La Gratuidad: El Gran Desafío de La Vida Cristiana - Vicente Borragán Mata

February 4, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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La gratuidad El gran desafío de la vida cristiana

Vicente Borragán

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Introducción

Es probable que no haya existido ni un solo hombre que, antes o después, en un momento o en otro, no se haya preguntado: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Quién me ha traído a la existencia? ¿Para qué estoy aquí? ¿Por qué me han dado el ser? ¿Por qué tengo que morir después de haber nacido? ¿Terminará todo con la muerte? Si Dios no existe, ¿a dónde vamos? Pero, si existe, ¿cómo entrar en relación con él? ¿Cómo hacernos agradables a sus ojos? ¿Cómo conseguir su gracia? ¿Qué tendremos que hacer para alcanzar la salvación y la vida eterna? El cristianismo ha dado respuesta a todos esos interrogantes y ha sembrado una esperanza infinita en el corazón de los hombres. La vida no es “un cuento narrado por un idiota”, sino que tiene un sentido pleno. Dios se ha revelado y nos ha manifestado cuáles son sus planes y proyectos con respecto a nosotros. La muerte no será la última palabra, sino la vida sin fin. Él nos lo ha regalado todo antes de que nosotros hayamos podido hacer nada por él. Pero el cristianismo ha sido vivido en los últimos siglos como una “religión de obras y de esfuerzos” por parte del hombre, más que como “una historia de amor y de gracia” por parte de Dios. Pero en esa concepción de la vida cristiana el hombre se ha convertido en el protagonista principal, mientras que Dios ha ocupado un discreto segundo plano, limitándose a confortarle en sus dificultades y a prestarle el auxilio y la ayuda de su gracia. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué el hombre ha asumido un protagonismo que no le corresponde? ¿De dónde ha partido ese ansia de querer ganar lo que no se puede ganar y de merecer lo que no se puede merecer? ¿Dónde ha quedado la gracia y la gratuidad en todo ese proceso? Si el hombre pudiera conseguir la perfección y la salvación con sus propias fuerzas, aunque fuera con la ayuda de Dios, ¿para qué hubiera venido Jesús? ¿Alguien puede responder a ese interrogante? ¿Nos salvamos o somos salvados? Llevamos muchos siglos de cristianismo. ¿Cómo es posible que todos esos interrogantes no hayan sido respondidos ya de una manera adecuada? ¿Qué mecanismo oculto ha saltado para que, de repente, hayamos comenzado a hablar de gratuidad? ¿Por qué hablamos de ella cuando parecía que todo estaba tan claro? ¿Por qué tenemos necesidad de hacer un regreso a los orígenes? ¿Por qué la necesidad de recomenzar de nuevo? Se diría que el Señor ha vuelto a recuperar el protagonismo que nunca debería haber perdido. Algo ha sucedido que nos provoca a hacer un alto en el camino: la revelación de la gratuidad. De repente, “los viejos temas de las obras y de los méritos, de los sacrificios, de los esfuerzos y de las renuncias para tratar de conseguir la santidad y la salvación han quedado relegados a un segundo plano”. El Señor resucitado ha vuelto a ocupar el centro del escenario. Ahora todas las luces apuntan hacia él. Ya no se trata de vivir desde el esfuerzo personal, es decir, desde la fuerza de voluntad de cada uno de 3

nosotros, sino desde la gratuidad de la acción de Dios. Un nuevo mundo ha surgido sobre los escombros del antiguo, un mundo de gracia y de amor, donde la única ley que aparece es la ley de Cristo, la ley del amor, la ley de la gracia. La afinidad que hemos establecido entre ley (obras, esfuerzos, sacrificios, renuncias) y gracia debe ser quebrantada de una vez para siempre, aunque eso suponga un desgarrón en el alma de la mayoría de los fieles cristianos, demasiado apegados a esa manera de concebir la vida cristiana. El cristianismo debe ser liberado de ese fardo que le ha tenido encorvado durante tanto tiempo. “Si es recomendable hacer revisiones médicas periódicas, no lo es menos hacer también revisiones espirituales más a menudo, puesto que es muy fácil enfermar…”. No podemos resignarnos a vivir la vida cristiana tal como la hemos recibido. Sé que es muy duro lo que estoy diciendo. Pero el cristianismo no comenzó con una ley, sino con la experiencia de un encuentro con el Señor resucitado. Tenemos que entrar en ese terreno misterioso de la gracia, devolver al Señor su protagonismo y situar al hombre en el lugar que le corresponde. Tal como ha sido vivida la vida cristiana en los últimos siglos no es entusiasmante ni puede agarrar el alma de nadie. De hecho, la mayoría de los bautizados la han abandonado y ni siquiera la echan de menos. La nota dominante de estas páginas será precisamente la gratuidad. Todo irá girando en torno a ella. Ese es el problema más fundamental de la vida cristiana. No podemos vivir dos vidas paralelas: una basada en nuestras obras y esfuerzos; otra basada en la gracia de Dios. Sólo desde una vida vivida en la gratuidad se irá desvaneciendo el rumor de palabras como ley, esfuerzos, obras, méritos, exigencias, sacrificios, para dejar paso a una dulce melodía que acaricia nuestra alma: todo es gracia. Esa es la asignatura pendiente que tenemos los hombres con respecto a Dios. Esa es la revolución que el cristianismo ha aportado. Esa es la experiencia que estamos viviendo y que nos está provocando a hacer una nueva reflexión sobre la esencia de la gracia y de sus repercusiones en la vida cristiana. Estamos ante el reto de formularla de la mejor manera posible, pero me atrevería a decir, sin temor alguno, que en los pocos años que llevamos del siglo XXI la teología de la gracia ha progresado más que en los mil años anteriores, de los cuales “habría que borrar más del ochenta por ciento de cuanto se ha escrito sobre ella”. Seguramente nunca llegaremos a formular con absoluta precisión esta nueva experiencia, pero ya estamos dando los primeros pasos, y cualquier avance, por pequeño que sea, nos llena de gozo. Tenemos que seguir roturando esa tierra virgen, que se abre tan prometedora ante nuestros ojos. Algo ha pasado que nos obliga a revisar las palancas que han movido la vida cristiana durante muchos siglos; algo ha sucedido y no podemos dejarlo deslizarse a nuestro lado, como si nada hubiera sucedido, porque ha sucedido. Estamos viviendo una revolución total en la vida cristiana, tan total que nos asusta. Nos da miedo tanto don, tanto amor, tanta gracia, tanta gratuidad. Las páginas de este libro van a girar en torno a estas coordenadas: ley y gracia, exigencia y don, lo debido y lo gratuito, lo merecido y lo regalado, las virtudes y los dones, el mérito y la gratuidad… ¿Cómo compaginar esos elementos tan distintos? ¿Es posible que puedan convivir los unos con los otros? El Espíritu nos irá llevando, paso a paso, hacia esa bendita playa donde brilla por entero la gratuidad de la acción de Dios. 4

No podemos pasar de puntillas sobre ella, porque está en juego la esencia misma de nuestra vida cristiana.

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1 La ley El tema de la ley y de la gracia tiene una larga historia en la tradición cristiana. Ley y gracia caminan por dos raíles distintos, de tal manera que no pueden encontrarse en ningún momento de su camino: donde impera la ley, la gracia está de sobra; donde reina la gracia, la ley debería retirarse y desaparecer. Ni la ley deja espacio para la gracia, ni la gracia para la ley. No es posible que las riendas de la vida cristiana sean llevadas unas veces por las obras, otras por la gracia, porque cada uno de esos dos términos tiene su manera de gestionar las cosas. Entonces, ¿tendremos que vivir la vida cristiana al compás de la ley (de las obras y de los esfuerzos, de las renuncias y de los sacrificios), o al ritmo de la gracia? ¿Ley o gracia? Ese es el dilema al que no podemos escapar. Eso es lo que vamos a contemplar a lo largo de estas páginas. 1. ¿Qué es la ley? En nuestra tierra todo está regulado por alguna ley. El hombre es un ser social, que siente la necesidad de vivir en compañía de sus semejantes. Por eso, desde los tiempos más antiguos se vio la necesidad de tener un código de leyes que regulara la convivencia de unos hombres con otros. Apenas podemos imaginar lo que sería nuestro mundo sin normas de conducta y de comportamiento. En ese sentido la ley es un elemento fundamental, ya que educa para la convivencia y encauza los intereses de todos hacia el bien común[1]. Pero, ¿qué es, en realidad, la ley? ¿Cuál es su valor y su función? ¿Por qué caminos nos conduce? En hebreo la palabra que nosotros traducimos por ley es torá… Parece que en sus orígenes esa palabra no tenía un sentido estrictamente jurídico, sino que significaba una enseñanza o una instrucción, un camino a seguir o una mano alzada que orientaba al pueblo de Dios en la dirección justa. En el Nuevo Testamento la palabra torá fue traducida por nómos, un término que tampoco tenía en su origen un sentido demasiado jurídico. Con él se designaba “la costumbre, lo que se hace, lo que se debe hacer, lo que está bien hecho, lo normal, lo asignado, lo correcto”. En latín existe la palabra lex, que nosotros traducimos por ley. Su etimología es oscura. Cicerón la hizo derivar del verbo legere, que significa leer: “Lex a legendo dicitur”, es decir, “La ley se dice de leer”. La razón de esa etimología hay que buscarla en la costumbre que existía entre los romanos de grabar las leyes en tablas para ser expuestas a la lectura pública. Pero Cicerón también insinuó otra posible etimología a partir del verbo delígere, que significa elegir, separar, poner a parte… En ese sentido, la ley indicaría el camino que el hombre tiene que elegir en su vida. Santo Tomás conoció esas etimologías, pero prefirió hacer derivar la palabra ley del verbo ligare (lex a 6

ligando), que significa ligar u obligar, ya que lo propio de la ley es “ligar la voluntad a algo, obligándola a seguir en una dirección determinada”. Por tanto, según esas diversas etimologías la ley es algo escrito, algo que se lee, algo que se elige o elegimos, algo que nos liga y que nos obliga. Pero cualquiera que sea el origen de la palabra parece evidente que “la ley es una norma, una regla que encauza la actividad de los hombres, que liga sus movimientos y mantiene sus actos dentro de un orden determinado, de tal manera que no se salgan del cauce que les ha sido marcado”. Santo Tomás propuso una definición que se ha mantenido como clásica a lo largo de los siglos: “La ley es la ordenación de la razón para el bien común, promulgada por aquel a quien corresponde el cuidado de la comunidad”[2]. La ley es una orientación del hombre con vistas al bien común de todos. Pero habría que añadir que la ley, en cuanto tal, no tiene consistencia en sí misma, porque lo esencial no es la senda por la que hay que marchar, sino el fin al que debe conducir. Por tanto, la ley sólo tiene un carácter funcional, es decir, que siempre está al servicio de algo que es mucho más importante que ella. Si hacemos de ella algo absoluto, caemos en la idolatría de la ley. 2. Diversas clases de leyes La naturaleza social del hombre parece exigir una serie de leyes que regulen la convivencia entre todos y, cómo no, las relaciones del hombre con Dios[3]. El destino del mundo no está regido por el azar o la casualidad, sino por una ley eterna, por una providencia que lo conduce todo hacia su fin. La creación no fue algo que se le ocurriera a Dios en un momento de inspiración, sino un proyecto concebido desde toda la eternidad. Todo ha salido de sus manos, todo está bajo su mirada y sometido a su control. Pero íntimamente unida a ella aparece la ley natural, que puede ser descrita como “la encarnación de la ley eterna en la naturaleza humana”, como “la impresión de la luz divina en nosotros”, como “algo no escrito en piedras ni papiros, sino en el corazón”… San Ambrosio habló de ella como la “revelación natural” de Dios. De acuerdo con esa ley “el hombre se mueve hacia la verdad por un impulso natural, aspira a vivir en sociedad, a ser respetado y a respetar a los demás, a no engañar ni mentir, a no cometer adulterio, a no apoderarse de lo que es de otros, a evitar el mal y a hacer el bien, a respetar la vida de los demás”… Esos principios no pueden ser objeto de consenso, sino que se imponen por sí mismos a la naturaleza humana, ya que están como inscritos o grabados en ella. Pero el hombre ha sido elevado, por pura gracia de Dios, a un orden sobrenatural. Por tanto, necesita ser orientado con normas y preceptos especiales que le orienten en ese camino. Esa es la finalidad de la ley divina positiva, que nos ha llegado por vía de revelación, es decir, de una intervención directa del Señor. Pero esa revelación ha sido realizada como en dos grandes etapas: una preparatoria, a través de lo que llamamos la ley antigua o la ley de Moisés; otra de cumplimiento, es decir, la nueva ley de Cristo. La ley del pueblo de Dios está contenida en los cinco primeros libros de la Biblia 7

(Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). En ellos se habla del “libro de esta ley”, de “la ley de Dios”, de “la ley de Yavé”, de “la ley de Moisés”. En esa ley estaba contenido el derecho civil, religioso, económico y ceremonial del pueblo elegido, es decir, todos los preceptos que tenía que practicar o evitar para caminar por las sendas del Señor. Entre todas esas leyes destaca de una manera muy especial el decálogo o los Diez mandamientos. La ley fue la hoja de ruta de los hombres de la alianza, la estrella polar que atrajo su mirada en todo momento. Pero la ley antigua fue algo provisional, “como un compás de espera hasta que llegara Aquel que habría de realizar todas las promesas hechas a los padres”. En efecto, en un momento determinado de nuestra historia y en un punto concreto de nuestra geografía, Dios dejó de hablarnos por medio de la ley y de los profetas, y él mismo se hizo Palabra. Desde ese momento cesó la ley. Todo lo que Dios tenía que decirnos lo expresó en una palabra única y abreviada: Jesús, nuestro Señor. Si hablamos del Nuevo Testamento es porque el Antiguo se ha quedado viejo. Y si hablamos de ley antigua es porque hay una ley nueva. Pero lo nuevo ya no es la ley, sino la gracia. Desde su aparición en la tierra, Jesús es el único lazo de encuentro entre Dios y los hombres. Por eso aparece tan clara la confrontación entre la ley antigua y la ley nueva, entre un régimen bajo la ley, inaugurado por Moisés, y un régimen bajo la gracia, inaugurado por Jesús. La ley antigua se retiró para siempre cuando la gracia encarnada apareció en escena. Por tanto, pretender hacerse agradable a Dios y alcanzar la vida eterna por medio del cumplimiento de aquella ley, o de cualquier otra ley, es hacer un camino equivocado. Eso es lo que ha producido un revolcón inimaginable en nuestra historia. El hombre ya no se hace justo y agradable a los ojos de Dios por la práctica de la ley, sino por pura gracia. Sería “un error gravísimo que el cristiano orientara su vida en conformidad con una ley que le llega desde el exterior y que no viviera según la ley de la gracia”. La ley ha sido puesta “bajo el poder de la gracia”. Jesús llevó la ley antigua a su cumplimiento y, en virtud de su cumplimiento, a su fin. La letra muerta fue reemplazada por el Espíritu que vivifica. La ley nueva es la gracia misma del Espíritu Santo. Ahora ya no es una norma que se impone a nosotros desde fuera, sino una gracia que actúa en nosotros desde dentro[4]. ¿Quiere decir esto que el Espíritu nos dispensa de los diez mandamientos, de las leyes del Evangelio y de las normas de la Iglesia? En absoluto. Lo que quiere decir es una cosa muy sencilla: que se ha producido un nuevo orden, es decir, que ya no vamos de la ley hacia Dios, sino de Dios hacia la ley; que ya no es el hombre el que lleva las riendas de su salvación por medio de la observancia de la ley, sino que las lleva Dios por medio de la revelación de su gracia. Sin ella todo sería letra que mata. 3. Obligatoriedad de la ley Sin embargo, los teólogos y escritores eclesiásticos no cesan de poner en evidencia que la ley, tanto divina como humana, obliga al hombre a hacer u omitir algo. La ley, dicen, no es un consejo ni una advertencia, sino una orden. Las leyes están hechas para ser cumplidas, es decir, para ser llevadas a la práctica. De la esencia misma de la ley es su 8

obligatoriedad. Si las leyes no fueran dadas con la intención de ser observadas se convertirían en letra muerta desde su mismo nacimiento. Cada uno podría marchar por el camino que más le agradara y hacer su voluntad en las diversas circunstancias de la vida. Pero el hombre está urgido a caminar por las sendas marcadas en la ley y nadie se la puede saltar “a la buena de Dios”. Las leyes pueden incidir más o menos en la vida, pero son siempre una orientación, una ruta por la que hay que marchar, ya que está en juego el bien común de la comunidad. El espíritu de la ley es que sean obedecidas y llevadas a la práctica, sobre todo si se trata de la ley de Dios, expresión de su voluntad. Su ley marca al hombre el camino que conduce hacia el fin para el cual fue creado. La ley es un elemento fundamental para la convivencia entre los hombres. Pero la ley, como ya he indicado, es siempre algo referencial: indica un camino, señala una dirección, pero el que se quede encerrado en ella nunca llegará al término para el que fue concebida. Por eso, en la entraña misma de toda ley surge un peligro al que es muy difícil de escapar: el legalismo. El legalismo absolutiza la ley, es decir, la convierte en un valor en sí misma, la transforma de medio en fin y la hace perder su sentido orientador. A partir de ese momento “comienzan las interpretaciones y las interpretaciones de las interpretaciones de la ley” en una cadena sin fin. Lo que debería ser una orientación acerca de lo que hay que hacer o evitar se convierte en una tela de araña que envuelve por entero al hombre. En ese sentido, el legalismo representa una amenaza mortal sobre todo para la vida moral y religiosa. El legalismo convierte la vida en una obediencia y en un sometimiento a la ley. Pero en ese caso el que la cumple “se cree con derecho a un salario o a una paga por haberla puesto en práctica”, y de ese modo convierte a Dios en deudor suyo. Pero si el hombre recibiera su recompensa por la observancia de la ley ya no necesitaría para nada de la gracia, ya que tendría la salvación al alcance de sus obras y de sus esfuerzos. Pero una moral legalista es lo más ajeno a una vida vivida según el Espíritu. En la vida cristiana lo diferencial es Jesús no el cumplimiento de una serie de leyes. No es la gracia la que está al servicio de la ley, sino la ley al servicio de la gracia. El orden de factores altera totalmente el resultado. Si ponemos la ley antes que la gracia, lo desvirtuamos todo: el cristianismo se viene abajo sin remedio, la obra de Jesús queda reducida a la nada. La ley está orientada hacia la gracia, el Antiguo Testamento hacia el Nuevo, la promesa hacia su cumplimiento[5]. Precisamente por eso se nos plantea el problema de la ley y de la gracia. Si ley, ¿para qué gracia? Si gracia, ¿para qué ley?

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2 La dinámica de la ley En la vida cristiana casi todo ha girado en torno a la ley, es decir, a lo que el hombre tiene que hacer para hacerse agradable a los ojos de Dios y conseguir su salvación. La gracia ha jugado el papel de “pariente pobre”, rebajada a la categoría de auxilio, de ayuda o de socorro por parte de Dios para hacerle fuerte en sus luchas y dificultades. Pero desde la ley no se puede dar nunca el salto hasta la gracia, precisamente porque la gracia es algo gratuito, que sólo procede de Dios. Eso es lo que nos pone ante una disyuntiva: o la ley o la gracia; o nuestras obras por Dios, o la obra de Dios por nosotros. Eso es lo que ha dado origen, como veremos, a dos maneras de concebir la religión y a dos maneras de vivirla. Cada una de ellas tiene su dinámica propia, que hay que seguir paso a paso. 1. La religiosidad natural La ley, con todo lo que ella pone en marcha (obras y esfuerzos, sacrificios y penitencias, renuncias y propósitos) tiene una dinámica muy clara y envolvente. Por medio de su observancia se trata de conseguir el favor de los dioses, o del único Dios. Por más que nos remontemos en el tiempo, no ha habido momento alguno de nuestra historia en el que los hombres no hayan creído en Dios o en algo equivalente. La religión es un dato universal en la vida de los hombres. “No encontrarás, decía Plutarco, ninguna ciudad sin templos, sin dioses, sin oraciones, sin sacrificios para pedir gracias”. El término religión procede, con bastante probabilidad, del verbo latino ligare o religare, que significa unir, vincular o volver a atar. Pero, ¿cuándo sintió el hombre la necesidad de ligarse o de vincularse con Dios? ¿Cuándo comenzó a creer que había alguien superior a él, que podía castigarle o bendecirle, darle salud o enfermedad, vida o muerte? ¿Cómo vivirían los primeros hombres su relación con Dios? ¿Cómo sería el Dios a quien rindieron culto? La Historia de las Religiones ha sido una caja de sorpresas para nosotros. El hombre primitivo debía preguntarse sin cesar: ¿Cómo ha surgido todo lo que ven nuestros ojos? ¿De dónde ha venido? ¿Quién ha hecho existir los cielos y la tierra, los ríos y los mares, los árboles y los animales? ¿De dónde hemos venido los hombres? ¿Qué hay en esos espacios infinitos? ¿Quién vive en ellos? ¿Cómo será el que lo ha hecho existir todo? ¿Podremos relacionarnos con él? ¿Querrá él relacionarse con nosotros? Los primeros hombres vivían en un contacto continuo con la naturaleza: el día y la noche, el sol y la luna, las lluvias y las sequías, las cosechas y la fertilidad. Todo estaba en tránsito, menos ese cielo, alto y azul, lleno de vida y de poder. Esa era la región donde habitaban los dioses. Ellos habían creado todo lo que sus ojos podían contemplar. Los hombres intentaron tenerlos controlados por todos los medios, ya que su vida dependía por entero de ellos. Pero la relación con los dioses “fue de abajo hacia arriba”. Era el hombre el que se ponía en evidencia con su culto, sus ayunos, sus oraciones y sus 10

sacrificios. Los dioses estaban casi siempre pasivos, contemplando lo que hacían los hombres en la tierra. Ese es el núcleo de esa religión natural, cuya influencia se ha hecho sentir tanto en el judaísmo como en el cristianismo: el deseo del hombre de hacerse agradable a los ojos de Dios, de ganarle a su causa, de arrancarle sus beneficios y favores a base de sacrificios, de obras y de esfuerzos, de ayunos y de penitencias, de súplicas y de oraciones… Ese es el tipo de religiosidad que el hombre practica cuando le falta la experiencia de un encuentro personal con el Dios revelado. No conoce otro medio de ganar y de tener propicio a Dios más que con sus obras, sus esfuerzos y sacrificios. 2. La ley y la gracia: dos maneras de vivir la vida cristiana La vida cristiana ha girado siempre en torno a estos dos polos: o la obra de Dios por el hombre, o las obras del hombre por Dios; o los esfuerzos del hombre por ganar la gracia, o la oferta de la gratuidad por parte de Dios. La predicación de la Iglesia ha insistido hasta la saciedad en la necesidad de hacer obras buenas para conseguir la perfección y la santidad y así conquistar la vida eterna. Pero, como ya he insinuado, no podemos vivir dos vidas paralelas: una, basada en nuestras obras y esfuerzos; otra, basada en la gratuidad de la acción de Dios. La primera ya ha sido bien experimentada a lo largo de más de mil quinientos años de cristianismo, la segunda es la asignatura pendiente que tenemos los hombres. El cristianismo está ante un reto que no puede ser esquivado ni pasado por alto, porque está en juego su presente y su futuro. En efecto, a lo largo de los siglos pasados la religión ha sido concebida de dos maneras: como “religión de obras y de méritos” o como “religión de gracia y de gratuidad”. Cada una de ellas tiene su propio estilo y su manera de proponer la actitud del hombre ante Dios. La religión de obras pone el acento sobre el esfuerzo y la acción del hombre, es decir, sobre lo que tiene que hacer por Dios. En ese tipo de religión el hombre ocupa prácticamente el centro del escenario. Él es el que aparece en plena tensión, como un atleta en plena carrera, mientras que Dios sólo aparece como en un segundo plano, dando ánimos y colaborando. Pero el que realiza el esfuerzo y el que se apunta casi todo el mérito es el hombre. En ese tipo de espiritualidad “el hombre gira siempre en torno a su propio eje”. Es verdad que trata de hacerse agradable a los ojos de Dios, pensando que lo que hace es lo que el Señor espera de él. Pero él es el centro de todo, él es el que se esfuerza por vivir según su voluntad. ¿No es eso lo que Dios quiere? Esa concepción de la vida cristiana ha producido hombres ascéticos y esforzados, heroicos en muchos casos, pero cerrados y replegados sobre sí mismos. Por eso, la religión de obras no conoce la gratuidad y, por tanto, no florece en alabanzas. La religión de gratuidad, por el contrario, pone el acento en la iniciativa divina, en el don sobre la exigencia, en la gracia sobre la ley, en la mística sobre la ascética, en la acción de Dios sobre las obras del hombre. Es el Señor el que lleva las riendas de su vida y quien le impulsa por entero. La religión de gracia enseña a mirar el mundo de Dios antes que al propio yo. Por eso, esa religión pone cantos de alabanza en el corazón y en los labios de los hombres. 11

Se diría, por tanto, que hay como dos corrientes que se agitan en el seno del cristianismo: una ardiente y otra fría. La fría se identifica con los dogmas y las verdades, con las obras y con los méritos, con el pecado, la culpabilidad y el miedo a la condenación; la ardiente, por el contrario, arrastra con su ímpetu gozoso a todos aquellos que han hecho la experiencia de un encuentro personal con Jesús, y que se saben amados y salvados por él. Unos pretenden llegar a Dios utilizando todos los recursos humanos a su disposición, otros lo hacen guiados y conducidos por el Espíritu. Los primeros suelen ser muy generosos en la práctica todo lo que el Señor ha mandado, pero viven “de lo que ellos han producido o ganado con sus obras”. Seguramente han hecho miles de actos piadosos y de obras buenas por Dios, pero no han conocido la gratuidad de su acción. Muchos de nosotros sabemos muy bien de qué hablamos, porque hemos pasado más de la mitad de nuestra vida sin haber pisado el terreno de la gratuidad. Por tanto, según se formule la cuestión, se ponen de manifiesto dos formas muy distintas de vivir el cristianismo: “una de tipo voluntarista, moralista, ascética, donde el esfuerzo humano aparece casi siempre en primer plano; otra gratuita, en la que salta al primer plano la acción de la gracia en el hombre”. ¿Hacia dónde debería inclinarse el peso de la balanza? 3. Por las sendas de la ley y de las obras La dinámica de la ley es implacable: nos lleva por el camino del hacer, de las obras y de los sacrificios, de tal manera que nos apresa en sus redes hasta no dejarnos respirar. La ley es una mano amenazante en nuestro camino, si no ponemos en práctica lo que Dios nos ha mandado. Pero, ¿hasta dónde puede llevarnos ese camino? ¿Qué consecuencias puede tener para la vida cristiana? En tanto en cuanto yo puedo ver ahora, la observancia de la ley nos lleva a una espiritualidad de obras y de méritos, de práctica de las virtudes, de ascesis y de lucha, individualista e intimista, vivida a la sombra de un Dios exigente y justiciero, donde el hombre aparece en primer plano, pero oprimido por ese yugo que termina por asfixiarlo. 3.1. Una espiritualidad de obras y de méritos En el seno de la Iglesia se ha librado siempre una batalla tremenda entre la gracia, por una parte, y las obras por otra. Pero, ¿qué relación puede establecerse entre ley y gracia, obras y gracia, méritos y gracia? La respuesta debería ser muy sencilla: entre ley y gracia no puede haber compromisos de ningún tipo. En efecto, si la ley ocupara el primer plano, ¿dónde quedaría la gratuidad de la acción de Dios? En la vida de cada día funciona con la mayor normalidad lo que se conoce como el principio acción-reacción: “Dios ha hecho, yo tengo que hacer; Dios ha mandado, yo tengo que obedecer; Dios ha dado unas leyes, yo tengo que cumplirlas. Para llegar a la perfección y a la santidad hay que hacer, para estar en buenas relaciones con Dios hay que hacer, para ser agradables a sus ojos hay que hacer, para salvarse hay que hacer. Si el Señor ha hecho tantas cosas por nosotros, nosotros tenemos que hacer algo por él; si 12

nos ha señalado el camino a seguir, nosotros tenemos que marchar por él; si nos ha dado una serie de leyes y de normas, nosotros tenemos que ponerlas en práctica”. La ley parte siempre de un principio muy claro: “Tú mandas, yo obedezco; tú ordenas, yo hago; pero si yo hago, tú tienes que pagarme, tú me debes una recompensa”. De una manera u otra el hombre aspira a ser el responsable de su propia historia. En su vida aparece sin cesar un “yo titánico que se esfuerza al máximo para tener éxito en la profesión, en el trabajo y en las relaciones sociales”. Es como una voz de fondo que susurra contantemente en nuestro interior: “Puedes lograrlo, tienes que llegar a ser más”[6]. Pues lo que sucede en la vida de cada día lo hemos traspasado, casi tal cual, a nuestras relaciones con el Señor. La ley, por decirlo de alguna manera, pone a Dios y al hombre en plano de igualdad, como si fueran socios de una empresa común. Por tanto, “a mayor observancia de la ley más perfección, más santidad, más méritos, más derechos para conseguir la salvación y merecer el cielo”. Pero en ese planteamiento de la vida cristiana “la gracia se convierte en un negocio de compraventa” por parte del hombre, porque con el cumplimiento de la ley el hombre tendría “atado y bien atado” a Dios. Pero a Dios no se le puede comprar por más obras y sacrificios que hagamos, sencillamente porque no está en venta. Por eso, la gratuidad es el reverso de ese tipo de religión. En la dinámica acción-reacción, el cristianismo ha introducido una variante que la deja sin efecto: la obra salvadora de Jesús. Eso es lo que nos introduce en el mundo de la gratuidad más absoluta. Por eso, cuando proponemos invertir el orden de factores, es decir, cuando ponemos la gracia y la gratuidad a la cabeza de todo el proceso, el hombre comienza a temblar, porque en ese terreno pierde todo su protagonismo y apenas se le ve. Pero desde que Jesús murió en una cruz “la ley de las obras y del mérito” dio por terminada su misión; desde ese momento todo se mueve en el terreno de la gracia. Ante ese despliegue de amor, todos los esfuerzos por hacernos agradables a los ojos de Dios y por tratar de ponerle de nuestra parte están destinados a la nada, “porque comenzar por las obras antes que por la gracia es como construir una casa comenzando por el tejado”. Los que pretenden hacerse agradables a los ojos de Dios a través de sus obras y esfuerzos no mantienen con él una relación filial, sino de justicia; no de gracia, sino de mérito. Pero desde el momento en que pronunciamos la palabra mérito toda la doctrina de la gracia comienza a tambalearse. Si, en efecto, Dios estuviera obligado a recompensar al hombre por sus obras buenas, ¿dónde quedaría la gracia? ¿Alguien se atreverá a afirmar que Dios tiene deudas que saldar con el hombre? San Agustín ya dijo que las obras del hombre son el resultado de la acción de Dios en él, de tal manera que “al coronar los méritos del hombre, el Señor coronaría su propia obra”. San Bernardo escribió estas palabras preciosas: “Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. ¿Contaré, entonces, mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera”[7]. ¿Cómo decirlo? Las palabras más adecuadas serían estas: “Que el mérito es un hijo de la gracia, es decir, que no es el principio de la gracia, sino el resultado de la presencia de la gracia en el hombre”. “No 13

digas, por tanto: ‘Lo recibí porque lo merecí’. No te creas haberlo recibido por merecerlo; no lo habrías merecido de no haberlo recibido. La gracia precedió a tu merecimiento. No, no es la gracia hija del mérito, sino el mérito de la gracia. Porque si la gracia fuera fruto del mérito sería compra y no don gratuito. Por nada, dice un salmo, los hará salvos (55,8). ¿Qué significa esto? Nada encuentras en ellos por donde los salves; y, sin embargo, los salvas. Das gratis, salvas gratis, tú, que nada encuentras en ellos por donde salvarlos y sí mucho por donde condenarlos”[8]. Por eso, cuando en la vida cristiana se produce una inversión de los planos hay que alzar la voz de alarma para que todo sea reconducido a la normalidad. Cuando el hombre pretenda ocupar el puesto de Dios habrá que recordarle que la criatura no puede estar nunca por encima del Creador. La desproporción entre nuestras buenas obras y la vida eterna es de tal magnitud, que no hay ninguna adecuación entre las unas y la otra. Todo lo bueno que sale de nosotros es mérito suyo. Nuestros méritos no son nuestros, sino méritos de Dios en nosotros. Cualquier obra buena que hagamos depende de la gracia de su presencia en nosotros. Por eso, no es bueno que el hombre ponga un precio a las obras que hace por Dios. “En en el cristianismo no hay espacio para el mérito, porque somos hijos de la gratuidad divina”. Desde hace varios siglos, fe y vida han marchado “con el paso cambiado”, como si fueran dos mundos diferentes. El mundo de la fe ha girado en torno a una serie de dogmas y verdades abstractas, mientras que el de la vida se ha movido en torno a la familia, el trabajo, la salud, la seguridad, el pasarlo bien, el gozar de todo. El cristianismo ha sido convertido en una religión de cumplimiento, es decir, de “cumplo y miento”: “sopa de marisco sin marisco”, “cristianismo sin Cristo”, “creencia sin fe”, “ritos y ceremonias sin contenido alguno”. De hecho, la mayoría de los bautizados viven ajenos a toda práctica religiosa, alejados de Aquel que puede dar un sentido pleno a su vida. Jesús no es el eje en torno al cual gira su existencia. Su entrada en la Iglesia no ha sido el resultado de una decisión personal y de un encuentro cara a cara con el Señor. Eso es lo que ha producido una situación terriblemente extraña. Podemos asistir a misa y comulgar mil veces sin que suceda nada en nuestra vida. Se ha producido un abismo que es imposible de rellenar, a no ser por un milagro de la gracia. ¿Quién podrá convertirse a una Iglesia donde sus fieles viven en una contradicción casi total entre lo que creen y lo que viven? Nietzsche decía: “Mejores canciones tendrían que cantarme, para que yo pudiera creer en ellos”[9]. Una leyenda preciosa puede ilustrar lo que intento expresar: Prakash era un hombre santo y estaba muy orgulloso de serlo. Ansiaba con toda su alma ver a Dios; así es que se alegró muchísimo cuando un día Dios le habló en su sueño y le dijo: −Prakash, ¿quieres verme y poseerme de veras? −Por supuesto que lo quiero, le respondió. Ese es el momento que he estado esperando. Me contentaría incluso con un solo vislumbre vuestro. −Así será, Prakash. En la montaña, lejos de todos y de todo, te abrazaré. Al día siguiente Prakash, el hombre santo, se despertó excitado después de una noche inquieta. La vista de la montaña y la idea de ver a Dios cara a cara casi le obligaban a 14

alzarse del suelo. Entonces comenzó a pensar impaciente para sí mismo qué presente podría ofrecerle a Dios, porque, sin duda, esperaría algún presente. Pero, ¿qué podía encontrar digno de Dios? −Ya lo sé, pensó. Le llevaré mi hermoso jarrón nuevo. Es valioso y le encantará... Pero no puedo llevarlo vacío. Debo llenarlo de algo. Estuvo pensando mucho y asiduamente en lo que metería en su precioso jarrón. ¿Oro? ¿Plata? ¿Algún diamante o algunas piedras preciosas? Después de todo, Dios mismo había hecho todas aquellas cosas, por lo que se merecía un presente más valioso. −Sí, pensó al final, le daré a Dios mis oraciones. Esto es lo que esperará él de un hombre santo como yo. Mis oraciones, mi ayuda y mi servicio a los demás, mis limosnas, sufrimientos, sacrificios, buenas obras... Prakash se sentía contento de haber descubierto justamente lo que Dios esperaría y decidió aumentar sus oraciones y buenas obras, consiguiendo un verdadero récord de ellas. Durante las semanas siguientes anotó cada oración y cada obra buena colocando una piedrecita en su jarrón. Cuando estuviera lleno hasta rebosar lo subiría a la montaña y se lo ofrecería a Dios. Finalmente, con su precioso jarrón lleno hasta el borde de piedrecitas, Prakash se puso en camino hacia la montaña. A cada paso del camino se repetía lo que debía decirle a Dios: –Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que sí. Estoy seguro de que te gustará y que estarás encantado con todas mis oraciones y buenas obras que he ahorrado durante este tiempo para ofrecértelas. Por favor, abrázame ahora. Prakash siguió subiendo de prisa la montaña, donde tenía su cita con Dios. Repitiéndose todavía su discurso y jadeante ahora de expectación, llegó trémulo de ilusión a la cumbre. Pero, ¿dónde estaba Dios? No se le veía en ningún sitio. –Dios, ¿dónde estás? Me invitaste aquí y yo he mantenido mi palabra. Aquí estoy; pero ¿dónde estás tú? No me decepciones. Por favor, muéstrate. Lleno de desesperación, el santo hombre se echó al suelo y rompió a llorar. Entonces, de repente, oyó una voz que descendía retumbando de las nubes: –¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te escondes de mí? ¿Eres tú, Prakash? No te veo. ¿Por qué te escondes? ¿Qué has puesto entre nosotros? –Sí, Señor. Soy yo, Prakash. Tu santo hombre. Te he traído este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para ti. –Pero no te veo. ¿Por qué has de esconderte detrás de ese enorme jarrón? No nos veremos de ese modo. Deseo abrazarte; por tanto, arrójalo lejos. Quítalo de mi vista. Arrójalo lejos. Vuélcalo. Prakash apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¿Romper su precioso jarrón y tirar lejos todas las piedrecitas? –No, Señor. Mi hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para ti. Lo he llenado de mis... 15

–Tíralo, Prakash. Dáselo a otro si quieres, pero líbrate de él. Deseo abrazarte, Prakash. Te quiero a ti”.[10] Todos nuestros jarrones, por más preciosos que sean y por más llenos de obras buenas que estén, le sobran a Dios. Él no quiere nuestras obras, nos quiere a nosotros. Nosotros valemos mucho más que todas nuestras obras, por más buenas y numerosas que sean. 3.2. Una espiritualidad de virtudes Esa espiritualidad de obras y de méritos no es más que el resultado de una concepción de la vida cristiana como una vida virtuosa, es decir, “como una vida vivida en la práctica de las virtudes”, de tal manera que “vivir cristianamente sería lo equivalente a vivir las virtudes cristianas”. Pero, desde la nueva experiencia que estamos viviendo, eso nos plantea un problema muy serio. Los teólogos han convertido la vida cristiana en una moral de virtudes más que de dones, de esfuerzos y de obras por parte del hombre más que de impulsos del Espíritu Santo. En ese sentido es significativo notar que una cuarta parte de la Suma Teológica de santo Tomás está dedicada a la doctrina sobre las virtudes. Pero los interrogantes surgen de inmediato: ¿Consiste la vida cristiana en la práctica de las virtudes? ¿Por qué ha sido utilizada la palabra virtud y no la palabra gracia para describirla? ¿Por qué los teólogos han tratado sobre las virtudes antes que sobre la gracia? Parece evidente que al hablar de las virtudes antes que de los dones y de la gracia nos darían a entender que “la práctica de las virtudes precedería a la adquisición de la gracia” y que, por tanto, serían “como una preparación para alcanzarla”. Pero eso tendría unas consecuencias muy desagradables para la vida cristiana, porque a la gracia no se llega por la práctica de las virtudes, sino por don y regalo de Dios. A mi modesto parecer, hablar de las virtudes antes que de la gracia es una inversión de los términos, “ya que las virtudes no pueden ser el preámbulo, sino la consecuencia de la gracia”. Pero, ¿qué significa la palabra virtud? ¿Qué evoca en nosotros? Las palabras son siempre significativas. En efecto, la palabra virtud (virtus en latín) contiene en su misma raíz el término vir, que significa varón, hombre. Por tanto, la palabra virtud expresa algo que se refiere al hombre, algo en lo que el hombre aparece en primer plano. Para los griegos, la virtud (areté) era “lo que agrada o lo que suscita admiración”, “la excelencia de una cosa”, por ejemplo, la firmeza de un carro, la fuerza de un caballo, la fortaleza del hombre. Pero el término fue trasladado “de lo físico a la esfera del espíritu”, para designar una conducta que llamaba la atención, una manera de comportarse y de vivir que merecía honor y alabanza. Así, ese término sirvió para expresar la perfección y las cualidades del varón o del hombre perfecto. Al hablar de virtud es el hombre “el que aparece en el centro del escenario con su vigor o con su entereza moral”. La palabra virtud (areté) sólo aparece cuatro veces en el Nuevo Testamento: una en san Pablo (Flp 4,8), y tres en la primera Carta de san Pedro (1Pe 2,9; 1,3.5). Los escritores sagrados debían conocer perfectamente esa palabra, pero no tuvo una resonancia especial para ellos. Tampoco la tuvo para los primeros cristianos, porque no 16

expresaba la experiencia grandiosa que estaban viviendo. La vida cristiana no marchaba por la práctica de una serie de virtudes, sino por un camino muy especial: el del encuentro con el Señor resucitado. Desgraciadamente, el cristianismo terminó por aceptar la palabra virtud, y así comenzó a ser vivido como una moral de virtudes y de comportamientos en los que el hombre aparece trabajando afanosamente para conseguir “su propia perfección” y de ese modo conseguir el favor y la gracia de Dios. Pero la concepción de la vida cristiana como una vida virtuosa establece entre el hombre y Dios “una relación de justicia más que una relación filial”, ya que en ella el hombre trata de hacer por todos los medios lo que Dios le ha mandado. Una vez más lo ganado y lo merecido prevalecerían sobre lo gratuito y lo regalado, la acción del hombre sobre la acción de Dios. Los teólogos incluyen las virtudes en la categoría de los hábitos. Ese término procede del verbo latino habere, es decir, tener, poseer, dominar, contener, etc. El que tiene un hábito, de cualquier tipo que sea, es propietario de algo, tiene algo que es suyo. El hábito es definido como “una cualidad estable de las potencias que las dispone para obrar fácil, pronta y deleitablemente”. En efecto, cuando el hombre tiene el hábito de hacer una cosa la hace con rapidez, con facilidad y con placer, de tal manera que se podría decir que el hábito es como una segunda naturaleza, que nos lleva a obrar y actuar con prontitud y con agrado, como si se tratase de una actividad connatural a cada uno de nosotros. Los hábitos se consiguen mediante la repetición de actos, tanto los buenos (las virtudes) como los malos (los vicios): a leer se aprende leyendo, a nadar nadando, a bailar bailando, a estudiar estudiando, a pintar pintando... Pero en la adquisición de un hábito el hombre aparece en “pleno esfuerzo”, haciendo una y otra vez lo mismo hasta que adquiere la costumbre de practicar una virtud o de evitar un vicio. La repetición de los actos es imprescindible. En efecto, nadie se hace fuerte por un solo acto de fortaleza, ni prudente por un solo acto de prudencia, ni justo por un solo acto de justicia, ni templado por un solo acto de templanza… Un acto no hace virtud, ni dos, ni tres, ni cuatro. Es cierto que los teólogos distinguen perfectamente entre virtudes adquiridas y virtudes infusas, es decir, entre hábitos buenos que el hombre puede adquirir con sus “propias fuerzas naturales”, y los que sólo puede poseer por una infusión divina y gratuita, “que dispone al alma para obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón iluminada por la fe”[11]. Pero la realidad es que las virtudes necesitan tiempo para moldearnos. Llegar a ser bueno no es un proceso instantáneo, sino que se consigue por medio de mucha práctica, por la repetición continua de actos. Santo Tomás empleó en algunas ocasiones la imagen del agua goteando sobre una roca. De igual manera que el agua necesita años para dejar su impresión sobre la piedra, un acto virtuoso puede tardar años en imprimir su propia cualidad en nosotros. Pero, a mi modesto parecer, la concepción de la vida cristiana como una vida virtuosa nos ha llevado por caminos muy extraños, ya que en una vida vivida según las virtudes el sujeto principal es el hombre y no Dios; él es, en efecto, el que actúa, el que hace actos una y otra vez, el que aparece en pleno esfuerzo, como si Dios le dejara que hiciera sólo su trabajo. Pero, en ese caso, ¿dónde quedaría la gratuidad? En ese régimen 17

hay como una “carencia congénita”, porque no son las virtudes las que pueden dar una vida nueva al hombre, sino la presencia misma del Resucitado en su alma. Nosotros hablamos de una vida cristiana, no de una ética cristiana; hablamos de la vida de Dios en nosotros, no de nuestros esfuerzos por ganarle a él. A nivel de virtudes es el hombre el que actúa, a nivel del don se desvanece ante la acción del Espíritu Santo; en la virtud el hombre es sujeto activo; en el don recibe y acepta lo que el Señor le regala; en la virtud el hombre trabaja para Dios, en el don es Dios quien trabaja para el hombre; en la espiritualidad de virtudes el hombre se identifica más “por lo que hace que por lo que es”; en la gracia, por el contrario, más “por lo que es que por lo que hace”; en el primer caso, el hombre se hace a sí mismo, en el segundo deja hacer a Dios. En la vida cristiana el ideal no es el hombre virtuoso, sino el hombre renovado por la presencia del Espíritu Santo. Una vida vivida desde la práctica de las virtudes lleva consigo un esfuerzo continuo por parte del hombre para hacerse agradable a los ojos de Dios, mientras que vivida desde los dones es llevada por las alas poderosas del Espíritu. El cristianismo “no es una moral de virtudes, que comience con un comportamiento recto, sino que termina en un comportamiento recto”; no se presenta ante los hombres como una ética, sino como un encuentro personal con el Resucitado, de tal manera que, si no se produce ese encuentro, de nada le serviría al hombre el comportamiento virtuoso más admirable. Podría llegar a ser, sin duda, un hombre bueno y honrado, pero no un hombre nuevo y renovado. Algo falla en esa espiritualidad de virtudes. San Ambrosio ya escribió “que el Espíritu Santo no actúa con lentos y laboriosos esfuerzos”[12]. La vida cristiana tiene que partir siempre del Don fundamental de Dios, que es el Espíritu Santo. Por tanto, no es una vida ascendente, sino descendente, es decir, “que no va del hombre hacia Dios, sino de Dios hacia el hombre”. No es el esfuerzo del hombre el que nos hace remontar hasta las alturas de Dios, sino la presencia del Espíritu lo que nos lleva a vivir una vida nueva. La vida cristiana es gracia y don antes que ley y deber, porque está basada en un encuentro personal con el Señor. No vivimos sólo de virtudes infusas, es decir, de actos hechos con su ayuda, sino de su presencia en nuestra alma. Por tanto, parece que no hay otra alternativa: o el hombre como protagonista y Dios como comparsa, o Dios como protagonista y el hombre como “escolta”. ¿Tan difícil nos resulta comprender esto? Pero todavía tengo un interrogante inquietante en mis labios, que me causa cierto temblor exponer. En efecto, si Dios se hace presente en el alma del hombre, si el Espíritu mora y habita en nosotros, si estamos en Cristo Jesús, si es él el que vive en nosotros, entonces ¿para qué necesitamos las virtudes? ¿Para qué esos hábitos infusos en nosotros? ¿No nos basta con su presencia? ¿Es que necesitamos todavía algo más? ¿Serían necesarias las virtudes en una vida animada por los dones del Espíritu? Y en todo caso, ¿quién debería ocupar el primer lugar? ¿Las virtudes o los dones? Porque, si dones, ¿para qué virtudes?; si virtudes, ¿para qué dones? Las preguntas quedan flotando en el aire. Pero lo que parece cierto es que una vida cristiana vivida a nivel de virtudes carece del empuje y de la fuerza que sólo puede dar la presencia del Espíritu y de sus dones. Se diría, por tanto, que en la misma proporción en que la gratuidad se vaya implantando, la 18

