Cat D’Arossi
La hija del
Conde
Título Original: La hija del Conde © Cat D'Arossi
2013
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Para Begoña, que siempre está, incluso en la distancia.
Capítulo I Dos o tres veces te habré amado, antes de conocer tu rostro o tu nombre. Así, en una voz. Así, en una llama deforme… “Aire y ángeles”, John Donne. Publicado en 1633.
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E
l rebotar de las ruedas de los coches al hacer fricción con el concreto de la calle era algo a lo que hace mucho me había acostumbrado. Nuestro hotel estaba situado en el barrio más prestigioso de Londres, recibíamos cientos de huéspedes cada semana
y yo, la hija del dueño, estaba obligada a ver la entrada y salida de extraños como algo natural. Ahora que medito al respecto, sin embargo, me doy cuenta de que nunca lo fue. Pasar gran parte de mis largos ratos leyendo junto a la ventana era, en mi condición de joven solitaria, una de las formas más exquisitas de invertir el tiempo, sobre todo en primavera. Durante el invierno, ciertamente, disfrutaba más de mis libros paseándome por el hotel e invadiendo habitaciones que en cualquier otra época del año habrían estado ocupadas, pero el caso es que en primavera solíamos recibir huéspedes extremadamente importantes. Era habitual, por ejemplo, que interrumpiese el último párrafo de una página para asomarme por la ventana y ver entrar al Barón de Lunn o, en ocasiones, a algún caballero encapuchado que sólo luego de varios días lograba identificar como un miembro del Parlamento. He dicho que los huéspedes importantes eran comunes en primavera, pero quedan excluidos los visitantes. Estos arribaban con tal espontaneidad que mi lectura se veía truncada por un incipiente estado de excitación. Y es que los huéspedes y los visitantes despertaban, en mí, emociones muy distintas; mientras que los primeros llegaban para marcharse en cuestión de días sin decir nada, los segundos me sacaban, aunque por poco tiempo, de mi largo y deprimente abandono. Así, pues, había entre ellos uno que me era imposible no asociar con grandes acontecimientos y, esa mañana, no me equivoqué.
-
¡Buenos días, señor Crowley!
El pequeño y regordete hombre se dio la vuelta con rapidez, denotando —su gesto mal fingido— una sensación de pánico ante mi presencia. -
¡Ah! ¡Señorita Jane! —exclamó, aparentando normalidad—. La creí… sumergida en sus libros.
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-
Lo estaba —confirmé, enseguida—. Pero lo vi llegar.
Crowley, forzando una sonrisa que ante mi agilidad se mostró como lo que era —una sonrisa forzada— dio media vuelta sutilmente y, en un intento por maquillar su escape, dijo: -
Bien sabe que no hay cosa que me atrape más que una plática extendida con usted, pero hoy tengo los minutos contados. Espero sepa disculparme…
Aquella actitud esquiva no era nada usual en un hombre tan conversador y accesible como el señor Crowley. Me atreví a especular, llegué a la idea de que fuese cual fuese el motivo de su visita, si tenía que ocultarlo incluso de mí, era un tema delicado. La cuestión es que los libros, y me declaro inocente, habían desencadenado en mí una incontenible, insaciable e inescrupulosa obsesión por los temas delicados. -
Debo suponer que se dirige a la oficina de mi padre.
-
Supone bien —contestó, apurando el paso como si realmente creyera posible perderme de vista en mi propio hotel.
-
Lo acompaño.
-
¡Oh, no es necesario!
Apreté el ritmo para evitar que la distancia entre sus pies y los míos se prolongara, gesto que el buen hombre no omitió, basándome en una mirada lanzada con el rabillo de su ojo derecho. -
Insisto en negarme a robar su tiempo —dijo, y su nerviosismo se hizo evidente—. Ha de tener muchas cosas que leer.
-
No se preocupe, señor Crowley. Las palabras de los libros no se borran, por eso son más confiables que las personas.
Una carcajada seca se filtró por sus labios, resonando en el vestíbulo. -
¡Un juicio muy acertado, como de costumbre! —afirmó, sonriente.
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Y, en ese momento, la frescura contenida en su voz me hizo saber que había bajado la guardia, así que tomé la osada iniciativa de preguntar: -
¿Recibiremos algún huésped importante estos días?
Mi frase, tanto por su naturaleza inquisitiva como por el tono imponente, transformó la sonrisa dibujada en su boca en una mueca torcida. -
Creo que todos sus huéspedes son importantes, ¿no le parece?
Estiré el cuello, haciendo lo posible por captar una porción de su gesto, pero estando detrás de él se me hizo una tarea irrealizable. -
Un político, tal vez. O una celebridad —insistí, ejerciendo presión.
-
Esperemos que así sea —fue su respuesta, al tiempo que nos adentrábamos en el corredor que da a la oficina de mi padre.
En este punto, admito, mi curiosidad rebasaba los límites de la decencia y, de no haber sido una dama, de no haberse tratado de un buen amigo como el señor Crowley, puede que de no haber ocurrido todo aquello en la zona más concurrida del edificio, lo habría sujetado por un brazo impidiéndole avanzar hasta que me fuese revelado eso que —de alguna forma— yo sabía que ocultaba. No obstante, para entender el origen de mis sospechas es imprescindible que me tome uno o dos párrafos para hablarles sobre el señor Crowley. En relación a él, debo decir lo siguiente: Primero, su nombre de pila es Timothy, pero no conozco a nadie —salvo mi padre— que lo llame así. Segundo, es un caballero de gran intelecto y conducta irreprochable. Algunos dicen que no hay, en toda Inglaterra, un mejor abogado. Tercero —y he aquí la raíz del asunto— el señor Crowley fue consultor del ex primer ministro, por lo que no hay miembro de la nobleza o gobierno con quien no haya tratado o, al menos, coincidido en eventos de gran relevancia.
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Sería de una ingratitud imperdonable no decir que nuestros huéspedes más renombrados fueron referidos por el señor Crowley y su diligente labia. Sin embargo, nunca, ni con el Barón de Lunn, ni con el Conde de Essex, ni siquiera con el Duque de Cambridge se había actuado ante mí con tan insípida reserva. Y, a tales comparaciones, era inevitable que una pregunta hiciera eco en mi cabeza a medida que la puerta de la oficina de mi padre se abría: “¿Por qué tanto misterio?” -
¡Timothy! —soltó en un exclamo jovial, levantándose del escritorio.
-
Buenos días, Thomas —respondió el señor Crowley, entregándose a uno de esos abrazos que son habituales entre caballeros íntimos.
-
No te esperaba de vuelta tan pronto. ¿Acaso Huntington no ha sido lo que esperabas?
El señor Crowley no dijo nada, pero la mirada sagaz con la que inmediatamente fui abordada por mi padre sugirió algo que no tardó en ser confirmado por el apacible aunque firme tono de su voz: -
Jane, querida, déjanos solos.
Fruncí levemente los labios… -
Sí, padre.
… y abandoné la oficina exhalando decepción. Con los años, había aprendido dos cosas de incalculable importancia. La primera de ellas, pienso, es común en todos los hijos de bien; se llama sometimiento a la voluntad paterna, y no consiste en otra cosa más que… someterse. La segunda —y esto es algo que aún hoy no sé si catalogar como bueno o malo— tiene que ver con el grosor de las puertas. Dos pulgadas de madera de roble: suficiente para que el de afuera no escuche si el de adentro no lo desea.
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Las manos humedecidas, el pecho oprimido, mi sombra moviéndose de un lado a otro de la habitación… No conocí la angustia sino hasta esa mañana. Diría que me traicionó mi ansiedad, mi ensimismamiento. De no haber estado tan ocupada generando ideas, bajo llave, en mi dormitorio, probablemente me habría percatado de que el señor Crowley y mi padre no sostuvieron una plática de más de veinte minutos. Hoy, en mis ratos libres, alimento la hipótesis de que mientras yo daba vueltas en círculo como una desvariada ellos concluían su reunión. Mientras yo, tumbada boca arriba sobre la cama, buscaba inútilmente pistas en el techo, mi padre acompañaba a Crowley hasta el vestíbulo... Todo esto no quiere sino decir que, contando a partir del primer segundo en que volví a entrar a la oficina de mi padre, desoxigenada, pidiendo información, él hacía dos horas y media que había apartado el asunto de su cabeza. -
Tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?
-
¿Quién es, padre? ¿A quién recibiremos?
Pregunté, en una crisis de ansiedad que, lejos de preocuparlo, le hizo gracia. -
Respira, cariño. No queremos que se te funda el cerebro…
-
Dime su nombre, al menos.
-
Eso tendrás que preguntárselo tú misma.
Lo miré absorta, confusa y ciertamente ofendida. ¿En qué momento había perdido el derecho a saber quiénes eran nuestros huéspedes? ¿Desde cuándo era preciso ocultarme las cosas? No pude contener la indignación y, aunque su semblante reflejaba una inmutable pasividad, lo ataqué bruscamente diciendo: -
¿Acaso no confías en mí?
Una sonrisa dulce se dibujó en su rostro acentuando las arrugas de sus mejillas. Entonces, giró la silla de su escritorio, se puso de pie estirando bien las rodillas, se acercó a mí y tomó mi mano entra las suyas, cubriéndola por completo bajo sus dedos.
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-
Querida Jane, por supuesto que confío en ti…
Respondió, acariciando mi muñeca con ternura. -
… pero ella no.
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Capítulo II Mi amor es como una rosa, rosa roja que en junio floreció; Mi amor es como una melodía tocada con primor. “Una rosa, rosa roja”, Robert Burns. Publicado en 1919
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P
ermítanme que les hable de nuestro hotel. Para empezar, es falsa la impresión de que por vivir en el sitio no gozábamos de intimidad, al contrario, no había en todo el edificio quien tuviera más intimidad
que mi padre y yo. Esto porque, lejos de ocupar cualquier habitación, residíamos en el último piso sin depender de servicios externos, aunque sí de servidoras. Susan Boyd era una de ellas, subía los martes y viernes, quitaba el polvorín —que nunca era mucho— y volvía a bajar. De la cocina se encargaba Felicia Wright, una mujer ya entrada en los sesenta pero de una calidez y buen trato inigualables. Era usual, por ejemplo, que se dirigiera a mí como quien lo hace a una niña pequeña, a pesar de mis veinte años. Queda establecido, por tanto, que nuestra privacidad era envidiable; pero también lo era nuestra soledad. Restando la una o dos horas al día que Felicia invertía en la cocina y las cuatro o cinco semanales en que Susan limpiaba de rincón a rincón, el resultado es que la mayor parte del tiempo sólo nos teníamos el uno al otro. Desde luego, el trabajo de mi padre consumía toda su atención, lo cual que explica mi cotidiano aislamiento y mi entrega a la lectura... Pero no quiero ser de esos narradores que de vuelta en vuelta acaban por no decir nada, así que a partir de este momento procuraré contarles lo que pasó sin irme por las ramas. Y es aquí donde comienza, realmente, mi historia: en una tranquila noche de mayo, con la luna en cuarto creciente y un pajarillo del que no sé nada —porque no sé nada de aves— reposado en el balcón.
¿Qué luz es esa que se asoma por la ventana? ¡Ah! ¡Es el Oriente y Julieta es mi Sol! Amanece tú, Sol… mata a la envidiosa Luna que siempre está enferma y por eso vive pálida de dolor, al ver que tú, doncella, en belleza la aventajas… ¡Es ella, sí… es ella!… ¡Ay!… ¡Es mi amor! Si supiera que estoy aquí… Habla y no dice nada… pero qué importa: veo que hablan sus ojos y son a ellos a los que les voy a responder… Dos estrellas del cielo entre las más hermosas han rogado a sus ojos que, en su ausencia, brillen en las esferas hasta su regreso… ¡Ah!, ¡si habitaran su rostro las estrellas!, el brillo de sus mejillas podría sonrojar a las estrellas, como si fuese la luz del día que nos ilumina como si fuera una lámpara. Entonces, sus ojos en el cielo alumbrarían tanto los caminos del aire que…
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-
Por aquí, por favor.
Un murmullo repentino proveniente del corredor me sacó de entre líneas súbitamente. “Algún huésped busca a mi padre” —pensé, pero al levantar la mirada y encontrarme con el reloj de la pared concluí que nadie tendría la vergüenza, o desvergüenza, de llamar a la puerta pasada la medianoche. Un azote de inquietud se apoderó de mí al instante. Dejé el libro envuelto en sábanas y bajé de la cama sigilosamente, caminando de puntillas hasta la puerta. -
¿Es todo su equipaje?
-
Sí. Muchas gracias, señor Watson – Creek.
Aquella voz… Aquella voz era suave, delicada como la brisa que agita las copas de los árboles en el amanecer menos inquieto. No la conocía… no creía conocerla… pero aun así el corazón me dio un brinco salvaje, una sacudida voraz que me robó una bocanada de aire obligándome a apoyar el cuerpo contra el madero, desoxigenada. Lo supe, supe enseguida que el secreto de Crowley estaba a metro y medio de mi habitación. ¡A dos segundos de un simple movimiento! Me humedecí los labios remordiéndolos con ansiedad… Debía averiguarlo, ¡tenía que saber de quién se trataba o mi pecho estallaría! Coloqué la mano en la cerradura, exhalé… y giré de ella, saliendo al corredor. -
Este es su dormitorio, señorita. Por favor, hágame saber si se le ofrece algo…
Ni a una tarde de otoño se parecía su cabello. Había más rojo en ella que en el cielo de veinte ocasos, y más fuego en su fuego que en los ojos del sol. “¿Quién es?” —pensaba, y quería moverme, pero el azul claro de su mirada retenía mi voluntad. Esa mirada, esa luz… eran dos gotas de cielo aprisionadas en cristal, o dos cristales envueltos en un trozo de cielo.
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Como si mi aparición fuese comparada a un látigo agitado en el aire, retrocedió, y el tenue rosa de su piel se volvió claro… blanco… pálido. La creí desfallecida, pero se mantuvo en pie… encandilándome como encandila a un gorrión el primer rayo del alba. -
No se preocupe. Es mi hija, Jane.
Fue la explicación de papá, a la que acompañó su mano haciendo amague de posarse en la espalda de la joven, como si no estuviera seguro de tomarse tal atrevimiento y, al final, hubiese preferido no hacerlo. -
Entiendo —dijo ella, y su angustia pareció disiparse—. Buenas noches.
Una leve sonrisa, más de cortesía que de otra cosa, se bosquejó entre sus pequeños y delgados labios. -
Buenas noches…
Respondí, y, acto seguido, la cintura de mi padre dio un giro más veloz de lo que su anciano cuerpo, normalmente, era capaz de ejecutar. Con una mano abrió la puerta de la habitación contigua a la mía, siempre desocupada por la ausencia de mi hermano Walter, y extendió la otra señalando: -
Es muy tarde. Será mejor que descanse.
