La Hospitalidad Sagrada Entre Las Religiones

August 15, 2017 | Author: Edwin Freddy Linares Ibañez | Category: Zen, Tea, Monasticism, Truth, Love
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LA HOSPITALIDAD SAGRADA ENTRE LAS RELIGIONES

PIERRE-FRANçOIS DE BETHUNE

LA HOSPITALIDAD SAGRADA ENTRE LAS RELIGIONES

Prefacio de Raimon Panikkar

Traducción de ROSA Ma DE LA PARRA, OSB

Herder

Título original: L'Hospitalité sacrée entre les religions Traducción: Rosa Ma de la Parra, osb Diseño de la cubierta: Claudio Bado © 2007, Éditions Albin Michel, París © 2009, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN: 978-84-254-2616-2 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Imprenta: Liberdúplex Depósito legal: B-22.203-2009 Printed in Spain — Impreso en España

Herder www.herdereditorial.com

Múdese todo muy enhorabuena, Señor Dios, por que hagamos asiento en ti.

San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, 33.

índice

Prefacio de Raimon Panikkar ........................................ 13 Introducción ..................................................................... 17

I.

LA HOSPITALIDAD RECIBIDA .......................... 21

1.

CHADO (EL CAMINO DEL TÉ) ................................... 23 Descubrimientos ...................................................... Aprender .................................................................. Profundizar .............................................................. Repercusiones..........................................................

2.

23 26 38 45

SESSHIN (LA MEDITACIÓN) ...................................... 49 Una experiencia fortuita .......................................... Un largo camino ...................................................... Explorando las fuentes ............................................ Zen y cristianismo ................................................... Shabbaty vacuidad ..................................................

49 55 65 71 78

3. SODÓ (EL MONASTERIO) ........................................... 85 El entorno de la vida monástica............................... 87 El zendó ................................................................... 89 El róshi .................................................................... 97 «Para la felicidad de todos los vivos» ................... 105

II. LA HOSPITALIDAD OFRECIDA ....................... 111

1.

ENCUENTROS MONÁSTICOS ................................... 113 Los «Intercambios espirituales Este-Oeste» ... 114 La tradición benedictina de acogida ...................... 118

2.

DIÁLOGO Y HOSPITALIDAD.................................... 123 La hospitalidad sagrada ......................................... 126 Asís ........................................................................ 130

3.

PREGUNTAS ........................................................... 135 ¿Puede extenderse la hospitalidad a las otras religiones? ............................................ 135 Callejones sin salida .............................................. 139

4.

LAS EXIGENCIAS DE LA HOSPITALIDAD ................. 145 El umbral del misterio de la hospitalidad .............. 145 El amor al que está lejos ........................................ 148

5.

EN EL CORAZÓN DEL EVANGELIO.......................... 153 Nueva conversión .................................................. 155 Superar el miedo ................................................... 159 Nuevas perspectivas .............................................. 164

6.

LA IDENTIDAD CRISTIANA ..................................... 171 Identidad y acogida ............................................... 173 Hospitalidad ecuménica ........................................ 177 Envío ..................................................................... 183

LÉXICO ....................................................................... 187

Prefacio

He aquí un libro que toca el corazón del diálogo interreligioso. El verdadero diálogo interreligioso no se refiere a doctrinas, sino al sentido que la vida representa para nosotros cuando vivimos nuestra religión. Por eso, prefiero llamarlo: diálogo intrarreligioso, que no sólo se centra en la doctrina, sino en el corazón del hombre religioso. Insisto, el diálogo intrarreligioso es en sí mismo un acto religioso. Ello implica la experiencia de nuestra propia religión, que nos abre a un misterio del cual no somos propietarios exclusivos. Aun cuando estemos convencidos de tocar la verdad, no la agotamos. Expresándolo de otra forma diría que para conocer otra religión —y por tanto, para poder hablar de la misma— es necesario compartir la vida con los que creen en ella. La otra palabra que designa este compartir la vida es justo hospitalidad. Esta iniciativa es una virtud cristiana fundamental. No es una especialidad cristiana, prácticamente forma parte de todas las culturas de la humanidad, de Babilonia a China, la India y Australia. El diálogo intrarreligioso y la hospitalidad van siempre unidos. Sin este diálogo nos asfixiaríamos en el interior de nosotros mismos porque tenemos tendencia a absolutizar nuestras convicciones.Y sin la práctica de la hospitalidad no sería posible conocer otra religión como la viven otros cre13

Prefacio

yentes. Si no profundizamos en esta experiencia nos quedaremos sólo con nuestro concepto de la religión y no de la realidad. La hospitalidad pide más que un compartir techo, pide comer juntos, esta «convivialidad» es un acto eucarístico en su sentido pleno. Consiste en «compartir el pan y la sal», según una expresión afgana. Es significativo que, en algunos casos, compartir la mesa ha encontrado ciertas restricciones, justo porque, si se toma en serio, este compartir implica una forma de comunión, en acto o potencia. Esta reticencia a compartir la mesa, que encontramos, por ejemplo, en el hinduismo clásico, se explica por esta razón: el acto sagrado exige que uno crea para poder participar plenamente. Invitar a un extranjero a sentarse a la mesa es el acto de hospitalidad por excelencia.Tradicionalmente el extranjero era un peregrino, podía ser también un ángel y, en todo caso, debía ser tratado con respeto. Por desgracia, hoy tendemos a desconfiar; el desconocido puede ser un malhechor o un terrorista. Este recelo es, probablemente, el resultado del individualismo que reina en el mundo moderno y ocasiona la desacralización de la existencia. Para remediarlo será preciso acordarse de que la visión «cosmoteándrica», algo de lo que ya hablé en otra ocasión, significa que toda realidad es misteriosa, humana y material, es decir, Silencio, Palabra y Pan. La hospitalidad no puede reducirse a una teoría. Exige siempre la práctica, la acción y, en definitiva, el amor, ese amor que es precisamente la condición para el conocimiento. De ahí su importancia para el diálogo y también para la paz entre los hombres. En el origen de la hospitalidad está la iniciativa personal (no individual), que se ha convertido en una institución 14

Prefacio

de la Iglesia y después del Estado. Un peregrino sin recursos, ¿encontraría hoy en cualquier parte comida y techo? Un pobre desconocido cuando llama en un monasterio, ¿será recibido como Cristo? La cuestión persiste: ¿cómo unir profetismo e institución? Bismarck decía que con el Sermón de la Montaña no podría crearse un imperio. El reto es importante. Si se institucionalizan las obras de misericordia corremos el peligro de dispensarnos de la práctica de la hospitalidad. En todo caso, la práctica de la hospitalidad continúa siendo esencial para las personas con sentimientos humanos y, casi diría, para un comportamiento sano. La ley de la naturaleza no es la del homo homini lupus en la que se fundamenta la cultura actual, sino la de la amistad, como nos lo enseña Cristo (Jn 15,15). Pierre-Francois de Béthune ha practicado la hospitalidad. Sabe de qué habla, por eso, sus palabras tienen peso, no únicamente en los ámbitos monásticos, pues como él mismo dice, la hospitalidad es una virtud fundamentalmente humana. Cuando los monjes la practican también lo hacen en comunión con todos los hombres. Existe un arquetipo del monje. Incluso si los monjes y monjas, en el sentido institucional de la palabra, son pocos, este ideal reside en el corazón del hombre. En el corazón se encuentra el arquetipo monástico que podría definirse como la concentración sobre el unum necessarium (Le 10,42). En una palabra: el diálogo intrarreligioso es un cometido de hospitalidad y la hospitalidad es un fenómeno universal, con el mismo título que el fenómeno monástico. Nos hallamos, por lo tanto, ante el quid de la cuestión, hoy tan central, del encuentro entre las religiones. Los monjes ocupan en ello un lugar significativo. 15

Prefacio

Estoy persuadido de que este libro abrirá nuevos horizontes. Y me siento honrado de que el autor haya pedido escribir un prefacio a alguien que considera al mundo entero como su monasterio. Raimon Panikkar Tavertet, víspera de Navidad, 2006

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Introducción

Cuando uno toma la decisión de comprometerse en el diálogo interreligioso llega más lejos de lo que esperaba. Si no se limita sólo a tomar de las otras tradiciones algunos elementos dispersos que podrían serle útiles, si de verdad desea encontrar a los testigos de otra tradición religiosa, poco a poco se verá cambiado. ¿No es muy arriesgado perder la identidad? Así lo creí mucho tiempo. Pero la experiencia me ha mostrado que es todo lo contrario; este camino me ha permitido descubrir de nuevo mi tradición. He perdido algunas bellas convicciones, pero también he comprendido que, para los cristianos, el fruto más preciado del diálogo interreligioso es la gracia de la pobreza y esta pobreza es una fuente de alegría. Este libro es el relato de estos descubrimientos en la escuela de maestros budistas. Describe un recorrido situado en el contexto del movimiento dialogal suscitado por el Concilio Vaticano II. Nunca se ponderará demasiado la importancia de la revolución realizada en el seno de la tradición cristiana por la apertura a las otras religiones, como se presenta en la declaración Nostra Aetate. El Concilio ha ratificado el cambio total que se originó súbitamente en los cristianos deseosos de permanecer fieles al Evangelio. Esta toma de conciencia ha sido decisiva. Pero creo que no debemos pararnos en tan buen 17

Introducción

camino. Después de cuarenta años la situación ha evolucionado en el mundo que nos rodea y en la práctica cristiana. Debemos, pues, afrontar con decisión la etapa siguiente. Es cierto que los cristianos están en la actualidad entre los protagonistas más avanzados y más convencidos del diálogo interreligioso. Las experiencias se multiplican y la reflexión teológica ha progresado enormemente. Pero no deben prevalecerse de ello tan pronto. Con frecuencia están tentados a olvidar su reciente pasado de intolerancia y exclusivismos obtusos. ¡No porque hayan comprendido la necesidad de diálogo se han convertido en capaces! Las raíces del menosprecio hacia los otros están vivas. Han contaminado su mentalidad e incluso su doctrina tradicional en este campo. Por eso, quiero recordar la necesidad de continuar buscando de modo humilde con otros cómo establecer contactos sobre nuevas bases y abrir así nuevas perspectivas. Para ello haremos bien en tener en cuenta las reacciones de los interlocutores de otras religiones, a veces escépticas, ante las tentativas de diálogo de los cristianos. Se preguntan si no es oportunismo lo que dicta este repentino cambio de actitud. Y nos interpelan: ¿qué significa esta súbita reconversión'? Quiero atestiguar aquí que este paso del diálogo exige una conversión real. Una nueva conversión en nombre del Evangelio.Y esta conversión pide una radical transformación interior, una mutación religiosa profunda. La religión cristiana no saldrá indemne del encuentro interreligioso. Pero estoy persuadido de que al comprometerse de forma resuelta en este camino, sin ahorrar dificultades interiores, la fe se afianza considerablemente. Uno encuentra de modo necesario la cuestión fundamental de la identidad cristiana. ¿Cómo puede un cristiano ir más lejos y comprometerse, en nombre de su fe, en un encuentro con otra fe, 18

Introducción

sin arriesgarse a poner en peligro su propia identidad religiosa? Cristo exige de sus discípulos una adhesión total a su persona y su Evangelio; ¿cómo acoger sin reticencia a los otros creyentes, y respetar plenamente sus convicciones más fundamentales? O, para exponerlo con otra fórmula más precisa: ¿cómo unir la adhesión exclusiva a Cristo y la acogida incondicional en su nombre? Expresado de esta forma el dilema parece insuperable. Sin embargo, el diálogo interreligioso es indispensable, pero llevado hasta sus últimas consecuencias, ¿no es también imposible? No es menos imposible porque es indispensable y no menos indispensable por imposible. Entonces, ¿cómo salir de esta situación? No se puede salir de esta trampa sino es por arriba, en una búsqueda espiritual más audaz o, mejor todavía, por abajo, en una humildad evangélica más radical. En realidad, entre quienes han contribuido más en la expansión del diálogo interreligioso hay muchos monjes, como Thomas Merton,*1 Henri Le Saux* o Christian de Chergé*, hombres que han consagrado toda su vida a esta búsqueda espiritual y que han alcanzado una madurez que les ha permitido sobrepasar estas aparentes contradicciones. Evidentemente, los monjes no tienen el monopolio del diálogo de la experiencia religiosa, pero representan una forma particularmente coherente de este compromiso. En primer lugar, dan testimonio de que lo que puede parecer imposible, incluso absurdo, para cierta teología puede muy bien ser vivido en el hogar de la vida espiritual y ser allí una fuente de gran fecundidad. En la escuela de estos grandes testigos veremos cómo se realiza este proceso de conversión al diálogo. Los nombres y términos marcados con un asterisco están recogidos y explicados en el léxico de la página 187. 19

Introducción

En todo caso se vive en la intimidad de la vida espiritual; es, ante todo, una iniciativa de acogida. Por lo tanto, hablaré sobre todo de la acogida interreligiosa y, concretamente, de la hospitalidad interreligiosa, que consiste en recibir al otro en nuestra casa, pero también en entrar en su casa, cuando él nos invita. Las experiencias descritas en estos capítulos no son extraordinarias. Conozco a muchas personas que han vivido estas experiencias, e incluso más intensas. Sólo he intentado analizar, con la mayor exactitud posible, la evolución que dichas experiencias han suscitado en un monje cristiano de formación totalmente clásica, pero deseoso de ir hasta el final en las exigencias del encuentro. La andadura que describo en este libro ha sido posible gracias a mi formación monástica benedictina y a la confianza de mis hermanos monjes de Clerlande. Pero, sin el encuentro con la señorita Michiko Somei Nojiri, mi maestra de té, nunca hubiera podido comenzar, ni sin su acompañamiento durante muchos años, no hubiera podido aprender lo que es la hospitalidad. Sinceramente he de agradecérselo aquí. Este trabajo ha llegado a su término gracias al ánimo, a las sugerencias y preguntas de la señora Thérése Barrea. Su colaboración ha sido también decisiva para la calidad de la obra y quiero, al igual, testimoniarle aquí toda mi gratitud. La Petite Moutte, Saint-Tropez, 2005 monasterio de Clerlande, Ottignies, 2006

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I. LA HOSPITALIDAD RECIBIDA

Cuando uno es acogido, todo puede comenzar. Un día, nuestros padres nos acogieron, tomaron la iniciativa en el encuentro. Sólo después hemos podido responder y entablar un diálogo. Cuanto hemos podido vivir a continuación ha derivado de esta primera experiencia de acogida gratuita, inmerecida, constitutiva. De la misma forma, la religión cristiana me recibió. Es mi madre; he crecido en ella y he recibido de ella mis razones para vivir. Asimismo, creyentes de otras religiones de distintas formas me han abierto igualmente sus puertas; acogieron al extranjero que soy, no para asimilarlo, sino sólo por la alegría de multiplicar los encuentros. Entonces descubrí que todo podía recomenzar.

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1. CHADÓ (El camino del té)

No son las lecturas y las conversaciones las que me han ayudado a descubrir la importancia y la belleza del diálogo entre culturas y religiones, sino una experiencia práctica, corporal: el aprendizaje de un método espiritual, en concreto el camino del té.

Descubrimientos En el intervalo de unos días tuve la ocasión de participar en dos ceremonias cuyas diferencias y contrastes me abrieron los ojos. La primera transcurrió en la basílica de San Pedro en el Vaticano. El Papa oficiaba una misa por las misiones católicas y los organizadores pensaron celebrarla con una procesión de gran colorido para llevar las ofrendas al altar: representantes de todas las naciones desfilaban con sus mejores galas. Los coreanos vestidos de blanco, los congoleños con taparrabos engalanados, las indias tan graciosas con sus saris, los mexicanos con sus abigarrados ponchos; incas, un diácono italiano y muchos más: todos avanzaban dignamente con sus variadas ofrendas que significaban la aporta23

La hospitalidad recibida

ción de todas las razas, lenguas y naciones. Era una interpretación literal de la profecía de Isaías: «Echa una ojeada en torno y mira: todos se reúnen, vienen a tí [...] Pues se volcará sobre ti la riqueza del mar, los tesoros de las naciones vendrán a tí [...] Todos ellos vendrán de Sabá, oro e incienso transportarán [...]» (Is 60,4-6). Según esta creencia misionera, todas las culturas y religiones deben converger hacia Roma, para enriquecer a la Iglesia y permitir ilustrar su mensaje de salvación universal. La intención de los organizadores era por cierto muy loable y respetuosa; aquí sólo me refiero a la impresión que esta imagen me produjo. Algunos días más tarde, un amigo me invitó a participar en una «ceremonia del té» en el Centro Urasenke de Roma, no lejos del Vaticano. Estábamos tres en la pequeña habitación del té, bajo una luz tamizada: la señorita Mi-chiko Nojiri, maestra de té, mi amigo y yo. Sentados en los tatamis (esteras), la maestra nos ofreció un taza de té verde, según un ritual muy preciso que tendré ocasión de explicar más adelante. Lo que me impresionó ese día fue la perfecta humildad de los gestos en un marco de extremada simplicidad. Esa forma de ofrecer una taza de té era muy natural, y, en su gran despoj amiento, expresaba también la acogida en lo que tiene de más fundamental. Hasta entonces nunca había comprendido que esta prueba de hospitalidad puede condensar todas las formas de encuentro entre las personas. No es posible comparar dos «ceremonias» tan dispares. Sólo quiero hablar de mi experiencia, por el fuerte contraste del espectáculo barroco de San Pedro y su mensaje de grandiosidad, y cómo descubrí en la habitación del té una liturgia que únicamente desea asegurar un verdadero encuentro en la humildad. Las dos ceremonias provenían de mentalidades muy diversas: por una parte, la voluntad de promover un universalismo establecido sobre una verdad 24

Chado (El camino del té)

única y, por otra, la ausencia de querer convencer o incluso de dar cualquier cosa, sino el testimonio de gestos elementales de hospitalidad. El descubrimiento fortuito de este «camino» espiritual del chado (el camino del té) ha sido determinante para mí, pues me ha revelado una evidencia que presentía de forma oscura: el Evangelio pide simplemente dar cuerpo a la acogida mutua. Las otras maneras de anunciar siempre corren el riesgo de ser interpretadas como manifestaciones de poder o apropiación. Por cierto, todo está en la manera como hemos de dar este paso elemental de acogida. Por eso, es necesario decidirse con una gran pureza de corazón y una total ausencia de egocentrismo. Paradójicamente, descubriendo esta expresión tan característica del budismo zen, he comprendido mejor qué suponía la encarnación.Veía que lo «espiritual» podía ser por completo encarnado en gestos y, en este caso, en los gestos de una mujer. Descubrí que en realidad lo «espiritual» no existe si no se encarna. Así, desde el primer encuentro con el zen, recibí una invitación, e incluso un reto, a volver a repensar mi propia fe, entablando un diálogo interior entre dos maneras de enfocar la Verdad, tan diferentes y, por tanto, tan cercanas por ser íntegramente humanas. Descubrí un budismo muy concreto, una escuela para conseguir estar totalmente presente. En efecto, según una expresión de Daisetz Teitaro Suzuki*, el «camino del té» es una pequeña manifestación del budismo zen. En todas las culturas encontramos el gesto de acogida al huésped que viene, y le ofrecemos de beber. Basta con una simple bebida para expresar la acogida. Alguna vez todos hemos tenido el privilegio de recibir una taza de té o un simple vaso de agua fresca de personas que nada nos debían, entonces hemos experimentado que se trataba de gestos em25

La hospitalidad recibida

blemáticos en todas las relaciones humanas. Pero los japoneses han tenido la idea de hacer de estos gestos un arte. La tradición zen ofrece una manera única donde este arte puede desarrollarse. Dice un proverbio: Cha zen ichi mi, «El zen y el té tienen el mismo gusto». La costumbre de beber té fue introducida en Japón por los primeros misioneros budistas en el siglo vi, pero la iniciativa de hacer del servicio del té una disciplina espiritual comienza con los maestros japoneses que trajeron el ch'an de China en los siglos xn y xm. Posteriormente el chado se desarrolló en torno a los monasterios zen, después, poco a poco, en todos los estratos de la población. Al final, en el siglo xvi, Sen no Rikyu* (m. 1591), un laico de la escuela zen y gran maestro del té del shogun Hideyoshi*, dio al chado su forma actual, como se enseña en la tradición urasenke. En el siglo xx, Sen Sóshitsu, décimo quinto sucesor de Sen no Rikyu, ha creado varios centros fuera de Japón, de los cuales uno se encuentra en Roma. El Centro Urasenke permite, a todos cuantos viven en la Ciudad Eterna, «gustar» el budismo zen de una forma concreta.

Aprender Después de mi primera visita asistí varias veces a esta «ceremonia»; simplemente se llama cha no yu (agua caliente para el té), pues no se trata en verdad de un ceremonial. Había leído mucho sobre el tema, pero allí, con sólo mirar comprendí de modo intuitivo muchas cosas que hasta entonces eran teóricas o me eran ocultas. De todas formas, entonces no me imaginaba que podría hacer otra cosa que asistir a la presentación de la cha no yu, ya que no quería jugar a «hacer como» los japoneses. Necesité 26

Chado (El camino del té)

tiempo para desear, finalmente, iniciarme de manera personal en el camino del té. La forma como se presentaba la vida cristiana en el final del siglo xx hizo que me decidiera. No hablo de su contenido, sino de la forma de presentarse, tanto a nivel artístico como dogmático. Particularmente mi estancia en Roma me desveló la gran debilidad de las manifestaciones barrocas u ostentosas de la fe. Las innumerables estatuas en poses teatrales como, por otra parte, las muchas declaraciones perentorias del Vaticano, se ahogaban en el estrépito general de la ciudad y se habían convertido en insignificantes. En cuanto a la liturgia católica, reducida a palabras combinadas con gestos apretados y vagos, me dejaban muy insatisfecho. Soñaba con una celebración muy simple, puntual, con un gran silencio. Al final, pedí ser iniciado en esta tradición. No dudaba de que me llevaría más lejos de lo previsto. Iba a entrar, concretamente, en un diálogo de vida con una espiritualidad. No sería sólo un descubrimiento, sino el comienzo de una transformación interior. Sen no Rikyu, el fundador de la tradición urasenke del té, dejó una colección de cien sentencias para quienes desean practicar este arte. Una de las primeras dice: El chado no es difícil, basta un mínimo de habilidad, pero [os hace falta], por encima de todo, amor [a este arte] y perseverancia. Creía tener este mínimo de habilidad y estaba particularmente motivado. En cuanto a la perseverancia, ignoraba aún lo que significaba en el ámbito japonés. Las lecciones de té en el Centro Urasenke comenzaban siempre con media hora de meditación silenciosa e inmóvil. 27

La hospitalidad recibida

Lo primero que había que aprender era la paciencia, ¡puede transformarnos! El camino del té es un camino largo y exigente. Es un do (en chino daó), un camino espiritual, como el arte del arreglo floral, de pintar una caligrafía o el del tiro con arco. Efectivamente, el do es un camino de transformación interior. En este sentido, no son tanto los resultados lo que importa, el opus, sino la elaboración, el proceso, operado. Lo que se ve en una caligrafía es precisamente el testimonio del hombre liberado en verdad, como aparece en los trazos del pincel. El arte zen no es para el artista una manera de expresar, sino la ocasión de trabajar en sí mismo, purificar su manera de enfocar la realidad. Es, sobre todo, en el diado donde el «material» no es el papel y la tinta, o las flores, sino la acogida mutua. En este caso, el camino espiritual se sitúa de modo esencial en los gestos necesarios al servicio del té. Se trata, nada menos, que de encarnar una apertura incondicional al otro en un ritual de hospitalidad llevado hasta su mayor perfección. Sen no Rikyu dice: La cha no yu no es nada de particular: basta con calentar el agua y poner el té y después beberlo con calma. Es todo lo que deben saber. Efectivamente, nada más simple, nada más natural cuando se ve hacerlo al maestro. Pero cuando comencé a aprender, realicé el penoso descubrimiento de que lo que parecía tan natural en mi maestra para mí ¡era prácticamente imposible! Mi torpeza, mis inhibiciones y todos mis complejos aparecieron el gran día que intenté imitarla. Verdaderamente, tanto los gestos como la escritura y los olvidos traicionan nuestra actitud interior mezclada con tanta frecuencia. Hace falta mucho 28

Chado (El camino del té)

tiempo y un largo camino por recorrer para encontrar nuestra simplicidad. Los primeros intentos en la preparación del té son experiencias humillantes. Pero trabajando de forma paciente y, sobre todo, con humildad, se mejoran los gestos, es posible intervenir en la actitud interior y encontrar poco a poco una segunda simplicidad. Los ademanes de la cha no yu no son difíciles en sí.Todos los gestos son prácticos, necesarios para la preparación tradicional del té. Ninguno es simbólico o sólo decorativo. Todos son indispensables. El que prepara y quienes reciben la taza deben respetar un ritual preciso, elaborado con esmero y puesto a punto desde el siglo xvi. Las exigencias muy estrictas de este ritual no constituyen una traba para la expresión personal, al contrario. Como las notas de una partitura musical, son indicaciones indispensables si no se quiere hacer cualquier cosa. Paradójicamente, el respeto a estas obligaciones permite al que así lo realiza liberar su propia personalidad. Basta, como recomienda Rikyu, con amar mucho su «arte» y vivirlo como un do, para dedicarle todo el tiempo que sea necesario. En lo que se refiere a otro adagio de Rikyu, puede verificarse todo el tiempo a lo largo de estos adiestramientos: Si se quiere progresar de verdad se ha de volver a comenzar por el principio regularmente. Para la práctica del té, siempre somos principiantes, pues el espíritu zen es un «espíritu de principiantes», un «espíritu nuevo» (shd shin), como lo describe Shunryü Suzuki*. Aceptar volver a comenzar siempre es, por cierto, una prueba dura, sobre todo para los occidentales. Pero es una buena escuela para curarnos de la incesante necesidad de afirmarnos. Así, al final, nuestra verdadera personalidad puede desli29

ha hospitalidad recibida

garse de la voluntad de afirmarse, y los gestos llegan a ser espontáneos, de una segunda espontaneidad. Esto forma parte integrante de la formación japonesa en todas las artes, hasta en el aprendizaje del origami, el plegado de papel: es necesario desriñonarse, sobrepasar lo que uno creía que eran sus límites y, sobre todo, no dejarse nunca llevar por los estados del ánimo. El dolor provocado por la postura de estar sentado sobre los talones durante las largas ceremonias del té puede llegar a ser obsesivo, pero como nos decía entonces mi maestra: «No es importante, basta con no pensar». El fastidio de tener que mirar tanto tiempo a los otros ofrecer el té sin saber prepararlo puede, a su vez, ser también hiriente, pero «mirar en silencio cómo lo hacen los otros es una práctica tan importante como la de ofrecer la taza, más importante incluso». Para evitarme este estado de ánimo de autocomplacencia, ella nunca me hizo una apreciación positiva a propósito de mi manera de practicar. Pero un día, después de varios años de practicar, dejó escapar: «¡Ya es un poco menos ridículo!». La iniciación al diado es una escuela de objetividad. Al comienzo, cuando no conseguía ejecutar bien un gesto, encontraba fácilmente una excusa: «Esta taza es muy rústica» o «Esta servilleta no es de buena calidad» o incluso «Estoy distraído por la conversación de quienes están a mi lado; total, no era mi problema». Pero en esta escuela aprendí que era necesario poder trabajar incluso con objetos inadecuados o en circunstancias menos favorables. Comprendí que era preciso no esquivar mi responsabilidad ni enmascarar «mi problema». Si no, no hubiera llegado jamás a esta espontaneidad segunda, más allá de mis viejos complejos. Se necesita mucho tiempo para asimilar el método específico de estos gestos zen. Como subrayan todos los caminos espirituales de Oriente, se trata de un trabajo pareci30

Chado (El camino del té)

do al del músico que afina su instrumento, un koto por ejemplo. Todas las cuerdas deben estar tensas en su justa medida; si lo están poco, no dan el buen tono, incluso ningún sonido; demasiado tensas, suenan en falso y pueden romperse. Sólo hay una forma de hacerlo bien para cada cuerda y para su conjunto. Cuando uno se somete a esta rigurosa exigencia se abre a un universo musical infinito. Ocurre lo mismo con el chado y también con la poesía: sólo existe cuando es perfecta. En la base de todas las prácticas del camino del té encontramos una búsqueda de buen tono o de una justa tensión a nivel del tanden (o hará), el centro vital, situado a la altura del abdomen. Es necesario, pues, comenzar por ejercitarse en una respiración profunda que implica no sólo la parte alta del cuerpo, sino todo el tronco. Esta insistencia en el abdomen como lugar de combate espiritual puede parecer extraña, pero es determinante. La atención al cuerpo, y precisamente a esta parte del cuerpo, es característica del zen. Se muestra con claridad en la experiencia de un gesto, cuando uno esta atento al tanden adquiere una fuerza, una coherencia y una simplicidad que serían imposibles sin esta atención. Entonces los gestos no son «ridículos». Es lo mismo para todos los do japoneses, sea caligrafía, sea el aíkido o teatro no. La iniciativa de los gestos no viene de la cabeza que piensa, sino del centro de la energía, del ki, esa fuerza cósmica que se manifiesta a nivel del abdomen. Esta parte de nosotros mismos que consideramos como menos noble, sin embargo es decisiva en un plano existencial. En realidad, no es ni nuestra fuerza, ni nuestra iniciativa lo que importa, sino la comunión con una fuerza misteriosa que nos sobrepasa y atraviesa. A un occidental que no lo sabe todo esto puede parecerle extraño, incluso aberrante, pero, con la experiencia, el método resulta muy convincente. Si, por ejemplo, el gesto de poner ante el invitado 31

La hospitalidad recibida

la taza de té que se ha preparado con cuidado expresa ya mucha cordialidad, cuando está invadido por la fuerza del ki, este gesto adquiere un valor mayor, pues entonces no expresa sólo un contacto interpersonal, sino que manifiesta un paso del don que nos sobrepasa. Para honrar en verdad al huésped conviene introducirlo, por medio de estos simples gestos, en una dinámica de dimensiones cósmicas. Una vez que se ha adquirido esta actitud de base, hay que observar las reglas de conducta para que los gestos sean efectivamente portadores de serenidad. Es preciso respetar el ritmo de cada gesto. Si, por ejemplo, debe desplazarse el nat-sume, la pequeña vasija de té de laca, conviene comenzar este gesto de forma muy limpia, pero sin ninguna actitud de apropiación; en su cénit, hay que disponer de un ínfimo momento de pausa; finalmente, el gesto debe acabarse con otra breve pausa, para no dar la impresión de que uno está contento de terminar. Sólo después se puede comenzar otro movimiento sin arriesgar a confundirse. Colocados así, los gestos adquieren su verdadera fuerza. Otra regla de esta gramática de gestos procede de la tradición del teatro no, como la formula Zeami* (m. 1443): se trata de estar más atento a los miembros inmóviles que a los que se mueven porque la atención a lo que está inmóvil y firme permite introducir el silencio en el centro del acto. Podría detallar así un gran número de reglas muy precisas, puestas a punto durante el curso de la historia del camino del té. Quiero aún repetir que el sentido de este riguroso adiestramiento no está sólo en las formas virtuosas, sino en liberar el corazón. Efectivamente, según Rikyu: El verdadero té está preparado con el agua sacada del fondo del corazón, el cual es insondable. 32

Chadó (El camino del té)

Este paciente trabajo en uno mismo pasa también por una gran atención a las cosas. En lo que se refiere a los objetos dicen mucho sobre nuestra actitud interior. En el espíritu del zen todas las cosas que nos rodean merecen el mayor respeto. No son únicamente medios destinados a comunicar una expresión, tienen un valor intrínseco. En esta antigua tradición, la preparación del té no es muy complicada. En la habitación del té hay un pequeño horno alimentado con carbón de madera, en que se coloca el hervidor. El té que se utiliza para la cha no yu es el macha, un polvo de hojas de té molidas. Se trata de poner un poco de este polvo en un gran recipiente, verter el agua hirviendo y mezclarlo todo con la ayuda de un pequeño batidor de bambú deshilachado. Todos estos objetos, hechos de materiales comunes, como la tierra cocida, el bambú, el papel o el hierro, deben ser de gran calidad. Para que la cha no yu se realice en buenas condiciones, casi todas las artes deben estar presentes, no sólo el arte de los gestos, sino también las artes plásticas. Se entra al pabellón del té por un pequeño jardín característico (roji). El mismo pabellón (chashitsu) está construido en un estilo de arquitectura inspirada en las pequeñas ermitas de la montaña (sdan). En el interior hay siempre una pequeña alcoba (tokonoma), un espacio donde nadie entra y donde están colocadas una caligrafía (kakejikü), obra de un maestro zen, y un arreglo floral que evoca alguna estación del año (chabana). Los objetos directamente necesarios para la preparación del té son otras tantas obras de arte, sean de laca, madera, bronce, hierro o cerámica. Las tazas en particular {chawán) son objeto de gran atención. Pienso que si el chadó es muy estimado por los japoneses es porque es el encuentro de todas las artes. Iniciarse en el té supone una de las mejores maneras de iniciarse en la cultura japonesa en su conjunto. 33

La hospitalidad recibida

Existe, por otra parte, una manera, típica de esta tradición, de apreciar los objetos (haíken). Después de haberlos utilizado, se entretienen en mirarlos más de cerca, para verificar su textura, su peso, su tono, su forma, su aspereza o suavidad al tacto.Todos los sentidos están constantemente invitados a esta sinestesia. En particular se aprecia el sabi, la pátina que estos objetos adquieren gracias a un prolongado y respetuoso uso. Cuando se han tenido bien en cuenta todas estas cosas, uno se percata de que esta atención no se la sustrae a los convidados, sino que se amplía con naturalidad a cada una de las personas que participan en la cha no yu. Lo característico del criado es precisamente cómo favorece el encuentro. La cha no yu es la hospitalidad, no es justo presentarla como el recital de un solista que prepara y ofrece una taza de té ante un público que está muy atento. En realidad, si se quiere presentar como un espectáculo, es el del diálogo tácito entre el dueño de la casa que ofrece el té y sus invitados. La cha no yu no existe si no es en este encuentro. Todo está puesto a punto para que el invitado se sienta cómodo. Un célebre texto literario de la Edad Media japonesa ha suscitado muchas reflexiones a lo largo de los siglos. Se trata de «Recuerdos de mi cabana de monje», escrito por Kamo no Chómei* en el siglo xn. Anciano y gran dignatario de la corte imperial, este aristócrata decidió retirarse a la montaña, al norte de la capital. En las notas que nos ha dejado describe las alegrías de su austera vida. Subraya cómo los pájaros que iban a su ermita parecían estar cómodos; los peces de su pequeño lago también se sentían en su centro y, con razón: son peces en el agua. Pero se preguntaba por qué los hombres parecían no estar nunca en su esencia, en su unidad vital. Andan con frecuencia agobiados o esclavizados; en 34

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otros casos se los ve golpear el suelo como conquistadores. ¿Dónde podrían estar bien en su elemento, en su ser vital? Rikyu, unos siglos más tarde, aporta una respuesta: en la pequeña habitación del té el hombre puede ser verdaderamente él mismo, sin complejos ni arrogancias. Ahí descubre que su elemento es la «convivialidad». Este deseo de asegurar un verdadero encuentro durante la cha no yu lo vemos con claridad en los cuatro principios que rigen la práctica y conciernen a la disciplina interior, al cuidado por los objetos y, sobre todo, al respeto hacia los huéspedes invitados. Son: wa, la armonía; kei, el respeto; sei, la limpieza; jaku, la serenidad. Es necesario explicarlos si, en lo sucesivo, queremos profundizar en la comprensión de este «pequeño manifiesto del zen». Wa, la armonía, se halla en la base de todo el comportamiento japonés. Se trata de un gesto justo y natural entre las personas y las cosas, entre el cielo y la tierra. Kei, el respeto, se refiere también a estos gestos, pero insistiendo particularmente sobre la jerarquía que hay que respetar en todo. Sei significa la limpieza exterior, y también la pureza interior, la sobriedad y la lealtad. Jaku es la culminación de todo el proceso: cuando se ofrece una taza de té es, sobre todo, la serenidad lo que se ofrece. Pero lo que me parece más notable de estos cuatro principios es que recuerdan las cuatro grandes religiones o filosofías del Japón antiguo. Wa evoca al taoísmo, sei al confu-cionismo, kei al sintoísmo y jaku al budismo. Ahora bien, en la tradición del chado estos diferentes principios están reunidos en una intención ecuménica. Aunque el camino del té sea de inspiración de forma típica budista zen -todos lo sabemos—, quien invita a otros a recibir la taza de té no tiene que manifestar explícitamente esta pertenencia. No porque esté menos convencido, sino justo porque le parece más im35

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portante acoger bien a todos los que se presentan. Se dice que al principio había una imagen búdica en el tokonoma. Pero más tarde, los maestros del té han preferido tomar un kakejiku, una sentencia caligrafiada que evoca una imagen poética o una sabiduría universal. El invitado puede ser de una u otra religión distinta al budismo, mas por ello no se sentirá peor recibido; descubrirá incluso un aspecto de su propia convicción en uno u otro de los cuatro principios que se han puesto enjuego. Este rasgo me parece particularmente interesante: una práctica coherente es más importante que una profesión de fe correcta. Este hecho merece ser subrayado porque esta opción es rara. Desde sus orígenes la tradición del diado ha manifestado respeto por los extranjeros. Se sabe que Rikyu estaba en contacto con todos los que, en el Japón de la época Momo-yama, estaban abiertos a lo que, de una forma u otra, podía favorecer la evolución del país.También mantenía contactos con los cristianos, que se contaban entre sus mejores discípulos. Por su parte, los misioneros cristianos, intrigados por estos chajin (hombres del té), prestaban mucha atención al camino del té. La descripción más precisa de la ceremonia del té en esa época se conserva en un libro del padre Juan Rodríguez Tsuzu, s.j. (m. 1634). Los historiadores aún discuten el tema de las eventuales influencias del cristianismo en la forma de ofrecer el té. Algunos gestos, como el de secar la taza, estarían inspirados en la manera en que los sacerdotes católicos secaban el cáliz al final de la misa. Personalmente veo con agrado una influencia del Evangelio en la preocupación de Rikyu por la fraternidad entre los convidados. Podría haber en ésta como un quinto principio implícito, junto con el de la armonía, el respeto, la pureza y la serenidad. No pretendo explicar aquí que este cuidado por la igualdad y la fraternidad haya 36

Chado (El camino del té)

sido dictado del exterior, pues ya se encontraba en la tradición budista. Pero es posible que el contacto con los cristianos haya supuesto para él una ocasión de desarrollar un rasgo que ya estaba presente. Cualquiera que sea el origen, esta atención a la igualdad entre los participantes, en el momento de realizar la cha no yu, es esencial en el encuentro. Antes de entrar los participantes se despojan de las insignias de su estatus social y los samurais dejan sus sables en un armero previsto a este efecto. La puerta por la que se entra se llama nijiri guchi, la puerta de la humildad: sólo mide setenta centímetros de altura y hay que entrar agachado en el chashitsu. En el interior, quien entra primero es considerado como el invitado más importante. Esta exigencia de igualdad fundamental es en efecto una condición necesaria en el convite. Una sentencia del Zenrin* lo expresa de forma lapidaria: En torno al fuego ya no hay ni anfitrión ni invitado. Me gusta mucho este adagio que expresa lo que ocurre en la sala del té, e incluso más allá: en la medida en que uno se acerca al conjunto de la esencia inalcanzable, simbolizado aquí por el fuego, las diferencias convencionales no tienen sentido. Al terminar mi instrucción en el Centro Urasenke de Roma, tuve el privilegio de viajar a Kyoto, a la sede de la escuela urasenke, para completar el estudio del chado. Allí hay una escuela superior (Urasenke Chado Senmon Gakko), donde se forman los maestros del té, tanto de Japón como del extranjero. Esta estancia me permitió descubrir el contexto cultural y religioso de esta tradición. La experiencia de poder vivir en los lugares en que han vivido Sen no Rikyu y sus sucesores es algo irremplazable. Muchas cosas no se comprenden si no 37

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es con el contacto directo. Recuerdo particularmente la visita al altar familiar de los Sen, en compañía del entonces jefe de la familia, el maestro Sen Soshitsu XV. Había dispuesto ahí una Biblia impresa en Roma en la época de Rikyu. Cada día pasaba una página, expresando con este gesto el deseo de acoger la otra tradición. Enseguida me introdujo en la pequeña habitación del té construida por Sen Sotan (m. 1658), el segundo sucesor de Rikyu. Este pabellón, llamado ko nichi án, es el centro de la casa de los Sen. Es muy pequeño (apenas dos tatamis y medio), pero es emblemático del espíritu de jaku, la serenidad, que la tradición urasenke cultiva y difunde hoy por todo el mundo. Debo reconocer que no he aprendido nada más en esta escuela superior, nada que no hubiera aprendido ya de mi maestra Nojiri Sensei. La verdad es que si uno quiere aprender ha de ser por medio de un contacto personal.