moral de virtudes irá retrocediendo: el avance de una llevará consigo el retroceso de la otra. El futuro del cristianismo no se jugará en torno a las virtudes, sino en torno a la gratuidad. El río de la gracia tiene que imponerse a los arroyuelos de los esfuerzos, de las obras y de las virtudes. Por eso resulta verdaderamente extraño que incluso los más grandes moralistas hayan hablado tanto de las virtudes y tan poco de la gracia y de los dones[13]. Pero en el cristianismo el ideal no es el hombre virtuoso, es decir, el que cumple perfectamente todas sus obligaciones para con Dios, sino el hombre llevado por la fuerza impetuosa del Espíritu. Los teólogos deberían revisar toda la teología moral y contemplar la vida cristiana, no desde las virtudes, sino desde la gracia y los dones. Seguramente Dios debe mirar con misericordia todos los esfuerzos que hacen tantos hombres para conseguir hacerse agradables en su presencia. ¿Cómo no, si los hacen por él? Pero no es ese el camino. El camino de las virtudes sólo nos lleva hacia Dios a través de nuestro propio esfuerzo. Se diría, por tanto, que una vida vivida desde la práctica de las virtudes “alimenta en sumo grado el propio yo del hombre”. Por eso, esa vida tiene un tope que no puede sobrepasar en manera alguna, precisamente porque el hombre está tan preocupado por sus obras, que no permite que sea el Señor quien la lleve por entero. Y si forzáramos el argumento hasta el final, se podría llegar a afirmar que “cuanto más fuerte sea el hombre menos necesitaría de la gracia, ya que podría llegar a la perfección, a la santidad y a la salvación por sus propias fuerzas”. Pero en la vida cristiana no puede darse “un salto de la virtud a la gracia, porque no existe una relación de causa a efecto entre ellas”. La gracia jamás podrá ser el resultado de la práctica de las virtudes, es decir, de obras y esfuerzos del hombre, sino de la más pura gratuidad. “No hay moral de vida que no sea antes una moral de gracia. No hay comportamiento virtuoso que no proceda de la presencia de Dios en nosotros”. Se diría “que lo que comenzó como un don no puede alcanzar su culminación si no es también gracias a otro don”. De principio a fin todo es gracia. La vida cristiana encuentra su perfección en los dones del Espíritu y no en las virtudes. 3.3. Una espiritualidad de ascesis y de lucha Parece que no hay nada que sea capaz de parar al hombre en su afán de ganar el favor y la gracia de Dios. Pero, ¿qué tendrá que hacer para llegar a la perfección y a la santidad? ¿Qué pasos tendrá que dar? ¿Qué caminos deberá recorrer? Los maestros de la vida espiritual se han encargado de responder a esos interrogantes. Ellos han señalado como tres vías (llamadas vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva), o como tres edades (el comienzo, el crecimiento y la perfección), o como tres estadios (los principiantes, los aprovechados y los perfectos). El principio general de donde parten es muy sencillo: la vida espiritual sigue el ritmo de todo lo que llega a la existencia, es decir, que su desarrollo se hace por grados sucesivos. Por expresarlo de algún modo, cada una de esas tres etapas tiene una preocupación dominante: en los principiantes domina la lucha contra el pecado, en los aprovechados la diligencia en practicar las virtudes, en los perfectos el descanso amoroso en Dios. Son las tres grandes 19

edades de la vida interior, las que el hombre debe recorrer para ascender a la cumbre de la perfección. Se trata de una división que se ha hecho ya clásica y es admitida por la mayoría de los místicos. La realidad es que son bien pocos los que aspiran a entrar en ese camino que conduce a la perfección y a la santidad. Pero los que se deciden a ello tienen que estar preparados para un combate muy duro, ya que lo característico de la primera etapa es la lucha contra los vicios y las pasiones que tratan de llevarlos por el camino del mal. En esa etapa el hombre aparece en pleno esfuerzo, ejercitando las virtudes que ha recibido con la gracia. Pero, según los místicos, para recorrer ese camino “no se requiere, absolutamente hablando, la intervención de los dones del Espíritu, sino sólo en algunas ocasiones, a manera de ayuda, a fin de que se puedan vencer mejor las pasiones y que arraigue y germine con más facilidad la semilla de las virtudes”. La afirmación es impresionante. Parece que el Espíritu está como ausente durante esa primera etapa y deja que el alma actúe por sí misma mediante el ejercicio de las virtudes. Su acción, en todo caso, es muy morosa, es decir, “como muy perezosa y tranquila, como si no tuviera prisa por actuar”. El hombre tiene que pasar por la noche oscura de los sentidos y por etapas purificadoras, lo que requiere esfuerzos, renuncias, ascesis, es decir, lucha continua. En esa etapa el hombre aparece ayudado por Dios, pero es él el que lucha o se niega, resiste o ataca, el que aparece en tensión, como un atleta en plena carrera. Él es el protagonista principal en esa pelea entablada contra el mal y el pecado. El segundo paso es el de los aprovechados o proficientes. El objetivo de esa segunda etapa es “el crecimiento y el desarrollo de la vida iniciada en la primera”. La lucha contra el pecado y las malas tendencias dejan paso a una maduración en las virtudes. En ese momento, según los autores espirituales, el Espíritu Santo comienza a entrar en acción con sus dones, pero todavía es necesario apelar al esfuerzo, porque los combates pueden ser muy duros. Sin embargo, la acción del Espíritu se va manifestando a niveles más profundos. La tercera etapa es la de los perfectos. La palabra lo dice todo, aunque es terriblemente ambigua, porque causa la impresión de que hubieran llegado a la perfección por todo el ejercicio que han hecho a lo largo del camino. Es la etapa en la que los dones del Espíritu actúan y llevan al hombre por sendas que ni siquiera hubiera podido sospechar. De esta etapa volveremos a hablar más adelante. Pero en esa concepción de la vida cristiana, ¿quién es el verdadero protagonista? ¿Quién es el que aparece en primer plano? ¿A quién apuntan todas las luces del escenario? ¿Dónde aparece la gracia en todo ese proceso? En las dos primeras etapas sólo se ve al hombre en escena. La acción de Dios queda casi por completo en la penumbra, como una ayuda o como un auxilio. Pero, ¿puede ser identificada la vida cristiana con esa lucha sin cuartel contra todos los vicios y pecados que asaltan al hombre en su camino? ¿Es la vida cristiana un combate desesperado por conseguir la perfección? ¿Acaso está destinada a un grupo de héroes? Pero, en ese caso, ¿qué sería de la mayoría de los hombres, que jamás entrarán por esos caminos de lucha y ascesis? ¿Es eso el cristianismo? ¿Puede ser ese el ideal de la perfección? No veo la manera de entenderlo ni 20

de integrarlo en la obra que Jesús ya ha hecho por nosotros. Porque si hay alguna cosa clara en el cristianismo es que no somos nosotros los que subimos o ascendemos hacia Dios, sino que ha sido él quien ha descendido y se ha abajado hacia nosotros. No llegamos a la santidad y a la perfección por nuestras propias fuerzas, sino por pura gracia de Dios en el Hijo de su amor. Los autores espirituales se sienten a sus anchas en esa división de la vida cristiana que acabo de presentar. La palabra ascesis es la que mejor sintetiza todo ese proceso. Ese término procede del verbo griego askéo, que significa ejercitarse. Los griegos lo aplicaban al ejercicio físico y al entrenamiento de los atletas y de los artesanos. El asceta cristiano sería el que se ejercita en la lucha contra el pecado y en la práctica de las virtudes para conseguir la perfección, de tal manera que en la teología tradicional se ha hecho la siguiente ecuación: “Ascesis es igual a santidad”. Pero lo menos que se puede decir de esa afirmación es que es falsa de arriba abajo. ¿Será ese el camino que debe seguir el hombre para remontarse hasta Dios? ¿Hasta dónde podría llegar con todos sus esfuerzos? ¿Comienza la vida cristiana con la ascética o más bien con la mística? ¿Pueden ser compatibles esas dos palabras? Y en ese caso, ¿en qué orden han de ir: la ascética antes que la mística o la mística antes que la ascética? Oí decir un día a un teólogo en una conferencia: “Ascética y mística, las dos a la vez, inseparablemente unidas”. Al terminar su intervención me acerqué a él y le pregunté: “Ascética y mística, sí, ¿pero en qué orden?”. “En el orden tradicional”, me respondió. “¿Qué pasaría, volví a preguntarle, si invirtiéramos ese orden? Porque si ponemos en primer lugar la ascética el hombre es el que aparece en primer plano, pero si ponemos la mística Dios recuperaría el protagonismo. Me parece que en el orden tradicional los términos están invertidos, ya que desde la ascética, en cuanto tal, no se llega a la mística; por el contrario, desde la mística el Señor puede llevarnos hacia los más grandes sacrificios y renuncias”. Me miró y sonrió. No sé si me perdonaba la vida o me agradecía la observación. Seguramente pensaba, como hemos pensado todos en algún momento, que sólo se puede llegar a la mística, es decir, a la perfección y a la santidad, después de muchos años de dura ascesis, es decir, de un dominio total de los sentidos del cuerpo y de todas sus facultades. Pero lo cierto es que en el cristianismo no se va de la ascética a la mística, sino de la mística a la ascética; no se va de las obras a la gracia, sino de la gracia a las obras. La vida cristiana no comienza con la exigencia y con el deber, sino con el don y el regalo; no con un imperativo o con una orden estricta de Dios exigiendo el cumplimiento incondicional de su ley, sino con un recordatorio de gracia, porque antes de pedirnos nada, Dios nos lo ha dado todo. Sería incomprensible que Dios nos pidiera los sacrificios más grandes sin habernos dado antes la gracia de su presencia para emprenderlos. El abismo infinito que separa al Todo de la nada no puede ser colmado por el esfuerzo, las obras o las renuncias del hombre. Con la ley en la mano el hombre no llega nunca a la gracia. La ley, en efecto, no es productora de gracia. Ley y gracia se mueven en dos niveles completamente distintos. 3.4. Una espiritualidad desligada de la experiencia de Dios 21

La dinámica de la ley trata de llevar al hombre por caminos de perfección y de santidad. Pero, ¿de qué perfección y de qué santidad hablamos? El estilo de perfección que hemos recibido de nuestros antepasados ha estado revestido casi siempre de un rostro austero. Cuando éramos jóvenes lo que se nos enseñó y lo que leímos contenía una espiritualidad que no podía agarrar nuestro corazón. Sólo oíamos hablar de renuncias y de mortificaciones, de modestia y de pureza, del control de los sentidos y de observar escrupulosamente las Constituciones… Por todas las partes se asomaba el pecado y la necesidad de practicar las virtudes. Los perfectos eran los que cumplían todas las normas establecidas. Pero, ¿cuántas veces nos hablaron de un encuentro personal con Jesús? ¿Dónde quedaba el Señor en todos esos intentos por conseguir la perfección y la santidad? ¿Dónde encontrarle en medio de ese aluvión de leyes y de normas, de sacrificios y renuncias? ¿Qué experiencia teníamos del Resucitado y de su Espíritu en nuestra vida? Los que hemos vivido ese tipo de espiritualidad, ¿podríamos responder a esas preguntas? Pienso que nuestros formadores lo daban por supuesto. Pero, ¿cómo podía darse por supuesto lo que es fundamental en la vida cristiana? ¿Con qué recursos contábamos para poner en práctica esas renuncias y sacrificios a los que éramos llamados sin cesar? Lo único que sabíamos era “que todo corría por nuestra cuenta”. Esa era nuestra obra por Dios, eso era lo que teníamos que hacer por él, eso era lo que él esperaba de nosotros, esa era nuestra respuesta a sus exigencias. Ser perfectos era hacer obra tras obra. Lo malo es que todo ese esfuerzo no nos llevaba hacia el Señor, sino hacia nosotros mismos. La observancia de las leyes no producía un encuentro personal con él, sino con nuestra pobre realidad humana. De hecho, la mayoría absoluta de los que han vivido según las normas trazadas por los maestros de la vida espiritual no tendrían reparo alguno en admitir que, después de tantos esfuerzos y trabajos, sacrificios y renuncias, no han podido sostener el esfuerzo que se les ha exigido y han terminado derrotados. El precio por subir a “la montaña sagrada de la santidad” era demasiado caro para todos. Una vida cristiana basada sobre nuestra fuerza de voluntad no puede llevarnos demasiado lejos. La santidad no es “como una escalada hacia un pico lejano e inaccesible”, sino algo que ya nos ha sido regalado por Dios en nuestro Señor Jesucristo. Somos santos con su santidad y justos con su justicia. No llegamos a la santidad por nuestros esfuerzos, sino por pura gracia del Señor. Pero, ¿quién nos habló de un camino de gracia? ¿Cuándo oímos hablar por primera vez de gratuidad? ¿Cuándo brotó de nuestros labios una canción de alabanza? La vida religiosa estaba teñida de una cierta tristeza, porque a pesar de todos nuestros esfuerzos sentíamos que no dábamos la talla para hacernos agradables a los ojos de Dios. El escenario lo ocupábamos nosotros, mientras él permanecía en la penumbra, impulsándonos, sin duda, pero sin dar la cara. Los que hayan tenido la gracia de encontrarse desde el principio de su camino con una espiritualidad de gratuidad apenas podrán dar crédito a lo que decimos. Pensarán que es demasiado exagerado, pero así ha sido realmente. No puedo, ni quiero, reprochar nada a nuestros formadores y a nuestros maestros, porque no era una cuestión de mala voluntad. Pero la realidad es que no podemos confundir la santidad y la perfección con los sacrificios y las renuncias, porque 22

nada de eso constituye realmente lo que es la santidad. Si fuera así, la gracia no sería la reina en la vida del hombre, sino el propio esfuerzo. Dios quedaría reducido a una mera sombra en nuestra vida. Así es como están viviendo su vida espiritual muchos sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Se trata, sin duda alguna, de hombres y mujeres admirables e irreprochables, que cumplen con sus deberes para con Dios. “Pero, ¿qué es lo que ama Dios: nuestra perfección personal o su obra en nosotros? ¿Lo que nosotros hacemos por él o lo que él hace en nosotros? ¿Nuestra santidad o nuestra pobreza? ¿Nos ama porque somos ricos de buenas obras o porque somos sus hijos? ¿Qué perfección puede esperar de nosotros? ¿Y para qué la necesita?”. Desde esa concepción de la vida cristiana no logramos entrar en esa corriente de gratuidad que forma el corazón mismo de nuestra fe y de nuestra esperanza. 3.5. Una espiritualidad individualista La dinámica de la ley nos lleva por el camino de las obras y de las virtudes, de la ascesis y de los esfuerzos hasta hacer de la vida espiritual una cuestión puramente personal. Eso es lo que se ha vivido desde hace muchos siglos en la Iglesia, pero fue puesto en evidencia, de una manera muy especial, por una corriente que conocemos con el nombre de devotio moderna, un tipo de espiritualidad “que proponía la perfección como un ideal de vida eminentemente personal, íntimo e interior, fundado en la piedad individual e independiente de todo”. El ideal de santidad de todos los que aspiraban a la perfección consistía fundamentalmente en una vida limpia de pecado y de todo aquello que podía manchar al hombre. Esa espiritualidad comenzó a dominar en todos los ambientes a partir de la Edad media. En ella se concedió una importancia suprema “a la actividad individual, para conseguir la perfección y la santidad a base de actos de piedad privada”. Muchos Institutos y Congregaciones religiosas que surgieron durante los siglos XVIXVII, animados, sin duda, del mejor espíritu apostólico, nacieron con el sello de la devotio moderna. Esas Congregaciones religiosas trabajaron incansablemente por la Iglesia, pero influenciadas siempre por ese individualismo religioso que se respiraba por todas partes. Para conseguir la perfección y la santidad no se necesitaba para nada de la comunidad; se diría, incluso, que era un estorbo. La vida espiritual era un asunto privado y exclusivo entre cada uno y Dios. El rechazo de la comunidad era visceral en muchos de aquellos hombres. Se sentían más a gusto viviendo a su modo la relación con Dios: “Yo solo con el Solo”. Los demás no importaban demasiado. Cada uno hacía su propio camino, luchando contra el pecado mortal, por una parte, y contra el pecado venial y las imperfecciones, por otra, tratando de conseguir la salvación por todos los medios que tenían a su disposición: esfuerzos, sacrificios, renuncias, ayunos, ascetismo, práctica de las virtudes, fuerza de voluntad, exámenes continuos de conciencia… Pero, ¿qué tenía que ver la gratuidad en todo ese proceso? ¿Qué hubiera pasado si todas esas energías y esfuerzos por conseguir la perfección y la santidad hubieran sido dedicadas a dar gracias, bendecir y alabar al Señor? ¿Qué hubiera sucedido si esa disponibilidad para hacer toda clase de obras buenas por Dios la hubieran puesto al servicio de la obra de Dios en ellos? 23

¿Qué hubiera ocurrido si la gracia hubiera ocupado el lugar de sus obras? ¡Qué tributo tan enorme se ha pagado a ese tipo de espiritualidad! ¡Cuántos sacrificios, cuántas penitencias, cuántas derrotas, cuántos escrúpulos, cuántos exámenes de conciencia que terminaban con miles de propósitos, que jamás se podían cumplir! El resultado de todo eso fue una vida cristiana teñida de esfuerzos y de prácticas piadosas, donde la obra de Dios sólo aparecía en el horizonte. Una vida desde la gratuidad de la acción de Dios era completamente desconocida. 3.6. Una espiritualidad de imitación La dinámica de la ley ha invadido por completo el panorama de la vida cristiana. Todas las obras y esfuerzos, renuncias y sacrificios, han estado orientados hacia la consecución de la propia perfección. Así podemos entender que en esa concepción de la vida cristiana haya encajado perfectamente el tema de la imitación de Cristo. Imitar significa “ejecutar una cosa a ejemplo o semejanza de otra, parecerse a… asemejarse, reproducir imitando, copiar, representar”; imitador es “el que imita, es decir, el que trata de reproducir los rasgos, el estilo, las características y el modo de ser y de obrar de aquel a quien trata de imitar”. En la imitación, por tanto, el imitador corre con todo el peso de la acción; él es el que tiene que hacer esfuerzos para ser semejante a aquel a quien trata de imitar. Para la mayoría de los que emprendían el camino de la perfección y de la santidad Jesús era el modelo a quien había que imitar y a quien había que parecerse lo más posible. La obra titulada La imitación de Cristo, el famoso Kempis, tuvo una influencia muy negativa en ese sentido, ya que el ideal de la imitación llevaba a todos a intentar reproducir la imagen de Jesús en ellos. Pero yo tengo muchas reservas con respecto a ese lenguaje. Porque cuando hablamos de imitación de Jesús, no es él el que nos hace a su imagen, sino nosotros a la suya; no es él el que escribe en nosotros una bella historia de salvación, sino nosotros los que queremos escribirla por nosotros mismos, imitándole a él. Ese es el peligro de la imitación: conduce al individualismo y, por qué no decirlo, a un egoísmo muy refinado, porque lo “que interesa es únicamente la perfección del propio yo”. Pero la vida cristiana “no gira en torno a mi yo y a mi obra por Jesús, sino a Jesús y a su obra en mí”. Cuando tratamos de conseguir la perfección por nosotros mismos, terminamos olvidando por completo la gratuidad de la acción de Dios. Seguramente el que trata de imitar a Jesús alcanza una determinada perfección, pero no es la imitación, sino el seguimiento el eje del cristianismo. Seguirle significa estar con él, verle de cerca, oír el timbre de su voz, vivir con él, vivir de su misma vida. Sin ese punto referencia no puede haber vida cristiana. En efecto, ¿qué sentido podría tener nuestra vida si no nos hemos encontrado con él, si no ha pasado a nuestro lado, ni nos ha mirado ni llamado? Él es lo decisivo. La vida cristiana comienza precisamente con una mirada y una llamada: sígueme. Pero en la imitación es el hombre el que se pone en evidencia[14]. 3.7. Una espiritualidad a la sombra de un Dios exigente y justiciero 24

La ley pone en marcha una dinámica implacable, que nos va llevando hacia una vida vivida en la práctica de las virtudes para hacernos agradables a los ojos de Dios y así evitar la condenación eterna. Pero detrás de esa espiritualidad aparece la imagen de un Dios justiciero, que mide las deudas del hombre hasta el último centavo. Pero, ¿de qué Dios hablamos? ¿Del Dios que premia y castiga? ¿Del Dios que no nos deja pasar ni una sola? ¿Del Dios de la ley y del orden? ¿En qué Dios creemos? ¿En el Dios de la muerte o en el Dios de la vida sin fin? ¿Quién podrá aceptar a un Dios así? ¿Quién podrá amarle y desearle? ¿Es ese el Dios que se ha encarnado en Jesús? Precisamente porque Dios se ha hecho carne, es decir, debilidad e impotencia, ya no podemos pensar sólo en el Dios todopoderoso que se impone, castiga y condena. ¿Se puede comparar ese Dios, terrible y justiciero, con aquel que nació en un pesebre y murió en una cruz? Un Dios que sólo nos causara miedo debería ser desterrado de este mundo y del corazón de los hombres. Si Dios quisiera destruirnos y condenarnos ya lo habría hecho desde el momento de nuestra llegada a la tierra. Si Dios sólo fuera un contable perfecto que llevara cuentas de nuestros pecados e infidelidades, entonces no habría esperanza alguna de salvación para nosotros. Pero su poder aniquilador ha sido envuelto en un manto de debilidad, su ira ha sido trocada en perdón y su cólera en misericordia. No podemos resignarnos a vivir esa espiritualidad de obras que hemos recibido. La fe cristiana no comenzó con una ley, sino con la experiencia del encuentro con el Señor resucitado. Tiene que ser vivida desde la gracia, es decir, desde la presencia y la acción de Dios en nosotros. ¿Cómo concluir esta reflexión sobre la dinámica de la ley? Si todo lo que hemos expuesto hubiera sido una corriente de pensamiento propuesta por alguna escuela teológica podría ser comprensible. Pero que se haya mantenido como la espiritualidad corriente en la vida de la Iglesia resulta difícil de admitir. ¿Nadie se sintió incómodo con ella? ¿Nadie fue capaz de ponerla en tela de juicio? El semipelagianismo fue condenado con rapidez, pero el hombre parece que no se ha resignado a desaparecer del escenario y ha pretendido alcanzar su propia perfección y su propia santidad. Pero Jesús no vino a traernos una ley, sino la gracia. La distancia que separa a una de la otra es infinita. Pretender avanzar por el camino de la ley sería como convertirnos en dioses a nosotros mismos. La gracia no sería la reina, sino el propio esfuerzo. No hay más camino que el de la gratuidad de la acción de Dios en el hombre. El cristianismo no es una religión entre otras, sino completamente distinta de las demás; no es religión, sino gracia; no consiste en hacer, sino en dejarse hacer por Dios. La religión se expresa en un comportamiento moral intachable, es decir, en el cumplimiento de los deberes, de las obligaciones y de los mandamientos que Dios ha dado, en la obediencia estricta a su voluntad; la gracia se expresa en el don de Dios, que precede a cualquier tipo de comportamiento ético, pero que conduce, en última instancia, a él. En la vida cristiana, la carta de recomendación no son nuestras buenas obras, sino el hecho de que somos hijos de Dios; no lo que nosotros hayamos hecho por Dios, sino lo que Dios ya ha hecho por nosotros; no lo que hagamos, sino lo que somos. Y todo esto por una razón muy sencilla: porque los hijos no necesitan hacer grandes obras para ser amados por sus padres. Los padres no aman a sus hijos porque sean buenos hijos, sino 25

porque son sus hijos. 4. El mundo de la ley Hace ya algún tiempo leí una anécdota graciosa. En el año 1895 sólo había dos coches en Ohio. ¿Podemos imaginar lo que sucedió? Pues que los dos chocaron entre sí. El hecho no deja de ser extraño, pero es evidente que si hay dos coches existe la posibilidad de que puedan chocar entre ellos. Eso es lo que sucede en el terreno en el que nos estamos moviendo. Ley y gracia pueden chocar en cada momento de nuestra vida. Entonces, ¿cómo vivir la vida cristiana? ¿Observando o practicando una ley, por más santa que sea, o viviendo bajo las alas de la gracia de Dios? ¿Hacia dónde deberá inclinarse la balanza: hacia la ley (el esfuerzo, las obras, el mérito, las renuncias, los sacrificios, la ascesis…) o hacia la gracia (la presencia de Dios en nosotros y la gratuidad de su acción)? ¿Por qué camino deberá marchar la vida cristiana? La ley divide a los hombres en dos campos: los buenos y los malos, los justos y los pecadores, los observantes y los inobservantes, los que se salvan y los que se condenan. Pero ¡qué distinto es el mundo de la ley y de la gracia! Los contrastes entre una y otra son muy acusados, como hacen notar los especialistas en el tema, aunque no sean capaces de sacar todas las conclusiones que se deducen de ellos. Pero casi todos se expresan de la misma manera. El campo de la ley es lo mandado o lo prohibido, lo que hay que hacer o lo que hay que evitar, el campo de la gracia es lo regalado y lo gratuito; la ley se mueve en el terreno de la imposición y de la obediencia, la gracia en el mundo del regalo; el terreno de la ley es el de la justicia, el de lo ganado o merecido, el de la gracia el del don; la ley actúa desde el exterior, la gracia desde el interior; la ley es una llamada, la gracia una presencia; en la ley Dios nos habla de él, en la gracia se entrega personalmente; la ley exige, la gracia da; en la ley, el que la hace, la paga, en la gracia el amor se impone a la justicia; la ley parte del hombre, la gracia de Dios; la ley es un movimiento de abajo hacia arriba, la gracia de arriba hacia abajo; la ley produce orgullo y engreimiento en el hombre, la gracia gratitud y alabanza; la ley pone en evidencia el esfuerzo del hombre para hacerse agradable a los ojos de Dios, la gracia el favor divino que se inclina sobre el hombre; la ley genera relaciones bilaterales (Dios manda y el hombre obedece), la gracia relaciones filiales (de Padre a hijo); la ley está siempre ahí, con su mano alzada y amenazadora, como un juez implacable, como “un acreedor sin entrañas”, la gracia, por el contrario, aparece siempre con el rostro del amor y de la misericordia; desde el campo de la ley, nuestra deuda es cada día superior, hasta tal punto que nuestra situación puede hacerse insostenible y nos veamos condenados sin remedio; desde el campo de la gracia el perdón pone una esperanza ilimitada en nuestro corazón. La ley no conoce la tolerancia, sólo la gracia conoce la misericordia. La ley es ley, la gracia es gracia. Con la ley en la mano nunca se conquista la gracia, porque si la gracia fuera conquistable dejaría automáticamente de ser gracia, para ser algo debido, y eso sería su misma destrucción. Es verdad que Dios no nos manda nada imposible, pero hay algo que falla en el mundo de la ley. Podríamos observar todas las leyes y, sin embargo, no haber dado ni un 26

solo paso hacia el Señor. A Dios no le conquistamos por las obras que hagamos, porque es totalmente gratuito. No podemos hacer un camino equivocado. Si dejamos caer en el olvido la gratuidad de su acción rebajamos el cristianismo al nivel de las demás religiones de la tierra que no conocen la gratuidad. No podemos permitirnos ese atentado contra la palabra más hermosa de nuestro lenguaje. Lo viejo pasó, ahora todo es nuevo. La llegada de la gracia fue el ocaso de la ley. 5. Vivir bajo la ley La ley está hecha para ser puesta en práctica, es decir, para ser cumplida. Por eso, la ley excita siempre al hombre a la acción, sin dejarle ni un solo momento de respiro. No puede ser cumplida a medias, porque sería como no cumplirla, y así caeríamos inexorablemente en manos de la justicia de Dios. En efecto, la ley nos pone ante la vida o la muerte, la salvación o la condenación, la gracia o la justicia, lo gratuito o lo debido, lo regalado o lo merecido. Por esa razón, la ley ha generado una categoría de hombres esforzados, que han querido alcanzarlo todo desde sus propios esfuerzos, pero dejando bastante en la penumbra al Señor. Pero, ¿estaremos condenados a caminar siempre por la senda de la ley, sin conocer ni un momento de tregua? ¿Para qué habrá venido Jesús? ¿Para doblegarnos bajo el peso de una ley o para salvarnos? Pero si ha venido para salvarnos, entonces, ¿cómo pretendemos salvarnos por nuestras propias fuerzas? ¿Qué clase de salvador sería si lo hubiera dejado todo a merced de nuestros esfuerzos? ¿Cómo podríamos conseguir nosotros la salvación? Vivir bajo la ley significa que Dios exige que el hombre la cumpla por entero: no unas cosas sí, y otras no, sino toda la ley. Por eso, el mundo de la ley sería sólo para los más esforzados. Pero, ¿qué será de los demás? ¿Qué será de los débiles, de los pecadores, de los cobardes, de los que no conocen la senda por la que hay que marchar? El mundo de la ley los abandona a su propio destino. Pero, ¿no habrá algún camino más esperanzador? ¿Nos pedirá el Señor que seamos unos héroes? ¿No ha venido a buscar todo lo que estaba perdido? ¿No vino a proclamar un año de gracia? El mensaje de Jesús no tenía como destinatarios hombres aferrados a la ley, sino moldeados por el Espíritu. El hombre ya no podía vivir como si nada hubiera pasado, porque había sucedido algo decisivo: la llegada del reino. Dios se había hecho presente y había que entrar en una relación personal y amorosa con él, de la misma manera que él lo había hecho con nosotros. Ya no se podía vivir cumpliendo una serie de leyes, sino a la sombra de las alas del Altísimo, que se había rebajado hasta nuestra pequeñez. Dios estaba ahí, no envuelto en una serie de leyes, sino en una carne humana. No se podía dejar pasar esa ocasión para encontrarse con él en la intimidad. Era cuestión de vivir en la gracia y en el amor o quedarse ateridos de frío para siempre. Ya no se trataba de hacer algunas cosas, ni de hacerlas mejor, sino de arriesgar el corazón por el reino que alboreaba. Jesús no sólo invitó a sus oyentes a un cambio de conducta, sino a un nuevo nacimiento. Porque si el hombre no nace del Espíritu sigue siendo un hombre viejo. Pero la realidad es que todos llevamos en nuestros genes como un rescoldo de ese cristianismo legalista, herencia de tantos siglos, según el cual el cumplimiento estricto de los mandamientos sería como una 27

garantía de salvación. Pero en ese caso, la relación con el Señor ya no se establecería a través de un encuentro cara a cara, sino a través de una ley, que se alzaría como un juez terrible en nuestro camino. Pero si eso fuera así, la gracia sería convertida en un negocio de compraventa, ya que no podríamos conseguirla más que a base de obras y de méritos, de sacrificios y de renuncias, y todo el peso de la salvación recaería sobre nuestros hombros. Pero, en ese caso, ¿dónde quedaría la gratuidad de su acción por nosotros? Será preciso un auténtico milagro de Dios para hacer desaparecer esa concepción que nos hemos hecho de la vida cristiana, porque la llevamos en las mismas entrañas. En todos los momentos ha habido hombres que han ofrecido un ejemplo maravilloso con su vida y su generosidad. Pero ese cristianismo de prácticas y de ritos, de normas y de leyes tiene que morir para que el Señor pueda hacer en nosotros una nueva creación. Al punto que hemos llegado no necesitamos sólo de héroes esforzados que puedan presentarse ante Dios con sus manos llenas de obras y de realizaciones, sino de hombres con las manos vacías, para que el Señor pueda depositar en ellas el tesoro de su amor y de su misericordia. El Espíritu tiene que plantar en el corazón de los fieles una nueva semilla que los transforme por entero. Ya no estamos bajo el régimen de la ley, sino de la gracia. La dinámica acción-reacción ha sido superada. La tarea del hombre ya no consiste en tratar de salvarse por sus propias fuerzas, sino en acoger al Salvador. Alguien se ha preocupado de nosotros desde toda la eternidad, antes que nacieran el sol, la luna y las estrellas, los montes y los collados. Alguien nos ha amado desde siempre y ha concebido un plan de salvación para todos nosotros. No son nuestras obras las que nos hacen agradables a los ojos de Dios, sino su obra en nosotros lo que nos hace amables en su presencia. Él va por delante perdonando, amando y salvando; nosotros le seguimos con una canción de alabanza en nuestros labios. Eso es lo decisivo para nosotros. Después vendrá lo que tenga que venir: una vida desbordante de amor hacia Dios y hacia los demás. La imagen de un Dios gratuito no se armoniza muy bien con una espiritualidad de obras y de esfuerzos, de sacrificios y renuncias, de méritos y de derechos adquiridos. Detrás de ella aparece siempre el perfil de un Dios justiciero, que mide las deudas del hombre hasta el último centavo, mientras que detrás de la gratuidad refulge la figura de un Dios lleno de perdón y de amor, de gracia y de vida. Si el cristianismo no aprende a vivir de la gratuidad, su futuro será más que sombrío.

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3 La gracia Dejamos atrás el mundo de la ley. Lo abandonamos sin ningún pesar, porque con la llegada de Jesús la ley ha dejado su lugar a la gracia. Pero si saliéramos a una calle concurrida de nuestras ciudades y preguntáramos a los fieles cristianos ¿qué es la gracia?, la mayoría alzarían sus hombros y se quedarían completamente mudos. Seguramente esa palabra no evoca en ellos nada que pueda hacer brillar sus ojos y estremecer su corazón. Y, sin embargo, no se trata de una palabra rara, sino que aparece sin cesar en la predicación y en la enseñanza, en las oraciones y en la liturgia de la Iglesia: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo”, “derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros”, “te rogamos que tu gracia nos ayude”, “que tu gracia, Señor, nos preceda y acompañe”, “te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas”, “soy cristiano por la gracia de Dios”… Pero, ¿de qué hablamos cuando utilizamos esa palabra? ¿Qué es la gracia? ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo describirla? ¿Cómo abrir esa caja mágica para poner al descubierto todo su contenido? ¿Qué nos oculta o qué nos revela? ¿Cómo explicar a los fieles cristianos lo que es? ¿Cómo hacerlos vivir el misterio estremecedor que se esconde detrás de esa palabra? Todos esos interrogantes están esperando una respuesta, no sólo a nivel de entendimiento, sino a nivel de corazón, porque de ella depende nuestra comprensión de la vida cristiana: o la convertimos en lo más maravilloso o hacemos de ella algo verdaderamente vulgar; o Dios es el verdadero protagonista de esta historia, o el hombre asumiría un papel impropio de su condición de criatura[15]. 1. Significado de la palabra gracia El término gracia (cháris en griego) procede de la raíz latina gratia, derivada de gratus (de donde procede gratis, gratuito, gratuidad), que significa agradable o agradecido. La palabra griega cháris está en íntima relación con el verbo chaírein, que significa alegrarse, y el sustantivo chará, que significa alegría. Esa palabra era utilizada en el lenguaje de cada día en el mundo antiguo. Se trata de una de las palabras más hermosas, si no la más hermosa, creada por los hombres. Con ella se designaba la gracia y la belleza, el encanto y la amabilidad, el don y el favor, el beneficio y el reconocimiento. Era aplicada a las personas y a las cosas. Así, por ejemplo, se hablaba de la gracia del cuerpo, de palabras agradables, de gente agradable, de ser agradable a alguien. La gracia fue personalizada o encarnada en las diosas, que derramaban en la existencia humana todo aquello que era delicioso y bello. También era aplicada para expresar el sentimiento del superior hacia el inferior, del amo hacia el siervo, del rey hacia sus vasallos, de los dioses hacia sus adoradores, y de ahí se pasaba con la mayor naturalidad al hecho de hacer gracia a alguien, es decir, de hacer algún beneficio a una persona. Los favores que el emperador concedía a sus soldados el día de su cumpleaños o con ocasión del año nuevo eran designados con la palabra gracia o caridades, puesto que el emperador no 29

estaba obligado a otorgarlos, sino que lo hacía por pura benevolencia. Cuando esa palabra era utilizada en el mundo antiguo todos sabían perfectamente que la gracia era un don, un favor, un regalo o un beneficio que se hacía por “pura liberalidad y no por obligación”, “una concesión gratuita”. Por tanto, la gracia nos introduce en el mundo de “lo libre y de lo imprevisible, de lo que no se ha ganado ni merecido”. La gracia es un don o un regalo, algo que se da gratis, es decir, de balde, sin esperar nada a cambio y sin mirar de reojo para recibir algún tipo de contraprestación o de recompensa. El rasgo específico de la gracia es lo gratuito, lo no merecido, lo que no se puede ganar ni alcanzar porque no disponemos de ningún medio para ello. Esa es la esencia misma de la gracia. Eso es lo que jamás deberíamos olvidar. Apenas se pase por alto este punto de partida, todo se viene abajo. Por eso, si en algún momento se infiltrara algún cuerpo extraño en ella, quedaría desvirtuada para siempre: la gracia se convertiría en justicia, y lo gratuito en lo debido. Pero la palabra gracia ha sido recubierta de un manto tan espeso, que apenas podemos reconocer lo que se oculta detrás de ella. Nosotros hablamos con la mayor naturalidad de estar en gracia, de repartir la gracia, de merecer la gracia, de perder la gracia, de recuperar la gracia, de aumentar la gracia, de vivir en gracia, de morir en gracia… Pero, ¿no nos damos cuenta de que estamos introduciendo una contradicción en los mismos términos? ¿Cómo se puede ganar o merecer lo que es gratuito? Si la gracia pudiera ganarse entraríamos de lleno en el campo de la justicia y de lo debido; si se pudiera merecer ya no sería gratuita; si se pudiera adquirir sería debida como un salario; si se pudiera perder dependería por entero de nosotros y no de Dios. Pero la gracia ni se compra ni se vende, sino que se recibe y se acepta. ¿Qué hacer, entonces, para que la palabra gracia recupere su sentido original y vuelva a sonar como una canción de amor en nuestros oídos? ¿Qué hacer para destruir, de una vez para siempre, esas viejas categorías de ganar y de merecer la gracia? Porque las consecuencias de una mala comprensión de la gracia han sido nefastas para el cristianismo. Desde el momento en que ponemos en evidencia al hombre y sus obras en orden a conseguir su perfección y su salvación, la gratuidad de la gracia divina se diluye para siempre. Pero la realidad es que no puede haber reciprocidad alguna a la palabra gracia, ya que ni siquiera la acción de gracias y la alabanza están a su misma altura. La gracia es Dios mismo que desciende hacia el hombre, que le mira, le ama y le contempla desde cerca, no desde el cielo lejano. Eso es lo que el hombre no puede merecer ni alcanzar, porque Dios no se lo debe en manera alguna. 2. La gracia en la revelación Para llegar al corazón mismo de la gracia, nada mejor que rastrear su significado a lo largo de la palabra revelada, ya que sólo en ella podemos tener un apoyo firme para no dejarnos desviar en ningún momento de nuestro camino. En el Antiguo Testamento no hay ninguna palabra que exprese con absoluta precisión lo que es la gracia, tal como nosotros la entendemos. Pero la idea se halla presente en todas sus páginas. El amor de Dios por su pueblo siempre fue considerado como una 30

“actitud intensamente personal”. Dios lo escogió sin tener en cuenta ni su valor ni sus méritos. La elección y la alianza fueron el resultado de una acción gratuita, en la que Israel, por decirlo de algún modo, no tuvo ni arte ni parte. A partir del siglo III-II a.C. la Biblia comenzó a ser traducida del hebreo al griego. Fue entonces cuando apareció la palabra gracia (cháris en griego) para traducir varios términos hebreos que, en cierta manera, son como sus equivalentes: hen (gracia), hésed (misericordia, amor), émet, emuná (fidelidad), rahamin (ternura) y raham (compasión) … Lo que se expresa en esos términos es verdaderamente impresionante para comprender lo que es la gracia[16]. El término hen, en efecto, es el más próximo a nuestra palabra gracia. Procede de la raíz hnn que significa mostrarse lleno de gracia y de misericordia para con alguien. El término fue aplicado a los dioses, a los reyes, a los hombres y, en grado sumo, al Dios único y verdadero. Los especialistas hacen notar que la palabra hen expresaba, en su sentido más original, “la superación de la distancia que existe entre los poderosos y los débiles, entre los que están arriba y los que están abajo”. Por tanto, la única manera de eliminar esa distancia era que los poderosos y los que estaban arriba se abajaran y se inclinaran, porque de otra manera los que estaban abajo nunca podrían llegar hasta ellos. Pero esa inclinación o abajamiento era un puro favor, es decir, algo puramente gratuito, como un “volcarse con afecto y benevolencia, con protección y amor”, como cuando una madre se inclina sobre la cuna de su hijo. En ese sentido fue aplicada con la mayor naturalidad a Dios. Él fue el que acortó todas las distancias y se inclinó graciosamente sobre su pueblo para hacer una alianza con él; él se abajó y lo miró con amor y con benevolencia, lo protegió y lo salvó. El término hésed es también impresionante. Con él se expresaba “la idea de piedad y de amor, de dulzura, de compasión y de misericordia, de fidelidad y de seguridad en las relaciones humanas”. Esa fue la palabra aplicada a la relación de Dios con su pueblo, con el que se comprometió con un pacto de amor eterno. Por eso tenía que estar a su lado en todo momento. No podía desentenderse de los suyos ni dejarlos abandonados. Eso es lo que Israel jamás pudo olvidar: que con Dios podía contar en todo momento, porque su ternura entrañable no podía ser rota por ninguna infidelidad ni por ningún pecado[17]. El término rahamin es todavía más impresionante. Por medio de él se expresaba la emoción y el sentimiento, la ternura, el amor maternal, la piedad que se apodera de las entrañas. Rahamin es, en efecto, el plural de la palabra rehem, que significa el seno o el vientre de la madre, considerado como la sede del amor entrañable por sus hijos. Eso es precisamente lo que se dice de Dios con respecto a los hombres: que Dios nos ama entrañablemente. Su compasión es algo que nos hace estremecer, porque no está sometida a ningún tipo de deberes y, por tanto, es algo totalmente espontáneo por su parte, algo que brota de sus mismas entrañas. Cuando el pueblo elegido ya no podía exigir la misericordia de Dios como algo debido, entonces esperó con toda su alma que el Señor no retirara su compasión[18]. Dios podría haber rechazado y destruido a su pueblo, pero nunca lo hizo porque él es la roca firme que nunca se desdice ni se contradice. Eso es lo que los autores sagrados 31

expresaron con los términos verdad (emet), fidelidad y lealtad (emuná), que aparecen frecuentemente en la Biblia. Esas palabras llevan en su misma entraña la idea “de ser o estar firme”, “de algo sólido y resistente que ofrece todas las garantías de seguridad y de permanencia”. Eso es lo que afirmaron sin cesar: que Dios es constante en sus promesas y en sus juramentos, en sus apegos y en sus sentimientos: si ama, ama para siempre; si hace una alianza, la mantiene hasta el final. Con Dios podemos contar en todo momento, incluso en aquellos en los que parece que todo está perdido, porque su fidelidad no se gasta con el uso ni envejece con el paso de los años. Dios se ha comprometido de tal manera con nosotros, que ya no puede dar marcha atrás. Estamos asegurados contra todo riesgo. Por tanto, la gracia no es una cosa en general, sino una presencia, “una relación personal e intensa de Dios con el hombre, una relación amorosa y compasiva”. Así es como el hombre del Antiguo Testamento vivió y expresó la gracia: como cercanía y como agrado de Dios hacia el hombre, como amor y fidelidad, como perdón y como salvación; no como algo dado por Dios al hombre, sino como él dándose a sí mismo. Ninguno de los términos utilizados en el Antiguo Testamento tiene como punto de partida alguna obra o algún mérito por parte del hombre, sino que arrancan siempre de Dios. Él es, en efecto, el que se inclina y se abaja, ama y se compadece, siente misericordia y salva; es su acción lo que aparece en primer plano, no el valor, la fuerza o los méritos del hombre. La relación de Dios con el hombre no está envuelta en deberes y obligaciones, sino en amor y en gracia. Por tanto, la gracia, vista desde el lado de Dios, significa que él nos ama gratuitamente, “sin ninguna obligación por su parte y sin ningún derecho por la nuestra”. Sería bueno que lo entendiésemos de una vez para siempre. La gracia es el misterio de su presencia viviente en nosotros. Un instinto de ternura une a Dios con sus hijos, una misericordia gratuita e inmerecida. ¿Se puede expresar de una manera más clara? ¿Qué es la gracia, sino esa presencia misericordiosa y amorosa, fiel y constante de Dios en nosotros? ¿Qué es, sino Dios mismo presente en este pobre ser humano? Los autores del Nuevo Testamento utilizaron ya abiertamente la palabra gracia (cháris). ¿Por qué no eligieron alguna de las palabras utilizadas en el Antiguo Testamento? Tal vez por una razón muy sencilla: porque ninguna de ellas podía expresar “la novedad absoluta de la experiencia cristiana”, ni ponía tan a las claras “la absoluta gratuidad del amor de Dios hacia el hombre”. El término gracia (cháris) aparece unas 100 veces en las cartas de san Pablo y 50 en el resto de los libros del Nuevo Testamento. La mayoría de los especialistas piensan que fue él quien la introdujo en el lenguaje cristiano, partiendo de su uso profano, engrandecido ya por su utilización en el Antiguo Testamento y, sobre todo, por su propia experiencia camino de Damasco. Por eso ha sido llamado “el cantor de la gracia”. Pero es sorprendente notar que san Pablo utilizó siempre la palabra en singular, nunca en plural. Para él no había gracias, sino gracia. Cuando habla de ella siempre se refiere, de una manera u otra, al don gratuito que Dios nos ha hecho en la entrega de su Hijo: gracia es el perdón y la reconciliación, la redención y la salvación, la regeneración y la filiación 32

adoptiva, la nueva vida en Cristo y en el Espíritu, la vida eterna y dichosa en manos del Señor. Esa es la gracia que jamás hubiéramos podido merecer ni ganar con nuestras obras, porque nos supera infinitamente. Eso es lo que impide cualquier título de gloria por nuestra parte. Ante esa realidad el hombre debe caer de rodillas y adorar en silencio. Nadie pudo forzar a Dios para que interviniera en nuestro favor, y nada pudimos hacer para evitar que lo hiciera. Todo ha partido de su iniciativa, todo ha corrido “por cuenta de la casa”, sin que el hombre haya tenido arte ni parte en ello. Se diría que ha sido un mero espectador de esa decisión totalmente gratuita, porque nosotros no teníamos ningún título ni mérito que presentar ante él. Eso es lo que nos hace estremecer, porque nos ha llegado precisamente cuando no había nada de amable en nosotros, ni habíamos hecho ninguna obra buena por Dios. Cuando éramos enemigos ya fuimos amados y perdonados. En el corazón de Dios hay un amor por el hombre que no es una correspondencia a su amorosidad o a su amabilidad, sino que es pura gracia por su parte. Dios no ama al hombre porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo ama. “Porque me amaste, dice san Agustín, me hiciste amable”. En la segunda Carta de san Pedro aparece un texto que algunos teólogos se han atrevido a calificar “como la expresión más enérgica de toda la Escritura sobre la gracia”: “Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia” (1,3-4). El texto fue comentado en infinidad de ocasiones por los santos padres y lo ha sido a lo largo de los siglos, pero no es fácil precisar su verdadero alcance y contenido. ¿Qué quiso decir realmente el autor? Tal vez nunca llegaremos a comprenderlo en su sentido más profundo, pero, se interprete como se interprete, debe tratarse de algo verdaderamente grandioso. La gracia nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, de su ser y de su vida; es algo que nos diviniza y nos hace “semejantes a él”. 3. Entonces, ¿qué es la gracia? Sólo podemos hacernos una idea exacta de lo que es la gracia partiendo de los datos que hemos encontrado en la revelación. Hacia ellos debemos volver constantemente los ojos, porque la realidad es que los teólogos, los predicadores y los fieles cristianos la hemos manipulado hasta tal punto, que ya no somos capaces de reconocerla en su verdadera identidad. Pero, ¿cómo podríamos describir lo que es la gracia? ¿Qué podríamos decir de ella? Como acabamos de ver, la gracia no es un adorno exterior, sino una presencia divina en lo más profundo de nuestro ser, que nos hace criaturas nuevas, como si acabáramos de salir de sus manos creadoras. Pero los hombres nos hemos asustado ante la gratuidad total de esa presencia en nosotros y hemos tratado hacer de ella algo más manejable y comprensible. El lenguaje que hemos utilizado ha sido muy desafortunado: se la puede ganar o perder, aumentar o disminuir, merecer o desmerecer; se tiene o no se tiene, se la 33

damos a unos, se la quitamos a otros, se conserva a base de buenas obras, se pierde por el pecado. Pero la gracia ni se compra ni se vende, ni se gana ni se merece. Lo que se da gratis es gratuito. Si la gracia perdiera su carácter gratuito quedaría deformada para siempre. La gracia es el punto de encuentro entre Dios y el hombre. Los dos están ahí, frente a frente, en un cara a cara, en un tú a tú. No tienen la misma estatura, pero, por pura benevolencia, se encuentran el uno con el otro. Pero cada uno en su lugar: Dios como Dios, el hombre como hombre. Dios es el protagonista de ese encuentro. De él han partido todas las iniciativas: él nos ha creado y nos ha hecho a su imagen y semejanza, él nos hablado como una madre habla a sus hijos, y nos ha revelado cuáles son sus planes y sus designios con respecto a nosotros; él nos ha salvado de la muerte eterna y nos ha prometido una vida sin fin. Él es el que viene a nuestro encuentro y nos hace estallar de amor y de vida. El hombre también está ahí. Ocupa su lugar en esta obra de salvación. Para poner en evidencia la acción de Dios no necesitamos hacer desaparecer por completo al hombre, sino mantenerlo en el lugar que le corresponde. Las luces del escenario no apuntan hacia él, sino hacia Dios. Él es el que hace y el hombre el que se deja modelar por él. Si Dios no hiciera su obra, el hombre no podría hacer absolutamente nada para conseguir una vida eterna, porque el orden de la gracia le supera por entero. Por tanto, Dios y el hombre no están en el mismo plano, pero los dos están presentes: el Todo se encuentra con la nada, el Infinito con el finito, el que todo lo tiene con el que carece de todo, el que todo lo da con el que todo lo recibe. Su presencia en nosotros nos lleva a una intimidad que apenas podemos imaginar. Pero nunca podemos poseer esa vida como propia, sino que nos es regalada y ofrecida en cada momento. La gracia no puede ser jamás poseída como un bien privado, porque es una presencia viva, que fluye sin cesar, que nos inunda y nos envuelve. Vivimos del regalo continuo de ese Dios que nos penetra hasta lo más hondo de nuestro ser, allí donde sólo él puede entrar como Señor y como creador nuestro. San Agustín dice que el cielo y todos los coros de los ángeles no pueden compararse al hombre en quien Dios ha puesto su morada. Se ha dicho, con razón, que “nos estremecemos cuando nos azota un terremoto o un tsunami, pero nadie se conmueve ante el hecho de que Dios habite en el alma del hombre”. La mayoría vivimos ajenos a todo eso, sin apreciar lo que significa que vivamos en su amor. Pero la verdad es que ninguna otra cosa puede ser comparada con la gracia de la presencia de Dios en nosotros. “Gracias a la gracia, decía san Dionisio, adquirimos como un rango divino”. Dios mismo nos diviniza en cierta manera, nos “sumerge en él como se sumerge el hierro en el horno”. Así es como somos hechos “de la raza de Dios”. Por la gracia somos revestidos de la belleza misma del Creador, que sobrepasa todo lo imaginable. La presencia de Dios en nuestra alma nos hace descansar junto a la fuente de todo amor y de toda vida. Aunque uno sea pobre, esté débil y enfermo, aunque carezca de todo o de casi todo, si tiene la gracia lo tiene todo. Sin ella estaríamos como deshabitados por dentro, destinados a la nada y a la muerte[19]. 34

