La Fuerza Radiante de La Fe. Identidad y Relevancia Del Ser Cristiano Hoy - George Augustin (Ed.)

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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GEORGE AUGUSTIN (ED.) Walter Kasper – Kurt Koch Thomas Krafft – Gerhard Ludwig Müller Markus Schulze

La fuerza radiante de la fe Identidad y relevancia del ser cristiano hoy

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SAL TERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 El presente volumen se publica con la colaboración del Instituto de Teología, Ecumenismo y Espiritualidad «Cardenal Walter Kasper», vinculado a la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania) © Kardinal Walter Kasper Institut, 2016 Director: Prof. Dr. George Augustin Traducción: Álvaro Alemany Briz © Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 30-06-2016 Diseño de cubierta: Félix Cuadrado Basas Edición Digital ISBN: 978-84-293-2612-3

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La Iglesia debe salir de sí misma e ir a las periferias. Las aportaciones de este libro pretenden mostrar perspectivas y ofrecer impulsos espirituales para ello. El evangelio es el mensaje más hermoso que podemos dar al mundo. Estamos todos invitados a no guardarnos este mensaje para nosotros mismos, sino a redescubrir de manera nueva este tesoro como luz y vida para nuestra propia existencia y para el mundo, y a anunciarlo con alegría. Solo puede resultar atrayente una Iglesia en la que la fe cobra fuerza radiante por medio del testimonio de los creyentes. La misión es y sigue siendo, así, el desafío decisivo y una tarea vinculante, hoy y mañana, para una Iglesia en salida.

GEORGE AUGUSTIN (ed.), doctor en teología, es catedrático de teología dogmática y fundamental en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania).

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Índice Portada Créditos Prólogo 1. Evangelio de la alegría. Impulsos del papa Francisco[*]. Walter Kasper 1. Falta de fuerza radiante 2. El efecto Francisco 3. La fuerza radiante del evangelio 4. La fuerza radiante de la Iglesia 5. La fuerza radiante del amor y de la misericordia 6. El papa Francisco: un desafío 2. La pobreza como camino de la evangelización[*]. Gerhard Ludwig Müller 3. El bien es comunicativo por sí mismo: Bonum diffusivum sui. La evangelización como efecto de una fe radiante[*]. Kurt Koch 1. La buena noticia cristiana sobre el bien hereditario 2. La primacía cristiana del ser sobre el hacer 3. La serenidad de la fe y la cerrazón del pecado 4. Ser amados por Dios y también amar 5. Redescubrir la belleza de Dios 6. Indicadores de una fe radiante 6.1. Acoger y aceptar la palabra de Dios 6.2. Alegría a pesar de grandes tribulaciones 6.3. Convertirse al verdadero Dios 6.4. Dar a conocer por todas partes la fe en Dios 4. Caminos para anunciar la fe. La tarea de evangelización universal según el espíritu de la Evangelii gaudium[*]. George Augustin 1. Poder y servicio en la Iglesia 2. Anuncio del evangelio y conversión propia 3. La fuente de energía para la evangelización 4. Reconocer a Jesucristo en los pobres 5. El corazón: la misericordia de Dios 5. ¿Entender al hombre sin Dios? Fe cristiana y ateísmo[*]. Markus Schulze 1. El desafío del ateísmo 1.1. La interpretación atea de la fe en Dios 1.2. Crítica religiosa de la crítica atea de la religión 1.3. ¿Por qué, pues, religión? 1.4. Sufrimiento y religión 1.5. La religión y el humanista ilustrado 1.6. Moral y felicidad 5

1.7. El mártir ateo y la religión 1.8. La dignidad humana y la fe en Dios 2. Comprender al hombre en el seno de la fe en Dios 2.1. La aceptación de sí mismo como punto de irrupción de lo religioso 2.2. El azar: ¿argumento contra Dios? 2.3. ¿Y si no hay providencia divina? 2.4. Religión y vida buena 2.5. Amor a sí mismo y amor al prójimo 2.6. Religión y estado 6. La otra cara de la buena noticia. Intento de explicar el pecado en la vida y obra de Friedrich Nietzsche[*]. Thomas Krafft 1. El pecado en la obra de Friedrich Nietzsche 1.1. La imagen del hombre en Nietzsche 1.2. El concepto de realidad en Nietzsche 1.3. La concepción del pecado en Nietzsche 1.4. El «evangelio» de Nietzsche[136] 2. El pecado como condición de la existencia humana 2.1. El vínculo entre enajenación e interiorización 2.2. Paralelismos y diferencias en el pensamiento actual 2.3. El pecado como historicidad del ser humano Los autores Notas

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Prólogo

A los cristianos nos une hoy el deseo de una nueva «salida» en la Iglesia. Pero ¿cómo puede lograrse ese arranque y en qué dirección hemos de salir? ¿Cómo alcanza el mensaje de Jesús el corazón de los seres humanos y cómo puede tocarlo? ¿Cómo podemos crear condiciones para revitalizar y profundizar la fe en un mundo cada vez más secularizado? ¿Cómo llegan las personas a una relación viva con Dios? ¿Qué actitudes fomentan el compromiso cristiano? ¿Qué puede liberarnos de la apatía, el letargo y la resignación que tantas veces experimentamos actualmente? ¿Qué visión supera la estrechez de miras que se obceca en las –a menudo necesarias– reformas estructurales y nos proporciona fuerza y ánimo para configurar nuestro mundo de un modo más humano y más cristiano? En este contexto multiforme alcanza una importancia central, sobre todo, la cuestión de la identidad y relevancia de la fe cristiana. Si la fe se acomoda demasiado a las expectativas y concepciones al uso, corre el peligro de perder su identidad. Y una fe sin identidad deja de tener, en definitiva, relevancia alguna para la vida. Pero si, por el contrario, la fe se blinda demasiado contra la realidad de la vida de las personas por miedo a perder esa identidad, incumple su primigenia tarea misionera y malogra su fuerza redentora y transformadora. La identidad de la fe no está encerrada en sí misma, sino que es abierta por principio. Hay que determinarla cada vez de forma nueva, confrontando el mensaje de Jesús con la realidad de la vida en cada caso. Si la fe ha de tener significado para la vida, tiene que apoyarse ella misma en el principio encarnatorio del acontecimiento salvífico cristiano: Dios se ha hecho hombre para redimirnos y salvarnos. La Iglesia adquiere su verdadera identidad desde Jesucristo. Por ello, la cuestión de la identidad de Cristo sigue siendo una cuestión permanente para el ser cristiano hoy. En la singularidad y unicidad de Jesucristo se halla la base fundamental de toda la fe cristiana y de la Iglesia. Porque no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo (cf. 2 Cor 4,5). Se trata de introducir el mensaje salvífico de Dios y la luz del evangelio en nuestra realidad vital, para que la transformen por medio de la gracia.

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Pero este mensaje salvífico ¿cómo alcanza nuestra realidad vital? ¿Cómo abrirnos a este mensaje liberador? La fe es un proceso dialogal entre Dios y el ser humano, que crece en la escucha y la respuesta a la palabra de Dios. Recorrer ese camino de diálogo es nuestra primigenia vocación como cristianos. El diálogo salvífico entre Dios y el hombre y el encuentro mutuo de los creyentes es el lugar donde la fe cristiana adquiere su verdadera identidad. La identidad de la fe está fundada en la identidad de Dios. La apertura a los interrogantes contemporáneos y la disposición a buscar respuesta a las cuestiones existenciales del ser humano desde el núcleo de la fe cristiana son la tarea permanente de una Iglesia que, por encargo divino, está al servicio del hombre. Solo si lo específicamente cristiano está en el centro del pensamiento y de la actuación de la Iglesia, podrá la fe desplegar su fuerza radiante. Se trata de la irradiación de lo santo, de una irradiación espiritual, de la existencia lunar del ser cristiano. No irradiamos nuestra propia santidad, sino la santidad de Dios. En eso consiste el envío misionero permanente del ser cristiano. El papa Francisco nos anima hoy de nuevo a una salida misionera de la Iglesia. La condición previa para esto es la autocomprobación de nuestra fe, una nueva certeza de nuestra identidad y una nueva alegría en el creer. Una Iglesia en salida necesita recobrar conciencia de sus raíces. Tiene primero que salir hacia Dios para después llegar al ser humano. Es de crucial importancia que pongamos a Dios de nuevo en el centro de nuestro pensamiento y de nuestra acción. En un mundo cada vez más olvidado de Dios, la Iglesia se hará así perceptible nuevamente como lugar de la presencia divina. Esa conciencia que hemos de recobrar concierne primariamente y sobre todo a las cuestiones centrales de la fe por medio de un encuentro personal y comunitario con Jesucristo. El papa Francisco es muy claro al afirmar: «No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”» (Francisco, Evangelii gaudium 7; cf. Benedicto XVI, Deus caritas est 1). Solo una reconsideración autocrítica de su tarea divina y su misión puede abrir futuro a la Iglesia. Solo una Iglesia consciente de su origen puede ser una Iglesia diaconal y misionera. La Iglesia ha de ser servidora de Dios para poder servir a los seres 8

humanos. Ser Iglesia misionera significa buscar caminos realistas para ganar de nuevo a las personas para Cristo y entusiasmarlas con su mensaje. Debemos poner todo nuestro empeño en conseguir nuevos creyentes para la Iglesia, para que surjan nuevas comunidades cristianas y eclesiales y las comunidades cristianas existentes se vean renovadas y crezcan de nuevo en fe viva. Una Iglesia que renuncia a la exigencia de conseguir nuevas personas para Jesucristo y su Iglesia no le sirve a nadie. Está negando sus propias raíces y su mandato originario: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándolas a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,19s). Evidentemente, no podemos transmitir la fe a las siguientes generaciones de la misma manera que lo hacemos con los bienes materiales o espirituales. Solo a base de ejemplaridad podemos sacar a la luz la fuerza radiante de la fe. Cada persona y cada nueva generación ha de descubrir de nuevo la interpelación de Dios y apropiarse subjetivamente de la fe. Nuestra vocación y misión consiste en mantener viva la buena noticia de Jesucristo para que las personas puedan experimentar ese evangelio en su vida. Solo si estamos agarrados y colmados por nuestra fe y la vivimos con entusiasmo y alegría, podremos dar eficazmente testimonio de nuestro Dios. La pregunta decisiva para todos nosotros es: ¿puede la gente descubrir realmente a Dios entre nosotros, en la Iglesia? ¿Logramos mostrar hoy al mundo el verdadero rostro de Jesucristo? Con ello se plantea de nuevo la pregunta por el envío misionero hoy. Cumplimos nuestro envío misionero cuando motivamos a las personas para que entiendan su itinerario vital como un camino hacia Dios y den espacio de nuevo a Dios en la configuración de sus vidas. Y esto lo hacemos con la serenidad de quien ha recibido el regalo de apasionarse por las posibilidades de nuestro tiempo. Como cristianos llamados y enviados, tenemos la obligación de prestar nuestra contribución propia e inconfundible para cambiar y transformar para bien nuestro mundo, esperanzada y amorosamente, con la fuerza de la fe viva. Las aportaciones de este libro pretenden mostrar perspectivas y ofrecer impulsos espirituales que hagan posible una tal salida. Agradezco a todos los autores sus inspiradoras colaboraciones. Mi agradecimiento más cordial a mis colaboradores del

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Instituto «Cardenal Walter Kasper», doctor Ingo Proft, Stefan Ley y Stefan Laurs, por su revisión del original. El evangelio es el mensaje más hermoso que podemos dar al mundo. Estamos todos invitados a no guardarnos este mensaje para nosotros mismos, sino a redescubrir de manera nueva este tesoro como luz y vida para nuestra propia existencia y para el mundo, y a anunciarlo con alegría. Solo puede resultar atrayente una Iglesia en la que la fe cobra fuerza radiante por medio del testimonio de los creyentes. La misión es y sigue siendo, así, el desafío decisivo y una tarea vinculante, hoy y mañana, para una Iglesia en salida (cf. papa Francisco, Evangelii gaudium 277).

Vallendar, en la fiesta de la Epifanía del Señor, 2016 GEORGE AUGUSTIN

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1. Evangelio de la alegría. Impulsos del papa Francisco [*] .

WALTER KASPER

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1. Falta de fuerza radiante La fuerza radiante de la fe: el título de este libro hace referencia justamente al punto en el que vemos una carencia entre nosotros. Con «entre nosotros» quiero decir nuestro mundo occidental, en especial nuestro país. La fe de la Iglesia (y esto significa, puesto que todos somos Iglesia, la fe de todos nosotros) no irradia realmente. La chispa, si es que está ahí, no salta. Una Iglesia en la que se da tanta insatisfacción, como leía recientemente en la KNA [1] , no atrae a nadie y por tanto no es misionera. Pues la misión no funciona por proselitismo, tirando hacia nosotros de quienes no creen o creen de otra forma; la misión funciona por atracción y por irradiación (papa Francisco). En esta situación, no basta con lamentarse de que los cristianos no seamos ya objeto de percepción pública y apenas aparezcamos en los medios seculares, a no ser que haya materia para algunos titulares negativos, que por desgracia nosotros mismos producimos. Eso sí, si en algún lugar son atacados judíos o musulmanes, esas noticias llenan los periódicos. Y con razón, pues está claro que contra la xenofobia hay que hacer frente común y defender los derechos humanos de todos. Pero si en Siria, en Irak, en Nigeria son secuestrados y asesinados centenares de cristianos, entonces no se levanta ninguna protesta pública; en la mayoría de los casos, el hecho apenas merece una escueta referencia. Se ha vuelto difícil defender en público posiciones claramente cristianas; y si uno lo hace, generalmente no puede esperar un amplio consenso. Lamentarse no ayuda nada. Es nuestra fe la que no irradia. Parece que a los cristianos y a las Iglesias nos ha abandonado la fuerza profética. No solo entre los demás, también entre nosotros mismos se ha extendido lo que los antiguos Padres del desierto y toda la tradición espiritual cristiana hasta Tomás de Aquino designaban como la tentación primordial y el pecado fundamental. Lo llamaban «acedia», derivada de la palabra griega akēdía, literalmente «descuido», «indiferencia». Con frecuencia se traduce por «pereza», pero habría que hablar más bien de una pereza espiritual, de una inercia del corazón, de una pesantez hacia abajo y una torpeza y falta de impulso hacia arriba, que lleva al descuido y la indiferencia en las cosas espirituales. Lo que se quiere expresar es el desinterés, el hastío incluso, respecto a las cosas espirituales. La dimensión espiritual está ausente y ya no interesa. Muy a menudo faltan antenas para ella. Para decirlo con una formulación un poco más exigente: la dimensión mística parece habernos abandonado.

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Esta es una situación social relativamente nueva. Hasta ahora, en la tradición cristiana, se partía de que el ser humano, creado a imagen de Dios, estaba por ello enteramente orientado a él. La pregunta por Dios, incluso la nostalgia de Dios, está marcada a fuego directamente en su alma en virtud de la creación y, por así decirlo, es de nacimiento. Por eso el ser humano, en toda su búsqueda de verdad, felicidad y sentido de la vida, es, en último término, un buscador de Dios. De ahí se ha intentado incluso derivar una prueba de la existencia de Dios. Se decía: todas las culturas humanas que conocemos están marcadas por lo religioso. Ningún pueblo es tan rudo que no tenga ninguna reverencia ante lo divino. Más bien, todos intuyen que este nuestro mundo perceptible hace referencia a otra realidad invisible e inaprehensible en la que está fundado, una realidad a cuyo encuentro solo se puede salir con temor reverente. Por eso se hablaba de una prueba de la existencia de Dios basada en el «consenso de los pueblos». Agustín expresó esta convicción con la famosa frase: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». ¿Sigue teniendo vigencia esto? ¿O quizá tenemos que cambiar fundamentalmente no solo nuestra imagen de Dios, sino también nuestra imagen del ser humano? ¿Vamos acaso sin remedio hacia una época radicalmente secularizada, en la que no ya los ateos, como antes, sino los cristianos seamos una minoría que va desapareciendo? Esta tesis de la secularización era defendida hasta hace dos o tres décadas. Según su punto de vista, la secularización es un proceso concomitante, casi por necesidad natural, al proceso de modernización. Después han sido, sin embargo, no en primer lugar los teólogos, sino sobre todo los sociólogos seculares de la religión los que han señalado no la religión, sino la tesis de la secularización, como un mito moderno que hay que abandonar. Para ello podían remitirse a hechos comprobables. Primero: las culturas no occidentales no piensan en absoluto en adherirse a esta mentalidad tributaria de nuestro pensamiento occidental, sino que más bien la rechazan, considerándola como una importación neoimperialista occidental, que contradice su propia identidad cultural. Por contra, nuestra civilización occidental les suele resultar, dicho sea de paso, decadente. Por otro lado, como se puede comprobar en cualquier librería medianamente bien surtida, se da entre nosotros un interés enorme por el esoterismo y por el misticismo oriental, auténtico o tomado por auténtico. Mientras olvidamos nuestras propias tradiciones místicas, nos traemos a casa

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tradiciones místicas de fuera. O bien nos creamos nuevos dioses, o ídolos, es decir, ideologías que plantean una pretensión de absoluto y a las cuales estamos dispuestos a sacrificar mucho o incluso todo: dinero, carrera, fama o prestigio, fitness, sexo, etc. Todo esto significa que la religión, en cuanto tal, no está en absoluto acabada; pero a la religión cristiana, a la fe cristiana, al cristianismo le falta fuerza de convicción y de irradiación. En opinión de muchos, vivimos hoy de modo nuevo en una situación de sincretismo similar a la de los siglos en torno al cambio de era. Entonces se derrumbó en Roma y en su imperio el antiguo mundo de las divinidades paganas, pero desde Oriente irrumpieron múltiples corrientes religiosas, entre ellas también el entonces joven cristianismo, que, sin embargo, pronto se ganó respeto y estima, en buena medida por el valor y la constancia de los mártires. Su fe irradiaba. La sangre de los mártires se volvió semilla de nuevos cristianos (Tertuliano). Cuantos más cristianos eran asesinados, a menudo de la forma más cruel, tanto más crecían en número, de modo que a la postre no quedó más remedio que reconocer políticamente a los cristianos, convertirlos finalmente en religión oficial y, por así decir, ponerlos a tirar del carro del Estado. Con esto llevaron una vida más fácil, se acomodaron y a menudo también se dejaron corromper, perdiendo así al fin su fuerza de irradiación. Hoy se da un nuevo sincretismo religioso, pero hasta ahora en Europa no hay señal alguna de que de ahí el cristianismo vaya a salir de nuevo al fin victoriosamente radiante. Lo que se ha instalado más bien en Europa y en las Iglesias europeas es el cansancio, a veces incluso un derrotismo que se inclina con resignación al destino, al parecer irremediable, de una espiral de decadencia insoslayable. La acedia se ha convertido en nuestro problema fundamental.

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2. El efecto Francisco La elección del papa Francisco –y con ello llego a mi tema en sentido estricto– fue una llamada de alerta, en todo caso una sorpresa para casi todos los observadores y quizá, u ojalá (en la medida en que se puede decir ya al cabo de dos años), un punto de inflexión. Hace dos años, tras la sorprendente pero valerosa, generosa y humilde renuncia al cargo del papa Benedicto, el ambiente no tenía nada de animoso. Por el contrario, era más bien plomizo y cubría la Iglesia como un moho. El Vatileaks, las irregularidades financieras y, sobre todo, los escándalos de abusos habían sacudido a la Iglesia hasta la médula y nos habían costado mucho prestigio. Por eso, muchos consideraron adecuado elegir a un papa del hemisferio sur, donde viven hoy dos terceras partes del total de los cristianos. Sin duda la Iglesia tiene también allí muchos problemas, pero, a pesar de todas las dificultades de pobreza, persecuciones y problemas internos, está viva y mira al futuro con esperanza. Es una Iglesia alegre. Por eso, tras la renuncia del papa Benedicto, se esperaban desde allí una bocanada de aire fresco para la cansada Europa. Que luego la elección recayera, tras un breve cónclave, en el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, fue, sin embargo, una sorpresa para la gran mayoría de los observadores y también para los que estábamos en el cónclave. No fue un asunto convenido ni menos aún tramado. Después fue sorprendente ya la primera aparición del nuevo papa en el balcón central de San Pedro. La plaza de San Pedro estaba abarrotada de gente, que enseguida captó y comprendió que estaba ocurriendo algo nuevo. La chispa terminó de saltar por completo en los días y semanas siguientes. La aprobación de la gran mayoría del pueblo de Dios se sigue manteniendo hasta hoy. Resultó y resulta sorprendente, sobre todo, cómo reaccionaron también cristianos no católicos, e incluso personas tradicionalmente alejadas de la Iglesia y ambientes más bien críticos con ella, así como la mayoría de los medios de comunicación, que primero contemplaron con asombro y curiosidad y luego han escuchado y mirado con interés. Se habla del «efecto Francisco». Con este papa, el mensaje cristiano parece haber recuperado su fascinación. El papa, y con él la Iglesia, ha vuelto a estar en el candelero. Desde entonces la Iglesia ya no produce solo titulares negativos, como con los escándalos de abusos o con el asunto Limburg, sino que provoca de nuevo interés. De este papa emana una fascinación de la

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que puede esperarse que irradie aún más también sobre «el resto de la Iglesia», también sobre Alemania. No es de extrañar que también se estén dando actitudes muy reticentes y claras resistencias, no solo en la curia sino también en algunos círculos católicos y en sitios web que se las dan de católicos; es normal y, siendo realistas, era de esperar desde el principio. Si no fuera así, no sería el asunto de Jesús lo que el papa representa. Entonces él sería un divo pasajero, que se puede erigir transitoriamente como tal, pero que luego vuelve a aburrir y palidece al hacer su aparición nuevas estrellas; que con el tiempo pone de manifiesto que él también es un mero ser humano, que comete este o aquel error, y al final es derribado rápidamente del pedestal y cubierto de oprobio. Eso es lo que están intentando ya algunos ahora. Según mi percepción, se trata de algo esencialmente más profundo que un culto a personajes estelares. Mi tesis es que este papa ha logrado (o, mejor dicho, a él y a nosotros se nos ha regalado) poner de relieve de una forma nueva la fuerza radiante del evangelio para innumerables personas.

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3. La fuerza radiante del evangelio El papa Francisco es un papa evangélico, en el sentido originario de la palabra. Lo que le importa es el evangelio; y el evangelio es para él evangelio de alegría. Por eso el título de su exhortación apostólica programática es Evangelii gaudium, «La alegría del evangelio» (en adelante, EG). Esta alegría es para él, como dice ya en los primeros párrafos, la respuesta a la acedia, a la falta de alegría y de impulso, a la pesantez y melancolía que han invadido nuestra fe. Tiene la convicción de que un nuevo impulso y una nueva fuerza radiante no brotarán solo ni principalmente de reformas externas (por muy necesarias que sean); tampoco de eventos mediáticos espectaculares ni de grandes palabras y discursos. La fuerza radiante no la podemos «hacer» nosotros en absoluto; una nueva fuerza radiante solo nos puede ser regalada por medio del evangelio. El papa se sitúa así en una gran tradición. La palabra «evangelio» es una protopalabra bíblica. Esta palabra clave y la apelación a ella han sido muchas veces decisivas en la historia de la Iglesia para los movimientos eclesiales de reforma y renovación: empezando por el monacato de la Iglesia antigua, con san Antonio abad, y siguiendo con los movimientos medievales de reforma, en especial con Francisco de Asís, que juntamente con sus hermanos pretendía solo vivir el evangelio sine glossa, es decir, sin añadidos y sin tachaduras. Después la apelación al evangelio volvió a ser programática con Martín Lutero. Por eso la elección del nombre de Francisco por el nuevo papa no era una mera elección de nombre: era un programa. Un programa que dice: vuelta a los orígenes, a las raíces, a la fuente. Pero ¿qué significa evangelio? De la respuesta a esta pregunta depende todo. En el sentido originario de la palabra, el evangelio no es un libro, ni tampoco los cuatro libros que llamamos «los cuatro Evangelios». Evangelio quiere decir originariamente un mensaje que es proclamado y que con la proclamación entra en vigor, crea una situación nueva y significa un nuevo comienzo, de modo semejante a la proclamación pública del nacimiento de un heredero al trono, o de la elevación al trono de un nuevo soberano, que se proclama como comienzo de una nueva época de paz. En este sentido, según el profeta Isaías, el mensajero de alegría anuncia la caída de la en otro tiempo poderosa Babilonia, el final del período del exilio judío y la pronta irrupción del reinado de Dios (Is 52,7). De modo similar se presenta Jesús según el evangelista Marcos, anunciando «el evangelio de Dios»: «El tiempo se ha cumplido y el 18

reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,14s). Jesús se sabe expresamente enviado a anunciar el evangelio (Lc 4,43). Su mensaje exige un cambio fundamental de mentalidad. No está dirigido a los ricos y poderosos, sino a los pobres (Mt 11,5; Lc 4,18), a los que declara bienaventurados (Mt 5,3-6; Lc 6,20s). En consonancia, la alegría por el nacimiento del Salvador esperado se les anuncia primero a los pobres y despreciados pastores (Lc 2,10), a la vez que provoca angustia y terror en el rey Herodes (Mt 2,3). El apóstol Pablo se sabe elegido y enviado para anunciar el evangelio (Rom 1,1.16). Para él se trata del evangelio de la cruz y la resurrección de Jesucristo (1 Cor 15,1s, etc.), en cuanto triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio y la violencia, de la verdad sobre la mentira y la obcecación. Allí donde se proclama el evangelio, cobra vigencia en el Espíritu Santo el señorío del Señor glorificado. Donde está el Espíritu, hay libertad (2 Cor 3,17); irrumpen la justicia, la paz y la alegría del reino de Dios (Rom 14,17). Por eso el propio Pablo, en medio de la angustia de su cautiverio, puede exhortar: «Alegraos en el Señor» (Flp 3,1; 4,4). Casi nadie ha entendido lo que significa evangelio como Tomás de Aquino, que procedía de los movimientos de reforma evangélica de Domingo y Francisco. En su Summa Theologiae se halla un artículo de sorprendente originalidad, que cita el papa Francisco (EG 37). El evangelio –dice Tomás– no es ninguna ley escrita, y por tanto tampoco un libro, ni un código de doctrinas y preceptos, sino el don interior del Espíritu Santo, que se nos regala mediante la fe que obra por el amor (Gal 5,6). Solo en un plano secundario forman parte también de él documentos y prescripciones, que más bien nos deben orientar hacia el regalo de la gracia, pero no tienen en sí ningún significado justificante. El evangelio es don del Espíritu en la fe, que a su vez procede del anuncio. Sería fácil poner de manifiesto lo mucho que con ello Tomás se adelanta a Lutero, de qué modo el Concilio de Trento y luego el Vaticano II asumieron el tema y cómo en la historia reciente de la Iglesia la evangelización y la nueva evangelización se convirtieron con Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI en programa pastoral fundamental. El papa Francisco, pues, se sitúa con su programa en una gran tradición, que se remonta hasta los inicios, y también en la mejor tradición de continuidad con sus inmediatos predecesores. No defiende una doctrina nueva, pero renueva la antigua doctrina. Él dice que es siempre nueva, que una y otra vez nos sorprende de manera nueva, que nunca deja de estar de 19

moda. No es, pues, un papa liberal, sino un papa radical, en el sentido originario de la palabra: alguien que se remonta y acude a la raíz (radix). Este volver a los orígenes, al fundamento permanente y a la fuente que sigue manando siempre fresca, no es ningún repliegue a un ayer o anteayer anticuados, ningún repliegue a un confortable rincón piadoso, sino que es inspiración, manantial de fuerza para la renovación desde el origen y para una animosa salida hacia el mañana. El papa quiere así, como repite continuamente, una Iglesia en salida (EG 17, 20, 24, 46, etc.). Una salida como esa la necesitamos hoy desesperadamente, tanto en la Iglesia como en el mundo. Pues en medio de las aporías actuales, con las que en Occidente la modernidad amenaza con fenecer posmodernamente y en el sur del globo terrestre la modernidad produce efectos mortales para muchos seres humanos, hay muchas más personas de las que sospechamos que están cuestionando y buscando una alternativa y una salida liberadora, y la encuentran muy a menudo en movimientos evangelistas en rápido crecimiento. Hace mucho que observadores atentos e informados han puesto de relieve la tendencia evangelista y carismática que se está perfilando también en la Iglesia católica por todo el mundo en el siglo XXI. El evangelio está, pues, al día (up to date), precisamente por ir a contracorriente de muchas tendencias actuales y porque representa una clara alternativa para mucho de lo que hoy está «in». El papa Francisco ha entendido este latido en la Iglesia actual y en el mundo actual y ha captado lo esencial de él. Su programa no es la acomodación al statu quo. Al contrario, rechaza con duras palabras una mundanidad espiritual (EG 93-97). Con su programa evangélico expresa el mensaje originario de la Iglesia y a la vez sale al encuentro de la necesidad básica de un presente que busca orientación. No se ajusta a un esquema tradicionalista ni a uno progresista. Al tender puentes hacia los orígenes y hacia la fuente, está a la vez construyendo puentes hacia el futuro. Él anuncia el evangelio no como mensaje amenazante, sino como mensaje de alegría. Naturalmente, alegría no es lo mismo que gusto, diversión o placer. Alegría es la plenitud integral del ser humano, que solo es posible en Dios. Solamente Dios es todo en todos, únicamente él puede colmar por entero al ser humano. Todo lo demás nos deja siempre o un regusto amargo, o bien hambre y sed de más. En cambio, la alegría en Dios nos regala paz interior en él. Según Tomás de Aquino, la alegría brota del amor de Dios.

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El núcleo del evangelio de Jesús es para Francisco la misericordia. Ya era central en el Antiguo Testamento y lo es sobre todo en el mensaje de Jesús. «Misericordia» es la palabra clave de este pontificado. Significa que Dios, que es el amor, es fiel a sí mismo y a nosotros en cada situación, por muy bloqueada que esté; no deja a nadie en la estacada. Una y otra vez nos hace volver a respirar y comenzar de nuevo. Esta es la buena noticia, la alegría del evangelio. Con este mensaje, el papa ha alcanzado y tocado el corazón de muchas personas, pues ¿quién no querría vivir orientado a un Dios misericordioso y a unos prójimos misericordiosos? La nueva fuerza radiante de la fe proviene del origen y del núcleo de la propia fe. Nos ha de hacer radiantes a nosotros mismos. Los anunciadores de la fe, que de una u otra forma somos todos, no han de poner cara oscura y sombría, como en un entierro, sino anunciar la fe desde un convencimiento interior: invitando, pero sin querer camelar; con benevolencia, pero sin rebajas; dando la bienvenida a todos, pero anunciando con exigencia; sobre todo, dando testimonio de ella ante los demás no con dureza de corazón, sino con misericordia. Solo a partir de su núcleo y de sus raíces puede nuestra fe suscitar la alegría de forma nueva y ganar en fuerza radiante.

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4. La fuerza radiante de la Iglesia El papa Francisco es un pastor, que conoce la vida y está con los dos pies en el suelo de la realidad. Sabe que en la fe nadie está solo. Cada cual recibe la fe de otros, sobre todo de sus padres, y comparte la fe con otros en su familia, en la parroquia o en su comunidad. «Un cristiano solo no es cristiano» (Tertuliano). Por eso, aunque la fuerza radiante de la fe depende ciertamente de cada uno, cada uno está también referido a la fe viva de la comunidad de los creyentes. De ahí que la recuperación de la fuerza radiante de la fe exija recuperar la fuerza radiante de la Iglesia como comunidad de los creyentes. El papa Francisco defiende una eclesiología explícita del pueblo de Dios, es decir, una eclesiología que parte de la concepción del pueblo de Dios en la Biblia, en la tradición y en el Vaticano II. Sobre todo la eclesiología argentina, de la que él procede, es una teología del pueblo de Dios. Francisco es reacio a todo clericalismo. Los laicos son para él, sencillamente, la mayoría; los ministros consagrados, una minoría. Los pastores no deben hacer de señores exquisitos, sino acoger el «olor a oveja». En virtud del único bautismo, todos pertenecen a la Iglesia: mujeres y hombres, jóvenes y viejos, extranjeros y autóctonos. Todos deben ser escuchados. Francisco quiere un magisterio que escuche; recalca el sensus fidelium, el sentido de fe de los creyentes. Los laicos no son meros objetos del anuncio y de la pastoral eclesiales; son sujetos activos. Para todos ha de haber sitio. Quiere una Iglesia como una casa abierta. No solo una Iglesia de «ven aquí», sino una Iglesia de «voy allá»: una Iglesia en salida, no autorreferencial sino misionera. Una persona autorreferencial es una persona enferma, una Iglesia autorreferencial es una Iglesia enferma. Quiere salir del aire viciado de una Iglesia referida a sí misma, girando en torno a sí misma, sufriendo y lamentándose por sí misma, o celebrándose e incensándose a sí misma. No quiere un catolicismo sedente, sino una Iglesia misionera, en salida, que va no solo a las periferias de las ciudades, sino también a las periferias de la existencia humana (EG 20-23, 27-31, 78-86, etc.). Para ser esa Iglesia misionera, la Iglesia ha de ponerse en camino de renovación. Cómo proceder, lo muestra él mismo. Fue elegido papa para ayudar a salir de la crisis que se hizo perceptible con el Vatileaks y otros escándalos. Una tarea que asumió con decisión, tomando ya en el primer año medidas decisivas. Pero sería un gran error buscar la renovación solo en la reforma de las instituciones, en especial de la curia romana. La renovación desde el evangelio va mucho más al fondo. Él habla de una conversión 22

pastoral, una conversión de los obispos, incluso una conversión del papado. Son tonos desacostumbradamente claros para un papa, que hacen que se le preste oído. Qué quiere decir el papa con ello se hizo patente ya en la primera noche, cuando se presentó en el balcón de la basílica de San Pedro como obispo de Roma, que preside en la caridad. Designándose así, el papa Francisco se apropiaba de la expresión del obispo mártir Ignacio de Antioquía (hacia mediados del siglo II) en el prólogo de su carta a la comunidad de Roma. Eso no significa, como muchos prematuramente temieron, renunciar a la responsabilidad sobre la Iglesia universal del ministerio petrino. Más bien recordaba de nuevo de la comprensión eclesial primigenia del papado, según la cual al papa le corresponde, en cuanto obispo de Roma, una responsabilidad sobre la Iglesia entera. Ser obispo de Roma no es un apéndice del ministerio petrino, sino su fundamento. Solo se puede entender correctamente esta afirmación cayendo en la cuenta de que en su trasfondo está la idea fundamental de la Iglesia como communio, procedente de la Iglesia antigua y renovada por el Concilio Vaticano II. Concebir la Iglesia como communio no significa que la Iglesia sea una asociación de los creyentes o una federación de Iglesias locales. Communio significa también, por el otro lado, que la Iglesia no es ningún sistema centralista en el que las Iglesias locales sean sucursales o filiales dependientes de la central. La Iglesia como communio tiene su propia estructura constitutiva. La única Iglesia está presente en las Iglesias locales, tomando en ellas forma concreta y rostro concreto en cada lugar. Pero, como todas son Iglesias locales, lo son solo en comunión unas con otras. Cada Iglesia local particular es enteramente Iglesia, pero no es la Iglesia entera. La única Iglesia universal existe en y desde las Iglesias locales (Lumen gentium 23); y viceversa, las Iglesias locales viven en, con y desde la única Iglesia. En este marco hay que entender lo que dice Francisco de una descentralización de la Iglesia y un fortalecimiento de las Iglesias locales y de las conferencias episcopales (EG 16, 32). No se pone en cuestión con ello la centralidad visible del ministerio petrino, sino un centralismo romano unilateral. Ya como arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio pudo experimentar que en un mundo tan multiforme como el actual no se puede reglamentar todo desde Roma de manera centralista. Él pretende un equilibrio nuevo entre unidad y pluralidad; con ello el ministerio petrino no pierde peso, al 23

contrario, gana fuerza de atracción, como se está haciendo patente en este pontificado (EG 30-32). El papa Francisco recoge así el impulso de Juan Pablo II, que también el papa Benedicto XVI había hecho suyo. Está dispuesto a establecer un diálogo con las otras Iglesias sobre cómo ejercer hoy el ministerio petrino de un modo que, sin renunciar a su esencia, pueda tener aceptación universal (EG 16, 32). Un ofrecimiento que el papa Francisco reiteró expresamente en Jerusalén, en su alocución durante el encuentro con el patriarca ecuménico Bartolomé y otros altos dignatarios eclesiásticos, el 25 de mayo de 2014. Al mismo tiempo, quiere reforzar la estructura sinodal de la Iglesia, y en especial los sínodos de obispos, en cuyas deliberaciones pretende implicar a todo el pueblo de Dios. Quiere escuchar lo que el Espíritu dice a las Iglesias (Ap 2,7, etc.). Es un estilo nuevo. No es legítimo malinterpretarlo como si quisiera introducir una constitución democrática. No se trata de decisiones mayoritarias, sino de una escucha atenta al testimonio de fe de las múltiples voces que hay en la Iglesia, también las de los laicos, para que en el intercambio de testimonios y experiencias de fe pueda hacerse oír la voz del evangelio y se dé testimonio común de ella, y a la vez se dé espacio a una legítima pluralidad dentro de la unidad. La fe logrará fuerza radiante si todo el pueblo de Dios toma parte activa. Hay que traducir, pues, de modo concreto y poner en práctica la teología conciliar del pueblo de Dios.

