La Hora Del Laicado Cristiano. Una Propuesta - Javier Garrido

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JAVIER GARRIDO

La hora del laicado cristiano Una propuesta

2 SAL TERRAE

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© Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 29-04-2016 Diseño de cubierta: Vicente Aznar Mengual,

SJ

Edición Digital ISBN: 978-84-293-2586-7

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Índice

Portada Créditos Presentación 1. Tesis I. IDENTIDAD 2. En Cristo Jesús 2.1. Vida en Cristo 2.2. Seguidores de Jesús 2.3. Mediador único 2.4. Jesús fue un laico 3. Siendo Iglesia 3.1. Palabra, fe y bautismo 3.2. Los dos modelos institucionales de la Iglesia 3.3. Niveles de percepción 3.4. Pero no se cree en la Iglesia 4. Identidad espiritual e identidad específica 4.1. Una confusión grave 4.2. Los estados de vida 4.3. Ventajas e inconvenientes 4.4. Por qué la prioridad del laicado 5. En el mundo sin ser del mundo 5.1. En el mundo 5.2. Sin ser del mundo 5.3. Integrar, resituar, transformar 5.4. Vivir a fondo 5.5. Las tensiones enriquecedoras 6. Lucidez con respecto a lo cristiano 6.1. ¿Crisis de identidad? 6.2. Núcleos de la identidad cristiana 6.3. El trípode 6.4. Importancia 7. Proceso de transformación 7.1. Ideología y fe 7.2. Proceso de personalización 7.3. Vida preteologal y vida teologal 7.4. Síntesis de contrarios 7.5. Conversión permanente 4

II. EXISTENCIA 8. Vivir vocacionalmente 8.1. Fundamentación teologal 8.2. Primado de la voluntad de Dios 8.3. Vivir en discernimiento 8.4. Vocación y proceso 8.5. Jesús, fuente y cumbre 8.6. ¿Se necesita acompañante? 9. Qué, cómo, desde dónde 9.1. Qué, cómo, desde dónde 9.2. «Sin amor todo es nada» 9.3. Vivirlo todo con Dios 9.4. Espíritu y mediaciones 9.5. Proyecto de vida 9.6. Los preferidos de Jesús 10. Las mediaciones afectivas 10.1. Variedad y niveles 10.2. Mediación espiritual 10.3. Matrimonio cristiano 10.4. Soltería cristiana 10.5. El amor de Dios y otros intereses 10.6. Algunos problemas 10.7. Cuando el corazón se concentra 11. La mediación del trabajo 11.1. Amor y trabajo 11.2. Mediación espiritual 11.3. Con y para las personas 11.4. Ambivalencias culturales 11.5. Algunos problemas 12. La mediación del sufrimiento 12.1. O destruye o promueve 12.2. ¿Qué sabe el que no ha sufrido? 12.3. El escándalo del mal 12.4. La vida que surge de la muerte 12.5. ¿Valle de lágrimas? 13. Problemas éticos 13.1. La ley natural 13.2. El primado de la persona 13.3. Compromiso social 13.4. Pluralismo ético 13.5. ¿Una ética de lo posible? 13.6. Una ética en proceso 5

14. Experiencias configuradoras 14.1. Variedad 14.2. Sabiduría 14.3. Vigilancia 15. Palabra, oración y Eucaristía 15.1. Criterios 15.2. Palabra 15.3. Oración 15.4. Eucaristía 15.5. Existencia eucarística Excursus: Sobre el sacramento de la reconciliación 16. El secreto está en la relación 16.1. Humanamente 16.2. Relación única 16.3. Relación preteologal y teologal 16.4. Opción por la relación 16.5. En todo y más allá de todo III. IGLESIA 17. En la Comunión de los santos 17.1. Principio de personalización 17.2. La fe de la Iglesia 17.3. Ámbitos 17.4. Después de Jesús, el mayor don 18. En comunidad 18.1. Don, vocación y tarea 18.2. Lo personal y lo comunitario 18.3. En comunión con el clero 18.4. Participación activa 18.5. La familia, primera comunidad 18.6. La parroquia, ¿comunidad de comunidades? 19. Pluralismo de formas 19.1. Modalidades 19.2. Criterios 19.3. Sobre los laicos asociados 19.4. ¿Hacia un nuevo modelo de Iglesia? Excursus: Sobre la mujer en la Iglesia 20. Discernir mi lugar 20.1. Marco del discernimiento 20.2. Momento del discernimiento 20.3. Criterios 20.4. Proyecto de vida 21. Lucidez cristiana 6

21.1. Superar restos del pasado 21.2. Amor y lucidez 21.3. Libertad y obediencia 21.4. Un caso ilustrativo 21.5. El pecado de autosuficiencia 22. Minoría, no élite 22.1. El concepto 22.2. Criterios 22.3. Objeciones 22.4. A pesar de todo IV. MISIÓN 23. Semilla y levadura 23.1. Vocación y misión 23.2. Tarea y misión 23.3. Amor de misión 23.4. Desde abajo y desde dentro 24. En la vida ordinaria 24.1. Centrarse en la vida ordinaria 24.2. Ser cristiano en todo 24.3. En lo escondido 24.4. En casa 24.5. María de Nazaret 25. En una cultura antropocéntrica y secular 25.1. Discernimiento 25.2. Desacralización y fe 25.3. Resituar la misión 25.4. La hora del laicado 26. Humanizar 26.1. Misión una y diferenciada 26.2. Presencia y acción del Reino 26.3. La fe es creíble si humaniza 26.4. Ámbitos de humanización 26.5. Opción aconfesional 27. Evangelizar 27.1. Tesis 27.2. Por qué evangelizar 27.3. Criterios 27.4. Discernimiento interreligioso 27.5. Ámbitos 27.6. Testigo y maestro 27.7. Humanización y evangelización en convergencia 28. Tiempo libre 7

28.1. Actitudes 28.2. Descansar sin dispersarse 28.3. No me pertenezco 28.4. Concentración de la existencia 29. Permanecer en Jesús 29.1. Como sarmientos 29.2. Galilea y Jerusalén 29.3. Nostalgia y obediencia 29.4. Interceder 30. Algunas objeciones

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Presentación 1. Afirmar que es LA HORA DEL LAICADO CRISTIANO en la Iglesia puede parecer excesivo. Y lo es, si suena a manifiesto rupturista. Pero no lo será, espero, al final de este libro. Es más probable que parezca una utopía. Hay utopías que solo sirven para soñar y que no están mal, si nos ayudan al «más» del espíritu. Y hay utopías necesarias, que inspiran y animan las opciones del presente. Pues bien, creo firmemente en un modelo futuro de Iglesia en el que el laicado asuma el protagonismo que perdió hace siglos y que le corresponde. Por vocación cristiana, desde luego; y porque el realismo histórico lo va a exigir. Suelo ser radical en los planteamientos, no tanto en el camino a seguir y en los pasos concretos a dar. Por eso, el subtítulo habla de propuesta, de horizonte abierto, de reflexiones que vayan desbrozando la maraña de los condicionamientos en que está apresada la Iglesia. Después del Concilio Vaticano II, esperábamos cambios globales; pero tales cambios apenas han llegado, por no decir que últimamente se ha fortalecido el viejo clericalismo.

2. Llevo más de 40 años trabajando con laicos adultos, a los que acompaño personalmente y en grupos. Si la eficacia depende del número de estos cristianos que transforman las estructuras eclesiales, no he tenido éxito. Si la eficacia depende de haberles ayudado a madurar en su fe, que han descubierto su vocación de laicos, que aman más y mejor a la Iglesia, pero con lucidez y libertad, que algunos colaboran con generosidad en las parroquias y, sobre todo, que viven su misión de ser Iglesia en su vida ordinaria y en su trabajo y en la sociedad secular en que les toca vivir, puedo decir que bastantes así viven y se sienten. Reconozco que ello solo ha sido posible porque la mayoría de estos laicos eran y son tierra abonada por la tarea ardua y tenaz, con frecuencia oculta, previamente desarrollada en sus comunidades parroquiales. Mi evangelización ha sido y es un privilegio que debo a los sacerdotes y catequistas y, decididamente, a las raíces que sus familias cultivaron desde la infancia.

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3. Este libro pertenece a los laicos cristianos; se lo debo. Cuando yo vivía mi vocación franciscana con idealismo radical, pero me hacía mil preguntas sobre la Iglesia y mi lugar en ella, comencé a acompañar a grupos de laicos adultos.

Me enseñaron dos cosas esenciales: • Cómo se puede ser cristiano en las condiciones normales de la vida humana, sin opciones especiales. • Que la Iglesia es para el mundo y no para sí misma. Y, paradójicamente, es cuando más valoro mi vocación de fraile y de evangelizador.

Pamplona, 2016

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1. Tesis Este primer capítulo ofrece una visión de conjunto formulada por tesis. Estas han de ser comprendidas en correlación, no aisladamente.

Primera: La vida cristiana consiste en ser en Cristo mediante la fe, la esperanza y el amor en obediencia a la voluntad del Padre. En consecuencia, todo planteamiento pastoral debe tener como prioridad el primado de la transformación personal, de modo que el cristiano/a llegue a vivir teologalmente, y su existencia se haga vocación.

Segunda: El laicado no debe encontrar su identidad por referencia al clero ni al religioso/a, sino por referencia a su ser Iglesia en cuanto pueblo de la Nueva Alianza. En consecuencia, su espiritualidad no es contra-distinta de otra, por ejemplo, cuando se dice que consiste en santificar las realidades terrenas.

Tercera: La Iglesia solo existe en el entretiempo, amando a Dios y al prójimo al modo y con el espíritu de Jesús. Por lo mismo, este amor se realiza en acto de misión para el mundo, es decir, para el Reino. En consecuencia, la vocación del laico se realiza como Iglesia siendo laico, es decir, asumiendo la condición humana habitual.

Cuarta: La Iglesia es una por la comunión que el Espíritu Santo crea y promueve en ella, de tal modo que todos los bautizados somos hermanos e iguales; y, a la vez, es diferenciada según las mediaciones para alcanzar la comunión y realizar la misión. Aquí radica la distinción entre el clero y el laicado: en las mediaciones. En consecuencia, es necesario una Iglesia menos clerical y verticalista en la distribución de las responsabilidades eclesiales.

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Quinta: En la comunidad cristiana todo es mediación (la Palabra, la Eucaristía, las vocaciones específicas, las distintas formas de vida) para lo único esencial: la vida teologal, en la que se desarrolla el amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, creando la Comunión de los santos. En consecuencia, el discernimiento de personas, grupos e instituciones no está directamente ligado a la eficacia sociológica y controlable.

Sexta: En la vida del laico cristiano tiene prioridad la vida ordinaria. En consecuencia, su primer compromiso de vida y de misión no necesita actividades especiales, y estas, más bien, deben estar subordinadas a la voluntad de Dios en las condiciones normales de su vida de laico/a.

Séptima: Algunos laicos/as son llamados a dedicar tiempo y entrega a actividades no ordinarias, por ejemplo, en la parroquia, en asociaciones, en la política, en ámbitos de la cultura, etc., etc. En consecuencia, deben discernir si se trata de voluntad de Dios o de proyectos propios o derivaciones de una determinada ideología.

Octava: La sabiduría de la misión está en transformar el mundo (humanizar y evangelizar) desde dentro y desde abajo, siendo semilla y levadura, como nos enseñó Jesús. En consecuencia, el mejor criterio de la eficacia propia del Reino viene dado por la vivencia de las Bienaventuranzas (Mt 5).

Novena: Las tesis anteriores indican claramente que tenemos que caminar hacia un nuevo modelo de Iglesia, tanto en la conciencia de identidad como en las relaciones interpersonales o en la organización de las estructuras. En consecuencia, cada cristiano/a ha de preguntarse cuál es su lugar en la Iglesia.

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Décima: Una institución como la Iglesia Católica, con sus luces y sus sombras, necesita mucho tiempo para cambiar; pero el cambio exige, de entrada, la conversión personal y asumir que seremos pocos –el «Resto», que dijeron los profetas y Jesús–, pero no en función de una élite, sino de aquellos a los que es dado por gracia. En consecuencia, el cambio es don y tarea, exige humildad y paciencia y será a largo plazo, sin duda.

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I. IDENTIDAD

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2. En Cristo Jesús Cuando Pablo habla del ser cristiano, sin distinción entre los responsables de las comunidades cristianas y el conjunto de los convertidos a la fe y bautizados, repite la fórmula «en Cristo», difícil de traducir, porque lo mismo quiere decir «con» que «para»; «estar plantado» que «recibir vida». El laico cristiano es alguien que se ha encontrado con Jesús resucitado y ha fundamentado el sentido de su vida en Jesús, y Jesús es la fuente de su corazón y de su actuar.

2.1. Vida en Cristo Hay que subrayar lo que los discursos de la Cena en Jn 13-17 expresan incomparablemente. Jesús es maestro de humanidad; pero es mucho más: la Palabra personal del Padre, luz definitiva de los hombres. Jesús es el símbolo de nuestros mejores sueños; pero es mucho más: «el camino, la verdad y la vida». Jesús es la revelación del amor absoluto de Dios; pero es más: aquel cuyo amor nos habita y nos transforma en Él, precisamente. ¿Por qué al laico/a cristiano no se le ha facilitado vivir la espiritualidad cristiana? En los grupos de adultos a los que acompaño hay gente excelente, de conducta intachable, generosa y practicante. ¿Por qué no se le ha enseñado la relación afectiva con el Dios viviente, y se ha supuesto que su identidad se realiza en la fidelidad a los deberes cristianos? A lo sumo, e insistentemente, se les ha educado en el sentido de que recen la oración de la mañana y de la noche, pidan al Señor en situaciones de dificultad y den gracias cuando los problemas se resuelven. Algunos grupos leen y comentan los Evangelios. Pero ocurre algo parecido: reflexionan para cambiar de conducta. ¿Qué pasa con esa Palabra que es «espíritu y

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vida», que penetra hasta la profundidad del alma, adonde no puede llegar ningún pensamiento humano, aunque sea religioso? La oración no es un lujo ni una actividad reservada para los que se dice que tienen vocación de perfección. ¿Por qué tanto adoctrinamiento y tan poco conocimiento vivencial de Jesús?

2.2. Seguidores de Jesús No se es cristiano hasta que la existencia entera sea configurada por la persona de Jesús y su Evangelio. • Primado de la voluntad del Padre en todo. • Creer en Jesús en sentido propio, que no consiste en aceptar los dogmas cristológicos, sino en tener tal relación con Él que se ha convertido para ti en el Señor de tu vida. • Amar a Jesús con la concentración del corazón que Él pide: por encima de los padres, la mujer, los hijos, los bienes materiales e incluso la propia vida. • La opción por el «más» del amor, como ama el Padre, que hace salir el sol sobre justos y sobre pecadores, desinteresadamente. • Cuando las palabras y hechos de Jesús son referencia práctica en las decisiones de la vida diaria. • Cuando se cree en la Providencia con la seguridad de un niño, no para disponer de Dios, sino para abandonarse en Él, justamente. • Vivirlo todo, absolutamente todo con Él, incluso el pecado. • Preferencia clara por los excluidos. • Cuando el mundo no es condenado, sino amado. • Cuando se ve la acción salvífica de Dios en lo más oculto. • Cuando se acepta la cizaña como pedagogía del Reino. • Cuando el sufrimiento potencia el amor.

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¿Hace falta seguir? Espero que no. Pero no podemos evitar la evidencia de que somos malos discípulos de Jesús. ¡Cuánto pecado, mediocridad, egocentrismo, resistencias...! Esto no es cuestión de laicado, sino verdad de existencia. Cuando era un joven religioso, intentaron convencerme de que un sacerdote o un religioso/a, por su vocación, tenía siempre un plus sobre el laico/a. Se suponía que este no había optado por lo más perfecto por falta de generosidad o porque Dios lo quería así: cristiano de segunda. No tardé en convencerme de que se trataba de una burda racionalización ideológica, sin base real.

2.3. Mediador único Menos mal, como dice Francisco de Asís, que «Jesús basta para todo». Nos lo entregó el Padre para ser nuestro redentor, «el que quita el pecado del mundo». Está sentado a la derecha del Padre e intercede por nosotros. Resucitado, nos da a comer su Cuerpo y a beber su Sangre en la Eucaristía, para que tengamos vida, y vida abundante. Nos ha enviado el Espíritu Santo, por el cual hemos sido liberados del miedo y podemos llamar a Dios Abbá, con el nombre que le pertenece a Él en exclusiva. Está siempre con nosotros hasta el fin de los tiempos, nos ha elegido sin mérito alguno y nos ha hecho suyos con alianza de amor eterno. Nos ha incorporado a su misión, a hacer presente el Reino, lo que inició en Galilea con poder en palabras y en obras. Somos su Iglesia, la que Él ama como su Esposa y a la que santifica, consagrándola con su Palabra. Y por Él podemos vivir riquezas que nos desbordan: • Cuando pecamos, como Pedro, nos perdona incondicionalmente. • Cuando somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo. • ¡Qué paz nos da con conciencia clara de nuestra miseria! 17

• Quiere que hagamos lo que podemos de nuestra parte; pero le basta que creamos cada día en Su amor. • Cuando el futuro se cierra, por Él sabemos que la muerte ha sido vencida. • Cuando la Iglesia nos escandaliza, Él nos enseña a vivirla en agradecimiento y humildad. • Cuando nos duele el mundo, tan injusto con los pobres, tan poco humano, tan cerrado sobre sí mismo, Él nos da la luz para no creernos mejores que nadie. Entendemos muy bien a Pablo: «¡Maldito el que no ame al Señor Jesús!» (1 Cor 16).

2.4. Jesús fue un laico No fue un laico cristiano, evidentemente, porque Él es el que nos hace a todos cristianos. Pero hay analogías con su vida que iluminan las afirmaciones de este libro sobre el laicado cristiano. Vivió la condición humana habitual hasta los 30 años, más o menos, en Nazaret: familia, trabajo, convivencia con los vecinos, asistencia cada sábado a la sinagoga, amigos del pueblo... ¿Que era un poco especial? Sin duda. Pero su secreto solo lo conocía Él: su pertenencia al Padre; y ahí conectaba María, su madre, con conexión entrañable, y lo intuía José, tan discreto y limpio de corazón. Permaneció célibe y comenzó una nueva vida a partir del bautismo del Jordán, entregado a la misión que el Padre le había encomendado: inaugurar el Reino anunciado por los profetas. Llamó a un grupo para que le siguiese y con él formó comunidad. En esto se parecía más a lo que en la Iglesia llamamos «vida religiosa». Con el clero tuvo una relación muy conflictiva, sobre todo cuando se atrevió a purificar el templo. Él no pertenecía al sacerdocio de Jerusalén ni era de la tribu de Leví. Nunca ofició ningún rito, aunque sí participó en los sacrificios del templo, dando gloria al Señor su Dios y comiendo el cordero pascual. Sin embargo, como explica admirablemente la Carta a los Hebreos, toda su vida fue ofrenda de obediencia al Padre, siendo en todo semejante a nosotros, excepto en el 18

pecado, y entregándose hasta la muerte por el pecado del mundo. En la Cruz fue sacerdote, víctima y altar. A partir de Él, ya no hay templos que puedan garantizar la presencia de Dios, ni sacrificios que consigan la benevolencia de Dios, ni sacerdotes que sean mediadores, ni hay distinción entre lo sagrado y lo profano. Punto nuclear de la espiritualidad de los cristianos: «que el Padre busca adoradores en espíritu y en verdad»; en consecuencia, el culto sacramental solo es actualización del culto que el laico Jesús realizó en el calvario de una vez por todas, para que la vida de todo cristiano sea culto espiritual, viviendo en obediencia al Padre y en amor al prójimo, donde Él nos quiere como Iglesia suya. Reflexionaremos ampliamente sobre ello en capítulos posteriores, porque aquí se juega el comprender y vivir la vocación del laico cristiano. Según el Nuevo Testamento, solo Jesús es sacerdote y solo al pueblo entero de Dios se le llama «sacerdotal» (cf. 1 Pe 2), de tal modo que el clero de la Iglesia solo existe para que los laicos realicen la liturgia del laico Jesús. No se trata de minusvalorar a los curas, sino de resituarlos por referencia a Jesús y a los bautizados.

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3. Siendo Iglesia En el lenguaje de la vida ordinaria, es normal que se utilicen indistintamente las palabras «laico» o «seglar», pues así diferenciamos al laico cristiano del clero o del «consagrado» por los votos. Sin embargo, «laico» viene de laos, que significa «elegido». En este sentido, habría que recuperar su significación originaria. No ha hecho ningún bien a la Iglesia, y menos al laicado, que la palabra «iglesia» se reserve al clero, o la palabra «consagrado» a los que hacen los votos, especialmente el del celibato, vivan en comunidad o no. Tal desplazamiento de vocabulario ya es significativo del carácter secundario con que ha sido (y es) considerado el laico/a en la Iglesia.

3.1. Palabra, fe y bautismo Somos la Iglesia porque escuchamos de la misma Iglesia (familia, parroquia, escuela, grupo) la Buena Noticia de Jesús... y creímos. En virtud de esta fe, nos incorporamos al pueblo de la Nueva Alianza. Si somos adultos, la fe ha de ser libre y personal. Si éramos niños, fuimos bautizados en virtud de la fe de la Iglesia, manifestada (y comprometida) por los padrinos. Y así, bautizados, constituimos el laicado, el conjunto de los elegidos para ser de Jesús y vivir como Él. Algunos de nosotros realizamos el laicado mediante una vocación significativa en el conjunto de la comunidad cristiana, una forma de vida que intenta el seguimiento radical de Jesús mediante los tres votos de pobreza, obediencia y castidad. Otros tienen una misión especial: transmitir con autoridad la fe apostólica, la del Nuevo Testamento, y actualizar la Última Cena del Señor, signo real y permanente de su amor hasta el extremo; también son responsables de la unidad de amor y de servicio de la comunidad que se les ha encomendado. Así que somos el pueblo de Dios, uno en lo esencial, en vivir de la Palabra y de la fe, animados por el Espíritu Santo, y diferenciado en las funciones diversas del único Cuerpo.

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«Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos. Porque a uno el Espíritu lo capacita para hablar con sabiduría, mientras a otro el mismo Espíritu le otorga un profundo conocimiento. Este mismo Espíritu concede a uno el don de la fe, a otro el carisma de curar enfermedades, a otro el poder de realizar milagros, a otro el hablar en nombre de Dios, a otro el distinguir entre espíritus falsos y verdaderos, a otro el hablar un lenguaje misterioso, y a otro, en fin, el don de interpretar ese lenguaje. Todo esto lo hace el mismo y único Espíritu, que reparte a cada uno sus dones como él quiere». – 1 Cor 12,4-11 No podemos olvidar que esta unidad y diferencia solo existen para vivir el don mayor de todos: el amor (1 Cor 13). Porque «sin amor todo es nada» (Teresa de Jesús).

3.2. Los dos modelos institucionales de la Iglesia En la historia de cualquier grupo humano es frecuente esta evolución: lo que comenzó siendo vida de riqueza polivalente termina en una institución más o menos rígida. Esta evolución se da en la Iglesia primitiva. Basta comparar la Primera Carta a los Corintios y las cartas pastorales. Posteriormente, no digamos... Desde el siglo III, en que el cristianismo con su Iglesia comienza a tener peso en el Imperio Romano, pasando por la Edad Media, en que no cabe separar sociedad e Iglesia, hasta ahora... No todo es negativo en ese modelo institucional: • Cuando el número de cristianos se hace numeroso... • Cuando hay que marcar la diferencia de roles de responsabilidad... • Cuando hay que inculturar socialmente la fe... Pero está claro, igualmente, la ambigüedad y la carga de pecado que se introducen en esta evolución. Por ello, me permito describir dos modelos institucionales que nos ayudarán a revisar el modelo de Iglesia que ahora tenemos. Con una advertencia: la descripción puede ser incorrecta en algunos aspectos; importa la visión de conjunto.

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Podemos llamar «piramidal» al siguiente modelo: la Iglesia se organiza diferenciando estamentos a modo de clases verticalmente constituidas. En la punta de la pirámide están el Papado y los dicasterios romanos. Por debajo, los obispos. Subordinadamente, el clero diocesano. A continuación, los religiosos varones. Les siguen, siempre por debajo, las religiosas. En el estamento más bajo está el laicado, en el cual, a su vez, se distinguen los varones y las mujeres, en el último nivel. Dicho así, parece una caricatura; pero preguntémonos con honradez en qué medida se ha seguido en la práctica el criterio de reforma iniciado por el Concilio Vaticano II: el de la colegialidad y la corresponsabilidad. El segundo modelo –hoy por hoy utópico– es el deseable y el que propugna este libro, aunque sea a largo plazo: la Iglesia como un «círculo abierto»: • Todos, personalmente y en comunidad, escuchan y obedecen a su único Señor Jesús, y para ello participan y contrastan sus decisiones, con discernimiento de amor. Lo cual, lógicamente, no evita conflictos. • En este discernimiento, según la composición de la comunidad parroquial, hay diversidad de funciones: el párroco, el consejo parroquial, los grupos que tienen misiones específicas y el conjunto del laicado, por supuesto. No se trata de concebir la comunidad como asamblea permanente, pero sí con un alto nivel de participación y corresponsabilidad. • Sin embargo, lo más importante, lo que tiende a olvidarse fácilmente, es el fin de este modelo: la calidad de la vida cristiana, en lo espiritual y en la praxis. • En todo momento, la vida de la comunidad ad intra tiene que integrar e incluso priorizar la vida ad extra, su realidad de ser en el mundo y para el mundo. En consecuencia, se da principalidad al laicado cristiano. El modelo que se ensayó en Poitiers, Francia, en los años 1994-2011, con Mons. A. Rouet, podría ser un referente.

3.3. Niveles de percepción Las reflexiones anteriores ya estaban presuponiendo la capacidad de percibir la Iglesia a niveles distintos. Doy máxima importancia a este criterio, porque la mayoría de las

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desafecciones que provoca la Iglesia tienen que ver con ello. La Iglesia vive tensiones permanentes que pueden bloquear su comprensión o pueden iluminar sobre el regalo que es. Distinguiré cinco niveles que se dan simultáneamente; de ahí brotan sus tensiones inevitables.

Primer nivel: el más visible, el institucional, especialmente en lo referente a la autoridad y a la distribución del poder. Es el que más depende de los condicionamientos históricos y sociales. Importancia del clero a nivel parroquial, diocesano y romano.

Segundo nivel: el de los servicios, tan variados. Tienen que ver con la Palabra, la comunidad y la caridad; por ejemplo: la catequesis, la promoción y el seguimiento de los grupos, las tareas parroquiales, la animación social, las iniciativas de solidaridad, etc.

Tercer nivel: en el que se percibe la Iglesia como actualización de la salvación: la Palabra y los sacramentos, especialmente la Eucaristía. Tiene un carácter permanente y requiere máxima fidelidad a los orígenes apostólicos de la Iglesia. En cuanto mediación de salvación, a este nivel pertenece también la vida cristiana, sobre todo cuando cumple la misión de ser «sal de la tierra y luz del mundo».

Cuarto nivel: todo lo anterior solo es mediación para suscitar y desarrollar la vida teologal, único fin definitivo de la Iglesia. A este nivel se da la Comunión de los santos, esa dimensión esencial de la Iglesia que trasciende lo visible, pero que es real: la corriente subterránea que circula entre los que somos el mismo cuerpo místico de Jesús. En esta Comunión está María como su corazón. Por eso la Iglesia es mediación (tercer nivel) y también respuesta: la que Dios mismo crea en medio del mundo para «alabanza de la gloria de su gracia», manifestada en Cristo Jesús. A este nivel, la Iglesia-Comunión es también la Iglesia-Esposa, santa e inmaculada.

Quinto nivel: En lo hondo más hondo, la Iglesia es el templo vivo del Espíritu Santo, de donde dimana toda su vida, «desde abajo y desde dentro», el trasunto de la comunión

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del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Dicho de otro modo: la realización cumplida de la Nueva Alianza, el Amor Eterno presente en la tierra.

Si se medita en la unidad diferenciada de estos niveles, algunas consideraciones ayudarán a vivir la vocación cristiana siendo Iglesia, con máximo agradecimiento y lucidez a un tiempo: 1) En la Iglesia no cabe separar lo humano y lo divino, el pecado y la gracia, la historia y la salvación de Dios. Disociarla, como se hace con frecuencia, diciendo que convence la Palabra pero no la institución, condena al creyente a la inmadurez de la fe. 2) Lo más exterior y relativo, como es lo institucional, puede y debe ser percibido a distintos niveles, sin disociación. Por ejemplo, un obispo tiene su rol en la organización del poder; pero es autoridad que actualiza la autoridad del Señor Jesús en la comunidad cristiana. Ahí estriba la madurez de la fe: en la capacidad de no estar de acuerdo con una decisión del obispo (libertad) y en la capacidad de obedecer, siguiendo a Jesús, que nos salvó a través de las mediaciones humanas. 3) Los niveles permiten discernir qué realidades de la Iglesia son más fácilmente revisables y exigen cambio de modelo, y cuáles hay que tratar con máxima fidelidad. Por ejemplo, en el ceremonial de la Eucaristía muchas cosas tendrían que cambiar, adaptándolas a las distintas culturas; pero el recuerdo de la Última Cena de Jesús y la estructura básica de la Plegaria Eucarística no pueden quedar a merced del cura de turno o de la creatividad orante de la comunidad. 4) Los niveles cuarto y quinto son un don tan inapreciable que posibilitan síntesis que ningún cristiano, por más santo que sea, puede hacer desde sí: por qué lo más personal se nos da en la Iglesia; por qué soy pecador y elegido; por qué la Iglesia es un don mayor que todos los intentos (necesarios y obligatorios) de reformarla... 5) En consecuencia, la capacidad de unificar y diferenciar la realidad una y diferenciada de la Iglesia viene a ser el criterio de madurez humana y espiritual de cualquier cristiano.

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3.4. Pero no se cree en la Iglesia Este «pero» es sumamente valioso, precisamente para ser maduros en la fe. En el griego y el latín originarios del Credo, se diferencia, por un lado, la fórmula por la que se cree en Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo y, por otro, la fórmula por la que se cree en la Iglesia «una, santa, católica y apostólica». Ante la dificultad de traducir al castellano, se ha optado por decir «creo en la Iglesia». Lo cual crea confusión. Habría que decir más bien: «Creo en el Espíritu Santo, que hace que la Iglesia sea una, santa, católica y apostólica». El detalle es de enormes consecuencias. Solo se cree en Dios. Solo a Dios se entrega vida y corazón, como fuente y sentido último de la propia existencia. Si se cree en la Iglesia, se espera de ella lo que no puede dar. Peor aún, se sacraliza a la Iglesia: sus instituciones, las personas que la representan, sus cosas... Mucha gente tiene crisis de fe porque ha comenzado a desacralizar a la Iglesia: la Biblia está sometida al análisis crítico; el cura es humano, como cualquiera; la fe puede ser una ideología... Pero con la misma rotundidad hay que decir que la Iglesia, en última instancia, es cuestión de fe: • Puedo aceptar racionalmente que la Iglesia representa a una determinada religión, la cristiana: organización, ritos, dogmas... Y si soy maduro, puedo reconocer en ella sus luces y sus sombras e incluso que, en general, es beneficiosa para la sociedad. Pero que tales mediaciones humanas sean signo eficaz de la salvación de Dios realizada con Jesús es algo que solo puedo percibirlo por la fe. • Que la Iglesia sea católica, en cuanto universal, y apostólica, en cuanto su identidad viene de los doce apóstoles, presididos por Pedro, entra en lo verificable; pero que sea una y santa presupone que cambio de mirada, que no la veo como santa por sus obras, sino por la gracia del Padre que la ha elegido como pueblo suyo, con alianza de amor eterno, y que la justifica solo por la fe en Cristo Jesús, muerto por nuestros pecados. Y esto solo pertenece a la fe. De ahí la paradoja que se constituye en roca vital del cristiano: que de la Iglesia recibo mucho más de lo que le doy ni le daré nunca. Hay que decir mejor: lo recibo de Dios por medio de la Iglesia. No caigamos en una sacralización.

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4. Identidad espiritual e identidad específica En la Iglesia se ha entendido (y se entiende todavía) como vocación la del clero y la de los «consagrados» (vida religiosa e institutos seculares). Se priva al laicado de la conciencia radical de su identidad, llamado a ser cristiano siendo laico. Tal es el nombre con que en el Nuevo Testamento se llama a todo el pueblo de Dios: los santos, los elegidos, los consagrados.

4.1. Una confusión grave Si a los 24 años me preguntaban qué quería ser, respondía invariablemente: «un franciscano, seguidor radical de Francisco de Asís». Si me preguntan ahora, digo: «Quiero ser yo mismo, en obediencia al Señor». La respuesta suele desconcertar mucho. Una persona cristiana, si tiene vida teologal, es decir, si le deja a Dios la iniciativa de su vida, descubre su identidad en un proceso cuyos rasgos centrales son: • Conciencia de unicidad personal. • Experiencia de ser llamado personalmente por Dios. • Percepción de la existencia entera como entrega a la voluntad de Dios. • Consecuencia: se vive en discernimiento. Aquí radica la identidad personal, que en un cristiano es obra del Espíritu Santo. Llega un momento en que ha de traducirse en un proyecto concreto de vida, en un carisma dentro del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Lo cual supone: • Que la identidad espiritual integra la identidad específica. • Asumir y vivir las mediaciones existenciales correspondientes al carisma específico. La confusión es grave cuando la identidad espiritual es sustituida por la identidad específica, cuando la actitud de obediencia personal a Dios tiene por contenido las

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mediaciones. La vida teologal se desarrolla en la relación inmediata con Dios, que pasa por mediaciones, pero no consiste en las mediaciones. Para que se vea su importancia: un cristiano/a puede creer que Dios le llama a ser célibe y comprobar, en la vida real, que se ha equivocado. Y decide casarse. Si tiene identidad espiritual, mantiene el mismo proyecto básico de su vida: hacer la voluntad de Dios. No ha acertado en el carisma, pero no cambia la actitud fundamental. De esto se trata: de vivir en Dios a través de las distintas mediaciones. La distinción entre identidad espiritual e identidad específica tiene que ver con la distinción antropológica entre identidad personal e identidad social. Hay un momento capital en la vida de una persona: cuando, en la adolescencia, «se suelta» de la familia y construye su autonomía. Para lograrlo, la mayoría de los humanos adoptan como referencia la ideología social en que viven y que se traduce en el rol social que cada cual quiere adoptar: «Quiero ser médico; quiero casarme y tener hijos; etcétera». Incluso la autorrealización, que parece realizar la identidad personal, casi siempre depende de la idea social que se hace de la misma; es decir, que sigue siendo un rol. Es grave que en la Iglesia la identidad personal y espiritual se construya en torno a un rol. Esta identidad social, sin embargo, pertenece al desarrollo de la persona, la adolescencia y primera juventud; pero no facilita el paso a la vida teologal, a la experiencia de ser único para Dios y de vivir, como Jesús, en obediencia al Padre. Lo cual no quita que la persona, con el máximo de autonomía personal y una vida teologal rica, no integre positivamente su identidad social. Al revés: su identidad espiritual le permite asumir su rol con verdadera libertad interior. Se le nota en que sabe distinguir cuándo tiene que vivir responsablemente su rol (de cura, por ejemplo) y cuándo tiene que prescindir de él. En la educación tradicional, la confusión se reforzaba (y refuerza) porque se enseñaba «espíritu sobrenatural»: ver en todo a Dios, deseo de hacer la voluntad de Dios, motivar evangélicamente las decisiones... Pero tal «espíritu sobrenatural» era más ideológico que real. La persona se movía por ideales elevados; pero no había una verdadera transformación teologal del yo real. Por ello, fácilmente el cristiano terminaba en el rol de «cristiano», porque así se situaba ante los demás y ante la propia conciencia.