Los santos padres hablaron de la gracia como “la luz de Dios, la hermosura sin igual, el amor infinito”. Así como la luz alumbra y calienta, despierta y mantiene la vida, así, por la gracia de la presencia de Dios, el alma se despierta y adquiere vigor. La gracia, precisamente porque es presencia divina en nosotros, nos hace hijos de Dios, templos del Espíritu, miembros de su familia, nos eleva, nos sana, nos perdona, nos reconcilia y nos salva, nos injerta en Cristo y nos hace vivir de su misma vida. A nuestro alrededor parece que todo sigue exactamente igual: los días y las noches, el frío y el calor, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte… Pero algo fluye en nuestro interior que inunda nuestra vida de amor y la llena de esperanza. Eso es lo que lo cambia todo. Somos criaturas nuevas[20]. Gracia es la palabra clave en la relación de Dios con el hombre. Pero nunca debería perder el sentido que tuvo desde el principio. Lo que es debido se mueve en el campo de la justicia, pero la gracia se mueve en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no merecido ni ganado. Por tanto, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el campo de la gracia sería un atentado inadmisible contra su misma esencia. San Agustín decía con toda la razón del mundo: “La gracia se da, la deuda se paga; la gracia se da a los que son indignos, a fin de que la deuda se pague a los que son dignos”. La gracia excluye totalmente cualquier asomo de deuda que pueda incrustarse en ella. Eso es lo que la hace inconfundible con cualquier otra cosa. Con esa noción de gracia vamos a movernos en todo momento. Estoy dentro de la Iglesia y sé que puedo expresarme con libertad, como lo han hecho a lo largo de los siglos tantos místicos, teólogos y escritores eclesiásticos. No siempre tenemos a nuestra disposición el lenguaje exacto para expresar lo que queremos decir. Pero lo que veo con claridad es que la teología de la gracia debe ser revisada por entero a la luz de la gracia Increada, la única gracia que existe en realidad. Dios tiene que aparecer siempre en primer lugar. La gracia es el amor gratuito de Dios que ama al hombre sin motivos ni condiciones. Eso es lo que hay que mantener por encima de todo. Por eso, no podemos ni imaginar que el hombre pueda invocar derechos ni méritos ante él, porque entonces la gracia ya no sería un don amoroso, sino una deuda que Dios tendría que pagar. “¿Por qué gracia? Porque se da gratuitamente. ¿Y por qué se da gratuitamente? Porque no son tus méritos los que han precedido, sino que más bien se te han adelantado los favores de Dios. Honor, pues, a él, que nos hace libres”[21]. Dios tiene que volver a recuperar el protagonismo que le hemos robado y poner las cosas en su sitio. La cosa más importante para nosotros es saber que Dios no nos ha abandonado en esta pampa infinita del mundo, sino que está con nosotros, que está en nosotros, que vive en nosotros, que nos ha envuelto en un manto de gracia y que nos lo ha regalado todo en el Hijo de su amor. Por eso, tenemos que hacer lo posible y lo imposible para que todos podamos entender lo que es la gracia y así vivir el misterio estremecedor de su presencia en nosotros. El término gracia lo dice todo: es Dios mismo dándose por entero al hombre, sin mirar de reojo y sin esperar nada a cambio. Eso es tan impresionante, que apenas podemos aceptarlo. Pero si Dios se diera esperando algo de nosotros entonces la gratuidad desaparecería por completo. Dios se da porque nos ama, pero nadie puede 35

merecerle ni ganarle. La gracia, dice san Agustín, “nunca se ha dado por haberse encontrado méritos en el hombre, sino, por el contrario, se ha concedido a los que no los tenían”[22]. Por eso, la gratuidad es la propiedad esencial de la gracia. No hay razón alguna, ni siquiera de conveniencia, que pueda reclamar y exigir la gracia divina. Nadie hubiera podido cruzar ese puente infinito que nos separa de Dios, si él no se hubiera acercado primero a nosotros. La gracia no es debida, porque él no tiene pendiente ninguna cuenta corriente con nadie. Por gracia el hombre ha sido salvado y destinado a la vida eterna, por gracia nos ha dado a su Hijo y nos ha hecho templos del Espíritu, por gracia nos ha elevado a la categoría de hijos. Si Dios no nos lo hubiera revelado ni lo hubiéramos podido imaginar. Sólo desearíamos los bienes de la tierra, tales como el amor, la familia, las riquezas, la salud, los hijos… La tierra de la gracia es una parcela exclusiva de Dios.

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4 La gratuidad perdida Después de contemplar la esencia de la gracia, los interrogantes nos brotan a torrentes: ¿Por qué la hemos desfigurado tanto? ¿Cómo es posible que hayamos intentado ganarla con nuestras obras? ¿Cómo ha sido posible ese salto hacia atrás, es decir, de la gracia a la ley? ¿Qué afán de protagonismo nos ha llevado a ponernos en primer plano y dejar al Señor y su obra en la penumbra? ¿Quiénes han sido los principales responsables de que la vida cristiana haya marchado por el camino de las obras más que por el de la gratuidad? ¿En qué momento se perdió la experiencia de la gratuidad para caer en la “idolatría” de las obras? 1. En camino hacia el legalismo Allá por el siglo XIX a.C., el Dios único y verdadero decidió intervenir personalmente en nuestra historia y se escogió un pueblo pequeño e insignificante, a quien hizo promesas grandiosas y con quien se vinculó en una alianza de amor y de sangre. Así entró en nuestra historia dolorosa para convertirla en algo maravilloso. Era el Dios de los padres, de la casa y de la familia, el Dios que oyó los clamores de los suyos, vio su aflicción y bajó para salvarlos, el Dios que abrió de par en par el mar, que hizo reventar las rocas, que dio el pan del cielo y llevó a los suyos “como sobre alas de águila”, el Dios que escogió a Israel como su “propiedad personal” entre todos los pueblos de la tierra. Pues bien, como conclusión del pacto efectuado en el Sinaí, Dios dio a su pueblo la ley de la alianza. Esa ley, como ya hemos visto, fue recopilada a lo largo de los libros del Éxodo, del Levítico, de los Números y del Deuteronomio. Por medio de ella Dios expresó su voluntad e indicó a su pueblo el estilo de vida que esperaba de él. Por tanto, la ley, en cuanto tal, no fue un yugo impuesto desde fuera, sino un regalo en favor de los suyos. En ella Dios se hizo cercano y accesible, hablado y revelado. Pero la alianza fue, por encima de todo, un pacto de amor, de tal manera que la ley sólo puede ser entendida como una conclusión de la alianza, nunca como una condición para llegar a ella. Sin ese pacto de amor, en el que Dios y su pueblo se encontraron y se abrazaron, la ley hubiera sido una carga insoportable. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia una y otra vez: que lo diferencial en la vida del pueblo de Dios no fue la ley, sino la alianza, es decir, que la alianza fue lo primero y fundamental, y la ley lo segundo y lo accidental. Es cierto que en los libros sagrados se habla constantemente de hacer, de poner en práctica, de observar y de cumplir la ley, pero el primer compromiso de Israel “no fue el de cumplir una ley, sino el de vivir íntimamente unido a su Señor”. La alianza no creó entre Dios y su pueblo unas relaciones jurídicas, sino filiales; no le comprometió a hacer algo, sino a ser algo. Pero, poco a poco, la ley comenzó a ser vivida sin una referencia a aquel pacto de amor y de sangre, en el que Dios se entregó a los suyos y los suyos a él, y los términos quedaron invertidos para siempre: la ley pasó a ocupar el lugar 37

de la alianza y el hombre el lugar de Dios. Por eso, en la misma medida en que la observancia estricta de la ley fue ganando terreno, la gracia lo fue perdiendo. Y, de repente, todo comenzó a tornarse oscuro. Esa ley que era preciosa y amable, buena y dulce, comenzó a adueñarse del hombre en perjuicio de la gracia y de la soberanía de Dios sobre él. Lo que fue una experiencia de amor fue dando paso a un tipo de hombre apegado a la ley, que se consideró como el protagonista de su propia salvación. Dios le había mandado cumplir su ley y él la cumplía. Pero desde ese momento los hombres de Israel comenzaron a hacer valer ante el Señor los esfuerzos que hacían por observarla y la recompensa que esperaban a cambio. Así fueron dando pasos hacia el cumplimiento escrupuloso de la ley, olvidando el carácter de gracia que tuvo desde el principio; así se fueron deslizando del régimen de la gracia al régimen de la ley; así surgió el “conflicto entre el espíritu y la letra”[23]. Pero la alianza estuvo basada en la gratuidad más absoluta, en una gracia que algunos se han atrevido a calificar “como casi absurda”, es decir, en ese intento de Dios de querer tomar por la mano a un pueblo insignificante y convertirlo en depositario de todas sus promesas para la humanidad. 2. El fariseísmo El fariseísmo recogió esa corriente legalista y la llevó hasta el extremo. Los fariseos fueron un grupo de hombres piadosos que se organizaron como un partido políticoreligioso en el siglo segundo antes de Cristo. En los días del Nuevo Testamento eran, según la información del historiador judío Flavio Josefo, unos 6.000. Se distinguían “por una observancia escrupulosa de la ley hasta en los más mínimos detalles”. La mayoría eran laicos piadosos, pero no faltaban los sacerdotes entre ellos. El fariseísmo ha sido “el esfuerzo supremo hecho por el hombre por tratar de alcanzar la perfección y la salvación por medio de las obras”. Las relaciones con Dios fueron concebidas en términos de justicia, es decir, de haberes y deberes, de premios y castigos: “Tú mandas, yo hago; pero si yo hago, tú debes pagarme un precio”. Por tanto, la ley ya no era una gracia, sino la expresión de un contrato rigurosamente bilateral, en el que Dios estaba tan comprometido como el hombre en orden a su cumplimiento. El que observara la ley merecía una paga en estricta justicia. Así caía por tierra el rasgo más característico de la alianza del Sinaí: su gratuidad. Los fariseos no tenían con Dios unas relaciones amorosas, sino legales. Cada obra buena que hacían o cada obra mala que evitaban quedaba contabilizada para siempre en el cuadernillo de notas de Dios, de tal manera que, en el momento de la muerte, sólo tenía que poner en un platillo de la balanza las obras buenas y en el otro las obras malas; si las obras buenas pesaban más que las malas, el destino era la vida sin fin; si las obras malas pesaban más que las buenas, el destino era la condenación eterna. Dios se limitaba a levantar acta de lo que había ocurrido en la vida y a emitir su veredicto: premio o castigo, vida eterna o vida desgraciada. Por eso, el ideal de los fariseos fue amontonar obras buenas con objeto de hacerse valer ante Dios. De esa manera llegaban a la conclusión de que no eran ellos los que debían algo a Dios, sino Dios quien les debía una recompensa “por los servicios prestados”. El fariseísmo no 38

conoció la gratuidad, sino que fue, en grado sumo, una religión de esfuerzos y de obras, de méritos y deméritos, donde Dios no estaba presente como Padre, sino como juez. La ley se interpuso como una pantalla entre ellos y Dios. Todo lo que él esperaba de su pueblo estaba escrito en ella. No había más recurso que conocerla y practicarla en todos sus detalles para alcanzar la perfección y hacerse justos a los ojos de Dios. Pero, entonces, ¿de quién dependía la salvación? ¿Del hombre o de Dios? En el fondo de todo residía un gran temor: “Que Dios no regala nada, que tarde o temprano se cobra en especie lo que parecía que había regalado, que no da nada gratis; que da, sí, pero espera siempre una contrapartida por parte del hombre”. Se ha dicho que los fariseos elaboraron una religión confortable: observando la ley hasta en sus mínimos detalles “aseguraban una pensión de vejez para entrar en el cielo”. Sin embargo, habría que notar que la línea de la gratuidad se mantuvo siempre viva a través de los anawim, es decir, de los humildes de la tierra, de los que se abrieron a Dios y lo esperaron todo de él. La ley no fue para ellos un código de mandatos o de prohibiciones, sino la voz divina que les dirigía en su camino. No era la ley lo que amaban, sino al Señor que se la había regalado. Así era el alma de los pobres de Yavé, cuya suprema expresión fue la Virgen María. 3. De una religión de gracia a una religión de obras La aparición de Jesús fue el fin de la ley judía. Cuando Dios mismo se hizo carne, la ley, su representante en la tierra, tal como la consideraban los fariseos, tuvo que retirarse, porque ya no era necesaria. Las relaciones del hombre con Dios entraron en una nueva dinámica: no de haber y debe, sino de gracia y de amor. La gracia ocupó el lugar de la observancia escrupulosa de la ley. “La ley ponía al hombre ante las obras que tenía que hacer, Jesús le puso ante el don de Dios. No ofreció al hombre una ley, sino un amor desbordante”. ¿Cómo comenzó la vida cristiana? ¿Cómo nació y se esparció? ¿Cuáles fueron los rasgos distintivos del cristianismo? Si los discípulos de Jesús no “hubieran visto con sus ojos y tocado con sus manos su triunfo sobre la muerte”, todo podría haber terminado con una cruz en el fondo. Pero la resurrección cambió su vida por entero. ¿Cómo callar lo que habían visto? ¿Cómo no compartirlo con todos los hombres? ¿Cómo no correr por todo el mundo con aquella alegre noticia? Las comunidades cristianas fueron surgiendo de una manera muy sencilla. Hombres y mujeres de todas las clases sociales y de todas las edades, judíos y griegos, esclavos y libres, ancianos, jóvenes y niños, oyeron hablar del Resucitado y le dieron su adhesión desde lo más profundo de su corazón. El bautismo era un paso decisivo en su vida. Para los judíos, aceptar a Jesús era como un desgarrón: tenían que abandonar la ley, el templo, el culto y las sagradas tradiciones que tanto amaban. Pero también para los convertidos del paganismo suponía una ruptura total con su medio ambiente, con su familia, con sus dioses y con su modo de vivir. Pero no dejaron una ley por otra mejor, sino que lo abandonaron todo por seguir a Jesús. El cristianismo, como ya he dicho, no se presentó ante el mundo como un código legal, ni como una ética del comportamiento, 39

ni siquiera como una vida virtuosa, sino con el rostro del Resucitado; no propuso una manera de actuar, sino de ser; no se identificó con algo que había que hacer, sino con una manera nueva de vivir. No fue una ley la que transformó la vida de los que lo aceptaron, sino Jesús. Las primeras generaciones cristianas debieron vivir una experiencia realmente maravillosa. Los que contemplaban a los cristianos desde fuera no cesaron de expresar su asombro y admiración. ¿Qué tenían? ¿Por qué vivían así? ¿Por qué se amaban y se perdonaban? San Lucas dejó plasmada en un solo versículo del libro de los Hechos de los apóstoles el estilo de vida de aquella primera comunidad: “Eran asiduos (constantes, perseverantes, fieles) a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones” (He 2,42). Así vivían nuestros hermanos, cuando el rostro del Señor resucitado brillaba sobre ellos. Ese era el secreto de su vida: su adhesión a Jesús y su ansia por conocerle, la comunión maravillosa que reinaba entre ellos, su deseo profundo por alimentarse de su cuerpo y de su sangre, sus ganas de orar sin cesar para mantenerse siempre unidos a él. Vivían como hermanos, unidos por la misma fe y por el mismo alimento, congregados por la palabra y por la oración. Esa fue la revolución que se produjo en los que se encontraron con Jesús como Señor y como Salvador e hicieron la experiencia de un bautismo en el Espíritu: sus vidas se vieron cambiadas profundamente, como jamás hubieran podido imaginar. Los cristianos de los primeros siglos fueron en su mayoría adultos. Sabían lo que hacían cuando aceptaban a Jesús como Señor y Salvador. Durante los tres primeros siglos de nuestra era ser cristiano era correr el riesgo de perder la vida. El cristianismo era una religión ilícita, es decir, que no se podía practicar en el imperio. Desde san Agustín se habla de diez persecuciones contra la Iglesia. ¿Cuántos cristianos sellaron con su vida su fe en Jesús? Pero desde la llegada del emperador Constantino en el siglo IV, el cristianismo comenzó a hacerse una religión de masas, con lo cual perdió su vitalidad y su frescura. Muchos se hicieron bautizar, pero siguieron siendo casi tan paganos como antes. Cambiaron de religión, pero no de vida; aceptaron algunos ritos y algunas costumbres cristianas, pero Jesús no penetró realmente en el tejido de su vida. La práctica de los sacramentos comenzó a decrecer y la vida cristiana a languidecer de una manera alarmante. La Iglesia se consideró en la obligación de urgir a todos los bautizados a vivir según los mandamientos del Señor. Debería haberlo hecho con una predicación poderosa, como en los primeros días, pero lo hizo por el camino de las normas y de las leyes, de la imposición y de las amenazas, insistiendo en la necesidad absoluta de hacer obras buenas para conseguir la salvación. Pero no eligió el mejor camino. Ni las normas ni las amenazas llevaron a los fieles a un encuentro personal con el Señor. Por el contrario, el cristianismo cayó en las garras del legalismo, y el panorama se tornó muy sombrío. En el corazón de los fieles quedó grabado para siempre que tenían que esforzarse, con sus obras y sacrificios, para conseguir la vida eterna. Así fue como el hombre pasó a ocupar el primer plano en su relación con Dios: él era el que actuaba, se esforzaba y se sacrificaba para poder entrar en el reino proclamado por Jesús. La gracia 40

dejó de ser una oferta gratuita para ser una conquista del hombre, es decir, para ser merecida a base de buenas obras y sacrificios, poniendo así en entredicho la gratuidad de la obra de Dios. En ese nuevo régimen de vida el Señor sólo aparecía en la penumbra. La experiencia grandiosa de los primeros días se fue desvirtuando. El cristianismo comenzó a marchar al compás de las leyes y de las normas impuestas por la Iglesia y así se fue convirtiendo en un fariseísmo cristiano o en un cristianismo farisaico. Así se produjo un salto infinito de “una religión de gracia a una religión de obras”, un giro de tal calibre que apenas podemos hacernos una idea de él. Por eso, si la Iglesia no recupera la senda de la gratuidad caminará siempre como a contracorriente de la voluntad del Señor. ¿A qué se reduciría la vida cristiana si no hubiera un encuentro con Jesús? ¿Cómo podríamos hablar de vida cristiana sin Cristo? Entonces, ¿qué tendrá que hacer Dios para despertarnos del letargo en que vivimos? Santa Catalina de Siena escribió un día una carta a un cardenal de su tiempo y en ella le decía que sobre el cuerpo de la santa Iglesia habría que emitir “un bramido tal”, que despertara a todos los hijos que yacen muertos dentro de ella. Según la creencia popular de su tiempo, el león tenía el poder de resucitar con un rugido poderoso a los leoncillos que habían nacido muertos. ¿Qué bramido tendría que dar el Señor para sacar a tantos hombres de su apatía y de su lejanía? ¿Qué palabra podría conmoverlos hasta los cimientos mismos de su ser? ¿Perdón, amor, gracia, salvación, eternidad, vida sin fin? Sí, todas juntas, una tras otra y, por encima de todas, su Palabra hecha carne, Jesús, Señor y Salvador. 4. La “degradación” de la gracia en la tradición cristiana Las primeras generaciones cristianas no hicieron una reflexión sistemática sobre la gracia, sino que la vivieron “como un acontecimiento salvífico”, “como una regeneración”, “como una vida nueva”, “como una justificación del pecador”, “como una santificación del hombre”, “como una participación en la naturaleza divina”, “como un estar en Jesús”, en una palabra, como una presencia amorosa de Dios en el hombre. Eso fue lo que experimentaron con una intensidad tal que apenas podemos imaginar. En Jesús había sido inaugurado un tiempo de perdón y de amor, de gracia y de vida. El bautismo había hecho de ellos unas criaturas nuevas, llevadas por la fuerza del Espíritu. Pero, ¿cómo se ha desarrollado la doctrina de la gracia a lo largo de los siglos? ¿Cómo ha sido expresada por los santos padres, los teólogos y los escritores eclesiásticos? ¿Cómo la han proclamado los predicadores? ¿Cómo la han vivido la mayoría de los fieles cristianos? Sería demasiado largo seguir paso a paso tantos siglos de historia, pero es fácil apreciar el proceso degenerativo que ha sufrido en la vida de la Iglesia. 4.1. Los santos padres orientales En todo ese proceso de degradación, los santos padres orientales fueron una verdadera excepción. ¡Ojalá todos hubieran seguido su camino! Es cierto que nunca hicieron un tratado especial sobre la gracia, pero jamás dejaron de afirmar que la gracia es Dios 41

mismo regalado al hombre y que, por tanto, no podía ser una conquista humana. Se podría decir, recogiendo algunas de sus expresiones, “que el hombre no tiene gracia, sino que es gracia”, “que no se santifica por medio de las obras ni de los esfuerzos que hace, sino por la presencia del Espíritu Santo en su corazón”, “que hemos sido admitidos a participar de la naturaleza divina”, en una palabra, que “hemos sido como divinizados”. El Espíritu Santo es un principio de vida activo: está, mora, se agita, se mueve, nos llena de su gracia, nos regala sus dones. No es un extraño que nos visite de cuando en cuando, sino alguien que mora en nosotros y nos diviniza con su presencia. Por eso pudieron hablar de un admirable intercambio de naturalezas entre Dios y el hombre. Algo ha pasado en nuestra tierra con la encarnación de Jesús: nosotros le hemos ofrecido nuestra naturaleza humana, él nos ha ofrecido su naturaleza divina; él se ha hecho hombre como nosotros, y nosotros hemos sido divinizados con él. “El Creador del género humano, tomando un cuerpo y un alma, se dignó nacer de la Virgen y, hecho hombre sin aportación de hombre, nos ha dado participación en su divinidad”. El Verbo es Hijo “por naturaleza”, el hombre lo es “por gracia”. La imagen era verdaderamente atrevida, pero ellos la mantuvieron hasta el final. 4.2. Los santos padres de origen latino La teología de la gracia sólo comenzó a conocer su pleno desarrollo en el mundo occidental. Pero surgieron pronto grandes dificultades, porque algunos la consideraron como una amenaza contra la dignidad del hombre. En efecto, ¿cómo conjugar gracia divina y libertad humana, dos polos que parecen totalmente opuestos? Si todo es gracia, ¿para qué la libertad? Pero si el hombre es libre, ¿para qué la gracia? Si elevamos demasiado al hombre cometemos un atentado contra Dios; si acentuamos la acción de Dios, se diría que cometemos un atentado contra la dignidad misma del hombre. Parece que no hay otra alternativa: o Dios o el hombre. En escena aparecen como dos locomotoras que corren en dirección contraria. ¿Qué hacer para que no choquen? ¿Cómo evitar la colisión? Los santos padres latinos abordaron el tema de la gracia desde otras perspectivas. Mantuvieron en todo momento “su gratuidad absoluta”, ya que supera por completo todas las exigencias de la naturaleza del hombre, pero en sus enseñanzas comenzaron a resonar “los primeros ecos de la necesidad de hacer buenas obras para hacerse agradables a Dios y merecerla”. Así se fue produciendo un cierto deslizamiento en la esencia misma de la gracia: de ser una “presencia de Dios en el hombre” fue convertida en una “actividad del hombre para llegar hasta él y ganar su favor”. De una manera casi imperceptible la gracia comenzó a ser concebida como un auxilio o como una medicina, algo que sana y eleva, ayuda y socorre al hombre. Pero en ese caso, ¿a qué quedaba reducida? ¿Sólo a remediar sus debilidades y a sanar sus heridas? ¿Sólo a darle un cierto vigor para que pudiera vivir una vida moralmente buena? ¿Sólo para eso? Pero Dios no sólo viene al hombre para sanarle de sus heridas, sino para elevarle a la dignidad de hijo y darle una vida sin fin. Por tanto, esa concepción de la gracia resultaba del todo insuficiente. Por ahí se abría un camino que iba a tener consecuencias muy graves en la 42

vida cristiana. Porque si la gracia fuera sólo un auxilio o una ayuda saltaría al primer plano “que si el hombre fuera fuerte, él sólo se bastaría para conseguir su perfección y su propia salvación”. A lo sumo, sólo necesitaría, en ciertos momentos, de un empujoncito por parte de Dios. Por eso, en la misma medida en que la gracia fue decayendo de su rango, el hombre se puso en primer plano, invirtiendo por completo el proyecto de Dios, porque “en ese caso lo fundamental ya no sería el encuentro cara a cara con el Resucitado, sino la obra del hombre”. Con esa noción de gracia se abría un peligro al que nunca hemos sabido escapar. 4.3. Pelagio y el semipelagianismo De la concepción limpia de la gracia, tal como aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, hemos ido dando pasos hacia una concepción bastante deformada, que ha influido muy negativamente en la vida de los fieles cristianos. De una manera u otra, la gracia fue desposeída de su carácter gratuito para ser convertida en una conquista, en algo que se puede merecer, ganar o conseguir por medio de nuestros esfuerzos; de ser una presencia personal en el alma fue rebajada a ser algo de Dios en el hombre, un hábito o una cualidad, palabras que no dicen nada a los fieles cristianos, y que no expresan su verdadera realidad. La reflexión teológica sobre la esencia misma de la gracia comenzó con Pelagio y los semipelagianos. Pelagio fue un monje de origen inglés, nacido hacia el año 354 y bautizado en Roma alrededor de los años 380-384. Hacia el año 410 comenzó a difundir una serie de ideas que tuvieron un gran influjo entre la aristocracia romana. Después pasó a África y allí se enzarzó con san Agustín en grandes discusiones sobre la gracia. Era un hombre lleno de vida y de profundas convicciones religiosas. Pelagio se encontró con dos campos de batalla: por una parte, el maniqueísmo, que propagaba por todas partes “la maldad de la materia y de todo lo creado” y, por otra, “la relajación de la Iglesia en los días de Constantino y en los años posteriores”. Según él, los hombres hemos recibido “una naturaleza libre y bien dotada, capaz de poner por obra todos los mandamientos de Dios y de dominar las tendencias pecaminosas que existen en nosotros”. Por eso, su punto de partida fue muy sencillo: “Hay que empeñarse en observar los mandamientos. El que se empeña, lo consigue”. El hombre podía cumplir con sus propias fuerzas lo que Dios esperaba de él, sin que para ello tuviera necesidad de un auxilio divino interior a su voluntad, ya que tiene el poder (el posse) y el querer (el velle) de elegir entre una cosa y otra, entre esto o aquello, entre el bien y el mal; en una palabra, el poder para decidir cómo quiere que sea su vida. Si no fuéramos capaces de esa libre decisión, dice, Dios no podría reprocharnos nuestros fallos, porque no serían falta nuestra. Pelagio identificó la gracia divina con la libertad del hombre. Esa era la gracia más excelsa que Dios le había concedido. Por eso, desde su misma libertad, el hombre se convertía en el verdadero protagonista de su salvación: él era el que decidía y actuaba en cada momento “gracias a la gracia de la libertad” que Dios le había dado. Por tanto, la gracia no era “una presencia y una acción de Dios en el interior del hombre”, sino una especie de auxilio o de ayuda exterior, no para hacer el bien sin más, sino para 43

poder hacerlo más fácilmente. Se diría que la gracia de la que hablaba Pelagio era “una gracia sin gracia, una gracia descafeinada, reducida prácticamente a la nada, en la que no había espacio para la acción de Dios en la vida del hombre”. San Agustín se percató del peligro que suponía el pelagianismo, ya que en él se trataba de construir “un cristianismo sin Cristo”. En efecto, si el hombre lograra conseguir la justicia y la salvación (sólo) con sus propios esfuerzos, Cristo habría venido y muerto en vano. La enseñanza de Pelagio fue condenada en el concilio de Cartago (418), bajo la conducción de san Agustín, quien sería llamado años más tarde el “doctor de la gracia”. Pero de esa polémica de san Agustín con los pelagianos surgió otra “menos radical, pero mucho más sutil”. Un grupo de monjes del monasterio de Adrumeto, en África, y de algunos monasterios del sur de Francia (Marsella y Lerins), conocidos durante mucho tiempo con el nombre de los marselleses o los galos (y a partir del siglo XVI como los semipelagianos), mostraron su descontento con respecto a algunos puntos de la doctrina de san Agustín. La primacía absoluta de la gracia llamaba la atención de aquellos buenos monjes, que habían consagrado su vida entera al servicio de Dios. Les parecía que san Agustín negaba “todo el esfuerzo humano” y así destruía el fundamento mismo de la ascesis monástica. ¿Para qué todos los sacrificios y renuncias que hacían, si todo era gracia? Ellos pensaban que no bastaba la acción de Dios, sino que el hombre tenía que cooperar con él. Pensaban, incluso, que Dios esperaba nuestra iniciativa para que nos concediera su auxilio y su gracia, “de la misma manera que un enfermo llama al médico, o como el buen ladrón pidió a Jesús que se acordara de él, o como Zaqueo tuvo que subirse al árbol para poder verle”. Por tanto, la acción del hombre sería previa a la acción de Dios. Además, cuando Dios entraba en acción el hombre tenía que colaborar con él en todo el proceso de la salvación. Así, aquellos monjes presentaron una concepción de la gracia que “necesitaba el complemento de la colaboración del hombre”. La perfección y la santidad eran debidas tanto a la acción de Dios como a los esfuerzos personales. La formulación básica de su doctrina podría ser resumida en esta sencilla proposición: “La gracia es necesaria para hacer cualquier obra sobrenatural, pero no es gratuita, sino merecida”. Ese era el verdadero problema. La gracia ya no era gracia por parte de Dios, sino conquista por parte del hombre; ya no era presencia, don y regalo, sino “un asalto por parte del hombre”. Dios era el que daba la gracia ¡pero había que merecerla! La gratuidad quedaba devaluada por completo. El concilio Arausicano II (531) salió al encuentro de los semipelagianos, al afirmar que “la gracia es necesaria antes, durante y después de la justificación”, y que “no es debida ni a los méritos ni a la acción del hombre, sino previa a todos sus esfuerzos e intentos por conseguirla”. Todo es gracia antes que obra humana, todo depende de Dios antes de que el hombre pueda dar ni un solo paso hacia él. Todo pensamiento bueno, todo deseo piadoso, todo movimiento de buena voluntad viene de Dios. Su gracia es previa a todos los méritos del hombre y no elimina su libre albedrío, sino que lo ilumina y lo libera. Por tanto, la necesidad de la gracia es total, ya que no podemos conseguir la salvación por medio de nuestras obras. Pero el proceso de degeneración de la gracia estaba ya en marcha de una manera casi 44

imparable. El error de los semipelagianos se fue infiltrando en las entrañas mismas de la vida de la Iglesia y fue creando costumbres y maneras de vivir a contracorriente del verdadero proyecto de Dios. Se diría que desde ese momento y, a pesar de las enseñanzas tan precisas del concilio Arausicano, los hombres hemos marchado “con el paso cambiado”: la gracia ya no sería la presencia gratuita de Dios en el hombre, sino que habría que merecerla y conquistarla a toda costa por medio de nuestras obras. Pero en esa concepción de la gracia el hombre asumiría un papel decisivo en la obra de su santificación y de su salvación. Seguramente nadie se atrevería a defender hoy a cara descubierta ni el pelagianismo ni el semipelagianismo en su estado puro, pero, en la práctica, la mayoría de los cristianos, incluidos monjes, sacerdotes, religiosos y religiosas, lo viven de una manera pacífica, sin percatarse del peligro que corren en su vida. Todos queremos gestionar nuestra vida para hacernos valer ante Dios y que nos pague “por los servicios prestados”. Con esa concepción de la gracia se abría una vía intermedia. Hasta este momento habíamos planteado el problema como una alternativa: o ley o gracia, o las obras del hombre o la obra de Dios. Pero esa vía intermedia introducía una variante: no ley o gracia, sino ley y gracia. Desde los semipelagianos comenzó a hablarse claramente de la vida cristiana como de una colaboración entre Dios y el hombre: ni sólo Dios, ni sólo el hombre, sino los dos al mismo tiempo. Parecía que habíamos dado con la clave para resolver todos los problemas. Así se evitaría esa oposición tan tajante entre la ley y la gracia. Todo sería obra de Dios y del hombre, de la gracia por parte de Dios, de la observancia de la ley por parte del hombre. Pero esa explicación plantea numerosos interrogantes. ¿Quién es quién en todo ese asunto? ¿Quién es el que labora y quién es el que colabora? ¿Es Dios el que labora y el hombre el que colabora? ¿O es el hombre el que labora y Dios el que colabora? ¿Quién llevaría las riendas en el proceso de la salvación? ¿Cuál sería el porcentaje de la actividad de Dios y cuál la del hombre? ¿Al cincuenta por ciento cada uno? ¿Se reduciría el papel de la gracia sólo a robustecer al hombre? ¿Sería sólo un auxilio o una ayuda? Si la gracia de la presencia de Dios en nosotros fuera el resultado de una colaboración entre Dios y el hombre, ¿no tendríamos un cierto derecho a ella? ¿No sería una deuda de Dios con respecto a nosotros? Pero la gracia es siempre gracia, es decir, algo inmerecido y gratuito. Dios no puede ser comprado por un puñado de obras buenas. La acción de Dios sobrepasa infinitamente a la del hombre. Ese es el error que está a la base de todo: considerar la colaboración entre Dios y el hombre como si los dos estuvieran en un plano de igualdad, es decir, como si se tratara de una especie de sociedad entre iguales. Si eso fuera así podríamos llegar a la conclusión de que “en la colaboración que el hombre aporta, aunque sea muy pequeña, pudiera estar la razón por la que es salvado”, con lo cual quedaría en entredicho la gratuidad de la salvación. Pero, lo queramos o no, lo admitamos o no, nosotros no estamos al mismo nivel que Dios. Él no es un socio más en esta empresa. La santidad y la salvación no son el resultado de la colaboración entre Dios y el hombre, sino pura gracia de Dios. La gracia no puede ser convertida en objeto de intercambio: “Cambio obras por gracia, 45

obras por salvación”. Si pudiéramos conseguir la perfección, la salvación y la vida eterna con nuestros esfuerzos, ¿para qué habría venido Jesús?[24]. En última instancia, el pelagianismo y el semipelagianismo son una especie de fariseísmo, que jamás ha sido superado totalmente en el cristianismo. De hecho ha existido en todos los momentos y en todas las Iglesias, entre los santos y en los simples fieles. El mismo san Agustín, antes de ser obispo, habló de la existencia de méritos ocultísimos que podía haber en el hombre, a los que Dios debería otorgar la concesión inicial de la gracia. Sólo a partir del año 397 comenzó a afirmar su gratuidad absoluta. Unos siglos más tarde comenzó a hacerse popular este principio: “A quien hace cuanto está en sus manos, Dios no le niega su gracia”. Esas palabras debían sonar muy bien en los oídos de los teólogos, de los predicadores y de los fieles cristianos, envueltos en el manto del semipelagianismo. La mayoría debía entenderlo de la manera más natural, en el sentido “de que Dios no puede negar la gracia a quien hace cuanto está en sus manos para buscarle y hacerse agradable ante sus ojos”. ¿Cómo podría negársela si le buscaban a él de todo corazón? Pero la aplicación de ese principio tenía consecuencias desastrosas, ya que incitaba a pensar que se había hecho todo lo que se había podido para obligar a Dios a conferir su gracia. De esa manera, el hombre volvía a ocupar el primer plano y Dios aparecía como un acreedor o deudor suyo. Las obras del hombre le forzarían a que concediera su gracia, “ya que no sería justo si se quedara con los brazos cruzados mientras el hombre se esforzaba por dar pasos hacia él”. Pero en ese principio se olvidaba por completo que la gracia es gracia y que nunca puede ser merecida por nada ni por nadie. Las obras del hombre pertenecen a un orden, la gracia de Dios a otro. Jamás podremos aspirar a un intercambio de obras por gracia, porque la gracia no está en manera alguna a nuestro alcance. 4.4. La concepción de la gracia como gracia creada La teología de la gracia ha sido formulada a lo largo de más de mil años, pero ha estado prisionera de una concepción muy extraña, que la ha considerado casi siempre como “una realidad creada por Dios y regalada al hombre”, lo que ha llevado a los teólogos a hablar de una “gracia creada”. Pero, ¿qué es eso que llamamos gracia creada? ¿Cómo, cuándo y dónde apareció esa noción? ¿Qué quisieron decir los teólogos cuando comenzaron a hablar de ella? ¿Es buena esa distinción? ¿Es válida? ¿Nos aproxima a una mejor noción de lo que es la gracia? Lo primero que habría que decir es que la distinción entre gracia Increada y gracia creada fue desconocida tanto en la Iglesia primitiva como en la tradición oriental y occidental hasta el siglo XII. Se trata, por tanto, de un dato tardío, que ha tenido una influencia muy negativa en el estudio de la gracia. Los teólogos escolásticos sabían perfectamente que la gracia no era debida nunca al hombre, porque es gratuita. Pero en las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de los santos padres les parecía que se podía detectar algo que podía ser considerado como una “cualidad creada y estable, conferida por Dios a los justos”, es decir, algo de Dios, pero distinto de Dios, impreso en el alma 46

del hombre. Así nació esa distinción entre gracia creada y gracia Increada, que ha llenado tantas páginas de la vida cristiana. Santo Tomás fue el máximo exponente de la gracia en toda esa época. Él recogió la doctrina de los santos padres orientales y de san Agustín y, con sus aportaciones, hizo una síntesis muy poderosa. Su punto de partida fue muy sencillo. El hombre ha sido hecho “a imagen y semejanza de Dios”. Por tanto, es una criatura llamada a la comunión con él. Sin embargo, Dios está más allá de todas sus posibilidades, de tal manera que el hombre no puede alcanzarle con sus propias fuerzas. Nadie puede llegar a la comunión con él, si no es por don y por gracia. Por eso, necesita de un auxilio proporcionado, que le eleve por encima de su condición de criatura y le dé la posibilidad de realizar el bien al que está llamado. Por tanto, sin ese auxilio divino es imposible que el hombre pueda hacer algo que sea agradable a Dios. La gracia le capacita para poder vivir una vida de hijo. Pero santo Tomás dio un paso más y comenzó a hablar de la gracia como algo creado en el hombre: “Cuando decimos que el hombre posee la gracia afirmamos que en él hay algo sobrenatural que proviene de Dios. La gracia es una realidad en el hombre, un don creado que permite a la criatura racional entrar en relaciones amistosas con el Señor. Pero esa gracia creada no puede ser una sustancia, porque si lo fuera, el hombre sería convertido en Dios; por tanto, debe ser una cualidad, o sea, una realidad accidental, algo que afecta al hombre y le cambia, pero sin convertirlo en un sujeto distinto del que era antes”. La gracia ya no sería Dios mismo en el hombre, sino algo que procede de él, algo puesto en el hombre como un accidente, como un hábito o como una cualidad. Santo Tomás construyó una teología de la gracia creada, aunque nunca perdió de vista el aspecto más seductor de la gracia, como amor y benevolencia de Dios para con el hombre. Los teólogos se sirvieron de esa noción de gracia creada para buscar una salida airosa a tantos interrogantes como plantea la vida cristiana. Porque si la gracia fuera la presencia de Dios en el hombre, ¿cómo explicar que se pueda ganar o perder, tenerla o no tenerla, aumentar o disminuir? Sólo había una posible salida: partir de la noción de gracia “como algo creado e impreso en el hombre”. Así todo resultaba sencillo y manejable. Pero esa distinción, que nos ha parecido tan natural durante los últimos siglos, ha sido como una bomba de relojería en el estudio de la gracia. Porque si la gracia es “algo que está en el hombre”, entonces podemos gestionarla a nuestra manera, y en ese caso puede aumentar o disminuir, desarrollarse o perderse por completo. Para aumentarla el hombre debería llevar una vida virtuosa y comportarse de una manera intachable; para disminuirla y perderla el pecado sería el camino más ordinario. Pero, en ese caso, ¿dónde quedaría la gratuidad de la acción de Dios? ¿Hasta dónde podríamos llegar con esa concepción de la gracia? ¿Hasta dónde? Así es como el hombre ha entrado en un terreno santo, sin descalzarse, y le “ha robado el fuego sagrado a los dioses”. Pero, ¿es así como funcionan las cosas desde el punto de vista de Dios? Esa concepción de la gracia es lo que provocó “una indignación incontenida” en Lutero, ya que “le parecía que conseguir la perfección y la salvación fuera una cuestión 47

de obras y de esfuerzos del hombre, dejando caer prácticamente en el olvido la gracia y la fe”. Pero si eso fuera así “se oscurecería por completo la obra y la gloria del Redentor”. Ya no sería el Señor el que amara y salvara gratuitamente al hombre, sino el hombre el que conseguiría su favor por medio de sus buenas obras. La gracia ya no sería regalo y don gratuito, sino conquista y merecimiento del hombre. Así se convertiría en algo negociable y canjeable: “Te doy para que me des; te sirvo, pero tienes que pagarme”. Pero en ese caso, las relaciones de Dios con el hombre ya no serían filiales, es decir, de Padre a hijo, sino de justicia, es decir, de señor a siervo. En ese planteamiento todo quedaba desvirtuado. Ya no sería Jesús el que hubiera redimido y salvado al hombre, sino el hombre el que conseguiría la vida eterna a base de sus obras y sacrificios. Así dejó al descubierto lo que él llamó la idolatría de las obras y de los méritos, de lo que tanto se hablaba en la predicación de su tiempo. Con ello provocó una revolución que apenas podemos imaginar. Lutero dejó abiertas muchas cuestiones, pero puso el dedo en una llaga abierta en el costado de la Iglesia.[25] Pero, a pesar de ese toque de atención, la pastoral y la vida de la Iglesia no marcharon por caminos de gratuidad. Todo lo que sonaba a gratuito contenía resabios de protestantismo. La adquisición de la perfección y de la salvación siguió siendo “un asunto de esfuerzos y de obras”: los que se comportaban bien se salvaban, los malos se condenaban. El reino de Dios era para los esforzados, es decir, para los que podían presentarse ante Dios con un capital aceptable de obras buenas. La gracia perdió su aspecto gratuito para ser convertida en objeto de adquisición y de compraventa. Por eso se ha podido afirmar “que tendríamos que pasar por alto, revisar y corregir más del ochenta por ciento de las cosas que se han dicho sobre ella en la teología, en la predicación y en la praxis de la Iglesia”. 4.4.1. Un desplazamiento peligroso La pendiente hacia una concepción de la gracia como algo creado y distinto de Dios se fue perfilando sin cesar. Así se produjo un desplazamiento muy delicado: la gracia creada oscureció casi por completo a la gracia Increada, lo secundario pasó a ser lo principal. La gracia fue “como una planta separada de sus raíces naturales”. Por eso deberíamos poner en evidencia, una y otra vez, que la noción de gracia creada no es central, ni puede serlo, en la teología y en la vida cristiana. La noción de gracia creada introduciría un cuerpo extraño en la relación de Dios con el hombre. Ya no sería una relación directa e inmediata, sino a través de “esa gracia, puesta como un intermediario entre él y nosotros”. De esa manera, la gracia comenzaba a tener una vida propia y a ser como una especie de capital que el hombre podía aumentar con sus buenas obras, o disminuir y perder con su pecado. Dios se convertiría en un mero espectador, contemplando cómo el hombre gestiona o administra el capital que le ha encomendado. “¿No es suficiente, dice Rondet, el que Dios se dé a nosotros y que esté presente en nuestras almas? El don Increado, ¿no convertiría en inútil el don creado?”. ¿Para qué querríamos un accidente, un hábito, una cualidad o algo de Dios en nosotros, si le tenemos a él mismo? ¿Qué 48

haríamos con todos los textos que afirman que el Espíritu está, mora y habita en nosotros? ¿Qué haríamos con los que hablan de estar en Cristo, de vivir en Cristo, de estar asociados a su vida, de estar injertados en él? Si Cristo está en nosotros, si vivimos en él, si el Espíritu mora y habita en nosotros, si somos templos del Espíritu, ¿qué espacio quedaría para una gracia creada? La gracia no puede ser concebida como algo de libre disposición por nuestra parte, como algo que está en mí y a mi disposición, como un capital que yo tengo que aumentar o como un tesoro que tengo que cuidar con esmero. Así es como corremos el riesgo de poderla manejar según nuestros caprichos y antojos. Pero en el terreno de la gracia no sucede lo mismo que en el de los negocios. Dios no nos ha confiado un gran capital para que lo administremos de la mejor manera posible. El error consiste en creer que Dios y nosotros trabajamos de igual a igual, al cincuenta por ciento cada uno, en la consecución de la santidad y de la salvación. Dios habría dado el primer paso, depositando su gracia en nosotros, pero a partir de ese momento la responsabilidad de gestionarla y administrarla caería sobre nuestros hombros. “Dios sería el dador de la gracia, pero el hombre sería el encargado de hacer obras, esfuerzos y sacrificios para aumentar ese capital que le ha sido regalado”[26]. Pero lo específico de la gracia, es decir, lo que no comparte con nada ni con nadie, es su gratuidad. La gracia ni se compra ni se vende. La gracia no es un don de Dios al hombre, sino Dios mismo habitando en él. Ese es el misterio. ¿Quién podrá merecer o comprar al mismo Dios? ¿Quién podrá aducir méritos o derechos ante él? La gracia corre por una línea paralela a la justicia, a lo ganado y a lo merecido. En el terreno en que nos movemos no podemos ser autónomos ni autosuficientes. La noción de gracia creada lo ha trastocado todo. Nos ha llevado por el camino de las obras y de los esfuerzos, de la ascesis y de las virtudes, dejando abiertas todas las puertas para que el hombre haya asumido un protagonismo casi exclusivo en la obra de su perfección, de su santidad y de su salvación. Así hemos hecho del cristianismo una religión de obras, en la que hemos abandonado casi por completo la gratuidad de la acción de Dios. Pero en ese caso la vida cristiana ya no sería el relato de la acción de Dios en el hombre, sino la gesta del hombre por Dios. Ese error, que parece pequeño en apariencia, ha tenido unas consecuencias desastrosas durante los últimos siglos. Pero nosotros no tenemos que habérnoslas con algo creado, con un accidente o con una cualidad, sino con Dios mismo en persona. La gracia no puede ser considerada como un objeto, sino como algo dinámico, que fluye y refluye sin cesar, moviéndose de un lado para otro, ofreciendo y regalando amor y perdón, salvación y vida sin fin. Eso es la gracia por encima de todas las distinciones que hemos hecho los hombres y que, lo digo con cierto temblor, no han hecho más que oscurecer lo que debería estar tan claro: que somos sus hijos, que nos ama y que nos ha destinado a una vida sin fin. Me atrevería a decir, por tanto, que la concepción de la gracia como una cualidad, como un accidente, como algo creado o como algo en el hombre debería ser superada por entero, porque ha tenido consecuencias nefastas para toda la vida cristiana. 49

