La Fuerza de La Debilidad. Reflexiones Sobre Job - Carlo Maria Martini

May 6, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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CARLO MARIA MARTINI

La fuerza de la debilidad Reflexiones sobre Job

SAL T ERRAE 2

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Título del original: Carlo Maria Martini La forza della debolezza. La risposta della fede nel tempo della prova © Edizioni Piemme Spa, 2012 Milano www.edizpiemme.it Traducción: José Pérez Escobar © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 21-04-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2187-6

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Introducción Renovar el espíritu de oración El objetivo fundamental que se nos propone en unos Ejercicios Espirituales es la conversión, es decir, pedirle a Dios que nos cambie para mejor. Entre los numerosos temas posibles de conversión de nuestra vida, que cada cual podrá encontrar por sí mismo, quisiera subrayar la necesidad de renovar el espíritu de oración. Tenemos una enorme necesidad de ello, porque la multiplicidad de los compromisos durante el año termina por empobrecerlo. En estos días me parece importante recuperarlo en sus tres momentos: – en el tiempo que hay dedicar a la oración, que puede ser más amplio; – en los hábitos, que tienden a deshacerse y que aquí podemos volver a disciplinar a lo largo de la jornada; – en el modo, que debería caracterizarse por tres actitudes. En primer lugar, la devoción, el respeto a Dios, que se verifica en las palabras, en los gestos del cuerpo, en la atención y en el silencio; en segundo lugar, la sumisión de todo nuestro ser al misterio de Dios, la reverencia amorosa; y, finalmente, el afecto, pues la oración es un acontecimiento afectivo. A veces, por las difíciles circunstancias de la vida, el afecto se queda en el fondo o incluso en el subconsciente; tenemos que hacerlo emerger en estos días para aprender a hacer frente al indiferentismo que nos rodea. En efecto, sin un profundo sentido afectivo de Dios en la oración es casi imposible combatir activamente el ateísmo en nuestro ambiente occidental. Por mi parte, trataré de contribuir a la reconversión al espíritu de oración, sugiriéndoos algunas reflexiones sobre un tema extraído de la palabra de Jesús durante la última cena: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28).

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El tema La afirmación de Jesús es bellísima, y si al final de la vida oímos que se nos dice: «Tú eres el que has permanecido conmigo en mis pruebas», desbordaremos de alegría. Es interesante que esta palabra se pronuncie después de la disputa entre los apóstoles: «Surgió una disputa entre ellos sobre quién de ellos se consideraba el más importante» (Lc 22,24). Por consiguiente, partiendo de una discusión que revela las ambiciones, las tensiones y las pequeñas envidias existentes en el grupo de los apóstoles, Jesús enseña que quien quiera ser el más importante debe servir; e inmediatamente después, añade: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas». Jesús no se engaña pensando que los Doce han conseguido un altísimo grado de santidad; sin embargo, sabe que puede darse una gran fidelidad también allí donde hay defectos, debilidades y mezquindades. Como introducción a las posteriores meditaciones, os invito a reflexionar sobre cada una de las palabras de la frase del Evangelio: las pruebas, la perseverancia en las pruebas, mis pruebas, la perseverancia conmigo. 1. La palabra griega peirasmós aparece con mucha frecuencia en la Escritura. Originariamente, significa «exploración», «tentativa». Se trata de ver cuánto vale uno, cuánta es su fidelidad, cuánto resiste, cuánta fuerza tiene. A este sentido original se añaden en la Biblia otros dos: a) la tentación, es decir, el estímulo al pecado por parte de una fuerza maligna, o bien a causa de las perniciosas inclinaciones del mal presente en el mundo. Es la genuina tentación de la que está tejida la vida humana; b) la prueba, a la que se refiere la afirmación de Jesús y que puede proceder también de Dios. Alude a todas las situaciones de aflicción y dificultad que encontramos a menudo. Estas forman parte del camino de la Palabra en nosotros, de su entrada en el terreno del corazón humano. Así, en la parábola de la semilla que cae en terreno pedregoso leemos que «lo que cayó entre piedras son los que, al escuchar, acogen con gozo la palabra, pero no echan raíces; esos creen por un tiempo, pero al llegar la prueba se echan atrás» (Lc 8,13). Por lo tanto, al entrar en el corazón humano, la Palabra está sujeta a la tentación. El evangelista Mateo especifica algunos de los modos en que acontece esto: «El sembrado en terreno pedregoso es el que escucha la Palabra y la acoge enseguida con gozo, pero no echa raíz y resulta efímero. Llega una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, y se escandaliza» (Mt 13,20-21). Prueba, tentación, tribulación...: como quiera que se la denomine, es una situación habitual del hombre en la tierra, especialmente del hombre justo, entendiendo por «justo» aquel que quiere ser fiel a Dios y trata de caminar por sus senderos. El libro de Job expresa esta realidad de manera poética, en particular donde dice: «¿No tiene el hombre un duro trabajo en la tierra?» (7,1). La nota de la Biblia de 5

Jerusalén explica que el «duro trabajo» se refiere, más bien, a la condición del servicio militar, es decir, a la lucha y al compromiso. La versión griega traduce el término por «prueba», refiriéndose precisamente a la prueba de la existencia humana. En cambio, en la Vulgata encontramos la famosa frase «militia est vita hominis super terram», que es retomada en el capítulo XIII del libro I de la Imitación de Cristo: De tentationibus resistendis, es decir, de la resistencia a las tentaciones. Se trata de un capítulo muy célebre que comienza así: «Mientras dura nuestra vida en este mundo, no podemos estar exentos de tribulaciones y de tentaciones. Por eso, en el libro de Job está escrito: “La vida del hombre en la tierra es tentación”». A continuación prosigue Job: «¿Y no son los días [del hombre] como los de un mercenario? Como el esclavo suspira por la sombra o como el mercenario espera su salario, así meses de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor. Al acostarme, digo: “¿Cuándo llegará el día?”. Al levantarme: “¿Cuándo será de noche?”. Se alargan las sombras, y cansado estoy de dar vueltas hasta el alba. Cubierta de gusanos y de costras está mi carne, mi piel se agrieta y supura. Mis días corren más que la lanzadera, se consumen sin esperanza. Recuerda: mi vida es solo un soplo» (7,1-7a). En la Biblia de Jerusalén encontramos la siguiente nota sobre 7,7a: «Solidario con la humanidad que sufre y resignado a morir, Job esboza una oración para pedir a Dios algunos instantes de paz antes de su muerte». Con gran concreción, el pasaje veterotestamentario describe la existencia humana como prueba. 2. Refiriéndose a esta prueba, dice Jesús: «Vosotros sois los que habéis perseverado». En griego, más simplemente, «habéis permanecido», es decir, «sois los que no se han marchado». Se trata de un elogio: habéis sufrido tanto que podríais haberos marchado, pero no lo habéis hecho. 6

Nos viene a la mente el episodio de Juan 6,67-68: «¿También vosotros queréis marcharos?», y Pedro que responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir?». Jesús constata que los apóstoles han permanecido hasta el último momento, han perseverado, no lo han abandonado. La idea de perseverancia se encuentra a menudo en la Escritura con expresiones diversas. Por ejemplo, «conservar la palabra» indica la paciencia constante y resistente: «La semilla que cae en tierra buena son los que, después de haber escuchado la Palabra con corazón bueno y perfecto, la conservan y producen fruto con su perseverancia» (Lc 8,15). El hombre hace frente a la situación de prueba con la perseverancia, la constancia, la resistencia y la conservación de la Palabra. Mientras que la prueba tiende a hacer volver atrás e induce a desanimarse, la actitud directamente opuesta no es necesariamente la de la victoria inmediata, sino la de resistir, la de permanecer firme y sólidamente. El evangelista Juan utiliza un verbo muy elemental: ménein, que significa algo parecido. «Si permanecéis en mí», dice Jesús, «y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis, y se os dará» (Jn 15,7). «Permanecer en Jesús» es el modo de oponerse a la prueba. 3. «Vosotros habéis perseverado en mis pruebas», no genéricamente «en las pruebas». Esta especificación da un colorido totalmente diferente a la existencia humana. Nosotros nos preguntamos: ¿Cuáles son las pruebas de Jesús? – La verdad es que los Evangelios nos dan pocas indicaciones al respecto, pero son suficientes para comprender que también Jesús fue tentado y probado. «Inmediatamente después, el Espíritu lo empujó al desierto, donde permaneció cuarenta días, tentado por Satanás»; así comienza Marcos el relato de la vida pública del Señor (Mc 1,12-13). El hecho de citar al principio la prueba indica que no fue tentado una sola vez, sino que su existencia estuvo totalmente bajo el signo de la prueba. La Carta a los Hebreos nos abre un ulterior resquicio: «Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo, como nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). «En todo»; por consiguiente, en muchos aspectos concretos de la vida, difíciles, duros, agobiantes y repugnantes, por los que pasó Jesús y que compartió con los Doce. – Pero la expresión «mis pruebas» no puede limitarse a las circunstancias históricas de Jesús de Nazaret; él habla de sí como Mesías, como aquel que compendia la existencia de todo el pueblo de Dios, el camino de este pueblo hacia el Padre. Por consiguiente, tenemos que referirlas a las pruebas mesiánicas, del reino. Los apóstoles estuvieron implicados en estas pruebas, fueron cernidos, cribados y triturados. Muchas de las pruebas que sufrimos los creyentes proceden de las situaciones concretas de la realidad histórica y social en la que nos reconocemos, o sea, la Iglesia católica, con sus problemas, sus fatigas, sus sufrimientos y dificultades. Estas son las pruebas de Jesús como cabeza del pueblo mesiánico. 7

– Podemos decir aún más. Dado que Jesús es el Hijo del hombre, hace suya y vive en sí la prueba de todo hombre y de toda mujer en la tierra; es la cabeza de la humanidad, y sus pruebas se amplían a esta multitud inmensa de personas que han poblado, pueblan y poblarán la tierra. Al crecer en la experiencia de la vida, crecemos en la participación de estas pruebas, porque conocemos más a la Iglesia y a la gente, y extendemos nuestra amistad a un gran número de personas y sufrimos con ellas. Actualmente, asumimos como nuestras las pruebas del Líbano, porque las siente el papa, leemos los periódicos, vemos la televisión y conocemos a personas de ese país. Y también son nuestras las pruebas de China; las pruebas de la paupérrima India; las pruebas de la terrible miseria y hambre de los pueblos de América Latina y de África; son nuestras las pruebas de Israel, del pueblo judío, del pueblo elegido, con todas sus dificultades y con sus problemas de diálogo. Todo esto nos pesa y a veces nos irrita y nos inquieta, porque criba nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra caridad, nuestra paciencia, nuestro aguante y nuestro sentido del límite. Pero son precisamente estas las pruebas que Jesús declara «mías». Después, naturalmente, cada cual vive también las pruebas de las personas que le han sido confiadas: los feligreses de la parroquia, los jóvenes, todos aquellos con quienes tenemos unos deberes pastorales concretos. De una u otra manera, cada uno está hundido por los sufrimientos de su gente, de sus hermanos y de cuantos amamos. Todas estas son las pruebas de Jesús, Mesías, Hijo del hombre, cabeza del pueblo mesiánico y de la humanidad, y en ellas participamos de hecho, no solo con la imaginación, y participamos además íntimamente. 4. «Habéis perseverado en mis pruebas conmigo». Las pruebas no son simplemente objetivas, como si fueran piedras u olas que se nos vienen encima. Al decir «conmigo», Jesús las carga de un tono diferente; subraya un aspecto afectivo, personal y muy profundo. Las sufrimos con él, amándolo a él, en intimidad con él. Él nos pide que entremos en este camino para identificarlas y comprenderlas mejor; en efecto, es importante llegar a mirar a las pruebas a la cara. A menudo nos sentimos oprimidos, cansados y frustrados por algo que no llegamos a percibir claramente. El Señor nos invita a dar un nombre a nuestras dificultades, a enumerarlas y, después, a entender el modo de afrontarlas junto con él. Porque es sabiduría fundamental del hombre y del cristiano comprender la utilidad de las pruebas para la vida y vivirlas con fidelidad. El hecho es que, cuanto más ama uno, cuanto más sirve a los demás y se hace disponible, tanto más grandes son las pruebas. En cambio, si nos encerramos en nuestro ambiente, si somos misántropos, si no salimos del egoísmo, experimentamos tan solo la prueba de la frustración personal. El apóstol Santiago comienza su carta con esta exhortación: «Hermanos míos, 8

cuando pasáis por pruebas variadas, tenedlo por grande dicha, pues sabéis que, al probarse la fe, produce paciencia, la paciencia hace perfecta la tarea, y así seréis perfectos y cabales, sin mengua alguna» (St 1,2). Y más adelante añade: «Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque, al salir airoso, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que lo aman» (1,12). Esta es la síntesis de la vida humana que nos ofrece Santiago, expresando en sus palabras la gran sabiduría de todo el Nuevo Testamento. A este respecto se pronuncia también el Apocalipsis, que es el texto por excelencia de los cristianos en la prueba: «Ya que has guardado con constancia mi palabra» –por consiguiente, la has conservado resistiendo–, «también yo te preservaré en la hora de la tentación que está a punto de llegar sobre el mundo entero, para poner a prueba a los habitantes de la tierra» (Ap 3,10). Es el concepto de prueba cósmica, universal, que regresa a menudo en nuestro tiempo, sobre todo en ciertas predicciones de carácter apocalíptico. Tal vez a ella alude la oración que recitamos cotidianamente: «No nos dejes caer en la tentación», no permitas que caigamos en la gran prueba. Sin embargo, tenemos que saber cuál es esta prueba global, cósmica, en la que de hecho estamos inmersos y de la que a menudo no nos percatamos, siendo así que constituye nuestra vida real en su totalidad.

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El libro de Job El tema de los Ejercicios toca, por tanto, un aspecto que caracteriza constantemente la vida, pero que no debe entristecerla. Diré más: afrontar la prueba es en determinados momentos la única garantía de serenidad en la existencia. No su eliminación, sino su vivencia, es lo que hace singular la alegría del cristiano. Queremos reflexionar en estos días poniéndonos ante Jesús, que dice: Tú eres el que desea perseverar conmigo en mis pruebas; yo quiero ayudarte, quiero echarte una mano, quiero invitarte a orar, a meditar, a afrontar tus pruebas como es debido, a darles un nombre preciso, alejándolas de la confusión; y quiero además ayudarte a acogerlas con amor, a abrazarlas como yo abracé la cruz. «Concédenos, Señor, compartir tu actitud valiente, entrar en tu verdad, para poder experimentar la alegría de quien afronta con entusiasmo la vida como prueba». Buscando las páginas de la Escritura que se refieren al tema de la lucha, de la prueba, de la tentación, nos detendremos, en particular, en Job, el libro de la prueba del hombre. Os sugiero, por tanto, que lo leáis, dado que no podremos hacer la exégesis de cada pasaje. Os pido, además, que hagáis una relectura de, al menos, algunos capítulos de la Imitación de Cristo, un texto un tanto olvidado y que, sin embargo, tiene un sentido muy grande de la vida del hombre como lucha. Está lleno de sabiduría, de equilibrio y de serenidad, precisamente porque quien lo escribió percibió fuertemente el carácter de tentación y de experimento que tiene la existencia humana, al igual que también lo advirtieron los Padres que comentaron el libro de Job, como, por ejemplo, san Gregorio Magno; este gran papa, habiendo vivido toda la vida como una prueba, encontró, de hecho, mucho consuelo meditándolo y explicándolo. Dejémonos guiar por estos maestros en la fe, y, contemplando la palabra de Jesús en el Evangelio de Lucas, pidamos: «Señor, haz que pueda mirar cara a cara a mis pruebas, darme cuenta de cómo las afronto, tratar de ponerme en el lugar apropiado para superar las de mi gente, con la conciencia de compartir las pruebas de toda la Iglesia, de nuestra diócesis y de la humanidad en este momento crucial de la historia del mundo».

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1. El misterio de la prueba «Concédenos, Señor, dejarnos introducir en esta realidad de la prueba, que no es simplemente un hecho; es un misterio, porque mediante ella percibimos un aspecto de la contingencia histórica sufrida que somos nosotros y, al mismo tiempo, algo de ti. Por otra parte, nosotros deseamos conocerte y penetrar con el corazón y la mente en tu misterio inefable. Infunde en nosotros, Padre, una pizca de la contemplación de tu misterio, también mediante la experiencia de la prueba». Como tema de esta primera meditación propongo los dos primeros capítulos del libro de Job, que constituyen la introducción en prosa al poema propiamente dicho. Hagamos en primer lugar una lectura sinóptica y formulemos después las preguntas. Desde hace tiempo, deseaba reflexionar sobre Job en unos Ejercicios Espirituales. Sin embargo, tenía mis dudas, porque este libro tan fascinante es también muy difícil; san Jerónimo lo compara a una anguila, que, cuanto más intentas atraparla, tanto más fácilmente se te escapa. Finalmente, me he decidido a recordar en estos días al menos algunas páginas que nos ayuden a entreabrir la puerta de este texto misterioso y lleno de enigmas: enigmas filológicos, históricos, literarios y hermenéuticos.

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La historia del prólogo de Job Los personajes fundamentales del relato son tres: – Job, que vivía en el país de Hus, fuera, por tanto, de las fronteras de Israel; un «hombre íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal». Era rico: «Tenía siete hijos y tres hijas. Tenía siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y una servidumbre numerosa. Era el más rico entre los hombres de oriente» (Job 1,1-3). – La segunda figura característica del prólogo es Satán, el acusador, un personaje misterioso que aparece en la corte de Dios como aquel que subraya negativamente las acciones de los hombres. Satán pide que se le permita tentar a Job. – El tercer personaje del drama es Dios, el cual, desde las alturas de su corte celestial, sigue las acciones de los hombres y, de alguna manera, las tiene presentes. El relato está formado por dos momentos o pruebas: – Job es probado en sus bienes. «Llegó un mensajero a casa de Job y le dijo: “Estaban los bueyes arando, y las burras pastando a su lado, cuando cayeron sobre ellos unos sabeos, apuñalaron a los mozos y se llevaron el ganado. Solo yo pude escapar para contártelo”. No había acabado de hablar, cuando llegó otro y le dijo: “Ha caído un rayo del cielo que ha quemado y consumido tus ovejas y a tus pastores. Solo yo pude escapar para contártelo”». El tercer mensajero le anuncia el robo de los camellos, y el cuarto la muerte de los hijos y de las hijas a causa del viento huracanado que embistió la casa donde estaban comiendo y bebiendo (cf. Job 1,13-20). A esta prueba, ciertamente durísima, le sigue una actitud de Job que se expresa en los siguientes términos: «Entonces Job se levantó, se rasgó el manto, se rapó la cabeza, se echó por tierra y dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!”. A pesar de todo, Job no pecó ni acusó a Dios de desatino» (Job 1,20-22). – Entonces Satán pide una segunda oportunidad para probar a Job y lo hiere con llagas malignas «desde la planta del pie a la coronilla» (2,7). Privado tanto de su integridad física como de todas de sus posesiones, Job es considerado un maldito de Dios; alejado de su casa, está sentado sobre de las cenizas, indicando así, simbólicamente, que no es sino miseria. «Entonces le dijo su mujer: “¿Aún persistes en tu integridad? Bendice a Dios y muérete». En realidad, la mujer le desafía, no a bendecir a Dios, sino a maldecirlo; la Escritura acuña la frase de modo que no resulte ofensiva. «Pero él respondió: “Has hablado como hablaría una necia. Si aceptamos de Dios el bien, ¿por qué no deberíamos aceptar el mal?”. A pesar de todo, Job no pecó con sus labios» (2,9-10). 12

La historia concluye con la noticia de tres amigos que van a mostrar a Job su condolencia y a consolarlo. Alzan la mirada desde lejos, no lo reconocen y se echan a llorar con grandes gritos. Luego se sientan junto a él en silencio durante siete días y siete noches. Esta parte constituye el prólogo del libro.