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4.2. Los estados de vida A esto llamamos «estado de vida»: a un conjunto de mediaciones por las que la obediencia a Dios se concreta en un proyecto específico de vida que se denomina «carisma». En la Iglesia hay muchos; pero, desde hace siglos, son tres los que han estructurado las formas de existencia cristiana (el Concilio Vaticano II también lo sistematizó así): el clero, los laicos y los religiosos. • El clero nace de la vocación al «ministerio sacerdotal». Sus mediaciones son el sacramento del orden, la comunidad cristiana a la que sirve, el celibato (en la Iglesia latina) y otro conjunto de opciones que dependen de las circunstancias y del Derecho Canónico. • El religioso/a es llamado a seguir radicalmente a Jesús mediante rupturas existenciales significativas: dejar la familia, viviendo en comunidad, ser célibe, tomar decisiones en obediencia y optar por la pobreza voluntaria; y todo ello lo realiza según el carisma propio de cada congregación. • ¿Qué es el laico? Un cristiano normal, el que es llamado a seguir a Jesús en las mediaciones existenciales normales de la vida humana. En los grupos de laicos adultos lo formulo así: el modo normal de ser cristiano es ser laico. Y les extraña, porque se considera que la identidad carismática debe implicar algunas opciones especiales. ¿Qué hemos hecho en la historia de la Iglesia para que el cristiano normal no encuentre identidad en su normalidad de vida, cuando en el Nuevo Testamento es el modo habitual de ser cristiano? Preocupante. Creo que subyace un prejuicio: que se confunde la existencia escatológica que trajo Jesús con unas determinadas mediaciones, las que impuso a los discípulos incorporados a su estilo de vida y de misión como profeta itinerante. Pero ¿es que el Sermón de la Montaña (Mt 5–7) o los discursos de la Cena (Jn 13–17) no implican una existencia nueva, la del Reino, y, sin embargo, no exigen dejar la familia ni ser célibe? También hay otro prejuicio generalizado: la interpretación que se ha hecho de 1 Cor 7, en el sentido de que la virginidad/celibato es más perfecta que el matrimonio. Pablo no establece un principio cuando dice que el célibe solo se preocupa del Señor y que el casado está dividido. Constata algo frecuente. Porque, si el matrimonio cristiano implicase necesariamente la división del corazón, no cabría vivir el primer Mandamiento 29

(Dt 6: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con toda tu mente»), que evidentemente es para todos los cristianos.

4.3. Ventajas e inconvenientes El problema viene del a priori que jerarquiza las vocaciones y las mediaciones correspondientes. Mi opinión es la siguiente: cada estilo de vida o carisma en el conjunto de la Iglesia ha de descubrir sus propias mediaciones, en obediencia al Señor, y asumir las ventajas e inconvenientes que conlleva. • La ventaja del religioso/a está en las rupturas, mediaciones excelentes para la radicalidad del seguimiento. El inconveniente es que presupone madurez humana y espiritual, que no siempre se da. • La ventaja del laico/a es que sigue el camino humano que Dios mismo ha creado, y más, a la luz de la Encarnación. El inconveniente: que se queda en lo humano, perdiendo la dinámica escatológica de absoluto. • La ventaja del clero es que su ser y su vida pertenecen al Señor y a la comunidad, desapropiado de sí. El inconveniente: que el rol y las mediaciones explícitamente religiosas terminen haciendo de su vocación una función. • La ventaja del laico/a es que la vida le obliga a implicarse en su dramática inevitable. El inconveniente es que las mediaciones explícitamente espirituales sean secundarias. • La ventaja del religioso contemplativo es que centra la existencia en lo esencial, la suficiencia de Dios. El inconveniente es que la fe sea confundida con el deseo. • La ventaja del laico es que tiene que vivir en proceso, porque la realidad le obliga. El inconveniente: que el proceso sea un modo de controlar lo que pertenece solo a Dios. • La ventaja del religioso, la sabiduría que equilibra oración y acción. El inconveniente: que las mediaciones sean fines y no medios. • En el laico, la fe ha de pasar por la experiencia, por el subsuelo existencial. Se libera más fácilmente del adoctrinamiento ideológico. El inconveniente: entender la Revelación, hacerla a la medida de lo humano. ¿Cómo enraizar la fe en el 30

realismo de lo cotidiano y abrirse al Dios siempre mayor? Solo la luz teologal le podrá orientar. Hay mediaciones que están más allá de cualquier sabiduría y discernimiento, las configuradoras, que dependen de la Providencia, y, sobre todo, las del sufrimiento en situación límite. Aquí se unifican todos los carismas, resaltando así la profunda unidad de la vida cristiana y de la Iglesia.

4.4. Por qué la prioridad del laicado Es lo que estas páginas propugnan. Lo diré con la lucidez de que soy capaz, consciente de que hablo más bien de un horizonte y no de su realización a corto plazo. 1) Porque el laicado representa más propiamente a la Iglesia en cuanto pueblo de la Nueva Alianza. 2) Porque es mayoría; y aunque el clero y la vida consagrada son tan necesarios e importantes, lo son, en definitiva, para la comunidad cristiana. 3) Porque dar prioridad no significa superioridad, sino verdad de lo cristiano, sin más. 4) Porque la prioridad del laicado refuerza la valoración de los otros estados de vida. En este momento, creo que tenemos tres modelos de referencia para situar al laicado. El primero es el que identifica prácticamente los estados de vida con las clases sociales dentro de la institución eclesial. Nos recuerda una jerarquización muy frecuente en algunas sociedades antiguas: sacerdotes, soldados y pueblo. Esta clasificación conlleva separación en las relaciones interpersonales, en los espacios vitales y, desde luego, en la distribución del poder. En la Iglesia católica, después del Concilio, poco a poco, y todavía muy tímidamente, va haciéndose el segundo modelo, el de la corresponsabilidad. Cada estado de vida tiene su lugar; aumentan las interrelaciones; lo que importa es la colaboración, distinguiendo las distintas funciones. Dentro del mismo modelo caben diversas modalidades, como de hecho se están dando. El tercer modelo es el que prioriza al laicado. A lo largo de este libro iremos ofreciendo sus rasgos. Lo que más va a costar es convencerse de este modelo y optar. Y 31

es que la primera dificultad nace de la estructura misma de la Iglesia, tan clerical, tan centrada en los sacramentos, tan eclesiocéntrica. En este sentido, el modelo subyacente a los documentos del Concilio se inclina decididamente por el modelo segundo, dejando intacta la concepción jerárquica de la Iglesia. Una consecuencia lógica de nuestro planteamiento es el modo de vivir la preocupación por la «falta de vocaciones», que se dice. Como es obvio, la atención se centra en las vocaciones específicas para el clero y para la vida consagrada. Confieso (algunos se escandalizan) que mis mayores preocupaciones son otras: 1) Me preocupa mucho más promover el laicado como vocación cristiana. Lo sé: es el mismo laicado el que tiene que hacerlo; pero en este punto tiene que cambiar la mentalidad común de la Iglesia. 2) Me preocupa todavía más el subsuelo humano de la sociedad. ¿Qué pasa con la dignidad de la persona humana y sus derechos? ¿Qué pasa con una educación que se dirige principalmente a aumentar la información y no las actitudes éticas básicas? ¿Dónde está quedando la pregunta por el sentido de la existencia, especialmente cuando del sufrimiento y de la muerte se trata? Sin este subsuelo no hay evangelización posible ni, por supuesto, posibilidad de vocación alguna, ni del clero, ni de la vida religiosa, ni del laicado cristiano.

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5. En el mundo sin ser del mundo Expresión feliz de la identidad cristiana; pero que, aplicada al laicado, tiene características propias. Hay que reconocer que se presta a cierta ambigüedad.

5.1. En el mundo Nada más evidente si se habla del laicado: su estar y actuar en el mundo. Es su contexto vital, el de la inmensa mayoría de los humanos. Tradicionalmente, cuando alguien ingresaba en la vida religiosa, se decía que había dejado el mundo: familia, trabajo, relaciones, hábitat... Para una mentalidad frecuente, el mundo es lo amenazante o lo peligroso para ser cristiano, hombre espiritual, seguidor de Jesús. Quien quiera santificarse, aunque viva en el mundo, tiene que arreglárselas para no contaminarse. Esta actitud tiene su parte de verdad. De ahí que digamos simultáneamente: «sin ser del mundo». Tal tensión bipolar es característica esencial del laicado cristiano. Sin embargo, el punto de partida de la identidad vocacional del laico es una actitud positiva de su ser en el mundo. Para ello tiene que ver más hondamente que lo que es habitual entre muchos cristianos. • El mundo es amado por Dios, tanto que por él envió a su Hijo, no a condenarlo, sino a salvarlo (Jn 3). Se trata de la humanidad, creada por Dios a su imagen y semejanza, que no ha dejado de ser tal cuando ha pecado y peca. • El mundo, en correspondencia con Jesús, es el destinatario de la Iglesia. Esta solo existe para la humanidad amada por el Padre y salvada por el Hijo. Aquí se sitúa nuclearmente el laico cristiano: ser Iglesia en el mundo y para el mundo. • Hay un plus que se olvida con frecuencia: que en el mundo se hace presente el Reino de Dios, que es más que la Iglesia. Esta es signo eficaz, sacramento del Reino, porque ella es el pueblo de la Nueva Alianza, templo del Espíritu Santo; pero no lo agota. El Espíritu Santo actúa fuera de la Iglesia (fe y bautismo) de mil formas: por ejemplo, en el proceso de humanización del mundo o a través de las 33

religiones no cristianas. El laico cristiano está en el mundo con los ojos y el corazón bien abiertos para percibir los signos no eclesiales del Reino. Y lo hace, insistamos en ello, siendo Iglesia, porque esta, igualmente, es para el Reino, que es más que ella misma. La actitud de empatía con el mundo debe ser básica en cualquier cristiano, aunque deje el mundo y se retire a un monasterio. En el laico es referencia esencial de su vocación. Lo cual no le quita lucidez ni le impide darse cuenta del pecado del mundo y de la ambigüedad en que se mueve habitualmente. Para ello, se siente también mundo, es decir, humanidad pecadora, amada y redimida. Es la mejor manera de poder realizar su vocación en el mundo: ser consciente del don que ha recibido de ser cristiano, pero no creerse superior a nadie del mundo con el que comparte su condición humana.

5.2. Sin ser del mundo Porque, estando en el mundo, su fuente no es el mundo, es Dios. Y su ser laico cristiano en el mundo es gracia de Dios. En este punto nos puede iluminar Pablo. Después de establecer el criterio de que cada uno permanezca en el estado en que estaba cuando fue llamado (a la fe y al bautismo), añade: «Os digo, pues, hermanos, que el tiempo se acaba. En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar». – 1 Cor 7,29-31 No parece muy positiva la valoración del mundo que hace Pablo. De hecho, la formación tradicional en la espiritualidad cristiana se ha inspirado en textos así. Pensemos, por ejemplo, en el librito clásico, de difusión universal durante siglos, La imitación de Cristo, llamado también «El Kempis». La filosofía de la sospecha del siglo XIX (Marx y Nietzsche) lo detectó. El Concilio dio un giro en este punto y adoptó una actitud positiva ante las realidades llamadas «terrenas» o «temporales». Pues bien, 34

tengamos en cuenta que Pablo habla a los laicos de Corinto desde la perspectiva claramente escatológica, por referencia al futuro último: la vuelta gloriosa del Resucitado cuando desaparezca la figura de este mundo. También aquí hay que decirlo con la misma nitidez con que hemos descrito el apartado anterior: • El don de la fe significa recibir una vida nueva, que viene de arriba, no del mundo. • El laico lo vive todo –también el mundo, su contexto vital normal y propio– desde la fuente: el amor de Dios revelado en Cristo Jesús. • Lo cual cambia radicalmente su mirada y sus motivaciones: lo que hace o el modo en que lo hace está subordinado a lo más valioso: desde dónde vive y actúa. A este «desde dónde» lo llamamos «vida teologal» (cf. cap. 8). • Por ello puede compaginar amar a los hombres y mujeres que lo rodean y denunciar el pecado estructural del mundo e incluso de las personas, sin creerse más que nadie. Ha sido llamado a ser «sal de la tierra y luz del mundo» en las condiciones normales de la vida humana en ese mundo. Igual y distinto. Como todos, siendo diferente. Jesús estableció claramente el criterio: «que vean vuestras obras buenas y glorifiquen al Padre de los cielos» (Mt 5). La gente lo nota. Ni siquiera se necesita explicitar la fe, porque pregunta: «¿De dónde proviene tu paz en esta situación tan preocupante? ¿Cómo puedes compaginar la libertad crítica sin separarte cordialmente de los demás? ¿Por qué tienes esa capacidad de reivindicar la justicia y, a la vez, perdonar al que te ha hecho esa faena? ¡Cómo das sentido al sufrimiento y a las situaciones sin salida!». Lo escatológico no está solo en que este mundo pasa, sino en el modo de vivir este mundo sin ser del mundo.

5.3. Integrar, resituar, transformar A través de estas palabras quisiera expresar el camino y la síntesis de experiencia vital que tiene que hacer el laico que está en el mundo sin ser del mundo.

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Integrar. Es decir, no sentir el mundo como algo negativo, no separarse de él, dialogar con los que no piensan como nosotros o tienen otro modo de dar sentido a la vida, valorar el camino de los otros (sin Dios o con otro Dios), aprender de ellos, porque el Reino es más que la Iglesia, etc., etc. El documento del Concilio Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, lo expresó admirablemente.

Resituar. Es la consecuencia inmediata de la vida nueva que se les ha dado: la economía en función de las personas; la cultura como ética humanista, en primer lugar; las relaciones interpersonales con hondura de amor desinteresado; la opción preferencial por los pobres; comprender que el hombre es más que el hombre; promover la libertad y la solidaridad; que el sentido de la existencia no puede quedar encerrado en la finitud; etc., etc.

Transformar. En esta dinámica del «más», que es la propia de la persona humana y, sobre todo, del Reino, es como el laico vive más honda y explícitamente su vocación cristiana en el mundo sin ser del mundo. • Más que mejorar las condiciones socio-económicas, abrir el horizonte al amor de Dios revelado en Cristo Jesús. • Más que humanizar, evangelizar, pero no desde un proselitismo que busca adeptos, sino acompañando los procesos de experiencia hasta la vida teologal. • Más que hacer el bien al otro, ofrecer al otro el don de los dones, Dios mismo. • E invitar a pertenecer a la Iglesia, al pueblo que Dios ha creado en medio del mundo para proclamar las maravillas de su salvación.

5.4. Vivir a fondo La condición básica para que lo dicho tenga contenido real y no sea un mero deseo es vivir a fondo. ¿Qué se quiere decir?

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Hay demasiados cristianos que pretenden realizar su vocación como «desde fuera». Por ejemplo, necesitan espiritualizar la entrega a los demás con intenciones sobrenaturales, incapaces de percibir y sentir la dignidad de la persona humana, sin añadiduras creyentes. Tienen que justificar su vida si consiguen que los no practicantes vayan a misa o los no creyentes se conviertan a la fe. Me parece que todavía es peor el caso de los cristianos que no saben vivir a fondo lo que les toca vivir, en las condiciones normales de la secularidad, y tienen que organizar su vida en función de lo explícitamente religioso (reuniones, actos de oración, actividades de grupos y asociaciones parroquiales, etc.). El que no sabe vivir su fe en la vida ordinaria no vive a fondo. El que necesita la fe para ser humano, tampoco. Vivir a fondo es, por encima de todo, un talante vital, un modo de percibir y estar: • Implicarse, no huir de la realidad. • No confundir el vivir con las racionalizaciones del vivir. • Que la responsabilidad está en el corazón que se desprotege ante las situaciones y las personas. • Que lo propio de ser persona es la capacidad de vivir lo mismo a distintos niveles. • Que la vida va por dentro, pero la verdad de la vida está en la relación con las personas. • Que la fe no es una superestructura, sino el modo más hondo de vivirlo todo. • Que Dios tiene que ver con este vivir a fondo. Basta leer el Evangelio y comprobar cómo Jesús es humano y pertenece solo al Padre.

5.5. Las tensiones enriquecedoras Si se aprende a integrar, resituar y transformar, si se viven a fondo las tensiones inevitables del estar en el mundo sin ser del mundo, estas no serán una barrera o un problema, sino un camino de madurez humana y creyente, a un tiempo. • La tensión entre el compromiso social y la vida espiritual cultivada explícitamente refuerza a ambos.

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• La tensión entre el amor humano y el amor de pertenencia y obediencia al Único Señor ilumina a ambos. • La tensión entre el deseo de placer, de tener, de valer y de poder, tan humanos, y la desapropiación de lo que no es Dios se resuelve en frutos de libertad desconocida. • La tensión entre la atracción de la oración, buscando la intimidad con el Señor, y las obligaciones múltiples de la vida ordinaria enseñan que la vida cristiana no consiste ni en oración ni en acción, sino en creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad del Padre. • La tensión entre el ideal perfecto y las realizaciones imperfectas enseña a vivir teologalmente, dejándole a Dios que haga su obra. Como se ve, la sabiduría está en aprovechar todo para lo único necesario: Dios y su obra en nosotros y en la misión que nos encomienda. Evidentemente, dicho así, es fácil y bonito. No se hace este camino sin pagar un precio.

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6. Lucidez con respecto a lo cristiano Ya desde nuestro origen, la identidad cristiana ha estado sometida a embates y confusiones. Hoy tiene especial importancia la lucidez con respecto a lo cristiano, porque vivimos en una auténtica encrucijada de la fe. Repercute, sin duda, en la identidad del laico, porque le toca moverse en el remolino de los profundos cambios socioculturales y porque no encuentra siempre, ni siquiera dentro de la Iglesia, referencias claras de identidad. Él no es ni debe ser teólogo. Lo cual tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas.

6.1. ¿Crisis de identidad? Toda la historia de nuestra fe cristiana ha estado confrontada con la crítica en distintos frentes. No puede ser ahora de otro modo. Me permito indicar algunos puntos significativos: 1) El frente de la Ilustración, es decir, de la racionalidad crítica, que a través de la ciencia socava los fundamentos de la fe. En el mejor de los casos, recurso actual frecuente, la fe es considerada como subjetividad que no tiene que ver con la objetividad, ámbito propio de la razón. 2) El frente de la cosmovisión secular, donde no cabe trascendencia ni sacralidad alguna. El mundo y el hombre se agotan en la finitud responsablemente aceptada. 3) El advenimiento a Occidente de las religiones orientales, las que propugnan la interioridad y conectan con el antropocentrismo secular. Fascinación del Oriente, que ofrece una espiritualidad sin Dios o una religión del Dios transpersonal. 4) La invasión de las conciencias por el talante vital que podemos llamar «funcionalista», es decir, donde solo es real lo útil y productivo, lo que favorece el bienestar de las personas y de las sociedades, sin referencia alguna a las preguntas existenciales por el sentido de la vida.

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El laico cristiano, inserto de verdad en el mundo, a veces percibe esta problemática a nivel teórico, pero más bien, casi siempre, de modo no razonado, por contagio. Así definió alguien la cultura: las gafas, de las que no somos conscientes, pero con las cuales miramos la realidad. La atracción, por ejemplo, que produce la espiritualidad sin una instancia como es la Palabra es comprensible desde el momento en que la subjetividad es el criterio último de la experiencia religiosa. ¿Cómo no entender la dificultad de la oración de petición, si no cabe hablar científicamente de la intervención de Dios? ¿Cómo se puede tomar en serio el que en un rincón del Imperio Romano, en la Palestina del tiempo de Tiberio César, se concentre la evolución del mundo y la historia entera de la humanidad? ¿Cómo se pueden aceptar las pretensiones de la persona de Jesús, tal como lo afirman los cristianos? Quien no se hace estas preguntas no sabe en qué mundo vive, o bien ha adoptado una actitud defensiva y prefiere la técnica del avestruz de ocultar la cabeza bajo tierra. En mi opinión, esta problemática está ya en las conciencias de los cristianos. Si ha de traducirse a la evangelización, las dificultades se multiplican. ¿Cuántos cristianos, no digo laicos, sino incluso curas, pueden abordar con lucidez estas cuestiones, de modo que tomen en serio la crítica a la fe cristiana y, a la vez, se fortalezca su identidad?

6.2. Núcleos de la identidad cristiana Hay mucho más despiste de lo que se cree, y no es raro encontrarse, además, con teólogos y maestros espirituales que lo fomentan. Recuerdo esta experiencia repetida: laicos que asisten a foros de pensamiento con espíritu abierto y que, cuando les pregunto sobre algunos núcleos esenciales de su identidad cristiana, no saben discernir si el ponente los ha tomado en cuenta o no. La tendencia a pensar que todo es lo mismo, porque el criterio máximo es la tolerancia, está haciendo estragos. La tolerancia es cuestión ética, de respeto a la persona humana, no es cuestión de identidad creyente. Estas páginas no pueden detenerse en la temática tan variada de la crisis actual de identidad. Para ayudar al laico cristiano que me lee, me parece mejor ser directo y formularle aquellos núcleos de su identidad cristiana sin los cuales ni es laico ni es cristiano.

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1) Centralidad absoluta de la persona de Jesús, sus palabras, sus hechos, su muerte y resurrección, Dios encarnado y mediación universal de salvación. 2) Dios es trascendente y personal, que ha querido revelarse en la historia eligiendo primero a un pueblo, Israel, y luego ha llamado a toda la humanidad a ser el pueblo de la nueva alianza, la Iglesia. 3) Dios quiere y puede comunicarse personalmente con cada uno de nosotros. 4) Dios interviene providencialmente en la vida humana (otra cosa es explicar cómo lo hace). 5) Distinción entre experiencia religiosa y fe judeo cristiana. 6) Una imagen del hombre que integra libertad y gracia, pecado y amor de Dios. 7) La Iglesia, con su Palabra y sus sacramentos, es mediación privilegiada de salvación. En el trasfondo de estos núcleos hay una hipótesis irrenunciable que crea la mayor dificultad para la razón y para las religiones no cristianas: que a Dios se le ha ocurrido autocomunicarse con el hombre en una historia determinada y vivir con él una relación de amor. Para nosotros, judíos y cristianos, no es una hipótesis, sino una certeza vivida, que tiene una base de indicios suficientemente verificables. Con la libertad del amor de Dios no se discute; pero se manifiesta con signos reales. Basta pensar en la historia de Jesús.

6.3. El trípode Tomar en serio los núcleos formulados no es, precisamente, lo más plausible. Ya lo dijo Pablo con su lucidez característica: «locura para los griegos, escándalo para los judíos» (1 Cor 1). Así que no es extraño que un cristiano tenga dudas de fe. Me atrevo a darle un criterio que yo utilizo personalmente: «el trípode», la concordancia entre lo que dice el Nuevo Testamento, la experiencia de los santos cristianos y la propia experiencia personal. Suelo decirme a mí mismo y a otros: «No discutas de teorías; comprueba la verdad con el Nuevo Testamento, los santos y tu propia luz interior». 41

Si viene un teólogo a decirme que hay que sustituir el paradigma cristocéntrico por el paradigma cosmocéntrico, inmediatamente me pongo alerta, porque no concuerda con el Nuevo Testamento. Si un maestro espiritual afirma que Dios no quiere que suframos, que la negación de sí mismo ha de ser sustituida por la autorrealización, ello no concuerda con nuestros santos, nuestros mejores y más válidos cristianos. Si en mi vida he experimentado la liberación de la ley y que mis obras buenas no me justifican, porque he tenido la experiencia fundante de la gracia salvadora de Dios, me preguntaré si no estoy haciendo de la fe cristiana un camino arbitrariamente personal. Lo confrontaré con el Nuevo Testamento y los santos para ver si concuerdan. Podríamos multiplicar los ejemplos. Pero hay que añadir algo que es determinante: la luz interior del Espíritu Santo. Recuerdo el comentario de una laica cristiana después de escuchar la charla de un teólogo reconocido: «Me ha encantado cómo ha hablado del amor de Dios; pero, no sé por qué, no me ha convencido: un Dios demasiado blando, demasiado a merced de nuestras necesidades». En la mayoría de los laicos el discernimiento funciona por «olfato». No están preparados racionalmente para discutir lo que oyen; pero la luz interior les avisa. A esto se le ha llamado tradicionalmente sensus fidelium, sensibilidad no razonada, pero real, para la verdad de Dios y su revelación. ¡Qué importante es en la vida de un laico cristiano!

6.4. Importancia En la lucidez con respecto a lo que es cristiano y a lo que no lo es se juega la persona y su misión. En una conversación de amigos, hay alguien que dice que todas las religiones son iguales, caminos distintos para ir al mismo Dios; que la diferencia es cuestión geográfica y cultural. Si tengo lucidez cristiana, diré que lo que oigo es verdad solo parcialmente. Efectivamente, Dios tiene muchos caminos; la cuestión es si se le ha ocurrido enviarnos a su Hijo para que Él sea nuestro camino, verdad y vida. A más de uno le parecerá prepotencia típicamente cristiana; pero tú sabes que es otra cosa. M. N. ha estado en un retiro y ha experimentado algo que le ha parecido maravilloso: una intimidad afectiva con Dios que le ha aquietado por dentro como nunca.

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Mañana le toca ir al trabajo de profesor, que le absorbe, y tiene resistencias: no quiere perder su intimidad amorosa con el Señor. Si tiene lucidez cristiana (en este caso, vida teologal), le parecerán normales las resistencias; pero sabrá subordinar los deseos a la obediencia de amor, a la voluntad del Padre. N. M. ha leído un libro sobre el budismo «theravada», que le enseña a liberarse de dogmas y ritos y autoridades sagradas. En comparación, la espiritualidad cristiana le parece pobre, ligada a la historia, corporal, incluso institucional. Realmente, ante el brillo de lo espiritual sin referencias externas, nuestra fe en el hombre Jesús parece un resto de mentalidad mitológica. P. O. se ha encontrado con un amigo, laico cristiano, altamente comprometido en cuestiones de justicia social. Este le ha dicho que la oración personal no sirve de nada; que, a lo sumo, hay que aprovechar el Evangelio para «ver, juzgar y actuar». No ha sabido qué contestarle, porque reconoce que su vida está tan centrada en sus hijos y en su relación con Dios que echa en falta mayor compromiso para con los demás. Sin embargo, cuando se pone delante de Dios y le pide amor al prójimo, siente por dentro que su lugar está ahí, en lo oculto. No se confunda, por favor, este sentido de identidad cristiana con la actitud defensiva de muchos. Ser fiel no es ser de mentalidad conservadora y confundir la tradición con la reproducción del pasado. Al revés, cuanto mejor sentido de identidad se tenga, mayor capacidad de diálogo con el mundo que nos rodea y mayor capacidad de síntesis nuevas. La identidad no es cuestión ideológica, sino experiencia espiritual. Jesús nos lo dijo cuando prometió el Espíritu Santo, que tiene la doble misión de recordar y llevar a plenitud lo dado en Cristo Jesús (cf. Jn 16). El Concilio Vaticano II lo repitió por activa y por pasiva: volver a los orígenes y actualizar.

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7. Proceso de transformación Este capítulo refuerza el anterior, clarificando que la experiencia de identidad cristiana y la lucidez del discernimiento con respecto a lo cristiano es cuestión de vida espiritual, personalizada y teologal. La identidad del laico cristiano, como la del cura o la del religioso, se da a través de un proceso de transformación personal. Por desgracia, en la Iglesia hacemos de la identidad un problema de adoctrinamiento. La consecuencia: lo fácilmente que se desvanece ante una crítica racional seria o ante propuestas de identidad que culturalmente resultan más plausibles. La identidad se enraíza en el corazón, en el centro personal vivido en la relación con el Dios revelado.

7.1. Ideología y fe Es normal que un no creyente considere la fe como un sistema de creencias, es decir, un conjunto de ideas que se aceptan como verdades. No son demostrables, y su carácter subjetivo tampoco permite descalificarlas como falsas. Pero que un creyente haga de la fe un sistema de creencias es grave, porque queda reducida a ideas que no tienen que ver con la persona ni con su existencia. A lo sumo, Dios es una referencia de sentido en momentos difíciles. No es Alguien viviente; no tiene lugar en el corazón ni en las decisiones. La ideología va más allá de las creencias: • Presupone en el creyente una actitud abierta e incluso implicada ante los valores que propugna la fe. • Los valores suscitan el deseo ético y religioso. La ideología no es solo una cosmovisión. Va con la relación con Dios que llamamos «piedad»; es afectiva. • La ideología tiene que ver directamente con la identificación con un ideal de vida que dinamiza a la persona y se traduce en conducta.

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¿No consiste en ello la formación cristiana y la pastoral de los mejores grupos de cristianos/as? Se muestran ideas religiosas (Jesús y su Evangelio), se suscita el deseo, que espontáneamente los traduce en ideales de vida; las personas encuentran ahí su fuente de identidad y procuran que esta se traduzca en un proyecto de vida coherente.

«Asimilación» podríamos llamar a este modo de educar y evangelizar. No es fácil criticarlo, porque responde a las tendencias espontáneas de los humanos. No es poco pasar de creencias a ideología, de adoctrinamiento a experiencia religiosa con un ideal de vida que se hace proyecto. Hay una etapa en la evolución de la persona en que la ideología es vital: la adolescencia, esa etapa en que se necesitan ideales de vida. Si estos son los de la felicidad fácil y superficial, el horizonte de la existencia se recorta y bloquea la búsqueda radical de sentido. Si los ideales son cristianos, el adolescente ha encontrado la verdad, y sus opciones de vida serán valiosas. Tendrá momentos de dificultad, pero será cuestión de reforzar la oración y la meditación para que las primeras opciones idealistas se purifiquen y maduren con la realidad vivida y con los años. Cuando un laico/a cristiano ha sido educado así, y así intenta serlo de verdad y con coherencia, puede mantener este modo de vivir hasta la muerte. O puede ocurrir que le llegue la crisis, exactamente, de ese modo de vivir. Suele formularse con algunas preguntas claves: • ¿Soy yo realmente el que vive los ideales o soy el que querría serlo? • ¿Cómo se integran los ideales, que, al fin y al cabo, son incondicionales y perfectos, con la realidad, siempre limitada y ambigua? ¿No desemboca el ser cristiano en una disociación entre el deseo y la realidad? En mi opinión, esta es la razón por la que tantos jóvenes, integrantes de nuestros grupos cristianos, los abandonan, porque no responden al momento en que el enraizamiento en la realidad (familia y trabajo) les está obligando a no vivir de las identificaciones idealistas del deseo. Y es que la asimilación tiene que dar paso a la personalización.

7.2. Proceso de personalización 45

Como he escrito ampliamente sobre ello, lo resumiré en algunos rasgos básicos: 1) Vivir con autenticidad existencial. La autenticidad moral (conducta coherente con valores) no es negada, pero es resituada: • Preferir verdad a seguridad. • Tomar la vida en las manos. • Ser fiel a uno mismo. 2) Crisis del ideal del yo para comenzar a vivir desde el yo real: • Psicológicamente: conocimiento respecto de las motivaciones inconscientes en la necesidad de vivir del ideal del yo. • Existencialmente: que la vida no consiste en funcionar coherentemente, con esfuerzo y generosidad. • Espiritualmente: tomar conciencia de las contradicciones sin salida de la existencia humana (el mal, la finitud, el pecado), que evidencia que no podemos fundamentar la existencia en nosotros mismos, aunque se justifique mediante la ideología cristiana y tenga forma de fe. 3) El ideal no es negado –su fuente es Jesús y el Evangelio–, pero es resituado, pues hay que comenzar a vivir en proceso, es decir, a aprender la sabiduría de la existencia: • Integrar necesidades humanas y mantener el ideal de la entrega. • Ser autónomo y dejarle a Dios la iniciativa. • Vivir la relación con Dios en todo y más allá de todo. • Descubrir una nueva imagen de Dios, la de la Biblia, cabalmente. Es criterio básico de la personalización que este proceso se haga con «pedagogía simultánea», es decir, correlacionando la madurez humana y la relación con Dios, el respeto por el momento real del proceso y el «más» del ser cristiano. Lo cual depende de la fase de la personalización: si se está en la Iniciación, en la Fundamentación o en el Seguimiento. Todo un camino, con una nueva pedagogía del ser cristiano, propia para adultos, no para adolescentes o para los primeros pasos de la juventud. Dado que este libro habla de 46

laicos, tengo que decir que la sabiduría de la personalización conecta fácilmente con el laico adulto, porque la realidad vivida (crisis de realismo a partir de los 40 años) o que comienza a vivir (el joven adulto, entre los 28 y los 40), es el terreno abonado para la crisis de la ideología. En la vida religiosa y en el clero la personalización encuentra más dificultades, precisamente porque poner en crisis los ideales de radicalidad cristiana amenaza su identidad. Lo cual confirma la trampa que es optar por una radicalidad que no tenga en cuenta los presupuestos humanos y espirituales. Sería, exactamente, una identidad por ideología, no por obra del Espíritu Santo.

7.3. Vida preteologal y vida teologal El momento/fase decisivo en el proceso de transformación que es la personalización se denomina «experiencia fundante»: aquella en que la persona y su proyecto de vida se fundamentan en la iniciativa salvadora de Dios, pasando de la vida preteologal a la vida teologal. La ideología tiene mucho que ver con la vida preteologal: • El deseo religioso configura la relación con Dios. • La conducta se apoya principalmente en el esfuerzo personal, aunque se pida la luz y la fuerza del Espíritu Santo. • El amor al prójimo está motivado por los mandamientos de Dios o la sensibilidad humanista. • El criterio de crecimiento cristiano: coherencia y generosidad cada vez mayor. Cuando se da la «experiencia fundante» (puede ser irruptiva o gradual), se produce el viraje radical de la existencia. • La vida no es proyecto, sino pertenencia de amor y obediencia a Dios. • Mis buenas obras son inútiles; solo la gracia justifica mi vida. • Todo es gracia, incluso el pecado. El caldo de cultivo de la experiencia fundante es, como he sugerido, la dramática existencial, es decir, la toma de conciencia de las contradicciones sin salida de la

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existencia humana. La primera, si se ahonda, es la crisis de identidad que se ha fundamentado en la ideología, precisamente. Lo que ocurre es que tal crisis pasa habitualmente por los niveles psicológicos, existenciales y espirituales apuntados más arriba. Cuando la identidad del laico cristiano se fundamenta teologalmente, se puede detectar así: • Conciencia de ser cristiano, literalmente, por gracia. • No se tiene fe; se vive de la fe. • Discernimiento del proyecto de vida como vocación, llamada personal de Dios en obediencia, no en función del deseo. •

Indiferencia espiritual: que me dé lo mismo (espiritualmente, no psicoafectivamente) ser célibe o casarme, adoptar un estilo de vida radical o más «normalito», tener hijos o no tenerlos, etc., etc.

• Sabiduría existencial que nace de la luz teologal, no de razonamientos justificados evangélicamente. • Ser en proceso, que no se controla, se deja en manos del Señor.

7.4. Síntesis de contrarios Cuando la identidad se fundamenta teologalmente, el signo más claro es la síntesis de contrarios, que ni la ideología ni la vida preteologal pueden realizar. Consiste en poder vivir simultáneamente, no por alternancia, experiencias que parecen contradecirse. Veamos algunas aplicaciones a la vocación del laico cristiano: • Cada vez vive más cómodo en el mundo como «su mundo», con sensibilidad aguda para los problemas de la gente y de la sociedad; cada vez tiene una mirada más honda para percibir las raíces de los problemas, más allá de lo controlable. • Más responsable que nunca y más en manos de Dios. • Cada vez se ve más pecador y cada vez tiene más paz. • Que la vida cristiana no consiste ni en oración, ni en acción, ni en pasión/sufrimiento, sino en creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad de 48

Dios. • Cada vez se siente más Iglesia, pero sin depender de las mediaciones eclesiales. • Conciencia de vocación y elección y en comunión, cada vez más honda, con todos sus hermanos en la fe. • Etc., etc. Lo cual se traduce en la capacidad de vivir a varios niveles simultáneamente: • Las reacciones temperamentales no cambian; pero mi vida está en las actitudes transpsicológicas que constituyen las teologales: agradecimiento, confianza, amor de obediencia... • Con Dios y con el prójimo, porque la entrega a los demás, comenzando por la propia familia, implica la afectividad (el otro importa cada vez más), pero no depende del sentimiento. • Más abierto que nunca, no replegado sobre sí; pero su corazón se alimenta de la relación con Dios, en la que solo Dios entra, ni siquiera la persona o personas por las que uno entregaría la vida. Suelo decir con cierta frecuencia que «el Reino es como unas islas que se comunican por debajo». Algunos se escandalizan, porque lo ven en contradicción con criterios básicos de la vida cristiana, como la comunidad o el ser con los demás. Otros lo entienden, porque saben lo que es la comunicación por debajo, cómo se integran perfectamente la soledad y la comunión espiritual. Y cuando se tiene vida teologal, esta síntesis entre soledad, ser habitado por Dios y comunión interpersonal, crece sin vuelta atrás. Consecuencia: el que tiene esta vida teologal distingue dentro de la Iglesia los distintos niveles en que se es cristiano. No se oponen creencias e ideología, ideología y vida teologal; pero no puede evitar el pedir para sus hermanos el don que es la vida de hijo de Dios actuado por el Espíritu Santo. Y por eso vigila con sumo cuidado que el don recibido no le lleve a la autosuficiencia o a creerse mejor ni más que nadie.

7.5. Conversión permanente 49

Porque el proceso de transformación, a la medida de Jesús, no termina nunca. Las tendencias al egocentrismo permanecen, y las hay tan tenaces, tan enraizadas, que solo podemos entregarlas a la misericordia de Dios. Hay momentos en que la vida cristiana parece una locura, y la incredulidad amenaza. ¡Menos mal que nuestro Dios es fiel, siempre fiel, increíblemente fiel! Porque, aunque entreguemos lo mejor de nosotros mismos, la tentación de la desesperanza está ahí. Y solo cabe confiar al Señor del Reino lo que hacemos con acierto o sin acierto. Porque, sin saber cómo, emergen desde dentro de nosotros unos «fondos oscuros» que desconocíamos. Y sentimos miedo, inseguridad e impotencia, toda la fuerza del pecado. ¿Qué hacer? Ponernos pequeños en manos de Dios, pedirle que nos cuide y mirar a Jesús crucificado, que murió por nuestros pecados y es nuestro intercesor ante el Padre. Le acompaña su Madre y nuestra Madre, la Virgen María, la abogada de los pecadores.