4.4.2. La gracia como eje de la vida cristiana La gracia es como el eje en torno al cual debe girar la vida cristiana. Esa palabra no existe en ninguna religión. En todas ellas el hombre se ha esforzado por hacer cosas por los dioses, pero en el cristianismo ha sido el Señor el que se ha entregado por entero. Por tanto, la teología de la gracia debe ser revisada a la luz de la gracia Increada, la única que existe en realidad. Habría que presentarla de tal manera que el Señor apareciera siempre en primer lugar. La gracia es el amor gratuito de Dios, que ama al hombre sin motivos ni condiciones. No cabe invocar derechos ni méritos ante él. Que Dios nos haya creado es algo impresionante, pero que nos haya concedido su amistad y su vida entra en el terreno de lo inimaginable. “En la gracia, no soy yo quien posee a Dios, sino Dios quien me posee a mí… No soy yo el que lleva la iniciativa, sino Dios. No soy yo quien da pasos hacia Dios, sino Dios quien se mueve hacia mí”. La introducción de la gracia creada en la teología y en la vida cristiana ha contaminado las aguas puras de la presencia viva del Señor en nosotros y nos ha puesto en el ojo del huracán. Se diría que en la noción de gracia se ha introducido un virus que la ha destruido por completo, contaminando la vida cristiana de un cuerpo totalmente extraño a ella. La noción de gracia creada se ha convertido en el eje en torno al cual ha girado, de una manera u otra, toda la vida cristiana. Es verdad que los teólogos de nuestros días están tratando por todos los medios de clarificar más y más ese concepto, vinculándolo sin cesar a la gracia Increada. No me gustaría ir contra una tradición teológica de mil años, pero tampoco quisiera apartarme de la noción de gracia que aparece en la Sagrada Escritura, en los santos padres y en los primeros siglos de la vida de la Iglesia, donde, como ya he dicho, nunca es mencionada esa gracia creada. Me atrevería a decir que la eliminación de ese concepto sería una auténtica liberación para la teología y para la vida cristiana. En todo caso, me parece que cuanto menos hablemos de ella será mejor para nosotros. Preferiría eliminar esa expresión, a pesar de ser tan tradicional en los últimos siglos, a correr el riesgo de una mala interpretación, con las consecuencias que ha tenido en la vida cristiana. Si existe la gracia creada, ha de ser contemplada siempre en conexión con la gracia Increada, es decir, con el don total de Dios al hombre, con su presencia y su amor en nosotros, con la presencia de su Espíritu en nosotros, con la vida de Cristo en nosotros. Si existiera esa gracia creada y quisiéramos hablar de ella lo mínimo que habría que decir, como afirma tan acertadamente Piet Fransen, es “que se origina, crece y vive gracias a esa presencia, no antes de esa presencia, ni aparte de esa presencia, ni al lado de esa presencia, ni fuera de esa presencia, ni independientemente de esa presencia”. No podemos hacer nada para hacernos agradables a los ojos de Dios, porque todas nuestras obras son de un orden distinto al de la gracia. Nosotros no vivimos por la gracia que generamos con nuestras obras, sino de la presencia gratuita de Dios en nosotros. No se trata sólo de una cuestión que los teólogos deban debatir, sino de lo más esencial del cristianismo. Ahí es donde todos deberíamos estar de acuerdo. Ahí es donde no debería haber francotiradores. Por más explicaciones que demos, el riesgo de una mala interpretación está aparejado a la misma noción de gracia creada. 50

Si la gracia fuera algo creado Dios no establecería un contacto inmediato con el hombre, sino a través de un intermediario, como antiguamente lo fue la ley. Pero Dios no elude el encuentro con nosotros, sino que lo busca; no rehúye el “cuerpo a cuerpo”, sino que se ofrece por entero: en la eucaristía no comemos un símbolo, ni un hábito, ni una cualidad, ni un accidente, sino su mismo cuerpo; en el bautismo no somos sumergidos en un hábito o en una cualidad, sino directamente en Jesús; en el sacramento de la reconciliación no somos perdonados por medio de ningún delegado, sino por el mismo Señor. Si el contacto se efectuara a través de un intermediario destruiríamos la noción misma de la gracia, tal como aparece en la Sagrada Escritura. Dios no necesita de delegados para hacerse presente, ni nosotros los necesitamos. Es verdad que su sola presencia podría destruirnos, pero él sabe muy bien cómo entrar en contacto con nosotros sin que seamos aniquilados. Pero si él se hace presente en nuestra alma, ¿para qué necesitaríamos una gracia creada? La gracia no debería ser contemplada a través del prisma de un accidente, hábito o cualidad, sino mirando directamente a Dios. Por eso, mientras mantengamos la noción de la gracia como algo creado no podremos dar ni un solo paso hacia la gratuidad y estaremos encerrados en la dinámica de las obras y de los esfuerzos, metidos para siempre en un callejón sin salida. Una gracia que pudiera aumentar o disminuir, ganarse o perderse por medio de nuestras obras y esfuerzos, ¿qué clase de gracia sería? Lo gratuito y lo debido, la gracia y la justicia se oponen como el día y la noche, como la luz y las tinieblas, como lo blanco y lo negro. No puede haber nada más lejos de la noción auténtica de gracia que una “gracia merecida”. La gracia o es don gratuito de Dios o es nada. La gracia no es cara ni barata: es gratuita. Por eso, la noción de gracia creada nos ha llevado por el camino de la ley, con un olvido casi total de la gratuidad de la acción de Dios. Tal vez por eso, el tratado sobre la gracia ha pasado tan desapercibido en el estudio de la teología, y podemos entender perfectamente por qué: porque el hombre ha sido el verdadero protagonista de su relación con Dios. En efecto, si conseguimos la perfección, la santidad y la salvación por nuestras obras, ¿para qué insistir en la gracia? Dios tiene que recuperar su lugar en la historia de la salvación. La gracia es el amor gratuito de Dios que ama al hombre sin motivos ni condiciones. Eso es lo que hay que mantener por encima de todo, antes de que el hombre aparezca en el escenario y comience a dar la cara. Cuando éramos incapaces de merecer nada, ya nos lo dio todo; cuando éramos pecadores, ya nos amó; cuando éramos unos incluseros, él nos recogió en su casa como a sus hijos queridos. Eso es lo que precede a cualquier reflexión que podamos hacer sobre la gracia. Por eso, no podemos ni imaginar que el hombre pueda invocar algún derecho o algún tipo de méritos ante Dios, porque entonces la gracia ya no sería un don amoroso, sino una deuda que Dios tendría que pagar. Tenemos que hacer una elección: o vivir desde nosotros o vivir desde Dios. No acabamos de aceptar que Dios pueda amarnos sin motivos ni razones. Por eso, nos creemos en la obligación de hacer algo por él. Pero, ¿no será más seguro que él haga su obra en nosotros? En ese terreno todo es de Dios, todo depende de él, todo está regido por él. Eso es lo que nos abre a una esperanza infinita. Ya no es el hombre el que avanza 51

hacia Dios cargado de obras y de méritos, sino Dios el que viene hacia los hombres cargado de gracia y de vida. ¿Dónde podría encontrar algo de valor en nosotros? ¿Qué obras hemos hecho? ¿De qué podemos presumir ante él? ¿Qué podríamos ganar con nuestros esfuerzos y con nuestras obras? Afortunadamente no dependemos de nosotros mismos, sino de él. Antes de exigirnos nada, ya nos lo ha dado todo. Su acción comienza con el don y con la gracia de su presencia, no con la exigencia ni la imposición. Dios no nos exige lo que no podemos hacer, ni nos pide lo que no podemos dar. Desde el principio hasta el final, todo es gracia derramada e inmerecida. Por eso, hay que volver a las fuentes de la gratuidad. Si prescindimos de ella todo se torna oscuro. La gracia perdería su aspecto gratuito y quedaría deformada para siempre. Afortunadamente en nuestro mundo comienzan a sonar nuevas melodías. Dios ha vuelto a recuperar el protagonismo que le habíamos robado y a poner las cosas en su sitio. El hombre puede respirar tranquilo. El Señor nos ha quitado de encima una losa insoportable: la de tener que cargar con el peso de nuestra propia salvación. La gratuidad comienza a perfumar el ambiente.

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5 La revelación de la gratuidad A medida que nos adentramos en el mundo de la gracia, se hace cada vez más claro que el “don de Dios es el mismo Dios”, es decir, que no hay diferencia entre “el don y el Donante”, que es Dios quien se regala a sí mismo y que la gracia es su presencia en el alma del hombre. Si fuera un don distinto de Dios, entonces podríamos vivir de nuestras obras y de nuestros esfuerzos, pero ya no viviríamos gratis, es decir, de gracia o por gracia, sino de lo que nosotros fuéramos capaces de ganar o producir. Pero si la gracia es la presencia de Dios en el alma, entonces el hombre vive de la vida misma de Dios, no de su propia vida. Eso es lo que nos urge a poner nuestra residencia en la más pura gratuidad. Eso es lo que lo cambia todo. 1. En torno a la gratuidad Pero, ¿qué es realmente la gratuidad? ¿Es Dios gratuito? ¿Se da sin pedir nada a cambio? ¿De dónde ha brotado la gratuidad? ¿Por qué no hemos utilizado esa palabra? ¿Por qué ha sido tan olvidada en el lenguaje y en la vida de la Iglesia? ¿Qué ha sucedido para que ahora hayamos comenzado a hablar de ella? ¿Hasta dónde puede llevarnos la gratuidad? Gratuidad es una palabra conocida desde siempre, sobre todo en el mundo de la enseñanza y de los espectáculos. Un espectáculo gratuito es aquel en el que no se cobra nada por asistir a él; una enseñanza gratuita es aquella en la que no hay que pagar nada por recibirla. Lo gratuito es lo que se da de balde, sin poner precio alguno. Nosotros hablamos ahora de la gratuidad de la acción de Dios por nosotros. Pero, ¿cómo hemos llegado a ella? No ciertamente por análisis ni por experimentos, ni por reflexión ni descubrimiento, sino por revelación, es decir, por pura gracia del Señor. Él nos la ha revelado y nos la ha hecho experimentar en nuestra vida. Es verdad que el estudio de la gracia, realizado desde las fuentes de la revelación, desde la experiencia de la Iglesia primitiva y desde las enseñanzas de los santos padres orientales, podría habernos hecho comprender la gratuidad absoluta de su acción. Pero a lo largo de los siglos, como ya hemos visto, se han introducido tantos elementos contaminantes, que la gracia ha sido desfigurada casi por completo y ha arrastrado consigo el olvido casi completo de la gratuidad. Para tener una idea clara de lo que es la gratuidad de la acción divina podríamos partir de nuestra propia experiencia humana. Las relaciones de los hombres entre sí han sido de tres maneras: de poder, de justicia y de gratuidad. Los hombres hemos utilizado el poder para hacernos respetar, pero ese tipo de relación ha degenerado en diferencias, en odios y en violencias, es decir, en lo más opuesto a lo que debería ser una convivencia verdaderamente humana. Por eso, el establecimiento de relaciones basadas en la justicia fue un progreso enorme en la vida de los hombres, ya que esas relaciones se basan en dar a cada uno lo que es suyo, lo que le pertenece, aquello a lo que tiene derecho. Pero 53

también esas relaciones tienen muchas limitaciones, porque en ellas todo se mueve “entre lo tuyo y lo mío”, “lo que me es debido y lo que te es debido”, “mis derechos y tus derechos”. Pero, ¿estaremos condenados a permanecer siempre encerrados entre lo tuyo y lo mío? ¿No habrá alguna salida a ese tipo de relación? Sí, la hay. Pero, para ello, tenemos que dar un salto cualitativo de la justicia a la gratuidad. En ese terreno las relaciones ya no están basadas ni en el poder ni en la estricta justicia, sino en la misericordia, en la bondad y en el amor. ¿Dónde clasificar la relación de una pareja que se ama? ¿Dónde encajar la entrega total al servicio de los enfermos o de los pobres? ¿Dónde encuadrar, por ejemplo, la relación entre una madre y su hijo? Desde siempre se ha dicho que “la madre es como la amante más verdadera”, la que no piensa tanto en ser amada como en amar. Su amor a los hijos es “incondicional”: ni presupone, ni pide, ni exige nada. Nadie tiene que ganarse el amor materno. El niño no tiene que hacer nada para que le quieran. Haga o deje de hacer una cosa el niño es amado, porque la fuente de ese amor no está en lo que él hace o dice, sino en la madre. Es evidente que en esos casos las relaciones no son de poder ni de justicia, sino de gratuidad. La gratuidad es un tipo de relación abierto hacia todos en general y a cada uno en particular, tal cual es, tal como está, sin mirar si es alto o bajo, sano o enfermo, rico o pobre, guapo o feo, agradable o desagradable, español o japonés, conocido o desconocido. La relación de gratuidad no se deja atrapar por diferencias de ningún tipo, “sino que da sin esperar nada a cambio, incluso cuando no hay respuesta”. ¿Podemos imaginar qué sería del mundo si los hombres estableciéramos relaciones de la más pura gratuidad? Pero sólo Dios es totalmente gratuito. Sólo él puede serlo, porque no necesita nada de nadie. De hecho, la gratuidad siempre se ve asaltada por muchos intereses. Sólo puede ser entendida verdaderamente en el cristianismo. En el reino inaugurado por Jesús las relaciones son fraternas. Dios es el Padre de todos los hombres: tu Padre es mi Padre, mi Padre es tu Padre, tú y yo somos hermanos. Sólo así pueden ser establecidas esas relaciones de gratuidad que el mundo no conoce. Ese puede ser el subsuelo que nos ayude a comprender lo que puede ser la gratuidad de la acción de Dios con nosotros La palabra gratuidad apenas ha sido utilizada. ¿Se sirvieron de ella los santos padres? ¿Ha sido conocida en la tradición de los últimos siglos? ¿Cuándo ha comenzado a entrar en la vida de la Iglesia y en el lenguaje teológico? No me atrevo a afirmarlo con absoluta seguridad, pero me parece que el término gratuidad no aparece en el Denzinger, una obra en la que están recogidos todos los documentos eclesiásticos. Esa palabra gratuidad no ha formado parte del lenguaje ordinario ni ha tenido relevancia alguna en la teología y en la espiritualidad cristiana. A veces era aplicada a los dones de Dios en la creación, pero nadie la aplicaba, como lo hacemos en nuestros días, a la gratuidad de la salvación, a vivir de gracia y por gracia, a vivir del regalo de Dios. 2. Pero, ¿qué es la gratuidad? Gratuidad es un término que procede de gracia. Por tanto, para saber lo que es la gratuidad tenemos que saber lo que es la gracia. Se trata de dos palabras distintas, pero 54

están tan unidas que parecen la misma cosa. Lo que sucede es que la palabra gracia ha sido tan usada, tan mal usada, que ha perdido una buena parte de su atractivo. La palabra gratuidad, sin embargo, ha sido menos manoseada y tiene el frescor de lo recién estrenado. El término gracia, como vimos desde el principio, lleva en su misma entraña la idea de favor o beneficio, de un presente o de un regalo otorgado por benevolencia y no por obligación. Por eso, la gracia nos introduce de repente en el mundo de lo libre y de lo imprevisible, de lo que no se ha ganado ni merecido; gratuito significa de balde o de gracia, es decir, sin esperar nada a cambio, desinteresado, espontáneo; gratuitamente significa sin interés y sin mirar de reojo; gratis procede de la contracción de la palabra latina gratiis, es decir, por las gracias, lo que nos lleva de la mano hacia lo regalado, hacia lo no merecido ni ganado[27]. Ese es el mundo en el que se mueve la gratuidad, la palabra clave del cristianismo. Si la borráramos de él se convertiría en una religión sin importancia, “que podría desaparecer sin dejar el menor rastro de su paso por la tierra”. Si Dios no fuera gratuito, sería como para echarnos a temblar. Por eso, apenas nos desviemos un poco del camino de la gratuidad se producirá un regreso inevitable de lo gratuito a lo debido, es decir, de lo que Dios hace por el hombre a lo que el hombre debe hacer por él, con lo cual convertiríamos a Dios de “dador en deudor”, invirtiendo por completo el orden natural de las cosas. La gratuidad es como la nota dominante de esta sinfonía impresionante que estamos viviendo. Si tratáramos de expresar en unas palabras lo que es la gratuidad, diríamos que es “la disposición generosa del aquel que da por pura benevolencia, sin que nada le obligue a ello por parte del que lo recibe”. San Agustín lo expresó con palabras impresionantes: “La gratuidad es la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría, visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y les impulsa amorosamente hacia el bien”. Los filósofos pagamos no podían concebir que un ser perfecto pudiera inclinarse sobre seres imperfectos, ni que un ser superior se volcara sobre un inferior. Para ellos era impensable concebir un Dios que pudiera salir de su perfección para amar lo imperfecto, es decir, lo que contradecía su propia perfección. En esas condiciones los dioses no podían amar a los hombres. Pero eso es precisamente lo que ha sucedido en nuestra historia: que Dios se ha revelado al hombre, que ha descubierto su rostro y ha dado la cara. No ha sido el hombre quien ha subido hasta Dios, sino Dios quien ha bajado hasta él. Su amor no estuvo condicionado “por ninguna indigencia o necesidad en él”, “ni por ninguna perfección fuera de él que le forzara a tener que entregarse”. Por eso, la gratuidad, tal como es descrita desde diversos ángulos, es “la cualidad de lo gratuito”, “la cualidad de lo que se hace, se da o se recibe de balde o de gracia”, “algo que está libre de cargo”, “algo por lo que no hay que pagar nada”, “algo que se nos da gratuitamente o gratis”, “algo que no cuesta dinero”. Por tanto, lo gratuito es aquello que nace de un modo “incondicional y libre”, es decir, “que no está sometido a ninguna presión ni responde a ninguna necesidad”, “lo que se da sin esperar recibir nada a cambio”, “lo que se da de balde y sin mirar de reojo”. 55

Por tanto, lo que caracteriza al don es precisamente el desinterés y la gratuidad, es decir, todo lo que no es cuantificable, ni contable o rentable; todo eso que se nos escapa entre las manos y que no podemos medir: el amor, la amistad, la misericordia, el servicio desinteresado, la benevolencia; ese plus que no tiene nada de utilitario, pero sin el cual la vida de los hombres sería algo monstruoso. Lo esencial de la gratuidad es ese amor derramado a manos llenas, que no tiene explicación en algo que sea anterior a él. El amor y la gracia es lo más gratuito que podemos imaginar. Los hombres actuamos siempre movidos por algún motivo o razón, pero lo gratuito es precisamente lo desinteresado, lo que se hace como un gesto de amor y de servicio “a fondo perdido”. Sin embargo, lo que nos entra por los ojos en la vida de cada día es exactamente lo contrario a la gratuidad. En efecto, el hombre de todos los tiempos se ha entendido “como el constructor y el artífice de su historia y de su vida”; él es, en efecto, el que crea y recrea, hace y deshace, proyecta y realiza. Por eso no puede vivir la realidad de su vida como un don, sino como una conquista. Estamos tan acostumbrados a ganarlo todo con nuestro esfuerzo, que no estamos dispuestos a admitir con facilidad el mundo de la gratuidad. Se diría que todo lo que se refiere a lo gratuito no goza de mucho favor en un mundo que lo quiere conquistar todo a base del propio esfuerzo. Hemos perdido el sentido de la gratuidad y preferimos vivir de lo que ganamos o producimos[28]. El mundo de lo gratuito choca también frontalmente en las relaciones que hemos establecido con Dios. En los últimos siglos de la Iglesia hemos trasplantado a la vida cristiana la dinámica que existe en la vida de cada día y hemos establecido con Dios una relación comercial o mercantil, característica de nuestra sociedad. Pero a esa lógica mercantil hay que oponer de la manera más enérgica la gratuidad de su acción. El Señor no es un objeto que podamos comprar a cualquier precio, sino el Don que se entrega gratuitamente al hombre. Dios no puede ser comprado en el mercado ni cotiza en la bolsa de valores, sino que es el Ser gratuito que lo ha creado todo y nos lo ha dado todo por pura gracia. En una concepción puramente comercial de la vida cristiana, la gratuidad quedaría completamente al margen, porque todo giraría alrededor del hombre, de sus obras y esfuerzos, de sus sacrificios y renuncias, de su perfección y su santidad. Pero así “permanecería cerrado por completo a la alteridad”, es decir, “que no dejaría espacios abiertos a la acción gratuita de Dios en él”. Pero desde que la gratuidad aparece en escena, la espiritualidad de obras se convierte en una “moneda de curso ilegal, en un billete en desuso, que debería desaparecer cuanto antes y por completo del mercado”. El camino de la ley y de las obras ya ha sido bien experimentado. Ya sólo nos queda experimentar la gratuidad de la acción de Dios, es decir, vivir abiertos al Don fundamental que es nuestro Señor Jesucristo, vivir de él y para él, mirar al que está ahí: ofrecido, no ganado; regalado, no conquistado[29]. La esencia de la gratuidad es “dar sin esperar nada como contrapartida”. Así ha sido la acción de Dios en nuestro favor: gratuita, de balde, sin mirar de reojo, como si su alegría fuera sólo dar sin esperar. Por eso, la gratuidad es la esencia misma del cristianismo. Dios nos lo da todo gratis, porque nosotros no podemos merecer ni ganar nada de lo que es suyo. Todo lo que nos llega de él lleva el sello de lo no merecido ni 56

ganado, sino de lo regalado y de lo gratuito. El mundo de la justicia, como hemos visto, se mueve siempre en torno a lo tuyo y a lo mío; te debo, me debes; te doy, me das. La justicia es un viaje de ida y vuelta. La gratuidad, por el contrario, rompe ese círculo terrible establecido por la justicia, ya que se da sin espera de reciprocidad. Por eso precisamente es desinteresada e inmotivada. La gratuidad nos abre a un mundo de gracia, donde las relaciones no se mueven por el interés ni por la justicia, sino por pura generosidad. La gracia ni se compra ni se vende, ni se merece ni se gana, sino que se ofrece y se regala. Por eso no hay nada que sea equiparable a la gratuidad, nada que pueda estar a su altura, ni siquiera, como ya he apuntado en algún momento, la acción de gracias y la alabanza. La acción de gracias y la alabanza son ya una respuesta a esa presencia divina y, en ese sentido, ya no son puramente gratuitas, sino como el eco a la acción previa de Dios en el hombre. La corriente que va de la gratuidad a la gratitud no debería romperse en ningún momento. Pero más allá o más acá de su acogida, la gracia es un don gratuito. Dios no está condicionado por nada ni por nadie. Su gracia es previa a nuestra acogida y no depende de ella. Si Dios se diera esperando la respuesta del hombre, la gratuidad perdería todo su atractivo y encanto, y “lo gratuito dejaría de ser gratuito para ser, en cierta manera, interesado”. Entre lo gratuito y lo merecido, entre el don y lo ganado no hay punto de encuentro posible, porque cada uno de esos términos corre por su propio raíl. Eso es lo que no podemos olvidar en ningún momento. En el reino de la gratuidad ha quedado rectificado, de una vez para siempre, el rumbo por el que marchaba la vida cristiana, es decir, el de obras y el de los esfuerzos para conseguir la perfección y la salvación. En ese medio, la gratuidad ha aparecido “como una rosa de abril entre nosotros, atrayéndonos con todo su encanto y frescor”. Era necesario un lenguaje nuevo para ser aplicado a la nueva situación. Se diría que la palabra gratuidad estaba cortada a medida de esa necesidad. 3. En el corazón de la gratuidad Todo lo que decíamos a propósito de las relaciones de gratuidad entre los hombres debe ser aplicado, en grado sumo, a la relación de Dios con nosotros. Si fuera una relación de poder estaríamos perdidos para siempre; si fuera de justicia, le convertiríamos en deudor nuestro; por eso, esa relación sólo puede ser entendida desde la gratuidad más absoluta. Todo lo que rodea la vida del hombre es gracia. Apenas abrimos los ojos contemplamos un mundo en el que las cosas más esenciales nos han sido dadas gratuitamente: el sol, la luna, las estrellas, el aire, la luz, la lluvia, la fertilidad, la vida, el amor, la amistad... El amor de Dios nos abraza sin que hayamos podido hacer nada por merecerlo. Sólo en la gratuidad podemos comprender que somos mucho más de lo que pudiéramos alcanzar con nuestras fuerzas. Tertuliano decía que “el cristiano es más que un hombre”. En nuestra historia domina el tener y el poseer, en la de Dios el don y la entrega, el amor que ama y perdona gratuitamente. Por tanto, el mundo de Dios “no es el de la correspondencia, sino el de la parcialidad; en él no nos encontramos de mutuo acuerdo, sino que somos alcanzados por él”. Su iniciativa precede siempre a la nuestra. Lo gratuito nos envuelve desde el principio hasta el fin, por delante y por detrás, por 57

encima y por debajo, ahora y siempre. No podemos salir de ese manto que nos ciñe por entero. Somos don de Dios, es decir, el resultado de la más pura gratuidad. Por tanto, si podemos hablar de gratuidad es porque alguien nos ha amado antes de que nosotros naciéramos. Hemos sido creados por amor, vivimos por amor y viviremos eternamente en el amor. El que todo lo tiene se ha entregado al que no tiene nada, el que no necesita de nada se ha regalado al que todo lo necesita. Esa es la revolución que el Señor ha introducido: “la rebeldía del don y de la gracia contra ese terrible sistema de intercambio que domina en la ley, donde no se contempla lo gratuito, sino lo ganado y lo merecido”. Alguien ha dicho que cuando dejamos que las obras del hombre entren en la sinfonía de la gratuidad se produce un efecto semejante a como si “unos cuervos entraran a formar parte de un coro de jilgueros”. Toda la vida cristiana tiene como punto de partida y como punto de llegada la gratuidad; como punto de partida la creación, como punto de llegada la salvación. Por eso podemos adentrarnos gozosos por esos caminos de gratuidad, donde sorprendemos a Dios derramando su gracia sobre estas pobres criaturas humanas, a quienes él ha creado “para alabanza de su gloria”. La primacía de la gracia es absoluta: eso es lo que hay que poner en evidencia. Nadie puede pisarle el terreno a Dios. El hombre no puede competir en igualdad de condiciones con él. Dios es Dios, y el hombre es hombre. El hombre no puede traspasar jamás la línea divisoria entre lo natural y lo sobrenatural, jamás podrá dar el paso de la ley a la gracia, de lo debido a lo gratuito. Ahí se produce un abismo insalvable para él. En medio del camino, por expresarlo en términos bíblicos, “hay un árbol del que no puede comer, una línea de demarcación que no puede traspasar: el reino de la gracia”. Ahí no llega con su inteligencia ni con su voluntad, ni con todos sus esfuerzos; ahí se diluye como una gota de rocío ante la llegada del sol. En ese mundo sólo puede entrar por pura gracia. Ese abismo sólo puede ser cubierto por Dios. Si él no se abajara, el hombre no podría subir hasta él. La gratuidad por parte de Dios es total. No hay otra palabra que defina mejor cómo es su acción a favor del hombre: gratuita, sin ninguna rebaja ni atenuante. Si tuviéramos que ganar el cielo por nuestras obras y nuestros méritos sería como para darnos ya por condenados. Pero en el libro de nuestra vida aparecen todos los rasgos de un amor y de una misericordia infinita para con nosotros. El aire de lo gratuito nos envuelve en todo momento. Desde toda la eternidad hemos vivido en el reino de la gratuidad y nadie podrá arrancarnos de él. Si no pudimos hacer nada “antes del tiempo” para entrar en ese reino, nada podremos hacer “en el tiempo” para perder lo que un día ya nos fue regalado[30]. El anuncio de la gratuidad es una noticia estremecedora para el hombre, “porque no huele a moral, ni a obras, ni a exigencias, ni a esfuerzos, ni a méritos, ni a renuncias y sacrificios, ni a fuerza de voluntad, ni a ajuste de cuentas por parte de Dios, ni a juicio, ni a condenación, ni a infierno, ni a nada de eso que hace a Dios tan repelente para nosotros”; por el contrario, nos introduce en un misterio de amor incomprensible. Una gracia que tuviera que ser merecida perdería lo más íntimo de su esencia y ya no sería gratuita. Eso es lo que resultaría verdaderamente desagradable. La gracia es la acción gratuita de Dios en nosotros, algo real, algo que sucede o 58

acontece en nosotros. Eso es lo que nos parece increíble y sorprendente: que no hay que pagarle nada, porque no podemos hacerlo de ningún modo. Dios no puede ser merecido ni ganado por nuestras buenas obras, es decir, por un comportamiento ético intachable. Pero ¡cómo nos cuesta creer que Dios pueda ser tan generoso como para amarnos infinitamente, sin razones y sin condiciones! Por eso, nos sentimos en la obligación de hacer algo que sea digno de él y que nos haga valer ante sus ojos. Pero si pudiéramos merecer la gracia, ya no sería gratuita; si consiguiéramos ganarla, entonces sería debida como un salario; si fuéramos capaces de perderla, entonces dependería por entero de nosotros y no de Dios. Sólo el que entre en ese reino misterioso sabrá realmente lo que es y lo que significa vivir en la gratuidad. ¿Cómo hacer comprender al hombre la absoluta gratuidad de la acción de Dios? ¿Cómo hacerle entender que el don precede a la exigencia y la gracia a las obras? Esa será, sin duda alguna, la obra del Espíritu. Pero ya se ven los signos precursores del avance de la gratuidad, lentamente, es verdad, y en medio de duras oposiciones. Pero me atrevo a decir, sin temor alguno a equivocarme, que el mensaje de la gratuidad se está ya convirtiendo en un “signo de los tiempos”. La gratuidad es como una onda expansiva que nadie podrá ya parar, hasta que inunde a la Iglesia por entero. Ya desde ahora es como un gancho que se clava en nuestro corazón y que nos afecta hasta las mismas raíces de nuestro ser. 4. La gratuidad, fin de la ley La pérdida de la gratuidad ha sido irreparable. Pero en el corazón mismo del cristianismo está inscrita lo absolutamente gratuito de la obra de Dios por los hombres. Lo admitamos o no, es así. En la gratuidad, el centro de gravedad se desplaza del hombre a Dios. Se diría que la gratuidad nos atrapa en la totalidad de nuestro ser. Ella es la raíz y el fundamento de todo: por eso, no es negociable. No llegamos a la perfección cristiana a base de obras, sino a base de esa presencia graciosa de Dios en nosotros; no nos hacemos santos por nuestros esfuerzos, sino porque el Señor mismo nos ha regalado su santidad. La gratuidad se mueve en el terreno del don, no de la exigencia. Con la llegada de Jesús a nuestra tierra se produjo un tsunami que lo ha revolucionado todo. Fue el fin de la ley y el comienzo de un año de gracia para la humanidad. Jesús, en efecto, no vino a darnos unas leyes, unas normas o unas reglas de comportamiento, sino a librarnos del pecado y de la muerte, y a darnos una vida sin fin. La presencia de Jesús entre nosotros hizo saltar por los aires los cuadros demasiado estrechos del judaísmo. Hasta ese momento la suerte de los hombres se jugaba en su actitud con respecto a la ley, pero desde ese momento el centro de la escena fue ocupado por Alguien que era mayor que Abrahán, mayor que Moisés, mayor que los profetas, mayor que el sábado, mayor, incluso, que el templo. De repente, la ley se quedó sin sentido, no porque fuera mala, sino porque había llegado algo nuevo y mejor. San Juan lo expresó muy bellamente: “La ley por Moisés, la gracia y la verdad por medio de Jesús” (Jn 1,17). Jesús no trajo una ley nueva, sino un estilo nuevo; no se preocupó demasiado por lo que el hombre tenía que hacer, sino por lo que tenía que ser. “La ley 59

ponía al hombre ante las obras, Jesús lo puso ante el don de Dios. El evangelio no ofreció una ley para observar, sino una gracia para vivir. Jesús no dijo: ‘Haz esto y vivirás’, sino ‘Vive, y haz esto’; no estableció unas relaciones jurídicas, es decir, de haber y debe, sino filiales, es decir, de padre a hijo; no ofreció una ley, sino un amor desbordante”[31]. En el plan de Dios, la ley sólo tenía una validez limitada, era como un episodio hasta que llegase el cumplimiento de la promesa. Cuando llegó Jesús, la ley dejó de ser la norma de vida para el hombre. Pero nadie puso en evidencia tan claramente como san Pablo la gratuidad de la gracia. El encuentro con Jesús en el momento de su conversión[32] significó el derrumbamiento total de todo lo que él había creído y vivido. Si Jesús le había hablado es que estaba vivo, y si estaba vivo es que había vencido a la muerte, y si había vencido a la muerte es que había resucitado. Eso significaba que en él se habían hecho realidad todas las promesas y que el reino de Dios ya estaba presente. De repente, sus ojos se abrieron a un sistema de salvación que ya no estaba basado en la observancia de la ley, sino en la gratuidad de la gracia. Para los fariseos la ley era como “la mediadora entre Dios y los hombres”, “preexistía a todo lo creado”, “el mundo fue creado por ella y para ella”, la “ley era vida”, “la ley era el agua viva”, “la ley era la luz del mundo”, “la ley era el camino”. El creyente perfecto era aquel que vivía de acuerdo con la ley. ¿Qué tuvo que hacer san Pablo con sus estructuras, en las que la ley ocupaba el centro de todo? Quitar la ley del centro de su vida y poner a Jesús. La ley seguía allí, pero el motor de su vida ya no era ella, sino Jesús. Desde ese momento comenzó a eliminar todas las expresiones que hablaban acerca de la importancia de la ley y en lugar de la ley puso el nombre de Jesús: “Para mí vivir es Cristo”, “No vivo yo, sino que Cristo vive en mí”, “estoy en Cristo”. Esa es también la línea que aparece en el evangelio de Juan, donde Jesús dice: “Yo soy el camino”, “Yo soy la verdad”, “Yo soy la vida”, “Yo soy la luz”, o sencillamente “Yo Soy”. Ninguna ley, diga lo que diga, mande lo que mande, prohíba lo que prohíba, podrá ocupar jamás el puesto de Jesús. Por eso, desde su llegada, la pregunta es la siguiente: ¿Quién va a ocupar el centro de mi vida? ¿Un código escrito o una persona? ¿Una ley o el Señor? En las cartas a los gálatas y a los romanos san Pablo hizo frente al problema de la relación entre la gracia y las obras de la ley. ¿Qué relación podía establecerse entre ellas? ¿Habían recibido los fieles cristianos el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en Jesús? Para san Pablo era claro que no podía ser por ambas cosas a la vez, sino por una o por otra: o por la ley o por Jesús. Por tanto, no había un y-y, sino un o-o: o esto o lo otro, o la ley o la gracia, o Jesús o nuestras obras[33]. Si la ley era la que salvaba, Jesús habría venido en vano; pero si era Jesús el que salvaba, la ley debería desaparecer de la escena. Eso fue lo que san Pablo repitió sin cesar: que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino sólo por medio de la fe en Jesucristo, por pura gracia. “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los 60

siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Ef 2,4-10). “Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tit 3,4-7). “Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, –pues no hay diferencia alguna; pues todos pecaron y están privados de la gloria de Dios– y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús… para ser él justo y justificador del que cree en Jesús” (Rom 3,21-26). “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom 6,14). “Si es por gracia, entonces ya no es por obras; de otro modo la gracia no sería más gracia. Pero si es por obras, entonces ya no es más gracia; de otro modo la obra no sería obra” (Rom 11,6). “Conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Gál 2,16; Gál 3,11-14. 24), etc., etc. Difícilmente se podría decir con mayor claridad que el hombre no se hace justo, amable y agradable a los ojos de Dios por las obras de la ley, sino por la fe en Jesús. La gracia suplantó a la ley. La salvación no brotaba de la observancia de la ley, sino del poder de Dios. No era el hombre el que se salvaba, sino el que era salvado. La ley quedaba superada para siempre. 5. Por las sendas de la gratuidad El avance incontenible de la gratuidad puso en retirada el régimen de la ley y de los esfuerzos. Un mundo nuevo de gracia y de amor surgió sobre los escombros del viejo. En él nos sentimos acompañados por aquel que ha vencido a la muerte y nos ha abierto de par en par las puertas del cielo. 5.1. Gratuidad de la creación, de la revelación y de la alianza La gratuidad de la acción de Dios aparece desde el momento en que decidió crear el mundo. Es evidente que el Señor no tenía deudas con nadie; por eso pudo crear o no crear, crear de este modo o del otro, estos seres o los otros, en este momento o en otro. Ni las cosas podían exigir su creación, porque no existían, ni Dios tenía obligación alguna de hacerlo, porque él se basta a sí mismo. Por tanto, no hubo más motivo para la creación que el amor. Toda la creación podría desaparecer en un instante y nadie la 61

echaría de menos, porque “existiendo él, existe todo”. Por tanto, nuestra existencia ha sido el resultado de la más pura gratuidad. Nadie tuvo derecho a vivir. “Vivo porque me han regalado la vida. No la he merecido ni he tenido que esforzarme para recibirla, sino que me la han dado gratuitamente”. Por amor fuimos creados y por amor nos mantenemos en la existencia, de tal manera que si Dios dejara de amarnos en algún momento nos desplomaríamos en la nada de la que fuimos sacados. Todos los seres de la creación llevan las huellas de la gratuidad de la acción de Dios. Ese es el punto de partida de todo. Desde el principio hasta el fin, todo lo que rodea al hombre es gracia: gracia su creación, gracia su inteligencia, su voluntad, su libertad, sus sentimientos, afectos y emociones, la salud y el bienestar, la comida y la bebida, la amistad y el amor, la palabra y la escucha. Pero Dios no sólo ha creado de una manera muy especial al hombre, sino que se ha revelado a él. Podría haber permanecido en un silencio eterno, pero le habló con palabras amables y ardientes, como una madre habla a su hijo. Por tanto, no sólo ha sido gratuita la creación, sino también la revelación que Dios ha hecho de sí mismo. Revelación es un término que procede del latín revelare (re-velum) que significa literalmente “que un velo es quitado o levantado, que el velo que cubría una cosa, una noticia o una persona ha sido eliminado, de manera que lo que estaba velado ha quedado al descubierto y que lo oculto ha salido de la oscuridad y puesto a la luz”. Si Dios no se hubiera revelado jamás hubiéramos podido descubrir su rostro por nuestros esfuerzos. Pero al revelarse nos ha llevado directamente a un encuentro. Dios ha entrado en relación con nosotros como un padre con su hijo, como un amigo con su amigo, como el esposo con su esposa. Así nos ha hecho socios de un diálogo que jamás tendrá fin. Pero el amor y la gracia de Dios aparecieron de una manera muy especial en la elección de su pueblo, un acto en el que Israel no tuvo ni arte ni parte, es decir, que no fue él el que eligió, sino el que fue elegido. Su elección, en efecto, no fue debida al hecho de que fuera el pueblo más numeroso, ni el más fuerte, ni el más sabio, ni el mejor de los pueblos, sino que fue una pura gracia de Dios. Lo único que aquel pueblo tenía era su pequeñez. Sólo por eso el Señor lo envolvió en un manto de amor y cuidó de él como de la niña de sus ojos. Dios lo separó de entre todos los pueblos de la tierra para que fuera su propiedad personal, su primogénito, su viña, su rebaño, su esposa amada. Israel fue verdaderamente “el hijo de la gracia”[34]. Pero la elección fue sellada definitivamente por medio de una alianza (Éx 19,4-6). El término alianza procede del latín ligare o alligare, que significa unir, atar o juntar lo que está separado. En efecto, dos personas que hacen un pacto o una alianza se acercan y se unen, se fusionan y se pertenecen. Eso fue lo que sucedió entre Yavé y su pueblo. La iniciativa fue totalmente de Dios. ¿De quién, si no, hubiera podido partir? Dios se ofreció a hacer camino con su pueblo, le reveló sus planes y proyectos y le marcó un estilo de vida. La alianza creó entre ellos la misma comunidad de vida que los lazos de la sangre establecen entre padre e hijo, de tal manera que el Señor podía decir de Israel: “Es mi pueblo”, e Israel podía decir de Yavé: “Es mi Dios”. Es cierto que el Señor se vinculó con su pueblo por medio de la ley, pero la promesa, la elección y la alianza, como ya 62

hemos visto, precedieron a la ley. Nadie obligó a Dios a hacer una alianza con su pueblo y nada ni nadie podrá conseguir que sea anulada, porque está fundada sobre un juramento. Eso es lo que alimenta nuestra esperanza hasta el infinito. 5.2. Gratuidad de la salvación Seguramente para la mayoría de los fieles cristianos es fácil aceptar que la creación, la revelación y la alianza hayan sido gratuitas. Pero que la salvación eterna sea también gratuita les plantea un problema insalvable, precisamente porque ha sido enfocado “desde la dinámica de la ley”, es decir, “desde lo que nosotros deberíamos hacer por Dios”. Eso es lo que nos ha metido en un callejón sin salida. En la dinámica de la ley, la salvación es concebida como una especie de contrato bilateral: Dios ha señalado el camino y el hombre debe esforzarse por entrar en él, Dios ha dicho lo que el hombre tiene que hacer y el hombre debe ponerlo en práctica. Pero esa manera de proponer el mensaje de la salvación sería semejante a decir “que Dios nos da una especie de fusil para enfrentarnos al monstruo que es el pecado”. Armados con la ley, Dios nos diría: “Ahí te dejo, defiéndete hasta la hora de tu muerte contra todos tus enemigos. No puedo hacer otra cosa por ti”. Pero Dios no ha hecho así las cosas. La esperanza de nuestra salvación no descansa en la observancia de una ley, sino en la obra de Jesús a favor nuestro. Si para salvarnos tuviéramos que cumplir todos los mandamientos que nos ha dado, entonces no habría gracia ni favor por parte de Dios, sino esfuerzo por parte del hombre. Pero si la salvación dependiera de los esfuerzos del hombre, ¿cuál sería la suerte de la humanidad? Tendríamos que hablar seguramente de una masa condenada a la perdición. Pero, en ese caso, ¿para qué habría venido Jesús? ¿Qué clase de salvador sería si la mayoría se condenara? ¿Habrá olvidado el Señor que somos sus hijos? ¿A quién tendrá que dar cuentas de su amor y de su gracia? ¿Qué sería de nosotros si nos aplicase la ley de la justicia? Dios no se rige por la ley del haber y del debe, sino del amor y de la gracia. Si Dios castigara a la mayoría de sus hijos, ¿cómo podríamos decir que es infinitamente misericordioso? No hay más que una solución: Dios es el único que salva. Pero si él es el que salva, entonces la salvación tiene que ser gratuita y, si es gratuita, entonces tiene que ser universal, entonces no nos salvamos, sino que somos salvados; entonces no conseguimos la salvación a fuerza de obras y de esfuerzos, sino que la acogemos con las manos abiertas. En eso consiste la gratuidad. ¿A que nos darían derecho todas nuestras buenas obras? La desproporción entre lo que hacemos y lo que recibimos es tan absoluta que no puede hablarse de derecho por nuestra parte ni de obligación por parte de Dios. Por eso, nada de lo que haga el hombre es demasiado importante. “Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia”[35]. Lo ridículo sería que el hombre creyera que con sus obras pueda conseguir la salvación eterna, y que lo poco que hace le diera derecho a tanto. ¿Por qué nos empeñamos en depender de nosotros mismos, cuando tenemos asegurada la salvación en él?[36]. Dios debe mirar con misericordia los esfuerzos que hacemos por ser agradables ante 63

sus ojos, pero no podemos llamarnos a engaño. No son nuestras obras las que nos abren la puerta de la salvación. No nos salvamos por nuestros méritos, sino por pura gracia. El único que puede salvarnos es Jesús. En ese campo no se nos permite ningún protagonismo. Todo es gracia. El peso de la salvación no recae sobre nosotros, sino sobre él. El camino que conduce hacia la salvación no circula por la senda de las obras y de los méritos, sino de la gracia. Eso es lo que ponen en evidencia todos los comentaristas: “La gratuidad de la salvación resplandece en toda su grandeza al considerar que Dios perdona a un pecador, se reconcilia con un enemigo, sana a un enfermo, cura a un herido, recibe a un hijo pródigo, concede el indulto a un condenado a muerte, salva a un náufrago perdido en medio del mar, conduce a casa a un extraviado”. El amor llega más allá de todas las razones y de todas las buenas obras. Dios no debe tener muchos motivos para salvarnos, pero en él está el amor que perdona y transige. La esperanza de nuestra salvación no está ni en nuestros méritos ni en nuestra virtud, sino sólo en el amor de Dios. Si la salvación estuviera a expensas de nuestras acciones, gestos o méritos, entonces sí que habría que temer lo peor para nosotros. Un hombre murió, y mientras iba de camino hacia el cielo, iba echando las cuentas de todo lo que había hecho durante su vida. Al llegar a las puertas del cielo vio un cartel que ponía: “Admisión: 1000 puntos”. —Esto está hecho, pensó. Así llegó hasta el cielo y san Pedro le recibió en la puerta. —Vamos a ver, le dijo san Pedro, ¿qué has hecho? Y el hombre le respondió: —He hecho un montón de cosas buenas. Por ejemplo, durante los últimos cuarenta y cinco años no he faltado ni un solo domingo a misa y he rezado el rosario todos los días. —¿Hiciste eso de verdad?, le preguntó san Pedro. —Sí, lo hice, contestó el hombre. —Muy bien, dijo san Pedro, eso hará un punto. Y aquel hombre comenzó ya a temblar. —¿Qué más hiciste?, le preguntó san Pedro. —Precisamente venía pensando por el camino que serví como diácono en mi iglesia y que ayudé a mucha gente en sus necesidades y que socorrí a muchos pobres. —¿Hiciste eso?, le preguntó. —Sí, lo hice, le respondió. —Muy bien: eso hará un punto. —¿Qué más hiciste? —También he calculado que a lo largo de mi vida he contribuido con más de cincuenta mil dólares para la causa de los más pobres. —¿Hiciste eso?, le preguntó. —Sí, lo hice —Muy bien: eso hará un punto. Y entonces, aquel hombre, resignado y derrotado, dijo: 64

