivir de supuestos cosmovisionales, religiosos y éticos que ellas mismas, sin embargo, no están ya en condiciones de garantizar74. Esta situación en extremo precaria ha sido puesta de relieve con vigor por el filósofo del derecho Ernst-Wolfgang Böckenförde, focalizándola en la cuestión de que el Estado secular y cosmovisionalmente neutral no dispone ya de sus propios fundamentos, pero justo por ello tiene perentoria necesidad de la renovación pública de orientaciones religiosas y éticas; y toda vez que eso es algo que él mismo no puede llevar a cabo, en último término vive «de los impulsos internos y fuerzas vinculantes que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos» 75. La hoy tan habitual afirmación de la neutralidad religioso-cosmovisional de las sociedades modernas representa, por consiguiente, una funesta ilusión76. Pues tales sociedades dependen para su propia existencia y futuro de grupos religiosos, tales como las Iglesias, que protejan los valores, normas y derechos fundamentales –los cuales se encuentran en un funesto proceso de erosión en la esfera pública– desde su amarre último en el ámbito trascendente y mantengan vivo el legado religioso-cultural, del que también las sociedades seculares cosmovisionalmente neutrales, y ellas de modo especial, deberían poder vivir. Si se toma en serio en todo su alcance esta paradoja puesta de manifiesto por Böckenförde, el encargo de presencia pública de la Iglesia tan solo puede cumplirse más allá de la privatización y la estatalización.
1. El carácter público de lo cristiano frente a su privatización En primer lugar debería descartarse una privatización de la fe y la Iglesia, algo que, sin embargo, dada la diferenciación del sistema social global, tan avanzada en nuestras sociedades occidentales, es ya en gran medida un hecho. Con ello se quiere decir que la sociedad moderna –a diferencia de la sociedad «segmentada», por ejemplo, de la Edad Media, guiada todavía por el fundamento religioso de unidad– ha devenido una sociedad
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«diferenciada», en la que el sistema social global se divide en sistemas parciales autónomos77. La consecuencia específica de semejante constelación para la Iglesia radica en que, en el curso de esta diferenciación de todas las funciones sociales ponderables, como puedan ser la política, la economía, el derecho y la educación, también la esfera religiosa se ha convertido en un subsistema más entre otros muchos78: así como existen instituciones y partidos políticos, aparatos administrativos y sindicatos, sistema educativo y deportes, entretenimiento y turismo, así también sigue existiendo, entre otras cosas, la Iglesia como el subsistema religioso, que ciertamente se revela como el subsistema más débil de todos en tanto en cuanto los demás subsistemas sociales no dependen ya de la religión, salvo, a lo sumo, para la superación de las crisis individuales. En este sentido, la posición marginal de la Iglesia en la sociedad le asigna una tarea de asimilación de la contingencia (Kontingenzbewältigung) y una función de compensación (Kompensationsfunktion). Según esto, en las expectativas sociales, la función de la religión y de la Iglesia se identifica con la función del tiempo libre en general. Puesto que este sirve a la mera regeneración de la energía de trabajo, a la compensación de la actividad laboral –tanto física como psíquicamente agotadora– y a la descarga de las dependencias y frustraciones experimentadas en el tiempo de trabajo79, de la Iglesia ya tan solo se espera que ayude a las personas a liberarse compensatoriamente de las exigencias y cargas sociales. En esta situación social de diferenciación y privatización de la religión, la Iglesia no puede, empero, definir su misión sencillamente desde las expectativas sociales sobre ella, sino que ha de guiarse por el mensaje que tiene que anunciar. No debe dejarse seducir por la mercantilización vigente hoy hasta en la esfera religiosa ni, en consecuencia, por la mentalidad de demanda y oferta para adaptarse al principio del mercado y desempeñar sus servicios o ministerios «pensando en los deseos del cliente» (kundenorientiert), como con frecuencia se dice en la actualidad, incluso en el lenguaje eclesial. Pues «pensar en los deseos del cliente» nunca puede ser para la Iglesia, si se atiene a Jesús, el criterio principal en el desempeño del encargo de presencia pública que ha recibido. Como inequívocamente muestra la muerte en cruz al final de su vida, Jesús en modo alguno actuó pensando en satisfacer los deseos de quienes le escuchaban. El actuó guiándose en primer lugar por el encargo recibido. Y porque tenía presente con claridad su encargo, se esforzó también de forma intensa –sobre todo en el gráfico lenguaje de las parábolas– por transmitir su mensaje a los varones y las mujeres de su tiempo. De ahí que la Iglesia deba recordar en el Espíritu de Jesús, como prioridad absoluta, su encargo. Luego, pero solo luego, también son del todo pertinentes las llamadas reflexiones «destinadas a satisfacer los deseos del cliente». Si opta por guiarse por su encargo, la Iglesia no puede dejarse «desplazar, por así decir, a la sección de lo religioso y trascendente por una sociedad individualista y burguesa que entretanto se ha transformado en una interacción sumamente sutil de 151
múltiples subsistemas» 80. Antes bien, la Iglesia debe tornarse más misionera y perfilar su misión en la esfera pública social reflexionando sobre sus entrelazamientos con el mundo social de la vida y reuniendo en la esfera pública el valor de documentar más claramente su propia fisonomía frente a todo lo existente.
2. El carácter público de lo cristiano frente a su estatalización Por lo que atañe a la privatización de la religión a la que ha conducido el proceso de diferenciación social es importante, sin embargo, constatar que la declaración moderna de la religión como «asunto privado» del sujeto burgués tan solo quiere decir en un primer momento que ya no se trata de una cuestión en la que disponga el Estado. En este sentido, tal declaración «libera al Estado de la Iglesia y a la Iglesia del Estado» y constituye la «condición sine qua non del Estado constitucional moderno, razonable y tolerante, que, lejos de prescribir religión alguna a sus ciudadanos y ciudadanas, les garantiza la libertad religiosa» 81. En consecuencia, la declaración moderna de la religión como asunto privado del ciudadano individual únicamente se contrapone por principio a la estatalidad (Staatlichkeit) de la religión, no en cambio a su carácter público (Öffentlichkeit): ¡la religión es asunto privado por contraposición a los asuntos del Estado, no por contraposición a los asuntos públicos! Así como hay que descartar una privatización de la fe y de la Iglesia, así también una estatalización de esta última. De ahí que sea necesario distinguir por principio entre estatalidad y carácter público. Recuperar esta distinción es una necesidad del momento presente, sobre todo para la Iglesia católica de Roma en la Suiza de lengua alemana. Esta permanece aún a caballo «entre la condición de Iglesia estatal y la autonomía eclesial», como certeramente diagnosticó ya Victor Conzemius con ocasión de las festividades por el «sesquicentenario de la diócesis de Basilea» 82. A esta singular indefinición «entre la condición de Iglesia estatal y la autonomía eclesial» se debe que la Iglesia católica de Roma en Suiza se defina en gran medida por contraposición al Estado y en analogía con él. Tal situación se refuerza sobre todo por el sistema jurídico de Iglesias oficiales vigente en el país, en tanto en cuanto las comunidades eclesiales y las llamadas «Iglesias cantonales» (Landeskirchen) son instituciones de derecho estatal, si bien dotadas de una finalidad eclesial. El hecho de que recientemente algunos vehementes defensores de este sistema – como, por ejemplo, el teólogo Leo Karrer, el juez federal Guisep Nay y, de modo extremo, Willy Spieler83– hayan exigido una interpretación «sinodal» de los órganos de derecho público eclesiástico por la propia Iglesia y, en consecuencia, un reconocimiento jurídico-particular de las instituciones de derecho público eclesiástico como órganos eclesiales no puede ser juzgado sino como un paso más hacia una plena estatalización de la Iglesia o, más exactamente, como un «bautismo» eclesial de instituciones estatales. Adónde conduce semejante desarrollo se echa de ver, entre otros hechos, en la sumamente problemática resolución del Tribunal Federal Suizo de 18 de diciembre de 2002 sobre el llamado «darse de baja de la Iglesia» (Kirchenaustritt), fallo que revela un 152
gran desconocimiento de la autocomprensión eclesiológica de la Iglesia católica-romana y mediante el cual el Tribunal Federal determina quién puede ser miembro de la Iglesia católica en Suiza en vez de declararse, en nombre de la libertad religiosa, de todo punto no competente para conocer esta causa84. Con estas peligrosas tendencias a la mezcla de instituciones estatales y eclesiales no se propicia en modo alguno una ubicación de la Iglesia en la esfera pública social en el presente y el futuro que resulte suficiente y sea respetuosa con el modelo fundamental moderno tendente a una separación parcial del Estado y la Iglesia. Pues de cara a esa ubicación de la Iglesia en la esfera pública social tiene una importancia decisiva que la Iglesia «deje atrás la díada Estado-Iglesia y asuma su lugar en la relación triádica de Estado, Iglesia y sociedad» 85. A diferencia de la situación de la Iglesia católica de Roma en la Suiza de lengua alemana, que manifiesta una fuerte presencia pública en su relación con el Estado pero una débil presencia pública en su relación con la sociedad, la relación Iglesia-Estado tan solo se podrá describir adecuadamente en el futuro en el contexto más amplio del mundo de la vida de la sociedad en su conjunto, en el que la Iglesia se encuentra en principio avecindada. Por eso, el marco de referencia decisivo de la Iglesia en el futuro, cabalmente en lo que hace a su carácter público, no será tanto el Estado cuanto la sociedad. Esto significa que la Iglesia católica debe entenderse y realizarse a sí misma como parte de las estructuras del conjunto de la sociedad y como elemento en los diversos procesos culturales de entendimiento que tienen lugar en la sociedad actual. Para ello debe transformarse de una institución análoga al Estado en una institución de intermediación social y aprender a deletrear de manera radicalmente nueva la fundamental diferencia entre estatalidad y carácter público de la religión y la Iglesia.
3. El carácter público de lo cristiano al final de la era constantiniana Si la religión y la Iglesia son consideradas «asunto privado» por contraposición a un asunto estatal pero no por contraposición a un asunto público-social, resulta del todo evidente que los actuales problemas de vida y supervivencia del cristianismo en las sociedades europeas contemporáneas guardan una estrecha relación con el conjunto de la cultura moderna o posmoderna y sus problemas de vida y supervivencia. Sobre ello llama con razón la atención Medard Kehl: «Las grandes Iglesias están involucradas a fondo en los actuales fenómenos de crisis de nuestra cultura moderna, por lo que, a su manera, comparten la problemática de esta cultura» 86. En este contexto más amplio se impone inevitablemente el juicio de que hoy nos encontramos en la fase del definitivo final del cristianismo y de la Iglesia. Por «forma constantiniana» de la Iglesia debe entenderse la socialización permanente del cristianismo, sobre todo del credo y el bautismo; y ello, en el sentido de que la persona deviene cristiana en virtud, por así decir, del nacimiento y se familiariza de forma natural con la Iglesia. De ahí que la cristianización del Imperio romano ineludiblemente llevara a una «imperialización» del cristianismo87. 153
Esta alianza constantiniana entre la fe cristiana y la sociedad secular sigue teniendo repercusiones en la actualidad, también y de manera especial en Suiza; lo cual, una vez más, se debe sobre todo al sistema de derecho público eclesiástico allí vigente, que al menos suscita y perpetúa la apariencia de una situación aún marcada por la existencia de Iglesias oficiales. Pero cada vez está más claro que también a las Iglesias históricas les aguarda el proceso que, a juicio del cardenal Walter Kasper, han anticipado las Iglesias libres (Freikirchen), a saber, «la independencia y libertad respecto del Estado y la despedida de la época constantiniana de la Iglesia» 88. Sea como fuere, los signos de los tiempos en la sociedad contemporánea sugieren que la alianza constantiniana de Iglesia y Estado se diluirá progresivamente. Al mismo tiempo resulta cada vez más patente que la naturalidad de la familiarización de la persona con la Iglesia –dada con la alianza constantiniana y resultado de los asimismo naturales procesos de socialización de la fe– pierde vigencia sin cesar. Pues el todo estructural que subyace a la praxis de socialización (pos)constantiniana se fragmenta de manera creciente e irreversible; y los apoyos sociales de la Iglesia de masas, que hasta ahora sostenían el hacerse cristiano y el ser Iglesia, desaparecen inconteniblemente. En ello se funda el estatus en extremo lábil y frágil de la situación de Iglesia de masas que la Iglesia católica vive hoy en nuestras latitudes. Pero por otra parte, todavía no está realmente claro qué es lo que puede ocupar y ocupará su lugar en el futuro. Más bien parece que en cierto modo hemos llegado a un punto muerto y no sabemos con exactitud cómo seguir adelante. Es verdad que ya no se puede ignorar que nos encontramos en el umbral de una nueva forma social de la Iglesia que hará época. Así y todo, aún no son visibles más que esbozos, algo que, sin embargo, no puede sorprendernos en la actual fase de necesario trabajo de duelo respecto a formas pasadas de la vida eclesial. Pues aquí podría radicar la causa de que la Iglesia actual se mueva en gran medida en un vacío en lo que atañe a la historia de la fe, así como la razón más profunda de la perplejidad pastoral hoy tan extendida. No obstante, solo si logra reencontrar y redefinir el lugar que le corresponde en la actual esfera pública, podrá la Iglesia hacer su necesaria e irrenunciable contribución en la nueva Europa, aún en transformación, que necesita un cristianismo que asuma su responsabilidad social. Con ello hemos mencionado ya la decisiva palabra clave con la que –desde la magnífica pero todavía insuficientemente atendida exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que el papa Pablo VI promulgó en 1975– se aborda la misión pública de la Iglesia en la sociedad actual. En dicha encíclica, el papa afirma: «La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo» (n. 20). Los cristianos y cristianas nunca pueden resignarse a tal ruptura, por lo que todos sus esfuerzos deben encaminarse a superarla. No en vano, el papa descubre en la actividad evangelizadora de la Iglesia la determinación fundamental de su identidad: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (Evangelii nuntiandi 14). Pablo VI ve, pues, en la evangelización sobre todo el camino decisivo para superar la dramática fractura entre el Evangelio y la cultura moderna. 154
III. La nueva evangelización en la esfera pública de la sociedad contemporánea A este esfuerzo misionero también se consagró, y de modo especialmente intenso, la actividad apostólica del papa Juan Pablo II. Ello se echa de ver ante todo en el hecho de que el papa polaco impulsó una abarcadora nueva evangelización. Este sintagma clave lo acuñó inicialmente pensando en la Iglesia católica en Latinoamérica a la vista del quinto centenario del descubrimiento de América y de la consiguiente evangelización del continente. Más tarde, a partir de su discurso en Santiago de Compostela en 1989, refirió esta expresión programática también a Europa. Con el llamamiento: «Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización» (Christifideles laici 34), quería reaccionar a los inolvidables cambios en los países europeos. Pero, a tenor de estas palabras indicadoras del camino, la tarea que tenemos ante nosotros no consiste en una retrospectiva reevangelización de Europa. Antes bien, se trata de una prospectiva nueva evangelización en el mundo secularizado de hoy, que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» 89. A continuación queremos indagar en algunas facetas de esta necesaria nueva evangelización entendida en el sentido de una diaconía cultural en la esfera pública de la sociedad contemporánea.
1. Evangelización con humilde confianza en sí mismo Como es natural, en Europa la nueva evangelización se diferenciará de manera decisiva de la primera evangelización90: por «primera evangelización» hay que entender la expansión misionera de la fe cristiana que intentó crear para el Evangelio un espacio vital en las culturas antiguas, las cuales habían existido hasta entonces sin relación con el cristianismo pero de forma por entero religiosa. La hoy necesaria evangelización comporta, en cambio, el renovado esfuerzo misionero de la Iglesia, en especial en las sociedades europeas, que, si bien han vivido una casi bimilenaria historia de anuncio cristiano, en el proceso de la Modernidad han experimentado bien –como en Occidente– una radical secularización, bien –como en el antiguo Bloque del Este– una belicosa campaña de aniquilación contra el Evangelio cristiano y una rigurosa represión de la Iglesia. En la actualidad queda excluida por razones de principio una conversión forzosa o políticamente prescrita de cualquier otro modo, en la que el bautismo de un príncipe tribal arrastre detrás de sí el bautismo de todo su pueblo, como fue habitual al comienzo de la cristianización de Europa. En las condiciones pluralistas del presente, el cristianismo no puede contar ya con volver a ser alguna vez religión de masas en el sentido de que más o menos todos los miembros de las sociedades europeas se conviertan en cristianos y cristianas practicantes. Antes bien, el cristianismo devendrá y será de forma cada vez más perceptible Iglesia de diáspora y tendrá que pasar por la experiencia, natural para Israel y la Iglesia antigua, de que el pueblo de Dios vive como extranjero en el mundo. 155
Pero en esta forma –exigida de todos modos por la cultura en su conjunto– está latente la oportunidad de que los cristianos y cristianas empiecen más decididamente a anunciar el Evangelio en la esfera pública y a hablar de Dios a otras personas; y ello, con una humilde confianza en sí mismos. La misión cristiana se lleva a cabo en la actualidad sobre todo por la vía del «boca a boca», en el sentido, por ejemplo, del prometedor Proposer la foi dans la société actuelle [Proponer la fe en la sociedad actual], alentado por los obispos católicos en Francia. Esta perspectiva significa en concreto que la nueva evangelización aspira a persuadir a las personas con el testimonio antes que con la mera palabrería. Esta distinción es de capital importancia en la tarea de la nueva evangelización: mientras que el convencer por medio de la palabrería (Über-Reden) contradice de raíz la verdad de la fe cristiana, invitadora y en ningún caso imperativa, la praxis de convencer liberalmente por medio del testimonio (freiheitliches Über-Zeugen) se dirige solo a la libertad de la persona y hace justicia a la invitadora persuasión de la liberadora verdad del Evangelio cristiano, máxime teniendo en cuenta que el acontecimiento de la conversión es obra exclusiva del Espíritu Santo. Pues la suerte de la nueva evangelización depende por completo de la convicción de los creyentes de que la fe cristiana es un magnífico don de Dios, un don que uno no puede conservar para sí, pero que tampoco debe imponer a los demás, un don que únicamente se puede regalar, un don al que no cabe sino invitar91.