Omitiendo cualquier posible comentario hacia mí, la extraña huéspeda entró al dormitorio dejándome a solas con mi sospechoso padre quien —en otro movimiento inusualmente habilidoso y fingiendo no estar anuente de mi asombro— se agachó para tomar dos valijas de cuero marrón. Una… cuatro… cinco preguntas estuvieron a punto de desbordarse de mi boca, pero todas se vieron ahogadas por una sola palabra suya:
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-
Mañana.
Susurró, y siguió a la dama hasta el interior de la alcoba mostrando muy poca consideración por mi salud mental. Mentiría con descaro si dijera que pude conciliar el sueño esa noche, o si negara que tres o cuatro veces intenté captar algún sonido de la habitación de al lado pegándome a la pared. Y digo “intenté” porque aquello fue un rotundo fracaso; si el grosor de las puertas no ayudaba para tales fines, el grosor de las paredes tampoco. ¡Ah! ¡Esa noche! No hubo rincón donde, al mirar entre sombras, no hallase su rostro como quien halla la luna en el cielo más negro. Me perdí recordando su imagen una, y otra, y otra vez, obsesionada con la idea de adivinar quién era... pero los segundos se volvieron minutos y, los minutos, horas que no me alcanzaron —si quiera— para imaginar su nombre. Así que poco antes de que el amanecer inundara mi dormitorio de esquina a esquina, la fatiga doblegó mi obstinación y caí en un sueño profundo cuyo contenido, al sol de hoy, no consigo rememorar.
Lo que escuché, al principio, fueron seis o siete hachazos dándole a un trozo de leña. Segundos más tarde, habiendo recobrado plenamente la consciencia, descubrí que no había tal hacha y que ese golpe seco no era sino un puño pesado llamando a mi puerta. Aún adormecida, me liberé de las sábanas y me tambaleé hasta el cerrojo. Uno que otro hilo de luz escabullido entre las cortinas me anunció la mañana. “Mañana” —repetí… y supe quién aguardaba de pie en el umbral. -
No has dormido bien —dijo, y aunque sonó desenfadado entendí que era una reprimenda—. Bajo a la oficina. Toma un baño y luego desayuna, te he dejado algo en la cocina que, por cierto, he preparado yo mismo, ya que no podremos contar con los servicios de la señora Wright por un tiempo. Y tampoco esperes a Susan.
Lo miré expectante, sin atreverme a pestañear por miedo a que huyera sin decir lo que tanto deseaba escuchar. Sin embargo, tampoco me fue posible ignorar sus palabras y, aunque me vi tentada a indagar al respecto, decidí contenerme… debía contenerme.
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De pronto, la frente de mi padre se arrugó y sus pupilas marrones se empequeñecieron, gesto que usó para observarme ininterrumpidamente durante largo rato. No lucía enojado —este era un humor poco o nada frecuente en él— sino más bien agobiado por las circunstancias. -
Jane —murmuró, con seriedad—. El gato murió por ser demasiado curioso. ¿Lo sabes, verdad?
Tragué saliva. -
Sí, padre.
Asintió levemente. Pensó. Y dijo: -
Creo que deberías dejar esos cuentos de Sherlock Holmes. A la larga, no son buenos para tu salud.
En un esfuerzo que se escapa al entendimiento humano, apreté los dientes para evitar que una sonrisa de diversión machacara la seriedad de su comentario. Pude haber respondido, es cierto, pero temí que al hacerlo dejara salir una carcajada que ofendiera su virtud. -
Te pido, por favor, que no la interrogues —murmuró, de pronto—. De cualquier forma, no te dirá nada. Lo que debas saber, lo sabrás cuando vuelva y sea yo quien te lo explique.
Se acercó para darme un beso en la frente. Luego, sin más, se alejó por el corredor camino a la puerta principal. Volteé la cabeza hacia al cuarto de al lado. Fácilmente podría haber salido despedida, tocar tres veces, esperar el movimiento de la madera e indagar: “¿Quién eres?”. Pero aquel habría sido el comportamiento de una desvariada. Y yo era una señorita.
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Capítulo III El rostro del mundo ha cambiado desde que oí los pasos de tu alma; Leves, ¡oh, muy leves!, junto a mí… “Soneto 7”, Elizabeth Barret Browning. Publicado en 1850.
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S
i existe un momento, a mi parecer, propicio para la lectura, es durante el baño. ¿De qué otro modo sobrellevar los quince o veinte minutos que se permanece en el agua, con la dermis hipersensible y los dedos de los pies arrugados?
Esa mañana, sin embargo, me fue imposible leer más de tres líneas seguidas sin encontrar insinuaciones que me obligaran a abandonarlo todo para sumergirme en una profusa reflexión. De dicha actividad, pude concluir lo siguiente: Uno; la edad de nuestra huéspeda debía oscilar entre los diecinueve y veintitrés años. Dos; la elegancia de su porte —refiriéndome con esto a su vestido de alta costura y al genio bien educado expuesto en su voz— sugería claramente un proceder aristócrata. Tres; la minuciosidad con que Crowley y mi padre habían arreglado su llegada sólo podía significar que mencionado proceder la situaba entre las familias más renombradas de la capital. ¡O de Inglaterra! Por qué se hospedaba en nuestra planta y no en una habitación regular o por qué mi presencia había infundido miedo en ella eran interrogantes cuya respuesta no habría podido adivinar aun desparramando toda mi imaginación. “Lo sabrás cuando vuelva” —había dicho él, y yo contemplaba este designio como la cura al horrendo mal que aquejaba mis nervios. Juraría, de ser necesario, que mi intención era aguardar pacientemente su llegada, y lo juraría porque es la infalible verdad... pero cuando, más tarde, crucé el salón camino a la cocina, encontrándome con que tomaba una taza de té en el diván… no pude contener el entusiasmo que siempre me habían generado los personajes enigmáticos, e irrumpí diciendo:
-
¡Buenos días!
Me sorprendió su atuendo excesivamente suntuoso y recuerdo haberme planteado que, tal vez, estaba por dirigirse a un encuentro de importancia. Es probable, a decir verdad, que me haya planteado un centenar de cosas, incluyendo el posible móvil de la reunión así como los personajes involucrados, pero cualquier hipótesis que hubiese anidado en mi mente fue opacada en seguida por la terrible molestia que me generaron las inesperadas maneras de nuestra huéspeda.
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-
Buenos días.
Respondió, con aires de gran señora, y extendiendo los brazos hacia mí agregó: -
He terminado mi té.
Quise decir algo que sirviese de respuesta a su comentario, pero me resultó extremadamente complicado en tanto no lograba entender, si quiera, la finalidad de su anuncio. Ella pareció notar mi indisposición, pues no tuvo mesura en añadir: -
Puede llevarse la taza.
Si aquello hubiese sido una petición gentil, si mi bien entrenado juicio no hubiese percibido en sus palabras un grado intolerable de arrogancia, la historia a contar sería muy distinta. Pero no fue así, y de esto se deduce que haya contestado, derramando una que otra gota de hostilidad: -
La cocina está siguiendo el corredor.
La señorita retiró la espalada con elegancia, casi pegándose al respaldo del sofá, e irguió los hombros en actitud discordante. -
¿Sugiere que lleve la taza yo misma? —cuestionó, como si la idea fuera tan descabellada que solo podía explicarse habiendo entendido mal.
-
No veo nada que le imposibilite hacerlo —respondí, sin vacilar.
Su mirada me recorrió de pies a cabeza desatando en mí una extraña inquietud. Me sentí evaluada, comparada con algo o alguien ajeno a mi conocimiento. Era una sensación amarga y, al mismo tiempo, excitante…
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Con las pupilas encandiladas, se levantó del diván y sus manos sujetaron la porcelana contra su pecho, entonces frunció los labios como quien reprime el insulto más horrendo y, sin decir nada, marchó hacia el corredor. No recuerdo haber deseado seguirla, ni siquiera haber pensado en ello, sólo tengo memoria de mis pies moviéndose bajo un arresto involuntario, intoxicante e ineludible. Como si la razón me nublase cualquier camino alejado del suyo, y como si mi único propósito fuera caminar por siempre. -
¿Dónde debo dejarla?
Preguntó, y sólo entonces recuperé el discernimiento. Carraspeé afinándome la garganta, ocultando o pretendiendo ocultar la rareza de mi estado. -
Las tazas se guardan en la despensa de la izquierda…
Se acercó a ella. -
… luego de haberlas lavado.
Dio media vuelta y sus labios temblaron dejándose entrever su indignación. -
Pero no me corresponde hacer eso.
Murmuró, examinando cada centímetro de mi figura como si, luego de lo último dicho, se le dificultase en sobremanera confiar en mi juicio. -
Señorita, mi padre y yo no contamos con servicio para realizar tareas que podemos hacer por nuestra cuenta, como lavar una taza —justifiqué, serenamente.
-
¡Pero es preciso que lo tengan! —discutió ella—. ¡El servicio debe encargarse del hogar, es lo apropiado!
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Su reacción de incredulidad me resultó escandalosa, más aún: lamentable. Asocié su imagen con la de una chiquilla vanidosa, ególatra e incapaz de hacer nada por sí misma… un parásito como los que estaba acostumbrada a ver en la terraza del hotel, tratando con meticulosidad temas sin ninguna importancia, temas superficiales construidos alrededor de vidas superficiales. -
Siento mucho que tenga usted tantas limitaciones, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Tendrá que lavar la taza.
-
Pero… pero no sé cómo hacerlo —replicó, notablemente mortificada.
-
No es tan difícil, señorita. Sólo debe imitar el complejo de inferioridad que, a juzgar por sus costumbres, lleva años inyectando a sus criadas.
Me miró confusa, y el azul cristalino de sus pupilas envolvió las mías como el cielo nublado envuelve al sol. -
¿Acaso intenta ofenderme? —inquirió, sin desvanecerse aquel tono de superioridad.
-
No tendría por qué hacerlo de no haber percibido, antes, lo mismo en usted —fue mi argumento, pronunciado con una mezcla de apatía y ansiedad.
-
Pero se equivoca…
Respondió de inmediato, fingiendo —a mi juicio— inocencia. -
… nunca ha sido mi intención hacer semejante cosa. No tengo motivos…
-
Ahórrese excusas poco convincentes —la interrumpí—. Está claro el tipo de persona que es.
-
¿Cómo puede decir eso? Se atreve a juzgarme sin siquiera conocerme.... ¡Cuán primitivo y perezoso ha de ser su intelecto!
-
Es irónico que lo diga, considerando que es usted quien no posee la destreza mental suficiente para lavar una taza.
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El resplandor natural de su mirada se atenuó lentamente hasta apagarse por completo. Su piel rosácea volvió a tornarse nívea, palideciendo —quizás— como muestra de rechazo hacia mí. Supe en ese momento que, fuese cual fuese el límite de prudencia establecido entre dos desconocidas, yo lo había sobrepasado irremediablemente. -
Nunca, en toda mi vida, había tenido la desgracia de tratar con alguien tan desagradable —dijo, casi en un susurro, destilando desprecio—. Es usted la mujer más impertinente y detestable que he conocido. ¡Ni exprimiendo a toda la nobleza de Gran Bretaña lograría hacer recaudo de una petulancia superior a la suya!
Una a una, sus palabras calaron en mí con rabia, desatando un ardor insoportable del que no supe, si quiera, justificar su origen. Era como lumbre derramada sobre mi corazón, consumiendo hasta lo más diminuto de mi esencia. Con una descomunal aversión reflejada en los ojos, su mirada se ancló a mí hasta arrancarme el último trozo de aliento, dejándome en una asfixia momentánea… fue entonces cuando sus delicadas manos se extendieron, posando suavemente la taza sobre el mueble de la cocina. -
Con permiso.
Dijo, indiferente y fría, horriblemente fría. Y el sonido de sus pasos alejándose por el corredor inundó mi pensamiento… mi cuerpo… mi alma...
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Capítulo IV Y mirando hacia el cielo que se arquea sobre ti, muy a menudo, bendigo al Dios que me ha hecho amarte así. “La Presencia del Amor”, Samuel Taylor Coleridge. Publicado en 1807.
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H
abía pasado el día entero imaginando lo poco complacido que estaría mi padre al oír las quejas de nuestra huéspeda sobre mi comportamiento. Había visualizado, además, una extendida y acalorada reprimenda sucedida por una
lista de libros que ya no se me permitiría leer bajo acusación de incitarme a la rebeldía. Todo esto explica que estuviese preparada para recibir un castigo incluso antes de que él cruzara la puerta principal, llamara a mi alcoba y me hiciera pasar al estudio. Lo último, sin embargo, había ocurrido hacía más de cinco minutos y yo sabía que mi padre era un hombre de inmediatez, por lo que difícilmente esperaría tanto para invocar su descontento. Partiendo de este hecho, sólo una explicación se me hizo consistente: que nuestra huéspeda no hubiese expresado queja alguna. -
¿La has interrogado, cariño?
Preguntó, deshaciendo el incómodo silencio que hacía largo rato rebotaba de pared en pared. -
No, padre. No he tenido oportunidad.
Respondí, procurando escoger las palabras correctas para que mi respuesta fuese más cierta que falsa. -
Ya veo…
Dio media vuelta y se alejó de la ventana, desde la cual había estado observando, casi embelesado, los faroles de Mayfair. Con las manos en los bolsillos de su pantalón de seda, se acercó sin ninguna prisa —puede que contando los pasos— y tomó asiento junto a mí, frente al librero de caoba. -
Lo que voy a decirte —murmuró, después de haber reclinado la espalda— es un tema muy delicado y no debe salir de esta habitación.