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5. La fuerza radiante del amor y de la misericordia Sería un error, sin embargo, pensar que solo se trata de esas reformas intraeclesiales. Son importantes, pero no lo más importante. Francisco quiere una Iglesia misionera, que no se ocupe solo de sí misma, sino que más bien salga a las periferias. También aquí recoge un importante impulso del concilio, que definió a la Iglesia como sacramento para el mundo (Lumen gentium 1). Esto no es en Francisco una afirmación abstracta, sino que la vuelve a llenar de vida. El mundo de donde procede, y en el que están más de dos tercios de todos los cristianos, es el mundo de los pobres. Eso es lo que le importa al papa Francisco: una Iglesia pobre para los pobres. La fe cobra fuerza radiante cuando se vuelve concreta y cuando realiza la verdad en el amor. Sabe que solo el amor es digno de fe (Hans Urs von Balthasar). La fe irradia cuando se la hace irradiar en la vida y en las obras del amor. Para Francisco se trata de algo más que un objetivo ético y sociopolítico. Lo que le importa es sobre todo un tema bíblico, en particular cristológico. Jesús vino a anunciar el evangelio a los pobres (Lc 4,18). La primera bienaventuranza del sermón de la montaña dice: «Dichosos los pobres ante Dios, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3; cf. Lc 6,20). En uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento, en el himno prepaulino de la carta a los Filipenses, se dice de Jesucristo: «Siendo de condición divina […], se despojó de su rango, tomando condición de esclavo, haciéndose igual a los hombres» (Flp 2,6s). Pablo recoge este tema: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9). A lo largo de toda la historia de la Iglesia han jugado siempre un importante papel los movimientos de pobreza, comenzando por la comunidad primitiva de Jerusalén, en la que todos lo tenían todo en común (Hch 2,44). Cuando después la Iglesia se volvió rica y poderosa, surgió el monacato de la Iglesia antigua a manera de protesta. San Antonio abad escuchó la palabra: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y da el dinero a los pobres; luego ven y sígueme» (Mt 19,21); la escuchó y la puso en práctica. En la Edad Media hubo diversos movimientos en contra de una Iglesia poderosa y rica. El más conocido, que ha dado fruto hasta ahora, es el movimiento pauperista desencadenado por Francisco de Asís, cuya espiritualidad irradió también a los laicos en la llamada «orden tercera». No se puede olvidar, finalmente, el movimiento social católico del siglo XIX y las encíclicas sociales de los papas desde León XIII hasta Benedicto XVI, que 25

representan la reacción de la Iglesia a la pobreza, no solo individual sino también estructural, provocada por la industrialización. También en el Vaticano II desempeñó un papel destacado el tema de la Iglesia pobre. El texto fundamental se encuentra en la constitución sobre la Iglesia: «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y en persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino […]. Así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo» (Lumen gentium 8,3). Es famosa la expresión de la constitución pastoral según la cual la Iglesia comparte «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» (Gaudium et spes 1). En este espíritu, 40 obispos firmaron, algunas semanas antes de la conclusión del concilio, el llamado pacto de las Catacumbas «por una Iglesia servidora y pobre», en el que se obligaban personalmente a una serie de actitudes con respecto al estilo de vida, a los títulos, al compromiso en favor de los pobres, etc. Entre los primeros firmantes estaban obispos conocidos como Hélder Câmara, Aloísio Lorscheider o, por parte alemana, el entonces obispo auxiliar de Essen, Julius Angerhausen. Otro testigo famoso fue el arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, que fue asesinado por un grupo de soldados que actuaba por encargo el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la eucaristía, por haber defendido los derechos de los campesinos. El papa Francisco volvió a poner en marcha su proceso de beatificación, largo tiempo bloqueado en la curia, y lo reconoció como mártir. La beatificación, que tuvo lugar el 23 de mayo de 2015, constituyó un signo importante, sobre todo en Latinoamérica. Tras el concilio, este tema cobró actualidad especialmente en la teología latinoamericana de la liberación. Las asambleas generales del episcopado latinoamericano (Medellín, 1968; Puebla, 1979; Aparecida, 2007) lo hicieron suyo como «opción preferencial por los pobres». Quien diseñó el documento de Aparecida fue el entonces presidente de la conferencia episcopal argentina, cardenal Jorge Bergoglio. En muchos lugares de la Evangelii gaudium se ha introducido el documento de Aparecida. La opción por los pobres no ha quedado reducida a un tema puramente latinoamericano;

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Juan Pablo II y Benedicto XVI la han hecho suya, convirtiéndola en programa de la Iglesia universal. El papa Francisco se inserta, pues, en la tradición de la Iglesia con su opción preferencial por los pobres (EG 198). Quiere comunicar a la fe fuerza radiante, haciendo que cobre vigor en las situaciones concretas de necesidad, de miseria, de los refugiados, de los enfermos. Ante el escándalo, que clama al cielo, de la pobreza y la miseria en el hemisferio sur, presta su voz al grito de los pobres. Pone el problema del hemisferio sur en el orden del día de la Iglesia universal e introduce una nueva fase en la historia de la recepción del Concilio Vaticano II. En el trasfondo no está nuestro discurso occidental de modernización, sino el discurso del tercer mundo, que considera las consecuencias negativas de la modernización y la globalización para el hemisferio sur. Él ve ahí las consecuencias de la crisis antropológica del individualismo y el consumismo (EG 2, 55, 61, 63, 67). El papa ha sido criticado repetidas veces por sus claras palabras, que son también un desafío para una Iglesia comparativamente rica. Sobre todo, la frase «esta economía mata» (EG 53) ha suscitado resistencias. Sin embargo, hay que leerla bien: no dice «la economía mata», sino «esta economía mata». El papa critica una forma muy determinada de economía, a saber, la que tiende a reducir a lo económico todos los ámbitos vitales, haciendo que el ritmo de la sociedad dependa de los intereses de explotación del capital. De hecho, cuando 1.400 millones de personas viven en extrema pobreza y cada año mueren de desnutrición 5,6 millones de niños, debe ser que algo no va bien en el sistema económico mundial. Francisco quiere levantar su voz contra la globalización de la indiferencia. No trata de hacer un análisis económico científico (EG 51), sino de alzar un grito profético en vista de los millones de seres humanos considerados simplemente desechos, «sobrantes» (EG 53). Al papa no le preocupan solo las organizaciones asistenciales de la Iglesia, tales como Misereor, Adveniat, Caritas y Renovabis. Con ellas la Iglesia en Alemania está haciendo mucho bien. A Francisco le mueve, en definitiva, una preocupación cristológica y mística. Se trata de encontrar a Cristo, incluso de tocar a Cristo, en los pobres (EG 270). La Iglesia es el Cuerpo de Cristo; en las llagas de los otros tocamos las llagas de Cristo: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Es una perspectiva profundamente mística (EG 87, 92). Recuerda 27

a Francisco de Asís, que abrazó a un leproso, o la experiencia vocacional de Madre Teresa, que se llevó a su convento a un moribundo, y al hacerlo sintió que llevaba en brazos a Cristo. No es la tradicional mística con los ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos (Johann Baptist Metz).

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6. El papa Francisco: un desafío Con todo esto Francisco concreta el centro del evangelio: el mensaje de la misericordia. No lo hace solo con sus palabras, sino también con sus gestos y con su propia actitud. La misericordia dice que cualquier persona en cualquier situación, por muy bloqueada que esté, está afirmada y aceptada por el amor siempre mayor de Dios. A todo el que se lo pide, Dios le da de nuevo una oportunidad. Este mensaje permite respirar, fundamenta la alegría del evangelio (EG 2-8), proporciona a la fe fuerza radiante en el mundo. Con el mensaje de la alegría del evangelio, la Iglesia ya no se entiende a sí misma como una fortaleza inexpugnable en estado de defensa permanente frente a un mundo ajeno a ella y a menudo hostil. Quiere ser compañera de camino de los hombres en su recorrido muchas veces pedregoso y fatigoso; no dueña de la fe, sino servidora de la alegría (2 Cor 1,24). Me preguntan con frecuencia: ¿puede el papa imponerse con su visión? ¿Conseguirá introducir una gran reforma? Sin duda, nadie puede llevar a término un programa de siglos, como el que presenta el papa Francisco, en el reducido tiempo de un pontificado. Es humanamente imposible, incluso para un papa. Nadie puede prever el futuro ni mirarle las cartas al Espíritu de Dios. La respuesta no depende solo del papa, sino también de si y en qué medida recogen sus impulsos los colaboradores de la curia romana, las Iglesias locales, las congregaciones religiosas, los movimientos, las asociaciones, las facultades de teología y también muchos cristianos particulares. No puede uno reclinarse sin más en el sillón y decir: «Esperemos a ver qué nos trae el nuevo papa». Uno mismo tiene que aventurarse desde la línea de salida y ponerse en camino y esprintar. Cada uno debe caer en la cuenta de esto: «Soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (EG 273). El papa Francisco es un desafío para cada uno. Lo que propone el papa es el camino humilde de las personas creyentes: pueden remover continentes y desplazar montañas (Mt 17,20; 21,21). Un poquito de misericordia –dice él– puede cambiar el mundo. Esta es una revolución muy distinta a lo que normalmente se entiende por tal. Es una revolución de la ternura y del amor, una revolución en el sentido originario de la palabra: el retorno al origen del evangelio como camino hacia delante, hacia el futuro. A esta revolución de la misericordia estamos llamados todos. Ella puede otorgar de nuevo a la fe fuerza radiante. 29

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2. La pobreza como camino de la evangelización [*] . GERHARD LUDWIG MÜLLER

La famosa «opción por los pobres» tiene primaria y básicamente un fundamento cristológico. De Jesucristo, el Hijo de Dios, que fue enviado «por el Padre en una carne semejante a la del pecado, y en orden a abolir el pecado, para condenar el pecado en la carne» (Rom 8,3), dice el apóstol Pablo: «Ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9). Gracias a su pobreza y abajamiento, nosotros, pobres mendigos ante Dios, mortales destinados a la muerte, somos hechos partícipes de su mensaje universal de salvación y revestidos de la gloria de Dios. Bajo el impulso de la constitución conciliar Gaudium et spes, la teología de la liberación latinoamericana ha ampliado esta perspectiva a la Iglesia: «La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes 1). La Iglesia es auténtica allí donde, realizando la misión de Jesús, «se anuncia el evangelio a los pobres» (cf. Lc 7,22). Por el camino de esa misión universal a todos los seres humanos hasta el fin de los tiempos, la Iglesia no se deja determinar por el esplendor, la riqueza y el afán de poder terrenos, sino solo por la única motivación de «continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (Gaudium et spes 3). Lo que el papa Benedicto XVI reclamó, exigiendo una cierta «desmundanización» de la Iglesia, es decir, su constante reorientación al evangelio, lo retoma de nuevo el papa Francisco en la Evangelii gaudium: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres» (EG 198).

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Al no a una mundanidad espiritual (EG 93-97) se contrapone el sí a una espiritualidad verdaderamente misionera (EG 78-80). Cuando Jesús llama bienaventurados a los «pobres en el espíritu» y les promete el reino de los cielos (Mt 5,3), no está dando pie a justificar una espiritualización e idealización de su evangelio para evadirse del mundo y sacudirse la responsabilidad. Pobreza espiritual quiere decir más bien equiparación radical con los sentimientos y el destino de Cristo. Esto significa que «la persona llena de espíritu, a diferencia de la que tiene mentalidad terrena, se deja llevar por lo que le dice el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo» (cf. 1 Cor 2,14). Un discípulo de Jesús no puede enganchar su corazón a la riqueza engañosa, a la transitoriedad del poder y del prestigio público, que los medios de comunicación exaltan o denigran según la demanda. Él está liberado de la esclavitud a los falsos ídolos para servir a los demás con todas sus posesiones y sus dones intelectuales y espirituales; para hacerse, como Jesús, un «hombre para los demás» (Dietrich Bonhoeffer). Esta es la libertad verdadera, «para la que nos ha liberado Cristo» (Gal 5,1). Esta actitud de pobreza espiritual como libertad interior en Cristo obliga a los casados en el Señor, que con razón se ocupan también del bienestar corporal de la familia, lo mismo que a todos los cristianos con responsabilidades en la vida pública, e igualmente a los cristianos con voto de pobreza. Este carisma de la pobreza voluntaria como signo remite a la dependencia general de todos con respecto a Dios y a la solidaridad con todos los pobres que se hallan en necesidad material o espiritual. Los creyentes son una sola cosa en Cristo, por encima de todas las barreras sociales y étnicas. Y su esperanza está puesta solamente en el Dios uno y trino, que a través de la Iglesia lleva adelante en la historia su obra de redención y liberación, hasta que la culmine por sí mismo al final de los tiempos. La Iglesia, y nosotros como miembros suyos, tenemos siempre la tentación de considerar indispensable presentarnos ante el mundo mediante el activismo de una maquinaria socioespiritual muy institucionalizada, para así hacernos valer ante los poderosos y los líderes de opinión. Las instituciones de la Iglesia, sus logros culturales y sus esfuerzos caritativos, el patrimonio eclesiástico, en lugar de servir de medios, amenazan con convertirse en fines en sí mismos, por los que nos dejamos dominar. Este es el demonio de la mundanidad, del deseo de agradar a los hombres en vez de a Dios, del que el papa Francisco no se cansa de advertir. Jesús promete enviar desde el Padre al Defensor. El Espíritu de Dios «es el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede

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recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros» (Jn 14,17). Sin caer en el extremo contrario de una espiritualización e idealización de la fe y de la Iglesia, se trata, sin embargo, de superar la crisis del relativismo y del secularismo que se da en algunas partes de la Iglesia. El clima de tiempo final y la emigración interna se superan mediante una nueva confianza en la providencia divina, que al final lo conducirá todo para bien. En lugar del activismo y la mera profesionalidad técnica, se requiere un amor personal a Jesucristo y una profesión de fe colmada de su Espíritu. Aunque hacia fuera estamos firmes en nuestras convicciones dogmáticas y en nuestra práctica religiosa, sin embargo, nos enganchamos ocultamente a las seguridades económicas, a una sensación de poder y al prestigio ante los hombres, en lugar de entregar nuestra vida por los demás en la misión. «¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!» (EG 80), nos grita, por el contrario, el papa Francisco. La Iglesia, pobre en la naturaleza humana de Cristo y enriquecida en su naturaleza divina, recorre el camino del evangelio. Es evangelizada por Cristo en los pobres y lleva a los pobres el evangelio de Cristo (cf. EG 198). En el fuego del amor a Cristo en los hambrientos y sedientos y en todas las obras de misericordia corporales y espirituales ha de derretirse el iceberg de la mundanidad espiritual. Con el anuncio del evangelio a quienes tienen necesidades materiales, humanas y espirituales y a todos los que anhelan justicia, amor y vida eterna junto a Dios, la Iglesia lleva a cabo su cometido de hacer presente a Cristo en su comunidad en la realización de la martyría, leitourgía y diakonía. Jesucristo ha asumido en su encarnación la pobreza de la condición de criatura en todas sus facetas. No podemos quedarnos presos en la superficie material, económica y política de la pobreza. Como escribe el papa Francisco en el prólogo al libro Iglesia pobre y para los pobres, que edité con Gustavo Gutiérrez, la pobreza es, en sentido primigenio, una perífrasis de nuestra contingencia. Somos criaturas y estamos ante Dios con las manos vacías. Pero nuestras manos vacías y nuestro espíritu abierto los hemos recibido de Dios y tienden hacia él, nuestro Creador. No humillados ni ofendidos por nuestra dependencia de nuestro Creador y Padre, sino alegres y agradecidos, recibimos de él eucarísticamente el pan que necesitamos cada día. Porque hemos sido creados para él, nuestro anhelo de verdad y de amor no cae en el vacío. Dios se comunica con 34

nosotros en su Palabra, en su Hijo Jesucristo, que ha asumido nuestro ser humano y ha compartido con nosotros nuestro destino de seres humanos. Él es el verdadero pan del cielo; él se nos da como comida y bebida para la vida eterna. Así, el carácter transitorio de todo lo terreno no nos lleva al existencialismo trágico. Por el contrario, nuestra existencia en el mundo está orientada a una participación marcada por el Logos, es decir, llena de sentido, en la verdad y el amor de Dios, que están presentes en la creación, la historia de salvación y la culminación en su eternidad. En lugar del pesimismo, la melancolía y el deseo de muerte al estilo de Schopenhauer, vivimos de «la esperanza, que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Nuestro PIN, el número personal de identificación del cristiano, no es dolor por el mundo, sino evangelii gaudium. Ser hombre desde la fe en Jesucristo equivale siempre a existencia eucarística. Pero Cristo no solo ha asumido la naturaleza humana de un modo abstracto y en sí misma, sino también en la condición histórica de su esclavización y desfiguración por el pecado. Con una formulación que hace saltar todos los esquemas del entendimiento humano, Pablo expresó la inserción del pecado, con todo su poder destructivo, en el misterio humano-divino de Jesús: «Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Todo cuanto significa odio contra Dios, violación brutal de los derechos humanos, esclavitud y explotación, rechazo que clama al cielo de la solidaridad y el amor fraterno, todo queda envuelto por el misterio del amor y la misericordia, para que lleguemos a ser hijos de Dios, hermanos y hermanas del Señor. El Cordero de Dios carga sobre sí y padece el pecado del mundo, lo hiere y lo supera. Él, que sufre en sí mismo toda la violencia destructiva, llega a ser, con su respuesta no violenta, el vencedor del mal y del sufrimiento. Su cruz se convierte en signo de esperanza y en sacramento de la reconciliación de los seres humanos con Dios y entre sí. Ha asumido nuestra pobreza de criaturas, nuestra proclividad al pecado y a la muerte, y la ha colmado con la riqueza de su divinidad. Nos ha creado de nuevo «a fin de que muriésemos a nuestros pecados y viviéramos para la justicia» (1 Pe 2,24). En el seguimiento de Cristo nos damos cuenta de que el cristianismo no es una cosmovisión filantrópica elitista con una praxis social humanitaria, suavemente arrullada en vivencias religioso-sentimentales del yo, una escapada narcisista del ego hacia la autocomplacencia espiritual. No es la autorrealización del yo, de sus intereses y pasiones,

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lo que constituye la forma interna y la medida externa del ser cristiano, sino el servicio al reino de Dios, es decir: «que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Tal es vuestro culto espiritual [logikē latreía]» (Rom 12,1). Nuestra fe en Cristo es el comienzo de un proceso vitalicio de muerte del viejo Adán y de un camino diario en comunión con el Señor resucitado. «Ahora estoy crucificado con Cristo; ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todavía vivo en la carne, pero mi vida está afianzada en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19s). Una huida del mundo real al reino de los ideales, la dimisión de la responsabilidad personal y social en la nostalgia del paraíso perdido y de la edad de oro, una privatización y desplazamiento al más allá del mensaje cristiano, todo eso contradice diametralmente lo que Dios nos ha revelado en la creación y en el acontecimiento redentor y todo lo que nos ha regalado con su Hijo y con su Espíritu. Cristo, por medio del sufrimiento y la muerte, ha vencido efectivamente al mundo en su pecado y su maldad. No vino a los suyos para acentuar la distancia infinita entre Dios y el mundo, sino para habitar entre nosotros y estarnos cercano como Dios-con-nosotros, y quedarse siempre entre nosotros. «A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Solo desde Jesucristo nos damos cuenta, a la luz de la vocación divina del ser humano, de toda la dimensión económica, política y social de la miseria e indigencia de tantas personas que han de llevar una vida por debajo de todos los estándares de una vida digna del ser humano. Hay millones de semejantes nuestros a los que les falta lo más necesario en alimento, vestido y vivienda; que no se pueden permitir una atención sanitaria ni de vejez; a los que se niega la participación igualitaria en los bienes culturales; a los que no se reconoce políticamente como ciudadanos adultos en igualdad de derechos, sino que se ven rebajados a objetos de las pretensiones de los potentados de monopolizar el poder, el prestigio y la riqueza a costa del bien común. Pensemos en todas las innumerables multitudes de personas que han sido víctimas de la injusticia y la violencia en guerras y genocidios o por medio de la esclavitud y la violación, la criminalidad y el terrorismo. A tramos la historia puede leerse como una burla de los malvados a los justos: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42,11). Son hermanas y hermanos nuestros, seres de carne y hueso, que se ven despojados de su dignidad humana. Mirando a este océano de sangre y lágrimas que inunda la historia de la humanidad, nadie podría evitar un sentimiento de desesperación, de nihilismo abismal o de protesta contra el destino o contra Dios, si no fuera porque el Dios y Padre de Jesucristo, ha hecho 36

justicia, en la cruz y resurrección de su Hijo, a las víctimas de la violencia injusta; si no fuera porque él ha revelado a los seres humanos, que estaban todos privados de su gloria, «la justicia de Dios por la fe en Jesucristo» (Rom 3,22s). El juicio final es la victoria del amor sobre el odio. Ante el trágico fracaso de las ideologías del progreso económico y científico y de la autosalvación en un paraíso terrestre capitalista o socialista, en resumen, ante un «humanismo sin Dios», se plantean de nuevo las preguntas fundamentales, tal como las formula eficazmente la Gaudium et spes: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» (Gaudium et spes 10). La Iglesia no erige otro monumento funerario a la autosalvación, junto a todas las cosmovisiones y todos los programas de mejora del mundo pensados por los hombres y condenados a la ruina, porque la fe procede de Dios y no de los hombres. Lo que hace es atestiguar, de palabra y con hechos, la fe, que se le ha otorgado y confiado por medio de la autorrevelación de Dios. Pues la Iglesia cree «que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación […]. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro» (Gaudium et spes 10). A la luz de Cristo, pues, la Iglesia lleva a cabo su misión, a saber: interpelar a los seres humanos «para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época» (ibidem). Al anunciar a los pobres y oprimidos el evangelio de Cristo y contribuir a la construcción de una sociedad en libertad, solidaridad y justicia, que reconozca la ilimitada dignidad de cada ser humano, la Iglesia está siguiendo el camino de Cristo, que «realizó la obra de la redención en pobreza y persecución» (Lumen gentium 8). Él era igual a Dios, y sin embargo se despojó y asumió nuestra condición de esclavos (Flp 2,6). Y por ello fue también exaltado por Dios. Y nosotros esperamos del Señor exaltado, que vendrá como juez, que transforme nuestro cuerpo miserable a imagen de su cuerpo glorificado. La gloria de Dios se revela en la forma de esclavo del Hijo. El sacrum commercium es el intercambio de riqueza y pobreza entre Dios y el hombre. En Jesucristo se hace patente

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la unidad interna de la theologia crucis y de la theologia gloriae, tanto en la antropología cristiana como en la eclesiología. Pues Cristo es para nosotros el Señor crucificado y resucitado a la vez. El Dios desconocido e innombrable se nos ha dado a conocer y podemos en el Espíritu, por medio del Hijo, invocarlo como Abbá-Padre (Rom 8,15), puesto que no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que también lo somos en verdad (1 Jn 3,1). Este es nuestro estatus y al mismo tiempo el dinamismo escatológico que determina nuestra actitud ante el mundo en relación con el misterio de la redención y la comunión de vida con Dios: también la creación ha de verse «liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21). En el rostro de la Iglesia se refleja la gloria divina, para que así, por medio del evangelio, todos los hombres queden iluminados con la luz de Cristo. Pero no se trata de la «seducción de las riquezas» (Mc 4,19), el brillo de la gloria terrena, el fasto y el poder. La Iglesia sigue a su Señor. Cuando padece y es perseguida, resplandece en la cruz la gloria de Dios, el «resplandor del Señor» (Lc 2,9) y la «plenitud de su gracia» (Jn 1,16). La Iglesia, como comunidad visible en este mundo, solo necesita medios humanos para el cumplimiento de su misión, no «para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos […]; así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (Lumen gentium 8). Mientras que Cristo, su fundador y cabeza, fue santo y sin pecado, «la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (ibidem). Este es lugar para hablar de la teología de la liberación. Surgió como una respuesta especial a los desafíos de la pobreza, la explotación y la humillación de millones de personas en Latinoamérica, un continente católico. Su paradigma cristológico es el encuentro con Jesús, es el seguimiento de Jesucristo, el del buen samaritano. Pues Jesús no se presentó como gurú de una mística suprasensorial o de un ascetismo fuera del mundo. Al contrario, en su anuncio del reino de Dios curando ciegos, paralíticos, sordos, y dirigiéndose a los pobres y excluidos, se pone de manifiesto la unidad entre la

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dimensión trascendente, referida a Dios, y la dimensión inmanente, intrahumana, de la salvación. Su muerte en la cruz no manifiesta el fracaso trágico, sino que otorga la redención del pecado y la injusticia y revela la nueva unidad de Dios y las criaturas. Jesús murió en la cruz para mostrar el amor liberador de Dios que transforma el mundo y proporciona a cada persona una esperanza real y no ilusoria. La muerte de Jesús en la cruz ha convertido el mundo y la historia en el lugar donde comienza la nueva creación, aquí y ahora. Y así la liberación se nos da no meramente en la interioridad y en el momento de nuestra muerte individual. El final de la historia es más bien el momento de la consumación de la salvación, en la contemplación de Dios, en la eterna comunión del amor con él y todos sus santos. En Jesucristo, el Dios-hombre, se ha hecho realidad una relación entre Dios y el mundo enteramente nueva, escatológica y definitiva. El cristianismo no se puede reducir a un sentimiento de dependencia del Absoluto (Schleiermacher), a la conciencia del amor infinito de un Padre celestial (Harnack), más un compromiso social. Ser cristiano no consiste en la suma de metafísica y ética ni en la reducción de un ámbito de cuestiones al otro. Ser cristiano no es hermosa liturgia dominical más ética social cotidiana, ni tampoco forma tradicional más crítica social. Ser cristiano surge del «encuentro con Jesús» y se vive como «jugársela por los demás». En su Esbozo de un trabajo, Dietrich Bonhoeffer bosquejó en la cárcel en 1944 su respuesta a la pregunta «¿Qué es, en realidad, la fe cristiana?» del modo siguiente: «Nuestra relación con Dios no es una relación “religiosa” con el ser más alto, más poderoso y mejor que podamos imaginar –lo cual no es auténtica trascendencia–, sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el “ser para los demás”, en la participación en el ser de Jesús. No las tareas infinitas e inaccesibles, sino el prójimo que en cada caso hallamos a nuestro alcance, eso es lo trascendente. ¡Dios bajo forma humana! No como en las religiones orientales, en forma animal, símbolo de lo que es monstruoso, caótico, lejano, pavoroso; pero tampoco en las formas conceptuales de lo absoluto, metafísico, infinito, etc.; ni tampoco en la forma del dios-hombre griego, que es el “hombre en sí mismo”, sino en la del “hombre para los demás” y por ello el Crucificado. El hombre que vive de lo trascendente» [2] . En esta perspectiva, me gustaría poner de relieve algunas de las ideas más profundas de la teología de la liberación. En una conferencia [3] que pronunció Gustavo Gutiérrez a mediados de la década de 1990 –en presencia del cardenal Ratzinger–, recalcó: «Es importante señalar que en último término la opción por los pobres es una opción por el Dios del reino anunciado por Jesús». Y proseguía: «En consecuencia, el 39

motivo determinante para el compromiso por los pobres y oprimidos no está en los análisis sociales de los que nos servimos, ni en la experiencia directa que podemos hacer de la pobreza, ni en nuestra compasión humana. Todo ello son motivaciones válidas, que sin duda juegan un papel importante en nuestra vida y nuestras relaciones. Pero para los cristianos este compromiso se basa fundamentalmente en la fe en el Dios de Jesucristo. Es una opción teocéntrica y una opción profética, arraigada en la gratuidad del amor de Dios y requerida por ella». Jesucristo murió para que el ser humano experimentara a Dios como vida y salvación en todos los ámbitos de la existencia. De ahí surge el impulso originario (cristológico) de la teología de la liberación, que puede formularse así: no es posible hablar de Dios sin una participación activa, transformadora y por tanto práctica, en la acción liberadora compleja e integral puesta en marcha por él, por medio de la cual la historia se convierte en un proceso de realización de la libertad. Y a la inversa, la Iglesia no puede restringirse a la mejora de las condiciones de vida de los pobres, engañándolos al mismo tiempo respecto a Dios y al evangelio. Eso sería una discriminación aún peor y una carencia de atención espiritual que los pobres no pueden sino padecer. En cambio, el papa Francisco constata en Evangelii gaudium: «La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (EG 200). Si la Iglesia, juntamente con el género humano y en medio de la historia, está, por tanto, al servicio de este proyecto de Cristo, solo puede ser Iglesia –como escribe Dietrich Bonhoeffer– cuando existe para otros (Widerstand und Ergebung, 415; trad. esp.: op. cit., 267) [4] . De ahí la necesidad de un discernimiento último de espíritus, que plantea a cada cual una elección íntima: o bien es verdad que «los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (Gaudium et spes 1), o bien no son verdaderamente discípulos de Jesús. Dicho de otra manera: o la Iglesia se muestra, en esta perspectiva, no como una comunidad religiosa autosuficiente y separada del mundo, sino como sacramento

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universal de salvación (cf. Lumen Gentium y Catecismo de la Iglesia católica n. 748), o la Iglesia, en lo concerniente a su esencia y su misión, no es por entero Iglesia. La Iglesia es verdaderamente Iglesia cuando es fiel a su misión liberadora para la salvación integral del mundo, cuyo origen está en el mensaje de Jesús acerca de la libertad y la liberación y en la actuación de Jesús, como dice la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Libertatis conscientia de 1986 (capítulo IV). Como en tiempos de Bartolomé de Las Casas, al que Gustavo Gutiérrez ha dedicado un amplio estudio, Dios está de parte de los pobres y desde ahí actúa para conducirlos a la libertad y hacer posible que tomen parte en la realización de la salvación plena para todos los hombres prometida por él. Desde este punto de vista, queda al fin absolutamente claro que hablar de «la fuerza histórica de los pobres» [5] está muy lejos de querer formular una ideología al servicio de proyectos tan utópicos como generadores de violencia, siempre «en eterno retorno». Bajo el concepto de «la fuerza histórica» de los pobres ciertamente no hay que entender la eliminación violenta de una clase social, una etnia o una religión por otra, como vía para abolir la injusticia y la opresión y así conseguir el presunto paraíso en la tierra, la sociedad sin clases o la dictadura ideológica. Y exactamente igual de discriminatorios son los programas asistenciales de países capitalistas laicistas que vinculan la ayuda al desarrollo con la adopción de ideologías de género y de políticas demográficas que incluyen el aborto y las esterilizaciones forzosas, haciéndose así nuevamente responsables de los crímenes del colonialismo. El amor de Dios abarca también a los gobernantes, a los explotadores, a los traficantes de personas y de drogas, a los mafiosos. La más que justa amenaza con la condenación eterna, que siempre debe justificarse desde una necesaria teodicea, brota del amor divino, que en Cristo ha tomado sobre sí los pecados y crímenes para hacer posible la conversión y la penitencia. El anuncio del juicio y de la gracia libera a esas personas de su esclavitud específica: de la típica esclavitud de la codicia, «raíz de todos los males» (1 Tim 6,10), de la idolatría del dinero y del poder, ídolos que logran que sus adoradores no encuentren nunca la paz del corazón y al final los devore su propia avidez. Pero sobre todo la teología de la liberación muestra, en contraposición con lo que dicen el marxismo y su hermano gemelo, el capitalismo liberal, que el cristianismo justamente no es una «ideología de consolación» o un «platonismo para el pueblo» (Nietzsche), ni una proyección ilusoria. Al contrario, la verdadera teología de la liberación 41

pone de manifiesto que en realidad solo Dios, el Padre de Jesucristo, y el evangelio de la gracia y la verdad pueden desempeñar un papel auténtico y permanente para humanizar a las personas, y esto tanto desde el punto de vista individual como social. Es lo que con otras palabras resumió Juan Pablo II en su mensaje de 1986 a la conferencia episcopal brasileña, en la acertada afirmación según la cual la teología de la liberación, correctamente entendida, «no solo es oportuna, sino provechosa y necesaria». El juicio de Juan Pablo II no ha perdido nada de su actualidad, sino que incluso tiene aún más vigencia hoy. En un tiempo en que la hostilidad y la codicia se han vuelto abrumadoras, en un tiempo en que necesitamos más que nunca del Dios vivo que nos ha amado hasta la muerte, el buen samaritano se inclina en su amor sin medida, en la carnalidad de la existencia concreta, sobre los que sufren, los oprimidos y los que más necesitan la salvación. Es acertado lo que el papa Francisco dijo en Río de Janeiro el 27 de julio de 2013: «Se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de “heridos”, que necesitan comprensión, perdón y amor» [6] . Una mirada a la sagrada Escritura muestra que la historia de la alianza es una historia de liberación, con una cada vez más destacada opción de Dios por los pobres, sufrientes y oprimidos, de manera que de la soteriología debe resultar siempre también una ética social. Nos referimos a la ética social como disciplina teológica, porque la diakonía, la caritas, constituye una realización esencial de la Iglesia. «La misión liberadora de la Iglesia» parte del mensaje liberador de Jesús y de su praxis del reino de Dios. La Iglesia promueve «los fundamentos de la justicia en el orden temporal» [7] y permanece fiel a su misión crítico-profética «cuando denuncia las desviaciones, las servidumbres y las opresiones de las que los hombres son víctimas» [8] . Pero la Iglesia, de acuerdo con su misión, condena también los métodos que pagan violencia con violencia, terror con terror, privación de derechos con privación de derechos. Dados todos los males espirituales y materiales que afectan dolorosamente a grandes porciones de la humanidad en sistemas injustos, la Iglesia asume la «opción preferencial por los pobres» [9] no para azuzar conflictos, sino para superar barreras entre clases y para convertir la solidaridad, la dignidad humana y la subsidiariedad en los principios vigentes universales del orden social. En cuanto a la relación entre pecado personal y estructuras, hay que decir que se da «una estructura de pecado» (Juan Pablo II [10] ) 42

como resultado de desarrollos colectivos fallidos y como expresión de falsas mentalidades falsas. Estas estructuras pueden llamarse «pecado» porque proceden, como concupiscencia maligna, del pecado original, muerte del alma, y conducen al pecado (Concilio de Trento, Decreto sobre el pecado original [11] ). Pero ello no excluye la responsabilidad individual de cada uno. Nadie puede disculparse alegando que el sistema económico y político le ha forzado a explotar y hundir a otros seres humanos. En ningún caso los llamados «procesos históricamente necesarios» determinan, por así decirlo, fatalmente al hombre ni lo dispensan del libre ejercicio de su responsabilidad ante Dios. No es el «destino» ni las «leyes de la historia» ni los datos étnicos, culturales y sociológicos, sino la providentia Dei, la que determina el curso de la historia en relación con la libertad humana y su consumación en el amor, tanto en la vida terrena como también en el horizonte de la vocación sobrenatural del hombre. La persona sigue teniendo prioridad frente a la estructura. Por eso la praxis liberadora de los cristianos, resultante de la redención del pecado y la participación en la gracia, tiene como consecuencia el cambio y la continua mejora de las condiciones materiales y sociales de vida, pero también abarca el encuentro interpersonal en el amor de Cristo como núcleo del ser cristiano: «Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que se esfuerzan por realizar la civilización del amor, la cual condensa toda la herencia ético-cultural del evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexión sobre lo que constituye la relación entre el mandamiento supremo del amor y el orden social en toda su complejidad». Se trata de «un gran esfuerzo de educación para la civilización del trabajo, para la solidaridad» y para «el acceso de todos a la cultura» [12] . Es necesario un esfuerzo así de toda la Iglesia a favor de los pobres en el mundo único y globalizado, en la creación de Dios. A la luz de la opción de Dios por los pobres entendemos la Iglesia como «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium 1). Me gustaría concluir estas consideraciones sobre la pobreza como camino de la evangelización con estas palabras del papa Francisco: «Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga “su primera misericordia”. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener “los mismos sentimientos de Jesucristo” (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres […]. Por eso quiero una Iglesia pobre 43

para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia […]. El pobre, cuando es amado, “es estimado como de alto valor”, y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Solo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que “los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del reino?”» (EG 198s).