2. El primado pastoral del problema de Dios en el servicio a los seres humanos La Iglesia podrá cumplir su tarea misionera de manera tanto más creíble cuanto más decididamente recobre y revitalice la convicción de que en la esfera pública no tiene hoy misión más importante que la de anunciar al Dios vivo y regalar a los seres humanos abrigo en el misterio de Dios como refugio del alma. Pues, en el desarraigo de la vida social contemporánea, las personas necesitan no solo un techo sobre sus cabezas, sino también un techo sobre su alma. En ello consiste la indispensable dimensión misionera de la tarea de la Iglesia en Europa, en tanto en cuanto esta se entiende a sí misma y se acredita también como «secretariado terreno» de Dios para los hombres. De ahí que la actual situación nos obligue a deletrear de nuevo la lección más elemental de nuestra fe; a saber, que el cristianismo es, en esencia, fe en Dios y vida de una relación personal con él y que todo lo demás se sigue de ahí. Esto vale sobre todo en la sociedad contemporánea, en la que el problema de Dios llama con toda energía a las puertas de nuestras iglesias92. Si queremos estar a la altura de este reto, la vida eclesial debe plantearse con pasión nueva el problema de Dios, concediéndole la máxima prioridad en los asuntos cotidianos. Pero el primado del problema de Dios beneficia a las personas, a su vida y a su dignidad. Este vínculo se pone de manifiesto ya en la constatación de que a la radical crisis de Dios que vive nuestra sociedad le sigue de cerca, con una lógica inherente, una asimismo peligrosa crisis del hombre. Pues si, conforme a la persuasión de la fe cristiana, el ser 156
humano es la imagen de Dios que este protege como a la niña de sus ojos, entonces la volatilización de la conciencia de Dios en la esfera pública de la sociedad actual también corroe de modo peligroso la dignidad de la vida humana: allí donde Dios es excluido de la vida social, allí existe peligro sumo de que la dignidad del hombre sea asimismo pisoteada. A la «muerte de Dios» proclamada para Europa por Nietzsche no tardará en seguirle la «muerte del hombre». Sea como fuere, la historia en el siglo pasado hizo algo más que confirmar el fundamental principio cristiano de que la humanidad que no se fundamenta ya en la divinidad se transforma con extraordinaria rapidez en bestialidad. Los síntomas de este peligro son palpables en la sociedad actual. El más claro consiste en un desequilibrio entre la protección jurídico-moral de los objetos y la de la vida. En la sociedad actual, la protección de los objetos se encuentra regulada de manera considerablemente más inequívoca y vinculante que la protección de la vida humana en sus múltiples variaciones. Los coches, por ejemplo, están más protegidos que los nonatos y los moribundos, hasta el punto que uno puede entender al pastoralista vienés Paul M. Zulehner cuando invita a pensar que en la sociedad contemporánea «sería una suerte venir al mundo como coche» 93. O si se considera la revolución antropológica que se manifiesta en los rapidísimos desarrollos de las ciencias biomédicas, no se tarda en constatar que en la sociedad contemporánea tiene lugar una inmensa quiebra del respeto por la vida humana, sobre todo en su comienzo y su final94. Esta quiebra del respeto por la vida humana es un signo cierto de que en gran medida la vida humana no se tiene hoy ya por un regalo del Dios creador vivo, sino que es sometida crecientemente al poder de disposición del propio hombre; y tal quiebra afecta a círculos cada vez más amplios: de la instrumentalización de la vida humana mediante la legalización del uso de embriones humanos para fines investigadores no habrá más que un pequeño paso al diagnóstico genético preimplantacional, que tiene por objeto la selección de la vida humana; y esta, por su parte, incrementa el peligro de que, «además de a las debilidades, se persiga a los débiles» 95 y quiere que la vida impedida de embriones genéticamente lastrados sea «eliminada» de la sociedad actual. Como paso siguiente se aspirará a la clonación de la vida humana, proceso en el que se generarán embriones con la exclusiva finalidad de que sean sacrificados para la producción de células madre embrionarias. Pero el hombre, si cree que puede y debe crear él mismo hombres, queda degradado a almacén de suministros para su propio hacer, con el que pretende superar la muerte; lo cual, sin embargo, rebaja de manera creciente la dignidad humana. Y si el hombre se convierte en producto de sí mismo, se transforma de raíz su relación consigo mismo, como con razón acentúa el papa Benedicto XVI: «Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador; es su propio producto» 96. A la vista de las diversas amenazas que en la sociedad actual se ciernen sobre la vida humana, a la Iglesia se le plantea en la esfera pública de la sociedad actual el deber de defender el derecho a la vida de todo hombre y de abogar a favor de que el respeto por la dignidad de la vida humana tenga prioridad absoluta sobre toda consideración 157
pragmática de utilidad y toda ventaja económica. Tal primado de la dignidad de la vida constituye el núcleo de la «civilización del amor», a cuya edificación alentó sin cesar el papa Juan Pablo II exhortando a cerrar los «laboratorios de muerte» y a abrir «fábricas de vida». Así se reveló en mayor medida que nadie como comprometido luchador por la dignidad de la vida humana; y ello, desde sus principios hasta su fin natural. A este «Evangelio de la vida», tan importante para él, le dedicó incluso una comprometida encíclica, que, haciéndonos eco del juicio del cardenal Walter Kasper, debe ser encomiada como «palabra profética para nuestro tiempo» 97. Pues la Iglesia está llamada a demostrar que se trata de un movimiento evangélico por la vida: en contra de la injusticia, a favor de una mayor sostenibilidad solidaria; en contra de la amenaza que pesa sobre la creación, a favor de su conservación; en contra de la guerra, a favor de la paz; en contra de la escalada de odio y violencia, a favor de la reconciliación; en contra de la xenofobia, a favor de la verdadera ayuda a las personas con dificultades; y en contra del homicidio de la vida humana a pequeña y gran escala, a favor de una nueva cultura de la vida. En este compromiso por una nueva cultura de la vida, los cristianos tienen que atreverse hoy a sostener sobre todo que el futuro no debe pertenecer a los bebés de diseño manipulados genéticamente y sometidos a diagnóstico y selección prenatales, sino a los hijos de Dios. Desde ahí se evidencia con tanta más razón la tarea básica de la Iglesia de anunciar al Dios vivo y abogar a tiempo y destiempo por el derecho de este sobre la vida humana, desde la concepción hasta la muerte. Pues los retos sociales ante los que en la actualidad nos encontramos afectan profundamente a cuestiones de la fe cristiana. Estas cuestiones esperan una respuesta útil, que nazca además del centro mismo de la fe cristiana en Dios. Sea como fuere, debería darnos que pensar que, cabalmente en una época en que las propias Iglesias aducen gustosas balances sociales como demostración pública de su utilidad social situando en primer plano sus prestaciones diaconales en la sociedad contemporánea, justo un científico social como Hans Geser, sociólogo de la Universidad de Zúrich, exija a las Iglesias que no se limiten a integrarse en nuestra sociedad como «agencias de servicios», sino que se presenten y acrediten como «caballos de Troya» dotadas de ese imprevisible potencial de perturbación social «que caracterizó ya a los profetas bíblicos» 98.
3. El carácter público del cristianismo más allá de la adaptación secularista y el aislamiento fundamentalista Precisamente en la sociedad actual la Iglesia está llamada a vivir y actuar como una suerte de caballo de Troya, en cuyo vientre no se guarda, sin embargo, sino el recuerdo vivo de Dios y la dignidad de la vida humana englobada en esta conciencia de Dios. Sea como fuere, la Iglesia tendrá relevancia y también influencia en la esfera pública de la sociedad si se mantiene decidida en su «asunto», a saber, la pregunta por Dios como misterio de la vida humana. En esa tarea es y seguirá siendo insustituible. La Iglesia tan 158
solo puede afrontar serena y a la vez decididamente los retos sociales contemporáneos si mantiene a la vista el valor de la verdad que le ha sido encomendada. Sin embargo, la Iglesia únicamente puede asumir esta responsabilidad sobre la vida si no se adapta sin más a la sociedad actual ni se aísla de ella. Ahí radica ciertamente la doble tentación a la que hoy se encuentra expuesto el cristianismo, tentación que le paraliza en gran medida a la hora de cumplir su encargo de presencia pública. Por una parte, las Iglesias grandes, con su marcada concentración en la ética y la diaconía, corren el peligro de reaccionar a la secularización social con un proceso de autosecularización o, para ser más exactos, con una «moralización de la religión»: «Han incorporado el proceso de secularización en forma de proceso de autosecularización. Las exigencias morales de la religión se han convertido en el tema dominante; los contenidos de la religión que trascienden lo moral –el encuentro con lo santo, la experiencia de la trascendencia– han pasado a segundo plano» 99. Sin embargo, la experiencia muestra que estas tendencias a la autosecularización del cristianismo son, por otra parte, el mejor suelo nutricio para un fundamentalismo que vuelve a cobrar fuerza y se entiende a sí mismo como defensa contra el secularismo100. Pues tanto la autosecularización como el fundamentalismo capitulan ante la elemental tensión entre una conservación (Bewahrung) de la fe cristiana fiel a su origen y una acreditación (Bewährung) de dicha fe a la altura de los tiempos en la esfera pública contemporánea. De hecho, en la actual situación del cristianismo han vuelto a cobrar fuerza las dos tentaciones disyuntivas: o bien conservar con fidelidad al origen la identidad de la fe cristiana, pero separándola de modo fundamentalista del mundo; o bien cultivar el contacto dialógico y acorde a los tiempos de la Iglesia con el mundo, pero adaptando la fe al mundo de modo secularista, con lo que se hace peligrar críticamente su identidad o incluso se renuncia a ella. Por un lado, quien quiere conservar la identidad de la fe cristiana sin traducirla a la época correspondiente se expone a la tentación de hacer de la Iglesia, por así decir, una «tienda de antigüedades» histórica, en la que no solo todo permanece en lo antiguo, sino que no puede por menos de permanecer en lo antiguo. Esta tentación tiende a salvar la identidad de la fe por la exclusiva vía de su aislamiento respecto del mundo actual, favoreciendo una «Iglesia fortaleza», que se sabe amenazada en el mundo secularizado y, por tanto, se esfuerza por consolidarse como un bien definido bastión. En cambio, quien, por el otro lado, quiere traducir la fe al mundo actual sin guiarse en esa empresa por las directrices normativas del Evangelio y de la gran tradición eclesial se expone a la tentación de aproximar la fe al mundo extirpando de ella todo lo que no le gusta al espíritu de la época, permitiendo de ese modo que la Iglesia degenere, por así decir, en una «tienda de moda» espiritual, en la que tan solo lo más novedoso puede ser suficientemente bueno. Esta tentación se afana por acomodar la fe a las verosimilitudes sociales del mundo contemporáneo tanto cuanto sea posible y, en consecuencia, por establecer una «Iglesia congraciante», que apuesta por una ilimitada presencia pública, y una Iglesia a la que se acceda sin esfuerzo, que desea que casi nada sea vinculante y que las ofertas morales tengan un coste mínimo. 159
Resulta fácil de entender que en la época actual, signada por la actitud básica de un relativismo considerable, precisamente la segunda tentación –o sea, acomodar la fe a las exigencias en apariencia insoslayables del espíritu secular de la época en el mayor grado posible– esté muy extendida. Es importante interpretar la fe en consonancia con los tiempos y anunciarla pensando en el hombre actual. Pero allí donde obedeciendo únicamente a razones de moda se produce un distanciamiento de los enunciados esenciales de la fe, allí tiene lugar una adaptación inadecuada. De ahí que a muchas personas, incluidos muchos cristianos, el relativismo –que en el fondo persigue una fe sin dogmas y una moral sin normas– les parezca hoy la única actitud ilustrada y madura para un cristiano moderno, mientras que aquel que desde una fe firme intenta vivir conforme al credo de la Iglesia enseguida es tildado, en cambio, de fundamentalista. Pero que la hoy cada vez más avanzada acomodación y la consiguiente desaparición de los contornos de la fe no lleva al fortalecimiento del compromiso religioso, sino en último término a su disolución, lo acentuó hace ya décadas el inolvidable teólogo católico Karl Rahner con las siguientes palabras: «Un cristianismo que no posee una autocomprensión propia y valiente ni se diferencia ya del resto del mundo bien puede “liar el petate”» 101. De hecho, un cristianismo que sea conciliable con todo en el mundo actual y quiera rimar con todo se hace a sí mismo superfluo. En la actualidad hasta los estadísticos llaman la atención sobre el hecho de que aquellas Iglesias que se adaptan en gran medida a los estándares contemporáneos de la secularización pierden seguidores, mientras que aquellas otras que prometen a las personas un apoyo firme e instrucciones claras se tornan atrayentes102. La Iglesia se encuentra hoy en un gran campo de tensión determinado, por una parte, por el casi irresistible atractivo de la adaptación a nuestro secularizado mundo de la cultura y, por otra, por corrientes fundamentalistas contrarias, que sin duda llevan asociado el peligro del autoaislamiento de la Iglesia respecto del mundo en el que, quiera o no, vive. Frente a todo esto necesitamos, más allá del conformismo y el fundamentalismo, un nuevo camino hacia el futuro, un camino que ya Pablo señaló en su época. Pero él no considera precisamente mayor de edad una fe que sigue ante todo las olas de la moda y de las últimas novedades. Antes bien, exhorta a los cristianos de Éfeso a dejar de ser niños menores de edad a merced de las olas. Adulta, madura y mayor de edad es para él más bien una fe tan profundamente arraigada en la amistad con Jesucristo que está abierta a todo lo bueno, que aprende a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre la verdad y el engaño, y que se realiza ante todo en el amor. Dicho en sus propias palabras: «Así no seremos niños, juguete de las olas, zarandeados por cualquier ventolera de doctrina, por el engaño de la astucia humana, por los trucos del error. Al revés, con la sinceridad del amor, crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, al Mesías» (Ef 4,14-15). Palabras aún más claras pueden leerse en la Carta de Judas, cuya principal finalidad consiste en prevenir frente a herejías que hacen peligrar la fe y dividen a las comunidades, induciéndolas a error con doctrinas inaceptables. A estas las estigmatiza 160
Judas sin reservas y haciendo uso de imágenes drásticas, casi polémicas, como «nubes arrastradas por los vientos sin dar agua», «árboles en otoño sin fruto», «olas encrespadas del mar con la espuma de sus desvergüenzas» y «estrellas fugaces cuyo destino perpetuo son lóbregas tinieblas» (Jds 12-13). Judas exhorta a sus hermanos, en cambio, a «luchar por la fe que los santos recibieron de una vez para siempre» (v. 3). Dejar madurar una fe adulta y, guiados por el amor, vivir la verdad, a fin de aproximarse cada vez más a Cristo, cabeza de la Iglesia: en eso consiste la verdadera renovación que la Iglesia precisa en la actualidad. Pues la verdadera reforma de la Iglesia es la que se afana por lo auténticamente cristiano y se deja reclamar y modelar por ello. En este sentido, la reforma de la Iglesia que hoy se necesita no aspira precisamente a un grado menor, sino a un grado mayor de condición cristiana, que se entiende y realiza a sí misma como «luz del mundo» y «sal de la tierra». Es entonces cuando la Iglesia –al igual que la sal en la sopa– vive realmente en el mundo; pero al mismo tiempo no es del mundo, sino que, al igual que la luz, se encuentra en claro contraste con el mundo actual. Por eso, de la misión creíble de la Iglesia en la actualidad forman parte tanto la determinación de anunciar la fe de manera acorde a los tiempos como la valentía de defender la autocomprensión cristiana con humilde confianza en sí mismo, poniendo las cartas boca arriba en el mundo contemporáneo. Pues, como con razón afirma Reinhold Stecher, obispo emérito de Innsbruck, la Iglesia «no es una boutique intelectual ni una tienda de antigüedades, sino pueblo de Dios en camino hacia el Señor».
