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Colección
Esteban Levin
PsiCOLOGíA CoNTEMPORÁNEA ~ 1-:! ,..,,1
LA FUNCIÓN DEL HIJO Espejos y laberintos de la infancia
Ediciones Nueva Visión Buenos Aires
Ilustración de tapa: Lucas Alterman Dibujos: Martín García Garabal
En memoria de Emanuel Levin, mi padre, quien con su pasión creadora posibilitó reflejarme. el
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Toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier sistema -inel u yendo el fotocopiado- que no haya sido expresamente autorizada por el editor constituye una infracción a los derechos del autor y será reprimida con penas de hasta seis afios de prisión (art. 62 de la ley 11.723 y art. 172 del Código Penal).
I.S.B.N. 950-602-418-9 © 2000 por Ediciones Nueva Visión SAIC Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Ar¡onLlnn Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina 1 Printed in Argentina
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::--~~~:octor Manuel Tolosa Latour, cuya finalidad era "la protección de la infancia, higiene y educación de la mujer, crianza fisica, moral y sentimental de los niños". 20 En dicho decálogo se exaltan los deberes maternales, como por ejemplo: criarás a tus hijos con la leche de tus pechos ... no usarás más medicamentos que los que el médico te ordene ... tendrás siempre limpio a tu hijo ... no permitirás que escuche ruidos desagradables ... lo vacunarás sin pretexto alguno ... El padre tenía un papel ejemplar en la cohesión y el mantenimiento de la familia. Era una figura soberana y se creía en la eficacia de la educación basada en la virtud del ejemplo, y en el respeto de la autoridad; el decálogo del padre indica: Construirás una familia con amor, la sostendrás con tu trabajo y la regirás con bondadosa energía... Destruirás todo error doméstico ... Haz entre los tuyos y que tus hijos vean en ti, cuando niños, una fuerza que ampara ... cuidarás ser tan robusto de cuerpo como de inteligencia. Hazle bueno antes de hacerlo sabio. El creciente desarrollo de la familia fue desprestigiando el gran papel que durante varios siglos habían ocupado las nodrizas en la crianza de los más pequeños. En el mismo sentido el fajamiento y la inmovilidad del recién nacido fue dando paso, a través del saber médico, a nuevas condiciones de vestimenta, de movilidad, de libertad, y de aseo e higiene. A principios del siglo xx el espacio doméstico del niño fue cada vez mayor, hasta conquistar el propio dentro del hogar, junto con un mobiliario más adecuado a su edad. Los juguetes en la burguesía naciente se repetían: generalmente eran "tambores, caballos de madera o cartón, cajas de soldados de plomo, pelotas, globos, juegos de bolos, sables y escopetas" para el varón, y "muñecas, casa de muñecas, animales pequeños, para las niñas". 20
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Borderies-Guereña, Josette, ob.cit, pág. 35.
En el hogar, la disciplina se instrumentaba generalmente con castigos corporales, morales, privación de la comida o encierro en el cuarto, "la gente no veía ningún inconveniente en dar golpes y bofetadas, era la regla para aprender, la norma para vivir de niño y de mayor". 21 Al niño había que educarlo disciplinadamente, canalizar sus impulsos y dominarlo, "domándolo". La escolarización de los niños es determinante en el nuevo estatuto que adquiere la infancia en la modernidad. La escuela moderna va delineando los aprendizajes, los hábitos, las normas y quehaceres que corresponden para cada edad. El discurso pedagógico moderno adquiere de este modo, paulatinamente, toda su fuerza y su poder.
La función del hijo-niño en la modernidad. Los espejos del tiempo "El cuerpo del otro, recuerda mi aspecto corporal cuando yo estaba ahí.» Edmund Husserl
La importancia del sentimiento "maternal", con los necesarios cuidados y métodos de puericultura e higiene, van determinando progresivamente el papel del bebé y el lactante en la cultura contemporánea. No sólo se lo observa incipientemente en su desarrollo, sino que se comienzan a fabricar "instrumentos" o elementos específicos para él. Por ejemplo, biberones, cunas, jabones, talcos, cremas protectoras, andadores, ropa específica para su temprana edad, moisés, sillas y cochecitos (verdaderas carrozas) para llevar 22 a la nueva "majestad" el bebé. Ob. cit., p. 51. Sobre esta apasionante historia de los bebés sugerimos el libro de Fontanel, Beatrice y D'Harcourt, Claire,L'epopee des Bebes, Paris, ediciones de la Martiniere, 1996. No podemos dejar de mencionar el papel que fue adquiriendo la 21
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A partir del siglo xx el "descubrimiento" de las necesidades y potencialidades del niño ocupa un lugar central desde el punto de vista social, psicológico, pediátrico, pedagógico y, por qué no, político, donde las necesidades y derechos del niño ocupan el centro de la escena contemporánea. En esta escalada social el niño empieza a tener casi la misma igualdad de derechos que el adulto, llegando algunos autores a mencionar el fin de la infancia debido a esta pérdida de las diferencias; su "majestad el bebé" ejerce su peculiar reinado. Los modelos psicológicos y pedagógicos de los niños se acrecientan hasta establecerse para cada edad y cada sexo una actividad, un libro, un juguete, una comida o un juego particular acorde a los intereses de cada etapa del desarrollo. El discurso de la modernidad sobre el desarrollo infantil lleva implícito que el niño responda armónica y adecuadamente a estadios, pautas y subestadios preestablecidos, los cuales, a su vez, dependen de cada clasificación y tipología que el discurso imperante de la modernidad considere más lógico, adecuado y equilibrado para una respectiva edad cronológica. 23 Esta lógica ha llevado en muchas ocasiones a suprimir lactancia materna y el acto de amamantamiento, como un acontecimiento que no sólo fue consolidando al lactante con sus demandas más allá de la alimentación, sino también, modificando la función de la mujer en su funcionamiento y sentimiento maternante. Sobre esta temática véase Yalom, Marilya, La historia del pecho, Barcelona, ed. Tusquets, 1997. 23 Narodowski, nos llama la atención en su análisis del Emilio de Rousseau, sobre la importancia que para este autor tenía la edad en su concepción "moderna" de la infancia. Coincidimos con él cuando afirma: "Mágica palabra del discurso moderno la edad pasa a constituir el pivote observable y cuantificable sobre el que se posiciona buena parte de la producción acerca de lo normal y lo patológico, y lo correcto y lo incorrecto en lo atinente a los esfuerzos didácticos". Narodowski, Mariano, Infancia y Poder, Buenos Aires, ed. Aique, 1994, pág. 41. Señalamos en Rousseau, el origen de los presupuestos acerca de las actividades y desarrollos uniformemente para cada edad cronológica que atraviesa la concepción moderna de la infancia como parámetro de inteligencia, cognición y hasta de subjetivación.
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paradójicamente al sujeto-niño, de tal modo que si el niño no concuerda con cierta clasificación cognoscitiva o con ciertos patrones neuromotores, o con algunos parámetros sociales estandarizados, el problema supuesto del niño sería que está mal evaluado, o mal clasificado, o mal encasillado. Se busca entonces denodadamente una clasificación o se lo encuadra dentro de alguna tipología de las muchas que existen, ya sea para respetar el currículum institucional, o simplemente para la tranquilidad del evaluador, de los padres, del terapeuta o del maestro. En las postrimerías del siglo xrx y comienzos del siglo xx se va produciendo el creciente traspaso e interjuego de la educación familiar a la escolar. Las funciones parentales fueron siendo en parte ocupadas por la institución pedagógica, transformándose en el denominado "segundo hogar"; los maestros pasan a ser representantes directos de los padres. Los niños-hijos de sus padres pasan a serlo de lo escolar. La escuela, con sus especialistas, universaliza y uniformiza al niño-alumno en pos del ideal pedagógico donde se forman y educan. La autoridad escolar adquiere los atributos y estandartes para enseñar y dominar a la niñez. Surge así la perspectiva de la racionalización y estandarización de las actividades de los niños-hijos-alumnos, en la denodada búsqueda de la uniformización (didáctica) del aprendizaje: ubicamos aquí con claridad las raíces del ideal supuesto de la armonía en el desarrollo psicomotor del niño. Concepto que atraviesa la cultura contemporánea produciendo, entre otros efectos, la concatenación de ejercicios, actividades, guías y manuales cada vez más meticulosos, en función de homogeneizar todo su desarrollo, y por qué no, en su finalidad última, su subjetividad. Por supuesto, si un niño no alcanza estos ideales armónicos y uniformes, no es el más apto, y por lo tanto sus dificultades son consideradas como un fracaso a re-educar, cuando en realidad, tal vez, ni siquiera se los ha educado. Así surgen las consabidas técnicas re-educativas, con sus respectivos métodos graduados en listados de ejercitaciones, y las terapéuticas "instrumentales" tendientes a "sanear" la 41
r disfunción motriz, pedagógica o fonológica, según la discapacidad del niño. Los métodos escolares y las técnicas re-educativas se continúan en el ambiente familiar produciendo una "alianza" y continuidad entre la escuela (maestros- reeducadores) y los padres. De este modo, se procura plasmar la universalización de la posición del hijo-niño-alumno en la creciente modernidad. El mundo de la imagen en la infancia tiene su antecedente más próximo en los primeros manuales didácticos escolares: el libro de texto didáctico encuadrado en el campo de la pedagogía moderna va a ofrecer una transformación revolucionaria radicada en la utilización de la imagen. La imagen como referente pero también como motivador. La imagen no sólo complementa al texto sino que protagoniza el mensaje escrito, al traer a la escuela el mundo tal y como debe ser percibido. 24
La imagen frente al niño con todo su poderío cautivante y alienante comienza así desde la pedagogía moderna su indeclinable camino dominante en el universo infantil. Culmina con todo el desarrollo tecnológico y su determinación en el campo de la niñez. En este sucinto recorrido no podemos dejar de mencionar las propuestas pedagógicas de La Salle, que han influido extensamente en la posición del niño a partir del sigloxix. Su método estricto de disciplina, de vigilancia y de control del desarrollo, enuncian el grado de autoridad y control discrecional que la institución escolar establece como modalidad de enseñanza y aprendizaje. 24 N arodowsky, Mariano, oh. cit., p. 88. El autor ubica con claridad como antecedente de la pedagogía moderna los planteas que en el siglo XVII realiza Jan Amos Comenius en su Didáctica Magna o "Tratado del arte universal de enseñar todo a todos", donde planteaba no sólo la necesidad de la escolarización sino la de instalar un solo método para enseñar, pretendiendo la "uniformidad de todo", y para ello propone que "en cada escuela se siga el mismo orden y procedimiento en todos los ejercicios". "La diversidad de métodos confunde a la juventud y hace más intrincados los estudios". Las citas correponden al libro mencionado, pág. 73.
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La oferta pedagógica de La Salle ubica al adulto (maestro) como un ente sin fall;¡s y autoritario, que enuncia las leyes y reglas que él mismo promueve y sanciona. Las sanciones escolares, reprimendas y castigos de diverso orden, son parte esencial del proceso de escolarización propuesto por él. La Salle afirma:" ... es necesario decirles a los padres que no escuchen las quejas de los hijos contra el profesor: si no hubiesen cometido alguna falta no hubieran sido castigados y si no quieren que sean castigados, no deben enviarlos a la escuela". 25 La escuela ("el segundo hogar"), se ubica en el centro de la escena de la educación y formación del niño. Los padres confían en la instrucción y control de la institución, configurándose una gran familia donde los métodos disciplinarios y de sumisión a la autoridad (parental o escolar) ocupan un lugar central. El niño paulatinamente responde a las reglas e imposiciones del adulto, transformándose en un objeto a educar, a enseñar, a dominar, a modificar, a preparar para el mundo adulto. El niño comienza a convertirse en un objeto de consumo y, paradójicamente, de sostén familiar y social manipulable y adecuable a las necesidades del adulto.
El niño-hijo como objeto de consumo Este itinerario lo lleva progresivamente al hijo-niño a ubicarse y a ser ubicado como su majestad "El niño", produciéndose un efecto inverso al precedente; ahora el universo del adulto comienza a girar alrededor de las nuevas necesidades, posibilidades, competencias e iniciativas del niño. El reinado del niño-hijo como objeto de consumo y a 25 Citado por Narodowski, oh. cit., pág. 123. Foucault retoma la idea del castigo, la diciplina y el ejercicio de poder como factores delineantes del cuerpo del niño en nuestra cultura. Foucault, Michel, Vigilar y castigar, México, ed. Siglo XXI, 1985.