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3. El bien es comunicativo por sí mismo: Bonum diffusivum sui. La evangelización como efecto de una fe radiante [*] .

KURT KOCH

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1. La buena noticia cristiana sobre el bien hereditario Por experiencia de siglos sabemos los seres humanos que el mal en el mundo no se agota ni puede agotarse en sí mismo, sino que salta más allá de sí mismo y tiene repercusiones: del mal siempre procede mal, el mal siempre vuelve a producir mal, y todas las maldades en la historia están interconectadas. Esta experiencia de la humanidad la expresa la fe cristiana con la convicción de la existencia del pecado original. La mejor forma de entenderlo es compararlo con una «gota de veneno» en nosotros los seres humanos, que «ha envenenado y sigue envenenando la configuración de la historia de los hombres y de la humanidad» [13] . En la Sagrada Escritura, esa gota venenosa del pecado original se pone de manifiesto primero en la relación del hombre con Dios, al tentar la serpiente al ser humano en el paraíso para que no confíe en Dios, sino que lo vea como un competidor enemigo, que le oculta e incluso le prohíbe al hombre frutos deliciosos del paraíso. Este envenenamiento de la relación con Dios repercute de inmediato en todas las relaciones humanas, como describen de modo impresionante los primeros capítulos del Génesis, comenzando por la expulsión del ser humano del paraíso y siguiendo por la alteración de la relación varón-mujer y por el fratricidio, hasta llegar al diluvio. Quien contempla con ojos atentos el mundo actual, ve la confirmación de esta perspectiva bíblica y palpa el pecado original como una realidad empírica. La fe cristiana está, sin embargo, convencida de que no solo el mal actúa en el mundo con su venenoso efecto. Mayor motivo aún tiene para suponer que tampoco el bien puede agotarse en sí mismo, sino que salta más allá de sí mismo y quiere irradiar en el mundo. Pues todo bien que procede de Dios, el Bien por antonomasia, quiere comunicarse, ya que es en sí mismo diffusivum sui. Por eso, en la concepción de la fe cristiana no hay solo una culpa hereditaria, sino también, por así decir, un bien hereditario, que repercute en la historia humana y que no solo es el contenido central sino también la motivación más honda de la transmisión de la fe. Pues la evangelización es creíble solo cuando da testimonio del bien que procede de Dios y que quiere comunicarse y cuando, por tanto, vive la alegría del evangelio, evangelii gaudium. La evangelización cristiana depende esencialmente del convencimiento expresado por el papa Benedicto XVI, al constituir el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, de que en la raíz de esta no hay «un proyecto humano de expansión», sino, por el

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contrario, «el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido darnos, haciéndonos partícipes de su propia vida» [14] . Para revitalizar la conciencia misionera del cristianismo actual tiene una importancia capital que la tarea de evangelizar no sea exigida simplemente como un deber, sino que se descubra como consecuencia interna de la fe, en la medida en que esta, desde sí misma, quiere hacer partícipes a otras personas de ese regalo recibido de Dios [15] . O, dando la palabra de nuevo al papa Benedicto: «La misión no es algo añadido exteriormente a la fe, sino la dinámica misma de la fe. Quien ha visto, quien ha encontrado a Jesús, tiene que correr a decir a sus amigos: “Lo hemos encontrado, es Jesús, crucificado por nosotros”» [16] . Vamos a reflexionar, en primer lugar, sobre esta hermosa lógica de la fe cristiana; sobre la prioridad, basada en ella, del recibir sobre el actuar; y sobre la primacía, aún más fundamental, del ser sobre el hacer.

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2. La primacía cristiana del ser sobre el hacer Esta primacía puede encontrarse, concisamente condensada, en la novela Pallieter, de Felix Timmermann. En su centro está un joven que se halla de pie bajo un árbol, disfrutando del sol y de los rayos de luz que juguetean con las hojas. Pasa entonces alguien y le pregunta: «¿Qué haces?». Y el joven responde concisamente: «Soy». Me parece que en esta escena de novela, en primer lugar, se reproduce muy bien la mentalidad del hombre actual, que, según parece, tiene que estar siempre haciendo algo. Por eso, la pregunta crónica que está siempre en el trasfondo es: «¿Qué haces?». Los seres humanos de hoy nos comprendemos muy bien sobre el hacer. «Solo entendemos desde el fondo lo que nosotros mismos somos capaces de hacer» [17] . Con este axioma filosófico conceptualizó ya Immanuel Kant de manera programática la autocomprensión del hombre de la Edad Moderna. El hombre moderno se entiende a sí mismo como el ser actuante por antonomasia que siempre está haciendo algo y con su hacer llega a ámbitos cada vez más sutiles. Sobre todo, los rápidos e imprevisibles avances en la biomedicina llevan a una nueva autoimagen del ser humano como hacedor de sí mismo y, por tanto, a una «creatio continua en forma de diagnóstico prenatal y terapia», lo cual, por su parte, aumenta el riesgo de «no solo penalizar las debilidades, sino también a los débiles» [18] . La concentración nerviosa en el hacer tiene hoy también mucha entrada en la Iglesia. Cómo hacer las cosas parece haberse convertido, también en la vida eclesial, en la pregunta que lo decide todo; hasta tal punto que, en cuanto uno sabe cómo hacer algo, nada ni nadie le puede impedir ya hacerlo. Esta primacía del hacer se puede comprobar sobre todo allí donde, de las tres funciones fundamentales de la Iglesia (el anuncio de la palabra, la alabanza litúrgica y la solidaridad fraterna), se suele subrayar ante todo la diaconía. Al decir esto no se pretende, sin embargo, decir nada en contra de la diaconía como una misión fundamental de la Iglesia, pues esta nunca será lo suficientemente diaconal. Pero sí hay que decir una palabra crítica allí donde, al acentuar la responsabilidad diaconal, se reduce a la Iglesia como tal a mera diaconía y hay que hablar francamente de una «diaconalización» de la Iglesia y de una moralización de la vida eclesial. Se llega así al grave problema que el obispo evangélico luterano Wolfgang Huber ha diagnosticado como «autosecularización de la Iglesia», que él percibe especialmente en el hecho de que las Iglesias, sobre todo en Europa occidental, dada su fuerte concentración en la ética y la diaconía, corren gran peligro de responder a la 49

secularización de la sociedad con una permanente «reducción ética de la religión»: «Han asimilado el proceso de secularización mediante un proceso de autosecularización, convirtiendo las exigencias morales de la religión en el tema dominante. Los contenidos transmorales de la religión, el encuentro con lo sagrado, la experiencia de la trascendencia, han pasado a un segundo plano» [19] . Con esta perspectiva dominante del hacer y de la factibilidad por principio, es muy difícil encontrar aún un acceso a esa realidad que el cristianismo llama fe. Pues la fe, por principio, no es factible; en último término, solo puede recibirse como don. La fe cristiana depende esencialmente de la convicción de que todo lo auténtico y nuclear de la vida humana, lo que la hace feliz y lograda, no viene dado precisamente por el propio hacer del hombre, con su autonomía en primer plano, sino más bien abriéndose a una pasividad humana irreprimible e inocultable, que consiste en recibirse indisponiblemente como regalo de Dios y de su gracia. Aquí resplandece el motivo más profundo de que el apóstol Pablo, frente a la persona que quiere gloriarse de sus propios logros, insista en que el ser humano, en último término, no puede contabilizar todo lo que es y lo que tiene como resultado de su propio hacer, sino solo recibirlo de Dios como un regalo, en definitiva inmerecido: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué vanagloriarte, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Con estas palabras Pablo ha expresado, como en una fórmula breve, lo que es el contenido y el sentido de la fe bíblica en la justificación. Esta afirma, en su núcleo esencial, que, por lo que respecta a la salvación del hombre, es Dios mismo quien actúa en él; por tanto, el hombre no necesita justificarse ante Dios, ni tampoco puede hacerlo siquiera, sino que más bien Dios mismo justifica al hombre, es decir, lo acoge. En consecuencia, no se trata de que el hombre deba hacer sin más esto o lo otro, sino, en último término, solo una cosa (pero con coherencia): soltarse de su propia mano y abandonarse sin reservas en las manos de Dios. El fundamento de la justificación no es, pues, lo que el hombre ofrece y hace, sino la entrega amorosa y benévola de Dios al hombre. La justificación no consiste en anotar en la cuenta del hombre sus actos y logros, sino en adjudicarle la gracia de Dios. Dios mismo es el que acepta al ser humano, de suyo inaceptable, y lo declara como alguien a quien él hace justo, a pesar de esa condición inaceptable. Pero al hombre le corresponde, por su parte, recibir esto de Dios,

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y eso es lo que se llama creer. Creer significa, por tanto, con la breve fórmula casi insuperable de Paul Tillich, «aceptar que soy aceptado, a pesar de ser inaceptable» [20] . La fe bíblica en la justificación contiene el profundo mensaje de que el hombre puede saberse reconocido por Dios en su ser hombre, sin tener que hacer nada para ello y sin poder hacer nada para ello. Esta experiencia de ser conocido y reconocido como hombre no solo al margen de sus propios logros, sino incluso contra ellos, y en todo caso a diferencia de ellos, solo la puede realizar el hombre en el encuentro personal con Dios. La fe cristiana se manifiesta así como portavoz de la gracia de Dios en medio de la sociedad actual, que está tan amenazada por una des-gracia individual y estructural consistente en el fondo en que el ser humano se identifica con sus propios logros. Con esta lógica des-graciada, por un lado, el hombre que produce resultados es declarado como ideal incuestionable de la sociedad y, por otro lado, el hombre incapaz de resultados queda clasificado, en definitiva, como inútil para la sociedad productiva. No es, pues, casualidad que en la bolsa de la sociedad productiva actual cotice tan bajo la vida humana que todavía no puede producir nada, la de los niños y los no nacidos, como también la vida humana que ya no puede producir nada, la de los enfermos, sufrientes y moribundos, y que, en consecuencia, los problemas del aborto y de la eutanasia se hayan convertido hoy en retos decisivos para la calidad humana de la sociedad. Por el contrario, el gran beneficio humano de la fe cristiana en la justificación reside en que esta establece una saludable distinción entre el ser humano y sus logros. Distingue en el ser humano entre su ser persona y su ser activo. Previamente a toda actividad, la fe cristiana toma en serio al ser humano como una persona fundamentalmente distinguible de sus actos, que llega a ser persona no precisamente por lo que hace, sino por recibirse a sí misma de Dios. En cambio, el hombre llega a ser activo por medio del amor, que deriva de la fe. De aquí se deduce, como la consecuencia sin duda más elemental, que el ser humano es infinitamente más que el balance de sus actos y, con mayor razón, infinitamente más que el balance de sus desastres. Alcanzar logros es, desde luego, un derecho del ser humano, pero en ningún caso su justificación. Con la fe cristiana en la justificación se produce, pues, un vuelco radical de la relación entre ser y hacer, entre persona y obra, entre gracia y logro, que está grabada en la vida cotidiana, en el sentido de que no son en absoluto sus logros los que hacen hombre al hombre, sino que más bien es el hombre el que queda capacitado para 51

alcanzar logros. Pues no son las obras las que hacen a la persona, sino que es la persona, creada, redimida y liberada por el propio Dios, la que hace las obras. Ni siquiera las buenas obras hacen buenas personas; más bien, son solo las buenas personas las que pueden realizar buenas obras. El ser de la vida humana se hace patente, por lo tanto, como algo mucho más importante y fundamental que el proyecto del prestigio humano basado en sus propios logros y obras.

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3. La serenidad de la fe y la cerrazón del pecado A la luz de la fe cristiana en la justificación, que el reformador Martín Lutero hizo brillar de un modo nuevo en su tiempo y de la que los cristianos damos hoy testimonio en comunidad ecuménica, podemos entender con más hondura lo que significa la fe en sentido cristiano y en qué consisten su identidad y su relevancia. Quien escucha hoy la palabra «creer», sobre todo en el ámbito eclesial, suele pensar de inmediato en el contenido de la fe, reafirmando su identificación con la profesión de fe y los dogmas. Y tiene toda la razón, pues no hay fe cristiana sin contenidos, porque le preocupa esencialmente la verdad de la vida. Pero, previamente a toda afirmación de la certeza de los dogmas y enunciados creyentes, la fe cristiana es, en primer lugar, una realización elemental de la misma vida humana, equiparable en cuanto tal a la confianza, en el sentido de que el ser humano se confía al Dios vivo y se abandona a él. Pues soltarse de la propia mano y dejarse caer sin reservas en manos de otro solo es posible, en definitiva, ante Dios, el cual permanece fiel a sus promesas. Solo el Dios vivo es capaz de corresponder a nuestra crónica situación humana de estar remitidos a una fiabilidad absoluta, y así satisfacer nuestro anhelo humano infinito. La fe, en sentido cristiano, como abandono y confianza en Dios, es un reafirmarse en Dios que procura al hombre un apoyo firme para su vida. Como dice con razón el teólogo evangélico Wolfhart Pannenberg: «Solo la confianza en Dios colma el pleno sentido del concepto bíblico de fe» [21] . La fe cristiana es confesar la primacía del Dios invisible como la auténtica verdad y realidad, que nos sostiene y a la vez nos hace capaces de situarnos ante la realidad visible con tranquila apertura. El estilo de vida creyente es, por tanto, la serenidad. Se distingue por entero de la tensa cerrazón propia del pecado. La palabra alemana Sünde, pecado, procede lingüísticamente de absondern («separar», «disgregar») y designa la negación y destrucción de las relaciones humanas. El pecado es la destrucción de las relaciones y vínculos necesarios para sostener la vida humana: la relación del hombre consigo mismo, la relación con sus semejantes, la relación con la comunidad, la relación con toda la creación y –a través de estas cuatro relaciones– la relación del hombre con Dios [22] . Pecado es exactamente ese fenómeno que en el lenguaje juvenil actual se designa adecuadamente como «caja de relación» [23] . Ya el reformador Martín Lutero caracterizó con gran precisión al pecador como homo incurvatus in se ipsum, como el 53

hombre encorvado sobre sí, y esto en sentido literal: el hombre encorvado sobre sí, incluso desde el punto de vista puramente anatómico, ya no es capaz de captar nada del mundo entero fuera de su propio ombligo, que pronto elevará a altar mayor de su religión privada, la mayoría de las veces una religión del vientre. Por el contrario, la fe, en el sentido de la confianza en Dios, es liberación del ser humano de la prisión de dar vueltas en torno a sí mismo y liberación para establecer relaciones y vínculos humanos. Quien cree y confía realiza con ello lo único necesario, lo que Joseph Ratzinger ha llamado «el giro copernicano de la propia vida»: que no nos consideremos ya a nosotros como el centro del mundo, en torno al cual han de girar los demás, sino que en vez de ello comencemos a afirmar con total seriedad «que somos una de las muchas criaturas de Dios, que giran juntas en torno a él como su centro» [24] . Quien toma en serio, en toda su trascendencia, esta exigencia de la fe empieza a notar en seguida qué resistencias produce en nosotros el pecado, o más exactamente la ilusoria idea precopernicana. No solo seguimos pensando en la vida cotidiana, de acuerdo con la apariencia visual, que el sol sale y se pone y gira alrededor de la tierra, sino que también, en un sentido mucho más hondo, los seres humanos seguimos viviendo existencialmente antes de Copérnico cuando pensamos ilusoriamente que podemos y debemos seguir manteniendo nuestro propio yo como centro en torno al cual han de girar los demás. Frente a ello, la fe cristiana nos pide que llevemos a cabo también en nuestra vida el giro copernicano y dejemos atrás el egoísmo y la autocontemplación, enraizándonos en el Dios vivo. Pues el egoísmo, que es el auténtico adversario del amor, solo se puede superar en la fe, en ese acto primordial cristiano en el que el hombre no busca ni encuentra ya el centro de su vida en sí mismo, sino que se abandona a sí mismo para afianzarse en el Dios vivo, el cual no solo otorga la promesa de un amor indestructible, sino que además lo concede. La confianza y el amor están tan estrechamente vinculados en la fe cristiana que se empieza a entender que la fe cristiana se halla en posición de superar la autocomprensión moderna del hombre, que René Descartes expresó en la clásica fórmula «Cogito ergo sum», dándole la vuelta, por así decir, con su liberadora comprensión de la fe: «Cogitor ergo sum» o, mejor aún, «Amor ergo sum» («Soy amado, luego existo»). Nos remitimos así a la identidad íntima de la fe cristiana, que nos invita a seguir permaneciendo en ella,

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percibiendo en el amor la realización plena de la fe, tal como queda condensada de manera profunda en el capítulo cuarto de la primera carta de Juan [25] .

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4. Ser amados por Dios y también amar La perícopa mencionada empieza muy abruptamente con la llamada al amor mutuo, cuya motivación y fundamento primero está en que el amor procede de Dios. Se nos presenta así la auténtica lógica del misterio cristiano del amor, que da comienzo con la pasividad del ser amados por Dios. A la luz de la fe, el amor no es en primer lugar una exigencia de acción, sino una invitación a recibir el amor de Dios. A todo imperativo categórico del amor humano le precede siempre el indicativo categórico del amor que Dios nos tiene. Esta trasposición de las prioridades humanas tiene su razón más honda en el hecho de que, para Juan, el amor no es una simple propiedad más que, entre otras, atribuye a Dios, en virtud de la cual nos ama, sino que más bien Juan identifica a Dios con el amor mismo y lo expresa en la frase culminante de la Biblia: «Dios es amor» [26] . No se trata aquí de una definición de la que podamos tomar simplemente conocimiento teórico para luego pasar, por así decirlo, al orden del día. Estaríamos entonces malogrando a Dios y su amor. Pero ¿no está justo ahí el mayor problema del cristianismo hoy: en que no negamos, desde luego, la existencia de Dios ni su amor, pero no contamos seriamente con él, sino que programamos nuestra vida cotidiana etsi deus non daretur [como si Dios no existiera]? Pero un Dios entendido así no suscita ni temor ni amor. Falta la pasión de y por Dios. Por el contrario, al amor apasionado que Dios nos tiene a los seres humanos solo podemos responder con una fe personal madurada en el amor. Es, pues, conveniente profundizar aún más en el misterio de Dios. Entonces se hace patente que el amor que Dios nos tiene a los hombres se ha revelado muy en concreto, como dice Juan a continuación: «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él». Dios nos ha mostrado su amor muy concretamente, haciéndose hombre en su propio Hijo, cuyo amor ha llegado hasta dar su vida por nosotros los hombres. La cruz de Jesús es, por lo tanto, el signo más claro de que Dios no se ha contentado con declaraciones verbales de amor a nosotros, los hombres, sino que él mismo ha pagado un alto precio por su amor al dar Jesús su vida por nosotros en la cruz y acogernos de un modo tan definitivo que nuestra vida puede quedar marcada por una profunda alegría. La cruz de Jesús nos invita, pues, a perforar más hondo en lo que puede proporcionarnos alegría. Sabemos por propia experiencia que la raíz auténtica de toda alegría y de todo contento es una conformidad profunda de la persona consigo misma. Solo puede 56

alegrarse quien se acepta a sí mismo tal como es. Y solo quien es capaz de aceptarse a sí mismo puede aceptar también a los demás tal como son. Pero ¿cómo llega uno a aceptarse a sí mismo y a decir que sí a su propia vida? También por propia experiencia sabemos que al ser humano por sí solo esto no le es posible en absoluto. Al contrario, solamente puede aceptarse a sí mismo cuando es aceptado primero por otra persona, que le confirma: «Es bueno que vivas». Pero solo Dios, que ha creado mi vida, puede decírmelo a mí de modo que sea realmente verdad y me dé alegría. Se hace así patente el anuncio verdaderamente alegre del evangelio cristiano: Dios nos concede tal importancia a los hombres que por nosotros él mismo se ha hecho hombre y ha padecido. «¡Qué bueno que existas!» es la afirmación que Dios nos ha dirigido con definitiva seriedad en la cruz de su Hijo. La cruz es la aprobación divina de nuestra vida: nos regala la confirmación de que el hombre tiene tal importancia para Dios que ha entregado por amor la vida de su propio Hijo, y que justo ahí se encierra el don de la redención divina: «Solo podemos ser redimidos si aquel con quien hemos roto la relación se dirige de nuevo a nosotros y nos tiende la mano. Solo ser querido es ser redimido y solo el amor de Dios puede purificar el amor humano distorsionado, rehabilitar una trama de relaciones alienada de raíz» [27] . La cruz de Jesús nos regala así la buena noticia: quien ha sido amado hasta la muerte puede saberse realmente amado y llenarse de alegría por ello. Precisamente en cuanto anuncio de la cruz, el evangelio cristiano es realmente buena noticia, capaz de suscitar una alegría consistente. De esta experiencia de ser amados y redimidos por Dios extrae finalmente Juan una consecuencia importante para la vida cristiana: «Si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros». Mientras que hasta ahora Juan se dirigía a nosotros como destinatarios y receptores del amor de Dios, que nos precede y desborda, ahora nos llama a esforzarnos por dar una respuesta activa y creíble al amor recibido de Dios, a volvernos por nuestra parte practicantes del amor y a cultivar el amor mutuo, pero no como una mera obligación que se nos impusiese desde fuera, sino como consecuencia interna del amor que Dios mismo nos regala. Un amor así supone, desde luego, una gran exigencia para nosotros los hombres. Pero Juan la radicaliza aún más al indicar además el criterio y la medida de ese amor. En esto Juan va mucho más lejos de lo dicho en el Antiguo Testamento, a lo que también 57

Jesús había aludido primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todos sabemos por propia experiencia que no es nada fácil amar a otras personas como uno se ama a sí mismo, y que ya se habría conseguido mucho si lo lográramos. Pero a Juan esto todavía no le es suficiente, y por buenas razones. Pues con el mero amor a uno mismo, el criterio y la medida del amor siguen deduciéndose de nuestra realidad humana. En cambio, Juan nos plantea como medida y criterio nada menos que el amor del mismo Jesucristo: puesto que reconocemos su amor sin límites en que entregó su vida por nosotros, también nosotros debemos entregar nuestra vida por nuestros hermanos y hermanas. Solo cuando el amor llega hasta el extremo y no reconoce ya otra medida que el amor sin medida de Jesucristo, es cuando adquiere su identidad cristiana y lleva consigo la novedad insuperable de la fe cristiana, de la que hemos de dar testimonio con nuestra vida.

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5. Redescubrir la belleza de Dios A ese dar testimonio del amor de Cristo que hemos experimentado está abocado todo en la primera carta de Juan: «Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo». La misión del cristiano y de la Iglesia sigue siendo hoy dar testimonio de ese Dios del amor. Pero esa misión solo puede llevarse a cabo de manera creíble si redescubrimos una propiedad de Dios que en la tradición de fe occidental ha quedado un poco en segundo plano. La tradición latina ha prestado siempre atención preferente a la verdad y bondad de Dios. El Occidente cristiano estaba convencido, y lo sigue estando hoy, de que Dios es verdadero y por ello se puede dar crédito a su palabra. Y asimismo estaba convencido hasta hoy de que Dios es bueno y por ello se deben seguir sus mandamientos. No hay en absoluto duda alguna de que verdad y bondad son propiedades fundamentales de Dios. Pero en la tradición bíblica Dios no es solo verdadero y bueno, sino también, y sobre todo, bello. El gran mérito del importante teólogo católico Hans Urs von Balthasar es haber vuelto a abrir los ojos de la Iglesia a esta hermosa propiedad de Dios. Ya en 1965, en su obra Rendición de cuentas, escribía: «Dios no adviene primariamente como maestro para nosotros (“verdadero”), ni como oportuno “redentor” nuestro (“bueno”), sino para mostrarse a Sí mismo, para irradiar la gloria de su eterno amor trinitario, con un “desinterés” que tienen en común el amor verdadero y la belleza verdadera. Para la gloria de Dios fue creado el mundo; mediante ella y en orden a ella ha sido redimido» [28] . A este propósito esencial de rememorar la belleza de Dios dedicó Von Balthasar sobre todo su estética teológica, Gloria. Bajo el foco luminoso de la consideración de la belleza de Dios no quedan, sin embargo, relativizadas las otras propiedades divinas, sino que más bien resplandecen con su auténtico rostro. Esto vale sobre todo respecto a la bondad de Dios para con el hombre y el mundo, que nos hace patente la dimensión dramática de la historia de la salvación y es descrita por Von Balthasar en su Teodramática. Pero, en definitiva, todo apunta a la verdad de Dios, que nos ha sido revelada concretamente en el rostro humano de Jesucristo y que Von Balthasar trata en su Teológica. Con esta trilogía Von Balthasar emprendió el grandioso empeño de repensar de nuevo la teología cristiana bajo la perspectiva de los tres trascendentales (lo bello, lo bueno y lo verdadero). Así sale a la luz la entera sinfonía de la revelación cristiana: la revelación es «aparición», es decir, la automanifestación de la gloria de Dios; 59

la revelación es «hecho», es decir, autodonación de la libertad infinita de Dios en su dramática conjugación con la libertad finita del ser humano; y la revelación es «palabra», el decirse Dios a sí mismo en el seno de las formas lingüísticas humanas. La verdad y la bondad de Dios resplandecen hoy realmente solo cuando se las considera a la luz de la belleza divina. Pues, si Dios es sobre todo bello, entonces en la vida de fe cristiana importa, ciertamente, escuchar su palabra verdadera y cumplir sus mandamientos buenos, pero no solo eso: importa también, y sobre todo, disfrutar a Dios en su maravillosa belleza, regocijar nuestro corazón en ella y hacer también, por nuestra parte, obras hermosas, como aquella mujer en Betania que derramó un costoso ungüento de nardo sobre los cabellos de Jesús (Mc 14,3-9). Con esa obra hermosa, sin embargo, la mujer se queda indefensa y desasistida frente a los discípulos, que –ya entonces– se enfadan y se indignan por ese derroche: «Se podía haber vendido este perfume por más de trescientos denarios y haber dado el dinero a los pobres». Pero Jesús se vuelve a la mujer y la reivindica frente a sus críticos: «Dejadla. ¿Por qué la molestáis?». Más aún, la ensalza expresamente: «Ha hecho una obra hermosa conmigo». Y por esa obra hermosa Jesús le dirige una promesa igualmente hermosa: «Dondequiera que se proclame la buena nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha hecho para memoria suya». Esta alabanza y esta promesa de Jesús nos dan que pensar. Según la Septuaginta, Dios mira su creación y ve que no solo es buena, sino también, y sobre todo, bella (kalón). El santo papa Juan Pablo II lo puso de relieve con razón en su Carta a los artistas, sacando luego las consecuencias: «La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» [29] . En este mismo sentido, también la mujer en Betania hace no solo algo éticamente bueno, sino sobre todo una obra hermosa. Pues lo hace desde el desbordamiento de su amor a Jesús. Esta mujer hace así realidad la actitud de fe que se pide a todo cristiano y que se expresa de la forma más bella en el Gloria de la celebración eucarística: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam». Damos gracias a Dios en primer término no por lo que hace por nosotros, sino más bien porque él es y porque es bello. El hermoso acto de la mujer en Betania y el Gloria litúrgico nos hacen así a la vez conscientes de que «el cristianismo no es moralismo, sino don»: «No en primer término exigencia, sino regalo. 60

Dios se nos da, y nos da lo que nosotros no podemos dar: el ser amados por el amor eterno, el ser esperados por él, el ser invitados a él» [30] . El cristianismo nos preserva de una exigencia totalitaria de la moral, franqueándonos al mismo tiempo el sentido positivo de la moral cristiana, a saber: que esta no es una colección de prohibiciones que solo expresarían un «no», sino que hace vigente el gran «sí» de Dios en el mundo dolorosamente herido por el pecado original. Esto se hace comprensible también y justamente en el decálogo. Los tres primeros mandamientos contienen un sí decidido a un Dios que ama la vida humana y le da sentido. El decálogo formula en el cuarto mandamiento un sí a la familia, en el quinto un sí a la vida, en el sexto un sí a un amor consciente de su responsabilidad, en el séptimo un sí a la responsabilidad social y a la justicia solidaria, y en el octavo un sí a la verdad. Finalmente, en el noveno y décimo mandamientos el decálogo dice sí al respeto reverencial a las otras personas y sus pertenencias. Por eso, en contraposición a esta exigencia positiva de una cultura de la vida, el «no» que, sin duda, también entraña el decálogo solo se hace patente sobre el trasfondo de ese fundamental «sí». Precisamente el decálogo muestra así que la fe cristiana no es una acumulación de prohibiciones, sino una opción radicalmente positiva. No es en primer término una exigencia que se nos dirige a los hombres, sino también, e incluso en primer lugar, un «desvelamiento de lo que es Dios». Los valores morales contenidos en los mandamientos fundamentales son los «reflejos más nítidos de Dios»: «Precisamente de ellos se puede deducir quién es el Dios de la Biblia» [31] . Resumiendo las consideraciones anteriores, la moral cristiana es realizar obras hermosas. Pero eso a los seres humanos solo nos es posible si disfrutamos de la belleza de Dios. Puede que esto suene al principio un tanto extraño, porque los seres humanos estamos acostumbrados a disfrutar en el mundo de toda suerte de cosas: el placer y el entretenimiento, la libertad y la dispersión, hasta los múltiples medios de disfrute que se nos ofrecen. Y para potenciar ese disfrute, a veces utilizamos incluso también a Dios, por ejemplo para embellecer momentos importantes de nuestras vidas. Pero con ello corremos peligro de ver y tratar a Dios como a una vaca, como ya constataba el maestro Eckhart: «Hay gente que quiere ver a Dios con los mismos ojos con que ve a su vaca y quiere amarlo como quiere a la vaca: la quiere porque le da leche y queso y le resulta provechosa. Lo mismo sucede con todos los que aman a Dios para alcanzar riqueza exterior o consuelo interior. Pero los que aman así no aman realmente a Dios, sino su propio provecho». Pues a Dios no se le puede tratar como a una vaca, según criterios 61

comerciales: si da leche, es buena; si no, se levanta amenazante el dedo que señala al matadero. Mas en eso consiste la lógica ineludible de disfrutar del mundo, utilizando además para ello a Dios. Pero a Dios no se le puede utilizar en absoluto; por el contrario, Dios es inútil, en el mejor sentido de la palabra. Para ser utilizadas están las cosas del mundo, pero no Dios. Él solo puede ser disfrutado en su maravillosa belleza. La identidad más profunda de la fe cristiana consiste en esa dichosa inutilidad del hermoso amor que Dios nos tiene a los hombres, y del igualmente hermoso amor que tenemos a Dios. Pero esa identidad requiere de nosotros seguir reflexionando sobre en qué consiste realmente la belleza de Dios. En eso nos puede ayudar un texto de san Agustín, en el que contempla dos rasgos de la belleza de Jesucristo, comparándolos con dos flautas que suenan diversamente, pero que son tocadas por un único Espíritu, por lo que no producen ninguna disonancia. Agustín está convencido de que el apóstol Pablo nos explica «cómo ambas flautas suenan al unísono»: «Que suene la primera: “El más hermoso entre los hijos de los hombres, a pesar de ser igual a Dios, no se aferró a su ser como Dios” (Flp 2,6). Es así, pues, como superó a todos los hombres en belleza. Y que suene también la segunda: “No tenía forma ni belleza que pudiéramos estimar”, pues “se anonadó tomando la forma de siervo, hecho a imagen de los hombres y apareciendo en su porte como un hombre” (Flp 2,7)» [32] . Jesucristo nos es presentado como «el más hermoso entre los hijos de los hombres», pero al mismo tiempo «no tenía forma ni belleza». ¿Cómo compaginar ambas cosas? A esta pregunta da san Agustín una respuesta paradójica, siguiendo a Pablo: la verdadera belleza de Jesucristo consiste en su ser igual a Dios, a lo que él, sin embargo, renuncia, asumiendo voluntariamente la fealdad. Esa belleza de Jesucristo que se ha vuelto fea se muestra como una forma de belleza completamente nueva, con la que no cuenta ningún concurso de belleza en nuestro mundo, sino que, una vez más, se hace visible solo en la cruz. Pues es el amor sin límites que Jesucristo nos tiene el que ha transformado al «varón de dolores, ante el que se vuelve el rostro», transfigurándolo en el «más hermoso entre los hijos de los hombres». «Cristo, el amor crucificado, es la belleza que nos salva» [33] .