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Las preguntas 1. ¿Qué significan los personajes? – Ciertamente, Job no es un personaje real, sino una especie de modelo de laboratorio. Es símbolo del hombre justo y, consiguientemente, bendecido por Dios, que no posee motivo alguno para atraer el mal sobre sí: ni por causa suya ni por causa de sus hijos, ya que suele incluso realizar un sacrificio cada vez que ellos celebraban un banquete, para borrar así las posibles culpas cometidas. No es un personaje real, porque todos y cada uno de nosotros tenemos culpas de las que lamentarnos si tenemos que soportar las desagradables consecuencias que de ellas se derivan. Se trata, por lo tanto, de una figura abstracta creada deliberadamente para que pueda verse en ella un modo de conocer a Dios. No deja de ser interesante, por lo demás, que se presente a Job con unas características que no lo vinculan a una concreta tradición religiosa o confesión. En todo el libro, en efecto, no aparecen los vocablos típicos de la tradición hebrea –alianza, ley, templo, Jerusalén, sacerdocio–. En él puede verse reflejado cualquier hombre de buena voluntad, honrado, que tenga sentido de Dios y de su misterio. – Satán representa lo que, sea en la forma que sea, tienta y prueba al hombre a través de los momentos difíciles. 2. Si estas son las dos realidades que se mueven en la escena introductoria, nos preguntamos qué hay en el centro de esta acción tan singular. – Podríamos releer la pregunta de Satán, que es quien pone en marcha la acción. El Señor le dice: «“¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, religioso y apartado del mal”. Satán le respondió: “¿Y crees tú que Job teme a Dios desinteresadamente? ¡Si tú mismo lo has cercado y protegido a él, a su hogar y todo lo suyo...! Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se ensanchan por el país. Pero tócalo, daña sus posesiones, y te apuesto a que te maldice en tu cara”» (1,8-11). El desafío se configura como una pregunta irreverente o una apuesta que se hace sobre el hombre: ¿existe o no la gratuidad en la acción humana? ¿Existe o no la libertad que se juega por sí misma y no por un cálculo sutil? ¿No es cierto que todo cuanto acontece en el hombre, incluidos sus sentimientos más profundos, es fruto de un cálculo, de un interés, de una esperanza de recibir, de un do ut des? Esta es la acusación que cada uno de nosotros siente en lo más hondo de sí y que el psicoanálisis pone continuamente de manifiesto: el hombre no sabe amar gratuitamente, y cada una de sus acciones está motivada por un interés o incluso por un resentimiento, por un deseo de venganza. Las acciones verdaderamente claras y sinceras no existen, y la misma religiosidad – la acción más elevada del hombre– nace de la esperanza de recibir un premio o se apoya en un premio ya recibido. 14

Es el drama que envuelve nuestra realidad, porque toda situación humana libre quiere saber si se funda en la verdad, en la autenticidad, en la gratuidad... o en el interés. ¡Cuántas veces nos preguntamos también si nuestra vocación, nuestra perseverancia y nuestro servicio son fruto del amor de Dios o, por el contrario, de la comodidad, del cálculo, de la inclinación o de la predisposición....! Y, al final, quedamos desolados, porque constatamos que las motivaciones reales de nuestros actos son a menudo mezquinas. El Satán, el Acusador, afirma, pues, que no hay religiosidad verdadera; que el hombre es incapaz de un amor gratuito, de vivir la alianza con Dios. Dios le ofrece una alianza entre iguales y espera, con amor auténtico y sincero, una respuesta de amor igualmente auténtico y sincero; pero esta no es posible, sino que la respuesta es falsedad y engaño. Por eso la religión es el opio del pueblo, un enmascaramiento de motivaciones económicas, sociales, políticas, psicológicas y culturales; no existe el verdadero amor de Dios; la misma divinidad es inventada por el hombre para enmascarar y sublimar sus motivaciones. En realidad, el hombre juega consigo mismo. – Sin embargo, en el centro del drama narrado en el Prólogo no solo se encuentra la apuesta de Satán sobre el hombre, sino también la apuesta de Dios, que cree en la verdad del hombre y confía en él. De ahí que se trate de un drama universal que cubre toda la gama de las situaciones humanas libres, sobre todo de aquellas en las que un sufrimiento inocente pone a prueba al hombre y le hace expresar lo más auténtico de sí mismo. El lector se siente implicado en la lucha, porque inmediatamente advierte que está en juego también su capacidad o incapacidad de ser auténtico. Como dice un comentarista contemporáneo del libro de Job: «La sacra representación de Job es demasiado poderosa para admitir lectores indiferentes: quien no entre en la acción con sus preguntas y respuestas internas, quien no tome partido apasionadamente, no comprenderá un drama que, por su culpa, queda incompleto. Pero si entra y toma partido, se hallará bajo la mirada de Dios, sometido a prueba por la representación del drama eterno y universal del hombre Job» (L. Alonso Schökel, Job. Comentario teológico y literario, Cristiandad, Madrid 20022, p. 116). Esto es lo que pedimos al Señor poder hacer mediante la relectura del Prólogo del libro, que os invito a meditar personalmente para que suscite en vosotros toda clase de interrogantes.

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Las enseñanzas Para ayudaros os propongo algunas reflexiones conclusivas sobre el tema de la prueba. 1. La prueba existe, y existe para todos, incluidos los mejores. Job no ofrecía motivo alguno para ser tentado, porque era perfecto en todo. Es preciso, por tanto, tomar conciencia de que la prueba o tentación es un hecho fundamental en la vida. 2. Dios es misterioso. Él sabe muy perfectamente si el hombre vale o no; lo sabe antes de probarlo; sin embargo, lo somete a prueba. «Te he hecho recorrer cuarenta años por el desierto para ponerte a prueba y para ver si tú me amabas verdaderamente» (cf. Dt 8,2), dice el Señor a los israelitas, expresando la misma idea. Este comportamiento de Dios forma parte, a mi modo de ver, de aquel misterio impenetrable por el que, aun conociendo al Hijo, lo pone a prueba en la encarnación. Porque también la encarnación y la vida de Jesús son una prueba. 3. La actitud hacia la que hay que tender en la prueba es la sumisión, la aceptación y no el cuestionamiento de dicha prueba. En el Prólogo del libro emerge como algo conclusivo y decisivo, pero después será elaborado en sus etapas a lo largo del poema. «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor! Si aceptamos de Dios el bien, ¿por qué no deberíamos aceptar el mal?» (1,21; 2,10). Esta misteriosa sumisión, culmen de la existencia humana ante Dios, se presenta desde el principio como la actitud en la que inspirarse. Lo cual no significa que la poseamos ya de antemano, porque en el caso del propio Job será el resultado de todo su sufrimiento. Sin embargo, se pone de relieve porque, por sí sola, es capaz de arrojar un destello de luz sobre la experiencia dramática de la existencia. 4. En la prueba corremos también el peligro de la reflexión. El hombre, por gracia de Dios, puede enseguida adoptar la actitud de la sumisión, pero inmediatamente después sobreviene el momento de la reflexión, que es la prueba más terrible. El libro de Job podría haber concluido al final del segundo capítulo, demostrando que Job había resistido porque el amor que le tenía a Dios era verdadero y auténtico. En realidad, es preciso esperar, pues la situación concreta de Job no es la de quien se las arregla con un suspiro, con una aceptación dada de una vez por todas; más bien, es la situación concreta de un hombre que, habiendo expresado la aceptación, debe encarnarla en lo cotidiano. Todo ello da lugar al desarrollo dramático del libro. A veces nosotros experimentamos algo parecido: frente a una decisión difícil o un suceso grave, los acogemos llevados por el entusiasmo y el valor que se nos otorga en los momentos arduos de la vida. Después de reflexionar un poco, sin embargo, se abre camino una multitud de pensamientos y experimentamos la dificultad de aceptar aquello a lo que hemos dicho «sí». Esta es la verdadera y auténtica prueba. El primer «sí» pronunciado por Job es propio precisamente de quien reacciona 16

instintivamente de la mejor manera; la dificultad está en perseverar toda una vida en este «sí», sometido a la presión de los sentimientos y de la batalla mental. Por consiguiente, la primera aceptación, que a menudo es una enorme gracia de Dios, no es revela aún del todo la gratuidad de la persona. Es preciso que pase por la prolongada criba de la cotidianidad. La prueba de Job no consiste tanto en ser privado de todo bien y verse cubierto de llagas, sino en tener que aguantar días y días las palabras de los de los amigos, la cascada de razonamientos que tratan de hacerle perder el sentido de lo que él es en verdad. A partir de este momento, la prueba comienza a deslizarse en el intelecto del hombre, y la verdadera y persistente tentación en la que también nosotros entramos y corremos el riesgo de sucumbir es la de perdernos en el terrible tormento de la mente, del corazón y de la fantasía.

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El libro de los más pobres de la humanidad Añado un último apunte que podéis tener presente: meditar sobre Job como el libro de los más pobres de la humanidad. A este respecto me ha resultado muy iluminador un comentario que me regaló su propio autor; me refiero al libro de Gustavo Gutiérrez titulado Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente: una reflexión sobre el libro de Job (Sígueme, Salamanca 19953). No se trata de una reflexión propiamente exegética, pero sí de un texto que puede hacer resplandecer la humanidad del libro de Job, que G. Gutiérrez relee captando en él el grito de los pobres de América Latina. Todos sufrimos a causa de errores también nuestros; sin embargo, hay una gran mayoría de hombres que sufren más de lo que merecen, que sufren más de cuanto hayan podido pecar. Me refiero a la gente miserable, sufriente y oprimida que constituye tal vez tres cuartas partes de la humanidad. Esta inmensa muchedumbre obliga a preguntarse: ¿por qué?; ¿qué sentido tiene?; ¿es posible incluso hablar de un sentido? Afrontar un interrogante tan dramático es propio de un libro que trasciende los esquemas ordinarios de la vida, como es el libro de Job. Y nosotros, que deseamos ser fieles a Jesús en sus pruebas y sabemos que estas son las pruebas mismas del pueblo mesiánico, del pueblo de los sufrientes, de los pueblos del hambre y de la pobreza, tratamos, mediante nuestras reflexiones, de acercarnos a ellos y de aceptar nuestras pruebas, a insignificantes pensando en comparación con las que afligen a la mayoría de la humanidad.

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2. Job no sabe aceptarse a sí mismo La lucha con Dios A modo de premisa, quisiera indicar una dificultad que podría impedirnos sacar el mayor fruto posible de los Ejercicios, y es precisamente el tema del libro de Job. Por esta razón, he dudado bastante tiempo si escogerlo como texto de referencia para las reflexiones. El libro, de hecho, nos obliga a todos, incluido yo, a una larga lucha para tratar de comprender el mensaje; no se trata tan solo de un libro que habla de la prueba del hombre, sino que es una prueba en sí mismo, por las desconcertantes afirmaciones que contiene y que no encontramos en otras partes de la Escritura. ¿Cuáles son, pues, las soluciones a esta dificultad? a) La primera es luchar con Dios, como Jacob, sin dejarnos asustar, sino afrontando la lectura del texto incluso en su estructura, que, por lo demás, es bastante simple. El problema está en comprender qué quiere decir, en qué orden y de qué manera: ¿es mera y confusa poesía o es una tesis? El hecho de que a esta pregunta no se le haya dado aún una respuesta inequívoca nos induce a tratar de comprender el mensaje de cada página: Señor, ¿qué tratas de decirme?; ¿de qué manera lo que leemos nos sugiere hablar o callar de Dios en nuestro mundo y en sus dramas? ¿Tiene este libro algo que ver con tu misterio y con el mío, Señor, con el misterio de la Iglesia, del dolor humano, de los pobres? Últimamente, a propósito de las polémicas con el mundo judío por causa del Carmelo de Auschwitz, se suele repetirse que, después del holocausto, ya no es posible hablar de Dios, sino que únicamente hay lugar para el silencio. La frase ha penetrado en la carne de muchos teólogos, especialmente alemanes o, en todo caso, sensibles a la historia europea de nuestro siglo. Por tanto, uno se pregunta: ¿estamos verdaderamente reducidos al silencio después de ciertas tragedias? ¿Podemos aún seguir hablando mientras perduran las tragedias del Líbano o del hambre en los países pobres? El libro de Job hurga en las heridas de lo humano, y tal vez por eso lo evitamos, porque nos resulta difícil hablar de Dios y aceptar una forma de hablar de él que trastorna nuestras categorías comunes acerca de lo divino. Se trata de un libro, por tanto, que exige lucha en la oración, adoración, petición, súplica; es el primer modo en que podemos ayudarnos. b) La segunda, ya sugerida, consiste en transformar la materia de meditación en oración personal afectiva; dejarnos implicar y orar a partir de nuestra vivencia y la de aquellos a quienes amamos, especialmente aquellos a quienes vemos sufrir; a partir de los sufrimientos de la Iglesia y de la humanidad.

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En otras palabras: debemos redescubrir los salmos de lamentación. En el fondo, podemos considerar el libro de Job como una introducción a esa mitad del salterio que recitamos, pero con la que nos cuesta trabajo identificarnos; me refiero, precisamente, a los salmos de lamentación. Para transformar en oración la lectura de Job que haremos hoy os sugiero, por ejemplo, que la relacionéis con el salmo 88, titulado Oración desde lo profundo de la angustia, el más pesimista de todos los salmos. Mientras que otros muchos salmos de lamentación concluyen con palabras de escucha favorable, de acción de gracias, el último versículo del salmo 88 dice: «Alejaste de mí a amigos y compañeros, y mi compañía son las tinieblas». ¿Por qué, entonces, es oración este salmo?; ¿cómo puedo rezarlo? El problema de Job radica precisamente en entender cómo una situación de angustia puede ser vivida en la fe. c) Finalmente, es importante no dejarse llevar por la falta de disciplina mental. Cada cual, según su experiencia adulta de oración, debe establecer en la jornada los tiempos necesarios para la oración mental, silenciosa; para la lectura; para la oración vocal, tan útil, en particular el rosario. Un ritmo de oración adaptado a nuestro momento de búsqueda de Dios será de gran utilidad para superar la dificultad de la materia del texto bíblico.

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Job maldice su día Reflexionemos sobre el capítulo 3 de Job, preguntándonos ante todo, en el momento de la lectio, qué es lo que dice, y después, en la meditatio, cuál es el mensaje que nos dirige. Después de los siete días y siete noches durante los cuales sus amigos se sientan junto a él en tierra, en silencio, «Job abrió la boca y maldijo su día». El contenido del capítulo es precisamente este: «maldijo su día». «Y dijo: “¡Muera el día que nací, la noche que dijo: ‘Han concebido un varón’! Que ese día se vuelva tinieblas, que Dios desde lo alto se desentienda de él, que sobre él no brille la luz, que lo reclamen las tinieblas y las sombras, que la niebla se pose sobre él, que un eclipse lo aterrorice; que se apodere de esa noche la oscuridad, que no se sume a los días del año, que no entre en la cuenta de los meses, que esa noche sea lúgubre y cerrada a los gritos de júbilo, que la maldigan los que maldicen el día, los que entienden de incitar a Leviatán; que se velen las estrellas de su aurora, que espere la luz y no llegue, que no vea el parpadear del alba; porque no me cerró las puertas del vientre y no escondió a mi vista tanta miseria. ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar? Ahora reposaría tranquilo y dormiría en paz, 21

como los reyes y consejeros de la tierra que reconstruyen ciudades derruidas; o como los nobles que poseyeron oro y llenaron de plata sus palacios. Ahora sería un aborto enterrado, una criatura que no llegó a ver la luz. Allí acaba el tumulto de los malvados, allí reposan los que están rendidos, con ellos descansan los prisioneros sin oír la voz del capataz; se confunden pequeños y grandes, y el esclavo se emancipa de su amo. ¿Por qué dio a luz a un desgraciado y vida al que la pasa en la amargura, al que ansía la muerte que no llega y escarba buscándola, más que un tesoro, al que se alegraría ante la tumba y gozaría al recibir sepultura, al hombre que no encuentra camino porque Dios le cerró la salida? Por alimento tengo mis sollozos, y mis gemidos desbordan como agua. Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece: vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto» (Job 3). Ya hemos aludido al extraño carácter de este capítulo; mientras en el capítulo precedente parece que Job no ha maldecido a Dios y haya resistido la dureza de los acontecimientos, ahora caemos en la cuenta de que la prueba apenas ha comenzado. El acto de sumisión debe entrar en la mente, en el corazón y en el cuerpo de quien lo ha realizado, y esto es algo sumamente difícil. Después de siete días de silencio, entra en erupción el volcán que anidaba en el alma de Job. Tratemos de subdividir el texto en sus cuatro partes. 22

1. vv. 1-10. El tema es la maldición del día del nacimiento, cualquiera que haya sido la hora. «Si es día, que se vuelva tinieblas; si es noche, que sea tan lúgubre que se cierre a los gritos de júbilo». Job intenta borrar del tiempo aquel día y aquella noche, intenta devolverlos a la oscuridad primitiva de la inexistencia. El tema no es frecuente en la Escritura, que en general es un himno a la vida. Sin embargo, hay páginas ilustres que constituyen un paralelo del dolor de Job. Por ejemplo, el libro de Jeremías, cuando el profeta exclama: «¡Maldito el día en que nací, el día que me parió mi madre no sea bendito! ¡Maldito el que dio la noticia a mi padre: “Te ha nacido un hijo”, dándole un alegrón! ¡Ojalá fuera ese hombre como las ciudades que el Señor trastornó sin compasión! ¡Ojalá oyese gritos por la mañana y alaridos al mediodía! ¿Por qué no me mató en el vientre? Habría sido mi madre mi sepulcro; su vientre me habría llevado por siempre. ¿Por qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?» (Jr 20,14-18). Os invito, sin embargo, a leer el capítulo a partir del versículo 7. Jeremías es un hombre ilustre y extraordinario, dotado de unos poderes de visión del mundo de Dios que son casi únicos en la historia, reservados a muy pocos; y, sin embargo, llega a lamentarse como Job, precisamente porque Job no es un personaje concreto, sino que expresa los momentos más dramáticos de la experiencia humana. 2. vv. 10-19. El tema ya no es solo el del nacimiento aborrecido, sino el de la muerte ansiada. «¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas?» (v. 11). Podemos pensar en el episodio de Jonás. Decepcionado por la acción de Dios, se ve invadido por la depresión y le pide al Señor que le arrebate la vida. 23

«Jonás sintió un disgusto enorme –porque Dios había renunciado a hacer daño a la ciudad de Nínive–. Irritado, rezó al Señor en estos términos: “¡Ah Señor, ya me lo decía yo cuando estaba en mi tierra! Por algo me adelanté a huir a Tarsis, porque sé que eres un Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso, que te arrepientes de las amenazas. Pues bien, Señor, quítame la vida; más vale morir que vivir”» (Jon 4,1-3). En el momento en que la misericordia de Dios se está revelando, el profeta se siente como descabalgado, prácticamente desautorizado en su profecía, y el despecho, la rabia y la irritación son tan fuertes que le hacen desear la muerte. Nos viene a la mente otra figura extraordinaria: la del profeta Elías, que huye su incapacidad para vencer a los falsos profetas en el nombre de Yahvé; atemorizado por las amenazas de la reina Jezabel, «emprendió la marcha para salvar la vida. Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. Él continuó por el desierto una jornada de camino y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: “¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» (1 Re 19,3-4). Elías, que también vivía en intimidad con el misterio de Dios, llega a la desesperación porque no ha conseguido hacer cuanto habría debido. 3. vv. 20-23. La invocación de la maldición del día del nacimiento con el deseo ardiente de la muerte se generaliza, dando voz al sinsentido general de la vida: «¿Por qué dio a luz a un desgraciado, y vida al que la pasa en la amargura, al que ansía la muerte que no llega?». 4. Finalmente, la cuarta parte (vv. 24-26) describe cómo Job vuelve sobre sí mismo para describir de cerca lo que está viviendo. «Por alimento tengo mis sollozos, y mis gemidos desbordan como agua. Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece: vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto». Así se expresa eficazmente el grito que nace de los siete días de silencio de Job: aborrece el nacimiento, desea la muerte, declara que carece de sentido la vida de todos cuantos sufren y, al final, vuelve sobre sí para concluir: aquí estoy, sin paz y atormentado.

