La Iglesia de Cristo y Los Sacramentos
January 8, 2017 | Author: Carmen Rosa Kohatsu Carmencita | Category: N/A
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RELIGION, FILOSOFIA Y ETICA II
I.
Pbro. Gregorio Trinidad Ramos
LA IGLESIA DE CRISTO
1. PENTECOSTES: EL ESPÍRITU SANTO EN LA OBRA DE CRISTO Iluminación “Yo rogaré al Padre y les dará otro Consolador, para que esté siempre con ustedes. Es el Espíritu de la verdad que no puede recibir el mundo, porque ni lo ve ni lo conoce; ustedes en cambio, lo conocen porque vive en ustedes y con ustedes está. No los dejaré huérfanos; regresaré con ustedes” (Jn 14, 16-18). “Les he dicho todo esto mientras estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recuerden lo que yo les he enseñado y les explicará todo” (Jn 14, 25-26) “Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos los discípulos juntos en un mismo lugar con María, la Madre de Jesús, de repente, sobrevino del cielo un ruido como de un viento impetuoso que invadió toda la casa. Y aparecieron unas como lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas las palabras que el mismo Espíritu ponía en su boca…”. (Hech 2, 1-41). 1. El Espíritu Santo en la obra de Cristo Nuestro Señor Jesucristo, por ser un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, obra unido a ellos. Por eso, Jesús siempre habla de su Padre que le ha mandado salvar a los hombres del pecado, y también manifiesta que el Espíritu Santo será enviado después de su muerte y resurrección para vivificar la Iglesia naciente y hacer entender a los apóstoles todo lo que había enseñando. En Pentecostés viene El Espíritu Santo y transforma radicalmente a los apóstoles que de inmediato comienzan a predicar el Evangelio por el mundo entero y son tan fuertes que entregan su vida por Cristo. La obra de Cristo continúa viva y eficaz con la presencia del Espíritu Santo de modo continuo. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad está presente en el gobierno de la Iglesia, en la santificación de lo hombres y en el anuncio del Evangelio hasta el fin del mundo. 2. La acción del Espíritu Santo en las primeras comunidades cristianas Las promesas de Jesús sobre la ayuda que el Espíritu Santo prestaría a los Apóstoles y, en general a todos los creyentes, se cumplieron literalmente el día de Pentecostés. El Espíritu Santo los enseña, los fortalece en la fe y los impulsa a ser testigo de Cristo antes todas las personas, además les vivifica con su gracia y sus dones. a. El Espíritu Santo enseñó a los Apóstoles. Jesús anunció a los Apóstoles antes de la Pasión que el Espíritu Santo les recordaría la doctrina que Él les había enseñado. Conforme a las promesas de Jesús, los Apóstoles lograron comprender, gracias a la ayuda del Espíritu Santo, el sentido más profundo de sus enseñanzas. Así inmediatamente después de Pentecostés los Apóstoles cayeron en la cuenta de los que Jesús les había dicho. En efecto San pedro, en su primer discurso, recordó al profeta Joel: “En los últimos días dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre todo hombre y profetizarán sus hijos y sus hijas, sus jóvenes tendrán visiones, y sus ancianos, sueños; sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán...” (Hech 2, 17-21) b. El Espíritu Santo fortaleció a los Apóstoles en la fe para anunciar al Señor. Mediante la Acción del Espíritu Santo, los Apóstoles dieron claro testimonio de Jesús (Cfr. Hech 2, 1438; 3, 12-26). Y San Pedro “lleno del Espíritu Santo” (Hech 4, 8), se enfrenta con valentía a los príncipes del pueblo y a los sacerdotes y trata de convencerles de la divinidad de Jesucristo. También los Apóstoles ponen por testigos al Espíritu Santo ante el Sanedrín, enseñando que Jesús es el Mesías (Cfr. Hech 5, 32). Y el Espíritu Santo ayuda a Esteban a confesar su fe y aceptar valientemente el martirio (Cfr. Hech 7, 1-60). También con la fuerza del Espíritu Santo, el Evangelio se extiende fuera de Jerusalén (Cfr. Hech 8, 17-40; 10, 4548; 13, 2; etc.). Por eso, San Pablo asegura a los de Tesalónica que no se convirtieron por sus palabras, sino por la acción del Espíritu Santo (Cfr. 1Tes 1, 5).
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c. El Espíritu Santo vivifica a los Apóstoles con su gracia. La acción del Espíritu Santo vivifica y mejora continuamente la vida de los bautizados. Con la gracia santificante hace que el Cristiano sea, se sienta y viva como un hijo de Dios (Cfr, Rom 14-17) y pueda llamar “Padre” a Dios (Cfr. Gal 4, 6). Al ser y sentirse hijos de Dios, los primeros cristianos vivieron con especial intensidad la fraternidad y la solidaridad, de modo que los que tenían bienes ayudaban a los más necesitados (Cfr. Hech 2, 44-47; 4, 32-37). En virtud del Espíritu Santo recibido, el bautizado se convierte en una “persona espiritual” que sabe apreciar y valorar las cosas de Dios. Por el contrario, quien no es fiel al Espíritu Santo recibido, se convierte en un “hombre carnal”, incapaz de saborear los bienes espirituales. 3. La acción del Espíritu Santo en la Iglesia de hoy. Durante su vida pública, Jesús habló frecuentemente a los Apóstoles del Espíritu Santo. En diversas ocasiones les prometió que no les dejaría solos sino que les enviaría al Espíritu Consolador (Cfr. Jn 14, 16-18). Él mismo muestra la necesidad de subir al cielo para enviarles al Espíritu Santo (Cfr. Jn 16, 7). Su acción en la Iglesia lo realiza de diversos modos como lo ha hecho a través de la historia desde los comienzos. a. El Espíritu Santo enseña a la Iglesia. La Iglesia goza de una especial ayuda del Espíritu Santo para enseñar siempre y en todas partes la verdadera doctrina de Jesucristo. El Magisterio de la Iglesia, formado por el Papa y los obispos unidos a él, goza de la asistencia del Espíritu Santo para seguir anunciando el Evangelio. Por eso debemos escuchar con atención las enseñanzas de este Magisterio que explica sobre Cristo y su Iglesia contenido en la Sagrada Biblia y la Tradición Divina. El escuchar nos debe llevar a esforzarnos en poner en práctica. Por ejemplo lo que encontramos en el catecismo y en la encíclicas de los Papas. b. El Espíritu Santo santifica a los cristianos. El Espíritu Santo nos santifica especialmente a través de los sacramentos. Desde que recibimos el Bautismo somos templos del Espíritu Santo por la gracia divina. La Eucaristía nos hace crecer siempre más en la vida cristiana. Pero como somos débiles, Jesús nos dejó otro sacramento, el de la Penitencia, para perdonarnos de los pecados y fortalecer nuestra vida espiritual. Así fue desde el principio, el Espíritu Santo nunca dejó de obrar en los cristianos. c. El Espíritu Santo nos hace testigos de Cristo. Jesús aseguró a los Apóstoles, que cuando descendiera el Espíritu Santo sobre ellos, “darían testimonio de Él” (Jn 15, 26-27). También hoy el Espíritu Santo no ayuda a vivir como discípulos de Jesucristo y a dar testimonio de Él. La plenitud del Espíritu Santo la recibe el cristiano con el sacramento de la Confirmación, que nos hace fuertes en la fe y testigos de Cristo en el mundo. El testimonio de fe en Jesucristo lo han dado los cristianos de todas las épocas. Una forma extraordinaria de ese testimonio es el martirio. No obstante los cristianos estamos llamados a dar testimonio de Jesucristo no sólo en las circunstancias extraordinarias, como es el martirio, sino, sobre todo, en las circunstancias ordinarias de la vida: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la amistad, en el colegio, en el deporte y las diversiones, en el amor humano, etc. Para ello necesitamos siempre la ayuda del Espíritu Santo. 4. Los dones del Espíritu Santo Los dones son disposiciones permanentes por los que el cristiano se hace capaz de moverse bajo la inspiración, impulso y dirección del Espíritu Santo. El fiel cristiano se hace dócil para obedecer con prontitud las inspiraciones divinas. Los dones del Espíritu Santo perfeccionan las virtudes morales y teologales ya perfeccionadas por la gracia de Dios, y orientan más eficazmente al cristiano hacia su fin último que sólo no lo puede hacer. Los dones del Espíritu Santo son siete: Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios (Cfr. Is 11, 1-2) a. Sabiduría. Este don hace sensible el alma al Espíritu Santo en la contemplación de las cosas divinas y en el uso de las ideas de Dios, en el juzgar tanto lo creado como lo divino. Esta produce un temor filial de Dios además de una paz acogedora en el corazón del hombre.
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b. Inteligencia. Agudiza la facultad de entender más profundamente la realidad, penetrando las cosas difíciles en especial las cosas de Dios.
c. Consejo. Perfecciona la virtud moral de la prudencia. El ser humano como no es capaz de abarcar la singularidad y contingencia de los seres y los acontecimientos, por ello necesita ser dirigido por el consejo de Dios. d. Fortaleza. Refuerza la virtud de la fortaleza, confiriéndonos la fuerza de cumplir la voluntad de Dios en todo. e. Ciencia. Discierne con más criterio las cosas de la vida de tal manera que no se queda en lo superficial. f. Piedad. La piedad es el sentimiento de amor y afecto, reverencia, ternura, obediencia y admiración que un buen hijo siente con sus padres. Es el don de sentirse hijo de Dios y gozarlo en alegría filial. g. Temor de Dios. Permite conservar la relación justa entre el Creador y su criatura. El Señor es el creador del universo, es el amo y dueño de todo lo que existe pero, a su vez quiso nacer como todos los niños y nos ama con locura como nadie en el mundo de tal manera que lavó los pies a sus apóstoles y murió en la cruz. Nos ama mucho por que es nuestro padre pero también es el Señor y creador de todo. 5. Los frutos del Espíritu Santo Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. Cada uno de los dones del Espíritu Santo produce frutos que en la Sagrada Escritura encontramos doce: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad (Gal 5, 22-23, Vulgata). 6. Pecados contra el Espíritu Santo. Nos dice Jesús: Todo pecado puede ser perdonado menos el que va contra el Espíritu Santo. Los pecados contra el Espíritu Santo son: a. Desesperar de la misericordia de Dios. Se piensa que Dios no nos perdonará por ser un pecado muy grave. Dios espera solo nuestro arrepentimiento para perdonarnos. b. Presunción de salvarse sin ningún mérito. Dios nos ayuda pero no nos anula para salvarnos. El quiere nuestra colaboración para salvarnos. c. Impugnación de la verdad conocida. Ir en contra de las verdades de la fe bajo pretextos o enseñanzas erróneas. d. Envidia de las bienes espirituales del prójimo. Dios da a cada uno según su capacidad, pero también espera una respuesta según la capacidad. e. Obstinación en el pecado. Una persona puede cerrarse en su pecado y no querer confesarlo bajo pretextos muy diversos. f. Impenitencia final. Mientras uno tenga vida siempre tendrá oportunidad de cambiar. Si uno muere sin arrepentimiento Dios no le puede perdonar porque ha cerrado su corazón. g. 2. NACIMIENTO DE LA IGLESIA DE CRISTO Iluminación (Rom 12, 4-8) “Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y no todos los miembros tienen una misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo al quedar unidos a Cristo, y somos miembros los unos de los otros. Puesto que tenemos dones diferentes, según la gracia que Dios nos ha confiado, el que habla de parte de Dios, hágalo de acuerdo con la fe; el que sirve, entréguese al servicio; el que enseña, a la enseñanza; el que exhorta, a la exhortación; el que ayuda, hágalo con generosidad; el que atiende, con solicitud; el que practica la misericordia, con alegría” 1. Introducción Para cumplir el designio de salvación, Jesús predicó el Reino de Dios diciendo: “Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he sido enviado. E iba predicando por las sinagogas de Judea” (Lc 4, 43-44). La expresión “Reino de Dios” significa la presencia y la intervención transformadora de Dios en la historia para la
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salvación de los hombres. De la misma manera expresa el reinado de Jesucristo por medio de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios (Cfr. Lumen Gentium 5) a través del tiempo hasta el fin del mundo tal como el mismo Cristo lo señaló. 2. Jesús funda la Iglesia Dios “estableció convocar a quienes creen en Cristo en la Santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza” (Lumen Gentium 2). Llega la plenitud de los tiempos en que nuestro Señor Jesús con su encarnación comienza su historia en esta tierra en medio de los hombres, a quienes Él ama tanto que quiso hacerse uno de nosotros menos en el pecado. Nació, creció lleno de gracia, sabiduría y bondad delante de Dios y delante de los hombres, comenzó a explicar con signos y palabras el camino de nuestra salvación. Escoge a sus apóstoles, les prepara con cuidado y les manda predicar por todo el mundo prometiéndoles acompañar hasta el fin del mundo. La Iglesia comienza a gestarse con su encarnación. Durante su vida madura este proyecto divino que, anticipada en la institución de la Eucaristía, adquiere máxima relevancia el día de su muerte en la Cruz cuando todos los llamados son insertados en su cuerpo. El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signos de ese comienzo y crecimiento (Cfr. Lumen Gentium 3) “pues del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de la iglesia entera” (Sacrosantum Concilium 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormilado, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo, muerto en la Cruz. Este cuerpo de Cristo, donde se encuentran insertados los cristianos se vivifica con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. De esta manera, la Iglesia nace, se instituye, se funda en la persona de nuestro Señor Jesucristo: por eso, su muerte en la cruz viene unida a la venida del Espíritu Santo. 3. La Iglesia como familia de los Hijos de Dios En una ocasión alguien le dijo al Señor “Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. Pero Él respondió al que se lo decía: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12, 47-50) La Iglesia siendo algo misterioso, místico, divino y humano, se configura como la gran familia de los hijos de Dios. Es en la Iglesia donde encontramos a un Padre Bueno, un Hermano mayor que es Dios, una madre tan bella y buena como nadie en el mundo, y muchos hermanos y hermanas que compartimos los mismos bienes que tenemos en familia. Esta gran familia de los hijos de Dios está formada por muchas familias humanas que se constituyen, por eso, como Iglesias domésticas, la Iglesia en pequeño, pero unida a todas las demás que forman como un solo cuerpo. 4. Diversas figuras de la Iglesia En la Sagrada Escritura hay diversas maneras de exponer qué es la Iglesia. Se habla de ella como de un campo que Dios cultiva (1Cor 3, 6-9); un edificio (Mt 16, 18); una esposa fiel (Ef 5, 25); una madre cariñosa (Gal 4, 26) que se preocupa por sus hijos; y un cuerpo cuya cabeza es Cristo (1Cor 12, 27). San Pablo llama a la Iglesia Cuerpo Místico de Cristo: “así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y no todos los miembros tienen una misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo al quedar unidos a Cristo, y somos miembros los unos de los otros” (Rom, 12, 4-5) La Iglesia es también el Nuevo Pueblo de Dios: “Ustedes, en cambio, son linaje escogido sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable. Los que en otro tiempo no eran pueblo, ahora son pueblo de Dios; los que no habían conseguido misericordia, ahora obtuvieron misericordia” (1Pe 2, 9-10). El pueblo de Israel fue el pueblo de la Antigua Alianza fundada por Jesucristo. En este Nuevo Pueblo de Dios, asistido por el Espíritu Santo, se encuentran todos los medios de salvación. Este pueblo de Dios tiene unas características que lo distinguen:
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Es el Pueblo de Dios que tiene origen en Dios: “son linaje escogido sacerdocio real, nación santa” (1Pe 2, 9). Se llega a ser miembro de este pueblo por el nacimiento del agua y del Espíritu (Cfr. Jn 3, 3-5), es decir por el Bautismo. Tiene por cabeza a Jesús, el Cristo, el Mesías, que ha venido para salvarnos. Condición: dignidad y libertad de los hijos de Dios Su Ley es el mandamiento nuevo que Jesús nos entregó en la última cena: “Ámense los unos a los otros como yo les he amado” (Jn 13, 34), Misión: ser sal de la tierra y luz del mundo Su destino final es el Reino de Dios, que Jesús comenzó en este mundo y que debe ser extendido por toda la tierra hasta que Él mismo lo lleve a su perfección en el cielo. (Cfr. CCC 154).
5. La Iglesia es un misterio y una comunión Con una visión superficial solo alcanzamos a ver los aspectos humanos y visibles de la Iglesia: las personas que la componen, su organización, sus edificios, sus actos de culto, etc. Pero sólo con la ayuda de la fe podemos llegar a conocer su realidad profunda y misteriosa. Por eso decimos que la Iglesia es un misterio: a través de los elementos visibles –sobre todo en los sacramentos- se descubren los elementos invisibles de la Iglesia, es decir, la gracia y los dones espirituales que Dios da. También entendemos la Iglesia como comunión, es decir, que está formada por todos los cristianos: los del cielo, del purgatorio y de la tierra. Además, todos los cristianos estamos unidos por una misma fe y celebramos los mismos sacramentos; todos obedecemos al mismo pastor universal, el Vicario de Cristo; y todos estamos llamados a vivir unidos a Dios hasta la unión definitiva con la Trinidad del cielo. 6. Las notas de la Iglesia La Iglesia que Cristo hizo tiene cuatro notas características que la distinguen de las demás Iglesias cristianas (protestante, anglicana, ortodoxa, etc.). Estas notas son: Es Una. Jesucristo fundó una única Iglesia, que tiene una misma fe y unos mismos sacramentos. Además Él es único y el Espíritu Santo realiza la unión de cada uno de los cristianos con Jesús como el sarmiento a la vid (Cfr. Jn 15, 5). Es Santa. Su fundador es Santísimo; su finalidad y los medios que utiliza para ir al cielo son santos aunque sus miembros sean pecadores. Es Católica. Es decir está hecha para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares: Todos, sin excepción, están llamados a ser de la Iglesia de Cristo. Además es el único medio, directo o indirecto, de salvación. Es apostólica. Fue confiada a los apóstoles y a los sucesores de ellos. Por voluntad de Cristo ellos son las columnas de la Iglesia. La Iglesia, además, es Jerárquica. Fue la voluntad del Señor establecer una Jerarquía para gobernar su Iglesia. Esta jerarquía lo forman el diácono, el sacerdote y el obispo teniendo como cabeza al Papa. Y a su vez es Carismática, ya que Cristo la dotó de vida sobrenatural y suscita en ella carismas que son gracias especiales que el Espíritu Santo va suscitando para el bien de los fieles cristianos. 7. Los ministros de la Iglesia Jesús llamó a los doce apóstoles para ponerlos a frente de su Iglesia. Los apóstoles, para dar continuidad a la misión que Jesús les había confiado, nombraron sucesores, que son los obispos. Entre ellos hay uno que tiene una misión de especial importancia: el Papa, quien como sucesor de San Pedro es el Vicario de Cristo en la tierra. En cierta ocasión Jesús le dijo a Pedro: “Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18); y después de su resurrección le dijo “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17). Por eso Pedro y sus sucesores tienen la misión de cuidar la Iglesia. Siguiendo al Papa, ya los obispos unidos a él, sabemos que estamos ante la única y verdadera Iglesia que fundó Jesucristo.
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El Papa o Romano Pontífice, en determinadas circunstancias, goza del privilegio de la infalibilidad al enseñar en cuestiones de fe y moral ya que tiene una asistencia especial del Espíritu Santo. Jesús dijo a san Pedro: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos”(Lc 22, 32). San Pedro fue a Roma y allí murió. Todos sus sucesores han sido obispos de Roma. En aquella ciudad reposa el cuerpo del primer Papa. San Pedro fue martirizado y murió crucificado boca abajo en el año 67, durante la persecución del emperador Nerón. El cuerpo lo enterraron en un cementerio ubicado en la falda del monte Vaticano. Allí, en el siglo IV, el emperador Constantino hizo edificar la basílica del Vaticano en homenaje al apóstol. 8. Los laicos y los religiosos en la Iglesia Los laicos son todos los fieles cristianos –no sacerdotes ni religiosos- que incorporados a Cristo por el Bautismo, forman parte del Pueblo de Dios. La vocación laical tiene cuatro características fundamentales: Viven en la diversas circunstancias y ambientes de la vida humana Trabajan en asuntos seculares, es decir en cualquier profesión honesta orientándola según el querer de Dios. Están llamados a ser santos amando a Dios y a los demás. Actúan como fermento de evangelización, siendo testigos de Cristo en la familia y en la sociedad. De esta manera el Concilio Vaticano II nos recuerda que “a los fieles laicos pertenece por propia vocación buscar el Reino de Dios trabajando y ordenando según el querer de Dios los asuntos temporales. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades de la vida familiar y social, con las que su existencia forma un único tejido” (Lumen Gentium 31). Otro modo de trabajar por el Reino de Dios es la vida religiosa. Los religiosos son aquellos cristianos que consagran su vida a Dios mediante la profesión pública de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Los carismas son muy diversos según sean las órdenes y congregaciones: la vida contemplativa, la educación cristiana, las misiones, el cuidado de los pobres y de los enfermos, etc. 3. LA VIRGEN MARÍA, MADRE Y MODELO DE LA IGLESIA NACIENTE Iluminación (Jn 19, 25-27) “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto amaba, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya”. 1. Introducción La Virgen María es una mujer única en la historia de la humanidad. Lo que de ella nos cuentan la Biblia y la Tradición cristiana ha sido una constante fuente de inspiración en la fe. Gente sencilla y sabios, poetas, músicos, pintores, escultores, arquitectos, teólogos.... de todas la épocas han honrado con devoción filial a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. En honor a ella se han levantado catedrales, santuarios, ermitas.... Se están cumpliendo a la letra las palabras que ella misma pronunció en la visita que hizo a su prima Isabel: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48). La Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María la confiere una dignidad incomparable, superada únicamente por Dios. Dios con su infinito poder pudo adornarla con todas las gracias y dones que un ser humano puede recibir. Y ella ha correspondido a Dios en todo que, ha sido encumbrada como Reina y Señora de todo por ser la Madre de Jesús. 2. María es Madre de Dios En el siglo V, algunas personas pensaban que María era madre de la naturaleza humana de Jesús. Por eso se reunió un concilio en Éfeso que proclamó solemnemente que María es madre de la persona de Jesús y, por lo tanto, madre de Dios.
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El Ángel Gabriel le manifestó que sería la Madre de Jesús, su prima Santa Isabel, asimismo, reconoció en ella la Madre de su Señor. Jesús mismo le llama Madre; por ejemplo cuando tenía doce años, en las bodas de Caná, desde la Cruz. La maternidad divina de la Virgen María es la razón principal de sus privilegios y grandezas, reconocida por todas las generaciones. 3. María fue concebida sin pecado original El 8 de Diciembre de 1854, el Papa Pío IX proclamó solemnemente que era verdad revelada por Dios y que todos los cristianos debían creer que la Beatísima Virgen María, en el primer instante de concepción, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original por singular privilegio y gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano. Por este privilegio María estuvo exenta de toda inclinación al pecado; recibió más gracia de Dios que todos los ángeles y hombres juntos; jamás incurrió en falta alguna, ni pecado. Esto es posible sólo por una especial intervención de Dios. 4. María fue siempre virgen El sínodo de Letrán del año 649, presidido por el Papa Martín I, recalcó los tres momentos de la Virginidad de María cuando enseñó que la Bienaventurada Madre de Dios concibió del Espíritu Santo sin semilla, dio a luz sin detrimento de su virginidad y permaneció indisoluble su virginidad después del parto. Los dos relatos de la Sagrada Escritura que nos hablan de la concepción de Jesús afirman que ésta se realizó sin romper la virginidad de María (Cfr. Mc 2, 18-25; Lc 1, 26-28). Ambos relatos son un claro testimonio de la fe primitiva en la virginidad física de María. Jesús no nació como fruto de unas relaciones matrimoniales ordinarias, sino que María concibió en su seno por obra del Espíritu Santo. 5. María fue asunta al cielo. El 1 de Noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó como dogma de fe que la Virgen María fue llevada al cielo en cuerpo y alma. En efecto decía el Papa en aquel entonces: “La inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, acabado el curso de su vida terrestre, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial. Desde el cielo no ha dejado de ejercer la función salvadora en bien de los hombres para nuestra salvación eterna, y por ello es honrada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora, sin quitar nada y sin añadir nada a la mediación única del Redentor. 6. María, Madre de la Iglesia naciente El Papa Pablo VI lo proclamó con estas palabras: “Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia; es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman madre amorosa; y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título” (Pablo VI, Discurso en el Concilio Vaticano II, 21. XI. 1964). El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo. Esta unión de la Virgen María con su Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta la Cruz (Cfr. Lumen Gentium, 57). En el Calvario, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba consentimiento al sacrificio de su Hijo como víctima en el comienzo de la Iglesia. Cuando Jesús estaba agonizando en la Cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). El gesto del Señor, por el que encomienda a su Santísima Madre al cuidado del discípulo, tiene un doble sentido. Por una parte, manifiesta el amor filial de Jesús a su Santísima Madre y por otro, le pide que cuide a su Iglesia representada en la persona de San Juan apóstol. Respecto a lo primero, Jesús nos enseña a cumplir el cuarto mandamiento: alecciona a los suyos con su ejemplo, con el fin que los buenos hijos tengan siempre cuidado de sus padres. Referente a lo segundo, encontramos a la Virgen María siempre presente en los comienzos de la Iglesia, al lado de los apóstoles y los demás discípulos. Ella con otras mujeres no dejaría de pedir al Señor el don del Espíritu Santo.
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7. La Virgen María, nuestra madre en orden de la gracia Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de fe y caridad desde el comienzo cuando todos los apóstoles y los primeros cristianos se apañaban a su alrededor. Por su papel en relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia” (Lumen Gentium, 61). “Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna...” (Lumen Gentium, 62). Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia. 8. Culto a la Santísima Virgen María La Santísima Virgen, es con razón honrada en la Iglesia mediante un culto especial. En efecto, desde los tiempos más antiguos se la venera con el título de Madre de Dios, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes, sobre todo en los peligros y necesidades. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo Encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo (Cfr. Lumen Gentium, 66). La misma Virgen María, había previsto, de algún modo, esa veneración singular cuando en su cántico del Magníficat exclamó: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48). El culto dado a la Virgen María se llama hiperdulía, es decir, una veneración especialísima, muy por encima del culto rendido a los ángeles y a los santos. Los cristianos siempre han tenido un enorme cariño a la Virgen María. Por eso, desde los tiempos más antiguos encontramos templos dedicados a ella, imágenes muy diversas que se van haciendo a lo largo de la historia, se van construyendo santuarios y ermitas en muchos lugares sobre la faz de la tierra. Asimismo, se van construyendo oraciones que profesan nuestra devoción filial. La más antigua oración a la Virgen, por ejemplo, dice así: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestra necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”. Oraciones como el Ave Maria, compuesta con palabras del Ángel Gabriel y de Isabel (Cfr. Lc 1, 28. 42), la Salve, el acordaos, el bendita sea tu pureza, el ángelus, el Santo Rosario que tantas veces ha recomendado la Iglesia, son muestra del cariño y afecto de sus hijos en el mundo. 4. LOS PRIMEROS SIGLOS DE LA IGLESIA Iluminación (Hch 8, 1-8) “Aquel día se desencadenó una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén; y todos, excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. A Esteban lo enterraron unos hombres piadosos, e hicieron duelo por él. Saulo por su parte, perseguía con furor a la Iglesia, entraba en las casas, se lleva por la fuerza a hombres y mujeres, y los metía en la cárcel. Los que se había dispersado fueron por todas partes anunciando el mensaje. Felipe bajó a la ciudad de Samaría y estuvo allí predicando a Cristo. La gente escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los signos que realizaba. Pues de muchos endemoniados salían los espíritus inmundos, gritando con fuerza, y muchos paralíticos y cojos sanaron. Y hubo gran alegría en aquella ciudad”. 1. Introducción
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La historia es nuestra memoria colectiva, las experiencias de nuestros antepasados que pueden ser lecciones a seguir como acciones para evitar. La historia la hacen los hombres y como la Iglesia está formada por ser humanos, tiene una historia que manifiesta lo que es. Por eso si queremos saber qué es la Santa Iglesia Católica no debemos ignorar sus luchas en los días de las lejanas persecuciones romanas hasta hoy en día; sus luchas contra las herejías que intentaron rasgar la túnica de su fe inmaculada; sus triunfos en días gloriosos; sus héroes y sus santos. Además, si queremos defender mejor a nuestra Madre debemos estudiar su Historia para saber a qué precio nuestros padres en la fe nos han conservado nuestra santa Religión. Es de suma importancia para todo católico, el estudio de la Historia de la Iglesia para valorar más su dignidad. La historia de la Iglesia comienza en la antigüedad cristiana y continúa con la formación de lo que muchos años se llamó cristiandad: conjunto de naciones que socialmente obedecía a Cristo y a su Iglesia. Esa cristiandad en Europa especialmente la hemos visto luchar contra sus adversarios, vencerlos y luego desmoronarse bajo los golpes del protestantismo y laicismo moderno. No por eso fue vencida la Santa Iglesia. Aquí desarrollaremos los primeros tiempos de la Iglesia hasta el siglo IV. 2. Pentecostés y los primeros tiempos El día de Pentecostés, cuando vino el Espíritu Santo ante la predicación de San Pedro se convirtieron unas tres mil personas (Cfr. Hch 2, 1-41). Otro día cuando Pedro y Juan subían al templo a orar como a las tres de la tarde, Pedro curó un cojo que entró al Templo, alabando a Dios. Todo el pueblo quedó lleno de admiración. Por segunda vez predicó San Pedro y convirtió a otras cinco mil personas. Les amenazaron, les encarcelaron, les azotaron pero prefirieron obedecer a Dios antes a que a los hombres.(Cfr. Hch 3, 1-26; 4, 1-22. Uno de los siete diáconos, Esteban echó en cara a los príncipes de los sacerdotes su impiedad. Por eso lo sacaron fuera de la ciudad y lo apedrearon. Y mientras lo apedreaban, Esteban oraba: "Señor Jesús recibe mi espíritu". Puesto de rodillas dijo con voz fuerte: "Señor, no les imputas este pecado". Y diciendo esto se durmió en el Señor. Lo recogieron algunos varones piadosos e hicieron sobre él gran luto. San Esteban fue el primer mártir en la Iglesia (Cf. Hch 6, 8-15; 7, 1-60). Desde los comienzos de la Iglesia, San Pedro actuó como jefe de ella: fue el primero en predicar al pueblo el día de Pentecostés; el primero en obrar milagros: el primero en sufrir los azotes de los judíos, fue también el primero en llevar el apostolado fuera de Jerusalén. El fue quien con Juan, impuso las manos sobre los fieles de Samaria convertidos por el diácono Felipe y les dio el Espíritu Santo. Pedro fue el que devolvió la salud al paralítico Eneas, en Lida y la vida a la difunta Tabita, en Joppe; el que reprendió a Simón el Mago, padre de la Simonía, cuando este le ofreció dinero al Apóstol en cambio del poder de hacer milagros. Finalmente fue Pedro el que recibió a los primeros gentiles en la Iglesia y dio el bautismo al Centurión Cornelio. Herodes Agripa intentó darle muerte, fue liberado milagrosamente por un ángel del Señor. Este mismo Herodes había hecho prender y degollar a Santiago el Mayor, hermano de Juan. Fue en ese tiempo cuando los Apóstoles abandonaron la Judea y se dispersaron por el mundo conocido. San Pedro estuvo un tiempo en Antioquía, donde los discípulos de Jesús se comenzaron a llamar cristianos. Allí estableció diversas Iglesias en el Ponto, la Bitinia y la Capadocia. Después de siete años se encaminó a Roma, capital del Imperio Romano y del mundo. Allí fundó la Iglesia Romana, dio él mismo el episcopado a Lino, que había de ser el primer sucesor suyo y sufrió martirio. San Pablo, el apóstol de los gentiles es también una gran figura de los comienzos de la Iglesia. Al principio él perseguía a los cristianos hasta que el Señor le convierte. Desde entonces es un incansable predicador (Cfr. Hch 9 ss) con la ayuda de Bernabé, Lucas, Marcos, Silas y otros discípulos del Señor. Funda diversas comunidades cristianas, en el transcurso de sus tres grandes viajes, a quienes escribe varias cartas. Después del tercer viaje, subió Pablo a Jerusalén donde se alborotaron los judíos e hicieron que fuera apresado por los romanos. Después de un cautiverio de dos años, él mismo apeló al César y fue llevado a Roma donde permaneció otros dos años en semi libertad. Aprovechó estos años en predicar la fe. Absuelto por el César volvió a Oriente y sufrió luego un segundo cautiverio. Según las antiguas
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tradiciones de la Iglesia Romana, pasó nueve meses con San Pedro en el oscuro calabozo de la cárcel Mamertina. Sacado de allí, sufrió una última flagelación y, en su calidad de ciudadano romano, fue decapitado el mismo día que San Pedro era crucificado con la cabeza para abajo. Era el año 67. Santiago el mayor, permaneció algún tiempo en Judea y, según afirman tradiciones del siglo VII, se habría ido a predicar a España, convirtiendo algunos a Cristo, de entre los cuales, siete, ordenados más tarde por San Pedro, fueron los fundadores de algunas Iglesias de España. Tradiciones del siglo V dicen que, a petición de la Virgen María, el Apóstol le dedicó un modesto oratorio en Zaragoza. En siglos posteriores fue sustituido por un amplio templo que, en el siglo XIV recibió el nombre del Pilar, por estar la imagen de la Virgen sobre una columna de mármol. El apóstol Santiago volvió a Judea, donde fue degollado por orden de Herodes Agripa, hacia los años de 42 a 44. Su cuerpo, según antiquísima tradición española que remonta al siglo IX, se venera en la ciudad de Compostela. Santiago el Menor fue obispo de Jerusalén. Su Vida santa le mereció por parte de los mismos judíos el sobrenombre de justo. Pero, por la envidia y el odio de los príncipes de los Sacerdotes y de los fariseos fue arrojado desde lo alto del templo y apedreado. San Juan, hermano de Santiago el Mayor vivió con la Virgen Santísima en Jerusalén. Antes de ser sitiada la ciudad por los romanos salió para Éfeso cuya Iglesia, fundada por San Pablo, gobernó por muchos años. Tertuliano nos dice que fue llevado a Roma en el reinado de Domiciano y condenado a morir en una caldera de aceite hirviendo. De allí salió milagrosamente ileso. Desterrado a la Isla de Patmos escribió el Apocalipsis. A la muerte de Domiciano volvió a Éfeso, donde murió de avanzada edad. Escribió el Evangelio que lleva su nombre. San Andrés evangelizó la Escitia y la Tracia. Fue crucificado en Patras de Grecia y el relato de su martirio fue escrito por sacerdotes de aquella Iglesia. Las noticias sobre los demás apóstoles son muy inciertas, puede, sin embargo, afirmarse que todos coronaron su vida por el martirio, sellando con su sangre la verdad de sus enseñanzas. 3. Tres siglos de persecuciones Si los judíos persiguieron a muerte a los primeros cristianos más fue de los paganos, concretamente de los romanos. En un principio el pueblo les confundía con los judíos, pero muy pronto les distinguieron de ellos y comenzaron a ser objeto de su odio. Ya en su tiempo el historiador Tácito los acusaba de "enemigos del género humano". De tal manera que los consideraba como responsables de las calamidades públicas. Los filósofos contrarios a la fe y los emperadores fueron otros de los perseguidores; por eso también que ha durado tanto, porque éstos últimos veían a los cristianos como enemigos de la unidad del imperio. Los cristianos eran acusados de todo, como el comerse la carne de un niño y beberse su sangre en sus asambleas nocturnas pero las principales acusaciones eran: 1º Pretender una Religión Universal que los Emperadores veían una amenaza contra el mismo Imperio; 2º El crimen de la lesa majestad, es decir no adorar al César; 3º El practicar un culto ilícito lleno de supersticiones y hechicerías. Así llamaban a los milagros. Los cristianos, antes de ser sometidos a juicio eran encarcelados, luego se les sometía a tormento en el potro; se les azotaba; se les desgarraba con garfios etc. Los que permanecían firmes en la fe eran decapitados si ostentaban el titulo de ciudadanos romanos; eran expuestos a las fieras del circo o quemados vivos, si eran de libre condición, pero no ciudadanos romanos; crucificados si eran esclavos. Los edictos publicados por Septimio Severo, Decio, Valeriano y Diocleciano, tuvieron por objetivo atajar la propagación del Evangelio. Ellos fueron la causa del gran número de martirios y de suplicios hasta entonces poco usados. El número de los Mártires fue muy grande; aún lo atestiguan los autores antiguos, tanto cristianos como paganos, sin que se pueda dar una cifra precisa. Historiadores como Tácito nos habla de una gran muchedumbre, al referirse a las víctimas de Nerón; Dion Casio, nos dice lo mismo al hablar de Domiciano. Clemente de Alejandría escribe que Septimio Severo derramó a torrentes la sangre de los cristianos y se creyó el anticristo. Lactancio llamó a Decio "un monstruo" y de la breve persecución de Valeriano, él mismo dice que hizo correr mucha sangre. La persecución de Diocleciano asoló durante diez años al pueblo de Dios: ninguna guerra diezmó tanto a los pueblos, según testimonio de Sulpicio Severo.