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Mis pálpitos respondieron a sus palabras con tal violencia que llegué a sentir cómo retumbaba mi cavidad torácica. Las manos humedecidas, los músculos rígidos, la garganta inmersa en un desierto árido… no había experimentado nunca una ansiedad tan atroz como la que se apoderó de mí en ese momento y, aun así, la descompostura no me impidió mover la cabeza de arriba a abajo para hacerle saber que había entendido sus condiciones. Así que empezó:
Recuerdo haberte dicho que nuestro buen amigo, el señor Crowley, fue invitado a pasar unos días en Huntington. En la residencia del Conde Capel, para ser exactos. Bien, pues ocurre que el hombre ya es muy anciano, puede que me saque diez años... o un poco más… Bueno, no hay porqué hondar en la edad de un caballero, lo importante, querida mía, es lo que voy a contarte a continuación. Verás, recientemente la salud del Conde ha venido decayendo, tanto que ha recibido la visita de cinco o seis médicos en los últimos dos meses. Todos parecen haber concluido lo mismo: cualquier opinión en torno a su permanencia en este mundo sonaría demasiado optimista. Siendo él más consciente de su estado que nadie más, ha tomado una decisión que yo mismo imitaría de encontrarme en sus zapatos. Resulta que el Conde se las ha ingeniado para mantener a su hija inmersa en un desconocimiento tremendamente absurdo de su enfermedad, lo cual no ha resultado una tarea difícil considerando que la señorita Capel ha permanecido los últimos diez meses fuera de Gran Bretaña, bajo la tutela de su abuela… quien, a juzgar por lo pálida que te has puesto, no necesito decir quién es. De modo que la hija del Conde no sabe nada sobre los doctores, nada sobre la enfermedad, y es mejor que no lo sepa. A Timothy se le ha pedido cuidar de la señorita Capel el tiempo que sea necesario y bajo las explicaciones que deban inventarse con tal de impedir que viaje a Huntington, lo cual debió haber hecho hace tres días. Desafortunadamente, ambos sabemos que Timothy es la personas meno indicada para darse a la exhaustiva misión de ocultar cosas, por lo que la convivencia con la señorita Capel lo ha dejado neurasténico al cabo de las primeras veinticuatro horas. De ahí que viniera implorando ayuda de rodillas… y no revelo esto con la intención de faltar a su dignidad sino de dar fe de la gravedad del asunto. Por mi parte, querida Jane, te diré que desconozco hasta cuándo habremos de alojar a la señorita Capel, pero el tiempo que sea necesario lo haremos con toda nuestra ocupación y buena…
-
¿Es la hija del Conde?
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Interrumpí, pronunciándome con la garganta seca debido tanto al prolongado silencio como a la fuerte impresión. -
Ciertamente —respondió él, más que tranquilo—. Es la señorita Amelia Capel.
Me levanté ipsofactamente, con la presteza de quien siente el pinchazo de una aguja por debajo del cojín. Vi la habitación sacudirse bruscamente a mi alrededor, o puede que fuera yo quien, sin saberlo, había empezado a tambalearme en el sitio presa del desconcierto. Así, entre confusa, resentida y apenada, miré a mi padre a los ojos con una severidad tremebunda y, sin meditarlo, espeté: -
¡Debiste habérmelo dicho antes! ¡No habría actuado de esa manera si lo hubiese sabido!
-
¿A qué te refieres? —cuestionó él, tragándose de pronto su serenidad— ¿Acaso has hecho algo inadecuado, Jane?
No respondí, naturalmente. Estaba demasiado avergonzada de mi comportamiento como para entrar en detalles bochornosos. Lejos de repasar el amargo incidente del que había sido protagonista aquella mañana, cada uno de los pensamientos que rondaba mi cabeza, cada gota de virtud, de intuición, sugería disculparme con la señorita Capel lo más pronto posible. Y no debe inferirse —en base a esto— que Huntington tuviese más relevancia para Inglaterra que cualquier otro condado… pero tampoco debe inferirse que nuestra huéspeda fuese, únicamente, la hija del Conde. Al sol de hoy, mientras mis dedos empuñan la plumilla haciéndola dibujar palabras sobre el papel desnudo, pienso que pude haber reaccionado ante aquello de una manera distinta y, entonces, todo habría sido diferente. Pude haber abandonado el estudio, llamado a la alcoba de la señorita Capel y ofrecido mis más sinceras disculpas. Quizás de esa manera ella hubiese intuido algo… Pero nada de eso ocurrió. Porque si Amelia no era ni una pizca de la mujer orgullosa que, en un principio, había imaginado… yo sí lo era.
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Capítulo V El amor es suficiente: aunque el mundo disminuya, y los bosques no tengan voz salvo la voz de la pena… El vacío no agotará ni el miedo alterará estos labios y estos ojos del que ama y del amado. “El amor es suficiente”, William Morris. Publicado en 1873.
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A
unque había pasado la noche entera debatiéndome entre mi necedad y el reclamo de mi conciencia, lo cierto es que estaba lejos de tomar una decisión. No era mi terquedad lo único que me impedía disculparme con la señorita Capel, sino
también el incómodo zumbido que me envolvía al recordar la forma tan displicente en que se había referido a mí, calificándome de impertinente, detestable y petulante. ¿Con qué derecho juzgaba mi carácter sin siquiera conocerme? Su conducta altiva y prejuiciosa debía ser algo típico en la gente de su posición… de su origen... Me vi, aunque entonces no lo supe, propensa a especular en torno a la hija del Conde, propensa a formularme opiniones con una facilidad amedrentadora y, aún peor, a creérmelas sin el menor reparo. El asunto acaparaba la totalidad de mi mente, condicionaba mis pensamientos y me mantenía —no sé decir si contra voluntad— sumida en una constante inquietud. La reunión con mi padre no sólo había revelado la identidad de nuestra visitante, sino también el motivo por el que se hospedaba en nuestra casa… y el motivo por el que ella creía estarlo. Resultó que el buen señor Crowley había justificado su traslado al gran hotel haciendo mención de un inesperado viaje de negocios al sur —la verdad es que viajaba a Huntington para dar seguimiento al estado del Conde. En cuanto a la permanencia de la señorita Capel en Londres, y para fortuna de todos, tenía tanto sentido que resultaba creíble: su padre quería que conociera la capital. Referente a esto, otra gran revelación me había sido hecha: Amelia mostraba un particular desinterés hacia todo cuanto no guardase relación directa con sus propiedades o su familia. Debido a esto, y contra cualquier expectativa tomando en cuenta su edad y status social, no disfrutaba acudir a eventos públicos o sitios excesivamente concurridos, además de mostrarse especialmente incómoda frente a cualquier extraño. No entendí, sino hasta oír aquello, el pánico que mi presencia había generado en ella la noche de su llegada. Aunque aun sabiéndolo, debo decir, de vez en cuando no entendía muchas cosas.
Había pensado que la hostilidad impresa en nuestro primer encuentro obligaría a la hija del Conde a recluirse en su alcoba el mayor tiempo posible con tal de no toparse conmigo, pero cuando crucé el salón pasado el mediodía —después de no haberla visto en toda la mañana—
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supe que había estado ahí hacía largo rato: en la mecedora junto al ventanal que da al balcón, casi imperceptible, con un libro entre las manos. Quise evitar ser vista y por eso permanecí inmóvil, furtiva, observándola a lo largo de dos metros que me parecían riesgosos y, al mismo tiempo, demasiado lejanos. Con la delicadeza de un pétalo que ralea en el viento, se humedecía los labios con la punta de la lengua y una de sus manos le bajaba por el pecho, acariciándolo con las yemas de los dedos. Su boca se movía con una suavidad atrayente, seductiva, como si leyera para sí el mismo párrafo una, y otra, y otra vez. Me incliné prudentemente, queriendo ver el título de la obra o su autor… pero mi cautela fue insuficiente. Vi su rostro girar con sutileza frente a las cortinas color ocre. Vi su figura envuelta en un vestido de seda blanca translúcida, inexplicablemente hechizante, mientras los hilos de su cabello rozaban su mejilla empujados por una tenue brisa que alcanzaba a escabullirse entre el dintel de la ventana y el cristal. -
¿Necesita algo?
Preguntó, con la simpleza cortante de quien no siente especial agrado por alguien. Podría decir que contemplé un sinnúmero de respuestas, pero no tiene caso mentir: ante la hija del Conde, mi agilidad mental sufría una metamorfosis tras la cual no era capaz de dirigirme a ella sino con frases surgidas de una extraña e incorregible formalidad. -
¿Me permite el atrevimiento de preguntar qué está leyendo? —dije, siguiendo un impulso arrasador.
-
Sonetos.
Contestó ella, luego de un considerable espacio tácito en el cual, supongo, debió plantearse si responder a mi interrogante u omitirla haciendo uso de una frivolidad que habría estado muy bien justificada. -
¿Cuál de ellos? —insistí.
-
Soneto ciento treinta. No creo que lo conozca.
-
¿Y por qué supone que no lo conozco?
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Guardó silencio, pareció dudar y, en su duda, no respondió. Tampoco fue necesario, el destello acusativo de su mirada me bastó para saberlo: además de impertinente, detestable y petulante, me creía insensible y, por consecuencia, ignorante. Pero no lo era. Y debía demostrárselo. -
Los ojos de mi amada no se parecen en nada al sol. El coral es más rojo que el rojo de sus labios. Si la nieve es blanca, sus pechos son morenos. Si los cabellos son alambres, negros alambres crecen en su cabeza. He visto rosas damasquinas, rojas y blancas, pero no veo rosa alguna en sus mejillas, y algunos perfumes tienen más delicia que el aliento que mi amada suspira. Adoro escucharla hablar, aun cuando sé que la música tiene un sonido más agradable. Es verdad, nunca he visto a una diosa andar: mi amada, cuando camina, toca el suelo. Y aun así, por los cielos, creo que mi amada es tan bella que, por ella, negaría toda comparación hecha.
Vi sus ojos infinitos, y ellos me vieron, y una luz ardiente inundó sus pupilas, atándome a ellas en una esclavitud mórbida pero extrañamente dulce. -
Veo que sí lo conoce.
Murmuró, en voz tenue que casi acabó consumiéndose antes de llegar a mí. -
Es uno de mis favoritos, señorita…
Sabía su nombre, pude haberlo dicho y, así, evidenciar que su identidad no era ningún misterio para mí. Desenmascarar el asunto, obligar a todos a decir la verdad… Pude haberlo hecho… pero no debía. -
En ese caso —dijo, cerrando el libro y aferrando los dedos a la cubierta— no es del todo la persona que había escatimado.
-
¿Una impertinente, detestable y petulante?
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-
Una frígida.
-
¡Oh! Debo deducir que se ha formado más de cuatro conjeturas en relación a mi carácter…
-
Debe deducir que he respondido a las que usted se formó de mí.
Respondió, permitiendo que una tenue sonrisa de picardía irradiara sus bellas facciones. -
¿Ha leído los poemas de la señora Barrett Browning, señorita Jane?
-
Me temo que no he tenido el placer.
-
¡¿Pero cómo?! ¡Siendo una autora excepcional!
En un movimiento delicado, la hija del Conde se puso de pie y dio dos… cuatro pasos recatados, acercándose a mí lentamente hasta que nuestros cuerpos se unieron en sombras reflexionadas en el alfombrado; separadas, puede que veinte o treinta centímetros, pero juntas, siendo una sola, en la ilusión que engaña los sentidos. -
¿Cómo te amo? Déjame contar las maneras. Te amo hasta la profundidad, y la extensión, y la altura que puede alcanzar mi alma cuando busca a ciegas los límites del ser y de la gracia ideal.
Me miró cautivada, en un lapsus de éxtasis, y continuó: -
Te amo hasta el nivel más habitual de silenciosa necesidad cotidiana… a la luz del sol y el candelabro… Te amo con el aliento, sonrisas, lágrimas de mi vida entera y, si Dios lo quisiera, te amaré aún mejor… cuando muera.
Vi los muros caerse a pedazos con su respiración, y vi sus ojos de cielo sacudirme por dentro hasta dejarme vacía, sin aliento… sin emociones. Me derrumbé ante ella como se derrumba un tímpano de hielo ante el más egoísta y cruel verano. Me perdí en Amelia Capel y, secretamente, deseé no ser encontrada… ni en ese instante, ni nunca.
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-
¿La ha sentido, señorita Jane? ¿La pasión que casi mata?
Preguntó, en un murmullo apenas audible por encima de los latidos que estremecían mi pecho. -
Tal vez —continuó, tornándose su gesto y volumen tan moderados que bien podría interpretarse como una demostración de timidez— Si no tiene asuntos importantes en los cuales volcar el resto del día, tal vez quiera acompañarme a leer.
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Capítulo VI Ella camina en la belleza, como la noche bella, despejada y de cielos llenos de estrellas; y lo más bello de lo oscuro y brillante se reúne en sus ojos y en su semblante… “Ella camina en la belleza”, Lord Byron. Publicado en 1815.
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-
E
s muy peculiar.
Sentenció, mientras nos paseábamos por los inmensos jardines del hotel bajo el velo dorado del atardecer. -
¿Qué?
Me atreví a preguntar, mientras mis ojos seguían hechizados el reflejo de su silueta flotando sobre los geranios. -
Su falta de curiosidad.
Dijo ella, alejándose en un movimiento delicado y minúsculo que, de no haber contemplado una y otra vez a lo largo de los últimos dos días, quizás hubiese pasado desapercibido. -
No ha hecho ni el menor esfuerzo por averiguarlo —continuó, con suspicacia—. ¿Realmente no le interesa saber quién soy?
“Ya sé quién es” —solía pensar, cada vez que el tema sobrevolaba, y en más de una ocasión estuve a punto de decirlo… pero algo me lo impedía. Concretamente, alguien. -
Puedo asegurarle que me interesa.
Respondí, evadiendo su recelo con desvergüenza. “Has de fingir que no la conoces —había dicho mi padre— porque esa fue su petición. No desea ser molestada, o perseguida, o juzgada, o cualquier otra cosa a la que normalmente estaría sujeta por ser quien es. Ha solicitado que su nombre se manipule con extrema discreción, por lo que nadie debe saberlo... nadie… ni siquiera tú”
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-
Su paciencia es admirable y singular. Sería injusto de mi parte ignorarla.
Murmuró, suavizando el paso a medida que la banca situada bajo al viejo olmo se hacía más cercana. -
Adelante, señorita Jane. Hágame una pregunta —dijo, deteniéndose a la sombra de las frondosas ramas, donde la penumbra teñía de gris su cabello rojizo.
Una pregunta. Sólo una. ¿Pero cuál? Ya creía saber todo lo que a una persona como yo le era permitido saber de alguien como ella. Sabía que era la hija del Conde, sabía de su origen, su apellido y su majestuosa herencia. No había nada más en lo que me atreviese a hondar por miedo a caer en la insolencia; después de todo, aunque la señorita Capel me creyese anegada en una ignorancia absoluta, yo no podía evitar estremecerme recordando la procedencia de su nombre. -
Su nombre…
Respondí, al fin. -
… quisiera saber su nombre.
“Ahora —me dije— sucederá una de dos cosas. Puede recurrir a un pseudónimo que disfrace su identidad o puede, por el contrario, decir la verdad. En el primero de los casos, me resignaría a prolongar esta farsa el tiempo que sea necesario… pero, en el segundo, deduciría que he ganado su confianza y no dudaría en buscar la manera de poner fin a todo esto” Deseé que ocurriera lo segundo, supliqué por ello; aquel engaño me parecía atroz y no quería —nunca quise— formar parte de él. Minuto a minuto ponía en tela de juicio mi propia decencia flagelándola con reproches injustos y ridículos, repitiéndome incansablemente que su padre estaba muriendo y que no podría despedirse de él debido a mi cobardía.