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consumir se incrementa y acelera. El tiempo del niño es ocupado cada vez más con más actividades, consignas y propuestas. El imperio del consumo y de la imagen cobra sus víctimas y victimarios, consumiendo ese irrecuperable tiempo de la infancia. El hijo-niño tiene que consumir y competir para pertenecer y responder a esa inefable demanda del Otro. Consumido, consumiéndose, el niño logra ser en la actualidad ese objeto deseoso y gozoso alienado al espíritu que la época actual en su diversidad alienante le depara. El niño en su propio espejo no deja de mirarse en el espejo del Otro donde se encuentra globalizado. El discurso científico de la modernidad nos plantea una nueva variable que a su vez se transforma en parámetro y criterio de evaluación, nos referimos al tiempo. El niño de la modernidad está atravesado por la urgencia temporal, apenas se lanza a caminar esbozando los primeros pasos y ya el adulto está pensando en cuándo va a poder hablar, y al lograr hacerlo articulando y fabricando los fonemas iniciales, el adulto piensa, cuándo va a poder escribir, y luego, apenas puede deletrear se le impone cuándo va a leer bien, y así sucesivamente sin descanso, cuanto más conocimiento acumule y más rápidamente, en mejores condiciones estará para enfrentar las nuevas reglas y competencias del mercado. La infancia y el niño se transforman en su funcionamiento escénico en un excelente objeto "a privatizar" del nuevo mercado global. Actualmente se exige que en la sala de preescolar (y en algunos jardines de infantes en sala de 4 años) el niño acceda a la lecto-escritura. También en algunos establecimientos el trabajo de la lectoescritura comienza en la sala de 2 años junto con el aprendizaje del inglés. ¿Dónde y cuándo juega el niño si no lo hace en su jardín de infantes? ¿Cuál es el tiempo que la urgencia de la modernidad destina para que el niño construya sus búsquedas, sus propios enigmas y sus fantasías? La vertiginosa urgencia con que el niño "armónicamen44
te" tiene que conquistar sus aprendizajes y logros nos remite a la época en que al niño se lo consideraba un verdadero adulto en miniatura. Siniestra repetición y retorno del niño como adulto, pese a ser un "menor de edad" para las leyes vigentes en nuestra época, las que lo tornan no responsable de sus actos. En la actualidad, desde esta posición, si el niño fracasa o se retrasa (lo cual muchas veces es considerado un gran fracaso), o no aprende lo suficiente, se considera que el problema es del niño, o sea, que él no está capacitado (discapacitado) para los logros propuestos y establecidos. Es éste el discurso que nos plantea la modernidad acerca del desarrollo dis-armónico o denominado, a veces, anormal (fuera de la norma, de los parámetros). El efecto consecuente de esta mirada es la creación de nuevas técnicas de estimulación o multiestimulación, nuevas clasificaciones y evaluaciones, nuevos y precisos tests, y nuevas y específicas técnicas cognitivas, que pretenden la eficacia y el logro de conductas adaptadas cada vez más al medio moderno. Pero ... ¿qué ocurre con los tiempos singulares de cada desarrollo, de cada niño, de cada historia? Ante este interrogante nos contestamos que si el niño fracasa, es más lento, o no aprende, el problema no lo tiene tanto el niño sino el otro, llámese este otro educadores, terapeutas, maestros integradores, padres o instituciones. Si un niño no juega porque no habla, no dirige la mirada y realiza movimientos estereotipados, el objetivo no sería que el niño adquiera nuevos hábitos y conocimientos, o que logre aprender los colores, o adaptarse al juego de otros niños, o estimular la sensibilidad, sino comprender cuál es la problemática que el niño nos da a ver en la estereotipia, en su cuerpo, en su no mirada o en su no palabra, estableciéndose así una táctica y estrategia particular para ese sujeto-niño y no para su patología de base, su diagnóstico, o su "fracaso". Siguiendo con el ejemplo, si el niño no puede jugar y no puede aprender, no es que él decide no hacerlo, en reali45
dnd t\ltw JIIIPdo decidir pues no juega, no aprehende, y de mudo no puede configurar y crear sus representacioIHI" ctHonciules para enlazar su desarrollo y elaborar su l'tlltlidnd. Reiteremos, el problema no es del niño, sino que es de los otros para hallar el modo adecuado de encontrarse con él y no con su déficit, o solamente con el supuesto "fracaso". 26 Las resistencias a jugar y a aprender no son del niño, sino de los otros para comprender la singularidad de esas producciones, aunque sean estereotipadas (en el caso más extremo), o simplemente sintomáticas en los niños denominados fracasados, pues allí hay una dimensión de existencia que no se puede desconocer si se pretende rescatar al sujeto. Frente a la vertiginosa e imperiosa demanda de producir "armónicamente" que nos plantea el discurso actual de la modernidad, el niño nos indica el des-tiempo, denunciando con sus síntomas, "fracasos", inhibiciones, bloqueos, detenciones, "hiperkinesias" e inestabilidades, el malestar y la disarmonía estructurante de un sujeto. Como ya planteamos, el desarrollo psicomotor de un niño básicamente es disarmónico, ya que el niño ingresa a la cultura a través del deseo y la demanda del Otro y es como respuesta a esta demanda, que en los tiempos instituyentes de la infancia, el niño creará sus síntomas como representantes de su historia y del inevitable sufrimiento. En este camino ciertamente disarmónico, el niño como principal protagonista, tendrá que construir, producir e instituir en escena su propio saber, conservando el misterioso y desconocido enigma que lo coloca en causa para curiosear y aprehender. l1MI.tt
26 Sobre la incipiente problemática del denominado "fracaso" escolar, al cual consideramos ciertamente como un síntoma, véase Any Cordié, Los retrasados no existen, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995 y Leandro Lajonquiere, De Piaget a Freud, Buenos Aires, Nueva Visión, 1992.
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El niño frente a la informática científico-tecnológica Las funciones de la madre, del hijo y del padre, están atravesadas (como intentamos bosquejarlo) por el imaginario social de la época. En este sentido, la modernidad introduce al niño, hace ya varias décadas, en la revolución electrónica e informática de fines del siglo xx, donde los medios audiovisuales dan prioridad y exacerban el mundo de las imágenes. La llamada "cultura del zapping" encuentra en el niño a un gran consumidor. Pasar de una imagen a otra, de un juego a otro sin ninguna mediación, sin detenerse activamente en nada, es uno de los efectos más devastadores de la producción tecnológica de la imagen. El niño, al mirarlo todo, no consigue ver nada. Algunos niños encarnan el zapping (los denominados "hiperkinéticos" o "inestables") y otros responden con sus síntomas "atencionales". También la industria del cuento para niños ha comenzado a producir zapping en la lectura, haciendo una limitada y restringida síntesis de los mismos para leerlos más rápido, vertiginosa muerte de la letra y la escritura a mano de la síntesis tecnológicamente aceptada. La fascinación por la imagen ubica al niño en una posición generalmente pasiva y básicamente alienante, alienado a la televisión, la computadora o los juegos electrónicos, el pequeño llega a tornarse anónimo frente al imaginario tecnológico que lo captura una y otra vez, en un estatismo obscenamente indiferente. La mirada tomada por la imagen tecnológica se transforma en un lugar central para el desarrollo y el funcionamiento del niño, en detrimento de las producciones lúdicas y creativas del pequeño. La imagen se incorpora como objeto de consumo, consumiendo el tiempo y el deseo del niño, de modo 27 tal, que mira la imagen aunque no tenga nada para ver , por 27 Jean Baudrillard lo denomina "promiscuidad total de la mirada con que se ve" en Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 1984, p. 62. Graciela Montes en la presentación del libro La infancia en escena, utiliza
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lo 1.1111 t.o t•H mw imagen seductora, alienante, la que lo fascina
rult·r1nclolo. Es la imagen la que lo mira fascinándolo. gs mirado y cautivado por el poder visual de imágenes que no ocultan nada, que no descubren sino la propia imagen. En este juego de apariencias, la dimensión mágica e ilusoria de la imagen no tecnológica se ha perdido a favor del fabuloso espectáculo interactivo, donde el niño es cada vez más pasivamente teledirigido. El niño queda "privatizado" por el imaginario actual como objeto de mercado, de consumo sin artificio, sin creación, sin invención, el niño ubicado así como objeto de consumo, cumple su función de consumir banalmente esas mismas imágenes que lo atrapan despojándolo de su cuerpo, banalizando su desarrollo. Frente a esta desilusión que provoca la imagen tecnológica y anónima de la modernidad, que llega al intentar clonar el desarrollo y el funcionamiento subjetivo de la infancia uniformizándolo, nos proponemos rescatar la puesta en escena del cuerpo del niño, como posibilidad de ir configurando sus propias representaciones e imágenes. Como ya lo explicitamos, el niño, al colocar el cuerpo en escena, en el escenario lúdico, descubre yproduce su universo representacional, pues al jugar engendra los enigmas que él mismo protagoniza re-impulsándolo a nuevas repeticiones donde afirma su existencia. La repetición (en la diferencia) de nuevas escenas, ubica el desconocimiento y el descubrimiento en el escenario simbólico, donde en su actividad el niño aparece deseante. No es ni será posible clonar la imagen del cuerpo, ni siquiera el desarrollo neuromotriz es clonable, y mucho la figura del ogro para intentar comprender el territorio del niño; ella afirma: "Tal vez sea bueno tenerlo presente, recordar que, cuando en lugar de nombrar, ejercemos la palabra, cuando en lugar de nombrar colonizamos, cuando nos arrogamos el derecho exclusivo de llenar y vaciar los espacios de palabras, de retar, indagar, recomendar y explicar hasta el aniquilamiento y hasta invadimos groseramente los mundo imaginarios de los chicos fabricando cuentos didácticos, siempre, indefectiblemente, aparece el ogro".
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menos el esquema corporal, o la inteligencia como presupuesto cognitivo; ante ellos rescatamos la disonancia, la alternancia entre la imagen y el esquema corporal, que estructura al sujeto disarmónicamente. La modernidad, con la instrucción de imágenes tecnológicamente perfectas, se ha preocupado de ocupar los tiempos de la infancia, despojándola de la intimidad creativa de su temporalidad. De hecho hay muchos niños que pasan horas frente a la computadora, cuya única actividad es apretar una tecla de un programa de ejercicios o actividades programadas, estandarizadas y ordenadas según la edad cronológica y mental de su desarrollo. También hay técnicas reeducativas y terapéuticas que únicamente establecen una relación con e] niño a través del programa de actividades, acorde al diagnóstico o el supuesto estadio cognoscitivo. Así los niños pueden resolver un "problema lógico" que le presenta la computadora y, adiestrados, consiguen el objetivo, pero luego, fuera de la misma, son incapaces de producir escenas donde se impliquen generando representaciones, transformándose en protagonistas de su propia realidad e intimidad creativa. La modernidad, al ubicar a la niñez como "bien de consumo" y a "consumir", la coloca en la serie de objetos del "mercado", despojándolo de su estilo creador y la equipara aún más con el adulto. La presencia de la infancia puesta a consumir y producir como objeto material, cuestiona su propia posición infantil. Esta agobiante y acucian te correspondencia que nos depara la modernidad entre niño y adulto, nos lleva una vez más a resignificar y retomar la función escénica de hijo-niño, soportando la propia ignorancia del adulto frente a ese saber en tránsito no sabido de la infancia. La peor trampa para un adulto (padres, educadores, terapeutas) es haber creído eliminar su propia ignorancia, su propia capacidad de sorprenderse (pues la "modernidad" ya sabe qué tiene que hacer y qué va a pasar con ese niño), que elimine sus propias dudas, sus propios equívocos, que elimine el malentendido, el absurdo, el sinsentido, 49
cpw c,Jiminu tll desconocimiento, lo inesperado y el misterio,
.v •'ntoncos se resguarde en la técnica, en los moldes o nwdolos clasificatorios, en la estimulación o en la pedagogi:wcitm; de este modo, lo que se elimina es el sujeto que hay en todo desarrollo y en todo niño.
Es ésta la trampa que nos plantea la modernidad, será nuestro desafio desanudarla y no caer en ella, para rescatar al sujeto-niño. En este recorrido hemos querido detenernos brevemente en las funciones y representaciones imaginarias, simbólicas y sociales que los adultos, en su funcionamiento parental, han tenido y tienen con respecto al funcionamiento escénico del hijo-niño. Procuraremos ahora ubicar nuestro análisis y reflexión desde el punto de vista de las funciones estructurantes de la infancia, especialmente en lo que hemos denominado la función del hijo-niño. ,.(~~J
La función estructurante del hijo-niño "Lo que has heredado de tus padres adquiérelo para poseerlo." Johann W. Goethe
El nacimiento de un niño determina un momento fundamental en su desarrollo, la salida del útero materno implicará para el pequeño infans un cambio espacial, temporal y orgánico marcado por su crecimiento, por su maduración y por la herencia congénita con la que el neonato ha nacido, ha advenido al mundo. Desde un primer momento, el nacimiento enfrenta a sus progenitores frente a un hecho inenarrable e inesperado que los desborda, que no es aprehensible por los sentidos, pues los re-envía a su propia historia subjetiva, a su propio mito familiar. Desde allí el desarrollo del recién nacido se estructura a partir del deseo parental que, lógicamente, se instituye en un tiempo anterior al nacimiento. En esta realidad mítica, ese hombre y esa mujer que dieron 50
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origen a ese nacimiento tendrán que apropiarse del niño, pero en una nueva función como padre (diferente y complementaria al del hombre), y como madre (diferente y complementaria al de mujer). Funcionamiento materno y paterno que los divide en un nuevo estatuto: Padre y Madre, a partir del cual el niño podrá estructurarse como hijo, desde donde armará su estructura virtualizando el desarrollo. La posición simbólica del hijo, del pequeño niño, no se corresponde en absoluto con una herencia genética, no es evolutiva o instantánea, ni se desarrolla. Se estructura en ese campo del funcionamiento escénico del padre y de la madre donde transmiten una legalidad y una herencia eminentemente simbólica, en la que se pone en juego el acontecimiento de la filiación y de lo familiar. Filiación de un hijo/niño a una genealogía, a un linaje, a una historia que sin saberlo lo preexiste y lo hace existir más allá de su cuerpo, de su herencia genética, de su organismo. El nacimiento de un sujeto estará delineado por esta herencia simbólica que, vía el campo del Otro, anuda la estructura al desarrollo, configurando los puntos de encuentro (tyché) posibles, donde tendrá que reconocerse y afirmarse. Así como el momento del parto no coincide con el nacimiento del sujeto y el cuerpo orgánico no coincide con la imagen del cuerpo, el niño como tal no coincide consigo mismo, depende de Otro para transformarse en hijo, pues un niño se transforma en hijo si se ejerce la función paterna (nombre del padre), que da lugar al funcionamiento materno y a su deseo, instituyendo una trilogía escénica. El niño será primero hijo del-Nombre, nos referimos explícitamente a la legalidad paterna que abre el camino de la transmisión, la legalidad, la herencia y la descendencia, o sea, a la circulación fálica del deseo, que se opone al sentido incestuoso, instalándose como instancia tercera, interdicta, prohibitiva entre la madre (su deseo) y el niño. 28
~igmund
Freud ubicaba claramente su deseo en relación con el!