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II. EXISTENCIA

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8. Vivir vocacionalmente Una vez que el laico cristiano tiene identidad, porque tiene vocación de laico, cabalmente, en esta II Parte reflexionamos sobre su realización, sobre cómo es su existencia.

8.1. Fundamentación teologal En los capítulos anteriores habrá quedado suficientemente claro, espero, qué es la fundamentación teologal. Decir que un laico, para vivir su laicado cristianamente, tiene que tener una vida teologal ¿es una posición demasiado perfeccionista? Distingamos: uno puede ser laico y tener una vida coherente y generosa, con vida preteologal, sin duda; pero otra cosa es que viva su laicado vocacionalmente. Se objetará que la mayoría de las vocaciones, también la del ministerio sacerdotal y la religiosa, no tienen fundamentación teologal. Es verdad, y con frecuencia son existencias altamente valiosas. Sin embargo, creo que una existencia cristianamente vocacional requiere vida teologal, al menos inicial. En mi opinión, no deben hacerse los votos perpetuos en la vida religiosa si no nacen de la experiencia teologal de la vocación. Para ello hay años previos de proceso de transformación: noviciado, votos temporales, juniorado... Mil veces me he preguntado si el sacramento del matrimonio cristiano no requiere otro tanto. Hablo del sacramento cristiano, no del matrimonio. ¿No habría que establecer unos previos? ¿No podría ser el matrimonio civil una especie de preparación, asumida por la Iglesia? Solo así podría entenderse la exigencia evangélica de la indisolubilidad de la pareja: «No todos pueden con esto, sino aquellos a quienes Dios se lo concede» (Mt 19). Podría suavizar mi opinión diciendo que el laicado es camino común y que, por lo tanto, bastan el bautismo, la confirmación y la Eucaristía («los sacramentos de la iniciación cristiana»). Estoy de acuerdo; pero digamos a continuación que tales cristianos son laicos, pero no viven su laicado como vocación.

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El lector/a, sin duda, está dándose cuenta de que esta posición menos exigente paga un precio: rebajar el bautismo, la confirmación y la Eucaristía. Dicho de otra manera: que en la Iglesia vivimos una tensión nunca resuelta y difícilmente resoluble entre el don que es ser cristiano y la existencia conforme a ese don. Dejémoslo así, a modo de reflexión abierta. Pero el lector/a debe saber que este libro se mueve en la dinámica propia de la vida teologal, aunque incluyamos aspectos preteologales. El planteamiento es coherente con la intención central del mismo: reivindicar la prioridad del laicado cristiano en la Iglesia.

8.2. Primado de la voluntad de Dios Ya se sabe que la antropología bíblica centra la persona, su libertad y su proyecto de vida en la obediencia a Dios. Lo cual plantea problemas a la modernidad, pues su mejor conquista es la autonomía de la persona y un nuevo sentido de la dignidad del hombre y de la mujer. La referencia capital es Jesús: su libertad ante cualquier instancia humana e incluso ante sí mismo y su pertenencia al Padre para ser en obediencia. Todo el evangelio de Juan abunda en ello. Para que el primado de la voluntad de Dios no sea una trampa, el laico ha de haber vivido preteologalmente: • La integración positiva de la autoridad de Dios. • Una relación con Dios que no dependa ni de la autonomía ni de la heteronomía, es decir, que conozca, al menos inicialmente, el amor de pertenencia. Teologalmente: • Reconocer que el mayor impedimento para ser libre es hacer la propia voluntad. • Tener la experiencia de ser amado y salvado por gracia. • Descubrir que la vida cristiana no consiste en hacer ningún proyecto, por óptimo que sea, sino solo en hacer el proyecto que Dios quiere para mí. Para que este primado sea real y no solo un criterio, tiene que haber una conversión radical: vivir del Espíritu Santo, ser hijo al modo de Jesús. Lo cual, de un modo o de 53

otro, implica la sabiduría del sufrimiento. Como dice la Carta a los Hebreos con frase luminosa y estremecedora: «Jesús, siendo hijo, aprendió la obediencia a base de sufrir» (Heb 5). Dicho con mayor claridad y sencillez: ¿Tu deseo más íntimo, la decisión básica de tu vida, la que has tomado en tus manos para ser auténticamente libre, es dejarle a Él que haga en ti su voluntad? Cuando dices en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo», ¿te resistes y no te rindes? La obediencia no es más que el rendimiento del amor que libera.

8.3. Vivir en discernimiento La mayoría de los cristianos que se toman en serio el hacer la voluntad de Dios hacen del discernimiento una cuestión puntual: para algunos momentos importantes de la vida, por ejemplo, cuando hay que elegir estado de vida. Pero quien vive teologalmente sabe que el discernimiento es el modo normal de plantearse la existencia como hijo de Dios. En los grupos de adultos, al hablar de este tema la gente se pregunta: «¿Cómo saber cuál es la voluntad de Dios?». Y tengo que explicarles que son dos momentos distintos: El primero es el determinante: si mi actitud, mi proyecto de vida, mi corazón, ha optado por Dios. Este momento no depende del saber; es anterior, es la base para poder discernir qué opción parece ser la de Dios. El segundo es el discernimiento para la realización práctica de la voluntad de Dios. Se hace con dos luces: la racional, que analiza los pros y los contras de una decisión, y la interior, sin análisis, por inclinación del corazón hacia una opción u otra. Cuando razón y atracción interior concuerdan, no tenemos garantía de acertar; pero es suficiente para decidir. Suelo añadir gustoso: «Basta con el 51% de probabilidad». El discernimiento no es para acertar, sino para vivir en obediencia. En la vida ordinaria, una vez que el proyecto de vida en su conjunto se considera voluntad de Dios, no se vive en discernimiento fomentando la vigilancia consciente de lo que se hace. Se toman las decisiones diarias con dos criterios: • Sentido común. • Lo que favorece el amor con sensibilidad evangélica. 54

8.4. Vocación y proceso Hay una tensión, que apenas se tiene en cuenta, entre el talante de vivir vocacionalmente y el talante de vivir en proceso. Porque casi siempre se entiende por «vivir vocacionalmente» el vivir con radicalidad el proyecto de vida evangélica; y el «vivir en proceso» como atenerse al momento del crecimiento, evitando la radicalidad del deseo ideal. Pues bien, mi opinión es que el laico cristiano tiene que hacer un camino sabio que le permita una síntesis nueva de dicha bipolaridad. La formularé por tesis que se complementan. Primera: Por «vivir vocacionalmente» hay que entender dejarle a Dios la iniciativa, lo que Él quiera para mí globalmente, en el conjunto de mi vida aquí y ahora. Pues bien, el proceso es una instancia esencial de esa obediencia a Dios. No me lanzo a la radicalidad, porque Él quiere que primero haga un proceso. Por ejemplo, si no he integrado positivamente la agresividad, y mi personalidad adolece de falta de libertad para ello, el Señor quiere que sea «menos perfecto» (es un modo de hablar), para que más tarde el proceso me lleve a la libertad de Jesús, que se dejó en manos de sus verdugos como un cordero degollado. Segunda: A la luz de la vida teologal, no he de caer en la trampa de utilizar el proceso como un modo de controlar mi vida y la transformación que el Señor quiere hacer en mí. La fe no se mide por el proceso, sino por la promesa de Dios, que siempre nos desborda. Por eso conviene ser audaz y lanzarse a hacer cosas mayores y, a posteriori, comprobar por los frutos (libertad y paz) si me he pasado o no. Tercera: La interacción de proceso y vocación depende de la obediencia concreta a Dios en el momento de mi vida. Porque el mismo proceso puede llevarme a la experiencia de decir: «¡Ya basta de procesos! Ahora toca vivir solo de fe, creyendo en la gracia del Señor más allá de lo razonable». Cuarta: La última palabra solo la tiene el Señor. Y en eso consiste lo de vivir vocacionalmente.

8.5. Jesús, fuente y cumbre

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El Concilio dijo que la fuente y cumbre de la vida cristiana es la Eucaristía. Hace años que me permito una corrección de gran trascendencia espiritual y práctica: «La fuente y cumbre de la vida cristiana es Jesucristo». Lo cual no minusvalora la Eucaristía, sino que la pone en su sitio. Porque, efectivamente, la Eucaristía es la mediación privilegiada para participar de la obediencia de Jesús al Padre y de su amor redentor a los hombres. Se valora el sacramento, pero como mediación para que la vida entera del cristiano sea la de Jesús, culto «en espíritu y en verdad». De este modo, la vocación del cristiano se enraíza en la existencia ordinaria vivida teologalmente. También este es un punto de revisión en la institución eclesial: si el centro son los sacramentos, la primacía la tiene el clero; si el centro es la existencia del cristiano en el mundo, la prioridad la tiene el laicado. Porque Jesús es centro y cumbre, en la Eucaristía y fuera de ella, de todos los modos posibles. Por indicar algunos: • ¿De quién vive el laico, sino de Él, «camino, verdad y vida»? • ¿Quién ilumina las relaciones interpersonales y mi trabajo y mi entrega al prójimo, sino los hechos y palabras de Jesús? • ¿Quién me enseña a ser libre y a no hacer mi voluntad? • ¿De quién aprendo a vivir en discernimiento, sino de Él, que en Galilea trajo el Reino de un modo activo, y en Jerusalén de un modo pasivo, a través del sufrimiento? • ¿Con quién confronto mi proyecto de vida, sino con el suyo? • ¿A quién amo con todo mi ser, sino a mi Señor Jesús, que no niega nada humano, pero lo resitúa, integra y transforma? • Y cuando vacilo, digo con Pedro: «¿A quién iremos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6).

8.6. ¿Se necesita acompañante? Más de un lector, con la mejor buena voluntad, dirá: ¿Cómo puedo vivir así, en discernimiento, sin un maestro espiritual? Diré mi opinión al respecto, subrayando que cada persona tiene que encontrar su propio camino.

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No soy partidario de buscar inmediatamente un/a acompañante, porque nos dejaremos llevar por la inseguridad y una cierta ansiedad por acertar. Primero hay que intentarlo solo, aunque uno se equivoque. Se gana en autonomía y se aprende a captar la luz interior de la propia conciencia. Si, al cabo de un tiempo, la persona se siente desorientada, y cada vez más, entonces sí es conveniente el acompañamiento espiritual. Me atrevo a decir que, efectivamente, la mayoría de los que hacen un proceso de personalización y aprenden a vivir teologalmente suelen necesitar esa mediación. Más delicado, pero importante, es preguntarse quién es el acompañante adecuado: en quién puedo confiar siendo yo mismo; quién me discierne, pero me ayuda también a discernir la obra de Dios en mí; quién me promueve y no me da recetas; con quién tengo la sensación de que respeta mi proceso y, a la vez, corrige mi tendencia a controlar mi vida... El acompañamiento tiene sus fases: una primera, de desbroce, en que se da la iniciativa al acompañante, con tal de que, simultáneamente, enseñe el autoproceso, es decir, la autonomía del acompañado; la segunda requiere cierta regularidad, cuya frecuencia conviene consensuar; en la tercera fase conviene menos frecuencia, pues el acompañado ha aprendido a discernir su propio camino (podríamos llamarla fase de «confrontación»).

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9. Qué, cómo, desde dónde Seguimos la misma dinámica de la existencia vivida teologalmente. Si no se tiene tal luz, no será entendido todo. Pero, seguramente, a más de un laico/a le abrirá horizontes con los que conecta sin saberlo, y a más de uno/a, también, le suscitará un cierto modo de ser cristiano.

9.1. Qué, cómo, desde dónde El «qué» se refiere a la conducta relativamente objetivable. El «cómo», a la calidad e intención consciente. El «desde dónde» nace de la fuente inobjetivable del corazón, a distintos niveles, según la transformación interior de la persona. Tener un hijo es bueno. Tenerlo responsablemente y que llegue a ser persona libre e hijo de Dios es más importante. Pero la intención puede nacer de ideología o de amor de fe. Lo decisivo es siempre el «desde dónde». Comprometerse en una asociación de vecinos para hacer justicia a familias marginadas es valioso. Hacerlo porque el otro te importa, más. Pero hay muchos niveles desde donde se puede vivir el amor al prójimo. Cuando se tiene vida teologal, es cuando el «desde dónde» adquiere luz determinante para ser cristiano. La fe, la esperanza y el amor dejan de ser virtudes a cultivar y comienzan a ser fuente de vida. No se plantea la vida como equilibrio entre oración y acción, sino como mediación para vivir en obediencia al Señor. El examen de conciencia deja de ser un análisis, porque se tiene experiencia global del pecado, vivido desde la relación con Dios, ante su amor absoluto. Así que la existencia del cristiano va encontrando una sabiduría que tiene que ver con la transformación personal, más que con la conducta. No se trata de funcionar más o menos bien, sino de vivir según Dios, al modo de Jesús, actuados por dentro por el Espíritu Santo.

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9.2. «Sin amor todo es nada» La frase de Teresa de Jesús resume la enseñanza de Pablo sobre el primado del amor en la existencia cristiana, el famoso «himno a la caridad» de 1 Cor 13. No se define el amor. Este se manifiesta en signos. El primado del amor es absoluto, de tal modo que los mejores dones espirituales (como la evangelización o el discernimiento, o incluso la fe) no valen nada sin amor. Las obras buenas, que a primera vista significan amar, como puede ser repartir los bienes propios a los necesitados, si no nacen de un amor verdadero, tampoco sirven. Ni el heroísmo de la perfección o del martirio, como puede ser entregar el cuerpo a las llamas, vale para nada si no está motivado por el amor y vivido con amor. Así que se trata de amar, pero con amor teologal, el que viene de Dios y cuyo referente máximo es Jesús: paciente y servicial, sin envidia, humilde, generoso y manso, inseparable del espíritu de verdad. Su fuente es el Padre, que todo lo excusa y todo lo toleró al entregarnos a su Hijo hasta la muerte. Este amor cambia radicalmente las relaciones humanas, porque es capaz de creer en el otro más allá de lo razonable y de esperar en el otro más allá de lo controlable, a pesar de todo. Y es que este amor es fuente del corazón, más allá de los imperativos morales, más allá del sentimiento, y no depende sino del don que nos hace Dios de su propio amor, el del Espíritu Santo. El cristiano con vida teologal: • Lo percibe a veces, precisamente porque lo nota como gracia ante su incapacidad de amar así. • Ante este amor sabe lo pecador que es. • Lo pide todos los días para ser hijo de Dios.

9.3. Vivirlo todo con Dios Los apartados anteriores promueven un talante vital que va llevando a la unificación. Un criterio altamente valioso es el de vivirlo todo con Dios. 59

Sobreabundan en demasiados cristianos/as las disociaciones: • Se vive con Dios lo que responde a nuestros deseos, o bien lo contrario: el sufrimiento y la impotencia. Depende, lógicamente, de la historia vivida de la relación con Dios. • Se disocia lo sagrado y lo profano. Se vive con Dios la Eucaristía, la oración, las reuniones con otros cristianos... Lo profano, el trabajo, la familia, las relaciones de amistad, las noticias internacionales, etc. quedan aparte, en el mejor de los casos, para adoptar actitudes éticas. Para la madurez de la fe es esencial saber que Dios tiene que ver con todo y percibirlo en todo: cuando hace frío o cuando hace calor; cuando se tiene un hijo; cuando ocurre un tsunami; cuando se desencadena una guerra; cuando una pareja se casa por la Iglesia o por lo civil; cuando hay que votar; etc., etc. El Dios en quien creemos sustenta toda la realidad y es amor providente. Por ello agradecemos y pedimos; y cuando nos cuesta verlo en situaciones de injusticia y en el sufrimiento extremo, seguimos confiando. ¿Se puede vivir con Dios incluso el pecado? ¿Podemos contar con Él, siendo así que Le hemos ofendido? Sin duda. Más aún: solo con Él cabe vivir el pecado, pues solo Él puede resolver el conflicto que tenemos con Él. Como es obvio, esto de vivirlo todo con Dios se hace a distintos niveles. No es lo mismo referirlo todo a Dios, porque el sentimiento religioso ha sido educado en la piedad para vivir en presencia de Dios, que el amor de fe, que mira toda la realidad desde el corazón de Dios.

9.4. Espíritu y mediaciones Espíritu es la capacidad que nos da el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (Rom 5), de tener relación inmediata con Dios mediante la fe, la esperanza y el amor. Tal capacidad se realiza siempre en mediaciones, exteriores o interiores, comunitarias o personales, sacramentales o seculares. Las mediaciones no son medios para un fin ni puentes para la relación con Dios, pues la inmediatez con Dios se realiza en las mediaciones. Es así como el Dios cristiano

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ha querido y quiere autocomunicarse: en mediaciones. Hay mediaciones que son privilegiadas, porque son la actualización de la Historia de la Salvación: por ejemplo, la Palabra y la Eucaristía; pero se nos dan para poder vivir la inmediatez con Dios en todas las mediaciones. La oración es una mediación especial, porque favorece la relación de intimidad con Dios. Pero son más importantes las mediaciones «configuradoras», porque son las que elige el Señor en su providencia. Cuando se tiene vida preteologal, las mediaciones se absolutizan, se consideran fines y, por lo tanto, dificultan la libertad del Espíritu Santo. Cuando se tiene vida teologal: • Se distingue por luz interior entre el Espíritu y sus mediaciones. • Todo puede y debe ser mediación para el Espíritu. • La sabiduría de la existencia cristiana estriba en centrarla en el Espíritu, es decir, en la vida teologal, pero estableciendo las mediaciones adecuadas según la llamada del Señor en cada caso y momento. Desde esta perspectiva redactaremos los apartados y capítulos que siguen, pensando siempre en las mediaciones más propias del laicado cristiano. Porque en el Espíritu todas las vocaciones son iguales. La diferencia está en las mediaciones/carismas, con sus ventajas e inconvenientes, como vimos en el cap. 4.

Permítame el lector/a repetir: «La vida cristiana no consiste ni en oración ni en acción ni en pasión, sino en creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad de Dios». Frase repetida, porque ilumina este apartado y porque expresa un núcleo superesencial de la existencia cristiana.

9.5. Proyecto de vida Era necesario detenerse en los apartados anteriores para ahora, decididamente, descender a la praxis de la existencia: el proyecto de vida. No hay recetas ni esquemas preestablecidos, pero cabe sugerir criterios.

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Llamamos «proyecto de vida» al conjunto de mediaciones que intentan objetivar nuestra obediencia y fidelidad al Señor. Primer criterio: la prioridad de la vida ordinaria, aquellas mediaciones que tienen un carácter estable y que estructuran mi modo habitual de vivir y actuar. Segundo criterio: el conjunto de la semana debe trazar un combinado que integre distintos tiempos: para la pareja y la familia, trabajo y tiempo personal (aquí, la oración y cultivo de otras necesidades), participación en la parroquia (Eucaristía, sobre todo) y cómo utilizar el tiempo libre (entrega al prójimo, ocio saludable, relaciones de amistad). Tercer criterio: las mediaciones han de ser escogidas, pues caben distintos combinados, teniendo en cuenta el camino personal que el Señor está haciendo con cada uno/a. Cuarto criterio: el proyecto no es para ordenar la conducta, sino para reforzar el proceso de transformación. Por eso exige discernir: • La realidad: luces y sombras. • Escoger las líneas de fuerza donde se pone en juego la verdad de la persona y su transformación. • Las mediaciones adecuadas. Estamos hablando del proyecto personal, al que pertenece, evidentemente, la realidad de las personas con las que convivo, el trabajo, etc. Cabe también elaborar el proyecto de familia, un poco más complicado, sin duda, pero altamente enriquecedor. Pertenecen a este proyecto de vida cristiana el discernimiento y las opciones por un determinado estilo de vida que tendrá que tener en cuenta: • Lo económico: austeridad y compartir (en algunos casos, incluso la pobreza voluntaria, que tiene diversas modalidades). • Cómo ocupar el tiempo libre (que no siempre ha de ser en función de la radicalidad). Estamos hablando para laicos con conciencia vocacional y un cierto desarrollo de la vida teologal.

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9.6. Los preferidos de Jesús Está claro quiénes son: los pobres, los excluidos, los enfermos, los desesperados, los desorientados... Basta leer el Evangelio. Entre laicos habrá distintos modos de vivir esta preferencia inequívoca de Jesús: • Aquellos cuyo proyecto dedica tiempo, dinero y corazón a estar con ellos y promoverlos humana y espiritualmente (esto último, si viene al caso). • A otros les gustaría, porque tienen sensibilidad para ello, pero su obediencia al Señor no implica dedicación. Viven a los preferidos al Señor en el entramado más anónimo de la vida ordinaria: cuando hay que estar con un vecino que vive solo o con un pobre con el que te tropiezas en la calle, o cuando en la actividad social de la parroquia te piden dos horas semanales para colaborar en un determinado proyecto; etc. • También hay laicos cristianos ocupados en cosas que tienen que ver con el Reino, aunque sea a más distancia física de los pobres: familia numerosa, problemas familiares, dedicación al pensamiento, a mejorar las condiciones laborales para sí y para otros; etc., etc. No olvidemos: creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad de Dios.

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10. Las mediaciones afectivas Comenzamos a tratar algunas mediaciones que pertenecen de manera normal a la existencia cristiana del laico. Sin ninguna pretensión sistemática, buscando reflexión y discernimiento espiritual. En mi opinión, el mundo afectivo de las relaciones interpersonales es la mediación más importante de la vocación cristiana, tanto en los célibes como en los no célibes. Al fin y al cabo, Dios es amor (1 Jn 4) y Jesús ha concentrado el Reino en el amor a Dios y al prójimo (Lc 10). En este capítulo hablamos del amor humano en cuanto mediación espiritual.

10.1. Variedad y niveles El mundo afectivo del laico es muy variado, especialmente si está casado y tiene hijos. Se añade la familia por el lado de él o de ella. Relaciones en el trabajo, que son más que laborales. Esa historia de lazos afectivos que se han desarrollado y permanecido desde la infancia. Nuevos conocidos en la vivienda común, con los vecinos, con los padres que tienen hijos en el mismo colegio de los hijos, con otros cristianos/as de la parroquia o de grupos con los que se comparte la fe, aquellas personas (pocas) con las que hay complicidad y a las que se hacen confidencias... El mundo afectivo se estructura por niveles, de tal modo que, si no es así, hay problemas afectivos no resueltos o mal resueltos. Si se confunde el amor de pareja con el vivido con la propia madre... Si en el amor a un hijo se proyectan las propias frustraciones... La madurez humana consiste en unificar y diferenciar los niveles afectivos: • El amor de los padres y a los padres es el subsuelo de toda la afectividad humana y religiosa. La psicología religiosa enseña cómo las imágenes de la afectividad con Dios se enraízan, a través de los símbolos, en las experiencias de la infancia. • El amor de pareja es el milagro que Dios ha creado para que dos personas sean una, permaneciendo distintas. Amor que totaliza, amor de pertenencia. No es 64

extraño que simbolice el amor de Dios a Israel o el amor de Jesús a la Iglesia, el amor de alianza. Así han leído los místicos el Cantar de los Cantares. • El amor a los hijos, vivido con madurez, saca lo mejor de las personas al promover la autodonación desinteresada. Jesús lo ha descrito incomparablemente en la parábola del padre y de los dos hijos (Lc 15). En contrapartida, si no hay madurez, puede ser profundamente destructor. • La amistad, esa relación de confianza y honda vinculación, que no se busca ni se produce por voluntad, contiene secretos de transformación que maravillan. No se confunda con la necesidad inmadura de la adolescencia. La relación del discípulo con Jesús (basta leer Jn 13–17) conlleva una insospechada hondura de amistad. • En la vida de un laico/a abunda el mundo afectivo de las amistades que vinculan superficialmente, pero que son válidas: amigos/as de cuadrilla, relaciones diferenciadas entre vecinos, etc. No implican especialmente el corazón; pero se agradecen y, en algunos momentos de la vida, se necesitan. • La afectividad de colaboración no crea relaciones interpersonales, pues el objetivo está fuera; pero con frecuencia es un ámbito adecuado para auténticas relaciones interpersonales. • La relación de ayuda tiene mil formas y debe ser siempre implicativa, pero con esa distancia exacta en que amar es promover al otro en cuanto otro, justamente. ¿Cómo adentrarnos en la capacidad que muestra Jesús en sus relaciones de ayuda: compasión, entrega, olvido de sí...? Cada relación y cada nivel tienen su riqueza propia; pero la afectividad es mediación espiritual proporcionalmente a cómo nos desprotege y nos transforma por dentro, el corazón, cabalmente. El corazón y el cuerpo, porque no hay afectividad humana que de algún modo no sea corporal. La importancia que tienen en la infancia las caricias y los abrazos. Cuando llega la adolescencia, hay que integrar el enamoramiento y las expresiones corporales. En la pareja, la afectividad sin sexo no llega a realizar la pertenencia, por no decir que es antinatural. La amistad está en la mirada, en la cercanía física, en estrechar las manos... ¿Por qué en la espiritualidad cristiana no se ha sabido cultivar esta dimensión de la

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afectividad corporal? El laico debe recuperarla e integrarla, porque entra en su modo normal de relacionarse con las personas.

10.2. Mediación espiritual La afectividad humana es el presupuesto normal para la afectividad con Dios. Ciertos problemas espirituales dependen de dichos presupuestos, de modo que la persona no puede relacionarse afectivamente con Dios si no los aborda. Pero la afectividad humana se hace mediación espiritual a través de un proceso, no automáticamente. Porque también puede ocurrir que la afectividad humana, en vez de ser mediación, sea obstáculo. El tema es muy importante, pero delicado. Usaré cinco palabras para describir el proceso de la afectividad humana como mediación espiritual. Asumir En la relación con Dios se proyecta el mundo afectivo de la necesidad: gratificación, seguridad, dependencia, confianza primaria... La relación con Dios no es una superestructura espiritual sin enraizamiento humano, so pretexto de que es un don sobrenatural. Basta leer los salmos para comprender el realismo humano de la relación con este Dios revelado en Jesús y su humanidad. Incluso en las alturas místicas, purificada la afectividad, subsisten sus raíces humanas. Nunca dejamos de ser criaturas. Integrar Durante un tiempo, normalmente largo, hay que interrelacionar el crecimiento humano y la relación con Dios. La pedagogía simultánea es el arte de dicha relación. En lo humano, el otro es más que necesidad; comienza a significar; la afectividad se hace interpersonal. En lo espiritual, Dios es otro, con iniciativa propia y autoridad inmanipulable.

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Por ejemplo, la relación de pareja ilumina los textos bíblicos de la alianza. Y la fidelidad de Dios, mil veces expresada en la Biblia, da hondura al amor humano de pertenencia. ¡Que los padres nos cuenten cómo el amor a los hijos viene a ser la mediación privilegiada para asomarse al corazón de Dios! Resituar También en lo humano hay un momento en que se resitúa la relación, cuando la confianza en el otro no depende de que se realicen mis deseos. Dios mismo se encarga de tomar la iniciativa en la relación afectiva con el creyente; y sin negar nada, todo empieza a ser distinto: • Dios comienza a ser alguien personal que ama libremente, y yo no puedo ni debo disponer de Él. • Me atrae cada vez más su modo de revelarse y de actuar, que se traduce en un nuevo modo de leer la Biblia. • Ya no se trata de quién es Dios para mí, sino de quién quiere ser Él para mí. Está emergiendo la afectividad teologal, que, en contrapartida, resitúa también las relaciones humanas: • El amor al otro (pareja, hijos, amistad) es inseparable de un respeto sagrado a su ser personal. • Intuición de que hay un amor más grande para amar, el que viene de Dios. • Lucidez respecto al pecado: egocentrismo con las mejores intenciones, resistencias al olvido de sí... • En la ética cristiana, ya no se puede separar el amor de Dios y el amor al prójimo. Purificar El cristiano ama como sabe y como puede; pero ahora entiende que solo Dios puede enseñarle y darle el amor de Jesús y que para ello tiene que ser purificado. • Desapropiaciones afectivas a través de conflictos con las personas más queridas. • Dar sentido a los fracasos de relación. 67

• Conciencia del pecado como estado permanente del corazón, incapaz de un amor desinteresado. Sin amor teologal no hay posibilidad de purificar la afectividad, pues solo Él puede hacerlo. Es frecuente que la purificación en la relación con Dios, mediante «las noches» (san Juan de la Cruz), vaya acompañada de desgarros afectivos humanos: por ejemplo, la muerte de un ser querido, o el hecho de que un hijo entre en una dinámica de autodestrucción. Transformar También, y especialmente, en la afectividad se cumple el principio del seguimiento: perder la vida para ganarla; participar en la pasión de Jesús; morir para dar vida, aquella de la que solo el Padre dispone. En la espiritualidad clásica se ha hablado de las «pasividades transformantes». A esta etapa del proceso corresponde la cristificación. El Misterio Pascual, realizándose en el corazón y en la existencia del creyente: • El corazón está guardado por Dios. Ni siquiera sabe si ama; pero toda la vida del cristiano consiste en dar paso al amor de Dios. • ¿De dónde esta paz que no puede destruir ningún desgarro afectivo? • El corazón respira alabanza y agradecimiento al Padre de toda bondad; al Hijo, que nos amó hasta el extremo; y al Espíritu Santo, que gime dentro de nosotros lo mismo en la oración que en las relaciones interpersonales o en el trabajo. Todo amor humano, por fin, ha encontrado su fuente y su hogar, pero al modo de Dios, según la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Paradoja extrema: más ternura que nunca, más deseo que nunca; pero desde otro lado, pues el amor de Dios desciende de arriba y lo asume, lo integra, lo resitúa y lo purifica todo.

10.3. Matrimonio cristiano

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En el matrimonio, vivido vocacionalmente, encuentra el laico cristiano una mediación espiritual excepcional. Experiencia de amar y ser amado: todo en la vida depende de ello, y todo, humana y evangélicamente, es camino de amor. Proyecto común de amor que a veces se desvía hacia otros proyectos valiosos, pero que no son la verdad íntima del ser pareja. Amor humano fundamentado en la voluntad de Dios: adquiere roca y se alimenta del amor fiel del Señor. Vivir la alianza de amor con Dios amando al otro: sí, literalmente, pues ahí radica el don del sacramento, signo eficaz de la alianza entre Cristo y su Esposa, la Iglesia (Ef 5). ¿Qué son los conflictos de relación, sino mediaciones para aprender a amar más y mejor? La indisolubilidad no es una ley, sino una vocación que hay que agradecer cada día, poniendo en ello la fe capaz de trasladar montañas. La fidelidad, que concentra el corazón y la existencia en un tú limitado e imperfecto; pero el otro siempre es más. La exclusividad, que permite ensanchar el corazón viviendo la afectividad a distintos niveles. Y dar vida: hijos del amor mutuo. ¡Y la vida que dan los hijos a sus padres, en correlación! Y cuanto más unidos están, menos se apropian el uno del otro, y así crece en sobreabundancia el amor de Dios y del prójimo. Y cuanto más se bastan, tanto más se expanden. Signo luminoso del Reino. No siempre se realiza en plenitud, a la medida del deseo; pero siempre, vivido con Dios, es un regalo maravilloso que da sentido pleno a la vida. A veces, por desgracia, fracasa y constituye una auténtica prueba de madurez humana y de vida teologal.

10.4. Soltería cristiana 69

Todavía existe la idea en muchos cristianos de que el soltero/a está mutilado y que, por supuesto, tal estado de vida no es vocación. Puede serlo perfectamente, aunque no haya voto de celibato. La soltería puede ser mediación espiritual de mil maneras: • Dedicación a la familia, cuidando a los padres o a los sobrinos. ¡Cuánta afectividad de la buena, precisamente porque conlleva tanta desapropiación...! • Entrega a un trabajo que mejora la sociedad y al que se dedican las mejores energías. • Disponibilidad para amigos y amigas... y tantas otras personas que echan mano del soltero/a. • Tiempo y tarea para la parroquia, el voluntariado, la atención a enfermos y ancianos, asociaciones de derechos humanos... • Tiempo y tarea para evangelizar de mil formas: grupos, acompañamientos personales y, si hay formación, ¿por qué no?, retiros, Ejercicios espirituales, cursillos... Ser soltero/a es una mediación privilegiada para que Dios ocupe el corazón. Cuando no hay pareja, Dios no la sustituye, pero regala el ciento por uno: descanso, intimidad, pertenencia, fidelidad, totalización, compañía, agua viva del corazón hasta rebosar; «el lote de mi heredad y mi copa», que dice el salmista. Para ello, evidentemente, la oración personal es la condición. Al soltero/a se le da esa «soledad habitada», que es patrimonio de cualquier vocación, pero que en el soltero cristiano encuentra su tierra propia.

10.5. El amor de Dios y otros intereses En la existencia cristiana es inevitable la tensión entre el mandamiento primero, el del amor total y único al Señor (Dt 6, retomado por Jesús: Lc 10) y otros intereses vitales. ¿Se puede vivir la pertenencia a Dios y la pertenencia a la pareja? Sí, rotundamente, si hay sabiduría para que se potencien la una a la otra y se vivan a niveles diferentes del corazón, con afectividad una y diferenciada. 70

¿Se puede amar a Dios con todo el ser amando a los hijos hasta dar la vida? Sí, claramente, si se sabe distinguir entre la carga psicoafectiva del corazón y la fuente interior que es Dios. ¿Se puede vivir el primado de la voluntad de Dios en todo, con la indiferencia espiritual correspondiente, y desear y entregarse a otros intereses (el trabajo, la cultura, aficiones varias...)? Sí, sin duda, si hay sabiduría para que los otros intereses no distraigan el corazón y, sobre todo, si hacen crecer a la persona y, además, sirven al prójimo. ¿Se puede optar por el amor de Dios sintiendo la necesidad irremediable de ser amado? Por supuesto que sí; pero habrá que aprender a centrar el corazón en la intimidad con Dios, de modo que las otras necesidades no interfieran y sean mediación, justamente. Pero este camino de integración y transformación del deseo no puede ser preestablecido. Hay que hacerlo sobre la marcha, viviendo en discernimiento y pidiendo el Espíritu Santo.

10.6. Algunos problemas Ha podido dar la impresión de que he hablado de la afectividad cristiana casi como un adolescente, resaltando los aspectos positivos. Esta mediación de la afectividad es tan determinante que de ella depende la sabiduría humana y espiritual de la existencia. Pero hay que señalar, igualmente, el contrapeso de los problemas que acarrea, precisamente, cuando uno pone aquí lo mejor de sí mismo. Por ejemplo: • Las decepciones sufridas con personas de las que se esperaba tanto... • Las rupturas matrimoniales. • Los enamoramientos que se cruzan sin buscarlos o en momentos críticos. • Sentimientos de venganza ante una injusticia o conducta egoísta. Cada una de estas experiencias pone a prueba la capacidad de amor y el sentido que el sufrimiento tiene en la existencia cristiana. Hablar de cómo puede ser camino/mediación cada uno de esos problemas no corresponde a este libro. 71

Me ocurre con cierta frecuencia que alguien me cuenta el conflicto matrimonial que tiene. Espera de mí una solución, cuando el conflicto es terminal, y poco o nada puede hacerse. Suele extrañarse de mi planteamiento. Por un lado, como es obvio, hay que poner medios para una posible solución. Por otro, siempre sugiero esta reflexión: «Pregúntate –ahora, si puedes; si no, más tarde– cómo esta situación puede ser una gracia para la pareja y para ti. Pregúntate, sobre todo, dónde has fundamentado el sentido de tu vida». Para esto son los problemas inevitables, más graves o menos graves, para tomar conciencia de la verdad creyente de nuestras vidas.

10.7. Cuando el corazón se concentra En el camino de la vida cristiana, llega un momento/fase en que el corazón se concentra. Antes, Dios era lo más importante, pero estaba mediatizado por otros intereses que dividían el corazón o, cuando menos, lo dispersaban. Ahora, siempre a través del sufrimiento, si se ha vivido teologalmente, llega la hora de la suficiencia de Dios. Como he explicado antes, el amor de Dios lo resitúa, lo purifica y lo transforma todo. Antes había habido momentos de nostalgia, al comprobar lo lejos que se estaba de la unificación. Ahora se intuye que no hay vuelta: ha llegado la concentración. Tiene que ver con la fase espiritual del seguimiento, cuando el discípulo es llamado a perder la vida para ganarla. Algunos criterios para ello: • Se integra lo humano, en la medida en que pertenece a la vocación y es más mediación que nunca. Se potencia, incluso, aunque al otro, si no vive teologalmente, le puede crear problemas, a veces incluso de celos. • Se seleccionan las múltiples relaciones anteriores, no según criterios de interés, sino de concentración; entre otras razones, para no perder tiempo. • Se limitan otros intereses vitales que en otras épocas fueron necesarios y que ahora son legítimos, pero están perdiendo interés, porque el corazón se concentra. • Entra la sabiduría afectiva de la desapropiación en todo. No se confunda con el distanciamiento interior, pues la vinculación honda permanece y se purifica. 72

• Se fortalece el olvido de sí y la entrega incondicional. • Aumenta el tiempo de la oración personal con nueva sabiduría teologal. • Se vive la Eucaristía con una intimidad especial con Jesús y en relación con el Padre. Más de un lector/a dirá que escribo para santos. Tiene una parte de razón; pero olvida que los cristianos somos llamados a ser santos. En ningún momento he hablado de opciones que separan al laico de su condición normal de vida. Lo que sucede es que tiene que estar en el mundo sin ser del mundo.