Profundizar Además de estas precisiones prácticas o históricas, necesito presentar la visión filosófica y religiosa que la tradición del chadó ha desarrollado en el arte de la acogida. Esta percepción es en particular original e instructiva. Para acoger mejor al huésped invitado, Rikyu no escoge la generosidad y el refinamiento, sino el despojamiento. En el siglo xvi el té era la bebida común de los japoneses. Pero tenía una particular importancia en ciertos ámbitos. Al lado del ritual de los templos fue elaborada en los ambientes aristocráticos una ceremonia más estética. Dicha ceremonia alcanzó un alto grado de sutileza y elegancia, gracias a la colaboración de grandes artistas de la época Ashikaga. Fue entonces cuando Rikyu realizó una revolución en esta tradición. 38

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Referente a esto se cuenta una anécdota sobre un descubrimiento que fue decisivo en su vida. Un día preparaba el té para el shogun Hideyoshi, del cual era el maestro de té. Lo hacía siempre según un ritual refinado, con objetos raros y preciosos, en una habitación del té con materiales de madera dorada. Pero en el camino de vuelta, atravesando el río Kamo, vio en la orilla a un vagabundo sentado cerca de un brasero herrumbroso, que estaba preparándose también una taza de té en un chawán rústico. Intrigado y después fascinado, vio al hombre beber su té con gran serenidad. Y se dijo: «¡Aquí está mi maestro! En adelante, voy a intentar preparar el té tan bien como él». Comprendió lo que otros habían captado desde Ikkyu* (m. 1481): la serenidad buscada en el camino del té es una «inexplicable y muy apacible alegría, profundamente escondida en una banal pobreza» (Hisamatsu*). Sin renegar de la cualidad sagrada y artística de la antigua tradición, decidió entonces tomar las cosas por el otro lado, no por la belleza de los gestos y los objetos, sino atento a la simplicidad y la pureza del corazón. La tradición llama el camino que él ha desarrollado el wabi cha, el té wabi. El wabi puede definirse aproximadamente como la experiencia paradójica de la satisfacción en lo insuficiente, e incluso de la alegría en la precariedad. El poeta Basho* (m. 1694) es un testigo característico. Se reconocía a sí mismo como un «peregrino a merced del viento o el primero que vino y que bebió la copa del wabi hasta el fondo». El gusto por el wabi nació en los ámbitos monásticos, donde se sabía apreciar las cosas sencillas. Ninguna de las realidades ordinarias se considera banal, se respeta aún las más ínfimas. Con este espíritu, el wabi puede definirse como el arte de salvar las cosas ordinarias de la banalidad, revelando en ellas una maravillosa sencillez y una secreta fuente de gozo. 39

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En los ambientes artísticos este arte de vivir se transformó enseguida. Como reacción a la tendencia por el fausto y a la riqueza ostentosa de esa época, los artistas, inspirados en el budismo zen, propusieron un «arte pobre» capaz de inspirarnos de nuevo. Puede caracterizarse su opción en algunas proposiciones: - En lugar de obstinarse en intentos apasionados y trágicos por poseer la plenitud y la perfección, se comprometen en el camino del abandono más total: «Sólo se puede ver la bondad de las montañas y las grutas, sólo se puede apreciar el viento y la luna, si no se posee ninguna otra cosa» (Ikkyü). - En lugar de entretenerse en la nostalgia de lo ilimitado, se contenta con lo insuficiente y hasta lo caduco. Los jardines de la época anterior evocaban paisajes sin fronteras, los jardines zen son limitados por tapias muy bajas, y el espacio es de una intensidad sin igual. - En lugar de interesarse por el refinamiento y la finura en la ejecución, ponen su confianza en la práctica inmediata que se deriva de un corazón unificado, como puede expresarlo una caligrafía; no tienen miedo a la espontaneidad; incluso quieren confiar hasta en lo aleatorio de un «disparo», sobre una vasija de barro o un defecto en la madera. - En lugar de complacerse en la tristeza de no poder alcanzar un ideal ausente, encuentran su alegría en acoger totalmente el presente, pues toda realidad puede convertirse en una revelación de la Belleza absoluta, como lo expresa un adagio zen: Toda voz es la voz de Buda, toda forma es forma de Buda. (Zenrin) 40

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O como escribe Basho: El viejo calendario me llena de gratitud, como un sutra. Expresado, finalmente, en términos chinos, en lugar de atarse al yang, se quedan cerca del yin, como dice el antiguo poema que Rikyu, considerado la mejor expresión del wabi: A quienes sólo buscan las flores bellas, yo les ofrezco una alegría aún mayor: los primeros brotes verdes en febrero, en el pueblo de la montaña. (Fujiwara Iyetaka, m. 1237) Nos encontramos aquí ante el tema central. Esta aproximación wabi a la realidad me parece la clave indispensable para comprender, no sólo el arte zen, sino también el paso a la acogida desarrollada en la tradición del chado, el arte de la hospitalidad. Por eso, quiero desarrollar más el recuerdo de esta parte de mi aprendizaje. Los pasos que se sugieren son escla-recedores para la práctica de toda acogida y todo diálogo. Para los maestros zen el arte es una evocación del despertar búdico. Se sabe que, en las historias zen, el satori, el despertar, viene de imprevisto —a veces de sopetón, lo más frecuente después de muchos años de trabajo espiritual, con paciencia y silencio—, pero, generalmente, gracias a un acontecimiento exterior: una palabra insólita del maestro, un bastonazo, el sonido de la campana u otra experiencia de los sentidos, por mínima que sea. Parece que hace falta un in41

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cidente semejante para desencadenar el proceso del satori. El arte en Japón, entendido como un do, se considera como tal detonador, lo mínimo suficiente para que se manifieste el todo. Recuerda, al menos de forma simbólica, el momento en que se ha pasado a otro nivel de conciencia. Un buen haiku provoca siempre esta experiencia de despertar, aunque sea pequeña, pero ya significativa: En el mar oscuro el grito intensamente pálido de un pato salvaje. (Bastió) Un adagio del Zenrin evoca una experiencia parecida: Cuando un pájaro grita, el silencio del bosque de la montaña se hace más profundo. Para cumplir esta función de catalizador la obra de arte debe ser de gran calidad y, todavía más, de una simplicidad extrema. Pues no hace falta que capte la atención del que la contempla: sólo está aquí como humilde agente de una toma de conciencia de lo esencial, en este caso, el infinito del mar oscuro o el silencio profundo del bosque de la montaña, evocaciones de nuestro propio vacío esencial. En una acuarela de Sesshu* (m. 1506), no son los rasgos del pincel lo que importan más, sino el espacio infinito del paisaje al que permiten tomar cuerpo. La parte no pintada es la más sugestiva, pues ella hace presente el vacío (kü en japonés), una noción central del budismo maháyána*. Y es el vacío lo que cuenta más. Esta noción, o mejor, esta experiencia del kü, está presente en todas las culturas extremoorientales. El ideograma 42

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chino que lo expresa evoca, por otra parte también, el firmamento, es decir, el espacio más vasto que pueda existir. El wabi, o el arte zen, se caracteriza con precisión por su connaturalidad con el espacio, el vacío y el silencio. Nace del silencio y a él conduce. Este arte, de una extremada sencillez, no es pura ausencia —que no sería más que insignificancia-, es un sonido sostenido, un rasgo, un gesto, lo contrario del silencio, pero un «contrario cómplice», si puedo expresarme así, pues llama y provoca la emergencia del silencio y el espacio. En este sentido el wabi es, a mi juicio, la expresión estética más pura del budismo maháyána. Aunque sólo raramente representa imágenes budistas —con más agrado montañas en el horizonte, niños que juegan o nabos y pepinos- es una aplicación de la intuición fundamental del maháyána: el nirvana está en el samsára, lo que podría casi traducirse por «lo absoluto está en lo contingente». Esta formulación puede parecer contradictoria, pero el arte zen es capaz de ayudarnos a comprender que el samsára, el mínimo suficiente del que he hablado anteriormente, puede ser el lugar de una toma de conciencia de lo esencial, la ocasión de una experiencia, al menos inicial, del nirvana. Pero volvamos a la preparación del té. Si los maestros del wabi han escogido esta pequeña cocina para llevar a cabo «una manifestación del zen», es justo porque estos gestos elementales y cotidianos presentan el mínimo suficiente donde el camino del despertar puede revelarse mejor. Ellos querían aceptar el desafío lanzado por el patriarca chino Lin-tsi* (Rinza'í, en japonés, m. 867) que dejó el famoso dicho: «El camino: tu corazón ordinario». Se cita también con gusto en los medios del cha do la respuesta del laico P'ang* (m. 808) al maestro Shih-t'ou, que le preguntaba qué hacía de extraordinario para atraer a tantas personas en 43

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su seguimiento: «Mis actividades cotidianas no son extraordinarias, pero estoy en armonía natural con ellas. No retengo nada, no siento nada, en ninguna parte encuentro obstáculo o conflicto. ¿Quiere conocer mi "poder sobrenatural" y mi "actividad maravillosa"? Voy a buscar el agua a la fuente y a cortar la leña para el fuego». Algo más tarde, en el siglo xm, Dogen Zenji* (m. 1253) contribuyó a desarrollar más el aprecio por la vida cotidiana. Emprendió un peligroso viaje a China para encontrar a los auténticos maestros del ch'an, que se convertiría en el zen en Japón. Al desembarcar en Cantón, al primer monje al que encontró fue un cocinero que iba a comprar champiñones. ¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir en él a un maestro! La tarea de un cocinero es, en efecto, una de las más propicias para desarrollar la atención. Se sabe que Dógen después escribió un célebre opúsculo llamado: «Instrucciones para el cocinero». Más tarde, llegó por fin a Keitokuji, el monasterio donde vivía el célebre maestro Tendó Nyojo. Indudablemente, parecía que el trabajo de cocinero estaba muy en armonía con el camino del zen. Aún hoy, muchos monasterios zen de Kyoto ofrecen comidas típicas a los visitantes. El chadó, como vemos, se encuentra en el corazón del budismo. Los gestos que se exigen para una práctica tan corriente deben ser «gestos justos», a fin de que evoquen lo esencial del encuentro, que está situado del lado del silencio. Por cierto, los convidados se hablan, aunque evitan lo que podría turbar la armonía y la serenidad. Pero el encuentro no es únicamente de palabras; los gestos y el clima general son aún más determinantes. Como al atardecer en verano la voz «lleva» más lejos porque es sostenida por una atmósfera más densa, así la cualidad encantadora de los gestos «lleva» la comunicación con más intensidad. Es como la acuarela de Ses-shu, que hemos citado más arriba: no son los rasgos lo más

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importante, sino la parte de papel dejada en blanco. El espacio y el silencio habitado son esenciales en el encuentro. En la cha no yu el ritual favorece la connaturalidad con el vacío y es ahí, en definitiva, donde se entabla el encuentro, desde el espacio de silencio al corazón de cada uno de los convidados. Entonces es posible realizar en concreto el proverbio japonés: Ichigo, ichi e, «Un encuentro, una vida». Un encuentro, aun siendo breve, puede condensar toda una vida, si es vivida a este nivel. En cuanto a mí, después de varios años de práctica, he comprendido mejor lo que me fascinó durante mi primer descubrimiento de la cha no yu en Roma y que habría de inspirarme en lo sucesivo.

Repercusiones Al acabar esta iniciación debía reconocer que había aprendido mucho, pero también desaprendido mucho. Comencé mi instrucción con el objetivo de diversificar y enriquecer mis aptitudes, pero me encontraba finalmente lleno de interrogantes y obligado a volver a reconsiderar mis convicciones. Me daba cuenta, sobre todo, de que la acogida -toda acogida— es primero un proceso de despojamiento, tanto para el que da como para el que recibe. La hospitalidad no consiste, como había creído, en colmar al invitado de mi generosidad; lo que cuenta no es dar ni recibir, sino sólo estar juntos en la gratitud. «Abandonar todo, recibir todo: el zen no es otra cosa», me repetía constantemente mi maestra de té. Aun si la filosofía del wabi cha ha sido elaborada en una cultura muy particular, tiene un alcance universal. He aquí algunas evidencias que, por mi parte, siendo occidental, he recogido. 45

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La primera surge de la frecuentación de esta tradición: es necesario preparar el encuentro. Con frecuencia nos vemos tentados a ir demasiado deprisa para despachar cuanto antes nuestro trabajo. Es preciso despertar nuestros corazones antes de invitarles al encuentro. El ritual muy elaborado de la cha no yu parece que en un principio pone trabas a la espontaneidad y la sinceridad de los intercambios. La experiencia demuestra que es al contrario, que esta atención a los preparativos, en el marco del encuentro, da al mutuo reconocimiento todo su sabor y su verdadera profundidad. Otra evidencia propia de esta tradición muy esclarece-dora es la no-intencionalidad. Cierto, cuando invitamos a alguien a tomar una taza de té, es con la intención de serle agradable, pero en el mismo momento en que le damos la taza, no hace falta abrumarle con la manifestación de nuestro buen deseo. Rikyu recomienda: Hacer todo para recibir a nuestro huésped, pero es preciso que no lo perciba, ya que podría sentirse obligado hacia quien se ha tomado tanta molestia y el ambiente se cargaría. Para que el encuentro transcurra en un clima de libertad-vacío, conviene también que el anfitrión y sus invitados renuncien a hablarse. Por el contrario, escuchan juntos, escuchan el sonido de los objetos de bambú o cerámica y, sobre todo, el zumbido del agua que hierve en el hervidor (¿acaso no es el murmullo del viento en los pinos?). Miran la caligrafía, se dejan impregnar por la luz difusa de la habitación y sienten el perfume del incienso del horno. Se hablan pausadamente, pero atentos para no interferir en el ambiente en que todos reconocen la «inmensa sencillez de las cosas». Las grandes convicciones no se comunican con afir46

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maciones, sino más bien por medio de una cuidadosa presencia mutua. He citado al comienzo el adagio japonés: «El zen y el té tienen el mismo gusto». Este gusto es el gusto de la unidad. Lo que hace de la cha no yu un «pequeño manifiesto del zen» es que aparece mejor esta opción por sobrepasar en concreto la dualidad. Cuando en Occidente ofrecemos una taza de té, presentamos a nuestro invitado una tetera ya preparada. Según nuestra forma de ver, no conviene imponer el espectáculo de la preparación del té, considerado siempre como un servicio. Por el contrario, durante la cha no yu, como hemos visto, la preparación se realiza ante los huéspedes; no se les ofrece sólo el resultado, sino también el trabajo solícito que ha supuesto, pues éste es también un regalo. La tradición del chado no opone el trabajo y el disfrute de los frutos del trabajo. No opone perfección y precariedad. En lugar de proceder por medio de oposiciones, el zen prefiere establecer lazos de insólitos contrastes, pero fecundos. Así es como la cha no yu es una meditación dentro del corazón de la acción, un ritual donde la interioridad no se opone a la comunicación. Lo sagrado y lo profano no se excluyen nunca. Ahí se reconoce bien el gusto del zen. Existen, en efecto, muchos tipos de encuentros entre las personas, según las circunstancias. El que más conviene, el mejor para los encuentros con extranjeros que quieren en particular respetarse, está, sin embargo, poco desarrollado. El chado nos ofrece un modelo precioso. Entre, por una parte, el encuentro amistoso o amoroso, que tiende hacia la complicidad e inmediatez y, por otra, el de la negociación, el coloquio o la entrevista de trabajo, que deben respetar absolutamente las distancias, la cha no yu es un encuentro intenso, profundo, pero discreto. Se realiza en la humildad, todos los participantes están 47

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sentados en el suelo, se sirve siempre de una taza y un ritual. Este modelo no puede, por desgracia, ampliarse pues se trata de un contacto directo. Pero como modelo sigue siendo una referencia muy elocuente. La comunicación no es únicamente interpersonal, entre el anfitrión y los invitados sigue abierta, transpersonal, incluso cósmica. No agota el campo relacio-nal, lo abre a un espacio de vacío, evocado por el tokonoma, que preserva el chashitsu de la cerrazón intimista. Veo en el chadó un arquetipo del encuentro con el otro como tal. Después de mi encuentro con la tradición del chadó, he tenido frecuentes ocasiones de entablar diálogos interculturales e interreligiosos. Me doy cuenta de que emprendí este proceso muy espontáneamente, con el espíritu de mi primera formación en el budismo, en el camino del té. He intentado siempre situar el diálogo en un contexto cada vez más vasto y comprometido: el de la hospitalidad. Pero es necesario describir otras experiencias de encuentro que afianzaron esta intuición, antes de revelar más explícitamente las exigencias de conversión.

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2.

SESSHIN (La meditación)

La primera vez que visité el Centro Urasenke me indicaron que había una sesión de meditación zen a la semana siguiente. Conmovido e intrigado por el descubrimiento de la «ceremonia del té», me inscribí de inmediato para participar.

Una experiencia fortuita La sesión la dirigía Suzuki Sochu* Róshi. Este roshi, uno de los más importantes de la escuela zen rinza'i, acudía cada año a Londres para visitar a un grupo de sus discípulos. En esta ocasión pasaba por Roma, invitado por la señorita Michiko Nojiri, nuestra maestra de té, la cual había estado en su monasterio de Ryütaku-ji. Ese mismo día me presenté para participar en un sesshin; ignoraba todo lo referente a esta práctica, incluso el nombre. Pero no tenía demasiado miedo a experimentar una sentada prologada ya que practicaba hatha yoga desde hacía muchos años y fácilmente podía sentarme en posición «de loto» (kekkafüza, en japonés). Siempre había practicado yoga solo y no me había dado cuenta de que mi postura era defectuosa. He necesitado la ayuda de un maestro para conocer la 49

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forma justa de sentarse, recto, distendido y unificado. Esta corrección cambiaba de modo radical lo que había vivido interiormente. En todo caso, por la cha no yu que había visto la semana precedente, descubrí la importancia decisiva del cuerpo: no es suficiente hacerlo obedecer, es necesario habitarlo. El sesshin sólo fue de tres días, pero bastaron para entrar ya con profundidad en esta práctica. Me explicaron el sentido de la palabra sesshin: significa «tocar el corazón» (setsu shin). Este proceso es un método de apaciguamiento de toda la persona destinada a alcanzar el centro, el ser más profundo. Es el fruto de una larga tradición espiritual que tiene sus orígenes en la India. En general se habla de «meditación» para designar esta práctica, pero prefiero no utilizar demasiado esta palabra, aunque no sea incorrecta, porque evoca más un ejercicio mental y, en todo caso, resulta bastante vaga. La palabra zazen se emplea en la actualidad con más frecuencia; significa literalmente «zen sentado». Describe bien una postura, pero no cubre la práctica global de un sesshin, donde no se hiciera más que meditar sentado. Se ejercita también el gyózen, el zen en acción, todo el día, con sus diferentes actividades, que también está impregnado de un profundo silencio. Durante esos tres días, sin embargo, la práctica del zazen fue el centro. Consistía en intervalos de media hora, durante los cuales permanecíamos por completo inmóviles. En la sala, donde estábamos reunidas veinte personas, no se oía ni el menor susurro. Esta insistencia en la inmovilidad y el silencio, de repente, me sorprendió; como monje creía estar habituado, o creía ser un profesional del silencio. Pero he de reconocer que la tradición cristiana que insiste, y con razón, sobre la recta intención interior, con frecuencia ha descuidado esta exigencia exterior en lo referente a las actitudes y 50

Sesshin (La meditación)

los métodos espirituales. Sólo un día de sesshin nos ayuda a tomar conciencia de la pérdida que esta negligencia supone para la vida espiritual; la vida espiritual no existe más que totalmente encarnada. «Cuanto más se explica el zen, menos se comprende», nos decía el roshi. Pero, un buen maestro zen utiliza con gusto las imágenes y las demostraciones prácticas. Un día trajo un vaso de agua en que había añadido arena del camino. Lo removió bien y lo puso delante durante una sesión de zazen. Después de media hora nos explicó: «Tenéis ahí una buena imagen de nuestro corazón. Cuando está agitado, se turba, pero si lo dejamos quieto se apaciguabas cosas se decantan. ¡Mirad! Veis el poso que está en el fondo y veis la espuma en la superficie. Pero también se ve entremedio el agua que está más limpia. ¡Es nuestro corazón puro, nuestro corazón original! Si constantemente estamos agitados, acabamos por olvidarnos de que existe, no podemos incluso ni creérnoslo. Pero cuando nos tomamos el tiempo de dejar que se haga la calma, podemos encontrarlo y despertarlo». Estas imágenes y reflexiones no son, sin embargo, tema de meditación. Durante algún tiempo de instrucción más práctica, nuestro roshi nos explicaba que era necesario renunciar, con sosiego, a perseguir nuestros pensamientos, para seguir simplemente nuestra respiración y coincidir con su movimiento. En realidad, cuando me esforzaba en hacer silencio, afloraba sobre todo el poso y la espuma que se imponían con obsesión a mi atención. La experiencia misma de este gran silencio hace que sean más vivas e irritantes todas las impurezas. Inesperadamente descubría cuanto había en mí de mediocre, penoso, humillante, inconfesable. En ese momento, el dolor de las piernas y la espalda se volvía lacerante porque todo me invitaba a huir. Pero estábamos todos ahí, y no me 51

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atrevía a molestar a quienes, en mi entorno, parecían hallarse muy concentrados. Al final me dije que era bastante trivial preocuparme tanto por lo que quería o no; bastaba con dejar de lado todas mis preocupaciones y aceptarme del todo como me encontraba. Convenía dejar y aceptar todo en cada respiración. En ese momento entré en una gran paz o, con más exactitud, recibí esa gran paz que me atravesaba. No se trataba, ciertamente, de una realización espiritual extraordinaria y, menos aún, del principio de un satori. Pero era una experiencia decisiva que suscitaba en mí una conversión profunda. Entonces supe que iba a continuar esta práctica, y lo hago siempre hasta hoy. Por primera vez en mi vida me sentí por completo unificado y no más dividido. Anteriormente, una parte de mí miraba a la otra para juzgarla, corregirla, como se me había enseñado en la temible práctica del examen de conciencia. Ahora era una experiencia de simplicidad y comunión. Todas las partes de mí mismo estaban en perfecta comunicación entre sí, como si sólo hubiera agua pura o espacio vacío en el interior de mi forma. Después, un pasaje del sutra que se recitaba varias veces al día resonaba de manera intensa en mí: «El vacío, he ahí la forma; la forma, he ahí el vacío». Esta frase que, en un principio, parecía no tener sentido, aparecía aquí como una evidencia. Como resultado de este sesshin, he permanecido largo tiempo habitado por un gran silencio. Veía intensamente la belleza de las cosas más ordinarias que estaban en mi entorno. Me hallaba colmado de gratitud hacia todo y hacia todos, incluso hacia quienes me habían tratado de modo injusto. Más tarde comprendí lo que había sucedido. Estaba en particular bien preparado para este encuentro fortuito. La práctica del hatha yoga me había transformado sin saberlo. Mi 52

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relación con el «cuerpo que soy» me permitió sacar todo el provecho de este ejercicio espiritual. Además, después de muchos años de oración discursiva en el ámbito del monasterio había llegado, con bastante naturalidad, el momento de pasar a una forma de oración más silenciosa. Por último, algunas semanas antes, había sufrido una injusticia grave que me había dejado desamparado. Acababa de llegar a Roma, donde intentaba reanudar mis estudios, después de haber sido expulsado de la diócesis de Lubumbashi, en el Congo. Allí, durante varios años había trabajado como monje misionero en un colegio para alumnos privilegiados, fuera de la ciudad. Pero al final, con otros hermanos benedictinos, había pedido poder residir en un lugar menos protegido, para vivir más concretamente según el Evangelio, más cerca de la gente. El obispo, al ver que podía decaer su bello colegio, nos había echado de su diócesis. Me vi excluido de toda responsabilidad y reducido al paro. Experimenté un vacío cruel y absurdo, afortunadamente sin demasiada amargura. Pero después, en este sesshin, descubrí de pronto la bienaventuranza de la vacuidad, la benedictio vacui, según la expresión de Karlfried Graf Dürckheim*. En lugar del horror vacui, la abominación y maldición del vacío, descubrí que el vacío podía ser una bendición. Descubrí la gracia de la pobreza de corazón. Es probable que hubiera podido hacer este descubrimiento espiritual en otras circunstancias, ya que inconscientemente lo esperaba, pero el resultado fue que pude atravesar este umbral durante un sesshin, en un contexto de budismo zen. Por eso, estoy muy agradecido a las personas de esta tradición que me lo han facilitado. Durante los días y meses que siguieron, continué de modo espontáneo esta práctica del zazen cotidiano, ya que me resultaba saludable. Paralelamente, seguía la práctica de la oración meditativa según la tradición cristiana, a la que fui 53

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fiel desde mi iniciación a la vida monástica porque desde siempre intuía su importancia. A pesar de la sobrecarga, unida a mis diversas tareas, no abandonaba esta práctica. La añadía a los oficios litúrgicos y a los estudios sagrados, pero no se me hacía pesado. Sin embargo, a lo largo del tiempo, descubrí que el zazen nocturno era más «comprometedor» para mí que la oración silenciosa de la mañana. Un versículo del salmo 102 me venía constantemente a la memoria durante el día: «Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre». Hasta entonces mi oración había sido bastante afectiva, voluntaria, mental y discursiva, no comprometía del todo el fondo de mí ser. El zazen, al contrario, era muy confuso, pero se internaba en mi corazón. ¡Era cierto!, yo era miserable, decepcionante, poco fiable y poco fiel, pero ¡era yo! Ya no huía más de mi existencia real para refugiarme en reflexiones piadosas o resoluciones gratificantes. Entonces, un buen día, decidí abandonar la oración que practicaba desde hacía dieciséis años, para intensificar el zazen.Tomé esta decisión de manera serena. Se imponía en mí como la superación de una etapa en mi vida espiritual. He de decir que, entretanto, permanecí en un entorno cristiano y monástico, en que compartía las lecturas bíblicas, los oficios litúrgicos y una práctica de oración continua. Pero desde entonces, mi práctica contemplativa ha cambiado totalmente. Si relato estos hechos es porque son significativos para un encuentro en profundidad con otra tradición espiritual, así como otros muchos cristianos han podido realizarlo durante estos últimos años. Estos encuentros interreligiosos, sobre todo con los budistas, suponen temibles provocaciones para la tradición espiritual cristiana. Me siento solidario con los buscadores de estos caminos. Las situaciones son diversas; pero para los cristianos comprometidos desde hace muchos años en la vida religiosa el encuentro deja una huella pro54

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funda porque se sitúa en el centro de una vida espiritual ya desarrollada. En este caso, el intercambio es complejo y corre el riesgo de presentarse como una competencia entre las dos religiones. Creo que el impacto ocasionado por el encuentro con el zen es uno de los más bruscos porque el budismo mezclado de taoísmo es el testimonio de otro universo mental. Cuando se afronta el cristianismo tradicional, en particular osificado en su presentación, el golpe es violento. Pero puedo atestiguar que también es muy beneficioso, hace que surja un renuevo de flexibilidad y vida.