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6. Indicadores de una fe radiante «Mira al Dios que te hizo hermoso»: si, de acuerdo con esta frase de san Agustín, nuestra salvación consiste en que también nosotros hemos sido embellecidos en y por Cristo, entonces seguir a Cristo solo puede significar dar testimonio con la propia vida de la belleza de Cristo, que voluntariamente se ha vuelto fea. ¿En qué consiste en concreto el seguimiento de Cristo? Sobre eso se nos ofrecen indicadores útiles en el saludo de la primera carta del apóstol Pablo a los Tesalonicenses, la más antigua de las cartas paulinas conservadas, sobre los que conviene reflexionar para obtener una panorámica auténtica de la fuerza radiante de la fe [34] . 6.1. Acoger y aceptar la palabra de Dios Pablo constata primero con gratitud que los tesalonicenses, con quienes se sabe unido en la oración, han aceptado la palabra de Dios que él y sus colaboradores les anunciaron «no solo con palabras, sino también con manifestaciones de poder, con la ayuda del Espíritu Santo y con plena persuasión». Aceptar la palabra de Dios constituye el fundamento de la vida cristiana. Pues nosotros no podemos inventar la palabra de Dios; solo podemos recibirla con agradecimiento, y específicamente como palabra que nos llega con la más alta autoridad. Esa autoridad está ya implícita en el nombre que lleva la palabra de Dios: «evangelio». Originalmente, cuando el evangelio de Jesucristo llegó al mundo, ese término no tenía la resonancia un poco inocua y dulzona que hoy solemos escuchar en él. En tiempos de Jesús, la palabra «evangelio» era más bien un término político básico, perteneciente a la «teología política» de entonces. Se llamaba «evangelio» en aquel tiempo a todos los decretos del emperador, y además independientemente del contenido, por tanto incluso en el peor de los casos, cuando no contenían ninguna «buena noticia» para los afectados. «Evangelio» quería decir sencillamente «mensaje imperial». Era, pues, una «buena noticia» no primariamente por su contenido, sino por proceder del emperador, y por tanto de la autoridad en cuyas manos está el mundo. También la palabra de Dios es «evangelio» en ese importante sentido. No es buena noticia porque de primeras nos vaya a gustar ni porque nos resulte cómoda o agradable. Es buena noticia más bien porque procede no ya de uno como el emperador, que se

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arroga ser dios y por ello piensa que puede declarar sus mensajes como evangelios, sino de quien, como Hijo, es la Palabra misma de Dios. Aunque a los cristianos y cristianas no siempre nos parezca cómodo el evangelio, sin embargo, es la verdad que nos hace libres realmente. Si el evangelio es para nosotros el mensaje imperial de nuestro Kýrios, entonces el primer criterio de la actuación cristiana no puede consistir en la llamada «amabilidad para con los clientes» que hoy suele ponerse en primer plano, sino en la orientación al evangelio de Jesucristo. Esta clara prioridad se puso de manifiesto ya en la vida de Jesús: su obrar estaba primariamente vinculado al mensaje; luego, sin embargo, sí fue amable para con los clientes el modo y manera en que Jesús intentó llevar su mensaje a los hombres, sobre todo en el lenguaje de sus intuitivas e interpelantes parábolas. 6.2. Alegría a pesar de grandes tribulaciones En el seguimiento de Cristo, el primer criterio de actuación, también para nosotros los cristianos actuales, debe consistir en la orientación a la verdad del evangelio. Si esta es firme, las reflexiones y planificaciones amables para con los clientes no solo son oportunas, sino también necesarias. En este orden de prioridades reside el fundamento verdadero de aquella alegría con que ya los tesalonicenses acogieron la palabra de Dios. Pablo subraya allí expresamente que el Espíritu Santo es quien da esa alegría, señalando así que se trata de aquella alegría que no podemos producir nosotros mismos, sino solo ajustarnos a ella. Esta alegría producida por el Espíritu Santo es lo decisivo para la vida cristiana. Pues no son pocos los sucesos en la cristiandad de hoy que podrían quitarle a uno la alegría. La alegría que se perdiera por eso no sería ciertamente la alegría de la fe, sino la alegría que nosotros mismos nos procuramos. Pero sabemos por experiencia que la alegría producida por nosotros mismos lleva a lo sumo a un regocijo que rara vez perdura. La alegría de la que se trata en la fe cristiana es la alegría que Dios tiene con nosotros. Esa alegría es hasta tal punto un signo distintivo de la fe cristiana que, como criterio para el hoy tan necesario discernimiento de espíritus, se puede establecer lo siguiente: dondequiera que predominen la tristeza y la irritación deprimida (también y precisamente en la Iglesia), ciertamente no está actuando el Espíritu de Jesucristo, sino más bien el espíritu de la época, que tan triste se ha vuelto a veces.

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La prueba confirmatoria de tal alegría se da cuando está sometida a fuertes tribulaciones, a lo que de nuevo alude Pablo. No solo los tesalonicenses, sino también los cristianos de hoy tenemos que afrontar múltiples apuros. Con ello no pienso, en primer término, en esos apuros que aparecen diariamente en primer plano y que ciertos medios tratan con fruición. La gran tribulación que vivimos hoy consiste más bien en el constante difuminarse de la imagen bíblico-cristiana de Dios como un Dios presente y activo en la historia. Esta «crisis de Dios» no es, sin embargo, fácil de diagnosticar, tanto más cuanto que se da en un ambiente de gran simpatía hacia lo religioso. Pero en ella se pone de manifiesto que la gente ya no se puede representar a un Dios que se preocupe de cada ser humano particular e incluso que esté presente en el mundo. En ello consiste hoy, sin duda, la tribulación más profunda de la fe cristiana en Dios y el cuestionamiento más peligroso de su identidad. Supone para nosotros el desafío de redescubrir el núcleo más íntimo de la fe cristiana, que es la vitalidad de una relación personal con Dios; todo lo demás se sigue de ahí. Que el ser cristiano hoy, y más aún en el futuro, dependerá esencialmente de esa relación personal con Dios, lo predijo ya Karl Rahner hace casi cincuenta años: «El cristiano del futuro será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será». Místico, en sentido cristiano, es un amigo o amiga de Jesucristo, que encuentra a Dios en la oración personal, en la escucha de la Sagrada Escritura, en la celebración de los sacramentos y en el encuentro con personas cuya vida está llena de Jesucristo. 6.3. Convertirse al verdadero Dios Del ser cristiano forma parte asimismo siempre la conversión, que incluye también el volverse de los ídolos a Dios, como Pablo refiere de los tesalonicenses: «… cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero». También hoy la tentación fundamental de la vida cristiana sigue consistiendo en volverse atrás de la fe en el Dios vivo para servir a nuevos ídolos. Por ello resulta urgentemente necesario aquel discernimiento de espíritus que Martín Lutero formuló en su Catecismo Mayor: «La confianza y la fe del corazón pueden hacer lo mismo a Dios que al ídolo. Si son la fe y la confianza justas y verdaderas, entonces tu Dios también será verdadero y justo. Por el contrario, donde la confianza es errónea e injusta,

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entonces no está el verdadero Dios ahí. La fe y Dios son inseparables. Aquello en lo que tengas tu corazón, digo, aquello a lo que te confíes, eso será propiamente tu Dios». Por tanto, «Dios» puede recibir en mi vida los nombres más diversos. Pues en ella mi «Dios» es justamente aquello en lo que en última instancia confío y en lo que pongo el corazón. Puede ser mi carrera profesional, si todo lo apuesto a ella, dejando que mi vida familiar se destroce. Pueden ser mis logros, si para mí son lo único que justifica mi vida y con ellos doy la vara a todas las demás personas. Puede ser mi honor, si solo de él espero el sentido de mi vida y entro siempre en competencia envidiosa con otras personas. En todos estos casos, el Dios vivo queda profanado y degradado a ser satélite de mi propio yo. Esta es la forma más vergonzosa de idolatría, que puede adquirir carta de naturaleza incluso entre cristianos, por mucho que por otra parte sigamos confesando en voz muy alta al Dios cristiano. La pregunta decisiva ante la que nos sitúa la fe cristiana es, por tanto, en quién ponemos toda nuestra confianza, a quién creemos. En efecto, si creer significa abandonarse a sí mismo y abandonarse a otro, entonces es esencialmente importante en qué cuenta deja en depósito un ser humano su vida entera. La confianza humana requiere una cuenta en cuyo titular pueda apoyarse uno absolutamente. Todo depende, pues, de la fiabilidad de aquel de quien uno se fía y a quien se confía. Si uno se quiere fiar del engaño de la apariencia, quedará literalmente abandonado. Quien no se abandona a sí mismo y se afianza en el único que tiene fiabilidad inconmovible y fidelidad imperturbable, no podrá subsistir, como ya advertía el profeta Isaías al rey Acaz de Judá: «Si no os afirmáis en mí, no estaréis firmes» (Is 7,9). Esta es la cuestión vital que cada cristiano ha de plantearse una y otra vez. Responder a ella de manera auténtica resulta ser una condición indispensable para poder asumir la misión encomendada a cada cristiano. 6.4. Dar a conocer por todas partes la fe en Dios Es el último indicador que Pablo da cuando escribe a los tesalonicenses: «De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya». Y añade a esto que han dado a conocer la fe en Dios por todas partes, «de modo que nada nos queda por decir». ¿Podría alabar Pablo a la Iglesia de hoy con similares palabras? Esa es la provocativa cuestión que hoy nos plantea su saludo a los tesalonicenses. En 66

efecto, para muchos cristianos tiene ya la misma palabra «misión» una resonancia negativa, si es que consigue siquiera superar la censura de mentalidades modernas y posmodernas. A muchos este término les suscita de modo inmediato y casi exclusivo malos recuerdos. Es evidente que no se puede pasar de largo por los lados oscuros de la misión cristiana. Pero, por otra parte, no se adelanta nada con tirar, junto con el agua problemática de la bañera, también a un niño absolutamente necesario, archivando no solo la palabra sino también la realidad de la misión. Pero el envío para evangelizar al mundo forma parte esencial del ser de la Iglesia y fue señalado por el Concilio Vaticano II como «deber fundamental del pueblo de Dios» [35] . Hoy necesitamos urgentemente volver a concienciarnos de la tarea misionera fundamental del cristiano y de toda la Iglesia y de que esta está fundada en el misterio de Cristo [36] . Pues el fundamento primero y más hondo de la misión de la Iglesia está en el envío del Hijo de Dios, que en la Sagrada Escritura, sobre todo en el Evangelio de Juan, lleva el título de «el Enviado». Este envío del Hijo desde el Padre para la salvación de los hombres prosigue en la Iglesia; por ello, la Iglesia ha de ir más allá de sí misma, estando enviada a los hombres: «Nunca puede bastarse a sí misma, sino que continúa más bien el flujo de bondad divina que está arraigado en el envío del Hijo, en ese “desbordamiento” de amor». Si la misión de la Iglesia es amor que se entrega a los demás, lo mismo que Dios ha entregado a su propio Hijo a los hombres y él se ha entregado también a sí mismo, solo puede acontecer en el amor: «La misión no es una especie de empresa de conquista que busca anexionarse a los demás. La misión/envío es primariamente testimonio del amor de Dios manifestado en Cristo» [37] . El misterio de Cristo lleva a reconocer con soltura que ser cristiano exige el valor de dar testimonio de la fe. Por eso el beato papa Pablo VI subrayaba una y otra vez que el hombre actual no necesita ni busca maestros, sino testigos; y maestros solo en cuanto puedan ser percibidos también como testigos. Dar testimonio de la belleza de la fe es la misión del cristiano y de la Iglesia también hoy. El misterio de esa misión está en una vida cristiana convincente. La misión de la Iglesia no se lleva a cabo hoy primariamente mediante una propaganda consumista, ni con la difusión de muchos papeles, ni tampoco a través de los medios. El medio decisivo para irradiar a Dios somos nosotros mismos, cristianos y cristianas, que vivimos nuestra fe de un modo auténtico y con ello damos un rostro personal al evangelio. Pues si Jesucristo nos ilumina verdaderamente como «luz

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del mundo», irradiaremos por nosotros mismos; seremos cristianos y cristianas radiantes, viviendo como esos cirios finlandeses que arden de dentro afuera y así dan luz. Entonces se muestra toda la fuerza radiante de la fe.

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4. Caminos para anunciar la fe. La tarea de evangelización universal según el espíritu de la Evangelii gaudium [*] .

GEORGE AUGUSTIN

En su exhortación apostólica Evangelii gaudium

, el papa Francisco se dirige como obispo de Roma, que «preside en la caridad», a toda la Iglesia universal, que vive y testimonia su fe en muy diversos contextos culturales y políticos. La situación vital y de fe de la Iglesia en Europa es diferente a la que se da en otras partes del mundo, como pueden ser Latinoamérica, África o Asia. En Europa muchos cristianos bautizados viven más o menos alejados y distanciados de la Iglesia. En Latinoamérica la Iglesia tiene que batallar con grandes desafíos sociales y económicos. En Asia, por ejemplo, la Iglesia ha de anunciar a menudo el mensaje cristiano como pequeña minoría en un mundo religioso plural. En cambio, en África la Iglesia tiene, por un lado, una gran fuerza misionera, pero por otro se halla en medio de múltiples conflictos religiosos y políticos. Muchos cristianos viven en situaciones de persecución, en las que con gran vigor creyente dan testimonio de su fe. [38]

En la Evangelii gaudium el papa Francisco escribe sobre la tarea de anunciar el evangelio en el seno de estos contextos vitales plurales, con ritmos desiguales en la vida cristiana, y anima a todos los cristianos a revitalizar y desplegar el espíritu del evangelio. La radicalidad y belleza del evangelio deberían ser siempre perceptibles y experimentables en las palabras y obras y en los modos de comportarse de los cristianos y cristianas. La Iglesia se ha de renovar así desde dentro, para que muchas personas en busca de sentido existencial puedan experimentar la Iglesia como lugar de la presencia de Dios. A cada cristiano y cristiana se dirige la llamada a colaborar, a fin de que la Iglesia se vuelva una Iglesia acogedora y abra sus puertas, para que Jesucristo pueda acceder hoy al corazón de las personas. En los apuntes manuscritos del discurso que tuvo el cardenal Bergoglio en la congregación antes del cónclave, y que fueron publicados por el cardenal Jaime Ortega tras la elección papal, se dice: «En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama (Ap 3,20). Evidentemente, el texto se refiere a que golpea desde fuera la 70

puerta para entrar… Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir» [39] . Todo cristiano está invitado a revitalizar la gracia de su bautismo y, por su fuerza, atreverse a una salida misionera nueva. Quien cree en Cristo encontrará en su propio ser cristiano un motivo de profunda alegría. Colmados y fortalecidos por esa alegría, los cristianos han de convertirse en discípulos misioneros y anunciar vigorosamente con obras y palabras el evangelio de la alegría y de la vida en el mundo de hoy (EG 119). En nuestra época necesitamos caminos para que Cristo se haga tangible y su mensaje audible para las personas. Aunque en su exhortación apostólica Evangelii gaudium el papa Francisco se vuelve en este sentido a todos los cristianos, se dirige, sin embargo, de modo especial a quienes de cualquier manera tienen encomendado el servicio en la Iglesia, representan hacia fuera el rostro de la Iglesia y conforman la figura de la Iglesia institucional que capta la gente. Esta Iglesia institucional en el mundo de hoy es la que el papa Francisco quiere sacudir, para que pueda llevar a cabo su cometido específico. Con ello están interpelados todos los que prestan servicio hoy en nuestra Iglesia como obispos, sacerdotes, personas consagradas o agentes pastorales, ya estén activos en una parroquia o trabajen en la curia romana. A cada persona que a su modo tiene encomendado un servicio en la Iglesia se dirige esta solicitud del papa y la tarea de traducirla en los distintos contextos vitales de la fe.

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1. Poder y servicio en la Iglesia El papa Francisco entiende el poder en la Iglesia como servicio. Con toda claridad, de modo inequívoco, pone de relieve que el poder y la función del sacerdocio ministerial es propiamente una potestad para servir. «Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores» (EG 104). En diferentes contextos de su escrito, el papa pone en guardia varias veces contra la ambición de poder. Tiene importancia capital resistir, en el espíritu del evangelio, a la tentación de dominar que probablemente se da en todo ser humano. La conciencia de misión y la voluntad de influir pueden trastocarse también en peligrosos juegos de poder. La conciencia de tal posibilidad debe acompañar permanentemente a todo el que en la Iglesia ejerce un ministerio de servicio. Un signo de nuestro tiempo es cómo nos gusta descargar nuestra responsabilidad en otros o en la generalidad. ¿A quiénes se refiere el papa con la imagen genial de los que «prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando»? En lugar de comprometernos nosotros mismos por el evangelio con gran entrega y realizar a conciencia nuestro servicio, «nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que habría que hacer” –el pecado del “habriaqueísmo”– como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan desde fuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» (EG 96). La tentación de descargar en otros la responsabilidad y también la culpa es un fenómeno psíquico que pretende minimizar la culpabilidad propia, la carencia de éxito, la falta de compromiso o el fracaso, para sentirse bien y quedar bien. Este comportamiento produce servidumbres y resignación, que están en la base de los actuales fenómenos de crisis de la Iglesia institucional. Cada creyente está evidentemente llamado a pensar y sentir con la Iglesia. Con el espíritu y la fuerza del evangelio, cada uno debe implicarse personalmente en la realización del mensaje de Cristo, asumiendo en libertad una responsabilidad personal con respecto al envío y misión de la Iglesia. Quien se deja modelar y reconfigurar por el evangelio de Cristo se convertirá en una persona espiritual, capaz de reconocer el fracaso y la culpa, que asume responsabilidades y encuentra la libertad de actuación que permite hacer las cosas lo mejor posible. 72

2. Anuncio del evangelio y conversión propia El papa Francisco reclama de todos nosotros, los que estamos activos en la Iglesia, que examinemos honradamente nuestra conciencia. Nos exhorta a superar todo tipo de mundanidad espiritual. ¿Buscamos la gloria humana y el bienestar personal o la gloria del Señor (EG 93)? El papa nos hace conscientes de que todo aquel que está llamado al servicio de la Iglesia, de acuerdo con su vocación, ha de llegar a ser una persona espiritual y superar todo tipo de divisiones y luchas internas. El testimonio del evangelio solo dará resultado si las y los testigos viven y actúan con un mismo espíritu: «Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?» (EG 100). El presupuesto fundamental para el anuncio del evangelio y para todas las actividades dirigidas a él es la vida cristiana y una espiritualidad acorde con el evangelio. En el principio está una conversión espiritual. Solo puede crecer una espiritualidad auténtica si las personas dejan que la palabra de Dios toque su corazón, que el evangelio lo modele, y así quedan transformadas internamente. Ese modelado y esa transformación nos hacen personas espirituales. Solo si los testigos del evangelio son reconocibles como personas espirituales y actúan desde el espíritu del evangelio, pueden cuidar de que los valores del evangelio penetren en el mundo social, político y económico. Se requiere la implicación de todos los creyentes para que el evangelio pueda transformar nuestra sociedad (EG 102). Quien está llamado a anunciar el evangelio de Cristo ha de aprender a interpretar y entender a la luz del evangelio su propia vida y la experiencia vital de las personas. El gran desafío consiste en encontrar respuesta a las preocupaciones, necesidades, problemas y heridas de nuestro tiempo desde el espíritu del evangelio.

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3. La fuente de energía para la evangelización El reto central para nosotros los cristianos de hoy es cómo encontrar de nuevo fuerza y motivación de cara a una nueva salida misionera. La exhortación apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco tiene el propósito de volver a concienciar sobre los motivos internos de la vida y la actuación cristianas. ¿Cómo podemos estimular y motivar la acción personal y comunitaria, haciendo patente su sentido? ¿Cómo vivir nuestras tareas cotidianas no como obligaciones pesadas, sino llenándolas de alegría? ¿De qué fuente podemos sacar energía para que nuestro quehacer no gire en el vacío? ¿Cómo pueden dar fruto realmente nuestros múltiples esfuerzos? ¿Cómo superar las dificultades que percibimos subjetivamente? El propio papa percibe como el mayor desafío darnos respuestas a esto que lleguen realmente al corazón. Lucha por encontrar las palabras adecuadas para sacarnos del letargo y la resignación, para entusiasmarnos y motivarnos a un nuevo actuar: «¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa!» (EG 261). A menudo nos falta motivación para esforzarnos y comprometernos más, porque solo percibimos los desafíos y dificultades humanas: «Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del imperio romano no eran favorables al anuncio del evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos acecha a todos» (EG 263). No solo nuestra época sino todas las épocas tienen sus propios desafíos. Por eso, el papa nos anima a afrontar los retos de nuestro tiempo en el espíritu del evangelio y con la fuerza del Espíritu Santo. Las dificultades están ahí para ser superadas y resueltas, no para que nos resignemos ante ellas. Si nuestras múltiples actividades y esfuerzos pastorales han de dar los frutos esperados, hay que hacerlo todo desde una mentalidad decididamente cristiana. Nuestra vida cristiana se realiza como un vivir y actuar en la presencia sustentadora del Señor desde la fuerza del Espíritu Santo. Correspondemos a esta realidad cuando nuestro trabajo proviene de la oración y nos lleva a la oración. Al vivir conscientemente la unidad del amor a Dios y el amor al prójimo, podremos encontrar en todo nuestro quehacer el 74

sentido cristiano específico. No sirven «ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón» (EG 262). El amor de Cristo es nuestra fuente de energía. El encuentro personal con Cristo y la acogida de su amor nos proporcionan capacitación y motivación. La condición principal para ello es que aprendamos a conocerlo realmente y a quererlo cada vez más a él y a su evangelio. Llegamos así a la cuestión más decisiva de nuestro tiempo: ¿conocemos a Jesucristo? «No conozco a ese hombre» (Mt 26,72): como Pedro, a menudo nos callamos quién es realmente Cristo. Sin el valor de confesar a Jesucristo con toda la Iglesia como verdadero Dios y verdadero hombre, oscurecemos su rostro y no somos capaces de hacer visible y perceptible su verdadero significado y la belleza de su mensaje. Muchas veces damos por supuesta, en el interior de la Iglesia, la fe en el misterio divino-humano de Jesucristo, pero la experiencia pastoral muestra que esto no es sin más un presupuesto evidente, incluso en el seno de círculos eclesiales. Pero todo lo que hacemos y planeamos de actividades y proyectos pierde su energía y su efectividad si no funciona su fundamento: para hacer visible en toda nuestra actuación cristiana lo divino y lo humano, nuestra acción ha de estar basada en nuestra confesión de la divinidad y la humanidad de Jesucristo. Solo el conocimiento profundo de su persona y el amor a él nos hará vivir y transmitir el entusiasmo por su mensaje. «Si uno no lo descubre a él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie» (EG 266). Estrechamente ligada a la confesión de Jesucristo está la comprensión de qué es la Iglesia. Como en Cristo, también en la Iglesia están operando lo divino y lo humano. Al que no está abierto a ambas dimensiones, la Iglesia le parece un tipo mejor de «organización no gubernamental» (ONG), contra lo cual advierte reiteradamente el papa. Si la gente ha de encontrar atractiva a la Iglesia, tienen que poder encontrar en ella a Dios. La Iglesia vive de hacer visible el misterio de la encarnación. Dios se ha hecho hombre para que nosotros nos divinicemos. La misión de la Iglesia es anunciar este mensaje con ocasión o sin ella, llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. 75

Porque podemos confiar en la fidelidad de Dios a su Iglesia, nos es posible presentarnos sin miedo ante los hombres y dar testimonio de la esperanza que llevamos en nosotros. En Jesucristo se nos ha regalado la respuesta de Dios a las necesidades más profundas del ser humano. Esta certeza hace crecer una alegría interior en la fe. La alegría en la fe es lo contrario de la fobia al contacto. Así como Jesucristo está íntimamente unido al Padre, y desde esa unión está cercano a los hombres, así también nosotros estamos llamados, en su seguimiento, a estar cerca de Dios y de los hombres. La fe cristiana vive y crece precisamente desde esta unidad de cercanía a Dios y amor al prójimo. La finalidad de toda vida y acción cristianas es la glorificación de Dios. Un aspecto esencial de esa glorificación es nuestro compromiso por las personas, y esto requiere que encontremos una satisfacción espiritual en estar próximos a la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que esa proximidad es fuente de una alegría más alta. Jesús nos acepta como instrumentos de Dios, para proporcionar una forma visible a su misión en el mundo.

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4. Reconocer a Jesucristo en los pobres En la misión de ir a los pobres y los que sufren, Jesús mismo es nuestro modelo. Hemos de superar la tentación de distanciarnos todo lo posible de las llagas del Señor. Con esto el papa Francisco proporciona el fundamento cristológico de nuestra opción por los pobres. Quiere que entendamos nuestro compromiso por ellos no a partir de la sociología, sino de la teología y la cristología. Si en el seguimiento de Jesús entramos en contacto con la miseria humana en sus múltiples manifestaciones, entramos en contacto con Cristo. Si tocamos las heridas de los pobres, estamos tocando las llagas del mismo Jesús. Esta es una fundamentación vigorosa, que llega al corazón, de nuestro compromiso por los pobres. La energía para servir a los hombres nos la ha de regalar Jesús mismo. La pobreza queda así conectada con la humildad existencial. Si con toda humildad reconocemos y confesamos ante Dios nuestra pobreza humana, su fuerza nos capacitará para ir a los hombres y realizar nuestro servicio con alegría y entusiasmo. La Iglesia habla de la opción preferencial por los pobres y marginados de la sociedad, no primariamente en un sentido sociológico, sino teológico y religioso, como recalca el papa Francisco: «Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica» (EG 198). La opción preferencial por los pobres está basada en la confesión eclesial de la encarnación de Dios en Jesucristo. Jesucristo, siendo Dios, no se aferró a su riqueza divina, sino que se hizo hombre para participar de la pobreza humana y transformar esa pobreza mediante su riqueza divina. Todos los seres humanos están llamados a tener los mismos sentimientos de Jesús y a vivir esa solidaridad divina. En concreto, esto significa que cada persona está llamada a dejar participar a sus congéneres de aquello en que los aventaja (cf. Flp 2,5-11). Inspirada por este mensaje nuclear de la fe cristiana, la Iglesia ha tomado una opción por los pobres que hay que entender como una preferencia especial en el modo de vivir concretamente el amor. La invitación a solidarizarse con pobres y necesitados no tiene que ver solo con una praxis humanitaria, sino que se trata de un encuentro con Dios. Pues el propio Jesucristo se identifica con los pobres y menesterosos. En la Biblia Cristo, como juez universal, dice al final de los tiempos: «Lo que hiciste al menesteroso, a mí me lo hiciste» (cf. Mt 25,31-46). 77

«Pobreza» se refiere al escándalo del empobrecimiento, que clama al cielo, del que habla el cardenal Kasper en su colaboración en este libro y que el papa Francisco quiere poner en el centro de atención de la Iglesia universal. El planteamiento de ética social de la Iglesia con respecto a situaciones de miseria es inequívoco: los privilegiados de la sociedad deben ser conscientes de su responsabilidad específica de comprometerse por el desarrollo social sostenible de los pobres y marginados. De la gratitud por la posibilidad de dar debe brotar el impulso de actuar [40] . Es un deber ético de todas las personas alzar su voz contra un sistema económico explotador, sea cual sea la ideología que lo inspire. La búsqueda de un mundo solidario y justo no está basada en una quimera o una ilusión. No se trata de una cuestión de adorno, sino de una necesidad social, para evitar que la humanidad del futuro sea derrotada por el malestar social y la revolución. Porque un mundo sin práctica de la justicia y la solidaridad terminará a largo plazo por aniquilar sus propios fundamentos vitales. Todo ser humano está obligado a luchar contra la miseria en sus múltiples formas. No solo en los países más pobres económicamente, sino también en los márgenes sociales de los países más ricos materialmente, se hallan muchas personas sufriendo bajo la pobreza, la falta de satisfacción vital o el peso del abandono. No solo se da una pobreza material que hemos de eliminar, sino también múltiples formas de miseria entre los presuntamente ricos y pudientes. Hay una miseria espiritual causada por el vaciamiento de sentido de la vida, que le puede robar a uno toda la alegría de vivir. Tenemos que sensibilizar nuestra atención a esto. Pero en el lenguaje de la Biblia y de la tradición espiritual, «pobreza» no se refiere solo a la miseria que hay que combatir, sino también a la actitud existencial voluntaria del ser humano ante Dios: a la relación del hombre, como criatura de Dios, con su Creador. En esta pobreza espiritual el hombre confiesa con toda humildad que está referido a su Creador. En cuanto ideal cristiano, la pobreza espiritual voluntaria significa no hacerse dependiente a sí mismo ni hacer dependiente la propia felicidad de las cosas materiales. También el rico que maneja responsablemente sus bienes puede ser «pobre ante Dios» en el sentido espiritual, lo mismo que un pobre material puede obstruirse el camino hacia el prójimo y hacia Dios mediante una dependencia omnímoda del deseo de bienes materiales. La pobreza como actitud existencial expresa una orientación básica que

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representa un reto permanente para toda persona, sea pobre o rica. La opción cristiana por los pobres abarca también esta actitud de la pobreza espiritual. La opción preferencial de la Iglesia por los pobres es la opción por una sociedad que intenta realizar la justicia de la mejor forma posible. La justicia es, en efecto, el mínimo que cada ser humano debe a los demás. La práctica de la justicia garantiza, además, la paz social. En esta opción se trata de la dignidad de cada persona particular y de nuestra común responsabilidad para configurar una sociedad humana y justa, donde la libertad y la paz sean realidades experimentables. Se trata de la responsabilidad humana y cristiana de luchar apasionadamente contra la pobreza, la miseria, la enfermedad y la opresión. La opción preferencial por los pobres no significa enfrentar a un grupo social contra otro, sino reforzar la comunidad auxiliando a los más desprotegidos y emprendiendo juntos todos los esfuerzos para eliminar la pobreza en cuanto empobrecimiento. Las necesidades básicas de los pobres tienen que tener la máxima prioridad. Todas las medidas económicas y políticas han de ser evaluadas desde el punto de vista de sus efectos sobre los pobres. La opción preferencial por los pobres es para la Iglesia una opción por los seres humanos y por la dignidad que Dios les ha otorgado. Se trata de la realización y el desarrollo integral de todos los hombres. El papa Francisco expresa con claridad lo que realmente significa esta opción por los pobres desde el punto de vista cristiano: «Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”. Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: “Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis”. El pobre, cuando es amado, “es estimado como de alto valor”, y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Solo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación» (EG 199). El papa Francisco sigue escribiendo «que la peor

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discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (EG 200). La opción preferencial por los pobres es un acicate para la praxis cotidiana de la misericordia [41] . Practicar la misericordia en todos los ámbitos de la vida puede crear una atmósfera más humana y más al servicio de la vida. Desde esta perspectiva entendemos lo que quiere decir el papa Francisco cuando dice: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres». Hemos de ser pobres ante Dios para poder identificarnos con los pobres. Una Iglesia que se preocupa tan solo de sí misma está girando en torno a sí misma. Si lo único que le preocupa a la Iglesia es ponerse ella en el centro, ocuparse de sus propias estructuras, y permanece aferrada a una acumulación de ideas y disputas prefabricadas, terminará pronto o tarde por caer enferma. Y una Iglesia enferma no sirve para nada. Solo si la Iglesia supera su autorreferencialidad, será sensible para captar las verdaderas necesidades y preocupaciones de la gente. No se trata aquí de una Iglesia abstracta, sino de la Iglesia concreta de los creyentes. El deseo del papa de una «Iglesia pobre para los pobres» nos atañe a cada uno personalmente. Cada uno de nosotros está llamado personalmente a superar el egoísmo propio para pensar en los demás y estar con los demás. Así como Jesucristo se hizo pobre por nosotros, para ser uno de nosotros, cada uno de nosotros ha de hacerse pobre ante Dios, para poder estar con los pobres. La relación con el pobre se ha de convertir para todos en un objetivo central, pues en el anuncio de Jesús los pobres están en el centro. El evangelio es la buena noticia para los pobres. Esta interpelación vale particularmente para todos los que tienen en la Iglesia cualquier encargo ministerial o una función de servicio. Si no, ¿a quién podría referirse el papa cuando usa una y otra vez la imagen fuerte del pastor que debe oler a oveja? ¿A quién se va a referir cuando exhorta a los teólogos a no darse por contentos con una teología de escritorio (EG 133)? ¿En quién está pensando cuando habla de la necesidad de una buena preparación de la homilía litúrgica, si no es en los obispos y sacerdotes? 80

El papa tiene un interés especial en que no anunciemos en primer término cualquier idea o doctrina moral, sino en primer lugar y sobre todo la misericordia de Dios. La reflexión sobre esta misericordia de Dios nos lleva a las cuestiones fundamentales de la fe cristiana. El papa Francisco nos anima a poner el corazón del evangelio en el centro de toda predicación.

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5. El corazón: la misericordia de Dios La misericordia nos pone en contacto con el corazón de Dios. No es solo una propiedad de Dios entre otras, sino la expresión de su amor y benevolencia desbordantes. Comprender a fondo la misericordia puede producir un cambio de perspectivas en el pensamiento cristiano y en la praxis eclesial. La misericordia nos anima a la magnanimidad, a la generosidad, a la tolerancia frente a los que piensan distinto y al servicio a los débiles de la sociedad. Reconocer con humildad nuestra propia pobreza e indigencia ante Dios nos hace experimentar la desmesura de su misericordia: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). Si de palabra y obra nos volvemos misericordiosos, llegaremos a ser cristianos creíbles y atrayentes. La Iglesia debería ser el lugar donde se experimenta la misericordia de Dios. La parábola bíblica del padre misericordioso (Lc 15,11-32) es inspiradora para nuestra vida espiritual personal y para nuestra actuación pastoral hoy. Siempre podemos acoger de nuevo en nosotros la misericordia de Dios y hacerla experimentable a otros. Cada persona vive de la misericordia que recibe de Dios, y nos regalamos esa misericordia unos a otros. El camino de la Iglesia en nuestra época no puede ser sino el camino de Jesús. La medida de Jesús es la medida de la Iglesia. Él señaló decididamente a los seres humanos el camino de la promesa, pero haciéndoles transitable ese camino con su gran misericordia. Precisamente porque el mundo en que vivimos es muy a menudo inmisericorde, la Iglesia debe hacer posible experimentar el perdón y la reconciliación y facilitar a todos un nuevo comienzo. En nuestro anuncio, el amor de Dios debe estar en el centro. La cuestión decisiva es si con nuestro modo de estar y nuestro servicio hacemos a la Iglesia atractiva o repulsiva. «A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» (EG 47). El papa Francisco nos llama a una nueva salida. Cada uno de nosotros ha de salir afuera para ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Conscientemente repite el papa lo que decía a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades» (EG 49). 82

Forma parte de la pobreza existencial reconocer ante Dios las múltiples formas de enfermedad en la Iglesia y dejar que él las sane. Una Iglesia así curada puede atreverse a una nueva salida misionera. Si extraemos nuestra motivación para actuar de la médula de la fe cristiana, no podemos sino ser misioneros. Todo envío pastoral tiene el encargo añadido de mirar continuamente a Jesucristo. De acuerdo con ello, el encargo permanente es, por un lado, conducir a las personas hacia Cristo, y por otro estar al cuidado de la salvación eterna de los hombres. Cuando esta misión cae en el olvido, se produce la confusión pastoral. Muchos programas bienintencionados fracasan porque no se alimentan desde ese centro. La pastoral debe concentrarse en lo esencial, si quiere tener éxito. Todo el escrito del papa gira, en definitiva, con diversas alternancias en torno a la concentración en ese centro esencial. Nuestro propósito debe ser invitar a las personas y capacitarlas para descubrir a Dios en su vida y poner su vida en contacto con él. Este principio fundamental de la misión eclesial ha de convertirse en el eje de todas las actividades de la Iglesia. La cuestión directriz es siempre: ¿qué es lo que lleva a los hombres a Jesucristo y qué les impide caminar hacia él? Nuestra pastoral solo puede tener éxito si va a lo esencial. En nuestra relación con la Iglesia destaca especialmente la imagen de la Iglesia como familia de Dios. Si entendemos a la Iglesia como familia de Dios, la amaremos como amamos a nuestra propia familia. Cada cual sabe por propia experiencia que en nuestras propias familias no todo funciona sin problemas. La vida familiar resulta bien solamente si cada miembro está dispuesto a prescindir de sus ventajas y deseos propios para estar disponible para los demás. En la familia tenemos que sobrellevar, y a veces soportar, los rasgos humanos de cada cual, sus debilidades e insuficiencias. La Iglesia como familia de Dios es la comunidad de los que confiesan a Dios como su único Padre y a sus semejantes como hermanos y hermanas en Cristo. El plan de Dios para la humanidad es hacer de ella una gran familia, en la que cada miembro se sepa infinitamente querido por Dios y cada uno reciba los bienes salvíficos necesarios que lo alimentan espiritualmente en su camino hacia la vida eterna. Por eso el papa recomienda reconsiderar los sacramentos de la Iglesia como medios de salvación: «La eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (EG 47).