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El grito de Job y la oración de lamentación Pasando a meditar propia y verdaderamente el capítulo, nos preguntamos: ¿son retóricas las expresiones de Job, debidas quizá a la exageración típica de los orientales, que hacen uso frecuente de la hipérbole? ¿Cómo es posible, pues, que estén contenidas en una Escritura que posee un valor perenne? ¿Hay algo parecido en nuestra experiencia? Pienso que cuando, por ejemplo, una persona se sitúa con lucidez ante la perspectiva de una enfermedad incurable, no es raro que rompa a gritar y a lamentarse. Si por parte de los médicos se considera oportuno emplear el método de decir la verdad directamente al enfermo, la primera reacción de este es siempre de rebelión dramática: ¿qué sentido tiene?; ¿por qué precisamente a mí? Cada uno de nosotros puede encontrarse, de un momento a otro, en la situación de padecer un mal gravísimo e incurable, y podemos perfectamente hacer nuestro el grito de desgarrado Job. O pensemos en quienes viven, en determinados periodos de su existencia, una serie de dificultades y desgracias de todo tipo que se suman una a otra, haciéndoles desesperar. Es admirable que la Biblia no haya condenado este sentimiento, que no lo haya exorcizado, sino que lo haya considerado como parte del texto sagrado inspirado. Yendo más allá en nuestro discurso, podemos preguntarnos: ¿qué sentido tiene la miserable vida de tantos hombres y mujeres, una vida de extrema indigencia, privada de toda perspectiva humana? ¿Qué sentido tienen las multitudes de desheredados, de pobres, de personas que se halla al límite de lo humanamente vivible y para quienes no existe una solución inmediata? Cuando constatamos la inmensidad de esta miseria, del larguísimo tiempo que será necesario para ofrecer unas mejores condiciones de vida a tanta gente, y al mismo tiempo nos encontramos con la corrupción política nacional e internacional, que se opone al desarrollo de los pueblos, no podemos dejar de preguntarnos qué sentido tiene todo esto y si no habría sido mejor que esa gente no hubiera nacido nunca. ¿Y qué decir de los niños que, en países subdesarrollados con una alta tasa de natalidad, nacen ya enfermos, discapacitados, impedidos desde el principio para crecer, por falta de los cuidados necesarios? El de Job es, pues, un grito que atraviesa también el mundo de hoy, y la tentación radical de ansiar la muerte nos amenaza a todos, sin excluir a nadie; amenaza incluso a quienes se alegran de no haber sido alcanzados por miserias terribles, pero no pueden sustraerse a la realidad de degradación que se cierne sobre tantos pueblos. El juicio que demos de la página bíblica se hace entonces más moderado, más comprensivo de la verdad del grito que corresponde al modo de expresarse de los desvalidos de todos los tiempos. Y no es casual que fuera asumido por la Escritura como oración de lamentación. Es la reflexión que hace Gustavo Gutiérrez en su comentario al libro de Job, siguiendo la opinión de C. Westermann, para quien el género literario del texto bíblico es la lamentación, la denuncia de la propia miseria ante Dios. «Solo este enfoque permitiría 25

comprender correctamente la estructura de esta obra. Escribe Westermann: “en mi investigación, yo parto del simple reconocimiento de que en el Antiguo Testamento el sufrimiento humano tiene su lenguaje propio, y que no se puede comprender la estructura del libro de Job si antes no se ha comprendido este lenguaje, es decir, el lenguaje de la lamentación”» (G. Gutiérrez, op. cit., p. 38, nota 14). Después explica que contrariamente a la acepción negativa que asume la lamentación en la mentalidad occidental –resignación, repliegue sobre uno mismo, incapacidad de autoayuda–, en la perspectiva bíblica está profundamente vinculada a la oración, es un elemento de súplica, de invocación a Dios. Hace notar que en las jóvenes iglesias cristianas esta forma de oración vuelve a recuperar a menudo su lugar: baste pensar en las grandes devociones populares de América Latina, del Cristo muerto, donde el llanto expresa también el sufrimiento del pobre (cf. op. cit., pp. 44-45, nota 7). Hacia el final de su comentario, Gutiérrez cita a otro autor contemporáneo cuyas palabras nos permiten entender ulteriormente el misterio de la oración de lamentación, que a veces puede parecer una blasfemia: «Lo asombroso del libro consiste precisamente en el hecho que Job no da un solo paso para refugiarse en un Dios mejor, sino que permanece en pleno campo de tiro, bajo los disparos de la cólera divina. Y que allí, sin moverse, en el corazón de la noche, en lo más profundo del abismo, Job, que trata a Dios como enemigo, no apela a una vaga instancia superior ni al Dios de sus amigos, sino a ese mismo Dios que lo atormenta. Job se refugia en el Dios a quien acusa. Job confía en el Dios que le ha decepcionado y desesperado. Job confiesa su esperanza y toma por defensor a aquel que lo somete a juicio, por liberador a aquel que lo aprisiona, por amigo a su enemigo mortal» (R. De Pury, citado por Gutiérrez, op. cit., p. 170, nota 1). La lamentación es oración que sacude el alma, haciendo salir el pus de las llagas más profundas de nuestra existencia; por tanto, es capaz también de liberarnos interiormente. Porque el camino de Job es de liberación y de purificación, para poder ver de nuevo el rostro de Dios y recuperar el sentido de la propia dignidad y verdad.

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Cuatro puntos de reflexión Para la meditación personal y concreta del capítulo 3 de Job os sugiero cuatro puntos de reflexión. 1. Es preciso aprender a distinguir, en nuestra vida, la lamentación de la queja. Esta, por lo general, es muy común, porque nos quejamos un poco de todo, y cada uno se queja de los demás; es difícil que en ambientes religiosos, sociales y políticos no se oiga hablar mal de los otros. Se ha perdido el sentido verdadero del lamento, que consiste en llorar ante Dios. Así, las fuerzas de resistencia, de irritación, de rabia que se agitan en el alma, al no encontrar su desahogo natural y justo, arremeten contra todo y todos cuantos nos rodean, originando la infelicidad de la vida, de la familia, de la comunidad y de los grupos. Solo Dios, que es padre, es capaz de soportar también las rebeliones y los gritos del hijo; la relación con un Dios tan bueno y fuerte es la que nos permite litigar con él. Él acepta este enfrentamiento, como aceptó el de Elías, el de Jonás, el de Jeremías y el de Job. Es verdad que Jonás será recriminado cuando pide morir, pero, aun así, Dios le permitió hablar. Abrir la veta de la lamentación es el modo más eficaz de cerrar los filones de las quejas que entristecen al mundo, a la sociedad y a la realidad de la Iglesia y que no tienen salida, porque, al ser vividas a nivel puramente humano, no llegan al fondo del problema. Muchas veces, si sustituyéramos las quejas estériles, generadoras de nuevas heridas, por la lamentación profunda en la oración, encontraríamos la solución a nuestros problemas y a los problemas de los demás; o bien, de una u otra manera, tomaríamos el camino expresivo más justo para denunciar el sufrimiento y el malestar en la Iglesia. Confieso haber vivido situaciones en las que, ante la pregunta: ¿Dónde hay en la Biblia un pasaje que corresponda a lo que yo siento ahora?, me he reconocido leyendo las Lamentaciones de Jeremías y he experimentado la paz. En lugar de expresarme críticamente, en forma de revancha y de resentimiento, he dejado que las palabras del profeta, no obstante su intenso dramatismo, dulcificaran y liberaran mi corazón. Tal vez los pobres tienen más capacidad de aguante que los ricos, porque no han perdido esta vía profunda e interior, esta sabiduría de la vida. Quien la ha perdido, reacciona únicamente con rabia; piensa que es dueño de todo, y si las cosas no salen como él desea, se desquita con los demás. 2. Un segundo punto para la reflexión. Job vive una experiencia cuyo sentido no ve ni acepta: «Por alimento tengo mis sollozos, y mis gemidos desbordan como agua. Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece:

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vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto» (3,24-26). Su condición, por emplear una expresión habitual en nuestros días, es propia de quien está desmotivado, de quien ya no encuentra razones para resistir en la lucha. Tal condición nos suena como una alarma. Cuando, de hecho, examinándonos en algún momento de incertidumbre y de cansancio, tenemos la sensación de estar desmotivados, nos asustamos. Y cuando se nos acerca una persona, tal vez un joven en sus primeros años de matrimonio, para confiarnos que se siente desmotivado, somos presa del miedo. Los motivos son dos: en primer lugar, porque advertimos que la situación de esa persona podría llegar a ser la nuestra. En segundo lugar, porque la palabra «desmotivación» parece no admitir apelación, parece justificar la huidas: ya no siento nada, ya no tengo ganas: ¿qué culpa tengo yo? Job nos sugiere, en cambio, mirarla a la cara, con el fin de hacerle perder algo de su siniestro poder. Nos invita a examinarla con coraje, a no considerarla tan terrible como si no hubiera nada que hacer. Nos estimula a preguntarnos qué significa en realidad, tanto más cuanto que quien se encuentra desmotivado no ha cambiado mucho objetivamente, si no es por el hecho de que ya no consigue entender la gratuidad. En el Prólogo de Job hemos contemplado la apuesta de Dios, el cual considera que el hombre es capaz de actuar por gratuitamente por amor, aun cuando las gratificaciones normales brillen por su ausencia. La persona desmotivada debería, en verdad, decir: he llegado al punto en que, por primera vez en mi vida, puedo empezar a ser hombre, porque ya no tengo esa serie de gratificaciones que tenía anteriormente. El 98% de nuestras acciones son fruto de un flujo y reflujo de gratificaciones recíprocas que nos sostienen; y es justo que así sea. Pero la prueba de que existe un amor desinteresado y gratuito brota cuando nos hallamos totalmente desnudos ante Dios y su amor crucificado. Esta es la apuesta propuesta por el libro de Job, que grita y puede gritar que se siente desmotivado, que desea la muerte y que la vida no tiene sentido, pero que, no obstante, grita ante su Dios y ante los suyos; sigue moviéndose, actuando, buscando. En la desmotivación se purifica su libertad: esa misma libertad de la que podía dudarse, antes de la apuesta, si era verdaderamente capaz de gratuidad. Poco a poco, el hombre Job llega a ser él mismo en verdad. Por tanto, cuando pensamos haber llegado a un límite del que ya no podemos pasar, es que hemos llegado, simplemente, al punto en el que nuestra libertad se encuentra en su momento expresivo más auténtico. Jesús nos ha mostrado la gratuidad de su amor, no solo haciendo milagros, sino en la cruz, para que hubiera una correspondencia entre dos gratuidades confrontadas libremente. De Job aprendemos que nuestra dignidad de hombres se revela en el amor a Dios, aun cuando la desmotivación haya alcanzado la violencia expresada en las palabras sobre 28

las que hemos reflexionado. Si descubrimos en nosotros alguna raíz de frustración, si abrigamos el temor de que carezcan de sentido nuestras obras, y tal vez tememos incluso reconocerlo, debemos tratar de decírselo a Dios por medio de la lamentación. 3. Debemos aceptar ser lo que somos. Hablando de los pobres, por ejemplo, experimentamos siempre la incomodidad que supone el no poder compartir verdaderamente su situación. De hecho, al haber gozado en nuestra vida de una formación, de una cultura, nunca seremos como la gente pobre, sea cual sea lo que pueda sucedernos. ¿Cómo comportarnos? ¿Quizá como quienes, en el 68, se jactaban de lucir una barba descuidada y llevar unas ropas mugrientas, a fin de asemejarse de algún modo a quienes carecían de todo? Sería absurdo; debemos dar gracias al Señor por ser lo que somos, y hemos de preguntarnos qué podemos hacer, aquí y ahora, por el hermano que es distinto de nosotros. Preguntarnos qué podemos recibir de él, el cual, a su vez, se hará las mismas preguntas. Lo importante es que yo responda de mí ante Dios y ame a los demás todo cuanto pueda. Tratar de ser lo que uno no es constituye una pretensión mefistofélica. Job nos ayuda a desmontar estos castillos en el aire, a ser humildemente capaces de aceptarnos y de aceptar a los hermanos, porque lo cierto es que estamos en el mundo para darnos unos a otros recíprocamente. La pretensión de meterse en la piel de todos para tener la solución geométricamente perfecta se revela, al final, como un clamoroso error. ¡Cuántas veces, pensando, por ejemplo, ayudar a remediar la pobreza de los pueblos africanos, nos equivocamos totalmente, al realizar gestos que no son bien recibidos...! En cambio, si me pongo a escuchar con amor a esa gente, caigo en la cuenta de que puedo recibir mucho y, aun sin comprender del todo su mentalidad, vivir relaciones de intercambio existencial que me permiten decir: «Señor, he hecho lo que he podido siguiendo a tu Hijo. Ahora, derrama sobre mí tu misericordia». Esta sobriedad de juicio, que naturalmente impone sacrificios a la mente, es difícil y solo se adquiere con la edad y con la experiencia. Mientras uno es joven, no acepta ver reducida su capacidad mental de conocerlo todo y de conocerse a sí mismo como totalidad, de valorar al otro como totalidad a partir de uno mismo. 4. Finalmente, quisiera recordar el título de nuestros Ejercicios: Vosotros habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Preguntemos a Jesús en el huerto de Getsemaní: «Señor, ¿viviste alguna vez momentos en lo que todo te parecía extraño, fútil, sin 29

sentido, en los que ya no tenías ganas de nada ni sentías estímulo alguno? ¿Y cómo los viviste?». Cuenta san Carlos Borromeo que experimentaba a menudo la frustración, el sentimiento de inutilidad y de desazón; y un día, cuando su primo Federico le preguntó cómo se comportaba en esos momentos, le mostró el libro de los Salmos que llevaba siempre en su bolsillo. Recurría a los cantos de lamentación para dar voz a su sufrimiento y, al mismo tiempo, para recobrar el aliento y la fe frente al misterio del Dios vivo. Oremos para que el Señor nos conceda el don de saber acceder, también nosotros, a la fuente purificadora y balsámica de la lamentación bíblica.

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3. El examen de conciencia de Job El peligro teológico que conlleva la lectura del Libro de Job me parece perfectamente expresado en una cita que descubrí en un artículo del filósofo Emanuele Severino, titulado «El riesgo de la fe en el “irónico” Sócrates». Dice allí lo siguiente: «Al rey Midas, que pretendía saber por sí mismo qué era lo mejor y lo más deseable para el hombre, Sileno [que representa la tradición de la sabiduría dionisiaca], después de haber callado durante unos interminables instantes, finalmente le respondió riendo: “Estirpe miserable y efímera, hijo del azar y de la pena, ¿por qué me obligas a decirte lo que para ti es muy preferible no oír? Lo mejor es absolutamente inalcanzable para ti: no haber nacido, no existir, ser nada. Pero lo segundo mejor para ti es morir pronto”, es decir, volver lo antes posible a la nada» (cf. Corriere della Sera, 21-8-1989). Podríamos expresar el problema teológico de Job preguntando: ¿cuál es la diferencia entre esta clase de palabras y las del capítulo 3 de Job? Advertimos una cierta asonancia de lenguaje; a veces los vocablos son idénticos, pero la diversidad es abismal, porque el hombre del texto bíblico no es un escéptico ni un decepcionado de la vida. Nosotros estamos llamados, pues, a sumirnos en el abismo del verdadero y misterioso conocimiento de Dios, del Dios indecible. Y ello nos da miedo. Probablemente, si el Libro de Job fuera entregado hoy a una comisión doctrinal o teológica para decidir si debería ser o no incluido en el canon de los libros inspirados, se decidiría no incluirlo, por temor a crear malestar e incomodidad. El hecho, sin embargo, de que figure en el canon como palabra de Dios nos invita a aceptar la fatiga que supone su lectura, pidiendo al Señor que nos conceda el espíritu de oración, de humildad y de adoración para no dejarnos embaucar por los términos puramente racionales del conocimiento. A un amor sin fin corresponden misterios sin fin, y nosotros deseamos recorrer, superando una primera impresión de malestar, los difíciles caminos de la Palabra sin saber de antemano adónde nos conducirá. «Concédenos, Señor, un verdadero, nuevo y más profundo conocimiento de ti. Incluso a través de las palabras que no comprendemos, haz que podamos intuir con el afecto del corazón tu misterio, que excede toda comprensión. Haz que el ejercicio de paciencia de la mente, el arduo recorrido de la inteligencia, sea el signo de una verdad que no es alcanzable simplemente mediante los cánones de la razón humana, sino que está más allá de todo, y precisamente por eso, es luz sin límites, misterio a la vez inaccesible y nutritivo para la existencia del hombre, para sus dramas y sus aparentes absurdos. 31

Concédenos conocerte, conocernos a nosotros mismos, conocer los sufrimientos de la humanidad, conocer las dificultades con que se debaten muchos corazones, y retornar a una siempre nueva y más verdadera experiencia de ti».

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El último monólogo de Job Omitiendo los capítulos intermedios, dado que no nos es posible releer el libro entero, vamos a reflexionar sobre los capítulos 29, 30 y 31, que constituyen el último, gran y extenso monólogo de Job. Después del monólogo del capítulo 3, se presentan tres escenas en las que hablan los tres amigos, a quienes Job responde en cada ocasión. Sigue después un intermedio misterioso, una especie de resplandor de fuego desde lo alto, que es el himno de la sabiduría (cap. 28). Después, Job retoma el monólogo, la última palabra antes del diálogo con Dios. Por su valor de resumen sintético y conclusivo de estos tres capítulos, me parece útil proponer una lectura según los dos tiempos de la lectio y la meditatio. El examen de conciencia de Job nos ayudará a preparar nuestro propio examen de conciencia para la jornada penitencial de mañana. Me sirvo, sobre todo, de la explicación que el cardenal Gianfranco Ravasi hace en su comentario al libro de Job (cf. Gianfranco Ravasi, Giobbe, Borla, 1979), valiéndome, por comodidad, de la traducción del propio autor [N. del T.: Nosotros seguimos, salvo en algunos casos, la traducción de La Biblia del Peregrino]. Se trata, de hecho, de una explicación que secciona con sumo cuidado el texto según sus divisiones internas, ofreciendo así una primera clave de lectura. El capítulo 29 se titula El canto del pasado y de la nostalgia, donde todos los verbos están en pasado, pues Job recuerda las situaciones y los ambientes ya vividos. El capítulo 30 se titula El canto del presente y del horror y comienza con la palabra «ahora, en este momento». El capítulo 31 se titula El canto del futuro y de la inocencia. Mirando a su vida pasada, Job efectúa una detalladísima confesión de inocencia a partir de una serie de criterios morales éticos que examina uno por uno; concluye desafiando a Dios a aducir sus razones contra él. 1. Capítulo 29. Job siguió entonando sus versos y dijo: «¡Quién me diera volver a los viejos días cuando Dios velaba sobre mí, cuando su lámpara brillaba encima de mi cabeza y a su luz cruzaba las tinieblas! ¡Aquellos días de mi otoño, cuando Dios era un íntimo en mi tienda, el Todopoderoso estaba conmigo y me rodeaban mis hijos! 33

Lavaba mis pies en leche, la roca se me derretía en ríos de aceite» (vv. 1-6) En esta primera estrofa, Job se describe como quien vivía la alegría de un amigo de Dios. Lo sentía presente en la oración, en la vida cotidiana, con sus momentos difíciles, y saboreaba su constante cercanía. «Cuando salía a la puerta de la ciudad y tomaba asiento en la plaza, los jóvenes al verme se escondían, los ancianos se levantaban y se quedaban en pie, los jefes se abstenían de hablar, tapándose la boca con la mano; se quedaban sin voz los notables, y se les pegaba la lengua al paladar. Oído que me oía me felicitaba, ojo que me veía me aprobaba» (vv. 7-11). Se trata de un segundo cuadro en el que Job no se define únicamente por su relación íntima con el misterio de Dios, sino también por su relación con la gente del poblado. «Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso, recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda; de justicia me vestía y revestía, el derecho era mi manto y mi turbante. Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo, yo era el padre de los pobres y examinaba la causa del desconocido. Le rompía la mandíbula al inicuo para arrancarle la presa de los dientes» (vv. 12-17). Job era hombre un justo que se ocupaba activamente de los pobres, y de ello daba testimonio quienes lo veían. De la apología de sí mismo, centrada únicamente en su persona, pasa gradualmente a considerar el aspecto social; el sufrimiento le ha abierto los 34

ojos para comprender la necesidad de una relación con los más abandonados, los desheredados. «Y pensaba: “Moriré dentro de mi nido, con días incontables como la arena”. Mis raíces alcanzaban hasta el agua, y el rocío se posaba en mi ramaje; mi prestigio se renovaba conmigo, y mi arco se reforzaba en mi mano» (vv. 18-20). He aquí el sueño de su vejez: Job estaba seguro de que habría dado frutos como una juventud perenne. «Me escuchaban expectantes, atentos en silencio a mi consejo; después de hablar yo, no añadían nada, mis palabras goteaban sobre ellos, las esperaban como lluvia temprana, se las bebían como lluvia tardía; al verme sonreír, apenas lo creían, y no se perdían un destello de mi rostro. Escogía su camino, me sentaba a la cabeza, instalado como un rey entre su escolta. Yo guiaba y se dejaban conducir» (vv. 21-25) En este último cuadro, en una especie de salto hacia atrás, Job recuerda su compromiso más específicamente político, la fuerza de su presencia en la sociedad. El capítulo 29 es, por tanto, un canto nostálgico en el que se recuerda el bien vivido y realizado, la condición pacífica, serena y llena de gratificaciones de todo tipo. Job era justo, bueno, amaba a los pobres, pero también era recompensado, reverenciado, escuchado y estimado: toda una situación que ahora es cuestionada por el nuevo curso de su historia. 2. Capítulo 30. Ravasi divide este canto del presente y del horror en siete breves secciones que, una tras otra, describen las actitudes de un hombre que cae cada vez más bajo: humillado, despreciado, atacado, aterrorizado, agredido por Dios, lloroso y sufriente. Job humillado:

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«Ahora, en cambio, se burlan de mí muchachos más jóvenes que yo, a cuyos padres habría rehusado dejar los perros de mi rebaño, cuyos brazos no me habrían servido, sin fuerza como estaban. Andaban enjutos de hambre y necesidad, royendo la estepa, de noche en el yermo desolado, arrancando armuelles por los matorrales, alimentándose de raíces de retama; expulsados de los poblados, a gritos, como ladrones, habitando en barrancos espantosos, en cuevas y cavernas, aullando entre los matorrales, apretujándose entre las ortigas. ¡Chusma vil, prole sin nombre, arrojada del país a latigazos!» (vv. 1-8). Job despreciado: «Ahora, en cambio, me sacan coplas, soy el tema de sus burlas, me aborrecen, se distancian de mí y aun se atreven a escupirme en la cara» (vv. 9-10). Job atacado: «Él, en efecto, ha aflojado mi arco y me ha abatido, y ellos se desenfrenan contra mí. A mi derecha se levanta una canalla que apisona caminos para mi exterminio; deshacen mi sendero, trabajan en mi ruina, y nadie los detiene; irrumpen por una ancha brecha 36

en avalancha, como tormenta» (vv. 11-14). Dios es, por tanto, el sujeto real, aunque anónimo –«él»–, de la batalla entablada contra un hombre humillado y despreciado. Job aterrorizado: «Se vuelven contra mí los terrores, se disipa como el aire mi dignidad, y pasa como nube mi ventura. Ahora quiero desahogarme: me atenazan días de aflicción, la noche me taladra hasta los huesos, pues no duermen las llagas que me roen. Él me agarra con violencia por la ropa y me sujeta por el cuello de la túnica, me arroja en el fango, y me confundo con el barro y la ceniza» (vv. 15-19). Y, por si no bastara con todo ello, Dios le agrede: «Te pido auxilio, y no me haces caso; insisto, y me clavas la mirada. Te has vuelto mi verdugo y me atacas con tu brazo musculoso. Me levantas en vilo, me paseas y me sacudes en el huracán. Ya sé que me devuelves a la muerte, donde se dan cita todos los vivientes» (vv. 20-23). Por eso Job es un hombre que llora: «¿No alarga uno la mano al hundirse, o no grita “socorro” en el desastre? ¿No lloré con el oprimido, no tuve compasión del pobre? Esperé dicha, me vino desgracia; esperé luz, me vino oscuridad.