—Está visto que aquí no se entra, sino por la misericordia de Dios. —Mil puntos, le dijo san Pedro. ¡Adelante! Entra en el gozo de tu Señor. Sólo por pura misericordia, sólo porque Dios es bueno con nosotros somos invitados a entrar en su reino. El amor y la gracia, el perdón y la vida están de regalo. ¿Cómo podría dejar nuestra salvación a merced de nuestros esfuerzos? ¿No sabe de qué arcilla nos ha formado? Por eso, no sólo nos ha ofrecido la salvación, sino que nos ha salvado. La muerte de Jesús ha sido nuestra vida, su sangre ha lavado para siempre nuestros pecados. La gratuidad de la salvación eterna es la madre de todas las gratuidades, la gracia de la que todo pende y depende. Sin esa gracia todas las demás serían completamente inútiles para nosotros. Podrían servirnos para un trecho del camino, pero al llegar al final nos abandonarían para siempre. Por eso, no hay más que una línea perfectamente coherente con el proyecto de Dios. ¿Qué derechos o méritos tuvimos para ser creados, amados y convertidos en hijos? ¿Qué hemos hecho para que Dios nos haya enviado a su propio Hijo, nos haya amado y perdonado, justificado y reconciliado? ¿Estaba Dios obligado a darnos una vida sin fin? La acción de Dios ha precedido a cualquier obra del hombre. Por eso esperamos el triunfo de la raza humana sobre el pecado y la muerte, sobre el infierno y la condenación eterna. Jamás hubiéramos podido imaginar lo que nos aguarda, si Alguien no hubiera entrado en nuestra historia y nos hubiera salvado de la nada y del abismo que se abrían ante nosotros. Podemos vivir y morir llenos de esperanza porque al final de nuestra marcha nos esperan los brazos de la Vida y del Amor. Por eso, la relación de Dios con los hombres “no es de justicia, sino de gracia; no de derechos, sino de gratuidad”. La salvación no puede ser el resultado del deber cumplido, sino de pura gracia. Todo ha sido creado para ser salvado. Creación y salvación son dos actividades en las que Dios no cede su gloria a nadie: nadie puede crear, sino él; nadie puede salvar, sino él. 6. El mundo de la ley y de la gratuidad Ley y gracia son dos términos contrapuestos. Cada uno de ellos tiene sus principios y su manera de gestionar las cosas que caen bajo su campo. Cada uno marcha por su propio raíl, sin que lleguen nunca a coincidir en un punto. Si hemos marchado por las sendas de la ley, ahora tenemos que dar un salto al revés y empezar a caminar por las sendas de la gracia. Eso es lo que la mayoría de los cristianos no saben y, si lo saben, no se atreven a realizar. En el campo de la ley nos movemos con cierta agilidad, porque sabemos en cada momento lo que tenemos que hacer, es decir, lo que Dios nos ha mandado; en el campo de la gracia, por el contrario, nos movemos como en arenas movedizas, porque nos obliga a vivir siempre del regalo de la presencia de Dios en nosotros. En el terreno de la gratuidad no entramos con nuestro curriculum bajo el brazo, sino despojados de todas nuestras obras, para vivir una relación filial con él. Por eso, en el mundo de la gracia causa un cierto malestar ver al hombre pretender ser protagonista de su propia perfección y salvación. ¿Cómo puede el hombre aspirar a conseguir una perfección, una santidad y una salvación que jamás pueden estar a su alcance? Pero al punto que estamos llegando 65

se diría que ya no hay posibilidad alguna de retorno. El avance de la gratuidad empuja hacia la desaparición definitiva al régimen de la ley. Tenemos que hacer una elección: o la ley (las obras, los esfuerzos, los sacrificios, las renuncias) o la gracia (lo gratuito, lo regalado). Entre esas dos líneas no hay término medio. Los contrastes que existen entre la ley y la gracia son muy acusados, como se hace notar desde todos los ángulos. La ley trata de poner a Dios de parte del hombre, la gracia pone al hombre de parte de Dios; la ley genera relaciones legales, es decir, de premios y castigos; la gracia, por el contrario, genera relaciones filiales y gratuitas, de amor y de donación, de entrega y cariño, de amistad y de encuentro; la ley habla de lo que el hombre debe hacer por Dios, la gracia cuenta lo que Cristo ya ha hecho por el hombre; la ley exige santidad, la gracia da santidad; la ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad por Jesús; la ley dice: “haz esto y vivirás”; la gracia dice: “vive y haz esto”; la ley dice: “págame lo que me debes”; la gracia dice: “te perdono todo”; la ley dice: “la paga del pecado es la muerte”; la gracia dice: “el regalo de Dios es la vida eterna”; la ley dice: “condénalo”; la gracia dice: “abrázalo”; en el régimen de la ley domina el esfuerzo, las obras y los méritos; en el de la gracia, el regalo y el don; la ley mata, la gracia da vida; la ley dice: “Ojo por ojo”, la gracia dice: “No resistáis al mal”; la ley dice: “Amarás a tu prójimo, pero odiarás a tu enemigo”, la gracia dice: “Amad a vuestros enemigos”; la ley actúa desde el exterior, la gracia desde el interior; la ley exige, la gracia da; la ley se impone, la gracia solicita; la ley representa el esfuerzo que brota del hombre para hacerse agradable a los ojos de Dios, la gracia es el favor divino que se abaja y se inclina sobre el hombre… La balanza no se inclina del lado de la ley, sino de la gracia; no de lo que el hombre puede hacer por Dios, sino de lo que Dios ya ha hecho por el hombre. ¿De qué queremos vivir? ¿De la ley o de la gracia? ¿De lo que nosotros producimos o de lo que Dios nos ha regalado?[37]. La ley y la gracia son dos elementos imposibles de mezclar, como lo son el agua y el aceite. Por eso, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el terreno de la gracia la destruiría por completo. La gracia es un elemento químicamente puro, que no admite mezclas de ninguna clase. Nunca puede ser ganada ni merecida, ni debida o exigida, porque supera infinitamente todas las posibilidades del hombre. Eso es lo que nos obliga a hacer el camino en sentido inverso al que hemos hecho, y a reformular en términos de gracia y de misericordia lo que ha sido formulado en términos de estricta justicia y de esfuerzo humano. Porque lo que está en juego no es una idea, sino la salvación eterna de todos los hombres, tu salvación y mi salvación. A lo largo de los siglos han resonado sin cesar palabras como obras, méritos, sacrificios, pecado, justicia, infierno, condenación. Pero la palabra de Dios nos invita a abrir los oídos y el corazón a una dulce melodía en la que se habla de amor y de perdón, de gracia y de reconciliación, de salvación y de cielo. Ese es el lenguaje de la gratuidad. Dios no sólo nos ha prometido la salvación, sino que nos ha salvado ya por medio de Jesús. El mismo nombre de gracia desaparecería, dice san Agustín, “si lo que es dado no fuera dado gratuitamente”. Dios debe mirar con misericordia los esfuerzos que hacemos por ser agradables ante sus ojos. De eso no me cabe la menor duda. Pero no podemos llamarnos 66

a engaño: no nos salvamos por nuestros méritos, sino por pura gracia. El único que puede salvarnos es Jesús. En ese campo no nos permite ningún protagonismo. La salvación es una obra exclusivamente suya. La gratuidad es la perla más preciosa del cristianismo. Su pérdida ha sido irreparable. Sin ella, el camino cristiano se ha convertido, si se me permite la expresión, “en una religión vulgar y corriente, en la que todo hay que ganarlo a base de ascesis y de esfuerzos, de negaciones y renuncias, donde el hombre aparece siempre en primer lugar, mientras que Dios queda relegado a un segundo plano”. Pero la relación de Dios con el hombre sólo puede ser entendida en el marco de la más absoluta gratuidad. En la vida cristiana el don precede a la exigencia, la gracia al esfuerzo humano, la obra de Dios a las obras del hombre. El camino de la ley y de las obras ya ha sido muy experimentado y lo que ha dado de sí está a la vista: un cristianismo lánguido y sombrío, que va dando pasos hacia la muerte. 7. Lo innegociable de la vida cristiana Para movernos a gusto y con agilidad en el reino de la gratuidad deberíamos familiarizarnos con una serie de principios que me parecen innegociables, a saber: que la gracia no es algo natural o debido al hombre, sino que el ser humano ha sido elevado gratuitamente al orden sobrenatural; que Dios es amor, que somos sus hijos, que Jesús nos ha salvado y redimido… Sobre esos principios no es posible el diálogo ni la discusión. Los aceptemos o no, no cambia para nada el asunto. 7.1. La gracia no es natural al hombre Al entrar en el reino de la gracia pisamos un terreno que no es natural al hombre. En el orden de la naturaleza Dios ha dotado al hombre de grandes cualidades y capacidades. Los éxitos de la técnica y de las ciencias han sido deslumbrantes en nuestros días, por ejemplo, la conquista del espacio, las comunicaciones, el dominio de la naturaleza, de la biología, de la salud… ¿Qué sorpresas nos deparará el futuro? ¿Hasta dónde llegará su capacidad creadora? Pero en el mundo sobrenatural no podemos dar ni un solo paso sin que seamos elevados e impulsados por el Señor. ¿Cómo podríamos alcanzar, merecer, conquistar o conseguir a Dios? Ese mundo está fuera de nuestro alcance. Lo sobrenatural implica una realidad que sobrepasa todas las exigencias de este ser hecho de barro. En efecto, ¿le debe el Señor la revelación de su amor y de su gracia, de su salvación y de la vida sin fin? ¿Le debe la filiación adoptiva, la resurrección, la inmortalidad y la vida eterna? Por eso, al hablar de la gracia, lo primero que hay que poner en evidencia es su absoluta gratuidad. 7.2. Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural En el orden natural el hombre se mueve como pez en el agua. Pero en el terreno de la gracia depende exclusivamente de Dios. Ahí no aparece en pleno esfuerzo creador, sino 67

como la arcilla en manos del alfarero; ahí no modela la materia, sino que es modelado por Dios. Ese mundo no es cuestión de habilidad ni de estudio, ni de reflexión ni de esfuerzos por nuestra parte. Para que el hombre pueda vivir una vida divina se requiere un principio divino. Pero en él no hay ningún elemento que exija el orden sobrenatural, porque ni Dios tiene deudas con el hombre, ni el hombre tiene derechos ante Dios. Pero habría que añadir, sin dejar un momento de respiro, que el ser humano es capaz de recibir ese don gratuito. Por tanto, la gracia no es algo natural, pero tampoco algo antinatural o algo extraño a él, porque Dios le ha creado “a su imagen y semejanza”. Esta pequeña criatura humana ha sido elevada de una manera totalmente gratuita a una dignidad que jamás hubiera podido imaginar. La vida sobrenatural nos introduce en el reino de la gratuidad, en el cual jamás seremos autónomos ni autosuficientes. 7.3. La presencia divina en el hombre Dios tiene la plenitud del ser, es decir, que no tiene límites ni orillas. Todo está lleno de su presencia, todo lo ve y lo penetra, nada escapa a su mirada ni a su control. “Es más alto que los cielos, más profundo que el sheol, más extenso que la tierra, más ancho que el mar” (Job 11,8-9). “¿No lleno yo los cielos y la tierra?” (Jer 23,24; 1Re 8,27). Dios está en todas las cosas por su infinita inmensidad; está, como enseñan los teólogos, por esencia, por presencia y por potencia, de tal manera que si se retirara un momento todo caería en la nada de la que ha sido sacado. Eso es lo que hay que mantener desde el principio hasta el final: que Dios está presente en todas las cosas como creador, como sustentador y como animador de la vida. Pero, sin duda alguna, Dios está de una manera muy especial en el hombre. Dios lo ve por dentro y por fuera, en su exterior y en su interior, en sus pensamientos más ocultos, en sus motivaciones más profundas, en sus emociones y afectos, cuando entra y cuando sale, cuando proyecta y cuando realiza. Nosotros podemos elegir entre esto o aquello, pero no podemos elegir que Dios esté o no esté presente en nosotros, porque eso no depende de nuestra libertad. La presencia de Dios nos invade y nos abraza por todas las partes: está aquí, está en nosotros, está con nosotros, está dentro de nosotros. En él vivimos, nos movemos y existimos. No tenemos que descubrirle, porque él ya nos ha descubierto; no necesitamos ir a buscarlo, porque él ya nos ha encontrado. Pero los teólogos hablan también de una presencia por gracia. En efecto, si la presencia de Dios en el alma humana fuera sólo una presencia de inmensidad, podría decirse que estaría en ella lo mismo que en un árbol o que en un animal. Pero la presencia de gracia es algo completamente distinto. Dios habita en el alma como en su propio templo, se hace presente en ella, la llena de su amor y la hace vivir una vida divina al modo humano. Pero, ¿cómo estará en los que viven en gracia y en los pecadores? ¿Cuál será la diferencia? Me atrevería a decir que la diferencia está en el cómo, no en el hecho de que Dios esté en cada hombre, porque si dejara de estar en los pecadores, se derrumbarían por entero.

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7.4. Dios es amor y nos ama Dios se ha revelado al hombre y nos ha dado a conocer algunos de sus rasgos fundamentales. Y el más nuclear de todos, el que los incluye a todos, es el amor. La palabra amor es la más sugestiva y fascinante para poder hacernos una idea de lo que es Dios. San Juan lo expresó en tres palabras: “Dios es amor”. “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8.16). Ese es el secreto de todo. Dios no sólo ama, sino que es el Amor. El amor es su identidad más profunda. Y eso quiere decir “que toda su actividad está regida por el amor: si crea, lo hace por amor; si gobierna, lo hace con amor; si corrige, lo hace por amor; si juzga, lo hace con amor; si salva, lo hace por amor”. Dios es amor. No podemos decir más. El mensaje cristiano parte siempre de este hecho grandioso: que Dios nos ama. Esa es la realidad que está a la base de todo. No solamente que nos ama, sino que me ama. ¡El, a mí! ¡Dios, a mí! Dios me ama con un amor eterno e incondicional, que jamás se debilita ni se enfría a pesar de mis fallos, que lo da todo a cambio de nada, que se entrega sin exigencias y se da sin esperar recompensas. Por más insignificante que yo sea a los ojos de los demás y a mis propios ojos, soy objeto de su amor. Soy amado, esté como esté, sea como sea, porque su amor no conoce ni vicisitudes ni ocasos. Antes de que la tierra comenzase su andadura, cuando nada existía, ya fui amado por Dios; antes de que yo pudiera decir una sola palabra ya fui amado, desde toda la eternidad he sido gratuitamente amado. Y lo que resulta más estremecedor es saber que Dios no puede cambiar. Por eso, si en algún momento nos ha amado, ya nunca dejará de amarnos. El amor de Dios nos apresa y nos envuelve sin dejarnos respirar. Por eso, puede amar lo mismo a los débiles que a los fuertes, a los ignorantes que a los sabios, a los pecadores que a los justos, a los enemigos que a los amigos; por eso, no exige condiciones para amarnos y no puede dejar de amarnos. Nosotros podemos amarle o no, vivir en su casa o alejarnos de ella, pero el amor del Padre nos persigue sin cesar. Los hijos no tienen que hacer grandes cosas para ser amados por sus padres: son amados precisamente por ser hijos. Dios no nos pide el curriculum antes de amarnos, ni ha puesto condiciones a su amor. Eso es lo que alimenta hasta el infinito nuestra esperanza. Pero, ¿es posible que Dios nos ame sin haber hecho nada para ganar su amor? La respuesta es afirmativa: sí. Esa es la buena noticia para el hombre: “Alguien te mira, alguien te ama, para alguien eres importante, alguien te espera todos los días para conversar contigo, alguien tiene cosas maravillosas que contarte, alguien te perdona cuando nadie te perdona, cuando ni tú mismo te perdonas”. Cualquier otro punto de partida viciaría por entero todo lo que pudiéramos decir. En efecto, no hemos sido nosotros los que nos hemos inventado la afirmación de que Dios es amor. Ha sido él quien nos lo ha revelado, porque de otro modo jamás lo hubiéramos imaginado. En eso no podemos ser transigentes ni hacer concesiones de ningún tipo. Eso no es negociable: es así y no puede ser de otra manera. Eso es lo único coherente con la manera de ser de Dios. Por eso, una vez establecido ese principio, hay que mantenerlo hasta el final. La prueba de que Dios nos ama la tenemos ante nuestros ojos: “En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo 69

para que nosotros vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10). Esa ha sido la exhibición más grandiosa de su amor. Cuando éramos unos bastardos, ya nos adoptó como hijos en su casa; cuando éramos pecadores, ya nos perdonó; cuando no había nada que pudiera poner en nuestra cuenta corriente, ya se hizo nuestra justicia; cuando estábamos muertos, ya nos dio una nueva vida. ¿Qué más pruebas queremos del amor de Dios? ¿Cómo tendrá que decirnos que nos ama? Dios no ha bajado hacia los hombres con su espada en la mano, sino con su amor; no se ha acercado hacia nosotros para destruirnos y aniquilarnos, sino para amarnos y para salvarnos. Al darnos a su Hijo, nos ha dado lo que más quería. Jesús nos ha puesto ante el Padre en situación de hijos y no de enemigos. Por eso estamos seguros de que nada ni nadie podrán separarnos de ese amor. En efecto, si Dios está de nuestra parte, ¿quién podrá estar contra nosotros? ¿Quién podrá hacernos daño? ¿Quién podrá condenarnos? ¿Quién se levantará para acusarnos? ¿Quién será testigo de cargo contra nosotros? ¿Quién se convertirá en nuestro fiscal? ¿Lo será Cristo? El que murió por todos nosotros, ¿se va a convertir ahora en nuestro verdugo? El que resucitó por nosotros, ¿nos va a condenar a una muerte sin fin? El que está a la derecha del Padre para interceder por nosotros, ¿se va a alzar ahora como nuestro acusador? Que el hombre sea bueno o malo es algo relativo. Lo único absoluto es que Dios está de nuestra parte. A los hijos se los puede reprender y castigar, pero no rechazar. Dios no es un fiscal que acusa, sino el Padre que perdona. En Jesús estamos asegurados contra todo riesgo. El amor de Dios es la roca firme en la que apoyamos nuestra esperanza. ¿Qué tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? ¿Quién podrá romper ese lazo inquebrantable que une a la criatura con el Creador? ¿El pecado? ¿Los olvidos? ¿Las traiciones? ¿Las infidelidades? ¿La vida o la muerte? (Rom 8,31-39). Nosotros no podemos imaginar ni la anchura ni la longitud, ni la altura ni la profundidad de ese amor de Dios que supera todo conocimiento (Ef 3,18-19). Si el hombre ha sobrevivido a todas las calamidades es porque hay una mano amorosa que todo lo ha conducido para su bien. Sus promesas no han sido revocadas, su amor jamás ha sido vencido por ninguna infidelidad. Ese es el secreto de todo: que Dios es amor y que es nuestro Padre. En el amor nos sentimos seguros. Se trata, en efecto, de un amor eterno, es decir, sin principio ni fin, de siempre y para siempre; un amor que se mantendrá en todos los momentos, pase lo que pase, suceda lo que suceda. Su amor no tiene fecha de caducidad como los productos que nosotros consumimos. Por eso, si su amor no ha tenido origen en nosotros, tampoco nosotros podremos darlo nunca por terminado. Pero su amor no es sólo eterno, sino también gratuito, es decir, no ganado ni merecido, ni condicionado por nada. Dios ama porque ama. Por eso, un amor que no fuera eterno y gratuito, universal e incondicional no sería digno de Dios. El Eterno y el Infinito no tiene más que amores eternos e infinitos, amores apasionados y asombrosos para estas pobres criaturas que somos nosotros. Ese es el hilo conductor de nuestra historia. Apenas se introduzca la duda o se abra el menor resquicio en la eternidad, en la gratuidad o en la incondicionalidad del amor de Dios por nosotros 70

todo se vendrá abajo. Si el hombre tuviera que hacer algo por merecer o ganar ese amor ya no podríamos hablar de un amor gratuito, sino merecido o ganado; ya no sería gracia por parte de Dios, sino conquista por parte del hombre. Pero no es nuestro amor el que nos hace agradables a sus ojos, sino su amor por nosotros. 7.5. Jesús nos ha redimido y salvado Dios ha apostado descaradamente a favor del hombre al hacerse carne en Jesús: la muerte ha sido vencida, el pecado ha sido perdonado, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par para esta raza de hijos pródigos y rebeldes que un día dejamos la casa del Padre para vivir nuestra propia vida. Los esclavos han sido convertidos en hijos, los desheredados han recibido la herencia, el amor y la gracia han sido derramados a manos llenas. Aunque todo se desmorone en torno a nosotros, eso es lo que nadie podrá derrumbar. Jesús está ahí, vivo y glorioso. En él hemos sido amados “amor sobre amor”. Sólo lo que Jesús ha hecho por nosotros es decisivo. El hombre, lo quiera o no lo quiera, lo sepa o no lo sepa, lo admita o no lo admita, se mueve en un mundo que está sellado por la presencia de Jesús como Señor y Salvador. Nada de lo que el hombre haga podrá invalidar lo que Dios ya ha hecho por nosotros, pero sin nosotros, si se me permite hablar así. Dios se ha dado por entero en Jesús, y nos lo ha dado todo a “fondo perdido”. Él ha asumido la responsabilidad de llevar adelante esta historia de salvación. Así como estuvimos asociados a Adán en el pecado y sus consecuencias, ahora lo estamos a Jesús en la gracia y en la vida. Lo que en uno se perdió, en el Otro ha sido recuperado superabundantemente para todos. En Jesús, el cielo y la tierra, la divinidad y la humanidad se han unido con un lazo de amor eterno e indestructible. Su destino es nuestro destino. Él es la Cabeza de este cuerpo inmenso que formamos la humanidad. Ni la Cabeza sin el cuerpo, ni el cuerpo sin la Cabeza. Donde esté la Cabeza tienen que estar también los miembros. ¿Qué clase de salvador sería si la mayoría se condenara? “Nosotros no necesitamos luchar hasta el agotamiento para salvarnos, porque Alguien nos ha salvado ya; no tenemos que bregar desesperadamente para conseguir la vida, porque Alguien nos la ha regalado; no tenemos que desfallecer por encontrar a ese Alguien, porque él mismo ha venido hacia nosotros y nos ha dado la mano”. De una masa condenada hemos pasado a ser una masa redimida. Eso es lo que hizo Jesús por nosotros, independientemente de nuestros méritos y de nuestras obras, por puro amor. La deuda de nuestro pecado quedó clavada para siempre en la cruz. Si el pecado y la muerte estaban contemplados en el proyecto creador de Dios, también estaba prevista la solución: Jesús, su Hijo, el Salvador universal. Nadie le pidió que viniera ni le obligó a hacerlo; no nos preguntó si queríamos ser salvados o no, si necesitábamos de salvación o no; no vino para unos sí y para otros no, sino para salvar a todos los hombres. La presencia de Jesús en este mundo ha producido un revolcón infinito en nuestra historia y en nuestro destino. En Jesús, Dios se ha solidarizado con nosotros hasta tal punto que se ha hecho uno de nuestra carne y de nuestra sangre, es decir, uno de nuestra familia. La sangre de Jesús ha sido derramada por todos los hombres: por los buenos y por los malos, por los cercanos y por los alejados, por los que le han aceptado y por los que no 71

le han recibido, por los que le conocen y por los que viven sin conocerle, por los que le aman y por los que nunca le amarán, por los que hacen esfuerzos por seguir sus caminos y por los que nadan a contracorriente de esa gracia. “Es como si Dios, dice san Bernardo, hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia”. Nuestro historial delictivo ha sido eliminado para siempre: la deuda ha sido cancelada por entero. Hemos sido creados por gracia y salvados por gracia. Todo ha corrido “por cuenta de la casa”. Por eso podemos hablar de la gratuidad absoluta de la salvación. El amor ha sido lo decisivo en todo este asunto. Eso es lo que debemos mantener desde el principio hasta el final, pase lo que pase, suceda lo que suceda, veamos lo que veamos, digamos lo que digamos, pensemos lo que pensemos. Al pecado ha sucedido la gracia, a la muerte la vida, a la condenación la salvación. Jesús ha sido la llave del proyecto divino para la salvación del mundo entero. En él todo se ha hecho realidad. ¿Dónde quedaría la gratuidad si para conseguir la salvación tuviéramos que cumplir un montón de preceptos y de leyes, de normas y de obligaciones? Nuestra lógica es la de la justicia, la de Dios es la del amor y la misericordia. En el mundo de los hombres el que la hace la paga, en el reino de la gracia sólo se conoce el amor y el perdón. Ese reino no se rige por la ley del haber y del debe, sino del don y del regalo. El problema de la salvación es de tal magnitud y trascendencia para nosotros que no puede quedar a expensas de nuestras obras, porque entonces estaríamos condenados casi irremediablemente. Dios sabe de qué barro nos ha formado. Eso es lo que le ha hecho tomar la iniciativa de esta grandiosa obra. Si la salvación no fuera gratuita, entonces tendríamos que luchar desesperadamente por hacer toda clase de méritos para conseguirla y, en ese caso, hablar de la gratuidad de la salvación sería algo repelente. ¿Cuántas obras habría que hacer para merecerla o conseguirla? En Jesús, la humanidad está salvada y redimida. Por eso, la salvación no puede ser selectiva, es decir, destinada sólo a algunos, sino inclusiva, es decir, destinada a todos. ¿Por quién sacrificó su vida en la cruz? ¿Sólo por algunos hombres? ¿Sólo por los buenos? ¿Sólo por los que un día habrían de acoger su palabra y su mensaje? Entonces, ¿qué sería del resto de la humanidad? ¿Qué sería de la mayoría absoluta de los hombres de todos los tiempos? ¿No les habrá afectado en nada su muerte? ¿No confesamos y proclamamos a voz en grito que vino “por nosotros y por nuestra salvación”? Él nos ha introducido en la vida divina, y nadie podrá jamás separarnos de ella. Ni Dios mismo podrá destruir lo que ha hecho, una vez por todas, en Jesús, el Hijo de su amor. Esa es la esperanza infinita que se abre ante nosotros. Gracias a Jesús, “lo odiable ha sido trocado en amable, los esclavos han sido convertidos en hijos, la gracia ha corrido por todos los valles de esta tierra, inundándola de vida”[38]. 7.6. La filiación divina La gratuidad de la salvación sólo es posible porque Dios nos ha adoptado como hijos. Pero esa adopción es algo muy especial. En el mundo greco-romano existía la costumbre de adoptar niños de otra familia, incorporándolos a la propia con todos los derechos de 72

los hijos verdaderos. Sin embargo, el hijo adoptado nunca podía llevar la sangre de su padre adoptivo. Pero nosotros sí la llevamos. En nosotros ha pasado algo muy importante: somos realmente hijos de Dios, llevamos su sangre, vivimos de su misma vida. El término adopción (hyothesía, de yiós, hijo, y thetós, puesto o adoptado) sólo fue utilizado por san Pablo. Seguramente lo tomó del vocabulario jurídico del mundo grecoromano en el que vivió. Pero la expresión adopción filial es algo impresionante para nosotros. Porque se trata de un hecho consumado, es decir, definitivo. “La adopción no sufre ni aumentos ni menguas, no depende de nuestra bondad o de nuestra malicia, no está a expensas de nuestra fidelidad o de nuestra infidelidad, sino que es algo que Dios ha hecho por nosotros, de una vez para siempre. Nada ni nadie podrá hacernos perder esa condición de hijo a la que hemos sido elevados. Podemos vivir como esclavos, pero nunca perderemos el derecho de filiación”[39]. El Espíritu Santo atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios: “Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom 8,14-17). “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4,6-7). Gracias al Espíritu, hemos pasado de una condición humillante y terrible a ser hijos de Dios; no sólo a la situación de libertos o liberados, que ya sería mucho, sino a la condición de hijos. ¿Qué tendría que suceder para que perdiéramos nuestra dignidad de hijos y de herederos? El Espíritu está ahí “como la más dulce de las presencias, como la más agradable de las compañías, como el más fuerte de los abrazos, como el manantial de todas las gracias, de todas las virtudes y de todos los dones”. El Espíritu está, mora, habita, gime, grita, clama, nos mueve, nos agita, nos llena de sus dones y de sus carismas. ¿Se puede decir más claro? No somos extraños en la casa de Dios, sino hijos, hijos queridos, hijos y herederos de todos sus bienes. 7.7. La libertad del hombre Casi desde la primera página nos hemos encontrado con un problema que no nos ha abandonado en ningún momento: el de conjugar la gracia divina con la libertad humana. Este ha sido el debate más largo que se ha conocido y vivido en la historia de la Iglesia y que ha girado siempre en torno a estos dos polos: “O una afirmación absoluta de la libertad humana, que terminaría por vaciar casi por completo la gracia, o una exaltación de la gracia, que terminaría por eliminar casi por completo la libertad del hombre”. En una palabra: o Dios o el hombre. Si acentuamos la acción del hombre, terminamos por ensombrecer la acción de Dios; si nos volcamos por entero en la acción de Dios, terminamos por hacer desaparecer al hombre. Por un lado está Dios y su soberana iniciativa; por el otro, el hombre y la respuesta libre a su acción. Si todo fuera gracia, 73

¿dónde quedaría la libertad del hombre? Pero si todo dependiera de su libertad, ¿a qué quedaría reducida la presencia de Dios en él? ¿Cómo compaginar la acción de Dios con la libertad humana? ¿No elimina la gracia la libertad del hombre? ¿No se impone, en cierto modo, a ella? Si Dios lo hace todo, ¿cómo puedo ser libre? El hombre es libre. Ese es también un principio innegociable. Pero su libertad no es absoluta. Libertad es la facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera u otra, de elegir entre esto o aquello, o de rechazar esto o aquello, de ir o no ir, de seguir este u otro camino. El hombre puede elegir entre las cosas que nos entran por los ojos, tocamos con las manos o experimentamos en nuestra vida. Y lo puede hacer porque conoce, más o menos perfectamente, las implicaciones de su elección, lo que elige o lo que descarta, lo que desea o lo que rechaza. Pero cuando Dios entra en escena, la elección ya no es tan fácil, ya que de él sólo tenemos un conocimiento muy imperfecto, porque nos desborda por completo. ¿Qué sabemos en realidad de él? ¿Qué imagen nos hemos hecho de él? ¿Qué imagen hemos recibido de nuestros padres, de nuestros sacerdotes y profesores, y del ambiente en el que hemos vivido? ¿Cómo podemos hacer una elección libre entre él y las cosas de este mundo? Por eso, no podemos elegir en pleno conocimiento y libertad lo que aceptamos y lo que dejamos, lo que queremos o lo que rechazamos. Dios debería darnos la oportunidad, como a los ángeles caídos, de contemplarle cara a cara para que pudiéramos decidir en plena libertad. Porque cuando el hombre rechaza a Dios, ¿a quién rechaza verdaderamente? ¿Al Dios verdadero o a una caricatura de él? ¿Al Dios personal o a una fuerza difusa? ¿Sería posible para el hombre rechazar al Dios vivo, despreciar el amor y la vida eterna? ¿Estaría tan loco como para rechazar la felicidad? La realidad es que todas nuestras decisiones están tomadas inevitablemente desde la “nube del no-saber”. La presencia de la gracia, en efecto, “no funciona como una fuerza que se impone al hombre, sino como algo fascinante y atractivo”. Dios no actúa desde fuera, imponiéndose a nosotros, sino desde dentro, solicitándonos con su amor. Sólo él puede alcanzar nuestra libertad en su misma fuente sin hacerla violencia. El hombre no deja en ningún momento de ser dueño de sí mismo. Pero sólo Dios sabe cómo ensamblar su gracia con la libertad, porque él ha sido el que ha creado al hombre y dispone de mil medios para entrar en él, sin forzarle ni avasallarle. “Lo que mueve al hombre hacia el Señor es del orden de la seducción, no del de la coacción. La coacción, lejos de generar atracción, genera rechazo”. La acción de Dios no anula la libertad humana, sino que la funda, la sostiene y la dinamiza. Su presencia puede hacerse tan amorosa e irresistible que el hombre no tenga más remedio que sucumbir rendido ante ella. 8. ¿Hasta dónde puede llevarnos la gratuidad? Los latinos tenían un principio, que formulaban con estas palabras: “Positum quodlibet, sequitur quodlibet”, que, traducido de una manera muy libre, significaría lo siguiente: “Cuando se hace una afirmación hay que mantenerla hasta el final”. Pero si eso es así, ¿hasta dónde podría llevarnos la gratuidad del amor de Dios? ¿A qué conclusiones podríamos llegar? 74

Siento un cierto vértigo, mezclado de un gozo indecible, al intentar sacar las conclusiones que se desprenden de la afirmación más grandiosa de la revelación: que Dios es amor, que nos ama gratuita e incondicionalmente, y que nos lo ha dado todo de balde en Jesús, sin mirar de reojo, sin esperar ninguna contraprestación. Pero, ¿será verdad que el amor y la gracia del Señor no esperen nada a cambio? ¿Ni siquiera la gratitud del que lo recibe? ¿Seguirá siendo Dios gratuito a pesar de nuestra ingratitud? ¿No estará condicionado su amor y su gracia a nuestra acogida? Los teólogos dicen que por parte del hombre “debería darse una aceptación gratuita del amor gratuito que se le ofrece, y que una gratuidad sin respuesta sería perversa”. Eso es lo que nos parece a todos. Pero la gracia es gratuita precisamente porque no se impone a nadie. El hombre puede acogerla o no, pero lo definitivo no es nuestra acogida o rechazo, sino ese amor que nunca se desdice ni se contradice, que nunca vuelve la cara, que nunca se aparta del hombre. Dios lo da todo “gratis et amore”, es decir, “gratis porque te quiero, sólo porque te quiero, sólo por eso”. Si esperara la gratitud y la alabanza por parte del hombre, se introduciría una nota muy negativa en la gratuidad de su acción: dejaría de ser gratuita para ser interesada. Una gracia que no fuera gratuita sería una contradicción en sí misma. La gracia es gracia, no un préstamo de Dios al hombre. Existe un “amor mercenario”, que tiene puestos sus ojos sobre la recompensa. Pero “el verdadero amor, dice san Agustín, es el que no pide ni cuenta con la recompensa”. San Bernardo dice también “que todo amor verdadero carece de cálculo”. Dios se da al hombre amándole, sin esperar nada a cambio. El amor es el primer don y la razón de todos los demás. Por eso, la gratuidad es la palabra clave para entender esta bella historia que nos ha tocado vivir desde la llegada de Jesús a nuestra tierra. Dios no tiene deudas que pagar a nadie, porque nadie tiene derechos sobre él. La gracia está fuera de todo comercio. Por tanto, cuando insistimos machaconamente en la respuesta que el hombre debe dar a la gracia, estamos desvirtuando la pureza absoluta de su amor. Los hombres actuamos siempre por algún motivo o razón, pero lo gratuito es precisamente lo desinteresado, lo que se hace “como un gesto de amor y de servicio a fondo perdido, sin ninguna rentabilidad para el que lo hace”. La lógica de lo gratuito es el amor que se da, sin esperar nada a cambio. Cuando el interés se mezcla con lo gratuito, la gratuidad queda contaminada por completo. Dios se ofrece por entero, sin exigir ninguna contraprestación. No deberíamos olvidarnos de ello y empezar a poner síes y peros, a decir que Dios nos ama “sí, pero no; sí, pero bajo ciertas condiciones; te quiero si haces lo que yo te mando; te amo si te portas bien, si cumples mis mandamientos, si pones en práctica mis leyes”, es decir, poniendo tantas condiciones que terminamos por convertir el sí en un no. No es de recibo afirmar que Dios nos ama gratuitamente para declarar a continuación que tenemos que trabajar con todas nuestras fuerzas para conseguir la perfección, la santidad y la salvación. ¿En nombre de qué razón tantos síes y peros, tantas rebajas y atenuantes? ¿En qué quedaría la gratuidad de la acción de Dios y su amor por nosotros? Pero en ese terreno no podemos hacer concesiones, porque estamos jugando con fuego. Si partimos 75

de la afirmación de que Dios es amor y nos ama tenemos que mantenerla hasta el final, sin darnos un momento de respiro. Después veremos qué explicación podemos dar a los interrogantes que nos asalten por el camino y, si no sabemos darla, sería preferible aceptar nuestra ignorancia que tratar de imponer una solución que contradiga frontalmente al amor y a la misericordia de Dios. Lo maravilloso es que a pesar de nuestro pecado, Dios nos ama y nos ha adoptado como hijos en el Hijo de su amor. Y lo que él ha hecho lo mantendrá hasta el final. Si nos ha amado desde toda la eternidad, ¿por qué habría de retirar su amor durante nuestra existencia? Si su amor no ha tenido principio en nosotros, ¿podremos nosotros darlo por terminado? Si no pudimos hacer nada por conseguirlo, ¿podremos hacer algo por perderlo? Si ese amor es eterno, no puede estar sometido a cambios y vaivenes. Entonces, ¿quién nos separará del amor de Dios? En nosotros no hay nada que pueda atraer su mirada. Su amor no tiene más explicación que él mismo. Si nos amara a causa de nuestras buenas obras, la gratuidad desaparecería por completo. Por tanto, que aceptemos o no el amor de Dios no es lo más importante. Lo único que importa es que él nos ama y que no habrá nada ni nadie que pueda separarnos de ese amor y conseguir que rompa con nosotros y nos retire su gracia. Dios nos ama sin pasarnos factura ni cobrarnos intereses por su gracia y por su salvación. Aquí no se aplican las categorías humanas según las cuales “amor con amor se paga”. Aquí no hay que pagar nada, porque todo está ya pagado, porque todo es gratuito. Nosotros no hablamos de justicia, sino de gratuidad. Entonces, ¿por qué no dejamos a Dios que sea Dios? ¿Por qué no le dejamos que sea totalmente gratuito con nosotros? ¿Por qué queremos establecer una cierta equivalencia entre su gracia y nuestras obras? ¿Cómo podríamos hablar de gratuidad si Dios esperase una contrapartida a su gracia y a su amor por nuestra parte? La gratuidad no puede quedarse en una mera palabra, sino que debe ser llevada hasta las últimas consecuencias, nos gusten o no nos gusten. Dios nos ama porque nos ama, aunque su amor no sea correspondido. En eso precisamente consiste la gratuidad. Pero habría que añadir inmediatamente que si el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por la presencia de su Espíritu, de ese corazón puede y debe fluir un amor desbordante, que no ha nacido de nosotros, sino que ha sido puesto en nosotros. Esa es la única manera en la que podemos corresponder al amor de Dios. Ese es el secreto de todo. De ese amor nos alimentamos y vivimos. Eso es lo único que puede llenar nuestra vida de gozo y de seguridad. Ese es el reino en el que estamos invitados y urgidos a entrar. La forma más sutil de matar la gratuidad es la de tratar de hacernos justos y agradables a Dios por el cumplimiento de una ley. Por tanto, tenemos que estar muy atentos para no perdernos en discusiones en las que se busca la dialéctica del pero, y así evitar dar todo su valor a la afirmación más grandiosa e inaudita de la revelación: que Dios es amor y que nos ama gratuita e incondicionalmente. Lo demás es lo demás comparado con esta afirmación. Si entramos en rebajas y en atenuantes, en sí, pero no, nos perdemos lo mejor del mensaje revelado. Pero en torno al amor de Dios y a la salvación efectuada por Jesús no hay discusión posible, ni síes ni peros. Algunos afirman que ha sido el mismo Dios quien ha puesto todos esos peros, al 76

haberse revelado en una ley, en la que nos ha señalado el camino que debemos seguir. Por tanto, se diría que Dios mismo ha condicionado la eternidad y la gratuidad de su amor al cumplimiento y a la observancia de las normas que él nos ha dado. Pero su ley es la ley del amor, la ley de la gracia, la ley de Cristo, la ley de la salvación universal. Cualquier otro punto de partida viciaría por entero todo lo que pudiéramos decir. Entonces, ¿mantenemos la gratuidad hasta el final? ¿Mantenemos, sin dar marcha atrás, que la gracia es gracia, y que no puede ser merecida ni ganada? ¿Mantenemos, sin el menor resquicio para la duda, que Dios nos ha amado y nos ama desde toda la eternidad, gratuita e incondicionalmente? ¿Sí o no? ¿Por qué nos empeñamos en buscar tantos pretextos para rebajar la gracia a nivel de la justicia, y lo gratuito a nivel de lo merecido? En ese amor eterno, gratuito e incondicional no puede haber términos medios: o es eterno o no lo es; o es gratuito o no lo es; o es incondicional o no lo es. No puede ser ahora sí y después no, porque se trata de un amor que no ha tenido principio ni podrá tener jamás fin. Lo que acabamos de decir constituye el punto de apoyo más seguro de nuestra esperanza. Si en algún momento se nos turbara el corazón y algo nos hiciera temblar, deberíamos volver los ojos hacia esos pilares fundamentales: pero Dios es amor, pero Dios nos ama, pero Dios nos ha salvado ya en nuestro Señor Jesucristo, pero él se ha derramado en gracia sobre cada uno de nosotros, pero ya hemos sido perdonados, reconciliados, redimidos, justificados y convertidos en hijos. Todo ha sido gracia derramada e inmerecida. Ni el amor ni la salvación están sujetos al hecho de que el hombre cumpla algunas condiciones o requisitos. Si fuera así, adiós para siempre a la gratuidad. Por eso, todo lo que no esté de acuerdo con esos puntos fundamentales tendrá que ser revisado, corregido o rechazado sin miramientos de ninguna clase. O destruimos por completo el concepto de gratuidad o lo aceptamos hasta sus últimas consecuencias. 9. Preguntas al silencio ¡Cuántos interrogantes nos asaltan en nuestro camino! Pero lo decisivo es saber que Dios está ahí, aunque no sepamos cómo está. Es el hecho lo que importa, no el cómo. No sé por qué existe el pecado, la enfermedad y la muerte; no sé por qué tantas injusticias y atropellos, tantas guerras y tanta sangre derramada, tanto olvido y traición de Dios por parte de los hombres. No sé nada de casi nada. No tenemos respuesta para la mayoría de los interrogantes que nos hacemos los hombres, pero sí las tenemos para los más decisivos: “Que lo mejor está aún por llegar, que la muerte no será la última palabra pronunciada sobre el hombre, que más allá de la muerte está la vida, más allá de la desesperanza está la esperanza, más allá del odio está el amor, más allá de todas las tinieblas que nos envuelven brilla una luz sin ocaso”. Esa es la esperanza que nada ni nadie podrán hacer desaparecer. Si la muerte tuviera la última palabra, entonces todo estaría dicho. Por eso podemos vivir llenos de esperanza. En Jesús, Dios se ha humanizado y nosotros hemos sido divinizados. La divinidad ya no podrá separarse jamás de la humanidad, pero tampoco la humanidad podrá ser separada de la divinidad. Ni Dios sin 77

el hombre, ni el hombre sin Dios. Entonces, todo lo que acabamos de decir, ¿se aplicará sólo a los justos, a los buenos, a los santos, a las almas que están en gracia? ¿Y a los otros, a los alejados, a los pecadores? ¿Cómo estará presente el Espíritu Santo en unos y en otros? ¿Qué distinguirá a un pecador de un santo? ¿Qué diferencia habrá entre un alma en estado de gracia y otra en estado de pecado? ¿Qué misteriosa presencia podrá darse en las almas santas que no se dé en los alejados de Dios? ¿Qué tendrá la presencia de gracia que no tenga la de inmensidad? ¿Se retirará Dios alguna vez del hombre? ¿Le retirará su gracia y su amor? ¿Cómo podrán ser salvados los que han vivido de espaldas a Dios y a los hombres? ¿Cómo se manifestará su presencia en aquellos que nunca han oído hablar de él o que le combaten, le niegan y le maldicen? ¿Cómo realizará el Señor su plan de salvación universal? ¿Cómo irá salvando a cada uno de sus hijos? ¿Cómo animará su vida? ¿Cómo entrará el Espíritu en diálogo con nosotros? ¿Qué estará haciendo en cada momento? ¿Cómo imaginarlo sin hacer nada? ¿Por qué unos se abren a la gracia y otros no? ¿Por qué se manifiesta tan claramente en unos y por qué se esconde tan celosamente en otros? ¿Qué idea o qué imagen se hacen de Dios la mayoría de los hombres? ¿La de un Dios personal y amoroso, o la de una fuerza impersonal, sin rostro ni aspecto? ¿Podrán ser condenados por haberse comportado mal con un Dios a quien no han conocido? ¿Y qué decir de Jesús? ¿Quién es para la mayoría absoluta de los hombres? ¿Es el Señor y el Salvador? ¿O una figura de yeso, una pintura, un crucifijo colgado en el pecho, alguien de quien se ha oído hablar desde la distancia, una noticia de segunda mano, un ser vagamente irreal, que no ha tenido ninguna influencia en su vida? No sé responder a ese borbotón de preguntas que se asoman a mis labios. No puedo imaginar cómo estará Dios en el alma de los que nosotros llamamos santos y de los que consideramos pecadores. Lo único que sé es que Dios está por nosotros, estemos como estemos: sanos o enfermos, ricos o pobres, fuertes o débiles, llenos de buenas obras o vacíos de ellas. Lo que es innegociable es que Dios está presente en nosotros y nos ama. El Espíritu se mueve en todas las direcciones, no sólo en los santos y en las almas piadosas, sino en todos los hombres. En algunos su presencia se hace visible y hermosa, pero en la mayoría está oscurecida, como cuando las nubes eclipsan la vista del sol. Pero él sigue moviéndose siempre y su acción se manifiesta de las más diversas maneras: en el amor a la esposa o al esposo, en el amor a los hijos, en el amor a los amigos, en la honradez en el trabajo, en la causa de la justicia, en la preocupación por los demás, en esas virtudes que adornan la vida de muchos hombres. Ahí está actuando el Espíritu. No podemos quedarnos encerrados en una visión miope de la vida cristiana y de la historia de la salvación. Por eso, ninguno de nuestros interrogantes podrá destruir nuestra seguridad absoluta en el hecho de que Dios nos ha amado desde toda la eternidad con un amor gratuito e incondicional y que, por tanto, todo terminará bien para el hombre, a pesar de nuestra desesperanza. No tenemos luces para penetrar en el misterio de la gratuidad de la acción de Dios. Siempre tenemos que ir de lo conocido a lo desconocido, de lo cercano a lo lejano, de lo que entra por los ojos a lo que está más allá de ellos. Yo no puedo responder a todos los interrogantes que me hago o que me hacen, pero Dios ya ha respondido al enviarnos a su 78

Hijo para salvarnos de la muerte definitiva y para abrirnos de par en par el reino de la vida sin fin. Nuestra alma es el terreno de un vasto campo de acción, donde el Espíritu Santo se establece como Señor y dador de vida. Estamos envueltos en un mundo de misterio y de asombro, de admiración y de encanto. Seguramente la mayoría de los hombres no se han planteado estas cuestiones y han vivido al margen del río por donde pasa la vida, ajenos por completo al Dios que llevan dentro, para quien ellos, sin embargo, no son ajenos ni extraños, sino sus hijos, porque él los ha creado y destinado a la salvación.