Un largo camino Durante este primer sesshin con Suzuki Sochu Roshi pude captar intuitivamente algo del corazón del zen. Sin embargo, he necesitado muchos años de práctica de zazen y cha no yu para integrar esta experiencia y situarla en mi vida ordinaria. Sobre todo he continuado practicando solo, a diario; al igual, he podido participar en numerosos sesshin con el mismo roshi y con otros. Particularmente pienso con gratitud en Seki Yuho, Morinaga Soko, Hozumi Gensho y Na-razaki Ikko, de los roshi que me acogieron en sus monasterios y me permitieron meditar con los monjes. En este camino pude también encontrar al padre Enomiya Lassalle, un jesuita que ha ayudado mucho a los cristianos a descubrir el zen. Una estancia inolvidable en Takamori, en casa del padre Agustín Shigeto Oshida, «un budista que encontró a Cristo», me ayudó igualmente a unir esta práctica zen y la tradición cristiana. Quiero, al final, mencionar a otros buenos instructores occidentales, como Karlfried Graf Dürck-heim o Jacques Castermane, que me enseñaron a sentarme de modo correcto para meditar. En realidad, no he hecho 55

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más que participar con otros en un vasto movimiento de búsqueda espiritual, pero he de reconocer que he estado maravillosamente acompañado en este camino. Como practicaba el cha no yu al mismo tiempo que el zazen, comprendí, de entrada, que la meditación sentada no era la única forma de vivir el zazen, y que no procedía identificar zen y zazen, como se hace a veces citando literalmente a Dogen.Volveré más adelante sobre este tema en torno al sesshin cuando describa la vida en los monasterios zen. Ahora quiero subrayar esta exigencia básica: no hay que aislar nunca la práctica del zazen de la vida ordinaria en todas sus dimensiones, comprendida su dimensión intelectual y reflexiva. Cierto, durante la práctica específica se excluye la reflexión, pero es necesario volver a ella en otros momentos, para que este tiempo de meditación no sea como una isla exótica en nuestra existencia. Para integrar el zen en mi universo cultural y espiritual, he tenido que añadir a mi práctica una búsqueda personal sobre el origen y las motivaciones de esta práctica y el eco que ella despertaba en mí. Describiré con más detalle el progreso de este descubrimiento de un tipo de meditación muy particular. En principio, es preciso subrayar que el zen, en todas sus expresiones, es en esencia una experiencia física concreta. La postura de meditación sentada, practicada en el Antiguo Oriente, es determinante. Como podemos ver en las representaciones más antiguas, se trata de sentarse en un asiento bajo, de forma estable, recta, sólida y distendida. Realizada correctamente, esta postura induce ya a un estado de despertar apacible. Esta atención a la justa actitud puede parecer de poca importancia, pero la experiencia demuestra que es básica. Al viejo rdshi SekiYuho le pregunté qué hacía durante el zazen y simplemente me respondió: «Corrijo mi postura». 56

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En realidad, el zazen no se preocupa del contenido de la meditación sino únicamente de la forma de proceder. No es, de ningún modo, una forma de meditación discursiva, sino justo un método dirigido a suspender, al menos por un tiempo, el pensamiento discursivo. Habitualmente, cuando estamos forzados a permanecer inmóviles y a no hacer nada, nuestro pensamiento vagabundea y nos asalta un encadenamiento de deseos, disgustos, frustraciones, repugnancias o proyectos de todo tipo.Y la experiencia enseña que es inútil enfrentarse de modo directo a esta tendencia de «la loca de la casa», intentando no pensar. Para conseguir apaciguar el pensamiento, las tradiciones espirituales de Oriente han comprendido que la mejor manera de hacerlo era invitar a la mente a concentrarse en la postura y la respiración. En realidad, la respiración es «el lugar del combate» —si queremos utilizar esta expresión para una obra eminentemente pacífica—. Como hemos visto en la enseñanza de la cha no yu, el método zen consiste en aprender a respirar bien. De hecho, toda nuestra existencia, ¿no se concentra en la respiración? Al nacer tomamos el primer aliento; fue nuestro primer contacto con el mundo exterior, con el otro. Al decir adiós a este mundo expiramos por una última vez. Cada respiración es un resumen de nuestra vida. Es la acogida de un nuevo nacimiento y la aceptación anticipada de nuestra muerte. Estando simplemente atentos a nuestra respiración, lo estamos a toda nuestra vida. No es que haga falta reflexionar sobre las evidencias de una meditación edificante, sino que, como proponía Sochu Roshi, es suficiente coincidir con la respiración. Basta con vigilar que no haya intervalo entre yo y mi respiración, entre yo y mi destino. Entonces, soy más que un espectador, más o menos desengañado o complacido de mi existencia. Respiro o más bien soy respirado: en cada respiración dejo todo y recibo todo. 57

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A diferencia de la práctica del pránáyáma, en la tradición del yoga indio, no se pide durante el zazen interferir en la respiración en el prolongamiento voluntario, sino simplemente estar por completo presente en este movimiento. Después de algunos minutos uno se apacigua y la respiración se hace espontáneamente más profunda. Sólo se nos recomienda estar atentos a esta respiración y a la fuerza que se acumula, así, poco a poco, en el tanden kikai, a nivel del abdomen. En este contexto definiré este tipo de meditación como un compromiso a sobrepasar el miedo. Cuando nos invade el miedo, estamos como atenazados, el pecho se contrae, la respiración es más corta y se concentra en lo alto de los pulmones. Pero cuando el peligro ha pasado, suspiramos aliviados, relajamos los hombros y nuestra respiración vuelve a ser apacible y confiada. Nakawaga Soen* Roshi, el predecesor de Suzuki Sochu en Ryutaku-ji, tenía la costumbre de decir: «Veo tu fe en tu forma de respirar». Y, en efecto, la fe no consiste sólo en una gran convicción; es también una actitud de confianza total que traspasa toda nuestra persona. Nuestro cuerpo no miente. La sabiduría oriental ha podido alcanzar una conclusión práctica de esta constatación: ya que la fe o la ausencia de miedo se transparenta en nuestro cuerpo, es igualmente posible contribuir a inducir esta fe, o esta ausencia de miedo, escogiendo mantener una postura estable y una respiración tranquila. La actitud física, por sí misma, no es capaz, por lo visto, de engendrar un proceso espiritual, pero puede convertirse en una fiel aliada para el que busca sinceramente la paz y la unidad. Otro descubrimiento hecho a lo largo de mi adiestramiento concreto del zazen es tomar la decisión absoluta de permanecer con los ojos abiertos. Otros caminos meditativos aconsejan cerrarlos para favorecer el recogimiento. Pero 58

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en el zazen se requiere permanecer con los ojos abiertos, no para tenerlos desorbitados, curiosos o fijos, sino dulcemente mirando ante sí. Las imágenes de Daruma (Bodhidharma*, en sánscrito), el reformador del ch'an en China, lo representan siempre con los ojos abiertos. En efecto, el zen no comienza por poner entre paréntesis el entorno, cualquiera que sea. Todos los sentidos permanecen despiertos. No se progresa excluyendo o haciendo abstracción sino más bien acogiendo irremediablemente cuanto nos es dado en cada instante. Todavía es necesario subrayar que el sesshin es un ejercicio comunitario. Cuando son muchos los que meditan juntos conjugan sus energías y crean un clima de intenso silencio, entonces, cada uno da lo mejor de sí. Debo indicar un último elemento esencial en esta práctica: el tiempo. Un sesshin dura siempre bastante. En la base del zen se encuentra una gran confianza en el tiempo. Suzuki Roshi lo mostraba con el vaso de agua que ponía a su lado: es necesario un tiempo para que nuestro corazón se decante. Es imposible quemar etapas —como la publicidad para una enlightment intensive quiere hacérnoslo creer— , prometiendo la iluminación al término de un ¡fin de semana! Incluso aunque las experiencias fuertes o cambios de conciencia pueden producirse en muy poco tiempo, no son un valor profundo mientras no se inscriben en la trama de nuestra vida, con cuanto conlleva de compromiso existen-cial, sufrimiento y perseverancia. Para progresar en el camino del zen, como en cualquier otro camino espiritual, necesitamos mucha paciencia. A quienes les intriga el zen y que sospechan en su origen un misterio de enseñanza escondido, respondo con gusto que, efectivamente, existe un secreto en todo eso: el secreto del zen es la repetición incansable. 59

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Sin embargo, es preciso vigilar más la motivación de esta paciencia. De modo habitual somos capaces de este coraje porque nos sentimos llevados hacia un objetivo más allá de la práctica concreta a la que nos sometemos. Un gran deseo nos conduce y nos hace casi olvidar la magnitud de la tarea. En la tradición zen, al contrario, se pone confianza en la permanencia, uno se sumerge en el tiempo, sin contar con el resultado. Según un dicho del Zenrin: Simplemente sentado, ¡la primavera viene, la hierba crece! No se trata en modo alguno de aconsejar la despreocupación, sino únicamente la confianza incansable en la maduración que el tiempo puede suscitar. Una anécdota muy iluminadora se encuentra en las «Entrevistas» de Mazu* (Baso, en japonés, m. 907). Mazu acababa de llegar al monasterio. Su maestro, el abad Rang, viéndolo meditar de manera asidua, le preguntó: -¿Por qué estás sentado meditando? Recibió la clásica respuesta: -Para llegar a ser Buda. En ese momento, Rang cogió un pedazo de teja y se puso a pulirlo ante la ermita de Mazu. -¿Qué quiere hacer puliendo una teja? -le preguntó. —¡Quiero hacer un espejo! —Pero ¿cómo se puede sacar un espejo puliendo un teja? —Si no puedo sacar un espejo puliendo una teja, ¿cómo puede uno convertirse en Buda estando sentado en meditación? —... Entonces, ¿qué debo hacer? —Es como el buey enganchado a una carreta. Si la carreta no avanza, no hay que darle latigazos a la carreta, sino al buey.

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No se trata de ensañarse con impaciencia cuando no se obtiene lo que se desea y, sin embargo, hay que empeñarse por completo. ¿Cómo superar estas paradojas? ¿Cómo esperar al buey, la fuente de energía espiritual? ¿Cómo saber dónde hay que poner la fuerza? La respuesta del zen es la siguiente: ¡volver a comenzar pacientemente con gran suavidad! Accedemos a nuestra verdad profunda, a nuestro «corazón original», sólo dando este rodeo. El método del zazen no tiene otra finalidad que la de permitirnos «tocar el corazón». Es necesario subrayar aquí que la palabra zen viene de ch'an, la pronunciación china de la palabra sánscrita dhyana. Ahora bien, dhyana, la séptima y penúltima etapa del itinerario del yoga, designa la concentración meditativa que nada turba. La imagen que evoca es la del flujo del aceite. A diferencia del agua que produce un gluglú cuando se vierte, el aceite se desliza con igualdad, hasta el punto de que su fluido no es perceptible. Este ideal indio de la atención pura y continua fue recogido por los budistas que buscaban un método para poner en práctica la «atención justa» y la «concentración justa» recomendadas en el Óctuplo Camino*. Es decir, que el ejercicio de la meditación es central para el budismo. Todas las prácticas del zen tienden a purificar la atención y concentración. Desarrollan una mirada objetiva y atenta, que ninguna interferencia egoísta ha de perturbar. Mientras uno vuelve sobre sí mismo, bajo una forma de complacencia, miedo o cálculo, la visión se deforma, la escucha y todas las percepciones están alteradas. El zen quiere acoger toda realidad con la fidelidad y el desinterés de un espejo: Los gansos salvajes no buscan mirarse en el lago; el lago no intenta reproducir sus imágenes. (Zenrin) 61

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Un haiku de Ótani Kubutsu expresa aún mejor este ideal: El niño, con la boca abierta, que mira los cerezos en flor es un Buda. Las largas horas de zazen contienen este gran deseo. Y por eso, al final de un sesshin, nos encontramos «hechos polvo», pero no hechos ¡un estropajo! Los ojos están como lavados, al final ven la bondad y crueldad del mundo. Resumiendo, hemos realizado una pequeña experiencia del despertar. Personalmente, he vivido esto como una experiencia de acogida. He descubierto en la escuela del zen la importancia de esta primera acogida: era bueno y necesario para mí estar presente a la realidad que se me daba antes incluso de nombrarla. Llegará el momento en que hay que nombrarla, juzgarla. Ese instante llega muy pronto, pero no debe llegar antes del primer contacto. Quiero comenzar por acoger. Ejercitarme en este mirar nuevo, fotográfico, que no es una regresión, sino una forma de vivir en el asombro y la gratitud por lo que existe. Al término -provisional- de este camino, después de varios años de meditación cotidiana, puedo medir los cambios ocurridos en mi vida de monje. Quiero repasar dos: la hondura de base y el aplomo. La práctica del zazen ensancha y profundiza considerablemente el campo de la conciencia y hace posible un conocimiento más completo y agradable, nosotros diríamos más «contemplativo», por utilizar un concepto más occidental que, sin embargo, no recoge con exactitud toda la realidad búdica. Con este conocimiento se descubre todo con ojos nuevos porque sitúa la realidad en su fondo incognoscible. 62

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Permite percibir cómo el silencio y el vacío no se sitúan en los márgenes, siempre con un poso de engaño, de nuestro mundo, sino que constituyen, al contrario, el tejido del universo. Todas las realidades son a la vez relativas y mejor apreciadas: relativas porque son vistas como partes ínfimas de una realidad mucho más basta; mejor apreciadas porque aparecen también en su unicidad. «Es en la noche cuando se ve lo más lejano», me decía un amigo poeta. Durante el día, vemos el sol que está a ciento cincuenta millones de kilómetros, pero por la noche ¡podemos ver las estrellas, centenares de millones de veces más lejanas! La luz deslumbrante del sol nos ciega durante el día y nos impide ver más allá. Las realidades de la vida cotidiana se imponen de la misma forma a nuestra atención exterior. Son importantes y conviene mirarlas a plena luz, pero no hemos de estar ciegos y sordos a otras realidades más interiores. Bañando nuestra mirada en la noche del silencio, afinando nuestro oído, acabamos por percibir cosas que el ojo no ve de otro modo y el oído no puede escuchar. Todo no es perceptible inmediatamente a nuestros sentidos y a nuestro intelecto. Sabemos que los ultrasonidos o los colores infrarrojos existen, hermosos y bellos; aunque no los percibamos, podemos, sin embargo, reconocer los efectos. Ocurre lo mismo con cuanto está a un lado u otro de las palabras y los razonamientos. Las realidades más importantes no se pueden comprender de otro modo, comenzando por la de Dios. Como dice el salmo 64: Tibi silentium laus. El silencio es la alabanza que conviene a Dios. En este sentido se puede hablar del zazen como «meditación sin objeto», ya que nunca se ha propuesto un objeto de meditación. Esta insistencia en el «no-pensar» {muñen) y en el «no-corazón» (mushin) puede inquietar a los que nunca han tenido contacto con Oriente. Sólo recono63

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cen una forma de introspección cerrada sobre sí misma, hasta un estado de ensueño más o menos cataléptico. Ahora bien, se trata esencialmente de la búsqueda del silencio. El zen confía en el silencio, tanto del pensamiento, como del corazón y de la voluntad. Sabe que el silencio es creador y que por medio de él se acerca al Absoluto. Y nuestra relación con el Absoluto no puede en ningún caso limitarse a un tipo de relación sujeto-objeto. El Absoluto nos envuelve y penetra; para nosotros es a la vez totalmente extraño e íntimo. Una meditación que no se focaliza en ningún objeto permite, pues, armonizarse bien con estas realidades esenciales que nos fascinan. Con seguridad existen en nuestras vidas, y en las de los monjes zen, tiempos de diálogo y oración, pero no son el todo de la vida espiritual, y cuando practicamos el zazen, nos basta con coincidir con nuestra respiración. Atarnos a un objeto, por muy sublime que sea, no haría más que limitar el campo de nuestra búsqueda de la Verdad. La práctica del zazen provoca también otra transformación, todavía más interior. Sin ceder a la introspección deliberada, la «meditación sin objeto» nos hace más lúcidos a nosotros mismos. Lentamente, pero con seguridad, nos vemos despojados de cuanto evitábamos hasta entonces por temor a perder prestigio. La experiencia puede ser dolorosa cuando, al final, aparece nuestra insignificancia fundamental. Si entonces aceptamos, sin descorazonárnosla angustia profunda que esta experiencia despierta, aprendemos a abandonarnos con toda confianza al movimiento de la vida. Esta actitud engendra de modo paradójico gran paz y seguridad. Cuando estamos desnudos y desarmados, sin defensa, no podemos tener miedo. La misma postura del kekka-fuza, sentado con las piernas cruzadas, atestigua que no que64

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remos huir. Aunque no tengamos ninguna armadura somos invulnerables. Esta situación nos permite vivir una experiencia de libertad frente a las instancias que querrían ejercer una autoridad arbitraria sobre nosotros. Somos humildes y sumisos en la vida cotidiana, pero no nos alcanzan las intimidaciones exteriores ni los argumentos de autoridad. Como los muñecos, esos pequeños títeres que representan al Bodhid-harma, que «derribados siete veces se levantan ocho», descubrimos un gran aplomo. Sin arrogancia, podemos finalmente hablar y obrar por nosotros mismos. Esta transformación no es que me haya convertido en budista sin darme cuenta. Pero ha desarrollado en mí cierta connaturalidad con el mundo del zen. Cuando leo los textos antiguos y los episodios de la historia zen, también descubro en mí una verdadera complicidad con la actividad de esos personajes pintorescos.

Explorando las fuentes Si queremos acoger el zen en nuestra vida y contribuir a un intercambio intercultural profundo, es importante conocer la tradición en su contexto histórico y cultural. Mientras que la literatura judía, cristiana y musulmana cita con constancia las Escrituras, muchos libros publicados hoy en Occidente respecto al zen se refieren relativamente poco a las fuentes tradicionales. Es cierto que los seguidores de esta escuela budista son a menudo antiintelectuales e iconoclastas. Pero no será necesario tomarlos al pie de la letra. Esto forma parte del estilo de vida de los monasterios zen. Los mismos róshi son frecuentemente eruditos en la materia: sus enseñanzas se basan siempre en el estudio de los sutras y en las colecciones de sentencias patriarcales. 65

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Mis contactos con varios roshi me proporcionaron el gusto de ver sus fuentes de inspiración. He podido acceder a textos maravillosos, incluso traducidos, de Hui-neng* (en japonés, Enó), Mazu* (Baso), Lin tsi* (Rinzai), Chao-chou* (Joshü), Dógen, Bankei*, Hakuin*,Tórei* y tantos otros. Existen tesoros muy poco conocidos. Al igual he aprendido mucho de la meditación de las sentencias de Zenrin*, una colección de cortas frases copiadas en los monasterios japoneses para las entrevistas con el maestro. Estos textos provienen de los su-tras, de los patriarcas, de poemas chinos o de dichos populares. Consultar regularmente estos textos clásicos del ch'an chino y del zen japonés permite familiarizarse con la mentalidad zen, tan extraña y, sin embargo, tan impregnada de humanidad. Un célebre texto se me dio en particular para «masticar» y «rumiar». Tanto mi maestra de té como Suchu Roshi me escribieron una caligrafía para que pudiera embeberme bien de ella. Se trataba de una frase enigmática del «Sutra del Diamante cortador» (Kogdkyó, en japonés): Sin permanecer en ninguna parte, vivir con pleno corazón. Cuentan que al oír la recitación de este pasaje, cuando transportaba madera, el futuro sexto patriarca chino del zen, Hui-neng (m. 713) alcanzó la iluminación. Con él la tradición del ch'an comenzó en verdad su desarrollo en China. Esta frase, que se hizo emblemática de todo el zen, es constantemente propuesta para la meditación. Cualquiera que sea la interpretación que se le dé —pues los textos chinos pueden ser interpretados de diversas formas—, este texto comporta una primera parte negativa: dejar todo, aceptar estar sin fuego ni lugar. Para entrar en el sesshin, o simplemente para empezar una media hora de zazen, hay que comenzar por quemar las 66

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naves, renunciar a toda idea de regreso (sobre sí mismo).Ya que un día tendremos nuestro último suspiro, otro tanto tendremos que contemplar cada día la impermanencia fundamental. Practicar el zazen consiste primero en aprender a respirar bien, sin miedo a ir hasta el final y perder todo. Seguidamente, podemos acoger una nueva inspiración y así comprenderemos lo que significa «vivir con pleno corazón», según el término de la segunda parte de la frase. La verdadera inspiración (y aquí en todo el sentido de la palabra) no es una conquista, sino una gracia, la gracia de vivir por completo con la serena conciencia de nuestra precariedad. La palabra «corazón» (shin o kokoro) vuelve de forma constante en esta enseñanza porque el zen sólo se interesa por él. «Fuera del corazón, no hay Ley», reza otra célebre sentencia. El sentido de esta palabra es muy amplio: otra acepción actual, parecida a la del francés, puede asimismo significar el «espíritu» o la «realidad absoluta», o también la «verdadera naturaleza». Este es el sentido profundo que entiende el mundo del zen. Por medio de diversas prácticas, es siempre el corazón lo que importa «tocar». El zen es una «búsqueda loca» del «corazón original». El kensho (sinónimo de satort), resultado del zen, es de modo literal la «visión de la naturaleza propia». Ahora no es el momento de describir con más detalle las innumerables escrituras del ch'an chino, del sóng coreano, del thién vietnamita y del zen japonés. Quiero sólo señalar que estas tradiciones, muy elaboradas, no son únicamente métodos prácticos, sino que comprenden al igual una parte importante de reflexión. Es indispensable investigar los escritos si uno se decide a entrar en esta tradición. Fuera de la recitación de los sutras, no se leen ni se estudian estas escrituras en los monasterios zen, pero a los jóvenes no se les admite en la formación monástica, sino sólo después de haber estudiado el budismo en una u otra universidad especializada. 67

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Sin embargo, se recitan cada día muchos textos de los sutras, en particular uno que es central en la práctica del zen. El Hannaya Shingyd, o «Sutra del Corazón de la Sabiduría trascendente», es un texto breve que se recita varias veces al día en los monasterios, poco más o menos como el Padre nuestro en los ámbitos cristianos. Versa sobre el vacío que caracteriza todas las cosas (volveré a este tema). Se acaba con un mantra, una fórmula invocatoria muy poderosa: Gyátei,gyátei, hára gyátei, hára só gyátei.

Se trata de un texto sánscrito, que no se traduce para conservar toda su fuerza y que significa: «Id, id, dejad atrás, atravesad». Lo que da ánimo a la práctica del zen es, efectivamente, un movimiento, una dinámica vital. Es importante recordarlo. Incluso en la inmovilidad más estricta, el que medita participa en un movimiento fundamental del universo y ejercita una compasión activa hacia todos los seres vivientes. Estos textos deben situarse en la historia del zen. Estudiando esta historia llena de paradojas podremos entender mejor el sentido del zen y colocarlo en su lugar en los intercambios culturales e interreligiosos de nuestro tiempo. El zen es una de las formas del budismo más recientes; apareció en el siglo vi, mil años después de la «puesta en marcha de la Rueda de la ley», cuando Buda inauguró la predicación del Dharma en el «parque de las Gacelas» en Sar-nath. Fue elaborado en China a miles de kilómetros del valle del Ganges. Y, sin embargo, la tradición enseña cómo esta escuela, tan particular, encuentra su origen cerca de Sha-kyamuni, el Buda histórico, precisando con mucho aplomo que es probablemente también la más fiel a su fundador. 68

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Según un sutra chino, las cosas sucedieron así: un día en que el Iluminado había recibido una guirnalda de flores, se le pidió que expusiera la quintaesencia de la ley; él tomó una pequeña flor de su guirnalda y, sonriendo y en silencio, la hizo girar entre sus dedos. Sus mejores discípulos, Anan-da y Sháriputra, intentaron sucesivamente interpretar este gesto, evocando la impermanencia o el vacío, y Buda reconoció, por sus respuestas, que ellos habían en efecto alcanzado su carne e incluso sus huesos. Después vino Kashyapa. Sin decir una palabra, sonrió al maestro. Buda reconoció entonces: «Tú, tú has alcanzado el meollo de mis huesos». El Zenrin resume todo esto en pocas palabras: Buda no predica nada, pero lo dice todo; Kashyapa no entiende nada, pero comprende todo. Este Kashyapa es el primer patriarca indio del zen. Después de él, la «Buena Ley» según la tradición zen se ha transmitido de generación en generación, siempre de manera silenciosa. Bodhidharma, el vigésimo octavo patriarca, dejó la India para volverse a China y allí importar la escuela del budismo dhyana. Así consecutivamente hasta el día de hoy. La transmisión silenciosa del «meollo del budismo» está hoy en torno a la quincuagésima generación. Es significativo que casi todas las historias zen, y en particular los kóan*, sean relatos de transmisión. La experiencia inefable comunicada por Kashyapa pasa a sus sucesores en diferentes líneas a favor de un gesto, de una palabra o de un grito. Así es esta historia deTokusan que estudiaba el zen bajo la guía de Ryütan. 69

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Una noche vino a verlo y le hizo muchas preguntas. El preceptor finalmente le dijo: —La noche está avanzada. ¿Por qué no te marchas? Tokusan se postró y después, abriendo la cortina para salir, observó: -Está muy oscuro fuera. Ryütan le ofreció un candil para que encontrara su camino. En el momento preciso en que Tokusan lo cogió, Ryütan sopló. En ese instante,Tokusan fue iluminado (Mumonkan 28). Puede decirse que el zen es una comunicación por medio del silencio o, con más exactitud, no es más que lo que puede pasar por una transmisión silenciosa. El resto (cultura, métodos, instituciones) es marginal. Según un célebre escrito atribuido a Bodhidharma, el zen es: Una transmisión especial, fuera de las Escrituras, sin depender de palabras y letras, un acceso directo al corazón del hombre, el descubrimiento de su naturaleza propia, la realización del estado de Buda. Dos elementos esenciales del zen aparecen claramente en esta definición: un rechazo grande a conceptualizar realidades espirituales y una sed aún más intensa de transmisión «directa» de estas mismas realidades. Ikkyü Sojun, un maestro zen del siglo xv, expresa con mayor belleza esta característica del zen: La ley ha sido transmitida como se abraza a un niño pequeño. Es la certeza de estar en la línea más fiel a Buda la que permite desarrollar en los grandes maestros esta independencia 70

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esquiva respecto a todas las ortodoxias y escolásticas. Era necesaria esta audacia para establecer dicho intercambio característico del ch'an entre el budismo y el taoísmo. Cuando las otras escuelas budistas importadas en China han intentado guardar lo más fielmente posible la tradición recibida de la India, a reserva de adoptar algunas formas de estilos locales, el ch'an de manera enérgica acogió el taoísmo y de alguna forma lo ha metabolizado para crear un nuevo camino, totalmente chino y budista. El ch'an es una verdadera simbiosis de estas dos tradiciones. Y cuando pasó por Corea,Vietnam o Japón, se convirtió por completo en coreano, vietnamita o japonés, adoptando aún otros elementos culturales y religiosos de estos países. Es necesario recordar su historia para subrayar el hecho de que el zen es un camino esencialmente transcultural. En el Extremo Oriente es a la vez la más fiel y la más acogedora de todas las escuelas budistas. Esta capacidad de unir dos procesos, ¿no predispone de modo maravilloso para afrontar las actuales exigencias del diálogo? Creo también que el zen continuará suscitando un despertar en la cultura y la espiritualidad occidental. Los muchos encuentros realizados desde hace cincuenta años entre los budistas zen y los occidentales han mostrado la evidente fecundidad de estos intercambios.

Zen y cristianismo El encuentro del zen con el cristianismo es, por cierto, uno de los más significativos. En efecto, ha sido el encuentro que se creía menos probable, pero también, paradójicamente, el más fecundo. A nivel doctrinal, las dos religiones están en las antípodas una de la otra: para el cristianismo la 71

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Palabra es primera y creadora, para el budismo es la religión del silencio. ¡Renuncia incluso a hablar de Dios, de creación y de persona! ¿Qué pueden significar en este contexto el Credo y la oración cristiana? El choque de ideas no puede ser más fuerte. Pero el diálogo cristiano-budista es emblemático de todo diálogo interreligioso porque más que en otros lugares, los interlocutores están obligados a sobrepasar las palabras y los conceptos para alcanzar la experiencia inefable y reconocerse en ella. Este diálogo sólo aportará frutos si se establece sobre la base de una experiencia espiritual común. Ante todo, es a este nivel como debe desarrollarse un encuentro para evitar todo equívoco. Este intento, por lo visto, conlleva un riesgo. He mencionado la relativización, en este contacto, de conceptos de la teología y la autonomía frente a argumentos de autoridad que suscita la práctica del zazen. Esta evolución puede acarrear desviaciones peligrosas, en particular para quienes no han evolucionado suficientemente en su vida espiritual. Ha habido tentativas desgraciadas, confusiones, acomodos, pérdidas. Algunos cristianos han denunciado con vehemencia el peligro de estos contactos. Se sitúa, en efecto, en el campo de la oración y la contemplación, en el hogar de la vida espiritual. La Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano publicó, en 1989, un aviso en forma de «Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana», dirigida a los que se comprometen en un encuentro a este nivel con Oriente. A petición del Consejo Pontificio para el Diálogo Inte-rreligioso, que se sorprendió de no haber sido consultado a este respecto, estudié dicho texto detenidamente. Muchos cristianos se plantearon la cuestión sobre el alcance de esta «Carta», elaborada por un padre carmelita y firmada por el cardenal Ratzinger [actualmente papa Benedicto XVI]. Ofre72

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cía una buena presentación de la meditación cristiana, al menos en su forma moderna, pero sin muchas referencias con la tradición espiritual más antigua y monástica. El objetivo era poner en guardia: «[La oración cristiana] rechaza las técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista incapaz de una apertura libre al Dios trascendente» (n. 3). Desafortunadamente quienes redactaron este documento no estuvieron en contacto directo con cristianos que, como el padre Lassalle, practicaban estos métodos de meditación oriental. Y todavía menos con las tradiciones espirituales hindúes o budistas, de las que se trata en todas partes en este documento, pero que sólo se mencionan en una sola ocasión explícitamente, en una nota a pie de página. Además, allí el yoga y el zen son de modo curioso asociados a la «meditación trascendental», una técnica meditativa que tuvo éxito en los Estados Unidos en 1960. Estudiando este texto, descubrí muchas observaciones pertinentes y sabios consejos, pero el tono general de suspicacia y una soberbia ignorancia en la materia impidieron que fuera en efecto beneficioso. Sobre todo, quedó claro que, en este campo, las intervenciones motivadas por el miedo no sirven para que las cosas evolucionen bien. La cuestión sigue en pie: ¿por qué a tantos cristianos les fascina el desafío de un encuentro en profundidad con el zen? Efectivamente, son muchos los que intentan este encuentro. No lo hacen por hastío o disgusto de su propia tradición, sino por una necesidad interior, porque una experiencia espiritual en el contexto budista abre nuevas perspectivas a su práctica contemplativa cristiana. La complicidad que descubren en el camino del zen, más allá de las evidentes incompatibilidades, ¿no es una llamada a explorar juntos las motivaciones más profundas de la vida espiritual? 73

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Las preguntas que plantea este recurso a los métodos budistas no deben ser abordadas por el lado de sus riesgos, sino más bien por el del sentido del proceso: ¿es legítimo tomar prestado este método e integrarlo en nuestra vida cristiana? Yo veía, por el beneficio que me ha aportado, que podía acceder a este préstamo siendo cristiano, pero después de algunos meses me pregunté si era justo este proceder y sobre los riesgos de falta de respeto a mis amigos budistas. ¿Cómo hacer (y no hacer) para establecer un contacto justo? A la hora de reflexionar creo que es necesario evitar dos escollos. El primero consiste en poner límites al encuentro, acabando por echarlo a perder. Con rapidez comprendí que no debía intentar hacer un «zen cristiano». En el pasado hemos obrado así con demasiada frecuencia, tomando sin muchos escrúpulos de otra tradición lo que nos era útil, dispuestos a «bautizarlo», construyendo una nueva síntesis para nuestro uso. Este intento de aislar una «técnica» de la meditación zen, extrayéndola de su «anga pagana» (sic), no sólo es poco respetuoso, sino además estéril. El zen, como todas las grandes tradiciones espirituales, constituye un conjunto reelaborado sin cesar por personas. En consecuencia, no podemos limitarnos a métodos e intuiciones, pues el verdadero encuentro concierne a las personas. Cuando un cristiano se encuentra con un budista, no puede ser otra cosa que un encuentro interreligioso. No sería respetar a nuestro interlocutor si silenciamos lo que le anima más profundamente. Pero el deseo de un respeto absoluto no debe inhibir el contacto. Un día, un maestro zen me abrió las puertas de su tradición y entré, como un huésped que sabe que no todo le está permitido, pero que pone su confianza en quien ofrece la hospitalidad. Traté de no apropiarme de forma tácita de estos métodos prestados y de no olvidar nunca a 74

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los que han transmitido el zen hasta el día de hoy, desde Buda a Suzuki Sochu Roshi. A pesar de asiduos estudios, soy muy consciente de que este mundo me sigue resultando extraño. Me fascina, pero elementos muy importantes se me hacen incomprensibles. Además, los límites que me impone mi pertenencia religiosa cristiana no me permiten recibir la totalidad de este don. Sin embargo, lo que recibo ¡ya es tan valioso! Por eso, quiero evitar el otro escollo. Hay, en efecto, otra manera de echar a perder el encuentro, como hacen algunos budistas occidentales, pretendiendo creer que no se comprenderá jamás el zen si no se vuelven budistas. Es cierto que, sin pertenecer personalmente a una Sangha o a una Iglesia, es imposible entender bien cuanto caracteriza una religión. Pero esto no debería conducir a un exclusivismo estrecho. No creo que la lógica del «todo o nada» sea legítima. La alternativa no es de «recuperar» el zen o de «ser recuperado» por él. Existe otro camino. Los universos espirituales no son en absoluto incompatibles ni exclusivos. Sería desesperante que no pudiéramos desarrollarnos más que en una sola tradición. La historia atestigua lo contrario y en particular la historia del zen, que siempre deseó trabar nuevos contactos. Sí, es posible encontrar una manera justa de conjugar nuestras fuerzas en un contexto que sobrepasa los métodos espirituales. En el período en que nos encontramos estos encuentros son necesarios, indispensables incluso, aunque en cierta manera son también imposibles; veo en ello un buen desafío, por otra parte ¡típicamente zen! Es cierto que hoy asistimos a nuevas metamorfosis del zen. Sin embargo, también ocurre en ambientes arreligiosos. La historia dirá cómo se efectuará esta nueva etapa y qué nuevos frutos nos ofrecerá. Pero no creo que los cristianos puedan argüir esta evolución para silenciar el nivel religioso 75

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que les es constitutivo. Hace cincuenta años, cuando todo contacto algo más intenso con otra religión estaba prohibido, los cristianos podían apaciguar su conciencia practicando un zen presentado como una sabiduría universal, sin color religioso. Pero vemos hoy con claridad que el zen es fundamentalmente budista. Hasta el presente siempre se ha desarrollado en un entorno monástico, un marco en que el culto y la enseñanza religiosa ocupan un gran espacio. Incluso durante los grandes sesshin en los monasterios zen, en que se medita de diez a catorce horas al día, la recitación de los sutras se mantiene y a veces aún se incrementa. Es decir, que la tradición japonesa de meditación, importada de otros lugares, y en particular de la India prebudista, normalmente tiene necesidad de un terreno religioso para expandirse, por lo menos lo ha tenido hasta ahora. En efecto, es necesario invertir una energía particular para perseverar en este arduo camino. Y esta energía encuentra sus fuentes más firmes en una pertenencia religiosa concreta y el deseo de ayudar a todos los seres vivos. En consecuencia, cuando un cristiano se compromete resueltamente en el zen no puede vivir esta práctica como un hobby, al margen de su pertenencia religiosa. Sabe que no cosechará frutos si no es con la energía y las motivaciones sacadas de su fe cristiana. Esta práctica se ve alguna vez entorpecida a causa de las exigencias de la fe cristiana. Pero, bien precisada, no se la mutila. Es sólo de esta manera como puede enraizarse en un terreno fértil, pues de otro modo, privado de este vínculo vital con su motivación religiosa, el trabajo espiritual correría el riesgo de no encontrar la fuerza necesaria para desarrollarse. No siento las limitaciones concretas impuestas a mi práctica del zen como limitaciones al espíritu del zen, que me privarían de una parte esencial. La aceptación de las exigencias de la encarnación en la vida 76

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concreta es, al contrario, una condición para la maduración espiritual. El zen es particularmente consciente de ello. Volviendo a la imagen del hogar de la vida espiritual, el cristiano no debe temer que este elemento extraño le perjudique. Al contrario, compruebo que la corriente de aire, provocada por la apertura al otro, aporta una buena oportunidad para reforzar el fuego interior. En este clima de profunda connivencia, las divergencias no se borran. Las incompatibilidades reaparecen a medida que se avanza en este extraño terreno. Pero la provocación que constituye una manera muy diferente de enfocar una cuestión universal, estimula mucho la reflexión y permite una renovación de la práctica. Habrá que mencionar aquí la cuestión por la que atraviesan todas las historias del budismo: ¿es por «nuestra propia fuerza», jiriki, o por la «fuerza del otro», tariki, como nos comprometemos en este trabajo espiritual? La escuela del zen responde de manera catogórica: jiriki. Pero cuando se interroga a los maestros del zen, sus respuestas se matizan más. Por cierto, han cambiado de opinión a lo largo de su vida. Por el lado del cristiano, la respuesta es también muy clara: Sola grafía, es únicamente por la gracia por lo que somos salvados. Pero la controversia sobre la naturaleza de la gracia, desde san Agustín y Pelagio hasta Jansenius e, incluso, Teilhard de Char-din, no ha inflamado menos los espíritus ya que no tiene salida cuando se mantiene en el plano de la argumentación; sin embargo, la meditación permite sobrepasar el estancamiento cuando uno se compromete a fondo perdido y descubre, paradójicamente, que todo es recibido. Otro campo de divergencia profunda es el que se refiere a las Escrituras y la contemplación. La tradición cristiana ve que hay un paso gradual de la lectura a la meditación y de la meditación a la contemplación. Cada etapa cumplida desem77

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boca, naturalmente, en la siguiente. Cuando la meditación en los misterios es ardiente, el fuego de la contemplación invade el corazón. Pero el budismo propone un proceso inverso. Un róshi al que explicaba el método cristiano de la lectio divina me preguntó: «¿Cómo podéis dar a leer la Biblia a personas que no han tenido aún una formación espiritual? ¿Qué quieren que encuentren si no son anécdotas o consejos sabios? Primero es necesario iniciar en la contemplación silenciosa y sin objeto, y, cuando su corazón se haya purificado, podrán descubrir el meollo de su tradición». Incluso aquí, la comparación de planteamientos diferentes es estimulante. Si uno no intenta neutralizarlos, pueden suscitar un sano cuestiona-miento y ayudar a progresar en la práctica. El cristiano recibe aún otras fuertes interpelaciones, concernientes a la objetividad de la existencia de Dios o al sentido de la revelación. Desde el momento en que acepta el encuentro con todo el zen a partir de su fe Cristina, puede verse desestabilizado por estas cuestiones. Es evidente que el budismo plantea a los cristianos muchos interrogantes insoluoles. Pero creo que esta parte de la experiencia del encuentro es finalmente una gracia notable. Es más, es precisamente ahí, en este común reconocimiento de nuestros límites y de nuestra impotencia a la hora de darnos cuenta de nuestras últimas razones de vivir, cuando el encuentro con los budistas es más verdadero.