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Me hierven las entrañas y no se acallan, días de aflicción me salen al encuentro» (vv. 24-27). Abandonado, vive en la oscuridad más absoluta, es desdichado y sufre: «Camino sombrío, lejos del sol, y en la asamblea me levanto a pedir auxilio; me he vuelto hermano de los chacales y compañero de las avestruces. Mi piel se ennegrece y se me cae, mis huesos se queman de fiebre. Mi cítara está de luto, y mi flauta acompaña al llanto» (vv. 28-31). 3. Después de haber descrito su terrible situación presente, este hombre se levanta de un salto con un canto de orgullo, el canto del futuro y de la inocencia. Capítulo 31: «Yo hice un pacto con mis ojos de no fijarme en doncella. A ver, ¿qué suerte reserva Dios desde el cielo, qué herencia el Todopoderoso desde lo alto? ¿No reserva la desgracia para el criminal y el fracaso para los malhechores? ¿No ve él mis caminos, no me cuenta los pasos? ¿He caminado con el embuste, han corrido mis pies tras la mentira? Que me pese Dios en la balanza sin trampa y comprobará mi honradez. Si aparté mis pasos del camino, siguiendo los caprichos de los ojos, o se me pegó algo a las manos, ¡que otro coma lo que yo siembre y que me arranquen mis retoños!» (vv. 1-8). El tono ha cambiado completamente y ha asumido el lenguaje de una confesión 38

moral y social. Job se declara inocente de pecados contra la lascivia, contra la falsedad, contra el adulterio. Ravasi recoge al respecto algunos paralelos interesantes de la antigüedad semítica, cuando se pensaba que el muerto hacía una confesión de inocencia al presentarse a los dioses. Entre otros, es interesante un formulario procedente del Libro de los Muertos egipcio: «No cometí iniquidad contra los hombres. No maltraté a (las) gentes. No blasfemé contra Dios. No empobrecí a un pobre en sus bienes. No fui causa de aflicción. No hice padecer hambre. No maté. No robé las tortas de los bienaventurados. No fui pederasta. No cometí actos impuros. No robé con la medida de áridos...» (El libro de los Muertos, ed. preparada por J. M. Blázquez y F. Lara Peinado, Editora Nacional, Madrid 1984, pp. 228-229). El muerto gritaba estas invocaciones rituales sentado en la barca que lo llevaba más allá del río; si eran ciertas, no era quemado; pero si no lo eran, el fuego lo devoraba. Sin embargo, las palabras de Job tienen un aspecto no propiamente ritual y judicial, sino, como hemos dicho, moral. A continuación, Job pasa a la declaración de inocencia con respecto al esclavo, al que siempre ha tratado con justicia: «Si denegué su derecho al esclavo o a la esclava cuando pleiteaban conmigo, ¿qué haré cuando Dios se levante?, ¿qué responderé cuando me interrogue? El que me hizo a mí en el vientre ¿no los hizo a ellos?, ¿no nos formó uno mismo en el seno?» (vv. 13-15). Luego se defiende de la acusación lanzada por Elifaz, afirmando que ha sido caritativo con los pobres: 39

«Si negué al pobre lo que deseaba o dejé consumirse en llanto a la viuda, si comí el pan yo solo sin repartirlo con el huérfano, si vi al vagabundo sin vestido, y al pobre sin nada con qué cubrirse, y no me dieron las gracias sus carnes, calientes con el vellón de mis ovejas; si alcé la mano contra el inocente cuando yo contaba con el apoyo del tribunal, ¡que se me desprenda del hombro la paletilla y se me descoyunte el brazo! Porque el terror de Dios me espantaría, y me anonadaría su sublimidad» (vv. 16-23). En cuanto a la acusación de haber abusado de las riquezas y de haber cometido idolatría, declara: «Lo juro: No puse en el oro mi confianza ni llamé al metal precioso mi seguridad; no me complacía con mis grandes riquezas, con la fortuna amasada por mis manos. Mirando al sol resplandeciente o a la luna caminar con esplendor, no me dejé seducir secretamente ni les envié un beso con la mano. También esto es delito que compete a los jueces, pues habría negado al Dios del cielo» (vv. 24-28). Job se defiende también de las acusaciones de odiar y de haber violado la hospitalidad: «No me alegré en la desgracia de mi enemigo, ni su mal fue mi alborozo, ni dejé que mi boca pecara deseándole la muerte. 40

¡Lo juro! Cuando los hombres de mi campamento dijeron: “Ojalá nos dejen saciarnos de su carne”, el forastero no tuvo que dormir en la calle, porque yo abrí las puertas al caminante» (vv. 29-32). Finalmente, se defiende de la acusación de hipocresía y de explotación: «No oculté mi delito como Adán ni escondí en el pecho mi culpa. Por temor al griterío de la gente, por miedo al desprecio de mi clan, no me estuve encerrado y en silencio. Si mi tierra ha gritado contra mí o sus surcos han llorado juntos, si comí su cosecha sin pagarla asfixiando a los braceros, ¡que mi tierra dé espinas en vez de trigo; en vez de cebada, ortigas!» (vv. 33-34.38-40). Un extenso examen de conciencia social que hace Job hallándose justo en todos los diversos momentos de la existencia humana. Los vv. 35-37 constituyen una especie de desafío final a Dios. En efecto, si Dios es justo, no puede callarse, sino que tiene que avalar la confesión: «¡Ojalá hubiera quien me escuchara! ¡Aquí está mi firma! Que responda el Todopoderoso, que mi rival escriba su alegato: lo llevaría al hombro o me lo ceñiría como una diadema; le daría cuenta de mis pasos y avanzaría hacia él como un príncipe». Así concluye este larguísimo y amplio monólogo de Job, poéticamente rico y lleno de imágenes. Y nosotros debemos releerlo atentamente para tratar de entrar en el misterio del hombre y el misterio de Dios que el poema expresa.

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Guía para la meditatio Sugiero tres reflexiones que pueden ayudaros en la meditación y en la búsqueda personal. – La primera es que un hombre así nunca ha existido. Se trata claramente de una proyección teórica, de un caso límite, de la proyección de un Adán paradisíaco que todo lo hace siempre a la perfección. ¿Por qué, pues, debemos intentar comprender a este hipotético hombre que llama a juicio a todo el mundo, proclamando que nunca ha hecho mal a nadie, que no ha tenido ni siquiera un momento de défaillance («debilidad»)? Para convencernos de que, aun cuando hubiera existido un hombre como Job, no habría escapado a la dramática prueba expresada en el capítulo 30. La prueba es, por tanto, innata en la relación Dios-hombre, que, estando fundada en el amor gratuito y no simplemente en la justicia conmutativa, conlleva también la prueba. – Sin embargo, el que puede afirmar: ¿quién de vosotros probará que he pecado? sí ha existido, y es Jesús. Él no se sustrajo a la prueba del amor gratuito hacia nosotros, lo cual significa que el tema de la prueba no está simplemente vinculado a la culpa, a la purificación y a la salida de la situación no auténtica. Más bien, está vinculado a la verdad de las relaciones libres entre el hombre y Dios, a la gratuidad absoluta de estas relaciones, que sale a la luz en el momento en el que cesan las gratificaciones. El autor del libro de Job está buscando un aspecto del misterio de Dios que le dé a la prueba un sentido que no sea simplemente el de una purificación del pecado. Este aspecto lo contemplamos en el Crucificado. – Nuestra condición, de todas maneras, es bien distinta de la del justo Job, y podemos recorrer de nuevo los caminos del capítulo 29, y más tarde del 31, examinándonos: ¿cómo nos encontramos con respecto a los ambientes y las relaciones en nuestra existencia, con respecto a los deberes éticos?; ¿cuáles son los pecados que hemos cometido y qué otros han sido por omisión? Queremos acusarnos de estos pecados, no simplemente para escapar de la pena, para instaurar con Dios una relación basada en la justicia, sino para buscar aquel dolor perfecto que nace del amor, siguiendo cuanto nos indica, al menos como misteriosa tentativa, el camino de Job. Reconocer nuestras culpas por puro amor, para que Dios sea bendecido, alabado, santificado, para entrar con él en una relación de alianza. Somos llamados a la verdad y a la libertad de nuestra relación con Dios, a vivir establemente la amistad con él: Os he llamado amigos, no siervos... Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, por amor y no solo por ser fieles a vosotros mismos y a vuestros propósitos. Las dramáticas páginas del Libro de Job nos hacen entrever esta profunda búsqueda 42

del corazón que desea una relación con Dios que vaya más allá de la mera obediencia, de la mera justicia; una relación en la que se juegue la libertad de cada cual para darse, entregarse y dedicarse con desinterés y con pureza. «Concédenos, Señor, comprender en los complicados recovecos de este libro tu ansia de hacernos como tú, de hacernos semejantes al Hijo, de introducirnos en una relación de tipo trinitario, en ese misterio de amor y de don que constituye tu esencia íntima. María, madre de Jesús y madre nuestra, haz que podamos también nosotros gustar un destello del profundísimo misterio de Dios».

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4. Moderación y conocimiento «Señor, Dios nuestro, tú eres un misterio inaccesible, tú habitas en una luz eterna que nadie pudo contemplar, salvo tu Hijo, que nos la reveló desde lo alto de la cruz. Concédenos penetrar en el misterio de Jesús para poder conocer así algo de ti con la gracia del Espíritu Santo. Concédenos penetrar en este misterio con paciencia y humildad, convencidos de nuestra ignorancia, de lo mucho que aún desconocemos de tu Trinidad de amor, de tu plan salvífico. Haz que nos humillemos en nuestra ignorancia, para poder merecer al menos una brizna del conocimiento de aquel misterio que nos saciará eternamente. Te lo pedimos por intercesión de María, que creyó profundamente aun sin conocer directamente y alcanzó antes que nosotros, y ya en nombre nuestro, el conocimiento inmediato de tu gloria». Después de haber escuchado a Job, vamos ahora a escuchar a su interlocutor, es decir, a Dios. Será un modo de caminar hacia el verdadero conocimiento de su misterio. Y para escalonar el camino he pensado en reflexionar sobre cuatro diversos capítulos del libro bíblico. En primer lugar, el capítulo 9, en el que Job habla de Dios; después, el capítulo 28, donde alguien, un desconocido, habla de Dios; y, finalmente, los capítulos 38 y 39, donde Dios mismo comienza a hablar.

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Job no acepta que no se conoce a sí mismo El capítulo 9 es una respuesta de Job a las palabras, que querían ser de consuelo, del tercer amigo, Bildad de Suj. Este había subrayado que nunca puede dudarse de la justicia de Dios; y, dado que él es justo, los malos son castigados, y los buenos premiados. Así que Job puede estar tranquilo, pues sus enemigos serán cubiertos de vergüenza (cf. 8,20-22). Job replica de inmediato aceptando el principio fundamental, más aún, intensificándolo: «Sé muy bien que es así: que el hombre no lleva razón con Dios» (9,2). En los versículos siguientes expresa, de una manera un tanto irónica, esta certeza absoluta: nadie puede oponerse a Dios, que tiene razón en todo, siempre y en todos los casos. Después añade: «¡Cuánto menos podré yo replicarle o escoger argumentos contra él!» (v. 14). Aquí, su certeza se transforma en duda atormentada: Dios tiene tanta razón que, aunque también la tuviera yo, en realidad no la tendría. A partir de este versículo, Job comienza a dudar de sí mismo: pero ¿quién soy yo?; ¿tengo razón o no? Sus palabras son características de la actitud de un hombre en el apogeo del sufrimiento, que podría expresarse así: Job no acepta que no se conoce a sí mismo, y le obsesiona la idea de no llegar a saber con seguridad si es o no es justo; está convencido de que lo es, pero querría que se lo confirmaran; la incertidumbre lo corroe. «Aunque tuviera yo razón, no recibiría respuesta, tendría que suplicar a mi adversario; aunque lo citara para que me respondiera, no creo que me hiciera caso; me arrollaría con la tormenta y me heriría mil veces sin motivo; no me dejaría ni tomar aliento, me saciaría de amargura. Si se trata de fuerza y de poderío, ahí están; pero si se trata de derecho, ¿quién me cita a mí? Aunque tuviera yo razón, me condenaría; aunque fuera inocente, me declararía perverso» (vv. 15-20). Y en el versículo 21 hace esta dramática pregunta: 45

«¿Soy inocente? Ni siquiera yo lo sé. ¡Detesto mi vida! Por eso os digo: “Es lo mismo”: ¡él hace perecer al inocente y al culpable! Si una calamidad siembra muerte repentina, él se burla de la desgracia del inocente; deja la tierra en poder de los malvados y venda los ojos a sus gobernantes: ¿quién, sino él, lo hace?» (vv. 21-24). Job ha llegado al colmo del dolor: ya no entiende nada, ya no sabe quién es; se siente justo, pero no sabe cuál es la diferencia entre justo e injusto y no consigue ya dar razón de sí mismo. Con otras palabras, está perdiendo el sentido de su identidad: ¡si al menos supiera por qué soy así...! Me he detenido en este tema porque, aunque se formula como un caso límite, paradójico, expresa una situación bastante común: el tormento de la identidad hace sufrir a muchas personas, si bien a niveles no siempre dramáticos. En particular, hace sufrir a todos aquellos que realizan tareas que no están rigurosamente programadas; porque si uno trabaja como empleado en un banco, tal vez le resulte pesado su trabajo, pero sabe que ese es su deber y que podrá hacer carrera si lo realice como es debido. En cambio, los padres, por ejemplo, al no tener unas tareas geométricamente definidas, se atormentan con preguntándose: ¿qué quiere decir hoy ser padres?; ¿hasta qué punto me compromete, me obliga, me implica mi paternidad? Y lo mismo les ocurre a los educadores y a los pastores: sobre todo cuando las cosas no marchan bien del todo, cuando no reciben la aprobación esperada, se dicen a sí mismos: si al menos supiera si voy bien o no, si al menos supiera lo que debo hacer, si al menos supiera lo estoy haciendo lo que debo hacer... La incertidumbre sobre la función le atormenta: ¿cuáles son exactamente mis responsabilidades?; ¿qué se espera de mí y qué puedo hacer para ser elogiado? Así pues, Job representa también esta dolorosa incertidumbre sobre uno mismo y las ganas de sabernos juzgados a fondo, de ser justificados plena y claramente en relación con lo que hacemos y nos concierne.

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La sabiduría va más allá de toda comprensión En esta perspectiva de un Job que no acepta no entenderse a fondo a sí mismo, veamos algunos pasajes del misterioso capítulo 28, que no se sabe cómo llegó a entrar en el Libro de Job. A diferencia de los diálogos precedentes, no se señala a ningún interlocutor; de pronto, nos encontramos con un discurso, también llamado «interludio». La Biblia de Jerusalén anota al respecto: «Siguen siendo oscuros el lugar y el significado primitivos de este interludio en el diálogo de los amigos de Job». Tampoco sabemos cómo justificar este pasaje; sin embargo, en medio de esta oscuridad, el pasaje en cuestión nos acerca al corazón de nuestro discurso. Se trata, en la práctica, de un elogio, de una glorificación de la sabiduría divina; pero en lo que se insiste es en el hecho de que el hombre no la conoce. Comienza así: «Tiene la plata veneros, el oro un lugar para refinarlo, el hierro se extrae de la tierra, al fundirse la piedra, sale el bronce. El hombre pone frontera a las tinieblas, explora los últimos rincones, las grutas más lóbregas... La tierra que da pan se trastorna con fuego subterráneo: sus piedras son yacimientos de zafiros, sus terrones tienen pepitas de oro. Su sendero no lo conoce el buitre, no lo divisa el ojo del halcón, no lo huellan las fieras arrogantes ni lo pisan los leones...» (28,1ss). El texto prosigue con imágenes poéticas muy bellas para afirmar que es posible conseguirlo todo, excepto la sabiduría: «Pero la sabiduría, ¿de dónde se saca? ¿Dónde está el lugar de la inteligencia?» (v. 12). A continuación comienzan los «no»: «El hombre no sabe su precio, no se encuentra en la tierra de los vivos. 47

Dice el Océano: “No está en mí”. No se da a cambio de oro puro, ni se le pesa plata como precio. No se iguala al oro de Ofir, a ónices preciosos o zafiros, no se paga con oro ni con vidrio ni se cambia por vasos de oro fino» (vv. 13-19). Es interesante la fuerza con que se afirma que a la sabiduría no se la encuentra, que no se compra ni se vende. Y luego vuelve a hacerse la pregunta: «¿De dónde viene la sabiduría?,¿dónde está el yacimiento de la prudencia?» (v. 20). Y la respuesta es siempre la misma: «Se oculta a los ojos de las bestias y se esconde de las aves del cielo. Muerte y Abismo confiesan: “De oídas conocemos su fama”» (vv. 21-22). Finalmente, descubrimos la clave de todo el capítulo: «Solo Dios sabe su camino, solo él conoce su yacimiento...» (vv. 23ss), con la conclusión: «Respetar al Señor es sabiduría, apartarse del mal es prudencia» (v. 28). Me parece bellísimo el adverbio que se repite con respecto a Dios, porque esta palabra –solo, solamente, únicamente– representa uno de los momentos decisivos en los que el hombre bíblico percibe al Dios vivo. A veces encontramos este adverbio en los salmos, cuando se quiere proclamar la trascendencia y, al mismo tiempo, su comunicación: «Él solo ha hecho maravillas», él solo ha creado los cielos; «En paz me acuesto, y enseguida me duermo; / tú solo, Señor, me haces reposar con seguridad » (Sal 135,4; 4,9). En la Biblia, a la profunda intuición de la unicidad de Dios le acompaña siempre la afirmación de que solo en él solo está nuestro reposo, nuestra salvación, nuestra paz. Entrevemos entonces, en el capítulo 28, un importante paso adelante: el hombre no se conoce, no debe pretender conocerse, sino que a Dios, y a él solo, confía su justicia, el conocimiento de sí, la certeza de su verdad, de su ser. De manera discreta se responde a la ansiedad de Job, que quiere poseerse, quiere 48

conocerse, quiere la seguridad, en el cielo y en la tierra, de ser justo, de ser un hombre que está en su sitio.

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La respuesta de Dios Ahora podemos pasar a los discursos de Dios, que, después de haber sido invocado al comienzo del libro, llamado a juicio, maltratado e insultado, ha escuchado siempre con tranquilidad, sin alterarse en absoluto; más aún, puede pensarse que ha escuchado con amor, con benevolencia y con bondad los desvaríos de Job y de sus amigos. Consideraré brevemente los capítulos 38 y 39, dejándoos a vosotros la tarea de leerlos y meditarlos en su totalidad. «Entonces el Señor respondió a Job desde la tormenta» (38,1). La teofanía recuerda el episodio de Elías, cuando el profeta llegó a percibir algo de un misterio inaccesible. Y respondió haciendo caer sobre Job una lluvia torrencial de preguntas. Job había seguido haciéndole preguntas a Dios, y este le responde preguntándole a su vez. «¿Quién es ese que denigra mis designios con palabras sin sentido? Si eres hombre, cíñete los lomos: voy a interrogarte y tú me instruirás» [obsérvese el tono irónico: de acuerdo, ¡asistiré a tu escuela!] «¿Dónde estabas tú cuando cimenté la tierra? Dímelo, si es que sabes tanto. ¿Quién señaló sus dimensiones? –si lo sabes–, ¿o quién le aplicó la cinta de medir? ¿Dónde encaja su basamento o quién asentó su piedra angular entre la aclamación unánime de los astros de la mañana y los vítores de todos los hijos de Dios?» (vv. 2-7). La pregunta «¿dónde estabas?», que provoca en quien la escucha una gran emoción, se transforma en otra: ¿cómo sucedió esto, cómo aconteció? Y más adelante: «¿Has entrado en los hontanares del mar o paseado por la hondura del océano? ¿Te han enseñado las puertas de la Muerte o has visto los portales de las Sombras? ¿Has examinado la anchura de la tierra? 50

Cuéntamelo, si lo sabes todo» (vv. 16-18). La serie de interrogaciones prosigue a lo largo de todo el capítulo y en los primeros versículos del capítulo 39. Así pues, Dios pasa a describir la realidad que el hombre ve en torno suyo en mundo animal, pero cuya razón no sabe entender hasta el fondo.