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Si tan sólo su respuesta hubiese sido otra… Si hubiese pronunciado lo que tanto deseaba escuchar… Pero en lugar de eso, y dejándome al amparo de una insufrible decepción, Amelia movió los labios deslizando la punta de la lengua contra el cielo de la boca… resultando una palabra simple, corta. -
Ela.
Un hormigueo me envolvió la piel mientras su voz retumbaba en mis adentros, deshaciéndome retazo a retazo. Ela
“Un nombre de los cientos que habrá leído en libros” —pensé. “Un disfraz para eludir a gente como yo, común y sin importancia” Me aferré a la hipótesis de que nuestro grado de empatía no le bastaba para depositar, en mí, ni una sola gota de su confianza, sino más bien lo opuesto: ella desestimaba mi honor, mi lealtad y todo principio que, en el más vil de los casos, pudiera desestimarse en una persona. Me convencí de esto con la misma sencillez con que me convencí de muchas otras cosas. ¿Y cómo no hacerlo, si cada segundo junto a Amelia Capel terminaba desencadenando una tortuosa culpa que me impedía considerarme digna de su trato? “Me odiaría si supiera lo que oculto” —meditaba, y esta idea era suficiente para inducirme a un estado de exaltación que me privaba de calma durante varias horas. El por qué me aterraba tanto causar disgusto a la hija del Conde es algo que —y espero sepan disculparme— no considero conveniente hacer público de momento. No habiendo detalles de la historia mucho menos amargos. -
Sentémonos aquí —la escuché decir, luego de un intervalo—. Bajo los brazos del olmo.
Y me senté a su lado. Tal vez demasiado cerca, pues la vi deslizarse discretamente hacia el extremo opuesto de la banca.
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En este apartado, me veo obligada a hacer un intento por describir la fascinante vista que se erguía frente a nosotras. Primero, han de saber que mi padre siempre fue amante de la horticultura y que la mayor parte de su tiempo libre lo dedicaba a enriquecer nuestro jardín con las flores más bellas. Magnolias lilas y blancas rodeaban los caminos y, al borde de la terraza, decenas y decenas de camelias. El paso del olmo estaba marcado por una preciosa hilera de geranios que había plantado luego de oír que eran los favoritos de la Reina. No muy lejos, en el corazón de la parcela, se extendía un hermoso estanque de agua cristalina que abarcaba un diámetro de cinco o seis metros, y en el cual flotaban pétalos de azalea que el viento arrastraba del sendero de los arces. Este era, entre todos, mi favorito. Cada otoño, las hojas de los siete arces se pintaban de coral y caían desprendidas puñado a puñado, envolviendo medio jardín con pedazos de sol que el servicio tardaba días en retirar. -
Hábleme de usted, señorita Jane.
Pidió, en un tono afable que mis nervios asociaron —erróneamente— con un mandato, y al el cual accedí aún sin desearlo. Porque exponerme no era algo que considerase común ni agradable. Es cierto que disfrutaba de los diálogos con el señor Crowley, pero estos nunca rebasan los límites de una plática amena entre lectores ávidos. -
¿Qué desea saber?
Pregunté, consciente de que fuese cual fuese su respuesta no tendría el valor de negarle nada. -
Hace tres días que me hospedo en su casa, pero no he visto entrar o salir a nadie más que a su padre y a usted. ¿Acaso no tiene hermanas, o hermanos?
-
Tengo un hermano —le dije, sin el menor inconveniente—. Pero hace mucho que no lo veo.
-
¿Por qué? ¿Dónde está? —insistió, dejándome entrever, con el destello de sus ojos y el giro de su cintura, que había despertado en ella un profundo interés.
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Me di a la tarea de explicarle que Walter se había unido a un regimiento siendo muy joven y que difícilmente mi padre o yo teníamos contacto con él. Preguntó si este regimiento se encontraba en el extranjero, a lo que respondí que estaba desplegado en las Islas Malvinas. Luego, quiso saber cuándo había llegado su última carta, y yo dije: “Hace tres meses”. Una a una, las interrogantes ocupaban su boca con una curiosidad infantil que me desconcertaba. No entendía la razón por la que mi vida resultaba tan significante para la hija del Conde, en especial porque yo misma la hallaba monótona y condenada a la invariación. Pero ella preguntaba… preguntaba… incansablemente… y no había cosa que pudiera hacer más que dar respuesta a sus dudas con toda mi entrega y disposición. Así, la tarde nos rodeó en un manto carmesí que poco a poco se volvió añil, y luego grisáceo… Entonces, poco antes de que la noche tiñera el firmamento de negro dejándonos a ciegas, su mirada me azotó por undécima vez y una última pregunta salió de sus labios, acariciándolos. -
¿Y su madre? ¿Dónde está su madre?
Un manojo de espinas me estrujó el corazón, pero lo contuve. Con los años, había aprendido a contenerlo. -
Murió.
Respondí, con simpleza, y la cordialidad de mi voz fue irremediablemente suplantada por una horrenda melancolía que me impidió decir cualquier otra cosa. Los cinco segundos trascurridos a continuación produjeron un efecto más disparejo de lo que hubiese imaginado. Mientras yo especulaba en relación a cuál sería la próxima pregunta de Amelia —dándolo por hecho— ella atravesaba un tormentoso conflicto en el cual debía decidir si revelarme o no un detalle crucial de su identidad, lo cual terminó haciendo al cabo de un prolongado silencio. -
Mi madre también murió. Hace muchos años. Cuando era niña.
Y después de esto, no dijo nada.
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Capítulo VII Temo tus besos, gentil doncella. Tú no debes temer los míos. Mi espíritu va tan hondo en el vacío, que no puede agobiar el tuyo. “Temo tus besos”, Percy Bysshe Shelley. Publicado en 1824.
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L
a señorita Capel estaba obsesionada con que su presencia fuese lo menos notable posible. No se paseaba por el hotel a la luz del día, incluso lo hacía muy poco bajo el claro de la noche; su hora preferida era la puesta del sol, cuando las damas
que tomaban el té en la terraza volvían a sus dormitorios y los caballeros se encontraban en el salón, despejándose el camino a los jardines. Normalmente, la conducta de Amelia me enajenaba por su rareza y en numerosas ocasiones la creí fuera de sus cabales. No lograba comprender, por ejemplo, su capricho de rehuir cualquier insinuación que pudiese vincularla con su origen. Tampoco entendía esos largos silencios a los que se entregaba luego de una plática agradable, su temor inminente a los cambios de clima y mucho menos esa extraña manía de guardar, siempre, las distancias. De todas sus costumbres e indescifrables hábitos, este era el que más me intrigaba: la negación a ceder un solo milímetro de su espacio. Ya sea que tuviésemos una charla placentera recorriendo sendero a sendero o que nos sentásemos frente al estanque embelesadas por el reflejo del crepúsculo en la turbiedad, su distracción nunca le impedía moverse si nuestra cercanía le era inadecuada. Y así, no había tocado ni una hebra de su cabello… ni rozado su piel… ni percibido su aroma.
-
¿Se lo has propuesto?
-
Claro que sí. Tres veces.
-
¿Y qué ha dicho?
-
Que no le apetece.
Hundió las manos en la maceta y removió la tierra de un lado a otro, formando un hoyo en el centro del barro. -
Debes hacer algo para mantenerla ocupada, Jane.
-
Lo intento, padre, pero ella…
Reflexioné.
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-
Su comportamiento es inusual —dije, procurando acertar en el empleo de los conceptos.
-
Naturalmente. No podemos olvidar quién es.
-
Pero no me refiero a su etiqueta, que desde luego es exquisita… ni siquiera a su gramática perfecta…
-
¿Entonces a qué te refieres?
Interrogó, revolviendo los dedos en el pote sin levantar la cabeza. -
A sus fobias.
Mi anciano padre soltó una estrepitosa carcajada que le hizo desparramar unos cuantos grumos de tierra sobre el cemento del pórtico. -
¿Y desde cuánto es inusual tener miedos? —fue su respuesta inmediata.
-
¡Pero esos miedos son un sinsentido!
Repliqué, inmersa en la teoría de que Amelia Capel no estaba bien de la cabeza. -
¡Es como si le aterrase su propia sangre! ¡Su linaje!
Ante esto, alzó la mirada fijándola en mí durante unos instantes que —recuerdo— resultaron ser más breves de lo que había predispuesto. -
No creo que a la señorita Capel le mortifique ser quien es —murmuró, pausadamente— sino más bien que todos tengamos la facilidad de saberlo.
Se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo desnudo y añadió:
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-
¿Te imaginas, Jane? Ser reconocida sin importar a dónde vayas. Ser amada, respetada, servida, y que no haya alma capaz de negarte nada…
Hizo una pausa para soltar un gruñido de desaprobación. -
Pobre gente.
Farfulló, y volvió a dirigir la vista hacia la maceta de barro en la que llevaba medio día echando y sacando tierra, de rodillas, con la camisa arremangada y media humanidad cubierta de polvo. -
¿Qué sabes de ella, papá? —indagué, omitiendo su apariencia de indigente.
-
Lo mismo que el resto —declaró, mientras tomaba una pequeña bolsa de tela que había dejado a un lado.
-
Me preguntaba…
Di uno o dos titubeos, pero no bastó para contener la insaciable curiosidad que había germinado en mí con los años. -
Me preguntaba cómo murió su madre. ¿Acaso ella tuvo…?
-
¿Han hablado de eso? —interrumpió, y por un segundo noté un céntimo de agobio en su semblante.
-
No, por supuesto que no. Apenas y habla conmigo de cualquier cosa.
-
¡Ya veo! —exclamó él, retomando la serenidad—. Bueno, su madre murió cuando tenía cinco o seis años, no creo que haya sido mucho mayor. Si mal no recuerdo, fue en marzo… sí, tuvo que haber sido en marzo, porque el invierno casi terminaba…
-
¿Qué le pasó?
Intervine, sabiendo que mi padre tenía la mala costumbre de caer en circunloquios que podían extenderse, en los peores casos, durante horas.
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-
Enfermó. Nada inesperado tomando en cuenta que su salud siempre fue muy frágil. Recuerdo que mucha gente sin oficio habló de tisis, lo cual nunca tuvo pies ni cabeza… pero al final resultó ser una neumonía.
Sacó una semilla de la bolsa de tela y, con extrema delicadeza, la enterró en el corazón del tiesto. -
Timothy me contó que la abuela de la señorita Capel reclamó su custodia absoluta, pero el Conde se negó, por lo tanto no hubo más remedio que compartirla. De ahí que la joven pase una larga temporada en Inglaterra y otra en el Principado… yendo y viniendo como un trompo… de aquí para allá...
-
¿Desde cuándo?
-
Desde siempre.
Lo miré absorta por aquello que antes ignoraba y ahora sabía. ¿Qué tanto puede vivir su infancia una criatura que va y viene de un sitio a otro, constantemente, sin saber a dónde pertenece? —reflexioné, a lo que una vocecita en mi interior respondió en el acto con sequedad: “Nada” -
¿Por qué no subes a verla? Debo admitir que su recurrente aislamiento me inquieta.
-
¿Y qué supones que haga, padre? Ni siquiera permite que me acerque a ella.
Se apoyó en mí y fue desdoblando las piernas a ritmo lento, con la cautela propia de quien no confía ni en la resistencia ni en la lealtad de sus huesos. Poco me faltó para advertirle que su maña de enroscar el cuerpo como si tuviera quince años acabaría dándonos un disgusto, pero su ingenio, indiscutiblemente experimentado, se adelantó diciendo: -
Entonces acompáñala mientras se aleja. Cuando no le quede espacio, tendrá que volver.
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Capítulo VIII ¡Yo no te amo! ¡No! ¡No te amo! Sin embargo soy tristeza cuando estás ausente; y hasta envidio que sobre ti yazga el cielo ardiente; cuyas tranquilas estrellas pueden alegrarse al verte. “Yo no te amo”, Caroline Norton. Publicado en 1829.
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-
N
o saldré hoy, señorita Jane. Me quedaré aquí.
Y ya que insistía en cubrirse con las sábanas de la cabeza a los pies, debí encorvarme ligeramente hacia delante para oír con claridad lo que decía. -
¿Pero qué ocurre? ¿Le duele algo?
-
No… Todavía no.
-
¿Fiebre?
-
No.
-
¿Le han salido manchas en la piel?
-
Bueno, tendría que fijarme…
-
¿Ha soltado esputos?
-
No, ninguno.
-
¿Y tosido sangre?
-
¡No estoy agonizando, señorita Jane!
Refunfuñó, y, con un manotazo violento, destapó su hermoso rostro haciendo que una efímera e indescriptible calidez brotara bajo mi piel. -
En ese caso, discúlpeme si no entiendo qué hace ahí tumbada.
Le dije, a lo cual reaccionó instantáneamente entornando la mirada y frunciendo el entrecejo con severidad. -
¿Que qué hago aquí tumbada? —repitió, arrastrando cada palabra como si fuese tortuoso pronunciarlas—. ¿Ha visto el tiempo que hace?
-
Desde luego. Es una tarde templada…
-
¡¿Templada?!
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Se descubrió el cuerpo hasta la cintura y vi que se había armado con dos camisones de algodón blanco, uno encima del otro, ceñidos de tal forma a su torso que me sorprendió que pudiese respirar. -
Acérquese a la ventana —pidió.
Me acerqué. -
¿Cuántos nubarrones hay?
-
¿Quiere que los cuente?
Inclinó ligeramente la cabeza en señal de afirmación. Por lo tanto, los conté. -
Cuatro —dije, con absoluta certeza.
-
¡Seis! —vociferó ella, levantándose de la cama vigorosamente y abalanzándose contra el vidrio— Uno… dos… tres…
Su dedo índice recorrió el cristal apuntando nube por nube, torciéndosele el gesto en una mueca de espanto a medida que el cálculo ascendía. -
Lloverá esta noche, señorita Jane. Una tumultuosa tempestad —predijo, con un susurro lánguido y viendo hacia los jardines en una fase de paralización.
-
¿Se encuentra bien? —pregunté, consternada y casi convencida de que había perdido completamente el juicio.
En un giro brusco, se dio la vuelta entrelazándose las manos con gesto de enorme contrariedad. -
Debemos abrigarnos bien, tomar muchos líquidos y guardar reposo.
Dijo, con tal atropello que poco me faltó para no entender una sola palabra.
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-
Es debido a esto que odio Londres —siguió, cruzando el dormitorio de un lado a otro sin rumbo aparente—. Este clima pernicioso… inestable… Me agobia profundamente, no lo tolero… Deseo marcharme.