IV. La responsabilidad cristiana en la Europa actual Más allá del secularismo y del fundamentalismo, el cristianismo debe encontrar su camino en la esfera pública de las actuales sociedades europeas a fin de poder realizar su contribución también en la Europa contemporánea. Por eso de ningún modo puede sumarse al coro de los pesimistas culturales que consideran tan precaria la situación eclesial en Europa que están dispuestos a borrar a Europa del mapamundi de la Iglesia universal. Es cierto que Europa se halla tan cansada, no solo desde el punto de vista social sino también eclesial, que el teólogo latinoamericano Clodovis Boff habla de un «invierno eclesial que va de la mano de un invierno “cultural”» y precisa esta manifiesta «crisis de la expectativa histórica» con el diagnóstico de que a Europa le falta esperanza: «En la Iglesia europea hay quizá fe y amor, pero no esperanza» 103. Desde hace largo tiempo Europa está abordando además un experimento histórico tan singular como complejo, cuyo resultado nadie puede asegurar. El intento europeo de construir sociedades –o incluso una comunidad de Estados– que prescindan por principio de un fundamento religioso representa hasta tal punto una novedad histórica que uno podría verse forzado a juzgar que Europa es el único continente realmente secularizado y hasta a conjeturar junto con el papa Benedicto XVI que «la absoluta profanidad que ha
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cobrado forma en Occidente» es «profundamente extraña» a las civilizaciones del mundo, porque estas están convencidas de que «un mundo sin Dios no tiene futuro» 104. Sea como fuere, los debates sobre la llamada constitución de la Unión Europa han evidenciado que la mención pública de Dios en Europa ni siquiera logra suscitar ya el respaldo de la mayoría. ¿Hay que extraer de ello la conclusión de que la nueva Europa debe edificarse sobre una base atea, caracterizándose este novedoso ateísmo por el hecho de que ya ni acusa ni polemiza, sino que más bien proscribe el hablar sobre Dios del ámbito público a la esfera privada o incluso a una zona tabú y prescinde sin más de Dios en los asuntos sociales? ¿Adónde llevará una Europa semejante? ¿No se está poniendo de manifiesto con creciente claridad que la Europa que quiere construirse meramente sobre una economía común y una hacienda unificada se alza sobre un fundamento nada firme? Solo con el euro como nueva divisa, Europa no será capaz de sobrevivir. Europa necesita más bien una divisa intelectual y espiritual rectora y únicamente puede buscarla y encontrarla en la tradición bíblica de Dios, que impregna de manera determinante la cultura europea. De ahí que los cristianos no puedan considerar a Europa olvidada por Dios y mucho menos abandonada por él. Afirmar tal cosa sería más bien un juicio impío, que de todos modos solamente se podría haber aprendido en Europa. Antes bien, los cristianos y las cristianas viven en la convicción viva de que Dios planea también hoy algo bueno para el continente europeo y para el cristianismo en Europa. Esta convicción determinará por completo la suerte de la responsabilidad pública del cristianismo en Europa, que hoy ciertamente es necesario revitalizar de manera creíble y convincente y de la que Europa sigue y seguirá dependiendo en su camino hacia el futuro, ahora tan plagado de riesgos. La única manera de que Europa no vuelva a convertirse en una peligrosa pelota de los poderes políticos y económicos es que cobre conciencia de sus fundamentos intelectuales105. Nada menos que Mijail Sergéyevich Gorbachov ha acentuado que «una política en Europa sin relación con la cultura y la ética» no puede tener éxito, porque correría peligro de «degenerar y volverse contra los pueblos». Con ello, Gorbachov pone inequívocamente de relieve que no cabe hablar de Europa al margen del cristianismo y reconoce que él mismo debe el conocimiento fundamental de esta dimensión espiritual y cristiana de la política en Europa al testimonio personal de vida del papa Juan Pablo II106. En este sentido, el cristianismo se enfrenta hoy al reto de preguntarse de un modo nuevo por su responsabilidad misionera en las sociedades secularizadas de Europa y antes de nada probablemente por su propia fuerza y alegría creyentes. Si el cristianismo reúne hoy, con humilde confianza en sí mismo, la valentía para plantearse su propia crisis de fe y renovarse, también tendrá futuro en la esfera pública de las sociedades europeas.
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62. C. M. MART INI, «“Hinabgestiegen nach Kafarnaum” (vgl. Mt 4,13) – Im heutigen Europa die Hoffnung stärken – dem Bösen widerstehen. Arbeitsergebnisse und Orientierungen», alocución conclusiva en el séptimo simposio del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, 83. 63. W. HUBER , Kirche, Stuttgart 1979, 144. Al respecto, cf. también las fundamentales consideraciones de Id., Kirche und Öffentlichkeit, Stuttgart 1973. 64. Cf. E. J ÜNGEL, «Kirche im Sozialismus – Kirche im Pluralismus. Theologische Rückblicke und Ausblicke», en T. Rendtorff (ed.), Protestantische Revolution. Kirche und Theologie in der DDR: Ekklesiologische Voraussetzungen, politischer Kontext, theologische und historische Kriterien, Göttingen 1993, 311-350. 65. I. KANT , Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, Akademie-Textausgabe VII, Berlin 1969, 128ss [trad. esp.: Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid 2004]. 66. Cf. W. WELSCH, Unsere postmoderne Moderne, Weinheim 1987. 67. Cf. W. KASPER , «Postmoderne Dogmatik?»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 19 (1990), 298306; Id., «Die Kirche angesichts der Herausforderungen der Postmoderne»: Stimmen der Zeit 215 (1997), 651-664. 68. Cf. K. KOCH, «Gott ist Liebe. Die Identität des christlichen Glaubens im Konzert der Religionen», en F. Lackner y W. Mantl (eds.), Identität und offener Horizont (Festschrift für E. Kapellari), Wien 2006, 209231. 69. J. RAT ZINGER , «Wahrheit des Christentums?», en A. Raffelt (ed.), Weg und Weite (Festschrift für K. Lehmann), Freiburg i.B. 2001, 632. 70. Cf. R. SCHWAGER , Christus allein? Der Streit um die pluralistische Religionstheologie, Freiburg i.B. 1996. 71. R. BERNHARDT , «Desabsolutierung der Christologie?», en M. von Brück y J. Werbick (eds.), Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch die pluralistische Religionstheologie, Freiburg i.B. 1993, 184-200. 72. Cf. W. KASPER , «Einzigkeit und Universalität Jesu Christi», en K. Krämer y A. Paus (eds.), Die Weite des Mysteriums. Christliche Identität im Dialog (Festschrift für Horst Bürkle), Freiburg i.B. 2000, 146-157. 73. E. J ÜNGEL, «Zum Wesen des Christentums», en Id., Theologische Erörterungen IV: Indikative der Gnade – Imperative der Freiheit, Tübingen 2000, 18. 74. Cf. K. LEHMANN, «Säkularer Staat: Woher kommen das Ethos und die Grundwerte? Zur Interpretation einer bekannten These von Ernst-Wolfgang Böckenförde», en S. Schmidt y M. Wedell (ed.), «Um der Freiheit willen ...» Kirche und Staat im 21. Jahrhundert, Freiburg i.B. 2002, 24-30. 75. E.-W. BÖCKENFÖRDE, «Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisierung», en Id., Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Frankfurt 1991, 113. 76. Cf. W. PANNENBERG, Christentum in einer säkularisierten Welt, Freiburg i.B. 1988. 77. Cf. N. LUHMANN, Die Funktion der Religion, Frankfurt a.M. 1977. 78. Cf. F.-X. KAUFMANN, Kirche begreifen. Analysen und Thesen zur gesellschaftlichen Verfassung des Christentums, Freiburg i.B. 1979; Id., Religion und Modernität, Tübingen 1989. 79. Cf. J. HABERMAS , «Soziologische Notizen zum Verhältnis von Arbeit und Freizeit», en G. Funke (ed.), Konkrete Vernunft (Festschrift für E. Rothacker), Bonn 1958, 219-231. 80. G. LOHFINK Y N. LOHFINK, «“Kontrastgesellschaft”. Eine Antwort an David Seeber»: Herder Korrespondenz 40 (1986), 191. 81. J. MOLT MANN, «Liberalismus und Fundamentalismus der Moderne», en Id., Gott im Projekt der modernen Welt. Beiträge zur öffentlichen Relevanz der Theologie, München 1997, 191. 82. Cf. V. CONZEMIUS , 150 Jahre Diözese Basel. Weg einer Ortskirche aus dem «Getto» zur Ökumene, Basel 1979. 83. Cf. G. NAY, «Kirche und Staat im Lichte der Religionsfreiheit. Die schweizerische Lösung des Dualismus», en A. Loretan y F. Luzzatto (eds.), Gesellschaftliche Ängste als theologische Herausforderung, Münster 2004, 65-78; W. Spieler, «Staatskirchenrecht als Kirchennotrecht. Plädoyer für die Partizipation der
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Gläubigen an der Kirchenleitung», en D. Mieth y R. Pahud de Mortanges (eds.), Recht – Ethik – Religion, Luzern 2002, 65-75. 84. Cf. M. WALSER , «Kantonalkirche und Kirchgemeinden. Anmerkungen zum Entscheid vom 18. Dezember 2002 des Schweizerischen Bundesgerichts zum sogenannten Kirchenaustritt (AZ 2P.16/2002/mks) und zu Eigenheiten des Schweizer Staatskirchenrechts», en W. Rees (ed.), Recht in Kirche und Staat. Joseph Listl zum 75. Geburtstag, Berlin 2004, 833-852. 85. W. HUBER , Kirche in der Zeitenwende. Gesellschaftlicher Wandel und Erneuerung der Kirche, Gütersloh 1998, 269. 86. M. KEHL, «Kirche in der Fremde. Zum Umgang mit der gegenwärtigen Situation der Kirche», en G. Koch y J. Pretscher (eds.), Wozu Kirche? Wozu Gemeinde? Kirchenvisionen, Würzburg 1994, 41s. Cf. también Id., Wohin geht die Kirche? Eine Zeitdiagnose, Freiburg i.B. 1996. 87. Cf. los análisis de H. MÜHLEN, Kirche wächst von innen. Weg zu einer glaubensgeschichtlich neuen Gestalt der Kirche. Neubestimmung des Verhältnisses von Kirche und Gesellschaft, Paderborn 1996, espec. 39-160: «Kritische soziologisch-theologische Grundlegung». 88. W. KASPER , «Der Päpstliche Rat zur Förderung der Einheit der Christen im Jahre 1999»: Catholica 54 (2000), 93 [trad. esp.: «El ecumenismo, en proceso de cambio radical», en Id., Caminos hacia la unidad de los cristianos. Escritos de ecumenismo I, Obra Completa de Walter Kasper 14, Sal Terrae, Santander 2014, 319342]. 89. Predigten und Ansprachen von Papst Johannes Paul II. bei seiner apostolischen Reise nach Mittelamerika vom 2. bis 10. März 1983, Bonn s/f, 120 [el texto pertenece al discurso de Juan Pablo II a la XIX asamblea del CELAM el 9 de marzo de 1983 en Puerto Príncipe (Haití); la versión española puede consultarse en www.vatican.va]. 90. Cf. W. KASPER , «Evangelisierung und Neuevangelisierung. Überlegungen zu einer neuen pastoralen Perspektive», en P. Neuner y H. Wagner (eds.), In Verantwortung für den Glauben. Beiträge zur Fundamentaltheologie und Ökumenik (Für Heinrich Fries), Freiburg i.B. 1992, 231-244; W. Zauner, «Evangelisierung und Neu-Evangelisierung»: Theologisch-Praktische Quartalschrift 138 (1990), 49-56. 91. Cf. W. KASPER , Glaube: ein Geschenk zum Weitergeben, Ostfildern 1984. 92. Cf. F. KÖNIG, «Die Gottesfrage klopft wieder an unserer Tür», prólogo a C. M. Martini y U. Eco, Woran glaubt, wer nicht glaubt?, Wien 1998, 11; K. Koch, «Die Gottesfrage klopft an die ökumenische Türe»: Catholica 54 (2000), 1-13. 93. P. M. ZULEHNER , Ein Obdach der Seele. Geistliche Übungen – nicht nur für fromme Zeitgenossen, Düsseldorf 1994, 54. 94. Cf. K. KOCH, «Grenzen in der (Bio-) Medizin: Verfügbarkeit über das Leben?»: Rivista Teologica di Lugano 9 (2004), 203-226 y 286-287. 95. F. KAMPHAUS , «Von Designer-Babies und Gotteskindern. Gedanken zu Gentechnik und pränataler Diagnostik», en B. Nacke y S. Ernst (eds.), Das Ungeteiltsein des Menschen. Stammzellenforschung und Präimplantationsdiagnostik, Mainz 2002, 226. 96. BENEDICTO XVI / J. RAT ZINGER , Werte in Zeiten des Umbruchs. Die Herausforderungen der Zukunft bestehen, Freiburg i.B. 2005, 33 [trad. esp.: Europa: raíces, identidad, misión, Ciudad Nueva, Madrid 2005]. 97. Cf. W. KASPER , «Ein prophetisches Wort in die Zeit. Anmerkungen zur Enzyklika “Evangelium vitae”»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 24 (1995), 187-192. 98. H. GESER , «Sozialbilanzierung: eine neue gesellschaftliche Legitimationsstrategie der Kirchen», en A. Loretan (ed.), Kirche – Staat im Umbruch. Neuere Entwicklungen im Verhältnis von Kirchen und anderen Religionsgemeinschaften zum Staat, Zürich 1995, 154. 99. W. HUBER , Kirche in der Zeitenwende, op. cit., 31. 100. Cf. K. KOCH, «Fundamentalismus: eine “katholische” Häresie? Offene, aber nicht ungestaltete Identität des Christentums», en Id., Verbindliches Christsein – verbindender Glaube. Spannungen und Herausforderungen eines zeitgemäßen Christentums, Fribourg (Suiza) 1995, 65-114.
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101. Glaube in winterlicher Zeit. Gespräche mit Karl Rahner aus den letzten Lebensjahren, ed. por P. Imhof y H. Biallowons, Düsseldorf 1986, 212 [trad. esp.: La fe en tiempos de invierno: diálogos con Karl Rahner, DDB, Bilbao 1989]. 102. Cf. M. PERA Y J. RAT ZINGER (EDS .), Ohne Wurzeln. Der Relativismus und die Krise der europäischen Kultur, Ausgburg 2005 [trad. esp. del orig. italiano: Sin raíces: Europa, relativismo, cristianismo, islam, Península, Barcelona 2006]. 103. C. BOFF , «Winter und Aufbruch in der Kirche Europas. Brief eines lateinamerikanischen Theologen an einen europäischen Christen», en N. Greinacher y C. Boff, Umkehr und Neubeginn. Der Nord-Süd-Konflikt als Herausforderung an die Theologie und die Kirche Europas, Fribourg (Suiza) 1986, 52. 104. BENEDICTO XVI / J. RAT ZINGER , Werte in Zeiten des Umbruchs, op. cit., 88. 105. Cf. J. RAT ZINGER , Wendezeit für Europa? Diagnosen und Prognosen zur Lage von Kirche und Welt, Einsiedeln 1991 [trad. esp.: Una mirada a Europa: Iglesia y Modernidad en la Europa de las revoluciones, Rialp, Madrid 1993]; K. Koch, Christsein in einem neuen Europa. Provokationen und Perspektiven, Fribourg (Suiza) 1992. 106. Entrevista a M. S. GORBACHOV, «Eine Europapolitik ohne Verhältnis zur Kultur und Ethik kann keinen Erfolg haben»: L’Osservatore Romano, ed. semanal en alemán de 28 de julio de 2000, 6.
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CUARTA PARTE:
Dimensiones de la Iglesia La Iglesia es, desde su comienzo y por su propia naturaleza, católica. Pero, como católica, la Iglesia es al mismo tiempo apostólica, basada sobre el cimiento de los apóstoles. Porque los apóstoles son los «enviados» del Señor, que llevan su mensaje al mundo. Con todo, el primer envío de la historia salvífica atestiguado en el Nuevo Testamento no es realmente el percibido por los apóstoles sino por María. Esta mujer está al comienzo de la historia de salvación cristiana y su nombre contiene, como subraya Juan Damasceno, «todo el misterio de la economía de la encarnación» (De fide ortodoxa III, 12). Aquí se trata no solo de una prioridad temporal sino de una primacía que, para la Iglesia, es constitutiva y por eso, permanece. Porque la Iglesia es primariamente mariana, mientras que lo apostólico está al servicio de lo mariano. Solo ambas dimensiones juntas constituyen la catolicidad de la Iglesia. A esta indisoluble conexión, que es importante redescubrir hoy en la Iglesia, van dedicadas las siguientes reflexiones.
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CAPÍTULO 1:
La dimensión mariana de la Iglesia «EL ángel espera tu respuesta, porque es hora de volver a Aquel que le ha enviado… Oh Señora: responde la palabra, que la tierra, el infierno, el mismo cielo están esperando. El Rey y Señor de todos se prendó de tu belleza: con el mismo anhelo ansía tu respuesta afirmativa» 1. Con estas apremiantes palabras dramatiza Bernardo de Claraval la espera de Dios y la espera de la humanidad, y expresa con toda plasticidad que todo el adviento de la humanidad confluye en María. Porque Dios ha elegido a María, la humildemente creyente doncella de Israel, para venir a nuestro mundo y celebrar su adviento. Por eso, María se manifiesta como una figura plena y totalmente de adviento: y, por supuesto, en el doble sentido que aparece sobre todo en el Evangelio de Lucas. Lucas, en efecto, describe a María como mujer de adviento por partida doble: al principio de su Evangelio, cuando María está esperando el nacimiento de su hijo, y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, cuando espera el nacimiento de la Iglesia2. Hay una correlación manifiesta entre la encarnación del Hijo de Dios en Belén por la fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés igualmente en virtud del Espíritu. Lucas pretende de este modo expresar que la maternidad de María no es simplemente un acontecimiento biológico singular, sino que en toda su persona fue, es y sigue siendo, madre: es decir, madre también de la Iglesia.
I. María como Iglesia en persona María quedó constituida plenamente como Madre de la Iglesia al pie de la Cruz de Jesús. Cuando Jesús en la cruz vio a su madre y junto a ella al discípulo amado, le dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Jesús confió a su discípulo lo más valioso que en absoluto podía dar: su propia madre. Como, entre los enamorados, la madre de uno se convierte también en madre del otro, así la madre de Jesús se hace también madre de la Iglesia porque Cristo ama a su Iglesia. En el momento en que Jesús pone a Juan en manos de María y hace entrega de María a Juan –y por medio de él, a todos los discípulos en todas las generaciones–, en ese momento nace literalmente Iglesia. Y es que, cuando a continuación se dice en el Evangelio de Juan que el discípulo «desde aquel momento» llevó a María a su casa, hay razón para ver en ese acontecimiento la raíz más profunda de la Iglesia. Esta preciosa escena del Evangelio de Juan muestra además que la Iglesia no solo ha nacido al pie de la cruz, sino que es siempre Iglesia bajo la cruz y que constantemente tiene que aprender, no solo a estar bajo la cruz sino también, y sobre todo, a comprometerse por la cruz.