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11. La mediación del trabajo Amor y trabajo configuran la existencia humana, especialmente en nuestra cultura occidental. Bipolaridad antropológica: relaciones humanas y transformación del mundo. No forma paralelismo exacto, pero tiene que ver con la bipolaridad religiosa oración/acción.

11.1. Amor y trabajo Según se dé más peso a uno o a otro, así se percibe desde dónde da la persona sentido a su vida. Tradicionalmente, se suponía que el mundo propio de la mujer era el afectivo; pero, tanto entonces como ahora, cuando la mujer se queda en casa, ¿trabaja menos que el hombre? Lo sorprendente es que solo se llama «trabajo» al que no es domestico. Cuestión cultural que hay que revisar. La novedad es que cada vez más mujeres están incorporadas al mismo ámbito laboral que el del varón. Desde el punto de vista del laicado cristiano, consideramos trabajo toda actividad que tenga que ver con la transformación de la realidad: organización y producción de bienes materiales o sociales. Da lo mismo hacer la cocina o estar en la oficina de una empresa, cuidar del bebé o dar clases en una academia. Unas preguntas nos ayudarán a tomar conciencia de lo que el trabajo significa en nuestras vidas: • ¿Tiendo a separar amor y trabajo, de tal modo que este únicamente es función y no atañe al corazón? Esta cuestión es central para la experiencia espiritual. • ¿He escogido mi carrera o mi trabajo teniendo en cuenta criterios evangélicos y discerniendo la voluntad de Dios? • ¿Vivo el trabajo en función de lo económico, es decir, para la subsistencia o el enriquecimiento, o soy capaz de vivirlo con otras dimensiones, de tal modo que me resulta mediación a la vez humanizadora y espiritual?

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El trabajo de un laico/a ocupa muchas horas. Si queda reducido a responsabilidad funcional, paga las consecuencias el corazón y, más hondamente, la capacidad de vivirlo todo con Dios y desde Dios. A veces hago esta pregunta: «¿Te acuerdas mucho de Dios en el trabajo?». La respuesta suele ser significativa.

11.2. Mediación espiritual Es vital descubrir cómo el trabajo puede y debe ser mediación espiritual. Para ello utilizaré el discernimiento por niveles, que corresponden al proceso de personalización del trabajo en un creyente: 1) El más elemental: si me ayuda a ser responsable y a tomar la vida en mis manos. ¡Cuántos trabajadores solo trabajan mirando a los jefes...! 2) Lo más normal es trabajar por amor a la familia. Este trabajo humaniza. 3) En el trabajo se puede buscar la autorrealización. Lo cual tiene valor si hace crecer a la persona en autoestima, en autonomía, en creatividad. O es un contravalor si la autorrealización es mera búsqueda de éxito social y de imagen. 4) El trabajo requiere espíritu de servicio y colaboración, con libertad interior, sin protagonismo narcisista, aunque a uno le toque hacer de líder o de jefe. 5) El trabajo es mediación espiritual si se ve en él un modo de colaborar con el Dios creador, que encomendó al hombre dominar la tierra y respetar la finitud. 6) Mediación espiritual extraordinaria si es vivida en obediencia de amor al Señor, que nos ha puesto ahí. Porque tal obediencia es fuente mayor de responsabilidad; pero, al mismo tiempo, de vida teologal, porque no cuenta tanto el qué ni el cómo, sino el desde dónde. 7) Cuando el trabajo es percibido como misión, nada cambia a primera vista, pero todo es distinto. Se notará en la calidad de las relaciones interpersonales, en la atención a las personas que acuden a uno, en el propio corazón, unificando oración y acción, intimidad con el Señor y entrega al prójimo. Lógicamente, este camino, con sus niveles, depende del proceso global de transformación personal del cristiano/a. 75

11.3. Con y para las personas Con excepciones, en todo trabajo hay personas: unas, con las que se trabaja; otras, a las que se atiende. La calidad de nuestro trabajo es proporcional a la calidad de nuestra relación con las personas. Un laico cristiano está especialmente atento a ello, porque le sale de dentro. S. T. es maestra en un colegio público. No es la más brillante de las profesoras, pero cuando prepara las clases, nunca se le olvida que los alumnos/as necesitan algo más que conocimientos. Así que el fin de semana dedica siempre un tiempo a pensar en cómo aprovechar la clase de lengua para introducir preguntas y reflexiones que vayan más allá del simple aprender. Algunos alumnos le llaman «pesada», porque les mete «rollos»; pero todos la echan en falta cuando no está. Algunos alumnos/as que dejaron el colegio, cuando la encuentran en la calle, la saludan cordialmente y le dicen con cariño: «Gracias, mil gracias, S. T., por haber sido tan pesada en la clase de lengua». Nadie sabe que es cristiana, ni falta que hace, pues, si algo tiene claro S. T., es que no puede utilizar la clase para hacer proselitismo religioso. T. S. es cartera. Trabajo minucioso y paciente, de buzón en buzón, recorriendo el barrio asignado. Hay días en que se le acumula el reparto y tiene prisa. Los vecinos la conocen bien y le cuentan sus cuitas. El otro día, una le soltó a la cara: «Cada día te veo sonriendo. ¿Qué te pasa a ti? Porque ya sé que estás separada, tienes tres hijos, y tu sueldo no te da para mucho». Me lo contó en la entrevista de acompañamiento que tenemos cada cierto tiempo. No hace falta ser cristiano para tener sensibilidad con el prójimo. Pero estas dos mujeres lo son y conocen bien el manantial que les permite trabajar así. Hacen oración todos los días, y cada día, antes de ir al trabajo, le van presentando al Señor los rostros de las personas a las que tienen que atender.

11.4. Ambivalencias culturales En el trabajo repercuten especialmente las ideas, valores y contravalores de la sociedad en que vivimos. Voy a indicar algunas ambivalencias que tienen mucha influencia y que un laico cristiano tiene que discernir. 76

La absolutización del trabajo en nuestros países occidentales ha aportado, sin duda, aspectos de enriquecimiento humano, no solo en el plano económico, sino también en el social e incluso, en algunos aspectos, en el plano ético. El hombre no sería protagonista de su historia sin su entrega al trabajo que transforma el mundo. Pero la absolutización del trabajo termina alienando a las personas: no saben perder el tiempo para dedicarse a los valores no productivos, pero vitalmente necesarios; fundamentan el sentido de la existencia en la eficacia controlable; no saben qué hacer ni con la interioridad ni con la experiencia religiosa; etc. Cuando la valía profesional es el criterio decisivo para ser persona, uno se entrega como un esclavo a la imagen social. ¿Dónde queda la verdad de la persona y su maduración? Cada día podemos constatar el desajuste, por ejemplo, entre la profesionalidad de alguien y su madurez afectiva. F. G. es enfermero que trabaja con ancianos. Vale mucho: lo dicen todos. Le han propuesto hacerse responsable de una clínica privada, pero lo ha rechazado. ¿Por qué? Porque quiere una relación directa con los mayores, a los que cuida con un mimo entrañable. Cuando se lo cuenta a alguien cercano, no se lo cree: «Tú eres tonto», le dicen. Pero F. G. ha optado por el trabajo que se preocupa de las personas, no por el trabajo que le hace subir de «status». G. F. trabaja en la cadena de montaje de una fábrica de coches. En esta crisis económica que vivimos, ha tenido que aferrarse a ello, aunque no le gusta nada. Al principio le costó horrores: un trabajo tan mecánico, tan poco personalizado... Ahora ha comenzado a darle la vuelta. ¿Cómo? Con una sabiduría muy sencilla: trabajar por amor a su familia, estar pendiente de sus compañeros de trabajo, aprovechar la rutina para estar con Dios, diciéndole frases cortas de súplica y agradecimiento... Terminó nuestra conversación diciéndome: «Él sabrá por qué estoy aquí». ¿No dijo Jesús que la fe puede con las montañas?

11.5. Algunos problemas El primero, el paro. Y es que el no tener qué hacer, el sentirse inútil, el vivir «de gorra», tiene que ser desesperante. Encima, el fantasma de la inseguridad económica y del futuro

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al aire de la familia... Apelar a las palabras evangélicas (Mt 6) de que Dios nos cuida mejor que a los lirios del campo suena a música celestial. Conozco, sin embargo, a algunos/as que se aferran a esas palabras mientras piden «el pan de cada día» y remueven las piedras para encontrar un trabajo, el que sea. Hay situaciones laborales que ponen al cristiano entre la espada y la pared, porque suponen un desafío para sus principios éticos. Los jefes le han dicho claramente a D. E. que, o miente con respecto a la producción de la empresa o se queda en la calle. No ha dudado un instante en ser fiel a su conciencia. Pero es que E. D. lo tiene más complicado. En su trabajo de médica, los compañeros la machacan viva. En justicia, tendría que denunciar; pero su corazón cristiano le dice que la injusticia le atañe a ella personalmente, no al bien común. Así que decide aguantar. Pero me confiesa que cada mañana tiene que pedirle al Señor paz y capacidad de perdón. E. D. no es precisamente una persona inhibida, pero su vida teologal la libera de la necesidad psicológica de autoafirmación. En otro tiempo no fue así, sino que se enfrentó con coraje, aunque –hay que decirlo– no consiguió nada. En estos problemas del trabajo, el laico/a cristiano tiene un plus de referencia que otros no tienen: ¿qué trabajo elegir? Lo normal es elegir el que gusta y favorece económicamente. El cristiano intenta discernir delante de Dios: «¿Qué trabajo, si puedo elegir, me ayudará a ser mejor discípulo de Jesús, aunque gane menos?». Como en todo, tampoco en el trabajo el cristiano se diferencia de la mayoría de los humanos; pero lleva siempre entre manos experiencias y opiniones que van más allá.

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12. La mediación del sufrimiento El sufrimiento se presta a los extremos: o destruye o promueve a la persona; puede ser la clave para descubrir a Jesús y, desde Él, entrar en el discipulado, o puede defenderse con afirmaciones tan superficiales como esta: «Dios no quiere que suframos; lo permite».

12.1. O destruye o promueve En el sufrimiento se encuentra el hombre con la verdad de su condición humana. Toda la autosuficiencia, el creer que uno tiene respuestas para todo, la fe misma como evidencia del amor de Dios, que quiere la felicidad del hombre..., saltan en pedazos. Y, sin embargo, lo esencial de ser persona y de ser cristiano depende de cómo vivamos el sufrimiento. C. D. es bipolar y pasa por fases terribles de depresión. Hace años que se le da bien el confiar como una niña en Dios Padre. No le soluciona el estado depresivo, pero confiesa que, a pesar de todo, en lo más profundo de su conciencia, tiene una paz misteriosa. No es psicológica, claro; pero es real, porque le permite entregar al Señor su enfermedad. Sigue poniendo todos los medios (consulta y medicinas), pero confiesa que ya no le pide al Señor que la cure. Le parece un don el poder vivir en obediencia al Señor. D. C. tiene un hijo drogadicto. «Nadie sabe el infierno que he pasado», suele repetir. A raíz de esta catástrofe familiar y personal de su hijo, volvió a la fe. No le ha sido fácil. Le preguntaba constantemente a Dios: «¿Por qué, por qué?». Un día vino a verme para que yo respondiese a su pregunta. «Lo siento, no sé por qué, D. C.; pero esa misma pregunta se la hizo también Jesús a su Dios y Padre: “¿Por qué me has abandonado?” Si puedes, mira a Jesús crucificado» C. E. ha perdido a un hijo de 18 años en accidente. Era de misa diaria, colaboradora incondicional de la parroquia. Lo ha dejado todo. No puede remontar el dolor. No se le puede nombrar a Dios bajo ningún concepto. El resentimiento contra Dios le está enconando el corazón y la vida entera, pues le parece que nada tiene sentido, que la fe es

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un montaje... Se está destruyendo a marchas forzadas. La conocía porque había asistido a los grupos de personalización antes de la tragedia. Solo puedo hacer una cosa: pedir por ella. Y en ese pedir me dirijo también a la Virgen María, que perdió a su Hijo, injustamente condenado y torturado. Hay sufrimientos personales a veces insoportables. Pero resultan más dolorosos los de las personas queridas, porque nos sentimos impotentes, sin saber qué decir ni qué hacer. ¿No será mejor permanecer al lado en silencio, en un abrazo que comparte? Los razonamientos no sirven, y casi nunca tampoco las palabras. Se sufre solo, radicalmente, y en ese santuario de la conciencia, en la oscuridad, solo está Dios, si eres cristiano/a. Si no lo eres, aguantas como puedes y esperas que pase la tempestad, si te queda un reducto de esperanza. No creo que haya un lugar más apto para comprender el don de la fe que el sufrimiento y la muerte. Pero casi siempre se percibe y se agradece de vuelta, no de ida.

12.2. ¿Qué sabe el que no ha sufrido? Esta frase de san Juan de la Cruz contiene tanta sabiduría humana y cristiana que voy a aprovecharla para explicar cómo el sufrimiento es mediación. El sufrimiento es la bofetada de realidad más rotunda que recibimos los humanos para ser adultos. Frente a nuestras fantasías de felicidad y de omnipotencia, nuestro aprendizaje comienza por aceptar la realidad: capacidad de encajar la frustración, de ser libres siendo limitados, de no amar nuestros sueños de amor, sino la realidad del otro, etc. Hay un conformismo que parece realista, y es lo contrario: enmascara deseos infantiles. Pero se es adulto cuando se entiende y se vive aquello de C. Jung: que «nada puede ser transformado si primero no es aceptado». El sufrimiento nos cambia la mirada a la realidad. Sin él, entretenemos la vida con lo superficial y primario. Cuando te toca sufrir, tienes que hacerte preguntas que te obligan a plantearte la vida de otro modo: ¿En qué consiste ser persona? ¿Dónde he fundamentado mi existencia? ¿Qué he hecho de mi vida?

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El sufrimiento nos pone ante la finitud y la muerte. Puedo decidir protegerme aferrándome a las pequeñas parcelas de felicidad que todavía poseo, o puedo también desprotegerme y aprender a vivir de lo esencial: crecer en libertad interior, sin depender de gratificaciones; salir de mí, porque mi vida solo merece la pena si la entrego al otro; agradecer la finitud como don; etc. El sufrimiento enseña algo básico y que sirve al creyente y al no creyente: «la vida no consiste en poseerla, sino en confiar». Hay que subrayar la correlación entre confianza y consistencia. ¡Qué consistencia puede llegar a tener un sentimiento tan frágil y vulnerable como la confianza...! Esta sabiduría necesita tiempo y paciencia con uno mismo, con los demás y con la vida en general. La paciencia parece pasiva y, sin embargo, nos permite integrar positivamente la finitud y transformarla desde dentro, no al modo de la impaciencia, que violenta la realidad. Especialmente con las personas, la paciencia es virtud capital; también con uno mismo.

12.3. El escándalo del mal El sufrimiento es mediación de sabiduría cuando viene de la finitud. Es mediación espiritual para la vida teologal cuando escandaliza, es decir, cuando lo experimentamos como lo no debido. «No es justo», decimos cuando muere de cáncer una madre joven de 33 años, dejando tres hijos pequeños y un marido desesperado. No deben morir de hambre niños y poblaciones enteras de inocentes. ¿Por qué en la cárcel este ladronzuelo de poca monta, y en la calle ese político que ha robado a manos llenas? ¿Por qué la vida le va tan bien a esta persona sin escrúpulos, y tan mal al que es honrado? ¿Cómo decimos que Dios es bueno, si puede arreglar el mundo y no lo hace? Las preguntas tienen que ver con el sinsentido del mal. Los humanos queremos explicaciones, y no las hay. Por eso, la sabiduría creyente ante el poder del mal comienza con este cambio de perspectiva: el mal no tiene explicación, pero puede tener sentido. Nos rebelamos cuando algo nos parece no debido; pero ¿es realmente no debido o lo

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sentimos nosotros como no debido, porque no lo aceptamos y somos incapaces de darle sentido? El sentido siempre está oculto. Requiere un proceso de iluminación interior, de transformación de la persona. Los discípulos que iban a Emaús (Lc 24) no entendían cómo había muerto Jesús injustamente y con tanto sufrimiento. El peregrino tuvo que abrirles los ojos para que comprendiesen que el Mesías tenía que padecer y entrar así en la gloria. Las claves de sentido del escándalo del mal para un cristiano son las siguientes: 1) Confiar sin entender. Porque pretender entender significa tratar de controlar la existencia, fundamentarla en nuestra lógica estrecha. 2) Mirar a Jesús crucificado una y otra vez. Porque en Él el sinsentido ha encontrado un sobre-sentido. ¿Qué creyente puede decir que la muerte de Jesús no tiene sentido, si hemos sido redimidos con su muerte? 3) Por Jesús muerto y resucitado sabemos que nada está perdido, y menos el sufrimiento injusto de los inocentes. Cada crucificado está guardado en el corazón del Padre. 4) Jesús nos obliga a preguntarnos si hay relación entre el sufrimiento y el amor. Decididamente, sí. Aquí estriba, nuclearmente, la luz teologal del cristiano. Y desde aquí comienza a vivir la fuerza mediadora del sufrimiento. 5) El sufrimiento enseña al cristiano a vivir la esperanza como la vivió Jesús: activamente, aliviando el sufrimiento ajeno, liberando a los oprimidos, enseñando a confiar en el Padre de los cielos; pasivamente, cuando el mal se impuso y él experimentó la impotencia, a merced de sus enemigos, quedándole tan solo la entrega a la voluntad del Padre y el dar la vida por nosotros, como uno de tantos que tienen que morir... Solo con esta última obediencia de amor, vivida con Jesús, el sufrimiento se constituye en mediación privilegiada para ser cristiano/a.

12.4. La vida que surge de la muerte

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Si Jesús no hubiese sido resucitado por el Padre, ¿habría merecido la pena su vida por los demás? Sí, sin duda; pero ante su muerte trágica, los humanos no podemos evitar la experiencia de la contradicción más radical de la condición humana: la vida es vida cuando se ama; pero si la última palabra la tiene la muerte... La resurrección resuelve la contradicción, pues el amor vence a la muerte; pero la resuelve a su modo, dejando a Dios la última palabra. Seguimos sufriendo, el mal acampa en el mundo a sus anchas, nos morimos... La vida surge de la muerte; los testigos vieron vivo al Crucificado, pero nosotros lo percibimos en la fe y en la esperanza. ¿Qué vida es la teologal, que no necesita controlar ni saber? Exactamente, es la vida del Resucitado. También humanamente existe esta sabiduría de la vida a través de la muerte. ¿Qué es un hijo, sino un parto largo y doloroso? ¿Por quién entregarías la vida sin dudarlo? ¿Merece la pena una guerra por la libertad de los esclavos? ¿Cuándo has sido más persona que nunca? Pero la sabiduría espiritual de la muerte y resurrección de Jesús desborda nuestros mejores sueños. Basta participar en la Eucaristía. ¡Qué cosas se dicen, cómo celebramos la presencia de Jesús resucitado, por qué recordamos su muerte como fuente de vida nuestra, cómo se establece la comunión entre el Cielo y la tierra! El cristiano no olvida que, a partir de la Resurrección, habrá un momento en que Jesús, el Señor de vivos y muertos, vendrá a juzgar la historia universal. Sí, al fin habrá justicia; esa justicia que en este mundo es tan precaria, muchas veces más aparente que real y también, por desgracia, ciega, arbitraria e injusta. Pero el criterio no será la balanza imparcial de nuestra medida humana, sino el amor compasivo, solidario y desinteresado de entrega a favor de hambrientos, sedientos, desnudos, encarcelados, enfermos (Mt 25).

12.5. ¿Valle de lágrimas? Si el sufrimiento es tal mediación, ¿hay que recuperar la concepción tradicional de que venimos a este mundo a sufrir y que así nos ganamos el cielo, la felicidad eterna?

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Llamar a nuestra existencia «valle de lágrimas» ha propiciado mucha confusión, fomentando una fe dolorista, que ha rozado el masoquismo, y una educación que reprime el placer y las capacidades creativas de las personas. Pero seamos conscientes de que nuestro cristianismo occidental, aburguesado, buscando bienestar y riqueza, consumista y superficial, no solo no es cristiano, sino que tampoco es humano. ¿Qué nos pasa, que no aceptamos la verdad más elemental de la existencia: la realidad del sufrimiento? Nos resistimos al sufrimiento personal; nos tiene sin cuidado el sufrimiento ajeno. La sabiduría que combina el gozo de la vida y el sufrimiento inevitable es fruto de madurez humana y espiritual. Su secreto más íntimo no reside en el equilibrio, sino en el amor liberado del egocentrismo. Se experimenta en la paz propia de la vida teologal: • Cuando se vive agradecidamente, porque «todo es gracia». • Y en abundancia de amor, porque placer y dolor, fracaso y esperanza, vida y muerte, están en las mejores manos: las del Padre. • Cuando te importa el prójimo y sus necesidades y su sufrimiento, y te implicas generosamente en aliviarlo, pero no pierdes la paz y no sabes cómo se te da.

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13. Problemas éticos Gran parte de la existencia tiene que ver con la ética, es decir, con la conciencia del bien y del mal, y para un laico cristiano, con la decisión de seguir las enseñanzas y el modo de vivir de Jesús. Pero aquí se encuentra con una problemática que se le complica. La ética de la Iglesia oficial le crea problemas, el pluralismo ético de nuestra sociedad necesita discernimiento, las situaciones concretas son complejas...

13.1. La ley natural Al laico que se atreve a pensar sobre estas cosas le desconcierta la idea, tan central en la ética oficial de la Iglesia, de la «ley natural». ¿Es antinatural utilizar anticonceptivos en las relaciones conyugales, si se tiene sentido de la responsabilidad con respecto al hecho de tener hijos? La naturaleza primordial de la sexualidad humana es el amor. ¿Cómo puede ser desorden moral el uso de preservativos si existe peligro serio de contraer el sida? En las reuniones de laicos adultos les explico qué hay detrás del criterio de la ley natural: la sabiduría ética de lo objetivo; es decir, que el bien y el mal no pueden ser algo subjetivo, que dependa de la decisión de las personas. Caeríamos en el pecado de Adán (Gn 3), que quiso ser como Dios, árbitro del bien y del mal. Pero no les convence, y a mí tampoco. Estoy de acuerdo en que la ética necesita referencias objetivas: qué es bueno y qué es malo; pero confundir la decisión en conciencia de las personas con el subjetivismo no es justo. Por otra parte, la idea de naturaleza que subyace a la ética oficial no es bíblica, sino que proviene de la filosofía griega y, como tal, es discutible. La naturaleza humana tiene una base en la estructura de la finitud creada por Dios, pero siempre es cultural. Recuerdo haber leído sermonarios católicos del siglo XIX que consideraban la huelga pecado de rebelión contra la naturaleza que la Providencia había determinado, la diferencia entre ricos y pobres, entre trabajadores y patronos. ¿No es antinatural, precisamente, la desigualdad social que hemos creado los humanos?

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Cómo integrar una ética de la subjetividad con la sabiduría objetiva del bien y del mal es un problema pendiente de la ética católica.

13.2. El primado de la persona Este criterio ético lo suelen aceptar con facilidad los laicos. Está en el ambiente, y lo llevan dentro. Ha costado siglos que resulte evidente el primado de la persona; que esta es fin y no medio; que el bien común consiste en favorecer la libertad y el desarrollo de las personas, no algo primordialmente colectivo. Me atrevo a decir que el advenimiento cultural de la persona es una de las conquistas más espléndidas de los países occidentales, que no habría sido posible sin sus raíces humanistas griegas y la conciencia nueva del ser humano que trajo el cristianismo. Lo lleva dentro el cristiano que ha escuchado a Jesús: «El sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado». Adquiere un sentido especial para ello al sentirse hijo de Dios, en relación inmediata, cara a cara, con Dios, y saber que es único para Dios. De Pablo ha aprendido que ha sido liberado de la ley, y por ello su examen de conciencia sobre el bien y el mal no está primordialmente determinado por el orden o el desorden de la conducta, sino por el amor al otro en cuanto otro, con su dignidad inviolable, digno de respeto. Así que el laico cristiano tiene que aprender una ética del discernimiento, que no niega el valor ético de las normas, pero las subordina siempre a la promoción de la persona. Por otra parte, se pregunta si la interpretación de ciertas normas no ha sido (y sigue siendo) una manera de domesticar las conciencias, pues los laicos son considerados incapaces de discernimiento ético. No hay proceso de personalización que no suponga un cambio en el planteamiento ético. El caso de la homosexualidad es ilustrativo. Si la sexualidad es valorada en sí misma, en su naturaleza biológica, la homosexualidad es antinatural; pero si la sexualidad tiene que ver con la identidad personal, la persona tiene que ser fiel a sí misma, a su identidad personal homosexual, justamente. 86

13.3. Compromiso social Que no hay ética cristiana sin compromiso social es evidente. Que el compromiso social supone espíritu crítico con respecto a la injusticia, también lo es. Que tal compromiso solo es posible con una opción preferencial por los últimos, lo es igualmente. En este punto, no suele haber problema teórico. El problema es práctico. Repercute inmediatamente en el mundo del trabajo, sobre todo cuando se tienen responsabilidades. ¿Cómo integrar los intereses y necesidades de la empresa con la opción preferencial por los que no cuentan? La fe no le da al laico ningún plus de análisis racional de lo adecuado, pero le inclina, en caso de duda, en favor de los desfavorecidos. ¿Cómo utilizar los bienes propios? En este punto aparecen reacciones varias dentro de un mismo grupo de adultos cristianos. Todos son (o se creen) solidarios: cuando se limitan a gestos puntualmente generosos en casos de necesidad colectiva; cuando en su proyecto económico comparten habitualmente con asociaciones para necesitados (con Cáritas, por ejemplo); cuando a algunos/as siempre les parece que no hacen lo suficiente por los demás... Si se trata de un compromiso social organizado, que tiene que ver con opciones políticas, las diferencias se multiplican. Comenzando por la visión de la realidad y el modo de entender qué opción política es más justa. Mi experiencia me ha enseñado que cuesta distinguir entre la opción política y el compromiso social; pero me ha enseñado también que de estas cuestiones socio-económicas los laicos saben más que el clero. A nosotros nos van los principios, pero nos perdemos en las aplicaciones, y ello por una razón que solemos olvidar: que las aplicaciones no se deducen inmediatamente de los principios, ya que pasan por mediaciones complejas.

13.4. Pluralismo ético Hay un pluralismo –bastante en boga, ciertamente–, que es la negación de la ética: la responsabilidad queda a merced del momento y de la espontaneidad. Hay un pluralismo ético, pero no cristiano, que no acepta otro criterio que la propia subjetividad. Pero hay un pluralismo cristiano dentro de la Iglesia que acepta la sabiduría objetiva de esta, pero la integra de distintas formas. Cuando Pablo VI publicó la Humanae vitae, declarando 87

inmoral la intervención humana en las relaciones sexuales dentro del matrimonio, algunos episcopados nacionales matizaron algunas aplicaciones; pero lo más llamativo es que el conjunto del pueblo de Dios, los laicos cristianos con un gran sentido ético, no se han atenido a la encíclica. Y es criterio de eclesiología que, si no hay concordancia entre el magisterio y el conjunto de los fieles, hay que revisar los posicionamientos. El pluralismo ético dentro de la Iglesia está apareciendo en campos muy delicados, como el aborto o la reproducción asistida. Un cristiano está siempre contra el aborto en cuanto interrupción voluntaria de la vida de una persona. Pero ¿se es persona desde el primer momento de la concepción? Por otra parte, la ética, en toda su historia, nunca ha sido un sistema cerrado. Pablo, que afirmó la igualdad del hombre y de la mujer, del esclavo y del libre, a partir de Jesús (cf. Gal 3), no sacó la conclusión de que era inmoral tener un esclavo (carta a Filemón). Se necesitaron siglos hasta que hoy a todos nos parece evidente que ninguna persona tiene derecho a tener en propiedad a otra o retenerla contra su voluntad. ¡Cuántos puntos incontrovertidos de ética en otras épocas han de ser revisados hoy...! El tema de la pena de muerte, o el de las condiciones para que una guerra sea justa, o el de las torturas, o el del espionaje, o el de la seguridad del Estado, o el del trato en las cárceles, etc.

13.5. ¿Una ética de lo posible? La ética de lo posible se plantea cuando no es aplicable razonablemente, con realismo, la ética de la perfección cristiana (Mt 5). Quizá yo, individualmente, pueda dejar que me traten injustamente en mi empresa: si el Señor me da libertad interior y luz de obediencia para hacerlo, pues quiere que aprenda el amor por encima de la justicia. Pero si está en juego el bien común de mis compañeros de trabajo, no puedo ni debo optar por un amor que no pase por la justicia. También ocurre a nivel individual. Me enseñaron mis padres cristianos a no defenderme agresivamente, a no pagar el mal con el mal, como hizo Jesús; pero la consecuencia ha sido que me siento culpable en cuanto siento agresividad; mi capacidad de autoafirmación no se ha desarrollado como para ser persona autónoma. Criterio de 88

salud psicológica: no moralizar la agresividad, defenderme y autoafirmarme. Criterio de ética cristiana: no puedo ni debo morir a mí mismo mientras no lo haga desde la libertad y en obediencia al Padre, como Jesús. En los cursos para laicos adultos he planteado con frecuencia la necesidad de una ética de lo posible, que también podría llamarse una «ética de la ambigüedad». En efecto, la ética de Jesús es radical y utópica; pero la realidad es ambigua, y con frecuencia la mejor opción ética es la del mal menor, porque en la opción por la perfección el remedio sería peor que la enfermedad. Por ejemplo, lo mejor sería la casa abierta a un drogadicto para su rehabilitación; pero pagarían el precio los hijos pequeños, que todavía no pueden asumirlo. La ética de lo posible no rebaja la ética evangélica. La resitúa en la realidad. Pero esta tensión es fuente de conflictos éticos en la vida de cualquier cristiano. Un método que ayuda al discernimiento es el siguiente: objetivar la tensión de valores que están en juego y decidir en conciencia, no pretendiendo más certeza que el 51% de probabilidad. Casi todas las decisiones éticas funcionan así. De lo contrario, el laico tendría que salir del mundo y crear una sociedad alternativa, como a veces se ha hecho en la historia. La verdad es que la sociedad alternativa estaría sometida a las mismas tensiones de la ambigüedad. Lo cual no impide, evidentemente, que ciertas ambigüedades puedan ser una excusa para optar sin ambigüedad ante determinadas situaciones por las que no puede pasar la conciencia cristiana.

13.6. Una ética en proceso Decididamente, sí: la ética evangélica no puede ser aplicada en su literalidad, sino cuando la madurez humana y espiritual ha llegado al nivel escatológico, a la ética del Reino, con una vida teologal que ya no depende de ningún proceso. Se aplica el proceso de personalización de la fe, por ejemplo, cuando decidimos que en la Iniciación hay que integrar autonomía de la persona y relación con Dios; pero que en la Fundamentación, cuando la autonomía se fundamenta en el amor de pertenencia y

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así alcanza un nivel más alto de libertad, que es la obediencia, entonces ha llegado el momento de renunciar a las necesidades y tendencias egocéntricas. Se aplica a la ética del «más» del amor. Sirve distinguir entre «opción fundamental» y «opción perfecta». La ética cristiana no puede renunciar al «más» del amor. Es su horizonte y su fuente. El corazón, raíz de toda ética, depende del amor, y el amor siempre es dinámica del «más». Cuando el cristiano examina su conciencia, ha de confrontarse con dicho principio. Pero en su vida diaria constata, irremediablemente, que no ama perfectamente, sino, por desgracia, con limitaciones, resistencias, egoísmos repetidos...: el pecado, que se opone tenazmente al amor. Dicho con lenguaje de Pablo: la batalla permanente entre «carne y espíritu». Así que, cada día, el cristiano toma la opción fundamental por el amor y cree en el amor y espera, a pesar de todo, amar al estilo de Jesús, por obra y gracia del Espíritu Santo, claro; pero cada día, igualmente, reconoce lo poco y mal que ama. Siempre en proceso, en camino, hasta que en el Cielo, por fin, el amor sea el del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

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14. Experiencias configuradoras Entre las mediaciones, donde se mueve la existencia cristiana, hay algunas que llamamos «configuradoras», porque implican lo mejor y lo peor de la persona; y esta, si tiene luz interior, intuye que la Providencia se las ofrece para transformarla.

14.1. Variedad Configuradora puede ser una experiencia que estructura el proyecto de vida: por ejemplo, la lectura espiritual de la Biblia. Configuradoras suelen ser las circunstancias de la vida, situaciones concretas que uno no elige, pero que ponen a prueba la autenticidad existencial y la calidad de la fe. T. U. tiene dos hijos y ha entrado en un bufete de abogados. Por ser mujer, le costó; pero ahora está cómoda y se siente valorada. Cristiana de siempre, pero nada convencional, ha caído en sus manos un libro sobre el Antiguo Testamento que le está abriendo nuevos horizontes. Dice que le está cambiando la vida, que nunca había experimentado que Dios fuese tan grande y tan cercano y que la fe tuviese tal carga de realismo humano. T. X. y X. T. han tenido un hijo siendo ya cuarentones. Ella se siente feliz; él, no tanto. Ella confiesa que ahora, en plena crisis de realismo, el hijo le está enseñando algo que sabía hace mucho, pero que ahora lo experimenta de un modo especial, que la vida consiste en dar vida. Él es una persona buena y, por supuesto, se siente muy responsable de este hijo inesperado; pero le ha roto los planes que tenía con los primeros hijos ya crecidos, y está incómodo. U. T. convive con su suegra, procura ser agradable; pero no puede con la antipatía visceral que siente contra ella. Al principio se sintió muy culpable, porque no veía una razón objetiva para semejante rechazo. Se lo ha contado a su mujer, y esta le cuenta que a ella también le ocurrió con una compañera de trabajo. Le ha servido mucho un consejo que le dio: «No tienes la culpa de tus sentimientos; ¿por qué no intentas vivirlo como

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camino para otras cosas? Descúbrelas». Y, efectivamente, la antipatía visceral le está transformando: mejor conocimiento de sí, más humildad y luz sobre el amor cristiano... Hay muchos cristianos/as para quienes la Eucaristía resulta ser una verdadera experiencia configuradora. No es porque la frecuenten y porque intenten vivirla devotamente. «Es el momento especial en que siento que Él se me da gratuitamente», dicen. Teóricamente, la Eucaristía debería ser una experiencia configuradora excepcional; pero uno no dispone de la experiencia configuradora. Las elige el Señor libremente y por amor.

14.2. Sabiduría Dada la importancia que tienen en el proceso de transformación del laico/a, las experiencias configuradoras requieren sabiduría: • Instinto para darles paso. Se intuyen, pero algunos no se enteran, porque las racionalizaciones les cierran para lo que no controlan. • Desprotegerse. Condición básica en todo camino de personalización. Hay que pagar el precio de la inseguridad y el riesgo de la libertad. • Vivir la experiencia como venga, que se haga real en el corazón y en la vida. • Darles tiempo. Las experiencias que transforman, que no se quedan en la superficie, son procesuales, aunque aparezcan como terremotos. • No tener prisa por interpretarlas. Se valoran siempre a posteriori, por sus frutos.

14.3. Vigilancia La mediación de las experiencias configuradoras tiene que ver con el consejo repetido por Jesús: «vigilad, porque no sabéis el día ni la hora». Esta actitud, tan básica en la existencia del cristiano, se aplica a muchas cosas: a la enfermedad grave, a la muerte... Pero pertenece también a la condición normal del vivir. Creemos en la providencia paternal de Dios. Él sabe mejor que nosotros lo que lleva entre manos. A nosotros nos toca estar abiertos, vigilantes, y dar paso a su iniciativa, que 92

actúa de mil maneras. Cuando miramos retrospectivamente, constatamos agradecidos lo que Dios ha hecho en nosotros, sin nosotros y a pesar nuestro. ¿No es maravilloso?

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15. Palabra, oración y Eucaristía Más de uno se habrá extrañado de que no haya puesto en primer lugar las mediaciones espirituales explícitas, como son la Palabra, la oración y la Eucaristía. En la tradición espiritual tenían una importancia central, de tal modo que es en dichas mediaciones donde se cifraba casi exclusivamente la vida espiritual. Lo cual no ha beneficiado, desde luego, a la vocación del laico cristiano. En el Nuevo Testamento, el centro lo ocupa la existencia en su conjunto. Es lo que intentamos recuperar.