Y con esta última sentencia, el corazón me subió a la garganta como una ventisca que me empujó a dar un sobresalto. -
¡Pero no debe! —exclamé, en un arrebato impulsivo—. No debe… preocuparse por el clima. Es típico de la ciudad, e inofensivo.
-
¿Inofensivo? ¿Cómo puede decir eso? Debe temer a la enfermedad. ¡Todos debemos temerle! Es lo que mi abuela dice… y ella nunca se equivoca.
En ese impalpable fragmento de espacio que su voz atravesó para rodearme, no pude evitar sentir una descomunal tristeza. Qué frívola y vacía imaginaba su vida. Inerte… marchita como los pétalos de azalea que a veces dejaba días y días entre las páginas de los libros. ¿Realmente era así de trágica su existencia? ¿Tan condicionada y perturbable? ¿De qué estaba hecho, entonces, su corazón… asumiendo que estuviera consciente de tenerlo? -
¿Por qué no leemos, señorita Jane? Leamos algo.
La escuché decir, de modo suplicante, y como no pudo ni hubiese podido llegar a mí una mejor forma de apaciguar sus nervios, no dudé un instante en responder: -
¿Qué le placería que leyéramos?
Una minúscula sonrisa de complacencia remarcó sus mejillas antes de surcar el dormitorio velozmente hacia la cama. La vi agacharse y tomar un libro de bajo el mueble que, supe en seguida, había estado leyendo todas esas noches en que yo jugaba a adivinar por qué las luces de su habitación permanecían encendidas. Luego, tomó asiento sobre el colchón dejándose caer suavemente, me miró y dijo:
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-
Siéntese a mi lado. Hay espacio para las dos.
Recuerdo, carente de las deformaciones que por lo general agrietan las memorias con el tiempo, haberme inducido en un episodio de agitación que me abrasó el pecho, se escurrió hasta mi vientre y fue a dar a mis extremidades en forma de hormigueo. Recuerdo, también, haber caminado hacia ella con una dificultad impropia, temblando mis piernas paso a paso y a penas flexionando el cuerpo debido a una particular rigidez. Me senté perdiendo la mirada en el cuero del libro, evitando su rostro por un infundado temor a ser víctima de asfixia. Pero Amelia sí me observó, y lo hizo con detenimiento durante varios segundos hasta que los músculos del cuello se me entumecieron… fue en ese momento cuando una de sus manos se posó al borde de la cama y, en un ligero impulso, se distanció de mí. Lejos de mí. Otra vez.
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Capítulo IX Te amo, como el pájaro alegre ama la libertad de sus alas. “Te Amo”, Eliza Acton. Publicado en 1826.
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H
abía algo consumiendo la vastedad de mi alma con una rapidez inexpresable. Ese “algo” era un sentimiento. Podía considerarlo inconsistente, irracional e inapropiado, mas no podía negar su existencia, porque se había convertido en
una extensión de mi persona. Evocaba mi debilidad y mi búsqueda ininterrumpida de placer en cada detalle. Este sentimiento me gobernaba. No. Me poseía plenamente como se poseen dos amantes en el lecho de la intimidad. Una, tres, cuatro noches estremeciéndome ante la sospecha de mi subconsciente en una inservible privación del sueño. En vela, así alcancé lo más recóndito de mi ser… la esquina más punzante, oscura e inexplorada…donde no vi nada ni a nadie, solo a ella. Amelia. Amelia. Amelia. Escribo su nombre repetidas veces porque no hay motivo sobre la tierra que me invoque mayor deleite, mayor dulzura y mayor nostalgia. Amelia. Pronuncio en lo bajo, con la absurda pretensión de que mi voz la traerá en un suspiro, y que nuestras huellas volverán a fijarse en el pasto guardando las distancias… Pero el corazón se contrae sin misericordia desentrañándome la vida, lacerando mi carne con espinas que nacen de su hiriente recuerdo. Y, sin embargo, debo recordar.
-
Hábleme de su infancia, señorita Jane.
-
¿Qué aspecto de ella le interesa?
-
Todos.
-
Bien. Pues comenzaré por decirle que siempre fui muy inquieta, y que de vez en cuando el despacho de mi padre se abarrotaba de huéspedes insatisfechos.
-
¿Y usted era la causante de su insatisfacción?
-
Me temo que sí.
-
Por favor, cuénteme.
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-
Verá, lo que hacía era ocultarme tras los árboles con una bolsa llena de hojas, frutos secos o lo que hallara según la estación. Esperaba pacientemente y, cuando se aproximaba un huésped, saltaba hacia el camino y le arrojaba todo encima.
-
¡¿Eso hacía?! —preguntó, cómicamente escandalizada.
-
En efecto, pero no era mi mejor jugarreta. Los sábados por la mañana, el estanque era propenso a recibir la visita de alguna pareja de enamorados, así que yo vigilaba tras el racimo de azaleas. Cuando estaban lo suficientemente cerca, corría a sumergirme en el agua… contenía la respiración… ¡y saltaba fuera de golpe, salpicándolos todos!
Amelia esbozó una sonrisa tenue que se prolongó… se prolongó… y se prolongó un poco más, dibujando una media luna en sus labios rosáceos. Este simple y natural gesto se convirtió en una risa tierna… sonora… en una carcajada donde vi contenido un deslumbrante rayo de vida que nunca antes había visto en ella. Sus ojos ardían, irradiaban más luz que cualquier estrella o constelación con la que, en un intento ridículo, se le quiera comparar. Su belleza fluía como el voraz viento que en ese preciso instante azotaba nuestros cabellos haciéndolos bailar en ondas y en líneas que, secretamente, buscaban tocarse. Era indescriptiblemente hermosa. Y, como he dicho indescriptible, no diré más. -
Pero… ¡señorita Jane! —soltó, en una exclamación inesperada—. ¡Esa travesura debió causarle catarro más de una vez!
Y, entonces, fui yo quien dejó escapar una sonrisa. -
¡No tiene gracia alguna! —me reprendió, enderezando la espalda y clavando en mí una mirada rigurosa—. Excúseme, señorita Jane, pero tengo que decirle lo que he notado de usted. He notado que es una persona muy irresponsable.
-
Señorita Ela…
Comencé, recurriendo a todas mis capacidades sensitivas y poderío de voluntad para no hacer evidente lo gracioso que me resultaba aquello.
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-
Es natural invertir el tiempo en cosas como esa cuando se es niño.
-
¿Natural?
-
Por supuesto.
-
Bueno, a mí no me lo parece —difirió, aunque con aire pensativo—. Nunca realicé ese tipo de actividades. Jamás me lo habrían permitido.
-
¿Por qué? —me atreví a preguntar.
-
Mi abuela…
Y como hizo una pausa nada breve, llegué a plantearme que no continuaría. -
¿Sabe, señorita Jane? Mi madre enfermaba con gran facilidad. No tenía ni el más ligero soplo de resistencia. Luego de su muerte, mi familia temió que yo hubiese podido heredar su flaqueza, su fragilidad... Y he de haberla heredado, porque soy sangre de su sangre, vivo reflejo de su complexión. Debido a eso, está claro que tuve una infancia muy distinta a la suya.
-
¡Pero no debió ser así! ¡Debió ser como cualquier niña!
-
¿Una niña como usted?
-
¿Qué habría de malo en ello?
-
Estaría muerta.
-
No, señorita Ela. No lo estaría.
-
¿Y cómo puede estar tan segura?
-
Porque usted no es su madre.
Me miró confusa, ensimismada, posiblemente extraviándose en los linderos que establecían el límite entre lo que había sido su vida y lo que hubiese podido ser. La noté, en pocos segundos, terriblemente afectada… decaída ante la posibilidad de que su propia estirpe le arrebatase lo más invaluable e insustituible de la existencia humana: el tiempo. -
Aún puede hacerlo.
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Apoyé las manos sobre el tibio y seco prado, y me puse de pie. Las aguas del estanque trazaban figuras turbias frente a nuestras sombras, una seguida de dos, infatigables como el atardecer que las teñía de escarlata. -
Vamos, señorita Ela…
Dije, mientras me acercaba a la orilla con determinación. -
Pero no podemos…
-
¿Acaso pretende hacerme un desplante? Le recuerdo que esta es mi propiedad y, usted, una invitada.
-
Lo tengo muy presente, pero…
-
¿Tan escasa es su confianza en mí?
Sostengo y seguiré sosteniendo que dichas palabras no emergieron con el propósito de ser escuchadas, sino ignoradas. Nunca ejercí ni el más nimio esfuerzo por ganar su confidencia, sencillamente porque no creí merecerla. Ella era la hija del Conde de Huntington, futura Condesa con el favor de la Reina, y nieta de… En mi obstinación, en mi estúpida ingenuidad reafirmé su casta una y otra vez en mis pensamientos, creyendo saber todo sobre Amelia Capel, creyendo saber quién era cuando, en realidad, nunca supe nada. -
¿Se sumergirá conmigo? ¿Al mismo tiempo? —preguntó, levantándose y siguiendo mis pasos hasta la orilla.
-
Al mismo tiempo —respondí—. Contaré hasta tres. ¿Le parece bien?
Ella asintió con nerviosismo. -
Uno.
Dio un paso discreto hacia mí…
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-
Dos.
Se acercó aún más. -
Tr…
-
Señorita Jane.
Interrumpió, y al girar a verla me di cuenta de que nuestra distancia era irregularmente corta, equivalente a diez o quince centímetros, tan fácil de romper que sus brazos me acariciaban con el movimiento de su respiración. -
¿Puedo pedirle —susurró, mientras su rostro adquiría un tono más rúbeo de lo habitual— que sostenga mi mano?
Y yo la sostuve deslizando mis dedos entre los suyos, estremeciéndome con su suavidad. La sostuve con fuerza hasta sentir que mi piel y su piel se unían en un fuego imparable nacido de la proximidad y la lejanía a la que me había acostumbrado su cuerpo; de la claridad y la penumbra de un día a su lado y una noche sin ella. En ese fugaz e intocable trozo de tiempo que llamamos segundo, la sostuve deseando no soltarla jamás, porque yo era suya, completa y eternamente suya… y ella era mía.
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Capítulo X No obstante, el amor, por ser amor, es hermoso… Y el amor es fuego; y cuando digo te quiero… ¡Oh, cómo te quiero!.. Ante tus ojos me transfiguro en esplendor y siento mi rostro centellear de pasión. “Soneto 10”, Elizabeth Barret Browning. Publicado en 1867.
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P
or todos los cielos! Pero… pero… ¡¿qué les ha ocurrido?!
-
¡
-
¡Oh! ¡Fue maravilloso, señor Watson – Creek! Nos empapamos de la cabeza a los pies, ¿lo ve?
-
¡Difícilmente podría no verlo, señorita!
-
¡Nunca, en toda mi vida, me había divertido tanto! Fue… trepidante, y algo inadecuado para una dama, desde luego… ¡Ah! Señorita Jane, ¿lo repetiremos, verdad?
-
Si le apetece…
-
¡Como ninguna otra cosa en el mundo!
La miré con toda la ternura, y la indomable fascinación, y la debilidad en que me hundía su sola presencia. Y ella me devolvió la mirada como si lo supiera. -
Me complace que su estancia está siendo agradable, pero le sugiero ponerse ropa seca cuanto antes.
Dijo mi padre, en un impetuoso discurso que fue acompañado de una miradita sagaz arrojada a mí con el rabillo del ojo. -
Tiene usted razón.
Afirmó Ela, y aunque su semblante y su tono profesaban rectitud, pecaría de mentirosa si dijera que no detecté en ella una pizca de socarronería infantil. -
Con permiso.
Añadió, marchando apresuradamente por el pasillo y dejando las impresiones húmedas de sus zapatos delineadas en la madera.
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-
Jane, acepto la responsabilidad de haberte pedido que la mantuvieras ocupada…
Musitó él, no queriendo que nuestra huéspeda tuviera conocimiento de la plática. -
… pero estos métodos a los que acudes me escandalizan. No sé... puede que sean demasiado modernos o excéntricos. Francamente, no me atrevo a preguntar dónde los has leído. Porque has tenido que leerlos en alguna parte…
-
¡Señorita Jane!
Su voz se impulsó desde la puerta abierta del dormitorio haciendo eco altísono en las paredes del corredor, extendiéndose en cada viga y rincón del edificio hasta envolverme en brazos. -
¿Podría venir un momento, por favor?
Solicité el consentimiento de mi padre con un atisbo silencioso, y él me lo otorgó meneando la cabeza resignado, a la vez que haciendo un ademán justo antes de dar media vuelta rumbo al estudio. Con la tela del vestido adherida a la piel, di uno, dos, tres pasos rechinantes, impregnándome del agua estancada en mis zapatos. Tiritando, conteniendo la respiración al borde del ahogo, sumida en el delirio más intenso en que puede sumirse el alma de una mujer. Amelia. Ela. Me acercaba y sentía que la realidad se despedazaba en figuras extrañas, en bosquejos irreconocibles que danzaban en al aire apropiándose de lo inapropiable. -
Me gustaría…
Murmuró con timidez, asomándose al umbral con un libro en manos. -
Realmente me produciría una gran satisfacción que leyese a mi autora favorita.
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Concluyó, extendiendo el brazo y ofreciéndome el ejemplar con la sublime fineza de quien ofrece su primer beso. -
Nada me inducirá mayor placer.
Dije, mientras mi mano se estiraba buscando la suya y tomaba el libro sin perder la oportunidad de rozar sus dedos. Ahí, por encima del título, sobre el nombre de la señora Barret Browning.
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Capítulo XI No soy tuya, no me pierdo en ti. Nunca me pierdo, aunque ansío perderme. Perderme como la llama en el mediodía; perderme como la nieve en el mar.
“No soy tuya”, Sara Teasdale. Publicado en 1915.
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S
u belleza era tan indiscutible como corriente y, sus modales, tan exquisitos como predecibles. No poseía una estatura por encima de la media, tampoco una complexión voluptuosa. Era, más bien, de medidas estéticas… perfectamente
equilibrada. Sus maneras, al primer contacto, resultaban toscas, agrias y fácilmente aborrecibles. Sus hábitos, tan raros e inexpresivos que no transmitían más que incertidumbre e insipidez. La ilusión que podía tener hacia la vida era equivalente a la punta de una aguja, y, sus miedos, tantos y tan absurdos que apenas le permitían respirar. Su inclinación por la literatura se limitaba a los clásicos y, muchas veces, leía y releía el mismo capítulo una y otra vez. Tenía un conocimiento magistral de las artes; a veces elogiaba a Renoir… pero no mostraba pasión por el tema, lo mismo que no mostraba pasión por casi nada. No había en Amelia Capel algo que le hiciera particularmente especial. Ninguna de las cualidades que, en los mejores casos, se espera encontrar en la nobleza. Era reservada, desconfiada, altiva por naturaleza y terriblemente difícil de comprender. Tenía motivos de sobra para detestarla... y sin embargo la amaba. La amaba con toda la locura, el desacierto y la desvergüenza con que una mujer es capaz de amar a quien no debe. La amaba con un miedo que no me hacía estremecer, con un fuego que me destrozaba por dentro sin hacerme sentir dolor… Ella era mi luz, el pequeño rayo de luz por el que mis días eran días, y, su ausencia, noches de interminable sufrimiento.