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Sin duda que María es madre de la Iglesia precisamente en el sentido de que en ella está prefigurada la Iglesia misma. Esta dimensión mariana de la Iglesia la ha expresado el concilio Vaticano II sobre todo en su conocida decisión de que la doctrina de fe sobre María no se debía exponer en un texto aparte sino que se debía asumir en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. En el texto definitivo la encontramos ahora expuesta en el capítulo octavo con el título: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». A esta dimensión mariana de la Iglesia apuntan ya los mismos nacimientos navideños que no son simples representaciones folclóricas de verdades de fe sino que, más bien, conducen a su núcleo central. En ellos se percibió bien pronto el misterio de la Iglesia misma: por supuesto, sobre todo, en la figura de María. Porque los nacimientos muestran que la Iglesia es, en primer lugar, mariana y solo en segundo lugar, petrina: en la tradición se ha visto prefigurado en José al obispo como representante del principio petrino. La vara florecida que lleva en muchos cuadros se interpretó en el sentido de que en José aparece el prototipo del obispo cristiano. Esta inequívoca primacía del principio mariano-femenino sobre el petrino-masculino indica el carácter básicamente relativo del ministerio en la Iglesia: como José, así también el obispo está constituido como administrador del misterio de Dios, como padre de familia y guardián del santuario. Así como María está bajo la protección de José, así la Iglesia está confiada como esposa al obispo. Esta esposa, precisamente por eso, no está a disposición suya o incluso entregada a su libre arbitrio, sino bajo su tutela protectora. Porque María es la mujer sobre la que desciende el Espíritu Santo y a la que este constituye en el nuevo templo, en la Iglesia. Todo ministerio en la Iglesia tiene que estar a su servicio. Por eso, la Iglesia no está constituida primariamente por las estructuras objetivas del ministerio: más bien, precisa antes el seno subjetivo creyente de la palabra de Dios, es decir, la fe, la esperanza y el amor de aquellos (y entre ellos, de forma modélica, de María) que, en esa actitud fundamental de recibir y de sentirse en deuda, son verdaderamente Iglesia. La misma primacía se hace patente otra vez en la consumación de la vida de María, en su asunción al cielo, cuya fiesta está documentada desde el siglo V: en concreto, en la iglesia del Sepulcro de María, al pie del monte de los Olivos. Desde allí, esta fiesta se extendió por Jerusalén a todo el oriente y se aclimató incluso en Roma. Ahora bien, ciertamente fue en el año 1950 cuando este misterio fue proclamado de manera solemne como dogma por el papa Pío XII con las siguientes palabras: «María, la Madre de Dios, ha sido elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste». También, y de manera especial en su consumación, María es el prototipo y la auténtica primera dama de toda la creación y, por ello, es proclamada tota pulchra, toda hermosa: «En el fragmento que es María resplandece la belleza de todo el plan de Dios sobre la creación» 3. Si en María se manifiesta la humanidad ya consumada y salvada en Cristo, la plenitud de la creación aparece justamente bajo la figura de una mujer. ¿Qué pretende 168
significar más precisamente este símbolo? Sobre ello hizo una indicación ilustrativa el papa Juan Pablo I. En sus cartas ficticias, publicadas bajo el título Ilustrísimos señores, al reproche de las alumnas de un colegio, en el sentido de que en la Iglesia católica la mujer estaría discriminada, Albino Luciani respondió con una referencia al misterio de la asunción de María al cielo: «La plenitud de la creatura, como creatura, se realiza en la mujer, no en el varón» 4. Hablando con más precisión, en la consumación de la mujer se realiza también realmente la consumación del varón, porque en María se manifiesta el lado femenino de la totalidad de lo humano, que revela también la integración de lo masculino y, con ello, deja transparentar los rasgos de la nueva creación en el Señor. La primacía de la mujer, según la fe cristiana, no se aplica solo realmente a la consumación sino que vale ya para la Iglesia terrena, la cual es, en primer lugar, femenina: y adviértase que ese «en primer lugar» es algo permanente, como lo subrayó Hans Urs von Balthasar: «En María está ya la Iglesia corporalmente, antes de estar organizada en Pedro» 5. Redescubrir el misterio de la Iglesia con los ojos de María y, desde María, aprender lo que es ser Iglesia, es una imperiosa exigencia de la hora actual6. Solo en la vuelta al signo que es María y, con ello, a la dimensión mariano-femenina de la Iglesia, rectamente entendida, se hace posible un acceso a su verdadero misterio. Por el contrario, cuando en la Iglesia, con talante y estilo masculinos, se pone en primer plano ante todo lo masculino-estructural, lo institucional y organizativo, su misterio corre el riesgo de quedar soterrado, como con frecuencia sucede hoy. ¿O acaso es una casualidad que en la conciencia actual de Iglesia domine la imagen masculina de Iglesia como «pueblo de Dios» y no la imagen femenina de María como ecclesia, en el sentido de esposa de Cristo? ¿No guardan entre sí una relación mayor de lo que pensamos la actual evanescencia del misterio de Iglesia y el difuminarse de la devoción mariana? ¿Y no son estos dos síntomas de decadencia dos caras de la misma moneda, es decir: del excesivo hincapié en lo petrino-masculino y de la represión de lo marianofemenino en la Iglesia hoy, y paradójicamente la mayoría de las veces, por parte de aquellos que constantemente están cacareando su malestar con el principio petrino en la Iglesia? Con razón ha señalado el papa Benedicto XVI que la idea mariana de la Iglesia es lo más opuesto a un concepto puramente organizativo o incluso burocrático de Iglesia: «La Iglesia, no podemos hacerla; tenemos que serla. Y solo en la medida en que la fe modele nuestro ser, por encima y más allá de nuestro hacer, somos Iglesia, hay Iglesia en nosotros. Solo siendo marianos llegamos a ser Iglesia. Tampoco en su origen fue hecha la Iglesia, sino engendrada. Fue engendrada cuando en el alma de María se avivó el Fiat» 7.
II. Línea femenina en la historia de la salvación Naturalmente, aquí se trata de símbolos que no se pueden llevar hasta el extremo so pena de abusar de ellos. Sin embargo, los más bellos misterios de la fe cristiana no se pueden captar en puros conceptos; para entenderlos se necesitan, más bien, imágenes abiertas y 169
sugerentes. Como el misterio mismo del amor interhumano solamente se puede expresar en metáforas diversas, así también el amor entre Dios y el ser humano necesita ser cantado en pluralidad de imágenes. Esto tiene aplicación especial respecto de aquel símbolo de la Iglesia que se nos ofrece en la figura y persona de María, en la que destaca lo nuevo del ser-Iglesia. Ahora bien, esta imagen solo se puede entender realmente si descubrimos hasta qué punto el misterio de María está ya preparado en el Antiguo Testamento. Que la mujer ha desempeñado un papel decisivo en toda la historia de la salvación que Dios realiza con el ser humano salta a la vista cuando contemplamos más de cerca el árbol genealógico de Jesús (cf. Mt 1,1-17). Es verdad que, a primera vista, el árbol genealógico de Jesús aparece como una pura historia de varones. Ya la indicación de que de Abrahán a David son catorce las generaciones muestra que se trata de una genealogía de David. Porque las letras con las que se escribe en hebreo el número catorce son las mismas que componen la palabra «David». Pero si uno mira con más minuciosidad, salta a la vista que en ese árbol genealógico se citan hasta cinco mujeres: cuatro, de la historia judía, más María. Más llamativo todavía resulta que se enumeren justamente aquellas mujeres que han pasado por ser una mancha en la historia de Israel y que, por esto, podrían al menos poner en tela de juicio la limpieza de un árbol genealógico. En todo caso, las mujeres de la protohistoria de Mateo parecen distorsionar «el carácter rectilíneo de la genealogía de los varones» 8. Está, en primer lugar, Tamar, la nuera de Judá, que consiguió de él por la fuerza el derecho de descendencia que se le había negado; a través de ella, sin embargo, pasó el reino a Judá. Viene en segundo lugar Rajab, la prostituta que facilitó el camino a Jericó a los exploradores de Israel, abriéndoles así la puerta a la tierra santa. En tercer lugar está Rut, la moabita, unida a un judío, tras cuya muerte quedaba ciertamente libre para volver al paganismo, pero se unió voluntariamente al Dios de Israel y, de este modo, se convirtió en progenitora de la dinastía davídica. Y finalmente, Betsabé, la mujer de Urías, de origen hitita, pero que por su afecto por David aceptó a su Dios y por este camino llegó a ser madre de Salomón. Tamar, Rajab, Rut, Betsabé: estas cuatro mujeres tienen en común que no son judías y que como mujeres gentiles aparecieron en las encrucijadas decisivas de la historia de Israel, de manera que con razón pueden ser consideradas como «las auténticas matriarcas de la monarquía en Israel» 9. Estas cuatro mujeres constituyen los nudos del árbol genealógico de Jesús; por ello destaca la relación con la quinta mujer, a la que todo el árbol genealógico conduce: es decir, con María. Con ella, en el árbol genealógico de Jesús queda completamente relativizada la historia masculina. Que con María ha entrado en el mundo algo completamente nuevo salta a la vista en el árbol genealógico de Jesús en el hecho de que los distintos nombres van siempre unidos por el verbo «engendró», mientras que ahora se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la quenació Jesús, llamado el Mesías». Dado que de este modo se 170
afirma que José solamente ha sido el esposo de María, pero que no engendró a Jesús, el evangelista quiere expresar que Jesús forma parte del árbol genealógico davídico por razón de su pertenencia legal, no a causa de la relación biológica. Puesto que en Israel lo decisivo realmente es la procedencia legal, no la biológica, Jesús forma parte de pleno derecho del árbol genealógico davídico y entra por entero dentro de él. Pero, por otra parte, con María y por María se ha introducido en la historia de la salvación un comienzo completamente nuevo; y esto sucede por su Sí de fe, que se apoya en la fe de las madres de Israel. Desde estos supuestos se impone también la relación con Abrahán, el padre en la fe: relación que a todas luces muestra una diferencia esencial; la fe de Abrahán se constituyó en el comienzo de la antigua alianza; la fe de María, por el contrario, se ha constituido en la apertura de la nueva alianza. Porque al inicio del nuevo pueblo de Dios –sin perjuicio del puesto de Abrahán como «padre de los creyentes»– está ahora María como «madre de los creyentes» 10.
III. El misterio María-Iglesia Este nuevo comienzo se pone de manifiesto sobre todo en la escena de la Anunciación, en el Evangelio de Lucas (cf. 1,26-38). La escena comienza con el saludo del arcángel Gabriel a María: «Alégrate, llena de gracia». Este «alégrate» suena, en un primer momento, como el saludo corriente entonces en la vida diaria, dentro del ámbito de habla griega. Pero con esta fórmula de saludo, Lucas expresa algo mucho más profundo. Porque sobre un trasfondo veterotestamentario, Lucas anuncia la alegría del tiempo mesiánico. Este anuncio se fundamenta en ese momento con la afirmación: «El Señor está contigo». También esta afirmación tiene su raíz veterotestamentaria y contiene aquí la doble promesa destinada a Israel, a la hija de Sion: que Dios vendrá como salvador y que habitará en ella. Esta promesa la asume el arcángel Gabriel y se la aplica ahora a María, con lo cual la equipara con la hija de Sion. Esto se hace aún más claro cuando el ángel promete que el Espíritu Santo obrará la concepción del Hijo de Dios. Al utilizar Lucas la palabra «cubrirá» para expresar la venida del Espíritu Santo sobre María, se está refiriendo a los relatos veterotestamentarios de la nube sagrada que estaba sobre la tienda del encuentro, con lo que alude a la inhabitación de Dios. De este modo, María aparece como la nueva Tienda Sagrada, la verdadera Arca de la Alianza, el nuevo Templo, en los que habita Dios. Con esto se entiende también el tratamiento dado a María como «llena de gracia». Porque la palabra griega para decir «gracia» (cháris), procede de la misma raíz que la palabra con la que se dice «alegría» (chará). Según la convicción bíblica, la gracia es la fuente de toda alegría y la alegría proviene de la gracia. En su verdadera profundidad, solo puede alegrarse el que está en gracia. En este punto hay que considerar que gracia no es simplemente algo que proviene de Dios, sino Dios mismo que viene a los humanos. 171
Gracia es, en lo más profundo, una palabra de relación, por lo que el saludo del ángel a María: «Alégrate tú, la llena de gracia», incluye al mismo tiempo la afirmación de que Dios mismo habita en María. El saludo del ángel en la escena de la Anunciación designa a María como la hija de Sion y la identifica con el esponsal pueblo de Dios. Por eso, todo lo que en la Sagrada Escritura se dice sobre la Iglesia (ekklēsía), vale primordialmente de María; y a la inversa, desde María percibe la Iglesia todo lo que es y debe ser. Porque María es el prototipo de la Iglesia o, dicho más adecuadamente, es Iglesia en estado original. María es «su espejo, la auténtica medida de su ser, porque da enteramente la medida de Cristo y de Dios, “plenamente inhabitada por él”» 11. Si María ha vivido de tal manera que se ha hecho plenamente disponible para Dios y habitáculo suyo, la Iglesia a ninguna otra cosa ha sido llamada que a ser también habitáculo de Dios en el mundo. Y si María ha llevado en su seno como en un tabernáculo a Jesús, la Iglesia no tiene ningún otro destino que el de vivir como tabernáculo del Santísimo en el mundo. Solo a esta luz mariana, la Iglesia es más que una organización social, es decir, un organismo vivo: más exactamente, el organismo sacramental de Jesucristo. En prototipo fundante y en figura original de la Iglesia, que incluye, fundamenta y sustenta a todo lo demás, se ha convertido María, sobre todo, por su Sí, por su «hágase en mí según tu palabra». Por esto, en María encuentra la Iglesia su centro personal y la realización plena de la idea de Iglesia. De aquí recibe el Sí de María, tanto para la Iglesia como para el creyente individual, un significado prototípico. Porque Cristo ve a su Iglesia como a la esposa digna de sí, en María brilla la correspondencia personificada entre la palabra divina y la respuesta de la creatura humana. En esta pura correspondencia, el Sí de María refleja con tersura la palabra del amor de Dios –en «concepción inmaculada»– y la hace transparente en su belleza: María «no es la palabra (Wort), pero es la respuesta (Antwort) adecuada, tal como Dios la espera del ámbito de lo creado y tal como, por su gracia, él la provoca dentro de ese ámbito mediante su palabra» 12. Esta relación esponsal entre Cristo y María y, consiguientemente, entre Cristo y la Iglesia, halla su forma consumada en la celebración de la eucaristía. Como María al pie de la cruz tuvo que decir Sí al sacrificio de la vida de Jesús y dijo ese Sí con su acuerdo lleno de fe, así también la actitud adecuada de la Iglesia, a la vista del autodesbordamiento eucarístico de Cristo, solo puede consistir en un acuerdo sin reserva con el sacrificio de la vida del Señor. Dado que, en la eucaristía, la Iglesia realiza dentro de sí la entrega de la vida de Cristo y ella misma se incorpora a ese sacrificio, en lo más profundo la Iglesia se constituye por ese acuerdo y sintonía. En la eucaristía se realiza la unidad indisoluble en la diversidad permanente y radical entre el Señor que se entrega y la Iglesia-esposa que recibe esa entrega y se incorpora a sí misma a ella, de tal manera que, con el papa Benedicto XVI, hay que entender la eucaristía como «el centro místico del cristianismo en el que misteriosamente Dios sale una y otra vez de sí y a nosotros nos atrae a su abrazo» 13. Por eso, el misterio eucarístico de la Iglesia solo mantiene su 172
verdadera dimensión cuando en él va incluido el misterio mariano, es decir: cuando la esclava –que oye y concibe, que pronuncia su Fiat en su libertad liberada por la gracia– ella misma se constituye en esposa y cuerpo. De este modo, en la eucaristía se realiza del modo más intenso pensable el encuentro esponsal entre Dios y su creatura tal como se puede contemplar, de forma modélica, en la relación entre Dios y María.
IV. Virginidad como signo de la esperanza De aquí se infiere también el sentido profundo de la razón por la que Cristo quiso nacer de una virgen y por la que María, como virgen, es madre de Jesús y de la Iglesia. En absoluto, hubiera sido plenamente posible que Jesús hubiera nacido en un matrimonio totalmente normal. Consiguientemente, que en el misterio del nacimiento virginal de Jesús, en modo alguno se trata de una infravaloración de la comunidad conyugal, se muestra claramente con solo volver la vista otra vez al Antiguo Testamento y entrever en él hasta qué punto el misterio de María está ya preparado en el Antiguo Testamento: Ese misterio está ya prefigurado en Sara, que fue estéril y solo en edad muy avanzada, cuando ya sus energías vitales habían desaparecido, llegó a ser madre de Isaac y, con ello, madre del pueblo elegido: y eso, evidentemente, solo por la fuerza de Dios. Este misterio vuelve a hacerse patente en Ana, la madre de Samuel, que, siendo igualmente estéril, al fin dio a luz nueva vida; y lo mismo en Isabel, la madre de Juan el Bautista. En esta lista está María, la cual dio la vida a Jesús siendo virgen, como afirma el evangelista Mateo a propósito del nacimiento de Jesús, en el que ve cumplida la promesa profética: «Mira, la virgen está encinta, dará a luz un hijo que se llamará Emmanuel, que significa: Dios con nosotros» (Mt 1,23). También el contenido de esta promesa tiene raíces veterotestamentarias. Hartmut Gese, protestante, especialista en el Antiguo Testamento, ha mostrado convincentemente que los judíos de Alejandría que tradujeron la Sagrada Escritura del hebreo al griego, creando así la versión de los Setenta, no incurrieron en ningún error de traducción cuando vertieron la promesa del profeta Isaías –que una doncella concebiría un niño y daría a luz un hijo al que pondría por nombre Emmanuel– con la expresión «virgen». Al contrario, de ese modo reproducían su visión de fe, que ya había crecido en el judaísmo: a saber, que el rey mesiánico que habría de conducir a su pueblo definitivamente a la liberación –también, y especialmente, a la liberación de la culpa y de la muerte– no se había de deber simplemente al vigor de la semilla de un varón humano, sino solo y únicamente a Dios14. Porque, tras el desastre del destierro babilónico y de las experiencias separatistas derivadas de él con diversos reyes del árbol genealógico de David, los judíos habían aprendido la lección de la historia y se habían vuelto a Dios, cuya salvación llega al mundo por el camino de una virgen. La confesión de la concepción virginal del Mesías, es ya, por lo mismo, «una herencia judía» 15.
