La Felicidad Del Cavernícola

October 15, 2017 | Author: Ignacio Bellido | Category: Happiness & Self-Help, Memory, Homo Sapiens, Internet, Social Network
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Descripción: ¿Qué hace que las redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram sean tan adictivas? ¿Realmente son útil...

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© Ignacio Bellido, 2014 www.elefectobellido.com Comentarios sobre la edición y el contenido de este libro a [email protected] Queda prohibida, sin la autorización escrita del titular de la obra, la reproducción total o parcial del contenido de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

ISBN 978-84-617-1274-8

Ignacio Javier Bellido nació en Salamanca (España).

Posee

estudios

universitarios

en

Antropología y Educación Social. Su especialidad es el entorno del marketing y la psicología que envuelve el comportamiento del ser humano a la hora de tomar decisiones. Su libro “La ciencia del consumidor. Cómo las emociones y los sentidos seducen a la razón” (Siníndice 2013) ahonda en esta temática. Tras varios años de aventura profesional en SAGE SP compañía multinacional líder en el desarrollo y creación de software para la empresa, sus esfuerzos se centran en el entrenamiento y capacitación de profesionales. A lo largo de estos años, ha colaborado con las principales empresas de formación en España lo que le ha permitido dar el salto a América y llevar hasta el nuevo continente su labor docente.

“Es necesario revisar nuestra forma de vivir. El desarrollo tiene que ser a favor de la felicidad humana porque ese es nuestro tesoro más importante” PEPE MÚJICA, presidente de Uruguay en su discurso ante las Naciones Unidas Río de Janeiro, 2012

ÍNDICE INTRODUCCIÓN: MODERNIDAD DIGITAL . . . . 6

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

HABLAR SIN EMOTICONOS . . . . . . . . 14 SIN AMIGOS EN FACEBOOK . . . . . . . . 26 SOBREVIVIR SIN APP’s . . . . . . . . . . 36 CAMBIA DE COMPAÑÍA Y DE MÓVIL . . . 44 MOVIMIENTO ES VIDA . . . . . . . . . . . 50 COME COMO TUS ANTEPASADOS . . . . 56 DEJA DE TOCAR LA PANTALLA . . . . . . 63

INTRODUCCIÓN MODERNIDAD DIGITAL Pasó un cuarto de siglo hasta que tuve mi primer teléfono móvil. Más de tres décadas hasta que porté en mi bolsillo un smartphone o teléfono inteligente. Hoy, que ni uno ni otro ocupa mis bolsillos y desvelos puedo decir que el mundo no se acaba sin ellos. Estando a más de diez mil kilómetros de distancia de mis familiares y amigos, en un país en el que no conoces a nadie, perder el smartphone puede parecer el mayor de los contratiempos. Una vez que sucede se descubre que la tragedia no es tanta. Si bien

este dispositivo ayuda a acercar a quienes

están lejos, le hace a uno consciente del ansia por lo inmediato, por querer estar siempre conectado con todo un mundo que es incapaz de abarcar, por mucha red social digital de la que se forme parte y por atractiva que pueda resultar.

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Cuando somos felices no solemos darnos cuenta de que lo somos, sin embargo, en el momento en el que nos vemos expuestos a altas dosis de dolor o a una tragedia que nos desgarra por dentro, tomamos conciencia del estado de felicidad en el que nos hallábamos antes de que estos sucesos acontecieran. Hace apenas un año tuve que hacer frente a tres acontecimientos dolorosos: la muerte de mi padre, la separación de mi pareja y el cierre de mi negocio. Mirado con perspectiva, un año después, descubro que lo que hoy me roba el sueño no es ninguna de esas tres cosas, sino el haber extraviado el teléfono móvil. Sorprendido por este hecho me he visto en la necesidad de analizar cuáles han sido las razones que me han permitido alcanzar la serenidad y bienestar que experimento. La sorpresa que me he llevado una vez enumeradas ha sido máxima, al terminar de leerlas ha asaltado mi mente la imagen del hombre de cromañón, un cavernícola con mi rostro y, partir de esa imagen, he decidido escribir estas líneas.

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La angustia que durante unos días me ha generado haber perdido el teléfono era causada porque me sentía en un estado total de desconexión, había perdido una herramienta que consultamos alrededor de ciento cincuenta veces al día, padecía lo que se conoce como FOMO (fear of missing out) o miedo a perderse algo. Mi mente no dejaba de elucubrar ideas y lanzar hipótesis que tenían por seguro que, en ese momento, estaban sucediendo cosas importantes (llamada de trabajo, un suceso trágico que podría haber afectado a un familiar, un correo que llevaba días esperando…) de las que cuando fuese informado ya no podría participar en el devenir, lo cual me hacía sentir excluido, fuera del mundo. Estaba dominado por el terror que me generaba no poder saber de los demás y que éstos tampoco tuvieran la oportunidad de saber de mí. Conforme los días avanzaban y la ansiedad se rebajaba cobré conciencia de que lo que realmente era motivo de real de lamentación por mi descuido era la pérdida de oportunidades para decir te quiero y tampoco poder escucharlo, de

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lanzar o recibir mensajes de ánimo, de no dar ni obtener besos. Hoy, en un mundo en el que mayores recursos para el bienestar poseemos, en el que ya no es necesario recorrer largas distancias y cargar con baldes de agua para saciar la sed, en un mundo donde para encontrar una pieza de carne que llevarse a la boca basta con recorrer un centenar de metros, un entorno en el que hemos reducido al mínimo las oportunidades de que un depredador ponga en peligro nuestra existencia… en este mundo, nos empeñamos en definirnos más infelices que nunca. Los diagnósticos de enfermedad por depresión van en aumento, cuatro de cada cinco personas afirman vivir episodios de estrés. El consumo de antidepresivos, estimulantes y psicofármacos es la norma a seguir para ser capaces de sobrevivir en las junglas de asfalto. El café, el té, las bebidas azucaradas ha pasado a ser el petróleo de nuestra civilización. Creo que ha llegado el momento de decir STOP, y plantearnos qué estamos haciendo. Volvamos a analizar qué era lo que nos

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hacía felices cuando lo éramos y no sabíamos que lo estábamos siendo. La felicidad es una emoción que experimentamos en el presente, es en el aquí y en el ahora donde la disfrutamos. Ni el pasado ni en el futuro podemos experimentar la felicidad porque ésta solo es posible en el ahora. Sin embargo, creo que el pasado puede ayudarnos a vivir un presente de felicidad y por ello propongo una vuelta al origen, a los tiempos en los que vivíamos en una cueva. Propongo recuperar los pilares del estilo de vida que empleábamos en aquella época. Abandonar, por un tiempo, el entorno urbano y el continuo deseo de progreso económico por un modo de vivir que apueste por una mayor intensidad en nuestras relaciones afectivas, contribuya a satisfacer nuestros impulsos de exploración y aprendizaje, todo ello, en un cuerpo mucho más saludable y mejor preparado para combatir las enfermedades y contratiempos.