-
¿Ocurre algo, señorita Jane?
Preguntó, en medio de un irreprimible bostezo que, en vano, intentó cubrir con su muñeca. -
Siento mucho despertarla, pero no podía esperar para decirle cuánto me han fascinado los poemas de la señora Barrett Browning.
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Dije efusivamente, sosteniendo el libro contra mi pecho. -
A decir verdad —añadí, temblándome la voz— esperaba que… que pudiésemos leerlos juntas.
-
¿A las dos de la mañana? —preguntó, pasándose una mano por la mejilla con la intención de ahuyentar el sueño.
-
Tiene razón… ¡Qué imprudente…!
-
¡No, espere! No se vaya.
Pidió, tomándome del brazo y entumeciéndolo con el tacto de su piel. -
Ahora que la he visto, no podría dormir si se va.
Argumentó, evitando el encuentro de su mirada y la mía. -
Por favor, pase. Leeremos un rato.
Mis brazos estrujaron el libro con fuerza. Debía hacerlo, necesitaba hacerlo… o cometería un acto sumamente inapropiado. -
¿Señorita Jane?
-
Sí, sí… disculpe…
Entré a la habitación dando pasos tan largos y rígidos que estuve cerca de tropezar con los flecos de la alfombra, escena que, agradezco inmensamente, Amelia ignoró por hallarse de espaldas cerrando la puerta. -
Sentémonos en la cama.
Dijo, con resequedad, dando media vuelta y caminando junto a mí sin siquiera mirar por encima del hombro.
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¿Acaso buscaba ocultar, sin éxito, el desagrado que le causaba mi visita a deshoras? ¿Por qué había impedido, entonces, que me marchara? Su inesperada apatía me confundió sobremanera, incluso me hizo dudar de si realmente era adecuado permanecer un segundo más en aquella habitación o si, por el contrario, debía actuar con uso de razón y apartarme… apartarme… apartarme... -
Acérquese.
Y me acerqué. -
Imagino que le habrá gustado alguno en especial.
Comentó, aun rehuyendo el contacto visual, mientras yo me acomodaba a su lado apoyando la espalda en el cabezal de la cama. -
Sí… uno —respondí, refugiando la mirada en el blanco de las sábanas.
-
Sólo dígame de cuál se trata —indicó, sin mutar la frialdad de su tono—. No necesito leer, los sé todos de memoria…
-
También yo —intercedí, girando levemente hacia ella—. Los he memorizado.
-
¿Tan pronto? —dijo Amelia, asombrada.
-
Me he esforzado en hacerlo, porque sé cuánto le gustan.
Giró la cabeza con mesura, lentamente… poco a poco… y yo la imité sin poder evitarlo. Deseaba encontrar sus ojos, deseaba perderme en ellos. Rozarla, volver a sentir sus dedos entre los míos… -
Demuéstrelo —dijo, ardiendo su mirada como hoguera inextinguible.
-
¿Acaso no me cree?
-
Por supuesto que le creo —respondió—. Por eso quiero que lo…
-
¿Cómo te amo? Déjame contar las maneras. Te amo hasta la profundidad, y la extensión, y la altura que puede alcanzar mi alma cuando busca a ciegas los límites
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del ser y de la gracia ideal… Te amo hasta el nivel más habitual de silenciosa necesidad cotidiana, a la luz del sol y el candelabro…
Me entregué completa, y rotunda, y desnuda en alma, y ella, aunque tan solo por un segundo, también se entregó a mí. Tuvo que haberlo hecho. Tuvo que haberlo sentido. -
Te amo con la libertad con que se opone el hombre a la injusticia. Te amo con la pureza de quien desdeña los elogios... con la pasión que solía poner en mis viejas penas, y con la fe inocente de mi infancia. Te amo…
La amo… -
Te amo con el aliento, sonrisas, lágrimas de mi vida entera… Y, si Dios lo quisiera…
Si usted lo quisiera…
-
… te amaré aún mejor cuando…
-
No diga más.
Y en un movimiento sumamente agresivo se levantó de la cama y me miró con una mezcla de rechazo y temor; de tristeza y, muy en el fondo, un destello de resentimiento.
-
Es mejor que vuelva a su habitación —dijo, y aunque su voz temblaba no dejó de sonar fría, y distante, y espantosamente severa.
-
¿La he incomodado, no es verdad? Lo siento mucho, sé que es demasiado tarde para…
-
Solo váyase.
La dureza de sus palabras me infundió tanta crueldad, tanto abandono y desesperanza que no pude evitar que los párpados se me inundaran en lágrimas que cubrieron mis pupilas nublándome la vista.
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-
De acuerdo —dije en un murmullo débil, y me puse de pie—. Me iré si es lo que quiere.
-
Es lo mejor.
-
¿Mejor para quién?
-
Para todos.
-
No… No entiendo por qué…
-
Me entiende perfectamente. Entiende todo esto perfectamente. Puede que lo entienda incluso mejor que yo. Puede que lo haya entendido incluso antes que yo, pero está claro que prefirió no hacer nada al respecto.
Caminó hacia la puerta y puso una mano en la cerradura antes de continuar:
-
Estoy haciéndome cargo por las dos, señorita Jane. Estoy haciendo lo correcto por las dos.
-
¿Esto es lo correcto?
-
Sí. Lo es.
-
¡¿Cómo puede ser esto lo correcto?! ¡¿Cómo puede… si quiera insinuar que debí haber hecho algo como si…?! ¡Como si pudiera haber hecho algo!
-
Debió haber hecho algo. Una persona que detecta un comportamiento inapropiado en sí misma debe autocorregirse.
-
¿Un comportamiento inapropiado?
Repetí, y entonces ya no pude contener aquel flujo de lágrimas que de pronto se escurrió por mis mejillas empapándome hasta la punta del mentón.
-
Yo la amo…
Dije, así, simplemente, como debe decirse.
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-
La amo sin que me quepa en la cabeza ninguna buena razón para hacerlo. ¿Es que no lo ve? Estoy enamorada de usted, a pesar… ¡a pesar de que me resulte absurdo! … ¡y completamente inaceptable…!
-
Usted es una mujer.
Su mano se ancló con tanta fuerza a la cerradura que la presión de sus dedos contra el metal produjo un breve chasquido. -
Usted es una mujer. Y yo, ciertamente, también soy una mujer. Y lo que sea que le esté cruzando por la mente, no va a ocurrir nunca… ¿Lo entiende?... Yo nunca podría enamorarme de una mujer.
Su muñeca dio un giro brusco y la puerta se abrió. -
Estoy haciendo esto por ambas, señorita Jane. Por usted también.
Y esto creo que fue lo último que dijo, ya que en aquel momento dejé de escuchar su voz. Dejé de escuchar el reloj de la pared marcando los segundos de aquella agonía. Dejé de escuchar a ese pajarillo en el balcón de al lado cuyo canto a deshoras solía incrustárseme en los tímpanos… Dejé de escuchar… Dejé de pensar… Y, de no ser lo que había en mí tan profundo, tan hondo y desolado como el peor de los abismos, también habría dejado de sentir. No puedo decir que lo que dije a continuación planeé decirlo. No puedo, si quiera, decir que lo pensé, porque no tengo recuerdo alguno de ello, ni conciencia. Cada palabra fluyó en ese momento tal cual fluye el agua en los espacios que ocupa, porque no puede contenerse… porque no está hecha para contenerse. Así, crucé el umbral y en seguida me di la vuelta. La miré apenas pudiendo sostenerme, y por un instante quise creer que seguía sujetando la puerta porque ella tampoco podía sostenerse… pero no pude. Había muerto algo en mí. Había muerto vida, el más hermoso trozo de vida que alguna vez tuve, y con él había muerto toda mi fe, y mi esperanza, y cualquier voluntad de creer en todo cuanto pudiera creerse. Yo ya no era nada.
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-
Su padre está muriendo...
No quería ser nada.
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Capítulo XII Estrella brillante, si fuera yo constante como tú… Despierto por siempre en una dulce fatiga, silencioso, silencioso para escuchar su tierno respirar, y así vivir por siempre, o en la muerte desmayar. “Estrella brillante”, John Keats. Publicado en 1884.
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P
odría parecer que les he contado todo esto exhibiendo un gran control sobre mí misma, incluso cierto grado de objetividad indiferente que sugiere que lo que entonces dolía ya ha dejado de doler. Pero debo confesarles que esto no es sino
una máscara que he montado con retazos de lo que un día fui. Es una ilusión. Un engaño para conmigo misma… Un intento por fingir que ya no siento lo que sentía. Y digo intento porque jamás lo he conseguido. “Fingir”. No es posible hacerlo. No cuando mi vida entera se contuvo en ella. Cuando mi vida entera fue ella.
Algunas cosas han cambiado desde aquellos días. El hotel ha sido ampliado y, ahora, recibimos huéspedes importantes con mayor frecuencia que antes. Mi padre se lo atribuye a las remodelaciones, pero siempre he sabido que nuestra fama despegó cuando corrió el rumor de que la hija del Conde de Huntington había estado hospedada largo tiempo sin que nadie notara su presencia. La gente comenzó a preguntarse si acaso llegaban a menudo personajes de buena cuna… y, después de Amelia Capel, en efecto llegaban a menudo. Todos querían recorrer los pasillos que había recorrido ella, deslizar con disimulo la yema de un dedo sobre el tapiz e imaginar que su mano había seguido el mismo camino. No porque fuera Amelia Capel. No porque fuera la hija de un Conde. Sino porque era Amelia Victoria Capel Grimaldi, nieta de María Victoria Grimaldi... María Victoria de Mónaco… La Reina de Mónaco. Me disculpo por omitir un detalle tan valioso de su identidad a lo largo de tantas páginas, pero no creí oportuno ni necesario hacer mención de ello antes. Ahora, sin embargo, ya no tiene sentido omitir ningún otro detalle, y por eso tendría que añadir que Amelia Capel jamás volverá a ser llamada “Ela”. No solo porque este sea un nombre falso del que seguramente solo yo tengo conocimiento, sino porque nadie, nunca, se atrevería a llamar por su nombre a una princesa, segunda heredera al trono, y, además, Condesa de Huntington…
-
¡Jane!
Levanto la cabeza ante aquel alarido grave y disperso, y lo veo acercarse a ritmo apurado. No deja de sorprenderme que sus rodillas le permitan hacer tanto sin craquear en cada
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movimiento, y a menudo pienso que sí lo hacen, que lo llevan haciendo mucho tiempo pero a él, sencillamente, no le importa. -
¡¿Te has topado con Alastair?! —pregunta, en la llanura distante que lo separa de mí, sentada bajo la sombra del viejo olmo.
-
¡Se marchó a casa, papá! —contesto, cerrando el diario sobre mi regazo y apoyando una mano al borde de la banca—. ¡Dijo que había terminado por hoy!
-
¡Vaya sinvergüenza perezoso! —exclama él, y deteniéndose abruptamente se lleva una mano a la cintura mientras se alisa el bigote meditabundo.
Estiro las piernas, me pongo de pie sujetando la recopilación de mis confesiones contra el pecho y desciendo la colina a paso apretado. Solo cuando me encuentro lo suficientemente cerca noto que sus mejillas se han enrojecido y, sabiendo que esto no es en él sino una manifestación de profundo disgusto, pregunto: -
¿Qué ocurre?
-
Hay una gotera en el quinto piso que cae justamente en el centro del salón. Gladys ha puesto el platón más grande que ha encontrado en la cocina, pero se ha llenado en un abrir y cerrar de ojos.
-
¿Es la suite royal?
-
Sí.
-
Entonces no sé por qué te preocupas, Ha estado desocupada desde que la abrimos. Nadie quiere pagar tanto por una habitación.
-
¡Oh, Jane! —dice, arrugando todo el rostro—. Esa habitación es la más lujosa que encontrarás en Londres, y te aseguro que en algún momento alguien la pedirá. Y entonces, ¿qué haré yo? ¿Negársela porque hay una gotera?
-
Bueno…
-
¡De ninguna manera!
Interrumpe, alzando la voz deliberadamente para ahogar la mía.
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-
Iré a buscar a ese inútil de Alastair. Quedas a cargo, querida.
Y, antes de poder darle una respuesta de afirmación o negación, me da un beso cariñoso en la frente y emprende camino de vuelta al hotel dejándome a solas con mi sombra, que la puesta de sol ha pintado de negro —oscuro negro— bajo mis pies.
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Capítulo XIII ¿Por qué estás silenciosa? ¿Es una planta tu amor, tan deleznable y pequeñita, que el aire de la ausencia lo marchita? “¿Por qué estás silenciosa?”, William Wordsworth. Publicado en 1835.
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E
l señor Crowley nos hizo una visita rápida hace tres días. Había estado un mes y medio fuera de Inglaterra, en algún pueblito de Gales cuyo nombre no recuerdo porque ni siquiera le oí mencionarlo. Ahora que lo pienso, es extraño que no lo
haya mencionado, pero supongo que cuando uno tiene prisa por volver a casa olvida mencionar muchas cosas. A mi padre le trajo de obsequio un hermoso reloj de bolsillo bañado en plata al que incluso se tomó la molestia de grabar sus iniciales: T.W – C. A mí, en cambio, me sorprendió con un libro que recopila los mejores poemas escritos por autores ingleses. Y no insinúo que fuera su detalle lo que me dejó abismada, sino más bien lo que encontré mientras leía, cerca de la mitad, en la página 52:
Dilo, dilo otra vez, y repite de nuevo que me quieres. Aunque esta palabra repetida, en tus labios, al canto del cuco recuerde. Me saluda en las sombras, amado mío, una voz de espíritu incierta, y en esa duda angustiosa, clamo: «¡Vuelve a decir que me quieres!» ¿Quién puede temer un exceso de estrellas, aunque los cielos se llenen, o un exceso de flores que todo el año florecen? Di que me quieres, di que me quieres… mas piensa, amado mío, en quererme, también, con el alma silente.
Y en la esquina inferior derecha, en una tipografía más pequeña y aun así bien resaltada por un exceso de tinta debido a un error de impresión, decía: Elizabeth Barret Browning
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La señora Barret Browning. El destino está lleno de malos chistes. -
¡Ah! ¡Señorita Jane, la estaba esperando!