Shabbat y vacuidad Debo mencionar aún casos en que estos contactos son particularmente fecundos, en especial cuando revelan a los cristianos aspectos de su propia tradición que han descuidado o desarrollado muy poco. Cito dos, el shabbat y la kénosis. 78

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Si la práctica del shikantaza, la sentada inmóvil y silenciosa, durante un sesshin no me pareció aberrante, de modo probable es porque se enraiza, según mi opinión, en una práctica judeocristiana que se le parece bastante: el reposo sabático. Es cierto que esta práctica hoy molesta a los cristianos. Muchos judíos continúan observando escrupulosamente el shabbat, pero en el ámbito cristiano el reposo dominical está vacío de contenido, se le ha suprimido de forma tácita su sentido. Sin embargo, ninguno de los que apelan a la Biblia puede negar que se trata de un mandamiento esencial, una de las Diez Palabras: «Guarda el día del sábado, para santificarlo, como te lo ha mandado Yahveh, tu Dios» (Dt 5,12-15 y Ex 20,8-11). La presión de la mentalidad reinante ha sido determinante en este caso. Habría que estudiar los motivos inconfesables que han ocasionado la abolición tácita de un mandamiento tan esencial porque es muy sintomática. Pero eso nos llevaría muy lejos. La práctica de largos momentos de meditación silenciosa permite redescubrir la importancia de esta forma de hacer —o mejor, de no hacer nada—. El respeto o la «santificación» del shabbat, según el término bíblico, es, por otra parte, un precepto que existía antes de que la religión de los hebreos se hubiera constituido, como muchos indicios hacen suponer. Expresa una intuición primordial, aunque vagamente, de que hay en nuestra vida algo más importante que lo que podemos producir y es necesario concederle un lugar. En efecto, en su origen, las motivaciones del shabbat no son ni sociales ni culturales: no se trata sólo de asegurar a todos un reposo merecido, sino de no hacer nada absolutamente, ni siquiera celebrar un culto. Pues como dice el Génesis: «Es santo dejar toda actividad este día». El único culto que conviene consiste justo en dejar de realizar cualquier cosa, para realizar que Dios es Dios. «Deteneos y reconoced que yo soy Dios», proclama 79

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el Señor en el salmo 45. Esta exigencia parece hoy bastante descabellada porque, según nuestros criterios, el hombre vale lo que realiza; no alcanza su plenitud sino en la medida en que produce alguna cosa. La idea de renunciar por un tiempo a este tipo de plenitud inmediata para agradar a Dios nos parece por lo menos discutible. ¿Qué Dios es este que se complace en esta renuncia de los hombres? Afortunadamente la tradición espiritual judía ha profundizado en el sentido de este precepto y Jesús nos lo explica en un anuncio lapidario: «El sábado se instituyó para el hombre, no el hombre para el sábado» (Me 2,27). Sólo el shabbat está hecho para «el hombre que sobrepasa infinitamente al hombre», dice Pascal, el hombre en comunión con lo que le sobrepasa infinitamente y que le da su plena estatura. Sin la práctica de una atención silenciosa algunos campos de la vida espiritual no podrán desarrollarse nunca. Es notable que, sin ponerse de acuerdo, hombres separados por miles de kilómetros hayan tenido, desde antiguo, la idea de dedicar así el tiempo, cada uno a su manera, a un valor superior en principio poco evidente. Han confiado en la fecundidad de este vacío y encontrado maneras de hacer operativa esta intuición. Hoy, en el contexto de nuestra existencia, muy frecuentemente estresante, presentimos que nuestra vida debería, más que nunca, ser «oxigenada» por esta práctica, abierta al más allá, presente en la vida cotidiana. La cualidad de nuestras obras, de toda nuestra vida, y en particular de la vida de fe, depende de la profundización en este campo. La práctica del zazen es una manera concreta de dar cuerpo a esta búsqueda. Esto explica, en parte, por qué los cristianos han recurrido a ello. El zazen permite volver a encontrar el sentido y el gusto de la dimensión sabática de la vida espiritual. 80

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En cuanto a la vacuidad, es conocida en nuestra tradición cristiana, pero poco desarrollada. Así la encontramos en un texto central del Nuevo Testamento. Lo dice explícitamente la carta de San Pablo a los Filipenses que Cristo «se despojó de sí mismo» y así renunció a presentarse como Dios y tomó la condición de esclavo (Flp 2,7). El verbo ekenósen eauton puede traducirse por «se despojó» y también por «se vació, se aniquiló», de ahí la palabra «kénosis» para designar la vacuidad en la teología cristiana. Con posterioridad, esta afirmación de San Pablo ha llamado relativamente poco la atención de los lectores cristianos. Los occidentales se han sentido muy poco atraídos por este aspecto de la realidad; más bien tienen horror al vacío. Así, la tradición cristiana en su mayoría no ha continuado la reflexión sobre la vacuidad y el silencio. Ha preferido meditar el verso siguiente de la carta donde dice que Cristo se humilló y se hizo obediente. Oriente, en cambio, ha estado siempre atento al vacío. Los indios son quienes inventaron la cifra cero y han dado así una forma al vacío, haciendo posible un desarrollo decisivo de las matemáticas. En el budismo maháyána, la noción de vacuidad (shunyáta, en sánscrito; kü, en japonés) es central. En ella la experiencia búdica está como sintetizada. Es la gran afirmación del Hannaya Shingyo el «Corazón del Sutra de la Gran Sabiduría trascendental». La sabiduría consiste en caer en la cuenta de que esta vacuidad penetra todas las cosas, incluso las Cuatro Nobles Verdades. La toma de conciencia de la importancia del «vacío que coincide con la forma», según los términos del sutra, finalmente, ha hecho que esta noción sea muy familiar en los ambientes extremo-orientales. La formulación de este sutra es en particular negativa: las palabras para designar kü o negaciones (fu o mu) se encuentran treinta nueve veces en los doscientos cincuenta y cuatro 81

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ideogramas del texto, es decir, una vez cada siete. Pero el mensaje no es negativo; invita más a liberarse de todas las fabricaciones mentales que nos aprisionan. De ahí viene el mantra final: «¡Andad, andad, pasad, dejad atrás!». He podido constatar que los budistas japoneses aprecian positivamente el espacio vacío, e incluso las situaciones de carencia.Tienen tendencia a ver en ello potencialidades abiertas a nuevas creaciones. Están particularmente atentos a la continuidad entre todas las formas de vacío, desde la prueba del agotamiento físico hasta una gran realización espiritual, pasando por experiencias límite, de frustración, sufrimiento, depresión o abandono. Así, sobre todo según el zen, nada es despreciable y las situaciones banales o estériles pueden convertirse en ocasiones de descubrimiento espiritual importante. Cuando en ese momento, gracias a la práctica del zazen, un cristiano está más atento a esta dimensión y acepta estas experiencias de vacuidad, incluso aunque sean muy pequeñas, puede vivir un acercamiento experimental de la kénosis. Después de esta comprensión muy concreta puede seguidamente redescubrir el lugar de esta realidad en la vida cristiana. Reconoce otros aspectos de la figura de Cristo en los que la kénosis penetra toda la vida. Percibe al igual lo que los místicos de todos los tiempos han anunciado: existe una misteriosa connaturalidad entre la vacuidad y Dios mismo. El encuentro con esta intuición desarrollada en Oriente ofrece también una nueva oportunidad para el desarrollo de la vida y la reflexión cristianas, como lo atestiguan las numerosas publicaciones recientes sobre el tema. Al rememorar los descubrimientos descritos en este capítulo, subrayo la convergencia de dos experiencias que me introdujeron en el budismo, la del diado y la del sesshin. La primera me ha permitido comprender que la «convivialidad» 82

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es en verdad el «elemento» del hombre, en el cual puede desarrollarse mejor. Pero he necesitado del zazen para descubrir que esta mutua acogida es fruto de un corazón dilatado por la presencia de una «vacuidad bendita». La tradición del chado lo presentaba, y me lo ha hecho adivinar, pero la experiencia del sesshin me ha permitido comprender, que primero es necesario «tocar el corazón», alcanzar y liberar el propio corazón, para poder ofrecer una hospitalidad en el verdadero sentido de la palabra, una hospitalidad sagrada.

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3. SODO

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Para que esta iniciación al budismo sea completa debe conocerse también la vida en los monasterios. Los encuentros del diado y del sesshin fueron fortuitos, pero en esta última etapa tuve que tomar deliberadamente la iniciativa. Necesitaba ir a Japón, lo que no está al alcance de un simple monje. Y justo como monje deseaba ardientemente vivir la experiencia de esa otra vida monástica, que presentía a la vez muy diferente y, según algunos aspectos, muy parecida a la mía. Acabé por realizar ese viaje gracias a la Fundación Ura-senke de Kyoto y a mi maestra de té. Podía así estar un tiempo en un sódó. Mis buenos contactos con Sochu Róshi durante sus estancias en Europa y en mi monasterio de Clerlande me facilitaron una acogedora invitación para residir en su monasterio del Ryütaku-ji tanto tiempo como yo deseara. El Ryütaku-ji es uno de los treinta y nueve monasterios zen rinzai* de Japón que comparten un sódó, es decir, una comunidad monástica completa, con un noviciado donde se forman los aspirantes a monjes. (Utilizo aquí, por comodidad, los términos «monje», «monasterio», etcétera, pero es evidente que se trata de una aproximación; las diferencias entre las tradiciones religiosas de Oriente y Occidente son 85

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enormes; más adelante tendré ocasión de comentarlo.) Sódó significa literalmente «habitat de la comunidad». La mayor parte de los templos no cuentan más que con algunos residentes, pero en los sódó de modo habitual conviven veinte o treinta personas, a veces más, aunque en la actualidad hay menos. Se practica la vida monástica total e invariablemente desde hace siglos. Iba, pues, a tener el privilegio de vivir en un sódd, fundado por Hakui Zenji (m. 1769), que conserva desde sus orígenes una tradición de gran influencia espiritual. Después de mi llegada a Japón, permanecí dos días en este monasterio situado en Mishima, al pie del monte Fuji, en la ruta entre Tokyo y Kyoto. Me recibieron muy atentamente. Me alojaron en la habitación más bonita, daba a un pequeño «jardín zen». Convenimos en un tiempo de estancia prolongada. Después de un período de preparación en Ura-senke, el día previsto me presenté en la entrada del monasterio y enseguida comprendí que iba a tener el privilegio de ser tratado como los otros novicios. En efecto, fui acogido por un responsable de la disciplina en el sódd, y le hice comprender que deseaba encontrarme inmediatamente con el rdshi, «mi amigo, que seguramente me esperaba». Un tanto sorprendido, el monje me condujo a los apartamentos de Sochu Róshi. Este estaba ocupado arreglando ramos de flores que le habían llevado para los templos y las capillas. Le saludé profundamente, arrodillado sobre el tatami, pero él apenas me miró y se contentó con decirme: «¡Ah, tú estás aquí!». Después de un rato me dijo: «¿No ves que todos los novicios están trabajando a esta hora?». Comprendí que, a pesar de mi amistad, no iba a disfrutar de ningún privilegio. Efectivamente, como fui el último en llegar, me reservaron las tareas más ingratas. Al final estoy muy agradecido al róshi por permitirme experimentar la vida monástica zen sin mitigar nada. 86

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Me dieron un hábito monástico apropiado para las tareas y oficios, y un sitio en el zendo, explicándome (para que estuviera lo mejor posible) que estaba vacante ya que el que me había precedido, un inglés, hacía poco tiempo que lo habían encontrado colgado de un árbol en los alrededores. En los monasterios zen no se dan nunca más explicaciones que las imprescindibles. Como quedaba algo de tiempo antes de terminar el día, un monje me puso una escoba en la mano y me indicó una parte del jardín para limpiar. Me puse con entusiasmo «manos a la obra» para realizar mi primer trabajo zen. Enseguida las alamedas del pequeño jardín quedaron bien limpias. Pero como no sabía qué debía hacer con lo barrido, lo hice desaparecer detrás de algunos arbustos. ¡Estaba orgulloso de mi trabajo! Cuando vinieron para ver si había terminado, el monje me preguntó furioso qué había hecho con los desperdicios. Cuando le mostré donde había echado toda la basura, me dijo: «Aquí no hay ninguna suciedad; quizá en tu corazón, pero no en estas basuras». Entonces fue a buscar cuanto había escondido; separó las hojas muertas, las ramas: «Eso servirá para encender el fuego para el baño», y los guijarros: «Se pondrán al pie del muro, donde corre la canal», después la tierra buena, «para el hortelano». Más tarde me enteré de que ésta era una clásica «historia zen», una pequeña prueba para los principiantes. ¡Caí en la trampa! Pero en lo sucesivo me integré en la comunidad de los unsui del Ryütaku-ji.

El entorno de la vida monástica Los monasterios zen se encuentran en el entorno más armonioso que conozco. Algunas veces están situados en plena montaña, pero con más frecuencia en la periferia de la ciu87

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dad, adosados a las montañas que les rodean. Para llegar al Ryütaku-ji hay que atravesar una calle de Mishima y recorrer un corto camino que sube a través del bosque, antes de llegar al sanmon, literalmente la «puerta de la montaña». El monasterio está considerado como un lugar lejano, perdido en el bosque de la montaña. Una vez atravesado este portal se accede al shakadó, el templo principal, dedicado a Shakyamuni, el Buda histórico. Pero hay un medio de ir más arriba, al memorial de los fundadores y, al final, hasta un pequeño santuario shinto, muy antiguo y profundamente escondido en la naturaleza. Esta disposición de los lugares evoca el itinerario de la iniciación monástica: dejar la ciudad y sus ilusiones, pasar por el camino trazado por Buda y sus sucesores, para alcanzar el «corazón original». Después se podrá «bajar de la montaña con las manos vacías y el corazón libre», para trabajar por la felicidad de todos los seres vivientes. En este marco monástico, tan extraño y sin embargo tan familiar, pronto me sentí como en mi casa. Materiales, estilo, aislamiento, todo es diferente, pero el espíritu es el mismo que en un monasterio benedictino. Los edificios del monasterio zen se inscriben en la naturaleza con un inmenso respeto. Construidos en el bosque, forman parte integral de él, pero lo son también en la medida en que están al servicio de los hombres. Se hallan rodeados de jardines admirables y árboles centenarios. Construcciones, jardines, mobiliario, objetos de la vida corriente, todo está cuidado con gran esmero y luce maravillosamente. El respeto al entorno material de la vida monástica me recuerda la recomendación de san Benito: «Considerará todos los objetos y todos los bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar» (RB 31,10). No es sorprendente que dentro de este ámbito las artes florezcan con la mayor naturalidad. Los monjes zen no ejercitan ningún oficio artístico durante el tiempo de su formación, pero 88

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el arte espiritual que se ejerce da rienda suelta a la creación artística. En los monasterios de Japón y Europa, el arte no es un lujo sobreañadido, su belleza reina «en el conjunto» de la existencia. Dentro de este atrayente contexto la vida es dura. La hora de levantarse normalmente es a las tres. Tras sólo unos minutos todos nos encontramos en el templo principal, el hondo, dedicado al Buda histórico, para recitar con Ímpetu los sutras durante una hora. Estos textos, por una parte, están escritos en chino arcaico, así que resultan poco comprensibles, pero, por otra, son transcripciones del sánscrito original, para guardar íntegra la fuerza de estas invocaciones. Los sonidos de los sutras indios están reproducidos, bien o mal, por ideogramas chinos que los evocan, incluso aunque signifiquen otra cosa. Es decir, que este ejercicio tiene un encanto especial, pero alimenta poco el conocimiento del dharma budista. Esta recitación, siempre la misma, es, sin embargo, muy importante y nunca se omite. Sigue una hora de zazen en el zendó, las limpiezas domésticas y un frugal desayuno. Durante la luz del día se realizan los trabajos manuales colectivos en los campos o el bosque (sámu), con una comida más copiosa hacia el mediodía. Finalmente, hacía las cinco, después del baño comunitario y una cena ligera, el zazen es un tiempo deseado. Durante dos o tres horas uno puede hundirse en una meditación intensa, en ese tiempo una gran calma llena el sódo.

El zendó La diferencia entre los monasterios de las escuelas sotó* y rinzái* se manifiesta principalmente en la estructura del zendó. Los monjes sotó se colocan de cara a la pared; el estilo 89

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rinzai es de espaldas a la pared. Están situados en una parte y otra de la sala, sobre dos estrados (tan) de unos cincuenta centímetros de altura y dos metros de profundidad. Cada monje dispone de un tatami. En este lugar medita, come y duerme. El edificio del zendó se halla situado un poco al margen del eje que va del sanmon al templo principal. El grupo de novicios en etapa de formación está confiado a dos responsables de edad más avanzada en el monasterio. El responsable primero, el jikijitsu, es el «padre» de la familia, quien se encarga del buen orden en el zendó. El otro es újisháryo, la «madre» del zendó, quien se ocupa del té y de las demás necesidades materiales de su pequeña familia. El jikijitsu en general es un personaje versátil. Puede manipular el keishaku, el bastón con que da un golpe en la espalda a los que lo piden cuando creen que tienen necesidad de estar más despejados durante la meditación. Este bastón de mando atestigua también su poder. Normalmente se coloca ante la estatua de Monjü, el bodhisattva de la sabiduría, que tiene su pequeño santuario en el centro del zendó. Monjü está representado sentado sobre un león y con una espada en la mano, la espada que corta las trabas interiores del unsui, cuanto impide abandonarse por completo. El keishaku representa esta espada y recuerda la seriedad del trabajo espiritual en el zendó. El monasterio zen es un lugar de grandes contrastes que dejan desamparado a aquel que los descubre. ¿Por qué hay necesidad de tantas cosas aparentemente absurdas, arbitrarias o brutales, en un ambiente tan armonioso? ¿Es por acelerar el desapego? A los monjes zen se les llama unsui, es decir, «nube de agua»: deben aprender la impermanencia que testifican las nubes que desaparecen, se trasmutan en lluvia y se forman de nuevo. Este nombre recuerda al igual la flexibilidad de las 90

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nubes que pasan entre las montañas y la agilidad de los torrentes que descienden a la llanura. El ritmo de la vida en el monasterio es muy activo e incluso frenético. No hay lugar para la negligencia o la molicie. Lo que más caracteriza esta vida es la atención sostenida, la determinación a permanecer con constancia despierto, a través de todas las ocupaciones, e incluso en los momentos de pausa. Uno podría creer que durante estos minutos de «descanso», después de la comida del mediodía, cada uno puede ir donde quiera, pero nunca se trata de pasearse a gusto. «Ha de permanecer en su lugar en el zendo porque el roshi podría pasar y pedir algún servicio.» Ni tampoco tumbarse unos minutos estando en su sitio porque «en el zendo es necesario permanecer con una actitud despierta durante toda la jornada». Este contraste entre los tiempos de actividad y ocio total es muy penoso, pero, probablemente, también muy formador. En todo caso no hay que relajar el esfuerzo. Jikishin, kore sódo, «Un corazón determinado, he ahí el monasterio» (Zenrin). «El zen es una cuestión de carácter», repetía Daisetz T. Suzuki, «no es una cuestión intelectual.» Y añadía: «Hay que vivir como se pinta un sumi-e (pintura con tintas de China): cuando el pincel toca el papel no se puede retroceder más, ni volver al mismo trazo; hay que ir hasta el final del trabajo, si no quiere hacerse horribles manchas en un papel muy secante.» Otro contraste, esta vez entre la promiscuidad y la soledad: los unsui tienen cada uno su lugar en el zendo y un tata-mi de un metro por dos debe serles suficiente. Durante el trabajo manual los obligan también a permanecer juntos. Incluso el baño es comunitario. Y, sin embargo, los unsui no se comunican entre sí, sólo tienen verdadero contacto con el roshi. Los que residen en el zendo viven, sufren y encuentran su camino cada uno por sí mismo. El fervor tan característi91

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co de los monjes japoneses se aplica en la meditación, en el trabajo manual y en la actividad durante la jornada; no parece afectar a la atención de los demás. La indiferencia y dureza de los rostros (cierto que no de todos) durante las semanas de meditación intensa tienen algo de tremendo, sobre todo para un monje benedictino que se ha formado en la atención mutua. El zen comporta un aspecto cruelmente individualista y algunos jóvenes monjes insisten de forma sistemática y unilateral en este jiriki (todo depende sólo de mí), hasta el punto de hacerse insensibles respecto a los otros. Este comportamiento es, con seguridad, excesivo, pero nunca he visto que lo denunciaran con firmeza. Cuando pregunté, un anciano monje me dijo: «Cada cosa a su tiempo. La formación monástica primero es individual: "morimos solos" a nosotros mismos antes de resucitar para todos. Las atenciones mutuas pueden convertirse en compensaciones afectivas para los que se benefician, tienen peligro de edulcorar la prueba de la soledad y retrasar así esta experiencia decisiva que debemos atravesar tarde o temprano. Más vale afrontarla en buenas circunstancias. Uno se reagrupa para luchar juntos, pero siempre al estilo de los samurais. Tiempo vendrá en que esta atención a los demás surgirá espontánea cuando precisamente la atención a sí mismo haya sido superada. Sólo una atención liberada es en verdad buena porque no está oscurecida por preocupaciones egocéntricas, tanto es así que el don que podemos ofrecer peligra por estar cargado de un karma que ata y, como todavía no estamos liberados de volver a nosotros mismos, es mejor permanecer reacios a las muestras de atención personales». Viendo la forma en que algunos maestros o monjes formados escuchan a los otros y se adelantan a sus secretos deseos, he podido verificar a continuación la conveniencia de esta formación.Volver a encontrarme con estos monjes es una experiencia llena de encanto, 92

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pues uno está verdaderamente en presencia de personas pacíficas y pacificadoras. Por desgracia, he visto a otros que no sólo se abstenían cuidadosamente de manifestar su simpatía, sino que no se privaban de manifestar su antipatía o irritación hacia los que no respetaban de modo suficiente el reglamento, sobre todo hacia los recién llegados. Así es como tuve que aguantar las correcciones, a tiempo y destiempo, por parte de un unsui llegado poco antes que yo. Un día, viéndome manipular la bayeta con negligencia, me la cogió de la mano, la plegó cuidadosamente y, con gestos, me mandó que en lo sucesivo pusiera mi corazón en mi bayeta. Me hizo pensar en una historia del zen de un discípulo que preguntaba a su maestro cómo armonizarse con el universo y escuchó esta respuesta: «¡Armonízate con tu bayeta!». Pero como continuaba persiguiéndome con ensañamiento, acabé preguntándole al obstinado unsui, siempre con gestos, que si él era capaz de poner su corazón en una bayeta, ¿no podía, al menos por una vez, intentar poner su corazón en mí e imaginar lo que yo vivía? ¡Es cierto que eso es aún más difícil! Ahora, con algo más de distancia, debo, no obstante, reconocer que esa pedagogía tiene algo bueno: gracias a ella pude ahorrarme muchos sufrimientos inútiles y en lo sucesivo no tomarme tan en serio. En lugar de decirme: «Es muy injusto», soporté esas vejaciones, finalmente no tan malintencionadas, y aprendí a relativizar mis desgracias. En compensación, pude apreciar todas las oportunidades que se me brindaban. Es necesario repetir que la vida en un monasterio zen no puede servir de terapia; los roshi, que gozan de una gran capacidad espiritual, no son de manera necesaria competentes en psicología. Por eso, si no se está dotado de una mente equilibrada, es mejor no comprometerse en esta experiencia. Sería inútil e incluso perjudicial. 93

La hospitalidad recibida

Más allá de estos incidentes personales, es útil recordar que el deseo de liberarnos de dar vueltas entorno a nosotros mismos se halla en el centro del discernimiento búdico. La vida en el sodó está orientada hacia la toma de conciencia de la no permanencia de todas las cosas, del sufrimiento omnipresente y sobre todo de la inconsistencia del yo. En efecto, tenemos tendencia a construir nuestra personalidad sobre la base de nuestros gustos o disgustos. Pero sería una lástima que nos identificáramos con la suma de lo que deseamos o rechazamos, de lo que esperamos o de lo que huimos. Este «yo construido» no es nuestra verdadera naturaleza, nuestra naturaleza original, llamada «naturaleza de Buda». La formación monástica y la práctica del zazen no tienen otro objetivo que el de destruir esta ilusión que llamamos «yo», pero que es un «yo construido». No hace falta ser budista para comprenderlo. Los caminos espirituales de todas las religiones apelan, con motivos diferentes, a una conversión análoga. Sin embargo, el método propuesto en la tradición zen me parece en particular pertinente y eficaz. Pero volvamos al estilo de la vida en el so do. Una palabra lo caracteriza: gyozen, es el zen en acción. El zazen, el zen sentado normalmente a solas, ocupa unas horas del día; elgyo-zen todo el resto del tiempo. Todas las actividades en el monasterio se realizan con un estilo de alerta, vigoroso y siempre en silencio. El sámu, el trabajo manual, tiene un lugar esencial. Contrariamente a las otras escuelas budistas, donde los monjes viven en exclusiva gracias a las limosnas de los fieles, los monjes zen, como los benedictinos, se esfuerzan en vivir del trabajo de sus manos. Los patriarcas chinos han integrado esta exigencia de la condición humana en las instituciones monásticas importadas de la India. Veían en ello un medio excelente para aprender a conocerse a sí mismos. 94

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Se trabaja duro en los monasterios zen, y no siempre de forma rentable, pero siempre con el gran ardor que manifiesta y sostiene la intensidad del trabajo espiritual. Al final del día uno está agotado, y ya no se desea discutir ni hacer sutiles reflexiones. Basta con dejarse llevar por el ritmo del sddo. El recogimiento que caracteriza la vida del templo es pues bastante particular; no es el fruto de una meditación serena, sino simplemente de un abandono confiado al estilo de esta vida. Me acuerdo de una breve conversación con un unsui que hablaba un poco inglés. Estábamos ocupados en un trabajo bastante absurdo, barrer las hojas de otoño que caían a diario en el sendero que conduce al monasterio. Me preguntó por qué había escogido residir en un monasterio zen. Le respondí: «Quiero conocer desde dentro el arte de vivir zen». Viendo su expresión estupefacta al escuchar las palabras «arte de vivir», de repente comprendí que mi respuesta era irrisoria: ¡se ríen mucho aquí del arte de vivir! El deseo de encontrar un estilo de vida más serio y armonioso es de modo decidido extraño para la mentalidad zen. La búsqueda de confort material, estética o espiritual, se excluye. Pero se vive intensa, dura, maravillosamente y, sobre todo, sin dar vueltas en torno a sí mismo, sin buscar nada. Muchos apotegmas zen cuentan cómo los monjes han encontrado la iluminación durante el trabajo manual. Otros han alcanzado la iluminación en el baño o los lavabos; por eso, todos los lugares son sagrados. Se cuelga la imagen de estos monjes, autores de los apotegmas, y es conveniente postrarse ante ella a la entrada. La cocina es un lugar en particular sagrado, dedicada a Idaten. La preparación del alimento y las comidas constituyen verdaderas liturgias. Pero se hace todo muy rápidamente y en un silencio impresionante. La determinación, jikishin, se exige en todos los lugares. Se ahorra 95

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todo en los sódd: el alimento, el agua, el tiempo, pero nunca las penas. La vida en el sódd invita a exponerse a un vacío de los sentidos, el espíritu y la voluntad; el vivir así, sin soporte exterior, provoca una confianza más profunda. En efecto, uno no puede intervenir directamente en el crecimiento de la vida espiritual, pero con el discernimiento de un buen guía se puede poner en ello una voluntad fundamental de transformación. En particular ocurre cuando se debe afrontar las limitaciones inherentes a la condición humana, pues estas experiencias son de alguna manera brechas por las cuales uno puede «tocar el corazón». Incluso si, como se ha visto, la vida en los monasterios zen no se limita al zazen, es evidente que los tiempos de sesshin cotidianos son el centro. El atardecer está dedicado a ello. La penumbra viene lentamente, mientras un monje hace sonar los ciento ocho toques de la gran campana. Entonces es el momento de sumirse en un silencio profundo. En el zendo, aún estando veinte o treinta unsui, el silencio es total. Se oiría el vuelo de una mosca. Pero no hay moscas, sólo mosquitos. Y a éstos se les oye bien, buscan con lentitud dar en el blanco, hasta posarse en la frente o la nuca ¡y no hay que moverse! Afortunadamente, eljisharyó, el que hace de madre del zendo, instala fumigadores repulsivos en los cuatro rincones de la sala, lo que ahorra soportar de modo estoico las picaduras de mosquitos. El jikijitsu, el padre del zendo, pasa con un gran bastón ante los que meditan; avanza muy lentamente, de forma casi imperceptible. A veces, ante la petición de uno de ellos, lo saluda y después le golpea en los dos hombros, tres golpes cada vez. Bien administrados estos golpes producen un ruido muy limpio que reafirman el silencio siguiente. Poco a poco se crea un recogimiento intenso que impregna todo el mo96

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nasterio. Estos instantes son, por cierto, los más importantes de la vida monástica ordinaria. Es verdad que en algunos momentos de la semana, y en todo caso un día al mes, en la tradición zen se procura mitigar todos los esfuerzos en provecho de un estilo completamente relajante. Pero en tiempo normal el gyozen es riguroso. Impone el clima que caracteriza el sodó, un clima muy particular y, a decir verdad, un poco horrible al principio. Un monje joven me confiaba un día: «Aquí la vida se parece a la de la prisión, se duerme menos y la comida es peor, sólo que no hay puertas: puedes irte cuando quieras.» A pesar de la gran dureza, esa vida es bella. La recuerdo con gran nostalgia.

El roshi Describir el sddó sin nombrar la presencia del roshi equivale a describir una colmena sin la reina. El maestro es quien hace que sea fecundo este trabajo espiritual. Sin él el sodó sería como una colmena donde todos se afanan pero no producen nada. Al revés que el abad de un monasterio cristiano, el roshi no participa en la vida de su comunidad. No tiene un sitio en el zendó. Aparentemente, todo trascurre muy bien sin él: el ji-kijitsu y újisharyd velan por el buen funcionamiento de la vida ordinaria. Pero si el roshi no estuviera por allí, el sodó no sería más que una especie de cuartel absurdo. Sólo el roshi puede lograr que el trabajo espiritual llegue a ser una liberación. El sámu y el zazen de cada día permiten ya a los unsui tomar conciencia de las dos primeras Nobles Verdades del budismo: el sufrimiento universal y la causa del sufrimiento (nuestra atadura). El roshi es el icono de la tercera Noble Verdad, la superación del sufrimiento. Su manera de ser, libre 97

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y presente, atestigua que hay una salida a esta labor aparentemente absurda. El roshi, literalmente el «viejo sabio», no se implica nunca en la aplicación de la disciplina o del buen entendimiento en su monasterio. Participa en los ejercicios monásticos cuando lo desea y reside un poco al margen del zendo. Su vivienda apartada del hondo y del zendo se llama hójó, la «ermita de diez pies cuadrados», y recuerda a la minúscula habitación del bodhisattvaYuimz (Vimalakírti, en sánscrito). Modelo de hospitalidad,Yuima tenía el corazón tan amplio que, según el sutra, podía acoger a diez mil personas. Los hójó, abiertos en admirables jardines, como los del Ryoan-ji o del Tenryü-ji, en Kyoto, son los edificios más prestigiosos del monasterio. Pero el de Ryütaku-ji es modesto y acogedor. Es ahí donde vive Suzuki Sochu Roshi. Recibe cada día a todos sus monjes para el sanzen y acoge a muchos huéspedes. Le gusta también arreglar las flores y hacer caligrafías. Encarna asimismo el ideal definido por el patriarca Rinzaí: «El hombre verdadero sin situación». La formación del maestro recuerda a la del artesano. Durante muchos años, al menos quince, con frecuencia más, trabaja duramente bajo la dirección de un viejo maestro para alcanzar de modo más profundo el Despertar. Hasta que un día su maestro lo reconoce apto para sucederle. La «transmisión de la luz de la lámpara», según la expresión tradicional, la transmisión del espíritu zen, continúa así desde los orígenes del budismo. Cada roshi conoce a sus antepasados espirituales hasta Bodhidharma y a muchos más. Como hemos visto con anterioridad, lo esencial de la literatura zen trata precisamente de esta transmisión del espíritu. La mayor parte de las anécdotas zen cuentan cómo, valiéndose de toda clase de medios, un maestro ha hecho posible el despertar del discípulo. Propiamente hablando es una literatura de ma98

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yéutica o engendramiento espiritual. Describe el momento en que la chispa pasa del uno al otro: el único instante en que la energía espiritual aparece un gran día. A diario, durante el zazen, los monjes tienen ocasión de encontrarse con el róshi a solas para una entrevista, el sanzen. Este encuentro individual, en general muy breve, es esencial para la formación del joven monje. Le permite verificar dónde está con sólo ponerse en presencia del maestro. Los unsui japoneses reciben un koán para meditar o más exactamente para «masticar» y, en su sanzen con el róshi dan cuenta de su comprensión del koán. Por no saber japonés no pude ser iniciado en los koán. Sin embargo, participé en el sanzen cada día. Todos los unsui hacen cola sentados sobre sus talones, esperan en el pasillo que conduce a la habitación del maestro. Al llegar mi turno, hago tres postraciones: a mi lugar, después a la puerta y, finalmente, en presencia del róshi. En el momento en que, al final, levanto los ojos hacia él, lo percibo enorme, en la penumbra. Pero es para hacerme entender algunas palabras llenas de bondad... Así, durante estos encuentros, casi mudos, he podido apreciar la altura espiritual de Sochu Róshi y recibir de él un nuevo impulso para continuar mi camino. Sobre todo es durante el sesshin mensual cuando la presencia del róshi resulta determinante. El está con los unsui durante toda la semana. El monasterio acoge también a muchos huéspedes y, como el zendó es pequeño, todos se reúnen en el hondo, el gran templo. En el primer atardecer tiene lugar el sósarei, el té comunitario, presidido por el róshi, que une en una gran solidaridad al grupo de los que meditan. Al día siguiente, desde las tres de la mañana comenzamos la jornada como de costumbre, con la recitación de los sutras, a los que se añaden algunos textos de oración más específica, particularmente el En99

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mei Jukku Kannongyo, una oración dirigida a Kanzeon, el bodhisttava de la compasión. Se repite treinta y tres veces, con creciente intensidad y se acaba con un gran grito. Jamás en mi vida había oído una oración con tal fuerza. Después lo he interpretado como una fuerte llamada para pedir ayuda, y así todos comenzamos nuestra «meditación sin objeto». Las sesiones de zazen de media hora cada una continúan toda la jornada, entrecortadas por un mínimo de pausas para unas sencillas comidas, y así hasta que anochece. No hay trabajos manuales estos días. Con su sola presencia el róshi inspira una gran energía a todas las personas reunidas en el templo. El ambiente se vuelve cada vez más intenso de día en día. Guardo un recuerdo muy vivo de este primer gran ses-shin. Dudaba un poco y me preguntaba si de repente iba a poder aguantar toda la semana de retiro, a razón de diez o catorce horas de zazen por día. Mis temores eran más que justificados ya que el lugar que me habían asignado estaba muy a la intemperie; el último en llegar al monasterio debía quedarse en el suelo exterior del templo, no había otro sitio. Por la mañana, antes de la aurora, estaba helando, era finales de noviembre, aunque al mediodía el sol daba fuerte; por la tarde, al final, la temperatura descendía rápidamente. Pero me dije: ésta es mi ocasión, si la pierdo, nunca experimentaré la ausencia de dar vueltas sobre mí mismo, tan apreciada en el sódd.Y, para mi sorpresa, los cambios bruscos de temperatura y las muchas horas de inmovilidad no me produjeron ningún daño, ¡al contrario! ¡Nunca estuve tan en forma! Entonces descubrí que podía soportar mucho más de lo que creía y que podía hacer mucho más de lo que suponía. Sí, el zen ensancha considerablemente nuestras posibilidades porque nos ayuda a no fijarnos con ansias en nuestros límites. 100

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Me hubieran hecho falta semanas y meses para apreciar la importancia de este gran sesshin realizado en el marco de la vida monástica zen. En verdad, había podido «tocar el corazón», como indica la palabra sesshin, y mi corazón había sido tocado. Pude abandonarme totalmente, siguiendo el consejo del rdshi: acoger todo, sin dejarme llevar ni destruir y sin acorazarme contra el frío o el calor, contra cuanto esta vida conlleva de soledad, penoso o inquietante. Este sesshin me provocó un profundo sobrecogimiento, una gran conmoción porque de repente me puso en contacto con las fuentes secretas de mi vida, más allá de mi «yo construido». En las repercusiones de lo que había recibido cuando mis primeros contactos con el zazen, descubría lo que llamaría, por no tener otra palabra mejor, desenlace natural: comprendía que lo que me constituye es esta vacuidad, que es pura acogida y bienaventuranza. Incluso aunque no pude iniciarme en la práctica tradicional de los kóan, encontré también mi «kóan existencial». Se trata para mí de un tomar conciencia de la forma en que estaba «arrojado al mundo». Me hacía falta aceptar lo inaceptable: los límites, el fracaso, las contradicciones, lo absurdo, el amor, la muerte, cuanto envuelve mi existencia única y maravillosa.Y después del gran sesshin, durante muchas horas de zazen en el zendó o en la capilla dedicada a Hakuin, al anochecer, estaba totalmente presente a estas evidencias, sin palabras, sin pensamientos, sin objeto, en la fe desnuda. No quise protegerme. Durante todo este tiempo no mantuve ningún contacto con el mundo cristiano. Estaba sumergido en un medio búdico, con sólo un rosario de lana negra en el bolsillo para la «oración de Jesús», como un cordón umbilical que me ataba a mi comunidad cristiana. Pero viví también la experiencia de una pertenencia nueva a mi pro101

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pia tradición: muy libre y profundamente fiel, racionalmente injustificable y, sin embargo, intensa y pacificadora. Poco a poco, me di cuenta de que el choque, tanto físico como psicológico, provocado por esta vida en el sódó había puesto al desnudo los fundamentos de mi vocación monástica más original. Haciendo memoria de toda mi historia personal, reavivada de repente por la experiencia de esta estancia, me percaté de que, más allá de las motivaciones cristianas para hacerme monje, tenía otras más antiguas que me autorizaban a establecer vínculos con mis amigos budistas. Suzuki Sochu Roshi me había contado cómo había tomado la decisión de convertirse en monje zen, después de su experiencia en la guerra. Con sus amigos, tuvo que sobrevivir durante varios meses escondido en la jungla de una isla del Pacífico, en alerta continua a causa de los soldados americanos, que patrullaban y disparaban a cuanto se movía. Después de la rendición y de vuelta en Japón, optó por una vida monástica porque, me decía, «era lo que me permitiría vivir más intensamente». Me he acordado que, durante la guerra, en Bélgica, también me percaté de la precariedad absoluta de la vida. Había sobrevivido a varios bombardeos homicidas, en el curso de los cuales perdí varios pequeños amigos de clase, y me preguntaba: ¿por qué ellos y yo no? A los siete años había experimentado a carne propia lo frágil que es nuestra existencia y nuestro sobrevivir incierto. Después de haber rozado de esta manera la muerte, mi familia se refugió en el campo durante los últimos meses de la contienda. Entonces descubrí la inmensa belleza de la naturaleza en primavera y la inaudita paz que reinaba, cuando por todas partes se oían las atrocidades de la guerra. Después de estas experiencias contrastadas, decidí, todavía confusa pero firmemente, comprometer mi vida por la belleza y la paz. Y como vivía en un 102

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ambiente católico, me decidí más tarde por este compromiso al optar por la vida religiosa. En Ryütaku-ji he podido rehacer aceleradamente mi camino espiritual. He comprendido, viendo al roshi y a la comunidad de los unsui, que el tomar conciencia de la precariedad de la existencia es una de las fuentes de la vida monástica, pero tampoco debe convertirse por esto en una huida fuera de este mundo engañoso. Es el reverso de un descubrimiento más intenso de la belleza fundamental del mundo y del precio inestimable de la vida. Por eso, la vocación monástica se expande naturalmente en una compasión por todos los seres. Los contactos que he podido tener a continuación con los monjes de diversas obediencias, tanto cristianos como indios o budistas, me han permitido verificar con profusión en ellos esta disponibilidad en todas sus formas. Pero también he comprendido mejor en este contexto la necesidad absoluta de un trabajo sobre sí mismo porque el género de vida en el sodo, y en el zen en general, me han facilitado hacer un riguroso análisis de mis comportamientos y motivaciones. Ha hecho que aparezca en mí lo que era confuso y cerrado. Al inicio, el tomar conciencia me ayudó a desembocar en una liberación interior; pero aún necesito aceptar que debe realizarse en mí una gran labor de purificación. Sólo entonces el deseo de servir puede ampliarse a una acogida incondicional. En todo caso, una cosa es cierta: la relación con los monjes budistas me permitió percibir mejor la belleza de la vida monástica que escogí, y confirmó mi determinación para perseverar en este camino. A pesar de mi deseo de continuar esa estancia tan fascinante en Ryütaku-ji, comprendí bien la advertencia de Sanko Róhsi (m. 1361), recordada por el roshi: «Mira dónde pones 103

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los pies». No podía olvidar mi pertenencia a un monasterio europeo y que debía prepararme para regresar pronto. Algunos días antes de mi partida, Sochu Roshi me invitó para acompañarle a visitar un pequeño templo dependiente de su monasterio. Allí volví a encontrar al amigo que había conocido en Europa. Me prodigó muchas deferencias, incluso hasta prepararme un baño. Pudimos así llegar juntos a algunas conclusiones de mi experiencia monástica zen. Viendo vivir a los roshi como Sochu Roshi, he comprendido por qué las tradiciones orientales atraen tanto a los occidentales que buscan un camino espiritual pleno. Estas se caracterizan esencialmente por la presencia de estos gurús, lamas, roshi u otros maestros espirituales. Son guías seguros, no se contentan con sobrevolar la montaña o leer escritos de escalada, sino que ellos mismos llevan a cabo la ascensión. Conocen los pasajes difíciles y los caminos de acceso que desembocan en las cimas. A diferencia del abad benedictino elegido por los monjes de su comunidad y que tiene autoridad en esta relación fraterna, el rdshi recibe su mandato de su maestro. Cuando éste autentifica su experiencia espiritual y reconoce en él el Despertar que le hace entrar en la línea de los patriarcas, le permite formar a su vez a otros unsui. Este roshi recibe, pues, la autoridad de su propia competencia, debidamente reconocida, y los que se confían en él pueden darle su confianza. Lo que fascina a nuestros contemporáneos en búsqueda es la irradiación que ejerce un hombre o una mujer que alcanza esa gran libertad espiritual que está dotada de una mirada clarividente. El rdshi es quien puede ver dónde está el discípulo sólo con observar su andar y su expresión. Es una experiencia temible la de ser descubierto así ante esta persona; se comprueba que es inútil intentar parecer otro de lo que se es en verdad. El roshi acompaña a su discípulo paso 104

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a paso y, en el momento oportuno, alguna vez interviene para ayudarle a pasar a la etapa siguiente. Finalmente, el discípulo tiene a su vez la misma la libertad. Me acuerdo con emoción del día en que mi maestra de té, Michiko Nojiri, me dijo: «Ya está, he puesto en tu pequeña barca cuanto podía darte. Ahora, te toca navegar solo, encontrar tu camino y caminar hasta el final».