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Volvamos a ser cavernícolas. En la simplicidad de su estilo de vida podemos encontrar altas dosis de felicidad y toda ella se alberga debajo de nuestra piel, no de la piel hacia fuera. Continuamente nos llegan mensajes sobre una felicidad que se forja de la piel hacia fuera: riendo, pasándolo bien, acudiendo a lugares y recurriendo a remedios que prometen una diversión de la que hay que hacer continua ostentación. Las redes sociales están pobladas de fotografías que muestran estos momentos donde la mayoría se esfuerza en mostrar su felicidad pues nadie quiere mostrarse infeliz a ojos de los demás. Nadie quiere labrarse una reputación de persona deprimida, amargada y triste. Este deseo fomenta el consumo de estimulantes en sus diferentes formas del que hablábamos antes. Nos rodea la exhibición continua de una felicidad digitalizada medida por las pulgadas de la pantalla en la que contemplar la felicidad digital de los demás. Para adoptar al estilo de vida cavernícola no es necesario abandonar nuestros hogares ni despoblar

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las ciudades para ir en búsqueda de cuevas en entornos escarpados próximos a un arroyo, no es siquiera necesario apagar ni

desconectar nuestros

teléfonos, ni tampoco hay que cancelar el contrato con nuestro operador de telefonía. No estoy hablando de esto. Es algo mucho más sencillo, basta recuperar los que los siete elementos sobre los que la vida de estos hombres de la caverna se sustentaban y que pueden seguir siéndonos muy útiles hoy en día. Estos siete recursos o pilares sobre los que cimentar la vida los tenemos a nuestro alcance ya que son parte sustancial de la naturaleza del ser humano. Sucede que, en muchas ocasiones, los hemos descuidado, hemos dejado de utilizarlos y los hemos sustituido por otros que consideramos necesarios (acumulación de riqueza, reconocimiento, éxito social y laboral, adecuación a una imagen lindante a la perfección y ausente de defectos) porque son capaces de estimular nuestros deseos pero terminan por generarnos altos niveles de malestar y frustración. Por ello, volvamos al origen. Volvamos a ese modo de

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vivir que construimos alrededor de un fuego y del calor que de él emana. Retornemos allá. Para emprender este viaje no hace falta despojarse de nuestras ropas ni que caminemos desnudos o apenas cubiertos con unas pieles, ni siquiera es necesario descalzarse, sólo es necesario vencer el pudor de reconocer que hay una parte primitiva en cada uno de nosotros, algo primario que nos mueve y que nos reporta mucha satisfacción cuando, sin fisuras, sin tapujos, sin máscaras, nos relacionamos libremente con nuestros semejantes y con el medio en el que nos movemos.

1 HABLAR SIN EMOTICONOS Hace aproximadamente cuarenta mil años salimos de África. Utilizamos como ruta de salida Oriente Medio y, mientras unos decidieron continuar su camino hacia el este otros arribaron a Europa. Al llegar al viejo continente nos encontramos con una población que había llegado mucho antes que nosotros. Se trataba de unos tipos con una fuerza tal que parecían verdaderos colosos: los neandertales. Con ellos convivimos en algunos momentos, en otros competimos por la caza y por hacernos con los mejores asentamientos. Esta historia de lucha y alianzas se alargó durante cinco mil años, hasta que con el comienzo de la última glaciación los neandertales se extinguieron mientras contemplaban el continente africano desde Gibraltar anhelando volver a sus propias raíces.

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La pregunta que se plantea es ¿qué provocó que una especie formada por individuos más robustos y fuertes físicamente, dotados con un cerebro de mayor tamaño que el nuestro desapareciese? La respuesta la encontramos en la capacidad simbólica del homo sapiens, en el uso continuo de símbolos: las pinturas con las que colorear el cuerpo y el rostro, el uso de adornos que posteriormente transformamos en otras símbolos como el uso color blanco para las bodas, el pez para identificarse como cristiano, etc. El neandertal era incapaz de construir simbologías, sin embargo, nuestra especie hizo del uso de símbolos algo consustancial a nuestra especie: palabras, banderas, prendas, pinturas, collares… que utilizamos no sólo para identificarnos con los miembros de nuestro grupo, sino también como vía de acercamiento hacia otros grupos lo que nos ha permitido establecer relaciones de cooperación y alianzas con quienes compartimos el uso y significado de esos símbolos.

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El uso de la capacidad simbólica que hace tanto tiempo se nos permitió sobrevivir y acercarnos unos a otros, hoy también nos aleja. Nos ponemos las camisetas con los colores de nuestro equipo porque eso significa algo, al mismo tiempo que me une a muchos me enfrenta a otros tantos, nos vestimos con prendas cargadas de símbolos, buscamos continuamente a nuestro alrededor la presencia de una simbología que unos aproxima al tiempo que nos separa de los otros. El símbolo estrella del hoy es el uso de la tecnología digital, nos permite interactuar con muchos mediante el uso de brevísimos mensajes, repletos de palabras ilegibles y símbolos que describen estados de ánimo, elaborados en apenas un minuto. Ese mensaje tiene como propósito describir a un gran número de personas, digamos a modo de ejemplo que va destinado a cien personas, cómo nos encontramos, lanzar una opinión o trasladar una idea. Estimando que hemos tardado en pensarlo y escribirlo aproximadamente tres minutos, le habremos dedica-

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do a cado una de las personas a las que va dirigido un segundo y ocho décimas. Un segundo y ocho décimas es para mí, teniendo en cuenta que nuestro tiempo es un recurso muy valioso ya que es limitado, todo el valor que hoy ha tenido mi relación con esas personas haciendo uso de las herramientas digitales: apenas dos segundos de mi tiempo. Sustituimos el tiempo y el contacto cara a cara por el uso de unos emoticonos que intentan reflejar una emoción en una cara que no es la mía, es más, que no es la de nadie porque niego, sea por la razón que fuere, la posibilidad de vernos sin la mediación de una pantalla. Volvamos la vista atrás y entremos en la cueva, en el hogar de nuestros antepasados. ¿Qué es lo primero que encontramos allí? Una abertura que nos da acceso a una zona oscura en la que desconocemos qué podemos encontrar. Para poder explorarla y ver si es un lugar adecuado necesitamos una llama que nos ilumine y un fuego que nos caliente la estancia si decidimos quedarnos a vivir allí. Una vez que nos hemos acomodado y el fuego está prendido qué

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es lo que nuestros antepasados hacían en la cueva: hablar. Ellos utilizaban el hecho de sentarse en torno al fuego para hablar acerca de lo que les había pasado a lo largo del día, para intercambiar informaciones acerca de dónde alguien había visto un animal al que poder dar caza, dónde estaban las frutas y raíces más apetecibles, la zona del río en la que poder darse un agradable chapuzón y obtener pescado… En torno al fuego hablamos y empezamos a vivir una parte nueva del día, aquella en la que nos reuníamos con los demás para contarles lo que nos había sucedido y escuchar lo que les había sucedido a ellos. De este modo los días se hicieron más largos y más entretenidos, ya el día no era sólo esa parte en la que el sol estaba en lo alto iluminando la sabana y nos pasaban cosas, sino que conquistamos la noche y con ella comenzamos a ganarle tiempo a la naturaleza para poder contarles a los otros los que nos había sucedido o para tratar de explicar lo inexplicable. Surgían así los mitos, las leyendas, los relatos, en

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definitiva, se ponían los posos para la cultura, el conocimiento y el arte. La comunidad, el grupo de personas con las que nos relacionamos, son fundamentales para el bienestar de cada persona. Los dágara, una tribu africana situada en lo que hoy conocemos como Burkina Faso, mantienen un rito ancestral para de solucionar los problemas. Para ellos no existen los problemas privados. Todos los problemas, tanto los colectivos como los personales, incluidos los de pareja, se resuelven en el seno de la comunidad y con la participación de todos sus componentes. Consideran que la existencia de un problema personal es un síntoma de que la colectividad no funciona adecuadamente. El grupo, en torno a un círculo de cenizas, se reúne para profundizar en el problema de esa persona. Con ello descubren que lo que le perturba a ese individuo es un problema social ya que afecta a los sentimientos de todos. Los dágara situados alrededor del círculo de cenizas, en el que la persona que padece el problema se ha ubicado en el centro,

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hablan, debaten y profundizan en el asunto para que, desde la distancia que aporta la visión grupal, ser capaces de comprender el origen del problema y encontrar la solución más adecuada. Cada uno de los asistentes a este ritual preguntan, uno a uno, qué le sucede para conocer en profundidad el motivo que les ha reunido. De este modo, haciendo un análisis exhaustivo de un problema individual, tratan de movilizar las relaciones de todos los presentes con los demás en la dirección adecuada, contribuyendo al mismo tiempo a aumentar el grado de apertura y la receptividad sentimental de todos los asistentes y, por consiguiente, de toda la comunidad. Recuperar espacios de diálogo en los que poder hablar, intercambiar impresiones y escuchar al otro es algo que mientras permanecimos en las cavernas hicimos constantemente. Estas conversaciones nos servían para entender la vida y descubrir que no sólo somos un yo sino que hay un nosotros del que formamos parte. Para poder construir el nosotros y formar parte de establecimos como requisito el es-