~~e de sus hijos, en cuya elección se detenía, procurando que el nom·
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• Hl un nit\o no es hijo de un Nombre que le otorgue su JICII!Ilt'i(ln y HUH insignias simbólicas a través de su funcionamlunlo nominativo (legalidad y castración simbólica), el nit'o sin filiación, y sin identificación, podrá quedar confinado en lo real de la cosa y del goce del cuerpo (autismo). El campo de la psicosis y el autismo infantil nos muestran, una y otra vez, el cuestionamiento y la renegación de la posición de hijo, que el niño encarna en su cuerpo y en sus acciones, ocupando muchas veces una realidad incestuosa que lo aliena y lo desborda gozosamente. Sólo a partir de que un niño es hijo de un Nombre podemos reflexionar sobre lo que denominaremos la función y el funcionamiento escénico del hijo-niño, o sea, el Nombre-del-hijo como escenario significante que articula el deseo paterno y materno. El Nombre-del-hijo es y no es el del padre, es el del padre en tanto se apropia de su nombre por lo que éste simbólicamente le transmite, y no lo es, pues como hijo lo re-presenta en un linaje y lo trasciende inexorablemente. El hijo existe (ex: fuera, sistere: lugar), más allá del padre pero no sin él, marcará así su límite y su nuevo posicionamiento. El hijo en su dimensionalidad escénica nombrará al padre porque ha sido nominado por él en su posición de hijo. El padre, al reconocerse en su hijo, le permite al niño reconocerse en él como un doble espejo imaginario, por donde circula el deseo, el reconocimiento y la "ley de alianzas" (la prohibición del incesto). Es el funcionamiento materno lo que bre elegido estuviera investido de una historia afectiva y singular que lo representaba, explícitamente afirmaba: "Partiendo de aquí conduce una concatenación de ideas, a los nombres de mis propios hijos, en cuya elección no me ha guiado nunca la moda del día, sino el deseo de rememorar a personas queridas. Estos nombres hacen que mis hijos sean también, en cierto modo, sustitutos. Y, en definitiva, ¿no constituyen nuestros hijos nuestro único acceso a la inmortalidad?", Freud, Sigmund, "La interpretación de los sueños", Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, tomo l. Continuando las observaciones de Freud, al tomar los versos del poeta romántico inglés William Wordsworth quien afirma: "El niño es el padre del hombre", Lacan, textualmente, dice: "El psicoanálisis nos demuestra que el niño es el padre del hombre".
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instituye y ubica el posicionamiento paterno para el hijoniño. Es la madre (soportando la interdicción paterna) en la realización de su función desean te, quien instaura la brecha , entre ella y su hijo, marcando una posición tercera, una \ triangulación por donde circulará el deseo hacia otros (ter~ ceridad). Se trata del deseo materno, de ella como madre lo que da paso al deseo (fálico) de hijo. Deseo que el hijo encarna en un cuerpo y en su funcionamiento escénico, confirmando la realización materna en tanto mujer-madre y la paterna en tanto hombre-padre. De este modo, el hijo en su función reconfirma en sus padres su propia filiación genealógica, pues delimita en la descendencia la tercera generación (y por lo tanto la segunda, la de sus padres), abriendo la función de los abuelos, que para el hijo mantiene el enigma del origen más allá de las fronteras de sus padres, sosteniendo y reprimiendo el misterio originario. 29 El funcionamiento parental se reubica en relación con el hijo, y con sus propios padres (funcionamiento escénico de los abuelos), que en presencia o en ausencia, retrotrae el interjuego parental a su propia experiencia infantil, pues el hijo actualiza su propio acto de nacimiento en una dimensión generacional que se encadena retroactivamente en el linaje familiar. El niño es como un espejo, donde el adulto vuelve a encontrarse reflejado. Como lo postuló Lacan, el niño nace de un "malenten29 Como ya lo explicitó el psicoanálisis, la interdicción paterna se sustenta en dos premisas: con respecto al niño, deberás renunciar a tu madre y en relación con la madre, no reintegrarás tu producto. Lacan enuncia que la constitución subjetiva "implica la relación con un deseo que no sea anónimo", podríamos conjeturar que se asemeja a lo que conjeturamos el Nombre del hijo, como un deseo encarnado en el nombre propio que sin embargo no lo nombra del todo. Respecto de las funciones paterna y materna Lacan las enuncia del siguiente modo: "La de la madre: en tanto sus cuidados están signados por un interés personalizado así sea por la vía de sus propias carencias. La del padre: en tanto que su nombre es el vector de una encarnación de la ley en el deseo", Lacan, Jacques, Intervenciones y textos 2, Buenos Aires, editorial Manantial, 1988.
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dido" originario entre el hombre y la mujer, no hay encuentro posible entre el goce del hombre y el goce de la mujer. Diálogo imposible entre los sexos, que mantiene latente el deseo y la creencia de la supuesta completud imaginaria. El niño nace como efecto de ese "malentendido", habita esa hiancia que, soportada en el amor, tiende a la unión y a la complementariedad ("ser uno para el otro"); contrariamente el deseo marca el agujero abierto que no se colma, un espacio en falta que se opone al goce. El riesgo del niño es que él, en su cuerpo, encarne el goce del Otro sin mediación, alienando sin salida a su propio goce (psicosis infantil). Para que el niño funcione escénicamente en un lugar fálico, o sea, como hijo deseado y deseante, será necesario que la trilogía (padre-madre-hijo) se anude alrededor de un agujero central, de un operador fálico, que posibilite la circulación del deseo y "sepulte" (reprima), el malentendido originario en función del amor parental. Esta trilogía y su funcionamiento quedarán referidos (como lo enunció Freud) al complejo de Edipo, donde se efectuará la enunciación de su elección sexual.
La puesta en escena de la trilogía Padre-Madre-Hijo "El Niño es el padre del Hombre; y quisiera mis días se concierten unidos por auténtica piedad." William Wordsworth.
Vemos pues, desde el origen, un verdadero anudamiento y desdoblamiento de funciones y funcionamientos escénicos instituyentes y constituyentes de un sujeto, que podríamos graficar del siguiente modo: utilizando el denominado nudo borromeo, que tiene como característica fundamental que si uno de los anillos se desprende o se corta se desanudan los 54
otros dos; por lo tanto, los tres existen escénicamente en tanto estén anudados de esta singular manera borromea.
Funcionamiento paterno (nombre del padr~
Funcionamiento escénico
La intersección de los tres anillos es el número cero; como afirma Bertrand Russell, no existe magnitud numérica cuya cantidad sea cero, de tal modo, que es una clase vacía. Comprendemos el cero como esa clase vacía e indiscernible representante de una ausencia, donde se anuda la trilogía del funcionamiento escénico. El punto de intersección 1 entre el funcionamiento paterno y el materno, delimita ese encuentro fallido entre los sexos, ese "malentendido" del cual el hijo es efecto, el cual permanece reprimido y recubierto por el amor parental, que da lugar al deseo y la circulación fálica. El encuentro entre el funcionamiento del hijo y del padre (intersección 2) pone en juego la filiación, el linaje, la descendencia y la transmisión de la herencia simbólica del Nombre del padre. 30 30 Si hiciéramos un sucinto análisis de la tragedia de Edipo desde su funcionamiento escénico de hijo, la misma se sustentaría en el desconocimiento de dicha función. Cuando Yocasta (madre y esposa) se entera de la verdad sin ficción el espejo se rompe y en su dolor muere ahorcándose, Edipo toma un alfiler de la vestimenta de ella pinchándose los ojos (fragmentando su espejo), no hay imagen que soporte lo imposible de representar. El oráculo de Delfos se había cumplido. Edipo a partir de allí vagabundea sin imágenes, guiado por su hija Antígona (quien de esta manera cumple su funcionamiento filiatorio) llega a Colonos, donde las Eríneas (quienes castigaban los crímenes) lo
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La función paterna (que no todo hombre la ejerce), implica que el Nombre del Padre, la metáfora paterna y la circulación fálica, tendrán que realizarse, ponerse en escena en el encuentro con ese niño-hijo. A partir de allí, el niño cumplirá retroactivamente para su padre su funcionamiento de hijo realizando su herencia, o sea, apropiándose de su nombre y con él, de su posicionamiento como hijo, lo que en otro tiempo le permitirá instituirse como hombre y como padre. El encuentro entre el funcionamiento escénico del hijo y el de la madre delimita la lengua fundamental o sea, la lengua materna, que le otorgará al niño la consistencia necesaria (al despedazaron (volvieron a fragmentarlo) hasta matarlo. Finalmente Teseo sepultó su cuerpo en Atenas. Edipo se condena a la ceguera, a la oscuridad, su única compañía será Antígona funcionando como hija hasta el momento de su muerte. Antígona continúa su camino y coloca en escena una elección, una decisión, que no es forzada como la de su padre. Sabemos que la tragedia de Antígona se determina cuando ella decide enterrar a su hermano Polinices, quien había muerto traicionando a la patria, mientras Eteocles, su otro hermano, había muerto defendiéndola y, por lo tanto, tenía derecho a la sepultura y el otro no. Antígona decide sepultar a su hermano Polinices, aunque ella sabe que si lo hace morirá. Sostiene así su decisión existencial, el derecho de un sujeto a ser sepultado e inscripto por otro. A diferencia de Edipo que desconocía la ley, aunque por ello mismo la padeció, Antígona decide morir para ofrecer a su hermano la dignidad de una escritura, la de su muerte. De este modo, ella resignifica su herencia y su función de hija, soportando sus consecuencias. Retomando el mito edípico no podemos dejar de considerar una primera ruptura del espejo, fractura identificatoria, que se produce cuando los padres de Edipo conspiran en contra de él para que el oráculo no se cumpla, o sea, intentan eliminar a su hijo Edipo, para que la profecía según la cual mataría al padre y se casaría con su madre no se realizara, de allí que lo abandonan para que se muera. Al procurar matarlo paradójicamente desencadenan todo el mito. Edipo en su funcionamiento filia torio retorna sin saberlo a su propio origen, del cual ni él, ni sus padres pudieron desprenderse cumpliéndose el incestuoso e inefable destino. De este siniestro modo vuelve Edipo a nombrarlos como padres y ellos con su muerte vuelven a nominado como hijo, su fiel heredero. Sobre las raíces folklóricas y comparativas de este mito, en correlación con el hijo que se casa con su madre y mata al padre, véase Propp, Vladimir, Edipo a la luz del fiolklore, Barcelona, Bruguera, 1983.
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tocarlo, al limpiarlo, al mirarlo, al hablarle, al alimentarlo, al bañarlo de lenguaje) que le posibilite al niño-hijo responder a sus demandas, deseando. La premisa materna tendrá que soportar que amar a un hijo es sin duda renunciar a él. Al hacerlo trasciende a su propia muerte en el hijo, que la representará en la ausencia. De algún modo es una lucha contra el propio desvalimiento corporal. Dialéctica de la demanda y el deseo que se enuncia desde el Otro materno, dando lugar al interjuego del padre y del hijo, que al mismo tiempo la re-ubican en su posición de mujer y de madre, respectivamente. Los escenarios de la madre, el padre, y el hijo, se anudan alrededor de la insatisfacción que enmarca el espacio de juego de esta trilogía, cuyo motor principal es el deseo fálico (intersección cero), que no deja de enmascarar y asignar el escenario y la escena del juego familiar. En la trilogía familiar, el padre imaginario será quien, en relación con su hijo, se re-conozca en él como padre (más allá de lo biológicamente heredado). La herencia biológica no garantiza este espejo escénico, ese re-conocimiento esencial del padre en el hijo que sustentará su posicionamiento. 31 La función paterna nunca coincide del todo con el funcionamiento paterno, dicho de otro modo, la función paterna excede a quien la ejerce por sus implicaciones simbólicas. Será el padre simbólico, el padre como nombre (el nombre 31 El progenitor no se corresponde con el posicionamiento paterno. Este último es una construcción que al mismo tiempo que se conquista es conquistado por el hijo, en un acto filia torio trascendiéndolos a ambos. Así como Dolto afirma: "Sólo hay padres adoptivos", podríamos plantear a partir del doble espejo, qUe sólo hay hijos adoptantes. Cabría aquí sostener la diferencia entre niño y adulto al interrogarnos:¿ Un infans, un niño, puede elegir a sus propios padres? Recordemos el hecho bíblico cuando Jesús convierte a Juan en su sustituto como hijo de María. Frente a su muerte carnal, nombra a un discípulo como hijo (Juan), para que María pueda seguir cumpliendo su función materna, aliviando de este modo su pena, Juan soporta la muerte de Jesús y, al mismo tiempo, lo representa en su nombre como hijo. Juan no puede optar, pues lo que está en juego es el amor divino que a él lo nombra y lo determina en su función y funcionamiento escénico de hijo.
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del padre), quien por la vía materna introducirá la ley de alianzas y, con ella, las diferencias, la circulación fálica y las articulaciones del linaje. El padre real se instala para el hijo en tanto que como hombre desea a una mujer. El hijo-niño tiene un padre real en tanto éste ubica a una mujer como la causa de su deseo. 32 Si para el hijo una mujer causa el deseo de su padre, este padre real es agente del límite, de la castración, en tanto sostiene el enigma del goce del hombre por la mujer, y enmarca lo imposible de saber, de decir. El padre imaginario, simbólico y real, como lo hemos enunciado, delimita el interjuego dramático en relación con la descendencia, la transmisión y por lo tanto la herencia que se pone en escena en su funcionamiento parental Este particular lazo filiatorio e identificatorio del niñohijo en su correlación con la sexualidad, nos recuerda el relato bíblico en que Abraham se subordina incondicionalmente a la palabra de Dios. ¿Cuál era la señal de ese pacto? La circuncisión: "Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre yo y vosotros ... ". Indudablemente, como acto simbólico, cortar la carne del pene correspondía a ser identificado como hijo de Dios (Padre), el prepucio perdido en aquel acto daría cuenta de la filiación como la genealogía y la herencia. Aquel varón que no lo hiciera, que no cumpliera el mandato divino, quedaría "borrado" de la alianza. Lo que estaría fuera de la legalidad simbólica (divina), quedaría borrado de "entre los suyos". 32 Lacan afirma en su seminario "R.S.I.": "El padre sólo tiene derecho al respeto y el amor, si dicho amor está pére-versement orientado, es decir, hace de la mujer objeto que causa su deseo". Aclaremos que Pére-version, puede traducirse como ''versión del padre", "padre versión" o "padre perversión". Y en al seminario de las "Formaciones del inconsciente" afirma:" ... el niño que ha constituido a su madre ... ". Lo cual ubicaría al niño en esta doble posición qu€ pretendemos marcar de ser efecto y causa al mismo tiempo. Recordemos que en el seminario "El reverso del psicoanálisis" define al padre real del siguiente modo: "la noción de padre real es científicamente insostenible. Sólo hay un único padre real, es el espermatozoide. Por lo tanto no es en absoluto sorprendente que nos encontremos sin cesar con el padre imaginario".