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6 La dinámica de la gracia: la gratuidad vivida Nos ha tocado vivir una época de grandes cambios y contrastes. Pero no sólo se han producido avances impresionantes en el mundo de la ciencia y de la técnica, sino también en el campo de nuestras relaciones con Dios. Y me atrevería a decir que la revolución que se ha producido en el cristianismo en estos últimos años con respecto a los siglos anteriores ha sido más grande que la que se produjo en los días de Copérnico. Hasta ese momento todos creían que la tierra estaba bien asentada sobre sus bases y que todo giraba en torno a ella. Pero entonces se descubrió que era la tierra la que giraba alrededor del sol, y que no era un astro rey, sino un planeta vasallo. Algo semejante ha sucedido en nuestros días en las relaciones entre Dios y el hombre. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo nuevo que se ha producido? La respuesta es sencilla: una nueva revelación de la gratuidad. La ley de las obras, que regía nuestras relaciones con Dios, ha sido sustituida por la ley de la gracia. El hombre ha dejado de ser el protagonista de su vida espiritual y Dios ha ocupado el lugar que nunca debería haber perdido[40]. Por eso, ya no podemos quedarnos en una reflexión más o menos interesante acerca de la gratuidad de la acción de Dios, sino que nos sentimos urgidos a llevarla hasta las últimas conclusiones, las que afectan más profundamente a nuestra vida. Tenemos que dar el salto de saber lo que es la gracia a vivir de gracia o por gracia; de saber lo que es la gratuidad, a vivir la gratuidad. Porque si la ley tiene una dinámica propia e implacable, la gracia también la tiene. Si la ley nos lleva por el camino de las obras, la gracia por el camino de la gratuidad. Si hasta ahora hemos vivido bajo la ley es el momento de penetrar en ese terreno misterioso de la gratuidad. Esta ha sido la sorpresa que el Señor nos tenía preparada para estos días. No sé por qué, pero así ha sido. Es el momento de entrar, por la fuerza y el poder del Espíritu, en el secreto de esa vida que no hemos ganado ni merecido, sino que nos ha sido regalada. Por eso, la gratuidad nos urge a vivir en una dependencia absoluta con respecto al Señor. ¿De qué queremos vivir? ¿De nuestras obras por Dios o de la obra de Dios por nosotros? ¿De la ley o de la gracia? ¿De lo que nosotros producimos o de lo que Dios nos regala? Pero, ¿cómo puede ser una vida vivida en la gratuidad? ¿Es posible vivir sólo de gracia? La gratuidad es como la nota dominante de esta sinfonía impresionante que estamos viviendo. Cada vez siento un rechazo mayor a hablar de obras y de méritos. No puedo imaginarme que si todo es gracia por parte de Dios, pretendamos vivir de lo que nosotros producimos. No puedo aceptar que si hemos sido creados por gracia, aspiremos ahora alcanzar la vida divina por nuestros propios medios. Nuestra vida debería ser como una página en blanco en la que el Señor pudiera escribir una bella historia de salvación. En efecto, no se trata de la historia de nuestra relación con Dios, sino de la historia de la acción de Dios en nosotros y por nosotros. Él es el Alfarero y nosotros la arcilla, él es el que trabaja y nosotros la materia que se deja moldear sin poner resistencias. Sólo 80

viviremos una vida cristiana en la medida en que dejemos al Señor hacer su obra en nosotros. ¿Qué gracia podríamos conseguir por medio de nuestras obras? ¿Podrían darnos la salvación? ¿Podrían hacernos agradables a los ojos de Dios? 1. Vivir la gratuidad La gratuidad de la acción de Dios en nosotros es algo innegociable. En ese terreno no podemos ser tolerantes ni hacer concesiones de ninguna clase, porque nos jugamos el ser o no ser del cristianismo. La gratuidad es la palabra clave. En ella se resume el estilo de vida del hombre renovado. Pero nadie llega a ella por sus propias fuerzas, sino por pura gracia. Eso es lo que ha producido una revolución casi infinita en el corazón del hombre, porque la gratuidad le deja completamente desarmado ante Dios. Por eso, desde el momento en que intente salir de ese mundo se morirá, como un pez que quisiera vivir fuera del agua. El hombre tiene la impresión de que la gratuidad es “como un atentado contra su libertad”. San Bernardo se atrevió a decir que el “hombre prefirió ser la más infeliz de las criaturas por mérito propio, antes que ser la más feliz por gracia de otro”, es decir, “que prefirió ser infeliz, pero soberano, antes que ser feliz, pero dependiente”. Por otra parte, hay muchos que piensan que es más fácil “vivir en la gratuidad que en la exigencia de hacer obras buenas”. Pero vivir la gratuidad “reclama el pago de un precio muy alto por parte del hombre, ya que lleva consigo la muerte del propio yo”. ¿Puede resultarle atractivo renunciar a su protagonismo y ponerse por entero en manos del Señor? ¿Le resultará fácil vivir a la intemperie, guiado sólo por su Espíritu? Entrar en el mundo de la gratuidad es abrir a Dios un crédito ilimitado para que pueda hacer su obra en nosotros. Por tanto, vivir en gratuidad significa exactamente vivir de gracia y por gracia, no de leyes ni de normas, ni de obras ni de esfuerzos, ni de renuncias ni de sacrificios, ni de fuerza de voluntad ni de un comportamiento ético irreprochable. Eso es lo que convierte a la vida cristiana en una aventura grandiosa, en la que vamos de gracia en gracia como en un tobogán sin fin. Y eso significa que el hombre renuncia a su autonomía, que se despoja de sus obras y que se abre al amor y a la gracia de Dios. 1.1. Despojados de nuestras obras Vivir la gratuidad es vivir de regalo, y vivir de regalo significa vivir con las manos tendidas como un mendigo que espera un trozo de pan; es como vivir a la intemperie o al descampado, vacíos de todo lo nuestro, despojados de la seguridad que pudieran darnos nuestras obras. Por eso, lo primero que Dios tiene que hacer es una operación de despojo y de derribo de todo lo nuestro, porque sólo en la medida en que nos vacíe podrá llenarnos de su gracia y de su amor. Si estamos demasiado llenos de nuestras obras no dejamos espacios libres y abiertos a su acción. Desde que uno se aproxima al reino de la gratuidad, se intuye con claridad que algo va a pasar, porque para poder hacer una obra nueva en nosotros Dios tiene que destruir todos los andamiajes que hemos construido, detrás de los cuales nos hemos parapetado. 81

Para construir tiene que destruir, para hacer algo nuevo tiene que destruir lo viejo, ya que sólo en la nada puede desplegar su poder creador. Sin destruir el hombre viejo no puede construir un hombre nuevo, pobre de sí mismo, pero rico de su presencia. El despojo es absolutamente necesario para que Dios pueda hacer su obra en nosotros. Eso es lo único que importa. Lo que nosotros hagamos por Dios sólo tiene un valor relativo. La gratuidad, en efecto, nos desarma y nos lleva a vivir al descampado, en una dependencia absoluta con respecto al Señor. Por eso, los que son muy ricos en buenas obras no pueden estar en sintonía con la gratuidad, porque viven de lo que ellos producen, no de lo que Dios les regala. Seguramente por eso, la gratuidad ha sido tan poco conocida en la vida cristiana de los últimos siglos, en los que la espiritualidad de obras, de renuncias y de sacrificios ha dominado en todo momento. Pero ahora se trata de vivir de la vida de Dios más que de la nuestra, de ser como pobres que tenemos que recibirlo todo de él, de vivir de gracia o por gracia, es decir, de puro regalo, ya que en esa vida no entramos “por los servicios prestados”. Si no llegamos a comprender perfectamente todo esto es que hemos caminado por una senda equivocada[41]. La gratuidad nos urge a “vaciarnos para ser llenados, a perdernos para ganar, a ser pobres para ser ricos, a despojarnos para ser revestidos, a arriesgar el corazón sin volver la vista hacia atrás”. Se trata de dejar que el Señor haga su obra en nosotros, de ser como la arcilla en manos del alfarero, de ser tierra dócil en sus manos, de aprender a ser pobres y a vivir con nuestras manos vacías para que él pueda depositar en ellas su gracia y su vida. ¿Qué puede hacer la tierra, sino dejar que el labrador haga su obra en ella, que la prepare y la cultive, que haga la sementera y la riegue, que cuide la planta y la proteja de todos los elementos que puedan hacerla daño? Esa tierra que se deja modelar sin poner resistencias es la que agrada al Señor. No hemos sido creados para hacer grandes obras por él, sino para que él pueda hacer una gran obra en nosotros. Por eso, vivir la gratuidad lleva consigo dejar espacios vacíos en nuestro corazón, para que él pueda escribir, de su puño y letra, una bella historia de salvación en cada uno de nosotros. No haríamos una buena inversión si prefiriéramos vivir de lo que nosotros producimos con nuestro esfuerzo a lo que recibimos de regalo de su parte. La vida cristiana no es “una religión de deberes, sino de gracia”. En ella no se trata de hacer, sino de “dejarse hacer”, es decir, de “dejar que Dios sea Dios”, de dejarnos modelar por él como cuando hizo al primer hombre, de dejarle que se entretenga con sus dedos, haciendo una obra artesanal con nosotros, de dejarnos “remodelar por el Gran Artista”. Esa fue la actitud de la Virgen María: “Hágase en mí”. “Que lo que Dios quiere se haga en mí, que todo sea hecho en mí según su voluntad, que él viva su vida en mí”. Se trata únicamente de que Dios pueda hacer de nuestra vida una historia de amor y de gracia. 1.2. Justos con su justicia Vivir la gratuidad es entrar en un reino nuevo, lleno de luz y de color, de gracia y de amor. El mundo de las obras y de los esfuerzos, de las renuncias y de los sacrificios, se esfuma ante la llegada de Jesús. 82

A lo largo de los siglos los hombres hemos intentado hacernos justos y agradables a los ojos de Dios por medio de nuestras obras. Pero estamos haciendo un camino en falso, porque la perfección y la santidad que tratamos de conseguir ya nos ha sido regalada por el Padre: “De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: ‘El que se gloríe, que se gloríe en el Señor’” (1Cor 1,30). ¿Qué querrán decir esas palabras de san Pablo? Exactamente lo que dicen: “que a los ojos de Dios ya somos santos con la santidad de Jesús, justos con su justicia, sabios con su sabiduría”. Nosotros no somos justos por una justicia conseguida con nuestras propias fuerzas, sino con la justicia y el agrado que nos vienen de Dios. La justicia que nosotros podemos conseguir es la que procede de la práctica de las virtudes, es decir, de un comportamiento virtuoso. Pero hay una justicia que procede de Dios. Ese es el contraste: mi justicia y la suya, la de las obras y la de la gracia, la que procede de la ley y la que procede de Dios. Ese es el regalo que Dios nos ha hecho en el Hijo de su amor. Por eso, pretender ahora hacernos justos y agradables a los ojos de Dios por medio de nuestras obras sería despreciar por completo lo que el Padre ya ha hecho por nosotros en Jesús. Lo que nos hace justos a los ojos de Dios no puede ser al mismo tiempo algo que hemos conseguido por nuestro esfuerzo y algo que nos ha sido regalado por Dios: o lo uno o lo otro; o nuestra justicia o la suya. Pero esa ha sido la sorpresa: lo que jamás hubiéramos podido conseguir con todas nuestras obras y esfuerzos, renuncias y sacrificios, nos ha sido concedido por gracia y regalo. Ahora somos justos con la justicia misma de Jesús. Es como si nuestra historia personal se hubiera acabado. Se diría que hasta ahora éramos nosotros los que planificábamos nuestra vida, pero, de repente, alguien la ha tomado como por asalto: “Vivo yo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Sí, soy yo el que vive, el que trabaja y se expresa, pero hay alguien que vive en el fondo de mi ser, alguien más íntimo a mí mismo que yo mismo. Él es el que vive en mí, el que manda en mí, el que reina en mí, el que lleva las riendas de mi vida. Vivo de su gracia y de su amor, vivo de lo que él me regala, mi velero es llevado por él. Allí donde yo tenía mi trono se ha sentado él y me ha desplazado. Mi vida ya no es mía, sino del que vive en mí. Soy completamente suyo, le pertenezco hasta mis entrañas. En vano buscaremos en una y en otra dirección, fuera y dentro de nosotros, en leyes o en normas, en personas o en ideas, en el poder, en el dinero o en la fuerza, en la filosofía o en la razón, porque nuestra existencia ya no puede apoyarse sobre nuestro yo, sino en Jesús. Él ha puesto su trono en el centro mismo de nuestro corazón. Allí no tiene rival. Él es el Señor y el Salvador, el Camino, la Verdad y la Vida. En él hemos sido bautizados, de él hemos sido revestidos, en él estamos, de su gracia vivimos; él es el aire que respiramos y el ambiente vital donde se desarrolla nuestra vida, por más pobre y humilde que sea. Por tanto, si Jesús vive su vida en nosotros, tenemos que echarnos a un lado y dejarle el campo libre para que pueda hacer en nosotros una obra de amor y de gracia. Eso es la gratuidad. Eso es lo que nos hace realmente agradables a los ojos de Dios. Una vida nueva nos ha sido regalada por Jesús, ahora vivimos envueltos en su 83

gracia, unidos a él como los sarmientos a la cepa madre, como los miembros a la Cabeza. Por tanto, pretender hacernos justos con nuestros esfuerzos sería destronarle de nuestro corazón, y eso significaría que Jesús habría venido en vano a la tierra, que no habría hecho nada por nosotros y, por consiguiente, que no sería nuestro Señor ni nuestro Salvador. 1.3. Santos con su santidad Santo y santidad (qadós y qodés en hebreo) proceden de la raíz qdd, que significa segregar, recortar, sustraer, separar una cosa de su uso profano, es decir, de lo que es de libre disposición, para ser dedicada, consagrada o reservada sólo a Dios. La santidad es un atributo exclusivo de Dios. Sólo él es santo. Pero su santidad es difusiva y expansiva. Por esa razón, en la Biblia es llamado santo todo aquello que está en relación con él, le pertenece o le está consagrado: el templo es santo, santa es la tienda y el arca, santos los sacerdotes y los levitas, santas sus vestiduras, santos los objetos del culto, las ofrendas y las víctimas, santa es la tierra, santa es Jerusalén, el sábado es santo, su ley es santa, santos son sus mandatos, santo, finalmente, el pueblo escogido. Por tanto, ser santo significa estar dedicado por entero al Señor, vivir para él y entrar en su campo de acción. Por eso, el hombre sólo puede ser santo en la medida en que es santificado por Dios. Y eso significa “que ese ser es todo de Dios, que le pertenece hasta las entrañas, que es un consagrado o un sacrificado”, que Dios ejerce sobre él un “dominio celoso y exclusivista” que no comparte con nadie. De ese hombre puede decirse, en verdad: “Úsese para lo que Dios quiere”. Nosotros, los pequeños seres de esta tierra, somos la propiedad del Dios vivo. Somos sus santos, sus consagrados, sus santificados. No en virtud de nuestros méritos y esfuerzos, sino por el amor que él nos tiene en el Hijo de su amor. El verbo griego agiázo aparece siempre en forma pasiva, lo que indica claramente que no es el hombre quien se santifica, sino Dios quien le hace santo. La santidad no es un negocio del hombre “con la ayuda de Dios”, sino “un negocio de Dios en nosotros”. La santidad no es cuestión de ascesis ni de un comportamiento virtuoso, sino de nuestra unión con Jesús. En virtud de la comunión de vida que existe entre la Cabeza y los miembros, todo lo suyo es nuestro: su vida es nuestra vida, su gracia es nuestra gracia, su santidad es nuestra santidad, su justicia es nuestra justicia, su sabiduría es nuestra sabiduría. Dios ha hecho como un trasvase de gracia y todo lo de Jesús nos lo ha pasado a nosotros, todo lo suyo nos pertenece[42]. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales…, y que nos ha elegido desde antes de la constitución del mundo, para ser santos e irreprochables ante él, por el amor…” (Ef 1,3ss). En Jesús, Dios nos ha elegido, desde toda la eternidad, para ser santos e irreprochables. Yo, el hombre concreto que soy, con todo lo que tengo por naturaleza y por adquisición, con todo lo que he sido, soy y seré, he sido elegido por Dios desde el origen de todo origen; yo, este hombre, sano o enfermo, alto o bajo, rico o 84

pobre, sabio o ignorante, blanco o negro he sido creado entre un sin fin de posibilidades y he sido amado desde toda la eternidad, es decir, antes de que yo pudiera hacer o decir algo por Dios. Él me ha hecho santo e irreprochable ante sus ojos: santo, es decir, puesto aparte, consagrado por entero para él, sin posibilidad de pertenecer a otros dioses ni a otros señores; inmaculado, es decir, sin mancha y sin reproche. Y eso quiere decir que Dios ha hecho de la santidad de Jesús nuestra propia santidad, que sus méritos son nuestros méritos, que su justicia es nuestra justicia, que todo lo suyo es nuestro. Somos lo que nunca pudimos llegar a ser, gracias a que estamos en él. Entonces, ¿para qué quiero yo mi propia santidad si tengo ya la de Jesús? ¿Qué pasaría, Señor, si yo dejara mi justicia en tus manos, y tú pusieras la tuya en las mías? ¿Qué sucedería si yo dejara de buscar mi santidad y mi perfección y aceptase vivir con la santidad que tú me has regalado? ¿Qué ocurriría si yo fuera santo con tu santidad, justo con tu justicia, perfecto con tu perfección? ¿Qué acontecería si cambiara mi vida por tu vida, mis obras por tu gracia, mis esfuerzos por tus dones? ¿Qué sucedería si tú vivieras tu vida en mi pobre ser de hombre? ¿Qué pasaría si todo eso fuera así? 1.4. Envueltos en su alabanza La dinámica de la ley es imparable, pero la de la gratuidad también lo es. Vivir la gratuidad es vivir en un medio ambiente en el cual la gracia nos arropa y nos envuelve por entero. Si las relaciones del hombre con Dios fueran sólo de justicia, como lo imagina la mayoría, entonces la alabanza jamás florecería de nuestros labios. La actitud del hombre frente a Dios sería de súplica y petición, de sumisión y de obediencia. En el mundo de la ley, la alabanza no encuentra un terreno preparado para florecer. Si Dios no hubiera hecho nada por nosotros no habría nada que agradecerle ni tendríamos razón alguna para alabarle. Es su acción gratuita y amorosa lo que nos impulsa de la manera más natural a vivir en la gratitud, en la acción de gracias y en la alabanza. Es cierto que no puede haber reciprocidad alguna a la gratuidad de su acción, ya que la gracia está siempre un peldaño por encima de todo, pero se podría decir que la alabanza es “como el reverso de la gratuidad de la obra de Dios en nosotros”, es decir, que a una vida vivida en la gratuidad debería corresponder una vida vivida en la alabanza. El torrente de gracia que desciende de Dios hacia el hombre debería remontar hacia él convertido en un río de alabanza. Si vivimos de gracia en cada momento, en cada momento debería brotar una alabanza de nuestros labios. La vida entera sería bien poca cosa para agradecerle tanto amor y tanta bondad. Por eso, el que no haya entrado en el reino de la gratuidad no podrá conocer la acción de gracias y la alabanza. En efecto, ¿podremos permanecer fríos o apáticos ante la gratuidad de la acción de Dios? Pero, ¿qué podremos hacer que sea digno de su grandeza? ¿Obras? ¿Grandes obras? “Todas nuestras obras son como paños inmundos”, dice el profeta del destierro, conocido con el nombre de Segundo Isaías (Is 64,5). Por parte de Dios todo está cumplido, pero a nosotros nos queda por delante una tarea inmensamente gozosa que realizar. San Agustín lo expresó con estas palabras: “La gran obra de los hombres es alabar a Dios”. Por eso, se trata de hacer algo más que un puñado de buenas obras. Y 85

ese algo más es realmente lo único importante, lo que él espera de nosotros: que le miremos y le adoremos, que le alabemos y le bendigamos. Ese es el estilo de vida que espera de sus hijos, esa es la fibra más hermosa y secreta del ser humano. Por eso, la alabanza se convierte en una necesidad biológica de alabarle con el cuerpo y con el alma, con los labios y la boca, con la inteligencia y la voluntad, con los impulsos y los afectos, con las ansias y deseos que brotan de lo más profundo de nuestro ser; de alabarle con cantos, con gritos y con aclamaciones; de alabarle siempre, sin cesar, sin tregua, día tras día, todo el día, por los siglos de los siglos; de alabarle irresistiblemente, inconteniblemente, apasionadamente. “La alabanza debería ser como la loba que aúlla dentro de nuestro ser y que quema nuestros huesos”, como las aguas de un río que no dejan nunca de fluir, como una vocación, como una profesión o como un oficio a tiempo completo: en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las tristezas, para siempre jamás. La alabanza no sólo florece cuando me encuentro bien, sino también cuando todo me parece que va mal; no es flor de huerto, sino de desierto; es como el musgo que nace entre las rocas peladas; sale de las profundidades más recónditas del alma, allí donde las fluctuaciones de las emociones no pueden afectarla en absoluto, allí donde el Espíritu enciende ese ansia infinita. Por eso, la alabanza no está a expensas de mi salud o de mi enfermedad, de mis gustos o de mis disgustos, de mis ganas o de mis desganas. Se ha dicho que cuando el hombre experimenta la gratuidad de la acción de Dios “la alabanza brota como una señal acústica de buena salud interior”. La alabanza es como un acreedor que exige sus derechos y no nos deja en paz hasta que hayamos pagado lo que le debemos. No la podemos dejar en casa cuando salimos, porque se apega a nosotros como la hiedra al árbol; es como una cadena perpetua, algo que está más allá de la piel, en lo íntimo del corazón, amarrada al alma. La alabanza no puede conocer reposo ni treguas. Esa es nuestra obra, lo único que podemos hacer por el Señor. Estamos condenados a vivir en alabanza. Alabar es vivir y vivir es alabar. ¿Qué hacer, por tanto, durante los días de nuestro paso por la tierra? Tenemos que estar preparados, porque lo que vamos a hacer por toda la eternidad no puede cogernos de sorpresa. Nuestra vida en la tierra debería ser como un ensayo general antes de la representación final. La alabanza es nuestra vocación en la tierra y será nuestra profesión por siempre jamás. Sólo podemos detectar el grado de intensidad con el que vivimos la gratuidad por la alabanza que provoca en nosotros su presencia y su acción. Si la alabanza es poderosa, entonces la vida del hombre es pujante; si es débil o languidece, la vida está dando pasos hacia la muerte. Apenas dejemos de alabar, se produce “un retorno inevitable de lo gratuito a lo debido”[43]. La relación entre la gratuidad y la alabanza es inquebrantable. La gratuidad se vive, la alabanza se expresa. La gratuidad es la acción inmediata de Dios en el hombre, la alabanza es como el eco que produce su acción en él. Por eso, no hay alabanza que no proceda de la gratuidad, pero tampoco puede haber gratuidad que no se manifieste en alabanzas. Una alabanza que no procediera de la gratuidad se convertiría en una palabrería absurda, pero si la gratuidad no se expresara en alabanzas se convertiría en una idea sin contenido real. Por eso, ni gratuidad sin alabanza, ni alabanza sin gratuidad, 86

porque las dos están tan íntimamente unidas como el calor y la llama. El que vive la gratuidad debería pasar por este mundo con una canción en los labios, cantando la gloria de Dios, narrando sus gestas, contando sus maravillas. Si Dios es gratuidad nosotros somos gratitud. Una onda de amor agradecido nos envuelve por entero. Así es como llegamos a un punto en el que la alabanza no da más de sí, donde las palabras comienzan a desfallecer para dejar paso al silencio, a la adoración y a la contemplación. 1.5. Rendidos en adoración Una vida vivida en la gratuidad debería terminar con la mayor naturalidad del mundo en el éxtasis y en la adoración. La gratuidad de la acción de Dios nos lleva de la alabanza a la adoración. El corazón del hombre se siente sobrecogido ante tanta grandeza y cae abatido ante el Señor. Casi sin darse cuenta, el que alaba se encuentra como mudo y extasiado ante él. En la adoración entramos como de puntillas en tierra sagrada, asombrados ante la majestad de Dios. Por eso, la adoración ejerce una atracción irresistible en los que han comenzado a vivir la gratuidad. Nosotros no nos presentamos ante el Señor con nuestras manos llenas de buenas obras, sino con nuestras manos vacías. Ya no hay nada que hacer ni que decir: sólo adorar. Todo enmudece, todo calla ante su presencia; todo se abaja, todo sucumbe ante su grandeza; todo se humilla, todo se inclina a su paso, todo contiene la respiración. Dios está ahí, está aquí, está en mí, está a mi lado. No es una realidad difusa, sino un Dios personal, alguien cariñoso y familiar. Su presencia envuelve a este pobre yo humano, que deja de ser el centro del mundo para girar sólo en torno a él. Es una gracia inimaginable poder vivir siempre ante él, “zambullidos en lo infinito”, “atrapados por el encanto indecible de esa presencia silenciosa y misteriosa que envuelve todo nuestro ser”. Se diría que el que no ha sido agarrado por la adoración no ha llegado todavía al verdadero Dios. ¡Adorar! Perdernos en su regazo, hundirnos en su grandeza, sólo mirar y admirar, sólo vivir con los ojos fijos en él. La gratuidad nos lleva hacia el encuentro más fascinante con el Señor. Hay una leyenda budista que, si la purificamos de su panteísmo, puede resultar muy instructiva para comprender lo que es vivir en adoración. Es la historia de una muñeca de sal, pero que no sabía lo que era el mar. Un día decidió ponerse en camino, porque era el único modo de poder satisfacer su deseo. Después de pasar montañas y territorios desolados llegó a la orilla del mar y descubrió una cosa inmensa, fascinante y misteriosa al mismo tiempo. Era el alba, y el sol comenzaba a iluminar el agua. La muñera permaneció allí largo tiempo como clavada a la tierra, con la boca abierta. Ante ella estaba aquella extensión seductora, pero no lograba entender nada. Finalmente, se decidió a preguntar: —Dime, ¿quién eres? —Soy el mar —Y ¿qué es el mar? —Soy yo. —No llego a entender, ¡pero lo desearía tanto! Explícame lo que puedo hacer. —Es muy sencillo: tócame. 87

La muñeca se cargó de ánimo, dio un paso y avanzó hacia el agua. Después de dudarlo mucho, tocó levemente con el pie aquella masa imponente. Tuvo una extraña sensación, pero también la impresión de que comenzaba a comprender algo. Pero cuando retiró la pierna, descubrió que los dedos de su pie habían desaparecido. Quedó espantada y protestó: —¡Malo! ¿Qué has hecho? ¿Dónde han ido a parar mis dedos? El mar la replicó: —¿Por qué te quejas? Simplemente has ofrecido algo para poder entender. ¿No era esto lo que pedías? La muñeca insistió: —Sí, verdaderamente..., no pensaba..., pero... Reflexionó un momento y luego avanzó decididamente hacia el mar. Poco a poco el mar la fue envolviendo y, a cada paso que daba, la muñeca perdía algún fragmento. Cuanto más avanzaba más disminuida se sentía de sí misma, pero le dominaba cada vez más la sensación de comprender mejor. Otra vez repitió la pregunta: —¿Qué es el mar? Una última ola se tragó lo que quedaba de ella. Y precisamente, en el mismo instante que desaparecía, perdida entre las olas que la arrastraban, llevándosela no se sabe dónde, la muñeca exclamó: —Soy yo Seguramente no hay otra salida. El que vive en la gratuidad se ha topado con el Infinito y el que se encuentra con él termina por desvanecerse ante él. No es posible saber algo de Dios si nos mantenemos a una distancia prudencial y razonable. Nunca sabremos nada de él si no metemos los pies en el agua de ese océano infinito, si no dejamos trozo a trozo algo de nuestro ser y de nuestra vida en él. A Dios sólo se le encuentra perdiéndose en su inmensidad. Tal vez por eso, muchos sienten pánico a vivir la gratuidad hasta sus últimas consecuencias. Pero Dios no nos anula, sino que nos potencia; no nos aniquila, sino que nos hace renacer por entero. Si no llegáramos a la adoración deberíamos experimentar un cierto malestar en nuestra alma. Si todos estamos llamados a vivir en la gratuidad, todos estamos urgidos a vivir una vida de intimidad con el Señor. Dios es un abismo insondable, insaciable, insatisfecho, el que nunca dice: ¡basta ya! Aquel que nos lleva siempre hacia aguas más profundas, hacia las cimas más altas, hacia los espacios infinitos, hacia abismos de luz y de belleza, hacia la bodega misteriosa en la que él se da por entero, hacia una aventura tan grandiosa, que apenas podemos imaginar. Hay que llegar hasta el final en ese trato de amistad con Dios, en ese encuentro cara a cara con él, ¡hasta estallar! 1.6. Movidos por sus dones Poco a poco hemos ido entrando en el mundo de la gracia y de la gratuidad, que refresca nuestro ambiente demasiado cargado de obras y de esfuerzos, de sacrificios y de renuncias. Pero para vivir una vida nueva tenemos que ser criaturas nuevas, y para que 88

haya una criatura nueva tiene que haber un nuevo nacimiento, ya que el hombre no puede entrar en el reino de la gracia por sus propias fuerzas. La vida humana puede ser un caos, pero apenas comienza el Espíritu a aletear sobre ella, lo oscuro se reviste de luz, de la nada brota la vida, de la tiniebla un sol que todo lo ilumina. Ese es el milagro de la presencia del Espíritu en nuestra vida: nos hace nuevos, nos hace renacer, de tal manera que nuestra vida termina por ser irreconocible para nosotros mismos. Hablando en general, don es “todo aquello que una persona da a otra por pura liberalidad y benevolencia”. Por tanto, lo esencial del don es su absoluta gratuidad. Un don es algo que nos llega desde fuera, sin haber hecho nada por merecerlo ni ganarlo, porque si hubiéramos hecho algo ya no sería don, sino deuda o débito, obligación o necesidad, paga o recompensa. El don es todo lo contrario a una operación de intercambio, ya que se da “como algo que no se puede devolver”. Sin embargo, el don “no excluye la gratitud y la acción de gracias por parte del que lo recibe”. Lo que excluye es la exigencia de esa gratitud, ya que está enraizado en la línea de lo gratuito y de lo no exigido. La palabra don puede ser aplicada a todas aquellas cosas que recibimos de Dios en el orden natural, pero se emplea de un modo muy particular en las cosas del orden sobrenatural. En la tradición de la Iglesia reciben el nombre de dones “aquellas gracias por las cuales el Espíritu Santo viene a ser como el centro motor de toda nuestra vida espiritual y sobrenatural”. Pero el Don es uno y único: el Espíritu Santo. La liturgia lo designa como el Don del Dios Altísimo. Por tanto, lo que llamamos dones no son más que “las manifestaciones externas” o “las irradiaciones” del Don por excelencia que es el Espíritu, el que abarca y encierra en sí todos los dones. Esos son los dones que vamos a contemplar rápidamente[44]. 1.6.1. Los siete dones del Espíritu La existencia de los dones del Espíritu aparece en un texto del profeta Isaías: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé. Y le inspirará en el temor de Yavé” (Is 11,1-2). El texto hebreo sólo menciona seis dones, unidos de dos en dos. El número siete procede de la versión griega de los LXX, que tradujo el término hebreo yirah por dos palabras diferentes, piedad y temor de Dios. Los santos padres y los teólogos medievales utilizaron la versión de los LXX y la Vulgata, por lo que ese número se ha hecho tradicional. Ellos compararon los siete dones del Espíritu con los siete brazos del candelabro del templo de Jerusalén, con los siete espíritus del Apocalipsis, con los siete días de la creación, con la plenitud de las virtudes (tres teologales, cuatro morales) y con el modo perfecto de obrar del Espíritu… La secuencia de Pentecostés Veni, Creator Spiritus, consagró definitivamente ese número: “Reparte tus siete dones...”. En ese número sagrado estaba encerrada la plenitud de las gracias que Dios concede a los hombres. 89

Los dones del Espíritu, como acabamos de decir, son siete: don de inteligencia, de ciencia, de sabiduría, de consejo, de piedad, de fortaleza y de temor de Dios. De ellos se ha dicho que “así como siete notas musicales les bastan a los grandes músicos para hacer sus composiciones, así con siete dones el Espíritu puede escribir las páginas más bellas de la historia de Dios en el hombre”. El hombre, animado por el Espíritu, piensa, ama, quiere, vive y obra de una manera divina. Cada uno de ellos abre los ojos de nuestro corazón en una dirección y nos aporta una visión y una experiencia del mundo divino. Los dones no son un adorno en el hombre, sino la presencia misma del Espíritu en él. El don de inteligencia es descrito por los autores espirituales y por los teólogos como “un hábito sobrenatural por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu, se hace apta para penetrar las verdades reveladas y hasta de las naturales en orden al fin sobrenatural”. Este don nos hace adentrarnos en los abismos de Dios y nos abre a la contemplación de todas sus maravillas, de tal manera que “el Señor es ya como entrevisto desde aquí abajo”, como si el mundo divino fuera contemplado por el hombre con los ojos mismos de Dios[45]. El don de ciencia es descrito como “un hábito sobrenatural por el cual el hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu, juzga rectamente de las cosas creadas en orden al fin sobrenatural”. Por tanto, en virtud de esa presencia divina, podemos contemplar todo lo creado con una luz más alta que la de la simple razón iluminada por la fe. El Espíritu nos hace experimentar, por una parte, el vacío y la nada de las cosas, pero también nos hace descubrir las huellas de Dios en este mundo. De la belleza de las cosas subimos hacia el creador de toda la hermosura. El don de sabiduría es descrito como “un hábito sobrenatural por el cual juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas causas”. Se trata de un don que nos da un conocimiento sabroso y experimental de Dios, “que llena al alma de una suavidad y de una dulzura inefable e inexplicable”. A la luz de ese don son contempladas y enjuiciadas todas las cosas. El alma, iluminada por el don de sabiduría, no detiene ya su vista sobre este mundo creado, sino que lo descubre todo a la luz del Verbo. Nada de la tierra la detiene, sino que ya, desde esta vida, saborea el todo de Dios. El don de consejo es descrito como un “hábito sobrenatural por el cual el alma, bajo la inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente, en cada caso particular, de lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural”. Los efectos de este don son admirables, porque podemos equivocarnos fácilmente al tomar nuestras decisiones, pero el Espíritu Santo se convierte en el Maestro interior de nuestra vida. El don de piedad es descrito como “un hábito sobrenatural infundido por el Espíritu Santo para excitar en la voluntad un afecto filial hacia Dios considerado como Padre, y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre”. Este don nos lleva a experimentar un afecto enteramente filial para con Dios y a mostrar hacia él todas las pruebas de cariño y devoción que un hijo debe tener hacia sus padres; al mismo tiempo, nos infunde un sentimiento de fraternidad para con todos los hombres. Todo se halla en esa verdad: Dios es nuestro padre, nosotros somos sus hijos y, si hijos de Dios, hermanos entre nosotros. 90

El don de fortaleza es descrito como “un hábito sobrenatural que robustece el alma para practicar, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes heroicas y superar los mayores peligros o dificultades que puedan surgir”. Esa es la misión de este don: robustecer el alma para que pueda hacer frente a todas las dificultades, sufrimientos y contrariedades de la vida, emprender las acciones más difíciles y soportar las penas más grandes, sin caer abatidos en el camino. Pero este don también se hace presente en las pequeñas cosas de la vida, en saber aceptar con paciencia las contrariedades y sufrimientos que nos asaltan en cada momento. Este don brilla de una manera muy especial en el heroísmo de los mártires. El don de temor es descrito como “un hábito sobrenatural por el cual el hombre, bajo la moción del Espíritu Santo, adquiere una docilidad especial para someterse totalmente a la voluntad divina por reverencia a la excelencia y a la majestad de Dios”. Los autores espirituales distinguen dos clases de temor: el temor servil y el temor filial. El temor servil es aquel que impulsa a servir a Dios y a cumplir su voluntad por temor a los castigos que puede infligir al que obra el mal. Se trata de un temor bueno, pero muy imperfecto. Ese temor puede ayudar al pecador a salir de su pecado, aunque no sea más que por el pánico de verse apartado de Dios en la eternidad. Pero existe también el temor filial o de los hijos. Es un temor reverencial, que sólo tiene ojos para Dios, a quien no se quiere ofender por nada del mundo. Se trata de un sentimiento que brota en nosotros por inspiración del Espíritu Santo y que nos infunde un rechazo instintivo de todo aquello que puede separarnos de Dios. Bajo la moción de ese don el hombre se estremece ante su grandeza y hermosura y se sumerge en una adoración profunda. El alma se siente anonadada ante la majestad de Dios y se apodera de ella un sentimiento agudo de reverencia y de sumisión, al mismo tiempo que experimenta un gran horror al pecado y una contrición viva después de haberlo cometido. Los dones, en una palabra, nos hacen penetrar la verdad divina (el don de entendimiento), para juzgar rectamente de las cosas que se refieren a Dios (el don de sabiduría), de las cosas creadas (el don de ciencia), de la conducta práctica (el don de consejo), nos llevan a amar a Dios y a los hombres como hermanos (el don de piedad), nos hacen superar las dificultades y los peligros de la vida (el don de fortaleza), y vivir en un santo temor de Dios (el don de temor). 1.6.2. Los dones como hábitos Los autores espirituales describen los dones “como hábitos sobrenaturales infundidos en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del Espíritu Santo al modo divino”. Pero, ¿puede ser esa la palabra justa para describirlos? ¿Pueden ser definidos los dones como hábitos sobrenaturales? ¿Serían, por tanto, algo semejantes a la gracia creada y a las virtudes? Pero esa manera de hablar es muy extraña, porque en el Nuevo Testamento se habla constantemente de que el Espíritu está, mora, habita, gime, clama e intercede por nosotros. Pero si el Espíritu está en nosotros, ¿para qué queremos esos hábitos creados? ¿Nos da miedo hablar de su presencia en nosotros? Me atrevería a decir que los dones no son un hábito creado y regalado por Dios al hombre, 91

sino la manifestación de la presencia misma del Espíritu en nosotros. Mi pregunta es sencilla: ¿Somos movidos por el Espíritu o por unos dones infundidos como un hábito en nosotros? ¿Actúa el Espíritu Santo personal y directamente en el alma, o lo hace por medio de esos hábitos infusos que llamamos dones? ¿Qué podrían ser los dones del Espíritu como hábitos? ¿Qué serían en realidad? ¿Algo que estuviera a nuestra disposición? Pero, si eso fuera así, ¿no sería lo más contradictorio con su misma esencia? No somos nosotros los que disponemos de los dones, sino los dones de nosotros. El Don de Dios es algo que nos llega desde fuera y nos impulsa a obrar. En cuanto yo puedo entender “los dones son una moción divina, personal, inmediata, del Espíritu de Dios en lo más íntimo de las facultades del hombre, para hacerle obrar divinamente”. Por tanto, los dones no serían unos hábitos infusos en el alma, sino “las diversas manifestaciones de la presencia en nosotros del único Don: el Espíritu Santo”. No vivimos de un hábito creado, sino de una presencia. Tenemos que evitar, a todo precio, guardarnos de cosificar los dones, haciendo de ellos objetos o regalos diversos que se distribuyen como si se repartiera una herencia o un lote: a tal persona uno, a otra otro. Todo sucede entre el Espíritu y el alma del hombre. Los actos de los dones proceden del hombre, pero “bajo la acción de esa presencia personal de Dios en él”. Lo decisivo en toda esta cuestión es esto: que nada de lo que procede de Dios llega a ser nunca una posesión nuestra. Es el Espíritu el que nos mueve y nos agita, quien nos hace ver las maravillas de Dios en la creación, quien nos infunde piedad y ternura, quien nos da la fuerza para hacer frente a las diversas circunstancias de la vida y quien nos hace contemplar en todas las cosas al Creador; es su presencia en nosotros la que se ramifica en sabiduría, en ciencia, en piedad, en fortaleza o en temor, según sea nuestra necesidad. Al hablar de los dones surge de inmediato una pregunta: ¿Son algo semejante a las virtudes o son distintos de ellas? Muchos teólogos anteriores a santo Tomás consideraron los dones como “una perfección de las virtudes, tanto de las teologales como de las morales”. Según ese principio el hombre viviría y se movería, en primer lugar, a base de las virtudes. Sólo al final de un largo proceso aparecerían los dones para llevar las virtudes a su plenitud, es decir, “que los dones sólo entrarían en acción cuando las virtudes necesitaran de un nuevo impulso para obrar”. Si eso fuera así, los dones estarían al servicio de las virtudes y serían inferiores a ellas. De hecho, como ya hemos visto, la teología moral cristiana ha sido “una moral de virtudes más que de dones”. Por eso, los dones han ocupado un puesto tan poco relevante en ella. Pero la realidad es muy distinta. Los actos de los dones son más perfectos que los de las virtudes, ya que en ellos el hombre no se mueve por la razón, iluminada por la fe, sino por el mismo Espíritu. En el ejercicio de las virtudes el hombre aparece en pleno esfuerzo, en el de los dones se limita a secundar la acción del Espíritu. Santo Tomás dice que “los que son movidos por instinto divino, no deben aconsejarse por la razón humana, sino que deben seguir la inspiración divina interior que viene de un principio más alto”[46]. ¿Tenemos alguna duda de cuál es ese principio más alto? Por eso, el olvido de los dones del Espíritu Santo ha tenido consecuencias tan graves en la vida cristiana.