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fuerzo de comunicarse, de hablar con unos y otros, continuamente, constantemente. Hoy, con todos los recursos para la comunicación que tenemos a nuestro alcance: teléfonos inteligentes, pantallas de televisión por doquier, ordenadores que nos dan acceso a una red de comunicación que ofrece la posibilidad de hablar con una persona por muy lejos que se encuentre, es cuando menos lo hacemos. Rellenamos de contenido las redes sociales con información de nosotros mismos y de nuestras vidas, pero lo hacemos desde una perspectiva egocéntrica: mostrar a los demás lo que hacemos o manifestar nuestra opinión, pero no con el afán de dar lugar a un intercambio sincero, sino simplemente en búsqueda de aprobación. No buscamos diálogo y mucho menos la construcción de un nosotros, sino aumentar la separación, hablamos desde un narrador (yo) que lanza una información a una audiencia (vosotros), para que interactué con ella (información) y no conmigo (yo). Las distancias en vez de reducirse, por el contrario, se ven acrecentadas.

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En el recién estrenado siglo XXI hemos dejado de buscar y encontrar al otro, dialogar con él para, juntos, tratar de comprender la vida. Con las redes sociales simplemente buscamos su aprobación, medida por la retroalimentación recibida a través de sus interacciones en forma de “Me gusta” o “Retweet” para experimentar la felicidad digital: la inyección de autoestima que nos crea la sensación de bienestar y serenidad de que pertenecemos a algo que sólo existe de forma simbólica. Esta búsqueda de la felicidad digital provoca la pérdida de honestidad con uno mismo porque queremos reducir el miedo a vernos aislados y por ello compartimos nuestra vida cotidiana en las redes sociales. Nos esforzamos por presentar una imagen embellecida: evitamos incluir fotografías en las que no salimos muy agraciados, forzamos posturas y gestos para parecer más atractivos, hacemos alarde de estar continuamente vivimos estados emocionales positivos o situaciones que inevitablemente conducen a ellos. Ocultamos una parte de nuestra vida y de nosotros mismos, los sucesos

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desagradables y nuestros defectos, para obtener el amor y reconocimiento de los demás, es decir, la percepción de que existe una conexión emocional entre nosotros. Es tal el deseo de conexión y el bienestar que nos produce sentirlo que estamos deseos de experimentarlo en cualquier momento. Por eso hemos poblado nuestros espacios vitales de las herramientas que nos permitan volver a vivir la percepción de conexión. Ordenadores, teléfonos. Televisores, consolas, tablets… se han apropiado de todos nuestros espacios, incluidos los más íntimos como nuestra cama o el cuarto de baño. Renunciar al sentimiento de pertenencia es muy doloroso y por ello nos negamos a perder la posibilidad de satisfacer esta necesidad cuando la tenemos al alcance de la mano, más aún cuando nuestro modo de vida fomenta la vivencia de la soledad: largas jornadas de trabajo que dificultan los encuentros sociales, mayores distancias físicas entre unos y otros con la extensión del trazado urbano y la proliferación de espacios residenciales

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periféricos, y la prevalencia de una oferta de ocio que prima el disfrute individual y penaliza el colectivo. Ante esta tendencia a la reclusión en el propio en sí mismo el entorno digital nos provee de manera inmediata de la certeza de pertenecer sea cual sea la hora del día en la que la anhelemos. En contraposición, el modo de vida cavernícola, un lugar también repleto de símbolos, hace uso del fuego como un espacio real de encuentro, donde construir cultura, adquirir conocimiento, fomentar el aprendizaje y relacionarnos, en la que la presencia del otro y el contacto cara a cara es el fundamento de su vida social. No mediante una pantalla, sino con su presencia física, su cercanía, lo que ayuda a aprender sus claves de comunicación sin tener que recurrir para ello al uso de emoticonos sino, simplemente, con una mirada atenta a la expresión de su rostro y al discurso de su cuerpo. Sin esta presencia no seríamos quien somos, parece que no nos damos cuenta y pasamos por alto su importancia.

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El hombre cavernícola era un ser empático. Su manejo de la empatía es uno de sus mayores legados, su esfuerzo para tratar de entender a sus semejantes nos ha ayudado a sobrevivir como especie hasta nuestros días. Atendiendo a lo que los otros decían y callaban, escuchando, prestando atención a su lenguaje no verbal comenzamos a entender las intenciones de los demás, sus preocupaciones y sus deseos. Hablar con los otros y escucharles nos ayuda a ser más capaces y estar mejor preparados. En definitiva, nos hace mejores. Dejemos un poco de lado ese afán sólo por enfatizar una parte de la vida, la dedicada hablar y a narrar nuestra propia historia y pongamos atención a las historias de los demás. Dejémonos seducir por ellas y las ensoñaciones que nos provocan. Escuchemos y atendamos a quien tenemos a nuestro lado, a quienes podemos acariciar con sólo estirar el brazo, sin descuidar a los que están lejos.

2 SIN AMIGOS EN FACEBOOK Somos más de siete mil millones de personas habitando el planeta. Después de China e India el tercer país más poblado del mundo es un país que no tiene playas, no tiene montañas, ni siquiera tiene vegetación, no hay un río que le surta de agua y, sin embargo, más de mil millones de personas habitan en él. Es un país virtual llamado Facebook. Increíble pero cierto. Nos lanzamos a querer vivir en un país sin tierra donde no podemos encontrarnos cara a cara con el otro, donde no podemos tocarnos, donde no hay agua que beber ni en la que bañarse, no hay sol ni luna, cielo ni estrellas. Aún así nos adentramos en él buscando hacer uso de un altavoz y alcanzar el éxito dentro de él para que nos sirva de sustento fuera de sus fronteras digitales. Recurrimos como termómetro del éxito en este mundo virtual a la longi-

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tud de su lista de amigos o a su número de seguidores. Amigos y seguidores adoptan un valor simbólico como sinónimos de afecto y admiración recibida por alguien con quien no se tiene contacto y con quienes, fuera de ese espacio virtual, no tendríamos posibilidad de establecer un vínculo estrecho y sincero con cada uno de ellos. Por cada amigo más consideramos que la reputación aumenta, creemos ser importantes y que los mensajes lanzados son valiosos. El hombre y la mujer cavernícola nos enseñan otra cosa, pues ellos carecían de este entorno digital y, sin embargo, edificaron el sostén de la vida social

y

afectiva que hasta hace dos décadas conformaban nuestro cotidiano. Vivimos en un mundo social, repleto de relaciones con los otros para la organización del grupo. Nos enfrentamos al mundo y al medio a través del grupo mediante los símbolos y jerarquías que compartimos para así trascender el entorno natural y sus limitaciones. Tal es el nivel de desarrollo que hemos alcanzado como especie que ya nos relacionamos en entor-

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nos virtuales, lugares que existen pero que son o no son en función de si se está en posesión de un dispositivo y de una conexión a internet. Hasta hace unos años el vehículo de conexión con los demás era un Dios, la oración y el seguimiento de unas doctrinas religiosas. Actualmente, una conexión a internet y un dispositivo electrónico nos dan la oportunidad de conectar con los demás a cambio de un menor esfuerzo y una mayor tasa de éxito de lo que hasta no hace mucho tiempo representaba acudir a la iglesia y seguir un conjunto de mandatos religiosos. La religión ha sido utilizada como un vehículo de integración y solidaridad. La propia palabra religión, cuyo origen es el término latino religare, en su raíz significa reunir. La religión es una comunidad creada para ayudar al individuo para prepararse para la vida y el entorno. En esta comunidad dios ocupa el lugar central desempeñando el papel de conector enlazando a los miembros de la red, es decir, conecta a una persona con las demás. Dios ha sido el recurso que permitía unir a unos con otros sin distinciones de

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edad, sexo o lugar de nacimiento, nos permitía tener la sensación de poseer un vínculo con nuestros semejantes. La creencia en dios es una construcción que hemos realizado para estar en contacto con los demás, especialmente con aquellos que están lejos o que ya no está. Dios y la religión han sido un recurso para combatir la soledad y el sentimiento de aislamiento. Las guerras que a lo largo de la historia y que aún hoy se producen cuando un grupo de población apela al nombre de un dios nos es más que el reflejo de su deseo de expandir su red social y poner fin a su aislamiento, pues cuanto más aislados nos sentimos mayor es el fervor religioso, a la vez que el poder religioso no quiere verse privado de su papel de conector. Este papel de dios y los líderes religiosos es desempeñado por las redes sociales digitales y es que en ellas tenemos la posibilidad de recurrir a un número ilimitado de conectores que posibilitan los encuentros que, hasta su aparición creíamos imposibles.