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Sin pérdida simbólica que "corte" el cuerpo en el lugar (el pene) y el tiempo (siete días del nacimiento) de la alianza, borraría al hijo de su condición. Sin sacrificio (simbólico), no hay hijo posible. 33 Como sabemos, no se trata de ser un padre omnipotente, terrible o despótico para producir la privación, sino de ocupar un espacio en el deseo de la madre, y el modo en cómo ella se lo transmite a su hijo, para que él actúe en representación de esa legalidad que lo ubica en la escena como representante de su linaje. Siempre hay un espacio y una distancia escénica entre el niño-hijo y su madre. Los objetos y fenómenos transicionales nos hablan de este espacio disarmónico e incompleto (no todo entre ambos). El niño en su funcionamiento de hijo tendrá que soportar que amar a sus padres es, sin duda, renunciar a ellos. Si supusiéramos una madre "excelente", sin fallas, el niño como puro objeto de su goce respondería "armónicamente" a su demanda alienante. Si tomamos el decir de Winniccot de una madre "suficientemente buena", podría darnos cierta ilusión idílica de ser "buena madre" en oposición a una supuesta mala madre. No hay función ni funcionamiento materno ideal. Tampoco lo hay del padre y del hijo. En realidad se trataría de una madre· deseante y demandante, y de un niño-hijo que al desear le demanda incondicionalmente a ella nuevamente su amor. Es en ese espacio tridimensional de disarmonías y diferencias donde se estructura el primer diálogo escénico del bebé en su condición de hijo. 33 Al decir del Génesis, "El incircunciso, el varón a quien no se le circuncide la carne de su prepucio, ese tal será borrado de entre los suyos por haber borrado mi alianza", Génesis, Biblia de Jerusalén, Barcelona, ed. Española Descleé de Brower, 1971. El cuerpo, para la mística judía, es el lugar donde la inscripción divina deja su nombre. El acto de la circuncisión en la "carne" del varón deja marcado e incorporado al pacto del lenguaje, denominado en hebreo "Brit milah" que se traduce como "Pacto de la palabra". Desde ese momento, la circuncisión es la letra que en un mismo instante es herida, sexo, incorporación, corte, gesto, grafia, representación y origen.
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El desbordante diálogo del hijo-bebé Parafraseando a Winnicott, un niño "suficientemente bueno", o dicho de otro modo para evitar el supuesto ideal, un hijo deseante, será quien marque el saber y el no saber de sus padres. El bebé-hijo en su funcionamiento deseante enuncia una demanda de amor indiscriminada, inarticulable. El Otro (materno) en su funcionamiento escénico responde, acariciándolo, hablándole, cuidándolo, protegiéndolo. En esta relación de la madre con el cuerpo, las sensaciones y desechos (orina, materia fecal, saliva) de su hijo, se establece un espejo corporal-pulsional que crea superficies y delinea enigmas e interrogantes. Así como la madre desde el origen supone anticipando un saber en el bebé como hijo de ella, y en consecuencia le otorga una posición, lo interroga y le demanda, el bebé en la contracara del espejo, le demanda, la interroga y la ubica en otra posición a ella, como efecto simbólico de ese singular lazo primario. Ante la inmadurez y prematuración neuromotriz del bebé, ante la falta de dominio postura!, de control tónico-motriz, de la ausencia de la palabra, el Otro apela al lenguaje escénico soportando esa falta y dándole un sentido a las producciones corporales del infans. Como vemos, el hijo-bebé en su funcionamiento coloca en falta al saber materno al mismo tiempo que depende de él. En su respuesta el Otro ficcionaliza, virtualiza sus funciones corporales y motrices, o sea, le habla, le juega, le canta, lo acaricia y de este modo, ama a su hijo. Esta modalidad de relación tan estrecha, tan corporal y al mismo tiempo tan disarmónica, marca tanto el cuerpo del bebé como el de su madre. Este niño-hijo deseante es quien responde a la madre soportando su diálogo y frustrándolo al mismo tiempo, pues como nunca se calma y vuelve a demandar, la duda acerca de su decodificación o su respuesta estará instalada desde ese primer diálogo libidinal. 60
Como afirmamos en otros escritos, el diálogo tónicolibidinal se estructura en lo intocable del toque, en el cual el toque materno acaricia a un hijo y un hijo acaricia a un padre. Soportado en ese diálogo desean te, en lo intocable, ese toque genera cuerpo superficie en el hijo-bebé y también en los padres que en ese tocar se re-conocen en su funcionamiento parental donde su cuerpo no deja de ser marcado y desbordado por el de su hijo. En este juego de espejos la madre desborda con su demanda alienante al niño y el niño desborda con su demanda a la madre. Cabría aclarar que en ese diálogo corporal discursivo no hay reciprocidad, pues la posición de los padres en el discurso del hijo-niño no es complementaria, ni equivalente a la posición del hijo-niño en el discurso parental, de allí la disarmonía estructurante de la relación dialogal. ¿Cómo se instala este anudamiento escénico en el discurso materno? La madre imaginaria será quien se reconozca en el cuerpo de su hijo y en su funcionamiento maternal (cuidados, ayuda, sostén, decodificación, dedicación, etc.). En la madre simbólica, lo que primariamente está en juego no es el "deseo de hijo", sino el deseo de ser madre que funda la posición tercera, dando entrada al decir paterno. Entre ella y el hijo, se instala el padre, intercediendo y mediatizando esa relación. La madre real es la que más allá o más acá de su posicionamiento materno, se ubica como mujer causada por el deseo del hombre, del cual el hijo (niño) no participa, tan sólo marca el límite y el testimonio del encuentro fallido. Desde la posición del hijo-niño, el hijo imaginario será quien genere en sus progenitores ese primer espejo identificatorio donde el hombre y la mujer se reconocen en su funcionamiento parental, incorporando esta nueva función. Será porque el niño-hijo ocupa una posición de "agalma" que ilumina el deseo parental, transformándose en ese hilo misterioso y gozoso que marca la alineación y permite al mismo tiempo su circulación y separación. Un niño habrá tenido un padre, sólo si éste, a través del 61
funcionamiento escénico del deseo materno, se puso en escena durante su desarrollo configurando una transmisión, una legalidad, y una herencia simbólica que trasciende los cuidados maternos, pues implica una escritura delineada por el goce y limitada por el placer, al cual la inscripción escénica lo re-envía. Si esta verdadera puesta en escena, deseante, no se produce o fracasa, nos encontraremos con una estructuración del orden del autismo, donde el niño no se aliena al Otro, sino a las cosas en sí mismas, o a una estructuración psicótica, donde el niño situado como objeto de goce del Otro no podrá ni circular, ni separarse de esa alienación y posesión mortal que lo sujeta indefinidamente en una realidad imposible de representar, de historizar. El hijo-niño simbólico será quien represente a sus padres, en una cadena genealógica, como miembro y representante de su linaje. Herencia simbólica que los trasciende, legitimando su propia filiación y la de su hijo. El niño incorporará lo que se le transmite, configurándose lo propiamente heredado y, al mismo tiempo, la deuda simbólica por la vida que el Otro le otorgó y que él de algún modo procurará retribuir. El hijo-niño real será el que irreductiblemente marque el tiempo imponderable del límite (mortal) de sus propios padres; enuncia lo temporal, el nacimiento y la muerte como puntos irrepresentables de su propia condición parental (mortal). Lo inaprensible del hijo coloca en juego lo imposible de la propia finitud, como límite del funcionamiento parental. El niño armará su funcionamiento escénico cuando al amar a sus padres renuncie a ellos, y al hacerlo, conserve su nombre propio, a partir del cual pueda producir una diferencia que lo distinga de otros, sin perderse en el intento.
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Darío y su síndrome: el niño Kawasaky o ¿El hijo del doctor Kawasaky? "Detrás del nombre hay lo que no se nombra". Jorge Luís Borges.
Recuerdo el caso de Darío, un niño cuyo diagnóstico y diría su sobrenombre era el de su patología. Darío era un "KA WASAKY". Hasta el momento de la primera consulta no había escuchado hablar de ese síndrome, que por supuesto había sido descubierto por el doctor Kawasaky. El Kawasaky es un virus que trae aparejado distintos problemas arteriales y cardíacos, en la mayoría de los casos se produce en los adultos, por eso Darío era una "pieza" extraña y casi única, pues fue uno de los primeros Kawasakys bebés. Lo que le valió figurar (fotográficamente) en diferentes libros y congresos sobre la especialidad. Fue tan fuerte este impacto para los padres, que la mamá se transformó en voluntaria de ese hospita.l de niños con el objetivo de "ayudarlo y saber más sobre lo que le pasaba". En determinado momento la madre se entera de que el Dr. Kawasaky viajaba a un congreso en Brasil y se las ingenia por diferentes vías para que pase por Buenos Aires, así puede ver y conocer a su hijo Darío, "el niño Kawasaky" que lleva su nombre. Desde el punto de vista psicomotor, la enfermedad le había provocado a Darío una hemiparesia leve, que era lo único que visiblemente le había quedado de su síndrome, pese a que tenía controles médicos periódicos, siempre se temían más complicaciones funcionales. N o desarrollaré aquí todo el caso clínico, sino algunas escenas por donde se enunciará el camino transitado en el tratamiento. Cuando conocí por primera vez a Darío tenía cinco años, era delgado y pequeño. Lo primero que me sorprendió fue su mirada pícara y despierta. El movimiento de la mano iz63
quierda (que correspondía al lado afectado por la hemiparesia que le había dejado como secuela el Kawasaky), no paraba de moverse de arriba para abajo o de adelante para atrás. A veces metía la mano entre la ropa para que no se la viera. Era un movimiento que llamaba la atención por lo disarmónico y extraño. Daría intentaba así ocultar su mano y su lado paralítico (hemiparético). La paradoja era que cuanto más procuraba ocultar su mano (paralítica), más la daba a ver moviéndola. La tensión y el exceso por tratar de ocultar lo inocultable, inhibía su funcionamiento motriz angustiándolo aún más. De allí el síntoma psicomotor, con toda su fallida y caricaturesca verdad. El goce sensoriomotor reproducía el estado tónico-postural-tensional. Su mano izquierda tónicamente fría (diría desolada) y su pie izquierdo con una ligera semi-flexión, completaban el cuadro de situación con el cual me encontraba. En las diferentes sesiones registraba que Daría no hablaba, ni jugaba, ni incorporaba ese lado en sus producciones psicomotrices. Parecía que ese lado no lo usaba, y al mismo tiempo, no paraba de mover esa mano y su eje postura! para ocultar su defectología, o sea el rastro que le había quedado de su Kawasaky, que de este modo no dejaba de verse, de presentificarse. Paralelamente al trabajo con Daría comienzo a tener entrevistas con los padres, que con mucho dolor y sufrimiento empiezan a hablar de lo que a ellos les pasó durante el primer año de vida de Daría cuando se diagnostica la enfermedad. Junto con las fantasías que cada uno de ellos tenía sobre el probable futuro de su hijo. En las sesiones Daría propuso jugar al fútbol: el que ganara tenía que esconderle algo al otro. Así jugamos a una especie de fútbol-escondida. Notaba que en el mamen to en que estaba más compenetrado en el juego casi no movía su mano izquierda y su pie izquierdo lo apoyaba mucho mejor, sin arrastrar (no se notaba la hemiparesia), pero cuando se distraía o dejaba de estar entusiasmado 64
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por el juego, empezaba con sus movimientos irrefrenables procurando ocultar lo inocultable. En una sesión (aproximadamente a los cuatro o cinco meses de comenzado el tratamiento), Daría toma una muñeca que tenía en su espalda un sonajero que estaba un poco roto y hacía que pareciera una joroba. Daría la mira, la gira y la vuelve a mirar y me dice: "Jugamos al doctor y la curamos". Le respondo que sí; como la muñeca tenía una enfermedad rara (el sonajero de la espalda), entonces teníamos que ponerle un nombre a la enfermedad. "Sí -exclama Daría- ¿cuál le ponemos, qué nombre?"; le respondo "bueno, si vos descubriste la enfermedad tiene que llevar tu apellido, porque cuando los doctores descubren una enfermedad, ésta después de un tiempo lleva su nombre"- "¡Si!", Grita Darío "Se va a llamar la enfermedad de Martínez" (su apellido). "Dr. Levin, prepare por favor el material para operar". "Sí Dr. Martínez, como usted diga". A partir de allí se despliegan una serie de sesiones donde Daría trae curitas, vendas, remedios, con los cuales construimos "todo" un hospital, con pacientes (muñecos) que se van agregando y a los que de sesión a sesión hay que dejarlos en reposo para operarlos y cuidarlos. Por ejemplo, Daría llegaba y decía: "Dr. Levin, tenemos que ver a nuestros pacientes"; "Sí, Dr. Martínez" respondía y corría al consultorio donde habían quedado nuestros "pacientes"(muñecos). "Dr. Levin, a éste contrólele la fiebre, a éste tenemos que operarlo ... este otro está muy mal...". En esta serie de juegos de hospital, doctores y enfermedades a curar, Daría comienza a usar su mano izquierda como ayuda para cortar, colocar un vendaje o una curita. En más de una oportunidad, Daría me pide que lo ayude a usar su otra mano (la izquierda). En una de estas sesiones empieza a hablarme de las enfermedades de su tío y de su hermana. Es en ese momento cuando aprovecho para hablarle de su enfermedad: E -"¿Vos sabés que cuando fuiste bebé vos también tuviste una enfermedad?" D -(Silencio, luego:) "Sí".