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1.6.3. La vida cristiana desde los dones Cuando hablamos de la dinámica de la ley abordamos el tema de las tres edades de la vida interior, tal como lo han planteado los autores espirituales a lo largo de los últimos siglos. Los dos primeros niveles estaban destinados a los principiantes y a los aprovechados: era el tiempo de las obras y de los sacrificios, donde el hombre aparecía como un atleta en pleno esfuerzo, como si Dios estuviera en la sombra o, a lo sumo, apoyándole y confortándole en su lucha. Pero ya dejamos constancia de que, afortunadamente, había un tercer nivel, el nivel de los dones, en el que el Espíritu Santo actúa de una manera directa e inmediata en el hombre. Eso es lo que transforma por completo la vida cristiana. Se diría que en una vida vivida sólo en la práctica de las virtudes la perfección es algo inalcanzable, mientras que vivida a nivel del Don ya no sería una conquista, sino un regalo. Nadie puede llegar al nivel de los dones a base de la práctica de las virtudes. Eso sería como dar un salto en el infinito. No son las virtudes las que animan a los dones, sino los dones a las virtudes. Cuando vivimos movidos sólo por las virtudes, apenas se perciben en nuestra vida ni los dones ni los carismas del Espíritu, “porque en ese nivel el verdadero motor de la vida es la razón, iluminada por la fe”. Por eso, en una vida vivida desde las obras y desde la práctica de las virtudes “no hay espacios para lo imprevisible”, porque en ella todo está bien programado. El hombre sabe perfectamente lo que tiene que hacer o lo que tiene que evitar. Por eso podemos comprender perfectamente que se haya hablado tan poco de los dones y de los carismas en la teología y en la vida de la Iglesia, porque todo se ha movido en el terreno de las obras sin dejar ningún espacio para las sorpresas de Dios. Desde nosotros mismos no podemos hacer nada para entrar en ese mundo de gracia, ya que “de estas zarzas no podemos esperar uvas”. Son los dones los que nos impulsan a vivir una vida nueva y nos arrastran hacia la intimidad más grande con el Señor. El hombre a quien anima el soplo del Espíritu “está como arrebatado y sostenido por las alas de un Águila poderosa”. Su presencia transforma nuestra alma y nos convierte en hijos y herederos. El Espíritu está y actúa, mora y habita, gime y ora, consuela y conforta; él halla su gozo en darse y en morar en nosotros, en amarnos y en darnos una vida nueva cada día. Él anima nuestra vida, sostiene nuestro barro y nos lleva por caminos asombrosos. Los dones nos sumergen en el Don. Su presencia en nosotros se manifiesta de mil formas, en cada uno de una manera muy particular. Él nos hace contemplar todas las cosas con los ojos de Dios y nos impulsa a subir de las criaturas al Creador, nos aconseja en todas las circunstancias de nuestra vida, nos lleva a un amor filial hacia Dios y a un amor fraterno hacia los hombres, nos da fuerza y coraje para afrontar las empresas más arriesgadas y difíciles, nos lleva a vivir estremecidos de amor, de veneración y de respeto hacia Dios… Por donde pasa el Espíritu florece la vida y el amor, la gracia y las virtudes, la alabanza y el testimonio; su presencia endereza lo torcido, sana lo enfermo, lava las manchas, resucita lo que está muerto, renueva los sentimientos y los afectos. El Espíritu es fuego que abrasa, brisa que refresca, luz que ilumina. Apenas lo dejamos entrar en nuestra vida convierte nuestro desierto en un fértil oasis. 93

Por tanto, una vida vivida desde los dones del Espíritu es como la contrapartida a un estilo de vida basado en la práctica de las virtudes. En el régimen de las virtudes dominan las obras y el esfuerzo, los sacrificios y las renuncias; en la dimensión del Don domina la acción de gracias, la alabanza y la adoración; en el régimen de las virtudes la vida es llevada por la razón, iluminada por la fe, pero en el de los dones es el Espíritu el que asume un protagonismo total; en el régimen de las virtudes la perfección es algo prácticamente inalcanzable, mientras que a nivel del Don la gracia y la santidad nos es concedida como un regalo. Cuando el hombre es impulsado por el Don, ya no es él el protagonista de su vida, sino el Espíritu; ya no vive de sus obras, sino de la obra del Espíritu; ya no se trata de hacer, sino de dejarse hacer. Por eso, todos los teólogos señalan, con razón, que en ese nivel la vida cristiana es más pasiva que activa. La expresión que utilizan es muy significativa: pati divina, es decir, que padecemos, sufrimos o somos víctimas de lo divino; en una palabra, que somos movidos por el Espíritu. Ya no tenemos que caminar hacia Dios con nuestra mochila cargada de obras, sino dejarnos llevar por esa fuerza que nos arrastra por entero. El Espíritu viene a bañar nuestra tierra, a fecundar nuestra aridez, a hacer revivir nuestros huesos secos, a cambiar nuestros corazones; él es la fuente de donde mana toda la vida. El Espíritu no es un extraño que venga a visitarnos, aunque sea con relativa frecuencia, sino alguien que habita en nosotros y nos diviniza con su presencia. Sólo en una vida vivida desde el Don podemos sentirnos libres de esa carga de sacrificios y renuncias, de esfuerzos y obras que nos han quebrantado en nuestro camino[47]. Así es como funcionan las cosas en el reino de la gratuidad. Lo que creíamos que era fundamental pasa a segundo plano; lo que habíamos dejado en la penumbra se ilumina de repente. Lo primero es el don y la gracia; las obras que hagamos deberían ser, por tanto, la manifestación externa de su paso por nuestra vida. Seguramente el Señor verá nuestros esfuerzos y tendrá misericordia de nosotros, pero el camino para llegar a él no es el de la ley, sino el de la gracia; no el de los esfuerzos, sino el del Don. Nosotros buscamos nuestra justicia y nuestra perfección personal, pero a Dios no llegamos más que por pura gracia. Es sorprendente que la gratuidad se haya convertido en algo tan difícil de aceptar, incluso por los mejores fieles cristianos. Seguramente ha llegado ya el momento de desandar lo andado y de retornar al punto de partida de todo: a la gratuidad total de la acción de Dios en nosotros. 1.7. Unidos como hermanos La comunidad es el medio ambiente en el que debe ser vivida la gratuidad. Si viviéramos nuestra relación con Dios sólo en la intimidad personal “siempre nos quedaría la duda de que pudiera tratarse de una ilusión o de un engaño”. Sólo en comunidad podemos estar seguros de que todo lo que hemos experimentado viene de él. La Iglesia no es un conglomerado de individuos, sino un pueblo, el pueblo de Dios. En ella todos estamos unidos y hermanados, todos creemos en el mismo Señor, todos bebemos del mismo cáliz y escuchamos la misma palabra. “Muchos granos de trigo, un solo pan; 94

muchos granos de uva, un solo vino; muchos los comensales, pero un solo cuerpo”. La vida cristiana ha sido vivida en los últimos siglos de una manera muy individualista. En ella la comunidad no aparecía prácticamente para nada. Pero la vida nueva que nos ha sido regalada debe ser vivida en una comunidad, apoyándonos los unos a los otros, confortándonos los unos a los otros. Por tanto, vivir la gratuidad significa también vivir en el amor y en el servicio a los demás. La gratuidad de la acción de Dios nos lleva de la manera más natural a hacer nuestra la causa de los hombres, sobre todo de los más débiles y desfavorecidos. Ya no podemos vivir tranquilos mientras haya millones de hombres que son humillados y asesinados; no podemos aceptar que esta tierra se convierta en una jungla donde “el hombre sea un lobo para el hombre”, ni donde la ley del más fuerte sea la mejor, si no la única. Dios no hace acepción de personas. Por eso puede amar lo mismo a los débiles que a los fuertes, a los ignorantes que a los sabios, a los pecadores que a los justos, a los enemigos que a los amigos. Por eso, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Ese fue el testamento de Jesús: “Como tú te amas tienes que amar a los demás, como te preocupas por ti tienes que preocuparte por los demás, como te quieres tienes que querer. No puedes dar a los demás sólo las migajas de tu amor, sino amarles como si fueran un pedazo de tu propia carne, como si fueran una prolongación de ti mismo. Como a ti te gustaría que los demás te quisieran tienes que quererlos a ellos”. Ante el amor desaparecen todas las diferencias raciales y sociales. La primacía del amor es absoluta. “Con nadie tengáis más deuda que la del amor mutuo.” En el atardecer de la vida Dios querrá saber de nosotros si esa palabra ha sido la más fundamental de nuestra vida: “¿Amaste?, ¿amaste a los demás?, ¿los amaste de verdad?, ¿los amaste con el amor que yo puse en tu corazón?, ¿derramaste sobre ellos el amor que yo puse sobre el tuyo?”. Si Dios ha establecido con nosotros relaciones filiales, es decir, de padre a hijo, nosotros tenemos que establecer con los demás relaciones fraternales, es decir, de hermano a hermano. Por eso, el amor crea unas relaciones de gratuidad, que no se dejan atrapar por ningún tipo de diferencia. Frente al amor caen todas las barreras que los hombres levantamos en nuestro camino para separarnos, odiarnos y matarnos. Ninguna causa, por sagrada que nos parezca, justifica el odio, el rechazo o la muerte de ningún hombre. En definitiva, la gratuidad nos lleva a vivir en el despojo de nosotros mismos, a vivir de la santidad y de la justicia que Jesús nos ha regalado y, como consecuencia, a vivir en el éxtasis y en la adoración, en la acción de gracias y en la alabanza sin fin. Ya no son los lazos de la ley los que nos atan al Señor, sino los vínculos del amor. En el encuentro con el Señor el hombre se siente solicitado en lo más hondo de su ser para responder amorosamente a esa gracia inmerecida. Ya no puede vivir como si nada hubiera sucedido, ya no es posible la marcha atrás. La gratuidad nos lleva hacia el encuentro más fascinante con el Señor que nos ha salvado de la muerte y de la condenación y nos ha regalado el reino de la vida y de la felicidad. El amor compromete al hombre a una aventura amorosa de la que sale siempre herido en el alma. El Espíritu del Resucitado 95

trabaja en nosotros a unos niveles que no podemos ni imaginar. Él nos lleva de gracia en gracia hasta diluirnos, sin perdernos, en el mar infinito de su amor. El Espíritu abre de par en par nuestro ser entero para que el Señor pueda escribir, de su puño y letra, la historia más preciosa que jamás hubiéramos podido imaginar. Por eso, lo decisivo para nosotros es que llegue ese momento de gracia y podamos entrar en esa corriente que nos arrastra hacia lo más alto de la perfección y de la santidad que recibimos de manos del Señor. Si los autores de los últimos siglos pudieran contemplar lo que ha sucedido en nuestros días, apenas podrían dar crédito a sus ojos. Dirían que se ha producido un salto cualitativo, imposible de poder explicar con argumentos teológicos. Para ellos, todo comenzaba con la lucha por superar el pecado e ir ascendiendo, poco a poco, hasta el nivel de los dones y de la gracia. Pero la gratuidad es la perla más preciosa del cristianismo. Su pérdida ha sido irreparable. Sin ella, el cristianismo se ha convertido en una religión en la que hay que ganarlo todo a base de obras, de negaciones y renuncias, y donde el hombre aparece siempre en primer plano, mientras que Dios queda relegado a un segundo lugar. Pero la relación de Dios con el hombre sólo puede ser entendida en el marco de la más absoluta gratuidad. En la vida cristiana el don precede a la exigencia, la gracia al esfuerzo humano, la obra de Dios a las obras del hombre. El camino de la ley ha sido ya bien experimentado y lo que ha dado de sí está a la vista: un cristianismo bastante lánguido, que está siendo abandonado “a la desbandada”. La gratuidad es la raíz y el fundamento de todo, la clave de bóveda para entender todo lo que está pasando,“la gracia de todas las gracias”, “la madre de todas las gracias”. Por eso, no es negociable. El papa Francisco nos ha recordado “que cuando la ofrenda es grande hasta el santo sospecha”; por eso pensamos que “si Dios nos invita a ese banquete es mejor poner alguna disculpa para no asistir a él, porque nos sentimos más seguros en nuestra propia casa que cuando entramos en la casa de otro”. Pero la gratuidad es una fiesta a la que el Señor nos urge a asistir. 2. De la gracia a las obras El cristianismo ha sido convertido, casi insensiblemente, de una religión de gratuidad en una religión de obras, invirtiendo completamente los planos. De una manera u otra, todos hemos tratado de hacernos agradables a los ojos de Dios por medio de lo que hemos hecho por él. ¡Cómo nos gustaría que viera nuestros esfuerzos y que estuviera contento con nosotros! Pero en la gratuidad, el centro de gravedad se desplaza del hombre a Dios. El camino de las obras ha sido muy experimentado y lo que ha dado de sí está a la vista: un cristianismo lánguido y sombrío, que ya ha dado de sí casi todo lo que tenía que dar. Pero la experiencia de la vida cristiana camina exactamente en la dirección contraria. La gracia no es algo estático, sino que tiene su propia dinámica. La presencia de Dios en nosotros no puede dejarnos fríos e indiferentes, sino que revoluciona nuestra vida por completo. Este es el momento en el que el rosal florece y el almendro estalla en flor, por expresarlo en imágenes bíblicas, el momento en el que la vida divina comienza a brotar como un manantial y a manifestarse en obras buenas y atractivas para todos, el momento 96

en el que la gracia vence a la ley, el hombre nuevo al hombre viejo, el Espíritu de Dios a todos los esfuerzos del hombre. 2.1. El lugar de las obras en la vida cristiana Este es el momento exacto en el que debemos preguntarnos por la importancia de las obras en la vida cristiana. ¿Qué papel juegan en ella? ¿Qué hacemos con ellas? ¿No servirán de nada? ¿Dónde quedan nuestros esfuerzos por ser buenos y por tratar de hacernos agradables ante el Señor? ¿Dónde colocamos la ascesis, la abnegación, la huida del pecado, la mortificación, el dominio de uno mismo? ¿No es eso lo que han hecho todos los santos? ¿No va la gratuidad a contracorriente de todo lo que hemos vivido? ¿No nos llevará a la apatía y a la pasividad más absoluta? ¿Son compatibles la gracia y las obras? ¿No se excluyen mutuamente? ¿Dónde queda nuestra libertad? ¿No seremos avasallados por Dios? Si todo es gratuito, ¿para qué hacer nada? Las obras ocupan un lugar importante, pero secundario, en la vida cristiana. El legalismo la ha acechado sin cesar y la ha envuelto como una tela de araña casi por entero. El espíritu farisaico ha sido una amenaza permanente, ya que el hombre ha querido hacerse valer por todos los medios ante Dios. Pero no puede haber dos caminos que sean válidos al mismo tiempo: el de la ley y el de la gracia. Esas son las fichas que tenemos en nuestras manos y que pueden ser muy conflictivas si no las alineamos debidamente. ¿Cómo deberían ser ordenadas esas dos palabras? ¿Qué relación puede establecerse entre ley y gracia, es decir, entre las obras del hombre y la acción de Dios? ¿Deberían ir en ese orden, es decir, primero la ley (las obras y los esfuerzos del hombre) y luego la gracia (la obra de Dios en él)? ¿Es así como debemos vivir la vida cristiana? ¿No parece ese el orden más natural? ¿No deberíamos ir de las obras a la gracia? ¿Es ese el orden querido por Dios? A primera vista se diría que el camino más natural sería poner en primer lugar la ley, es decir, lo mandado por Dios, lo que el hombre tiene que hacer, sus obras y sus esfuerzos, sus sacrificios y sus renuncias, sus virtudes y su fuerza de voluntad. Ese sería el camino ordinario para hacernos agradables a los ojos de Dios, merecer su gracia y así alcanzar la perfección, la santidad y la vida eterna. A todos nos parece lo más natural del mundo que Dios cuente con nuestros esfuerzos y que vea que hacemos algo por él. Por tanto, las obras del hombre aparecerían en primer lugar; la gracia sería la consecuencia de todo lo que hemos hecho por el Señor. Aunque sea expresado de una manera bastante burda, así es como ha sido vivida la vida cristiana y como lo han expuesto la mayoría de los predicadores, de los teólogos y de los escritores eclesiásticos. Lo natural es que las obras aparezcan en primer lugar; lo antinatural sería la gratuidad. La gratuidad, en efecto, rompe todos nuestros esquemas. Pero, ¿no habrá que invertir por completo los términos? Porque en la vida cristiana no es el hombre el que se abre camino con sus obras hacia Dios, sino Dios el que precede al hombre con su gracia y con su amor. Por tanto, la gracia debería aparecer siempre en primer lugar, después las obras. En el régimen de la gratuidad todo comienza con un regalo, no con una exigencia; con un don gratuito, no con una serie de esfuerzos 97

por ganar lo que no se puede ganar y por merecer lo que no se puede merecer. Antes de exigir nada Dios ya nos lo ha dado todo; antes de esperar algo de nuestra parte, él ya nos ha dado la gracia de su presencia. La vida cristiana no es el relato de las obras del hombre por Dios, sino la historia de la obra de Dios por el hombre. Por tanto, si ponemos en primer lugar las obras seríamos nosotros los que, de una manera u otra, conseguiríamos nuestra perfección y nuestra salvación, de tal modo que convertiríamos a Dios en deudor nuestro. Pero si ponemos en primer lugar a Dios, las obras del hombre serían “las hijas naturales de su gracia”, es decir, de su presencia en nosotros. No podemos coquetear con la ley y las obras como si ellas fueran la preparación para alcanzar la gracia. Por eso, la vida cristiana está ante un reto que no puede ser esquivado ni pasado por alto. Poner en primer lugar las obras del hombre sería volver al antiguo sistema de la ley, en cuyo caso la gracia caería totalmente por tierra. Pero no es la gracia la que está al servicio de la ley, sino la ley al servicio de la gracia. La ley jamás debería desviar nuestra atención del Sol de la gracia que es Jesús, porque si lo hiciera toda su obra por nosotros habría sido prácticamente inútil. Si el Señor resucitado no agarra nuestro corazón, ninguna ley será capaz de que demos un solo paso hacia él. Vistas las cosas desde Dios todo es claro. Hemos sido nosotros quienes lo hemos complicado todo al insistir en la necesidad de hacer obras buenas para salvarnos, porque así hemos desplazado el centro de gravedad de Dios al hombre. Pero el camino que nos conduce a él no transita por la senda de las obras y de los méritos, sino de la acogida de la gracia. Ese es el secreto de todo. Por eso, las leyes y las normas, las obras y los esfuerzos, las renuncias y los sacrificios, un comportamiento irreprochable y una vida virtuosa “sólo pertenecen a un segundo momento de la vida cristiana”. Se ha dicho, con razón “que las consignas éticas del cristianismo no se imponen como una exigencia para entrar en el reino, sino que son una mera consecuencia de haberlo aceptado”. No son las obras según la ley las que nos llevan a la gracia, sino la gracia la que se expresa en obras. La gracia precede, suscita y acompaña a las obras. Nosotros vamos “de gracia en gracia” antes que de “obra en obra”. Esa es la dinámica propia de la gracia, ese es el camino para entrar en la gratuidad. Nadie la ha merecido y nadie ha podido hacer nada para ganarla. Ni se la podemos exigir a Dios ni imponerla a los demás. La gratuidad depende de la acción amorosa de Dios que nos invade y penetra, nos crea y nos recrea por dentro. Dios debe mirar con misericordia los esfuerzos que hacemos por ser agradables ante sus ojos, pero no podemos llamarnos a engaño. No son nuestras obras las que nos abren la puerta de la salvación. No nos salvamos por nuestros méritos, sino por pura gracia. El único que puede salvarnos es Jesús. En ese campo no se nos permite ningún protagonismo. Todo es gracia. Eso es lo que da a la vida cristiana un aspecto seductor y atractivo. En conclusión, la gracia y las obras deben estar siempre unidas, pero en ese orden: primero la gracia, después las obras. Si se invierte ese orden no sólo se altera, sino que se adultera por completo el resultado, ya que con ello diríamos adiós a la acción gratuita de Dios. Si nos esforzamos por hacer obras sin tener en cuenta que todo es gracia el resultado es desolador, porque viviremos siempre en una tensión continua, envueltos en 98

la petición, en la súplica y en el temor de la condenación, mientras que en el reino de la gratuidad viviremos en el amor, en la acción de gracias y en la alabanza. Por eso, “sólo desde una vida vivida en la gratuidad podemos volver los ojos hacia las obras que fluyen de la acción de Dios en nosotros”. 2.2. La relación entre gracia y obras: del ser al hacer La relación entre la gracia y las obras en orden a la perfección, a la santidad y a la salvación eterna ha sido siempre un tema muy polémico en la vida de la Iglesia. Todo ha girado en torno a estas dos proposiciones que parecen contradictorias. Por una parte, la tesis de “la justificación por le fe, sin las obras de la ley”, según san Pablo (Rom 4,2-5; Ef 2,8-9; Tit 3,5-6; Rom 8,1); por otra, la tesis de “la justificación por las obras”, según Santiago: “Ya ves cómo un hombre está justificado por las obras, no por la fe sola” (Sant 2,14-16). La fe sin las obras no podría salvar; la fe, sin las obras, estaría muerta. ¿No hay una oposición evidente? Sólo aparentemente, porque san Pablo y Santiago no hablan de la misma cosa. San Pablo habla de las obras que preceden a la justificación, Santiago de las obras que la siguen. Los dos tenían toda la razón del mundo. Nadie puede conseguir la salvación por sus propios esfuerzos, pero nadie que tenga fe en Jesús podrá vivir como si no hubiera pasado nada en su vida. Las cartas de san Pablo constan, generalmente, de dos partes bien diferenciadas: en la primera, de tipo dogmático, expone el misterio cristiano, lo que Dios ha hecho por el hombre en Cristo; en la segunda, de tipo moral, deduce las consecuencias que se siguen de la acción de Dios en nuestra vida. Así nos dejaba entrever claramente su pensamiento: la gracia precede a las obras, el ser al hacer, el don a la exigencia y al esfuerzo, el indicativo de Dios, es decir, lo que Dios ha hecho por el hombre, a su imperativo, es decir, a lo que el hombre debe hacer por él. El modo de vivir y de comportarse del hombre no sería más que “la expresión externa de la presencia del Espíritu en su alma”. Por eso, san Pablo no sólo predicó la gratuidad, “sino también la necesidad de practicar obras buenas como expresión de la vida nueva recibida del Señor”. Si él nos ha regalado su amor y su vida, si nos ha salvado y nos ha abierto de par en par las puertas del reino, lo lógico sería que el hombre viviera de acuerdo con esa gracia derramada. Todo está claro. En la vida cristiana lo primero es la gracia, después las obras. Eso quiere decir que el ser es más importante que el hacer, que es algo accidental, “aunque sea un accidente muy importante”. Los antiguos decían “que el obrar sigue al ser”. De todas las maneras parece evidente que la fe en Jesús tiene que pasar del alma y del corazón a la vida. Su palabra no fue pronunciada sólo para ser escuchada o estudiada, sino para ser hecha, es decir, para ser puesta en práctica: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede estar oculta una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,14-16). “Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas 99

obras den gloria a Dios en el día de la Visita” (Mt 7,21.24; 5,14-16; 1Pe 2,12; 1,15-16; 3,16; 1Tim 6,18; Tit 3,8). En los últimos 16 versículos del Sermón de la montaña aparece 11 veces el verbo hacer (Mt 7,12-27). A vida nueva, obras nuevas; a nuevo modo de ser, nuevo modo de vivir. Cualquier desarmonía puede ser fatal. Del corazón que vive en el amor, bajo el señorío de Jesús y conducido por el Espíritu Santo, deberían salir las obras más bellas y las acciones más llamativas. No podemos vivir de ideas ni de conceptos religiosos, que no inciden para nada en nuestra vida. Por consiguiente, a la obra de Dios en el hombre debe seguir la obra del hombre por Dios. No pueden producirse cortes ni rupturas entre lo que se cree y lo que se vive. La vida tiene que estar de acuerdo con las obras, la acción con la palabra, el obrar con el decir, el ser con el hacer. El que vive la gratuidad no puede ser ajeno a llevar una vida hermosa. Por tanto, la gratuidad no nos lleva a la pasividad o a la inercia, como muchos temen, sino a poner la vida entera bajo la mirada de Dios y de su acción en nosotros. El principio de la gratuidad no es “hacer para vivir”, sino “vivir para hacer”; no es el hombre el que camina hacia Dios cargado de obras y de méritos, sino Dios el que avanza hacia el hombre cargado de gracia y de vida; no es el hombre el que consigue la gracia a base de obras, de esfuerzos y de méritos, sino Dios quien le regala la vida a base de amor; no son sus obras las que generan una vida nueva, sino la vida nueva la que se expresa en las obras más bellas. Por eso, la mística precede a la ascética, el don a la exigencia y la gracia al esfuerzo. Las obras que realizamos son “hijas de la gracia” antes que nuestras. Es imposible que el hombre nacido del Espíritu no haga obras buenas. Si uno piensa que ser cristiano es “solamente creer en Dios y estar tranquilo en su casa, sin hacer nada, está muy equivocado”. Las buenas obras no son una obligación que se le impone desde fuera, sino una exigencia que brota del corazón de los hijos de Dios. Durante los últimos siglos el hacer ha prevalecido sobre el ser, y lo debido sobre lo gratuito; sin embargo, la gratuidad se irá imponiendo de una manera imparable gracias a la acción de los dones del Espíritu Santo. Por eso, la vida de los fieles cristianos debería ser provocativa para los que la contemplan desde el exterior. Alguien lo ha formulado de una manera fantástica: “Lo que tú eres habla tan alto, que no puedo oír lo que tú dices”. Gandhi dijo: “Yo debería pasar sin ninguna predicación. Una rosa no necesita hablar, simplemente esparce su fragancia. La fragancia es su sermón”. La gratuidad de la vida divina desemboca con la mayor naturalidad en la santidad de vida, y la santidad resplandece en vidas provocativas y espectaculares que atraen irresistiblemente la mirada de los hombres y los lleva a glorificar a Dios. En el encuentro con el Señor el hombre se siente solicitado en lo más hondo de su ser para responder amorosamente a esa gracia inmerecida. Ya no puede vivir ni actuar como si nada hubiera sucedido, ya no es posible la marcha atrás. Puede haber, por nuestra propia debilidad, idas y venidas, pecados y distracciones, pero hay algo que jamás se podrá olvidar. La gratuidad nos lleva hacia el encuentro más fascinante con el Señor que nos ha salvado de la muerte y de la condenación y nos ha regalado el reino de la vida y de la felicidad. Por tanto, no a las obras con las que pretendemos conseguir nuestra perfección y 100

ganar nuestra salvación, pero sí a las obras que brotan como agua limpia de la vida nueva que el Señor nos ha regalado; sí a esas obras en las que brilla el sol de la gracia; sí a esas obras que muestran a los ojos de todos la belleza de la vida cristiana. La gratuidad es el campo donde se riñe la batalla decisiva. Apenas inclinemos un poco la balanza hacia las obras o los méritos, el cristianismo pierde todo su atractivo y originalidad. La gratuidad es el estilo del hombre nuevo y renovado. Pero eso no nos ha llevado a la pasividad, como muchos temen, sino a una entrega total de nuestra vida al Señor, a vivir en la adoración, en la acción de gracias y en la alabanza sin fin. Sólo desde una vida vivida en la gratuidad comienzan a desvanecerse el rumor de palabras como ley, esfuerzos, obras, méritos, exigencias, sacrificios, para dejar paso a una dulce melodía que acaricia nuestra alma: todo es gracia. Esa es la asignatura pendiente que tenemos los hombres con respecto a Dios. Esa es la revolución que el cristianismo ha aportado. ¿Cómo ha sido posible que la gratuidad haya sido tan desconocida en la vida de la Iglesia? ¿Cómo hemos podido vivir una espiritualidad de obras, de esfuerzos y de méritos, de espaldas a la gratuidad de la acción de Dios? ¿Cómo hemos hecho de la vida cristiana una lucha por alcanzar la salvación, cuando ese ha sido precisamente el regalo que Dios nos ha hecho en el Hijo de su amor? ¿Cómo ha sido posible que hayamos pretendido ganar lo que nos ha sido regalado? 2.3. Nacer de nuevo La gratuidad nos obliga a hacer una reconversión de todas nuestras categorías, nos lleva de la mano a un nuevo nacimiento. Eso es lo que nos dice san Juan en una de las páginas más preciosas de su evangelio: el diálogo entre Nicodemo y Jesús (Jn 3,1-10)... Nicodemo era un miembro del sanedrín, es decir, del Consejo Nacional del pueblo judío. Era un hombre respetado y respetable. Seguramente tuvo oportunidad de oír a Jesús cuando enseñaba en el templo de Jerusalén, oculto detrás de alguna columna para que nadie lo notara. ¿Qué tenía aquel joven galileo, que tanto le intrigaba? Y se propuso en su corazón ir a visitarlo para conversar con él. Nicodemo era fariseo, y los fariseos se distinguían por su adhesión escrupulosa y por su fidelidad a la ley y a todas las tradiciones de los antepasados. Para ellos, como para todos los judíos de la época, la ley de Dios era perfecta: no había nada que quitar, ni nada que añadir. Nadie la podía tocar, porque había sido dada a su pueblo por el mismo Dios. Pero Jesús hablaba de un reino nuevo y gratuito. Nicodemo debía pensar que ese reino sólo podría hacerse realidad dentro de la legalidad, es decir, dentro de la observancia de la ley dada por Dios. Seguramente quería hacerle algunas preguntas a Jesús: ¿Cómo podía ensamblarse ese nuevo reino con la ley? ¿Cómo compaginar sus enseñanzas con la palabra revelada de Dios? ¿Cómo conciliar la ley con la gracia? Jesús comenzó a desconcertarle con sus palabras: “El que no nazca de lo alto no puede ver el reino de Dios”. El término griego anothen puede tener dos significados: de nuevo, o de arriba, es decir, de lo alto. Nicodemo lo interpretó en el primer sentido, por 101

eso las palabras de Jesús le resultaron inaceptables. ¿Qué quería decir? ¿Nacer otra vez? ¿Nacer de nuevo? ¿Entrar de nuevo en el seno de la madre y volver a nacer? Pero eso no podía ser. La vida es irreversible. Pero Jesús debió sorprenderle de nuevo en sus pensamientos, e insistió: “Si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Jesús entraba así en el corazón de la cuestión: “Lo que tú pretendes, Nicodemo, es imposible. Tú quieres entrar en el reino de Dios permaneciendo en la carne. Tú ansías entrar en el reino de la gracia permaneciendo en el mundo de la ley. Pero quien permanece anclado en la ley no puede ni vislumbrar lo que puede ser el reino o el reinado de Dios”. El Espíritu y la carne son como dos principios distintos de vida. Cada uno transmite lo que es y lo que tiene. La carne significa la condición humana, débil y desvalida; el Espíritu, por el contrario, la fuerza y la vitalidad. Sólo lo que está animado por el Espíritu puede resistir. Por eso, si el hombre quiere vivir tiene que nacer o renacer del Espíritu, porque él es vida. Jesús fue llevando a Nicodemo de una vida a otra vida, de un nacimiento a otro, de un reino a otro reino, de la carne al Espíritu, de la ley a la gracia. Jesús le enfrentó con un hecho incontestable: para que haya una vida nueva tiene que haber una nueva criatura, y para que haya una nueva criatura tiene que haber un nuevo nacimiento. Por tanto, sólo existen dos posibilidades para el hombre: o bien nacer del Espíritu y vivir una vida nueva, o quedarse en el mundo de la carne, es decir, de la debilidad y de la nada. No hay otra alternativa para él: o la carne o el Espíritu, o la ley o la gracia, o el esfuerzo o la gratuidad, o la obra del hombre o la obra de Dios[48]. 3. Jesús, la clave de la gratuidad Ante nuestros ojos se han abierto como dos estilos completamente distintos de vivir nuestra relación con el Señor: el de la ley y el de la gracia. En el primero, el sujeto es fundamentalmente el hombre; en el segundo, el Señor ha vuelto a recuperar el lugar que nunca debería haber perdido. Pero, ¿cómo hemos podido llegar a esa conclusión? Seguramente no ha habido una sola causa, sino muchas, pero, a mi juicio, la más importante de todas ha sido la desfiguración casi total de la imagen de Dios. En efecto, a lo largo de la tradición cristiana, como ya he apuntado en algún momento, hemos convertido al Dios creador en un Dios de la ley y del orden, del deber y de la exigencia. Pero detrás de esa fachada aparece siempre la imagen de un Dios duro e implacable, exigente y castigador, que nos ha dado normas para orientarnos en el camino hacia la salvación, pero que puede castigarnos eternamente si no ponemos en práctica lo que él nos ha mandado. Por tanto, el hombre tendría que corresponder con sus obras, sus renuncias y sacrificios para evitar el pecado, hacerse agradable a sus ojos y así conseguir la salvación. Por tanto, lo esencial era lo que el hombre tenía que hacer para presentarse ante él con un aceptable capital de obras buenas. La gracia estaba ahí para darle un empujón cuando no fuera capaz de hacer lo que tenía que hacer, pero, en definitiva, era él el que llevaba el peso de la acción. Por tanto, la relación entre Dios y el hombre no era 102

de gracia, sino justicia; no de Padre a hijo, sino de Señor a siervo. Y, por consiguiente, la actitud del hombre con respecto a Dios era de sometimiento y de temor al infierno y a la condenación eterna. Pero, ¿será esa la historia que Dios ha querido hacer en nosotros? ¿Alguien podrá responder a esa pregunta? Mientras la vida cristiana esté centrada sólo en Dios corre el peligro de ser tergiversada. Porque Dios es “algo que se nos escapa entre las manos”, y puede ser identificado o confundido con una fuerza más o menos difusa, buena en unos casos, hostil en otros. Se ha dicho, con razón, “que un Dios sin rostro humano es fascinante, pero fácilmente manipulable”. Es verdad que ese Dios se ha revelado, pero ante nuestros ojos aparece con dos rostros distintos: por una parte, con el rostro del amor y de la misericordia, de la compasión y de la ternura, de la fidelidad y de la gracia; pero, por otra, con el rostro de la justicia, del castigo y de la amenaza. Cada uno de esos dos rostros puede darnos una visión completamente distinta de la vida cristiana. Apenas pasemos del uno al otro daremos un salto de la ley a la gracia, de las obras a la gratuidad, de la exigencia al don, del miedo a la confianza, del temor al amor, de la súplica a la alabanza, de la condenación a la salvación, del Dios a quien hay que conquistar con nuestras obras al que lo regala todo sin poner precio a sus dones, del Dios con quien sólo podríamos establecer relaciones de justicia al Dios amoroso con quien estableceríamos relaciones filiales. En el primero de esos rostros no habría lugar para la gratuidad, ni para la acción de gracias ni para la alabanza; en el segundo todo se movería en el terreno de la gracia y del don. ¿Cuál de esos dos rostros será el verdadero? Si tuviéramos alguna duda se disiparía apenas pensemos en el hecho que ha revolucionado nuestra historia: la presencia de Jesús en medio de nosotros. Se diría que Dios ha querido desviar la atención sobre sí mismo para obligarnos a poner nuestros ojos sobre Jesús, el Hijo de su amor. En él se ha revelado a un rostro humano. Jesús está ahí, tiene nombre y genealogía, sabemos cómo es y lo que ha hecho por nosotros, conocemos sus palabras, sus gestos, sus hechos, su pasión, su muerte y su resurrección. Su presencia entre nosotros ha hecho tambalear nuestras concepciones sobre Dios e incluso toda la revelación que teníamos hasta entonces sobre él. Dios ya no puede ser imaginado con dos rostros completamente distintos; ya no es como nosotros creemos que es o queramos que sea, sino que es exactamente como se ha revelado en Jesús. Él es la imagen visible del Dios invisible, la única que podemos hacernos de él. Ese Dios humanizado ya no puede ser el Dios temido y temible, absoluto y lejano, grande y poderoso, que se impone brutalmente al hombre. Con la llegada de Jesús esa imagen se ha desvanecido como por encanto, para dejar paso a un Dios de rostro amable y misericordioso. Dios ya no es el Inimaginable, porque tenemos su imagen; ya no es el Inaudible, porque su Palabra nos ha entrado por los oídos; ya no es el Invisible, porque se ha dejado ver; ya no es el Intocable, porque le podemos palpar. Esa es la verdadera imagen de Dios, la única que no es negociable[49]. En él se concentra toda nuestra historia. Cada vez que he mencionado a Dios en estas páginas podríamos poner a Jesús en su lugar. Él es la estrella polar que atrae nuestras miradas. El Dios de la ley ha dejado de ser el intratable para convertirse en un Dios cercano y 103

condescendiente. Tal vez a muchos les guste más ese Dios de rostro difuso, pero la realidad es que no tiene más que un rostro: el rostro del amor y de la gracia, de la salvación y de la vida. Desde ahora todo tiene que ser contemplado desde Jesús. Él es el único punto de referencia. “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). “Nadie conoce bien al Hijo, sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Por eso, cualquier imagen que nos hagamos de Dios, que no coincida con Jesús, será una efigie que tendremos que destrozar como un ídolo. Nunca sabremos cómo es Dios a menos que miremos a Jesús. Porque Dios se ha hecho carne, es decir, debilidad e impotencia, ya no podemos pensar sólo en el Dios todopoderoso, que se impone, castiga y condena. ¿Se puede comparar ese Dios, terrible y justiciero, con aquel que nació en un pesebre y murió en una cruz? ¿Se puede comparar ese Dios apático e indiferente con el Dios que amó tanto al mundo que nos envió a su propio Hijo? ¿Se puede comparar el Dios que castiga y condena a sus propios hijos con aquel que comía con los pecadores, acogía a los enfermos y a los humillados y proclamó bienaventurados a los pobres? ¿Puede ser identificado ese Dios con Jesús? ¿En qué se parecen? El Dios que se despojó de su rango y que tomó la condición de esclavo, ¿puede ser igual a ese Dios de terror? Si Dios es Amor y está de nuestra parte, ¿quién podrá estar contra nosotros? ¿Se habrá convertido ahora en nuestro fiscal? ¿Qué catástrofe tendría que suceder para que dejara de amarnos? ¿Quién podrá deshacer lo que ha hecho de una vez para siempre en el Hijo de su amor? ¿Quién podrá arrancarnos de las garras de ese amor formidable? San Pablo lo expresó con unas palabras inmortales: ni la vida ni la muerte, ni el presente ni el futuro, ni la tierra ni el abismo, ni los ángeles ni el diablo, ni todos nuestros pecados juntos conseguirán que el Padre deje de amarnos. Si queremos imaginar a Dios sólo podemos hacerlo a través de Jesús. No hay otro Dios más que el que se ha revelado en él. Por eso, tenemos que eliminar todas las falsas imágenes que nos hemos hecho de Dios y cambiarlas por la única imagen que tenemos de él: Jesús, nuestro Señor. Esa es la única que responde a la realidad. Jesús tiene que recuperar el papel estelar que le corresponde, por una sencilla razón: porque él es el Salvador. La fe cristiana así lo proclamó desde el principio: “No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en el que podamos ser salvados”. Jesús no es un salvador, ni el más grande de los salvadores, sino el único Salvador, fuera del cual no puede haber otro. ¿Lo hemos olvidado? Para eso lo envió el Padre al mundo: sólo para eso. En él hemos sido perdonados, reconciliados y justificados; él nos ha abierto de par en par las puertas de la vida eterna. Un año de gracia ha sido instaurado en esta tierra. ¿Dónde quedan, entonces, todos nuestros esfuerzos por conseguir la perfección y tratar de salvarnos? ¿Dónde? El peso y la responsabilidad de la salvación ya no recaen sobre nosotros, sino sobre él. La deuda que teníamos contraída con Dios ya ha sido pagada. El acta de acusación que nos declaraba culpables, ya ha sido clavada en la cruz. Estamos en paz con Dios. Ya no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús. En lo que se refiere a la salvación sólo Jesús es importante y definitivo, ya que no se trata de un asunto que tengamos que resolver a medias entre él y nosotros, sino que él es el único 104

Salvador. Por eso, podemos vivir gozosos y tranquilos. Se nos ha quitado un peso de encima. Ya no se trata de conseguir nuestra perfección, ni nuestra santidad ni nuestra justicia, porque Jesús es justo por nosotros, perfecto por nosotros, santo por nosotros. Pero la figura de Jesús ha sido muy diluida en la tradición cristiana. Si éramos nosotros los que conseguíamos la salvación con nuestras propias fuerzas, a lo sumo con una cierta ayuda de Dios, ¿para qué le necesitábamos? Pero su presencia en medio de nosotros ha invertido por completo los términos: ya no tenemos que luchar desesperadamente por tratar de salvarnos, porque ya estamos salvados; ya no nos movemos al compás de nuestras obras, sino impulsados por el Espíritu. ¿Qué inquietud podemos tener? En Jesús estamos asegurados contra todo riesgo. El poder aniquilador de Dios ha sido envuelto en un manto de debilidad, su ira ha sido trocada en perdón y su cólera en misericordia. Dios no nos mira desde la distancia, sino desde dentro de nosotros mismos. ¿Cómo nos verá? ¿Será capaz de pronunciar una palabra de condena contra sus propias criaturas? ¿Por quién sacrificó Jesús su vida en la cruz? ¿Sólo por algunos hombres? ¿Sólo por los buenos? ¿Sólo por los que un día habrían de acoger su palabra y su mensaje? ¿Sólo por ellos? Entonces, ¿qué sería del resto de la humanidad? ¿Qué sería de la mayoría absoluta de los hombres de todos los tiempos? ¿No les habrá afectado en nada la muerte de Jesús? ¿No confesamos y proclamamos a voz en grito que vino “por nosotros y por nuestra salvación”? Deberíamos eliminar esas palabras del Credo si la salvación sólo afectara a un grupo de hombres selectos que han seguido a Jesús en su camino. Pero Jesús nos ha introducido a todos en la vida divina y nadie podrá separarnos de ella. Ni Dios mismo podrá destruir lo que ha hecho, una vez por todas, en Jesús. En él se han juntado inseparablemente “el Don y el Dador”: así queda superada para siempre la distancia entre Dios y su don, porque su Don es él mismo en una carne humana. Dios se ha regalado a sí mismo y mantendrá ese regalo hasta el final. Por eso, cuando nos topamos de cara con Jesús la ley de las obras y de los esfuerzos se disipa en su presencia como un nublado. Los evangelios contienen una escena asombrosa: la trasfiguración del Señor. Un buen día Jesús subió con sus discípulos más íntimos a una montaña para orar. Allí el hijo del carpintero dejó de ser por un momento un hombre ordinario. Sus vestidos se convirtieron en un blanco deslumbrante, su rostro se mudó de aspecto. De repente, dos hombres aparecieron en escena: Moisés y Elías, representantes de la ley y los profetas. Una nube hizo acto de presencia en la escena, y desde ella salió una voz, no dirigida a Jesús, sino al mundo entero: “Ese que estáis viendo ahí es mi Hijo, el Hijo de mi amor, mi Hijo único: Escuchadle”. La nube desapareció, los vestidos de Jesús volvieron a ser los de cada día, su rostro el de un hombre cualquiera. Todo volvió a la normalidad. En escena, nos dicen los evangelios, quedó Jesús solo. De repente, todo desaparece y se desvanece. La ley y los profetas se retiran, para dejar paso a Jesús, callan para siempre. De ahora en adelante no habrá más que una palabra y una norma: Jesús. Él es toda la ley y todos los profetas. Una etapa de la historia de la salvación era dada por finalizada y un orden nuevo era inaugurado. La ley y los profetas habían llevado al pueblo de Dios hasta esa montaña, ahora venían a rendir homenaje a Jesús, a ponerse a su disposición y a entregarle el 105

relevo. Habían cumplido su misión y se retiraban. Un orden nuevo había sido inaugurado. Desde ese momento ya no había más que una voz que escuchar: la de Jesús. Allí había alguien mayor que Moisés y que Elías, que la ley y los profetas. Desde ese momento todas las luces del mundo apuntan hacia él, todo está concentrado en su persona. Dios ya no hablará más por medio de intermediarios, sino por medio de su Hijo amado. Por eso, lo único importante es escuchar a Jesús, estar cerca de él, seguirle, vivir con él, vivir de él, vivir de su misma vida. Sólo él. Todo lo demás ha desaparecido. Ya no podemos vivir de leyes y de normas, sino de un encuentro personal con el que ha vencido a la muerte y nos ha abierto las puertas de un reino que no tiene fin ni confín. Ahora ya no vivimos de nuestras obras, sino de la vida misma del Resucitado. Ya no hay más ley que esa vida nueva que corre y corre por nuestras venas y que nos inunda con su ímpetu gozoso. Lo viejo pasó, ahora todo es nuevo. Pero, ¿cómo hemos podido vivir sin conocer la gratuidad? ¿Qué tiene que ver esa “gracia deslumbrante” con la multitud de ritos y de prácticas que hemos vivido? Nos hemos enredado en la tela de araña de la ley, dejando pasar a nuestro lado la corriente de gracia por donde corría la vida. Por eso, el aspecto del cristianismo es tan sombrío en nuestros días. O aprendemos a vivir en la gratuidad o todo esto desaparecerá sin dejar rastro en la historia humana. Seguramente el Señor mira con una gran compasión los esfuerzos que hacen tantos hombres y mujeres por agradarle. ¿Cómo no habría de hacerlo, si lo hacen por él? Pero no es eso lo que él espera de nosotros. Sólo la acogida de la gratuidad puede seducirnos por entero y llevarnos hacia la aventura más apasionante y hacia el gozo más indecible. 4. Gratuidad: la sorpresa del Señor para nuestros días La gratuidad nunca ha sido olvidada en la vida de la Iglesia, pero ha estado tan difuminada en medio de esa espesura de leyes y obras, de ritos y prácticas, que apenas ha podido aflorar. Por eso no ha podido ser el medio ambiente para el desarrollo de la vida cristiana. Por otra parte, la concepción de la gracia como algo creado nos había recluido en una fortaleza de la que no habíamos sido capaces de salir en ningún momento. Entonces, ¿qué ha pasado para que, de repente, la palabra gratuidad nos haya envuelto como en un manto? Estábamos tan acostumbrados a vivir de la ley, de nuestras obras y esfuerzos, que nos ha cogido a todos “con el paso cambiado”. Pero el descubrimiento de la gratuidad, como ya he dicho, no ha sido el resultado de un análisis, de una investigación o de una reflexión profunda, sino de una revelación por parte de Dios; no es algo que nosotros hayamos elegido o programado, sino algo que ha brotado como un manantial de agua viva; no es una hipótesis o una teoría, sino el resultado de la acción gratuita del Espíritu Santo en nosotros. De repente, la gratuidad lo ha iluminado todo. La senda de las obras y de los esfuerzos, que parecía la única posibilidad para el hombre, ha comenzado a tambalearse ante la aparición de la gratuidad; en aquella senda nos sentíamos confiados, pero la gratuidad nos ha hecho perder todas nuestras seguridades. El Señor ha vuelto a ocupar el centro de la escena y el hombre se ha retirado a un discreto segundo plano. 106