Dice Mary precipitadamente, en cuanto me ve entrar al lobby, y su mano se mueve con rapidez entre una pila de folios colocados sobre la barra. -
¿Sucede algo? —le pregunto, acercándome a la recepción.
-
Ha llegado una carta dirigida a usted y al señor Thomas —responde, sacando finalmente un sobre y extendiéndolo hacia mí—. Lo ha traído hace poco un joven soldado.
-
¿Un soldado?
En seguida recibo el sobre y levanto la solapa impacientemente. Si lo ha traído un soldado, solo puede significar que… -
¿Es del señor Walter, verdad?
Desdoblo la carta sintiendo una ráfaga de emoción que me recorre de los pies a la cabeza. No hemos tenido noticias de mi hermano en casi dos meses, y bien sé que, aunque mi padre no lo manifieste, le preocupa inmensamente no saber nada de él. -
¿Es suya, señorita Jane?
-
Calma, Mary.
Mi vista se topa con la primera línea de texto, situada a la mano izquierda… pero no reconozco la letra de mi hermano. No es la letra de Walter, y tampoco es una carta de parte suya, puesto que el encabezado es muy claro respecto a la identidad del remitente: Mariscal de Campo Gerald Wallace
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Y luego de esto, tres líneas que indican a qué departamento de las Fuerzas Armadas De Su Majestad corresponde el envío de la presente, seguidas de tres líneas más y, por último, la firma del señor Wallace. No me toma ni quince segundos leer todo, pero debo hacerlo dos veces para asegurarme tanto de no haber pasado nada por alto como de haber entendido bien; y aún luego de esto me quedan dudas y debo releerla una vez más a ritmo pausado. -
¿Son buenas noticias, señorita?
El mensaje del Mariscal Wallace es breve y conciso, tan breve y conciso que me desorienta y me hace dudar de si son buenas o malas noticias. No menciona en ningún momento que Walter esté enfermo o malherido, tampoco que haya realizado algún acto de indisciplina, de manera que… ¿Cómo interpretar esto? -
¿Señorita Jane?
-
Creo que son buenas noticias, Mary —digo, finalmente, aunque guardando para mis adentros cierta inquietud—. Walter viene a casa.
-
¡¿El señor Walter vendrá?! ¡Oh, mi Dios! ¡¿Cuándo?!
-
Si he entendido bien, dentro de dos días.
-
¡Dos días! ¡Ah, solo dos días, después de tanto tiempo!
Y aunque estoy incluso más emocionada que Mary por la llegada de mi hermano, el sentido común me dice que ese llamado “permiso especial” no es algo que se otorga a cualquiera, mucho menos sin haber de por medio una muy buena razón. ¿Acaso Walter ha hecho algo indebido? Porque, en caso de haberlo hecho, tendría sentido que se mencionase, como también lo tendría mencionar que ha hecho algo bueno. Ambas posibilidades se me muestras iguales en la balanza, pero luego de darle vueltas durante unos instantes decido no hacer de ello un dolor de cabeza. Al fin y al cabo, pienso, nada vuela más rápido que las malas noticias, y si algo terrible hubiese ocurrido con mi querido hermano, seguramente ya lo sabríamos.
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-
Cuando llegue mi padre, no le menciones nada —le digo a Mary, volviendo a guardar la carta en el sobre—. Quiero darle la noticia yo misma.
-
Sí, señorita Jane… ¡Oh, el señor Walter! ¡Qué bendición del cielo!
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Capítulo XIV Toma todo mi amor, mi amor, tómalo todo. ¿Qué tendrás, en ese instante, que no tuvieras antes?
“Soneto 40”, William Shakespeare. Publicado en 1609.
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S
ería absurdo negar que a veces, sin darme cuenta, sin haberlo planeado ni por un segundo, me descubro pensando en ella. Recreando sus formas, trazando en la imaginación la línea de su boca y esa dulce y perfecta curva que le
empequeñecía los ojos al sonreír. O su gesto de indiferencia, de frío y rotundo desconocimiento, tras el cual se escondía una curiosidad infantil. O esta misma curiosidad, que al emerger hacía de ella la criatura más inocente, y más atrevida, y más adorable. El tacto de sus dedos entre mis dedos, o bien, la completa ausencia de tacto. El vacío. La distancia. O bien la cercanía. Esa calidez que lo inundaba todo cuando Amelia me inundaba… Me descubro imaginando episodios que nunca fueron, pero que en otra vida pudieron haber sido. Y nada hay más doloroso que ver de lejos esta vida, muy de lejos, y no poder llegar a ella. A todo esto le procede uno de dos estados: o la más profunda depresión acompañada de un pesimismo y desánimo hacia todo cuanto me rodea, o el más profundo desprecio y resentimiento, por haberme entregado en alma y mente a quien nunca tuvo la intención de entregarme nada. Desprecio por haber permitido que se acercara demasiado. Desprecio por haberme acercado demasiado. Por haber creído, estúpidamente, que el amor es justo… y que no destruye. Suele decirse que el tiempo se encarga de sanar incluso las heridas más profundas, pero lo que Amelia dejó en mí no fue una herida, no fue un rasguño… Amelia no dejó nada, porque ella lo fue todo, y al irse me arrancó del pecho lo más cercano que tuve a la felicidad. No hay tiempo que pueda sanar ese abismo, esa desolación, esa desesperanza… El tiempo es inútil cuando se trata de llenar espacios. El tiempo nunca llena, al contrario, siempre quita. Arrebata. Y no devuelve. -
Bueno, creo que esto ya está —dice, bajando de la escalera—. Le he pasado una lechada de cal. Debería estar seca mañana, así que… ¿Jane?
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Sus cejas se arquean repentinamente en una mueca de preocupación y las pupilas se le ensanchan como si buscase ver algo en mí que es invisible a simple vista. -
¿Te encuentras bien?
Pregunta, y solo entonces me percato de que Amelia no está solo en mis pensamientos, sino también en la expresión de mi rostro, en la poca vida que me envuelve la mirada… En todo. -
Sí, desde luego. ¿Por qué lo preguntas?
-
Bueno, por un momento pareció que…
-
¿Sí?
-
Pareció que estabas en otro sitio.
Asiento con la cabeza levemente. -
Puede que estuviera pensando en algo —digo, no dispuesta a dar detalles.
-
Claro, entiendo.
Alastair coloca la llana cubierta de cal sobre el cubo de plástico que yace en el suelo, justo entre sus pies y los míos. -
Sé exactamente lo que te preocupa —añade, cuando endereza la espalda.
-
¿Ah sí?
-
Por supuesto —afirma, con una seriedad que resulta incompatible con su humor desenfadado—. Es Walter. Te preocupa tu hermano Walter, ¿no es verdad?
Hace poco más de un año que Alastair trabaja en el hotel. Entre la partida de Amelia y su llegada solo hay dos meses de diferencia, por lo tanto no conoce a Walter, y lo poco que sabe de él lo ha escuchado de los empleados, o de mí.
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Alastair y yo hemos establecido una gran amistad, no resultó difícil ya que nuestro carácter se presta para ello y tenemos casi la misma edad. Diría que es el único amigo que he tenido en años, y aun así hay cosas dentro de mí que no puedo ni podré compartirle nunca. Cosas a penas y me comparto a mí misma. -
Walter. Sí.
Respondo, y la única razón por la que consigo sostenerle la mirada sin sentir vergüenza es que, una parte de mí, en efecto está preocupada Walter. Una pequeña parte de mí. La que me sobra. La que ella no ocupa. -
¿Es lo del permiso especial?
-
El supuesto permiso especial —le corrijo.
-
Jane, ¿lo que te preocupa es no saber por qué vuelve a casa?
Pregunta, y una tímida sonrisa de incredulidad se le escapa entre los labios. -
¿Te parece poco?
-
No, no me lo parece. Pero creo que deberías reestablecer tus prioridades.
-
¿A qué te refieres?
-
Bueno, la vida no es como en tus libros. Pasan cosas que no tienen sentido, que quizás nadie se tome la molestia de explicarte nunca. Pero pasan. ¿No es eso más importante? ¿Que pasen?
Guardo silencio, y él aprovecha para limpiarse las manos llenas de cal humedecida contra el overol de trabajo. -
Todo tiene una moraleja, Jane —continúa, luego de un rato—. Solo falta saber encontrarla. Y recuerda…
Hace una pausa dramática.
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-
… que siempre se llega a algún lado si se camina lo suficiente.
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¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas? —le pregunto, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
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No eres la única que lee libros —responde, radiante—. Creo que pocas veces alguien puede ser el único en algo, el problema es que siempre lo parece. Siempre parece estar tan solo…
Mi diario consta de ochenta páginas. Setenta y siete de ellas hablan de Amelia y en las tres restantes se repite la misma pregunta, trazada de un lado a otro, en caligrafía temblorosa y forzada: ¿Cuándo dejará de doler?
Y ni en la primera, ni en la segunda, ni en la tercera página he escrito respuesta alguna, porque no creo que deje de doler nunca. Y, de cierto modo, está bien.
Dilo, dilo otra vez, y repite de nuevo que me quieres…
¿No es curioso que esas palabras las haya escrito la señora Barret Browning? ¿No es curioso que al leerlas no sea mi voz sino la de Amelia quien las pronuncia en mi cabeza, suplicando? ¿No es curioso que para mí aun no haya terminado? ¿No es curioso que duela tanto algo que nunca empezó? Y como reconozco en mí ese quiebre que se ha vuelto tan habitual, concluiré ya este capítulo porque no quiero ser redundante en mi sufrimiento. No quiero detallar para ustedes cuánto, y cómo, y de qué manera estoy muriendo lentamente mientras escribo esto. No quiero mojar el folio y que la tinta se corra. Tendría que volver a empezar. Y ya no sé si pueda.
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Capítulo XV ¿Quién me creerá si juro haber sufrido un año de esta plaga? ¡Ay, qué insignificante el corazón, si llega a caer en manos del amor! “El corazón roto”, John Donne. Publicado en 1896.
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alter llegará mañana y en el hotel se respira una atmósfera de excitación, nerviosismo y cierta angustia, por no tener todo listo a tiempo para su recibimiento. Papá ha ordenado que una de las dos salas comunes sea
acondicionada para un banquete y posterior baile al que ha invitado a todos los huéspedes, y agradezco a Dios que por la temporada no sean muchos o aquello sería un caos. En su manía por “delegar responsabilidades” me ha dejado a cargo de la gerencia, básicamente porque considera “imprescindible que me entrene con vistas al futuro”. Y aunque sé exactamente a lo que se refiere, ruego porque viva aún muchos años, y de vez en cuando, admito, ruego porque a Walter le entusiasme más la idea de estar al frente del negocio familiar y sea a él a quien “delegar responsabilidades”. Entre la una y las dos de la tarde tocaron la puerta del despecho dos huéspedes quejumbrosos. El primero de ellos quería saber con qué frecuencia damos mantenimiento al piano del salón, ya que sus dedos percibían una tensión irregular en las teclas, y como sé muy poco de pianos y mucho menos de tensiones en teclas, le pedí a Alastair que se encargara. El segundo huésped, o más bien huéspeda, es una mujer de edad avanzada, la señora Henson. El motivo de su visita fue compartir conmigo su inquietud respecto a las humedades. El problema parece ser que las tiene en cada pared, pero solo durante la noche, y desaparecen por la mañana cuando se propone mostrárselas a alguien del servicio. En otras palabras, esta mujer vino a quejarse de humedades fantasma. Por fortuna, son casi las seis y no he vuelto a recibir visitas de gente sin oficio. Dediqué la tarde a leer una que otra cosa, pero confieso que últimamente se me hace difícil entender los libros que antes devoraba en unas cuantas horas. Quizás sea porque no estoy leyendo; quizás sea porque solo finjo leer, porque solo finjo no pensar en ella a cada segundo, con cada expansión de mis pulmones… y de ellos también confieso que, últimamente, se expanden más de lo normal. Pero no creo haberles contado con propiedad lo que ocurrió luego de aquella noche. Y, aunque no haya mucho que contar, no quedan fuerzas en mí para guardarme ni el recuerdo más diminuto, de manera que seré breve procurando no omitir detalles.
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Amelia partió a Huntington a la mañana siguiente luego de exigir a mi padre que pusiera a su disposición nuestro coche, y mi bondadoso padre no tuvo valor ni corazón para negárselo. No volvimos a cruzar palabra luego de ser yo quien le revelara el estado de salud del Conde, y cuando llegó el momento de despedirnos —si es que puede llamársele despedida— solo se limitó a mirarme por encima —si es que puede llamársele mirada— y acto seguido se dio la vuelta, y se marchó. Lo siguiente que supimos fue por boca del señor Crowley, un mes y medio más tarde: su padre había muerto. A falta de descendencia masculina, el título nobiliario de Huntington se extinguiría a no ser que la Reina considerase oportuno otorgárselo a la hija del difunto Conde, lo cual finalmente hizo por la buena relación que, se sabe, mantuvieron siempre los Capel con la familia real. De modo que Amelia recibió el título de Condesa de Huntington, y con ello todas las propiedades y privilegios que habían pertenecido a su padre los últimos cuarenta años.
Luego de tomar posesión de sus bienes —había dicho el señor Crowley— la señorita Capel regresó a Mónaco, y tal parece que ha decidido establecerse en el Principado, o al menos eso dicen... Yo, francamente, no lo vería extraño, considerando que su única familia… ahí, en el Principado… Los rumores dicen que su tío se casará pronto… Descendencia… Ya no sería la única… Princesa, nada más… Y, con esto, el señor Crowley había formulado un extenso argumento con el cual sustentaba por qué no veía a Amelia sentada en el trono, y mi padre había coincidido, y yo… yo había fingido no tener ni el más mínimo interés, porque no me creía capaz de dar una opinión sin que la voz se me quebrara… sin romperme. De esto han pasado, ya, dieciocho meses… y aún sigo evitando hablar de ello por las mismas razones. Entenderán, ahora, cuando dije que el tiempo me ha sido inútil. Porque Amelia es para mí más que un puñado de segundos. Ella es el tiempo que nunca pasa. El no–tiempo.
Dejo de escribir y cierro el diario. Volteo a ver el reloj de la pared: son casi las siete. Ya he tenido suficiente. -
Señorita Jane, el señor Crowley mandó un coche para recoger al señor Thomas. El señor Thomas me ha pedido avisarle que quizás tarde en regresar, porque…
-
Gracias, Mary.
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Una horrible pesadez me recorre desde los párpados hasta las piernas, obligándome a hacer un esfuerzo tremendo tanto para mantener los ojos abiertos como para caminar. Esta pesadez es la misma que siento anclada al pecho, y a la boca del estómago, y a la garganta; una pesadez en forma de nudo que de vez en cuando decide torturarme apretándose aún más a mi frágil cuerpo… mutilándome en silencio… Y entonces debo huir, debo huir como lo hago ahora, surcando el lobby sin voltear a ver a Mary. Huir y así derrumbarme en soledad. Sufrir sin ser vista. -
Buenas noches, señorita Watson – Creek.