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E -"Sabés cómo se llama." D-"¿Cómo?" E -"Kawasaky." D -"¿Por eso yo tengo problemas con mi mano?" E -''Sí, por eso." D -"¿Y qué es la enfermedad Kawasaky?" E -"¿Querés que le preguntemos al neurólogo que está aquí?" D-"Sí."
A continuación vamos al consultorio del neurólogo y cuando se desocupa, entre los dos (porque Daría no se animaba solo) le preguntamos qué es la enfermedad de Kawasaky. El doctor nos explica que es un virus, como un bichito y que viene una sola vez, él no lo va a tener más. También aclara que es por eso que él tiene ese problema con el pie y la mano del lado izquierdo ... ". Volvemos al consultorio y continuamos jugando al doctor; en ese instante aparece una especie de "mosquito". Daría dice: "Cuidado con el Kawasaky", le respondo: "No, no te preocupes, vos tuviste esa enfermedad cuando eras muy chiquito, ya no la tenés, ni la vas a tener más". Daríomemira y sigue jugando sonriente. Esta sesión marcó un jalan clínico en el tratamiento, porque produjo como efecto que Daría comenzara a incorporar su mano y el pie al esquema corporal. Paralelamente disminuyeron sensiblemente los movimientos y la tensión tónica tendientes a ocultar la parálisis. Lo que en ese momento también me sorprendió fue que no demandara jugar más al doctor, como si esejuegoya no le interesara o hubiera cumplido su objetivo o, dicho de otro modo, como si hubiera develado su secreto. A continuación vuelve a querer jugar al fútbol; utiliza mucho mejor su pierna izquierda y cuando juega como arquero usa las dos manos. El papá, que nunca podía buscarlo o traerlo a la sesión, se las arreglaba para "de vez en cuando" hacerlo. Daría siempre buscaba una forma de que participara en la sesión, a veces le mostraba una pirueta, otras le pateaba la pelota o le pedía ayuda. 66
En una oportunidad estábamos jugando a atar cosas con una soga, por ejemplo pelotas, muñecos, aros, sillas, que luego teníamos que arrojar al piso de abajo (estábamos en un primer piso que daba a un patio) y después recogerlas sin que se cayeran. El juego consistía en atar el objeto, tirar y volver a recuperarlo por medio de la soga. Daría se movía muy suelto, tanto al atar donde tenía que ser muy preciso con el nudo que hacía, como en el recoger, donde había que usar ambas manos si no se caían las cosas. Esa vez fue a pedirle al papá que nos ayudara, porque el objeto (silla) se había quedado trabado en un entrepiso y así participó de la sesión hasta el final. Posteriormente el papá comentaba que había recuperado a su hijo. El escenario clínico abrió un espacio para que el funcionamiento del padre se colocara en escena propiciando el re-encuentro filiatorio más allá del Kawasaky, que en algún momento pareció usurpar su nombre. Daría nos ubica frente a un niño que, más allá de su patología orgánica, ha podido constituirse en relación con su imagen especular-corporal, y hace uso de ella. A partir de lo cual lo psicomotor se ha configurado como síntoma donde se da a ver el sufrimiento de un sujeto. Partiendo de este escenario simbólico, hemos intervenido a partir del lazo transferencia! que se ha construido, procurando mediatizar y realizar un puente escritura! entre lo sensitivo y lo motor. Con Daría este puente pudo producirse sólo cuando el Kawasaky se anudó en la escena perdiéndose como cosa inamovible e irrepresentable. Desde este nuevo escenario, Daría soportó el Kawasaky desde otra posición donde no estaba cuestionada su imagen, resignificando su esquema corporal.
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En el nombre de un síndrome "El nombre ... he aquí el único objeto y la única posibilidad de la memoria" Jacques Derrida.
Tomemos un fragmento clínico: se trata de una niña muy pequeña de un año y ocho meses de vida. Su nombre es María Carla y posee un retardo moderado de su desarrollo psicomotor, sin un diagnóstico neurológico preciso. Todo su desarrollo se lentificó llamativamente, adquiriendo las diferentes pautas madurativas con gran dificultad. Los padres refieren que, por este motivo, el pediatra les recomendó realizar un estudio genético para descartar cualquier patología de base. Interesados por este estudio los padres consultan en un centro genético al que concurren los tres. Además de las preguntas de rutina, la genetista se detiene llamativamente en los rasgos faciales del padre, realizándole un interrogatorio sobre los mismos (color de pelo, posición de las cejas, aspectos morfológicos, ubicación de las orejas, etc.). Al poco tiempo llega otra genetista, que vuelve a observarlo y esta última sentencia, "Su hija es un «jKabuky!»" ''¿Un qué?" Pregunta ingenuamente y atónito el padre (posible transmisor). A continuación pasan a describirles cierta cantidad de caracteres morfológicos, que para ellos confirman este "extraño" síndrome detectado en Japón (de allí que lleva este nombre, ya que Kabuky es una máscara japonesa, a la cual se asemeja el aspecto físico de este síndrome, por el cual lleva este nombre). Luego de esta descripción y de las características anátomo-faciales, les enuncian otras características discapacitantes como el retardo en su desarrollo psicomotriz, la lentitud en los aprendizajes y la debilidad mental, por la cual María Carla tendría que concurrir a una escuela especial o diferencial, además de iniciar diferentes tratamientos para sanear los déficits. Los padres quedan azorados luego de esta "siniestra" entrevista y vuelven a consultar a su neurólogo y pediatra, 68
quien descarta este síndrome (produciéndose una controversia con él diagnóstico y pronóstico genético). Sin embargo a los padres les queda la duda que retorna en las entrevistas conmigo, ¿nuestra hija será un "Kabuky"? Esta duda y vacilación enmarca, empaña y engloba desde ese momento toda la relación con María Carla. Los padres comienzan a dudar de su funcionamiento como padres a punto tal, que les resulta muy dificil generar una escena lúdica distendida con su hija, no pueden disfrutar de ella y, por lo tanto, ella tampoco puede hacerlo de ellos. Queda cuestionado así su funcionamiento como padres y, desde el lado de la niña, su función escénica como hija representante de su linaje. Recuerdo que en las entrevistas diagnósticas quedo muy sorprendido porque el padre, al hablar de su hija, a veces la llama María y otras la llama Carla, él trae a la entrevista esta duda, no sabía cómo llamarla (nombrarla) si de una forma o de la otra. Cuando veo a María por primera vez, noto desde el comienzo un estado de gran fragilidad corporal. Apenas se sostiene en bipedestación, cualquier ruido o cambio de posición postura! la atemoriza provocándole un estado de tensión tónica, que inhibe y paraliza sus movimientos. Por momentos registra los objetos, los juguetes y parece interesarse por ellos, y en otros momentos, se la ve desatenta, como perdida, llora, cambia la gestualidad y su mirada parecería no mirar como antes. Es allí donde se rompe la escena y es difícil volver a producirla o generarla. Por ejemplo, nos sentamos en el consultorio María, la mamá, el papá y yo. María observa un juguete pero no lo agarra, la mamá le insiste "María agarrálo, jugá, dale", después de repetir esta frase varias veces, recién ahí María toma el juguete, se lo lleva a la boca, lo toca, lo mira (toda esta secuencia la hace muy lentamente) hasta que se le cae el juguete, yo lo tomo y se lo escondo en un lugar visible para que lo pueda tomar. María no lo hace, pasa el tiempo y luego de insistir de diferentes formas (mostrándole el juguete, haciéndole un sonido, acercándoselo) lentamente María lo vuelve a agarrar. 69
"' Los papás y yo tenemos que insistir mucho para que se pueda construir el escenario y la escena, donde lo sensoriomotor tenga un sentido posible y un recorrido relacional dirigido a otro. La fragilidad escénica pone en juego la propia labilidad de María para conquistar por sí misma su propio espacio, donde desplegar su desarrollo psicomotor. No olvidemos que en un primer momento lo motor y lo sensitivo dependen del campo del Otro. Podríamos afirmar, están en el Otro (debido al estado de indiferenciación e inmadurez con que nace el niño). Luego, en un segundo tiempo, el niño conquista una imagen propia, a partir de la cual se configura su sensorialidad y su motricidad. Sin imagen del cuerpo, lo "sensoriomotor" permanecerá holofraseado, solidificado, sin puente, quedará sin sentido, sin escena, sin representación, o sea, en lo real, donde no hay ni escenario ni resignificación. En el caso que nos ocupa, María se ha colocado en una posición frente al Otro donde ante cualquier desequilibrio se desorganiza de modo tal, que siempre son los padres quienes le solucionan los problemas y le organizan sus movimientos. Por ejemplo: los padres colocan una galletita cerca de María para que la pueda tomar, sólo tiene que levantarse para lograr ese objetivo, pero María no lo hace, comienza a llorar angustiada mirando la galletita. ¿Es que ella no puede alcanzar la galletita, o es que "sabe" que finalmente sus padres se la darán? La respuesta no se hace esperar, los padres se la alcanzan y vuelven a reemplazar y sustituir la motricidad de María por la suya. Ellos se mueven por ella. Frente a la presencia angustiosa de sus padres María tiende a inhibirse. En ese momento, lo sensorio (encadenado en el estímulo que es la galletita) y la motricidad se encuentran inhibidos, en parte por su dificultad neuromotriz de sostener bien su eje corporal, y por otra parte, montado en esta dificultad se asienta la inhibición psicomotriz que está delineada por su posición en relación con el Otro, lo que produce que éste se mueva en vez de y por ella. 70
Comprobamos, una vez más, cómo el funcionamiento de la función motriz está inhibida y reproduce el letargo (re-tardo) en el desarrollo. Lo motor finalmente lo suple el Otro, resignificándose para María lo sensorio en un estado de pasividad. Conjeturamos que en María el exceso traumático del diagnóstico de Kabuky ha dejado su impronta inamovible. Al decir textual del padre: "lo que me da más temor es lo genético, lo que ya no se puede modificar". Podríamos arriesgarnos a graficar esta posición sufriente, denotada y connotada en lo sensorio-motor, del siguiente modo: Lo sensorio
Kabuky --------+ Lo motor
Donde lo que se inscribió sin resignificación de manera congelada e inamovible es el Kabuky. Si el puente entre lo. sensorio y lo motor es el Kabuky, ambos remiten a él y no a María. María se ha perdido en la escritura ominosa del Kabuky. Es a través del síndrome Kabuky, en su nombre, que lo sensorio-motor, o lo motorsensorio, se encuentran en el mismo punto (holofraseado), sin distancia, o sea, en una posición inexorablemente obscena, donde María no deja de ser cuestionada: de allí su fragilidad e inhibición sintomática. En el trabajo con los padres de María procuro que ellos puedan desmentir, denegar, elaborar, anudar lo imposible del Kabuky para alejarse del síndrome y acerearse a su hija. A la vez sugiero una nueva consulta genética y neurológica ante lo severo y cerrado del diagnóstico y el pronóstico dado. Los padres van escuchando estas alternativas que al poco tiempo empiezan a tener sus efectos en la relación con María. Fundamentalmente el padre me comenta sorprendido que comenzó a llamarla a María siempre María, y no como antes, que "50% de las veces la llamaba María y 50% Carla", y afirma "a partir de llamarla siempre María la veo mejor, 71
me responde más, está atenta y contenta. Siempre me responde cuando la llamo. Eso antes no me pasaba. Yo desde que la llamo así la veo mucho mejor." El síntoma psicomotor en su inhibición y "retardo" delimita la historia de María, donde lo sensorio y lo motor se enlazan dramáticamente hasta llegar a "fusionarse", de modo tal, que por momentos se elimina la diferencia identificándose con la patología. Lo que ubica a María más allá del síndrome genético, en una posición gozosa con respecto al toque, la mirada y el discurso del Otro. Indudablemente María existe en esa particular modalidad psicomotora empobrecida y ensombrecida por el síndrome, donde se goza en el cuerpo, en ese singular puente "Kabuky" sensoriomotriz que la aliena e impide su desarrollo trastocando su estructuración subjetiva. El itinerario clínico nos llevará a dialectizar el Kabuky a través de la escena, procurando que el destino de María Carla no sea el del síndrome.
Capítulo 11
EL DOLOR EN LOS NIÑOS "Nuestro dolor es un dolor representado: nuestra representación queda siempre suspendida de la representación. Nuestra vida es una vida repre· sentada". Friedrich Nietzsche
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Diferentes escenas y escenarios de la infancia nos han llevado a introducirnos en una temática central para el desarrollo y la estructuración del niño. N os referimos al dolor como un verdadero acontecimiento por el cual necesariamente tendrá que atravesar el sujeto-niño. El dolor, tal como lo devela Freud, es un articulador, mejor dicho, un operador entre el cuerpo (lo corporal) y el alma (lo psíquico). Esta posición de frontera, nos confronta exactamente con el límite del cuerpo como órgano y el cuerpo subjetivado. Freud define precisamente este pasaje:
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El paso del dolor corporal (Klorperschmerz) al dolor psíquico, corresponde a la transformación de la investidura narcísica en investidura de objeto.'
Enunciado desde esta posición, el dolor corporal en la infancia operaría como una usina de sensaciones que tendrán que significarse a través del lenguaje para cobrar un sentido. ¿Podríamos preguntarnos qué ocurre con los primeros dolores que poseen los niños? 1 Sigmund Freud,lnhibición, síntoma y angustia, en Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1986.