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Sin un verdadero milagro moral que obraba Dios en prueba de la divinidad de su Iglesia, no se explican: a) Ni este gran número de mártires de toda edad y condición, ancianos, doncellas, niños a quienes una muerte cruel no podía menos que horrorizar; b) Ni su heroica constancia en presencia de horribles suplicios, como ser atormentados en el potro, rasgados con uñas de hierro, quemados a fuego lento, desollados, crucificados; e) Ni su invicta fortaleza sin que una queja saliera de sus labios y con la circunstancia de que les bastaba una sola palabra, para verse libres de tanto tormento; d) Ni esa libertad de palabra que usaron los mártires para con sus perseguidores. Entre los más insignes mártires citaremos a unos pocos de los primeros siglos: San Simeón, pariente de Jesús Nuestro Señor, y obispo de Jerusalén, crucificado a la edad de ciento veinte años; San Ignacio, obispo de Antioquía, llevado a Roma para ser devorado de las fieras; San Policarpo, obispo de Esmirna, quemado vivo a la edad de ochenta y seis años; Santa Blandina, la esclava de Lyon y sus numerosos compañeros, atrozmente martirizados; Las santas Felicítas y Perpetua, en Cartago de Africa, expuestas a las fieras del circo; San Lorenzo diácono de Roma, asado vivo a fuego lento sobre unas parrillas por deshonrar la Iglesia; San Cipriano, obispo de Cartago, decapitado; Santa Cecilia, virgen de la nobleza romana degollada en su misma casa; San Sinforiano, joven de quince años en Autún, alentado por su misma madre a sufrir el martirio (275); San Sebastián, capitán de la guardia imperial asaetado primero y luego muerto a garrote, algún tiempo después; Santa Inés, virgen romana, niña de unos trece años; San Vicente, ilustre diácono español desgarrado con uñas de hierro y asado sobre parrillas (304); En las persecuciones de Maximiano (286 -292) de Diocleciano y Galerio, (303 -311) fueron particularmente probadas las Iglesias de las Galias (actual Francia) durante la primera y las de Oriente y de España en la segunda. No pocas veces, Dios castigó visiblemente a los perseguidores de la Iglesia. En su libro De Mortem Persecutorum, el apologista Lactancio nos da testimonio de cómo murieron los grandes perseguidores: Nerón condenado a morir a puros azotes, y decapitado, en virtud de una sentencia del senado, resuelve matarse cuando vienen a prenderle; Decio pereció en un pantano, combatiendo contra los Godos; Valeriano quien pretendió la destrucción del Cristianismo con la muerte de los obispos y demás ministros fue vencido y hecho prisionero por Sapor rey de Persia; acabaron desollándolo vivo, según la bárbara costumbre persa y colgaron la piel del desgraciado, teñida de rojo en uno de sus templos; Maximiliano en la gran persecución de Diocleciano, apresado por un intento de asesinato a la persona de Constantino, se ahorcó en su prisión; Dioclesiano, obligado a abdicar, se dejó morir de hambre; Galerio, el principal autor de la décima persecución, murió con el cuerpo devorado por gusanos, después de un año de atroces sufrimientos. Por otro lado, mientras los emperadores romanos derramaban la sangre de los cristianos, los escritores y filósofos paganos trataban en sus escritos de difamarlos y ridiculizar las practicas de la nueva religión. Tampoco le faltaron a la Iglesia, malos hijos que atacaron su doctrina y enseñaron errores que se llamaron herejías. Por aquel entonces suscitó Dios Nuestro Señor a santos y doctos varones, quienes con su palabra y sus escritos desmintieron las calumnias de los paganos y desbarataron las falsedades de los herejes. Durante los dos primeros siglos, las persecuciones provocadas por los Emperadores Romanos, las calumnias de los judíos contra los cristianos, y el querer de los filósofos paganos de ridiculizar la doctrina de la Iglesia suscitaron los primeros defensores de la Iglesia llamados Padres Apostólicos y Padres Apologistas. Los Padres Apostólicos fueron aquellos escritores eclesiásticos, contemporáneos con los Apóstoles, quienes se distinguieron por su ciencia y santidad. Los principales fueron San Clemente Papa, murió en el año 100. El Pastor de Hermas hermano del Papa Pío I, San Ignacio, Obispo de Antioquía y los autores Anónimos de la Carta de Bernabé y la Didajé o Doctrina de los doce Apóstoles. Los Apologistas, fueron los primeros defensores públicos de la fe, eran sabios cristianos, que con sus escritos defendieron la doctrina de la Iglesia y el culto cristiano. Y así pusieron de manifiesto la Santidad de la Iglesia. Entre ellos Sobresalen San Justino, mártir en Roma; San Ireneo; Tertuliano, Orígenes y San Cipriano.
4. Vida de la Iglesia en los primeros siglos
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El Clero y los laicos. Jesucristo entregó a sus apóstoles el gobierno de su Iglesia. A su vez los Apóstoles dieron jefes a las diversas comunidades que establecían. Así, desde un principio, los miembros de la Iglesia se distinguieron en Clérigos y Laicos. Entre los clérigos hubo varios grados a saber: Obispos, Presbíteros y Diáconos; así se constituyó la jerarquía. Desde los tiempos de San Pablo hubo obispos en la Iglesia; ya a fines del primer siglo había uno sólo en cada comunidad importante. Les ayudaban los Presbíteros, mientras los Diáconos atendían a los pobres y manejaban los bienes de la Iglesia. Los obispos eran iguales entre si: uno sólo, el Obispo de Roma sucesor de San Pedro era reconocido como jefe de todos. El celibato eclesiástico. Siempre ha enseñado la Iglesia que el estado de Virginidad es superior al matrimonio. Sin embargo, en sus primitivos tiempos, se vio obligada a ordenar como obispos a personas ya ligadas por el vinculo matrimonial y sólo se exigía que antes de su consagración el obispo se separara de su esposa, con el consentimiento de ésta. Poco a poco se fue introduciendo en la Iglesia latina la práctica del Celibato, muy propio de los ministros de la Nueva Ley. El Concilio de Elvira en España (306) lo declaró obligatorio para todos los ministros constituidos In Sacris, esto es, Obispos, Presbíteros y Diáconos. Lugares de culto. Los primeros cristianos se reunían para celebrar sus cultos en casas particulares que los miembros pudientes de la comunidad ponían a la disposición de la misma. Durante las persecuciones los cristianos se reunían en cementerios subterráneos llamados Catacumbas. Hacia los años de 260, creyendo ya asegurada la paz de la Iglesia, empezaron a construir edificios espaciosos. Muchas de estas Iglesias fueron destruidas durante la persecución de Diocleciano. El sacrificio eucarístico. El centro del culto era la Celebración de la Eucaristía por el Obispo junto con tos Presbíteros. Desde el año 100 la Liturgia, como la llamaban, tenía lugar por la mañana. Comprendía varias partes: las Lecturas -Antiguo Testamento, Epístolas, Evangelio-; una Homilía; la Ofrenda del pan y del vino mezclado con agua; la Oración para toda la Iglesia; la Consagración y la Comunión ordinariamente bajo las especies de pan y vino. Los demás sacramentos. Ya en la Iglesia primitiva hallamos la perfecta distinción de los sacramentos. Así extendían: el Bautismo por infusión o por inmersión; la Confirmación, administrada en Occidente por sólo el obispo; la Confesión de los pecados hecha al obispo o a los sacerdotes aprobados. El Orden y el Matrimonio se administraban el primero, como hoy, mediante la imposición de las manos del obispo; el segundo, ya reconocido como indisoluble con la comparecencia de los contrayentes ante el obispo. En cuanto a la Extrema Unción se sabe que los primeros cristianos observaban el precepto dado por el Apóstol Santiago. Las fiestas y los ayunos. Pocas eran las fiestas: el Domingo, en sustitución del sábado judío; Pascua de Resurrección y de pentecostés la Epifanía del Señor. Ya a principios del siglo IV, la Natividad del Señor era fiesta distinta de la Epifanía. Cada Iglesia honraba a sus mártires principales en el aniversario de su muerte. Los ayunos eran dos veces por semana, los miércoles y viernes; también ayunaban en la semana anterior a la Pascua de Resurrección; la Cuaresma no aparece antes del Concilio de Nicea, en 325.
5. Triunfo de la Iglesia. El edicto de Milán. Por más de dos Siglos, el Imperio romano luchó contra la Iglesia. A la postre tuvo que confesar su derrota. Diocleciano, el autor responsable de la última persecución, tuvo que abdicar en el 305. Quedaron frente a frente los dos emperadores, Constantino en el Occidente y Galerio en el Oriente, con sus respectivos Césares Majencio y Licinio. Galerio continuó la persecución en Oriente, mientras Constantino daba la paz a la Iglesia en sus dominios. Acometido el primero por terrible y asquerosa enfermedad, publicó un edicto de tolerancia en favor de los cristianos: "Para agradecer nuestra indulgencia, decía aquel edicto del 30 de abril del 311, los cristianos dirigirán sus plegarias a su Dios por nuestra salud, por el Estado y por si mismos, para que todos gocemos de prosperidad perfecta y puedan ellos vivir con seguridad en sus casas". Vano y estéril arrepentimiento de quien había hecho Diocleciano un perseguidor. A pesar de esto fue la aurora de una paz general. La oposición de ideas y de política que se manifestaba entre Constantino, favorecedor de los cristianos en sus dominios y Majencio que se apoyaba en los paganos tenía que resolverse en un conflicto. Constantino declaró la guerra a Majencio y se adelantó sobre Italia.
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Mientras caminaba el primero a la cabeza de sus tropas, vio una tarde una cruz luminosa, que también la vieron los soldados, y con ellas estas palabras: In hoc signo Vinces (por este signo vencerás). Durante la noche siguiente se le apareció Jesucristo, el cual le ordenó construyese un estandarte según lo que había visto. Constantino obedeció y mandó hacer un estandarte adornado con el monograma griego, (XP) de Cristo. En la batalla del Puente Milvio, no lejos de Roma, el 28 de octubre del 312. Majencio fue vencido y al huir tratando de refugiarse en los muros de la ciudad, pereció ahogado en el Tíber y Constantino entro triunfante a Roma. Al año siguiente -313- Constantino, Emperador de Occidente y Licinio, uno de los Césares de Oriente se reunieron en Milán y promulgaron el célebre Edicto del mismo nombre que concedió plena libertad de culto a los cristianos y ordenó que se restituyeran los templos y bienes confiscados, no a los particulares sino a los sociedad cristiana, esto es a la Iglesia. 5. EL CISMA DE ORIENTE: LOS ORTODOXOS Iluminación (Decreto Unitatis Redintegratio 14) Las Iglesias de Oriente y de Occidente, durante muchos siglos, siguieron su propio camino, unidas, sin embargo, por la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la Sede romana, por común consentimiento, la que resolvía cuando entre las Iglesias surgían discrepancias en materia de fe o de disciplina. El Concilio gustosamente recuerda a todos, entre otras cosas muy importantes, que en Oriente hay muchas Iglesias particulares o locales florecientes, entre las que ocupan el primer lugar las Iglesias patriarcales, muchas de las cuales se glorían de tener su origen en los mismos Apóstoles. Por esto prevaleció y prevalece entre los orientales la preocupación y el interés por conservar las relaciones fraternas en la comunión de la fe y de la caridad, que entre las Iglesias locales, como entre hermanas, deben tener vigencia. 1. Introducción La palabra ‘cisma’ significa ‘separación’. El Cisma de Oriente es, la separación del papa y la cristiandad de Occidente, de la cristiandad de Oriente y sus patriarcas, en especial, del Patriarca Ecuménico de Constantinopla. El distanciamiento entre ambas Iglesias comienza a gestarse desde el momento mismo en que el emperador Constantino el Grande decide trasladar, el 11 de Mayo del 330 d.C., la capital del Imperio romano de Roma a Constantinopla. Se inicia, prácticamente, cuando Teodosio el Grande divide a su muerte (395) el Imperio en dos partes entre sus hijos: Honorio, que es reconocido emperador de Occidente, y Arcadio, de Oriente; deja notarse a partir de la caída del Imperio occidental ante los pueblos bárbaros del Norte en el 476; se agudiza en el siglo IX por Focio, patriarca de Constantinopla, y se consuma definitivamente en el siglo XI con Miguel I Cerulario, también patriarca de Constantinopla. 2. Causas del Cisma Las principales causas que motivaron el Cisma podemos ordenarlas del siguiente modo: a. De tipo étnico: La natural antipatía y aversión entre asiáticos y europeos, unidas al desprecio que en esta época sintieron los cristianos orientales hacia los latinos, a quienes consideraban contagiados de barbarie a causa de las invasiones germánicas. b. De tipo religioso: Las variaciones que, con el paso del tiempo, fueron imponiéndose en las prácticas litúrgicas, dando lugar al uso de calendarios y santorales distintos; las continuas disputas sobre las jurisdicciones episcopales y patriarcales que se originaron a partir de dividirse en dos el Imperio; la opinión extendida por todo el Oriente de que, al ser trasladada la capital del Imperio de Roma a Constantinopla, se había trasladado igualmente la Sede del Primado de la Iglesia universal; las pretensiones de autoridad por parte de los patriarcas de Constantinopla, que utilizaron el título de ‘Ecuménicos’ a pesar de la oposición de los papas, que reclamaban para sí, como obispos de Roma, la suprema autoridad sobre toda la cristiandad; la negativa de los patriarcas de Oriente a reconocer esa autoridad sobre la base de la Sagrada Tradición Apostólica y las Sagradas Escrituras, alegando que el obispo de Roma sólo podía pretender ser “un primero entre sus iguales”; y la intromisión de los emperadores en
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asuntos eclesiásticos, creyéndose pontífices y reyes, y pretendiendo decidir ellos solos los graves problemas de la Iglesia. c. De tipo político: El apoyo que buscaron los papas en los reyes francos y la restauración en Carlomagno del Imperio de Occidente (s. IX) mermaron prestigio a los emperadores de Oriente, que tenían pretensiones de reunificar del antiguo Imperio romano. A estas causas de carácter general pueden añadirse los cargos —en realidad, pretextos — que los patriarcas Focio y Cerulario imputaron a la Iglesia de Roma, y que pueden resumirse en los cuatro siguientes: Que los papas no consideraban válido el sacramento de la confirmación administrado por un sacerdote; que los clérigos latinos se rapaban la barba y practicaban el celibato obligatorio; que los sacerdotes de la Iglesia Romana usaban pan ácimo en la Santa Misa, práctica considerada en Oriente una herejía de influencia judaica; y, en fin, que los papas habían introducido en el credo la afirmación de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo en contra de lo que sostenían los patriarcas orientales, que no reconocían esta última procedencia. Estos cargos, que hubiesen podido solucionarse con la convocatoria de un concilio, produjeron la separación definitiva, si no hubiesen prevalecido razones espurias a la esencia misma de la religión. 3. Personajes que han intervenido en el cisma Para proceder con claridad, estudiaremos todos los personajes que intervienen en este asunto, unos como autores del Cisma y otros como defensores de la unidad de la Iglesia y la primacía de Roma. En la autoría del Cisma se ven implicados Miguel III el Beodo (838-867), emperador de Oriente (último de la dinastía de los Isauros); César Bardas, tío del emperador y regente del Imperio durante su minoría de edad; Gregorio Asbesta, metropolitano de Siracusa; Focio, secretario de la Cancillería imperial, y Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla. Como defensores de la unidad de la Iglesia merecen citarse los papas Nicolás I, Adriano II, Juan VIII y León IX; Ignacio, patriarca de Constantinopla, y la emperatriz Teodora, madre del emperador Miguel III y hermana de Bardas. 4. Venganza y falsa acusación Ignacio, patriarca de Constantinopla (799-878), era un hombre de exquisita piedad, pero excesivamente austero y de una rigidez que rayaba en la intransigencia. Bajo la protección de la emperatriz Teodora, se preocupó de velar con celo extraordinario por la pureza de la fe y la práctica de las buenas costumbres. El día de la Epifanía del año 857, Ignacio negó la sagrada comunión a César Bardas a causa de la conducta inmoral y escandalosa de que hacía alarde. Bardas juró vengarse de esta humillación y busca la alianza de Gregorio Asbesta, encarnizado enemigo de Ignacio, quien, junto con el papa Benedicto III, lo había suspendido en sus funciones de metropolitano de Siracusa. Puestos de acuerdo, acusaron falsamente a Ignacio de conspirar contra el emperador Miguel III, que ya había llegado a su mayoría de edad y ejercía personalmente el gobierno del Imperio, pero que estaba fuertemente influido por su tío. La emperatriz Teodora se declaró defensora de Ignacio, pero Bardas la acusa de complicidad, y, tras ordenar que le fuese cortado el cabello como castigo, la encerró violentamente en un convento, mientras Ignacio era desterrado a la isla de Terebinto 5. Focio (820-897 d.C.), y el Cisma Era preciso sustituir inmediatamente a Ignacio en la Sede del Patriarcado bizantino, y nadie más a propósito que Focio (820-897), secretario de la Cancillería imperial y perteneciente a una familia noble, emparentada con Bardas. Focio era hombre erudito, tanto en ciencias profanas como sagradas, hábil político, pero soberbio y ambicioso. Su elección parecía acertada. Existía, sin embargo, una grave dificultad: Focio era seglar y los Cánones de entonces prohibían su ascenso directo al episcopado. Gregorio Asbesta, no obstante su excomunión y suspensión, se encargó, en acuerdo con el emperador, de solventar esta contrariedad. En pocos días, del 22 al 25 de diciembre del 858, confirió a Focio las órdenes sagradas, incluso el episcopado, lo que permitió que el emperador le otorgase la dignidad de Patriarca de Constantinopla.
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Con el fin de legitimar su actuación, Focio escribe una carta al papa Nicolás I, sucesor de Benedicto III, en la que le comunica su exaltación al Patriarcado, cosa que había aceptado — explicaba tan cínica como hipócritamente— en contra de su voluntad y a pesar de no creerse digno de tan alto cargo. En esa misma carta hacía una profesión fingida de fe cristiana de acuerdo con el Credo de Roma y sumisión total al Pontífice. Al propio tiempo, el emperador envió otra carta dando cuenta al Papa de la renuncia voluntaria de Ignacio, retirado a un monasterio, y confirmando las noticias de Focio. No convencido de los argumentos que contenían ambos escritos, Nicolás I envió dos legados a Constantinopla para que le informaran de lo ocurrido, pero, sobornados por Focio y Bardas, informan al Papa falsamente de acuerdo con las anteriores cartas. Aún más, sin autorización del Pontífice, se constituyen en Jueces y convocan un Sínodo cuyas conclusiones deponen a Ignacio y proclaman a Focio legítimo Patriarca. Esta rivalidad entre Ignacio y Focio fue la causa inmediata al Cisma. 6. Resplandece la verdad Pero no tardaron en llegar a Roma los informes del propio Ignacio y de otros obispos adictos a la Santa Sede, dando cuenta al Pontífice de la realidad de los hechos. Disconforme con los hechos, Nicolás I protestó por la actitud del emperador bizantino, se negó a reconocer patriarca a Focio y reunió en Letrán un sínodo (863), en el que se excomulga a Focio, se le desposee de todas sus dignidades y se restituyen a Ignacio todos sus derechos. Como era de esperar, ni Focio ni el emperador aceptaron la decisión del Pontífice. Sin embargo, y cuando más esperanzas abrigaban de triunfo, Bardas cae asesinado (866), y, al año siguiente, el emperador Miguel III corría la misma suerte a manos de Basilio, nacido en Macedonia e hijo de padres armenios, que usurpa el trono del Imperio. 7. Destierro de Focio El emperador Basilio I el Macedonio (810-886), enemigo personal de Focio, encierra a éste en un monasterio (867) y repone a Ignacio en la Sede Patriarcal con todos los honores. A fin de dar legitimidad a las decisiones del nuevo emperador, el papa Adriano II, sucesor de Nicolás I, reunió en Constantinopla el VIII Concilio Ecuménico (869-870), en cuya sesión octava se acuerda anatematizar a Focio y condenar sus libros a la hoguera. A la muerte del patriarca Ignacio en el 878, el papa Juan VIII, que había sucedido a Adriano II y cuyo desacuerdo con su predecesor era evidente, levantó las penas que pesaban sobre Focio y lo admitió por segunda vez al Patriarcado de Constantinopla, pero cuando el emperador León VI ocupa el trono a la muerte de Basilio I (886), lo recluyó de nuevo en un monasterio, donde permanecería hasta su muerte en el 897. Durante todo el siglo X, el nombre de Focio cayó en un olvido absoluto. Sin embargo, aunque sus sucesores no rompieron sus relaciones con el Papado, fueron preparando el ambiente contra Roma. La separación espiritual de ambas Iglesias había llegado a tal extremo que, al comenzar el siglo XI, se veía claro que la separación era inevitable. En efecto, ya en el siglo XI, Miguel Cerulario volvía a exaltar la memoria de Focio y a defender sus escritos. 8. MIiguel I Cerulario (1000 - 1059), y la separación definitiva Miguel I Cerulario fue hombre altivo, prepotente y ambicioso, de poca formación intelectual y lleno de odio contra la Iglesia romana. Elevado a la Sede Patriarcal de Constantinopla en 1043, su ministerio coincidiría con el del papa León IX, y ambos consumarían el cisma que se venía gestando entre ambas Iglesias. Su enfrentamiento con Roma se inicia en 1051, cuando, tras acusar de herejía judaica a la Iglesia romana por utilizar pan ácimo en la Eucaristía, ordena que se cerrasen todas las iglesias de rito latino en Constantinopla que no adoptaran el rito griego, se apodera de todos los monasterios dependientes de Roma y arroja de ellos a todos los monjes que obedecían al Papa, y dirige una carta al clero en la que renovaba todas las antiguas acusaciones contra las dignidades eclesiásticas occidentales. En el año 1054, el papa León IX envió a Constantinopla una legación encabezada por el cardenal Humberto de Silva y los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi, portando un escrito en el que se conminaba a Cerulario a la retractación de algunos aspectos en conflicto y un decreto de excomunión en caso de que éste se negase a ello, pero el patriarca se
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negó a recibirlos y tratar con ellos. Ante esta actitud, los legados papales publicaron su “Diálogo entre un romano y un constantinopolitano”, plagado de burlas contra las costumbres griegas, y, el 16 de julio de 1054, depositaron la bula de excomunión en el altar mayor de la iglesia de Santa Sofía, en Bizancio (antes Constantinopla), y abandonaron la ciudad de inmediato. Unos días después, el 24 de julio, el patriarca Miguel I Cerulario quemaba públicamente la bula papal y excomulgaba al cardenal Humberto y a su séquito. El cisma entre ambas Iglesias, se había consumado. Con todo, aunque el inicio del Gran Cisma queda fechado en la Historia a partir del papado de León IX, no son pocos los investigadores que cuestionan la trascendencia de estos hechos en la efectiva separación de ambas Iglesias, pues, por una parte, cuando la excomunión recíproca tuvo lugar, León IX ya había muerto, lo que implica que cualquier actuación llevada a cabo por el cardenal Humberto carecía ya de validez como legado papal, y por otra, las excomuniones afectaban a individuos, no a Iglesias. 9. El Gran Cisma, hoy Desde aquel momento hasta la actualidad, ambas se denominan a sí mismas Iglesia Católica Romana e Iglesia Católica Ortodoxa y reivindican también la exclusividad de la fórmula “Una, Santa, Católica y Apostólica”, al tiempo que cada una se considera como la única heredera legítima de la Iglesia primitiva fundada por Cristo y atribuye a la otra el “haber abandonado a la Iglesia verdadera”. Sea como fuere, la Historia nos deja constancia de una suerte de intención latente de acercamiento entre ambas Iglesias. Así, en 1274 tuvo lugar una primera voluntad de aproximación con motivo del II Concilio de Lyon y, en 1439, volvieron a reunirse en el Concilio de Basilea, pero en las dos ocasiones fracasaron los intentos por la recíproca intransigencia en algunos aspectos doctrinales y disciplinarios. Más recientemente, algunas Iglesias orientales decidieron aceptar la primacía absoluta del papa y ahora se denomina Iglesias Orientales Católicas. Y, a raíz del Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por el papa Juan XXIII y clausurado en 1965 por Pablo VI, la Iglesia Católica Romana emprendió una serie de iniciativas que han contribuido al acercamiento entre ambas Iglesias, entre las que puede contarse la declaración conjunta de 7 de diciembre de 1965, en la que el papa Pablo VI y el patriarca Ecuménico Atenágoras I decidían “cancelar de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido pronunciada en aquel 16 de Julio 1054”. El 11 de Marzo de 2002 una delegación oficial de la Iglesia Ortodoxa fue recibida por el Papa Juan Pablo II en el Vaticano. Esta fue la primera vez desde que se produjo el cisma. 6. LA IGLESIA EN EL MEDIOEVO: LA ESCOLÁSTICA Y LAS UNIVERSIDADES Iluminación “En la fundación y organización de las escuelas católicas se ha de atender las necesidades del progreso contemporáneo. Por ello, hay que seguir fomentando las escuelas de enseñanza primaria y media, que constituyen el fundamento de la educación; pero se han de tener asimismo muy en cuenta hoy día, las requeridas especialmente por las condiciones actuales de vida, como son las escuelas profesionales, las técnicas, los institutos para la formación de adultos, para la asistencia social, para subnormales, y aquellas en que se preparan los maestros para la educación religiosa y para otras formas de educación” (Gravissimum Educationis, 9) 1. Introducción A partir del siglo XII y de modo especial en el XIII, la Edad Media llegó a su esplendor. Fue entonces cuando realizó su mejor producción intelectual y cultural. Se ha llamado la época clásica de la cristiandad medieval. Uno de los rasgos dominantes de la Cristiandad medieval es el lugar cada vez más importante que va adquiriendo el papado en la Iglesia y en la Europa medieval, a costa de luchas muchas veces violentas con el emperador germánico que pretendía elegir a los obispos
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y al mismo papa. Estas luchas, en algunos casos, terminaron en la elección de antipapas, nombrados por el mismo emperador. Fue una época de mucha vitalidad. Un signo de vitalidad espiritual de este período histórico fue el espléndido florecimiento alcanzado por la vida religiosa: cluniacenses, cartujos, cistercienses. Si los siglos XI y XII fueron los tiempos monásticos, el siglo XIII, será el siglo de los frailes: franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, mercedarios. Los siglos de la Cristiandad fueron también la época clásica de las ciencias sagradas: la teología y el derecho canónico. 2. Problemas y abusos en la cristiandad medieval La mala costumbre de intromisión de la autoridad civil en asuntos eclesiásticos venía desde el s. VIII con Clodoveo y llegaron incluso a cometer abusos como elegir antipapas. Por otro lado la relajación en las costumbres de muchos eclesiásticos hizo que perdieran su honra y autoridad moral. Había tres problemas fundamentales en cuanto al clero: el nicolaísmo, es decir, la inobservancia de la ley del celibato; la simonía, compra y venta de bienes espirituales; y la investidura laica, provisión de los cargos eclesiásticos, no a través de los órganos previstos por la disciplina canónica, sino por designación de los poderes civiles: emperadores, reyes y señores feudales, propietarios o patronos de iglesias. Este abuso constituía, según los promotores de la reforma, la causa y la raíz de los otros males. Tal fue el origen de la célebre “cuestión de las investiduras”, que enfrentó al pontificado y el imperio, y en particular al Papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV (1050-1106). No obstante hubo ejemplos de eclesiásticos que merecen admiración. El arzobispo de Canterbury, Tomás Becket, era también amigo y canciller del rey Enrique II Plantagenet. Este quiso contar con su complicidad para la elección de prelados, pero Tomás se opuso y fue asesinado por cuatro emisarios del rey. En el siglo XII, después de los tiempos del arrianismo (s. IV y V), se hizo presente también en la Europa cristiana, gérmenes de herejías: Pedro de Bruys y Enrique de Lausana, no aceptaban el bautismo impartido a los niños, atacaban la presencia eucarística y la edificación de templos. Afirmaban también que las misas de difuntos carecían de sentido y eran inútiles. Asimismo comenzaron los primeros brotes de la herejía albigense o cátara, que hizo renacer el maniqueísmo y el dualismo persa, es decir, la creencia de dos principios supremos: la luz y las tinieblas. Estos albigenses predicaron especialmente en Francia. Tomaron como sede a Albi, de donde proviene el nombre de albigenses. También atacaron los sacramentos, el culto y la vida futura. Será en el s. XIII cuando hará su explosión esta herejía. 3. Vitalidad y esfuerzos de la Iglesia en el medioevo Los esfuerzos de toda la cristiandad y la vitalidad espiritual de la época eran más patentes que los problemas que no podían faltar por las limitaciones de los seres humanos y el trabajo incansable de los enemigos de la fe cristiana y la Iglesia de Cristo. Eventos diversos, por iniciativa de la jerarquía y de los demás cristianos, se fueron realizando para vitalizar la fe y solucionar situaciones malsanas de la época. Tenemos entre ellas: a. Concordato de Worms Ante la intromisión civil, la iglesia, con el papa Calixto II a la cabeza, organizó el Concordato de Worms(1122), donde el emperador Enrique V, hijo del excomulgado rey Enrique IV de Alemania, aceptó no inmiscuirse más en la elección de los prelados. Sin embargo las familias romanas se opusieron a la elección del papa Inocencio II. Apoyado por el emperador y eligieron al antipapa Anacleto II. El concilio I de Letrán, el primero de los ecuménicos celebrados en Occidente, se reunió al siguiente año 1123 y sancionó los acuerdos de Worms. El emperador Federico Barbarroja, hizo caso omiso del Concordato de Worms y pretendió volver a nombrar obispos y abades a su gusto, interpretando su autoridad como de derecho divino y declarando su independencia del papa. Nombró un antipapa, Víctor IV, y al morir éste, a otro, Pascual III. El verdadero papa era Alejandro III, el cual le declaró la guerra. Federico perdió la guerra y comenzó a obedecer a Alejandro III, en 1177. Con Inocencio III (1198-1216) el papado alcanza la cumbre de su poder. El Papa se presenta como el árbitro de Europa. Designa su candidato para el imperio, obliga al rey de Inglaterra a someterse a sus deseos. A esto se ha llamado “teocracia” que se resume así: “El
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Papa tiene la plenitud del poder. En el terreno espiritual, todas las iglesias le están sometidas. El terreno temporal conserva su autonomía; pero, en nombre de la preeminencia de lo espiritual, el papa interviene en los asuntos políticos, en razón del pecado, cuando está en juego la salvación de los cristianos”. El concilio IV de Letrán (1215) atestigua esta conciencia y este poder pontificio. b. Acciones de la Iglesia ante la relajación de las costumbres y las herejías Ante la relajación de costumbres y de la disciplina, la Iglesia convocó, bajo el Papa Calixto II, el primer concilio de Letrán (1123), para atajar dos lacras terribles: simonía y el nicolaísmo. Ante las herejías, también la Iglesia reaccionó con mucho cuidado y firmeza. Para condenar la herejía de Pedro de Bruys y de Enrique de Lausana, se convocó el segundo concilio de Letrán (1139). Y renovó la condena, entre otras cosas, de la usura, los torneos y el nicolaísmo. Contra la herejía de los albigenses, vino en ayuda el tercer concilio de Letrán (1179), que legisló en contra de la acumulación de prebendas y fijó que los papas deberían ser elegidos por una mayoría de dos tercios de los votantes. Ya en el siglo XIII se atacará más fuertemente esta herejía cátara o albigense. c. Nuevas cruzadas Para frenar la invasión de los turcos se organizó la segunda y la tercera cruzada. La segunda cruzada (1147-1149) fue comandada por Luis VII de Francia y el emperador alemán Conrado III. San Bernardo fue el alma espiritual. Nuevos contingentes salieron por mar, de paso ayudaron al rey de Portugal a liberar Lisboa de los moros (1147). Primero y único éxito. Sobre las espaldas de san Bernardo cayeron fracasos y acusaciones. En el bando opuesto a los cruzados, surgió un gran guerrero llamado Saladino, de temple noble y elevado, uno de los grandes hombres del Islam, ante quien quedan pequeños los cruzados que, por divisiones y mezquindades y por la resistencia de los bizantinos, habían perdido el objetivo principal. Saladino infligió a los cristianos una fuerte derrota y tomó prisionero al rey de Jerusalén. Jerusalén cayó nuevamente en poder del Islam. La pérdida de Jerusalén produjo una gran conmoción y consternó a todo el orbe cristiano. La tercera cruzada (1189-1192) fue guiada por el emperador Federico Barbarroja, Felipe II Augusto, rey de Francia y por Enrique II de Plantagenet de Inglaterra. Murieron Federico y Enrique. El hijo de Enrique II, Ricardo Corazón de León, lo suplió. Felipe II se apoderó de san Juan de Acre. Ricardo firmó un acuerdo de acceso libre de los cristianos a Tierra Santa, estampando su nombre junto al del sultán Saladino. Aunque esta cruzada fue la más universal de todas, sin embargo, tampoco ahora los resultados correspondieron a las esperanzas. Jerusalén no fue recuperada y la gran cruzada se diluyó sin más fruto que una ligera consolidación de la presencia cristiana en algunos territorios. d. El Impulso espiritual: Los cistercienses y otras órdenes En el empeño de renovación espiritual y eclesial, otros hombres buscaron formas nuevas de consagrarse a Dios, seguidos de numerosos discípulos. Entre ellos, los cistercienses, fundados en el siglo XI; los canónigos regulares y los templarios. Los cistercienses tuvieron gran importancia a partir de su fundación por san Roberto de Molesmes, que adoptó los moldes heredados por san Benito. San Bernardo de Claraval dio impulso notable a esta orden. Entró en Citeaux junto con treinta compañeros, todos ellos pertenecientes a familias nobles de Borgoña (1112). Tres años más tarde, y a los veinticuatro años de edad, Bernardo fue hecho abad del nuevo monasterio de Clairvaux (Claraval), por él fundado (1115). Él solo fundó 66 abadías. Fue tal su influjo que muchas veces lejos de su abadía intervenía en numerosos asuntos de la vida de la Iglesia y de la cristiandad. Contribuye a la reforma del clero. Denuncia el relajamiento de Cluny. Invita a los obispos a una mayor pobreza y al cuidado de los pobres. Pone fin a un cisma en la Iglesia de Roma, el cisma de Anacleto, y propone un programa de vida al monje de Clairvaux (Claraval) que había sido elegido Papa, Eugenio III. Bernardo se esfuerza en cristianizar la sociedad feudal: ataca el lujo de los señores y predica la santidad del matrimonio. Predicador de la segunda cruzada en Vézelay y en Spira (1146), intenta poner fin a la matanza de los judíos que algunos exaltados creían ligada a la cruzada. No cabe duda de que Bernardo es ante todo un maestro espiritual. Es uno de los
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grandes doctores de la Iglesia, para él todo parte de la meditación de la Escritura. Más que en la ascesis y en los ejercicios, Bernardo insiste en la unión con Dios, y fundamenta la fe cristiana en la práctica de la caridad. Propone un itinerario de retorno a Dios que conduce del conocimiento de sí mismo a la posesión de Dios. Sobresalen sus sermones sobre la Virgen y sobre el Cantar de los Cantares. Papas y reyes, príncipes y pueblos experimentaron el atractivo de la santidad de este gran protagonista de la historia. El Cister experimentó un asombroso desarrollo en vida de san Bernardo. Basta decir que la comunidad de Claraval llegó a contar con 700 monjes, que la docena de abadías de la orden existentes a su llegada, eran 342 a la hora de su muerte y que esta cifra todavía crecería hasta ser unas 700 a finales del siglo XIII. Nacieron luego los canónigos regulares de san Agustín. Practicaban la denominada “vita canonica”, que consistía sobre todo en la comunidad de dormitorio y refectorio (comedor) y en la observancia de la llamada “regla de san Agustín”. Ciertos capítulos regulares llegaron con el tiempo a relacionarse entre sí, creando uniones o congregaciones de canónigos de san Agustín, entre las que destacaron los canónicos regulares de san Juan de Letrán y los de san Víctor. La más importante de todas esas fundaciones canonicales fue la realizada por san Norberto en Premontré (1120), que dio lugar a la orden de los Premonstratenses, difundida pronto por toda Europa y que desarrolló una gran actividad misionera. Finalmente, como culminación del ideal de la caballería cristiana y prueba, a la vez, de la honda impregnación religiosa del oficio de las armas, nacieron las órdenes militares, una creación característica de la Edad Media europea. Surgieron de una fusión del monacato y de la profesión de las armas propia de la clase nobiliaria. Su origen ha de buscarse en algunos pequeños grupos de caballeros, que se dedicaron a servir a los cristianos enfermos en un hospital de Tierra Santa o a proteger a los peregrinos que acudían a visitar los Santos Lugares. El desarrollo alcanzado por las órdenes militares desde el siglo XII se debió al fuerte impulso espiritual que san Bernardo dio a la sociedad cristiana y a las guerras de las cruzadas, en las que las órdenes tuvieron un papel preponderante. Eran, pues, monjes guerreros, cuyo objeto consistía en cuidar de Tierra Santa y realizar diversas obras de beneficencia. Nacieron los hospitalarios de san Juan, que atendían a los enfermos; los templarios, que habitaron el Templo de Salomón reconstruido por Herodes; los teutones que, aunque nacidos en Palestina, en el siglo XIII trasladaron su sede a la Prusia oriental y consiguieron la sumisión y cristianización de los últimos pueblos paganos del nordeste de Europa. Dicha orden se secularizó en tiempos de la reforma protestante. Y en España vio la luz la Orden de Alcántara, la de Calatrava, la de Santiago. Éstas surgieron al hilo de la lucha por la reconquista. e. La Iglesia, guardiana y fomentadora de la cultura: El siglo de oro de la Escolástica Las escuelas monacales salvaron de perderse la sabiduría y las obras clásicas. Las materias enseñadas en aquellas aulas eran gramática latina, retórica y dialéctica, por una parte; aritmética, geometría, astronomía y música, por otra; así como teología. Aparecieron también las escuelas episcopales, anexas a las catedrales. Los mismos reyes y emperadores por el impulso cultural que diera Carlomagno a finales del s. VIII, fomentaron las escuelas llamadas palatinas. En este ambiente cultural nació la Escolástica y los grandes teólogos. Desde san Agustín (354-430) hasta el siglo XII no se habían realizado estudios apreciables en la elaboración teológica. En este siglo XII nació el método escolástico, propiamente dicho. ¿En qué consistía? Se planteaba una cuestión, después se exponían los argumentos contrarios y se ofrecía la opinión del propio autor, dando respuesta a las objeciones. Los escolásticos se entregaban a la razón como herramienta indispensable para el estudio de la teología y la filosofía, y a la dialéctica (la yuxtaposición de posiciones contrarias, seguida por la resolución del asunto mediante el recurso a la razón y la autoridad) como método más adecuado para abordar cuestiones de interés intelectual. Se registran grandes avances culturales, se redescubren los filósofos griegos – especialmente Aristóteles- a través de traducciones del árabe hechas en Toledo y en Sicilia, y poco a poco su filosofía se va imponiendo en la enseñanza. Este nuevo modo de pensar (lógica) y de ver el mundo (filosofía) se introdujo, sobre todo, en las escuelas catedralicias, en las escuelas monacales. Del cultivo del saber en las escuelas surgieron las universidades: los estatutos de la Universidad de Oxford es de 1214 y la de París, de 1215 aunque esta última de
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hecho comenzó a existir con el privilegio del rey Felipe II Augusto, en 1200. Por esos mismos años comenzó la Universidad de Bolonia. El método nacido en las escuelas, tomó el nombre de escolástica cuyo florecimiento se dio en las Universidades, que tuvieron su origen en la Iglesia, sobre todo cuando llegaron a sus cátedras los talentos de las órdenes mendicantes. La llamada edad de oro de la teología medieval pertenece propiamente al siglo siguiente con la presencia de los franciscanos: Alejandro de Hales (+1245), san Buenvantura –general de la orden franciscana (+1274), Rogelio Bacon (+1294) y Juan Duns Escoto (+1308), profesor en Oxford, París y Colonia. Los talentos dominicos son: san Alberto Magno (+1280) y santo Tomás de Aquino, su discípulo (+1274). Otros talentos de este tiempo son: Pedro Lombardo, arzobispo de París, llamado el Maestro de las Sentencias, una obra que, junto con la Biblia, habría de convertirse en el libro de texto fundamental para los estudiantes de teología en el curso de los cinco siglos siguientes; Pedro Abelardo buscó con precisión la traducción de la Biblia y de los textos de los Santos Padres. Sus enseñanzas morales fueron tachadas de subjetivas; por eso, optó por terminar sus días en un monasterio, dedicado a la oración y fiel hijo de la Iglesia; San Bernardo de Claraval, teólogo y maestro de la vida espiritual. Se hizo célebre su frase: “La medida del amor a Dios consiste en amar a Dios sin medida”. San Bernardo propagó la devoción a la Santísima Virgen. 4. Conclusión El s. XII es monástico por excelencia, y donde la religiosidad de los laicos estuvo poderosamente influida por la espiritualidad monacal. Estos siglos monásticos, XI y XII, corresponden a los tiempos de una sociedad europea de tipo agrario y señorial, en la que los monasterios, levantados en medio de los campos, constituían desde todo punto de vista, grandes centros de vida para la población de la comarca. Muchos laicos acudían a los monasterios, impulsados sobre todo por el deseo de participar en los beneficios espirituales que la vida santa de los monjes podía merecerles. Así mejoraban su vida cristiana y se preparaban para la eterna bienaventuranza.