15.1. Criterios En mi opinión, un planteamiento correcto del lugar que han de tener las mediaciones espirituales explícitas ha de atenerse a estos tres criterios: 1) Tales mediaciones son las más valiosas de la vida cristiana porque nos ponen en relación directa con la Fuente, es decir, porque actualizan la autodonación de Dios en Cristo. Por lo tanto, lo son en la fe, en la misma medida en que la fe se hace existencia que acoge el Don. La existencia cristiana no lo es por la ética, sino por la gracia. De ahí que las mediaciones más valiosas son las que explicitan más y mejor vivir de Dios por referencia, precisamente, a Jesús y su salvación. Recordemos la escena de Jesús en Betania: la ceguera de Marta, inquieta por tantas cosas, y la sabiduría de María a los pies de Jesús, bebiendo las palabras del Maestro. Ha sido nefasto entender las dos figuras de Marta y María como jerarquía de estados de vida (contemplativos y activos; religiosos y laicos). Jesús habla de lo radical de la existencia: vivir de la Palabra desde la receptividad creyente. Consecuencia: si las mediaciones espirituales explícitas no se viven desde la fe, alimentan el deseo religioso, pero no garantizan la vida espiritual cristiana.

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2) Pero tales mediaciones lo son para que la existencia entera del laico, en su vida ordinaria en el mundo, dedicado a tareas seculares, sea vida en Cristo. Vive de la Palabra para iluminar su realidad desde el corazón de Dios. Hace oración, porque sin Jesús no podemos hacer nada (Jn 15). Participa en la Eucaristía, porque todo, absolutamente todo en su vida, depende de participar de la obediencia de Jesús al Padre y de su amor a los hombres. Porque son mediaciones, no cabe disociación entre las mediaciones espirituales y las mediaciones humanas, porque unas y otras son para lo mismo: la vida teologal del cristiano. Separar lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo humano, ha sido altamente negativo para la espiritualidad cristiana, especialmente para el laico/a.

3) En la práctica, a la hora de realizar el proyecto de vida será necesario que circulen todas las mediaciones: las explícitas y las implícitas. Todas son necesarias. Las explícitas, como Fuente, aprendiendo receptividad creyente; las implícitas, porque en el entramado donde el Señor nos coloca se realiza la verdad de las mediaciones explícitas. Una observación importante: se ha utilizado con frecuencia la expresión «nadie da lo que no tiene», entendiendo que la acción, el mundo, lo humano... solo pueden ser vividos espiritualmente si uno da prioridad a la vida de oración, como si la acción, el mundo, lo humano... no fuesen también mediación espiritual. Confusión grave: objetivar lo espiritual. Hay que insistir: todas las mediaciones son espirituales para el que vive teologalmente, aunque lo sean de distinto modo. Cada laico/a tendrá que ver qué tiempo va a dedicar a las mediaciones de la Palabra, la oración y la Eucaristía. Con discernimiento, y siempre, como en todo, dando el primado a la voluntad de Dios.

15.2. Palabra

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«A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el Padre, es quien nos lo ha dado a conocer» – Jn 1,18 Conozco a demasiados cristianos (laicos, religiosos, sacerdotes) cuya imagen de Dios no es cristiana, sino más cercana al deísmo o a una filosofía religiosa: un Dios sin historia de revelación, donde Jesús solo es un símbolo de lo humano o de lo divino. La fe entra por el oído, que dice Pablo (Rom 10), es escucha de la Buena Noticia de Jesús, «muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4). El Espíritu Santo me ha abierto los oídos y el corazón, y he creído. Ha cambiado radicalmente el sentido de mi existencia, y me he encontrado con Jesús, que desde entonces es «Mi Señor y mi Dios» (Jn 21). A la luz del evangelio de Jesús se me ha dado escuchar y entender una larga historia, que comenzó con Abrahán y siguió con Moisés y los profetas: ese Antiguo Testamento que constituye mis raíces. Y por gracia del mismo Espíritu Santo, igualmente, se me ha dado escuchar a los testigos que vivieron con Jesús y constataron que está vivo y que me han contado qué hizo y qué enseñó: ese Nuevo Testamento que me da la identidad de ser cristiano y pertenecer a la Iglesia de Jesús. Esta Palabra es «espíritu y vida» (Jn 6), no un libro de espiritualidad o de reflexiones morales. En la Biblia, en efecto, se actualiza la autocomunicación de Dios, palabra que, escuchada en la fe, es fuerza salvadora de Dios, vida del Resucitado. En cada Eucaristía la leemos o, mejor, la proclamamos, y se hace presencia real: Dios en persona hablando a su pueblo, al pueblo de la Nueva Alianza. Pero lo que es celebrado en la comunidad es don también en la vida diaria de cada cristiano/a. No se puede concebir la existencia del laico cristiano sin esta lectura orante y frecuente de la Biblia. Durante siglos, se reservó al clero y a los religiosos, por temor a que fuese mal entendida. El Concilio Vaticano II la ha recuperado para todos como fuente habitual de la vida cristiana. Dado que el laico no suele tener mucho tiempo para la meditación asidua de la Biblia, es aconsejable que dé prioridad a los salmos y a los evangelios. A los salmos, porque resumen todo el Antiguo Testamento y son textos de oración. A los evangelios, por lo más obvio: porque son recuerdo y presencia de la persona y la historia de Jesús, la Palabra personal del Padre.

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Es aconsejable que el laico haga algún cursillo sobre la Biblia: un poco de información acerca de cómo fue escrita y de cómo es palabra viva hoy. No le será difícil encontrar alguna oferta que pueda compaginar con su vida normal. Y, si no, actualmente dispone de excelente y abundante bibliografía.

15.3. Oración No concibo una vida cristiana sin oración diaria (20 minutos o media hora). ¿Cómo es posible que hayamos reservado la oración personal para el clero y los religiosos, y solo hayamos enseñado oraciones vocales, breves y rutinarias a los laicos? Esta oración cultiva tres dimensiones complementarias y coesenciales de la existencia cristiana. • La fe, que vive de la Palabra. Oración de receptividad, bebiendo directamente de la Fuente. Conocimiento vivencial del Dios de la Revelación, de la historia de su amor total y gratuito. • La relación de intimidad, que puede hacerse con la Palabra o en el cara a cara, en el silencio amoroso o en el silencio de obediencia oscura. Mundo afectivo que Dios crea en nosotros, pues quiere ser nuestra morada. • Orar con la vida, sin Biblia, con los gozos y los sufrimientos de cada día, con las luces y sombras personales y ajenas, para que la oración no nos separe de las mediaciones existenciales del amor humano, del trabajo y de todo lo demás, allí donde el Señor nos pone para realizar nuestra vocación cristiana. Las tres dimensiones pueden traducirse en tres modos de hacer oración (o encontrar un método que las combine). En cualquier caso, lo decisivo es que la oración sea relación personal con el Dios vivo. Esta oración presupone, humanamente, capacidad de interioridad, sobre todo de la afectividad. Y hay que cuidarla: tiempo, lugar e incluso postura corporal. Consejo práctico: a la mañanita, a primera hora, si puedes, es el mejor tiempo de oración; te permite la mirada al conjunto del día.

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Los laicos/as suelen encontrarse con una dificultad: cómo hacer oración en casa, pues supone aislarse. Hace falta imaginación y que, de entrada, la familia sepa que es una necesidad de la persona que debe ser respetada. Si no es posible, cabe encontrar otros campos para la intimidad. Importante: el tiempo de la oración es mediación para que el día entero sea ocupado por la relación con Dios. Separar oración y vida termina destruyendo la vida teologal. Hay mediaciones, como la Palabra, la oración y la Eucaristía, que son privilegiadas, pero no para quedarse en sí mismas, sino para poder hacer de la existencia entera vida de fe, esperanza y amor, en obediencia a la voluntad del Padre. Para facilitar este primado de la vida teologal, que no necesita mediaciones espirituales explícitas, porque se vive en cualquier tiempo y lugar, pues es el don de los dones, la inmediatez de la relación con Dios (¿hace falta repetirlo?), la sabiduría cristiana ha enseñado estrategias del corazón: por ejemplo, recordar por dentro, en medio de las tareas, la presencia del Señor; formular jaculatorias (frases cortas que brotan del corazón como dardos); la mirada interior; aprovechar los tiempos y lugares de transición (por ejemplo, en el autobús) para el recogimiento; detenerse medio minuto, en medio del trabajo, descansando físicamente y estando con Él, sin que nadie lo note. Jesús nos enseñó a orar en lo escondido. La vida del laico es altamente propicia para esta vida oculta de relación con Dios. Sin embargo, no sería sabio creer que la vida teologal se mide por la conciencia explícita de la relación con Dios. El corazón y sus actitudes son más hondas que la mente consciente. Hay que vigilar siempre el «desde dónde», como explicamos más arriba (cap. 9).

15.4. Eucaristía Todo lo que se diga de la Eucaristía, en cuanto mediación excepcional de la vida teologal de la Iglesia y del cristiano, es poco. • Signo eficaz (sacramento) de la muerte y resurrección de Jesús, centro de toda la Historia de la Salvación, fuente del don del Padre, el Espíritu Santo, maestro, consolador y santificador.

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• Recordamos la Última Cena y se actualiza de generación en generación, hasta el fin de los tiempos, la obediencia de Jesús al Padre y su amor por nosotros hasta el extremo. • Momento supremo de la Iglesia para participar de dicha obediencia y amor, pues solo ella, por la Comunión de los santos, es la Esposa santa e inmaculada que puede acoger y responder adecuadamente a la autodonación del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. En el capítulo 17 hablaremos de esta vida teologal, que, brotando de la Iglesia, es el subsuelo de la vida personal del cristiano. En este capítulo, la perspectiva de la Eucaristía da preferencia al modo en que el laico/a puede vivirla como mediación privilegiada en su existencia normal. Le basta recorrerla en su desarrollo, tan sobrio y tan hondo: 1) Se comienza con el saludo del ministro sacerdote para tomar conciencia de lo que somos: la comunidad de Jesús, la Iglesia que Él convoca. 2) Traemos a la Eucaristía nuestra realidad de pecado y miseria, para vivirla con Él y entregarla a su misericordia salvadora. 3) Escuchamos la Palabra que el Señor nos dirige: ¡Qué historia de fidelidad del Señor para con su pueblo! Cuando escuchamos el Evangelio, está presente, realmente presente, como en Galilea o en Jerusalén. 4) En las preces pedimos al Padre que termine la obra de creación y salvación que Él inició, y en ella nos implicamos, pues nos la encomienda. 5) Presentamos el pan y el vino, don de Dios y trabajo nuestro, es decir, lo que Dios va a hacer suyo, transformándolo en Cuerpo y Sangre de su Hijo; pero no olvidamos que en esa realidad humana se hace presente también el compartir (con los pobres, con el clero). 6) Comienza la Plegaria Eucarística: ¡Acción de gracias y contemplación del tres veces Santo! La Iglesia entera convocando a toda la humanidad, al cielo y a la tierra... 7) Y como no sabemos cómo agradecerle al Padre tanto amor, nos unimos a la fe de la Iglesia, que sabe cómo devolverle lo que Él se merece, y se atreve a pedirle el

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Espíritu Santo que el pan y el vino sean verdadero cuerpo y verdadera sangre de Jesús (1ª epíclesis). 8) Para ello recuerda y realiza la Última Cena, tal como Jesús nos mandó: lo que nunca podemos olvidar, cómo hemos sido amados. Cuando escuchamos «tomad y comed...», «tomad y bebed...», nos estremecemos. Sí, a nosotros, a mí, se me da Jesús para ser comido y bebido. Sacramento de la fe, realmente. ¡Menos mal que podemos hacer nuestra la fe de la Iglesia! 9) Ya podemos ofrecerle al Padre lo que Él mismo nos dio: la obediencia de su Hijo y el amor redentor. El ministro sacerdote así lo hace, en representación de toda la Iglesia. Nosotros escuchamos y nos unimos a esta ofrenda, corazón del mundo. 10) Y ahora viene el momento más importante de toda la Eucaristía: la 2ª epíclesis, cuando pedimos el Espíritu Santo, para que lo dado una vez por todas en Cristo Jesús se cumpla en nosotros, llamados a ser en Cristo, a participar de su obediencia y amor en toda nuestra existencia. 11) De nuevo, preces: por la Iglesia, por sus responsables, por el mundo, por los difuntos... La Iglesia celeste (la Virgen María y los santos) y la Iglesia en la tierra somos una misma comunión de vida. 12) La Plegaria Eucarística termina con la doxología, que concentra todo lo celebrado y todo lo que somos llamados a ser y a vivir: «Por Cristo, con Cristo y en Cristo». 13) Lo que sigue se orienta hacia la Comunión: • El Padrenuestro. ¡Qué distinto resuena! • El saludo de la paz, don de Jesús resucitado, signo de nuestra comunión de hermanos, misión que se nos encomienda en medio de este mundo violento e insolidario. 14) Comunión: • Lo vivido en la Plegaria Eucarística, por participación espiritual, se hace participación sacramental: comemos y bebemos a Jesús, con el realismo de lo que jamás hubiésemos imaginado. • Somos transformados en Jesús, y por Él y con Él su Espíritu nos comunica su obediencia al Padre y su amor a los hombres. 100

• La Iglesia es comunión: por Él y en Él somos uno, se cumple el deseo más íntimo del Padre, la nueva humanidad, preludio del banquete de amor eterno en el Cielo. 15) El final, corto y condensado, nos envía allí donde tenemos que ser cristianos, cumpliendo lo que hemos celebrado y continuando la misión de Jesús en el mundo. ¡Qué riqueza! En verdad, «lo largo, lo ancho, lo alto y lo profundo del amor de Cristo que supera todo pensamiento» (Ef 3). Sin embargo, aunque parezca extraño, no soy partidario de la Eucaristía diaria, excepto cuando el Señor quiere que sea experiencia configuradora. Por varias razones: porque la Eucaristía pertenece a la comunidad cristiana, no a la devoción personal; porque en la vida del laico es más importante (no lo más valioso) la oración personal diaria; porque la Eucaristía es referente habitual en la existencia cristiana, sin que necesite ser diaria.

15.5. Existencia eucarística Hemos olvidado demasiado que la Eucaristía sacramental solo existe para la Eucaristía espiritual. La redención de Jesús, el culto al Padre «en espíritu y en verdad», que culminó y eliminó el del templo de Jerusalén, se actualiza para que la Iglesia, cada uno de nosotros, seamos consagrados en Cristo, y nuestra existencia entera sea culto espiritual. Así, todo el Nuevo Testamento. Basta citar Rom 12,1-2 y Col 3,16-17. De ahí la relación entre la 1ª epíclesis, antes del relato de la Última Cena, y la 2ª epíclesis, después del «memorial», tal como hemos apuntado en el apartado anterior. Dicho en síntesis: la 1ª consagración (pan y vino, Jesús) es para la 2ª consagración (el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, nosotros). La Eucaristía abarca la totalidad del ser Cristo, Cabeza y miembros. También ha creado un equívoco grave lo que decía el viejo catecismo sobre la presencia real de Jesús en el cielo y en el santísimo sacramento del altar. Se ha olvidado que la presencia real en el sacramento es para poder percibir la presencia real en la vida:

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• En la palabra orada. • En los pobres y enfermos. • En el acto de fe. • Dentro del propio corazón. • En los acontecimientos. • En el mundo creado. Sin duda, la Eucaristía contiene un plus de realismo, que percibe siempre la Iglesia en continuidad con el Jesús histórico y su pascua. Pero, repitámoslo, en cuanto mediación privilegiada, para que la existencia entera sea vida teologal, y cuando lo es, el laico cristiano percibe inmediatamente, en todo, la presencia real de Jesús. Por eso, la Eucaristía no es un rito religioso que pretenda objetivar lo sagrado como algo aparte del mundo profano. Al revés, solo existe para que la existencia entera sea Eucaristía. ¿Qué fue la vida y muerte de Jesús, sino obediencia de amor? ¿Qué es la fe, sino acogida agradecida al Don? ¿Qué es el amor fraterno y la misión en el mundo, sino la prolongación agradecida de la autodonación del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo?

***

Excursus: Sobre el sacramento de la reconciliación Teológicamente, no constituye problema alguno la valoración de este sacramento. Los problemas comienzan con la praxis recibida de la Edad Media: la confesión individual, la «lista» de pecados que se exige confesar, la forma de celebrarlo... El Concilio no la revisó; tan solo sugirió la dimensión comunitaria olvidada. Posteriormente, hemos vuelto a la práctica del Concilio de Trento, tan cuestionable. Diré mi opinión personal.

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Para comenzar, establecer que la vida cristiana de perfección está en relación directa con la frecuencia de este sacramento no me parece correcto. Hay otras formas de recibir el perdón de Dios en la vida de un laico/a. • Al comienzo de la Eucaristía. • En la caridad con el prójimo necesitado. • En la reconciliación con personas ofendidas. • En la oración personal, al creer en el perdón por gracia. El pecado no es experiencia primordialmente sacramental. Entra en la dinámica habitual de la existencia creyente. No hay que olvidar que la necesidad de la reconciliación sacramental atañe a la conciencia de pecado mortal, de ruptura con Dios y con la Iglesia. Así que la celebración del mismo tiene su momento en los tiempos fuertes llamados «de conversión»: Adviento y Cuaresma. Conviene que el cristiano dedique cierta preparación para ello. Lo que pasa es que, cuando se practica, se da una incongruencia entre la celebración comunitaria y la absolución individual que se exige. En mi opinión, la confesión individual no debe ser frecuente. Criterio: cuando la persona necesita retomar globalmente su historia y quiere entregársela a la misericordia del Señor con un cierto horizonte de renovación espiritual. El cuándo depende del proceso personal. Lo cual no impide que para algunos cristianos/as este sacramento sea experiencia configuradora. Ninguna objeción para su praxis frecuente.

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16. El secreto está en la relación Después de tanta reflexión sobre la existencia del laico/a cristiano, este capítulo formula su secreto, donde se cifra, en última instancia, la sabiduría y la verdad vivida: la relación. Hablamos de la relación interpersonal, claro: humana y espiritual. El mundo afectivo de la persona, no solo en cuanto mediación, sino en cuanto ser.

16.1. Humanamente Hay distintos modos de plantearse el ser persona: equilibrio entre facultades, ser piadoso, adquirir virtudes, alcanzar la perfección, implicarse en una causa, tener altas experiencias religiosas, la autorrealización, etc., etc. En mi opinión, el eje que vertebra a la persona es la relación interpersonal. Todo lo demás, tanto la experiencia religiosa como el compromiso ético, tanto la autorrealización como la virtud, dependen del desarrollo y calidad de la afectividad. Psicológicamente, porque es lo primordial para ser persona. Existencialmente, porque en el amor nos jugamos el sentido de la vida. Anotemos que las tres virtudes teologales –fe, esperanza y amor– tienen un subsuelo antropológico explícitamente afectivo, relacional. Es evidente que los humanos no solemos tener lucidez en este planteamiento de la vida. Pero la vida suele encargarse de advertirnos. En los momentos de crisis, de falta de sentido, siempre nos volvemos a las cuestiones del amor. Cuando miramos globalmente nuestra vida, ¿qué queda?: si hemos o no hemos amado. Este amor no se circunscribe a la pareja, la familia o las amistades, sino que abarca el conjunto de la existencia.

16.2. Relación única

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La Revelación judeocristiana es una larga historia con dos etapas –Preparación y Cumplimiento– que se organiza en torno a estos tres ejes: elección, salvación y alianza; es decir, en torno a una historia de relación en la que Dios, decididamente, ha tomado la iniciativa. Con Jesús, la relación es humana y divina, en uno, y siempre tiene un carácter definitivo de amor hasta el extremo. En el Nuevo Testamento se expresa esta relación única, creada exclusivamente por la libertad y la gratuidad de Dios, de mil formas: • «Él nos amó primero» (1 Jn 3). • «No hemos amado nosotros a Dios, sino que Él nos ha amado» (1 Jn 4). • «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2). • «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo». (Jn 17). Conocer, bíblicamente, relación de intimidad. ¿Cómo expresar esta relación única? Fundamenta el sentido de la vida. A partir de esta relación todo tiene sentido, hasta el pecado y la muerte, el sufrimiento y el fracaso. Es experiencia. Nunca habríamos soñado que Dios nos busque así, con tan apasionado amor. Transforma a la persona. Si toda relación es transformante, esta tiene como referencia nada menos que la relación entre Jesús y su Padre. Se constituye en proyecto. Todo existe y todo es mediación solo para esto: para amar. Vertebra toda la realidad: el propio corazón y las relaciones con los demás, el trabajo y el compromiso por una sociedad más justa. Es fuente de esperanza, por lo más evidente de esta relación, que es mantenida por la fidelidad de Dios. ¡Qué Dios tenemos...! ¡Qué posibilidades nos ofrece...! Y para ello nos da su Espíritu Santo, que es su propio amor, derramándolo en nuestros corazones, porque nosotros, desde nosotros mismos, somos incapaces de vivir esta relación.

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16.3. Relación preteologal y teologal La relación viene de Dios, pero es todo un camino, ya que el Señor pretende que le amemos con nuestro corazón, el único que tenemos, y que Él conoce muy bien: tan torpe, tan rebelde, tan cobarde, tan cerrado sobre sí... En este proceso, que nos agarra por entero, se nos va la vida. Para dar nombre a los pasos remito al cap. 7, donde se habla de «vida preteologal y vida teologal», y al cap. 10, donde se explica, con cinco palabras clave, cómo la afectividad es mediación espiritual. Y es que lo propio de ser persona es poder vivir la realidad a distintos niveles. • ¡Qué distinto el amor desde la necesidad primaria de ser queridos o desde el amor de fe...! • Toda transformación paga un precio, y la transformación del corazón paga el precio de la desapropiación. Sin duda, merece la pena. • El momento crucial llega cuando la relación con Dios se hace vinculación de pertenencia y entrega de obediencia. • Pero el test de la verdad del corazón –el cristiano no lo olvida– es el amor desinteresado al prójimo.

16.4. Opción por la relación Un cristiano adulto es sabio cuando le preguntas: «¿Dónde tienes el centro de tu vida?», y él te responde: «En la relación con Dios». Suele haber épocas en que hay varios centros, por intereses vitales varios, o porque uno no encuentra un centro que le llene el corazón. Así, la posesión de bienes, la valoración social, la familia, la parroquia, el crecimiento personal... El amor interpersonal tiene su lugar, pero no es el centro que dinamiza lo demás. Es una gracia del Señor centrar la vida en la relación con Dios. A algunos les suena a espiritualismo desencarnado. Me pregunto si conocen realmente la relación con Dios, porque el Dios de la Palabra, desde luego, no permite una relación que no integre toda la realidad.

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Lo más preocupante es por qué algunos no hacen oración personal. Dicen que han optado por la relación con Dios; pero al cabo de cierto tiempo la dejan. Probablemente, por inmadurez afectiva humana y por una afectividad espiritual que depende de la gratificación inmediata. La opción por la relación implica la decisión de hacer una historia de amor con Él. Lo cual requiere tiempo, constancia y discernimiento. La relación con Dios tiene analogía con la humana; pero tiene también una dinámica propia que hay que saber cultivar.

16.5. En todo y más allá de todo Con el título del apartado se quiere expresar la bipolaridad que atraviesa la historia de la relación con Dios. • Vivir con Dios todo, pues la vida teologal, lo hemos repetido, nos da la capacidad de que todo pueda ser mediación para la inmediatez con Dios. • Pero vivir con Dios todo significa, además, que la relación con Dios nos adentra en la densidad de lo humano. Es señal de madurez espiritual no tener que espiritualizar lo humano. Vale aquí el primado del «desde dónde». • «Más allá de todo», pues la intimidad con Dios, solo relacionarse con Dios, es el don de los dones. En la práctica, esto conlleva fidelidad a la oración personal, tiempos y lugares para la soledad con Dios, cabalmente. • «Más allá de todo» incluye que la intimidad con Dios nos devuelve una hondura humana distinta de la habitual, de tal modo que no podemos separar lo humano y la relación con Dios. Esta bipolaridad tiene sus vaivenes, que requieren, cada vez, aprendizajes propios. Porque has podido tener una etapa de intimidad amorosa con Dios, comparable al noviazgo; pero cuando has tenido que enraizarte en el amor de pareja y de hijos, en el trabajo y en otras múltiples ocupaciones, te parecerá que estás dejando a Dios. No. Es que el Señor quiere enseñarte una afectividad más teologal: la que no percibe la relación consciente y amorosa. Doble razón para no dejar la oración personal, aunque sea más distraída.

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Este binomio –Dios en todo y más allá de todo– suele ser el test de la fidelidad cristiana al amor de Dios. Demasiados buscan soluciones fáciles. Quizá necesites consultarlo con un maestro espiritual.

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III. IGLESIA

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17. En la Comunión de los santos Recordemos los niveles de percepción de la Iglesia del cap. 3, especialmente cómo la Iglesia es mediación, pero también respuesta a la autodonación de Dios. En este capítulo tratamos esta segunda dimensión, que en general es poco conocida y, sin embargo, es de gran riqueza en la vida del laico cristiano.

17.1. Principio de personalización Es principio de transformación del creyente que lo que más le personaliza es aquello que le sobrepasa. Hay una etapa, la iniciación, en que yo personalizo la fe, y otra, cuando se vive teologalmente, en que la fe me personaliza. No hay madurez cristiana sin sentido hondo y agradecido de la Iglesia. Pero para ello hay que pasar, normalmente, por un distanciamiento crítico, con el fin de desacralizarla. Como dijimos anteriormente, no se cree en la Iglesia, sino en Dios, que nos la ha dado como mediación y respuesta a su amor. ¿Por qué algunos se quedan a medio camino, no pasan de la propia subjetividad y no integran positivamente a la Iglesia? Las razones suelen ser diversas, pero en todas está presente la falta de fundamentación teologal. Sin este giro radical de la existencia, el que se estanca en la experiencia preteologal se sitúa en la Iglesia desde una perspectiva primordialmente social. Participa en la Eucaristía, pero desde su devoción individual o en cuanto miembro de una comunidad que profesa la misma fe. Su relación con el clero depende de si le cae bien su ideología (conservadora o progresista) o su talante (si es cercano o distante). Colabora con la parroquia si responde a sus afinidades. Los que tienen órganos teologales de percepción ven mucho más. Y se extrañan de que cosas que antes les resultaban barrera ahora son camino. No han perdido sentido crítico, pero miran más adentro. Se traduce, sobre todo, en la conciencia clara del don que es la Iglesia y el ser Iglesia.

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17.2. La fe de la Iglesia Antes de participar en la Comunión de la Eucaristía, el ministro sacerdote dice una oración que subyace a este capítulo: «No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». ¿Es que la Iglesia es alguien que tiene fe? En sentido físico, evidentemente, la Iglesia no es una persona; pero sí es más que la comunidad, más que la suma de los individuos. En el bautismo de adultos, se requiere la fe individual; pero se apoya, tiene por subsuelo, recibe de la maternidad de la Iglesia esa misma fe. Por eso en la Vigilia Pascual, en la celebración del Agua, se invoca la intercesión de los santos. En la Eucaristía, cuando se pide la consagración del pan y del vino, interviene la fe de la Iglesia mediante el ministro ordenado para ello. La consagración no es un rito que pertenezca a los poderes sobrenaturales del sacerdote: pensamiento mágico y sacral al que somos tan propensos. En los momentos en que la fe personal es puesta a prueba, el creyente se vuelve espontáneamente a la fe de la Iglesia y recita el Credo. A primera vista, como fórmula de identidad. Más hondamente, porque está en comunión de vida con todos los que formamos la Comunión de los santos, la Iglesia. Y es que Dios no solamente nos salva en la Iglesia, sino que ha creado la respuesta perfecta a su autodonación. En la Plegaria Eucarística se hace realidad luminosa. En el prefacio, la Iglesia ha tomado conciencia de la historia del amor infinito de su Dios y quiere agradecérselo, pero no puede hacerlo desde sí. De modo que lo va a hacer ofreciendo al Padre la única ofrenda digna de su amor: la obediencia de su Hijo y su amor redentor. Y así lo actualiza (relato de la Última Cena y memorial); pero mientras lo actualiza sacramentalmente, la Iglesia se hace una sola cosa con Jesús y pide el Espíritu Santo (2ª epíclesis) para ser consagrada, también ella, como cuerpo de obediencia y amor, ofrenda perfecta. Por eso, la Iglesia es llamada en el Nuevo Testamento «templo del Espíritu Santo» e incluso «Esposa inmaculada» (Carta a los Efesios). No es persona, pero su fe y su amor son los de la Esposa. Estas palabras solo serían símbolos y metáforas si no existiese Ella, la Madre y discípula, la Inmaculada y Asunta a los cielos, María. Ella, habitada por

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el Espíritu Santo, es el corazón de la Iglesia, la respuesta perfecta al amor de Dios, obra maravillosa del mismo amor. Y, con ella, todos los que formamos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. A esto le llamamos la «Comunión de los santos», canonizados o no. Desde una perspectiva de sociología religiosa, la Iglesia es la comunidad de los creyentes, presidida por el colegio de los obispos, cuya cabeza es el papa. Desde la fe, la Iglesia es la Comunión de los santos. Cuando la vida teologal se nutre de la Iglesia, lo más personal es lo que nos sobrepasa. Esa Comunión que abarca el cielo y la tierra, ese nivel de vida eterna, que circula permanentemente por el subsuelo de la Iglesia, son las aguas subterráneas que vivifican la vida de la Iglesia y que el Espíritu Santo recrea por la fidelidad de amor del Padre y del Hijo. La verdad es que eso que llamamos la «Comunión de los santos», cuyo corazón es María, madre de Jesús y madre nuestra, es el trasunto de la Comunión Trinitaria, realizado en la Iglesia. Solo se percibe en la fe; pero ¡qué real es! Sin esta fe de la Iglesia, los sacramentos serían meros ritos religiosos, y la fe más personalizada estaría a merced de la experiencia individual, estrecha y torpe.

17.3. Ámbitos Los ámbitos donde se vive esta fe de la Iglesia, por la Comunión de los santos, son varios: a) Las celebraciones litúrgicas: sacramentos y liturgia de las horas En efecto, en cuanto un laico cristiano celebra la Eucaristía, todo le lleva a salir de sí, a entrar en una relación con Dios que está hecha a la medida de la autodonación de Dios en la Historia de la Salvación. Lo que se dice y se hace ahí no tiene nombre. El lenguaje enteramente bíblico, la Palabra de la Revelación en todo su esplendor. La acción de Jesús en persona. La Plegaria Eucarística, transida por el Misterio Pascual y el Misterio de la Comunión Trinitaria. Lo que se pide, audacia de la fe, alcanza el corazón de Dios... 112

La sensación básica: «Esto es demasiado. No puedo hacerlo mío». Y es que la celebración, siendo mediación, es respuesta. ¿Quién puede creer, esperar y amar como conviene, según Dios (Rom 8), al ritmo de la autodonación de Dios? Hay que hablar de la relación de la Iglesia con su Dios, de su afectividad transfigurada, radiante, la de la Esposa santa e inmaculada, que celebra sus bodas, tal como se refiere en Ap 21–22. En la tierra, sacramentalmente: en la fe. En el Cielo, sin el velo de la fe. Pero la realidad es la misma. Aplíquese esto a los otros sacramentos y a la liturgia de las horas. Tiene que haber en el desarrollo de la vida teologal del cristiano un momento en que debe personalizar lo que le sobrepasa. Pedagogía de la receptividad más desbordante. Se hace con lo más elemental del corazón humano: agradecimiento, confianza, admiración y súplica, pero no desde nosotros, sino desde el corazón de la Iglesia. b) Las celebraciones comunitarias Pueden ser vividas como un compartir de personas que coinciden en lo mismo: la Palabra, la oración, la reflexión, la intercomunicación... Pero puedo percibir más: la luz y el aliento del Espíritu Santo, que está creando la Iglesia. Más aún: lo que emerge de la hondura de la Comunión de los santos, porque en ese momento somos más que una reunión religiosa. Lo de siempre: a qué nivel nos movemos y nos sentimos Iglesia. c) En la vida ordinaria Sería fatal reducir la fe de la Iglesia y la Comunión de los santos a momentos explícitamente eclesiales. • Cuando leo la Biblia, pertenezco a la historia del pueblo de Dios, al que habla y con el que se autocomunica. Me basta leer y orar con un salmo para darme cuenta de que no estoy a su altura de fe y de experiencia. Pero es así, cabalmente, cuando puedo personalizar lo que me sobrepasa. • Cuando hago oración, no estoy solo; y aunque no sea consciente de ello, estoy en comunión con toda la Iglesia.

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• Cuando estoy en familia y rezamos antes de comer o propongo una oración común, ahí está la corriente de aguas vivas y subterráneas de la Iglesia. • Cuando tengo mis momentos de oscuridad e incluso dudas de fe, me apoyo en la fe apostólica del Nuevo Testamento y hago mía la fe de nuestros mártires y santos, más allá de mis certezas de experiencia individual. • Cuando trabajo en tareas seculares con el talante ético que busca humanizar el trabajo y las relaciones, sé que el Reino de Dios está actuando; y donde está el Reino está la Iglesia. • Cuando converso sobre temas cristianos con un amigo/a, lo más importante no es lo que le digo, sino que doy paso al Dios que nos reúne e ilumina. • Cuando estoy en cama enfermo, ¡si supiese qué comunión se establece con toda la humanidad doliente, que es el cuerpo de Jesús crucificado, participando de su obediencia y amor, es decir, siendo Iglesia...! • Cuando leo los periódicos o veo la televisión, y me parece que la humanidad es un desastre, ¿de dónde recibo la esperanza, sino de la Iglesia, guardada por el Señor Jesús hasta el final de los tiempos?

17.4. Después de Jesús, el mayor don Sin duda alguna, la Iglesia es el mayor don que el Padre nos hace después de Jesús. Es una pena que nos cueste tanto verlo. La luz no viene de empeñarse en justificarla, sino de abrir el corazón y constatar todo lo que recibimos de ella: a Jesús mismo y al Espíritu Santo. Pero hay que hacer un proceso interior que me atrevo a formular así: a más sacralización, menos fe; y viceversa, a más fe, menos sacralización. Entiendo por «sacralización» la tendencia que tenemos los humanos a objetivar a Dios, a disponer de sus poderes e incluso a poseer su amor. Como tendencia, es normal. Por eso esperamos que los curas sean santos, y buscamos en la Eucaristía la seguridad de la salvación, y pedimos a determinados santos que nos concedan gracias especiales, y necesitamos la autoridad intocable de los obispos y del papa, y nos aferramos a algunos

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ritos, sin los cuales nos sentimos perdidos, o damos tanta importancia a las apariciones de la Virgen, aun teniendo la verdad y el realismo de la presencia del Resucitado en la fe y en la Eucaristía... Hemos de aprender a desacralizar, porque sagrado solo es Dios. Sagrada ni siquiera es la Iglesia, aunque hayamos hablado así de ella. Es un don que pertenece a la misericordia de Dios y que recibimos en la fe por la Comunión de los santos. La fe tiene certezas, pero no asegura nada. La Iglesia es mediación, pero de lo que Dios nos da. La Iglesia es respuesta al amor de Dios, pero solo en virtud del Espíritu Santo. So pretexto de madurez cristiana, no caigamos ahora en la tentación de sustituir la fe personal por la Palabra o los sacramentos de la Iglesia. La subjetividad no es sustituida, sino elevada y transformada. Se nota en que el corazón de la Iglesia y el corazón del cristiano concuerdan en el agradecimiento humilde. • Agradecimiento sin humildad sería creer que tenemos derecho a algo. • Humildad sin agradecimiento sería orgullo y replegamiento interior. El Magnificat de María de Nazaret (Lc 1) lo expresa con espléndida nitidez, como no podía ser de otra manera. En su persona concreta se sueldan la Iglesia y la subjetividad individual. El agradecimiento humilde alimenta la fe y libera de la sacralización. Por eso, no es contradictorio agradecer y reconocer la riqueza de la liturgia católica y, sin embargo, echar en falta, críticamente, otros lenguajes y modalidades de celebración (por ejemplo, que la Eucaristía no sea tan clerical).

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18. En comunidad El capítulo anterior nos ha adentrado en la Iglesia como Misterio de Dios. En este queremos descender a su dimensión más constatable: la comunidad. Ambas dimensiones se complementan, porque la Iglesia se hace historia en la comunidad.