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El dolor en el bebé "No se trata por tanto de construir una escena muda, sino una escena cuyo clamor no se haya todavía sosegado en la palabra". J acques Derrida
Cabría interrogarse sobre lo que siente un bebé frente al dolor. El interrogante resulta pertinente ya que hasta hace relativamente pocos años, se suponía que el dolor se transmitía por ciertas fibras nerviosas que no estaban presentes en el recién nacido o en el prematuro. De hecho se practicaban intervenciones menores de cirugía infantil "sin anestesia (hernias inguinales, estenosis del píloro, circuncisión)". Estudios posteriores concluyeron que incluso los niños más prematuros eran sensibles al dolor. 2 Frente a las sensaciones dolorosas el adulto dispone de sistemas defensivos que el bebé todavía no posee, por ejemplo: el sistema inhibitorio del influjo propioceptivo, y principalmente la secreción de "endorfinas (especie de morfina natural)". En el lactante este sistema inhibidor endorfínico es poco funcional, pues los receptores de endorfinas son poco numerosos en el nacimiento y se conforman progresivamente en su maduración. Desde el punto de vista médico hay ciertos signos físicos que pueden detectarse como indicadores de dolor: aumento de frecuencia respiratoria, dilatación de pupilas, aceleración del pulso, elevación de la tensión arterial, atonía psicomotriz, lentitud o falta de movimientos, irritabilidad-tensional, entre otros. Estos signos de dolor son muy poco específicos y como los lactantes no pueden hablar, los pediatras centran su atención en los registros de la madre o los familiares más próximos, pues afirman: "no hay nadie que conozca los niños mejor". Podríamos agregar que es a través de la relación con el Otro, que el pediatra podrá referenciar estos índices como dolor corporal en el bebé. 2 Sobre esta temática véase Annie-Gauvian, Piquard, "El dolor y el bebé", Lebovici, Serge y Weil-Halpern, Franr;oise, La psicopatología del bebé, México, Siglo XXI, 1995.
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Por el grado de indefensión con que nace el niño, la defensa frente al dolor corporal pasará por el campo del Otro, que es quien conformará la imagen corporal desde donde el infans podrá sostenerse. Es al Otro materno a quien primero le dolerá el dolor del bebé, de allí que en una primera instancia el dolor del niño pasará por el dolor que interpretará y decodificará el Otro como si fuera de él. La madre siente el dolor del bebé como propio y es desde su dolor que decodificará el del niño. El dolor nace así de ese encuentro de la sensibilidad naciente del pequeño con el afecto materno que referencia e incluye el dolor del niño en un marco simbólico. El bebé no puede comprender el dolor como dolor de sí, pues no ha constituido todavía su imagen y esquema corporal para referenciarlo a sí mismo. Para hacerlo tendrá que poder afirmar: "me duele", o sea, constituir una imagen corporal desde donde reconocerse y diferenciarse del Otro. En este trayecto, el niño pasará del "me duele" materno, al "me duele a mí", donde finalmente llegará a conjugarse su sensibilidad propioceptiva, interoceptiva y cenestésica, en la imagen corporal de sí, conformando su imaginario "yo", y con él, la posibilidad del registro corporal del dolor. A partir de su imagen, el niño podrá percibir el dolor como cierta exterioridad-incomodidad, como una extrañeza de sí mismo, que invade su cuerpo-imagen. Será entonces él quien demandará al otro ayuda para calmar su dolor que, de este modo, nunca será sólo corporal, ya que anudará la dimensión de existencia propia de un sujeto y enmarcará, a la vez, la diferencia entre su cuerpo y el del Otro. En un primer momento el niño incorpora el registro del dolor a través del dolor del Otro, que le otorga un sentido posible a la vivencia corporal. Es la madre quien supone el dolor del bebé a través del suyo. Sólo en un segundo momento el pequeño re-significará ese dolor como propio. Él tiene dolor, por lo tanto, no es el dolor, sino que lo tiene porque su madre lo ha nombrado como tal y él se lo ha apropiado e incorporado como referencia corpórea de sí. Se sitúan así dos tiempos lógicos del registro, la apropia77
ción, la incorporación y resignificación del dolor, durante la temporalidad instituyente y constituyente de la infancia. Al primer tiempo podríamos denominarlo tiempo en espera, ya que depende del supuesto materno (como del Otro), acerca del cuerpo y el dolor de su bebé. El segundo tiempo será el de la resignificación, siempre y cuando haya incorporado la vivencia de dolor como inscripción significante de su cuerpo, lo que finalmente le posibilitará re-conocerse y acceder a sus representaciones. El funcionamiento parental y del hijo conforman y actualizan un escenario donde la puesta en escena del dolor corporal, como experiencia subjetivante, por un lado los complementa (uno hace del otro su suplemento) y por otro lado, a la vez, los separa diferenciándolos, extraño espejo que se desdobla asimismo en múltiples escenas estructurantes. Tomemos pues algunas escenas de la primera infancia donde el dolor ocupa un lugar central. Podemos observar el escenario del lactante en los primeros meses de vida, donde el inte:rjuego de miradas con su madre delimita un espacio de encuentro y re-encuentro a partir de la mutua fascinación por el otro. El bebé que se reconoce en su madre pretenderá una y otra vez re-encontrarse con ella, pues es allí donde se re-conoce y por lo pronto se ubica y es. ¿Qué acontece cuando el lactante se encuentra con otro rostro y otra mirada que no es aquella que lo sostiene y ubica? Cuándo no ve a su esperada madre, ¿cuál será su actitud? El pequeño niño modifica la gestualidad, su rostro se transforma y se crispa, se tensionasu tonicidad y comienza a llorar. Todas estas reacciones gestuales, tónicas, posturales, ¿darían cuenta del dolor? Freud no da lugar a dudas al afirmar:
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Esta sensación de dolor es efecto de la desaparición, de la ausencia materna, que es vivida por él como una pérdida y una privación. El sentido de desolación se producirá si coincide una necesidad interna y actual (como puede ser el hambre), con la ausencia materna. Allí donde tendría que estar su madre, se produce un vacío que el grito del niño no alcanza a cubrir. Así retorna el malestar en el cuerpo hasta que la demanda sea resuelta. En esta escena el bebé no se sostiene todavía en su imagen, por eso necesita recurrir a la presencia del Otro materno, pues si no queda situado como cuerpo-cosa displacentero, donde lejos de re-conocerse, se desconocería. El dolor le quitaría el velo y aparecería el cuerpo sin imagen. Si el cuerpo no tiene imagen donde reconocerse, ya no duele sólo en el cuerpo, sino en el ser mismo de su existencia. Para que el bebé registre el dolor corporal, primero tendrá que dolerle a ese Otro primordial, a partir de quien el dolor del lactante tendrá un sentido posible, no como dolor, sino como llamada. Vemos cómo el dolor producto de la necesidad interna (endógena) del lactante se articula con el dolor por la ausencia de la madre, produciéndose un tercer dolor que simboliza a ambos: el Dolor como llamada y demanda de Amor. Podríamos graficarlo del siguiente modo:
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Dolor por la necesidad (Hambre, frío, calor).
Dolor por la ausencia de la madre.
La expresión del rostro y la reacción del llanto permiten reconocer que además siente dolor. 3
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Freud, ob.cit.
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De allí en más, para el lactante el dolor nunca será solamente corporal, sino que estará estrechamente ligado al campo del Otro desde donde será resignificado y escenificado en una red de significancias. N o hay nada más terrible para un bebé que un dolor que funciona como un puro estímulo del cual por sí solo no puede huir. El sentido del dolor reverbera y resuena vibrando tanto en el niño como en la madre. La posible significancia es siempre un decir abierto que requiere una interpretación. Darle un sentido al dolor -afirma N asio- es entrar en concordancia con el dolor, tratar de vibrar con él y en este estado de resonancia esperar a que el tiempo y las palabras lo erosionen.4
Detengámonos por un momento a analizar otras escenas de los primeros años de vida del infante, donde el dolor ocupa un lugar central en el encuentro-desencuentro con el Otro. Cuando el niño se lanza a caminar y posteriormente a correr, descubriendo y creando su propio estilo de movimiento, el placer en la motricidad que él va produciendo, se ve coartado y ordenado por el marco de legalidad que enuncian los adultos procurando evitarle el dolor. Para que la sensibilidad (en este caso dolorosa), encuentre su registro, tendrá que anudarse en el escenario simbólico que lo instala en una serie, y por lo tanto, quedar como una impronta de un acontecimiento donde se pone en escena el amor y la diferencia con el otro. Los que se ocupan de sus cuidados (ya que el bebé todavía no puede cuidarse), le organizan su espacio y su motricidad, construyéndole sus límites y por lo tanto su esquema referencial de movimientos (proyecto motor). Son esos momentos en los cuales el adulto le advierte al niño de los riesgos y peligros que corre si transgrede su palabra, o sea, la legalidad que enuncia en sus dichos, como por ejemplo: "No toques el enchufe, te podés lastimar"; "Cuidado con el fuego, te vas 4
Nasio, Juan David, El libro del dolor y del amor, Barcelona, Gedisa, 1998.
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a quemar, duele mucho"; "No me sueltes la mano cuando salimos a la calle, hacéme caso que hay muchos autos"; "No abras las puertas solo, te podés golpear la cabeza"; "No agarres los vasos de vidrio, te podés cortar y te va a salir sangre"; "Cuidado con los adornos, se caen y se rompen, si te dan en el cuerpo te va a doler"; "No muevas las sillas que se te van a caer encima y vos vas a caer con ellas"; "No saques la mano por la ventanilla del auto, cuidado". A la libertad psicomotriz que el niño comienza a producir, se le opone un ordenamiento simbólico que el Otro tendrá que construir a partir de sus propias pautas, pautando y ordenando la motricidad del niño. En esta verdadera construcción de los límites del cuerpo y la motricidad del niño, el dolor, como parámetro y representante de la legalidad simbólica, se transforma en un operador fundamental en el intercambio con los otros y en el armado de los límites y el esquema corporaJ.5 Podemos explicarnos así una de las escenas "dolorosas" de la primera infancia; nos referimos a esos momentos en los que el niño se lanza a correr y tropieza, cayéndose: en esos instantes el niño queda inmóvil, son momentos silenciosos, de gran tensión, el niño todavía no llora, como si detuviese su impulso a llorar unos segundos suficientes, para que el desconsolado adulto llegue junto a él. Es recién en ese instante cuando el niño comienza a llorar de dolor. Ese llanto detenido, producto del golpe o de la caída, espera la llegada del otro para producirse y que entonces "efectivamente" le duela. Llora también porque le duele al otro, porque ve reflejado su dolor en el rostro, en la actitud y la gestualidad desesperada, preocupada o sobresaltada del otro. 5 Sobre esta temática en particular nos hemos explayado oportunamente en el libro La infancia en escena ob. cit. El dolor actualiza y enmarca una realidad que no deja de ser cultural, como lo explicita ampliamente David Morris en el libro La cultura del dolor, Chile, ed Andrés Bello, 1994. Sobre esta problemática es interesante el planteo de Buytendijk, acerca de la diferencia entre el dolor en los animales y el hombre, véase de este autor, El dolor, Revista de Occidente, Madrid, 1958.
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Ese llanto que podemos denominar en Espera o en llamada al Otro, se exacerba si aquel que va a ayudarlo, por ejemplo, exclama: "¡Sangre!"; o "¡Uy, lo que te pasó!" "¿Qué te hiciste?". Es allí donde el llanto del niño descarga toda su furia, toda su fuerza. Como si por esas palabras y actitudes del adulto, el golpe o la caída dolieran más. Como vernos se trata de una escena y un escenario, que si lo analizamos y describirnos parece cinematográfico o teatral, en tanto está dedicado, colocado en función del Otro. Esta escena tan habitual durante la infancia nos marca un encuentro posible e imposible entre el cuerpo del niño, su dolor y el dolor del Otro. Durante la infancia,. el dolor nunca es totalmente carnal, pues se entrelaza y dramatiza estrechamente con el amor del otro, que le confirma y le otorga existencia. Con más precisión diremos que el Otro se ocupa y se esfuerza en "descarnalizar" o ubicar, fuera del "cuerpoórgano", el afecto-efecto doloroso. Ese verdadero "extracuerpo" que genera el otro se instituye como una escena ficcional investida de amor, en el que el dolor se humaniza en una apariencia.
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Dolor y ficción en el niño "La fatiga de la mano cuando uno dibuja constituye una percepción del paso del tiempo." Pablo Picasso
Daremos un ejemplo que no deja de sorprendernos en el tránsito cotidiano de la infancia. Sin ir más lejos, este libro tiene su origen, en parte, en una escena que me causó profunda impresión y me llevó a reflexionar sobre ella. La escena transcurre en un bar de Buenos Aires, allí me encontraba leyendo y escribiendo, cuando en la mesa que estaba frente a mí se desplegó el siguiente escenario: un niño de aproximadamente tres años,jugaba alrededor de la mesa
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donde estaba su madre tomando un café. El niño se movió en torno a la mesa y en un momento realizó un mal movimiento (una torpeza) y golpeó su cabeza con la punta de la mesa. A partir de allí, el niño gritó y lloró dando muestra de mucho dolor, a punto tal que (como si el tiempo se detuviera) todo el bar detuvo lo que estaba haciendo y observó la escena, compartiendo un poco la angustia que frente a nuestra mirada se desplegaba. En esos instantes de tensión, mientras el niño lloraba y el mozo intentaba encontrar hielo para su golpe de cabeza, la madre se levantó de su silla, miró al niño y luego miró la mesa (como si ella fuera un personaje) y exclamó -"¡Mala mesa!; ¡Mala mesa!; ¡Mala!; ¡Mala!", acompañando esta exclamación con gestos y golpes a la mesa como si ella fuera la culpable de semejante golpe, de ese dolor. A continuación el niño, que no había dejado de observar la actitud de la madre, paró de llorar, dejó de gritar, modificó su postura y gestualidad dolorosa y hasta esbozó una sonrisa de satisfacción por lo que había hecho la madre; a partir de allí no le dolió más, dejó de llorar y continuó su juego como si no hubiera ocurrido nada. Recuerdo que en ese momento, sorprendido por la escena que ante mí se acababa de desplegar, tomé apresuradamente mi agenda y comencé a escribir lo que había pasado. Mi primer razonamiento fue el siguiente: ¿Qué pasó con el dolor? ¿El dolor de la cabeza, del cuerpo, pasó a la mesa? ¿Le duele a la mesa y a él ya no le duele más? ¿Por qué la madre construyó ese escenario para que no le duela? ¿A quién le duele el dolor de ese niño? ¿Dónde duele el dolor? Indudablemente, ante el golpe y el dolor del mfio, su madre construye un escenario nuevo donde comienza a desplegarse la escena descripta. Conjeturemos acerca de lo que le ocurrió a ese niño en esos breves instantes donde el dolor -corporal (carnal)- lo invadió todo. El golpe en la cabeza probablemente le resultaba 83
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tan intenso que fracturaba la unidad de su imagen, apareciendo la cabeza doliendo como un todo (cabeza-cuerpo todo junto) la intensidad de la excitación se centralizaba en la cabeza, en el golpe. Recordemos que es justo así como describe Freud el dolor "... cuando una excitación surgida en la periferia quiebra los dispositivos de para-excitación y actúa desde ese momento como una excitación pulsional continua, contra la cual son impotentes las acciones musculares eficaces que en otras circunstancias sustraen a ella el sitio excitado". En el ejemplo dado queda claro que el niño no puede sustraerse solo de su dolor de cabeza. Cuando la cabeza quedaba ubicada en posición de puro dolor, de un real, sin representación, la madre generó un espacio ficcional donde el dolor se articuló a un sentido posible (ése que le imprimió ella), anudándose y ligándose nuevamente a una imagen. Procuraremos graficarlo: Cuando el niño se golpea la cabeza el estímulo (la excitación) no retorna en imagen sino que queda instalado en el cuerpo-cabeza.