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Dudo de la utilidad de tener cuatrocientos amigos porque, siendo honestos con nosotros mismos, hemos de tener en cuenta nuestras limitaciones como seres humanos. Es imposible establecer relaciones de confianza sincera con un número tan elevado de personas. Estamos preparados para establecer verdaderas relaciones de confianza y conectar con afectividad sincera con un número de personas mucho más reducido: de veinte a treinta y cinco personas. Podemos acumular cientos de amigos en las redes sociales, un sinfín de conocidos repartidos por todo el planeta, pero si somos sinceros con nosotros mismos, las relaciones francas, sólidas y genuinas las fraguamos con un número reducido de personas. Tener claro este legado y esta limitación nos ayudará a evitar muchos quebraderos de cabeza y a disfrutar más de quienes tenemos y sentimos cerca. Las digitalización de las relaciones nos llevan a la infelicidad, a la insatisfacción, pues en el entorno digital no podemos conectar con nuestros afectos por lo que no sabemos lo que sentimos. En las relacio-

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nes digitales se intenta mostrar lo que uno cree sentir o quiere hacer creer que siente y la intensidad de ese sentimiento quedará medida por el número de feedback recibido. Los sentimientos, emociones y afectos son trasladados a entornos virtuales dando lugar a una identidad digital en el que la identidad personal no sabe lo que siente y, por ello, no puede llegar a saber lo que quiere. Una de las claves de nuestra supervivencia estriba en nuestra capacidad para establecer relaciones afectivas y de confianza sincera con los demás. Saber que podemos contar con alguien que nos brindará su ayuda cuando lo necesitemos y que se trata de algo recíproco, de que podemos hacerle partícipe de lo que sentimos, sin ocultamientos. Para poder labrar esta relación es necesario para el cavernícola mantener contactos frecuentes y continuados en el tiempo en los que poder compartir experiencias, recompensas (en forma de carne de caza), aciertos (a la hora de poner en práctica nuevas estrategias de caza) o errores (a la hora de elaborar los útiles para

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la caza o elegir una planta inadecuada). Pero tener la percepción de que suceda lo que suceda podremos contar con el apoyo de quien para nosotros es importante. Con los medios actuales de comunicación y el deseo de querer estar en contacto con muchos las relaciones se quedan en su nivel superficial. No profundizan ni en contenido ni se les dedica el tiempo suficiente para lograrlo arrastrados por la sociedad de la urgencia que se mueve en pos de las recompensas inmediatas. Los hombres de las cavernas nos enseñan que lo verdaderamente importante para construir un vínculo afectivo es el tiempo, la continuidad de la relación y que éste vínculo no sea algo clandestino, sino que se viva, con el otro y a vista de los otros, lo que auténticamente se siente. Utilizamos Facebook, Twitter, Google+, etc, como un lugar donde mostrar lo que sentimos pero desde la distancia psicológica: siento pero es una parte de lo que soy, el valor emocional que se le dará a esta parte de mí que te muestro dependerá de la respuesta obtenida

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de mis amigos o seguidores. Si la respuesta es positiva y amplia en número nos lanzaremos el mensaje de que es una parte importante de nosotros, si la respuesta no es la esperada negaremos, desde nuestra identidad real, esa parte desapegada que es la identidad digital. Una relación afectiva sólida y sincera no se construye de un momento al otro. La necesidad del paso del tiempo en la construcción de afectos es algo que hemos perdido de vista movidos por el afán de aumentar el número de amigos digitales. Demos nuestro tiempo y entrega a esas veinte o treinta personas a las que realmente podemos ofrecer afecto sincero y veremos cómo nuestra felicidad aumenta. No podemos contentar a todos. Centrando nuestra energía y esfuerzo en unos pocos veremos cómo nuestra sensación de bienestar aumenta de forma exponencial. Queriendo abarcar una relación estrecha en lo afectivo con muchos, la desesperación suscitada por la frustración de ver que no es posible, solo hará que aumentar al estar sumidos en la frus-

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tración de querer tener la relación deseada con un número tan amplio de personas. Focalicemos nuestros esfuerzos en este número de entre veinte y treinta personas. Esto no quiere decir que a lo largo de nuestra vida sólo nos relacionemos de forma estrecha con este número de sujetos en total, sino que iremos reemplazando a unos y otros conforme vayamos trazando nuestro porvenir. Saber esta limitación del ser humano permite estar más tranquilo y disfrutar más de nuestros vínculos presentes. No envidiemos a los demás porque afirmen tener un sinfín de amigos, porque, aunque afirmen lo contrario, todos estamos programados para no tener una relación afectiva y de confianza sincera con más de treinta personas. Lo habitual para el hombre de las cavernas era mantener una relación afectiva sincera con muy pocas personas y, pese a que nos cueste creerlo, apenas hemos cambiado en este sentido, por muchas tecnologías de la comunicación que hayamos inventado desde que abandonamos la cueva.

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Hemos hecho del teléfono móvil nuestro mejor amigo pues creemos que él los contiene a todos. Se ha vuelto nuestro confidente. Le hemos dejado invadir nuestra casa, acompañarnos en el trabajo, hacernos más llevadero el tránsito entre un lugar y otro y, además, le hemos otorgado el poder de evitar el contacto con nuestros semejantes fingiendo que hablamos con alguien. Con el móvil creemos prestar atención a todos cuando en realidad no atendemos a casi nadie, creemos hacer muchas cosas cuando realmente no hacemos nada. Es tal su poder que le regalamos nuestra primera interacción por la mañana y la última por la noche. Es más, mantenemos una relación sexual y, nada más terminar, consultamos el móvil en una clara evidencia de quien se desea tener al lado. Con el móvil y sus aplicaciones sociales buscamos mostrarle lo que sentimos a los que no están a la vez que se lo negamos a los que se quedaron.