«Para la felicidad de todos los seres vivos» El sódo es la escuela en que se forman monjes realizados y, si es posible, maestros que formarán a otros monjes. Pero no se vive en un círculo cerrado sólo para automultiplicarse; están en el mundo, aunque sea de una manera muy particular. El objetivo del enorme trabajo al que los unsui se someten durante varios años no es sólo para obtener el certificado que les asegura una carrera eclesiástica confortable en el templo familiar. Mantienen con esmero la preocupación por todos los humanos y, más extensamente, por todos los seres vivos. Para apreciar con toda justicia el monacato zen, es necesario también recordar esta perspectiva. Varias veces al día los monjes recitan los Cuatro Votos sagrados, el Shi gu sei gan: Los seres vivientes, innumerables, hago el voto de salvarlos; de las ataduras, inextricables, hago el voto de liberarme; el portal de la Ley, inaccesible, hago el voto de franquearlo; el camino de Buda, inalcanzable, hago el voto de alcanzarlo. 105

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Este es el objetivo de la formación: alcanzar el camino de Buda para salvar a todos los vivientes. No se habla nunca de ello explícitamente, pero la recitación de estos Cuatro Votos recuerda con regularidad lo que está en juego. La comunicación de los monjes con el mundo no sólo es paradójica sino también compleja. Al principio se toma distancia. En Japón, las formas de expresarse son muy claras en lo que se refiere a este tema: en lugar de decir «entrar en el monasterio», según la expresión occidental, se dice: «Dejar la casa» (shukké). La ruptura es lo importante, más que agregarse a una comunidad. Los monjes se colocan siempre al margen de la sociedad. Pero en el budismo maháyána, como en el cristianismo, estos márgenes se sitúan en el corazón de la Sangha o de la Iglesia. Por decirlo con una frase de Evagrio Póntico, un monje cristiano del siglo iv: «Separados de todo y unidos a todos». Me parece que ahí se encuentra un punto de convergencia importante entre todas las tradiciones monásticas, pero será necesario no forjarse demasiadas ilusiones, pues los monacatos budistas y cristianos han evolucionado de forma fundamentalmente diferente. La historia ilustra bien su divergencia. Shakyamuni era monje. Se lo representa casi siempre como un monje sentado en meditación. Sin embargo, después de haber «dejado su casa» y haber vivido seis años entre los yogi tradicionales, rompió con su brutal ascesis. Sólo tras esta ruptura es cuando alcanzó el Despertar. A continuación, después de algunas vacilaciones, se decidió abandonar su retiro para comunicar a otros lo que había conseguido. Desde los orígenes del budismo vemos cierta toma de distancia en lo que se refiere al ideal abrupto del sannyásin, el renunciante absoluto. Sin embargo, parece que Buda fundó una Sangha de tipo muy monástico, a menos que no hayan sido sus su106

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cesores quienes hayan introducido este estilo. El budismo en los primeros siglos es siempre y exclusivamente monástico. Son los laicos los que están al margen. Pero con el tiempo la comunidad se abre y permite que todas las categorías de personas accedan a un «monacato interiorizado». Con el maháyána, hacia el siglo i, el ideal no es ya el arhat, el hombre que alcanza la perfección y consigue el nirvana después de su muerte, sino el bodhisattva que por la compasión renuncia a esta facultad hasta que los demás tengan acceso. El paso del budismo a China acentúa todavía esta evolución. El ideal del ch'an es el monje clandestino, nada lo distingue exterior-mente. Según un texto del siglo xn: «Va al mercado, conversa con un vendedor de pescado e incluso pasa por la taberna antes de volver a su cabana, pero aunque nadie le mira, es el iluminado y los árboles muertos florecen a su paso». Por último, en el siglo xm, un japonés, Shinran* (m. 1262), abre todavía más el abanico e incluso lo rompe declarando sustancialmente que el pecador está más seguro de su salvación que el santo monje porque él, al menos, se halla desnudo de toda presunción. Después, los monasterios continúan prosperando a pesar de todo. En lo sucesivo el monacato japonés tendrá en cuenta esta respuesta radical. La institución monástica siempre es muy respetada y exigente, pero está como afectada de un síntoma de insignificancia: no se toma en serio. He podido verificar esto en muchas circunstancias, por ejemplo, en la fiesta de Bodhidharma. En este día, uno de los más solemnes del año, se exponen en la gran sala del hondo retratos del Patriarca con expresión de implacable severidad. Durante este atardecer la recitación de los sutras es mucho más larga. No obstante, se invita a los niños del barrio, pues a Bodhidharma le gustaba que jugaran, digámoslo así, y todavía hoy, la estatua más difundida es un juguete: un monigote... Des107

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pues del largo oficio vespertino y de una buena comida que se da a los niños, pude asistir a un espectáculo bastante sorprendente: una gran batalla de cojines, entablada entre los monjes y los niños. Estos famosos zabuton, sobre los que se medita y se sufre durante largas horas, vuelan en ese momento a través de todo el hondo, bajo la mirada implacable del Patriarca. Balance: seis cojines destripados. Se necesitó tiempo, al día siguiente, para recoger el miraguano que se había extendido por el lugar. Estas formas de obrar son, creo, bastante típicas del espíritu zen, donde «no hay nada sagrado», como dice el mismo Bodhidharma. En todas las tradiciones budistas, los métodos espirituales son importantes, pero también muy relativos. En último término, son hoben (upáya, en sánscrito), literalmente «expedientes». Son los santos trucos inventados por los bodhisattvas para facilitar nuestra liberación. La imagen clásica de la balsa salvavidas expresa mejor el sentido del hoben indispensable para atravesar el río y abandonado seguidamente en la orilla. Es la otra orilla lo que importa y no el medio de transporte. Atarse a los medios de liberación pueden, en cierto modo, convertirse de nuevo en ataduras, en lugar de liberarnos. De ahí la recomendación: «Si ves a Buda, sigue tu camino; si ves a un patriarca, ¡mátalo!» (Zenrin). Este relativizar todos los medios de salvación y religión es bienvenido y saludable. Pero es necesario haber asimilado el espíritu zen para acoger conjuntamente los dos extremos de la dialéctica y nunca tomar como pretexto al hoben a fin de justificar la falta de radicalidad en el compromiso espiritual. En los orígenes del cristianismo existía también una convicción: «El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado», pero la tradición ulterior no ha generalizado este principio y la religión ha sido profusamente sacralizada. Con probabilidad es por eso por lo que el monacato cristia108

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no ha evolucionado en otra dirección. Mientras que en el mundo budista la intuición monástica, centrada por completo en el origen, ha sido relativizada y finalmente discutida, observamos que quienes han querido imitar a Cristo —que era un rabbi itinerante y no un monje— fundaron, no obstante, una tradición monástica a partir del siglo iv. Estos primeros Padres, por otro lado, no estaban engañados sobre su sistema. Numerosos apotegmas cuentan cómo a un monje que quiere saber dónde vive el hombre más santo de Egipto el Señor le responde: «Es un zapatero de Alejandría, pues es en verdad humilde y lo que tiene es como si no lo tuviera». Más tarde, estas notas fueron olvidándose y se dijo que era aún más perfecto no tener nada absolutamente y que el celibato era en sí más perfecto que el matrimonio.Vivir «fuera del mundo» parecería más meritorio que «vivir en el mundo no siendo del mundo» (Jn 17,14), y en lo sucesivo la vida monástica sacralizada fue considerada como un estado de perfección. En el siglo xm el monacato se convirtió en una institución muy estable. Desde entonces, y a pesar de las radicales críticas de Martín Lutero, apenas ha evolucionado. Esta descripción muy simplificada de la historia de los dos monacatos muestra sus divergencias más fundamentales; hasta el final de la Edad Media los monacatos budista y cristiano evolucionaron en sentido contrario: el primero fue relativi-zándose cada vez más, mientras que el segundo fue sacralizado hasta el punto de llamarse a veces «vida angélica». Los dos, de alguna manera, se cruzaron en el camino. Pero hoy en día las tradiciones monásticas están todas en el mismo punto: en un mundo con cambios cada vez más rápidos, en que cuesta mucho comprender el ideal monástico, se hallan amenazadas en su misma existencia, tanto en el mundo cristiano como en la India, el Tíbet, Camboya, China y Japón. El zendo y los noviciados ven disminuir sus miem109

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bros. En los años venideros se corre el peligro de perder tesoros espirituales, si no ha ocurrido ya. Es importante, pues, que todos los monjes se ayuden para continuar su servicio en provecho de la humanidad. Durante la visita a la Secretaría del Vaticano para los nocristianos (hoy el llamado Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso), en 1979,Yamada Mumon* Roshi, uno de los principales maestros zen de entonces, expuso muy bien en qué consistía ese servicio. Subrayó que el símbolo del espejo se volvía a encontrar en muchas religiones, como en el sin-toísmo, el budismo y el cristianismo y, añadió, al dirigirse a los monjes cristianos: «Debemos ayudarnos para purificar este espejo de nuestro propio corazón, para que aparezca con claridad la imagen de Dios que los hombres esperan». Como se ve, no se trata de un simple servicio de filantropía, sino de la invitación, dirigida a todos, para promover lo que sobrepasa infinitamente al hombre. Los monjes y monjas pueden ser en realidad útiles en otros campos; además de otras actividades, ofrecen hospitalidad y responden a las llamadas de sus vecinos. Pero su papel más específico, el servicio en el cual pueden ser reemplazados con dificultad, es el testimonio concreto del gusto y la belleza de Dios o del Dharma. Para esto es necesario que se unan los monjes de todos los países.

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II. LA HOSPITALIDAD OFRECIDA

Los amigos budistas me acogieron en su casa y no dudaron en poner a mi disposición lo mejor que tenían. Su acogida me transformó, no haciendo de mí un budista, sino enseñándome a redescubrir en el Evangelio las fuerzas de acogida que estaban poco desarrolladas en mi persona. He comprendido que la hospitalidad recibida suscita en mí, a su vez, el gusto de ofrecerla a mi vez y he intentado responder a esta invitación en nombre de Jesucristo, ofreciendo la hospitalidad de mi corazón y mis espacios de vida a los creyentes de otras religiones. ¿No somos siempre, a la vez, huésped (anfitrión) que recibe y huésped que ofrece? Nunca se puede decir cuál de los dos recibe o da más. Creo, sobre todo, que he recibido mucho.

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II. LA HOSPITALIDAD OFRECIDA

Los amigos budistas me acogieron en su casa y no dudaron en poner a mi disposición lo mejor que tenían. Su acogida me transformó, no haciendo de mí un budista, sino enseñándome a redescubrir en el Evangelio las fuerzas de acogida que estaban poco desarrolladas en mi persona. He comprendido que la hospitalidad recibida suscita en mí, a su vez, el gusto de ofrecerla a mi vez y he intentado responder a esta invitación en nombre de Jesucristo, ofreciendo la hospitalidad de mi corazón y mis espacios de vida a los creyentes de otras religiones. ¿No somos siempre, a la vez, huésped (anfitrión) que recibe y huésped que ofrece? Nunca se puede decir cuál de los dos recibe o da más. Creo, sobre todo, que he recibido mucho.

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1. ENCUENTROS MONÁSTICOS

Deseo ampliar el horizonte de estos encuentros con algunas conclusiones. Una de las consecuencias de mi estancia en Ryütaku-ji ha sido la necesidad de transmitir a otras personas lo que he recibido. Con la ayuda de mi maestra de té comencé con un grupo a practicar la cha no yu, y he seguido, también, organizando reuniones de zazen con regularidad en mi monasterio. Pero, sobre todo, aquí necesito hablar de los «Intercambios espirituales Este-Oeste» entre monjes cristianos y zen. Gracias a la colaboración de muchas personas ha sido posible organizar estas estancias de monjes y monjas en monasterios de otras tradiciones, alternativamente en los sodó japoneses y en abadías cristianas, para compartir en ellos la vida común durante algún tiempo. Entre otras muchas personas, los monjes favorecen el diálogo interreligioso, pero lo realizan conforme a su caris-ma específico. Con diversos nombres (bhiksu, unsui, lama, he shang, sannyási, abba, amma, etcétera), un mismo ideal de hombre espiritual existe en casi todas las religiones. Puede hablarse con razón de un arquetipo. Las maneras de vivir son distintas, pero la aspiración original es idéntica. La complicidad que surge durante los encuentros de los monjes la atestigua con claridad, e incluso, aun cuando hoy hay menos candidatos a la vida monástica, que la fascinación por este tipo de hombres y mujeres continúa. El monje encarna el 113

La hospitalidad ofrecida

compromiso radical en esta búsqueda espiritual. Es quien ha quemado sus barcos para hundirse en una loca búsqueda de la verdad, y para realizar bien su vocación escoge gustosamente un camino retirado y silencioso. Por lo visto, uno puede preguntarse qué pueden aportar al diálogo y al encuentro estos hombres y mujeres que se retiran en soledad y no les gusta hablar. Como escribe san Jerónimo: «Al monje se lo conoce no por sus palabras sino por su silencio y su estabilidad (tacendo et sedendo)». Sin embargo, la aportación de los monjes al diálogo interreligioso es importante desde hace al menos cincuenta años. Basta recordar, entre otros muchos, los nombres de Thomas Mer-ton, Henri Le Saux o Christian de Chergé. La contribución de los monjes es muy particular, precisamente por su relación compleja e incluso paradójica con la palabra. Creo que ocupan un lugar irremplazable en el movimiento actual del diálogo.

Los «Intercambios espirituales Este-Oeste» El estudio de sólo un ejemplo de diálogo «inter-monástico» resulta muy esclarecedor. Los «Intercambios espirituales» son el fruto de una colaboración entre monjes budistas y cristianos, deseosos de aprovechar a fondo su común vocación vivida en diferentes religiones. Este tipo de diálogo es hoy muy apreciado y animado en el ámbito cristiano, pues está patrocinado por el abad primado de los benedictinos y el presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Está organizado por las comisiones para el diálogo interreligioso monástico. En Japón, nuestro interlocutor es el Instituto para los Estudios Zen de la Universidad Hanazono de Kyoto, célebre por sus trabajos en el ámbito de la historia del budismo. 114

Encuentros monásticos

La primera característica de estos intercambios es la reciprocidad: se hace de la misma forma en ambos lados, convencidos de que recibimos tanto de una parte como de otra. Lo que distingue principalmente la iniciativa de los «Intercambios espirituales» es el lugar del encuentro: no es un lugar neutro de estilo internacional, como un centro de congresos, sino dentro de un monasterio. Durante esta estancia los intercambios verbales no son importantes; el compartir, generalmente en silencio, la vida cotidiana constituye lo esencial del encuentro. El contacto se efectúa a nivel de la experiencia concreta, pero ¡no es banal! Una estancia dentro de este marco provoca, en todo caso, gran desconcierto. Los monasterios representan, en efecto, el «país profundo»; se vive como en tiempos antiguos, sin concesión al confort moderno. Cuando uno está así sumergido en un ambiente extraño, perdido y sin puntos de referencia por problemas de lengua o de comida, nada amortigua el choque del encuentro. Esta experiencia de privación es ya beneficiosa para el diálogo, pues en este desconcierto todo se experimenta con más agudeza. Pero este choque cultural sería traumático si no estuviera propuesto en un clima de mutua acogida. La hospitalidad es justo el medio que humaniza el encuentro con el extranjero. En este contexto es más fácil descubrir la comunidad de destino que une a todos los monjes. Frecuentemente hemos podido comprobar la conveniencia de realizar esta forma de encuentro interreligioso. Puede juzgarse por las dos anécdotas siguientes. Ocurre con más frecuencia en el momento de la separación o despedida, entonces se mide la fuerza y la profundidad de lo que nos une. Recuerdo también nuestro adiós al terminar una estancia en un monasterio zen, con otros dos 115

La hospitalidad ofrecida

monjes benedictinos, uno de ellos el padre abad Notker Wolf, actual abad primado de los benedictinos, a quien también facilité la oportunidad de residir durante quince días en el monasterio de Zuió-ji, en la isla de Shikoku, en Japón, y gozar de su hospitalidad. Cuando llegó el momento de la despedida, toda la comunidad se reunió en el porche, en torno a Roshi Narazaki Ikko, para saludarnos. Vimos que todos estábamos muy emocionados, tanto los europeos como los japoneses. ¿Cómo en sólo unos días de una vida tan dura, y en general silenciosa, se habían podido trabar tantos vínculos? Reflexionando después nos dimos cuenta de que no era sólo la simpatía — ciertamente extraordinaria— de los japoneses lo que nos había conmovido. Sobre todo habíamos descubierto la profunda concordancia que reinaba en nuestros ideales de vida. Se trataba incluso de una complicidad muy especial que une a todos los monjes de todos los países y todos los tiempos. Es como si ya nos hubiéramos conocido hacía mucho tiempo, y nos volviéramos a encontrar esos días, ¡tantos recuerdos volvían a nuestra memoria! Sí, en el momento de separarnos, como decía el roshi, descubrimos que habíamos participado en un encuentro de hermanos que habían estado separados por mucho tiempo. Para experimentar eso no se necesitan palabras, basta con vivir juntos durante un tiempo. La profundidad de un mutuo reconocimiento aparece todavía mejor en este otro relato. Esta vez se trata de un monje zen que vino a Europa para un «Intercambio espiritual» en un monasterio cristiano. Después de pasar dos semanas en la abadía de Bellefontaine, le pregunté qué era lo que más recordaba de ese encuentro. Me respondió: «He participado en la austera vida de estos monjes, trabajan mucho, duermen poco, la comida es frugal... Y ¿de dónde les viene esa alegría que he visto en sus rostros?». Ya no me acuerdo 116

Encuentros monásticos

de lo que le contesté en ese momento. No importa. Una comunicación referente a lo esencial pudo establecerse sin palabras entre estos trapenses y el monje zen. Pero, también aquí, había sido necesario un tiempo y una vida en común en confianza recíproca. Han tenido lugar hasta ahora diez «Intercambios espirituales EsteOeste» con amigos budistas japoneses, y las comisiones para el diálogo interreligioso monástico han organizado otras con budistas tibetanos o monjes hindúes. En total, más de doscientos monjes y monjas cristianas, budistas e hindúes han podido experimentar el encuentro más allá del diálogo verbal. He de decir que seguramente los monjes benedictinos no tienen el monopolio de estas iniciativas de hospitalidad recíproca. Budistas tibetanos, monjes de la «Misión Rama-krishna», laicos de distintas religiones han organizado al igual similares intercambios. Yo sólo puedo hablar de lo que conozco bien. Describiré, por tanto, los «Intercambios espirituales» y en particular el espíritu con que han sido llevados a cabo, ya que son la fuente del impulso de acogida que desarrollaré a continuación. Por el lado zen, recuerdo una declaración bastante sorprendente del profesor Ueda Shitzuteru de la Universidad Hanazono: «La principal categoría del zen es la comunicación». Uno hubiera esperado que dijera otra cosa, como la vacuidad o el silencio. Pero después de conocer mejor la vida en los sodo y tras los contactos con los róshi, puede constatarse que el deseo de encuentro y el cuidado constante por todos los seres vivos son el centro de sus preocupaciones. Lo han manifestado bien colaborando y organizando los intercambios interreligiosos. 117

La hospitalidad ofrecida

La tradición benedictina de acogida Por el lado cristiano, es necesario subrayar que la tradición benedictina predispone al encuentro con el otro. Como sabemos por los padres del desierto, los primeros monjes cristianos defendían mucho su elección de la soledad, hasta el punto de olvidar algunas exigencias del Evangelio. Pero se volvió a un reequilibrio o, más precisamente, a una reevangelización que después llevó a cabo, particularmente, san Benito. Realizó una verdadera conversión en la tradición monástica, como lo atestigua su vida y su Regla de los Monjes. Comenzó su búsqueda espiritual huyendo de la ciudad, para vivir, como los ermitaños más radicales, en el valle alto del Aniene. Los habitantes de la región de Subiaco conocían su retiro, pero él dejó todo contacto con el mundo y con la Iglesia institucional. Así es como un día de Pascua, un sacerdote, compadecido por el joven asceta, fue a llevarle una buena comida. Benito había olvidado incluso el calendario. Al sacerdote, que le deseaba una buena fiesta, le respondió: «Sí, ¡es Pascua porque un hermano viene a visitarme!». La acogida de un hermano se había convertido para él en la mejor manera de comulgar con Cristo resucitado. Algún tiempo después, lo descubrieron también unos pastores y aceptó instruirlos, según le habían pedido. En las mismas circunstancias san Antonio de Egipto, dos siglos antes, había huido al desierto más lejano, para continuar su búsqueda espiritual coherentemente. Pero Benito aceptó descender al valle para encontrar a los humanos y llevarles la Buena Nueva a su manera. En el breve capítulo 6 de su Regla de «La taciturnidad», manifiesta su poca confianza en la comunicación verbal. Pero 118

Encuentros monásticos

más adelante, en el largo y muy bello capítulo 53 de «Cómo se ha de acoger a los forasteros», pide, en nombre del Evangelio, acoger con la mayor atención a todos los huéspedes que lleguen, aún a riesgo de perturbar el orden de la vida conventual, pues su presencia es una bendición del Señor. «Una vez que se avise que hay un forastero, el superior y los hermanos saldrán a recibirle con todas las atenciones de la caridad. [...] En el mismo saludo se debe mostrar la mayor humildad a todos los huéspedes que vienen o se van: con la cabeza inclinada o con todo el cuerpo postrado en tierra, adorarán en ellos a Cristo, que es a quien reciben» (RB 53,3, 6-7). Esta forma de que prevalezca siempre la caridad por encima de la organización y la paz monacal aún aparece en muchos otros lugares de la Regla. Abre una brecha en el rigor de la disciplina, pero es también lo que hace que esta Regla sea evangélica y simplemente humana. Es muy probable que esta gran humanidad sea la causa de que la Regla de san Benito haya sido admitida en todos los monasterios de Occidente. A lo largo de la historia, el espíritu benedictino ha asegurado una apertura al mundo y a la cultura. Este espíritu ha despertado en muchos monjes una curiosidad por todo lo bello y verdadero. Se han dedicado a toda suerte de búsquedas espirituales, intelectuales o técnicas, según las tendencias de su tiempo. Así, al final de siglo xix, la corriente misionera ha penetrado en muchos monasterios y abierto el horizonte a otras culturas y religiones. Después, a mediados del siglo xx, hemos visto a los monjes interesarse por las espiritualidades orientales e, incluso, por un compromiso sin trabas. Finalmente, después del Concilio Vaticano II, se decidió crear un organismo a fin de promover y orientar el diálogo para los monjes y las monjas. Las comisiones para el diálogo interreligioso monástico (DIM) fueron establecidas en 1978, pri119

La hospitalidad ofrecida

mero en Estados Unidos y Europa, después en la India y Australia. Al principio recibieron un mandato bastante restringido, pues el miedo al sincretismo y al relativismo era grande. Los monjes y monjas debían, sobre todo, crear lazos de amistad con monjes de otras religiones e intercambiar en lo referente a usos y costumbres monásticas, como encontramos en las diversas tradiciones, pero no debía abordar las cuestiones teológicas que pudieran surgir, pues no estaban suficientemente formados para ello. Sin embargo, muy pronto, desde el primer «Intercambio espiritual», nos pareció que el espíritu benedictino no podía satisfacerse con estas limitaciones. Acogiendo a monjes budistas, no podíamos limitarnos a intercambiar sólo lo referente a nuestros modos de vida, nuestras tradiciones artísticas o nuestra cultura. Al invitarlos a vivir en nuestras casas, queríamos hacerles partícipes de nuestras riquezas más preciadas y, a su vez, cuando hemos sido sus huéspedes, hemos podido recibir de ellos sus razones de vivir más esenciales, practicando con ellos sus métodos del Despertar. Entre personas resueltamente comprometidas en una búsqueda incondicional de la verdad, el encuentro tiende con naturalidad a situarse en un plano de la experiencia espiritual. Cuando se intercambian algunas palabras están como adosadas al silencio.Y sabemos bien que sólo expresan una ínfima parte de la Realidad. Así, las comisiones para el diálogo ínter-monástico han podido elaborar, poco a poco, un tipo de diálogo interreligioso que ha podido llamarse «diálogo del silencio». Pero para no abusar de la paradoja, me parece que es mejor hablar en este caso de «hospitalidad interreligiosa» porque se trata muy a las claras de esta actividad de acogida integral, aplicada esta vez al encuentro entre creyentes de religiones o convicciones diferentes. 120

Encuentros monásticos

Al terminar mis descubrimientos del zen, en sus diferentes aspectos, me di cuenta de que me había beneficiado, cada vez más, de una acogida poco común. El pequeño mundo del chado y las tradiciones monásticas o contemplativas del Japón no son fácilmente accesibles. Sin embargo, se me ofreció la hospitalidad y la acepté con confianza. Y, a su vez, la hospitalidad recibida ha reavivado en mí el espíritu benedictino de acogida cordial y magnánima. Es, pues, este proceso de hospitalidad el que recapitula todos mis contactos. He vivido el punto de encuentro de dos tradiciones, ahí donde sus dinamismos se conjugan. Durante los años siguientes, pude desarrollar una reflexión con la perspectiva que la hospitalidad ofrece al diálogo interreligioso. Las páginas siguientes son un eco de esta búsqueda.

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2.

DIÁLOGO Y HOSPITALIDAD

Lo que convierte a la hospitalidad en una forma privilegiada de encuentro se mostrará mejor si se la compara con el diálogo. La palabra «diálogo» —y en particular «diálogo interreligioso»— se emplea de muchas formas y no siempre de modo correcto. En algunos casos no se trata más que de simples negociaciones en torno a cuestiones religiosas. Estos intercambios de puntos de vista son con frecuencia muy útiles y necesarios pero, a este nivel, el objetivo es la coexistencia pacífica y las cuestiones de fondo no son tratadas. En cambio, se puede hablar de diálogo, en el sentido preciso de la palabra, cuando se inicia un coloquio, un intercambio de palabras. Por suerte, estos diálogos interreligiosos se multiplican y contribuyen a un mejor conocimiento mutuo. Gracias a ellos es posible eliminar muchas equivocaciones que han comprometido las relaciones entre las culturas y las religiones. El diálogo está en el terreno del logos, como la misma palabra indica. La comunicación pasa por la mediación de una lengua. Cada interlocutor se esfuerza por salir de su entorno para encontrar al otro en un terreno neutral de una lengua común. Este intercambio verbal es indispensable, pues es explícito y tiende hacia la objetividad. Pero, este tipo de encuentro comporta también dos limitaciones. En efecto, las palabras son portadoras de un contexto histórico y cultural. Son posibles los malentendidos, sobre 123

La hospitalidad ofrecida

todo en lo referente a cuestiones filosóficas y religiosas, y comenzando por la palabra «Dios». Por otra parte, podemos constatar que estos intercambios verbales, por muy pertinentes y respetuosos que sean, no implican necesariamente el compromiso existencial y pueden seguir siendo bastante neutrales. También he pensado que alguna vez es necesario atreverse a ir más lejos en el diálogo, en el sentido estricto de la palabra, y tender hacia una comunicación más vital, e incluso hacia una comunión. Aquí es donde interviene la hospitalidad. La hospitalidad consiste en dejar entrar al otro en la casa de uno o, a su vez, entrar en su casa. La comunicación se realiza por gestos, menos explícitos que las palabras, pero también menos ambiguos. Ofrecer de beber y comer a un extranjero o darle alojamiento son gestos que expresan ampliamente el respeto que se le tiene. La hospitalidad está en el terreno del ethos; se sitúa al lado del logos, o más allá. Es una experiencia existencial. Es necesario dedicar tiempo y, más aún, comprometerse en una atención cordial y generosa. Esta acogida es gratuita, de lo contrario no puede hablarse de hospitalidad, sino más bien de alojamiento. En los coloquios interreligiosos uno se limita, alguna vez, a intercambiar sólo sus conocimientos, pero la hospitalidad se sitúa a nivel del ser. Por eso tiene algo de incondicional. Los bienes que se ofrecen: un poco de comida o alojamiento, son simbólicos, como lo expresa muy bien la inscripción sobre la Puerta Romana de Siena: Cor tibí magis pandit Siena, «La villa de Siena te abre todavía más su corazón». Notemos, por último, que la hospitalidad implica necesariamente reciprocidad. En francés la misma palabra designa al señor de la casa y al invitado: ¿quién es el huésped de quién? Según el adagio de Zenrin ya citado, «en torno al fuego no 124

Diálogo y hospitalidad

hay ni anfitrión ni invitado». Esta ambivalencia abre a transformaciones inesperadas. Mencionar el carácter existencial, gratuito, incondicional, recíproco e igualitario de la hospitalidad permite entrever ya lo que esta actividad puede aportar a la práctica del diálogo. En realidad, diálogo y hospitalidad se llaman uno a la otra; la acogida sólo es completa, si algunas palabras vienen a personalizarla; a su vez, el diálogo no se desarrolla bien, si no es en un marco que lo favorezca. Las palabras aisladas de su medio vital pierden fuerza. Son como plantas tropicales arrancadas de su propio entorno: no llegan nunca a su pleno desarrollo. Al contrario, pronunciadas en un ámbito acogedor, las palabras adquieren toda su fuerza. Diría con gusto que la hospitalidad es el entorno natural del diálogo, el bio-topo donde puede ser más fecundo y duradero. Cuando el diálogo da su talla total, realiza lo que significa la palabra que le designa: el dia-logos es una «palabra cruzada». En un intercambio verbal las palabras deben ya cruzar el espacio neutro que separa a los dos interlocutores. Y cuando salen del corazón, pueden llegar un poco más lejos y penetrar en el corazón del que las recibe. Las palabras que se acogen así están en sí mismas como cruzadas las unas por las otras. Realizan cierta hospitalidad recíproca: los interlocutores pueden localizar en verdad sus interrogantes o expresiones. Esta situación la encontramos con frecuencia en el Evangelio. Cuando las palabras son efectivamente hospitalarias y no autosuficientes y perentorias, el diálogo no corre el peligro de convertirse en un diálogo entre sordos. Me atrevería a decir más: si quiere darse todas sus oportunidades al diálogo interreligioso, no se puede más que intercambiar «verdades hospitalarias» que tienen en cuenta toda la realidad de los diferentes interlocutores. 125

La hospitalidad ofrecida

Dialogar con este espíritu es, por lo visto, muy exigente. Por otro lado, no siempre es posible, pero no debe perderse de vista. Esta perspectiva puede, particularmente, prevenir al diálogo contra las degradaciones que siempre lo amenazan. Se ha visto en el pasado cómo los encuentros interreligiosos con frecuencia se reducían a discusiones, donde cada uno de los participantes se esforzaba, a fuerza de argumentos, en defender sus puntos de vista para convencer al otro de la supremacía de su verdad. Pero hoy comenzamos a entender lo que decía Louis Massignon*: «La verdad es una pura relación espiritual, serena, que existe entre dos interlocutores por la comprensión (Platón), en tanto que el Extraño se convierte en Huésped [...]. Sólo en la medida en que se concede hospitalidad al otro (en lugar de colonizarlo), en la medida en cómo uno comparta con el otro el mismo trabajo, comiendo el mismo pan, es como se toma conciencia de la Verdad que une socialmente. Se encuentra la verdad cuando se practica la hospitalidad». Cuando en verdad hayamos comprendido esto el clima de los encuentros, al nivel que sea, estará fundamentalmente renovado.