7. EL CISMA DE OCCIDENTE: LUTERANOS, ANGLICANOS Y CALVINISTAS Iluminación “De hecho, "en esta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas escisiones que el apóstol reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes" (Unitatis Redintegratio 3). Tales rupturas que lesionan la unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el cisma [Cfr. CIC c. 751]) no se producen sin el pecado de los hombres: ´Donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones. Pero donde hay virtud, allí hay unión, de donde resultaba que todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma´ (Orígenes, hom. in Ezech. 9, 1)” (CEC 817). 1. Introducción Clemente V, electo Papa en 1305, estableció su residencia en el sur de Francia, en Aviñón en 1309. A él le siguieron Juan XXII, Benedicto XII, Clemente VI, Inocencio VI, Urbano V, Gregorio XI. Esta estancia duró hasta 1377. Los romanos hablaban de la cautividad de Babilonia. No es exacto decir cautiverio ni exilio, pero sí refugio a causa de la lucha fratricida en Italia entre los Orsini y los Colonna. También influyó el deseo de alejarse del influjo de los emperadores alemanes, pero cayeron bajo el dominio del rey francés. También en Roma había clima de violencia y saqueo, en el que peligraban la paz, la libertad y hasta la misma vida de los Papas. En Aviñón no había anarquía, ni luchas callejeras sino paz y clima adecuado para una buena administración. Pero todo no era bueno porque un buen número de cardenales o eran franceses o seguían los intereses del rey de Francia; también la mayor parte de los Papas que se
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sucedieron en Aviñón eran franceses, y quedaban bajo la influencia del rey francés. Prueba de esto es que el rey Felipe el Hermoso logró del Papa Clemente V la supresión de la orden de los templarios, mediante un concilio en Vienne (1311-1312). A partir del Papa Juan XXII la corte pontificia aumentó en personal, y con ello los gastos. Por eso, el Papa para cubrir los gastos de operación aumentó las tasas de los obispados, abadías y cabildos. Esto provocó ásperas protestas y deterioró la imagen de los Papas de Aviñón. A esto se añadió la voluntad el Papa de reservarse la designación de todos los obispos que, por su designación, debían aportar a la hacienda pontificia un año de sus rentas. Pese a estas flaquezas humanas, la Iglesia en esta época tuvo sus santos: santa Delfina, santa Rosalina de Villeneuve, san Roque de Montpellier, santa Isabel de Portugal, santa Juliana de Falconeri; el beato Urbano V, que fue Papa en Aviñón. También santa Ángela de Foligno, viuda y terciaria franciscana; el beato Raimundo Lulio; y sobre todo, santa Catalina de Siena, terciaria dominica y doctora de la Iglesia. 2. El cisma de Occidente (1378-1417). La cristiandad presionaba para que el Papa volviera a Roma. El pueblo de Roma deseaba vivamente que el nuevo Papa fuese romano o cuando menos italiano, para evitar que quisiera seguir en Aviñón. Y así fue. Después de un confuso y agitadísimo cónclave fue elegido Papa Urbano VI el 9 de abril de 1378. En él, participó el pueblo romano. En un primer momento la elección del Papa Urbano VI fue aceptada por todos, pero no tardaron en surgir tensiones que produjeron un duro enfrentamiento entre el nuevo papa y la mayoría francesa del colegio de cardenales. Entonces los cardenales que constituían esa mayoría abandonaron Roma y declararon públicamente que la elección de Urbano era inválida, por falta de libertad en los electores que habrían obrado coaccionados por las amenazas del pueblo romano. Ese mismo año, ese grupo de cardenales se reunió en la villa de Fondi y procedió a una nueva elección: Clemente VII. Urbano VI envió tropas contra el nuevo elegido, que se salvó refugiándose en Aviñón, y poniendo su sede en esa ciudad francesa. Empezó así el cisma de occidente que mantuvo la Iglesia dividida durante cuarenta años, entre partidarios del papa de Roma, Urbano VI, y partidarios del Papa de Aviñón, Clemente VII. ¡Dos Papas! La indignación fue profunda entre los fieles que veían cómo sus pastores luchaban vergonzosamente por un poder que se había convertido sólo en temporal y que consistía únicamente en intereses materiales. Eran partidarios del Papa de Roma: Italia, Alemania, Polonia, Inglaterra y Hungría; y los partidarios del Papa de Aviñón: Francia, España, Portugal y otras partes de Europa. Era tal el desconcierto y la incertidumbre de quién era el verdadero Papa que incluso muchos espíritus profundamente religiosos, que obraban con indudable rectitud y sincero afán de fidelidad a la Iglesia, estaban divididos: unos, acataban al Papa de Aviñón, por ejemplo, san Vicente Ferrer; y otros, obedecían al Papa de Roma, por ejemplo, santa Catalina de Siena. Esto muestra hasta qué punto el cisma había sembrado la confusión en las conciencias de los fieles. Urbano VI estableció que el Jubileo fuera en el año 1390, pero no llegó a verlo porque murió un año antes. Nadie lloró por él, de tan fuertes y numerosas que habían sido las enemistades y las antipatías que él se había creado. A Urbano VI le sucedió en Roma Bonifacio IX, que intentó hallar una solución a la vergonzosa situación que se había creado en la Iglesia, solicitando un acuerdo con el antipapa Clemente VII, que estaba en Aviñón. Pidió también la intervención del rey de Francia, Carlos VI, pero no obtuvo ningún resultado. Mientras tanto, Clemente VII murió, y en su lugar fue elegido el español Pedro de Luna, que adoptó el nombre de Benedicto XIII. Éste se reveló aún más hostil que el anterior e igual de seguro de su propia legitimidad. Rehusó por lo tanto cualquier negociado y propuesta de mediación y conciliación ofrecida por Roma. Bonifacio IX estableció y celebró en Roma el jubileo de 1400, que movió una gran cantidad de peregrinos, hasta el punto que provocó la peste que se difundió rápidamente. A pesar de la gran reconciliación propuesta por el jubileo, la discordia entre Roma y Aviñón siguió y se recrudeció. Hay que imputar a Bonifacio IX, el Papa de Roma, un comportamiento por lo menos dudoso: utilizó las indulgencias y los beneficios eclesiásticos para conseguir fuertes cantidades de dinero que necesitaba, estableciendo tarifas muy elevadas y ofreciéndolos sin tener en cuenta las cualidades de las personas que se beneficiaban. Bonifacio IX murió a los 45 años, no amado por el pueblo que en dos ocasiones se le había rebelado, y fue enterrado en san Pedro. A Bonifacio IX le sucedió Inocencio VII, que nunca trató de establecer un verdadero diálogo con el otro Papa, Benedicto XIII. Mostró más bien una completa
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intransigencia. Se encargó en cambio de reconciliar a las dos potentes familias romanas de los Colonna y de los Savelli, con el objetivo de dar un poco de tranquilidad a la ciudad de Roma. Durante una audiencia concedida a 16 delegados del pueblo, puesto que éstos empezaban a adoptar una actitud amenazadora, un sobrino del Papa mató a once de ellos, arrojando sus cuerpos a la calle. El pueblo se levantó, obligando a Inocencio VII a refugiarse en Viterbo, de noche, con toda la corte. Pudo regresar a Roma sólo al año siguiente. Murió a los pocos meses de regresar a Roma. Le sucedió Gregorio XII, que se comprometió en abandonar la tiara papal si hacía lo mismo Benedicto XIII en Aviñón. Y exactamente lo mismo prometió el antipapa. Pero ninguno de los dos cumplió con lo prometido. Entonces el colegio de los cardenales, que se había reunido en Pisa, decidió poner término a la contienda, deponiendo a ambos y eligiendo a un nuevo papa, que adoptó el nombre de Alejandro V. El resultado fue que hubo tres papas al mismo tiempo, y cada uno de ellos pretendía ser el legítimo. Alejandro V murió pronto (1410). En su lugar fue elegido Juan XXIII. Este estado de cosas, la coexistencia de tres Papas, duró desde 1409 hasta 1417, año de la conclusión del Concilio de Constanza que, confirmando las decisiones de Pisa, depondría a los tres Papas e impondría a Martín V , llamado cardenal Colonna. El único que aceptó la decisión del concilio fue Gregorio XII. Benedicto XIII siguió considerándose papa hasta la muerte; Juan XXIII, al que se le consideraba peligroso, fue encarcelado y aislado en varios castillos alemanes, de los que de todas maneras consiguió fugarse. Acudió al nuevo Papa Martín V para pedir protección, y éste se la concedió, y le permitió incluso sentarse en el sagrado colegio en un escaño más alto que los demás. Juan XXIII murió poco después. Gregorio XII, tras la renuncia, se retiró en Recanati donde murió en 1417. 3. Comienzo de la edad moderna y situación de la Iglesia En 1453 con la caída del imperio romano de oriente a manos de los turcos otomanos comienza la edad moderna. La Iglesia latina y la Iglesia de Oriente seguían ya caminos distintos desde el siglo XI. Con la reforma protestante, la Iglesia latina se divide a su vez en varias confesiones rivales: luteranismo, calvinismo y anglicanismo. Al mismo tiempo, como consecuencia de los grandes descubrimientos, el evangelio se anuncia en el mundo entero. En este tiempo la Iglesia sufre el influjo de la modernidad que se aleja de Dios y se centra en el subjetivismo de la razón. Ya se había debilitado mucho la autoridad papal, por las causas que ya hemos visto: la doctrina conciliarista del concilio de Constanza (1415) que se iba abriendo campo en el campo teológico, el papado en Aviñón y el cisma de occidente, que entristecería a la cristiandad en tantos años. Se inicia la vida mundana de algunos papas, que más parecen príncipes terrenales que pastores de la Iglesia; más preocupados del arte y de embellecimiento exterior, que del bien de las almas. También muchos personajes del alto clero frecuentaban más los salones de fiestas que el confesonario, dejándose llevar del bienestar y del lujo. Decae, pues, el prestigio de la Iglesia, a la que ahora se intenta subordinar a los intereses del estado. Esta Iglesia no responde a las esperanzas de los cristianos. Por eso, ante esta situación penosa, vino la famosa reforma de Martín Lutero. Este monje agustino fue el protagonista de un doloroso cisma en la Iglesia de occidente. Cuando el papa Julio II comenzó la construcción de la nueva basílica de San Pedro en Roma, los fieles de todo el mundo fueron invitados a contribuir con donaciones. Para animarlos, se concedió indulgencias a quienes, junto con otras obras buenas, contribuyeran con dinero. Esto dio ocasión a un escandaloso comercio de indulgencias. Contra esos abusos se levantó Lutero publicando 95 proposiciones de protesta contra la Iglesia. 4. La Reforma protestante de Lutero (1483-1546) La reforma de la Iglesia ya venía exigiéndose desde tiempo atrás. La difusión de la “devoción moderna”, donde se favorecía una búsqueda apasionada de Cristo en el evangelio que contrastaba con las deficiencias de algunos hombres de la iglesia; la decadencia de la autoridad pontificia, agudizada durante el período de Aviñón; el cisma de occidente, cuando el pueblo no sabe dónde está la verdadera cabeza de la iglesia; algunos papas se preocupan más de lo temporal y político que de lo religioso. Se convierten en príncipes seculares e intentan crear un reino para sí y sus familiares, como los demás príncipes de Italia. Asimismo hay decadencia de la teología escolástica, junto con el falso misticismo. De aquí nacen errores radicales: el falso misticismo influye en el fideísmo protestante y se
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convierte en médula de la piedad calvinista. La teología ha derivado en dialéctica ociosa. También la condición político-social de Europa y especialmente de Alemania, donde se acentúa un acusado nacionalismo frente a la política imperial de Carlos V. Muchos príncipes y nobles alemanes serán los primeros en adherirse a la causa revolucionaria de Lutero. Entonces reina la máxima confusión. Todo esto indica que el campo estaba preparado. Bastó que Lutero lanzase su consigna de reforma y de vuelta al primitivo cristianismo, para que muchos le siguiesen. El monje agustino Martín Lutero fue el protagonista de este doloroso cisma en la Iglesia católica. Qué duda cabe que en un inicio Lutero se movió por una actitud verdaderamente religiosa, pues quería una iglesia más pura y acorde al evangelio. Pero con el paso del tiempo las pasiones irascibles le hicieron explotar y desobedecer a la autoridad papal. Se ordenó de sacerdote, no tanto por vocación sincera, sino por el deseo de no condenarse, dado que él sentía dentro de sí muy fuerte la concupiscencia. La chispa que encendió el fuego fue cuando el príncipe Alberto compró al Papa León X el arzobispado de Maguncia. Para que Alberto pagara, León X le concedió publicar una indulgencia para recabar dinero destinado a la construcción de la catedral de Maguncia y de la basílica de san Pedro en Roma. Indignado Lutero publicó 95 proposiciones acerca de la doctrina de las indulgencias, mezclando reproches contra la autoridad eclesiástica, y las clavó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Lutero rechazaba la falsa seguridad que daban las indulgencias, pues el cristiano no puede comprar la gracia de Dios. Lutero en estos primeros momentos se mostraba moderado en su ataque al papado y no pensaba en romper con Roma. Sus tesis tuvieron un enorme éxito en Alemania y en Europa. 5. Reacción de la Iglesia ante Lutero Durante tres años, los miembros de su orden y algunos enviados de Roma intentaron persuadirle a corregir sus afirmaciones. Pero la disputa despertó el nacionalismo alemán. Lutero se presentó como el campeón de un pueblo cansado de los procedimientos fiscales de la corte romana y de la acumulación de los bienes eclesiásticos en Alemania. Lutero, enardecido por esto, apeló a la reunión de un concilio y comenzó a criticar duramente al papa y la autoridad eclesiástica. En junio de 1520, la bula pontificia “Exsurge, Domine” condenaba 41 proposiciones de Lutero. Tenía dos meses para obedecer y enmendarse. Lutero quemó públicamente la bula el 10 de diciembre de 1520. En enero de 1521 fue excomulgado. Convocado a la dieta de Worms para que explicara su pensamiento, ante la asamblea de los príncipes del imperio y ante el emperador Carlos V, rey de España y emperador de Alemania, Lutero afirmó que se sentía obligado únicamente por la Escritura y por su conciencia, y mantuvo sus posiciones. Fue desterrado del imperio y tuvo que ocultarse en mayo de 1521. En su retiro tradujo la Biblia al alemán. En la ciudad de Espira se llevó a cabo una asamblea con el fin de apagar el incendio que ocasionó Lutero; pero los luteranos descontentos, protestaron ante la Dieta de Espira (1529). Desde entonces quedaron con el nombre de “protestantes”. 6. Puntos doctrinales de Lutero a) Sólo la Escritura: ni Tradición ni Magisterio son necesarios. La única fuente de la verdad revelada es la Escritura, y cada quien la interpreta a su manera. b) Sólo la fe, sin obras: nuestras obras están corrompidas, porque estamos empecatados desde la punta de la cabeza hasta los pies; por tanto, nuestras obras no merecen nada. Sólo hay que creer en Cristo que nos tiende su manto de misericordia. La salvación, dice, proviene de la fe, no de las obras ni de la recepción de los sacramentos. Para Lutero no existe el libre albedrío, sino que la concupiscencia es invencible, pues el hombre, después del pecado original, quedó incompleto, sin fuerzas ni libertad. Por tanto, si nuestras obras no valen para Lutero, tampoco valen nuestras oraciones y misas por los difuntos. Nuestros actos –sigue diciendo- son pecaminosos. Sólo la fe le salva. Para Lutero, Dios lo hace todo, el hombre no hace nada. c) Sólo el bautismo y la eucaristía: niega los demás sacramentos. Pero, aunque admitía la eucaristía y una cierta presencia de Cristo en ella, negaba su carácter sacrificial y la transubstanciación. Para él el orden sagrado no era un sacramento y negaba toda diferencia entre sacerdotes y laicos. Y no admitía la confesión hecha a un sacerdote. El matrimonio para él tampoco era sacramento y por lo mismo admitió el divorcio. Más tarde un discípulo de
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Lutero, Melanchton, redacta en latín y alemán un documento que será la cartamagna del luteranismo y toma el nombre de “Confesión de Augsburgo”. d) Sólo Cristo: por tanto, rechazó los intermediarios, pues creía que toda mediación humana era negar la mediación única de Cristo y hacer depender del hombre su propia salvación. Por lo mismo rechazó el culto a la Virgen y a los santos, y negó que la Iglesia tuviera poder de alcanzar la remisión de las culpas a base de indulgencias. e) Sólo la Iglesia invisible. Él acepta la Iglesia, pero la concibe como la comunidad interior e invisible de los creyentes; en consecuencia rechaza su estructura visible y jerárquica, querida por Cristo. 7. Consecuencias de la reforma de Lutero Alemania se dividió, unos a favor y otros en contra de Lutero. Los nobles se lanzaron al asalto de las tierras eclesiásticas, en nombre de la igualdad de los hombres ante Dios. Los campesinos pobres se sublevaron contra los señores que los explotaban. Y todo en nombre de la Palabra de Dios. Lutero invitó a los señores a matar a los revoltosos, al no poder aplacar a los campesinos. ¡Fue una guerra atroz! Después del cisma de Lutero vinieron muchas otras separaciones en la Iglesia. Entre las más significativas tenemos: a. Calvinismo. Juan Calvino (1509-1564). Laico francés, se adhirió a las nuevas ideas reformistas, pero desarrolló una doctrina propia sobre la predestinación, según la cual Dios ya tiene predestinados a unos para el cielo y a otros para el infierno, independientemente de sus obras. El protestantismo calvinista tuvo una fuerza expansiva superior al luteranismo –casi reducido a Alemania y Escandinavia- . El calvinismo se introdujo, además de Francia, en Hungría y Bohemia y ganó a parte de la aristocracia polaca. Asimismo influyó en los países bajos y en Escocia donde tomó el nombre de presbiterianismo. b. Anglicanismo. Enrique VIII, rey de Inglaterra, al no obtener del papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, siguió el ejemplo de protesta de Lutero proclamando la independencia de la Iglesia anglicana, y constituyéndose él mismo en su cabeza. Santo Tomás Moro, canciller del reino, siguiendo el dictamen de su conciencia prefirió morir antes que aceptar las disposiciones separatistas y divorcistas del rey Enrique, que a toda costa quería del papa Clemente VII el divorcio de Catalina de Aragón para contraer matrimonio con Ana Bolena. Así, pues, Enrique VIII se auto nombró jefe espiritual de la iglesia inglesa y amenazó con la pena de muerte a aquellos súbditos que no lo reconociesen como tal. También fue condenado a muerte el cardenal Juan Fisher y otros. La hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, María Tudor, al convertirse en reina, restableció el catolicismo y procedió a más de 200 ejecuciones de protestantes; hecho éste que le valió el nombre de María la sanguinaria. La reina Isabel (1558-1603), hija de Enrique y Ana Bolena, volvió a borrar el catolicismo del reino inglés reduciéndolo a las catacumbas y estableció definitivamente el anglicanismo. 8. Conclusión Los hechos históricos ya no son cambiables. Lo que sí podemos cambiar o encaminar mejor las cosas, teniendo en cuenta los aciertos y desaciertos de nuestros antepasados, muchos de ellos hermanos nuestros en la fe; somos los cristianos de hoy. La realidad de las cosas es dura pero debemos reconocerla como tal y retomar el camino tomando decisiones de bien para la humanidad. Tal vez la jerarquía de la Iglesia hubiese evitado estos episodios tan lamentables cuyas consecuencias han repercutido hasta hoy en día y perjudican enormemente el testimonio de unidad que debemos dar los cristianos. Si con bastante tiempo de anticipación hubiese reaccionado y reordenado las cosas se hubieran evitado, tal vez, mayores males. Cristo, nuestro Señor, si lo ha permitido, será por algo que aún no logramos comprender en su totalidad. Recordemos que nada sucede sin el consentimiento de Dios. También debemos tener presente, que los hombres nos podemos equivocar en muchas cosas, pero Dios no. Dios es quien conduce su Iglesia en la historia y Él sabe el modo mejor aunque a los hombres nos parezca lo contrario. Los errores de los hijos de Dios no desautorizan la obra del Creador ni nos deben desanimar en la fe. Más bien, nos debe empujar a ser mejores cristianos para que no vuelvan a suceder hechos parecidos que ofenden mucho a nuestro Padre Dios.
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8. LA REFORMA CATÓLICA: EL CONCILIO DE TRENTO Iluminación "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (Lumen Gentium 8; Cfr. Unitatis Redintegratio 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (Cfr. 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (Cfr. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (Profesión Solemne de fe [SPF] 19: Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI)” (CEC 827) 1. Introducción El término Reforma referido a lo que hizo Martín Lutero y su valoración histórica considerándola sólo como un suceso religioso, es inapropiado. La realidad es que más que una reforma fue un cisma, una separación de la Iglesia Católica bajo el pretexto de abusos muy diversos cometidos por algunos eclesiásticos. Asimismo evaluarla sólo como un evento eclesiástico tampoco es certero; la historia puede reconocer que más bien fue un movimiento cuyas causas y circunstancias provenían de situaciones políticas, sociales e ideológicas que posibilitaron que sólo en ese momento, y no antes como se había intentado, se comenzara a cambiar las cosas que venían caminando mal o simplemente se veían como inapropiadas en la obra de la Iglesia. Con el Renacimiento, los ojos de los hombres comenzaron a volverse hacia el mundo circundante poniendo menos atención en su Creador. Los mismos fundamentos de la autoridad católica romana fueron socavados por las nuevas formas de pensamiento humanista a las que corroboró la “Cautividad Babilónica” del Papa en Aviñon y el Gran Cisma de Occidente de casi cuarenta años. Ambos sucesos comenzaron a cuestionar la moral eclesiástica y sus propósitos. Entre los factores que favorecieron la permanencia y avance del accionar de Lutero fueron políticos toda vez que algunos monarcas de la época estaban de su lado y otros que podrían haberlo sofocado como Carlos V estaban empeñados en luchar contra con los turcos otomanos que amenazaban invadir Europa. Otro de los factores fueron económicos y sociales e intelectuales. La invención de la imprenta favoreció mucho la proliferación de ideas en contra de la Iglesia. La Reforma católica intentada muchas veces antes que los lamentables sucesos del protestantismo, tuvo su momento de apogeo en el siglo XVI y una resonancia muy importante en la historia de la Iglesia posterior aunque el movimiento renacentista, las ideas del racionalismo, la revolución científica e ideologías contrarias a la fe cristiana siguieron su curso. 2. Esfuerzos de Reforma Católica antes de 1540. Aunque tardía en aparecer, una bula papal del 9 noviembre de 1518 corrigió algunos de los peores abusos. El Papa había hecho ahora explícitas declaraciones de la ortodoxia católica romana, y a menos que las atacara, Lutero sería condenado por anarquía eclesiástica tanto como por defección doctrinal. Empezaron a formarse las líneas en cada lado de la controversia. Apareció un considerable cuerpo de literatura, alguna atacando y alguna defendiendo al gobierno y doctrina católica. Hasta Enrique VIII de Inglaterra, y después Erasmo de Rotterdam, escribieron como defensores de la fe. El Papa Pablo III (1534-49), obró cuidadosamente. De entre las filas del Oratorio del Divino Amor y de otras conocidas como favorecedoras de la reforma, nombró a varios nuevos cardenales: Caraffa, Sadoleto, Pole y Cantarino, y formó una comisión bajo su dirección para
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investigar e informar sobre la necesidad de una reforma. Aunque el informe de 1538 no fue inmediatamente efectivo para producir acción, la preparación del mismo y el entrenamiento dado a los hombres que pronto tendrían los puestos más altos de dirección en la Iglesia Romana, lo hicieron significativo. Muchas de las ideas de este informe fueron incluidas en la acción tomada por el Concilio de Trento. 3. Decisión sobre la Reforma Católica La Iglesia vaciló brevemente. ¿Debería intentar conciliar a los luteranos o condenarlos inequívocamente? ¿Qué podía hacerse con los zwinglianos, los calvinistas, los anglicanos, y otros?. Por presión del emperador Carlos V se tuvo una conferencia en Regensburg (1541). A pesar de algunos fuertes esfuerzos por obligar a un compromiso, estas conferencias no pudieron alcanzar un terreno neutral de acuerdo. Dos movimientos ayudaron grandemente en la lucha de la Iglesia con los reformadores: la aparición de la Compañía de Jesús y el Concilio de Trento. a. La Compañía de Jesús San Ignacio de Loyola, fundó la Compañía de Jesús en 1540 con la autorización del Papa. La sociedad hizo rápidos progresos en Italia, Portugal, Bélgica, y Polonia. Sus mayores victorias fueron ganadas en Alemania y Austria, donde, junto con las controversias luteranas, la Iglesia Católica recuperó casi todo el territorio del sur de Alemania que el protestantismo había enajenado. Las actividades de la sociedad tuvieron sólo éxito parcial en Francia hasta después de la muerte de Enrique IV (1589-1610), pero a partir de entonces los jesuitas influyeron mucho en el gobierno Francia hasta la Revolución francesa. En Venecia, Inglaterra y Suecia, su programa no tuvo ningún éxito durante este período. Los jesuitas prestaron servicios de gran importancia al Pontificado en su obra de Reforma católica especialmente a través de la formación del clero, la educación de la juventud y las misiones. b. El Concilio de Trento La segunda gran arma de la Iglesia contra el movimiento protestante fue ideada en un concilio general bien gobernado. Debe recordarse que cuando Lutero fue condenado por el Papa León X, él apeló a un concilio general. Tal apelación irritó a los que apoyaban al Papa. León X tenía la confianza de que el mejor método de suprimir a Lutero sería convocar tal concilio y dejar bajo su control el reprimirlo. Su muerte en los primeros años de la reforma de Lutero impidió esta acción, y a pesar del clamor por un concilio general de todas partes, luteranos, príncipes católicos, y hasta del emperador Carlos V, los papas y sus consejeros habían pensado que no era un tiempo propicio para convocar un concilio general. Pablo III (1534-49) todavía tenía esperanzas de conciliar a los protestantes en un concilio reunido en Trento (Norte de Italia) en 1545. El emperador deseaba que este concilio uniera a Europa religiosa y políticamente, no mediante la supresión del protestantismo, sino mediante la conciliación. El Papa, por su parte, había decidido para 1545 no tener participación en la conciliación de los protestantes, y esperaba que el concilio definiera y declarara la doctrina católica con el propósito de refutar y condenar a los protestantes. 4. La reforma católica mediante el Concilio de Trento (1545-1563) La Reforma católica, como movimiento renovador de la Iglesia universal y promovido por el Papado, es posterior en el tiempo al Cisma protestante. Pero el anhelo de reforma venía ya de atrás y había plasmado en algunas realizaciones de importancia, pese a ser éstas de carácter parcial. La España de los Reyes Católicos se destacó en esto. Estos monarcas consideraron la reforma eclesiástica como algo esencial de la obra general de restauración de su gobierno eligiendo para obispos a individuos eminentes por su espíritu religioso y su ciencia. La Iglesia española en el primer tercio del siglo XVI era sin duda la de mayor nivel espiritual y científico de Europa, y ello explica el papel preponderante que los teólogos españoles tuvieron en el concilio de Trento. Las inquietudes de renovación cristiana se daban también por la misma época en Italia. a. El Concilio de Trento y sus frutos para la Iglesia La reunión del Concilio en Trento marca la hora en que el Papado tomó por fin la dirección de la empresa renovadora de la Iglesia. No fue fácil llegar a su apertura; quince largos años constituyen un período preconciliar salpicado de vacilaciones, esperanzas y recelos. Las primeras voces pidiendo un concilio sonaron en Alemania. Un «concilio general, libre, cristiano, en tierra alemana» era el clamor proveniente tanto de católicos como de
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protestantes. Carlos V deseaba ardientemente la reunión del concilio, con la esperanza de que sirviera para rehacer la unidad religiosa del Imperio. Pero esta perspectiva y el fortalecimiento del poder de Carlos V que ello supondría bastaba para que el otro gran monarca católico de Europa, Francisco I de Francia, en guerra casi continua con el emperador, no sintiera el menor entusiasmo por la convocatoria conciliar. El papa Paulo III (1534-1549) comprendió que un concilio ecuménico constituía el único camino para llevar adelante la reforma de la Iglesia. Y paso a paso fueron superándose no pocos obstáculos que se oponían a su celebración. La elección de Trento para sede del concilio fue una de las soluciones de compromiso a que se llegó en las negociaciones previas: Trento estaba en la Italia del norte; pero era ciudad imperial y cabía esperar que a ella consintieran en acudir los protestantes, que jamás participarían en un concilio celebrado en suelo papal. El propio orden a seguir en los trabajos suscitaba opiniones encontradas: el papa deseaba que se tratasen ante todo los temas doctrinales, para fijar con precisión el dogma católico en las cuestiones discutidas por los protestantes; el emperador deseaba, en cambio, que se diera preferencia a las cuestiones disciplinares de reforma eclesiástica, esperando satisfacer así a sus súbditos luteranos y facilitar la restauración de la unidad cristiana. El compromiso a que también se llegó fue el tratamiento simultáneo de las dos materias, alternando los decretos dogmáticos y los de reforma. La inauguración tuvo lugar el 19 de diciembre de 1545, muy tarde, sin duda, para tener serias probabilidades de ser un concilio que lograra la unión con los protestantes. El 11 de marzo de 1547, los legados papales, alegando una epidemia, decidieron el traslado del concilio a Bolonia. Finalmente, en enero de 1548, Carlos V presentó una solemne protesta formal que provocó la inmediata interrupción de las sesiones conciliares en Bolonia y por fin la suspensión del concilio en el mes de septiembre de 1549. El concilio abrió su segunda etapa en Trento el 1 de mayo de 1551, bajo el nuevo pontífice Julio III (1550-1555). El emperador consiguió ahora que acudieran a Trento cierto número de delegaciones de príncipes y ciudades protestantes. La presencia de los reformados puso de manifiesto cuán difícil era la restauración de la unidad cristiana, después de más de treinta años de escisión religiosa. En todo caso, la traición al emperador del elector Mauricio de Sajonia obligó a suspender nuevamente el concilio (28-IV-1552). Fue una interrupción que duró diez años, entre los que se cuentan todos los del pontificado de Paulo IV (1555-1559), celoso reformador, pero por otras vías distintas de la conciliar. Hubo que esperar al papa Pío IV (15591565) para que el concilio reanudara sus trabajos el 18 de enero de 1562. La tercera etapa tridentina duró dos años escasos y sirvió para llevar a feliz término la gran empresa reformadora: el 4 de diciembre de 1563 fue clausurado el concilio de Trento y el papa confirmó todos sus decretos por la bula Benedictus Deus, el 26 de enero de 1564. b. Temas abordados en el Concilio Trento no pudo ser un concilio para unir católicos y protestantes; pero fue el gran concilio de la Reforma católica. Su obra fue extraordinaria tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar. Dentro del primero, se declaró ante todo que la Revelación divina se ha transmitido por la Sagrada Escritura interpretada por el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. El concilio abordó el tema clave de la justificación y, frente a las teologías luterana y calvinista, declaró que la gracia divina y la cooperación libre y meritoria de la voluntad humana obran en concurrencia la justificación del hombre. El otro tema dogmático tratado por el concilio fue el sacramental, donde tanta confusión habían sembrado los protestantes: se definió la doctrina de los siete Sacramentos y las notas propias de cada uno de ellos. En el plano disciplinar la obra de Trento fue también trascendental. Se procuró con empeño la supresión de los abusos existentes en la vida eclesiástica, con el fin de asegurando una eficiente acción de los sacerdotes. Un episcopado plenamente dedicado a su ministerio, un clero bien formado y de elevada moralidad fueron metas de la legislación tridentina. Se exigió la residencia a obispos y párrocos, se prohibió la acumulación de beneficios, se dispuso la periódica reunión de concilios provinciales y sínodos diocesanos, se urgió la visita pastoral. La formación del clero tanto intelectual como espiritual se haría en el seminario que había de existir en cada diócesis; y los sacerdotes en sus respectivas parroquias tenían que impartir la catequesis a los niños y la instrucción religiosa de los fieles. c. Influencia del Concilio en la Historia de la Iglesia posterior La obra reformadora del concilio de Trento suscita todavía admiración al cabo del tiempo; pero quizá lo más admirable sea comprobar que este gran programa de renovación
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cristiana no quedó en letra muerta, sino que se hizo realidad viva en la época que siguió a la clausura del concilio. El período que siguió a la celebración del concilio de Trento estuvo marcado por la impronta de la gran renovación de la vida católica que allí se había operado. La reforma fundada en las constituciones y decretos tridentinos se llevó adelante, firmemente impulsada por los papas que se sucedieron en el solio pontificio. Un Catecismo romano, un Misal y un Breviario fueron editados por orden del papa San Pío V (1566-1572). Gregorio XIII (1572-1585) confió a los nuncios el encargo de velar por la ejecución de las normas del concilio, y en Roma, su sucesor, Sixto V (1585-1590), llevó a cabo una completa reorganización de los dicasterios de la Curia encargados del gobierno central de la Iglesia. El espíritu tridentino dio lugar a la aparición de obispos ejemplares que se esforzaron en la aplicación de los decretos conciliares sobre disciplina del clero y de los fieles: San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San Felipe Neri, San José de Calasanz. Santo Toribio de Mogrovejo en el Perú. La Cristiandad había dilatado enormemente sus horizontes ultramarinos, a partir de los descubrimientos geográficos de los s. XV y XVI. San Francisco Javier había llevado el Evangelio hasta el lejano Japón, y China abrió también sus puertas a los misioneros. Pero fueron las posesiones portuguesas de Asia y Africa los principales espacios para la acción evangelizadora en estos dos continentes, donde el patronato real fue pieza clave de la organización eclesiástica; igual ocurrió en el Brasil, la gran colonia portuguesa en la otra orilla del Atlántico. El inmenso Imperio español de América y Extremo Oriente era campo privilegiado para el desarrollo de una formidable expansión cristiana. Este campo se hallaba maduro para nuevos avances en la época postridentina, cuando la Monarquía española adquirió además conciencia de ser esencialmente un «Estado misional». La Corona ejercía allí el patronato regio, concedido por Julio II en 1508, y designaba a los titulares de los obispados y otros altos cargos eclesiásticos. La obra de promoción cultural avanzó a la par que la evangelizadora. Bastará recordar que mientras se celebraba el concilio de Trento, tres universidades impartían enseñanza superior en las Indias occidentales: la de Santo Domingo, fundada en 1538, y la de San Marcos en Lima y México, creadas en 1551 y 1553, respectivamente. El balance de la obra civilizadora de España y Portugal, por grandes que fueran las deficiencias y abusos que pudieron darse, presenta un saldo abiertamente positivo: la población indígena fue respetada y sobrevivió en libertad, recibió la fe y la cultura cristianas. El dinamismo tridentino impulsó también otras acciones, como la constitución por iniciativa del papa San Pío V de la Liga Santa, que llevó a cabo una auténtica expedición de Cruzada contra los turcos y los venció en la batalla de Lepanto. Las misiones de San Francisco de Sales en el Chablais lograron el retorno a la Iglesia de gran parte de la Suiza francesa. El Catolicismo logró éxitos destinados a perdurar en los países germánicos meridionales, en Austria, Baviera y también en Polonia y Bohemia. El propio final de las guerras de religión en Francia significó que esta nación seguiría siendo católica, pese a la existencia de una minoría protestante. En el este de Europa, la Unión de Brest (1596) supuso la adhesión al Catolicismo de una parte importante de la jerarquía ortodoxa y fue el origen de la Iglesia «uniata» rutena o ucraniana. 5. Conclusión Dios con su providencia va conduciendo su Iglesia a través de la historia. Los distintos sucesos en la humanidad tiene su razón de ser, generalmente será para el bien de los hombres aunque, muchas veces, tendrán que sufrir. La rebelión de Lutero en esas circunstancias de la historia de la Iglesia, tal vez fue un aviso de Dios para hacernos ver que algunas cosas andaban mal y necesitaban una mejoría Asimismo, hoy en día, puede ser que Dios nos esté comunicando mediante las sectas que ciertos vicios de los cristianos le están haciendo sufrir. Vicios como la embriaguez, el libertinaje, el permisivismo de todo tipo especialmente en las fiestas religiosas. Acaso a los cristianos nos falta que leamos más la Sagrada Biblia, nos acordemos más de Dios en la oración y ordenemos mejor nuestras vidas para agradarle. Tal vez tendremos que valorar más los sacramentos como canales ordinarios de su gracia. Tantas cosas que debemos revisar en nuestra vida para reformarnos, para encausarnos según los principios del Evangelio de Cristo.