La gratuidad es una pieza que no encaja en el engranaje de la vida cristiana, tal como la hemos concebido en los últimos siglos. No hay ningún espacio en el que pueda ser insertada, “sino que es como una nota discordante en esa sinfonía que los hombres hemos compuesto para tratar de hacernos agradables a los ojos de Dios”. La gratuidad no se acopla bien en un mundo regido por las categorías mercantiles que los hombres hemos establecido. El Espíritu tiene que poner en marcha un nuevo estilo de vida donde todo gire en torno a la gratuidad, y las categorías de lo debido y de lo ganado desaparezcan para siempre. La vida cristiana estaba tan prisionera en sus propias redes, que ha sido precisa una intervención del Espíritu para que hayamos comenzado a respirar aires nuevos. El hombre no haría una buena elección si prefiriera vivir de lo que él produce a vivir de la vida que le llega de Dios. Por eso, debería despojarse de todo lo que es suyo, dejarse llevar por el Espíritu y vivir una vida nueva en Cristo Jesús. Esa ha sido la sorpresa que el Señor nos tenía reservada para estos últimos tiempos. 4.1. La experiencia de la gratuidad en la Renovación Carismática La revelación de la gratuidad ha sido la gracia más impresionante que el Señor nos ha concedido a través de la Renovación Carismática, cuyos inicios remontan al año 1967. Algo ha pasado que nos urge a acercarnos para ver y tocar. Después de una larga travesía, una primavera pentecostal se ha extendido por toda la Iglesia, una corriente de gracia se ha abatido sobre ella como un vendaval o como un tsunami desbordante de vida. A través de la Renovación Carismática el Señor nos ha revelado el reino de la gratuidad, en el que “no se entra por oposiciones ni por méritos, sino por pura gracia”. Para saber lo que es la Renovación Carismática me remito al libro que escribí hace unos años, en el que hice una breve presentación de ella y de las esperanzas que suscita para la Iglesia y para cada uno de nosotros en particular. Sólo desde esa experiencia he podido escribir estas páginas[50]. En el año 1978 hice unos ejercicios espirituales con un buen grupo de sacerdotes, organizados por la Renovación Carismática. Y desde el principio me sentí como atrapado por unas palabras de san Pablo, que me venían así a la memoria: “No mi propia justicia, que es la justicia de la ley, sino la justicia que me viene de Dios”. Yo llevaba relativamente poco tiempo en la Renovación y no entendía muy bien qué es lo que el Señor quería decirme con aquellas palabras, pero intuí que había terminado la etapa de vivir de mis esfuerzos y de mis obras, porque brotaba de mi ser como un manantial de agua viva, que me llevaba a poner los ojos exclusivamente en el Señor. Se diría que fue como un primer guiño a lo que había de venir, pero yo no supe poner el término adecuado a lo que comencé a vivir. La alabanza comenzó a brotar pronto de mis labios, pero la palabra gratuidad todavía no formaba parte de mi vocabulario, ni de ninguno de los que habíamos vivido la misma experiencia. Pero muy pronto comenzamos a presentir que la vida espiritual, tal como nos había sido transmitida, era un traje viejo y gastado para la nueva experiencia que estábamos viviendo. Y se nos imponía de una manera muy clara que “los viejos temas del pecado, de los sacrificios, de 107

los méritos y de las obras por intentar conseguir la salvación era un lenguaje totalmente inexpresivo e insignificante”. Ya no nos servía, porque lo nuevo era mucho mejor que lo antiguo. Era algo que nos rompía en nuestro propio yo para abrirnos a la gratuidad de la acción de Dios en nosotros. Todos nuestros intentos por hacernos agradables a sus ojos comenzaron a no tener sentido alguno frente al regalo de Dios. La gratuidad nos forzó a dar un salto casi infinito de la ley a la gracia, de lo ganado a lo gratuito. Pero, ¿cuánto tiempo tardamos en poner nombre a la experiencia que estábamos viviendo? ¿Cuándo comenzamos a hablar abiertamente de gratuidad? No podría decirlo ahora con precisión. Pero lo cierto es que ese término se presentó ante nosotros como un aire fresco, como un perfume embriagador. Se trataba de una palabra mucho menos manoseada que la palabra gracia, pero que nos hacía comprender perfectamente el efecto de la presencia de Dios en nosotros. Gratuidad ha sido el término con el que ha sido descrita la experiencia que se está viviendo en la Renovación Carismática. La Renovación Carismática es algo muy singular: no es una Orden religiosa, ni una nueva Congregación, ni una asociación o movimiento; no tiene fundador, ni superiores, ni autoridad propiamente dicha, ni leyes ni normas, ni fines a conseguir ni medios para conseguirlos; no ha sido proyectada o planificada por manos humanas, sino directamente derramada por el Espíritu Santo; a los que participan en ella no se les pide su documento de identidad ni se les exige votos ni promesas, porque no están unidos por lazos jurídicos, sino por la misma experiencia de un nuevo Pentecostés en su vida. La Renovación Carismática no ha sido derramada para hacer algo concreto en la Iglesia, sino para hacer nuevos a los hombres. Se trata, en efecto, de una gracia de nacimiento o de re-nacimiento, previa a todas las gracias particulares y a todos los carismas que el Señor podrá darnos con vistas a la acción. En esta corriente de gracia todo comienza con la experiencia de un bautismo en el Espíritu, semejante al que los apóstoles recibieron el día de Pentecostés. Todo está orientado hacia él, todo converge hacia esa experiencia de un nuevo Pentecostés que puede cambiar la vida por entero. Ahí radica el secreto de todo. La Renovación Carismática nos está llevando a “hacer hoy la experiencia que tuvieron ayer los apóstoles, a revivir y actualizar lo que ellos vivieron, a meternos en aquel acontecimiento, a ser bautizados por el mismo Espíritu, con el mismo fuego y con el mismo poder que ellos”. La Renovación Carismática es “como un nuevo Pentecostés, como una irrupción poderosa del Espíritu para renovar por entero la vida de la Iglesia, para sumergir a los hombres en el mar infinito de su vida y de su amor, para conducirlos a un encuentro personal con Jesús como Señor y como Salvador, para hacerlos vivir en la gratuidad y en la alabanza, y para llevarlos a recorrer los caminos del mundo con la fuerza de su gracia, de sus dones y de sus carismas.” Algo ha pasado que jamás hubiéramos podido imaginar: el desbordamiento de la gratuidad. La Renovación Carismática ha sido una sorpresa del Espíritu. En ella se nos ha revelado verdaderamente lo que es la gratuidad y nos hemos visto sorprendidos por ese ciclón de gracia. Sin hacer demasiado ruido ni llamar la atención, esta corriente de gracia está siendo una realidad deslumbrante para millones de hombres en nuestros días, 108

que han sentido el fuego de Pentecostés y el paso del Espíritu por su vida, y se han reunido en miles de grupos para compartir su experiencia de una vida vivida en la gratuidad y en la alabanza. La Renovación Carismática ha sido la fuerza más explosiva de la Iglesia en nuestros días. Se ha esparcido como una peste o un contagio, al que nadie ha podido parar. Nunca habíamos experimentado algo semejante. Sabíamos que no recorríamos solos el camino que conduce hacia la salvación, porque teníamos la ayuda de la gracia, pero la gratuidad absoluta de la acción de Dios no formaba parte de nuestro equipaje de caminantes. Eso es lo que el Espíritu ha puesto de manifiesto en esta corriente de gracia, que ha llevado consigo el derrumbamiento de un mundo que se había quedado aterido de frío en su camino. La gratuidad nos ha llegado como un regalo llovido del cielo. Nadie ha podido hacer nada por merecerla ni ganarla. Pero en ella, el Señor nos ha revelado de una manera inequívoca que el camino que nos conduce hacia la vida sin fin no depende de nuestras obras y esfuerzos, sino de su acción gratuita. Esa ha sido la experiencia más asombrosa de los que han recibido el bautismo en el Espíritu: la absoluta gratuidad de su obra en nosotros. Seguramente ha dejado “fuera de juego” a la mayoría de los fieles cristianos, pero los que han sido alcanzados por esa gracia jamás podrán renunciar a ella, porque se sienten atrapados en la totalidad de su ser. Eso es lo que nos hace temblar de emoción: que Dios nos ha amado antes de que nosotros hayamos podido hacer nada por él. Gratuidad es la palabra que mejor nos hace comprender lo distintivo y lo diferencial de la Renovación Carismática con respecto a todos los movimientos conocidos. La vida cristiana marchaba por el camino de las leyes y de las obras, pero el Señor nos ha hecho volver los ojos “hacia lo gratuito más que hacia lo debido y nos ha llevado a comprender y a vivir que todo es gracia, y que nadie puede merecer lo que no se puede merecer, ni ganar lo que no se puede ganar”. En los que han hecho la experiencia de un bautismo en el Espíritu se ha producido como un antes y un después: algo ha muerto y algo ha resucitado, algo ha quedado sepultado y algo ha renacido para siempre. La gracia de la Renovación ha cambiado la vida de millones de hombres y mujeres, de todas las edades y de todas las condiciones sociales. Por eso podemos hablar de una corriente de gracia, de un torrente que fluye locamente y que lleva la vida por donde corre. Ha sido como una pasada del Espíritu sobre esta inmensa llanura humana, despertando a la vida a ese montón de huesos secos y resecos, para quien se había pasado ya toda oportunidad de vivir. La Renovación es realmente como un baño, un chapuzón, un bautismo o una efusión desbordante del Espíritu que ha hecho brotar en el corazón de tantos hombres la acción de gracias y la alabanza sin fin. Así nos ha hecho regresar a las fuentes de la gratuidad. Esa es la clave de bóveda para entender todo lo que se está viviendo en la Renovación Carismática. Cuando hablo de estos temas con alguno de mis compañeros o amigos noto en su rostro un cierto gesto de desagrado y de rechazo. A mí me parece que lo más lógico sería que pensaran: “¡Ojalá fuera así! ¡Ojalá que todo fuera gracia!”. Pero la realidad es que la gratuidad o se vive o es imposible explicarla e imponerla a los demás. Tengo que reconocer, cómo no, que a su favor tienen la tradición de la Iglesia desde hace ya 109

muchos siglos. En ese sentido se sienten bien acompañados. Pero los que han hecho la experiencia de la gratuidad saben que algo ha pasado en su vida. La mayoría de ellos proceden del “campo de la ley”, es decir, que han vivido la mayor parte de su vida cristiana desde las obras y los méritos. Pero ahora pueden dar testimonio de que ese cambio no se ha producido gracias a sus esfuerzos, sino que, de repente, la gratuidad les ha tomado como por asalto, de tal manera que no cambiarían por nada del mundo lo que están viviendo. Nadie les obligó a dar ese paso hacia delante, pero nadie será capaz de hacerles dar un paso hacia atrás. Eso es lo que exige una explicación que no sea facilona, sino que responda de tal manera a todas nuestras cuestiones que nunca jamás volvamos a hacérnoslas. No se puede negar la experiencia de gratuidad de esos hombres “porque yo no la he tenido”, “porque es imposible tenerla”, “porque todo eso depende del sentimiento”, “porque se trata de una novedad que nadie sabe hasta dónde nos puede llevar”, o por otras razones que se dan para explicar un fenómeno que, a todas luces, es inexplicable por la sola razón humana. Algo estaba muerto y necesitaba ser resucitado, algo estaba enfermo y precisaba ser sanado, algo andaba extraviado y había que reorientarlo. La Iglesia marchaba por el camino de la ley y de las obras, pero el Señor ha abierto los ojos y el corazón de un pequeño resto para hacerle entender y vivir que todo es gracia. Se diría que la Renovación Carismática es la “gran reserva de la gratuidad”. A ella le ha encomendado el Señor la misión de vivirla y de proclamarla al mundo entero. Esa es la oportunidad que nos ofrece a todos el Espíritu en esta corriente de gracia. Es necesario que surjan hombres nuevos que hayan conocido un segundo nacimiento, es decir, que hayan sido sumergidos en un mar de gracia y de amor. En el corazón de todos los hombres hay que plantar una nueva semilla que los transforme por entero. La gratuidad es el estilo de vida del hombre renovado. Millones de hombres la hemos experimentado ya como un rocío refrescante. Y eso no nos ha llevado, como algunos pueden temer, a pensar que todo nos está permitido, porque en el encuentro con el Señor el hombre se siente solicitado en lo más hondo de su ser para responder amorosamente a esa gracia inmerecida. Ya no puede vivir como si nada hubiera pasado, porque lo más maravilloso ha sucedido para nosotros. Ya no es posible la marcha atrás. Puede haber idas y venidas, pecados y distracciones, pero hay algo que jamás se podrá olvidar. El hombre que ha descubierto la gratuidad está condenado a la santidad. Se diría que todo sigue igual, pero todo es distinto; los mismos problemas, los mismos dolores, las mismas enfermedades, los mismos trabajos, las mismas dificultades, pero todo aparece iluminado con una luz nueva. Algo ha pasado que ha transformado la vida. Tal vez no de la noche a la mañana, tal vez muy lentamente, pero la semilla está sembrada. El Espíritu sopla donde quiere y como quiere. No sabemos de dónde viene, pero sí sabemos hacia dónde quiere llevarnos: a un cambio profundo en todo nuestro ser, de tal manera que en algún momento ya ni siquiera llegamos a reconocernos. ¿Soy yo aquel hombre o aquella mujer de hace cinco, diez, veinte o treinta años? ¿Soy igual? ¿Qué ha pasado? Pero habría que añadir que esa experiencia está siendo vivida, no aisladamente, sino 110

por un gran número de fieles cristianos. Si se tratara de la experiencia de uno o de varios hombres podríamos dudar de su fiabilidad. Pero ya son millones de hombres los que están viviendo esa experiencia de gracia, que ha cambiado por completo su vida. Todo está siendo estrenado en nuestros días. Todo suena a nuevo. 4.2. Revisar la teología desde la gratuidad Se diría que hay como dos maneras o dos formas de hacer teología: una parte de conceptos y de ideas, de verdades y de dogmas, la otra de la experiencia y de la vivencia. Esas dos formas de hacer teología apenas tienen nada en común, excepto la materia que tienen entre manos[51]. La teología tradicional, basada en conceptos y en verdades, en razonamientos, silogismos y pruebas, ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar. Lo digo con mucha pena, pero me parece que carece de vida. Es demasiado fría como para agarrar el corazón de nadie, aunque en nuestros días esté teñida de un cierto color bíblico. Pero sigue siendo “más de lo mismo”. En esa teología de los siglos anteriores aparecía en primer lugar el esfuerzo, la lucha contra el pecado y la adquisición de las virtudes, el lenguaje de lo debido y del mérito, el temor al infierno y a la condenación. En ella se hablaba de Dios y sobre Dios, pero no desde Dios. Pero una teología que no proceda de una experiencia de Dios corre el riesgo inevitable de convertirse en ideología o en teodicea. Lo digo con un respeto inmenso por todos los que han elaborado la teología de la Iglesia a lo largo de los últimos siglos. No hay ni una sola palabra de reproche contra ellos, sino de comprensión profunda por su trabajo, hecho, sin duda, con la mejor buena voluntad. Pero una experiencia de gratuidad exige una teología de gratuidad, que no se mueva sólo a nivel de conceptos ni de razones, sino de gracia. Porque ni los conceptos ni las ideas pueden salvar al hombre, aunque estén formulados con toda la precisión. Desde esa experiencia de gracia habría que hacer una revisión de toda la teología. En ella no se podrá olvidar que existe el pecado, pero lo que aparecerá en primer plano será la grandeza de Dios, su amor y su misericordia, la salvación gratuita ofrecida al hombre en Jesús, la acción del Espíritu Santo. Una verdadera teología de la gratuidad será siempre una teología de gracia, no de exigencia. Si la vida cristiana fuera vivida sólo desde la razón iluminada por la fe, pero sin una experiencia viva de encuentro con el Señor, se convertiría en una vida virtuosa, pero carente de todo empuje espiritual. La Renovación Carismática es todavía muy joven, pero la experiencia que se está viviendo en ella está calando hondamente en el corazón de muchos fieles cristianos. La teología que florece de esa experiencia comienza a despuntar tímidamente, aunque de una manera muy atractiva. La teología tradicional se ha ido forjando a lo largo de varios siglos y en ella han dejado su huella las manos de cientos de teólogos. Pero una teología de gracia sólo podrá ser formulada por hombres y mujeres que hayan vivido una gran experiencia de la gratuidad de la acción de Dios en ellos. La presencia de esa nueva experiencia es algo que compromete no sólo a nuestra razón, sino también a nuestro 111

corazón. Se diría, por tanto, que una teología que nos compromete espiritualmente tiene que ser necesariamente algo muy serio. Mientras la teología tradicional siga envuelta en verdades y conceptos no podrá dar un solo paso hacia delante, porque no deja ni un solo resquicio abierto a las sorpresas de Dios. Precisamente por eso, la teología hecha desde la gratuidad ha progresado más en un puñado de años que en los mil años anteriores, debido a la revelación que el Señor nos ha hecho de la gratuidad de su acción. En esta corriente de gracia no sólo se ha visto afectada la vida del hombre, sino que también el lenguaje ha cambiado por completo. El acento no cae en lo negativo, sino en lo positivo: ya no se habla de pecado, sino de gracia; no de condenación, sino de salvación; no de virtudes, sino de dones; no de ascética, sino de mística; no de obras, sino de gratuidad; no de exigencia, sino de don, no de lo debido, sino de lo gratuito; no de súplica, sino de acción de gracias y de alabanza; no de un Dios que se irrita por todo, sino del que todo lo perdona y olvida. Y el rostro de Dios que emerge de ese nuevo lenguaje es el de un Padre amoroso y misericordioso, que antes de exigir nada ya lo ha dado todo, que prefiere el amor al castigo, el perdón a la imposición, la gracia a la exigencia, la vida a la muerte, la salvación a la condenación. Y, por tanto, la actitud del hombre frente a ese Dios es de amor, de confianza, de alabanza y de adoración. Así es como ha desaparecido una presentación tan sombría del cristianismo, que le hacía perder todo su atractivo. 5. Todo es gracia Todo es gracia por parte del Señor, todo debe ser gratitud por parte del hombre. Ese es el secreto de todo. Nadie ha merecido la gratuidad y nadie ha podido hacer nada para ganarla. Ni se la podemos exigir a Dios ni imponerla a los demás. La gratuidad depende de la acción amorosa de Dios que nos invade y penetra, nos crea y nos recrea por dentro. En ese campo no se nos permite ningún protagonismo. El camino que conduce hacia Dios no transita por la senda de las obras y de los méritos, sino de la acogida de la gracia. Eso es lo que da a la vida cristiana un aspecto tan seductor y atractivo, que centellea como una luz poderosa ante los ojos del mundo entero. Pero, ¿qué hacer para entrar en ese mundo nuevo? ¿Cuál es el secreto para darse de alta en él? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Dónde ir? ¿Dónde buscar? ¿Cómo hallar ese reino de la gratuidad? ¿Por qué es tan desconocido? Entrar en ese nuevo mundo sólo es posible por gracia. Por eso, no tenemos que asustarnos ni inquietarnos. En ese reino no se entra con un curriculum brillante bajo el brazo, ni por títulos académicos. Ninguna razón ni argumento servirá de nada, si el Espíritu no nos lo revela. El Espíritu lo hará cuando quiera y como quiera. Se ha dicho “que hay dos cosas que no tienen precio: las que no valen nada y las que valen demasiado”. Esta gracia es gratuita, “porque vale demasiado para que podamos comprarla con nuestras obras”. En el reino de Dios todo lo recibimos gratis, es decir, que todo entra dentro de la categoría del regalo. Todo ha sido incluido gratis en el viaje de nuestra vida hasta que lleguemos a esa bendita playa, en la que todas nuestras ansias y deseos sean colmados en la visión cara a cara de Dios por toda la eternidad. 112

¿Por qué esta revelación tan impresionante no llega al corazón de todos? ¿Por qué encuentra oposición entre tantos hombres y mujeres realmente buenos? ¿Tanto nos cuesta aceptar que Dios nos ama, que nos ha elevado al orden sobrenatural y que en ese orden no somos autónomos ni autosuficientes? ¿Qué interés podemos tener en salvarnos por nosotros mismos? ¿Nos ha hecho alguna injuria el Señor al salvarnos gratuitamente? ¿Acaso nos ha humillado? ¿Nos sentimos ofendidos porque haya venido “por nosotros y por nuestra salvación”? ¿Por qué queremos ganar lo que no está al alcance de nuestras fuerzas? En ese camino todo es gracia. Pero habría que añadir, de inmediato, que la elección de unos no supone el rechazo de los demás. Todos estamos misteriosamente unidos en Jesús, todos nos sostenemos mutuamente. A través de los hombres que él ha elegido quiere mostrarnos ese reino de la gratuidad y enseñarnos un nuevo estilo de vivir la vida nueva que él nos ha regalado. Dios no tiene prisas, porque tiene toda la historia en sus manos. Él irá abriendo los caminos de la gratuidad para todos. Yo comprendo perfectamente que todo esto nos haga rechinar los dientes. Es tan novedoso y extraño que parece estar rozando la herejía. El mundo de la gratuidad parece estar en oposición con tantos textos de la Escritura y con la tradición de la Iglesia, con la enseñanza de los teólogos y escritores eclesiásticos, con la predicación de los sacerdotes, con casi todo lo que hemos recibido en los últimos siglos. ¿Es posible que esa tradición haya estado equivocada? En todo caso, el mundo de la gratuidad parece demasiado bueno para ser real. El mundo antiguo es más seguro para la mayoría de los fieles cristianos. Sin embargo, la gratuidad es la palabra clave para entender todo lo que tenemos entre manos. Dios no tiene deudas que pagar a nadie. ¡Pero cómo nos cuesta creer que Dios pueda ser tan generoso como para amarnos gratuitamente, sin razones ni condiciones! Por eso, nos sentimos en la obligación de hacer algo que sea digno de él y que nos haga valer ante sus ojos. Pero la gracia no está en venta. La gracia es gracia precisamente porque nadie la puede merecer. La gracia hay que esperarla como el sol que vemos nacer cada día o como el aire que nos refresca gratuitamente. Por eso, decir que todo es gracia significa que todo, absolutamente todo, es regalo de Dios. La gracia no significa “tratar a una persona de acuerdo con lo que se merece, sino que equivale a un trato de amor y de bondad sin la más mínima referencia a sus merecimientos”. No hay razón alguna, ni siquiera de conveniencia, que pueda reclamar y exigir la gracia divina. Nadie podría cruzar ese puente infinito que nos separa de Dios, si él no se acercara primero a nosotros. La gracia no es debida, porque él no tiene abierta ninguna cuenta corriente con nadie. Por gracia el hombre ha sido salvado y destinado a la vida eterna, por gracia nos ha dado a su Hijo y nos ha hecho templos del Espíritu, por gracia nos ha elevado a la categoría de hijos. Si Dios se diera a nosotros mirando de reojo o esperando recibir algo a cambio, la gratuidad de su gesto desaparecería por completo y aparecería el interés. Sólo en ese mundo de la gracia y de la gratuidad el hombre puede vivir tranquilo y sin tensión alguna. “¡Qué bien que todo sea así! ¡Qué bien que Dios nos lo haya regalado ya todo! ¡Qué bien, Señor, que tú te preocupes de mí más que yo mismo! ¡Qué bien que no tenga que luchar desesperadamente para tratar de salvarme, porque tú me has salvado 113

ya! No me interesa demasiado lo que yo pueda hacer por ti, sino lo que tú ya has hecho por mí; no me ilusiona escribir una bella página por ti, sino que tú la escribas en mí”. Vivimos del regalo continuo de ese Dios que nos penetra hasta lo más hondo de nuestro ser. Eso significa que todo terminará bien para el hombre. Esa es la fuente de nuestra esperanza. Todo está en sus manos, todo está dirigido por él, todo camina hacia su perfecto cumplimiento. Todos estamos llamados a vivir una vida nueva en la gratuidad más absoluta. Estamos ante el comienzo de una historia nueva. La semilla de la gratuidad ya está echada en el surco de la vida. No es fácil que sea aceptada por la mayoría, ya que estamos demasiado acostumbrados a luchar para merecerlo todo. Pero este edificio que el Señor está construyendo sobre la gratuidad tiene toda la consistencia del mundo y se mantendrá firme frente a todas las embestidas. Sólo tenemos que esperar que vaya creciendo, poco a poco, como son las cosas de Dios, y madurando en el corazón de los hombres. Pero intuimos que ese camino se abre ante nosotros lleno de promesas y de esperanza. No hay vuelta atrás. El mundo de la gracia y el mundo de la ley ya nunca podrán vivir pacíficamente, porque el avance incontenible de la gratuidad llevará consigo inevitablemente la desaparición del mundo de la ley. De repente, todo enmudece. Sólo el Señor aparece en escena. Sólo se le ve a él. El hombre calla, da gracias, bendice, alaba y adora, estremecido en su presencia, envuelto en un manto de amor y de gracia, de vida y de gloria. Se acabaron todos los intentos por hacernos agradables a sus ojos. Ahora todo apunta hacia Jesús, vencedor del pecado y de la muerte. Todo es gracia, repique de campanas que tocan a gloria. Tanto nos ha amado Dios, que nos ha enviado a su propio Hijo y nos ha perdonado todas nuestras traiciones y rebeldías; tanto nos ha amado que nos ha abierto de par en par las puertas de su casa y nos ha regalado una vida sin fin. ¿Qué más podría haber hecho por nosotros?

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Conclusión No ha sido fácil llegar hasta aquí. Tampoco difícil, porque la línea de demarcación entre la ley y la gracia aparecía muy clara a mis ojos desde el principio. Lo difícil ha sido encontrar las palabras adecuadas para expresar la relación entre una y otra, porque es fácil deslizarse de la gracia a la ley, o de buscar un compromiso entre ellas. No me he sentido perdido en ningún momento, sino excitado, a medida que iba poniendo palabras a la acción de Dios y a su absoluta gratuidad. Hasta aquí he llegado yo. Espero que alguien recoja el testigo y siga avanzando por ese camino, corrigiendo lo que haya de imperfecto y formulando con mayor precisión lo que esté defectuosamente expuesto. La ley del deterioro parece algo inevitable. La historia de Israel comenzó con un encuentro de Dios con su pueblo, sellado con una alianza de amor. Para enseñarlo a caminar por sus caminos, le dio una ley, santa y perfecta. Pero, poco a poco, se fue perdiendo la frescura del primer encuentro y la ley fue ocupando el primer plano, dejando al Señor en la penumbra. Lo secundario ganó la partida a lo principal. Y lo mismo ha sucedido en el cristianismo. Las primeras generaciones cristianas vivieron un encuentro grandioso con el Resucitado. Pero en la misma medida en que el cristianismo se fue alejando de los orígenes, las obras y los esfuerzos del hombre fueron ocupando el lugar de la gracia, invirtiendo los planos por completo. Desde entonces, la vida cristiana ha estado marcada por el deber y la ley, por la práctica de las virtudes y por la huida del pecado. En ese medio ambiente, el hombre ha ocupado el centro del escenario, como si fuera el verdadero protagonista de su perfección, de su santidad y de su salvación. Algo no ha marchado bien y ha tenido unas consecuencias muy graves, porque el cristianismo no es una religión de deberes, es decir, de lo que nosotros tenemos que hacer por Dios, sino de gracia y de don, es decir, de lo que Dios ya ha hecho por nosotros. El camino del hombre hacia Dios no pasa por conseguir una montaña de méritos para hacerse agradable a sus ojos, sino por su acción gratuita en esta pequeña criatura. La vida cristiana tiene que ser vivida desde la gratuidad, no desde lo ganado, debido o merecido. Ese es el vínculo que tenemos que romper, de una vez para siempre, aunque suponga un desgarrón en el alma de la mayoría de los fieles cristianos, demasiado acostumbrados y apegados a esa manera de concebir la vida cristiana. Tenemos que entrar en ese terreno misterioso de la gracia, remover lo que parecía que estaba ya asentado para siempre, devolver su protagonismo a Dios y situar al hombre en el lugar que le corresponde. En el orden sobrenatural las relaciones no pueden ser de mérito y de justicia, sino de don y de regalo, precisamente porque el hombre no puede llegar a él por sus propias fuerzas ni por la práctica de todas las virtudes. Eso es lo que hace de la vida cristiana una aventura grandiosa, en la que vamos de gracia en gracia como en un tobogán sin fin. Desde el principio hasta el final todo es gracia. Por eso, hay que volver a las fuentes de la gratuidad. Si prescindimos de ella todo se torna oscuro. La gracia perdería su aspecto gratuito y quedaría deformada para siempre. Lo distintivo y diferencial del cristianismo con respecto al Antiguo Testamento y a todas las religiones de la tierra es precisamente la 115

gratuidad de la acción de Dios en nuestro favor. El cristianismo la lleva inscrita en sus mismas entrañas. Por eso, el hombre que ha comenzado a vivir en el reino de la gratuidad, deberá moverse siempre en las coordenadas de ese reino. Apenas se deje llevar por el ramalazo de las obras, del mérito o del esfuerzo regresará inevitablemente al viejo mundo de la ley. Pero, ¿habrá futuro para la gratuidad? ¿No se disipará como una nube de verano? ¿No volveremos los hombres “a lo nuestro”, “a lo de siempre”? ¿Qué quedará de este tsunami de gracia? ¿Cómo será aceptado por los hombres? ¿Cómo sonará en sus oídos? ¿Qué resonancias producirá en lo más profundo de su ser? ¿Será posible que todo lo que hemos dicho se quede en una pura reflexión o en una teoría? ¿Una hipótesis más? ¿Un montaje teológico? ¿La proyección de nuestros deseos? ¿Un sueño? Podría ser, ¿por qué no? Pero resulta que ese sueño está avalado ya por la experiencia de muchos millones de hombres “que han tenido ese mismo sueño y que lo han visto hecho realidad en su vida”. La mayoría absoluta de esos hombres habían vivido la vida cristiana desde sus obras y esfuerzos, y otros muchos desde una lejanía casi absoluta con respecto al Señor. La gratuidad ha sido como una piedra lanzada en un estanque, que va produciendo hondas sucesivas y expansivas. Nada podrá ya pararla, e irá conquistando poco a poco el corazón de muchos hombres y mujeres. La semilla ha sido tirada en la tierra y no volverá de vacío. Un mundo viejo está en trance de desparecer. “¿No lo oís? ¿No lo veis? Yo estoy haciendo un mundo nuevo, yo estoy haciendo nuevas todas las cosas”. Corren aires nuevos por la Iglesia. La gratuidad aparece de la manera más natural en labios del papa Francisco. Si esa palabra ha derribado ya los muros del Vaticano es de esperar que vaya avanzando atrevidamente por el mundo entero. Contemplar el mundo con los ojos de la gratuidad puede ser temible e inaceptable para muchos. Pero no puede haber marcha atrás. La gratuidad nos abre hacia una visión alegre y dinámica de la vida cristiana. Durante siglos enteros sólo hemos oído una voz ronca y desagradable que hablaba de obras y de esfuerzos, de leyes y de normas, de sacrificios y renuncias, de pecado y de castigo, de infierno y condenación; ahora se oye una dulce melodía de perdón y de misericordia, de amor y de gracia, de vida y de salvación. Todo es gracia para estas pequeñas criaturas, que deberíamos vivir siempre pendientes del Señor.

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Índice Introducción

1 La ley 1. ¿Qué es la ley? 2. Diversas clases de leyes 3. Obligatoriedad de la ley 2 La dinámica de la ley 1. La religiosidad natural 2. La ley y la gracia: dos maneras de vivir la vida cristiana 3. Por las sendas de la ley y de las obras 3.1. Una espiritualidad de obras y de méritos 3.2. Una espiritualidad de virtudes 3.3. Una espiritualidad de ascesis y de lucha 3.4. Una espiritualidad desligada de la experiencia de Dios 3.5. Una espiritualidad individualista 3.6. Una espiritualidad de imitación 3.7. Una espiritualidad a la sombra de un Dios exigente y justiciero 4. El mundo de la ley 5. Vivir bajo la ley 3 La gracia 1. Significado de la palabra gracia 2. La gracia en la revelación 3. Entonces, ¿qué es la gracia? 4 La gratuidad perdida 1. En camino hacia el legalismo 2. El fariseísmo 3. De una religión de gracia a una religión de obras 4. La “degradación” de la gracia en la tradición cristiana 4.1. Los santos padres orientales 4.2. Los santos padres de origen latino 4.3. Pelagio y el semipelagianismo 4.4. La concepción de la gracia como gracia creada 4.4.1. Un desplazamiento peligroso 4.4.2. La gracia como eje de la vida cristiana 5 La revelación de la gratuidad 1. En torno a la gratuidad 2. Pero, ¿qué es la gratuidad? 3. En el corazón de la gratuidad 4. La gratuidad, fin de la ley 5. Por las sendas de la gratuidad 5.1. Gratuidad de la creación, de la revelación y de la alianza 5.2. Gratuidad de la salvación 6. El mundo de la ley y de la gratuidad 7. Lo innegociable de la vida cristiana 7.1. La gracia no es natural al hombre 7.2. Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural 7.3. La presencia divina en el hombre 7.4. Dios es amor y nos ama

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7.5. Jesús nos ha redimido y salvado 7.6. La filiación divina 7.7. La libertad del hombre 8. ¿Hasta dónde puede llevarnos la gratuidad? 9. Preguntas al silencio 6 La dinámica de la gracia: la gratuidad vivida 1. Vivir la gratuidad 1.1. Despojados de nuestras obras 1.2. Justos con su justicia 1.3. Santos con su santidad 1.4. Envueltos en su alabanza 1.5. Rendidos en adoración 1.6. Movidos por sus dones 1.6.1. Los siete dones del Espíritu 1.6.2. Los dones como hábitos 1.6.3. La vida cristiana desde los dones 1.7. Unidos como hermanos 2. De la gracia a las obras 2.1. El lugar de las obras en la vida cristiana 2.2. La relación entre gracia y obras: del ser al hacer 2.3. Nacer de nuevo 3. Jesús, la clave de la gratuidad 4. Gratuidad: la sorpresa del Señor para nuestros días 4.1. La experiencia de la gratuidad en la Renovación Carismática 4.2. Revisar la teología desde la gratuidad 5. Todo es gracia Conclusión

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[1] C

. FERNÁNDEZ ALVAR , La ley. Santo Tomás de Aquino, Editorial Labor, Barcelona-Madrid-Buenos Aires-Río de Janeiro 1936, 250 pp.; P. BLÄSER -N. KRAUT WIG, Conceptos fundamentales de teología II, Cristiandad, Madrid 1966, 490-506. [2] I-II, 90, 4. [3] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología moral para seglares I, BAC, Madrid 1961, 87-128; B. HÄRING, La ley de Cristo I. La teología moral expuesta a sacerdotes y seglares, Herder, Barcelona, 287-341. [4] GOT T LIEB SÖHNGEN, La ley y el evangelio, Herder, Barcelona 1966, 68-81. [5] C. FERNÁNDEZ ALVAR , o.c. 131-138. [6] ERNEST INA Y PEDRO ÁLVAREZ T EJERINA, Peregrino al interior del corazón, Paulinas, Madrid 2004, 37-39. [7] SAN BERNARDO, Sermón 61. [8] SAN AGUST ÍN , Sermón 184,3. [9] J. M. CAST ILLO, La alternativa cristiana. Hacia una Iglesia del pueblo, Sígueme, Salamanca 1978, 353 pp. [10] P. RIBES , Parábolas y fábulas para el hombre moderno, Paulinas, Madrid 1991, 31-33. [11] A. ROYO MARÍN, Teología moral para seglares I, BAC, Madrid 1961, 173-184; Iniciación Teológica II, Herder, Barcelona 1959, 175-211. [12] CCL 14,39. [13] Bernard Häring publicó en los años posteriores al concilio Vaticano II una obra de moral, en tres grandes volúmenes, titulada La ley de Cristo. La teología moral expuesta a sacerdotes y seglares. La traducción española que yo tengo en mis manos es del año 1970. La mayoría de los sacerdotes la leímos y disfrutamos mucho con ella. Ahora, pasados muchos años, he vuelto a ojearla y la sorpresa ha sido monumental. He tenido la curiosidad de controlar en el Índice analítico para ver cuántas veces aparece la palabra gracia y la palabra dones. Pues bien, la palabra gracia aparece unas 120 veces en un total de 1863 páginas. Pero no dedica ni un solo apartado a tratar el tema de la gracia, como si no tuviera ninguna relevancia. Y lo mismo podría decirse de los dones, que sólo aparecen en conexión con las virtudes, como si fueran un reforzamiento de ellas. Pero, ¿cómo puede hacerse una moral para sacerdotes y laicos prescindiendo prácticamente de la gracia? Es difícil entenderlo. Extrañamente también, ni la palabra gracia ni la palabra dones aparece en el Índice analítico de la obra de Marciano Vidal en tres tomos: Moral de actitudes I. Moral fundamental, PS Editorial, Madrid 1975, 570 pp.; Moral de actitudes II. Ética de la persona, Madrid 1977, 560 pp.; Moral de actitudes III. Moral social, PS Editorial, Madrid 1980, 671 pp. Por supuesto, la palabra gratuidad está completamente ausente en esas dos grandes obras. [14] J. M. CAST ILLO, El seguimiento de Jesús, Sígueme, Salamanca 1998, 49-51. 67-70. [15] J OSÉ ANTONIO SAYÉS , La gracia de Cristo, BAC, Madrid 1993, 503 pp.; La gracia. Teología y vida, Edibesa, Madrid 2004, 406 pp.; J UAN LUIS LORDA, La gracia de Dios, Palabra, Madrid 2004, 25 pp.; LUIS F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993, 315 pp.; MART ÍN GELABERT , Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, San Pablo, Madrid 1985, 197 pp.; La gracia. Gratis et amore, Editorial San Esteban, Salamanca 2002, 137 pp.; VICTOR MANUEL FERNÁNDEZ, La gracia y la vida entera. Dimensiones de la amistad con Dios, Herder, Barcelona 2003, 342 pp.; J UAN L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991, 412 pp.; CH. BAUMGART NER , La gracia de Cristo, Herder, Barcelona 1969, 406 pp.; PIET FRANSEN, Gracia, realidad y vida, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires-Méjico 1968, 181 pp.; ANGELO PEREGO, La gracia, Editorial Litúrgica Española, Barcelona 1964, 460 pp.; J. H. NICOLAS , Les profondeurs de la grace, Beauchesne, París 1969, 561 pp.; M. J. SCHEEBEN, Las maravillas de la gracia divina, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960, 608 pp.; Mysterium Salutis. Manual de Teología como historia de la salvación, IV/2, Cristiandad, Madrid 1975, 579-936; ROBERT W. GLEASON, La gracia, Herder, Barcelona 1964, 313 pp.; J OHAN AUER , El evangelio de la gracia, Herder, Barcelona 1975, 306 pp.; M. FLICK-Z. ALSZEGHY , El evangelio de la gracia, Sígueme, Salamanca 1967, 821 pp. [16] LUIS F. LADARIA, o.c., 139-150; J OSÉ ANTONIO SAYÉS , o.c., 9-23; CH. BAUMGART NER , o.c., 31-63. [17] Éx 34,3; Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Nah 9,17. [18] Éx 34,6; Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 145,8… [19] M. J. SCHEEBEN, o.c., 27-115. [20] PIET FRANSEN, o.c., 159-164. [21] SAN FULGENCIO, PL 76, 606-607.

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[22]

SAN AGUST ÍN , PL 36, 89. GOT T LIEB SÖHNGEN, La ley y el evangelio, Herder, Barcelona 1966, 146 pp. [24] PIET FRANSEN, o.c., 127-128. [25] PIET FRANSEN, Gracia, realidad y vida, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires-Méjico 1968, 105-108. [26] PIET FRANSEN, Notas poligrafiadas de un curso sobre la gracia, American College, Lovaina, 1970, 31+77 pp. [27] MART ÍN GELABERT , Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, San Pablo, Madrid 1985, 197 pp.; La gracia. Gratis et amore, Editorial San Esteban, Salamanca 2002, 137 pp. [28] NANO POLANCO, Teología de la gratuidad, artículo visto en Internet. [29] PABLO RUIZ LOZANO, Todo es gracia: Gratuidad en tiempos posmodernos, artículo visto en Internet. [30] G. AGREST I, Elogio de la gratuidad, Narcea, Madrid 1983, 128 pp. [31] GOT T LIEB SÖHNGEN, La ley y el evangelio, Herder, Barcelona 1966, 28-29. [32] He 9,1-19; 22,5-16; 28,10-18. [33] GIUSEPPE BARBAGLIO, Le lettere di Paolo. Traduzione e commento II, Borla, Roma 1990, 650 pp.; HEINRICH SCHLIER , La carta a los gálatas, Sígueme, Salamanca 1975, 333 pp. [34] Dt 7,7-8; 8,17-18; 9,4-5. [35] SAN AGUST ÍN , PL 38, 997-999. [36] Un ejemplo puede ilustrar perfectamente lo que estoy diciendo. El P. Jorge Loring publicó hace bastantes años un libro titulado Para salvarte. El título lo dice todo. En él se indica al hombre lo que tiene que hacer para salvarse. De ese libro se han vendido más de un millón de ejemplares y ha sido traducido a varias lenguas. Yo publiqué en el año 2004 un libro titulado ¿Nos salvaremos todos? ¿Se condenará alguno? Gratuidad de la salvación. El título también lo decía todo. De él se han vendido apenas 2.000 ejemplares. ¿Por dónde camina el interés del pueblo de Dios? ¿Hacia una salvación gratuita o hacia una salvación merecida? ¿No es un signo verdaderamente alarmante de sus preferencias? [37] D. L. MOODY, La gracia soberana. Su fuente, su naturaleza y sus efectos (notas recibidas en un correo electrónico). [38] VICENT E BORRAGÁN MATA, ¿Nos salvaremos todos? ¿Se condenará alguno? Gratuidad de la salvación, Edibesa, Madrid 2004, 209 pp. [39] T H . WHALING, Adoption, The Princeton Theological Rewiew 21 (1923), 229-231. [23]

[40]

CHUS VILLARROEL, Crecimiento de la vida en el Espíritu, Sereca, Madrid 1998, 329 pp.; Vivencias de gratuidad. Dios me salva, Edibesa, Madrid 2002, 366 pp.; Cristo, mi justicia. En Cristo estamos salvados, Edibesa, Madrid 2006, 374 pp.; Relatos de gratuidad. Una espiritualidad nueva para un mundo nuevo, Libros Libres, Madrid 2013, 206 pp.; Teología de la Renovación Carismática, Voz de Papel, Madrid 2014, 286 pp.; VICENT E BORRAGÁN MATA, Llamados a una vida nueva. Tiempo de amor y de gracia, San Pablo, Madrid 2011, 220 pp.; Todo es gracia. En el corazón de la vida cristiana, San Pablo, Madrid 2012, 247 pp. [41] CHUS VILLAROEL, Crecimiento, 195-219. [42] CHUS VILLARROEL, Cristo, mi justicia, 239-241. [43] VICENT E BORRAGÁN MATA, Vivir en alabanza, San Pablo, Madrid 1983, 236 pp.; Nacidos para alabar, San Pablo, Madrid 2002, 229 pp. [44] MANUEL FERRERO, Los dones del Espíritu Santo, Manila 1941, 124 pp. [45] ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid 1968, 144-186. 474-626; Teología moral para seglares I, BAC, Madrid 1961, 184-188; J UAN DE SANTO T OMÁS , Los dones del Espíritu Santo y la perfección cristiana, Imprenta de Aldecoa, Burgos 1947; M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Balmes, Barcelona 1966. [46] I-II, 68, 1; III Sent. 34, 1; In Isaíam, a. 11; Ad Gál c. 5, lect. 8. [47] CHUS VILLARROEL, Crecimiento, 90-98. [48] J. MAT EOS -J. BARRETO, Evangelio de Juan, Cristiandad, Madrid 1979, 184-194; R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según San Juan, Herder, Barcelona 1980, I, 415-430. [49] “Ese no es mi Dios”, me decía un día un sacerdote que había leído alguno de mis libros. “Yo no puedo aceptar a ese Dios bueno y amoroso que tú presentas en todo momento… Dios es bueno, sí, pero sabe poner las cosas

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en su sitio”. El Dios que yo le presentaba le parecía demasiado blandengue, sin demasiados atractivos. “Mi Dios es mucho más convincente, rige la vida de los hombres con la vara de la justicia y el derecho, da a cada uno lo que merece. No existe la gratuidad”. Nada de lo que yo le decía le hacía estremecer. Sólo tenía ojos para la justicia de Dios, entendida como una justicia vindicativa, no como una justicia salvadora. Pero en ese caso, ¿dónde quedaría la obra de Jesús? [50] VICENT E BORRAGÁN MATA, Como un vendaval. La Renovación Carismática, Sereca, Madrid 19982, 243 pp. [51] CHUS VILLARROEL, Teología de la Renovación Carismática, Voz de Papel, Madrid 2014, 286 pp.

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Index Introducción 1 La ley 1. ¿Qué es la ley? 2. Diversas clases de leyes 3. Obligatoriedad de la ley 2 La dinámica de la ley 1. La religiosidad natural 2. La ley y la gracia: dos maneras de vivir la vida cristiana 3. Por las sendas de la ley y de las obras 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. 3.6. 3.7.

Una espiritualidad de obras y de méritos Una espiritualidad de virtudes Una espiritualidad de ascesis y de lucha Una espiritualidad desligada de la experiencia de Dios Una espiritualidad individualista Una espiritualidad de imitación Una espiritualidad a la sombra de un Dios exigente y justiciero

4. El mundo de la ley 5. Vivir bajo la ley 3 La gracia 1. Significado de la palabra gracia 2. La gracia en la revelación 3. Entonces, ¿qué es la gracia? 4 La gratuidad perdida 1. En camino hacia el legalismo 2. El fariseísmo 3. De una religión de gracia a una religión de obras 4. La “degradación” de la gracia en la tradición cristiana 4.1. Los santos padres orientales 4.2. Los santos padres de origen latino

3 6 6 7 8 10 10 11 12 12 16 19 21 23 24 24

26 27 29 29 30 33 37 37 38 39 41 41 42

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4.3. Pelagio y el semipelagianismo 4.4. La concepción de la gracia como gracia creada 4.4.1. Un desplazamiento peligroso 4.4.2. La gracia como eje de la vida cristiana

5 La revelación de la gratuidad 1. En torno a la gratuidad 2. Pero, ¿qué es la gratuidad? 3. En el corazón de la gratuidad 4. La gratuidad, fin de la ley 5. Por las sendas de la gratuidad

53 53 54 57 59 61

5.1. Gratuidad de la creación, de la revelación y de la alianza 5.2. Gratuidad de la salvación

6. El mundo de la ley y de la gratuidad 7. Lo innegociable de la vida cristiana 7.1. 7.2. 7.3. 7.4. 7.5. 7.6. 7.7.

La gracia no es natural al hombre Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural La presencia divina en el hombre Dios es amor y nos ama Jesús nos ha redimido y salvado La filiación divina La libertad del hombre

8. ¿Hasta dónde puede llevarnos la gratuidad? 9. Preguntas al silencio 6 La dinámica de la gracia: la gratuidad vivida 1. Vivir la gratuidad 1.1. 1.2. 1.3. 1.4. 1.5. 1.6.

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Despojados de nuestras obras Justos con su justicia Santos con su santidad Envueltos en su alabanza Rendidos en adoración Movidos por sus dones 1.6.1. Los siete dones del Espíritu 1.6.2. Los dones como hábitos 124

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1.6.3. La vida cristiana desde los dones 1.7. Unidos como hermanos

2. De la gracia a las obras

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2.1. El lugar de las obras en la vida cristiana 2.2. La relación entre gracia y obras: del ser al hacer 2.3. Nacer de nuevo

3. Jesús, la clave de la gratuidad 4. Gratuidad: la sorpresa del Señor para nuestros días 4.1. La experiencia de la gratuidad en la Renovación Carismática 4.2. Revisar la teología desde la gratuidad

5. Todo es gracia Conclusión

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