La hospitalidad sagrada Para tratar estas cuestiones con discernimiento necesito primero describir con un poco más de detalles la práctica de la hospitalidad en culturas y religiones diferentes. La hospitalidad no expresa sólo el refinamiento de algunas civilizaciones. Sus exigencias se encuentran por todas partes, y su motivación fundamental es tradicionalmente religiosa. Siempre es un deber sagrado. Leemos en el Taittiriya Upanishad: «Mira a tu huésped como a Dios mismo que viene a recibir tus atenciones» (1,11,2). 126

Diálogo y hospitalidad

Dios, ¿no es el Extranjero misterioso que viene a visitarnos? El viajero extranjero que llega de improviso y, no se sabe cómo, participa de algunos atributos de Dios. En todo caso, es recibido como un mensajero divino: «Extranjero», decía el porquerizo Eumée a Ulises todavía desconocido, «mi costumbre es honrar a los huéspedes, aun cuando vengan más piadosos que tú. Ciertamente, los extranjeros, los mendigos, todos nos vienen de Zeus» (Homero, Odisea, XIV). Podrían multiplicarse así las citas de los escritos de todas las tradiciones. Recordemos sólo los numerosos ejemplos de hospitalidad descritos en la Biblia. Uno de los más impactantes es, por cierto, el de Abrahán en Mamré. Ilustra bien los principales rasgos de la hospitalidad: gratuidad, respeto, solicitud, discreción y conciencia de acoger también al mismo Señor. «[Abrahán] alzó los ojos y vio a tres hombres de pie delante de él. En cuanto los vio, corrió a su encuentro desde la entrada de la tienda, se postró en tierra, y dijo: "Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego no pases de largo junto a tu siervo. Se traerá un poco de agua, os lavaréis los pies y os recostaréis debajo del árbol. Traeré un bocado de pan y repondréis fuerzas, después seguiréis, ya que para eso habéis pasado junto a vuestro siervo". Ellos contestaron: "Haz como dices". Fue Abrahán corriendo a la tienda donde estaba Sara, y le dijo: "Date prisa. Toma tres medidas de flor de harina, amásalas y cuece unos panes". Corrió después a la vacada, escogió un ternero tierno y bueno y se lo entregó al criado, que se dio prisa en aderezarlo. Tomó a continuación cuajada y leche y el ternero aderezado, y lo puso todo delante de ellos.Y mientras ellos comían, se quedó de pie junto a ellos [...]» (Gn 18,1-8). Más tarde se dio cuenta de que estos viajeros eran el Señor, que le prometió que al año siguiente Sara tendría un hijo. También Clemente de Roma* (m. 97) pudo concluir en su carta a los cristianos de Corinto, com127

La hospitalidad ofrecida

pletando la doctrina de San Pablo: «Por la fe y la hospitalidad le fue concedido un hijo a Abrahán» (1 Cor 10,7), no sólo por la fe, como se ha repetido mucho, sino «por la fe y la hospitalidad». Recordemos también las numerosas recomendaciones de Cristo a sus discípulos y especialmente la conclusión de su enseñanza, donde anuncia que en el último día los hombres serán juzgados por la disponibilidad en socorrer las necesidades de los hermanos y hermanas y en particular al extranjero: «Venid, benditos de mi Padre: [...] porque [...] era forastero y me hospedasteis» (Mt 25,34-35). Él mismo, además, no dejó nunca de pedir hospitalidad y, después de su resurrección, se apareció a sus discípulos como un viajero desconocido cuando iba camino de Emaús. Fue entonces cuando éstos lo invitaron para que se quedara con ellos en la posada, y cuando lo reconocieron al partir el pan. El proceso de la acogida es un asunto central en el Evangelio.Volveremos al tema. En el seguimiento de Cristo, los cristianos han reconocido siempre que la hospitalidad es un deber primordial. Algunos ermitaños creyeron que podrían dispensarse, pero, como hemos visto por san Benito en Subiaco, la gran mayoría nunca olvidaron la prioridad de la acogida. Un testimonio de un bello relato de un viajero en el desierto de Egipto, en el siglo iv, es elocuente: «El padre Apolo vino a nuestro encuentro. Cuando nos vio se postró en tierra el primero, después, una vez levantado, nos abrazó, nos hizo entrar y, tras rezar por nosotros y lavarnos los pies con sus propias manos, nos invitó a comer... Tenía la costumbre de decir: "Hay que honrar a los hermanos que vienen"... En efecto, porque no es a ellos sino a Dios a quien has reverenciado. Has visto a tu hermano, dice la Escritura, has visto al Señor tu Dios». Así pues, la hospitalidad, tan concretamente humana, implica también muy directamente a Dios. 128

Diálogo y hospitalidad

Un salmo de Tukaram*, poeta maratha del siglo xvn, resume muy bien la implicación religiosa de la hospitalidad: Oras a tu Dios cuando un hermano llama a tu puerta: Si lo ignoras, tu oración es impiedad. [...] ¡Cierras tu casa al huésped inesperado y ofreces comida ritual a tu Dios! Si distingues entre el huésped y tu Dios, dice Tuka, tu liturgia es un salivazo (sal. 79). Uno no puede menos que sorprenderse por la convergencia de todos estos testimonios. Por todas las partes del mundo la acogida al forastero es una exigencia incondicional, un deber sagrado. Por lo demás, si la hospitalidad es de modo universal respetada, ¿no es simplemente porque reconoce con claridad el carácter sagrado del ser humano? Referente a esto las palabras son reveladoras. Según una costumbre que se remonta a Tácito, siglo i, y así lo atestigua la Regla de san Benito, la palabra humanitas algunas veces se utiliza como sinónimo de hospitalitas. En este contexto «dar testimonio de mucha humanidad», como recomienda la Regla, significa ofrecer una hospitalidad cordial (PJ3 53, 9). Si la hospitalidad es sagrada, es porque todo hombre es sagrado. Esta equivalencia entre las palabras «hospitalidad» y «humanidad» es en todo caso trascendental, pues revela que el fundamento de la hospitalidad es justo el reconocimiento de una común pertenencia a la familia humana. Según Homero, «el huésped y el suplicante valen un hermano para el que no ha nacido sin entrañas» (Odisea,Vlll).Y en otro lugar 129

La hospitalidad ofrecida

Homero subraya: «Piedad religiosa, hospitalidad y civilización van siempre unidas» (Odisea, VI). El cardenal Daniélou* escribió una «teología de la hospitalidad» en la que estudia, sobre todo, la antigua tradición cristiana en lo referente a este tema. Y añadió su reflexión: «Puede decirse que la civilización dio un paso decisivo, y quizá su paso más decisivo, el día en que el extranjero de enemigo pasa a ser huésped, es decir, el día en que la comunidad humana fue creada. Hasta entonces había especies humanas, como especies animales, en guerra unas contra otras en la selva primitiva; pero el día en que el extranjero, precisamente por serlo, se ve revestido de una dignidad singular, en lugar de ser condenado a la execración, ese día puede decirse que se produjo un cambio en el mundo».

Asís El día en que el «pagano» es reconocido como un hermano y revestido por lo mismo de la dignidad de un compañero de ruta hacia el Absoluto, puede decirse que la religión dio un paso importante e incluso decisivo. La jornada de oración por la paz en Asís, en 1986, fue, en mi opinión, la manifestación de este cambio histórico. Como consultor en el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, fui invitado para asistir a esta jornada de oración por la paz y testigo del alcance del acontecimiento. Quiero describirlo aquí para que las principales características del diálogo en el plano de la hospitalidad aparezcan claramente. La figura de san Francisco daba el tono exacto. El papa Juan Pablo II tuvo una idea en particular feliz al escoger Asís para este encuentro. Si a todas aquellas personas «extranjeras» 130

Diálogo y hospitalidad

en la Iglesia católica las habría invitado a ir al Vaticano, sin duda se hubieran sentido como rebajadas ante la majestad del lugar y como rehenes, pero el pueblo de san Francisco a nadie asusta. Al comienzo de ese día, antes de acoger a los representantes de las otras confesiones cristianas y de las distintas religiones del mundo, en el pórtico de la basílica de Santa María de los Angeles, Juan Pablo II se recogió un buen rato en la Porciúncula, la pequeña casa donde murió san Francisco sobre la desnuda tierra. Y, por la tarde, después de una larga oración en el atrio de la basílica de San Francisco, todavía estuvo orando solo ante la tumba del santo, bajo la basílica inferior. Quería dejarse impregnar por el espíritu franciscano: pobreza, respeto por los más desfavorecidos, comunión con toda la creación y el deseo de reconciliación entre los hombres. La madre Teresa, invitada por el Papa a unirse a esta jornada de oración, encarnaba en nuestro tiempo la figura del Poverello, frágil y ardiente, testigo sin equívocos del amor que Cristo ofrece a toda la humanidad sin discriminación alguna. Era una jornada de peregrinación y ayuno. Después del primer encuentro en el valle, en Santa María de los Angeles, los peregrinos comenzaron orando en diferentes lugares, según la religión a que pertenecían. Los cristianos, naturalmente, se reunieron para una oración ecuménica en la catedral de San Rufino. Yo estaba con los budistas, en la abadía benedictina de San Pedro, para una oración ecuménica que reagrupa-ba a los responsables de las muchas escuelas del budismo. El encuentro culminó con una oración de todos los participantes, reunidos ante la basílica de San Francisco. El Papa se hallaba rodeado de la representación oficial del Patriarca ecuménico de Constantinopla y del Dalai Lama. Hacía frío y todos se protegían como podían del fuerte viento. Pero el 131

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clima general era el de una oración ardiente y unánime. Algunos teólogos de la Curia habían establecido una distinción sutil y decretada, no se estaba allí para orar juntos sino que habíamos ido juntos para orar. En realidad, a menos que se redujera la oración a sus formularios, era evidente que juntos formábamos una sola oración por la paz. ¡La oración de todos no estaba de más por una causa tan grave! «Yo ya no podré orar nunca como antes», me confesaba un responsable sikh al día siguiente, «desde ahora rezaré siempre en unión con todos los creyentes.» Este día, el 27 de octubre de 1986, se franqueó un umbral porque la oración en común, o la acogida de los otros creyentes en el santuario de nuestra oración, alcanzó, me parece, el corazón del diálogo. En efecto, la oración vivida de forma conjunta es un proceso en que nos comprometemos más decididamente en nuestro camino espiritual. Se trata, pues, de un diálogo, en el sentido más completo del término: una «palabra cruzada», una oración compartida. Se trata de una hospitalidad interreligiosa. La iniciativa de esta oración interreligiosa fue diversamente valorada. Antes, los cristianos fundamentalistas distribuyeron octavillas suplicando al Papa que no abandonara la fe al poner su esperanza en una oración pagana de adoradores de ídolos. A continuación algunos se preguntaban si esta iniciativa del Papa no iba más allá de lo que el Concilio Vaticano II había propuesto.Y, en efecto, vemos que se dio un paso muy importante. Pero en Roma se atienen más al adagio: «El Vaticano II y nada más que el Vaticano II». Así que las críticas no faltaron, incluso en el seno de la Curia romana. El Papa también tuvo que explicarlo en extenso en un discurso a los cardenales y en la Curia, el 22 de diciembre del mismo año. Dijo entre otras cosas: «Podemos deducir que toda oración la suscita el Espíritu Santo, que misteriosamen132

Diálogo y hospitalidad

te está presente en el corazón de todos los hombres. Es lo que hemos presenciado en Asís: la unidad que proviene del hecho de que todo hombre y toda mujer es capaz de orar, es decir, de someterse a Dios y reconocerse pobre ante él». En muchas ocasiones todavía se extendió más en estas reflexiones porque me parece que aún no se le ha comprendido del todo y, en estos últimos años, algunos cristianos todavía creen que se trata de un simple gesto ingenuo, incluso, de un paso en falso. La prueba es que el miedo a la confusión o al sincretismo ha frenado el impulso que se alcanzó en 1986. Se ha perdido una buena ocasión de tomar altura en este campo. En 1999, en la vigilia del «Año santo», el Vaticano organizó una nueva reunión interreligiosa; la acogida a representantes de otras religiones fue maravillosa: fueron recibidos en el interior del Vaticano en la Casa Santa Marta, la residencia que acoge a los cardenales para los cónclaves. Se oyeron frases poderosas y conmovedoras. Pero esta vez el Dalai Lama estaba en el sexto lugar. No hubo oración en común: los organizadores del encuentro creyeron necesario abandonar lo que constituía el corazón de la iniciativa de Asís en 1986. Quizá es que había que respetar una moratoria en un terreno muy delicado.

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3.

PREGUNTAS

Una hermosa hospitalidad a nivel material puede ir a la par de una gran reticencia a nivel más profundo. La reticencia para acoger magnánimamente en un plano religioso se explica, por una parte, por la novedad de la proposición. Durante siglos, la communicatio in sacris, la participación en las cosas sagradas de otra religión u otra confesión, era considerada como una abominación, y ¡hete aquí que se nos propone comulgar en la oración con «herejes» y «paganos»! Se comprende que esto pueda perturbar a algunos en su manera de pensar. Pero no sólo se trata de lentitud a la hora de comprender. Existe un verdadero problema y sería un error minimizarlo.

¿Puede extenderse la hospitalidad a las otras religiones? No podemos eludir la pregunta de la legitimidad de una acogida de las otras religiones: recibirlas en nuestra propia casa, o aceptar la invitación a entrar en las suyas. Una cosa es el encuentro, el intercambio o la simpatía que puede surgir con un creyente de otra religión, y otra la acogida confiada de algunos elementos de su vida espiritual en nuestra propia vida religiosa. Es preciso repetirlo: si la hospitalidad es tenida en gran estima en todas las religiones, en el mundo cristiano, al 135

La hospitalidad ofrecida

menos, no hay tradición de acogida propiamente interreligiosa. El rey Ashoka* (budista indio del siglo ni a. de J. C.) hizo gravar sus edictos en columnas, en las que entre otras cosas se lee: «La fe de los otros debe ser respetada por sí misma. Honrándolos se afianza la propia fe y al mismo tiempo se presta un servicio a la fe de los demás. [...] Ya que, si un hombre exalta su fe y denigra la del otro, pensando así obrar con devoción y glorificar su religión, en realidad le hace daño. [...] El rey desea que los hombres de todas las religiones conozcan la fe de los demás y adquieran así una doctrina sólida. [...] El objetivo de estas medidas es la promoción de la fe particular de cada uno y la glorificación del Dharma» (Edit XII). Este testimonio conmovedor, de una antigüedad de veintidós siglos, es muy provocativo en la actualidad. Existen aún otros bellos ejemplos de coexistencia interreligiosa en Oriente, como soñaba Kabir*, poeta indio que escribía: Se dice que Hari [Krishna] vive al Sur, y que Alá reside en el Oeste: búscale en tu corazón, búscale en todos los corazones: allí está su morada y su residencia. Pienso también en Akbar, el emperador mongol, que ya en el siglo xvi organizaba verdaderos diálogos entre musulmanes, hindúes y a veces con cristianos, en su palacio de Fatehpur-Sikri. Pero no hay tantos ejemplos como éstos en Occidente; por el contrario, los casos de mala coexistencia son evidentes. Basta con evocar los guetos en la Europa cristiana, o el estatuto de la dhimma reservado a los fieles de las otras «religiones 136

Preguntas

del Libro» en tierra del islam. Es decir, las muchas dificultades que tienen las religiones abrahánicas para imaginar una hospitalidad interreligiosa. A lo largo de estos últimos siglos se ha desarrollado más la noción de tolerancia. Pero se trata de un grado mínimo de acogida, ya que, rigurosamente, la tolerancia consiste en soportar un error, un ruido ambiental, lo que nada tiene que ver con el diálogo. Volvamos, pues, a la pregunta de la legitimidad de una hospitalidad aplicada a las relaciones interreligiosas. Por cierto, la aplicación de las leyes de la hospitalidad en la acogida a creyentes de otras religiones plantea problemas reales. Lo veremos al estudiar las dificultades que se han encontrado, reveladoras de algunos elementos esenciales de la hospitalidad. Comencemos por la Biblia. Los profetas entreven cierto universalismo, pero es siempre egocéntrico: anuncian la reunión de todas las naciones en la montaña de Sión. No había llegado aún el tiempo de imaginar otra cosa. No encontramos nada en estos textos que pueda legitimar la acogida respetuosa de una religión extranjera como tal. En efecto, desde los primeros libros, la acogida al forastero está prevista e incluso recomendada, cualquiera que sea su religión, pero en este caso sólo se trata de pedir alimentos y refugio, su pertenencia religiosa nunca es considerada. En realidad, la religión judía (y más tarde la cristiana) han asimilado muchos elementos de las culturas y religiones ambientales, pero estos préstamos nunca han sido deliberados y siempre han permanecido inconfesados. En todo caso, jamás han implicado un reconocimiento del valor de estas religiones. En ciertos casos, el extranjero ha sido por completo acogido, pero a cambio de renunciar a la identidad de su propia religión, como vemos en Ruth la Moabita, la antepasada de David, o en el caso de una princesa extranjera llamada a 137

La hospitalidad ofrecida

convertirse en reina de Israel: «¡Olvida tu pueblo y la casa paterna!» (Sal 45,11). Por el contrario, al contactar con otra religión, inevitablemente se imponía una única actitud: el rechazo absoluto. Ya no es cuestión de hospitalidad sagrada: ¡el rechazo era sagrado! Referente a esto se encuentran textos de una violencia inaudita, particularmente los que fueron dictados después del Exilio del pueblo en Babilonia, cuando los israelitas se veían amenazados en su identidad. A lo largo de la conquista de Canaán, como fue descrita en esa época, la actitud que se exigía hacia los extranjeros era el «anatema», aniquilamiento: había que destruir cuanto se relacionara con otra religión, como se hacía en lo referente a los gérmenes de una enfermedad contagiosa, no sólo en lo tocante al culto, los lugares sagrados y los altares, sino a las personas, hombres, mujeres y niños, sin distinción. Con esta mentalidad, la fidelidad a Dios exigía quemar y suprimir cuanto se relacionara con los «infieles». ¡Nos encontramos aquí en las antípodas de la hospitalidad interreligiosa! Pero es necesario volver a repetirlo: se trata de textos que proyectan un pasado mítico y dan una dimensión épica a la propuesta del rechazo de la idolatría, necesaria en tiempos en que Israel corría peligro de desaparecer o, en todo caso, de perder su fe. Es evidente que la conquista de Canaán nunca tuvo lugar de esta forma. A pesar de ello, estos textos que preconizan una actitud tan inhumana fueron sacralizados y tomados al pie de la letra. Olvidando la enseñanza de Jesús, los cristianos encontraron en estos textos el pretexto para justificar su rechazo, sus conquistas y toda clase de violencias. Sean como fueren estas regresiones, la acogida de otra religión sigue siendo un intento difícil. Se comprende que la tradicional hospitalidad tropiece aquí con un obstáculo temible. Nunca deberíamos olvidar que la acogida del otro 138

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representa siempre un riesgo. Y cuando el otro es adicto a una religión extranjera, este riesgo es absoluto porque se sitúa en lo más íntimo de la persona. La hospitalidad propiamente interreligiosa, de la que he mencionado algunas recientes manifestaciones maravillosas, no tuvo lugar en el pasado. Muestra de forma evidente la ambigüedad fundamental de toda hospitalidad. Una anécdota que me contó Serge de Beaurecueil* lo ilustra bien. Ocurrió en Kabul, antes de las guerras en Afganistán. Una familia musulmana su-nita contrajo una deuda de gratitud con el profesor de su hijo, un chiíta. Lo invitaron a su casa para tomar té y manifestarle su agradecimiento. Pero apenas hubo salido de la casa, rompieron las tazas de que habían estado bebiendo el té. Se encontraban irreparablemente sucias por los labios del hereje. Esta historia muestra bien la división interior que provoca el encuentro interreligioso o interconfesional, necesario e imposible a la vez. Para superar el obstáculo y profundizar en el conocimiento de otra religión es necesario comenzar por identificar mejor este proceso y precisar las condiciones que permiten evitar los equívocos.

Callejones sin salida En particular veo dos escollos que hay que evitar. Cuando algunas de las más bellas características de la hospitalidad se deterioran o hipertrofian en detrimento de las otras, no pueden evitarse grandes desviaciones. El deseo de colmar al huésped sin pedir compensación y la voluntad de tratarlo como a un hermano son dos actitudes admirables, pero, llevadas unilate-ralmente hasta el extremo, engendran situaciones en las cuales el huésped, al final, corre el riesgo de no ser respetado. 139

La hospitalidad ofrecida

Una generosidad excesiva hace la comunicación demasiado asimétrica. Las imágenes de la «mesa puesta» y del banquete donde se urge a todo el mundo a entrar no expresan correctamente la hospitalidad porque la reciprocidad no es respetada. Para que la hospitalidad sea justa es necesario que las dos partes entren en juego. A falta de esto se violan las leyes más elementales del encuentro. Para que todos sean en verdad reconocidos hay que asegurar la igualdad básica de cada uno. Si no, el invitado, colmado por el derroche del anfitrión, puede resentirse con tanta condescendencia. En efecto, el fundamento de la hospitalidad, como se ha visto, es la conciencia de compartir una misma humanidad. Ahora bien, no exigir al invitado que se comporte correctamente, o dejarle hacer cualquier cosa, con el pretexto de que «el huésped es sagrado», lleva finalmente a que se pierda el respeto a su dignidad humana y su capacidad para comportarse bien. Hay que respetar los límites. Por cierto, al huésped que llega no se lo recibe sólo en la puerta del vestíbulo. Se lo conduce a la sala de estar, cerca del hogar, pero no entra en todas la habitaciones de la casa. La casa que acoge tampoco puede convertirse en una venta, en la que cada uno aporta su comida. En ese caso también la extrema tolerancia del señor de la casa crea confusión y compromete la rectitud del encuentro. Tampoco basta para contentarse con que el invitado se sienta cómodo o se aproveche de su situación de parásito, pues una relación así no haría más que dar lugar a una situación indigna y al final estéril. Es fácil comprender que este intento excesivamente generoso, aplicado a la hospitalidad entre las religiones, conduce a callejones sin salida. El caso más típico de generosidad inconsiderada es la acogida sistemática de los no cristianos en la comunión eucarística. Quizá esto pueda justificarse en 140

Preguntas

algunas circunstancias excepcionales y bien definidas, pero, en la mayor parte de los casos que conozco, el resultado de esta acogida no ha beneficiado al diálogo. Ahora bien, recordando las leyes de la hospitalidad, es bastante fácil indicar a los huéspedes de otra religión los umbrales que no han de franquearse. Entre personas que tienen el sentido de lo sagrado, esta restricción no se toma como una estrechez de espíritu sino como un testimonio de la seriedad del compromiso. En 1993 fui invitado a participar en el segundo Parlamento de las Religiones, en Chicago. El primer Parlamento organizado un siglo antes por las Iglesias cristianas fue un acontecimiento importante. Por primera vez, todas las grandes religiones se habían hecho oír. Hasta el punto de que los organizadores no habían dado abasto porque la religión cristiana no apareció en su conjunto como la única alternativa. Swami Vivekananda*, el Róshi Shaku Sóen* y el venerable Angarika Dharmapala* impresionaron mucho a los participantes por sus sólidas e inspiradas intervenciones. Sus anfitriones pudieron medir el riesgo de la hospitalidad: sin saberlo, habían introducido un «caballo de Troya» en la fortaleza cristiana. Pero cien años después las mentalidades han cambiado mucho y hemos podido evidenciar otro riesgo. Para que no pudiera reprochárseles una intolerancia discriminatoria el comité organizador interreligioso invitó a algunas personas, bastante extravagantes, de movimientos religiosos surgidos recientemente en la costa oeste de Estados Unidos que ocuparon un escaño al lado de las más venerables personalidades de las grandes religiones tradicionales. Este segundo Parlamento de la religiones hizo un buen trabajo, adoptando en particular un proyecto para una «ética global», elaborado por el profesor Hans Küng, pero la impresión con la que nos quedamos fue más la de haber asistido a una «feria de las religiones» en la que todo era presen141

La hospitalidad ofrecida

tado en un plano de igualdad, lo peor y lo mejor. Una acogida demasiado indiscriminada comprometió gravemente esta iniciativa. El otro callejón sin salida de la hospitalidad es mucho más grave. He citado con anterioridad el adagio de Zenrin: «En torno al fuego ya no existe ni anfitrión ni invitado». Esta aseveración expresa de forma maravillosamente concisa el ideal de la hospitalidad, como se manifiesta en la ceremonia del té. Pero no habrá que hacer de esta máxima una regla para aplicarla de forma sistemática. Encontramos en Zenrin otro adagio, esta vez doble: «Anfitrión e invitado: intercambiables; anfitrión e invitado: evidentemente distintos». Expresan bien la paradoja constitutiva de toda hospitalidad: consiste en acoger al extranjero como a un hermano, un igual, pero sin escamotear nunca su naturaleza extranjera irreducible, distinta y diferente. Es necesario recordar aquí el origen de la palabra «huésped», pues su etimología resulta muy ilustrativa. De la misma raíz indoeuropea host derivan las dos palabras «hospitalidad» y «hostilidad». El extranjero que viene es siempre ambivalente. Puede ser provechoso acogerle, pero dicho huésped puede también revelarse como un enemigo infiltrado. Su venida puede ser de buen o mal augurio. En origen, la benevolencia hacia el huésped probablemente fue dictada por la preocupación de conjurar este fenómeno ambiguo. Era más prudente recibir bien al extranjero: «Nunca se sabe. Puede pertenecer quizá a una tribu poderosa. Podría vengarse si no fuera bien tratado». Más tarde, el valor humano y religioso de esta actitud de magnanimidad fue reconocido. Pero no hay que olvidar que la acogida de un huésped (hospes, en latín) implica necesariamente la capacidad de amar al enemigo (hostis, en latín).Y 142

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sobrepasar una lógica de sensatez no puede hacerse sin motivaciones superiores. Es necesario que la conciencia humana realice un gran progreso. Lo menos que puede decirse es que en el momento actual esto no se ha adquirido en todas partes. Conviene, pues, recibir al extranjero como a un hermano, pero no es un hermano. Asimilarlo sería no respetarlo. Cualquiera que sea la buena intención que preside esta tentativa, lo que nunca honra a los otros es querer hacerlos nuestros, sin darles otra opción. Si la hospitalidad se convierte en una forma de recuperación, es odiosa para el que se «beneficia». Muchos miedos con motivo de un encuentro en profundidad con los creyentes de otras religiones provienen de un desconocimiento de la naturaleza de la hospitalidad. Pero, después de haber identificado los callejones sin salida que hay que evitar, podemos ver cuáles son las condiciones para que un encuentro propiamente interreligioso sea posible y beneficioso.

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4. LAS EXIGENCIAS DE LA HOSPITALIDAD

Cuando la acogida cordial y magnánima se extiende a los miembros de las otras religiones las leyes de la hospitalidad deben aplicarse con más atención aún, pues la acogida afecta a ámbitos particularmente sensibles. Recuerdo sobre todo dos leyes. Corresponden a los callejones sin salida que he mencionado.

El umbral del misterio de la hospitalidad

Utilizo esta célebre expresión porque la hospitalidad, como la caridad, es un misterio. No es sólo un problema y una paradoja, sobrepasa a la sensatez y abre a lo desconocido.Y para entrar hay que atravesar un umbral importante, un portal, pues el camino de acceso no es obvio: no es acogiendo a un visitante con generosidad como se capta mejor cuanto representa la hospitalidad. La puerta de este misterio queda del lado de la necesidad de ser acogido. Mientras se está junto al señor de la casa que ofrece porque él es quien puede ofrecer, no se logra en verdad comprender. Pero cuando uno es el beneficiario sorprendido de una hospitalidad inmerecida, se vive como un cambio de situación y se penetra efectivamente en el misterio de la hospitalidad. 145

La hospitalidad ofrecida

Este descubrimiento ha sido decisivo para los grandes pioneros del encuentro entre culturas y religiones. Louis Massignon se convirtió a la fe cristiana en 1907, después de experimentar la acogida de una familia musulmana de Bagdad, que le reveló así su propia situación ante Dios: «El Extranjero que me tomó como era [...] cambió, poco a poco, todos mis automatismos adquiridos, todas mis preocupaciones y mis respetos humanos. Por un cambio de valores, transformó mi relativa tranquilidad posesiva, en mísera pobreza». El padre Charles de Foucauld* también pasó por una situación de desprendimiento. Fue al Sahara para ayudar a los nómadas con su generosidad, sus servicios, su oración. Pero, en 1908, le sobrevino una profunda crisis: enfermedad, aislamiento; deprimido se preguntaba de qué podía servir su presencia en aquella región tan seca. Y fue entonces cuando vio a los tuaregs, que se acercaron a ayudarle, cuidarle y alimentarle con sus propios víveres de primera necesidad: ¡los que no conocían al Cristo que les había predicado con tanto ardor, ahora venían y ¡le servían a El, en él, el pobre, el extranjero! Sin saberlo experimentó el precepto de Cristo: «Era forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35). Será necesario todavía aquí mencionar las estancias del padre Henri Le Saux en los pueblos del Tamil Nadu, la vida del padre Serge de Beaurecueil en Kabul y las de tantos otros que han penetrado profundamente en las otras religiones porque fueron invitados a compartir «el pan y la sal» en casa de los pobres del país. Para ser hospitalario hay que comenzar por experimentar la pobreza, arriesgarse a no ser acogido en un país extranjero. Seguramente muchas personas viven esta experiencia de la hospitalidad comenzando por ofrecer. Existen varias puertas de entrada a esta práctica bendita; sólo quiero su146

Las exigencias de la hospitalidad

brayar que el portal que introduce en el corazón de la experiencia no es el de la fachada principal, en que uno piensa de modo espontáneo. Es una puerta baja, como el nijiri guchi, la puerta de la humildad para entrar a la habitación del té. De hecho, ¿acaso la mayor alegría del señor de la casa no es la de «recibir»? Tan verdad es que las dos actitudes, ofrecer y acoger, van siempre unidas. Sin embargo, la más importante es la de acoger. Una relectura de la Biblia confirma esta ley de la hospitalidad. Descubrimos que Abrahán, el arquetipo de la hospitalidad, también era un peregrino y extranjero en Ca-naán. El precepto del Deuteronomio es igualmente explícito: «Amad también vosotros al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Dt 10,19). Es la experiencia de la acogida recibida (o rehusada) la que dicta el proceso. A lo largo de la Biblia vemos que sólo los pobres, como la viuda de Sarepta, pueden acoger bien. Cuando el profeta Elias encuentra a esta pobre mujer de Fenicia, en una época de hambre, ella está recogiendo leña para preparar su última comida con cuanto le queda para vivir. Pero ¡es a ella a la que pide pan el profeta! Ella acepta compartir su comida y el Señor la bendice: le procuró comida hasta que el Señor hizo caer la lluvia sobre la tierra (1 Re 17). Los pobres no dan lo que les sobra, sino que dan «de su indigencia», como la pobre viuda en la que Jesús se fijó en el Templo de Jerusalén (Le 21,4). Cuando el rico acoge a un pobre, la relación corre el peligro de ser desigual. Jesús explica cómo, en este caso, la reciprocidad no es posible: el rico obliga a su huésped, que no puede devolverle el mismo servicio (Le 14,12-13). En último término hace de él un «rehén» (¡otra palabra derivada de la raíz hostl). 147

La hospitalidad ofrecida

El amor al que está lejos Otra cuestión previa debe ser recordada aquí: necesitamos discernir dos amores. Seguramente, la distinción entre éros y ágape* (entre el amor por el amor y el amor puramente oblativo) nos ayuda a purificar nuestro amor y a establecer una justa relación entre estas dos maneras de amar. Pero no hay que descuidar hacer otra distinción, más elemental en apariencia, pero también útil para plasmar el amor evangélico: este único amor se vive siempre en dos direcciones, según las circunstancias. Por una parte, el amor al hermano y, por otra, el amor al extranjero; por una parte, el amor al prójimo y, por otra, el amor al alejado, incluso al enemigo. Recogiendo la terminología griega, está la philadelphía, el amor al amigo, y la philoxenía, el amor al extranjero, lo contrario de la xenofobia. Ahora bien, ¡philoxenía es justamente la palabra griega que designa la hospitalidad! Existe una gran diferencia de movimiento entre estas dos expresiones del único amor. La primera tiende hacia la unanimidad; la otra respeta la diversidad. La primera llega a un acuerdo tácito, así pues, al silencio del consentimiento; la otra no renuncia nunca a la palabra. Los procesos son diversos, pero el amor al que está lejos no compromete menos que al que está próximo. Pues entre estas dos formas de ágape no hay diferencia de grado, sino, mejor, de naturaleza. Ahora bien, vemos que la tradición cristiana ha privilegiado de forma sistemática el amor al prójimo y tiende hacia la unanimidad y la obediencia. Animado por una visión bastante ingenuamente egocéntrica de la realidad, ha considerado la philoxenía, el amor al separado, como una prolonga148

Las exigencias de la hospitalidad

ción de la philadelphía, el amor por el que está cerca, una prolongación y, de alguna manera, un sucedáneo. En lugar de respetar al extranjero en su misma naturaleza de extranjero, en su diferencia irreducible, ha creído hacerle un honor proponiéndole asimilarlo e integrarlo en su propio universo. Ha tratado de hacer del alejado un prójimo. Era, creía la tradición cristiana, su única oportunidad para ser reconocido y salvado. Era el deseo, o la obsesión de la unanimidad, de la ortodoxia que, efectivamente, mientras tanto se imponía. En lugar de alegrarse de la diversidad, se ha marcado, en lo sucesivo, la diferencia con un índice negativo. Para acabar, se ha convertido en motivo de exclusión. Pero no creo que procediendo de este modo se respete en verdad el Evangelio. Se cita con agrado un texto fundamental de Juan que parece considerar el amor al prójimo como el más grande: «Nadie tiene mayor amor que el de quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Pero el amor que Cristo anuncia no se limita al círculo de los amigos. El amor al extraño y al enemigo no es menor; no es una solución provisional, a la espera de que éstos se conviertan en amigos. En efecto, leemos también en la Carta de San Pablo a los Romanos: «[...] quizá haya alguien capaz de dar la vida por un hombre de bien. [...] cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo» (Rom 5,7 y 10). Es ilustrativo enfrentarse a estos dos textos mayores, no para oponerlos, sino para subrayar la igual importancia y la especificidad de dos expresiones de un mismo amor que se realiza distintamente para el prójimo y para el separado. Sin embargo, la realidad es más compleja: el prójimo no está del todo próximo; el hermano es más misterioso y más extraño de lo que a veces uno piensa, es necesario respetar esa parte de él mismo. En algunos aspectos, ¡somos extraños a 149

La hospitalidad ofrecida

nosotros mismos! Al contrario, podemos descubrir en el alejado, en el extranjero más irreducible, un aspecto por el cual es nuestro hermano. Como hemos visto más arriba, sin la conciencia de esta común pertenencia a la familia humana el hombre no es más que un lobo para el hombre. Esto no impide que la distinción entre el próximo y el alejado sea real y necesaria para «ordenar la caridad», o simplemente para respetar a nuestros semejantes. Hoy, más que nunca, esta distinción debe ser tenida muy en cuenta, si queremos respetar a todo hombre. De todas formas, precisando la noción de philoxenía, hallamos una clave para penetrar más en el misterio de la hospitalidad. Este intento concierne al xenos, al extraño. Tiene en cuenta el carácter extranjero del huésped y carece de toda intención de asimilarlo. El diálogo debe respetar las incompatibilidades entre los interlocutores e identificar lo que es negociable y lo que no. Lo mismo en lo que se refiere a la hospitalidad: debe aceptar las leyes y las condiciones impuestas por el carácter extranjero del huésped y las exigencias de la sociedad. Pero se trata al igual de una philía, de una amistad. Por eso, la hospitalidad no comporta la intención de recuperar algún beneficio secundario de su generosidad. Algunas veces ha sido asimilado, en su reciprocidad, a un intercambio de dones. En efecto, es el caso en algunas circunstancias, pero por su naturaleza la hospitalidad es un don gratuito. No exige reciprocidad. La philoxenía no es nunca un medio destinado a obtener algo. Es ofrecida gratuitamente porque tiende siempre hacia una verdadera amistad hecha no sólo de respeto, sino también de sincera estima. Era necesario un estudio un poco más atento del proceso de la hospitalidad y sus leyes para comprender las reticencias 150

Las exigencias de la hospitalidad

tradicionales frente a una hospitalidad en verdad interreligiosa. Al realizar las necesarias precisiones y distinciones, las posibilidades reales de la acogida interreligiosa podrán surgir más fácilmente. Una relectura del Evangelio nos hará vislumbrar nuevos horizontes.