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9. LAS MISIONES EN EL MUNDO Y LA EVANGELIZACIÓN DE AMÉRICA Iluminación “Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará pero el que no crea, se condenará. A los que crean, les acompañarán estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes con sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos sanarán” (Mc 16, 15-18). “Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20). 1. Introducción La palabra misión, evoca para un católico la actividad expansiva de la Iglesia, la tarea de difusión de la fe cristiana entre aquellos que aún no la viven La Iglesia se presenta así dotada de un dinamismo por su misma naturaleza, ya que Cristo la ha constituido sacramento universal de salvación y la ha enviado, en la persona de los Apóstoles, al mundo entero. Este dinamismo que anima a la Iglesia es, obligación que incumbe a los cristianos; obligación que tiene una doble raíz: el mandato expreso dado por el Señor a los Apóstoles y heredado por el orden episcopal; la vida misma que a todo cristiano infunde Cristo. La Iglesia cumple esa misión “por la operación con la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos, con el ejemplo de su vida y la predicación, con los sacramentos y los demás medios de gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para participar plenamente en el misterio de Cristo” (Ad Gentes, 5) Esa misión es una e idéntica, pero su realización, su ejercicio, se descompone en actividades distintas, en virtud de una diversidad de circunstancias que pueden afectar tanto a la Iglesia misma como a los pueblos, grupos u hombres a los que ella es enviada. Así surgen la actividad pastoral, la actividad misionera, y la actividad ecuménica, concreciones existenciales de la única Misión de la Iglesia. Veamos, en síntesis, las misiones realizadas por la Iglesia en toda su historia que son manifestación del fin para lo que fue constituida. 2. El carácter esencialmente misionero de la Iglesia La acción misionera de la Iglesia existió siempre. El mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo (Cfr. Mc 28,18-20), en virtud del cual la Iglesia fue constituida católica por naturaleza, implicó, ya desde el principio, el derecho a misionar y la obligación misionera de la Iglesia. La actividad misional de la Iglesia pudo estar más o menos descuidada en determinados periodos de la historia, pero el derecho y la obligación de misionar nunca ha sido discutido ni desconocido. La historia de las misiones coincide, pues, cronológicamente con la historia de la Iglesia. El carácter misionero es propio de la Iglesia católica, consecuencia clara de esa propiedad suya que es la catolicidad y por eso nota distintiva de su ser Las religiones no cristianas en general -con alguna excepción-, no han manifestado nunca ese carácter de exigencia universal, sino que han estado por lo general centradas exclusivamente en sus propias razas o pueblos. Se han ciertamente difundido, pero no debe confundirse expansión geográfica de un pueblo determinado, más allá de las fronteras geográficas de su nación, con expansión religiosa, propiamente dicha, es decir, originada por una idea marcada y definida de misión. Puede darse y se da el hecho de expansión geográfica y religiosa, sin que sea precisamente expansión misional. Un ejemplo claro es la diáspora judía, de antaño y de la actualidad: el pueblo judío está extendido y afincado por todo el mundo en colonias bien delimitadas y definidas, y conserva celosamente su religión, pero carece de idealismo misional; antes bien, lucha por mantener cerradas herméticamente las puertas de su religión y de su raza. Para el cristianismo la difusión misionera no es una mera manifestación de la sociabilidad humana sino algo que deriva de un mandato expreso de Cristo, y, más radicalmente, de su misma esencia: forma parte integrante de la fe cristiana el conocimiento de
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que en esa fe se revela el designio divino sobre la humanidad, es decir, algo no parcial sino universal. Lo que ocurre en la Iglesia es algo que afecta a todo el mundo: ella es, en efecto, como dice el Concilio Vaticano II, «sacramento universal de la salvación» (Lumen Gentium, 48; Ad Gentes, 1). Es eso lo que, en su sentido más profundo expresa la nota de la catolicidad: no la simple expansión geográfica, sino la ordenación a toda la humanidad, la posesión de bienes salvíficos que afecta a la humanidad entera de todo lugar y de todo tiempo. Por eso los Apóstoles y los primeros cristianos podían ver a la Iglesia a pesar de lo limitado de su expansión sociológica en aquellos tiempos, como vivificando ya toda la tierra. Es de ahí, de esa exigencia intrínseca de la catolicidad, de donde deriva la actividad misionera: toda comunidad cristiana ha de ser esencialmente misionera. Obviamente esa exigencia se manifestará con más fuerza y pujanza, allá donde la fe cristiana y los medios salvíficos que la realizan se conserven y vivan en toda su integridad. Es por eso por lo que, como atestigua la historia, la acción misionera ha revestido una particular fuerza y vitalidad en la Iglesia católica por encima de las diversas confesiones cristianas separadas. Ni las Iglesias ortodoxas, salvo la rusa, los luteranos y calvinistas no son misioneros. Los protestantes incluso piensan, por el principio de la predestinación, que mediante la actividad apostólica incluso podríamos estar llamando a la fe a quienes están predestinados a la condenación (o por no haber sido elegidos, según la terminología de Lutero; o por haber sido positivamente reprobados, según la de Calvino) y, por tanto, estaríamos haciendo no sólo una obra inútil, sino aun reprobable, pues iría directamente contra el decreto eterno de Dios. 3. La evangelización de los pueblos hasta el siglo XV Las misiones se inicia con las primeras actividades de los Apóstoles, sobre todo de San Pablo, que es, por antonomasia, el Apóstol de la gentilidad, en cuanto que no limitó, en su doctrina y en su acción, las fronteras del cristianismo a la sinagoga o grupo de judaizantes, sino que las abrió a todas las naciones, llamadas por disposición divina a formar parte de la cristiandad. Así fueron integrándose, paso a paso, en el cristianismo, pueblos como los de Palestina, Siria, Asia Menor, el Ilírico, Grecia, Italia, Francia, España; y en África, Egipto y toda la región septentrional en torno a su gran Iglesia de Cartago. A la par con Occidente, se iba asimismo cristianizando el Oriente. Son conocidas las antiguas Iglesias de Armenia y Georgia, en las estribaciones del Cáucaso y con entronque con el Asia Menor; y más al Oriente aún, las Iglesias de Persia y Mesopotamia, donde, al parecer, entraba el cristianismo durante el s. I de nuestra Era. Según una tradición, discutida por los mismos historiadores, el Apóstol San Tomás pudo evangelizar la lejana India y hasta se ha venerado su sepulcro en Saint Tomé de Meliapur, cerca de la actual Madrás. En todo caso, es de los primeros siglos la cristiandad de Malabar que lleva precisamente el nombre de cristianos de Santo Tomás. Habría de ser ésta una de las mayores sorpresas de los portugueses cuando en los albores del s. XVI llegaron con sus naves al Oriente Lejano. Por lo que a Europa se refiere, países enteros iban agregándose a la Iglesia entre los sajones, escandinavos, germanos y eslavos. En Inglaterra su primer cristianismo, en una etapa inicial de evangelización, se remonta a los tiempos de dominio romano. Los romanos se fueron, pero quedaba instalada una incipiente Iglesia, que tendría luego sus roces, en una segunda etapa de evangelización, con la Iglesia anglosajona establecida gracias a la actividad misionera de San Agustín de Canterbury. Por sus pasos fueron integrándose en el cristianismo los siete reinos de la Heptarquía: Kent, Nothumbria, Mercia, Anglia oriental, Wessex, Essex y Sussex, llegándose al fin a una unificación eclesiástica en torno al de Kent, cuna del cristianismo anglosajón, y concretamente en torno a su Iglesia de Canterbury. Conjuntamente iban integrándose también los irlandeses (gracias a la actividad de San Patricio) y los pictos de Caledonia y de Escocia. Por el mismo siglo comienza la evangelización de los países escandinavos: Dinamarca, Suecia y Noruega. El primer apóstol que entró en contacto con los daneses fue San Wilibrordo, apóstol de los frisones (Holanda). Su primer viaje a Dinamarca es poco anterior al a. 700. Se distinguiría más tarde su verdadero apóstol, San Anscario, nacido en el año 801 en la Picardía de Francia. El mismo San Anscario había de ser también el primer evangelizador de los suecos, echando los cimientos de una futura cristiandad, de donde se pasaría a la primera evangelización de la actual Finlandia. Parece que San Anscario envió algunos misioneros alemanes a Noruega, que no debieron conseguir grandes resultados. La evangelización
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noruega, procedería más bien de Inglaterra, y aunque comenzada después de la de Dinamarca y Suecia, pudo llegar antes a buen término, haciendo de Noruega una nación cristiana. Los pueblos germánicos tuvieron una doble evangelización, en y después de la ocupación de sus territorios por las legiones romanas. Van convirtiéndose al cristianismo las regiones de los alamanes. Luego la Franconia y la Turingia, donde se distinguiría el apóstol de Alemania, San Bonifacio, como gran obispo-misionero, organizador de la Iglesia germana, y mártir. Los habitantes de Sajonia resultaban difíciles de convertir en aquellos primeros años. Los pueblos eslavos de todo el este europeo fueron fruto del apostolado de misioneros occidentales y orientales a un mismo tiempo. Los eslavos del sur como los eslovenos, croatas y serbios, y junto a ellos los búlgaros, estaban entre las esferas de influencia oriental y occidental, aunque acabaron por formar una Iglesia nacional propia. Por otro lado, también estaban los eslavos del oeste, entre los que se distinguen los moravos con sus grandes apóstoles los santos hermanos Cirilio y Metodio, que introdujeron una metodología científicoapostólica y ritual particular, a base del respeto a los ritos y costumbres e idiosincrasia propia de los pueblos que debían evangelizar: moravos, checos y polacos. Además, los eslavos del este, esto es, los rusos propiamente tales, ganados al cristianismo a mediados del s. IX, con misioneros llegados de Bizancio y de los países germanos al amparo de sus grandes patrocinadores la princesa Olga y el rey San Wladimiro. Y junto a los eslavos, el pueblo magyar o húngaro, con su gran rey San Esteban; los wendos y los obodritas de la Pomerania; y, finalmente, los países bálticos, comprendidos en los actuales territorios de Prusia, Estonia, Letonia y Lituania. Tienen mucho interés las misiones mongólicas de los s. XIII y XIV. El pueblo mogol había nacido en el corazón de Asia Central, junto al Baikal; su caudillo Temudjin, más conocido en Occidente con el nombre de Gengis Khan gobernó de 1206 a 1227, y dirigió los primeros movimientos invasores hacia Occidente, logrando fundar el gran Imperio mongol; en 1206 se apoderó de Karakorum, capital del recién estrenado Imperio; desde allí despachó a sus generales que, en muy pocos años, se apoderaron de casi toda Asia, y de gran parte de Europa: era, pues, un enemigo poderoso y temible al que era menester apaciguar y tratar de ganar para el cristianismo. Ahí tienen su explicación las legaciones enviadas por Inocencio IV y San Luis IX de Francia, una vez conocida la tolerancia religiosa de los khanes. Fracasadas las legaciones, se pensó en las misiones apostólicas, que serían origen de las misiones que iban a fundar en seguida los franciscanos y los dominicos en los cuatro grandes reinos a que dio origen el Gran Imperio mogol, a la muerte de Gengis Khan: Persia, Kiptziak u Horda de Oro, Turquestán, y sobre todo China, donde se distinguió en los últimos años del s. XIII, el franciscano Juan de Montecorvino. En los demás reinos, sobre todo en los de Kiptziak y Persia, seguía la labor de franciscanos y dominicos, actuando conjuntamente con los cristianos separados, monofisitas y nestorianos. Se iniciaron asimismo algunos contactos con los musulmanes de Egipto y del norte de África, en Marruecos pero sin resultado. Por otro lado, llegaba ya la época de las misiones modernas, emprendidas juntamente con los grandes descubrimientos. 4. Las misiones realizadas por los cristianos portugueses En la segunda mitad del s. XV activan los portugueses y los españoles sus viajes marítimos, que son verdaderos y arriesgados descubrimientos. Era una operación triple: de comercio, de dominio y de evangelización. Portugal se comprometía a acometer a sus expensas la evangelización de los nuevos territorios descubiertos y ocupados, y la Santa Sede la concedía una serie de privilegios en toda esa acción misional, que constituiría lo que llamamos el Real patronato. Primero se desarrollaron las misiones de la India, adonde llegaron los portugueses a principios del s. XVI. Goa fue la capital política y religiosa de este gran Imperio. El Imperio colonial portugués del Oriente sería más bien insular y costero, sin penetración hacia el interior de los pueblos. No sería posible esa conquista ulterior en tan extensas superficies, y tan sólo puntos determinados de la costa, bien defendidos y equipados, salvaguardarían el comercio y el dominio portugués del Oriente. Las ciudades portuguesas de la India: Goa, Cochín, Malaca, Saint Tomé de Meliapur, etc., serían los primeros focos de irradiación misionera en todo el Lejano Oriente, donde trabajarían franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas, principalmente. Un recuerdo emocionado merece ante todo San Francisco Javier, llegado a la India en 1542, y fallecido a las puertas de China diez años después.
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En la India, evangelizaron la costa de la Pesquería, con San Francisco Javier y los jesuitas, y ocurrieron las primeras luchas franciscanas en Ceilán. En el sur de la península, fueron fortalecidos los cristianos de Santo Tomás, repartidos por toda la costa del Malabar, que se uniría oficialmente a Roma en 1599; y en el interior hacia el norte la famosa misión del Gran Mongol, fracasada en dos primeras tentativas, y definitivamente inaugurada por Jerónimo Javier, en 1595. Lástima que la buena marcha de las misiones indias, sobre todo la de Maduré, quedaran frenadas por la fatal controversia de los ritos malabares, iniciados, o mejor, tolerados por el P. Roberto De Nóbili. En Ceilán vino a frenar la marcha ascendente del catolicismo, la ocupación calvinista de los holandeses, que iniciaron una persecución devastadora de los cristianos romanos. Dependieron también del Patronato portugués las misiones en diversas islas de Indonesia, como las Molucas, visitadas por el propio San Francisco Javier, y proseguidas por sus sucesores jesuitas. La gran misión del Japón iniciada por San Francisco Javier en 1549, tuvo unos comienzos extraordinarios prometedores, pero fue detenida por la persecución sangrienta, que ocasionó centenares de mártires, extranjeros y nativos. La misión de China, que no pudo iniciar San Francisco Javier, caído a sus puertas en 1552, la iniciarían a fines del siglo sus sucesores, particularmente Mateo Ricci. Se malograría asimismo por la desastrosa controversia de los llamados ritos chinos, originada en parte por la distinta metodología empleada en el apostolado por las distintas órdenes religiosas. Finalmente, las misiones africanas, generalmente costeras a lo largo de todo el Continente, dependían asimismo del Patronato portugués. Hay que nombrar, de ellas, las Canarias, Cabo Verde y Guinea, Congo y Angola, Mozambique, con su incursión y tentativa hacia el interior en el reino de Monomotapa; la misión intentada y fracasada de Madagascar y la misión famosa de Etiopía. Por lo que respecta a América, aún podríamos recordar como directamente dependiente de este Patronato toda la evangelización y cristianización del Brasil. 5. Las misiones bajo el Patronato español El Patronato español sigue en sus líneas jurídicas una marcha similar a la del portugués, pero se localiza fundamentalmente en el continente americano, descubierto por Colón el 12 octubre 1492, a partir de sus islas antillanas, al mando de un grupo de audaces marinos hispanos. Sus características serían distintas de las del Patronato portugués, ya que no sólo se trataba de asegurar sus costas, sino de ir conquistando, ocupando, civilizando y cristianizando todo el continente. En la evangelización de América existió toda una metodología político-misional, que tendía a resolver del modo más equitativo y fructífero las dificultades que presentaban los pueblos americanos recién descubiertos. La obra de la colonización sería llevada a cabo por las autoridades españolas, y la obra de la cristianización, en combinación con la colonización misma, especialmente por cinco famosas órdenes religiosas: franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos y jesuitas. Tampoco puede olvidarse la cooperación prestada por el clero secular, ocupado sobre todo en el servicio de la catedral y de las parroquias, particularmente en las regiones más hispanizadas. Esa combinación maravillosa entre el poder civil y el eclesiástico dio como resultado práctico, no sólo la civilización de todos aquellos pueblos americanos, a base de una cultura netamente occidental, sino su plena cristianización y organización eclesiástica ordinaria. Lo mismo hemos de decir de las Filipinas, adonde llegaron los españoles partiendo de México. En toda esta historia misional, podemos distinguir una primera evangelización, que produce el establecimiento de las Iglesias particulares en los diferentes países americanos: Antillas, Nueva España (México), Centroamérica, Nueva Granada (Colombia y Venezuela), Perú, Ecuador, Bolivia, Chile, Uruguay, Argentina y Paraguay. Siguen luego las que podemos llamar misiones radiales, esto es, la irradiación misional que desde esas Iglesias ya constituidas se llevaba, en régimen de misiones vivas, entre tribus aborígenes que se trataba de integrar en la civilización general, en la colonización y en el cristianismo. Correrían a cargo de los religiosos, sobre todo de los franciscanos y de los jesuitas. Así, en México nos encontramos con las llamadas misiones septentrionales fundadas por los jesuitas entre diversas tribus, como los chichimecas, parras, tepehuanes, sinaloas, chínipas, tarahumaras, yaquis y otras tribus vecinas, y finalmente los nayarits. Hacia el oeste se establecieron las misiones de Sonora entre las tribus de nebomes Bajos y Altos; la Pimería, donde comenzó su labor misionera el famoso P. Eusebio Kino; y las misiones de California, tanto en la península homónima, evangelizada con grandes heroísmos por los jesuitas, como en la California Alta (la
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actual California de los Estados Unidos), donde sobresalió su fundador fray Junípero Serra, al frente de sus franciscanos. En el interior septentrional mexicano hemos de recordar las misiones franciscanas de Tejas y Nuevo México, ricas en heroísmos, persecuciones y martirios, como la evangelización de los apaches, y la tragedia del puesto central de San Saba. Y en la costa oriental norteamericana, las misiones de la Florida y de Georgia, donde trabajaron y sufrieron martirio varios dominicos, franciscanos y jesuitas. Pasando al continente sudamericano, en Colombia trabajaron capuchinos, franciscanos y jesuitas en las misiones del Darién y del Chocó, y en las misiones llamadas de los Llanos y del Orinoco, siendo de destacar las famosas expediciones a través del río, desde la meseta interior hasta su desembocadura en el Atlántico. Digamos cosa parecida de las misiones capuchinas de Cumaná en la costa venezolana, las de los llanos venezolanos y las misiones franciscanas de Píritu, Guayanas, Goajira, etc. Dependientes de los jesuitas de Quito, aunque ubicadas en territorio del Perú, fueron las famosas misiones de los maynas, establecidas entre sus diversas tribus de geveros, cocamas, omaguas, cunibos y jívaros, en todo el conjunto de las misiones del Marañón; y lo mismo las de los franciscanos en el Huallaga y en el Ucayali. De Bolivia son las misiones con los chiriguanos llevadas por franciscanos y jesuitas; las de los chunchos, y sobre todo las de los mojos y las de los chiquitos, a cargo de jesuitas. Algo parecido debería decirse de las famosas misiones araucanas en Chile, donde trabajaron jesuitas y franciscanos. Más importancia han tenido en la historia misional las famosas reducciones del Paraguay con su sistema político-colonizador-evangelizador a un mismo tiempo, en el que los misioneros se oponían a cualquier injerencia de las autoridades españolas, prefiriendo un sistema de gobierno propio, a base de los misioneros y de los mismos indios. Y fuera del Paraguay, los jesuitas llevaron otras misiones con indios del Chaco paraguayo-argentino, como los mocobíes, abipones, vilelas y lules; con los indios pampas, y con los de la Patagonia. 6. Las misiones bajo «Propaganda Fide». La creación del organismo central eclesiástico misional, que se llamó Propaganda Fide, comenzó a ser una necesidad, no tan sólo porque se requería una dirección más pontificia, más eclesiástica, en una actividad tan espiritual como es la actividad misional, sino también porque a causa de su decadencia progresiva, los dos Patronatos ibéricos no podían en adelante atender debidamente al progreso constante e ininterrumpido de las misiones. Ello no quita que el nuevo organismo pontificio tuviera continuos conflictos, aun de orden jurisdiccional, con los Patronatos, que rehusaban renunciar a sus derechos adquiridos, conflictos sobre todo con el portugués, que hubieron de solucionarse al fin con una serie de concordatos. En el orden de la jerarquía, ideó Propaganda Fide la figura jurídica de los vicarios apostólicos, responsables directos de la evangelización. Era una solución de emergencia, por no poder aplicarse a ellos los derechos que los Patronatos podían exigir en relación con los nombramientos de los obispos residenciales. Los conflictos se presentaron particularmente agudos en las misiones en Siam, Indochina, India y China, donde chocaron, a veces violentamente, los misioneros de uno y otro grupo, llamados comúnmente patronalistas y propagandistas. La institución vicarial es de 1659, y comenzaría muy pronto su actividad, teniendo como misioneros propios a su disposición a capuchinos, carmelitas y sobre todo a los misioneros del Seminario para misiones extranjeras de París. De Propaganda Fide dependían las misiones Medio Oriente y Asia, algunas zonas de África y Europa. Por desgracia, muy pronto comenzaría una decadencia misional alarmante, que llevó casi a la ruina a muchas de las misiones de los Patronatos y de Propaganda Fide. Las causas fueron diversas. En Europa, fuente casi exclusiva de los misioneros, hubo factores de orden político, como la Revolución francesa con su secularización de bienes eclesiásticos y persecución de las órdenes y Congregaciones religiosas; causas de orden religioso, como el menos sentido cristiano de la vida, la supresión de los jesuitas, la decadencia de la Congregación de Propaganda Fide, atacada por los revolucionarios franceses en su misma existencia y sus haberes económicos. En una palabra, escasez de subsidios y de personal; es lo que vino a ocasionar a fines del s. XVIII una ruina casi total de las misiones. 7. Las misiones en la época contemporánea
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A la decadencia antes anunciada seguiría, ya muy entrado el s. XIX, un resurgimiento misional que tuvo sus propias causas. El creciente movimiento misional protestante venía a ser como una censura a los católicos por su propia decadencia misional. El renacimiento católico comenzaría con un Pontífice de grandes dotes, como Gregorio XVI, que había sido antes prefecto de Propaganda Fide. Como auxiliares misioneros encontró franca colaboración en los antiguos, como los jesuitas, ya restablecidos por Pío VII, los parisienses, lazaristas y los del Espíritu Santo, recuperados ya de los golpes asestados contra ellos por la Revolución francesa; y otros Institutos misioneros de nueva creación, como los de los Sagrados Corazones, comúnmente llamados de Picpus, los maristas, los oblatos de María Inmaculada, y otros laicales o de hermanos, y varios más de religiosas, que comenzaban a dedicarse a la obra de las misiones. En el aspecto económico surgieron obras como las de la Propagación de la Fe y la de la Santa Infancia, con la finalidad propia de recolectar recursos para las misiones El renacimiento misional siguió una línea ascendente con Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, que escribió la Maximum lllud, primera gran encíclica misional, Pío XI, con su Rerum Ecclesiae, Pío XII, con sus Evangelii Praecones y Fidei Donum, Juan XXIII con su Princeps Pastorum, y Paulo VI con su Ad Petri Cathedram y con los documentos conciliares al respecto. Se reemprendieron con todo vigor esas misiones decaídas, dirigidas en adelante exclusiva y directamente por Propaganda Fide. Cabe destacar la figura del Papa Peregrino Juan Pablo II que con sus numerosos viajes por todo el mundo alentó la fe de muchos cristianos. Escribió la encíclica Redemptoris Missio para marcar la vigencia de las misiones en los tiempos actuales. Los mismos pasos ha seguido el Papa Benedicto XVI aunque con un estilo diferente. 10. LA IGLESIA EN EL SIGLO XIX, XX y XXI Iluminación “El género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa” (Gaudium et Spes, 4). 1. Introducción La Iglesia en la historia no es ajena a los acontecimientos en la vida de los hombres y los pueblos. En todo tiempo los cristianos de la Iglesia de Cristo han pretendido forjar una sociedad más acorde con el Evangelio aunque siempre ha habido obstáculos que han disminuido el empuje de la fe o la han impedido. Unas veces esos obstáculos provenían de los no cristianos, de los anticristianos y otras veces de los mismos cristianos. Los siglos XIX y XX no son una excepción de estos acontecimientos. El siglo XIX comenzó con la era napoleónica. En el plano social y económico es el siglo de la revolución industrial, de la expansión de los imperialismos y del capitalismo, de los movimientos obreros, del surgimiento de la ideología marxista; del romanticismo en el plano cultural. Asimismo, del crecimiento y afianzamiento del liberalismo; tal es así que durante la restauración la Iglesia quedó marginada del mundo moderno, y al Papa no se le quiso reconocer el papel de árbitro internacional. Las grandes potencias no querían que les propusieran criterios morales, querían los liberales. En la primera mitad de este siglo se configura la formación de las nacionalidades en Iberoamérica. A finales del s. XIX la Iglesia comienza a sistematizar su Doctrina Social que iluminará las sociedades venideras. El s. XX se ha caracterizado por los grandes avances científicos y tecnológicos, ha habido un desarrollo económico sin igual y la democracia ha ido ganando terreno en todos los continentes. Pero también esta centuria ha sufrido convulsiones terribles. Baste recordar las dos guerras mundiales que han dejado millones de muertos; el comunismo que triunfó y cayó, pero sólo después de haber hundido en la miseria a países enteros; la situación de miseria en que viven millones de personas no sólo por el mal gobierno, sino también por causa de una economía de mercado que olvida la centralidad del hombre y de la familia. Asimismo en este
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siglo la ONU ha publicado la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), y sin embargo muchas naciones en su legislación no respetan el derecho fundamental de todo hombre a la vida. En este siglo la Iglesia ha tenido que afrontar numerosos retos en su acción evangelizadora: seguir clarificando su doctrina en materia social, puntualizar la dimensión ética de los avances técnicos y científicos; encauzar correctamente la interpretación de la Escritura sin las exageraciones de la herejía modernista; iluminar la actividad de los católicos en la política; cuidar la recta interpretación y aplicación de los documentos emanados por el Concilio Vaticano II; afrontar el reto de predicar a Cristo en un mundo secularizado, que relativiza toda verdad religiosa y moral, y hunde al hombre en el vacío existencial; contrarrestar el empuje de las sectas, reinterpretaciones del mensaje de Cristo, movimientos que pretenden anular la fe cristiana, etc. 2. Antecedentes del siglo XIX: La Revolución francesa Según muchos historiadores la edad contemporánea comienza con la Revolución francesa en 1789. De hecho esta revolución conmovió los fundamentos políticos y religiosos de Europa con una repercusión en todo el mundo de cuya herencia, en gran parte, aún vivimos en nuestros días. Sin duda desde 1789 a 1815, Francia estuvo en el primer plano de la vida del mundo. Este período que corre desde la reunión de los Estados Generales hasta la caída del Imperio napoleónico, fue también trascendental para los destinos del Cristianismo y la Iglesia. Y Francia, que había desempeñado un papel preeminente en la Revolución siguió siendo protagonista de su historia. Es bien sabido –aunque suene a paradoja- que la Revolución francesa comenzó con una solemne procesión; la presidió el rey Luis XVI, y los representantes de los tres estados, cirio en mano, acompañaron devotamente al Santísimo Sacramento. Esto sucedía el 4 de mayo de 1789, al abrirse los Estados Generales; pero, a las pocas semanas, el proceso revolucionario avanzaba incontenible, tanto en el orden político como en el religioso. El 4 de agosto, en una memorable «sesión patriótica» de la Asamblea Nacional, el clero y la nobleza renunciaron a sus privilegios tradicionales. El 10 de octubre, a propuesta de Talleyrand, entonces obispo de Autun, la Asamblea Constituyente decretaba la secularización de todos los bienes eclesiásticos. Estos bienes acabaron pronto en manos particulares y constituyeron la base económica de la nueva burguesía francesa. Desde 1790, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una actitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una Iglesia galicana, al margen de la autoridad pontificia, de estructura episcopalista y presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política, dentro de la cual estaba incluida la mencionada «Constitución civil». El papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-1791). La Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las matanzas de sacerdotes. Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 21 de enero de 1793. Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario «republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de NotreDame (10-XI-1793) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el directorio jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República romana. El papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia. El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhone, falleció Pío VI a los ochenta y un años de edad. Algunos revolucionarios exaltados proclamaron a los cuatro vientos que había muerto el último papa de la Iglesia.
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3. El afán dominante de Napoleón y defensa serena del Papa El 9 de noviembre de 1799, un golpe de Estado elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura de primer cónsul. Cuatro meses después, el 14 de marzo de 1800, el cónclave reunido en Venecia elegía al cardenal Chiaramonti como papa Pío VII. Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos favorables a la revolución, que habían emigrado al extranjero. El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón con respecto a las órdenes religiosas fue en cambio muy restrictivo. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano. Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia del papa. El conflicto con Pío VII surgió cuando el emperador quiso que el papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el palacio de Fontainebleau. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma. Once días más tarde, el 18 de junio, acontecía la batalla de Waterloo. Después de la caída del imperio napoleónico, las cinco potencias: Prusia, Rusia, Inglaterra, Austria y Francia, se reúnen en el Congreso de Viena (1814-1815) para restaurar el Antiguo Régimen monárquico que había en Europa. Sin embargo el Cristianismo y la Iglesia habían sufrido una prueba muy dura y llevaban la marca de las heridas causadas por obra de la Revolución. 4. El problema del liberalismo La Restauración terminó en un fracaso y el siglo XIX pasó a la historia como el siglo del liberalismo. La Revolución de 1830 puso fin al Antiguo Régimen en Francia; en España, su desaparición sobrevino tras la muerte de Fernando VII, en el reinado de Isabel II. La Revolución de 1848 fue un violento golpe que sacudió a la mayor parte de Europa y supuso un ulterior avance en la configuración de la nueva realidad social y política. La victoria del liberalismo se dejó sentir en todos los órdenes de la vida. El liberalismo tenía una doctrina política y económica; pero se fundaba además en una ideología, que enlazaba con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Una concepción antropocéntrica del mundo y de la existencia, constituía la base de esa ideología liberal. Para ella, los hombres no sólo serían libres e iguales, sino también autónomos, es decir, desvinculados de la ley divina, que no era reconocida socialmente como norma suprema. La libertad de conciencia y pensamiento, de asociación y de prensa, serían derechos absolutos de las personas; la fuente de toda legitimidad de poder provenía del pueblo y no de Dios. Ninguna diferencia hacía la doctrina liberal entre el Cristianismo y las demás religiones. La religión era un asunto que incumbía tan sólo a la intimidad de las conciencias, y la Iglesia, separada del Estado, quedaría al margen de la vida pública y sujeta al derecho común, como cualquier otra asociación.
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La ideología liberal contenía, sin duda, elementos de genuina raigambre cristiana, pero mezclados con otros de origen muy diverso, que favorecían la secularización de la vida social, el naturalismo religioso y, en última instancia, el ateísmo o la indiferencia. Es fácil de comprender que muchos cristianos rechazaran esta ideología y que, aleccionados por las recientes experiencias revolucionarias, se inclinaran en favor de las posturas tradicionales, que postulaban el respeto a los derechos de Dios y de la Iglesia en la vida social. Los «católicos liberales» mostraban devoción al Papado. Pero la respuesta de Roma fue contraria a las aspiraciones del Catolicismo liberal. La encíclica Mirari vos de Gregorio XVI (15-VIII-1832) condenó los puntos de vista fundamentales de estos grupos: la igualdad de trato a todas las creencias, que conducía al indiferentismo religioso; la separación completa entre Iglesia y Estado, la libertad de conciencia, las libertades ilimitadas de opinión y de prensa. 5. La Iglesia ante las nuevas realidades sociales El liberalismo del siglo XIX tuvo una ideología política y una doctrina económica. Su grave carencia fue la falta de una preocupación social. Y, sin embargo, la «cuestión social» era un hecho patente y constituía una de las mayores novedades históricas de este tiempo. La revolución industrial había dado lugar a la formación de una nueva clase obrera un «proletariado», concentrado en los suburbios de las grandes urbes. La situación de esta clase obrera, en una época de absoluto predominio del capitalismo liberal, fue muy difícil: jornadas laborales agotadoras, jornales escasos, trabajo infantil, viviendas insalubres. El problema social suscitó lógicamente reacciones dirigidas a luchar contra aquella situación de injusticia. El Anarquismo, uno de cuyos principales autores fue el ruso Miguel Bakunin, propugnaba la acción violenta, para terminar con el Estado y una ordenación social injusta. Diversos sistemas «socialistas», ideados por doctrinarios como Saint-Simon, Fourier o Proudhon, quedaron pronto eclipsados por el socialismo de Carlos Marx, el «marxismo». Desde el punto de vista cristiano, tenemos que tener en cuenta que el marxismo, fundado sobre el materialismo histórico y la dialéctica de la lucha de clases, se manifestó opuesto a toda religión, considerada por él como una falta de libertad, «opio del pueblo», y mostró particular hostilidad hacia la religión católica. El proletariado, situado en los suburbios de las grandes ciudades, estaba constituido en buena parte por inmigrantes procedentes de los medios rurales, que cambiaron su vida de campesinos por la de obreros industriales. Esta transformación había implicado para ellos el abandono de pueblos y aldeas donde tenían vinculaciones familiares y arraigo social y su incorporación a las masas despersonalizadas de la nueva clase obrera. En el aspecto religioso, este cambio tuvo a menudo consecuencias negativas. Desde la primera mitad del siglo XIX, la cuestión social sensibilizó a algunos católicos, dando lugar a iniciativas generosas dirigidas a paliar tantas miserias por la vía de la caridad y la beneficencia. Pero tardó en producirse una toma de conciencia generalizada por parte de los cristianos ante el fenómeno del nacimiento de la nueva clase obrera. Fueron ciertos países no latinos, menos afectados por el fenómeno anticlerical, los que registraron antes una presencia activa de la Iglesia en el mundo laboral. Así, en los Estados Unidos de América e Inglaterra, donde existía una numerosa población trabajadora de irlandeses católicos, el asociacionismo sindical no tuvo raíces marxistas, sino cristianas. El concilio Vaticano I había reunido abundante documentación acerca de la cuestión social.. El papa León XIII habló con precisión sobre el tema en la encíclica Rerum Novarum, que rechazaba por principio la dialéctica de la lucha de clases y pedía a patronos y obreros una armónica colaboración para el desarrollo de la nueva sociedad. El papa proclamaba el carácter social tanto de la propiedad como del salario justo y exhortaba al estado a abandonar la postura de mero espectador y a controlar las relaciones económicas, sin caer en el dirigismo socialista. La Rerum Novarum terminaba proponiendo la creación de asociaciones obreras de inspiración cristiana. León XIII alentaba la presencia de los católicos en la vida pública. El papa, por otra parte, en la encíclica Inmortale Dei (19-XI-1885) había declarado la disposición de la Iglesia a mantener buenas relaciones con cualquier régimen político que defendiera la libertad. Los comienzos del siglo XX coincidieron con el final del pontificado de León XIII, cuya duración de veinticinco años autoriza a considerarlo también como otro capítulo de la historia cristiana. El anciano papa se había ganado el respeto del mundo entero, pese a que en algún lugar, como Francia, sus esfuerzos conciliadores no tuvieron una respuesta satisfactoria. El magisterio desarrollado por León XIII a través de sus grandes encíclicas había sido de
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extraordinaria importancia. Pero la presencia activa de los católicos en la vida político-social tenía también sus riesgos y en el interior de la Iglesia se incubaba, además, una crisis doctrinal, que no tardaría en declararse abiertamente. 6. Crisis de la modernidad Los primeros años del siglo XX, hasta el comienzo de la primera guerra mundial, se recordarán siempre como un período brillante y feliz de la historia europea, que vino a truncar el estallido de la más inútil y absurda de las contiendas bélicas. Pero aquel período, contemplado desde el punto de vista de la vida cristiana, no fue una época fácil y sin problemas causados por la hostilidad de los adversarios de fuera, u originados desde dentro de la propia Iglesia, una Iglesia regida durante este tiempo por uno de los papas que ha merecido el honor de los altares: San Pío X (1903-1914). Durante aquellos años, la dinámica anticlerical se dejó sentir con particular intensidad en los países latinos del sur de Europa: aquellos, precisamente, que contaban con poblaciones de mayoritaria tradición católica. Portugal, tras la proclamación de la República (1910), expulsó a los religiosos del país, separó la Iglesia del Estado y confiscó los bienes eclesiásticos. En España resurgió el anticlericalismo. Pero fue Francia el escenario de la más violenta ofensiva contra la Iglesia. Los gobiernos franceses de signo radical demostraron un laicismo militante, que provocó el enfrentamiento con la firme entereza de Pío X. Francia rompió las relaciones con la Santa Sede, se abrogó el Concordato (1905), los religiosos perdieron el derecho a enseñar y muchos fueron expulsados del país. Los bienes eclesiásticos fueron también confiscados, lo que significaba que la Iglesia francesa, por segunda vez en poco más de un siglo, era despojada de su patrimonio y privada a la vez de la ayuda estatal. Sin embargo, los peligros más graves fueron de índole doctrinal y procedían del interior de la propia Iglesia, especialmente del llamado movimiento modernista. El modernismo pudo estar animado en sus orígenes por la inquietud apologética de ciertos católicos, ansiosos de remediar el retraso que, a su juicio, llevaba la Iglesia en el campo de la historia, la filosofía y la exégesis bíblica. El Modernismo que sufrió de modo sensible el influjo del protestantismo liberal alemán trataba de «racionalizar» la fe cristiana, con el fin de hacerla aceptable a la mentalidad «moderna», vaciándola de la carga de los dogmas y de todo contenido sobrenatural. Los modernistas no trataban de abandonar la Iglesia, pretendían «reformarla» desde dentro, y sus posturas tenían un deliberado acento de ambigüedad. Las doctrinas modernistas nunca se expusieron de modo orgánico, sino en forma de retazos parciales. Para abarcarlas en todos sus aspectos, fue preciso que la encíclica Pascendi que definió el Modernismo como «encrucijada de todas las herejías» ofreciera una exposición sistematizada. El modernismo se extendió por Francia, Italia e Inglaterra. Pío X cerró resueltamente el paso al modernismo. El decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi (1907) denunciaron y condenaron estas doctrinas. La exigencia del «juramento antimodernista» a los profesores eclesiásticos y a otros muchos clérigos fue una medida disciplinar de indudable eficacia. La crisis modernista quedó así cortada por la decidida intervención pontificia. No puede decirse, sin embargo, que quedara resuelta, como pondría luego de manifiesto el rebrote modernista que habría de aparecer con sorprendente fuerza a mediados del siglo XX. 7. La era de los totalitarismos La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres semanas fallecía el papa San Pío X. El nuevo papa, Benedicto XV (3-IX-1914/22-I-1922) apenas pudo hacer otra cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz entre los bandos beligerantes. El final de la lucha llegó en noviembre de 1918, gracias a la victoria de los aliados sobre los imperios centrales liderado por la Alemania Nazi. La Santa Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de Versalles. Un siglo antes, cuando la anterior ordenación de Europa tras las guerras napoleónicas, la Santa Sede había estado aún presente en el Congreso de Viena. El Tratado de Versalles no logró una paz definitiva y sembró muchos desacuerdos llamados a rebrotar en el futuro. El suceso de mayor trascendencia, destinado a condicionar decisivamente la historia del mundo en el siglo XX, había sido la Revolución rusa de 1917. Terminados con la victoria bolchevique los años de guerra civil, la URSS irrumpía en el escenario mundial como el primer estado marxista de la historia, oficialmente ateo, doctrinalmente anticristiano y fundado en una concepción materialista del hombre y de la vida.