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Mediante su ejemplo y su predicación, el papa Francisco nos alienta a ser Iglesia de una manera nueva. Nos llama a redescubrir el mensaje cristiano en su hondura y totalidad y a dejarnos modelar por él. La pasión por Jesucristo y por su evangelio debe llevarnos a salir a las periferias de la vida para anunciar la belleza de la fe. El papa Francisco nos recuerda que debemos tomar en serio la radicalidad del seguimiento de Cristo y llevarlo a cabo en el servicio a otras personas, para de ese modo abrir a Cristo con un nuevo vigor creyente la sociedad, la cultura, la política y la economía. Esta misión solo tendrá resultado si cada cristiano individual está dispuesto a dar testimonio de la fe con un nuevo humanismo espiritual.

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5. ¿Entender al hombre sin Dios? Fe cristiana y ateísmo [*] . MARKUS SCHULZE

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1. El desafío del ateísmo Ya sea que se considere esencial la religión para la realización de la vida humana, o al contrario, que se esté convencido de que perjudica el carácter plenamente humano de la existencia terrena, hay tres cosas que son comunes a los representantes de ambos puntos de vista tan contrapuestos: primero, el ser humano; segundo, el conocimiento de que realmente existen religiones; tercero, la percepción de que, según parece, al hombre del pasado y del presente (¡incluso a ratos también al «no creyente» [42] !) le es propia una obstinada tendencia a desarrollar necesidades religiosas y a tratar de colmarlas con ideas y prácticas de fe. 1.1. La interpretación atea de la fe en Dios Incluso un ateo destacado y agresivo como Richard Dawkins [43] no puede eludir confrontarse con el fenómeno de la vinculación religiosa con Dios, pues en definitiva pretende explicar [44] desde la evolución, tal como él la entiende [45] , todas las formas de la vida. Ahora bien, puesto que la fe en Dios representa indiscutiblemente en nuestro planeta un fenómeno vitalmente vigoroso y al mismo tiempo persistente, Dawkins tiene que encontrar en la biología una fundamentación para ella, si no quiere que la pretensión de interpretación universal de esta ciencia fracase ante lo religioso y con ello se demuestre insostenible. Dicho con las propias palabras de Dawkins, se nos plantea la cuestión de «si la naturaleza y las propiedades de la religión, tal como las observamos, […] se “pueden” explicar [46] de modo similar al origen de los seres vivos, basado en la selección natural» [47] . El científico Dawkins se plantea así una tarea muy complicada. Por una parte, sostiene la convicción de que la religión y la fe en Dios son un espejismo [48] , una vía errónea, un comportamiento extraviado; por otra, tiene que poder explicar, desde sus principios biológicos y evolucionistas, cómo pudo surgir la religión como fenómeno vital y por qué se ha podido mantener tanto tiempo. ¿Cómo ha podido la «selección natural» [49] «favorecer» [50] algo tan absurdo y destructivo, a los ojos de Dawkins, como la idea de Dios? Ante esta dificultad, ¿no hay que abocar casi necesariamente a la conclusión de que la evolución ha extraviado a los seres humanos? Pero ¿qué significaría esto para el conjunto de la evolución?

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Para no tener que remitir la religión directamente a una intervención de las fuerzas productivas de la naturaleza, Dawkins caracteriza el vínculo con Dios como un «subproducto» [51] (propiamente no deseado, pero no siempre evitable) de un impulso en sí bien encaminado. En la evolución biológica se pueden encontrar continuamente tales subproductos. Naturalmente, el biólogo inglés no se priva de introducir un esclarecedor ejemplo. Las mariposas nocturnas tienen la tendencia de orientarse en sus vuelos de noche por las únicas luminarias naturales que entonces lucen: la luna y las estrellas. Estos cuerpos celestes, dice Dawkins, «están, desde el punto de vista óptico, infinitamente lejos, por lo que sus rayos luminosos inciden paralelos; esto hace que sean adecuados para la orientación» [52] , careciendo de peligro para los insectos en su búsqueda de alimentos en la oscuridad. Esta conducta, en sí útil, se vuelve peligrosa, incluso mortal, cuando de repente aparece la llama de una vela en el campo visual de la mariposa: está demasiado cerca, y arde con tanta intensidad que los animalitos se precipitan en ella para su propia ruina, a pesar de que tan solo pretendían orientarse por ella, de acuerdo con su regla general. He aquí la conclusión que Dawkins saca de ello: «Así pues, aunque en este caso particular tiene consecuencias fatales, la regla general de las mariposas nocturnas es, sin embargo, en promedio una regla útil, porque para la mariposa nocturna la visión de una vela es infrecuente en comparación con la visión de la luna. No nos damos cuenta de los muchos cientos de mariposas nocturnas que con toda tranquilidad y muy eficazmente se orientan […] por la luna. Solo vemos a la mariposa que revolotea hacia nuestra vela y hacemos la pregunta incorrecta: ¿por qué todas estas mariposas se suicidan? En vez de eso, deberíamos interesarnos por saber por qué tienen un sistema nervioso que indica la dirección manteniendo un ángulo fijo hacia los rayos de luz –una táctica que solo nos llama la atención cuando sale mal–. Si la pregunta se formula de otra manera, el enigma se resuelve satisfactoriamente. Nunca fue correcto hablar de suicidio. Lo que nos encontramos es un subproducto fallido de una brújula normalmente útil» [53] . No se puede decir, pues, según Richard Dawkins, que las mariposas nocturnas tengan propiamente tendencia a precipitarse a la llama de las velas; eso querría decir (puesto que ellas no pueden modificar su instinto, sino que les viene dado por evolución) que por naturaleza son llevadas a la muerte, lo cual Dawkins no querría suscribir, pues para él la naturaleza es un «hermoso jardín» [54] , un conjunto vital armónico. ¿Qué es lo que pretenden, pues, realmente las mariposas cuando revolotean hacia la muerte 88

incandescente? Lo que realmente anhelan es orientarse por la luz, algo que ciertamente también les puede causar perjuicio, pero solo en ocasiones y, por así decirlo, colateralmente. Ahora bien, según la teoría de Dawkins, la inclinación de los hombres a la religiosidad, en sí misma, tiene tan poco de instinto natural como la muerte en las llamas de las mariposas. Solo de modo impropio y como secundario se dedican los hombres a ideas y costumbres religiosas, pero propiamente (y, por así decirlo, por naturaleza) están pensando en otra cosa. Pero ¿qué otra cosa? Por decirlo en palabras de Dawkins: «Si la religión […] es el subproducto de alguna otra cosa, ¿qué es esa otra cosa? ¿Cuál es el equivalente del hábito que tienen las mariposas nocturnas de orientarse mediante los cuerpos celestes?» [55] . Como les pasa a las mariposas con su dependencia de las tenues pistas luminosas de la noche, también a los seres humanos lo que realmente les importa es la orientación, solo que esta en el ámbito humano es más difícil de llevar a cabo que entre los animales. Las mariposas están referidas por su instinto de un modo infalible al resplandor lunar; de él reciben normalmente las informaciones que precisan para sus correrías nocturnas y su vuelta a casa. En cambio, en el ser humano no hay una dependencia tan estrecha entre las necesidades y las fuerzas naturales. El hombre no puede, simplemente con la fuerza de sus instintos naturales, asomarse al mundo que le rodea y recibir directamente de él las indicaciones que precisa para manejar su vida. Para ello se ha de apoyar en una cultura y en sus tradiciones lingüísticas, morales, sociales y políticas. Esta idea la formula Dawkins así: «Más que ninguna otra especie, sobrevivimos por la experiencia acumulada de generaciones previas, y esa experiencia necesita transmitirse a los niños para su protección y bienestar. Teóricamente los niños podrían aprender por experiencia personal a no acercarse al borde de un precipicio, a no comer frutas rojas desconocidas o a no nadar en aguas infestadas de cocodrilos [56] . Para un cerebro infantil supone una cierta ventaja selectiva, por decirlo suavemente, aprender la regla de oro: “Cree, sin preguntar más, cualquier cosa que te digan los adultos. Obedece a tus padres, obedece a los ancianos de la tribu, especialmente cuando te hablan con un tono de voz solemne y conminatorio. Confía en los mayores sin hacer preguntas”. Para un niño este es, por lo general, un principio básico muy útil. Pero, como ocurre con las mariposas nocturnas, también aquí algo puede salir mal» [57] . 89

Lo que sale mal, en este caso, es justamente la fe en Dios. Escuchar a los adultos y a los dirigentes intelectuales de una cultura es para el desarrollo y la vida de una persona tan importante como el resplandor de las constelaciones nocturnas para las mariposas. Pero esa escucha y obediencia –según Dawkins– pueden también extraviar: «La otra cara de la obediencia confiada es la credulidad servil [58] . El inevitable [59] subproducto es la vulnerabilidad a las infecciones por virus mentales. Por excelentes razones relacionadas con la supervivencia darwinista, el cerebro de los niños necesita confiar en sus padres y también en otros adultos en quienes sus padres les dicen que confíen. Una consecuencia automática es que el ser humano que confía no tiene manera de distinguir un consejo bueno de uno malo. El niño no puede saber que “No chapotees en un estanque infestado de cocodrilos” es un buen consejo, mientras que “Debes sacrificar una cabra en la luna llena, porque de otra forma no lloverá” representa, en el mejor de los casos, un desperdicio de tiempo y de cabras» [60] . 1.2. Crítica religiosa de la crítica atea de la religión ¿Qué es, pues, la religión a los ojos de Dawkins? Un subproducto del instinto obediencial de los niños, un fragmento de infantilismo incrustado en la vida adulta. ¿Queda así explicada la religión, el vínculo creyente con Dios? No. El punto de partida de Dawkins da razón, a lo sumo, de la opción [61] por la religión, pero no de la religión misma. Dawkins puede hacer comprensible (más o menos) por qué los niños prestan oídos también a narraciones y directrices religiosas y las integran en su vida interior. Pero en modo alguno consigue explicar de modo igualmente plausible por qué hay aquí en absoluto algo que oír; dicho de otra manera, por qué alguien se pone a narrar algo religioso. Dawkins podría replicar: pues porque el propio padre o anciano de la tribu que narra fue a su vez niño y ha asimilado las historias y formas cultuales que le sugirieron sus educadores. De acuerdo, las tradiciones se transmiten. Pero tampoco la transmisión en cuanto tal explica todavía por qué hay en absoluto algo que pueda ser transmitido. En algún momento tuvo que haber, al inicio de los tiempos, alguien (o algo) que luego fue pasado subsiguientemente de generación en generación. Se trata, por tanto, del fundador (o fundadora) de un entero contexto religioso. Aquí fracasa el modelo de Dawkins. El propio fundador de una tradición de fe no puede, sin más, haber oído y asumido de otros lo que luego anuncia a sus contemporáneos y sucesores, pues si no, 90

precisamente no sería él el fundador, el comienzo. Lo tuvo que (¿cómo decirlo?) hallar o inventar él mismo. Dejemos de momento esta diferencia aparte [62] . Lo que importa en nuestro contexto es que escuchar presupone transmitir, transmitir presupone un don primigenio que se transmite, y este presupone, a su vez, algún modo de hallazgo. Pero ese acontecimiento fundamental es justo lo que Dawkins ya no consigue explicar. Nos puede esclarecer (de forma más o menos convincente) por qué ha llegado hasta nosotros la religión, pero no cómo se originó. 1.3. ¿Por qué, pues, religión? Como Dawkins pasa silenciosamente por encima de este tema, puede ahorrarse la cuestión realmente decisiva que se plantea en torno a la religión: ¿por qué, pues, hay fe en Dios? O, preguntando con las imágenes que usa Dawkins, ¿por qué, pues, se les ocurre a unos adultos la idea no solo de precaver a sus hijos contra bayas peligrosas o cocodrilos devoradores, sino también de sugerirles convicciones creyentes y preceptos sacrificiales, y fundar estos además en relatos de los orígenes? El biólogo inglés no se plantea el problema con esta radicalidad; por eso tampoco tiene para él ningún modelo explicativo que ofrecer. Pero quien no esclarece la auténtica razón del origen de la religión no puede realmente esclarecer el conjunto del fenómeno religioso. Por eso resulta tanto más sorprendente ver cómo Dawkins reconoce incluso una cierta «ventaja para la supervivencia» [63] a algunos elementos de la fe, como el llamado «punto de vista intencional» [64] , esto es, la convicción de que tras los sucesos del mundo no están realmente como factores activos el azar y la necesidad, sino que está actuando un propósito divino creador, del que se puede uno fiar. Lo cual, según Dawkins, sirve de ayuda para vivir y tomar decisiones en situaciones especialmente difíciles: «Me parece enteramente plausible que el punto de vista intencional ofrezca una ventaja para la supervivencia como mecanismo cerebral que acelera la toma de decisiones en momentos peligrosos y en situaciones sociales decisivas» [65] . Para Dawkins, el punto de vista intencional es un error, pero ofrece ventajas para la supervivencia y ayuda para la vida. Ahora bien ¿quiere esto decir que para sobrevivir uno ha de engañarse, incluso mentirse a sí mismo? Más aún: ¿qué significa para la realidad entendida en perspectiva evolutiva darwinista que haya convicciones antidarwinistas (como la del gran diseño finalista presente en todo) que ayuden a alcanzar objetivos 91

darwinistas (la implantación y preservación de la vida)? ¿No sería entonces más adecuado, precisamente desde el punto de vista científico y metodológico, suponer que el punto de vista intencional conlleva efectos positivos porque es correcto? Si la religión, como representante del punto de vista intencional, es útil para la vida, ¿por qué Dawkins no cesa de estigmatizarla como un error? Con estos presupuestos ¿no debería considerarla más bien como «verdadera» en el sentido de que «concuerda con la vida» [66] ? Nos hallamos así ante el punto crucial y decisivo de la filosofía de la religión de Dawkins: por una parte, afirma que la religión es un subproducto pernicioso de algo útil (la tendencia de los niños a creer en los adultos); por otra, se pronuncia por considerar la religión misma como algo útil. ¿Cómo es, pues, la religión: perniciosa o útil? Si atamos pacientemente todos los cabos de su argumentación (cosa que Dawkins mismo no hace), él da curiosamente ambas respuestas: la religión es útil como mecanismo cerebral que supone intenciones en la naturaleza, pero puede también ser perniciosa por funcionamiento defectuoso. Los puntos de vista que resultan efectivos en la religión (como el punto de vista intencional y otros) «son útiles mecanismos cerebrales. […] Aunque, como otros mecanismos cerebrales, también esos puntos de vista pueden funcionar mal» [67] . El lector se queda admirado: lo que puede (¡no es que deba!) funcionar mal puede también funcionar correctamente. ¿Se trata aún de una argumentación categórica contra la fe en Dios? ¿No está Dawkins distinguiendo aquí en el fondo entre religión perniciosa y útil? Si para él existe una religión útil (de modo ilógico, teniendo en cuenta su punto de partida) y además la utilidad para la vida constituye el móvil de toda evolución, ¿qué puede tener aún Dawkins seriamente en contra de la religión? Si, siguiendo su idea, hay que diferenciar entre religión útil y perniciosa, ¿no estamos con eso en pleno ámbito de la teología? Pero ¿no es esto lo que efectivamente hace también por sí misma toda religión, al delimitar su uso y su abuso? [68] . Pero el abuso de una cosa no suprime su uso. ¿Hay, en consecuencia, para Dawkins una religión legítima? En caso afirmativo, ¿sigue siendo la fe en Dios, como contenido de la religión, una pura ilusión, justamente la ilusión de Dios? ¿O para nuestro biólogo inglés es pensable una «ilusión útil»? Pero si esto fuera correcto, ¿por qué combatir algo útil? ¿Hay acaso una religión libre de ilusiones? Si es que sí, ¿por qué

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entonces Dawkins (como cualquier teólogo decente) no lucha por liberar a la religión de las ilusiones, y por tanto por una religión auténtica e intelectualmente defendible? Por lo que vemos, Dawkins no ha dejado resuelto el fenómeno de la fe religiosa. Originariamente este autor pretendía introducir la religión como subproducto pernicioso de un instinto propiamente favorable (la obediencia respecto a los adultos). Pero en el curso de sus reflexiones nuestro moderno investigador defiende la opinión de que ese subproducto pernicioso no es solo pernicioso. La distinción entre instinto útil y subproducto pernicioso se traslada así a la consideración del propio subproducto, de manera que podría decirse que del instinto útil recién mencionado derivan dos tipos de subproductos: uno útil y otro pernicioso. O en otra versión que se sugiere: hay dos instintos útiles, el de la obediencia infantil respecto a los padres (llamado piedad) y el de la obediencia respecto a un propósito divino universal en el mundo (llamado religión); de ambos instintos se puede abusar, y por eso pueden ser perniciosos. ¿Qué es, entonces, la religión según Dawkins? ¿Un subproducto pernicioso en sí mismo o un subproducto en sí mismo útil que puede volverse pernicioso? ¿Es un instinto como otros, o, por el contrario, solo el subproducto de uno? Vemos que no está clara la visión que tiene Dawkins de la religión. Esto proviene, según pensamos, de que Dawkins nunca se ha planteado verdaderamente la pregunta de por qué surge, pues, la religión, de dónde reside su fundamento. Si los únicos problemas auténticos del hombre fueran las bestias feroces [69] , de las que ha de protegerse, tendría necesidad, en último término, solo de astucia, no de fe. Pero al hombre le vienen impuestas más dificultades, de muy distinto tipo y orden. La más nuclear podría estar en el hecho de que el hombre es un ser que, por su naturaleza espiritual, pregunta por los fundamentos y los fines de la realidad, por el sentido por tanto, pero el sentido de que él exista y a dónde tiene que ir con ello no se le presenta con la misma claridad que el hecho de que existe. ¿Por qué hay seres humanos en absoluto? ¿Para qué están los hombres sobre la tierra? ¿Qué le faltaría a quién si los seres humanos nunca hubieran llegado a la existencia? ¿Qué significa la muerte? ¿Para qué tiene el hombre que cargar con el tormento de los muchos contrasentidos e injusticias que vive? Estas son las preguntas para las que la religión tiene disponible una respuesta a la luz de la fe. La religión solo puede entenderse teniendo presentes las dificultades que pretende afrontar. La religión, desconectada de la angustia mental causada por la tensión 93

entre sentido y sinsentido, es como un eco sin voz que lo cause. La visión que tiene Dawkins de la religión es insuficiente y sesgada, porque su visión del hombre es insuficiente y sesgada. Desde una perspectiva no biológica, sino biologista, hace como si la existencia humana fuese la más pura evidencia. Pero el ser humano no está dado así. El hombre se experimenta más bien como pregunta, experimenta su existencia en el mundo como cuestionable en cuanto al ser y al sentido. Ese constituir una pregunta para sí mismo no se le añade desde fuera a la naturaleza humana como una determinación meramente secundaria (como un determinado tipo de vestido o de peinado que puede ser así o de otra manera), sino que es más bien expresión de su esencia. Justamente esto es lo que hace humano al ser humano: que constituye una pregunta para sí mismo. No conocemos sobre esta tierra ningún otro ser [70] al que se le haya pedido esta aventura intelectual, que le ha llevado a desarrollar la filosofía y la religión. 1.4. Sufrimiento y religión Este ser pregunta para sí mismo es en el fondo un sufrimiento. En efecto, el hombre debe ser y debe conducir responsablemente su vida: esto es lo que le dicen el impulso vital natural y la conciencia personal. El «deber» se deja oír de modo inequívoco. Pero ¿para qué debe prestar oídos a ese deber, asumirlo y llevarlo a cabo? Este para qué del deber, su meta, no le está tan patente que pueda tener una visión complexiva y penetrante de él. Es paradójico: la vida debe ser, pero no hay claridad alguna sobre el para qué. Más aún: la vida debe ser, pero reina la muerte; la justicia debe ser y el mal no debe ser, pero reina el mal; el sentido debe ser, pero encontramos sinsentido. Ahora bien, estas paradojas son fuente de un sufrimiento tan radical como solo el ser humano conoce: «Sufrimiento en sentido propio solo se da en el hombre. Para poder sufrir [… se requiere] ante todo una consciencia espiritual, capaz de percibir el carácter contradictorio del sufrimiento en cuanto tal. Quien no sabe ni percibe que el dolor no debe ser siente el dolor, sí, pero propiamente no sufre por ese dolor» [71] . Ahora bien ¿qué tipo de respuesta ofrece Dawkins a las preguntas que hemos esbozado como despliegue esencial del ser humano? Ninguna, puesto que parece no conocer siquiera las preguntas. ¿Cómo podría entonces dar una respuesta? Aun cuando la respuesta del catecismo a la pregunta de para qué estamos los seres humanos sobre la

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tierra pudiera parecer ininteligible o insuficiente [72] , al hombre no le es posible en serio no plantearse esta pregunta ni sustraerse a la respuesta. Por muy seductora que pueda resultar la comparación de Dawkins con las mariposas nocturnas y su tendencia a la luz, delata una visión tan raquítica de la esencia del hombre que ante ella uno no puede evitar preguntarse por qué la naturaleza evolutiva se ha esforzado para producir semejante ser. Pues, respecto a las mariposas que mueren quemadas en la llama de una vela, puede decirse al menos, a favor de los animalitos condenados a muerte, que no son ellos mismos los que han creado el problema que los lleva a la ruina. Pero, según Dawkins, el ser humano sí produce él mismo la religión, que lo deja enredado en espejismos ilusorios con el consiguiente sufrimiento. ¿No es con eso el ser más estúpido de todo el cosmos? ¿O es que no es el hombre el que produce la religión, sino su cerebro? Pero entonces ¿es que el hombre es algo distinto de su cerebro? ¿Puede el hombre oponer resistencia a su cerebro? ¿Con qué, si no es con su cerebro? Seguimos, pues, teniendo que considerar la pregunta que nos agita a todos: ¿por qué y para qué existe el hombre sobre la tierra? Solo resulta aceptable una filosofía de la religión que se tome en serio esta pregunta. Hay fe en Dios porque existe esta pregunta, que constituye el núcleo de la situación del hombre en el mundo. Ahora bien, son posibles diversas respuestas. Una es la del empirismo, que se limita a lo constatable por las ciencias experimentales. Esta respuesta dice que el ser humano no puede responder a esa pregunta; es una pregunta sin sentido, porque desborda constitutivamente al hombre. Otra respuesta es la del humanismo liberal (y eventualmente ateo), que en el fondo es un subjetivismo: no hay ninguna respuesta universal ni de validez universal a la pregunta planteada; cada ser humano ha de encontrarla por sí mismo. Y luego ya viene la respuesta de la religión. Esta presupone que hay cosas que el hombre no puede decirse por sí mismo, sino que ha de dejárselas decir confiadamente por el único que lo sabe todo y que es mayor que nuestro corazón (cf. 1 Jn 3,20). 1.5. La religión y el humanista ilustrado

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Pero con ello la pretensión religiosa afecta a la autocomprensión del hombre ilustrado, que considera su razón (y no una religión precedente a su razón) como criterio último y universal de todas las pretensiones y demandas de su vida. Lo que la fe le ofrece como palabra de Dios, puede el ser humano «decírselo a sí mismo con la propia razón y por la autoridad de ella [73] » [74] : en esto consiste la idea nuclear de una filosofía que deriva de Kant y Hegel, y más recientemente de Habermas. Y si es cierto que la razón así entendida (autónoma) ha encontrado su más nítida expresión en la filosofía, entonces la pregunta [75] que nos preocupa podría formularse así: «¿No puede uno ser buena persona con solo pensar y actuar autónomamente?». Con ello hemos andado ya un buen trecho en la confrontación con el humanismo liberal. Pero, bien mirado, no nos hemos deshecho realmente del elemento «religión». Pues también la filosofía ilustrada, autónoma, aparece históricamente en una doble forma: como Ilustración orientada a Dios o creyente en él [76] (desde Lessing hasta Weischedel) y como Ilustración atea (desde los materialistas franceses del siglo XVIII [77] , pasando por los materialistas alemanes del siglo XIX [78] , hasta Sigmund Freud). Hay, por tanto, filósofos que consideran esencial la relación con Dios; otros, en cambio, la declaran superflua o incluso perjudicial. Prescindiendo de que, como puede verse, la Ilustración no ha hecho desaparecer la tematización de Dios, se plantea, sin embargo, más allá de esto la pregunta decisiva: ¿por qué una parte de los filósofos inspirados por la Ilustración mantiene la afirmación de Dios (formulada de la manera que sea) y, en cambio, la otra parte no? Se hace patente aquí que también el programa de la Ilustración deja abiertas preguntas que –como se deduce– manifiestan una conexión interna con el reino o la actuación de Dios. La más importante de ellas podría ser la que concierne a la conexión entre moral y felicidad. 1.6. Moral y felicidad No pocos filósofos defienden la opinión de que la referencia a la felicidad no desempeña papel alguno para explicar lo moralmente correcto. ¿No hacemos el bien sencillamente porque es el bien?, se preguntan estos pensadores. Si alguien eligiera y realizara el bien para evitar un mal (por ejemplo, el castigo) o para conseguir un bien (como, por ejemplo, la misma felicidad), ¿no estaría entonces traicionando en su apreciación la idea de lo moralmente correcto, al convertir algo incondicionalmente válido en algo que solo tendría 96

validez bajo la condición de que conduzca también a una mayor plenitud y satisfacción? Pero ¿no llevaría eso a que la moral dejase de ser vinculante cuando su cumplimiento entrañase fracaso, frustración y dolor? Con estas reflexiones, diversos ilustrados rompieron el vínculo que hasta entonces se aceptaba entre el acatamiento de la moral y la obtención de la felicidad. Ese vínculo era Dios. Él era el legislador supremo y a la vez el mejor dador de felicidad. Quien en su actuación moral se atenía a Dios como Señor de la justicia, estaba también aliado con el Dios que recompensa con bondad. Dios era la garantía de que el que actuase correctamente recibiría también una recompensa adecuada, asegurando así su felicidad. Incluso en el caso de que una persona (como los mártires) hubiese de soportar desdicha y muerte por seguir sus convicciones morales, Dios la compensaría junto a sí en su reino eterno, puesto que, al estar por encima del tiempo, Dios no está ligado a las limitadas posibilidades de este mundo. Sin embargo, contra esta concepción tradicional, algunos ilustrados han objetado una y otra vez que así la observancia madura y lúcida de las normas morales queda fácilmente recubierta, e incluso difuminada, por la lógica de la satisfacción de deseos, de manera que en el centro de la humanidad madura ya no estaría el hacer soberana y autónomamente el bien, sino el deseo, en definitiva infantil, de consuelos y recompensas. Puesto que la religión fomenta y refuerza siempre precisamente ese deseo («Vuestra recompensa será grande en el cielo»: Mt 5,11), debe ser excluida del ámbito de una moral ilustrada y consciente de sí misma. Muchos sacan luego, como consecuencia última, la conclusión de que no es que uno pueda ser buena persona también sin religión, sino que solo puede ser buena persona sin religión. Bien podría ser esta idea la punta de lanza del ataque del humanismo ateo al valor y la necesidad de la fe en Dios. Su propósito es arrancarle a la religión la máscara del rostro, para que se vea que la religión no solo no ayuda a la verdadera moralidad, sino que ella misma es inmoral, puesto que socava la única voluntad realmente moral, la voluntad de hacer el bien única y exclusivamente por ser el bien, no porque siente bien o porque produzca algo bueno [79] . Vista así, la religión es inmoral, porque hace de la moral instrumento de algo distinto de la propia moral, instrumento de la retribución, o la felicidad, o la realización. ¿Cómo defenderse como persona religiosa, como teólogo,

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frente a un argumento tan brillante? Después de esto, todo argumento que pueda uno aducir a favor de la religión, ¿no significa defender un egoísmo con ribetes piadosos? Partamos de ahí: el motivo por el cual debemos hacer el bien es solo que el bien es el bien. Ahí hay que dar la razón al crítico de la religión. Pero el defensor de la religión somete a consideración lo siguiente: el hombre no es solo un ser libre llamado a hacer soberanamente el bien. O, dicho de otro modo, no solo es un ser de obligaciones, sino más bien además un ser de necesidades [80] . Ahora bien, la necesidad central del hombre, la necesidad de todas las necesidades, que acompaña a todo actuar humano (¡también al actuar moral!) como una sombra, como un hambre, es el anhelo de ver para qué es buena su acción (¡también la acción moralmente correcta!) en la realidad experimentable; y ese anhelo no se satisface aún con solo hacer el bien [81] . Si el hombre no ha de quedar desgarrado entre un ser vinculado a la moral por una parte [82] y un ser destinado a una plenitud real por otra, esto es, entre un sujeto moral alejado de la realidad y un sujeto real libre de la moral; si el hombre, por tanto, ha de afirmar la moral todo él, entonces no la puede afirmar solo como un ser moral, tiene que poder afirmarla también como un ser de necesidades, lo cual no puede hacer sin vincular la moral con la realidad experimentable, es decir, sin tener presente el sentido de la moral para la realidad. Formulado de otro modo: el hombre, en cuanto ser de necesidades, sobre todo como ser de necesidades espirituales, no puede renunciar a querer entender la conexión de sentido entre lo moralmente correcto y lo real experimentado. «Nadie podría –ni debería permitírsele– tomar en serio la ley moral si solo trajera desdicha y ruina a quien se atiene a ella» [83] . O, con una formulación aún más rigurosa: nadie debería tomar en serio la ley moral si con ello no mejora de veras la realidad (la del que actúa y la del que se ve afectado por su acción) o solo la mejora en una forma por completo ininteligible para el que actúa o que le parezca completamente sin sentido [84] . Porque entonces él sería un simple medio de cara a un objetivo que no se comprende en absoluto y que a él, por tanto, no le afectaría intelectualmente en nada, lo cual estaría en contradicción con su dignidad como ser consciente de sí mismo. ¿Qué es la moral en realidad? ¿Qué quiere decir «hacer el bien por sí mismo» en la realidad experimentable? Si la respuesta a esto se le presentase a todo ser humano con una claridad meridiana, no habría, en último término, ninguna dificultad seria (intelectual) con el actuar moral, pues en el deber estaría ya dado siempre su sentido con la misma

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nitidez que el propio deber. El que actúa estaría siempre seguro de su objetivo; sería imposible el sentimiento de lo trágico y del absurdo. Por otro lado, si al ser humano no le fuera en absoluto posible, por principio, dar ninguna respuesta a la pregunta «¿Qué es la moral en realidad?», no habría ya globalmente para el hombre diferencia alguna entre actuar con sentido y sin sentido, esto es, toda actuación sería en definitiva pura tragedia, puro absurdo. Pero esto no es lo que está reservado para el hombre como ser moral. Ni la realidad del actuar moral se le presenta completamente libre de tragedia y de absurdo, ni consiste solo en tragedia y absurdo. Y ahora el pensador creyente, el teólogo, argumenta así: si el ser humano como totalidad solo puede responder al deber cuando entiende también su sentido, pero por otro lado ese sentido no le viene dado siempre con la deseada claridad, entonces el hombre, como ser de necesidades que actúa moralmente, está remitido a Dios, porque solo Dios, como unidad indestructible de ser y sentido, de ideal y realidad, responde de que el hombre alcance una plenitud real en su actuar moral y, por otro lado, de que esa plenitud real no se dé de bofetadas con la moral. 1.7. El mártir ateo y la religión Incluso Ernst Bloch, uno de los grandes defensores de un esfuerzo moral sin referencia a la plenitud real y a la felicidad personal, no pudo renunciar a ofrecer una explicación de por qué es realmente bueno hacer el bien puramente por causa del propio bien (en cuanto a la intención). Por un lado, ensalza al mártir comunista, que no cree en una vida eterna tras la muerte, y lo pone por encima del mártir cristiano: «Solo un tipo de hombre puede prescindir casi [85] de todo consuelo tradicional en su camino hacia la muerte: el héroe rojo [86] . Al confesar hasta su muerte la causa para la que ha vivido, camina con claridad, frío, consciente hacia la nada, en la cual, como espíritu libre, se le ha enseñado a creer. Su holocausto es también, por eso, diferente del de los mártires primitivos, ya que estos, casi sin excepción, morían con una oración en los labios y creían haber ganado el cielo. La embriaguez espiritual no solo les hacía superar con mucho el miedo a la muerte, sino que, en muchos casos, […] les revestía incluso de insensibilidad frente al dolor. El héroe comunista, en cambio, se sacrifica bajo el zar, bajo Hitler y en muchas otras ocasiones, sin la esperanza de resurrección. Su viernes santo no se halla dulcificado, ni menos suprimido, por ningún domingo de resurrección en el que vaya a 99

ser llamado de nuevo personalmente a la vida. El cielo hacia el que los mártires tienden sus brazos entre las llamas y el humo no existe para el materialista rojo; pese a lo cual este, en tanto que confesor de su fe, muere con la misma superioridad que un cristiano de los primeros tiempos o un anabaptista» [87] . Por otro lado, Bloch no se conforma con esta presentación de áureo resplandor del mártir comunista, que entrega su vida por la buena causa simplemente porque es la buena causa, sin preguntarse qué significado tiene para él como víctima. El pensador comunista se siente impelido a indicar aún por qué un idealismo tal que lleva a la muerte tiene todavía pleno sentido de cara a la realidad histórica que sigue transcurriendo. Señala que el mártir comunista perece ciertamente, pero muere «como si la eternidad entera fuera suya, y la razón es que, ya antes, había dejado de considerar su yo como algo importante, que tenía conciencia de clase. Hasta tal punto se inserta la conciencia personal en la conciencia de clase que para la persona no es ni siquiera decisivo que en el camino hacia el triunfo se la recuerde o no el día del triunfo» [88] . También Bloch deja vislumbrar un objetivo real para el sacrificio ideal de sí mismo por el puro bien: el triunfo sobre los poderes enemigos de una sociedad socialista, hacia la que camina la conciencia de clase del comunismo. Un triunfo que se logra también mediante la muerte del héroe rojo. De lo cual se deduce, sin embargo, que, en perspectiva global, su persona era un medio para el fin de promover el desarrollo social. 1.8. La dignidad humana y la fe en Dios ¿Es, pues, la persona un mero medio para un fin? ¿No es acaso también un fin en sí mismo? ¿No ha de ser tratada también como tal para no herir su dignidad? ¿No había enseñado el padre de la Ilustración que nunca se puede tratar al otro como mero medio para un fin, sino que más bien hay que considerarlo siempre también como un fin en sí mismo? [89] ¿Cómo se puede describir una sociedad libre, si no es que en ella el ciudadano precisamente no es considerado ya solo como medio para un fin, sino siempre también como un fin en sí mismo? Por ello es comprensible, en nuestra opinión, el intento de Bloch de atribuir un sentido objetivo incluso a la muerte del mártir comunista, aunque haya que decir que resulta insuficiente. Un sentido final que no tome en serio la dignidad de la persona que se hace valer en la historia no puede ser asumido sin protesta.