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Guía para la meditatio Son muchas las pistas de reflexión para nuestra meditación: una de ellas, por ejemplo, podría considerar la posibilidad o imposibilidad de la naturaleza para revelar el misterio de Dios, es decir, la posibilidad de hablar de Dios a partir de la naturaleza. De este asunto habla actualmente la teología cada vez más, sobre todo en relación con los grandes temas de la ecología: ¿cómo debemos concebir la presencia de Dios en la creación? Sin embargo, no seguiré esta línea, sino que me atendré a algunas reflexiones sobre el tema de la no aceptación, por parte de Job, de las limitaciones de su conocimiento, que me parece, en efecto, un aspecto muy importante de la enseñanza del libro. 1. Primera reflexión: tengo que aceptar que no sé darle la vuelta al universo, que no sé invertir los planes de Dios y de la Iglesia, más aún, ni siquiera sé invertir por completo mis responsabilidades. Puede ser duro, porque nuestra época está justamente orgullosa de sus progresos científicos, y también las ciencias humanas aspiran, al menos inconscientemente, a poseer la totalidad del misterio. Sin embargo, me parece auténtica sabiduría reconocer que no sabemos ni podemos saberlo todo, que toda ciencia, por su propia naturaleza, es parcial y conoce un solo aspecto de la realidad. Esta limitación de nuestro conocimiento nos quema y nos humilla, ya que estamos continuamente tentados de poseer el conjunto de la realidad, para prever también el futuro. En el fondo, esta tentación se vincula con la original: quiero comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, quiero tener la clave de la totalidad del ser, de la totalidad del plan misterioso de Dios, del misterio de la Iglesia, del futuro de nuestra sociedad. En cambio, la auténtica sabiduría nace de la aceptación de esta limitación humana. 2. Segunda reflexión: tengo que aceptar, en consecuencia, que no me conozco del todo a mí mismo. Como dice Pablo, aun sin ser consciente de haber hecho mal a alguien, no por ello estoy justificado; quien me justifica es el Señor (cf. 1 Cor 4,3-4). El depositario de la ciencia total, también sobre mi propia vida, es únicamente Dios. Este es el paso ulterior de la sabiduría, tan difícil de comprender para Job y para el hombre en general, pero necesario si queremos llegar a gozar de una cierta paz interior. 3. Tercera reflexión: tengo que confiar en Dios por cuanto concierne al conocimiento global de mí mismo, del ser, del horizonte trascendente del todo. A partir de esta confianza sabré extraer fragmentos útiles de conocimiento, por investigación y deducción, sobre mí y sobre los demás. Pero siempre con la reserva de que no se nos ha dado el conocimiento de la totalidad del misterio. 52

Aplicaciones prácticas Siguiendo en el ámbito de la meditatio, sugiero tres aplicaciones prácticas para nuestra vida. 1. El futuro de la Iglesia está en las manos de Dios, del mismo modo que los planes pastorales dependen, en sus resultados, de miles de imprevistos que se nos escapan y cuya totalidad solo conoce el Señor. A nosotros se nos pide aplicarnos con humildad a estos fragmentos de conocimiento que nos son posibles, trazar proyectos de acción y de realización que nos parezcan razonables, aceptando también que los acontecimientos nos superen, nos desmientan y nos obliguen a revisarlo todo. El intento más desmedido de forzar el conocimiento de la totalidad de los hechos y prever su curso histórico es el de las ideologías totalitarias, que están derrumbándose porque son dramáticamente desmentidas por las circunstancias. En nuestro camino de Iglesia, aun dejándonos influir acertadamente por las exigencias de una mayor racionalidad, es preciso que caigamos en la cuenta de que esta racionalidad es siempre relativa y parcial, lo cual nos exige honestidad, lealtad, capacidad de responder a las situaciones tal como las conocemos, recordando siempre la reserva del salmo: «Tú solo, Señor, me haces reposar con seguridad» (Salmo 4,9). 2. Muchas veces invocamos en la pastoral el auxilio de las ciencias sociales y, en general, de la investigación científica del momento, del ambiente, de la situación y de los modos en que se mueve la humanidad. Un filósofo contemporáneo ha dicho recientemente que las ciencias sociales son la reflexión «sobre las consecuencias no deliberadas de los proyectos deliberados». Porque el juego de las realidades no deliberadas, de las consecuencias no previstas racionalmente, es vastísimo. Este filósofo opone a una mentalidad de proyecto –que puede convertirse en pretensión de programar la totalidad– una mentalidad de peregrinación, más abierta, que trata de acoger las cosas que hay, evaluar lo que debe hacerse, y vivir después con aquella confianza que no se jacta de poder conocerlo todo, ni siquiera acerca de nosotros, de nuestra justicia y de nuestro hacer verdaderamente el bien. Cuánto más consista nuestra tarea en tener una responsabilidad, tanto menos debemos esperar encontrar en torno a nosotros unos parámetros geométricos que nos aseguren la bondad de nuestras acciones. Solo Dios, en la eternidad, nos lo podrá decir. Lo importante es seguir adelante con la libertad de quien se sabe juzgado únicamente por Dios y se esfuerza por corregir los errores que conoce, aun sin llegar a comprender del todo en qué medida son verdaderamente errores. Esta es la mentalidad que a Job le cuesta trabajo asumir. Él quiere llegar a la claridad sobre sí mismo, sobre los demás, sobre Dios...; una claridad que no dé lugar a sombra 53

alguna. Y Dios lo reprende: «¿Dónde estabas tú cuando cimenté la tierra?», ¿qué sabes de esto o de aquello? En su personal justicia, en su rectitud, Job –y esta enseñanza es para nosotros– es reconducido a la justa medida, que después emergerá en las declaraciones finales. 3. Me atrevo a hacer una aplicación de la actitud que podríamos denominar «reverencia amorosa con respecto al misterio», una actitud bíblica fundamental, por la que uno se fía del aliado: Has puesto tu mano en mi hombro, y aunque camine por un valle oscuro, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo. Esta actitud puede ayudarnos en los angustiosos debates que se plantean hoy en el ámbito de las ciencias y de los juicios morales. Porque vivimos en una situación ciertamente muy compleja, y a la hora de dar con las grandes decisiones morales (relativas a la paz, el desarrollo, la economía, etc.), no siempre es fácil distinguir entre lo justo y lo injusto. Evidentemente, no me refiero a casos singulares, inmediatos, sino a problemas de alcance cósmico. No es posible hoy exponer, por ejemplo, una teoría del desarrollo que satisfaga verdaderamente todos los datos del problema mundial y no deje tras de sí ninguna bolsa de miseria o de sufrimiento. Y esto es motivo de ansiedad, de sufrimiento, de búsqueda, pero no de desesperación, porque el misterio de Dios guía nuestro universo confuso y lleno de absurdos, permitiéndonos encontrar en cada momento nuestra pequeña tarea con la esperanza de que, si cometemos errores, él nos perdonará, conduciéndonos a una unión más grande entre nosotros y haciendo crecer el amor. Solo así es posible afrontar las grandes decisiones morales sobre situaciones cuyo alcance no llegamos a percibir totalmente. En este sentido, Job nos libera de la preocupación de dar con respuestas totalmente racionales a nivel teológico y pone en crisis el intento de encontrar respuestas que encapsulen los problemas límite de la humanidad en una racionalidad perceptible a una síntesis mundana. Esto es para mí una gran liberación, porque había estado habituado por la vigente teodicea, que era comúnmente enseñada, a esforzarme por encontrar soluciones convincentes para mí y para los demás. En cambio, donde soy libre y tengo el deber de buscar soluciones racionales es en la investigación de las causas históricas. Al respecto, Giuseppe Dossetti, en el prólogo a su obra Le querce di Montesole, escribe unas páginas espléndidas. Examina con lucidez implacable las causas históricas de tantas masacres como se han perpetrado en la humanidad, junto con sus raíces culturales ideológicas, que entonces pueden percibirse con libertad. Si no buscamos solo la solución racional abstracta, llegamos a comprometernos en la realidad histórica viendo qué es lo que podemos hacer aquí y ahora. Al tratar de responder a los interrogantes que plantea nuestro siglo, Job nos ayuda a distinguir un doble tipo de pensamientos: aquellos que, buscando las soluciones perfectas, generales, nos sumergen al final en una serie de preguntas que se cierran en círculo y nos dejan fríos, vacíos y áridos, y aquellos que nos devuelven la capacidad de actuar con 54

más amor. A este paso le corresponde una visión teológica que se sumerja mucho más en el misterio trinitario, abandonando los litorales de la consideración del Dios uno y de la filosofía sobre Dios tomada de la tradición griega. La entrega al Dios de la alianza es la que nos hace comprometernos aquí y ahora por amor a la gente, aparte de ser la única solución razonable para quienes viven en nuestro tiempo. Quisiera añadir que yo interpreto así, para mí mismo, el enigma del hombre hoy; en este nivel me interesa menos el hecho de ser sacerdote u obispo que el hecho de ser hombre, es decir, de tener que dar cuenta de mis años de humanidad en una situación tan dramática y absurda. Con toda razón nos dejamos escandalizar por tal o cual acontecimiento que elevamos a símbolo (Auschwitz es, ciertamente, un símbolo) de muchos males; sin embargo, si pensamos en lo que sucedió en Camboya y en Armenia y en lo que está sucediendo en Líbano, en India y en América Latina, nos damos cuenta de que no se trata tanto de resolver una situación cuanto de adentrarnos en ella con una moralidad más seria, con la capacidad de expresar nuestras energías valientemente y sin lamentarnos ni siquiera filosófica o teológicamente. La teología de la liberación lo ha entendido perfectamente. Job llega a entenderlo a través de la prueba, y por gracia de Dios todos y cada uno de nosotros llegaremos a comprender la importancia de crecer, ante todo, en el abandono al misterio, con humildad y con espíritu de escucha, en el amor recíproco, paciente y perseverante; entonces encontraremos algunas soluciones, quizá no del todo justas o acertadas, pero, desde luego, menos injustas y bastante mejores que las actuales. Os leo al respecto un pensamiento de Juan XXIII, tomado de su Diario del alma, que va en la línea de nuestras reflexiones: «Cuanto más maduro me hago en años y experiencias, tanto más reconozco que el camino más seguro para mi santificación personal y para el mayor éxito de mi servicio de la Santa Sede es el esfuerzo vigilante por reducirlo todo –principios, orientaciones, posiciones y asuntos– al máximo de simplicidad y de tranquilidad, atento a podar siempre mi viña de lo que es mero follaje inútil y desarrollo de volutas, e ir derecho a lo que es verdad, justicia y caridad, sobre todo caridad. Cualquier otro sistema de acción no es sino ostentación y búsqueda de afirmación personal, que enseguida se delata y se hace pesado y ridículo. ¡Oh, la simplicidad del Evangelio, del libro de la Imitación de Cristo, de las Florecillas de san Francisco, de las páginas más deliciosas de san Gregorio en su Moralia! [un comentario al libro de Job]. ¡Qué mezquinos parecen todos los sabios del siglo, todos los listos de la tierra, incluidos los de la diplomacia vaticana, cuando son vistos a la luz de la simplicidad y la gracia que brota de esta gran y fundamental enseñanza de Jesús y de los santos. Este es el medio más seguro, que confunde la sabiduría del mundo y se aviene igualmente bien, más aún, mejor, con amabilidad y con auténtico señorío» (Giornale dell’anima, 1948, pp. 275-276; trad. esp.: Diario del alma, 2002). Pidamos humildemente en la oración que nos sea concedida también a nosotros esta actitud no sumisa, sino que permite atravesar las vicisitudes de la vida, las situaciones y 55

todas las cosas con señorío y con alegría.

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5. La lucha por la obediencia de la mente Propongo ahora una enseñanza –no una meditación, por tanto, sobre un pasaje bíblico– que querría referirse al conjunto del libro de Job y al significado que puede tener para nuestra vida cotidiana. Al elegir como tema central de los Ejercicios la palabra de Jesús «Habéis perseverado conmigo en mis pruebas», sentía yo el deseo de resaltar un aspecto particular, a veces pasado por alto, de la existencia cristiana: el aspecto conflictivo y específicamente de lucha por el control y la obediencia de la mente. Este aspecto aparece magníficamente ejemplificado en Job; todo el libro, en efecto, es una gran lucha emprendida por el hombre para que la mente obedezca a Dios. Trataremos, por tanto, de entender ante todo la expresión bíblica obediencia de la fe. Luego reflexionaremos sobre el desorden de la mente; sobre los diversos modos de desobediencia de la mente y sobre la purificación de la mente según la doctrina de los Padres griegos. Finalmente, deduciremos algunas consecuencias para nosotros. «Oh María, tú que tuviste una mente y un intelecto purificados y obedientes desde el comienzo; tú, que después de una simple pregunta: “¿Cómo sucederá eso?”, te tranquilizaste y no diste ya pie a la ansiedad, a los replanteamientos, a los temores, concédenos seguir tu camino mediante una pacificación de la mente y del corazón que nos permita entregarnos con todo el alma y con todo el espíritu al servicio y al amor del prójimo, según nuestra vocación».

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La obediencia de la fe Escribe san Pablo: «Por medio de él» –Jesucristo, nuestro Señor, resucitado de entre los muertos– «hemos recibido la gracia del apostolado para obtener la obediencia a la fe por parte de todas las gentes, para gloria de su nombre» (Rm 1,5). La obediencia a la fe es, por consiguiente, el objetivo del apostolado de Pablo, el objetivo de la muerte de Jesús y del envío del Espíritu Santo a los apóstoles con el fin, justamente, de capacitarlos para obtenerla. Es el objetivo de la Iglesia, de la misión cristiana: obtener la obediencia de la fe de toda criatura razonable al misterio de Dios, al kērygma, al anuncio de la salvación. El tema es central en todo el Nuevo Testamento. No es casual que la Carta a los Romanos vuelva a repetir en la doxología final: «Al que puede confirmaros según mi buena noticia y la proclamación de Jesús como Mesías, según el secreto callado durante siglos y revelado hoy y, por disposición del Dios eterno, manifestado a todos los paganos por medio de escritos proféticos para que obedezcan a la fe, a Dios, el único sabio, por medio de Jesucristo, sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rm 16,25-27). El concepto también se expresa en la Carta a los Hebreos, donde se dice que el Hijo de Dios, «llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5,9). Jesús es salvador para nosotros mediante aquel acto fundamental que se denomina obediencia de la fe. Pero también los antiguos padres se salvaron mediante la obediencia y la escucha: «Por la fe, Abrahán, llamado por Dios, obedeció saliendo para un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Podemos imaginar a Abrahán caminando hacia la primera etapa de su peregrinación sin conocer su destino. ¿Qué cantidad de interrogantes no atormentarían su mente? Por supuesto que no sería fácil para él responder a preguntas de este tipo: ¿quién me obliga a hacerlo?; ¿es justo realmente?; ¿por qué no me he quedado donde estaba? La obediencia a la fe no se agota en un acto único e indivisible; más bien, es el comienzo de una lucha contra todas las tentaciones mundanas de desobediencia, de autosuficiencia, de presunción...: pensamientos propios del hombre carnal, psíquico, que, según las palabras de Pablo, tiene siempre mil razones que oponer a la fe.

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El desorden de la mente La obediencia a la fe supone la victoria sobre todo cuanto constituye el desorden de la mente: fantasmas contrarios o perturbadores que se oponen al camino de fe, lo obstaculizan, lo ridiculizan, lo ponen en cuestión, querrían interpretarlo diversamente, lo interrogan... Estos son –como dicen los espíritus inmundos en el episodio del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1s)– una legión, una algarabía. Lo sabe bien quien desea comenzar a recorrer de veras el camino de la fe. Todo hombre está sometido a esta multitud de ideas molestas y transversales que, cual parásitos, langostas o mosquitos, zumban alrededor impidiendo aplicarse a lo que es el deber fundamental. Quienes no experimentan una vida espiritual no caen en la cuenta de ello y viven de impresiones, de lecturas, de periódicos, de escucha de sonidos, de rumores, de televisión..., pasando de una a otra de estas cosas en un continuo vórtice de imaginaciones, de fantasías, de deseos, apagando una visión con la posterior, justamente como quien, viendo un programa de televisión después de otro se queda siempre bajo la influencia de una excitación. El desorden de la mente es, podemos decir, una situación constante de la existencia, aunque no se advierta. Solo se advierte cuando se comienza a hacer silencio, a meditar con regularidad; entonces uno se ve asaltado por una multitud de pensamientos inútiles, vanos, desordenados, y el combatirlos puede llegar a ser un verdadero martirio oculto, una verdadera penitencia capaz de suplir muchas otras penitencias exteriores. Pero es también condición de salud psíquica, porque quien logra disciplinar el mundo de las fantasías, de los afectos, de los deseos, de los temores, de las previsiones, de las huidas hacia adelante, de las nostalgias, obtiene una buena y segura salud interior. De lo contrario, la persona se ve constantemente zarandeada por sentimientos diferentes, en los que no sabe orientarse, y cambia rápidamente de humor, reaccionando de modos de los que ni siquiera es capaz de ser consciente. La lucha contra el desorden de la mente es una de las ocupaciones más importantes para quien desea obedecer a Dios y abandonarse a su acción.

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Los diversos modos de desobediencia de la mente Entre los numerosos modos de desobediencia de la mente, querría señalar al menos algunos. Muchos son simplemente perturbadores, y los llamamos «distracciones»: van y vienen, pero no llegan a combatir directamente contra la obediencia, aunque siempre son capaces de disminuir la fuerza del espíritu. Sin embargo, a menudo se dan pensamientos que asumen el aspecto de verdaderas desobediencias a la fe, tal vez implícitas o bien ocultas. Job es un constante ejemplo de esto. Si releemos el libro desde este punto de vista, caemos en la cuenta de que Job y sus amigos expresan, hablando, una algarabía de ideas, muchas de las cuales tienden a la desobediencia. De estas también nosotros tenemos experiencia: pensamientos, por ejemplo, que dan vueltas en nuestra mente para que nos rebelemos contra la situación que estamos viviendo; la no aceptación de nosotros mismos, de nuestro aspecto físico, de nuestra familia; la no aceptación de la sociedad... De hecho, tenemos la obligación de combatir el mal que hay en ella; pero, si soñamos y fantaseamos con condiciones diferentes, irreales, ello nos impide amar, servir y contribuir a mejorar el mundo, porque continuamente nos presentan una situación diferente de la real. Y, una vez más, la no aceptación de ser pecadores, de haber errado. ¡Cuántas veces somos vejados por la autojustificación...! Sobre todo cuando somos criticados, con razón o sin ella, se hace presente en nuestra mente una extensa teoría de justificaciones, y volvemos a vernos mil veces en la situación para decirnos a nosotros mismos que los demás no nos han comprendido y que nosotros tenemos razón. Job nos ha enseñado también el peligro de no aceptar que no sabemos quiénes somos y si somos o no somos justos; el peligro de la necesidad absoluta de definirnos, de comprendernos en nuestras raíces. Y existe un modo de realizar sobre uno mismo la indagación psicológica o el psicoanálisis que contiene este deseo: quiero poseerme hasta el fondo, y por eso persigo una búsqueda infinita de sueños, de fantasías, de tics nerviosos, de gestos inconscientes, para llegar a descubrir aquel secreto sobre mí que resulta tan difícil de poseer. De estos pensamientos se pasa, ciertamente, a aquellos de una desobediencia más directa: la no aceptación de Dios. Es, en el fondo, la gran tentación que impregna todo el libro de Job. Él lo acepta, y es su gran acto de fe; sin embargo, su mente se ve siempre tentada de rechazarlo, hasta la tentación de la desesperación y también de resignación, en un sentido negativo. Ya no creo en nada, ya no acepto nada, ya no tengo ganas de nada. He aquí el giro de los pensamientos: se presentan, en general, como inocuos: ocupan las primeras horas de la mañana, al despertarnos; nos asaltan en momentos en los que no estamos muy comprometidos, y de repente invaden nuestra mente de un modo que, al retomar los compromisos, nos sentimos tristes, apáticos y débiles, sin saber por qué. En realidad, no los hemos disciplinado cuidadosamente, no los hemos detenido. De este modo, distintas formas de exaltación o de resentimiento, de apasionamiento o de depresión, o de rabia contra nosotros mismos o contra otros, han entrado 60

inconscientemente en nosotros, que después las hemos cultivado. Podría mencionar también las fantasías sensuales, los deseos, todas aquellas imaginaciones que quizá se deslizan subrepticiamente en nosotros, dejándonos en un cierto punto vacíos, poco estimulados para orar, poco comprometidos en la misa, en la recitación del breviario: no comprendemos el motivo; pero se trata, simplemente, de que nos hemos dejado entretener un tanto, sin darnos cuenta, por una serie de pensamientos indisciplinados que han terminado debilitándonos. El descubrimiento de este difícil mundo interior es parte del camino espiritual y nos conduce a emprender una lucha continua y muy fatigosa.