Agacho la cabeza. -
Buenas noches, señor Hamilton.
Paso junto a él y camino directo al elevador cuidando no levantar ni un centímetro la cabeza. Debo mantenerla agachada, o alguien lo notará. Las lágrimas que casi brotan. Aquel metro y medio que me separa del ascensor parece alargarse y por un instante, aunque suene ridículo, llego a pensar que no lo conseguiré, pero cuando finalmente extiendo la mano y soy capaz de hacer contacto con la rendija, siento un alivio abrumador esparciéndose por mis venas y me apresuro a entrar, asegurar la portilla y marcar el último piso. En seguida viene aquel despegue, aquella elevación que me traza un hueco en el estómago y que se prolonga durante algunos segundos, hasta que el cuerpo se acostumbra a la altura. Pero solo cuando me veo lo suficientemente lejos de la planta baja, solo cuando tengo la certeza de que, al mirar hacia arriba, nadie podrá ver mi silueta, solo entonces me apoyo de espaldas a la paredilla y lloro. Lloro silenciosamente, descontroladamente, y las luces toman la forma de sus ojos, que nunca besé. ¿Es posible que de nada sirva mi amor? ¿Es posible que esta enredadera de espinas atravesándome por dentro, desangrándome poco a poco, no signifique nada para ella? Porque, si este es el amor que debe salvarnos, juro que prefiero mil veces sufrir la muerte
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más agónica, y aun entonces mi sufrimiento sería menor al que llevo, ahora, como veinte cuchillazos sobre el alma. Amelia… Mi amada, y distante, y orgullosa Amelia… ¿Es posible que algún día leas esto y vuelvas a mi lado? Si es cierto, y llegas a leerlo, tendría que decirte que fuiste la mejor parte del libro de mi vida, y que siempre, siempre, siempre te amaré, aunque tu nombre no esté en mi última página. Aunque el final, en lugar de unirnos, nos separe todavía más.
El ascensor se detiene con una ligera sacudida. Me enjugo las lágrimas con la muñeca y abro la rendija. Doy respiros hondos mientras camino hacia la puerta principal: mi respiración y mis latidos se han descontrolado y ahora debo hacer que vuelvan a la normalidad. Auto control, habría dicho mi padre. Pero de eso nunca he tenido mucho. Mi padre, es cierto... ¿Con qué propósito ha ido a casa del señor Crowley? No permití a Mary que me diera detalles, pero asumo que se trata del recibimiento de Walter. Entro al vestíbulo y cierro la puerta detrás de mí. Las luces están apagadas, las cortinas están corridas y casi ha anochecido, por lo que estoy cerca de tropezar con el jarrón de la esquina cuando me propongo entrar al salón. Enciendo una de las lamparillas del esquinero y me dirijo a mi… -
Señorita Jane.
Me doy la vuelta… y lo que veo me obliga a sujetar con una mano el hombro del sofá para no desvanecerme. Ahí, en la mecedora junto a la ventana, cubierta entre sombras que la ocultan, está la hija del Conde. Está Amelia.
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Capítulo XVI Y te amaré hasta que se agote el ancho mar, mi amor. Hasta que el mar se agote y funda las rocas bajo el sol. Mientras la arena de la vida se deslice veloz… “Una rosa, rosa roja”, Robert Burns. Publicado en 1919
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-
A
…
Y juro sobre cada gota de tinta derramada a lo largo de estas páginas que deseo, más que nada, decir su nombre, pero es tan fuerte la impresión que me causa tenerla frente a frente y tan débil la resistencia de mi corazón, que no puedo sino perder por completo la voz con la primera sílaba pronunciada. Amelia se pone de pie, y al hacerlo un rayo de luz proveniente de los faroles de la calle y apenas filtrado entre las cortinas cae directo sobre ella, iluminándole el rostro y la mitad del cuerpo. Su cabello recae suavemente sobre su pecho, y es aún más largo que la última vez, y aún más ondulado que la última vez. Todo en ella se me muestra más elevado, más majestuoso, y sin embargo hay algo que ha permanecido intacto y es con ese algo que me mira fijamente, sin desafiarme, sin esperar nada de mí. Solo me mira. Y yo a ella. Durante los instantes que le siguen a esto, debo aferrar incluso más la mano al hombro del sofá por miedo a que mis rodillas no soporten lo que mi pecho apenas y puede contener. Por miedo a que el velo azul de sus ojos me envuelva, arrastrándome a sus pies como arrastra el viento las hojas secas de los acres. Y confieso que deseo ser arrastrada… cómo lo deseo… -
Espero sepa disculparme si la asusté.
Finalmente, habla. -
No era mi intención. Aunque admito que tampoco deseaba ser vista… al menos no hasta saber qué decir.
Hace una pausa, probablemente esperando mi intervención, pero no la consigue y continúa: -
Señorita Jane, seguramente piense que tengo muchas cosas que decirle, y en efecto las tengo, pero… pero estando tan cerca de usted…
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Vuelve a guardar silencio. No obtiene reacción alguna de mi parte, pero se atreve a dar dos pasos hacia adelante, situándose su figura a poco más de un metro de la mía. -
¿Le ha gustado —pregunta— el poemario de autores ingleses?
Su interrogante me toma por sorpresa, pero no me cuesta asimilarla ni entender su significado, como tampoco me cuesta deducir con qué propósito la ha formulado. Veo en su mirada la intención de no solo obtener una respuesta, sino también de establecer, en base a dicha respuesta, qué tanto puede decir y qué tanto debe callar. -
¿Ha sido usted? —pregunto, haciendo hasta lo imposible por guardar la compostura.
-
He sido yo —responde.
-
Asumo que el señor Crowley no estuvo en Gales —añado.
-
No. Me temo que no estuvo —contesta.
Hundo los dedos de mi mano libre entre los pliegues del vestido buscando vencer la ansiedad que me sugiere cometer una imprudencia. Y si bien no sé cuánto funcione para tales fines, resulta darme valor suficiente para continuar: -
¿Cuál era su intención al enviarme ese libro, señorita…?
Y por un momento dudo sobre la manera más apropiada de concluir aquella frase, y termino reformulándola: -
¿Cuál era su intención al enviarme ese libro, Su Alteza Serenísima?
-
No tiene por qué llamarme así.
-
Disculpe, pero no creo tener derecho a llamarla de otra manera. Al menos que prefiera ser reconocida por su título de Condesa y no por…
-
Usted puede llamarme Ela.
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Interrumpe, dando otros dos pasos hacia adelante. -
Mi madre me llamaba Ela. Y usted también puede hacerlo.
En ese momento, justo cuando sus palabras alcanzan mis oídos, justo cuando logro comprender su magnitud, me invade la convicción de ser una de las personas más ciegas y estúpidas sobre la tierra. ¿Cómo es que la había tildado así, tan fácilmente, de mentirosa? ¿De falsa? ¿Qué otra cosa no vi más allá de su mirada esquiva? ¿Qué otra cosa no escuché más allá de su silencio? ¿Puede ser, acaso, que Amelia me haya confiado todo sin hacérmelo saber? ¿Puede ser que durante aquellos días fuera yo la única que ocultaba algo descaradamente? ¿La única mentirosa, y falsa? -
Señorita Jane, seré breve porque no creo que su padre tarde mucho más en descubrir que el señor Crowley esconde algo.
-
¿Ha sido usted quien…?
-
Debía encontrar la forma de estar a solas con usted, porque lo que tengo que decirle…
No completa la frase, y aunque una de sus piernas tiembla como si tuviese la intención de acercarse aún más, al final permanece en su sitio. -
Nunca tuve demasiadas libertades —dice, tornándose su voz más firme aunque ciertamente apagada—. He crecido siendo el último recurso de todos. Lo único que le quedó a mi padre luego de la muerte de mi madre; lo único que le quedó a mi abuela, su única nieta, y la única sobrina de mi tío. No es difícil entender por qué siempre viví al margen de la vida misma tomando en cuenta que fue así como me enseñaron a vivir. Temerosa. Cuidadosa. Porque pobre de ellos si me ocurriera algo, pues ya no les quedaría nada. Crecí temiendo a la enfermedad, al exterior, al servilismo del mundo… Incluso al servilismo, porque garantizaba proximidad, y de todas las cosas, nada me aterraba tanto como la proximidad… el contacto físico…
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Y de aquello puedo dar buena cuenta, pues llegué a vivir en carne propia su miedo a la cercanía. -
Cuando el señor Crowley me trajo aquí, admito que no me lo tomé de la mejor manera. No soportaba la idea de estar en un lugar desconocido, rodeada de desconocidos, y como estaba convencida de que mi identidad solo causaría revuelo preferí ocultarla… pero debe saber… Señorita Jane, debe saber que estando a su lado me sentí yo más que en toda mi vida. Debe saber que nunca le mentí, al contrario, no existe ni existirá jamás quien despierte en mí tal grado de confianza, y a usted le confiaría mis peores miedos como le confiaría todo lo mío.
Aprieta los puños mientras una bocanada de aire se le escapa entre los labios como un suspiro extenuado; como el suspiro de quien ya no volverá a suspirar. De pronto, da uno… dos… cuatro pasos largos, y su cuerpo y mi cuerpo quedan tan próximos el uno al otro que puedo sentir su calor sofocándome. A la altura de mis ojos, los suyos; a la altura de mi boca, su boca; y nunca fue tan excitante aquella igualdad como lo es ahora. Nunca sentí esta pasión descomunal, este impulso ardiente por romper la delgada línea del espacio ajeno. -
Lo que intento decir es que usted es, para mí, como el más bello y eterno amanecer, y que al apartarme de su lado he vivido en la más horrenda e insoportable oscuridad… Y entenderé que sus sentimientos hayan cambiado, y aceptaré que yo ya no sea motivo de su agitación ni de su afecto, pero he venido hasta aquí para decirle que fui una niña tonta y cobarde, y que sin importar cuánto me haya alejado de usted para intentar olvidarla, la he visto cada día, a cada segundo, porque se ha adueñado de mi alma, y ahora ya es parte de mí.
La mano se me desliza sobre el hombro del sofá hasta caer chocando mi cadera, y me sorprende que al soltarme consiga mantenerme en pie. Aunque no son mis piernas lo que me sostienen, sino su presencia, y sus palabras.
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Entiendo que esto va en contra de todo lo que nos han enseñado, y debe creerme cuando le digo que no es mi intención perturbar su calma, yo solo…
Inclina la cabeza como si buscara claridad para sí misma en la capa negra con que la noche ha cubierto el suelo, pero al verse incapaz de distinguir nada en la penumbra, vuelve a levantarla y sigue: -
No le quitaré más tiempo. Le deseo a usted, a su padre y a su hermano una vida larga y próspera.
-
Es curioso que mencione a mi hermano, tomando en cuenta que solo hablamos de él una vez.
Pestañea nerviosamente. -
¿Sabe? Walter vendrá a casa mañana gracias a que le han otorgado un permiso especial. ¿No le parece, también, algo curioso?
Sus labios se fruncen en un leve gesto de resignación antes de responder: -
Admito que tuve algo que ver en eso. Le ruego disculpe mi intromisión, pero no considero justo que una familia permanezca separada tanto tiempo. Quiero que sepa que aunque nuestros caminos estén destinados a no enlazarse, velaré por su bienestar y el de su familia mientras tenga vida. Y si en algo pudiera servirle mi apellido, algún día, no dude en buscarme y yo moveré cielo y tierra por usted.
Todo esto sale de su boca en una declaración inusualmente atropellada para alguien tan calculador como Amelia Capel, no por errores de pronunciación sino por la prisa con que intenta deshacerse de las palabras, y entonces comprendo que aquello había estado en su mente durante mucho tiempo, y que le había robado la calma durante mucho tiempo.
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¿Acaso no me odia por haber ocultado lo de su padre? —pregunto, conteniendo la respiración.
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¿Odiarla? —repite ella, con dulzura—. Yo no podría odiarla ni aunque hubiese venido al mundo para eso.
Sus pupilas destellan con incandescencia, y su mirada recorre el espacio de mi rostro de la boca a los párpados, y de los párpados a la boca. -
Entiendo que haya hecho lo que hizo, y no le guardo ni la más diminuta pizca de resentimiento. No podría hacerlo. No soy capaz, porque… porque yo la amo…
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No han cambiado.
La mirada se me inunda en lágrimas tras las cuales a penas y puedo distinguir las facciones de su rostro, aunque no necesite distinguirlas porque hace mucho que se han grabado en mi mente… Aquí, debajo de mi piel... -
Sigo sintiendo lo mismo —continúo, temblándome la voz—. Y no creo que se detenga. No creo que pueda detenerse…
Mis manos se posan sobre su rostro delicadamente, una en cada mejilla, una en cada caricia, y su piel suave y blanca como la piel de la luna se funde entre mis dedos. -
Dilo.
Susurra, y sus pupilas también se humedecen, y sus manos descansan sobre las mías. -
Dilo de nuevo y repite otra vez que me quieres…
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Te quiero.
Digo.
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Te quiero.
Digo de nuevo.
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Más que nada en el mundo. Te quiero.
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Mayfair, Ciudad de Westminster, Londres Diciembre 2, 1920
Mi queridísima Jane: Habrás entendido, ya, que lo de queridísima está sujeto a cambio en tanto no te dignes a aparecer en un plazo de una semana. Y no insinúo, con esto, que la compañía de la señorita Capel —Excelentísima Condesa de Huntington, Su Alteza Serenísima— no sea beneficiosa para ti, pero entenderás que haberte marchado en medio de la noche dejando tan solo una carta sobre el esquinero del salón no ha sido, para nada, un gesto de consideración con tu anciano padre, y mucho menos con tu hermano… quien, y abro un paréntesis, te envía muchos saludos deseando que tu visita a Huntington esté siendo placentera, y no puede esperar a que regreses para abrazarte y contarte las anécdotas de su vida en el regimiento. Tiene dos cicatrices en el hombro derecho, y las exhibe con mucha dignidad. Pero ya que te has desentendido de tu familia, no te daré más detalles, Jane. Me limitaré a decir que tu conducta es inaceptable. He escuchado que en los jardines de la mansión Capel hay especies traídas del sur, y he pensado que, ya que estás ahí, podrías conseguir alguna que otra semilla para tu querido padre. Jane Sophia Watson – Creek, debes saber que he estado revisando tu biblioteca y he encontrado algunos libros que ya no deberían estar en tu poder; temo que hoy sea Huntington y, mañana, la Patagonia. ¿He mencionado, ya, que te quiero aquí en una semana? (…)
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