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El período de «entreguerras» coincidió prácticamente con el pontificado de Pío XI. Fue un tiempo de la historia cristiana con unas notas bien definidas que imprimen carácter a la época. Y fue también, desde distintos puntos de vista, un período de manifiesto florecimiento del Cristianismo y de la Iglesia. El prestigio de la Santa Sede en el mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio robustecida por la firma de numerosos concordatos, varios de ellos con los nuevos países nacidos de la última guerra. A poco de terminar ésta, las relaciones de la Santa Sede con Francia volvieron a la normalidad. Pero el mayor acontecimiento en el campo de las relaciones de la Sede Apostólica con los Estados fue la firma de los «Pactos Lateranenses», que pusieron fin a la «cuestión romana» sobre los estados pontificios que estaban pendientes desde 1870. Los «Pactos», suscritos el 11 de febrero de 1929, dieron vida al Estado de la Ciudad del Vaticano, mínimo espacio territorial indispensable para garantizar la independencia de la Santa Sede. El florecimiento cristiano tuvo otras manifestaciones que afectaban a aspectos más íntimos de la vida eclesial. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos, se multiplicaron las conversiones y se dieron pasos decisivos para la consolidación de las nuevas cristiandades. Una fecha señalada en la historia de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en que Pío XI consagró solemnemente, en la basílica de San Pedro de Roma, a seis nuevos obispos chinos. Esta época de indudable florecimiento cristiano tuvo como contrapunto la oleada de sangrientas persecuciones que se abatió sobre las iglesias de distintos países. En Rusia, la implantación del comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas. Pero la persecución alcanzó también a otros países y llegó a extremos de dureza nunca alcanzados por el anticlericalismo del siglo XIX. La persecución de México de 1926-1929, y la desencadenada en España durante la guerra civil de 1936-1939, tuvieron dimensiones inéditas en el mundo moderno. En la tercera década del siglo se hizo cada vez más tangible la amenaza de los totalitarismos ateos o paganos. Dos documentos magisteriales del papa Pío XI fijaron con claridad la actitud de la Iglesia católica frente a las grandes ideologías totalitarias del momento. En abril de 1937, con pocos días de diferencia, aparecieron dos célebres encíclicas: Mit Brennender Sorge, contra el Nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista, y la Divini Redemptoris, que condenó el marxismo ateo, ideología oficial de la Rusia comunista. Estos dos totalitarismos llevaron al mundo a la Segunda Guerra Mundial. 8. Consecuencias político-religiosas de la Segunda Guerra Mundial La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) superó ampliamente a la primera en duración y magnitud. Se luchó de un extremo a otro del globo y los avances de la técnica multiplicaron la eficacia destructora de las armas y causaron millones de muertos. Al mismo tiempo, lejos de los frentes de batalla, otros millones de personas perdieron la vida en bombardeos aéreos o padecieron sufrimientos inmensos y muerte en campos de concentración o de trabajo, una invención de los regímenes totalitarios, sin precedentes en países de civilización cristiana. La paz no trajo consigo el final de los padecimientos de las poblaciones civiles, especialmente del centro de Europa. Las nuevas fronteras políticas y la división del Viejo Continente en zonas de influencia obligaron a multitud de familias a abandonar las tierras de sus mayores; y, despojadas de todo su patrimonio, a emigrar en busca de otra patria que se prestara a darles acogida. En la Segunda Guerra Mundial fueron vencidos los totalitarismos de signo fascista; pero no ocurrió así con el totalitarismo comunista, que por una curiosa inversión de los planteamientos iniciales de la contienda militó desde 1941 en el bando vencedor, del brazo de las democracias occidentales. La partición del mundo acordada en Yalta por los jefes de las potencias aliadas determinó que la mitad oriental de Europa fuese entregada al dominio imperial de la Unión Soviética. Consecuencia de esa entrega fue que, en breve plazo, regímenes comunistas fueron impuestos por la fuerza a buen número de pueblos europeos, mientras que otros países como los países bálticos perdieron incluso su existencia nacional, siendo integrados, como una república más, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La Europa del Este, surgida de la Segunda Guerra Mundial, ha sido una tierra sin libertad, donde el Cristianismo y la Iglesia han vivido en un estado de opresión. Los nombres de los cardenales Mindszenty, Stepinac, Wyszynski, Beran, Tomaseck simbolizan el heroísmo de los grandes defensores de la fe en el mundo contemporáneo. La persecución religiosa en
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los países de régimen comunista ha tenido períodos de abierta violencia; pero de ordinario se ha preferido, por más eficaz, una acción solapada bajo la forma incluso de medidas administrativas, destinada a conseguir, a medio o largo plazo, la extinción del Cristianismo y de la Iglesia. Los católicos del este de Europa, fieles a su fe, han sufrido, dentro de su país, una clara discriminación: se convierten en ciudadanos de rango inferior y tuvieron que renunciar a cualquier aspiración de mejora en la escala social o política. La expansión del comunismo afectó también a los continentes asiático y africano. En China comunista, donde el cristianismo tenía una vida floreciente, se prohibió a los católicos toda comunicación con la Santa Sede y se les impuso una iglesia cismática, separada de Roma. Otros estados de ideología marxista han levantado igualmente obstáculos a la libre acción de la Iglesia católica. El cristianismo, en cambio, ha experimentado un gran auge en los países del Tercer Mundo, libres del dominio marxista aunque también comenzó a entrar en la segunda mitad del siglo XX. Este avance hacia la mayor universalidad real de la Iglesia realizó progresos decisivos desde el pontificado de Pío XII (2-III-1939/9-X-1958). Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio entonces de 70 miembros. En el primer nombramiento de su pontificado Pío XII creó cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades. La Iglesia reafirmaba en sus más altas instancias la nota de catolicidad. Pío XII ejerció un infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la encíclica Humani Generis (12-VIII-1950), que enlazaba sustancialmente con las enseñanzas de San Pío X. Pío XII fue sucedido por Juan XXIII (28-X-1958/3-VI-1963). Su pontificado, pese a la brevedad, tuvo notable importancia: a los tres meses de su elección, el papa reveló su intención de celebrar un concilio ecuménico. El 25 de diciembre de 1961, la bula Humanae salutis convocó oficialmente el concilio Vaticano II. 9. El Concilio Vaticano II Según la bula de convocatoria los fines que debía perseguir el Concilio Vaticano II era “promover el incremento de la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a las condiciones de nuestro tiempo”. El Papa Juan XXIII que lo inauguró el 11 de octubre de 1963 tan sólo pudo asistir al primer período de sesiones. Su sucesor, Pablo VI (21-VI-1963/6-VIII-1978), gobernó la Iglesia durante las tres etapas ulteriores del concilio celebradas en los años siguientes hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965. El concilio desarrolló una ingente labor, plasmada en documentos de diverso tipo: Constituciones dogmáticas, Decretos, Declaraciones y una Constitución pastoral – Gaudium et Spes- sobre la Iglesia en el mundo actual. El Concilio Vaticano II no hizo ninguna definición de verdades como dogmas de fe, pero sus enseñanzas constituyen actos del Magisterio solemne de la Iglesia y exigen por tanto de los fieles una adhesión interna y externa. El Concilio Vaticano II trazó un importante programa de renovación cristiana, capaz de reportar grandes bienes a la Iglesia. Por medio de sus documentos, especialmente por sus cuatro Constituciones: Lumen Gentium, sobre la Iglesia; Dei Verbum, sobre la Divina revelación; Sacrosantum Concilium, sobre la liturgia y la Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, puso de relieve algunos puntos fundamentales de la doctrina y del comportamiento de los cristianos. Podemos destacar la sacramentalidad de la Iglesia; la colegialidad episcopal; autoridad eclesial entendida como servicio; impulso a la evangelización; llamada universal a la santidad; importancia de los laicos santificando su trabajo; libertad religiosa y ecumenismo; santidad del matrimonio, etc. Pero en torno a la época de su celebración hubo una profunda crisis en la vida de la Iglesia traducida en un sin sinfín de abusos cometidos en nombre de la “renovación del concilio” pero que nada tenía que ver realmente con la intención de los padres conciliares ni aparecía en sus documentos. En la sociedad eclesiástica se produjo una violenta explosión “neomodernista” de extensión y alcance prácticamente universal. Para estas personas, la Redención no tendría como primordial finalidad la salvación eterna del hombre sino la liberación de la humanidad de opresiones y servidumbres terrenas. La misión de la Iglesia habría de ser preferentemente temporal: lucha contra las estructuras injustas de la sociedad y las desigualdades entre personas, pueblos y clases sociales. Ante el surgimiento de una nueva “sociedad del bienestar” en los países ricos después de la guerra, que ha demostrado tener una sorprendente capacidad de disolución del espíritu
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cristiano, el Magisterio supremo de la Iglesia ha proclamado sin descanso la doctrina católica en toda su integridad para afrontar los errores recientes. Entre los documentos más importantes del Papa Pablo VI merecen especial atención la encíclica Humanae Vitae (25-VII1968) sobre los problemas de la anticoncepción, y el “Credo del Pueblo de Dios” (30-VI-1968). 10. La Iglesia ante el tercer milenio Después de la muerte del papa Pablo VI y el fugaz pero luminoso pontificado de Juan Pablo I (26-VIII/29-IX-1978), el 16 de octubre del mismo año, el cardenal Karol Wojtila, arzobispo de Cracovia, fue elegido Papa y tomó el nombre de Juan Pablo II. La nueva elección pontificia constituyó un acontecimiento de inmensa trascendencia: por primera vez en cuatro siglos y medio, un no italiano era elegido papa; por primera vez en la historia del Cristianismo un eslavo ocupaba la Cátedra de Pedro. El papa Juan Pablo II –que sobrevivió a un gravísimo atentado el 13 de mayo de 1981ha desarrollado una increíble actividad pastoral, realizando constantes viajes de misión que le han llevado a recorrer una y otra vez, la superficie de la tierra. Ha realizado 104 visitas fuera de Italia en más de 110 países diferentes. En torno a Juan Pablo II se ha reunido por doquier las mayores muchedumbres que recuerda la historia humana: un millón doscientos mil jóvenes en París en 1997; en Manila, pocos años antes, cuatro millones de personas; en Lima casi tres millones de personas en 1985. Todo el mundo coincide en reconocer que Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo en la caída del muro de Berlín en 1989 y el restablecimiento de la libertad en los países del Este de Europa. El Pontificado con Juan Pablo II ha alcanzado un extraordinario prestigio en todo el mundo. Más de 160 países –practicamente la totalidad de los estados de la tierra, con excepción de China Popular- mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede. A su vez, ésta se encuentra representada en los principales organismos internacionales y ha tenido una importante intervención en los grandes foros donde se ha debatido las cuestiones más candentes de nuestro tiempo, como la Conferencia del Cairo en 1994 sobre la población, y la de Pekín en 1995, acerca de la condición de la mujer. En lo que se refiere al gobierno de la Iglesia, ha de destacarse la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico, el 25 de enero de 1983, y la publicación el 11 de octubre de 1992 del Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Vaticano II. Asimismo, el Magisterio de Juan Pablo II ha versado sobre las grandes verdades de la Fe católica y los principales problemas que tiene planteados el mundo contemporáneo. Los temas en que Juan Pablo II ha incidido especialmente en sus enseñanzas, es sin duda la defensa de la vida, contra la cultura de la muerte, y de la dignidad de la persona humana, frente a todas las opresiones y servidumbres contemporáneas. La encíclica Veritatis Splendor, acerca de la doctrina moral de la Iglesia (6VIII- 1993), la Evangelium Vitae, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana (25-III1995); las tres encíclicas sociales y la carta a las familia (2-II-1994) y a las mujeres (10-VII1995) figuran entre los documentos más representativos de la acción magisterial de Juan Pablo II. Le tocó cruzar el umbral del Tercer Milenio. Por tal motivo preparó el Jubileo del año 2000 mediante un triduo anual según lo establecido en la Carta Apostólica Tertio millennio Adveniente. El comienzo del tercer milenio de la Era cristiana se presenta bajo el signo de la nueva evangelización, una empresa en la que la Iglesia espera contar con la participación activa de todos sus hijos. 11. Desafíos del siglo XXI La Iglesia ha comenzado el s. XXI bajo la guía de Juan Pablo II y con aquellas palabras de Jesús: “Remen mar adentro” (Jn 21, 6). Ahora está el Papa Benedicto XVI, fiel continuador de la obra de Cristo, cuyo pontificado comenzó el 19 de abril de 2005. Asimismo, el s. XXI ha comenzado con conflictos terroristas y bélicos en Afganistán, en Medio Oriente, y en otras partes de la tierra. No se borran aún de nuestra memoria las escenas del 11 de septiembre de 2002, en Estados Unidos y la guerra en Irak. También nos aturde el avasallador problema de la globalización, con sus luces y sombras. Desde el punto de vista moral, nos preocupa todo lo relacionado con el campo de la bioética: la clonación, la fecundación artificial, la manipulación de embriones humanos y demás experimentos genéticos. ¿A dónde llegará el hombre con su ciencia? ¿Todo lo que se puede hacer, se debe hacer? ¿Acaso tendrá que pasar una catástrofe ecológica o un descontrol genético en la naturaleza
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para que el hombre empiece a reaccionar y se encamine respetando la ley de Dios? Recordemos que no todo avance técnico significa de por sí avance ético y moral. También nos preocupa enormemente la dictadura del relativismo que niega la verdad y el bien real y permanente. Desde el punto de vista espiritual y religioso es preocupante el pulular de sectas y los movimientos pseudorreligiosos, que nos ofrecen todo tipo de propuestas, como si fueran supermercados religiosos o restaurantes a la carta. Y muchos cristianos, empujados por su afán de buscar a Dios o de intereses personales mezquinos, acompañados de una enorme ignorancia de la fe y pereza por asumir las exigencias del Evangelio de Cristo, buscan lo más cómodo y sentimental para contentar su conciencia. Para muchos, Dios debe ser un sirviente que debe hacer lo que uno le pide y si nos es así, lo abandona y va en busca de otro Dios. El Papa Benedicto XVI y los cristianos del s. XXI tenemos que afrontar desafíos inéditos, cuyo alcance resulta imposible adivinar. La defensa de la vida humana, la resistencia frente a posibles aberraciones de la ingeniería genética, la lucha contra la corrupción en la vida pública y las clamorosas desigualdades existentes entre los hombres, el esfuerzo por extender el acceso a los bienes de la cultura y un razonable bienestar a todos los pueblos de la tierra, la revaloración del matrimonio entre un varón y una mujer. Así también, en otro campo, es muy importante la unidad de los cristianos, el diálogo con las demás religiones, que el papa Juan Pablo II tanto había impulsado y favorecido y ahora el papa Benedicto XVI. Sin duda es una gran desafío, en nuestro tiempo, la Nueva Evangelización del mundo que será posible sólo con la gracia de Dios y si recordamos bien lo que el papa Juan Pablo II, en una ocasión, dijo en Milán: “La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores. La Iglesia tiene necesidad de nuevos santos”. En efecto, esta es nuestra tarea. Sólo así haremos creíble, hermosa y fuerte a nuestra Madre la Iglesia y podremos limpiar las manchas que algunos hermanos nuestros, también nosotros, hemos provocado e infligido en el rostro de Cristo. Si bien es verdad que en la historia muchos cristianos han cometido diversos errores que habrán sido también causa de males a los demás seres humanos pero también es verdad que muchas cosas han sido inventados o exagerados por los enemigos de Cristo y se quiere, de todos modos, ocultar la historia real de los acontecimientos descalificando de plano tantos y tantos aportes en cultura y ciencia de los cristianos a la humanidad. Ninguna institución ha hecho tanto a lo largo de los siglos a favor de la persona humana y su dignidad. Y no se olvide, por otra parte, que el fin primordial de la Iglesia no es mejorar la condición del hombre en el mundo, aunque esto también forme parte de su misión, sino sobre todo, abrirle el camino que ha de conducirle a la eterna bienaventuranza. Nadie como la Iglesia ha sembrado la paz, el bien y la belleza en el curso de la historia, ni está, por tanto, más cualificado que ella para asumir la defensa de la dignidad humana en el mundo del tercer milenio. 11. EL MAGISTERIO SOCIAL DE LA IGLESIA Iluminación (JUAN PABLO II, Iglesia en Europa 98-99) “La Doctrina Social de la Iglesia, por su relación intrínseca con la dignidad de la persona, está formulada para ser entendida también por los que no pertenecen a la comunidad de los creyentes. Es urgente, pues, difundir su conocimiento y estudio, superando la ignorancia que se tiene de ella incluso entre los cristianos. Lo exige la nueva Europa en vías de construcción, necesitada de personas educadas según estos valores y dispuestos a trabajar con ahínco en la realización del bien común. Es necesaria la presencia de laicos cristianos que, en las diversas responsabilidades de la vida civil, de la economía, la cultura, la salud, la educación y la política, trabajen para infundir en ellas los valores del Reino” 1.
Introducción Es bien sabido que la Iglesia de Cristo tiene un Magisterio instituido por el mismo Cristo. Este Magisterio está formado por el Papa y los obispos de todo el mundo unidos a él. Su tarea es difundir, conservar e interpretar adecuadamente cada una de las verdades de la fe y la moral en el complejo desarrollo de la actividad humana con sus muy variadas facetas. Una de esas facetas es la interrelación entre los seres humanos que corresponden al ámbito de lo social.
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Cuando nos referimos al Magisterio social de la Iglesia no nos estamos refiriendo a otro estamento de la Iglesia sino al mismo pero que tiene el cometido de salvaguardar el Evangelio de Cristo en todo lo que se refiere a la vida en sociedad. El Señor Jesús nos ha referido, de diversos modos en su Buena Noticia; y la Iglesia, a través de los siglos, siempre lo ha desarrollado, pero de un modo más sistemático y específico a partir del Papa León XIII con su encíclica Rerum Novarum. El Magisterio Social de la Iglesia se expresa a través de lo que conocemos como Doctrina Social de la Iglesia. Precisamente es lo que vamos a desarrollar en estas líneas. 2.
La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) La DSI es parte integrante del Magisterio pontificio sobre la Doctrina Cristiana general y se constituye como el conjunto de enseñanzas que aplica el Evangelio al orden social. “La enseñanza y la difusión de esta Doctrina Social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como consecuencia el “compromiso por la justicia” según la función, vocación y circunstancias de cada uno” (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei sociales, 41). El objetivo principal de la DSI es interpretar las realidades terrenas, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y de su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la Teología y, especialmente, de la teología moral. 3.
Origen de la DSI La DSI se remonta al propio Cristo y forma parte inseparable de su mensaje salvador. Al respecto nos dice el Papa Juan Pablo II: “Esa doctrina perteneció desde el principio a la enseñanza de la Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, a la moral social elaborada según las necesidades de las distintas épocas. Este patrimonio tradicional ha sido después heredado y desarrollado por las enseñanzas de los Pontífices sobre la moderna ‘cuestión social’, empezando por la Encíclica Rerum Novarum” (Laborem exercens, 3). 4. a. b. c. d. e. f. 5.
6.
Principales documentos de la DSI León XIII: Rerum novarum (1891) Pío XI: Quadragesimo anno (1931) Juan XXIII: Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963) Concilio Vaticano II: Gaudium et spes (1965) Pablo VI: Populorum progressio (1967) y Octogesima adveniens (1971) Juan Pablo II: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei sociales (1987) y Centesimus annus (1991)
Características de la DSI a. Se basa en la Revelación Divina y en la Ley Natural. Incorpora también las aportaciones de las ciencias humanas. b. Propone algunos principios: Normativos, que fundamentan criterios de juicio para la correcta acción social de los hombres. Morales, dictaminan lo que se debe ser y hacer ante Dios y los demás en el orden social. Perennes y universales, tienen un valor en todo momento y lugar, y para todos los hombres (Cfr. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 3). c. Orienta toda la acción social, es decir la conducta moral del hombre en sus relaciones con los demás; el adecuado desarrollo de la sociedad; la justa solución de los problemas sociales. d. Sus destinatarios son todos los hombres e. Obliga a todos los católicos para que practiquen la justicia social y el amor social como exigencias básicas de una conducta cristiana. f. Tiene por finalidad ayudar a construir una sociedad acorde con la dignidad de la persona humana. Principios de la DSI
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a. Solidaridad Se expresa también con el nombre de “amistad” o “caridad social” y es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (Cfr. JUAN PABLO II, Centesimus annus, 10). La solidaridad se manifiesta en la distribución de bienes y en la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo a favor de un orden social más justo en el que las tensiones pueden ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente una salida. “Es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno…” “la solidaridad nos ayuda a ver al otro, -persona, pueblo o nación- , (…) como un semejante…” (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 38s). Los problemas socioeconómicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: la de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral y en buena medida la paz mundial depende de ella. Asimismo, hemos de ver que la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido enormemente el desarrollo de los bienes temporales. A lo largo de los siglos, tantas veces ha sido patente las palabras del Señor: “Busquen primero el Reino y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 33). Con este principio de solidaridad, por lo tanto, se trata de corregir toda forma de individualismo social o político (Cfr. Libertatis conscientia, 73) b. Subsidiariedad Según este principio “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con los demás componentes sociales, con miras al bien común” (JUAN PABLO II, Centesimus annus, 48). El principio de subsidiariedad trata de corregir toda forma de colectivismo, la ambición desordenada de poder absoluto del hombre, lo cual conduce al totalitarismo y a la tiranía (Cfr. Libertatis conscientia, 73). Traza los límites de la intervención del Estado y trata de armonizar las relaciones entre individuos y sociedad c. Participación La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana. Este principio apunta al derecho de la persona a ser actor y sujeto activo de su propio perfeccionamiento. Este derecho pertenece también a las familias, asociaciones y naciones, a las que igualmente no cabe reducir a ser simples beneficiarias de la actividad de otros. La participación debe concretarse en: Todos los hombres deben tener acceso a la educación para la vida, a la evangelización, a la capacitación para el trabajo, al enriquecimiento en la cultura y el arte, y a la formación para el ejercicio responsable de la libertad. Todos los hombres en edad de trabajo deben tener posibilidades de ejercer su oficio o profesión, o de lograr un empleo, con el fin de aportar su esfuerzo Albión común. Todos los trabajadores en ejercicio deber recibir, de alguna manera, parte de los beneficios de la ganancia, en su centro de trabajo. Toda persona que gana su sustento mediante el trabajo deber poder ahorrar y tener acceso al crédito y a la propiedad privada, para compartir el destino común de la riqueza. Todo ciudadano, como miembro de la sociedad política, debe tener derecho efectivo a intervenir en todas las decisiones importantes de la vida pública.
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d. Bien Común Por bien común se entiende “el conjunto de condiciones de la vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes 74; JUAN PABLO II, Centesimus annus, 47). El bien común abarca a todo el hombre –espíritu y cuerpo-. Así por ejemplo la defensa de la libertad y de los derechos fundamentales de la persona; el ejercicio de la religión; la educación, la cultura y el idioma; los recursos naturales y el territorio; el salario justo; la seguridad ciudadana; los servicios esenciales: caminos, comercio, electricidad, salud, medios de descanso, etc. El bien común comporta tres elementos: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona; la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros. Asimismo es importante tener presente que el bien de cada uno está necesariamente relacionado con el bien común. El bien común no excluye ni lesiona al bien personal, sino más bien lo completa y enriquece hasta el punto que no puede ser bien común lo que va radical e intencionalmente contra el bien personal. 7.
Promoción social de los pobres En el Evangelio, pobreza y riqueza no designan dos situaciones económicas, sino dos estados del corazón: el desprendimiento o el apego a los bienes materiales. Representan dos categorías morales (Cfr. Mt 19, 23-24; Lc 12, 16-21; 19, 1-10; 21, 1-5; Jn 12, 1-8). La pobreza es una virtud que todo cristiano debe vivir, sea cual sea su disponibilidad de bienes materiales, consciente de que la avaricia tiende a apoderarse del corazón del hombre. Corregir las desigualdades sociales es una importante exigencia de la justicia social, sobre todo las que se derivan de la miseria y de la marginación social, que atentan contra la dignidad de la persona. En este sentido decía el Papa Juan Pablo II que la calidad moral de una sociedad se mide por la valoración y ayuda que se presta a los más débiles. Sin embargo no basta la sola justicia para corregir las desigualdades sociales. Se precisa una disposición todavía más noble, una actitud de amor hacia los más indigentes: el amor preferencial por los pobres. Esta actitud concreta el amor social cristiano que añade a la justicia un esencial criterio de orden: la primera de las preocupaciones sociales debe ser ayudar a los más necesitados de bienes espirituales, económicos y culturales. Es decir, los pobres han de ser los primeros beneficiarios de las medidas sociales que se tomen, aunque no de modo único ni exclusivo. 12. TEMAS PRINCIPALES DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA Iluminación La enseñanza social de la Iglesia contiene un cuerpo de doctrina que se articula a medida que la Iglesia interpreta los acontecimientos a lo largo de la historia, a la luz del conjunto de la palabra revelada por Cristo Jesús y con la asistencia del Espíritu Santo (Sollicitudo Rei Socialis, n. 1). Esta enseñanza resultará tanto más aceptable para los hombres de buena voluntad cuanto más inspire la conducta de los fieles (CEC, n. 2422) Puede, sin embargo, ocurrir a veces que, cuando se trata de aplicar los principios, surjan divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio (Mater et Magistra, n. 238). 1. Introducción La doctrina social comporta una triple dimensión, a saber: teórica, histórica y práctica. Estas dimensiones configuran su estructura esencial, y están relacionadas entre sí y son inseparables.
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Existe, en primer lugar, "una dimensión teórica" porque el Magisterio de la Iglesia ha formulado explícitamente en sus documentos sociales una reflexión orgánica y sistemática. El Magisterio señala el camino seguro para construir las relaciones de convivencia en un orden social según criterios universales que puedan ser aceptados por todos. Se trata, por supuesto, de los principios éticos permanentes, no de los juicios históricos variables ni de "cosas técnicas para las cuales el Magisterio no posee los medios proporcionados ni misión alguna. Eso toca al Estado, a las instituciones intermedias e instituciones de aplicación Se da después en la doctrina social de la Iglesia una "dimensión histórica", dado que en ella el uso de los principios está encuadrado en una visión real de la sociedad, e inspirado en la toma de conciencia de sus problemas en un marco histórico determinado. Hay finalmente una "dimensión práctica", porque la doctrina social no se queda en el enunciado de los principios permanentes de reflexión ni en la interpretación de las condiciones históricas de la sociedad, sino que se propone también la aplicación efectiva de estos principios en la praxis, traduciéndolos concretamente en la forma y en la medida que las circunstancias permiten y reclaman (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA Orientaciones para el estudio y enseñanza de la DSI en la formación de los sacerdotes). Bajo esta perspectiva los campos o temas principales de la DSI son: la persona humana, la familia, el orden social, el papel del Estado, la economía, el trabajo y salarios, pobreza y caridad, el ambiente natural y la comunidad internacional. Trataremos de explicar de manera muy resumida este vasto campo de la DSI, de manera muy resumida y que facilite una visión general de las competencias donde el Magisterio de la Iglesia tiene algo que decir para orientar a los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en el campo social. Veamos: 2. La persona humana El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es alguien muy importante e insustituible a quien Dios ama por sí mismo y por quien derramó su sangre para redimirlo y acogerlo otra vez en su regazo. Todo lo que Dios ha hecho lo hizo para que las personas humanas, sus criaturas más queridas estén bien. En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: “El es imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Heb 1, 3). El es la imagen perfecta del Padre (Evangelium Vitae, n. 36). En este campo de estudio, tan importante y fundamental en la DSI podemos analizar cuestiones referidas a la dignidad de la persona humana en razón que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; la libertad y verdad para conseguir la felicidad; la naturaleza social del hombre; los derechos humanos comenzando por el derecho a la vida y la libertad religiosa según la conciencia de cada uno. 3. La familia El Señor hizo la familia al principio y lo hizo también a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad. Así como las tres personas divinas existen amándose eternamente, así también la constitución de la familia terrena se da en el amor humano y divino. Además, en los que son cristianos, la familia es la iglesia en pequeño, por lo tanto, algo sagrado. Atacar a la familia es atacar a la Iglesia de Cristo y atacar a Cristo es atacar a Dios. Además Nuestro Señor Jesucristo, quiso nacer y vivir en una familia. El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y fundamento de la sociedad humana; la familia es por ello la célula primera y vital de la sociedad (Apostolicam Actuositatem, n. 11). En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma. Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función social (Familiaris Consortio, n. 42). En este campo se reflexiona sobre la institución natural de la familia; el matrimonio, las relaciones entre los miembros de una familia; los vínculos entre la familia, la educación y la cultura; el carácter sagrado de la familia humana; la maldad del aborto y la eutanasia; las razones y sinrazones de la pena capital y la dignidad de la mujer.
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4. El orden social Es necesario un orden social acorde con la dignidad humana donde reine la bondad, la armonía, la libertad, la justicia y la verdad. En resumidas cuentas el orden social debe regirse fundamentalmente con los mandamientos de la ley de Dios. Todas las normas de orden civil y eclesiástico deben regirse bajo estos parámetros, sino puede tornarse injusta y con perjuicios muy lamentables para la sociedad. En este campo se reflexiona sobre la centralidad de la persona humana como fundamento y fin del orden social; la verdad como fundamento de una sociedad; los principios de solidaridad, subsidiaridad, participación, bien común; los problemas de la alienación y la marginación; la libertad social, la cultura; el genuino desarrollo humano y el “pecado social”. 5. El papel de Estado Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija como el Estado. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana y es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios: Dice el Señor: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Rom 13, 1-2). En este campo podemos reflexionar sobre la legitimidad de la autoridad temporal; la regla de las leyes; el papel del gobierno; las relaciones de la Iglesia con el Estado; las formas de gobierno y la democracia. 6. La economía Es uno de los medios que necesita el ser humano para poder satisfacer sus necesidades más básicas. A través de la historia las modalidades de economía, han ido evolucionando enormemente hasta las más complicadas en el día de hoy. Es bien sabido que “cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común” (CEC, n. 2429). En este ámbito podemos tratar temas relacionados al destino universal de los bienes materiales; el derecho natural a la propiedad privada, los sistemas económicos; los relaciones entre la moralidad y el orden económico; el desarrollo de una genuina teología de la liberación; la intervención del Estado en Economía; las implicancias de los negocios y del economismo y consumismo. 7. Trabajo y salarios El trabajo humano es una participación de la capacidad creadora de Dios para ir “perfeccionando” lo que el Señor ha creado bien. “El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra. El trabajo es, por tanto, un deber: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2Tes 3, 10). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo, en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar. El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo” (CEC, n. 2427). A su vez, perteneciendo a la naturaleza humana el trabajar, también le corresponde un beneficio, un salario por el esfuerzo realizado, que le servirá para su sustento y el de su familia. Los temas que se pueden reflexionar en este campo pueden ser la justicia en los salarios y su compensación; el lugar del trabajo en la vida humana; el problema del desempleo; los sindicatos y las huelgas. 8. Pobreza y caridad
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La pobreza material es uno de los grandes males que todos debemos procurar desterrar. La caridad cristiana y humana es uno de los medios fundamentales donde se asienta muchas otras virtudes y valores que ayudarán a salir de este mal social en el mundo. “De hecho, hoy muchos hombres, quizá. la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente central.... Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías de subsistencia.... Otros muchos hombres, aun no estando marginados del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo necesario es absolutamente prioritaria.... Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones” (Centesimus Annus, n. 33). Dentro de este tema se pueden reflexionar sobre el mal de la pobreza; la justicia social; la caridad y la “opción preferencial” por los pobres y el estado del bienestar. 9. El ambiente natural “Y vio Dios que estaba bien” (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer capítulo del Libro del Génesis, muestran el sentido de la obra realizada por Él. El Creador confía al hombre, coronación de toda la obra de la creación, el cuidado de la tierra (Cfr. Gn 2, 15). De aquí surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y ética, que supere las actitudes y “los estilos de vida conducidos por el egoísmo que llevan al agotamiento de los recursos naturales” (Ecclesia in America, n. 25). Necesitamos revalorar y respetar más la naturaleza como criatura de Dios y nuestra casa. Por eso los temas que se reflexionan en este campo pueden ser la bondad del orden creado; los problemas ambientales en la actualidad; la administración del ambiente y las tecnologías para el cuidado del medio ambiente. 10. La comunidad internacional Según la Revelación bíblica, Dios ha creado el ser humano” hombre y mujer” a su imagen y semejanza. Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra institución humana, pueden reducir al hombre -o a un grupo de hombres- al estado de objeto.... La Revelación insiste, en efecto, igualmente, en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido “al principio”.... San Pablo declarará a los atenienses: “Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra”; de manera que todos puedan decir con el poeta que son del “linaje” mismo de Dios (Cfr. Hech 17, 26, 28, 29) (La Iglesia ante el Racismo, nn. 19-20). De hecho todo el género humano forma una comunidad que de alguna manera se relacionan y por ser entre las naciones contemporáneas, se le denomina la comunidad internacional. Los temas que pueden reflexionarse en este campo pueden ser la naturaleza de la familia humana; el libre comercio; la guerra y la paz; el problema de las armas; el bien común universal; las organizaciones transnacionales e internacionales; el problema de la emigración; la deuda externa; tensiones nacionalistas y étnicas y, por supuesto, la economía global.
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II. LOS SACRAMENTOS 1. LOS SACRAMENTOS COMO FUENTE DE VIDA: LA GRACIA SANTIFICANTE Iluminación (Jn 4, 4-16) “En su viaje, a través de Samaría, llegó a un pueblo llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba también el pozo de Jacob. Jesús fatigado por la caminata se sentó junto al pozo. Era casi mediodía. En esto, una mujer samaritana se acercó al pozo para sacar agua. Jesús le dijo: Dame de beber. Los discípulos habían ido al pueblo a comprar alimentos. La samaritana dijo a Jesús: ¿Cómo es que tú, siendo judío te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana? (hay que señalar que los judíos y los samaritanos no se trataban). Jesús le respondió: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber, sin duda que tú misma me pedirías a mí y yo te daría agua viva. Contestó la mujer: Señor, si ni siquiera tienes con qué sacar el agua, y el pozo es profundo, ¿De dónde vas a sacar esa agua viva? Nuestro padre Jacob nos dejó este pozo del que bebió el mismo, sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras más importante que él? Jesús contestó: Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial que conduce a la vida eterna. Entonces la mujer exclamó: Señor dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir hasta aquí a sacar agua. Jesús le dijo: Vete a tu casa, llama a tu marido y regresa aquí…” 1. Introducción Desde siempre, los seres humanos se han comunicado entre si pensamientos y sentimientos por medio de signos y símbolos; así por ejemplo con los signos de la escritura expresamos nuestras ideas; con un abrazo, nuestros sentimientos, etc. Asimismo Dios quiso comunicarse con los hombres por medio de signos y símbolos de carácter religioso. En la Antigua Alianza los signos religiosos fueron numerosos: los sacrificios de animales, la unción de los reyes, la imposición de manos, el Arca de la Alianza, la celebración de la pascua. De igual manera en la Nueva Alianza Nuestro Señor Jesucristo se sirve de cosas materiales, de palabras y de gestos, para expresar realidades espirituales y sobrenaturales: el agua en el Bautismo, el pan y el vino en la Eucaristía, la imposición de manos, la unción en la frente, etc. Y mandó a sus apóstoles que utilizaran los mismos signos. En la celebración litúrgica, por el poder de Dios, estos signos se hacen portadores de la acción santificadora de Jesucristo. Así por ejemplo en la liturgia del Bautismo, el agua y las palabras del que bautiza son medios por los que Dios santifica al que recibe el sacramento. También las imágenes sagradas, presentes en nuestras iglesias y en nuestras casas, tienen como fin despertar y alimentar la fe en Jesucristo. A través de las imágenes del Señor, le adoramos; y a través de las imágenes de los sanos y la Virgen María, les veneramos. Ahora bien, entre todos los signos y símbolos religiosos de la Nueva Alianza tienen una especial importancia los sacramentos, “las obras maestras de Dios” como veremos en seguida. 2. Jesucristo actúa a través de los sacramentos Todos los sacramentos son acciones de Jesús resucitado, que sigue actuando en su Iglesia. Por medio de los sacramentos el Señor se acerca a nosotros para comunicarnos su vida divina y su fuerza salvadora. Sucede en ellos algo semejante a lo que Jesús hacía al curar los enfermos mediante una palabra salida de sus labios o con solo tocarlos: “Tocó con su mano al leproso y dijo: Quiero, queda limpio” (Mt 8,3); “untó con barro los ojos del ciego de nacimiento. Este se lavó y recuperó la vista” (Jn 9, 6-7). Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya de salvación: anticipaban la fuerza de su ministerio pascual. Anunciaban y preparaban lo que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Por medio de los sacramentos, Cristo resucitado realiza hoy en su Iglesia los mismos gestos salvadores que realizó en su vida terrenal. Quien celebra y recibe los sacramentos
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puede hacer suya estas palabras de san Ambrosio, obispo de Milán (S. IV d. C): Cristo, te me has manifestado cara a cara: te encuentro en tus sacramentos. 3. Los sacramentos Los sacramentos son signos sensibles instituidos por Jesucristo, que significan y producen la gracia que nos lleva a la santificación. Son signos sensibles, es decir percibidos por alguno de nuestros sentidos cuando se administran: el pan, el vino, el agua, el consentimiento, la absolución, etc. Instituidos personalmente por Jesucristo, por eso nadie puede ni debe cambiar lo que el Señor ha hecho para nuestra salvación: la Iglesia solamente los administra convenientemente según las indicaciones del Señor. Significan y producen la gracia: los signos, significan algo pero en los sacramentos además, producen eficazmente la gracia de Dios sin depender de la santidad del que lo administra, sin embargo los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe; cada sacramento, celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él. Lleva a la santificación: los sacramentos son los medios ordinarios para darnos la gracia de Dios que de hecho nos hace santos cuando lo recibimos debidamente preparado. “Los sacramentos está ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe” (Sacrosantum Concilium, 59). La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles, de ahí el antiguo adagio: “La ley de la oración es la ley de la fe”, la Iglesia cree como ora. Por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia. 4. Los sacramentos de la salvación La Iglesia nos recuerda que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para la salvación. Sin embargo no todos, son igualmente necesarios porque hay dos que son absolutamente necesarios para salvarse, debiéndose recibir de hecho o, al menos, tener el deseo de recibirlos: el Bautismo, que es necesario para todos, y la Penitencia, necesaria para los que han caído en pecado mortal después del Bautismo. En medio de todo, la Eucaristía ocupa un lugar único, en cuanto sacramento de los sacramentos. Por eso dirá Santo Tomás de Aquino: “Todos los otros sacramentos están ordenados a éste como a su fin”. Por otro lado, tengamos en cuenta que los sacramentos son siete y corresponden a los momentos más importantes de la vida del cristiano: dan nacimiento, crecimiento, curación y misión a la vida de fe de los cristianos. Hay una cierta semejanza entre las etapas de la vida natural y las etapas de la vida espiritual. En este sentido, los sacramentos pueden agruparse en: a. Sacramentos de la iniciación cristiana: - El Bautismo. Cristo nos da la vida nueva de hijos de Dios en la Iglesia. Cfr. Mc 16, 15-16; Mt 28, 19-20; Jn 3, 5; 1Pe 3,20. - La Confirmación. El Espíritu Santo nos fortalece para que seamos testigos de Cristo. Cfr. Hech 8, 15-17; 2Cor 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30. - La Eucaristía. Participamos del sacrificio de Cristo y recibimos su Cuerpo y su Sangre. Cfr. Jn 6; Lc 22, 7-20; Mt 26, 17-29; Mc 14, 12-25; 1Cor 11, 23-26; 2Cor 5, 18-20. b. Sacramentos de curación - La Penitencia. Cristo nos perdona los pecados y nos reconcilia con Dios y con la Iglesia. Cfr. Mc 2, 5, 10;Lc 7, 48; Jn 20, 21-23. - La Unción de los enfermos. Cristo fortalece al cristiano ante la enfermedad, la vejez y la muerte. Cfr. Mc 5, 34-36; 6, 12-13; 7, 32-36; 9, 23; St 5, 14-15. c. Sacramentos al servicio de la comunidad - El Orden Sacerdotal. Cristo consagra sacerdotes para servir a su Pueblo. Cfr. Mc 10, 4245; Hb 5, 1-3; 1Pe 5, 3.