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Resumiendo: el deseo de felicidad, de una real plenitud de sentido, es tan esencial para la naturaleza humana como la voluntad de actuar idealmente. Un ser humano que solo pretenda ser ideal, sin tomar en serio sus necesidades reales, se escinde a sí mismo, no es de antemano una persona total y no puede, por tanto, afirmar precisamente en su totalidad la pretensión de la moral. De ahí que quizá en nuestro yo trascendental podamos valer como nuestros propios legisladores [90] (si es que asumimos sin reparos la obligatoriedad del bien), pero no somos los dueños de la conexión entre ley y realidad, no controlamos el vínculo acción-resultado, sin el cual, sin embargo, no puede estar verdaderamente bien realizado lo humano. Esta dificultad provoca en la historia de las ideas la ruptura de la unidad de la Ilustración, que se escinde en Ilustración no creyente, atea [91] , e Ilustración creyente, orientada a Dios [92] . Pero con ello la Ilustración pierde su carácter fácticamente unívoco en lo concerniente a la relación entre realidad e ideal, lo cual fue uno de los motivos de que el ímpetu ilustrado se trastocara en ocasiones en procesos de violencia fundamentalista. La Ilustración se enfrentó a la religión con la pretensión de ofrecer objetivos seguros y una motivación y orientación para una vida humana plena, es decir, de conseguir que el ser humano llevara una vida buena con solo la razón autónoma. Pero, como hemos visto, la base de esta comprensión de la historia y del hombre sigue estando remitida al punto del que parte toda religión: la pregunta de para qué han de ser buenos en este mundo el hombre y su muerte. Ante esta pregunta fracasa igualmente la concepción ideal de que el ser humano pueda decirse por sí mismo todo lo importante con la sola luz de su razón. En vista de las consideraciones anteriores, la religión se sigue ateniendo a lo que la fe le ha manifestado desde siempre: que el hombre ha de dejarse decir lo que para él tiene validez última desde su Dios, el origen y fin de su vida y de la vida de todos los demás. El otro en cuanto otro, es decir, el otro visto como es y se realiza por sí mismo, solo se llega a poner de manifiesto cuando el observador de ese otro le deja decirse a sí mismo desde él. Más aún: también yo mismo, como observador, me experimento de otra manera si dejo que el otro me diga quién soy yo para él, para el otro. Y esto es cierto incluso cuando el contenido «objetivo» de lo que yo pienso de mí y de lo que el otro ha de decirme sobre mí se corresponden. Si uno no se da cuenta de la diferencia cualitativa que hay entre autoafirmación y afirmación por alguien ajeno, actúa como aquel amante al

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que la mujer que le ama le dice: «¡Qué persona tan adorable eres!»; y él no tiene otra respuesta que: «¡Bueno, claro, eso ya lo sabía yo!». La fe insiste, pues, en que, incluso en las cosas que un ser humano puede decirse a sí mismo, surge un plus cualitativo por el hecho de que sea Dios quien se las diga; se dan, además, en la vida del hombre dimensiones a las que está abocado, pero que él mismo no puede manejar ni llevar por sí mismo a su plenitud. Así, el hombre, en cuanto hombre, está colocado en contextos religiosos, quiera o no ser consciente de ello. Naturalmente se los puede llamar de otra manera que «contextos religiosos», pero eso no cambia nada en el hecho de que precisamente a causa de esos contextos es por lo que el hombre se involucra en la religión, desarrollando formas creyentes de pensar y de vivir. Esto es lo que vamos a considerar a continuación.

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2. Comprender al hombre en el seno de la fe en Dios A lo que querían llegar nuestras reflexiones anteriores era a la comprobación de que el ser del hombre no puede realmente desligarse de referencias religiosas. El propio Richard Dawkins, uno de los más encarnizados enemigos del cristianismo, no ha podido conseguirlo, como hemos tratado de mostrar. En este segundo capítulo, sin embargo, no pretendemos exponer –per viam negativam– por qué el ser hombre no funciona sin religión o religiosidad, sino más bien presentar evidencias –per viam positivam– de cómo religión y vida humana están intrínsecamente referidas la una a la otra, y esa referencia mutua permite al ser humano buscar y encontrar su totalidad. 2.1. La aceptación de sí mismo como punto de irrupción de lo religioso El hombre ha de llevar adelante su vida; esta no se vive sencillamente por sí sola. Pero para que la conducción de su vida pueda lograrse, se presupone un acto fundamental de aceptación del propio yo. Lo mismo que un artista nunca podrá realizar una estatua si rechaza continuamente los materiales que se le ofrecen, tampoco el ser humano será capaz de modelar su vida si no le da un sí afectuoso (de forma más o menos explícita). El amor a uno mismo, bien entendido [93] , es, pues, necesario para la vida. Del yo humano forma parte una naturaleza individual y única con todas sus propiedades y posibilidades. Pero ¿de dónde proviene ese ser inconfundible? En todo caso, no de sí mismo. No se ha producido él a sí mismo; por el contrario, está dado y entregado a sí mismo desde un fundamento que lo precede: sus padres y los antepasados de estos, hasta llegar a una instancia última [94] y decisiva, responsable de que haya siquiera vida humana tal como se nos muestra: como autonomía en dependencia y como dependencia que apunta a la autonomía. Nuestro yo se muestra, en consecuencia, como fundamentado en otro. «Un yo fundamentado en el otro»: esta sucinta caracterización expresa toda la tensión de la existencia humana. ¿Cómo puede uno realmente arreglárselas con el hecho de que lo propio proviene de una voluntad ajena? Esta intuición de la propia heterodeterminación ¿no desenmascara acaso como autoengaño todo discurso sobre la aceptación y configuración de uno mismo? Pero ¿qué pasaría si esa voluntad ajena me hubiera querido justo como yo mismo, como ser llamado a la realización autónoma de lo propio? ¿Si la heterodeterminación que

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otorga ser no afirmara la alienación y, por tanto, el impedimento del yo, sino su posibilitación y liberación? ¿Qué significaría eso? Significaría que la verdadera aceptación de sí mismo, sin la cual es impensable llevar adelante la vida, sería también de algún modo la aceptación de esa voluntad. Y ¿qué es la aceptación autónoma de la voluntad de otro? Es amor. Como experimentamos ya en el ámbito interhumano, amor significa que yo «busco mi autodeterminación en [95] la heterodeterminación» [96] . Aquí encontramos el punto de partida de toda religión: la autoaceptación no es posible de hecho y en verdad sin aceptar el fundamento que ha generado mi propio yo y lo ha querido como el yo que es. A ese fundamento le llamamos Dios. Solo Dios (y no un juego del azar y la necesidad) está en situación de quererme como un yo, como el que soy. Ahora bien, esta voluntad divina me determina ciertamente para ser; pero no determina todo en ese ser. Es determinación para la autodeterminación. Si yo amo esa determinación para la autodeterminación, estoy amando también, inclusive en y mediante el amor a mí mismo, al absolutamente otro, a Dios [97] . 2.2. El azar: ¿argumento contra Dios? A muchos seres humanos les resulta difícil pensar que son queridos como las personas que son. Una dificultad importante procede en nuestros días de una determinada interpretación de la evolución, que parece insinuar a la conciencia actual la idea de que el hombre (como, por lo demás, todos los seres de la naturaleza) es un producto del azar y la necesidad. ¿Es que no es casual que la tierra cayese en un sistema solar que posibilitó la vida? ¿Acaso no penetra el carácter azaroso hasta los más minúsculos detalles de una biografía individual? ¿Pueden mi fecha y lugar de nacimiento ser otra cosa que casualidades? Ningún observador avisado y razonable de la vida negará que siempre nos ocurren sucesos también de forma casual. Pero porque nos ocurran así, ¿son realmente casualidades? O, planteado de otro modo: ¿qué significa la palabra «casualidad»? Propiamente no afirma un motivo (como se podría pensar cuando uno oye decir «Ha pasado esto o aquello por casualidad»; la expresión «pasar por casualidad» está indiscutiblemente emparentada con «pasar por tal motivo»). Hablar de «casualidad» significa más bien que no conocemos los verdaderos motivos de un suceso. Vamos a aclararlo con un ejemplo clásico. 104

En el libro de Boecio La consolación de la filosofía leemos: «Por ejemplo, si uno, al remover la tierra para cultivarla, encuentra enterrada una vasija llena de monedas de oro, al parecer, este hecho es debido al azar. Pero en realidad no procede de la nada, sino que tiene sus causas; y por concurrir estas de un modo inesperado dan la impresión de haberse producido algo casual. Porque si el que trabajaba el campo no hubiera removido la tierra y el otro no hubiera enterrado allí su fortuna, nada se hubiera encontrado. Pues aquí está la causa de esa ganancia casual, que se debe al concurso y a la acción conjunta de causas eslabonadas, y no a la voluntad intencionada de un agente. Porque ni el que ocultó el oro ni el que después removió la tierra tuvieron intención de que fuera descubierto el oro; pero, según lo dicho, ha habido una serie de causas que han influido separada y conjuntamente para que el segundo desenterrara lo que el primero ocultó» [98] . Si el labrador que encuentra el oro grita espontáneamente: «¡Vaya casualidad!», eso no quiere decir que la casualidad haya sido la causa del feliz hallazgo (¿qué significaría eso?), sino solo que el labrador no tenía ni idea de que se iba a encontrar un tesoro (elemento inesperado) y que, una vez que de hecho se ha adueñado de él, no por eso consigue todavía saber por qué está ahí esa cesta preciosa y por qué ha ocurrido que él se ha topado con ella. El enunciado «esto es una casualidad» expresa un no-esperar y un no-saber. Pero con ello no hay conclusión alguna sobre la ordenación o realidad objetiva de las causas. Pero ¿a dónde hemos llegado con este análisis del concepto de casualidad? Sabemos ahora que no sabemos algo. Pero el ser humano ¿podría no intuir ni comprender qué fuerza fundamenta y mueve su vida? Para Boecio la respuesta no era difícil: para él, todo lo que se nos presenta como casualidad proviene del ordenamiento inescrutable, sí, pero sabio, de Dios: «El azar es un acontecimiento imprevisto que un conjunto de causas concurrentes hace entrar en la cadena de hechos realizados. Mas la concurrencia de las causas y su mutua concatenación proceden del orden inflexible del universo, que, teniendo su origen en la Providencia, determina el lugar y el tiempo de cada cosa» [99] . Pero ¿de dónde sabe Boecio que sucede en verdad como él dice? 2.3. ¿Y si no hay providencia divina? A Dios no lo podemos captar como un hecho cualquiera ni aprehenderlo con nuestro conocimiento. Pero esto no quiere decir que la convicción de que detrás de todo está la 105

providencia divina sea completamente irracional y sin fundamento intelectual. Hemos aducido ya algunos argumentos a favor de la conexión existente, imposible de desatender, entre la realización de la vida humana y la pregunta sobre Dios. Vamos a elegir ahora otro modo de proceder, que en contextos de visiones del mundo resulta con frecuencia el único sensato posible. Se asume por un momento la postura del adversario (en nuestro caso, la del humanismo ateo) y se pregunta uno por las consecuencias que de ahí resultan para la comprensión del mundo y del hombre. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Leszek Kolakowski, eligió y desarrolló este método en su libro Si Dios no existe, un clásico de la filosofía de la religión [100] . El título es ya el programa. A diferencia de las fundamentaciones filosóficas, hasta entonces habituales, del pensamiento religioso, Kolakowski no pregunta cómo se puede mostrar a Dios o las huellas de su actuar; quiere más bien mostrar lo que significa para el ser humano partir de que Dios no exista. ¿Es entonces aún posible siquiera la verdad? ¿No nos quedamos entonces presos de nuestros presupuestos subjetivos de conocimiento? ¿Resulta entonces el bien aún realmente obligatorio? Si Dios no existe, ¿no puedo entonces, en definitiva, hacer todo lo que quiera? [101] . Apliquemos a nuestra dificultad este modo de proceder. Muchas personas –con alegría o con pena– defienden hoy la opinión de que todo ser viviente, y por tanto también cada una de ellas, es un resultado del juego del azar y la necesidad, o, expresado al modo darwinista, de mutaciones y selecciones. Pongámonos por un momento en esta perspectiva y consideremos al propio ser humano desde el punto de vista que de ella se deriva. No habría entonces, pues, fundamento alguno en una voluntad divina que hubiese concebido los animales y los hombres, y por ello tampoco hay que suponer ninguna finalidad previa y ningún sentido previo, en orden al cual hubieran sido proyectados los seres vivientes hasta el ser humano inclusive. Solo existe la naturaleza con sus realidades naturales, nada más, por medio de la cual llegó a ser posible el hombre. Pero ¿cómo es posible entonces entender al ser humano, que pregunta, manifiestamente más allá de la naturaleza, qué había antes de la explosión primigenia? «El hombre puede situarse ante sí mismo y ante el todo preguntándose, y puede preguntarse también por su fundamento. Pero ¿cómo es posible tal cosa? ¿Cómo puede producir “la naturaleza” un ser que puede también plantear preguntas más allá de ella (y del mundo total)? Ese “más” –que apunta más allá de la naturaleza (y de la totalidad del mundo)– ha de venir de algún sitio. ¿Cómo

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podría proceder de la naturaleza (o del mundo) si su disparo apunta más allá de ellos?» [102] . O, expresado de otro modo: ¿cómo podría ser la naturaleza la razón suficiente del hombre si este, para captar el fundamento de su ser-así, ha de preguntar primero más allá de ella? El ser humano no puede realmente vivir sin sentido, sin búsqueda de sentido y sin estar agarrado por el sentido. Pero un ser movido por la pregunta y el don del sentido ¿cómo puede deberse a una combinación al azar de fuerzas ciegas completamente carente de sentido? ¿Cómo puede explicarse siquiera el concepto de «sentido» (realizado o no) a partir de realidades que no tienen nada que ver con el sentido? ¿No significa esto renunciar a una explicación, y por tanto a la ciencia? La tesis de que no existe un Dios portador y posibilitador de sentido, que haya querido al hombre y lo haya puesto en la existencia, tiene, en nuestra opinión, graves consecuencias con respecto a la esencia y la realización vital del ser humano. Más aún: también los diferentes niveles, cuya génesis evolutiva no hay que negar en absoluto, manifiestan notas características que, desde nuestra convicción, no quedan suficientemente fundamentadas con la referencia al azar y la necesidad. Podemos ver con nuestros ojos interiores el hecho de que, si en un momento dado un nivel inferior ha evolucionado hacia otro superior, este no vuelve a retroceder ya al inferior. Hay ciertamente especies incapaces de sobrevivir, los llamados callejones sin salida de la evolución, o también especies que se han extinguido por motivos más bien externos. Pero en ninguna parte encontramos un proceso en que una forma de vida superior como tal regrese de nuevo a la precedente. ¿Por qué no? ¿No se pone de manifiesto ahí que ese nivel ha sido «querido» en cuanto tal y, por tanto, fijado como meta (de etapa)? Y además ¿acaso no parece ser que la evolución (por muy largo que haya sido el proceso entero) no ha tenido «reposo» hasta que surgió el ser humano y así brilló en ella la conciencia? ¿No hay algo así como un «principio antrópico» [103] , una orientación dinámica del universo en orden a hacer posible en él la existencia de los hombres y su encaje con entendimiento y voluntad? Pero ¿cómo imaginarlo si las categorías de fundamento, finalidad y sentido son solo categorías humanas, sin correspondencia alguna en el universo? ¿Cómo un ser orientado al sentido puede encajar en un cosmos vacío de sentido? Una tal escisión entre el ser-así del mundo y el ser-así del hombre ¿no condenaría necesariamente al hombre a la ruina, o a una confusión que llevara a la ruina?

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¿Qué realidad ha querido que el hombre sea? ¿A qué realidad le puede importar en absoluto que los seres humanos vivan y amen, padezcan y se alegren, que prolonguen creativamente la fuerza y plasticidad que ofrece el cosmos? ¿Puede aducirse en serio el cosmos, y el proceso de evolución que lo guía, como algo para lo cual tenga importancia el hombre? ¿No se manifiesta el hombre a menudo como una catástrofe para el universo, más que como su culminación? En conclusión, pues, si el ser humano no puede vivir ni modelar su vida sin aceptarse en el espíritu de un amor a sí mismo bien entendido, y si de esta autoaceptación forma parte también que acepte el fundamento que lo ha generado, entonces amor a sí mismo significa en cierto modo amor a Dios, amor a ese fundamento creador primigenio que ha sido y es capaz de proyectarlo y hacerlo posible como individuo único con anhelo de sentido. 2.4. Religión y vida buena Volvamos de nuevo a la pregunta ya aludida en nuestro ensayo: ¿no puede uno ser buena persona también sin creer en Dios? Si una persona es realmente buena, en su voluntad y en su actuación, esto no sucede sin que la persona se relacione –al menos implícitamente– con Dios, es decir, sin que al menos viva (aunque no lo piense así) como si Dios existiera: con respeto hacia el carácter sagrado del ser y de la vida, la propia y la de sus semejantes, y con respeto hacia el carácter sagrado que reside en el imperativo del bien, en el deber y la conciencia, aun cuando el cumplimiento de las obligaciones traiga dolores o decepción para el bienestar inmediato. Pero sagradas, es decir, de observancia incondicional, son la existencia y las exigencias morales en ella contenidas únicamente cuando no traen solo desdicha y perdición a la persona que las respeta, es decir, cuando la persona que actúa está también implicada como persona en la observancia de la exigencia moral, esto es, cuando no se da una competencia irremediable entre la dignidad del individuo y la sacralidad de la ley moral. Esta concordancia entre dignidad del que actúa y carácter sagrado e incondicional de la ley moral no puede garantizarla la historia. La vida de los mártires que se sacrificaron por la justicia y la solidaridad ha sido y queda concretamente pisoteada, aun cuando su dignidad se mantenga como tal [104] . De cara a Dios, y solo a Dios, es como

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la entrega total de los mártires no solo cobra sentido, sino que también resulta en absoluto lícita. ¿No puede ser el hombre una buena persona incluso sin una relación religiosa con Dios? Respondemos con otra pregunta: presuponiendo que sea realmente bueno, ¿cómo sabe el hombre que realmente lo es? Sin Dios no hay conocimiento que esclarezca tal extremo. Pero sin saber si la persona que actúa ha mejorado realmente, si han mejorado los otros, y también si la voluntad y la actuación realmente buenas han mejorado también la realidad como tal, «el bien moral» sigue siendo una mera idea; lo cual significaría que los seres humanos que en pro del bien sacrifican bienes concretos, incluso la vida, entregan realidad concreta a cambio de un constructo abstracto. Con realismo, pues, nos mueve la pregunta: ¿hacia dónde lleva la realidad el hombre que actúa moralmente y que sufre por causa de la moralidad? En referencia al Dios en quien creemos y esperamos, podemos decir ahora a la luz de la religión: el hombre que se expone a la exigencia del bien moral se mueve hacia una entrega libre (también en el sufrimiento, en el viernes santo de la historia) sin una recompensa inmediatamente visible, y con ello también hacia la resurrección, con lo que se pone de manifiesto que el hombre no es afirmado solo a causa de sus propios logros (y si no, arrojado al basurero de la historia), sino que es afirmado, y por tanto amado, también por sí mismo y por la entrega de sí mismo. Que el hombre sea querido por Dios implica que no existe solo en función de lo diferente a sí mismo y que, cuando ya no es utilizado, puede esfumarse tranquilamente, sino que existe también por causa de sí mismo. En consecuencia, la consumación del mundo y de la historia es también su propia consumación, si es que ha de ser una consumación siquiera digna del ser humano. 2.5. Amor a sí mismo y amor al prójimo Este último tema nos lleva al segundo núcleo central de toda religión, junto con el correcto amor a sí mismo, que es el amor al prójimo. Si para el amor a sí mismo bien entendido era ya verdad que en cierto modo incluye el amor a Dios, mucho más para el amor al prójimo. Las tres relaciones básicas de la existencia humana que se dan en la vida y el corazón de una persona (la relación consigo misma, la relación con otros y la relación con Dios) no son paralelas e independientes, sino que se imbrican y condicionan

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mutuamente. Dietrich Bonhoeffer tenía razón cuando escribía: «Los conceptos de persona, comunidad y Dios se encuentran en una relación esencial inseparable» [105] . El amor interhumano, esa benevolencia siempre sorprendente, más o menos reverente, más o menos apasionada, que une a los individuos humanos, es tan polifacético como la propia vida humana [106] . Se puede dar como afecto exagerado a la taza favorita o como entusiasmo sincero que marca la vida, como pasión por los gatos o preferencia por los caballos, como amor de la madre por sus hijos que fundamenta y cuida su vida o como amistad aventurera de dos compañeros de escalada, como arrebato erótico entre amantes o como el afecto, tan conmovedor y tan peligroso, por la patria chica o grande; todas estas modalidades, consideradas en su estructura profunda, revelan rasgos religiosos, especialmente manifiestos en el acercamiento entre varón y mujer. No en vano en el Fausto, justamente cuando está a punto de entregarse al hombre que ama [107] , Gretchen pregunta: «Di, ¿cómo estás con la religión?» [108] . Pero para obtener en el contexto de este ensayo una cierta claridad sobre la valoración religiosa de la vinculación entre el hombre y su semejante, escogemos intencionadamente una forma menos íntima de la tendencia de un ser humano hacia otro: la del estado y la sociedad. Desde el principio hay que dejar bien claro que con eso no tratamos de instrumentalizar categorías religiosas, como por ejemplo la convicción de la unicidad de Dios, para hacerlas funcionales de cara a la autolegitimación de soberanos o de instituciones de dominación. Eso, como señala Jürgen Moltmann, lo hizo ya Gengis Khan cuando dijo: «En el cielo no hay nadie como el único Dios; en la tierra nadie como el único soberano, Gengis Khan, el hijo de Dios» [109] . Pero ahí el principio, origen y punto de partida del poder es la agresión, la conquista de determinados territorios y la represión y destrucción de determinados enemigos; la religión, el recurso a conceptos religiosos, viene posteriormente. La pregunta que nos guía aquí es qué ha de presuponerse, en cuanto a la vinculación ya existente entre personas, para que pueda surgir y lograrse el vínculo concreto del estado y la sociedad. En el ámbito de este cuestionamiento vuelve a aparecer una vez más, de modo misterioso pero también en su sagrada belleza, la fe en Dios como coeficiente de la cultura humana. 2.6. Religión y estado

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«El estado liberal secularizado vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar. Ese es el gran riesgo que ha asumido a causa de la libertad. Por un lado, en cuanto estado liberal, solo puede subsistir si la libertad que garantiza a sus ciudadanos está regulada desde dentro, desde la sustancia moral del individuo y la homogeneidad de la sociedad. Por otro lado, no puede tratar de garantizar esas fuerzas internas reguladoras desde sí mismo, es decir, con los instrumentos de la coacción legal y los preceptos autoritarios sin eliminar su carácter liberal y recaer –en un nivel secularizado– en aquella pretensión totalitaria de la que consiguió salir en las guerras civiles de religión» [110] . Como dice el constitucionalista y filósofo social Ernst-Wolfgang Böckenförde en la cita anterior, el estado no puede garantizar por sí mismo la cohesión moral y el respeto de los ciudadanos que hacen posible la vida jurídica concreta. Ha de confiar en que esos dinamismos básicos de acciones y procesos vinculantes están ya en cierto modo maduros en lo que Böckenförde llama «la sustancia moral del individuo y de la sociedad desde dentro». A esta integración de tipo moral contribuyen de modo diverso muchas agrupaciones de una cultura con distintas cosmovisiones [111] . A la religión le corresponde una importancia peculiar, puesto que a ella le concierne «la unidad de la realidad en cuanto tal» [112] . Desde ahí pregunta Böckenförde «si el estado profano secularizado no ha de vivir también, en último término, de las fuerzas internas de cohesión e impulsión que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos» [113] . A partir de una reflexión como esta se comprende que la religión no pueda quedar restringida a la pura interioridad, pues requiere instancias concretas de mediación, si ha de ponerse en marcha con eficacia una mediación concreta. Llegados a este punto, estamos en situación de percibir que justamente la fe en el Dios trino, en quien son una sola cosa unidad (la única naturaleza divina) y diferencia (las tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo), es adecuada para estimular e inspirar la unidad de individuos que siguen siendo diferentes. Porque estos son, en efecto, los dos peligros principales que acechan a todo constructo humano unitario, por tanto también al estado y también a la sociedad: o bien – como en el colectivismo– hacer desaparecer al individuo en el gran todo (difuso), o bien –como, al contrario, en el individualismo– dejar que se disperse el gran todo en la desvinculación de los individuos concebidos como carentes de vínculos. En cambio, la veneración de la Trinidad y la fe en ella mantienen despierta en la conciencia de los creyentes la convicción de que en el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios,

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individualidad y socialidad, autonomía personal y referencia comunitaria tienen la misma importancia. Vamos a ponerlo de manifiesto desarrollando las implicaciones de lo que acabamos de decir. El colectivismo fascista partía de que el individuo solo tiene valor en referencia a un todo: la raza, el pueblo, una ideología de la historia. El individuo en cuanto tal, la persona de por sí, carecía en el fondo de significado, era algo puramente fáctico sin forma ni pretensión de sentido, mero material para la conformación del mundo de la colectividad. En cambio, la fe cristiana defiende que cada persona, como persona, tiene dignidad, es decir, valor propio, y que es posible, digno y obligatorio afirmar a cada persona por sí misma, no solo con respecto a un grupo étnico, nacional o ideológico. Se pronuncia así por el sentido de justicia garantizado por Dios. Justicia quiere decir, en efecto, la voluntad de dar a cada ser humano lo que le corresponde, lo suyo: «Que el hombre dé al hombre lo que le corresponde: he aquí el fundamento en el que se basa toda justa ordenación sobre la tierra» [114] . Para cumplir esta exigencia fundamental de convivencia moral, se presupone la convicción de que existe realmente eso: lo que corresponde a cada cual, lo suyo. Quizá, sería un pensamiento ideológico posible, no existe en absoluto lo perteneciente al individuo. Quizá sea todo solamente propiedad de la colectividad. ¿Dónde está el fundamento de que el hombre individual pueda siquiera llamar suyo a algo? Preguntado de otro modo: «¿Cuál es, en última instancia, el acto por el que algo se constituye en propio de alguien?» [115] . Es en el acto de la creación donde al hombre concreto en cuanto tal se le da como propia la vida, llega a ser suya. Este don del ser, de existir y ser así, es divino, por tanto de derecho divino. Por consiguiente, este don y todo lo necesario para su conservación y desarrollo es lo que corresponde al hombre con garantía divina. Queda así de manifiesto que la fundamentación última de la vida buena tiene una cualificación religiosa; reposa en la sublimidad del fundamento mismo del ser, en Dios. Esta consideración es precisamente también el punto de partida no solo para recordar, frente al colectivismo, la dignidad y el derecho propio del individuo, sino a la vez para señalar, frente al individualismo sin vínculos, la dignidad y el derecho propio del otro, de los otros, de la comunidad; pues el ser humano fue creado desde el principio y en origen como varón y mujer, y por tanto en mutua referencia de todos los que forman parte de la humanidad. En la equiparación de autonomía y relación en el ser humano se 112

muestra su semejanza con Dios, en quien la autonomía personal y la unidad de esencia son totalmente idénticas. El gran teólogo dogmático contemporáneo Gisbert Greshake lo expresa así: «En la vida del Dios trino el ser-propio “individual” y el ser-con “social” no son realidades contrapuestas ni mutuamente subordinadas. El ser persona está de tal modo estructurado en Dios que en la relación con los otros (en concreto, en el amor sumamente personal, incluso único, a las otras personas) no solo encuentra su ser-propio sino también –de modo primigenio– constituye su ser-con con los otros» [116] . Podemos así decir que dondequiera que se asume con seriedad que el ser-propio no se realiza contra la referencia comunitaria, sino dentro de ella, y que, a la inversa, la comunidad no se vive contra el individuo y su dignidad personal, puede intuirse algo del fundamento del que procedemos como individuos y como totalidad: de Dios, en quien sentido y ser, autonomía y comunidad, son realmente una sola cosa con fundamento trinitario. En resumen, podemos decir ahora que el buen ser del hombre está siempre referido, como realidad concreta, al que hace posible y nombra como buena toda bondad: a Dios, porque y en cuanto que el ser humano (como individuo y como humanidad) no es capaz de decirse por sí mismo –no conceptualmente, sino de hecho y en verdad– si, a fin de cuentas, era y es bueno. En consecuencia, en aquello que le atañe y le mueve muy adentro, en lo que constituye la comprensión del hombre, ha de dejarse decir por el absolutamente otro, por Dios, cuánto hay en él de la bondad pretendida y efectuada. Pero también ha de dejarse decir lo que presupone el propio yo humano como valor en sí mismo y como portador de dignidad. Por tanto, no es solo que el fundamento del hombre esté en otro, en el absolutamente otro, en Dios, sino también que el fin y la consumación del hombre se da solo porque su yo propio es aceptado en el ser propio de Dios, que todo lo abarca y lo determina.

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6. La otra cara de la buena noticia. Intento de explicar el pecado en la vida y obra de Friedrich Nietzsche [*] .

THOMAS KRAFFT

La fuerza radiante de la fe es el amor y el amor es un acontecimiento divino que nos lleva más allá de nosotros mismos, haciendo así posible la libertad. El amor divino no existe como actitud pragmática, sino solo como «autoentrega autodeterminada» [117] . El hombre actual ha aprendido a contentarse con poco. Igual que el zorro en la conocida fábula vitupera a las uvas por estar tan altas, así también el hombre secularizado considera ficción el concepto cristiano de amor. Lo mismo vale naturalmente también para otros conceptos, como bienaventuranza o redención. Sin una carga tan excesiva se vive más ligero. Casi parece poder olvidar que le falta algo. Este olvido aparente se basa en una «transvaloración», un cambio de valores, del que puede figurar como ejemplo el nombre de Friedrich Nietzsche. Se cambia de valoración el fallo humano que tradicionalmente se denomina pecado. Ahora ya no es que el ser humano cometa una falta, sino que falta el sentido del todo. Si no hay sentido, en cuanto magnitud vinculante, queda suprimida también la regla con la que medir los fallos. Si uno se ha descargado así de su propia posibilidad de fallar, no puede ya entender el evangelio de Jesucristo. A lo mejor tiene aún cierta idea del mensaje, pero no lo entiende ya como alegría. No lo logra aceptar como tal, porque ya no se ve uno necesitado de ella. El ser humano ha de saber del pecado para poder reconocer y aceptar el mensaje de Cristo como buena noticia. Saber qué es el pecado significa comprender la propia pecaminosidad. Este conocimiento de la propia pecaminosidad representa el presupuesto fundamental para poder comportarse razonablemente consigo mismo, con los otros y con el mundo. Puesto que el hombre es pecador, la inteligencia de la propia pecaminosidad es condición necesaria para la vida buena. En este sentido, ya el anuncio de nuestra pecaminosidad forma parte de la buena nueva. Un anuncio que no es reproche, acusación ni imputación, sino esclarecimiento de nosotros mismos y de nuestras dificultades para con el mundo, los otros y la propia vida. 115

La inteligencia de la propia pecaminosidad puede agobiar al principio, pero conduce a la apertura de la libertad humana. Sin embargo, una concepción tan positiva del pecado solo es posible sobre el trasfondo del evangelio. Lo alegre de la buena noticia está justamente en que el pecado nos puede ser perdonado. Sí, el pecado puede ser perdonado, más aún: ¡debe ser perdonado! Pero no a costa de la libertad humana. Puede que el hombre se atrinchere en su pecado, puede que se resista a que le sea perdonado, puede olvidar de qué se trata siquiera. Esto último me parece que describe el desafío ante el que hoy nos hallamos. Si queremos llevar a los hombres la buena nueva, tenemos que abrirnos paso hasta ellos con la noticia de que necesitan de ese mensaje. Está muy claro que ese procedimiento comporta siempre el riesgo de asustarles. ¿Hay alguna alternativa? No se trata, en efecto, de hablar solamente del pecado, moralizando con el dedo en alto, sino de hablar también del pecado, en lugar de silenciarlo. Hay que volver a descubrir, pues, el pecado como algo propio.