18.1. Don, vocación y tarea Los filósofos personalistas han distinguido con lucidez entre sociedad y comunidad. La primera es un grupo humano que se organiza con determinados fines. La segunda promueve las relaciones interpersonales y a las personas mismas. La Iglesia es una comunidad, pero que nace por obra y gracia de Dios a partir de la muerte y resurrección de Jesús y el don del Espíritu Santo. Compuesta por humanos, tan humana y tan de Dios... Colocada en medio de las naciones para ser semilla y levadura y signo de una nueva humanidad: la que Dios desea como Reino en la tierra, a imagen y semejanza de la Comunión Trinitaria. En tensión permanente, condicionada por el pecado, entre lo que somos desde nosotros y lo que Él hace desde Sí. Tentada por dejar de ser comunidad para establecerse en el mundo como una sociedad entre otras, aunque específicamente religiosa. Pero, en cuanto escucha la Palabra y celebra la Eucaristía, vuelve arrepentida a su Señor y sabe que su misión en el mundo comienza por ser comunidad: «En esto conocerán si sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13). Esta dramática, constitutiva de nuestra historia en cuanto pueblo de la Nueva Alianza, se vive en la Iglesia universal y en cada iglesia particular, en la comunidad concreta de la que formo parte. Aquí, sin hacer ninguna abstracción, experimento que la comunidad es don, vocación y tarea. Suele haber un camino previo para tomar conciencia y vivir esto de ser comunidad cristiana. Primero, alguien ha sido Iglesia para mí y me ha ayudado a entrar en la comunidad cristiana. Después, casi siempre hay que pasar por grupos de creyentes que cultivan sus relaciones interpersonales y comparten su fe e incluso celebran la Eucaristía

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en su ámbito más reducido. Precisamente cuando se encuentran con la comunidad más amplia y anónima, la sienten como impersonal y les cuesta percibir que tal reunión sea la comunidad cristiana de Jesús. Es inevitable esta tensión entre relaciones interpersonales y relaciones que parecen solo sociales. Si hay vida teologal, la tensión enriquece. Si no la hay, crea problemas. Intentemos ser lúcidos y pensar en la comunidad parroquial con luz de amor teologal. ¿Cómo es don? • Los que estamos ahí, escuchando la Palabra y celebrando la Cena del Señor tal como somos, somos hermanos. No se escoge el ser hermano ni de quién. • Con nuestras dificultades para ser verdaderos discípulos de Jesús, nuestra comunidad parroquial es el ámbito donde Dios quiere que aprenda a serlo. Evidentemente, no es el único ámbito, pero es una referencia concreta de la que no puedo prescindir. • Se me da más de lo que yo pueda dar nunca. Me basta escuchar el saludo del que preside nuestras reuniones «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Porque es don, es vocación, porque eso significa «Iglesia»: con-vocación. Sin vida teologal, no podría experimentar que me llaman a ser comunidad, a vivir lo más personal con otros, y que en comunidad, justamente, se me da lo más personal. ¿Cómo? Es un camino en el que recibo gracia sobreabundante: humildad, olvido de mí, obediencia, amor desapropiado... Porque es don y vocación, es tarea, es decir, responsabilidad personal. Mientras no me haga cargo de mi comunidad, mi ser cristiano se estrecha, y el amor queda reducido a las relaciones que yo escojo y cultivo egoístamente. Tarea larga y paciente, donde probablemente apenas veré frutos. Pero es así como Jesús amó a los discípulos. Mi comunidad es el lugar donde puedo atisbar el mandato de Jesús: «Como yo os he amado» (Jn 13). En apartados y capítulos posteriores añadiré matizaciones que relativizan la importancia que he dado a la comunidad parroquial, porque la Iglesia es multiforme, y la praxis real de los laicos/as cristianos es más compleja. Pero es necesario tener referencias visibles de esto que llamamos «comunidad»; y, hoy por hoy, la comunidad parroquial lo 117

es. Por desgracia, para la mayoría de los feligreses la parroquia solo es un lugar de servicios religiosos.

18.2. Lo personal y lo comunitario Decir que la comunidad me personaliza es cierto, pero no evita la tensión, que obliga a la madurez de la vida teologal, entre lo personal y lo comunitario. • La persona es más que la comunidad, porque solo la persona tiene relación inmediata con Dios y trasciende el cosmos entero. En este sentido, es vital la capacidad de vivir a dos niveles: el personal y el comunitario. Sin la soledad habitada por Dios de la persona, no puede desarrollarse la vida teologal. • Pero si la comunidad, donde está incluida la persona, es la mediación donde se realiza la Comunión de los santos, entonces tanto la persona como la comunidad están vivificadas por la comunión de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. • Pertenece al amor teologal la circularidad de persona y comunidad, fuente permanente de vida cristiana. Descendamos a la praxis donde se desarrolla la tensión. Hay cristianos cuya relación con la comunidad solo se da en la Eucaristía dominical, pero cuyo sentido de comunidad lo viven en la familia y en la misión. Cultivan especialmente la relación personal con Dios y gozan con el momento privilegiado que es la Eucaristía parroquial. Los hay que son incapaces de oración personal diaria y se refugian en la reunión semanal del grupo; pero no terminan de madurar en la fe. ¿Por qué los humanos evitamos tanto la soledad y nos engañamos con los estímulos externos? Y hay también cristianos que, insatisfechos y críticos con la comunidad parroquial, se adhieren a otras formas de comunidad, con sus ventajas e inconvenientes. Un dato altamente significativo de la tensión señalada entre persona y comunidad: hay una etapa en la vida cristiana en que se participa en la comunidad (o grupo, según los casos) en función de lo que se recibe; pero hay otra en que se participa en la comunidad solo para compartir, y se termina dando lo que no es de la persona ni de la comunidad: la

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vida de Dios. Este cambio viene a ser la prueba de que, al fin, la comunidad es don, vocación y tarea. El tema requiere discernimiento personalizado: cuál es mi lugar en la Iglesia y en la comunidad (cap. 20).

18.3. En comunión con el clero Se supone que hemos superado el anticlericalismo adolescente, que ha servido para desacralizar la mediación eclesial, tan importante, y para hacer un proceso personal de fe sin dependencia de la autoridad. Pero ahora, sin perder lucidez, puedes integrar positivamente el servicio esencial para la comunidad del clero, especialmente del párroco. • Por necesidad social de la autoridad, por supuesto. • Más hondamente, porque al ministro ordenado, colaborador del obispo, se le ha dado autoridad apostólica para transmitir el Evangelio. • Porque preside la comunidad en el nombre de Jesús, tanto en la Eucaristía como en la vida comunitaria. ¿Que la Iglesia tendría que ser menos clerical? Sin duda. ¿Que habría que establecer formas de gobierno más democráticas? También. Pero la referencia central de la comunidad cristiana no es ni piramidal ni circular. La comunidad es algo así como una media circunferencia, donde todos escuchamos y obedecemos al único Señor, Jesús, y ahí cada uno es miembro del mismo Cuerpo, la Iglesia, con funciones distintas, entre las cuales la del clero es primordial. Una sugerencia básica: «Nada puede ser transformado si primero no es aceptado». Vale especialmente para la comunidad cristiana, cuyas estructuras están tan anquilosadas. Se puede tener razón; pero si adoptamos una actitud crítica sistemática, solo crearemos mecanismos de defensa por parte del clero y, a la larga, por parte de la comunidad misma.

18.4. Participación activa 119

Los laicos/as cristianos han adoptado y siguen adoptando una actitud muy pasiva en la comunidad. Por educación, por comodidad, porque su vida ordinaria está en el mundo. Un círculo vicioso que hay que evitar, dada su fuerza destructiva: como la comunidad parroquial depende tanto del clero, solo se puede ser pasivo; pero si somos tan pasivos, todo seguirá igual. El laico/a tendrá primero que discernir su lugar, repitámoslo. Pero si su lugar, en obediencia al Señor, pasa por la parroquia (aunque no se dedique a ella), adoptará una actitud activa. ¿Qué puede hacer? No lo sé, porque el que escribe nunca ha trabajado en parroquias. Pero conozco a laicos que aman su comunidad parroquial con madurez humana, la aceptan tal como es y, con madurez de fe, la sienten como don y vocación y se entregan activa y generosamente. Puedo dar fe de este criterio: el que quiera cambiar las estructuras tendrá que hacerse creíble. No le demos vueltas: así funcionan las instituciones, nos guste o no. Y cuando estos laicos implicados se hacen creíbles, ¡cómo cambian las cosas en la comunidad parroquial...!

18.5. La familia, primera comunidad Hay que devolver a la familia la prioridad que le corresponde como primera comunidad cristiana. Llevo muchos años experimentando la diferencia entre adultos que tienen raíces cristianas, recibidas en la familia, y otros que no tienen tales raíces. Con sus ventajas e inconvenientes. En los primeros, hacer el proceso de personalización de la fe recobra el fondo afectivo religioso de la infancia, tan precioso. En los segundos, la búsqueda de Dios está menos condicionada. En cualquier caso, la primera misión de los padres es que la familia sea, en lo posible, comunidad cristiana: • Primer aprendizaje de relación con Dios, inestimable tesoro. • Poder hablar de Dios. • Discernir en común, con luz cristiana, los acontecimientos sociales. • Orar juntos.

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• Promover la ética, comenzando por las responsabilidades domesticas. • Sentido humanista para las relaciones humanas fuera de casa. • Integrar la catequesis parroquial o las clases de religión en la escuela con lo que se da en casa. • Participación familiar en la Eucaristía dominical. Hablamos de una familia de padres adultos en la fe. ¿Qué pasa cuando uno es creyente y el otro no? Tendrán que llegar a consensos, y aquel al que le toque educar en la fe hará lo que pueda y sepa. Será un camino difícil, no podrá asegurar nada; pero merecerá la pena, y notará la acción de Dios más allá de sus propios objetivos.

18.6. La parroquia, ¿comunidad de comunidades? Así se formulaba hace unos años, idealmente, el cometido de la comunidad parroquial, ser comunidad de comunidades. Algunos párrocos se acercan a este proyecto. Otros se encuentran con tensiones internas que no permiten la integración deseada de tendencias y grupos constituidos. El ideal se ha complicado, porque en nuestras ciudades la movilidad del personal y la diversidad ideológica, dentro de la misma diócesis, trae como primera consecuencia la dispersión parroquial. Esta es una realidad que obliga a reflexionar sobre las distintas formas de vivir la comunidad cristiana. La parroquia es referente necesario hoy por hoy; pero no podemos empeñarnos en mantener un modelo único. Así lo sienten los laicos cristianos que hacen de la comunidad don, vocación y tarea.

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19. Pluralismo de formas Es un dato de actualidad eclesial el pluralismo en las formas de sentir y ser comunidad cristiana. Este capítulo lo describe e intenta establecer algunos criterios, consciente de que quizá estamos en una época de transición.

19.1. Modalidades 1) La comunidad parroquial conservadora. Altamente clerical, donde el laicado tiene prefijadas tareas muy precisas. La pastoral se centra en los sacramentos. La evangelización atiende las necesidades que preparan a los sacramentos: bautismo, primera comunión, confirmación, matrimonio, unción de enfermos... Responde a la época en que la sociedad era oficialmente cristiana, con ideología monolítica, la de la jerarquía católica. 2) La comunidad parroquial renovada. Se inspira en el Vaticano II. Es consciente de los cambios socioculturales. La reforma global no es posible. Pero caben iniciativas variadas: el primado pastoral lo tiene la evangelización; se promueve el laicado en el discernimiento y en las decisiones parroquiales; se crean grupos de formación, de espiritualidad, de reflexión, de acción social; se aceptan e integran grupos no parroquiales, etc., etc. El clero sigue siendo referencia esencial, pero se favorece la colaboración y la corresponsabilidad. La parroquia se va abriendo progresivamente a una pastoral extra-parroquial, pensando especialmente en los alejados y en los no creyentes. 3) Movimientos, asociaciones y grupos ligados a la diócesis: Acción católica, Cáritas, movimientos de apostolado, de espiritualidad matrimonial, de jóvenes cristianos de distinta inspiración, etc., etc. Su mentalidad y acción es diversa. 4) En las últimas décadas han surgido movimientos cristianos que se constituyen en comunidades autónomas con carácter universal, que no se separan de la jerarquía y desean su aprobación, pero cuya integración en las comunidades parroquiales es mínima.

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5) Grupos de cristianos que se reúnen sin presencia de los curas ni religiosos, pero sin ninguna intención anticlerical ni anti-parroquial. Cultivan su fe y participan semanalmente en la comunidad parroquial, incluso muy activamente. 6) Cada vez más están apareciendo iniciativas de evangelización cuya responsabilidad es asumida por los laicos, o bien para promover a otros laicos, o bien abriendo camino en una pastoral dirigida a no creyentes. 7) Laicos/as que asumen responsabilidades litúrgicas, especialmente en la celebración de la Palabra y en el rito de Comunión, cuando falta el servicio del clero. Esta modalidad, de gran importancia, va creciendo. 8) Grupos y asociaciones que funcionan independientemente, pero se autodenominan cristianos: de terapia, de desarrollo espiritual, de práctica del yoga, etc. 9) Hay muchos cristianos/as que no encajan en ningún grupo ni comunidad parroquial. Solo participan en la Eucaristía sin lugar fijo. 10) Y también, cristianos que andan a su aire, que consideran que su fe es cuestión meramente personal. Y otras muchas modalidades que habré olvidado y no conozco. Las descritas son suficientes para dar a entender que la Iglesia está en plena ebullición y que el laicado va adquiriendo un protagonismo imparable.

19.2. Criterios ¿Cómo valorar semejante pluralismo? Me permitiré expresar reflexiones propias que tienen que ver, evidentemente, con el planteamiento general de este libro. • En la Iglesia se tiende a pensar el laicado desde la Iglesia y para la Iglesia. Pero no es correcta esta perspectiva. El laicado, como la Iglesia misma, es para el mundo. Por ello, hablar de la comunidad como don, vocación y tarea no debe ser una manera de eclesiocentrismo. La comunidad es para que los laicos vivan su vocación en la vida ordinaria, en el mundo.

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• La disociación entre ser cristianos activos fuera de la parroquia (en los grupos y movimientos propios) y pasivos en la parroquia no ayuda ni a la parroquia ni a los movimientos extra-parroquiales. • La evangelización y las iniciativas de formación todavía se mueven en clave ideológica de asimilación responsable y no promueven una personalización liberadora. De ahí el peligro de que cada movimiento eclesial refuerce su propia ideología, cayendo fácilmente en la identificación y la dependencia. • Me he preguntado con frecuencia si la promoción de ciertos movimientos del laicado por parte de la jerarquía, concretamente de Roma, no es una manera de contraponerse a los institutos religiosos, que tienen una conciencia clara de su misión profética en la Iglesia. • En principio, el pluralismo actual me parece muy positivo, aunque necesita discernimiento y correcciones. Pero el criterio no debe ser la sumisión a la jerarquía, sino la comunión con ella. • Que haya comunidades o grupos extra-parroquiales no es una amenaza a la unidad eclesial. Habrá que pensar en la unidad a la luz de la diversidad. En dicha unidad, sin duda, el clero debe hacer un servicio determinante, pero no tiene por qué ser el clero parroquial.

19.3. Sobre los laicos asociados Están aflorando en la Iglesia multitud de conexiones entre laicos y religiosos a partir del carisma de una determinada institución. Desde hace siglos, existían las «terceras órdenes», integradas en una familia espiritual y que, sin duda, han sido (y son) fuente de vida cristiana. Actualmente, con modalidades distintas, aparecen los «laicos asociados». Normalmente, se inspiran en la espiritualidad del fundador/a de un instituto religioso; pero, además, buscan ser comunidad mixta de laicos y religiosos/as con vinculaciones muy variadas. En mi opinión, el fenómeno refleja la progresiva interrelación entre los diversos estados de vida dentro de la Iglesia, altamente enriquecedor para unos y otros.

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Si se trata de compartir la misma espiritualidad, ninguna objeción. Si se trata de compartir una misión común, tampoco. Si se trata de formar un cierto estilo de comunidad, me parece que requiere discernimiento, y me pregunto si ser comunidad de laicos y religiosos, aunque no se viva en común, no implica vocación. Tampoco es problema si se distingue entre la vocación fundamental, ser laico cristiano, y una vocación complementaria: la de ser comunidad dentro de una misma «familia carismática». Y es que he comprobado que se promueve este movimiento de laicos asociados a partir de los institutos religiosos como prolongación de sí mismos. Y esto, lo confieso, se me hace sospechoso por varias razones: • Cuando se quiere suplir carencias en las obras de la institución. Se habla de «compartir misión», pero puede ocultar una racionalización interesada. • Porque el laico no toma conciencia de su vocación de laico y necesita arrimarse a una espiritualidad. Lo decíamos más arriba: confundir lo espiritual y lo específico es señal de falta de experiencia vocacional y, lo que es peor, de vida teologal. • Porque quizá el religioso/a sigue pensando que un laico/a no puede alcanzar radicalidad evangélica si, de alguna manera, no adopta mediaciones próximas a la forma de vida religiosa. ¡Cuánto cuesta entender que al laico normal le basta la espiritualidad cristiana, la del Nuevo Testamento, y que no necesita la espiritualidad carismática de ningún fundador/a, aunque sea la de san Francisco de Asís...! Entiéndase bien: algunos laicos son llamados a vivir su vocación de cristianos siendo una familia espiritual con religiosos; pero tal propuesta no es un ideal, sino una llamada particular y, por ello, muy minoritaria. Hay que reivindicar la vocación y espiritualidad del laico cristiano, sin más. Y para ello, su autonomía, que no necesita apoyarse en ninguna institución. Es normal que, si su vida cristiana ha estado ligada a carmelitas o dominicos, por ejemplo, se quieran mantener lazos e incluso, formar grupos afines de espiritualidad; pero a condición de que la dinámica sea, justamente, reforzar la vocación de laicos en el mundo. Me atrevo incluso a afirmar que el mejor modo de ser familia espiritual estriba en que no necesiten la presencia ni dirección de ningún religioso o religiosa. 125

Así pues, algunos laicos serán llamados a serlo «asociados»; otros, a tener una espiritualidad carismática común; otros, a cultivar la espiritualidad común de modo autónomo; otros, la inmensa mayoría –sí, la inmensa mayoría–, lo serán sin otra referencia carismática que ser Iglesia. En este sentido, me parece normal que el clero diocesano tenga sus reticencias respecto de los grupos con una espiritualidad particular: la que se mueve en torno a las obras y comunidades religiosas. Con una advertencia repetida en estas páginas: que tampoco sea la parroquia la referencia principal del laico, sino su vida ordinaria en el mundo.

19.4. ¿Hacia un nuevo modelo de Iglesia? En mi opinión, sí. Razones: • Disminución del laicado. La sociedad se seculariza. Los jóvenes brillan por su ausencia. • Envejecimiento del clero y de los religiosos/as. No creo que la solución sea traer vocaciones de otros países, pues el problema de fondo no es la falta de vocaciones institucionales, sino la falta de vocaciones de laicos. • La nueva conciencia del laicado cristiano dentro de la Iglesia. • Si las circunstancias históricas obligan a la Iglesia a resituarse, dejando de tener poder y disminuyendo el número, no queda otro camino que ser el «Resto» y crear un nuevo modelo de Iglesia. • ¿Cómo calificar esta situación? ¿De descristianización, de tragedia, de prueba, de gracia...? De todos modos, no pretendo hacer de profeta. Cuando en el capítulo 22 hablemos de «minoría, no élite», añadiré matices más realistas, que tengan en cuenta la situación actual de nuestras parroquias y de los distintos movimientos cristianos.

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Excursus: Sobre la mujer en la Iglesia Ya el hecho de tener que hablar de ello resulta discriminatorio. Hablar del laico es hablar de la laica. Pero, dada la discriminación de la mujer en la Iglesia, hemos de decir algo. Que la mujer pueda ser ordenada para el ministerio sacerdotal no es un problema dogmático, aunque algún documento romano lo considere próximo a la fe. Se apela a Jesús y se olvida que Él, judío cabal, afirmó que el sábado es para el hombre y que, cuando purificó el templo, no prescindió de él. Y es que hay muchas cosas que Jesús inspiró, pero no las llevó a cabo, porque era necesario el Espíritu Santo «que llevase a plenitud» sus hechos y palabras (Jn 16). Pablo estableció el principio de que, a partir de Jesús, hombre y mujer, esclavo y libre, somos uno e iguales (Gal 3); pero no sacó la conclusión (para nosotros evidente) de que la esclavitud, el tener a otra persona en propiedad, es inmoral (carta a Filemón). Hace falta una evolución cultural para que los principios sean aplicados. ¿No es la hora, por fin, de que la mujer no sea discriminada por su sexo en la Iglesia? Si la mujer fuese ordenada, sin duda cambiaría a mejor la Iglesia (no en todo: no seamos ilusos). Sin embargo, este paso histórico de la Iglesia Católica no es la cuestión central de la Iglesia. Nos ocurre con frecuencia que somos más propensos a detectar los problemas pendientes de carácter sociológico o incluso ético (caso de la mujer) que los problemas espirituales (o no tan espirituales) de los que depende directamente la vida de la Iglesia. Por ejemplo: • Una evangelización que libere de la ideología. • Una pastoral que favorezca la vida teologal. • Cultivar una espiritualidad más relacional y menos doctrinal. • Revisar la ética oficial, tan marcada por lo normativo- objetivo. • Una mayor participación del laicado en todos los ámbitos eclesiales. • Previamente a su ordenación, es necesario que las mujeres tengan campo abierto para la evangelización, no solo en la catequesis parroquial de niños y adolescentes, sino también dirigiendo grupos, haciendo acompañamientos personalizados, dando Ejercicios espirituales, impartiendo clases de teología, etc. 127

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20. Discernir mi lugar Tiene que haber un momento en que el laico/a se haga la pregunta: «¿Cuál es mi lugar en la Iglesia y en el mundo?». La vocación a ser laico cristiano es eminentemente personal, intransferible. Ha de darse en el cara a cara con Dios. La comunidad puede ser un referente e incluso (caso excepcional) ha de ser escuchada como mediación, pero no ha de ser determinante.

20.1. Marco del discernimiento La búsqueda personal del lugar que Dios quiere para mí, si soy laico, ha de tener en cuenta el marco vocacional (en este caso, del laicado cristiano). Lo hemos repetido: el laico ha de ser Iglesia siendo laico. Su mundo es el mundo, las condiciones habituales de su existencia. A la Iglesia le cuesta entenderlo, porque no termina de ver que solo existe para el mundo amado por el Padre y al que entregó a su Hijo. Pero le cuesta al mismo laico, porque le parece que solo es cristiano en un contexto explícitamente cristiano: su grupo o su parroquia. El laico tiene que asumir que su vocación y misión es para el mundo. No le ayudaron mucho ni los curas ni su grupo o comunidad. Aquí necesita autonomía de pensamiento y de conciencia personal. Pero es que, además, su grupo o comunidad solo se le da para que su vida sea cristiana en el mundo: en la familia, en el trabajo, en las relaciones, etc. Ni la parroquia ni el grupo o comunidad, en general, favorecen esta dimensión mundana de la espiritualidad del laico. No se tiene esta lucidez vocacional sin una historia personal de madurez. En general, el contexto eclesial no suele ayudar a ello.

20.2. Momento del discernimiento

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En la vida cristiana hay una época en que uno va respondiendo a las circunstancias y a las expectativas de los demás, según el contexto en que se mueva. Si la persona madura en autonomía y aprende a ser fiel a sí misma, se preguntará cuál es su lugar en la Iglesia y en el mundo. Lo puede hacer preteologalmente, desde un razonamiento que ve los pros y los contras de cada opción posible. Razones cristianas y conocimiento de la realidad entran en juego. Lo puede hacer teologalmente, después de un proceso previo de transformación personal. Ha descubierto que su vida pertenece al Señor y que todo proyecto ha de ser obediencia a su voluntad. El discernimiento de su lugar en la Iglesia y en el mundo, a primera vista, es más complicado, porque va más allá del razonamiento plausible; pero, de fondo, es más sencillo, porque, en última instancia, no depende de acertar o no acertar. Será un signo de discernimiento cristiano: por un lado, la autenticidad existencial, la actitud de honradez; por otro, le basta el 51% de probabilidades, porque la fundamentación de la decisión se da en la actitud teologal de obediencia, con libertad interior. ¿Hace falta llegar tan lejos?; ¿hace falta una experiencia espiritual tan elevada? No, porque la mayoría de los laicos no la alcanzan. Sí, porque se trata de vocación cristiana, y esta solo es real si nace de la vida teologal. Habría que decir con Jesús: «Quien tenga oídos para oír, que oiga». El que tiene esta vida teologal suele notar, a la luz de su proceso interior, que ha llegado el momento del discernimiento. «Mi lugar» no es una opción puntual. Si nace de discernimiento personalizado, constituye verdadero proyecto de vida, siempre revisable, por supuesto. ¿Qué nos ha pasado (y nos sigue pasando) en la Iglesia para que estas cosas las hayamos reservado al clero y a los religiosos/as?

20.3. Criterios

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Para el discernimiento teologal sugiero algunos criterios que reproducen, con variaciones, los de cualquier vocación cristiana.

Primero: El laico adulto se coloca en obediencia, cara a cara con Dios. Esta actitud es radicalmente espiritual, anterior a toda mediación.

Segundo: El signo de la obediencia al Señor es la «indiferencia espiritual», admirablemente explicada por Ignacio de Loyola en sus Ejercicios: que me dé lo mismo un lugar u otro; por ejemplo, que me dé lo mismo tener una comunidad de referencia o no, vivir en el anonimato del mundo o tener responsabilidades parroquiales, dedicarme a lo social o a la evangelización explícita; etc. Tener en cuenta que se trata de indiferencia espiritual, no psicoafectiva. Uno puede preferir, por gusto, participar en la parroquia solo en la Eucaristía dominical; pero al ponerse en obediencia ante Dios, nota que debe ofrecerse como catequista de niños o adolescentes.

Tercero: Normalmente, hay que manejar dos claves de discernimiento: el que se da en la oración, por luz interior del corazón, que inclina por una opción u otra, y el que se da en el razonamiento, cuando se ven los pros y los contras de cada opción. Si la luz de la oración y el razonamiento concuerdan, es que la opción es la correcta.

Cuarto: A la hora de ver los pros y los contras de las mediaciones, lo normal es que haya una cierta tensión entre la comunidad o grupo, explícitamente cristiana, y el contexto habitual, en el que prevalecerá el mundo sin Dios (o un Dios domesticado). Esta bipolaridad ha de ser resuelta sin ideología (ni eclesiocentrismo ni laicismo creyente). Caben mil combinados, que se traducirán en el proyecto de vida.

Quinto: Hay varios signos que ayudan a discernir, a posteriori, si la decisión ha sido correcta: • Si da paz, aunque cueste. • Si nace de la libertad propia de la obediencia cristiana: «la decisión es mía, pero no nace de mí». 131

Sexto: Lo normal, con excepciones, es que la decisión no distorsione la vida ordinaria. Por ejemplo, sería anormal que el Señor me pidiese llevar grupos de adultos, pues toda mi vida me he dedicado a cuidar a mi familia y a ser enfermera.

20.4. Proyecto de vida Plantearse así la vida es tomarse muy en serio el proyecto de vida, es decir, la vocación hecha realidad. No bastan las actitudes espirituales, aunque sean lo más importante. El proyecto vocacional, como dijimos más arriba, implica vivir en discernimiento. Lo cual no quiere decir revisarlo con frecuencia, pero sí de vez en cuando. El proyecto ha nacido del proceso de transformación personal. Por ello, debe ser, en su conjunto, mediación del mismo proceso. Si no lo es, o bien el discernimiento ha sido superficial, o bien hay que revisarlo. Contendrá mediaciones que combinan las bipolaridades propias de la vida humana y de la vida cristiana: • Familia y trabajo. • Oración y acción. • Eucaristía y ambiente secular. • Comunidad o grupo y vida ordinaria en el mundo. • Vida personal y misión. • Tiempo libre y entrega al prójimo. Cada proyecto, lógicamente, hará combinados distintos.

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21. Lucidez cristiana Todo el planteamiento de este libro está presuponiendo un laico/a que se atreve a pensar y a tener palabra propia. A veces se ha racionalizado el papel pasivo de los laicos, especialmente el de la mujer, apelando a la obediencia oculta de la Virgen María, diciendo que tal es la vocación más excelsa. Lo es, sin duda, como lo fue Jesús en su hora de amor hasta el extremo, en la humillación. Pero debería aplicarse igualmente a quien tiene autoridad en la Iglesia, pues Jesús dijo a los apóstoles que debían hacer lo mismo que Él: lavar los pies a sus hermanos.

21.1. Superar restos del pasado Todavía hay un cierto clericalismo que mantiene aquello de que hay una «Iglesia docente», la que enseña, y otra Iglesia «discente», la que aprende. Supongo que no en el pensamiento, pero sí en la práctica. Esta realidad ha creado un laicado pasivo y sumiso que no tiene nada que ver con el aire que se respira en todo el Nuevo Testamento. Confundir la obediencia con la sumisión constituye un abuso de poder. Se han dado pasos de participación de los laicos en la liturgia, en el consejo parroquial, en los movimientos diocesanos, etc.; ¡pero son tan limitados y timoratos...! Lo peor es que se aducen razones teológicas. Conozco, por ejemplo, decisiones de algunas diócesis en las que se ha prohibido a las mujeres que estudien teología en el seminario. A lo sumo, pueden asistir a clases organizadas para laicos/as. ¿Por qué tanto miedo a la formación, que suele ser condición para poder hablar de igual a igual con el clero? Y es que, en efecto, el poder en la Iglesia está ligado a disponer del saber teológico. Se insiste en que la Iglesia no es una democracia y que, por ello, los órganos colegiados (en las diócesis y parroquias) son consultivos, no decisorios. Está claro que la Iglesia no es una democracia y no tiene por qué reproducir las estructuras sociales; pero sí puede organizarse perfectamente con mayor participación de todos, y algunas decisiones podrían ser colegiadas, no unipersonales. En este sentido, tendríamos que inspirarnos más directamente en los órganos de gobierno de las comunidades cristianas 133

que aparecen en el Nuevo Testamento (que, por cierto, son plurales). El modelo piramidal y jerárquico que predomina en la Iglesia Católica tiene mucho que ver con modelos romanos y medievales. No pretendo una revolución, sino lucidez cristiana. La necesitamos. Será el inicio del cambio, aunque nosotros no lleguemos a verlo.

21.2. Amor y lucidez Dios ama incondicionalmente, pero es verdad y luz que nos conoce mejor que nosotros mismos. Puede juzgar sin condenar. A veces castiga por amor. Nunca condena. Nuestra misma incapacidad de amar nos condena. Es vital, liberador y transformante que todos y cada uno de nosotros podamos amar sin condenar, pero con lucidez. El criterio lo estableció Jesús al decirnos que no veamos la paja en el ojo ajeno si somos incapaces de ver la viga en el propio (Mt 7). Es nefasto creer que el amor es ciego. Lo es por inmadurez, cabalmente. El amor maduro ama la realidad, no los deseos. Igualmente nefasto es creer que hay amor sin conflictos de relación. El amor teologal, el que viene de Dios, «todo lo cree, todo lo excusa, todo lo espera» (1 Cor 13); pero busca con todas sus energías la reconciliación, aunque sea necesaria una larga paciencia. El amor plantado en el corazón distingue el sentimiento de agresividad y el rechazo del otro. Uno reacciona como sabe y como puede, pero tiene luz interior para percibir la actitud real ante el otro. En la Iglesia necesitamos este amor lúcido como respirar: • En las reuniones donde se participa con libertad de pensamiento. • En los conflictos con la autoridad. • En las batallas ideológicas. • En la capacidad de integrar el pluralismo. • Y también, cuando toca obedecer.

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21.3. Libertad y obediencia Preteologalmente, no es fácil integrar libertad y obediencia, porque la obediencia, en nuestra cultura de la autonomía, suena a falta de libertad. De hecho, el hombre moderno ha conquistado su libertad liberándose de las distintas autoridades, entre ellas las sacrales (Biblia, teología, jerarquía, etc.). Se obedece, en el mejor de los casos, al que tiene razón o a la mayoría de votos. En la historia de la Iglesia (y todavía hoy) se ha recurrido demasiado al «principio de autoridad» y se ha tratado la libertad de pensamiento y la razón crítica como orgullo. Cuando se sacraliza la autoridad, la fe no puede vivir la autoridad como mediación de Dios. El amor teologal tiene la lucidez de hacer síntesis de contrarios, esos que solo puede hacer el Espíritu Santo. Por ejemplo: • La libertad nace del amor a la Iglesia, asumiendo la autoridad como normal, querida por Jesús y confirmada por el Espíritu Santo. • Se desacraliza la autoridad, pues no tiene garantía de tener razón y es la primera que tiene que obedecer al único Señor, Jesús; pero ella es la mediación para ser discípulo de Jesús, ser obediente. • Se enfrenta a la autoridad cuando se trata de obedecer al Señor y a su Evangelio; pero mantendrá la comunión por encima de todo. • En obediencia al Señor, se somete a la autoridad, unas veces pasivamente, en silencio, dejando en manos de Dios las consecuencias; y otras, activamente, pidiendo razones que tienen que ver más con el bien común que con el propio. • Se busca el bien común de la comunidad; pero el criterio último no es ni la razón ni la eficacia, sino la obediencia de amor. Se suele objetar diciendo que así la Iglesia nunca puede cambiar, porque al final, la palabra última se deja en manos de la jerarquía. Tal es el riesgo, en efecto; pero dar prioridad a la obediencia en caso de conflicto irreductible (repitámoslo, en caso de conflicto irreductible) significa que la Iglesia depende, por encima de todo, de quien ama hasta el extremo. El ejemplo lo tenemos en Jesús, que durante un tiempo se opone a la autoridad y, llegado el momento, se somete en silencio hasta padecer la injusticia y la muerte. Nadie

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tan lúcido como él. Y en los santos: san Francisco no quiere predicar, aunque tenga la sabiduría de Salomón, donde no se lo permita un cura de pueblo (Testamento). Hay situaciones límite que no pueden ser sistematizadas ni siquiera con criterios de vida teologal, las propias de la objeción de conciencia. Quien las vive preteologalmente las vive como conflicto de libertad. Quien las vive teologalmente, las vive como obediencia a Dios y, por ello, dispone de estos criterios: • La indiferencia espiritual. Está dispuesto a obedecer a la autoridad, y hasta lo preferiría; pero no puede, en obediencia al Señor. • Que cuanto más queda amenazada la comunión eclesial, tanto más procurará promoverla. Todo, antes de separarse de los hermanos.

21.4. Un caso ilustrativo El de Pablo (1 Cor 8), cuando le consultan sobre la comida vendida en el mercado y que ha sido sacrificada a los ídolos. Lucidez: se puede comer con plena libertad, porque no existen los dioses; pero los que disponen de esta libertad, educados en ella por Pablo, deben sacrificarla al amor de sus hermanos que tienen escrúpulos de conciencia. Situaciones parecidas le toca vivir a cualquier cristiano; por ejemplo, cuando un cura podría enseñar una ética que dé cabida a la libertad de conciencia, y no lo hace porque es responsable de una parroquia. Tendrá que hacer equilibrios muy delicados para no adoptar en efecto, una obediencia ciega a la doctrina. Imaginemos que tiene que hablar a parejas jóvenes sobre la moral sexual cristiana... O ese joven laico, que en su momento puso objeción de conciencia para el servicio militar, y el obispo habló de la obligatoriedad de tal servicio cuando así lo ha establecido la legítima autoridad civil.

21.5. El pecado de autosuficiencia Reivindicar la autonomía de la persona y la libertad cristiana se compagina perfectamente, sobre todo si se tiene vida teologal, con la lucidez para reconocer el

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pecado de autosuficiencia. Se puede colar de múltiples formas: • Cuando estás en comunidad y te crees superior a los pobres cristianos que no han madurado. • Cuando discutes con el párroco y lo descalificas automáticamente por su mentalidad. • Cuando te apropias de tu lucidez. • Cuando el amor de comunión en la Iglesia pasa por el filtro de lo que tú crees que hay que cambiar.

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22. Minoría, no élite Terminamos esta tercera parte (cómo el laico cristiano vive la Iglesia) con una tesis: hay que optar por una Iglesia que sea minoría, no élite. La tesis se aplica especialmente a nuestras viejas iglesias europeas; pero habría que preguntarse si no debe iluminar cualquier implantación de la fe en cualquier parte del mundo.

22.1. El concepto «Minoría» se opone a «mayoría». Antes éramos la mayoría social; ahora somos cada vez menos. La élite siempre es minoría, pero tiene gran influencia. Esta puede ser política (cuadros preparados para escalar el poder), social (líderes) o espiritual (los cristianos más cultivados). Pues bien, este libro propugna una minoría, pero no una élite. De hecho, el cristianismo comenzó a ser mayoría progresiva con los «emperadores cristianos», a partir de Constantino el Grande (siglo IV). Esta propagación fue racionalizada como voluntad de Dios en cumplimiento del mandamiento de Jesús de evangelizar a todos los pueblos (Mt 28). A partir del siglo XIX, Europa comienza a conocer la disminución del número de practicantes y va extendiéndose por todas las clases sociales la secularización. ¿Es esta reducción –numérica y de significación social– solo un fenómeno histórico o es la ocasión para resituar a la Iglesia en un nuevo lugar, más cristiano, dentro de la historia? Mi opinión es clara: es gracia de Dios que seamos minoría, con tal de que estemos dispuestos a ser mejores discípulos de Jesús, más evangélicos. En los evangelios aparece un lenguaje doble: por un lado, Jesús describe su movimiento mesiánico como semilla y levadura, en minoría clara; por otra, encomienda a los discípulos una misión universal. ¿Se oponen ambas perspectivas o en esa tensión se realiza la verdad de la Iglesia en la historia? Creo que este libro refleja claramente dicha tensión, sin contradicción, como el modo propio de ser Iglesia. «Élite» no lo hemos sido nunca ni lo seremos, ni siquiera en el Nuevo Testamento, por más que los Hechos de los Apóstoles idealicen la Iglesia primitiva.