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- El Matrimonio. Cristo santifica la unión del hombre y de la mujer. Cfr. Mt 19, 6-12; Ef 5, 2526; 31-32. 5. Elementos de los sacramentos Todos los sacramentos tienen cuatro elementos que son los siguientes: a. Materia. Es el elemento “material”: agua, vino, pan, crisma, óleo de enfermos, etc. b. Forma: Son las palabras que se unen a la materia para completarla y darle eficacia sacramental: las palabras de la consagración, del bautismo, de la confesión, etc. c. Ministro. Es la persona con la potestad debida y que tiene la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Es Cristo quien obra en la persona del ministro. Los ministros ordinarios de los sacramentos son el diácono, sacerdote y el Obispo. El ministro extraordinario puede ser cualquier ser humano con uso de razón pero sólo para el caso del bautismo de emergencia y la distribución de la eucaristía en circunstancias especial. d. Sujeto. Es la persona que recibe el sacramento con la preparación debida y la capacidad requerida que en cada uno de los sacramentos son iguales aunque hay matices de diferencias. En esto recordemos que los muertos no pueden recibir los sacramentos. 6. Efectos de los sacramentos Los efectos de los sacramentos se pueden resumir en tres: a. La gracia santificante. Todos los sacramentos nos dan la gracia de Dios por la que nos santificamos. El Bautismo nos da la gracia por primera vez y en la Confesión se recupera si se ha perdido por el pecado grave. Los demás sacramentos nos aumentan la gracia si se reciben dignamente. b. La gracia sacramental. Se llama así a la gracia propia de cada sacramento. Por ejemplo la Confirmación nos da la gracia necesaria para ser testigos de Cristo en el mundo; el Matrimonio da a los casados la ayuda necesaria para vivir bien sus deberes de esposos y padres; el Bautismo da a los cristianos la capacidad de recibir los demás sacramentos y ser fieles a la fe; etc. c. El carácter sacramental. Es una señal indeleble o marca definitiva que imprime en el alma del cristiano los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Orden Sacerdotal. Por el carácter sacramental estos sacramentos se pueden recibir una sola vez en la vida y nos vinculan de una manera especial con Cristo y su Iglesia. 7. La Gracia Santificante Uno de los efectos más importantes de los sacramentos en la persona que lo recibe es la Gracia santificante o Gracia de Dios. Es un don creado y gratuito que Dios nos da, especialmente cuando recibimos algún sacramento con las debidas condiciones, por el cual el cristiano comienza su camino de santidad, la recupera si la había perdido o la hace crecer abundantemente. La Gracia santificante es como el agua, según dice Jesús a la Samaritana, que calma la sed para siempre convierte el interior del cristiano en un manantial que conduce a la vida eterna. También es como la luz que cuando se enciende desaparece la oscuridad (el pecado) pero no pueden coexistir ambas a la vez. Asimismo puede entenderse también como los “genes” espirituales de Dios por el cual cuando se nos da comenzamos a ser su imagen, es decir, nos pareceremos a Él que es Nuestro Padre. Cuando no tenemos la gracia de Dios no nos parecemos a Él, nos convertimos en su enemigo, la oscuridad y la sed entra en nosotros. Por eso también la Iglesia nos recuerda que por la Gracia santificante nos hacemos partícipes de la naturaleza divina, nos ponemos en la “antesala” de la vida eterna. Se nos da por iniciativa de Dios y por consentimiento nuestro o de nuestros padres (si somos pequeños). Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda criatura. La Gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. En este sentido se la debe distinguir de las gracias actuales que son intermitentes y se dan antes de nuestra conversión o en el curso de las obras de santificación.
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2. SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA: EL BAUTISMO Iluminación “Un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó. Y mientras Jesús oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre Él en forma visible, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Lc 3, 21-22). “Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra. Vayan y hagan discípulos a todas las gentes bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 18-20). 1. Introducción El Concilio Vaticano II nos recuerda que "Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por se llaman sacramentos de la fe" (Sacrosantum Concilium, 59). En ese mismo sentido el Catecismo nos confirma que “La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los Apóstoles. Asimismo la ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora. La Liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva (Cfr. DV 8). Por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 11241125). Esta perspectiva regirá la explicación de cada uno de los sacramentos y ahora el del Bautismo con el que el ser humano se inicia en la vida cristiana. 2. El sentido e institución del bautismo a. Naturaleza. El Bautismo es el sacramento, por medio del cual, el hombre nace a la vida espiritual, por medio del agua y la invocación a la Santísima Trinidad. El Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, es el pórtico de la Vida en el Espíritu, y además es la puerta que nos abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo, somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo, y somos incorporados a la Iglesia, haciéndonos partícipes de su misión. (Cfr. CC 1213). Este sacramento se llama "Bautismo", en razón del elemento esencial del rito, es decir, el "bautizar" (baptizein en griego) que significa "sumergir", "introducir dentro del agua"; la "inmersión". La "inmersión", significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo, para así junto con Él, obtener una nueva vida en su resurrección. "Fuimos, pues, con El sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitamos de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, y así también nosotros vivamos una nueva vida”. (Ef. 5, 26). Este Sacramento es llamado también "baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo"(Tt.3, 5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual "nadie puede entrar en el Reino de Dios." (Jn. 3,5). "Este baño es llamado también porque, para quienes reciben, el espíritu queda iluminado.....". El bautizado se convierte en "hijo de la luz" (1Ts. 5, 5), y en "luz" él mismo. (Ef. 5, 8). Podemos decir que, el Bautismo es el más bello y magnifico de los dones de Dios... Es "Don", porque es Dios se lo da a los que nada han hecho para recibirlo y que se encuentran en un estado de pecado. Es porque lava; "Sello", porque nos guarda y es signo de la soberanía de Dios. b. Institución. En las Sagradas Escrituras se encuentran muchas prefiguraciones de este sacramento. De esto se hace memoria en la Vigilia Pascual cuando se bendice el agua bautismal. El Génesis nos habla del agua como fuente de la vida y de la fecundidad. La Sagrada Escritura
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dice que el Espíritu de Dios "se cernía" sobre ella. ( Gn. 1,2 ). El arca de Noé es otra de las prefiguraciones que la Iglesia nos menciona. Por el arca, "unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvadas a través del agua." ( 1 P. 3, 20 ). Si el agua de manantial significa la vida, el agua en el mar es un símbolo de la muerte. Por lo cual, pudo ser símbolo del misterio de la cruz. Por este simbolismo el bautismo significa "la comunión con la muerte de Cristo." (CC 1220). Sobre todo el paso del Mar Rojo, verdadera liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, es donde se anuncia la liberación obrada por el bautismo, se entra como esclavos en el agua y salen liberados. También el paso por el Jordán, donde el pueblo de Israel recibe la tierra prometida, es una prefiguración de este sacramento. (Cfr. CC 1217-1222). Todas estas prefiguraciones tienen su culmen en la figura de Cristo. Él mismo, recibe el bautismo de Juan, el Bautista, el cual estaba destinado a los pecadores y Él sin haber cometido pecado, se somete para "cumplir toda justicia" (Mt. 3,15). Desciende el Espíritu sobre Cristo y el Padre manifiesta a Jesús como su "Hijo amado". (Mt. 3, 16-17). Cristo se dejó bautizar por amor y humildad, y así darnos ejemplo. Si recordamos el encuentro de Jesús con Nicodemo, vemos como Él le explica la necesidad de recibir el bautismo. (Cfr. Jn. 3, 3-5). Después de su Resurrección confiere la misión de bautizar a sus apóstoles.“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id pues, enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. (Mt. 28, 18-19). Con su Pascua, Cristo hizo posible el bautismo para todos los hombres. Ya había hablado de su pasión, "bautismo" con que debía de ser bautizado (Mc. 10, 38; Lc. 12, 50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado por la lanza del soldado de Jesús crucificado (Jn. 19,34), son figuras del "bautismo" y de la "eucaristía", ambos sacramentos de la nueva vida ( 1 Jn. 5, 6-8); desde entonces es posible "nacer del agua y del Espíritu" para entrar en el Reino de Dios. (Jn. 3,5 ). Desde el día de Pentecostés, la Iglesia ha administrado el bautismo siguiendo los pasos de Cristo. San Pedro, en ese día, hace un llamado a convertirse y bautizarse para obtener el perdón de los pecados. El Concilio de Trento declaró como dogma de fe que el sacramento del Bautismo fue instituido por Cristo. 3. Signo y rito del Bautismo. El bautismo tiene muchos signos, además del signo esencial, constituido por la materia y la forma y éstos nos llevan a seguir un rito. a. El Signo: La Materia y la Forma. El Concilio de Trento declaró como dogma de fe, que la materia del Bautismo es el agua natural, porque así lo dispuso Cristo y así lo hacían los apóstoles. Esta definición fue necesaria porque en ese momento, había que rebatir la doctrina de Lutero, que decía que se podía utilizar cualquier líquido. Además, existen unos argumentos que nos demuestran su conveniencia: sabemos que el agua lava el cuerpo, por lo que es la materia adecuada para lavar los pecados. Por otro lado es fácil de encontrar y debido a la importancia de este sacramento su materia lógica es el agua. El Bautismo puede llevarse a cabo por infusión – cuando se derrama el agua sobre la cabeza – o por inmersión – sumergiendo al bautizado en el agua -. Para su validez se debe de derramar el agua al mismo tiempo que se dicen las palabras que constituyen la forma y el agua debe de correr sobre la cabeza. Salvo en caso de necesidad, como podría ser el bautismo de un feto, - aún con vida - que podría ser en cualquier parte del cuerpo. Las palabras que constituyen la forma son: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. En estas palabras están representadas las partes que son esenciales, tales como: el ministro “Yo”, el sujeto “te”, bautizo, la acción que se realiza, la mención de la Santísima Trinidad y la clara distinción de las Tres Personas divinas. b. Rito y Celebración El bautismo, tiene muchos signos, además del signo esencial, constituido por la materia y la forma y éstos nos llevan a seguir un rito: El sentido de la gracia del Sacramento del bautismo aparece claramente en los ritos de su celebración. Cuando se participa atentamente en los gestos y las palabras de esta celebración, los fieles profundizan en lo que este sacramento significa y se percatan en lo que se realiza en el bautizado.
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Cada uno de los signos posee un sentido muy determinado, así por ejemplo: La celebración comienza con la señal de la cruz, que nos indica la marca de Cristo sobre el que le va a pertenecer y significa la gracia adquirida por la Cruz de Cristo. El anuncio de la Palabra de Dios, es decir, las lecturas, que da luces sobre la verdad revelada a los "candidatos" y a la asamblea; y suscita en todos la respuesta de la fe. En efecto, el bautismo es "el Sacramento de la fe" por ser la entrada sacramental en la vida de la fe. El anuncio de la Palabra de Dios, nos invita a vivir este "Sacramento de la fe". Puesto que por el bautismo somos "liberados del pecado y del que nos tienta, el Diablo", se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el "candidato". Este es ungido con el óleo de los catecúmenos, o bien el celebrante le "impone las manos", y el "candidato" renuncia explícitamente a Satanás. Así preparado, puede confesar la fe de la Iglesia, a la cual será confiado" por el bautismo. (Rm. 6, 17). El agua bautismal es entonces consagrada mediante una oración en el mismo momento o utilizar la de la noche pascual. La Iglesia pide a Dios que, por medio de su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean bautizados con ella "nazcan del agua y del Espíritu”. (Jn. 3,5). El agua bautismal es signo de un nuevo nacimiento, en el Espíritu. El inicio a la vida de gracia, y a la pertenencia del Pueblo de Dios. Pero como todo sacramento posee un rito esencial, el signo más importante. Y este rito esencial del sacramento: el bautismo propiamente dicho. El bautismo es realizado de la manera más significativa mediante la triple inmersión en el agua bautismal, o derramando tres veces agua sobre la cabeza del candidato. Al mismo tiempo que se pronuncia la forma. Las palabras que pronuncia el ministro son: "NN yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". La unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del Espíritu Santo al nuevo bautizado. Ha llegado a ser un cristiano, es decir, "ungido" por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido Sacerdote, profeta y rey. Literalmente ungido significa “persona consagrada" y en este caso es a Dios. En la Liturgia de las Iglesias de Oriente, esta unción postbautismal es el sacramento de la crismación (Confirmación). La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha "revestido de Cristo" (Ga. 3,27); que ha resucitado con Cristo a la vida de la gracia. El cirio que se enciende en el "cirio pascual", significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son: "la luz del mundo" (Mt.5, 14; Flp. 2,15). El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios. Por lo tanto, ya puede decir la oración de los hijos de Dios: "el Padrenuestro". Sólo los bautizados podemos llamar "Padre" a Dios. La bendición solemne cierra la celebración del "bautismo". En el bautismo de los niños recién nacidos, la bendición de la madre ocupa un lugar especial. 4. Efectos y necesidades del Bautismo Es absolutamente necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este Sacramento. a. Efectos del Bautismo Es muy posible que no conozcamos todos los efectos del bautismo y esto, quizás, nos lleve a menospreciarlo. Los efectos del bautismo son cuatro: La justificación o gracia santificante, que significa la remisión de los pecados y la santificación del hombre. Si se tienen las debidas disposiciones, por el bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y, – en el caso de los adultos - todos los pecados personales. En efecto, al haber sido regenerados por el Bautismo, no existe nada que les impida entrar en el Reino de Dios. Al recibir la gracia santificante, se reciben las tres virtudes teologales, “fe, esperanza y caridad” y los dones del Espíritu Santo y demás virtudes infusas, y por ello, se obtiene una santificación, una renovación interior. A partir de este momento, en que Dios entra en el alma, se puede llevar una vida sobrenatural, y el alma comienza a lograr frutos para la vida eterna. La gracia sacramental que ofrece la ayuda necesaria para vivir la vida cristiana, pues nos hace capaces de creer en Dios, de esperar en Él y de amarle; además permite crecer en el bien mediante los dones del Espíritu Santo y de las virtudes morales. El carácter bautismal. El bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble, llamado "carácter”. Por esto, este sacramento no se puede recibir más que una vez. Este carácter o sello nos asemeja a Cristo, además de marcarnos como pertenecientes a Dios. Por medio de él, somos incorporados a la Iglesia.
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Nos hace miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Por el bautismo se participa del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son "linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1P 2, 9). El bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles. La participación es de dos formas: activa, mediante el apostolado y santificando todas las realidades temporales y, pasivas, recibiendo los demás sacramentos. La remisión de todas las penas debidas por el pecado. Quien muera inmediatamente después de recibir el Bautismo, entraría directamente en el Cielo, sin tener que purificar en el Purgatorio las penas debidas por el pecado. Recordemos que los pecados quedan perdonados, pero falta purgar las penas debidas por el pecado. Estas son como las cicatrices que quedan después de una herida. b. Necesidad del Bautismo El Señor mismo afirma que "el bautismo" es necesario para la salvación (Jn. 3, 5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones (Mt. 28,1920). Por lo tanto, el bautismo es absolutamente necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este Sacramento (Mc. 16, 16). Al ser Cristo el único camino para la vida eterna, nadie puede salvarse, sin haberse incorporado a Él mediante el bautismo. Hay casos en que este medio de salvación puede ser suplido – en casos extraordinarios – cuando sin culpa alguna no se puede recibir el bautismo de agua. Estos son: El Bautismo de deseo, es decir cuando se tiene un deseo explícito, como sería el adulto que ha manifestado su deseo de bautizarse y muere antes de poder recibir el sacramento, pero debe de estar unido a un arrepentimiento. Quien no ha tenido la oportunidad de conocer la revelación cristiana – sin culpa alguna -, invocan a Dios, están arrepentidos y cumplen con la ley natural, obtienen la salvación por el bautismo de deseo. Recordemos que Dios quiere que todos se salven y su misericordia está al alcance de todos. El Bautismo de sangre, quedan salvados todos aquellos que mueren por medio del martirio por haber confesado la fe cristiana o por haber practicado la virtud cristiana. En cuanto a los niños muertos sin el bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (1 Tm. 2, 4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: "Dejen que los niños se acerquen a mí, no se los impidan" (Mc. 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo. Por eso es más apremiante aún la llamada de la Iglesia, a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo. (CC 1261). 4. Ministro, sujeto y padrinos del Bautismo a. Ministro y Sujeto Son ministros ordinarios del bautismo: el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina, también el diácono. En caso de peligro de muerte, cualquier persona, incluso no bautizada, si tiene la intención de hacer lo que hace la Iglesia al bautizar y dice la forma bautismal, puede bautizar. El sujeto de este sacramento es toda persona viva que aún no ha sido bautizada, y sólo ella. En los orígenes de la Iglesia, cuando el anuncio del evangelio estaba aún en sus primeros tiempos, el bautismo de adultos era la práctica más común. El catecumenado (preparación para el bautismo) ocupaba entonces un lugar importante. Las personas se convertían al oír a los Apóstoles, y normalmente los adultos eran los que se bautizaban; claro que también había niños, ya que eran familias completas que acudían al Sacramento; pero el número mayor era lógico de adultos. El catecumenado tiene por finalidad, en respuesta a la iniciativa divina y en unión con la comunidad eclesial, iniciar adecuadamente a los catecúmenos en el misterio de la salvación, en la práctica de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que deben celebrarse en los tiempos sucesivos, e introducirlos en la vida de fe. Se considera que después de los doce años, todo aquél que se vaya a bautizar, debe de pasar por el proceso del catecumenado. Una pregunta frecuente que muchos se hacen, es: ¿Por qué tenemos que ser bautizados de tan pequeños? Y la respuesta nos la da el mismo sacramento, y es por la gran
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necesidad que tenemos de disfrutar de los frutos del Sacramento del Bautismo, y el ser verdaderos hijos de Dios. Todos nacemos con una naturaleza humana manchada por el pecado original, los niños necesitan también del nuevo nacimiento en el bautismo. La Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios, si no le administraran el bautismo poco después de su nacimiento. Los padres cristianos deben reconocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado. Es una responsabilidad primerísima de los padres el bautizar a sus hijos, por los inmensos bienes espirituales que nos ofrece en el Sacramento, el no hacerlo sería una gravísima falta. (Cfr. Código de Derecho Canónico 867, 1 y 2). Además, si los padres se preocupan de darles una personalidad jurídica, de alimentarlos, de cuidarlos, etc., con más razón deben de preocuparse por darles el tesoro más preciado que poseen, la fe. Desde que el bautismo de los niños vino a ser la forma habitual de la celebración de este sacramento, ésta se ha convertido en un acto único que integra de manera muy abreviada las etapas previas a la iniciación cristiana. Por su naturaleza misma, el bautismo de los niños exige un "catecumenado postbautismal". No se trata sólo de la necesidad de una instrucción posterior al bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la persona. Es el momento propio de la "catequesis". b. Padrinos Para que la gracia bautismal pueda desarrollarse, es muy importante la ayuda de los padres. Ese es también el papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, bien sea niño o adulto, en su caminar por la vida cristiana. Por eso los padres, deben ayudar a escoger a los padrinos básicamente por su solidez en la fe, que lleven una correcta vida cristiana, que se acerquen frecuentemente a los sacramentos, que estén dentro de la Iglesia, y que puedan en un momento dado hacerse cargo de su ahijado, tal y como Dios desea. 5. Frutos y Obligaciones del Bautismo a. Frutos Por el bautismo nos convertimos en hijos adoptivos de Dios, hace también del neófito "una nueva creación" (2Co. 5, 17), "partícipe de la naturaleza divina" (2 P.1, 4), miembro de Cristo (1Cor 6, 15; 12, 27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (1Cor 6,19). El Bautismo es un vínculo de unidad entre todos los cristianos; y también nos incluye entre los amigos de Cristo, mediante un carácter espiritual indeleble. El Bautizado tiene el derecho de recibir los sacramentos, ser alimentado con la Palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia. Desde el principio del cristianismo, hay que seguir un camino y una iniciación que consta de varias etapas. Este camino puede ser recorrido rápidamente o lentamente; pero siempre consta de las siguientes etapas esenciales: el anuncio de la Palabra, la "conversión" una vez recibida la Buena Nueva, la profesión de fe, el bautismo, la efusión del Espíritu Santo – es decir, la confirmación -, y el acudir a la comunión eucarística. El primero de los sacramentos que se recibe es el "Bautismo"; sin el Bautismo no podemos recibir ningún otro sacramento; por lo tanto el "Bautismo" me inicia en "nuestra amistad con Cristo". b. Obligaciones Por el bautismo recibimos una semilla: "la semilla de la fe" que deberemos fortalecer y hacer fructificar durante toda nuestra vida. El bautizado, siendo miembro de la Iglesia, ya no se pertenece a sí mismo (1Cor 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (2Co. 5,15). Por tanto, debe servir a los demás (Jn. 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y cumplir con las enseñanzas de la Iglesia. Debe defender su fe, ante todo. Al quedar incorporado en el "Cuerpo de Cristo", tiene la misión ineludible de "confesar a Cristo", es decir, mostrar con su vida y palabra que "Cristo ha muerto y resucitado" por todos y cada uno de nosotros.
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3. SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA: LA CONFIRMACIÓN Iluminación (Hech. 8, 15-17;19, 5-6) “Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. 1. Introducción El sacramento de la Confirmación es uno de los tres sacramentos de iniciación cristiana. En este sacramento se fortalece y se completa la obra del Bautismo. El bautizado se fortalece con el don del Espíritu Santo, se logra un arraigo más profundo a la filiación divina, se une más íntimamente con la Iglesia, para ser testigo de Jesucristo, de palabra y obra. Por él es capaz de defender su fe y de transmitirla. A partir de la Confirmación nos convertimos en cristianos maduros y podremos llevar una vida cristiana más perfecta, más activa. El día de Pentecostés -cuando se funda la Iglesia históricamente- los apóstoles y discípulos se encontraban reunidos junto a la Virgen María. Estaban temerosos, no entendían lo que había pasado, se encontraban tristes. De repente, descendió el Espíritu Santo sobre ellos y a partir de ese momento entendieron todo lo que había sucedido, dejaron de tener miedo, se lanzaron a predicar y a bautizar. Cada confirmación es un nuevo Pentecostés para cada cristiano. 2. Institución del Sacramento de la Confirmación El Concilio de Trento declaró que la Confirmación era un sacramento instituido por Cristo, ya que los protestantes lo rechazaron porque - según ellos - no aparecía el momento preciso de su institución. Sabemos que fue instituido por Cristo, porque sólo Dios puede unir la gracia a un signo externo. Además encontramos en el Antiguo Testamento, numerosas referencias por parte de los profetas, de la acción del Espíritu en la época mesiánica y el propio anuncio de Cristo de una venida del Espíritu Santo para completar su obra. Estos anuncios nos indican un sacramento distinto al Bautismo. El Nuevo Testamento nos narra cómo los apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, iban imponiendo las manos, comunicando el Don del Espíritu Santo, destinado a complementar la gracia del Bautismo como aparece en Hech. 8, 15-17;19, 5-6. 2. Elementos y rito de la Confirmación a. El Signo: La Materia y la Forma. El signo de la Confirmación es la “unción”. Desde la antigüedad se utilizaba el aceite para muchas cosas: para curar heridas, a los gladiadores se les ungía con el fin de fortalecerlos, también era símbolo de abundancia, de plenitud. Además la unción va unida al nombre de “cristiano”, que significa ungido. La materia de este sacramento es el “santo crisma”, aceite de oliva mezclado con bálsamo, que es consagrado por el Obispo el día Jueves Santo. La unción debe ser en la frente. La forma, son palabras que acompañan a la unción y a la imposición individual de las manos “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo”. b. El Rito y la Celebración. En la Confirmación el rito es muy sencillo, básicamente es igual a lo que hacían los apóstoles con algunas partes añadidas. El rito esencial es la unción con el santo crisma, unido a la imposición de manos del ministro y las palabras que se pronuncian. La celebración de este sacramento comienza con la renovación de las promesas bautismales y la profesión de fe de los confirmandos. Demostrando así, que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo. (Cfr. Sacrasantum Concilium 71; CEC 1298). El ministro extiende las manos sobre los confirmados como signo del Espíritu Santo e invoca a la efusión del Espíritu. Sigue el rito esencial con la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano y pronunciando las palabras que conforman la forma. El rito termina con el beso de paz, que representa la unión del Obispo con los fieles. (CEC. 1304).
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c. El Ministro, el Sujeto y Padrino. El ministro de este sacramento es el Obispo, aunque por razones pastorales éste puede conceder licencia a un sacerdote para confirmar (Código de Derecho Canónico c. 882). En peligro de muerte cualquier sacerdote debe administrar el sacramento. El sujeto es todo bautizado que no ha sido confirmado, que libremente tenga las disposiciones necesarias para recibirlo: conocimiento de la doctrina cristiana y en gracia de Dios. Se puede recibir la Confirmación a partir del uso de razón. Sin embargo, en peligro de muerte, se debe confirmar a los niños incluso si no han alcanzado todavía la edad del uso de razón (Cfr. CIC c. 891; 893,3). Todo confirmado debe tener un padrino o madrina que lo ayude espiritualmente, tanto en la preparación para su recepción, como después de haberlo recibido. El padrino debe tener una solidez en la fe católica, llevar una correcta vida cristiana, acercarse con frecuencia a los sacramentos y que pueda, en un momento dado, hacerse cargo de su ahijado, tal y como Dios desea. 3. Efectos y necesidad de la Confirmación a. Efectos y Carácter. En la Confirmación el efecto principal es que recibimos al Espíritu Santo en plenitud. (Cfr. CEC. 1302). Otros efectos son: Recibimos una fuerza especial del Espíritu Santo, tal como la recibieron los apóstoles el día de Pentecostés, que nos permite defender y difundir nuestra fe con mayor fuerza y ser verdaderos testigos de Cristo. Nos une profundamente con Dios y con Cristo. Aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo que son: Sabiduría, que nos comunica el gusto por las cosas de Dios. Inteligencia, que nos comunica el conocimiento profundo de las verdades de fe, es decir, la capacidad para entender las cosas de Dios. Ciencia, que nos enseña la recta apreciación y entendimiento de las cosas de la tierra tal y cómo son. Consejo, nos ayuda para formar un juicio sensato, acerca de las cosas prácticas de la vida cristiana. Fortaleza, nos da fuerzas para trabajar con alegría por Cristo, haciendo siempre el bien a los demás, tal como Él lo hizo. Piedad, que nos relaciona con Dios como Padre, ya que Él es el ser más perfecto que existe en el universo y es nuestro Creador y nos ayuda a aceptar la autoridad que tienen algunos sobre nosotros. Temor de Dios, nos lleva a tener miedo de ofender a Dios, por amor a Él y por lo tanto, a tratar de no pecar para no alejarnos de Él. Recibimos los frutos del Espíritu Santo. Lo frutos son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad (Gal 5, 22-23). Nos une con un vínculo mayor a la Iglesia. Aumenta la gracia santificante. Se recibe la gracia sacramental propia que es la fortaleza. Imprime carácter, la marca espiritual indeleble, que nos marca con el Espíritu de Cristo.
b. Necesidad El Bautismo es el único sacramento absolutamente necesario para la salvación. La Confirmación, no es absolutamente necesaria para la salvación, pero sí para vivir correctamente una vida cristiana, ya que da las ayudas necesarias para lograrlo. Por eso, el derecho vigente, prescribe que todos los bautizados, deben recibir este sacramento. El no hacerlo por desprecio o por no darle importancia, puede ser pecado grave. 4. Los frutos y obligaciones de la Confirmación a. Frutos. Como todos los sacramento, la Confirmación debe dar frutos interiores y exteriores en los que lo reciben. En este caso, los frutos ayudan a la Iglesia en su misión de extender el Reino de Dios. La Iglesia es misionera desde su origen en la persona de Cristo. A partir del día de Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo, los apóstoles se lanzaron a predicar sin miedo, movidos por la fuerza del Espíritu Santo. Nosotros, por medio del Bautismo, entramos a formar parte de la Iglesia, del Cuerpo Místico de Cristo. Con la Confirmación somos llamados a vivir como miembros responsables de este Cuerpo.
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Al recibir el Espíritu Santo en la Confirmación podemos construir el Reino de Dios en la tierra, a través de nuestras buenas obras, de nuestras familias, haciéndolas un semillero de fe, ayudando a nuestra parroquia, venciendo las tentaciones del demonio y la inclinación al mal. El Espíritu Santo nos mueve a seguir las huellas de Cristo, tomándolo como ejemplo en todo momento, ya sea pública o privadamente. Nos ayuda a ser perseverantes, luchadores, generosos, valientes, amorosos, llenos de valores y virtudes, y en caso de ser necesario, hasta mártires. Otro fruto del sacramento es que sostiene e ilumina nuestra fe. Cuando lo recibimos estamos afirmando que creemos en Cristo y su Iglesia, en sus enseñanzas y exigencias y que, por ser la Verdad, lo queremos seguir libre y voluntariamente. También sostiene y fortalece nuestra esperanza. Por medio de esta virtud creemos en las enseñanzas de Cristo, sus promesas y esperamos alcanzar la vida eterna haciendo méritos aquí en la tierra. Así mismo, sostiene y incrementa nuestra caridad. El día de la Confirmación recibimos el “don del amor eterno” de Cristo, como un regalo de Dios. Este amor nos protege y defiende de los amores falsos, como son el materialismo en todas sus formas, el placer malo, las malas diversiones, los excesos en bebida y comida. b. Obligaciones. Por la Confirmación, el cristiano se convierte en apóstol de la Palabra de Dios. Desde ese momento recibe el derecho y el deber de ser misionero en sentido pleno. Esto no significa necesariamente que tiene que ir lejos, sino, casi siempre, desde su propia casa debe evangelizar. Tenemos la obligación de ser misioneros en el lugar que Dios nos ha puesto. La Iglesia de hoy necesita de todos los bautizados y confirmados para dar a conocer a Cristo, por medio de la palabra y con el ejemplo. Los confirmados debemos de compartir los dones recibidos y al compartirlos estamos cumpliendo con el compromiso adquirido en la Confirmación de hacer "apostolado”: acercar a Dios a otro cristiano. El apostolado se puede hacer en todas las circunstancias de vida: en la familia, en el trabajo, con los amigos, etc. Es algo que todo confirmado tiene la obligación de hacer. Ser “confirmado” significa dar mejor testimonio de Cristo a todas las personas de cualquier condición, religión y cultura. También la Confirmación nos compromete a ser bueno y santo: Esa es nuestra obligación. Seguramente podemos lograrlo con la gracia de Dios que nunca faltará y nuestro esfuerzo de cada día por ser mejor. La lucha es difícil, pero contamos con toda la ayuda necesaria. 6. La Vida de unión con el Espíritu Santo El Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, ese Espíritu es el principio de nuestra santidad. La vida cristiana no es otra cosa que unión con el Espíritu Santo, obediencia a sus inspiraciones. Estudiemos estas operaciones que realiza en nosotros. El Espíritu Santo es quien nos comunica a cada uno en particular los frutos de la Encarnación y de la Redención. El Padre nos ha dado a su Hijo; el Verbo se nos da y en la Cruz nos rescata: tales son los efectos generales de su amor. ¿Quién es el que nos hace participar de estos efectos divinos? Pues el Espíritu Santo. Él forma en nosotros a Jesucristo. Después de la Ascensión, es el tiempo propio de la misión del Espíritu Santo. Esta verdad es indicada por el Salvador cuando nos dice; "Les conviene que yo me vaya, porque sino el Espíritu Santo no vendrá a ustedes" (Jn 16, 7). Jesús nos ha adquirido las gracias; ha reunido el tesoro y ha depositado en la Iglesia el germen de la santidad. Pues el oficio propio del Espíritu Santo es cultivar este germen, conducirlo a su pleno desenvolvimiento acabando y perfeccionando la obra del Salvador. Sepamos que el alma justa es templo y morada del Espíritu Santo; quien habita en ella, no solo por la gracia, sino personalmente; y cuanto mas pura está el alma mayor lugar deja al Espíritu Santo, tanto mas poderosa es en ella. No puede habitar donde hay pecado, porque entonces estamos muertos, nuestros miembros están paralizados y no pueden cooperar a su acción, siendo así que esta cooperación es siempre necesaria. Tampoco puede obrar con una voluntad perezosa o con afectos desordenados, porque si bien en ese caso habita en nosotros, se halla imposibilitado de obrar. El Espíritu Santo es como el fuego que llena de fervor al cristiano para amar cada vez más a Dios. En este sentido, la pureza resulta necesaria para que el Espíritu Santo habite en nosotros. El Espíritu Santo para transformar nuestra vida espiritual lo hace por medio de tres operaciones que requieren de nuestra voluntad: Primero nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de Jesucristo. Está en nosotros personalmente, mueve nuestros afectos, renueva nuestra alma, hace que Nuestro
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Señor acuda a nuestro pensamiento. Es de fe que no podemos tener un solo pensamiento sobrenatural sin el Espíritu Santo. El pensamiento que el Espíritu Santo pone en nosotros es al principio débil y pequeño, crece y se desarrolla con las buenas obras y el sacrificio. Segundo el Espíritu Santo ora en nosotros y por nosotros. La oración conduce a la santidad con la ayuda de la gracia y el Espíritu Santo se encuentra en el alma que ora (Cfr. Rom 7, 26). El ha levantado nuestra alma a la unión con Nuestro Señor. El presenta a Dios nuestras necesidades, flaquezas, miserias, y nuestra oración unida a la de Cristo la vuelve omnipotente. El Espíritu Santo nos hace adorar en espíritu y en verdad. Ora en nosotros y nosotros oramos a una con Él; es, por encima de todo, el Maestro de la Adoración. El dio a los Apóstoles la fuerza y el espíritu de la oración; (Zac 12, 10). Unámonos, pues, con él. Desde Pentecostés cierne sobre la Iglesia y habita en cada uno de nosotros para enseñarnos a orar, para formarnos según las enseñanzas de Jesucristo y hacernos en todo semejantes a Él, con objeto de que así podamos estar un día unidos con Él sin velos en la gloria. Tercero el Espíritu Santo nos forma en las virtudes de Jesucristo. Es una gracia insigne la de comprender las virtudes de Jesús, pues tienen como dos caras. La una repele y escandaliza; es lo que tienen de sacrificio y dolor. Razón sobrada tiene el mundo, desde el punto de vista natural, para no amarlas. Aun las virtudes más amables, como la humildad y la dulzura, son de suyo, muy duras cuando han de practicarse. No es fácil que continuemos siendo mansos cuando nos insultan; por eso las virtudes del cristianismo son repugnantes para el mundo. Pero ahí esta el Espíritu Santo para descubrirnos la otra cara de las virtudes de Jesús, cuya gracia, suavidad y unción nos hacen abrir la corteza amarga de las virtudes para dar con la dulzura de la miel y aun con la gloria mas pura. Queda uno asombrado entonces ante lo dulce que es la cruz. Y es que en lugar de la humillación y de la cruz, no se ve en los sacrificios, mas que el Amor de Dios, su gloria y la nuestra. A consecuencia del pecado las virtudes resultan difíciles para nosotros. No hay nadie fuera del Espíritu Santo que nos haga comprender las virtudes y nos muestre oro puro encerrado en minas rocosas y cubiertas de barro. A falta de esta luz se paran muchos hombres a medio andar en el camino de la perfección; como no ven mas que una sombra de las virtudes de Jesús, no llegan a penetrar sus secretas grandezas. A este conocer intimo y sobrenatural añade el Espíritu Santo una aptitud especial para practicarlas. Cada alma recibe una aptitud conforme a su vocación.