3 SOBREVIVIR SIN APP’s El smartphone, el ordenador y la tablet se han convertido en una extensión más de nuestro cuerpo. Son una prótesis pero no lo son de nuestras manos, sino del cerebro. Hacemos uso de estas herramientas y de su capacidad para almacenar información para ser más inteligentes y tener una mayor capacidad de adaptación a un entorno y un yo que muta con frecuencia. Los dispositivos inteligentes posibilitan aumentar nuestra capacidad cerebral para almacenar y procesar información y por ello los acarreamos con nosotros a todas partes. Nos proveen de respuestas a los que nos rodea pues, haciendo uso de la memoria transactiva, nos permiten resolver problemas cotidianos. La memoria transactiva es la memoria que hace referencia a los datos, informaciones y recuerdos al-

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macenados fuera de nuestro cerebro ya sea en un disco duro, una agenda, un bloc de notas o en el cerebro de otra persona como ocurre, por ejemplo, puede ser la mujer que recuerda la fecha de la cita con el médico de su esposo y éste cuando le recuerda la fecha en la que su vehículo debe pasar la próxima revisión. Esta memoria no sólo la aplicamos en un entorno familiar sino que el mundo laboral y social está presente. Hay personas a las que consideramos responsables de saber según qué cosas, al igual que uno mismo lo es de saber otras. La práctica del conocimiento transactivo contribuye a la especialización del individuo a que dedique su energía cerebral, su tiempo y su aprendizaje en desarrollar y potenciar sus habilidades, al igual que ayuda a que el otro desarrolle las suyas. Conectar con el otro y su memoria ayuda a resolver con mayor rapidez problemas y adoptar soluciones óptimas. Antes recurríamos al saber de una madre para preparar una comida, hoy recurrimos al conocimiento compartido en internet al que tenemos acceso a través de

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nuestro smartphone, lo que sucede es que en este medio no tenemos la certeza desde el comienzo de que el conocimiento al que recurrimos para resolverlo sea el más adecuado al no poseer la garantía del conocimiento profundo del otro. Buscamos explicaciones a las cosas que suceden y soluciones a los problemas a los que hemos de enfrentarnos. Se trata de algo consustancial ser humano. Desde que nos reunimos en la caverna en torno al calor del fuego con la compañía de los otros hemos intentado dar respuesta a los enigmas de lo que acontece a nuestro alrededor. Nos hemos lanzado muchas preguntas, hemos teorizado infinidad de respuestas que, según ha ido avanzando el conocimiento, se han vuelto más precisas. Sucede que las justificaciones que vamos encontrando a todo lo que acontece parecen apuntar en una dirección y tener un único protagonista y responsable: el ser humano. Con el egoísmo y egocentrismo que nos hemos afanado en cultivar, situando al ser humano

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en el centro de todo, termina por resultar que, al final, todo aquello que acaece acaba siendo responsabilidad de uno mismo. El cambio climático culpa mía porque no reciclo lo suficiente, la crisis financiera es culpa mía porque soy un avaro, la elevada tasa de desempleo es culpa mía porque no quiero trabajar y cuando lo hago no lo hago lo suficientemente bien, que mi pareja me abandone es culpa mía porque tengo un carácter que no hay quien me soporte, que pierda mi equipo favorito es culpa mía porque no me puse la camiseta de la suerte o porque no los animé con la intensidad suficiente… Nos sobrecargamos de responsabilidades en torno a lo que acontece a nuestro alrededor y buscamos ansiosos aplicaciones en nuestros teléfonos que nos provean de respuestas. Creemos tener más capacidad de control en torno a lo que sucede de la que realmente es. Nos creemos superhombres y no lo somos. Nuestros antepasados de las cavernas lo sabían y por eso se liberaban de responsabilidades acerca de lo que sucedía que no le correspondía

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asumir. Si de repente una lluvia fuerte desbordaba los ríos no se culpaban por haber encendido demasiado fuerte una hoguera, si una partida de caza regresaba con las manos vacías se decía que el animal era más rápido o más inteligente, si uno de nuestros hijos moría al poco de nacer se afirmaba que esa era la voluntad de los dioses primeros. La manera de explicarnos el mundo y entender la vida estaba en que la responsabilidad en torno a lo que sucedía estaba fuera de uno. Tenían la certeza de encontrarse con situaciones que no eran capaces de controlar. La carga que transportaban sobre sus hombros era mucho más liviana. Esta forma de entender la vida no implica que uno se deje arrastrar y llevar por la desidia y la indolencia. Ni mucho menos. El hombre de la caverna sabía perfectamente que gran parte de lo que era capaz de obtener dependía de su propio ingenio y de las conductas que ponía en práctica. No se acomodaba, pero era capaz de asumir sus propias limitaciones y convivir con ellas. Sabía perfectamente que

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había tareas y logros que no podía alcanzar porque no poseía la capacidad ni los recursos suficientes para lograrlo. Hoy cultivamos el sentimiento de que si hay algo que no somos capaces de conseguir o de lograr en pos de este dios del nuevo milenio que es el éxito es porque somos inferiores, de esos que según Darwin acabarán extinguidos víctimas de una genética inadecuada. Aceptar este axioma es sembrar la semilla de nuestra destrucción. Seamos realistas y expliquémonos el mundo con honestidad y franqueza. Si todos perseguimos el éxito, ser los números uno debemos ser conscientes de que no es posible para todos. Es una manera cuestión matemática. Caemos una y otra vez en el error de que tenemos la capacidad de influir en nuestro porvenir y en nuestro destino de una forma muy por encima de lo que los cálculos probabilísticos nos asignan. Creemos que si no nos toca la lotería es porque no jugamos lo suficiente o porque no pasamos el boleto por la chepa del jorobado. Dejemos de una vez por todas de asumir unas cargas que no son

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las nuestras y relativicemos nuestro grado de responsabilidad en lo que ocurre. Defiendo la postura que adoptaba el personaje televisivo Steve Urkel con su famoso “¿he sido yo?” que le liberaba de gran parte de la responsabilidad, si bien es cierto que él se encargaba de ser el detonante final de una situación catastrófica. Catástrofe que no se habría desatado sin la intervención y acción previa de otros que, también, han de asumir su cuota de responsabilidad en lo acontecido. Concibamos el mundo con honestidad haciendo uso de nuestra capacidad para hablar y dialogar con los demás, así como de las conexiones afectivas con los demás. Si cuando nuestra pareja aparece por la puerta de casa, después de una larga jornada laboral y lo hace de mal humor, no le digamos que tiene un carácter muy difícil y muy poca paciencia, digámosle simplemente que ha debido tener un día muy difícil en el trabajo. Le estaremos liberando de una carga que no tiene por qué asumir y le estaremos acercan-

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do a esa forma de ser de las cavernas que tan felices puede hacernos.

4 CAMBIA DE COMPAÑÍA Y DE MÓVIL “Todo cambia, nada permanece” Este axioma de Heráclito, pensador griego, ha ido de la mano con el ser humano desde el Paleolítico. Nuestra historia como humanos es una historia de cambio, de exploración, una búsqueda constante. En cada uno de nosotros aflora un instinto y una pulsión por el descubrimiento, por conocernos y trascender nuestros propios límites. Para ello hay que salir de la comodidad. Nuestros antepasados hacían un ejercicio continuo de adaptación al medio, de flexibilidad, no eran rígidos sino que se acomodaban a las exigencias de un entorno que cada poco tiempo cambiaba puesto que tenían que estar siempre listos para emprender un nuevo camino en busca de alimento.

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El cambio es evolución, es crecimiento. Acomodarse a una situación por temor a la incertidumbre acerca de lo que podrá suceder va en contra de nuestra propia naturaleza. Continuamente cambiamos, basta sólo con mirarnos a nosotros mismos, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y descubriremos que no somos los mismos que tiempo atrás. Cambiamos, de manera gradual, casi imperceptible, pero irremediablemente lo hacemos. Y de la misma manera que cada uno de nosotros cambia el medio ambiente en el que nos movemos también lo hace. Hemos de ser conscientes de esto para reajustarnos de cara a maximizar nuestras posibilidades de supervivencia y mantener un alto nivel de felicidad. No podemos ser siempre felices de la misma manera, para cada momento y etapa de nuestra vida, le corresponde una ruta hacia la felicidad. No podemos obviar que estar preparados para el cambio es necesario. Aparecen nuevas normas, nuestra salud no es estable, las creencias se modifican, se producen avances tecnológicos… y ante to-

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do estas fuentes de cambio tenemos que estar preparados para ajustarnos. Hemos de ser flexibles y evitar la rigidez. Ser excesivamente rígidos como lo es el cristal nos hace fácilmente vulnerables y quebradizos. Como gentes procedentes de las cuevas hemos de tener predisposición para la migración. No sólo entendida como un cambio de escenario sino algo que va más allá, no tiene por qué ser necesario cambiar el escenario, pero sí la actitud y las estrategias que empleamos para desenvolvernos en él. Para ello hemos de estar en un aprendizaje continuo, no limitarlo a un número de conocimientos y destrezas adquiridos tiempo atrás, sino que éstos deben someterse a continua revisión para ver si siguen siendo adecuados o se están quedando obsoletos. De nada sirve emplear una estrategia de caza y unas armas empleadas para cazar leones si ahora nos enfrentamos a un mamut. La experiencia empleada con el primero nos servirá para el segundo pero no todo será extrapolable, ya que se necesitará un mayor empleo de la fuerza, armas más robustas, una táctica