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de la mesa lo desaliena y ]o separa de la cabeza (estímulo doliente) desplazándolo hacia la escena lúdica en cuestión. Ahora a la mesa "le duele" lo que a él le dolía en la cabeza. Esta verdadera invención y operación materna reordena el circuito libidinal enlazando la imagen a un escenario representacional donde el niño puede re-conocerse.
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El dolor queda desplazado del cuerpo y es sustituido por la escena de la mesa. El dolor así está anudado (espacio simbólico) y virtualizado (espacio imaginario).
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Aparece así presentificándose la cabeza en lo real doliente. Cuando el Otro (en este caso materno), le arma e inventa un escenario de ficción (de juego) le comienza a doler a la mesa porque se portó mal y, de este modo, el dolor ficcional 84
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El dolor es unificado en el juego de la mesa que engendra y descubre la madre, allí duele menos. Entre el estímulo y el dolor, en ese "entre dos", se constituye la escena como un puente posible frente a lo imposible del órgano doliente. El dolor en sí cuestiona la imagen ya que la quiebra, fragmentándola. Cuando emerge ese fragmento corporal doloroso se desinviste la imagen, pues el dolor no es especularizable. El dolor no tiene espejo, no se refleja. (Esquema 1.) Al no haber espejo frente al dolor, durante la infancia resulta necesario el armado del escenario (Esquemas 2 y 3) como un modo de amortiguar sus efectos carnales que lo retrotraen a lo impropio y real del cuerpo-órgano. .Esta extraña dialéctica del niño, lo corporal, el dolor y la imagen del cuerpo, nos remite directamente a procurar ubicar, en nuestro esquema del espejo, la problemática, muchas veces dolorosa, del niño con problemas neurológicos. En estos niños el equipamiento neuromotriz y su función se encuentran lesionados (el grado de la lesión dependerá en gran parte de su patología de base, nos referimos aquí a niños con síntomas convulsivos, diferentes tipos de epilepsias, parálisis cerebrales u otros síndromes de origen genético) lo que provoca un disfuncionamiento neuromotriz característico de cada patología. En diferentes momentos estructurantes de la infancia, el órgano lesionado podrá emerger doliendo, cuestionando por un lado el saber parental, y, por otro lado, la propia imagen del niño, y, con ella, su existencia subjetiva.
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El dolor sin imagen "El dolor físico nos pone en oposición con nuestro cuerpo, el cual se muestra totalmente extraño a aquello que está olvidado en nosotros" Paul Valery.
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He tenido la oportunidad de trabajar con un niño al que llamaremos Pedro, que tenía una enfermedad degenerativa-
desmielinizante progresiva, una leucodistrofia que por diferentes motivos se detectó recién a los seis años, cuando el niño comienza a perder repentinamente todas sus adquisiciones, comienza a dejar de hablar, pierde paulatinamente el equilibrio y no puede caminar bien. Se lleva cualquier objeto a la boca, muerde, tira el pelo descontroladamente, deja de jugar, perdiendo el interés por las cosas que antes le interesaban y la mirada denota una profunda tristeza y sufrimiento. No mencionaré aquí lo que significó para los padres de este niño todo el proceso diagnóstico de la enfermedad, que incluyó numerosos estudios e interconsultas (incluso con especialistas del exterior), donde el cuerpo de Pedro fue analizado, descripto e investigado científicamente con diferentes métodos diagnósticos, hasta que se confirmó la leucodistrofia progresiva, cuyo pronóstico lo llevaría involutiva e indefectiblemente hasta la muerte. Desde el punto de vista clínico el trabajo con los padres y con toda la familia consistió desde el inicio en un trabajo de elaboración (de duelo) de la severa enfermedad que padecía Pedro, pues además él necesitaba un cuidado especial ante la gran involución que experimentaba en todas las áreas (cuidados especiales para comer, movilizarlo, dormirlo, cambiarlo, etc.). Trabajar con Pedro implicaba, necesariamente, trabajar con el sufrimiento familiar y el gran dolor que la enfermedad (estrechamente ligada a la muerte) provocaba y erosionaba constantemente, cuestionando la imagen parental, familiar y de todo su entorno. Pedro también cuestionaba mi lugar como terapeuta, como representante de la cura que no podía hacerle frente a lo imponderable del desenlace final. Incluirme en esta historia, en este sufrimiento, no dejaba de conmoverme e impresionarme. A lo largo del tratamiento con Pedro he tenido que ir a trabajar a su casa (por la imposibilidad de movilizarse), al hospital (donde fue hospitalizado por una serie de convulsiones) y a su escuela especial, donde conseguimos que lo aceptaran (pese a su diagnóstico y funesto pronóstico).
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Describiré aquí los comienzos del tratamiento, que se entrelaza con la estrategia de entablar un lazo transferencia! con Pedro, despegándolo en lo posible a él y a sus padres de la leucodistrofia que invadía permanentemente las actitudes, las palabras, el cuerpo y el discurso de todos los que lo rodeaban. Pedro llega al consultorio cuando tiene siete años, apenas se mueve con gran dificultad, permanece todo el tiempo sentado moviendo escasamente los brazos. Hace algunos ruidos (como si fueran restos de palabras) y mira, me mira, el diálogo se establece a partir del interjuego de miradas y las palabras que coloco a esta escena. Lentamente voy armando el escenario y la escena mostrándole objetos y juguetes, procurando encontrar su afirmación a través de su mirada o su sonido que voy transformando en palabras, que arman la relación. La mirada y la voz de Pedro en muchos momentos parecen desvanecerse, o escabullirse, y es allí donde se desploma su postura, su eje corporal. Parece desconectarse de la relación que intento armar, se contrae y retrae mordiéndose los dientes, se tensiona, la mirada se transforma en dolorsufrimiento. Ante este escenario, coloco palabras a su sufrimiento manteniendo el hilo de la relación que procuro constantemente re-establecer. A lo largo de las sesiones registro que, cuando lo movilizo, él pierde el equilibrio y se cae, o al no sostenerse se golpea y no se queja, ni da muestra de dolor, tampoco realiza ninguna gestualidad que dé cuenta de esa caída, de ese golpe o esa tensión tónico-muscular. Ante ese escenario me interrogo: ¿A Pedro no le duele? ¿Es posible que no sienta dolor? ¿Los efectos de la grave enfermedad lo desensibílizaron? ¿Ante la caída y el derrumbe de su esquema corporal, dónde registra el dolor? ¿Cómo conformar o reconstruir el límite corporal en un cuerpo que poco a poco se va desmielinizando y decayendo? Como afirmé, el tratamiento con Pedro me impactaba; procuraba jugar, armar un escenario guiado por su mirada,
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vibraba con él en su vibrar, en sus tensiones, calculándoles un sentido posible, luchaba frente a lo imposible que su organicidad nos imponía, tanto a él, como a mí, en el intento de enlazar lo que se desenlazaba, de simbolizar lo que, sin sentido, insondablemente, se presentificaba en sus pérdidas y caídas. Fue este mismo impacto y conmoción que se producía en la relación clínica con él, en ese lazo sutil y sufriente investido de amor transferencia!, lo que me llevó a reflexionar e intentar re-instalar la dimensión del dolor que en Pedro se había perdido. Con tanta fragmentación y pérdida, tanto de las funciones como de las imágenes y representaciones corporales, ¿qué se podía hacer?. Noté así que Pedro observaba detenidamente un pequeño pajarito de mimbre que estaba en la sala de espera, aproveché esta mirada dirigida y, bajando el pajarito, se lo entregué. Pedro lo toma con la mano y lo aprieta con fuerza. Ante esta actitud, modifico el tono de mi voz y comienzo a hablar como si fuera el pajarito, transformándolo de pajarito adorno a pajarito-títere-personaje gritando, "¡No! ¡No! ¡Ay! ¡Me duele, que dolor! ¡Si me apretás tanto me duele! ¡No me aprietes! ¡Duele!" Pedro me mira, mira el pajarito y se detiene, lo suelta. El pajarito sigue hablando, "¡Uy!, me dolió, me hiciste llorar, no lo hagas que duele". Pedro vuelve a tomarlo y se lo lleva a la boca y lo muerde. El pajarito vuelve a gritar, "¡Nooo!" Pedro lo suelta. "No me muerdas!", vuelve a gritar el pajarito. Ahora yo, como Esteban, agarro el pajarito, lo acaricio y le digo" Pedro, mirá, le duele", mira y le señalo el cuerpo, "cuando lo apretás o mordés, a él le duele mucho y el dolor lo hace gritar y llorar". Pedro me mira y se sonríe. Registro su sonrisa y él vuelve a tomar el pajarito, repetiéndose la escena. En las siguientes sesiones el pajarito pasa a ser un personaje que nos acompaña, que nos molesta, que nos engaña, que se transforma en un amigo, siempre quejoso de cualquier dolor. A veces es Pedro y otras veces soy yo quien le hace daño al
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pajarito ; entonces él huaca refugio en alguno de nosotros, protegiéndose del dolor. Todas estas escenas que comienzan a desplegarse en el escenario clínico van acompañadas por una gran atención de Pedro, a la vez que comienza a tener más gestualidad, realiza más sonidos, su mirada está mucho más vivaz y, por momentos, está más al-egre y demandante. Frente a la continua y degradante pérdida de su motricidad y su funcionamiento corporal, recurro al único sostén que considero posible en ese momento, su deseo. Su deseo de vivir pese a lo irremediable e imponderable del desvanecimiento orgánico. A través del despliegue escénico-transferencial descripto, Pedro encuentra una referencia simbólica e imaginaria donde ubicarse para comenzar a anudar ese real-gozoso que se le impone desenfrenadamente. A veces Pedro llegaba totalmente hipotónico, casi sin deseo de mirar, ni hacer nada, el peso de lo real parecía transformarse en una inmovilidad-nadificante, que lo coagulaba en ese estado casi inerte, sin movimiento. Era allí, en esos momentos, cuando aparecía el pajarito (personaje) en escena, picándole la nariz, o escondiéndose entre sus ropas, o haciendo una payasada, o gritando auxilio o diciendo malas palabras, lo que hacía que "rápidamente" reaccionáramos. Pedro sonreía, trataba de agarrar el pajarito, yo lo acompañaba tratando de mantener viva la escena, nos mirábamos vivamente. Yo buscaba la confirmación de la escena a través de su mirada o su grito, o de los movimientos de sus brazos. De este modo se conformaba un espacio de ficción, de creación, por lo menos en esa creencia trabajaba. El personaje del pajarito motorizaba el escenario y nos colocaba en escena, colocando a Pedro en un espacio sin fragmentación, en un espacio íntimo y audaz, donde cada vez más tenía un sentido frente al desmoronamiento. En esos momentos jugábamos un juego en un espacio virtual donde la leucodistrofia parecía desaparecer en función del escenario. "Negábamos" la patología y abríamos el jugar como un campo posible frente a lo siniestro. 90
Lentamente Pedro recuperaba su deseo de vivir y, con él, también sus sensaciones de dolor. Su dolor corporal se articulaba en su deseo de vivir, demandando ayuda para sentarse, para comer, para moverse; ya no le daba todo lo mismo y las cosas no le eran indiferentes. Había comenzado a re-investir su cuerpo, empezaba otra vez a sonreír y recuperaba parte de su alegría, estaba más atento a lo que pasaba a su alrededor a través de su mirada y de la gestualidad que podía realizar. Cuando algo le dolía trataba de avisar y protegerse. Recuerdo que durante un juego, al intentar tomar un objeto (estaba sentado), se balanceó para un lado y se cayó, sin darme tiempo a reaccionar. Sin embargo, para no lastimarse, Pedro colocó los brazos y de este modo amortiguó el golpe. Así comenzaba a defenderse, a cuidarse, desde la mínima (máxima) posibilidad que le ofrecía su "realidad" corporal". El dolor no duele sin sujeto. Pedro, al recuperar a través del escenario y la escena clínica su deseo de vivir frente a lo imposible que se le imponía, recuperó su alegría y su dolor como instancias subjetivantes desde las cuales hacer frente a lo real de la patología. Desde allí, pese a todo el malestar, su leucodistrofia dolía menos y su esquema corporal lograba sostenerse en una serie de representaciones posibles. 6 No duele tanto el dolor corporal en sí, sino que dicho dolor no tenga ningún sentido, no tenga ninguna representación posible, allí se presentifica y se coagula lo carnal al estímulo doliente sin mediación posible, donde lo real se torna obsceno. En Pedro, el escenario y la escena que mediatizó su dolor carnal y permitió su desplazamiento, se sostuvo en el lazo transferencia} donde se estructuró la relación y a partir de ella, el dolor, pese a lo imposible, se transformó en demanda. ·'';
Los trabajos de Jean Berges y Gabriel Balbo parecen confirmar nuestras hipótesis. Ellos ubican al mecanismo del transitivismo como una posible identificación que le permite al niño un reconocimiento imaginario y simbólico, a partir del cual el afecto-doloroso puede conformarse como parámetro de representación del propio cuerpo. Sobre el transitivismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999. 6
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Desde mi posición clínica la sensación era devastadora, como si algo arrasara con todo lo que habíamos creado, y yo no podía hacer nada para evitarlo. Esta sensación siniestra de desmoronamiento me angustiaba y paralizaba. Pude salir de allí vía la supervisión y la reflexión acerca del temor a la muerte que esa escena provocaba. ¿Es posible transformar una convulsión en una escena? ¿Qué pasaba con el dolor que provocaba la convulsión? ¿A Aníbal no le dolía? ¿Una convulsión, puede no doler? ¿... Y el sufrimiento? El primer paso que procuré dar fue pensar que se trataba de una escena y un escenario, en el cual, de un modo u otro, estaba incluido. Empecé a tomar a la convulsión como parte de la escena. Fue ésta una primera construcción clínica, comenzar a considerar a la convulsión como una realidad escénica y no como una descarga estrictamente neuronal, imposible, irremediable y nefasta. 7 Al considerar la convulsión como formando parte del escenario clínico, pude comenzar a recuperar el lugar clínico que la convulsión neurológica quebraba cada vez que aparecía. En realidad era mi propia imagen y mi propio saber como terapeuta lo que se resquebrajaba ante semejante invasión neurológica: de allí la parálisis y la angustia.