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1. El pecado en la obra de Friedrich Nietzsche Puesto que no podemos dar por supuesto el conocimiento sobre el pecado, vamos a aproximarnos al fenómeno de modo indirecto. Todo pensador serio ha de plantearse la debilidad y servidumbre en el hombre: el pecado. Conceptos acuñados a este respecto, como escisión, alienación o inconsciente, se presentan como sucedáneos insuficientes del concepto cristiano de pecado. Para ponerlo de relieve con un ejemplo, recurrimos a Friedrich Nietzsche como un prominente pensador de la transvaloración a la que aludíamos al comienzo. Frente a otros intentos, le corresponde la ventaja de haber tematizado explícitamente «el pecado». Nos preguntamos, por ello, qué concepto de pecado tiene (y cuál ha rechazado) así como, en segundo lugar, bajo qué perspectiva comprende el fenómeno aludido de la servidumbre humana. Para poner de relieve la conexión entre ambas cuestiones, comienzo por esbozar su imagen del hombre, para desarrollar, en el siguiente paso, el concepto de realidad asociado a ella. No se trata, en primer término, de hacer patente el pecado, sino de poner de manifiesto lo que significaría para nuestra existencia terrenal que careciéramos de pecado. Luego viene una exposición de lo que él entiende con el término «pecado». Si Nietzsche se presenta con la pretensión de liberarnos del pecado a los seres humanos, tenemos que preguntar para qué le gustaría liberar al hombre. No se trata de ajustar las cuentas a Nietzsche, ni de revitalizarlo como acontecimiento o adjudicarle una culpa histórica. Para mí ha sido un interlocutor importante, cuya soledad y ansia me han conmovido profundamente. Tratamos de Nietzsche solo en la medida en que ha intentado pensar a un ser humano radicalmente sin pecado, para así poderlo liberar para la vida. Un tal intento lo sitúa en una larga tradición, de la que, sin embargo, le aparta su coherencia. Constituye asimismo una especie de transición. Antes de él, se podía dar por supuesto el evangelio y el pecado, al menos en apariencia. Después de él –y a menudo en relación directa con él– se piensa que ambos están liquidados. La declarada externalización al mundo de fuera de la propia posibilidad de fallar se paga con una interiorización de la deficiencia que de facto sigue subsistiendo. Esta constatación histórica, poco matizada, del concepto de pecado se completará al final mediante una referencia a la necesidad de comprender el pecado también como categoría histórica. De este modo trato de preparar el terreno para prestar una atención nueva al pecado. 117

1.1. La imagen del hombre en Nietzsche ¿Qué es el ser humano, si no es creación de Dios? Nietzsche lo formuló tipológicamente. Aun cuando el número de tipos posibles es per se ilimitado, se pueden reducir todos a una distinción de principio. A un lado están los hombres débiles (enfermos, creyentes y «últimos»). Frente a ellos están los hombres fuertes (sanos, libres y superiores), hasta llegar a la imagen ideal del «superhombre». Que a un hombre haya que denominarlo como débil o fuerte en este sentido depende de su actitud con respecto a la (propia) vida. La distinción propiamente dicha es, pues, de tipo estético. Cómo hay que entender esto se puede esclarecer con la contraposición entre el «sacerdote» y los «creyentes». El «sacerdote» al principio es fuerte, pretende dominar. En este sentido, está en consonancia con la vida, que Nietzsche define esencialmente como «voluntad de poder»: «¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo» [118] . En cambio, el «creyente» se presenta como débil: «Donde más se anhela la fe, donde es necesaria de modo más acuciante, es donde falta voluntad»; en ella se expresa «el deseo de apoyo, de soporte, ese instinto de los débiles que ciertamente no crea, pero sí conserva religiones, metafísicas, convicciones de todo tipo» [119] . Es fuerte quien tiene voluntad de poder. Es débil quien carece de ella. La falta de fuerza de voluntad se expresaría en el «creyente» en que no quiere saber. Puesto que saber significa para Nietzsche, en esta interpretación extremada, soportar el hecho de que no hay nada que saber, interpreta toda «fe» como extralimitación inadmisible y al mismo tiempo necesaria de lo cognoscible: «Que tiene que darse cantidad de fe: que puede juzgarse: que falta la duda con respecto a todos los valores esenciales; es el presupuesto de todo ser viviente y de su vida. Por tanto, que algo ha de ser tenido por verdadero, es necesario; no que sea verdadero» [120] . Del hecho de que cada afirmación que se hace eleva una pretensión de verdad no se puede concluir que de hecho esa verdad esté disponible. Y como la fe solo tiene sentido en referencia a la verdad [121] , a esa «fe» hay que llamarla más bien incredulidad. Nietzsche no tiene otro concepto de fe. Para él, el «creyente» es siempre incrédulo en relación con la «verdad» que Nietzsche da por supuesta: que no hay ninguna verdad. Pero con arreglo a este concepto de «verdad», también su propio «saber» se muestra como incredulidad. Si fe equivale a no-saber, eso presupone la identidad de saber e incredulidad. La 118

incredulidad no cree en la verdad y se corta con ello sus propias raíces, lo cual significa también que se inmuniza contra toda objeción. Pero si no hay ninguna verdad, ¿cómo se explica la tendencia del ser humano hacia la verdad? En la respuesta a esta pregunta, Nietzsche se muestra como un materialista consecuente. Aun cuando no sepa explicar cómo surge la vida, la reduce a efecto de interacciones materiales. La forma suprema de la vida es la vida animal, de la que brota el hombre como «animal aún inacabado». Lo que le distinguiría en el seno del reino animal sería, sin embargo, «un desarrollo difícil y enfermizo» [122] . Este desarrollo es la construcción epifenoménica de la conciencia, que en un paso siguiente, en cuanto conciencia en la comunidad y la historia, se convierte en Geistigkeit, «espiritualidad» [123] ; puede llegar a independizarse y volverse contra sí misma al hablar del «pecado». Concebir la conciencia como un epifenómeno quiere decir que sería expresión secundaria de procesos fisiológicos. Difícil, tirando a enfermiza, sería la conciencia, puesto que se trasciende a sí misma. Se contradice a sí misma cuando, como expresión de un cuerpo, se imagina poder trascender este realmente. Una contradicción que evita refiriéndose de nuevo a sí misma y a su propio cuerpo. Esa nueva ligazón consigo misma, como expresión de la vida que tiene voluntad de poder, sería la única religión sana. En este sentido religioso, Nietzsche declara irrelevante la cuestión de la verdad frente a la cuestión pragmática de si una concepción sirve o no para la vida. Su propio relato sobre el animal inacabado lo tiene por «verdadero», porque hace posible al ser humano concentrarse enteramente en sí mismo y servir así a la (propia) vida. En cambio, la fe en una verdad trascendente es «falsa» en cuanto que saca al hombre fuera de sí mismo y lo extravía. Ahí se haría notar también una debilidad enfermiza. Si el cuerpo está sano, quiere poder. Si sucede que consigue ejercer el poder, el hombre tiende a interpretar su buen estado como resultado de ese logro. En cambio, Nietzsche está convencido de que hay que interpretar el logro como resultado de su buena salud. El logro vendría a consecuencia de la buena sensación, no al revés. De ahí que la tarea auténtica de la conciencia humana sea esforzarse por la salud y el bienestar del propio cuerpo, de donde se sigue todo lo demás. Pero como al ser humano, a diferencia del animal, no le es posible agotarse en el instante, «atado en corto a su placer y su displacer» [124] , el retorno de la conciencia a su propio cuerpo se manifiesta como

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esfuerzo y desafío. No sucede por sí mismo: al contrario, de por sí la conciencia tiende a proyectar hacia fuera las situaciones que en ella se expresan. La autorreferencialidad es valorada así como un logro [125] . Este breve bosquejo de su imagen del hombre nos posibilita aventurarnos a un primer anticipo de la comprensión del «pecado» en Nietzsche. Imaginemos que un hombre se siente mal. Si no está suficientemente instruido de que ese malestar es expresión de una perturbación fisiológica, busca otra razón, como por ejemplo un fallo de comportamiento frente a otros. Siempre que su cuerpo esté en condiciones, se recuperará, independientemente de su conciencia. Ha ocurrido el fallo y, sin embargo, le vuelve a ir bien. El hombre se pregunta ahora: «¿Cómo es posible que esté tan libre, tan suelto? Es un milagro, solo Dios me lo ha podido hacer […], me ha perdonado mi pecado» [126] . De este modo Nietzsche quiere explicar como una sanación malinterpretada la fe humana en los milagros, en Dios, en el perdón de los pecados. Para una comprensión más profunda de tal «pecado» hay que presentar todavía antes la comprensión que tiene Nietzsche de la realidad. 1.2. El concepto de realidad en Nietzsche La realidad, tal como se la representa Nietzsche, está escindida. En su opinión, es en sí incognoscible. Es simplemente como es, sin significar nada más allá. Como está haciéndose, no se puede constatar qué o cómo es. Pero si no se le puede atribuir significación alguna más allá de sí misma, carece de sentido en lo más hondo, pues hablar de sentido presupone un movimiento finalista. Como esta suposición requiere un punto de vista especulativo fuera de la realidad, esta se fragmenta en una realidad imaginada y el efecto de la misma, en cuanto significación de dicha realidad para el ser humano [127] . La cual toma un carácter crítico por el hecho de que el ser humano, en cuanto conciencia, está orientado a un sentido. El hombre anhela significación, anhela sentido, anhela ser y actuar más allá de su propia finitud. En tanto que Nietzsche parte de que no hay esa determinación superior, confronta al ser humano con la concepción de una realidad que contradice su más profunda necesidad. Toda fe en algo superior la declara engaño, de manera que la existencia humana, en cuanto anhelo de eternidad, ha de ser desengañada necesariamente.

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Esta problemática se pone de manifiesto en la dialéctica entre «superhombre» y «último hombre». Dice en el prólogo al Zarathustra: «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo» [128] . La imagen hace referencia al abismo de la carencia de sentido del ser, que dogmáticamente se presupone. A este lado del abismo está el animal, que no pregunta por el sentido. Al otro lado estaría el «superhombre», como aquel que es su propio sentido. El «superhombre» personificaría la vida en cuanto «poder oscuro, impulsor, con un anhelo insaciable de sí mismo» [129] , sin preocupación por valores transmitidos exteriores a él. Solo se supera a sí mismo incrementando su poder, que se basta a sí mismo, puesto que no reconoce ni fundamento ni finalidad y, sin embargo, actúa. Como antitipo a este se delinea al «último hombre». «¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? Así pregunta el último hombre y parpadea». El «último hombre» ha dejado de percibir su ser hombre como problemático. Lo que el último hombre quiere es «su poquito de alegría de día y su poquito de alegría por la noche; pero se reverencia la salud» [130] . Puesto que también el «último hombre» puede renunciar, al parecer, a un fundamento y finalidad de su vida, la diferencia entre estos dos tipos extremos se reduce a la «voluntad de poder» como autotrascendencia. Con esta valoración Nietzsche afirma la trascendentalidad del hombre como fenómeno estético, mientras que la niega como realidad mental. Por eso el «superhombre» solo se entiende como anhelo del «último hombre», como último resto del ser hombre, como aquello que no cabe en la igualdad hombre = animal. De modo distinto se muestra en la distopía del «último hombre» la inquietud del hombre que aún intuye que está destinado a algo más elevado, sin saber a qué. Puesto que Nietzsche rechaza como postulado cualquier destino superior, solo puede reconocer la capacidad de verdad del ser humano como problema. «El hombre necesita un fin; y prefiere querer aun la nada a no querer» [131] . Necesita para vivir algo que según Nietzsche no existe. Este «conocimiento verdadero, la mirada que ha penetrado en la horrenda verdad, pesa más que todos los motivos que incitan a obrar» [132] . Lo horrendo, por lo cual Nietzsche se muestra ya casi entusiasmado en diversos pasajes, es la mirada al abismo, cuyo velo desgarra al negar lo que es. Una realidad así es horrenda e injusta, pues despierta expectativas que no pueden cumplirse en ella. En cuanto que produce tal contradicción, es ella misma contradictoria. Por tanto, el supuesto de que la realidad es en sí incognoscible, coincide en último término siempre con la afirmación de

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que la realidad es contradictoria. Esta afirmación expresa la propia protesta contra la realidad como un todo. Nietzsche contradice la capacidad de sentido del todo, tal como él lo percibe, porque la tiene por falsa. Puesto que intenta concebir el ser como falso y carente de sentido, se convierte en pensador de la contradicción. Pero esto no quiere decir que sus pensamientos sean en sí mismos contradictorios. Lo que constituye la contradicción es precisamente que no se deja pensar. La contradicción se expresa más bien en la negatividad de sus pensamientos. El movimiento mental de Nietzsche parte de la negación, sin poder encontrar nunca una posición que no esté patéticamente exagerada. Al páthos compulsivo corresponde el carácter forzado del ideal concebido. Por eso se pone en escena como el gran hombre que dice sí, el gran afirmador, con el pequeño defecto de que lo que afirma no existe. Su sí no va más allá del no a las categorías tradicionales, porque interpreta toda tradición como represión de lo propio. Para Nietzsche la vida no es ni buena ni mala, de manera que juicios como estos y similares expresarían solo sentimientos, imaginaciones o proyecciones. La pregunta es entonces: ¿por qué esa lucha hasta llegar a la desesperación y la locura? ¿De dónde tan gran necesidad de autojustificarse, de hacerse justicia, de ser reconocido? 1.3. La concepción del pecado en Nietzsche Nietzsche reduce a imaginaciones y fantasías todos los conceptos religiosos, desde Dios, pasando por la fe, hasta el pecado. Parte de que Dios solo puede ser una invención. La fe en Dios sería, pues, siempre fe en una ilusión. Solo la incredulidad es para él conocimiento. Al que inventa a Dios, Nietzsche lo llama el «sacerdote». La manera de alcanzar poder es para el «sacerdote» ser señor de sí mismo de forma llamativa. De cara a los «creyentes» vende una «fe» inventada, como camino hacia ese poder. De este modo adquiere poder sobre otros. El «creyente» se somete a ese poder porque le falta la voluntad para querer él mismo el poder. El medio decisivo para consolidar y acrecentar ese poder lo ve Nietzsche en la invención del «pecado»: «Aquí se presupone alguien poderoso, superpoderoso, que sin embargo se complace en vengarse: su poder es tan grande que no se le puede causar en absoluto daño alguno, salvo en el punto de la honra. Todo pecado es una lesión del respeto, un crimen laesae majestatis divinae, ¡y nada más! Contrición, degradación, revolcarse en el polvo: primera y última condición a la que 122

se vincula su gracia. ¡A reparar, pues, su honra divina!». Cada vez que algo disgusta al «sacerdote» o él piensa que tiene que demostrar su poder, puede afirmar que el honor de «Dios» ha sido ofendido y exigir, por tanto, sumisión a él. El «sacerdote» que se ha inventado a «Dios» coincide en definitiva con él. Puesto que la lógica del «sacerdote» se le escapa al «creyente», este no puede asimilar el auténtico significado del «pecado». Por eso, como postulado, puede ir cobrando autonomía en la conciencia del «creyente», lo cual significa que la invención del «sacerdote» se convierte en la única realidad para el «creyente»: «Que el pecado provoque por lo demás daños, que con él se introduzca una desgracia profunda creciente, que vaya agarrando y estrangulando como una enfermedad a un hombre tras otro, todo esto no le preocupa nada a ese oriental celeste ávido de honra [es decir, al “sacerdote”]: ¡el pecado es un delito contra él, no contra la humanidad! A quien ha otorgado su gracia, le otorga también esa despreocupación por las consecuencias naturales del pecado. Dios y la humanidad están pensados aquí tan separados, tan contrapuestos, que en el fondo no se puede pecar en absoluto contra esta última; todo acto ha de ser considerado solo en orden a sus consecuencias sobrenaturales, no a las naturales: así lo quiere el sentimiento judío, para el cual todo lo natural es en sí mismo indigno» [133] . Hablar del «sentimiento judío» es una generalización improcedente, en la que ahora no vamos a profundizar. Lo esclarecedor es ahí la supuesta desvalorización de lo natural. Es el argumento que Nietzsche saca a relucir también contra el cristianismo: que es enemigo de la vida. Esta aserción, básicamente trastocada en ambos contextos, expresa una poderosa corriente (anti-)gnóstica, de la que se puede aducir como representante a Franz Overbeck, amigo de Nietzsche. Para él son equiparables sin matización alguna «aversión al mundo» y «cristianismo» [134] . En el trasfondo se esconde el alegado distanciamiento de los «creyentes» de la realidad. Su acción y omisión están reguladas por los preceptos más o menos arbitrarios del «sacerdote», cuyo único objetivo sería el propio poder. Todo lo que se oponga a ese poder o lo haga peligrar es designado como «pecado»: «El cristianismo ha hecho todo lo posible para cerrar el círculo; ha aclarado ya las dudas sobre el pecado. Hay que arrojarse a la fe sin razón, por un milagro, y nadar en ella como en el elemento más transparente e inequívoco; ya solo mirar a tierra firme, solo la idea de que uno quizá no está ahí únicamente para nadar, solo la suave excitación de 123

nuestra naturaleza anfibia ¡es pecado! Nótese que así quedan ya excluidas asimismo como pecaminosas la fundamentación de la fe y toda investigación sobre su procedencia. ¡Se quiere ceguera y éxtasis, y un canto eterno sobre las olas que han ahogado a la razón!» [135] . De este modo, el acceso a la realidad está monopolizado por el «sacerdote». El «creyente», como aquel que cree al «sacerdote», pierde así la mirada penetrante en el mundo auténtico. El «pecado» se independiza en un entramado impenetrable de prescripciones, que tienen poco que ver con la realidad humana, de modo que el ser humano queda esclavizado por él (por el «sacerdote») y es mantenido prisionero de falsas concepciones. El «pecado» impide que se perciba a sí mismo y lo demás del modo que para Nietzsche sería el adecuado. 1.4. El «evangelio» de Nietzsche [136] El «pecado» trastoca al hombre la realidad. La transvaloración de Nietzsche no hay que verla en esa determinación del pecado, sino en su deslocalización. Para él el «pecado» es una invención externa al ser humano y de la que, por tanto, él puede también deshacerse por sí solo. Esa liberación para Nietzsche ha quedado consumada con la ilustración del carácter aparente del «pecado». Al afirmar la inocencia humana, Nietzsche pretende quitar las cadenas a la vida: «Se ha terminado con todo “impulso oscuro”, precisamente el hombre bueno era el menos consciente del camino correcto. […] Y, en serio, nadie antes de mí supo el camino correcto, el camino hacia arriba: solo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos de cultura a prescribir. Yo soy su alegre mensajero…» [137] . El ser humano no debería tener que deber. Todo postulado moral lo interpreta Nietzsche como invención y «resentimiento» contra la vida. Con esta propuesta Nietzsche piensa poder conectar con Jesucristo. Jesús, «el fundador del cristianismo, pensaba que nada hace padecer tanto a los hombres como sus pecados. Era un error suyo, un error de quien se sentía sin pecado, a quien faltaba experiencia en esto. Su alma se llenó así de esa misericordia admirable y fantástica, dirigida a unas necesidades que incluso en su pueblo, inventor del pecado, pocas veces eran grandes. Pero los cristianos han logrado legitimar posteriormente a su maestro y canonizar su error como “verdad”» [138] . Según esta tesis, el cristianismo predicó la invención «judía» del «pecado» como una mácula humana universal, de modo que ahora amplias porciones de la humanidad están enfermas por creer en esa mácula como propia suya. Pero esto está 124

basado en una mala interpretación o en la voluntad de poder de los «sacerdotes» cristianos, pues Jesús habría estado dedicado propiamente a desenmascarar el «pecado» como error y así «perdonarlo». Este «perdón de los pecados» apunta a cada afirmación de algo como bueno o malo. Recordamos que la realidad debe estar «más allá del bien y del mal». En este sentido, Nietzsche afirma que «la “buena nueva” [de Jesús] consiste precisamente en que ya no hay antagonismos y contrastes» [139] . Para tal suposición se apoya en la palabra transmitida «No resistáis al mal» (Mt 5,39). De este modo, que implica también renunciar al bien, sería como habría que superar el carácter contradictorio de la existencia humana. Aquí Nietzsche atribuye a Jesús, en virtud de «una extrema susceptibilidad y sensibilidad al sufrimiento», haber percibido toda resistencia como «displacer». Su «placer» habría sido «no resistir más, no resistir a nadie, ni al mal, ni al maligno» [140] . El significado de este «placer», que Nietzsche equipara a la bienaventuranza, viene como pura negación del displacer previo causado por la realidad señalada como contradictoria. Este placer «no se promete ni se condiciona; es esta la única realidad. Todo lo demás es signo que sirve para hablar de ella…» [141] . La realidad solo podría expresarse por medio de signos. El lenguaje, como fenómeno de la trascendencia, está en contradicción con la inmanencia asentada como absoluto. Al prometer algo, se equivoca. En cuanto que simboliza precisamente esto, está expresando la nada como si fuera algo. Esa nada es la que Nietzsche anuncia como «buena» noticia. De este modo tergiversa los conceptos en sus contrarios. Lo muestra en especial con su concepto del «amor como única, última, posibilidad de vivir…» [142] , como «el estado en que el hombre ve las cosas, más que en ningún otro, tal como no son» [143] . La alegría de la que Nietzsche da testimonio no es más que des-engaño, un desengaño que como emancipación habría de liberar al individuo de su obligación para con otros. Lo trágico de este planteamiento se hace patente si nos damos cuenta de lo que puede significar «perdón de los pecados» con estas condiciones. Si la esencia del «pecado» está en separar al individuo del todo, y su «perdón» ha de consistir en que el individuo entienda la imposibilidad de una conformidad con el todo, entonces en ese perdón se reafirma el «pecado». Su transvaloración como «inocencia» lleva a que ahora, desfigurado hasta ser irreconocible, crezca en poder sobre el individuo. En este sentido, hay que dar la razón a Peter Sloterdijk, a pesar de su ironía, cuando dice que «son los impulsos […]

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egocéntricos […] quienes reciben las bendiciones filosóficas de Nietzsche» [144] . A través de la máscara del superhombre nos mira el último hombre: «“Hemos inventado la felicidad”, dicen los últimos hombres, medio dormidos los ojos» [145] . La nueva «esperanza», para la que Nietzsche pretende liberar, se da a conocer así como renuncia a la esperanza. En esa desesperanza se expresa precisamente el pecado, cuya negación constituye su fundamento. La propia vida de Nietzsche da testimonio de que el pecado desaparece así del campo visual, pero no puede ser vencido. En cuanto apartamiento inconfesado de Dios, el pecado atraviesa sus relaciones humanas, lo mismo que su propia existencia. En la medida en que busca en otros la culpa de lo que no funciona en su vida, Nietzsche se condena a una soledad sin reposo. Quien piensa haber descubierto el «pecado» como imaginación, ha «abolido […] cualquier relación de distancia jerárquica entre Dios y el hombre» [146] . Nietzsche pone en boca de su Zarathustra: «Si existieran dioses, ¿cómo podría vivir yo sin ser un dios? Por consiguiente, no hay dioses» [147] . Al margen del despecho que se esconde tras este pseudoargumento, da pie a traducirlo así: si hay Dios, ¿cómo puedo aguantar estar apartado de Dios? ¿Cómo se las arregla Nietzsche con el hecho de no estar con Dios y, por tanto, estar alienado de su propio destino? De la negación de ese desafío resulta que la carencia que tan fuertemente percibe en su ser hombre ha de tratar de compensarla o sanarla por sí mismo. Puesto que solo Dios puede crear sentido contra todo sinsentido, Nietzsche mismo se hace «Dios». Una locura que muestra impresionantemente su última carta: «Al final hubiera preferido mucho más ser profesor de Basilea que Dios, pero no me he atrevido a llevar tan lejos mi egoísmo privado, que por su causa dejase de lado la creación del mundo» [148] . Al hacerse él mismo «Dios», Nietzsche está citando el pecado original de la tradición bíblica. «Ser como Dios» quiere decir aquí querer decidir por sí mismo lo que es y lo que no es. A ello se ajusta la imagen del hombre de Nietzsche y la reducción de la realidad a la prisión inmanentista de su concepción. Al afirmar que el ser humano no es más que el animal inacabado, se pone por encima de los animales y asume así el lugar de Dios. El mundo que «crea» de este modo es hostil a la vida. El punto de vista que asume para ello es ficticio. Ningún ser humano comienza de cero. Su vida la debe a sus padres y no hay en él pensamiento alguno que sea del todo propio. Esta referencialidad humana Nietzsche la considera dependencia. Busca tercamente un comienzo absoluto, no debido

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a nadie, «más allá del bien y del mal». Al negar también su propia pecaminosidad, pierde de vista el condicionamiento y el desafío que constituyen su propia existencia. Nietzsche niega que el pecado sea real. Dicho con mayor precisión, niega que tenga otra realidad que la imaginativa. Esta comprensión de la situación del hombre en contradicción con la realidad solo se puede entender sensatamente como negación del sentido. Conocer su carencia de pecado sería el presupuesto para que el ser humano pueda liberarse de su historia y de su entorno. Lo que queda cuando el hombre renuncia a todo es la falta de sentido. Por la tensión entre ambas sucumbió Nietzsche.

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2. El pecado como condición de la existencia humana 2.1. El vínculo entre enajenación e interiorización Que podamos interpretar la vida de Nietzsche como testimonio de la realidad disgregadora de la pecaminosidad humana significa también que no podemos pronunciar un juicio sobre él como persona. Su pecaminosidad es la nuestra. La dificultad de este autoconocimiento está en que a nosotros el pecado no se nos puede transmitir más que desde fuera. Desde el movimiento de nuestro anhelo, aparece como un obstáculo que superar. Esta comprensión exterior puede asumirse y superarse a base de sintonizar y ejercitarse en orden a entender que soy yo mismo, primero y sobre todo, quien sufre por la propia pecaminosidad. La malicia del pecado está en que lleva al hombre a engañarse sobre sí mismo. En este sentido, lo separa de sí mismo. Una separación estrechamente unida a la separación de los demás y de Dios, lo cual muestra indirectamente el orden trinitario del ser [149] . Llegamos así a hablar del vínculo, mencionado al principio, entre enajenación e interiorización. El segundo concepto, sobre todo, requiere mayor explicación. En cuanto al intento de deshacerse del pecado enajenándolo, Nietzsche no tiene rival. Por un lado, el pecado, en cuanto fallo en el ser humano, lo expulsa lejos, a la realidad. Si ya no es el hombre el que es falible, es la realidad la que produce un hombre que no logra estar en paz consigo mismo y con los demás. La existencia humana queda, pues, fallida, solo que sin la correspondiente responsabilidad. Pero esto significa que no habría para el hombre camino alguno para abordar coherentemente su fallo. Probablemente Nietzsche extendería el fallo más allá de la necesidad humana de paz, también a la necesidad de una superación coherente. Cualquier necesidad semejante la interpreta como proyección del hombre débil. Solo renunciando a tales concepciones ansiosas, por tanto en una mundanización radical, encuentra la posibilidad de «redención». Su concepción de la vida buena se da a conocer así como negación del bien, como «buena vida». Este intento cobra algo más de sentido solo en contraposición con la aversión al mundo propia de la gnosis. Que Nietzsche la equipare erróneamente con el cristianismo provoca confusión y le oculta la única salida posible. La gnosis rechaza el mundo como producto de un poder malvado. Lo defectuoso no sería la necesidad humana, sino la imposibilidad de satisfacerla mundanamente. La «redención» sería entonces renunciar a 128

la vida en cuanto enredo en el mundo. En cambio, Nietzsche busca aliarse con el mundo, que él mismo caracteriza como injusto [150] . Ni lo uno ni lo otro puede satisfacer. En cuanto que el hombre vive, es mundo, y en cuanto que es mundano, anhela redención. De ahí que la enajenación del pecado no suponga ningún cambio en el hecho de la pecaminosidad, que además es reprimida. Por ser reprimida queda interiorizada, lo cual significa no que se interiorice la pecaminosidad, sino solo el sufrimiento que causa. En este sentido, interiorización quiere decir que el propio sufrimiento parece ser a la vez injusto e irremediable. Con ello la falta de conocimiento de la propia pecaminosidad sigue teniendo repercusión, lo mismo que el inconsciente, que Nietzsche coloca en primer término como vida que se contradice a sí misma: «Solo ahora nos amanece la verdad de que la mayor parte de nuestra actividad mental funciona de modo inconsciente, insensible» [151] . El pecado reprimido perturba la paz, la propia lo mismo que la ajena. 2.2. Paralelismos y diferencias en el pensamiento actual La situación actual se diferencia esencialmente de las circunstancias de las que partió Nietzsche. No hay, según parece, espacio para una comprensión interior, más profunda, del pecado. Incluso la esperanza de que a partir de esta situación crítica de la existencia humana se produzcan un día, como por sí solas, la reflexión y la conversión no tiene en cuenta rasgos esenciales de nuestra época. Mirado desde las cuestiones fundamentales de la existencia humana, lo que hoy llamamos progreso parece estar muy lejos precisamente de tales cuestiones. Si uno se mete dentro y se acomoda a ese destino, está fallando justamente a la dimensión de la existencia humana de la que el pecado da testimonio. Mientras que el ámbito público en el siglo XIX seguía estando en gran medida marcado – pero no determinado– por el cristianismo, parece que eso ya no es cierto respecto a la opinión pública de hoy, configurada por los medios de comunicación. Un residuo de influjo cristiano incide aún en el hecho de que se habla y se juzga a otras personas y procesos con ayuda de criterios o valores extraídos de la tradición cristiana. Pero en la medida en que tales valores quedan en lo externo y se difumina el problema del seguimiento personal y del impacto sobre uno mismo, esa utilización de valores cristianos vuelve fácilmente del revés sus contenidos. La distancia irónica de quien juzga desde arriba que se muestra aquí es un claro síntoma de que se pasa por alto, y con ello se afirma, el pecado como separación de la persona con respecto al suceso que juzga. 129

Esa ironía indica una diferencia más. Mientras que Nietzsche sufrió hasta el final su determinación humana como anhelo de algo más elevado, nosotros neutralizamos esta como asunto privado. La opinión pública presiona al individuo para que realice su propia vida sobre un trasfondo ilustrado secularizado. Al menos tendencialmente, este requisito de la modernidad reduce a Dios y al pecado a meras representaciones, mientras que la llamada a algo más elevado se valora fácilmente como buenos deseos. Aun cuando esto no tiene por qué significar que hoy sea más difícil el conocimiento de la propia pecaminosidad, dar testimonio de ella requiere valor y seguridad en uno mismo, pues con ello se está uno oponiendo a una conformidad tácita predominante, que considera al pecado como una convención históricamente condicionada [152] . Detrás de ello se esconde algo más que la lectura histórico-crítica de las formas concretas en que se expresa la pecaminosidad humana. Más bien influye en ello la transmutación de valores de Nietzsche, teniendo en cuenta que el pecado es más que una mera imaginación: «Los pecados no son ya actos personales de transgresión espiritual, ni tampoco vicios dignos de condenación, sino fuerzas psicosociales importantes en una nueva cultura. Han creado mercados, han estimulado la dinámica del progreso, han conformado características sociales o económicas deseadas. Esto vale sobre todo para la tríada formada por la avaricia, la codicia y la envidia: la avaricia ha mutado en ahorro, en la dilación de necesidades centrada en el yo; la codicia es el resorte de la acumulación de capital, único modo de financiar una industrialización; y la envidia es un motivo fuerte, primero de la sociedad del trabajo y luego del capitalismo consumista» [153] . En consecuencia, la industria de las vivencias, que apela a la curiosidad y la ambición, hace negocio posibilitando la experiencia de la trascendencia. Con el rodeo de la transvaloración parece posible decir sí al pecado en lugar de a la propia pecaminosidad. El mismo vuelco se deja notar también en relación con la idea de Nietzsche de una realidad en sí contradictoria. Max Weber, por ejemplo, la asume con fuerza cuando devalúa la fe del «ético de la convicción» como una estrategia de inmunización contra el presupuesto irreflexivo de la «irracionalidad ética del mundo» [154] . Esta especie de contradogma [155] permanece por debajo del discurso consciente, con lo que franquea la posibilidad de dar un contenido nuevo y distinto al concepto de racionalidad. Resultado de este proceso es cómo hablamos actualmente de la única «racionalidad» del homo oeconomicus, el cual no existe. Que no exista no depende de que los hombres sean «irracionales» –como se suele afirmar–, sino que tiene relación 130

con el hecho de que la mayoría de las personas se avergüenzan (aún) de dar libre curso en sí mismas a sentimientos rastreros como la codicia, la avaricia o la envidia. Un comportamiento así de «racional», visto desde el ideal filosófico de la vida buena, se muestra como altamente irracional. La vergüenza es como un manto que nos preserva de entregarnos por entero a la irracionalidad del pecado. 2.3. El pecado como historicidad del ser humano El pecado es esencialmente una categoría histórica [156] . No en el sentido de la relativización histórica, sino como salida de la existencia humana. El pecado es la separación del hombre con respecto a Dios. En cuanto que esa separación ha acontecido, es ya pasado. Aquello de lo cual el ser humano se ha separado ya no está como tal a disposición para una comprobación objetiva, quedando remitido a la tradición. Nosotros, descendientes del primer hombre, nacemos en una realidad desviada, un estado de cosas que puede designarse como pecado original [157] . Como estamos creados para Dios, no podemos encontrar paz separados de él. En este sentido, la expulsión del paraíso se transmite como un acto de misericordia: para que el alejamiento de él se mantenga perceptible como un aguijón en la carne y no nos demos por satisfechos con menos de lo que nos está destinado. El dolor del pecado, en cuanto expresión de la separación de Dios, apunta a que este estado tendrá un final. Solo desde esta perspectiva puede entenderse la muerte del hombre como liberación. Que realmente se produzca liberación en ella o a través de ella depende entre otras cosas de cómo configuremos nuestra vida antes de la muerte. Para responder a esta pregunta necesitamos de una ayuda orientativa. Desde sí mismo, el pecado lleva una y otra vez solo a sí mismo, a nuevos pecados. La causa es que el pecado actúa como una fuerza de gravedad y nos impide remontarnos a nuestro auténtico destino y crecer en él [158] . Porque actúa en nosotros como una fuerza, impide nuestro autoconocimiento. Es él mismo el que intenta obstaculizar que lo descubramos. Además, su fuerza parece ir en aumento mientras no actuemos en su contra. Bajo esta perspectiva, la historia es historia de un alejamiento de Dios continuado y cada vez mayor. Una perspectiva tan desesperanzada produce parálisis en nuestro hacer y obrar. Quien considera la historia sin tener en cuenta su alejamiento de Dios no podrá adjudicarle mucho sentido. Por ello es comprensible que esta perspectiva dé en Nietzsche 131

un vuelco completo cobrando un carácter radicalmente ahistórico en la arrogancia de pretender crear algo nuevo [159] . Un tal intento significa el rechazo radical al origen y destino del ser humano. Considerado desde un punto de vista más amplio, todo intento semejante de salirse de la historia o de hacerle frente, de «hacerla» de primeras, se muestra como una prosecución justamente de esa historia de ruina. Por ello, es importante distinguir dos conceptos de historicidad: por un lado, la «historicidad» defendida por Nietzsche cuando se sitúa a sí mismo al margen del acontecer y por ello devalúa toda historia como mera narración o incluso ficción. En esta lectura, «historicidad» significa tanto como la relativización de todo fenómeno exterior en orden a los intereses y objetivos operativos, finitos y absolutos, del individuo. La historia como acontecer con sentido es impensable en un concepto de «historicidad» como ese. Con esa historia con sentido solo puede ponerse en relación el ser humano concibiéndose primero a sí mismo como histórico, antes que a los fenómenos. En este sentido, el concepto de historia de Nietzsche fracasa por intentar ubicar al hombre fuera de la relatividad del todo, fuera de la referencia de la creación al Creador. El problema del relativismo es su ciega insuficiencia. Solo una relativización completa hace posible una relación con la verdad. Entenderse uno mismo como histórico significa poder aceptar, más aún, tener que aceptar la propia vida como parte de un acontecer con sentido. Ese acontecer se muestra como fragmentario y defectuoso. Los elementos imponderables de la historia indican que nuestro mundo y nuestra existencia no son como deberían ser. Esta discordancia es el fundamento de toda religión. El hombre existente, que va más allá de sí mismo, ha de religarse a algo o a alguien: a Dios o a los ídolos. Los relatos sobre cómo se llegó a ello constituyen el comienzo de la historiografía humana. Y, por otro lado, esto significa que no puede darse narrativa sin que responda implícitamente a la pregunta por el desenlace de la historia [160] . Esos testimonios se pueden interpretar como mitos, pero no se deben reducir a meros mitos. El mito se da a conocer como verdad cuando al mismo tiempo integra lo falible y muestra un camino de salvación, sin infravalorar la libertad de la existencia humana. Al menos en este sentido es verdadera la narración de la caída del hombre y es buena noticia el anuncio de Cristo. El problema no es ni el ser hombre, ni el mundo, ni tampoco otra cosa, sino mi propia pecaminosidad. El mundo y la historia son disonantes porque algo en mí no está en

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sintonía [161] . Pero yo puedo cambiarme. En el momento en que me percibo a mí mismo como el auténtico problema, todo en torno a mí empieza a cobrar sentido y queda bañado en una luz de esperanza. Aun cuando yo no logre suprimir con mis propias fuerzas mi separación de Dios, esta se me convierte en indicador hacia la vida, en sintonía con la creación y el Creador. El sentido del mundo y del acontecer proviene de este contexto mayor, en el que están insertos y puestos a salvo. En él quedan superados también el sufrimiento y la muerte, sin perder su horror para nosotros. Para mí no es relevante la culpa de los otros, puesto que yo no la puedo colmar, sino solo soportarla. Para mí es relevante mi culpa, ya que me muestra el camino. Al tomar en cuenta mi propia culpa en la situación del mundo, como el lugar que nos es común, comienzo a entender lo que yo puedo hacer: ir más allá de mí mismo en dirección al bien. Aquí comienza la alegría de la buena noticia, «pues gracia es conocer la voluntad de Dios. Conocer la voluntad de Dios quiere decir conocerse a sí mismo, entender el mundo, saber en qué dirección se va» [162] . En este sentido, mi propia pecaminosidad me abre el mundo: en concreto, no en abstracto. Mientras yo especulo en abstracto sobre el pecado y la culpa de los demás, los míos propios se escapan de mi vista, de modo que ya no es el mundo real lo que tengo ante mis ojos, sino una concepción más o menos realista que pongo en su lugar de manera pseudocreadora. El pecado forma parte del ser humano, pero no se debe equiparar a este. Ser hombre sucede siempre en comunidad. Lo que a los hombres nos reúne y nos mantiene juntos no es justamente nuestro pecado, sino lo que a pesar de nuestro pecado somos aún: ¡que somos! En cuanto que somos, nuestra separación de Dios no es total. Precisamente porque vivimos, nos es lícito esperar vivir la plenitud de nuestro destino en esta vida y más allá de ella. La buena noticia es: ¡tú puedes hacer algo! Hay un camino, independientemente de quién eres, de lo que puedes y de cómo te va ahora. Este mensaje, al que hay que dar más valor que a cualquier golpe del destino [163] , nos franquea a los seres humanos una historia. Por un lado, es historia de cada individuo; pero por otro, como historia de comienzo y de parte intermedia, no es ninguna sucesión sin sentido de momentos en eterno retorno, sino que acontece en dirección a un final. Pero final significa meta, significa sentido: el perdón de los pecados como encuentro y unidad con nuestro Creador. Ahí comienza su reino.

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Los autores AUGUSTIN, GEORGE Doctor en teología; catedrático de teología dogmática y fundamental en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania). Acompaña espiritualmente a sacerdotes en la diócesis de Rotemburgo-Stuttgart.