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de caza un grupo distinta porque ya no estamos en la sabana sino en entornos más fríos y ásperos. Los hombres de las cavernas tenían un alto nivel de resilencia, es decir, tenían una elevada capacidad para hacer frente a situaciones trágicas y dolorosas. Nuestros antepasados convivían con la muerte y la enfermedad de forma continuada, debían abandonar lugares en los que comenzaban a echar raíces y, pese a todo, fueron capaces de sobrevivir. Estamos preparados para sobrevivir y sobreponernos a cualquier situación, por dura que esta sea siempre que tengamos un propósito, un fin, motivo por el cual seguir adelante. Si no cambiamos nos extinguimos, morimos, desaparecemos, caemos en el olvido. El deseo de cambio, la movilidad, la migración nos ayuda a superar la endogamia (dependencia de los recursos del propio grupo) y disponer de respuestas más variadas así como los recursos de los que valernos. Cambiar, por tanto, es un buena estrategia para vivir más y mejor.

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Cambiar nos ayuda a crecer, a trascendernos y a explorar nuestros límites y áreas de nosotros mismos que desconocíamos. Qué habría sido de nosotros si nadie hubiese decidido abandonar la sabana africana, si a nadie le hubiese dado por explorar otros territorios, de golpear dos piedras para hacer cuchillos y cómo a partir de ello descubrir que era posible hacer fuego. Nada de eso habría sido posible sin la voluntad de cambio, de abandonar el calor de la sabana y vivir en el frío de las montañas. La premisa del cambio que se nos ofrece como aprendizaje es que aunque uno sepa hacer lo que está haciendo, por increíble que pueda parecernos, ¡puede hacer otras cosas! Nuestro deseo de cambio existe si tenemos la necesidad de hacerlo. En el Paleolítico esta necesidad la pautaba la escasez de alimento que obligaba a buscarlos en otras regiones aún por explorar. Para poder hacerlo había que confiar en que uno aguantaría el viaje y estaba preparado para el tránsito así como confiar en que los demás también lo estarían,

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que unos y otros se apoyarían y se dejarían ayudar durante todo el viaje. No se trataba de un camino fácil había que ser muy pacientes y saber lidiar con el dolor y el sufrimiento que traerían consigo momentos complicados e inevitables pero necesarios. Perseverar y ser constantes en la utilidad del viaje emprendido, tener presente que el cambio es necesario es lo que ha permitido al ser humano llegar a alcanzar lo que hoy somos. El hombre cavernícola nos dejó un legado muy valioso para ser capaces de afrontar el cambio. Nos mostró que no seamos rígidos y caigamos en la sobreprotección de uno mismo y de los suyos, hay que ser flexibles es la mejor opción para conseguir lo que uno quiere pues tanto uno como su entorno cambian y quien esté dispuesto a hacerlo terminará por desaparecer. Por eso es necesario aprender, imitar lo que otros hacen y les funciona, así es como construimos la cultura que es el mejor medio para sobrevivir, sin cultura no evolucionamos.

5 MOVIMIENTO ES VIDA El sedentarismo nos destruye, hemos pasado el 95% de nuestra historia como especie siendo nómadas. El cuerpo humano está diseñado para el movimiento, el movimiento es su vida. Sin embargo, hoy, más que nunca pasamos muchas horas sentados delante de las pantallas. Necesitamos del ejercicio físico para que nuestro organismo experimente la vida. Nuestros antepasados caminaban en pos de alimento, corrían bien para escapar de un depredador o bien para apresarlo, saltaban, trepaban, reptaban. Hoy, excepto cuando somos niños, nos hemos olvidado de hacerlo. En vez de practicantes de ejercicio nos hemos convertido en sus espectadores y dejamos que sean unos pocos quienes lo hagan mientras asumimos el papel de jueces de su desempeño. Preferimos permanecer sentados al volante o en el sofá

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frente al televisor aunque sepamos que es atentamos contra nuestro propio cuerpo al darle un descanso que no se ha ganado, negándole una actividad que le contribuye a potenciar el sistema inmune, mejora la concentración, combate la depresión y la demencia, e incluso previene del cáncer, el alzheimer y la diabetes. Una hora de ejercicio físico diaria es suficiente para ser más felices. No digo que nos lancemos todos a la calle a correr maratones, sino que, cada cual, en base a sus posibilidades tenga la voluntad y la constancia de hacer ejercicio. Un pequeño ejercicio que podemos hacer es abandonar el hábito de utilizar el coche para ir al trabajo, nos negamos la posibilidad de cumplir con esa hora de ejercicio diario por ahorrarnos un trayecto de treinta minutos a pie y aumentamos la probabilidad de sufrir y provocar un accidente e incluso morir y matar por esa manía de atender llamadas y mensajes de nuestro smartphone mientras conducimos porque las consideramos más importantes que la responsabilidad de la conducción.

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Este mismo recorrido, hecho a pie, nos ofrece la oportunidad no solo de mejorar nuestro estado físico, sino que también nuestra vida social lo agradecerá. ¿A cuántas personas saludamos mientras conducimos? ¿Cuántas nos saludan? Si optamos por realizar ese camino a pie las oportunidades de generar encuentros sociales y obtener informaciones inesperadas aumentarán considerablemente. Con ello nuestras probabilidades de éxito al estar más cerca de obtener informaciones que de otra forma nos serían negadas o nos pasarían desapercibidas. Miles de años atrás, en estas sociedades de cazadores-recolectores, corríamos para escapar de depredadores o para abatir piezas de caza. Los individuos mejor preparados eran los que más piezas cazaban y menor riesgo tenían de morir en las fauces de un animal. Este hecho los convertía en sujetos más atractivos dotándoles de un mayor acceso sexual a las hembras. Hoy ocurre lo mismo, aquellos hombres y mujeres que realizan ejercicio físico de manera regular tienen mayores posibilidades de con-

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seguir un empleo que quien no lo practica, así como de tener mayor actividad sexual pues su cuerpo se presenta como más sano y su oferta de genes es mejor a la de quienes permanecen cómodamente sentados. Practicar ejercicio físico, siempre y cuando no se haga por mera vanidad y alarde, habla de los recursos personales y mentales del individuo: resistencia, constancia, perseverancia, manejo de la frustración y postergación de recompensas. Capacidades todas ellas, muy válidas en el actual mundo empresarial y en el universo social en el que nos desenvolvemos. Demos a la práctica regular de actividad física la importancia que se merece. El gran salto evolutivo de nuestra especie se produjo con el bipedismo. El abandono de la subsistencia centrada en la copa de los árboles por una subsistencia a ras de suelo y cimentada bajo una nueva capacidad para recorrer largas distancias y emplear las manos para manejar y construir útiles y herramientas. Gracias a que nos lanzamos a caminar nuestro cerebro creció pro-

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veyéndonos de nuestro mejor recurso para la supervivencia. Sentados en el sofá, al volante de nuestro coche o frente del ordenador nos conduce a una involución del funcionamiento del organismo que hace que éste no se adapte al entorno y el estrés, la depresión, la fatiga crónica se conviertan en el estado habitual de un cuerpo diseñado para vivir desde el movimiento. Nos llenamos de excusas y de razones para permanecer inmóviles: falta de tiempo, no es necesario, está lloviendo, hace calor o la falta de valoración del ejercicio como acción preventiva ante la enfermedad. Sobre todo porque hemos de tener que hacer frente a un rival muy duro de vencer: la pereza. La falta de hábito en el ejercicio nos pone ante una situación en la que, antes de hacerlo, hay que decidir si lo hacemos o no. Si ya tenemos que hacer el esfuerzo de decidir y nos cuesta, cómo vamos a realizar un esfuerzo aún mayor. Este ejercicio de negociación con una mismo nos agota y nos deja anclados al sillón. Hace treinta mil años no teníamos este

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problema porque el ejercicio formaba parte de nuestro plan de vida. Si no hay ejercicio no hay comida con la que alimentarse y por ende formaba parte de una rutina diaria que no admitía dudas ni negociaciones. Esta rutina del movimiento la convertía en una orden dada a uno mismo si quería mantenerse con vida, así ahorrándonos la agotadora batalla de pelear con uno mismo empleábamos esa energía en nuestra salud física y mental. El ejercicio físico nos muestra como personas activas, nos devuelve resultados inmediatos, nos asombramos de nuestra capacidad para mejorar, muestra habilidades y capacidades que de otra manera sería muy complicado hacer visibles. El ejercicio físico reconforta, ayuda a gestionar el estrés y es un alarde de madurez psicológica y de actitud vital. El ejercicio es la búsqueda continua de nuevos desafíos de una orientación centrada en el medio y largo plazo, todo un atractivo para los demás y una estrategia que nos ayudará a aumentar nuestros niveles de felicidad.