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5. EN EL CORAZÓN DEL EVANGELIO

La hospitalidad es un tema central en el Evangelio. No es sólo una actividad entre otras, sino emblemática en todo encuentro. Incluso aunque la palabra no aparezca con frecuencia, se trata de un tema constante. El mismo Jesús se presenta como pidiendo asilo. No es un extranjero y, sin embargo, lo tratan como tal. «Vino a los suyos,pero los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Nació mientras sus padres se desplazaban «por no haber sitio para ellos en la posada» (Le 2,7). Después de los oscuros años en Nazaret, cuando sale para anunciar el Evangelio, vive de la generosidad de sus hospederos y hospederas. A menudo debe conformarse con menos. «[...] el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Le 9,58). Los Evangelios lo describen con frecuencia como convidado invitado, pero nunca como señor del banquete, sólo en la Ultima Cena, en la que se ofrece a sí mismo como comida. Por eso, se lo considera como un marginado, un hombre que «está fuera de sí» (Me 3,21) y sus palabras «intolerables» (Jn 6,60). Al final, muere rechazado fuera de la ciudad (Me 15,20). Así es como derriba todos los muros del odio y atraviesa las barreras de la acogida. A los que practican una xenofobia violenta en el encuentro con extranjeros de otra religión, Jesús les predica el amor a los enemigos y amplía la philoxenía para todos. Los Evangelios han conservado dos 153

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anécdotas significativas: quebranta las prohibiciones que excluían el contacto con algunas personas aisladas por razones higiénicas, sociales, morales, raciales o religiosas; admira sinceramente a los extranjeros y alaba su fe, como, por ejemplo, la del centurión romano o la de la siro-fenicia; y, para dar un ejemplo del comportamiento que recomienda, propone como modelo a un samaritano, un extranjero herético... Cuando envía a sus discípulos a anunciar el Reino que ha de llegar, les pide que vayan con estas mismas disposiciones, y añade que se presenten despojados y necesitados de acogida (Mt 10 y Le 9 y 10). Si les pide «no llevar nada, ni oro, ni plata, ni alforja, ni sandalias, ni bastón para el camino», no es como en general se dice, por ascesis, para invitarles a ser desprendidos; es, por lo visto, para que se vean obligados a pedir ayuda a los demás y depender de la generosidad de sus hospederos. Les ordena «entrar en la casa», decir: «Paz a esta casa». Y «Permaneced en esta casa, comed y bebed lo que os den». La eventualidad de no ser acogidos está al igual prevista. Forma parte de la experiencia porque la hospitalidad no es un derecho para el discípulo, sino es siempre el objeto de una humilde demanda. Esta manera de obrar, tan cuidadosamente descrita, no es sólo una forma de captatio benevolentiae para preparar una buena acogida. No es una preparación, exterior aún, para el anuncio del Reino de Dios; es ya un anuncio. La hospitalidad así demandada y la acogida recibida constituyen las primicias de la Buena Nueva. A los que acogen a los discípulos sólo después les será posible escuchar: «El Reino de Dios ha llegado hasta vosotros».

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Nueva conversión En la actualidad, ¿cómo podemos realizar lo que nos pide Jesús para acoger a los demás pasando por el umbral de la hospitalidad? Es evidente que esto exige una conversión fundamental de nuestra forma de encontrarnos con las otras culturas y religiones. Lo primero que hemos de hacer para alcanzar la gracia de la hospitalidad es «entrar en la casa», franquear el portal para introducirnos en la casa del otro. En los Hechos de los Apóstoles vemos que, después de vacilar mucho, el apóstol Pedro se decide a dar el paso que Jesús había pedido: para comunicar el Evangelio entra en la casa de Cornelio, el centurión romano, un pagano, e infringe las prohibiciones de los alimentos tradicionales a fin de comer lo que le ofrecen. «A la llegada de Pedro, Cornelio salió a su encuentro y se postró a sus pies. Pedro le mandó levantarse diciendo: "Levántate, que yo también soy un simple hombre".Y conversando con él, entró y halló congregados a muchos, a los cuales dijo:"Vosotros sabéis que está prohibido a un judío juntarse o acercarse a un extranjero; sin embargo, Dios me ha hecho ver que a ningún hombre se le debe considerar profano o impuro"» (Hch 10,2528). Este gesto tiene un alcance considerable, inaugura la apertura ilimitada de la acción de los apóstoles. Desde ahora el encuentro pasa por esta iniciativa de «entrar en casa» de los otros, cualesquiera que sean. Este proceso es muy exigente: consiste en dejar nuestro propio territorio, atravesar la frontera para entrar en el terreno del hospedero y exponernos a lo que él buenamente quiera. Se trata de reconocernos extraños, de entrada renunciar a imponer nuestra propia forma de ver y de acomodarnos al estilo de otra casa, incluso aceptar los límites.

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La hospitalidad ofrecida

Este procedimiento aplicado al encuentro interreligioso exige siempre una radical conversión de mentalidad. Por la tradición, los cristianos han preferido desplazar las fronteras antes que atravesarlas. En origen, en cuanto eran minorías, han transmitido la fe a través de todas las fronteras, sociales, geográficas, raciales y culturales, pero, cuando han sido más potentes, han delimitado rápidamente su territorio y excluido a quienes no aceptaban ser asimilados. La misión tenía como objeto desplazar las fronteras de la cristiandad y ampliar su territorio a partir de los centros más importantes. Los misioneros invitaban a los otros a entrar en la Iglesia, pero no pensaban en entrar en la de ellos.También las relaciones se fueron endureciendo cada vez más: se trataba de «conquistar almas». Esta obra se ha venido haciendo a lo largo del milenio que siguió a Constantino. La conquista o la reconquista fue un éxito en toda Europa, hasta el momento en que se tropezó con otra religión exclusiva... Pero la actitud no ha cambiado. La relación con los otros ha seguido la misma forma de conquista. En contraste con esta forma de obrar, vemos a san Francisco de Asís, durante la quinta cruzada, que atraviesa las fronteras, en nombre del Evangelio, para hablar con el sultán Malik al-Kamil*. Deja el campo del ejército cristiano para entrevistarse, sin armas ni protección, con el jefe del ejército adversario, que lo recibe muy cortésmente. Este hecho anuncia el Evangelio con mucha mayor claridad que los cruzados que intentaban conquistar Damieta. Otros realizaron algún intento parecido, pero son excepciones. Volvamos a meditar sobre este «envío a misión» que relatan los Evangelios. A los que entran en las casas donde han sido acogidos, Jesús le pide que coman y beban de lo que les ofrecen. Esta recomendación tan explícita, sin embargo, más tarde apenas ha sido comprendida mejor. Debemos recono156

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cer este hecho evidente y, no obstante, sorprendente de que los misioneros, tan ávidos de anunciar el Evangelio por todos los medios posibles, incluso arriesgando sus vidas, no comiencen por aplicarlo ellos mismos en este punto tan preciso. Aquí también hubo excepciones, pero la mayor parte de los misioneros de los tiempos modernos no han creído un deber respetar las leyes de la hospitalidad al desembarcar en países extranjeros. Arribaban con armas y equipaje, así que no tenían ninguna necesidad de pedir ayuda a las personas a quienes iban a evangelizar. No se imaginaban que podía hacerse de otra forma, ya que eran prisioneros de una cultura imbuida en su superioridad. En efecto, para pedir hospitalidad es necesario no sólo estar necesitado, sino también estimar a los que pedimos ayuda. Se supone que hemos de saber apreciar lo que ofrecen nuestros hospederos: su comida, su bebida, su alojamiento. Lo que no siempre resulta fácil, pero ¿cómo vamos a pretender respetarlos, si lo que constituye su vida cotidiana nos parece insípida o repugnante? De hecho, no se trata únicamente de la realidad material del alimento y la vivienda, sino de cuanto ayuda a vivir. Louis Massignon, Charles de Foucauld u otros, que he mencionado más arriba, aceptaron la hospitalidad de los que visitaban, gustaban la comida de cada día, sentían mayor respeto y admiración por el alimento espiritual de sus hospederos, su cultura, sus escrituras sagradas, sus ritos y sus fiestas. Apreciaron las moradas espirituales que les albergaban, es decir, el conjunto de sus tradiciones culturales y religiosas. En esto aplicaron por completo el Evangelio o, sencillamente, las exigencias fundamentales de toda relación humana respetuosa. En efecto, sólo después de haber recibido de nuestros hospederos lo que son capaces de ofrecernos podemos pro157

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ponerles nuestras propias riquezas. Hemos sido negligentes en este orden de cosas. Es cierto que «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35), pero querría añadir que es más urgente recibir que dar, si al menos queremos crear unas relaciones justas. Esto es válido para todos los encuentros. Mientras tanto, sería bueno que reflexionáramos sobre qué hacer con estos olvidos de las tradiciones evangélicas de la hospitalidad. A lo largo de la historia, los cristianos de Occidente han dado mucho a otras regiones del globo. Incluso rodeados de conquistadores y de compradores que iban por el mundo para acaparar toda clase de posibles riquezas, los misioneros han dado mucho en todos los campos y hay que saber agradecerlo. Su generosidad ha sido maravillosa. Aunque no han recibido mucho, al menos aparentemente, al regresar a su país, guardan con frecuencia una sincera gratitud hacia los que se encontraron. Hay que añadir aquí, para ser justos, que en estos últimos tiempos los que llevan el anuncio del Evangelio han realizado una conversión decisiva en su forma de encontrarse con las otras culturas y religiones. Me gustaría recordar en este lugar a los muchos testigos del Evangelio en el mundo que han dado este paso. Pero sólo puedo mencionar algunas regiones. Pienso en los teólogos indios y de Sri Lanka, que tienen muy en cuenta la cultura y la situación socioeconómica de su país a la hora de presentar la Buena Nueva. Pienso en los teólogos de la Liberación en América latina, que no son simplemente teólogos, sino sobre todo pastores. Puede ser en Corea, Sudáfrica o Australia, en todas estas regiones la fe cristiana ha sido al final atestiguada de forma más coherente y sin trabas inútiles. Debemos asumir el pasivo de los siglos pasados, en época de la gran expansión misionera, cuando el contexto del encuentro no permitía a los misioneros recibir las verdaderas riquezas humanas, en particular las riquezas espirituales de 158

En el corazón del Evangelio

aquellos a quienes se esforzaban de modo generoso en dar el Evangelio. Hoy parece que esta falta de intercambio «razonable» ha comprometido con gravedad la obra misionera. No se pudo dejar de lado suficientemente la mentalidad occidental que en aquel momento estaba en plena expansión. Hoy, viendo cómo evolucionan las antiguas colonias, verificamos por sus frutos que esta manera de imponerse lleva un germen de violencia. Se ha dicho, con toda razón, que la historia de las relaciones de Occidente con el resto del mundo ha sido la de una hospitalidad violada.

Superar el miedo Éste es el contexto gravemente comprometido en que se realiza hoy el encuentro de las religiones. Sólo una actitud definitivamente nueva puede hacer que esta oportunidad histórica sea fecunda y creativa. Pero la evolución de las mentalidades en este campo es muy lenta. Y esto tanto más cuanto que el miedo, bajo sus diferentes formas, frena aún el proceso, al menos en Occidente. Los que, hasta el siglo pasado, estaban tan seguros de su fuerza y su derecho, se hallan ahora de repente indecisos. Y los cristianos, entre ellos, no ven bien cómo situarse ante las poblaciones a las que en tiempos pasados habían sido tan generosamente enviados a predicar. En otros ámbitos culturales y religiosos la evolución de los encuentros es diferente, pero, como no puedo seguirla fácilmente, hablaré sobre todo de los cristianos. Podemos comprobar que la toma de conciencia en el terreno del diálogo interreligioso progresa no sin dificultad. Todos reconocen que es época de comprometerse porque el encuentro de las culturas y las religiones es ineludible, pero 159

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algunos se preguntan si este encuentro, que ya no puede realizarse como «misión» tradicional, no es una forma de «dimisión» o incluso una «compro-misión» de la fe cristiana con las religiones no cristianas. Otros han creído poder instrumenta-lizar el diálogo interreligioso y lo han considerado un medio adaptado a las situaciones difíciles para continuar una empresa de conversión. Pero no han engañado a nadie y no han conseguido más que desacreditar el diálogo. Por cierto, como reconocía, por ejemplo, el documento del Vaticano «Diálogo y Anuncio»*, el compromiso de un diálogo sincero con personas de otras religiones es un testimonio evangélico, pero, a menos que especulemos sobre intenciones ocultas de los redactores, la invitación para entrar a dialogar no está en ninguna parte motivada por una voluntad de hacer cambiar de opinión a los miembros de este intercambio. Sin embargo, a pesar del estímulo del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, la toma de conciencia de los cristianos en este tema es muy lenta. Les resulta difícil darse cuenta de que este proceso está situado en el corazón del Evangelio. Un miedo latente ante los otros paraliza sus reflexiones y sus intentos. Por diferentes motivos, siempre piensan en las otras religiones con cierto recelo. Primero los ven como competidores del cristianismo. Es, sobre todo, el caso del budismo, que suscita cada vez más simpatía en Occidente. También se inquietan ante la vista de los signos religiosos que llevan los emigrantes venidos de otros continentes.Tienen miedo de las religiones, algunos de cuyos elementos pueden degradarse en un fanatismo que pone en peligro la libertad religiosa y la paz mundial. Si la necesidad del diálogo interreligioso es ahora ampliamente reconocida, al menos en el ámbito cristiano, es evidente que son la aprensión y el miedo los que motiva, a una parte importante, este interés 160

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repentino por el encuentro. Estos cristianos quizá no se interesan de manera espontánea por las otras religiones, sino que desean comprometerse en un diálogo sincero justo para conjurar estos riesgos. No hay que minimizar los peligros. Es necesario afrontarlos con lucidez. Por suerte, cuando surgen conflictos entre comunidades de diferentes religiones, las negociaciones entre representantes de las religiones se conciertan para buscar juntos los caminos de la paz. Sin este trabajo no se puede entablar ningún diálogo específicamente interreligioso. Además, es evidente que la persistencia de tantos conflictos y las situaciones angustiosas en el mundo invitan, en lo sucesivo, a situar el encuentro interreligioso en el horizonte de la justicia y la paz mundial. En adelante, las religiones son valoradas por su capacidad de responder a los enormes desafíos de nuestro tiempo. Son llamadas a reconocer su común responsabilidad. Lo mismo para las religiones, como para los desafíos planetarios del medio ambiente, las respuestas no las puede dar solamente una nación o un solo continente. Así, de ahora en adelante, todas las religiones deben colaborar al servicio de la humanidad. Esta toma de conciencia se expresó con claridad en la reunión de oración interreligiosa en Asís: la necesidad vital de paz en el mundo concierne y supera todas las religiones. Para dar gloria a Dios, el deber primordial no es defender la propia religión, sino respetar a todos los hombres, «el hombre que vive es la gloria de Dios». El diálogo interreligioso es indispensable en la construcción de un mundo justo y pacífico. Y sin embargo, es preciso subrayar que la paz que se desea conseguir del encuentro de las religiones como un deber urgente no es el objetivo del diálogo. Es el fruto. El diálogo no es un medio para alcanzar un objetivo más importante. El objetivo del diálogo es simplemente encontrarse.Y este en161

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cuentro implica un incremento de vida, pues permite apreciarse mejor de forma mutua y recibir mucho los unos de los otros. El respeto a todo hombre permite, finalmente, conocerse mejor y conocer a Dios, la Verdad. Subrayo esta evidencia porque entre los cristianos se pasa por alto demasiado. El diálogo interreligioso no es sólo un deber moral a favor de la justicia y la paz, sino un camino espiritual. No es sólo una exigencia que viene a añadirse a tantas otras obligaciones, sino una oportunidad, una oportunidad para la fe. La mayor parte de los textos oficiales en lo que se refiere al diálogo interreligioso hablan en esencia de la colaboración a favor de la paz. Pero esta polarización enmascara también, me parece, otro miedo, el de un peligro más interno que amenaza la fe de los que dialogan. La decisión de comprometerse en un encuentro interreligioso que va más allá de la cooperación sociopolítica o del estudio de las religiones expone al creyente a riesgos de relativismo y sincretismo. Consecuentemente, muchos estiman que no es necesario comprometerse hasta el fondo en este empeño. En efecto, en el encuentro se corre el riesgo de cambiar. Se puede comprender este temor a una transformación interior en un campo tan esencial, pero más sabio es abordar esta cuestión de frente. El Consejo Pontificio para el Diálogo Interreli-gioso ha elaborado un texto sobre la espiritualidad del diálogo. Contempla la cuestión fundamental planteada por el diálogo de la experiencia espiritual y propone actitudes justas para el encuentro con otras espiritualidades. Pero la Congregación para la Doctrina de la Fe todavía no ha dado autorización para publicar este documento. Es necesario también ver el riesgo que entraña un compromiso ambiguo en este intento decisivo para el porvenir de las religiones. Sin una total determinación en este camino, 162

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el verdadero encuentro no tiene lugar en verdad y, ya que la necesidad del diálogo es, sin embargo, ineludible, uno está tentado de satisfacerse con palabras. Los documentos del Concilio Vaticano II operan una decisiva revolución en la mentalidad con respecto a las otras religiones; invitan explícitamente a los cristianos a respetarlas. Pero ¿qué es respetar? Esta actitud es más exigente de lo que en general se ha podido pensar. Al evitar encuentros entre las religiones como tales, es decir, en un plano de oración y de búsqueda espiritual, para sólo intercambiar con ellas cuestiones candentes del mundo actual, se corre el riesgo de considerarlas sólo como instituciones culturales, organismos filantrópicos o de poderes políticos. Si este respeto sincero no lleva a una verdadera estima por los valores propiamente religiosos, sigue siendo, por lo menos, incompleto. En efecto, se sobrepasa la simple tolerancia. El clima, con frecuencia cálido, de las reuniones interreligiosas me parece que alguna vez engaña. Los que intervienen me hacen pensar en los ricos que se cruzan con un pobre por la calle, prefieren darle una generosa limosna y seguir su camino a pararse y afrontarlo. Su don es tanto más generoso cuanto les exime de tener en cuenta la persona del mendicante, con todas las dificultades que acarrea. Así, en el ambiente interreligioso, muy bellas palabras a veces pueden ser útiles para conjurar el miedo a un encuentro que podría desestabilizar. Uno se alegra al ver cómo se van tejiendo lazos de amistad entre representantes de las religiones cuando concurren regularmente a encuentros interreligiosos. Pero si esta amistad no sirve para compartir lo más precioso de cada uno de los interlocutores, más valdría hablar de simpatía y acogida cordial. En un clima de desconfianza hacia un encuentro en profundidad con otras religiones, el diálogo puede también 163

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reducirse a una simple negociación. Incluso la hospitalidad entonces sólo puede ser expresión de una gran cortesía. En realidad, el miedo degrada cuanto alcanza. Estos diferentes temores, que a veces motivan y limitan el diálogo, explican, en todo caso, cierta falta de entusiasmo para el encuentro interreligioso en muchos cristianos. Mientras no se liberen de la reticencia para reconocer plenamente al otro, los encuentros interreligiosos, que se multiplican, tendrán algo de voluntarismo y conveniencia. Se repiten, pero se constata escaso progreso. Se hubiera podido esperar que un «movimiento dialogal», análogo al «movimiento ecuménico», tomara altura después del Concilio Vaticano II y de la jornada de oración de Asís, pero hay que reconocer que la evolución sigue siendo lenta o vacilante. Necesitamos identificar con claridad el miedo en todas sus manifestaciones para poder superarlo y hacer que se difunda un verdadero diálogo.

Nuevas perspectivas Ha llegado el momento de definir de forma más sistemática este encuentro interreligioso, como es vivido en el proceso de la hospitalidad. Después de haber tenido en cuenta lo que puede entorpecer su desarrollo, puedo mostrar muchas perspectivas abiertas en este acercamiento respetuoso y confiado. Lo hago basándome en el Evangelio. Las verdades de los Evangelios son en sí mismas hospitalarias, e intentaré, pues, siempre relacionarlas con otras fuentes de vida inspiradas por el Espíritu. Se trata, recordémoslo una vez más, de pedir a nuestro interlocutor que nos reciba en su casa, en su vida espiritual, respetando las exigencias de discreción prescritas por las le164

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yes de la hospitalidad. Se trata, a su vez, de acoger al otro creyente en el hogar de nuestra propia vida espiritual, confiando en la determinación de nuestro huésped de respetar nuestra fe. Este encuentro podría resumirse en pocas palabras: Cor ad cor loquitur, «El corazón habla al corazón», divisa que John Henry Newman*, este gran precursor de la teología del encuentro, escogió cuando lo nombraron cardenal. Es el encuentro de dos acogidas confiadas. Raimon Panikkar ha forjado la expresión: «diálogo intrarreligioso». Al igual, precisa bien el nivel del encuentro: no sólo en el inter, todavía neutro, sino también en el intra, en el corazón de la vida religiosa. Este tipo de diálogo es una forma de hospitalidad interreligiosa. Si consentimos en dejar que el otro penetre «en el interior» de nuestra vida espiritual, es con la convicción de que, al acogerlo, recibimos misteriosamente al Señor mismo o, en todo caso, a un mensajero de Dios. Deseamos entender lo que nuestro interlocutor nos dice desde su experiencia religiosa más auténtica. No lo recibimos sólo por bondad, sino porque esperamos de él una aportación espiritual particular. El proceso de acogida lo que aporta en definitiva es esperanza, más que respeto. «En la base de la teología del diálogo hay una teología de la esperanza», como gustaba decir al padre Christian de Cher-gé. La exigencia de la esperanza es la primera característica de la acogida. No es menos necesario que un proceso teológico para que sea posible un diálogo tal entre las religiones. La esperanza en el otro es la primera característica de un encuentro en profundidad. El movimiento llamado Ribat es-Salam (elVínculo de la Paz), en que los hermanos deTibhi-rine participaron, une todavía hoy a musulmanes y cristianos en su oración y en la búsqueda espiritual. Es cierto que está al servicio de la paz entre todos los hombres, pero este vínculos

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lo se estrecha más en lo alto, en una comunión fundamentada en una oración común y en el respeto por la acción de Dios en cada uno de los participantes. Allaoui Abdelallaoui, un musulmán suri, recientemente expresaba con fuerza la exigencia de situar el encuentro en el corazón de la vida religiosa: «El diálogo comienza en el momento en que sólo está en nosotros la búsqueda de lo esencial, lo que sólo puede saciar nuestra sed». La segunda característica de este encuentro es la pobreza; es incluso una exigencia, como vemos en la forma que Cristo envía a sus discípulos delante de él. No es tanto un cambio de riquezas con las que creamos estos vínculos, sino más un compartir nuestras expectativas y búsquedas. Una historia zen ilustra bien mi propósito. Cuando Dazhu Huihai visitó por primera vez a Mazu, éste le preguntó: —¿De dónde vienes? -Vengo del monasterio Grandes Nubes de la prefectura Yue. -¿Qué asunto te trae aquí? -Vengo a buscar la doctrina de Buda. —¿Aún no has visto el tesoro que está escondido en ti? ¿Por qué andas errando de aquí para allá, lejos de tu casa? Dazhu se postró y preguntó: —¿Cuál es el tesoro de mi propia casa? —Tu misma pregunta en sí misma en este momento, ¡ahí está tu tesoro! Con estas palabras Dazhu despertó en sí mismo al Corazón original. El diálogo se entabla alrededor de nuestras preguntas. El lugar del encuentro, el más verdadero, es el espacio abierto por la pregunta. Es ahí, en el intervalo entre la pregunta y una 166

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eventual respuesta, donde podemos encontrarnos, mucho mejor que en torno a nuestras respectivas certezas. Las certezas tienen la tendencia a bastarse a sí mismas y no suscitan preguntas. En este contexto de cuestionamiento es posiblemente más seguro el intercambio de nuestros tesoros de sabiduría, cultura o práctica; pero este intercambio no será beneficioso más que en una búsqueda común de lo que nos sobrepasa. Lo más decisivo es la mutua acogida en el momento del silencio provocado por una pregunta que nos interpela, ya que entonces puede crearse una dinámica común. La sola relación asidua con otros creyentes provoca, además, un empobrecimiento que puede ser bienaventuranza evangélica. Cuando nuestra experiencia religiosa se relaciona con otras experiencias se relativiza. Se pone de manifiesto que nuestro camino espiritual no es el único; otras tradiciones lo han descubierto igualmente, y han desarrollado prácticas o conocimientos religiosos de los cuales pensábamos que éramos los únicos poseedores. Un encuentro así puede acarrear una pérdida de referencias: muchas riquezas culturales y teológicas, acumuladas por la tradición cristiana para defender e ilustrar la fe, entonces se manifiestan no tan esenciales como antes se creía. La práctica del diálogo a este nivel opera, en efecto, una clarificación de las formulaciones de la fe porque es justo una experiencia de lo inefable. Vivido en un plano de formulaciones, este relativismo puede ser catastrófico, pero, en el espiritual, puede, al contrario, revelar una gracia, la gracia de la pobreza evangélica. La tercera característica de la hospitalidad interreligiosa se refiere al nivel en que es ofrecida y recibida. Es evidente que debe vivirse a todos los niveles, tanto material como social, cultural o simbólico, pues es necesariamente encarnada. Practicando la hospitalidad interreligiosa queremos «abrir 167

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más nuestro corazón que nuestra puerta». Lo más específico de la acogida se sitúa ahí, en el corazón de la vida espiritual. En un documento del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso llamado «Diálogo y Misión»*, un párrafo (n. 35) redactado con la ayuda de monjes en diálogo, entre otros, subraya: «A nivel más profundo, los hombres enraizados en sus tradiciones religiosas pueden compartir sus experiencias de oración, de contemplación, de fe y de compromiso, expresiones y caminos del Absoluto. [...] El diálogo religioso lleva naturalmente a comunicarse unos con otros las razones de su propia fe y a no pararse ante las diferencias, a veces profundas, por el contrario se somete, con humildad y confianza, a Dios "porque es mayor que nuestra conciencia" (1 Jn 3,20)». Este texto describe bien el «diálogo a nivel espiritual» que se extiende poco a poco entre los cristianos. Este «nivel» no es concebido como un lugar, sino como un camino, mejor, como un movimiento que nos lleva por este camino. Cuando vivimos la experiencia de una oración en común o de un intercambio compartido de nuestras razones de vivir, descubrimos este movimiento que todos tenemos. Una imagen ilustra muy bien esta situación. Nos dirigimos hacia un gran pozo, como viajeros en un inmenso desierto. Cristianos, budistas y otros venimos cada uno de nuestro lado, estamos en marcha hacia la Verdad y la Vida, más allá de las palabras y las ideas. Lo que nos atrae es como un abismo de Misterio; nos fascina y sobrepasa. Nos encontramos con esta sed común, pero este pozo insondable tiene también un diámetro infinito. Es a la vez lo que nos une y lo que nos hace estar separados y libres. Por eso, todas las verdaderas búsquedas espirituales son compatibles. Así como es posible ofrecer la hospitalidad a un desconocido, basándose en nuestra común humanidad, así es 168

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posible el encuentro con un creyente de otra religión, en lo más verdadero de su fe porque es también capax Dei, abierto al Absoluto. Esta apertura es dada a todo hombre que busca sinceramente. Por el contrario, si se piensa que las religiones son fundamentalmente incompatibles y que el cristianismo en particular es irreductible a las otras religiones, habría que desesperar de todo encuentro propiamente religioso. Estaríamos entonces condenados a un aislamiento estéril. El diálogo a otros niveles no tendría fundamento. Pero hemos realizado encuentros interreligiosos que han sido sin duda experiencias religiosas. Por eso, podemos atestiguar que el diálogo de la experiencia espiritual es no sólo posible, sino el más verdadero e incluso la piedra angular de todo diálogo. Da valor y cohesión a todas las iniciativas de encuentro interreligioso. Si se quita esta piedra angular, todo se viene abajo. Sin embargo, no es necesario tomar esta imagen al pie de la letra, como si el diálogo de la experiencia religiosa fuera la última cosa que hubiéramos de conseguir al término de una larga construcción. En realidad, vemos que es posible entablar juntos el contacto interreligioso en torno a lo esencial y comenzar así directamente el encuentro de la experiencia espiritual. Las situaciones son seguramente muy diversas. Pero creo que hacemos bien en tomar en serio el método que propone la tradición zen: «Ir directamente al corazón del hombre». Es la forma con que conviene proceder en los encuentros, cuando se sitúan a nivel espiritual. En otros campos, por ejemplo, donde la diplomacia se impone, hay que avanzar con discreción y entablar progresivamente el contacto. Conviene entonces comenzar por tratar aspectos menos esenciales, esforzándose en encontrar puntos de acuerdo sociales, morales o culturales, para evitar tratar de modo directo cuestiones propiamente religiosas todavía muy delicadas. Pero, hay que decirlo, para encontrar creyentes de 169

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otras religiones este acercamiento gradual normalmente no conviene, pues las religiones no son territorios; no pueden ser abordadas si no es por el corazón, esforzándose con respeto en ir directamente hasta su centro vital. Las personas que en verdad anhelan una búsqueda espiritual practican espontáneamente el «diálogo intrarreligioso», no tienen miedo de dejar entrar en su casa a los interlocutores del diálogo y no dudan en pedir de forma humilde entrar en las casas de los otros, hasta el santuario de su vida religiosa. Los que se comprometen en este camino no son muchos. Deben reunir numerosas condiciones para que la experiencia sea posible: formación humana y espiritual, encuentro oportuno, entorno de vida, tiempo. Pero es indispensable que algunos se dediquen a esta tarea. La existencia de este tipo de diálogo debe permanecer en el horizonte de nuestras formas de diálogo, para dar a todo encuentro entre creyentes de diferentes religiones la profundidad de campo necesaria que asegure la cualidad propiamente religiosa. Esperemos que sean muchos en lo sucesivo quienes puedan recoger la antorcha de los pioneros. Los monjes y las monjas de todas las religiones están en todo caso bien situados para llevar a cabo este bello trabajo.

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6. LA IDENTIDAD CRISTIANA

Es ante la mirada de los demás como uno puede conocerse mejor. Para acabar este libro aún debo decir, más explícitamente, cómo me he transformado después de muchos años de intensos contactos con el budismo zen. No se me hace difícil explicarlo porque sé que mi caso no es el único. Lo que diré expresa al igual la experiencia de muchos cristianos que se han visto transformados al contactar con otra religión. Recordando los años pasados antes de mi encuentro con el budismo, ¡no me reconozco! Y sin embargo, mi identidad cristiana forjada en un mundo pluralista, en particular con la irradiación del budismo, no se ha descarriado. En esencia, he descubierto evidencias que ya están en la tradición cristiana. Pero estos descubrimientos entrañan forzosamente un reequilibrio en su conjunto que puede parecer insólito. Para describir la identidad cristiana partiría de la recomendación de San Pablo a los Romanos: «Acogeos benignamente unos a otros, como Cristo os acogió a vosotros, para gloria de Dios» (Rom 15,7). La acogida mutua y la acogida sincera de los otros son, creo, la mejor forma de vivir el Evangelio. Se ha dicho, tomando una expresión de Gabriel Marcel, que el cristiano es homo viator, un hombre que marcha en el seguimiento de Cristo. Mejor diría: en compañía del Cristo-Comensal, es homo hospes, un huésped, en todo el sentido de la palabra: el que pide ser acogido y el que acoge. 171

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Se sabe «peregrino y extranjero» (1 Pe 2,11), «emigrante y huésped» (Heb 11,13), como ya era Abrahán (Gn 23,4). No quiere que prevalezcan sus derechos, cuando se encuentra con los otros se presenta siempre pidiendo asilo. Por eso, cuando llega el momento acoge a su vez a los viajeros, a los sin-domicilio, a todos los que se le presentan.Y reconoce en ellos a su Señor (Mt 25,35). Los dos procesos se viven, por otra parte, simultáneamente, como lo subraya san Agustín: «Recibid a un huésped, es para vosotros un compañero de camino, pues todos somos peregrinos aquí abajo». Existe otra dimensión en esta identidad: el cristiano que reconoce a Dios en el que acoge descubre, más fundamentalmente aún, que él mismo es acogido por Dios. Asimismo, en la liturgia bizantina en eslavo, el nombre que designa a Dios es justo el de «Huésped», Gospodi, otro nombre derivado de la raíz host. ¿No es muy significativo que en la tradición cristiana oriental la imagen de la «hospitalidad de Abrahán» (Gn 18), que he mencionado más arriba, se haya convertido poco a poco en la representación de la Trinidad? Los personajes de Abrahán y de Sara incluso han desaparecido del icono de Roublev*; sólo el tejado y la encina de Maniré recuerda el gesto de acogida de Abrahán. En lo sucesivo, son los Tres Huéspedes los que nos acogen en su movimiento de pericoresis*. En definitiva, tanto es así que el movimiento interior del Dios-Huésped es la fuente de todo proceso de acogida. Otras formas de circunscribir la identidad Cristina son posibles. La ambivalencia del término «huésped» permite a veces reunir en la expresión homo hospes numerosas características de la vocación cristiana: saberse huésped y peregrino en esta tierra, llamado a acoger a todos los hombres como lo hizo Cristo; creer que podemos así encontrar mejor a nuestro Señor, que somos fundamentalmente «capaces» de recibir 172

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a Dios y que, en definitiva, Él es él, el Huésped que nos recibe. Los principales rasgos de la vida cristiana, ¿no están recogidos en esta expresión?