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Para mí, esta incapacidad de la Iglesia de realizar el ideal cristiano en la historia no es un problema, ni un escándalo (para muchos lo es), sino un signo espléndido de la misericordia de Dios y de la dinámica del Reino en el corazón del mundo y de la Iglesia misma.

22.2. Criterios Pasemos ahora a formular algunos criterios que ayuden a plasmar este planteamiento de la Iglesia como minoría. 1) Asumir positivamente que la vocación de la Iglesia es de minoría, no de élite. Todavía seguimos valorando la realidad de la fe por el número: participantes en la Eucaristía, número de bautizados, cuántos movimientos cristianos de apostolado o de iniciativas sociales, cuántos colegios o universidades católicas, qué número de vocaciones para el clero o la vida religiosa, etc., etc. 2) Sabiduría pastoral. La parroquia debe trabajar simultáneamente por niveles. La pastoral de mantenimiento, especialmente por medio de los sacramentos, para gente practicante de toda la vida. Pastoral de promoción: grupos de formación, de acción social, de espiritualidad. Y pastoral de procesos, en función de la transformación de las personas. Este último nivel no es un ideal para todos, sino una oferta. Debe quedar claro que la pastoral de procesos no es para élites sociales ni culturales ni espirituales. La viven personas de estatus social bajo, pero con una búsqueda personal muy implicativa en el mundo de Dios y un gran talante de autenticidad existencial, que suele estar ausente con frecuencia en las élites sociales. 3) Prioridad por evangelizar a los adultos, no a los niños ni a los adolescentes. El futuro no está en la juventud, sino en los laicos adultos, que serán los primeros evangelizadores de sus hijos. 4) Combinar la evangelización ad intra, en la comunidad parroquial, con la evangelización ad extra, que será cometido principal de los laicos bien formados y con proceso personal de fe.

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5) Lucidez para percibir que el Reino está actuando fuera de la Iglesia institucionalmente conocida. «Sembrar para que otros cosechen», lo llama el Evangelio (Jn 4). A largo plazo, casi siempre. 6) Siempre, «desde abajo y desde dentro», como Jesús cumplió su misión. Hablaremos de ello en la 4ª parte. 7) No olvidar nunca que la última palabra solo la tiene la Providencia y sus caminos misteriosos. Con un ojo nosotros discernimos y hacemos lo que creemos que tenemos que hacer. Con el otro ojo lo abandonamos todo confiadamente, y en primer lugar la Iglesia misma, en las manos del Señor.

22.3. Objeciones Siendo honrados, también hay que formular objeciones, para que no nos subamos al carro de los deseos y sigamos pisando tierra: a) La mayoría de los humanos solo alcanzan identidad a través de la identificación social: la ideología del grupo de pertenencia o los lazos afectivos correspondientes. Mayorías o minorías dependen de ello. Así es, en efecto. Pero ello confirma el criterio 2), del que hemos hablado; no niega el intento de una evangelización que promueva mayor madurez de los creyentes. b) Quien lea este libro tal vez diga: «La mayoría de los laicos ya tienen bastante con vivir, sin otras pretensiones». Así es, en efecto. Por eso tiene prioridad, como venimos repitiendo, la vida ordinaria del laico, no los compromisos especiales. Pero ese vivir, que a veces solo es sobrevivir, puede ser vivido de distintos modos: desde la fe o desde otras instancias. Aquí propugnamos la conciencia vocacional del laico, que no depende ni siquiera de disponer de tiempo. Si vive todo con Dios y cultiva un mínimo de intimidad con Él, todo será distinto. c) Ninguna comunidad o grupo, por más selecto que sea, puede vivir teologalmente. Así es, en efecto. Por eso es tan importante distinguir el nivel espiritual de la persona y el nivel de la comunidad o grupo. Desde lo personal, la vida teologal 140

inspira y promueve. En una comunidad o grupo, si hay personas con vida teologal, la intercomunicación y las opciones de vida estarán más cerca del Evangelio, que es de lo que se trata. d) La objeción de fondo aparece en cuanto uno lee el Nuevo Testamento: ¿Cómo es posible que Jesús, o Pablo, o Juan, hablen así a la media humana, que entonces, como ahora, es tan baja? Pero así es como Dios ha querido revelarse. Y lo más maravilloso es que Él siempre encuentra a quienes acogen la sobreabundancia de su amor. No suelen ser precisamente los más sabios, ni los más virtuosos, ni los que pertenecen a alguna institución de perfección.

22.4. A pesar de todo Terminemos esta parte referida a la Iglesia reafirmando que el camino a recorrer lo tiene que hacer la comunidad cristiana, una y diversa; pero que no puede hacerlo sin el laicado, al que más bien ha de ir dando protagonismo. Acecha siempre la tentación de hacerlo «desde arriba», desde la autoridad y sus planes. Cuando alguien me pregunta por las prioridades de la evangelización, siempre respondo lo mismo: • Personas. Lo que no alcance al corazón de las personas y su verdad de existencia no sirve de nada. • Grupos pequeños, porque, humanos como somos, los necesitamos, pero a condición de que la persona sepa que su vida personal está a otro nivel, donde solo habita su Señor.

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IV. MISIÓN

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23. Semilla y levadura La cuarta parte del libro la dedicamos a la misión. No hay vocación sin misión. No hay relación de fe, esperanza y amor, sin participar de la misión de Jesús. La voluntad del Padre es la alianza de amor, pero no para la autocomplacencia, sino para dar vida. No hay amor que no sea vida para dar vida. La misión del laico/a cristiano nace del corazón de la Iglesia, la Comunión de los santos; pero tiene características propias.

23.1. Vocación y misión Vale para todo cristiano; pero se le aplica especialmente al laico el texto evangélico: Mt 5,13-16. «Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada vale ya, sino para tirarla fuera y que la pisen los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». – Mt 5,13-16 Se aplican estas palabras de Jesús especialmente al laico, porque no hablan de una misión de autoridad, que en otros momentos Jesús encomienda a los apóstoles. Las imágenes no pueden ser más plásticas. La sal no se ve, pero se nota; actúa desde dentro de la realidad. La luz que alumbra toda la casa se nota, pero es desproporcionada. ¿Cómo es posible ser luz del mundo siendo un puñado de discípulos sin poder ni brillo social? Cuando Jesús lo formuló (o Mateo recordó los dichos de Jesús), el cristianismo era un movimiento insignificante. ¿De dónde esta conciencia de misión en medio del mundo?

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• De la elección del Padre, porque Él es el que da la vida a través de nosotros, y siempre desproporcionadamente. • De las obras hechas según Dios, que brillan en medio de las tinieblas del mundo. Reconociendo todas las ambigüedades con que la misión cristiana se ha hecho presente en la historia, ¿cómo negar lo que ha aportado a la humanidad? Sin embargo, la fuerza de la misión cristiana está más allá de lo histórica y socialmente constatable. Pensemos en nuestros santos. La institución eclesial los glorifica, y yo no puedo evitar la sensación de la autoglorificación. Cuando uno se acerca a ellos en el realismo de su existencia, entonces se nota la vida que surge en torno a ellos. No hace falta que sean canonizados. Cuando se conoce a un cristiano de verdad, surge espontáneamente la pregunta: ¿Qué tiene esta persona, de dónde le viene su modo de ser y actuar? Si se lo preguntas, te dirá: «Soy un pecador perdonado y salvado; Dios ha elegido mi pobreza para mostrar la gloria de su misericordia».

23.2. Tarea y misión Se tiende a confundir tarea y misión, como se confunde responsabilidad y voluntad de Dios. Hay tareas, justificadas ideológicamente como evangélicas (las obras de misericordia de Mt 25), pero que no son voluntad de Dios, en cuyo caso no son misión. La pregunta básica, «¿cuál es mi misión?», solo tiene una respuesta: la voluntad de Dios. Si discerní que el matrimonio era mi vocación, ahí está mi misión. Si decidimos, en obediencia al Señor, tener hijos, tal es nuestra misión. Para discernir si mi trabajo es voluntad de Dios, con frecuencia solo puedo verlo en aceptar lo que se me da. La mayoría de las cosas que se hacen son voluntad de Dios porque se me imponen y no lo puedo elegir; por ejemplo, la enfermedad o las decisiones que toma un hijo. A esto se llama «consentir», una forma espléndida de libertad si se vive en obediencia de amor.

23.3. Amor de misión 144

Cuando el cristiano/a, por gracia del Espíritu Santo, ha descubierto el amor de obediencia, cambia su vida. Entiende mejor que nunca lo que dijimos del «qué, cómo, desde dónde». Amor de misión es el que nace de la obediencia de amor a la misión que el Señor nos encomienda. • Amor teologal, porque no es deseo ni proyecto propio, aunque a veces coincidan; por ejemplo, en una pareja, la decisión de tener un hijo. • Es la forma de amar que se da en el acto de obediencia al Señor. • Por eso consiste en darle paso. En la misión cristiana se entiende perfectamente lo de Pablo: «Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer» (1 Cor 3,7). Porque el que da la vida es el Señor. Así se experimenta en las tareas más esenciales para la humanización, como son, por ejemplo, educar en valores o suscitar la búsqueda de sentido de la vida. Los padres saben de sobra que no pueden dar a sus hijos lo que más quisieran: la fe. El evangelizador comprende todos los días que tiene que quedarse en el umbral de las conciencias. El amor de misión se coloca permanentemente entre los dos polos: desde lo humano, en el respeto a la persona; desde Dios, en dejarle que actúe. Por eso, dar paso implica amor de desapropiación, pero también el agradecimiento de ser llamado, exactamente, a dar paso. «¿Quién soy yo para ser instrumento del Reino, es decir, del señorío salvador de Dios?». Sin este amor de misión, se confunde la misión con la tarea bien hecha. Así que «sin amor todo es nada», incluida la misión. No basta hacer la tarea con amor. Hay misión cuando el amor se hace obediencia. Se puede comparar a la siguiente imagen: el mundo es un fortín donde no se permite a Dios penetrar; Dios busca algún hueco para colarse y dar vida; el que vive en obediencia a Dios es, cabalmente, ese hueco. Desde este amor de misión se entienden muchas cosas; por ejemplo, la importancia de interceder por las personas que el Señor nos encomienda, ya que, por encima de todo, son suyas. 145

¡Qué fuente de libertad y de gozo interior...!

23.4. Desde abajo y desde dentro El título del apartado inspira la sabiduría necesaria para ser y actuar el Reino. Nos lo enseñó Jesús con la imagen de la semilla y la levadura. La semilla contiene vida, pero actúa desde abajo. No se impone. Acepta la realidad con sus condicionamientos. Desde dentro, despertando y aprovechando las fuerzas ocultas. Paciencia, respeto y fidelidad son sus armas, las de «los mansos que heredarán la tierra», que dice Jesús (Mt 5). Este modo de actuar tiene una característica: la desproporción. Lo que parece insignificante, como un granito de mostaza, crece y crece hasta convertirse en la mayor de las plantas, capaz de acoger a los pájaros (Mt 13). La eficacia del Reino es algo que exige una luz especial para captarlo: • En lo más vulnerable puede darse la fuerza que lo transforma todo. En la Segunda Carta a los Corintios, Pablo lo describe de mil maneras, sobre todo con las paradojas tan suyas: «tesoros en vasijas de barro» (2 Cor 4,7). • La vida que surge de dentro necesita tiempo. La prisa o, mejor, la ansiedad por constatar frutos la entorpece y puede bloquearla. «A medio y largo plazo» debe ser la consigna. • No se capta su eficacia con parámetros sociológicos (número, influencia institucional, poder ideológico...), sino con la mirada del Espíritu, que capta la vida nueva que libera y transforma a las personas. • De ahí la tesis «minoría, no élite», y la necesidad consecuente de un nuevo modelo de Iglesia. Paradójicamente, esta es la eficacia propia de la Iglesia, la del Reino. No hay humanización auténtica ni evangelización real sin esta sabiduría «desde abajo y desde dentro». Una razón más para comprender la misión del laicado cristiano. Al vivir enraizado en el mundo, en las condiciones habituales de la existencia humana, su misión solo puede ser real siendo semilla.

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Y levadura. ¡Qué imagen tan plástica...! «El Reino es semejante a la levadura que una mujer toma y la mete en tres medidas de harina hasta que fermenta toda la masa» – Mt 13,33.

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24. En la vida ordinaria La existencia y misión del laico cristiano en la vida ordinaria no es nada vulgar, nada «ordinario». La insistencia en este primado de la vida ordinaria se contrapone a la tendencia espontánea de valorar únicamente lo extraordinario, lo especial, lo que llama la atención, aunque sea más exigente; o quizá por ello, exactamente, resulta más valorado. Es frecuente, en nuestro argot de Iglesia, decir que el cristiano tiene que «comprometerse», y se piensa en actividades distintas de la vida ordinaria. Pues bien, mi opinión es que el compromiso primordial ha de darse en la vida ordinaria.

24.1. Centrarse en la vida ordinaria La vida ordinaria me centra el corazón y la acción. En la vida ordinaria me resulta evidente la voluntad de Dios. Ámbito privilegiado para amar, amar la realidad y no los deseos. Escuela privilegiada de desapropiación. Es la vida ordinaria el lugar más propio para la misión desde dentro y desde abajo. ¿Qué es la vida ordinaria? A cada uno le basta comprobar cada mañana cuáles son sus obligaciones. Familia y trabajo, desde luego, entendiendo por «trabajo» también el domestico. Tiempo personal de oración, muy importante, y alguna afición, si tengo tiempo. Algunas personas que hay que cuidar y algunas amistades que hay que cultivar. ¿Tiempo para la parroquia, comunidad o grupo cristiano? ¿Algún compromiso social? Dicho de otra manera: el proyecto de vida, que he discernido como voluntad de Dios. En nuestra sociedad, se impone distinguir la vida ordinaria entre semana, ocupada por el trabajo, y la del fin de semana y los días de vacaciones. A más tiempo libre, más cuidado de lo esencial: la vida familiar y los tiempos personales y lo que atañe a la 148

gratuidad en las relaciones interpersonales. El cristiano no puede dejarse llevar por los criterios que prevalecen en el mundo, que solo sirven para dispersarse superficialmente. Por ejemplo, un viaje de fin de semana puede ser vital para la familia; pero planear viajes constantemente es una evasión que descentra la vida.

24.2. Ser cristiano en todo Porque no puede uno ser cristiano a ratos o solo en ciertas actividades. La ventaja de la vida ordinaria es que revela la verdad de lo que somos. Hay ámbitos en los que uno puede protegerse con su rol; pero en la vida ordinaria, no. Así que, cuando decimos «ser cristiano en todo», no estamos hablando de perfección y santidad, sino de autenticidad, de esa coherencia básica en que uno muestra lo que es, y los demás lo notan, más allá de las imperfecciones y la parte inevitable de incoherencia que todos tenemos. Si se insiste en el compromiso extraordinario del cristiano, casi siempre se favorece el ideal del yo o la identificación ideológica. En la Iglesia hablamos mucho de ser «testigos». Confieso que es una palabra que me resulta ambigua, porque parece referirse al cristiano que alcanza cierta perfección. Se olvida que el testigo no se presenta a sí mismo; señala con el dedo al único que es el ideal de nuestra vida, al perfecto, a Jesús. El verdadero testigo habla más de Él y menos de sí mismo; reconoce con facilidad lo lejos que está de Él, y este reconocimiento es el que más favorece al que nos ve y nos escucha. No se cree en nosotros, sino en Él. ¿Acaso no necesita el mundo que el cristiano haga creíble la fe? Sin duda; pero necesita aún más que Él sea señalado como el camino, la verdad y la vida. ¿Necesita buenas obras que glorifiquen al Padre? Sin duda; pero la mayor gloria del Padre es que me ama a mí, pecador, y que así hago creíble su misericordia. La vida ordinaria es el ámbito privilegiado de este ser cristiano en verdad: pecadores salvados que, día a día, renuevan su vocación radical: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo.

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24.3. En lo escondido Que Jesús enseña a practicar la limosna, la oración y el ayuno en lo escondido es un criterio central en la existencia del discípulo del Reino. Ningún alarde de ser cristiano. Lo contrario es el respeto humano a confesar que se es cristiano. Pero se prefiere decirlo cuando a uno se lo piden. Ser solidario con el prójimo, pero anónimamente. Y cuando se colabora en una acción social en favor de los marginados, preferir que el prestigio se lo lleven otros. En el capítulo 26, cuando hablemos de humanizar, una de las aplicaciones de la praxis cristiana en lo escondido será la aconfesionalidad. Orar en lo escondido tiene que ver con lo apuntado más arriba, la oración personal, que no depende de la comunidad ni del grupo. El ayuno en lo escondido tiene que ver con el talante de paz y naturalidad que debe tener el cristiano en todo, como Jesús, que fue considerado «borracho y amigo de publicanos». El criterio de lo escondido atañe directamente a este primado de la vida ordinaria. Nada especial; pero cada cosa que hagamos tendrá el sello de lo bien hecho, cuidado y amado. El trabajo depende de ello: honradez, fidelidad, espíritu de colaboración. En las relaciones interpersonales, lo escondido se llama discreción y entrega; lo contrario de la vanidad y el narcisismo, que necesita sobresalir. Es frecuente que a un cristiano se le diga: «¡Cuánta paz das! ¿De dónde te viene?» En el laicado cristiano hay multitud de vocaciones ocultas. Ni siquiera han hecho consciente su lugar en la familia, en el trabajo, en la sociedad, en la comunidad cristiana. Les parece lo normal olvidarse de sí. ¡Qué capacidad de amar sin reivindicar nada...! Humanizar depende directamente de esta capacidad de dar vida en el ocultamiento. ¿Quién soporta tanta locura humana, violencia y sufrimiento, sino los del ocultamiento, que casi siempre son ellas, y especialmente, las pobres? Abnegación, paciencia, permanecer junto al otro, a pesar de todo... ¡Cómo los guarda el Padre en su corazón...! Porque también Él así ha dado vida al mundo a través del amor de su Hijo, que se rebajó, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2).

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24.4. En casa La vida ordinaria se vive especialmente en casa. Sugerencias: • Estar amorosamente atento a cada uno, sabiendo amar a todos. • Educar a los hijos no solo con palabras, sino, sobre todo, con la propia vida («con el ejemplo», se decía antes). • Hacer la convivencia agradable: conversación, colaboración... • Cuidado exquisito en la relación con la pareja. • Sabiduría que combina hablar de Dios y respeto al proceso y momento de cada uno. • Orar en común –con la Biblia o sin ella– con cierta frecuencia (no solo antes de comer). • En caso de conflicto, no huir, sino favorecer el consenso. • Crear un estilo de vida en que la solidaridad no sea algo puntual o excepcional, sino normal. • Espíritu de verdad en todo: en las relaciones y en las responsabilidades. • Vigilar la tendencia al individualismo, pero sin caer en el colectivismo (todos, todo e iguales). • Vigilar el uso de la televisión e Internet. • Saber estar sin hacer nada: con serenidad y calor entrañable. • Casa abierta no solo a las amistades o a gente conocida, sino también a necesitados. Compartir. ¡Vaya, que estoy trazando un cuadro cristiano idílico! No se entienda como un conjunto de obligaciones a cumplir, sino como referencias de la calidad cristiana que se quiere dar a la familia. Aquí estriba el compromiso primero del laico/a cristiano. Sin duda, el ámbito más privilegiado de humanización y evangelización es la familia. Sin embargo, el pluralismo actual de modelos de familia está obligando a una sabiduría más compleja en su praxis concreta. Conozco a parejas cristianas de mentalidad tradicional que, por no separarse, están creando un ambiente irrespirable de relaciones que impide gravemente la educación de los hijos. Y casos de padre/madre separados que

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están logrando salvar el primer bien, el crecimiento sano y enriquecedor de los hijos. Podemos seguir considerando como ideal el modelo tradicional, a condición de que se revisen los roles conservadores: la mujer dependiente, que se dedica al cuidado de la casa, la autoridad indiscutible del padre y la sumisión incondicional de los hijos. No cabe seguir pensando en el modelo patriarcal.

24.5. María de Nazaret Nadie como ella ha vivido la vocación cristiana en la vida ordinaria y en el ocultamiento. Nazaret ha representado siempre la referencia. No olvidemos que en Nazaret se desarrolló la mayor parte de la vida de Jesús. Pero cuando Jesús tuvo que asumir su vocación pública de Mesías, guardó a su madre en la obediencia oculta del amor, defendiéndola de los parientes, que buscaban protagonismo (cf. Mt 12). Tenía que aprender a ser madre de sus discípulos, y para ello su lugar estaba en casa. Únicamente en el calvario, al pie de la cruz, Jesús le ofreció un lugar junto al discípulo amado; pero era el momento de la ignominia y del sufrimiento hasta la muerte. Cuando nació la Iglesia en Pentecostés, su misión siguió siendo la oración en lo escondido (cf. Hch 1). La autoridad y la misión pública pertenecían a Pedro y los demás apóstoles. Por ello, María es el corazón de la Iglesia también ahora, en la Comunión de los santos, desde el cielo, intercediendo por todos nosotros, a quienes nos cuesta tanto ser discípulos de su hijo y Señor, Jesús. Por favor, no se entienda esta imagen de María como propósito que mantiene la discriminación de la mujer. María es referencia, igualmente, para Pedro en lo esencial, en lo que está más allá del servicio de autoridad, en la obediencia de amor, sin la cual no hay vida eclesial.

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25. En una cultura antropocéntrica y secular La vida ordinaria del laico cristiano no se sustrae al contexto sociocultural. Realizará su misión de humanizar y evangelizar en dicho contexto. Hace décadas, era impensable que el cristiano/a viviese así, a la intemperie, en un mundo que se organiza sin Dios e interpreta toda la realidad secularmente.

25.1. Discernimiento No es exagerado decir que la fe cristiana se encuentra en una encrucijada. De alguna manera, siempre lo ha estado. La de ahora es especialmente radical, porque no solo atañe a la fe, sino al modo en que el hombre se percibe a sí mismo en el mundo. ¿Qué hay de fondo en el antropocentrismo secular? Que Dios no entra en la cosmovisión. Ni explica nada ni es necesario para ser humano. La ciencia se encarga de interpretar la realidad sin Dios. La autonomía del hombre puede prescindir de Dios para autorrealizarse. Es normal, por ello, que el posicionamiento de las Iglesias y de los creyentes sea de defensa, y que se entienda que el antropocentrismo secular es una forma de prometeísmo: el orgullo humano ante Dios. Otros, sin embargo, interpretamos este fenómeno con otras claves: • La autonomía del hombre es la consecuencia de un proceso de auto-liberación humana, hecho con frecuencia contra las formas de dependencia que no la permitían, en primer lugar las religiones. Pero si el antropocentrismo se libera de su actitud reactiva, podrá ser una plataforma privilegiada para la fe cristiana, por ser esta don y no dependencia ni necesidad. Y la secularidad, igualmente, favorecerá la fe teologal, purificada de la sacralización. • «Hay que arrojar más lejos la jabalina»: es un consejo que leí hace años. Traducido: la fe cristiana no es ni antropocéntrica ni teocéntrica. Así que no depende de la cultura teocéntrica de otras épocas ni de la cultura antropocéntrica de ahora. Desafío teológico de altura, desafío pastoral y, sobre todo, desafío de 153

experiencia. Nuestro privilegio de cristianos es que tenemos a Jesús como referencia central, más allá del antropocentrismo y el teocentrismo. El planteamiento tan radical que acabo de describir escuetamente tuvo su momento álgido en torno a los años 50/60 del siglo pasado. Corresponde a la autoconciencia de la modernidad. Posteriormente, ha aparecido la oleada cultural de la postmodernidad, que hace que el panorama sea más complejo. Algunos signos: • Hay una autonomía que nace de la racionalidad crítica; pero el hombre es más que racionalidad. Siempre queda la dimensión simbólica y lo no controlable racionalmente, desde donde emerge lo religioso. • En vez de hablar de antropocentrismo, hoy habría que hablar del primado de la subjetividad, es decir, de la experiencia, liberándose precisamente de las pretensiones de objetividad, sean racionales o religiosas. • Renuncia a todo sistema global humanista o religioso, para reconocer la realidad plural y asistematizable de lo humano. A lo que hay que añadir el fenómeno intercultural, como consecuencia de la globalización, de una mayor intercomunicación de culturas y naciones y de la inmigración. No es fácil discernir en esta complejidad. Este capítulo y los que siguen lo intentan, pero a modo de pistas para la reflexión, renunciando a toda pretensión sistemática. Evidentemente, ciertas opciones son inevitables, porque se trata de la misión a realizar por el laico cristiano.

25.2. Desacralización y fe La suavización de la radicalidad con que se planteaba hace unas décadas la secularidad se ha traducido en aceptar positivamente el mundo de lo religioso, considerado como creencia privada. Con todo, no ha pasado el fenómeno de la secularidad en la sociedad. Al contrario, me atrevo a decir que el primado de la subjetividad ha disfrazado el antropocentrismo secular con la forma del relativismo más exacerbado: da lo mismo ser agnóstico que creyente; ser cristiano que budista o musulmán; el único criterio es si lo 154

que se vive, se siente y se piensa sirve para realizarse y puede traer algún beneficio social. La sociedad, progresivamente, sigue organizándose sin Dios. De ahí las batallas de las instituciones religiosas para recobrar el terreno perdido: en la familia, en la escuela, en la universidad, en las asociaciones, en la política... El lector/a ya intuye mi opinión: es una gracia del Señor para la fe personal y para la Iglesia que el mundo sea secular, que Dios no sea socialmente visible. ¿Por qué? • Porque favorece la distinción entre la sacralización, la experiencia preteologal de Dios y la fe teologal. Lo expliqué más arriba: sacralizar es la tendencia que tenemos los humanos a objetivar a Dios, a necesitar controlarlo mediante lugares, personas, objetos... que revestimos de presencia y poderes divinos. • Porque lo humano puede ser descubierto en su hondura, sin necesidad de recurrir a lo espiritual, como plataforma privilegiada para percibir la presencia de Dios y de su Reino. • Porque la secularidad favorece que la Iglesia sea más evangélica, más concorde con lo que Jesús hizo y enseñó. Veamos algunos ejemplos ilustrativos. Si en un tribunal no está el crucifijo, pero se imparte justicia, favoreciendo a los que habitualmente son injustamente tratados, ¿podemos percibir el Reino, la voluntad liberadora de Dios? En una escuela, ¿qué es más importante: que el adolescente se adhiera a la ideología cristiana o que aprenda a hacerse preguntas y buscar respuestas por sí mismo, aunque no se confirme en la parroquia? Si contemplo dos obras de arte, por ejemplo, la Virgen del pajarito de Rafael y el ciego con la guitarra de Picasso, ¿en cuál de los dos me resulta más fácil ver a Dios: cuando se tematiza explícitamente lo religioso, en función de la armonía humana (Rafael), o cuando la dramática del sufrimiento humano obliga a las preguntas últimas sobre Dios y el hombre? Así que el primer desafío que tiene el cristiano/a en esta cultura antropocéntrica y secular es el siguiente: ¿Cómo ver a Dios en un mundo sin Dios? • Si se tiene vida teologal, en todo, puesto que no hay separación entre lo sagrado y lo profano, y la relación con Dios es inmediata en todas las mediaciones.

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• Cada persona humana tiene un valor absoluto (solo Dios es el Absoluto) y ha de ser tratada como fin y no como medio. • En lo humano que adquiere carácter de signo. ¿Signo de qué? De que «el hombre es más que el hombre», que dijo espléndidamente Pascal. Tanto en su grandeza como en su miseria. • Donde brilla el amor desinteresado. • En el milagro de la fe, que no depende de ninguna estructura social, cuando la Palabra encuentra un corazón abierto.

25.3. Resituar la misión Es la conclusión que se impone. Algunas consecuencias: a) Unificar y diferenciar el humanizar y el evangelizar, que cada época de la fe cristiana lo ha hecho de modo distinto. Jesús lo hizo de acuerdo con su misión mesiánica: hacer presente el Reino liberando a la humanidad de las fuerzas del mal y revelando el señorío misericordioso del Padre. No fue comprendido, y tuvo que entregar su vida por la redención del pecado, el rechazo del Reino, y así inaugurar la nueva humanidad con el don del Espíritu Santo. En su cultura y en su misión, humanizar y evangelizar representaban lo mismo; pero nunca confundió, no lo olvidemos, la diferencia entre la curación del ciego y la iluminación de la fe. Nosotros tenemos que diferenciar «humanizar» y «evangelizar», porque lo exige el «contexto sociocultural» en que vivimos, la autonomía del hombre secular. Pero diferenciar no es separar, como veremos en los capítulos que siguen. b) Evangelizar desde la subjetividad: «Hacerse judío con los judíos, griego con los griegos», que decía san Pablo. Hay que reconocer que la Iglesia oficial tiene demasiado miedo a este cambio de perspectiva. Con razón, si se cae en el relativismo. Sin razón, si se pone el acento en la doctrina y no en la experiencia personal.

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c) La acción humanizadora y evangelizadora tiene que abrirse a ámbitos no institucionalmente eclesiales. La acción social, fuera de las iniciativas parroquiales o diocesanas. La evangelización, promoviendo el acompañamiento personal y de grupos en las casas o en aulas civiles. d) Promover la pastoral de los previos a la fe. Normalmente, no podrá hacerse en ámbitos eclesiales. Su contexto propio es el secular. El laico se sentirá cómodo, porque es ahí donde se desarrolla su vida ordinaria. La pregunta que le hace un compañero de trabajo que tiene que ver con valores éticos o directamente con el sentido que se da a la vida. La cena de fin de semana, que reúne a los amigos y donde aparece la cuestión religiosa, casi siempre en relación crítica con la Iglesia. Propuestas que surgen para conversar sobre inquietudes personales. Propuestas incluso de pequeños grupos de reflexión.

25.4. La hora del laicado Todo nos lleva a lo mismo: al protagonismo de la misión del laico en la Iglesia. Si en la 3ª parte, al hablar de la Iglesia, hemos tenido que hacer matizaciones, en la misión es necesario dar al laico/a más cancha. Con un criterio irrecusable: sentido de comunión eclesial, que se traducirá: • En comunicarle al párroco la misión que se está desarrollando, no para obedecerle, sino por sentido de Iglesia. • En que vaya suscitándose en la parroquia, igualmente, una nueva sensibilidad, menos eclesiocéntrica. Los grupos o comunidades parroquiales necesitan valoración mutua, respetando el pluralismo. Necesitan, sobre todo, que cada laico viva su misión dando primado a la vida ordinaria. Ahí no hay otro pluralismo que el de la vida que a cada uno le toca vivir. Espero que el lector no confunda los presupuestos de estas páginas con lo que hace años se llamaba el «cristianismo anónimo», es decir, la tesis según la cual habría que valorar (y, en consecuencia, promover) una experiencia religiosa sin contenido explícitamente cristiano. En este sentido, mi opinión es rotunda: hay Espíritu Santo derramado ocultamente en las conciencias, que desborda a la Iglesia; pero no hay 157

cristiano sin fe explícita, por la cual somos Iglesia. De otra manera: hay Reino de Dios más allá de la Iglesia, pero no hay Iglesia sin fe explícita. ¿Cuál es entonces la ventaja de la fe explícita? Estoy por responderle al que lo pregunta: «¿Todavía no te has enterado qué don constituyen Jesús y su Iglesia, su Palabra y la Eucaristía, tu vida teologal y el compartir la fe con otros cristianos?». No se da prioridad al laicado, en una cultura del antropocentrismo secular, para «el cristianismo anónimo», sino para el cristianismo explícito. Otra cosa es que, antes de llegar al cristianismo explícito, haya que recorrer caminos anónimos y de fe que emerge en el claroscuro de la conciencia; muchos, sin duda.

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26. Humanizar La misión del laico/a cristiano está configurada por las dos modalidades: humanizar y evangelizar. Así, Jesús, hechos/milagros y enseñanzas/palabras. Así, el discípulo, llamado a expulsar demonios y anunciar el Reino (cf. Lc 10).

26.1. Misión una y diferenciada Como ya ha sido indicado, a nosotros nos toca hoy la doble misión de un modo peculiar, diferenciado más que en otras épocas. Pero no olvidemos dónde se unifican: • Que tanto humanizar como evangelizar pertenecen al único Reino: el de Dios salvando. • En la conciencia personal del que humaniza y evangeliza, pues realiza ambas cosas desde su ser enviado al mundo. Actualmente, dado el pluralismo intraeclesial, ideológico y práctico, el binomio vive realizaciones muy diferenciadas: hay quienes, para humanizar, necesitan altas razones espirituales; y hay quienes confunden la evangelización con la lucha humanista por la justicia. Nuestra posición es matizada. Los capítulos anteriores ya han sugerido propuestas. Estos capítulos, 26 y 27, concretan más. Pero, como es obvio, hay ciertas opciones de fondo que no son compartidas. El laico cristiano tiene que posicionarse a partir del discernimiento que haya hecho de su lugar en el mundo y en la Iglesia.

26.2. Presencia y acción del Reino Acabamos de decirlo: la realidad del Reino unifica y diferencia el humanizar y el evangelizar. Está claro que el Reino, en cuanto acogida del señorío de Dios por la fe en la Buena Noticia de Jesús, viene de la evangelización explícita. Para muchos cristianos no está 159

claro que humanizar sea Reino de Dios. Solo lo consideran así si está ligado explícitamente a la Iglesia, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la colaboración con Cáritas. Pero es Reino toda humanización que sea signo, aunque sea implícito y oculto, de la liberación prometida por los profetas e inaugurada por Jesús. Y por eso es tan importante distinguir «Reino» e «Iglesia». La Iglesia es el signo más claro del Reino de Dios en la tierra. Basta celebrar la Eucaristía. Pero el Reino se manifiesta de otras múltiples maneras. Al hablar del Juicio Final, Jesús dice que son benditos del Padre los que obraron el amor en favor de los últimos, aunque no tenían fe para percibir a Jesús en ellos. Realizan el Reino humanizado y son reconocidos por Jesús como suyos. El texto (Mt 25) merece ser meditado. Sin embargo, no toda humanización es Reino. ¿Lo fue, por ejemplo, la Revolución Francesa, que propugnó fraternidad, igualdad y libertad, pero con tantas ambigüedades? ¿Lo es la democracia? ¿Lo es el movimiento feminista? ¿Lo es la emancipación de los pueblos? ¿Lo son los avances científicos de la medicina? ¿Lo es la modernidad, con la conquista de la autonomía? ¿Lo es la tolerancia religiosa?... En mi opinión, no cabe objetivar el Reino estableciendo con nitidez su presencia y acción. Todo lo humano es ambiguo. Pero cabe apelar a un criterio: allí donde la humanización se acerque a las opciones de Jesús, allí podemos hablar del Reino. Tales son: • Primado de la persona sobre la ley. • Acción no violenta. • Preferencia por los pobres y excluidos. • Abrir al hombre más allá de sí mismo. • El amor desinteresado. Hay un instinto cristiano para percibir esta presencia y acción del Reino. Tiene que ver con lo que humaniza desde dentro y desde abajo. Volvemos a encontrarnos con lo ya dicho: tendemos a valorar algo desde la influencia social controlable; pero está más cerca del Reino lo pequeño y vulnerable, que trabaja pacientemente desde la propia debilidad, con mansedumbre y olvido de sí. En este sentido, los signos indicados tienen su 160

confirmación más rotunda en las Bienaventuranzas (Mt 5). Al fin y al cabo, son el retrato de Jesús y el de cualquier discípulo del Reino. De ahí que el cristiano perciba el Reino sin dificultad en aquellos no cristianos en quienes percibe la experiencia y la praxis de las Bienaventuranzas.