4. SACRAMENTOS DE INICIACION CRISTIANA: LA EUCARISTÍA Iluminación (Lc 22, 7-23) “Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con sus discípulos. Y les dijo: ¡Cómo he deseado celebrar esta pascua con ustedes antes de morir! Porque les digo que no la volveré a celebrar hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios. Tomó entonces un cáliz, dio gracias y dijo: tomen esto y repártanlo entre ustedes pues les digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios. Después tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en memoria mía. Y después de la cena, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes. Pero el que me entrega está sentado conmigo en esta mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo dispuesto por Dios; pero ¡ay de aquel que lo entrega! Entonces ellos comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos era el que iba a hacer aquello” 1. Introducción Con el sacramento de la Eucaristía se completa los sacramentos de iniciación cristiana. El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía van de la mano para que el cristiano se encamine con seguridad en la camino del Señor. A la Eucaristía se le llama el “sacramento por excelencia”, porque en él se encuentra presente realmente Cristo, quien es fuente de todas las gracias. Además, todos los demás sacramentos confluyen en él. A este sacramento se le denomina de muchas maneras dada su riqueza infinita. La palabra Eucaristía quiere decir acción de gracias, es uno de los nombres más antiguos y correctos porque en esta celebración damos gracias al Padre, por medio de su Hijo, Jesucristo,
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en el Espíritu y recuerda las bendiciones judías que hacen referencia a la creación, la redención y la santificación (Cfr. Lc 22, 19). Cuando en lo evangelios se nos narra la última cena, vemos que el Señor tiene una intención de instituir el sacramento de la Eucaristía y el Orden Sacerdotal. Deja, asimismo, un mandamiento claro "haced esto en memoria mía", para que su presencia y su salvación lleguen a todos los hombres y en todas las épocas; para que podamos tener vida eterna, al comer su carne y beber su sangre. En la Santa Misa o Eucaristía encontramos todo el tesoro de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo que se ofrece a Dios Padre y Espíritu Santo por el ministerio del Sacerdote. Es un acto, cuyas gracias llega a toda la humanidad según las disposiciones de cada uno. Su valor es infinito y es el modo más inminente de agradar a Dios. Por eso, participar en ella es unirse a Cristo con todas nuestras buenas obras y miserias para ofrecerlas a Dios Padre y Espíritu Santo y pedirle perdón. Si los cristianos no amamos la Santa Misa es señal que no amamos a Dios, digamos lo que digamos, hagamos lo que hagamos. Veamos un poco más acerca de este excelso sacrificio. 2. Promesa e institución de la Eucaristía Poco después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces (Cfr. Jn 6, 114), Jesús habló de la Eucaristía: “Es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo… Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo… El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mi y yo en él” (Jn 6, 32; 55-32; 56). Aquellas palabras resultaron incomprensibles, pero eran el anuncio de la institución de la Eucaristía, que Jesús llevaría acabo en la Última Cena. En la Eucaristía se encontraría su cuerpo, sangre, alma y divinidad que sería ofrecido en sacrificio en el Calvario. Al comer la Cena Pascual con sus discípulos (Cfr. Lc 22, 7-20), Jesucristo sustituye la Pascua Judía por una nueva Pascua. Dios en el Antiguo Testamento había ordenado a Moisés la celebración de la cena pascual para conmemorar la liberación de la esclavitud del pueblo de Israel en Egipto. En la cena pascual, que los judíos celebraban cada año, un cordero sacrificado y luego comido por los que participaban en ella. Pero ese cordero no era otra cosa que el anuncio del verdadero Cordero de Dios, Jesucristo, que sería sacrificado en la Cruz y que se daría como alimento en la Sagrada Eucaristía. La noche de la Última Cena, Jesús consagró por vez primera el pan y el vino que se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre. Anunció el sacrificio que iba a ofrecer en la Cruz al día siguiente y dio a los apóstoles este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19-20). 3. Naturaleza de la Eucaristía La Eucaristía es el sacramento en el cual bajo las especies de pan y vino, Jesucristo se halla verdadera, real y substancialmente presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. A la Eucaristía se le llama Banquete del Señor porque es la Cena que Cristo celebró con sus apóstoles justo antes de comenzar la pasión (Cfr. 1Col 11, 20); Fracción del pan porque esto es lo que hizo Jesús cuando bendecía y distribuía el pan, sobre todo en la Última Cena. Los discípulos de Emaús lo reconocieron -después de la resurrección- por este gesto y los primeros cristianos llamaron de esta manera a sus asambleas eucarísticas (Cfr. Mt. 26, 25; Lc. 24, 13-35; Hch. 2, 42-46); Santo sacrificio, porque se actualiza el sacrificio de Cristo. Es memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor; Comunión, porque es la unión íntima con Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre. 4. Institución de la Eucaristía En el Antiguo Testamento encontramos varias prefiguraciones de este sacramento, como son: El maná, con que se alimentó el pueblo de Israel durante su peregrinar por el desierto (Cfr. Ex 16); el sacrificio de Mequisedec, sacerdote que en acción de gracias por la victoria de Abraham, ofrece pan y vino (Cfr. Gen 14, 18); el mismo sacrificio de Abraham, que está dispuesto a ofrecer la vida de su hijo Isaac (Cfr. Gen 22, 10); el sacrificio del cordero pascual, que libró de la muerte al pueblo de Israel, en Egipto (Cfr Ex 12). En el Nuevo Testamento, el mismo Cristo -después de la multiplicación de los panes en Cafarnaúm- profetiza su presencia real, corporal y sustancial, cuando dice: “Yo soy el pan de
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vida. Si uno come de este pan vivirá para siempre, pues el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo” (Jn 6, 32-34). Cristo, sabiendo que había llegado su “hora”, después de lavar los pies a sus apóstoles y de darles el mandamiento del amor, instituye este sacramento el Jueves Santo, en la Última Cena (Cfr. Mt 26, 26-30; Lc 22, 14-23; Mc 14, 22-26). Todo esto con el fin de quedarse entre los hombres, de nunca separarse de los suyos y hacerlos partícipes de su Pasión. El sacramento de la Eucaristía surge del infinito amor de Jesucristo por el hombre. Cristo deja el mandato de celebrar el Sacramento de la Eucaristía e insiste, como se puede constatar en el Evangelio, en la necesidad de recibirlo. Dice que hay que comer y beber su sangre para poder salvarnos (Jn 6, 54). La Iglesia siempre ha sido fiel a la orden de Nuestro Señor. Los primeros cristianos se reunían en las sinagogas, donde leían unas Lecturas del Antiguo Testamento y luego se daba lugar a lo que llamaban “fracción del pan”. Cuando fueron expulsados de las sinagogas, seguían reuniéndose en algún lugar una vez a la semana para distribuir el pan, cumpliendo así el mandato que Cristo dejó a los Apóstoles. Poco a poco se fueron añadiendo nuevas lecturas, oraciones, una estructura más definida, etc. hasta que en 1570 el Papa San Pío V determinó como debería ser el rito de la Eucaristía que ya desde el siglo VI se le había comenzado a llamar Misa -por el sentido de misión, es decir, llevar a los demás lo que se había recibido en el sacramento- el mismo que se mantuvo hasta el Concilio Vaticano II. 4. Presencia real de Cristo en la Eucaristía El sacerdote al pronunciar las palabras de la consagración, Cristo se hace presente realmente en las especies de pan y vino. Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, como Dios y como hombre, de modo invisible se hace presente en la sagrada hostia y en el vino consagrado. Está presencia real de Cristo, es uno de los dogmas más importantes de nuestra fe. (Cfr. CC 1373-1381). La razón no lo puede entender, por eso es necesario reflexionar y estudiar y sobre todo orar para acercarnos un poco más al misterio del amor de Cristo. Su presencia real y substancial de Cristo en la Eucaristía, fue revelada por Él mismo en Cafarnaúm. Sabemos que lo que prometió en Cafarnaúm, lo realizó en la Última Cena, el Jueves Santo (Cfr. Mt 26, 26-30; Lc 22, 14-23; Mc 14, 22-26). El mandato de Cristo “Hagan esto en memoria mía” fue tan contundente, que desde los inicios, los primeros cristianos se reunían para celebrar “la fracción del pan”. Y, pasó a hacer parte, junto con el Bautismo, del rito propio de los cristianos. Ellos nunca dudaron de la presencia real de Cristo en el pan y el vino después de la consagración. La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (Cfr. CCC 1377). Esto sólo es posible por una intervención especialísima de Dios mediante las palabras que pronuncia el sacerdote para convertir el pan y el vino en Cristo. Esto se llama transubstanciación. Después de la consagración lo que se observa ya no es pan ni vino aunque tenga las mismas apariencias. Después de la Misa, se reserva la Eucaristía dentro del Sagrario para que los cristianos puedan adorar a Cristo y para que los enfermos puedan comulgar. Así, el Sagrario es el corazón de la iglesias, su lugar más importante. 5. El Signo de la Eucaristía: materia y forma Como en todos los sacramentos, la Eucaristía, también, tiene un signo externo que unido a las palabras pronunciadas por el ministro, confiere la gracia. Cristo en la Última Cena utilizó dos elementos muy sencillos, pan y vino. Estos dos elementos son los que constituyen la materia. El pan debe de ser de trigo y el vino de la vid, esto fue declarado en el Concilio de Trento, ya que existe la seguridad que fueron estos los elementos utilizados por Cristo (Cfr. CIC n. 924 & 2-3). El pan no puede estar amasado con otra cosa que no sea agua natural y cocido al fuego. No se puede utilizar aceite, mantequilla o cualquier otra sustancia para amasarlo, ni el pan puede ser de cebada, de arroz, de camote u otro ingrediente. El vino tiene que ser de uvas machacadas y fermentado naturalmente, no se puede utilizar vinagre, ni un vino elaborado a base de químicos (Cfr. CIC 924). Además el pan debe ser ázimo, es decir, sin levadura, sin fermentar. También debe haber sido hecho recientemente, para evitar cualquier posibilidad de
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corrupción y al vino se le deben añadir unas gotas de agua, pues al ser esta una práctica judía, se puede suponer que fue lo que Cristo hizo (Cfr. CIC 924; 926). La forma son las palabras que utilizó Cristo al instituir el sacramento: “Tomad y comed esto es mi Cuerpo… Tomad y bebed este es el cáliz de mi Sangre…” (Cfr. Mt 26, 26-30; Lc 22, 14-23; Mc 14, 22-26). 6. Ministro y sujeto de la Eucaristía Únicamente el sacerdote válidamente ordenado puede consagrar, el pan el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sólo él puede actuar en nombre de Cristo. Fue sólo a los Apóstoles a quienes Cristo dio el mandato “Hagan esto en memoria mía”, no se lo dio a todos los discípulos (Cfr. Lc 22, 19). Los que han sido ordenados diáconos, entre sus funciones, está la de distribuir las hostias consagradas, pero no pueden consagrar. También pueden haber laicos como ministros extraordinarios de la Eucaristía para distribuir la sagrada hostia pero tampoco pueden consagrar. Todo bautizado puede ser sujeto de recibir la Eucaristía, siempre que se encuentre en estado de gracia, es decir, sin pecado mortal, haya ayunado al menos una hora y sea consciente y reconozca la presencia real de Cristo en la Sagrada hostia. Además ha de tener recta intención, o sea, el deseo de entrar en unión con Cristo. No se debe comulgar por rutina, vanidad o compromiso, sino por agradar a Dios. 7. La Eucaristía como sacramento y sacrificio La Eucaristía es sacramento porque Cristo se nos da como alimento para el alma, y es sacrificio porque se ofrece a Dios en oblación. En el sacramento el fin es la santificación del hombre pues se le da como alimento y en el sacrificio el fin es dar gloria a Dios porque es a Él a quien se ofrece. Asimismo, la Eucaristía es sacrificio de la Iglesia -Cuerpo Místico de Cristo- que se une a Él y se ofrece a Dios. 8. El Sacrificio de la Santa Misa La Santa Misa es el mismo sacrificio de la cruz, con todo su valor infinito. En él se cumplen todas las características del sacrificio. El sacerdote, y la víctima son el mismo Cristo, quien se inmola con el fin de dar gloria de Dios. No es una representación ni un recuerdo, sino una renovación del sacrificio de la cruz. En cada Misa una se repite el sacrificio de la cruz; la única diferencia es que se realiza de forma incruenta, sin derramamiento de sangre. La Misa es el perfecto sacrificio porque la víctima es perfecta: Cristo. La esencia de la Misa como sacrificio es la doble consagración del pan y del vino, no es la Palabra, como tampoco lo es, la sola comunión. Por la Misa podemos ofrecer un sacrificio digno a Dios. Nuestros propios sacrificios por pequeños que fueran, unidos al de Cristo adquieren un valor redentor. Cristo está presente en el sacerdote, quién hace las veces de Cristo como mediador universal en la acción sacramental. Está presente en los demás cristianos, que se unen y participan con el sacerdote en la Eucaristía. Nosotros nos unimos a su sacrificio y lo ofrecemos con Él. Asimismo, Cristo está presente en la Palabra de Dios. Él es la Palabra del Padre que nos revela los misterios divinos y el sentido de la liturgia. Además en la Misa, por medio de la Comunión, nos unimos física y espiritualmente, formando un sólo Cuerpo, con Cristo. La Comunión es el gran don de Cristo que anticipa la vida eterna. 9. Finalidad de la Santa Misa o Eucaristía a. Adoración: el sacrificio de la Misa rinde a Dios una adoración absolutamente digna de Él. Con una Misa le damos a Dios todo el honor que se le debe. Este es el fin latréutico; b. Acción de gracias: Por todos los dones recibidos. Este el fin eucarístico; c. Reparación: de los pecados. Este es el fin propiciatorio; d. Petición: Pedir gracias y favores, pues la Misa tiene eficacia infinita por la oración del mismo Cristo. Este es el fin impetratorio. 10. Efectos y necesidad del sacramento de la Eucaristía Cuando recibimos la Eucaristía, son varios los efectos que se producen en nuestra alma. Por medio de este sacramento, se nos aumenta la gracia santificante. Nos hace más
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santos y nos une más con Cristo. Todo esto es posible porque se recibe a Cristo mismo, que es el autor de la gracia. Se nos otorga la gracia sacramental propia de este sacramento, llamada nutritiva, porque es el alimento de nuestra alma que conforta y vigoriza en ella la vida sobrenatural. Por otro lado, nos otorga el perdón de los pecados veniales. Asimismo, el cristiano tiene necesidad de recibir la Eucaristía con frecuencia para nutrirse bien y fortalecerse. De esta manera estará fuerte y en condiciones de vencer las tentaciones que se presentan en la vida. La Iglesia nos pide recibir al comunión al menos una vez al año. Pero si queremos amar a Dios de verdad no nos podemos conformar con recibirle una vez al año, sino si es posible, todos los días. 11. La Santa Misa, el corazón de nuestra fe En la Santa Misa encontramos la Palabra y la Eucaristía. Ambos son Cristo de distinto modo. Cristo unido a Dios Padre y a Dios Espíritu Santo hizo la Iglesia dotándola de todos los medios de salvación. En ella, los que se hacen cristianos se insertan en Él y mediante el conocimiento de la doctrina cristiana uno se hace consciente de lo que es en Cristo y por ende de lo que debe hacer para salvarse. Por eso la Santa Misa es el corazón de nuestra fe. En ella encontramos a Cristo, nuestro Dios y Señor. Además, siendo el domingo día del Señor es lógico que los cristianos acudamos a la Santa Misa para unirnos al sacrificio de Cristo y adorar a Dios Padre y Espíritu Santo. Además del domingo hay obligación de participar en la Celebración eucaristía en las fiestas de guardar. Y es tan importante la Santa Misa que si se falta por motivos triviales (negligencia y flojera), se comete pecado grave.
5. SACRAMENTOS DE SANACIÓN: LA CONFESIÓN Iluminación Lc 15, 4-7 “Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar a la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra la carga sobre sus hombros lleno de alegría, y al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ¡Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido!. Pues les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. 1. Introducción Cristo instituyó los sacramentos y se los confió a la Iglesia -fundada por Él- por lo tanto la Iglesia es la depositaria de este poder; ningún hombre por sí mismo, puede perdonar los pecados. Como en todos los sacramentos, la gracia de Dios se recibe en la Confesión por obra del mismo sacramento, siendo el ministro sólo un intermediario. Asimismo, siendo la Iglesia la depositaria de la gracia de Dios, tiene el poder de perdonar todos los pecados de los hombres por voluntad del mismo Cristo. En los primeros tiempos del cristianismo, se suscitaron muchas herejías respecto a los pecados. Algunos decían que ciertos pecados no podían perdonarse, otros que cualquier cristiano bueno y piadoso lo podía perdonar, etc. Los protestantes fueron unos de los que más atacaron la doctrina de la Iglesia sobre este sacramento. Por ello, el Concilio de Trento declaró que Cristo comunicó a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar realmente todos los pecados. La Iglesia, por este motivo, ha tenido la necesidad, a través de los siglos, de manifestar su doctrina sobre la institución de este sacramento por el mismo Cristo. Preparando a los apóstoles y discípulos durante su vida terrena, perdonando los pecados al paralítico en Cafarnaúm (Lc 5, 18-26), a la mujer pecadora (Lc 7, 37-50) Cristo perdonaba los pecados. El poder que Cristo otorgó a los apóstoles de perdonar los pecados, implica un acto judicial pues el sacerdote actúa como juez, imponiendo una sentencia y un castigo. Sólo que en este caso, la sentencia es siempre el perdón, siempre y cuando el penitente tiene las debidas disposiciones. Todo lo que ahí se lleva a cabo es en nombre y con la autoridad de Cristo. Sólo si alguien se niega –deliberadamente- acogerse a la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, estará rechazando el perdón de los pecados y la salvación ofrecida por el
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Espíritu Santo y no será perdonado. “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3, 29) Esto es lo que llamamos el pecado contra el Espíritu Santo. Esta actitud tan dura nos puede llevar a la condenación eterna. (Cfr. CC 1864). 2. Naturaleza de la Confesión, penitencia o reconciliación La confesión es el sacramento instituido por Cristo para perdonar los pecados cometidos por el cristiano después del bautismo. A este sacramento se le llama sacramento de “conversión”, porque responde a la llamada de Cristo a convertirse, de volver al Padre y la lleva a cabo sacramentalmente. Se llama “penitencia” por el proceso de arrepentimiento, conversión personal y reparación que asume el cristiano. También es una “confesión”, porque la persona confiesa sus pecados ante el sacerdote, requisito indispensable para recibir la absolución y el perdón de los pecados Este sacramento es uno de los dos sacramentos llamados de “sanación” porque sana el espíritu. Cuando el alma está enferma, debido al pecado grave y/o leve, se necesita el sacramento que le devuelva la salud, así como Jesús perdonó los pecados del paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Cfr. Mc 2, 1-12). 3. Institución del sacramento de la confesión Después de la Resurrección estaban reunidos los apóstoles, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les aparece Jesús y les dice: “La paz con ustedes. Como el Padre me envío, también yo los envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengan, les quedarán retenidos” (Jn 20, 21-23) Con estas palabras el Señor instituye este sacramento. Cristo en su infinita misericordia otorga a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Les da el mandato de continuar la misión para la que fueron enviados: el perdonar los pecados. Dios tiene a los hombres un amor infinito, por eso siempre está dispuesto a perdonar nuestras faltas. Vemos a través de diferentes pasajes del Evangelio como se manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores (Cfr. Lc 15, 4-7; Lc 15, 11-31). Cristo, conociendo la debilidad humana, sabía que muchas veces nos alejaríamos de Él por causa del pecado. Por eso, nos dejó un sacramento muy especial que nos permite la reconciliación con Dios, una muestra más de su amor infinito por nosotros. 4. Signo, rito, ministro y sujeto de la Confesión a. Signo: materia y forma. El Concilio de Trento, reafirmó que el signo sensible de este sacramento era la absolución de los pecados por parte del sacerdote y los actos del penitente. (Cfr. CC 1448). Como en todo sacramento este signo sensible está compuesto por la materia y la forma. La materia es: el dolor de corazón o contrición, los pecados dichos al confesor de manera sincera e íntegra y el cumplimiento de la penitencia o satisfacción. La forma son las palabras que pronuncia el sacerdote después de escuchar los pecados -y de haber emitido un juicio- cuando da la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. b. Rito y celebración. Normalmente, el sacramento se recibe de manera individual, acudiendo al confesionario, diciendo los pecados y recibiendo la absolución en forma particular. Existen casos excepcionales en los cuales el sacerdote puede impartir la absolución general o colectiva, en aquellas situaciones en las que, de no impartirse, las personas se quedarían sin poder recibir la gracia sacramental por largo tiempo, sin ser por culpa suya. De todos modos, esto no les excluye de tener que acudir a la confesión individual en la primera ocasión que se les presente y confesar los pecados que fueron perdonados a través de la absolución general. Si se llegase a impartir, el ministro tiene la obligación de recordar a los fieles la necesidad de acudir a la confesión individual en la primera oportunidad que se tenga. Por ejemplo en caso de guerra, peligro de muerte ante una catástrofe, en tierra de misiones según sean los casos. Si no existen estas condiciones, queda totalmente prohibido hacerlo (Cfr. CIC cc. 961 &1; cc. 962 &1). c. El Ministro y Sujeto. El obispo como sucesor de de los Apóstoles y los sacerdotes que colaboran con ellos son los ministros del sacramento (Cfr. CIC 965). Es un error la postura de Lutero que decía que cualquier bautizado tenía la potestad para perdonar los pecados. Recordemos siempre que Cristo dio este poder sólo a los apóstoles (Cfr. Mt 8, 18; Jn 20,
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23). Los confesores o ministros del sacramento deben de tener la intención de Cristo, deben ser instrumento de la misericordia de Dios. En ocasiones el sacerdote puede negar la absolución cuando ve que el penitente carece de las debidas disposiciones como la falta de arrepentimiento o por no tener propósito de enmienda o por estar excomulgado. Para este último caso el sacerdote necesita autorización del obispo para los casos ordinarios. En peligro de muerte no se necesita autorización para absolver los pecados y todo tipo de excomunión. Asimismo el sacerdote tiene la obligación grave de guardar el sigilo sacramental, o sea, no puede comunicar de ningún modo a alguien lo que un penitente se ha confesado. El sujeto de la Reconciliación es toda persona que, habiendo cometido algún pecado grave o venial, acuda a confesarse con las debidas disposiciones, y no tenga ningún impedimento para recibir la absolución. La principal disposición es el arrepentimiento verdadero al que viene unido el propósito de enmienda. 5. Pasos para hacer una buena confesión Desde la parábola del hijo pródigo podemos explicar las cincos cosas necesarias para hacer una buena y fructífera confesión. El hijo pródigo examina su conciencia. Se arrepiente Hace propósito de volver a su padre Vuelve y pide perdón Paga por sus pecados con buenas obras a. Examen de conciencia. El examen de conciencia consiste en recordar los pecados que hemos cometido desde la última confesión bien hecha. El examen de conciencia debemos hacer todos los días en la noche, antes de acostarnos para ir formando bien nuestra conciencia, haciéndola más sensible y recta, más pura y delicada. Se puede hacer el examen de conciencia repasando los mandamientos de la Ley de Dios, los mandamientos de la Iglesia, las bienaventuranzas, las obras de misericordia, las virtudes teologales y morales, los pecados capitales y las faltas de omisión (aquellas cosas que no se hicieron pudiendo haber hecho y ha devenido en falta) b. Dolor de los pecados o contrición del corazón. No basta sólo hacer un buen examen de conciencia para hacer una buena confesión; es necesario dolerse interiormente o arrepentirse por haber ofendido a Dios, nuestro Padre. El Salmo 50 dice: “Un corazón arrepentido, Dios nunca lo desprecia”. Asimismo, Jesús cuenta, que un publicano fue a orar, y arrodillado decía: “Misericordia, Señor, que soy un gran pecador” (Cfr. Lc 18) y a Dios le gustó tanto esta oración de arrepentimiento que le perdonó. También puede ayudarnos una poesía de autor anónimo: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por ello de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muéveme tus heridas y tu muerte. Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera”. El arrepentimiento puede ser de tres clases: Contrición perfecta, contrición imperfecta o atrición y remordimiento. La contrición perfecta es una tristeza o pesar por haber ofendido a Dios, por ser Él quien es, esto es, por ser infinitamente bueno y digno de ser amado, teniendo al mismo tiempo el propósito de confesarse y de evitar el pecado. Es el ejemplo del rey David, o de San Pedro. La atrición es una tristeza o pesar de haber ofendido a Dios, pero sólo por la fealdad y repugnancia del pecado, o por temor de los castigos que Dios puede enviarnos por haberlo ofendido. Para que esta atrición obtenga el perdón de los pecados necesita ir acompañada de propósito de enmendarse y obtener la absolución del sacerdote en la confesión. El remordimiento es una rabia o disgusto por haber hecho algo malo que no quisiéramos haber hecho. Es la conciencia la que nos muerde. No nos da tristeza por haber ofendido a Dios, sino porque hicimos algo que no nos gustaría haber hecho. Por ejemplo la actitud de Judas Iscariote. El remordimiento no borra el pecado.
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c. Propósito de enmienda. Es una firme resolución de nunca más ofender a Dios. Y hay que hacerlo ya antes de confesarse. Jesús a la pecadora le dijo: “Vete y no peques más” (Jn 8, 11). Esto es lo que se propone el pecador al hacer el propósito de enmienda: “no quiero pecar más, con la ayuda de Dios”. Si no hay verdadero propósito, la confesión es inválida. No significa que el pecador ya no volverá a pecar, pero sí quiere decir que está resuelto a hacer lo que le sea posible para evitar sus pecados que tanto ofenden a Dios. No se trata de la certeza absoluta de no volver a cometer pecado, sino de la voluntad de no volver a caer, con la gracia de Dios. Basta estar ciertos de que ahora no quiere volver a caer. Lo mismo que al salir de casa no sabes si tropezarás, pero sí sabes que no quieres tropezar. Es muy importante pedir a Dios que nos de vergüenza y confusión, dolor y lágrimas, aborrecimiento del pecado y del desorden que lleva a él. Debemos apartarnos seriamente de las ocasiones de pecar, porque “quien ama el peligro perecerá en él” (Ecle 3, 27). Si te metes en malas ocasiones, serás malo. Si no quieres quemarte, no te acerques demasiado al fuego. Si no quieres cortarte, no juegues con una navaja bien afilada. Por tanto, quién, pudiendo, no quiere dejar una ocasión próxima de pecado grave, no puede recibir la absolución. Y si la recibe, esta absolución sería inválida. Ocasión de pecado es toda persona, cosa, circunstancia que nos facilita el pecado, que nos atrae hacía él y constituye un peligro de pecar. Jesucristo tiene palabras muy duras sobre la obligación de huir de las ocasiones de pecar: “Si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo… si tu mano es ocasión de pecado, córtala… más te vale entrar en el Reino de los cielos, manco o tuerto, que ser arrojado con las dos manos, los dos ojos, en el fuego del infierno” (Mt 18, 8-9). Una persona que tiene una pierna gangrenada, se la corta para salvar su vida humana, y tú ¿no eres capaz de cortar esa cosa… para salvar tu alma? Evitar un pecado cuesta menos que desarraigar un vicio. Es mucho más fácil no plantar una bellota que arrancar una encina. Para apartarse con energía de las ocasiones de pecar, es necesario orar siempre al Señor y a la Virgen, y fortalecer nuestra alma recibiendo la comunión con frecuencia y con las debidas condiciones. d. Confesar todos los pecados. Es decir manifestar al confesor sin engaño, ni mentira los pecados cometidos sean leves y/o graves, con intención de recibir la absolución. Para que Dios perdone, por medio del confesor, es necesario decir los pecados. Así lo dispuso el mismo Cristo al instituir el sacramento del la Penitencia. “A quienes se los perdonen, quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos” (Jn. 20, 23). “No te avergüences de confesar tus pecados” (Ecle 4, 26). Nuestra confesión debe ser sincera, es decir, no debemos ocultar nada lo que en conciencia es grave; completa, o sea, todos los pecados graves según su especie, número y circunstancias; sencilla y humilde, es decir, sin rodeos ni justificaciones. Callar voluntariamente algún pecado grave en confesión hace inválido y sacrílego el sacramento. Si se olvida algún pecado grave en confesión se obtiene el perdón, puede comulgar pero en la próxima confesión debe confesarse. e. Cumplir la penitencia. Es rezar o hace lo que el confesor me diga. Esta penitencia, ya sea una oración, una obra de caridad, un sacrificio, un servicio, la aceptación de la cruz, una lectura bíblica, es para reparar el daño hecho a Dios al pecar. Es expresión de nuestra voluntad de conversión cristiana. El pecado, sobre todo si es grave, es ofensa grave a Dios por el que merecemos las penas eternas del infierno. Sin embargo la penitencia que nos pone el sacerdote desagravia en parte la ofensa a Dios y expía las penas merecidas. La confesión perdona las penas eternas, pero no perdona la pena temporal. Por eso la penitencia que se hace va satisfaciendo, en parte, o disminuyendo la pena temporal debida por los pecados. Dado que siempre será pequeña esta penitencia que me da el sacerdote, es aconsejable que luego cada quien elija otras penitencias que están a su alcance (Cfr. CC 1468-1473). Todos los viernes del año, que el Derecho Canónico llama penitenciales (cc. 1250-1253) son ocasión para hacer penitencia, como así también especialmente la Cuaresma, por el ayuno, la abstinencia de comer carne o la práctica de obras de misericordia, o la privación de algo que nos cueste (dulces, bebidas alcohólicas u otros gustos).
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Esta satisfacción que hacemos no es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido, porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo. Pero quiere significar nuestro compromiso personal de conversión y de amor a Cristo. 6. Efectos y necesidad del Sacramento a. Efectos. El efecto principal de este sacramento es la reconciliación con Dios. Este volver a la amistad con Él es una “resurrección espiritual”, alcanzando, nuevamente, la dignidad de Hijos de Dios. Esto se logra porque se recupera la gracia santificante perdida por el pecado grave. Aumenta la gracia santificante cuando los pecados son veniales. Reconcilia al pecador con la Iglesia. Por medio del pecado se rompe la unión entre todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y el sacramento repara o robustece la comunión entre todos. Cada vez que se comete un pecado, la Iglesia sufre; por lo tanto, cuando alguien acude al sacramento de la confesión, se produce un efecto vivificador en la Iglesia. (Cfr. CEC 1468 – 1469). Se recuperan las virtudes y los méritos perdidos por el pecado grave. Otorga la gracia sacramental específica, que es curativa porque le devuelve la salud al alma y además la fortalece para combatir las tentaciones. b. Necesidad. En la actualidad hay una tendencia a negar que la Reconciliación sea el único medio para el perdón de los pecados. Muchos piensan y afirman que se puede pedir perdón y recibirlo sin acudir al confesionario. Esto es fruto de una mentalidad individualista y del secularismo. La enseñanza de la Iglesia es muy clara: Todas las personas que hayan cometido algún pecado grave después de haber sido bautizados, necesitan de este sacramento, pues es la única manera de recibir el perdón de Dios. Debido a esto, la Iglesia dentro de sus Mandamientos establece la obligación de confesarse cuando menos una vez al año con el fin de facilitar el acercamiento a Dios. (Cfr. CIC cc. 989). Estrictamente no hay necesidad de confesar los pecados veniales, pero es muy útil hacerlo, por las tantas gracias que se reciben. El acudir a la confesión con frecuencia es recomendado por la Iglesia, con el fin de ganar mayores gracias que ayuden a no reincidir en el pecado. No debemos reducir la confesión únicamente a los pecados graves. 6. SACRAMENTOS DE SANACIÓN: LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS Iluminación "Está enfermo alguno de ustedes? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren sobre él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que hubiera cometido" (St 5, 14-15). "…impondrán las manos sobre los enfermos y éstos sanarán" (Mc 16,17-18) 1. Introducción Es un hecho que la enfermedad y el sufrimiento son inherentes al ser humano. El hombre se ve impotente ante ellos y se da cuenta de sus límites y de que es finito. Más todavía cuando la enfermedad puede hacer que se vislumbre la muerte. Ante la enfermedad parece que el ser humano se acercaría mucho más a Dios, pero no siempre es así. Ante la angustia que provoca la enfermedad, el miedo, la fatiga, el dolor, el hombre puede desesperarse e inclusive se puede revelar contra Dios. Muchas veces, el estado físico en que se encuentra el enfermo, lo lleva a no poder hacer la oración necesaria para mantenerse unido al Señor. Pero cuando a la enfermedad se le da un sentido cristiano, lleva a a acercarse a Dios. Sabemos que la muerte corporal es natural, pero a través de los ojos de la fe sabemos que la muerte es causada por el pecado. (Cfr. Rm. 6, 23; Gn. 2, 17). Para los que mueren en gracia de Dios, es una participación en la muerte de Cristo, lo que trae como consecuencia el poder participar en su resurrección. (Cfr. Rm. 6, 3-9; Flp. 3, 10-11). No olvidemos que la muerte es el final de nuestra vida terrena. El conocer lo definitivo de la muerte, nos debe llevar a
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pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a cabo nuestra misión en la vida en la tierra. Ante estas circunstancias de la vida, Dios Nuestro Señor sale a nuestro encuentro con otro sacramento: La unción de los enfermos. 2. Naturaleza de la Unción de los enfermos El sacramento de la Unción de los Enfermos “tiene como fin conferir la gracia especial al cristiano que experimenta las dificultades inherentes al estado de enfermedad y vejez” (CEC 1527). En el Antiguo Testamento podemos apreciar como el hombre vive su enfermedad de cara a Dios, le reclama, le pide la sanación de sus males. (Cfr. Sal 6, 3; Is 38; Sal 38). A su vez, es un camino de salvación (Cfr. Sal 32, 5; Sal 107, 20). Asimismo, el pueblo de Israel llega a hacer un vínculo entre la enfermedad y el pecado. El profeta Isaías vislumbra que el sufrimiento puede tener un sentido de redención. (Cfr. Is 53, 11). En el Nuevo Testamento vemos como Cristo tenía gran compasión hacia aquellos que estaban enfermos. Él fue médico de cuerpo y alma, pues no sólo curaba a los enfermos, además perdonaba los pecados. Se dejaba tocar por los enfermos, ya que de Él salía una fuerza que los curaba (Cfr. Mc. 1, 41; 3, 10; 6; 56; Lc. 6, 19). Él vino a curar al hombre entero: cuerpo y alma. Con frecuencia Jesús pedía a los enfermos que creyesen, lo que nuevamente nos pone de relieve la necesidad de la fe para ser curado. Así mismo se servía de diferentes signos para curar (Cfr. Mc 2, 17; 5, 34-.36; 7, 32-36; 9, 23). 3. Institución de la Unción de los enfermos Cuando Cristo invita a sus discípulos a seguirle, supone tomar su cruz, haciéndoseles partícipes de su vida, llena de humildad y de pobreza. Esto los lleva a tomar una nueva visión sobre la enfermedad y el sufrimiento y los hace participar en su misión de curación. En Marcos 6, 13 se nos insinúa como los apóstoles, mientras predicaban, exhortando a hacer penitencia y expulsando demonios, ungían a muchos enfermos con óleo. Una vez resucitado, Cristo les dice: “que en Su nombre… impondrán las manos sobre los enfermos…” (Mc 16, 17-18). Y queda confirmado con lo que la Iglesia realiza invocando el nombre de Jesucristo. (Hch. 9, 34; 14, 3). Sabemos que esta santa unción fue uno de los sacramentos instituidos por Cristo. La Iglesia manifiesta que, entre los siete sacramentos, hay uno especial para el auxilio de los enfermos, que los ayuda ante las tribulaciones que la enfermedad trae consigo. Ahora bien, sabemos que ni las oraciones más fervorosas logran la curación de todas las enfermedades y que los sufrimientos que hay que padecer, tienen un sentido especial, como nos lo dice San Pablo: “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Ante el mandato de: “¡Sanad a los enfermos!” (Mt 10, 8), la Iglesia cumple con esta tarea tanto por los cuidados que le da a los enfermos, como por las oraciones de intercesión. El Concilio Vaticano II toma como la promulgación del sacramento, el texto de Santiago 5, 14-15, el cual nos dice: "Está enfermo alguno de ustedes? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren sobre él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo; el Señor lo restablecerá y le serán perdonados los pecados que hubiera cometido". 4. Signo, rito, ministro y sujeto de la Unción de los enfermos a. Signo: materia y forma La Unción de los enfermos se administra ungiendo al enfermo con óleo y diciendo las palabras prescritas por la Liturgia. (Cfr. CIC. cc 998). La materia remota es el aceite de oliva bendecido por el Obispo el Jueves Santo. En caso de emergencia, también cualquier sacerdote puede bendecirlo, siempre y cuando sea durante la celebración del sacramento. En los lugares donde no se pueda conseguir el aceite de oliva, se puede utilizar cualquier otro aceite vegetal. La materia próxima es la unción con el óleo, la cual debe ser en la frente y las manos para que este sacramento sea lícito, pero si las circunstancias no lo permiten, solamente es necesaria una sola unción en la frente o en otra parte del cuerpo para que sea válida.
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La forma son las palabras que pronuncia el ministro: “Por esta Santa Unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad” (Cfr. CIC cc 847, 1). Las palabras, unidas a la materia hacen que se realice el signo sacramental y se confiera la gracia. b. Rito y celebración Todos los sacramentos se celebran en forma litúrgica y comunitaria, y la unción de los enfermos no es ninguna excepción. Esta tiene lugar en familia sea en casa, en un hospital o en una iglesia. Es conveniente, de ser posible, que vaya precedido del sacramento de la Reconciliación y seguido por el Sacramento de la Eucaristía. La celebración es muy sencilla y comprende dos elementos, los mismos que menciona Santiago 5, 14: se impone en silencio las manos a los enfermos orando por todos ellos y luego se unge con óleo bendecido. c. Ministro y sujeto Solamente los sacerdotes o los Obispos pueden ser el ministro de este sacramento. Esto queda claro en el texto de Santiago y los Concilios de Florencia y de Trento lo definieron así, interpretando dicho texto. Es deber de los presbíteros instruir a los fieles sobre las ventajas de recibir el sacramento y que los ayuden a prepararse para recibirlo con las debidas disposiciones. El sujeto de la Unción de los Enfermos es cualquier fiel que habiendo llegado al uso de razón, comienza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez. (Cfr. CEC 1514). Para poderlo recibir tienen que existir unas condiciones. El sujeto -como en todos los sacramentos- debe de estar bautizado, tener uso de razón. No se administra a niños menores de siete años. Además, debe manifestar la intención de recibirla. Si por la enfermedad ya no puede expresar su intención pero cuando estuvo en sus facultades lo manifestó, aunque fuera de manera implícita, sí se puede administrar. Sin embargo, no se debe administrar en el caso de quien vive en un estado de pecado grave habitual, o a quienes lo han rechazado explícitamente antes de perder la conciencia. En caso de duda se administra “bajo condición”, su eficacia estará sujeta a las disposiciones del sujeto. Para administrarlo no hace falta que el peligro de muerte sea grave y seguro, lo que si es necesario es que se deba a una enfermedad importante o vejez (Sacrosantum Concilium, 73; Cfr. CIC cc 1004,1; 1005; 1007). Si un enfermo que recibió la unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave, recibir de nuevo este sacramento. En el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava. Es apropiado recibir la Unción de los enfermos antes de una operación importante, que implique un gran riesgo para la vida de una persona. Y esto mismo puede aplicarse a las personas de edad avanzada cuyas fuerzas se debilitan. Como se ha visto, la Unción de los Enfermos puede recibirse más de una vez, pues no imprime carácter. No es conveniente esperar hasta el último momento para la administración de este sacramento. Si así fuera, se podría estar poniendo obstáculos para su eficacia. 5. Efectos, necesidad y frutos de la Unción de los enfermos a. Efectos La Unción de los Enfermos es una preparación para el paso de esta vida a la gloria eterna y son muchos los efectos y gracias que confiere al enfermo para prepararse para la entrada a la vida eterna. El enfermo que confía en sus propias fuerzas, podría desesperarse, pero Cristo viene a él para reconfortarlo en estos momentos difíciles. Este sacramento es de “vivos”; por lo tanto, recibiéndolo en estado de gracia santificante, la incrementa en el enfermo. Se recibe la gracia sacramental propia de la Unción de los Enfermos, que es una gracia de consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de la vejez. Esta gracia es un don del Espíritu Santo que nos lleva a renovar la confianza y la fe en Dios y fortalece al alma para que sea capaz de vencer las tentaciones especialmente de desaliento, y de angustia. (CEC 1520). La asistencia del Espíritu Santo tiene como objeto conducir al enfermo hacia la curación del alma, pero si es la voluntad de Dios, también puede recuperar la salud corporal. (Cfr. CEC 1520).