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La purificación de la mente según los Padres Si partimos de estos presupuestos, tenemos una clave para leer un gran número de textos de la literatura patrística oriental, sobre todo de la literatura monástica. Los volúmenes de la Filocalia tratan ampliamente este tema: la lucha por la disciplina de la mente, de los pensamientos, de los sentimientos del corazón. El monje, en efecto, al entrar en la vida solitaria, es llamado a afrontar ante todo su mundo interior, y su vida se convierte en una lucha para reducirlo a la obediencia. De ahí que los libros de la Filocalia estén cargados de sabiduría espiritual y psicológica: ellos nos hacen partícipes de una tradición milenaria de disciplina de la mente. Los mismos títulos de cada obra son significativos: Dar importancia al intelecto, de Isaías el Anacoreta; Sumario de la vida monástica que enseña cómo debe ejercitarse la ascesis y la hesiquía, de Evagrio Póntico (hesiquía indica la calma que posee la mente, es decir, la paz interior, que es considerada como ideal de la vida monástica y por la que se lucha durante toda una existencia); Sobre el discernimiento de las pasiones y de los pensamientos, del mismo Evagrio; Los ochos pensamientos viciosos, de Juan Casiano. El tratado de Casiano saca a la luz, desenmascara y combate todos aquellos pensamientos que debilitan al hombre, porque con los pensamientos se descubren también las pasiones, llegando así a la raíz del corazón. Entre tantos pasajes interesantes, leo un párrafo de Evagrio sobre el discernimiento. Con el pintoresco estilo propios de los Padres del desierto, escribe: «Hay un demonio, denominado vagabundo, que se presenta a los hermanos sobre todo al clarear el día; este pasea el intelecto de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y de casa en casa. El intelecto entabla, al principio, simples diálogos», por tanto, se presenta de manera inocua, haciendo repensar a una persona o a otra; «luego se entretiene por más tiempo con algún conocido y corrompe el estado interior de los que encuentra, y luego, poco a poco, se va olvidando de su conocimiento de Dios, de las virtudes y de su propia profesión. Es necesario, pues, que el solitario observe de dónde viene este demonio y adónde quiere este llegar. No es por casualidad que este demonio da todas estas vueltas. Lo hace para corromper el estado interior del solitario. De este modo, el intelecto, enardecido por estas cosas, ebrio por todos los encuentros, inmediatamente se tropieza con el demonio de la fornicación, o de la ira, o de la tristeza. Sentimientos que sumamente destruyen el resplandor del estado interior» (cf. La Filocalia, vol. 1, Gribaudi, pp. 112-113). Me parece que se indica con toda claridad el proceso de corrupción de la mente.

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Sugerencias Finalmente, expreso algunas observaciones como conclusión. 1. Es justo, hasta un cierto punto, querer salir racionalmente del vórtice de los pensamientos que nos asaltan. Instintivamente somos llevados a dar a cada uno de ellos una respuesta lógica, porque se presentan a menudo como interrogaciones. 2. Sin embargo, existe un límite. Nos damos cuenta, en efecto, de que, conforme aumenta nuestra sensibilidad, las preguntas no se contentan en realidad con una respuesta, sino que prosiguen deprimiendo al espíritu. Entonces debe dispararse la advertencia de la lucha, debe emerger la actitud disciplinada de aquel que tiende a la hesiquía, al control ordenado de la propia mente, a través de tres modos concretos: a) cortar valientemente el vórtice de pensamientos repitiendo la decisión incluso mil veces. En cuanto comprendamos que no son constructivos, aunque parezcan racionales, hay que combatirlos inmediatamente. Si muchas personas lo hubieran hecho a tiempo, se habrían ahorrado muchos agotamientos nerviosos, muchas amarguras, muchos resentimientos ya demasiado cultivados, muchas dificultades. La decisión interior es, por consiguiente, muy importante. b) El segundo modo, sugerido también por la Imitación de Cristo, es simple y lo olvidamos con frecuencia; sin embargo, obtiene realmente grandes resultados: age quod agis, entrégate por completo a lo que haces y hazte ayudar también por la sensibilidad. Si estás leyendo un libro, siéntelo en tus manos, siente su peso, dirige los ojos a las palabras una tras otra, trata de resaltarlas a través de los mismos caracteres. Así pues, si cantas, canta con todo el corazón; si escribes, escribe con todas tus fuerzas; si caminas, camina con toda tu energía. No te dejes agarrar por pensamientos parásitos que querrían, con resentimientos, aversiones, temores y angustias, dominar tu acción. Parece un medio incluso demasiado simple y, sin embargo, es muy útil; hay incluso escuelas de psicología que se fundamentan en él: una autoconciencia ordenada parte de la percepción sensible de algunas realidades inmediatas, para ordenar posteriormente el hilo de la mente según una línea recta que no se desvíe continuamente a derecha o a izquierda. c) La tercera sugerencia, presentada frecuentemente por los Padres griegos, sobre todo en el ámbito del procedimiento de la tradición monástica, es la oración de Jesús. Esta oración consiste en desplazar la mente al corazón; por tanto, en no dejar que la mente se extienda en la selva de los pensamientos, dedicándola total y afectivamente a la persona de Jesús. La oración del corazón tiene su técnica, quizá no muy adecuada para nosotros, los occidentales, pero que en la Iglesia griega y en la Iglesia rusa llega a alturas místicas realmente notables. De todos modos, también nosotros tenemos formas de oración del corazón: el rosario, por ejemplo, cuando es se reza debidamente, tiende a pacificar la mente, conduciéndola a una serie de palabras e imágenes fundamentales; el viacrucis suscita 63

sentimientos y afectos hacia Jesús; las jaculatorias y las palabras de los salmos, repetidas muchas veces, pueden llegar a ser así oración del corazón. Poco a poco, la multiplicidad de los pensamientos se simplifica y se reduce a unidad. Todas ellas son formas que ayudan también a recuperar aquella unidad interior en la distracción y en la ruptura que surgen con frecuencia por la multiplicidad de las actividades, que encuentra en la oración de Jesús su punto de referencia privilegiado. Durante la experiencia que he vivido en la India, donde he conocido de cerca la ascesis hindú y los caminos realizados por muchos jóvenes en busca de gurús, de maestros espirituales, he comprendido que también allí el ideal es llegar a la posesión de uno mismo, a la unidad, no de un modo lógico, racional, posesivo, sino mediante un don; en la India se habla de vaciamiento de sí, de abandono a la nada. Para nosotros significa abandono al misterio inefable en el que estamos inmersos y que, al ser más interior que mi interior mismo, está en el fondo del corazón, por lo cual puedo encontrarlo en todo momento –de día o de noche, en la enfermedad o en la salud, en la tristeza o en la alegría– construyendo la unidad profunda en mí mismo. La oración de Jesús está al alcance de todos y, sin embargo, introduce en los misterios más profundos; es compatible y se adapta a todas las situaciones, y puede ser practicada también por quien tiene muchos compromisos y a veces tiene poco tiempo para una oración prolongada e intensa, aunque debemos reconocer por experiencia que no es posible vivir la oración de Jesús o, en cualquier caso, una oración afectiva, del corazón, durante las ocupaciones de la jornada si no se realizan conjuntamente momentos fuertes y serios de oración y de silencio. 3. Una última observación trata de la ira del intelecto, una expresión que tomo de Isaías el Anacoreta: «Entre las pasiones existe una ira del intelecto, que es según la naturaleza» (una ira buena, por consiguiente, porque, en la tradición griega, «según la naturaleza» significa «según Dios», como Dios ha hecho las cosas). «Sin ira ni siquiera hay pureza en el hombre; es decir, si él no se aíra contra todo lo que siembra el enemigo en el hombre en perjuicio suyo». Si un hombre tolera pacientemente que lo invada un vórtice de pensamientos y no lo siente como enemigo, ese hombre no vive la verdad y no alcanza nunca la pureza interior. «Cuando Job encontró a este enemigo, lo insultó en sus amigos diciendo: “Gente sin honor, despreciables, privados de todo bien, no os he considerado dignos de estar entre mis perros del rebaño”... Si te estás oponiendo a la turba de tus enemigos y los ves debilitados huyendo hacia atrás, que no se alegre tu corazón, porque la malicia de los espíritus está detrás de ellos. Preparan una lucha peor que la anterior, dejan a otros apostados detrás de la ciudad y les ordenan que no se muevan. Si tú te opones y les haces frente, huyen ante ti derrotados. Pero si tu corazón se ensoberbece porque los has expulsado, unos surgen de detrás, y otros se levantan por delante, y dejan a la pobre alma en medio de ellos sin escapatoria. La ciudad es la oración. La resistencia es la contradicción en Cristo Jesús. El apoyo es la indignación» (op. cit., p. 89). Isaías el Anacoreta afirma, por consiguiente, que hay que airarse contra todo cuanto 64

intenta destruirnos y perturbarnos, para llegar a una disciplina interior fuerte en la que solamente es posible vivir también a través de continuos cambios de la situación que nos rodea y de nuestra misma situación de espíritu. Pero teniendo fija la mirada en Jesús, el Señor, príncipe de la paz, aquel que reina en nuestro corazón, más allá y por encima de todas las vicisitudes humanas. Tal es la obediencia de la mente, a la que Job llega únicamente después de un largo esfuerzo y un penosísimo sufrimiento. Que el Señor nos conceda llegar pronto a esta meta importante para nuestra vida y para nuestro servicio pastoral.

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6. Tres modos de luchar con Dios En nuestro esfuerzo por comprender el enigma de Job o, mejor aún, por penetrar un poco más en el misterio del Dios altísimo, incognoscible, misericordioso y justo, soberano e impenetrable, tres veces santo, debemos recordar que el libro de Job forma parte de la Escritura y que, por tanto, su mensaje tiene que asimilarse junto con la totalidad del mensaje bíblico. Por eso querría proponeros continuar nuestra lectura ampliando la mirada hacia algunas páginas veterotestamentarias y neotestamentarias en tres direcciones. Empleando una terminología tal vez un tanto pretenciosa, podrían denominarse, respectivamente, dimensión antropológica, dimensión cristológica y dimensión trinitaria. Hemos visto la lucha de Job contra el desorden de la mente; todo su sufrimiento es una purificación de la multiplicidad de pensamientos que parecen razonables, justos, lógicos, pero que al final no se tienen en pie. Su último acto es una capitulación ante el misterio. En este combate contra el desorden de la mente, Job lucha también con Dios. Como Jacob en aquel relato misterioso, modelo de todas las formas de lucha con Dios en la historia y en la espiritualidad, así también Job quiere ser bendecido, justificado, declarado justo; quiere obtener lo que desea. El tema de la lucha con Dios es inagotable, y quizá nosotros no lo afrontamos demasiado, precisamente porque es un tema de la mística cristiana; sin embargo, nos concierne, y queremos profundizar en él. Así pues, propongo reflexionar, desde el punto de vista antropológico, sobre tres episodios: – el capítulo 10 de Job («El alegato de la criatura contra el Creador»); – el capítulo 2 de Juan (vv. 1-12); – el capítulo 25 de Mateo (vv. 21-28), con el paralelo de Marcos (7,24-30).

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El alegato de la criatura contra el Creador (Job 10) «Job parece presentar una especie de discurso imaginario para pronunciarlo ante un hipotético tribunal supremo de justicia en el que también esté presente Dios» (cf. G. Ravasi, op. cit., p. 408). El discurso puede dividirse en las siguientes partes: – vv. 1-2, la apertura del alegato. «Estoy hastiado de la vida: me voy a entregar a las quejas desahogando la amargura de mi alma. Pediré a Dios: “No me condenes, hazme saber por qué eres mi adversario”». Son palabras que introducen al momento de la lucha cerrada. – vv. 3-7: el alegato comienza con cinco preguntas dirigidas al adversario. Hemos leído anteriormente las que Dios hará a Job, pero aquí es Job quien lo acosa con preguntas retóricas, con el objetivo de ganárselo. «¿Te parece bien oprimirme, desdeñar la obra de tus manos, mientras favoreces los proyectos de los malvados? ¿Tienes ojos de carne o ves como ven los hombres? ¿Son tus días como los de un mortal y tus años como los de un hombre, para que indagues mi culpa y examines mi pecado, aunque sabes que no soy culpable y que nadie me librará de tus manos?» Dios es puesto en entredicho en su bondad: ¿por qué me tratas de una manera que no te corresponde y no me tratas, en cambio, con benignidad? – vv. 8-12. Las preguntas ceden el lugar a una conmovedora peroración, justo como en un alegato cuando se invoca la clemencia del tribunal: «Tus manos me formaron, ellas moldearon todo mi contorno, ¿y ahora me aniquilas? Recuerda que me hiciste de barro, 67

¿y me vas a devolver al polvo? ¿No me vertiste como leche?, ¿no me cuajaste como queso?, ¿no me forraste de carne y piel?, ¿no me tejiste de hueso y tendones?, ¿no me otorgaste vida y favor, y tu providencia no custodió mi espíritu?». Aunque no hay una referencia verbal explícita, podemos leer en las palabras de Job el misterio de la alianza: tú me has creado, me has hecho tuyo, soy tuyo, no te olvides de tu criatura, acércate a mí, no me abandones. – vv. 13-17: después de la peroración, las acusaciones contra Aquel que actúa como enemigo. «Y, con todo, algo te guardabas, ahora sé que pensabas esto» (v. 13). La denuncia es gravísima, y la Biblia de Jerusalén, en la nota, muestra cierta dificultad al explicar el versículo: «La queja de Job traduce una verdad trágica. Usando espontáneamente de su libertad, el hombre debería poder vivir en paz con Dios, en armonía con los seres y las cosas. Ahora bien, se siente dependiente de una voluntad misteriosa y exigente que le deja en la incertidumbre respecto a sí mismo y a Dios, pone a prueba su conciencia y no le concede las garantías sobre las que querría apoyarse. Utilizando una forma negativa, Job evoca el drama mismo de la fe». Tal vez esta nota vaya demasiado lejos, pero las palabras de Job expresan algo del misterio del hombre frente a una incertidumbre que querría llegar a resolver: «Que si pecaba, me lo guardarías y no me dejarías impune; que si era culpable, ¡ay de mí!; que si era inocente, no levantaría la cabeza, me saciaría de afrentas y me hartaría de miserias; que si la levantaba, me darías caza como un león, repitiendo tus proezas contra mí, renovando tus ataques contra mí, redoblando tu cólera contra mí, tus tropas de refresco sobre mí». Dios es visto, por tanto, como un animal feroz que no deja en paz a este pobre 68

hombre. – vv. 18-22: de nuevo se regresa de la agresividad a la súplica, que se apoya en la afectividad del misterio de Dios. «¿Por qué me sacaste del vientre? Pude haber muerto sin que unos ojos me vieran, y ser como si no hubiera existido, conducido del vientre al sepulcro. ¿Qué pocos son mis días! Que Dios acabe y se aparte de mí, y tendré un instante de alegría, antes de partir, para no volver, al país de tinieblas y sombras, a la tierra lóbrega y opaca, de confusión y negrura, donde la misma claridad es sombra». En este capítulo expresa Job su soledad, su incertidumbre, su dolor por no ser escuchado; y como le sucede a quien vive un fuerte complejo de inferioridad, se exaspera, lucha por obtener lo que desea de aquel que considera que puede y debe dárselo, con la cólera de quien no está seguro de sí y, sin embargo, exige sus derechos. Lucha con Dios, pero aún más consigo mismo, con la inmoderación de sus pensamientos, con el sentimiento de inferioridad que le asalta, con la inseguridad que lo corroe interiormente y de la que querría liberarse con palabras amenazadoras. A veces, las personas que más agreden verbalmente son las más débiles, las más frágiles, y se ensañan contra el otro por temor a no conseguir lo que desean.

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La lucha de María con Jesús (Jn 2) Frente a este modo de luchar con Dios, nosotros quisiéramos leer el modo de luchar de la madre de Jesús en el episodio de las bodas de Caná. María piensa que debería obtener lo que quiere y, sin embargo, no puede estar absolutamente segura de conseguirlo. Pone así en acción todo su empeño con tal de obtener del Hijo cuanto desea. La lucha se expresa con términos muy sobrios, velados, pero sigue siendo una lucha con Dios. En un primer momento, María expone la causa de los novios erigiéndose en su defensora ante Jesús, con una peroración muy breve y al mismo tiempo muy seria: «Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”» (Jn 2,3). Es una palabra dolorida: ¿Cómo es posible que con tu presencia y con la mía no podamos ayudar a estas personas, evitándoles la humillación que quedará como una sombra para toda su vida, un signo de desgracia sobre su matrimonio? Se trata de una palabra magnífica, que parte de lo negativo y sitúa, por tanto, frente a un hecho que debe remediarse. Sin embargo, Jesús parece dejar sola a María. «Le responde Jesús: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer? Aún no ha llegado mi hora”» (v. 4). Cualquiera que sea el significado exacto de estas palabras, lo cierto es que no son de acogida, de estímulo, sino de distancia. María no recibe ayuda: está sola, como Job. Y entonces realiza un gesto heroico de confianza, porque no solo se implica a sí misma, sino también a otros. Llama, en efecto, a los sirvientes y les dice: «Haced lo que él os diga» (v. 5). Con un gesto público, la madre fuerza la adhesión de Jesús. Porque el suyo no es un sentimiento de inferioridad, de miedo o de debilidad por el que tenga necesidad de exasperarse o de gritar, sino que es de seguridad en la alianza. Así pues, se abandona a sí misma y a los sirvientes confiadamente a la fuerza de Jesús, que, aunque ella no sabe cómo, proveerá. Podemos observar que su abandono prosigue hasta el momento decisivo, si bien el pasaje evangélico no vuelve a mencionarla. Sigue confiando, aunque el Hijo realiza, aparentemente, un gesto contrario al esperado. Lo que se nos cuenta sobre la seis tinajas de piedra con una capacidad de dos o tres medidas, que se hacen llenar de agua, parece, de hecho, muy diferente de cuanto podría imaginarse; casi como si dijera: «Si no hay vino, ¡que se conformen con beber agua!» Da la impresión de que Jesús no se toma demasiado en serio la petición de su madre. Pero todo lo que sucederá después, así como la alegría del evangelista al proclamar que Jesús dio comienzo a sus milagros en Caná de Galilea (cf. v. 11), se debe a María, que, aunque luchando, aunque pidiendo con insistencia y poniéndose en una situación de exigencia, conserva la confianza propia de quien ya ha superado la lucha por la obediencia de la mente. Tal vez nosotros nos encontramos, en nuestras luchas con Dios, en un postura 70

intermedia entre la de Job y la de María, y tendríamos que tratar de acercarnos a María todo cuanto podamos en nuestro camino espiritual, pasando a través de aquella obediencia de la mente que es la actitud fundamental del creyente con respecto a Dios.