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A la luz del Antiguo Testamento se hace evidente lo que todavía hoy quieren decir esterilidad y virginidad de la Iglesia: la salvación de Dios no viene en absoluto de nosotros, los humanos, y de nuestra propia fuerza, sino única y exclusivamente de Dios y de su gracia. El nacimiento virginal es el signo de esperanza radical en Dios, es decir, el símbolo de la pura gracia de Dios, la cual por sí misma produce nueva vida incluso allí donde la infecundidad humana no es capaz de traer nada más al mundo. María promete que la gracia de Dios es infinitamente más fuerte que la debilidad humana y que puede vencerla de nuevo.
V. Iglesia-luna en el seguimiento de María En esta promesa veterotestamentaria y en el cumplimiento neotestamentario en María nos es dado percibir el mayor consuelo también para la nada fácil situación actual de la Iglesia, en la que igualmente experimentamos mucha esterilidad. Continuamente tenemos que constatar más claramente y al tiempo aprender también con pesar que (ya) no estamos en situación de construir la Iglesia solo con nuestras fuerzas, con nuestros medios económicos, con nuestro personal, con nuestra creatividad y nuestro prestigio. La realidad se encarga de poner en tela de juicio una y otra vez la mentalidad vivida en los decenios pasados y todavía hoy ampliamente dominante, a saber, que podemos por nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas, configurar la Iglesia y ordenarla conforme a nuestro querer y sentir. En todo caso, ha quedado hoy fuera de nuestro alcance mucho de lo que en los últimos años habíamos pensado que había sido creado por nosotros mismos y que había sido fruto de nuestro esfuerzo. Pero mucho de esto, en el entretiempo, se ha vuelto quebradizo. Nos encontramos, mientras tanto, en nuestras latitudes, en una nueva situación de misión. A la vista de tales experiencias de infecundidad eclesial, podemos y tenemos que abrirnos al mensaje cargado de promesa: que con los cambios tormentosos y las radicales evoluciones de nuestra Iglesia, Dios quiere hacerse de nuevo presente a nuestra conciencia. Él quiere, ante todo, recordarnos que no somos nosotros los creadores de la Iglesia sino que él es el Señor de su Iglesia. Con el cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, comparto la convicción de que Dios quiere librarnos, hoy sobre todo, de la «ilusión del mito del éxito», también y especialmente en la Iglesia, y meternos de nuevo en el corazón la hermosa «necesidad de la gracia», tal como ya la mostró en María, que es la «llena de gracia». La Iglesia, pues, está llamada a ver en María el reflejo de su imagen y a vivir en la fundamental actitud mariana, en la que, como María, está plenamente en tensión hacia Dios y se deja inhabitar por él. Este misterio de una Iglesia de cuño mariano y vital fue expresado por los teólogos de la primitiva cristiandad con el bello símil del sol y de la luna16. Como la luna recibe del sol toda su luz para reflejarlo en la noche, así la misión de la Iglesia, como luna, consiste en proyectar la luz de Cristo-sol sobre la noche del 174
mundo de los humanos y hacer posible una esperanza iluminadora. Por eso, necesitamos urgentemente una «eclesiología lunar» 17, conforme a la cual la Iglesia se da por contenta con ser luna y no quiere dárselas de sol, sino que remite a Cristo como el verdadero sol de nuestra vida. Como Iglesia-luna, es y vive al estilo mariano. Esto quiere decir: vivir al mismo tiempo con humildad y con orgullo, como María que fue una persona con orgullo. Orgullosa, María no lo estuvo ciertamente de cosa alguna y, mucho menos, de sí misma y de sus méritos sino solo de Dios. Esto es lo que pone de manifiesto su bello canto de alabanza a Dios, el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador». En ese canto también recuerda María las proezas de Dios con su pueblo en la historia, y describe a Dios con todo un listado de palabras de acción, a saber: como un Dios que derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes, y como un Dios que colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos (cf. Lc 1,46-55). Porque María conoce el deseo radical de Dios: que él mismo querría convertirse en palabra eficaz en su vida. «Mi alma engrandece al Señor». Así es como habría que traducir exactamente el comienzo del canto de alabanza de María: un canto tejido todo él con hilos de la palabra de Dios y con el que en cierta medida nos regala un retrato de su alma. Porque con esas palabras que canta en la visita a su prima Isabel, no solo expresa el programa de toda su vida –es decir, que no quiere situarse a sí misma en el centro sino que quiere crear espacio para Dios–; con ellas muestra más bien que, en la palabra de Dios, ella se encuentra plenamente en su propio elemento y que su palabra personal proviene de la palabra de Dios. Porque ha sentido en lo más íntimo la pulsación de la palabra de Dios, por eso ha podido también llegar a ser madre de la Palabra de Dios encarnada. Desde aquí se impone también proclamar la maravilla que supera todas las maravillas, es decir, la maravilla de la encarnación del Verbo de Dios en ella. En este hecho ha mostrado Dios que su grandeza consiste precisamente en que puede hacerse tan pequeño como un niño y que para realizar esa maravilla necesita la cooperación de María. María puso a disposición su cuerpo, y con él, todo su ser, a fin de que pudiera convertirse en una tienda para vivienda del Hijo de Dios en el mundo. En esta actitud fundamental, María asumió la fe de Abrahán y la llevó a su meta. Por esto, no solo ha llegado a ser la «bendita», sino también la madre de todos los creyentes, a los que invita a permitir que en ellos suceda lo mismo que ella experimentó en su vida, es decir, dejarse inhabitar plenamente por Dios y hacerse creyentes con ella. Entonces podrá haber también adviento para la Iglesia: llegada del Señor a su vida, más aún, a su cuerpo, como María, que puso a disposición nada menos que su cuerpo para que Dios pudiera hacerse hombre. Por eso ella es realmente benedicta, la bendecida. Y si la Iglesia vive como y con María, también ella es bendita y puede ser una bendición para el mundo.
VI. Iglesia mariana e Iglesia profética 175
El canto de alabanza del Magníficat se muestra exactamente como una oración profética por los cuatro costados; y María misma aparece como profetisa llena de espíritu, por cuanto en esta oración vive a fondo la palabra de Dios y la ora plenamente y, de este modo, engrandece a Dios, sabiendo bien que allí donde se engrandece a Dios, el ser humano de ningún modo se empequeñece sino que igualmente se magnifica. De aquí que no sea ninguna casualidad que los Padres de la Iglesia hayan percibido lo profético de la Iglesia primero y ante todo en María18. Porque María es profetisa por cuanto oye la palabra de Dios hasta en lo interior de su propio corazón y la interioriza de tal manera que puede de nuevo transmitirla al mundo. Como profetisa, María es toda oídos para Dios. En esta metáfora, la Sagrada Escritura ve nítidamente expresada la naturaleza de María y la describe en diversos pasajes. En la escena de la Anunciación, el evangelista Lucas nota que María se turbó al oír el saludo del ángel y añade: «Y discurría qué clase de saludo era aquel» (Lc 1,29). La palabra que utiliza aquí el evangelista para decir «discurrir» remite en griego a la palabra «diálogo». Con esto, el evangelista quiere decir de María que entra en diálogo personal e íntimo con la palabra de Dios que le sale al encuentro, que entabla con ella un diálogo silencioso y se deja interpelar para descubrir el sentido más profundo de esa palabra. De igual manera se comporta María en el relato de Navidad, después de la adoración del niño en la gruta por los pastores, como señala Lucas: «María lo conservaba y meditaba todo en su corazón» (Lc 2,19). Traducido literalmente, esto quiere decir que María lo guarda todo y recompone las palabras en su corazón. Como en un puzzle, reúne las piezas y las coloca de nuevo de tal modo que se pueda reconocer el sentido de todo el cuadro: «María junta lo que oye de los pastores con lo que antes había oído al ángel, ensambla las cosas unas con otras y de esa manera entiende» 19. Con esto traduce a palabra el suceso de Navidad y se ensimisma en la palabra, asumiéndola dentro de su corazón, de tal manera que la palabra puede hacerse semilla en la tierra fecunda de su corazón. Por tercera vez evoca el evangelista esta imagen en la escena de Jesús en el templo a los doce años: «Su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Esta observación adquiere toda su carga significativa solo a partir de la frase precedente: «Ellos no entendieron lo que les dijo». Lucas quiere expresar con ello que la palabra de Dios, incluso para creyentes y, consiguientemente, para personas totalmente abiertas a Dios, no siempre es inteligible a las inmediatas. Se necesita, por eso, la humildad y la paciencia con las que María acoge dentro, en el corazón, lo que en un primer momento no ha comprendido y deja que actúe para poder digerirlo interiormente. En estas tres escenas se ve con claridad que María es toda oídos para la palabra de Dios. Por eso, en María se manifiesta la sorprendente novedad de lo profético en sentido bíblico, que, desde luego, se diferencia profundamente de la imagen hoy corriente de un profeta. Porque en perspectiva bíblica, un profeta no es simplemente un adivino, y su cometido principal no consiste en anunciar acontecimientos futuros. Un profeta tampoco 176
es un apocalíptico que en lo esencial describe las ultimidades del mundo. Y un profeta tampoco es simplemente un crítico profesional de las instituciones religiosas y eclesiales. La contraposición hoy tan remachada entre el profeta y la ley corresponde mucho más a ilusiones crítico-eclesiales que a la idea del Antiguo Testamento. Si bien es verdad que el profeta está llamado a mantener personalmente enhiesta la primacía viva de la palabra de Dios contra la amenaza constante de falsas interpretaciones y contra el abuso de la palabra divina y de las instituciones religiosas, sin embargo, el profeta no es la antítesis de la ley. Que esta antítesis, hoy tan corriente, no tiene base se puede comprobar ya en el Antiguo Testamento en el hecho de que, al final del Deuteronomio, no se designa como profeta a ningún otro que a Moisés, el que había recibido de Dios la ley y la había transmitido al pueblo de Israel. Porque el broche final de los cinco libros de Moisés afirma en mirada retrospectiva lo siguiente: «Y no surgió ya en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34,10). En este pasaje, Moisés no solo es designado profeta sino que claramente se dice en qué consistió la vena profética durante toda su vida: el Señor trataba con él «cara a cara». Con esto queda declarado el distintivo esencial de lo profético: un profeta es una persona que habla con Dios con tanta familiaridad como un amigo conversa con otro. Y entonces, desde ese encuentro directo con Dios, puede hablar también al interior de su tiempo. Un profeta es, por tanto, una persona «que dice la verdad desde el contacto con Dios: desde luego, la verdad para hoy, pero de tal manera que esa verdad ilumina también el futuro» 20. El núcleo de lo profético reside exactamente en ese «cara a cara con Dios» para, desde ese trato familiar con él, hacer presente la verdad de Dios en la hora que corresponda y, al mismo tiempo, para señalar el camino. Desde esta perspectiva comienza uno a entender que los Padres de la Iglesia hayan interpretado la profecía mosaica del final del Deuteronomio como una promesa referida a Jesucristo. En efecto, Jesucristo se revela como el verdadero y como el más grande Moisés. Porque es el Hijo, vive plenamente «cara a cara» con Dios, al que llama, con intimidad y ternura, «Abbá», y quiere introducirnos también a nosotros, los humanos, en esa íntima relación filial con su Padre. Cristo es el verdadero y definitivo Moisés, que vive «cara a cara» con Dios como Hijo, el que desde ahora ya no lleva a Dios a los humanos solo mediante la palabra y la ley –como Moisés–, sino que los lleva por sí mismo, con su propia vida y pasión. Con otras palabras: Jesucristo es el verdadero y definitivo Profeta. Este es, por lo demás, el hilo conductor que el papa Benedicto XVI desarrollará en su libro anunciado sobre Jesús, como destaca en su «primera mirada al misterio de Jesús», en la introducción: «En Jesús está cumplida la promesa del nuevo Profeta. En él está ahora realizado en plenitud lo que valía para Moisés solo a medias: vive en la presencia de Dios, no solo como amigo sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Solo desde este punto puede uno entender realmente la figura de Jesús, tal 177
como se nos presenta en el Nuevo Testamento; todo cuanto se nos cuenta de Jesús – palabras, obras, pasión, gloria– tiene aquí su anclaje». Pero a los ojos de los Padres de la Iglesia, las propiedades proféticas caracterizan también de manera muy particular a María: aquella mujer, de fe recia, que vivió «cara a cara» con Dios y fue para su palabra toda oídos, en tal manera que ella misma dio a luz para la humanidad a la palabra de Dios, como muy bellamente lo formuló Teodoto de Ancira, Padre de la Iglesia,: «Parido ha la virgen, la profetisa ha parido al Dios viviente… Por la escucha concibió María, la profetisa, al Dios viviente» (Homilía 4 sobre la Madre de Dios y Simeón c. 2). María es de tal modo el prototipo de los profetas cristianos –ellos y ellas– que lo profético y lo mariano en la Iglesia son, en último término, idénticos. Por eso, a la luz de María, profetisa, se ilumina también la misión fundamental de la Iglesia. Ella tiene que vivir preocupada por que lo profético-mariano permanezca vivo. Por esto, la Iglesia será tanto más profética cuanto más mariana sea; profeta, por supuesto, en el sentido originario de la palabra: que vive «cara a cara» con Dios, trata con él como un amigo con su amigo, le engrandece en el mundo y se compromete por su verdad.
1. B.
DE
CLARAVAL, «In laudibus Virginis Matris» Hom IV.8.
2. Cf. U. WICKERT , «Maria und die Kirche»: Theologie und Glaube 68 (1978), espec. 402. 3. B. FORT E, Das Wesen des Christentums, Fribourg 2006, 107 [trad. esp. del orig. italiano: La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002]. 4. A. LUCIANI, Ihr ergebener, München 1978, 126 [trad. esp.: Ilustrísimos señores, BAC, Madrid 20022 ]. 5. H. U. VON BALT HASAR , «Die marianische Prägung der Kirche», en J. Ratzinger y H. U. von Balthasar, Maria. Kirche im Ursprung, Einsiedeln 1997, 126 [trad. esp.: María, primera Iglesia, Narcea, Madrid 1982]. 6. K. KOCH, «Kirche als bräutliche Ikone der Trinität. Unverwelkte Perspektiven der Ekklesiologie Hans Urs von Balthasars», en Hans Urs von Balthasar Stiftung (ed.), Wer ist die Kirche?Symposion zum 10. Todesjahr von Hans Urs von Balthasar, Einsiedeln 1999, 9-31. 7. J. RAT ZINGER , «Die Ekklesiologie des Zweiten Vatikanischen Konzils», art. cit., 27. 8. CH. DOHMEN, Warum feiern wir Weihnachten? Die biblischen Wurzeln des Festes, Stuttgart 2006, 15. 9. J. RAT ZINGER
Y
H. SCHLIER , Lob der Weihnacht, Freiburg i.B. 1982, 10.
10. Cf. R. LAURENT IN, Struktur und Theologie der lukanischen Kindheitsgeschichte, Stuttgart 1967, espec. 98. 11. J. RAT ZINGER
Y
H. U.
VON
BALT HASAR , Maria. Kirche im Ursprung, op. cit., 57.
12. H. U. VON BALT HASAR , Wer ist die Kirche?, op. cit., 169. 13. J. RAT ZINGER , Eucharistie und Mission, op. cit., 105. 14. H. GESE, «Natus ex virgine», en Vom Sinai zum Zion. Alttestamentliche Beiträge zur biblischen Theologie, München 1984, 130-146. 15. T H. SÖDING, «Apokryphe Weihnachten? Ochs und Esel, Stall und Krippe, Jungfrau und Kind»: Pastoralblatt für die Diözesen Aachen, Berlin, Essen, Hildesheim, Köln, Osnabrück (2005), 357. 16. H. RAHNER , Symbole der Kirche. Die Ekklesiologie der Väter, Salzburg 1964, espec. 91-173.
178
17. G. FUCHS , «Neue Gnosis – alte Kirche. Eiserne Ration für den geistlichen Aufbruch», en Albert Biesinger y Peter Braun (eds.), Jugend verändert Kirche. Wege aus der Resignation (München 1989), 60. 18. A. GRILLMEIER , «Maria Prophetin», en Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven, Freiburg i.B. 1975, 198-216. 19. CH. DOHMEN, Warum feiern wir Weihnachten?, op. cit., 48s. 20. «Das Problem der christlichen Prophetie. Niels Christian Hvidt im Gespräch mit Joseph Kardinal Ratzinger»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 28 (1999), 178.
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CAPÍTULO 2:
La dimensión apostólica de la Iglesia EL ministerio apostólico tiene que servir a la Iglesia que se caracteriza primariamente por su sello mariano-profético. Pero, evidentemente, esto solo puede realizarlo de manera creíble si el mismo ministerio es vivido con espíritu mariano. Como María estuvo abierta y fue transparente plenamente a Cristo, así también el ministerio apostólico está llamado a representar a Cristo y a obrar «in persona Christi», razón por la cual ya san Cipriano describió el servicio del ministerio sobre todo en la celebración de la eucaristía: «Pues si Cristo Jesús, nuestro Señor y Dios, es él mismo el Sumo Sacerdote de Dios Padre, y se ha ofrecido a sí mismo al Padre como víctima y ha mandado que esto se haga para memoria suya, es seguro que solo representa verdaderamente el lugar de Cristo, el sacerdote que imita lo que Cristo hizo, y solo ofrece en la Iglesia a Dios Padre un sacrificio verdadero y perfecto cuando lo hace a la manera como ve que Cristo mismo lo ofreció» 21. También y sobre todo en la celebración de la eucaristía se muestra el ministerio apostólico como imagen e icono de Jesucristo, en su función de Cabeza de la Iglesia.