6 COME COMO TUS ANTEPASADOS Nuestra dieta tiene repercusiones directas sobre nuestro estado de ánimo y en la predisposición a mantenernos activos y a relacionarnos con el entorno y nuestros semejantes. Las reacciones de nuestro organismo no son similares después de consumir un vaso de agua que una copa de whisky o un refresco, simplemente las demandas de actividad a la que se ve sometido es diferente. De este modo, encontramos que existen alimentos como los azúcares refinados, los lácteos, grasas o los carbohidratos que bloquean el funcionamiento de nuestro organismo, llevándonos a estados de ira, malestar, agresividad, cambios de humor… En definitiva, los alimentos que consumimos determinan en gran parte nuestro estado de ánimo ya que, en función de los alimentos y

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cantidad que ingiramos, someter al organismo a episodios de estrés que pueden dar lugar a que vivamos episodios de inestabilidad emocional. Seguir una dieta equilibrada y variada nos garantizará estados prolongados de bienestar, de equilibrio emocional y una mayor protección frente a las enfermedades. Diferentes nutricionistas, antropólogos, médicos y terapeutas han señalado la necesidad de volver a una dieta centrada en el consumo de proteínas y grasas, en la que la presencia de carbohidratos es muy reducida, lo cual consideran como el modelo óptimo de alimentación. A este modelo lo han llamado: Paleodieta. El argumento fundamental que defiende esta teoría es el que el seguimiento de esta dieta es el que ha permitido al Homo Sapiens desarrollarse hasta lo que es hoy, pues ésta es la dieta que hemos seguido a lo largo de más del 90% de nuestra historia como seres humanos.

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El Paleolítico es la etapa más larga de nuestra historia como seres humanos, extendiéndose alrededor de 2,5 millones de años, en donde nuestra alimentación como especie se centraba en lo que éramos capaces de recolectar y cazar. No existía la agricultura y nuestra dieta se componía de los frutos secos, fruta, raíces y tubérculos que recolectábamos. Tenemos la falsa idea de que la caza era el soporte fundamental de nuestra dieta cuando en realidad nos servíamos de los frutos, plantas o semillas que las mujeres recolectaban. No fue hasta la aparición del hombre de Neanderthal, que desarrolló sobremanera el arte de la caza, y gracias a su capacidad para fabricar armas y dominarlas, lo que propició un aumento de la presencia de grasas en la dieta, lo cual se reflejó en el acortamiento del tracto digestivo, en su desarrollo físico y en el tamaño del cerebro de los miembros de esta especie (contaba con una cerebro mayor que el del hombre actual). Los homo sapiens emularon la artillería de caza del Neandertal y con

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ello pudimos valernos de esas mismas ventajas adaptativas. La Paleodieta lleva consigo no sólo el seguimiento del régimen alimentario basado en proteínas y grasas, sino que lleva consigo la adopción de un conjunto de hábitos que con el desarrollo cultural, social, industrial y tecnológico llevados han caído en desuso. Es necesario recuperar la base de la dieta de estos nuestros antepasados: comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed y, sobre todo, llevar una dieta variada de alimentos que venía marcada por la estacionalidad de los mismos. Con la llegada de la agricultura la variedad de nuestra dieta cayó en picado, pasamos de obtener nutrientes de fuentes muy diversas a obtenerlas de un número más reducido de alimentos. Se extendió el monocultivo y con ello que en un sitio sólo se comía trigo, en otro arroz y en otro maíz, la calidad de la dieta se vio mermada a cambio de que todos co-

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mieran. Nuestra dieta se empobreció y, con ello, nuestra esperanza de vida bajó de los sesenta años a los treinta y cinco, nuestra estatura se redujo en diez centímetros, aparecen las caries y la obesidad, y nos volvimos más vulnerables a las enfermedades. Hoy hemos recuperado, con la expansión de las redes de transporte y distribución, la oportunidad de tener una dieta variada, lo que ocurre es que no la equilibramos porque teniendo al alcance una amplia posibilidad de elección entre la oferta alimentaria, tomamos la decisión equivocada y nos decantamos por consumir unos pocos alimentos a lo largo de todo el año, alimentos altamente procesados y con una elevada carga calórica. ¿Para qué consumir alimentos que nos debilitan? Un consumo elevado de carbohidratos y lácteos es desaconsejable ya que nuestro organismo puede no estar preparado para asimilarlos: uno de cada tres españoles es intolerante a la lactosa y nueve de cada diez asiáticos y africanos. Estos nutrientes los hemos

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incorporado desde hace relativamente poco a nuestra dieta y aún no se han producido los cambios evolutivos necesarios para adaptarnos a ellos. Por ejemplo, con la industrialización lechera este producto y sus derivados se han introducido en nuestros hogares en apenas un siglo, cuando, hasta entonces, se trataba de un alimento de consumo muy local por lo que muy pocas poblaciones, como las nórdicas, están biológicamente preparados para asimilarla. El resto de poblaciones dejaban de consumir leche en el mismo momento en el que se producía el destete y, conforme íbamos creciendo, al dejar de consumir leche el organismo deja de segregar la enzima que permite su absorción. El consumo de lácteos y el exceso de carbohidratos provocan la hinchazón del tracto digestivo. Esta inflamación degenera en una mayor propensión a sufrir enfermedades cardiovasculares, la aparición de cefaleas, mayor probabilidad de sufrir osteoporosis, la experimentación de estados de ánimo desagrada-

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bles, el desarrollo de adicciones (azúcar, tabaco, alcohol) y una aceleración de los procesos de envejecimiento. Todo causado por los cambios en los patrones de consumo alimentario que hemos llevado a cabo durante las últimas décadas que, unido al sedentarismo, puede inducir cambios de peso acelerados que es una de los mayores peligros a los que, mediante nuestra dieta, nos exponemos. Nuestro cuerpo aún está programado para vivir en la escasez y fomentar la búsqueda continua de alimento variado. Hemos de tener presente que, al igual que la mejor carne, el mejor ser humano, el más sano, el más apetecible, es aquel que experimenta el placer de correr libremente en la naturaleza y que, después de hacerlo, se sienta alrededor de un fuego a brasear el alimento que ha sido capaz de conseguir: frutas, verduras, cereales, leguminosas, frutos secos, semillas y, de vez en cuando, carne.