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La lucha de la mujer cananea (Mt 15,21-28) Un episodio bellísimo, en estrecho paralelo con el pasaje joánico de las bodas de Caná, es el que nos presenta la lucha de la mujer cananea con Jesús. Una mujer que es consciente de no pertenecer al pueblo elegido y que, por tanto, no tiene derecho alguno ni puede alimentar demasiadas esperanzas. Sin embargo, se decide con todo su ser a obtener de Jesús lo que desea. «Una mujer cananea, que era de las regiones de Tiro y Sidón, se puso a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija es cruelmente atormentada por un demonio”» (v. 22). Notemos la fuerza de esta súplica: en la invocación a la raíz tradicional y familiar de Jesús y a la fuerza de las promesas mesiánicas que reposan en él –«Hijo de David»–; en el hecho de llamarle «Señor», título que entraña la apertura al misterio de la omnipotencia divina; en las palabras que incitan a la compasión –«Ten piedad de mí»–; y en la descripción del sufrimiento que padece su hija. Ese es todo el contenido de una dolorida y eficaz peroración. Bellísima es también la identificación de la madre con la hija: «Piedad de mí»; la que sufre es mi hija, pero yo sufro con ella y, por tanto, soy yo quien te pido piedad. Sin embargo, Jesús no la escucha; ni siquiera le dirige la palabra (cf. v. 23). La mujer cananea experimenta un fuerte sentimiento de soledad, de rechazo, y emprende una lucha para obtener lo que desea. Para triunfar en esta lucha conmueve, en cierto modo, a los discípulos, que «se le acercaron implorando: “Atiéndela, que viene gritando detrás de nosotros”», que no deja de molestarnos. «Pero él respondió [segunda intervención negativa): “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel”» (v. 24). Una respuesta aparentemente determinante, ya que Jesús define así el límite de su misión. En ese momento, la mujer, de haber tenido la capacidad de desobediencia de la mente de que había hecho gala Job, se habría puesto a imprecar contra un plan de Dios que no llegaba a salir fuera de los reducidos confines de un pueblo soberbio, replegado sobre sí mismo e incapaz de mirar siquiera a sus vecinos. Habría llegado incluso al insulto y a la agresión. En cambio, se postra ante el Señor diciendo: «¡Ayúdame!» (v. 25). La lucha prosigue, pero en el registro del amor, del afecto, de la misericordia, porque la mujer cananea está segura de la misericordia de Jesús, más allá de cuanto sus palabras permitan hacer creer. Con su intuición parece decir: yo te conozco y sé que puedes y quieres ayudarme; sé que te comportas de este modo para probarme. Experimenta la prueba y, precisamente por eso, consigue percibir el aspecto de la purificación de su fe. Así, la vive con humildad, con decisión y con calma. Y una tercera vez es rechazada, y en esta ocasión de una manera durísima: «No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perros» (v. 26). Palabras que 72

suenan como un insulto de tipo nacionalista; palabras capaces de suscitar el odio, la ira y una increíble exasperación interior. La lucha entre Dios y el hombre está en su punto álgido. El hecho es de una profundísima elevación mística, y resulta extraordinario ver cómo la mujer, con la obediencia absoluta de su mente, en lugar de maldecir o arremeter contra Jesús, llega incluso a ser jocosa, pues se siente muy libre y confiada: «Es verdad, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27). La respuesta es de una superioridad incomparable, indicio de una persona que cree verdaderamente en Jesús, en la misericordia de Dios, en la fuerza universal de la alianza, más allá de las mismas palabras escuchadas. Así vence la mujer. Y Jesús quiere ser vencido. El misterio de la lucha con Dios reside precisamente en el hecho de que el ángel se alegra de ser vencido por Jacob (cf. Gn 32,23ss). Como dice un apólogo rabínico: Dios se alegra al ser superado y vencido por sus hijos. Y estalla el júbilo de Jesús: «Mujer, ¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos» (v. 28). Verdaderamente grande, porque ha comprendido el corazón de Cristo más allá de todo cuanto velaba el amor del Señor precisamente para suscitar la fe heroica. Es interesante tener en cuenta el paralelo de Marcos, quizá aún más iluminador: «Por esta palabra tuya, ve, el demonio ha salido de tu hija» (Mc 7,29). Por consiguiente, la palabra de la mujer es poderosa; y la alegría de Jesús es que el milagro casi ni siquiera es suyo, sino del poder de la fe humana. Él ha vencido porque ha logrado elevar a la mujer cananea a una calidad de fe inaudita, en la línea de la de Abrahán. La mujer ha vencido porque ha conseguido que Jesús se manifestara en su verdad divina. A veces me he preguntado qué habría ocurrido si la cananea se hubiera puesto a despotricar frente al comportamiento de Jesús. Ciertamente, el Señor no realiza milagros para quien le rechaza; sin embargo, creo que también en este caso él habría distinguido las actitudes. Si la mujer hubiera despotricado como Job –con fe y con deseo de búsqueda, por consiguiente–, pienso que Jesús la habría ayudado igualmente. Pero la cananea habría perdido. Si María hubiese despotricado, Jesús la habría ayudado al percibir la verdad de su actitud, pero María se habría quedado un paso atrás con respecto a la profunda paz de la mente que había conseguido. Somos nosotros quienes nos perdemos; Jesús actúa siempre con amor y misericordia hacia quien se muestra deseoso de acogerlo.

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Nuestra capacidad de luchar con Dios Al releer personalmente los tres episodios, debemos tratar de entenderlos, sobre todo, en una contemplación afectiva. ¿Cuál es nuestra capacidad de luchar con Dios? ¿Somos de los que fácilmente se deprimen, se sienten olvidados, abandonados, tal vez sin decírselo a sí mismos, pero sintiéndose así en el fondo de su conciencia? ¿O bien tratamos de imitar el ejemplo de María y de la cananea, que desafían a Dios y en el combate que supone la existencia van de fe en fe y acogen el momento difícil, al igual que la oscuridad, como el momento más alto del grito en que Dios prueba, en el fuego de la fe, la gratuidad del don, para que se exprese en una plenitud que constituye el culmen de todo el camino humano desde Abrahán? Podríamos ver aquí una especie de síntesis de toda la historia de la salvación: el hombre, creado por el amor de Dios y destinado a ser probado, no ha sabido aceptar el reto de la fe, y el pecado fundamental consiste precisamente en no saber fiarse de él, en no saber apoyarse en la guía de su palabra. Entonces, Dios reconstituye a la humanidad mediante la vía de la fe, comenzando por Abrahán. De este modo, la fe se purifica pasando por todas las grandes personalidades del Antiguo Testamento, adquiere en Job una concreta y ejemplar figura enigmática y desemboca en la fe de María, en la fe de los santos del Nuevo Testamento, hasta el abandono de Jesús en manos del Padre. Jesús es el hombre del abandono total y absoluto, incluso en el momento en que parece que el Padre lo deja en la soledad más tenebrosa. Todas las figuras –Abrahán, Jacob, Job, María, la mujer cananea– se encuentran en la de Jesús, abandonado por el Padre, en cuya manos se abandona, y constituyen una visión unitaria de la salvación con la que estamos llamados a confrontarnos en nuestras luchas cotidianas con el misterio de Dios.

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7. Tres ejemplos de obediencia de la mente Teniendo siempre presente el libro de Job, elegimos algunas páginas de la Escritura que nos inducen a una reflexión de tipo cristológico. Ya hemos profundizado en la importancia de la obediencia de la mente, y ahora aducimos como ejemplo tres casos concretos: – Abrahán (Génesis 22); – Job (Job 40-42); – Jesús (Marcos 14). Para pedir la gracia que solemos hacer antes de la meditación nos inspiramos en la palabra de la Carta a los Hebreos, que puede considerarse una síntesis de todo un curso de Ejercicios: «Así pues, nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús. El cual, por la dicha que le esperaba, sufrió la cruz, despreció la humillación y se ha sentado a la diestra del trono de Dios. Reflexionad sobre el que soportó tal oposición de los pecadores, y no sucumbiréis al desánimo» (Heb 12,1-3). Jesús, el que inició y perfeccionó la fe, es aquel que pasó por la gran prueba; un prueba que culminó en la ignominia de la cruz, a la que se sometió soportando una enorme hostilidad por parte de los pecadores. Ello nos incita a correr con constancia la carrera que nos espera, desprendiéndonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala, rodeados por una densa nube de testigos, que son todos los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, en particular los recordados en la Carta a los Hebreos, entre los que se encuentra Abrahán (cf. Heb 11). «Concédenos, oh Jesús, tener ante todo la mirada fija en ti. Tú eres aquel de quien procede nuestra fe, la lleva a su perfección, ha soportado la prueba antes que nosotros, nos conduce y no nos deja errar en el camino. Haz que nosotros te contemplemos con profundo afecto y podamos encontrar fuerza y alegría en seguirte aun en las más difíciles decisiones».

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La obediencia de Abrahán «Después de esto, Dios puso a prueba a Abrahán y le dijo: “¡Abrahán, Abrahán!”» (Gn 22,1). Nos hallamos en el momento culminante de la vida de Abrahán, que se mantendrá en toda la tradición como un momento altísimo, misterioso, dramático, hasta el punto de ser incluso simbólicamente interpretado en referencia a Cristo sobre la cruz y a la relación del Padre con el Hijo, aquel Padre «que no reservó a su propio Hijo» (cf. Rm 8,32). Dios, por lo tanto, pone a prueba a Abrahán. Lo llama por dos veces y le dice: «Toma a tu único hijo, a tu querido Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré. Abrahán madrugó, aparejó el asno y se llevó a dos criados y a su hijo Isaac; cortó leña para el sacrificio y se encaminó al lugar que le había indicado Dios» (Gn 22,1b-3). Resulta sorprendente la sobriedad del relato, como si todo cayera por su propio peso: Dios ordena, Abrahán obedece y, levantándose de madrugada, se pone en camino. Sin embargo, resulta fácil imaginar la lucha que se desencadenaría en la mente de Abrahán, los pensamientos, objeciones y resistencias que le asaltarían, la repugnancia que experimentaría mientras realizaba unos gestos tan simples, como si se tratara de una excursión campestre. Y sorprende que el texto bíblico no comente siquiera este hecho, que no aluda a la dramática lucha interior de Abrahán. En cambio, sí habla de ella la Carta a los Hebreos: «Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac. Y precisamente él, que había recibido las promesas, ofreció a su único hijo, del que se había dicho: “En Isaac tendrás una descendencia que llevará tu nombre”» (Heb 11,17-18). De una manera sintética se expresa toda la lucha interior que Abrahán tiene que librar: ¿por qué se me da esta orden precisamente a mí, que soy heredero de las promesas, que he sido halagado y fascinado por la promesa de una descendencia que he esperado durante años? ¡Si al menos tuviera más de un hijo...! Pero se trata precisamente de Isaac, mi único hijo, de quien se le había dicho: «En Isaac tendrás una descendencia que llevará tu nombre». Por una parte, Abrahán lucha y siente agitarse en él las objeciones tan fáciles, tan razonables, tan lógicas –como las de Job–; pero, por otra, como sigue diciendo la Carta a los Hebreos: «Él pensaba que Dios es capaz de hacer resucitar también de entre los muertos; por eso lo recobró como símbolo» (11,19). Logra realizar la obediencia de la mente porque se fía más allá de toda confianza, espera contra toda esperanza, según la tremenda expresión de Pablo. Mientras camina en silencio y trata de reprimir y dominar la enorme cantidad de pensamientos que le atormentan, el hijo, con simplicidad e ingenuidad, hace la pregunta que no debía hacerse y que habría podido hacer que se manifestara también hacia fuera la tormenta interior que estaba viviendo Abrahán: «Isaac dijo a Abrahán, su padre: “Padre”. Él respondió: “Aquí estoy, hijo mío”. El muchacho dijo: “Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”. Abrahán le contestó: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”» (Gn 22,7-8). 76

Esta es la obediencia de la mente: el abandono, más allá de toda evidencia, en manos del Dios mayor que nosotros, que todo lo tiene en su mano, que todo lo sabe, que todo lo puede y que todo lo provee. De hecho, el nombre de aquel lugar será «El Señor provee»; «por eso se dice aún hoy “el monte donde el Señor provee”» (v. 14). Es un primer ejemplo dramático de obediencia de la mente, es decir, de acatamiento de un misterio cuyas razones no se comprenden y cuya fuerza, sin embargo, advertimos dentro de nosotros. Por eso Abrahán es el arquetipo de la fe.

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El término del camino de Job Job, después de tanto hablar y disparatar, llega, al término del primer discurso de Dios, a una expresión que corresponde a la madurez de obediencia que ha adquirido. «El Señor siguió hablando a Job: “¿Quiere el censor discutir con el Todopoderoso? El que critica a Dios, que responda”. Job respondió al Señor: “Me siento pequeño, ¿qué replicaré? Me taparé la boca con la mano. He hablado una vez, y no insistiré; dos veces, y no añadiré nada”» (Job 40,1-2). Es una primera respuesta de Job y es también un reconocimiento de que el mundo, el misterio de la historia y el misterio de cada hombre forman parte de un misterio aún mayor e incontrolable. Sigue a continuación el segundo discurso de Dios (40,6-41), sobre el que los exegetas han hecho correr ríos de tinta, pues resulta difícil comprender qué añade esencialmente al primero. ¿Qué significado tienen las descripciones casi barrocas de dos enormes animales, Behemot (el hipopótamo) y Leviatán (el cocodrilo)? ¿A qué se debe este gusto por la descripción, que parece hacer mermar el apogeo dramático al que ha llegado el libro? Los exegetas tratan de responder de varios modos. A mí me parece que una de las respuestas más pertinentes es que, después de haber hablado de la naturaleza, se habla de la historia; es decir, con la imagen de los animales se alude a las dos grandes potencias que a Israel le parecen invencibles y capaces de destruir el universo: Egipto –el hipopótamo, que es el animal de los ríos– y Mesopotamia –Leviatán, animal mítico y muy feroz–. Pues bien, Dios ve también estas realidades desde lo alto, casi con sorna, porque las conoce por dentro y, aunque sean crueles, las tiene en su mano. Pero, cualquiera que sea el significado del pasaje, Dios retoma ciertamente sus protestas, no entrando directamente en el discurso de Job, sino ampliando sus horizontes hasta el límite de lo posible y aún más allá, apoyándose en la fuerza de aquel hombre: «El Señor replicó a Job desde la tormenta: “Si eres hombre, cíñete los lomos; voy a interrogarte, y tú me instruirás”» (40,6-7). Job es exaltado, si bien un tanto irónicamente: «Entonces yo también pronunciaré tu alabanza: 78

“Tu diestra te ha dado la victoria”» (v. 14). Algunos comentaristas observan que Dios escapa así al dilema de Job, que consistía en saber si tenía o no tenía razón. El Señor le dice: también tú eres fuerte, también yo te alabo, pero también yo tengo razón. La justicia de Dios es diferente de la nuestra; es posible una glorificación conjunta de Dios, del mundo y del hombre, a través de designios misteriosos. Tal parece ser el sentido de las palabras. Después de alabar a Job, Dios prosigue: «Mira al hipopótamo, que yo he creado igual que a ti; come hierba como las vacas. Mira la fuerza de sus ancas, la potencia de su vientre musculoso cuando yergue su cola como un cedro, trenzando los tendones de los muslos. Sus huesos son tubos de bronce, su osamenta barras de hierro» (40,15-18). Y más adelante: «¿Puedes pescar con anzuelo al cocodrilo o domar su lengua con una cuerda? ¿Puedes pasarle un junco por las narices o perforarle la mandíbula con un gancho? ... ¿Quién le plantó cara y salió ileso? ¡Nadie bajo los cielos! No dejaré de describir sus miembros ni su fuerza incomparable. ... Nada se le iguala en la tierra, pues está hecho para no tener miedo. Se encara con todo lo elevado y es el rey de todas las fieras» (40,25-26; 41,3-4.25-26). Al final de la larga descripción de los dos animales encontramos la respuesta de Job: «Job respondió al Señor: 79

“Reconozco que lo puedes todo y que nada es imposible para ti. [Tú has dicho:] ‘¿Quién es ese que empaña mis designios con palabras sin sentido?’. Es cierto, hablé sin entender de maravillas que superan mi comprensión. [Tú has dicho:] ‘Escúchame, que voy a hablar, voy a interrogarte, y tú me instruirás’. Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza”» (42, 1-6). Job comienza con una palabra muy bella, que será repetida por el ángel a María, y posteriormente por Jesús a propósito del joven rico y de la salvación de cuantos poseen riquezas: «Nada es imposible para Dios». El designio divino es inescrutable, más allá de todas las posibles evidencias, físicas o morales. Dios es el Viviente, la norma última de amor de todo el universo. «¿Quién es ese que empaña mis designios con palabras sin sentido?»: Pablo, después de haber contemplado el misterio terrible de Israel, intuye que debe de encerrar un designio impenetrable y expresa la misma certeza que Job (cf. Rm 11). Y Job hace el acto final de obediencia de la mente y, al mismo tiempo, de confesión: « Es cierto, hablé sin entender de maravillas que superan mi comprensión». Se trata de un juicio sobre lo que ha dicho: sus palabras tenían una parte de verdad, pero el conjunto de su intervención tendía a explorar realidades que no le competían, que escapan al hombre. Sigue a continuación el versículo 5, que, en mi opinión, constituye el clímax de todo el libro, en particular por la enseñanza que nos ofrece: «Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos». He aquí el sentido del largo sufrimiento de Job. Conocía a Dios por la catequesis, la teología, las disquisiciones y los libros. Por supuesto que no se trataba de conocimientos 80

falsos; sin embargo, no lograban armonizarse para enfocar verdaderamente el rostro de Dios; y Job se perdía en el intento de unir la multiplicidad de los razonamientos. Ahora se le iluminan los ojos y llega a intuir directamente que de Dios no se habla, sino que se le escucha y se le adora. Poniéndonos en esta disposición, que yo he llamado «afectiva», porque no pretende descubrirlo todo con la fuerza del intelecto, sino que se somete al misterio, se nos concede la connaturalidad con este mismo misterio, expresada por Jesús cuando dice: «Permaneced en mí y yo en vosotros». Entonces podemos afirmar que vemos a Dios con nuestros propios ojos. Obviamente, es necesario el razonamiento, son necesarias la teología y la pastoral, pero, por encima de todo, lo que cuenta es la intuición última. Y esto es el motivo de los motivos, más aún, el motivo sin motivo, ya que en Dios existe solamente su ser, su ser para nosotros, su ser para mí, y callan todas las razones. En la sumisión al misterio conocemos de verdad a aquel de quien procede todo, a quien todo retorna y que crea la unidad de nuestra existencia. Notemos que Dios ha considerado los razonamientos de Job mejores que los de sus amigos, que se han limitado a una expresión teológica muy tímida, demasiado prudente, demasiado ligada a la geometría, más que a las profundidades teológicas. Job ha ido más allá, se ha atrevido a más, ha sido más impetuoso, más pasional y, por tanto, se ha acercado más al misterio trinitario, que es entrega y pasión, que es totalidad y don. Sin embargo, al pretender hacerlo con palabras, se ha quedado todavía muy lejos: «por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza» (v. 6). Finalmente, ha llegado a la obediencia de la mente, que es amor, humildad, reverencia amorosa, sumisión que compendia toda la espiritualidad de la alianza: confianza en quien es mi aliado, abandono en sus manos, sin necesidad de saberlo todo sobre él ni sobre mí; y, en consecuencia, un conocimiento mucho más profundo que el que puede alcanzarse con la sutilidad de los razonamientos.

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El ejemplo de Jesús en Getsemaní El tercer ejemplo de obediencia de la mente es el de Jesús en Getsemaní. «Llegados al lugar llamado Getsemaní, dice a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras hago oración”. Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y empezó a sentir tristeza y angustia. Les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí velando”. Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejase de él aquella hora» (Mc 14,32-35). No sabemos si este fue para Jesús el único momento de prueba tan cargado de dramatismo. Alguna que otra referencia de los evangelios induce a suponer que no sería el único, porque Juan habla de fuertes turbaciones y de situaciones peligrosas aún durante su vida pública. En Getsemaní tenemos una concreción típica de que Jesús fue tentado, un hecho que la Carta a los Hebreos refiere al conjunto de su existencia terrenal: «No tenemos un sumo sacerdote que no sepa compadecerse de nuestras debilidades, habiendo sido él mismo probado en todo, a semejanza de nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). En todo. Por tanto, en el miedo, en el dolor, en el tedio, en la repulsión y en la desmotivación que vemos aflorar en Getsemaní. Es la prueba que ya hemos visto mencionada en Heb 12. ¿Qué significan estos sentimientos de angustia que alcanzan su clímax en la tristeza «hasta la muerte»? No es fácil entrar lógicamente en el contexto; tal vez pueda ayudarnos una oración afectiva que trate de hacerse presente en la conciencia de Jesús, de contemplarlo sintiendo con él el miedo y la angustia. Tal vez podamos comparar sus miedos con los nuestros, sobre todo los que experimentamos con respecto al reino de Dios, a lo que no sabemos hacer y a lo que percibimos como inminente y difícil; con respecto también a los temores que tenemos por los demás, a los gravísimos peligros espirituales en que se encuentran; con respecto a todo cuanto consideramos que constituyen otros tantos fracasos o acobardamientos de la Iglesia de Dios; con respecto a las situaciones dramáticas de familias, de personas enfermas, del sufrimiento ocasionado por un hijo drogadicto; con respecto a las tragedias que la enfermedad psíquica provoca en las familias, convirtiéndolas en un infierno. Todo esto es, en cierto modo, una participación en la angustia y la tristeza experimentadas por Jesús. Y nosotros conocemos todos los sentimientos de inutilidad, de dolor, de huida, de desamparo que nos llegan de esas angustias, porque están ejemplificados en el libro de Job. También en la Carta a los Hebreos se resume en los siguientes términos la condición que vive Jesús: «Durante su vida mortal dirigió peticiones y súplicas, con clamores y 82

lágrimas, al que podía librarlo de la muerte...; aun siendo hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer; ya consumado, llegó a ser para cuantos le obedecen causa de salvación eterna» (5,7-9). Se insiste en el tema de la obediencia: él aprende la obediencia de la mente y llega a ser causa de salvación para quienes aprenden a obedecerle a él. ¿Cómo reacciona Jesús en esta lucha por la obediencia de la mente, cuya solución consiste para muchos en huir, retirarse, abandonarlo todo? Jesús reacciona quedándose. Pide a los discípulos que se queden, que no huyan, que no cambien de circunstancias, sino que afronten la lucha. Después, se adelanta unos pasos, se postra en tierra y ora para que, si era posible, se alejase de él aquella hora. Es enormemente admirable el hecho de que Jesús afronte directamente el mal, pero a partir de su debilidad: «que se alejase de él aquella hora». La suya es una lucha con el Padre, y él desea que triunfe a toda costa la voluntad del Padre. De hecho, «decía: “¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo, aparta de mí esa copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”» (Mc 14,36). Él sabe que quiere otra cosa, que desearía que se alejara de él aquella copa; pero la palabra decisiva es «lo que quieres tú». Es la palabra última de la fe, de la obediencia de la mente, palabra que encarnan Abrahán, Job y todos los santos del camino de la fe en el Antiguo Testamento. Podemos permanecer contemplando afectivamente a Jesús en Getsemaní y preguntarle: ¿qué me dices a mí?; ¿cómo vivo estas realidades?