I. Fiel administrador de la Casa de Dios Según esto, la manera más ajustada de caracterizar la dimensión mariana del ministerio apostólico es la imagen bíblica: el ministerio apostólico está llamado a ser un buen administrador de la Casa de Dios. El mismo Jesús utilizó una y otra vez en sus parábolas este símil del administrador prudente y fiel. Si consideramos con detención estas parábolas, vemos que de ellas se deriva para el ministerio apostólico, sobre todo, una doble tarea: como el administrador fiel está constituido por su señor para que cumpla con su deber de dar a su debido tiempo a criadas y esclavos lo que necesitan para comer, así también el ministerio apostólico tiene que alimentar a los que le han sido confiados. Y como la motivación de ese servicio de alimentar reside en que el administrador fiel sabe que el señor le ha de pedir cuentas y que, por tanto, tiene que estar alerta, así también el ministerio apostólico tiene que velar por los confiados a él. Alimentar y velar: estas son las dos principales tareas del ministerio apostólico en la Iglesia, supuesto que el ministro se entiende y se comporta como administrador fiel de la Casa de Dios. Pablo expone clara y detalladamente en su carta de aliento a Timoteo (cf. 2 Tim 1,6-14) qué significan más en detalle estas dos tareas. Pablo exige en primer lugar a Timoteo que no se avergüence sino que dé testimonio del Señor: «Comparte conmigo los sufrimientos por la Buena Noticia. Dios da su gracia para ello» (2 Tim 1,8b). El cometido apostólico de alimentar consiste en primer y último 180
lugar en el anuncio del Evangelio de Jesucristo. El ministerio apostólico tiene que preocuparse en primera línea de que el Evangelio de Jesucristo pueda llegar a los oídos y, sobre todo, a los corazones de los hombres y de las mujeres. El ministerio consiste en el deber de predicar el Evangelio no solo oportunamente sino con ocasión o sin ella y de consumir literalmente la vida en el servicio del Evangelio. Con fe en que Dios dará fuerza, en este empeño debe igualmente seguir la recomendación de Martín Lutero: que hay que mirar a la gente a la boca y mantenerse también firme ante la tentación de hablar a la gente simplemente según su boca. Solo así puede el ministerio apostólico cumplir de manera fidedigna su tarea de alimentar. De aquí se sigue connaturalmente la segunda responsabilidad de velar, como ya recomendaba Pablo a Timoteo: «Atente al compendio de la sana doctrina que me escuchaste» y «con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros, custodia el depósito precioso que se te ha confiado» (2 Tim 1,13a.14). Es elemento innegociable del ministerio apostólico comprometerse por la sana doctrina, hacerse fuerte en pro del depósito precioso transmitido por los apóstoles y dar testimonio de la fe apostólica. Porque esta fe no se puede sustituir por una simple pluralidad de teologías de las que cada uno pueda elegir la suya propia conforme a su gusto personal. El ministerio apostólico está más bien obligado, a la vista y en medio de la pluralidad de teologías actuales, a exigir y fomentar el cuestionamiento y la búsqueda continuamente renovada de la fe común de la Iglesia. Es verdad que en la responsabilidad de vigilar, el ministerio apostólico tiene que vérselas hoy también con falsas doctrinas, a las que la Segunda carta a Timoteo hace referencia especial. Pero bien podríamos decir que hoy, más bien, ocupa el primer plano aquel peculiar fenómeno que el obispo de Erfurt, Joachim Wanke, ha caracterizado atinadamente como «doctrinas de vía estrecha» 22. Tales doctrinas simplistas y alicortas se caracterizan, tanto en la línea progresista como en la orientación tradicionalista, por el hecho de que reducen la fe católica a unos cuantos aspectos que, en sí mismos, son correctos, desde luego, pero que en su aislamiento y unilateralidad pasan a ser falsos. Frente a tales fenómenos, la tarea apostólica de la vigilancia consiste, sobre todo, en proteger de las crecientes polarizaciones insanas dentro del pueblo de Dios y en acreditarse como constructor de puentes –como pontifex– entre las distintas banderías de la Iglesia actual. Y a la vista de tantas, tan estériles y paralizantes, luchas de trincheras entre tradicionalistas olvidados de la tradición y progresistas retro-orientados, es decir, varados en el espíritu del siglo XIX, la responsabilidad primordial del ministerio apostólico consiste en separar el tamo alicorto, del trigo de la fe, y con una vigilancia sensible cuidar de que en la vida eclesial pueda conservarse el justo medio católico.
II. Servicio apostólico a la unidad de la Iglesia
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Alimentar y vigilar: estos dos cometidos del ministerio apostólico están tan indisolublemente ligados entre sí que se pueden sintetizar diciendo que al ministerio se le ha encomendado de manera especial la responsabilidad por la unidad que el Resucitado ha querido para su Iglesia. El ministerio está llamado y obligado a unir en la fe a los discípulos y discípulas de Jesucristo: por supuesto, en una fe que alimenta la esperanza y que se acredita en una caridad vigorosa. Este servicio a la unidad es hoy especialmente urgente en una Iglesia en la que se incuban numerosos conflictos. En realidad, si se mira con más detención, los conflictos que hoy ocupan a la Iglesia ya le dieron quebraderos de cabeza a Pablo, como lo prueban claramente sus dos cartas a los Corintios. Por eso, estos no son solo textos desafiantes sino, ante todo, textos inmensamente consoladores. Consoladores lo son, sobre todo, cuando constatamos a qué luz percibió Pablo esos conflictos y cómo los abordó. Merece la pena dirigir la atención sobre todo a dos problemas sobre los que habla el mismo Pablo. Porque también y sobre todo en la actual situación de la Iglesia, es oportuno abordarlos y solucionarlos.
1. Concentración en el crecimiento que da Dios En primer lugar, la Iglesia da hoy la impresión muchas veces de que en ella uno se confronta menos con el mensaje del Evangelio que con aquellas personas que presiden y gobiernan la Iglesia: y esto, en todos los niveles. Ahí reside el peligro de una visión puramente humana de la Iglesia y de su gobierno. En esta valoración humana –Pablo habla de «mentalidad según la carne»– uno se acostumbra, como en la política y en la esfera pública social, a apelar a autoridades puramente humanas y a adherirse a las llamadas grandes figuras. Sin duda que este fue el caso en Corinto, como se desprende claramente de las cartas de Pablo: esas figuras de primera se llamaban entonces Pablo y Apolo. A ese centrarse en personalidades humanas dentro de la Iglesia, ya entonces corriente al parecer, Pablo le pone un vigoroso signo de interrogación: «¿Y qué es Apolo? ¿Y qué es Pablo?», para dar inmediatamente a esa pregunta la respuesta decisiva: ellos son «servidores, mediante los cuales vosotros habéis llegado a la fe»; con una apostilla: «cada uno según el don de Dios»: «Yo planté, Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer. Así que ni el que planta cuenta ni el que riega, sino el que hace crecer. El que planta y el que riega trabajan en lo mismo; cada uno recibirá su salario según su trabajo. Nosotros somos colaboradores de Dios, vosotros sois labranza de Dios y construcción de Dios» (1 Cor 3,5-9). Con esto, Pablo deja inequívocamente claro que, también y precisamente en el servicio apostólico, de lo que se trata es de «plantar y regar» y, consiguientemente, de la capacidad profesional, del saber adecuado y de la necesaria experiencia. Porque cuanta mayor sea la intensidad con que un jardinero, con sus facultades humanas, prepara, cultiva y lleva a su pleno crecimiento a los árboles, tanto mayores serán los frutos que se producirán. Pero Pablo, con mayor claridad aún, apunta a que el crecimiento viene solo 182
de Dios. El trabajo apostólico solo puede consistir en plantar y regar y, en él, mantener en toda la Iglesia el recuerdo de que únicamente Dios da el crecer. Si se toman en serio estas clarividentes perspectivas de Pablo, no solo habría que enterrar la pastoral del éxito –corriente en la actualidad, por la que muchas veces nos dejamos guiar en nuestro interior– y sustituirla por una pastoral de plantar y regar. Más bien, tendría que estar también claramente presente en la conciencia de los servidores del Evangelio, que es Dios el que da el crecimiento y que, por consiguiente, él es el verdadero «guía de la Iglesia». Desde este punto de vista, al ministerio apostólico se le ofrece el desafío de hacer una nueva reflexión sobre su estilo de servicio. La pregunta decisiva, en este punto, solo podrá ser esta: ¿quién es el verdadero sujeto de la acción eclesial? Todo lo que el ministerio apostólico hace en el trabajo diario ¿es simplemente obra suya y realización suya? ¿O el ministerio es solo el instrumento de Jesucristo, único Señor de la Iglesia, que quiere tomar a su servicio al ministerio apostólico como «estación de tránsito» para su acción? Solo en esta segunda actitud fundamental es posible percibir la responsabilidad apostólica en la Iglesia. De esto da un precioso testimonio el arzobispo de MalinasBruselas, cardenal Godfried Danneels. Durante un encuentro con responsables del «Arca» dijo: «Cuando llego a casa después de una larga jornada de trabajo, voy a la capilla y rezo. Le digo al Señor: “Por hoy, ya basta; ya es suficiente por ahora. Ahora vamos a hablar un poco en serio, Tú y yo: esta diócesis ¿es tuya o mía?”. Entonces el Señor me responde: “¿Tú qué crees?”. Yo contesto: “Creo que es tuya”. “Exacto”, me dice el Señor, “es mía”. Y yo le digo: “Bien, Señor; pues entonces toma Tú la responsabilidad de la diócesis y su gobierno. Yo me voy ahora a dormir”». Y el cardenal añadió todavía: «Esto vale para padres lo mismo que para los responsables de una diócesis o de una comunidad». Sí, esto vale para todos los que están al servicio apostólico de la Iglesia. Pero entonces, esta es una elemental tarea mistagógica que consiste sobre todo en remitir de continuo al fundamento de la fe y de la vida de la Iglesia, que ya está puesto en Cristo.
2. Concentración en la capacitación por parte de Dios Pablo insiste en que Dios mismo es el que da el crecimiento y en que la tarea del ministerio apostólico consiste solamente en plantar y regar. Sin embargo, también esta convicción básica de Pablo va a contrapelo de la mentalidad actual en la sociedad e incluso en la Iglesia. Porque, en segundo lugar, hoy nos hemos acostumbrado a entendernos a nosotros por el hacer y a entregarnos al hacer. Esa concentración nerviosa en la acción ha tenido hoy amplia entrada también en la Iglesia. «Cómo se hace esto»: esta ha llegado a ser, incluso en el ámbito de la vida de la Iglesia, la pregunta clave que todo lo decide. Como legitimación de esta actitud, solemos arroparnos en nuestras cualificaciones adquiridas.
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Con esta mentalidad, aparentemente tan moderna, tuvo que enfrentarse ya una vez Pablo cuando, como consecuencia de su insistencia en el «plantar y regar», advierte seriamente a los corintios, en su segunda carta, que ellos no pueden atribuirse a sí mismos nada, porque de una confianza tan grande en Dios no son en absoluto capaces. Su capacitación procede más bien de Dios, que «nos capacitó para ser servidores de la nueva alianza» (2 Cor 3,6). Porque es Dios mismo quien nos cualifica. Resulta evidente que esto no aminora el valor de las cualificaciones humanas, teológicas y pastorales. Pero, por otra parte, aun con todo el valor de esas cualificaciones y títulos humanos, el ministerio apostólico queda siempre remitido a que es Dios quien le extiende el certificado, le declara apto y le toma a su servicio. Si es Dios el que cualifica, la pregunta decisiva en el servicio apostólico no puede ser: «Cómo se hace esto». La pregunta más fundamental tiene que ser más bien: «¿Es uno capaz, en absoluto, de esto?». Esta es la pregunta que el gran teólogo protestante, Karl Barth, formuló enfáticamente en su situación de entonces, igualmente dificultosa. En su famosa conferencia Not und Verheissung der christlichen Verkündigung [Miseria y promesa de la predicación cristiana] dijo: «Como teólogos, debemos hablar de Dios. Pero somos humanos y, como tales, no podemos hablar de Dios. Tenemos que ser conscientes de ambas cosas: de nuestro deber y de nuestro no poder, y precisamente de este modo dar gloria a Dios. Este es nuestro aprieto. Todo lo demás es un episódico juego de niños» 23. Sin duda, la teología dialéctica de Karl Barth, con sus hirientes formulaciones, ha sido analizada con lupa, de entonces a acá, también en sus debilidades. Pero hasta el día de hoy han seguido estando de actualidad sus fortalezas; y esa fortaleza reside en la pasión por Dios, que se manifiesta en las incisivas preguntas: ¿cómo podemos nosotros, seres humanos, atrevernos sin más a hablar de Dios? ¿Podemos tomar en nuestros labios humanos la palabra de Dios? ¿De dónde le viene su derecho y su justificación a nuestro hablar de Dios? ¿Y cómo podemos actualizar creíblemente la acción de Dios en los signos sacramentales? Bien vendría que las autoridades eclesiales se dejasen interpelar una y otra vez por estas incisivas preguntas y que no estén continuamente dando vueltas al problema: «¿Cómo se hace esto?», sino que arranquen de la pregunta: «¿Cómo puede uno con esto?». Desde este punto de partida, seguro que volvería a hacerse de nuevo evidente que los investidos de autoridad, antes que nada, tienen que recibir permanentemente lo que ellos por sí mismos no pueden en absoluto procurarse y que no tienen que esforzarse convulsivamente por obtener éxitos espectaculares por sí mismos, que su responsabilidad, más bien, consiste en que Dios pueda salir airoso en la actividad de ellos. Porque nosotros recibimos lo que Dios nos regala. Él nos cualifica. En ninguna parte se hace tan concreta y tan palpable esa actitud necesaria para el servicio eclesial como en la oración y en el culto divino. Ahí es donde se experimenta que en la vida cristiana y en la eclesial, lo decisivo acontece desde Dios. Por eso, las 184
autoridades eclesiales tienen que tomarse de continuo tiempo suficiente para la oración personal, y eso también y especialmente por razón de las personas a ellos confiadas. Porque la pastoral sin un largo aliento conduce o bien a vivir sin que a uno le llegue el resuello al cuerpo, o bien, tarde o temprano, a la resignación y a la frustración tantas veces lamentada hoy de los funcionarios eclesiales: ¡servicio apostólico sin interioridad termina en activismo vacío! Ahora bien, el largo aliento, necesario para el servicio eclesial, solo podemos recibirlo de aquella Realidad que realmente merece ese nombre, es decir, el Pneûma, el Espíritu Santo. Concentrarse en el crecimiento que viene de Dios, en vez de en nuestro «plantar y regar», y concentrarse en la capacitación por parte de Dios, en vez de en el propio hacer: estos son los dos indicadores que Pablo da a la Iglesia. Tomarlos en serio podría ayudarle todavía hoy a tratar los problemas eclesiales de modo más creíble. Porque, en primer lugar, el ser o no ser del servicio apostólico depende totalmente de esto: que nadie puede poner otro fundamento que el que ha sido puesto, Cristo Jesús, y que el cometido del ministerio apostólico solo puede consistir en seguir construyendo sobre ese fundamento. Y, en segundo lugar, en el servicio apostólico es de importancia básica la convicción de que el crecimiento de la vida de la Iglesia es incumbencia de Dios, y nuestra responsabilidad solo consiste en «plantar y regar».
III. Pedro y Pablo, norte y guía de la Iglesia apostólica Solo de esta manera aparece el ministerio apostólico como icono de Cristo, que hace referencia a Cristo y a él le da la primacía en todo. Esto supone que el mismo ministerio apostólico vive en honda amistad con Cristo, el Resucitado, y que se deja espolear por él. Tal unión interior resplandece ante todo en los pilares fundamentales de la Iglesia, Pedro y Pablo. Ellos son, por decirlo así, el fundamento sobre el que se asienta la Iglesia. Solo en la medida en que ella conoce y reconoce esto, es una Iglesia apostólica. Aquí se trata bajo todo punto de vista de un fundamento múltiple. Ambos apóstoles no solo tienen caracteres distintos sino también cargos y misiones diferentes. Son muchas las diferencias que distinguen al uno del otro24: mientras que Pedro acompañó a Jesús en su vida terrena, Pablo solo fue llamado a ser apóstol después de la resurrección de Jesús. Y mientras que Pedro se preocupó plenamente de la predicación del Evangelio entre los judíos, Pablo lo llevó a los gentiles. Pero a pesar de todas las diferencias, ambos apóstoles tienen muchas cosas en común. Esto común es lo que queremos volver a recordar para, desde ese recuerdo, preguntarnos por lo apostólico en la Iglesia.