El dolor de las convulsiones "Doble maravilla: hablar con el cuerpo y convertir al lenguaje en un cuerpo., Octavio Paz
He tenido ocasión de atender a un niño con síndrome de West que en el momento de la consulta tenía cinco años. Aníbal realizaba más de cuarenta convulsiones por día, los padres habían recurrido a diferentes enfoques neurológicos y tratamientos, ninguno de los cuales había podido detener las convulsiones que se caracterizaban con momentos de ausencia y temblores en todo el cuerpo. No hablaba (emitía sonidos articulados) y no ca:rn.inaba. Permanecía la mayor parte del tiempo sentado, su mirada por momentos parecía vivaz y había podido establecer un fuerte lazo transferencia! a través de un títere que llamábamas "María". A María la había incorporado a la escena desde el comienzo del tratamiento, ya que había notado que él se detenía a mirarla dentro de un canasto con diferentes juguetes que yo le presentaba todas las sesiones. Aníbal permanecía atento a los juguetes y a la escena que junto con el personaje "María" escenificaba, pero en determinado momento impredecible empezaba la convulsión, tiraba la cabeza para atrás, se le transformaban los ojos, quedaba inmóvil sin responder a mi "desesperado llamado" y luego se sucedían movimientos mioclónicos y espásticos hasta que se detenían. Aníbal quedaba inmóvil y lentamente comenzaba a "conectarse" nuevamente. La escena de la convulsión duraba muy poco tiempo, 1 o 2 minutos, pero para mí representaban "horas", era un instante devastador. En el momento convulsivo se rompía todo el escenario y el clima que habíamos logrado, se quebraba la escena y culminaba la sesión sin terminar de reponernos de semejante estrago. Era como si a Aníbal no le doliera: imprevistamente venía la convulsión, se cortaba todo, se quebraba y fragmentaba la escena, y al cabo de esos minutos era imposible retomarla o retornar al mismo escenario. Había una grieta, un corte no simbólico que no podíamos atravesar. 92
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7 Considerar a la convulsión de este modo implica tener en cuenta diferentes niveles del cuerpo, tal como lo enuncia Paul Valery. Para este autor existen cuatro cuerpos, ellos son: un mi-cuerpo sensible, "que nos pertenece algo menos de lo que le pertenecemos"; un segundo cuerpoimagen exterior, es aquel "que ve en nosotros", el que ofrece el espejo; un tercer cuerpo, el cuerpo-órgano, que se conoce tras reducirlo a trozos, fragmentos y jirones; finalmente un cuarto cuerpo, considerado incognoscible, desconocido por los saberes, pero sin el cual, los otros tres cuerpos no tienen sentido. El cuarto cuerpo implica, para nosotros, un saber escénico no sabido que enlaza los tres cuerpos y les otorga consistencia encarnándolos. Véase Valery, Pa1,1l, Estudios filosóficos, Madrid, ed. Visor, 1973, cap. 11. Como antecedente de estos cuatro cuerpos no podemos dejar de mencionar la filosofia de Spinoza, en especial su tratado sobre la ética, donde el cuerpo funciona como imagen de afecciones y vivencias corporales más allá de la "realidad" carnal.
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Por ejemplo: en esta "nueva" realidad clínica Aníbal llegaba y empezábamos a jugar con el títere María, a realizar una torre con cubos cada vez más alta. Estabamos jugando y en un momento comenzaba a gritar y empezaba a dramatizar la convulsión, tiraba los cubos, se tiraba para atrás, temblaba quedándose en el piso. Aníbal miraba atento, completando la escena mis palabras, "María", ¿qué te pasa? ¿Te podemos ayudar? Aníbal, ¿cómo la ayudamos?, ¿es una convulsión?" Aníbal me miraba, sonreía un poco y miraba a María. María decía, "¡Ay!" "¡Ay!" Yo exclamaba.: "¡Mala convulsión!" "¡Mala!", "¡Interrumpiste el juego y la hacés sufrir a María!" "¡Mala, mala!, ¿quién te invitó?","¡ Chau, andáte!, no vengas más". "¡Salí!". Aníbal comenzó a sonreír y se lo notaba muy comprometido en todo lo que pasaba. "María", poco a poco, comenzaba a recuperarse en la escena y junto con Aníballa acariciábamos. Yo empezaba a decir "¿Aníbal, a vos también te pasa como a María, cuando te viene la convulsión?". "¿También te molesta y te duele?". Ante la mirada de Aníbal, "María" y yo le explicábamos que también queríamos ayudarlo a él cuando le venía la convulsión, y que entre todos podíamos hacer que no viniera o que se fuera rápido para poder continuar jugando. "Nos encanta jugar con vos", le decíamos. El efecto de este nuevo escenario, que procuraba crear valiéndome del títere "María", no se hizo esperar y Aníbal comenzó a tener convulsiones más breves y menos intensas. Cada vez que estábamos jugando, en algún momento "María" se anticipaba haciendo algún gesto, o teniendo alguna actitud, o gritando "¡me vuelve la convulsión!". Ante esta situación nos mirábamos con Aníbal y empezábamos con la escena descripta anteriormente, para que la convulsión de María se fuera o no llegara. Aníbal sonreía frecuentemente y acompañaba la escena, que se continuaba con el juego que estábamos produciendo en el momento anterior a la convulsión de "María". Esta anticipación simbólica, que realizaba a través del 94
títere "María" encarnando la convulsión, me permitía captar y observar ciertas actitudes, movimientos, acciones y sonidos vocálicos, algunos de ellos muy sutiles, que me permitían anticipar la próxima convulsión de Aníbal. Estas sutiles modificaciones tónicas, vocales, posturales y gestual es se transformaron en un verdadero diálogo, pues en esos instantes tomaba a María y comenzábamos a hablarle a la convulsión de Aníbal para que se detuviera, para que no viniera, que no nos interrumpiera, que no interfiriera en nuestro juego, que no doliera más. "María" se enojaba, gritaba y eso la acompañaba armando el escenario y la escena para no dejar solo a Aníbal con su convulsión. Era un intento de separar a Aníbal de su convulsión y su dolor por medio de la escena anticipatoria. Los efectos no dejaron de sorprenderme. Cuando llegaba la tan anunciada y preparada (anticipada) convulsión, era como si fuera menos intensa, como si "todos" pudiéramos controlarla mejor. Junto con "María", tomábamos a Aníbal tratando de contenerlo, hablándole y dramatizándole la escena todo el tiempo que duraba la convulsión. Aníbal se recuperaba más rápido (y "María" también) y, casi sin pausa, intentábamos recuperar el juego que estábamos realizando hasta el instante de la convulsión. Éste fue el primer efecto manifiesto que registré en el intento de anudar lo inasimilable y traumático de la convulsión. Posteriormente observé que, frente a la escena que construía, se producía en Aníbal un efecto de retardo en la convulsión. La convulsión se desencadenaba menos repentinamente que al comienzo, había un tiempo de freno, de detención (previo a la descarga) que se espaciaba en la escena. Este espaciamiento me daba la pauta no sólo de los efectos del escenario anticipatorio, sino de cómo la escena se introducía "secretamente" entre Aníbal y la convulsión, al modo de una interdicción, de un tercero, que produce una división y una separación entre la cosa (convulsión, lo sensorio) y el sujeto, Aníbal, con su respuesta motriz (gestual). Estábamos en este proceso clínico cuando recibo un llama95
do de la madre de Aníbal diciéndome que habían tenido que internarlo, porque había sufrido una seguidilla de convulsiones y por prevención estaría dos días internado. Decido entonces concurrir al hospital. Lo hago llevando a "María". Aníbal estaba en la cama con una mascarilla de oxígeno y semi-atado (para que no se sacara la mascarilla y un goteo intravenoso que le estaban haciendo). Al vernos se sonríe, "María" y yo le hacemos unas caricias, "mimitos", y le hablamos a esas convulsiones malas que siempre nos molestan, que no nos dejan trabajar tranquilos. Le dijimos que queríamos que Aníbal saliera del hospital para venir a jugar al consultorio. Nos quedamos un tiempo con él, conversando y "jugando" con los aparatos del hospital. Luego me quedé hablando largamente con los padres que estaban muy angustiados y apenados con lo sucedido. Al día siguiente Aníbal sale del hospital y continuamos normalmente nuestros encuentros. Las sesiones siguientes transcurrieron dramatizando la escena del hospital con "María", o sea, a "María" le vienen las convulsiones, le duelen, y jugamos a que la llevamos al hospital y le damos remedios. A Aníballo noto más atento y vivaz, acaricia a María, realiza más sonidos que se entienden mucho más como por ejemplo "ban han" (Esteban), mamá, papá, aaa, María, "au" "au" "au" (chau), "ua" "ua" "ua" (agua). Con su gestualidad y sus ya sonidos (palabras) participa activamente de la escena, a la vez que la modifica y se enriquece cada vez más. Esta evolución ocurre a pesar del episodio por el cual Aníbal tuvo que ser hospitalizado. Casualmente, a partir de ese momento empieza a tener menos convulsiones. Para nosotros esta disminución se debe a dos factores; por un lado, hay un cambio de medicación que indudablemente lo ha favorecido, y por otro lado, el compromiso y la riqueza del escenario representacional. La escena clínica delimita la distancia necesaria entre él y su convulsión, para que esta última pueda ser incluida en el discurso como una escena posible. De este modo, puede anticiparse y resignificarse como una producción articulada a un decir y a una historia, 96
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la de Aníbal, que así empezó a enunciarse desde otra posición. Esta nueva posición simbólica inaugura la posibilidad de romper el anonimato eléctrico de la convulsión tras ser nominada y enlazada en el escenario transferencia} de la clínica. En esta escena la convulsión y su correlato al dolor son convocadas como personajes escénicos en oposición a la pura mudez de la descarga y al puro dolor reflejo que lo retrotrae a lo real. Por estos caminos escénicos transferenciales el dolor-convulsión se fue inscribiendo como memoria, como huella que, en tanto tal, abre el espacio de la anticipación y la historización del "afecto" doloroso. Es este dolor "humanizado" y representado por la "reminiscencia" del encuentro-desencuentro con el escenario del Otro, el que se transforma en un operador fundamental para la representación del "propio" cuerpo y la constitución del yo, durante el tiempo instituyente de la infancia.
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Capítulo 111
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DIAGNÓSTICO DIFERENCIAL DE LA IMAGEN CORPORAL "En cuanto al espejo, es el instrumento de una magia universal que cambia las cosas en espectáculo, los espectáculos en cosas, a mí en otros y a otros en mí." Maurice Merleau-Ponty
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La función escénica de la imagen del cuerpo La función de la imagen corporal ha tenido un poder enajenante y estructurante desde los albores de la humanidad. Los espejos de agua anticipaban lo que llegaría a transformarse en una verdadera industria técnica del objeto-espejo. El poder cautivante de la imagen reflejada en el agua fue pasando paulatinamente al poder del cristal pulido hasta azogarlo. El espejo como objeto, como ojo-mirada, comienza así su interminable historia de imágenes. 1 El espejo como objeto es sólo un cristal pulido y azogado en una de sus caras, en ella el espejismo conforma las imágenes que terminarán re-presentando a quien se mire reflejándose, o sea, duplicándose, desdoblándose. No olvidemos que para un recién nacido el primer espejo será la mirada escénica de su madre, el niño está dentro de ella en ese esp~jQ_matern'2; luego po rá im1 ara 1m1 acwnes precoces y aTienantes), como si él y ella fueran uno, pasando por el tiempo de transitivismo, para finalmente "darse vuelta" y apropiarse de su "propia" imagen, diferenciándose de ella, pero por siempre asociada al espejo. 1 Sobre la intrigante historia de los espejos, sus secretos, su manufactura, sus mitos y sus misterios, sugerimos Melchior-Bonnet, Sabine, Historia del espejo, Barcelona, Herder, 1996.
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El niño sólo puede constituirse en un único espejo que, como vimos, primero se construye en el Otro (materno), en tercera persona, para luego afirmarse en la primera persona del singular. El niño estructura el lenguaje y la imagen corporal desde Ta posición del ~1 a la del yo. Sin Él (Otro), el y_o n
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