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Reflexiones conclusivas Sugiero tres reflexiones conclusivas: 1. Si existe una lucha por la obediencia de la mente, el modelo es Jesús en Getsemaní, Jesús orante; él es el modelo último que resume todo el combate de Job en su violencia y en su victoria, el mejor lugar donde releer el conjunto del Libro de Job y percibir cómo desemboca en los designios divinos. 2. Quien ora para no caer en la tentación ha ganado ya la mitad. De hecho, Jesús suplica a sus apóstoles: «Orad para no caer en tentación», y nos obliga a repetir esta incesante petición en la oración dominical, petición cuya importancia no siempre comprendemos y que a menudo formulamos en voz baja. Con ella pedimos al Padre poder comprender el carácter de lucha y de prueba de tantas situaciones, y no embarcarnos en ellas sin comprender que son una prueba, sino afrontarlas en la oración. Cuando nos damos cuenta de que una determinada realidad, un acontecimiento, es una prueba a la que Dios nos somete, hemos superado ya la mitad de la dificultad; en cambio, cuando lo entendemos como destino perverso, como maldad de la gente, de la sociedad, como ignorancia de los superiores o pereza de cuantos se nos confían, es muy difícil salir de él indemne, si no es con discursos racionales o medidas de tipo programático que, sin embargo, tan solo resuelven el problema en parte. Si comprendo el aspecto de prueba, brota el grito: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante de mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor». 3. La verdadera victoria consiste, como enseñan Abrahán, Job y, sobre todo, Jesús, en abandonarse en manos del misterio inagotable, creativo y sorprendente de Dios, que tiene muchos más recursos de cuanto podamos pensar o entender. Nunca debemos creer que nos hallamos en un callejón sin salida, porque, aun cuando tengamos tal impresión, la Trinidad tiene una inmensa capacidad de creatividad para acogernos; por consiguiente, el muro de la existencia, el callejón sin salida, es franqueado y superado por un abandono que constituye el acto supremo de libertad del hombre, el acto por el que hombre logra ser mucho más él mismo, es decir, criatura hecha para el diálogo con Dios y que se salva en la entrega total a él como Padre lleno de amor y de misericordia. «Concédenos, Padre, conocerte así. Haz que nuestros ojos te conozcan y te vean con aquella verdad que es la verdad del kerygma, del evangelio, de la salvación definitiva».

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8. Job y el Cantar de los Cantares El inefable misterio trinitario Abordo con temor y temblor el tema de esta última meditación –Job y el Cantar de los Cantares–, porque se trata de penetrar en aquellas zonas de adoración del misterio que forman parte del nivel místico, sobre el que siempre es más oportuno callar que hablar. Sin embargo, los sucesos de la vida, las pruebas, la acumulación de estímulos dentro y fuera de nosotros, nos impulsan a entrar en contacto con el misterio trinitario, en el que hunden sus raíces la humanidad, el mundo y la historia. – Os leo en primer lugar unas estimulantes palabras escritas por David Maria Turoldo sobre el tema de la enfermedad incurable. Se pregunta si es justo orar para ser curados de la enfermedad y de la muerte; repasando el evangelio, que, en su opinión, es muy delicado al respecto, subraya los episodios a favor (el ciego pide ver; el siervo del centurión pide la gracia para la hija; Lázaro es resucitado; la mujer cananea suplica y lo consigue). «Sin embargo», prosigue Turoldo, «el problema se impone con toda su fuerza, en el respeto mismo a Dios. Sin embargo, yo no pienso que sea justo orar para que Dios me cure. Lo puedo entender, pero solo a nivel humano, a nivel de un Job que aún anda a tientas en la oscuridad de su dolor y de su desesperación; es decir, lo puedo entender como desahogo necesario, como remedio a la angustia. Yo no oro para que Dios intervenga; yo oro para que Dios me conceda la fuerza necesaria para soportar el dolor y hacer frente también a la muerte con la misma fuerza de Cristo. Yo no oro para que cambie Dios; yo oro para llenarme de Dios y, posiblemente, cambiar yo mismo, es decir, nosotros, todos juntos, las cosas» (cf. D. M. Turoldo, «Cosa pensare e come pregare di fronte al male»: Servitium [1989], n. 64). Estas palabras nos inducen a buscar ciertos horizontes del misterio que, de lo contrario, no nos atreveríamos a afrontar. – Sobre todo, nos inducen a ello numerosas expresiones de Jesús, comenzando por las predicciones de su pasión: «Y empezó a explicarles que aquel Hombre tenía que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, sufrir la muerte y, al cabo de tres días, resucitar. Les hablaba con franqueza» (Mc 8,3132a). Y este discurso se repite por tres veces. Podríamos decir que no sabemos de ningún otro personaje histórico que durante su vida haya hablado tanto de su muerte como Jesús; más aún, que haya interpretado su vida a partir de la muerte y que, por consiguiente, actuara teniendo perspectiva su propia muerte. Las profecías de la pasión, que los evangelios recuerdan puntualmente, son 85

sancionadas por otras palabras. Por ejemplo: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo quisiera que estuviera ya encendido! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustiado estoy hasta que se realice!» (Lc 12,49-50). Nos vienen a la mente los versículos del salmo que son aplicados por la reflexión espiritual a la encarnación del Verbo, a su entrada en la lucha contra el pecado: «Allí le ha plantado una tienda al sol, que sale como un esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino» (Salmo 19,5c-6). Da la impresión de que Jesús desea la prueba, que la afronta exultante. Prosigue el salmo: «Asoma por un extremo del cielo, y su órbita llega al otro extremo. Nada se sustrae a su calor» (v. 7). Y todavía, al comenzar la última cena, Jesús dirá: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi pasión» (Lc 22,14-15). Y la misma ansia de entregarse a la prueba podemos verla en el gesto simbólico del lavatorio de los pies: «Sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos del mundo, los amó hasta el extremo». Después, se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla, se la ciñe, echa agua y lava los pies de sus discípulos, dándonos a entender de este modo que da la vida por nosotros, por nuestra vida, para purificarnos. De hecho, le dice a Pedro: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (cf. Jn 13,18). Tratemos, pues, de adentrarnos en la conciencia de Jesús, esa conciencia que, por una parte, es ejemplar para toda la humanidad, pues él es la cabeza de la humanidad redimida, el primogénito de entre los muertos, el primogénito de la creación, aquel en quien reconocemos nuestra vocación humana de criaturas, porque hemos sido creados y recreados en él; y, por otra parte, nos permite contemplar en Jesús el misterio de la Trinidad, de la vida íntima de Dios.

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Dos incansables búsquedas Con estas premisas, reflexionemos sobre la relación entre Job y el Cantar de los Cantares. A primera vista, no parece haber relación alguna entre ambos libros, pues son muy diferentes entre sí. Sin embargo, al menos tienen en común el hecho de que uno y otro describen y representan una búsqueda incansable. El Libro de Job es la búsqueda incansable de la justicia divina, cómo se manifiesta y cómo puede el hombre comprenderla. El Cantar es la búsqueda incansable del amor, del rostro del amado, de su presencia, del gozo de esta presencia. 1. Job procede a tientas: parece un ciego que avanza en la oscuridad y, sin embargo, en su tormento aparece algún destello. Un destello ampliamente comentado por los exegetas, porque, como todo el libro, es de difícil interpretación, y esta se encuentra hacia el final del capítulo 19: «¡Piedad, piedad de mí, amigos míos, que me ha herido la mano de Dios! ¿Por qué me perseguís como Dios y no os hartáis de escarnecerme? ¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y con plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que está vivo mi Vengador y que al final se alzará sobre el polvo; después de que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios; yo mismo lo veré, no como extraño, mis propios ojos lo verán» (Job 19,21-27). Palabras enigmáticas, incluso por el hecho de que las traducciones de los intérpretes son diferentes y, sin embargo, todos ellos están de acuerdo en que expresan un destello de certeza, de confianza, que supera toda premisa, porque se apoya en algo que va más allá de lo que el hombre es capaz de intuir. 2. En el Cantar de los Cantares hay destellos e impulsos de búsqueda análogos. Quisiera citar, sobre todo, los pasajes que en la Biblia de Jerusalén llevan por título «segundo poema» y «cuarto poema». 87

– Habla la novia: «¡Oíd, que llega mi amado saltando sobre los montes, brincando sobre los collados! Es mi amado como un gamo, es mi amado un cervatillo. Mirad: se ha parado detrás de la tapia, atisba por las ventanas, mira por las celosías. Habla mi amado y me dice: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Paloma mía que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz y es hermosa tu figura”» (Cant 2,8-14). Al final, esta llamada y estas palabras se quedan en un mero deseo: «En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré» (3,1). 88

El ansia de búsqueda, típica del libro de Job, se expresa también en el Cantar; pero además se manifiesta la decepción. Una decepción que no se da por vencida, que no renuncia, porque quien busca está movido por el amor, no por motivos racionales y lógicos. De hecho, sigue buscando incluso después de no encontrarlo: «Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: “¿Visteis al amor de mi alma?”. Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas» (3,2-4). La descripción es un juego continuo: el amado llega y llama; pero no se produce el encuentro. Entonces es llamado y huye, y al final es encontrado retenido. – El cuarto poema nos sorprende porque el amado está de nuevo lejos y es siempre buscado: «Estaba durmiendo, mi corazón en vela, cuando oigo a mi amado que me llama: “Ábreme, amada mía, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche”. Ya me quité la túnica, ¿cómo voy a ponérmela de nuevo? Ya me lavé los pies, ¿cómo voy a mancharlos otra vez? Mi amor mete la mano por la abertura: me estremezco al sentirlo, al escucharlo se me escapa el alma. 89

Ya me he levantado a abrir a mi amado: mis manos gotean perfume de mirra, mis dedos mirra que fluye por la manilla de la cerradura. Yo misma abro a mi amado; abro, y mi amado se ha marchado ya. Lo busco y no lo encuentro; lo llamo, y no me responde» (Cant 5,2-6). Comienza entonces el largo diálogo, primero con los guardias y después con el coro; y esta vez parece que la novia no consigue ya encontrar al amado. A lo largo del Cantar, entre un diálogo y otro, reaparece el tema fundamental: «Mi amado es mío, y yo soy suya». Es una expresión de confianza, pronunciada siempre en ausencia del amado y que, como todas las realidades importantes en la Biblia, aparece tres veces: «Mi amado es mío, y yo soy suya» (Can 2,16); «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío» (6,3); «Yo soy de mi amado, y él me busca con pasión» (7,11). Por consiguiente, tú eres mi Dios, y nosotros somos tu pueblo; tú eres mi pueblo, y yo soy tu Dios. ¿Cómo no ver en estas palabras la fórmula de la alianza expresada en términos de reciprocidad y de intimidad? Alianza indestructible, confianza plena, espera, asombro, certeza absoluta, aunque el amado no esté; se le está buscando, si aún no se le posee. En el Cantar de los Cantares observamos, por tanto, el tema de una búsqueda basada en la esperanza indestructible de que aquel a quien buscamos existe y nos ama, de que lo encontraremos; al mismo tiempo, el tema del ansia, del sufrimiento, de la espera generada por esta búsqueda. El encuentro suscitará sorpresa, alegría, paz, entusiasmo, e inmediatamente después vendrá de nuevo la pérdida y, por tanto, el deseo, la petición, la imploración. Da la impresión de que se describe el juego del amor, que recorre toda la existencia, en formas muy sencillas: desde la forma elemental de la madre que se oculta del niño para luego procurarle el entusiasmo y la alegría del encuentro, hasta la experiencia de la auténtica amistad. El amor exige ausencia y presencia, ocultación y búsqueda, para aumentar la sorpresa y el gozo. Me han impresionado algunas páginas de Adrienne von Speyr. Esta mística contemporánea, reflexionando sobre el tema del juego del amor en toda relación – 90

amistad, matrimonio, familia, etc.–, lo aplica al misterio de la Trinidad como misterio de relación amorosa en la que puede darse algo parecido al juego del amor. Porque en la Trinidad no existe monotonía de amor, sino dulzura, creatividad, impulso, entusiasmo. Me parece que es una observación muy lúcida y muy profunda, si no se quiere reducir el misterio íntimo de Dios a un océano inmóvil y se entiende, por el contrario, lleno de aquella fuerza, de aquel gusto por lo imprevisible y la aventura, de aquel continuo dinamismo que solo logra explicar la creación y el riesgo de tener un interlocutor con quien entrar en diálogo. Dios afronta la posibilidad de ser rechazado con tal de entrar en una relación de amor auténtico. En la misma línea puede entenderse también el deseo del Hijo de lanzarse a la aventura humana, de entrar en la prueba y de vivirla desde dentro, para constituir así, tanto en las relaciones con el hombre como en las relaciones con el Padre, esta riqueza de amor que nunca se cansa y nunca se apaga.

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Un Dios que se oculta Podemos entender mejor entonces el sentido de las llamadas «pruebas místicas», que se encuentran entre las más terribles de la existencia: la noche de los sentidos, la noche del espíritu, la noche de la fe, en la que el hombre va a tientas en un estado de casi desesperación por la ausencia de su amor total, del que ya no puede prescindir. En estos movimientos misteriosos del espíritu entendemos algo que nos permite comprender cómo, en el marco del misterio de Dios, no por un saber puramente lógico, sino por un camino de simpatía con lo divino, tienen un sentido muy preciso. Dios se oculta para hacerse buscar y encontrar; su búsqueda, aunque atormentada y dolorosa, forma parte del juego del amor, un paso necesario para una experiencia más verdadera. El «he buscado, pero no he encontrado» subraya un dinamismo formidable de nuestro conocimiento de Dios. En el fondo, también Job puede decir: «he buscado y no he encontrado», porque no ha tenido la respuesta en la que quería entrampar a Dios. Pero llegará a afirmar: «ahora te han visto mis ojos», mientras que «antes te conocía solo de oídas» (cf. Job 42,5), porque he penetrado más profundamente en tu misterio. Si tenemos el don de vivir nosotros mismos o de participar en la experiencia de otros que atraviesan momentos de oscuridad, de sufrimiento, de búsqueda y de amor, tal vez podamos intuir algo más, aunque no sea expresable lógicamente, del misterio de la noche y de la prueba. Tal misterio no está ligado a los rígidos cánones de la justicia –«si es ciego, es que pecó él o pecaron sus padres» (cf. Jn 9,1-2)–, sino que está inserto en el misterio expresado por Jesús: «Para que se revele en él la gloria de Dios». Dado que Dios es misterio de relación sorprendente y en continuo movimiento, se comunica en el dinamismo de una búsqueda tejida de sombras y luces, ocultamientos y manifestaciones. Por consiguiente, no en la claridad lógica, cristalina y cartesiana que siempre querría el hombre. No como querrían los hermanos de Jesús, que lo exhortan a manifestarse. Jesús se manifiesta en relación con ese misterio, es decir, haciéndose presente y ocultándose. Se manifiesta en los milagros y se oculta en la humillación de la cruz; se manifiesta en la resurrección, pero solamente a algunos íntimos, y se oculta a las grandes expectativas espectaculares de su mundo y del mundo de todos los tiempos. A nosotros, ciertamente, nos resultaría más fácil creer en un Dios que utiliza el escenario de la historia para un gran espectáculo pirotécnico. Sin embargo, el Dios de la revelación es de naturaleza misteriosa; no solo es pura y teatral ostensión de sí mismo, sino búsqueda, juego, relación continuamente renovada. Para conocerlo debemos, por tanto, buscarlo, entrar en su juego. Quien pretenda reducirlo a una dialéctica diferente de la que le es propia tendrá dificultades para conocerlo y aceptarlo. Lo aceptará con la inteligencia, pero no se resignará al hecho de que no sea como él espera. Hay que entrar en el juego, «exultar como gigantes», recorrer este camino, así como lo recorre el sol de un extremo a otro. El juego implica siempre la seriedad de un riesgo y, al mismo tiempo, imprevisión y alegría. Me viene a la mente la 92

escalada por una pared de montaña; también esta se hace por juego, no por razón de cálculo interesado alguno. Por eso causa placer, y también porque es riesgo, es temor de no conseguirlo. Pero cuando, superando las diversas dificultades, se va atisbando poco a poco la cima, estalla en el corazón la alegría de haberla conquistado, una alegría que no puede experimentar quien la alcanza cómodamente sentado en una telesilla. Comprender todo esto equivale a entrar en el conocimiento verdadero de Dios. El conocimiento «de oídas» presenta alguna brecha; podemos conocerlo como relacionalidad imaginativa, jocosa, sorprendente, creativa, podemos conocerlo como Trinidad de amor, solo si corremos el riesgo de encaramarnos tratando de parecernos al Hijo de Dios, que se la jugó en el universo creado hasta dar la vida.

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Job, un poema de amor Al concluir nuestros Ejercicios y nuestras reflexiones sobre el libro de Job, tenemos que decir que también el problema de Job es problema de amor. Un amor que se siente rechazado, pero que cree contra toda apariencia, que lucha, que grita, que chilla, que sufre porque quiere llegar a descubrir el objeto amado. En la primera meditación introductoria al misterio de la prueba hablé de la apuesta que Satanás hace sobre el hombre: no existe en este el amor gratuito, no existe una auténtica libertad capaz de darse. Yo no sé si mi amor a Dios es verdaderamente gratuito; y si pretendiera saberlo, padecería las mismas dificultades de Job y me angustiaría sin cesar. Sin embargo, sé que Dios me prueba y que llevará mi amor, a través de sus misteriosos caminos, hasta una completa purificación. El problema del amor puro, del amor gratuito, no es mío; es de Dios, que confía en mí y sabe que soy capaz de un amor igual que el suyo. Por lo que a mí concierne, tengo que darme a Dios con todo mi ser y con toda esa riqueza de gratificaciones humanas y divinas que me hace vivir el Señor. Le corresponde a él atraerme hacia sí del modo que él considere más verdadero y más auténtico. Por lo demás, y el Cantar de los Cantares lo deja intuir, el amor verdadero tiene en sí mismo su plenitud, su belleza, su riqueza, su premio; entender esto es precisamente entrar en el amor de Dios, en ese amor que tiene el poder de no ser justificado sino por sí mismo. Son estos los horizontes que hemos vislumbrado y que todo amante conoce; quien ama sabe muy bien que el amor deriva de la gratuidad, aunque después se nutra de mil gratificaciones. Sin embargo, en su esencia más profunda es un don de sí incomparable y, por lo tanto, un reflejo de la vida trinitaria. Pidamos al Señor que acreciente en nosotros el sentido de las cosas que vivimos, para reducir de algún modo nuestra ignorancia sobre él y para oír cómo nos dice Jesús: «Habéis perseverado conmigo en mis pruebas»; ahora me conocéis más: estad preparados también para reinar conmigo, porque habéis sufrido conmigo.

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Index Portada Créditos Introducción

2 3 4

Renovar el espíritu de oración El tema El libro de Job

4 5 10

1. El misterio de la prueba

11

La historia del prólogo de Job Las preguntas Las enseñanzas El libro de los más pobres de la humanidad

2. Job no sabe aceptarse a sí mismo La lucha con Dios Job maldice su día El grito de Job y la oración de lamentación Cuatro puntos de reflexión

3. El examen de conciencia de Job

12 14 16 18

19 19 21 25 27

31

El último monólogo de Job Guía para la meditatio

33 42

4. Moderación y conocimiento

44

Job no acepta que no se conoce a sí mismo La sabiduría va más allá de toda comprensión La respuesta de Dios Guía para la meditatio Aplicaciones prácticas

45 47 50 52 53

5. La lucha por la obediencia de la mente

57

La obediencia de la fe El desorden de la mente Los diversos modos de desobediencia de la mente La purificación de la mente según los Padres Sugerencias

95

58 59 60 62 63

6. Tres modos de luchar con Dios

66

El alegato de la criatura contra el Creador (Job 10) La lucha de María con Jesús (Jn 2) La lucha de la mujer cananea (Mt 15,21-28) Nuestra capacidad de luchar con Dios

67 70 72 74

7. Tres ejemplos de obediencia de la mente

75

La obediencia de Abrahán El término del camino de Job El ejemplo de Jesús en Getsemaní Reflexiones conclusivas

76 78 82 84

8. Job y el Cantar de los Cantares

85

El inefable misterio trinitario Dos incansables búsquedas Un Dios que se oculta Job, un poema de amor

85 87 92 94

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