1. Nuevo nombre y nueva misión Lo primero que llama la atención, como coincidencia básica, es que en Simón y en Saulo sucede algo fundamentalmente nuevo respecto de su nombre original. Esto salta 185
claramente a la vista con solo reflexionar sobre el papel tan importante que desempeñan los nombres en nuestra vida humana. Ya antes del nacimiento de un niño, los padres dan vueltas al nombre que quieren poner al recién nacido y a las perspectivas de vida que unen con ese nombre, conforme al proverbio: Nomen est omen [El nombre es un presagio]. El nombre acompaña a la persona toda una vida. Es llamada por su nombre; por su nombre es posible identificarla y con su nombre tiene que estampar su firma. En esta gran importancia que tiene el nombre en la vida de un ser humano se pone de manifiesto que en el nombre se expresa la naturaleza de una persona. Esto tiene especial aplicación respecto de los apóstoles Pedro y Pablo, que recibieron ambos de Jesús un nuevo nombre. Este hecho llama particularmente la atención porque, en general, Jesús no cambió los nombres de sus discípulos. Sin embargo, con Pedro y con Pablo hizo una excepción. En el caso de Pablo es evidente: de Saulo se convierte en Pablo tras el arrollador acontecimiento de Damasco y su consiguiente conversión. El nuevo nombre prueba que él se sabe «apartado ya desde el vientre materno y llamado por puro favor» de Dios, como confiesa en su Carta a los Gálatas (cf. Gal 1,15). También en el caso de Pedro, Jesús cambia su nombre. A Simón quiere llamarle Kēphâs, que significa «piedra». Jesús le da un nuevo nombre que en griego se convirtió en Pétros y en latín, en Petrus. Otorgar un nuevo nombre es signo de una especial benevolencia de Jesús para con Pedro y Pablo. Evidentemente, con esto todavía no se ha manifestado lo decisivo. Pues el nombre de Kēphâs se traduce precisamente porque no es solo un nombre. Se trata más bien de un cometido nuevo que de ese modo recibe Pedro de su Señor. Ya en el Antiguo Testamento, al cambio de nombre le acompaña siempre la comunicación de una misión. Esto resulta especialmente claro en el caso de Abrahán, al que Dios habla: «Este es mi pacto contigo: Serás padre de una multitud de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán [padre de la multitud], porque te hago padre de una multitud de pueblos» (Gn 17,4-5). De igual manera dice la voz del hombre que lucha con Jacob junto al vado de Yaboc: «Ya no te llamarás Jacob sino Israel [guerrero de Dios], porque has luchado con dioses y hombres y has podido» (Gn 32,29). En el nuevo nombre va contenido simultáneamente el cometido que recibe la persona en cuestión. En esta misma línea, con el cambio de nombre recibe Pedro un nuevo cometido y, sobre todo, una nueva posición dentro del colegio apostólico: en aquellas situaciones en las que Jesús se hace acompañar solamente por tres discípulos como, por ejemplo, en la resurrección de la hija de Jairo, en la transfiguración y durante la agonía en el huerto de Getsemaní, Pedro es citado siempre como el primero del grupo. Es Pedro el primero de los discípulos al que Jesús lava los pies en la última cena. Y solo por Pedro ora Jesús, para que no decaiga su fe y pueda confortar a los otros apóstoles. El mismo Pedro es plenamente consciente de su particular posición. Porque es él el que con frecuencia habla en nombre de los demás apóstoles. Él es, sobre todo, el que en nombre de los Doce, en Cesarea de Filipo, da testimonio de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). En respuesta a esta confesión, Jesús hace la solemne declaración que define la 186
posición de Pedro en la Iglesia hasta el día de hoy: «Pues yo te digo que tú eres Pedro – la piedra– y sobre esta piedra construiré mi Iglesia y el imperio de la muerte no la vencerá» (Mt 16,18). También en el caso de Pablo, el nuevo nombre significa un gran cometido, a saber: llevar el Evangelio a los pueblos gentiles, como él mismo confiesa: Dios «tuvo a bien revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos» (Gal 1,16). Con esto destaca el decisivo apostolado que también a la Iglesia le está confiado hoy: confesar la fe en Jesús, el Cristo, el Crucificado y Resucitado, y dar testimonio del Evangelio en el mundo; desde luego, sobre el fundamento que ambas columnas –Pedro y Pablo– han puesto.
2. El criterio único del amor Con la imposición de un nuevo nombre no solo va unida una nueva misión sino, antes, una nueva relación de los apóstoles con el mismo Jesucristo. Esta nueva relación de amistad es evidente en el caso de Pablo, puesto que llega a hablar expresamente de un cambio de sujeto en su existencia: ya no es él mismo el que vive sino que es Cristo quien vive en él. En el caso de Pedro, esta nueva relación se expresa muy bellamente cuando Cristo resucitado se aparece a orillas del lado de Tiberíades y, antes de confiarle la misión de apacentar sus ovejas, le formula la grave pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (Jn 21,15). Que Jesús va en serio con esta pregunta se pone de manifiesto en el hecho de que la repite tres veces. Con esto hace inequívocamente claro que el amor a él es el más importante criterio para una vocación específica en su seguimiento. Para oídos ilustrados de cristianas y cristianos modernos, este centrarse en el criterio único del amor a Cristo puede sonar raro: algo espiritualista y etéreo. Sin embargo, por más vueltas que queramos dar al texto bíblico, no podemos esquivar una constatación: el Resucitado pregunta a Pedro no por su futuro programa pastoral, y mucho menos por el curso político-eclesial que piensa emprender. El Resucitado ni siquiera le pregunta a Pedro si los otros discípulos y el pueblo de Dios le van a recibir bien. No. Cristo pregunta a Pedro solo por su amor a él: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Esta pregunta que lo decide todo, la formula también hoy Cristo al ministerio apostólico, como ya finamente observó Agustín: «Cuando Cristo interrogó a Pedro, nos interrogó con ello a cada uno de nosotros» (Sermón 16,2). Porque tampoco la misión del ministerio apostólico es posible sin una amistad plenamente personal con Cristo, so pena de convertirse en una caricatura. Esa relación personal tiene que cultivarla diariamente el ministerio apostólico en la oración y en la liturgia y mostrarse generoso para con Cristo, como tan bellamente solía decir san Vicente Pallotti: «Para con Dios no seas tacaño sino liberal». Así como las amistades humanas solo permanecen vivas si se las cultiva, así el ministerio apostólico está llamado en primerísima línea a ser testigo-amigo del Cristo
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resucitado. Porque acercar hombres y mujeres a Cristo solamente es posible si el ministerio apostólico mismo vive con él. En esta relación de amistad personal con Cristo se juega el ser o no ser del ministerio apostólico. Por eso tiene que ser acreditada de nuevo una y otra vez, como en el caso de Pedro. Solo de esa manera damos con el punto medular de la pregunta de Jesús a Pedro, si le ama más que los otros. Por cierto, este punto central no se puede expresar en alemán, sino solo en griego. Porque, a diferencia del alemán, el griego tiene diversas palabras para decir «amar»: sobre todo, phyleîn y agapân. Phyleîn indica el amor de amistad: un amor tierno, desde luego, pero no incondicionado ni omnicomprensivo. Frente a él, agapân significa el amor sin condiciones ni reserva. Es muy instructivo ver cómo el evangelista Juan juega con estas palabras. La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: «Agapâs me?». Antes de la traición, Pedro sin duda hubiera contestado: «Agapô se». Sin embargo, tras la experiencia de su propia debilidad e infidelidad, no puede responder más que: «Phylô se». Pero Cristo insiste otra vez: «Agapâs me?» y Pedro da la misma respuesta: «Phylô se». La tercera vez, en cambio, Jesús renuncia a la palabra «agapân», se adapta más bien a Pedro y le pregunta: «Phyleîs me?». Ahora entiende Pedro que Jesús desea ciertamente su amor incondicional y total, pero que le basta también su amor menesteroso, es decir, el amor del que él es capaz. Pedro se pone triste y responde: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero [phylô se]». Si se considera este importante juego de verbos, vemos que Jesús, en su expectativa de un amor incondicional, se ha acomodado a Pedro, que solo es capaz de un amor humilde y pobretón, y, de ningún modo, a la inversa. Sin embargo, precisamente esta acomodación divina le regala a Pedro –que ha experimentado el drama de la traición y de la infidelidad– nueva esperanza. De este modo se ilumina el misterio del itinerario de fe de Pedro: pasa del entusiasmo, posiblemente algo naïf, de su primer amor, a través de la dolorosa experiencia de la negación de su Señor y de las lágrimas de su conversión, hasta el punto de tener que aprender a ponerse en manos del Jesús que se acomoda a su debilitada capacidad de amar. En el itinerario de fe de Pedro se ve con claridad, como muy finamente dice el papa Benedicto XVI, que la escuela de fe del ministerio apostólico no es «ninguna marcha triunfal» sino «un camino lleno de dolor y de amor, lleno de pruebas y caracterizado por una fidelidad que hay que renovar a diario» 25. Con esto también se le muestra hoy al ministerio apostólico un camino de esperanza –a pesar de toda su debilidad–. Y le es dado continuar en el seguimiento del Señor con su menguada capacidad de amor, confiado en que Jesús es también muy bueno con él y se adapta a él y en que se conforma con su amor tal vez modesto y algo pobretón. De esta fe puede el ministerio apostólico sacar también esperanza como Pedro y responder con él: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».
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3. Cátedra del magisterio como cátedra de la cruz La grandeza de Pedro la constituye el hecho de que, ante la triple pregunta de Jesús, se pone triste y se confiesa pecador. Sin embargo, precisamente a Pedro, un hombre débil, le elige Jesús para roca de su Iglesia. Esta paradoja nos remite al sentido profundo de la promesa que Jesús hace a Pedro después de haberle conferido el encargo de apacentar sus ovejas: «Otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). El evangelista nota expresamente en este momento que Jesús había dicho esto para indicar «con qué muerte había de glorificar a Dios». Efectivamente, al final de la vida de Pedro está su martirio por la fe en Cristo. También Pablo pagó con su propia vida su apuesta apasionada por el Evangelio. Como Pedro, también él murió en Roma la muerte de los mártires. Con esto salta a la vista el verdadero alcance del cambio de nombre: quien recibe de Jesús un nombre nuevo, recibe también, con el nombre, participación en el destino de su vida, entra con Jesús en una comunidad de destino: Pedro y Pablo sufren como Jesús la muerte cruenta por su fe en Cristo. Que con esto va también unido el sino del ministerio apostólico se pone de manifiesto si fijamos nuestra mirada en el sentido original de «Cátedra» y de la fiesta correspondiente de la «Cátedra de Pedro». En su origen, «cátedra» designa el asiento festivo que, según costumbre romana, se colocaba para un difunto junto a su tumba, para celebrar su memoria. Al celebrar por él el banquete fúnebre, los participantes en el festejo expresan su convicción de fe, que el difunto ha participado en la resurrección de Jesucristo y, por eso, permanece presente en la comunidad de fe. Esa permanente presencia del difunto entre los vivos es la que simboliza la silla junto a la tumba. Por eso, la fiesta de la Cátedra de Pedro está dedicada a la memoria de la sepultura de Pedro. Solo posteriormente esa cátedra se convirtió en la otra cátedra, es decir, la cátedra del magisterio y de la autoridad eclesial. Esta evolución tiene que calificarse de coherente. Pero, por otra parte, solo resulta inteligible y legítima si no se la separa de su origen: la silla mortuoria junto a la tumba de Pedro. Este origen mantiene permanentemente en la memoria que el puesto especial que Pedro posee en la Iglesia se funda en su martirio y, consiguientemente, en su carácter de testigo. Porque el martirio es la forma más intensa y radical de testimonio: Pedro es el que da testimonio del Evangelio, y lo da no solo con palabras sino con toda su vida hasta la entrega cruenta en la que se hizo semejante al mismo Cristo. El modo como Pedro se ha asemejado a su Señor es la fuerza de su amor dispuesto al martirio. La cátedra de Pedro y la cruz del seguimiento de Cristo son, por lo mismo, idénticas –también hoy–. Como Moisés suspiraba bajo el peso de todo Israel –no podía llevarlo más y, sin embargo, tenía que seguir llevándolo–, así también y de manera especial el servicio petrino significa cruz y, desde luego, la máxima cruz posible en la Iglesia. ¿Qué otra cosa podría tener que ver más con la cruz que el cuidado y la responsabilidad por todas las Iglesias del orbe? Pero volvamos a Pedro, cuya silla junto a su tumba recuerda el testimonio de su vida. La conocida escena en la región de Cesarea de Filipo (cf. Mt 189
16,13-19) lo muestra inequívocamente en el hecho de que Pedro confiesa la fe en Cristo en representación de todos los discípulos y, con ello, hace aquella confesión de Cristo que se ha convertido en el origen de toda confesión de fe cristiana. Lo que dice el evangelista Mateo sobre Pedro se refleja también en todos los demás estratos de la tradición del Nuevo Testamento. Pablo, sobre todo, destaca a Pedro como el primer testigo de la resurrección de Jesucristo. Su apostolado es esencialmente testimonio de la resurrección de Jesucristo, quien se le apareció primero a él. Igualmente en Juan, en el que la figura del discípulo amado está en primer plano, se encuentra una fuerte presencia del testimonio de Pedro, sobre todo en la grandiosa y magnífica perícopa de misión en el capítulo 21. Por eso, también Juan conoce un claro testimonio de que se conocía la posición especial de primacía de Pedro, otorgada por el Señor. En el círculo de los discípulos, el primado de Pedro es claramente un primado de testimonio de Cristo. Ahí es donde Pedro se ha convertido en piedra. Evidentemente, este ser-piedra no lo tiene él de sí mismo sino solo de Dios, tal como Jesús se lo manifiesta a Pedro con las siguientes palabras: «Esto no te lo ha revelado nadie de carne y sangre sino mi Padre del cielo». Al contrario, la carne y la sangre de Pedro quieren otra cosa, como lo muestra la continuación de la conversación entre Jesús y Pedro. Tan pronto como Jesús habla de su próximo viaje y alude a la muerte y resurrección, la carne y la sangre de Pedro hablan palabras inequívocas al reprochar a Jesús: «¡Dios te libre, Señor!». A lo que responde Jesús con idéntica nitidez: «¡Aléjate de mí, Satanás! Quieres hacerme caer. Tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23).
4. Roca y piedra de escándalo Con lo dicho salta a la vista toda la paradoja de la figura de Pedro: él, que en Cesarea de Filipo había confesado: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29), juró en el patio del sumo sacerdote: «No conozco a ese hombre» (Mc 14,71). Él, que había sido llamado por Dios a ser roca, se convierte, en virtud de su propia carne y sangre, en piedra en el camino, que le hará tropezar. En esta paradoja hay sin duda un sentido teológicamente profundo. Porque Pedro, el que en la Sagrada Escritura se presenta como persona débil, hasta el punto de que niega al Señor y huye, ha sido escogido por el mismo Señor para roca, y precisamente por esto: «Para que se ponga de manifiesto que la victoria pertenece solamente a Cristo y que no hay que atribuirla a fuerzas humanas. El Señor quiso llevar su tesoro en vasijas quebradizas a través de los tiempos: de este modo, la debilidad humana se ha convertido en signo de la verdad de la providencia divina» 26. Esta tensión en la figura de Pedro, entre el ser-roca y el escándalo, preanuncia la grandeza y el drama al mismo tiempo en la historia de sus sucesores. Porque también en esta historia se puede palpar con las manos la misma tensión. Por una parte, el servicio petrino en la Iglesia es y sigue siendo el fundamento de la unidad: por supuesto, por una fuerza que no procede de él mismo. Pero, por otra parte, determinados papas pueden llegar a ser piedra de escándalo por la peculiaridad de su modo humano de ser: desde 190
luego y sobre todo, cuando pre-ceden a Cristo y no le siguen-detrás y cuando, por eso, ellos mismos quieren fijar con su propia lógica el camino de la Iglesia que, sin embargo, solo puede ser determinado por el Señor, quien ya tuvo que decirle a Pedro: «Piensas como los hombres, no como Dios». Aquí reside el motivo más profundo de que en la historia del pontificado no hayan faltado errores y fallos humanos, a veces en parte hasta graves. Con esto, al mismo tiempo, se libera la mirada para la verdadera grandeza del papado en la Iglesia. Esta grandeza consiste en que el sucesor de Pedro, como el mismo Pedro, tiene que ser consciente de que también él es un ser humano frágil y débil, de que es la «roca de la Iglesia, que se tambalea pero que no cae porque Jesús la sostiene» 27. Por eso, tiene que ser consciente continuamente de que recibirá del Señor fuerza para su cometido de ser testigo de Cristo resucitado con responsabilidad personal, y de que su plenitud de poder en la Iglesia es primariamente un deber de obediencia respecto de «lo que Dios quiere» y, por tanto, servicio de obediencia a la fe, tal como lo expresó el papa Benedicto XVI, en su solemne toma de posesión de la cátedra de obispo de Roma en la Basílica Lateranense, el 7 de mayo de 2005, con estas profundas palabras: «El papa no es un señor absoluto cuyo pensar y querer son ley. Al contrario, su servicio garantiza obediencia a Cristo y a su palabra. A él no le está permitido predicar sus propias ideas, sino que –contra cualquier tentación de acomodar y aguar el mensaje, así como de toda forma de oportunismo– tiene que obligarse a sí y a la Iglesia siempre a la obediencia para con la palabra de Dios» 28. A la luz de esta obediencia a la fe, la figura de Pedro y la historia de los papas muestran que «la carne y la sangre» en modo alguno son salvadoras, pero que Cristo salva por medio de aquellos que son «de carne y sangre» y que a ellos les confía pleno poder para enseñar, que es solo un poder de obediencia y de servicio, a fin de que la palabra de Dios pueda señalar el camino a los humanos. En este servicio está sobre todo la cátedra del obispo de Roma, la que san Ignacio de Antioquía, en su Carta a los Romanos, calificó como aquella Iglesia que tiene «la presidencia en el amor». De este modo mostró muy bellamente que la presidencia del sucesor de Pedro en la doctrina y su presidencia en el amor forman un todo inseparable. Porque la doctrina de la Iglesia solo alcanza a los hombres y mujeres cuando procede del amor y lleva al amor. Con esto cobra expresión algo muy importante. En la Iglesia primitiva, la palabra agápē designaba a la vez el misterio de la eucaristía, en la que el amor de Jesucristo a su Iglesia se puede experimentar siempre de nuevo y de manera especialmente intensa. Por eso, el obispo de Roma percibe su responsabilidad, sobre todo, por el hecho de que vive su presidencia en el amor, y en la eucaristía une unas con otras a todas las Iglesias locales del mundo entero. Como Jesús, en el Evangelio de Lucas, confía a Pedro un nuevo encargo: «Y tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos» (Lc 22,32), así también hoy el ministerio apostólico está al servicio de la unidad eucarística de la Iglesia.