7 DEJA DE TOCAR LA PANTALLA Vivimos en el mundo del eyaculador precoz. Queremos conseguir y vivir emociones de mucha intensidad y poca duración saltando de una a otra de forma desencadenada. Nuestros antepasados cavernícolas vivían en grupos pequeños en los que todos tenían relación con todos. El sexo no se centraba en la reproducción ni en la búsqueda de placer. Nuestros antepasados eran muy promiscuos y la infidelidad era habitual en sus prácticas sexuales pues éstas tenían un propósito. El sexo era utilizado como una fuente de creación de vínculos amorosos, de parentesco, sociales, económicos y cooperativos. A partir de él se construye la pareja humana y el lazo interpersonal entre macho y hembra. Nuestras conductas sexuales actuales continúan reproduciendo este modelo de conducta social sin descuidar sus fi-

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nes reproductivos y su capacidad para generar placer. Mi propuesta es tener mucho sexo y si es bueno, mejor que mejor. Esto no quiere decir que salgamos a buscarlo fuera de nuestra actual pareja, basta con recuperar su valor social, su capacidad para generar intimidad y dar lugar a alianzas más sólidas. El sexo un vehículo de interacción social y un pilar que hace posible la formación y el mantenimiento de relaciones sociales. Gran parte de las frustraciones sexuales del ser humano provienen de la llegada de la agricultura y con ella la propiedad privada. Es a raíz de este momento que la pareja pasa a ser considerada un valor patrimonial. Esta apreciación de la pareja como un valor mercantil provoca el deseo de regular su conducta sexual y con ella sus interacciones sociales, la mujer deja de tener un estatus social similar al del hombre y pasan a ser consideradas un valor de cambio. Nuestros antepasados paleolíticos consideraban el sexo como un valor social de cada individuo y por eso, en las cavernas, no había cuentas corrientes ni hipotecas ni stock options.

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Dejemos que cada cual regule su comportamiento en esta área de su vida y recuperemos el sexo como bien de intercambio social. Eso sí, conviene que hacer una matización, no todo el sexo tiene que pasar, necesariamente, por la reproducción y la genitalización. La sexualidad es algo más que la mera exploración y uso de los órganos reproductores. La sexualidad que contribuirá a aumentar nuestra felicidad cavernícola pasa por una mayor presencia de contacto visual, el uso continuado del tacto, de las caricias de la posibilidad de sentir a la otra persona a través de todos nuestros sentidos. Debemos recuperar el sentido del tacto en nuestras relaciones pues es uno de los pilares de todas nuestras relaciones. Tocarnos, acariciarnos, palparnos, besarnos, abrazarnos, sujetarnos… son recursos de los que valernos para estar en sintonía con los demás y son una fuente inagotable de bienestar pues nos indica que hemos sido capaces de conectar con otra persona y establecer un vínculo. El contacto físico es nuestro vínculo más primario, nos da el

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mensaje de que formamos parte de un mundo cargado de sensaciones y emociones por experimentar. La ausencia de caricias, palabras de afecto, besos, abrazos, privarnos de la posibilidad de sentir el calor que otro cuerpo emana da lugar a una no existencia. La necesidad del contacto físico es fundamental para nuestro bienestar y correcto desarrollo, quien no lo recibe es considerado invisible. La falta de contacto físico es conocida como el síndrome de carencia afectiva o marasmo emocional. Para entender la trascendencia y necesidad del contacto físico basta conocer los efectos que tiene sobre un recién nacido la ausencia de contacto y caricias regulares por parte de una madre como ocurría con niños recién nacidos que pasaban largas temporadas hospitalizados o que estaban recogidos en orfanatos. Estos niños, con una crianza distante, institucionalizada y despersonalizada mostraban retardo en su desarrollo, falta de expresividad emocional, escasa coordinación ocular y menor capacidad mental. Esto mismo sucede a lo largo de toda nuestra vida, al perder el

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contacto físico y no poder establecer lazos afectivos perdemos capacidad emotiva, dejamos de poner en práctica la empatía y tenemos la percepción de vivir una existencia ajena al mundo social que nos envuelve. Detrás de una caricia se esconce algo que ca más allá de ser un gesto sencillo y en ocasiones devaluado, está la esencia de todas las relaciones humanas porque dota de existencia física a quien participa en ellas y es un signo de comprensión del universo emotivo que se intenta compartir. Nuestras terminaciones nerviosas nos conectan con el mundo exterior, nos ayudan a percibir cambios en el entorno y sobre todo, nos da la oportunidad de sentirnos próximos a los demás. Éstos, nuestros antepasados, lo sabían y lo ponían continuamente en práctica. Tocar y ser tocados provoca que segreguemos oxitocina, sustancia que invade nuestro organismo cuando estamos enamorados o mantenemos una relación sexual. Una caricia o un abrazo también contribuyen a segregarla, no es necesaria la genitalización del contacto físico para desencadenar

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una sensación de bienestar y placer en el otro, basta con abrazarle durante unos segundos, agarrarle la mano o darle un beso. La oxitocina en nuestro cuerpo nos aporta más confianza en nosotros mismos y en los demás, da lugar a comportamientos altruistas, ayuda a establecer más vínculos de apego. Tocarnos, acariciarnos, en definitiva, sentirnos nos desestresa. Si no nos tocamos, si rehuimos el contacto físico con el otro, lo que hacemos es inocularnos el virus de la desconfianza, de la competitividad extrema, de la tensión permanente. Toda relación, con el paso del tiempo, reduce la presencia de esta hormona. El motivo está en que la persona con la que quisimos establecer el vínculo ya no es la que está delante sino que ha cambiado, ser conscientes de ese cambio nos sitúa en un estado de shock que nos distancia. Para sortear esta nueva realidad todo lo que necesitamos es cambiar la perspectiva de la relación, que hasta ese momento se encontraba centrada en el presente, para conducir las miras hacia el largo plazo y volver a

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generar oxitocina y experimentar placer porque, cada día, a través del escalofrío de una caricia, de la ilusión de un nuevo encuentro, del calor de un abrazo estaremos redescubriendo de nuevo a la persona que tenemos a nuestro lado. Hagamos como nuestros antepasados y recuperemos el hábito de tocarnos. Dediquemos más tiempo a estimular nuestras terminaciones nerviosas, ericemos más a menudo el vello de nuestro cuerpo, sintamos esas corrientes eléctricas que desencadena una caricia inesperada. Toquemos menos pantallas y más personas, exploremos menos internet y más los cuerpos de los que nos rodean. Hagamos sentir a las personas que nos importan que, cuando tenga o haga frío, tenemos para darle todo el calor que necesitan.

RECORDATORIO PINTÁLO EN TU CUEVA • Habla y escucha a los demás, te ayudará a estar mejor preparado y entender lo inexplicable. • Céntrate en unas pocas personas y vuelca todos tus esfuerzos afectivos en ellas, no puedes querer a todo el mundo ni todo el mundo te quiere. • Muchas de las cosas que suceden a tu alrededor no son responsabilidad tuya sino que su explicación se encuentra fuera de ti. Libérate de cargas que no son tuyas. • Aprende, estudia, imita, viaja, busca nuevos retos, explora nuevos lugares y oportunidades, conoce a gente nueva, haz cosas diferentes. • Dedica una hora de cada día al ejercicio físico, lucirás mejor y te presentarás al mundo como una persona más competente.

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• Come más fruta, vegetales y verduras y menos hidratos de carbono y grasas animales. Tu cuerpo y los que te rodean lo agradecerán porque tu estado de ánimo mejorará. • Ten más y mejor sexo. Recupera el sentido del tacto, toca, acaricia, besa, abraza más veces y durante más tiempo a los que tienes alrededor.

AGRADECIMIENTOS Mis gracias más sinceras a todos aquellos que estando invisibles por la distancia me ayudan y me empujan a perseguir mis sueños. No puedo dejar de dar las gracias a mis cuatro madres por brindarme todo su afecto, por aceptar mis locuras y por no desesperarse cada vez que pierdo el teléfono. Estando muy lejos os sentí más cerca que nunca. No puedo dejar a un lado a todos aquellos que me estimulan y de los que uno trata de copiar una parte de su ingenio. Sin vosotros no sería posible nada de lo que mis limitadas capacidades me permiten hacer. Sé que este libro es una deuda enorme con otra mucha gente y que sin ellos nada de esto se me pasaría por la cabeza siquiera hacerlo. Gracias a todos y cada uno los que me brindáis la libertad de ser.

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