26.3. La fe es creíble si humaniza En otras épocas, la fe era creíble si divinizaba, si elevaba al hombre al mundo trascendente de lo divino. Hoy, más bien, ocurre al revés: se hace creíble si humaniza. Dos palabras de discernimiento. Sin duda, la fe es creíble si humaniza, si libera a las personas, si promueve la justicia y la paz, etc., porque eso es lo que hizo y nos enseñó Jesús: que no cabe separar el amor a Dios y el amor al prójimo. Basta leer la parábola del «buen samaritano» (Lc 10). Pero puntualicemos: ningún humanismo alcanza la fe. Ocurre como con la inteligencia: hay una ilustración de la fe; pero ni la hace plausible ni produce el salto. Lo humano siempre se queda a las puertas si el Espíritu Santo no crea el milagro. «Si el Padre no lo atrae, nadie puede venir a mí» (Jn 6). De ahí la tensión asistemática entre el Reino como humanización y el Reino como evangelización. Fue así la historia de Jesús: humanizó, cumpliendo el sueño mesiánico de Israel; pero no fue entendido, porque se esperaba otra humanización más conforme al deseo humano; así que, cuando dejó de humanizar en Galilea, solo le quedaba la concentración más paradójica y extrema del Reino, su núcleo superesencial: la obediencia al Padre y el amor a los hombres. Al ser resucitado, máximo de humanización, vencedor de la muerte, con cuerpo glorioso; pero cuando el Padre lo sentó a su derecha y le entregó el Reino, no volvió a liberar a los humanos de sus enfermedades e injusticias ni de la muerte. Se limitó a darnos el Espíritu Santo y, con Él, la vida eterna, la del Padre. A los discípulos les tocaba (y les toca) continuar lo que Él inició en Galilea y consumó en Jerusalén. Paradoja radical de lo cristiano: el don de la vida del Resucitado desborda toda humanización soñada por los humanos, pero nos parece insignificante. ¿Por qué? Porque no tenemos experiencia del amor del Padre ni de la libertad de los hijos de Dios; ni de su paz, tan única; ni de la esperanza que vence a la muerte; ni de las riquezas del

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conocimiento de Dios que la Palabra nos ofrece; ni del amor de Jesús, incomparable; ni de cómo ningún amor empuja a humanizar como el suyo; etc., etc. Es el entretiempo que vive cualquier discípulo de Jesús y que atraviesa su misión una y diferenciada. Nos toca humanizar y evangelizar siendo Iglesia, cada uno con vocación propia. Hasta que Jesús vuelva en su gloria y ya no haya diferencia entre Reino e Iglesia, pues Dios será todo en todos (1 Cor 15).

26.4. Ámbitos de humanización Todos son aptos para ser humanizados. Por señalar algunos significativos: a) Las relaciones interpersonales. Toda sociedad, toda civilización, todo humanismo depende de la calidad de las relaciones interpersonales. Se aprenden, originariamente, en la familia; pero ocupan todo el transcurso de la vida ordinaria. b) La educación. Que lo diga un profesor con sensibilidad por el valor de las personas. Educación reducida a información. ¡Cuánta manipulación de las conciencias...! Preferencias claras por los alumnos ricos o brillantes. c) El conocimiento. Humanizar la ciencia: que no sea un instrumento de poder. Que los medios de comunicación sean utilizados para la verdad de la información y la libertad de pensamiento. Que los periódicos y la televisión no seleccionen arbitrariamente, en función de los intereses económicos. d) El sufrimiento. Humanizar la medicina, los hospitales... Atención a las personas mayores, no solo en función del deterioro físico. El sufrimiento psicológico, con sus mil ramificaciones. e) La justicia. 162

Comenzando por los tribunales. Pero en todo el abanico de las relaciones laborales, comenzando por los contratos de trabajo. Tanta discriminación. La justicia es inseparable de la libertad y la igualdad. Justicia con los bienes económicos. Justicia en las relaciones internacionales. Aquí siente el cristiano que se le agudiza su preferencia evangélica por los pobres. f) La paz. La violencia de género. El rechazo del otro. Las guerras. La xenofobia. La intolerancia religiosa. g) El más de la persona humana. Porque una humanización que deje al margen las cuestiones últimas no es tal. Por ejemplo: ¿por qué una ética que afirma el valor absoluto de la persona humana?; ¿por qué la fuerza omnipotente del mal, que hace inútiles tantos esfuerzos de humanización?; ¿dónde fundamentar el sentido de la vida?; ¿existe Dios?; ¿ha hablado realmente e interviene en la historia humana?... Humanizar no es evangelizar; pero la persona puede ser humanizada haciendo de su finitud algo abierto... o lo contrario, algo cerrado. No se humaniza cuando se opta de antemano por un laicismo que evita y rechaza las preguntas sobre la fe.

26.5. Opción aconfesional Queremos decir que un laico maduro, con sentido de su identidad cristiana, puede decidir humanizar optando por una organización o asociación aconfesional. Más aún: sería lo aconsejable. Se deduce del conjunto de reflexiones sobre su vocación en el mundo secular y antropocéntrico y su misión desde dentro y desde abajo. Esta opción exige, además, lucidez, pues cualquier organización no humaniza. Lo discernirá según el lugar que ocupa una ética humanista. ¿Que hay opiniones que en algunos aspectos no se corresponden con la ética cristiana? No importa, si las líneas de fuerza de la organización muestran el primado de la persona humana por encima de todo, 163

que lo económico se subordine a los valores que humanizan, que se luche contra la injusticia que oprime a los desheredados de la sociedad. De acuerdo en que cualquiera no puede hacer esta opción aconfesional, que presupone madurez humana y madurez de fe. Por ejemplo, tendrá que saber diferenciar lo que pertenece a su fe y lo que puede ser justificado con la ética racional. Respeto, por lo tanto, a la autonomía de lo humano y al pluralismo de opiniones y opciones dentro de la misma organización. Quizá piense alguien que esta opción aconfesional se opone a lo repetido sobre el compromiso socio-político del cristiano. Habrá quedado claro, espero, que se propugna tal compromiso; que lo que se discute no es el qué, sino el cómo. No tiene por qué ser confesional, de cristianos que concuerdan ideológicamente. En la praxis es más complicado, sin duda; pero ganaremos en autenticidad y madurez cristiana. Imaginemos que lo aplicamos a la política, a la acción social, a los sindicatos, incluso a la escuela y a la universidad... y a tantas instituciones de beneficencia. ¿Hemos pensado cómo el cristiano podría ayudar a humanizar más y mejor las instituciones seculares sin necesidad de cristianizarlas?

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27. Evangelizar Ya es hora de que el laico/a cristiano asuma su misión de evangelizar. Por parte de la jerarquía, que lo acepte; más aún, que lo favorezca decididamente. Por parte del laico, que tome conciencia de que pertenece esencialmente a su vocación cristiana y se decida a ello.

27.1. Tesis Las ocho tesis que siguen son el marco de la evangelización hoy. Han de ser entendidas en correlación. Primera: La persona está por encima de la fe Principio de humanización y principio de fe. Dios ama a personas, no adhesiones. Las consecuencias son múltiples: por ejemplo, cuando condenamos a los agnósticos o a los no cristianos. Así, pues, respeto a la persona, a su libertad y a su proceso, teniendo en cuenta que «respeto» es algo más que simple tolerancia. Segunda: Discernir el camino del otro Amar es promover al otro en cuanto otro. ¿Qué sé yo si el camino que Dios quiere para salvar al otro es el cristiano. o el de la fidelidad a la propia conciencia, o el budista, o el del islam...? Procuraré preguntar y discernir. Tercera: Ofrecer la palabra de Dios como don Porque el otro tiene derecho a conocer cómo ha sido y es amado por Dios a la luz de Jesús y su Evangelio. No puedo ocultar la luz bajo el celemín. El máximo regalo que puedo ofrecerle al otro es Dios mismo. Y se lo ofreceré como don, no como necesidad ni como obligación. 165

Cuarta: El don provoca siempre escándalo Porque la noticia de ser amado por Dios, tal como se ha revelado en la Palabra, las obras, la muerte y la resurrección de Jesús, a nadie puede dejar indiferente. Porque la palabra que el otro escucha le exige la conversión radical: entregarse confiadamente a la iniciativa salvífica de Dios y no tener la última palabra desde sí. El don no suprime el conflicto; lo agudiza. Y, como evangelizador, tengo que acompañar la dramática del otro «suave y fuertemente» a la vez, como es el modo de hacer del Espíritu Santo. Quinta: La fe es gracia. No es producto de razonamiento ni de voluntad Hay que pedirla y esperar. Pero es así como se aprende la receptividad que confía y no controla, para llegar al agradecimiento humilde, sentimiento básico de quien experimenta la gracia. Sexta: Seremos juzgados por el amor de verdad y con obras, no por la fe Importante, porque el haber sido elegido por gracia no da ningún derecho ni asegura nada. La fe es vida por dentro, pero su verdad se muestra en la existencia, en el cada día del amor al prójimo, especialmente al hambriento y al desnudo, al extranjero y al encarcelado (Mt 25). Séptima: Solo el Padre dispone de la salvación definitiva Porque el Reino es más amplio que la Iglesia. Porque Dios tiene caminos de los que solo su providencia dispone. Porque la Iglesia es el camino por el que Dios ha descendido a nosotros para que vayamos a Él; pero Dios es algo más que el cristianismo. Octava: Jesús es la primera y la última palabra del Padre Porque al final de los tiempos, cuando Él venga en su gloria para juzgar a vivos y muertos, a cristianos y no cristianos, a los humanismos y las religiones, contemplaremos 166

por quién y para quién hizo el Padre el mundo (Col 1) y todos los caminos de salvación. Dios es algo más que el cristianismo; pero nada ni nadie es más que Jesús.

27.2. Por qué evangelizar Si necesitas razones, ¡malo...! No hay mayor imperativo que el que nace del hecho de ser amados gratuitamente. «Dad gratis lo que gratis habéis recibido» (Mt 10). La grandeza de la persona humana está en que puede dar sentido a su vida libremente. Pero no puede fundamentar el sentido de su vida en algo o alguien que sea menos que Dios. Tal es el presupuesto antropológico de la evangelización; pero esto solo se descubre a posteriori, de vuelta, cuando uno se ha encontrado con Dios. La evangelización es algo más: anunciamos una historia increíble de amor, nacida exclusivamente de la libertad de Dios y referida por la Biblia. Su centro es Jesús, que contiene todas las riquezas del Padre. Evangelizamos porque nos lo ha mandado Jesús: «Id y anunciad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16). Lo hacemos siendo Iglesia. El derecho se lo otorga al laico el bautismo. El laico no es un delegado del obispo ni del cura. Por eso, no hace falta una vocación especial. Pertenece al ser cristiano en su vida ordinaria. Algunos laicos cristianos son llamados a evangelizar carismáticamente: por dedicación de tiempo, por pertenecer a algún movimiento, por su lugar en la parroquia, etc.

27.3. Criterios 1) Tener palabra, porque se tiene vida. Se puede tener palabra sin experiencia; pero se nota. 167

2) Ser discípulo. Porque la palabra que decimos no es nuestra y tiene que pasar por el corazón. El cristiano es un profeta en cuanto es discípulo. 3) Ser «hipócrita honrado». La expresión es abrupta, pero aclara que nunca estamos a la altura de lo que decimos. Solo Jesús. «El tesoro en vasijas de barro, porque la fuerza viene de Dios» (2 Cor 4). 4) Desde la persona y su situación, aunque a veces hay que sacudir las conciencias que se autoprotegen. Sin esta mirada desde dentro y desde abajo, la Palabra será una superestructura añadida; no será verdad de la persona. 5) Con conciencia de identidad cristiana, porque hay que moverse entre ideologías y ofertas más plausibles, a primera vista, que la cristiana. 6) Integrando el amor de Dios y del prójimo, ya que unas veces nos atrae lo espiritual, y otras reducimos la fe a ética. 7) Para ser Iglesia, no para formar un grupo aparte. Pero sabiendo que más de uno/a necesitará tiempo para integrar positivamente el don de ser Iglesia. Hay pasos previos.

27.4. Discernimiento interreligioso En este momento, en nuestra sociedad intercultural y de ofertas religiosas plurales, no cabe evangelizar sin sentido de la identidad cristiana y sin un diálogo honrado con otras religiones. Hay un diálogo que es mera estrategia para demostrar al otro que no queremos imponer nada. Pero hay otro diálogo, el que nace del corazón de Dios, que valora positivamente al otro y que discierne cuánto hay de Dios en su religión. Más: desde el corazón de Dios, todo diálogo comienza alegrándose del camino del otro. Y más aún: promueve el camino del otro sin pretender que pase a mi camino cristiano (tesis primera y segunda). Más todavía: desde el corazón de Dios, aunque he recibido el don que es Jesús, la revelación definitiva de Dios al mundo, de hecho, en este entretiempo que es el de la Iglesia, aprendo y recibo de otras religiones riquezas humanas y espirituales que yo no poseo. 168

Lo cual no me impide creer y ver en Jesús lo que falta al otro; más aún, la ceguera de los otros caminos. «Verdad cristiana» no se contrapone a «error». En la Biblia, la verdad se entiende como revelación, como auto-manifestación de Dios. No sería cristiano si no ofrezco a Dios, la palabra personal y única que el Padre ha dado al mundo, su Hijo, a quien ha constituido en mediador y redentor. A los otros les parecerá inaceptable nuestra pretensión de superioridad. Y tienen razón si la ofrecemos así. Pero el problema no es nuestro, sino de Dios: ¿por qué a Él se le ha ocurrido revelarse así, en una historia concreta, eligiendo a un pueblo (Israel, la Iglesia) y otorgando a Jesús el título de Señor? Hay una superioridad de apropiación del don, y hay otra que no es superioridad, sino agradecimiento anonadado («¿por qué a mí?»), que ofrece el don sabiendo de antemano que va a provocar escándalo (tesis tercera, cuarta y quinta). Lo que más cuesta entender, tanto al otro como a mí, es que la elección implica universalidad. Si se entiende como exclusividad o como poder, es anticristiana. Si se entiende como revelación del amor de alianza, que elige a unos para que se entienda lo real que es el amor de Dios y así se enteren todos, es el camino elegido por Dios. Como se ve, el discernimiento interreligioso implica aspectos subjetivos y aspectos objetivos, actitudes espirituales y verdades que pertenecen a la Revelación. En este sentido, hoy se está haciendo imprescindible distinguir entre espiritualidad, religión y revelación. Está dándose, cada vez con más frecuencia (lo cual responde a nuestra cultura antropocéntrica y secular), una espiritualidad sin Dios. La religión nace del más de la persona humana, que busca al/lo Absoluto. En la revelación hay que distinguir la experiencia de revelación, que existe en todas las religiones (la iluminación interior, experimentada como don) y la revelación histórica, la palabra que Dios ha querido dirigir a los humanos en una historia contingente, cuando Él ha decidido hacerlo. Tanto el judaísmo como el cristianismo son revelación histórica. También el islam, cuando Mahoma dicta o redacta el Corán. En este momento, lo que resulta más plausible, racional y culturalmente hablando, es buscar el común denominador de todas las religiones: la experiencia religiosa que las unifica. Las diferencias nacerían de la diversidad de caminos, que dependen mayormente

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de las tradiciones de los fundadores y de los contextos socioculturales. Este primado de la subjetividad evita el conflicto de identidades. No nos engañemos: en la subjetividad cristiana y en la del Advaita pueden encontrarse elementos comunes; pero se dan también, en su radicalidad más honda, puntos de partida y dinámicas distintas. No es lo mismo conocer lo Absoluto desde el proceso de la iluminación de la conciencia que desde la relación del amor de fe; no es lo mismo la paz que se da en la armonía del espíritu que se auto-trasciende que la paz que proviene del hecho de ser justificados por gracia en Cristo crucificado. Hay una cuestión antropológica de fondo: ¿qué tiene prioridad: la interioridad o la alteridad? No es fácil el diálogo interreligioso, y menos aún el discernimiento. El laico cristiano necesita un conocimiento básico de las grandes religiones, porque el pluralismo religioso es realidad normal en nuestra sociedad.

27.5. Ámbitos Por no repetir, recogiendo cosas ya dichas, se podría resumir: a) La familia. Ámbito primordial de la evangelización. Sin estas raíces, si el joven adulto deja la fe, se queda sin referencias. b) La vida ordinaria secular, sin planear nada, pero con mil ocasiones aptas para una palabra que ilumina o suscita. c) Los extraparroquiales: personas, grupos, foros variados de diálogo humanista o interreligioso. d) Los parroquiales: los clásicos (catequesis) o los nuevos (dirigidos principalmente a laicos adultos). e) Los diocesanos, que cada vez son más variados, aunque menos numerosos.

27.6. Testigo y maestro

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Testigo es el que ha experimentado aquello de lo que habla, aunque la Palabra siempre es más. Precisamente es más testigo el que habla la Palabra de Dios y solo indirectamente comunica su experiencia. Sin embargo, la ventaja del laico es que no tiene formación doctrinal, y la Palabra ha de pasar por su experiencia. Es así como resulta referente para el buscador y no creyente, que difícilmente acude a la institución eclesial, al profesional de la fe. No basta. El laico que evangeliza ha de ser maestro. Algo de doctrina, pero mucho más de acompañamiento. Porque la experiencia y el camino que el otro ha de recorrer no son los suyos. En consecuencia, el laico que evangeliza necesita una formación básica, que en este momento le resultará asequible: algunos conocimientos de psicología; otros de antropología; otros más de discernimiento espiritual; por supuesto, cristología; sobre todo, de Biblia, de aspectos teóricos, pero mucho más de lectura vivencial. Todo ello tendrá que ser aplicado a la pedagogía del proceso personal y a la dinámica de grupos. Le puede servir el modelo de la personalización, con esta bibliografía básica: libro de pensamiento, Evangelización y espiritualidad (Ed. Sal Terrae); libro de aplicación, Camino de transformación personal (Ed. San Pablo).

27.7. Humanización y evangelización en convergencia La propuesta de la misión del laico, tanto en la humanización como en la evangelización, a más de uno le resultará utópica. Y tiene razones para ello: • Ambas exigen alta madurez humana y creyente en el evangelizador. • Ambas están presuponiendo que los destinatarios de la humanización y de la evangelización disponen de una limpieza de conciencia ética que, de hecho, no es frecuente. • Los intereses ideológicos de un lado y de otro se enfrentan irremediablemente. Es verdad. Si la propuesta de este libro en favor del laicado en la Iglesia resulta utópica, ¡cuánto más su misión en el mundo!

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Sin embargo, creo que es al cristiano al que hay que pedirle un plus de capacidad de diálogo y discernimiento. Si lo tuviésemos, nuestra humanización resultaría un signo espléndido del Reino, y nuestra evangelización se revelaría como lo que debe ser: Buena Noticia del amor gratuito de Dios. Tal es la paradoja con que concluimos nuestra reflexión sobre la misión del laico: por un lado, hemos propugnado una diferenciación entre humanización y evangelización que habitualmente no se ha dado en la historia de la Iglesia ni se da en la mayoría de las conciencias cristianas; por otro, hay una convergencia entre ambas dimensiones que obliga a repensar la misión de la Iglesia en el mundo. • La humanización se centra en el primado de la persona; la evangelización afirma, igualmente, que está por encima de la fe. • La humanización es voluntad de promover al otro en cuanto otro; la evangelización se hace por proceso de transformación, no por adoctrinamiento. • La humanización valora como conquista espiritual la autonomía del hombre/mujer; la evangelización libera al hombre/mujer de la ley. • La humanización secular garantiza que la fe sea encuentro de amor, no instancia social; la evangelización garantiza que la humanización se libere de la ideología laicista. • Los verdaderos humanistas (no muchos, por desgracia) han sabido siempre que la liberación personal y social depende de la lenta y tenaz dinámica que trabaja «desde dentro» y «desde abajo»; al discípulo de Jesús, si tiene vida teologal, le resulta evidente. ¿Hace falta decir más? Sí: que se trata de un largo camino, pero que es el único que merece la pena, porque está especialmente cerca de Jesús y su Evangelio. A veces ocurre en la historia que los cambios socioculturales obligan a radicalizar la identidad cristiana. Creo, sinceramente, que nos hallamos en ese momento privilegiado.

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28. Tiempo libre Este capítulo se inspira en una observación: que los jubilados (y más aún los prejubilados) y algunas personas con características propias disponen de mucho tiempo. ¿Cómo no aprovecharlo para humanizar y evangelizar?

28.1. Actitudes Están los que se dedican a perder el tiempo sin hacer nada, o entreteniéndolo con la superficialidad de la televisión o de Internet. Los que aprovechan el tiempo libre para aficiones a las que no pudieron dedicarse antes. No está mal si se crece como persona. Los que se apuntan a todo lo que la sociedad ofrece hoy: el ocio para el bienestar o la huida de la realidad aburrida o desagradable. Pero el laico cristiano con sentido de su vocación y de todo lo que ha recibido debe ser sabio con el tiempo libre. Al principio, informarse en torno a los dos ejes: humanizar y evangelizar. Luego, pensar en un proyecto de vida. Sabe el regalo que le está haciendo el Señor.

28.2. Descansar sin dispersarse Tener años se traduce en que uno se cansa más. No puedo hacer las cosas que hacía antes.

Saber descansar es un arte humano y una filigrana espiritual. • Cambio de actitud. Tenerse más en cuenta a uno mismo, sin caer en el egocentrismo. • Evitar actividades que, aunque sean sanas, no ayudan a que la vida sea amor y entrega. 173

• Distinguir entre descansar y dispersarse. El descanso es necesario; pero la dispersión del corazón y de la mente embota el espíritu, distorsiona la relación con Dios y enturbia el amor al prójimo. Una advertencia: hay que cuidar la necesidad de estímulos sensibles, como la curiosidad insaciable o la tendencia a la pereza. Las horas ante la televisión pueden ser mortales. ¿Y qué decir de las interminables tertulias con los amigos/as?

28.3. No me pertenezco Hay una sabiduría del laico/a que dispone de tiempo libre: saber que su vida no le pertenece; que es de Dios y para el prójimo. Puede cultivar conocimientos que le interesan (por ejemplo, de literatura, de arte, de historia...), pero preferirá adquirir conocimientos para los demás, que tendrán que ver con las opciones que ha hecho para humanizar o evangelizar. Cuando haga el proyecto de vida, tendrá en cuenta si nace de la conciencia de que su vida no le pertenece. No se confunda con la educación perfeccionista de quien es incapaz de perder el tiempo porque se siente culpable. A más tiempo libre, más serenidad. A menos pertenecerme la vida, más capacidad de aprovechar el tiempo con tareas que cultivan la gratuidad y la calidad de las relaciones humanas.

28.4. Concentración de la existencia Lo normal es que un laico adulto, con los años, según va entrando en la ancianidad, concentre la existencia. ¿Qué queremos decir? • Su transformación personal, con luz de vida teologal, va dejando atrás procesos anteriores: integración de necesidades humanas, enraizamiento en el amor y el trabajo, elaboración positiva de la crisis de realismo... Ahora, mirada y corazón se centran en seguir a Jesús, en participar en su obediencia al Padre y su amor a los hombres. 174

• Entra progresivamente en la sabiduría de la cruz, que con los años es menos heroica, pero más sutil y constante: amar en familia, que exige mucha paciencia; olvidarse de sí, con servicios ocultos; preferir cuidar a ser cuidado; dedicar tiempo a los que están solos; participar en grupos que no aportan nada o casi nada... • Más oración, más intimidad con el Señor, más soledad y silencio, una soledad que se siente habitada por el Amor que da sentido y plenitud a la propia vida. • Pensar con frecuencia en los «novísimos»: muerte, juicio, infierno y gloria. Confiadamente, entregando cada día la propia historia y el final de la misma a la misericordia del Señor. Hay cristianos/as que, cuando podrían disponer de más tiempo libre, es cuando menos se les da: responsabilidades familiares imprevistas, situaciones que exigen entrega sin demora, aquella persona... Quiere decir que ha llegado la hora de amar hasta el extremo.

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29. Permanecer en Jesús Al principio, en medio y al final siempre está Jesús. Por Él somos cristianos. Conviene leer y meditar Jn 15.

29.1. Como sarmientos ¡Qué imagen tan evocativa! El Padre es el dueño de la cepa y de los sarmientos. Lo plantó en medio del mundo para que, siendo hombre, los humanos recibiésemos vida: la que Él comunica a su Hijo amado. La savia es el Espíritu Santo, la vida oculta de Dios, cuyas hondas raíces vienen del Padre, y pasa por la cepa y circula por los sarmientos. El sarmiento es de la cepa, y sin la vida de la cepa no puede hacer, literalmente, nada. El sarmiento ha de ser podado para que dé fruto en abundancia. Sin esta purificación, su vida se anquilosa. Pero cuando permanece en Jesús, podado y entrañablemente unido, el fruto que produce es una uva jugosa y espléndida que hace las delicias del viñador y de la que se alimentarán quienes la estrujen. Vida cristiana, la que recibimos por gracia del Señor resucitado, fuente permanente de ser y actuar.

29.2. Galilea y Jerusalén Nuestra misión ha de seguir el camino de Jesús. En Galilea vivió Jesús la esperanza activa. A partir del Jordán, en obediencia al Padre, se entregó a poner en marcha el Reino. ¡Cuánta esclavitud! ¡Qué falta de fe en el Dios que les eligió! ¡Qué sistema religiosomoral que impedía el señorío salvador del Padre! No se ahorró ningún trabajo. Su ser fue, literalmente, «ser para los demás» dando paso al Padre. A ratos descansaba en la

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oración, por la noche; pero también entonces su descanso terminaba en amor de intercesión por aquellos que el Padre le había encomendado. Vino la crisis, el fracaso del Reino. El Padre enseñó a Jesús que el mesianismo tenía que sufrir un giro. Jerusalén representa la esperanza pasiva. Más lucidez que nunca para saber que su vida no le pertenecía, que era la hora del amor hasta el extremo. Su obediencia fue pasiva, es decir, a merced de sus enemigos y del pecado del mundo. Indefenso, como cordero llevado al matadero. El Padre, solo el Padre, sabía lo que llevaba entre manos. Lo resucitó y, de ese modo, selló el camino que había recorrido Jesús: el activo y el pasivo, el del amor que actúa y el del amor que se deja. Así, la vocación de todo cristiano/a.

29.3. Nostalgia y obediencia Conviene leer Hch 1,3-11. El corazón y los ojos se nos van tras Él, indefectiblemente. ¡Qué nostalgia a veces, cuando parece ausente...! En la aridez de la oración, por ejemplo, cuando nos sentimos impotentes en la misión, cuando al amor solo le queda eso: nostalgia. Pero el Espíritu Santo nos enseña por dentro a distinguir la nostalgia que nos une a Jesús y la nostalgia posesiva, intimista, estéril. La señal de que no lo perdemos, de que Él está con nosotros, es la obediencia: «¿Qué hacéis mirando al cielo?» Porque el amor de obediencia nos hace suyos, como Él siempre estuvo unido al Padre en el ocultamiento de Nazaret o cuando se entregó al Reino. En medio de esta tensión entre nostalgia y obediencia camina el cristiano. Los dos sentimientos o, mejor, actitudes se complementan. La vocación del laico las combina a su modo. En su estar en el mundo sin ser del mundo experimenta especialmente la tensión. Hay que pedir al Espíritu Santo que nos enseñe. De ahí nació la Iglesia, la de María, en el ocultamiento; la de Pedro, la roca, con la autoridad del testigo.

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29.4. Interceder Conviene leer Jn 17. Dos perspectivas se complementan: intercesión en la tierra por los discípulos a los que tiene que abandonar al entrar en la Pasión (es la hora de asumir a solas el destino del mundo pecador); intercesión en el Cielo, una vez resucitado, donde Jesús continúa su misión por medio de la intercesión (cf. Heb 4 y 5). Así también el laico cristiano. Mientras vive en este mundo, la intercesión pertenece esencialmente a la misión. Porque solo el Padre da la vida. Porque el Padre quiere dar la vida a través de nuestra súplica. Porque, cuando no podemos nada, todavía nos queda interceder. Cuando nos muramos, nuestra misión continuará desde el Cielo. Con Jesús, a quien el Padre ha entregado el Reino. Desde el Cielo seguiremos cuidando a las personas que Él nos ha encomendado. Ya aquí, María, la Madre de Jesús y madre nuestra, nos protege. Y en el Cielo será nuestra principal abogada. ¡Qué comunión de vida eterna, uniendo el cielo y la tierra, y sin continuidad de solución, lo que nosotros hacemos en la tierra, pediremos en el Cielo y realiza y realizará el Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo!

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30. Algunas objeciones ¿No es una utopía lo que proponemos en estas páginas? Lo dijimos en el Prólogo: hay utopías que sobrevuelan la realidad, incapaces de aterrizar; pero hay utopías que inspiran y ayudan a dar pasos. Que el lector juzgue qué utopía aparece en estas páginas. En mi opinión, dos criterios iluminan el camino: • La utopía necesita tiempo, a mí no me toca medirlo. • Me toca sembrar, sin otra pretensión que sembrar.

*** ¿No ha quedado minusvalorado el clero? Sí, si tal valoración depende del lugar institucional que ha adquirido durante siglos. He intentado desacralizarlo para ganar en fe. Una valoración del clero, a la luz de lo dicho en estas páginas, puede reforzar su misión esencial en la Iglesia, en la parroquia, en cada comunidad cristiana: • Su autoridad de evangelizador que transmite la fe apostólica, sin la cual no hay identidad cristiana ni Palabra de Dios. • Su ministerio en la Eucaristía, actualizando la Pascua y la presencia de Jesús resucitado. • Su vigilancia y cuidado de la comunidad que se le encomienda. Hay aspectos concretos de organización y, sobre todo, del ejercicio de la responsabilidad que han de ser revisados, sin duda. ¿Qué modelo práctico es el adecuado, distinto del que habitualmente se vive en la Iglesia? Este libro lo sugiere sin dar recetas.

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*** ¿No queda sin identidad la vida religiosa? Al contrario, gana. Porque la vocación religiosa es la misma del bautizado, es decir, del laico, pero con mediaciones distintas, que hemos llamado de «rupturas significativas» (comunidad y votos). Las mediaciones de la vida religiosa no son rupturistas, destinadas a separarse de los laicos y laicas o a institucionalizar la perfección cristiana (que nunca puede serlo). Son un don del Espíritu Santo, por el cual los religiosos/as radicalizan su seguimiento de Jesús en una forma de vida. Así, y solo así, pueden ser profetas del Reino. Suelen olvidar que el laico/a también es signo escatológico del Reino (toda vocación cristiana lo es), aunque a primera vista, más sociológica que existencial, no lo parezca. Mi experiencia de más de cuarenta años con laicos me ha ayudado a valorar más y mejor mi vocación de franciscano.

*** ¿No crea un conflicto de unidad en la Comunidad cristiana? Espero que no, porque en todo momento hemos hablado de pluralismo, niveles diferenciados y paciencia con los ritmos de las personas y grupos. A quien confunde unidad y uniformidad sí pueden ocasionarle conflicto nuestros planteamientos.

*** ¿Por qué se identifica vida y mentalidad? 180

Si el libro da esa impresión, me adelanto a afirmar que en la vida de la Iglesia, gracias a Dios, no es justa tal identificación. Uno puede estar de acuerdo con el planteamiento de nuestras reflexiones, pero no tener vida teologal. Con lo cual, nada cambia de fondo. Y otro puede tener una mentalidad conservadora, pero vivir en obediencia al Señor. En este caso, habrá conectado espiritualmente con el libro, pero no con ciertas apreciaciones.

*** ¿No es meterse a profeta? No tengo conciencia de ello. Otra cosa es que el Señor quiera aprovecharse de mis reflexiones para abrir camino.

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Índice Portada Créditos Índice Presentación

2 3 4 9

1. Tesis

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I. IDENTIDAD

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2. En Cristo Jesús 2.1. Vida en Cristo 2.2. Seguidores de Jesús 2.3. Mediador único 2.4. Jesús fue un laico 3. Siendo Iglesia 3.1. Palabra, fe y bautismo 3.2. Los dos modelos institucionales de la Iglesia 3.3. Niveles de percepción 3.4. Pero no se cree en la Iglesia 4. Identidad espiritual e identidad específica 4.1. Una confusión grave 4.2. Los estados de vida 4.3. Ventajas e inconvenientes 4.4. Por qué la prioridad del laicado 5. En el mundo sin ser del mundo 5.1. En el mundo 5.2. Sin ser del mundo 5.3. Integrar, resituar, transformar 5.4. Vivir a fondo 5.5. Las tensiones enriquecedoras 6. Lucidez con respecto a lo cristiano 6.1. ¿Crisis de identidad? 6.2. Núcleos de la identidad cristiana 6.3. El trípode 6.4. Importancia 182

15 15 16 17 18 20 20 21 22 25 27 27 29 30 31 33 33 34 35 36 37 39 39 40 41 42

7. Proceso de transformación 7.1. Ideología y fe 7.2. Proceso de personalización 7.3. Vida preteologal y vida teologal 7.4. Síntesis de contrarios 7.5. Conversión permanente

II. EXISTENCIA

44 44 45 47 48 49

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8. Vivir vocacionalmente 8.1. Fundamentación teologal 8.2. Primado de la voluntad de Dios 8.3. Vivir en discernimiento 8.4. Vocación y proceso 8.5. Jesús, fuente y cumbre 8.6. ¿Se necesita acompañante? 9. Qué, cómo, desde dónde 9.1. Qué, cómo, desde dónde 9.2. «Sin amor todo es nada» 9.3. Vivirlo todo con Dios 9.4. Espíritu y mediaciones 9.5. Proyecto de vida 9.6. Los preferidos de Jesús 10. Las mediaciones afectivas 10.1. Variedad y niveles 10.2. Mediación espiritual 10.3. Matrimonio cristiano 10.4. Soltería cristiana 10.5. El amor de Dios y otros intereses 10.6. Algunos problemas 10.7. Cuando el corazón se concentra 11. La mediación del trabajo 11.1. Amor y trabajo 11.2. Mediación espiritual 11.3. Con y para las personas 11.4. Ambivalencias culturales 11.5. Algunos problemas 183

52 52 53 54 55 55 56 58 58 59 59 60 61 63 64 64 66 68 69 70 71 72 74 74 75 76 76 77

12. La mediación del sufrimiento 12.1. O destruye o promueve 12.2. ¿Qué sabe el que no ha sufrido? 12.3. El escándalo del mal 12.4. La vida que surge de la muerte 12.5. ¿Valle de lágrimas? 13. Problemas éticos 13.1. La ley natural 13.2. El primado de la persona 13.3. Compromiso social 13.4. Pluralismo ético 13.5. ¿Una ética de lo posible? 13.6. Una ética en proceso 14. Experiencias configuradoras 14.1. Variedad 14.2. Sabiduría 14.3. Vigilancia 15. Palabra, oración y Eucaristía 15.1. Criterios 15.2. Palabra 15.3. Oración 15.4. Eucaristía 15.5. Existencia eucarística Excursus: Sobre el sacramento de la reconciliación 16. El secreto está en la relación 16.1. Humanamente 16.2. Relación única 16.3. Relación preteologal y teologal 16.4. Opción por la relación 16.5. En todo y más allá de todo

III. IGLESIA

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17. En la Comunión de los santos 17.1. Principio de personalización 17.2. La fe de la Iglesia 17.3. Ámbitos

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18.

19.

20.

21.

22.

17.4. Después de Jesús, el mayor don En comunidad 18.1. Don, vocación y tarea 18.2. Lo personal y lo comunitario 18.3. En comunión con el clero 18.4. Participación activa 18.5. La familia, primera comunidad 18.6. La parroquia, ¿comunidad de comunidades? Pluralismo de formas 19.1. Modalidades 19.2. Criterios 19.3. Sobre los laicos asociados 19.4. ¿Hacia un nuevo modelo de Iglesia? Excursus: Sobre la mujer en la Iglesia Discernir mi lugar 20.1. Marco del discernimiento 20.2. Momento del discernimiento 20.3. Criterios 20.4. Proyecto de vida Lucidez cristiana 21.1. Superar restos del pasado 21.2. Amor y lucidez 21.3. Libertad y obediencia 21.4. Un caso ilustrativo 21.5. El pecado de autosuficiencia Minoría, no élite 22.1. El concepto 22.2. Criterios 22.3. Objeciones 22.4. A pesar de todo

IV. MISIÓN

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23. Semilla y levadura 23.1. Vocación y misión 23.2. Tarea y misión 23.3. Amor de misión

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24.

25.

26.

27.

28.

29.

23.4. Desde abajo y desde dentro En la vida ordinaria 24.1. Centrarse en la vida ordinaria 24.2. Ser cristiano en todo 24.3. En lo escondido 24.4. En casa 24.5. María de Nazaret En una cultura antropocéntrica y secular 25.1. Discernimiento 25.2. Desacralización y fe 25.3. Resituar la misión 25.4. La hora del laicado Humanizar 26.1. Misión una y diferenciada 26.2. Presencia y acción del Reino 26.3. La fe es creíble si humaniza 26.4. Ámbitos de humanización 26.5. Opción aconfesional Evangelizar 27.1. Tesis 27.2. Por qué evangelizar 27.3. Criterios 27.4. Discernimiento interreligioso 27.5. Ámbitos 27.6. Testigo y maestro 27.7. Humanización y evangelización en convergencia Tiempo libre 28.1. Actitudes 28.2. Descansar sin dispersarse 28.3. No me pertenezco 28.4. Concentración de la existencia Permanecer en Jesús 29.1. Como sarmientos 29.2. Galilea y Jerusalén 29.3. Nostalgia y obediencia

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29.4. Interceder 30. Algunas objeciones

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