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21. CIPRIANO, Epist. 63,14. Cf. A.-G. Martimort, «Il valore di una formula teologica: “In persona Christi”»: L’Osservatore Romano 9.2.1977, 1s. 22. J. WANKE, «Der Bischof im Dienst von Einheit und Vielfalt, von Bewahrung und Erneuerung», en Karl Hillenbrand et al. (eds.), Einheit und Vielfalt. Tradition und Innovation in der Kirche, Würzburg 2000, 101. 23. K. BART H, «Not und Verheißung der christlichen Verkündigung», en Jürgen Moltmann (ed.), Anfänge der dialektischen Theologie I, München 1967, 199. 24. F. MUSSNER , Petrus und Paulus – Pole der Einheit. Eine Hilfe für die Kirchen, Freiburg i.B. 1976. 25. BENEDICTO XVI, «Catequesis en la Audiencia general», 24 de mayo de 2006. 26. «DER PRIMAT DES NACHFOLGERS PET RI IM GEHEIMNIS DER KIRCHE. Erwägungen der Kongregation für die Glaubenslehre»: Der Apostolische Stuhl 1998. Dokumentation, Bonn 1998, 1224. 27. T H. SÖDING, «Wer ist Petrus? – “Du bist Petrus”»: Christ in der Gegenwart (53/2006), 438. 28. En Insegnamentidi Benedetto XVI, I 2005, op. cit., 59-64.
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CAPÍTULO 3:
La dimensión católica de la Iglesia SOLO cuando el ministerio apostólico sitúa su misión en el contexto del misterio de la eucaristía, percibe su cometido en la actitud radical de María y se muestra como servicio mariano en la Iglesia, de tal manera que la dimensión mariana y la dimensión apostólica de la Iglesia están referidas recíprocamente la una a la otra. Ambas dimensiones conjuntamente hacen visible el carácter católico de la Iglesia, que no ha llegado a ser universal precisamente en el curso de su evolución histórica, sino que lo ha sido desde el comienzo, porque su auténtica esencia consiste en ser católica. Para terminar, es preciso reseñar con brevedad dos aspectos de esa característica de la Iglesia –ser-católica–, que de múltiples formas ha estado resonando en las reflexiones precedentes.
I. Iglesia católica y romana Al reflexionar sobre la catolicidad de la Iglesia, es preciso darse cuenta, en primer lugar, de que nuestra Iglesia lleva expresamente el nombre «romano-católica». En esta designación, como atinadamente ha subrayado Joseph Ratzinger, hay una «paradoja lingüística» 29. Porque la palabra «católica» significa la pretensión de que la Iglesia está presente en todo el mundo y, con ello, que sobrepasa todas las fronteras espaciales. Si ahora, al adjetivo «católica» –en el sentido de «universal»– se le añade la apostilla «romana», esto parece a primera vista una negación de la primera palabra –«católica»– porque, de ese modo, la universalidad espacial aparece determinada particularmente por la indicación del lugar singular –«Roma»– y, en consecuencia, también limitada. Pero lo que a la gente le produce sensación de contradicción, resulta que, considerado con más hondura, no es más que la expresión verbal de la relación específica, ya analizada, entre Iglesia universal e Iglesias locales; relación que una vez más nos pone ante la vista la peculiar idea de unidad y de catolicidad de la Iglesia católico-romana, en la que «católica» y «romana» subsisten conjuntamente en una tensión de unidad dinámica: una Iglesia local que quiere ser «católica» sin unión con Roma, perdería con ello precisamente su verdadera catolicidad, porque una catolicidad que prescinde de Roma, ya no es católica. A la inversa, una Iglesia local que solo quiere ser «romana», «se negaría igualmente a sí misma y se degradaría a secta» 30, porque una Iglesia que no quiere ser más que romana, ya no podría ser católica. «Romano-católica» expresa consiguientemente la unidad dialéctica de Iglesia universal e Iglesias locales: dialéctica que solo es sana cuando no se absolutiza uno de los focos de tal manera que amenace con fagocitar al otro. Porque entonces surge esa funesta polarización entre la pluralidad de las Iglesias locales y la unidad de la Iglesia 193
universal, que hoy percibimos con demasiada frecuencia. Ahora bien, la expresión «romano-católica» invita a la superación de una letal polarización con una vital polarización de Iglesias locales e Iglesia universal. Solo así vive la Iglesia como communio y como communio de Iglesias y, de ese modo, como icono creíble de la Trinidad en este mundo.
II. Lucha ecuménica por la unidad de la Iglesia La autodesignación de la Iglesia romano-católica hace referencia también, por otra parte, al escándalo de la división dentro de la «Católica» misma, primer motivo por el que se hizo históricamente necesaria la designación de «romano-católica». Por eso, al reflexionar precisamente sobre el carácter católico de la Iglesia, se impone una mirada a la situación ecuménica de la unidad de la Iglesia: unidad que, a pesar de los muchos esfuerzos, aún no se ha encontrado. Ya el Decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo señaló hace más de cuarenta años como uno de los propósitos principales de esta asamblea eclesial, «promover la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos», porque la división de la Iglesia «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica la causa santísima de predicar el Evangelio a toda creatura» (Unitatis redintegratio 1). El apremiante problema ecuménico consiste sustancialmente en que ahora tenemos ante la vista otra pluralidad de Iglesias distinta y de enorme alcance. Ahora, efectivamente, ya no se trata de la tensión –fundamental para la eclesiología católica– entre el singular «Iglesia» y el plural «Iglesias»: bajo el plural –«Iglesias»– se entendería la multitud de asambleas eucarísticas locales dentro de la Iglesia católica, cada una de las cuales representa el todo de la Iglesia y que, mientras están unidas entre sí eucarísticamente, constituyen en su viva pluralidad la Iglesia única. En el problema ecuménico, por el contrario, se trata de aquel plural –«Iglesias»– que existe fuera de la Iglesia católica, es decir, en la emancipación de comunidades eclesiales confesionalmente separadas. Y es que con ello se plantea el espinoso problema: cómo debe y puede comportarse la Iglesia católica respecto de ese plural «Iglesias» que está fuera de su propio ámbito vital. A la vista de la gran complejidad de este problema, basten dos indicaciones sobre el ulterior trabajo ecuménico31. En primer lugar, dado que la eclesiología, sobre todo la de las Iglesias y las comunidades eclesiales procedentes de la Reforma, sigue diferenciándose todavía de la eclesiología romano-católica en puntos muy esenciales, la clarificación del problema relativo a la esencia de la Iglesia tiene que ocupar el primer puesto de los asuntos ecuménicos que se han de tratar. En segundo lugar, el plural «Iglesias», en contexto ecuménico, afecta a la Iglesia romano-católica misma que, por motivo de las separaciones, está igualmente herida, y en esa situación todavía persistente de división no puede realizar en toda su plenitud su propia catolicidad. Esta catolicidad 194
podría volver a realizarla solo cuando estuviera conseguida la meta de todos los esfuerzos ecuménicos. Desde el punto de vista romano-católico, esta meta solo puede consistir en «transformar el plural de las Iglesias confesionales separadas unas de otras, en el plural de Iglesias locales que, en su estructura plural, realmente son una Iglesia» 32. Con esto se habría logrado una unidad de las Iglesias que, efectivamente, siguen siendo Iglesias y, sin embargo, configuran y son una Iglesia, y viven unas con otras en comunión eucarística. En el ecumenismo se trata, según esto, de un serio problema de la misma Iglesia romano-católica, por cuanto ecumenismo, en su auténtico núcleo, es la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia y, consiguientemente, de la fe común de los cristianos y de las Iglesias, por lo que es preciso compartir el juicio del cardenal Walter Kasper: «Catolicidad plenamente realizada y “ecumenicidad” son dos caras de una medalla». Ahora bien, dado que la unidad de la Iglesia representa un maravilloso objetivo del ecumenismo, está plenamente justificada, como de nuevo subraya certeramente el cardenal Kasper, «una buena dosis de escepticismo» frente a la expectativa de una pronta unidad de todos los cristianos, máxime si esa expectativa «en vez de estar motivada cristológicamente, lo está filantrópicamente» 33. Tal escepticismo se nutre también de la constatación de que, en los años pasados, el objetivo original del movimiento ecuménico, la reconstrucción de la unidad visible de la Iglesia, ha caído en gran parte fuera del punto de mira. Estrechamente relacionado con esto está el que la voluntad inicialmente apasionada del movimiento ecuménico de dar expresión, salva toda la diversidad necesaria e irrenunciable, a la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia de Jesucristo, se ha paralizado. Muchos parecen haberse avenido con el estado actual de la diversidad de las Iglesias y parecen darse por satisfechos con el pluralismo fáctico, conforme al cual las diversas Iglesias ya no necesitarían ser una sino que más bien deberían reconocerse en su diversidad, desde luego también en sus contradicciones, en parte confesionales. Esta posición la defienden recientemente, de manera particularmente vigorosa, diversos teólogos evangélicos, como Ingolf U. Dalferth, Eilert Herms y Ulrich H. J. Körtner34. Efectivamente, a pesar de las diferencias básicas que diagnostican, también y particularmente en la eclesiología, postulan al mismo tiempo que las Iglesias, sin perjuicio de las sustantivas diferencias de fondo, tienen que reconocerse como Iglesias y que tal reconocimiento es «no ya el resultado del futuro diálogo ecuménico sino su presupuesto» 35. Esta posición solo es comprensible sobre un trasfondo: estos teólogos han dado de mano el ecumenismo de consenso y enfocan el ecumenismo totalmente al modelo de diferencia confesional. Pero este enfoque, para la eclesiología católica se presenta al menos como contradictorio, y no puede ser compartido por ella. Porque por este camino no se pretendería ninguna «diversidad reconciliada» sino una «diversidad no reconciliada» y, en último término, también «una unidad eclesial sin unidad real» 36. De este modo, la Iglesia de Jesucristo quedaría finalmente disuelta en un pluralismo inconexo de Iglesias que constituirían la Iglesia una de Cristo, en último término, solo por la vía de la adición. 195
Pero, dado que este modo de ver es la expresión de un concepto protestante de Iglesia, si fuese aceptado por la Iglesia católica, desembocaría en una conversión de la Iglesia católica al protestantismo. Este sería evidentemente el final del movimiento ecuménico. Porque allí donde la ruptura del único cuerpo de Cristo no se percibe ya como escándalo y ya no suscita dolor alguno, allí el mismo ecumenismo se hace superfluo. Por eso, la Iglesia católica tiene la convicción de que un consenso sólido sobre el objetivo del movimiento ecuménico presupone un consenso sobre la auténtica esencia de la Iglesia. Si no es todo engañoso, hoy nos encontramos ante un radical discernimiento de espíritus: entre un ecumenismo que anhela profundamente la unidad visible de la Iglesia y que ora y labora por esa unidad, y un ecumenismo que considera suficiente lo logrado hasta el momento y, por eso, está interesado en el mantenimiento del statu quo, si bien es verdad que pretende confirmarlo en la práctica de la comunión eucarística. Para quien quiere permanecer fiel al impulso ecuménico del concilio Vaticano II, una cosa es segura: que la segunda forma de ecumenismo no tiene ningún apoyo en el concilio, que al contrario solo la primera figura es fiel al concilio, sirve a la unitatis redintegratio y conducirá hacia un futuro esperanzador. Porque también y especialmente en la recuperación ecuménica de la unidad visible de la Iglesia se juega la catolicidad plena de la Iglesia y su testimonio digno de crédito en el mundo actual.
29. J. RAT ZINGER , «Primat, Episkopat und Successio Apostolica», en Rahner y Ratzinger, Episkopat und Primat, op. cit., 37. 30. Ibid., 59. 31. K. KOCH, Daß alle eins seien. Ökumenische Perspektiven, Augsburg 2006. 32. J. RAT ZINGER , «Luther und die Einheit der Kirchen», en Kirche, Ökumene und Politik, op. cit., 114. 33. W. KASPER , «Situation und Zukunft der Ökumene»: Theologische Quartalschrift181 (2001), 189, 175. 34. I. U. DALFERT H, Auf dem Weg der Ökumene. Die Gemeinschaft evangelischer und anglikanischer Kirchen nach der Meissener Erklärung, Leipzig 2002; E. Herms, Einheit der Christen in der Gemeinschaft der Kirchen. Die ökumenische Bewegung der römischen Kirche im Lichte der reformatorischen Theologie. Antwort auf den Rahner-Plan, Göttingen 1984. 35. U. H. J. KÖRT NER , Wohin steuert die Ökumene? Vom Konsens zum Differenzmodell, Göttingen 2005, 24. 36. W. KASPER , Wege der Einheit. Perspektiven für die Ökumene, Freiburg i.B. 2005, 13.
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Índice Portada Créditos Prólogo a la edición en lengua española Introducción Primera parte: Vida y estructura de la Iglesia Capítulo 1: Pueblo de Dios desde el cuerpo de Cristo I. Nacimiento pentecostal de la Iglesia 1. Universalidad de la Iglesia en el bautismo 2. La Iglesia como asamblea eucarística II. Actividad fundante de Jesús 1. Los Doce como célula originaria de la Iglesia 2. La última cena de Jesús como sello de una nueva alianza III. Iglesia como pueblo de Dios a partir del cuerpo de Cristo IV. Iglesia como red de comunidades eucarísticas V. Fidelidad al concilio como camino hacia el futuro Capítulo 2: Vocación, reunión, misión I. Vocación a ser cristiano en la Iglesia 1. Profesión y vocación 2. Un Dios que llama. Un Dios al que se puede llamar 3. Vocación fundamental cristiana en el bautismo y en la confirmación 4. Vocación de servicio a las vocaciones II. Reunión de la Iglesia en la eucaristía 1. Reunión/asamblea como llamada eclesial 2. ¿Asamblea eclesial como concilium o como communio? 3. Densidad eucarística de la eclesiología 4. Llamada básica a estar-con-él III. Envío para la proclamación del Evangelio 1. Saludo de paz y envío en paz 2. Misión a dar un testimonio creíble en el mundo Capítulo 3: La Iglesia vive en la comunidad local, pero no se agota en ella I. Comunidad local, Iglesia local e Iglesia universal II. Iglesia universal y concilio bajo sospecha 197
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III. ¿Eclesiología reformista en la Iglesia católica? IV. Iglesia como comunión de Iglesias V. Necesidad eclesial del ministerio papal en la Iglesia universal VI. Iglesia con horizonte católico VII. Perspectivas de comunión eclesial 1. Comunión de los cristianos en las comunidades 2. Comunión entre las comunidades 3. Comunión de las comunidades con sus apóstoles 4. Comunión entre los apóstoles
Segunda parte: Iniciación al centro de la vida eclesial Capítulo 1: El bautismo, fundamento de la existencia eclesial I. Líneas maestras de una teología cristiana del bautismo 1. El bautismo como cesión de propiedad existencial a Cristo 2. El bautismo como participación en la muerte y resurrección de Jesucristo 3. El bautismo como lugar de la recepción del Espíritu 4. La obligación bautismal de llevar una vida cristiana en la Iglesia II. El bautismo como acogida en el cuerpo de Cristo Capítulo 2: La eucaristía, centro de la vida eclesial I. La eucaristía y el domingo II. La eucharistía de Jesús y la eucaristía de la Iglesia III. Celebración de la presencia del Resucitado IV. El sacrificio de la eucaristía V. La eucaristía como sacrificio de la Iglesia VI. La Iglesia como sacrificio Capítulo 3: La unidad interior y exterior, de la iniciación eclesial I. Una mirada retrospectiva a una historia cambiante II. Individualización y privatización de la iniciación III. Revitalización de la eclesialidad de los sacramentos de iniciación IV. La unidad interna de la iniciación V. Restablecimiento del orden originario de la iniciación 1. Redescubrimiento del catecumenado 2. La confirmación y la primera comunión
Tercera parte: Gestos fundamentales de la Iglesia Capítulo 1: La predicación, servicio a la verdad divina 198
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I. ¿Miedo a la verdad? II. Las múltiples palabras y la palabra de vida eterna III. La Iglesia, voz de la palabra de Dios IV. Concentración en la verdad cristológica V. La Iglesia en el Areópago del mundo actual VI. Una nueva forma de guiar hacia la palabra de Dios en la actual crisis de transmisión Capítulo 2: La liturgia, servicio a la belleza divina I. La crisis de la vida litúrgica 1. Crisis del tiempo acelerado 2. Crisis del funcionalismo moderno 3. Crisis de la conciencia bíblica de Dios II. La gratitud cultual de la Iglesia 1. Elevación litúrgica para la gratitud 2. La relación de la liturgia cristiana con el lógos 3. Exoneración en virtud del carácter no arbitrario de la liturgia 4. La liturgia como celebración de la fe III. La liturgia de la Iglesia en una nueva situación catecumenal 1. Liturgia eclesial y celebración cultual 2. La irradiación del arcano en el mundo Capítulo 3: La diaconía, servicio a la bondad de Dios I. El Evangelio en una esfera pública plural II. El carácter público del cristianismo más allá de su privatización y estatalización 1. El carácter público de lo cristiano frente a su privatización 2. El carácter público de lo cristiano frente a su estatalización 3. El carácter público de lo cristiano al final de la era constantiniana III. La nueva evangelización en la esfera pública de la sociedad contemporánea 1. Evangelización con humilde confianza en sí mismo 2. El primado pastoral del problema de Dios en el servicio a los seres humanos 3. El carácter público del cristianismo más allá de la adaptación secularista y el aislamiento fundamentalista IV. La responsabilidad cristiana en la Europa actual
Cuarta parte: Dimensiones de la Iglesia 199
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Capítulo 1: La dimensión mariana de la Iglesia I. María como Iglesia en persona II. Línea femenina en la historia de la salvación III. El misterio María-Iglesia IV. Virginidad como signo de la esperanza V. Iglesia-luna en el seguimiento de María VI. Iglesia mariana e Iglesia profética Capítulo 2: La dimensión apostólica de la Iglesia I. Fiel administrador de la Casa de Dios II. Servicio apostólico a la unidad de la Iglesia 1. Concentración en el crecimiento que da Dios 2. Concentración en la capacitación por parte de Dios III. Pedro y Pablo, norte y guía de la Iglesia apostólica 1. Nuevo nombre y nueva misión 2. El criterio único del amor 3. Cátedra del magisterio como cátedra de la cruz 4. Roca y piedra de escándalo Capítulo 3: La dimensión católica de la Iglesia I. Iglesia católica y romana II. Lucha ecuménica por la unidad de la Iglesia
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