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La unción de los enfermos puede obtenernos el perdón de los pecados veniales y la remisión de las penas del purgatorio, pues son obstáculos que impiden la entrada al cielo. Este efecto depende de la debida disposición que tenga el sujeto que lo recibe, se necesita un verdadero dolor de corazón, en otras palabras, estar totalmente arrepentidos. Normalmente, este sacramento va acompañado de indulgencia plenaria, la cual perdona la pena temporal debida por los pecados. En caso de que la persona no se pueda confesar y esté completamente arrepentida, la unción perdona los pecados mortales. Si posteriormente, la imposibilidad de confesarse se resuelve, el enfermo tiene la obligación de acudir al sacramento de la Reconciliación. b. Necesidad Este sacramento no es absolutamente necesario para la salvación, pero a nadie le es lícito desdeñarlo, por lo tanto se debe procurar que los enfermos lo reciban lo antes posible en caso de una enfermedad grave o crónica, o en la ancianidad. La Iglesia recomienda recibirlo cuando se está en plenas facultades mentales. El cristiano está obligado a prepararse lo mejor posible para la muerte, por lo que las personas allegadas a él tienen el deber grave de procurar que lo reciba. Muchas veces no se hace por el temor de asustar al enfermo, por una visión equivocada de la muerte en el sentido cristiano. Normalmente el enfermo acoge la sugerencia con serenidad, sobre todo si se le explica que es para su bien. La Iglesia, además, ofrece junto a este sacramento, la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras del Señor: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,54). Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado, la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre (Jn 13,1). c. Frutos Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse de manera más íntima a la pasión de Cristo. El sufrimiento, fruto del pecado original, obtiene un nuevo sentido, y se participa en la obra salvífica de Jesús. Al unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo, por medio de este sacramento, los enfermos contribuyen al bien del Pueblo de Dios. Al celebrar la Unción de los Enfermos, la Iglesia, por la comunión de los santos, intercede por el bien del enfermo, y éste, a su vez, por la gracia de este sacramento, contribuye a la santificación de la Iglesia y al bien de todos los hombres por los que la Iglesia sufre y se ofrece, por Cristo, a Dios Padre. La Unción de los Enfermos es un escudo para defendernos ante las últimas luchas en nuestra vida y así entrar a la Casa del Padre. Nos prepara para dar el paso a la vida eterna. 7. EL SACRAMENTO DEL ORDEN SACERDOTAL Iluminación (Heb 5, 1-4) “Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios a favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Está en grado de ser comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas, y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, a la vez que por los del pueblo. Nadie puede recibir esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón”. 1. Introducción No existe dignidad más grande para un ser humano que ser elevado al orden sacerdotal. El ser humano que por este sacramento actúa en la persona de Jesucristo y con su poder en vista de la salvación de las gentes, es una tarea muy delicada que Dios concede a quien quiere. Humanamente es imposible entender este don y asumirlo plenamente: debemos contar con la gracia de Dios para estar a la altura de las exigencias de tan magno ministerio. Los cristianos hemos de procurar conocer un poco más lo que significa ser sacerdote para siempre. Esperamos que estos apuntes ayuden para este fin. 2. Sentido e institución del Orden
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a. Naturaleza “El Orden es el sacramento por el cual unos hombres quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza, las funciones de enseñar, gobernar y santificar” (CIC c. 1008) Todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo, lo cual los capacita para colaborar en la misión de la Iglesia. Pero, los que reciben el Orden quedan configurados de forma especial, quedan marcados con carácter indeleble, que los distinguen de los demás fieles y los capacita para ejercer funciones especiales. Estos últimos tienen el sacerdocio ministerial, que es distinto al sacerdocio real o común de todos los fieles recibido en el Bautismo El sacerdote actúa en nombre y con el poder de Jesucristo. Su consagración y misión son una identificación especial con Jesucristo, a quien representan. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles ejerciendo tres poderes: son los encargados de transmitir el mensaje del Evangelio, y de esa manera ejercen el poder de enseñar. Su poder de gobernar lo ejercen dirigiendo, orientando a los fieles a alcanzar la santidad. Así mismo son los encargados de administrar los medios de salvación – los sacramentos – cumpliendo así la misión de santificar. Si no hubiesen sacerdotes, no sería posible que los fieles reciban ciertos sacramentos, de ahí la necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales. De los sacerdotes depende, en gran parte, la vida sobrenatural de los fieles cristianos, pues solamente ellos pueden consagrar, al hacer presente a Cristo en la hostia y otorgar el perdón de los pecados. En el Antiguo Testamento vemos como dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico. Los sacerdotes de la Antigua Alianza fueron consagrados con rito propio. (Cfr. Ex. 29, 1-30). Pero, este sacerdocio de la Antigua Alianza era incapaz de realizar la salvación, motivo por el cual tenía la necesidad de repetir una y otra vez sacrificios en señal de adoración, de gratitud, de súplica y de contrición. La Liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas, así como en la institución de los setenta “ancianos” (Nm. 11, 24-25), prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. También el sacerdocio Melquisedec es considerado como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb. 5, 10; 6, 20). Todas esta prefiguraciones encuentran su plenitud en Cristo, “único mediador entre Dios y los hombres” (1Tim. 2, 5). Cristo es la fuente del ministerio de la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado la autoridad, la misión, la orientación y la finalidad. b. Institución El Concilio de Trento definió como dogma de fe que el Sacramento del Orden es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo. Los protestantes niegan este sacramento, para ellos no hay diferencia entre sacerdotes y laicos. Por la Sagrada Escritura, podemos conocer como Jesús escogió de manera muy especial a los Doce Apóstoles (Cfr. Mc. 3, 13-15; Jn. 15, 16). Y es a ellos a quienes les otorga Sus poderes de perdonar los pecados, de administrar los demás sacramentos, de enseñar y de renovar, de manera incruenta, el sacrificio de la Cruz hasta el final de los tiempos. Les concedió estos poderes con la finalidad de continuar Su misión redentora y para ello, Cristo les dio el mandato de transmitirlos a otros. Desde un principio así lo hicieron, imponiendo las manos a algunos elegidos, nombrando presbíteros y obispos en las diferentes localidades para gobernar las iglesias locales. El Jueves Santo, en lo que se conoce como la Cena del Señor, se conmemora la institución de este Sacramento. 3. El signo y el rito del Orden a. Signo: Materia y Forma El Papa Pío XII, después de una larga controversia, declaró que la materia de este sacramento era la imposición de manos. (Cfr. Dz. 2301; CIC. c. 1009 &2). Como hemos visto, desde un principio la práctica apostólica era la imposición de manos, el problema se suscitó al añadirse al rito en los siglos X, XI, XII, la entrega de los instrumentos - cáliz, patena, Evangelios etc. – a la usanza de las costumbres civiles romanas. Pero, en este sacramento, a diferencia de los otros, el efecto no depende de lo que tenga el ministro, sino que se comunica una fuerza espiritual que viene de Dios. De ahí que la fuerza de la materia está en el ministro y no en una
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cosa material. Pío XII aclaró - de manera rotunda - que estos instrumentos no eran necesarios para la validez del sacramento. La forma es la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado. (CIC. c. 1009 & 2). Esta es diferente para cada grado del sacramento. Es decir, son diferentes para el episcopado, para el presbiterado y para el diaconado. b. Rito y Celebración La celebración del Sacramento del Orden, ya sea, para un obispo, para el presbiterado o para el diaconado, tendrá lugar, de preferencia en domingo y en la catedral del lugar. El lugar propio para ello es dentro de la Eucaristía. El rito esencial del sacramento está constituido, para los tres grados, por la “imposición de las manos” del Obispo sobre la cabeza del ordenando, así como una “oración consagratoria específica” en la que se le pide a Dios “la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados a cada ministerio, para el cual el candidato es ordenado”. Como todo sacramento, existen ritos complementarios en la celebración. Así, al obispo y al presbítero se le unge con el Santo Crisma, como signo de la unción especial del Espíritu Santo que se hace fecundo en su ministerio. Al obispo se le entrega el libro de los Evangelios, el anillo, la mitra y el báculo. Al presbítero se le entregan la patena y el cáliz, los Evangelios. Al diácono se le entrega el libro de los Evangelios. En las tres consagraciones, la unción significa la consagración de la persona en su totalidad a Cristo y a la Iglesia. 5. Los tres grados del Orden: El episcopado, el presbiterado y el diaconado. Entre los diversos ministerios, el Ministerio de los Obispos, ocupa un lugar preponderante, pues por medio de una sucesión apostólica, que existe desde el principio, son los que transmiten la semilla apostólica. Los primeros apóstoles, después de recibir al Espíritu Santo en Pentecostés, comunicaron el don espiritual que habían recibido a sus colaboradores, mediante la “imposición de manos”. El Concilio Vaticano II, “enseña que por la consagración episcopal se recibe la ‘plenitud’ del sacramento del Orden”. Se puede decir que es la “cumbre del ministerio sagrado”. (Cfr. Lumen Gentium 20; CC. n. 1555). Su poder para consagrar no excede a la de los presbíteros, pero sí tienen otros poderes que los sacerdotes no tienen, como son: El poder de administrar el sacramento del Orden y de la Confirmación. Son los que normalmente bendicen los óleos que se utilizan en los diferentes sacramentos. También poseen el poder de predicar en cualquier lugar. Normalmente, el Obispo tiene el gobierno de una diócesis o Iglesia local que le ha sido confiada, siempre bajo la autoridad del Papa, pero al mismo tiempo, “tiene colegialmente con todos sus hermanos en el episcopado la solicitud de todas las Iglesias”. (Cfr. CC n. 1566). Es quien dicta las normas en su diócesis sobre los seminarios, la predicación, la liturgia, la pastoral, etc. Además, son los Obispos los encargados de otorgar a los presbíteros el poder de predicar la palabra de Dios y de regir sobre los fieles. Existen Obispos con territorio, que son los que están al frente de una diócesis y Obispos sin territorio, que son, generalmente, todos aquellos que colaboran en el Vaticano, en una misión específica. Algunos Obispos son nombrados Cardenales, en virtud de su entrega y su labor especial a la Iglesia. El Papa es quien los nombra y no se necesita de una celebración especial. En cuanto al poder del sacramento, es igual que la de los Obispos, ambos tiene la plenitud del ministerio, por ser Obispo. Los Arzobispos son aquellos Obispos encargados de una arquidiócesis. Los presbíteros - palabra que viene del griego y significa anciano – no poseen la plenitud del Orden y están sujetos a la autoridad del Obispo del lugar para ejercer su potestad. Sin embargo, tienen los poderes de: Consagrar el pan y el vino. Perdonar los pecados. Ayudar a los fieles, transmitiendo la doctrina de la Iglesia y con obras. Pueden administrar cualquier sacramento en el cual el ministro no sea un Obispo.
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Los sacerdotes o presbíteros son los que ayudan a los Obispos en diferentes funciones. Por ello, cuando un sacerdote llega a una diócesis tiene que presentarse ante el Obispo, y éste será quien le otorgue los permisos necesarios. Los presbíteros, a pesar de no poseer la plenitud del Orden y dependan de los Obispos, están unidos a ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del Sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote. (Cfr. Hb. 5, 1-10; 7,24; 11, 28). Además, por el Sacramento del Orden, los presbíteros participan en la universalidad de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos – del griego, igual a servidor – a los que se les imponen las manos “para realizar un servicio, y no para ejercer el sacerdocio”. A ellos les corresponde: Asistir al Obispo y a los presbíteros en diferentes celebraciones. En la distribución de la Eucaristía, llevando la comunión a los moribundos. Asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, cuando no haya sacerdote. Proclamar el Evangelio. Administrar el Bautismo solemne. Dar la bendición con el Santísimo. El diaconado, generalmente, se recibe un tiempo antes de ser ordenado presbítero, pero a partir del Concilio Vaticano II, se ha restablecido el diaconado como un grado particular dentro de la jerarquía de la Iglesia. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados o solteros, ha contribuido al enriquecimiento de la misión de la Iglesia. (Cfr. Lumen Gentium. 29). 5. Efectos, ministros y sujetos del Orden a. Efectos Con este sacramento se reciben varios efectos de orden sobrenatural que le ayudan al cumplimiento de su misión: El carácter indeleble, que se recibe en este sacramento, es diferente al del Bautismo y el de la Confirmación, pues constituye al sujeto como sacerdote para siempre. Lo lleva a su plenitud sacerdotal, perfecciona el poder sacerdotal y lo capacita para poder ejercer con facilidad el poder sacerdotal.Todo esto es posible porque el carácter configura a quien lo recibe con Cristo. Lo que hace que el sacerdote se convierta en ministro autorizado de la palabra de Dios, y de ese modo ejercer la misión de enseñar. Así mismo, se convierte en ministro de los sacramentos, en especial de la Eucaristía, donde este ministerio encuentra su plenitud, su centro y su eficacia, y de este modo ejerce el poder de santificar. Además, se convierte en ministro del pueblo, ejerciendo el poder de gobernar. Otro efecto de este sacramento es la potestad espiritual. En virtud del sacramento, se entra a formar parte de la jerarquía de la Iglesia, la cual podemos ver en dos planos. Una, la jerarquía del Orden, formada por los obispos, sacerdotes y diáconos, que tiene como fin ofrecer el Santo Sacrificio y la administración de los sacramentos. Otra es la jerarquía de jurisdicción, formada por el Papa y los obispos unidos a él. En este caso, los sacerdotes y los diáconos entran a formar parte de ella, mediante la colaboración que prestan al Obispo del lugar. Por ser sacramento de vivos, aumenta la gracia santificante y concede la gracia sacramental propia, que en este sacramento es una ayuda sobrenatural necesaria para poder ejercer las funciones correspondientes al grado recibido. b. Ministro y Sujeto Cristo eligió a doce apóstoles, entre sus numerosos discípulos, haciéndoles partícipes de su misión y de su autoridad. Desde entonces hasta hoy es Cristo quien otorga a unos el ser Apóstoles y a otros ser pastores. Por lo tanto, el ministro del Sacramento del Orden es el Obispo, descendiente directo de los Apóstoles. Los obispos válidamente ordenados, es decir que están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados del sacramento del orden. Así consta en los Concilios de Florencia y de Trento. “Dado que el sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir el don espiritual; la semilla apostólica”. (CC. n. 1576). Para que se administre válidamente, solamente se necesita que el obispo tenga la intención de hacerlo y que cumpla con el rito externo de la ordenación. No importa la condición en que se encuentre el obispo.
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En cuanto a la licitud de la ordenación, para ordenar a un obispo se requiere ser obispo y poseer una constancia del mandato del Su Santidad, el Papa. En la ordenación de obispos, además del ministro, se necesita que estén presente otros dos obispos. Para ordenar lícitamente a los presbíteros y los diáconos, el ministro es el propio Obispo o en su defecto, cualquier otro Obispo autorizado por el Ordinario del lugar. Además debe de corroborar que el candidato sea idóneo, de acuerdo a las normas del derecho. Cuando la ordenación es realizada por un Obispo que no es el propio, debe de cerciorarse mediante Cartas Testimoniales. Además el ministro debe de estar en estado de gracia. Para poder recibir válidamente este sacramento, el sujeto es “todo varón bautizado”. (Cfr. CIC c. 1024). El sujeto debe de tener la intención de recibirlo y haberla manifestado. Se le llama intención habitual a la que tenía antes y de la cual no se retractó. En la práctica será intención actual, en el momento de recibirlo, pues está dispuesto a recibirlo y a cambiar de estado de vida, adquiriendo nuevas obligaciones. Debe recibirlo en total libertad, pues sino la intención no existe y la ordenación es nula y las obligaciones dejan de existir. En la actualidad, existe una corriente muy fuerte que propugna por la ordenación sacerdotal de las mujeres. La Iglesia siempre ha enseñado que Jesucristo escogió a hombres para continuar su misión redentora. Todos los Apóstoles eran varones. La Iglesia no tiene ningún poder para cambiar la esencia de los sacramentos que Cristo estableció. En 1994, el Papa, Juan Pablo II, en su Carta Apostólica sobre la Ordenación Sacerdotal reservada sólo a los hombres nos dice: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a mis hermanos (Cfr. Lucas 22, 32), declaró que la Iglesia no tiene modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Con esto queda definitivamente aclarada la cuestión. Por otro lado, si el sacerdote tiene que representar a Cristo, tiene que tener una cierta semejanza natural con Él para poder celebrar la Santa Misa y la Eucaristía. Y Cristo es hombre. Quienes por este motivo dicen que la Iglesia rebaja la dignidad de la mujer, están en error; el ejemplo lo tenemos en la Santísima Virgen María. Para la Iglesia el hombre y la mujer tienen la misma dignidad. 6. Condiciones y obligaciones del Orden sacerdotal a. Condiciones para recibirlo lícitamente Existen unas cualidades necesarias por derecho divino, es decir por voluntad divina: Que exista una vocación, un llamado específico de Dios, que posee unos signos tales como; la recta intención que significa buscar siempre la gloria de Dios, el bien de las almas y la propia santificación y una sólida vida de piedad y mortificación, afán de servicio. No olvidemos que el sacerdote es el mediador entre Dios y el hombre. Al ser sacramento de vivos, se necesita recibirlo en estado de gracia. Por otro lado existen unas cualidades por derecho eclesiástico, es decir por disposición de la Iglesia:
Las llamadas Cartas o Letras dimisorias, que es el acto por el cual alguien que tiene la autoridad necesaria autoriza la ordenación. Se llaman así porque casi siempre son por escrito. El sujeto debe de conocer todo lo referente al sacramento y sus obligaciones. A esto se le llama “Ciencia Suficiente”. El ordenado debe de presentarlo por escrito de su puño y letra. En cuanto al diaconado es necesario haber terminado el quinto año de estudios filosóficos – teológicos. Para el episcopado, Doctorado, o cuando menos la licenciatura en Sagradas Escrituras, Derecho Canónico o Teología. La edad mínima para ser obispo es de 35 años. Para ser sacerdote es de 25 años. Los diáconos que van a recibir el presbiterado deben de tener cuando menos 23 años. En el caso de diáconos permanentes han de tener 35 años y si están casados se necesita que su esposa de su consentimiento. (Cfr. CIC 378; 1031). Entre el diaconado y el presbiterado debe existir un intervalo de tiempo, de al menos seis meses. A este espacio de tiempo que existe entre los dos primeros grados, se le llama intersticio.
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El candidato debe haber recibido el sacramento de la Confirmación. Para poder recibir el diaconado o el presbiterado el sujeto tiene que ser admitido como candidato por la autoridad competente, después de haber hecho la solicitud de su puño y letra. Esto se efectúa con un rito litúrgico establecido, llamado rito de admisión. También se requiere la asistencia a Ejercicios Espirituales previos a la ordenación, de cinco días cuando menos. Estar libre de impedimentos o irregularidades. La irregularidad tiene carácter perpetuo. Los impedimentos no son perpetuos. Las irregularidades, impiden recibir lícitamente el sacramento, y son: Padecer de amnesia o de algún trastorno psíquico. Haber cometido alguna apostasía, herejía o ser causante de un cisma. Intento de recibir el sacramento del Matrimonio, teniendo algún impedimento como un vínculo por orden sacerdotal o voto público perpetuo de castidad. Homicidio voluntario. Haber participado en un aborto. Haberse mutilado gravemente a sí mismo. Intento de suicidio. Haber cometido un acto que solamente tiene el poder de realizar un obispo o un sacerdote. Los simples impedimentos son: Estar casado. Desempeñar un cargo público, prohibido a los clérigos. Haber recibido el Bautismo recientemente, pues se considera que no está lo suficientemente probado. b. Obligaciones El celibato sacerdotal, fundamentado en el misterio de Cristo, es obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia latina. (Cfr. CIC c. 227; CC n. 1579). Este tema ha sido y es muy discutido. El Concilio Vaticano II, Paulo VI, el II Sínodo de Obispos en 1971 han tratado este tema en documentos, encíclica y lo han ratificado. Juan Pablo II en 1979 reafirmó la postura del magisterio de la Iglesia. Todo esto nos demuestra, que a pesar de los ataques, la Iglesia posee una decidida voluntad por mantener la praxis antiquísima, pues aunque el celibato no es una exigencia de la naturaleza misma del sacerdocio, es muy conveniente. De la Encíclica de Paulo VI, Sacerdotalis celibatus, podemos tomar algunas razones que demuestran su conveniencia. Hay razones cristológicas y razones eclesiásticas. De las razones cristológicas se muestra la conveniencia en que:
Mediante el celibato, los sacerdotes se pueden entregar de un modo más profundo a Cristo, pues su corazón no está dividido en diferentes amores. Por su vocación, el sacerdote lleva una vida de total continencia, a ejemplo de la virginidad de Cristo. Cristo no quiso para Sí otro vínculo nupcial que el de su Amor a los hombres en la Iglesia. Por lo tanto, el celibato sacerdotal facilita la participación del ministro de Cristo en su Amor universal.
De las razones eclesiásticas, vemos su conveniencia en que:
Con el celibato, la dedicación de los sacerdotes al servicio de los hombres, es más libre, en Cristo y por Cristo. Toda la persona del sacerdote le pertenece a la Iglesia, la cual tiene a Cristo como esposo. El celibato le facilita al sacerdote ejercer la paternidad de Cristo.
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No debemos olvidar que el celibato es un don de Dios, otorgado a algunas personas. Por lo tanto, la Iglesia aunque no lo puede imponer a nadie, si puede exigirlo a aquellos que desean ser sacerdotes. 7. Derechos y deberes de los sacerdotes Entre los derechos y deberes de los clérigos se encuentra el deber de buscar la santidad de vida, ya que son los administradores de los misterios de Cristo, para ello, deben leer la Sagrada Escritura. Que la celebración Eucarística sea el centro de su vida, por lo cual deben hacerlo diariamente. Rezar la Liturgia de las Horas. Practicar la meditación diariamente. Es recomendable tener un director espiritual y confesarse con mucha frecuencia. Asistir a Ejercicios Espirituales y tener una especial veneración a la Santísima Virgen María, rezando frecuentemente el Rosario, el Angelus, etc. El sacerdote tiene que luchar y esforzarse por ser santo. Todos aquellos que han recibido el sacramento del Orden tienen la obligación de mostrar respeto y obediencia al Papa y a su Ordinario propio, es decir, a su Obispo. Los sacerdotes deben de vestir el traje eclesiástico marcado por la Conferencia Episcopal donde sea posible. Esto tiene como finalidad, no solamente el decoro externo, sino que con ello da testimonio público de su pertenencia a Dios y su propia identidad. (Cfr. CIC c.284). El Sacramento del Orden confiere a los que lo reciben una misión y una dignidad especial, causa por la cual la Iglesia no permite que se ejerzan ciertas actividades, que podrían ser causa que obstaculice, o de rebajar su ministerio. Por ello, no permite que participen en cargos públicos que suponen una participación en los poderes civiles. No deben administrar bienes que son propiedades de laicos. Tampoco es conveniente que sean fiadores. No está permitido ejercer el comercio, ni participar en sindicatos o partidos políticos, ni presentarse voluntariamente al servicio militar. Por todo lo que se ha dicho antes, podemos concluir que los sacerdotes necesitan una formación especial que les permita desempeñar cabal y eficientemente la misión que les ha sido encomendada. La cual debe estar centrada en lo fundamental de su misión: enseñar el Evangelio, administrar los sacramentos y dirigir a los fieles. Con este motivo, la Iglesia fomenta el hecho que esta formación se desarrolle en lugares e instituciones especiales. Recordemos que Cristo pasó su vida pública enseñando a sus Apóstoles, de manera especial, fomentando su piedad y su amor a Dios, los instruía sobre el contenido de su predicación, les explicaba las parábolas y poco a poco fue instruyéndolos en la labor pastoral. 8. EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO Iluminación “No está bien que el hombre esté solo, hagámosle una compañera semejante a él.” (Gen. 2, 18). “Dios creó al hombre y a la mujer a imagen de Dios, hombre y mujer los creó, y los bendijo diciéndoles: procread, y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla”.(Gen. 1, 27- 28). “¿No han leído que el Creador desde el principio, los hizo hombre y mujer? Y que dijo: por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos uno solo? De manera que ya no son dos, sino uno solo. Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6). 1. Introducción La unión conyugal tiene su origen en Dios, quien al crear al hombre lo hizo una persona que necesita abrirse a los demás, con una necesidad de comunicarse y que necesita compañía. Desde el principio de la creación, cuando Dios crea a la primera pareja, la unión entre ambos se convierte en una institución natural, con un vínculo permanente y unidad total (Cfr. Mt. 19,6). Por lo que no puede ser cambiada en sus fines y en sus características, ya que de hacerlo se iría contra la propia naturaleza del hombre. El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o consecuencia de instintos naturales inconscientes. El matrimonio es una sabia institución del Creador para realizar su designio de amor en la humanidad. Por medio de él, los esposos se perfeccionan y crecen mutuamente y colaboran con Dios en la procreación de nuevas vidas.
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El matrimonio para los bautizados es un sacramento regido por el amor que Jesucristo tiene a su Iglesia (Cfr. Ef. 5, 25-32). Sólo hay verdadero matrimonio entre bautizados cuando se contrae el sacramento.
2. ¿Qué es el Sacramento del Matrimonio? El matrimonio se define como la alianza por la cual, el hombre y la mujer, se unen libremente para toda la vida con el fin de ayudarse mutuamente, procrear y educar a los hijos. Esta unión, basada en el amor, implica un consentimiento interior y exterior, que dura hasta la muerte. Nadie puede romper este vínculo. (Cfr. Código de Derecho Canónico c. 1055). El matrimonio posee todos los elementos de un contrato. Los contrayentes son el hombre y la mujer. El objeto es la donación recíproca de los cuerpos para llevar una vida marital. El consentimiento es lo que ambos contrayentes expresan. Unos fines que son la ayuda mutua, la procreación y educación de los hijos. 3. Institución del Sacramento del Matrimonio Dios instituyó el matrimonio como contrato natural desde un principio. Cristo lo elevó a la dignidad de sacramento. No se conoce el momento preciso en que lo eleva a la dignidad de sacramento, pero se refirió varias veces en su predicación. Jesucristo explica a sus discípulos el origen divino del matrimonio: “¿No han leído que el Creador desde el principio, los hizo hombre y mujer? Y que dijo: por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos uno solo?” (Mt. 19, 4-5). Cristo en el inicio de su vida pública realiza su primer milagro, a petición de su Madre, en las Bodas de Caná (Cfr. Jn. 2, 1-11). Esta presencia de Él en un matrimonio es muy significativa para la Iglesia. Significa que su presencia será siempre eficaz en el matrimonio. Durante su predicación enseñó el sentido original de esta institución: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. (Mt. 19, 6). Por eso el matrimonio como contrato natural y el sacramento del matrimonio, para el cristiano es una sola cosa. 4. Fines del Matrimonio Los fines del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación de los hijos y la educación de estos. (Cfr. CIC c. 1055; Familiaris Consortio 18; 28). Esta ayuda mutua se debe hacer aportando lo que cada uno tiene y apoyándose en todo: en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las tristezas y, todos los días de sus vidas. Ambos se aceptan tal como son, con sus cualidades y sus defectos evitando imponer sus criterios de vida. Por eso la ayuda mutua implica un diálogo continuo y unos espacios de reflexión y ayuda personal. Además, la ayuda mutua implica el deber marital como remedio de la concupiscencia, realizado de modo digno y humano superando el egoísmo del sólo placer anulando la procreación. El matrimonio como institución natural corresponde a la naturaleza humana porque el Creador nos hizo sexuados y con atracción mutua con el fin de propagar la especie humana sobre la faz de la tierra. Entonces, el hombre y la mujer están llamados a dar vida a nuevos seres humanos, que deben desarrollarse en el seno de una familia que tiene su origen en el matrimonio. Esto es algo que los novios deben aceptar desde el momento que decidieron casarse. Cuando los novios libremente eligen casarse, se compromete a cumplir con todas las obligaciones que este nuevo estado de vida conlleva. Por eso mismo el Concilio Vaticano II nos recuerda que el amor que lleva a un hombre y a una mujer a casarse es un reflejo del amor de Dios y debe ser fecundo (Cfr. Gaudium et Spes, 50). Los que se casan han de estar abiertos a la vida de nuevos hijos con responsabilidad y generosidad. El número de hijos que han de tener es una decisión que deben tomar los esposos sin manipulación alguna teniendo en cuenta sus condiciones de vida y capacidad de llevar adelante su familia. Todo lo que, por egoísmo evite o corte la procreación es una atentado frontal contra la dignidad del ser humano y de los mismos esposos. En este sentido el uso de anticonceptivos de cualquier tipo, preservativos y abortivos es una falta moral grave que destruye la familia y aleja de Dios notablemente. También dentro de los fines tenemos la educación de los hijos. Se trata de una educación en la fe cristiana que comporta, a su vez, los valores y virtudes que todo ser humano
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debe cultivar y que son la base de las virtudes sobrenaturales. La educación cristiana se hace en el hogar mediante la oración en familia, el testimonio de vida de los padres en ser justos y honestos de acuerdo a los mandamientos y recibir los sacramentos con frecuencia. La educación de los hijos en la fe debe procurar que crezcan cultivando una mentalidad cristiana, es decir pensando y sintiendo como piensa y siente la Iglesia de Cristo. 5. Signo, ministro, sujeto y rito del matrimonio a. Signo: materia y forma. El signo externo de este sacramento es el contrato matrimonial, que a la vez conforman la materia y la forma. La materia remota: son los mismos contrayentes. La materia próxima: es la donación recíproca de los esposos, se donan toda la persona, todo su ser. La forma: es el Sí que significa la aceptación recíproca de ese don personal y total. b. Ministro, Sujeto y Testigos. A diferencia de los otros sacramentos, donde el ministro es el Obispo o el sacerdote, en este sacramento los ministros son lo propios cónyuges. Ellos lo confieren y lo reciben al mismo tiempo (Cfr. CC 1623). La presencia del Obispo, o sacerdote o representante de la Iglesia se requiere como testigo cualificado para que el matrimonio sea válido. (Cfr. CIC c. 1108). En casos muy especiales se puede celebrar el matrimonio con la sola presencia de los testigos laicos, siempre y cuando estén autorizados. (Cfr. CIC c. 1110 - 1112). El sujeto puede ser todo bautizado, ya sea católico o de otra confesión cristiana: Ejemplo: un luterano, un ortodoxo, un anglicano. En el caso de que sea un matrimonio de un católico con un bautizado en otra religión cristiana, se deberá de pedir una dispensa eclesiástica. (Cfr. CIC c. 1124-1129). En el caso de disparidad de culto, es decir, el matrimonio con una persona no bautizada, se puede pedir una dispensa, siempre y cuando se cumplan las condiciones mencionadas en el Código de Derecho Canónico c. 1125 y 1126, Cfr. CIC c. 1086 & 1- 2). c. El Rito y la Celebración. El matrimonio entre dos fieles católicos se celebra normalmente dentro de la Santa Misa. En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió a su esposa, la Iglesia, por la cual se entregó. Por ello, la Iglesia considera conveniente que los cónyuges sellen su consentimiento, de darse el uno al otro, con la ofrenda de sus propias vidas. De esta manera unen su ofrenda a la de Cristo por su Iglesia. La liturgia ora y bendice a la nueva pareja y reciben el Espíritu Santo. (Cfr. CC n. 1621 –1624). Para ello la Iglesia pide una serie de requisitos previos que hay que cumplir, como son constatar que no exista un vínculo anterior (Cfr. CIC. c. 1066), la instrucción sobre lo que conlleva el sacramento y las amonestaciones o proclamas matrimoniales con el fin de corroborar que no existe ningún impedimento. Debe de celebrarse ante un sacerdote, un diácono, o en un caso especialísimo de un laico autorizado y dos testigos. (Cfr. CIC. n. 1111 – 1112). 6. Propiedades del Matrimonio Las propiedades del matrimonio son “la unidad” y la “indisolubilidad”, como consecuencia lógica de los fines. Las propiedades se aplican, tanto al matrimonio natural que Dios instituyó en el paraíso como al sacramento porque exige la naturaleza humana. a. La unidad: es la unión de un solo hombre con una sola mujer. En el matrimonio los cónyuges se donan recíprocamente uno al otro, uniendo sus inteligencias, voluntades, sentimientos, teniendo los mismos deseos y objetivos. La fidelidad, prometida al contraer matrimonio, es requisito indispensable para esta unión, de no existir provocaría un gran desequilibrio en el matrimonio. Por ello la poligamia (unión de un hombre con varias mujeres) y la poliandria (unión de una mujer con varios hombres) atentan contra esta propiedad del matrimonio. Únicamente está permitido volverse a casar cuando el vínculo se deshace al morir uno de los esposos (Cfr. 1 Cor. 7, 39). Un matrimonio se puede desbaratar si no se une sólidamente para hacer frente a todas las dificultades que surgen durante la vida. No es nada más la unión en una sola carne, sino un solo corazón y una sola alma. Caminar juntos el mismo camino. No es posible que dos personas piensen igual, pero deben luchar juntos para mantener la unidad en la diversidad para vencer las tentaciones y obstáculos. Recordemos que ambos tienen la misma dignidad y las mismas gracias otorgadas por Dios.
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b. La indisolubilidad: significa que el vínculo matrimonial dura para toda la vida y nadie lo puede deshacer. El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por causa alguna, sólo la muerte deshace el vínculo. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mt. 19, 6) nos lo recuerda el Señor. Otro tipo de unión no se considera como matrimonio. Estas propiedades son necesarias porque, por medio de ellas, se logra conservar y fomentar la fidelidad conyugal, se facilita la ayuda mutua y el perfeccionamiento de ambos cónyuges. Todo esto es muy importante para la educación de los hijos que requiere una estabilidad familiar. Además propician la paz y la armonía en la familia y llena de bendiciones a toda la familia. Sin embargo existen casos en que el vínculo matrimonial puede ser disuelto por razones señaladas expresamente por la Iglesia. El matrimonio rato (sacramentado o “realizado”) pero no consumado, es decir sin haberse llevado a cabo el acto conyugal. En este caso puede ser disuelto por causas justas. (Cfr. CIC. c. 1142). Cuando dos personas no bautizadas están casadas y una se bautiza y la otra se opone a vivir según los designios de Dios. A esto se le llama “privilegio paulino” (Cfr. 1 Cor. 7, 12-15; CIC. c. 1143). 7. Separación, divorcio y matrimonio civil a. Separación. La separación de los cónyuges es la interrupción de la convivencia matrimonial. Es cuando los cónyuges viven en casas distintas y hacen vidas separadas. Sin embargo, esto no significa que haya desaparecido el vínculo matrimonial, los cónyuges siguen casados y no pueden contraer un nuevo matrimonio. Puede que la causa de la separación cese y la convivencia se restablezca. (CIC. c. 1155). En ocasiones se presentan circunstancias que justifican una separación. El Derecho Canónico vigente en el c. 1153 dice:“Si uno de los cónyuges pone en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole -los hijos- o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo para separarse”. El peligro espiritual se refiere a cuando uno de los cónyuges abandona la fe católica para unirse a una secta y obliga al otro y/o a los hijos a hacer lo mismo, o no permite que su cónyuge practique su fe, o lo obliga a cometer algún acto inmoral. El peligro físico es cuando existe violencia -física o mental- en el trato con el otro cónyuge o los hijos, sea por enfermedad mental, o por vicios. El adulterio sistemático, de alguno de los cónyuges atenta contra el deber a la fidelidad y podría ser, en caso muy extremo, motivo legítimo de una separación (Cfr. CIC. c. 1152). b. Divorcio. En el caso del divorcio es la autoridad civil quien determina la disolución del vínculo matrimonial, por lo cual los esposos pueden contraer nuevas nupcias civilmente. Aún habiendo disuelto el vínculo matrimonial la autoridad civil, los católicos siguen casados ante Dios y la Iglesia, no pueden volverse a casar. La autoridad civil no tiene poder para disolver el vínculo matrimonial. El divorcio atenta contra la indisolubilidad. Hay ocasiones en que los cónyuges se ven obligados al divorcio civil, como medio de protección de los cónyuges y de los hijos, tales como; el cuidado de los hijos, el sostén económico, la separación de los bienes. En estos casos en que el divorcio ayuda legalmente, la Iglesia no se opone. Pero, los cónyuges siguen casados delante de Dios y de la Iglesia, hasta la muerte de uno de los dos. Como consecuencia, a pesar de estar divorciados, no pueden volver a contraer un nuevo matrimonio, pues subsiste el vínculo. El divorcio sólo puede ser civil. El Señor al respecto nos puso de manifiesto: “se dijo también: ‘El que despida a su mujer le dará un certificado de divorcio’. Pero yo les digo que el que la despide –salvo el caso de unión ilegítima- la empuja al adulterio. Y también el que se case con esa mujer divorciada comete adulterio” (Mt 5, 31-32). 0“Todo hombre que se divorcia de su esposa y se casa con otra comete adulterio. Y el que se casa con una mujer divorciada de su marido, comete adulterio” (Lc 16, 18). Jesucristo es muy claro y muy tajante respecto al divorcio, pues lo que Dios ha unido no lo podrá separar el hombre. También, es muy claro cuando nos dice que el que se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio. Y el que se casa con una divorciada, también comete adulterio. Casarse con una persona divorciada civilmente pero casa cristianamente, es un pecado de adulterio, puesto que esa persona tiene un legítimo esposo.
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El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: El divorcio es una ofensa grave a la ley natural, pues rompe el contrato aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio también es inmoral porque causa un desorden grave en la vida de la familia y de la comunidad. Se dañan los esposos entre sí, se daña a los hijos enormemente, haciéndoles vivir situaciones de angustia. Se dice también, que es una “plaga social” por su efecto contagioso y porque destruye directamente a la base de la sociedad, la familia. Por esto, se debe tomar en cuenta que no es lo mismo el cónyuge que se esfuerza por vivir fiel al matrimonio, pero es injustamente abandonado por su pareja, que el cónyuge que por una falta grave de su parte, destruye el matrimonio. c. El Matrimonio Civil. Es el que se contrae ante la autoridad civil. Este matrimonio lo reconoce la Iglesia en respeto a la legislación civil pero no es real para los cristianos. Entre bautizados sólo cabe el matrimonio sacramental. En ocasiones es necesario contraerlo -depende de las leyes del país- porque es útil en cuanto sus efectos legales. Los católicos casados únicamente en lo civil, deben casarse en la Iglesia. 8. Efectos, consentimiento y validez del matrimonio a. Efectos. El sacramento del matrimonio origina un vínculo para toda la vida. Al dar el consentimiento libre, los esposos se dan y se reciben mutuamente y esto queda sellado por Dios. (Cfr. Mc. 10, 9). Por lo tanto, al ser el mismo Dios quien establece este vínculo el matrimonio celebrado y consumado no puede ser disuelto jamás. La Iglesia no puede ir en contra de la sabiduría divina. (Cfr. CC 1114; 1640). Este sacramento también aumenta la gracia santificante. Además se recibe la gracia sacramental propia que permite a los esposos perfeccionar su amor y fortalecer su unidad indisoluble. Está gracia ayuda a vivir los fines del matrimonio, da la capacidad para que exista un amor sobrenatural y fecundo. Después de varios años de casados, la vida en común puede que se haga más difícil, hay que recurrir a esta gracia para recobrar fuerzas y salir adelante (Cfr. CC 1641). b. Consentimiento. Como el signo eficaz de este sacramento -materia y forma- es una aceptación y una donación, implica un consentimiento. Este debe de ser un acto de la voluntad donde los cónyuges se aceptan y se entregan mutuamente a la alianza matrimonial. Ha de ser un acto totalmente libre, verdadero, deliberado, manifestado externamente y sin condición alguna. Debe ser mutuo y ambos deben darlo al mismo tiempo. Esta alianza es un acuerdo entre dos personas libres y conscientes, para toda la vida, corriendo la misma suerte los dos y con una vida común donde predomine el amor. Los cónyuges deben de estar conscientes que el matrimonio es un consorcio para toda la vida entre un hombre y una mujer y ordenado a una procreación. Esta ignorancia no se presupone después de la pubertad (Cfr. CIC c. 1096). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio. c. Validez. El matrimonio entre bautizados es válido cuando se manifiesta libremente el consentimiento, teniendo como testigo a un ministro legítimo de la Iglesia. El matrimonio es considerado válido, mientras no se pruebe lo contrario (Cfr. CIC c. 1060). Antes que se celebre, debe constar que nada se oponga a su celebración válida y lícita (Cfr. CIC c. 1058; 1066). El consentimiento no puede estar viciado, es decir, tiene que ser un acto de la voluntad interior y tener todas las capacidades para darlo. El error acerca de la cualidad de una persona no dirime el matrimonio, a no ser que se pretenda esa cualidad directa y principalmente. Ejemplo: que uno de los contrayentes exija y manifieste que la otra parte sea virgen, de lo contrario no se casaría. El error sobre la persona en sí hace inválido el matrimonio. Ejemplo: cuando se cree que se está casando con alguien en particular y resulta que es otro. La esterilidad no hace inválido el matrimonio -ni prohíbe, ni dirimesolamente si hay dolo –engaño- en este respecto. Si se conoce que la persona es estéril y no se manifiesta antes del matrimonio, hay engaño. 9. Obligaciones y frutos del Matrimonio a. Obligaciones. El amor es la razón principal por la que un hombre y una mujer deciden casarse y de él nace una fuerza que los mantiene unidos. La celebración del vínculo matrimonial fue un acto de amor y la promesa de amarse incondicionalmente para toda la vida. Tiene que convertirse en una forma verdadera de caridad cristiana, teniendo como fin la perfección y salvación del propio cónyuge. No se debe dejar llevar por los problemas que
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surgen por los diferentes temperamentos, ni por la situación económica, ni por los sentimientos, ni por egoísmos. Se debe fomentar el amor entre ambos, sobre todo en momentos difíciles. Practicar las virtudes sobrenaturales y humanas. Crear un ambiente familiar de amor a Dios y al prójimo. Cada uno de los esposos tiene la obligación de conceder el débito conyugal al otro, siempre y cuando lo pida de manera seria y razonable. Este acceder a las relaciones conyugales es necesario porque puede dañar la relación y provocar el adulterio. Pero, no hay obligación si hay algún impedimento por salud, por estado de ebriedad, etc. “El marido otorgue lo que es debido a la mujer e igualmente la mujer al marido”. (1Cor. 7, 3) Los cónyuges están obligados a ser fieles el uno al otro, tal como lo prometieron el día de su matrimonio. Asimismo no se de en cerrar por egoísmo a la transmisión de la vida y la educación cristiana de los hijos. Estas obligaciones penden de los fines del matrimonio Por otro lado, como el matrimonio y la familia constituyen la primera célula de la sociedad tienen el deber de participar en la vida de la misma sociedad. Por último, la familia tiene la misión de participar -de manera activa- en la propia vida de la Iglesia, por medio de su testimonio, con la oración, con el apostolado y en la vida sacramental. b. Frutos. El matrimonio es camino de salvación para los cónyuges porque es vocación divina. Por medio de él, se hace mucho más fácil el camino de santificación y de apostolado. Cuando se pone a Dios como centro de la familia, pues es Él quien nos da las bases sólidas para cimentar la relación, para poder crecer como personas, y lograr una verdadera relación de amor. En el momento que surjan las dificultades obtendremos las gracias necesarias para superarlas.
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