KASPER, WALTER Doctor en teología y cardenal de la Iglesia católica; presidente emérito del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (Roma).

KOCH, KURT Doctor en teología y cardenal de la Iglesia católica; presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (Roma).

KRAFFT, T HOMAS Filósofo y publicista (Múnich).

MÜLLER, GERHARD Ludwig Doctor en teología y cardenal de la Iglesia católica; prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (Roma).

SCHULZE, MARKUS Doctor en teología; profesor de teología dogmática en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania).

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Notas [*] Título original: «Evangelium der Freude. Impulse von Papst Franziskus». [1] Katholische Nachrichten-Agentur, una agencia católica de noticias alemana [N. del T.]. [*] Título original: «Die Armut als Weg der Evangelisierung». [2] D. BONHOEFFER , Widerstand und Ergebung, München 1970, 414 (trad. esp.: Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 1983, 266). [3] Publicada como ensayo por vez primera en G. GUT IÉRREZ y otros, El rostro de Dios en la historia, Lima 1996, 9-69 (trad. alemana: G. GUT IÉRREZ/G. L. MÜLLER , An der Seite der Armen. Theologie der Befreiung, con prólogo de J. Sayer, presidente de Misereor, Augsburg 2004, 111-162). [4] «La Iglesia solo es Iglesia cuando existe para otros»: Dietrich Bonhoeffer Werke, VIII, 560. [5] G. GUT IÉRREZ, La fuerza histórica de los pobres, Lima 1979 (trad. alemana: Die historische Macht der Armen, Grünewald, Mainz 1984). [6] Discurso en el encuentro con el episcopado brasileño en el arzobispado de Río de Janeiro el sábado 27 de julio de 2013. [7] Instrucción Libertatis conscientia de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1986), n. 62. [8] Ibid., n. 65. [9] Cf. ibid., n. 68. [10] En la encíclica Sollicitudo rei socialis del 30 de diciembre de 1987. [11] H. DENZINGER - P. HÜNERMANN, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1999, 1512. [12] Instrucción Libertatis conscientia, n. 81. [*] Título original: «Das Gute selbst ist kommunikativ – “Bonum diffusivum sui”. Evangelisierung als Wirkung eines strahlenden Glaubens». [13] BENEDICTO XVI, Homilía en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Madre de Dios (8 de diciembre de 2005). [14] BENEDICTO XVI, motu proprio «Ubicumque et semper». [15] Cf. K. KOCH, «Evangelisierung aus der “quellhaften” Liebe heraus», en M. Delgado, M. Sievernich (eds.), Die großen Metaphern des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ihre Bedeutung für heute, Freiburg 2013, 355372. [16] BENEDICTO XVI, lectio divina en la visita al Pontificio Seminario Romano Mayor con ocasión de la fiesta de la Virgen de la Confianza el 12 de febrero de 2010. [17] I. KANT , carta a Johann Pflücker del 26 de enero de 1776, en Kants Briefwechsel III, 1795-1803 (= Gesammelte Schriften XII), Berlin 1922, 57. [18] F. KAMPHAUS , «Von Designer-Babies und Gotteskindern. Gedanken zu Gentechnik und pränataler Diagnostik», en B. Nacke, St. Ernst (eds.), Das Ungeteiltsein des Menschen. Stammzellenforschung und Präimplantationsdiagnostik, Mainz 2002, 222-230, cit. 224 y 226. [19] W. HUBER , Kirche in der Zeitenwende. Gesellschaftlicher Wandel und Erneuerung der Kirche, Düsseldorf 1998, 31. [20] P. T ILLICH, Systematische Theologie, vol. III, Stuttgart 1966, 254-258.

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[21] W. PANNENBERG, «“Extra nos” - Ein Beitrag Luthers zur christlichen Frömmigkeit», en A. Raffelt (ed.), Weg und Weite. Festschrift für Karl Lehmann, Freiburg 2001, 197-203. [22] Cf. E. J ÜNGEL, Das Evangelium von der Rechtfertigung des Gottlosen als Zentrum des christlichen Glaubens. Eine theologische Studie in ökumenischer Absicht, Tübingen 1999, especialmente 75-125: «Die Unwahrheit der Sünde». [23] La expresión alemana Beziehungskiste (literalmente «caja de relación») se usa en lenguaje coloquial para referirse a una relación de pareja que no va particularmente bien (N. del E.). [24] J. RAT ZINGER , Vom Sinn des Christseins. Drei Predigten, München 1966, 38. [25] 1 Jn 4,7-16. [26] Cf. BENEDICTO XVI, Deus charitas est. [27] J. RAT ZINGER , Im Anfang schuf Gott. Vier Münchener Fastenpredigten über Schöpfung und Fall, München 1986, 56s. [28] H. U.

VON

BALT HASAR , Rechenschaft 1965 (= Christ heute 5, 7), Einsiedeln 1965, 27.

[29] J UAN PABLO II, Carta a los artistas, Vaticano, 4 de abril de 1999, n. 3. [30] J. RAT ZINGER , «Gottes Liebe ist unerschöpflich», en R. Voderholzer, Chr. Schaller, F.-X. Heibl (eds.), Mitteilungen Institut Papst Benedikt XVI, vol. 7, Regensburg 2014, 21-23, cit. 22. [31] J. RAT ZINGER , «Verkündigung von Gott heute», en Dogma und Verkündigung, München 1973, 112113. [32] San AGUST ÍN, In Epistulam Ioannis IX, 9. [33] B. FORT E, Dem Licht des Lebens folgen. Die Exerzitien des Papstes, Freiburg 2005, 213 (trad. esp.: Siguiéndote a ti, Luz de la Vida, Sígueme, Salamanca 2004). [34] 1 Tes 1,1-10. [35] Ad gentes 35. [36] Cf. K. KOCH, «Christologische Zentralität bei der neuen Evangelisierung», en G. Augustin, K. Krämer, M. Schulze (eds.), Mein Herr und mein Gott. Christus bekennen und verkünden. Festschrift für Walter Kardinal Kasper zum 80. Geburtstag, Freiburg 2013, 745-761. [37] J. RAT ZINGER , «Considerationes quoad fundamentum theologicum missionis Ecclesiae / Überlegungen zur theologischen Grundlage der Sendung (Mission) der Kirche», en Zur Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils (= Gesammelte Schriften, vol. 7/1), Freiburg 2012, 223-236. [*] Título original: «Wege zur Verkündigung des Glaubens. Die Aufgabe weltweiter Evangelisierung im Geiste von Evangelii gaudium». [38] Papa FRANCISCO, «Exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del evangelio en el mundo actual», Roma 2013 (EG). Más ampliamente sobre la cuestión de la evangelización: G. AUGUST IN, Aufbruch in der Kirche mit Papst Franziskus, Stuttgart 2015 (trad. esp.: Por una Iglesia en salida con el papa Francisco, Sal Terrae, Santander 2015). [39] Según la transcripción del texto español en: https://es.zenit.org/articles/discurso-decisivo-del-cardenal -bergoglio-sobre-la-dulce-y-confortadora-alegria-de-evangelizar/ . [40] Cf. George AUGUST IN, «Kirche und Wirtschaft. Kritik an den Reichen oder Ermutigung zum verantwortlichen Wirtschaften?», en Íd., Rainer Kirchdörfer (eds.), Familie. Auslaufmodell oder Garant unserer Zukunft? Festschrift für Brun-Hagen Hennerkes, Freiburg 2014, 403-426. [41] Cf. Walter KASPER , Barmherzigkeit. Grundbegriff des Evangeliums - Schlüssel christlichen Lebens, Freiburg 2014 (trad. esp.: La misericordia: clave del evangelio y de la vida cristiana, Nueva edición, Sal Terrae,

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Santander 2015). [*] Título original: «Ohne Gott den Menschen verstehen? Christlicher Glaube und Atheismus». [42] Cf. la novela de Henry de Montherlant Le chaos et la nuit (trad. alemana: Das Chaos und die Nacht, Köln-Berlin 1964), donde se cuenta la historia de un anarquista descreído, de nombre Celestino Marcilla, que había luchado en vano contra los fascistas de Franco en la España de la década de 1930, pero que después, en el exilio seguro de París, experimenta la angustia ante una enfermedad incurable. En cuanto barrunta el golpe amenazador de la muerte, dice en su interior: «“¡Dios mío, no tan pronto! Más adelante, aunque no pueda ser sin sufrir, pero no tan pronto”. […] Después pensó: “Invocar a Dios, que no existe, es un sinsentido. Pero como todo es sinsentido…”» (op. cit., 301s). [43] Richard DAWKINS , Der Gotteswahn, Berlin 20078 (trad. esp. del original inglés: El espejismo de Dios, Espasa, Barcelona 2007); a este respecto: Armin KREINER , Das wahre Antlitz Gottes - oder was wir meinen, wenn wir Gott sagen, Freiburg-Basel-Wien 2007, 131 y 262; además: John LENNOX, Hat die Wissenschaft Gott begraben? Eine kritische Analyse moderner Denkvoraussetzungen, Wuppertal 2002. [44] Op. cit., 250-252. [45] Es decir, de manera materialista atea. [46] La pretensión esclarecedora de Dawkins respecto a la interdependencia de los fenómenos de la vida llega verdaderamente muy lejos, como ya en 1997 constataba Armin Kreiner. Cf. Armin KREINER , Gott im Leid. Zur Stichhaltigkeit der Theodizee-Argumente (Quaestiones Disputatae, vol. 168), Freiburg-Basel-Wien 1997, 388. [47] R. DAWKINS , op. cit., 264. [48] Ibid., 17. [49] Ibid., 240. [50] Ibid. [51] Ibid., 239. [52] Ibid., 240. [53] Ibid., 241. [54] Ibid., 5. [55] Ibid., 242. [56] Como queda claro por lo que hemos dicho antes, no compartimos esta convicción de Dawkins. Pues para adueñarse correctamente de la naturaleza y de sus fuerzas y poder manejarlas, un niño ha de aprender a modelarse a sí mismo y su propia vitalidad. Pero esto no es posible sin el lenguaje y sin la reflexión que este posibilita. [57] R. DAWKINS , op. cit., 242s. [58] Observemos ya aquí que en la obra de Dawkins se echa en falta una distinción que diferencie entre creencia y credulidad. Toda fe en significados de la existencia humana que vayan más allá de lo empírico es de por sí, para el biólogo inglés, «credulidad». [59] ¿Puede mantener Dawkins seriamente que la entrega religiosa es un producto secundario «inevitable» de la estrategia de supervivencia llamada «obediencia»? ¿Por qué pues lucha con tanto denuedo existencial e intelectual contra algo que él mismo considera «inevitable» (y por tanto en cierto modo «necesario»)? ¿No es esto una empresa inútil ya de salida? [60] R. DAWKINS , op. cit., 246. [61] Y aun esto, en mi opinión, de manera muy insuficiente. Dawkins procede como si los niños no tuvieran más interés que sobrevivir. Pero quien haya leído aunque sea solo unos pocos relatos de recuerdos de

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infancia, sabe que los niños experimentan también necesidades específicamente religiosas. Cf. Stefan ANDRES , Der Knabe im Brunnen, Deutscher Taschenbuch Verlag, vol. 6, München 19728 , 16s y 22-26. [62] La pregunta por la diferencia entre religión auténtica e inauténtica nos ocupará en el apartado 1.3. [63] R. DAWKINS , op. cit., 255, donde queda de manifiesto que el concepto «punto de vista intencional» se refiere al punto de vista de la propia religión, en cuanto que tiene en cuenta en la vida intenciones divinas (¡!). [64] Ibid. [65] Ibid. [66] Un metafísico clásico denominaría este concepto de verdad «utilitario-vitalista» (en el sentido, por ejemplo, de la filosofía de William James); pero ¿existe para Richard Dawkins algún otro concepto de verdad? No me parece posible responder a esta pregunta, puesto que Dawkins no se plantea el problema de la búsqueda de la verdad. [67] R. DAWKINS , op. cit., 256. [68] Piénsese en la tradición profética que discierne entre religión verdadera y falsa, entre Dios y los ídolos. Cf. Max SCHELER , Vom Ewigen im Menschen, Bern-München 1968 (trad. esp.: De lo eterno en el hombre, Encuentro, Madrid 2007), 261s: «Todo espíritu finito cree o en Dios o en un ídolo. […] Así pues, al llevar a una persona a decepcionarse de sus ídolos, […] la estamos conduciendo por eso mismo a la idea y a la realidad de Dios». [69] Como por ejemplo los cocodrilos, que mencionaba antes Dawkins como ejemplo de algo ante lo cual hay que precaver a los niños. [70] Cf. sobre esto Magnus ST RIET , «Antimonistische Einsprüche im Namen des freien Gottes Jesu und des freien Menschen», en Klaus Müller, Magnus Striet (eds.), Dogma und Denkform. Strittiges in der Grundlegung von Offenbarungsbegriff und Gottesgedanke, Pustet, Regensburg 2005, 111-127, donde se dice (en la página 111) que el «fenómeno de ser una pregunta para sí mismo está reservado al ser humano». [71] Peter HENRICI, «Das Leiden - eine Aufgabe», en Glauben - Denken - Leben. Gesammelte Aufsätze, Köln 1993, 155. [72] Su respuesta es que estamos en la tierra para reconocer a Dios, amarlo y servirlo y así alcanzar en él la bienaventuranza. [73] La cursiva es de Markus Schulze. [74] Jürgen WERBICK, Den Glauben verantworten. Eine Fundamentaltheologie, Freiburg 2000, 295. [75] En definitiva, la pregunta es: «¿No se puede ser una buena persona también sin religión?». [76] Solo que la validez de su orientación a Dios no procede tampoco de una religión constituida, sino que se adquiere mediante la percepción y reflexión de la propia razón, de modo que, por ejemplo, Lessing desarrolla toda una doctrina sobre Cristo, pero lejos de la cristología eclesial. [77] Como Claude Adrien Helvétius (1715-1771) y el barón Paul Henri d’Holbach (1723-1789). [78] Como Carl Vogt (1817-1895) y Ernst Haeckel (1834-1919). [79] Pues si uno hace depender la realización del bien de su utilidad o del placer que debe procurar, entonces dejará de hacerlo en cuanto imponga sacrificios o conlleve pérdidas. [80] Cualquier otra cosa sería, en definitiva, una autodivinización del hombre. Pensar al hombre solo como un ser libre y soberano, sin verlo al mismo tiempo como ser de necesidades, significaría despojarlo de su condición de criatura, pues solo Dios carece de necesidades, en cuanto ser infinitamente perfecto. [81] Como queda de manifiesto en el mártir, que por fidelidad al bien entrega su vida (el existir concreto en el mundo experimentable). Si ese entregar la vida no es bueno para la propia vida, ¿le es lícito entregarla? [82] ¡Al que ni siquiera le está permitido preguntar para qué es buena la acción moral, sin con ello cancelar

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[82] ¡Al que ni siquiera le está permitido preguntar para qué es buena la acción moral, sin con ello cancelar de inmediato su moralidad! [83] . Gerd HAEFFNER , «Vom Unzerstörbaren im Menschen. Versuch einer Annäherung an ein problematisch gewordenes Theologoumenon», en Wilhelm Breuning (ed.), Seele. Problembegriff christlicher Eschatologie (Quaestiones Disputatae, vol. 106), Freiburg-Basel-Wien 1986, 170. [84] Esto podría aclararse con un ejemplo sumamente drástico. Imagínese que a la pregunta de a dónde conduce en definitiva el actuar moral en la realidad la respuesta fuera «A tararí y tarará», o bien «A ninguna parte y a nada». ¿Qué revelaría eso sobre la significación de la moral? [85] En honor al pensamiento de Bloch, hay que señalar que renuncia a una presentación insoportablemente glorificadora de la entrega comunista de la vida y al menos introduce en su frase la palabrita «casi». [86] Cf. a este respecto: Manfred KLEIN, Heimat als Manifestation des noch-nicht bei Ernst Bloch, Norderstedt 2007, 152ss. [87] Ernst BLOCH, «Selbst und Grablampe, oder: Hoffnungsbilder gegen die Macht der stärksten NichtUtopie: den Tod», en Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, 1378s (trad. esp.: El principio esperanza III, Trotta, Madrid 2007, 279s). [88] Ibid., 1379s. [89] Cf. a este respecto mi ponencia en las Jornadas de Friedberg: Markus SCHULZE, Die Würde des sterbenden Menschen (colección «Tagung am Friedberg» de la congregación palotina suiza, vol. 1, febrero de 2010), Gossau 2010, 6ss. [90] En eso consiste precisamente, para la Ilustración, el hombre autónomo: en que no experimenta el deber moral como una obligación externa (heterónoma), sino como dimensión de su propio ser (autónoma), de modo que en realidad el deber es querido por él mismo. [91] Perfilada y presentada muy razonablemente, por ejemplo, por Auguste Comte. [92] Manifiesta con la mayor claridad probablemente en Hegel. [93] El amor a sí mismo incurre con excesiva rapidez en la sospecha de ser proclividad a sí mismo, y por tanto un vicio; algo, en consecuencia, que impide una vida correcta. [94] O una instancia primera, según desde dónde se mire. [95] Cursiva de Markus Schulze («en» significa aquí «no contra»). [96] Peter HENRICI, «Die Bestimmung des Menschen», en Glauben - Denken - Leben. Gesammelte Aufsätze, Köln 1993, 63. [97] No queremos silenciar aquí que en este ámbito pueden darse dificultades significativas, incluso torturantes. Personas que, por su modo de ser o por su simple existencia, sufren tanto que, como Job, preferirían maldecir el día de su nacimiento. Job 3,1-4: «Finalmente Job empezó a hablar y maldijo el día de su nacimiento con estas palabras: “Muera el día en que nací, la noche que anunció: ‘¡Ha sido concebido un varón!’. Que ese día se vuelva tinieblas; que Dios, desde lo alto, no lo eche en falta; que la luz no brille sobre él”». Por otro lado, Job presupone ya en su queja al Dios por quien ha sido generado. ¿A quién otro sino a él hubiera podido dirigir esta queja suya? Cualquier queja al juego del azar y la necesidad sería un sinsentido: el azar y la necesidad no son magnitudes que puedan verificar el sentido y contenido de una queja. [98] BOECIO, De consolatione philosophiae, libro 5º, prosa 1ª. [99] Ibid. [100] Leszek KOLAKOWSKI, Falls es keinen Gott gibt, München 1982 (trad. esp.: Si Dios no existe, Tecnos, Madrid 20075 ). [101] Ibid., 74s.

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[102] Hans KESSLER , «“Das Konzept Gott - warum wir es nicht brauchen” (Burkhard Müller)? Auseinandersetzung mit einem respektablen Atheismus», en George Augustin, Klaus Krämer (eds.), Gott denken und bezeugen (Festschrift für Walter Kardinal Kasper), Freiburg 2008, 522. [103] Reinhard BREUER , Das anthropische Prinzip. Der Mensch im Fadenkreuz der Naturgesetze, WienMünchen 1981. [104] Cf. sobre esto Markus SCHULZE, «Gott von Angesicht zu Angesicht schauen wollen. Gehört die Sehnsucht nach der visio beatifica zur innersten Selbsterfahrung des Menschen?»: IKaZ (Communio) 44 (2015), 158s: «Se puede desde luego atentar contra un sujeto de dignidad, contra su salud y su integridad. Pero su dignidad es intocable. Si su dignidad no fuera intocable como dignidad, se la podría hacer desaparecer. Pero entonces realmente no habría sido nunca dignidad (en cuanto finalidad en sí misma), como tampoco un derecho sería derecho si se pudiera suprimir obrando la injusticia». [105] Dietrich BONHOEFFER , Communio Sanctorum, München 19694 , 16 (trad. esp.: Sociología de la Iglesia. Sanctorum Communio, Sígueme, Salamanca 19802 , 23). [106] Cf. C. S. LEWIS , Vier Arten der Liebe, Einsiedeln-Zürich-Köln 1961 (trad. esp.: Los cuatro amores, Rialp, Madrid 2000); también: Josef PIEPER , Über die Liebe, München 1972, 38 (trad. esp. en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 20119 ). [107] Johann Wolfgang GOET HE, Faust. Al final de la escena XV dice Margarita: «Mi único deseo es encontrarlo al fin. Si hasta él llegase y pudiera abrazarlo, y pudiera besarlo tanto como deseo, en el mar de sus besos feliz me perdería». [108] Ibid., comienzo de la escena XVI. [109] Jürgen MOLT MANN, «Die einladende Einheit des dreieinigen Gottes»: Concilium 21 (1985), 36 (ed. esp.: n. 197, enero de 1985). [110] Ernst-Wolfgang BÖCKENFÖRDE, Staat, Gesellschaft, Freiheit, Frankfurt 1976, 60. [111] Gerhard CZERMAK, Religions- und Weltanschauungsrecht, Berlin 2007, 36. [112] Wolfhart PANNENBERG, Anthropologie in theologischer Perspektive, Göttingen 1983, 461 (trad. esp.: Antropología en perspectiva teológica, Sígueme, Salamanca 2006). [113] Ernst-Wolfgang BÖCKENFÖRDE, «Die Entstehung des Staats als Vorgang der Säkularisation», en HeinzHorst Schrey (ed.), Säkularisierung, Darmstadt 1981, 88s. [114] Josef PIEPER , Über die Gerechtigkeit, München 19542 , 12 (trad. esp. en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 20119 , 83-98). [115] Ibid., 17. [116] Gisbert GRESHAKE, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theologie, Freiburg-Basel-Wien 1997, 479 (trad. esp.: El Dios Uno y Trino. Una teología de la Trinidad, Herder, Barcelona 2001). [*] Título original: «Die andere Seite der Frohen Botschaft. Versuch einer Explikation von Sünde in Werk und Leben Friedrich Nietzsches». [117] Markus SCHULZE, Ist die Hölle menschenmöglich?, Freiburg 2008, 218. [118] Friedrich NIET ZSCHE, Der Antichrist # 2, en Kritische Studienausgabe (en adelante, KSA) 6, München 1980, 170 (trad. esp.: El Anticristo, Alianza, Madrid 1996, 74). [119] ÍD., Die Fröhliche Wissenschaft # 347, en KSA 3, 581ss (trad. esp.: La gaya ciencia, Alba, Madrid 1997). [120] ÍD., Nachgelassene Fragmente 9 [38], en KSA 12, 352s (trad. esp.: Fragmentos póstumos, Tecnos, Madrid 2006-2010). [121] Cf. Th. KRAFFT , «Glaube als Einstimmung ins Sein», en George Augustin, Markus Schulze (eds.),

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[121] Cf. Th. KRAFFT , «Glaube als Einstimmung ins Sein», en George Augustin, Markus Schulze (eds.), Freude an Gott. Auf dem Weg zu einem lebendigen Glauben (Fetschrift für Kurt Koch), Freiburg 2015. [122] Friedrich NIET ZSCHE, Nachgelassene Fragmente 25 [428], en KSA 11, 125 (trad. esp.: Fragmentos póstumos, Tecnos, Madrid 2006-2010). [123] Cf. Th. KRAFFT , Die Entwicklung der Geistigkeit: Friedrich Nietzsche und Sigmund Freud, trabajo inédito de posgrado, Leipzig 2007. [124] Friedrich NIET ZSCHE, Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben #1, en KSA 1, 248 (trad. esp.: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, en Obra selecta I, Gredos, Madrid 2009). [125] Con ello se consuma en principio el cambio de valoración. Desde el punto de vista cristiano, justamente la autorreferencialidad es la norma negativa, como incurvatio in se ipsum; solo puede superarse al pasar más allá de uno mismo hacia los demás. [126] Friedrich NIET ZSCHE, Nachgelassene Fragmente 14 [179], en KSA 13, 363s (trad. esp.: Fragmentos póstumos, Tecnos, Madrid 2010). [127] Todo concepto de realidad que pretenda aprehenderla por completo es una cosificación y por tanto hay que considerarlo como algo que solo es real en cuanto concepción humana. Cf. Th. KRAFFT , «Zeitgeist und Barmherzigkeit - ein Beitrag zur Unterscheidung der Geister», en George Augustin (ed.), Barmherzigkeit leben. Eine Neuentdeckung der christlichen Berufung, Freiburg 2016, 120-148 (trad. esp.: El evangelio de la misericordia, Sal Terrae, Santander 2016). [128] Friedrich NIET ZSCHE, Also sprach Zarathustra, Prólogo # 4, en KSA 4, 16 (trad. esp.: Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1972). [129] ÍD., Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben #3, en KSA 1, 269 (trad. esp.: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, en Obra selecta I, Gredos, Madrid 2009). [130] ÍD., Also sprach Zarathustra, Prólogo # 5, en KSA 4, 19s (trad. esp.: Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1972); resuenan aquí las dificultades del propio Nietzsche con la alimentación y el clima. [131] ÍD., Zur Genealogie der Moral III-1, en KSA 5, 339 (trad. esp.: La genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1996). [132] ÍD., Die Geburt der Tragödie # 7, en KSA 1, 57 (trad. esp.: El nacimiento de la tragedia, en Obra selecta I, Gredos, Madrid 2009). [133] ÍD., Die Fröhliche Wissenschaft # 135, en KSA 3, 486s (trad. esp.: La gaya ciencia, Alba, Madrid 1997). [134] Cf. Franz OVERBECK, «Über die Christlichkeit unserer heutigen Theologie», en Werke und Nachlaß 1, Stuttgart 1994; cf. a este respecto Th. KRAFFT , «Rückzug aus der Welt und zuversichtliche Weltgestaltung Skizze einer geschichtlichen Verknüpfung», en George Augustin, Sonja Sailer-Pfister, Klaus Vellguth (eds.), Christentum im Dialog, Freiburg 2014. [135] Friedrich NIET ZSCHE, Morgenröte I-89, en KSA 3, 83. [136] Cf. por ejemplo ÍD., Sämtliche Briefe, München 1986, KSB, 327s (trad. esp.: Correspondencia, 6 vols., Trotta, Madrid 2005-2012). [137] ÍD., Ecce homo, en KSA 6, 355 (trad. esp.: Ecce Homo, Losada, Buenos Aires, 2004). [138] ÍD., Die Fröhliche Wissenschaft # 138, en KSA 3, 488 (trad. esp.: La gaya ciencia, Alba, Madrid 1997). [139] ÍD., Der Antichrist 32, en KSA 6, 203 (trad. esp.: El anticristo. Cómo se filosofa a martillazos, Edaf, Madrid 1977, 57). [140] Ibid., 30, en KSA 6, 201 (trad. esp.: 55).

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[141] Ibid., 205 (trad. esp.: 59). [142] Ibid., 201 (trad. esp.: 55). [143] Ibid., 191 (trad. esp.: 44). [144] Peter SLOT ERDIJK: Über die Verbesserung der guten Nachricht, Frankfurt 2001, 45 (trad. esp.: Sobre la mejora de la Buena nueva, Siruela, Madrid 2005); cf. también 33s: «No es de extrañar que [este evangelio] empujase ya a su primer predicador a desolidarizarse con la humanidad pasada y presente. Exige de cada discípulo potencial una abstinencia tan radical con respecto a las formas convencionales de ilusión vitalista y de alivio burgués que se encontraría abandonado únicamente a un desencanto imposible de vivir, si es que ha de adherirse de veras a esa nueva buena noticia». [145] Friedrich NIET ZSCHE, Also sprach Zarathustra, Prólogo # 5, en KSA 4, 20 (trad. esp.: Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1972). [146] ÍD., Der Antichrist 33, en KSA 6, 205 (trad. esp.: 59). [147] ÍD., Also sprach Zarathustra II - Auf den glückseligen Inseln, en KSA 4, 110 (trad. esp.: Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1972). [148] ÍD., Sämtliche Briefe, München 1986, en KSB 8, 573ss (trad. esp.: Correspondencia, 6 vols., Trotta, Madrid 2005-2012). [149] Cf. Klaus HEMMERLE, Thesen zu einer trinitarischen Ontologie, Freiburg 1992. [150] Cf. Friedrich NIET ZSCHE, Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, en KSA 1 (trad. esp.: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, en Obra selecta I, Gredos, Madrid 2009). [151] ÍD., Die Fröhliche Wissenschaft # 333, en KSA 3, 558s (trad. esp.: La gaya ciencia, Alba, Madrid 1997); cf. también Morgenröte # 119, en KSA 3, 111ss; Nachgelassene Fragmente 11 [316], en KSA 9, 563s (trad. esp.: Fragmentos póstumos, Tecnos, Madrid 2006-2010). En el concepto del inconsciente de Sigmund Freud hay que incluir también como condición necesaria la represión de la propia pecaminosidad. [152] Cf. por ejemplo Rudolf NEUMAIER , «Unsere No-Gos», en Süddeutsche Zeitung del 17 de agosto de 2015. [153] Heiko ERNST , «Die sieben Todsünden: Heute noch relevant?», en Aus Politik und Zeitgschichte 52/2014, 6. [154] Max WEBER , Politik als Beruf, Berlin 1987, 57ss (trad. esp. en: El científico y el político, Alianza, Madrid 19795 ). [155] Cf. Niklas LUHMANN, Die Gesellschaft der Gesellschaft, vol. 2, Frankfurt 1998 (trad. esp.: La sociedad de la sociedad, Herder, Barcelona 2007), 1144: «La paradoja es la ortodoxia de nuestra época». [156] Cf. Romano GUARDINI, Die letzten Dinge, Mainz 1989, 19s. [157] Cf. Joseph RAT ZINGER , «Einführung in das Christentum», en Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften 4, Freiburg 2014, 229s (trad. esp.: Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002). [158] Aludamos aquí una vez más (cf. nota 9) al paralelismo estructural entre el pecado como fuerza de gravedad y la concepción de Nietzsche de la trascendentalidad humana como tentación de contradecirse. Nietzsche tiene razón en que el discurso habitual sobre «los pecados» hay que interpretarlo como síntoma de otra cosa; pero en él no se manifiesta ninguna relación de poder impuesta desde fuera, sino la separación del hombre respecto a Dios, condición y efecto a la vez de lo que comúnmente denominamos «pecados». [159] Cf. a este respecto su escrito Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben (KSA 1, trad. esp.: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, en Obra selecta I, Gredos, Madrid 2009). En él Nietzsche reduce la «historia» a una forma de expresión que cumple una función, lleva al engaño o puede ser superada con un pensamiento «ahistórico» y «suprahistórico».

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[160] Cf. Eric VOEGELIN, «Historiogenesis», en Ordnung und Geschichte 8, München 2004. [161] Cf. Franz J ALICS , Kontemplative Exerzitien, Würzburg 1998 (trad. esp.: Ejercicios de contemplación, Sígueme, Salamanca 20153 ), 62: «El único modo de saber con seguridad cómo nos hallamos con respecto a Dios consiste en tomar juntas todas nuestras relaciones humanas y mirarlas. Lo que se está dando en esas relaciones, también se está dando en nuestra relación con Dios». [162] Joseph RAT ZINGER , «Der Neue Bund», en Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften 8/2, Freiburg 2010, 1114. [163] Cf. Rom 8,18.

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Te puede interesar... La presente obra pretende contribuir a la recepción y realización de Evangelii Gaudium. George Augustin analiza con lucidez y franqueza los principales desafíos de una Iglesia en salida en un mundo secular y en un contexto de pluralismo religioso. Entre ellos se cuentan los siguientes: encontrarnos con el Cristo vivo y volver a poner a Dios en el centro; descubrir la comunidad cristiana como fuente de energía; convertirnos nosotros mismos, purificando nuestras conductas, y trabajar por una cultura de la misericordia. • Más información...

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Te puede interesar... Ser misericordiosos como el Padre es la vocación y misión de los cristianos. Para poder vivir esta vocación y realizar esta misión, somos llamados a redescubrir la profundidad del evangelio de la misericordia. El tema de la misericordia se halla íntimamente relacionado con la imagen de Dios; de ahí que ocupe el centro de la fe cristiana. La riqueza y la belleza, la profundidad y la trascendencia de este misterio aparecen en su totalidad únicamente en el marco de la relación vivida con Dios. Y los creyentes podemos experimentar esta relación de una manera nueva desde que la misericordia divina se hizo carne en Jesús. Las dos primeras partes del presente libro abordan el evangelio de la misericordia desde diferentes perspectivas: bíblicas, teológicas, litúrgicas y sacramentales. A continuación, en la tercera parte, se dirige la mirada a otras religiones para ver qué luz arrojan ellas sobre este tema. Y en la cuarta y última parte se atiende a las aportaciones de la ética y el derecho canónico, prestando oído además a diferentes reflexiones sobre el espíritu de la época y sobre la comunicación interpersonal en Internet. • Más información...

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Índice Portada Créditos Índice Prólogo 1. Evangelio de la alegría. Impulsos del papa Francisco[*]. Walter Kasper 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Falta de fuerza radiante El efecto Francisco La fuerza radiante del evangelio La fuerza radiante de la Iglesia La fuerza radiante del amor y de la misericordia El papa Francisco: un desafío

2 3 5 7 11 13 16 18 22 25 29

2. La pobreza como camino de la evangelización[*]. Gerhard 31 Ludwig Müller 3. El bien es comunicativo por sí mismo: Bonum diffusivum sui. La 45 evangelización como efecto de una fe radiante[*]. Kurt Koch 1. 2. 3. 4. 5. 6.

La buena noticia cristiana sobre el bien hereditario La primacía cristiana del ser sobre el hacer La serenidad de la fe y la cerrazón del pecado Ser amados por Dios y también amar Redescubrir la belleza de Dios Indicadores de una fe radiante 6.1. Acoger y aceptar la palabra de Dios 6.2. Alegría a pesar de grandes tribulaciones 6.3. Convertirse al verdadero Dios 6.4. Dar a conocer por todas partes la fe en Dios

47 49 53 56 59 63 63 64 65 66

4. Caminos para anunciar la fe. La tarea de evangelización universal 69 según el espíritu de la Evangelii gaudium[*]. George Augustin 1. Poder y servicio en la Iglesia 2. Anuncio del evangelio y conversión propia 3. La fuente de energía para la evangelización

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72 73 74

4. Reconocer a Jesucristo en los pobres 5. El corazón: la misericordia de Dios

77 82

5. ¿Entender al hombre sin Dios? Fe cristiana y ateísmo[*]. Markus 85 Schulze 1. El desafío del ateísmo 1.1. La interpretación atea de la fe en Dios 1.2. Crítica religiosa de la crítica atea de la religión 1.3. ¿Por qué, pues, religión? 1.4. Sufrimiento y religión 1.5. La religión y el humanista ilustrado 1.6. Moral y felicidad 1.7. El mártir ateo y la religión 1.8. La dignidad humana y la fe en Dios 2. Comprender al hombre en el seno de la fe en Dios 2.1. La aceptación de sí mismo como punto de irrupción de lo religioso 2.2. El azar: ¿argumento contra Dios? 2.3. ¿Y si no hay providencia divina? 2.4. Religión y vida buena 2.5. Amor a sí mismo y amor al prójimo 2.6. Religión y estado

87 87 90 91 94 95 96 99 100 103 103 104 105 108 109 110

6. La otra cara de la buena noticia. Intento de explicar el pecado en 114 la vida y obra de Friedrich Nietzsche[*]. Thomas Krafft 1. El pecado en la obra de Friedrich Nietzsche 1.1. La imagen del hombre en Nietzsche 1.2. El concepto de realidad en Nietzsche 1.3. La concepción del pecado en Nietzsche 1.4. El «evangelio» de Nietzsche[136] 2. El pecado como condición de la existencia humana 2.1. El vínculo entre enajenación e interiorización 2.2. Paralelismos y diferencias en el pensamiento actual 2.3. El pecado como historicidad del ser humano

Los autores Notas

117 118 120 122 124 128 128 129 131

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