Identidad y acogida En todo caso, si la identidad cristiana se define como la de un huésped, no hemos de temer que se altere por la acogida. Sería casi una contradicción en los términos. El encuentro, al contrario, refuerza la adhesión a Cristo y a su Evangelio: Cristo despojándose es como ha revelado lo que estaba en lo más profundo de su ser. El himno cristológico de la Carta de San Pablo a los Filipenses (Flp 2,6-7) atestigua que su identidad no se diluye en la medida de su acogida de la naturaleza humana; al contrario, vemos que al aceptar el despojamiento, la vacuidad, el servicio y la muerte, ha manifestado su amor de manera más evidente, ha sido proclamado «el Señor». En consecuencia, acogiendo como Cristo es como somos más cristianos. Comprobamos también que la acogida conlleva una alteración: hemos de consentir en que este cambio se realice, ¡para llegar a ser lo que somos! Realmente, la vida es una continua interacción con el entorno y con los que acogemos. La identidad no es un don inmutable. Se forja en el movimiento. Para que este encuentro sea fecundo hay que tener también, cierta madurez espiritual. Si no, sin un principio de experiencia personal del misterio cristiano en la oración y el servicio, en el intercambio puede llegar a perderse la identidad. Una sentencia del Zenrin expresa bien esta desgracia: «¡No hay que intentar lavar un terrón de tierra en un charco!». El terrón acabaría por convertirse en charco... 173

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A pesar de esto, tampoco hemos de esperar a que nuestra identidad esté por completo establecida para comenzar un intercambio interreligioso. Eso pensaba al principio, pero si se tratara de una condición previa, ¡no empezaríamos nunca! La experiencia del encuentro es indispensable para la maduración de la fe. Si la experiencia nos fuera prohibida, nos limitaríamos a repetir las viejas tesis. He comprobado después que, comprometiéndose con confianza en un intercambio a nivel espiritual, afianzamos mucho nuestra fe. Podría repetir aquí la recomendación de Ashoka, mencionada anteriormente: «El rey desea que los hombres de todas las tradiciones conozcan la fe de los otros y adquieran así una sólida doctrina». Por consiguiente, nuestra fe y nuestra doctrina contrastadas en buenas circunstancias con otras tradiciones pueden adquirir mayor solidez. Las posibilidades de encuentro ofrecidas hoy deberían permitir verificar esto mucho mejor que en tiempos de Ashoka. Además, hay que repetirlo, la rigidez y el miedo al cambio dificultan el verdadero contacto. La certeza de poseer la verdad incluso quita el sentido a estar en un diálogo interreligioso: puede haber encuentros cordiales, pero como no se espera nada importante, no ocurre nada. La conversión al diálogo exige en particular no cosificar más las otras tradiciones. Creo que ha llegado el momento de sobrepasar definitivamente una manera de obrar que ha prevalecido en la tradición cristiana, que consistía en tomar elementos de otras tradiciones espirituales para introducirlas en el sistema de un cristianismo inalterable. Referente a esto, es significativa la manera como se utilizaron en Roma las columnas de los templos paganos abandonados para construir las basílicas cristianas. Esta tentativa ha caracterizado la mentalidad de los cristianos de cara a toda la herencia antigua, considerada como una cantera donde se encuentran sin es174

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fuerzo los materiales para volver a utilizarlos. Sin duda alguna, es legítimo recoger las riquezas de otras culturas y espiritualidades; forman parte de un patrimonio universal. Sin embargo, esta actitud no tiene en cuenta a las personas, y si se cosifica así su herencia, por temor a ser tocado y cambiado, el contacto, por muy útil que sea, no resultará fecundo. Al acoger con reticencia y sólo recibir, por decirlo así, en el vestíbulo de la entrada, se pierde la oportunidad de un encuentro. Pero también se falta al encuentro, seguramente, dejando que la casa se convierta en una «venta». El sincretismo, como se entiende hoy, es una manera de acoger o, mejor dicho, de tomar elementos de aquí y allá, según un criterio de aprovechamiento personal o comunitario, hasta el punto de sumergirse y perder toda identidad.Y el conjunto de lo que se ha tomado así difícilmente puede formar una verdadera síntesis. Otra tercera manera de faltar al verdadero encuentro consiste — siempre según la metáfora de la casa— en vivirlo en una «residencia secundaria». En apariencia, nada cambia en la vida cotidiana, pero, en algunos momentos del año o la semana, se vive en un universo alternativo y se desarrolla otra identidad exótica. Aunque las cosas no pasan de forma tan caricaturesca, existe el riesgo real de relegar lo que concierne al diálogo intercultural a un sector marginal de la existencia, por muchas razones, en particular, por miedo a alterar su habitual modo de vida. Por el contrario, los que aceptan sin reticencia la hospitalidad que se les ofrece se sienten profundamente interpelados; así he podido verificarlo en los monjes y las monjas que han residido en un sddo budista. De repente, se sienten movidos por una exigencia mayor a vivir con más coherencia su propia vida monástica y su propia fe cristiana. Así es, me parece, la principal interacción que provoca el encuentro 175

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interreligioso. Supone una invitación a desarrollar más nuestro propio compromiso fundamental, al ponerlo en contacto con testigos que nos interpelan. Después podrán identificarse elementos nuevos y específicos recibidos de otra tradición espiritual. Pero sólo tienen sentido en este contexto. Aquí aún la personalidad de Charles de Foucauld se impone. Fue en contacto con la fe con los musulmanes, a lo largo de sus viajes de exploración en Marruecos, cuando su propia fe envejecida despertó. Nunca pretendió tomar elementos precisos del islam, pero le marcó definitivamente el sentido de adoración que descubrió en los musulmanes. Mucho antes de que se hablara de diálogo interreligioso, otros, como Psichari o Massignon, vivieron una experiencia análoga al contactar con el islam. El encuentro con el hinduismo o el budismo tuvo un efecto parecido en otros cristianos. Si yo me encuentro cambiado por los contactos con los budistas zen es, siempre guardando las proporciones, por una influencia análoga. Impactado por la irradiación de su intensa vida espiritual he podido volver a ver mi tradición cristiana y reavivar algunos aspectos del Evangelio que había descuidado demasiado. Esta súbita influencia no ha consistido en adoptar elementos doctrinales o espirituales extraños, sino, primero, en una apertura a la irradiación de otra tradición. El proceso del encuentro interreligioso no es, pues, una mezcla, como a menudo se cree, sino una yuxtaposición fecunda. No se trata de mezclar diversos ingredientes, según una hábil dosificación, para realizar una nueva vida híbrida. Si uno se atiene a las imágenes y comparaciones, yo apelaría más al ejemplo de cómo se cuece una cerámica que altera profundamente los objetos expuestos al fuego. Las piezas introducidas en el horno están aún tiernas y frescas, pero el fuego que las pone a prueba manifiesta las posibilidades insospechadas de color, brillo, solidez e incluso de sonoridad. 176

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No se ha añadido ni un gramo de tierra extraña, la forma no se ha cambiado, pero la tierra cocida se ha transformado. No querría insistir en los detalles de esta comparación, pero expresan muy bien la manera como la vida espiritual puede transmutarse, cuando uno se encuentra con el incandescente contacto del ardor religioso de un testigo, sea o no miembro de nuestra comunidad de fe. Con este espíritu, he podido tomar muchos elementos de la tradición budista.Ya he comentado el método de meditación zazen, que ha balizado para mí un camino de redescubrimiento del silencio, el shabbat y de la kénosis. Debo, igualmente, al budismo una mirada renovada a la naturaleza. La tradición benedictina y franciscana de respeto y admiración se han reavivado. Podría enumerar aún otros ámbitos que han sido renovados por estos contactos interreligiosos.

Hospitalidad ecuménica Todavía repasaré un tema que toca muy de cerca la identidad espiritual: la llamada constante a la experiencia. Estoy sorprendido por la insistencia del budismo (todas las escuelas coinciden) en la necesidad de experimentar siempre personalmente lo que uno cree. Como suele decirse a veces, pienso que la fe está en el corazón del budismo bajo la forma de la tercera Noble Verdad, pero siempre se ajusta a una exigencia de verificación personal: hay una salida al encadenamiento del sufrimiento, y Buda es el testigo, pero no sirve de nada decir esto, si uno no emprende a su vez el camino (óctuplo), para experimentarlo en persona. En contacto con el budismo, he descubierto la importancia de la experiencia personal para comprender el Evangelio y adherirme a él. Jesús no pide a sus discípulos una 177

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obediencia ciega; les invita constantemente a reflexionar y juzgar: «¿Qué os parece?» (Mt 18,12 y 21,28), «¿Habéis entendido todo esto?» (Mt 13,51), «¿Y por qué no juzgáis también por vosotros mismos lo que es justo?» (Le 12,57). No cesa de plantear preguntas que llevan a sus discípulos a sus experiencias de vida. La fe es decisiva, pero no se desarrolla en detrimento de la iniciativa personal. Se trata de «practica[r] la verdad» (Jn 3,21), y no sólo adherirse a ella o proclamarla. No son las declaraciones las que cuentan, sino los hechos: «No todo el que me dice: "¡Señor, Señor!", entrará en el reino de los cielos [...]» (Mt 7,21). En cambio, no comprendo por qué los cristianos, desde los primeros siglos, se han fijado tanto en la pureza doctrinal. No veo dónde se encuentra en el Evangelio una invitación a atarse brutalmente a las formulaciones de la fe, hasta el punto de rechazar a quienes interpretan de otra forma las Escrituras. Los cristianos de cultura grecolatina, cercanos al poder imperial, no creyeron necesario tener en cuenta las formas de comprender el misterio cristiano que habían elaborado cristianos de otras culturas. Declararon de modo unilateral que su manera de formular la fe era la única correcta y las otras eran heréticas. Al final, no han dudado en proferir anatema a los que pensaban de diferente forma sobre este tema. Esta execración absoluta, destinada en la Biblia a los enemigos de fuera, se ha propagado también dentro de la comunidad de los discípulos de Jesús para proscribir a los hermanos. Los concilios han utilizado centenares de veces esta terrible fórmula. ¿Tan necesario era exacerbar así las exigencias de la ortodoxia hasta el punto de condenar al suplicio a quienes cometían delitos de opinión? Los concilios budistas han debatido al igual cuestiones de interpretación de las Escrituras y han acabado en rechazos mutuos. Pero estas controversias, a veces vivas, entre las diversas 178

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escuelas nunca han acabado en persecuciones. Es, me parece, porque los budistas tienen otra relación con las doctrinas. Están muy aferrados, pero saben que deben ser constantemente verificadas por experiencias, en sí mismas siempre diversas, aleatorias, falibles y perfectibles. Las doctrinas son hoben, medios, útiles y respetables, pero no valores absolutos que justificarían una falta de respeto a los humanos. Creo que, pensando de nuevo en la relación entre fe y experiencia, los cristianos podrían ayudarse a respetar mejor el Evangelio. Cuando la fe está en relación con las experiencias personales o comunitarias, en particular las de la acogida al otro, cualesquiera que sean, la fe se revivifica. Podemos así confirmar la sentencia que he citado más arriba de san Clemente de Roma: «Por la fe y por la hospitalidad Abrahán recibió al hijo de la promesa». La experiencia de la hospitalidad es igualmente un lugar de revelación, un «lugar teológico». Al acoger a otras personas y sus experiencias espirituales, con frecuencia muy diferentes de las nuestras, damos una nueva oportunidad a nuestra fe. Son muchos los que hoy hacen este proceso en este sentido, en un mundo cada vez más pluralista. Gracias a ellos se muestra mejor que la identidad cristiana no se verifica sólo por una profesión de fe correcta, sino también, y más aún, por un comportamiento en verdad evangélico. Afortunadamente, las mentalidades evolucionan. ¿Quién de los católicos se preocupa ahora del hecho de que Dietrich Bonhoeffer* era un hereje luterano y Martin Luther King* un baptista del Sur? Es evidente que ellos están entre los testigos más fieles a Cristo. Las relaciones entre cristianos de diversas confesiones van cambiando, ciertamente, en este contexto interreligioso. Cuando «cristianos separados» han comenzado a encontrarse, a mediados del siglo xx, han aprendido a dialogar entre sí y han adquirido una nueva capacidad que ha sido benefi179

La hospitalidad ofrecida

ciosa para el conjunto de las Iglesias. Esta capacidad ha ido desarrollándose mejor, ha favorecido también, algunos años más tarde, los encuentros que los cristianos han entablado con creyentes de otras religiones. El diálogo interreligioso es, en buena medida, deudor de estos pioneros del diálogo ecuménico. Pero actualmente al encuentro con las religiones le toca ayudar al ecumenismo, que parece se ha atascado un poco. Querría mencionar aquí, por última vez, la jornada de oración interreligiosa en Asís en 1986. Estaban, por un lado, los representantes de todas las religiones no cristianas y, por otro, los cristianos de diferentes confesiones, así como el rabino Toaf, por la religión judía. La unidad fundamental de todos los cristianos apareció durante la oración común, al finalizar la reunión, pero antes, mientras desfilaban los orantes de otras religiones, unos detrás de los otros, no podía menos que alegrarme viendo todos estos discípulos de Cristo tan variados y unidos. Al lado del Papa, vestido de blanco, estaban los dignatarios ortodoxos u orientales vestidos de negro, el patriarca armenio de color granate, obispos o pastores reformados con distintos hábitos, e incluso tres mujeres, una de ellas africana con un abigarrado boubou. La vida cristiana había evolucionado, según las circunstancias, en formas diversas, adaptadas a las situaciones históricas y geográficas. Frente a todos los no cristianos, las diferencias, que antiguamente habían provocado mutuos rechazos entre cristianos aparecían en su justa proporción, es decir, mínimas. Pero en su diversidad se manifestaba también una oportunidad para el anuncio de Cristo al mundo de hoy, tan complejo. Realmente, cuando realizamos intercambios con amigos hindúes o budistas, cuyas convicciones religiosas son tan diferentes de las nuestras, descubrimos una gran connivencia en el plano espiritual, hasta el punto de poder acogernos y 180

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orar juntos. Y cuando, a continuación, en el horizonte de encuentros interreligiosos, hablamos con ortodoxos o protestantes, la evidencia de nuestra comunión fundamental entre cristianos se impone. Las diferencias y las divergencias no desaparecen, por eso, a veces son importantes, pero están redimensionadas. En todo caso, aparece con claridad que no puede justificarse el rechazo de las personas que se expresan así. Existen hoy muy buenas formas de expresar la fe en nuestro único Señor. Las diferencias invitan más a continuar los intercambios, pues la multiplicidad de los procesos permite afrontar mejor el misterio cristiano. Al mismo tiempo, parece que sobre todo la mentalidad fija sobre los problemas internos y endurecidos por una falta de acogida de los desafíos exteriores es lo que motiva la permanencia de las separaciones actuales. Todos reconocen que las grandes divergencias teóricas se van resolviendo. Subsisten sólo las ataduras a las viejas exclusiones. Creo que se trata de un caso en que el diálogo ha de reemplazarse por la hospitalidad. Si el diálogo ecuménico se estanca, ¿no es porque se tiene miedo a una hospitalidad ecuménica, a una hospitalidad eucarística en este caso? Cuando, de mutuo acuerdo, los cristianos se atreven a dar un paso, descubren que las divergencias doctrinales o disciplinarias no son determinantes, sino que pueden ser pacíficamente tratadas y respetadas. Muchos cristianos pensarán, por cierto, que se trata aquí de una proposición ingenua (porque «las situaciones son mucho más complejas...») e incluso escandalosa.Efectivamente, uno no está habituado a comenzar por el corazón. Incluso en lo referente a cuestiones religiosas y espirituales, se prefiere adoptar una táctica prudente que avance a pasitos y extienda poco a poco el terreno de armonía. Pero si en lugar de reflexionar en términos de territorio, se desarrollaran las nocio181

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nes de hospitalidad y encuentro al calor de la vida espiritual, ¿no se podrían sobrepasar muchas inhibiciones? De todas formas, no ignoro que hay mucho por hacer para que sea visible y operante la unidad fundamental de los cristianos; respeto y admiro a los que trabajan en ello. Sólo quería subrayar que una práctica consecuente de la hospitalidad interreligiosa puede aportar un nuevo soplo al ecume-nismo intercristiano. Debo volver, por última vez, a lo que llamamos el «gran ecumenismo» (wider oecumenism), es decir, al encuentro con todas las religiones del mundo y, más particularmente, con el budismo. He descrito muchos casos en los que el encuentro se ha efectuado en el centro de mi vida espiritual, cuando algunos elementos de la tradición budista han podido empalmarse con una parte de mi propia búsqueda y ser regados también por una vida espiritual que ya existía. Existen todavía otros muchos elementos del budismo, los más importantes, que no he podido integrar, ¡y con razón! Lo que constituye el núcleo duro del dharma búdico, como el pratítya-samutpáda, la «cadena de la producción condicionada», o la evidencia del anátman, la «inexistencia de la persona», y shunyáta, la «vacuidad fundamental», todo esto es difícil de integrar en la visión cristiana. Me pregunto: ¿es posible acoger sólo los elementos más susceptibles de ser asimilados en la vida cristiana porque sean compatibles con una búsqueda previamente comprometida? Los que he recibido así no son, por cierto, marginales, sino importantes, pero no son verdaderamente el corazón del budismo. ¿Qué hacer con los otros? ¿Qué significa en este caso: Cor ad cor loquiturl ¿Habrá que renunciar a un encuentro más fundamental? Los cristianos, ¿se verán, al final, forzados a limitarse al modelo antiguo del «nuevo empleo», so pena de 182

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caer en el sincretismo? La pregunta es muy seria y yo no tengo una respuesta segura. Pero cuando me he codeado con mis amigos budistas que viven estas convicciones centrales del dharma, tampoco puedo dejar de interesarme. Estos conocimientos de Buda no me dejan indiferente; incluso me fascinan porque presiento que cuestiones fundamentales están planteadas .Y aunque no pueda integrarlas, nunca podré pasarlas por alto. En realidad, estas cuestiones son para mí como un kóan, evidencias paradójicas. Así lo explica el comentario del primer kóan del Mu mon kan*: se trata de aserciones que no puedo «ni avalar, ni arrojar»; realmente, no puedo liberarme de estas cuestiones, no obstante imposibles. Las he dejado entrar en mí, sin saber bien dónde acogerlas. Pero las respeto. Con el tiempo, esta coexistencia portará ciertamente su fruto. No sé cómo. Es necesario mucho tiempo para que un kóan «actúe», pero tengo confianza.

Envío Al final, estos encuentros con el budismo, en sus diferentes formas, han abierto definitivamente mi universo. La Iglesia sigue siendo mi casa espiritual, pero no me siento encerrado en ella, pues mi identidad es aún más amplia. Es mi punto de referencia esencial, al cual vuelvo con constancia y gratitud porque me pone en contacto con toda mi tradición y con mis contemporáneos, que son discípulos de Jesús. Es como la gran casa de mis padres, al igual esencial en mi identidad. Pero ya no defino mi identidad únicamente refiriéndome a una morada en la que estaría en verdad en mi casa. Al contrario, me siento llamado a abrir las puertas de todos los lugares en que yo habito y a prestar atención a que estén abiertas a todos. 183

La hospitalidad ofrecida

En esta situación, se pierden algunas referencias y a veces puede surgir la angustia. Entonces, me siento más particularmente cerca del Cristo-que-no-tenía-dónde-reposar-la-cabeza, y que esperaba de los demás una acogida bienhechora. Esta condición de peregrino es una provocación a una mayor confianza. La fe más fuerte no se fundamenta en la roca, sino en el abandono y la confianza. He descubierto una gran comunión con todos los que están sin casa ni hogar. La célebre sentencia del Kongokyó que me dieron para meditar ahora me dice mucho: «Sin permanecer en ninguna parte, vivir con pleno corazón». Pero si puedo permitirme una interpretación adaptada, para mí, el «corazón pleno» es la comunión con Jesucristo. Sí, como escribía San Juan de la Cruz: «Múdese todo muy enhorabuena, Señor Dios, porque hagamos asiento en ti». Así pues, no me veo en el centro, y me parece que mi familia espiritual no es ya un polo hacia el cual deberían converger las riquezas de las naciones, como sugería la visión de Isaías. Pero intento, con mis hermanos y hermanas, garantizar una presencia humilde por todas partes donde las personas la pidan. La actitud evangélica que se impone hoy es la que Jesús nos describe en la figura del samaritano de la parábola (¡un extranjero!), que se cuestiona: «¿De quién soy el prójimo?». El encuentro con el budismo me ha dado mucha luz y, sin embargo, no me colma. Como no he buscado un complemento o una alternativa a mi fe cristiana, he encontrado, más bien, una invitación a abrirme todavía más a otras tradiciones y a recibir en mí el mundo real. Creo, en efecto, que la apertura a otra religión es, sobre todo, una llamada a acoger más ampliamente a todos los hombres. El diálogo con los budistas, musulmanes, hindúes u otros no representa más que una primera etapa para encontrarme mejor con mis contemporáneos y sus nuevas cuestiones. 184

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Estoy persuadido de que, acogiendo de una forma lúcida y benevolente al mundo actual, los cristianos encontrarán la fuerza de irradiar el Evangelio: para «dar cuenta de la esperanza» que está en ellos (1 Pe 3,15) es necesario que comiencen por tomar en consideración la esperanza de que está en el corazón de aquellos con los que se encuentran. Esta actitud de acogida es determinante para el porvenir de la Iglesia. Permite superar el miedo, atravesar las fronteras para encontrar humildemente a todos los hombres. Compruebo, al final, que el choque del encuentro con el budismo me invita a mirar con nuevos ojos el Evangelio. Con la mente serena y el corazón ensanchado por este encuentro, puedo descubrir nuevas posibilidades contenidas en los viejos textos. Para serle fiel no se trata sólo de conectar con el medio en que ha sido redactado y de encontrar así su intuición original. Quiero volverme hacia el porvenir. ¡Hay tanto que descubrir! El Evangelio contiene enormes potencialidades que no han sido puestas al día hasta el presente. Acogiendo las cuestiones que me plantean las otras religiones, presiento cada vez mejor la actualidad del mensaje de Jesús. Pero, como dice Louis Massignon, «no se encuentra la verdad más que practicando la hospitalidad».Todavía necesitaré practicar mucho la hospitalidad a fin de descubrir la verdad del Evangelio para nuestro tiempo.

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Léxico

ÁGAPE: Una de las palabras griegas para decir: «amor», con philia y éros. Del célebre libro de Anders Nygren (Éros et Ágape. La notion chrétienne de l'amour et ses transformations, París, Aubier-Montaigne, 1962), la relación entre éros y ágape ha sido muy estudiada. El papa Benedicto XVI le ha dedicado su primera encíclica: «Dios es amor». APOLO: Un Padre del desierto, monje en Egipto del siglo vi. Cf. «Historia monachorum in Egypte», en: André-Jean Festugiére, Les Moines d'Orient, París, Cerf, 1965, IV, 1, pp. 59-60. ASHOKA: Soberano del reino Maurya, en el norte de la India, convertido al budismo. Se esforzó en reinar según los preceptos de su religión. Gobernó de 272 a 236 antes de nuestra era. Cf. The Edicts of Ashoka, editado y traduc-cido por N. A.Vicam y R. McKeon, Chicago, University of Chicago Press, 1959. El texto citado está en la página 52. Edición bilingüe: Les Inscriptions d'Asoka, París, Les Belles Lettres, 2007. BANKEi,Yótaku (1622-1693): Monje zen rinza'i, predicador popular. Desarrolló la doctrina del desprendimiento que él llamaba «nonacimiento». Cf. The Unborn, The Life and Tea189

ching of Zen Master Bankei, traducido por Norman Waddell, San Francisco, North Press, 1984. BASHO, Matsuo (1644-1694): Poeta y monje zen célebre sobre todo por sus cortos poemas (ha'iku). Cf. principalmente Cent Onze Haíkus, Lagrasse,Verdier, 1998. BEAURECUEIL, Serge de Laugier de (m. 2005): Hermano dominico, especialista del poeta sufí Ánsar.Vivió veinte años en Afganistán. Sus libros, como Nous avons partagé le pain et le sel, expresan bien su modo respetuoso y hospitalario de contactar con sus amigos afganos. Cf. Mes enfants de Kaboul, París, Cerf, 2004. BODHIDHARMA, en japonés Daruma: Vigésimo octavo patriarca indio y primer patriarca chino de ch'an. Personaje, por una parte legendario, al que se le atribuyen varios escritos, cf. Le Traite de Bodhidharma, traducido al francés y comentado por Bernard Faure, París, Le Mail, 1986. BONHOEFFER, Dietrich (i9i3-i945):Teólogo y pastor protestante. Se resistió a los nazis en nombre de su fe. Desde la prisión inició en sus cartas lo que podría ser un «cristianismo no religioso» respondiendo al «ateísmo natural» del mundo moderno. Fue asesinado uno de los últimos días de la guerra, por orden personal de Hitler. Cf. Arnaud Corbic, Dietrich Bonhoeffer, résistant et prophéte d'un christianisme non religieux, París, Albin Michel, 2002. CHAO-CHOU (778-897), en japonés Joshü: Maestro ch'an. La, colección de sus aforismos ha servido de base para muchos kóan. Cf. Radical Zen, The Sayings ofjoshu, Brookline, MA, Autumn Press, 1978. 190

CHERGÉ, Christian de (1937-1996): Monje cisterciense tra-pense, prior del monasterio de Tibhirine, asesinado con seis hermanos de su comunidad. Su testimonio y sus escritos, descubiertos esencialmente después de su muerte, lo convierten en uno de los más importantes protagonistas del diálogo interreligioso. Sus escritos han sido publicados bajo el título Dieu pour tout jour, Montjoyer, abadía d'Aiguebelle, 2004. CHÓMEI, Kamo no (1155-1216): Antiguo dignatario de la corte japonesa, retirado en una ermita donde escribió Notes de ma cabane de moine. Este texto ha sido traducido por el R. P. Sauveur Candau según el libro de Urabe Kenko, Les Heures oisives, París, Gallimard, 1968. CLEMENTE de Roma (m. 97): Uno de los primeros Padres de la Iglesia, tercer sucesor de San Pedro en la sede de Roma. Se le atribuyen dos Cartas de la Iglesia de Roma a la Iglesia de Corinto. Son los primeros escritos cristianos después del Nuevo Testamento. Cf. Les Écrits des Peres apostoliques, París, Cerf, 1962. El texto citado es del capítulo X, 7, p. 68. DANiÉLOU,Jean (1905-1974): Religioso jesuíta, nombrado cardenal en 1969, teólogo de las religiones, fundó en 1967 el Instituto de Ciencia y de Teología de las Religiones (ISTR), afiliado al Instituto Católico de París. El texto citado es «Pour une théologie de l'hospitalité», ha sido publicado en la revista La Vie Spirituelle, n. 367, p. 340, París, Cerf, 1951. DHARMAPÁLA, Angarika (1865-1933): Monje budista thera-váda, fundador de la Mahabodhi Society. Participó en el Parlamento de las Religiones en Chicago, en 1893. 191

«DIÁLOGO Y MISIÓN»: Documento publicado por la Secretaría para los no-cristianos, en 1985. «DIÁLOGO Y ANUNCIO»: Documento elaborado en 1991 por el mismo dicasterio romano (actualmente, el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso), esta vez en colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Atestigua una reflexión que ya ha progresado en lo referente al documento precedente. Cf. la página web del Vaticano: www.vaticano.va. DÓGEN, Kigen (1200-1253): Uno de los más grandes maestros zen japonés.Viajó a China para traerse la tradición más pura. La escuela zen sotó lo considera como su patriarca. Cf. Polir la lune et labourer les nuages, París, Albin Michel, 1998; El Trésor du zen, París, Albin Michel, 2003; y Jacques Brosse, Maítre Dógen, moine zen, philosophe et poete, París, Albin Michel, 1998. DÜRCKHEIM, Karlfried Graf (1896-1988):Terapeuta y maestro espiritual alemán. Ensayó una síntesis del zen con la psicología de Cari Gustav Jung y la mística cristiana. Su libro más conocido es Hará, centre vital de l'homme, París, Le Courrier du Livre, 1974. Cf. también L'Espritguide, París,Albin Michel, 1985; Le Centre de Yetre, París, Albin Michel, 1992; L'Expérience de la transcendance, París, Albin Michel, 1994; L'Homme et sa double origien, París, Albin Michel, 1996; y Dialogue sur le chemin initiatique, París, Albin Michel, 1999. FOUCAULD, Charles de (1859-1916): Explorador y religioso cristiano.Vivió los quince últimos años de su vida en el Sahara, con los tuaregs. Su manera de dar testimonio del Evangelio evolucionó hasta hacerse cada vez más respetuoso y 192

acogedor ante la alteridad musulmana. Cf. Chants touaregs, París, Albín Michel, 1997. HAKUIN, Ekaku (1686-1769): Maestro zen japonés, reformador de la escuela rinza'i, fundador, entre otros, de Ryütaku-ji. Su influencia fue decisiva en la evolución de la vida monástica zen rinza'i. Cf. Philip Yampolsky, The Zen Master Hakuin, Selected Writings, Nueva York, Columbia University Press, 1971; así como Erik Sable, Hakuin, le secret de la contemplation, París, Dervy, 2004; y Tanahashi Kazuaki, Rien qu'un sac de peau. Le zen et Vart de Hakuin, París, Albin Michel, 1987. HiDEYOsm,Toyotomi (1563-1598): Shogun, unificador de Japón. Cf. Danielle Elisseíf, Hideyoshi, bátisseur du Japón mo-derne, París, Fayard, 1986. HISAMATSU, Shin'ichi (1889-1980): Filósofo y maestro zen laico. Escribió Zen and the FineArts,Tokyo, Kodansha, 1971. HUI-NENG (638-713): En japonés Enó, sexto patriarca del ch'an, a continuación de Bodhidharma. Se le conoce sobre todo gracias al Sutra de VEstrade, que resume su doctrina, muy original. Cf. Le Sutra de VEstrade du Don de la Loi, traducido del chino y comentado por Francoise Morel, París, LaTable Ronde, 2001; así como Discours et Sermons de Houeí-Néng, París, Albin Michel, 1963. IKKYÜ, Sojun (1394-1481): Maestro zen rinza'i, rdshi del Dai-toku-ji. Ejerció una influencia decisiva en la evolución de las artes de esta época. Cf. Nuagesfous, París, Albin Michel, 1991; y La Saveur du zen, París, Albin Michel, 1998. 193

KABIR (1440-1518): Poeta y místico indio. Se esforzó en trascender las oposiciones entre el hinduismo y el islam. Cf. Au cabaret de l'amour, traducido del hindi, prefacio y notas de Charlotte Vaudeville, París, Gallimard, 1959. KING, Martin Luther Jr. (1929-1968): Pastor baptista cuya acción fue decisiva para el progreso y la integración de las personas de color en la sociedad americana. En nombre de su fe, adoptó el método de la no-violencia. Cf. Marshall Frady, Martin Luther King, París, Fides, 2004. KOAN, del chino kung-an: Una palabra o una anécdota paradójica o incluso aparentemente insensata de un anciano maestro zen que manifiesta su realización interior. Largamente meditada y «rumiada» por el discípulo, puede permitirle acceder a otro plano de comprensión. LE SAUX, Henri (1910-1973): Monje benedictino de la abadía de Kergonan. Fue a la India en 1948 para vivir como sannyasin (renunciante) y se convirtió en uno de los pioneros del diálogo interreligioso monástico. Sus numerosos escritos, principalmente su diario, ilustran bien su progreso espiritual. Cf. su diario, La Montee aufond du coeur, París, CEil, 1986; y sus Ecrits, escogidos y presentados por Marie-Madeleine Davy, París, Albin Michel, 1991; así como su biografía escrita por Marie-Madeleine Davy, Henry Le Saux, le passeur entre deux rives, París, Albin Michel, 1997. LIN-TSI, I-Hsüan (m. 866): Más conocido por su nombre japonés Rinzaí. Maestro chino del cual se ha guardado una colección de Entretiens (traducción de Paul Demiéville, París, Fayard, 1977). La escuela zen rinzaí reúne a sus herederos espirituales. 194

MAHÁYANA (a partir del siglo i antes de nuestra era): El «Gran Vehículo», todavía llamado «budismo del Norte», difundido desde el Tíbet a Corea. Una de las dos grandes ramas del budismo, con el theravada. MALIK AL-KÁMIL (1180-1238): Sultán de Egipto, que se resistió a la quinta cruzada. San Francisco de Asís fue a su encuentro en 1219. Cf. Gwenolé Jeusset, Saint Francois et le Sultán, París, Albin Michel, 2006. MASSIGNON, Louis (1883-1962): Pensador, islamólogo, especialista de la Halláj. Massignon ha hecho que evolucionara la visión europea del islam. Reflexionó sobre la hospitalidad sagrada y la practicó. El texto citado se encuentra en las Opera Minora, París, PUF, 1969, t. III, pp. 586 y 608. JVlAzu,Tao-I (709-788), en japonés Baso Doitsu: Uno de los más grandes maestros del ch'an en China. Se guardan muchas anécdotas, a menudo recogidas en forma de kóan. Cf. Les Entretiens de Mazu, maítre chan du vnfme siécle, introducción, traducción y notas de Catherine Despeux, París, Les Deux Océans, 1980. MERTON,Thomas (1916-1968): Monje cisterciense trapense francoamericano. El relato de su conversión (La Nuit privée d'étoiks, París, Albin Michel, 2005) fue un éxito mundial. En su monasterio estuvo al tanto de toda la evolución de la sociedad de su tiempo (movimiento de los derechos cívicos, lucha contra la bomba atómica, contra la guerra de Viet-nam...) e influyó en una generación de cristianos americanos. Al final de su vida se comprometió en encuentros con el budismo, sobre todo zen. Cf. Mystique et Zen, seguido del Journal d'Asie, París, Albin Michel, 1995. 195

Mu MON KOAN, del chino Wu-me-kuan: La más importante colección de koan, recopilada por un maestro chino del siglo XII y siempre en uso en los monasterios zen. Cf. Passe sans Porte, traducido y comentado por Masumi Shibata, Pa-rís, Editions traditionelles, 1963. NAKAGAWA SÓEN (1908-1983): Maestro zen rinzai, roshi del Ryütaku-ji antes de Suzuki Sochu Róshi.Viajó mucho por Occidente, sobre todo por Estados Unidos e Israel. NEWMAN, John Henry (1801-1890): Sacerdote anglicano convertido al catolicismo y nombrado cardenal en 1879. Su libro Grammaire de l 'assentiment (1870, trad. fr. Desclée de Brouwer, 1986) trata por primera vez de manera explícita el tema del diálogo. ÓCTUPLO CAMINO, la cuarta Noble Verdad del budismo: El camino que lleva a cesar el dolor; comporta ocho ramas, la comprensión justa, el pensamiento justo, la palabra justa, la acción justa, los medios de existencia justos, el esfuerzo justo, la atención justa y la concentración justa. P'ANG: Un laico ch'an del siglo ix, del cual se conserva una colección de palabras. Cf. The Recorded Sayings of Layman P'ang, Nueva York-Tokyo,Weatherhill, 1971. PERICORESIS O CIRCUMINCESIÓN, literalmente «rueda de danza»: Expresión teológica que evoca el movimiento en el interior de la Trinidad del Padre hacia el Hijo, por el Espíritu. RIKYU, Sen no (1521-1591): Un laico zen, maestro de té, fundador de la escuela urasenke. 196

RINZAI: Una de las dos grandes escuelas del zen en Japón, heredera del maestro chino Lin-tse (Rinzai, en japonés). ROUBLEV, Andreí (1370-1430): Monje y pintor ruso. Pintó, entre otros, una célebre Trinidad (en la galería Tretiakov, Moscú). SESSHU (1420-1506): Monje zen y pintor famoso por sus dibujos. Cf. HiromiTsukui, Les sources spirituelles de la peinture de Sesshu, Instituto de Altos Estudios Japoneses, París, 1998. SHAKU SOEN (1859-1919): Maestro zen rinzai, rdshi del célebre monasterio de Enkaku-ji, en Kamakura. Participó en el Parlamento de las Religiones en Chicago, en 1893. SHINRAN SHONIN (1173-1262): Después de una formación monástica, emprendió una reforma fundamental del budismo y fundó la escuela budista jddo-shin-shu. Cf. Sur le vrai bouddhisme de la Terre Puré, París, Seuil, «Points de sagesse», 1994. SOTO: Una de las dos grandes escuelas del zen en Japón, heredera de los maestros chinos Ts'ao-shan y Tung-shan. Su nombre fue escogido de los primeros caracteres de estos dos maestros, Ts'ao yTung, en japonés soto. Su gran maestro japonés es Dógen Kigen Zenji. SUZUKI, Daisetz Teitaro (1870-1961): Discípulo de Shaku Soen Roshi. Dio a conocer el zen en Occidente. Sus Essais sur le bouddhisme zen (1927) hacen historia en el encuentro de las culturas. Cf. Essais sur le bouddhisme zen, París, Albin Michel, 1940 y 2006. 197

SUZUKI, Shunryü (1905-1971): Maestro zen de la escuela soto. Residió en San Francisco desde 1958. Sus charlas han sido publicadas con el título Esprit zen, esprit neuf, París, Seuil, 1988. SUZUKI, Sochu, (m. 1998): Roshi del Ryütaku-ji y fundador del Zen Center de Londres. ToREi,Enji: Sucesor de Hakuin. Cf. Discourse on the Inexhaus-tible Lamp, Londres, Zen Center, 1989. TUKARAM (1598-1650): Santo peregrino y poeta maratha. Algunos de los cantos que compuso están traducidos y publicados en francés: Psaumes dupélerin, traducidos, presentados y comentados por G.-A. Deleury, París, Gallimard, 1956. VIVEKÁNANDA, Swami (1863-1902):Discípulo de Rámakrish-na y fundador de la orden (o misión) de Rámakrishna. Su intervención en el Parlamento de las Religiones de Chicago, en 1893, causó una fuerte impresión. Cf. Les Yogas pratiques, París, Albin Michel, 2005; Entretiens et Causeries, París, Albin Michel, 1993; yJnána-Yoga, París, Albin Michel, 1972. YAMADA MUMON (m. 1985): Maestro zen rinzaí, roshi del Sho-fukuji en Kobe. Cf. A Flower in the Heart,Tokyo, Kodansha, s.d. ZEAMI (1363-1443): Creador del teatro no. ZENRIN: Colección de cortas sentencias zen para el uso en las conversaciones entre el maestro y el discípulo durante la entrevista referente al koan. Una edición bastante completa en inglés lleva el nombre de: Zen Sand:The Book of Capping Phrasesfor Koan Practice, recopilado, traducido y comentado porVictor Sógen Hori, Honolulú, University of Hawai Press, 2003. 198

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